Lamentos Del Viento - Alejandro Deli M
Lamentos Del Viento - Alejandro Deli M
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permiso previo y por escrito del titular del copyright.
*
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
La cabeza de Andrea reposa sobre la ventana del tren. Contempla las calles
y fantasea con la vida de los transeúntes: les inventa vidas ajenas según sus
rostros, sus maneras de caminar, sus gestos. «¿Hacia dónde se dirigirá aquel
señor? Quizá tenga una amante esperándolo en un auto en la esquina de su
oficina, ansiosa por besarlo y fugarse con él por la vía principal hacia otro
pueblo lejano. ¿Y esa señora? Tal vez siente que ha llegado la hora de
comprarse otro vestido, uno mucho más largo que perfile mejor su silueta
para el almuerzo familiar que organiza este fin de semana».
Andrea se divierte con la idea de sentirse parte de esas vidas desde la
comodidad y protección que le ofrece el vidrio. Ella no tiene más de treinta
y cinco años de edad. Su cabello negro, recortado hasta los hombros, resalta
sus ojos marrones y claros. Su sonrisa, tan sencilla sin necesidad de separar
los labios, es capaz de conmover a cualquier hombre.
La joven va al encuentro de Lucía, su única hermana. Lleva consigo dos
maletas que reposan junto a sus pies, y sus dedos acarician una carta de
papel doblada en cuatro y una fotografía amarillenta donde aparecen dos
niñas muy similares entre sí que ríen mientras se toman la mano sobre un
vasto jardín. Todavía recuerda cuando su madre les hizo esa foto en el
zoológico de la capital, la tarde en que Lucía resbaló de unas escaleras y se
puso a llorar: Andrea, apenas unos años menor que ella, por toda respuesta
empezó a peinarla mientras aspiraba el aroma que emanaba de su larga
cabellera. «No debió ocurrir, nunca debimos separarnos», cavila. «Esta vez
será diferente».
Pronto los maizales del pueblo aparecen en el paisaje. La joven no está
acostumbrada al silencio del campo, pero le resulta atractiva la idea de
visitar una hacienda cuyo único horizonte serán las lomas y los cultivos. De
improviso, Andrea se percata de que dos pasajeros —un hombre y una
mujer— la miran con fijeza. Un poco turbada por ese exceso de atención,
solo atina a sonreírles. La pareja, con cierta parsimonia, también hace un
gesto de saludo y voltea los rostros rígidos. «Qué extraño, me miran como
si trataran de reconocerme de algún lado. Debe ser porque no soy de por
aquí», piensa mientras vuelve la mirada hacia el vidrio, que refleja los
postes de luz de la estación.
Ya está llegando a su destino final.
*
El espantapájaros se levanta imponente en medio de los cultivos, a dos
metros y medio del suelo. Una escalera reposa sobre él. Fausto da una mano
de pintura al muñeco de paja —vestido casi igual que él, con un pantalón
que alguna vez fue blanco, solo que con sombrero— mientras canta en voz
baja.
Dicen que en la noche
cuando el búho canta
los niños se esconden…
De pronto, la voz se interrumpe y el hombre deja de pintar. Un recuerdo
del pasado le acaba de quitar gracia a la canción por completo.
—Quédate en el bosque… —canturrea, esta vez algo nostálgico y
balbuceante.
Una gota de pintura roja se desliza de su brocha y salpica sus ropas.
—¡Don Fausto, buenos días! —se escucha a lo lejos.
El viejo, que ya casi está terminando de pintar, ni siquiera voltea. Solo
acomoda un tanto el desteñido y viejo atuendo del muñeco guardián.
—¡Buenos días, Joaquín! —grita y pasa a silbar la melodía suavemente.
Joaquín, un hombre corpulento aunque no muy alto, se acerca hasta el
pie de la escalera y levanta los ojos hacia el cielo gris.
—Don Fausto, usted sí que es muy valiente. Yo no me acercaría a ese
monigote ni siquiera para pintarlo. Como que ya está muy antiguo y parece
un cuerpo que se está descomponiendo en el aire, ¿no lo cree?
—Esa es la idea, hijo —responde Fausto con sequedad—. Debe asustar.
Joaquín se queda observando al encargado durante unos segundos más.
A sus treinta y seis años de edad, el joven representa la clásica figura de los
hombres de campo en sus mejores épocas de trabajar la tierra. Aunque es
propietario del fundo vecino, acaba de regresar de revisar los maizales por
si había algo para rescatar de la cosecha de los Blanco.
—¿Traes buenas noticias? —irrumpe el viejo.
—No, don Fausto, ninguna. No se ha salvado nada, no queda nada.
Todo está negro y carcomido. Hoy ya se cumplen catorce días en que el
maizal se encuentra así. Yo tampoco tengo algo para llevar a casa.
Fausto solía dejar que Joaquín se quedara con una parte de lo hallado en
buen estado a cambio de que lo ayudase a explorar, durante horas, las
hectáreas de cultivo.
Fausto no responde. Solo atina a suspirar. Continúa con los brochazos.
Luego desciende de la escalera con mucho cuidado, coloca la brocha sobre
uno de los escalones y saca un pañuelo de su bolsillo trasero.
—Son tiempos difíciles, muchacho —dice mientras se limpia las manos.
—La verdad es que ya están durando mucho, don Fausto. Si seguimos
así, todos nos veremos obligados a vender nuestras tierras y buscárnoslas
por otros lares.
El viejo solo se encoge de hombros. Joaquín, ya acostumbrado a los
gestos pasivos del hombre, vuelve a mirar al espantapájaros y lo señala.
—¿Y no sería mejor colocarlo en el centro del maizal? Quizá cambie
nuestra suerte.
—No, no lo creo. Con que se alcance a ver es suficiente.
Más gotas de pintura resbalan del espantapájaros. Manchan la tierra de
rojo.
*
En la casa, Socorro se apresura a llegar al segundo nivel. Entre los
brazos carga varias toallas dobladas. Al detenerse en la puerta del baño de
la habitación de Lucía, encuentra a la mujer desnuda y sentada sobre el
piso.
A su lado, la bañera está a punto de rebalsar.
—¿Por qué… tardaste... tanto? —pregunta Lucía, con la mirada
extraviada y sosteniendo un pequeño jabón entre las arrugadas manos.
—Lo siento, si quiere puedo ayudarla.
—Yo… puedo sola —dice Lucía, mientras se pone de pie con dificultad
y lentitud.
Socorro baja la mirada y sale del baño. En la puerta se detiene unos
segundos y observa con detenimiento a la patrona cuando esta ingresa a la
bañera con precariedad. Un sonido la trae de vuelta de sus pensamientos: la
vieja campana de la entrada principal. Alguien toca a la puerta. «Qué raro.
Nunca nadie nos visita», se dice la ama de llaves.
—Socorro… ¿tocan aquí? —pregunta Lucía en medio del chapoteo del
agua.
—Yo me encargo, señora —responde fríamente y confundida la ama de
llaves.
La campanada vuelve a sonar y Socorro acelera el paso hasta la entrada
principal. En el trayecto se encuentra con Fausto, quien bebe un vaso de
agua con apuro. Los dos se miran, confundidos. Nunca nadie llama a la
puerta, ni siquiera Joaquín. La mujer le pide a Fausto que la acompañe a ver
quién es.
Afuera, Andrea espera con los zapatos y las maletas cubiertos de polvo.
Ha caminado desde la estación durante casi una hora por una serie de
desvíos de tierra.
Nadie quiso transportarla hasta la hacienda.
Alguien corre furtivamente una cortina de la ventana de la sala. La
puerta se abre.
—¿Hola? ¿Buenos días? —dice Andrea tratando de sonreír para ocultar
su nerviosismo mientras se seca el sudor de la frente con un pañuelo—. ¿Es
esta la casa de la familia Blanco?
Con altivez, Socorro mira a la joven en silencio durante unos segundos.
No responde al saludo.
—¿Y usted es?
—Soy Andrea, hermana de Lucía, la esposa de Alberto Blanco, el
propietario de la hacienda —sonríe de nuevo para romper el hielo—.
¿Podría avisarle que estoy aquí?
—Nosotros no sabíamos de su visita, señorita Andrea —responde
cortante la empleada—. ¿La señora Lucía estaba al tanto de que usted
vendría?
El rostro de Andrea, ya algo enrojecido por el sol, muestra un cierto
grado de aturdimiento. La falta de cordialidad de Socorro la sorprende.
Cuando está por contestar aparece Fausto por detrás de la ama de llaves y le
coge el brazo con suavidad.
—Señorita, buenos días, pase usted —sonríe el hombre con modestia—.
Socorro, hazte a un lado, tenemos visita.
Y agrega:
—Al fin alguien se ha acordado de nosotros.
*
Andrea está sentada en la mesa de la cocina. Tiene en la mano un vaso
con agua. Frente a ella están de pie los dos empleados. Cada uno la mira de
manera desigual: Fausto con cierta devoción, Socorro con desconfianza. Y
eso la inquieta. —¿Me dice que mi hermana está descansando y no se le
puede interrumpir?
La empleada carraspea.
—En realidad sucede algo más complejo con ella señorita —dice la
mujer—. Su hermana está enferma.
La noticia, soltada de golpe, alarma a Andrea.
—¿Enferma? ¿De qué? ¿Es grave? ¿No la puedo ver?
—Es que no creo que sea una buena idea en este momento… —
responde Socorro.
Fausto, un tanto sobrecogido por la escena, coge las maletas de la joven
y mira a su compañera.
—Voy a subir el equipaje de la señorita a la habitación de huéspedes.
Creo que una explicación más detallada le vendría bien, Socorro.
Ante eso, la aludida suspira, saca un juego de llaves de su delantal, se lo
entrega al hombre y le pide que no haga ruido. Después da la media vuelta
y comienza a caminar alrededor de la mesa. Andrea la sigue con la mirada,
preocupada, esperando que diga algo.
—¿Llevan mucho tiempo trabajando aquí? —pregunta la curiosa joven.
—Muchísimos ya. Y siempre le estaremos agradecidos a la señora
Lucía. En lugares como este no es común encontrar trabajo a nuestra edad.
Su hermana y su esposo han sido muy generosos con nosotros, son buenas
personas —responde—. Ambos son muy importantes para este par de
ancianos, y más ahora que se encuentran enfermos.
—¿Pero lo que tiene mi hermana es grave?
—Según el doctor no lo es, pero no parece haber un tratamiento para
sanarla. Técnicamente no es una enfermedad, nos ha dicho. Es un trastorno.
En todo caso, la llevaré a su habitación para que la vea y sepa cómo está.
Al fondo se escuchan cómo rechinan las escaleras ante los pasos de
Fausto, y después cuando cruje el desgastado piso de madera.
—Yo al principio dudé en que usted viera a la señora de inmediato
porque temí una reacción negativa en ella —agrega la mujer, en un intento
de argumentar su incomodidad—. Creo que todo puede ser muy sorpresivo,
pero también entiendo su preocupación como hermana.
—Sí, claro, comprendo —dice Andrea, bajando mucho más la voz—.
Lo que pasa es que mamá murió y quería contárselo en persona. Por eso
vine sin avisar.
—Otra mala noticia...
La empleada se dobla frente a Andrea, coge sus dos manos y, con un
brillo extraño en los ojos, le dice:
—Antes de ver a su hermana, hay algo muy importante que debo
advertirle.
*
Lucía se encuentra sentada frente al espejo de su tocador. Aunque
estática, sus ojos recorren con ansias todo su rostro, como quien busca algo
extraño en el reflejo. Lleva una toalla envuelta alrededor de la cabeza.
Sigue desnuda.
Una taza de té se enfría a su lado.
—Señora Lucía, ¿puedo pasar? —se escucha detrás de la puerta.
—Entra, Socorro, y ayúdame a vestirme, por favor.
La ama de llaves le susurra a Andrea que la espere en el pasadizo e
ingresa de inmediato a la habitación.
—Déjeme colocarle la bata para que reciba a la visita.
—¿Visita? ¿Yo? ¿O es alguno de los amiguitos de Pablo?
—No, señora, es para usted, pero primero póngase de pie para vestirla.
Lucía se levanta con algo de dificultad, como si las articulaciones le
fallaran, y se deja colocar la prenda sobre su cuerpo. Tras ello, mira
extrañada a la empleada mientras coge la taza y bebe un sorbo.
—¿Dónde está mi visita? ¿Quién es?
