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Los Cinco en El Cerro Del Contrabandista

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Las

vacaciones de Pascua empiezan, como siempre, geniales, aunque esta


vez Los Cinco tienen el gran inconveniente del frio y del fuerte viento que
sacude.
Durante una noche en el que el viento arreció de una forma asombrosa, un
árbol es arrancado y cae encima de Villa Kirrin, dejándola tan destrozada que
los niños tenían que irse a otro lugar para pasar las vacaciones.
Curiosamente, tío Quintín estaba en recientes contactos con el Sr. Lenoir,
cuyo hijo, Hollín, iba al mismo colegio que Julián y Dick.
Gustosamente, el Sr. Lenoir aceptó que Los Cinco fueran a pasar el resto de
las vacaciones a su casa situada en el Cerro del Contrabandista, un lugar
misterioso, rodeado de pantanos, arenas movedizas y una extraña niebla.
El único inconveniente es que Tim no puede ir con ellos porque al Sr. Lenoir
no le gustan los perros.
¿Logrará Jorge no estar separada de su fiel acompañante?
Una vez instalados comienzan a investigar el lugar, conociendo a personajes
tan pintorescos como el Sr. Barling, un extraño hombre que cree vivir en otra
época y al sordo mayordomo Block.

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Enid Blyton

Los Cinco en el Cerro del


Contrabandista
Los Cinco - 04

ePub r1.3
Gand 13.01.15

ebookelo.com - Página 3
Título original: Five go to the Smuggler’s
Enid Blyton, 1945
Traducción: María Victoria Oliva
Ilustraciones: Eileen A. Soper
Diseño: José Correas

Editor digital: Gand


Primer editor: Annatar (r1.0 a 1.1)
ePub base r1.2

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Capítulo 1
DE REGRESO A «VILLA KIRRIN»

Un hermoso día, al principio de las vacaciones de Pascua, cuatro niños y un perro


viajaban juntos en tren.
—Llegaremos pronto —comentó Julián, un muchacho alto y fuerte, de expresión
resuelta.
—¡Guau! —ladró Tim, el perro, que se sentía inquieto e intentaba mirar por la
ventanilla.
—¡Baja, Tim! —ordenó Julian—. Deja que Ana mire.
Ana era su hermana menor. Ésta asomó la cabeza, por la ventanilla.
—¡Ya entramos en la estación de Kirrin! —dijo—. Espero que tía Fanny esté
esperándonos.
—¡Claro que estará! —respondió Jorgina, su prima. Jorgina se parecía más a un
chico que a una niña, porque llevaba el pelo muy corto y rizado. También ella tenía
aspecto resuelto como Julián. Dio un empujón a Ana y se asomó a su vez por la
ventanilla.
—¡Qué agradable es regresar a casa! —dijo—. Me gusta estar en el colegio, pero
será divertido pasar las vacaciones en «Villa Kirrin», y quizá podamos navegar hasta
la isla Kirrin y visitar el castillo que hay en ella. No hemos estado allí desde el verano
pasado.
—Ahora le toca a Dick mirar por la ventanilla —dijo Julián dirigiéndose a su
hermano menor, un niño de cara agradable que estaba sentado en un rincón y leía
atentamente—. Ya llegamos a la vista de Kirrin, Dick. ¿Es que no puedes parar de
leer ni un segundo?
—¡Es un libro tan emocionante! —respondió Dick, y lo cerró de golpe—. Es la
novela de aventuras más apasionante que he leído.
—¡Bah! Estoy segura de que no es tan apasionante como alguna de nuestras
propias aventuras —dijo Ana al punto.
Y era cierto. Los cinco, incluyendo a Tim, el perro, que siempre lo compartía todo
con ellos, habían vivido juntos aventuras extraordinarias. Pero ahora parecía que se
presentaban unas vacaciones tranquilas, con largos paseos por las colinas, y quizá
navegando en el barco de Jorge hacia «Isla Kirrin».
—Este trimestre he trabajado mucho en el colegio —dijo Julian—. Me merezco
unas vacaciones.
—Has adelgazado —comentó Jorgina. Nadie la llamaba así. La llamaban Jorge y
no contestaba por otro nombre. Julián sonrió.
—¡Bueno!, pronto engordaré en «Villa Kirrin», no te preocupes. De eso se
cuidará tía Fanny. Es especialista en cebar a la gente. Tengo ganas de ver de nuevo a

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tu madre, Jorge. Es estupenda.
—Sí. Y espero que mi padre esté de buenas estas vacaciones —dijo Jorge—.
Seguramente lo estará, porque ha acabado un nuevo experimento con mucho éxito,
según cuenta mi madre.
El padre de Jorgina era un hombre de ciencia, y siempre estaba elaborando
nuevas ideas. Le gustaba la tranquilidad y, a veces, se enfadaba con gran violencia si
no podía obtener la paz que necesitaba, o si las cosas no salían tal como él deseaba.
Los niños a menudo pensaban que el temperamento fácilmente irritable de Jorgina
era muy parecido al de su padre. También ella se enfadaba violentamente con rapidez
cuando las cosas no le salían bien.
Tía Fanny los estaba esperando. Los cuatro niños saltaron al andén y se lanzaron
hacia ella. Jorgina llegó primero. Estaba muy encariñada con su madre, que tantas
veces la había escudado cuando su padre se enfadaba con ella. Tim iba dando vueltas,
manifestando su contento con sus ladridos. Quería mucho a la madre de Jorgina.

Ésta lo acarició, y el perro intentó levantarse sobre sus patas traseras y lamerle la
cara.
—Tim está más alto que nunca —dijo ella, riendo—. ¡Abajo, que me vas a tirar!
Tim era, en verdad, un perro muy grande. Todos los niños lo querían, porque era
leal y cariñoso. Sus pardos ojos miraban del uno al otro, regocijándose con la alegría
de los niños. Tim participaba en ella, como lo hacía en todas las cosas.
Pero la persona a quien más quería era, naturalmente, a su dueña, a Jorgina. Ella
le tenía desde que era un cachorro. Cada trimestre lo había llevado consigo al colegio,
ya que Jorgina y Ana iban a un pensionado que admitía perros. De otro modo,
seguramente Jorgina no hubiese querido ir al colegio.
Se pusieron en marcha hacia «Villa Kirrin» en una tartana tirada por un poni.
Hacía frío y viento. Los niños temblaban y se ceñían sus abrigos.
—Hace mucho frío —dijo Ana, tiritando—. Más frío que si fuese invierno.
—Es por el viento —respondió su tía, y la envolvió con una manta—. Ha sido

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muy fuerte estos dos últimos días. Los pescadores han tenido que retirar sus barcas
hasta lo más alto de la playa por miedo a la tormenta.
Los niños vieron las barcas junto al camino, cuando pasaron por la playa donde
tantas veces se habían bañado. Ahora ya no sentían ganas de bañarse. Sólo el
pensarlo les producía escalofríos.
El viento arremolinaba las aguas del mar. Las olas se lanzaban sobre la playa en
un ruido aterrador. Esto excitó a Tim, que empezó a ladrar.
—¡Quieto, Tim! —ordenó Jorgina acariciándolo—. Tendrás que aprender a ser un
buen perro y estarte callado, ahora que volvemos a casa; si no, mi padre se enfadará
conmigo. ¿Está papá muy ocupado, mamá?
—Sí, mucho —respondió la madre—, pero trabajará poco los días que estéis en
casa. Decía que tenía ganas de ir de paseo con vosotros, o de salir en barca, si el
tiempo mejora.
Los niños se miraron entre sí. El tío Quintín no era un compañero inmejorable.
No tenía sentido del humor y, cuando los niños se reían a carcajadas, cosa que hacían
lo menos veinte veces al día, él nunca le encontraba la gracia.
—Me parece que estas vacaciones no serán precisamente buenas si el tío Quintín
viene con nosotros la mayor parte del tiempo —dijo Dick a Julián en voz baja.
—¡Chist…! —chistó Julián, temiendo que su tía le oyera y se ofendiese. Jorgina
frunció el entrecejo.
—¡Oh, mamá! —dijo—. Papá se cansará si se viene con nosotros y a nosotros nos
ocurrirá igual.
Jorgina era muy espontánea en el hablar, y nunca aprendía a refrenar su lengua.
La madre la miró.
—No hables así, querida. También yo creo que vuestro padre se cansará en
seguida. Pero le conviene tener un poco de gente joven a su alrededor.
—¡Hemos llegado! —dijo Julián cuando la tartana se detuvo frente a una vieja
casa—. ¡«Villa Kirrin»! ¡Cómo sopla el viento a su alrededor, tía Fanny!
—Sí. Ha hecho un ruido terrible la noche pasada —contestó la tía—. Julián,
llévate la tartana detrás cuando hayamos recogido las cosas. Aquí viene el tío a
ayudarnos.
El tío Quintín salió. Era un hombre alto, con aspecto de sabio y entrecejo
fruncido. Sonrió a los niños y besó a Jorgina y a Ana.
—¡Bienvenidos a «Villa Kirrin»! —dijo—. Me alegro de que vuestros padres se
hayan ido Ana, porque de nuevo os tendremos aquí.
Pronto estuvieron todos sentados alrededor de la mesa, saboreando una abundante
y suculenta merienda. Siempre tía Fanny tenía preparada una comida especialmente
buena para el momento de llegar, porque sabía que vendrían hambrientos del largo
viaje en tren.
Por fin, incluso Jorgina quedó satisfecha y se recostó cómodamente en su silla,
deseando poder ingerir todavía uno más de los deliciosos bollos que su madre había

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hecho.
Tim estaba sentado junto a ella. Estaba ordenado que no debía comer cuando los
niños comiesen, pero era gracioso ver cuántos buenos pedazos encontraban el camino
hasta él por debajo de la mesa.
El viento aullaba alrededor de la casa. Las ventanas crujían, las puertas golpeaban
y las persianas se balanceaban a causa de la corriente que se filtraba por sus rendijas.
—Parece como si en ellas hubiera serpientes que se enroscan y se desenroscan —
comentó Ana.
Tim las miraba y, de pronto, se puso a gruñir. Era un perro inteligente, pero no
sabía por qué las persianas se enrollaban y desenrollaban de un modo tan extraño.
—Espero que esta noche se calme el viento —dijo tía Fanny—. No me dejó
dormir la noche pasada. Querido Julián, encuentro que estás muy delgado. ¿Has
estudiado mucho? He de alimentarte bien.
—Eso pensábamos que dirías, mamá —dijo Jorgina, sonriendo—. ¡Dios mío!
¿Qué es eso?
Todos se quedaron quietos, asustados. Se había oído un gran ruido en el tejado y
Tim enderezó sus orejas y gruñó con ferocidad.
—Una teja del tejado —dijo el tío Quintín—. ¡Qué fastidio! Tendremos que hacer
colocar las tejas perdidas cuando haya pasado la tormenta, Fanny; si no, se
producirán goteras.
Los niños tenían la esperanza de que el tío se retiraría a su cuarto de trabajo
después de la merienda, tal como tenía por costumbre, pero esta vez no lo hizo.
Deseaban jugar a algo, y no les hacía gracia que el tío Quintín estuviera presente. Eso
no era nada agradable, aunque se tratara de un juego tan sencillo como el de correr y
atraparse.
—¿Conocéis a un chico que se llama Pedro Lenoir? —preguntó de repente tío
Quintín extrayendo una carta de su bolsillo—. Creo que va al mismo colegio que tú y
que Dick, ¿verdad, Julián?
—¿Pedro Lenoir? ¡Ah!, quieres decir Hollín —respondió Julian—. Sí, está en la
clase de Dick. Está más loco que una cabra.
—¿Hollín? Pero ¿por qué le llamáis Hollín? —interrogó el tío—. Me parece un
nombre bastante raro para un chico.
—Si lo vieras no pensarías así —dijo Dick, riéndose—. ¡Es muy moreno! Tiene
el pelo más negro que el hollín, los ojos como dos pedazos de carbón y las cejas
como si estuviesen tiznadas. Además, su nombre significa «el negro», ¿no es cierto?
Lenoir en francés significa «el negro».
—Sí, es cierto. Pero ¡qué nombre para una persona! ¡Hollín! —dijo el tío—. Bien,
he estado carteándome últimamente con el padre de este chico. Él y yo estamos
interesados en los mismos asuntos científicos. Lo he invitado para que venga a pasar
algunos días aquí y le he dicho que traiga a su hijo Pedro.
—¡Oh!, ¿de veras? —dijo Dick, que parecía estar muy contento—. No estará mal

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tener a Hollín aquí. Pero está completamente loco. Nunca hace lo que se le manda.
Trepa como un mono y es muy travieso. No sé si te gustará.
El tío Quintín se mostró apenado de haber invitado a Hollín después de oír lo que
dijo Dick. No le gustaban los chicos revoltosos.
—¡Hum! —dijo guardando la carta—. Debí haberos hablado sobre este chico
antes de ofrecer al padre que lo trajera. Pero quizás aún pueda evitar que venga.
—No, no lo hagas, padre —suplicó Jorgina, a la que le habían gustado los
informes sobre Hollín Lenoir—. Déjale que venga. Podrá salir con nosotros y no
molestará en casa.
—Ya veremos —respondió el padre, que ya se había decidido a no tener al chico
en «Villa Kirrin», puesto que era alocado, revoltoso y trepaba como un mono. Jorgina
resultaba ya suficiente con su cabeza llena de pájaros, y no necesitaba un chico
travieso que la animara.
Con gran alivio por parte de los niños, el tío Quintín se fue a reanudar su trabajo
hacia las ocho. Tía Fanny miró el reloj.
—Ana, ya es hora de que te acuestes —dijo—. Y también tú, Jorge.
—Déjame tan sólo echar una partida de cartas. La jugaremos todos juntos. Tú
también, mamá. Es nuestra primera noche en casa. De todos modos, no podremos
dormir con el ruido del viento. Anda, mamá, vamos a echar un juego y, después, nos
acostamos. Julián ya está bostezando como un tonto.

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Capítulo 2
CONMOCIÓN EN LA NOCHE

Aquella noche resultaba agradable subir por las empinadas escaleras hacia los
dormitorios que tan familiares les eran. Todos los niños bostezaban ampliamente. El
largo viaje en tren los habían cansado.
—¡Ojalá se calmara este terrible vendaval! —exclamó Ana apartando las cortinas
y mirando hacia la oscuridad de la noche—. Hay un poco de luna, Jorge. Juega al
escondite ocultándose por detrás de las nubes.
—¡Déjala que juegue! —respondió Jorgina arrebujándose en la cama—. Tengo
frío. Date prisa, Ana, o vas a resfriarte mirando por la ventana.
—Qué ruido hacen las olas, ¿verdad? —dijo Ana, que aún seguía en la ventana—.
Y cómo silba el viento al pegar contra el fresno.
—Tim, corre y súbete a mi cama —ordenó Jorgina frotándose los helados pies—.
Ésta es una de las cosas buenas de estar en casa, Ana. Puedo tener a Tim en mi cama.
Me calienta mucho más que una bolsa de agua caliente.
—Tampoco en casa te lo dejan tener —comentó Ana acurrucándose en su cama
—. Tía Fanny cree que el perro está durmiendo en su cesta.
—Pero no puedo impedirle que venga a mi cama por las noches, puesto que él no
quiere dormir en su cesta, ¿verdad? —dijo Jorgina—. Está bien, Tim querido.
Caliéntame los pies. ¿Dónde está tu hocico? Déjame que lo acaricie. Buenas noches,
Tim. Buenas noches, Ana.
—Buenas noches —contestó Ana, ya medio dormida—. Espero que Hollín
venga. Debe de ser un chico muy divertido, ¿no te parece?
—Sí. Además, así papá estará con el señor Lenoir, el padre de Hollín, y no saldrá
con nosotros —comentó Jorgina—. Mi padre, sin querer, nos estropea los planes.
—No sabe reírse —comentó Ana—. Es muy serio.
Un ruido violento sobresaltó a las dos niñas.
—Es la puerta del cuarto de baño —refunfuñó Jorgina—. Uno de los chicos debe
de haberla dejado abierta. Ese ruido enloquece a mi padre. ¡Y vuelve a golpear!
—Bueno, dejemos que Julián o Dick cierren la puerta dijo Ana, que empezaba a
sentirse caliente y a gusto.
Pero Julián y Dick también esperaban que Jorgina o Ana lo hicieran, de modo que
nadie salió de su cama para acudir a cerrar la puerta que golpeaba.
Pronto se oyó la voz de tío Quintín, más fuerte aún que la propia tormenta.
—¡Que uno de vosotros cierre la puerta! ¿Cómo creéis que se puede trabajar con
todo este escándalo?
Los cuatro niños saltaron de sus camas como movidos por un resorte. Tim saltó
de la cama de Jorgina. Todos tropezaron con él en su camino hacia la puerta del

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cuarto de baño. Se oían risitas ahogadas y forcejeos. Luego, se oyeron los pasos del
tío Quintín en las escaleras y los cinco volaron sin chistar hacia sus habitaciones.
El temporal seguía rugiendo.
El tío Quintín y la tía Fanny subieron a acostarse. La puerta del dormitorio se
escapó de las manos del tío Quintín y se cerró con tal violencia que un jarrón se cayó
de la estantería próxima.
También el tío Quintín dio un brinco, sobresaltado.
—¡Qué temporal! —exclamó con enojo—. No he conocido otro tan fuerte en el
tiempo que llevamos aquí. Si empeora, hará trizas las barcas de los pescadores,
aunque estén colocadas en lo más alto de la playa.
—Pronto amainará, querido —dijo tía Fanny para apaciguarlo—. Seguramente,
antes de que llegue la mañana se habrá calmado del todo.
Pero no estaba en lo cierto. El temporal no amainó durante la noche. Al contrario,
se embraveció aún más y rodeaba la casa, gimiendo y aullando como un ser viviente.
Nadie podía dormir. Tim estuvo en pie toda la noche, gruñendo. No le gustaban los
portazos, los chasquidos, ni los aullidos que no fuesen los propios.
Hacia el amanecer el viento estaba en plena furia. Ana pensaba que el viento
parecía estar encolerizado y que intentaba hacer todo el daño que podía. Mientras
estaba acostada, temblaba y sentía miedo.
De súbito, se oyó un extraño ruido. Algo crujía y gemía fuertemente, como si
tuviese un gran dolor. Las dos niñas se sentaron, horrorizadas, en la cama. ¿Qué
podría ser aquello?
También los niños lo habían oído. Julián se deslizó de su lecho y corrió hacia la
ventana. Fuera se veía el viejo fresno, alto y oscuro bajo la tenue luz de la luna.
¡Gradualmente se iba doblando!
—¡Es el fresno! ¡Se cae! —gritó Julián, que asustó a Dick hasta hacerle casi
perder la razón—. Te aseguro que se cae. ¡Se caerá sobre la casa! ¡Corre, avisa a las
niñas!
Gritando con todas sus fuerzas, Julián salió de su habitación a todo correr.
—¡Tío! ¡Tío! ¡Jorge! ¡Ana! ¡Bajad rápidamente! ¡Se cae el fresno!
Jorgina saltó de su cama, agarró su batín y corrió hacia la puerta gritando a Ana.
La pequeña pronto estuvo junto a ella. Tim corría delante. A la puerta del dormitorio
de tía Fanny apareció el tío Quintín, tieso y asustado, atándose el cinturón del batín.
—¿Qué significa todo este ruido? Julián, ¿qué es…?
—¡Tía Fanny! ¡Bajad, se cae el fresno! ¡Escuchad los crujidos! —gritó Julián casi
fuera de sí de impaciencia—. ¡Se estrellará contra el tejado y los dormitorios!
¡Escuchad! ¡Ya se cae!

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Todos corrieron escaleras abajo, mientras el gran fresno, profiriendo un profundo
quejido, desgarró sus raíces y cayó pesadamente sobre «Villa Kirrin». Se oyó un
estruendo aterrador y el ruido de tejas que caían al suelo por todos lados.
—¡Pobres de nosotros! —murmuró tía Fanny cubriéndose los ojos—. Presentía
que algo iba a ocurrir. ¡Oh, Quintín! Deberíamos habernos preocupado de asegurar
ese árbol. Sabía que se caería si venía un gran vendaval como el de ahora. ¿Qué habrá
ocurrido en el tejado?
Después del gran golpe se habían oído otros pequeños ruidos. Los niños no
podían imaginar qué es lo que estaba pasando. Tim estaba fuera de sí y ladraba con
fuerza. Tío Quintín, con enfado, golpeó la mesa con su mano. Todos dieron un
brinco.
—¡A ver si este perro para de ladrar de una vez! ¡Lo voy a echar!
Pero aquella noche nadie podía conseguir que Tim parara de ladrar y gruñir. Por
fin, Jorge lo empujó hacia la cocina y cerró la puerta detrás de él.
—Yo también sentía ganas de ladrar y gruñir —comentó Ana, que parecía
sentirse muy de acuerdo con Tim—. Julián, ¿te parece que el árbol habrá hundido el
tejado?
Tío Quintín se proveyó de una potente linterna y subió con precaución las
escaleras hasta el rellano superior para averiguar qué daños se habían producido.
Cuando volvió a bajar, estaba muy pálido.

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—El árbol ha caído sobre el ático, ha derrumbado el tejado y ha destrozado la
habitación de las niñas —dijo—. Una gran rama ha chocado también contra el
dormitorio de los chicos, aunque sin hacer muchos estropicios. Pero la habitación de
las niñas está hecha escombros. Hubieran perecido si llegan a permanecer en cama.
Todos quedaron en silencio. Horrorizaba pensar que las niñas se hubieran salvado
por tan poco.
—Ha sido una suerte que me haya desgañitado gritando para avisarlas —dijo
Julián. Y observando la palidez de Ana, añadió—: Anímate, Ana, piensa qué historia
tan emocionante podrás contar cuando vuelvas al colegio.
—Me parece que una taza de chocolate caliente nos iría bien a todos —dijo tía
Fanny intentando serenarse, aunque se sentía muy temblorosa—. Voy a prepararlo.
Quintín, ¿quieres ver si está aún encendida la chimenea de tu estudio? ¡Nos conviene
un poco de calor!
El fuego seguía aún encendido. Todos se apretujaron a su alrededor y celebraron a
tía Fanny cuando ésta entró con una jarra de humeante chocolate con leche.
Ana miraba a su alrededor mientras tomaba el chocolate. Allí era donde su tío
realizaba su trabajo de sabio. En este lugar escribía sus complicados libros, que Ana
no podía entender en absoluto, dibujaba curiosos diagramas y hacía extraños
experimentos.
Pero en aquel momento, tío Quintín no se sentía muy sabio. Parecía avergonzado.
Pronto Ana supo el porqué.
—Quintín, hemos tenido una gran suerte en que ninguno de nosotros haya sido
herido o muerto —reprendió tía Fanny mirándole con severidad—. Te he dicho una
docena de veces que debías hacer sujetar ese fresno. Yo sabía que era demasiado
grande y pesado para poder soportar un fuerte temporal. Siempre temí que cayera
sobre la casa.
—Sí, todo eso ya lo sé, querida —repuso tío Quintín dejando su taza con
violencia sobre la mesa—. Pero he tenido tanto trabajo estos últimos meses…
—Siempre te sirve eso de excusa para no hacer las cosas urgentes —dijo tía
Fanny mirándole—. Tendré que arreglármelas sola de aquí en adelante. No podemos
arriesgar de este modo nuestras vidas.
—Bien, pero una cosa así sólo pasa una vez en la vida —gritó tío Quintín, que se
iba enfadando. Luego se apaciguó al ver que tía Fanny estaba temblorosa y
trastornada y casi a punto de llorar. Dejó su taza y la rodeó con sus brazos.
—Has sufrido una gran impresión —dijo—. No te preocupes. Quizás, a la luz del
día, las cosas no parezcan tan graves.
—¡Oh, Quintín! ¡Todo lo contrario! —exclamó su esposa—. ¿Dónde dormiremos
todos nosotros la próxima noche y qué haremos mientras se repara el tejado y las
habitaciones? Los niños acaban de llegar. La casa estará llena de obreros durante
varias semanas. No sé cómo me las arreglaré.
—¡Déjalo de mi mano! —respondió tío Quintín—. Yo lo solucionaré todo. No te

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preocupes. Lo siento. Siento mucho que haya ocurrido por mi culpa. Pero yo lo
arreglaré todo. ¡Ya veréis!
Tía Fanny no acababa de confiar en él, pero agradecía sus buenas intenciones.
Los niños lo escuchaban en silencio mientras sorbían el chocolate caliente. Tío
Quintín sabía muchísimas cosas y era tan inteligente…, pero era muy propio de su
manera de ser el olvidar cosas urgentes, como lo era el podar las ramas del fresno. A
veces, no parecía vivir en este mundo.
No era posible volver a acostarse. Arriba, las habitaciones estaban completamente
en ruinas o en gran desorden, llenas de fragmentos de mampostería y grandes nubes
de polvo. Era imposible dormir en ellas. Tía Fanny empezó a reunir alfombras y
sofás. Había uno en el estudio, otro muy grande en el cuarto de estar, uno más
pequeño en el comedor, y en lo alto de un armario encontró un lecho de campaña que,
con la ayuda de Julián, se bajó de donde estaba y se preparó para su uso.
—Nos instalaremos lo mejor que podamos —dijo tía Fanny—; queda ya poca
noche, pero intentaremos aún dormir un rato. El vendaval se ha calmado un poco.
—¡Claro! Hizo ya todo el mal que pudo y se habrá quedado satisfecho —exclamó
tristemente tío Quintín—. Bueno, volveremos a hablar de eso por la mañana.
A los niños les pareció difícil volver a dormir después de tal agitación, a pesar de
que estaban muy cansados. Ana se sentía preocupada. ¿Cómo podrían ahora seguir
permaneciendo en «Villa Kirrin»? Esto no sería agradable para tía Fanny. Pero ellos
no podían regresar a su propia casa porque sus padres estaban ausentes y la casa
permanecería cerrada durante un mes.
«Espero que no nos manden de nuevo al colegio —pensó Ana intentando
acomodarse en el sofá—. Sería una pena después de haberlo abandonado y haber
iniciado unas vacaciones tan alegres…».
También Jorgina se temía lo mismo. Estaba segura de que los iban a mandar al
colegio a la mañana siguiente. Esto significaba que las niñas no verían más a Julián y
Dick, puesto que los chicos iban a una escuela distinta.
Tim era el único que no estaba preocupado por los acontecimientos. Estaba
acostado a los pies de Jorgina y roncaba ligeramente, sintiéndose feliz. Mientras
estuviese al lado de su ama, lo demás le tenía completamente sin cuidado.

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Capítulo 3
EL TÍO QUINTIN TIENE UNA IDEA

A la mañana siguiente, el viento todavía era bastante fuerte, pero no tenía la furia
desesperada que dejó sentir durante la noche. En la playa, los pescadores se
felicitaban al comprobar que sus barcas habían sufrido poco daño. Sin embargo,
pronto corrió la noticia del accidente ocurrido en «Villa Kirrin», y unos cuantos
mirones subieron hasta allí para maravillarse ante la visión del inmenso árbol
arrancado de cuajo yaciendo pesadamente sobre la pequeña casa.

Los niños casi disfrutaban, dándose importancia al relatar cómo habían escapado
con vida por un pelo. A la luz del día, era sorprendente ver el gran destrozo que el
árbol había causado. Había aplastado el techo de la casa, como si se tratara de una
cáscara de huevo, y las habitaciones del piso de arriba estaban en ruinas.
La mujer que venía del pueblo para ayudar a tía Fanny durante el día, al ver lo
ocurrido, exclamó:
—Pero, señora, ¡transcurrirán semanas hasta que todo esto quede arreglado! ¿Ha
ido usted a llamar a los albañiles? ¡Voy a buscarlos en seguida y los traeré para que
vean lo que han de hacer!
—Ya me cuidaré yo de eso, señora Daly —contestó tío Quintín—. Mi esposa ha
sufrido una gran emoción y no está en condiciones de preocuparse de nada. Lo
primero que hay que pensar es lo que haremos con los niños. No pueden permanecer
aquí mientras las habitaciones no estén habitables.
—Lo mejor sería que regresaran al colegio. ¡Pobrecitos míos! —dijo tía Fanny.
—No, tengo una idea mejor —opuso el tío Quintín sacando una carta de su
bolsillo—. Una idea mucho mejor. He recibido una carta de un conocido mío,

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llamado Lenoir, esta mañana, aquel de quien ya te he hablado y que está interesado
en la misma clase de experimentos que yo. Dice… Bueno, aguardad, voy a leérosla.
Tío Quintín la leyó: «Es muy amable por su parte invitarme a pasar unos días con
ustedes y a llevar conmigo a mi hijo Pedro. Permítame que a mi vez les ofrezca
hospitalidad a usted y a sus hijos. No sé cuántos son, pero todos serán bien recibidos
aquí, puesto que la casa es muy grande. Pedro estará muy contento de que se le
proporcione compañía, y también lo estará su hermana Maribel».
Tío Quintín miró triunfalmente a su esposa.
—¿Qué te parece? ¡Qué invitación más amable! ¡Y no pudo venir en momento
más oportuno! Mandaremos a todos los niños a casa de esa buena persona.
—Pero Quintín, ¡no puedes hacer eso! ¡No sabemos nada de él ni de su familia!
—exclamó tía Fanny.
—Su hijo va al mismo colegio que Julián y Dick, y yo conozco a Lenoir y sé que
es un hombre inteligente —dijo tío Quintín, como si eso fuera lo único que importara
—. Le telefonearé ahora. ¿Cuál es su número de teléfono?
Tía Fanny se sintió impotente para enfrentarse a la súbita determinación de su
marido, que quería arreglarlo todo a su modo. Él se sentía avergonzado porque el
accidente había ocurrido a causa de un descuido suyo. Ahora quería demostrar que
podía preocuparse por los problemas de su familia si se lo proponía. Ella le oyó
hablar por teléfono y se sentía preocupada. ¿Cómo se podía mandar a los niños a un
sitio desconocido?
Tío Quintín dejó el auricular y fue al encuentro de su mujer. Mostraba cara de
júbilo y parecía sentirse muy satisfecho.
—Todo está ya arreglado —anunció—. Lenoir está encantado, encantadísimo.
Dice que para él es un placer tener muchos chiquillos en su casa y que lo mismo le
ocurre a su mujer, y que también sus dos hijos van a estar muy contentos. Si logramos
encontrar un coche de alquiler, podrían marchar hacia allí ahora mismo.
—¡Pero Quintín! No podemos dejarlos ir así a un lugar en el que no conocen a
nadie. No les va a gustar nada. No me extrañaría que Jorge no quisiera ir —le
reconvino su esposa.
—¡Ah!, esto me recuerda que no debe llevarse a Tim —dijo tío Quintín—. Parece
que a Lenoir no le gustan los perros.
—Pues en este caso, tú ya sabes que Jorge no querrá ir aseguró su esposa. —Esto
es una idea disparatada, Quintín. Bien sabes que Jorge no irá a ninguna parte sin Tim.
—Deberá hacerlo esta vez —aseguró tío Quintín, muy decidido a que Jorgina no
estropeara sus maravillosos planes—. Aquí están los niños. Voy a preguntarles qué
les parece el ir allí, ¡ya verás lo que contestan!
Les hizo pasar a su estudio. Entraron con la sensación de que iban a oír malas
noticias: regresar al colegio o algo así.
—¿Recordáis al chico de quien os hablé la noche pasada? —empezó a decir tío
Quintín—. Se llama Pedro Lenoir, pero vosotros le dabais un nombre absurdo.

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—Le llamamos Hollín —dijeron a la vez Dick y Julián.
—Es cierto, Hollín. Pues bien, su padre os ha invitado amablemente a que vayáis
unos días al «Cerro del Contrabandista» —dijo tío Quintín.
Los niños quedaron extrañados.
—¡El «Cerro del Contrabandista»! —exclamó Dick, divertido por este nombre
tan raro—. ¿Qué es el «Cerro del Contrabandista»?
—Es el nombre de su casa —explicó tío Quintín—. Es una casa muy vieja,
construida en lo alto de una extraña colina y rodeada de un terreno pantanoso, donde
en otro tiempo el mar hacía batir sus olas. La colina fue antes una isla, pero ahora es
tan sólo un alto promontorio que sobresale sobre ese lugar pantanoso. Antiguamente,
los contrabandistas rondaban por allí. Es un sitio muy extraño, según tengo
entendido.
Todo eso excitó la curiosidad de los niños. Además, Julián y Dick siempre habían
sido buenos amigos de Hollín Lenoir. Éste estaba loco, pero era divertidísimo.
Pasarían con él unos días de primera.
—Bien. ¿Os gustaría ir? ¿O preferís acabar las vacaciones en el colegio? —
preguntó tío Quintín con impaciencia.
—¡Oh, no! ¡No queremos regresar al colegio! —dijeron todos en seguida.
—Me gustaría mucho ir al «Cerro del Contrabandista» —contestó Dick—. Debe
de ser un lugar emocionante. Y siempre me ha gustado Hollín, sobre todo desde que
serró casi completamente una de las patas del sillón de nuestro maestro de clase. La
silla se derrumbó en cuanto el señor Tom se sentó.
—¡Hum! No veo que esa broma sea motivo para que alguien os guste —dijo tío
Quintín empezando a sentir dudas con respecto a Hollín Lenoir—. Quizás, en último
término, sería mejor que regresarais al colegio.
—¡Oh, no, no! —gritaron todos—. ¡Vayamos al «Cerro del Contrabandista»! ¡Sí,
vayamos allí!
—Está bien —dijo tío Quintín, satisfecho de ver cómo se afanaban en secundar su
plan—. En realidad, yo ya había contado con esto. Hace unos minutos he hablado por
teléfono. El señor Lenoir se ha mostrado entusiasmado con la idea.
—¿Puedo llevarme a Tim? —preguntó de repente Jorgina.
—No —contestó el padre—, me temo que no. Al señor Lenoir no le gustan los
perros.
—Entonces tampoco él me gustará a mí —dijo Jorgina poniendo mala cara—. No
iré sin Tim.
—En ese caso, regresarás al colegio —respondió su padre con aspereza—. Y no
pongas esa cara de enfado, Jorge, ya sabes cuánto me desagrada.
Pero Jorgina siguió con su expresión adusta y, dando la espalda, se fue.
Los demás la miraron asustados. ¡A ver si ahora Jorge iba a estropearlo todo
dejándose llevar de su mal humor! ¡Sería tan divertido ir al «Cerro del
Contrabandista»! Claro que no lo sería tanto si tenían que ir sin Tim. Pero era absurdo

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que todos tuvieran que regresar al colegio sólo porque Jorge no quería ir a ninguna
parte sin su perro.
Salieron a la salita. Ana rodeó con sus brazos a Jorgina, pero ésta la apartó.
—¡Jorge! Debes venir con nosotros —dijo Ana—. No puedo soportar ir sin ti.
Sería horrible verte regresar sola al colegio.
—Allí no estaré sola —dijo Jorgina—, allí tendré a Tim.
Los demás la presionaban para que cambiara de parecer, pero ella los rechazó.
—Dejadme sola —dijo—. Quiero pensar. ¿Cómo creéis que vamos a ir al «Cerro
del Contrabandista», y dónde está eso? ¿Qué camino tenemos que seguir?
—Iremos en coche. Está en lo alto de esa carretera que es tan empinada —aclaró
Julian—. ¿Por qué lo preguntas, Jorge?
—No hagas preguntas —contestó Jorgina. Y salió con Tim. Los demás no la
siguieron. Jorgina no era simpática cuando estaba enfadada.
Tía Fanny empezó a prepararles el equipaje, aunque era imposible alcanzar
algunas de las cosas de la habitación de las niñas. Al cabo de un rato regresó Jorgina,
pero Tim no estaba con ella. Parecía sin embargo más alegre.
—¿Dónde está Tim? —preguntó Ana en seguida.
—Por ahí fuera —contestó Jorgina.
—¿Vienes con nosotros, Jorge? —preguntó Julián mirándola.
—Sí. Me he decidido —contestó Jorgina, pero por alguna razón no miraba a
Julián a los ojos. Éste se preguntó por qué no lo haría.
Tía Fanny preparó para todos un piscolabis. Luego, un gran coche vino a
recogerlos. Subieron a él. El tío Quintín les dio toda clase de encargos para el señor
Lenoir y tía Fanny un beso de despedida.
—Espero que paséis unos días agradables en el «Cerro del Contrabandista» —les
deseó—. Escribid en cuanto lleguéis y contádmelo todo.
—¿No vamos a decir adiós a Tim? —preguntó Ana con los ojos muy abiertos por
la extrañeza que le causaba el olvido de Jorgina—. ¡Jorge, no pensarás irte sin
despedirte de Tim!
—No podéis deteneros ahora —dijo tío Quintín temiendo que Jorgina volviera a
ponerse de malas—. ¡Marchaos ya! Ya está todo listo. Chófer, no vaya usted muy de
prisa, por favor.
Sacando sus pañuelos y despidiéndose a gritos, los niños salieron de «Villa
Kirrin», sintiéndose algo tristes mientras, al mirar hacia atrás, veían el tejado
quebrado bajo el árbol caído.
De todas formas, estaban contentos al pensar que no habían tenido que regresar al
colegio. Esto era lo principal. Se fueron animando al pensar en Hollín y en el nombre
inquietante de su casa: el «Cerro del Contrabandista».
—¡El «Cerro del Contrabandista»! Son palabras muy emocionantes —comentó
Ana—. Me la estoy imaginando: una vieja casa en lo alto de una colina. ¡Qué raro
que en algún tiempo fuera una isla! Me gustaría saber por qué el mar se retiró y dejó

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pantanos por allí.
Jorgina estuvo callada durante un rato. El coche avanzaba rápidamente. De vez en
cuando, los demás la miraban de reojo, pero llegaron a la conclusión de que estaba
triste por causa de Tim. Sin embargo, no se la veía muy apesadumbrada.
El coche remontó una colina, la rodeó y descendió por el otro lado. Al llegar allí,
Jorgina se inclinó hacia delante y tocó el brazo del conductor.
—¿Quiere usted hacer el favor de detenerse un momento? Debemos recoger a
alguien aquí.
Julián y Ana miraron a Jorgina con cara de sorpresa. El conductor, sorprendido
también, detuvo el coche lentamente. Jorgina abrió la puerta y dio un fuerte silbido.
Algo salió disparado de la cuneta y se lanzó dentro del coche. ¡Era Tim! Lamió a
todos, pisoteó los pies de todo el mundo y daba cortos ladridos que mostraban que se
sentía emocionado y feliz.

