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La Dimensión de Lo Femenino en La Perspectiva Comunitarista - Ponencia Central Alicia Ocampo

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“LA DIMENSIÓN DE LO FEMENINO EN LA

PERSPECTIVA COMUNITARISTA”
Dra. Alicia Ocampo Jiménez

Introducción:

“¿Tenemos hombres y mujeres una sola racionalidad? ¿Ellas y ellos tienen


como punto de referencia el mismo «frío cálculo», en la maximización del propio
bienestar?”1 (Etzioni, 1990: ix). Esta reflexión de Amitai Etzioni revela que la
perspectiva de género se desvela de modo implícito en la dialéctica existente
entre la ideología individualista y la comunitarista. ¿Podríamos considerar que la
primera exalta la racionalidad masculina y la segunda es promotora de la
feminización del mundo? Este será la pregunta subyacente de nuestro análisis.
Varcárcel afirma que el feminismo es un novedoso movimiento cultural, llamado
a producir transformaciones sociales aún impredecibles (2001: 256), pero el
mismo juicio se ha hecho sobre el comunitarismo (Naval, 2000). La
convergencia de ambas ideologías ha dado lugar a un nuevo planteamiento del
desarrollo humano, como alternativo al dominio hegemónico y «unidimensional»
característico de la mentalidad patriarcal.

Feminismo y comunitarismo son expresiones de esa otra racionalidad


postmoderna, destinadas a superar el univocismo «masculinista2» del mundo
occidental, a través del reconocimiento de la «alteridad». Organizada sobre el
triple y unívoco basamento de la raza –blanca3, el género –masculino, y la clase
–más poderosa (Del Bravo, 1998:20), la ilustración dio origen a la escisión
respecto a «otras» realidades fundamentales para el desarrollo humano global.
Una de las principales causas de este fenómeno ha sido el «principio de
identidad», que ha dado fundamento a la mentalidad dualista que subyace en el
discurso ilustrado. La supresión de la alteridad ha desembocado en la
disyunción, estableciendo relaciones «subordinatorias» entre cultura y
naturaleza, entre razón y cuerpo, entre lo público y lo privado, entre el «yo» y el
«otro», entre el «yo- masculino» y la «otra-femenina» (De Beauvoir, 1984).

El pensamiento ilustrado se había caracterizado por la llamada «egología»,


donde el sujeto, la conciencia o el «yo» se glorificaba con carácter unívoco e
inmanentista, según subraya Mauricio Beuchot: “en esta filosofía moderna
proliferaron los planteamientos filosóficos que tenían como base el sujeto; no era
algo que se descubriera, sino de lo que se partía. Por otro lado, era un
1
«Are men and women akin to single-minded, “cold” calculators, each out to “maximize” his or
her own well-being?» (Tr. del Dr. Carlos López Zaragoza).
2
Decimos «masculinista» y no «masculino», cuando denunciamos la incapacidad del principio
«masculino» para armonizarse con el «femenino». Un concepto análogo de masculinismo sería
«machismo».
3
Nos referimos al paradigma del «white establishment» etnocéntrico, denominado WASP: White
Anglo-Saxon Protestant.

1
planteamiento del tema del sujeto que conducía al solipsismo y al idealismo en
sus variados matices; pues se partía de un sujeto de tipo racionalista, lúcido y
luminoso, autosuficiente y autoposeído” (Beuchot, 1996: 101). Este paradigma
de «sujeto» se identificaba exclusivamente con el género masculino, justificado
con la falsa premisa de la ilustración denunciada por Carolyn Merchant: al
proclamar la superioridad y antagonismo entre las dimensiones de la cultura y la
naturaleza, también consolidó durante siglos una mentalidad machista y
patriarcal. Lo «masculino» aún sigue siendo considerado el paradigma universal,
mientras que lo «femenino» se asimila al mundo natural, marcado por la
maternidad como la madre tierra, ciertamente salvaje, incontrolable, amenazante
de la autonomía, con un carácter emocional que se opone a la racionalidad
(Merchant, 1988). Lo masculino se identifica con la razón, la separación del «yo»
respecto al «otro»; mientras que lo femenino es cuerpo concreto «para» el
hombre, explícitamente caracterizado como el «sexo que alumbra» y acoge al
«otro».

Esta realidad expresa lo que Bordieu ha llamado la «sociodicea masculina», en


la cual se “legitima una relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza
biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada” (2003: 37).
Este juego al que Bordieu denomina «socialización de lo biológico y
biologización de lo social” (2003: 14) es una de las causas de la discriminación
simbólica, en la medida que históricamente se ha privilegiado una filosofía
intelectualista que considera al género masculino como «la medida de todo». La
socialización de lo biológico se manifiesta, según este autor, en el hecho de que
el falo erecto concibe al varón como la «parte» superior del mundo, visible,
capaz de enfrentarse, dar la cara y vencer (Bordieu, 2003: 31). Ante el
predominio de la razón androcéntrica, el órgano sexual femenino se considera
incapaz de salir de su invisibilidad, por lo que la mujer está llamada a
empequeñecerse, a estar cerrada e invisible, confinada a la aldea y a la casa
(Bordieu, 2003: 43-45). Bordieu explica que esta dinámica de la «somatización
de las relaciones de dominación» a lo largo de la historia, ha otorgado poder
solamente al sexo que toma la iniciativa, porque es el único capaz de hacer usos
públicos y activos de la parte superior, mientras que incluso los estudios de
anatomía en el siglo XIX encontraron en el cuerpo de la mujer “la justificación del
estatuto social que le atribuyen en nombre de las oposiciones tradicionales entre
lo interior y lo exterior, la sensibilidad y la razón, la pasividad y la actividad”
(Bordieu, 2003: 28).

La anatomía con genitalidad expuesta del varón coincide con la tendencia del
varón hacia «fuera de sí», mientras que la experiencia femenina de la
genitalidad se expresa como «apertura hacia dentro» (Castilla, 2002: 25-46). No
obstante, esta evidencia anatómica no debería justificar una perspectiva dualista
orientada hacia la «dominación masculina», en la que se perpetúa la tendencia
al dominio del hombre –razón, fuerza y estrategia- sobre la naturaleza y las
mujeres. Por eso autoras de tradición psicoanalítica como Jane Flax, acusan la
incapacidad de inclusión sociocultural de lo femenino en el plano simbólico,

2
como consecuencia del modelo antropológico disyuntivo, destinado a afirmar la
superioridad de la universalidad abstracta, en detrimento de la racionalidad
concreta, el cuerpo y la naturaleza:
En nuestra comprensión del hombre, se hace una disyunción radical entre lo
natural y lo social. Las mujeres simbolizan y se identifican con el cuerpo, la
diferencia, lo concreto. También se dice que estas cualidades tiñen y definen las
actividades más asociadas con ellas (…) se dice que los hombres tienen
poderes superiores para el razonamiento abstracto (mente), que son los dueños
de la naturaleza y que son más agresivos y militaristas (Flax, 1995: 286).

Sin embargo, después de un proceso de incorporación de las mujeres en la


educación formal y en las actividades «racionales», un sector femenino ha
demostrado su gran capacidad de abstracción y pensamiento estratégico,
desarrollando capacidades que hasta ahora se encuentran estereotipadas como
masculinas. Pero también un sector masculino contemporáneo ha comenzado a
desempeñar actividades en el ámbito privado de manera ejemplar, a pesar de
haber sido educados en modelos familiares machistas. La ruptura en la relación
intergenérica había provocado que el género masculino se asimilara
históricamente con un estilo de vida individualista, desarraigado de los otros y de
la naturaleza, estableciendo el primado del animus viril —cuya conducta se
encuentra orientada hacia el empuje para abrirse camino en la vida— sobre el
anima femenino. Hasta la aparición del feminismo, al género femenino se le
habían asignado de manera exclusiva e irreflexiva, aquellas tareas destinadas a
la atención y cuidado diligente de los otros en el ámbito privado, mientras que la
autorrealización masculinista se concebía en función de las actividades
racionales de «producción» (Ballesteros, 2000: 128ss).

El género masculino ha desempeñado históricamente el papel como proveedor


fuerte y activo, único capaz de dar seguridad a los miembros indefensos de
ciertas estructuras familiares patriarcales. Su escasa o nula participación en los
procesos de cuidado y educación de los hijos, también lo han mantenido ajeno al
«mundo de la vida real y concreta», con evidentes carencias antropológicas y
existenciales. La escisión entre roles y estatus de ambos géneros ha privilegiado
la tendencia dominiocéntrica de lo masculino, donde los parámetros de
supervivencia se encuentran regidos por el afán de lucro y beneficio propio,
sustentado en relaciones contractuales y abstractas, como condición para el
funcionamiento social. La dedicación «cuasi absoluta» de los varones en el
espacio de lo público y de la economía mercantil indicaría, según G. H.
Hofstede, un alto nivel de «masculinidad social» con tendencia hacia la
ambición, la necesidad de éxito, la polarización, la alta valoración de lo grande y
lo rápido, el éxito y la firmeza (Pérez, 2001: 48)4.

