Los Cinco y El Tesoro de La Isla
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Los Cinco y El Tesoro de La Isla
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01- LOS CINCO Y EL TESORO DE LA ISLA ENID BLYTON
ENID BLYTON
LOS CINCO Y EL TESORO DE LA ISLA
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ARGUMENTO:
Ana y sus hermanos Julián y Dick, van de vacaciones a casa de sus tíos Fanny y
Quintín. La casa se encuentra en la hermosa bahía de Kirrin, con una isla y un viejo
castillo propiedad de la familia. Allí también está su prima Jorgina, una niña de fuerte
carácter a la que le gustaría ser un chico, por lo que prefiere que la llamen Jorge.
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ÍNDICE
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CAPÍTULO PRIMERO
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—Oh, siempre dices lo mismo de todos los sitios a donde vais a pasar las
vacaciones —dijo papá, riendo—. Está bien. Ahora mismo le voy a telefonear, a ver si
accede.
Los niños habían terminado el desayuno y se levantaron de la mesa, quedando a
la espera, a ver qué decía su padre cuando regresara del teléfono. Fueron todos al
vestíbulo y desde allí pudieron oír como hablaba su padre con tía Fanny.
—Supongo que lo pasaremos bien —dijo Julián—. Me gustaría saber cómo es
Jorgina. El nombre es bonito, ¿verdad? Aunque es más propio que un chico se llame
Jorge que se llame una niña Jorgina. Según he oído, ella tiene once años, total un año
menos que yo y la misma edad que tú, Dick. Y un año más que tú, Ana. Ella, tan
solitaria, tendrá que adaptarse a nuestro modo de ser. Y nosotros, los cuatro, pasaremos
unas buenas vacaciones.
Papá volvió del teléfono diez minutos después, y los chicos, al verlo,
comprendieron en seguida que todo estaba ya arreglado. Sonrió a todos.
—Ya está todo decidido —dijo—. Vuestra tía Fanny está encantada con la idea.
Dice que vuestra compañía le sentará muy bien a Jorgina, que hasta ahora se ha portado
como una misántropa. Y que ella procurará distraeros y que lo paséis bien. Lo único que
tenéis que hacer es no molestar a tío Quintín. Tiene siempre mucho trabajo y se enfada
mucho cuando le interrumpen o molestan.
—Nos portaremos muy bien. No molestaremos a tío Quintín —dijo Dick—. Lo
digo de verdad. Oh, papá, sé bueno y dinos cuándo iremos allí.
—La semana que viene, si es que mamá tiene tiempo de prepararlo todo —dijo
papá.
Mamá movió la cabeza.
—Sí —asintió—. Todo estará dispuesto en seguida. Los niños no necesitarán
muchas cosas: total, los trajes de baño, los jerseys, los shorts y poco más. Lo mismo que
los años anteriores.
—¡Qué estupendo ponerme otra vez los shorts! —dijo Ana, bailando de
contenta—. Ya estoy cansada del uniforme del colegio. Tengo enormes ganas de ir con
shorts o en traje de baño y ponerme a jugar con los chicos.
—No te preocupes: pronto vas a salirte con la tuya —dijo mamá, riendo—.
Preocupaos de preparar los juguetes, libros y todas las cosas que pensáis llevaros. Pero,
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por favor, que no sean muchas, no vayáis a llenar la casa de objetos que no sirvan para
nada.
—Ana seguramente querrá llevarse sus quince muñecas, como el año pasado —
dijo Dick—. ¿Te acuerdas, Ana, lo contenta que estabas con tus muñecas?
—No creas que estaba entusiasmada —dijo Ana, enrojeciendo—. Me gustan las
muñecas y, sencillamente, no encontré nada mejor que llevarme, por eso las cogí todas.
No veo que eso tenga nada de particular.
—Y ¿te acuerdas el año anterior, lo empeñada que te pusiste en llevarte el
caballito-mecedora? —dijo Dick, echándose a reír.
Su madre le atajó.
—Por cierto que ahora me acuerdo de un muchachito llamado Dick que metió en
su equipaje dos polichinelas, un osito, tres perritos, dos gatitos y un mono viejo para
llevárselos todos a Polseath un verano —dijo.
Esta vez le tocó el turno a Dick de ponerse encarnado. En seguida cambió de
conversación.
—Papá: ¿iremos en tren o en coche? —preguntó.
—En coche —dijo papá—. Meteremos todas las cosas en el portaequipajes.
Bueno; ¿qué os parece si marcháramos el martes?
—Me viene muy bien —dijo mamá—. Acompañaremos a los niños a Bahía
Kirrin, volveremos después para preparar todas nuestras cosas, y el viernes podremos ya
emprender el viaje a Escocia. Sí, es una buena idea la de salir el martes.
Se decidió, por tanto, que el martes emprenderían el viaje. Los niños contaban
los días con impaciencia, y Ana, cada día que pasaba lo marcaba en su calendario con
una cruz. La semana parecía que no iba a acabarse nunca. Pero al final llegó el martes.
Dick y Julián, que dormían en la misma habitación, se despertaron al mismo tiempo. En
seguida se levantaron y se asomaron a la ventana.
—¡Hurra! ¡Hace un día magnífico! —gritó Julián—. No sé por qué, pero a mí
me parece que es muy importante que haga buen tiempo el primer día de vacaciones.
Vamos a despertar a Ana.
Ana dormía en la habitación de al lado. Julián fue corriendo a su cuarto y
empezó a zarandearla.
—¡Despierta ya! ¡Es martes, y hace un sol espléndido!
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CAPÍTULO II
La extraña prima
Tía Fanny estaba esperando la llegada del coche. En cuanto le oyó se dirigió
rápidamente al vestíbulo y abrió la vieja puerta de madera. Su aspecto impresionó
favorablemente a los chicos.
—¡Bienvenidos a Kirrin! —gritó—. ¡Saludos a todos! ¡Qué alegría poder veros!
¡Cómo habéis crecido!
Se prodigaron los besos y luego los chicos fueron introducidos en la casa.
Tampoco la casa les desagradó. Sus vetustos y señoriales muebles le daban cierto aire
de mansión misteriosa.
—¿Dónde está Jorgina? —preguntó Ana, mirando en derredor, en busca de su
desconocida prima.
—¡Oh, la muy pícara! ¡Le dije que os esperara en el jardín! —dijo tía Fanny—.
Debe de haberse marchado a cualquier sitio. Os advierto que al principio quizás
encontréis a Jorge un poco rara. Habéis de saber que le gusta estar sola. A lo mejor los
primeros días se siente molesta con vuestra presencia. Pero eso no debe preocuparos:
Jorge, en poco tiempo se acostumbra a todo. Me alegro mucho por ella de que hayáis
venido aquí a pasar las vacaciones. Lo que necesita son precisamente amiguitos para
jugar y distraerse.
—¿Por qué la llamas Jorge? —preguntó Ana, soprendida—. Yo creía que se
llamaba Jorgina.
—Es cierto —dijo tía Fanny—. Pero es que a ella le molesta mucho ser una
chica, y hay que llamarla Jorge. La muy pícara nunca contesta cuando la llamamos
Jorgina.
Los chicos pensaron que Jorgina debía de tener un carácter muy singular.
Estaban deseando que apareciera por allí para conocerla. Pero esto no ocurrió. El que
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apareció de pronto fue tío Quintín. Era un hombre de buen aspecto, pero de carácter
sombrío. Tenía la frente amplia y muy ceñuda.
—¡Hola, Quintín! —dijo papá—. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Espero que mis
chicos no te molesten demasiado en tu trabajo.
—Quintín está ahora escribiendo un libro muy complicado y difícil —dijo tía
Fanny—. Para que esté cómodo mientras trabaja le he preparado una habitación aislada,
en un extremo de la casa. No creo que los chicos puedan llegar a molestarlo nunca.
El tío contempló a sus sobrinos durante unos instantes y cabeceó después. Ni por
un momento desapareció el ceño de su rostro, por lo que los muchachos se sintieron
algo amedrentados. Menos mal que su habitación de trabajo la tenía lejos, en un
extremo de la casa.
—¿Dónde está Jorge? —preguntó con voz baja y profunda.
—Ha vuelto a marcharse —dijo tía Fanny, molesta—. Le encargué
especialmente que se quedara en casa para esperar a sus primos.
—Se ve que quiere que le demos una azotaina —dijo tío Quintín.
Los chicos no acababan de entender si su tío hablaba en serio o en broma.
—Bien, muchachos, espero que lo paséis bien aquí y, por favor, sed un poco
comprensivos con Jorge.
En la pequeña casita de Kirrin no había sitio para todos: papá y mamá no podían
pasar allí la noche. Por ello, después de cenar apresuradamente, marcharon a un hotel de
la ciudad próxima. Habían pensado en regresar a Londres inmediatamente después del
desayuno, por lo que, en cuanto acabaron de cenar, se despidieron de los niños.
Jorgina no había aparecido todavía.
—Cuánto siento que no esté aquí Jorgina —dijo mamá—. Me hubiera gustado
mucho saludarla y decirle que espero que se distraiga mucho jugando con Dick, Julián y
Ana.
Mamá y papá se marcharon. Los chicos sintieron cierta sensación de desamparo
cuando vieron el gran automóvil negro desaparecer al doblar la esquina. Pero tía Panny
se los llevó en seguida para enseñarles sus respectivos dormitorios, y pronto olvidaron
su tristeza. Los dos niños tenían asignado un dormitorio, en el piso más alto de la casa.
Desde él se divisaba el magnífico panorama de la bahía, cosa que les agradó
enormemente. Ana y Jorgina tenían destinada una habitación más pequeña, cuyas
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ventanas daban al pantano que había en la parte de atrás de la casa. Pero por una
ventana lateral se veía también el mar y esto le gustó mucho a Ana. Era una habitación
muy bonita. En una de las ventanas, unas cuantas rosas rojas se balanceaban bajo la
acción del viento.
—Qué ganas tengo de conocer a Jorgina —dijo Ana a su tía—. Quiero saber
cómo es.
—Pues es una muchachita muy agradable —dijo su tía—. Claro que tal vez sea
un poco arisca y tenga algo de mal genio, pero es de buen corazón y muy noble y
sincera. Cuando se hace amiga de alguien lo es para siempre, aunque le cuesta mucho
trabajo trabar amistad con las personas. Es una pena.
Ana empezó de pronto a bostezar. Sus hermanos la miraron con gesto ceñudo:
temían que sucediera lo que realmente sucedió en seguida.
—¡Pobre Ana! ¡Qué cansada debes de estar! Será mejor que os vayáis ya a la
cama todos. Tenéis que dormir muchas horas para estar mañana bien descansados y
dispuestos —dijo tía Fanny.
—Ana, eres idiota —dijo Dick, furioso, cuando su tía salió de la habitación—.
Sabes perfectamente que cuando empezamos a bostezar lo primero que hacen es
mandarnos a la cama. Y yo tenía muchas ganas de ir un rato a la playa.
—¡Cuánto lo siento! —dijo Ana—. No pude evitarlo. De todos modos, tú estás
bostezando ahora, y tú, Julián, también.
Así era, en efecto. El largo viaje en coche al aire libre los había dejado
soñolientos a más no poder. Secretamente todos anhelaban meterse en la cama cuanto
antes y echarse a dormir.
—¿Por dónde andará Jorgina? —preguntó Ana al despedirse de sus hermanos
antes de acostarse—. Debe de ser una chica muy rara. No ha querido recibirnos ni ha
venido a cenar y ni siquiera ha aparecido todavía por la casa. Menos mal que
dormiremos juntas en la misma habitación, pero, Dios mío, a saber cuándo tendrá la
intención de regresar.
Mucho antes de que Jorgina volviera, los tres chicos estaban profundamente
dormidos. No pudieron oírla, por tanto, cuando ella abrió la puerta del dormitorio de
Ana ni cuando se desnudaba y se lavaba los dientes. Tampoco oyeron el leve crujido de
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Cuando Ana se despertó al día siguiente, lo primero que hizo fue preguntarse
dónde se encontraba. Observó extrañada su pequeña cama y el inclinado techo de la
habitación, así como las rosas rojas que se mecían suavemente en el antepecho de una
ventana. De repente lo recordó todo.
"¡Estoy en Bahía Kirrin pasando las vacaciones!", se dijo a sí misma, mientras
golpeaba el colchón con las piernas, en un gesto de alegría.
Entonces reparó en la otra cama. Sólo pudo ver un trozo de cabeza con cabellos
rizados: lo demás estaba envuelto en las sábanas. En cuanto Ana vio que el bulto se
movía algo, empezó a hablar:
—¡Hola! ¿Eres Jorgina?
La muchachita que había en la otra cama se incorporó y observó a Ana. Tenía el
pelo muy rizado y corto, casi tan corto como el de los chicos. Su tez estaba
soberanamente bronceada por el sol y sus ojos azules brillaban, enmarcados por un
rostro singularmente bello. Pero su boca se torcía con una mueca de descontento y en la
frente podía notarse un ceño similar al de su padre.
—No —dijo—. Yo no soy Jorgina.
—¡Oh! —dijo Ana, sorprendida—. Entonces, ¿quién eres?
—Yo soy Jorge —dijo la muchacha—. Sólo te contestaré si me llamas Jorge.
Odio ser una chica. No quiero serlo. No me gusta hacer nada de lo hacen las chicas. Me
gustan las cosas que hacen los chicos. Puedo trepar a los árboles mejor que cualquier
muchacho y también nado como ellos. Remo mejor que lo pueda hacer un pescador de
por aquí. Si quieres que te hable me has de llamar Jorge. Si no, no.
—¡Oh! —dijo Ana, considerando lo extraordinaria que era su prima—. Muy
bien. Me da igual llamarte de un modo o de otro. También Jorge es un bonito nombre.
No me gusta mucho el de Jorgina. Además, tú pareces enteramente un chico.
—¿Verdad que sí? —dijo Jorge, desarrugando el ceño durante un instante—. Mi
madre está muy disgustada porque me dejo el pelo muy corto. Antes tenía una melena
horrible.
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—Pues a nosotros nos gustaría mucho que nos acompañaras —dijo Julián,
generosamente. Él había notado, por supuesto, que Jorge era arisca y de malos modales.
Pero no podía impedir el sentir cierta atracción hacia aquella extraña personita de cortos
cabellos y erguida espalda, brillantes ojos azules y labios contraídos en disgustado
mohín.
Jorge se le encaró.
—Pues ya ves —le dijo—. No tengo la menor intención de trabar amistad con
nadie que sea primo mío o alguna estupidez por el estilo. Sólo me hago amiga de las
personas que me son simpáticas.
—A nosotros nos pasa igual —dijo Julián—. Y, por supuesto, tú también puedes
sernos antipática: no lo olvides.
—Oh —dijo Jorge, indiferentemente—. Desde luego que puedo seros antipática.
Ahora que lo pienso, hay mucha gente que me tiene antipatía.
Ana, mientras tanto, se había dedicado a explorar la bahía. A su entrada podía
distinguirse un extraño islote rocoso en cuya parte más alta había un antiguo castillo en
ruinas.
—Qué isla más bonita, ¿verdad? —dijo—. Me gustaría saber cómo se llama.
—Se llama la Isla Kirrin —dijo Jorge, volviendo sus ojos azul-mar en dirección
al islote—. Si me sois simpáticos os llevaré algún día a verla. Pero no puedo prometerlo.
Sólo se puede ir en bote.
—Y ¿a quién pertenece la isla? —preguntó Julián.
Jorge lanzó una respuesta que los dejó desconcertados.
—Me pertenece a mí —dijo—. Por lo menos, algún día me pertenecerá. ¡Tendré
entonces una isla y un castillo propios!
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CAPÍTULO III
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pedido muchas veces las chicas y chicos de estos alrededores. Pero no me eran
simpáticos; por eso no los he llevado.
Hubo un corto silencio que los cuatro aprovecharon para volver a mirar hacia la
bahía, donde se destacaba limpiamente la isla de Jorge. La marea había bajado. Parecía
casi que se podía llegar hasta allí vadeando. Dick preguntó si ello era posible.
—No —dijo Jorge—. Ya os he dicho que sólo se puede ir en bote. Está más
lejos de lo que parece y el agua es muy profunda. Tiene rocas y arrecifes por todo el
derredor y para llegar allí remando en un bote y evitar que encalle hay que conocer bien
el camino. Es bastante peligrosa la costa de esa isla. Muchos barcos se han hundido
cuando intentaban pasar por entre las rocas.
—¡Caramba! —exclamó Julián con los ojos brillantes—. Nunca he visto un
barco hundido. ¿Quedan muchos por allí?
—Ahora ya no —dijo Jorge—. Los han sacado casi todos. Sólo queda uno, pero
está al otro lado de la isla. Si se va remando por aquel lugar en un día de calma se puede
ver desde la superficie del agua un trozo de mástil roto. Ese barco hundido es mío
también.
Esta vez costaba más trabajo a los chicos creer las palabras de Jorge. Pero ella
confirmó con firmes movimientos de cabeza.
—Sí —dijo—. Era un barco que perteneció a los tatarabuelos de los tatarabuelos
de mis tatarabuelos o, por lo menos, a un antecesor mío muy lejano. Estaba cargado de
oro, enormes barras de oro, y naufragó en la costa de la isla Kirrin.
—¡Oooh! Y ¿qué pasó con el oro? —preguntó Ana con sus grandes ojos muy
abiertos.
—Nadie lo sabe —repuso Jorge—. Supongo que lo habrán robado. Varias
personas han buceado para rescatarlo, pero no lo encontraron.
—¡Caramba, qué interesante es todo eso! —dijo Julián—. Me gustaría poder ver
el barco.
—Quizá podamos verlo esta tarde cuando haya bajado más la marea —dijo
Jorge—. El mar está hoy en calma y limpio. Creo que lo podremos ver.
—¡Oh, qué maravilloso! —exclamó Ana—. ¡Con las ganas que tengo de ver a lo
vivo un barco hundido!
Los demás rieron.
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—Bueno; no creo que esté muy vivo —dijo Dick—. Jorge: ¿qué te parece si nos
diéramos un baño?
—Primero voy a buscar a Timoteo —dijo Jorge, levantando.
—¿Quién es Timoteo? —dijo Dick.
—¿Podéis guardarme un secreto? —preguntó Jorge—. Es que no quiero que se
enteren en casa.
—Bueno, sigue: ¿qué secreto es ese? —preguntó Julián—. Puedes decírnoslo
tranquila. No somos acusicas.
—Timoteo es mi mejor amigo —dijo Jorge—, No puedo hacer, nada sin él. Pero
a papá y a mamá no les gusta. Por eso lo tengo escondido en un sitio secreto. Voy a
buscarlo.
Jorge echó a correr y desapareció tras las rocas. Los demás quedaron
esperándola pasmados, pensando que su primita era la chica más extraña que habían
conocido en su vida.
—¿Quién diablos será Timoteo? —dijo Julián, pensativo—. A lo mejor se trata
de algún muchacho pescador de por aquí cuya amistad con Jorge no agrada a sus
padres.
Los chicos, sentados en la arena, contemplaban expectantes el lugar por donde
había desaparecido Jorge. No tardaron en oír su clara voz procedente de detrás de las
rocas.
—¡Ven, Timoteo, ven!
