45 - La Leyenda Perdida - R. L. Stine PDF
45 - La Leyenda Perdida - R. L. Stine PDF
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R. L. Stine, 1998
Traducción: Sonia Tapia
M e pasé todo el día pensando en ello mientras caminábamos por el bosque. ¿Y si lo encontraba yo?, me preguntaba. «¿Y si de pronto veo el cofre de plata
escondido entre dos piedras, o medio enterrado en el suelo, asomando sólo una puntita? ¡Sería genial!»
M e imaginé lo contento que se pondría, papá, y lo rico y famoso que me haría yo. Sería un héroe. Un héroe de verdad.
Todo el día estuve pensando en eso.
Pero la verdad es que de momento no había sido un héroe, precisamente. De hecho, casi había quemado la tienda. Y papá se quejaba de que M arissa y yo no
colaborábamos.
«M e esforzaré más», me prometí en silencio aquella noche mientras me acurrucaba en el saco para entrar en calor.
Al otro lado de la tienda, papá roncaba suavemente. Papá se puede quedar dormido en un segundo, y tiene un sueño tan profundo que para despertarle hay que
darle un golpe en la cabeza, más o menos. En cambio M arissa y yo tardamos horas en dormirnos, y el ruidito más ligero nos despierta al instante.
De modo que yo ahora yacía en mi saco de dormir, mirando el oscuro techo de la tienda e intentando dejar la mente en blanco, no pensar en nada… Intentando
dormir… sólo dormir… dormir…
Casi lo había conseguido, cuando de pronto un aullido hendió el silencio. Un aullido furioso, amenazador.
¡Y muy cercano!
Se oía justo fuera de la tienda. M e incorporé de un brinco, totalmente despierto y respirando con dificultad. Sabía que no era un personaje de ficción.
Era un ser muy real.
Notaba el aire frío en mi piel caliente y me di cuenta de que estaba sudando. Escuché con atención y oí un rumor, un gruñido, el crujido de unas patas sobre las hojas
del suelo. Con el corazón palpitante, abrí el saco y comencé a salir.
—¡Ah! —exclamé. Alguien había pasado a mi lado—. ¿Papá?
No, los ronquidos de mi padre seguían oyéndose al fondo de la tienda. Desde luego hacía falta mucho más que un terrible aullido para despertarlo.
—M arissa… —susurré.
—Chssss. —M i hermana se llevó el dedo a la boca mientras avanzaba hacia la puerta de la tienda—. Yo también lo he oído.
M e puse detrás de ella.
—Es algún animal —dijo.
—A lo mejor es un hombre lobo. —Otra vez en marcha mi portentosa imaginación. ¿Pero acaso no se supone que los hombres lobo viven en los bosques de Europa,
precisamente en bosques como aquél?
Entonces se oyó otro gruñido.
Abrí la puerta de la tienda y entró una ráfaga de aire frío que me agitó el pijama. Asomé la cabeza. La bruma había caído sobre el pequeño claro en el que habíamos
acampado y la pálida luz de la luna lo convertía todo en una sombra azulada.
—¿Qué es? —susurró M arissa—. ¿Lo ves?
Yo no veía nada más que jirones de niebla.
—Vuelve a la tienda —dijo mi hermana.
Seguían oyéndose ruidos, como si estuvieran olfateando.
—¡Entra! ¡Deprisa! —me apremió M arissa.
—Espera un momento.
Tenía que ver qué había allí fuera. M e estremecí. El aire era denso y húmedo, y la niebla se me pegaba al cuerpo. Di un paso fuera de la tienda y noté una punzada
de frío en los pies descalzos. Contuve el aliento y avancé un paso más.
Entonces vi a la criatura.
Era un perro. Un perro enorme, como una oveja, aunque con un pelaje largo y blanco que relucía como la plata bajo la blanca y brumosa luz de la luna. El animal
husmeaba el suelo. De pronto levantó la cabeza y se volvió hacia mí, meneando la cola.
M e encantan los perros. Siempre me han gustado. Sin pensármelo dos veces tendí los brazos y corrí a acariciarlo.
—¡No! —gritó M arissa.
Demasiado tarde.
M e arrodillé y acaricié el lomo del enorme perro. Tenía el pelo suave y espeso, con algunas hojas y ramitas enredadas. El animal movía la cola como loco. Cuando le
toqué la cabeza me miró.