4
Según este autor, un bajo nivel de masculinidad privilegiaría la calidad de vida, el servicio a los
demás, el consenso, el ordenamiento del trabajo para vivir y no al revés, la valoración de lo
pequeño y lo lento, la simpatía con el desafortunado y la intuición.

3
Esta realidad confluye con la desvalorización del trabajo doméstico y el empleo
femenino, porque las actividades laborales consideradas «femeninas» habían
sido realizadas hasta hace muy poco en el ámbito de la invisibilidad y las tareas
domésticas aun no son reconocidas como auténtico «trabajo» (Lamas, 2006:
69). Luce Irigaray observa que la invisibilidad femenina se debe a que la cultura
ha forzado a la mujer a negar su propio sexo y género, a concebirse como un
objeto «no-masculino», en una cultura que además ha perdido el valor
simbólicamente sagrado de la concepción de la «vivienda», como elemento
fundamental para la vida de ambos géneros. Así explica que la artificial
separación entre la vida-privada-para-la-mujer y vida-pública-para-el varón, ha
mantenido un silencio cómplice sobre los desastres amorosos (Irigaray, 1992:
17-18). Esta escisión entre la racionalidad pública/abstracta del varón y la
privada/concreta de la mujer, se expresa de la siguiente manera:
En el discurso de los hombres el mundo suele designarse como un conjunto de
inanimados abstractos integrados en el universo del sujeto. La realidad aparece
como un hecho cultural vinculado a la historia colectiva e individual del sujeto
masculino. Nunca deja de ser una naturaleza secundaria, arrancada de sus
raíces corporales, de su entorno cósmico, de su relación con la vida. Esta
relación sólo expresa denegación, y permanece en el perpetuo paso al acto
inculto…las relaciones del sujeto masculino con su cuerpo, con quien se lo ha
dado, con la naturaleza, con el cuerpo de los otros, incluidas sus parejas
sexuales, permanecen sin cultivar. Mientras tanto, las realidades que expresa su
discurso son artificiales, hasta tal punto mediatizadas por un sujeto y una cultura
que no pueden ser compartidas…El discurso de las mujeres designa a los
hombres como sujetos y el mundo como conjunto de inanimados concretos que
pertenecen al universo del otro. Las mujeres establecen relaciones con el
entorno real, pero no lo subjetivan como suyo. Ellas son el lugar de la
experiencia de la realidad concreta, pero dejan al otro el cuidado de organizarla”
(Irigaray, 1992: 32-33).

La inequidad intergenérica que privilegia lo masculino en detrimento de lo


femenino ha generado una deplorable dinámica de alteridad, ya que cuando el
varón proveedor desciende del «mundo público» hacia el ámbito privado, no
funge como «otro-yo» en paridad con la mujer, sino que encarna la imagen del
Patriarca o el paterfamilias romano, que se considera propietario de la pareja y
de los hijos. No podemos ignorar las funestas consecuencias que ha ocasionado
la artificial separación entre el espacio femenino y el masculino, porque ha sido
la causa de la polarización entre los valores considerados socialmente como
femeninos y masculinos, según subraya Pérez Adán, uno de los más
destacados inspiradores del comunitarismo en el ámbito hispano:

Valores masculinos Valores femeninos


Competitividad Comprensión
Iniciativa Complementariedad
Lucro Servicio
Autonomía Dependencia
Fuera del hogar Dentro del hogar
(Pérez, 2001: 50)

4
Basta observar el análisis del orden lingüístico y la polarización de los valores
con perspectiva de género, para advertir la universalización masculinista del
orden planetario existente. Es evidente que la clasificación intergenérica de los
valores no es inmutable y sería deseable la encarnación «andrógina» de todos
ellos, cada uno es promotor del desarrollo humano global en la medida que se
asume de modo interdependiente con los otros. No obstante, la racionalidad
ilustrada se convirtió en la exaltación de los valores históricamente considerados
masculinos, con el desprecio de los femeninos; a tal grado que incluso algunas
vertientes del feminismo liberal contemporáneo han privilegiado la perspectiva
masculinista como objetivo de autorrealización, desdeñando los valores
considerados «femeninos» durante siglos –e incluso milenios, en vez de
propugnarlos universalmente como «humanos».

Por otra parte, valdría la pena considerar la herencia de los postulados ilustrados
en la antropología individualista que emergió en el seno de los movimientos
filosóficos, culturales y políticos del siglo XVIII. El individualismo surgió en gran
medida por la conciencia de la necesidad de defender la vida y la libertad del
individuo, frente a la opresión despótica de los sistemas totalitarios europeos. El
énfasis en el individuo era fundamental en aquellos momentos históricos, pero la
perpetuación de esta perspectiva ha tenido dos grandes consecuencias, según
observa Octavio Paz: la fractura de la comunidad y conversión de la «totalidad»
en dispersión: “la escisión de la sociedad se repite en los individuos: cada uno
está dividido, cada uno es fragmento y cada fragmento gira sin dirección y choca
con los otros fragmentos. Al multiplicarse, la escisión engendra la uniformidad: el
individualismo moderno es gregario. Extraña unanimidad hecha de la
exasperación del yo y de la negación de los otros” (Paz, 1992: 12).

La concepción individualista del ser humano que ha tenido desde entonces un


paulatino arraigo en occidente, consiste en la exaltación de una autonomía «no-
relacional» o «autorreflexividad egocéntrica» que tiende a atrofiar ”la capacidad
de comunicarnos con cualquier tipo de alteridad. Es una muestra de supina
intolerancia con lo diverso y de egoísmo mayestático” (Pérez, 1997: 85). El
modelo de realización de corte individualista encuentra grandes coincidencias
con algunas de las vertientes del liberalismo, en la medida que privilegia la
competitividad como superior a la comprensión, la iniciativa frente a la
complementariedad, el afán de lucro, la realización sólo fuera del hogar y la
autonomía sin referencia a los valores intrínsecos a la solidaridad como la
interdependencia.

El individualismo concibe a los sujetos como agentes sin vínculos, átomos que
forman parte de una sociedad anónima sin referencia a las circunstancias e
historias que nos influyen. Afirma que no existe influencia social en el proceso de
identidad actual de los miembros de una comunidad (Pérez, 2002: 155). La
«dispersión de la totalidad» ocasionado por el individualismo, ha instaurado una
preocupante fragmentación sociopolítica y cultural, que vuelve a los pueblos
incapaces de proponerse objetivos comunes y llevarlos a cabo, según señala

5
Charles Taylor: “la fragmentación aparece cuando la gente comienza a
considerarse de forma cada vez más atomista, dicho de otra manera, cada vez
menos ligada a sus conciudadanos en proyectos y lealtades comunes” (Taylor,
1994:138). En esta misma línea de análisis, el pensador mexicano Luis Villoro,
observa que el individuo moderno ha perdido su capacidad de arraigo y de
pertenencia a la tierra, ha reemplazado la noción de integración en la sociedad,
por el de autonomía pura: “el individuo ya no adquiere sentido y valor de esa
totalidad. Tiene, por lo tanto, que descubrir su propia identidad en un proceso de
crítica y oposición a las ideas heredadas. El individuo se cuestiona
constantemente las formas de decisión comunitarias. Su libertad implica negarse
a servir por decisión ajena” (Villoro, 1997: 371-372).

1. Unidimensionalidad masculina en el individualismo:

Al fenómeno de la escisión entre el «yo» y los «otros» podríamos denominarlo


«unidimensionalidad masculina», en el sentido de que la autonomía no se
considera vinculada con otras dimensiones de la existencia humana y suele
desembocar en «insolidaridad efectiva» (Pérez, 2002). “¿Cuál es la esencia del
individuo para el liberalismo? La de aparecer individualizado a priori como una
condición metafísicamente esencial que le viene dada al margen de la
experiencia. Las cualidades de ese individuo abstracto y universal son
independientes de su origen o condición personal o de procedencia (etnia,
género, clase social, etc.), porque constituyen la base de una identidad esencial
para los sujetos, concebidos como libres, autónomos, con capacidad de elegir.
La categoría «individuo» emana a priori de la razón” (Gimeno: 2002, 173).

