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Lectura Actividad 1 El Dcho Como Argumentación

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I

DERECHO Y ARGUMENTACIÓN

Tomado de la obra “Curso de Argumentación Jurídica” de Manuel Atienza

1. EL DERECHO COMO ARGUMENTACIÓN

El Derecho es, obviamente, un fenómeno muy complejo y que puede


contemplarse desde muy diversas perspectivas. Tres de esos enfoques han
tenido, y siguen teniendo, una especial relevancia teórica.

Al primero se lo puede llamar estructural y tiende a identificarse con el


normativismo jurídico, pues parte de la idea de que el Derecho se compone
esencialmente de normas. Usando una metáfora arquitec- tónica, podría decirse
que se trata de mostrar, de describir, las partes de las que se compone el edificio
jurídico y cómo se ensamblan entre sí.

Otro posible enfoque consiste en estudiar el Derecho desde un punto de vista


funcional: para qué sirve cada una de las partes del edificio, y qué función cumple
todo él en el contexto en el que está inserto (el conjunto de la sociedad). Se
corresponde aproximadamente con las posturas realistas, sociológicas, que
tienden a identificar el De- recho con la conducta (de los jueces y, en general, de
los operadores jurídicos), puesto que lo que importa para contestar a las
anteriores cuestiones no es el Derecho formalmente válido (el Derecho de los li-
bros), sino el Derecho en acción, el Derecho verdaderamente eficaz.

En fin, desde una tercera perspectiva, es posible fijarse en la idea- lidad del
Derecho. No en el edificio ya construido, con todos sus defectos, sino en lo que
tendría que ser un edificio modélico (el Dere- cho justo). Las mejores versiones del
Derecho natural (las que no han consistido en una mistificación del Derecho
positivo) pueden verse de esta manera: como una propuesta de lo que habría que
entender por Derecho racional.

En este libro, el Derecho se ve desde una perspectiva distinta de las anteriores


que, sin embargo, no las excluye del todo, sino que, más bien, las presupone y, en
cierto modo, las unifica y vuelve opera- tivas. El Derecho no es, claro está,
únicamente argumentación. Pero destacar este aspecto tiene particular
importancia para dar cuenta de los fenómenos jurídicos en las sociedades
democráticas y para sumi- nistrar a quienes operan dentro del Derecho, a los
juristas prácticos, instrumentos que permitan guiar y dar sentido a su actividad.
Pues el Derecho, en todas sus instancias —legislativa, jurisdiccional, doc- trinal,
etc.—, puede considerarse como un entramado muy complejo de decisiones —
vinculadas con la resolución de ciertos problemas prácticos— y de argumentos,
esto es, de razones a favor o en contra de esas (o de otras) decisiones.
Se puede decir entonces que la perspectiva que nos interesa aquí no es la de
quien contempla un edificio o, mejor, una ciudad, desde fuera y se limita a
describir sus calles, sus parques, sus construcciones. Tampoco la de quien
pretende participar en su construcción y desarrollo simplemente como un técnico
que se plantea de qué ma- nera pueden satisfacerse ciertos objetivos que se
suponen dados. Ni la del arquitecto que diseña los planos de un edificio y se
desentiende de las cuestiones de detalle, de su ejecución. Sino la del que se
siente comprometido con la tarea de mejorar el diseño y el desarrollo de una
ciudad a partir de un modelo ideal que, sin embargo, sabe que tiene que ir
adaptando continuamente a la realidad, o sea, esforzán- dose por construir la
mejor ciudad posible a partir de las circunstancias dadas.

2. LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA Y SU AUGE ACTUAL

La argumentación es un ingrediente importante de la experiencia jurídica y lo ha


sido siempre, con independencia de que para referirse a ese elemento de lo
jurídico se haya usado esa denominación o alguna otra más o menos equivalente,
como «razonamiento jurídico», «método jurídico» o «lógica jurídica». Esta última
expresión, por cierto, ha sido —y sigue siendo— bastante polémica, pues no todos
los juristas parecen convencidos de que su modo de operar en el Derecho haya de
ser «lógico»; es frecuente, por ejemplo, oír de un jurista afirmaciones del tipo de
«en el Derecho dos más dos no siempre son cuatro», «la aplicación del Derecho
no puede entenderse en términos puramente silogísticos», «el método jurídico no
es el de la lógica o el de la matemática», etc. Pero seguramente se trata de una
polémica basada, al menos en buena parte, en la ambigüedad de la palabra
«lógica», que a veces la usamos para referirnos a la lógica formal (la lógica
matemática), y otras como sinónimo de «aceptable», «funda- do», «racional», etc.
En cualquier caso, la argumentación jurídica no se reduce a la lógica formal e
incluso, como enseguida se verá, el origen de lo que hoy suele llamarse «teoría de
la argumentación jurídica» es el rechazo a entender el razonamiento jurídico en
términos estrictamente lógico-formales. Digamos que la lógica, la lógica formal, es
un elemento necesario pero no suficiente (o no siempre suficiente) de la
argumentación jurídica.

Ahora bien, en los Derechos de los Estados democráticos contemporáneos, esa


dimensión argumentativa parece haber adquirido una particular importancia. Y
algo parecido, por cierto, ha ocurrido en muchos otros ámbitos de la sociedad; por
eso, los psicólogos, los sociólogos, los lingüistas, los filósofos... y la gente normal
y corriente están también interesados en la argumentación. Los juristas, en defini-
tiva, se preocupan hoy por los aspectos argumentativos de su práctica en mucha
mayor medida de lo que parecen haberlo hecho anteriormente por una serie de
factores que, en lo esencial, se reducen a los cinco siguientes: 1) Las teorías del
Derecho más características del siglo xx han tendido, por diversas razones de las
que luego se hablará, a descuidar esa dimensión del Derecho; 2) La práctica del
Derecho —especialmente en los Derechos del Estado constitucional— parece
consistir de manera relevante en argumentar, y las imágenes más po- pulares del
Derecho (por ejemplo, el desarrollo de un juicio) tienden igualmente a que se
destaque esa dimensión argumentativa; 3) Los cambios que se están produciendo
en los sistemas jurídicos contem- poráneos (sobre todo, la constitucionalización
del Derecho) parecen llevar a un crecimiento, en términos cuantitativos y
cualitativos, de la exigencia de fundamentación, de argumentación, de las
decisiones de los órganos públicos; 4) Una enseñanza del Derecho más
«práctica» tendría que estar volcada hacia el manejo —esencialmente argumen-
tativo— del material jurídico y no tanto a conocer, simplemente, los contenidos de
un sistema jurídico; 5) En la sociedad contemporánea hemos asistido a una
pérdida de importancia de la autoridad y de la tradición como fuentes de
legitimación del poder; en su lugar se ha impuesto el consentimiento de los
afectados, la democracia; pero la democracia —sobre todo, la democracia
deliberativa, la que no se identifica simplemente con la ley de la mayoría— exige
ciudadanos capaces de argumentar racional y competentemente en relación con
las acciones y las decisiones de la vida en común.

3. CONCEPCIONES DEL DERECHO: DE LOS TEÓRICOS Y DE LOS


PRÁCTICOS

Una concepción del Derecho viene a ser un conjunto de respuestas, con cierto
grado de articulación entre sí, a una serie de cuestiones fundamentales en
relación con el Derecho: cuáles son sus componentes básicos, cómo se determina
el Derecho válido, qué relación mantiene con la moral o con la política, en qué
consisten las operaciones de interpretarlo y aplicarlo, etc. En el siglo xx, y en el
ámbito de la cultura jurídica occidental, ha habido básicamente tres concepcio-
nes que han jugado un papel central, y otras dos a las que podría considerarse
periféricas. Las centrales habrían sido: el normativismo positivista, el realismo
(también una forma de positivismo) y el iusna- turalismo; mientras que en la
periferia habría que situar el formalis- mo y las concepciones escépticas del
Derecho (hasta la década de los setenta, esencialmente las corrientes de
inspiración marxista, y desde entonces, las llamadas teorías «críticas» del
Derecho).

