Caldwell, Taylor - Testimonio de Dos Hombres
Caldwell, Taylor - Testimonio de Dos Hombres
Caldwell, Taylor - Testimonio de Dos Hombres
TAYLOR CALDWELL
1
8 de junio de 1901.
Hambledon, Pennsylvania
Hotel Quaker.
«Querida Mamá:
(Aquí se detuvo. -¿Por qué diablos no le permitía que la llamara
"Madre"?- ¡"Mamá", a su edad, por amor de Dios!)
Te alegrará saber que las cosas han salido bien desde mi llegada
aquí, hace una semana. Hambledon es un hermoso pueblo de unos
veinticinco mil habitantes, que no puede compararse con Filadelfia,
naturalmente, pero adecuado y lleno de vida (después de pensarlo un
momento, tachó las últimas palabras y las sustituyó por "moderno"). Está
situado junto al río, cercano y ancho, salpicado aquí y allá de bonitas islas.
Muy pintoresco.
»La gente es agradable, amistosa, y muy atenta (la palabra favorita
de su madre). Hay una industria considerable, pero está situada en las
afueras del pueblo, de modo que la atmósfera es clara y fresca, cosa
excelente para tu artritis y tu asma. Pese a la proximidad del agua, la
atmósfera es seca. No parece haber mucha pobreza, y la clase trabajadora es
enérgica (¡Su madre ciertamente estaría de acuerdo con eso!). Los mejores
barrios del pueblo son encantadores, con calles amplias, césped bien
cuidado, árboles magníficos -olmos, abedules, robles, pinos, abetos y casas
que incluso en Filadelfia llamarían la atención. Ya he seleccionado cuatro
para que tú elijas, y te llevaré a verlas cuando llegues la semana próxima.
Cualquiera de ellas te gustará (¿sería así? Nunca le gustaba nada, a su
madre. Quizá la estaba tratando con dureza, o con irritación. Nunca antes se
había sentido así para con su madre. Se detuvo para pensar, y después
sacudió la cabeza, preocupado).
»Detrás del pueblo se levanta una cadena de montañas, que
alegran el ánimo al amanecer (había visto amanecer una sola vez en esa
semana y sin la menor intención de su parte, pero a su madre le gustaba que
le mencionaran el amanecer). La población más refinada vive en las laderas
de las montañas en residencias espléndidas. En cuanto a hospitales, que es
lo que más me interesa en este momento, hay uno grande al que llaman
Friend's, aunque no es propiamente cuáquero (su madre detestaba a los
cuáqueros). Está subvencionado en parte por el pueblo. El otro hospital es
privado, selecto y muy caro. Entrar a formar parte de su personal es una cosa
muy codiciada.»
Venía ahora la parte difícil de la carta. Se puso a mordisquear la
punta de su lápiz y a contemplar a través de la limpia ventana de su elegante
cuartito las montañas que tanto admiraba. Por fin prosiguió:
«Los hospitales de Hambledon no sólo sirven al pueblo, sino
también a las aldeas y a las granjas de las afueras, por supuesto, y gozan de
la mejor reputación. En realidad estos hospitales causarían admiración incluso
en Filadelfia, Bastan o Nueva York. Son muy modernos (esta última palabra le
hizo fruncir el entrecejo; su madre no soportaba nada que fuera "moderno",
pero la dejó como estaba). Te confieso que recibí una agradable sorpresa. He
conocido a muchos médicos y cirujanos, todos hombres muy ilustrados con
excepción de unos pocos, y perfectos caballeros que gozan de una
distinguida reputación. Se les llama con regularidad a consultas desde
Filadelfia, Pittsburgh, y hasta de Nueva York, pues cada uno es un
especialista en su género. Uno de ellos es el doctor Jonathan Ferrier, aunque
te cueste creerlo; pero he leído sus conferencias y artículos en la revista de la
Asociación Médica Americana, y te puedo asegurar que goza de una gran
estima.»