Sería difícil y arriesgado juzgar el liberalismo de modo generalizado, incluso


desde sus orígenes se pueden observar grandes diferencias entre los
postulados de Bentham, David Ricardo, John Stuart Mill, Green y Herbert
Spencer. Marcuse hablaba de la «unidimensionalidad» como la característica
fundamental de las sociedades industriales avanzadas, porque tras su aparente
máscara de libertad y racionalidad, terminaban siendo opresoras e irracionales.
Según este autor, el liberalismo se encuentra claramente destinado a perpetuar
el sistema hegemónico del mercado, en nombre de una homogeneidad revelada
bajo la apariencia de pluralidad (1965). Sin embargo, valdría la pena acotar
ciertos rasgos fundamentales o comunes en las diversas tendencias del
liberalismo que podrían trascender dicho univocismo, tal como observa Sánchez
Cámara: la primacía de la libertad sobre otros valores, especialmente la
igualdad; la democracia política representativa, la protección de los derechos
fundamentales, la tradición de la libre discusión desde el fundamento del
pluralismo y el sistema de valores de la tradición humanista (Sánchez, 1998: 42-
43). La tesis que queremos sostener es que estos rasgos no desembocan
necesariamente en individualismo, pero es necesario tender hacia la conjunción
con «otros» elementos que garanticen un desarrollo humano más basado en la
alteridad y la búsqueda de lo que Alberoni llama «el algo más» en la dinámica
relacional (2004: 206).

6
La existencia de diversas significaciones y tradiciones5 en las que se encuentra
inmerso el liberalismo, precisa ciertos matices para evitar equívocos,
ambigüedades y confusiones. Por esta razón, dada la finalidad del análisis de la
presente ponencia, utilizaremos el término «individualismo» en su sentido
antropológico y no «liberalismo» de manera abstracta. Amitai Etzioni observa
que el discurso de libertarios e individualistas liberales consiste en un intento de
maximización de la libertad y de minimización de las restricciones a la misma a
causa del bien común compartido, lo cual conlleva el conflicto entre autonomía y
orden social denso: “James K. Glassman escribe «la gran idea es colocar la
libertad humana por encima de todo». Lord Acton sostenía que «la libertad no es
un medio para un fin político superior; es el fin político más alto posible». Robert
P. George observa críticamente que los libertarios cogen una verdad importante
–la de que la libertad es esencial para la dignidad humana- y la estiran hasta
convertirla en una falsedad” (1999: 31).

La «unidimensionalidad» individualista de la que hemos hablado, consiste en la


sobrevaloración de la autonomía del «yo» en detrimento de la capacidad de
encuentro del «sí mismo» con el «otro», la «otra» y del «nosotros». La
exaltación de la libertad como fin en sí mismo, la falta de referencia al «tú» y al
«nosotros», ha sido el caldo de cultivo para culturas individualistas como la
estadounidense, que están dejando un gran “vacío ético –según señala el mismo
Etzioni-, es decir, una situación en la que todas las opciones tienen el mismo
valor y la misma legitimidad, en la que se dispone de direcciones para escoger,
pero no de brújula que oriente la elección. En resumen, a partir de un límite, la
búsqueda de mayor libertad no contribuye a una buena sociedad” (Ib. 15).

La ausencia de argumentos capaces de abrir el horizonte de comprensión sobre


el ser humano en la cultura contemporánea occidental, precisa la conjunción de
«otras» aportaciones como la comunitarista, para conjugar adecuadamente la
autonomía y el sentido de responsabilidad con el entorno. El pensamiento
comunitarista de Etzioni nos remite necesariamente a Martin Buber, ese filósofo
de la alteridad que expresa la conjugación de ambas dimensiones de la
siguiente manera: “las palabras fundamentales del lenguaje no son vocablos
aislados, sino pares de vocablos. Una de estas palabras primordiales es el par
de vocablos Yo-Tú… las palabras primordiales no significan cosas, sino que
indican relaciones… cuando se dice Tú, se dice al mismo tiempo el Yo del par
verbal Yo-Tú” (Buber, 1994: 7). La paradoja de la existencia humana implica
esta plenitud del yo en la medida que es capaz de abrirse a la dimensión del tú,
pero esta afirmación buberiana es por lo menos ignorada en una noción
individualista de la persona:
El Tú llega a mi encuentro. Pero soy yo quien entró en relación directa,
inmediata, con él. Así la relación significa elegir y ser elegido; es un encuentro a
la vez activo y pasivo…la palabra primordial Yo-Tú sólo puede ser dicha con la
totalidad del ser. La concentración y la fusión en todo el ser nunca pueden

5
Sánchez Cámara se refiere especialmente a las tradiciones estadounidense y europea (1998).

7
operarse por obra mía, pero esta concentración no puede hacerse sin mí. Me
realizo al contacto del Tú; al volverme Yo, digo Tú. Toda vida verdadera es
encuentro (Buber, 1994: 13).

Etzioni sostiene que el par verbal «Yo-Tú» es el planteamiento existencial que


interesa a la mayoría de los seres humanos, mucho más que ciertos «detalles
tecnocráticos» que sólo fascinan a unos pocos. No basta con vivir en una
sociedad civil, es preciso que sea una buena sociedad civil, un ámbito donde las
personas se tratan como fines y no como meros instrumentos: “usando la
terminología del filósofo Martin Buber, una buena sociedad alimenta las
relaciones «Yo-Tú», aunque reconoce el inevitable y significativo papel de las
relaciones «Yo-cosas» (Etzioni, 2001: 15). El modelo de varón proveedor
enfatiza la atención a la dinámica «yo-cosas», en detrimento de la valorización
prioritaria del «Yo-Tú», pero lo mismo sucede con el solipsismo individualista,
que reivindica el desarraigo como condición para que el «yo» sea capaz de
afirmarse como «competente» frente a los otros.

En este sentido, cabría cuestionarse si el modelo de realización propuesto por el


individualismo es capaz de satisfacer los anhelos humanos de sentido. Este ha
encontrado su arraigo en una sociedad «falaz» que convierte en absoluto el
principio de «pluralidad y particularidad de los individuos» (Sandel, 2000: 73), y
padece una ausencia de referentes para la realización ética en «unidad» con-y-
para-el-otro (Ricœur, 1996: 186-202). Si el sujeto se concibe a sí mismo
anticipadamente individualizado, distanciado y discontinuo, “pone al «yo» más
allá del alcance de la experiencia; lo hace invulnerable, fija su identidad
definitivamente. Ningún compromiso hará mella como para que no pueda
comprenderme a mí mismo en su ausencia. Ningún cambio de los propósitos y
planes de vida puede ser tan perturbador que altere los contornos de mi
identidad…puedo distanciarme de ellos” (Sandel, 2000: 86). Este autor
comunitarista subraya que la consecuencia del individualismo es que descarta
elementos fundamentales para la existencia como: los lazos y sentimientos que
comprometen nuestra misma identidad, la posibilidad de que en la vida pública
se consideren la identidad, la pertenencia y los intereses privados de los
participantes, que los propósitos y fines individuales sean capaces de inspirar la
«comprensión de sí» de un modo más expansivo (Sandel, 2000: 86).

Evocando nuevamente las reflexiones de Bordieu respecto a la dominación


masculina, podríamos considerar el individualismo como una de las corrientes
contemporáneas que se orientan hacia la «asimilación de la dominación» (2003:
36-37) del «yo» hacia el «otro», especialmente de la racionalidad socialmente
considerada como «masculina», sobre la femenina. A este respecto, Vianello y
Caramazza explican que la ausencia de la mujer en la vida pública ha
ocasionado la violencia histórica y de la distorsiones del liderazgo conflictivo en
el ámbito público, caracterizado por el «delirio masculino de la omnipotencia»
(2002, 18, 26) y que se origina en la conciencia del varón por su falta de otredad
con la mujer. Al considerar el «yo» masculino como fragmentado u opuesto
respecto a la «otra», los varones se encuentran ajenos al «mundo de la vida»

8
porque no comparten con las mujeres su experiencia de empatía con la
naturaleza y los seres humanos, especialmente a través de la maternidad. La
falta de otredad entre el «yo-masculino» y la «otra-femenina» ha colocado al
género masculino en una «posición de inferioridad» respecto a la vida y la
experiencia intersubjetiva, que intenta superar a través de la búsqueda del poder
y el énfasis en la competencia:
Condenados no sólo a no poder engendrar la vida, sino también a ver su propio
semen confiscado en beneficio de otra vida que crece fuera de ellos –una forma
suprema de enajenación. La captura y matanza de animales salvajes o de gran
tamaño (más grandes que el bebé dado a luz por la mujer) y la subsiguiente
exhibición de trofeos representan el deseo del hombre (espasmódico en tanto
que irrealizable y, por ello, fuente de inagotable de frustración) de afirmar su
superioridad. Puesto que ello sólo es posible por medios artificiales, la cultura
(un rasgo masculino) se declara superior a la naturaleza (rasgo femenino) (Ib.
71-72).

La cultura individualista se caracteriza por ese afán de confirmación de la propia


valía y superioridad. Reduce las relaciones humanas a la dimensión utilitarista
del «facere», poniendo la eficacia productiva como el fin más alto de la
autorrealización humana. La relación «Yo-tú» se encuentra claramente
comprometida en esta noción de individuo, dado que no se suele concebir a las
personas como fines en sí mismas, sino como ejecutoras de funciones
jerarquizadas bajo el paradigma de la dominación. Así, tienen mayor
reconocimiento aquellos que participan en las actividades hegemónicas
hegelianas: la ciencia, el estado y la economía; mientras que la remuneración
económica es el medio para confirmar el valor humano en términos estratégicos
y cuantitativos, sobrevalorando la dimensión del «tener» sobre la del «ser». En
el fondo de estos postulados, se encuentra claramente el discurso de la
racionalidad masculinista o machista, que ha conseguido su universalización
abstracta incluso en nuestras sociedades iberoamericanas, que suelen tener
rasgos más solidarios y comunitaristas (Guerra, 2003).