Quienes han elaborado esas concepciones son los teóricos o filósofos del
Derecho, pero es de suponer que las mismas han de tener también algún reflejo
en la práctica jurídica. Un abogado, un juez, etc., no podría resolver ningún
problema práctico sin presuponer ciertas ideas (aunque las mismas puedan tener
un grado muy bajo de articu- lación) sobre las fuentes del Derecho, la validez, la
interpretación, etc. De manera que interesarse por las concepciones del Derecho
no obe- dece a un propósito puramente «teórico». Sirve para entender mejor la
práctica, la cultura jurídica en la que se actúa y para cuestionarse si ésa es o no la
mejor posible. Por ejemplo, si uno se plantease cuáles son los rasgos más
característicos de la cultura jurídica española y, en general, del mundo latino,
probablemente llegaría a conclusiones como las siguientes: subsiste en ella un
fondo formalista que, sin em- bargo, tiende progresivamente a debilitarse; el
modelo de positivismo jurídico kelseniano suscita un rechazo bastante
generalizado, mientras que una concepción como la de Hart o la de Carrió resulta
mucho más atractiva; los elementos comunitaristas, hermenéuticos, de una
concepción como la de Dworkin o Nino no son fácilmente asimilables, debido
seguramente al formalismo de base; algo de «realismo» es visto como saludable,
pero siempre y cuando no derive en indeterminación radical del Derecho; y el
iusnaturalismo no parece jugar prácticamen- te ningún papel, como no sea el de
contribuir a identificar (aunque no de manera explícita) la Constitución con una
especie de Derecho natural, un conjunto de principios indiscutibles, lo cual lleva a
que el jurista piense que no necesita de ninguna filosofía moral y política situada
«más allá» del Derecho positivo.

Veamos entonces cómo cabe caracterizar esas concepciones del Derecho que
forman parte de nuestra cultura jurídica y qué es lo que cada una de ellas aporta al
enfoque argumentativo del Derecho.

3.1. El formalismo jurídico

«Formalismo jurídico» es un término muy ambiguo. En una de sus acepciones (a


veces se habla de «legalismo» aproximadamente en el mismo sentido) significa
simplemente que el Derecho —el Derecho moderno— consiste en buena medida
en una serie de reglas preexis- tentes al aplicador, de manera que la toma de
decisiones jurídicas, salvo en supuestos marginales, no exige propiamente una
deliberación y resulta así relativamente previsible. Como es fácil de comprender,
se trata de un ingrediente esencial del Estado de Derecho, del rule of law. En
términos argumentativos, significa que el razonamiento jurídico opera dentro de
ciertos límites (límites institucionales, autoritativos) que no existen, por ejemplo, en
la moral. Así entendido, no habría ninguna razón para oponerse al formalismo.