Se levantaron para ver mejor cómo era Timoteo. Lo que vieron no fue
precisamente un muchacho pescador, sino un enorme perro castaño, de raza mixta, que
tenía un rabo absurdamente largo y unos enormes hocicos contraídos en extravagante
mueca. Daba vueltas alrededor de Jorge, loco de alegría. Ella se acercó corriendo a sus
primos.
—Éste es Timoteo. ¿Verdad que es perfecto?
En cuanto a perro, Timoteo distaba mucho de ser una perfección. Era de
complexión un tanto deforme: tenía la cabeza demasiado grande, las orejas
exageradamente puntiagudas, el rabo larguísimo y, por otra parte, era imposible adivinar
a qué raza podía pertenecer. Además producía unas impresiones bastante dispares; perro
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risueño, alborotador, servicial y torpe, pero en conjunto tan agradable que los chicos se
sintieron fascinados por él y lo adoraron desde el primer momento de verlo.
—¡Oh, qué perro más simpático! —dijo Ana, dándole un cachetito en la húmeda
nariz.
—¡Es estupendo! —dijo Dick. Le dio a Timoteo un amistoso beso, cosa que
conmovió al can, el cual se puso a dar saltos de alegría.
—¡Cómo me gustaría tener un perro como éste! —dijo Julián, a quien le
gustaban mucho los perros y siempre había querido tener uno propio—. ¡Oh, Jorge, es
maravilloso! ¿No estás orgullosa de él?
La primita sonrió. La emoción y el contento hermoseaban aún más su lindo
rostro. Se sentó en la arena y el perro se abalanzó sobre ella, lamiéndole la cara, los
brazos y las piernas.
—Lo quiero horrores —dijo—. Me lo encontré hace un año en el pantano y lo
llevé a casa. Al principio le gustó a mamá, pero cuando se hizo mayor se volvió
terriblemente malo.
—¿Por qué malo? —preguntó Ana—. ¿Qué hacía?
—Porque, aunque es un perro maravilloso, muerde todo lo que encuentra.
Estropeó una alfombra nueva que mamá acababa de comprar; hizo polvo también un
sombrero muy bonito que tenía; y a papá le destrozó las zapatillas e hizo trizas muchos
papeles. Además ladra fuerte. A mí me gusta que ladre, pero a papá no. Dijo que iba a
acabar volviéndose loco. Un día le pegó a Timoteo y yo me enfadé mucho con él.
—Y ¿no te dio una azotaina? —preguntó Ana—. Yo no me atrevería a
enfadarme con tu padre: parece de muy mal genio.
Jorge se puso a contemplar la bahía. Su rostro se había vuelto otra vez huraño.
—No le di bastante motivo como para que me castigara —dijo—. Pero lo peor
de todo fue cuando papá dijo que eso de tener yo un perro en casa se había acabado;
mamá se puso también de su parte y dijo que había que echar al perro. Yo me pasé
varios días llorando, y eso que no me gusta llorar. Los chicos no lloran, y a mí me gusta
ser como ellos.
—No creas: los chicos también lloran a veces —empezó a decir Ana, mirando a
Dick, quien, tres o cuatro años atrás, había sido un perfecto llorón. Dick le dio un fuerte
y significativo codazo y ella no volvió a hablar más del asunto.
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CAPÍTULO IV
Poco después estaban todos bañándose en el mar. Los chicos pudieron notar que
Jorge nadaba mucho mejor que ellos. Lo hacía con fuerza y muy deprisa. Además podía
mantenerse bajo el agua mucho tiempo sin respirar.
—Nadas magníficamente —dijo Julián, admirado—. Es una pena que Ana no lo
haga un poco mejor. Ana, tendrás que practicar mucho y duro o nunca podrás hacerlo
tan bien como nosotros.
A la hora de comer todos estaban hambrientos. Regresaron por la rocosa senda
anhelando que les tuvieran preparadas a la mesa muchas cosas buenas. Su esperanza no
quedó frustrada. Les sirvieron carne, empanadillas, queso y flan. Era de ver lo aprisa
que dieron cuenta de todo.
—¿Qué vais a hacer esta tarde? —preguntó la madre de Jorge.
—Jorge nos llevará en un bote a ver el barco hundido que hay al otro lado de la
isla —dijo Ana. Su tía quedó muy sorprendida.
—¿Qué dices? ¿Que Jorge os va a llevar a la isla? —dijo—. ¿Qué te ha pasado,
Jorge? ¡Con la de veces que te he pedido que lleves allí a amiguitos tuyos y nunca has
querido!
Jorge no dijo nada. Siguió comiendo tranquilamente su empanadilla. Durante
toda la comida no había pronunciado palabra. Su padre no había aparecido por el
comedor, cosa que tranquilizó a los muchachos.
—Jorge, estoy muy contenta de que te hayas avenido a hacer lo que tu padre te
ordenó —siguió hablando la madre. Jorge negó con la cabeza.
—Lo haré no porque me lo hayan mandado, sino porque quiero. No llevaría a
nadie a ver mi barco hundido, ni siquiera a la reina de Inglaterra, si no me fuera
simpática.
Su madre se echó a reír.
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—Está bien. De todos modos, bueno es que tus primos te hayan sido simpáticos
—dijo—. Espero que tú les serás a ellos simpática también.
—¡Oh, sí! —dijo Ana, vehementemente, deseosa de agradar a su extraña
prima—. Jorge nos es muy simpática, y también nos ha resultado muy simpático Ti...
Estaba a punto de decir que también les había agradado mucho Timoteo, cuando
sintió un fuerte puntapié en el tobillo, cosa que le hizo lanzar un gemido de dolor y
saltársele las lágrimas. Jorge la miró con ojos fulgurantes.
—¡Jorge! ¿Cómo se te ocurre dar un puntapié a Ana, precisamente mientras
estaba hablando bien de ti? —le gritó su madre—. Márchate de la mesa
inmediatamente. No quiero que te comportes de esa manera.
Sin pronunciar palabra, Jorge se levantó de la mesa y se marchó al jardín.
Acababa en aquel momento de coger un trozo de pan y un poco de queso, pero todo lo
volvió a dejar en el plato. Sus primitos la miraban consternados. Ana estaba
turbadísima. ¡Qué tonta había sido, olvidando que en la casa no se podía hablar de
Timoteo!
—¡Oh, por favor, tía, dígale a Jorge que vuelva! —dijo—. Ella no tenía
intención de darme un puntapié. Fue sin querer.
Pero tía Fanny estaba muy enfadada con Jorge.
—Seguid comiendo —dijo a los tres hermanos—. Jorge está ahora muy huraña.
¡Oh, queridos, qué niña más difícil tengo!
Lo que menos importaba a los tres era que Jorge estuviese huraña. Su
preocupación mayor era pensar que a lo mejor desistía de la idea de llevarlos a la isla a
ver los restos del barco hundido.
Terminaron de comer en silencio. Su tía fue a ver si tío Quintín quería otra
empanadilla. Estaba comiendo solo en su despacho. En cuanto se marchó, Ana cogió
rápidamente el pan y el queso que había dejado Jorge en su plato y se fue al jardín. Sus
hermanos no la regañaron. Sabían que Ana se iba a menudo de la lengua, pero siempre
procuraba luego disculparse y remediar lo mal hecho. Pensaron que era muy valiente
yendo a enfrentarse con Jorge.
Jorge estaba en el jardín, echada en el suelo boca arriba al pie de un gran árbol.
Ana se le acercó.
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—¡Cuánto siento haber estado a punto de meter la pata, Jorge! —dijo—. Aquí te
traigo tu pan y tu queso. Te prometo que nunca más olvidaré que no se puede hablar de
Timoteo en tu casa.
—¡Estoy pensando en no llevarte a ver el barco, niña estúpida! —contestó
Jorge.
Ana la escuchó, apabullada. Lo que acababa de oír era precisamente lo que más
estaba temiendo.
—Bueno, no me lleves si no quieres. Pero a mis hermanos sí debes llevarlos,
Jorge. Al fin y al cabo, ellos no han cometido ninguna estupidez. Pero tú me has dado
un puntapié terrible: fíjate qué bulto me has hecho en el tobillo.
Jorge miró el tobillo. Luego miró a Ana a los ojos.
—Pero tú te sentirías muy desgraciada si los llevase a ellos y a ti no, ¿verdad?
—Claro que sí —asintió Ana—. Pero no quiero que por mi culpa se queden ellos
sin ver el barco.
Entonces Jorge hizo algo que sorprendió a Ana. ¡Le dio un abrazo!
Inmediatamente se sintió avergonzada de sí misma: estaba segura de que los chicos no
hacían cosas así. Y por nada del mundo quería dejar de parecer un chico.
—Está bien —dijo ásperamente, cogiendo el pan y el queso que le había traído
Ana—. Tú has estado a punto de meter la pata; yo te he dado un puntapié. Así, todo está
compensado. Por supuesto que esta tarde podrás venir con nosotros.
Ana regresó a la casa para decirles a sus hermanos que ya estaba todo arreglado.
Al cabo de cinco minutos los cuatro corrían alegremente camino de la playa. Había allí
un bote al lado del cual esperaba un muchacho, al parecer pescador, de unos catorce
años. Junto a él estaba Timoteo.
—El bote está preparado, "señorito" Jorge —dijo, con una leve sonrisa—.
Timoteo también está dispuesto.
—Gracias —dijo Jorge. Indicó en seguida a sus primos que se metieran en el
bote. Todos se metieron, incluido Timoteo, que movía la cola con alegría. Jorge apartó
un poco el bote de la orilla y se introdujo limpiamente en él, sin ayuda de nadie. Luego
empuñó los remos.
Remaba espléndidamente. El bote, como una flecha, se deslizaba a través de la
azul bahía. El tiempo era espléndido y a los chicos les gustaba mucho sentir el balanceo
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de la embarcación. Timoteo iba en la proa. Cada vez que una ola le llegaba al nivel de la
cabeza se ponía a ladrar violentamente.
Jorge lo arrastró hacia dentro y dijo:
—Si lo vierais cuando hace mal tiempo. En cuanto ve olas grandes se pone a
ladrar como un loco y se enfada mucho si le salpican. Pero sabe nadar como nadie.
—¿Verdad que ha sido una buena idea traer el perro? —dijo Ana, deseosa de
borrar la mala impresión que había producido en Jorge con su desliz—. Le he cogido
mucho afecto.
—¡Guau! —ladró Timoteo con voz profunda. En seguida empezó a lamerle a
Ana las orejas.
—Apostaría a que se ha enterado de lo que he dicho —dijo Ana, complacida.
—Por supuesto que sí —dijo Jorge—. Se entera al detalle de todo cuanto se
habla a su alrededor.
—Estamos ya casi llegando a la isla —dijo Julián, excitado—. Es más grande de
lo que parecía desde lejos. ¿Verdad que el castillo es maravilloso?
Estaban ya muy cerca de la isla. Los chicos pudieron observar lo accidentada
que era la costa. Estaba plagada de arrecifes y afilados salientes rocosos. Se veía a las
claras que para poder atracar era indispensable conocer muy bien el camino que el bote
tenía que seguir. Hacia la mitad de la isla y sobre una pequeña colina se destacaba el
ruinoso castillo. Estaba construido con grandes piedras blancas. A pesar de sus rotas
bóvedas y derrumbadas murallas y torretas conservaba el aspecto de castillo poderoso y
señorial. Ahora, abandonado, lo utilizaban los grajos y otras aves para hacer en él sus
nidos, y servía también de refugio a las gaviotas, que en su mayor parte descansaban
sobre las piedras más altas.
—Parece un castillo de leyenda —dijo Julián—. ¡Cómo me gustaría atracar allí
y echarle una ojeada! ¡Sería estupendo poder pasar en la isla una o dos noches!
Jorge paró los remos. Su rostro parecía iluminado.
—¡Ya lo creo! —dijo entusiasmada—, ¡Nunca me había parado a pensar lo
interesante que sería! ¡Pasar una noche en la isla! ¡Nosotros cuatro solos! ¡Llevarnos la
comida y hacernos a la idea de que vivimos en ella! ¿Verdad que sería maravilloso?
—Sí —asintió Dick, mientras contemplaba largamente la isla—. ¿Crees que tu
madre nos dejaría hacerlo?
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—No hemos llegado todavía al sitio exacto —dijo Jorge, escudriñando, a su vez,
las profundidades del mar—. El agua está tan clara que casi se puede ver el fondo, y no
hay nada. Aguardad, que voy a virar a la izquierda y remar hasta un poco más allá.
—¡Guau! —ladró Timoteo, moviendo la cola. Los chicos escudriñaron a través
del agua y, por fin, vieron algo.
—¡Es el barco! —dijo Julián, excitadísimo y a punto de caerse por la borda de
tanto como se había asomado—. Veo un trozo de mástil roto. ¡Mira, Dick, mira!
Los cuatro y el perro observaron atentamente lo profundo del agua. Poco
después pudieron descubrir la silueta del casco de un barco, bajo el mástil roto.
—Está inclinado sobre un costado —dijo Julián—. Pobre barco. Qué pena me da
el pensar que ha tenido que ir poco a poco hundiéndose, sin poder evitarlo. Jorge, me
gustaría mucho zambullirme y echarle una ojeada de cerca.
—Hazlo, si quieres —dijo Jorge—. Llevas puesto el traje de baño. Yo también
me he zambullido muchas veces para verlo. Esta vez también lo haré. Mientras tanto,
Dick puede cuidarse de que el bote no se aleje de aquí. Hay corrientes que pueden
desviarle del camino. Dick, tú ve moviendo este remo todo el tiempo para mantener el
bote en su sitio.
La primita se quitó los shorts y el jersey y Julián hizo lo mismo. Ambos
llevaban puesto el traje de baño debajo de la ropa. Jorge se sumergió en el agua de una
magnífica zambullida.
Los demás pudieron contemplar cómo iba hundiéndose, mientras braceaba con
fuerza, a pesar de tener contenida la respiración. Al cabo de un rato reapareció en la
superficie, casi sin aliento.
—Casi he llegado a tocar el barco —dijo—. Está como siempre: cubierto de
algas, lapas y cosas así. ¡Lo que me hubiera gustado poder meterme dentro! Pero no
puedo estar tanto tiempo sin respirar. Ve tú ahora, Julián.
Julián se zambulló a su vez: pero no era tan buen nadador como Jorge. No se
pudo acercar tanto como ella al barco. Sin embargo, al abrir los ojos pudo contemplar
buena parte de la cubierta. Ésta aparecía desoladoramente abandonada. A Julián no le
agradó, en verdad, el triste espectáculo que ofrecía. Le producía una especie de
sensación amarga y angustiosa que no se podía explicar. Sólo se sintió tranquilo cuando
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volvió a la superficie del agua, respiró el aire a pleno pulmón y sintió la caricia de los
ardientes rayos del sol sobre sus hombros.
Subió al bote.
—Muy interesante —dijo—. ¡Caramba, cómo me gustaría poder ver el barco
despacio y con toda tranquilidad y registrar la cubierta y los camarotes! ¡Entonces
seguro que encontraría las cajas con las barras de oro!
—Eso es imposible —dijo Jorge—. Ya te dije que mucha gente ha registrado el
barco, buceando, y nadie ha encontrado nada. ¿Qué hora es? Tendremos que darnos
prisa si no queremos llegar tarde a casa.
Regresaron tan aprisa, que consiguieron llegar con sólo cinco minutos de retraso
a la hora del té. Después se fueron a visitar el pantano. A la hora de acostarse estaban
todos tan soñolientos que difícilmente podían mantenerse con los ojos abiertos.
—Bueno, buenas noches —dijo Ana, acomodándose bien en la cama—. Hemos
pasado un día magnífico. Te estoy muy agradecida.
—Pues yo también he pasado un día magnífico —dijo Jorge precipitadamente—
. Os estoy muy agradecida. Me gusta mucho que hayáis venido a pasar las vacaciones a
mi casa. Lo vamos a pasar muy bien. ¿Verdad que os ha gustado el castillo y la isla?
—¡Oh, sí! —dijo Ana.
Aquella noche Ana soñó con montones de barcos hundidos e islas misteriosas.
¿Cuándo accedería Jorge a llevarlos a visitar la suya?
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CAPÍTULO V
Tía Fanny organizó un pequeño picnic al día siguiente. Fueron a una caleta que
se hallaba no muy lejos de la casa, donde pudieron bañarse y chapotear a su gusto con
gran contento de sus corazones. Lo pasaron maravillosamente, pero Julián, Dick y Ana
lamentaban en secreto no haber podido visitar aquel día la isla de Jorge, Eso lo
preferían a todo.
Jorge estaba disgustada: pero no precisamente por que no le gustasen los
picnics, sino porque no podía estar con Timoteo. Como su madre había ido con ellos a la
excursión, ella tendría que pasarse un día entero sin ver a su adorado can.
—¡Mala suerte! —dijo Julián, adivinando la causa del disgusto de su primita—.
Lo que no comprendo es por qué no le dices a tu madre lo de Timoteo. Estoy seguro de
que no le importará que aquel chico te lo guarde en su casa. Yo sé que a mi madre no le
hubiera importado una cosa así.
—No pienso decírselo a nadie más —dijo Jorge—. En casa me riñen por todo.
Reconozco que muchas veces tengo yo la culpa, pero ya estoy cansada. Fíjate que papá
gana muy poco dinero con los libros que escribe, aunque él quisiera comprarnos muchas
cosas que no están a su alcance. Por eso tiene tan mal carácter. Él también querría
enviarme a un colegio bueno, pero el dinero no le llega. Yo, por mi parte, me alegro. No
tengo ni pizca de ganas de irme a vivir a un colegio. Yo estoy bien aquí. No podría
soportar separarme de Timoteo.
—Ya lo creo que te gustaría estar interna en un colegio —dijo Ana—. Nosotros
estamos internos todos. Resulta muy divertido.
—No, no me gustaría —dijo Jorge, obstinadamente—. Sería terrible para mí ser
una cualquiera entre las demás y pasar el día con montones de chicas riendo y
alborotando a mi alrededor. Odio todo eso.
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—Ya te dije que me parecía que iba a haber tormenta —dijo Jorge—. Y cuando
llegue, esta caleta se convertirá en un infierno. Supongo que no querrás que las olas se
nos lleven el bote, ¿verdad?
—¡Vamos a explorar la isla! ¡Vamos a explorar la isla! —gritó Ana, mientras
trepaba alegremente por las rocas que bordeaban la caleta—. ¡Venid! ¡Venid!
Los demás fueron corriendo a reunírsele. Realmente era aquél un sitio
encantador. ¡Por todas partes había conejos! Éstos lanzaban breves carreritas al ver a los
chicos, pero ninguno se metía en su madriguera.
—¡Están magníficamente domesticados! —dijo Julián, sorprendido.
—Claro: yo soy la única persona que viene a la isla. Y no me dedico a
asustarlos. ¡Tim, Tim, no persigas a los conejos o te zurraré!
Timoteo miró a su amita con expresión dolorida. El can y Jorge estaban siempre
de acuerdo en todo, menos cuando de conejos se trataba. Según Timoteo, los conejos no
servían más que para una cosa: ¡para darles caza! Nunca pudo comprender por qué
Jorge no le dejaba perseguirlos. Pero se contuvo y retrocedió con paso solemne,
mientras contemplaba codiciosamente sus frustradas presas.
—Se les podría, creo, dar de comer con la mano —dijo Julián.