¿Cuáles son las razones de esta tendencia a la disyunción androcéntrica? Las


teorías en torno a esta realidad evidente son diversas, pero es preciso evitar los
discursos esencialistas, que no consideran la diversidad multidimensional de los
estudios intergenéricos. Algunas corrientes de análisis del sistema sexo/género
tienen como punto de referencia la afirmación de la diferencia entre varón y
mujer basada en la «naturaleza», pero paulatinamente se ha demostrado que
sus conclusiones son insuficientes y mutables, muchos de sus argumentos son
una justificación patriarcal de la dominación. Ciertas corrientes feministas han
realizado un nuevo planteamiento de la construcción sociocultural del género,
para suscitar la igualdad intergenérica a través de la denuncia del
falogocentrismo que tiende a la autoafirmación patriarcal (Navarro, Stimpson
1999). Por su parte, autoras como Marta Lamas han tomado como fundamento
el «nudo borromeo» para sugerir que las pautas para «teorizar el sexo» integren
no sólo la anatómico, lo psicológico y lo social, sino también las diferencias
ocultas que responden a algo distinto a la anatomía aparente, por lo cual es

9
preciso ahondar en la «diferencia sexual» (1999: 87 y 101), en un sentido
semejante a las propuestas de Luce Irigaray y Judith Butler (Butler, 2001: 51).
También valdría la pena considerar los condicionamientos históricos existentes,
como la dedicación del varón durante siglos a la «caza» y las actividades de
proveedor que le han mantenido fuera del ámbito de la intimidad de la «casa» y
las relaciones intersubjetivas concretas6.

En lo que respecta a la concepción del «yo» femenino y masculino en la cultura


contemporánea, también podemos acudir a las obras de Carol Gilligan y
Francesco Alberoni, ya que ambos autores ofrecen estudios de orden
experimental con fundamento en la psicología. La primera orienta su análisis
hacia el desarrollo moral basado en dilemas éticos planteados a varones y
mujeres de diversas edades, cuyas conclusiones se han confrontado con las de
su maestro Kohlberg; mientras que el segundo se avoca a cuestiones
relacionadas con el erotismo, también considerando elementos aportados por la
medicina y la sociología. Alberoni afirma que hay una preferencia profunda de lo
femenino por lo «continuo» y de lo masculino por lo «discontinuo» (2004: 24).
Esta observación coincide con la Gilligan, quien observa que el «yo» masculino
se define por medio de la «separación», mientras que el femenino lo hace a
través de la «conexión»: en el género masculino existe una mayor tendencia
medir el «yo» contra un ideal abstracto de perfección, mientras que el «yo»
femenino es evaluado mediante actividades particulares de atención a otros
(1985: 66) 7.

Esta tendencia parece tener sus orígenes en la experiencia de la vida desde sus
primeras etapas. A este respecto, Badinter, Dinnerstein, Chodorow, Winnicott,
Rubin y Flax, explican que los bebés desarrollan su propio «yo» a través de la
interiorización de sus relaciones con la primera persona que los cuida, por lo
general la madre. Los cuidados maternales tienen consecuencias fundamentales
pero diferentes según el sexo, ya que mientras las niñas no establecen los
límites del «yo» por ser del mismo género que la madre, los niños experimentan
su relación con la madre como «otro-distinto»8. En esta relación materno-filial, la

6
El juego de palabras parece interesante: la actividad masculina de la «caza» implica una
«acción hacia fuera dar muerte», mientras que «casa» es concebido como un ámbito femenino,
ese «espacio íntimo intersubjetivo» destinado a cuidar la vida.
7
La canción española «Cuando los sapos bailen flamenco» ejemplifica el contraste entre una
racionalidad femenina que anhela continuidad en la relación con «el otro», y la masculina
tendiente a la discontinuidad con «la otra»: “Me alegra tanto escuchar tus promesas mientras te
alejas/ saber que piensas volver algún día cuando los sapos bailen flamenco/ y yo te espero ya
ves, aunque no entiendo bien que los sapos/ puedan dejar de saltar y bailar lejos de su charco/
Porque mis ojos brillan con tu cara y ahora que no te veo se apagan/ porque prefiero que estés a
mi lado aunque no tengas nada..te vas y te pierdo” (Ella baila sola).
8
Martha Nussbaum acude al argumento de la penetración generalizada de la influencia social
para observar que los experimentos con niños pequeños, que son tratados diferente de acuerdo
con el sexo percibido y éste se convierte en un factor activo en su desarrollo emocional: “las que
son tenidas por niñas son estrechadas y abrazadas, mientras que es más probable que los que
son tenidos por niños sean lanzados al aire. Es el caso de las que son tenidas por niñas, cuando

10
niña no se separa por completo de la madre y establece una continuidad o
extensión con ella, lo cual fomenta que las mujeres tengan una potencialidad
mayor en las cuestiones relacionales primarias y en su integración corpórea. Por
su parte, los niños parecen volcarse a la discontinuidad, diferenciación y acción
en el mundo exterior, porque deben rechazar los aspectos femeninos de «sí
mismos» para afirmarse como varones. Tal vez la tendencia al cuidado con los
hijos que no pocas veces deriva en sobreprotección y posesividad, es el rasgo
más relevante de la imagen femenina materna, que incita al niño a la
discontinuidad con ella para experimentar más «libremente» su masculinidad:
“los hombres satisfacen su necesidad con actividades de carácter no relacional y
ocultan su miedo a volver al estado infantil participando en el mundo no familiar
del trabajo y controlando a las mujeres” (Flax, 1995: 277).

Gilligan es también consciente de esta realidad. Al cotejar sus investigaciones


con las de Freud, esta autora considera que la experiencia con la madre tiene un
gran influjo en la acción del «yo» con el «otro» y la «otra». Freud realiza sus
estudios con base en la relación simbiótica del bebé varón con su madre, en el
cual existe una incapacidad del infante para distinguir el propio «Yo», por lo que
tiende a fusionarse con el mundo externo como fuente de sensación,
especialmente con la madre. En este sentido, los gritos de ayuda del bebé que
imploran la atención y el pecho de su madre, son manifestación del “nacimiento
del Sí Mismo, la separación del Yo y el objeto que lleva a la sensación [la madre]
a quedar ubicada dentro del Yo, mientras los otros se vuelven objetos de
gratificación” (Gilligan, 1985: 84). Freud considera que el afán de unión con otros
es antagónico al desarrollo individual, por lo que es preciso romper la conexión
para delimitar adecuadamente el «yo». La separación del Sí Mismo y del mundo
exterior consistirá entonces en un proceso de diferenciación y de autonomía,
para obtener control sobre las fuentes y los objetos de placer que le permitan
intensificar las posibilidades de felicidad, contra el riesgo del desencanto y la
pérdida. Ante esta dinámica del desarrollo humano, este autor comprende que la
«autoafirmación» se encuentra necesariamente vinculada a la «agresividad»,
porque ésta es la base ordinaria de las relaciones de afecto y amor entre
personas.

Gilligan considera que el razonamiento freudiano se ha realizado, al igual que el


de Kohlberg, con perspectiva masculinista. Consiste en la universalización del
modelo de relación entre la madre y el niño varón, mientras que juzga con
extrañeza y como una «excepción» el retrato de las relaciones interpersonales
femeninas, especialmente maternas, que no parecían tener su base en la
separación y la agresión sino en “un amor no mezclado con la ira, un amor que
no surge de la separación ni de la sensación de ser uno solo con el mundo
externo en general, sino, antes bien, de un sentimiento de conexión, un vínculo
primario entre Yo y el otro” (Gilligan, 1985: 85). La tendencia a la
«discontinuidad» yo-otro puede tener diversos orígenes que siguen siendo

lloran, se considera que están asustadas, mientras que, en el caso de los que son tenidos por
niños, se considera que están enojados” (Nussbaum, 2002: 350).

11
estudiados en la actualidad, tampoco es un rasgo exclusivo del género
masculino contemporáneo, porque muchas mujeres han asimilado esta
racionalidad. Sin embargo, es necesario ahondar en la percepción de la
violencia en las «relaciones primarias» por parte de los varones, para dilucidar la
justificación que se ha dado al discurso individualista. En una serie de
interesantes estudios experimentales, realizados como corolario del informe de
Horner (1968) sobre «imágenes extrañas y violentas», Pollak y Gilligan (1982)
observaron que los paradigmas de «separación» y «conexión» producen
diferentes imágenes del yo y las relaciones, en cada uno de los géneros. La
conclusión a la que llegaron confirma de alguna manera el análisis de Freud, ya
que en el grupo observado las mujeres ubicaban el problema de la violencia en
la construcción jerárquica de las relaciones humanas (Gilligan, 1985: 83),
manifestaban un temor al aislamiento del «yo» y percibían mayor agresividad en
la medida que las relaciones se presentaban de manera más impersonal. La
competencia y la limitación a través de reglas en las relaciones intersubjetivas,
era para ese grupo de mujeres una amenaza de la conexión y la gratuidad.