En ese instante, Andrea se cuela en la habitación.
—Hola, Lucía… —saluda la joven temerosa, con un velo de tristeza en
los labios, sin saber con certeza lo que va a encontrar.
Durante unos segundos, Lucía contempla a su hermana con extrañeza:
aquella voz le resulta familiar pero no su rostro. De pronto, como si algo
acabara de completarse en su mente, se estremece, se frota los brazos con
fuerza, y como sea coloca la taza de té —la cucharilla tintineando cada vez
más fuerte— sobre el tocador.
—Andrea… tú aquí… —musita Lucía mientras se acerca hacia su
hermana.
Las dos mujeres se abrazan con fuerza y rompen a llorar.
*
Media hora más tarde, Andrea y Lucía están en la mesa del salón
principal. Socorro ha dejado en el centro una cesta de panes y ha servido
café para la joven y más té para la señora. También hay un plato con dulce
de leche para el niño. Fausto, un tanto compungido, se encuentra parado en
la puerta como si se tratara de un custodio de banco. Andrea está tratando
de digerir el impacto de lo que su hermana le acaba de decir.
—¿Y desde cuándo Alberto se encuentra postrado en aquella
habitación, Lucía?
—Serán quince meses, aproximadamente, ya perdí el cálculo. La verdad
es que no vimos venir la enfermedad. Un día él fue perdiendo fuerza y ya
no se pudo levantar, y así, en la cama, se fue comprimiendo. Hoy ya no
puede hablar y solo mueve un brazo.
De improviso, la mujer mira a su alrededor y le pregunta a Socorro por
Pablo.
—¿Por qué no ha venido a saludar a su tía? ¿Le has dicho que le hemos
servido ese dulce de leche que tanto le gusta? Trae a Pablo, por favor.
La ama de llaves solo atina a mirar a Andrea, cada vez más
desconcertada y preocupada.
Por primera vez, la joven es testigo de la perturbación de su hermana.
—¿Por qué no respondes, Socorro?
Andrea quiere decir algo pero no puede. Las palabras no salen de su
boca. Exaltada, Lucía intenta ponerse de pie, pero débil como está,
trastabilla y vuelve a caer sobre su asiento. Entonces ordena a Fausto que
busque al niño en su habitación. Como impulsado por una fuerza superior a
él, sube las escaleras a trancadas.
Socorro se queda en la puerta con la mirada baja y las manos juntas
sobre su vientre. Parece que estuviese rezando por dentro.
—¿Por qué nadie me responde aquí? ¡¿Qué está sucediendo?! —grita
Lucía, quien fija los ojos una vez más sobre la silla vacía de Pablo—.
Socorro, te lo imploro, dime dónde está mi niño. ¡Socorro, por favor!
La mujer se coge la cabeza con las dos manos, como si quisiera
arrancársela por el dolor, antes de empezar a desvanecerse sobre la silla.
Sus gritos y movimientos pierden fuerza. Andrea se levanta y trata de
cuidar que su hermana no caiga al piso. Le pide a la empleada que traiga un
poco de algodón humedecido con alcohol.
Mientras Andrea intenta reanimar a Lucía, Fausto baja. Sin esperar a
que nadie se lo pide, coge a la señora entre sus brazos y empieza a subir las
escaleras con ella. Socorro y Andrea también suben, pero ya en la puerta de
la habitación la empleada le sugiere que no ingrese, que podría ser peor al
reconocerla.
Andrea se queda angustiada en el pasadizo mientras la ama de llaves
cierra la puerta y trata de acomodar a Lucía sobre las almohadas.
La mujer acaba de abrir los ojos. Su mirada es nuevamente de extravío.
*
Unos minutos después, la puerta de la habitación de Lucía se abre
lentamente.
—¿Se durmió? —pregunta Andrea, que ha estado esperando afuera,
preocupada.
—No, pero ya está más calmada y aceptó beber un poco más de ese té
calmante —responde Socorro.
—Siento que mi hermana se haya puesto así. Y discúlpeme usted por
haber insistido en verla en ese estado, yo no tenía idea…
—No se preocupe, señorita… —zanja la mujer—. Si me permite, la
acompaño a su habitación.
En el trayecto, no pueden evitar pasar por la habitación de Alberto, cuya
puerta permanece entreabierta por órdenes de su esposa. Socorro nota que
Andrea desacelera el paso para tratar de ver algo a través del resquicio y,
rápidamente, cierra la puerta de un jalón.
—Le sugiero que no entre sola a la habitación del señor. Él también está
enfermo y se ha vuelto muy violento en los últimos días. Es peligroso.
—Entiendo —responde Andrea—. Justo Lucía me estaba contando
sobre él cuando empezó ese ataque de….
—Yo solo le puedo decir que tratamos de hacer lo mejor que podemos
con él —dice Socorro—. No nos gustaría que le hiciera daño y se
complique más la situación.
Acto seguido, las mujeres continúan su camino.
—Hace mucho frío aquí… —dice Andrea solo por tratar de decir algo
distinto.
—Así son las noches en el campo —contesta Socorro con sequedad—.
¿Desea que la ayude a desempacar?
—No se preocupe, puedo sola.
Entre las cuatro paredes de la habitación de huéspedes no hay mucho:
apenas una cama, una silla, un tocador con espejo —similar al que tiene
Lucía— que está dispuesto frente a la cama, una lámpara sobre la mesa de
noche y, abandonado y sin colgar en una de las esquinas, reposa un lienzo
polvoriento. En este aparece un niño pequeño con una ligera sonrisa
dibujada en el rostro: su cabello es negro y los ojos son marrones claros.
Andrea observa el retrato con detenimiento y reconoce esos rasgos. Son los
mismos que tiene toda su familia.
—Lo siento. No recordaba que habíamos dejado esa pintura aquí —
comenta Socorro, mientras coge una sábana del armario y cubre el retrato
del niño—. Por la mañana le diré a Fausto que la guarde en otro lugar. ¿Se
le ofrece algo más señorita?
—No, no se preocupe, está todo bien —responde Andrea, mientras se
sienta en el filo de la cama.
—El desayuno se sirve a las siete, buenas noches.
La mujer toma la perilla de la puerta y se dispone a abandonar la
habitación, cuando Andrea suelta una pregunta que la hace volver sobre sus
pasos.
—¿Cómo murió Pablo?
Los ojos de la joven no dejan de observar la sábana sobre el lienzo.
—Señorita, ya es tarde y mañana tenemos que…
—Por favor…
La empleada suelta un suspiro.
—No lo sabemos. La señora lo encontró… en su cama al día
siguiente… primero creyó que estaba bromeando…
—¿Estaba enfermo?
—Quizá.
—En el hospital donde trabajo he visto a muchas mujeres llorar la
muerte de sus hijos, pero nunca a alguien comportarse como lo hizo Lucía
—agrega Andrea—. Siento mucha pena por mi hermana.
—El doctor dice que es comprensible que la señora tenga ese tipo de
reacciones postraumáticas. Por lo mismo es que Fausto y yo optamos por
seguirle la corriente. No queremos que se haga daño.
Andrea, sentada desde donde está, vuelve a posar sus ojos sobre la
sábana.
—¿Pablo era un buen niño?
—Buenas noches... —dice Socorro en voz baja.
Luego se da media vuelta, sale de la habitación y cierra la puerta sin
esperar ningún otro comentario.
*
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
Joaquín camina con prisa por el sendero de tierra en medio de los maizales.
Andrea acelera el paso y, al alcanzarlo, los pájaros, alarmados por los
intrusos a esa hora, alzan vuelo y se posan sobre el tejado del granero. El
viento golpea y amenaza la flama de la lámpara de petróleo, pero nunca
llega a apagarla: la noche se ha convertido en una sombra por la que solo es
posible desplazarse cerca de la luz que el hombre lleva en sus manos.
Joaquín duda cuando llegan a los portones del granero. Por su mente
desfilan imágenes que no está seguro de que la joven deba ver. El hecho de
que Andrea se aferre nerviosamente a su brazo lo convence.
Abre.
El granero se encuentra sumido en un silencio absoluto, los animales
parecen no estar allí, y ni siquiera el eco de las pesadas puertas al abrirse y
cerrarse y sus pisadas que retumban en todo el lugar llegan a despertar a las
criaturas. En un instante dado escuchan unos ligeros rasguños sobre la
madera, y al alumbrar hacia ese punto advierten un hilo de viento
filtrándose por un pequeño agujero de la pared y unos ratones que
aprovechan para fugar por allí. Joaquín ensaya una ligera sonrisa para
tranquilizar a Andrea y reposa el farol sobre un barril.
—La gente del pueblo le teme a este lugar desde hace años, señorita.
Miguelito y yo somos los únicos que venimos para acá —dice—. A cambio
de revisar sus sembradíos, la señora Lucía nos deja llevar un poco de maíz a
casa, porque nuestros cultivos también están siendo afectados.
Luego mete las manos en un saco y coge una mazorca.
—No entiendo, Joaquín. ¿Para qué me has traído aquí?
—Solo mire esto.
El hombre abre las hojas de la mazorca y adentro no hay nada: solo
materia corrompida completamente negra, apestosa y seca.
—Casi toda la cosecha está igual —susurra.
Andrea todavía no sabe qué pensar.
Joaquín toma la lámpara del barril y vuelve a abrir el portón. Ahora el
canto de los pájaros en medio del campo es fuerte y aturde. Al cerrar, los
animales empiezan a gritar del otro lado. Asustada, la pareja acelera el paso
y se dirige hacia el maizal.
—¿Es común que ocurra eso? —pregunta Andrea mientras cubre sus
oídos. El sonido de los animales y el frío viento le erizan la piel.
—Sí, después de lo que pasó aquí. Antes, esta solía ser tierra muy
buena…
—¿Y qué pasó?
—Don Ignacio, el antiguo dueño de la hacienda, abrió las puertas del
infierno.
—No entiendo —dice Andrea, cada vez más nerviosa.
—Solo fíjese alrededor.
Y entonces llegan a la explanada del maizal.
Andrea se lleva las manos a la boca.
Cuervos y otros pájaros moribundos se encuentran regados por el suelo
como si fuesen heridos de guerra. Cada aleteo produce ruidos apagados
sobre la tierra. La sangre brota de todas partes de las aves y se desparrama
en manchas cada vez más largas y oscuras: los animales parecen listos para
algún sacrificio primitivo y hacen sus últimos movimientos, intentando
escapar hacia ese cielo que ya no se puede ver por la ligera bruma.
—Vienen a morir aquí desde todos los lugares del mundo —dice
Joaquín.
La mujer se queda quieta, impresionada por lo que ve. De pronto, la
asalta el recuerdo de aquella mañana lejana en la que su moribunda madre
le tomó de la mano, le pidió perdón por el daño que había hecho a ella y su
hermana, y le mostró con un último esfuerzo las cartas de Lucía que llevaba
años escondiendo para hacerle creer que no quería saber nada de ellas. «El
olor de la muerte es igual para todos, y la sensación que produce tenerla tan
cerca, también», piensa.
—¿Es envenenamiento? ¿Es el agua? ¿Es el maíz que comen? ¿Alguna
plaga? ¿Por qué sangran los animales? Es demasiado horroroso —balbucea
con un hilo de voz.
—Aquí todo se muere —dice Joaquín, mirando hacia todos lados, como
para no ser escuchado—. Como Pablo...
A unos cuantos metros de allí, el viejo y tétrico espantapájaros rojo se
balancea con frenesí sobre el maizal. El viento no logra arrancarlo.
*
Socorro devuelve la tetera a la hornilla de la estufa. A su lado hay una
bandeja con una taza humeante y unas cuantas galletas. Sentada en la mesa
de la cocina, Andrea sumerge su cuchara en un plato de sopa de fideos y
verduras y, por ratos, alza la mirada para escudriñar a la ama de llaves:
quiere conocer su opinión.
Le está contando las extrañas conversaciones que tuvo con la gente del
pueblo.
Solo se ha cuidado de no decir nada sobre lo que ha visto en el granero
y el maizal. No quiere comprometer al pobre de Joaquín.
—La gente tiene mucha imaginación en este lugar, señorita Andrea —
dice Socorro mientras se seca las manos en el delantal, después de haber
escuchado el relato en silencio—. Siempre encuentra algo de qué hablar.