—No: yo lo he intentado muchas veces, pero no quieren —dijo Jorge—. Fíjate
en esos pequeñitos. ¿Verdad que son una monería? ¿No están para comérselos?
—¡Guau! —ladró Timoteo, completamente de acuerdo, dirigiendo sus pasos
peligrosamente hacia los animalitos. Pero Jorge le dio un grito de aviso y el can volvió
sobre sus pasos con el rabo entre las piernas.
—¡Allí está el castillo! —dijo Julián—. ¿Vamos a explorarlo ahora? Tengo
enormes ganas.
—Sí, podemos hacerlo ahora —dijo Jorge—. Fíjate: aquella bóveda medio
derruida era la entrada.
Los chicos contemplaron la enorme y vieja bóveda. Tras ella aparecía una
escalera de pétreos y destrozados escalones que terminaban casi en el mismo centro del
castillo.
—Está rodeado por una muralla soberbia que tiene dos torres —dijo Jorge—. De
una de ellas ya no queda gran cosa, como podéis ver, pero la otra no está tan derruida.
En ella anidan los grajos todos los años. ¡Está llena a reventar de nidos y palitroques!
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Cuando llegaron junto a la torre menos derruida, los grajos empezaron a volar
dando vueltas alrededor de los chicos con fuertes gritos de "¡chak, chak, chak!" Timoteo
daba brincos en el aire en la creencia de que podría atraparlos, pero los grajos lo
esquivaban tan fácilmente que parecía que se estaban burlando del pobre can, dejándolo
en ridículo.
—Éste es el centro del castillo —dijo Jorge, mientras cruzaban una ruinosa
entrada. Desde ella podía verse como un espacioso patio con suelo de piedras entre
cuyos intersticios abundaban las hierbas y toda suerte de maleza.
—Aquí es donde vivían los habitantes del castillo. Estas eran las habitaciones.
Fijaos: aquélla de allí está casi intacta. Vamos a pasar por aquella puertecita y la
podremos ver por dentro.
Se dirigieron en tropel a la puerta y, una vez franqueada, encontraron una
pequeña y oscura habitación con las paredes, el suelo y el techo de piedra. En un rincón
había una especie de chimenea. Dos estrechos ventanucos dejaban pasar unos débiles
rayos de luz, dando a la habitación un aspecto legendario.
—¡Qué lástima que esté todo tan derruido! —dijo Julián, una vez hubieron
salido al aire libre—. Esta habitación parece la única que está enteramente intacta. Veo
que hay otras muchas, pero a todas les falta el techo o las paredes. Sólo en la habitación
donde hemos estado se podría vivir. ¿No hay ninguna escalera para ir a la parte alta del
castillo?
—Desde luego —dijo Jorge—. Pero ya no tiene escalones. ¿Ves? Allí arriba
puedes ver un trozo de habitación junto a la torre de los grajos. No se puede llegar a
ella; yo lo he intentado varias veces y no he podido. Una vez estuve incluso a punto de
romperme la nuca. Los escalones están todos desmoronados.
—¿No hay sótano en el castillo? —preguntó Dick.
—No lo sé —dijo Jorge—. Supongo que habrá. Pero hasta ahora nadie lo ha
encontrado: está toda la parte baja llena de maleza.
Ciertamente que el suelo del castillo estaba cubierto de maleza. Se veían por
doquier matojos de negras bayas y genistas que cubrían las posibles aberturas y tapaban
los rincones. La hierba verde abundaba también, y toda clase de plantas silvestres
proliferaban por las hendiduras y grietas.
—¡Qué sitio más bonito es éste! —exclamó Ana—, Lo encuentro perfecto.
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—¿Verdad que sí? —dijo Jorge, complacida— Yo estoy muy orgullosa de esto.
Oíd: ahora iremos a visitar la otra parte de la isla, la que da al mar abierto. ¿Veis
aquellas grandes rocas donde están posados unos pájaros extraños?
Los chicos miraron en la dirección que les indicaba Jorge. Pudieron ver una
porción de rocas apiladas, sobre las cuales descansaban unos pájaros exóticos en
posturas extravagantes.
—Son cormoranes —dijo Jorge—. Han atrapado y se han comido su buena
porción de peces, y ahora están haciendo la digestión. ¡Anda! ¡Remontan el vuelo! ¡Se
marchan todos! ¿Qué les pasará?
En seguida oyeron un estruendo lejano en dirección sudoeste.
—¡Es un trueno! —dijo Jorge—. Es que se acerca la tormenta. ¡Se nos va a
echar encima antes de lo que creía!
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CAPÍTULO VI
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—Nunca había oído el mar rugiendo de esa manera —dijo Ana—. ¡Nunca!
Realmente parece imposible que pueda sonar más fuerte.
¡Qué difícil resultaba a los chicos entenderse entre el zumbido del viento y el
ensordecedor bramar de las olas, azotando la costa de la isla en todas direcciones!
Tenían que hablar a voces para hacerse oír.
—¡Vamos a comer! —gritó Dick, que estaba hambriento, según su costumbre—.
¡Es lo único que podemos hacer mientras dure la tormenta!
—Sí, no es mala idea —dijo Ana, mirando codiciosamente los bocadillos de
jamón—. Será muy divertido hacer un picnic alrededor del fuego en esta habitación
vieja y oscura. Los antiguos habitantes de este castillo habrán comido aquí más de una
vez. ¡Cómo me gustaría poderlos ver!
—Pues yo no los veo —dijo Dick, mirando temerosamente a su alrededor, como
si esperase que alguien del pasado fuese a entrar en la habitación para compartir el
ágape—. Ya nos han pasado hoy bastantes cosas. No hace falta que, además, tengamos
apariciones.
Todos se sintieron más animados cuando empezaron a comer y a beber. El fuego
se hacía cada vez mayor, a medida que iba quemando más y más madera. Producía un
calor muy confortable a pesar de ser verano, ya que la fuerte ventisca había hecho bajar
bastante la temperatura.
—Podríamos ir por turno a la torre para traer más madera —dijo Jorge.
Ana se sintió sobrecogida. Hasta entonces había procurado por todos los medios
disimular el miedo que la tormenta le producía, pero tener que salir del refugio y andar
ella sola bajo la lluvia y los truenos era demasiado.
Tampoco parecía agradarle mucho a Timoteo la tempestad. Estaba sentado, muy
pegado a Jorge, con las orejas empinadas, y lanzaba un gruñido cada vez que oía tronar.
Los niños, de vez en cuando le daban trozos de sus bocadillos, que el can comía
ávidamente, porque también estaba hambriento.
Cada niño había traído cuatro bocadillos.
—Yo voy a darle a Timoteo todos mis bocadillos —dijo Jorge—. No me acordé
de traerle sus galletas y parece que tiene mucha hambre.
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—No hagas eso —dijo Julián—. Es mejor que cada uno de nosotros le dé un
bocadillo. Así, el perro podrá comerse cuatro y a nosotros nos quedarán tres para cada
uno. Creo que tendremos suficiente.
—Eres muy agradable —dijo Jorge—. Timoteo, ¿verdad que todos son muy
simpáticos?
Timoteo confirmó. Se puso a lamer uno por uno a los tres hermanos, con gran
regocijo de éstos. Después dio media vuelta y ofreció a Julián la barriga para que le
hiciera cosquillas.
Cuando acabaron de comer atizaron el fuego. A Julián le tocó el turno primero
para ir por más madera. Salió de la habitación desapareciendo en la oscuridad bajo la
tormenta. A mitad de camino se paró y miró a su alrededor, mientras la fuerte lluvia
empapaba su desnuda cabeza. La tormenta tenía que estar encima mismo de él, porque
los truenos se oían al mismo tiempo que se veían los relámpagos. Normalmente, Julián
no tenía miedo a las tormentas; pero esta vez era tan fuerte, que estaba algo asustado.
Era una tempestad impresionante. Los relámpagos rasgaban el cielo con pocos segundos
de intervalo y los truenos eran tan horrísonos que producían la impresión de que se
estaban derrumbando todas las montañas de la isla.
El mugido del mar sólo podía oírse entre trueno y trueno, pero también era
horrendo. Julián, que estaba en medio del castillo, sentía las salpicaduras.
"Me gustaría ver las olas —pensó—. Si a esta distancia me salpica el agua,
deben ser sencillamente enormes."
Se encaramó en lo alto de la vieja muralla que rodeaba el castillo. Desde allí
pudo ver el mar abierto. Abarcó la orilla con la mirada. Quedó pasmado. ¡Qué
impresionante era lo que tenía ante los ojos!
Las olas parecían enormes muros de color gris pardo. Se estrellaban contra las
rocas a lo largo de toda la costa, resplandeciendo con blancos fulgores bajo el
tormentoso cielo. Azotaban los contornos de la isla, revolviéndose en impresionante
resaca, con tanta fuerza, que Julián podía sentir cómo el suelo de la muralla temblaba
bajo sus pies. El espectáculo era espeluznante. Hubo momentos en que temió que el mar
pudiese llegar, en su furia, a inundar y arrasar la pequeña isla. Pero se consoló pensando
que lo que no había ocurrido nunca, no era probable que sucediera ahora. Siguió
contemplando el mar hasta que, de pronto, algo extraño descubrieron sus ojos.
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A través de las olas podía divisar la sombra de una gran mole, que aparecía y
desaparecía a intervalos. ¿Qué podría ser aquello?
—No puede ser un barco —se dijo Julián a sí mismo, mientras el corazón
empezaba a latirle apresuradamente. Observó con más atención a través de la fuerte
lluvia—. Pues más parece un barco que otra cosa. No quisiera que fuese un barco. Con
esta tempestad nadie que hubiera dentro se salvaría.
Siguió mirando durante un rato. La misteriosa sombra aparecía otra vez ante su
vista. Luego volvió a desaparecer. Julián decidió regresar en seguida para contárselo a
los demás. Echó a correr en dirección a la habitación-refugio.
—¡Jorge! ¡Dick! ¡Acabo de ver algo raro entre las rocas desde lo alto de la
muralla! Es una sombra que parece un barco, pero no debe de serlo. ¡Venid a verlo!
Los demás escucharon sorprendidos. Jorge echó precipitadamente dos trozos de
leña más en el fuego para evitar que se apagara durante su ausencia y poco después
todos corrían bajo la lluvia siguiendo a Julián.
La tormenta no parecía ahora tan fuerte. La lluvia había amainado. Los truenos
se oían más distantes y los relámpagos eran menos frecuentes. Julián los llevó a todos
hasta lo alto de la muralla, utilizando el mismo camino que la vez anterior.
Cuando llegaron arriba pudieron ver las enormes olas de color gris verdoso
estrellándose contra las rocas con inusitada furia, como si quisiesen engullirse la isla
entera. Ana cogió a Julián por el brazo. Estaba asustada y se sentía muy poquita cosa.
—No te asustes, Ana —dijo Julián con fuerte voz—. Ahora, antes de un minuto,
vas a ver algo muy curioso.
Todos miraban atentamente la rocosa orilla. Al pronto no vieron nada de
particular, porque las olas eran demasiado altas. De pronto, Jorge vio la sombra de que
había hablado Julián.
—¡Qué gracia! —gritó—. ¡Es un barco! ¡Sí que lo es! ¿Se estará hundiendo? ¡Es
un barco grande, no es ningún yate ni tampoco un pesquero!
—¡Oh, a lo mejor hay personas dentro! —gimió Ana.
Los cuatro observaron atentamente el barco y Timoteo empezó a ladrar cuando
vio el oscuro bulto moviéndose de un sitio para otro entre las furiosas olas. El mar
estaba arrastrando el barco hasta la orilla.
—Se va a estrellar contra esas rocas —dijo Julián de pronto—. ¡Mirad! ¡Ahora!
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CAPÍTULO VII
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porque me lo han dicho. En cambio, aquí se ve en seguida que estamos rodeados de mar
por todos sitios, porque desde un mismo lugar se pueden ver todas las orillas. ¡Cómo me
gusta!
Jorge estaba radiante de contento. Ella había estado muchas veces en la isla
anteriormente, pero siempre sola, salvo la compañía de Timoteo. Se había jurado no
llevar allí nunca a nadie, porque sólo así le parecía totalmente suya. Sin embargo, ahora
seguía pareciéndole tan suya como antes. Había llevado allí a sus primos por propia
voluntad y con gran alegría de su corazón. Por primera vez empezaba Jorge a entender
que el compartir las alegrías con los demás dobla el placer que éstas nos producen.
—Cuando las olas no sean tan grandes regresaremos —dijo—. Tengo el
presentimiento de que va a llover otra vez y supongo que no querréis volver a mojaros.
No podremos estar de vuelta antes de la hora del té, porque al bajar la marea, las
corrientes serán contrarias a la dirección del bote.
Los chicos se sentían todos algo cansados de tantas emociones que les había
deparado la mañana. Apenas pronunciaban palabra mientras regresaban en el bote. Iban
remando por turno, pero en él no tomaba parte Ana, que no tenía bastante fuerza para
remar contra corriente. Contemplaron una vez más la isla mientras se alejaban de ella.
Ya no podían ver el barco, pues había encallado en la parte opuesta.
—Nos viene muy bien que el barco esté al otro lado —dijo Julián—. Nadie
podrá descubrirlo. Y mañana iremos a explorarlo muy temprano, mucho antes de que
ningún otro bote se haga a la mar. Nos tendremos que levantar al alba.
—Es muy temprano para vosotros —dijo Jorge—. ¿Os podréis despertar a esa
hora? Yo estoy acostumbrada a levantarme al amanecer, pero supongo que vosotros no.
—Ya lo creo que nos levantaremos —dijo Julián—. Vaya, menos mal que por
fin hemos llegado a la playa. Tengo los brazos entumecidos y estoy tan hambriento que
me comería con gusto una despensa entera llena de manjares.
—¡Guau, guau! —ladró Timoteo, completamente de acuerdo.
—Ahora iré un momento a dejar a Timoteo en casa de Alfredo —dijo Jorge,
saltando a tierra—. Tú, Julián, puedes meter el bote en la arena. Volveré en seguida.
Poco rato después los cuatro estaban sentados a la mesa tomando el té. Tía
Fanny les tenía preparadas unas pastas riquísimas y había hecho, además, especialmente
para ellos, un pastel de jengibre con miel, coloreado y muy sabroso. Los chicos dieron
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que vayáis a lavaros las manos. Sí, Jorge, tenéis que tenerlas pringosas a la fuerza: os
habéis tomado cada uno tres rebanadas de pastel con miel. Cuando os hayáis lavado,
podéis iros a jugar sin hacer ruido a la habitación de al lado, porque con esta lluvia no es
bueno que salgáis. Pero procurad no estorbar a papá, Jorge, porque ahora está muy
atareado.
Los chicos fueron a lavarse las manos.
—¡Idiota! —dijo Julián a Ana—. ¡Has estado dos veces a punto de meter la
pata!
—La primera vez os equivocasteis. ¡Yo no pensaba decir nada de lo que habíais
supuesto! —empezó a decir Ana, indignada.
Jorge la interrumpió.
—No disimules. ¡Has estado a punto de revelar el secreto del barco y el de
Timoteo! —dijo—. ¡Hay que ver cómo se te desata la lengua siempre!
—Sí, es cierto —dijo Ana, lastimeramente—. Creo que será mejor que no
vuelva a hablar nunca más durante las comidas. Es que me gusta tanto Timoteo que no
puedo resistir las ganas de hablar de él.
Se fueron a la habitación de al lado a jugar. Julián cogió una pequeña mesa que
había allí y la volvió del revés, produciendo un fuerte ruido.
—Jugaremos a barcos hundidos —dijo—. Esta mesa es el barco. Ahora vamos a
explorarlo.
La puerta se abrió de pronto y un rostro severo y ceñudo empezó a mirar a los
chicos. ¡Era tío Quintín!!
—¿Qué significa ese ruido? —dijo—. ¡Jorge! ¿Has puesto tú esa mesa del
revés?
—He sido yo —dijo Julián—. Lo siento, señor. Había olvidado completamente
que estaba usted trabajando.
—¡Como volváis a hacer ruido no os dejaré levantaros de la cama mañana! —
dijo tío Quintín—. Jorgina, encárgate de que tus primos no armen escándalo.
Tío Quintín se marchó dando un portazo. Los chicos se miraron unos a otros.
—Tu padre tiene un mal genio terrible, ¿verdad? —dijo Julián—. Cuánto siento
haber hecho ruido. Fue sin querer.
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—Es mejor que nos dediquemos a distraernos con cosas más sosegadas —dijo
Jorge—. ¡No vaya a ser que mi padre cumpla su promesa y nos prohíba mañana salir de
la cama, precisamente cuando tenemos que explorar el barco!
Este pensamiento horrorizaba a todos. Ana fue a buscar una de sus muñecas para
jugar con ella. Se las había arreglado para meter en el equipaje unas cuantas de su
colección. Julián empezó a hojear un libro y Jorge cogió un pequeño barco de madera
que estaba tallando ella misma. Dick quedó recostado en una silla mientras recordaba
los excitantes acontecimientos del día. La lluvia seguía cayendo, constante. Los chicos
tenían la esperanza de que a la mañana siguiente hubiera cesado.
—Mañana tendremos que levantarnos terriblemente temprano —dijo Dick,
dando un bostezo—. ¿No sería mejor que nos fuésemos a la cama en seguida? Estoy
muy cansado de haber remado tanto.
Normalmente, a los chicos no les gustaba nada acostarse temprano, pero los
acontecimientos que iban a producirse al día siguiente les hacía pensar de diferente
manera.
—El tiempo se me hace muy largo —dijo Ana, soltando la muñeca que tenía en
las manos—. ¿No podríamos acostarnos ya?
—A mamá le extrañaría mucho que nos acostásemos todos después del té —dijo
Jorge—. Creería que estamos enfermos. No; nos acostaremos después de cenar. Le
diremos que estamos muy cansados de la excursión y de tanto remar, cosa que es
verdad, y procuraremos dormir muchas horas de un tirón para estar bien dispuestos
mañana por la mañana. Por supuesto que tenemos por delante una aventura de verdad.
¡Muy pocas personas habrán tenido la magnífica ocasión de registrar un barco antiguo
que acaba de salir del fondo del mar!
Total, que a eso de las ocho de la noche todos se habían ido ya a la cama, ante la
sorpresa de tía Fanny. Ana se durmió en seguida. Sus hermanos lo hicieron pronto
también, pero Jorge se pasó buena parte de la noche pensando en su isla, su barco y,
sobre todo, en su adorado Timoteo.
"Timoteo irá también —se dijo a sí misma, poco antes de dormirse—. No
podemos dejar a Timoteo al margen de esta aventura. ¡Quiero que comparta con
nosotros todas nuestras cosas!"
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CAPITULO VIII
Explorando el barco
El primero que se despertó al día siguiente fue Julián, justo cuando el sol,
bordeando el horizonte, empezaba a iluminar el cielo con sus dorados resplandores.
Estuvo un momento contemplando el techo con indiferencia, pero luego se acordó de
golpe de todos los acontecimientos del día anterior. Se levantó de la cama de un salto y
le gritó a su hermano:
—¡Dick! ¡Despiértate! ¡Tenemos que ir a explorar el barco! ¡Levántate ya!
Dick se despertó y miró a Julián con ojos soñolientos. En seguida se sintió
invadido por un sentimiento de felicidad. Iban pronto a disfrutar de una verdadera
aventura. Saltó de la cama y fue corriendo al dormitorio de las chicas. Abrió la puerta.