Lo más interesante para este momento de nuestro estudio, es que los varones
consideraban el «mundo de la intimidad» como peligroso y fuente de violencia,
ya que ubicaban las relaciones primarias como un contexto asociado con la
traición y el engaño, que las convierte en peligrosas. Tal vez por esa razón el
género masculino ha instaurado las estructuras del mundo público, de tal
manera que la seguridad se garantice a través de la separación. Dado que los
varones han privilegiado durante siglos las situaciones del logro competitivo,
consideran que el modo de limitar la violencia estriba en la capacidad para fijar
normas y leyes que pongan linderos claros a la conexión, de tal manera que se
limite la agresión y se garantice la dinámica de competencia en un ámbito de
seguridad: “la separación primaria, que brota del desencanto, y es estimulada
por la ira, crea un Si Mismo cuyas relaciones con los otros u «objetos» deben
ser protegidos por reglas, una moral que contiene este potencial explosivo y
ajusta las relaciones mutuas de los seres humanos en la familia, el estado y la
sociedad” (Gilligan, 1985: 85).

Este último elemento de análisis, derivado de la teoría psicoanalítica de Freud,


es probablemente el más interesante para nuestro objetivo. Hemos afirmado que
el individualismo coincide con una noción de individuo que coincide
culturalmente con los valores del género masculino, como la necesidad de la
separación del «yo», el énfasis en la pluralidad y la necesidad de establecer
reglas en relaciones que garanticen el respeto intersubjetivo. Estos elementos
del discurso nos remiten a la «primacía de la justicia y la prioridad del yo» como
un postulado fundamental del liberalismo de John Rawls, quien considera que la
finalidad del liberalismo político es elaborar una concepción de la justicia política
para un régimen democrático, de tal modo que pueda ser aceptado por la
pluralidad de doctrinas razonables (1996: 14). Esta idea ha sido fuente de
controversia con comunitaristas como Sandel, quien objeta lo siguiente:

12
[Para el liberalismo] la justicia no es meramente un valor importante entre otros,
que pueda ponderarse y considerarse según lo requiera la ocasión, sino que
constituye el medio para evaluar y sopesar los valores. Es en este sentido el
«valor de los valores», por así decirlo, no está sujeto al mismo tipo de
compensaciones que los valores que regula. La justicia es el criterio en el cual
se reconcilian los valores en conflicto y se acomodan las concepciones
contradictorias del bien, aunque no siempre se resuelvan… con respecto a los
valores sociales, generalmente la justicia permanece separada y distante, tal
como un proceso de decisiones justo mantiene la distancia respecto de las
pretensiones de quienes a él recurren (Sandel, 2000: 32).

Analizando con perspectiva de género algunos postulados del liberalismo


contemporáneo más difundido a nivel global, podemos advertir la presencia de
los «rasgos de masculinidad social» caracterizados por la separación y
distancia, según señala Sandel, que han sido sacados a la luz a lo largo de
estas líneas. En este sentido se comprendería mucho mejor la necesidad de
establecer un marco de justicia que permita la maximización de la libertad de los
miembros de una sociedad, dada la necesidad de separación del «sujeto» de
sus vínculos primarios, que son considerados fuente de anulación y violencia
contra el «yo». Desde esta posición ideológica, la justicia universal y abstracta
para todos los seres humanos, se convierte en la condición para conciliar las
concepciones contradictorias de bien que pueden aparecer en el ámbito público,
y es la garantía para mantener la distancia necesaria respecto a la dimensión
privada de los sujetos implicados. Así se ha considerado necesario establecer
reglas universales en un marco de relaciones igualmente abstractas, para que
exista una ética mínima (thin) que garantice un equilibrio entre cohesión y
diversidad (Naval: 2000, 88).

La necesidad de la separación o discontinuidad no es necesariamente un rasgo


negativo del liberalismo, pero resulta problemático que en este contexto no
exista referencia alguna a la «otra» racionalidad basada en la conexión o
continuidad, cuya perspectiva podría «ensanchar la comprensión del desarrollo
humano» (Gilligan, 1985: 17), evitando que el énfasis en la «libertad» degenere
en un individualismo desencarnado: “cuando el yo se convierte en la única
fuente de orientación moral, la utilidad acaba por sustituir al deber y la
autorexpresión sustituye a la autoridad. El marco moral (no político) individualista
termina por degradar la moralidad” (Sánchez, 1998: 50). Tanto la «autonomía»
como la «relación» son elementos fundamentales para el desarrollo personal y
colectivo, pero es preciso evitar las polarizaciones existentes en la antropología
y la realidad sociopolítica contemporánea.

2. La dimensión de lo femenino en el comunitarismo:

La relación disyuntiva entre el «yo» con el «tú», el «nosotros» y el «ello» ha sido


una constante en el conflicto ideológico entre el discurso liberal, el
socialconservador y el comunitarista. El contexto moderno en el cual se ha
fraguado el liberalismo, ha hecho énfasis en los derechos individuales y

13
universales, mientras que las tradiciones anteriores han dejado un legado de
continuidad que también valdría la pena recoger. El individualismo ha generado
fragmentación, pero el planteamiento socialconservador apuesta por un orden
social establecido, que alaba –tal vez excesivamente- las virtudes monolíticas.
La confrontación entre ambas nos permite establecer un diálogo diacrónico
capaz de recoger ambas aportaciones, esa es la finalidad del comunitarismo
propuesto por Amitai Etzioni: “la tarea comunitaria, tal como yo la veo, estriba en
buscar la manera de combinar elementos de la tradición (un orden basado en
virtudes) con elementos de la modernidad (una autonomía bien protegida). Esto,
a su vez, implica hallar un equilibrio entre los derechos individuales universales y
el bien común (que demasiado a menudo se ven como conceptos
incompatibles), entre el yo y la comunidad, y, sobre todo, la manera de lograr y
sostener ese equilibrio” (Etzioni, 1999: 17-18).

Etzioni explica que «vieja regla de oro» ha tenido múltiples interpretaciones en


diversas culturas y versiones, pero contiene ciertos elementos de nuestro
análisis que deben ser subrayados: la tensión tácita entre lo que el «yo»
discontinuo querría hacer y lo que la «regla de oro» exige que reconozca como
manera correcta de actuar. El conflicto entre la «libertad densa» y la promoción
del «orden social» a través de valores morales comunes, se refleja en la pugna
entre el planteamiento socialconservador y el individualista. Este último juzga
con recelo al primero porque, en su afán de búsqueda del bien común
compartido, podría poner en riesgo la «autonomía». Ante este panorama que
establece relaciones disyuntivas entre el «yo» y el nosotros, Etzioni propone una
«nueva regla de oro» orientada a conjugar ambos elementos de manera
incluyente:
La nueva regla de oro que aquí se propone trata de reducir enormemente la
distancia entre la manera de actuar que prefiere el yo y la virtuosa, a la vez que
reconoce que es imposible eliminar esta fuente profunda de lucha social y
personal. Y busca buena parte de la solución en un amplio ámbito social antes
que en el mera o primariamente personal. Sostendré que una nueva regla de oro
debe leerse así: respeta y defiende el orden moral de la sociedad de la misma
manera que harías que la sociedad respetara y defendiera tu autonomía”
(Etzioni, 1999: 18).

Los rasgos del discurso comunitarista que hemos citado, parecen confirmar la
hipótesis de que esta corriente es promotora de la conjunción u otredad entre «lo
masculino» reflejado en el énfasis en la autonomía, y «lo femenino», orientado
hacia un orden social, basado en relaciones comunitarias que promuevan el
encuentro «Yo-tú» y el «nosotros». El comunitarismo es un intento de
superación de la racionalidad dominante, caracterizada por su poco aprecio a lo
«relacional», por lo que su primera premisa es el hecho de que el ser humano no
sólo «existe» como un «yo», sino que «coexiste» (Pérez, 1997: 82), potenciando
así la «feminización de la cultura»: “desde el momento en que la sociedad
necesita más de la complementariedad o del espíritu de servicio que de la
autonomía y del afán de logro personal, o desde el momento en que «sobran»

14
dominantes o dominantas, debe reconocerse la superioridad social de los
valores que la sociedad tipifica genéricamente femeninos” (Pérez, 2002: 54).