Pero cuando hoy se habla (normalmente, en términos peyorativos) de formalismo


jurídico, a lo que se hace referencia es a una concepción del Derecho cuyas
formas clásicas habrían sido el formalismo legalista de la escuela de la exégesis,
el formalismo conceptual de la Jurisprudencia de conceptos y el formalismo
jurisprudencial desarrollado en Estados Unidos a partir de Langdell. Aunque cada
una de ellas tenga sus propias señas de identidad, todas esas teorías del Derecho
comparten ciertos rasgos, como los siguientes: considerar que el Derecho es un
sistema completo y coherente; que sólo los legisladores, y no los tribunales,
pueden crear Derecho (la interpretación consistiría en descubrir el significado
objetivo de un texto o la voluntad de su autor, no en innovar o desarrollar el
Derecho); que los cambios jurídicos deberían reducirse al mínimo, puesto que la
certeza y la previsibilidad son los máximos valores jurídicos; que el verdadero
Derecho consiste en reglas generales y abstractas fijadas en «libros jurídicos»;
que los conceptos jurídicos poseen una lógica propia, la cual permite deducir de
ellos soluciones sin tomar en consideración elementos extrajurídicos (las
consecuencias sociales de las decisiones o los valores morales de las normas);
que las decisiones judiciales sólo pueden justificarse deductivamente, esto es,
según el esquema del silogismo subsuntivo que requiere, como premisa mayor,
una norma de tipo general y abstracto; como premisa menor, los datos fácticos del
caso que se «subsumen» en el supuesto de hecho de la norma para inferir de ahí,
como conclusión, la consecuencia jurídica prevista en la norma.
Pues bien, en este sentido más estricto, el formalismo es una concepción del
Derecho bastante desacreditada teóricamente (es difícil encontrar a un jurista que
se califique a sí mismo de «formalista»), pero no infrecuente en la práctica. La
teoría del silogismo, por cierto, no es que sea exactamente falsa, sino que supone
una simplificación excesiva de la argumentación (la justificación) judicial. Por lo
demás, es importante evitar un error bastante frecuente: el de pensar que
formalismo y positivismo jurídico son términos sinónimos. Obvia- mente, no es así;
ninguno de los grandes positivistas del siglo xx (Holmes, Llewellyn, Kelsen, Hart,
Bobbio, Ross, Carrió...) suscribiría las anteriores tesis, sino que, más bien, esos
autores han contribuido decisivamente a desacreditarlas.

3.2. El positivismo normativista

Considerar el Derecho como un conjunto de normas creadas o modificadas


mediante actos humanos e identificables mediante criterios ajenos a la moral ha
sido probablemente la concepción más extendida en la teoría del Derecho del
siglo xx. Cabría hablar aquí de dos formas básicas. Una, la más radical, está
representada por Kelsen y considera el Derecho como un conjunto de normas
coactivas. Otra, más mode- rada y sofisticada, se identifica con la obra de Hart,
para el cual el De- recho ha de verse, fundamentalmente, como una combinación
de dos tipos de normas: primarias (las que establecen que los seres humanos
hagan u omitan ciertos actos, lo quieran o no) y secundarias (se refie- ren a las
anteriores e indican qué normas pertenecen al sistema —re- gla de
reconocimiento—, cómo se pueden crear y modificar nuevas normas y quién
puede hacerlo —normas de cambio—, y qué órganos deben decidir si se ha
infringido o no una norma primaria y con qué consecuencias —normas de juicio
—). En el mundo hispano-hablante, los principales representantes habrían sido
Carrió (cuya posición está muy próxima a la de Hart) y Alchourrón y Bulygin (que
defendieron tesis que se sitúan, en cierto modo, entre Kelsen y Hart).

La visión kelseniana del Derecho es bastante antagónica con res- pecto al


enfoque argumentativo del que antes se hablaba. En efecto, Kelsen privilegió, ante
todo, el análisis estructural del Derecho; de- fendió una teoría voluntarista o
prescriptivista del Derecho en la que la validez de las normas jurídicas y su
interpretación por parte de los órganos aplicadores es una cuestión de fiat, no de
razón; sostuvo un emotivismo ético radical (no cabría, según él, un discurso racio-
nal sobre los valores); y consideró incluso que no existen relaciones lógicas entre
las normas, lo que supone que no se pueden justificar racionalmente las
decisiones jurídicas.

En el caso de Hart, el juicio tiene que ser más matizado. Su obra maestra, El
concepto de Derecho, tiene poco que ver con una visión argumentativa del
Derecho, pero en otros de sus trabajos hizo con- tribuciones de interés a ese
enfoque y, de hecho, la teoría jurídica hartiana es la base de una de las teorías
más acreditadas de la argu- mentación jurídica: la de Neil MacCormick 1. De todas
formas, hay dos rasgos en la concepción de Hart (puestos de manifiesto en su dis-
cusión con Dworkin [Hart 1997]) que le separan de ese enfoque: su pretensión de
elaborar una teoría descriptiva y general del Derecho, y su manera de entender la
discrecionalidad judicial (que supone que, en los casos difíciles, los jueces tienen
que acudir a criterios extrajurídicos, aunque no por ello arbitrarios).