Las dos niñas estaban todavía profundamente dormidas, sobre todo Ana, que parecía un
lirón, acurrucada entre las sábanas.
Dick zarandeó a Jorge y luego le dio a Ana un palmetazo en la espalda. Ellas se
despertaron sobresaltadas, y se incorporaron.
—¡Arriba! —dijo Dick, sin gritar mucho, para que no pudieran oírle sus tíos—.
Acababa de salir el sol. Hay que darse prisa.
Los ojos de Jorge brillaban mientras se estaba vistiendo. Ana brincaba de
contento mientras buscaba su escueto ropaje: un par de sandalias, el traje de baño, el
jersey y los shorts.
—Ahora no hagáis ruido mientras bajamos por la escalera: que nadie hable ni
tosa —advirtió Julián cuando estaban ya todos reunidos.
A Ana se le escapaban a menudo gritos por cualquier fruslería, y más de una vez
con ellos había puesto a la luz secretos planes de sus hermanos. Sin embargo, esta vez
tuvo buen cuidado de no hacerlo. Bajaron sigilosamente por la escalera y entraron en el
jardín. No hicieron ningún ruido. Con mucho cuidado cerraron tras ellos la puerta de la
casa y atravesaron el jardín en dirección a la puerta de la valla. Pero como ésta hacía
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siempre mucho ruido al abrirse y cerrarse, los chicos optaron por saltar por encima del
valladar. El sol resplandecía fulgurantemente, aun cuando todavía no se había
despegado del horizonte. Producía un calor muy agradable. El cielo estaba tan límpido
que Ana pensó que lo acababan de fregar.
—Parece enteramente que lo han sacado del lavadero hace poco —dijo a los
otros.
Todos rieron con ganas. Ana ciertamente tenía ocurrencias muy extravagantes a
veces. Pero esta vez comprendieron lo que había querido decir y estaban de acuerdo con
ella. El día era tan luminoso que producía una especial sensación de alegría. Las nubes
se recortaban limpiamente en el cielo azul y el mar aparecía majestuosamente en calma.
Parecía increíble que el día anterior hubiera estado tan alborotado.
Jorge, después de preparar el bote, se fue a buscar a Timoteo, mientras los otros
arrastraban la embarcación hasta el mar. Alfredo, el pescador, quedó muy sorprendido
de ver a Jorge tan temprano. Estaba a punto de marcharse con su padre a pescar. Le
hizo señas a Jorge.
—¿Es que también vas de pesca? —le preguntó—. ¡Hay que ver la tormenta de
ayer! Supongo que regresaríais antes de que empezara.
—No; se nos echó encima —dijo Jorge—. ¡Ven! ¡Tim! ¡Ven!
Timoteo estaba muy contento de ver a su amita tan de buena mañana. La
acompañó haciendo cabriolas tan alborotadas a su alrededor que por poco la tira al
suelo.
En cuanto vio el bote se metió en él, plantándose en la popa, con la roja lengua
fuera y moviendo el rabo vertiginosamente.
—No comprendo cómo conservas todavía el rabo, Timoteo —dijo Ana—. Un
día se te va a escapar si lo agitas con tanta fuerza.
Emprendieron el camino hacia la isla. Era fácil remar ahora, porque el mar
estaba muy en calma. Luego la rodearon para dirigirse a la parte que no se veía desde
tierra firme.
¡Allí estaba todavía el barco, aprisionado entre las escarpadas rocas! Se había
quedado fijo allí, sin que las olas hubiesen conseguido arrastrarlo de nuevo.
Estaba ligeramente inclinado y el mástil, aún más destrozado que antes, había
caído contra un rincón de la cubierta.
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01- LOS CINCO Y EL TESORO DE LA ISLA ENID BLYTON
—Aquí tenemos el barco —dijo Julián, excitado—. ¡Pobre velero! Debe de estar
ahora más averiado que antes de la tormenta. ¡Hay que ver el ruido que hizo cuando se
estrelló contra estas rocas!
—¿Cómo podremos meternos en él? —preguntó Ana, mirando las enormes
rocas que obstruían el camino. Pero Jorge, a este respecto, no estaba nada desanimada.
Conocía pulgada a pulgada toda la costa que bordeaba su pequeña isla. Siguió remando
firmemente en dirección a las rocas.
Cuando hubieron llegado, los chicos contemplaron admirados el barco. Era
enorme, mucho más grande de lo que parecía cuando lo vieron hundido. Estaba cubierto
de escamas de peces y ristras verdoso oscuras de algas, que colgaban por todos sitios.
Ofrecía un aspecto muy extraño. Tenía grandes agujeros en los costados, que se habían
producido al topar contra las rocas. En cubierta también había agujeros. El viejo barco
producía cierta impresión de tristeza y abandono, cosa que no le prestaba gran atractivo,
pero para los chicos era la cosa más interesante que habían visto en su vida.
Se aproximaron más a las rocas, remando. La marea les favorecía. Jorge abarcó
la nave con la mirada.
—Será mejor que enganchemos la borda con una cuerda —dijo—. Así podremos
trepar por ella y llegar a cubierta fácilmente. ¡Julián! ¡Toma esa cuerda y echa el lazo a
ese trozo de madera que sobresale allí!
Julián hizo lo que Jorge le había dicho. La cuerda cruzó rápidamente el aire y
aprisionó con el lazo un saliente de cubierta. De esa manera, pudieron poner el bote en
el lugar más adecuado para el abordaje. Entonces Jorge empezó a trepar por la cuerda
con la misma facilidad que un mono. Era una maravilla trepando. Julián y Dick la
siguieron solos, pero a Ana hubo que ayudarla. Pronto se encontraron todos sobre la
inclinada cubierta. La verdina, que despedía un fuerte olor, la hacía muy resbaladiza.
—Ésta es la cubierta —dijo Jorge—. Y por ese agujero era por donde los
marineros entraban y salían.
Señaló un gran agujero. Todos se dirigieron a él y observaron el interior. Aún se
conservaban los restos de una escalerilla de hierro. Jorge la examinó:
—Creo que podrá aguantar nuestro peso —dijo—. Yo bajaré primero. ¿Tiene
alguien una linterna? Está todo muy oscuro.
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01- LOS CINCO Y EL TESORO DE LA ISLA ENID BLYTON
Julián había traído una linterna. Se la dio a Jorge. Todos guardaban silencio,
impresionados. Tenían ante sí una ocasión única en la vida de explorar por dentro un
misterioso barco del pasado. ¿Qué encontrarían en él? Jorge encendió la linterna y
empezó a bajar por la escalerilla. Los demás la siguieron.
A la luz de la linterna pudieron contemplar un espectáculo extraño. El techo de
la parte interna del barco era de roble y muy bajo, de tal modo que los niños tenían que
ir con la cabeza gacha. Al parecer, lo que veían habían sido camarotes, pero no podían
asegurarlo, dado lo húmedo, verdinoso y destrozado que estaba todo. El olor que
desprendía la verdina secándose era horrible. Los chicos tenían que andar haciendo
equilibrios para no resbalar a causa de la humedad del suelo. El barco, al fin y al cabo,
no parecía tan grande por dentro.
A la luz de la linterna pudieron ver una cavidad en el suelo.
—Ahí debe de ser donde se guardaban las cajas con las barras de oro —dijo
Julián—. Pero ahí dentro no hay ahora nada más que agua y peces.
Los chicos no pudieron meterse en la cavidad, porque había mucha agua en su
interior. Dos barriles flotaban en ella, reventados y mostrando a las claras que no había
nada en su interior.
—Supongo que serán barriles que usarían para guardar agua o comida —dijo
Jorge—. Vamos a ver si en la otra parte del barco hay camarotes. A lo mejor vemos las
literas donde dormían los marineros. ¡Fíjate en esa vieja silla de madera! ¡Es fantástico
que se haya conservado después de tanto tiempo! ¡Mirad las cosas que cuelgan de esos
ganchos! ¡Todo está lleno de algas, pero apostaría a que se trata de cacharros de cocina!
Todo en el barco resultaba extraño e interesante. Los chicos estaban todos ojo
avizor, a la búsqueda de las cajas donde se encontraban las barras de oro. Pero, en
realidad, no parecía que hubiese oro por ningún sitio.
Entraron en un camarote que era algo mayor que los demás. En un rincón había
una litera sobre la cual se divisaba un cangrejo. El mobiliario era viejo y consistía
apenas en una mesa de dos patas, pegada a la litera e incrustada de conchas marinas.
Algunos cuadros colgaban de las paredes del camarote, festoneados de algas gris-
verdosas.
—Éste debió de haber sido el camarote particular del capitán —dijo Julián—. Es
el más grande de todos. Fijaos: ¿qué es eso que hay en ese rincón?
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—¡Es una taza vieja! —exclamó Ana, cogiéndola—. También hay una salsera,
rota. Supongo que el capitán estaría aquí tomándose una taza de té cuando el barco se
hundió.
Todo parecía muy extraño. El camarote era húmedo y maloliente y el suelo
estaba muy resbaladizo. Jorge empezaba a pensar que su barco parecía mucho más
atractivo cuando estaba bajo el agua que ahora que había salido a flote.
—Vámonos ya —dijo con voz ligeramente temblorosa—. No me gusta mucho
esto. Desde luego, es un barco muy interesante, pero también me da un poco de miedo.
Decidieron marcharse. Julián, por última vez, iluminó todo el camarote con su
linterna. Se disponía ya a apagarla y reunirse con los demás cuando vio algo que le hizo
detenerse. Llamó a los otros.
—¡Eh, aguardad! ¡Hay aquí un armario incrustado en la pared! ¡Voy a ver si
dentro hay algo!
Los otros regresaron y a las indicaciones de Julián pudieron ver lo que parecía
un pequeño armario cuya puerta se hallaba al nivel de la pared del camarote.
Julián dirigió en seguida la vista al ojo de la cerradura: no había llave en él.
—Dentro del armario puede haber algo interesante —dijo Julián. Intentó hacer
palanca con los dedos para abrir la portezuela, pero no lo consiguió—. Está cerrado con
llave —dijo—. Era de suponer.
—Tal vez no funcione muy bien la cerradura ahora —dijo Jorge, intentando a su
vez abrir la pequeña puerta. Entonces sacó de su bolsillo un recio cortaplumas, lo abrió
e introdujo la hoja entre la puerta del armario y la pared. Hizo fuerza con el mango,
porfiadamente, hasta que por fin la cerradura cedió. Tal como había dicho, ésta se
encontraba en mal estado: estropeada y mohosa. Abrió la portezuela. A la vista de los
chicos apareció como una especie de estante que contenía cosas extrañas.
Había una caja de madera, hinchada por la humedad de muchos años. También
había algo que parecía un libro, así como un vaso roto y dos o tres cosas más, a cuál
más curiosa, pero todas tan deterioradas por la acción del mar que no podía adivinarse
qué eran.
—Lo único que hay verdaderamente interesante es la caja —dijo Julián,
sacándola del armario—. Aunque, de todos modos, supongo que lo que haya dentro
estará estropeado o destruido por el agua. Pero nada nos impide intentar averiguarlo.
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Él y Jorge emplearon todas sus fuerzas en procurar abrir la vieja tapa de madera,
donde estaban grabadas las iniciales H..J. K.
—¡Supongo que éstas serán las iniciales del nombre del capitán! —dijo Dick.
—¡No! ¡Éstas son las iniciales de un antepasado mío! —dijo Jorge, con los ojos
repentinamente brillantes—. Se llamaba Henry John Kirrin. Este barco era suyo, como
sabéis. Seguramente esta caja tiene cosas muy personales de él: papeles manuscritos o
diarios. ¡Oh, abrámosla en seguida!
Pero era enteramente imposible levantar la tapa con las escasas herramientas de
que disponían. Pronto abandonaron el empeño y Julián cargó con la caja para llevársela
al bote.
—La abriremos en casa —dijo excitadamente—. Con un martillo o cualquier
otra cosa conseguiremos abrirla. ¡Oh, Jorge! ¡Esto sí que ha sido un hallazgo!
Todos los chicos tenían la sensación de que algo muy interesante habían
encontrado. ¿Qué habría dentro de la caja? Se les haría muy largo el tiempo hasta llegar
a casa.
Subieron a cubierta por la escalerilla de hierro. En cuanto llegaron pudieron
darse cuenta de que el barco había sido descubierto ya por otras personas. Su secreto
había terminado.
—¡Cáspita! ¡La mitad de los pequeños pesqueros han descubierto ya el barco!
—gritó Julián, viendo por todo el contorno pequeñas naves que osadamente se
acercaban al barco de Jorge. Los pescadores contemplaban admirados el navío. En
cuanto vieron a los chicos a bordo empezaron a gritar fuertemente:
—¡Eh, los de ahí! ¿Qué barco es éste?
—¡Es aquel que estaba hundido! —respondió Julián—. ¡La tormenta lo sacó del
fondo del mar!
—No les digas nada más —dijo Jorge, frunciendo el ceño—. Este barco es mío.
No tengo ganas de que empiece a registrarlo todo el mundo.
No volvieron a decir nada más. Los cuatro bajaron al bote y remaron en
dirección a casa lo más aprisa que pudieron. Ya había pasado la hora del desayuno.
Menuda regañina les esperaba. Hasta podría ser que el terrible padre de Jorge los
enviara a la cama. Pero ¿por qué preocuparse? Habían conseguido su objetivo: explorar
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el barco. Habían traído una misteriosa caja en la cual, ya que no muchas, ¡podría tal vez
haber una barra de oro!
La regañina que esperaban no tardó en producirse y, además, se quedaron sin
probar la mitad del desayuno, porque tío Quintín dijo que los chicos que llegan tarde a
casa no merecen tomar huevos ni jamón. Fue algo calamitoso para ellos.
Escondieron la caja debajo de la cama en el dormitorio de los chicos. A Timoteo
lo habían dejado en casa del pescador, atado en el corral de la parte trasera. El
muchacho había ido de pesca y a aquella hora estaba contemplando, maravillado, desde
el barco de su padre, el extraño navío.
—Sería un bonito negocio dedicarse a llevar curiosos a ver el barco —dijo
Alfredo.
Antes de que acabara el día, el barco había sido visto ya por multitud de
personas desde sus canoas y queches de pesca.
Esto ponía furiosa a Jorge. Claro que no se podía hacer nada para evitarlo. Al fin
y al cabo, como había dicho Julián, ¡todo el mundo tenía derecho a verlo!
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CAPÍTULO IX
Lo primero que hicieron los chicos después de desayunarse fue, por supuesto,
coger la preciosa caja y llevarla al cobertizo del jardín para tratar de abrirla. En ello
tenían centrado todo su anhelo. Todos mantenían la esperanza de que en su interior
hubiese un pequeño tesoro o algo parecido.
Julián buscó una herramienta. Encontró un cincel que le pareció el instrumento
más adecuado para forzar la tapa de la caja. Lo intentó, pero el cincel resbalaba
fácilmente. Lo sujetó bien y manipuló con más firmeza, pero la caja se resistía
obstinadamente a ser abierta. Empezaron a desanimarse.
—Lo que deberías hacer —dijo Ana al final— es subir al piso más alto de la
casa y echarla desde allí. Supongo que entonces no tendrá más remedio que reventar.
Los otros reflexionaron sobre la idea de Ana.
—Es muy arriesgado —dijo Julián—. Si dentro hay algo de valor, a lo mejor se
rompe o se estropea.
Sin embargo, a nadie se le ocurrió una idea mejor para abrir la caja. Por tanto,
Julián se decidió a llevarla al piso más alto. Entró en el ático y abrió la ventana. Los
demás quedaron abajo, esperando. Julián lanzó al suelo la caja con todas sus fuerzas,
desde la ventana. La caja cruzó rápidamente el aire y se estrelló contra el suelo
produciendo un violento ruido. Entonces se abrió de repente la puerta de abajo,
apareciendo la figura del tío Quintín tan rápida y furiosamente como sale una granada
del cañón.
—¿Qué diablos estáis haciendo? —gritó—. ¿Os estáis dedicando a tirar cosas
por la ventana? ¿Qué es eso que ha caído al suelo?
Los chicos miraron la caja. Ésta, con la caída, se había abierto y mostraba lo que
había en su interior: un viejo cofre de metal a prueba de agua. ¡Era seguro que su
contenido no podía estar estropeado! ¡No se podía haber mojado!
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las barras de oro. Pero su padre, sin decir más palabras, se volvió a meter en la casa,
llevándose la caja rota y abierta, con su cofrecillo impermeable a la vista de todos.
Ana rompió a llorar.
—¡No me regañéis porque dije que la habíamos sacado del barco! —sollozó—.
Por favor, no. No tenía más remedio que decírselo. Me lo había preguntado.
—Está bien, pequeña —dijo Julián, poniendo la mano en el hombro de su
hermanita. Parecía furioso. Pensaba que lo que había hecho su tío, quitarles la caja de
esa manera, era muy poco noble—. Esto no pienso aguantarlo. Tenemos que recuperar
la caja y abrir el cofre —dijo—. Estoy seguro de que tu padre la olvidará en seguida. Ya
tiene bastante trabajo con sus libros y no se va a dedicar ahora a preocuparse de ella.
Aguardaré la primera oportunidad, me meteré en su despacho y me haré con la caja,
¡aunque a lo mejor me descubre y me da una paliza!
—Muy bien —dijo Jorge—. Vigilaremos para ver cuándo sale papá del
despacho.
Todos se dedicaron por turno a la vigilancia, pero tío Quintín, con gran enojo de
los chicos, se pasó encerrado toda la mañana. Tía Fanny estaba sorprendida de ver de
vez en cuando a uno o dos de los chicos en el jardín, lo que suponía que no habían
querido ir a bañarse a la playa.
—¿Por qué no vais todos a cualquier sitio, a la playa por ejemplo? —les dijo—.
¿Es que habéis reñido?
—No —dijo Dick—. Claro que no.
Pero se guardó mucho de decir por qué estaba en el jardín quieto y sin hacer
nada.
—¿Es que tu padre nunca sale de casa? —preguntó a Jorge cuando le tocó a ésta
el turno de vigilar—. No creo que eso le siente muy bien a su salud.
—Los hombres de ciencia nunca salen de casa —dijo Jorge, como si conociese
al dedillo todo lo concerniente a los hombres de ciencia—. Pero sí podría ser que esta
tarde durmiera un rato la siesta. A veces lo hace.
Aquella tarde Julián se apostó en el jardín. Se sentó bajo un árbol y empezó a
hojear un libro. No mucho después oyó un curioso ruido que le hizo levantar la vista.
¡En seguida se dio cuenta de qué se trataba!
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"¡Es que tío Quintín está roncando! —se dijo, excitado—. ¡Es eso! ¡Oh, ahora
podré meterme en la casa por la puerta-ventana y rescatar la caja!"
Se acercó sigilosamente a la puerta-ventana. Estaba ligeramente abierta. Pudo
ver a su tío recostado en un confortable sofá con la boca entreabierta y los ojos cerrados.
¡Estaba completamente dormido! Cada vez que inspiraba lanzaba un profundo
ronquido.
"Parece que está enteramente dormido —pensó el chico—. Y ahí está la caja,
justo detrás de él, en aquella mesa. Apuesto a que si me sorprende me voy a llevar una
gran paliza, pero no tengo más remedio."