—¡Eh! —exclamé. Tenía un ojo castaño y otro azul.
—A lo mejor es un lobo —advirtió M arissa, que sólo había salido un paso de la tienda y se aferraba a la solapa de la puerta, lista para volver a meterse en cualquier
instante.
—No es un lobo, es un perro. —Lo miré de nuevo—. M e parece demasiado cariñoso para ser un lobo.
Le acaricié la cabeza y le rasqué el pecho, quitándole las hojas secas y las ramitas del pelo.
—¿Y qué está haciendo aquí? —susurró mi hermana—. ¿Es un perro salvaje? A lo mejor es peligroso, Justin.
El perro me lamió la mano.
—A mí no me parece muy peligroso.
—Quizá pertenezca a una manada. —M arissa soltó por fin la solapa de la puerta y se acercó un paso más—. A lo mejor los otros perros lo han enviado a explorar.
¡A lo mejor son un montón!
M e levanté y miré a mi alrededor. A través de la niebla azul se veían los altos árboles que bordeaban el claro. La media luna flotaba baja en el cielo. Escuché con
atención, pero sólo había silencio.
—A mí me parece que va solo —dije.
M arissa miró al perro.
—¿Te acuerdas de la historia que nos contaba papá sobre el perro fantasma? ¿Te acuerdas? El perro aparecía ante la casa de alguien. Era un perrito encantador y
muy cariñoso que ladeaba la cabeza hacia la luna y hacía unos rui-ditos como si se estuviera riendo. El perro era tan mono que la gente salía a acariciarlo y entonces él se
ponía a ladrar para llamar a sus amigos, otros perros fantasma.
»Los amigos eran feos y malos y rodeaban a la persona, y luego se la zampaban. Y lo último que veía la víctima era el perrito encantador ladeando la cabeza y
haciendo ruiditos, riéndose de la luna. ¿Te acuerdas de la historia?
—No, no me acuerdo —repliqué—. No me parece una de las historias de papá. No es muy buena. M ás bien creo que te la has inventado tú.
M arissa se cree una gran narradora, como papá, pero la verdad es que sus historias son muy tontas. ¿Quién ha oído hablar de un perro que se ríe?
M arissa avanzó un paso más. Yo me estremecí.
El aire era frío y húmedo, demasiado frío para estar allí fuera descalzo y en pijama.
—Si es un perro salvaje, podría ser peligroso —repitió mi hermana.
—Parece muy tranquilo. —Volví a acariciarle la cabeza, y al pasarle la mano por el cuello noté algo duro. Al principio pensé que sería otra rama enganchada en él
pelo, pero no. Era un collar de cuero—. No es un perro salvaje —dije—. Lleva collar. Debe ser de alguien.
—A lo mejor se ha perdido. —M arissa se arrodilló junto a él—. A lo mejor su dueño lo está buscando en el bosque.
—Sí, puede ser. —Tiré del collar, y el perro me lamió la mano.
—¿Lleva chapa de identificación o algo?
—Eso es lo que estoy buscando —contesté—. ¡Debajo del collar tiene una cosa!
Saqué un papel y empecé a desdoblarlo.
—Es una nota —dije.
—A lo mejor es la dirección o el teléfono del dueño.
Desdoblé del todo el papel y me lo acerqué a la cara para poder leerlo.
—Bueno, ¿qué dice?
Leí en silencio la nota manuscrita y me quedé con la boca abierta.
—¡Justin! ¿Qué pone?
M arissa intentó arrebatarme la nota, pero yo se lo impedí.
—Es un mensaje muy corto —dije. Entonces lo leí en voz alta—: «SÉ POR QUÉ ESTÁIS AQUÍ. SEGUID A PLATEADO.»
—¿Plateado? —M arissa miró de nuevo al perro—. ¿Plateado?
El animal enderezó las orejas.
—Conoce su nombre. —Volví a mirar la nota, para ver si me había pasado algo por alto. Pero no, no había nada más. No había ningún nombre ni nada.
M arissa me arrebató la nota y la leyó con sus propios ojos.
—«Sé por qué estáis aquí» —repitió.
Yo me estremecí. La niebla descendía cada vez más hacia nosotros.
—Es mejor que se lo enseñemos a papá —dije.
M arissa estuvo de acuerdo. Regresamos a la tienda. Yo me volví para ver si el perro se marchaba. Pero no, Plateado estaba olisqueando un matorral cercano.