—Lo sé, pero igual sorprende enterarse hasta dónde llega la
irracionalidad de muchos —responde Andrea, en un intento por seguir la
cuerda—. Y a propósito, ¿no sería mejor que le lleve a Lucía un vaso de
leche en vez de un té? Así podrá conciliar el sueño más rápido.
—Es que a la señora le cae mal la leche —dice Socorro con un mohín
que expresa su disgusto cuando alguien interfiere en sus labores.
—¿La leche? Yo no recuerdo eso, ella siempre tomó leche desde que
éramos niñas.
—Con la edad uno deja de tolerar muchas cosas, señorita —comenta la
mujer, también tratando de ser amable—. Hay alimentos que antes yo podía
comer y hoy no, pues termino en cama.
—Bueno, eso sí —suspira Andrea—. Como dejé de ver a mi hermana
por tantos años, quizá me perdí saber muchas cosas nuevas sobre ella.
—Aunque también es cierto que hay cosas que nunca cambian, señorita
—dice Socorro y, por segundos, se pierde en algún viejo recuerdo al mirar
por la ventana.
La empleada reacciona, levanta la bandeja y se dispone a subir las
escaleras. Antes de salir, vuelve a mirar a Andrea.
—Más bien, señorita, yo le pido que no comente nada a su hermana
sobre esos chismorreos. Evitémosle disgustos y penas. Ya tiene suficientes.
—No se preocupe.
Andrea se queda sola en la mesa por unos minutos. Después se acerca al
fregadero y arroja casi toda la sopa por el ducto del desagüe. No tiene
hambre y desconfía de todo lo que hay en esa casa. Tras lavar el plato,
camina con sigilo, trepa por las escaleras y se detiene en medio del
corredor. La puerta de la habitación de Lucía está entreabierta y logra verla
sentada en el filo de su cama, mirándose los pies desnudos. Otra vez tiene
esa expresión extraviada.
Socorro está de pie frente a ella, asegurándose de que no le falte nada
más antes de irse a acostar.
Sobre la mesa de noche descansa la taza ya vacía.
*
Han pasado ya casi dos horas desde que Andrea se acostó. Estaba tan
cansada que se durmió de inmediato. Incluso creyó soñar con Joaquín y
algunos amigos de la ciudad. Pero esta noche el frío es muy intenso y las
ramas de los árboles, el tejado y las ventanas crujen por igual por el viento.
La joven se levanta para buscar un cobertor más en el armario, pero no
encuentra más que sábanas recién planchadas y dobladas.
De la nada, un sonido apagado le llega a través del pasadizo
interrumpiendo su andar.
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
«Es Alberto, se ha despertado también», piensa. «Iré por si se le ofrece
algo». Andrea se coloca la bata sobre el camisón y sale al pasadizo.
Conforme se acerca a la habitación del esposo de Lucía, se percata de que el
golpeteo sigue sonando bajo, como si en verdad no quisiera despertar a
nadie. Una vez frente a la puerta, Andrea se detiene. «¿Estará bien que
ingrese sin avisar?», duda. Al fin, gira la cerradura.
El hombre, postrado desde donde está en su cama, se retuerce en medio
de la oscuridad. Tiene el brazo izquierdo en alto y su mano, abierta, muestra
unos dedos retorcidos, dañados y engarrotados.
Andrea no sabe qué hacer ante un espectáculo tan triste como ese. Había
visto tantas veces a su cuñado lleno de vitalidad, y esta vez lo encuentra
convertido en un despojo.
—Hola, Alberto, disculpa que entre así, pero escuché tu llamado y
pensé que podías necesitar algo…
Al acostumbrarse un poco a la oscuridad, Andrea se percata de que
Alberto la está mirando con los ojos muy abiertos y vidriosos, como si ya
no tuviera vida. Pero el hombre parpadea una vez más y enfoca su mirada
hacia otro lado, a una silla frente a la ventana de su habitación.
Andrea voltea también para saber qué es lo que capta su atención y esta
vez siente cómo el frío recorre su espalda y traspasa sus huesos.
Allí, sentado, hay alguien.
Es otro hombre. Delgado, alto, calza zapatos relucientes, lleva sombrero
y viste todo de negro. Él también gira la cabeza para mirar a la joven, pero
al hacerlo, las sombras a contraluz difuminan los rasgos de su rostro, sobre
todo sus ojos. Se queda así unos segundos más hasta que, de improviso,
estira una mano hacia ella. En cada dedo lleva gruesos anillos de plata.
La joven da un paso hacia atrás y su talón golpea el umbral de la puerta.
Es allí cuando cierra los ojos con fuerza: rápidamente alcanza a pensar que
solo gritará si comprueba que no está sufriendo alucinaciones. No quiere
asustar a su hermana.
Al abrir los ojos de nuevo, el hombre ya no está.
El grito se escucha por toda la casa. Proviene de Alberto, quien tose y se
ahoga con su propia saliva. Andrea echa a correr por el pasadizo y, casi sin
aliento, se encierra en su habitación y rompe a llorar detrás de la puerta.
Cuando se calma, intenta escuchar los pasos de Fausto o Socorro para
tranquilizar a Alberto, que sigue gritando a todo pulmón. Pero nunca
ocurre: nadie va a auxiliarlo.
En su habitación, Socorro enciende las velas de un pequeño altar, se
arrodilla y recita una serie de oraciones. Los gritos de Alberto son cada vez
más fuertes y las aves y los animales del campo empiezan a chillar a la vez,
pero la empleada cierra los ojos y estruja el rosario que lleva entre sus
manos: sus dedos palpan con fuerza cada esfera mientras aumenta la
intensidad de su ruego.
*
No bien los gallos inician su habitual cacareo, Andrea sale de la casa a
toda prisa, casi corriendo. Los primeros rayos del sol la alcanzan cuando
ella ya está en el polvoriento sendero del maizal, camino a la casa de
Joaquín. En su rostro congestionado se percibe la mala noche: pálida, con
sombras alrededor de los ojos, la mirada vidriosa y amarillenta de las
lágrimas de pánico y tristeza que la envuelven, la mandíbula temblorosa y a
punto de estallar en alaridos si es necesario.
No hay nadie al llegar a la casa de Joaquín. El hombre se encuentra
atrás, en su propio galpón, afilando las hoces que utilizará esa mañana en el
campo. A pesar de la ligera neblina del amanecer, él está sudando y se ha
quitado la camisa. Andrea se confunde un poco al verlo en ese estado, pero
su desesperación es mucho más grande que cualquier pudor: llorosa, corre a
su encuentro y lo abraza con fuerza.
—Señorita Andrea… ¿Usted aquí?… —intenta saludar Joaquín en
medio de su estupor—. Buenos días…
—Tú me tienes que ayudar, Joaquín, por favor, me lo prometiste —
responde ella, preocupada y sin separarse del hombre—. No quiero regresar,
no así.
Joaquín comprende que algo delicado ha sucedido. Con los brazos
firmes separa a Andrea de su pecho para mirarla a los ojos.
—¿La señora Lucía está bien, señorita? ¿El señor Alberto? ¿Fausto,
Socorro?
—No lo sé, no lo sé, nadie puede estar bien así como vivimos, Joaquín.
Necesito encontrar una explicación lógica a todo esto o me volveré loca
como mi hermana. Llévame al pueblo, por favor. Necesito ver con urgencia
al doctor Sifuentes.
—Como usted diga, señorita, pero todavía es muy temprano para eso.
—No importa, lo esperaré en la puerta de su consultorio de ser posible,
pero vamos.
Joaquín no lo piensa dos veces. Lanza las herramientas al suelo, coge de
la mano a la joven, la lleva con cuidado hacia la carreta y la ayuda a subir.
Tras colocar la brida al caballo, se acomoda.
Antes de partir, el hombre voltea a mirarla y examina con detenimiento
el vestido holgado de Andrea.
—Señorita, ¿está cómoda con ese atuendo?
—¿Por qué la pregunta?
—Ya lo verá…
*
Una de las entradas al pueblo conduce directamente hacia la plaza
central. Allí, la luz rompe el camino sobre una de las construcciones más
emblemáticas: la biblioteca municipal que brilla a pesar de la oscuridad que
protege en su gran interior.
—¿Por qué nos detenemos aquí? —pregunta Andrea con cierta
aprensión.
—La biblioteca es uno de los lugares más antiguos del pueblo —
responde Joaquín, un tanto críptico—. Mucha de nuestra historia se
encuentra aquí.
Joaquín estaciona la carreta, ayuda a bajar a la joven y la lleva hacia una
esquina del viejo edificio. Andrea no entiende por qué no se dirigen a la
puerta principal, aunque asume que igual, a esa hora, no estará abierta. Pero
la mujer no puede menos que sorprenderse cuando el hombre se detiene en
una de las paredes laterales, donde una viga de contención esconde una
ventana elevada a casi dos metros del suelo.
—¿Qué pasa?
—Avíseme por si alguien se acerca —dice Joaquín mientras observa a
todos lados.
—¿Pero por qué entramos de esta manera? —pregunta Andrea—. Es
una simple biblioteca, Joaquín, no vale la pena que hagamos algo así por...
—Usted confíe en mí.
Joaquín trepa por la ventana con bastante flexibilidad, se apoya con
cierta dificultad en el alféizar y corre el pestillo interior con la punta de una
navaja. Ya adentro, extiende su brazo y ayuda a trepar a Andrea. Por un
momento, el tocarla y sentir rozar su cuerpo con el suyo reemplaza el miedo
a ser descubiertos.
—¿Qué hacemos aquí, Joaquín? No entiendo.
—No tenga miedo, señorita. Al fin y al cabo, usted no cree en
supersticiones —intenta bromear Joaquín con un susurro mientras toma a
Andrea de la mano para conducirla por ese lugar.
El hombre conoce bien el interior de aquel sitio: aquella ventana es de
una amplia habitación utilizada como bodega de la biblioteca. El cristal
esmerilado deja entrar unos débiles rayos de luz que pintan las paredes y
cuyas manchas de humedad sugieren arterias que parecen latir. Un enorme
y viejo armario reposa en uno de los rincones, y hacia allí se dirige la
pareja.
—De pequeño, mis amigos y yo nos retábamos a entrar aquí durante la
noche. Era una especie de prueba de valentía porque le teníamos mucho
miedo a este lugar. Y el mayor desafío era sostener el «baúl del diablo» a
solas y en medio de la oscuridad.
—¿Baúl del diablo?
Joaquín abre el armario tratando de no hacer ruido con las bisagras y,
con cautela, saca de él un pequeño baúl de madera de color rojo. Por un
rato, el olor a moho del objeto le recuerda a Andrea el aroma de su
habitación en la casa de la hacienda.
Un ligero escalofrío recorre su brazo derecho.
Joaquín acaricia el oxidado cerrojo.
—Pertenecía a don Ignacio… pero nunca nos atrevimos a abrirlo.
Después de lo que pasó, la gente del pueblo lo guardó aquí. Contiene
pertenencias de aquel hombre. Nadie se atrevió a deshacerse de ellas.
«Nunca toques lo que ya tocó el diablo», solía decir mi abuelo.
Acto seguido, Joaquín da un largo suspiro, coloca las manos de Andrea
sobre el tirador del baúl y le pide que lo descorra. Ella accede sin pensarlo
dos veces y levanta la tapa de un jalón. Adentro descansan unas joyas
manchadas de suciedad y un reloj roto que se apoya sobre un álbum
desgastado. Andrea lanza un pequeño soplido y retira el álbum con cuidado:
algunas de sus páginas están rotas, lo que sugiere que alguien arrancó las
imágenes que contenían. Solo dos fotografías en blanco y negro
permanecen en su lugar. Una de ellas es de una mujer rubia y ojos claros,
quizá azules o verdes.
—Esa debe ser la señora Alicia —dice Joaquín de inmediato—. Vaya
que las historias eran ciertas…
—¿Quién es ella?
—La esposa de don Ignacio. A su muerte, el tipo perdió la cabeza por
completo. Por eso los viejos del pueblo dicen que le vendió su alma al
diablo. Quería recuperarla.
Andrea observa el antiguo retrato por unos segundos más y pasa a la
siguiente imagen.
—Y ese es don Ignacio —agrega Joaquín, nervioso y con gran
certidumbre.
La mano de Andrea empieza a temblar a la vez que su rostro
empalidece. Rápidamente lleva la fotografía hacia uno de los rayos de luz
que se proyectan sobre las paredes. No puede evitar dejarla caer y taparse la
boca con los nudillos cuando reconoce quién está allí.