—Bien —dijo el conductor, dudando—. No sé si se le permite llevar a este perro,


señorita. Su padre no me dijo nada de él.
—Está bien así —respondió Jorgina con la cara enrojecida por la alegría—, está
muy bien. No se preocupe. Puede usted arrancar.
—¡Eres un mico! —exclamó Julián, medio disgustado con Jorgina y medio
satisfecho de tener a Tim con ellos—. El señor Lenoir va a devolverlo, ¿sabes?
—Bueno, pero me va a tener que devolver con él —contestó Jorgina en tono
desafiante—. De momento, lo importante es que tenemos a Tim y que estamos todos
juntos.
—Sí, ¡esto es fantástico! —comentó Ana, que dio un empujón primero a Jorgina
y luego a Tim—. Tampoco a mí me gustaba irme sin Tim.

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—¡En marcha hacia el «Cerro del Contrabandista»! Estoy pensando si será
posible, que nos ocurra alguna aventura en este lugar —dijo Jorge cuando el coche
reemprendió la marcha.

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Capítulo 4
EL «CERRO DEL CONTRABANDISTA»

El coche corrió velozmente. La mayor parte del tiempo siguiendo la costa, aunque
algunas veces se internara durante algunos kilómetros. Pero pronto se divisaba de
nuevo el mar. Los niños gozaban del largo viaje. Debían detenerse en alguna parte
para comer y el conductor les dijo que conocía un buen lugar para ello.
A las once y media se detuvo frente a una vieja posada y todos, en tropel,
penetraron en ella. Julián, tomando la iniciativa, encargó la comida. Ésta fue muy
buena y los niños disfrutaron de ella. Lo mismo le ocurrió a Tim. Al posadero le
gustaban mucho los perros, y le preparó un plato tan lleno, que el perro apenas se
atrevía a empezar a comer, porque temía que aquello no fuese para él.
Miró a Jorgina y ésta asintió con la cabeza.
—Es tu comida, Tim, puedes comerla.
Y empezó a comerla, deseando, quizá, que si habían de permanecer en algún sitio
fuese en aquella posada. Comidas como aquélla no se ofrecían todos los días a un
perro hambriento.
Después de la comida, los niños se levantaron, dirigiéndose hacia el conductor,
que comía en la cocina con el posadero y la esposa de éste, viejos amigos suyos.
—Ahora me entero de que vais a Castaway —dijo el posadero levantándose—.
¡Tened cuidado! ¡Mucho cuidado!
—¡Castaway! —exclamó Julian—. ¿Así se llama la colina donde está el «Cerro
del Contrabandista»?
—Ése es su nombre —asintió el posadero.
—¿Por qué se llama así? —preguntó Ana—. ¡Qué nombre más raro! ¿Habrá
naufragado alguien allí cuando era una isla?
—¡Oh, no! La leyenda antigua dice que, en otro tiempo, la isla estuvo unida al
continente —respondió el posadero—. Pero era refugio de malas gentes, y, entonces,
un santo se enfadó con sus pobladores y apartó el lugar hacia el interior del mar
convirtiéndolo en una isla. De ahí viene su nombre.
—¡Ah, claro!, por eso se le llamó Castaway, que significa lugar aislado —dijo
Dick—. Pero quizá se ha vuelto bueno otra vez, porque el mar se ha alejado de él y se
puede ir a pie desde el continente hasta la colina, ¿verdad?
—Sí. Hay un amplio camino para llegar hasta allí —dijo el posadero—. Pero
tened cuidado, no os alejéis de allí si salís de paseo. ¡El pantano os tragará en un
segundo si ponéis el pie en él!
—Parece un lugar muy emocionante —comentó Jorgina—. El «Cerro del
Contrabandista»; en la montaña de Castaway. ¡Y sólo hay un camino para llegar hasta
allí!

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—Tenemos que proseguir el viaje —dijo el conductor mirando su reloj—. Debéis
llegar antes de la merienda. Eso es lo que ha dicho vuestro tío.
Se metieron otra vez en el coche. Tim saltaba por encima de los pies y las piernas
hasta que, por fin, se acomodó en las rodillas de Jorgina. Era demasiado grande y
pesado para permanecer allí, pero, si alguna vez lo hacía, Jorgina no se sentía con
fuerzas para impedírselo.
Prosiguieron el camino. Ana se durmió en seguida y los demás estaban
amodorrados. El coche seguía avanzando. Empezó a llover y el paisaje parecía triste.
El conductor volvió la cara un momento y habló a Julián.
—Ya nos acercamos a Castaway. Pronto abandonaremos el continente y
cogeremos el camino a través del pantano.
Julián despertó a Ana. Todos miraban con expectación. Pero aquello era
decepcionante. Los pantanos estaban cubiertos de niebla. Los ojos de los niños no
podían penetrarla y veían sólo la mojada carretera por donde avanzaban, la cual se
alzaba un poco más alta que los pantanos. Cuando la niebla se aclaraba, los niños
podían percibir un lugar solitario, de húmedos pantanos, a cada lado de la carretera.
—Pare usted un momento, conductor —dijo Julian—. Me gustaría ver cómo es el
pantano.
—Bien, pero no te salgas del camino —advirtió el conductor parando el coche—.
Y no dejes salir al perro. Si saliera del camino y se metiese en el pantano, ya lo
habríais perdido para siempre.
—¿Qué quiere usted decir con eso de perdido para siempre? —preguntó Ana con
los ojos muy abiertos.
—Quiere decir que el pantano se lo tragaría en seguida —respondió Julian—.
¡Enciérralo en el coche, Jorgina!
Por esta razón, Tim, con gran pesar suyo, fue encerrado en el automóvil. Apoyaba
sus patas en la ventanilla e intentaba mirar hacia fuera. El conductor se dio la vuelta y
le habló:
—¡Quédate tranquilo, en seguida vuelven!
Pero Tim se pasó gimiendo todo el tiempo que los niños estuvieron fuera del
coche. Los vio ir hasta la orilla del camino, y cómo Julián saltaba medio metro más
abajo, por fuera de la carretera, encima del pantano.
A lo largo de la carretera, una línea de piedras verticales marcaban el principio del
pantano. Julián se puso en pie en una de ellas, mirando hacia el húmedo lugar.
—¡Es barro! —exclamó—; barro blando y movedizo. Fijaos, cuando lo toco con
el pie, se mueve. Pronto me tragaría si anduviera con todo mi peso sobre él.
A Ana no le gustaba aquello. Llamó a Julián.
—¡Vuelve otra vez al camino! Me da miedo de que te caigas.
Las nieblas se entrelazaban y arremolinaban sobre las salobres marismas. El lugar
parecía encantado.
Era frío y húmedo. A ninguno de los niños le gustaba, y Tim, desde el coche,

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ladraba nerviosamente.
Jorgina dijo:
—Si no volvemos pronto, Tim va a destrozar el coche.
Regresaron en silencio. Julián pensaba en cuántos viajeros se habrían perdido en
aquellos pantanos marinos.
—¡Oh!, hay muchos de quienes no se ha oído hablar nunca más —dijo el
conductor cuando le preguntaron—. Se dice que hay un par de prados que van desde
la tierra firme hasta la colina, por donde se pasaba antes que fuera construida la
carretera, pero, a menos que conozcas el terreno palmo a palmo, en un segundo
puedes encontrarte con que los pies se te hunden en el barro.
—Me horroriza pensarlo —exclamó Ana—. No hablemos más de eso. ¿Se puede
ver ya la colina de Castaway?
—Sí. Es aquella que se alza entre la niebla. ¿La veis? Es un sitio raro, ¿verdad?
Los niños la miraron en silencio. Por encima de la niebla, que se movía
lentamente, sobresalía una alta colina de contornos rocosos y abruptos. Parecía estar
nadando en la niebla y no tener raíces en el suelo. Estaba recubierta de edificios que,
aun a esa distancia, parecían viejos y deslucidos. Algunos tenían torreones.
—Eso debe de ser el «Cerro del Contrabandista», allí en lo más alto —dijo Julián
señalándolo—. Parece un viejo edificio que tenga centenares de años, y es posible
que los tenga. ¡Fijaos qué torre tiene! ¡Qué hermosa vista se debe divisar desde allí!

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Los niños miraron hacia el lugar donde iban a vivir. Parecía pintoresco y lleno de
emoción, en verdad, pero también poco acogedor.
—Parece… parece algo extraño, algo misterioso —dijo Ana expresando con sus
palabras el pensamiento de todos—. Quiero decir que parece que guarde toda clase de
raros secretos a través de los siglos. Estoy segura de que podría contar muchas
historias, si pudiese hablar.
El coche se veía obligado a avanzar con gran lentitud porque la niebla se había
espesado. La carretera estaba flanqueada por una serie de puntos brillantes, que
relucían cuando el conductor los enfocaba, lo cual le servía de gran ayuda para
guiarse. Luego, al aproximarse a Castaway, la carretera comenzó a hacerse más
empinada.
—Pronto llegaremos a un arco —explicó el conductor— donde, en otro tiempo,
estuvo emplazada la puerta de la ciudad. Toda la ciudad está aún rodeada por una
gran muralla, tal como era costumbre en los tiempos antiguos. Es tan ancha, que se
puede caminar con absoluta comodidad sobre ella. Y si partís de un cierto lugar y
andáis lo suficiente, volveréis a encontraros en el punto de partida.
Al escucharle, los niños se hicieron en seguida el propósito de realizar este paseo.
¡De qué hermosa vista se debía disfrutar siguiendo por ese camino si se elegía un día
claro!
El camino se hizo todavía más empinado y el conductor hubo de introducir una
marcha más lenta. El coche subía ronroneando. Pronto llegó al arco donde habían
estado sujetas las viejas puertas. No hicieron más que pasar bajo él y ya se
encontraron los niños en Castaway.
—Parece como si hubiésemos retrocedido varios siglos y hubiéramos llegado a un
lugar que existió mucho tiempo atrás —dijo Julián examinando con atención a ambos
lados de las calles empedradas, las viejas casas y las tiendas, sus ventanas, con
paneles en forma de rombo, y sus viejas y recias puertas.
Subieron por la retorcida calle mayor y, por fin, llegaron a una gran verja,
provista de rejas de hierro forjado. El conductor tocó la bocina. Al momento se abrió
la puerta de la verja.
Prosiguieron por un húmedo camino y, por último, se detuvieron ante el «Cerro
del Contrabandista».
Salieron del coche. De repente se sintieron intimidados. La vieja casona los
miraba ceñudamente. Estaba construida en ladrillo y madera, y su puerta principal era
tan maciza como la de una fortaleza. Extraños aleros sobresalían aquí y allá sobre las
ventanas con paneles en forma romboidal. La única torre que poseía la casa se alzaba
en su lado derecho y tenía ventanas en todo alrededor. No se trataba de una torre
poligonal, sino que era redonda y acababa en punta.
—¡El «Cerro del Contrabandista»! —exclamó Julian—. Le sienta bien el nombre.
Me imagino que hubo muchos contrabandistas por aquí antiguamente.
Dick tocó el timbre. Para hacerlo, tuvo que tirar de una manecilla de hierro. Al

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punto, en el interior de la casa se oyeron voces que disputaban. Se escuchó luego un
ruido de pies que huían corriendo y, por fin, con gran lentitud, porque era muy
pesada, se abrió la puerta.
Al lado de ella había dos chiquillos. Uno de ellos era una niña que tendría la edad
de Ana y el otro un muchacho que sería como Dick.
—¡Por fin estáis aquí! —gritó el chico, y sus oscuros ojos bailaban de alegría—.
¡Creí que no llegaríais nunca!
—Éste es Hollín —dijo Dick a las niñas, que no lo conocían. Ellas lo miraron con
curiosidad.
Verdaderamente era muy moreno. Tenía el pelo negro, los ojos negros, las cejas
negras y la piel de su rostro era muy oscura. En contraste con él, la niña que estaba a
su lado era pálida y delicada. Tenía el pelo dorado, los ojos azules y sus cejas eran tan
claras que apenas podían distinguirse.
—Ésta es Maribel, mi hermana —les presentó Hollín—. ¡Yo siempre he pensado
que parecemos «la Bella y la Bestia»!
Hollín era un chico muy agradable. Todo el mundo se sentía encantado con él.
Jorgina se dio cuenta de que lo estaba mirando de una manera que no le era familiar,
porque en general era tímida con la gente que no conocía y siempre le costaba un
poco trabar amistad. Pero Hollín gustaba en seguida a todo el mundo, con sus alegres
ojos y aquella sonrisa tan traviesa.
—Entrad —indicó Hollín—. Conductor, puede usted pasar con el coche por la
puerta vecina. Block recogerá el equipaje y le dará la merienda.
De repente, la cara de Hollín perdió su sonrisa y se volvió solemne: ¡Había visto a
Tim!
—¡Oh!, vaya, vaya. ¿No será vuestro este perro, verdad? —preguntó.
—Es mío —respondió Jorgina, y colocó su mano sobre la cabeza de Tim en
ademán protector—. Tuve que traerlo. No puedo ir a ningún sitio sin él.
—Eso está bien, pero los perros no están permitidos en el «Cerro del
Contrabandista» —dijo Hollín, que parecía muy preocupado y miraba detrás de él
como si temiera que apareciese alguien que pudiese ver a Tim—. Mi padrastro no nos
permite tener aquí ningún perro. Una vez me traje uno que encontré perdido y me
pegó de tal forma que después no podía sentarme. Bueno, fue mi padrastro el que me
pegó y no el perro, ¡eh!
Ana concedió una temerosa sonrisa a esta triste broma. Jorgina parecía asustada y
temblorosa.
—Bueno, creo que… que quizá podríamos tenerlo escondido en algún sitio
mientras permaneciéramos aquí —dijo—. Pero si tú piensas que no, me vuelvo con
mi perro en el mismo coche. ¡Adiós!
Dio media vuelta y se encaminó hacia el coche que se alejaba lentamente. El
perro iba con ella. Hollín la miró por un momento y, luego, le gritó:
—¡Vuelve, so tonta! Ya pensaremos algo.

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Capítulo 5
HOLLÍN LENOIR

Hollín bajó a toda prisa las escaleras que conducían a la puerta principal y corrió
detrás de Jorgina. Los demás le siguieron, incluso Maribel, que tuvo buen cuidado de
cerrar tras de sí la puerta de la casa.
Había una pequeña puerta en la pared junto a la cual se encontraba Jorgina en
aquel momento. Hollín se adelantó a la niña y la empujó a través de la puerta, que
después mantuvo abierta para que pasaran los demás.
—No me sacudas de esa forma —empezó a decir Jorgina con enfado—. Tim te
morderá si te metes conmigo.
—¡Que te crees tú eso! —repuso Hollín con extraña sonrisa—. Los perros me
quieren. Aunque te tirara de las orejas, tu perro no haría más que menear la cola.
Los niños se encontraron en un oscuro pasadizo. Al extremo opuesto había otra
puerta.
—Esperad aquí un momento, que voy a ver si hay moros en la costa —dijo Hollín
—. Sé que mi padre está en casa y ya os he dicho que, si ve al perro, os empaqueta de
nuevo a todos en el coche y os manda a vuestra casa. Y yo no quiero que lo haga,
porque ya os he dicho que estaba deseando que vinierais.
Sonrió, y sus corazones se sintieron reconfortados con su sonrisa; incluso el de
Jorgina, a pesar de que estaba aún enfadada porque la había empujado con tanta
brusquedad.
De todas formas, todos se sentían un poco asustados por causa del señor Lenoir.
Debía de ser un personaje bastante feroz.
Hollín se puso de puntillas junto a la puerta del final del pasadizo y al fin la abrió.
Echó una ojeada a la habitación contigua y luego regresó junto a los demás.
—Vía libre —anunció—. Iremos por el pasadizo secreto hasta mi habitación. Así
nadie nos verá y, cuando estemos allí, podremos planear cómo esconderemos al
perro. ¿Estáis dispuestos?
Un pasadizo secreto les pareció una cosa muy emocionante. Sintiéndose como si
estuvieran viviendo una novela de aventuras, los niños se dirigieron quedamente por
la puerta hacia el cuarto contiguo. Se trataba de una habitación oscura, recubierta con
paneles de madera. Con toda seguridad servía de estudio, porque había allí un gran
pupitre y las paredes estaban recubiertas de libros. En aquel momento no había nadie
en ella.
Hollín se dirigió a uno de los paneles, lo palpó a ciegas y empujó en un
determinado lugar. El panel cedió suavemente. Hollín introdujo la mano por la
rendija y agarró alguna cosa. Otro panel mucho mayor, que se encontraba detrás, se
deslizó dentro de la pared y dejó una abertura suficiente para que los niños pudieran

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pasar por ella.
—Seguidme —ordenó Hollín en voz baja—. No hagáis ruido.

Emocionados, los niños se introdujeron por la abertura. Hollín pasó el último e


hizo algo que cerró la abertura y que obligó al segundo panel a colocarse de nuevo en
su sitio. Encendió una velita, porque el lugar donde los niños se encontraban estaba
muy oscuro.
Se hallaban ahora en un estrecho pasadizo de piedra. Tan estrecho que no podían
pasar dos personas a la vez, a no ser que fueran delgadas como serpientes. Hollín
entregó la vela a Julián, que iba el primero.
—Sigue avanzando hasta que llegues a unos escalones de piedra —dijo—. Sube
por ellos y, cuando estés en lo alto, date la vuelta a la derecha y continúa recto hasta
que llegues a una pared blanqueada. Ya te diré entonces lo que has de hacer.
Julián siguió las indicaciones, llevando la vela en alto para iluminar a los demás.
El estrecho pasadizo se extendía en línea recta hasta llegar a unos escalones de
piedra. El lugar no era tan sólo muy estrecho, sino también muy bajo, de manera que
Ana y Maribel eran las únicas que no tenían necesidad de agachar la cabeza.
A Ana no le agradaba aquel lugar. Nunca le había gustado encontrarse en sitios
estrechos y cerrados, porque le recordaban ciertos sueños que tenía a veces, en los
que parecía estar encerrada en un lugar del cual no podía salir. Se sintió feliz cuando
Julián habló:
—Hemos llegado a los escalones. Vayamos subiendo de uno en uno.

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—No hagáis ruido —recomendó Hollín en voz baja—. Ahora estamos pasando
junto al comedor. También hay un camino que conduce desde allí a este pasaje.
Todos se mantenían silenciosos e intentaban andar de puntillas, aunque esto
resulta bastante difícil cuando hay que llevar las cabezas inclinadas y se tropieza con
los hombros en el techo.
Subieron catorce escalones. Éstos eran muy empinados y, a mitad del camino,
hacían un recodo. Al llegar arriba, Julián dio la vuelta hacia la derecha. El pasadizo
ahora estaba cuesta arriba y era tan estrecho como antes. Julián estaba seguro de que
a una persona gorda le sería imposible pasar por él.
Siguió hacia delante hasta que casi se dio de narices con una pared de piedra
blanca. La recorrió con la vela arriba y abajo. Una voz susurrante llegó desde el otro
extremo de la línea que formaban los niños.
—¿Has llegado a la pared blanca, Julián? Levanta entonces la vela hacia donde el
techo del pasadizo se une a la pared. Allí verás un picaporte de hierro. Apriétalo con
fuerza.
Julián levantó la vela y divisó la empuñadura. Pasó la vela a su mano izquierda y
asió fuertemente el recio botón de hierro con la derecha. Lo apretó con todas sus
fuerzas.
Y, en medio de un gran silencio, la gran piedra del centro de la pared se deslizó de
costado y hacia atrás, dejando un boquete.
Julián se quedó atónito. Soltó el picaporte y con la vela iluminó la abertura. ¡Allí
no había nada más que oscuridad!
—¡Eso es! Ese agujero conduce a un gran armario que hay en mi habitación —
gritó Hollín desde detrás—. Pasa, Julián. Nosotros te seguiremos. No habrá nadie en
mi habitación.
Julián pasó a rastras a través del boquete y se encontró en un gran armario
empotrado, donde estaba colgada la ropa de Hollín. Se abrió paso a través de la ropa
y chocó contra una puerta. La abrió y, al punto, raudales de luz inundaron el armario,
iluminando el paso desde el pasadizo hasta la habitación.
Los demás pasaron de uno en uno a través del boquete. Durante un momento se
perdían entre las ropas y se sentían aliviados al penetrar por fin en la habitación por la
puerta del armario.
Tim, asustado y silencioso, se mantenía junto a Jorgina. No le había agradado
mucho aquel oscuro y estrecho pasadizo y se sentía contento de encontrarse de nuevo
a la luz del día.
Hollín pasó el último. Cuidadosamente cerró la abertura del pasadizo presionando
la piedra. Ésta se movió con facilidad, a pesar de que Julián no podía imaginar cómo
funcionaba. «Debe de llevar alguna clase de eje», pensó Julián.
Sonriente, Hollín se unió a los demás en el dormitorio. Jorgina sostenía con la
mano el collar de Tim.
—Puedes soltarlo, Jorge —dijo Hollín—. Estamos a salvo aquí. Mi habitación y

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la de Maribel están separadas del resto de la casa. Nos encontramos en un extremo de
la casa al que sólo se puede llegar por un largo pasillo.
Abrió la puerta y enseñó a los demás lo que quería decir. Había otra habitación
junto a la suya, que era la de Maribel. Luego seguía un pasillo con paredes de piedra
y suelo empedrado, recubierto de alfombras. Al final de éste, una gran ventana le
daba claridad. También había una puerta, una gran puerta de roble que estaba cerrada.
—¿Lo veis? Aquí estamos a salvo, y completamente solos —comentó Hollín—.
Tim puede ladrar si quiere, nadie lo oirá.
—¿Pero aquí no viene nunca nadie? —preguntó Ana, extrañada—. ¿Quién limpia
y cuida vuestras habitaciones?
—¡Oh!, eso lo hace Sara cada mañana —respondió Hollín—, pero
corrientemente, nadie más viene por aquí. De todas formas, tengo un sistema para
saber si alguien abre esa puerta.
Y señaló la que cerraba el pasillo. Los demás lo miraban.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Dick.
—He montado aquí en mi habitación un mecanismo que hace un ruido
estruendoso tan pronto como se abre la puerta —comentó Hollín con orgullo—.
Mirad, voy a ir hasta allí y la abriré. Vosotros permaneced aquí y escuchad.
Corrió por el pasillo y abrió la pesada puerta. Inmediatamente sonó un ruido
grave e intenso en alguna parte de la habitación. Todos se sobresaltaron. También
Tim se asustó: sus orejas se enderezaron y gruñó con ferocidad.

Hollín cerró la puerta y regresó corriendo.


—¿Habéis oído el ruido? Es una buena idea, ¿no os parece? Siempre se me
ocurren cosas como ésta.
A todos les pareció que habían ido a parar a un lugar muy raro. Echaron un
vistazo en torno a la habitación de Hollín. Su mobiliario era muy corriente y también

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era normal su estado de desorden. Había en ella una gran ventana, con paneles en
forma de rombo, y Ana quiso mirar por ella.
Retrocedió de un brinco, sobresaltada. No esperaba encontrarse con un precipicio
semejante. El «Cerro del Contrabandista» había sido construido en la cima de una
colina y, del lado que se encontraba la habitación de Hollín, dicha colina descendía
verticalmente hasta el pantano, que se veía muy al fondo.
—¡Oh, mirad! —exclamó—. ¡Mirad qué altura hay! ¡Me da una sensación muy
rara mirar hacia abajo!
Los demás la rodearon y permanecieron en silencio, porque verdaderamente
impresionaba asomarse a un precipicio tan profundo.
El sol lucía en la cima de la colina, pero todo alrededor, hasta donde la vista podía
alcanzar, la niebla ocultaba el pantano y el lejano mar. Sólo una pequeña zona del
pantano podía divisarse muy en lo hondo, al pie de la abrupta colina.
—Cuando las nieblas se retiran, se pueden ver los húmedos pantanos hasta donde
empieza el mar —explicó Hollín—. Es una vista muy hermosa. Casi no puede decirse
dónde acaba el pantano y dónde comienza el mar, menos los días en que el mar está
muy azul. Resulta curioso saber que en otro tiempo el mar rodeaba esta colina, que
entonces era una isla.
—Sí. El posadero nos lo ha contado —dijo Jorgina—. ¿Por qué se retiró el mar y
abandonó este lugar?
—No lo sé —respondió Hollín—. La gente dice que se retira cada vez más. Se ha
hecho un gran proyecto para drenar el pantano y convertirlo en campos de cultivo.
Pero no sé si esto llegará a realizarse algún día.
—A mí no me gusta el pantano —dijo Ana, con un ligero escalofrío—. Parece un
lugar perverso.
Tim gimió. Jorgina recordó entonces que debían esconderlo y planear cómo lo
cuidarían. Se dirigió a Hollín.
—¿Pensabas de verdad hacer lo que has dicho y esconder a Tim? —preguntó—.
¿Dónde lo pondremos? ¿Podremos alimentarlo? ¿Y cómo podremos sacarlo de
paseo? Ya es un perro muy grande.
—Ya lo planearemos —replicó Hollín—. No te preocupes. Me gustan los perros y
me encantará tener a Tim aquí, pero os advierto que, si mi padrastro lo descubre
alguna vez, recibiremos todos una buena azotaina y os devolverá a vuestra casa con
una buena reprimenda.
—¿Pero por qué no le gustan los perros a tu padre? —preguntó Ana, intrigada—.
¿Es que le dan miedo?
—No. Me parece que no. Sólo que no quiere tenerlos en casa —contestó Hollín
—. Creo que debe tener alguna razón, pero no sé cuál es. ¡Es un hombre muy raro mi
padrastro!
—¿En qué sentido es raro? —preguntó Dick.
—Pues… parece estar lleno de secretos —contestó Hollín—. Aquí viene gente

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muy rara. Llegan secretamente, sin que nadie se dé cuenta. He visto luces encendidas
en el torreón algunas noches, aunque no sé quién las enciende ni para qué. He
intentado descubrirlo, pero no lo he conseguido.
—¿Crees… crees que tu padre es un contrabandista? —preguntó de repente Ana.
—No lo creo —contestó Hollín—. Ya tenemos aquí un contrabandista y todo el
mundo lo conoce. ¿Veis aquella casa allá abajo, a la derecha? Allí vive. Es lo más
rico que se puede ser. Se llama Barling. Incluso la policía conoce sus andanzas, pero
no puede detenerlo. Es muy rico y poderoso, así es que hace lo que quiere y no
permitiría que nadie más jugara al mismo juego que él. Nadie más se atrevería a
hacer ninguna clase de contrabando en Castaway mientras él se dedique a eso.
—Éste parece un lugar muy emocionante —comentó Julian—. Tengo la
sensación de que se puede correr alguna aventura por aquí.
—¡Oh, no! —exclamó Hollín—. Aquí nunca pasa nada. Cuando se llega por
primera vez, uno tiene la sensación de que va a vivir aventuras, sólo por ser el lugar
tan antiguo, tan lleno de pasos secretos, de pozos y de corredores excavados en la
roca, usados por los contrabandistas de tiempos antiguos, pero… ¡qué va!
—Bien —empezó a decir Julián, y se detuvo en seco. Todos miraron a Hollín. Su
bocina secreta había aullado desde su escondido rincón. ¡Alguien había abierto la
puerta del final del pasillo!

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Capítulo 6
EL PADRASTRO Y LA MADRE DE HOLLÍN

—¡Alguien viene! —dijo Jorgina, presa de pánico—. ¿Qué haremos con Tim?
¡Rápido!
Hollín agarró a Tim por el collar y lo escondió en el viejo armario, cerrando la
puerta detrás de él.
—¡Estate quieto! —le ordenó en voz baja.
Y Tim se mantuvo inmóvil en la oscuridad, con los pelos de su lomo erizados y
las orejas tiesas.
—Bien —empezó a decir Hollín ya en alto—. Quizá lo mejor será que os enseñe
vuestros dormitorios.
Se abrió la puerta y penetró un hombre en la habitación. Llevaba pantalones
negros y una chaqueta de lino blanca. Tenía una cara inexpresiva.
«Es una cara cerrada —pensó Ana para sí—. No se puede saber qué es lo que está
pensando porque su cara es cerrada y secreta».
—¡Hola, Block! —exclamó Hollín con desparpajo. Se volvió hacia los demás—.
Éste es Block, el criado de mi padrastro. Está sordo, así que podéis hablar lo que
queráis, aunque será mejor que no lo hagáis porque, a pesar de que no oye, parece
enterarse de todo lo que se dice.
—De todas formas, pienso que sería injusto decir cosas que no diríamos delante
de él si no fuese sordo —dijo Jorgina, que tenía ideas muy estrictas respecto a estas
cosas.
Block habló con una curiosa y monótona voz:
—Vuestro padre y vuestra madre quieren saber por qué no han llevado ustedes a
sus amigos a verlos —dijo—. ¿Por qué han corrido hacia las habitaciones de ustedes?
Block miraba a su alrededor mientras hablaba, casi como si supiera que había allí
un perro y se preguntara dónde se había metido. Al menos esto pensaba Jorgina, que
se sentía alarmada. Tenía la esperanza de que el conductor del coche no hubiese
mencionado a Tim.
—¡Oh!, me sentí tan contento al verlos, que los he hecho subir aquí directamente.
Pero está bien, Block. Bajaremos dentro de un minuto.
El hombre se marchó. Su rostro seguía impasible. Ni una sonrisa, ni una mueca.
—No me gusta nada —comentó Ana—. ¿Hace mucho tiempo que está con
vosotros?
—No, solamente un año —respondió Hollín—. Apareció un día por aquí. Ni mi
madre sabía que iba a venir. Llegó y, sin decir una palabra, se puso la chaqueta blanca
y empezó a trabajar en la habitación de mi padrastro. Supongo que mi padre lo
esperaba, pero no dijo nada, ni siquiera a mi madre, estoy seguro de ello. ¡Pareció tan

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sorprendida!
—Es tu madre de verdad, ¿o es también tu madrastra? —preguntó Ana.
—¡No se puede tener un padrastro y una madrastra! —dijo Hollín con tono burlón
—, o se tiene el uno, o se tiene el otro. Mi madre es mi madre de verdad y también la
de Maribel. Pero Maribel y yo somos sólo medio hermanos, porque mi padrastro es
su verdadero padre.
—¡Vaya un lío! —exclamó Ana intentando entenderlo.
—¡Venid! Es mejor que bajemos —recomendó Hollín—. Tengo que advertiros
que mi padrastro está siempre muy amable y sonriente y que bromea mucho, pero de
todas maneras no lo hace de una manera natural. En cualquier momento, es posible
que le entre una terrible cólera.
—Espero que no lo veamos mucho —dijo Ana, que se sentía bastante mal—.
¿Cómo es tu madre, Hollín?
—Como una ratita asustada —contestó Hollín—, os gustará. Es muy cariñosa.
Pero no le agrada vivir aquí. No le gusta esta casa y teme a mi padrastro. Ella no lo
dice, pero yo sé que es verdad.
Maribel, que era demasiado tímida para haber intervenido hasta ahora en la
conversación, movió la cabeza asintiendo.
—Tampoco a mí me gusta vivir aquí —dijo—. Estaré contenta cuando tenga que
ir al pensionado, y lo mismo Hollín. Únicamente siento que mamá se quedará
completamente sola entonces.
—¡Venid! —repitió Hollín, que pasó delante—. Mejor será que dejemos a Tim en
el armario hasta que regresemos, no sea que Block se dedique a curiosear un poco.
Cerraré la puerta del armario con llave y me la llevaré.
Los niños siguieron a Maribel y a Hollín por el pasillo de piedra, hacia la puerta
de roble. Se sentían todos muy infelices por tener que dejar a Tim encerrado en el
armario. Pronto se hallaron en lo alto de una gran escalinata, amplia y de escalones
bajos. Descendieron hasta un gran vestíbulo.
A la derecha había una puerta. Hollín la abrió, entró y se dirigió a alguien.
—Están todos aquí —dijo—. Perdone que los haya llevado arriba a mi habitación,
padre, pero me emocionaba verlos a todos.
—Necesitas aún pulir un poco tus modales, Pedro —respondió el señor Lenoir en
tono profundo. Los niños, que habían penetrado en la estancia detrás de Hollín, lo
miraron. Estaba sentado en un gran sillón de roble. Era un hombre aseado, de aspecto
inteligente, pelo rubio y cepillado hacia atrás y ojos azules como los de Maribel.
Sonreía continuamente, pero sólo con la boca, no con los ojos.
«¡Qué ojos más fríos!», pensó Ana cuando se adelantó para darle la mano. Su
mano también era fría. Él le sonrió y le dio un golpecito en el hombro.
—¡Qué niña más hermosa! —dijo—. Serás una buena compañera para Maribel.
¡Tres muchachos para Hollín y una niña para Maribel! Está muy bien.