En términos generales, lo que separa al positivismo normativista del enfoque del


Derecho como argumentación sería: ver el Derecho como una realidad ya dada
(un conjunto de normas) y no como una ac- tividad, una práctica, que transcurre
en el tiempo; entender, en conse- cuencia, que los elementos integrantes del
Derecho son normas, enunciados, y no (también) las fases o momentos de esa
actividad; considerar como el objeto de la teoría del Derecho la descripción de una
realidad (previamente dada) y no la contribución al desarrollo de una empresa, de
tal manera que la teoría (como ocurre en la concepción «interpretativa» del
Derecho de Dworkin) se fundiría con la práctica.

3.3. El realismo jurídico

El realismo jurídico viene a ser la contrafigura del formalismo. Tanto en su versión


norteamericana como escandinava, el Derecho tiende a verse como una realidad
in fieri, como una práctica que se desarrolla en el contexto de una sociedad en
transformación; el Derecho es un instrumento para el cumplimiento de fines
sociales, y no un fin en sí mismo. Al igual que los positivistas normativistas, los
realistas sus- criben la tesis de las fuentes sociales del Derecho y de la separación
conceptual entre el Derecho y la moral. Pero su concepción empirista e
instrumentalista del Derecho (más marcado, este último rasgo, en el caso de los
americanos; el pragmatismo fue el trasfondo filosófico de ese movimiento) les lleva
a rechazar la identificación del Derecho con «las reglas sobre el papel». Digamos
que, para utilizar adecuadamente el Derecho (como factor de transformación
social), hay que tomar en consideración no sólo las normas válidas, sino también
las normas efi- caces, al igual que los intereses, los fines, los valores sociales y
muchos otros elementos que componen la «maquinaria del Derecho».

Tanto en el caso del realismo americano como en el del escandinavo ha habido


posiciones más o menos radicales o moderadas. Hablando, sin embargo, en
términos generales, cabría decir que si ese movimiento (del que formaron parte
autores como Holmes, Pound —habrían sido los precursores en Estados Unidos a
comienzos del xx—, Frank, Llewe- llyn o —del lado escandinavo— Hägerström,
Olivecrona, Lundstedt o Ross) no produjo una teoría de la argumentación jurídica,
ello se debió, esencialmente, a los tres siguientes factores. En primer lugar, al
escepti- cismo axiológico. Los realistas subrayaron la importancia de los juicios de
valor en la toma de las decisiones jurídicas, pero entendieron que los mismos

1
1. La expuesta en su libro Legal Reasoning and Legal Theory (MacCormick 1978). En su última época, MacCormick abandonó el
positivismo jurídico y sostuvo tesis más próximas a Dworkin que a Hart (vid. MacCormick 2005).
caían fuera del campo de la razón; en relación con ellos no sería posible construir
un razonamiento propiamente justificativo, sino de carácter persuasivo, retórico (y
puramente instrumental). En segundo lugar, el interés por la retórica queda, de
todas formas, limitado por el hecho de que el enfoque realista es, en lo esencial,
un enfo- que conductista, dirigido a predecir o explicar el comportamiento de los
operadores jurídicos, más bien que a justificarlo; los más radicales, como Frank,
insistirán en la mistificación del silogismo judicial como doctrina de la justificación
judicial. Finalmente, la tesis de la indeter- minación (más o menos radical) del
Derecho, esto es, postular que las decisiones judiciales no están determinadas por
normas previamente establecidas, sino que son el fruto de elementos políticos,
sociológicos, ideológicos e idiosincrásicos, lleva también a que no se pueda hablar
propiamente ni de argumentación jurídica ni de método jurídico.