—Es él Joaquín —balbucea Andrea—. Es el hombre que vi en la
habitación.
—¿Qué habitación, señorita? —dice Joaquín, algo asustado con la
revelación de la joven—. Usted está bromeando, ¿verdad?
*
—Como le expliqué aquel día, Alberto Blanco no tiene control sobre su
sistema nervioso: es como si se hubiera desconectado de su cuerpo y solo
quedara su conciencia flotando alrededor —dice el doctor Sifuentes
mientras sostiene unos papeles que ha sacado de una de las gavetas de su
escritorio—. Precisamente ayer volví a revisar el historial clínico después
de su visita para asegurarme de haber sido preciso en el diagnóstico.
Andrea, sin embargo, no lo mira. Sus ojos están puestos en la ventana
del consultorio, mucho más allá del horizonte. Las imágenes del hombre de
sombrero y los pájaros agónicos en la explanada del maizal vuelven a su
mente una y otra vez.
Teme estar volviéndose loca como Lucía.
—Señorita Andrea, ¿me escucha? ¿Señorita?
—Lo siento —se disculpa Andrea, volviendo en sí—. Es solo que sigo
pensando que había alguien ahí, al lado de Alberto, en su habitación. Y
Alberto lo sabía, por eso estaba espantado. Esos ojos...
El doctor mira primero a Joaquín y luego a la joven.
—Bueno, señorita, hay que comprender que la convivencia con una
persona que atraviesa por un periodo de depresión como su hermana puede
terminar afectándola, e incluso llevar a sufrir alucinaciones por el desgaste
físico y mental —responde el doctor con cautela profesional—. Usted
misma nos ha dicho que anoche no pudo dormir. Quizá deba considerar
guardar reposo también.
—Viví muchos años con una madre deprimida y, como enfermera,
trabajé con pacientes que sufrían todo tipo de trastornos, y le juro que jamás
experimenté algo así.
El doctor se revuelve sobre su asiento con incomodidad y juguetea
nuevamente con un lapicero de su escritorio. De improviso se levanta y
coge un poco de tabaco de un estuche de madera, lo coloca sobre su pipa y
comienza a fumar nerviosamente.
Pronto, el humo llena el ambiente y lo hace verse un tanto irreal.
—Espero no incomodar, pero la situación amerita que le comente algo
ya como vecino y no como especialista —dice el doctor tras dar un
resoplido—. Cuando en el pueblo nos enteramos de que alguien había
adquirido la hacienda de don Ignacio, muchos creyeron que eso solo
significaba una cosa: desgracias.
El nombre de don Ignacio retumba en la cabeza de Andrea como una
bala perdida incapaz de hallar la salida. La mujer voltea la mirada hacia el
doctor, desconcertada: le resulta incomprensible que un hombre de ciencia
se exprese en esos términos.
—Yo sé lo que está pensando señorita, pero no me vea así —continúa el
doctor Sifuentes—. Me considero un hombre cien por ciento racional, pero
aun así hay cosas que van más allá de lo que creemos comprender.
Hace una pausa para dar otra pitada.
—Yo creo que la muerte de su sobrino es un claro ejemplo de lo que
digo.
A Andrea se le iluminan los ojos. Compara a Pablo con las aves
moribundas del maizal, y llega a sentir una enorme culpa por no haber
estado al lado de su querida Lucía cuando más lo necesitaba.
—Usted me dijo que no sabe qué fue lo que le mató, qué fue lo que vio
que lo asustó de esa manera —dice Andrea, primero con un hilo de voz, y
después con desesperación—. Y ahora no sé si las vidas de Lucía y Alberto
se están apagando de la misma manera incomprensible. ¡Siento impotencia,
doctor, no puedo hacer nada!
El doctor ve cómo las lágrimas corren sobre las mejillas de la joven,
extrae un pequeño pañuelo de un cajón de su escritorio y se lo entrega.
—Quizá ayude que conozca a alguien —dice el doctor.
*
En estos mismos instantes, una sorpresiva tormenta se desata sobre
Santa Marta. Caen los primeros rayos en las lejanías. Ante el estruendo, los
pájaros graznan y huyen despavoridos a ocultarse en el follaje. El columpio
del árbol se mece con impulso como cuando Pablo se columpiaba en él
tratando de alcanzar el cielo. El viento hace retumbar las paredes de la
residencia de la hacienda al crujir la madera. Sin necesidad de ponerse de
acuerdo, Fausto y Socorro corren por las escaleras para asegurarse de que
no haya goteras en el tejado.
La lluvia también inunda rápidamente las calles del pueblo. En solo
minutos, la carreta ya está sorteando charcos de lodo. El vehículo se detiene
frente a una casa de ladrillos que a duras penas parece haber sido
completada con las piezas sobrantes de otras construcciones: su fachada
evoca un gran monstruo deforme y tonto que, si tuviera la facultad de
caminar, ya se habría destartalado antes de dar el primer paso.
Solo desciende el doctor Sifuentes. Joaquín espera montado sobre el
caballo que se muestra inquieto: no quiere que el animal salga disparado y
los deje solos en esa tormenta. Andrea observa cómo Joaquín se acerca
hasta las orejas de la bestia en medio de sus movimientos bruscos e
impredecibles y le susurra para tranquilizarla, mientras peina sus crines con
largas caricias.
El doctor ya lleva un buen rato detrás de la puerta de la casa deforme.
Nadie abre.
Andrea logra hacerse a la idea de que el agua y el frío traspasarán su
vestido y también baja de la carreta para unirse al médico.
—¿Quién vive aquí? —pregunta la joven mientras con una mano
desplegada se cubre el rostro de la lluvia y con la otra evita que la falda de
su atuendo se levante con el fuerte y frío viento.
El doctor Sifuentes no responde y toca tres veces, esta vez ya con el
puño. Voltea a mirar a Andrea, tratando de confirmar si siguen esperando o
si abandonan la visita en esas circunstancias. Andrea contesta enmarcando
las cejas: es su manera de decir que sigan haciendo el intento. Alguien
descorre el seguro de la puerta.
En el umbral aparece la robusta hija de la anciana del pueblo que les
dijo a ella y Joaquín una y otra vez que la hacienda estaba maldita.
—¡Doctor, buenas tardes! —saluda Sofía con sorpresa—. ¿Qué hace
usted aquí con este clima?
A esa misma hora, a varios kilómetros de allí, la tormenta se interrumpe
y todo Santa Marta se sume en un silencio absoluto: es como si todo lo que
estaba sucediendo nunca hubiese ocurrido, como si de pronto se hubiese
suspendido el tiempo. Ni el chirrido del columpio, ni los gritos de los
animales, ni el crujir de la casa, existen más. Y es así cómo una vez más, en
cuestión de segundos, el sol vuelve a aparecer sobre los maizales.
*
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
La tetera lanza su molesto silbido para anunciar que el agua del té está
hirviendo. El sol entra por la ventana e ilumina toda la cocina. Es una tarde
muy calurosa. Lucía, sentada en la pequeña mesa del servicio, juguetea con
sus dedos sobre su superficie. Tiene la mirada absorta clavada en una silla
vecina, que está corrida, como esperando a que alguien también tome
asiento.
Es el asiento supuestamente destinado a Pablo.
Andrea ingresa en silencio, besa a su hermana en la mejilla suavemente
y bordea la mesa para sentarse en otra silla que no sea la del niño.
—Buenas tardes, señorita —saluda Socorro con una mezcla de
desprecio y hartazgo en la voz.
Andrea no responde. Le molesta la actitud de la empleada. Sabe que le
ha declarado la guerra después de lo que ha intentado con Joaquín. Quiere
encontrar el momento adecuado para enfrentarla: sabe que ahora no lo es,
porque percibe a Lucía muy ansiosa a pesar de sus ojos perdidos y
completamente vacíos.
Socorro sirve el almuerzo de Lucía, después el de Pablo y, finalmente,
el de Andrea.
De pronto, Lucía comienza a reír con una fuerza rayana en el histerismo
que fácilmente podría alterar los nervios de cualquiera: empieza a hablar del
juego que ha creado Pablo con el tren que reposa inerte sobre la mesa.
En su imaginación, el niño desplaza el juguete por las líneas marcadas
en la superficie de madera.
Andrea mira a Socorro para ver su reacción hipócrita, pero esta la evade
y se concentra en el corte perfecto que hace a las verduras sobre el
repostero de la cocina.
—Hermana, tienes que comer algo… —ruega Andrea.
Lucía la observa como si no la reconociera y después vuelve a mirar
hacia el sitio de Pablo. Otra vez echa a reír con exagerado entusiasmo. Las
manos de Andrea sudan. El golpeteo monótono y repetitivo que produce
Socorro con la tabla de picar se entremezcla con la risotada destemplada de
su hermana, lo que aumenta su dolor de cabeza y confusión tras la noche
desvelada.
—Señora, sírvase, no deje de comer —agrega Socorro sin voltear y
todavía enfrascada en cortar las verduras con una serie de movimientos
rápidos y afilados—. El viaje a la capital será largo. Necesitará recuperar
fuerzas.
—¿Viaje? —pregunta Lucía, esta vez con un halo de vida en los ojos.
Por un instante, Andrea cree que esta es la oportunidad que necesita para
hablar con ella. Socorro, sin embargo, se interpone rapidamente.
—Señorita Andrea, ¿por qué no hace todo más fácil y le dice a la señora
Lucía que simplemente firme el documento y se vaya con usted? No era
necesario todo el circo que ha montado desde que llegó a Santa Marta.
Acto seguido, la ama de llaves desdobla un papel que lleva escondido
en el delantal y se lo entrega a Lucía.
—Disculpe mi atrevimiento, señora, pero ha llegado la hora de que lea
esto —dice Socorro—. Yo sabía que algo raro tenía su hermana desde que
pisó esta casa.
En el encabezado del documento se lee CESIÓN DE DERECHOS DEL
INMUEBLE. Más abajo se extiende toda una serie de detalles adjuntos
sobre una herencia. La de su tóxica y difunta madre.
—¡Usted fue quien estuvo hurgando entre la ropa de mi armario! —
clama Andrea con las mejillas encendidas por la indignación—. ¡Cómo se
atreve!
Se ha puesto de pie rápidamente, consciente del enorme golpe bajo que
acaba de recibir.
La empleada ignora la protesta de la joven y, por el contrario, esboza un
rictus extraño: una suerte de sonrisa que se deleita en la avidez con que la
hermana lee el contenido del amarillento papel.
—Qué tonta he sido todo este tiempo... —susurra Lucía y arruga el
documento dentro de su puño—. ¡Esta es mi casa, Andrea! Es el único sitio
donde he sido feliz muy lejos de ustedes. ¿Y después de tantos años vienes
aquí disfrazada de un arrepentimiento que no sientes solo para conseguir
una firma mía?
—No, Lucía, no lo veas de esa manera, no tiene nada que ver —
responde Andrea—. Yo pienso darte lo que te corresponde de la venta de la
propiedad familiar, porque también sé que no regresarías. Te conozco…
—¡Por supuesto que no regresaría nunca! Esa casa fue un completo
infierno para nosotras.
—Así es, fue un infierno, y mira a tu alrededor: te metiste a otro —
responde Andrea, jugándose todo de una vez—. Vente conmigo, Lucía,
vámonos de aquí, comencemos de nuevo en otra parte. Por favor hermana.
Eres todo lo que me queda en este mun…
—¡Basta! —ordena Lucía, furiosa—. ¡Tú eres igual de manipuladora
que nuestra madre! ¡Eres capaz de tejer intrigas para no quedarte sola como
ella!
—Lucía, por favor, cálmate… —ruega la joven—. No es como piensas.
Yo no pienso perderte de nuevo.
Un antiguo odio deslumbra en los ojos de Lucía.
—¡No me pidas que me calme! —grita—. ¡Eres una mentirosa! ¡Solo
piensas en ti!
La mujer se levanta de la mesa y arroja todos los platos al piso. Andrea
se queda inmóvil, sin saber qué más decir, mientras Socorro retrocede hasta
el umbral de la puerta de la cocina. Pareciera que fuera a salir corriendo.
—¡Quiero que te vayas! —ordena Lucía—. ¡De una vez, vete! ¡Vete de
mi casa!
Lucía sube las escaleras hacia su habitación con ímpetu para alejarse de
su hermana. Pero Andrea logra alcanzarla en el salón y la toma del brazo
con fuerza.