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Era evidente que pensaba que Jorgina era un chico y, en verdad, ésta lo parecía:
iba vestida con shorts y un jersey, como de costumbre, y su pelo era muy corto.
Nadie aclaró que Jorgina no era un chico. ¡Y claro está que la misma Jorgina no
iba a hacerlo! Ella, Dick y Julián saludaron al señor Lenoir. Ni siquiera habían
advertido la presencia de la madre de Hollín.
Ésta estaba allí, sentada, como perdida en su sillón. Era una mujer pequeñita,
como una muñeca, con cabellos castaños y ojos grises. Ana se volvió hacia ella.
—¡Oh, qué pequeñita es usted! —exclamó sin poderse dominar.
El señor Lenoir se rió. Se reía siempre, se dijera lo que se dijera. La señora Lenoir
se puso de pie y sonrió. No era más alta que Ana y tenía los pies y las manos más
pequeños que la niña jamás hubiese visto en una persona mayor. A Ana le agradó. Le
dio la mano y dijo:
—Es muy amable por parte de usted tenernos a todos aquí. Me imagino que usted
ya sabe que un árbol se cayó sobre el tejado de nuestra casa y lo destrozó.
El señor Lenoir se rió de nuevo. Hizo una especie de gesto burlón y todos
sonrieron muy cortésmente.
—Bueno, espero que paséis aquí unos días agradables —dijo—. Pedro y Maribel
os enseñarán la vieja ciudad y, si me prometéis ser prudentes, podréis ir por la
carretera hasta tierra firme para ir al cine.
—Gracias —respondieron todos a la vez, y el señor Lenoir volvió a reír de nuevo
con su extraña risita.
—Vuestro padre es un hombre muy sabio —exclamó de pronto volviéndose hacia
Julián, que comprendió que lo había confundido con Jorgina—. Espero que venga a
recogeros para llevaros a casa cuando regreséis, y entonces me complacerá mucho
hablar con él. Él y yo hemos estado trabajando en la misma clase de experimentos,
pero él ha avanzado más que yo.
—¡Oh! —exclamó Julián educadamente. Entonces habló la señora Lenoir con una

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voz muy suave.
—Block servirá vuestras comidas en el cuarto de estudio de Maribel. Así no
estorbaréis a mi esposo. A él no le gusta oír hablar durante las comidas y me parece
que esto sería muy duro para seis niños.
El señor Lenoir volvió a reírse. Sus fríos ojos azules miraron detenidamente a los
niños.
—Por cierto, Pedro —dijo de repente—. Os prohíbo que vagabundeéis por las
catacumbas de la colina, tal como ya te lo había prohibido a ti antes. Te prohíbo
también que ensayes tus demoníacos ejercicios de trepador y tampoco quiero que
andes sobre la muralla de la ciudad ahora que tienes a otros contigo. No quiero que
ellos se pongan en peligro. ¿Me lo prometes?
—Yo no ando sobre la muralla de la ciudad —protestó Hollín—, ni tampoco me
pongo en peligro.
—Siempre juegas a lo loco y no haces más que jugar —dijo el señor Lenoir, y la
punta de su nariz se puso blanca.
Ana lo miraba con interés. Ella no sabía que siempre ocurría aquello cuando el
señor Lenoir se enfadaba.
—¡Oh!, señor, fui el primero de mi clase el trimestre pasado —respondió Hollín
en tono ofendido. Los otros pensaron que estaba intentando distraer al señor Lenoir
de su demanda. No quería prometerle nada.
Ahora intervino la señora Lenoir:
—Es verdad que trabajó muy bien el trimestre pasado —dijo—, debes recordar…
—¡Ya basta! —gritó el señor Lenoir, y las sonrisas que antes había otorgado tan
liberalmente a todos se desvanecieron por completo—. ¡Marchaos todos!
Muy asustados, Julián, Dick, Ana y Jorgina se apresuraron a salir de la
habitación, seguidos por Maribel y Hollín. Éste sonreía mientras cerraba la puerta.
—¡No se lo he prometido! —dijo satisfecho—. Quería quitarnos todas las
posibilidades de diversión. Este sitio es muy aburrido si no se pueden hacer
exploraciones. Os puedo enseñar montones de sitios raros.
—¿Qué son catacumbas? —preguntó Ana, mientras por su cabeza rondaban
imágenes fantásticas.
—Son túneles secretos y llenos de encrucijadas que horadan la colina —explicó
Hollín—. Nadie las conoce por completo. Puedes perderte por ellas fácilmente y
jamás volver a salir. A muchos les ha ocurrido así.
—¿Por qué hay tantos pasos secretos y tantas cosas raras aquí? —preguntó
Jorgina con admiración.
—¡Es fácil de explicar! —respondió Julian—. Este lugar era un refugio de
contrabandistas y seguramente más de una vez se vieron obligados a esconder no sólo
sus bienes, sino también a sí mismos. Y si creemos al viejo Hollín, todavía queda un
contrabandista por aquí. ¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿Barling?
—Sí —confirmó Hollín—. Subid y os enseñaré vuestras habitaciones. Desde ellas

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hay una buena vista sobre la ciudad.
Los llevó a dos habitaciones situadas una junto a la otra, en el lado opuesto a la
gran escalinata que conducía a su propia habitación y a la de Maribel. Eran
habitaciones pequeñas, pero bien amuebladas, y se divisaba desde ellas, tal como
Hollín había anunciado, una vista maravillosa sobre los viejos tejados y los torreones
de la colina de Castaway. También tenían muy a la vista la casa del señor Barling.
Jorgina y Ana dormirían en uno de los cuartos; Julián y Dick en el otro. Era
evidente que la señora Lenoir se había preocupado por recordar que se trataba de dos
chicas y dos chicos y no de una niña y tres chicos, como había imaginado el señor
Lenoir.
—Son habitaciones bonitas y agradables —dijo Ana—. Me gustan mucho estos
oscuros paneles de roble. ¿Hay también pasadizos secretos en nuestras habitaciones,
Hollín?
—¡Ahora veréis! —sonrió Hollín—. Fijaos, aquí están vuestras cosas ya
desempaquetadas. Seguramente lo habrá hecho Sara. Sara os gustará, ya lo veréis. Es
de buena pasta, gorda y redonda y agradable. ¡No se parece en nada a Block!
Hollín parecía haber olvidado a Tim, pero Jorgina se lo recordó.
—¿Y qué hay de Tim? Tiene que estar cerca de mí, ¿sabes?, y debemos
arreglárnoslas para alimentarlo y para que pasee. ¡Oh!, espero que podamos tratarlo
bien, Hollín. Preferiría irme inmediatamente, a pensar que Tim puede sentirse
desgraciado.
—¡Estará muy bien! —respondió Hollín—. Tendrá mucho sitio libre para correr
en el estrecho pasadizo por donde hemos subido a nuestra habitación y le daremos de
comer cada vez que tengamos oportunidad para hacerlo. Lo sacaremos de
contrabando por un túnel secreto que tiene la salida a medio camino de la colina y,
así, cada mañana podrá hacer todo el ejercicio que quiera. ¡Oh, cuánto nos
divertiremos con Tim!
Pero Jorgina no se sentía muy tranquila.
—¿No podría dormir conmigo por la noche? —preguntó—. Ladrará si se
encuentra solo.
—Bien, bien, intentaremos solucionarlo —contestó Hollín, que no parecía muy
convencido—. Pero tendrás que tener mucho cuidado, ¿sabes? No queremos
meternos en un lío serio. Tú no te imaginas cómo se puede llegar a poner mi
padrastro.
Ellos creían que sí lo podían adivinar. Julián miró a Hollín con curiosidad.
—Tú te apellidas Lenoir. ¿Es que tu verdadero padre se llamaba también Lenoir?
—preguntó.
Hollín asintió.
—Sí. Era primo de mi padrastro y tan negro como suelen serlo todos los Lenoir.
Mi padrastro es una excepción. Es rubio, y la gente dice que los Lenoir rubios no son
nada buenos, ¡pero no se os ocurra decirle esto a mi padrastro!

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—¡Vaya, eso íbamos a hacer! —dijo Jorgina—. Sería gracioso. ¡Nos haría cortar
la cabeza o algo por el estilo! Bueno, vayamos a ver a Tim.

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Capítulo 7
UN NUEVO PASADIZO SECRETO

Los niños se sentían muy contentos al saber que comerían solos en la sala de
estudios. Ninguno de ellos deseaba tener muchos tratos con el señor Lenoir y les daba
pena de que Maribel tuviese un padre tan raro.
Pronto se adaptaron al estilo de vida del «Cerro del Contrabandista». Incluso
Jorgina, tan pronto como se convenció de que Tim estaba en lugar seguro y se sentía
feliz, también se tranquilizó. La única dificultad consistía en poder llevar a Tim a su
habitación por las noches. Esto debía hacerse en la oscuridad. Block tenía la mala
costumbre de aparecer repentinamente y en silencio, y Jorgina se sentía aterrada al
pensar que podría llegar a atrapar al gran perro en su cuarto.
Durante los días siguientes, Tim llevó un tipo de vida muy extraño. Mientras los
niños permanecían dentro de la casa, él tenía que quedarse en aquel pasadizo secreto,
tan estrecho, por donde paseaba tristemente, asustado y solitario, siempre con las
orejas tiesas, intentando captar el silbido que significaba que podía salir del armario
para ir un rato de paseo.
Lo alimentaban muy bien, porque Hollín hacía fructíferas incursiones a la
despensa cada noche. Sara, la cocinera, estaba aterrada al ver de qué manera
desaparecían ciertas cosas, como, por ejemplo, los huesos del caldo. No podía
comprenderlo. Pero Tim devoraba todo lo que le daban.
Cada mañana, los chicos lo sacaban de paseo para que hiciera ejercicio. El primer
día, esto les había parecido muy emocionante.
Jorgina había recordado a Hollín su promesa de sacar cada día de paseo a Tim.
—Tiene que hacer ejercicio o, si no, se sentirá muy desgraciado —dijo—, ¿pero
cómo vamos a arreglarlo? Es seguro que no podemos hacerle atravesar la casa para
salir por el portal. Nos encontraríamos con tu padre.
—Ya te dije que conocía un pasadizo que salía a medio camino de la colina, so
tonta —contestó Hollín—. Ya te lo enseñaré. Estaremos a salvo en cuanto lleguemos
allí, porque, aunque encontráramos a Block o a alguna otra persona que nos conozca,
no podrán saber que este perro es nuestro. Creerán, sin duda, que es un perro
vagabundo que hemos recogido.
—Está bien, enséñanos ese dichoso camino —dijo Jorgina con impaciencia.
Estaban reunidos en el dormitorio de Hollín, y Tim yacía sobre la alfombra, al
lado de Jorgina. Se sentían muy tranquilos en la habitación de Hollín a causa de la
bocina que les advertía si alguien abría la puerta del otro extremo del pasillo.
—Tendremos que pasar primero a la habitación de Maribel —dijo Hollín—. Os
vais a asustar cuando veáis el camino que conduce colina abajo, ¡os lo aseguro!
Miró por la entreabierta puerta de su cuarto. La del final del pasillo estaba bien

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cerrada.
—Maribel, llégate hasta allá y echa un vistazo por la puerta del pasillo —ordenó
Hollín a su hermana—. Avísanos si alguien viene por las escaleras. Si no, todos nos
deslizaremos rápidamente en tu habitación.
Maribel fue corriendo hasta la puerta del final del pasillo. La abrió y al punto el
bocinazo de advertencia sonó en la habitación de Hollín, haciendo que Tim gruñera.
Maribel miró hacia las escaleras. Luego hizo una seña a los demás para advertirles de
que nadie subía.
Todos pasaron con rapidez desde la habitación de Hollín hasta la de Maribel, y
ésta se reunió con ellos. Era una niña que parecía una ratita, tímida y callada. A Ana
le resultaba agradable, aunque, de vez en cuando, se burlaba de su timidez. Pero a
Maribel no le hacía ninguna gracia que la inquietaran. En seguida sus ojos se llenaban
de lágrimas y se volvía de espaldas.
—Ya mejorará cuando vaya al colegio —comentó Hollín—. No puede remediar
el ser tan tímida, puesto que se pasa encerrada en esta extraña casa la mayor parte del
año. Raramente ve a alguien de su edad.
Se metieron todos en la habitación de la niña y cerraron la puerta tras de sí. Hollín
dio la vuelta a la llave…
—Esto sólo por si a nuestro amigo Block se le ocurriese venir a fisgonear —dijo
con una pícara sonrisa.
Después empezó a mover los muebles de la habitación hacia los lados y los fue
arrinconando junto a la pared. Los demás lo miraban con sorpresa, hasta que por fin
se decidieron a ayudarle.
—¿A qué viene todo este movimiento de muebles? —preguntó Dick, que estaba
luchando con un voluminoso cofre.
—Necesito levantar esta pesada alfombra —jadeó Hollín—. Está colocada aquí
precisamente para esconder la trampa que está debajo. Al menos, eso creo yo.
Cuando los muebles estuvieron arrinconados junto a las paredes, fue fácil apartar
la gruesa alfombra. Debajo de ella se encontraba una tela de felpa y también ésta tuvo
que ser retirada. Entonces los niños vieron una trampa a ras del suelo, con una
empuñadura en forma de anilla para poderla levantar.
Se sintieron emocionados. ¡Otro pasadizo secreto! Parecía que la casa estuviera
llena de ellos. Hollín tiró de la empuñadura y la pesada trampa cedió con facilidad.
Los niños miraron por el agujero, pero no pudieron ver nada. Reinaba una oscuridad
absoluta.
—¿Hay escalones para descender? —preguntó Julián reteniendo a Ana por temor
a que se cayese.
—No —contestó Hollín alcanzando una gran linterna que se había traído consigo
—. ¡Mirad!
Iluminó con la linterna, y los niños prorrumpieron en un grito ahogado. La trampa
secreta conducía hacia abajo a un profundo pozo, muy, muy hondo.

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—¡Oh!, esto debe llegar a una gran profundidad por debajo de los cimientos de la
casa —dijo Julián con sorpresa—. Parece un agujero que desciende hacia un pozo
profundo. ¿Para qué es?
—Seguramente se usó para esconder personas. ¡O para deshacerse de ellas! —
contestó Hollín—. Es un hermoso lugar, ¿verdad? Si os cayeseis por aquí, cuando
llegaseis abajo os veríais con un buen chichón.
—Pero ¿cómo va a ser posible que bajemos por aquí a Tim? ¡Ni siquiera
podremos bajar nosotros mismos! —exclamó Jorgina.
—¡No pienso tirarlo, de eso puedes estar segura! —replicó Hollín burlonamente
—. Ni tampoco vosotros tendréis que hacerlo —añadió—. ¡Mirad! —Abrió la puerta
de un gran armario. Revolvió en su interior y sacó algo que, según los niños pudieron
ver, no era más que una cuerda delgada, pero muy fuerte—. ¿Lo veis? Podremos
bajar todos por esta escalera de cuerda —dijo.
Pero Jorgina se opuso en seguida.
—¡Tim no podrá! No puede subir y bajar por una escalera de cuerda.
—¿De veras no puede? —preguntó asombrado Hollín—. ¡Me parecía un perro
tan inteligente…! Creí que fácilmente podría hacer cosas como ésta.
—Pues no puede —replicó Jorgina en tono decidido—. Es una idea muy tonta.
—¡Ya sé! —dijo Maribel, y se puso muy colorada por el atrevimiento que había
tenido de intervenir en la conversación—. ¡Me parece que ya sé cómo arreglarlo!
Podríamos coger el cesto de la colada y meter a Tim en él. Luego ataríamos el cesto
con cuerdas y lo descenderíamos, haciéndolo subir del mismo modo.
Los demás la miraron.
—Desde luego, esto es una idea luminosa —exclamó Julián con calor—. Está
muy bien, Maribel. Tim estará seguro en un cesto. Pero tendrá que ser uno grande.
—Hay uno muy grande en la cocina —dijo Maribel—. No se usa nunca, sólo
cuando hay mucha gente en la casa, como ahora. Podemos utilizarlo.
—¡Oh, sí! —contestó Hollín—. Es bien cierto que podemos. Voy a buscarlo ahora
mismo.
—Pero ¿qué excusa vas a dar para llevártelo? —le gritó Julián.
Hollín ya había abierto la puerta y había salido disparado. Era un chico muy
impaciente y cuando decidía algo no podía aplazarlo ni por un minuto. No contestó,
sino que siguió corriendo por el pasillo. Julián cerró la puerta detrás de él. No
deseaba que llegara alguien y viera la alfombra apartada y el gran boquete que había
debajo.
Al cabo de dos minutos, Hollín ya estaba de regreso. Traía consigo una pesada
cesta. Golpeó en la puerta y Julián abrió.
—¡Está bien! —dijo Julian—. ¿Cómo has podido obtenerla? ¿Nadie se opuso?
—No la he pedido —exclamó Hollín sonriendo con malicia—. No había nadie a
quien pedirla. Block estaba con mi padre y Sara en el mercado. Siempre podré volver
a dejarla en su sitio si empiezan a preocuparse por ella.

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Dejaron caer la escalera de cuerda por el agujero. Se deslizó como una serpiente
que se desenrosca, y cayó hasta alcanzar el fondo del pozo. Entonces fueron a buscar
a Tim, que aún estaba en la habitación de Hollín. El perro movía su cola con gran
alegría por encontrarse de nuevo con todos ellos. Jorgina le habló con mimo.
—¡Querido Tim! Odio tenerte escondido. Pero no te preocupes, esta mañana
vamos a salir de paseo todos juntos.
—Yo bajaré primero —dijo Hollín—. Luego, mejor será que descolguéis a Tim.
Dejaremos su cesto atado con esta cuerda. Es fuerte y larga y podremos hacerlo
descender con comodidad. Para más seguridad, ataremos el otro cabo al pie de la
cama y así, cuando volvamos a subir, podremos remontarlo fácilmente.
Se persuadió a Tim para que entrara en el gran cesto y se tumbara dentro de él.
Estaba sorprendido y ladró un poco. Pero Jorgina le tapó en seguida el hocico con la
mano.
—¡Chisss…! No has de decir ni una palabra, Tim —dijo—. Comprendo que todo
esto te extraña mucho; pero no te importe. Tendrás un maravilloso paseo al final.
Tim comprendió la palabra «paseo» y se puso muy contento. Esto era
precisamente lo que deseaba: un hermoso y largo paseo al sol y al aire libre.
No le gustó nada que cerraran la tapadera sobre él, pero, puesto que Jorgina
parecía pensar que debía soportar todos aquellos raros acontecimientos, Tim los
soportó de buen grado.
—¡Es un perro maravilloso! —comentó Maribel—. Hollín, baja tú primero y
estate preparado para cuando lo descolguemos.
Hollín desapareció por el oscuro agujero, sujetando la linterna con los dientes.
Descendió y descendió. Por fin, quedó de pie en el fondo, sano y salvo, e hizo señas
con la linterna a los de arriba. Su voz llegó hasta ellos. Sonaba extraña y como si
estuviera muy lejos.
—¡Vamos ya! ¡Bajad a Tim!
El cesto de la colada, que ahora parecía muy pesado, fue arrastrado hasta el borde
del agujero y luego se le hizo descender. De vez en cuando topaba con las paredes.
Tim gruñía. ¡Aquel juego no le gustaba nada!

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Dick y Julián aguantaban la cuerda entre los dos. Descolgaban a Tim tan
suavemente como podían. Al fin tocó el suelo con un ligero rebote. Hollín desató el
cesto. De él salió Tim ladrando. Pero sus ladridos sonaban tenues y distantes a los
espectadores que estaban en lo alto.
—¡Ahora, id bajando uno a uno! —gritó Hollín moviendo su linterna—. Julián,
¿está la puerta cerrada?
—Sí —contestó Julian—. Vigila a mi hermana. Es la primera que baja.
Ana empezó a descender. Al principio estaba un poco asustada, pero a medida
que sus pies se fueron acostumbrando a buscar y encontrar los escalones de cuerda lo
iba haciendo más aprisa.
Luego siguieron los demás y pronto se encontraron todos en el fondo del agujero,
en el gran pozo. Miraban en torno suyo con curiosidad. Olía a humedad y las paredes
estaban rezumantes y verdosas. Hollín paseó su linterna por ella, y los niños pudieron
ver varios pasadizos que partían en distintas direcciones.
—¿Adonde conducen? —preguntó Julián, extrañado.
—Ya os dije que la colina estaba llena de túneles —replicó Hollín—. Este pozo
está en el fondo de la colina, y los túneles llevan hasta las catacumbas. Hay
kilómetros y kilómetros de ellos. Nadie los explora ya, porque cuando lo hacían se
perdieron muchas personas y nunca más se supo nada de ellas. Antiguamente existió
un mapa de estos túneles, pero se ha perdido.
—Está alambrado —dijo Ana, temblando—. No me gustaría quedarme sola aquí

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abajo.
—¡Qué sitio tan estupendo para esconder los tesoros de los contrabandistas! —
comentó Dick—. Nadie podría encontrarlos nunca aquí.
—Me parece que los contrabandistas de otros tiempos conocían estos pasadizos
palmo a palmo —dijo Hollín—. ¡Seguidme! Cogeremos el que conduce a las afueras
de la colina. Tendremos que trepar un poco cuando lleguemos allí. Supongo que eso
no os importará.
—¡Oh, no! —repuso Julian—. Todos somos buenos trepadores. Pero, Hollín,
¿estás seguro de conocer bien el camino? ¡No tenemos ganas de perdernos aquí para
siempre!
—¡Claro que sé el camino! ¡Seguidme! —repitió Hollín iluminando hacia delante
con la linterna. Luego emprendió el camino por un oscuro y estrecho túnel.

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Capítulo 8
UN PASEO EMOCIONANTE

El túnel se extendía cuesta abajo en línea recta y en algunos sitios olía muy mal.
Algunas veces desembocaban en él grandes pozos, como aquél por el cual los niños
habían descendido. Hollín los iba iluminando con su linterna.
—Éste conduce a alguna parte de la casa de Barling —dijo—. La mayor parte de
las casas de por aquí tienen salida por pozos igual que el nuestro. Algunos de ellos
están muy bien escondidos.
De repente, Ana exclamó:
—Se ve luz del día o algo por el estilo allá delante. ¡Por fin! Empezaba a estar
harta de este túnel.
Era verdad. Se veía luz, que penetraba por una especie de entrada subterránea al
lado de la colina. Los niños treparon por allí y miraron hacia fuera.
Se encontraban en la parte exterior de la colina, a las afueras de la ciudad, en
algún lugar de la empinada ladera que conducía hasta el pantano. Hollín subió al
borde y guardó la linterna en su bolsillo.
—Tenemos que ir hasta aquel prado que se ve allí abajo —dijo, señalándolo con
el dedo—. Desde allí iremos a un sitio en que la muralla de la ciudad es muy baja y
podremos trepar por ella. ¿Tiene Tim las patas seguras? No desearía que resbalara y
cayera en el pantano.
El pantano se extendía mucho más abajo. Parecía feo y húmedo. Jorgina estaba
pensando en que nunca Tim podría caer en él. Sabía que tenía las patas seguras, por
lo cual nunca resbalaría. El camino era empinado y rocoso, pero se podía avanzar
bastante bien.

Todos descendieron por él. A veces tenían que subirse a las rocas. El camino los

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condujo hasta el muro de la ciudad, que, tal como había anunciado Hollín, era allí
muy bajo. Éste se subió a lo alto del muro. Tenía tanta habilidad como un gato para
trepar.
—Ya no me maravilla que en la escuela tenga tanta fama de buen trepador —dijo
Dick a Julian—. Ha hecho muchas prácticas aquí. ¿Te acuerdas de cómo se subió al
tejado del colegio en el trimestre anterior? Todos temían que resbalara y se cayera,
pero no se cayó y ató la Unión Jack a una de las chimeneas.
—¡Seguidme! —gritó Hollín—. No hay moros en la costa. Éste es un lugar
solitario de la ciudad y nadie nos verá trepar.
Pronto estuvieron todos en lo alto del muro, incluso Tim. Se dispusieron a dar un
buen paseo por la colina abajo y disfrutaron muchísimo. Al cabo de poco rato, la
niebla empezó a clarear y el sol se tornó cálido y agradable.
La ciudad era muy antigua. Muchas de las casas parecían medio derruidas, pero
se veía que estaban habitadas porque salía humo de las chimeneas. Las tiendas eran
pobres. Tenían ventanas estrechas y largas, protegidas por aleros. Los niños se
detenían de cuando en cuando para mirar en su interior.
—¡Mirad! ¡Ahí está Block! —exclamó de repente Hollín en voz muy baja—. No
prestéis atención a Tim. Si nos lame las manos o salta alrededor nuestro, haced ver
que queréis esquivarlo, como si fuese un perro vagabundo.
Todos aparentaban no ver a Block, pero seguían mirando por la ventana al interior
de la tienda. Tim, que se sentía muy excitado, corrió hacia Jorgina y comenzó a darle
golpes con la pata intentando que le hiciera caso.
—¡Oh, apártate de una vez, perro! —dijo Hollín dando un empujón al
sorprendido Tim—. ¡Vete ya! Ya está bien de venir detrás de nosotros. ¡Vete a tu casa
de una vez!
Tim creyó que se trataba de algún nuevo juego. Ladraba alegremente y corría en
torno a Hollín y a Jorgina, y de vez en cuando les lamía las piernas.
—¡A tu casa, perro, a tu casa! —gritó Hollín dándole otro empujón.
Entonces Block salió de la tienda y se dirigió hacia ellos, sin ninguna expresión
en el rostro.
—¿Les está molestando este perro? —preguntó—. Le tiraré una piedra y se
marchará.
—¡No haga usted eso! —contestó Jorgina inmediatamente—. ¡Métase usted en
sus cosas! No nos importa que el perro nos siga. Es un perro simpático.
—Block es sordo, so tonta —dijo Hollín—. No sirve de nada hablarle.
Jorgina se horrorizó mucho más al ver que Block cogía una gran piedra e
intentaba tirársela a Tim. Se lanzó hacia él, le golpeó el brazo con fuerza y le hizo
soltar la piedra.
—¿Cómo se atreve usted a tirar piedras a un perro? —gritó la niña, enfurecida—.
Se lo diré… se lo diré a la policía…
—Pero ¿qué ocurre? —se oyó una voz por allí cerca—. ¿Qué es lo que pasa?

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Cuéntame lo que pasa, Pedro.
Los niños se volvieron y vieron, de pie junto a ellos, a un hombre muy alto, que
llevaba el pelo muy largo. Tenía los ojos alargados y estrechos, una larga nariz y una
barbilla en punta.
«Es largo por los cuatro costados», pensó Ana mirando sus largas y delgadas
piernas y sus pies también largos y estrechos.
—¡Oh!, señor Barling. No lo había visto —dijo Hollín con educación—. No
ocurre nada, muchas gracias. Sólo pasa que este perro nos está siguiendo, y Block
dijo que lo haría huir tirándole una piedra. Y a Jorge le gustan mucho los perros, y se
ha enfadado por eso.
—Comprendo. Y ¿quiénes son todos estos niños? —preguntó el señor Barling
mirando a cada uno de ellos con sus largos y estrechos ojos.
—Han venido a pasar unos días con nosotros, porque la casa de su tío ha sufrido
un accidente —explicó Hollín—. Es decir, la casa del padre de Jorge, que está en
Kirrin.
—¡Ah!, ¿en Kirrin? —dijo el señor Barling, y pareció enderezar sus largas orejas
—. Me parece que allí es donde vive ese sabio hombre de ciencia, amigo del señor
Lenoir.
—Sí. Es mi padre —respondió Jorgina—. ¿Lo conoce usted?
—He oído hablar de él y de sus muy interesantes experimentos —repuso el señor
Barling—. El señor Lenoir lo conoce íntimamente, según creo.
—No muy íntimamente —repuso Jorgina, un poco asustada—. Me parece que
sólo se conocen por carta. Mi padre telefoneó al señor Lenoir y le preguntó si podría
tenernos en su casa mientras se reparaba la nuestra.
—Y, claro está, el señor Lenoir se sentiría encantado de tener toda esta compañía
—dijo el señor Barling—. ¡Es un hombre tan bueno y tan generoso vuestro padre,
Pedro!
Los niños miraron al señor Barling, extrañados de que dijera cosas tan amables
con aquel tono de voz tan ofensivo. Se sentían incómodos. Se veía con toda claridad
que al señor Barling no le hacía gracia el señor Lenoir. Tampoco a ellos les gustaba el
señor Lenoir, pero menos aún les agradaba el señor Barling.
Tim divisó en aquel momento a otro perro y salió corriendo detrás de él
alegremente. Ahora, Block había desaparecido por la empinada calle, con su cesto al
brazo. Los niños se despidieron del señor Barling, porque no deseaban hablar más
tiempo con él.
Persiguieron a Tim y comenzaron a hablar entre sí con animación tan pronto
como hubieron perdido de vista al señor Barling.
—¡Cielo santo! ¡Nos hemos salvado por poco de Block! —exclamó Julian—.
¡Qué bestia! Iba a tirar una piedra enorme al pobre Tim. No me ha extrañado de que
te lanzaras sobre él, Jorge. Pero por poco descubre la trampa.
—¡No me hubiese importado! —respondió Jorgina—. No quería que le rompiera

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una pata a Tim. También ha sido mala suerte encontrarnos a Block la primera mañana
en que salimos.
—Seguramente nunca más nos lo volveremos a encontrar cuando saquemos a
Tim —dijo Hollín para tranquilizarla—. Y si lo encontráramos, diríamos,
sencillamente, que el perro se une a nosotros en cuanto nos ve. Y, además, esto es la
verdad.
Disfrutaron del paseo. Fueron a una vieja cafetería y se tomaron unas tazas de
café cremoso y unos ricos bollos de mermelada. Tim recibió dos bollos y se los
zampó de buen grado. Jorgina salió para comprarle carne en una carnicería a la cual
dijo Hollín que la señora Lenoir no iba nunca. No quería que el carnicero dijera a la
señora Lenoir que los niños habían comprado carne para un perro.
Regresaron por donde habían venido. Subieron por el empinado camino de la
colina y penetraron en el túnel, reemprendiendo el camino por el serpenteante
pasadizo que conducía al pozo. Allí seguía la cuerda esperándolos. Primero subieron
Julián y Dick, mientras Jorgina introducía en el cesto a Tim, que estaba muy
asombrado, y ataba la cuerda en torno a él. Entonces, hicieron subir a Tim, que
lloriqueaba porque su cesta tropezaba contra los bordes del agujero. Pronto, los niños,
con gran dificultad, consiguieron subir la cesta hasta la habitación de Maribel, y allí
soltaron al perro.
Faltaban diez minutos para la hora de la comida.
—Tenemos el tiempo justo para cerrar la trampa, colocar la alfombra y lavarnos
las manos —dijo Hollín—. Yo volveré a dejar a Tim en el pasadizo secreto que
empieza en el armario de mi habitación. Jorgina, ¿dónde tienes la carne que has
comprado? La dejaré también en el pasadizo. Que se la coma cuando quiera.
—¿Le has puesto también una alfombra y un plato con agua fresca? —preguntó
Jorgina, angustiada. Ya era la tercera o cuarta vez que preguntaba lo mismo.
—Ya sabes que sí. Te lo he dicho más de una vez —contestó pacientemente
Hollín—. No colocaremos de nuevo todos los muebles, sólo las sillas. Diremos que
queremos tenerlos así porque nos gusta jugar sobre la alfombra. Sería muy pesado si
tuviésemos que moverlo todo cada vez que queramos sacar a Tim de paseo.
Llegaron puntualmente a la hora de comer. Block los esperaba para servirles, y
también Sara. Los niños se sentaron a comer. Estaban hambrientos, a pesar de haber
tomado café y bollos. Block y Sara echaron la sopa caliente en sus platos.
—Espero que habrán podido librarse de aquel desagradable perro —dijo Block
con su monótona voz. Y lanzó a Jorgina una desagradable mirada. Se veía claramente
que no había olvidado cómo ésta se había lanzado sobre él.
Hollín asintió con la cabeza. No era necesario contestar con palabras, puesto que
Block no oía. Sara iba y venía, llevándose los platos soperos y preparándoles el
segundo plato.
La comida era muy buena y abundante en el «Cerro del Contrabandista», y los
hambrientos huéspedes y Hollín comieron todo lo que se les sirvió. Maribel era la

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única que no mostraba demasiado apetito.
Jorgina procuró esconder algunos huesos para Tim.
Así transcurrieron dos o tres días, y los niños se sentían felices con su nueva vida.
Todas las mañanas sacaban a Tim a pasear. Pronto se acostumbraron a descender por
la escalera de cuerda y a salir de paseo por la colina.
Por las tardes se reunían en la habitación de Hollín o en la de Maribel, y allí
jugaban o leían. Podían tener consigo a Tim, porque la bocina les avisaba cuando
alguien se acercaba.
Y al llegar la noche, resultaba muy emocionante llevar a Tim hasta la habitación
de Jorgina sin ser vistos. Solían hacerlo mientras el señor y la señora Lenoir estaban
cenando y Block y Sara estaban ocupados en servirles. A los niños se les servía una
cena ligera y, una hora más tarde, cenaban el señor y la señora Lenoir. Era, pues, el
mejor momento para llevar a Tim de contrabando hasta la habitación de Jorgina.
Tim parecía disfrutar con este juego. Corría calladamente detrás de Jorgina y de
Hollín, se paraba en cada esquina y saltaba feliz dentro de la habitación en cuanto
llegaban allí. Luego se tumbaba, sin hacer ruido, debajo de la cama de la niña, hasta
que ésta estaba acostada y, entonces, salía, saltaba sobre la cama y se echaba a sus
pies.
Jorgina siempre cerraba con llave la puerta por la noche. No deseaba que Sara o
la señora Lenoir entraran de pronto y se encontraran allí a Tim. Pero nunca entró
nadie y, a medida que las noches pasaban, Jorgina se sentía más tranquila respecto a
Tim.
Lo que resultaba verdaderamente incómodo era llevar al perro por las mañanas a
la habitación de Hollín, porque esto debía hacerse muy temprano, antes de que nadie
se levantara. Pero Jorgina podía despertarse a la hora que elegía y cada mañana, a las
seis y media, la niña se deslizaba en silencio por la casa con el perro, llegando hasta
la habitación de Hollín, y éste saltaba de su cama para encargarse de Tim, despertado
por el bocinazo de alarma que sonaba cuando Jorgina abría la puerta del final del
pasillo.
«Espero que lo estéis pasando todos muy bien», decía el señor Lenoir a los niños,
cuando se topaba con ellos en la entrada o por las escaleras, y ellos siempre
contestaban con educación: «¡Oh, sí, señor Lenoir, muchas gracias!».
—Al fin y al cabo, son unas vacaciones muy tranquilas —dijo Julian—. ¡No
ocurre nada!
¡Pero entonces empezaron a ocurrir cosas y, desde ese momento, pareció que no
iban a acabar nunca!

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Capítulo 9
¿QUIEN ESTÁ EN EL TORREÓN?

Una noche Julián se despertó por el ruido que hacía alguien al abrir su puerta. Al
instante se sentó en la cama.
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy yo, Hollín —dijo la voz de éste muy bajito—. Quiero que vengáis y que
veáis una cosa.
Julián despertó a Dick, y ambos se pusieron el batín. Hollín los guió, en silencio,
fuera de la habitación, hacia un raro cuartito, situado en una de las alas de la mansión.
En él se amontonaban toda clase de cosas: baúles y cajas, viejos juguetes, paquetes
con vestidos usados, jarrones rotos, que nunca habían sido reparados, y muchas otras
cosas inútiles.
—¡Mirad! —exclamó Hollín conduciéndolos hacia la ventana.
Vieron que el cuartito daba al torreón situado en el lado derecho del edificio. Era
la única habitación de la casa que miraba hacia ese torreón, porque estaba construida
en un ángulo extraño respecto al resto de la mansión.
Los niños se asomaron, y Julián lanzó una exclamación. Alguien desde el torreón
hacía señales. Una luz se encendía y se extinguía una y otra vez. Se encendía y se
apagaba, hacía una pausa, lanzaba un destello, otro destello, se encendía, se apagaba
de nuevo, y de nuevo una pausa… La luz siguió encendiéndose y apagándose con un
cierto ritmo.