—Deprisa —susurré.
M i padre estaba dormido, roncando suavemente. Apoyé las rodillas en el suelo y me incliné sobre él.
—Papá… ¡Papá!
Ni se movió.
—Papá, despierta. Es importante. ¡Papá!
M arissa y yo le gritamos a la vez, pero no había forma de que nos oyera.
—Hazle cosquillas en la barba —sugirió mi hermana—. A veces funciona.
Le hice cosquillas. Nada, seguía roncando, Entonces le grité al oído:
—¡Papá! ¡Papá!
Intenté sacudirlo por los hombros, pero era difícil agarrarle bien a través del saco de dormir.
—Papá, despierta, por favor —suplicó M arissa.
M i padre lanzó un gruñido.
—¡Sí! —exclamé—. ¿Papá?
M i padre se dio media vuelta, dormido como un tronco. M arissa se asomó a la puerta.
—El perro va hacia los árboles. ¿Qué hacemos? —preguntó.
—Vístete —dije—. Deprisa.
Nos pusimos los téjanos y las camisetas. Yo me calcé una bota pero la otra tenía un nudo en los cordones. Para cuando logré ponérmela, M arissa ya había salido.
—¿Dónde está Plateado? —pregunté.
Ella señaló a través de la niebla. La luna estaba oculta tras las nubes, y la oscuridad era tal que apenas se veía nada. A pesar de todo vislumbré al perro, que caminaba
despacio hacia los árboles.
—¡Se va! Tenemos que seguirlo.
—Pero no sin papá —dijo M arissa—. No podemos irnos.
—¡Alguien intenta ayudarnos! —exclamé yo—. Alguien sabe dónde está la Leyenda Perdida y ha enviado al perro a por nosotros.
—A lo mejor es una trampa —insistió M arissa.
—Pero…
Escudriñé la niebla. ¿Dónde estaba el perro? Apenas se le veía. Había llegado a los árboles, al otro lado del claro.
—¿Te acuerdas de la historia que contaba papá sobre el duende del bosque? —dijo M arissa—. El duende dejaba un rastro de flores y caramelos en el bosque. Los
niños lo seguían, llegaban al Pozo sin Fondo y caían y caían durante el resto de su vida.
—¡M arissa, por favor! Déjate de historias. Plateado se aleja.
—Pero… pero… A papá no le gustará nada que nos metamos solos en el bosque, ya lo sabes. Nos la vamos a cargar.
—¿Y si encontramos la Leyenda Perdida? —repliqué—. Entonces, ¿qué? ¿A que entonces no nos la cargaríamos?
—¡Ni hablar! —M arissa se cruzó de brazos—. No podemos ir. De eso nada, Justin.
Yo suspiré.
—Quizá tengas razón. Bueno, que se vaya el perro. Vámonos a dormir.
Le puse la mano en el hombro y me encaminé hacia la tienda.
—¿Estás loco? —exclamó M arissa, apartándose bruscamente—. ¡No podemos dejar que el perro se vaya! ¡Podría llevarnos hasta la Leyenda Perdida!
M e cogió de la mano y echó a correr, arrastrándome por el claro. Yo intenté disimular mi enorme sonrisa.
El truquito siempre funciona con M arissa.
Cuando de verdad quiero que haga algo, lo único que tengo que decir es: «No lo hagamos.»
M i hermana siempre me lleva la contraria. Siempre. Así que es facilísimo que haga lo que yo quiero.
—Papá dijo que no ayudábamos en nada —recordó—. Nos soltó una buena regañina porque no quisimos ir a por leña. ¿Y si encontramos la Leyenda Perdida? ¡Eso
sí que sería una buena ayuda!
—Genial.
M e imaginé a M arissa y a mí dándole a papá el cofre de plata que contenía la Leyenda Perdida. Pensé en la cara de sorpresa de mi padre, en su sonrisa. Luego me
imaginé a los tres viendo las noticias en la televisión. Yo le contaría a todo el mundo cómo mi hermana y yo habíamos encontrado el valioso manuscrito… sin ayuda de
mi padre.
Al llegar a los árboles nos detuvimos.
—Sólo hay un problema —dije.
M arissa se dio la vuelta.
—¿Cuál?
—¿Dónde está el perro?
—¿Eh?
Escudriñamos la oscuridad. El perro había desaparecido.
