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Lamentos Del Viento - Alejandro Deli M

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Diseño de portada e interiores: Alejandro Deli

Productor Editorial: Roberto Valenzuela


Cuidado de edición: Carlos Chávarry
Asistente de redacción: Alexander Julca

© 2019, Alejandro Deli


Monterrey, México
www.alejandrodeli.com

Primera edición impresa: Noviembre 2019


ISBN: 978-0-578-61355-0

Primera edición epub: Noviembre 2019


ISBN: 978-0-578-61401-4

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en
cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el
permiso previo y por escrito del titular del copyright.
*

Para mamá. Para siempre.


ÍNDICE
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
EPÍLOGO
GRACIAS
*

CAPÍTULO I

El columpio que cuelga del árbol se balancea en completa soledad. Hace


mucho que nadie lo utiliza: solo el viento, que agita con violencia lo que
encuentra a su paso, lo impulsa en el vacío y hace chirriar su cadena.
A esta hora, todo lo que está aquí tiene un ligero matiz sangriento: es el
efecto de la luna roja que ilumina el ingreso al bosque, el campo y el
maizal.
Al fondo, en medio de la llanura, se adivinan las sombras de una
residencia de dos pisos. Es la casa de la antigua hacienda de Santa Marta
que se encuentra en la más completa oscuridad. De pronto, una de las
ventanas del segundo piso se ilumina y, casi al mismo tiempo, se escucha
un grito desgarrador que, por ratos, compite con el ulular de los búhos y el
sonido del viento al colarse entre las ramas de los árboles.
Lucía acaba de caer de rodillas sobre el piso de madera y se cubre el
rostro lloroso con las manos, como si con eso pudiera negar lo que está
viendo.
La mujer ha ingresado a la habitación de su pequeño hijo Pablo.
—¡No puedo respirar! —grita Lucía con voz quebrada—. Es demasiado
dolor…
A sus espaldas, otra mujer la coge de los hombros y le susurra algo para
intentar apaciguarla. Solo ellas saben lo que se dicen. A pesar de su
avanzada edad, el aplomo y la compostura de la ama de llaves contrastan
con la figura a punto de desvanecerse de Lucía, mucho más joven.
Afuera de la habitación, un hombre no se anima a traspasar el umbral de
la puerta: está congelado en su sitio. En su rostro sombrío y curtido por el
sol hay una mirada extraviada y cargada de pesar. A cada grito de la mujer
él se estremece, como si algo invisible lo traspasara en el pecho. Fausto solo
atina a juguetear con su sombrero entre sus toscas manos de campesino
mientras espera que Lucía, la dueña de la hacienda, se calme.
A esta hora, la oscuridad de la noche amenaza con absorber el enorme
pasadizo que conecta las habitaciones de la casa.
*
Otro grito. Lucía despierta muy asustada. Todavía con el pulso
acelerado, se lleva a la boca el abultado oso de peluche que reposa sobre su
pecho: intenta mitigar el sonido de terror que resuena en su cabeza. Se
inclina a un lado de la cama y ve dormido a Pablo, su hijo, quien no parece
haber escuchado nada ni sentido sus espasmos de desesperación. La mujer
deja reposar una de sus manos temblorosas sobre los cabellos del niño y
suelta un suspiro. Durante varios segundos se queda así, observando a su
pequeño, hasta que voltea, se inclina sobre el cajón de la mesa de noche y
coge una taza de té frío. Lo bebe sin más y se recuesta sobre su almohada.
Aunque su respiración se hace cada vez más pausada, Lucía se niega a
cerrar los ojos: observa la habitación entera con los ojos muy abiertos,
como si tratara de recordar cuándo la pesadilla irrumpió en su sueño. Los
pocos rayos de luz de luna que entran por la ventana otorgan una mayor
gravedad a los muebles y hacen que la puerta del dormitorio, que está
completamente abierta, se vea mucho más amenazadora: no sabe qué puede
aparecer allí de un momento a otro. Pero necesita tenerla abierta. Solo así es
que puede escuchar los llamados de su esposo parapléjico que duerme en la
otra habitación al final del pasillo.
Y justo ahora, como si el hombre hubiese adivinado que Lucía está
despierta, empieza a hacer esos ruidos secos y metálicos.
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
Desde su cama, y con los ojos cerrados, Alberto se esfuerza en golpear
la cabecera de madera con su brazo izquierdo: es lo único que aún le
responde de todo su cuerpo. Ni siquiera puede abrir la boca a voluntad
como quisiera. La pulsera de oro que lleva colocada en su mano hace que el
sonido sea más fuerte y que retumben las paredes donde cuelgan los dibujos
de Pablo.
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
Por un instante, Lucía hace un ademán de levantarse e ir a ver qué
quiere su esposo. Pero no lo hace. Aquellos golpes interrumpen la
tranquilidad de la residencia a cualquier hora del día, pero sobre todo
durante la noche. La mujer ya casi se ha acostumbrado a esos llamados
innecesarios: sabe que en verdad no existe ninguna emergencia. Muchas
veces Alberto tiene esos impulsos de manera inconsciente, sin razón alguna,
como si su cuerpo se resistiera a dejarse vencer por la inmovilidad. Pero
esta vez el hombre se las arregla también para juntar las pocas fuerzas que
le quedan, respira hondo y lanza un grito angustiante a todo pulmón que
recorre la casa y atraviesa a todos sus habitantes.
Después de eso el silencio se hace más penetrante, hasta que las aves y
los animales del granero responden al lamento del hombre e irrumpen al
unísono desde el exterior.
Aun así, Lucía no se mueve. Por el contrario, se aferra más a su hijo.
Una noche más, el terror se ha desatado a su alrededor, y ella no sabe por
qué. Solo atina a abrazar a Pablo como un acto de protección. El niño ni
siquiera se inmuta. Duerme profundamente.
—Todo estará bien, mi amor… —susurra.
En la habitación de Alberto, por un rato la oscuridad se ha hecho más
densa y parece inclinarse en vértigo sobre el pie de la cama. El hombre,
sudoroso, se ha quedado congelado con el brazo en alto. En sus ojos
entornados y vidriosos se adivina un profundo terror. Un frío penetrante
recorre su cuerpo. Nadie más ve lo que él.
*
Los días se repiten, unos tras otros, siempre con todas las tonalidades
del gris. Hace ya mucho tiempo que las decenas de hectáreas del maizal
propiedad de los Blanco no alcanzan el color del oro, como cuando todavía
eran tierras buenas y fértiles.
Hoy la opacidad parece abatirse sobre la hacienda y los sembradíos, y el
paisaje evoca una pintura olvidada a propósito en el rincón más apagado de
un almacén.
La casa de la familia Blanco data de las últimas décadas del siglo XIX
y, como tal, es espaciosa y aún conserva cierta majestuosidad en medio de
la decadencia. Adentro quedan pocos muebles de madera: alguien ordenó
que la mayoría fueran guardados en el almacén. Ya no eran necesarios
tantos. Solo el piano de cola todavía inspira una prestancia que habla de una
época en la que la familia tenía una posición acomodada. Al otro lado de la
residencia se encuentra el granero con algunas vacas y gallinas, y después
siguen los maizales que extienden toda su aridez por la tierra ennegrecida.
Este año la cosecha ha sido una de las peores en toda la historia de la
hacienda: casi toda se ha echado a perder, salvo algunos buenos brotes que
Fausto, el encargado, encuentra en su vagabundeo por el campo.
Hoy no hay ninguna razón para que sea diferente a los demás días.
—¿Mi niño? ¿Dónde está mi niño? ¿Es que no vas a bajar a almorzar?
—suelta Lucía tratando de modular una voz cantarina mientras sube las
escaleras de la residencia.
Hace rato que no escucha correr a su hijo en el pasadizo del segundo
piso. La mujer, todavía envuelta en una larga bata de dormir, lo busca en su
dormitorio y no lo encuentra. Entonces se percata de que la puerta del
estudio de Alberto se encuentra entreabierta. Se acerca.
Pablo se encuentra sentado sobre el pesado escritorio de madera. No
hace ningún ruido y su extremada quietud alarmaría a cualquiera: no es lo
que podría esperarse de un niño de cinco años de edad. Al frente de él se
expanden crayones, lápices y témperas derramadas y papeles garabateados
con figuras de autos, trenes, duendes y sirenas. En varios de sus dibujos
aparecen bocetados el maizal, la casa y el columpio que más parece una
tabla atrapada entre las ramas, y en otros están Alberto y Lucía —o lo que
se supone son ellos: esqueléticos, dibujados con líneas rectas— tomados de
las manos.
La mujer no puede menos que sonreír con cierta nostalgia al ver lo que
imagina el niño.
—Pablo, ¿por qué no respondes cuando te habla tu querida madre?
¿Pablo?
El niño insiste en su mutismo. Sigue concentrado en un nuevo bosquejo.
El lápiz que tiene entre sus dedos corre veloz sobre la superficie de
celulosa, e incluso, parece rasgarla constantemente.
—A ver, mi pequeño artista, muéstreme qué se le ocurrió hacer hoy —
dice Lucía con amorosa expectativa.
El niño, por toda respuesta, suelta el lápiz, se baja de la silla y sale
corriendo del estudio sin decir palabra.
Las escaleras empiezan a rechinar.
Sobre el escritorio hay un dibujo del maizal pintado completamente de
negro, y en el centro, alguien que lleva un sombrero. El rostro de Lucía se
desencaja y se transforma en un rictus de amargura. Levanta la mandíbula
hacia el techo fastidiada.
—¡¿Es que no hay nadie aquí que se encargue de limpiar el estudio?!
¡Todo está lleno de polvo! —exclama mientras barre con la mano todos los
papeles de la mesa y los guarda como puede en un baúl.
Casi de inmediato se escucha que alguien llama a la puerta del estudio,
y sin esperar aprobación, la abre despacio.
—Permiso, señora —dice una mujer de rostro anguloso y moreno
mientras retuerce una toalla húmeda entre las temblorosas manos.
Es Socorro, la ama de llaves.
—¿Es que ya nadie recuerda que siempre hay que limpiar el escritorio
de Alberto?
—Lo siento, señora, pensaba hacerlo esta tarde, pero me entretuve en la
cocina —responde la empleada bajando la cabeza—. Pero, más bien, si me
lo permite, ¿no quisiera que le prepare un poco más de ese mate que trajo
Fausto del bosque? Nos queda bastante en la cocina, le hará bien.
—No quiero más de ese maldito té —dice Lucía con fastidio—. Me voy
a mi habitación. Encárgate de que el niño se coma todo lo que le sirvas.
—No se preocupe, señora —comenta Socorro y deja el trapo sobre el
escritorio.
Luego pide permiso y se retira.
*
En la cocina, la ama de llaves ya ha colocado todo el servicio en la
mesa. Mientras cierra los cajones de los manteles recuerda el día que
conoció a la señora Lucía y a don Alberto.
—Eran tan jóvenes los dos. Pablo era tan solo un bebé. Venían radiantes
de la capital —susurra la mujer a sí misma—. Eran perfectos...
La mujer cierra los ojos por un lapso y sonríe: un recuerdo grato le
devuelve la paz por completo. Por su cabeza pasan escenas de ella
uniformada con delantal —el cabello recogido dentro de un gorro del
mismo color— y Fausto —flaco y alargado como siempre, de brazos
nervudos— con camisa y su clásico pantalón de tirantes, a la espera de los
nuevos patrones en la puerta de la residencia. Allí se encontraban listos para
presentarse y ofrecer sus servicios. La pareja de esposos llegó al final de
una caravana de camiones de mudanza.
—Yo sé que don Alberto dudó en contratarnos: Fausto y yo no éramos
tan jóvenes. Pero la señora Lucía, siempre tan buena, fue la que resolvió
todo de un plumazo. Nos dijo «¡Bienvenidos a nuestras vidas!» y nos pidió
que les mostremos toda la hacien…
—¿Y bien? —suena una voz masculina muy cerca de su frágil nuca.
Socorro se escarapela y tiembla de cuerpo entero.
Fausto se ríe. Ha ingresado en completo silencio por la puerta de
servicio.
—¿Es que me quieres matar del susto? —dice Socorro—. A mi edad y
con estas bromas…
—Vamos, vamos, no exageres, no es para tanto —añade el hombre—.
¿Todo bien?
—Todo sigue igual.
—Eso significa que todo está bien, mujer.
El aleteo de un búho los interrumpe. El animal se posa frente a ellos
desde la rama de un árbol que asoma por uno de los ventanales superiores.
Mira a ambos con fijeza y comienza a ulular.
—Ave de mal agüero, ni se te ocurra mirarlo a los ojos, puede robarte el
alma —susurra Fausto.
—Calla ya. No necesito soportar tus bromas —dice Socorro y de
inmediato continúa sus labores en la cocina.
Fausto sale al jardín nuevamente por donde entró y se planta frente al
árbol donde se encuentra el búho. Coge una pequeña piedra a sus pies y se
la arroja al ave en un tiro demasiado débil. El animal, desde su rama,
continúa mirándolo, como si lo retara. Fausto no logra mantenerse firme, y
algo incómodo y nervioso, se da media vuelta.
Antes de ingresar a la casa echa otro vistazo, esta vez hacia el horizonte.
El ave ya no está y ve que, a lo lejos, los maizales empiezan a agitarse con
el viento que sopla en su contra y el tejado del granero empieza a traquetear.
«Qué raro que las ráfagas estén tan fuertes a esta hora de la tarde, falta
todavía para que empiece a anochecer», piensa el viejo mientras cierra la
puerta y coloca una tabla horizontal detrás de ella para que no se escuche su
estremecimiento ante la fuerza del aire.
A varios metros de distancia, el columpio se mueve de un lado a otro.
La cadena inicia su sonido insoportable.
*
Lucía no ha bajado a almorzar. Después de salir del estudio se dirigió a
la habitación de Alberto y lo vio allí, hundido en la cama, en la misma
posición inerte de siempre, con la frente y las mejillas grasientas y el brazo
izquierdo retorcido sobre la cabecera.
Alberto apenas tiene cinco años más que su esposa, pero parece un
hombre de sesenta años de edad. Se empieza a quedar calvo y la barba está
cada vez más gris.
«¿Necesitas algo?», le preguntó la mujer en vano. El hombre ni siquiera
pareció darse cuenta de su presencia.
El aire cargado del olor a moho y humedad de la madera parecía tener
más vida que ese despojo sumido en las sombras.
Ahora Lucía está sentada sobre la única silla de su habitación: lleva un
buen rato sin despegar la mirada del espejo que tiene enfrente. El reflejo
que le devuelve no es muy nítido: la capa de vidrio muestra marcas de agua
endurecidas y repartidas por todas partes como si hubiesen dado brochazos
de pintura sobre él. Aun así, la mujer se percata de que la vida se le está
yendo a sus treinta y nueve años de edad: su piel luce demacrada, sus ojeras
ya parecen crónicas, y sus cabellos castaños —secos y raídos, quebradizos
— que asoman entre los dientes del peine ya no brillan como antes.
«Ya no brillan como el maizal», piensa.
El peine se desliza con facilidad, como si sus cabellos reconocieran su
forma y le abrieran paso a ese recorrido que termina alrededor de su cintura,
solo para volver a comenzar desde la raya perfectamente delineada en
medio de la cabeza. No hay un cabello sobrante en ningún lado. Una ráfaga
de luz que se filtra por las cortinas forma un rayo de sol que atraviesa su
frente como una bala hasta llegar al piso. El peine vuelve a arrancar, esta
vez desde el lado izquierdo de la cabeza, tapando así por completo la
trayectoria de la luz: la habitación se convierte una vez más en el lado
oscuro de la luna. Lucía no pestañea y su respiración apenas se puede
escuchar en aquella silenciosa habitación del segundo nivel de la casa. Sus
ojos brillan: a duras penas contienen las lágrimas a punto de rebalsar.
Hoy es uno de esos días en los que, pese a todas esas señales de
humanidad, Lucía parece dormir en alguna parte de su memoria. Su cuerpo,
aún vestido con esa bata blanca que le cubre hasta los talones, parece cada
vez más abandonado ante un espejo que empieza a opacarse: el sol ya se ha
ido y el cielo empieza a teñirse de un frío azul.
El viento patea las puertas y ventanas de toda la casa.
*
Tres horas más tarde, a la hora de la cena, Lucía está cambiada. Lleva
un vestido negro no muy ceñido que contrasta con su piel pálida. Su cabeza
aún conserva la raya al medio perfectamente marcada, salvo que esta vez su
cabello está amarrado en una cola de caballo y sostenido con una cinta azul.
Todavía se encuentra parada frente al espejo, e inclina la cabeza un poco
hacia cada lado de rato en rato, como tratando de encontrar el ángulo más
generoso de su imagen.
En cierto momento se escuchan unos pasos ligeros que se aproximan
por el pasadizo. La mujer siente que la vida vuelve a su corazón. Escucha la
risita traviesa de Pablo que se ha detenido brevemente detrás de la puerta de
su habitación, como si quisiera darle una sorpresa. Una vez que el niño
pasa, el sonido seco del golpe de la puerta que se vuelve a cerrar llega hasta
Lucía como una descarga de electricidad que la hace sonreír: la alivia
pensar en su hijo y saber qué está allí, sobre todo ahora que Alberto no
puede hacer nada por la familia.
Mientras mira al pequeño con ternura, Lucía coge con ambas manos la
taza de té que está sobre el tocador y la lleva hacia sus labios. Con mucho
cuidado da un sorbo para comprobar su temperatura. Enseguida vuelve a
dar otro sorbo más largo y sin pausa. Después deja la taza vacía sobre el
mueble, coge de la mano a su hijo —quien todo este tiempo la mira
embelesado—, y se dirigen hacia la gran escalera de la residencia.
*
Lamentos del viento
dicen que en la noche
cuando el búho canta…
—Baja un poco la voz, por favor —dice Lucía—. Tengo un dolor de
cabeza insoportable.
—Sí, señora, disculpe usted —dice Socorro—. Solo quería alegrar un
poco la noche. Cada vez hace más frío y corre más viento. Con todo, aquí
en la cocina se está más caliente que en el salón principal.
La empleada está picando patatas sobre una tabla de madera en la barra
de la cocina. Sus cortes son precisos y llevan cierto ritmo. Unas flores
recién cortadas por Fausto decoran el centro de la mesa. Allí está sentada
Lucía, con otra taza de té en la mano. Pero el asiento de Pablo está vacío y
no ha tocado su plato: la comida está intacta.
—¿Sabe, señora? Fausto y yo vimos un búho por la tarde. A algunas
personas les asusta su canto, pero a mí no, por el contrario, me parecen
animales muy tiernos. ¿No cree usted?
—No sé —responde de manera cortante Lucía con la mirada perdida y
postrada sobre el asiento de Pablo—. ¿Sabes por qué el niño no ha comido
nada?
—No lo sé, señora. Pero creo que a usted le haría bien salir un poco de
la casa. Si usted quiere mañana podemos ir al pueblo y…
Un golpeteo resuena en el segundo nivel de la casa.
—Socorro, el señor tiene hambre, ve a ver —interrumpe Lucía,
fastidiada.
—Voy, señora —dice la mujer, pero en vez de moverse se queda
mirándola fijamente, con una tetera en las manos.
—¿Qué esperas?
—¿No quiere usted un poco más de té?
—No, estoy bien, encárgate de Alberto, por favor.
—Sí, señora —responde Socorro y acto seguido acomoda la cena del
señor sobre una bandeja.
Luego se marcha entonando la misma canción mientras sube las
escaleras.
Lamentos del viento
quédate en el bosque
la la la la la la…
Por unos segundos, la cocina se queda en completo silencio. De la nada
llega una melodía desafinada desde el piano de la sala de estar: Pablo está
allí, jugando una vez más con las teclas. Lucía vuelve a sonreír. Sentir la
presencia del niño es como un rayo de sol después de una gran y terrible
tormenta.
*
—¿Está listo para la cena, señor? —dice la ama de llaves apenas cruza
el umbral de la habitación—. Su cuerpo necesita fuerzas.
La mujer ya está acostumbrada al lamentable espectáculo que ofrece
Alberto. Casi ni siquiera puede oír su respiración: entre aquellas cuatro
paredes solo se escucha el silencio. «Es como si no hubiera nadie aquí»,
piensa Socorro mientras deja la bandeja sobre la mesa al lado de la cama.
Tras sentarse al lado del hombre y, sin dejar de mirarlo fijamente, le dice
que debe cooperar.
—Usted necesita comer...
De improviso, y sin necesidad de abrir los ojos, Alberto se aferra con
fuerza de la muñeca de la sirvienta con su único brazo útil y da un grito que
retumba en las paredes.
—Ooooouuuuuuuuuuu.
—¡Ayuda, por favor! —grita Socorro, asustada.
Lucía escucha el grito de auxilio desde la cocina y sube a toda velocidad
por la escalera. Cuando llega a la habitación se detiene en la puerta y desde
allí ve a Alberto retorcerse sobre la cama, como si algo se le estuviera
clavando en lo más profundo de su ser.
El hombre tiene los ojos exageradamente abiertos. Su expresión es de
pánico.
—¡Señora! ¡Llame a Fausto! ¡Rápido!
En la confusión, Lucía no entiende lo que dice la empleada y pretende
entrar, pero la puerta se cierra de golpe y la arroja hacia atrás con fuerza.
Desde el piso, aturdida y con la frente sangrante, la mujer siente cómo los
gritos de Socorro y Alberto pasan a un segundo plano, como si vinieran
desde otro lugar: cada vez se hace más audible el pitido que atraviesa sus
oídos y le genera dolor.
Como sea Lucía logra ponerse de pie, toma la perilla de la puerta y
empuja con todas sus fuerzas hasta lograr abrirla. Socorro deja de gritar
cuando la ve entrar. Alberto sigue convulsionando y esta vez lágrimas y
saliva se confunden sobre su rostro. Lucía se dirige al velador y saca una
pastilla azul que pone en labios del enfermo y lo fuerza a masticarla. En
solo unos cuantos parpadeos, el cuerpo del hombre deja de sacudirse, y
poco a poco su respiración se aquieta. La mujer le dice cosas al oído para
calmarlo mientras acaricia su cabeza con una mano. No tarda mucho en
darse cuenta de que los cabellos se agolpan en su mano conforme los roza y
la sacude rápidamente para volver a colocarla sobre Alberto. Una vez más,
los cabellos se desprenden con facilidad. No los puede contar.
La vieja ama de llaves solo observa la escena.
*
Minutos más tarde, Socorro se encuentra en la cocina. Sobre una
bandeja se encuentra una tetera y una taza: es la que llevará a la señora de la
casa para que pueda conciliar el sueño, como todas las noches.
De pronto se percata de un llanto ahogado que proviene de las escaleras.
A la mujer se le eriza la piel. Se santigua. Extrañada, sale de la cocina
para mirar y ve allí a Lucía, sentada en una de las gradas, abrazadas las
piernas y llorando desconsolada.
De una de sus manos pende un abultado y pequeño oso de peluche.
—Señora, no se ponga así. El señor Alberto se recuperará, ya lo verá —
empieza a decir la ama de llaves, pero Lucía no parece escucharla.
—La puerta, Socorro, tú la viste —susurra Lucía, atemorizada—. Dime
que no estoy loca, dime que tú también viste cómo se cerró.
—Estos días está haciendo mucho viento, señora, es todo lo que sé. Pero
ande, no se quede aquí, vaya a su habitación, aquí le he preparado más té,
con esto podrá dormir bien toda la noche…
—¡Es que ya son muchas cosas extrañas, son demasiadas y no se que
hacer! —dice Lucía subiendo la voz e intentando decir algo más mientras
aferra el pequeño juguete a su pecho—. Yo, yo no creo que haya sido…
—El niño ya terminó de cenar, señora —interrumpe Socorro, soltando
un suspiro.
Por un instante, Lucía dirige sus ojos hacia la mujer con incredulidad.
Luego, con aire de resignación, le dice que deje la bandeja en su habitación
y se vaya a dormir.
—Con permiso, señora.
Una vez que la sirvienta se ha marchado, Lucía se pone de pie
apoyándose sobre la pared. Sin soltar el oso de peluche, camina por el
pasadizo del segundo piso hasta la habitación de Pablo. Quiere saber si ya
está acostado. Cuando entra, ve que ya todo está en sombras. Sobre la cama
adivina el bulto del cuerpo del pequeño envuelto entre los cobertores. Esta
noche el niño no dormirá con ella. Lucía deja lentamente el oso de peluche
sobre el pequeño velador de madera.
Antes de salir, la mujer toca ligeramente con los dedos los dibujos
infantiles que cuelgan de las paredes. Son más bosquejos de la residencia,
del maizal y del columpio. En la penumbra puede reconocer las imágenes
de tantas veces que las ha visto de día. En otro papel, a un par de metros,
está su retrato favorito: un paisaje soleado en el que Alberto y Lucía
aparecen cogidos de la mano, mientras que Socorro y Fausto los esperan
junto al bosque.
Apenas cierra la puerta, y sin saber muy bien por qué, la madre se
descubre llorando otra vez.
*