Ahora empezó a escribir más rápido. «Creo, gracias a una
constante relación con el doctor Ferrier, que ha sido un hombre muy
difamado, y que fue en verdad inocente de la muerte de su esposa. No será
necesario que te recuerde que se vio obligado a pedir cambio de tribunal de
Hambledon a Filadelfia para lograr que se le juzgara imparcialmente. Pero los
diarios de Filadelfia no fueron más justos que los de Hambledon. Sin
embargo, como bien sabes, fue absuelto. Se le devolvió su licencia para
ejercer de nuevo, y su puesto en el personal de ambos hospitales. Pero está
muy amargado. Hemos hablado muy poco sobre el asunto, pero ha sido
suficiente para provocar mi indignación. ¿No me has enseñado siempre a
considerar las cosas con objetividad y en forma adecuada?» (Una frase
oportuna. La viejita se sentiría satisfecha. Me estoy convirtiendo en un
diplomático, pensó.) «No puedo reprocharle su terminante resolución de no
ejercer más en Hambledon. En cierto momento llegó a ser el médico más
popular del pueblo y tiene una familia prestigiosa, bien establecida, opulenta y
que goza del mayor respeto. Viejos pobladores.» (Su madre adoraba a los
«viejos pobladores».) «Pero recordarás que todo esto fue divulgado por la
prensa. He conocido a su madre, una gran señora, aunque inválida. La
señora Ferrier está ansiosa por conocerte y darte la bienvenida.» (Una
deliciosa mentira, pero que enorgullecería a su madre.)
«El doctor Ferrier no ha concretado hasta este momento sus
planes para el futuro, aun cuando algo ha dicho de marcharse por un tiempo.
Me imagino que tendrá que instalarse en Nueva York. Había ayudado a
construir ambos hospitales con sus propios recursos, y se dedicaba mucho a
los pobres.» (Su madre aceptaba a «los pobres» siempre que no se cruzaran
en su camino, salvo para proveerse de sirvientes competentes.) «Cree que no
podrá volver a sentir nunca amistad por la gente de la comunidad, teniendo en
cuenta la hostilidad que le demostraron después de la muerte de su joven
esposa, lo convencidos que estaban de su culpabilidad antes del juicio en
Filadelfia y durante el transcurso del mismo, y lo que él llama su "desengaño"
cuando le absolvieron. Le trataron con ruindad. lo (Robert subrayó estas
palabras. Su madre misma; aun cuando no hubiera visto nunca al d0ctor
Ferrier, lo detestaba después de haber leído los relatos de los diarios y Sé
había sentido también «desengañada. por su absolución. Y todavía estaba
convencida de que era culpable.)
«Ahora todo el pueblo Se siente muy ofendido y le acusa de
"abandonar" a su propia gente. Algunos empiezan a recordar lo leal que fue
para con ellos, las salas que construyó de su peculio; y las excelentes
escuelas de enfermeras que insistió en crear en los hospitales. ¡Afirman que
no pueden comprender por qué desea dejarlos! ¿No es ésta acaso una
muestra de la naturaleza humana? Cuando era pequeño, pensaba a veces
que eras un tanto rigurosa en lo concerniente a la naturaleza humana, pero
ahora sé que tenías razón.» (¡Con esto ciertamente se suavizaría!)
«Todavía hay corrientes aquí.» (Miró las palabras con los labios
fruncidos y después las tachó. Su madre no podía soportar "corrientes" de
ninguna clase. Las consideraba impertinentes y malcriadas, y no había que
aceptarlas en absoluto. La gente bien educada nunca tenía "corrientes" en
sus vidas. Todo era serenidad, si es que era gente bien educada.) Escribió en
cambio: «Los colegas del doctor Ferrier han tratado de convencerle de que no
se vaya, pero él se mantiene inflexible. Su madre es neutral en la cuestión. La
decisión que él ha tomado es muy afortunada para mí. Hemos llegado a un
acuerdo sobre los honorarios por sus servicios, etc. Su consultorio, que es
muy grande y muy hermoso, está situado cerca de su tasa, donde vive con su
madre, y está maravillosamente equipado. Poseía una extensión telefónica de
su consultorio a su residencia, de modo que podía ser llamado en un caso de
urgencia y responder sin demora. Ahora rehúsa a atender cualquier llamada,
salvo que provenga de antiguos pacientes que estuvieron de su parte durante
su desgraciada aflicción.
»Una de las casas en la que he pensado para nosotros está cerca
de ese consultorio, de modo que me resultará muy conveniente cuando me
establezca aquí para ejercer. El doctor Ferrier me ha presentado ya a los
doctores más influyentes ya otros ciudadanos. Y aun pecando de inmodestia
tengo que admitir que parecieron aprobarme a mí y mis credenciales, a pesar
de que ésta será mi primera experiencia. Los impresionó que yo hubiera
hecho mi internado en el Johns Hopkins. ¡Mantuvieron muchas entrevistas
indagatorias conmigo! Estoy seguro de que no dije ni hice nada que provocara
las dudas.