La niebla envolvía los oscuros árboles, y las nubes todavía ocultaban la luna. M arissa y yo escudriñamos la oscuridad, escuchando con atención.
Por fin suspiré, decepcionado.
—Creo que la aventura se ha terminado antes de empezar.
M e equivocaba. Un fuerte ladrido nos hizo dar un brinco.
—¡Eh! —exclamé.
Plateado volvió a ladrar. ¡Nos estaba llamando! Nos internamos en el bosque, siguiendo sus ladridos. Los pies se me hundían en el suelo blando. Bajo los árboles, el
cielo aún estaba más oscuro.
—No te separes de mí —suplicó M arissa—. No se ve ni torta.
—Tendríamos que haber traído una linterna —dije—. Nos fuimos tan deprisa que no se me ocurrió…
M e interrumpí al oír el crujido de unas hojas secas.
—Por aquí. Plateado va delante mismo.
Todavía no lo veía, pero oía sus pisadas sobre las hojas y las ramas secas. El perro había girado a la izquierda, siguiendo un estrecho sendero entre los árboles. El
suelo se hizo más duro. M arissa y yo nos protegimos la cara con las manos al atravesar un espeso matorral.
—¡Ah! —exclamé al notar las espinas que me atravesaban la manga del suéter.
—¿Adonde nos lleva ese perro? —me preguntó M arissa con tono chillón. Intentaba parecer tranquila, pero se le notaba el miedo en la voz.
—Nos lleva hasta alguien que quiere ayudarnos, alguien que nos hará ricos y famosos. ¡Ay! —M e quité un pincho de la muñeca.
Esperaba que fuera así. Esperaba que la nota no mintiera. Esperaba que el perro nos llevara a algún lugar agradable. Ya no se veía ningún sendero. Bueno, la verdad es
que no se veía tres en un burro. Avanzábamos con los brazos por delante, a modo de escudo.
—Cada vez va más deprisa —susurró M arissa.
Tenía razón. Los pasos del perro se oían más rápidos. Como no queríamos perderlo, tuvimos que echar a correr. Por encima del rumor de nuestros pasos se oían los
jadeos de Plateado.
De pronto me agaché al oír el batir de muchas alas.
—¿Eran pájaros o murciélagos? —preguntó M arissa, tragando saliva.
Yo aún oía el aleteo, que se perdía a lo lejos. Sentí un escalofrío. ¡Eran muchísimas alas!
—Pájaros —contesté—. Seguro que eran pájaros.
—¿Y desde cuándo vuelan los pájaros de noche?
No respondí. M e quedé escuchando las pisadas del perro. Ahora parecía ir más despacio. Lo seguimos a través de un hueco entre altos matorrales y salimos a un
amplio claro.
De pronto las nubes se apartaron, y bajo la luz de la luna vimos que la hierba cubierta de rocío brillaba como un campo de diamantes.
Alcé la vista… y me quedé horrorizado.
M arissa me agarró del brazo, con la boca abierta.
—¡No me lo puedo creer! —exclamé.
M e quedé mirando la criatura que teníamos a pocos metros de nosotros. No era el perro, no. No era Plateado. Era un ciervo marrón y negro, con grandes astas en la
cabeza.
Nos habíamos equivocado de animal, y estábamos perdidos.
El ciervo nos miró un momento y luego se internó entre los árboles, al otro lado del claro. Yo me volví hacia mi hermana, petrificado.
—Nos… nos hemos equivocado —logré decir por fin—. Creía que era el perro.
—No hay que asustarse —respondió ella, acercándose a mí.
Una ráfaga de viento arrancó un susurro a la hierba. Oí un grave gemido entre los árboles a nuestras espaldas, pero intenté ignorarlo.
—Es verdad, no hay que dejarse dominar por el pánico —dije, aunque lo cierto es que me temblaban las piernas y que tenía la boca reseca.
—Volveremos por donde hemos venido —sugirió M arissa—. Seguro que no tendremos problema porque tampoco hemos caminado tanto. —M iró a nuestro
alrededor—. ¿Por dónde vinimos?
M e di la vuelta.
—¿Por allí? No. ¿Por allí? No, tampoco…
No lo sabía.
—Quizá sí que deberíamos asustarnos.
—¿Por qué hemos venido? —gimió M arissa—. ¿Cómo hemos sido tan idiotas?