CAPÍTULO II

La cabeza de Andrea reposa sobre la ventana del tren. Contempla las calles
y fantasea con la vida de los transeúntes: les inventa vidas ajenas según sus
rostros, sus maneras de caminar, sus gestos. «¿Hacia dónde se dirigirá aquel
señor? Quizá tenga una amante esperándolo en un auto en la esquina de su
oficina, ansiosa por besarlo y fugarse con él por la vía principal hacia otro
pueblo lejano. ¿Y esa señora? Tal vez siente que ha llegado la hora de
comprarse otro vestido, uno mucho más largo que perfile mejor su silueta
para el almuerzo familiar que organiza este fin de semana».
Andrea se divierte con la idea de sentirse parte de esas vidas desde la
comodidad y protección que le ofrece el vidrio. Ella no tiene más de treinta
y cinco años de edad. Su cabello negro, recortado hasta los hombros, resalta
sus ojos marrones y claros. Su sonrisa, tan sencilla sin necesidad de separar
los labios, es capaz de conmover a cualquier hombre.
La joven va al encuentro de Lucía, su única hermana. Lleva consigo dos
maletas que reposan junto a sus pies, y sus dedos acarician una carta de
papel doblada en cuatro y una fotografía amarillenta donde aparecen dos
niñas muy similares entre sí que ríen mientras se toman la mano sobre un
vasto jardín. Todavía recuerda cuando su madre les hizo esa foto en el
zoológico de la capital, la tarde en que Lucía resbaló de unas escaleras y se
puso a llorar: Andrea, apenas unos años menor que ella, por toda respuesta
empezó a peinarla mientras aspiraba el aroma que emanaba de su larga
cabellera. «No debió ocurrir, nunca debimos separarnos», cavila. «Esta vez
será diferente».
Pronto los maizales del pueblo aparecen en el paisaje. La joven no está
acostumbrada al silencio del campo, pero le resulta atractiva la idea de
visitar una hacienda cuyo único horizonte serán las lomas y los cultivos. De
improviso, Andrea se percata de que dos pasajeros —un hombre y una
mujer— la miran con fijeza. Un poco turbada por ese exceso de atención,
solo atina a sonreírles. La pareja, con cierta parsimonia, también hace un
gesto de saludo y voltea los rostros rígidos. «Qué extraño, me miran como
si trataran de reconocerme de algún lado. Debe ser porque no soy de por
aquí», piensa mientras vuelve la mirada hacia el vidrio, que refleja los
postes de luz de la estación.
Ya está llegando a su destino final.
*
El espantapájaros se levanta imponente en medio de los cultivos, a dos
metros y medio del suelo. Una escalera reposa sobre él. Fausto da una mano
de pintura al muñeco de paja —vestido casi igual que él, con un pantalón
que alguna vez fue blanco, solo que con sombrero— mientras canta en voz
baja.
Dicen que en la noche
cuando el búho canta
los niños se esconden…
De pronto, la voz se interrumpe y el hombre deja de pintar. Un recuerdo
del pasado le acaba de quitar gracia a la canción por completo.
—Quédate en el bosque… —canturrea, esta vez algo nostálgico y
balbuceante.
Una gota de pintura roja se desliza de su brocha y salpica sus ropas.
—¡Don Fausto, buenos días! —se escucha a lo lejos.
El viejo, que ya casi está terminando de pintar, ni siquiera voltea. Solo
acomoda un tanto el desteñido y viejo atuendo del muñeco guardián.
—¡Buenos días, Joaquín! —grita y pasa a silbar la melodía suavemente.
Joaquín, un hombre corpulento aunque no muy alto, se acerca hasta el
pie de la escalera y levanta los ojos hacia el cielo gris.
—Don Fausto, usted sí que es muy valiente. Yo no me acercaría a ese
monigote ni siquiera para pintarlo. Como que ya está muy antiguo y parece
un cuerpo que se está descomponiendo en el aire, ¿no lo cree?
—Esa es la idea, hijo —responde Fausto con sequedad—. Debe asustar.
Joaquín se queda observando al encargado durante unos segundos más.
A sus treinta y seis años de edad, el joven representa la clásica figura de los
hombres de campo en sus mejores épocas de trabajar la tierra. Aunque es
propietario del fundo vecino, acaba de regresar de revisar los maizales por
si había algo para rescatar de la cosecha de los Blanco.
—¿Traes buenas noticias? —irrumpe el viejo.
—No, don Fausto, ninguna. No se ha salvado nada, no queda nada.
Todo está negro y carcomido. Hoy ya se cumplen catorce días en que el
maizal se encuentra así. Yo tampoco tengo algo para llevar a casa.
Fausto solía dejar que Joaquín se quedara con una parte de lo hallado en
buen estado a cambio de que lo ayudase a explorar, durante horas, las
hectáreas de cultivo.
Fausto no responde. Solo atina a suspirar. Continúa con los brochazos.
Luego desciende de la escalera con mucho cuidado, coloca la brocha sobre
uno de los escalones y saca un pañuelo de su bolsillo trasero.
—Son tiempos difíciles, muchacho —dice mientras se limpia las manos.
—La verdad es que ya están durando mucho, don Fausto. Si seguimos
así, todos nos veremos obligados a vender nuestras tierras y buscárnoslas
por otros lares.
El viejo solo se encoge de hombros. Joaquín, ya acostumbrado a los
gestos pasivos del hombre, vuelve a mirar al espantapájaros y lo señala.
—¿Y no sería mejor colocarlo en el centro del maizal? Quizá cambie
nuestra suerte.
—No, no lo creo. Con que se alcance a ver es suficiente.
Más gotas de pintura resbalan del espantapájaros. Manchan la tierra de
rojo.
*
En la casa, Socorro se apresura a llegar al segundo nivel. Entre los
brazos carga varias toallas dobladas. Al detenerse en la puerta del baño de
la habitación de Lucía, encuentra a la mujer desnuda y sentada sobre el
piso.
A su lado, la bañera está a punto de rebalsar.
—¿Por qué… tardaste... tanto? —pregunta Lucía, con la mirada
extraviada y sosteniendo un pequeño jabón entre las arrugadas manos.
—Lo siento, si quiere puedo ayudarla.
—Yo… puedo sola —dice Lucía, mientras se pone de pie con dificultad
y lentitud.
Socorro baja la mirada y sale del baño. En la puerta se detiene unos
segundos y observa con detenimiento a la patrona cuando esta ingresa a la
bañera con precariedad. Un sonido la trae de vuelta de sus pensamientos: la
vieja campana de la entrada principal. Alguien toca a la puerta. «Qué raro.
Nunca nadie nos visita», se dice la ama de llaves.
—Socorro… ¿tocan aquí? —pregunta Lucía en medio del chapoteo del
agua.
—Yo me encargo, señora —responde fríamente y confundida la ama de
llaves.
La campanada vuelve a sonar y Socorro acelera el paso hasta la entrada
principal. En el trayecto se encuentra con Fausto, quien bebe un vaso de
agua con apuro. Los dos se miran, confundidos. Nunca nadie llama a la
puerta, ni siquiera Joaquín. La mujer le pide a Fausto que la acompañe a ver
quién es.
Afuera, Andrea espera con los zapatos y las maletas cubiertos de polvo.
Ha caminado desde la estación durante casi una hora por una serie de
desvíos de tierra.
Nadie quiso transportarla hasta la hacienda.
Alguien corre furtivamente una cortina de la ventana de la sala. La
puerta se abre.
—¿Hola? ¿Buenos días? —dice Andrea tratando de sonreír para ocultar
su nerviosismo mientras se seca el sudor de la frente con un pañuelo—. ¿Es
esta la casa de la familia Blanco?
Con altivez, Socorro mira a la joven en silencio durante unos segundos.
No responde al saludo.
—¿Y usted es?
—Soy Andrea, hermana de Lucía, la esposa de Alberto Blanco, el
propietario de la hacienda —sonríe de nuevo para romper el hielo—.
¿Podría avisarle que estoy aquí?
—Nosotros no sabíamos de su visita, señorita Andrea —responde
cortante la empleada—. ¿La señora Lucía estaba al tanto de que usted
vendría?
El rostro de Andrea, ya algo enrojecido por el sol, muestra un cierto
grado de aturdimiento. La falta de cordialidad de Socorro la sorprende.
Cuando está por contestar aparece Fausto por detrás de la ama de llaves y le
coge el brazo con suavidad.
—Señorita, buenos días, pase usted —sonríe el hombre con modestia—.
Socorro, hazte a un lado, tenemos visita.
Y agrega:
—Al fin alguien se ha acordado de nosotros.
*
Andrea está sentada en la mesa de la cocina. Tiene en la mano un vaso
con agua. Frente a ella están de pie los dos empleados. Cada uno la mira de
manera desigual: Fausto con cierta devoción, Socorro con desconfianza. Y
eso la inquieta. —¿Me dice que mi hermana está descansando y no se le
puede interrumpir?
La empleada carraspea.
—En realidad sucede algo más complejo con ella señorita —dice la
mujer—. Su hermana está enferma.
La noticia, soltada de golpe, alarma a Andrea.
—¿Enferma? ¿De qué? ¿Es grave? ¿No la puedo ver?
—Es que no creo que sea una buena idea en este momento… —
responde Socorro.
Fausto, un tanto sobrecogido por la escena, coge las maletas de la joven
y mira a su compañera.
—Voy a subir el equipaje de la señorita a la habitación de huéspedes.
Creo que una explicación más detallada le vendría bien, Socorro.
Ante eso, la aludida suspira, saca un juego de llaves de su delantal, se lo
entrega al hombre y le pide que no haga ruido. Después da la media vuelta
y comienza a caminar alrededor de la mesa. Andrea la sigue con la mirada,
preocupada, esperando que diga algo.
—¿Llevan mucho tiempo trabajando aquí? —pregunta la curiosa joven.
—Muchísimos ya. Y siempre le estaremos agradecidos a la señora
Lucía. En lugares como este no es común encontrar trabajo a nuestra edad.
Su hermana y su esposo han sido muy generosos con nosotros, son buenas
personas —responde—. Ambos son muy importantes para este par de
ancianos, y más ahora que se encuentran enfermos.
—¿Pero lo que tiene mi hermana es grave?
—Según el doctor no lo es, pero no parece haber un tratamiento para
sanarla. Técnicamente no es una enfermedad, nos ha dicho. Es un trastorno.
En todo caso, la llevaré a su habitación para que la vea y sepa cómo está.
Al fondo se escuchan cómo rechinan las escaleras ante los pasos de
Fausto, y después cuando cruje el desgastado piso de madera.
—Yo al principio dudé en que usted viera a la señora de inmediato
porque temí una reacción negativa en ella —agrega la mujer, en un intento
de argumentar su incomodidad—. Creo que todo puede ser muy sorpresivo,
pero también entiendo su preocupación como hermana.
—Sí, claro, comprendo —dice Andrea, bajando mucho más la voz—.
Lo que pasa es que mamá murió y quería contárselo en persona. Por eso
vine sin avisar.
—Otra mala noticia...
La empleada se dobla frente a Andrea, coge sus dos manos y, con un
brillo extraño en los ojos, le dice:
—Antes de ver a su hermana, hay algo muy importante que debo
advertirle.
*
Lucía se encuentra sentada frente al espejo de su tocador. Aunque
estática, sus ojos recorren con ansias todo su rostro, como quien busca algo
extraño en el reflejo. Lleva una toalla envuelta alrededor de la cabeza.
Sigue desnuda.
Una taza de té se enfría a su lado.
—Señora Lucía, ¿puedo pasar? —se escucha detrás de la puerta.
—Entra, Socorro, y ayúdame a vestirme, por favor.
La ama de llaves le susurra a Andrea que la espere en el pasadizo e
ingresa de inmediato a la habitación.
—Déjeme colocarle la bata para que reciba a la visita.
—¿Visita? ¿Yo? ¿O es alguno de los amiguitos de Pablo?
—No, señora, es para usted, pero primero póngase de pie para vestirla.
Lucía se levanta con algo de dificultad, como si las articulaciones le
fallaran, y se deja colocar la prenda sobre su cuerpo. Tras ello, mira
extrañada a la empleada mientras coge la taza y bebe un sorbo.
—¿Dónde está mi visita? ¿Quién es?
En ese instante, Andrea se cuela en la habitación.
—Hola, Lucía… —saluda la joven temerosa, con un velo de tristeza en
los labios, sin saber con certeza lo que va a encontrar.
Durante unos segundos, Lucía contempla a su hermana con extrañeza:
aquella voz le resulta familiar pero no su rostro. De pronto, como si algo
acabara de completarse en su mente, se estremece, se frota los brazos con
fuerza, y como sea coloca la taza de té —la cucharilla tintineando cada vez
más fuerte— sobre el tocador.
—Andrea… tú aquí… —musita Lucía mientras se acerca hacia su
hermana.
Las dos mujeres se abrazan con fuerza y rompen a llorar.
*
Media hora más tarde, Andrea y Lucía están en la mesa del salón
principal. Socorro ha dejado en el centro una cesta de panes y ha servido
café para la joven y más té para la señora. También hay un plato con dulce
de leche para el niño. Fausto, un tanto compungido, se encuentra parado en
la puerta como si se tratara de un custodio de banco. Andrea está tratando
de digerir el impacto de lo que su hermana le acaba de decir.
—¿Y desde cuándo Alberto se encuentra postrado en aquella
habitación, Lucía?
—Serán quince meses, aproximadamente, ya perdí el cálculo. La verdad
es que no vimos venir la enfermedad. Un día él fue perdiendo fuerza y ya
no se pudo levantar, y así, en la cama, se fue comprimiendo. Hoy ya no
puede hablar y solo mueve un brazo.
De improviso, la mujer mira a su alrededor y le pregunta a Socorro por
Pablo.
—¿Por qué no ha venido a saludar a su tía? ¿Le has dicho que le hemos
servido ese dulce de leche que tanto le gusta? Trae a Pablo, por favor.
La ama de llaves solo atina a mirar a Andrea, cada vez más
desconcertada y preocupada.
Por primera vez, la joven es testigo de la perturbación de su hermana.
—¿Por qué no respondes, Socorro?
Andrea quiere decir algo pero no puede. Las palabras no salen de su
boca. Exaltada, Lucía intenta ponerse de pie, pero débil como está,
trastabilla y vuelve a caer sobre su asiento. Entonces ordena a Fausto que
busque al niño en su habitación. Como impulsado por una fuerza superior a
él, sube las escaleras a trancadas.
Socorro se queda en la puerta con la mirada baja y las manos juntas
sobre su vientre. Parece que estuviese rezando por dentro.
—¿Por qué nadie me responde aquí? ¡¿Qué está sucediendo?! —grita
Lucía, quien fija los ojos una vez más sobre la silla vacía de Pablo—.
Socorro, te lo imploro, dime dónde está mi niño. ¡Socorro, por favor!
La mujer se coge la cabeza con las dos manos, como si quisiera
arrancársela por el dolor, antes de empezar a desvanecerse sobre la silla.
Sus gritos y movimientos pierden fuerza. Andrea se levanta y trata de
cuidar que su hermana no caiga al piso. Le pide a la empleada que traiga un
poco de algodón humedecido con alcohol.
Mientras Andrea intenta reanimar a Lucía, Fausto baja. Sin esperar a
que nadie se lo pide, coge a la señora entre sus brazos y empieza a subir las
escaleras con ella. Socorro y Andrea también suben, pero ya en la puerta de
la habitación la empleada le sugiere que no ingrese, que podría ser peor al
reconocerla.
Andrea se queda angustiada en el pasadizo mientras la ama de llaves
cierra la puerta y trata de acomodar a Lucía sobre las almohadas.
La mujer acaba de abrir los ojos. Su mirada es nuevamente de extravío.
*
Unos minutos después, la puerta de la habitación de Lucía se abre
lentamente.
—¿Se durmió? —pregunta Andrea, que ha estado esperando afuera,
preocupada.
—No, pero ya está más calmada y aceptó beber un poco más de ese té
calmante —responde Socorro.
—Siento que mi hermana se haya puesto así. Y discúlpeme usted por
haber insistido en verla en ese estado, yo no tenía idea…
—No se preocupe, señorita… —zanja la mujer—. Si me permite, la
acompaño a su habitación.
En el trayecto, no pueden evitar pasar por la habitación de Alberto, cuya
puerta permanece entreabierta por órdenes de su esposa. Socorro nota que
Andrea desacelera el paso para tratar de ver algo a través del resquicio y,
rápidamente, cierra la puerta de un jalón.
—Le sugiero que no entre sola a la habitación del señor. Él también está
enfermo y se ha vuelto muy violento en los últimos días. Es peligroso.
—Entiendo —responde Andrea—. Justo Lucía me estaba contando
sobre él cuando empezó ese ataque de….
—Yo solo le puedo decir que tratamos de hacer lo mejor que podemos
con él —dice Socorro—. No nos gustaría que le hiciera daño y se
complique más la situación.
Acto seguido, las mujeres continúan su camino.
—Hace mucho frío aquí… —dice Andrea solo por tratar de decir algo
distinto.
—Así son las noches en el campo —contesta Socorro con sequedad—.
¿Desea que la ayude a desempacar?
—No se preocupe, puedo sola.
Entre las cuatro paredes de la habitación de huéspedes no hay mucho:
apenas una cama, una silla, un tocador con espejo —similar al que tiene
Lucía— que está dispuesto frente a la cama, una lámpara sobre la mesa de
noche y, abandonado y sin colgar en una de las esquinas, reposa un lienzo
polvoriento. En este aparece un niño pequeño con una ligera sonrisa
dibujada en el rostro: su cabello es negro y los ojos son marrones claros.
Andrea observa el retrato con detenimiento y reconoce esos rasgos. Son los
mismos que tiene toda su familia.
—Lo siento. No recordaba que habíamos dejado esa pintura aquí —
comenta Socorro, mientras coge una sábana del armario y cubre el retrato
del niño—. Por la mañana le diré a Fausto que la guarde en otro lugar. ¿Se
le ofrece algo más señorita?
—No, no se preocupe, está todo bien —responde Andrea, mientras se
sienta en el filo de la cama.
—El desayuno se sirve a las siete, buenas noches.
La mujer toma la perilla de la puerta y se dispone a abandonar la
habitación, cuando Andrea suelta una pregunta que la hace volver sobre sus
pasos.
—¿Cómo murió Pablo?
Los ojos de la joven no dejan de observar la sábana sobre el lienzo.
—Señorita, ya es tarde y mañana tenemos que…
—Por favor…
La empleada suelta un suspiro.
—No lo sabemos. La señora lo encontró… en su cama al día
siguiente… primero creyó que estaba bromeando…
—¿Estaba enfermo?
—Quizá.
—En el hospital donde trabajo he visto a muchas mujeres llorar la
muerte de sus hijos, pero nunca a alguien comportarse como lo hizo Lucía
—agrega Andrea—. Siento mucha pena por mi hermana.
—El doctor dice que es comprensible que la señora tenga ese tipo de
reacciones postraumáticas. Por lo mismo es que Fausto y yo optamos por
seguirle la corriente. No queremos que se haga daño.
Andrea, sentada desde donde está, vuelve a posar sus ojos sobre la
sábana.
—¿Pablo era un buen niño?
—Buenas noches... —dice Socorro en voz baja.
Luego se da media vuelta, sale de la habitación y cierra la puerta sin
esperar ningún otro comentario.
*

CAPÍTULO III

Ni bien Socorro deja la habitación, Andrea se acerca a la puerta y se


asegura varias veces de que esté bien cerrada.
Necesita seguridad. No le gusta para nada lo que ha visto en las últimas
horas.
La joven comienza a caminar casi de puntillas por toda la habitación,
inspeccionándola. El techo alto le da una amplitud tal al espacio semivacío,
que se siente empequeñecida y casi absorbida por la casa. En algunas
partes, la madera de las vigas y de las ventanas está tan carcomida por el
moho y las larvas, que pequeñas astillas han comenzado a desprenderse.
Está preocupada. No pensaba encontrar a lo que le queda de su familia
en este estado. No sabe cómo informar a su hermana que su madre ha
fallecido. «No creo que Lucía tenga la suficiente fuerza para soportar más
noticias de muertes», reflexiona. Por más que le da vueltas a la idea, no
logra visualizar la forma y el momento. Además, la breve explicación de
Socorro sobre cómo murió Pablo, tan de repente, le ha dejado un mal sabor
de boca.
La mujer se siente acorralada entre la inmensidad de esa habitación
maloliente, la puerta que da hacia un pasadizo oscuro, el retrato de Pablo
cubierto por una sábana y sus dudas, las cuales se intensifican al escuchar el
aullido del viento que llega desde el exterior.
Un olor pútrido le llega al rostro y le hace arrugar la nariz. Se fija que
una de las ventanas no tiene colocado el pestillo y está vibrando con el
viento frío y húmedo. «Hace un rato no estaba así», piensa, y se acerca a
cerrarlo. Tras el cristal, observa a la lejanía una pequeña luz que se arrastra
entre los árboles: es Fausto, quien ha salido de su cabaña de servidumbre
con una lámpara de petróleo en la mano, y se dirige hacia el maizal. Andrea
se percata de que el hombre renquea a cada paso. «¿Quién se atrevería a
caminar por allí a esta hora?», se pregunta. Cierra la ventana de nuevo y
corre la pesada cortina doble que también transmite sombríos aromas ácidos
y penetrantes.
Para ya no tener que pensar más, la mujer intenta distraerse sacando el
contenido de sus maletas y guardándolo en el armario. Luego se quita el
vestido y lo coloca también allí. Mientras contempla su cuerpo frente al
espejo se despoja de su ropa interior y, por unos segundos, repasa con las
manos, suavemente, su piel tersa, acomodando y desacomodando su cabello
sin ningún deseo en particular. El frío le hace recordar que debe ponerse
una bata. Corre el cobertor de la cama y evoca cuando ella y Lucía se
escondían debajo de las sábanas hasta tapar por completo sus cabezas,
mientras su madre se alejaba por el largo pasillo, desapareciendo poco a
poco en el eco de la casa: el último paso siempre era la nota final de una
melodía que precedía al silencio, el cual en su antigua habitación se
transformaba en un arreglo musical compuesto de ruidos y sombras que las
pequeñas no querían ver ni escuchar. En esa época no era necesario decirse
nada: solo se tomaban de las manos hasta que el sueño viniese a rescatarlas.
*
Una mano invisible presiona su cabeza contra la almohada.
Andrea tiene los párpados cerrados, pero en su mente soñolienta se
perfila una certeza: no está soñando. Intenta moverse, pero es inútil. Hasta
llega a pensar que, si se queda quieta, despertará y podrá abrir los ojos.
Nada de eso ocurre. Oleadas de desesperación empiezan a hormiguear en su
cuerpo y se convence de que, si no hace algo rápido, morirá de asfixia. En
un acto supremo logra abrir la boca, como si intentara respirar. Quiere
gritar, pero le resulta imposible emitir sonido alguno. Está paralizada,
enfrentándose a algo o alguien.
De pronto cae al piso.
No está muy segura de si ella misma lo ha provocado al forcejear o una
fuerza siniestra la ha empujado. Llena de terror intenta gritar nuevamente,
pero el sonido es tan débil que apenas puede escucharse a sí misma.
Entonces ve una sombra que se aleja por la puerta abierta de par en par.
Andrea, conmocionada por la escena, vuelve a gritar y esta vez el sonido de
su voz se deja oír por toda la casa, como el aullido de un lobo herido que
advierte al resto de la manada que ha sido atacado.
Cuando cierra los labios, lo único que la mujer escucha en el silencio
contenido de la residencia son unos golpes secos e inquietantes.
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
Provienen de la habitación de Alberto.
*
Andrea está sentada sobre una de las viejas sillas de la mesa de la
cocina. Sus manos y pies todavía tiemblan por los nervios y el estrés.
—Solo fue una pesadilla —intenta tranquilizarla Socorro mientras
espera a que hierva más agua en el fogón para preparar un té—. Eso, y el
ruido que el señor Alberto hace por la noche, acabaron por hacerle trizas los
nervios.
Andrea no dice palabra alguna. Todavía inquieta, se pone de pie y abre
con prisa las puertas y cajones de la alacena. Pronto encuentra una botella
de whisky, lo destapa y bebe un gran trago.
La ama de llaves está sorprendida por la espontaneidad de la joven.
—Jamás había sentido algo así —dice Andrea mientras se limpia los
labios con una manga de la bata—. Eso no fue una pesadilla. Algo entró a
mi habitación. Yo lo vi.
Un silencio incómodo se instala entre ellas. El chillido inesperado del
agua hirviendo hace estremecer a la joven, y tensa nuevamente todos los
músculos de su cuerpo. Socorro retira rápidamente la tetera del fuego y, sin
dudar, se acerca hasta Andrea, coge la botella de sus manos y la vuelve a
guardar en la alacena.
—¿Hay otra habitación en la que pueda pasar la noche? —suelta Andrea
con ansiedad.
—La única habitación disponible en toda la casa es la del niño Pablo,
pero no creo que sea bueno que la señora la encontrara ahí por la mañana.
—¿Y Fausto no podría colocar más seguros a mi puerta?
—Sí, puedo hablar con él. Pero eso ya no será sino hasta mañana. Es
mejor que vuelva a su habitación. Piense que todo ha sido mental: son
demasiadas emociones para un solo día. Necesita descansar.
—Está bien.
Andrea se pone de pie. Cuando ya está a punto de salir de la cocina,
Socorro le dice algo que ella al principio no entiende. Lo único que hace es
voltear y ve cómo la mujer se acerca rápidamente. Nada queda de aquel
paso lento y aletargado con el que recorrió la casa tras su llegada.
—¿Qué busca, señorita? —vuelve a preguntar la ama de llaves, tratando
de suavizar sus gestos.
—¿Yo? ¿Qué busco?
—Sí, ¿a qué ha venido en realidad a Santa Marta?
—A estar con mi hermana, solo eso —responde Andrea, confundida por
ese interrogatorio.
—Sucede que el señor Alberto tiene mala salud desde hace más de un
año, que la señora Lucía tampoco parece haber mejorado mucho desde lo
del niño, y la hacienda está pasando por una de sus peores crisis en mucho
tiempo. Si lo que busca es dinero, permítame decirle que ha llegado en la
peor de las situaciones.
Andrea no sabe cómo reaccionar a las palabras de la empleada. No
puede determinar si es un arrebato de sinceridad o simplemente descortesía
de su parte.
—Sucede que nuestra madre hizo lo imposible para ponernos una en
contra de la otra. Pero no siempre fue así. Solíamos ser mejores amigas. Y
si hoy estoy aquí es para recuperar el tiempo perdido —dice la joven con
mucha tristeza en la voz—. No quiero terminar como mamá, sola en una
fría habitación de hospital sin que nadie pregunte por ella. No quiero ser
como ella.
Sin esperar respuesta, Andrea se marcha. No se despide.
Una vez que la joven sube por las escaleras, Socorro se acerca a la
mesa. Coge la taza de té que Andrea ha despreciado y vacía el líquido
lentamente por el fregadero. Mientras lo hace, canta para sí misma.
Lamentos del viento
dicen que en la noche
cuando el búho canta...
Pequeñas piedras golpean el cristal de la ventana e interrumpen a la
mujer. «Lo que nos faltaba, que el viento arroje basura a la casa», piensa,
mientras seca sus cuarteadas manos en el mandil. Se acerca a la ventana y
solo alcanza a ver que la neblina empieza a cubrir los árboles con su manto
de humedad. Espera unos minutos, confiada en que en cualquier instante
algo volverá a estrellarse contra el cristal, pero nada sucede. Cuando ya está
a punto de irse, nota un pequeño adorno rojo que cuelga de una de las
esquinas del marco de la ventana. La mujer descorre el pestillo, saca la
mano al exterior y coge el objeto con delicadeza. Una vez que lo ha
descolgado, lo introduce en uno de los bolsillos de su mandil sin detenerse a
examinarlo. Con la mirada busca si hay testigos, pero la única presencia
evidente es el viento que sopla omnipresente. Cierra la ventana con fuerza y
vuelve al fregadero. Mientras enjuaga la taza tiene la mirada postrada al
frente, atrapada en algún viejo pensamiento. Ya no frunce el ceño. Cierra el
grifo y sale de la cocina con una de las manos sumergidas en el delantal.
Sus dedos acarician el adorno una y otra vez.
*
«Si tan solo pudiera volver a pintar», se dice Andrea mientras,
sumergida hasta el fondo en la bañera, observa el techo a través del agua
tibia. Los primeros rayos del sol del amanecer caen precisamente sobre las
vigas de contención, lo que da al ambiente un color tornasolado y cálido.
«La vista es preciosa: parece un cuadro impresionista», reflexiona y se coge
con suavidad la cabellera que flota en toda su extensión.
De improviso recuerda el retrato del niño en su habitación. Sus muslos
desnudos, largos y esbeltos, se contraen rápidamente para sacarla de la tina.
Ya incorporada, y tras secarse, la joven se percata de que en la toalla están
impregnadas decenas de sus cabellos. «Todo va a estar bien, todo va a estar
bien», se repite a sí misma para darse algo de valor.
En simultáneo le viene a la memoria la imagen de Fausto, la única
persona que ha sido cordial con ella desde su llegada. Su mirada sumisa le
inspira confianza y hasta algo de ternura. «Él será de mucha ayuda», piensa.
*
Ya vestida, Andrea se dirige al primer nivel. Al salir al pasadizo, no
puede evitar hacer presión con los dientes: el agua ha enfriado su cuerpo y
ni siquiera el bochorno de la casa logra abrigarla. Lo primero que nota en la
mesa del salón principal es que el desayuno está servido para tres personas,
y que el sol ilumina el asiento de Lucía.
La joven, un tanto aterida, se sienta allí mientras espera a que baje su
hermana.
—Disculpe, señorita, pero ese es el lugar de la señora… —la interpela
Socorro, quien ha aparecido desde la cocina.
—No se preocupe, ella entenderá. De niñas lo hacíamos todo el tiempo.
—Tal vez, pero ya no son niñas.
Esa respuesta poco menos que impertinente está a punto de hacer perder
la paciencia a Andrea, pero intenta calmarse. Algo que les enseñaron a las
hermanas, como uno de los mandamientos más importantes de las personas
de posición acomodada, es que resulta de mal gusto recordarle a la
servidumbre lo que realmente es. El maltrato hacia los empleados de la casa
es propio de los nuevos ricos, quienes reemplazan su escasez de corazón e
inteligencia con el ejercicio del poder que les otorga el dinero.
La ama de llaves se percata de lo fuertes que han sonado sus palabras a
esa hora de la mañana y rápidamente ensaya una justificación.
—Discúlpeme, señorita. No era mi intención faltarle al respeto. Es que
estaba pensando en pedirle que, por favor, no comente nada a la señora
sobre el niño. No queremos que se haga más daño —suelta la mujer
primero mirando a Andrea y después al piso—. Por lo demás, el desayuno
estará listo en media hora.
La imagen de Socorro perdiéndose de regreso hacia la cocina hace que
Andrea dude sobre sus verdaderas motivaciones. Incluso le ha parecido ver
que los ojos brillaban como si estuviese a punto de llorar, y su figura se ha
hecho más delgada y maternal, lo que provoca que la joven se sienta un
tanto pequeña e insolente. «Tiene razón en preocuparse tanto por Lucía: es
ella quien la ha cuidado todo este tiempo —se dice—. Quizá es como una
hija para los dos viejos».
Con remordimientos, Andrea se levanta y va detrás de la mujer. La
encuentra de pie frente al fogón secándose los ojos con el dorso de las
manos. Cuando Socorro se da cuenta de que la joven la está mirando,
empieza nuevamente a llorar.
—Usted tiene los mismos ojos que Lucía y que mi pequeño Pablo… —
dice en voz baja—, tan grandes y llenos de luz.
Andrea inclina la cabeza hacia un lado al escuchar esta confesión. Sabe
que puede averiguar algo más.
—¿Usted quería mucho a mi sobrino?
—Ese niño se llevó un pedazo de mi corazón…
Socorro hunde la nariz en un pañuelo que ha sacado de su delantal y
exhala para tratar de contener las lágrimas otra vez. «Lo que menos necesita
la casa es a otra mujer esparciendo sus penas sobre las paredes», susurra
ella misma con rostro compungido, al tiempo que coge una de las canastas
del estante y sale rápidamente por la puerta de servicio. Andrea apenas
logra escucharla.
*
Mientras espera a Lucía en el salón, el enorme piano Steinway que
reposa allí se convierte en una tentación. Por unos segundos, Andrea
acaricia con sus dedos la madera color caoba perfectamente lisa, hasta que
levanta la tapa con cuidado. Duda si debe tocar: no sabe si su hermana se
molestará o si el instrumento está desafinado. Se decide y, como quien
juguetea, sin sentarse, pulsa tímidamente las teclas: saborea los silencios
entre cada nota.
Luego coge un libro de partituras, lo hojea rápidamente, y encuentra una
composición conocida. Se trata de una pieza que su padre había compuesto
para su hermana y que lleva su nombre. Andrea casi puede escuchar la
melodía en su cabeza con solo leer las notas. Toma asiento, suelta un poco
los dedos, memoriza las primeras notas y se deja ir sobre las teclas. Suena
perfecto. Arriba, el sonido del piano se esparce a través de la escalera y el
pasadizo. En su habitación, Alberto abre los ojos y gira su rostro con gran
dificultad hacia la puerta. En el otro extremo del pasillo, Lucía está
cepillándose el cabello frente a su tocador, aún vestida con su bata de
dormir y con los pies descalzos. De pronto, deja caer el peine y se levanta.
Andrea solo da cuenta de que tiene público cuando por casualidad
escucha rechinar uno de los peldaños de la escalera: su hermana se ha
sentado y, desde allí, con los codos apoyados sobre las rodillas, la escucha
con atención.
—¡Oh, Lucía, lo siento! Vi el piano y no pude contenerme. Espero no
haberte despertado…
—Continúa tocando, por favor. Hace mucho tiempo que no oía esa
canción.
La joven hace caso y sigue en lo suyo. Lucía se empapa de la música
cerrando los ojos y viajando a algún lugar hermoso dentro de su memoria.
La pieza termina y la hermana aplaude con lo que le queda de fuerzas
mientras desciende lentamente los últimos escalones.
—Así me gusta recordarte, tocando el viejo piano de papá —comenta
Lucía.
—Y a mí me gusta verte feliz, lejos de tu cama y de aquella habitación
—responde Andrea sin sopesar muy bien lo que dice. Casi de inmediato se
percata de que sus palabras pueden ser malinterpretadas.
Un silencio incómodo se hace presente entre las dos. Lucía abre las
cortinas del salón —el sol ilumina todo a su paso— y baja las manos para
observar a la luz lo dañadas y secas que se encuentran.
—¿Qué haces aquí, Andrea?
—¿Podrás algún día olvidar el pasado y perdonarme hermana? —
responde la joven.
—¿Mamá sabe que estás aquí?
Ante la pregunta a quemarropa, Andrea no atina a responder. No se
atreve a darle la noticia para no alterarla, pero sabe cuán intuitiva es su
hermana.
—¿Es lo que creo? —pregunta Lucía, con el rostro cada vez más
desencajado y un tono de voz mucho más débil de lo que ya era antes.
Andrea siente cómo las lágrimas se agolpan en sus ojos.
Mueve la cabeza en señal de aprobación.
*
Socorro ha regresado de recoger huevos del granero y, dado que ha
ingresado por la puerta de la cocina, ha escuchado todo cuanto sucedía en el
salón principal.
La mujer no puede evitar restregarse las manos con nerviosismo en el
viejo mandil. Se acerca a la ventana abierta y respira con angustia, como si
estuviera a punto de ahogarse entre aquellas cuatro paredes.
Entonces mira hacia el frente y observa cómo los maizales se agitan con
la brisa de la mañana. Un ligero ventarrón le revuelve el cabello y, como si
fuera un mensaje, logra que la ama de llaves suelte una pequeña sonrisa.
—Ella va a quedarse aquí… —dice en voz baja.
En la sala del piano, Lucía está de espaldas a Andrea: no quiere que la
vea llorar. La joven se seca los ojos como puede y respira hondo para
recuperar su postura.
—¿Qué necesitas? —pregunta Lucía.
—Necesito recuperar a mi hermana —solloza Andrea—. ¿Podrás
perdonarme algún día?
La señora de la casa se tambalea un tanto, algo mareada, y Andrea se
acerca para cogerla del brazo. Ahí es cuando nota que su hermana está cada
vez más frágil, como si algo la estuviera consumiendo por las noches. El sol
se ha ido en cuestión de minutos y, en su lugar, un tono gris pinta por
completo el cielo.
—Realmente mamá nos hizo daño… —dice Andrea.
—No debímos escucharla, no debímos hacerle caso…
—Pero ahora todo estará bien.
—Dile a Socorro que necesito uno de sus remedios, anda ve —pide
Lucía.
—¿Remedios? —pregunta Andrea, frunciendo el ceño y desconcertada
—. ¿Qué clase de remedios?
Andrea no obtiene respuesta, pero, al tocar la frente de Lucía, la siente
enfebrecida, así que la conduce escaleras arriba hasta su habitación y la
recuesta sobre la cama. Una vez allí, le coloca el cobertor, cierra las
ventanas y enciende una lámpara para ganar algo de calor.
Acto seguido, la joven revisa el cajón de la mesa de noche en busca de
medicinas, pero no encuentra nada. Está extrañamente vacío, como si nadie
viviera en ese lugar.
—Hoy no habrá remedios caseros ni té, hoy te cuidaré yo, Lucía —dice
Andrea, mientras sujeta las manos de su hermana y se las frota con
delicadeza.
Antes de quedarse dormida, Lucía parece perder nuevamente el sentido
de la realidad y suelta una pregunta.
—¿Has visto a Pablo?
*