—Lucía, perdóname, es un malentendido, yo estoy aquí solamente por
ti.
—Jamás debí abrirte las puertas de mi casa —exclama Lucía mientras
se zafa de su sujeción con un movimiento brusco—. ¡He dicho que te
largues!
Andrea intenta no llorar. Aunque también está furiosa, siente que ya no
le quedan energías para detenerla.
—Sabes que yo no soy como nuestra madre…
—¡Socorro, ¿dónde estás?! —grita Lucía, enojada y desentendiéndose
de su hermana—. ¡Trae a Pablo, no quiero que ella tenga nada que ver con
mi niño!
La ama de llaves, que permanece casi oculta en el salón principal para
espiar la escena, se siente sorprendida: al principio no hace ni dice nada
porque no esperaba que alguna de las hermanas se dirigiera a ella en una
situación así. Luego se pone en marcha hacia la cocina.
—Sí, señora, voy a traerlo, se quedó en la cocina, sentado en la mesa…
Andrea, mortificada como está, también estalla: ya nada la obliga a
mantener una farsa por una estabilidad emocional que hace tiempo no
existe.
—¡Pablo no está, Lucía! ¡No está! —grita Andrea, desesperada—. ¡Él
murió y lo sabes!
Lucía se apoya de nuevo sobre el pasamanos al escuchar a su hermana.
Lentamente se dobla hacia adelante, como si acabara de recibir un impacto
en el estómago, y comienza a llorar en silencio. Esa imagen, por muy
dolorosa que resulta para Andrea, le confirma una sospecha: Lucía aún está
dividida entre dos mundos y no se ha abandonado a sus fantasías por
completo. Todavía puede pelear. Todavía hay algo de fuerza en ella.
Todavía queda algo de esperanza.
—¡No se atreva a decir nada más! —ruge Socorro, quien se abalanza
hacia las escaleras, con un puño en alto en actitud amenazante—. Nosotros
no hemos cuidado de su hermana por tanto tiempo para que usted pretenda
hacernos a un lado como objetos inservibles.
—¡Solo digo la verdad! —exclama Andrea.
Lucía, aferrada a las barandas del pasamanos, está de rodillas sobre uno
de los escalones. Clama por su hijo en voz cada vez más baja, y sus manos
empiezan a resbalar de las barras de madera y amenazan con soltar su
cuerpo al vacío. Andrea vuelve a cogerla de los brazos y retiene su cuerpo
flácido y sin voluntad: siente los huesos de las costillas y las clavículas de
su hermana muy marcadas debajo de la blusa. No le cuesta casi nada volver
a ponerla de pie: su peso le hace recordar una de sus antiguas muñecas a
tamaño real apiladas en un almacén de la casa de su madre. «Debería cargar
a Lucía y salir corriendo de aquí», llega a pensar, pero desestima la idea:
Joaquín está en el pueblo cumpliendo su encargo y tardará algunas horas en
regresar.
—Váyase de una vez —insiste Socorro con voz contenida, lo que saca a
Andrea de sus cavilaciones—. No la necesitamos en Santa Marta.
De manera repentina, Lucía tose como si se le fuese a abrir el pecho por
completo y expulsa un líquido denso y pegajoso que mancha el vestido de
Andrea. Es sangre negra, casi coagulada. Lucía vuelve a toser y los dientes
se tiñen de espumarajo sanguinolento.
—¡Rápido! ¡Traiga agua! —ordena la joven a Socorro.
La empleada se queda en blanco por unos segundos, pensando en si
debe obedecer. Se decide y baja a la cocina.
Lucía se dedica únicamente a respirar con dificultad y Andrea le limpia
la boca, tratando de asegurarse de que poco a poco su saliva recobre su
color traslúcido. De manera sorpresiva, Lucía toma la mano de la joven y
acaricia su dorso sin decir palabra.
—Tú sabes dónde está… —le susurra a Andrea.
La joven se tarda un poco en entender a qué se refiere. Lucía pega su
cabeza a la de su hermana e intenta pronunciar una oración que no llega a
entenderse del todo. Andrea se acerca un poco más hasta estar cerca de sus
labios, secos y cuarteados como el moribundo maizal.
—Tú sabes dónde reposa él —repite.
Andrea la mira con una pesadumbre infinita y, tras una breve pausa,
asiente con la cabeza. Ante el gesto, la respiración de Lucía se acelera, pero
aun así logra emitir un último y claro mensaje.
—Sácanos de aquí…
Andrea vuelve a asentir, esta vez entre lágrimas. A esa hora de la tarde,
el sol cae a plomo sobre la hacienda y su calor se extiende a lo largo del
tejado y de las escaleras.
*
Miguelito juguetea en la carreta con unas cartas mientras Joaquín espera
la respuesta a su llamado. Está de pie frente a la casa de María. Sin hacer
ruido, Sofía abre la puerta. Lleva un pañuelo entre los dedos. Sus ojos están
inflamados. Sus ojeras son muy pronunciadas.
—Joaquín, buenas tardes, ¿otra vez por aquí? —saluda un tanto
desconfiada.
—Sofía, necesito ver a María, solo es una pregunta…
—Lo siento, Joaquín, esta vez no puedo ayudar, mi madre está muy
delicada después de la visita a Santa Marta —dice la mujer—. Entiende, por
favor.
—Solo es una pregunta, Sofía…
—No, señor, imposible —responde mientras niega con la cabeza—. No
quiero alterarla.
—Es que ustedes son las únicas que pueden ayudarnos.
—Lo siento mucho, Joaquín…
Sofía cierra la puerta y se persigna tras ella. Se queda allí, estrujando el
pañuelo entre las manos, esperando a oír que Joaquín se suba a su carreta y
se marche. Pero pasan los segundos y eso no sucede. La mujer empieza a
rezar, entrega su alma y la de su madre a todos los santos por lo menos tres
veces, y vuelve a abrir la puerta. Afuera, Joaquín sigue de pie frente a la
casa, resignado. Con las manos en los bolsillos y mirando hacia el
horizonte, trata de pensar en quién más puede ayudar en su cometido: no
quiere fallarle a Andrea.
Por eso es que, cuando ve nuevamente a Sofía en el umbral, su rostro da
paso al regocijo: es como si se le abrieran las puertas del paraíso.
*
Socorro está detrás de la casa, agachada sobre el jardín. Está
inspeccionando unas hierbas que crecen como matorrales cerca de unos
árboles centenarios. Es una tarea que realiza casi a diario, pero hoy le cuesta
más trabajo: no puede concentrarse por la tensión de lo vivido. Aún no ha
podido contarle a Fausto lo que sucedió con Andrea, pero sabe lo que este
dirá: que no pueden permitirse perder el hogar que tanto han cuidado. Ella
también siente lo mismo: su vida está en el campo, en Santa Marta. Sigue
tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera se da cuenta de los
pinchazos que recibe en medio de esos arbustos. Algunas púas y ramas se le
quedan clavadas en las manos e incluso debajo de las uñas.
Cuando al fin encuentra las hierbas rojizas que busca, las arranca de un
tirón y las guarda rapidamente en el bolsillo de su mandil.
De regreso a casa, la mujer ve salir a Fausto entre los maizales envuelto
en sudor y polvo con un bulto a la espalda. Socorro no necesita estar cerca
para adivinar el olor a muerte de las aves que lleva en el saco. El hombre
rodea la casa sin acercarse, y cuando ve a su hermana, solo dirige un saludo
con el sombrero. Ella le devuelve el gesto con un ligero asentimiento.
Antes de ingresar, la ama de llaves se detiene en seco a contemplar el
sol que ya empieza a caer en las lejanías, con una nostalgia tal que es como
si fuera la última vez que calentara para ella. La opaca y densa neblina
empieza a levantarse desde el bosque y el frío que trae el fuerte viento la
devuelve a la realidad.
«Dentro de poco anochecerá y mañana la familia Blanco se irá para
siempre», piensa.
*
La noche ya ha pintado el cielo de azul oscuro y los maizales se agitan
cada vez más con la brisa. Andrea se acerca a la ventana de su habitación.
Está intranquila, espera noticias de Joaquín. Quiere contarle también que
mañana ya no estarán en la hacienda. Por alguna razón, sospecha que la
separación no será fácil, pero confía en que todo saldrá bien: está
acostumbrada a las despedidas.
A un lado, sobre la cama, descansan sus maletas abiertas.
«Esta no soy yo», piensa cuando de casualidad se cruza frente al espejo
del tocador. La imagen que contempla es de otra mujer, no de la que llegó
de la capital. Su corta estancia en aquella residencia le ha dado a su rostro
rasgos de dureza y desconfianza, algo que nunca pensó que le traería la vida
en el lejano campo.
Unos golpes en la puerta interrumpen su reflexión.
Andrea se queda estática. Prefiere guardar silencio y no tener que
atender. No cree que sea Lucía. Ella la llamaría directamente. La puerta
vuelve a sonar, esta vez con más insistencia. Se acerca y la abre con mucho
cuidado. No sabe lo que puede haber detrás.
—¿Puedo pasar? —se escucha una voz casi susurrante.
Es Socorro.
—¿Qué es lo que desea? Váyase, por favor —dice Andrea—.
Hablaremos después, aún estoy molesta.
—Discúlpeme, señorita, solo será un momento…
Andrea no hace caso y procura cerrar la puerta, pero la empleada coloca
rapidamente una mano en el marco, ansiosa para que la escuchen.
—¡Basta, Socorro! —exclama Andrea, algo exasperada—. Quiero
descansar, mañana será un largo día… Váyase por favor.
—Esto le pertenece, señorita.
Socorro extiende el documento robado de la cesión de propiedad.
Apenas lo ve, Andrea vuelve a recordar todo lo que sucedió en el almuerzo
y se encoleriza. Abre la puerta para encarar a la mujer.
—¿Por qué lo hizo? —pregunta Andrea—. ¿Quién se cree usted para
meterse en mi vida y la de mi hermana?
La ama de llaves intenta responder, pero el corazón se le petrifica
cuando ve las maletas sobre la cama. Le duele verlas. Baja la mirada.
—Señorita, usted… usted no entiende… —dice—, yo también estoy
cansada de todo esto.
—Esa no es excusa para haber hecho lo que hizo…
La apariencia senil y bondadosa de Socorro ya no tiene ningún efecto en
Andrea.
—Solo quiero lo mejor para mi señora… Perdóneme, señorita, perdí la
compostura, no sé lo que me pasó.
Y a continuación, agrega:
—Veo que ya empezó a empacar. ¿Necesita ayuda?
—No, y quiero que te quede claro esto: «su señora», su contratante, la
dueña de Santa Marta junto a Alberto, es mi hermana —dice Andrea
tratando de pronunciar cada palabra con el suficiente énfasis—. ¿Lo
entiende? Es mi hermana, es mi sangre, no la suya.
Socorro ya no intenta hablar. Solo la mira con ojos sumisos. Su
mandíbula tiembla.
—Quiero que le quede bien claro: esta es la última vez que usted se
toma esas libertades y me habla de esa forma —advierte Andrea, y en este
punto baja un poco la voz—. Mañana saldremos todos temprano. Yo sé que
Lucía la estima y la considera parte de su familia. Por lo mismo, puede
venir con nosotros si lo desea. El señor Fausto también es bienvenido.
De pronto, las lágrimas se asoman a los ojos de la mujer.
—Muchas gracias, señorita Andrea, es usted muy buena, y por favor,
perdónem…
—Lo hago por Lucía —añade Andrea—. De mi parte, usted no se
merece nada.
Luego cierra la puerta.
*
Sofía aún duda sobre si está haciendo lo correcto, pero también entiende
que su madre se merece una oportunidad para enfrentar sus recuerdos.
Joaquín, además, ya está en el recibidor de la casa que, a pesar de que el sol
todavía ilumina las calles, permanece en penumbras por dentro. Al fondo
del corredor está la habitación de María: ella descansa en una cama
precaria. Un paño húmedo reposa sobre su frente y tiene la boca dirigida
hacia arriba con los labios ligeramente abiertos, como si le costara respirar.
—¿Mamá? —susurra Sofía mientras le retira la compresa del rostro—.