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—Pero… ¿quién estará haciendo eso? —cuchicheó Hollín.
—Quizá sea tu padre —sugirió Julián.
—No lo creo —respondió Hollín—. Me parece que lo he oído roncar en su
habitación. Podríamos, de todas formas, ir hasta allí y averiguar si está en ella.
—¡Por Dios, que no nos pesquen! —dijo Julián, que no aprobaba eso de
deambular a oscuras por la casa.
Sin embargo, se encaminaron hasta la puerta de la habitación del señor Lenoir.
Era evidente que estaba en ella, porque su suave y regular ronquido se oía a través de
la puerta cerrada de la habitación.
—Quizá sea Block el que está en el torreón —dijo Dick—. Parece un hombre
lleno de secretos. No me fío de él ni un pelo. Aseguraría que se trata de Block.
—Bien, vayamos, pues, a su habitación y veamos si está vacía —susurró Hollín
—. ¡Venid! Si es Block el que está haciendo señales, lo hace desde luego sin que mi
padre lo sepa.
—De todas formas, tu padre puede habérselo mandado —opuso Julián, que sentía
que el señor Lenoir no merecía mayor confianza que Block.
Se dirigieron por las escaleras de detrás hacia el pabellón en que dormía el
ayudante. En dicho pabellón dormía también Sara, junto con Enriqueta, su ayudante.
Block dormía solo.
Hollín empujó lenta y suavemente la puerta de la habitación de Block, hasta que

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tuvo espacio suficiente para introducir la cabeza. La habitación estaba iluminada por
la luz de la luna. La cama de Block estaba junto a la ventana. ¡Y Block estaba en ella!
Hollín podía ver la gibosa forma de su cuerpo y la mancha oscura y redonda de su
cabeza.
Escuchó atentamente, pero no pudo oír la respiración de Block. Debía de dormir
profundamente.
Apartó la cabeza y empujó a los otros dos chicos hacia las escaleras traseras,
cuidando de no hacer el menor ruido.
—¿Estaba allí? —preguntó Julián en voz baja.
—Sí, así es que no podía ser él el que hacía señales desde nuestro torreón —
respondió Hollín—. Pero, entonces, ¿quién puede ser? Esto no me gusta. Seguro que
no puede ser mi madre, ni Sara, ni la cocinera. ¿Habrá algún extraño en casa, alguien
a quien no conocemos y que vive allí secretamente?
—¡Eso no puede ser! —exclamó Julián, y un escalofrío le recorrió la espalda—.
¡Escuchad! ¿Qué os parece? ¿Y si fuéramos al torreón y mirásemos a través de la
puerta o por algún rincón? Pronto sabríamos de quién se trata y podríamos avisar a tu
padre.
—No, todavía no diremos nada. Quiero averiguar muchas cosas más antes de
explicárselo a nadie —dijo Hollín, mostrándose obstinado—. Subamos al torreón.
Pero tenemos que tener mucho cuidado. Hay que ir por una escalera de caracol muy
estrecha, y no nos podremos esconder en ninguna parte si, inesperadamente, alguien
bajase por el torreón.
—¿Qué hay en el torreón? —preguntó Dick, mientras caminaban a través de la
silenciosa y oscura mansión.
Estrechas franjas de luz de luna penetraban aquí y allá a través de las rendijas que
dejaban las cortinas cerradas.
—No gran cosa. Sólo una mesa, un par de sillas y unas estanterías con libros —
contestó Hollín—. Vamos allí los días calurosos de verano, cuando la brisa entra por
las ventanas, y desde allí se ve un paisaje verde muy bonito.
Llegaron a un pequeño patio. De él partía una estrecha escalera de piedra, que
subía en espiral rodeando el torreón. Los niños miraron a lo alto. La luz de la luna
penetraba hasta las escaleras por una estrecha ventana.
—Será mejor que no subamos todos —dijo Hollín—. Nos sería difícil bajar a los
tres corriendo, si la persona que está en la torre saliera de repente. Yo iré. Vosotros
quedaos aquí y esperad. Veré si puedo espiar algo por las rendijas de la puerta o por
el agujero de la llave.
Subió por las escaleras con cautela. A los pocos momentos le perdieron de vista,
cuando rodeaba la primera espiral. Julián y Dick esperaban en la oscuridad, al pie del
torreón. Había allí un espeso cortinaje, cubriendo una de las ventanas. Se pusieron
detrás y se taparon con él para entrar en calor.
Hollín subió hasta el final de la escalera. La habitación del torreón tenía una

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gruesa puerta de roble, claveteada, pero… ¡Estaba cerrada! No se podía mirar a través
de las rendijas porque no las había. Se inclinó para mirar por el ojo de la cerradura.
Pero estaba tapado con algo, y tampoco pudo ver nada. Aplicó su oreja a la puerta
y escuchó.
Oyó una serie de ruidos tenues: clic, clic, clic…
«Es el clic de la luz que encienden y apagan —pensó Hollín—. Todavía están
haciendo señales como locos, pero ¿para qué? ¿A quién? ¿Y quién estará en nuestro
torreón utilizándole como torre de señales? ¡Me gustaría mucho saberlo!».
De súbito, el clic se detuvo. Se oyó a alguien caminar por el suelo empedrado del
torreón. ¡Casi en el mismo momento se abrió la puerta!
Hollín no tuvo tiempo de lanzarse escaleras abajo. Lo único que pudo hacer fue
comprimirse dentro de una hornacina, con la esperanza de que la persona no lo vería
ni lo rozaría al pasar.
En aquel mismo momento, la luna se ocultó detrás de una nube. Hollín se sentía
agradecido a la oscuridad que lo ocultaba. Alguien pasó escaleras abajo, casi rozando
el brazo de Hollín.
A Hollín le latía el corazón y esperaba ser arrancado de su escondite de un
momento a otro. Pero la persona no pareció darse cuenta y descendió por la escalera
de caracol, andando quedamente. Hollín no se atrevió a seguirlo porque temía que la
luna reapareciera y le hiciera visible para el que estuvo haciendo señales.
Y de este modo, permaneció hundido en la hornacina, esperando que Julián y
Dick se mantuvieran bien ocultos y no se les ocurriese salir a su encuentro creyendo
que los pasos de ese hombre eran los de él, que ya descendía.
Julián y Dick oyeron pasos que se acercaban. Primero, creyeron que sería Hollín.
Luego, al no oír su voz, se hundieron detrás de las cortinas, adivinando que se trataba
del hombre que hacía las señales.

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—¡Será mejor que lo sigamos! —susurró Julián a Dick—. ¡Ven! ¡No hagas ruido!
Pero Julián se enredó con los cortinajes y parecía no poder salir de entre ellos.
Dick, por el contrario, se escabulló fácilmente, con rapidez, siguió detrás de aquel
hombre que ya casi desaparecía. La luna lucía de nuevo y Dick podía ver fugazmente
al que había estado haciendo señales.
Manteniéndose en las sombras, lo observaba de lejos. ¿Adonde se dirigía?
Lo siguió a través del rellano hasta un pasadizo. Luego, otro rellano hasta subir
por las escaleras traseras. Pero éstas conducían a las habitaciones del personal. ¡No
era posible que se dirigiera hacia allí!

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Con gran sorpresa, Dick vio que aquel hombre se metía en el dormitorio de
Block. Se acercó silenciosamente hasta la puerta que había dejado ligeramente
entreabierta. En la habitación no había más luz que la de la luna. No se oía nada. Sólo
un ligero crujido, que podía provenir de la cama.
Dick observaba, lleno de intensa curiosidad. ¿Vería cómo el hombre despertaba a
Block? ¿Le vería huir por la ventana?
Paseó la mirada por la habitación. Allí no había nadie más que Block acostado en
su cama. La luna iluminaba las esquinas y Dick veía claramente que la habitación
estaba vacía. Sólo estaba Block, acostado. Lo oyó suspirar y revolverse en su cama.
«¡Bien! ¡Es lo más raro que he visto en mi vida! —pensó Dick, muy extrañado—.
Un hombre se mete en una habitación y desaparece sin hacer el menor ruido. ¿Dónde
se puede haber metido?».
Volvió hacia atrás para reunirse con los demás. Entre tanto, Hollín había
descendido por la escalera de caracol y, hallando a Julián, éste le explicó que Dick
había ido detrás del que hacía señales.
Salieron al encuentro de Dick y, de repente, tropezaron con él, que caminaba en
silencio, protegido por la oscuridad.
Los tres dieron un brinco y Julián casi pegó un grito, pero retuvo la voz
oportunamente.
—¡Qué susto me has dado, Dick! —susurró—. ¿Has visto quién era y adonde
iba?
Dick les explicó las extrañas cosas que había visto:
—¡Entró en la habitación de Block y se esfumó! —explicó—. Hollín, ¿hay algún
pasadizo secreto en la habitación de Block?
—No, ninguno —contestó Hollín—. Esta parte es mucho más nueva que el resto
del edificio y no hay en ella ningún pasadizo secreto. No puedo imaginar qué ha sido
del hombre. ¡Qué raro! ¿Quién será, de dónde vendrá y por dónde se habrá ido?
—Debemos averiguarlo —indicó Julian—. ¡Qué misterio! Hollín, ¿cómo te

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enteraste de que estaban haciendo señales desde el torreón?
—Lo descubrí por casualidad hace algún tiempo —contestó Hollín—. No podía
dormir y fui hasta el cuartito de los trastos en busca de un viejo libro. Por casualidad,
miré hacia el torreón y vi que una luz se encendía y apagaba desde allí.
—¡Qué curioso! —comentó Dick.
—Desde entonces, he vuelto al mismo sitio muchas más veces para ver si
descubría de nuevo aquellas raras señales. Y, por fin, lo conseguí. La primera vez que
las vi había luna llena, y lo mismo ocurrió la segunda vez. Entonces me dije: «A la
próxima luna llena me iré hasta allí y veré si el que hace señales está otra vez». ¡Y
estaba!
—¿Hacia dónde mira la ventana por la que hace señales? —preguntó Julián, que
seguía pensativo—. ¿Mira hacia el mar o hacia tierra adentro?
—Hacia el mar —dijo Hollín—. Hay alguien o algo en el mar que espera estas
señales. ¿Quién podrá ser?
—Contrabandistas, me imagino —contestó Dick—. Pero esto no puede tener
relación con tu padre, Hollín. ¿No podríamos subir al torreón? Quizás allí
encontremos algo o podamos ver alguna cosa.
Regresaron a la escalera de caracol y subieron hasta el cuartito. Estaba muy
oscuro porque la luna se había ocultado detrás de una nube. Pero de pronto reapareció
y los niños se asomaron a la ventana que miraba hacia el mar.
Aquella noche no había niebla. Veían el húmedo pantano que llegaba hasta el mar.
Lo contemplaron en silencio. Luego, la luna se ocultó y la densa oscuridad recubrió
de nuevo el pantano.
De pronto, Julián se agarró a los demás y les hizo pegar un salto.
—¡Veo algo! —susurró—. ¡Mirad allá abajo! ¿Qué es?
Todos miraron. Parecía una menuda línea de luces temblorosas. Estaba tan lejos
que era difícil saber si se movían o estaban quietas. Luego, reapareció la luna,
esparciendo su luz plateada por todas partes, los niños no vieron ya nada más que su
luz.
Pero en cuanto la luna volvió a ocultarse, otra vez divisaron la línea de lucecitas
vacilantes.
—¡Están algo más cerca! ¡Estoy seguro! —susurró Hollín—. Son contrabandistas
que vienen hacia un paso secreto que conduce desde el mar hasta Castaway. ¡Son
contrabandistas!

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Capítulo 10
¡TIM HACE RUIDO!

Las niñas se emocionaron al día siguiente, cuando sus compañeros les contaron
sus aventuras de la noche anterior.
—¡Dios mío! —exclamó Ana, con los ojos desmesuradamente abiertos por la
extrañeza—. ¿Quién puede estar haciendo señales? ¿Y dónde puede haberse metido?
¡Qué curioso que entrase en la habitación de Block, puesto que Block estaba en la
cama!
—Todo esto es muy extraño —afirmó Jorgina—. Me hubiera gustado que nos
hubieseis avisado a Ana y a mí.
—No había tiempo, ni podíamos tener a Tim con nosotros siendo de noche. Podía
haberse lanzado sobre el hombre que hacía señales —dijo Dick.
—El hombre debía de hacer las señales a los contrabandistas —opinó Julián, muy
pensativo—. Veamos: probablemente vinieron de Francia en un barco, se acercaron al
pantano tanto como pudieron y esperaron la señal desde el torreón, y, luego, se
internaron a través del pantano por un paso conocido por ellos. Cada hombre debió
llevar una interna para evitar salirse del camino y caerse en el pantano. No hay duda
de que alguien los esperaba para recibir las mercancías que traían, alguien que estaba
al final del pantano, bajo la colina.
—Pero ¿quién sería? —dijo Dick—. No puede haber sido el señor Barling, que,
según dice Hollín, tiene fama de contrabandista. Las señales provenían de nuestra
casa y no de la de él. Todo esto resulta incomprensible.
—Bien, haremos todo lo que podamos para aclarar este misterio —concluyó
Julian—. Algún juego sucio se está jugando en esta misma casa, y tu padre, Hollín,
puede estar enterado o no estarlo. Vamos a investigar todo y veremos si podemos
enterarnos de lo que pasa.
Era la hora del desayuno y estaban solos, mientras comentaban las aventuras de la
noche pasada. Block entró para ver si ya habían acabado. Ana no se dio cuenta de la
presencia de éste y preguntó a Hollín:
—¿Qué clase de contrabando realizará el señor Barling?
En el mismo momento recibió un fuerte puntapié y quedó pasmada por el dolor y
la sorpresa.
—¿Por qué me has…? —empezó a decir, pero recibió otro puntapié aún más
fuerte. Entonces se dio cuenta de la presencia de Block.
—¡Pero si está sordo! —dijo—. ¡No puede oír nada de lo que decimos!
Block empezó a recoger la mesa. Como de costumbre, no tenía expresión alguna.
Hollín miró a Ana de reojo. Ésta estaba ofendida, pero no dijo nada más.
Se frotó el dolorido tobillo. Tan pronto como Block salió de la habitación, se

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encaró con Hollín.
—¡Bruto! ¡Me has hecho mucho daño en el tobillo! ¿Por qué no he de hablar
delante de Block? ¡Es sordo como una tapia! —exclamó con la cara enrojecida.
—Ya sé que todos creemos que es sordo —respondió Hollín—, y creo que
realmente lo es. Pero vi como una expresión rara en su cara cuando me preguntaste
qué clase de contrabando hacía el señor Barling, como si hubiese oído lo que decías y
se extrañara.
—¡Eso son imaginaciones tuyas! —dijo Ana, que se sentía muy irritada porque el
tobillo seguía doliéndole—. De todas formas, no me vuelvas a dar patadas con tanta
fuerza. Un golpecito ligero con el pie hubiera bastado. No hablaré delante de Block,
si no quieres que lo haga, pero estoy segura que es más sordo que una tapia.
—Sí que debe ser sordo —comentó Dick—. Ayer, sin querer, hice caer un plato
de los que estaban en la mesa y se rompió en pedazos, justamente a la espalda de
Block. Pero éste no se volvió ni un milímetro, lo que seguramente no hubiese
ocurrido si hubiese podido oírlo.
—De todas formas, nunca he confiado en él —dijo Hollín—. Me parece que
puede leer el movimiento de nuestros labios, o que nos entiende de alguna otra
manera. Muchas veces los sordos se enteran de las cosas.
Salieron para recoger a Tim y sacarlo para darle su paseo matinal. Ahora Tim ya
se había acostumbrado a que lo encerraran en el cesto de la colada y a que lo
descolgasen por el pozo. Hasta se apresuraba a saltar dentro del cesto en cuanto lo
destapaban.
Esa mañana se encontraron también con Block. Éste contempló al perro con
mucho interés. Se notaba que lo había reconocido.
—¡Aquí está Block! —exclamó Julián en voz baja—. No hagáis ver que rechazáis
a Tim. Fingiremos que es un perrito vagabundo que todas las mañanas se reúne con
nosotros.
En efecto, dejaron que Tim siguiera corriendo y brincando alrededor de ellos, y,
cuando Block estuvo cerca, pretendieron saludarle y seguir su camino. Pero el
hombre los detuvo.
—Este perro parece ser muy amigo vuestro —dijo con su rara y monótona voz.
—¡Oh, sí! Todas las mañanas pasea con nosotros —dijo Julián con educación—.
¡Parece que cree que es nuestro perro! Es simpático, ¿verdad?
Block miraba a Tim, que gruñía.
—¡No se os ocurra llevarlo a casa! —advirtió—. Si lo hicierais, el señor Lenoir lo
mataría.
Julián vio que la cara de Jorgina enrojecía de rabia. El contestó con
apresuramiento:
—¿Por qué íbamos a llevarlo a casa, Block? No diga tonterías.
Pero Block no pareció haber oído. Lanzó a Tim una agresiva mirada, y prosiguió
su camino, volviéndose de vez en cuando para observar a la pandilla de niños.

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—¡Qué hombre más desagradable! —exclamó Jorgina con enfado—. ¿Cómo se
atreve a decir tales cosas?
Cuando regresaron al dormitorio de Maribel, hicieron subir a Tim por el pozo y le
abrieron la cesta.
—Vamos a encerrarlo en el pasadizo —dijo Jorgina—. Como de costumbre, le
pondré unos cuantos bizcochos. Esta mañana he cogido para él unos muy buenos, son
de los que más le gustan: grandes y tostaditos.
Fue hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de abrirla para llevar a Tim a la
habitación de Hollín, Tim gruñó suavemente.
Jorgina retiró su mano de la cerradura y miró a Tim. Estaba muy tieso, sobre sus
patas traseras, y los pelos de su espinazo se habían enderezado, mirando con fijeza
hacia la puerta. Jorgina, poniéndole su mano delante del hocico, le indicó que
guardara silencio y susurró:
—Hay alguien afuera y Tim lo sabe. Lo ha olido. Hablemos todos en voz alta y
finjamos estar jugando. Esconderé a Tim en el armario en que guardamos la cuerda.
Todos empezaron a hablar en voz alta, mientras Jorgina escondía a Tim,
haciéndole mimos y caricias para que comprendiera que debía mantenerse quieto y en
silencio.
—Me toca a mí ahora dar las cartas —dijo Julián en voz alta, cogiendo un
paquete de viejos naipes de encima del armario—. Ganaste la última vez, Dick.
Apuesto a que ahora gano yo.
Repartió los naipes con ligereza. Los demás siguieron hablando en voz alta y
decían lo primero que se les ocurría. Todos se pusieron a jugar y, casi al mismo
tiempo, gritaron: «¡Triunfo!», y fingían sentirse muy divertidos y entusiasmados.
Alguien que pudiese oírlos desde fuera de la puerta no imaginaría que todo era
fingido.
Jorgina, que con frecuencia miraba hacia la puerta, se dio cuenta de que,
lentamente, el pomo empezaba a girar. Alguien pretendía abrir sin que se le oyese y
comparecer inesperadamente. ¡Pero la puerta estaba cerrada con llave!
Pronto, el que estaba fuera, se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada, y,
suavemente, el pomo volvió a su primera posición. Luego, se quedó quieto. Después
se hizo el silencio. No podían saber si todavía había alguien detrás. ¡Pero Tim sí que
lo sabía! Haciendo entender por señas a los demás que siguiesen gritando y riendo,
Jorgina hizo salir a Tim del armario. Éste corrió hacia la puerta y se detuvo allí,
olfateando tranquilamente. Luego se dio la vuelta y miró a Jorgina meneando la cola.
—Está bien —dijo Jorgina a los demás—. Ya no hay nadie aquí. Tim no se
equivoca. Mejor será que lo llevemos rápidamente a tu habitación, Hollín,
aprovechando que no hay «moros en la costa», ¿quién creéis que ha podido estarnos
espiando?
—Yo creo que fue Block —opinó Hollín. Abrió la puerta y echó un vistazo
afuera. No había nadie en el pasillo. Hollín fue de puntillas hasta la puerta del pasillo

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y también allí echó una ojeada al exterior. Entonces hizo señas a Jorgina para
indicarle que podía llevar el perro hasta su habitación.
Pronto Tim estuvo en lugar seguro, en el pasadizo secreto, mordisqueando sus
bizcochos favoritos. Ya se había acostumbrado a su extraño género de vida y no le
importaba. Conocía bien el pasadizo y había hecho exploraciones por otros pasadizos
que partían de él.
¡Se encontraba como en su casa en aquel laberinto de pasadizos secretos!
—Mejor será que vayamos a comer ahora —propuso Dick—, y ten cuidado, Ana,
no digas ninguna tontería delante de Block, no sea que pueda leer lo que dices por el
movimiento de los labios.
—¡Claro que no lo haré! —replicó Ana, muy ofendida—. Tampoco lo hubiera
hecho, pero pensaba que era imposible que leyese lo que dije por el solo movimiento
de los labios. ¡Si podía hacerlo es que era muy inteligente!
Pronto se sentaron todos a la mesa. Block estaba esperando para servirlos. Sara
estaba de fiesta y no compareció por allí. Block les sirvió la sopa y luego salió.
De repente, con gran sorpresa y espanto por parte de los niños, oyeron ladrar
fuertemente a Tim. Todos saltaron como movidos por un resorte.
—¡Caramba! ¡Escuchad! ¡Es Tim! —exclamó Julián—. Debe estar cerca de aquí
por el interior del pasadizo secreto. Su ladrido se percibe desfigurado, pero cualquiera
puede reconocer que es un perro que ladra.
—No digáis nada de esto en presencia de Block —dijo Hollín—. Haced como si
no oyerais nada, si Tim vuelve a ladrar. ¿Por qué ladrará?
—Así ladra cuando está inquieto o contento —dijo Jorgina—. Debe estar cazando
una rata. Siempre corre como un desesperado cuando ve una rata o un conejo. Ya
vuelve a ladrar. ¡Oh, espero que atrape pronto a la dichosa rata y se calle de una vez!
En aquel momento entró de nuevo Block. Tim había parado de ladrar. Pero a los
pocos instantes su voz perruna se oyó de nuevo, en sordina.
—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!
Julián observaba a Block. El hombre seguía sirviendo la carne. No decía nada,
pero miraba a todos, uno por uno, como si quisiera captar su expresión, esperando
que alguno comentase el hecho.
—Ha sido muy buena la sopa hoy —dijo Julián alegremente, mirando a los demás
—. ¡Se puede decir que Sara es una buena cocinera!
—A mí me encantan los bollos de jengibre que hace —añadió Ana—. Sobre todo
recién salidos del horno.
—¡Guau! ¡Guau! —se oyó ladrar a Tim, desde las profundidades subterráneas.

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—Pero tu madre, Jorge, hace un budín de frutas que es el mejor que he comido —
dijo Dick a Jorgina, deseando que Tim se callara de una vez.
—Quisiera saber cómo están por «Villa Kirrin» y si ya han empezado a reparar el
tejado.
—¡Guau! —ladró alegremente Tim desde el fondo de su pasadizo secreto. Estaría
persiguiendo a la rata.
Block sirvió a todos y, luego, en silencio, desapareció. Julián fue hasta la puerta
para asegurarse de que se había alejado y que no se había quedado fuera.
—¡Caramba! Espero que el viejo Block sea tan sordo como una tapia —comentó
Julian—. Pero juraría que vi en sus fríos ojos una expresión rara cuando Tim se puso
a ladrar.
—Si es que lo ha oído, cosa que no creo —dijo Jorgina—, habrá quedado muy
sorprendido al ver que nosotros seguíamos hablando como si tal cosa y no hacíamos
caso de los ladridos del perro.
Los otros se rieron. Tenían el oído atento por si Block regresaba.
Al poco rato oyeron pasos y empezaron a reunir los platos para que Block se los
llevara.
La puerta de la sala de estudios se abrió. Pero no fue Block quien entró, sino… ¡el
señor Lenoir! Entró sonriente, como siempre, y miró a los niños, que estaban muy
sorprendidos.
—¡Está bien! Coméis con buen apetito y os lo acabáis todo como niños buenos —
dijo. Siempre provocaba irritación en los niños porque se dirigía a ellos como si
fueran muy pequeños—. ¿Os atiende bien Block?
—¡Oh!, sí, señor, muy bien. ¡Gracias! —asintió Julián, que se había puesto en pie
educadamente—. Lo pasamos muy bien aquí. Pensamos que Sara es una cocinera
estupenda.
—Está bien, está bien —dijo el señor Lenoir.
Los niños esperaban impacientemente que se marchara. Temían que Tim ladrara

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de nuevo, pero el señor Lenoir no parecía tener prisa.
¡Entonces Tim ladró otra vez!:
—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

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Capítulo 11
JORGINA ESTA PREOCUPADA

Al oír el ladrido, el señor Lenoir enderezó la cabeza hacia un lado como si fuera
un perro asustado. Pero ellos fingieron no haber oído nada. El señor Lenoir escuchó
atentamente sin decir nada. Luego se volvió hacia un álbum de dibujo que pertenecía
a Julián y miró los apuntes que contenía.
Los niños comprendieron que hacía esto para permanecer más tiempo en la sala
de estudios. Julián pensó que alguien había advertido al señor Lenoir sobre los
ladridos del perro y que éste había entrado para averiguar por sí mismo de qué se
trataba. ¡Era la primera vez que entraba en la sala de estudios!
Tim ladró de nuevo; parecía estar más lejos. La punta de la nariz del señor Lenoir
empalideció. Hollín y Maribel, que conocían la señal de peligro, se miraron el uno al
otro. ¡La punta blanca de la nariz significaba por lo general una tempestad de furor!
—¿Habéis oído ese ruido? —preguntó el señor Lenoir haciendo chasquear sus
palabras.
—¿Qué ruido, señor? —preguntó Julián cortésmente.
Tim ladró de nuevo.
—¡No os hagáis los tontos! ¡El ruido vuelve a oírse! —dijo el señor Lenoir. En
aquel mismo momento se oyó el graznido de una gaviota que volaba con la brisa
marina.
—¡Oh! ¿Será una gaviota, señor? Sí, a menudo oímos a las gaviotas —explicó
Dick con animación—. A veces parecen maullar como un gato, señor.
—¡Ajá! —exclamó el señor Lenoir casi escupiendo las palabras—. ¡Me imagino
que también diréis que pueden ladrar como un perro!
—¡Sí, señor, creo que pueden! —afirmó Dick, que aparentaba estar sorprendido
—. Puesto que pueden maullar como los gatos, no hay razón para que no puedan
ladrar como los perros.
De nuevo se oyeron los alegres ladridos de Tim. El señor Lenoir se encaró con los
niños, dando ya muestras de un gran enfado.
—¿Es que no podéis oír esto? ¡Decidme qué es este ruido!
Los niños dirigieron la cabeza hacia un lado, y fingieron escuchar con gran
atención.
—No oigo nada —dijo Dick—, nada en absoluto.
—Yo oigo el viento —dijo Ana.
—Yo oigo de nuevo las gaviotas —afirmó Julián poniéndose la mano detrás de la
oreja.
—Oigo una puerta que golpea. Quizá sea éste el ruido a que usted se refiere,
señor —dijo Hollín con cara de inocencia.

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Su padrastro le lanzó una mirada envenenada. ¡Qué desagradable era!
—También se oye batir una ventana —añadió Maribel, deseosa de aportar
también su parte, a pesar de que se sentía muy asustada por su padre, del que conocía
muy bien las súbitas furias.
—¡Yo os digo que es un perro y vosotros lo sabéis! —espetó el señor Lenoir, que
ahora ya tenía la punta de la nariz tan blanca que presentaba un aspecto extraño—.
¿Dónde está el perro? ¿De quién es?
—¿Qué perro, señor? —empezó a decir Julián, con el entrecejo fruncido y
fingiendo una gran sorpresa—. Yo no puedo ver que haya ningún perro aquí.
El señor Lenoir lo miró y apretó los dedos con rabia. Se veía claramente que
hubiera deseado dar un tirón de orejas a Julián.
—¡Escuchad, pues! —dijo siseando—. Escuchad, y decidme, ¿qué es lo que
puede ladrar de este modo si no es un perro?
Todos se sentían obligados a escuchar, porque estaban asustados de ver a aquel
hombre tan furioso. Pero, por suerte, Tim no ladró más. O había dejado escapar la
rata, o se la estaba zampando. Lo cierto es que no se le oyó, en absoluto.
—Lo siento, señor, pero yo no oigo ladrar a ningún perro —dijo Julián en tono
ofendido.
—¡Ni yo! —afirmó Dick.
Los demás se les unieron diciendo lo mismo. El señor Lenoir sabía que esta vez
decían la verdad, porque tampoco él oía nada.
—¡Cuando atrape a ese perro, lo haré envenenar! —exclamó con voz lenta y muy
claramente—. No quiero tener perros en mi casa.

Giró sobre sus talones y salió velozmente, lo cual fue una buena cosa, porque
Jorgina estaba a punto de abandonarse a una de sus típicas rabietas y esto hubiera
encadenado una verdadera batalla campal. Ana puso su mano sobre el brazo de
Jorgina para evitar que ésta gritara algo al señor Lenoir.

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—¡No abandones el juego! —susurró—. ¡No digas nada, Jorge!
Jorgina se mordió los labios. Primero había enrojecido de furor y ahora estaba
pálida. Golpeó con su pie en el suelo.
—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve? —estalló.
—¡Cállate, tonta! —dijo Julian—. Block regresará dentro de un minuto. Debemos
simular que estamos todos muy sorprendidos porque el señor Lenoir creyó que había
aquí un perro, porque si Block puede leer en nuestros labios, no debe saber la verdad.
En el mismo momento entró Block, que traía el postre. Su cara seguía tan
impávida como siempre. Era la cara más rara que los niños habían visto en su vida;
no había en ella ningún cambio de expresión. Ana decía que su cara era como una
máscara.
—¡Qué raro que el señor Lenoir pensara que se oía ladrar un perro! —empezó a
decir Julián, y todos le apoyaron con valentía.
Si era cierto que Block podía leer en sus labios, se quedaría extrañado al no
enterarse de si se había oído ladrar a un perro o no.
Los niños huyeron a la habitación de Hollín y allí sostuvieron consejo de guerra.
—¿Qué vamos a hacer con Tim? —preguntó Jorgina—. ¿Crees tú, Hollín, que tu
padrastro conoce los pasadizos secretos que se encuentran debajo de los muros del
«Cerro del Contrabandista»? ¿Sería posible que entrase y hallase a Tim? Tim se
lanzaría sobre él, ¿sabéis?
—Sería posible —admitió Hollín, pensativo—. No sé si mi padrastro conoce los
pasadizos secretos. Creo que los conoce, pero no sé si sabe exactamente las entradas.
Yo mismo las he hallado por casualidad.
—Regreso a mi casa —anunció Jorgina súbitamente—. No voy a exponerme a
que envenenen a Tim.
—No puedes ir sola a tu casa —dijo Julian—. Parecería raro si lo hicieses. Todos
tendremos que regresar y, entonces, no tendremos oportunidad de ayudar a Hollín y
aclarar este misterio.
—¡Oh, por Dios! No me abandonéis precisamente ahora —se lamentó Hollín, que
parecía alarmado—. Esto pondría furioso a mi padre. Lo enloquecería.
Jorgina vaciló. No quería causar disgustos a Hollín, al que quería mucho. Pero,
por otra parte, no quería exponer a Tim a ningún peligro.
—¡Está bien! Llamaré a mi padre y le diré que les echo de menos y que quiero
regresar —decidió Jorgina—. Diré que no me acostumbro a estar sin mamá. Y es
verdad, la echo de menos. Vosotros podéis quedaros aquí y aclarar el misterio. No
estaría bien que intentarais que me quedase aquí con Tim, puesto que sabéis que
sufriría en todo momento, pensando que alguien pudiese entrar en el pasadizo secreto
y poner carne envenenada para que mi perro la comiera.
Los otros no habían pensado en eso. Sería terrible. Julián meditaba. Debería
permitir a Jorgina que hiciese su santa voluntad.
—Esta bien, llama a tu padre —dijo—. Hay un teléfono abajo. Hazlo ahora

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mismo si quieres. Me parece que ahora no habrá nadie por allí.
Jorgina se deslizó por el pasillo, salió por la puerta, bajó las escaleras y se dirigió
al teléfono, que se hallaba encerrado en una pequeña cabina oscura. Pidió el número
que deseaba.
Esperó largamente. Luego oyó el conocido ruido: ring, ring, ring…, que indicaba
que el teléfono estaba llamando en «Villa Kirrin». Entre tanto, iba pensado lo que
diría a su padre. Tenía necesidad, verdadera necesidad, de regresar a su casa con Tim.
No sabía cómo explicarlo. Pero pensaba ir a casa aquel día o al siguiente.
«Ring, ring, ring, ring…», sonaba el teléfono. Prosiguió así durante mucho rato y
nadie contestó. No oyó la voz familiar de su padre; sólo el timbre que seguía
sonando. ¿Por qué nadie contestaba?
El telefonista intervino:
—Lo siento, no contestan.
Jorgina volvió a colgar el auricular. Se sentía muy desgraciada. ¡Quizá sus padres
habían salido! Probaría otra vez más tarde.
La pobre Jorgina lo intentó tres veces más, pero obtuvo el mismo resultado. No
contestaban. Cuando salía de la cabina telefónica, después del tercer intento, la señora
Lenoir la vio.
—¿Has querido llamar a casa? —le preguntó—. ¿No tienes noticias?
—Todavía no he recibido ninguna carta —dijo Jorgina—. He intentado por tres
veces llamar a «Villa Kirrin», pero no he obtenido respuesta.
—Precisamente esta mañana me he enterado de que no se puede vivir en «Villa
Kirrin», mientras los obreros reparan el tejado —dijo la señora Lenoir con tono
amable—. Hemos hablado con tu madre. Ha dicho que el ruido que metían los
obreros molestaba mucho a tu padre y que se iban a pasar una semana fuera, hasta
que las obras estuviesen más adelantadas. Pero el señor Lenoir les ha escrito
rogándoles que vengan aquí. Mañana sabremos si aceptan, porque les dijimos que
diesen la respuesta por teléfono. No hemos podido hablarles por teléfono, como
tampoco tú, porque ya no están en la casa.
—¡Oh! —exclamó Jorgina con sorpresa al enterarse de estas noticias, y extrañada
también porque su madre no la había escrito.
—Tu madre dice que te ha escrito —añadió la señora Lenoir—. Quizá la carta
llegará en el próximo correo. Aquí, a veces, los correos son algo irregulares. Será
muy agradable recibir a tus padres, si pueden venir. El señor Lenoir tiene mucho
interés en reunirse con tu padre, que es tan sabio. Él lo considera un genio.
Jorgina no dijo nada más, pero regresó con los otros. Tenía la cara muy seria.
Abrió la puerta de la habitación de Hollín, y todos comprendieron en seguida que
traía malas noticias.
—No puedo irme a casa con Tim —explicó Jorgina—. Mi madre y mi padre no
podían soportar el ruido que metían los obreros y se han marchado de casa.
—¡Qué mala suerte! —exclamó Hollín—. De todas formas, me alegro de que no

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te puedas marchar, Jorge. No me gustaba la idea de perderos a ti y a Tim.
—Tu madre ha escrito invitando a mi padre y a mi madre a que vengan también a
pasar unos días aquí —dijo Jorgina—. ¡No sé lo que debo hacer con Tim! ¡Y seguro
que me preguntarán por él! No soy capaz de contar una mentira y decir que se lo dejé
a Alfredo, el hijo del pescador, ni ninguna «trola» por el estilo. ¡No sé cómo
arreglarlo!
—¡Pensaremos algo! —le prometió Hollín—. Quizá pueda encontrar algún
hombre del pueblo que nos lo cuide. Esto sería una buena idea.
—¡Oh, sí! —exclamó Jorgina, animándose—. ¿Por qué no caeríamos en eso
antes? Busquemos a alguien, apresúrate, Hollín.
Pero no pudo hacerse nada aquel día, ya que la señora Lenoir les rogó que bajaran
a la salita, después de la merienda, y que jugaran una partida con ella. Y ninguno de
ellos pudo salir para ir en busca de alguien que cuidara de Tim.
«¡No importa! —pensó Jorgina—. Esta noche estará seguro en mi cama. Mañana
estaremos a tiempo».
Era la primera vez que la señora Lenoir les pedía que bajaran y estuvieron con
ella.
—El señor Lenoir esta noche ha salido por asuntos importantes —les explicó—.
Ha tenido que ir a tierra firme con el coche. No le gusta que le estorben cuando está
en casa y por eso no he podido veros tanto como me hubiera gustado. Pero hoy sí
puedo.
Julián pensaba que quizás el señor Lenoir se había marchado por asuntos del
contrabando. De una manera u otra, las mercancías de contrabando debían
transportarse al interior. Y si todo aquél contrabando de la noche pasada tenía que ver
con el señor Lenoir, habría ido para planear el transporte de mercancías.
El teléfono sonó. La señora Lenoir se levantó.
—Espero que sea tu padre o tu madre el que llama —dijo a Jorgina—. Quizás os
pueda dar noticias. Seguramente vuestros padres ya estén aquí mañana.
Salió al vestíbulo. Los niños esperaban con ansiedad. ¿Vendrían o no los padres
de Jorgina?