CAPÍTULO IV

Andrea está concentrada en su hermana: la observa con la misma


dedicación del artista después de dar las últimas pinceladas para eliminar
cualquier imperfección en su obra. Suelta un suspiro y finalmente sonríe.
—Ya puedes abrir los ojos, Lucía —susurra sobre el oído de su hermana
mientras le alcanza un espejo de mano.
—¡Al fin!
Lucía detiene el movimiento impaciente de sus manos sobre las rodillas.
Coge el espejo y se lo coloca frente al rostro maquillado con colores
intensos. Después de varios segundos que parecen horas, asiente con la
cabeza como signo de aprobación.
—Al principio no me pude reconocer, Andrea —comenta, nostálgica—.
Así me recuerdo antes de que sucediera lo de…
La mujer se interrumpe con brusquedad, como si solo nombrar la
tragedia amenazara con hacer sucumbir el presente y la poca paz del
momento.
—Ven —dice Andrea y estira una mano—. Vayamos a dar un paseo,
estiremos las piernas, muéstrame la hacienda.
Fausto está barriendo la entrada de la casa cuando las dos hermanas
salen. El viejo, que estaba limpiándose el sudor con un pañuelo en el mismo
momento en que la puerta se abre, deja caer la escoba, lo que provoca en
Lucía una mirada severa.
—Disculpe, señora, no las oí venir —balbucea—. Estaba limpiando esta
parte que suele llenarse con el polvo, las hojas secas y los insectos que deja
el viento…
Por un instante guarda silencio.
—Señora, casi no la reconozco, está muy cambiada.
—Así solía lucir en la ciudad, Fausto —responde la mujer con un atisbo
de orgullo y señala su atuendo floreado—. De hecho, fue con este vestido
largo que conocí al señor Alberto.
—Qué bonito que lo recuerde, señora.
—¡Y fue a mí a quien se le ocurrió peinarla y acicalarla de esta manera!
—agrega Andrea con una sonrisa y tratando de no profundizar en el pasado
—. ¿Acaso no se le ve linda?
—Muy linda, señorita Andrea, muy linda.
—Gracias, Fausto —dice Lucía mientras coloca su mano sobre su frente
como visera—. Hace meses que no salía de casa.
La mujer todavía no puede abrir los ojos por completo de tan
acostumbrada que está a las sombras de la residencia. El sol la deslumbra.
Fausto se alegra por ella. Al verla de pie y radiante, piensa que todo
volverá a ser como antes, y que los maizales volverán a crecer fuertes, altos
y dorados.
*
Las hermanas caminan por el sendero que las lleva al campo. Andrea
lleva a Lucía cogida del brazo. Ninguna se atreve a hablar. ¿Cómo pedir
perdón sin necesidad de mencionar a la madre fallecida?
A cada paso pareciera que el sol calentara más la tierra.
—¿Podemos sentarnos aquí? —pregunta Andrea y señala una banca
junto al árbol sobre el cual pende el viejo columpio—. Aquí podremos
refrescarnos.
—Sí, está bien —responde Lucía.
A unos cuantos metros de ellas se erige, imponente, el extraño y viejo
espantapájaros.
—¿Recuerdas la casa en el árbol que papá construyó? —pregunta
Andrea mientras observa la copa que tienen sobre sus cabezas.
—Cómo olvidarla. Pasamos veranos enteros en ella…
—Hasta que mamá ordenó que la destruyeran.
Una pausa incómoda se instala entre las hermanas.
—¿Sufrió? —pregunta Lucía.
—Durante años… pero más al final.
—De esta vida nadie se va ileso —comenta Lucía observando con fijeza
el triste campo pintado de gris—. ¿Piensas quedarte en la hacienda?
—Sí tú lo permites —suspira Andrea—. No hay nadie esperándome
allá.
La joven comenta cómo fue que su madre se encargó de espantar a cada
pretendiente que solía llevar a casa. Lucía casi puede imaginar los gestos de
desagrado de la madre y sonríe un poco.
—A Alberto también lo asustó, y fue por eso que él corrió lo más lejos
que pudo y me trajo hasta Santa Marta —dice Lucía—. Por lo demás, sería
de gran ayuda tenerte aquí, Andrea, aunque solo sea por unos días.
*
Cuando ya están de regreso, las dos mujeres escuchan a un par de
hombres que conversan a gritos por los maizales. Lucía es quien más se
agita por los desconocidos hasta que reconoce al niño de piel oscura y
cabello ondulado: se trata de Joaquín y Miguelito.
Ambos buscan sobrantes de la cosecha y se abren paso como pueden
entre las cortezas secas del cultivo. En sus manos llevan costales casi
vacíos.
Pese a la cercanía del sendero, ninguno se percata de Lucía y Andrea.
Ensimismados en su conversación, se dirigen hacia el granero y cierran la
puerta.
—¿Quiénes son ellos? —pregunta Andrea.
—El hombre es Joaquín y el niño se llama Miguel. Vienen a revisar el
sembradío todos los días porque Fausto y Socorro ya no lo pueden hacer,
son casi ancianos —dice Lucía, quien nuevamente parece perderse en sus
penas eternas después de ver al muchacho.
Acto seguido, el silencio vuelve a dominar el ambiente. La pasividad
del campo empieza a desesperar a Andrea: en la ciudad nadie se percataría
de que en realidad no tienen nada de qué hablar aun cuando quisieran
hacerlo. Pero aquí, el silencio solo las confronta a sus propias soledades, lo
que hace imposible disfrutar de la paz del campo.
Es como si la naturaleza les estuviera exigiendo resolver todos sus
asuntos personales antes de poder convivir con ella en un mismo plano.
De pronto, el canto de las lechuzas provenientes de alguna parte de la
casa y el viento rebotando sobre el maizal se dejan escuchar por toda la
hacienda. Lucía se lleva las manos a la sien y con las yemas de los dedos
comienza a frotarse despacio.
—Cuando te desmayaste en el salón —continua Andrea—, te juro que
pensé…
La joven no llega a terminar la frase. Gotas de sangre brotan de la nariz
de Lucía quien, al ver cómo manchan su vestido, empieza a exasperarse y a
perder el control de su respiración. Las lechuzas cantan más fuerte, como si
estuvieran en un réquiem que podría finalizar en cualquier rato. El sol
queda cubierto por negras nubes que opacan el maizal y comienza a llover.
En cuestión de segundos, el sendero se convierte en un lodazal.
—Mi hijo, mi hijo, ¿dónde está Pablo? —dice Lucía, nuevamente
extraviada en algún rincón de su mente—. Llévame con él, debe estar
asustado.
Andrea vuelve a coger fuertemente del brazo a su hermana y la ayuda a
caminar más deprisa. Empapadas como están, los zapatos de ambas se
hunden en el fango y oleadas de desesperación las invade. A lo lejos ven
que Socorro sale por la puerta de la casa. Va hacia a su encuentro. Lleva un
paño en la mano. Cuando llega donde Lucía, presiona la compresa con
suavidad en su rostro y la ayuda a caminar cogiéndola de la cintura. Andrea
se adelanta para sostener abierta la puerta de la casa mientras las dos
mujeres ingresan dando tumbos y ensuciando de barro las alfombras. Se
queda observándolas hasta que las ve perderse por las escaleras.
Hay algo que la inquieta y quiere pensar si acaso es el mejor remedio
para su hermana: en todo el camino, la ama de llaves no dejó de darle
noticias a Lucía sobre Pablo.
Como si todavía estuviera vivo y la estuviera esperando.
*
—¿Por qué tan seria, señorita? No me diga que es por la señora… —
pregunta Fausto, quien acaba de aparecer por el sendero a toda prisa y se ha
asombrado de ver a Andrea en el umbral de la puerta principal.
Como si se arrepintiera de lo que acaba de decir, baja la cabeza y de
inmediato pide disculpas por entrometerse en asuntos familiares delicados.
—Solo vine a revisar la casa, para asegurarme de que no tenga goteras.
A veces, en estas ocasiones, se filtra la lluvia, necesita mantenimiento —
dice el viejo.
Andrea lo mira con una mezcla de ternura y lástima.
Afuera la lluvia ha cesado de improviso. El coro siniestro de las aves
regresa a las profundidades de donde había emergido. Empieza a clarear de
nuevo.
—Descuide, Fausto, yo comprendo que usted se preocupe. Y sí, es mi
hermana en quien estoy pensando —dice la joven y hace una pausa—. Es
que hace un rato ella estaba bien y de la nada todo cambió: hasta me hizo
creer que ya estaba curada. Todo es muy confuso para mí.
Y agrega:
—Además está este clima horroroso, no hay quién lo entienda, cambia
en cuestión de segundos.
Fausto, con los ojos amarillentos por el tiempo, se pasa una mano por el
cabello cano y vuelve a bajar la mirada antes de responder.
—Sí es cierto, señorita, a veces todo se hace muy confuso. Pero si me
permite —y aquí el hombre levanta la mirada—, yo le diría que no se haga
muchas ilusiones. La señora Lucía suele tener episodios de lucidez, pero
siempre acaba regresando al mismo punto —y los ojos del hombre se posan
sobre los maizales—. Es que en ciertas ocasiones la pérdida de nuestros
seres queridos nos hace actuar de manera inexplicable. Debe ser la reacción
a un dolor imposible de soportar.
—¿Usted tiene hijos? —pregunta Andrea, intrigada.
—No, señorita. No tuve la dicha de encontrar con quién formar una
familia.
—Yo creía que Socorro y usted eran…
—Oh no, no, señorita, Socorro es mi hermana —dice Fausto y, como si
hubiera comentado algo prohibido, se estremece ligeramente, pide permiso
y entra a la casa.
*
Andrea vuelve a recorrer el sendero en dirección al granero. Quiere
encontrar a Joaquín y Miguel. Quizá ellos le podrían dar más respuestas
sobre la hacienda y la historia de las tragedias. Empieza a sospechar que
Socorro y Fausto saben más de lo que dicen y por alguna razón lo ocultan.
La joven solo se detiene cuando detecta movimiento en las plantaciones
que la rodean.
Entonces lo ve. Joaquín se desplaza entre los maizales y arranca las
mazorcas de maíz de un tirón: apenas necesita una mirada rápida para
comprobar su estado y decidir si vale la pena arrojarlas dentro del saco que
lleva en la otra mano. Sus movimientos limpios y perfectos inspiran
seguridad y confianza a la mujer.
A unos metros, el pequeño Miguel intenta acomodar y apilar sobre la
tierra los irregulares sacos que va dejando su compañero a su camino.
—Buenos días —dice Andrea desde lejos, sin atreverse a ingresar a los
sembríos.
Joaquín, al escuchar la voz de una mujer, se frota las manos
rápidamente sobre sus pantalones, se acomoda el cabello y se limpia el
sudor del rostro con las mangas de la camisa. Tras ese pequeño ritual se
anima a devolver el saludo y sale al encuentro de la joven.
—Señorita, buenos días —responde—. Usted debe ser la hermana de la
señora Lucía, ¿no es verdad?
—¿Y usted cómo lo sabe? ¿Se lo dijo Fausto?
—Oh, no. El señor Fausto es muy discreto. En realidad, nosotros nos
hemos enterado de su visita a Santa Marta porque en el pueblo casi todos
hablan de usted —y luego Joaquín baja la voz, como avergonzado de lo que
está a punto de decir— y de su belleza.
Andrea sonríe. Había oído de la inmediatez con la que corren los
rumores en los pueblos, pero nunca se había imaginado que ella podía
generar uno.
Como si acabara de recordar algo, Joaquín se acerca al niño, lo coge por
la nuca y lo obliga también a saludar y caminar hacia el sendero.
—Yo me llamo Joaquín y él es Miguel, señorita. Es mi primo y me
ayuda en las cosechas.
—Miguelito —aclara el muchacho—. Así me dicen todos por aquí.
—Pues buenos días, Joaquín y Miguelito —responde Andrea—. Los vi
antes cuando caminaba con Lucía y me explicó cómo ustedes apoyan el
trabajo en la hacienda, y quise venir a conocerlos y preguntarles sobre por
qué creen ustedes que los maizales están así.
Los dos hombres enmudecen ante esa consulta tan directa. Solo atinan a
mirarse entre sí. Joaquín carraspea y Miguelito escarba la tierra con su pie.
—La verdad es que se hablan de muchas razones… pero a ciencia cierta
nadie sabe por qué los campos están así… —intenta explicar Joaquín, pero
prefiere quedarse en silencio y no entrar en detalles.
Le toma mucho tiempo encontrar las palabras adecuadas. Él solo
desearía seguir contemplando a la joven.
Andrea, que no quiere cohibir de entrada al hombre, cambia de tema y
les hace preguntas sobre el pueblo.
—Cuando usted quiera, señorita, la podemos llevar al pueblo, ¿no es
así, Miguelito? —y le lanza un suave codazo al pequeño niño.
—Sí, sí, cuando usted mande —responde Miguelito, algo sorprendido
por la actitud notoriamente complaciente de su primo Joaquín.
—Muchas gracias, señores, son ustedes muy amables —bromea Andrea
haciendo una reverencia—. Por cierto, Miguelito, me hiciste recordar a
Pablo, mi sobrino. ¿Ustedes llegaron a conocerlo? Miguelito se pone
visiblemente tenso y, casi en simultáneo, su rostro muestra una profunda
expresión de tristeza. Un tanto aturdido, lo único que hace es pararse más
cerca de Joaquín.
—Creo que ya es muy tarde y tenemos que irnos, señorita —contesta
Joaquín, quien ha visto el efecto que la pregunta ha provocado en su
compañero.
A lo lejos, el sonido de un melodioso silbido se aproxima. Esta vez
Andrea sabe que se trata de Fausto, pero cree reconocer esa misma melodía:
la ha oído en otra parte, aunque no recuerda dónde.
—Es hora de irnos, Miguel. Coge los sacos y ve llevándolos al caballo
—continua Joaquín, y mira a Andrea—. Señorita, si nos disculpa, debemos
llevar este maíz al granero antes de que venga don Fausto. Cuando usted
quiera puede encontrarnos en las plantaciones, nosotros estaremos por aquí.
No bien acaba de decir esto cuando ven aparecer a Fausto por el
sendero, con su camisa arremangada y unas latas de aceite de las
cosechadoras en las dos manos.
Aunque ya no silba, el viejo no parece sorprenderse al encontrarlos. Es
más, su mirada no guarda el clásico rastro de pasividad que suele mostrar.
Por el contrario, evidencia una turbiedad que Joaquín y Miguelito ya han
visto antes.
*
Dos días después, Andrea y Joaquín están sentados en la mesa de un
restaurante del pueblo. Aunque la mujer se ha vestido con recato, no puede
evitar sentir las miradas de los demás comensales cuando no están
comiendo o bebiendo. La belleza llamativa de Andrea contrasta con la
precariedad de la pintura de las paredes. Ella ilumina el local.
—Discúlpeme que la haya traído a este lugar tan poco discreto, señorita
Andrea, yo sé que no se ve muy lujoso, pero al menos aquí se almuerza
muy bien —se excusa Joaquín de antemano al percibir los groseros
fisgoneos de las mesas vecinas.
—No te preocupes, yo entiendo que llame la atención, quizá no muchas
capitalinas vienen por esta parte olvidada y alejada del país…
—Ehhh, sí, eso debe ser —dice Joaquín, como pensando en otra razón
que no se atreve a comentar.
Una señora algo obesa se acerca con un par de fuentes de comida
humeante, y les pide disculpas por el ruido que hay a esa hora de la tarde.
Es la dueña del restaurante.
—Doña Pocha, le presento a la señorita Andrea, hermana de la señora
Lucía, de la hacienda de Santa Marta.
—Mucho gusto, señorita —dice la mujer, quien se ha puesto
circunspecta al oír el nombre de la propiedad—. ¿Y a qué se debe este
honor? Porque en este pueblo todos sueñan con ir a la ciudad, y más bien
usted viene a nosotros, ¿cómo se explica eso?
—Es que mi sueño es… recuperar a mi hermana —dice Andrea tratando
de no sonar muy apesadumbrada entre tanto bullicio.
La mujer, que hasta hace unos segundos reía entre las sillas conforme
atendía a sus clientes, ahora la mira un tanto apenada y vuelve a preguntar
también bajando un tanto la voz.
—¿Cómo siguen los señores? Hace mucho tiempo que no se les ve por
estas calles.
—La verdad es que ni yo misma sé cómo están —dice Andrea—. De
hecho, uno de mis objetivos de venir al pueblo es buscar la opinión de un
doctor.
—Oh, quizá ya encontró al que necesitaba —responde doña Pocha—.
¿Ve al caballero de traje que está sentado en esa mesa con esos otros dos
señores barrigones? Ese es el doctor Sifuentes, el mejor de estos lares.
A Andrea no le ha pasado desapercibida la presencia de ese hombre: él
la ha estado observando con insistencia desde que entrara al lugar. Casi
parecía querer decirle algo con los ojos.
—El doctor también estuvo presente en la hacienda cuando sucedió lo
del niño.
*
Dos horas después, Andrea y Joaquín ingresan a la consulta del doctor
Sifuentes. Enjuto de rostro y con gafas, el médico no llega siquiera a los
cincuenta años de edad, pero su cabellera negra peinada hacia atrás con
gomina, su postura recta y su impecable vestimenta de camisa, chaleco,
saco y corbata le dan un aire reverencial y hasta algo místico.
El hombre ni siquiera se inmuta cuando ella se presenta. La estaba
esperando.
—Mucho gusto, doctor —saluda Andrea—. Cualquier cosa que
necesite, sepa que estoy a su disposición. Yo estudié enfermería y ejercí
varios años.
—Es usted muy amable señorita, por favor, siéntense allí —responde el
doctor a la vez que estrecha la mano de la joven—. ¿Cómo se encuentran
los señores Blanco?
—No ha habido mejoría —contesta Joaquín por ella.
—Lo siento mucho —dice Sifuentes, antes de explicarles que lo que
sufre Alberto Blanco es una enfermedad poco común que ataca el sistema
nervioso—. Con todo, aun cuando pareciera que está sumido en un estado
de mínima consciencia y no puede comunicarse verbalmente, el paciente
puede realizar seguimiento visual, controlar el parpadeo y presentar
pequeñas respuestas motoras.
—Como lo que hace con uno de sus brazos cuando lo estrella contra la
cabecera de la cama… —agrega Andrea mirando hacia la ventana.
—Así es. Y lo de la señora Lucía es más bien un trastorno producto del
shock que le produjo lo de su pequeño hijo —dice el doctor con cautela—.
Algunos pacientes nunca superan la fase de negación, y parece que ella ha
decidido seguir inmersa en ese nivel. Por supuesto, hay que entender que la
señora ha vivido muchas emociones negativas en un lapso muy corto y
eso…
—¿Usted vio lo de Pablo, doctor? ¿Sabe qué fue lo que él tuvo? —
interrumpe Andrea con evidente ansiedad.
El médico asiente con la cabeza y da una pitada de tabaco que de pronto
invade todo su consultorio. Como un acto reflejo, coge un lapicero con el
que juguetea por unos segundos y mira por la ventana de soslayo.
—Pablo… el niño no presentaba ningún trauma visible... ningún signo
de intoxicación... —dice, entrecerrando los ojos y luchando con la escena
en su mente—. En todos mis años en la medicina nunca vi algo así…
porque ese rostro… ese rostro es algo que nunca olvidaré.
—¿Qué tenía en particular?
—Su mirada... tenía la mirada llena de horror... de un inmenso terror.
Andrea, intrigada, mira a Joaquín y se aferra a su brazo, como tratando
de obtener fortalezas para soportar lo que está escuchando.
—Pero de algo debió morir en un sentido estricto, ¿cierto? —insiste la
joven.
—Bueno, el niño sufrió un colapso cardíaco —responde el doctor—. No
es extraño que alguien de su edad padezca enfermedades coronarias, solo
que… por el estado en el que lo encontré… yo diría que lo que forzó su
corazón fue algo que él vio.
Andrea se tapa la boca con una mano. No olvida la experiencia que
sufrió la primera noche que durmió en la residencia de Santa Marta.
El doctor, sentado en su escritorio, se saca los anteojos y los coloca
sobre su regazo. Luego, con el ceño fruncido, coge un pañuelo desechable y
lo frota contra las gruesas lunas. —Solo Dios sabe lo que vio ese niño antes
de morir.
*
Al salir del consultorio, Andrea guarda la tarjeta personal del doctor en
su bolso. Ya está oscureciendo y las calles del pueblo están cada vez más
desiertas debido al fuerte viento que sopla en todas las direcciones. En
silencio, Joaquín la ayuda a encaramarse en la carreta jalonada por un
caballo. Lo único que ella desea es regresar a la hacienda cuanto antes y
seguir haciendo indagaciones.
Con todo, mientras su compañero ajusta la brida del animal, una
anciana, bastante curvada por el peso de los años, se acerca a paso lento
desde el otro lado de la vereda. Andrea jamás en su vida ha visto a esa
mujer, y por lo mismo es que pretende ignorarla cuando nota que está a
punto de decir algo.
—Márchese —advierte la desconocida—. Márchese antes de que sea
demasiado tarde.
Andrea no sabe qué decir. Joaquín se acerca hasta la anciana tratado de
apaciguarla.
—Ya nos vamos, señora, no es necesario el apuro, tranquila —dice él.
Otra mujer, bastante robusta y que camina balanceándose, aparece por
la misma vereda de enfrente. Parece reconocer a la anciana junto a la
carreta.
—Él conjuraba —sigue diciendo la pequeña mujer—. Él conjuraba…
—Basta, mamá —exclama la otra señora que ha aparecido de improviso
—. Tranquila, vamos a casa, ya te he dicho que no debes salir así, de la
nada.
Entonces mira a los dos jóvenes y les pide disculpas por su madre que
ya presenta un cuadro agudo y preocupante de demencia senil.
—A veces mi mamá delira y no sabe lo que dice, perdonen la
incomodidad —explica.
—Yo sé, yo sé que la tierra de Santa Marta está maldita —repite la
anciana una y otra vez y levantando el dedo en señal de acusación—. Don
Ignacio sigue allí, yo lo sé.
Joaquín logra que el caballo se ponga en marcha y emprenden el camino
de vuelta. Atrás se quedan las dos mujeres: la más vieja insiste hasta el
último en que la casa-hacienda debe ser abandonada. Por varios minutos la
pareja se queda en silencio hasta que Andrea pregunta quiénes eran esas dos
personas con las que se cruzaron en la calle. Joaquín le responde que una se
llama María y la otra, su hija, es Sofía.
—Y todo el mundo sabe que la señora María es extraña y que está loca
—agrega.
—Pero ella mencionó un nombre, Ignacio, don Ignacio —dice Andrea
—. ¿Quién es?
Joaquín la mira con perplejidad. No sabe cómo tomará lo que está por
decir.
—Don Ignacio es el antiguo dueño de la hacienda.
*
Los árboles se alzan cada vez más espesos y oscuros conforme la
carreta se desplaza por la carretera en dirección a Santa Marta. Por
momentos sus sombras dibujan figuras caprichosas, a veces hasta
amenazantes.
Andrea recuerda que, de pequeña, a Lucía le gustaba pensar que los
árboles eran humanoides gigantes que, al llegar a cierta edad, se quedaban
petrificados y que, si no se despegaba la mirada de ellos por un largo rato,
tarde o temprano comprobaría sus sospechas viéndolos moverse. La joven
observa ensimismada las hojas multicolores que se desprenden de las ramas
y forman una especie de alfombra sin fin en el camino, por encima de la
cual el sol se va ocultando: es un truco que había inventado con su hermana
para no aburrirse durante los viajes, pero como todo lo demás que ha
intentado desde que llegó a su casa, tampoco funciona.
Un nombre ha quedado resonando y palpitando en su cabeza: don
Ignacio.
Andrea intenta distraerse en la figura corpulenta de Joaquín que cabalga
a toda velocidad. Pero ni siquiera el ruido de las ruedas de la carreta la
hacen abstraerse de las palabras de la anciana. «“Don Ignacio sigue allí”,
esas fueron sus palabras», piensa. Todo empieza a agolparse en su mente:
las miradas de los comensales en el restaurante, la incomodidad del doctor
detrás de su escritorio al recordar a Pablo, la extraña actitud de Socorro y el
ataque que sufrió en su habitación.
Ante tantas sospechas, Andrea siente que ya no puede confiar en nadie,
ni siquiera en el hombre que la está acompañando esta tarde. Lo más
probable, reflexiona, es que esté completamente sola. El caballo detiene su
paso frente a la casa. Al llegar, los pájaros que están sobre el tejado y los
árboles dejan de cantar y emprenden el vuelo de regreso a los maizales. La
noche ha alcanzado a la pareja durante el camino. La galantería y el humor
en Joaquín casi han desaparecido por completo: a esta hora se le ve
apagado, nulo, bajo esa luna roja que se desangra sobre la hacienda. Joaquín
baja del caballo y ayuda a Andrea a descender de la carreta. A propósito, se
planta frente a ella y, aguantando la respiración y con total desparpajo,
observa con atención cada detalle de su rostro, cada peca de su nariz y sus
mejillas, quizá a la espera de algo. Pero ella solo tiene una expresión
cansada y algo abrumada por su visita al pueblo. «Es hermosa, pero no creo
que pueda fijarse en mí», se dice el joven a sí mismo y sube a la carreta de
nuevo para marcharse.
—Joaquín…
—Dígame, señorita.
—¿Dónde vive don Ignacio?
Joaquín baja la cabeza y respira hondo. No quiere responder a su
pregunta.
—Joaquín… —insiste Andrea.
—Es mejor que no hablemos de esas cosas, señorita. Perdóneme, de
verdad, pero es que todo esto es demasiado, incluso para mí —responde él
—. Solo no le dé importancia, en el pueblo se cuentan muchas historias por
contar cualquier cosa, es así.
—A mí me atacaron la primera noche que llegué aquí. Pienso si no
habrá sido él o sus hombres.
—¿La atacaron?
En un santiamén, Joaquín se baja del caballo. Está alarmado. No puede
entender que alguien quisiera hacerle daño a la mujer que tiene enfrente.
—La primera noche que pasé aquí alguien entró en mi habitación y
quiso asfixiarme o algo así mientras dormía —dice Andrea cogiéndose
ambos brazos por los escalofríos que siente al recordar—. Yo quise creer
que había sido una pesadilla, pero todo fue demasiado real, muy vívido, y
no sé si realmente lo soñé.
—Pero no es posible que haya sido don Ignacio o su gente, señorita…
—explica Joaquín con un ligero temblor en la voz—, porque don Ignacio
está muerto desde hace más de cincuenta años.
*
Los sonidos de las cigarras reemplazan el canto de los pájaros. A lo
lejos se escucha el rechinar de la desgastada cadena del columpio.
—Hay algo más que no te he dicho —dice Andrea, confundida—. Esa
noche una sombra salió de mi habitación: era la silueta de un hombre.
—La verdad es que aquí en el campo hay cosas para las que no tenemos
respuestas, señorita —dice Joaquín, algo avergonzado—. Yo sé que usted es
una mujer de ciudad y que no cree, pero en cambio aquí no somos tan
racionales.
—¿Te refieres a lo que denominan paranormal?
—Yo solo le puedo decir que las personas de la ciudad tienen sus
verdades y nosotros las nuestras. Y para que me crea, venga conmigo…
De inmediato el hombre abre una bolsa de cuero y saca una lámpara de
petróleo que enciende con facilidad y que ilumina, por lo menos, unos cinco
metros a la redonda. Él avanza unos cuantos pasos, pero se detiene al
percatarse de que la joven se ha quedado al lado de la carreta, decidida a no
ceder, y regresa donde está.
Ella lo mira con desconfianza.
—Por favor, señorita Andrea, no se preocupe —insiste Joaquín—, yo
solo quiero ayudar.
—¿Hacia dónde quieres ir?
—Quiero mostrarle algo.
*