En el comunitarismo existe una clara intención de rescatar los elementos


fundamentales de cada género, con la finalidad de garantizar el equilibrio entre
lo individual y lo intersubjetivo o colectivo, sin pretensiones totalitaristas o
estatalistas. Promueve el rescate de la sociedad civil como promotora del
desarrollo humano y socioeconómico, a través de la acción solidaria de lo que
Bellah llama «estructuras asociativas intermedias» (1989) que también son
llamadas por Pérez Adán «soberanías intermedias» del Tercer Sector; aunque
existen otros términos para denominar el mismo fenómeno: «cuerpos
intermedios», «entidades intermedias» y «organizaciones comunitarias». A
pesar de la diversidad en el uso de la terminología, todos ellos se refieren a las
comunidades de vínculos cercanos que comparten un bien común, como es el
caso de la familia, las escuelas, las OSCs9 (Organismos de la Sociedad Civil,
antes ONGs) los sindicatos, las cámaras de empresarios y artesanos, las
hermandades rocieras o cofradías, clubes, asociaciones vecinales, musicales y
gremiales, festividades patrias o locales, comunidades religiosas; en fin, todos
los grupos que dan a la sociedad una peculiar vitalidad y donde las mujeres
hemos tenido históricamente mayor protagonismo:
La comunidad, según el paradigma comunitarista, es un organismo vivo, con el
que hay que contar a la hora de organizar la sociedad. Si el individuo es la
unidad de análisis de la teoría democrática liberal, diferenciándose así de la
concepción medieval; y la clase es la unidad de análisis y de acción del
socialismo, podemos decir que la comunidad constituye la unidad de análisis de
acción del Comunitarismo. Por ello aboga por la recuperación de la dimensión
comunitaria del hombre, que parece haber perdido esa referencia antropológica
a la hora de pensar sobre sí mismo (Moncada, 2003: 115).

El comunitarismo sostiene que la libertad individual no se puede sostener al


margen de la comunidad. Por eso es fundamental que la socialización se
establezca a través del fortalecimiento de los grupos primarios (Murdock: 1997,
93), que son capaces de encauzar la comprensión de «sí mismo» situado
«junto-con-otros-y-otras». En ellos se debe garantizar el trato del otro como
«fin», con rostro y con nombre, propiciando un tránsito antropológico del «yo
individualista» al «nosotros-todos-siempre». El grupo primario más relevante es,
según el comunitarismo, la familia. Sin embargo, Charles Taylor señala que el
individualismo ha calado la conciencia del hombre moderno a tal grado, que la
conciencia de autorrealización se ha deslindado del sentido moral de la
existencia, debido en gran parte al menoscabo del «nosotros» familiar. “No se
trata sólo de la gente que sacrifica sus relaciones sentimentales y el cuidado de

9
Una característica interesante en la propuesta de Etzioni, es la promoción de la dinámica social
a través del «mutualismo». “El mutualismo es una forma de relación comunitaria en la que las
gentes se ayudan unos a otros y no sólo a aquellos que padecen necesidad” (2001: 32). La
comunidades son capaces de crear asociaciones basadas en servicios mutuos, para promover
una labor no necesariamente asistencial, de tal manera que movilice aquellos sectores sociales
en los que están presentes las soberanías intermedias.

15
los hijos, para dedicarse a su carrera profesional. Lo importante de la cuestión
estriba en que mucha gente se siente llamada a obrar de este modo, en que
cree que debe actuar así, y tiene la impresión de que se desperdiciarían o
desaprovecharían sus vidas de no actuar de esta forma” (1994: 52). En este
sentido también se expresa el «Manifiesto comunitarista», publicado por Etzioni
y otras figuras relevantes como Francis Fukuyama, Robert D. Putnam y Mary
Ann Glendon. En dicho documento subrayan la responsabilidad que tienen los
padres de dar en el hogar «el anclaje moral» y la formación del carácter a las
nuevas generaciones:
La educación moral es una tarea que no se puede delegar a baby sitters, ni
siquiera a los centros profesionales de atención a niños, como las guarderías.
Ella requiere un sustento que puede ser dado exclusivamente por los padres.
Los papás y las mamás consumidos por el afán de éxito y por el consumismo,
que llegan a casa demasiado tarde y demasiado cansados para atender las
necesidades de los niños, no pueden descargar su más elemental tarea a los
niños mayores o a sus conciudadanos. De aquí se sigue la necesidad de que los
lugares de trabajo tengan la máxima flexibilidad para que los padres mantengan
una parte importante de su tiempo y de sus energías —de su vida— para
atender a la importantísima tarea de dar educación moral a la naciente
generación; sin esta educación moral su contribución económica y social al bien
común quedarían gravemente mermadas… De hecho las parejas con frecuencia
educan mejor cuando están insertadas en un entramado de relaciones familiares
más amplio. No debe malentenderse el papel de los abuelos; estos no están
para sustituir a los padres, sino para colaborar en la educación que los segundos
deben llevar a cabo. La crianza de los niños es por naturaleza intensiva en
trabajo. Aquí no hay tecnología que ahorre tiempo, ni atajo que no destruya al
ser humano, en perjuicio de todos10.

Los hijos son la encarnación real y concreta de la solidaridad intergeneracional,


esos «otros-yoes» terceros hacia los que se deben orientar las acciones que

10
Puede consultarse el Manifiesto Comunitarista en inglés, en la Página Web de la
Communitarian Network. http://www.gwu.edu/~ccps/platformtext.html: The best place to start is
where each new generation acquires its moral anchoring: at home, in the family. We must insist
once again that bringing children into the world entails a moral responsibility to provide, not only
material necessities, but also moral education and character formation. Moral education is not a
task that can be delegated to baby sitters, or even professional child-care centers. It requires
close bonding of the kind that typically is formed only with parents, if it is formed at all. Fathers
and mothers, consumed by "making it" and consumerism, or preoccupied with personal
advancement, who come home too late and too tired to attend to the needs of their children,
cannot discharge their most elementary duty to their children and their fellow citizens. It follows,
that work places should provide maximum flexible opportunities to parents to preserve an
important part of their time and energy, of their life, to attend to their educational-moral duties, for
the sake of the next generation, its civic and moral character, and its capacity to contribute
economically and socially to the commonweal…Indeed, couples often do better when they are
further backed up by a wider circle of relatives. The issue has been wrongly framed when one
asks what portion of parental duties grandparents or other helpers can assume. Their assistance
is needed in addition to, not as a substitute for, parental care. Child-raising is by nature labor-
intensive. There are no labor-saving technologies, and shortcuts in this area produce woefully
deficient human beings, to their detriment and ours (Tr. del Dr. Carlos López Zaragoza).

16
garanticen una tarea educativa insustituible en el sentido de responsabilidad
ciudadana. La dedicación de los padres a los hijos es una tarea que debe ser
más custodiada por la estructura sociopolítica, por ejemplo, con horarios
laborales que reconozcan las «otras» dimensiones de sus trabajadores, como la
maternidad, la paternidad, el parentesco, la amistad, la participación de la vida
pública, la cultura, la relación con la naturaleza, etcétera. La dinámica y los
horarios laborales se habían establecido para padres proveedores, recluidos en
el ámbito público mientras su mujer se encontraba recluida en el ámbito privado,
pero el cambio de paradigmas intergenéricos implica también una revisión del
sistema laboral para superar los paralelismos existentes entre las dimensiones
pública y privada, de tal modo que se eleve la salud social a través de la
realización de las funciones de la familia, entre las cuales destaca el control
social. La presencia auténticamente biográfica del padre y la madre en la
existencia de los hijos, es el garante para evitar la proliferación de conductas
socialmente desviadas en los hijos (Pérez, 2002: 32).

Tomada esta conciencia del servicio que los padres brindan a la comunidad a
través de la conexión con los hijos y su educación como ciudadanos autónomos
corresponsables, también es preciso señalar otras dimensiones que se precisan
para la transición existencial y colectiva hacia el «nosotros-todos-siempre»
desarrollada en el planteamiento comunitarista de Pérez Adán. Su propuesta
incluyente con el modelo del «mestizo diacrónico» implica, además de la
solidaridad intergeneracional anteriormente citada, la inclusión de todas las
razas en el desarrollo humano global, lo cual lo convierte en una respuesta
alternativa a la «unidimensionalidad» etnocéntrica: “aquí, el sistema político y
social estaría formado por un sujeto colectivo mestizo sincrónico: el «yo»
inclusivo universalizado que resulta en un «nosotros-todos» (yo soy no sólo yo
sino también el excluido y el lejano); y un objeto que llamamos mestizo
diacrónico, el yo inclusivo proyectado en el tiempo hacia las futuras
generaciones que resulta en un «nosotros-siempre» (el objeto y meta para la
que trabajo y para la que procuro felicidad es el yo que hay en los que vienen
después: mis hijos y los hijos de los demás)” (Pérez: 2002, 21). No parece una
coincidencia el hecho de que el modelo masculinista haya coincidido con la
existencia de sistemas totalitaristas o etnocéntricos que han desembocado en
escisión entre norte y sur; entre estado, mercado y sociedad civil; entre la esfera
pública y la privada; el mismo individualismo que parece antagónico a estos
sistemas, tiende a ser pre-totalitario, según subrayaba Hannah Arendt (1987).