Se metió en la habitación. Su tío seguía roncando Se acercó sigilosamente a la
mesa que había tras el y cogió la caja.
Entonces un trozo de madera de la caja rota cayo al suelo con gran estrépito. Su
tío se removió en el sofá y abrió los ojos. Rápido como una centella, Julián se agazapó
tras el sofá, conteniendo la respiración a duras
—¿Qué ha sido eso? —oyó que decía su tío. Julián permaneció quieto. Luego su
tío volvió a acomodarse en el sillón y a cerrar los ojos. Pronto volvieron a oírse los
acompasados ronquidos.
"¡Hurra! —pensó Julián— Ya esta dormido otra vez."
Sigilosamente volvió a coger la caja y se dirigió a la puerta-ventana. Al poco
estaba ya paseando tranquilamente por el jardín. No pensó en ocultar su trofeo. Su
mayor ilusión era enseñárselo a los otros para que admirasen la proeza que había
llevado acabo.
Fue corriendo a la playa, donde los otros estaban tomando el sol sobre la arena.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh! ¡Ya la tengo! ¡Ya la tengo!
Los chicos se incorporaron rápidamente, muy contentos de ver la caja en manos
de Julián. Olvidaron completamente que en la playa había muchas personas que podían
verlos. Julián se dejo caer en la arena.
—Tu padre se durmió al final —le dijo a Jorge—. ¡Tim, no me muerdas el traje
de baño! Fíjate, Jorge: me metí en la habitación por la puerta-ventana y cuando ya había
cogido la caja se cayó un trozo de madera y el ruido despertó a tu padre.
—¡Cáspita! —dijo Jorge—. ¿Y que paso luego?
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—Me escondí detrás del sillón y estuve allí, agazapado, hasta que volvió a
dormirse —dijo Julián—. Luego me escapé. Ahora vamos a ver lo que hay dentro del
cofre. No creo que tu padre lo haya tocado siquiera.
Así era, en efecto. El cofrecillo estaba intacto, aunque enmohecido por la
humedad de años. Y la tapa estaba tan oxidada que parecía imposible que el cofre
pudiera abrirse.
Sin embargo, Jorge empezó a raspar el óxido con su cortaplumas y a poco la
tapa empezó a ceder. ¡Antes de un cuarto de hora, estaba ya abierto el cofre!
Los chicos se inclinaron todos sobre él, observándolo con interés. Dentro había
unos cuantos papeles viejos y una especie de libros con las cubiertas negras. Pero nada
más. Nada de oro. Nada de tesoro. Todos se sintieron algo decepcionados.
—Está todo enteramente seco —dijo Julián, sorprendido—. No hay rastro de
humedad. El cofrecillo ha resguardado bien lo de dentro.
Tomó el libro y lo abrió.
—Es un diario de tu antepasado donde cuenta las incidencias del viaje —dijo—.
Cuesta mucho trabajo entender la escritura. Es muy pequeña y enrevesada.
Jorge cogió uno de los papeles. Era un grueso pergamino amarillento por los
años. Lo desdobló y lo extendió sobre la arena. Todos lo miraron, interesados, pero
nadie pudo comprender el significado de los garabatos que tenían ante los ojos.
Parecía algo así como un plano.
—Tal vez sea el plano de un sitio a donde hay que ir —dijo Julián.
De pronto, Jorge empezó a agitar nerviosamente las manos y miró a los demás
con un raro brillo en los ojos. Abrió la boca, pero no pudo articular palabra.
—¿Qué te pasa? —preguntó Julián lleno de curiosidad—. ¿Qué intentas decir?
¿Es que no te funciona la lengua?
Jorge agitó la cabeza y empezó a hablar atropelladamente.
—¡Julián! ¿Sabes lo que es esto? ¡Es un plano del castillo Kirrin hecho antes de
que se derrumbara! ¡Y explica dónde están los sótanos!
Señaló con tembloroso dedo un lugar del plano. Los demás observaron llenos de
curiosidad el lugar que Jorge estaba indicando. Tenía el dedo puesto bajo una curiosa
palabra escrita con antiguos caracteres de letra.
LINGOTES
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—¡Eh, cuidado! ¡Que lo vas a hacer trizas y tenemos que devolverlo! —dijo
Julián. Luego miró a los otros, frunciendo el ceño—. ¿Qué vamos a hacer con la caja?
—preguntó—. El padre de Jorge no debe darse cuenta de que se la hemos quitado,
¿verdad? Tenemos que volverla a su sitio.
—¿No nos podíamos quedar con el mapa? —preguntó Ana—. Él no sabrá que
estaba en el cofre si, como es seguro, no lo ha abierto. Las otras cosas que hay dentro no
tienen importancia: total, un viejo diario y unas cuantas cartas.
—Para estar tranquilos, lo que podemos hacer es sacar una copia del plano —
dijo Dick—. Así, podremos devolver la caja con todo su contenido.
Todos estuvieron de acuerdo en que Dick había tenido una buena idea.
Regresaron a "Villa Kirrin" y sacaron cuidadosamente una copia del plano. Lo hicieron
en el cobertizo, porque no querían que nadie pudiese descubrirlos. Era un plano muy
extraño. Estaba dividido en tres partes.
—Esta parte indica el lugar donde están los sótanos —dijo Julián—. Aquí está
dibujada la planta baja y este trozo representa un ala del castillo. ¡Caramba, debió de ser
un castillo estupendo! Los sótanos están esparcidos por el subsuelo de toda la planta
baja. Probablemente, en tiempos, los utilizarían para cosas terribles. Lo que no sé es
cómo los habitantes del castillo se las arreglaban para meterse en ellos.
—Pues estudiaremos detenidamente el plano y lo averiguaremos —dijo Jorge—.
Así, al pronto, parece muy difícil para nosotros descubrir la entrada, pero si vamos al
castillo y desde el mismo lugar estudiamos el plano, ya veréis como al final
encontramos la manera de meternos dentro de los sótanos. ¡Oh, estoy segura de que
ningún chico ha tenido en perspectiva una aventura tan extraordinaria como ésta!
Julián se guardó cuidadosamente la copia del plano en el bolsillo de sus shorts.
No tenía la menor intención de perderla. Era algo precioso. Luego guardó en el cofre el
plano auténtico y miró hacia la casa.
—¿Qué os parece volverla a su sitio ahora mismo? —dijo—. Quizá tu padre esté
dormido todavía, Jorge.
Pero no era así. Estaba bien despierto. Por suerte, no había echado de menos la
caja. Se dirigió al comedor para tomar el té con su familia. Julián aprovechó la
oportunidad. Musitando una excusa se fue de la mesa y pudo fácilmente restituir la caja
a su sitio, dejándola sobre la mesa que había detrás del sillón de su tío.
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Cuando regresó al comedor les guiñó un ojo a los demás. Éstos comprendieron
en seguida que Julián había conseguido su objetivo y se sintieron aliviados. Todos
estaban atemorizados con la presencia del tío Quintín y no estaban nada entusiasmados
con las cosas que éste contaba de sus pesados libros. Ana no dijo una sola palabra
durante todo el tiempo. Tenía un miedo enorme a irse de la lengua y revelar algo sobre
Timoteo o sobre la caja. Los otros hablaban también muy poco. Mientras tomaban el té
sonó de pronto el teléfono y tía Fanny fue a contestar.
Pronto estuvo de vuelta.
—Es para ti, Quintín —dijo—. Por lo que veo, el viejo barco ese está
despertando mucha curiosidad por todos sitios. Te llaman desde un periódico de
Londres para preguntarte cosas acerca de él.
—Diles que estaré con ellos a las seis —dijo tío Quintín.
Los chicos se miraron unos a otros, alarmados. Esperaban que su tío no les
enseñaría la caja a los periodistas. ¡El secreto del tesoro escondido dejaría de existir!
—Qué buena idea fue la de sacar una copia del plano —dijo Julián después del
té—. Pero ahora estoy pensando que hubiera sido mejor no dejar el plano auténtico
dentro del cofre. ¡Ahora cualquiera podrá descubrir nuestro secreto!
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CAPÍTULO X
—¿Por qué razón van a descubrirlo antes? Nadie sabe todavía qué es lo que hay
dentro del cofre. Buscaré una oportunidad para recuperar el plano antes de que nadie
pueda verlo.
Pero esa oportunidad no apareció jamás; por el contrario, sucedió algo terrible.
¡El tío Quintín vendió la caja y el cofre a un anticuario! Dos o tres días después de que
se despertara el interés por el barco y la isla, salió de su despachó y se lo contó a tía
Fanny y a los chicos.
—He hecho un buen negocio con ese anticuario —dijo a su mujer—. ¿Te
acuerdas de aquel cofrecillo que había en la caja? Pues resulta que ese señor colecciona
cosas raras como ésa y me lo ha pagado todo a muy buen precio. Realmente ha sido una
ganga. ¡He ganado mucho más de lo que pensaba ganar con el libro que estoy
escribiendo! En cuanto vio el viejo plano que había en el cofre y el arrugado diario me
dijo que quería comprar todo el lote.
Los chicos miraron a su tío, horrorizados. ¡Había vendido el cofre! Ahora,
cualquiera que examinase un poco al detalle el plano y supiese el significado de la
palabra "lingotes" podía echar por tierra el secreto. Pronto aparecería en todos los
periódicos la historia de las barras de oro. Los chicos no se atrevieron a decirle a su tío
lo que sabían acerca del tesoro. Él estaba ahora muy satisfecho y sonriente y en su
euforia les había prometido comprarles un equipo completo de pesca, pero era de
carácter muy variable. Se hubiera puesto hecho una furia si se hubiese enterado de que
Julián había sacado la caja del despacho aprovechando que él estaba dormido.
Un rato después estaban los chicos reunidos aparte y discutiendo a fondo el
asunto, que para ellos era de lo más importante. Sopesaban la idea de contarle a tía
Fanny lo de la caja, pero no se decidieron. Era un secreto maravilloso que no podía ser
revelado a nadie.
—¡Oíd! —dijo Julián, por último—. Me parece que lo mejor que podemos hacer
es pedirle permiso a tía Fanny para que nos deje pasar uno o dos días en la isla,
durmiendo allí, por supuesto. Eso nos dará ocasión y tiempo para explorar el castillo y
ver si encontramos algo. Estoy seguro de que aún han de transcurrir unos días antes de
que los curiosos empiecen a invadir la isla. Quizás encontremos el tesoro antes de que
todo el mundo conozca nuestro secreto. Hay que tener en cuenta que no es seguro que el
que compró el cofre adivine que aquel papel es un plano del castillo.
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Las palabras de Julián consolaron a todos. Era terrible no hacer nada. Y el haber
adoptado una resolución concreta los animaba en gran manera. Decidieron, por tanto,
pedirle al día siguiente permiso a tía Fanny para pasar el fin de semana en el castillo. El
tiempo era magnífico y a la fuerza tendrían que pasarlo bien. Se llevarían provisiones
suficientes.
Cuando fueron a pedirle permiso a tía Fanny, su marido estaba con ella, risueño
y muy contento. Le dio a Julián una palmadita en la espalda.
—¡Vaya! —dijo—. ¿Venís en comisión? ¿De qué se trata?
—Queremos que tía Fanny nos dé permiso para hacer una cosa —dijo Julián
cortésmente—. Tía Fanny: como el tiempo es ahora muy bueno quisiéramos que nos
dejaras ir a la isla para pasar el fin de semana, o sea estar allí un día o dos. Nos gustaría
una enormidad.
—Yo no tengo inconveniente. Y tú, Quintín, ¿qué opinas? —preguntó tía Fanny
dirigiéndose a su marido.
—Sí ése es su deseo, pues que vayan —dijo Quintín—. Quizá sea la última vez
que lo puedan hacer. Queridos: me han hecho una proposición formidable para vender
la isla. Hay un señor que la quiere comprar para reconstruir el castillo, convertirlo en
hotel y hacer allí una especie de balneario. ¿Qué os parece?
El tío estaba sonriente, pero los cuatro chicos lo miraban, descompuestos y
horrorizados. ¿Habrían, tal vez, descubierto el secreto? ¿No sería que el comprador
quería hacerse dueño del castillo porque había visto el plano y adivinado que allí se
escondía un tesoro?
La impresión de todo ello produjo en Jorge una violenta reacción. Sus ojos
parecían despedir llamas.
—¡Mamá! ¡Tú no puedes vender mi isla! ¡No puedes vender mi castillo! ¡Yo no
quiero!
Su padre frunció el ceño.
—No seas tonta, Jorgina —dijo—. La isla y el castillo no son realmente tuyos.
Lo sabes muy bien. Son de tu madre; y ella, naturalmente, quiere aprovechar la
oportunidad que se le ha presentado de venderlos a buen precio. Estamos muy
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—Sí —dijo su tío—. Por cierto que me sorprendió un poco, porque es un señor
que se dedica únicamente a comprar antigüedades. Me quedé pasmado cuando me dijo
que pensaba comprar la isla y convertir el castillo en un hotel. Sin embargo, me
atrevería a decir que es un buen negocio instalar un hotel en la isla. Resultará muy
romántico y a la gente le gustará. Yo no soy hombre de negocios y tal vez no me
atrevería a invertir mi dinero en un asunto así. Pero estoy seguro de que él sabe
perfectamente lo que hace.
—Ya lo creo que sabe lo que hace —dijo Julián, cuando ya habían salido de la
habitación y estaba con Dick y Ana—. Él ha visto el plano y ha tenido la misma idea
que nosotros: que hay una buena cantidad de barras de oro escondidas en la isla, ¡y se ha
apresurado a comprarla! ¡Veréis como no construye ningún hotel! ¡Lo único que quiere
es el tesoro! ¡Habrá ofrecido una cantidad irrisoria por la compra y el pobre tío se habrá
quedado tan satisfecho!
Se fue a buscar a Jorge. Ésta estaba sola en el cobertizo y tenía la cara muy
pálida. Dijo que se encontraba enferma.
—Es que todo esto te ha puesto muy nerviosa —dijo Julián. Le echó el brazo por
los hombros. Por primera vez en su vida Jorge no hizo nada por impedirlo. Se sintió
confortada. Las lágrimas le afluían a los ojos y ella, muy irritada, intentaba
afanosamente disimularlo—. ¡Escucha, Jorge! ¡Ten confianza! ¡No todo está perdido!
Mañana por la mañana iremos a la isla Kirrin y ya verás como encontraremos los
lingotes. Contamos con tiempo suficiente y lo pasaremos muy bien. ¿Entendido?
¡Anímate! Nosotros estamos contigo y te ayudaremos en lo que necesites. Fue una
buena idea lo de sacar una copia del plano.
Jorge se sintió algo más animada. El enojo con sus padres no se le había pasado
todavía, pero la perspectiva de pasar un par de días en la isla en compañía de sus primos
y de Timoteo la enardecía.
—Mis padres son malos —dijo.
—No lo creas; en realidad, no lo son —dijo Julián, prudentemente—. Al fin y al
cabo, si les hace falta el dinero, sería una tontería para ellos no desprenderse de una cosa
que no necesitan para nada. Y, como dijo tu padre, cuando hayan vendido la isla tú
podrás tener lo que se te antoje. Si yo fuera tú, ya sabría lo que tendría que pedirles.
—¿Qué? —preguntó Jorge.
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CAPÍTULO XI
En la isla Kirrin
Julián y Jorge fueron a buscar a Dick y a Ana. Éstos habían estado esperándolos
nerviosamente en el jardín. Se alegraron mucho de ver juntos a los dos y corrieron a su
encuentro.
Ana cogió la mano de Jorge.
—¡Cuánto siento lo que te ha ocurrido! —dijo.
—¡Yo también! —dijo Dick—. ¡Mala suerte, chica! Quiero decir: ¡"chico"!
Jorge forzó una sonrisa.
—Me he portado como una chica —dijo, medio avergonzada—. Pero es que me
he llevado un gran disgusto.
Julián contó a los otros lo que habían planeado entre él y Jorge.
—Iremos a la isla mañana por la mañana —dijo—. Hay que hacer una lista de
las cosas que necesitamos. Hagámosla ahora mismo.
Sacó del bolsillo un bloc de notas y un lápiz. Los otros lo miraron.
—Cosas de comer —dijo Dick, rápidamente—. Tendremos que llevarnos
muchas provisiones si no queremos pasar hambre.
—También algo de beber —dijo Jorge—. En la isla no hay agua. Aunque estoy
segura de que mucho tiempo atrás había un pozo muy profundo en el castillo, que
llegaba más abajo del nivel del mar. Pero, por más que lo he intentado, nunca lo he
podido encontrar.
—Comida —escribió Julián en el bloc—. Y bebidas.
Miró a los demás, añadió: palas. Apuntó la palabra.
Ana lo miró sorprendida.
—¿Para qué necesitamos las palas? —preguntó.
—Porque seguramente tendremos que excavar la tierra una vez hayamos
encontrado la entrada de los sótanos del castillo —dijo Julián.
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observado con atención como el plano desaparecía volando de las manos de Julián y
había comprendido muy bien por qué los chicos gritaban. Con una impresionante
zambullida se metió en el agua y empezó a nadar valientemente tras el plano.
Como perro, nadaba magníficamente: era un can muy vigoroso. Al cabo de poco
ya tenía el plano en la boca y nadaba en dirección al bote. Los chicos pensaron que era
un perro de lo más maravilloso.
Jorge lo ayudó a reembarcar y cogió el plano. ¡Apenas había señal de que le
había clavado los dientes! El can había sabido llevarlo con todo cuidado. Estaba hú-
medo, y los chicos lo examinaron, preocupados por si se habían borrado los dibujos.
Pero Julián, al sacar la copia, había hecho los trazos firmes y gruesos, por lo que se
conservaba perfectamente. Lo puso en un asiento del bote y encargó a Dick que cuidara
de que no dejara de darle el sol.
—Hemos pasado un buen susto —dijo—. Menos mal que ha durado poco.
Jorge volvió a empuñar los remos y puso de nuevo proa a la isla. Timoteo, con
sus frenéticas sacudidas, los había mojado a todos. Como premio a su proeza le dieron
una gran galleta que el can ingirió alborozadamente.
Jorge condujo el bote entre los rocosos arrecifes, remando con gran seguridad.
Los otros estaban admirados de ver con qué facilidad sorteaba las peligrosas rocas sin
que ocurriera el menor contratiempo. Pensaban que era una muchachita maravillosa. Por
fin llegaron a la pequeña caleta y los chicos saltaron a la arena. Arrastraron el bote muy
adentro para que no se lo llevase el agua al subir la marea y en seguida empezaron a
descargar las cosas.
—Llevaremos todo a aquella habitación de piedra —dijo Julián—. Allí estarán
las cosas seguras y no se mojarán si llueve. Espero que nadie venga a la isla mientras
estemos en ella, Jorge.
—No lo creo —dijo Jorge—. Papá dice que todavía ha de pasar una semana
antes de que se firme el contrato de venta. Hasta entonces no será la isla de aquel
hombre. Por lo menos será mía todavía una semana.
—Bien. No creo que necesitemos ponernos a vigilar por si viene algún extraño a
la isla —dijo Julián, que había sopesado la idea de dejar a uno de guardia en la caleta
para que avisase a los demás en el caso de que alguien desembarcara—. ¡Vamos ya!
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¡Tú, Dick, coge las palas! Jorge y yo llevaremos la comida y las bebidas. Las otras
cosas que las lleve Ana.