CAPÍTULO V

Joaquín camina con prisa por el sendero de tierra en medio de los maizales.
Andrea acelera el paso y, al alcanzarlo, los pájaros, alarmados por los
intrusos a esa hora, alzan vuelo y se posan sobre el tejado del granero. El
viento golpea y amenaza la flama de la lámpara de petróleo, pero nunca
llega a apagarla: la noche se ha convertido en una sombra por la que solo es
posible desplazarse cerca de la luz que el hombre lleva en sus manos.
Joaquín duda cuando llegan a los portones del granero. Por su mente
desfilan imágenes que no está seguro de que la joven deba ver. El hecho de
que Andrea se aferre nerviosamente a su brazo lo convence.
Abre.
El granero se encuentra sumido en un silencio absoluto, los animales
parecen no estar allí, y ni siquiera el eco de las pesadas puertas al abrirse y
cerrarse y sus pisadas que retumban en todo el lugar llegan a despertar a las
criaturas. En un instante dado escuchan unos ligeros rasguños sobre la
madera, y al alumbrar hacia ese punto advierten un hilo de viento
filtrándose por un pequeño agujero de la pared y unos ratones que
aprovechan para fugar por allí. Joaquín ensaya una ligera sonrisa para
tranquilizar a Andrea y reposa el farol sobre un barril.
—La gente del pueblo le teme a este lugar desde hace años, señorita.
Miguelito y yo somos los únicos que venimos para acá —dice—. A cambio
de revisar sus sembradíos, la señora Lucía nos deja llevar un poco de maíz a
casa, porque nuestros cultivos también están siendo afectados.
Luego mete las manos en un saco y coge una mazorca.
—No entiendo, Joaquín. ¿Para qué me has traído aquí?
—Solo mire esto.
El hombre abre las hojas de la mazorca y adentro no hay nada: solo
materia corrompida completamente negra, apestosa y seca.
—Casi toda la cosecha está igual —susurra.
Andrea todavía no sabe qué pensar.
Joaquín toma la lámpara del barril y vuelve a abrir el portón. Ahora el
canto de los pájaros en medio del campo es fuerte y aturde. Al cerrar, los
animales empiezan a gritar del otro lado. Asustada, la pareja acelera el paso
y se dirige hacia el maizal.
—¿Es común que ocurra eso? —pregunta Andrea mientras cubre sus
oídos. El sonido de los animales y el frío viento le erizan la piel.
—Sí, después de lo que pasó aquí. Antes, esta solía ser tierra muy
buena…
—¿Y qué pasó?
—Don Ignacio, el antiguo dueño de la hacienda, abrió las puertas del
infierno.
—No entiendo —dice Andrea, cada vez más nerviosa.
—Solo fíjese alrededor.
Y entonces llegan a la explanada del maizal.
Andrea se lleva las manos a la boca.
Cuervos y otros pájaros moribundos se encuentran regados por el suelo
como si fuesen heridos de guerra. Cada aleteo produce ruidos apagados
sobre la tierra. La sangre brota de todas partes de las aves y se desparrama
en manchas cada vez más largas y oscuras: los animales parecen listos para
algún sacrificio primitivo y hacen sus últimos movimientos, intentando
escapar hacia ese cielo que ya no se puede ver por la ligera bruma.
—Vienen a morir aquí desde todos los lugares del mundo —dice
Joaquín.
La mujer se queda quieta, impresionada por lo que ve. De pronto, la
asalta el recuerdo de aquella mañana lejana en la que su moribunda madre
le tomó de la mano, le pidió perdón por el daño que había hecho a ella y su
hermana, y le mostró con un último esfuerzo las cartas de Lucía que llevaba
años escondiendo para hacerle creer que no quería saber nada de ellas. «El
olor de la muerte es igual para todos, y la sensación que produce tenerla tan
cerca, también», piensa.
—¿Es envenenamiento? ¿Es el agua? ¿Es el maíz que comen? ¿Alguna
plaga? ¿Por qué sangran los animales? Es demasiado horroroso —balbucea
con un hilo de voz.
—Aquí todo se muere —dice Joaquín, mirando hacia todos lados, como
para no ser escuchado—. Como Pablo...
A unos cuantos metros de allí, el viejo y tétrico espantapájaros rojo se
balancea con frenesí sobre el maizal. El viento no logra arrancarlo.
*
Socorro devuelve la tetera a la hornilla de la estufa. A su lado hay una
bandeja con una taza humeante y unas cuantas galletas. Sentada en la mesa
de la cocina, Andrea sumerge su cuchara en un plato de sopa de fideos y
verduras y, por ratos, alza la mirada para escudriñar a la ama de llaves:
quiere conocer su opinión.
Le está contando las extrañas conversaciones que tuvo con la gente del
pueblo.
Solo se ha cuidado de no decir nada sobre lo que ha visto en el granero
y el maizal. No quiere comprometer al pobre de Joaquín.
—La gente tiene mucha imaginación en este lugar, señorita Andrea —
dice Socorro mientras se seca las manos en el delantal, después de haber
escuchado el relato en silencio—. Siempre encuentra algo de qué hablar.
—Lo sé, pero igual sorprende enterarse hasta dónde llega la
irracionalidad de muchos —responde Andrea, en un intento por seguir la
cuerda—. Y a propósito, ¿no sería mejor que le lleve a Lucía un vaso de
leche en vez de un té? Así podrá conciliar el sueño más rápido.
—Es que a la señora le cae mal la leche —dice Socorro con un mohín
que expresa su disgusto cuando alguien interfiere en sus labores.
—¿La leche? Yo no recuerdo eso, ella siempre tomó leche desde que
éramos niñas.
—Con la edad uno deja de tolerar muchas cosas, señorita —comenta la
mujer, también tratando de ser amable—. Hay alimentos que antes yo podía
comer y hoy no, pues termino en cama.
—Bueno, eso sí —suspira Andrea—. Como dejé de ver a mi hermana
por tantos años, quizá me perdí saber muchas cosas nuevas sobre ella.
—Aunque también es cierto que hay cosas que nunca cambian, señorita
—dice Socorro y, por segundos, se pierde en algún viejo recuerdo al mirar
por la ventana.
La empleada reacciona, levanta la bandeja y se dispone a subir las
escaleras. Antes de salir, vuelve a mirar a Andrea.
—Más bien, señorita, yo le pido que no comente nada a su hermana
sobre esos chismorreos. Evitémosle disgustos y penas. Ya tiene suficientes.
—No se preocupe.
Andrea se queda sola en la mesa por unos minutos. Después se acerca al
fregadero y arroja casi toda la sopa por el ducto del desagüe. No tiene
hambre y desconfía de todo lo que hay en esa casa. Tras lavar el plato,
camina con sigilo, trepa por las escaleras y se detiene en medio del
corredor. La puerta de la habitación de Lucía está entreabierta y logra verla
sentada en el filo de su cama, mirándose los pies desnudos. Otra vez tiene
esa expresión extraviada.
Socorro está de pie frente a ella, asegurándose de que no le falte nada
más antes de irse a acostar.
Sobre la mesa de noche descansa la taza ya vacía.
*
Han pasado ya casi dos horas desde que Andrea se acostó. Estaba tan
cansada que se durmió de inmediato. Incluso creyó soñar con Joaquín y
algunos amigos de la ciudad. Pero esta noche el frío es muy intenso y las
ramas de los árboles, el tejado y las ventanas crujen por igual por el viento.
La joven se levanta para buscar un cobertor más en el armario, pero no
encuentra más que sábanas recién planchadas y dobladas.
De la nada, un sonido apagado le llega a través del pasadizo
interrumpiendo su andar.
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
«Es Alberto, se ha despertado también», piensa. «Iré por si se le ofrece
algo». Andrea se coloca la bata sobre el camisón y sale al pasadizo.
Conforme se acerca a la habitación del esposo de Lucía, se percata de que el
golpeteo sigue sonando bajo, como si en verdad no quisiera despertar a
nadie. Una vez frente a la puerta, Andrea se detiene. «¿Estará bien que
ingrese sin avisar?», duda. Al fin, gira la cerradura.
El hombre, postrado desde donde está en su cama, se retuerce en medio
de la oscuridad. Tiene el brazo izquierdo en alto y su mano, abierta, muestra
unos dedos retorcidos, dañados y engarrotados.
Andrea no sabe qué hacer ante un espectáculo tan triste como ese. Había
visto tantas veces a su cuñado lleno de vitalidad, y esta vez lo encuentra
convertido en un despojo.
—Hola, Alberto, disculpa que entre así, pero escuché tu llamado y
pensé que podías necesitar algo…
Al acostumbrarse un poco a la oscuridad, Andrea se percata de que
Alberto la está mirando con los ojos muy abiertos y vidriosos, como si ya
no tuviera vida. Pero el hombre parpadea una vez más y enfoca su mirada
hacia otro lado, a una silla frente a la ventana de su habitación.
Andrea voltea también para saber qué es lo que capta su atención y esta
vez siente cómo el frío recorre su espalda y traspasa sus huesos.
Allí, sentado, hay alguien.
Es otro hombre. Delgado, alto, calza zapatos relucientes, lleva sombrero
y viste todo de negro. Él también gira la cabeza para mirar a la joven, pero
al hacerlo, las sombras a contraluz difuminan los rasgos de su rostro, sobre
todo sus ojos. Se queda así unos segundos más hasta que, de improviso,
estira una mano hacia ella. En cada dedo lleva gruesos anillos de plata.
La joven da un paso hacia atrás y su talón golpea el umbral de la puerta.
Es allí cuando cierra los ojos con fuerza: rápidamente alcanza a pensar que
solo gritará si comprueba que no está sufriendo alucinaciones. No quiere
asustar a su hermana.
Al abrir los ojos de nuevo, el hombre ya no está.
El grito se escucha por toda la casa. Proviene de Alberto, quien tose y se
ahoga con su propia saliva. Andrea echa a correr por el pasadizo y, casi sin
aliento, se encierra en su habitación y rompe a llorar detrás de la puerta.
Cuando se calma, intenta escuchar los pasos de Fausto o Socorro para
tranquilizar a Alberto, que sigue gritando a todo pulmón. Pero nunca
ocurre: nadie va a auxiliarlo.
En su habitación, Socorro enciende las velas de un pequeño altar, se
arrodilla y recita una serie de oraciones. Los gritos de Alberto son cada vez
más fuertes y las aves y los animales del campo empiezan a chillar a la vez,
pero la empleada cierra los ojos y estruja el rosario que lleva entre sus
manos: sus dedos palpan con fuerza cada esfera mientras aumenta la
intensidad de su ruego.
*
No bien los gallos inician su habitual cacareo, Andrea sale de la casa a
toda prisa, casi corriendo. Los primeros rayos del sol la alcanzan cuando
ella ya está en el polvoriento sendero del maizal, camino a la casa de
Joaquín. En su rostro congestionado se percibe la mala noche: pálida, con
sombras alrededor de los ojos, la mirada vidriosa y amarillenta de las
lágrimas de pánico y tristeza que la envuelven, la mandíbula temblorosa y a
punto de estallar en alaridos si es necesario.
No hay nadie al llegar a la casa de Joaquín. El hombre se encuentra
atrás, en su propio galpón, afilando las hoces que utilizará esa mañana en el
campo. A pesar de la ligera neblina del amanecer, él está sudando y se ha
quitado la camisa. Andrea se confunde un poco al verlo en ese estado, pero
su desesperación es mucho más grande que cualquier pudor: llorosa, corre a
su encuentro y lo abraza con fuerza.
—Señorita Andrea… ¿Usted aquí?… —intenta saludar Joaquín en
medio de su estupor—. Buenos días…
—Tú me tienes que ayudar, Joaquín, por favor, me lo prometiste —
responde ella, preocupada y sin separarse del hombre—. No quiero regresar,
no así.
Joaquín comprende que algo delicado ha sucedido. Con los brazos
firmes separa a Andrea de su pecho para mirarla a los ojos.
—¿La señora Lucía está bien, señorita? ¿El señor Alberto? ¿Fausto,
Socorro?
—No lo sé, no lo sé, nadie puede estar bien así como vivimos, Joaquín.
Necesito encontrar una explicación lógica a todo esto o me volveré loca
como mi hermana. Llévame al pueblo, por favor. Necesito ver con urgencia
al doctor Sifuentes.
—Como usted diga, señorita, pero todavía es muy temprano para eso.
—No importa, lo esperaré en la puerta de su consultorio de ser posible,
pero vamos.
Joaquín no lo piensa dos veces. Lanza las herramientas al suelo, coge de
la mano a la joven, la lleva con cuidado hacia la carreta y la ayuda a subir.
Tras colocar la brida al caballo, se acomoda.
Antes de partir, el hombre voltea a mirarla y examina con detenimiento
el vestido holgado de Andrea.
—Señorita, ¿está cómoda con ese atuendo?
—¿Por qué la pregunta?
—Ya lo verá…
*
Una de las entradas al pueblo conduce directamente hacia la plaza
central. Allí, la luz rompe el camino sobre una de las construcciones más
emblemáticas: la biblioteca municipal que brilla a pesar de la oscuridad que
protege en su gran interior.
—¿Por qué nos detenemos aquí? —pregunta Andrea con cierta
aprensión.
—La biblioteca es uno de los lugares más antiguos del pueblo —
responde Joaquín, un tanto críptico—. Mucha de nuestra historia se
encuentra aquí.
Joaquín estaciona la carreta, ayuda a bajar a la joven y la lleva hacia una
esquina del viejo edificio. Andrea no entiende por qué no se dirigen a la
puerta principal, aunque asume que igual, a esa hora, no estará abierta. Pero
la mujer no puede menos que sorprenderse cuando el hombre se detiene en
una de las paredes laterales, donde una viga de contención esconde una
ventana elevada a casi dos metros del suelo.
—¿Qué pasa?
—Avíseme por si alguien se acerca —dice Joaquín mientras observa a
todos lados.
—¿Pero por qué entramos de esta manera? —pregunta Andrea—. Es
una simple biblioteca, Joaquín, no vale la pena que hagamos algo así por...
—Usted confíe en mí.
Joaquín trepa por la ventana con bastante flexibilidad, se apoya con
cierta dificultad en el alféizar y corre el pestillo interior con la punta de una
navaja. Ya adentro, extiende su brazo y ayuda a trepar a Andrea. Por un
momento, el tocarla y sentir rozar su cuerpo con el suyo reemplaza el miedo
a ser descubiertos.
—¿Qué hacemos aquí, Joaquín? No entiendo.
—No tenga miedo, señorita. Al fin y al cabo, usted no cree en
supersticiones —intenta bromear Joaquín con un susurro mientras toma a
Andrea de la mano para conducirla por ese lugar.
El hombre conoce bien el interior de aquel sitio: aquella ventana es de
una amplia habitación utilizada como bodega de la biblioteca. El cristal
esmerilado deja entrar unos débiles rayos de luz que pintan las paredes y
cuyas manchas de humedad sugieren arterias que parecen latir. Un enorme
y viejo armario reposa en uno de los rincones, y hacia allí se dirige la
pareja.
—De pequeño, mis amigos y yo nos retábamos a entrar aquí durante la
noche. Era una especie de prueba de valentía porque le teníamos mucho
miedo a este lugar. Y el mayor desafío era sostener el «baúl del diablo» a
solas y en medio de la oscuridad.
—¿Baúl del diablo?
Joaquín abre el armario tratando de no hacer ruido con las bisagras y,
con cautela, saca de él un pequeño baúl de madera de color rojo. Por un
rato, el olor a moho del objeto le recuerda a Andrea el aroma de su
habitación en la casa de la hacienda.
Un ligero escalofrío recorre su brazo derecho.
Joaquín acaricia el oxidado cerrojo.
—Pertenecía a don Ignacio… pero nunca nos atrevimos a abrirlo.
Después de lo que pasó, la gente del pueblo lo guardó aquí. Contiene
pertenencias de aquel hombre. Nadie se atrevió a deshacerse de ellas.
«Nunca toques lo que ya tocó el diablo», solía decir mi abuelo.
Acto seguido, Joaquín da un largo suspiro, coloca las manos de Andrea
sobre el tirador del baúl y le pide que lo descorra. Ella accede sin pensarlo
dos veces y levanta la tapa de un jalón. Adentro descansan unas joyas
manchadas de suciedad y un reloj roto que se apoya sobre un álbum
desgastado. Andrea lanza un pequeño soplido y retira el álbum con cuidado:
algunas de sus páginas están rotas, lo que sugiere que alguien arrancó las
imágenes que contenían. Solo dos fotografías en blanco y negro
permanecen en su lugar. Una de ellas es de una mujer rubia y ojos claros,
quizá azules o verdes.
—Esa debe ser la señora Alicia —dice Joaquín de inmediato—. Vaya
que las historias eran ciertas…
—¿Quién es ella?
—La esposa de don Ignacio. A su muerte, el tipo perdió la cabeza por
completo. Por eso los viejos del pueblo dicen que le vendió su alma al
diablo. Quería recuperarla.
Andrea observa el antiguo retrato por unos segundos más y pasa a la
siguiente imagen.
—Y ese es don Ignacio —agrega Joaquín, nervioso y con gran
certidumbre.
La mano de Andrea empieza a temblar a la vez que su rostro
empalidece. Rápidamente lleva la fotografía hacia uno de los rayos de luz
que se proyectan sobre las paredes. No puede evitar dejarla caer y taparse la
boca con los nudillos cuando reconoce quién está allí.
—Es él Joaquín —balbucea Andrea—. Es el hombre que vi en la
habitación.
—¿Qué habitación, señorita? —dice Joaquín, algo asustado con la
revelación de la joven—. Usted está bromeando, ¿verdad?
*
—Como le expliqué aquel día, Alberto Blanco no tiene control sobre su
sistema nervioso: es como si se hubiera desconectado de su cuerpo y solo
quedara su conciencia flotando alrededor —dice el doctor Sifuentes
mientras sostiene unos papeles que ha sacado de una de las gavetas de su
escritorio—. Precisamente ayer volví a revisar el historial clínico después
de su visita para asegurarme de haber sido preciso en el diagnóstico.
Andrea, sin embargo, no lo mira. Sus ojos están puestos en la ventana
del consultorio, mucho más allá del horizonte. Las imágenes del hombre de
sombrero y los pájaros agónicos en la explanada del maizal vuelven a su
mente una y otra vez.
Teme estar volviéndose loca como Lucía.
—Señorita Andrea, ¿me escucha? ¿Señorita?
—Lo siento —se disculpa Andrea, volviendo en sí—. Es solo que sigo
pensando que había alguien ahí, al lado de Alberto, en su habitación. Y
Alberto lo sabía, por eso estaba espantado. Esos ojos...
El doctor mira primero a Joaquín y luego a la joven.
—Bueno, señorita, hay que comprender que la convivencia con una
persona que atraviesa por un periodo de depresión como su hermana puede
terminar afectándola, e incluso llevar a sufrir alucinaciones por el desgaste
físico y mental —responde el doctor con cautela profesional—. Usted
misma nos ha dicho que anoche no pudo dormir. Quizá deba considerar
guardar reposo también.
—Viví muchos años con una madre deprimida y, como enfermera,
trabajé con pacientes que sufrían todo tipo de trastornos, y le juro que jamás
experimenté algo así.
El doctor se revuelve sobre su asiento con incomodidad y juguetea
nuevamente con un lapicero de su escritorio. De improviso se levanta y
coge un poco de tabaco de un estuche de madera, lo coloca sobre su pipa y
comienza a fumar nerviosamente.
Pronto, el humo llena el ambiente y lo hace verse un tanto irreal.
—Espero no incomodar, pero la situación amerita que le comente algo
ya como vecino y no como especialista —dice el doctor tras dar un
resoplido—. Cuando en el pueblo nos enteramos de que alguien había
adquirido la hacienda de don Ignacio, muchos creyeron que eso solo
significaba una cosa: desgracias.
El nombre de don Ignacio retumba en la cabeza de Andrea como una
bala perdida incapaz de hallar la salida. La mujer voltea la mirada hacia el
doctor, desconcertada: le resulta incomprensible que un hombre de ciencia
se exprese en esos términos.
—Yo sé lo que está pensando señorita, pero no me vea así —continúa el
doctor Sifuentes—. Me considero un hombre cien por ciento racional, pero
aun así hay cosas que van más allá de lo que creemos comprender.
Hace una pausa para dar otra pitada.
—Yo creo que la muerte de su sobrino es un claro ejemplo de lo que
digo.
A Andrea se le iluminan los ojos. Compara a Pablo con las aves
moribundas del maizal, y llega a sentir una enorme culpa por no haber
estado al lado de su querida Lucía cuando más lo necesitaba.
—Usted me dijo que no sabe qué fue lo que le mató, qué fue lo que vio
que lo asustó de esa manera —dice Andrea, primero con un hilo de voz, y
después con desesperación—. Y ahora no sé si las vidas de Lucía y Alberto
se están apagando de la misma manera incomprensible. ¡Siento impotencia,
doctor, no puedo hacer nada!
El doctor ve cómo las lágrimas corren sobre las mejillas de la joven,
extrae un pequeño pañuelo de un cajón de su escritorio y se lo entrega.
—Quizá ayude que conozca a alguien —dice el doctor.
*
En estos mismos instantes, una sorpresiva tormenta se desata sobre
Santa Marta. Caen los primeros rayos en las lejanías. Ante el estruendo, los
pájaros graznan y huyen despavoridos a ocultarse en el follaje. El columpio
del árbol se mece con impulso como cuando Pablo se columpiaba en él
tratando de alcanzar el cielo. El viento hace retumbar las paredes de la
residencia de la hacienda al crujir la madera. Sin necesidad de ponerse de
acuerdo, Fausto y Socorro corren por las escaleras para asegurarse de que
no haya goteras en el tejado.
La lluvia también inunda rápidamente las calles del pueblo. En solo
minutos, la carreta ya está sorteando charcos de lodo. El vehículo se detiene
frente a una casa de ladrillos que a duras penas parece haber sido
completada con las piezas sobrantes de otras construcciones: su fachada
evoca un gran monstruo deforme y tonto que, si tuviera la facultad de
caminar, ya se habría destartalado antes de dar el primer paso.
Solo desciende el doctor Sifuentes. Joaquín espera montado sobre el
caballo que se muestra inquieto: no quiere que el animal salga disparado y
los deje solos en esa tormenta. Andrea observa cómo Joaquín se acerca
hasta las orejas de la bestia en medio de sus movimientos bruscos e
impredecibles y le susurra para tranquilizarla, mientras peina sus crines con
largas caricias.
El doctor ya lleva un buen rato detrás de la puerta de la casa deforme.
Nadie abre.
Andrea logra hacerse a la idea de que el agua y el frío traspasarán su
vestido y también baja de la carreta para unirse al médico.
—¿Quién vive aquí? —pregunta la joven mientras con una mano
desplegada se cubre el rostro de la lluvia y con la otra evita que la falda de
su atuendo se levante con el fuerte y frío viento.
El doctor Sifuentes no responde y toca tres veces, esta vez ya con el
puño. Voltea a mirar a Andrea, tratando de confirmar si siguen esperando o
si abandonan la visita en esas circunstancias. Andrea contesta enmarcando
las cejas: es su manera de decir que sigan haciendo el intento. Alguien
descorre el seguro de la puerta.
En el umbral aparece la robusta hija de la anciana del pueblo que les
dijo a ella y Joaquín una y otra vez que la hacienda estaba maldita.
—¡Doctor, buenas tardes! —saluda Sofía con sorpresa—. ¿Qué hace
usted aquí con este clima?
A esa misma hora, a varios kilómetros de allí, la tormenta se interrumpe
y todo Santa Marta se sume en un silencio absoluto: es como si todo lo que
estaba sucediendo nunca hubiese ocurrido, como si de pronto se hubiese
suspendido el tiempo. Ni el chirrido del columpio, ni los gritos de los
animales, ni el crujir de la casa, existen más. Y es así cómo una vez más, en
cuestión de segundos, el sol vuelve a aparecer sobre los maizales.
*