—Queríamos ayudar a papá —le recordé.
—¡Pues ahora puede que no lo volvamos a ver!
Yo quería decir algo que la tranquilizara, pero no me salían las palabras.
—¡Este bosque es inmenso! —prosiguió ella—. Seguro que todo el país es bosque. Jamás encontraremos a nadie que nos ayude. Seguro que nos devorará un oso o
alguna otra bestia antes de que podamos salir de aquí.
—No hables de osos —supliqué—. En este bosque no hay osos… ¿O sí?
M e estremecí.
M i padre nos había contado muchas historias que terminaban con niños devorados por osos. Era uno de sus finales favoritos, pero a mí nunca me habían gustado.
Las hierbas se inclinaron bajo el viento. A lo lejos se oyó de nuevo un aleteo. Y sobre el susurro de las hojas oí algo más. ¿Era un ladrido? ¿Serían imaginaciones
mías?
Escuché con atención. ¡Sí! Al volverme vi la cara de alegría de M arissa. Ella también lo había oído.
—¡Es Plateado! —exclamó—. ¡Nos está llamando!
—¡Vamos!
Se oyeron más ladridos. Sí, Plateado nos estaba llamando. Dimos media vuelta y echamos a correr de nuevo entre los árboles, a través de los arbustos, saltando
sobre troncos caídos. Corrimos a toda velocidad… hasta que de pronto el suelo se hundió bajo nuestros pies. Un agujero apareció ante nosotros y comenzamos a caer.
—¡Nooooooo! —grité aterrorizado—. ¡Es el Pozo sin Fondo!
Aterricé de un golpe sobre las rodillas y los codos.
Solté un gemido al dar con la cara en tierra mojada. Era un pozo, un pozo muy profundo.
M arissa ya se había levantado y se estaba sacudiendo el polvo y las hojas secas de los téjanos.
—¿Qué decías? —preguntó—. No te he entendido.
—No… nada —le dije balbuceando—. Sólo era un grito.
Alcé la vista. M arissa y yo nos habíamos caído por una corta aunque pronunciada pendiente y habíamos rodado un metro más o menos. Bueno, no puede decirse
que fuera un pozo sin fondo…
Yo también me sacudí el polvo, disimulando. Estaba bastante avergonzado.
Cuando subimos de nuevo la pendiente, Plateado nos estaba esperando. Alzó la vista y nos miró con sus ojos azul y marrón, como diciéndonos: «¿Pero qué os
pasa? M ira que sois tontos. ¿Es que no sabéis ni seguirme?»
En cuanto llegamos junto a él, dio media vuelta y echó a andar, meneando su cola blanca. Cada pocos pasos se volvía para asegurarse de que le seguíamos.
Yo aún estaba un poco tembloroso después de la caída. Aunque no había sido nada, me había dando un buen golpe en las rodillas y me dolían. Y mi corazón seguía
acelerado. «Papá y sus historias —pensé moviendo la cabeza—. El Pozo sin Fondo. ¿Pero cómo se me habrá ocurrido pensar en esa tontería?»
De todos modos, ¿acaso no era una tontería seguir a un perro blanco por un bosque de Brovania en plena noche? «Tal vez M arissa y yo tengamos una leyenda que
contar a nuestros amigos cuando acabemos con esto —pensé—. La leyenda de dos niños tontos de capirote.» O tal vez encontráramos el cofre de plata con la Leyenda
Perdida. Entonces seríamos ricos y famosos, y mi padre estaría muy orgulloso de nosotros.
Éstos eran mis pensamientos mientras seguíamos a Plateado por un sinuoso sendero en el bosque. El perro trotaba ágilmente entre los árboles, y nosotros corríamos
tras él. No queríamos perderlo otra vez.
Al cabo de un momento nos detuvimos entre unas altas hierbas. Plateado siguió avanzando, dando saltos y levantando mucho las patas en dirección a una pequeña
cabaña al otro lado de las hierbas. La cabaña se veía de un gris plateado bajo la luz de la luna. Tenía una puerta estrecha y una ventana cuadrada. Junto a ella había una
chimenea de piedra, una especie de barbacoa, y al lado un montón de leña muy bien apilada.
No se veía ninguna luz, ninguna señal de vida.
Plateado se acercó a la casita, abrió la puerta con el morro y desapareció en el interior. M arissa y yo nos quedamos en el claro, esperando que saliera alguien. Por fin
avanzamos unos pasos.