Por su parte, el comunitarismo fomenta una dinámica de corresponsabilidad


para conseguir fines comunes, procura la felicidad «en el yo que hay en los que
vienen después de sí mismo» y así se revela como una actitud alternativa a la
«dominación» del otro, porque pone su fundamento en el diálogo compartido en
un esquema de relaciones «nosotros-todos-siempre». Sin embargo, esta
dinámica precisa un contexto comunitario adecuado que favorezca la educación,
el consenso, la presión entre pares, la escucha de «voces morales» de las
comunidades, pero sobre todo la exhortación (Etzioni, 1999: 33). “La autoridad

17
aquí se apoya en la persuasión. Cuanto más esté la gente persuadida de la
legitimidad del orden social, más se esforzará el personal en respetarlo. De
hecho, la misión del gobierno es fundamentalmente persuadir a la gente de la
bondad de una política más que imponer una solución” (Pérez, 2002: 162).
Nuevamente encontramos la promoción del diálogo según el modelo del poder
estereotipado como femenino, en el que la tendencia al cuidado y el servicio
privilegia el sentido de la «auctoritas», basado en la capacidad para ganarse el
respeto del otro con el fundamento del diálogo; frente a la «potestas», que
consiste en la imposición patriarcal sobre los otros a través de la fuerza.

Vista nuevamente esta realidad con perspectiva de género, observamos que el


comunitarismo tiende a la supresión de los valores simbólicos vinculados con el
machismo, donde el «patriarca-proveedor» sólo atiende las necesidades
económicas de la familia, prescindiendo de la mutua reciprocidad en las
relaciones «Yo-tú» con cada miembro; mientras que la búsqueda de bienestar
económico conlleva la búsqueda de la autoafirmación del «yo» en el desempeño
de las actividades de producción. En esta dimensión económica, del
comunitarismo también ha emergido la innovadora propuesta de la
Socioeconomía, que orienta el ámbito productivo hacia el servicio al entorno
sociopolítico y comunitario en el que se encuentra: “mientras la economía liberal
incrementa cada vez más la competitividad entre unos actores económicos
definidos exclusivamente como sujetos de mercado (sin una dimensión afectiva,
social o cultural), la Socioeconomía prima la cooperación responsable, que
incluye esas dimensiones. Si los actores económicos incluyeran en sus acciones
y decisiones la moralidad, la referencia al propio interés quedaría compensada
con la referencia al interés común” (Pérez, 2005: 59). Sandel también
comprende que es necesaria una cierta unidad esencial de las personas para
que el desarrollo económico no sea causa de una pluralidad insolidaria. Para
esto debe considerarse a la sociedad humana como una «empresa cooperativa»
orientada al beneficio mutuo, en el que se puedan plantear las comunes
preocupaciones como la destrucción del equilibrio ecológico, las condiciones
para la justicia distributiva y el remedio a la exclusión socioeconómica de ciertos
sectores de la población:
El conflicto de intereses surge, como hemos visto, a partir del hecho de que los
sujetos de la cooperación tienen diferentes intereses y fines, y este hecho surge
de la naturaleza de un ser que tiene la capacidad de la justicia. La identidad de
intereses, sin embargo, expresa el hecho de que las partes tienen necesidades e
intereses adecuadamente similares, de forma tal que la cooperación entre ellos
es mutuamente beneficiosa (Sandel, 2000: 75).

La «asociación cooperativa» a la que hemos hecho alusión, es una


manifestación de la racionalidad económica que va más allá del mercado y
coincide con la perspectiva de las mujeres a lo largo de los siglos, incluso
después de su incorporación en los sistemas de producción modernos. Vicente
Bellver explica que frente a las economías de cambio, las mujeres proponen las
economías del don, donde los bienes y los servicios no son artículos que se
contratan en el mercado sino dones que fluyen en la sociedad y que se

18
intercambian entre la sociedad y la naturaleza (1995: 535). La economía debe
tender lazos solidarios, no abismos basados en el lucro, por eso Pablo Guerra
ha acuñado el concepto de «Socioeconomía de la solidaridad», en la cual están
presentes “las relaciones de intercambio (con y sin moneda), pero también, y
con singular fuerza, las de redistribución, reciprocidad y donación (gratuidad),
todas permeadas por argumentos y racionalidades alternativas a las más
propias del homo oeconomicus. Ignorar las relaciones de gratuidad y los
comportamientos altruistas sería como asimilar la cooperación al estricto vínculo
de la reciprocidad, argumento utilizado por algunas corrientes neoliberales que
se refleja en la teorización de una especie de cooperación con fines egoístas,
permeada en el fondo por el pensamiento utilitarista” (Guerra, 2002: 165).

Al comunitarismo no le basta una comprensión de la realidad humana como


sistemas de intercambio económico, o la búsqueda de autorrealización a través
del mero bienestar. Las relaciones abstractas, ya sean económicas, políticas,
jurídicas o sociales, no son suficientes para comprender la realidad más
profunda de la existencia, sino que encuentra en la comunidad su propio sentido
constitutivo, a través del «diálogo moral compartido». La comunidad es esa
dimensión capaz de describir al sujeto y no debe ser considerada simplemente
útil, en relación con los objetos de las aspiraciones compartidas con otros. A
este modo de de vincular el «yo» con otros fines comunes, Sandel lo llama
«autocomprensión intersubjetiva o intrasubjetiva», como superadora de la
concepción del «yo» meramente individualizado: permite que “en ciertas
circunstancias morales, la descripción relevante del «yo» abarque más de un
solo ser humano individual, como en del caso que atribuye responsabilidad o
afirma la existencia de una obligación hacia una familia, comunidad, clase o
nación en lugar de hacia un ser humano en particular” (2000: 87). La valoración
de los vínculos cercanos de apoyo intersubjetivo orientados hacia la
responsabilidad, introduce la lógica socialmente considerada como «femenina»,
basada en la conciencia de la conexión intersubjetiva, la cual comienza a ser
valorada en el ámbito público porque ofrece grandes posibilidades de situar los
problemas morales concretos, como complemento de la comprensión de la
justicia y las normas más allá de la racionalidad abstracta:
[Para el género femenino] el problema moral surge de responsabilidades en
conflicto, y no de derechos competitivos, y para su resolución pide un modo de
pensar que sea contextual y narrativo, en lugar de formal y abstracto. Esta
concepción de la moral como preocupada por la actividad de dar cuidado, centra
el desarrollo moral en torno del entendimiento de la responsabilidad y las
relaciones, así como la concepción de moralidad como imparcialidad une el
desarrollo moral al entendimiento de derechos y reglas (1985: 42).

No obstante, no es posible ni deseable la desaparición de la conciencia del


«yo», de ahí que Etzioni haga especial énfasis en la necesidad de conjugar
adecuadamente la conciencia de «autonomía» con la de «pertenencia» a un
«nosotros», expresado en la frase: “Para derechos individuales, responsabilidad

19
social”11. La fusión o simbiosis del «yo» con el «tú» o el «nosotros», tendría
como consecuencia la creación de relaciones de co-dependencia o
colectivismos que incluso han atentado contra la dignidad de los individuos, e
históricamente nos han dejado una gran lección. Si queremos orientar la
construcción sociocultural hacia la «auto-comprensión» y la «co-comprensión»,
es preciso que la perspectiva socialmente considerada masculina y el
individualismo sean capaces de reconocer el valor de la coexistencia y la
corresponsabilidad, mientras que la visión socialmente considerada femenina y
el comunitarismo están llamados a ofrecer sus aportaciones específicas, sin
desdeñar la importancia de la autonomía en un marco neutro de justicia. Es
preciso superar la fragmentación entre el ámbito público y privado, pero también
debemos superar la tendencia al nepotismo y la creación de los cotos
preferenciales de poder en la vida pública, con el pretexto de los vínculos
familiares, políticos o sociales.

Tanto el comunitarismo como el personalismo comunitario, realizan una crítica al


individualismo por su tendencia a la afirmación del «yo», sin referencia al «Tú» y
al «nosotros», haciendo énfasis en la necesidad de recuperar las redes
comunitarias. Lo más relevante del descubrimiento de Gilligan en relación con
nuestro análisis, es que utiliza las imágenes de «separación» y «red» como
referencias subyacentes en la perspectiva de cada género: “el deseo de quedar
solo en la cumbre y el consiguiente temor de que otros se acerquen demasiado
[género masculino]; el deseo de ocupar el centro de la conexión, y el
consiguiente temor de estar demasiado lejos de la orilla [género femenino]”
(1985: 110). La socialización para superar la disyunción entre «separación-red»
según las tendencias intergenéricas, implicaría el reconocimiento de que tanto la
desigualdad como la interconexión, son necesarias para que en el mundo
existan justicia y responsabilidad; para comprender que las diferencias son
fuente de riqueza en un marco de igualdad de derechos, reconociendo a la vez
el mismo valor humano en «uno mismo» y los «otros». La «ética de la justicia»
tiende a llegar a una resolución objetivamente justa o imparcial de los dilemas
morales, para que puedan convenir todas las personas racionales; mientras que
la «ética de la responsabilidad» enfoca las limitaciones de cualquier resolución
particular y describe los conflictos restantes con racionalidad contextual e
interdependiente. Por eso, en muchas ocasiones la moralidad de derechos y no
intervención suele atemorizar a las mujeres, “por su justificación potencial de la
indiferencia y el descuido. Al mismo tiempo, queda en claro por qué, desde una
perspectiva masculina, una moral de responsabilidad parece inconclusa e
indefinida, dado su insistente relativismo contextual” (Ib, 1985: 46-47).