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Capítulo 12
BLOCK SE LLEVA UNA SORPRESA

Pronto regresó la señora Lenoir, que sonrió a Jorgina, diciendo:


—Era tu padre. Viene mañana, pero tu madre no. Ha ido a casa de tu tía y cree
que debe quedarse allí para ayudarla, porque tu tía no está muy bien. Pero a tu padre
le agrada venir. Quiere hablar de sus últimos experimentos con el señor Lenoir, que
también está muy interesado en ellos. Será agradable tenerlo aquí.
A los niños les hubiera gustado mucho más tener a tía Fanny que a tío Quintín,
que a veces era difícil de tratar. Pero, probablemente, éste se pasaría el día
conversando con el señor Lenoir y todo iría bien.
Acabaron la partida con la señora Lenoir y se fueron a la cama. Jorgina tenía que
ir a buscar a Tim y conducirlo a su habitación. Hollín fue a mirar si no había «moros
en la costa». No pudo ver a Block por ninguna parte. Su padrastro no había regresado
aún. Sara estaba cantando en la cocina y Enriqueta, su ayudante, hacía media en un
rincón.
«Block debe de haber salido», pensó Hollín, e informó a Jorgina de que el paso
estaba libre. Mientras atravesaba el vestíbulo hacia el largo pasillo que conducía a su
propia habitación, el niño advirtió dos bultos negros que sobresalían por debajo de la
pesada cortina que cubría la ventana de la entrada. Los miró con sorpresa y al punto
los reconoció. Sonrió maliciosamente.
«¡Así es que el viejo Block sospecha que tenemos un perro, y piensa que duerme
en la habitación de Jorgina o de Julián, y está escondido aquí para vigilar! —pensó—.
¡Ajá! Voy a darle una sorpresa desagradable». Subió a contárselo a los demás. Jorgina
escuchó alarmada. Pero, como de costumbre, Hollín ya tenía su plan.
—Vamos a dar a Block un susto de muerte —dijo—. Cogeré una cuerda y todos
bajaremos al vestíbulo. De repente, me pondré a gritar que hay un ladrón escondido
debajo de las cortinas. Me abalanzaré sobre Block y le daré unos cuantos puñetazos.
Luego, con la ayuda de Julián y de Dick, le envolveré bien en las cortinas, y un buen
tirón las hará desprenderse y caer sobre su cabeza; después le ataremos bien atado.
Todos se pusieron a reír. Iba a ser divertido gastar esta jugarreta a Block. ¡Era un
hombre tan insoportable! Una buena lección no le vendría mal.
—Cuando esté bien armado al jaleo yo cruzaré con Tim —dijo Jorgina—. ¡Espero
que no querrá unirse a la juerga! Podría dar a Block un buen mordisco.
—Procura sujetarlo con fuerza —dijo Julian—. Y pásalo pronto a tu habitación.
Bien. ¿Estamos a punto?
Todos estaban dispuestos. Muy excitados, se deslizaron por el largo pasillo que
conducía hasta la puerta que se abría sobre el rellano en que estaba escondido Block.
Notaron que la cortina se movía cuando se acercaban. ¡Block estaba espiando!

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Jorgina esperaba con Tim en la puerta del pasillo, pero no se dejaba ver. Luego, al
grito de Hollín (un grito que helaba la sangre y que hizo pegar un brinco tanto a
Jorgina como a Tim), los acontecimientos empezaron.
Hollín se lanzó sobre Block con toda su fuerza.
—¡Un ladrón! ¡Socorro! ¡Hay un ladrón escondido aquí! —gritó.
Block dio un salto y empezó a forcejear. Hollín le atacó con dos o tres puñetazos
bien dirigidos. Block, más de una vez le había causado disgustos con su padre, y
ahora Hollín le pagaba su deuda a gustó.
Julián y Dick acudieron corriendo en su ayuda.
Un violento tirón de las cortinas las hizo caer sobre la cabeza de Block. Y no sólo
las cortinas, sino también la barra que las sostenía. Se precipitaron sobre él,
haciéndole caer de lado. El pobre Block había sido cogido por sorpresa y no podía
hacer nada contra los tres decididos muchachos. Incluso Ana intervino, pero Maribel
se quedó a un lado, divirtiéndose de lo lindo, aunque no se atrevía a tomar parte en la
contienda.

En cuanto aquello comenzó, Jorgina se deslizó con su perro. Pero Tim no quería
perderse el espectáculo. Se arrastraba con lentitud detrás de Jorgina y no quería
seguirla.
Ella trató de obligarlo, pasando sus manos por el collar del perro. Pero Tim

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persistía en su afán. Había visto una hermosa y gordinflona pierna que se movía cerca
de él, sobresaliendo por debajo de la cortina, y, sin que nadie lo pudiese evitar, clavó
los dientes en ella.
Se oyó un grito de agonía proferido por Block. Era seguro que Tim podía morder
profundamente con sus blancos y agudos dientes. Quedó prendido unos segundos a la
pierna que pateaba, y luego recibió un manotazo de Jorgina. Sorprendido, Tim soltó
la pierna y siguió humildemente a su dueña. ¡Nunca le había pegado! Debía de estar
muy enfadada con él. Con el rabo entre las piernas, Tim entró en el dormitorio y se
coló debajo de la cama. En seguida volvió a sacar la cabeza y lanzó a Jorgina una
mirada suplicante con sus grandes ojos castaños.
—¡Oh, Tim, tuve que pegarte! —se arrodilló junto al perrazo y le acarició la
cabeza—. ¿Lo ves? Podías haberlo estropeado todo si te hubiesen visto. De todas
formas, has mordido a Block y no sé cómo podremos explicar eso. Ahora estate
quieto, viejecito. Salgo para reunirme con los demás.
La cola de Tim golpeó blandamente el suelo. Jorgina salió corriendo y se reunió a
los demás en el rellano. Se estaban divirtiendo de lo lindo con Block, que gritaba y se
debatía con todas sus fuerzas. Estaba liado en la cortina, como un gusano dentro de la
crisálida. Su cabeza estaba completamente cubierta y no podía ver nada.
De repente, abajo, en el vestíbulo, compareció el señor Lenoir. Detrás de él iba la
señora Lenoir, que parecía muy asustada.
—¿Qué significa todo esto? —bramó el padre de Hollín—. ¿Os habéis vuelto
locos? ¿Cómo os atrevéis a comportaros así a estas horas de la noche?
—Señor, hemos capturado un ladrón y lo hemos atado.
El señor Lenoir subió los escalones de dos en dos, horrorizado. Vio en el suelo el
bulto que se debatía, bien liado en las pesadas cortinas.
—¡Un ladrón! ¿Queréis decir un ratero? ¿Dónde lo habéis hallado?
—Estaba escondido detrás de las cortinas, señor —dijo Julian—. Nos las hemos
arreglado para capturarlo y atarlo antes de que pudiese escapar. ¿Puede usted llamar a
la policía, señor?
Una voz angustiada salió del interior de las cortinas.
—¡Soltadme! ¡Me han mordido! ¡Soltadme!
—¡Pero si es a Block al que tenéis liado aquí! —exclamó el señor Lenoir, muy
extrañado y enfadado—. ¡Desatadle inmediatamente!
—Pero, señor, no puede ser Block. ¡Estaba escondido junto a la ventana, detrás de
estas cortinas! —protestó Hollín.
—¡Haced lo que os mando! —ordenó el señor Lenoir, enfurecido. Ana miró la
punta de su nariz. Sí, estaba palideciendo como de costumbre.
Los niños desataron las cuerdas de mala gana. Block, entre enojado y temeroso,
separó las cortinas que lo recubrían y miró. ¡Su cara impávida había enrojecido!
—¡No soportaré tales cosas! —dijo rabiosamente—. ¡Señor, mire mi pierna! Me
han mordido. Sólo un perro puede haberlo hecho. ¡Mire! ¿Se da usted cuenta?

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Era evidente. En su pierna, las marcas de los dientes se iban tornando moradas.
Tim le había dado un buen mordisco y casi le había arrancado la piel.
—Aquí no hay ningún perro —dijo tímidamente la señora Lenoir, que por fin
había subido las escaleras—. A usted no le ha podido morder ningún perro, Block.
—¿Quién lo mordió, si no? —preguntó el señor Lenoir volviéndose enfurecido
hacia la pobre señora Lenoir.
—Señor, ¿no cree usted que en el estado de excitación en que me encontraba
pueda ser yo quien le ha mordido? —preguntó de repente Hollín. Los demás lo
miraban con gran sorpresa y muy divertidos. Hablaba con seriedad y con cara de
preocupación—. Cuando pierdo la cabeza, señor, no sé lo que me hago. ¿Cree usted
que puedo haberlo mordido?
—¡Bah! —exclamó el señor Lenoir, fastidiado—. ¡No digas estupideces,
muchacho! Te haría dar de latigazos si creyese que andas mordiendo a las personas.
Levántese usted, Block. No está gravemente herido.
—¡Uf!, siento algo raro en los dientes, ahora que lo pienso —dijo Hollín abriendo
y cerrando la boca, como para comprobar que los tenía en su sitio—. Creo que debo
ir a lavarme los dientes, señor. Noto el gusto del tobillo de Block en mi boca. Y es
desagradable.
El señor Lenoir se sintió enloquecer de furor por la desvergüenza de Hollín y se
abalanzó para tirar de las orejas al muchacho. Pero Hollín se escabulló corriendo por
el pasillo.
—¡Voy a lavarme los dientes! —gritó.
Los otros se desternillaban de risa. No podían imaginar a Hollín mordiendo a
alguien. De todas formas, se veía claramente que ni el señor ni la señora Lenoir
tampoco podían imaginar quién había mordido a Block.
—Idos todos a la cama —ordenó el señor Lenoir—. Espero no tener que
quejarme de vosotros a vuestro padre cuando venga mañana, o quizá sea vuestro tío.
No sé cuál de vosotros es hijo y cuál no. Me sorprende que estéis haciendo tales
trastadas en casa ajena. ¡Atar a mi criado! Si se va, será vuestra la culpa.
Los niños tenían grandes esperanzas de que Block se fuera. Sería maravilloso que
desapareciese aquel personaje de cara impávida. Estaban seguros de que perseguiría a
Tim. Les estaría espiando hasta que atrapara a Tim o les diera algún disgusto.
Pero, a la mañana siguiente, Block seguía allí. Entró en la sala de estudios con el
desayuno. Su cara seguía tan impávida como siempre. Miró a Hollín con una mirada
diabólica contenida.
—Deberá cuidarse de sí mismo —dijo con voz extrañamente suave—. Tenga
cuidado, algo va a ocurrirle uno de estos días. ¡Y también al perro! ¡Sé muy bien que
tienen ustedes un perro!
Los niños no contestaron, pero se miraron entre sí. Hollín sonrió maliciosamente
y repicó una alegre tonadilla golpeando la mesa con su cuchara.
—¡Oscuras, trágicas, horribles amenazas! —comentó—. ¡Pero también usted

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debe cuidarse! —dijo—. Si fisgonea usted, se va a encontrar atado otra vez y quizás
yo vuelva a morderlo. Quién sabe… Siento los dientes muy afilados esta mañana.
Enseñó los dientes a Block, que no contestó nada y fingió no haber oído ni una
palabra. El hombre salió y cerró suavemente la puerta tras de sí.
—¡Qué asqueroso!, ¿verdad? —dijo Hollín. Pero Jorgina se sentía alarmada.
Temía a Block. Había algo frío, inteligente y malvado en sus rasgados ojos. Deseaba
ardientemente sacar a Tim de aquella casa.
¡Aquella mañana recibió una terrible impresión! Hollín fue a su encuentro.
Parecía muy excitado.
—¿Sabes lo que ocurre? Van a dar mi habitación a tu padre. Yo dormiré con
Julián y Dick. Block está trasladando las cosas de mi habitación a la de los chicos en
estos momentos. Sara le está ayudando. Espero que podré entrar un momento en mi
habitación y sacar el perro antes de que llegue tu padre.
—¡Oh, Hollín! —dijo Jorgina con gran desespero—. Voy a ver si puedo sacarlo
ahora mismo.
Fue allí. Fingió dirigirse a la habitación de Maribel en busca de algo. Pero Block
estaba en la habitación, y siguió limpiándola durante toda la mañana.
Jorgina se sentía muy preocupada por Tim. Estaría extrañado porque no lo habían
ido a buscar. Echaría de menos el paseo. Rondó por el pasillo toda la mañana,
estorbando a Sara, que hacía viajes cargada con la ropa de Hollín para llevarla al
cuarto de Julián.
Block, de vez en cuando, miraba a Jorgina con curiosidad. Cojeaba un poco para
demostrar que tenía la pierna mala a causa del mordisco. Por fin abandonó la
habitación y Jorgina se introdujo en ella. Sin embargo, Block regresó en seguida y
ella tuvo que pasar al cuarto de Maribel. De nuevo Block salió y se fue por el pasillo,
y otra vez la niña, en su desesperación, se introdujo a toda prisa en la habitación de
Hollín.
Pero Block regresó antes de que hubiese podido abrir la puerta de la alacena.
—¿Qué hace usted en esta habitación? —preguntó con aspereza—. No he estado
limpiándola toda la mañana para que luego vengan chiquillos a enredar de nuevo.
¡Váyase de aquí!

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Jorgina se fue. Aunque siguió esperando a que Block se marcharse. ¡Pronto
tendría que atender a la comida! Por fin salió. Jorgina corrió a la puerta de Hollín,
ansiosa de recoger a Tim.
Pero no pudo entrar. La puerta estaba cerrada y Block se había llevado la llave.

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Capítulo 13
¡POBRE JORGINA!

Jorgina estaba ya completamente desesperada. Le parecía que estaba soñando.


Fue en busca de Hollín. Éste se encontraba en la habitación de Julián, que era la
siguiente a la de ella y se estaba lavando las manos para ir a comer.
—¡Hollín! Debo entrar en el pasadizo secreto por la entrada que nos enseñaste la
primera vez —dijo—, por el pequeño estudio de tu padre donde había paneles
corredizos.
—Eso no podemos hacerlo —contestó Hollín, que parecía muy alarmado—.
Ahora él usa ese estudio y sería capaz de matar a la persona que entrase en él. Allí
tiene los papeles de todos sus experimentos preparados para enseñárselos a tu padre.
—Eso no me importa —dijo Jorgina con desesperación—. He de entrar allí sea
como sea. ¡Tim podría morirse de hambre!
—Tim no se morirá de hambre. Vivirá de las ratas que hay en el pasadizo —
contestó Hollín—. No te preocupes, estoy seguro de que Tim sabe cuidarse.
—Pero se morirá de sed —replicó Jorgina obstinadamente—. No hay agua en
esos pasadizos secretos. ¡Bien lo sabes!
Jorgina casi no pudo comer de tan preocupada que estaba. Tomó la decisión de
entrar en el pequeño estudio y ver si podía abrir el paso de la pared que estaba
escondido detrás de los paneles. Si lo conseguía, se deslizaría por él y recogería a
Tim. No le importaba lo que pudiese pasar. Lo importante era recuperar a Tim.
«Pero no diré nada a los demás —pensó—. Tratarían de detenerme o se ofrecerían
a ir ellos mismos y yo no confío más que en mí misma para hacer esto. Tim es mi
perro y yo lo salvaré».
Después de comer, todos se reunieron en la habitación de Julián para discutir los
asuntos. Jorgina fue con ellos. Mas al cabo de pocos minutos los abandonó.
—Regreso en seguida —dijo.
No le hicieron caso y siguieron discutiendo cómo podrían rescatar a Tim. Parecía
que el único sistema sería hacer una incursión en el estudio y probar de introducirse
en el pasadizo secreto sin ser vistos.
—Pero mi padrastro trabaja allí ahora —explicaba Hollín— y no me extrañaría
que cerrase con llave cuando sale de la habitación.
Jorgina no regresaba. Al cabo de diez minutos, Ana empezó a intranquilizarse.
—¿Qué puede estar haciendo Jorge? Hace más de diez minutos que se ha ido.
—¡Oh!, no te preocupes; seguramente ha ido a ver si la puerta de mi habitación
ya estaba abierta —dijo Hollín levantándose—. Voy a echar un vistazo. Veré si está
por allí.
Pero no estaba allí. ¡No estaba por ninguna parte! No estaba tampoco en el pasillo

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que conducía a la antigua habitación de Hollín. Tampoco podía estar en aquella
habitación, porque estaba aún cerrada. Y no estaba en el cuarto de Maribel.
Hollín echó también un vistazo a la habitación que Jorgina compartía con Ana.
Pero también ésta estaba vacía. Bajó al piso inferior y rondó un poco por allí. ¡Jorgina
había desaparecido!
Regresó junto a los demás. Se sentía muy preocupado.
—No puedo encontrarla por ningún sitio —anunció—. ¿Dónde puede estar?
Ana se alarmó. Deseaba que Jorgina regresara.
¡Aquélla era una casa tan misteriosa, donde pasaban cosas tan extrañas…!
—¿No habrá ido al estudio de tu padre? —dijo Julián de repente—. Esto de
meterse en la boca del león es muy propio de Jorgina.
—No había pensado en eso —confesó Hollín—. ¡Qué tonto soy! Voy a ver.
Bajó las escaleras y se dirigió con precaución al estudio de su padre. Permaneció
quieto un momento junto a la puerta que estaba cerrada. Ningún ruido que proviniese
del interior. ¿Estaría allí su padre?
Hollín estaba dudando si sería preferible abrir la puerta y echar un vistazo o
llamar discretamente. Decidió hacer lo último. Si su padre contestaba, podría huir
volando escalera arriba antes de que la puerta se abriera. Y su padre no sabría a quién
reñir por la interrupción.
Golpeó, pues, la puerta con cuidado: toc, toc.
—¿Quién es? —contestó la voz irritada de su padrastro—. ¡Entre! ¿Es que no
pueden dejarme en paz ni un momento?
Hollín voló escaleras arriba. Se dirigió adonde estaban los demás.
—Jorgina no puede haber entrado en el estudio —exclamó—. Mi padrastro está
allí y no parecía estar de buen humor.
—¿Pues dónde puede estar? —dijo Julián, preocupado—. Quisiera que no se
fuese sin decirnos adonde va. Debe estar por alguna parte y no muy lejos de Tim.
Organizaron la búsqueda de Jorgina por toda la casa, incluso entraron en la
cocina. Block estaba allí. Leía el periódico.
—¿Qué desean ustedes? —preguntó—. No les daré nada, sea lo que sea.
—No queremos nada de usted —respondió Hollín—. ¿Cómo está su pierna
mordida?
Block los miró de tal modo que todos se fueron de la cocina rápidamente. Hollín
dejó a Julián y a Dick de guardia y él subió a los dormitorios del personal para ver si
Jorgina estaba allí. Ya sabía él que ésta era una idea tonta, pero Jorgina debía estar en
alguna parte.
Naturalmente, Jorgina no estaba allí. Los chicos regresaron tristemente a la
habitación de Julián.
—¡Qué casa más estúpida! —exclamó Julian—. No puedo decirte que me guste.
Lo siento, Hollín, pero es un sitio tan extraño que me produce una rara sensación.
Hollín no se ofendió.

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—Estoy de acuerdo contigo —dijo—. Yo también he pensado siempre lo mismo.
Y lo mismo piensan mi madre y Maribel. Sólo le gusta a mi padrastro.
—¿Dónde estará Jorge? —dijo Ana—. Estoy tratando de adivinar. Hay un solo
lugar en el cual estoy segura de que no está y es en el estudio de tu padrastro, Hollín.
Ni siquiera Jorge se atrevería a entrar en él mientras esté allí tu padrastro.
Pero Ana estaba equivocada. El estudio, precisamente, era el lugar en que se
encontraba Jorgina en aquel mismo instante.
La niña había decidido que era mejor intentar entrar en él y esperar la oportunidad
de abrir el panel movedizo. Y por eso se había deslizado escaleras abajo, había
atravesado la entrada y había intentado abrir la puerta del estudio. Pero estaba
cerrada.
«¡Caramba! —se dijo Jorgina, desesperada—. Todo está en contra mía y de Tim.
¿Cómo podré entrar? ¡Debo entrar! ¡Debo entrar!».
Se deslizó por una puerta cercana al estudio que daba al exterior y salió al patio al
cual miraba la ventana del estudio. ¿Podría entrar por allí?
¡La ventana tenía barrotes! Volvió hacia atrás, deseando encontrar la llave para
abrir la puerta. Pero no se veía por ninguna parte.
De repente, oyó la voz del señor Lenoir en la habitación del otro lado de la
entrada. Presa de pánico, abrió la puerta de un gran armario de roble que estaba cerca
y se metió en él rápidamente. Cerró la puerta tras ella y se mantuvo de rodillas
esperando. Su corazón latía muy de prisa.
El señor Lenoir atravesó la entrada. Se dirigía a su estudio.
—Voy a prepararlo todo para cuando venga mi huésped —dijo, gritando a su
mujer—. No me molestéis para nada. Estaré muy ocupado.
Jorgina oyó el ruido de la llave en la cerradura de la puerta del estudio. La puerta
se abrió y se volvió a cerrar.
Pero no se volvió a cerrar con llave por la parte de dentro. Jorgina, arrodillada
dentro del armario, seguía considerando las cosas. Quería penetrar en el estudio.
Quería introducirse en el pasadizo secreto donde estaba Tim. El pasadizo conducía
desde el estudio hasta el antiguo dormitorio de Hollín y en algún lugar de aquel
pasadizo estaba Tim.
Lo que haría cuando tuviera a Tim no lo sabía con precisión. Quizás Hollín podría
dejárselo a alguien que lo cuidara, alguien que viviera en Castaway.
Oyó que el señor Lenoir tosía. Después escuchó cómo revolvían papeles, y el
ruido de un armario que se abría y se cerraba. El señor Lenoir tenía mucho trabajo.
Entonces se oyó una exclamación de fastidio. Una voz irritada decía algo como:
—¿Dónde puse yo eso?
La puerta se abrió de repente y el señor Lenoir salió. Jorgina tuvo el tiempo justo
de cerrar la puerta, que había abierto para que le entrara aire fresco. Estaba
arrodillada en el armario y temblaba mientras el señor Lenoir pasaba por allí delante
y atravesaba el vestíbulo.

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Jorgina advirtió en seguida que ésta era una ocasión única. El señor Lenoir podía
haber salido unos minutos y quizá le daría tiempo de abrir el panel de la pared. Salió
rápidamente de su escondrijo. Entró en el estudio y se dirigió al lugar en que Hollín
había movido los paneles.
Pero, antes de que pudiese poner sus manos sobre la oscura madera, oyó pasos
que se dirigían hacia allí. El señor Lenoir no había tardado ni medio segundo.
Regresaba al estudio.
La pobre Jorgina, presa de pánico, dio un rápido vistazo en busca de algún sitio
donde esconderse. Había un gran sofá junto a la pared. Jorgina se acomodó detrás de
él. Tenía el espacio justo para mantenerse encogida sin ver vista. Casi no había tenido
tiempo de esconderse, cuando ya el señor Lenoir entraba en la habitación, cerraba la
puerta y se sentaba en su sillón. Encendió una gran lámpara que estaba sobre la mesa
del despacho y se inclinó para estudiar unos documentos.
Jorgina no se atrevía a respirar. Su corazón latía contra sus costillas y le parecía
que sus latidos debían oírse. Estaba muy incómoda detrás del sofá, pero no se atrevía
a moverse.
No sabía qué hacer. Sería terrible estarse allí durante horas. ¿Qué pensarían los
demás? Pronto empezarían a buscarla.
En efecto, la estaban buscando. En aquel mismo momento, Hollín estaba al otro
lado de la puerta del estudio, dudando de si debía entrar o llamar. Había llamado: toc,
toc, y Jorgina se sobresaltó desmesuradamente.
Había oído la voz impaciente del señor Lenoir:
—¿Quién es? ¡Entre! —contestó la voz irritada del padrastro—. ¿Es que no
pueden dejarme en paz ni un momento?
No hubo respuesta. Nadie entró. El señor Lenoir gritó de nuevo:
—¡He dicho que entren!
Tampoco hubo respuesta. Anduvo hacia la puerta y la abrió de par en par con
enfado. Allí no había nadie, Hollín ya había volado escaleras arriba.
—Deben de ser los chiquillos. ¡Qué pesados! —refunfuñó el señor Lenoir—. Si
alguno de ellos vuelve a venir a llamar a la puerta y luego huye, los pienso castigar
severamente. ¡Los dejaré en cama a pan y agua!
Gruñó con ferocidad. Jorgina hubiese deseado estar en cualquier otra parte. ¿Qué
diría si supiera que ella estaba tan cerca de él?
El señor Lenoir estuvo trabajando media hora y la pobre Jorgina se sentía cada
vez más entumecida y más incómoda. Entonces oyó que el señor Lenoir bostezaba y
su corazón se aligeró. ¡Quizá se echaría una siesta! ¡Eso sería una suerte! En ese caso
ella podría deslizarse hasta la entrada del pasadizo e intentar entrar por ella.
El señor Lenoir volvió a bostezar. Apartó los papeles hacia un lado y se dirigió al
sofá. Se acostó en él y puso una mantita sobre sus rodillas. Se acomodó como si fuera
a dormir largo rato.
El sofá crujió bajo su peso. Jorgina intentaba contener la respiración. Estaba

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asustada temiendo que al estar tan cerca de ella pudiese oírla.
Pronto un ligero ronquido llegó hasta sus oídos. ¡El señor Lenoir estaba dormido!
Jorgina esperó unos momentos. Los ronquidos seguían, un poco más intensos.
¿Podría sentirse segura para salir de su escondrijo?
Empezó a moverse lentamente y con gran precaución. Se arrastró hasta la punta
del sofá. Salió de detrás de él. Los ronquidos proseguían.
Se puso de pie y de puntillas se dirigió hacia el panel. Empezó a palpar la madera
con los dedos, intentando hallar el lugar en el que estaba el resorte que hacía mover el
panel hacia un lado. Parecía que no podría hallarlo. Se puso colorada de angustia.
Echó una mirada al dormido señor Lenoir y siguió trabajando febrilmente en el panel.
¿Dónde estaría el lugar en que debía apretarse? ¡Ay!, ¿pero dónde estaría?
Entonces una voz recia se oyó detrás de ella y la hizo brincar de espanto.

—¿Qué es lo que estás haciendo, chico? ¿Cómo te atreves a entrar en mi estudio


y fisgonear en él?
Jorgina se volvió y se encaró con el señor Lenoir. ¡Éste siempre pensaba que ella
era un chico! No supo qué decir. Él parecía estar muy enfadado, y la punta de su nariz
ya estaba pálida.
Jorgina estaba asustadísima. Corrió hacia la puerta, pero el señor Lenoir la atrapó
antes de que pudiese abrir y la sacudió con violencia.
—¿Pero qué estás haciendo en mi estudio? ¿Eres tú el que ha golpeado la puerta y
ha salido corriendo? ¿Te parece gracioso gastar estas bromitas? ¡Te voy a demostrar

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que no lo es!
Abrió la puerta y a grandes voces gritó:
—¡Block! ¡Venga usted aquí! Sara, diga usted a Block que quiero que venga.
Block llegó de la cocina. Su cara estaba impávida, como de costumbre. El señor
Lenoir escribió rápidamente algo en un pedazo de papel y se lo dio a leer a Block.
Éste asintió con la cabeza.
—Le he dicho que te lleve a tu habitación y que te deje encerrado, y que no te dé
nada más que pan y agua durante todo el resto del día —dijo el señor Lenoir con gran
enfado—. Esto te enseñará a compórtate mejor en adelante. Si haces otra tontería, yo
mismo te pegaré.
—A mi padre no le va a gustar cuando se entere que me castiga usted de esta
forma —empezó a decir Jorgina con voz temblorosa, pero el señor Lenoir se rió.
—¡Bah! Espera a que oiga cómo te has comportado y estoy seguro de que estará
de acuerdo conmigo. Ahora vete, ya sabes que no se te permitirá salir de tu habitación
hasta mañana. Yo mismo se lo explicaré a tu padre cuando llegue.
La pobre Jorgina fue empujada hacia arriba por Block, que se deleitaba en poder
castigar a uno de los niños. Cuando llegó a la puerta de su habitación, Jorgina gritó a
los otros, que estaban en la habitación contigua:
—¡Julián! ¡Dick! ¡Ayudadme! ¡Rápido, ayudadme!

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Capítulo 14
ALGO MUY ENIGMÁTICO

Julián Dick y los demás salieron volando a tiempo para ver cómo Block empujaba
con brusquedad a Jorgina dentro de su habitación y cerraba la puerta con llave.
—Pero ¡bueno! ¿Qué está usted haciendo? —gritó Julián, indignado.
Block no le hizo el menor caso y giró sobre sus talones para marcharse. Pero
Julián lo agarró por el brazo y gritó fuerte en su oído:
—¡Abra usted esta puerta inmediatamente! ¿Me oye?
Block no manifestó si lo había oído o no. Se libró de la mano de Julián, pero el
niño lo atrapó de nuevo. Estaba muy enfadado.
—El señor Lenoir me dio órdenes para que castigue a esta niña —dijo Block
mirando a Julián con sus fríos y rasgados ojos.
—De todas formas, abra usted la puerta —ordenó Julián, e intentó al mismo
tiempo apoderarse de la llave que sostenía Block. Con una súbita manifestación de
fuerza, el hombre apartó su mano y dio tal empujón a Julián que éste cayó en mitad
del relleno. Luego se marchó tranquilamente escaleras abajo hacia la cocina.

Julián se le quedó mirando asustado.


—¡Qué bruto! —dijo—. Es más fuerte que un caballo. Jorge, Jorge, ¿qué ha
pasado?
Jorgina contestó con enojo desde el interior de la habitación cerrada. Explicó a los
demás todo lo que le había ocurrido y ellos la escucharon en silencio.
—¡Qué mala suerte, Jorge! —exclamó Dick—. ¡Pobrecita! ¡Cuando ya casi
podías abrir el pasadizo!
—Debo pedirte excusas por el padrastro que tengo —dijo Hollín—. Tiene un
genio terrible. No te hubiese, castigado así si se hubiese dado cuenta de que eres una
niña. Pero sigue pensando que eres un chico.
—No me importa nada —respondió Jorgina—, ningún castigo me importa un

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comino. Sólo estoy muy preocupada por Tim. Supongo que deberé permanecer aquí
hasta que me dejen salir mañana. No comeré nada de lo que Block me traiga. Podéis
decírselo. ¡No quiero ver más su horrible cara!
—¿Y dónde me acostaré esta noche? —gimió Ana—. Todas mis cosas están en tu
habitación, Jorge.
—Tendrás que dormir conmigo —intervino la pequeña Maribel, que parecía estar
muy asustada—. Te prestaré un pijama. ¡Oh!, querida, ¿qué va a decir el padre de
Jorge cuando llegue? Espero que ordenará inmediatamente que se deje en libertad a
Jorge.
—No, no lo hará —dijo Jorgina desde detrás de la cerrada puerta—. Pensará que
he tenido uno de mis malos momentos y no le importará que esté castigada. ¡Oh,
cuánto me gustaría que mi madre viniera también!
Los demás estaban muy apenados por Jorgina y también por Tim. Las cosas
marchaban muy mal. A la hora de la merienda, se encaminaron a la sala de estudio.
Tenían la esperanza de poder llevar a Jorgina algún pastel de los que habían
preparado para ellos.
Jorgina se sintió muy sola cuando sus compañeros se hubieron ido a merendar.
Eran las cinco. Tenía hambre y deseaba tener a Tim con ella. Estaba enfadada, se
sentía muy desgraciada y deseaba escaparse. Se dirigió hacia la ventana y miró
afuera.
Su cuarto daba al acantilado, como la vieja habitación de Hollín. Por debajo se
extendía la muralla que rodeaba la ciudad, la cual se ondulaba siguiendo los
contornos de la colina.
Jorgina sabía que no podría saltar hasta ese muro.
Era fácil caerse fuera y bajar rodando hasta el pantano. Y eso sería terrible. De
súbito, recordó la cuerda que usaban todos los días para bajar al subterráneo.
Al principio, la habían guardado en la habitación de Maribel, en la estantería del
armario, pero aquella vez en que se habían asustado al darse cuenta de que alguien
estuvo dando vueltas al pomo de la puerta, habían decidido guardarla en la habitación
de Jorgina para mayor seguridad. Temían que Block fisgoneara por la habitación de
Maribel y la encontrara. Así es que Jorgina la había llevado hacia su propia
habitación y la había escondido en su maleta, que había cerrado con llave.
Ahora, con las manos temblorosas por la emoción, abrió la maleta y cogió la
cuerda. Quizá podría escapar por la ventana. Volvió a mirar afuera, mientras sostenía
la cuerda en sus manos. Pero en aquel lugar las ventanas caían justo sobre la muralla.
La ventana de la cocina daría seguramente debajo de la suya y era posible que Block
la viese bajar y le impidiese realizar su propósito. Tendría que esperar hasta que
anocheciera.
Cuando los otros regresaron, les explicó lo que iba a hacer, hablando en voz baja
a través de la puerta.
—Descenderé sobre la muralla, caminaré por ella un trecho y luego saltaré abajo

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y volveré hacia atrás —dijo—. Coged algo de comida para mí, por si podéis dármela.
Luego, esta noche, cuando todos estén en cama, volveré a entrar en el estudio y
encontraré el camino del pasadizo secreto. Hollín podrá ayudarme. Así podré recoger
a Tim.
—Está bien —respondió Hollín—. Espera hasta que esté lo bastante oscuro para
que no te vean bajar por la cuerda. Block se ha encerrado en su habitación con dolor
de cabeza. Pero Sara y Enriqueta están en la cocina y no deben verte.
Así, pues, cuando el crepúsculo recubrió la mansión como si fuera una suave
cortina de color violeta, Jorgina saltó fuera de la ventana y se deslizó por la cuerda.
Sólo le fue necesario dejar colgar como una cuarta parte de ella, puesto que era muy
larga para la pequeña distancia. La había atado primero a las patas de su pesada cama
de roble. Luego se había subido a la ventana y, en silencio, descendió por la cuerda.
Pasó por delante de la ventana de la cocina, que, por fortuna, tenía los postigos
cerrados a aquella hora. Aterrizó sin novedad sobre la vieja muralla. Llevaba consigo
una linterna para poder ver por dónde caminaba. Se detuvo un momento meditando
en lo que debería hacer. No quería correr el riesgo de encontrarse con Block o con el
señor Lenoir. Quizá lo mejor sería andar por encima del muro hasta llegar a una parte
de la ciudad que ella conociera. Entonces podría saltar y, con precaución, volver a
subir por la colina arriba y tratar de encontrarse con los demás.
Así, empezó a caminar por encima del ancho reborde del viejo muro. Era muy
desigual y tenía muchos baches. En muchos sitios faltaban incluso piedras. Pero la
tenue luz de su linterna la ayudó a no tropezar.
El muro corría cerca de unos establos, después rodeaba la parte de atrás de
algunas tiendas viejas y pobres, y luego pasaba junto a una gran era, que pertenecía a
una casa, y, más tarde, junto a la misma casa. Por último descendía hacia abajo junto
a otras edificaciones. Jorgina podía atisbar el interior de las viviendas a través de las
ventanas, que no tenían cortinas. Ahora se veía lucir luz por ellas. Resultaba extraño
poder ver el interior de las casas sin ser visto. Una familia, no muy numerosa, estaba
sentada, comiendo. Sus caras parecían alegres y felices. En otra, un viejo estaba
sentado solo, leyendo y fumando.
Una mujer escuchaba la radio mientras hacía media. Jorgina pasó en silencio por
encima de la muralla, muy cerca de ella. Nadie la oyó, nadie la vio.
Luego llegó junto a otra casa. Era una casa grande. La muralla pasaba muy cerca
de ella, porque estaba construida en el borde mismo del acantilado y tenía el pantano
a sus pies.
Había allí una ventana iluminada. Jorgina echó una ojeada fugaz mientras pasaba.
De pronto, se quedó parada, muy sorprendida.
¡Vaya, vaya, allí estaba Block! Estaba de espaldas a ella, pero podía jurar que se
trataba de Block. Era su misma cabeza, sus mismas orejas, sus espaldas.