3.4. El iusnaturalismo

La idea de un Derecho natural, esto es, de un orden consistente en una serie de


principios con validez para todos los tiempos y lugares, y al que se subordina la
validez de los Derechos positivos, ha sido una constante del pensamiento
occidental hasta finales del siglo xvIII. A partir de entonces, cuando se produce la
positivización de los De- rechos, esto es, cuando se establecen ordenamientos
con sistemas exhaustivos y excluyentes de fuentes positivas, el iusnaturalismo
dejó de ser una concepción funcional del Derecho: el jurista no necesitaba ya del
Derecho natural como instrumento con el que operar dentro del Derecho, entre
otras cosas, porque los sistemas jurídicos habían positivizado muchas normas de
origen iusnaturalista.

A pesar de lo cual, el siglo xx ha conocido muchas variantes de iusnaturalismo. La


más extendida, al menos en los países de tradición católica, no ha promovido en
absoluto la consideración del Derecho como argumentación. La razón fundamental
es que ese tipo de iusna- turalismo (escolástico o neoescolástico) se preocupó
básicamente por determinar la esencia del Derecho, por mostrar las conexiones
entre el orden jurídico-positivo y un orden de naturaleza superior que, en último
término, se basaba en creencias religiosas. Los iusnaturalistas no han estado por
ello interesados en cómo funciona —y cómo pue- de funcionar— el Derecho en
cuanto realidad determinada social e históricamente, y han usado el Derecho
natural más bien como una ideología escapista dirigida, en el fondo, a justificar el
Derecho posi- tivo (o cierto tipo de Derecho positivo: aquel en el que se
plasmaban valores de tipo tradicional).

Pero hay algunas excepciones a lo anterior. Una de ellas se en- cuentra en ciertos
escritos de Gustav Radbruch (Radbruch 1962) en los que se defiende la idea de
que la validez del Derecho (en sentido pleno) no puede provenir ni del propio
Derecho positivo ni de cier- tos hechos, sino de valores de carácter suprapositivo,
o sea, de un De- recho natural extraíble de «la naturaleza de la cosa». Según él, la
idea de Derecho contiene varias nociones de valor, una de las cuales es la justicia;
cuando una ley es extraordinariamente injusta (lo que, en su opinión, habría
ocurrido con algunas de la época nazi), entonces carece de validez y, en
consecuencia, no existe la obligación jurídica de obedecerla. Cabría pensar, sin
embargo, que esa apelación a un «Derecho supralegal» ha dejado de tener
sentido en los Derechos del Estado constitucional.

Otra manera peculiar de entender el Derecho natural fue la del es- tadounidense
Lon L. Fuller. Para él, el Derecho no consiste esencial- mente en una serie de
normas, sino que es una empresa, una actividad dirigida a satisfacer ciertas
finalidades. El Derecho natural se traduce en una serie de requisitos de carácter
procedimental (esencialmente, las exigencias que definen el rule of law) que
integran lo que llama «la moralidad interna del Derecho»; si no se cumplen, al
menos en cierta medida, entonces no cabría hablar de Derecho, de manera
semejante a como no diríamos que practica la medicina alguien que no pretende
curar. La concepción de Fuller se aproxima en varios aspectos a la del Derecho
como argumentación. Sin embargo, él no construyó algo así como una teoría de la
argumentación jurídica, por diversas razones: una es su conservadurismo político,
que le llevó a poner el énfasis en la noción de orden, más bien que en la de justifi-
cación; otra, el antiformalismo (característico de la cultura jurídica estadounidense)
que hizo que desdeñara el papel de la lógica en el Derecho; y una tercera, su
propensión a un análisis más bien casuís- tico del Derecho y del razonamiento
jurídico, incompatible con la elaboración de teorías de ámbito general.