La comida y las bebidas estaban dentro de una gran caja. Los chicos no tenían la
menor intención de pasar hambre durante su estancia en la isla. Habían traído en
abundancia pan, mantequilla, galletas, jamón, fruta en conserva, ciruelas maduras,
botellas de cerveza, un recipiente para hacer té, y varias cosas más. Julián llevaba la
pesada caja, dando traspiés por entre las rocas. Él y Jorge hubieron de dejarla en el
suelo más de una vez para descansar.
Al fin pudieron meter todas las provisiones en la pequeña habitación de piedra.
Luego regresaron al bote para sacar las mantas. Extendieron éstas en el suelo de la
habitación-refugio, muy contentos de pensar que iban a pasar la noche allí.
—Las chicas pueden dormir sobre estas mantas —dijo Julián—. Y nosotros
sobre estas otras.
A Jorge no pareció gustarle, al pronto, que la consideraran como una chica y la
pusieran a dormir con Ana. Pero a Ana le horrorizaba dormir sola. Miró a Jorge con aire
suplicante, cosa que le hizo reír. No puso objeción, al final, para dormir con ella. Ana
encontró que Jorge era cada vez más simpática.
—Bueno. Ahora lo que tenemos que hacer es trabajar —dijo Julián, desplegando
el plano—. Estudiemos esto detenidamente, a ver si podemos averiguar dónde está la
entrada que conduce a los sótanos. Acercaos todos y aplicad en ello toda vuestra
inteligencia. No hay más remedio que romperse la crisma. Hay que desenmascarar al
anticuario ese que quiere comprar la isla.
Todos se agruparon alrededor del plano —que estaba ya totalmente seco—
observándolo con atención y seriedad. El castillo había sido algo perfecto y grandioso.
—Fijaos —dijo Julián poniendo el dedo sobre el dibujo de los sótanos—. Los
sótanos son enormes: ocupan toda la planta baja. Aquí, y también aquí, hay señales que
parece que representan escaleras.
—Sí —dijo Jorge—. Ya lo había notado. Si se trata de escaleras, ello demuestra
que hay dos entradas. Estos escalones de aquí parece que tienen que estar en esta
habitación, o muy cerca de ella, y los otros deben de arrancar de al lado de la torre de
los grajos. ¿Qué crees que será esto, Julián?
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Puso su dedo sobre una mancha redonda del plano que, al parecer, indicaba la
presencia de un gran agujero. Este dibujo estaba en dos sitios del plano: en el de los
sótanos y en el del patio del castillo.
—No puedo imaginar qué será esto —dijo Julián, aturdido—. Pero ¡calla! ¡Creo
que sí! ¿Te acuerdas que una vez dijiste que estabas segura de que en el castillo había
un pozo? Pues creo que se trata de eso. Debe de ser muy profundo, puesto que atraviesa
los sótanos. ¿Verdad que es interesante?
Los demás estaban concordes. Se sentían contentos e intrigados. Iban por fin a
descubrir algo: algo que encontrarían seguramente dentro de un día o dos.
—Bien —dijo Dick—. ¿Por dónde vamos a empezar? ¿No será mejor empezar
por buscar la entrada que arranca de esta habitación? Debe de estar tras una gran piedra;
si es así, la apartaremos.
Era ésta una idea muy excitante y los chicos se animaron al momento. Julián
dobló el precioso plano y se lo metió en el bolsillo. Miró a su alrededor. El suelo de la
pequeña habitación estaba lleno de plantas silvestres y maleza. Lo primero que había
que hacer era averiguar si alguna de las piedras del suelo se movía.
—Lo mejor que podemos hacer es trabajar —dijo Julián cogiendo una pala—.
Despejemos todo esto de maleza con las palas. Así, como yo lo hago ahora. Hay que
quitar todas las plantas. Luego comprobaremos una por una todas las piedras del suelo
para ver si alguna se mueve.
Todos cogieron sendas palas y pronto la habitación quedó envuelta en el ruido
que producían las herramientas cercenando la silvestre vegetación. Las piedras del suelo
se despejaban rápidamente y los chicos, animados, trabajaban con afán.
Todo ello excitaba extraordinariamente a Timoteo. El animalito no tenía la
menor idea de qué era lo que estaban haciendo, pero, sin embargo, empezó a ayudarlos
valientemente. Se puso a escarbar el suelo con sus cuatro patas inundando el aire de
tierra y plantas.
—¡Eh, Tim! —gritó Julián, quitando al can un montón de tierra de encima—. No
hay que hacerlo con tanta fuerza. Vas a acabar con el suelo en un momento. Jorge: ¿no
es una maravilla este perro, tomándose siempre las cosas con tanto interés?
Todos continuaron trabajando a fondo. ¡Qué ganas tenían de encontrar la entrada
de los sótanos! Estaban fascinados con esa idea.
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CAPÍTULO XII
Excitantes descubrimientos
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—Mira —dijo Jorge de pronto, poniendo el dedo en la mancha del plano que
suponían representaba el pozo—. La entrada de los sótanos parece que no debe de estar
muy lejos del pozo. Si pudiéramos localizar el pozo, tal vez la encontraríamos por sus
alrededores. En todos los planos está señalado el pozo, y éste parece hallarse hacia el
medio del castillo.
—Has tenido una buena idea —dijo Julián, aprobador—. Vamos a ir al medio
del castillo. El pozo, según el plano, debe de estar en el centro mismo del patio
principal.
Salieron de la habitación y se dirigieron hacia el soleado patio, con cara de
acontecimientos. Era algo maravilloso poderse dedicar a buscar los perdidos lingotes de
oro. Estaban convencidos de que algo importante había bajo tierra. Ninguno de ellos
albergaba la menor duda de que el tesoro estaba allí.
Llegaron al ruinoso patio que en tiempos fue centro del castillo. Midieron su
longitud con pasos y se detuvieron a la mitad, mirando en derredor, intentando en vano
descubrir algo que fuera un pozo. El suelo del patio estaba todo recubierto de verdina.
Aparte de la hierba y la variada gama de plantas silvestres, el viento había llevado allí
una buena cantidad de tierra. Las piedras que en tiempos habían formado el suelo del
gran patio estaban la mayoría destrozadas y desniveladas y cubiertas de tierra y plantas.
—¡Mirad! ¡Ahí hay un conejo! —dijo Dick, mirando un animalito que cruzaba
despacio y tranquilo el ruinoso patio. Cerca de allí había un agujero y se introdujo en él,
desapareciendo. Entonces apareció otro conejo, el cual, después de contemplar a los
chicos unos momentos con gran parsimonia, desapareció a su vez. Los chicos estaban
maravillados. Nunca hasta entonces habían visto conejos tan tranquilos y domesticados.
Apareció un tercer conejo. Era muy pequeño y tenía las orejas absurdamente
largas y el rabito blanco, muy corto y penduleante. Éste no miró a los chicos. Se limitó a
dar un juguetón salto y luego, ante el regocijo de aquéllos, se sentó sobre sus patas
traseras y empezó a lavarse las enorme orejas bajando primero una y luego la otra.
Pero esto era demasiado para Timoteo. Se había aguantado hasta entonces, a la
vista de los dos anteriores conejos, limitándose a dirigirles unos breves ladridos. Pero
ver a este de ahora sentado tranquilamente ante sus propias narices y lavándose las
orejas era algo que ningún perro podía soportar. Dio un excitado gañido y se abalanzó
sobre el sorprendido conejo.
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Timoteo—. No puedo soportar que estemos aquí sin hacer nada, mientras el pobre
Timoteo pide auxilio.
Los matojos de plantas eran tan espesos y espinosos que impedían
absolutamente el paso. Julián se alegró entonces de haber traído a la isla toda suerte de
utensilios. Cogió un hacha pequeña, que le venía a las mil maravillas para deshacerse de
las espinosas ramas y cortar los troncos de la espesa maleza que taponaba la
madriguera.
Empezaron a trabajar con todas sus fuerzas, y a poco la maleza había ya casi
desaparecido. Pero para quitarla del todo hubieron de emplear bastante tiempo porque
las plantas eran muy espinosas y resistentes. Las manos de los niños estaban
magulladas, pero al final consiguieron su objetivo despejando totalmente la entrada de
la madriguera. Julián enfocó el interior con la linterna.
Dio un grito de sorpresa.
—¡Ya sé lo que ha ocurrido! ¡Éste es el pozo! Los conejos tienen su madriguera
en un agujero de al lado, y Timoteo, después de escarbar con todas sus fuerzas para
agrandarlo, se ha caído dentro.
—¡Oh, no! ¡Oh, no! —gritó Jorge, llena de consternación—. ¡Oh, Tim, Tim! ¿Te
encuentras bien?
Un lejano lamento llegó a sus oídos. Evidentemente, Timoteo estaba por allá
dentro. Los niños se miraron unos a otros.
—Sólo podemos hacer una cosa —dijo Julián—. Coger las palas y despejar la
boca totalmente. Luego podemos echar una cuerda para salvar a Timoteo.
Todos se pusieren a trabajar con las palas, aunque esta vez no tenían que
desplegar tanta energía como al principio. La boca del pozo estaba medio taponada por
una gran piedra que probablemente había caído de la ruinosa torre. El tiempo y la
maleza habían hecho lo demás.
Entre todos pudieron, al fin, levantar la piedra. Debajo de ella encontraron una
tapa de madera carcomida que indudablemente sirvió en sus tiempos para cubrir la
entrada del pozo. Estaba tan deteriorada que no había podido impedir la caída de
Timoteo.
Julián levantó la vieja tapa y entonces los chicos pudieron mirar el interior del
pozo. Era muy profundo y estaba muy oscuro. No se podía ver el fondo. Julián cogió
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una piedra y la echó dentro. Todos aguzaron el oído para escuchar cómo caía en el agua.
Pero no oyeron nada. ¡Tal vez el pozo estaba seco o bien el agua era tan profunda que
no se podía oír el impacto de la piedra!
—Debe de estar muy profunda el agua. Por eso no hemos oído la piedra —dijo
Julián—. Pero ¿y Timoteo? ¿Dónde estará?
Encendió la linterna, enfocó la sima y... ¡allí estaba Timoteo!
Por lo visto, mucho tiempo atrás había caído otra gran piedra en el interior del
pozo y había quedado incrustada a mitad de camino y ésta había servido de sustentación
al pobre can, que miraba hacia arriba muerto de miedo. No podía comprender de
ninguna manera qué es lo que había ocurrido.
Había una escalerilla de hierro sujeta al borde del pozo. ¡Jorge empezó a bajar
por ella antes de que nadie pudiera impedírselo! Fue descendiendo sin preocuparle lo
más mínimo el que la vieja escalera pudiera romperse. Llegó junto a Timoteo. Se lo
echó al hombro, sujetándolo con una mano, y volvió a la superficie ayudándose con sólo
la otra. Los otros tres tiraron de ella para ayudarla a salir. Cuando lo hubo hecho,
Timoteo empezó a cabriolar a su alrededor y a lamerla, muy agradecido de lo que había
hecho por él.
—Bien, Tim —dijo Dick—. No has podido cazar ningún conejo, pero a cambio
nos has hecho un gran favor: ¡has descubierto el pozo! Sólo nos queda investigar un
poco más y en seguida encontraremos la entrada de los sótanos.
Se pusieron con gran ímpetu a despejar de plantas y tierra el suelo de los
alrededores del pozo. Arrancaron una buena cantidad de piedras que estaban incrustadas
en la tierra y continuaron excavando por debajo. Estaban afanados en encontrar el
auténtico suelo.
Ana encontró de pronto la entrada. Fue una casualidad. Estaba cansada y se
había sentado en el suelo. Empezó a remover la tierra con las manos y de pronto sus
dedos tocaron algo duro y frío. Y lo que había tocado no era ni más ni menos que una
argolla de hierro. Dio un grito que hizo sobresaltarse a los otros.
—¡Aquí hay una piedra que tiene una argolla de hierro! —gritó Ana,
excitadísima. Los demás se agolparon a su alrededor. Julián manipuló con la pala unos
momentos y despejó aquello de tierra y maleza hasta que la piedra quedó al descubierto.
Efectivamente: tenía una argolla. Y cuando en una piedra hay una argolla es señal de
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Los sótanos del castillo Kirrin eran un subterráneo excavado en las mismas rocas
de que estaba formado el subsuelo. Fueran cuevas naturales o bien hechas por mano de
hombre, los chicos no podían saberlo.
Lo único cierto era que aquel subterráneo era altamente sobrecogedor, oscuro y
lleno de resonancias. Una vez que Julián suspiró, los ecos resonaron a través de la
rocosa caverna con extraños ruidos.
—¿Verdad que suena muy raro? —preguntó Jorge, alzando la voz. No bien lo
hubo dicho, sus palabras se oyeron una y otra en vez todas direcciones. "Suena muy
raro... suena muy raro... suena muy raro."
Ana cogió la mano de Dick. Estaba muy asustada. No le agradaban los ecos, al
fin y al cabo. Sabía muy bien que estaban solos; pero los ecos le producían la sensación
de que había por allí mucha gente escondida.
—¿Dónde creéis que estarán los lingotes? —inquirió Dick. Al momento las
cavernas repitieron la última palabra: "¡Lingotes, lingotes, lingotes!"
Julián se echó a reír y su risa se dividió en muchas risas que resonaban incluso
de diferente manera. Los sótanos la devolvían multiplicada a los oídos de los
muchachos. Era algo realmente extraño, porque parecían provenir de personas
diferentes.
—Avancemos —dijo Julián—. Tal vez algo más allá no suenen tanto los ecos.
"Los ecos", se oyó en seguida. "Los ecos."
Se alejaron del final de la pétrea escalera y comenzaron la exploración. Los
sótanos estaban excavados en el subsuelo rocoso y, al parecer, abarcaban toda la planta
baja del castillo. Quizá muchos años atrás hubieran servido de morada a infelices
prisioneros. Pero lo más probable era que se utilizaran para ocultar cosas de valor.
—Estoy seguro de que los lingotes están escondidos en los sótanos —dijo
Julián.
Se paró y sacó el plano del bolsillo. Lo iluminó con la linterna. Pero aunque en
el plano estaba escrita con toda claridad la palabra "lingotes" en la parte correspondiente
a los sótanos, Julián no tenía realmente la menor idea de qué camino había que tomar
para llegar hasta el tesoro.
—¡Caramba! ¡Fijaos! ¡Según el plano, tiene que haber una puerta muy cerca de
aquí! ¡Estoy seguro de que tras ella se encuentran los lingotes!
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CAPÍTULO XIII
Todos se detuvieron. Habían topado con una especie de tubo hecho de ladrillos
que iban de arriba abajo, enlazando el techo con el suelo. Julián lo iluminó con su
linterna, estupefacto.
—¡Ya sé lo que es! —exclamó Jorge, de pronto—. ¡Es el pozo, por supuesto!
Acuérdate de que en el plano del patio estaba señalado, y también en el plano de los
sótanos. Pues bien: éste es el pozo. Seguramente habrá a esta altura alguna abertura para
poder sacar el agua desde aquí, lo mismo que desde la superficie.
Los chicos empezaron a buscar la abertura. La encontraron al otro lado del tubo.
Era pequeña, pero lo bastante amplia como para que pudieran meter por ella los
hombros y la cabeza y escudriñar. Uno a uno, los chicos se asomaron e iluminaron el
interior del pozo. El agua debía de estar muy profunda, porque no se la podía ver a la
luz de las linternas. Julián cogió una piedra y la lanzó dentro, pero no oyeron el choque
con el agua. Miró hacia arriba y pudo ver el débil resplandor de la luz del día que se
filtraba a través de un resquicio que dejaba una gran piedra incrustada en la parte
interior del tubo. Era la misma piedra donde Timoteo había estado esperando a ser
rescatado.
—Bien —dijo—. Éste es el pozo que indica el plano. ¿Verdad que es extraño?
Ahora que lo hemos encontrado podemos estar seguros de que la salida no está lejos.
Esto los animó a todos tremendamente. Empezaron a escudriñar la oscuridad con
las linternas.
Ana dio de pronto un excitado grito.
—¡Aquí está la salida! ¡Tiene que serlo! ¡Veo un poco la luz del día!
Los chicos vieron que donde indicaba Ana había unos escalones que
seguramente eran el principio de la escalera que conducía al exterior. Julián examinó los
alrededores detenidamente para recordar el camino que tenían que seguir cuando
regresaran. No estaba muy seguro de que pudieran volver a encontrar la puerta aquella
que habían descubierto.
A poco, ya habían salido todos a la luz del sol. Era delicioso sentir la caricia de
sus rayos después de tanto rato de deambular por los gélidos sótanos. Julián consultó su
reloj y exclamó ruidosamente:
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—¡Son las seis y media! ¡Las seis y media! No es raro que tengamos hambre.
No hemos tomado nada a la hora del té. No hemos hecho más que deambular por los
sótanos.
—Bueno, no importa —dijo Dick—. Tomaremos el té y cenaremos al mismo
tiempo. Tengo un apetito como si no hubiera tomado nada en un año.
—Teniendo en cuenta que tú comes como dos personas —empezó a decir Julián,
indignado. Pero en seguida sonrió—. Realmente a mí me pasa lo mismo —dijo—. ¡Ea!
¡Vamos ya! Necesitamos una buena comida. Jorge: ¿qué opinas de una fuente llena de
rica comida caliente y en su punto? He cogido frío después de estar tanto tiempo bajo
tierra.
Resultaba muy agradable ver la hirviente caldera sobre el fuego de las secas
ramas. También eran deliciosos el pan con queso, los pasteles y los dulces y los rayos
del sol, que los chicos recibían mientras iban comiendo. De todo ello disfrutaron
enormemente. Timoteo también comió hasta la saciedad. Al can no le gustaba mucho
estar bajo tierra. Había acompañado a los demás a regañadientes y con el rabo entre las
piernas. Sobre todo, los fuertes ecos lo habían asustado enormemente.
Había ladrado una vez y los ecos de su ladrido le habían producido la impresión
de que aquello estaba lleno de siniestros perros ladrando lúgubremente. Sin embargo, se
había negado rotundamente a mostrar miedo. Pero ahora se sentía feliz engullendo lo
que los chicos le daban para comer y lamiendo las piernas de Jorge cada vez que la veía
cerca.
Cuando acabaron de comer eran ya más de las ocho. El sol declinaba y el día
había refrescado.
Julián miró a los demás.
—Bueno —dijo—. Yo no sé lo que pensaréis vosotros. Pero, lo que es yo, no
tengo nada de ganas de volverme a meter hoy en los sótanos: no es que haya desistido
de la idea de romper la cerradura con el hacha y abrir la puerta. Es que estoy cansado y
no me hago a la idea de pasarme la noche allí abajo.
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Los otros coincidieron con Julián, sobre todo Ana, que tenía el secreto temor de
tener que meterse allá abajo otra vez por la noche. Estaba muerta de sueño. Las
emociones del día la habían dejado exhausta.
—¡Vamos, Ana! —dijo Jorge—. Vamos a acostarnos. Dormiremos juntas sobre
las mantas que hemos traído, en aquella habitación del castillo. Mañana, cuando nos
despertemos, ya tendremos tiempo de preocuparnos por abrir esa puerta.