CAPÍTULO VI

—Señora Sofía, buenas tardes, disculpe la molestia, ¿cree que podamos


hablar, por favor? —pregunta el doctor Sifuentes, un poco apenado.
Sofía, quien hasta ese momento no ha abierto la puerta por completo,
asoma la cabeza tímidamente para ver quién más acompaña al visitante.
Tras mirar a Andrea, que la saluda con un ademán de la cabeza, la mujer no
puede evitar preocuparse un poco.
—¿Ha ocurrido algo malo? —pregunta alisándose el cabello cano y
todavía extrañada por ese encuentro sorpresivo—. Pasen, por favor.
Andrea y el doctor ingresan con la actitud de niños curiosos que se
percatan de que deben caminar con precaución a causa del piso
desnivelado. Al cerrar la puerta, Sofía deja la casa completamente a oscuras
y, por unos segundos, todos son bultos negros que se mueven a lo largo de
una caverna. Un candil se enciende en el comedor. Sus sombras flamean
como banderas al compás del fuego que todavía no termina de estabilizarse:
son tres gigantes alrededor de una pequeña mesa. Se sientan.
—Señorita, le pido una gran disculpa por lo del otro día —es lo primero
que dice Sofía mirando a Andrea—. Mamá ya tiene mucha edad y se altera
con facilidad.
—No te preocupes, yo lo comprendí así —dice Andrea.
—Veo que ya se conocen —agrega el doctor Sifuentes.
—Así es, doctor —sonríe Sofía—. Y lamento que esa haya sido la
primera y terrible impresión que la señorita se hizo de nosotras.
Un silencio incómodo se hace presente. Los tres se miran con fijeza a la
espera de que alguien tome la iniciativa.
—La madre de Sofía vivió en la hacienda de Santa Marta hace muchos
años y conoció a don Ignacio —explica el doctor a Andrea—. Aquel
hombre siempre fue un gran misterio: todos en el pueblo le temían, les
parecía un extraño, preferían no acercarse donde estuviera presente.
Sofía empieza a entender la razón de la visita y, con algo de
nerviosismo, aclara antes de verse comprometida.
—Lo siento doctor, pero por salud mental no creo que mi madre esté
disponible para hablar de esas cosas: usted sabe que ella tiende a alterarse
cuando recuerda a don Ignacio —exclama Sofía, tratando de sonar
convincente.
—Por favor —dice Andrea mientras coge suavemente las dos manos de
Sofía—. Cualquier cosa que ustedes puedan decirme será de gran ayuda. No
sé qué hacer, estoy desesperada, se me acaban las opciones, estoy a punto
de perder a toda mi familia.
Sofía nota la intensidad de angustia en sus palabras.
—Está bien, señorita Andrea, la ayudaremos en lo posible solo porque
nosotros también sabemos lo que es quedarnos solas en el mundo —
responde Sofía, también algo apesadumbrada—. Mi abuela, que en paz
descanse, solía trabajar como empleada doméstica para don Ignacio… —y
aquí hace una pequeña pausa por la incomodidad que le produce pronunciar
aquel nombre—. Mi madre nació en la hacienda y pasó toda su infancia allí
con mi abuela.
Sofía hace una pausa. Andrea y el doctor demuestran mucha expectativa
a lo que dice y eso agrada a la mujer. La hacen sentirse importante.
—Mi abuela enfermó y estuvo varios meses en cama. Lo cierto es que
una noche encontraron a mi futura madre corriendo bajo la lluvia y
pidiendo a gritos que alguien la ayudara. Sus únicas palabras eran «¡Tiene a
mi mamá, tiene a mi mamá!» —dice para luego juntar sus manos como si
pretendiera rezar—. Por años, esa fue la única frase que salió de sus labios.
—Sucede que, debido al trauma, María perdió el habla, supongo que
inconscientemente para que nadie le preguntara qué fue lo que realmente
vio —complementa el doctor—. Esa misma noche encontraron el cuerpo de
su madre en el maizal, con indicios de haber sido utilizado en alguna
especie de ritual satánico.
—Todo el mundo señalaba a mi futura madre. Cada vez que la veían,
los niños del pueblo le decían «Ahí viene la loca» —añade Sofía—. Para
ella fue difícil crecer aquí. Fue ya en la adolescencia, al cumplir dieciséis
años, cuando comenzó a hablar de nuevo. Después conoció a mi padre y,
bueno, el resto es historia.
—¿Y su madre todavía tiene fuertes reacciones emocionales cuando
recuerda su infancia cierto? Pobre mujer —pregunta Andrea.
—Hay que entender que ella es la última persona viva de esa generación
y en ocasiones, cuando recuerda ese suceso, deja de hablar por días —dice
Sofía—. A mí me preocupa su cordura, como entenderá, y por eso es que no
quiero mencionarle cosas del pasado.
—No se preocupe —dice el doctor.
No bien él acaba de pronunciar eso cuando una voz carrasposa resuena
a sus espaldas y lo deja helado.
—Yo logré escapar.
Andrea y Sofía, sobresaltadas, miran hacia la entrada de la cocina. Allí,
reclinada contra el marco de la puerta, está María, quien apunta con un dedo
hacia la visitante.
—Usted y su familia han sido tocados por él —advierte la mujer—. Lo
que le sucedió a mi madre volverá a ocurrir.
—Tranquila, mamá —dice Sofía, quien se levanta de su silla apresurada
para sujetarla diligentemente de los brazos y ayudarla a sentarse.
—Solo les pido que me lleven a la hacienda. Ya es tiempo de regresar
—sentencia la anciana.
*
Alberto está recostado en el respaldo de la cama. A su lado, Lucía
sostiene una cuchara con papilla de frutas que intenta introducir en la boca
de su esposo. La mujer fija el blanco y dispara, aunque debe detenerse a
mitad del camino: Alberto se resbala constantemente bajo la mesita que
sostiene el plato y que reposa sobre sus piernas. Por fin, después de
acomodarlo una vez más contra la cabecera, Lucía reanuda el camino y la
cuchara atraviesa los labios de su esposo sin dificultad, aunque es inútil: él
no puede tragar. Casi se ha olvidado de hacerlo. La masa grumosa resbala
por su barba y el cuello, y al caer hasta su pecho y abdomen, el hombre se
alarma: es como si le colocaran pedazos de hielo sobre la piel. Lucía decide
ignorar el estropicio y coge una cucharada más del plato y vuelve a tratar de
introducirla en la boca de Alberto de todas las maneras posibles. Es inútil:
su esposo devuelve casi todo el alimento en cuestión de segundos.
Lucía, frustrada, se cubre el rostro con ambas manos y echa a llorar a
toda voz. En un arrebato de impotencia, lanza la cuchara contra la pared con
todas sus fuerzas.
—¡No vas a dejarme sola! —exclama.
Ante la escena, los ojos de Alberto también se llenan de lágrimas.
Atrapado como está con las limitaciones de su cuerpo, intenta golpear con
su brazo izquierdo el respaldo de la cama, del que se va deslizando cada vez
más rápido con cada intento, como si se estuviera derritiendo. Los nudillos
del hombre empiezan a abrirse con cada golpe contra la madera maciza y se
empiezan a teñir de sangre. De pronto, Lucía siente que alguien le está
susurrando a la nuca pidiéndole tregua y un poco de piedad: comprende que
es la voz de su esposo, que de alguna forma está logrando comunicarse con
ella. Con vehemencia, la mujer detiene el vuelo de la mano ensangrentada
de Alberto y la lleva, más bien, hasta su mejilla. Se acaricia suavemente con
sus nudillos y los besa.
—Tú me prometiste cien años junto a ti… —susurra.
Lucía siente la presión de las yemas de la mano de su esposo sobre su
rostro y, a cambio, le obsequia un beso en la palma. Ha entendido el
mensaje.
*
Joaquín conduce la carreta en dirección a la hacienda. Adentro viajan
Sofía, María, Andrea y el doctor Sifuentes: si no fuera por el sonido de la
carreta que trastabilla con las piedras del camino de gran tamaño, el silencio
en el interior se haría insoportable. Todos miran hacia un punto fijo: los ojos
de María se clavan en la frente de Andrea, los del doctor en el umbral de
una de las ventanas, los de Sofía en la mano pecosa de su madre, y los de
Andrea, en la puerta de la carreta. Esta última intenta distraerse calculando
mentalmente qué tan fuerte sería el impacto si alguien cayera del vehículo
en ese instante.
—Aún podemos regresar —dice el doctor Sifuentes tratando de romper
ese orden tácitamente impuesto.
—Cuando la señora Alicia murió, la oscuridad se apoderó de estas
tierras y todo se envenenó de miseria. Es el castigo por lo que don Ignacio
hizo.
María acaba de romper su mutismo con una voz ronca que suena a
presagio, pero también a rebeldía.
—Por las noches escuchábamos conjurar al señor, y mamá me tapaba
los oídos —continúa la mujer—. Don Ignacio había perdido la cordura.
Sofía advierte una mirada cómplice entre el doctor Sifuentes y Andrea
con cada nuevo dato escalofrianete que suelta su madre.
—¿Qué era lo que escuchaban exactamente? —pregunta Andrea—. ¿Lo
recuerda?
—Cánticos del inframundo. Conjuros del demonio disfrazados de
canciones. Melodías siniestras que penetraban las paredes, el maizal y hasta
los animales. Carcomían todo hasta destruirlo. Y es que el diablo aprovecha
la debilidad del alma humana. Don Ignacio lo dejó entrar a la casa y ese fue
el peor de sus errores.
—¿Qué cree usted que quería lograr Don Ignacio?
—Quería traer de regreso a su esposa —responde la anciana con
seguridad, como si toda la vida hubiese esperado esa pregunta—. Y por esa
razón enfermó mi madre, por eso la llevó al maizal aquella noche.
—Pero no entiendo… —inquiere Andrea—. ¿Para hacerle qué a su
madre?
—El cuerpo es como un envase, señorita, y allí habita nuestra alma —
agrega María—. Y para ayudar a regresar a alguien del más allá es
necesario conseguir un envase nuevo, porque el anterior ya ha estallado
bajo tierra, en su oscura y fría tumba…
La decrépita mujer voltea hacia la ventana y observa los maizales que
empiezan a aparecer en el paisaje. Ya están cerca de Santa Marta.
—El nuevo envase elegido debe ser vaciado poco a poco hasta dejarlo
completamente listo.
—¿Listo?
—Para la ceremonia final.
*
Lucía, sentada dentro de la bañera, rodea sus piernas con los brazos y se
mantiene inmóvil mientras la ama de llaves, con una esponja, intenta
limpiar los restos de jabón que tiene sobre la espalda. Lo único que se
escucha es el correr del agua por la tubería y la fricción de la esponja al
entrar en contacto con la piel.
—¿Verdad que el señor Alberto se ve más recuperado? —intenta
animarla Socorro con una mentira.
Lucía no responde: su mirada está más allá de ese cuarto de baño.
Socorro, un tanto inquieta porque no sabe adónde se ha ido Andrea desde
temprano, acerca su rostro hasta el de la perdida mujer.
—¿Señora?
—Estoy cansada…
—Yo sé lo que es bueno para eso: una taza de té.
—¿Socorro?
—Diga usted.
—¿Voy a desaparecer?
Socorro se queda muda, no sabe qué responder y deja de restregar la
esponja. El reflejo del agua jabonosa de la bañera parece asumir unas
imágenes extrañas para ella.
—¿Y dónde está mi hermana? —suelta Lucía.
—La señorita Andrea… —dice la empleada y duda por un segundo—.
La señorita está con el niño… con Pablo...dibujando en su habitación.
De inmediato, y sin esperar una reacción de la mujer, Socorro se
levanta, toma una toalla y la coloca sobre la espalda desnuda. Lucía se pone
de pie, enrolla la toalla alrededor de su frágil torso y sale de la tina.
Un pequeño charco va quedando detrás de cada pisada débil y torpe que
da.
Al llegar a la habitación, Socorro pide permiso y baja a la cocina
mientras Lucía se coloca una bata de dormir. Diez minutos después, la
mujer aparece de nuevo con una bandeja. Lucía, recostada sobre la cama,
no deja de mirar hacia el techo completamente ida.
—Señora, aquí le traigo una tetera llena del té que tanto le gusta y dos
panecillos.
—¿Socorro?
—Dígame, señora.
—¿Dónde está Pablo?
—El niño ya está dormido… y usted también necesita descansar un
rato. Su cuerpo necesita fuerzas.
—No, no es verdad. Yo estoy muerta… —dice Lucía y es la primera vez
que la empleada le escucha decir algo así—. Solo como y respiro, pero en
realidad ya estoy muerta. Llevo meses muerta.
*
La carreta se detiene en el exterior de la casa.
Joaquín ayuda a bajar a María, quien después de ese gesto lo toma del
brazo y caminan juntos a paso lento hasta el jardín de la entrada. María
quiere reconocer todo el espacio de lo que un día fue su casa: observa el
columpio, las ventanas, el granero y, a lo lejos, el maizal. Pero se da cuenta
de que allí ya todo se ha marchitado y que solo está contemplando las
ruinas de su infancia.
—Yo solía jugar en este jardín —dice, y por un momento parece
sollozar.
—Tranquila, mamá —susurra Sofía a su lado.
—No te preocupes, estoy bien… —dice María y, como si acabara de
recordar algo, ordena a sus acompañantes que la sigan mientras se dirige
hacia el árbol del columpio—. Algo salió mal aquella noche, don Ignacio se
percató de que yo había escapado y supo que vendrían a buscarlo. La gente
del pueblo lo encontró aquí… —añade la mujer y levanta la vista hacia la
copa del árbol—, colgando de unas de las ramas... muerto.
—Dicen que el señor se suicidó… —completa Sofía como quien habla
para sí misma.
—Sí, pero escapar de un pacto con el diablo no es tan sencillo hija —
contesta María.
Una ligera brisa barre unas hojas amarillentas a sus pies y anuncia un
nuevo oleaje de fuertes vientos para esa tarde.
—El suicida ama la vida, mas no la soporta en lo absoluto —interrumpe
el doctor, tratando de introducir un poco de ecuanimidad a la conversación.
—Su vida ya no le pertenecía… —dice María—. Don Ignacio vendió su
alma, y desde ese instante sigue atrapado aquí, vagando por el campo. No
tiene escapatoria.
Después la anciana se acerca lentamente al hombre de paja sin rostro y
lo observa con detenimiento. De pronto, se tapa la boca, desvía la mirada al
suelo y se aleja. Un nuevo recuerdo parece haberla asaltado. O una
constatación.
El viento empieza a agitar los maizales con fuerza.
*
Andrea abre la puerta principal de la residencia y con una seña los invita
a pasar. Joaquín es el último en ingresar. Andrea se recoge el cabello y
acomoda su vestido. El doctor Sifuentes, María y Sofía cuelgan sus
gabardinas y sacos en el perchero. El viento mece las pesadas cortinas de
los largos ventanales del salón.
De improviso, alguien los saca de su distracción.
—¡Buenas tardes! —exclama Socorro, anunciándose enfrente de ellos
desde los altos de la escalera—. ¿A qué debemos tan honorable visita?
Con su clásica postura recta, la mujer desciende los peldaños
apoyándose en el pasamanos. Los visitantes no logran descifrar si su saludo
es una suerte de ironía, dada la situación de los dueños de la casa.
—Hola Socorro —responde Andrea también intentando sonar amable
—. El doctor ha sido muy amable en haber venido a ver a Alberto y Lucía.
—Pues sean todos bienvenidos —dice la ama de llaves, tratando de
reconocer a las otras dos mujeres que se han quedado clavadas al costado
del piano.
—¿Ha visto usted alguna mejoría? —pregunta el doctor.
—No, desgraciadamente no hay ninguna —responde la mujer con una
ligereza que contrasta con la fuerza de sus palabras—. Pensé que la señorita
Andrea ya le había hablado del tema. Han ocurrido muchas cosas desde su
última visita, como algunos ataques constantes del señor Alberto por la
noche. La señora Lucía, por su parte, se extravía cada vez más seguido.
—Si es así, será mejor que los revise.
—Ya conoce el camino, doctor Sifuentes —añade Socorro con
calculada gentileza y hace un gesto con la mano para que suba a las
habitaciones.
En todo ese rato, María se ha aproximado lo suficiente a Socorro para
examinarla de cerca. Todos guardan silencio, a la espera de lo que dirá la
anciana. La empleada no esconde su incomodidad ante la penetrante mirada
y retrocede un par de pasos. En el ambiente se siente una ligera tensión.
Andrea, algo nerviosa por ese encuentro, trata de eliminar la posibilidad de
que cualquiera haga algún comentario fuera de lugar y empeore las cosas.
—Socorro, quizá las conozcas del pueblo, ellas son María y su hija
Sofía, y han venido a Santa Marta porque están preocupadas por la salud de
mi hermana. Tal vez le haga bien ver a otras personas aparte de nosotros.
—Claro que sí, señorita, como usted diga, están en su casa —responde
la mujer casi por compromiso y sale del recibidor con prisa hacia la cocina.
Afuera ya casi anochece.
El pequeño grupo sube a la habitación de Alberto. El doctor ingresa y,
tras él, todos los demás. Para no importunar al enfermo, el especialista
solicita que nadie encienda la luz, y coloca sus dedos fríos sobre el brazo y
el cuello del hombre quien, al sentir la presión sobre su piel, abre los ojos
con expresión vacía: al reconocer a su médico de cabecera, su respiración se
tranquiliza un poco. Joaquín no soporta la escena y baja al salón sin avisar a
nadie. Andrea lo ve marcharse, pero piensa que debe dejarlo solo. María se
sienta al pie de la cama y observa al hacendado con detenimiento. Luego le
pide al doctor que le ceda su espacio, a lo que este accede.
La mujer se acerca y coge las manos del paciente.
—Está condenado —dice ella secamente.
—¿A qué te refieres, madre? —pregunta Sofía.
—Don Ignacio lo ha elegido, lo tiene prisionero en esta habitación —
sentencia—. Mamá se volvió esclava de la cama y se fue consumiendo
igual que él. Yo sujeté sus manos día y noche durante meses y casi podía
sentir lo que ella padecía, y ahora lo vuelvo a constatar.
No bien la mujer calla, Alberto intenta hablar: de sus labios salen
pequeños sonidos incoherentes y sin fuerza que se ahogan en la penumbra
de la habitación. María lo toma de la mano una vez más y acerca su oído
hasta el rostro del hombre para descifrar lo que intenta decir. Todos guardan
absoluto y sepulcral silencio.
De la nada, la anciana se incorpora con pesadez y repite lo que ha
escuchado.
—Está detrás de nosotros...
Casi al mismo tiempo en que termina de pronunciar lo que Alberto ha
dicho, voltea hacia la puerta: lo que ve en la oscuridad tiene tanto impacto
en ella que, tras unos segundos, sus ojos se ponen en blanco y se desvanece
de inmediato sobre el piso de la habitación. Convulsiona. Sofía da un grito
y corre a sujetar a su madre, alterada y nerviosa por el estado en el que se
encuentra. El doctor también acude a auxiliar a María.
La nariz de la mujer está sangrando.
Alberto grita y golpea la cabecera de la cama mientras se retuerce de
dolor.
—¡Hay que sacarla de aquí! —exclama Sofía.
El doctor toma en brazos a la mujer y, cuando ya está por salir, Lucía
aparece del otro lado de la puerta, con la mirada completamente
desquiciada.
Socorro observa la escena desde el pasadizo.
—Hazte a un lado —pide Andrea con tono firme.
La joven sabe que en ese momento es imposible razonar con su
hermana o siquiera intentarlo.
—Váyanse de aquí —ordena Lucía—. Váyanse todos de nuestra casa.
Apenas unos parpadeos después se le apagan los ojos por completo y un
líquido sanguinolento empieza a rezumarle por la boca. Cae
aparatosamente. El doctor logra salir con María mientras Andrea trata de
mantener en alto la cabeza de su hermana para que no se ahogue. Lucía no
ha perdido el conocimiento por completo, pero tampoco puede sostenerse
en pie. Muestra mucha debilidad, como si ya no tuviera sangre en el cuerpo.
*
La anciana descansa en la parte trasera de la carreta: sobre ella han
colocado los sacos y gabardinas de los visitantes para generar algo de calor.
Su cuerpo tirita en estado febril. Sofía mira al doctor preocupada y con los
ojos hinchados por el llanto.
—Tranquilícese, señora, por fin hemos logrado estabilizarla —comenta
el médico.
Joaquín alista rápidamente el caballo para marcharse. Con un profundo
sentimiento de culpa y vergüenza, Andrea sube a la carreta para pedir
perdón a María por los excesos de esa tarde. Pero ella no lo permite: apenas
la ve le coge de la muñeca.
—Don Ignacio ha elegido al señor Alberto. Está en esa habitación junto
a él. Lo ha ido debilitando poco a poco. Se aferra a su cuerpo y lo carcome
como la peor de las enfermedades —susurra, aún temblorosa—. El muy
maldito desea regresar a este mundo, y para lograrlo necesita su cuerpo.
—Será mejor que se vaya —dice Sofía a Andrea—. No quiero que se
exalte de nuevo.
Andrea asiente, pero la anciana se aferra a su brazo.
—Tenga, esto la protegerá… —le dice María y abre el puño donde
aparece un rosario de color rojo que coloca sobre la palma de Andrea,
apretándola con la poca fuerza que le queda—. Está bendecido, me lo dio
mamá y me ayudó, siempre lo tuve conmigo y por eso pude escapar.
—Mi madre siempre ha dicho que el color rojo aleja a cualquier espíritu
—agrega Sofía, un tanto desconcertada por la acción de María.
—¡Nos vamos! —exclama Joaquín mientras se acerca hasta Andrea—.
Señorita, prométame que tendrá mucho cuidado… —y la toma de la mano
con delicadeza—, yo regresaré mañana a primera hora.
—Te lo prometo, Joaquín.
El doctor Sifuentes, quien luce nervioso y despojado de su pulcra figura,
no puede evitar soltar otro comentario.
—Váyase de este lugar, señorita. Llévese a Lucía y a Alberto lejos de
aquí. Váyanse antes de que sea demasiado tarde. Váyanse y no regresen
nunca.
La carreta arranca y se pierde en la oscuridad del camino levantando
polvo. Apenas desaparece el vehículo, el sonido de las viejas ruedas de
madera es reemplazado por el canto de los búhos, que se propaga
insistentemente por toda la hacienda. Andrea se queda clavada en su sitio
por un instante. Siente que no puede respirar bien. Un sudor frío le cubre la
frente y las manos. Pero intenta darse valor al recordar que lleva en las
manos el rosario de la anciana. «Esto me ayudará a mantener lejos a los
espíritus», se dice. Entonces guía sus pasos en dirección a la casa en medio
de los gorjeos de las aves de mal agüero.
La completa oscuridad y el frío viento que la envuelven se siente como
una trampa.
*

CAPÍTULO VII

Andrea despierta repentinamente engullendo una gran bocanada de aire.