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¿Con quién hablaba? Jorgina intentó verlo, y lo conoció al punto. Estaba
hablando con el señor Barling, del que todo el mundo sabía que era un
contrabandista, el contrabandista de Castaway.
Pero…, ¡un momento! ¿Podía tratarse de Block? Block era sordo y este hombre
era seguro que no lo era. Se veía que escuchaba al señor Barling y le contestaba, por
más que Jorgina no pudiese oír sus palabras.
«No debería estar espiando así —se dijo Jorgina a sí misma—. Pero esto es muy
extraño, muy interesante y muy excitante. Si el hombre se diera la vuelta, podría
saber en seguida si era Block».
Pero no se dio la vuelta. Seguía sentado en su silla, de espaldas a Jorgina. El señor
Barling, con la cara iluminada por la lámpara que tenía junto a sí, hablaba
animadamente. Y Block —si es que era Block— escuchaba con interés y asentía con
la cabeza de vez en cuando.
Jorgina se sintió aterrada. ¡Si al menos pudiese saber con seguridad que era
Block! Pero ¿cómo podía estar hablando con el señor Barling? ¿No decían que era
sordo como una tapia?
Jorgina saltó desde la muralla a una callejuela y atravesó la ciudad en dirección al
«Cerro del Contrabandista». Por la parte de fuera de la puerta principal, escondido en
las sombras, estaba Hollín. Puso su mano sobre el hombro de Jorgina y ésta se
sobresaltó.

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—Ven, entremos. He dejado abierta la puerta lateral. Te hemos preparado un buen
festín.
Los dos se deslizaron por la puerta lateral y de puntillas fueron más allá del
estudio, atravesando el vestíbulo hacia el dormitorio de Julián. Era cierto, habían
preparado un verdadero festín.
—He hecho una incursión en la despensa —dijo Hollín con satisfacción—.
Enriqueta había salido y Sara se había ido a Correos. Block ha tenido que irse a
descansar, porque dice que tiene un dolor de cabeza terrible.
—¡Oh! —exclamó Jorgina—. Entonces no pudo ser Block a quien yo vi, y, sin
embargo, estoy tan segura como se puede estar de que era él.
—¿Qué quieres decir? —preguntaron los otros, sorprendidos.
Jorgina se sentó en el suelo y empezó a engullir pasteles y tortas. Sentía un
hambre feroz. Entre bocado y bocado, les contó cómo había salido por la ventana,
cómo anduvo por encima de la muralla y cómo se había encontrado junto a la casa
del señor Barling.
—Miré por una ventana iluminada que había en ella y vi a Block que hablaba con
el señor Barling, que le escuchaba y le contestaba —dijo.
A los demás les costaba mucho trabajo creerlo.
—¿Viste su cara? —preguntó Julián.
—No —respondió Jorgina—, pero estoy segura de que era Block. Hollín, podrías
echar un vistazo a su habitación para ver si está en ella. No puede haber regresado
todavía de casa del señor Barling, porque tenía delante un gran vaso lleno de alguna
cosa y es seguro que necesitó bastante rato para beberlo. Ve y mira.
Hollín desapareció. Regresó en seguida.
—Está en su cama —dijo—. Vi la forma de su cuerpo y la mancha oscura de su
cabeza. ¿Es posible, pues, que existen dos Block? ¿Qué significa esto?

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Capítulo 15
OCURREN COSAS EXTRAÑAS

Todo esto era en verdad muy enigmático, sobre todo para Jorgina, que podría
jurar que era Block el que estaba hablando con el conocido contrabandista. Los
demás no estaban tan convencidos, sobre todo porque Jorgina admitía que no había
podido ver la cara del hombre.
—¿Ha llegado ya mi padre? —preguntó Jorgina de repente, recordando que se
suponía que vendría aquella noche.
—Sí, ahora mismo —contestó Hollín—, un momento antes de que tú llegaras. Su
coche casi me ha pasado por encima, pero pude saltar en el último momento. Yo
estaba allí, esperándote.
—¿Qué planes tenéis? —preguntó Jorgina—. Debo recoger a Tim esta noche, si
no se pondrá furioso. Me parece que lo mejor que puedo hacer es volver a subir por
mi ventana, no vaya a ser que regrese Block y se dé cuenta de mi desaparición.
Esperaré a que todo el mundo esté en la cama y volveré a deslizarme por la ventana y
entonces tú, Hollín, por favor, me guiarás por dentro de la casa. Luego iré al estudio
contigo y tú me abrirás el pasadizo. Encontraré a Tim, y todo marchará bien.
—No sé si todo marchará bien —dudó Hollín—. Pero, de todas formas, tu plan es
el único que podemos seguir. Mejor será que regreses a tu habitación ahora, si ya has
comido bastante.
—Me llevaré algunos bollos —dijo Jorgina embutiéndolos en sus bolsillos—.
Hollín, tú vendrás y llamarás a mi puerta cuando todo el mundo esté en la cama y
entonces sabré que puedo salir por la ventana y volver a entrar en la casa.
Al cabo de un rato, Jorgina volvía a estar en su habitación tan oportunamente que
al poco tiempo apareció Block con un plato de pan seco y un vaso lleno de agua.
Abrió la puerta y lo dejó todo sobre la mesa.
—Aquí está su cena —dijo.
Jorgina miró su cara impávida y le desagradó tanto que sintió que debía hacer
algo. Así es que tomó el vaso de agua y lo arrojó a ciegas al cogote de Block. El agua
corrió por la espalda de éste y le hizo pegar un brinco. El hombre dio un paso hacia
ella mientras sus ojos centelleaban, pero Julián y Dick estaban junto a la puerta y no
se atrevió a pegarle.

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—Me las pagará usted —aseguró—. ¡Nunca más volverá usted a ver a su perro!
Salió y cerró la puerta tras de sí con llave. Julián llamó en cuanto el hombre se
hubo marchado.
—¿Por qué has hecho eso, so idiota? Es mala cosa tenerlo como enemigo.
—Lo sé, pero no pude impedirlo —respondió Jorgina con desesperación—.
Quisiera no haberlo hecho.
Los otros tuvieron que bajar a ver al señor Lenoir. Dejaron a Jorgina, que se
sentía muy sola. Era horrible encontrarse así encerrada, aun cuando pudiese huir por
la ventana en el momento en que lo desease. Escuchaba con atención, por si oía
regresar a los demás.
Pronto volvieron y relataron su encuentro con el padre de Jorgina.
—El tío Quintín se siente muy cansado y está un poco enfadado y muy
preocupado porque te has comportado mal —dijo Julián a través de la puerta—. Ha
dicho que te quedarás encerrada todo el día de mañana también si no pides perdón.
Jorgina no tenía la menor intención de disculparse.
No podía soportar al señor Lenoir, con su falsa sonrisa y sus súbitas rabietas. No
contestó una palabra.
—Ahora nos tenemos que ir a cenar —añadió Hollín—. Te guardaremos algo.
Procuraremos esconderlo en cuanto Block salga de la habitación. Estate atenta,
llamaremos a tu puerta esta noche. Eso significará que todo el mundo está ya en la
cama.
Jorgina se echó en la suya para pensar. Había muchas cosas que le extrañaban,
pero no podía ponerlas en claro. Alguien había estado haciendo señales desde el
torreón. Aquel hombre tan extraño, Block, y el señor Barling hablando a un hombre
que se parecía tanto a Block… Sin embargo, Block había estado todo el tiempo en
cama dentro de su casa. Mientras estaba acostada pensando, sus ojos se cerraron y se
quedó dormida. Ana se fue a dormir con Maribel, pero antes acudió a darle las buenas
noches. Los chicos marcharon a la habitación contigua, ya que Hollín compartía

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ahora el dormitorio con Julián y Dick. Jorgina se despertó un momento para decir
buenas noches y luego se durmió de nuevo.
A medianoche se despertó con sobresalto. Alguien llamaba suavemente a su
puerta. Era Hollín.
—¡Ya voy! —susurró Jorgina a través de la puerta, y cogió su linterna. Fue hacia
la ventana y pronto se encontró descendiendo por la cuerda. Saltó de la muralla y se
dirigió a la puerta lateral de la casa. Allí estaba Hollín.
—Todos están en la cama —susurró Hollín—. Creí que tu padre y mi padrastro
no se acostarían nunca. Han estado hablando durante horas y horas.
—¡Venga! Vayamos pronto allí —exclamó Jorgina, impaciente. Llegaron hasta la
puerta del estudio y Hollín empuñó el pomo.
¡Estaba cerrado de nuevo! Empujó con furia, pero la puerta no cedió un
milímetro. ¡Estaba bien cerrada!
—Podíamos haber pensado en esto —dijo Jorgina, desesperada—. ¡Caramba!
¿Qué haremos ahora?
Hollín se quedó pensativo unos breves instante, luego habló en voz baja al oído
de Jorgina.
—Sólo podemos hacer una cosa, Jorgina. Me meteré en la habitación de tu padre,
que es mi antiguo dormitorio, cuando él se duerma, llegaré hasta el armario que da
entrada al pasadizo secreto y me meteré en él. Encontraré a Tim y lo sacaré por el
mismo camino. ¡Espero que tu padre no se despierte!
—¡Oh! ¿Serás capaz de hacer eso por mí? —dijo Jorgina, agradecida—. ¡Eres un
buen amigo, Hollín! ¿No te parece mejor que sea yo quien lo haga?
—No. Yo conozco el camino del pasadizo mejor que tú —respondió Hollín—.
Además, da un poco de miedo encontrarse solo allí a medianoche. Ya iré yo.
Jorgina subió las escaleras con Hollín. Caminaron a través del amplio rellano,
hasta la puerta del final del pasillo que conducía a la entrada del antiguo dormitorio
de Hollín, donde ahora dormía el padre de Jorgina. Cuando llegaron allí, Jorgina le
tiró del brazo.
—¡Hollín! ¡La bocina se disparará tan pronto como abras la puerta! ¡Despertará a
mi padre y le pondrá sobre aviso!
—¡No seas idiota! La desconecté tan pronto como supe que me iban a cambiar de
habitación —repitió Hollín con sorna—. ¡Como que no iba yo a pensar en eso!
Abrió la puerta que daba al pasillo y se deslizó hasta su vieja habitación. La
puerta estaba cerrada. Él y Jorgina escucharon con atención.
—Tu padre parece estar un poco inquieto —dijo Hollín—. Esperaré el momento
oportuno para entrar, Jorge, y entonces, tan pronto como me sea posible, iré junto al
armario y abriré el pasadizo secreto para hallar a Tim. Puedes esperar en la habitación
de Maribel, si te parece. Allí está Ana también.
Jorgina se deslizó en la habitación contigua, donde Ana y Maribel se encontraban
ya profundamente dormidas. Dejó la puerta abierta para poder oír a Hollín cuando

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regresara. ¡Qué hermoso sería tener de nuevo al viejo Tim! Seguro que la lamería
durante un buen rato.
Hollín penetró sigilosamente en la habitación en que dormía el padre de Jorgina.
No hizo ningún ruido. Conocía cada uno de los rincones y pudo así evitar todos los
obstáculos. Se dirigió hacia un viejo sillón, pensando esconderse detrás de él hasta
que estuviera seguro de que el padre de Jorgina dormía.
Durante algún tiempo, el que estaba acostado se movió y carraspeó. Estaba
cansado por el largo viaje y su cabeza se había excitado a causa de la conversación
sostenida con el señor Lenoir. De vez en cuando, se le oía murmurar algo y Hollín
empezó a pensar que nunca llegaría a dormirse profundamente. Él mismo comenzó a
sentirse soñoliento y bostezó en silencio.
Por fin, el padre de Jorgina se tranquilizó. La cama cesó de crujir. Hollín salió con
precaución de detrás del sillón.
Algo le asustó de repente. Oyó un ruido cerca de la ventana. Pero ¿qué podía ser?
Era un ruido ligero, como el suave rechinar de una puerta.
La noche era muy oscura, pero la ventana, que tenía las cortinas descorridas, se
divisaba fácilmente, como un cuadrado grisáceo. Hollín fijó en ella sus ojos. Parecía
como si alguien la estuviese abriendo.
Pero no. La ventana no se movía. Sin embargo, algo raro ocurría debajo de ella,
cerca del umbral.
Construido bajo la ventana, había un banquillo. Era ancho y confortable. ¡Hollín
lo conocía bien! Se había sentado en él centenares de veces parar mirar por la
ventana. Pero ¿qué pasaba ahora?
Parecía como si el asiento se moviera hacia arriba lentamente. Hollín estaba muy
extrañado. No sabía que pudiese abrirse. Siempre había estado fijo con clavos y él
pensaba que se trataba de un asiento normal. Pero, ahora, parecía que alguien lo
hubiese desatornillado y se hubiese escondido dentro de él, usando la superficie como
tapadera.
Hollín, fascinado, permaneció mirando la tapa que se alzaba. ¿Quién habría allí?
¿Por qué se habría escondido? Daba miedo ver cómo el asiento se iba moviendo
lentamente.
Por fin, la tapa estuvo completamente levantada y descansó junto a la ventana.
Por el hueco salió con precaución una gran figura, sin hacer el menor ruido. Hollín
notó que sus pelos se ponían de punta. Se sentía asustado, asustadísimo. No podía
pronunciar ni una sola palabra.
El hombre se fue de puntillas hasta la cama. Hizo un rápido y brusco movimiento
y se oyó un gemido ahogado procedente del padre de Jorgina. Hollín adivinó que lo
había amordazado para que no pudiese gritar. Pero el niño no podía moverse ni
hablar. Jamás en su vida se había sentido tan asustado.
El intruso levantó de la cama el fláccido cuerpo y se dirigió hacia la ventana. Allí
colocó al padre de Jorgina en el oscuro hueco. ¿Qué habría hecho para conseguir que

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el tío Quintín no pudiese moverse? Hollín no tenía ni la menor idea. Lo único que
sabía es que lo había colocado dentro del banquillo y que parecía no poder mover una
mano siquiera para defenderse.
De repente, el niño recobró la voz.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh! ¿Qué está usted haciendo? ¿Quién es usted?
Recordó su linterna y la enfocó hacia la negra sombra. Vio una cara conocida y
gritó con sorpresa:
—¡Señor Barling!

Entonces recibió un bofetón y ya no pudo recordar nada más. No se dio cuenta de


que también él era colocado en el banquillo de la ventana. Tampoco supo que el
intruso siguió detrás de él. No se dio cuenta de nada.
Jorgina se despertó de súbito en la habitación contigua y percibió la voz de Hollín
que gritaba: «¡Eh!». Oyó también que decía: «¡Eh! ¿Qué está usted haciendo? ¿Quién
es usted?». Y luego, mientras saltaba de la cama, escuchó otro grito: «¡Señor
Barling!».
Jorgina se asustó mucho. ¿Qué ocurría en la habitación contigua? Ana y Maribel
dormían. A tientas buscó su linterna, pero no pudo encontrarla. Cayó sobre una silla e
inclinó la cabeza.
Cuando por fin la encontró, se acercó de puntillas y temblando hasta la puerta.

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Encendió la linterna y vio que la puerta del cuarto contiguo estaba entornada, tal
como Hollín la había dejado. Escuchó atentamente. Ahora no se percibía nada. Había
oído un ligero porrazo, después del último grito de Hollín, pero no sabía de qué se
trataba.
De repente, pasó la cabeza por la puerta entreabierta de la habitación de su padre
y volvió a encender la linterna. Miró con sorpresa. La cama estaba vacía. La
habitación estaba también vacía. ¡Allí no había nadie! Recorrió todo el cuarto con su
linterna. A pesar del miedo, abrió la puerta del armario. Miró debajo de la cama. Era
una muchacha extraordinariamente valiente.
Por fin, se dejó caer sobre el banquillo de la ventana, asustada e intrigada. ¿Dónde
estaría su padre? ¿Dónde estaba Hollín? ¿Qué había pasado allí aquella noche?

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Capítulo 16
A LA MAÑANA SIGUIENTE

Mientras Jorgina estaba sentada junto a la ventana, en el mismo banquillo por el


cual todo había desaparecido, aunque ella no lo supiera, oyó un leve ruido que
provenía del pasillo.
Rápida como una centella, la niña se escurrió bajo la cama. Alguien se acercaba
con cautela por el largo pasillo. Jorgina permanecía tendida en el suelo, levantando
un poco el cobertor para intentar ver lo que ocurría. ¡Qué cosas más extrañas estaban
sucediendo aquella noche!
Alguien apareció en la puerta y se detuvo en el umbral, como si quisiera ver o
escuchar algo. Luego, aquella persona se dirigió al banquillo de la ventana.
Jorgina miró y escuchó a su vez, aguzando sus ojos en la oscuridad. Observó que
aquella persona se dibujaba frente al cuadrado grisáceo de la ventana. Estaba
inclinada sobre el banquillo que había bajo la ventana.

No había encendido ninguna luz, pero se oían unos raros y débiles sonidos.
Primero se oyó el ruido de sus dedos palpando la superficie del asiento. Luego se oyó
el clic de algo metálico y un tenue chirriar. Jorgina no podía imaginar lo que aquel

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hombre, si es que era un hombre, estaba haciendo.
Durante unos cinco minutos, el hombre trabajó en la oscuridad. Luego, tan
calladamente como había venido, se fue… Jorgina no pudo evitar el pensar que se
trataba de Block, a pesar de que su silueta sobre el gris oscuro de la ventana era
irreconocible. Pero había carraspeado ligeramente, igual que lo hacía Block con
frecuencia. ¡Tenía que ser Block! Pero ¿qué estaría haciendo de noche junto al
asiento que había en la ventana de la habitación de su padre?
Jorgina creía estar sufriendo una pesadilla. Las cosas más extrañas se sucedían
unas detrás de otras, y nada parecía tener sentido. ¿Adónde había ido su padre?
¿Habría dejado su habitación y se estaría paseando por la casa? ¿Dónde estaba Hollín
y por qué había gritado? Con seguridad no habría gritado de aquella forma si su padre
hubiese estado dormido en la habitación.
Jorgina permaneció aún por un momento debajo de la cama. Estaba temblando.
Después, salió sin hacer ruido y se encaminó hacia la puerta. Siguió por el pasillo
hasta el final del mismo. Abrió la puerta y miró afuera. Toda la casa estaba a oscuras.
A los oídos de Jorgina llegaban ligeros sonidos: el suave golpear de una ventana, los
crujidos de algún mueble… y nada más.
Tenía un solo pensamiento en su cabeza: llegar a la habitación de los chicos y
contarles las cosas misteriosas que había presenciado. Pronto atravesó el rellano y
alcanzó la puerta del dormitorio de Julián. Julián y Dick estaban despiertos,
esperando que regresara Hollín, con Tim y Jorgina.
Pero sólo llegó Jorgina. Una Jorgina muy asustada, que contaba una historia muy
rara. Se arropó con el edredón sobre la cama de Julián y en voz baja les contó lo que
había ocurrido.
Se quedaron petrificados. ¡Tío Quintín se había marchado! ¡Hollín había
desaparecido! ¡Alguien se había introducido en la habitación y había trabajado en
algo sobre el banquillo de la ventana! ¿Qué significaba todo aquello?
—Ahora mismo iremos contigo a la habitación de tío Quintín —dijo Julián
poniéndose el batín—. Me parece que las cosas se están poniendo muy serias.
Los tres salieron corriendo hacia las otras habitaciones. Fueron al cuarto de
Maribel y despertaron a ésta y a Ana. Las dos niñas se asustaron mucho. Pronto los
cinco niños estuvieron en la habitación contigua, de la cual el padre de Jorgina y
Hollín se habían desvanecido como por encanto.
Julián cerró la puerta, corrió las cortinas y encendió la luz. Al instante se sintieron
mejor. ¡Era tan terrible deambular en la oscuridad con unas simples linternas!
Echaron un vistazo a la silenciosa habitación. No había nada allí que indicara
cómo habían podido desaparecer los otros. La cama estaba revuelta y vacía. En el
suelo se veía la linterna de Hollín.
Jorgina repitió una vez más lo que le había parecido oír gritar a Hollín, pero eso
no parecía tener sentido alguno.
—¿Por qué gritaría el nombre del señor Barling, cuando en la habitación no había

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más que tu padre? —dijo Julian—. Es seguro que el señor Barling no podía estar
escondido aquí… Eso sería una tontería. No tenía nada que ver con tu padre, Jorge.
—Lo sé. Pero estoy segura de que Hollín gritó el nombre del señor Barling —
respondió Jorgina—. ¿Creéis que el señor Barling, intentando hacer alguna sucia
faena, pudo haber penetrado a través de la abertura secreta del armario, y que se
volvería a marchar por ella llevándose a los otros dos porque lo habían descubierto?
Ésta parecía una explicación plausible, aunque no muy buena. Se dirigieron al
armario y lo abrieron. Separaron las ropas buscando la abertura secreta. ¡Pero la
empuñadura de hierro que servía para mover la piedra no estaba allí! Alguien la había
retirado, y ahora no se podía penetrar en el pasadizo secreto, porque no había manera
de abrir la entrada.
—¡Mirad! —exclamó Julián, muy extrañado—. Alguien ha intervenido aquí
también. No, Jorge, el visitante de medianoche, sea quien fuere, no se fue por este
camino.
Jorgina estaba pálida. Había tenido la esperanza de entrar y encontrar a Tim. Pero
ahora ya no era posible. Sentía una gran añoranza de Tim y pensaba que si su fiel
perro hubiese estado con ellos, todo sería más sencillo.
—Estoy seguro de que el señor Lenoir tiene parte en todos estos extraños
acontecimientos —dijo Dick—. Y también Block. Me juego lo que quieras, Jorge, a
que ha sido Block al que has visto esta noche haciendo algo en la oscuridad. Estoy
seguro de que él y el señor Lenoir van mano a mano en algún asunto.
—¡Entonces no podemos ir y decirle lo que ha ocurrido! —dijo Julian—. Si está
metido en este feo asunto, sería una locura contarle lo que sabemos. Y tampoco se lo
podemos decir a tu madre, Maribel, porque, naturalmente, ella iría a tu padre con el
cuento. ¡Qué problema! ¡No sabemos qué hacer!
Ana se puso a llorar. También Maribel, asustada, empezó a sollozar. Jorgina sintió
que tenía las lágrimas prendidas en sus pestañas, pero se las secó. ¡Jorgina no lloraba
nunca!
—¡Quiero que vuelva Hollín! —gimió Maribel, que adoraba a su quisquilloso y
entrometido hermano—. ¿Dónde habrá ido? Estoy segura de que corre peligro.
¡Quiero que venga Hollín!
—Mañana lo rescataremos, ¡no te preocupes! —dijo Julián bondadosamente—.
Pero no podemos hacer nada esta noche. Tal como están las cosas, no hay nadie en el
«Cerro del Contrabandista» a quien podamos pedir consejo o ayuda. Propongo que
volvamos a la cama, consultemos con la almohada todo esto y planeemos lo que
hemos de hacer mañana. En este tiempo, es posible que Hollín y tío Quintín hayan
regresado. Si no lo han hecho, alguien tendrá que avisar al señor Lenoir y veremos
cómo se comporta. Si se muestra sorprendido y trastornado, podremos saber si él
tiene relación o no con el misterio. Deberá hacer algo: llamar a la policía, o revolver
la casa de pies a cabeza para encontrar a los que faltan. Veremos lo que pasa.
Después de este largo discurso, todos se sentían algo más tranquilos. Julián

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parecía razonable y mostraba seguridad, a pesar de que él mismo no se sentía
satisfecho. Sabía mejor que nadie que algo muy extraño, y probablemente peligroso,
estaba ocurriendo en el «Cerro del Contrabandista». Hubiese deseado que las niñas
no se encontrasen allí.
—Escuchadme ahora —dijo—. Tú, Jorge, ve a dormir con Maribel y Ana en la
habitación contigua. Cerrad la puerta con llave y dejad la luz encendida. Dick y yo
dormiremos aquí, en la antigua habitación de Hollín, también con la luz encendida, y
así sabréis que estamos cerca.
Les tranquilizaba saber que los dos chicos se quedaban tan cerca. Las tres niñas
regresaron a la habitación de Maribel. Estaban muy cansadas. Ana y Maribel
volvieron a la cama, y Jorgina se tumbó sobre un catre estrecho, pero cómodo, y se
cubrió con una manta. A pesar de la excitación, las niñas se durmieron al cabo de
medio minuto. Estaban rendidas.
Los niños hablaron durante un rato, acostados en la cama de Hollín, donde poco
tiempo antes el tío Quintín estaba durmiendo. Julián creía que aquella noche no
ocurriría nada más. Él y Dick se durmieron, aunque Julián estaba dispuesto a
despertarse al menor ruido.
A la mañana siguiente, los despertó Sara, que estaba muy extrañada. Había
entrado para correr las cortinas y servir una taza de té al padre de Jorgina. No podía
dar crédito a sus ojos cuando vio a los dos muchachos en la cama del huésped y que
éste había volado.
—¿Qué es esto? —preguntó Sara, boquiabierta—. ¿Dónde está vuestro tío? ¿Por
qué estáis aquí?
—¡Oh!, ya te lo contaremos más tarde —contestó Julián, que no quería entrar en
detalles con Sara, porque era muy charlatana—. Puedes dejar el té, Sara, ¡nos va a
venir muy bien!
—Sí, pero ¿dónde está vuestro tío? ¿Está en vuestra habitación? —dijo Sara, muy
extrañada—. ¿Qué ocurre?
—Puedes ir a mirar a nuestra habitación si quieres, a ver si está allí —dijo Dick,
que tenía ganas de librarse de la asustada mujer.
Sara salió pensando que todos en la casa debían de haber enloquecido. Dejó, sin
embargo, el té en la habitación, y los chicos se lo llevaron en seguida al cuarto de las
niñas. Jorgina les abrió la puerta. Fueron sorbiendo, por turno, el té caliente de la
única taza que tenían.
Luego, Sara regresó con Enriqueta y Block. La cara de Block estaba impávida
como siempre.
—No hay nadie en su habitación, señorito Julián —empezó a decir Sara.
Block profirió una exclamación y miró a Jorgina con enfado. Creía que ella
estaría encerrada en su habitación y, en cambio, estaba en la de Maribel, bebiéndose
el té.
—¿Cómo se ha escapado usted? —inquirió—. Se lo diré al señor Lenoir. Será

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usted castigada.
—¡Cállese usted! —intervino Julian—. ¡No sé cómo se atreve a hablar así a mi
prima! Estoy convencido de que tiene usted parte en todo este extraño negocio.
¡Salga usted, Block!
Tanto si Block lo había oído, como si no, no hizo gesto de moverse. Julián se
puso de pie con la cara muy seria:
—¡He dicho que salga de esta habitación! —Sus ojos centelleaban—. ¿Me ha
oído? Tengo la sensación de que la policía siente interés por usted, Block. Y ahora,
¡salga!

Enriqueta y Sara daban pequeños chillidos. Aquel repentino misterio era


demasiado para ellas. Miraban a Block y se iban retirando hacia la puerta. Por
fortuna, también Block se fue, lanzando una demoníaca mirada hacia Julián.
—Voy a contárselo al señor Lenoir —dijo Block, y desapareció.
Al cabo de unos minutos, comparecieron el señor y la señora Lenoir en la
habitación de Maribel. La señora Lenoir parecía muerta de miedo. El señor Lenoir,
confuso y preocupado.
—Pero ¿qué es lo que pasa? —empezó a decir—. Block ha venido a mí con un
absurdo cuento. Dice que tu padre ha desaparecido, Jorge, y que…
—¡Y también ha desaparecido Hollín! —gimió de repente Maribel, que estalló de
nuevo en sollozos—. ¡Hollín no está! ¡Hollín ha desaparecido!
La señora Lenoir lanzó un grito.
—¿Qué queréis decir? ¿Dónde puede haber ido? ¿Qué significa esto, Maribel?

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—Maribel, creo que será mejor que yo se lo cuente —dijo Julián, que no quería
que la niña soltara todo lo que sabía. Seguramente el señor Lenoir estaba detrás de
todo aquello y sería una locura decirle lo que sospechaban de él.
—¡Julián! ¡Dime pronto lo que ha ocurrido, dímelo! —rogaba la señora Lenoir,
que estaba completamente trastornada.
—Tío Quintín ha desaparecido de su cama la noche pasada, y también se ha
esfumado Hollín —explicó Julián brevemente—. Es posible que vuelvan, ¡claro está!
—¡Julián! Tú ocultas algo —dijo de repente el señor Lenoir, mirando a Julián con
hosquedad—. Dinos todo lo que sepas, ¡por favor! ¿Cómo te atreves a ocultarlo en
estos momentos?
—Díselo, díselo, Julián —gemía Maribel.
Julián se mostraba obstinado y miraba de reojo a Maribel.
La punta de la nariz del señor Lenoir se puso pálida.
—Voy a llamar a la policía —dijo—. Quizá les hablarás a ellos, muchacho. Te
inculcarán un poco de sentido común.
Julián quedó muy sorprendido.
—¡Oh! No creo que vaya usted a la policía —espetó—. ¡Usted tiene demasiados
secretos que esconder!

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Capítulo 17
¡TODAVÍA MAS EMBROLLADO!

El señor Lenoir miró a Julián con gran estupor. Después de esta exclamación,
reinó un silencio, mortal. Julián se hubiera azotado por haberla soltado, pero ya era
demasiado tarde.
El señor Lenoir abrió por fin la boca para decir algo; en aquel momento, se
oyeron pasos que se acercaban a la puerta. Era Block.
—Entre usted, Block —dijo el señor Lenoir—. Parece que han ocurrido cosas
raras.
Block no parecía oír, y permaneció fuera de la puerta. El señor Lenoir le llamó
por señas con impaciencia.
—No —dijo Julián con firmeza—. Lo que tenemos que decir no podemos decirlo
delante de Block, señor Lenoir. No nos gusta; no confiamos en él.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el señor Lenoir con enfado—. ¿Qué sabéis de
mis criados? Conozco a Block desde muchos años antes de que entrara a mi servicio,
y es un hombre en quien se puede confiar. No es culpa suya si es sordo y eso lo hace
a veces irritable.
Julián se calló obstinadamente. Miró con enfado a los fríos ojos de Block y luego
bajó la vista.
—¡Pero esto es increíble! —exclamó el señor Lenoir procurando no perder la
calma—. No sé lo que os pasa a cada uno de vosotros; los unos desaparecen y
vosotros, los niños, me habláis como si yo no fuese dueño de mi casa. Insisto en que
me digáis todo lo que sabéis.
—Prefiero decírselo a la policía —dijo Julián mirando a Block con insistencia.
Pero Block no mostró ningún cambio de expresión en su rostro.
—¡Salga usted, Block! —ordenó el señor Lenoir finalmente, viendo que no había
esperanzas de obtener nada de Julián mientras el criado estuviese presente—. Mejor
será que bajéis todos a mi estudio. Esto se pone cada vez más confuso. Si la policía
ha de intervenir, mejor será que me lo contéis todo a mí primero. Delante de ellos, no
quiero parecer un idiota en mi propia casa.
Julián se sentía desconcertado. El señor Lenoir no se comportaba como él pensó
que lo haría. Parecía sinceramente desconcertado, y parecía estar planeando el
mezclar en todo ello a la policía. Seguramente no obraría así si estuviera enredado en
el asunto. Julián estaba perdido en sus cavilaciones.
La señora Lenoir lloraba silenciosamente. Junto a ella sollozaba Maribel. El señor
Lenoir rodeó con el brazo a su esposa y besó a Maribel. De repente, todos lo vieron
mucho más amable y cariñoso de lo que nunca les había parecido.
—No os preocupéis —dijo con acento afectuoso—. Pronto llegaremos a

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esclarecer todo esto, aun cuando tuviera que hacer venir a todo el cuerpo de la
policía. Me parece que ya sé quién está detrás de todo esto.
Estas palabras dejaron todavía más perplejo a Julián. Él y los otros siguieron al
señor Lenoir hasta el estudio. Estaba aún cerrado. El señor Lenoir lo abrió. Apartó un
montón de papeles que había sobre su pupitre.
—Veamos, ¿qué es lo que sabéis? —preguntó tranquilamente a Julián.
El niño observó que la punta de su nariz ya no estaba pálida. Se veía que ya había
superado su arrebato de mal genio.
—Pues, señor, creo que ésta es una casa extraña y que en ella están ocurriendo
muchas cosas raras —respondió Julián, que no sabía cómo empezar—. Temo, señor,
que no le guste a usted que yo diga a la policía todo lo que sé.
—¡Julián, no hables con enigmas! —dijo el señor Lenoir con impaciencia—. Te
comportas como si yo fuera un criminal y temiera a la policía. No lo soy. ¿Qué es lo
que ocurre en esta casa?
—Pues…, por ejemplo, las señales desde el torreón —dijo Julián observando la
expresión del señor Lenoir.
El señor Lenoir se quedó boquiabierto. Se veía claramente que estaba muy
extrañado. Miraba a Julián. De repente, la señora Lenoir gritó:
—¡Señales! ¿Qué señales?
Julián lo explicó. Contó cómo Hollín había descubierto los centelleos de luz y,
luego, cómo él y Dick habían ido hasta el torreón con Hollín cuando, por segunda
vez, vieron las señales luminosas. Describió la línea de débiles lucecitas temblorosas
a través del pantano desde la orilla del mar.
El señor Lenoir escuchaba con gran atención. Hizo preguntas respecto a fechas y
horas. Oyó que los niños habían seguido al que hacía señas hasta la habitación de
Block, donde éste había desaparecido.
—Saldría por la ventana, creo yo —dijo el señor Lenoir—. Block no tiene nada
que ver con todo esto, podéis estar seguros de ello. Es fiel y leal, y me ha sido de una
gran ayuda desde que está aquí. Creo que el señor Barling debe de tener que ver con
todo esto. No puede hacer señas desde su casa al mar, porque no está bastante alta y
su situación no es buena. Debe de haber estado usando mi torreón para dar avisos
desde allí… ¡Seguramente era él mismo el que venía a hacerlo! Él conoce mejor que
yo todos los caminos secretos de esta casa. Sería fácil para él venir hasta aquí.
Los niños pensaron que seguramente era el señor Barling el que hacía las señas.
Miraban al señor Lenoir. Todos empezaron a pensar que seguramente éste no tenía
nada que ver con los curiosos acontecimientos.
—¡No sé por qué motivo Block no ha de saber todo esto! —exclamó el señor
Lenoir levantándose—. Me parece muy probable que el señor Barling pueda dar
razón de muchos de estos extraños acontecimientos. Voy a ver si Block sospecha
algo.
Julián apretó firmemente los labios. Si el señor Lenoir iba a contárselo todo a

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Block (que con seguridad era cómplice de todo ello), él no diría nada más al señor
Lenoir.
—Voy a ver qué piensa Block de todo esto y, luego, si no podemos resolver solos
este asunto, llamaremos a la policía —dijo el señor Lenoir saliendo de la habitación.
Julián no quería decir nada más delante de la señora Lenoir; por eso, cambió
completamente de tema.
—¿Qué hay del desayuno? —preguntó—. Me siento hambriento.
Todos fueron a desayunar; pero Maribel no pudo tragar ni un bocado, porque no
hacía más que pensar en Hollín.
—Estoy pensando… —dijo Julián cuando se encontraron solos en la mesa— que
deberíamos intentar solucionar algo del misterio por nuestra cuenta. Me gustaría, en
primer lugar, hacer una inspección detenida en la habitación de tu padre, Jorge. Debe
de haber algún otro camino para salir de ella, además del pasadizo secreto que
conocemos.
—¿Qué crees que ocurriría allí la noche pasada? —inquirió Dick.
—Creo que Hollín se escondió en ella, esperando que le fuera posible colarse por
el pasadizo secreto, tan pronto como tío Quintín se hubiese dormido —contestó
Julián, pensativo—. Y, mientras estaba escondido, alguien penetró en la habitación
por alguna parte, para secuestrar a tío Quintín. No sé por qué motivos lo haría, pero
eso es lo que yo creo. En ese momento, asustado, Hollín se pondría a gritar, y alguien
le daría un golpe en la cabeza para aturdirle, o algo por el estilo. Entonces, él y tío
Quintín debieron ser secuestrados juntos y sacados por algún paso secreto que no
conocemos.
—Sí —afirmó Jorgina—, y sería Barling el que los secuestró. Yo oí claramente
que Hollín gritaba: «¡Señor Barling!». Debía de haber encendido su linterna y pudo
verle.
—Seguramente están escondidos en algún rincón de la casa de Barling —dijo de
repente Ana.
—¡Sí! —respondió Julian—. ¿Por qué no habré pensado en eso? ¡Claro que sí!
Ahí es donde deben hallarse… Tengo muchas ganas de bajar y echar un vistazo.
—¡Oh, déjame ir contigo! —imploró Jorgina.
—No —dijo Julian—. De ninguna manera. Es una aventura arriesgada, y el señor
Barling es un hombre malo y peligroso. Ni tú ni Maribel debéis venir. Iré con Dick.
—¡Qué pusilánime eres! —exclamó Jorgina, y sus ojos lanzaron destellos de furia
—. ¿No valgo yo tanto como un chico? Yo pienso ir con vosotros.
—Bien, pues si vales tanto como un chico, cosa que admito, podrías quedarte y
vigilar a Ana y a Maribel… No queremos que las secuestren también.
—¡Oh, no vayas, Jorge! ¡Por favor! —imploró Ana—. ¡Quédate con nosotras!
—De todas formas, me parece una locura ir —dijo Jorgina—. El señor Barling no
os dejará entrar. Y si conseguís entrar, no podréis descubrir todos los lugares secretos
de la casa. Debe de haber tantos como aquí, si es que no hay más.