Los chicos, seguidos de Timoteo, se dirigieron a la habitación-refugio del
castillo. Todos se acomodaron sobre sus mantas y Timoteo se tendió junto a Jorge y
Ana. Se le subió luego encima a Ana. Pesaba tanto que la niña tuvo que cogerlo por las
patas y apartarlo. El can volvió a subírsele encima y ella suspiró, medio dormida ya.
Timoteo agitó el rabo dando con él pequeños golpes en el tobillo de Ana. Entonces
Jorge lo cogió y lo puso sobre sus piernas, donde el can se acomodó y se dispuso a
dormir, lanzando el aliento sobre la piel de su amita. Ella se sentía muy feliz. Iba a pasar
la noche en su isla. Estaba segura de que pronto descubrirían los lingotes. Tenía a
Timoteo con ella, durmiendo. Quizás, al fin y al cabo, todas las cosas acabaran saliendo
bien.
Pronto sintió que la invadía el sueño. Los chicos dormían tranquilos sabiendo
que en Timoteo tenían un magnífico guardián. Pacíficamente y sin sobresaltos
descansaron hasta que llegó la mañana, o sea hasta el momento en que Timoteo
descubrió un conejo que estaba metiéndose en la habitación y se lanzó tras él para darle
caza. Dio un tirón a la manta y Jorge se despertó. Se incorporó, restregándose los ojos.
—¡Despertaos! —gritó a los otros—. ¡Eh, todos arriba! ¡Ya es de día! ¡Y
estamos en la isla!
Todos se despertaron sintiendo al punto la emoción de recordar los
acontecimientos producidos y los que todavía tenían que producirse. Lo primero que
pensó Julián fue en la puerta de madera. Estaba seguro de que conseguiría abrirla con el
hacha. Y ¿qué encontrarían luego?
Se desayunaron abundantemente, como en casa. Luego Julián cogió el hacha y
se fue con los demás a la escalinata de entrada a los sótanos. Timoteo iba con ellos, por
supuesto, moviendo la cola pero algo preocupado de pensar que iban a volver a aquel
sitio tan extraño donde había tantos perros misteriosos ladrando y que no se veían por
ningún sitio. ¡Pobre Timoteo! ¡No tenía la menor idea de lo que era el eco!
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Pero Dick se la quitó él solo. Se le notaba que sentía un gran dolor. Empezó a
ponerse pálido.
—Será mejor que te vayas un rato al aire libre —dijo Julián—. Tenemos que
lavarte la herida y cortar la hemorragia de alguna manera. Ana se ha traído una venda
limpia. La mojaremos y empaparemos con ella la sangre. Afortunadamente, también
hemos traído agua.
—Yo iré con Dick —dijo Ana—. Tú quédate aquí con Jorge. Al fin y al cabo, a
nosotros no nos necesitáis ahora.
Pero Julián prefería acompañarlos para asegurarse de que no se iban a perder. Le
entregó el hacha a Jorge.
—Puedes seguir golpeando la puerta mientras estoy fuera —dijo—. Hay que
trabajar mucho rato todavía para poder abrirla. Yo volveré en seguida. No te preocupes,
que la salida la tenemos que encontrar, pues no hay más que seguir las señales que he
dejado en las paredes.
—Conforme —dijo Jorge, cogiendo el hacha—. Pobre Dick. Cuídate de que no
le pase nada.
Julián se marchó con Dick y Ana, dejando tras sí a Timoteo y a Jorge, ésta
empeñada valientemente en la penosa tarea de abrir la puerta de madera. Ana empapó la
venda en el agua de la cantimplora que había traído para la excursión y la aplicó a la
herida de Dick con gran solicitud. Sangraba mucho, porque en las mejillas pasa así, pero
la herida no era grave. La cara de Dick recuperó pronto su color y él mismo sintió ganas
de volver a los sótanos.
—No. Tienes que echarte en el suelo de espaldas durante un rato —dijo Julián—
. Eso se hace cuando sangra la nariz y supongo que también será bueno cuando sangra
la mejilla. Lo mejor que podéis hacer es subir por estas rocas hasta la parte alta, desde
donde se ve el barco, y descansar allí una hora y media. Vamos. Os acompañaré un rato.
Y tú, viejo, no olvides que tienes que quedarte tendido todo el tiempo hasta que deje de
salirte sangre.
Julián acompañó a sus dos hermanos hasta la parte del castillo que daba al mar
abierto. Allí estaba todavía el viejo navío, metido entre las rocas. Dick se echó boca
arriba en el suelo, deseando ardientemente que cuanto antes dejara de salirle sangre por
la herida. ¡No quería perder ni un instante de la aventura!
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CAPÍTULO XIV
¡Prisioneros!
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—Muy bien: entonces, mato al perro —dijo el hombre, apuntando su arma hacia
el pobre Timoteo. Jorge abrazó a Timoteo profiriendo un grito.
—¡No, no! ¡Escribiré el mensaje! ¡No lo mate, no lo mate!
La muchachita cogió el papel con mano temblorosa y miró al hombre.
—Escribe esto —ordenó él—. "Queridos Dick y Ana: Hemos encontrado el
tesoro. Venid cuantos antes a verlo." Y ahora firma con tu nombre.
Jorge escribió todo lo que el hombre le había dictado. Luego firmó con su
nombre. Pero en vez de Jorge puso Jorgina. Ella sabía que Dick y Ana se darían cuenta
en seguida de que esa firma no era suya, o bien de que algo raro estaba pasando. El
hombre cogió el papel y lo metió bajo el collar de Timoteo. El perro no cesaba de
gruñir, cada vez más fuerte, pero Jorge le ordenó que no mordiese a nadie.
—Ahora, mándale que vaya adonde están tus amiguitos —dijo el hombre.
—Ve adonde están Dick y Ana —ordenó Jorge—. Ve, Tim. Tienes que
encontrar a Dick y a Ana. Cuando los encuentres, déjales este papel.
A Timoteo no le agradaba, en verdad, dejar a su amita: pero en la voz de Jorge
había un acento de imperiosa necesidad. El can la miró por última vez y luego
desapareció por el pasadizo. Se acordaba bien del camino. Subió rápidamente por los
rocosos escalones de la entrada y pronto estuvo al aire libre. Al llegar al patio central
del castillo se detuvo y empezó a olfatear. ¿Dónde estarían Dick y Ana?
Encontró las huellas y empezó a seguirlas, siempre con la nariz pegada al suelo.
Poco después estaba ya con los dos chicos. Dick estaba ya mucho mejor y se había
levantado. De su mejilla apenas salía sangre.
—Hola —dijo sorprendido al ver a Timoteo—. ¡Está aquí Timoteo! ¡Eh,
hociquitos! ¿Por qué se te ha ocurrido venir a vernos? ¿Te has cansado de la oscuridad
de allá bajo?
—Fíjate, Dick, lleva algo en el collar —dijo Ana, con sus perspicaces ojos fijos
en el trozo de papel que el can llevaba al cuello—. Es un mensaje. Supongo que Jorge y
Julián nos avisan para que volvamos a los sótanos. ¿Verdad que Timoteo sabe llevar
muy bien los mensajes?
Dick cogió el papel. Lo desdobló y se puso a leerlo.
—"Queridos Dick y Ana —leyó en voz alta—. Hemos encontrado el tesoro.
Venid cuanto antes a verlo. Jorgina."
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—¡Ooooh! —dijo Ana con los ojos brillantes—. ¡Lo han encontrado! ¡Oh, Dick!
¿Te encuentras ya bien? ¿Puedes volver ya a los sótanos? ¡Vamos en seguida!
Pero Dick no hizo el menor ademán de echar a andar. Se quedó examinando el
mensaje, perplejo.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó Ana, impaciente.
—¿No te parece raro que Jorge haya firmado con el nombre de Jorgina? —dijo
Dick, despacio—. Ya sabes cómo odia ser una chica y llamarse con un nombre
femenino. Acuérdate de que nunca contesta cuando la llamamos Jorgina. Y en este
papel está la firma con el nombre que a ella no le gusta. A mí esto me parece algo raro.
Me da la impresión de que se trata de un aviso para que nos enteremos de que algo no
va bien.
—Oh, no seas aprensivo, Dick —dijo Ana—. ¿Por qué no va a ir todo bien?
Vamos a reunirnos con ellos.
—Ana: lo que voy a hacer es echar un vistazo a la caleta para asegurarme de que
nadie más ha venido a la isla —dijo Dick—. Tú espérame aquí.
Pero Ana no quería quedarse sola. Se fue tras Dick, reprochándole
continuamente su excesiva preocupación por cosas que no sucedían en la realidad.
Pero cuando llegaron a la caleta pudieron ver que, además de su bote, había allí
una lancha motora. ¡Alguien había desembarcado en la isla!
—Fíjate —dijo Dick en un susurro—. Además de nosotros hay alguien más en
la isla. Y apuesto a que se trata de los que la quieren comprar. Apuesto a que se han
enterado por el plano de que aquí hay un tesoro escondido. Y han encontrado a Jorge y
a Julián y quieren que nosotros nos metamos allá abajo para estar bien seguros de que
nadie los denunciará mientras se llevan el oro. Por eso han obligado a Jorge a
mandarnos este mensaje. Pero ella ha hecho muy bien: ha firmado con un nombre que
nunca usa para que nos demos cuenta de que algo anormal está ocurriendo. Lo que
tenemos que hacer ahora es pensar en firme. ¿Qué solución hay que tomar?
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CAPÍTULO XV
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habían cogido el papel, pero no podían comprender por qué no habían vuelto con el
perro.
Dick los oyó hablar.
Cogió a Ana por el brazo, indicándole que no se moviera. Había visto que los
individuos tomaban la dirección opuesta a donde ellos estaban.
—¡Ana! ¡Ya sé dónde nos podemos esconder! ¡Nos meteremos en el pozo,
bajando por la escalerilla unos cuantos metros, y nos quedaremos allí agazapados! Estoy
seguro de que a nadie se le ocurrirá mirar dentro del pozo.
A Ana no le hacía nada de gracia tener que meterse en el pozo, aun cuando sólo
fuera unos pocos metros. Pero Dick estaba decidido. Cogió a su hermana por el brazo y
la arrastró literalmente hasta el centro del patio. Los dos hombres habían emprendido la
búsqueda en la otra parte del castillo. Tenían tiempo suficiente para meterse en el pozo
sin que los vieran. Dick levantó prontamente la carcomida tapa de madera y ayudó a
Ana a bajar por la escalerilla. Ella tenía mucho miedo. Luego se introdujo él, a su vez, y
de la mejor manera que pudo cogió la tapa de madera y la restituyó a su sitio.
La gran piedra que había servido de sustentación a Timoteo cuando éste cayó
estaba todavía allí. Dick la tanteó para ver si podía resistir mucho peso. Estaba
firmemente sujeta a la pared del pozo.
—Puedes sentarte aquí si es que no quieres pasar todo el tiempo agarrada a la
escalerilla —le dijo a su hermana.
Ana, temblorosa, se sentó en la piedra, temiendo que los descubrieran de un
momento a otro. Los niños pudieron oír las voces que daban los dos hombres, unas
veces a muy poca distancia y otras lejos. Al final empezaron a llamarlos a gritos.
—¡Dick! ¡Ana! ¡Los otros os están esperando! ¿Dónde estáis? ¡Tenemos buenas
noticias para vosotros!
—Vaya, y ¿por qué en vez de avisarnos ellos no dejan que Julián y Jorge salgan
de allá abajo y vengan a avisarnos ellos mismos? —dijo Dick—. Ya te dije que había
algo extraño en todo esto. ¡Qué ganas tengo de poder hablar con los otros y enterarme
de una vez de qué es lo que ha ocurrido!
Los dos hombres se dirigieron al patio. Estaban malhumorados.
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Dick siguió resbalando por la cuerda a la que estaba asido fuertemente con las
manos, las rodillas y los pies. Menos mal que, en gimnasia, era uno de los primeros del
colegio. No sabía si estaba llegando ya a la altura de los sótanos. Éstos parecían haberse
alejado inexplicablemente. Se las arregló para encender la linterna y ponérsela entre los
dientes, porque las manos las necesitaba para asirse a la cuerda. La luz iluminó las
paredes del pozo. No tenía la menor idea de si estaba todavía por encima de los sótanos
o ya debajo. Y, por supuesto, no pensaba de ninguna manera llegar hasta el fondo del
pozo.
Le pareció que había rebasado ya el nivel de los sótanos y retrocedió, no sin
esfuerzo, ascendiendo un buen trozo de la cuerda. Con gran contento notó que no se
había equivocado. La abertura del pozo la tenía ahora justo delante de su cabeza. Trepó
algo más y se columpió en la dirección de la abertura. Consiguió asir el borde.
Traspasar la abertura era un cometido difícil, pero, afortunadamente, Dick
abultaba poco. Al final pudo poner los pies en los sótanos, con gran alivio de su
corazón. ¡Por fin había llegado! Ahora no tenía más que seguir las señales dejadas por
Julián con la tiza, hasta llegar a la puerta de la cueva en donde probablemente habían
encerrado a Julián y a Jorge.
Iluminó las paredes con la linterna. Efectivamente, allí estaban las señales
hechas con la tiza. ¡Bien! Metió la cabeza en la abertura del pozo y gritó:
—¡Ana! ¡Ya he llegado! Ten cuidado, no vaya a ser que aquellos hombres
vuelvan.
Luego empezó a seguir las señales con el corazón latiéndole apresuradamente.
Al cabo de un rato llegó a la puerta de la cueva donde estaba encerrado el oro. Como
había supuesto, era totalmente imposible que Julián y Jorge hubiesen podido escapar.
La cueva estaba cerrada a cal y canto, con el cerrojo de la puerta bien echado.
Empeñarse en abrirla a golpes o empujones hubiera sido inútil.
Los de dentro estaban nerviosos y exhaustos. No habían probado nada de la
comida y bebida que el hombre les había dejado. Timoteo estaba con ellos, echado en el
suelo con la cabeza entre las patas, resentido con Jorge porque no lo había dejado atacar
y morder a aquellos tipos. Pero Jorge sabía que lo hubieran matado al menor intento.
—Por lo menos, Dick y Ana han tenido bastante sentido común para no
acercarse por aquí y dejar que los aprisionaran a ellos también —dijo Jorge—.
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Seguramente han comprendido que algo había salido mal al ver que en el mensaje yo
firmaba Jorgina en vez de Jorge. ¿Qué estarán haciendo ahora? Seguramente se habrán
escondido en algún sitio.
Timoteo empezó a gruñir de improviso. Se acercó de un salto a la hermética
puerta con la cabeza torcida. Era seguro que había oído algo.
—Espero que no sean esos dos hombres que hayan vuelto ya —dijo Jorge. En
seguida fijó sus sorprendidos ojos en Timoteo, iluminándolo con su linterna. ¡Estaba
moviendo alegremente el rabo!
Un fuerte golpe dado en la puerta les hizo estremecer de alegría. Lo acompañaba
la animosa voz de Dick.
—¡Eh! ¡Julián! ¡Jorge! ¿Estáis ahí?
—¡Guauuuuu! —ladró Timoteo, entusiasmado, mientras arañaba la puerta con
sus patas delanteras.
—¡Dick, abre la puerta! —gritó Julián lleno de alborozo—. ¡Pronto! ¡Ábrela!
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CAPITULO XVI
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parece si uno de nosotros se escondiera allá abajo para, una vez dentro, encerrar allí a
los dos individuos? Entonces podríamos marcharnos de la isla utilizando su lancha
motora, o nuestro mismo bote, si es que ellos vuelven con los remos, y pedir luego
ayuda.
Ana pensó que Julián había tenido una idea excelente. Pero Dick y Jorge no
estaban tan convencidos.
—Deberíamos ir abajo y cerrar la puerta de nuevo para que crean que aún
estamos dentro —dijo Jorge—. Y suponte que el que vaya a encerrar a esos hombres no
lo consiga. Porque creo que habría que hacerlo todo con demasiada rapidez. Lo más
probable es que atrapen al que vaya abajo para tal menester, lo encierren y suban luego
a buscar a los demás.
—Creo que tienes razón —dijo Julián, reflexionando intensamente—. Pero
supongamos que Dick, o quienquiera que vaya a los sótanos para llevar a cabo el plan,
no logra encerrar a esos dos, y que ellos suben a la superficie para buscarnos. No tiene
importancia. Mientras estén abajo podemos taponar la entrada de los sótanos con
grandes piedras, lo mismo que hicieron ellos. Entonces sí que no podrán salir de allá
abajo de ninguna manera.
—Sí, pero ¿y Dick? También tendrá que quedarse allí con ellos —dijo Ana,
rápidamente.
—No te preocupes: subiré por el pozo —dijo Dick con vehemencia—. Yo seré
el que baje a los sótanos a encerrar a ésos. Procuraré por todos los medios conseguirlo.
Y si tengo que huir de ellos, nada más fácil que meterme en el pozo y llegar hasta
arriba. Esos individuos no conocen esa salida. O sea que, aunque no queden encerrados
en la celda, quedarán presos por todos los sótanos.
Los niños pensaron detenidamente el plan de Julián y decidieron que era lo
mejor que podían hacer. Entonces Jorge propuso que lo inmediato era comer. Estaban
todos muertos de hambre, ahora que la pesadilla y la emoción del rescate habían pasado
ya.
Recogieron algo de comida de la habitación-refugio y se pusieron a vigilar la
orilla, acechando el regreso de los dos hombres. Un par de horas después pudieron ver
que se acercaba una especie de queche pesquero a motor, que producía el clásico sonido
de "chug, chug, chug".
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—¡Ya están ahí! —exclamó Julián, excitado—. Ése debe de ser el barco donde
piensan embarcar los lingotes. ¡Fijaos! ¡Los individuos se han metido en una lancha
motora! ¡Van a desembarcar de nuevo en la isla! ¡Rápido, Dick! ¡Métete en el pozo y ve
a los sótanos.
Dick echó a correr en dirección al pozo. Julián se volvió a los otros.
—Tendremos que escondernos allá, tras aquellas rocas. No es que crea que esos
hombres se vayan a dedicar ahora a darnos caza, pero todo podría ser. ¡Vamos!
¡Rápido!
Se escondieron tras las rocas y pudieron ver como la lancha motora atravesaba la
bahía en dirección a la caleta. Oyeron voces de hombres hablando unos con otros.
Esta vez parecía que había más de dos individuos en la embarcación. Los
hombres abandonaron la caleta y empezaron a trepar por las rocas que bordeaban el
castillo.
Julián se agazapó tras las rocas y se puso a vigilar los movimientos de los
individuos. Estaba seguro que lo primero que harían sería apartar el montón de piedras
que habían puesto a la entrada de los sótanos.
—¡Jorge, ven! —dijo Julián con fuerte voz—. Creo que los hombres se han
metido ya en los sótanos. Pongamos otra vez las piedras donde estaban para taponar la
entrada. ¡Rápido!
Jorge, Julián y Ana echaron a correr en dirección al centro del castillo,
procurando hacer el menor ruido posible. Pudieron ver que las piedras que taponaban la
entrada de los sótanos las habían quitado. No había ni rastro de los hombres. Estaba
claro que se habían metido allá abajo.
Los tres chicos emplearon todas sus energías en arrastrar las pesadas piedras
hacia el agujero. Pero no tenían tanta fuerza como aquellos hombres. Las piedras más
voluminosas no las podían trasladar. Taponaron la entrada con tres piedras de tamaño
más reducido, con la esperanza de que, aun cuando no impidieran en absoluto la salida
de aquellos hombres, por lo menos la dificultaran.