Conforme recupera el aliento, su memoria en blanco se llena de una
infinidad de escenas que no respetan ninguna línea de tiempo o sentido
lógico. Se fija a su alrededor y se percata de que está en su habitación.
Aun así, todo le sigue pareciendo irreal.
Debe haber estado soñando, porque todavía alcanza a ver fragmentos de
recuerdos donde Lucía se esconde nuevamente junto a ella bajo las sábanas
y escucha a su madre cerrar la puerta tras de sí una vez más, de una época
infantil en que la cama podía convertirse en un improvisado refugio de
diversión. Por fin, después de desvariar un buen rato, reconoce el rosario
que tiene entre las manos y de golpe tiene conciencia de su cuerpo y el
espacio que ocupa. Otra imagen aparece en su mente: el hombre sin rostro
que vio en la habitación de Alberto. La sombra del ser flota dentro de un
traje negro y se esparce a través de todos los espejos de la casa hasta
introducirse en las orejas y los ojos de su cuñado, quien descansa inmóvil
sobre su cama. La joven se esfuerza un poco más y ahuyenta esa visión,
como si se tratase de una pesadilla en la vigilia.
Mira el reloj que tiene en la habitación y reconoce el sonido del avance
del segundero, que parece haberse echado a andar recién impulsado por su
mirada. Intenta apoyarse sobre sus brazos para levantarse, pero se sigue
sintiendo cansada. Prefiere mantenerse recostada sobre la cama en silencio.
Aún faltan tres horas para que recién amanezca.
Unas gotas de lluvia rebotan contra el piso y llaman su atención. Desde
su posición, observa que la puerta del armario está entreabierta y que sus
vestidos penden de manera desordenada: parecen haber sido colocados con
apuro sobre los colgadores. Se levanta en estado de alerta e intenta cerrar el
armario, pero advierte que la cerradura ha sido forzada. Guarda el obsequio
de la anciana María en uno de los bolsillos de su bata y piensa en llamar a
Fausto o Socorro por el atropello de su guardarropa, pero rápidamente se
disuade de hacerlo: si nadie había creído en el primer ataque que sufrió,
mucho menos le prestarían atención a una situación como esta.
Conociendo a la ama de llaves, que siempre tiene una explicación para
todo, es probable que echara la culpa a los ratones, los verdaderos amos de
la vieja casa.
Una serie de sonidos la sacan de sus cavilaciones. Son pequeñas piedras
que se estrellan contra el cristal de su ventana. Una sensación de
tranquilidad se posa en su pecho. «Debe ser Joaquín, ha llegado temprano,
pobre», se dice. No ha pasado mucho tiempo desde que lo vio desaparecer
en el horizonte, pero ella siente que durmió por lo menos un año. Estira los
brazos para desperezarse, se pone de pie y se acerca con lentitud a la
ventana. Luego da un paso hacia atrás, desconcertada.
Afuera no hay nadie.
Andrea vuelve a fijarse bien, y aparte de escuchar el ulular de los
invisibles búhos y el tétrico sonido del viento que se cuela entre los
resquicios de los umbrales, percibe una luz azulada que araña la fría noche
y se pierde en dirección a los maizales.
Se trata de un hombre con sombrero que cada cierto tiempo voltea para
cerciorarse de que nadie lo siga.
Es Fausto.
La joven lo reconoce por la manera en que el empleado suele cargar la
lámpara de petróleo, como si le pesara demasiado debido a su edad. No lo
piensa dos veces y decide ir tras sus pasos en el campo. Se coloca una
pequeña manta sobre sus hombros y sale hacia el pasadizo, tratando de no
mirar hacia atrás.
Las sombras que se proyectan sobre las paredes aumentan sus nervios
hasta que recuerda el rosario que la acompaña. Baja las escaleras tratando
de que la madera bajo sus pies cruja lo menos posible: no quiere despertar a
Lucía o Socorro y enfrentarse a algún tipo de interrogatorio. La luz rojiza
de la luna rebota sobre los espejos del salón principal y las cortinas de los
ventanales danzan al compás de una suave brisa que se filtra desde algún
punto de la residencia.
Una vez afuera, Andrea intenta visualizar el camino de Fausto y se
dirige por allí. El viento sopla con fuerza y quiebra los cultivos que intentan
sobrevivir en ángulos impredecibles. Una intensa y fina lluvia también se
hace presente, pero se desvanece a solo segundos de haber comenzado. Un
olor a tierra y fruta podrida invade la noche por completo.
Andrea se saca la manta empapada de agua, la exprime suavemente y se
seca el rostro con ella. Está distraída en eso cuando una sombra pasa
delante de sus ojos y se esconde tras los maizales agitando todo a su paso,
como queriendo ser distinguida entre el follaje. La joven trata de seguir el
rastro y está a punto de tropezar varias veces, pero el aroma dulzón que
flota en el aire la mantiene atenta. Cuando se detiene para recuperar el
aliento y levanta la vista, se da cuenta de que ha llegado al bosque y que el
sembradío ha quedado atrás. Vuelve a mirar hacia delante para decidir si se
debe dar por perdida y regresar a la casa, pero en ese momento lo ve: un
viejo árbol no muy alto, pero de tronco demasiado ancho, casi inverosímil.
Andrea nota que una pequeña lápida cubierta de enredaderas se levanta
sobre sus raíces.
La imponente figura del árbol parece proteger el ovalado bloque de
piedra de cualquier amenaza. De la nada, la mujer siente que una pena
infinita atraviesa su garganta, aunque no puede explicarse bien por qué.
Camina hacia la tumba y encuentra crayones y hojas de papel en blanco que
revolotean con algunas piedras encima para evitar que se las lleve el viento.
Andrea se agacha para discernir si hay algo registrado en la lápida, pero el
sonido de unas fugaces pisadas tras ella muta en una voz que tarda en
reconocer:
—Al niño le gusta dibujar.
Andrea se viene abajo como un castillo de naipes, y poco a poco la
vasta figura del árbol parece duplicar su tamaño hasta absorberla y fundirse
en el color de la oscuridad.
*
El calor del fuego empieza calentar los dedos de sus pies.
Andrea, quien yace sobre una silla de madera, se despierta del profundo
sueño en el que se encuentra. Está en la cabaña de servidumbre en las
afuera de la residencia.
Fausto coge un poco de leña que tiene apilada sobre el piso y la coloca
en la chimenea.
—¿Me estaba siguiendo, señorita? —dice él.
—Escuché ruido entre los cultivos, no sabía que era usted —responde,
evasiva.
Las llamas se avivan con rapidez y el calor se siente en todo el lugar.
Algunas chispas saltan por el espacio como estrellas fugaces y dejan su
crepitar en el aire. De pronto, el pitido de la tetera resuena en el ambiente y
sobresalta a la mujer. El hombre se acerca a la pequeña cocina, retira la
tetera y sirve el líquido en una taza que reposa sobre la mesa frente a
Andrea. La joven extiende sus manos alrededor de la taza para quitarse la
sensación helada que todavía tiene por todo el cuerpo. Un gato negro con la
cola en alto pasea en el umbral de la ventana con actitud señorial, y al no
encontrar un rincón que le plazca, salta para refugiarse en los brazos del
hombre.
—Es peligroso salir a caminar por el bosque a esta hora señorita —
advierte mientras acaricia el lomo del felino que tiene en brazos—. Socorro
y yo no podemos cuidar de todos ustedes…
Andrea prefiere guardar silencio y, de manera disimulada, intenta
encontrar la salida de la cabaña. Después coloca la taza caliente sobre sus
mejillas para mitigar el castañeo incesante de sus dientes.
—Junto al árbol… —dice ella al fin—. Eso es una tumba, ¿cierto?
Fausto asiente con la cabeza.
—Después de lo que pasó tuvimos que hacernos cargo de todo —
confiesa con resignación y fija su mirada por la ventana, hacia el bosque—.
Ese pequeño lugar oculto a cualquiera nos pareció una buena idea.
Andrea no sabe qué decir. Quiere escoger bien sus palabras para no
tropezar con las teorías que brotan en su cabeza y que la aturden más.
—No podemos permitir que la señora vea esa tumba, no... —dice
Fausto con tono serio y esta vez mirando directamente a Andrea—, porque
eso la volvería demente por completo.
Y agrega:
—Él era un niño muy noble, muy bueno. Iba a ser artista como su padre.
Andrea aprovecha aquel atisbo de pesar en el discurso de Fausto para
soltar otra pregunta.
—¿Usted colocó los crayones y los papeles allí?
—Yo solo quiero que el niño encuentre paz señorita... —responde él y
baja la mirada.
—¿Pero no sería mejor dejar de mencionar a Pablo? Quiero decir, hacer
las cosas con normalidad, asumiendo que él ya no está. Tal vez eso ayudaría
a Lucía.
—Lo intentamos al principio, pero no funcionó. ¿Qué más podíamos
hacer?
—Es que ustedes dos mencionan tanto al niño que siento que hasta yo
terminaré viéndolo también.
—En verdad —susurra Fausto—, tarde o temprano todos terminamos
viendo a Pablo.
Andrea se paraliza, no puede creer lo que ha escuchado. El té se le
revuelve en el estómago.
—¿Usted lo ha visto?
—Cuando la noche se pone así de fría, cuando el viento llora… es
porque el niño está ahí afuera, enojado.
—¿Y por qué estaría enojado? —pregunta ella, cada vez más intrigada.
—No quiere irse...
En ese instante, el sonido de un trueno aturde sus sentidos y una luz
resplandeciente se cuela por todas partes, como si el sol hubiese salido
durante una fracción de segundo para deslumbrar al mundo entero antes de
quemarlo. «Tengo que salir de aquí», piensa Andrea y, en un rapto de
coraje, coge la lámpara de petróleo que descansa junto a la puerta y sale de
la cabaña.
—¡No se vaya señorita, por favor! —grita Fausto—. ¡Él todavía está
ahí!
—¡Basta ya! ¡Todos están completamente locos en este lugar! —
responde la joven, quien también sospecha que el sirviente no es de confiar.
Fausto se queda de pie en la puerta temeroso. La lluvia se desata una
vez más.
Andrea se arroja de nuevo a la noche. Avanza sin detenerse sobre la
húmeda tierra que traspasa el cuero de sus zapatos. El frío adormece sus
músculos y hace más pesado su paso, como si sus piernas fueran de hielo
macizo y no de carne. La flama del farol parpadea cada vez más, lo que
significa que ya casi no queda combustible. «No importa, llegaré así tenga
que arrastrarme», se dice a sí misma para darse ánimos.
Algunos minutos más tarde, la mujer llega hasta la puerta de la casa
completamente empapada, con el cabello chorreando agua sobre su pecho.
En una de sus manos cuelga la lámpara apagada. Recién allí es cuando se
percata de que ha perdido la manta que la cubría.
Antes de cerrar la puerta, dirige el rostro hacia la cabaña de Fausto y se
siente tranquila por saberse tan lejos: a la distancia, aquel sitio es una
silueta que solo se reconoce por la tenue luz de los truenos que embisten la
llanura.
*
Andrea solo piensa en una cosa: subir a su habitación y cambiarse esa
bata que, con el agua de la lluvia, se ha convertido en un peso muerto sobre
su delgado cuerpo. Coloca el pie sobre el primer escalón de la escalera
pensando en el descubrimiento que narrará a Joaquín cuando la visite, pero
al intentar a poner el siguiente pie en el segundo escalón, un cúmulo de
piedrecillas se estrellan —en simultáneo— contra todos los ventanales de la
casa.
«Eso no pudo ser el viento», piensa mientras se aferra al pasamanos con
fuerza.
Se produce una breve pausa sin que haya sonido alguno. La mujer
intenta calmar su respiración para oír mejor y asegurarse de que nadie la
persigue. Cuando ya está a punto de subir, escucha unos pies que chapotean
deliberadamente en el barro que se ha formado en el jardín.
Andrea vuelve a bajar. Esta vez no piensa salir, solo asegurarse de quién
puede estar afuera. Descorre una de las deslucidas cortinas del salón
principal y lo ve.
Frente a ella, a unos cuantos pasos detrás del vidrio, se encuentra un
niño pálido de ojos marrones y cabello negro alborotado por el viento. La
está mirando de frente.
El niño es el vivo retrato del lienzo de su habitación.
Andrea, fatigada y atemorizada a la vez, ya no sabe qué pensar, pero si
es verdad que hay un pequeño expuesto a la tormenta, ella tiene que hacerlo
ingresar de inmediato. En el preciso momento es que se lanza a la puerta
para abrirla, alguien la embiste y hace caer sobre el piso de madera. Al
levantar la mirada, reconoce a Alberto que, rengueando y arrastrando
brazos y pies de manera intermitente, trata de salir de la casa con gran
dificultad.
—¡Alberto! ¿Cómo has llegado hasta aquí? —dice ella, pero él parece
no escuchar: está en estado de trance, actúa casi como un autómata.
Su fuga no parece responder a su voluntad.
Por lo mismo es que, una vez afuera, el hombre resbala y cae sobre un
charco en la tierra. Intenta levantarse, pero en su estado rígido no lo logra,
al punto que parece ahogarse en la repentina poza. Andrea se da cuenta del
peligro y, una vez recuperado el aliento, corre detrás de él para socorrerlo.
Las aves del maizal, alertadas una vez más sobre la presencia de
extraños en las sombras, vuelven a emprender el vuelo hacía el bosque.
Cuando la mujer logra poner de pie a Alberto, gira su rostro hacia todas
partes. Busca al niño. Ya no está.
Solo Socorro está en la puerta. Lo ha visto todo.
*
Las dos hermanas se encuentran sentadas en el piso del pasadizo que
conecta las habitaciones del segundo nivel. Ambas están en silencio.
Andrea tiene la mano colocada sobre la de Lucía. Esta le corresponde el
gesto.
Socorro es la única de pie: hace guardia al lado de la puerta de Alberto.
Hay algo curioso en ella, y es que su mirada desafiante y colérica contrasta
sobremanera con la postura sumisa que se supone había mantenido todo
este tiempo como ama de llaves. De reojo, la mujer observa las pisadas de
lodo que ahora están dispersas por toda la casa.
—Se ha quedado dormido —anuncia Fausto, quien acaba de salir de la
habitación de Alberto.
Andrea levanta la mirada e intenta coincidir con la del hombre, pero él
la esquiva.
—Vaya a descansar —le dice Socorro con un tono que suena más a
orden que sugerencia.
—Buenas noches —contesta Fausto, algo incómodo, sin despegar los
ojos de la gran cantidad de lodo que cubre sus viejos y desgastados zapatos.
Nadie dice una palabra hasta que el hombre sale de la casa y cierra la
puerta principal
—Será mejor que ustedes también vayan a dormir… —comenta
Socorro a las hermanas en un tono mucho más conciliador y pasivo.
Sin decir nada, Andrea ayuda a Lucía a ponerse de pie. Intenta no
pensar en el agua que se desliza por su cuerpo conforme se va levantando y
la ropa fría que se pega a su piel por la humedad.
—No se preocupe, señorita, yo me encargo de la señora —añade
Socorro, quien mostrándose muy solícita estira su mano delicadamente ante
Lucía—. Mejor cámbiese, póngase ropa seca y descanse.
Por toda respuesta, Lucía le pide a la mujer que se retire sin hacer el
más mínimo contacto visual: solo le basta levantar su mano en señal de que
no la necesita. La empleada, por pudor, suelta una sonrisa nerviosa y solo le
queda ver cómo las hermanas caminan juntas por el inmenso y oscuro
corredor.
Socorro se queda quieta unos segundos, respira hondo y baja las
escaleras. Conforme se acerca a la entrada principal, el sonido de pequeñas
piedras golpeando los cristales de los ventanales se hace cada vez más
intenso. La mujer apresura el paso y trata de ignorar lo que escucha. Al
llegar a su habitación, cierra la puerta de un golpe y se lleva las dos manos
al pecho. Apenas puede controlar su temblor.
*
Lucía está sentada en el tocador. Andrea la observa desde la cama
mientras frota una toalla contra su cabello: nunca había apreciado tanto un
baño de agua caliente. Se siente más que afortunada por tener en esa
habitación la tina que acaba de utilizar.
—¿Cómo te sientes? —pregunta Andrea.
—¿Te lastimó?
—No creo que quisiera hacerlo —responde Andrea tratando de sonar
calmada: con las preguntas de su hermana nunca se sabe—. Creo que más
bien él estaba asustado. De hecho, sentí que todo lo que sucedía alrededor
estaba vivo. Era como si todo me hablara al mismo tiempo y en lenguas que
no entiendo.
Lucía guarda silencio. Trata de entender las palabras, de decodificar
cada frase, pero en su mente solo hay confusión.
—Nosotros llegamos aquí con mucha ilusión. Alberto podría trabajar en
su música sin interrupciones y Pablo… Pablo tendría suficiente espacio
para jugar.
—Vámonos de aquí, Lucía, por favor —suplica la joven—. Aquí ya no
hay nada más que hacer.
—Esta casa es todo lo que tenemos, Andrea. Socorro y Fausto no
tendrían a dónde ir.
—Pueden venir con nosotros si quieren.
Lucía examina su reflejo en el espejo para tratar de reunir el valor y
aceptar la propuesta, pero solo encuentra una imagen triste y apagada.
—Voy a desaparecer, Andrea. Echo de menos a mi hijo.
Andrea no sabe qué decir. Solo atina a arrodillarse frente a ella
lentamente.
—Tienes que ser fuerte, hermana. Escúchame bien, pon atención a lo
que digo —y suspira—. En la habitación de Alberto... hay algo... o
alguien… está ahí, junto a él, ¿me entiendes? No estamos solas…
Andrea se escucha a sí misma y no puede menos que recordar a Fausto
en la cabaña y lo fantasiosas y charlatanas que sonaban sus palabras cuando
habló de Pablo, pero esta vez ella se encuentra en el otro lado. Ha
presenciado tantas cosas en estos últimos días que no le queda otra opción
que creer en lo desconocido.
Sin embargo, lo que acaba de decir tienen un efecto inesperado en
Lucía: sus ojos parecen llenarse de vida y de luz por primera vez en mucho
tiempo. Por fin hay algo de brío en su rostro. Y más cuando abre la boca.
—¿Tú también lo has visto?
Andrea no tiene tiempo de responder. Unos golpes en la habitación de
Alberto interrumpen la conversación.
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
Lucía, sin inmutarse, se pone de pie, coge el candil y pide a su hermana
que la siga. Por un rato, Andrea duda sobre la persona que tiene enfrente: ya
no es el ente inerte de hace solo unos segundos atrás.
—Hay algo que quiero mostrarte, sígueme, no te quedes… —murmura
Lucía.
No es la habitación de su esposo a la que se dirige Lucía, sino la de su
hijo. Andrea la sigue a paso lento, cautelosa, pensando en qué debe ser más
importante como para ignorar los llamados de Alberto. Una vez ya dentro,
Lucía echa pestillo a la puerta, y saca del baúl muchos papeles con dibujos
similares a los que cuelgan de las paredes.
La mujer coge las hojas pintadas con mucha delicadeza, casi con cariño.
—«El baúl del tesoro», así le llamamos —comenta Lucía con una
melancolía risueña—. Aquí guardamos lo más valioso para nuestro corazón.
En silencio, Andrea acaricia el rostro de su hermana con compasión.
Lucía responde el gesto entregándole un dibujo en el que se puede ver la
casa. Enseguida le entrega otro con el árbol del columpio.
—Puede pasar horas jugando allí —dice y, sin dejar espacio para más
preguntas, le entrega otro en el que aparece el piano—. Alberto solía llenar
la casa de música exquisita. Se pasaba muchas horas componiendo piezas
en su estudio, hasta que un día… —y aquí hace una breve pausa que la
muestra algo nerviosa— un día comenzó a comportarse de manera
distante… extraña para nosotros.
Lucía entrega a Andrea un último dibujo antes de mostrar angustia: en
el papel se ve a Alberto sentado al piano y, a unos cuantos centímetros de
él, al lado derecho, al hombre tenebroso del sombrero.
—Pablo me advirtió que había alguien junto a su padre —dice Lucía y
empieza a sollozar—. Y yo no le creí, no le creí y ya es demasiado tarde.
Lucía deja los dibujos restantes sobre el escritorio y Andrea se da
cuenta de que en todos aparece Alberto, y junto a él, aquel hombre lleno de
oscuridad.
—Yo no quise creerle —continúa Lucía entre hipos de dolor—. Y un
día, él mismo... mi propio hijo…
La mujer cae al piso, abatida. Con cada lágrima y quejido abandona
todo el entusiasmo que la había llevado inicialmente hasta allí. Andrea se
hinca junto a su hermana para intentar abrazarla y cargarla. Hasta que lo ve.
Hay una extraña marca geométrica y filuda de color violáceo sobre el
hombro de su hermana. Con reserva, y tratando de no asustar a Lucía, le
descorre el camisón lentamente.
En su espalda lleva tatuado un pentagrama invertido.
—Mi niño… mi pobre niño… —solloza Lucía, completamente perdida.
Las lágrimas de Lucía empapan los dibujos que Pablo había hecho con
tanta ilusión y la flama del candil amenaza con extinguirse.
*

CAPÍTULO VIII

Andrea se balancea en el columpio frente a la casa. Mantiene un ritmo


suave, el necesario para que el chirrido agudo de las cadenas al tensarse no
la agobien con su frecuencia infernal. El aire se estrella contra su rostro y
sus tobillos. Su plan es simple e infantil: seguir meciéndose eternamente
sobre aquella tabla añeja y no tener que ver nunca más con esa tierra muerta
y llena de desgracias sobre la que ha ido a parar por voluntad propia.
Tiene la mirada puesta sobre una minúscula hoja amarillenta que lleva
largo rato desafiando las leyes de la gravedad, que se eleva hasta perderse
en el espesor de la ligera neblina del amanecer y cae sobre espirales de
polvo y viento que se destruyen y reaparecen para llevarla a un punto más
alto que el anterior.
Alguien se acerca con sigilo: así lo anuncia el crujir de las hojas secas a
su paso.
Andrea y la hoja de árbol suspendida tocan el suelo al mismo tiempo.
La joven ni siquiera voltea la cabeza para averiguar de quién se trata: a
estas alturas da lo mismo si es un ángel o un demonio.
—Otro día gris, señorita.
Desde la casa, Socorro ha visto cómo Andrea se mecía. Por un instante,
le recordó a Lucía tras la desgracia, cuando intentaba robarle a la nostalgia
una imagen más clara de su pequeño y difunto hijo.
Andrea sigue empeñada en no dar explicaciones de lo que sucedió en la
madrugada con Fausto y Alberto. La ama de llaves intuye su resistencia y
se coloca a su lado, como si se tratara de una cómplice de sus pensamientos.
—Me siento agotada… —dice la joven al fin.
—La señora también está así, hoy no quiere levantarse… —responde
Socorro—. Al parecer, la visita de esas personas solo empeoró las cosas
para su hermana.
Andrea comprende por qué está allí esa mujer.
—Cuando yo era pequeña, papá solía mecerme en uno igual —agrega la
empleada y señala el columpio—. Podía estar allí tardes enteras, sentada. Es
increíble la felicidad que se obtiene atando un trozo de madera a una rama.
—Yo solo vine con la intención de recuperar el tiempo perdido con mi
hermana y no sé si es muy tarde para nosotras —confiesa Andrea, tratando
de llevar la conversación hacia otro terreno—. Mamá se volvió demente y
Lucía también parece estarlo, y quizá yo esté condenada a correr con la
misma maldita suerte.
—No diga esas cosas, señorita. A veces es mejor no pensar tanto en lo
que uno siente.
La joven da un largo suspiro y se talla el rostro con sus manos llenas de
tierra.
—Socorro, anoche vi a Pablo… —murmura Andrea y de inmediato
mira a la ama de llaves para calcular el impacto de sus palabras.
La mujer, en efecto, no esperaba una declaración así. Primero frunce el
ceño, como quien evalúa lo que debe hacerse ante esas revelaciones,
después un brillo de temor fulgura en sus ojos, y finalmente mueve la
cabeza en señal de total negación.
—Señorita, eso no es posible y no quiero escuchar una palabra más
sobre ese tema —suelta Socorro, inesperadamente indignada—. Más bien,
usted debería ayudarme a cuidar de su hermana y no alimentar esas
fantasías con los chismorreos de la gente.
—Solo dígame algo Socorro: ¿Usted cree en la magia negra? —
pregunta Andrea, también tajante.
Socorro vuelve a quedarse en el aire: no sabe qué responder. Está
completamente muda.
—Hay cosas en las cuales es preferible no creer.
—Pero usted sabe lo que es esto, ¿verdad?
La joven saca un papel de uno de los bolsillos de su abrigo y lo muestra.
Allí está dibujado el pentagrama que vio sobre la piel de Lucía.
—Sé lo que representa, pero mejor deshágase de eso… —responde
Socorro, dubitativa y retrocediendo unos pasos, tratando de protegerse de
aquellas preguntas.
—¿Ha visto este símbolo en algún lugar de la casa?
—No, señorita, nunca.
Andrea avanza lo suficiente como para ganar la distancia que la otra ha
restado.
—Mi hermana no está enferma, Socorro…
La mujer mira a Andrea directamente a los ojos, sin saber qué hacer o
como reaccionar.
*
—¡Señorita, señorita! ¿Qué es lo que se propone hacer?
—Ya te dije que me sigas.
Las dos mujeres irrumpen en el salón principal de la casa y suben las
escaleras casi corriendo hasta dar con la habitación de Lucía. Sin avisar,
Andrea empuja la puerta. Su hermana está sobre la cama, con la vista
clavada en el techo. Socorro se queda en el umbral, y desde allí ve cuando
la joven se sienta sobre el colchón, coloca a Lucía de lado —y esta se deja
hacer sin protestar, como si su alma acabara de abandonar su cuerpo—, y le
levanta el camisón a la altura de la espalda, allí donde vio el pentagrama.
No hay nada grabado sobre la piel.
Andrea se queda perpleja.
—¡Estaba ahí, lo juro, yo lo vi!
Socorro la observa con severidad y se da media vuelta sin decir nada.
La joven, desesperada, sale tras ella y la alcanza en las escaleras.
—¡Socorro, por favor, tienes que creerme! —exclama Andrea mientras
la jalonea del hombro con desesperación.
La ama de llaves, sorprendida por esa reacción, le clava los ojos con
odio infinito. La madera de las escaleras cruje por el peso de ambas y
amenaza con ceder.
—Tal vez sí esté volviéndose loca, señorita Andrea.
*
En el baño, Andrea coloca un par de toallas dobladas sobre la repisa,
mientras que Lucía descansa sobre el piso, estática, sin mover un solo
músculo, mirando el vacío. La bañera ya está casi llena y emana vapor.
—Pablo te espera, Lucía —susurra la joven.
La mujer, como quien obedece órdenes, se levanta como puede, coge
una esponja humedecida en jabón, introduce sus manos a la bañera y
empieza a mover sus brazos de modo que parece estar dibujando una
espalda, una cabeza y unas pequeñas piernas.
Lucía imagina estar bañando a su hijo.
Andrea ha decidido ayudarla en el ritual.
Por varios minutos, la madre simula que repasa las formas de un cuerpo
pequeño sumergido en el agua a la vez que entona una canción de cuna sin
despegar los labios. Después coge un jarro con agua y lo coloca en lo alto
para vaciarlo: el agua cae directamente, nada lo interrumpe en su camino, y
solo se escucha un golpe seco y continuo de líquido caliente contra la
bañera.
—Mi niño… —murmura Lucía.
Andrea observa la escena con congoja: nunca se hubiera imaginado que
el amor hacia alguien pudiera llevar al colapso emocional. También intenta
pensar en cuán nocivo es seguir haciéndole creer a su hermana que Pablo
aún sigue con vida. «Si no hago nada para cambiarla, todas nos volveremos
locas», piensa.
—Pablo… —dice Lucía de nuevo—, tu tía sí me quiere, ella nos
ayudará.
Al escuchar eso, Andrea se acerca, acaricia su nuca y abandona el
cuarto de baño. Prefiere llorar sin que la vea su hermana. Una vez más
escucha caer el agua desde la jarra, y ella imagina que esas cascadas son sus
lágrimas. Entonces toma una decisión. «Así como decidí recuperar a mi
hermana, así me la llevaré —se dice a sí misma—. No la dejaré morir
aquí».
Lo primero que hace es bajar las escaleras. Cuando ingresa a la cocina,
la ama de llaves está de espaldas, picando algo de verduras. El afilado
cuchillo revolea en sus manos de manera constante, sin pausa, y salta sobre
sus dedos sin rozarla, con veterana maestría.
—Socorro, ya lo he pensado, y creo que lo mejor será que me vaya…
Sin voltear, la mujer deja de cortar sobre la tabla al escuchar aquellas
palabras.
—Como guste, señorita —responde con sequedad, liberada ya de fingir
interés.
—Sí, y Lucía y Alberto vendrán conmigo.
Andrea sabe el cataclismo que eso significa para Socorro y Fausto. Aun
así, intenta no sentir lástima por ese par de ancianos: está conforme, no ha
dicho más que la verdad.
El acero del cuchillo ha quedado reposado sobre la tabla de picar. La
mujer sigue sin voltear, agarrotada desde los pies a la cabeza: parece que
está tratando de asimilar el mensaje. La joven no quiere darle chance.
—Ahora subiré y revisaré lo que mi hermana y su esposo necesitan
llevarse de aquí —remata antes de salir—. Avísenos cuando el almuerzo
esté listo.
Socorro intenta asimilar el hecho de que no está en condiciones de
competir. Se seca el sudor de las manos en el mandil, sin saber bien cómo
detener esa palpitación descontrolada que está sintiendo en un lado del
rostro. Se acerca al lavadero, coge la esponja con rabia, la humedece con
detergente, la frota con gran fuerza contra la tabla de picar y luego contra el
cuchillo: después se queda observando su brillante filo acerado y roza sus
delgados dedos suavemente sobre este, tratando de averiguar en qué
momento comienza a causar dolor.
Una intensa luz ilumina la oscura cocina como navajas que arañan las
sombras. El ambiente huele a detergente, desinfectante y humedad.
La empleada permanece más de tres minutos jugueteando con el objeto
punzante hasta que parece despertar de sus cavilaciones. Guarda el cuchillo
en uno de los bolsillos de su mandil y enjuaga sus manos con un frenesí tal
que la piel se torna blanquecina y algo arrugada. Descuelga una sartén de la
pared y pone a calentar algo de mantequilla sobre ella. Cuando la grasa
empieza a despedir humo, coge un huevo y lo parte: lo único que cae del
cascarón son trozos negruzcos de olor fétido que, al calor, se vuelve más
penetrante.
El pálpito en el rostro regresa.
*
En el maizal, Joaquín echa un vistazo por todo el lugar, tratando de
calcular el tiempo que le tomará recoger todos los pájaros muertos, y de
paso verificar si alguno continúa agonizando. Solo encuentra quietud y
volutas de polvo cubriendo los pequeños cuerpos.
El hombre se acerca y una a una coge a las aves por las patas y las
arroja dentro de un saco.
A lo lejos aparece Socorro. Joaquín no pasa por alto la manera en que
ella le abrió la puerta esta mañana y le dijo que Andrea estaba «indispuesta»
y que no podía recibirlo, que mejor regresara al campo. El tono que usó
para referirse a la joven fue inapropiado, como si estuviera celebrando su
condición de agotada, enferma o algo por el estilo. Y tampoco le gustó la
manera en que dijo que se «fijara en los cultivos»: sintió ironía en sus
palabras, una forma hipócrita de decir que se alejara y no se metiera en lo
que no le importaba.
La mujer se detiene a tan solo unos cuantos pasos de distancia frente a
él. Ni siquiera en el maizal abandona su habitual postura recta.
—Sabía que lo encontraría aquí… —comenta Socorro.
—Buenos días, señora —dice Joaquín con cierta solemnidad—. ¿Pero
por qué no habría de estar? ¿Ha pasado algo?
—Esta mañana no pudimos conversar en la residencia para no
importunar a la señora Lucía, pero es necesario que usted, joven Joaquín,
sepa esto: nosotros creíamos que el acuerdo con Fausto era para que lo
ayudara solo en los sembradíos, y no para que se preste a intrigas en la casa.
Esas palabras gestan una sensación de malestar en el hombre, pero
intenta apaciguarse con el recuerdo de Andrea, en su piel delicada y sus
ojos llenos de esperanza, y en el hecho de que en su propiedad también se
están echando a perder las cosechas.
—Señora, sinceramente no comprendo por qué me dice esto si yo
solo…
—Ya tenemos suficientes problemas aquí como para que usted
envenene con historias ficticias a la pobre señorita Andrea.
—¿Historias?
—Sí, historias suyas y de los ignorantes del pueblo. Ustedes ya están
muy grandes como para estas cosas.
—Señora Socorro, con respeto, le comento que Andrea tenía que saber
la verdad sobre este lugar.
—¿La verdad? ¿Me va a decir que en serio usted cree en esas tonterías
de brujerías? —pregunta la mujer con un rictus de sorpresa en el rostro—.
Esto es el colmo, en esta hacienda no ocurre nada malo, entiéndalo, y si
quiere acercarse a la señorita, busque una manera más inteligente y original
de hacerlo.
—No son tonterías y usted lo sabe. Yo solo pretendo ayudar para que
todo se esclarezca: los señores no están enfermos como quieren creer, es
este lugar el que los mantiene así. Los envenena.
De soslayo, Joaquín ve que Fausto se acerca por el sendero de tierra.
Por la prisa, es notorio que se ha dado cuenta de la discusión entre ambos.
—Niños necios —suelta Socorro. molesta.
—¿Necios? —exclama Joaquín—. De ninguna manera, señora. Necios
jamás.
El joven toma el saco y deja caer los cadáveres por montones hasta
formar una pequeña montaña frente a la mujer. Esta, ni bien siente el peso
de uno de los animales sobre sus pies, retrocede asustada.
—Mire a su alrededor, ¡todo se muere! ¿Acaso no lo ve?
La mujer cierra los ojos, pálida de rabia y nervios, y las manos le
tiemblan.
—¡Basta ya! —ordena—. ¡Háganos el favor de marcharse de nuestra
hacienda y ocúpese de sus cosas!
Con una voz que intenta ganar serenidad ante ese estallido, Socorro
agrega:
—Lo que suceda en sus tierras es asunto suyo, no nuestra. Nosotros
solucionaremos nuestros problemas como podamos, no dependeremos más
de nadie.
Fausto está clavado en su sitio, con la cabeza gacha. Joaquín lo mira de
reojo para ver si dice algo. El silencio se apodera de la situación y la mirada
endemoniada de Socorro los mantiene al margen de decir palabra alguna:
tiene unos ojos que no le conocían, llenos de sangre y cólera. El joven no
pasa por alto que a quien tiene enfrente es una mujer mayor, ya
prácticamente una anciana, predispuesta a todos los tipos de males propios
de su edad.
—Señor Fausto, ¿usted no dirá nada? Usted también vio al niño, lo
sostuvo entre sus brazos cuando el pequeño murió —exclama Joaquín,
haciendo una última apuesta—. Y lo que sea que haya causado su muerte
no era de este mundo, usted lo sabe, dígaselo a la señora, por favor, no
podemos seguir negando lo que pasa en este lugar.
Como si se tratase de un embrujo y no de una apelación a la cordura y la
verdad, Fausto se lleva las manos al rostro y rompe a llorar desconsolado.
—Pablo… —gime el hombre.
Y cae de rodillas al suelo, derrumbado por la aflicción. No queda rastro
alguno de la persona árida y jerárquica con la que solía conversar en los
campos.
—¡He dicho que salga de Santa Marta! —ordena Socorro con los ojos
cada vez más inyectados.
*
Mientras camina hacia la salida de la hacienda, Joaquín se siente
mortificado. Su disciplina del trabajo ha entrado en contradicción con sus
sentimientos. Por un lado, siente que tiene una deuda con Alberto Blanco, a
quien apenas conoció ofreció darle todo su apoyo, sobre todo en las
circunstancias en las que todo lo que crecía en Santa Marta empezó a morir.
Pero, por el otro, siente que la suerte de esa hacienda también está
afectando su fundo, y necesita resolver el enigma. Por si fuera poco, está la
presencia de Andrea, una mujer resuelta y al mismo tiempo risueña.
Su voz lo saca de sus pensamientos. Es ella.
—¡Joaquín! —grita Andrea otra vez mientras corre por el sendero para
darle alcance.
El hombre se detiene en seco, un tanto avergonzado y sin saber si
despedirse con cualquier pretexto o insistir en su ayuda incondicional.
—Joaquín, hola, ¿por qué no fuiste por mí a la casa?
—Señorita, buenos días, yo sí fui a verla, pero la señora Socorro me
dijo que estaba indispuesta y vine a los campos, pensando en que tal vez
podíamos encontrarnos más tarde.
—Qué raro. No le di ninguna indicación de ese tipo. Sucedió algo
anoche y quizá ella creyó que hoy no estaba de humor para salir. No he
dormido bien…
Joaquín comprende que hay algo en ella que está cambiando. Su rostro
demacrado y el cansancio en su mirada contrastan a como era hace apenas
unos cuantos días, cuando la conoció llena de luz y vitalidad.
—¿Se siente bien, señorita?
—Lo vi, Joaquín —dice la joven—. Anoche vi a Pablo.
—Eso no es posible, usted lo sabe… —responde
—Era él. Fue anoche, me observaba desde el maizal.
—¿Está segura?
—Tienes que creerme, Joaquín —insiste Andrea con un brillo de
lágrimas en los ojos—. Todos tenían razón. Algo pasa en este lugar. Y yo
empiezo a desesperar por ver cómo todo se apaga aquí. Tengo mucho
miedo.
Por toda respuesta, Joaquín la atrae contra su pecho. Tras dejarla
desahogarse por unos segundos más, el hombre seca sus lágrimas con la
punta de sus dedos, con toda la ternura de la que es capaz. Al abrazarla, ha
sentido que ella está indefensa y que a él le encantaría protegerla de
cualquier cosa en este mundo.
—Yo le creo, señorita, no piense que ha perdido la cordura. Muchos por
aquí pensamos lo mismo que usted.
Andrea recupera la calma y seca sus ojos con el dorso de las manos,
mientras Joaquín devuelve las suyas a la calidez de sus bolsillos.
—Es solo que hoy Socorro me dijo muy molesta que en Santa Marta ya
no soy bienvenido —agrega él—. Y no sé si le compete hacer eso, darme
ese tipo de órdenes a nombre de los Blanco.
La joven, confundida y agotada por todo lo vivido en la madrugada,
solo mueve la cabeza en señal de negación.
—¿Ella te pidió que dejes de venir? ¿Por qué hizo eso?
—Porque dice que soy una mala influencia para usted y le contagio
ideas extrañas.
—Esa mujer es absurda, Joaquín —dice Andrea con un matiz de
irritación en sus palabras—. Pero tienes razón, no le compete dar órdenes
por mi familia. Olvídala, hablaré después con ella. Más bien, necesito que
me ayudes con algo que acabo de descubrir, por favor.
Sin esperar respuesta, la joven saca un pequeño papel de uno de los
bolsillos de su vestido. Joaquín lo desdobla de inmediato y se queda
totalmente desconcertado al ver la imagen: es el dibujo de un pentagrama.
—Esto es cosa del diablo, señorita…
—Lucía tenía esta imagen grabada en la espal…
No bien acaba de decir eso, gotas de sangre comienzan a manar de su
nariz. No la dejan terminar. Joaquín se asusta pero la mujer, con serenidad,
inclina la cabeza y ejerce presión con la tela de su propio vestido para
retener la hemorragia.
—Señorita, creo que deberé llevarla con el doctor Sifuentes de nuevo.
—No, no, no pierdas tiempo, yo estoy bien. Todo lo que necesito es que
busques a la señora María en el pueblo y le muestres este papel. Quiero
saber si ella sabe qué significa o para qué sirve el pentagrama.
—Está bien, señorita Andrea, iré ya mismo.
—Gracias, Joaquín —dice Andrea.
Y luego la joven suelta algo que por el resto del día se quedará
martilleando en la cabeza del hombre:
—Mientras tanto, iré alistando todo en Santa Marta. Nos iremos cuanto
antes de este lugar.
*