Despierta, mamá…
Joaquín se siente apenado por la escena. El estado de María es
alarmante y se pregunta si es lo correcto estar ahí. La mujer abre los ojos de
manera paulatina y pide un poco de agua. Sofía asiente y sale hacia la
cocina. Joaquín se queda de pie, observando a María, quien apenas
permanece consciente. Un tanto impaciente, mira a su alrededor y ve que
sobre la mesa de noche hay cartas viejas y pinturas al óleo de una gran casa
que podría ser la de Santa Marta, pero rodeada de una frondosa vegetación.
Una de ellas es diferente: muestra una antigua estructura que se desvanece
hasta mezclarse con las hojas secas del otoño. Joaquín devuelve la mirada
hacia la anciana y se percata de que esta lo contempla en silencio.
Sofía ingresa, esta vez con una taza de agua y un cuenco. El aire de la
oscura habitación se llena del aroma de la infusión de manzanilla.
—Mamá, Joaquín ha venido a hacerte una pregunta puntual, no tardará
mucho —dice la mujer con cierto apremio—. ¿Verdad joven?
—Sí, señora, su hija tiene razón… —asiente Joaquín, mientras saca
temerosamente de su bolsillo la hoja con el dibujo del pentagrama.
María, con dificultad, encuentra la posición correcta sobre el respaldo
de la cama para analizar la imagen.
—La señorita Andrea… —explica Joaquín— necesita saber si usted
conoce esta…
De improviso, la expresión de María cambia por completo a una de
inmenso terror.
—¡Están marcados! —dice con agitación.
Con rapidez, Sofía coge las manos de su madre que no paran de
sacudirse de horror.
—Tienen que sacarlos de allí, tienen que sacarlos… —delira María,
quien empieza a toser fuertemente al ahogarse con su propia saliva.
—Váyase de aquí, por favor —pide la hija, alarmada.
Joaquín agradece, se despide y da media vuelta, dispuesto a marcharse.
Ya ha salido al corredor cuando escucha que María gime algunas palabras
entrecortadas que, al principio, no se entienden.
Se percata de que se trata de una simple melodía que le resulta bastante
familiar.
Lamentos del viento
dicen que la noche...
La canción coincide con el compás de lo que silba don Fausto cuando lo
encuentra en el maizal. «Estoy seguro de que también he escuchado tararear
lo mismo a Socorro cientos de veces», piensa.
Lamentos del viento
quédate en el bosque...
Joaquín regresa a la habitación sin más intenciones que las de averiguar
la procedencia de aquella letra. Sofía, al verlo, pierde la paciencia.
—Le pedí que se retirara.
—Perdónenme, señora, pero… esa canción, ¿dónde escuchó esa
canción?
La anciana sigue canturreando, distraída en su memoria, perdida en sus
recuerdos.
Cuando el diablo baila
a la medianoche…
—Él conjuraba… —se interrumpe ella misma—, don Ignacio disfrazaba
de canciones los conjuros al demonio.
Joaquín sabe que debe regresar a la hacienda cuanto antes. A tropiezos,
abandona la habitación a la carrera y estrella la puerta de la casa al salir.
Miguelito, recostado sobre los sacos de tierra de la carreta, se sobresalta al
oír el ruido y, desconcertado, observa cómo el hombre desata con
brusquedad al caballo. Es evidente que sus manos se han vuelto torpes por
alguna razón. Por eso siente cierto recelo cuando Joaquín se dirige hacia la
parte trasera del vehículo para coger su escopeta: no desea que se le escape
ningún disparo por accidente. Unos cuantos segundos más y se pierden
rumbo a los grises campos de cultivo.
*
Andrea repasa su cabello con el peine una y otra vez, sentada frente al
espejo de su tocador. A un lado del armario, las maletas descansan apiladas
una sobre la otra, listas para el largo viaje.
Esta noche tiene planeado no dormir: debe ayudar a empacar a Alberto
y Lucía.
De la nada, unas pequeñas piedras golpean el vidrio de la ventana.
Andrea detiene el peine a mitad del trayecto entre la cabeza y sus hombros.
No le queda duda quién puede ser, pero tampoco quiere detenerse a
averiguar. «No hay tiempo que perder», se dice ella misma frente al espejo,
tratando de mentalizarse para no sentir miedo. Por algunos segundos más,
las piedras continúan cayendo sobre la ventana, hasta que todo queda en
silencio. Ni siquiera el viento parece hacer su clásico ruido. Andrea se pone
de pie, decidida a mirar por la ventana, pero en eso ve cómo el cuerpo sin
vida de un pájaro, convertido en un proyectil, se estrella contra el vidrio y
lo resquebraja. Las grietas quedan salpicadas de pequeñas manchas de
sangre por el impacto. La joven, asustada, abre la ventana. Por un instante
se siente aliviada: allí afuera no hay nadie. Pero pronto vuelve el
desasosiego: el columpio está chirriando y, parado sobre él, con las manos
aferradas a las cadenetas, se encuentra el pequeño Pablo.
El niño casi no se mueve: solo la observa con fijeza.
—¿Qué quieres de mí, Pablo? —susurra Andrea.
Entonces sale al pasadizo, baja las escaleras, cruza el salón principal,
abre la puerta y mira en dirección al columpio, pero Pablo ya no está. La
mujer se acerca hasta que ve que, allí donde antes estaba el niño, ahora solo
revolotean hojas de papel garabateadas como las que adornan las paredes de
su habitación. El filo de uno de esos papeles le acaricia los pies y empieza a
alejarse por el viento, pero ella lo detiene colocando un pie encima y lo
recoge. En el dibujo hay un niño frente a una pequeña cabaña que tiene la
puerta pintada de color rojo. Al levantar la mirada, Andrea se encuentra con
la de Pablo que la observa fijamente desde el sendero que conduce al
maizal. Con el rostro inexpresivo, el pequeño se queda quieto durante unos
segundos. Luego se sumerge entre las sombras de las mazorcas. La mujer lo
sigue sin titubear con la hoja entre las manos. Al adentrarse en los maizales,
la joven percibe el olor de la cosecha completamente negra y putrefacta.
—¿Estás ahí, Pablo? —pregunta, cada vez más tensa.
Andrea sigue el camino a través de los maizales por donde vio a Pablo
hasta que se estrella con el frondoso y oscuro bosque. Allí, al pie de uno de
los árboles más grandes, está él, pálido como la bruma de la mañana. Sin
esperarla, el niño se adentra en la floresta. La joven acelera el paso
empapándose los pies de lodo y tratando de esquivar los pájaros muertos
que aparecen por todos lados. Andrea camina durante varios minutos hasta
casi perder el sentido de la orientación. Igual piensa en emprender el
camino de vuelta a casa: la imagen de Pablo se ha esfumado varios metros
atrás, y ya ni siquiera escucha sus pisadas, pero aun así decide avanzar un
poco más. Pronto encuentra un claro en medio de los árboles donde cae la
luz de la luna. Se trata de una zona donde hay árboles talados. Y allí, en el
centro de ese descampado inusitado, se erige una cabaña de madera
carcomida sin más pintura que el color rojo de la vieja y agrietada puerta.
Andrea tarda poco en advertir que se trata de la misma casa del dibujo.
Al acercarse a ella, comprende que adentro debe estar la respuesta a lo que
sucede en Santa Marta. La puerta ni siquiera está cerrada, de tan
despostillado que se encuentra el umbral. En el interior, la silueta de Pablo
está frente a los restos de una fogata que parece haber sido apagada hace
poco: el aroma de la madera y el carbón inundan el ambiente, y todavía
crepitan algunas pequeñas brasas en la chimenea.
Segundos después, Pablo se pierde en la oscuridad de la cabaña y
Andrea con él.
*
CAPÍTULO X
Joaquín cabalga hacia la hacienda con los músculos de los brazos ya casi
entumecidos de tanto agitar las riendas del caballo para acelerar la marcha.
A esa velocidad, el viento prácticamente golpea su rostro.
—¿Qué pasa? —se anima a preguntar el niño sujetando a su primo por
la espalda.
—Son ellos —exclama Joaquín sin dejar de mirar al frente—. Fausto y
Socorro están conectados con todo esto, y no me preguntes por qué. Solo lo
sé. Tienen que ser ellos.
De pronto, el caballo frena bruscamente ante una sombra que se cruza
por el camino. La carreta queda congelada en el aire antes de caer y
deshacerse sobre el suelo pedregoso. Joaquín y Miguelito salen disparados a
gran velocidad y ruedan varios metros sobre la tierra. Casi al instante, el
animal, invadido por el pánico, se levanta y fuga del lugar, dejando
abandonados a los jóvenes quienes, adoloridos, todavía están tratando de
comprender qué es lo que ha sucedido.
Cuando Joaquín recupera el aliento, lo primero que hace es buscar con
la mirada a Miguelito. Lo único que logra es ver a Pablo.
—¿Miguel? —susurra Joaquín, asombrado, intentando creer que se trata
de una alucinación provocada por la caída y las sombras de la espesa noche.
—Yo también lo veo, Joaquín —dice Miguelito unos cuantos metros
atrás, de rodillas y sacudiéndose el polvo de la chaqueta—. Ese es Pablo…
—Pero no es posible, él… está muerto... —responde Joaquín, incrédulo,
a pesar de tener la viva imagen del niño frente a ellos.
Pablo continúa su rumbo en silencio e ingresa al inmenso bosque
contiguo al sendero.
—Vamos, Joaquín, sigámoslo —dice Miguelito.
—Es peligroso…
—Pablo nunca nos haría daño.
Tras asegurarse de que solo tiene raspones y magulladuras, Joaquín se
levanta a trompicones y busca la escopeta que ha caído mucho más allá:
hace unas cuantas pruebas con el gatillo para cerciorarse de que no está
trabada y lo deja sin el seguro de protección. «Si tengo que disparar, lo
haré», piensa. Decide hacer caso a Miguelito y van tras las huellas del
pequeño y misterioso niño.
*
Dentro de la cabaña no hay electricidad. A tientas, Andrea encuentra un
candil y lo enciende cuidando de que sus manos temblorosas no le jueguen
una mala pasada. De a pocos, el espacio se ilumina y revela antiguos
muebles cubiertos con sábanas raídas y amarillentas. Frente a ella está la
entrada de lo que parece ser una habitación. Andrea levanta la flama a la
altura de sus ojos y puede ver sobre la pared viejas fotografías cubiertas de
una densa capa de polvo. Raspa una de ellas con los dedos hasta que su
imagen se esclarece: es el retrato del hombre con sombrero de ala ancha,
don Ignacio.
La joven siente cómo el frío recorre toda su piel, pero sabe que no debe
detenerse.
Se acerca a una segunda fotografía y, tras limpiarla, distingue a una
sonriente Alicia, la esposa del señor Ignacio: en el margen del marco hay
una pequeña frase escrita a mano que reza «Para Alicia, la mujer de mi
vida». Corroborar algo de humanidad y calidez en la vida de ese temible
sujeto calma un poco los temores de Andrea. «El amor ennoblece hasta a
los monstruos», se dice en voz baja para sentirse acompañada.
De repente, un golpe de aire abre una de las ventanas de la habitación.
Empujada por el viento, una caja de música cae desde lo más alto de una de
las repisas y queda con la tapa abierta: solo logra tocar un par de notas
musicales antes de detenerse en seco, averiada.
La ventana llama la atención de Andrea: debajo hay una pequeña mesa
de noche en la que descansa un sobre también cubierto de polvo. La joven
se acerca lentamente, pero al intentar tomarlo, caen de su interior varias
fotografías sueltas: son las imágenes en blanco y negro que faltaban en el
álbum que encontró en el cofre de la biblioteca, en el «baúl del diablo».
En una de ellas aparece don Ignacio al lado de Alicia, y en otra ella está
sentada en una banca al lado de dos pequeños, un niño y una niña. En ese
rato, la caja de música, que antes se había detenido, comienza a girar
lentamente, y es allí cuando Andrea se percata de a quién ha oído tararear
esa melodía en la casa: a la ama de llaves cuando preparaba el té o atendía a
Lucía en su habitación. En una fotografía amarillenta aparece don Ignacio
detrás de una niña que juega en el columpio de Santa Marta, y como un
relámpago le viene a la mente cuando Socorro le confesó que, de pequeña,
su padre solía mecerla en uno igual. Y en otro retrato están el niño y la niña
cogidos de la mano con una ligera sonrisa sobre el rostro.
Andrea se da cuenta de que la última imagen no es una fotografía sino
un papel rasgado, al parecer arrancado de algún cuaderno de dibujo de
Pablo. Aun cuando se trata solo de un bosquejo, la idea es clara: Fausto y
Socorro bailan con el diablo en medio del oscuro bosque.