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Julián, en el fondo, pensaba que Jorgina tenía razón. Pero, de todas formas, valía
la pena intentarlo.
Él y Dick salieron después del desayuno y fueron a casa del señor Barling. Pero,
cuando llegaron, vieron que toda la casa estaba cerrada. Nadie contestó a sus
timbrazos y golpes. Las cortinas estaban corridas delante de las ventanas y no se veía
salir humo por la chimenea.
—El señor Barling se ha ido de vacaciones —dijo el jardinero que trabajaba en el
jardín vecino—. Se ha ido esta mañana, en su coche. Todos sus criados están de
vacaciones también.

—¡Oh! —exclamó Julián con voz apagada—. ¿Había alguien con él en el coche?
Me refiero a un hombre y un muchacho.
El hombre pareció extrañado y denegó con la cabeza.
—No. Iba solo y conducía él mismo.
—Gracias —contestó Julián, y regresó hacia el «Cerro del Contrabandista».
Todo esto era muy extraño. ¡El señor Barling había cerrado la casa y se había ido
sin sus prisioneros! Pues, ¿qué había hecho de ellos? Y ¿por qué había secuestrado a
tío Quintín? Julián recordó que el señor Lenoir no había expuesto ninguna razón para
ello. Quizá sabía alguna, pero no la había querido decir. No había forma de entender
todo esto.
Entre tanto, Jorgina había estado investigando por su cuenta. Se había deslizado
hasta la habitación de tío Quintín y había mirado bien por todas partes, para ver si por
casualidad existía algún otro pasadizo que Hollín no conociera. Había golpeado las
paredes. Había levantado la alfombra y examinado atentamente el suelo con gran
minuciosidad. Había intentado, de nuevo, salir por el armario, deseando poder
penetrar en el pasadizo secreto y hallar a Tim. Abajo, la puerta del estudio estaba
cerrada de nuevo, y no se atrevió a contar lo de Tim al señor Lenoir, y pedir su ayuda.

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Jorgina estaba ya a punto de abandonar la tranquila habitación, cuando vio brillar
algo por el suelo, cerca de la ventana. Se inclinó para recogerlo. Era un tornillo. Miró
por todas partes. Buscaba de dónde provenía. Al principio no vio en ningún sitio
tornillos del mismo tamaño. Luego sus ojos tropezaron con el asiento de la ventana.
Allí había tornillos, tornillos que sujetaban el asiento de madera a su soporte.
¿Provenía el tornillo del asiento situado junto a la ventana? ¿Y por qué había de ser
de allí? Los demás estaban bien atornillados. Los examinó atentamente. De repente se
le escapó un grito.
«¡Falta uno —pensó—. El de en medio de uno de los lados. Es menester que
piense…»
Recordó la pasada noche. Recordó que alguien se había introducido mientras ella
estaba escondida debajo de la cama y que había estado manipulando algo junto a la
ventana, inclinado sobre el asiento. Recordaba ahora los pequeños ruidos: sonidos
metálicos y ligeros roces. ¡Eran los tornillos al ser atornillados en el asiento!
«Alguien puso los tornillos al asiento la noche pasada y, en la oscuridad, uno de
los pequeños tornillos se le cayó —pensó Jorgina, que empezaba a sentirse excitada
—. ¿Por qué puso los tornillos? ¿Para ocultar algo? ¿Qué habrá en el asiento de la
ventana? Suena como si estuviera hueco. Nunca se había levantado. Lo sé. Siempre
lo vi fijo, lo sé. Lo sé, porque yo creí primero que era un sitio para guardar cosas,
como uno que hay en mi casa debajo de un asiento. Pero aquí la tapa estaba siempre
fija».
Jorgina se sintió segura de que por fin había encontrado algo interesante. Debía
haber algún lugar secreto debajo del banco de la ventana. Salió corriendo en busca de
un destornillador. Encontró uno y regresó velozmente.
Cerró la puerta con llave tras de sí, por si venía Block. ¿Qué iba a encontrar al
levantar el asiento de la ventana? La impaciencia se la comía.

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Capítulo 18
CURIOSOS DESCUBRIMIENTOS

Cuando acababa de destornillar el último tornillo, se oyó un golpe en la puerta.


Jorgina se sobresaltó. No contestó, temiendo que fuese Block o el señor Lenoir.
Luego, con gran alivio por su parte, oyó la voz de Julián:
—¡Jorge!, ¿estás aquí?
La niña se apresuró hacia la puerta y la abrió. Los chicos entraron. Parecían muy
sorprendidos. Maribel y Ana los seguían. Jorgina cerró la puerta y pasó el cerrojo.
—El señor Barling se ha ido y ha cerrado la casa —explicó Julian—. Así
estamos. Pero ¿que estás haciendo, Jorge?
—Desatornillando este asiento —contestó Jorgina, y les contó lo del tornillo
encontrado en el suelo. Todos se apiñaron en torno a ella con gran inquietud.
—¡Bravo, Jorge! —dijo Dick—. Déjame que acabe de destornillar.
—¡No, gracias, esto es trabajo mío! —dijo Jorgina. Quitó el último tornillo.
Luego levantó el borde del asiento. Éste salió como una tapadera.
Todos miraron hacia adentro muy asustados. ¿Qué verían? Con gran sorpresa y
desilusión, se encontraron tan sólo con un cajón vacío. El asiento de la ventana era
como un cajón, con la tapa atornillada para que la gente se sentase en ella.
—¡Qué desengaño! —dijo Dick. Cerró de nuevo la tapadera—. Creo que en
realidad no oíste a nadie atornillar la tapadera, Jorge. Debiste de imaginarlo.
—No, no lo imaginé. —Abrió de nuevo la tapadera y se metió dentro de aquella
especie de cajón que formaba el asiento de la ventana y pateó y presionó con el pie.
De repente se oyó un chasquido y el fondo de aquella especie de cajón cayó de
lado como si fuera una trampa que girara sobre sus goznes.
Jorgina, perdiendo apoyo bajo sus pies, dio un grito y se agarró al borde. Quedó
un momento colgando y luego, con una contracción de músculos, consiguió saltar
afuera. Todos miraron hacia abajo en silencio.
En el fondo había un boquete con una profundidad de unos dos metros y medio.
Esa profundidad parecía ensancharse y juntarse a un pasadizo secreto, que
desembocaba en uno de los túneles subterráneos, por los que toda la colina estaba
minada. ¿Acaso condujera hasta la casa del señor Barling?
—¡Mirad eso! —indicó Dick—. ¿Quién hubiese podido pensar semejante cosa?
Juraría que ni el viejo Hollín conocía este camino.
—¿Bajamos? —preguntó Jorgina—. Vamos a ver adonde conduce. Quizás
encontremos a Tim.
Se oyó que alguien forcejeaba en la puerta. Estaba cerrada. Luego la golpearon
con impaciencia y una voz enfadada gritó ásperamente.
—¿Por qué está cerrada esta puerta? ¡Abrid en seguida! ¿Qué estáis haciendo

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aquí?
—¡Es mi padre! —susurró Maribel, con los ojos muy abiertos—. Mejor será que
abra la puerta…
Jorgina cerró la tapa del asiento de la ventana sin hacer ruido. No quería que el
señor Lenoir viera su último descubrimiento. Cuando se abrió la puerta, el señor
Lenoir vio que los niños estaban allí de pie o sentados en el asiento de la ventana.
—He tenido una buena charla con Block —dijo— y, tal como yo creía, no sabe
absolutamente nada de todo lo que está ocurriendo por aquí. Quedó muy extrañado al
oír lo de las señales lanzadas desde el torreón. Pero no cree que sea el señor Barling.
Cree que puede ser un complot en contra mía.
—¡Ah! —disimularon los niños, sin dar mucho crédito a las palabras de Block,
como por el contrario parecía hacerlo el señor Lenoir.
—Todo esto ha angustiado mucho a Block —dijo el señor Lenoir—. Se siente
enfermo y le he dicho que se fuera a descansar hasta que se decida lo que vamos a
hacer.
Los niños comprendieron que Block no debía angustiarse con tanta facilidad.
Todos sospecharon rápidamente que Block no se iría a descansar, sino que se
escabulliría para arreglar sus propios asuntos.
—Tengo una ocupación urgente en estos momentos —dijo el señor Lenoir—. He
llamado a la policía, pero, por desgracia, el inspector no estaba. Me llamará en cuanto
regrese. ¿Podéis quedaros sin hacer disparates hasta que yo acabe mi trabajo?
Los niños pensaron que aquélla era una pregunta tonta. No contestaron. El señor
Lenoir sonrió. De repente, se rió brevemente y se fue.
—Voy hasta la habitación de Block a echar un vistazo y veremos si está realmente
en ella —dijo Julián, en cuanto perdieron de vista al señor Lenoir.
Fue hacia el ala del edificio en que se encontraban las habitaciones del servicio y
se paró, sin hacer ruido, junto a la de Block. La puerta estaba ligeramente entreabierta
y Julián podía ver a través de la rendija. Vio el bulto del cuerpo de Block en la cama
y la mancha oscura que formaba su cabeza. Las persianas estaban corridas, para
mantener la habitación a oscuras, pero en la semioscuridad se percibía todo esto.
Julián corrió junto a los demás.
—Sí, ¡está en su cama! —dijo—. Está seguro durante un rato. ¿Qué os parece si
bajáramos por el boquete del asiento de la ventana? Me gustaría muchísimo saber
adonde conduce.
—¡Oh, sí! —exclamaron todos.
Pero no era cosa fácil saltar unos dos metros y medio sin magullarse demasiado.
Julián pasó primero y sintió que la sacudida era muy fuerte. Gritó a Dick:
—Tendremos que hallar un pedazo de cuerda y atarla a alguna parte y dejarla
colgando por el boquete. Es peligroso soltarse desde tanta altura.
Pero cuando Dick iba a salir a buscar la cuerda, Julián volvió a gritar.
—¡No hace falta ya! He descubierto algo. Hay huecos excavados en las paredes

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del hoyo. En ellos podéis apoyar los pies o las manos. No los vi antes. Podéis
utilizarlos para bajar.
Así pues, todos bajaron, uno tras otro, palpando en busca de los huecos. Jorgina
falló uno o dos y se quedó colgando hasta que por fin se dejó caer en el último trecho.
Pegó contra el suelo, pero no se hizo daño.

Tal como pensaban, el boquete conducía a otro pasadizo secreto de la mansión,


pero éste descendía en línea recta, formando escalones. Así es que pronto se
encontraron muy por debajo del nivel de la casa. Luego llegaron al laberinto de
túneles que minaba la colina. Allí se detuvieron.
—¡Ved! Me parece que no podemos seguir adelante —dijo Julian—. Nos
perderíamos. No traemos con nosotros a Hollín ahora, y Maribel no conoce el
camino. Sería peligroso andar por aquí.
—¡Escuchad! —dijo de repente Dick en voz baja—. Viene alguien.
Podían oír el ruido hueco de los pasos que se acercaban por un túnel lateral a la
izquierda de ellos. Todos se retiraron hacia la oscuridad y Julián apagó su linterna.
—Son dos hombres —comentó Ana cuando dos personas salieron del túnel
cercano. Uno era alto y delgado. El otro… ¡el otro con seguridad era Block! Si no era
Block, era su doble.
Los dos hombres hablaban en voz baja. Dialogaban. ¿Cómo podía ser Block si

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aquel hombre oía tan bien? Además, Block estaba durmiendo en su cama. No habrían
transcurrido diez minutos desde que Julián lo vio allí.
«¿Existirían, pues, dos Block?», pensó Jorgina, como había pensado ya en otra
ocasión.
Los hombres desaparecieron en otro túnel, y la luz brillante de sus linternas se
extinguió progresivamente. Todavía llegaba hasta ellos el eco apagado de sus voces.
—¿Los seguimos? —sugirió Dick.
—Claro que no —dijo Julian—. Podríamos perderlos y extraviarnos. ¿Y si de
repente se dan la vuelta y nos encuentran? ¡Menudo susto!
—Estoy segura de que el primero era el señor Barling —dijo Ana—. No pude ver
su cara, porque la luz de su linterna no la iluminaba, pero parecía ser el señor Barling,
¡tan alto y desgarbado!
—Pero el señor Barling se ha marchado —dijo Maribel.
—¡Se supone que se ha marchado! —repuso Jorgina—. Es posible también que
haya regresado. Desde luego parecía él. Me gustaría saber adonde iban esos dos. A
ver a mi padre y a Hollín, seguramente, ¿no os parece?
—Es probable —confirmó Julian—. Regresemos ya. Creo que no debemos seguir
vagabundeando solos por estos túneles. Son interminables. Tienen varios kilómetros,
según dice Hollín. Se entrecruzan, suben, bajan, dan vueltas y vueltas y acaban en el
pantano. Nunca sabríamos regresar si llegamos a perdernos.
Volvieron sobre sus pasos. Subieron los escalones y alcanzaron, por fin, el fondo
del boquete que se abría en el asiento de la ventana. Era relativamente fácil subir,
agarrándose a los huecos excavados en la pared.
Pronto estuvieron todos de nuevo en la habitación, contentos de ver otra vez los
rayos del sol que penetraban por la ventana. Miraron afuera. El pantano comenzaba a
envolverse en la niebla, una vez más, aunque a la altura que se encontraban ésta se
veía dorada por el sol.
—Voy a poner de nuevo los tornillos en el asiento de la ventana —dijo Julián
recogiendo el destornillador y recubriendo la abertura con la tapa de madera—. Así,
si viene Block por aquí, no se dará cuenta de que hemos descubierto este nuevo
pasadizo secreto. Estoy seguro de que fue él quien quitó los tornillos del asiento para
que el señor Barling pudiese entrar en la habitación y que luego volvió a atornillarlos,
para que nadie pudiera adivinar lo que había ocurrido.
Volvió a colocar los tornillos rápidamente y luego miró el reloj.
—Es casi la hora de comer y tengo apetito. Desearía que Hollín y tío Quintín
hubiesen regresado. Espero que estén bien… y también Tim —dijo Julian—. Quisiera
saber si Block sigue en cama o si está rondando por los túneles. Voy a echar otro
vistazo.
Pronto regresó muy confuso.
—Sí, sigue en su cuarto tranquilamente. Es muy raro.
Block no compareció a la hora de la comida. Sara explicó que había rogado que

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no lo molestaran si él no comparecía por su cuenta.
—A veces le dan unos dolores de cabeza terribles —explicó—. Quizá por la tarde
ya se encuentre bien.
Deseaba comentar con ellos todas aquellas cosas. Pero los niños habían decidido
no contarle nada. Era una mujer amable y los niños le tenían afecto, pero, de todas
formas, no confiaban en nadie en el «Cerro del Contrabandista». Así es que Sara no
pudo sacarles nada a ninguno de ellos y se retiró bastante ofendida.
Julián bajó a hablar con el señor Lenoir. Le pareció que, aunque el inspector no
estuviera en el puesto de policía, alguien más debía ser informado de lo que ocurría.
Estaba preocupado por su tío y por Hollín. No podía menos de pensar que quizás el
señor Lenoir, para ganar tiempo, había dicho que el inspector no estaba.
El señor Lenoir parecía enfadado cuando Julián llamó a la puerta de su estudio.
—¡Ah, eres tú! —dijo a Julian—. Esperaba a Block. Lo he estado llamando
repetidamente. Se oye sonar el timbre en su habitación y no puedo comprender por
qué no viene. Quiero que me acompañe al puesto de policía.
«¡Está bien!», pensó Julián. Luego dijo en voz alta:
—Iré y le diré de su parte que se dé prisa, señor Lenoir. Se cuál es su habitación.
Julián subió velozmente hasta llegar al rellano de donde partían los escalones que
conducían a los dormitorios de la servidumbre. Los salvó de un par de saltos y, con
un fuerte empujón, abrió de par en par la puerta de la habitación de Block.
¡Block parecía aún dormir en su cama! Julián lo llamó en voz alta. Luego recordó
que era sordo. Por tanto, se dirigió a la cama y puso su mano con brusquedad donde
se dibujaba su hombro, bajo las sábanas.
No encontró ninguna resistencia. Julián retiró su mano y miró con mayor
atención. Entonces se llevó un gran susto.
¡Block no estaba en su cama! Allí no había más que una gran bola, pintada de
negro, para que pareciera una cabeza medio hundida entre las sábanas… y, cuando
Julián apartó éstas, en lugar del cuerpo de Block, encontró un viejo y sucio
almohadón, sabiamente moldeado para que semejase un cuerpo encogido.
«¡Conque ésta es la jugarreta que se gasta Block cuando quiere largarse a alguna
parte y, sin embargo, desea que crean que está aquí! —pensó Julian—. Así es que era
Block el que hemos visto en el túnel esta mañana, y también tuvo que ser Block el
que Jorge vio ayer hablando con el señor Barling cuando ella miraba por la ventana.
Y ni siquiera es sordo. Es un pícaro, eso es, muy listo, muy taimado y con dos caras».

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Capítulo 19
HABLA EL SEÑOR BARLING

Entre tanto, ¿qué les pasaba al tío Quintín y a Hollín? ¡Muchas cosas! Tío Quintín
había sido amordazado y narcotizado cuando el señor Barling entró en su habitación
en forma tan inesperada, de manera que no pudo luchar ni gritar. Era fácil descolgarlo
por el boquete del asiento de la ventana. Cayó al fondo y chocó con fuerza contra el
suelo, lo que lo dejó completamente magullado.
Luego, también el pobre Hollín pasó por el agujero y, detrás de ellos, bajó el
señor Barling, que descendía a oscuras, ayudado por los agujeros de la pared. Alguien
más estaba abajo para auxiliarle. No era Block, que se había quedado arriba para
atornillar la tapa del asiento de la ventana, con el fin de que nadie supiera por dónde
habían sacado a los secuestrados, sino un criado del señor Barling.
—He tenido que traerme también a este chiquillo. Es el hijo de Lenoir —le
explicó el señor Barling—. Estaba espiando en la habitación. Lenoir se lo merece, ya
que trabajaba en contra mía.
Los dos prisioneros fueron arrastrados escaleras abajo y conducidos hacia los
túneles. El señor Barling se paró y sacó un ovillo de cordel de su bolsillo. Lo tendió a
su criado.
—Ate usted el extremo del cordel a ese clavo y deje que el ovillo se vaya
desenrollando mientras avanzamos. Yo sé bien el camino, pero Block no lo conoce y
tiene que venir mañana para traer comida a nuestros dos presos. ¡Así no se perderá!
Volveremos a anudar el cordel antes de llegar al sitio donde vamos a dejarlos, de
manera que ellos no puedan encontrarlo. ¡No vaya a ser que lo usen para huir!
El criado sujetó el extremo del cordel al clavo que el señor Barling le señalaba y
luego, a medida que caminaban, lo fue soltando. El cordel serviría así de guía a todo
aquel que no supiera el camino. De otro modo, sería peligroso pasearse por los
túneles subterráneos, puesto que algunos de ellos eran larguísimos.
Al cabo de unos ocho minutos, la pequeña comitiva llegó a una especie de
covacha circular, que se encontraba junto a un túnel grande, pero de techo muy bajo.
Allí se había colocado un banco, unas mantas, una caja para que hiciera las veces de
mesa y un jarro de agua. Nada más.
Hollín empezaba a recobrarse de su porrazo en la cabeza. El otro preso, sin
embargo, yacía aún inconsciente, respirando pesadamente.
—No nos servirá de nada intentar hablarle hoy —dijo el señor Barling—. No
estará bien hasta mañana. Entonces le hablaremos. Traeré a Block.
Hollín estaba extendido en el suelo. De repente, se incorporó y se llevó la mano a
su dolorida cabeza. No podía comprender dónde se encontraba.
Levantó la cabeza y vio al señor Barling, y, de golpe, lo recordó todo. Pero ¿cómo

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había podido llegar hasta aquel oscuro antro?
—¡Señor Barling! —exclamó—. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me pegó
usted? ¿Por qué me ha traído aquí?
—¡Ése es el castigo para los niños que meten las narices en cosas que no les
importan! —respondió el señor Barling con voz horrible y sarcástica—. Le harás
compañía a nuestro amigo que está en el banco. Dormirá hasta mañana, según creo.
Puedes contárselo todo entonces y decirle que yo volveré para tener con él una
conversación muy íntima. Y, escucha, Pedro, tú sabes bien que es una locura andar
por estos túneles, ¿verdad? Os he traído a uno que es muy poco conocido y, si deseáis
extraviaros y que nunca más se oiga hablar de vosotros, no tenéis más que intentar
salir de paseo. ¡Eso es todo…!
Hollín estaba pálido. Conocía bien el peligro de andar al azar por aquellos viejos
túneles. Estaba seguro de desconocer en absoluto aquél en que ahora se encontraban.
Se disponía a hacer algunas preguntas cuando el señor Barling giró sobre sus talones
y se fue con su criado. Se llevaron la linterna y dejaron al niño en la más absoluta
oscuridad. Hollín empezó a gritar.
—¡Animales! ¡Déjenme por lo menos una luz!
Pero no recibió respuesta alguna. Hollín oyó cómo los pasos se alejaban y luego
sólo quedó silencio y oscuridad.
El niño palpó su bolsillo en busca de su linterna; pero no estaba allí. La había
dejado en su habitación. A tientas, llegó hasta el banco y palpó el cuerpo del padre de
Jorgina. Era terrible estar así en la oscuridad. Además, hacía frío.
Hollín se cubrió con las mantas y se encogió junto al cuerpo del hombre
inconsciente. Deseaba con todo su corazón que se despertara.
En alguna parte se oía el clin, clin, clin, de las gotas de agua que caían del techo.
Al cabo de un rato, Hollín se sentía ya incapaz de soportarlo. Sabía perfectamente
que no eran más que gotas que se desprendían del techo del túnel, porque el lugar era
húmedo, pero se le hacía intolerable. Clin, clin, clin…, clin, clin, clin… ¡Si al menos
cesara aquello!
«¡Tendré que despertar al padre de Jorge —pensaba el niño con desesperación—.
¡Tengo que hablar con alguien!».
Empezó a sacudir al dormido sin saber cómo llamarle, puesto que ignoraba su
nombre de pila. No podía llamarle «padre de Jorge». Entonces recordó que los demás
le llamaban tío Quintín, y empezó a gritar este nombre en el oído del que estaba
narcotizado.
—¡Despierte, tío Quintín! ¡Tío Quintín! ¡Despiértese, por favor! Pero ¿es que no
va usted a despertarse nunca?

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Por fin, el tío Quintín se estremeció. Abrió sus ojos en la oscuridad y escuchó las
urgentes voces junto a su oído. Estaba confuso.
—¡Tío Quintín! ¡Despiértese y hábleme! ¡Tengo miedo! —decía la voz—. ¡TÍO
QUINTÍN!
El hombre pensó vagamente que debía de ser Julián o Dick. Rodeó con su brazo a
Hollín e hizo que el muchacho se le acercara.
—Está bien, vete a dormir —murmuró—. Pero ¿qué ocurre, Julián? ¿O eres
Dick? Vete a dormir.
Cayó de nuevo en un profundo sopor, porque estaba aún medio narcotizado. Pero
ya Hollín se sentía reconfortado. Cerró sus ojos, pensando que no podría conciliar el
sueño. Pero se durmió en seguida y profundamente durante toda la noche. Le
despertó por fin el tío Quintín, que se movía sobre el banco.
El hombre, aún medio dormido, estaba muy asombrado al encontrar su cama tan
dura. Todavía quedó más extrañado al darse cuenta de que había alguien más a su
lado. No recordaba nada. Alargó la mano para encender la lamparilla que había al
lado de su cama la noche anterior.
¡Pero no encontró nada! ¡Qué extraño! Siguió palpando y tocó la cara de Hollín.
¿Quién estaba junto a él? Empezó a sentirse muy confuso. Se encontraba mal. ¿Qué
podía haber ocurrido?
—¿Está usted despierto? —dijo la voz de Hollín—. ¡Oh, tío Quintín, qué contento
estoy de que al fin se haya despertado! Espero que no le importe que le llame así,
porque no sé su apellido. Sólo sé que es usted el padre de Jorge y el tío de Julián.
—Pero ¿quién es usted? —preguntó tío Quintín, maravillado.
Hollín se lo fue contando todo. Tío Quintín lo escuchaba mientras su asombro
crecía por momentos.
—Pero ¿por qué hemos sido raptados así? —preguntó entre extrañado y enfadado
—. ¡Jamás en mi vida he oído semejante cosa!
—No sé por qué el señor Barling lo habrá secuestrado a usted, pero a mí me ha
traído porque vi lo que él hacía —explicó Hollín—. De todas formas, ha dicho que

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volvería esta mañana con Block y que tendrían con usted una charla muy íntima. Me
temo que tendremos que esperarlo aquí. No podremos encontrar el camino en la
oscuridad a través de este lío de túneles.
De modo que esperaron y, a su debido tiempo, el señor Barling compareció,
acompañado de Block. Block traía alimentos, que fueron muy bien recibidos por los
presos.
—¡Es usted una bestia, Block! —exclamó Hollín en seguida, al ver al criado a la
luz de la linterna—. ¿Cómo se atreve a tomar parte en este asunto? ¡Espere a que mi
padrastro se entere de todo esto! ¡A menos que también él esté metido en este jaleo!
—¡Cierre la boca! —ordenó Block.
Hollín lo miró con fijeza.
—¡Así que no es usted sordo! —dijo—. Todo el tiempo ha estado fingiendo que
no oía. ¡Es usted una persona repugnante! Se habrá enterado de muchos secretos
haciéndose el sordo y escuchando cosas que no le importaban… ¡Es usted asqueroso,
Block, y aún es algo peor que eso!
—Péguele usted si lo desea, Block —dijo el señor Barling sentándose en la caja
—. Yo no tengo tiempo para dedicarme a hacerlo.
—Lo haré —dijo Block con placer, y desató un trozo de cuerda que le rodeaba la
cintura—. Hace tiempo que lo deseo. ¡Es un verdadero gusano!
Hollín se alarmó. Se subió al banco y preparó sus puños.
—Bueno, será mejor que me deje primero hablar con el prisionero —dijo el señor
Barling—. Luego, puede administrar a Pedro la azotaina que merece. Le resultará
agradable tener que esperar para recibirla.
Mientras, tío Quintín escuchaba en silencio. Por último, miró a Barling y habló
con sequedad.
—Me debe usted una explicación por su extraño comportamiento. Exijo que se
me vuelva a conducir al «Cerro del Contrabandista». Responderá de esto ante la
policía.
—¡Oh!, no, no lo haré —respondió el señor Barling con voz melosa—. Tengo una
proposición generosa que hacerle. Sé para qué ha venido usted al «Cerro del
Contrabandista». Y también sé por qué usted y el señor Lenoir están tan interesados
en sus experimentos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó tío Quintín—. Supongo que ha sido espiándonos.
—Sí… ¡Block ha estado espiando y leyendo sus cartas! —gritó Hollín con
indignación.
El señor Barling no hizo caso de la interrupción.
—Mi querido señor —dijo a tío Quintín—, le voy a explicar con brevedad lo que
le propongo. Sé que está usted enterado de que soy un contrabandista. En efecto, lo
soy. Gano mucho dinero con este negocio. Es fácil introducir contrabando por aquí,
puesto que ninguna patrulla puede controlar los pantanos, ni detener a los hombres
que usan el paso secreto, que solamente yo y muy pocos más conocemos. En noches

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propicias, envío señales…, mejor dicho, es Block quien lo hace, usando el torreón del
«Cerro del Contrabandista», que está en un lugar muy apropiado…
—¡Oh, así que era Block! —gritó Hollín.
—Entonces llegan los cargamentos y, cuando otra vez el momento es oportuno,
yo dispongo de ellos. Pongo mucho cuidado en todo lo que hago, de manera que
nadie pueda acusarme, porque nunca pueden obtener una prueba real.
—¿Y por qué me cuenta usted todo eso? —preguntó tío Quintín con sorna—. No
me importa en absoluto. Sólo me preocupa el plan para drenar los pantanos, pero no
estoy interesado en el transporte de contrabando por ellos.
—¡Exactamente, mi querido amigo! —contestó el señor Barling con amabilidad
—. Ya lo sé. He visto sus planos y he leído lo que hay acerca de sus experimentos y
los del señor Lenoir. Pero el drenaje de los pantanos significaría el fin de mis
negocios. Cuando el pantano esté desecado, cuando en él se hayan construido casas y
se hayan trazado calles, cuando haya desaparecido la niebla, mi negocio desaparecerá
también. Quizá se construya un puerto aquí, al borde del pantano. En ese caso mis
barcos ya no podrían atracar sin ser vistos trayendo valiosas cargas. No solamente
perdería mi dinero, sino también toda la emoción que ello representa, lo cual para mí
significa más que la vida misma.
—¡Usted está loco! —exclamó tío Quintín, asqueado.
En efecto, el señor Barling estaba algo loco. Siempre había sentido una gran
satisfacción en ser un contrabandista al estilo antiguo, en estos tiempos en que el
contrabando ha decrecido. Le gustaba la excitación que le producía el saber que sus
barquitos estaban anclados en la niebla, frente al traidor pantano. Se sentía feliz al
saber que unos hombres caminaban a través de un estrecho camino, por entre el
brumoso pantano, para entregar los bienes de contrabando en un determinado punto
de reunión.
—¡Usted debería haber vivido cien años antes! —exclamó Hollín, que también se
daba cuenta de que el señor Barling estaba un poco loco—. No pertenece al tiempo
presente.
El señor Barling dirigió a, Hollín su mirada. Sus ojos relucían peligrosamente a la
luz de su linterna.
—Si dices una palabra más, te tiro al pantano —amenazó.
Hollín sintió que un escalofrío recorría su espalda. Se dio cuenta de que el señor
Barling era capaz de cumplir su amenaza. Era un hombre peligroso. También tío
Quintín lo comprendió así. Miró al señor Barling cautamente.
—¿Cómo intervengo yo en este asunto? —preguntó—. ¿Por qué me han
secuestrado?
—Porque sé que el señor Lenoir piensa comprar los planos de usted —respondió
el señor Barling—. Sé que pretende desecar el pantano valiéndose de sus ideas. Las
conozco muy bien. Sé también que el señor Lenoir espera ganar mucho dinero al
vender los terrenos desecados. Todo este brumoso pantano es de su propiedad.

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Actualmente, el pantano no es útil para nadie más que para mí. ¡Pero no será
desecado! Yo compraré sus planos, no Lenoir.
—Pero, bueno, ¿usted desea o no drenar el pantano? —dijo el tío Quintín,
sorprendido.
El señor Barling se rió con sorna.
—¡No! Quemaré sus planos y los resultados de sus experimentos. Serán míos,
pero yo no deseo usarlos. Quiero que el pantano continúe como está, misterioso,
cubierto de niebla, traidor para todo el mundo excepto para mí y para mis hombres.
Así es que, señor mío, haga usted el favor de proponerme su precio a mí, en vez de
decírselo al señor Lenoir. Y firme usted estos documentos, que ya he preparado de
antemano y que me entregan todos sus planos.
Desplegó un gran pedazo de papel delante de tío Quintín. Hollín observaba
conteniendo la respiración.
Tío Quintín cogió el papel. Lo rompió en mil pequeños pedazos, que lanzó a la
cara del señor Barling y dijo con desprecio:
—¡Yo no trato con locos ni con pícaros, señor Barling!

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Capítulo 20
TIM LOS RESCATA

El señor Barling se puso pálido. Hollín lanzó un chillido de gozo:


—¡Hurra! ¡Bravo, tío Quintín!
Block profirió una exclamación y se lanzó sobre el muchacho.
—Está bien —dijo el señor Barling con voz sibilante—. Zúrrele primero a él y
luego empréndala con este… con este… ¡obstinado idiota! Pronto les haremos
recobrar el sentido. Una buena zurra ahora y, después, unos cuantos días en la
oscuridad, sin comida. ¡Ah!, esto los volverá más propensos a aceptar.
Hollín gritó con todas su fuerzas. Tío Quintín saltó junto a él. La cuerda bajó y
Hollín gritó de nuevo.
Entonces se oyeron unos pasos rápidos y algo se lanzó sobre Block. Block dio un
grito de dolor y cayó al suelo. Topó con la linterna en su caída y la luz se apagó.

Se oía un fiero gruñir. Block luchaba, intentando apartar lo que se había caído
sobre él.
—¡Barling! ¡Ayúdeme usted! —gritaba.
El señor Barling acudió en su socorro, pero también fue atacado. Tío Quintín y
Hollín escuchaban con espanto y temor. ¿Quién había llegado así de improviso?