—Aquí quería traernos —dijo M arissa—. Plateado parecía muy contentó de llegar a casa. ¿Has visto cómo brincaba? ¿Tú crees que la persona que quiere ayudarnos
está dentro?
—Sólo hay una forma de averiguarlo.
—Parece una casita de cuento —dijo mi hermana con una risa silenciosa—. A lo mejor está hecha de caramelo.
—Ya, seguro. —Puse los ojos en blanco.
—¿Te acuerdas de la historia de…?
—¡Déjate ya de historias! —exclamé yo—. Venga, vamos a echar un vistazo.
Nos acercamos a la cabaña, que era tan sólo unos centímetros más alta que nosotros.
—¡Hola! —llamé.
No hubo respuesta.
—¿Hay alguien en casa? —insistí, un poco más fuerte.
Nada.
—¿Hay alguien? —grité, haciendo bocina con las manos.
Al ver que no respondían, abrí del todo la puerta. Al entrar nos encontramos en una cálida cocina. Una vela sobre una mesita arrojaba una luz oscilante en la pared.
Junto al fregadero había una hogaza de pan con un cuchillo al lado, y en el fogón de leña una cazuela negra de la que surgía un aroma dulce y especiado que llenaba la
habitación.
No tuve tiempo de ver nada más. Una figura surgió de pronto de una sala trasera. Era una mujer muy alta, que llevaba un vaporoso vestido marrón. Tenía los ojos
verdes, muy brillantes, e iba peinada con dos largas trenzas, que colgaban a los lados de su rostro redondo, y un flequillo rubio que le cubría la frente.
Llevaba en la cabeza una especie de casco con forma de cono y dos cuernos que le salían por los lados. Parecía una vikinga de otra época, o una actriz de ópera.
Tenía unos brazos enormes y musculosos, y llevaba anillos en todos los dedos. Sobre su pecho colgaba un pesado medallón redondo.
La mujer pasó rápidamente por delante de nosotros con una mirada salvaje y una sonrisa malvada, cerró la puerta de la cabaña y apoyó la espalda contra ella.
—¡Ya os tengo! —chilló, y echandó atrás la cabeza lanzó una escalofriante carcajada.
Su cruel carcajada terminó en un ataque de tos. Le llameaban los ojos verdes, reflejando la luz de la vela. La mujer nos miraba con rostro feroz.
—¡Déjenos marchar!
Bueno, me hubiera gustado gritar eso, pero la verdad es que cuando abrí la boca sólo salió un débil chillido. M arissa fue la primera en reaccionar. Se lanzó hacia la
puerta y yo la seguí, con las piernas temblorosas.
—¡Déjenos marchar! —logré exclamar por fin—. ¡No puede encerrarnos aquí!
—Tranquilos, chicos —nos dijo con su voz fuerte y profunda—. Era una broma.
M arissa y yo nos la quedamos mirando.
—¿Cómo dice?
—Lo siento. Tengo un sentido del humor muy peculiar. Supongo que es por vivir aquí en medio del bosque. La verdad es que no puedo evitar las bromas de mal
gusto.
Yo seguía sin entender nada.
—¿Quiere decir que no nos ha encerrado? —pregunté con voz temblorosa—. ¿No nos ha capturado?
La mujer movió la cabeza. Los cuernos del casco también se movieron. De pronto me recordó a un enorme toro gris.
—No, no os he encerrado. Envié a Plateado para poder ayudaros.
Señaló la estufa y vi que el perro se había tumbado junto a ella. Tenía la cabeza gacha y se lamía una pata, pero no nos quitaba la vista de encima a M arissa y a mí.
Nosotros no nos apartábamos de la puerta. Aquella mujer tan grandona y fuerte era muy rara y daba un poco de miedo. Y sus ojos verdes llameaban y se movían
como locos bajo el casco de los cuernos.
«¿Estará loca? —me pregunté—. ¿Será verdad que quiere ayudarnos?»
—Yo sé todo lo que pasa en el bosque —dijo con misterio. Tomó el medallón que llevaba en el pecho y se lo quedó mirando—. Puedo ver cosas. No se me escapa
nada.
M iré de reojo a M arissa, que tendía la mano hacia la puerta. Estaba llena de miedo.