»El precio del alquiler que el doctor Ferrier me ha pedido por el
consultorio es muy razonable. Estoy seguro ge que te sentirás satisfecha.
Desde cualquier punto de vista, me siento extraordinariamente afortunado por
la posibilidad de ejercer aquí, aunque tú prefieras que lo haga en Filadelfia.
Pero cuando veas Hambledon, respires su delicioso aire fresco, conozcas a
las señoras del pueblo y comprendas mi buena fortuna, te sentirás
complacida. Un médico joven en Filadelfia, en su primera práctica, lo pasa
bastante mal, como he podido descubrirlo. Los celos de los médicos
establecidos es cosa habitual en Filadelfia; ellos están muy orgullosos de sus
prerrogativas. En Hamhledon no advertí esta actitud. Me recibieron muy bien,
a pesar de que están resentidos con el doctor Ferrier por su resolución de
dejarlos. Su posición viene a ser la siguiente: "Le hemos perdonado. ¿Por qué
no puede él perdonarnos?" Encuentro muy irrazonable esta actitud, ¿no te
parece?» (Naturalmente, a ella no le parecería lo mismo. Consideraría como
muy magnánimo por parte de los otros médicos y cirujanos "perdonar" al
doctor Ferrier por un crimen que no había cometido, y también consideraría
imperdonable que él los rechazara. ¿ Qué me pasa últimamente?, se
preguntaba a sí mismo el joven doctor Morgan. Nunca había pensado así de
mi madre antes de venir aquí; era siempre un hijo obediente que decía: «Sí,
mamá, tienes toda la razón, mamá», cuando sabía perfectamente en mi
interior, que la vieja no sólo era una presumida sino también algo estúpida y
pretenciosa.)
«He alquilado ya un hermoso carruaje con dos fogosos caballos
negros (tachó la palabra "fogosos" y la reemplazó con otra menos turbadora).
El doctor Ferrier raramente utiliza vehículos para andar por el pueblo desde
su absolución. Anda a caballo y tiene un hermoso establo de su propiedad.»
El joven se quedó pensativo; luego tachó las observaciones sobre
el doctor Ferrier. Su madre se hubiera enfadado por una tal falta de
«gentileza». «Mamá -dijo en voz alta- eres una burra.» Su propia afirmación le
chocó por un instante; luego hizo una mueca y encogió sus jóvenes hombros
bajo la excelente tela de su traje. Después de todo, era ya tiempo de que la
vieja recordara que había dejado de ser un niño, y que no dependía ya de
ella.
Se tomó el gran reloj de oro que había pertenecido a su padre,
médico también, antes de su muerte, lo miró y vio que eran casi las diez, y
que el doctor Ferrier pasaría a buscarle pronto. Devolvió el reloj al bolsillo de
su chaleco y enderezó la pesada cadena de oro sobre su liso vientre.
Concluyó su carta con una ráfaga de palabras afectuosas y se puso en
seguida a pasar en limpio los párrafos que acababa de escribir. Después de
terminarla le pareció que había quedado muy afectada, pero eso era
justamente lo que su madre esperaba. Lo inesperado le resultaba a ella
irritante. A los bien nacidos no les ocurría nada inesperado, y menos aún
desordenado. «Así es la vida», pensó el joven, sintiéndose alegre ante su
nueva objetividad. ¡Cómo le gustaría llevar a su madre a una sala de partos!
¡O a una sala de enfermedades venéreas!, por ejemplo. No era que la mujer
no hubiera oído hablar nunca de enfermedades venéreas, y de la
sorprendente cantidad de personas «bien nacidas» que se presentaban allí
con regularidad. Estaba seguro de que ella no había oído hablar nunca de un
aborto. Las señoras no tienen útero. Sus hijas «emergían» graciosamente de
regiones indefinidas.
Robert había vuelto a fumar «asquerosos yuyos», como los
denominaba su madre, desde su llegada a Hambledon. Encendió un cigarrillo
y se puso cómodo, sonriendo pensativamente mientras miraba a través de la
ventana la isla a la que llamaban «Heart's Ease», en la que vivían el hermano
del doctor Ferrier, Harald, y su hija, en compañía de tres sirvientes. De ellos
no sabía gran cosa, pues el doctor Ferrier era reticente ante ese tema.