CAPÍTULO IX

La tetera lanza su molesto silbido para anunciar que el agua del té está
hirviendo. El sol entra por la ventana e ilumina toda la cocina. Es una tarde
muy calurosa. Lucía, sentada en la pequeña mesa del servicio, juguetea con
sus dedos sobre su superficie. Tiene la mirada absorta clavada en una silla
vecina, que está corrida, como esperando a que alguien también tome
asiento.
Es el asiento supuestamente destinado a Pablo.
Andrea ingresa en silencio, besa a su hermana en la mejilla suavemente
y bordea la mesa para sentarse en otra silla que no sea la del niño.
—Buenas tardes, señorita —saluda Socorro con una mezcla de
desprecio y hartazgo en la voz.
Andrea no responde. Le molesta la actitud de la empleada. Sabe que le
ha declarado la guerra después de lo que ha intentado con Joaquín. Quiere
encontrar el momento adecuado para enfrentarla: sabe que ahora no lo es,
porque percibe a Lucía muy ansiosa a pesar de sus ojos perdidos y
completamente vacíos.
Socorro sirve el almuerzo de Lucía, después el de Pablo y, finalmente,
el de Andrea.
De pronto, Lucía comienza a reír con una fuerza rayana en el histerismo
que fácilmente podría alterar los nervios de cualquiera: empieza a hablar del
juego que ha creado Pablo con el tren que reposa inerte sobre la mesa.
En su imaginación, el niño desplaza el juguete por las líneas marcadas
en la superficie de madera.
Andrea mira a Socorro para ver su reacción hipócrita, pero esta la evade
y se concentra en el corte perfecto que hace a las verduras sobre el
repostero de la cocina.
—Hermana, tienes que comer algo… —ruega Andrea.
Lucía la observa como si no la reconociera y después vuelve a mirar
hacia el sitio de Pablo. Otra vez echa a reír con exagerado entusiasmo. Las
manos de Andrea sudan. El golpeteo monótono y repetitivo que produce
Socorro con la tabla de picar se entremezcla con la risotada destemplada de
su hermana, lo que aumenta su dolor de cabeza y confusión tras la noche
desvelada.
—Señora, sírvase, no deje de comer —agrega Socorro sin voltear y
todavía enfrascada en cortar las verduras con una serie de movimientos
rápidos y afilados—. El viaje a la capital será largo. Necesitará recuperar
fuerzas.
—¿Viaje? —pregunta Lucía, esta vez con un halo de vida en los ojos.
Por un instante, Andrea cree que esta es la oportunidad que necesita para
hablar con ella. Socorro, sin embargo, se interpone rapidamente.
—Señorita Andrea, ¿por qué no hace todo más fácil y le dice a la señora
Lucía que simplemente firme el documento y se vaya con usted? No era
necesario todo el circo que ha montado desde que llegó a Santa Marta.
Acto seguido, la ama de llaves desdobla un papel que lleva escondido
en el delantal y se lo entrega a Lucía.
—Disculpe mi atrevimiento, señora, pero ha llegado la hora de que lea
esto —dice Socorro—. Yo sabía que algo raro tenía su hermana desde que
pisó esta casa.
En el encabezado del documento se lee CESIÓN DE DERECHOS DEL
INMUEBLE. Más abajo se extiende toda una serie de detalles adjuntos
sobre una herencia. La de su tóxica y difunta madre.
—¡Usted fue quien estuvo hurgando entre la ropa de mi armario! —
clama Andrea con las mejillas encendidas por la indignación—. ¡Cómo se
atreve!
Se ha puesto de pie rápidamente, consciente del enorme golpe bajo que
acaba de recibir.
La empleada ignora la protesta de la joven y, por el contrario, esboza un
rictus extraño: una suerte de sonrisa que se deleita en la avidez con que la
hermana lee el contenido del amarillento papel.
—Qué tonta he sido todo este tiempo... —susurra Lucía y arruga el
documento dentro de su puño—. ¡Esta es mi casa, Andrea! Es el único sitio
donde he sido feliz muy lejos de ustedes. ¿Y después de tantos años vienes
aquí disfrazada de un arrepentimiento que no sientes solo para conseguir
una firma mía?
—No, Lucía, no lo veas de esa manera, no tiene nada que ver —
responde Andrea—. Yo pienso darte lo que te corresponde de la venta de la
propiedad familiar, porque también sé que no regresarías. Te conozco…
—¡Por supuesto que no regresaría nunca! Esa casa fue un completo
infierno para nosotras.
—Así es, fue un infierno, y mira a tu alrededor: te metiste a otro —
responde Andrea, jugándose todo de una vez—. Vente conmigo, Lucía,
vámonos de aquí, comencemos de nuevo en otra parte. Por favor hermana.
Eres todo lo que me queda en este mun…
—¡Basta! —ordena Lucía, furiosa—. ¡Tú eres igual de manipuladora
que nuestra madre! ¡Eres capaz de tejer intrigas para no quedarte sola como
ella!
—Lucía, por favor, cálmate… —ruega la joven—. No es como piensas.
Yo no pienso perderte de nuevo.
Un antiguo odio deslumbra en los ojos de Lucía.
—¡No me pidas que me calme! —grita—. ¡Eres una mentirosa! ¡Solo
piensas en ti!
La mujer se levanta de la mesa y arroja todos los platos al piso. Andrea
se queda inmóvil, sin saber qué más decir, mientras Socorro retrocede hasta
el umbral de la puerta de la cocina. Pareciera que fuera a salir corriendo.
—¡Quiero que te vayas! —ordena Lucía—. ¡De una vez, vete! ¡Vete de
mi casa!
Lucía sube las escaleras hacia su habitación con ímpetu para alejarse de
su hermana. Pero Andrea logra alcanzarla en el salón y la toma del brazo
con fuerza.
—Lucía, perdóname, es un malentendido, yo estoy aquí solamente por
ti.
—Jamás debí abrirte las puertas de mi casa —exclama Lucía mientras
se zafa de su sujeción con un movimiento brusco—. ¡He dicho que te
largues!
Andrea intenta no llorar. Aunque también está furiosa, siente que ya no
le quedan energías para detenerla.
—Sabes que yo no soy como nuestra madre…
—¡Socorro, ¿dónde estás?! —grita Lucía, enojada y desentendiéndose
de su hermana—. ¡Trae a Pablo, no quiero que ella tenga nada que ver con
mi niño!
La ama de llaves, que permanece casi oculta en el salón principal para
espiar la escena, se siente sorprendida: al principio no hace ni dice nada
porque no esperaba que alguna de las hermanas se dirigiera a ella en una
situación así. Luego se pone en marcha hacia la cocina.
—Sí, señora, voy a traerlo, se quedó en la cocina, sentado en la mesa…
Andrea, mortificada como está, también estalla: ya nada la obliga a
mantener una farsa por una estabilidad emocional que hace tiempo no
existe.
—¡Pablo no está, Lucía! ¡No está! —grita Andrea, desesperada—. ¡Él
murió y lo sabes!
Lucía se apoya de nuevo sobre el pasamanos al escuchar a su hermana.
Lentamente se dobla hacia adelante, como si acabara de recibir un impacto
en el estómago, y comienza a llorar en silencio. Esa imagen, por muy
dolorosa que resulta para Andrea, le confirma una sospecha: Lucía aún está
dividida entre dos mundos y no se ha abandonado a sus fantasías por
completo. Todavía puede pelear. Todavía hay algo de fuerza en ella.
Todavía queda algo de esperanza.
—¡No se atreva a decir nada más! —ruge Socorro, quien se abalanza
hacia las escaleras, con un puño en alto en actitud amenazante—. Nosotros
no hemos cuidado de su hermana por tanto tiempo para que usted pretenda
hacernos a un lado como objetos inservibles.
—¡Solo digo la verdad! —exclama Andrea.
Lucía, aferrada a las barandas del pasamanos, está de rodillas sobre uno
de los escalones. Clama por su hijo en voz cada vez más baja, y sus manos
empiezan a resbalar de las barras de madera y amenazan con soltar su
cuerpo al vacío. Andrea vuelve a cogerla de los brazos y retiene su cuerpo
flácido y sin voluntad: siente los huesos de las costillas y las clavículas de
su hermana muy marcadas debajo de la blusa. No le cuesta casi nada volver
a ponerla de pie: su peso le hace recordar una de sus antiguas muñecas a
tamaño real apiladas en un almacén de la casa de su madre. «Debería cargar
a Lucía y salir corriendo de aquí», llega a pensar, pero desestima la idea:
Joaquín está en el pueblo cumpliendo su encargo y tardará algunas horas en
regresar.
—Váyase de una vez —insiste Socorro con voz contenida, lo que saca a
Andrea de sus cavilaciones—. No la necesitamos en Santa Marta.
De manera repentina, Lucía tose como si se le fuese a abrir el pecho por
completo y expulsa un líquido denso y pegajoso que mancha el vestido de
Andrea. Es sangre negra, casi coagulada. Lucía vuelve a toser y los dientes
se tiñen de espumarajo sanguinolento.
—¡Rápido! ¡Traiga agua! —ordena la joven a Socorro.
La empleada se queda en blanco por unos segundos, pensando en si
debe obedecer. Se decide y baja a la cocina.
Lucía se dedica únicamente a respirar con dificultad y Andrea le limpia
la boca, tratando de asegurarse de que poco a poco su saliva recobre su
color traslúcido. De manera sorpresiva, Lucía toma la mano de la joven y
acaricia su dorso sin decir palabra.
—Tú sabes dónde está… —le susurra a Andrea.
La joven se tarda un poco en entender a qué se refiere. Lucía pega su
cabeza a la de su hermana e intenta pronunciar una oración que no llega a
entenderse del todo. Andrea se acerca un poco más hasta estar cerca de sus
labios, secos y cuarteados como el moribundo maizal.
—Tú sabes dónde reposa él —repite.
Andrea la mira con una pesadumbre infinita y, tras una breve pausa,
asiente con la cabeza. Ante el gesto, la respiración de Lucía se acelera, pero
aun así logra emitir un último y claro mensaje.
—Sácanos de aquí…
Andrea vuelve a asentir, esta vez entre lágrimas. A esa hora de la tarde,
el sol cae a plomo sobre la hacienda y su calor se extiende a lo largo del
tejado y de las escaleras.
*
Miguelito juguetea en la carreta con unas cartas mientras Joaquín espera
la respuesta a su llamado. Está de pie frente a la casa de María. Sin hacer
ruido, Sofía abre la puerta. Lleva un pañuelo entre los dedos. Sus ojos están
inflamados. Sus ojeras son muy pronunciadas.
—Joaquín, buenas tardes, ¿otra vez por aquí? —saluda un tanto
desconfiada.
—Sofía, necesito ver a María, solo es una pregunta…
—Lo siento, Joaquín, esta vez no puedo ayudar, mi madre está muy
delicada después de la visita a Santa Marta —dice la mujer—. Entiende, por
favor.
—Solo es una pregunta, Sofía…
—No, señor, imposible —responde mientras niega con la cabeza—. No
quiero alterarla.
—Es que ustedes son las únicas que pueden ayudarnos.
—Lo siento mucho, Joaquín…
Sofía cierra la puerta y se persigna tras ella. Se queda allí, estrujando el
pañuelo entre las manos, esperando a oír que Joaquín se suba a su carreta y
se marche. Pero pasan los segundos y eso no sucede. La mujer empieza a
rezar, entrega su alma y la de su madre a todos los santos por lo menos tres
veces, y vuelve a abrir la puerta. Afuera, Joaquín sigue de pie frente a la
casa, resignado. Con las manos en los bolsillos y mirando hacia el
horizonte, trata de pensar en quién más puede ayudar en su cometido: no
quiere fallarle a Andrea.
Por eso es que, cuando ve nuevamente a Sofía en el umbral, su rostro da
paso al regocijo: es como si se le abrieran las puertas del paraíso.
*
Socorro está detrás de la casa, agachada sobre el jardín. Está
inspeccionando unas hierbas que crecen como matorrales cerca de unos
árboles centenarios. Es una tarea que realiza casi a diario, pero hoy le cuesta
más trabajo: no puede concentrarse por la tensión de lo vivido. Aún no ha
podido contarle a Fausto lo que sucedió con Andrea, pero sabe lo que este
dirá: que no pueden permitirse perder el hogar que tanto han cuidado. Ella
también siente lo mismo: su vida está en el campo, en Santa Marta. Sigue
tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera se da cuenta de los
pinchazos que recibe en medio de esos arbustos. Algunas púas y ramas se le
quedan clavadas en las manos e incluso debajo de las uñas.
Cuando al fin encuentra las hierbas rojizas que busca, las arranca de un
tirón y las guarda rapidamente en el bolsillo de su mandil.
De regreso a casa, la mujer ve salir a Fausto entre los maizales envuelto
en sudor y polvo con un bulto a la espalda. Socorro no necesita estar cerca
para adivinar el olor a muerte de las aves que lleva en el saco. El hombre
rodea la casa sin acercarse, y cuando ve a su hermana, solo dirige un saludo
con el sombrero. Ella le devuelve el gesto con un ligero asentimiento.
Antes de ingresar, la ama de llaves se detiene en seco a contemplar el
sol que ya empieza a caer en las lejanías, con una nostalgia tal que es como
si fuera la última vez que calentara para ella. La opaca y densa neblina
empieza a levantarse desde el bosque y el frío que trae el fuerte viento la
devuelve a la realidad.
«Dentro de poco anochecerá y mañana la familia Blanco se irá para
siempre», piensa.
*
La noche ya ha pintado el cielo de azul oscuro y los maizales se agitan
cada vez más con la brisa. Andrea se acerca a la ventana de su habitación.
Está intranquila, espera noticias de Joaquín. Quiere contarle también que
mañana ya no estarán en la hacienda. Por alguna razón, sospecha que la
separación no será fácil, pero confía en que todo saldrá bien: está
acostumbrada a las despedidas.
A un lado, sobre la cama, descansan sus maletas abiertas.
«Esta no soy yo», piensa cuando de casualidad se cruza frente al espejo
del tocador. La imagen que contempla es de otra mujer, no de la que llegó
de la capital. Su corta estancia en aquella residencia le ha dado a su rostro
rasgos de dureza y desconfianza, algo que nunca pensó que le traería la vida
en el lejano campo.
Unos golpes en la puerta interrumpen su reflexión.
Andrea se queda estática. Prefiere guardar silencio y no tener que
atender. No cree que sea Lucía. Ella la llamaría directamente. La puerta
vuelve a sonar, esta vez con más insistencia. Se acerca y la abre con mucho
cuidado. No sabe lo que puede haber detrás.
—¿Puedo pasar? —se escucha una voz casi susurrante.
Es Socorro.
—¿Qué es lo que desea? Váyase, por favor —dice Andrea—.
Hablaremos después, aún estoy molesta.
—Discúlpeme, señorita, solo será un momento…
Andrea no hace caso y procura cerrar la puerta, pero la empleada coloca
rapidamente una mano en el marco, ansiosa para que la escuchen.
—¡Basta, Socorro! —exclama Andrea, algo exasperada—. Quiero
descansar, mañana será un largo día… Váyase por favor.
—Esto le pertenece, señorita.
Socorro extiende el documento robado de la cesión de propiedad.
Apenas lo ve, Andrea vuelve a recordar todo lo que sucedió en el almuerzo
y se encoleriza. Abre la puerta para encarar a la mujer.
—¿Por qué lo hizo? —pregunta Andrea—. ¿Quién se cree usted para
meterse en mi vida y la de mi hermana?
La ama de llaves intenta responder, pero el corazón se le petrifica
cuando ve las maletas sobre la cama. Le duele verlas. Baja la mirada.
—Señorita, usted… usted no entiende… —dice—, yo también estoy
cansada de todo esto.
—Esa no es excusa para haber hecho lo que hizo…
La apariencia senil y bondadosa de Socorro ya no tiene ningún efecto en
Andrea.
—Solo quiero lo mejor para mi señora… Perdóneme, señorita, perdí la
compostura, no sé lo que me pasó.
Y a continuación, agrega:
—Veo que ya empezó a empacar. ¿Necesita ayuda?
—No, y quiero que te quede claro esto: «su señora», su contratante, la
dueña de Santa Marta junto a Alberto, es mi hermana —dice Andrea
tratando de pronunciar cada palabra con el suficiente énfasis—. ¿Lo
entiende? Es mi hermana, es mi sangre, no la suya.
Socorro ya no intenta hablar. Solo la mira con ojos sumisos. Su
mandíbula tiembla.
—Quiero que le quede bien claro: esta es la última vez que usted se
toma esas libertades y me habla de esa forma —advierte Andrea, y en este
punto baja un poco la voz—. Mañana saldremos todos temprano. Yo sé que
Lucía la estima y la considera parte de su familia. Por lo mismo, puede
venir con nosotros si lo desea. El señor Fausto también es bienvenido.
De pronto, las lágrimas se asoman a los ojos de la mujer.
—Muchas gracias, señorita Andrea, es usted muy buena, y por favor,
perdónem…
—Lo hago por Lucía —añade Andrea—. De mi parte, usted no se
merece nada.
Luego cierra la puerta.
*
Sofía aún duda sobre si está haciendo lo correcto, pero también entiende
que su madre se merece una oportunidad para enfrentar sus recuerdos.
Joaquín, además, ya está en el recibidor de la casa que, a pesar de que el sol
todavía ilumina las calles, permanece en penumbras por dentro. Al fondo
del corredor está la habitación de María: ella descansa en una cama
precaria. Un paño húmedo reposa sobre su frente y tiene la boca dirigida
hacia arriba con los labios ligeramente abiertos, como si le costara respirar.
—¿Mamá? —susurra Sofía mientras le retira la compresa del rostro—.
Despierta, mamá…
Joaquín se siente apenado por la escena. El estado de María es
alarmante y se pregunta si es lo correcto estar ahí. La mujer abre los ojos de
manera paulatina y pide un poco de agua. Sofía asiente y sale hacia la
cocina. Joaquín se queda de pie, observando a María, quien apenas
permanece consciente. Un tanto impaciente, mira a su alrededor y ve que
sobre la mesa de noche hay cartas viejas y pinturas al óleo de una gran casa
que podría ser la de Santa Marta, pero rodeada de una frondosa vegetación.
Una de ellas es diferente: muestra una antigua estructura que se desvanece
hasta mezclarse con las hojas secas del otoño. Joaquín devuelve la mirada
hacia la anciana y se percata de que esta lo contempla en silencio.
Sofía ingresa, esta vez con una taza de agua y un cuenco. El aire de la
oscura habitación se llena del aroma de la infusión de manzanilla.
—Mamá, Joaquín ha venido a hacerte una pregunta puntual, no tardará
mucho —dice la mujer con cierto apremio—. ¿Verdad joven?
—Sí, señora, su hija tiene razón… —asiente Joaquín, mientras saca
temerosamente de su bolsillo la hoja con el dibujo del pentagrama.
María, con dificultad, encuentra la posición correcta sobre el respaldo
de la cama para analizar la imagen.
—La señorita Andrea… —explica Joaquín— necesita saber si usted
conoce esta…
De improviso, la expresión de María cambia por completo a una de
inmenso terror.
—¡Están marcados! —dice con agitación.
Con rapidez, Sofía coge las manos de su madre que no paran de
sacudirse de horror.
—Tienen que sacarlos de allí, tienen que sacarlos… —delira María,
quien empieza a toser fuertemente al ahogarse con su propia saliva.
—Váyase de aquí, por favor —pide la hija, alarmada.
Joaquín agradece, se despide y da media vuelta, dispuesto a marcharse.
Ya ha salido al corredor cuando escucha que María gime algunas palabras
entrecortadas que, al principio, no se entienden.
Se percata de que se trata de una simple melodía que le resulta bastante
familiar.
Lamentos del viento
dicen que la noche...
La canción coincide con el compás de lo que silba don Fausto cuando lo
encuentra en el maizal. «Estoy seguro de que también he escuchado tararear
lo mismo a Socorro cientos de veces», piensa.
Lamentos del viento
quédate en el bosque...
Joaquín regresa a la habitación sin más intenciones que las de averiguar
la procedencia de aquella letra. Sofía, al verlo, pierde la paciencia.
—Le pedí que se retirara.
—Perdónenme, señora, pero… esa canción, ¿dónde escuchó esa
canción?
La anciana sigue canturreando, distraída en su memoria, perdida en sus
recuerdos.
Cuando el diablo baila
a la medianoche…
—Él conjuraba… —se interrumpe ella misma—, don Ignacio disfrazaba
de canciones los conjuros al demonio.
Joaquín sabe que debe regresar a la hacienda cuanto antes. A tropiezos,
abandona la habitación a la carrera y estrella la puerta de la casa al salir.
Miguelito, recostado sobre los sacos de tierra de la carreta, se sobresalta al
oír el ruido y, desconcertado, observa cómo el hombre desata con
brusquedad al caballo. Es evidente que sus manos se han vuelto torpes por
alguna razón. Por eso siente cierto recelo cuando Joaquín se dirige hacia la
parte trasera del vehículo para coger su escopeta: no desea que se le escape
ningún disparo por accidente. Unos cuantos segundos más y se pierden
rumbo a los grises campos de cultivo.
*
Andrea repasa su cabello con el peine una y otra vez, sentada frente al
espejo de su tocador. A un lado del armario, las maletas descansan apiladas
una sobre la otra, listas para el largo viaje.
Esta noche tiene planeado no dormir: debe ayudar a empacar a Alberto
y Lucía.
De la nada, unas pequeñas piedras golpean el vidrio de la ventana.
Andrea detiene el peine a mitad del trayecto entre la cabeza y sus hombros.
No le queda duda quién puede ser, pero tampoco quiere detenerse a
averiguar. «No hay tiempo que perder», se dice ella misma frente al espejo,
tratando de mentalizarse para no sentir miedo. Por algunos segundos más,
las piedras continúan cayendo sobre la ventana, hasta que todo queda en
silencio. Ni siquiera el viento parece hacer su clásico ruido. Andrea se pone
de pie, decidida a mirar por la ventana, pero en eso ve cómo el cuerpo sin
vida de un pájaro, convertido en un proyectil, se estrella contra el vidrio y
lo resquebraja. Las grietas quedan salpicadas de pequeñas manchas de
sangre por el impacto. La joven, asustada, abre la ventana. Por un instante
se siente aliviada: allí afuera no hay nadie. Pero pronto vuelve el
desasosiego: el columpio está chirriando y, parado sobre él, con las manos
aferradas a las cadenetas, se encuentra el pequeño Pablo.
El niño casi no se mueve: solo la observa con fijeza.
—¿Qué quieres de mí, Pablo? —susurra Andrea.
Entonces sale al pasadizo, baja las escaleras, cruza el salón principal,
abre la puerta y mira en dirección al columpio, pero Pablo ya no está. La
mujer se acerca hasta que ve que, allí donde antes estaba el niño, ahora solo
revolotean hojas de papel garabateadas como las que adornan las paredes de
su habitación. El filo de uno de esos papeles le acaricia los pies y empieza a
alejarse por el viento, pero ella lo detiene colocando un pie encima y lo
recoge. En el dibujo hay un niño frente a una pequeña cabaña que tiene la
puerta pintada de color rojo. Al levantar la mirada, Andrea se encuentra con
la de Pablo que la observa fijamente desde el sendero que conduce al
maizal. Con el rostro inexpresivo, el pequeño se queda quieto durante unos
segundos. Luego se sumerge entre las sombras de las mazorcas. La mujer lo
sigue sin titubear con la hoja entre las manos. Al adentrarse en los maizales,
la joven percibe el olor de la cosecha completamente negra y putrefacta.
—¿Estás ahí, Pablo? —pregunta, cada vez más tensa.
Andrea sigue el camino a través de los maizales por donde vio a Pablo
hasta que se estrella con el frondoso y oscuro bosque. Allí, al pie de uno de
los árboles más grandes, está él, pálido como la bruma de la mañana. Sin
esperarla, el niño se adentra en la floresta. La joven acelera el paso
empapándose los pies de lodo y tratando de esquivar los pájaros muertos
que aparecen por todos lados. Andrea camina durante varios minutos hasta
casi perder el sentido de la orientación. Igual piensa en emprender el
camino de vuelta a casa: la imagen de Pablo se ha esfumado varios metros
atrás, y ya ni siquiera escucha sus pisadas, pero aun así decide avanzar un
poco más. Pronto encuentra un claro en medio de los árboles donde cae la
luz de la luna. Se trata de una zona donde hay árboles talados. Y allí, en el
centro de ese descampado inusitado, se erige una cabaña de madera
carcomida sin más pintura que el color rojo de la vieja y agrietada puerta.
Andrea tarda poco en advertir que se trata de la misma casa del dibujo.
Al acercarse a ella, comprende que adentro debe estar la respuesta a lo que
sucede en Santa Marta. La puerta ni siquiera está cerrada, de tan
despostillado que se encuentra el umbral. En el interior, la silueta de Pablo
está frente a los restos de una fogata que parece haber sido apagada hace
poco: el aroma de la madera y el carbón inundan el ambiente, y todavía
crepitan algunas pequeñas brasas en la chimenea.
Segundos después, Pablo se pierde en la oscuridad de la cabaña y
Andrea con él.
*