Esta dinámica de mutua extrañeza entre el discurso de derechos/justicia con el


de responsabilidades/cuidado, ha sido fuente de contradicción no sólo en las
relaciones intergenéricas, sino también entre el individualismo y el
comunitarismo, entre tantas ideologías o relaciones de alteridad que propician
contradicción, y se muestran incapaces para orientar las acciones hacia
11
For individual rights social responsibility (www.gwu.edu).

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proyectos comunes. “La incomprensión sigue siendo general –afirma Edgar
Morin. Sin duda, hay grandes y múltiples progresos de la comprensión, pero los
progresos de la incomprensión parecen aún más grandes” (Morin, 1999: 43).

Por su parte, Adela Cortina realiza un interesante análisis sobre esta doble
racionalidad, explicando que los procesos de maduración en los varones pasan
por el de «individuación», y suelen oscilar desde el nivel preconvencional
(considerar como «justo» lo que les conviene) al convencional (tomar las normas
sociales como referencia), para llegar al nivel máximo de madurez, formulando
principios universalistas que permitan hacer una crítica de las normas sociales
(nivel postconvencional). En el caso de las mujeres, no pasan por esos
progresos en la individualización, sino en la responsabilidad que se siente
respecto al vulnerable y débil, que han de proteger. Sin embargo, también el
género femenino puede y debe aspirar al nivel postconvencional, que le permita
tomar conciencia de su propia dignidad respecto a los demás, con una
autonomía que trascienda las meras normas convencionales: “La madurez
vendrá, pues, cuando autónomamente se sepa responsable de la trama de
relaciones en la que ella es una persona fundamental, porque no hay madurez
sin autonomía y no hay madurez sin compasión y solidaridad por lo débil y
vulnerable. Creo que a la altura de nuestro tiempo las dos voces son
complementarias, porque no hay justicia sin compasión por lo débil ni hay
solidaridad si no es sobre las bases de la justicia” (Cortina, 1993: 156).

Paul Ricœur también aborda esta dialéctica de los dos niveles éticos, en el que
lo «bueno» y lo «legal» se contrastan como expresiones del «amor y la justicia».
Con el paradigma de la analogía, nuestro autor consigue consolidar una
propuesta de la intención ética 1, basada en la libertad; 2, conjugada con la
libertad en segunda persona; 3, mediada por las instituciones. “El otro es
verdaderamente otro yo, un alter ego, alter ciertamente, pero alter ego.
Efectivamente –dice Ricœur- si en momentos de desfondamiento de mi
creencia, yo dudara de ser libre, si me sintiera tan aplastado por los
determinismos de todo tipo, entonces ya no podría creer tampoco en la libertad
del otro y ya no querría ayudarle a ser libre. Si yo no me creo libre, tampoco creo
libre al otro…el «nosotros» mismo comporta el «ellos», que es el de la
institución. Y es más, sólo una parte muy débil de los vínculos humanos puede
ser personalizada, y esta personalización procede de nuestro esfuerzo por
interiorizar cada vez más un vínculo que, en primer lugar es neutro” (Ricœur,
2000: 65 y 69). La plenitud ética del «yo» se realiza cuando la acción se
encuentra adecuadamente vinculada «con-y-para-el-otro» (Ricœur, 1996: 186-
202), lo cual se representaría gráficamente de la siguiente manera:

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El reconocimiento del «yo» como «alguien» individual pero coexistente «con-
para-el-otro-otra» es un componente fundamental para todo ser humano, sin el
«yo» se perdería la propia identidad como persona individual, y sin el «otro» el
solipsismo conlleva a la angustia. La intersección de ambas esferas genera la
autocomprensión en relación con el otro, de tal modo que la conexión entre
ambos elementos «construye» una nueva dimensión, el «nosotros», sin permitir
que desaparezcan el «yo» y el «otro». Este esquema implica la comprensión del
ser humano como «autonomía relacional» (Ballesteros, 2002: 19), de tal modo
que los vínculos intrasubjetivos nos hacen más capaces de elevar el sentido de
corresponsabilidad con la propia realidad circundante (rasgo femenino). Sin
embargo, también se precisa el respeto de espacios propios en cada miembro,
asumiendo la participación según las posibilidades personales, delegando
funciones específicas individuales en la tarea común y evitando la posesividad
(rasgo masculino).

Hay autoras que afirman, parafraseando a Malraux, que «el siglo XXI será
femenino o no será» (Chinchilla, 1999). La frase puede ser tentadora para las
congéneres femeninas, pero esa afirmación tiene un fondo excluyente con la
«otra» mitad del género humano. Después de estas reflexiones hemos tomado
conciencia de que la afirmación del «yo» ha sido histórica y culturalmente
asociado con la racionalidad masculina, mientras que la del «otro/nosotros» se
ha asimilado con la femenina. Nuestro tiempo exige el reconocimiento de la
perentoria necesidad de exaltar la dimensión de lo «femenino» en conjunción
con el modelo «masculino» instaurado, para librarlos a ambos de la tendencia a
la dominación y exclusión del otro o la otra, también de las futuras generaciones.
Hanna Arendt observaba que “aún en los tiempos más oscuros tenemos el
derecho a esperar cierta iluminación, puede provenir menos de las teorías y
conceptos que de la luz incierta, titilantes y a menudo débil que algunos
hombres y mujeres reflejarán en sus trabajos y sus vidas bajo cualquier
circunstancia, y sobre la época que les tocó vivir sobre la Tierra. Ojos tan
acostumbrados a la oscuridad como los nuestros difícilmente serán capaces de
distinguir si su luz fue la de una vela o la de un sol deslumbrante” (Arendt: 2001,
11). La conciencia de la «dominación masculina» ha sido fuente de «luz» para el
género femenino contemporáneo, que ha desarrollado serias investigaciones y

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acciones sociales promotoras del «empoderamiento» femenino y de la equidad
en la vida pública. Aún queda mucho camino por recorrer en la lucha contra la
exclusión, pero la luz debe ser también fuente de calor y de «encuentro», no
sólo de dialécticas disyuntivas conducentes a la «autoafirmación». Mujeres y
varones del siglo XXI hemos de desarrollar la capacidad para colocar los valores
de la «individuación» en su justa dimensión, conjugando la autonomía con la
responsabilidad.

Los filósofos de la «alteridad» han ofrecido pautas interesantes que permiten


realizar una traslación analógica en la dinámica «Yo-Tú» hacia las dimensiones
femenina y masculina, a través de una noción que he denominado «otredad
intergenérica», la cual ofrece reflexiones orientadas hacia la empatía entre la
perspectiva del propio y del «otro» género, identificando los valores que han
representado la masculinidad y la feminidad. Tal vez la conjunción analógica
entre lo considerado históricamente como «masculino» y «femenino», sea el
paradigma que se precisa para promover la humanización intergenérica e
intergeneracional en el «mundo», ese mundo que incluye tanto el espacio
público, como el privado (Ocampo, 2005). La disyunción implica supresión de «si
mismo» y del «otro», la otredad conlleva la búsqueda de «algo más», genera
una dinámica de mutua reciprocidad, que ofrece luces para mutuas
revelaciones: “La mujer, por sí sola, no encontraría jamás ese algo más, sino
únicamente un éxtasis continuo, cíclico, recurrente. El hombre, por sí solo, no
encontraría jamás ese algo más, sino únicamente la diversidad. El algo más es
la revelación de lo nuevo en lo continuo, en aquello que ya es. Lo nuevo se
convierte entonces en un agregado, un enriquecimiento. Sólo aquello que existe,
aquello que tiene duración y continuidad puede aumentar, llegar a ser más
grande. Pero únicamente aquello discontinuo se puede comparar, confrontar y
recordar. La unión de lo continuo y lo discontinuo crea la identidad y, por
consiguiente, la posibilidad de crecimiento” (Alberoni, 2004: 226). Afirmada la
necesidad del algo más en este mundo nuestro, a manera de conclusión
podemos decir, que “el siglo XXI será el de la «otredad» entre lo femenino y lo
masculino, entre individualismo y comunitarismo… o no será”.

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