La caja de música continúa girando lentamente y es mucho más
reconocible aquella extraña y tétrica melodía de Lamentos del viento.
—Socorro y Fausto son los hijos de los antiguos propietarios de la
hacienda —concluye Andrea en un susurro para sí—. Por eso se comportan
así con Lucía: quieren seguir viviendo aquí a como dé lugar.
Andrea está a punto de salir de la cabaña y encarar a los dos hermanos
en la residencia cuando escucha una serie de pasos en la habitación
contigua. «Pablo está allí», piensa mientras camina hacia ese lugar. Pero lo
que ve hace que tambalee y deba apoyarse en el resquicio de la puerta: el
mismo pentagrama que ella vio en la espalda de su hermana está dibujado a
gran escala sobre el piso, y sobre este, una sábana cubre por completo una
forma humana. Aunque el viento frío se cuela por las ventanas y amenaza
con apagar el candil, todavía es capaz de sentir el olor pútrido bajo la tela.
Más aún, a media luz puede darse cuenta de que la figura está compuesta
con trazos coagulados de sangre. En el borde de la desesperación, y a pesar
de sentir náuseas por la grotesca imagen, Andrea decide retirar la sábana: de
inmediato, moscas e insectos salen disparados de su escondite en todas
direcciones.
El pequeño rostro es lo único que puede reconocerse de ese cuerpo
descompuesto.
Es Pablo.
Andrea, aterrada, siente que no puede respirar y cae de rodillas y llora a
gritos: es lo que más quiere hacer en el mundo desde que llegó a Santa
Marta. En medio de sus lágrimas, se percata de que muñecos de tela y
cabello humano adornan el cuerpecito de su sobrino. Y es allí cuando todo
cobra sentido.
—¡Lucía! —dice llevándose la mano a la boca.
Andrea corre por el bosque a la luz de la luna. No le importa resbalar
varias veces ni los cortes que producen los ramalazos de los arbustos en
brazos y piernas: la sensación de rabia e impotencia por lo que acaba de
enterarse es mucho mayor que su dolor físico.
Un pensamiento también cruza su cabeza: si Fausto llega a saber que
ella ha ingresado a esa cabaña, Lucía y Alberto corren un grave peligro.
—Ellos asesinaron a Pablo, ellos asesinaron a al pobre de Pablo… —se
dice a sí misma una y otra vez sin titubear, como un mantra.
Antes de llegar a la casa, la joven se detiene para recuperar el aliento y
calcular exactamente cómo es que enfrentará a los sirvientes. Sabe que no
tiene una estrategia clara: solo retuerce el rosario rojo que lleva en el
bolsillo para sentirse protegida. Ya en la entrada, intenta abrir la puerta con
sigilo para que no se enteren de su presencia.
Lo que encuentra la deja clavada en su sitio. Todos la están esperando
para la ceremonia final.
La mesa del salón principal está atiborrada de velas rojas y figuras en
miniatura hechas de sal. Sentada a la cabecera se encuentra Lucía con la
mirada vacía posada en el centro del mantel, donde se han trazado líneas
geométricas similares a las del pentagrama. De pie detrás de su hermana
está Socorro, quien acaba de susurrarle algo a los oídos y colocado sus
manos sobre los hombros, como para afianzarla más en su sitio. La
empleada no se muestra intimidada ni sumisa ante Andrea: por el contrario,
sonríe, y hace un gesto de bienvenida con la cabeza. Unos cuantos metros
más allá se encuentra Fausto, también de pie, con los brazos cruzados y una
mirada desafiante y turbia.
Ambos se han puesto sus mejores trajes para la ocasión y los lucen en la
penumbra.
—Lucía, hermana, no los escuches, son los que asesinaron a… —dice
Andrea temblando tratando de adaptarse a la situación.
—Lamentablemente ella no puede entenderte en este momento querida
—contesta Socorro con hielo en la voz.
Apretando los puños, Andrea se acerca hacia la mesa con precaución.
—Ustedes dos nos engañaron todo este tiempo...
Socorro le sostiene la mirada sin pestañear, mientras que Fausto voltea a
verla conforme la joven se acerca: espera instrucciones.
—Pablo los descubrió... entró al bosque y por eso ustedes lo mataron —
acusa Andrea.
—Es el precio que deben pagar los que nos persiguieron —exclama
Fausto con solemnidad—. Nosotros pasamos años escondidos como ratas
en ese maldito lugar.
—Cuando María escapó, papá supo que la gente del pueblo vendría por
él —confiesa Socorro—. Y así fue como nos quitaron todo, nuestra
infancia, nuestro futuro. Pero antes de irse, papá nos enseñó a usar su poder
y conocimiento. Y él está por regresar.
Andrea no puede creer lo que oye de los empleados: todo rastro de
humanidad se ha esfumado de sus miradas.
—¡Ustedes son unos psicópatas! —grita Andrea intentando saber más
para ganar tiempo y encontrar la forma de neutralizarlos—. ¡Ustedes están
tan muertos como aquellos a quienes amaban!
—Nosotros hemos asegurado los cuerpos para que papá y mamá
vuelvan de la muerte —responde Socorro con serenidad—. Eso es amor, no
locura.
—¿Cuerpos? —pregunta Andrea con extrañeza.
—Papá ya tiene el suyo —interviene Fausto con voz cavernosa mientras
estira uno de sus largos brazos y señala al segundo piso, hacia la habitación
de Alberto.
—Preparar el cuerpo de mamá nos costó más trabajo y tiempo —
comenta la ama de llaves a la vez que coge un mechón de cabello de Lucía
—. Y más con usted aquí presente, entrometiéndose en lo que no le
importa.
Y voltea a mirar a su hermano para hacerle un comentario siniestro:
—Pero fíjate, Fausto, la señora es perfecta para mamá.
—Lo es, hermana, lo es —dice el hombre que ha cogido una manzana
de la mesa y la devora lentamente—. Mamá seguirá siendo hermosa.
*
Joaquín y Miguelito solo escuchan las pisoteadas que el niño hace entre
los arbustos, pero prácticamente no pueden ver nada: el follaje es cada vez
más denso al punto que después de un rato temen por sus vidas.
—Ten cuidado por dónde pisas —dice Joaquín a su pequeño compañero
—. Podemos estar cerca a alguna quebrada del río o caer en una trampa
para animales.
—No, no lo creo —responde Miguelito, apresurado y agitado—. Pablo
era mi amigo, yo crecí con él, y siempre fue muy noble. Más bien creo que
trata de decirnos algo o llevarnos a algún lado.
—¡Pero necesitamos rescatar a Andrea! Bueno, a la familia Blanco —
dice Joaquín, como quien acaba de recordar su misión original.
Los dos siguen caminando hasta que encuentran un claro en el bosque.
Allí, en el centro, está la cabaña de la puerta roja, que está abierta.
Alguien ha arrojado un candil en la entrada y la flama se niega a morir a
pesar de los golpes del frío viento que no deja de agitar todo a su paso.
—¡La leyenda era cierta! —grita Miguelito—. Mira, Joaquín, la famosa
cabaña de la que tanto se habla en el pueblo. Entremos. Quizá Pablo esté
allí.
Joaquín frunce el ceño. Presiente que detrás de esto hay algo mucho
más grande e inimaginable y que tiene que ver con Andrea. Apunta el
cañón de la escopeta hacia delante e ingresa él primero.
*
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
Alberto golpea la cabecera de madera de su cama de manera insistente y
hace que todos agucen el oído y miren hacia el segundo piso.
De improviso, se escucha una serie de pasos que corren con destreza
entre el estudio y las demás habitaciones. Y caen piedrecillas sobre los
ventanales de toda la casa.
Padre e hijo —lo que queda de ellos— están tratando de llamar la
atención en medio de esa oscuridad.
—Quédense con la casa… —dice Andrea en un intento de negociar. En
vano fuerza su voz: esta se quiebra por los nervios—. Déjenme que lleve a
mi hermana y Alberto.
Socorro y Fausto apenas alcanzan a escuchar la debilitada voz de la
joven.
—¿Qué dice? —pregunta Fausto.
—Que nos podemos quedar con la casa, querido hermano —responde
Socorro y parte a reír.
—¡Pero si esta casa es nuestra! —explica el hombre con cierto recelo—.
¿Cómo puede usted decirnos que nos obsequia algo que siempre ha sido
nuestro?
—Ustedes solo son simples invitados nuestros. Es lo único que son
señorita —responde la empleada.
—Por favor, dejen que nos vayamos de aquí —suplica Andrea,
desesperada.
Fausto no espera más: con solo un par de largos pasos alcanza a Andrea
y la coge rápidamente del brazo con fuerza para apresarla.
—¡Lucía, despierta! ¡Hermana! ¡Pablo está muerto, Lucía! ¡Y fueron
ellos quienes mataron a Pablo! ¡Despierta, hermana! ¡Despierta por favor!
Fausto coloca su huesuda mano sobre la boca de la joven. Esta, en un
intento por zafarse de su captor, logra morderle los dedos. El hombre da un
grito y arroja a Andrea sobre un espejo, que se hace trizas y cae al piso. La
mujer, adolorida y con cortes en el cuello y el rostro, intenta mantener la
cordura y pensar en una solución.
Arriba, Pablo sigue su carrera a lo largo de todo el corredor. Eso es lo
que le da una idea a Andrea.
—Ustedes no se saldrán con la suya —dice la joven mientras patea
algunas esquirlas de vidrio al intentar levantarse—. Pablo también está aquí
y quiere venganza.
—¡Guarde silencio! —exclama Socorro, quien le lanza una mirada
fulminante.
—¡Sí, ustedes temen a Pablo porque saben que nunca los dejará en paz!
—grita Andrea.
Arriba, el escritorio y las sillas del estudio empiezan a ser arrastrados y
a golpear el piso de madera, lo que hace retumbar el tejado y toda la casa.
Unas cuantas ventanas del segundo nivel también estallan.
Las piernas temblorosas de Andrea apenas pueden mantenerla de pie,
pero su indignación la sobrepone. Sabe que debe hacer justicia a su familia.
—Pablo… —empieza a musitar Fausto, quien nunca ha sentido la
demostración de fuerzas del niño—, Pablo está enojado, hermana, Pablo
vendrá por nosotros…
—No digas tonterías… —responde Socorro con acritud—. Papá nos
enseñará a contrarrestarlo, papá lo devolverá a los muertos. No hagas caso.
—No lo sé, hermana, no lo sé, yo veo a Pablo todo el tiempo, me sigue
a cualquier parte donde yo vaya y nunca dice nada, solo me mira —dice
Fausto mientras se lleva ambas manos a la cabeza y se la frota con
desasosiego, como intentando encontrar respuestas dentro de ella.
«Por eso los papeles en blanco, por eso los colores cerca de su tumba»,
piensa Andrea. Acaba de percatarse de que aquel hombre siempre fue un
perturbado psiquiátrico. O que Pablo lo volvió loco.
Pablo.
Pablo.
Pablo.
Pablo.
Aquel nombre resuena en lo más profundo de Lucía, quien comienza a
recobrar el movimiento de manera pausada, como si despertara de un
profundo sueño.
—¿Pablo? —pregunta la mujer.
Visualiza todo lo que hay en el salón principal —una mesa con objetos
de misa negra, Fausto y Socorro de pie con mirada perturbante, Andrea
sangrante al lado de un espejo destruido— y grita con fuerza, grita el pavor
y el dolor que la consumen por igual, todo lo que lleva contenido en el
pecho desde hace mucho.
A lo lejos, el grito de Lucía atraviesa el maizal y llega al bosque, hasta
la cabaña que Joaquín y Miguelito están explorando. El viento frío se ha
encargado de llevar su voz hasta ellos. Los dos hombres se miran a los ojos
y saben lo que tienen que hacer. Salen. No llegan a encontrar el cadáver de
Pablo.
—¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué está pasando aquí?! —chilla Lucía
desquiciada.
—Descuide, señora, su hermana tuvo un pequeño accidente, solo es eso
—explica Socorro con cinismo.
—¡Es mentira! Lucía, escúchame: Pablo está muerto… —revela Andrea
—. Está muerto porque Fausto y Socorro lo mataron. Mataron a tu hijo.
Los sirvientes se miran entre ellos. La mujer hace un gesto y Fausto
entiende el mensaje: que se encargue de Andrea cuanto antes.