—Con tal de que Dick haya conseguido encerrarlos en aquella cueva... —dijo
Julián a los otros—. Vamos a acercarnos al pozo ahora. Dick tiene que salir por allí,
porque la entrada auténtica está taponada con piedras.
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Todos fueron a la boca del pozo. Dick había quitado la tapa de madera y la había
dejado en el suelo. Los chicos se asomaron y miraron ansiosamente el interior. ¿Qué
estaría haciendo Dick? No se oía su voz ni ningún ruido a través del pozo. Difícilmente
podían saber lo que estaría ocurriendo.
¡Muchas cosas estaban sucediendo allá abajo! Los dos hombres, con otro más
que había desembarcado con ellos, se habían metido en los sótanos con la seguridad de
encontrar, por supuesto, a Julián, Jorge y el perro todavía encerrados en la cueva con los
lingotes. Pasaron por donde estaba la parte baja del pozo sin el menor atisbo de que allí
había un niño escondido, dispuesto a traspasar la abertura y meterse en las cavernas en
cuanto ellos hubiesen pasado.
Dick oyó sus pasos. Se deslizó por la abertura, saliendo, por fin, del pozo y
escondiéndose tras el tubo sin hacer ruido. Pudo ver el resplandor de las linternas que
llevaban los hombres y, con el corazón latiéndole apresuradamente, se deslizó por los
viejos, malolientes y cavernosos pasadizos mientras los tres hombres se encaminaban
por el que conducía a la celda de los lingotes.
—Aquí es —oyó Dick que decía uno de ellos. El que había hablado iluminó la
puerta con su linterna—. El oro está ahí dentro —añadió.
Una vez dicho esto descorrió completamente el cerrojo. Dick se alegró de
haberlo echado anteriormente porque, si no lo hubiera hecho, los individuos habrían
adivinado que Julián y Jorge se habían escapado y no hubieran entrado en la cueva.
El hombre se introdujo en ella después de haber abierto la puerta. El otro le
siguió. Dick esperó a que el tercer hombre se introdujera también. ¡Entonces no tenía
más que cerrar rápidamente la puerta y echar el cerrojo!
El primer hombre iluminó la cueva con su linterna y vociferó:
—¡Se han escapado! ¡Qué cosa más rara!
Dos de los hombres estaban ahora en la cueva y el tercero se disponía a entrar en
aquel momento. En cuanto lo hizo, Dick, con rápida carrera, llegó a la puerta y la cerró.
Esto produjo un ruido que los ecos repitieron a lo largo de todas las demás cavernas y
pasadizos. Luego Dick empezó a echar el cerrojo con mano temblorosa. El cerrojo
estaba oxidado y difícil de manipular. No era tan fácil como parecía encerrar a aquellos
individuos, los cuales, por su parte, no habían permanecido ociosos.
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Llegaron a la caleta. Allí estaba el bote, pero no los remos. También estaba allí
la lancha motora. Jorge se metió en ella y lanzó un grito de alegría.
—¡Aquí están los remos! —dijo—. Cógelos, Julián. Yo tengo un trabajo que
hacer aquí ahora.
Julián y Dick cogieron los remos. Luego arrastraron el bote hasta meterlo en el
agua, maravillados de lo que Jorge estaba haciendo. ¡Estaba dando de hachazos al
motor de la lancha!
—¡Jorge! ¡Jorge! ¡Ven acá! ¡Los individuos esos han salido ya de los sótanos!
—gritó de pronto Julián. Había visto a los tres hombres que corrían en dirección a las
rocas que bordeaban la caleta. Jorge, de un salto, salió de la lancha motora y fue
corriendo a reunirse con los otros. Se metió en el bote, que ya estaba en el agua, empuñó
los remos y empezó a alejar la embarcación de la orilla con todas sus fuerzas.
Los tres hombres corrían ahora en dirección a la lancha motora. Al llegar
pudieron notar con enorme rabia que el motor estaba destrozado. ¡Jorge se había
cuidado de ello! ¡Era imposible ponerlo en marcha! Y no podían repararlo con las pocas
herramientas de que disponían.
—¡Maldita niña! —farfulló Jake, amenazando a Jorge con el puño, desde
lejos—. ¡Ya verás cuando te cojamos!
—¡Sí, ya veré! —gritó Jorge con los ojos brillantes de furia—. ¡Y ya veréis
vosotros también! ¡Ahora sí que nunca podréis, comprar mi isla!
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CAPÍTULO XVII
Los tres hombres quedaron en la orilla, observando como Jorge iba distanciando
cada vez más el bote de la isla. No podían hacer nada. Su lancha motora era inservible.
—El barco pesquero que han traído aquí es demasiado grande para atracar en la
caleta —dijo Jorge—. Tendrán que esperarse ahí hasta que alguien que pase en un bote
pequeño quiera recogerlos. ¡Esto sí que les habrá hecho polvo!
El bote de los chicos tuvo que pasar muy cerca del enorme pesquero. Desde la
cubierta, un hombre les gritó:
—¡Eh, los de ahí! ¿Venís de la isla Kirrin?
—No contestéis —dijo Jorge—. No digáis una palabra. —Los otros se pusieron
a mirar en otra dirección como si no hubieran oído nada.
—¡Eh, vosotros! —volvió a gritar el hombre, furioso—. ¿Es que sois sordos?
¿Salís ahora de la isla?
Los chicos seguían mirando para otro sitio mientras Jorge remaba con todas sus
fuerzas. El hombre del barco miró desasosegadamente hacia la isla. Estaba seguro de
que aquellos niños venían de allí. Conocía al dedillo la aventura en que se habían
metido sus compinches de tierra y empezaba a pensar que algo no había ido bien.
—Puede, por supuesto, echar al agua un bote y atracar en la isla para ver qué es
lo que ha ocurrido —dijo Jorge—. Pero, de todos modos, no podrán llevarse muchos
lingotes. Y encuentro muy difícil que se atrevan a llevarse nada, ahora que han visto que
nos hemos escapado y podemos contar lo que ha ocurrido.
Julián miró en dirección al barco. Al poco rato pudo ver que estaban echando a
la mar un pequeño bote.
—Tenías razón —le dijo a Jorge—. Han pensado que algo no va bien. Ahora
van a reembarcar a esos tres.
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El bote de los chicos llegó por fin a tierra. Saltaron todos y lo arrastraron hasta la
playa. Timoteo ayudó en esta operación. Estaba siempre deseoso de participar en todas
las actividades de los chicos.
—¿Llevarás al perro a casa de Alfredo? —preguntó Dick.
Jorge negó con la cabeza.
—No —dijo—. No tenemos tiempo que perder. Ataré a Timoteo a la valla del
jardín.
Se dirigieron a "Villa Kirrin" lo más aprisa que pudieron. Tía Fanny estaba
ocupada en arreglar el jardín. Quedó muy sorprendido al ver llegar a los chicos con cara
de acontecimientos.
—¿Qué os ha ocurrido? —preguntó—. ¡Me habíais dicho que no volveríais
hasta mañana o pasado! ¿Ha habido algún percance? ¿Qué le ha sucedido a Dick en la
mejilla?
—Oh, nada de particular —dijo Dick.
Los demás empezaron a hablar todos a la vez.
—Tía Fanny, ¿dónde está tío Quintín? Tenemos algo muy importante que
decirle.
—Mamá, hemos tenido una aventura de verdad.
Tía Fanny contempló preocupada a sus descompuestos sobrinos.
—¿Qué es lo que ha ocurrido? —dijo. Entonces se acercó a la casa y gritó—:
¡Quintín! ¡Quintín! ¡Los niños quieren decirte algo muy importante!
Tío Quintín apareció, bastante malhumorado, pues estaba embebido en su
trabajo en aquel momento.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Tío, es algo relativo a la isla Kirrin —dijo Julián, vehementemente—. Esos
hombres no la han comprado todavía, ¿verdad?
—No, pero es cosa decidida —dijo el tío—. Yo he firmado ya el contrato y ellos
lo firmarán mañana. ¿A qué viene esa pregunta? ¿Qué tenéis vosotros que ver con eso?
—Tío, no deje usted que firmen mañana el contrato —dijo Julián—. ¿Sabe usted
por qué querían comprar la isla y el castillo? No para construir allí un hotel o algo
semejante, sino porque saben que en él hay un tesoro.
—¿Qué disparate estás diciendo? —dijo su tío.
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—Buen perro —dijo ella dándole cariñosos golpes—. ¡Te voy a traer cosas de
comer!
Tía Fanny se dirigió a la cocina seguida por Timoteo. Julián le dijo a Jorge:
—Ya ves como tu madre es buena.
—Sí, pero todavía no ha venido papá. Ya veremos lo que dirá cuando vuelva y
vea que el perro está otra vez en casa —dijo Jorge, dubitativa.
El padre de Jorge llegó en seguida. Tenía cara de acontecimientos.
—La policía se ha tomado la cosa muy en serio —dijo—. Y mi abogado
también. Todos han estado de acuerdo en reconocer que los niños han sido muy
inteligentes y valientes. Además, Jorge, dice mi abogado que no tengo que
preocuparme: el oro que se ha encontrado en la isla es nuestro. ¿Había mucha cantidad?
—¡Oh, papá! ¡Había lingotes a centenares! —gritó Jorge—. En enormes
cantidades. ¡Oh, papá! ¿Seremos ricos ahora?
—Sí —dijo su padre—. Ahora somos ricos. Lo suficiente para que pueda
comprarte a ti y a tu madre todas las cosas que desde hace muchos años quería yo que
tuvieseis. Yo he trabajado por vosotras mucho hasta ahora, pero mi trabajo no es de los
que producen dinero en abundancia: por eso he tenido siempre tan mal carácter. Pero a
partir de ahora podréis tener todo lo que se os antoje.
—Yo me conformo con lo que tengo ahora —dijo Jorge—. Pero, papá, hay una
cosa que me gustaría tener sobre todas las demás, y que a ti no te costaría dinero.
—Pues la tendrás, querida —dijo su padre, echándole el brazo sobre los
hombros, con gran sorpresa de ella—. Pide lo que quieras, que, por muy caro que sea, lo
tendrás.
En aquel momento se oyeron unas singulares pisadas que provenían, al parecer,
del pasillo. De pronto una enorme cabeza peluda asomó por la puerta y se puso a mirar a
los presentes interrogativamente. ¡Por supuesto que se trataba de la cabeza de Timoteo!
Tío Quintín lo miró, sorprendido.
—¡Caramba! Éste es Timoteo, ¿verdad? ¡Eh, Tim!
—¡Papá! Timoteo es la cosa que yo más quiero en el mundo —dijo Jorge,
apretando el brazo de su padre—. No te puedes imaginar lo bien que se ha portado con
nosotros en la isla. Tenía unas ganas enormes de atacar y morder a aquellos hombres.
¡Oh, papá, no quiero otro regalo! Sólo quiero tener a Timoteo en casa a mi disposición.
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Se le podría comprar una perrera para que estuviese allí todo el tiempo y durmiera. No
te molestará nunca, estoy segura.
—¡Ya lo creo! ¡Tendrás el perro! —dijo su padre.
Timoteo, al oír esto, entró de golpe en la habitación, satisfecho de que lo
admitieran en la casa y demostrando además que se había enterado palabra por palabra
de todo lo que se había dicho. ¡Se puso a lamerle la mano a tío Quintín! Ana pensó que
era un perro muy valiente.
Pero tío Quintín había cambiado mucho. Parecía como si le hubieran quitado un
gran peso de encima. Ahora era rico: Jorge podría ir a un buen colegio y su mujer
podría tener todas las cosas que durante mucho tiempo él había querido regalarle y,
además, podría dedicarse en adelante a sus libros, su trabajo favorito, sin tener la
pesadumbre de que las ganancias que le produjeran no eran suficientes para su familia.
Miró a todos con aire de persona que se siente el más feliz de los mortales.
Jorge no cabía en sí de alegría, por lo de Timoteo. Rodeó con los brazos el
cuello de su padre y le dio un fuerte abrazo, cosa que hacía mucho tiempo que no había
hecho. Su padre pareció sorprendido, pero contento.
—Bueno, bueno —dijo—. Esto me gusta mucho. A ver: ¿no llega ya la policía?
Efectivamente, la policía acababa de llegar. Entraron en la habitación y tuvieron
unas breves palabras con tío Quintín. Uno de ellos quedó allí para tomar nota en su bloc
de las declaraciones de los niños y los demás fueron a buscar un bote para ir a la isla.
¡Los hombres no estaban allí! El bote del buque pesquero los había rescatado y
ahora, tanto el bote como el barco habían desaparecido sin dejar rastro. La lancha
motora estaba allí, en la caleta, con el motor inutilizado.
—Aquella jovencita tiene un fuerte carácter —dijo el inspector mirando la
embarcación—. Lo ha hecho todo tan esmeradamente que les ha resultado imposible
huir en la lancha. Habrá que remolcarla.
Otros policías llegaron con algunas muestras de los lingotes para enseñárselas a
tío Quintín. Habían sellado la puerta de los sótanos para que nadie pudiese entrar en
ellos hasta tanto el tío de los chicos no fuera allí para recoger el resto del tesoro. Todas
las diligencias se llevaban a cabo a la perfección, pero, según los niños, con cierta
lentitud. Ellos hubieran querido ver en seguida a los individuos aquellos capturados para
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llevarlos a presidio y también que los policías hubiesen traído de una vez todos los
lingotes.
Estaban todos muy cansados y se alegraron mucho de que tía Fanny les dijese
que aquella noche podían irse temprano a la cama. Se desnudaron, se pusieron los
pijamas y decidieron cenar todos en el dormitorio de las chicas. Timoteo estaba con
ellos, presto a hacerse con lo que le echaran para comer.
—Pues hemos tenido una aventura maravillosa —dijo Julián, muerto de sueño—
. En cierta manera me da pena que haya terminado ya, aunque hemos pasado malos
ratos, ¿verdad, Jorge? Sobre todo cuando tú y yo estábamos encerrados en aquella
cueva. Fue algo terrible.
Jorge estaba radiante de contento. Saboreaba con gran satisfacción las galletas
que le habían servido. Se dirigió a Julián:
—Parece mentira que al principio me molestara tanto la idea de que ibais a pasar
aquí las vacaciones —dijo—. ¡Os traté muy mal! En cambio, ahora, lo que más me
disgusta es pensar que tenéis que marcharos, porque es lógico que lo hagáis cuando las
vacaciones se terminen. Y ahora, que me he acostumbrado a tener tres amigos y a
participar con ellos en aventuras como ésta, resulta que me quedaré otra vez sola, como
antes. Antes no me importaba nada. Pero ahora sé que voy a sentir mucho quedarme
sola.
—Eso lo puedes evitar —dijo. Ana, de pronto—. Puedes hacer algo para que eso
no suceda.
—¿Qué puedo hacer? —dijo Jorge, sorprendida.
—Puedes pedir a tus padres que te manden interna al mismo colegio donde
estamos nosotros —dijo Ana—. Es un colegio muy agradable y muy bonito. Y además,
nos permiten tener con nosotros las cosas que queramos. ¡Por supuesto que podrás estar
allí con Timoteo! ¡No tendrás que separarte de él!
—¿De verdad? ¿Podré llevarlo? —dijo Jorge, con los ojos brillantes—.
Entonces no me importará ir. Hasta ahora siempre había dicho que no quería meterme
interna en un colegio, pero he cambiado mucho y creo que es mejor disfrutar de la
compañía de otros en vez de estar siempre sola. ¡Y si, además, no me separo de
Timoteo, la cosa resulta de lo más maravilloso!
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—Será mejor que os vayáis ya a la cama, niños —dijo tía Fanny, apareciendo
por la puerta—. Fijaos: Dick está ya medio muerto de sueño. Supongo que esta noche
soñaréis cosas muy agradables, porque habéis pasado por una aventura de la que podéis
estar muy orgullosos y satisfechos. Jorge: ¿no se ha metido el perro debajo de tu cama?
—Pues... sí, creo que está ahí —dijo Jorge, fingiéndose sorprendida—. ¡Por
Dios, Tim! ¿Cómo se te ha ocurrido meterte debajo de mi cama?
Timoteo salió de su escondrijo y se acercó a la madre de Jorge. Miró a su
acusadora con sus pardos ojos expresivamente conciliadores.
—¿Es que quieres dormir en esta habitación esta noche? Bien, puedes hacerlo —
dijo la madre de Jorge, echándose a reír.
—¡Mamá! —dijo Jorge, emocionada—. ¡Oh, gracias, gracias! ¿Cómo has
adivinado que esta noche no quería separarme de Timoteo? Tim, dormirás sobre la
alfombra.
Los cuatro felices muchachos estaban poco después acomodados en sus lechos.
Su maravillosa aventura había tenido un final perfecto. Tenían en perspectiva aún
muchos días de apacibles vacaciones, y tío Quintín, que ahora era rico, les haría muchos
regalos, como les había prometido. Jorge iba a ir interna a un colegio con Ana, y
además, ¡tenía de nuevo a su querido perro en la casa! La isla y el castillo seguirían
siendo suyos. ¡Todo había ido a las mil maravillas!
—Cuánto me alegro de que no hayan vendido la isla ni el castillo, Jorge —dijo
Ana, empezando a dormirse—. Estoy muy contenta de que sigas siendo la dueña.
—Vosotros tres también sois dueños —dijo Jorge—. Lo soy yo y también tú,
Julián y Dick. He descubierto que lo mejor de todo es compartir las cosas con los
demás. Por eso mañana mismo pienso hacer una declaración, o como se llame, y decir
que os regalo a cada uno una cuarta parte de la isla y del castillo. ¡De ahora en adelante,
nosotros cuatro seremos los dueños!
—¡Oh, Jorge, cómo te lo agradezco! —dijo Ana, llena de gozo—. ¡Verás qué
contentos se ponen mis hermanos cuando se enteren! Yo también estoy muy conten...
Antes de que acabara de hablar, la muchachita se había dormido. Lo mismo le
ocurrió a Jorge. En la otra habitación los niños dormían también, soñando con lingotes,
sótanos y toda suerte de cosas excitantes.
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01- LOS CINCO Y EL TESORO DE LA ISLA ENID BLYTON
Sólo una figura estaba despierta: ésta era Timoteo. Tenía empinada una oreja,
con la cual percibía el aliento de las chicas. En cuanto vio que éstas se habían dormido
del todo abandonó la alfombra donde estaba echado y se acercó a la cama de Jorge.
Luego apoyó las patas delanteras sobre el colchón y oliscó a su amita.
Entonces, de un salto subió a la cama, acomodándose en ella al modo perruno.
Echó un vistazo alrededor y, por fin, cerró los ojos. Los cuatro chicos estaban, por
supuesto, muy contentos, pero Timoteo lo estaba más que nadie.
—¡Oh, Tim! —murmuró Jorge, despertándose a medias al sentir el peso del
can—. ¡Oh, Tim, tú no puedes entenderlo, pero si vieras lo feliz que soy! Tim, nosotros
cinco volveremos a correr nuevas aventuras, ¿verdad?
¡Ya lo creo que correrían aventuras nuevas! Pero la de ahora termina aquí. Las
demás son materia de otros libros.
FIN
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01- LOS CINCO Y EL TESORO DE LA ISLA ENID BLYTON
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