Plateado lanzó un bostezo y apoyó la cabeza sobre las patas.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó la mujer con su vozarrón—. Yo soy Ivanna. —M e miró con los ojos entornados—. ¿Sabéis lo que significa «Ivanna»?
Yo carraspeé.
—Pues… no.
—¡Yo tampoco! —exclamó ella con otra carcajada. El medallón brincó en su pecho y el casco estuvo a punto de caérsele de la cabeza.
M e estremecí, a pesar del calor que hacía en la cocina. Habíamos caminado tanto por el bosque que no podía sacudirme el frío de encima.
—Parecéis medio congelados —dijo Ivanna—. Ya sé lo que os hace falta, una sopa caliente. Sentaos. —Señaló una mesita de madera con dos sillas en un rincón de la
sala.
M arissa y yo vacilamos. No queríamos alejarnos de la puerta, porque todavía seguíamos pensando en salir corriendo.
—Nuestro padre nos estará buscando —dijo mi hermana con voz apagada—. Puede llegar en cualquier momento.
Ivanna se acercó al fogón.
—¿Por qué no lo habéis traído? —preguntó mientras sacaba dos cuencos de un armario.
—No pudimos despertarle —contesté.
M arissa me miró furiosa.
—Tiene el sueño profundo, ¿eh? —Ivanna nos daba la espalda mientras llenaba los cuencos con la sopa de la cazuela.
Yo me incliné hacia M arissa.
—Si queremos escapar, ahora es nuestra oportunidad —susurré.
M i hermana se volvió hacia la puerta, pero se lo pensó mejor.
—Tengo mucho frío. Y la sopa huele de maravilla.
—Sentaos —ordenó Ivanna.
M arissa y yo obedecimos, e Ivanna puso los cuencos humeantes en la mesa.
—Sopa de pollo con fideos —dijo con una sonrisa—. Ya veréis cómo entráis en calor. Así estaréis listos para la prueba.
—¿Qué prueba? —exclamé.
—Comed, comed —dijo—. Tenéis que entrar en calor.
Ivanna volvió al fogón y se inclinó para acariciar a Plateado. Yo me llevé una cucharada a la boca y probé la sopa. Estaba deliciosa. La notaba caliente y
reconfortante en mi garganta seca. Comí un poco más y miré a mi hermana, que parecía disfrutar tanto como yo.
Justo cuando estaba a punto de meterme otra cucharada en la boca, Ivanna se giró bruscamente, con los ojos desorbitados y la boca abierta, señalándonos con un
dedo tembloroso.
—No… No habréis comido nada, ¿verdad? —preguntó.
—¿Eh? —saltamos a la vez M arissa y yo.
—¡No comáis! ¡No comáis! —gritó Ivanna—. Acabo de acordarme… ¡Es veneno!
La cuchara se me cayó de la mano y salpicó en el cuenco. M e quedé pálido, esperando que comenzaran los dolores.
M i hermana puso los ojos en blanco.
—Otra bromita, ¿no? —dijo.
—Pues sí —confesó Ivanna alegremente, y otra vez se echó a reír a carcajadas.
Yo tragué saliva. ¿Por qué no se me habría ocurrido que era otra de sus bromas? M e revienta que M arissa se dé cuenta de las cosas antes que yo.
Ivanna se acercó a la mesa. El medallón brincaba con cada uno de sus pasos.
—La sopa no está envenenada —dijo—, pero no os la terminéis todavía. Quiero leer los fideos.
—¿Cómo? —pregunté.
Ella se inclinó tanto sobre mi cuenco que el vapor le nublaba las mejillas.
—Los fideos de la sopa de pollo pueden predecir tu destino —susurró misteriosamente.
Contempló primero mis fideos y luego estudió los de M arissa.
—Hmmmmm, hmmmmm —repetía una y otra vez—. Sí, hummmm, hmmmmm.
Por fin se levantó y se cruzó de brazos. Tenía las mejillas enrojecidas del vapor caliente de la sopa.
—Comed, comed antes de que se enfríe.
—¿Qué ha visto? —pregunté—. ¿Qué le han dicho los fideos?
Ivanna se puso seria.
—Debéis realizar la prueba por la mañana. Yo tenía razón. Sé por qué habéis venido al bosque. Sé lo que buscáis. —Se enderezó el casco con la mano—. Puedo
ayudaros a encontrarlo. Pero primero debéis realizar la prueba.