En los últimos tiempos, el autor iusnaturalista más influyente es John Finnis. Para
él, la tarea central del iusnaturalismo consistiría en explorar las exigencias de la
razonabilidad práctica en relación con el bien del ser humano, en identificar los
principios y los límites del Estado de Derecho (el rule of law) y en mostrar de qué
manera el De- recho válido (sound) se deriva de ciertos principios inmodificables.
Sin embargo, a pesar de seguir la tradición iusnaturalista clásica (to- mista) y de
reconocer la existencia de absolutos morales, Finnis no cree que la «razón
natural» pueda suministrar una respuesta correcta para cada caso que se le
presenta a un juez (vid. VII,3,B).

3.5. El escepticismo jurídico

Los realistas fueron, en diversos sentidos, escépticos en relación con el papel de


las normas y/o de los hechos en el Derecho. Pero no pu- sieron en duda —como
sí lo hicieron muchos juristas de orientación marxista— la funcionalidad del
Derecho en cuanto instrumento de construcción y de cambio social. En el marco
teórico clásico del mar- xismo, el discurso interno de carácter justificativo no es
posible y ni siquiera queda mucho espacio para un uso retórico (instrumental) del
Derecho, si de verdad se piensa que el Derecho es, simplemente, expresión de la
voluntad de la clase dominante, un elemento de la superestructura destinado a
desaparecer en una sociedad plenamente emancipada, etcétera.

Desde los años setenta, sin embargo, más que de marxismo jurídico suele
hablarse de «teorías críticas del Derecho», que vienen a ser una combinación de
marxismo jurídico (digamos, un marxismo «débil» en el que se reconoce cierta
autonomía al Derecho, se atenúa su carácter «clasista», etc.) al que se le añaden
elementos procedentes de otras tradiciones: la tesis de la indeterminación radical
del Derecho de los realistas, la crítica al racionalismo y al cientificismo del
pensamiento postmoderno, el feminismo jurídico, etc. Se abre así un espacio para
el uso crítico (alternativo) del Derecho, pero limitado, en cuanto el discurso
justificativo (que constituye el centro de la argumentación judicial y de la que tiene
lugar en otras instancias jurídicas) presupone cierto grado de aceptación del
Derecho.

Así, por ejemplo, en el caso de Boaventura Santos (1980 y 1998), la imposibilidad


de un discurso propiamente justificativo se debe: por un lado, a que la elaboración
de su teoría está hecha no desde el punto de vista del participante, sino del
sociólogo que trata de explicar una realidad, o bien del «infiltrado» en una práctica,
que no pretende exactamente mejorarla, sino reconstruirla sobre otras bases; y,
por otro lado, a su visión postmodernista y antiracionalista, que le lleva a defender
versiones fuertes de escepticismo epistemoló- gico y de relativismo cultural
difícilmente compatibles con el discur- so justificativo propio de los derechos
humanos. Y Duncan Kennedy (el más caracterizado de los representantes del
movimiento «Critical Legal Studies») sostiene (Kennedy 1997) que frente a la
retórica de la coherencia y de la neutralidad que él atribuye a la filosofía «liberal»
estándar (representada por autores como Dworkin) lo que, en su opi- nión, la
teoría crítica del Derecho debe poner en su lugar es la radical indeterminación del
Derecho y el carácter político de la administración de justicia.

4. EL CONSTITUCIONALISMO O POST-POSITIVISMO

Todas esas concepciones del Derecho parecen haber entrado en crisis como
consecuencia de la irrupción, en las últimas décadas del siglo xx, del paradigma
del constitucionalismo (para algunos, neo-constitucio- nalismo). No quiere ello
decir, naturalmente, que haya que prescindir de ellas sin más, puesto que en esas
tradiciones teóricas se contienen (en mayor o en menor medida) elementos
imprescindibles para desa- rrollar un enfoque argumentativo del Derecho. Pero
ninguna de ellas parece, por sí misma, adecuada para cumplir ese objetivo.