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¿Pensaba atacarlos a ellos después? ¿Era acaso una rata gigante o algún feo animal
que merodeaba por aquellos túneles?
De repente, el fiero animal ladró. Hollín dio un grito de alegría.
—¡TIM! ¡Ah, eres tú, Tim! ¡Oh, buen perro, buen perro! ¡Atácales! ¡Muerde a
ese hombre, Tim, muérdele fuerte!
Los dos hombres, asustados, no podían hacer nada en contra del furioso animal.
Pronto comenzaron a correr por el túnel abajo, tan rápido como les era posible,
buscando el cordel a tientas, porque temían perderse. Tim los persiguió durante un
rato con gran gozo y luego regresó junto a Hollín y el padre de Jorgina. Estaba
satisfecho de sí mismo.
Fue muy bien recibido. El padre de Jorgina lo acogió con gran júbilo y Hollín
rodeó el ancho cuello del perro con sus brazos.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Has encontrado el camino para salir del
pasadizo secreto en que te encontrabas? Debes estar medio muerto de hambre. Mira,
aquí hay algo de comida.
Tim comió con ansia. Había devorado unos cuantos ratones, pero no había
dispuesto de ninguna otra clase de alimento. Había lamido algunas gotas de agua que
aquí y allá resbalaban del techo, y por ello no estaba muy sediento. Pero se había
sentido confuso y preocupado. Hasta entonces, nunca había permanecido tanto
tiempo lejos de su amada dueña.
—Tío Quintín, quizá Tim podría conducirnos hasta el «Cerro del
Contrabandista», ¿no le parece? —preguntó de pronto, Hollín. Y luego se dirigió a
Tim—: ¿Puedes llevarnos hasta casa, viejo? ¿A casa, adonde está Jorge?
Tim escuchaba con las orejas muy tiesas. Corrió por el pasadizo abajo un corto
trecho, pero pronto regresó. No le agradaba la idea de descender por allí. Sentía que
los enemigos estaban al acecho. El señor Barling y Block no eran de los que
abandonaban tan pronto la partida.
Pero Tim conocía otros caminos por los túneles que minaban la colina, por
ejemplo, el que llevaba al pantano. Así es que se puso en marcha en la oscuridad, con
tío Quintín agarrado a su collar y Hollín, que les seguía de cerca, cogido al abrigo de
tío Quintín.
No resultaba fácil ni agradable. Tío Quintín dudaba a veces de que Tim supiese
realmente adonde iba. Descendieron y descendieron, tropezando en los lugares
desiguales y golpeando a veces con la cabeza en los sitios en que el techo del túnel
era muy bajo.
Al cabo de mucho tiempo llegaron al borde del pantano, al pie de la colina. Era
un lugar desolado, envuelto en la niebla de tal forma que ni Hollín ni tío Quintín
sabían hacia dónde dirigirse.
—No importa —dijo Hollín—, podemos dejar que Tim nos guíe. Él sabe el
camino y nos conducirá hasta la ciudad. Una vez allí, sabremos encontrar el camino
hasta casa.

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Pero, de improviso, con gran sorpresa y susto, vieron que Tim se paraba en seco,
enderezaba las orejas, gruñía y no quería seguir adelante. Parecía muy triste e infeliz.
¿Qué ocurría?
Entonces, con un gran ladrido, el perrazo los abandonó y, al galope, retrocedió
hacia el túnel que acababan de abandonar. ¡Y desapareció por completo!
—¡Tim! —gritó Hollín—. ¡Tim! ¡Vuelve aquí! ¡No nos abandones! ¡TIM!
Pero Tim se había ido. Ni Hollín ni tío Quintín sabían el porqué. Se miraron el
uno al otro desconcertados.
—Supongo que no nos queda más remedio que intentar seguir nuestro camino por
este sitio pantanoso —dijo tío Quintín dudando y moviendo un pie con cuidado para
tantear si el terreno era duro. ¡No lo era! Retiró su pie en seguida.
La niebla era tan espesa que no se podía ver nada. Detrás de ellos estaba la
abertura del túnel. Un alto espadañal se levantaba sobre ésta. Por allí no se divisaba
ningún camino. No les quedaba más remedio que buscarse uno en torno al pie de la
colina, hacia la carretera principal que conducía a la ciudad; pero aquella carretera se
extendía por encima del terreno pantanoso.
—Sentémonos y aguardemos un rato para ver si Tim vuelve —propuso Hollín.
Así, pues, se acomodaron sobre una roca a la entrada del túnel y esperaron.
Hollín recordó a sus compañeros. Imaginaba lo que habrían pensado cuando
descubrieron que tío Quintín y él habían desaparecido. ¡Qué extrañados se quedarían!
—¿Qué estarán haciendo ahora los demás? —expresó su pensamiento en voz alta
—. Me gustaría saberlo.
Como ya sabemos, los demás habían estado haciendo muchas cosas. Habían
encontrado el boquete en el asiento de la ventana, por donde el señor Barling se había
llevado a sus cautivos, y habían descendido por él. También vieron al señor Barling y
a Block cuando se dirigían a hablar con tío Quintín y con Hollín.
Habían descubierto también que Block no estaba en su cama y que había dejado
un muñeco en su lugar. Ahora, todos hablaban a la vez y, al fin, el señor Lenoir se
convenció de que Block era un espía colocado en su casa por el señor Barling y que
no era ni con mucho el buen criado que había aparentado ser.
Cuando Julián se dio cuenta de que el señor Lenoir se había convencido de esto,
le habló con más franqueza y le contó lo de la trampa que había en el asiento de la
ventana y cómo, pasando por él, habían visto al señor Barling y a Block aquel mismo
día, en los subterráneos.
—¡Cielo santo! —exclamó el señor Lenoir, que ahora parecía terriblemente
alarmado—. ¡Barling no debe de estar en sus cabales! Siempre pensé que era un poco
raro, pero ha de estar completamente loco para raptar así a la gente… y también
Block tiene que estarlo. ¡Esto es un complot! Habrán oído lo que yo estaba planeando
con vuestro tío y por eso se decidieron a interferir, porque esto estropeaba su
contrabando. ¡Dios sabe qué es lo que van a hacer ahora! ¡Esto es algo muy serio!
—¡Si por lo menos tuviéramos a Tim! —dijo de pronto Jorgina.

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El señor Lenoir pareció extrañado.
—¿Quién es Tim?
—Bien, mejor será que lo sepa usted todo de una vez —decidió Julián, y contó al
señor Lenoir lo de Tim y cómo lo habían escondido.
—Ha sido una tontería por parte vuestra —dijo el señor Lenoir con sequedad.
Parecía disgustado—. Si me lo hubieseis dicho hubiese buscado a alguien en la
ciudad para que lo cuidara. No puedo evitar que no me gusten los perros. Los detesto
y nunca tendré uno en mi casa. Pero gustosamente lo hubiese arreglado para que
alguien cuidase de él si me llego a enterar de que lo habíais traído.
Los niños se sentían desazonados y avergonzados al mismo tiempo. El señor
Lenoir era un hombre muy raro, que se enfadaba fácilmente, pero ahora no les
parecía tan terrible como en un principio creyeron.
—Me gustaría ir a ver si encuentro a Tim —dijo Jorgina—. ¿Hará usted venir a la
policía ahora? Quizá podríamos ir en busca de Tim. Conocemos el camino por el
pasillo secreto que parte de su estudio.
—¡Ah, por eso estabas escondido allí ayer por la tarde! —exclamó el señor
Lenoir—. Pensé que eras un chico muy malo. Intentaremos encontrarlo, si os parece,
pero no dejéis que se acerque a mí. No puedo soportar perros en mi casa.
Fue de nuevo a llamar al puesto de policía. La señora Lenoir, con los ojos
enrojecidos por el llanto, permanecía de pie junto a él. Jorgina se marchó quedamente
hacia el estudio, seguida por Dick, Julián y Ana. Maribel se quedó junto a su madre.
—¡Venid…!, entremos en el pasadizo secreto e intentaremos hallar a Tim —dijo
Jorgina—. Si vamos todos y silbamos y gritamos y le llamamos, es seguro que nos
oirá.
Consiguieron penetrar en el pasadizo haciendo lo que Hollín les había enseñado.
El panel se deslizó y, luego, como en otra ocasión, apareció una amplia abertura. La
atravesaron y se encontraron en el estrecho pasadizo que se extendía desde el estudio
al dormitorio de Hollín.
¡Tim no estaba allí! Los niños se quedaron al pronto muy sorprendidos, pero
Jorgina adivinó el porqué.
—¿Os acordáis de que Hollín nos contó que había un camino en este pasadizo
que conducía hacia el comedor, así como otro que iba al estudio y otro a su
dormitorio? Bien, pues creo haber visto una puerta o algo por el estilo cuando hemos
pasado por el lugar donde debe estar el comedor, y es posible que Tim, la haya
empujado y haya pasado a otro pasadizo.
Volvieron sobre sus pasos. Regresaron hacia el comedor, es decir, anduvieron por
detrás de la pared del comedor. Allí estaba la puerta que Jorgina había visto al
pasar…, una puerta pequeña y tan pegada a la pared que apenas se distinguía. Jorgina
la empujó. Se abrió con facilidad y luego se cerró de golpe. Se podía abrir desde un
lado, pero no desde el otro.
—¡Por aquí debió de pasar Tim! —dijo Jorgina, y volvió a abrir la puerta—. Se

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recostaría sobre la puerta y ésta se abrió, pasaría por ella y luego la puerta debió de
cerrarse y él no pudo regresar. ¡Venid!, tenemos que encontrarlo.
Traspasaron la puerta. Era tan baja que tuvieron que inclinar la cabeza para pasar,
incluso Ana. Se encontraron en un pasadizo muy parecido al que acababan de
abandonar, pero no tan estrecho. El pasadizo descendía bruscamente. Julián dijo a los
demás:
—Creo que se dirige a los pasajes por donde sacábamos a Tim cuando queríamos
llevarlo de paseo. Sí, mirad, hemos llegado al sitio por donde bajábamos.
Siguieron adelante llamando a Tim y silbando fuerte. Pero Tim no acudía. Jorgina
empezó a preocuparse.
—¡Vaya, éste es el sitio al que llegamos cuando descendimos por el agujero del
asiento de la ventana! —exclamó Dick.
—Sí que lo es. Mirad, aquí está el túnel por donde vimos pasar a Block y al señor
Barling.
—¡Dios mío! ¿Creéis que habrá hecho algún daño a Tim? —se lamentó Jorgina
con voz asustada—. ¡No se me había ocurrido pensar en eso!
Todos se alarmaron. Era una cosa muy rara que Block y el señor Barling pudiesen
andar por allí sin ser molestados por Tim si éste anduviese cerca. ¿Podían haberle
hecho algún daño? No podían imaginar que en aquel momento Tim estaba con el
padre de Jorgina y con Hollín.
—¡Mirad eso! —exclamó Julián de repente, iluminando con su linterna algo que
mostraba a los demás—. ¡Cordel! ¡Cordel que desciende por este túnel! ¿Para qué
será?
—Éste es el túnel por donde se fueron el señor Barling y Block —dijo Jorgina—.
Supongo que debe de conducir adonde llevaron a mi padre y a Hollín. ¡Seguro que
los tienen prisioneros por aquí! Seguiré el cordel y los hallaré. ¿Quién me acompaña?

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Capítulo 21
UN VIAJE A TRAVÉS DE LA COLINA

—¡Yo voy contigo! —exclamaron todos a la vez. ¡Cómo si pudiesen permitir que
Jorge fuera sola!
Así, pues, descendieron todos juntos por el oscuro túnel, siguiendo a tientas el
cordel. Julián lo mantenía entre los dedos y los demás le seguían cogidos de la mano.
No convenía que nadie se perdiese.
Al cabo de unos diez minutos, llegaron a la covacha circular donde Hollín y el
padre de Jorgina habían pasado la noche anterior. Ahora ya no estaban allí. Como ya
sabemos, se encaminaban hacia el pantano.
—¡Fijaos! Deben de haber estado aquí —gritó Julián iluminando el contorno con
su linterna—. Hay un banco, unas mantas revueltas y una lámpara volcada. Y
¡mirad!, pedacitos de papel roto. ¡Aquí ha pasado algo!

La rápida fantasía de Jorgina lo reconstruyó en su mente.


—El señor Barling los traería hasta aquí —dijo— y aquí los dejaría. Luego volvió
para hacerle alguna proposición a mi padre y éste no la aceptó. Debió de haber algo
de pelea y en ella se rompería la lámpara. Espero que a mi padre y a Hollín no les

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pasaría nada.
Julián estaba triste.
—Y yo espero que no estén vagando por este laberinto de túneles. Ni siquiera
Hollín los conoce en una cuarta parte. Me gustaría saber lo que ha ocurrido.
—¡Alguien viene! —dijo de repente Dick—. ¡Apaga la luz, Julián!
Julián apagó la luz que llevaba. Al momento los cuatro se encontraron en la
oscuridad. Se apretaron contra la pared de la covacha, escuchando atentamente. Sí…,
se oían pasos. Pasos que avanzaban con precaución.
—Parece que sean dos o tres personas —murmuró Dick.
Se acercaban. Los que venían seguían el camino señalado por el cordel.
—Quizá sean el señor Barling y Block —susurró Jorgina—. Deben de venir para
tener una nueva conversación con mi padre. ¡Pero él se ha marchado!
Una luz clara centelleó de súbito en la cueva y descubrió a los acurrucados niños.
Se oyó una exclamación de asombro.
—¡Cielo santo! ¿Quién hay aquí? ¿Qué es todo esto? Era la voz del señor Barling.
Julián se enderezó, parpadeando a causa de la brillante luz.
—Hemos venido en busca de mi tío y de Hollín —dijo—. ¿Dónde están?
—¿No están aquí? —preguntó el señor Barling, que parecía sorprendido—. ¿Se
ha marchado ya aquel perrazo tan feroz?
—¿Estaba Tim aquí? —gritó Jorgina con alegría—. ¿Dónde está ahora?
Con el señor Barling había dos hombres más. Uno era Block y el otro el criado.
El señor Barling dejó en el suelo la lámpara que llevaba.
—¿Queréis decir que no sabéis dónde están los otros? —preguntó con inquietud
—. Si se han ido por su cuenta, nunca regresarán. Ana gritó:
—¡Todo es culpa suya! ¡Es usted un mal hombre!
—¡Cállate, Ana! —dijo Julian—. Señor Barling —añadió, dirigiéndose al
contrabandista, que estaba muy enfadado—, mejor será que regrese usted con
nosotros y explique las cosas. Ahora el señor Lenoir está hablando con la policía.
—¡Ah!, ¿sí? —exclamó el señor Barling—. Entonces creo que será mejor para
todos nosotros que nos quedemos un ratito aquí. Sí, ¡también vosotros! ¡Haré que el
señor Lenoir se arrepienta de esto! Os retendré a todos prisioneros y esta vez os ataré
de manera que no podáis iros de paseo como los otros. ¿Has traído cuerda, Block?
Block se adelantó con el otro hombre. Primero agarró a Jorgina con brutalidad.
Ella comenzó a gritar con todas sus fuerzas.
—¡Tim! ¡Tim! ¿Dónde estás? ¡Tim, ven, ayúdanos! ¡POR FAVOR, TIM!
Pero Tim no apareció. Pronto la niña estuvo en un rincón, con las manos atadas
detrás de la espalda. Luego se dirigieron a Julián.
—¡Está usted loco! —dijo Julián al señor Barling, que estaba de pie sosteniendo
la luz—. Ha de estar loco para hacer tales cosas.
—¡Tim! —seguía gritando Jorgina mientras forcejeaba para liberar sus manos—.
¡Tim, Tim, Tim!

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Pero Tim no lo oía. Estaba demasiado lejos. Mas de súbito, el perro se sintió
intranquilo. Estaba con el padre de Jorgina y con Hollín al borde del pantano e iba a
guiarles por el camino seguro que rodeaba la colina. Se detuvo y escuchó.
Naturalmente, no oía nada. Sin embargo, el instinto decía a Tim que Jorgina estaba en
peligro. Sabía que su amada dueña lo necesitaba.
No se lo decía su oído, ni tampoco su olfato. Pero su corazón le advertía. ¡Jorgina
estaba en peligro!
Se dio la vuelta y se fue volando túnel arriba. Siguió él camino por los enredados
pasadizos a todo correr.
Y de pronto, en el momento en que Julián, furioso, debía someterse a que sus
manos fueran atadas juntas, llegó el perro hecho una furia.
Olía a su enemigo, al señor Barling, y olía también a Block.
—¡Grrrrrrrrr!
—¡Ya vuelve ese terrible perro! —grito Block, y se apartó de Julian—. ¿Dónde
está su revólver, Barling?
Pero a Tim no le importaban los revólveres. Se precipitó sobre el señor Barling y
lo tumbó en el suelo. Lo mordió en el hombro y el señor Barling lanzó un grito.
Luego se arrojó sobre Block y también lo hizo caer. El otro hombre huyó.
—¡Llamad a vuestro perro! ¡Llamadlo, llamadlo, o nos matará! —gritaba el señor
Barling debatiéndose. Su hombro le dolía terriblemente. Pero nadie dijo nada. ¡Que
Tim hiciera lo que quisiera!
Al cabo de un rato, los tres hombres habían huido por el oscuro túnel,
tambaleándose, sin luz e intentando hallar su camino. Pero no encontraron el cordel y
se marcharon rodeados por la oscuridad, aterrorizados.
Tim regresó muy satisfecho de sí mismo. Se dirigió a Jorgina y, lloriqueando de
alegría, lamió a su dueña de pies a cabeza. Y Jorgina, que nunca lloraba, se extrañaba
de notar las lágrimas correr por sus mejillas.
—¡Pero estoy contenta y no triste! —dijo—. ¡Oh, que alguien me desate las
manos! ¡No puedo acariciar a Tim!
Dick desató sus manos y las de Julián. Luego todos pasaron un momento
delicioso festejando a Tim. ¡Y también Tim celebraba el momento! Gemía y ladraba e
iba de uno a otro y les lamía a todos y les daba golpes con su cabeza. Estaba loco de
alegría.
—¡Oh! ¡Tim…, qué hermoso es tenerte de nuevo! —exclamó Jorgina, feliz—.
Ahora puedes conducirnos hasta los otros. Estoy segura de que tú sabes dónde están
mi padre y Hollín.
¡Claro que Tim lo sabía! Se puso en marcha, moviendo su cola, con la mano de
Jorgina ceñida a su collar, y los otros detrás, cogidos de la mano.
Llevaban la lámpara y dos linternas, de manera que veían muy bien por donde
pisaban. Pero no hubiesen escogido el buen camino si Tim no hubiera estado con
ellos. El perro ya lo había explorado antes y su olfato le permitía ir derecho, sin

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equivocarse.
—Es un perro maravilloso —afirmó Ana—. Creo que es el mejor perro del
mundo, Jorgina.
—Claro que lo es —respondió Jorgina, que siempre lo había creído así, ya desde
que era cachorro. ¡Querido Tim! ¡Era maravilloso que hubiese llegado corriendo y
hubiese saltado sobre Block cuando aquél intentaba atar las manos de Julian!—.
¡Debió darse cuenta de que lo necesitábamos!
—Supongo que nos lleva adonde están tu padre y Hollín —dijo Dick—. Parece
estar seguro del camino. Nos dirigimos hacia abajo. Me parece que pronto llegaremos
al pantano.
Cuando por fin llegaron al pie de la colina y salieron del túnel entre la niebla,
Jorgina dio un grito:
—¡Mirad, allí están mi padre y Hollín!
—¡Tío Quintín! —gritaron Julián, Dick y Ana—. ¡Hollín! ¡Hola, aquí estamos!
Tío Quintín y Hollín se volvieron con gran sorpresa. Dieron un salto y corrieron a
reunirse con el perro y los excitados niños.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó el padre de Jorgina, abrazándola
—. ¿Es que Tim ha ido en busca vuestra? De repente nos ha abandonado y ha
regresado corriendo hacia el túnel.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Hollín a su vez con gran interés, sabiendo que
los demás tendrían muchas noticias.
—¡Muchísimas cosas! —contestó Jorgina con la cara radiante.
¡Era tan hermoso estar de nuevo todos reunidos, incluso Tim! Ella, Julián y Dick
empezaron a contarlo todo, uno después de otro, y luego su padre relató su parte de la
historia, interrumpido de vez en cuando por Hollín.
—Está bien —dijo por fin Julian—. Me parece que deberíamos regresar; si no, la
policía mandará sabuesos sobre nuestros pasos. El señor Lenoir se sorprenderá al
vernos regresos todos juntos.
—Desearía no ir en pijama —dijo el tío Quintín abrigándose con las mantas—.
Pareceré muy raro atravesando las calles así.
—No te preocupes, hay mucha niebla ahora —replicó Jorgina con un ligero
escalofrío, porque el aire era muy húmedo—. Tim, condúcenos fuera de este lugar.
Estoy segura de que sabes el camino.
Tim nunca había salido del túnel por aquel lado, pero parecía saber lo que tenía
que hacer. Se puso en marcha, contorneando el pie de la colina. Los demás le seguían,
maravillados al ver cómo Tim sabía hallar un camino seco por donde poder pasar.
Con la densa niebla, era casi imposible reconocer por qué sitios se podía andar y qué
sitios eran peligrosos. El pantano traidor los rodeaba por todas partes.
—¡Hurra! ¡Ya llegamos a la carretera! —gritó Julián cuando divisaron el camino
construido por encima del pantano y que se dirigía hacia lo alto de la colina desde los
salobres charcos de lodo. Iban eligiendo su camino con los pies pesados, llenos de

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barro. Tim intentó dar un gran salto.
Pero, no se sabe cómo, resbaló y cayó en el pantano. Intentaba hallar un lugar
seguro y seco, pero no podía. Gemía tristemente.
—¡Tim! ¡Mirad, está en el barro…! ¡Se está hundiendo! —gritaba Jorgina, presa
de pánico—. ¡Tim, Tim, ya voy a buscarte!
Estaba a punto de lanzarse al pantano para rescatar a Tim, pero su padre la agarró
con brusquedad.
—¿Quieres hundirte tú también? —gritó—. Tim podrá salir por su cuenta.
Pero Tim no lograba librarse del fango. ¡Se estaba hundiendo!
—¡Haced algo, por favor, haced algo! —gritaba Jorgina forcejeando por desasirse
de las manos de su padre—. ¡Por Dios, rápido, salvad a Tim!

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Capítulo 22
TODO ACABA BIEN

Pero ¿qué se podía hacer? En el colmo de la desesperación, todos miraban al


pobre Tim, debatiéndose con todas sus fuerzas en el barro que lo estaba engullendo.
—¡Se hunde! —sollozó Ana.
De pronto, se oyó el ruido sordo de unas ruedas, cuesta arriba, por el camino de la
colina. Era una camioneta con una carga de mercancías: carbón, tablones, maderos y
sacos de diversas cosas. Jorgina lo llamó a gritos.
—¡Pare! ¡Pare! ¡Ayúdenos! ¡Nuestro perro está en el pantano.
La camioneta se detuvo. El padre de Jorgina miró las cosas que había en ella. En
un santiamén, él y Julián sacaron de la camioneta algunos tablones, los lanzaron
sobre el pantano y, utilizándolos como punto de apoyo, entre los dos alcanzaron al
pobre Tim, que se hundía.
El conductor de la camioneta saltó de su asiento para prestarles ayuda. Puso
algunos tablones más, entrecruzados con los que ya estaban sobre el pantano, para
que formaran un camino más seguro, puesto que los primeros ya empezaban a
hundirse en el barro.

—Tío Quintín ya ha alcanzado a Tim y lo está sacando. ¡Ya lo tiene! —gritó Ana.

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Jorgina se había dejado caer al borde de la carretera y estaba muy pálida.
Comprendió que Tim no sería ya engullido, pero se sentía mal a causa de la emoción
y el alivio.
Resultaba una tarea difícil el liberar a Tim, porque el barro era espeso y lo
engullía con fuerza. Pero por fin estuvo a salvo y corrió por las tablas que se hundían,
intentando mover su rabo lleno de barro.
A pesar de que estaba tan cubierto de barro, Jorgina lo rodeó con sus brazos.
—¡Oh, Tim, qué susto más grande nos has dado! ¡Qué mal hueles! ¡Pero eso no
importa! ¡Creía que te había perdido! ¡Pobre, pobrecito Tim!
El conductor de la camioneta contemplaba tristemente sus tablones, que se
hundían en el barro.
El tío Quintín, que se encontraba muy estrambótico con su pijama y su manta, se
dirigió a él.
—No llevo encima ningún dinero en este momento, pero si pasa usted por el
«Cerro del Contrabandista», le gratificaré bien por sus perdidos tablones y por su
ayuda.
—Yo sirvo carbón a la casa vecina al «Cerro del Contrabandista» —dijo el
hombre ojeando el curioso atavío del tío Quintín—. Quizá no les venga mal a ustedes
un poco de ayuda. Hay mucho sitio en la parte posterior de mi camioneta.
Estaba oscureciendo y la niebla espesaba. Todos se sentían cansados.
Agradecidos, montaron en la camioneta y ésta se puso en marcha hacia Castaway.
Pronto llegaron al «Cerro del Contrabandista» y descendieron del vehículo. De
repente se sentían todos como envarados.
—No puedo detenerme ahora. Pasaré a verlos mañana. ¡Buenas tardes a todos!
El grupito se decidió a tocar el timbre. Sara acudió presurosa a abrir la puerta.
Casi se cayó de espaldas por la sorpresa que tuvo, al verlos a todos allí plantados.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Habéis regresado todos! ¡Cuánto se alegrarán el
señor y la señora Lenoir…! Habían avisado a la policía, que os busca por todas
partes. Han descendido a los pasadizos secretos y han ido a casa del señor Barling
y…
Tim se paseó fanfarronamente por el recibidor. El barro se le iba secando encima,
de manera que presentaba un aspecto muy peculiar. Sara dio un grito.
—¿Qué es eso? ¡Si no puede ser un perro!
—¡Ven aquí, Tim! —dijo Jorgina, que recordó de pronto que el señor Lenoir
odiaba a los perros—. Sara, ¿querrá usted tener al pobre Tim en la cocina? No puedo
echarlo a la calle… No puede usted imaginar lo valiente que ha sido.
—¡Dejadlo estar! —dijo su padre, impaciente por tanta charla—. Seguro que
Lenoir podrá soportar a Tim por unos minutos.
—¡Oh, lo tendré con placer! Le daré un baño. Es lo que él desea. El señor y la
señora Lenoir están en la salita. ¡Oh!, señor, ¿quiere que le dé algo con qué vestirse?
El grupito entró y se dirigió hacia la salita, mientras Tim, dócilmente, seguía a la

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emocionada Sara a la cocina. El señor Lenoir oyó hablar y abrió de par en par la
puerta de la salita.
La señora Lenoir se abalanzó sobre Hollín, con los ojos llenos de lágrimas.
Maribel lo acariciaba con su manecita, como si fuera un perrito. El señor Lenoir se
frotó las manos, palmoteo a todos en la espalda y dijo:
—Bien, bien, ¡qué alegría verlos a todos sanos y salvos! Bien, bien, ¡qué historia
tendréis para contar! ¡Estoy seguro de ello!
—Es una historia extraña, Lenoir —respondió el padre de Jorgina—. Muy
extraña. Pero antes de contarla, tengo que cuidarme de mis pies. He andado varios
kilómetros sobre mis pies descalzos, y ahora me duelen mucho.
Y así, entre fragmentos de la historia referidos por unos y otros y toda la gente de
la casa rodeándolos con animación, se obtuvo agua caliente para bañar los doloridos
pies de tío Quintín, un batín, también para él, alimentos para todos y bebidas
calientes. Era realmente un momento lleno de emoción y, ahora que todos los temores
habían desaparecido, los niños se sentían muy importantes al tener tantas cosas que
contar.
Entonces entró la policía y, naturalmente, el inspector hizo muchas preguntas.
Todos querían contestar a la vez, pero el inspector ordenó que sólo el padre de
Jorgina, Hollín y Jorgina contaran lo ocurrido. Ellos eran los que más sabían sobre la
cuestión.
El señor Lenoir, que pareció quedar muy sorprendido cuando se enteró de cómo
el señor Barling se había ofrecido a comprar los planos para desecar el pantano y
cómo había aceptado abiertamente el hecho de ser un contrabandista, se reclinó hacia
atrás, incapaz de proferir una palabra.
—¡Está loco, eso es seguro! —exclamó el inspector de policía—. ¡No parece
pertenecer al mundo actual!
—¡Es lo que le dije yo! —intervino Hollín—. Le dije que debería haber vivido
cien años atrás.
—Más de una vez hemos intentado atraparlo haciendo contrabando —dijo el
inspector—, pero es un artista en su oficio. ¡Qué curioso es que haya colocado aquí a
Block como espía, señor! Ha sido un trabajo inteligente. Y Block ha estado usando la
torre para hacer señales desde ella. ¡Qué valor! ¿De modo que Block no es sordo?
También esto ha sido un truco inteligente: mandarlo aquí como si fuese sordo como
una tapia, de manera que pudiese enterarse de muchas cosas sin que nadie se diese
cuenta.
—¿No creen ustedes que deberíamos hacer algo con respecto a Block, al señor
Barling y al otro? —preguntó Julián de repente—. Por lo que sabemos, podemos
suponer que aún están rondando por este enorme lío de túneles. Además, sabemos
también que dos de ellos han sido mordidos por Tim.
—Sí, bien se puede decir que ese perro ha salvado vuestras vidas —dijo el
inspector—. ¡Ha sido una suerte! Siento que no le agraden a usted los perros, señor

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Lenoir, pero estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que ha sido una suerte
que el chucho estuviese allí.
—Sí, sí, lo ha sido —confirmó el señor Lenoir—. Claro que Block tampoco quiso
nunca perros aquí. Seguramente temía que al ladrar delataran sus extrañas idas y
venidas. Y ¿dónde está ahora ese maravilloso perrito? No me importaría verlo
durante un minuto, a pesar de que odio los perros y los odiaré siempre.
—Voy a buscarlo —dijo Jorgina—. Espero que Sara habrá hecho lo que prometió
y lo habrá bañado. ¡Estaba llenísimo de barro…!
Salió y al instante regresó con Tim. Sara le había dado un buen baño caliente y lo
había secado bien. Olía a limpio y fresco. Su pelambre estaba lustroso y limpio. Se le
había dado una buena comida y se sentía complacido consigo mismo y con todo lo
que le rodeaba.
—¡Tim, ahí tienes un amigo! —le dijo Jorgina solemnemente.
Tim miró al señor Lenoir con sus grandes ojos pardos. Fue derecho hacia él y
levantó su pata derecha, como para darle un apretón de manos, tal como su dueña le
había enseñado a hacer.

El señor Lenoir quedó maravillado. No estaba acostumbrado a encontrar buenos


modales en los perros. No pudo reprimir el gesto de extender la mano hacia Tim y,
entre ambos, el apretón de manos fue muy cordial. Tim no intentó lamer al señor
Lenoir, ni saltarle encima. Retiró su pata, dio un suave ladrido, como para decir
«¿Cómo está usted?», y luego regresó al lado de Jorgina. Y se sentó tranquilamente a
su lado.
—¡Pero si no parece un perro! —exclamó sorprendido el señor Lenoir.
—Pues lo es —respondió Jorgina en seguida, con gran seriedad—. Es
verdaderamente un perro, señor Lenoir. Sólo que es mucho, mucho más inteligente de
lo que suelen ser los perros. Por favor, ¿puedo tenerlo mientras permanezcamos aquí

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y buscamos a alguien en la ciudad para que lo cuide?
—Puesto que es un personaje tan agradable, y parece tan sensato, te permito
tenerlo aquí —dijo el señor Lenoir haciendo un gran esfuerzo para mostrarse
generoso—. Sólo te ruego que lo mantengas lejos de mi camino. Estoy seguro de que
un chico tan inteligente como tú sabrá conseguir esto.
Todos sonrieron cuando el señor Lenoir llamó «chico» a Jorgina. ¡Parecía no
poder darse cuenta de que se trataba de una chica! ¡Y no sería ella quien le dijera que
no era un chico…!
—No lo verá usted nunca —le prometió con alegría—. Lo mantendré siempre
lejos de donde usted esté. Se lo agradezco mucho. Es muy amable por su parte.
También al inspector le gustaba Tim. Lo miró y sonrió a Jorgina.
—Cuando quieras deshacerte de él, ¡véndemelo a mí! —dijo—. ¡Nos será muy
útil un perro como éste en la policía! ¡Pronto atraparía a los contrabandistas por
nosotros!
Jorgina ni siquiera se preocupó de contestar. ¡Como si a ella pudiese ocurrírsele
nunca vender a Tim o dejarlo trabajar para el Cuerpo de Policía!
De todas formas, muy pronto el inspector tuvo que solicitar la ayuda de Tim. Al
día siguiente, como nadie había podido todavía encontrar al señor Barling ni a sus
compañeros en el dédalo de túneles y no habían aún conseguido nada, el inspector
pidió a Jorgina que permitiese a Tim bajar a los túneles para hacer salir de allí a los
que estaban escondidos.
—No puedo dejarlos allí, perdidos y muriéndose de hambre —dijo—. Están en
malas condiciones y debemos rescatarlos. Tim es el único que puede hacerlo.
Esto era cierto. Así es que Tim bajó una vez más bajo tierra, al interior de la
colina, y partió a la caza de sus enemigos. Los encontró al cabo de un rato, perdidos
en el laberinto de pasadizos, hambrientos y sedientos, doloridos y asustados.
Los condujo, como si se tratara de corderos, hasta donde la policía estaba
esperándolos. Después de esto, el señor Barling y sus amigos desaparecieron de la
vida pública por una larga temporada.
—¡La policía debe sentirse satisfecha de haberlos atrapado al fin! —comentó el
señor Lenoir—. Hace tiempo que intentaba detener todo éste contrabando. En algún
momento, incluso recelaron de mí. Barling era un hombre inteligente, aunque sigo
creyendo que estaba medio loco. Cuando Block se enteró de mis intenciones de
desecar el pantano, Barling temió que, una vez que las nieblas y los lugares
pantanosos hubiesen desaparecido, se acabaría su emocionante negocio. ¡No habría
más posibilidad de contrabando! No podría esperar sus pequeños barcos, que
llegaban ocultos por la niebla. No habría más alineaciones de hombres deslizándose
por los caminos secretos del pantano, ni motivo para hacer secretas señales, ni para
ocultar los géneros de contrabando. ¿Sabéis que la policía ha encontrado un
subterráneo lleno de ellos dentro de la colina?
La aventura era un tema emocionante de conversación, ahora que todo había

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pasado. Pero los niños se sentían apesadumbrados por haber pensado alguna vez que
el señor Lenoir era una persona tan terrible. Era cierto que era un hombre raro en
muchos aspectos, pero también podía ser bondadoso y agradable.
—¿Sabéis que abandonamos el «Cerro del Contrabandista»? —anunció Hollín—.
Mi madre se asustó tanto cuando yo desaparecí, que papá le prometió que vendería
este lugar y que abandonaríamos Castaway si yo regresaba sano y salvo. ¡Mi madre
está entusiasmada!
—¡También lo estoy yo! —exclamó Maribel—. No me gusta el «Cerro del
Contrabandista». ¡Es tan raro, solitario y lleno de lugares secretos!
—Bien, si a todos os hace felices abandonarlo —dijo Julián—, yo también me
alegraré. ¡Pero a mí me gusta! Me parece que es un lugar hermoso, situado en lo alto
de una colina como ésta, con nieblas a sus pies y pasadizos secretos por todas partes.
Sentiré no poder volver más aquí si lo dejáis.
—También yo lo sentiré —afirmó Dick. Ana y Jorgina asintieron con un
movimiento de cabeza.
—¡Es un lugar lleno de aventuras! —dijo Jorgina acariciando a Tim—. ¿Verdad,
Tim? ¿Has disfrutado con tu aventura aquí?
—¡Guau! —contestó Tim, y golpeó su cola contra el suelo. Claro que había
disfrutado. Siempre disfrutaba si tenía cerca a Jorgina.
—¡Bien! ¡Quizás ahora tengamos unos días pacíficos y agradables! —comentó
Maribel—. No quisiera más aventuras.
—¡Ah, pero nosotros sí que deseamos más aventuras! —exclamaron al unísono
todos los demás. Así es que seguramente las tendrán. Las aventuras siempre ocurren a
los que se sienten aventureros. ¡De eso no hay duda!

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