—¿Pero qué clase de prueba es ésa? —quise saber.
Sus ojos verdes llamearon.
—Una prueba de supervivencia.
Tragué saliva.
—M e lo temía —dije débilmente.
—¿Y si no queremos realizar la prueba de supervivencia? —preguntó M arissa.
—¡Entonces nunca encontraréis el cofre de plata!
—¡Caramba! —exclamé—. ¡Es verdad que sabe lo que buscamos!
Ivanna asintió con la cabeza.
—Yo sé todo lo que pasa en el bosque.
—Pero-pero necesitamos a nuestro padre —dijo M arissa balbuceando.
—No hay tiempo. Vosotros realizaréis la prueba en su lugar. No os preocupéis. No es difícil. Si sobrevivís, claro.
—¿Cómo que si sobrevivimos? ¿Es otra broma? —pregunté débilmente.
—No, no es ninguna broma. Nunca bromeo con la prueba del Bosque Fantasía.
A mí se me volvió a caer la cuchara.
—¿El Bosque Fantasía? ¿Dónde está eso? ¿Qué es?
Ivanna fue a contestar, pero antes de que pudiera decir una palabra, la puerta de la cabaña se abrió de golpe y sentí una ráfaga de aire frío.
Entonces entró una criatura salvaje, cubierta de pelo negro. Se detuvo gruñendo y barrió la habitación con sus ojos saltones. Al verme, soltó un ronco gruñido y se
lanzó al ataque.
Yo me puse a chillar e intenté apartarme, pero me caí con la silla y aterricé en el suelo de costado. Quise alejarme rodando, pero la criatura me hundió los dientes en
la pierna.
—¡Aaaaayyy! —chillé.
Por encima de mis gritos, oí el vozarrón de Ivanna:
—¡No, Luka! ¡Al suelo! ¡Suelta, Luka!
La criatura me soltó la pierna y retrocedió jadeando. Yo me levanté y me la quedé mirando. Tenía cara de hombre, y allí sentada sobre sus patas traseras parecía casi
humana. Sólo que estaba cubierta de un espeso pelo negro.
—¡Atrás, Luka! —gritó Ivanna—. ¡Atrás!
La criatura retrocedió obediente.
—No tengáis miedo de Luka —me dijo Ivanna—. Es un buen chico.
—Pero-pero… ¿Qué es? —exclamé, frotándome la pierna.
—Pues no lo sé muy bien —contestó ella, sonriendo a aquella cosa peluda.
Luka se puso a dar saltos, sonriendo también y lanzando gruñiditos.
—Lo criaron unos lobos —prosiguió Ivanna—. Pero es un buen chico. ¿A que sí, Luka?
Luka asintió. Tenía la lengua fuera y resollaba como un perro. Ivanna lo fue a acariciar, pero él se lanzó de nuevo contra mí. M e olisqueó el suéter y los tejanos,
luego se arrastró bajo la mesa y olfateó las botas de M arissa.
—¡Fuera de ahí, Luka! —ordenó Ivanna—. ¡Fuera! ¡Fuera! —Entonces se volvió hacia mí—. Es un buen chico, pero demasiado curioso. Ya se calmará, cuando os
conozca.
—¿Cuando nos conozca? —preguntó M arissa, mientras Luka se acercaba a Plateado, junto al fogón.
—Luka os ayudará cuando entréis en el Bosque Fantasía —dijo Ivanna con una sonrisa.
—¿Va a venir con nosotros? —exclamé yo.
Ivanna asintió con la cabeza.
—Será vuestro guía. Y os protegerá. —De pronto se puso seria y añadió—: Necesitaréis toda la ayuda posible.
Después de aquello terminamos rápidamente la sopa, mientras Plateado y Luka nos observaban desde la estufa. Luego Ivanna nos llevó a una salita trasera donde no
había nada más que dos camastros.
—Dormiréis aquí —dijo con firmeza.
—Pero nuestro padre… —protestó M arissa.
Ivanna levantó la mano.
—Queréis encontrar el cofre de plata, ¿no? Queréis dar una sorpresa a vuestro padre y que se sienta orgulloso de vosotros, ¿no?
Nosotros asentimos.
—Pues entonces realizaréis la prueba. Si la pasáis, os diré cómo encontrar el cofre.— Ivanna echó una manta de lana en cada cama.
—Ahora a dormir. La prueba empezará a primera hora de la mañana.