Por «constitucionalismo» se puede entender, al menos, dos cosas distintas: un


fenómeno, la «constitucionalización» de nuestros Dere- chos después de la
segunda guerra mundial como consecuencia de la existencia de Constituciones
rígidas densamente pobladas de derechos y capaces de condicionar la legislación,
la jurisprudencia, la acción de los actores políticos o las relaciones sociales; o bien
la conceptualiza- ción, la teorización de ese fenómeno. Muchos juristas, por
ejemplo, parecen aproximarse hoy al Derecho con las herramientas de otro
tiempo, esto es, sin ser conscientes de los grandes cambios que se han producido
en las últimas décadas. Otros consideran que el positivismo jurídico metodológico
(el de los normativistas o el de los realistas) sigue siendo una concepción
adecuada, siempre que se introduzca en el mismo algunos cambios de relativa
poca importancia. Otros, en fin, piensan que se necesita un nuevo tipo de
positivismo (positivismo crí- tico, positivismo incluyente, etc.). Y finalmente, los
autores a los que en sentido estricto cabría calificar de «constitucionalistas» o,
quizás mejor, de «post-positivistas» (como Dworkin, Nino o Alexy) son aque- llos
que consideran que el positivismo jurídico no es ya una concep- ción adecuada del
Derecho, sin caer por ello (aunque ésta sea una ob- jeción usual que les dirigen
sus críticos) en formas de iusnaturalismo.

En términos generales, cabría decir que esa nueva concepción del Derecho (a la
que no sólo se adscriben ciertos teóricos del Derecho, sino también muchos
juristas prácticos) supone, entre otras cosas, lo siguiente. El Derecho no puede
verse exclusivamente como una rea- lidad ya dada, como el producto de una
autoridad (de una voluntad), sino (además y fundamentalmente) como una
práctica social que in- corpora una pretensión de corrección o de justificación. Ello
implica un cierto objetivismo valorativo; por ejemplo, asumir que los derechos
humanos no son simplemente convenciones, sino que tienen su fun- damento en
la moral (en una moral universal y crítica, racionalmente fundamentada). Atribuir
una especial importancia a la interpretación, entendida como una actividad guiada
por la necesidad de satisfacer los fines y los valores que dan sentido a la práctica.
Y otorgar cierta prioridad al elemento valorativo del Derecho sobre el autoritativo,
sin desconocer por ello los valores del «legalismo»; el ideal regula- tivo del jurista
del constitucionalismo, o del jurista post-positivista, tendría que ser el de integrar
en un todo coherente la dimensión au- toritativa del Derecho con el orden de
valores expresado en los principios constitucionales.

Por lo demás, parece obvio que esa nueva concepción del Dere- cho (y el
fenómeno del constitucionalismo en cuanto tal) supone una mayor demanda de
justificación, de argumentación, en el Derecho: tanto en términos cuantitativos
como cualitativos. Y lleva también a que el razonamiento jurídico no pueda
configurarse como un razo- namiento «insular»: la argumentación jurídica tiene,
necesariamente, un componente moral y político, pero ello no implica desconocer
sus peculiaridades: la unidad de la razón práctica no supone la confusión entre el
Derecho, la moral y la política.

Aunque el uso del término «pragmatismo» puede llevar a confusión, el enfoque del
Derecho como argumentación presupone un tras- fondo pragmatista, entendiendo
por tal no exactamente una teoría o una filosofía del Derecho, sino más bien una
cierta actitud en relación a qué teoría del Derecho merece la pena elaborar. Y la
respuesta es que sólo aquella que parte de la primacía de la práctica. Eso significa
que, en la teoría del Derecho, carece de valor cualquier trabajo que no esté
enfocado a mejorar el Derecho y el mundo social, aunque, naturalmente, el
objetivo puede ser a muy largo plazo y contando con muchas mediaciones. Pero,
además, el tipo de pragmatismo específico que se defiende en este libro
presupone una idea fuerte de razón práctica, o sea, no implica circunscribir la
racionalidad práctica a la adecuación entre medios y fines. Es, como se ve, una
concepción que permitiría calificar de pragmatistas a filósofos como Kant o como
Habermas, o a teóricos del Derecho como Dworkin (a pesar de que este último
haya polemizado con cierto tipo de «pragmatismo jurídico» [vid. VII,3,A]).

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