—¿Qué ocurre, Socorro? —pregunta Lucía, todavía sin entender del
todo—. ¿Dónde está Pablo?
—En su habitación, señora, no haga caso, no se preocupe… —responde
la mujer con la mejor de sus sonrisas—, él está durmiendo…
—No, Lucía, no está durmiendo, está muerto, Pablo está muerto… —
insiste Andrea mientras hace lo posible por alejarse de Fausto, quien se
acerca a grandes trancos—. Y ahora también pretenden matarnos a
nosotros.
Lucía, acostumbrada a vivir en estado de negación, actúa como si no
escuchara las advertencias de su hermana: se pone de pie casi trastabillando
y sube las escaleras como puede en busca de su hijo. Fausto logra atrapar a
Andrea y la carga en brazos para llevarla hacia el maizal, sin hacer caso a
sus gritos. Socorro, por su parte, corre hacia la cocina y toma un cuchillo.
La mujer ni siquiera se molesta en esconder el arma y va detrás de Lucía.
Andrea alcanza a ver brillar la hoja de metal, pero no puede hacer nada,
aprisionada como está.
Socorro llega al segundo piso antes que Lucía y se detiene frente a ella.
—Déjeme ayudarla, señora, no vaya a hacerse daño y lastime su frágil
cuerpo —dice la ama de llaves con tono meloso—. Necesitamos ese
cuerpo...
Una mano la estira hacia la desconcertada madre. La otra, oculta detrás
de su encorvada espalda, empuña el filoso y letal metal.
Como si intuyera el peligro y tratara de alertar a su esposa, Alberto
vuelve a golpear con el brazo de manera insistente. Pablo no deja de aportar
lo suyo y, por momentos, la casa entera retumba. Socorro pierde la
paciencia ante el ruido constante y el crugir de las ventanas.
—¡Cállese! —le grita la empleada al señor de la casa mientras sostiene
a Lucía—. ¡Ya iremos por usted!
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
De pronto, la mujer se percata de que la puerta de la habitación de
Alberto está completamente abierta. Más temprano, ella lo había dejado
cerrado con llave.
Una sospecha la invade.
Socorro, completamente desquiciada, suelta a Lucía y corre hacia la
habitación del hombre. Al llegar, encuentra la cama vacía.
—¡¿Dónde está?! —pregunta, furiosa, revolviendo las sábanas—. ¡No
puede irse! ¡Él es mío!
Después de buscar en el armario, la mujer se dirige hacia el estudio. «Es
el único lugar donde podría haberse refugiado», piensa. Al llegar, también
lo encuentra vacío. Un ligero sonido proveniente del escritorio llama su
atención. Alguien intenta ocultarse y se arrastra. Con sigilo, se acerca y
encuentra a Lucía sentada sobre el suelo, completamente aterrorizada.
—¿En dónde se esconde su esposo? —pregunta Socorro con los ojos
inyectados.
Lucía trata de cubrirse el rostro, asustada ante esa imagen desquiciada.
—Venga conmigo, señora Lucía, todo va a estar bien… —dice la ama
de llaves bajando la voz.
A continuación, se abalanza sobre Lucía, la coge de los cabellos y la
arrastra por el estudio y el corredor amenazándola con el cuchillo. Al
intentar bajar por las escaleras, una sombra embiste a la mujer sin lograr
derribarla: es Alberto. Aun con las manos rígidas, logra engarzar sus dedos
en el cuello de Socorro y oprime todo lo que puede. Confía en que pueda
hacer daño.
En un intento desesperado por escapar, la empleada da un pie en falso
sobre la baranda y ambos, víctima y victimario, ruedan por las escaleras.
Gemidos y sonidos secos anuncian huesos quebrándose. Manchas de
sangre quedan regadas en los peldaños.
Tras lo que parece una eternidad, la pareja llega al pie de la escalera,
entrelazada. Con mucho esfuerzo, Socorro se saca de encima al hombre casi
inconsciente y se desabrocha el botón del cuello de la blusa: necesita
respirar, aun se siente al borde de la asfixia. Pero, al intentar levantarse, un
dolor intenso la hace estremecerse: tiene las piernas rotas. En su rostro se
dibuja un rictus de pavor: está indefensa.
En ese lapso, Alberto gira su cuerpo lastimado lentamente y muestra
unos ojos dolientes que, con ansiedad, buscan los de su esposa.
Lucía contempla la escena desde lo alto y ni siquiera puede gritar.
Alberto tiene el cuchillo clavado en el pecho.
—Cien años junto a ti… —susurra Alberto, agónico.
Lucía ha bajado las escaleras y colocado la cabeza de su esposo sobre su
regazo. El hombre se ha arrancado él mismo el cuchillo y la sangre mana a
borbotones. La mujer llora, inútilmente intenta detener la hemorragia con
sus manos, pero él solo la contempla y acaricia su frente y sus mejillas con
amor, tal como hacía con las teclas del piano cuando tocaba para ella.
—Ya no podrán llevarme… —dice Alberto mientras sus ojos se llenan
de lágrimas.
Lucía asiente y besa su mano.
—Cuida a nuestro Pablo… Cuida a nuestro pequeño niño... —le pide
ella como último deseo.
El hombre ya no logra escucharla.
La casa queda envuelta en un silencio sepulcral. Socorro, aferrada a los
barandales de los primeros escalones, se muerde los labios para no tener
que quejarse y pasar desapercibida, pero no puede: la mujer prácticamente
rumia su dolor. Lucía, todavía llorosa y sin decir una sola palabra, hace a un
lado el cuerpo sin vida de su esposo y se levanta para coger un pesado
candelabro de uno de los muebles del recibidor. Tras acercarse a la mujer a
quien abrió las puertas de su hogar, alza el candelabro hasta lo más alto y,
sin escuchar sus sollozantes súplicas de piedad, lo estrella sobre su cabeza
una y otra vez.
Lucía pierde el sentido del tiempo. Solo se detiene cuando ve que ya no
tiene sentido seguir malgastando las pocas fuerzas que le quedan: el rostro
de Socorro ha quedado irreconocible.
La piel abierta se ha convertido en colgajos completamente
sanguinolentos.
Se escucha el golpeteo metálico del candelabro que rebota contra el
piso.
Lucía, traumatizada y débil, se limpia mecánicamente las manos
cubiertas de sangre en su vestido y voltea en el preciso instante en que una
silueta espigada de negro aparece por la puerta del salón principal: es don
Ignacio. Esta vez el hombre se saca el sombrero y deja sus ojos
completamente al descubierto.
El corazón de la mujer, cada vez más desbocado por todo lo que acaba
de suceder, se detiene.
*
Andrea lucha inútilmente por zafarse de sus ataduras de pies y manos.
Fausto la ha dejado recostada sobre una piedra y da vueltas a su alrededor,
aún sin saber lo que hará con ella. En la mano derecha lleva un machete y
cada cierto tiempo lo apunta amenazadoramente hacia la joven.
El hombre no deja de murmurar. Es como si estuviera discutiendo
consigo mismo.
—Ella me obligó… —susurra Fausto—. Me convirtió en este monstruo,
yo no quería, yo no quería…
Luego de varios minutos deja de cavilar y se coloca muy cerca a los
oídos de Andrea.
—Señorita, lo siento —susurra y baja la cabeza con sumisión—. Lo
lamento mucho, pero debo irme lejos de aquí y no puedo… —y levanta el
machete en dirección a su cabeza— no puedo dejarla… con vida.
Andrea sabe que ese criminal no duda en hacer lo que dice. En
fracciones de segundo pasan por su mente nebulosas escenas suyas cuando
niña con su hermana, de ambas jugando con su madre, y después ella
humillándolas ya adolescentes. La joven, con una fugaz nostalgia, intenta
mirar al cielo por última vez y ve que el hombre se ha quedado congelado,
con el arma empuñada, mirando hacia un árbol: allí, entre las sombras que
produce la luz de la lámpara a petróleo, está Pablo, con la mano en alto,
indicándole que se detenga.
A lo lejos resuena un disparo y Fausto, que se encuentra erguido frente a
la mujer, abre los ojos de manera desmesurada y da un grito que hace eco
en todo el bosque.
Una bala le ha atravesado la espalda con precisión.
Entre la floresta aparecen Joaquín y Miguelito. El pequeño corre a
desatar a Andrea mientras Joaquín sigue apuntando al herido.
—Ella me obligó… ella… me obligó… —repite Fausto cada vez más
bajo con la boca hundida entre los hierbajos y las hojas secas.
Pablo continúa observándolos, sin moverse de aquel árbol en lo
absoluto.
—¿Qué te hicieron? —pregunta Miguelito a su antiguo compañero de
juegos. Todos sienten que la adrenalina generada al enfrentar a Fausto da
paso a un enorme desasosiego por la imagen impávida del niño.
De la nada, una bandada de pájaros hace una ruidosa aparición para
posarse, uno a uno, sobre Pablo. Algunos caen muertos a su alrededor
apenas lo tocan, pero otros logran formar un gran círculo que los contiene a
todos, hasta provocar que la figura del niño se desvanezca entre ellos.
Andrea, Joaquín y Miguelito corren hacia él y espantan a los animales, pero
descubren que Pablo ya no está: ha desaparecido. Los tres se miran
confundidos hasta que la joven recuerda lo que queda pendiente.
—¡Tienen a Lucía! —exclama y corre hacia la casa.
*
Andrea no deja de llorar con desconsuelo mientras abraza el cuerpo
inerte de su hermana. Joaquín trata de ayudar y busca un ligero signo de
vida en la mujer, pero comprende que no hay nada que puedan hacer.
Miguelito guarda su distancia a unos metros de allí. Ni siquiera tiene ganas
de adivinar por qué las paredes y el piso del salón están llenas de sangre.
—¡Di que me perdonas, Lucía! —grita Andrea—. ¡Hermana, despierta,
por favor!
—No hay nada que podamos hacer, señorita… Está muerta —susurra
Joaquín.
—Yo solo quería recuperarla... —llora—, y la he perdido para
siempre…
El hombre solo atina a acariciarle el cabello con todo el amor que ha
empezado a sentir por ella.
*
El sol de mediodía cae sobre las hojas de otoño que tienden una larga
alfombra por toda la hacienda. Afuera de la residencia se encuentra
estacionada la carreta de Joaquín que, a su vez, está atada a un pequeño
remolque: allí se encuentran los cuerpos de Lucía, Alberto y Pablo
cubiertos con sábanas. Socorro y Fausto se quedarán donde murieron para
que se encargue la policía.
Andrea, sentada sobre la carreta, espera que Joaquín termine de
asegurar los equipajes. Un gorrión azul revolotea en el aire, se posa sobre el
lomo del caballo y reanuda su vuelo. La joven sigue al ave con la mirada
hasta que se pierde en el horizonte.
—¿Hacia dónde llevaremos a los señores? —la interrumpe Joaquín en
referencia a los cuerpos.
—Por ahora lejos de aquí… —responde Andrea.
Entonces da un largo suspiro y contempla la casa y el viejo columpio.
Las lágrimas le sobrevienen antes de que pueda evitarlo.
—Ellos ya están juntos… —comenta Joaquín—. No esté triste, señorita.
—Quiero creer que es así, Joaquín, quiero creer. Y, por favor, ya no me
digas «señorita». Llámame Andrea. El hombre que me salvó la vida no
puede seguir hablándome de usted. ¿Entendido?
—Está bien, Andrea. Es hora de irnos.
Joaquín sube al caballo y, apenas coge las bridas para iniciar la marcha,
el viento sopla muy fuerte y Andrea ve, a la distancia, que el columpio se
mece y que un breve remolino de polvo y hojas amarillentas recorre el
sendero principal que los llevará al pueblo, y luego, a la capital. Cuando las
ráfagas se detienen, una pequeña hoja de papel queda atrapada entre las
ruedas del vehículo. Con presteza, Miguelito baja, coge el papel algo
arrugado, lo examina con curiosidad, y lo entrega a Andrea. Ella lo mira y,
con una sonrisa de emoción, presiona el papel contra su pecho.
En el dibujo aparecen Pablo de la mano con sus padres que caminan en
dirección contraria a Santa Marta.
Esta vez Andrea siente que está rodeada de los que, en adelante, serán
las personas más importantes para ella: su nueva familia. La carreta echa a
andar. Se dirigen a un lugar donde la desgracia no pueda encontrarlos.
*
EPÍLOGO
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