CAPÍTULO X

Joaquín cabalga hacia la hacienda con los músculos de los brazos ya casi
entumecidos de tanto agitar las riendas del caballo para acelerar la marcha.
A esa velocidad, el viento prácticamente golpea su rostro.
—¿Qué pasa? —se anima a preguntar el niño sujetando a su primo por
la espalda.
—Son ellos —exclama Joaquín sin dejar de mirar al frente—. Fausto y
Socorro están conectados con todo esto, y no me preguntes por qué. Solo lo
sé. Tienen que ser ellos.
De pronto, el caballo frena bruscamente ante una sombra que se cruza
por el camino. La carreta queda congelada en el aire antes de caer y
deshacerse sobre el suelo pedregoso. Joaquín y Miguelito salen disparados a
gran velocidad y ruedan varios metros sobre la tierra. Casi al instante, el
animal, invadido por el pánico, se levanta y fuga del lugar, dejando
abandonados a los jóvenes quienes, adoloridos, todavía están tratando de
comprender qué es lo que ha sucedido.
Cuando Joaquín recupera el aliento, lo primero que hace es buscar con
la mirada a Miguelito. Lo único que logra es ver a Pablo.
—¿Miguel? —susurra Joaquín, asombrado, intentando creer que se trata
de una alucinación provocada por la caída y las sombras de la espesa noche.
—Yo también lo veo, Joaquín —dice Miguelito unos cuantos metros
atrás, de rodillas y sacudiéndose el polvo de la chaqueta—. Ese es Pablo…
—Pero no es posible, él… está muerto... —responde Joaquín, incrédulo,
a pesar de tener la viva imagen del niño frente a ellos.
Pablo continúa su rumbo en silencio e ingresa al inmenso bosque
contiguo al sendero.
—Vamos, Joaquín, sigámoslo —dice Miguelito.
—Es peligroso…
—Pablo nunca nos haría daño.
Tras asegurarse de que solo tiene raspones y magulladuras, Joaquín se
levanta a trompicones y busca la escopeta que ha caído mucho más allá:
hace unas cuantas pruebas con el gatillo para cerciorarse de que no está
trabada y lo deja sin el seguro de protección. «Si tengo que disparar, lo
haré», piensa. Decide hacer caso a Miguelito y van tras las huellas del
pequeño y misterioso niño.
*
Dentro de la cabaña no hay electricidad. A tientas, Andrea encuentra un
candil y lo enciende cuidando de que sus manos temblorosas no le jueguen
una mala pasada. De a pocos, el espacio se ilumina y revela antiguos
muebles cubiertos con sábanas raídas y amarillentas. Frente a ella está la
entrada de lo que parece ser una habitación. Andrea levanta la flama a la
altura de sus ojos y puede ver sobre la pared viejas fotografías cubiertas de
una densa capa de polvo. Raspa una de ellas con los dedos hasta que su
imagen se esclarece: es el retrato del hombre con sombrero de ala ancha,
don Ignacio.
La joven siente cómo el frío recorre toda su piel, pero sabe que no debe
detenerse.
Se acerca a una segunda fotografía y, tras limpiarla, distingue a una
sonriente Alicia, la esposa del señor Ignacio: en el margen del marco hay
una pequeña frase escrita a mano que reza «Para Alicia, la mujer de mi
vida». Corroborar algo de humanidad y calidez en la vida de ese temible
sujeto calma un poco los temores de Andrea. «El amor ennoblece hasta a
los monstruos», se dice en voz baja para sentirse acompañada.
De repente, un golpe de aire abre una de las ventanas de la habitación.
Empujada por el viento, una caja de música cae desde lo más alto de una de
las repisas y queda con la tapa abierta: solo logra tocar un par de notas
musicales antes de detenerse en seco, averiada.
La ventana llama la atención de Andrea: debajo hay una pequeña mesa
de noche en la que descansa un sobre también cubierto de polvo. La joven
se acerca lentamente, pero al intentar tomarlo, caen de su interior varias
fotografías sueltas: son las imágenes en blanco y negro que faltaban en el
álbum que encontró en el cofre de la biblioteca, en el «baúl del diablo».
En una de ellas aparece don Ignacio al lado de Alicia, y en otra ella está
sentada en una banca al lado de dos pequeños, un niño y una niña. En ese
rato, la caja de música, que antes se había detenido, comienza a girar
lentamente, y es allí cuando Andrea se percata de a quién ha oído tararear
esa melodía en la casa: a la ama de llaves cuando preparaba el té o atendía a
Lucía en su habitación. En una fotografía amarillenta aparece don Ignacio
detrás de una niña que juega en el columpio de Santa Marta, y como un
relámpago le viene a la mente cuando Socorro le confesó que, de pequeña,
su padre solía mecerla en uno igual. Y en otro retrato están el niño y la niña
cogidos de la mano con una ligera sonrisa sobre el rostro.
Andrea se da cuenta de que la última imagen no es una fotografía sino
un papel rasgado, al parecer arrancado de algún cuaderno de dibujo de
Pablo. Aun cuando se trata solo de un bosquejo, la idea es clara: Fausto y
Socorro bailan con el diablo en medio del oscuro bosque.
La caja de música continúa girando lentamente y es mucho más
reconocible aquella extraña y tétrica melodía de Lamentos del viento.
—Socorro y Fausto son los hijos de los antiguos propietarios de la
hacienda —concluye Andrea en un susurro para sí—. Por eso se comportan
así con Lucía: quieren seguir viviendo aquí a como dé lugar.
Andrea está a punto de salir de la cabaña y encarar a los dos hermanos
en la residencia cuando escucha una serie de pasos en la habitación
contigua. «Pablo está allí», piensa mientras camina hacia ese lugar. Pero lo
que ve hace que tambalee y deba apoyarse en el resquicio de la puerta: el
mismo pentagrama que ella vio en la espalda de su hermana está dibujado a
gran escala sobre el piso, y sobre este, una sábana cubre por completo una
forma humana. Aunque el viento frío se cuela por las ventanas y amenaza
con apagar el candil, todavía es capaz de sentir el olor pútrido bajo la tela.
Más aún, a media luz puede darse cuenta de que la figura está compuesta
con trazos coagulados de sangre. En el borde de la desesperación, y a pesar
de sentir náuseas por la grotesca imagen, Andrea decide retirar la sábana: de
inmediato, moscas e insectos salen disparados de su escondite en todas
direcciones.
El pequeño rostro es lo único que puede reconocerse de ese cuerpo
descompuesto.
Es Pablo.
Andrea, aterrada, siente que no puede respirar y cae de rodillas y llora a
gritos: es lo que más quiere hacer en el mundo desde que llegó a Santa
Marta. En medio de sus lágrimas, se percata de que muñecos de tela y
cabello humano adornan el cuerpecito de su sobrino. Y es allí cuando todo
cobra sentido.
—¡Lucía! —dice llevándose la mano a la boca.
Andrea corre por el bosque a la luz de la luna. No le importa resbalar
varias veces ni los cortes que producen los ramalazos de los arbustos en
brazos y piernas: la sensación de rabia e impotencia por lo que acaba de
enterarse es mucho mayor que su dolor físico.
Un pensamiento también cruza su cabeza: si Fausto llega a saber que
ella ha ingresado a esa cabaña, Lucía y Alberto corren un grave peligro.
—Ellos asesinaron a Pablo, ellos asesinaron a al pobre de Pablo… —se
dice a sí misma una y otra vez sin titubear, como un mantra.
Antes de llegar a la casa, la joven se detiene para recuperar el aliento y
calcular exactamente cómo es que enfrentará a los sirvientes. Sabe que no
tiene una estrategia clara: solo retuerce el rosario rojo que lleva en el
bolsillo para sentirse protegida. Ya en la entrada, intenta abrir la puerta con
sigilo para que no se enteren de su presencia.
Lo que encuentra la deja clavada en su sitio. Todos la están esperando
para la ceremonia final.
La mesa del salón principal está atiborrada de velas rojas y figuras en
miniatura hechas de sal. Sentada a la cabecera se encuentra Lucía con la
mirada vacía posada en el centro del mantel, donde se han trazado líneas
geométricas similares a las del pentagrama. De pie detrás de su hermana
está Socorro, quien acaba de susurrarle algo a los oídos y colocado sus
manos sobre los hombros, como para afianzarla más en su sitio. La
empleada no se muestra intimidada ni sumisa ante Andrea: por el contrario,
sonríe, y hace un gesto de bienvenida con la cabeza. Unos cuantos metros
más allá se encuentra Fausto, también de pie, con los brazos cruzados y una
mirada desafiante y turbia.
Ambos se han puesto sus mejores trajes para la ocasión y los lucen en la
penumbra.
—Lucía, hermana, no los escuches, son los que asesinaron a… —dice
Andrea temblando tratando de adaptarse a la situación.
—Lamentablemente ella no puede entenderte en este momento querida
—contesta Socorro con hielo en la voz.
Apretando los puños, Andrea se acerca hacia la mesa con precaución.
—Ustedes dos nos engañaron todo este tiempo...
Socorro le sostiene la mirada sin pestañear, mientras que Fausto voltea a
verla conforme la joven se acerca: espera instrucciones.
—Pablo los descubrió... entró al bosque y por eso ustedes lo mataron —
acusa Andrea.
—Es el precio que deben pagar los que nos persiguieron —exclama
Fausto con solemnidad—. Nosotros pasamos años escondidos como ratas
en ese maldito lugar.
—Cuando María escapó, papá supo que la gente del pueblo vendría por
él —confiesa Socorro—. Y así fue como nos quitaron todo, nuestra
infancia, nuestro futuro. Pero antes de irse, papá nos enseñó a usar su poder
y conocimiento. Y él está por regresar.
Andrea no puede creer lo que oye de los empleados: todo rastro de
humanidad se ha esfumado de sus miradas.
—¡Ustedes son unos psicópatas! —grita Andrea intentando saber más
para ganar tiempo y encontrar la forma de neutralizarlos—. ¡Ustedes están
tan muertos como aquellos a quienes amaban!
—Nosotros hemos asegurado los cuerpos para que papá y mamá
vuelvan de la muerte —responde Socorro con serenidad—. Eso es amor, no
locura.
—¿Cuerpos? —pregunta Andrea con extrañeza.
—Papá ya tiene el suyo —interviene Fausto con voz cavernosa mientras
estira uno de sus largos brazos y señala al segundo piso, hacia la habitación
de Alberto.
—Preparar el cuerpo de mamá nos costó más trabajo y tiempo —
comenta la ama de llaves a la vez que coge un mechón de cabello de Lucía
—. Y más con usted aquí presente, entrometiéndose en lo que no le
importa.
Y voltea a mirar a su hermano para hacerle un comentario siniestro:
—Pero fíjate, Fausto, la señora es perfecta para mamá.
—Lo es, hermana, lo es —dice el hombre que ha cogido una manzana
de la mesa y la devora lentamente—. Mamá seguirá siendo hermosa.
*
Joaquín y Miguelito solo escuchan las pisoteadas que el niño hace entre
los arbustos, pero prácticamente no pueden ver nada: el follaje es cada vez
más denso al punto que después de un rato temen por sus vidas.
—Ten cuidado por dónde pisas —dice Joaquín a su pequeño compañero
—. Podemos estar cerca a alguna quebrada del río o caer en una trampa
para animales.
—No, no lo creo —responde Miguelito, apresurado y agitado—. Pablo
era mi amigo, yo crecí con él, y siempre fue muy noble. Más bien creo que
trata de decirnos algo o llevarnos a algún lado.
—¡Pero necesitamos rescatar a Andrea! Bueno, a la familia Blanco —
dice Joaquín, como quien acaba de recordar su misión original.
Los dos siguen caminando hasta que encuentran un claro en el bosque.
Allí, en el centro, está la cabaña de la puerta roja, que está abierta.
Alguien ha arrojado un candil en la entrada y la flama se niega a morir a
pesar de los golpes del frío viento que no deja de agitar todo a su paso.
—¡La leyenda era cierta! —grita Miguelito—. Mira, Joaquín, la famosa
cabaña de la que tanto se habla en el pueblo. Entremos. Quizá Pablo esté
allí.
Joaquín frunce el ceño. Presiente que detrás de esto hay algo mucho
más grande e inimaginable y que tiene que ver con Andrea. Apunta el
cañón de la escopeta hacia delante e ingresa él primero.
*
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
Alberto golpea la cabecera de madera de su cama de manera insistente y
hace que todos agucen el oído y miren hacia el segundo piso.
De improviso, se escucha una serie de pasos que corren con destreza
entre el estudio y las demás habitaciones. Y caen piedrecillas sobre los
ventanales de toda la casa.
Padre e hijo —lo que queda de ellos— están tratando de llamar la
atención en medio de esa oscuridad.
—Quédense con la casa… —dice Andrea en un intento de negociar. En
vano fuerza su voz: esta se quiebra por los nervios—. Déjenme que lleve a
mi hermana y Alberto.
Socorro y Fausto apenas alcanzan a escuchar la debilitada voz de la
joven.
—¿Qué dice? —pregunta Fausto.
—Que nos podemos quedar con la casa, querido hermano —responde
Socorro y parte a reír.
—¡Pero si esta casa es nuestra! —explica el hombre con cierto recelo—.
¿Cómo puede usted decirnos que nos obsequia algo que siempre ha sido
nuestro?
—Ustedes solo son simples invitados nuestros. Es lo único que son
señorita —responde la empleada.
—Por favor, dejen que nos vayamos de aquí —suplica Andrea,
desesperada.
Fausto no espera más: con solo un par de largos pasos alcanza a Andrea
y la coge rápidamente del brazo con fuerza para apresarla.
—¡Lucía, despierta! ¡Hermana! ¡Pablo está muerto, Lucía! ¡Y fueron
ellos quienes mataron a Pablo! ¡Despierta, hermana! ¡Despierta por favor!
Fausto coloca su huesuda mano sobre la boca de la joven. Esta, en un
intento por zafarse de su captor, logra morderle los dedos. El hombre da un
grito y arroja a Andrea sobre un espejo, que se hace trizas y cae al piso. La
mujer, adolorida y con cortes en el cuello y el rostro, intenta mantener la
cordura y pensar en una solución.
Arriba, Pablo sigue su carrera a lo largo de todo el corredor. Eso es lo
que le da una idea a Andrea.
—Ustedes no se saldrán con la suya —dice la joven mientras patea
algunas esquirlas de vidrio al intentar levantarse—. Pablo también está aquí
y quiere venganza.
—¡Guarde silencio! —exclama Socorro, quien le lanza una mirada
fulminante.
—¡Sí, ustedes temen a Pablo porque saben que nunca los dejará en paz!
—grita Andrea.
Arriba, el escritorio y las sillas del estudio empiezan a ser arrastrados y
a golpear el piso de madera, lo que hace retumbar el tejado y toda la casa.
Unas cuantas ventanas del segundo nivel también estallan.
Las piernas temblorosas de Andrea apenas pueden mantenerla de pie,
pero su indignación la sobrepone. Sabe que debe hacer justicia a su familia.
—Pablo… —empieza a musitar Fausto, quien nunca ha sentido la
demostración de fuerzas del niño—, Pablo está enojado, hermana, Pablo
vendrá por nosotros…
—No digas tonterías… —responde Socorro con acritud—. Papá nos
enseñará a contrarrestarlo, papá lo devolverá a los muertos. No hagas caso.
—No lo sé, hermana, no lo sé, yo veo a Pablo todo el tiempo, me sigue
a cualquier parte donde yo vaya y nunca dice nada, solo me mira —dice
Fausto mientras se lleva ambas manos a la cabeza y se la frota con
desasosiego, como intentando encontrar respuestas dentro de ella.
«Por eso los papeles en blanco, por eso los colores cerca de su tumba»,
piensa Andrea. Acaba de percatarse de que aquel hombre siempre fue un
perturbado psiquiátrico. O que Pablo lo volvió loco.
Pablo.
Pablo.
Pablo.
Pablo.
Aquel nombre resuena en lo más profundo de Lucía, quien comienza a
recobrar el movimiento de manera pausada, como si despertara de un
profundo sueño.
—¿Pablo? —pregunta la mujer.
Visualiza todo lo que hay en el salón principal —una mesa con objetos
de misa negra, Fausto y Socorro de pie con mirada perturbante, Andrea
sangrante al lado de un espejo destruido— y grita con fuerza, grita el pavor
y el dolor que la consumen por igual, todo lo que lleva contenido en el
pecho desde hace mucho.
A lo lejos, el grito de Lucía atraviesa el maizal y llega al bosque, hasta
la cabaña que Joaquín y Miguelito están explorando. El viento frío se ha
encargado de llevar su voz hasta ellos. Los dos hombres se miran a los ojos
y saben lo que tienen que hacer. Salen. No llegan a encontrar el cadáver de
Pablo.
—¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué está pasando aquí?! —chilla Lucía
desquiciada.
—Descuide, señora, su hermana tuvo un pequeño accidente, solo es eso
—explica Socorro con cinismo.
—¡Es mentira! Lucía, escúchame: Pablo está muerto… —revela Andrea
—. Está muerto porque Fausto y Socorro lo mataron. Mataron a tu hijo.
Los sirvientes se miran entre ellos. La mujer hace un gesto y Fausto
entiende el mensaje: que se encargue de Andrea cuanto antes.
—¿Qué ocurre, Socorro? —pregunta Lucía, todavía sin entender del
todo—. ¿Dónde está Pablo?
—En su habitación, señora, no haga caso, no se preocupe… —responde
la mujer con la mejor de sus sonrisas—, él está durmiendo…
—No, Lucía, no está durmiendo, está muerto, Pablo está muerto… —
insiste Andrea mientras hace lo posible por alejarse de Fausto, quien se
acerca a grandes trancos—. Y ahora también pretenden matarnos a
nosotros.
Lucía, acostumbrada a vivir en estado de negación, actúa como si no
escuchara las advertencias de su hermana: se pone de pie casi trastabillando
y sube las escaleras como puede en busca de su hijo. Fausto logra atrapar a
Andrea y la carga en brazos para llevarla hacia el maizal, sin hacer caso a
sus gritos. Socorro, por su parte, corre hacia la cocina y toma un cuchillo.
La mujer ni siquiera se molesta en esconder el arma y va detrás de Lucía.
Andrea alcanza a ver brillar la hoja de metal, pero no puede hacer nada,
aprisionada como está.
Socorro llega al segundo piso antes que Lucía y se detiene frente a ella.
—Déjeme ayudarla, señora, no vaya a hacerse daño y lastime su frágil
cuerpo —dice la ama de llaves con tono meloso—. Necesitamos ese
cuerpo...
Una mano la estira hacia la desconcertada madre. La otra, oculta detrás
de su encorvada espalda, empuña el filoso y letal metal.
Como si intuyera el peligro y tratara de alertar a su esposa, Alberto
vuelve a golpear con el brazo de manera insistente. Pablo no deja de aportar
lo suyo y, por momentos, la casa entera retumba. Socorro pierde la
paciencia ante el ruido constante y el crugir de las ventanas.
—¡Cállese! —le grita la empleada al señor de la casa mientras sostiene
a Lucía—. ¡Ya iremos por usted!
¡Bump! ¡Bump! ¡Bump!
De pronto, la mujer se percata de que la puerta de la habitación de
Alberto está completamente abierta. Más temprano, ella lo había dejado
cerrado con llave.
Una sospecha la invade.
Socorro, completamente desquiciada, suelta a Lucía y corre hacia la
habitación del hombre. Al llegar, encuentra la cama vacía.
—¡¿Dónde está?! —pregunta, furiosa, revolviendo las sábanas—. ¡No
puede irse! ¡Él es mío!
Después de buscar en el armario, la mujer se dirige hacia el estudio. «Es
el único lugar donde podría haberse refugiado», piensa. Al llegar, también
lo encuentra vacío. Un ligero sonido proveniente del escritorio llama su
atención. Alguien intenta ocultarse y se arrastra. Con sigilo, se acerca y
encuentra a Lucía sentada sobre el suelo, completamente aterrorizada.
—¿En dónde se esconde su esposo? —pregunta Socorro con los ojos
inyectados.
Lucía trata de cubrirse el rostro, asustada ante esa imagen desquiciada.
—Venga conmigo, señora Lucía, todo va a estar bien… —dice la ama
de llaves bajando la voz.
A continuación, se abalanza sobre Lucía, la coge de los cabellos y la
arrastra por el estudio y el corredor amenazándola con el cuchillo. Al
intentar bajar por las escaleras, una sombra embiste a la mujer sin lograr
derribarla: es Alberto. Aun con las manos rígidas, logra engarzar sus dedos
en el cuello de Socorro y oprime todo lo que puede. Confía en que pueda
hacer daño.
En un intento desesperado por escapar, la empleada da un pie en falso
sobre la baranda y ambos, víctima y victimario, ruedan por las escaleras.
Gemidos y sonidos secos anuncian huesos quebrándose. Manchas de
sangre quedan regadas en los peldaños.
Tras lo que parece una eternidad, la pareja llega al pie de la escalera,
entrelazada. Con mucho esfuerzo, Socorro se saca de encima al hombre casi
inconsciente y se desabrocha el botón del cuello de la blusa: necesita
respirar, aun se siente al borde de la asfixia. Pero, al intentar levantarse, un
dolor intenso la hace estremecerse: tiene las piernas rotas. En su rostro se
dibuja un rictus de pavor: está indefensa.
En ese lapso, Alberto gira su cuerpo lastimado lentamente y muestra
unos ojos dolientes que, con ansiedad, buscan los de su esposa.
Lucía contempla la escena desde lo alto y ni siquiera puede gritar.
Alberto tiene el cuchillo clavado en el pecho.
—Cien años junto a ti… —susurra Alberto, agónico.
Lucía ha bajado las escaleras y colocado la cabeza de su esposo sobre su
regazo. El hombre se ha arrancado él mismo el cuchillo y la sangre mana a
borbotones. La mujer llora, inútilmente intenta detener la hemorragia con
sus manos, pero él solo la contempla y acaricia su frente y sus mejillas con
amor, tal como hacía con las teclas del piano cuando tocaba para ella.
—Ya no podrán llevarme… —dice Alberto mientras sus ojos se llenan
de lágrimas.
Lucía asiente y besa su mano.
—Cuida a nuestro Pablo… Cuida a nuestro pequeño niño... —le pide
ella como último deseo.
El hombre ya no logra escucharla.
La casa queda envuelta en un silencio sepulcral. Socorro, aferrada a los
barandales de los primeros escalones, se muerde los labios para no tener
que quejarse y pasar desapercibida, pero no puede: la mujer prácticamente
rumia su dolor. Lucía, todavía llorosa y sin decir una sola palabra, hace a un
lado el cuerpo sin vida de su esposo y se levanta para coger un pesado
candelabro de uno de los muebles del recibidor. Tras acercarse a la mujer a
quien abrió las puertas de su hogar, alza el candelabro hasta lo más alto y,
sin escuchar sus sollozantes súplicas de piedad, lo estrella sobre su cabeza
una y otra vez.
Lucía pierde el sentido del tiempo. Solo se detiene cuando ve que ya no
tiene sentido seguir malgastando las pocas fuerzas que le quedan: el rostro
de Socorro ha quedado irreconocible.
La piel abierta se ha convertido en colgajos completamente
sanguinolentos.
Se escucha el golpeteo metálico del candelabro que rebota contra el
piso.
Lucía, traumatizada y débil, se limpia mecánicamente las manos
cubiertas de sangre en su vestido y voltea en el preciso instante en que una
silueta espigada de negro aparece por la puerta del salón principal: es don
Ignacio. Esta vez el hombre se saca el sombrero y deja sus ojos
completamente al descubierto.
El corazón de la mujer, cada vez más desbocado por todo lo que acaba
de suceder, se detiene.
*
Andrea lucha inútilmente por zafarse de sus ataduras de pies y manos.
Fausto la ha dejado recostada sobre una piedra y da vueltas a su alrededor,
aún sin saber lo que hará con ella. En la mano derecha lleva un machete y
cada cierto tiempo lo apunta amenazadoramente hacia la joven.
El hombre no deja de murmurar. Es como si estuviera discutiendo
consigo mismo.
—Ella me obligó… —susurra Fausto—. Me convirtió en este monstruo,
yo no quería, yo no quería…
Luego de varios minutos deja de cavilar y se coloca muy cerca a los
oídos de Andrea.
—Señorita, lo siento —susurra y baja la cabeza con sumisión—. Lo
lamento mucho, pero debo irme lejos de aquí y no puedo… —y levanta el
machete en dirección a su cabeza— no puedo dejarla… con vida.
Andrea sabe que ese criminal no duda en hacer lo que dice. En
fracciones de segundo pasan por su mente nebulosas escenas suyas cuando
niña con su hermana, de ambas jugando con su madre, y después ella
humillándolas ya adolescentes. La joven, con una fugaz nostalgia, intenta
mirar al cielo por última vez y ve que el hombre se ha quedado congelado,
con el arma empuñada, mirando hacia un árbol: allí, entre las sombras que
produce la luz de la lámpara a petróleo, está Pablo, con la mano en alto,
indicándole que se detenga.
A lo lejos resuena un disparo y Fausto, que se encuentra erguido frente a
la mujer, abre los ojos de manera desmesurada y da un grito que hace eco
en todo el bosque.
Una bala le ha atravesado la espalda con precisión.
Entre la floresta aparecen Joaquín y Miguelito. El pequeño corre a
desatar a Andrea mientras Joaquín sigue apuntando al herido.
—Ella me obligó… ella… me obligó… —repite Fausto cada vez más
bajo con la boca hundida entre los hierbajos y las hojas secas.
Pablo continúa observándolos, sin moverse de aquel árbol en lo
absoluto.
—¿Qué te hicieron? —pregunta Miguelito a su antiguo compañero de
juegos. Todos sienten que la adrenalina generada al enfrentar a Fausto da
paso a un enorme desasosiego por la imagen impávida del niño.
De la nada, una bandada de pájaros hace una ruidosa aparición para
posarse, uno a uno, sobre Pablo. Algunos caen muertos a su alrededor
apenas lo tocan, pero otros logran formar un gran círculo que los contiene a
todos, hasta provocar que la figura del niño se desvanezca entre ellos.
Andrea, Joaquín y Miguelito corren hacia él y espantan a los animales, pero
descubren que Pablo ya no está: ha desaparecido. Los tres se miran
confundidos hasta que la joven recuerda lo que queda pendiente.
—¡Tienen a Lucía! —exclama y corre hacia la casa.
*
Andrea no deja de llorar con desconsuelo mientras abraza el cuerpo
inerte de su hermana. Joaquín trata de ayudar y busca un ligero signo de
vida en la mujer, pero comprende que no hay nada que puedan hacer.
Miguelito guarda su distancia a unos metros de allí. Ni siquiera tiene ganas
de adivinar por qué las paredes y el piso del salón están llenas de sangre.
—¡Di que me perdonas, Lucía! —grita Andrea—. ¡Hermana, despierta,
por favor!
—No hay nada que podamos hacer, señorita… Está muerta —susurra
Joaquín.
—Yo solo quería recuperarla... —llora—, y la he perdido para
siempre…
El hombre solo atina a acariciarle el cabello con todo el amor que ha
empezado a sentir por ella.
*
El sol de mediodía cae sobre las hojas de otoño que tienden una larga
alfombra por toda la hacienda. Afuera de la residencia se encuentra
estacionada la carreta de Joaquín que, a su vez, está atada a un pequeño
remolque: allí se encuentran los cuerpos de Lucía, Alberto y Pablo
cubiertos con sábanas. Socorro y Fausto se quedarán donde murieron para
que se encargue la policía.
Andrea, sentada sobre la carreta, espera que Joaquín termine de
asegurar los equipajes. Un gorrión azul revolotea en el aire, se posa sobre el
lomo del caballo y reanuda su vuelo. La joven sigue al ave con la mirada
hasta que se pierde en el horizonte.
—¿Hacia dónde llevaremos a los señores? —la interrumpe Joaquín en
referencia a los cuerpos.
—Por ahora lejos de aquí… —responde Andrea.
Entonces da un largo suspiro y contempla la casa y el viejo columpio.
Las lágrimas le sobrevienen antes de que pueda evitarlo.
—Ellos ya están juntos… —comenta Joaquín—. No esté triste, señorita.
—Quiero creer que es así, Joaquín, quiero creer. Y, por favor, ya no me
digas «señorita». Llámame Andrea. El hombre que me salvó la vida no
puede seguir hablándome de usted. ¿Entendido?
—Está bien, Andrea. Es hora de irnos.
Joaquín sube al caballo y, apenas coge las bridas para iniciar la marcha,
el viento sopla muy fuerte y Andrea ve, a la distancia, que el columpio se
mece y que un breve remolino de polvo y hojas amarillentas recorre el
sendero principal que los llevará al pueblo, y luego, a la capital. Cuando las
ráfagas se detienen, una pequeña hoja de papel queda atrapada entre las
ruedas del vehículo. Con presteza, Miguelito baja, coge el papel algo
arrugado, lo examina con curiosidad, y lo entrega a Andrea. Ella lo mira y,
con una sonrisa de emoción, presiona el papel contra su pecho.
En el dibujo aparecen Pablo de la mano con sus padres que caminan en
dirección contraria a Santa Marta.
Esta vez Andrea siente que está rodeada de los que, en adelante, serán
las personas más importantes para ella: su nueva familia. La carreta echa a
andar. Se dirigen a un lugar donde la desgracia no pueda encontrarlos.
*

EPÍLOGO

Lucía despierta sobresaltada. Sin saber cómo ni por qué, se encuentra


sentada sobre el columpio de la hacienda. El sol le quema el rostro, pero eso
no impide que se maraville del verdor del paisaje: todo está como ella lo
imaginó alguna vez. Por lo mismo es que casi no se sorprende cuando ve a
Pablo acercarse entre el maizal.
—¿Mamá?
—Mi niño… —responde Lucía con el pecho sobresaltado de emoción.
—No me dejaban verte… —dice Pablo—. Son malos mamá... son
malos.
—Pero ya estoy aquí, corazón —susurra la mujer con serenidad—. Y ya
no podrán separarnos.
—Así es, mi amor, ya no podrán separarnos —dice la voz de un hombre
que los sorprende.
Es Alberto, que todo ese tiempo los ha estado mirando a cierta distancia
y que se acerca en silencio, no sin antes dibujar la figura de ambos con los
dedos.
Nadie dice nada: solo se contemplan por largo rato hasta fundirse en un
largo abrazo.
Una intensa luz empieza a resplandecer alrededor de ellos y perciben
una paz que hace mucho no sentían.
—Creo que es hora de irnos —dice Alberto tomando a Lucía y su hijo
de la mano.
—¿Tienes miedo, Pablo? —pregunta Lucía.
—Ya no.
Antes de que los destellos absorban todo, Lucía contempla el árbol, el
columpio y la casa. Por último, fija la mirada en el segundo nivel: en la
ventana de la habitación de Andrea. Su querida hermana.
—La vas a extrañar, ¿verdad? —pregunta Pablo.
—Siempre —susurra la mujer mientras el viento le alborota el cabello
—. Pero no te preocupes. Regresará. Una vez más. Siempre lo hace.
El niño sonríe esperanzado. Saca un pequeño papel de su bolsillo y lo
arroja al viento para enviar un último mensaje. La familia Blanco se funde
en el resplandor mientras el sol y el canto de las aves los rodea. La hacienda
se queda atrás, junto con todo el mal y la pena. Nada de eso existe ya.
*

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