-¿Su hermano es mucho mayor? -le había preguntado con
curiosidad.
-No -le contestó Ferrier, con aire divertido-. Es mi hermano menor.
Yo tengo treinta y cinco años. Harold treinta y tres.
-La hija debe ser muy joven -sugirió Robert.
El doctor Ferrier pareció sentirse aún más divertido, y cambió de
tema. No sentía envidia por el dinero de su hermano. Él era un hombre rico, y
tenía dinero, en parte heredado y en parte ganado con su esfuerzo. Su madre
había sido una Farmington de Filadelfia, y todos sabían que los Farmington
eran muy ricos. Se decía que los Ferrier habían llegado de Francia o de
Bélgica, hacía más de doscientos años, y que siempre habían vivido en esa
localidad. El doctor Ferrier era dueño de tres productivas granjas cercanas,
que tenía alquiladas.
-Nunca desprecie el dinero -le había dicho el doctor Ferrier a
Robert-. La pobreza no es un delito, pero el vulgo no lo cree realmente así.
Usted puede ser un santo lleno de heroicas virtudes, pero si no tiene dinero le
despreciarán. ¿Qué dice la Biblia? «La riqueza de un hombre opulento es su
fortaleza.. ¡ Esos ancianos sabían lo que se decían!
Los diarios habían insinuado con bastante claridad que fue la
«fortaleza» de la riqueza del doctor Ferrier lo que le había obtenido su
absolución, puesto que había podido «comprar» los mejores abogados de
Filadelfia, ciudad notoria por sus leguleyos.
En su habitación del hotel, Robert pensaba -mientras esperaba la
llegada del doctor Ferrier para dar un paseo por el pueblo- en la acusación y
el juicio, que había llenado durante meses enteros las primeras páginas de los
diarios de Filadelfia. El doctor Ferrier había sido acusado de practicar un
aborto a su joven esposa, Mavis, quien falleció dos días más tarde a
consecuencias del mismo. Aquello había ocurrido casi un año antes. La
defensa tuvo que luchar semanas enteras para conseguir un jurado sin
prejuicios. El doctor Ferrier declaró en su propia defensa. No se encontraba
en Hambledon en la época del supuesto aborto, sino en Pittsburgh, y tenía
testigos de ello. Ni siquiera se había enterado de que su esposa estuviera
embarazada. Ella nunca se lo había dicho. No, tampoco tenía la menor
sospecha de quién pudiera haber sido el criminal.
-Estábamos casados desde hacía tres años -declaró
reposadamente-. No teníamos hijos. Mi esposa no quería tenerlos. Siempre
había sido de complexión delicada. -Aquí vaciló un momento-. Sí, yo quería
hijos. No, no puedo ni siquiera adivinar el nombre de quién realizó la
operación. Mi esposa murió de septicemia, por supuesto, como resultado del
aborto. ¡Soy cirujano, y de practicar el aborto yo mismo, no hubiera sido una
chapucería, lo puedo asegurar!
Al jurado no le gustó lo que dijo; le pareció inhumano. En realidad
tampoco le gustaba el doctor Ferrier, su alta y esbelta arrogancia, su rostro
oscuro y estirado, sus afilados pómulos «extranjeros», sus brillantes ojos
negros, su aire de repugnancia e impaciencia hacia el personal que llenaba la
atestada sala del tribunal, incluyendo al juez y el jurado. No había denotado la
menor pena por su joven esposa, ningún signo de lástima o de pesar. Había
escuchado con atención el testimonio de sus colegas médicos, y en varias
ocasiones la impaciencia traicionó la impasibilidad de su rostro. La septicemia
fue consecuencia de una operación deficiente, con desgarraduras. «Soy
cirujano -repitió-. No hubiera hecho mal la operación.» Sus modales eran
despectivos.
De pronto pareció como si estuviera a punto de decir algo más, con
amarga impaciencia. Sin embargo, se limitó a apretar con más fuerza la boca.
Los testigos citados por la defensa también eran distinguidos
médicos y cirujanos. No sólo declararon que el doctor Ferrier no podía en
modo alguno haber practicado una operación tan burda, sino que, además,
afirmaron que había estado en Pittsburgh durante aquel día crucial, realizando
operaciones admirables en su presencia. Tumor cerebral, para el que había
empleado el método de Broca. No sólo había estado en Pittsburgh aquel día,
sino el día anterior y los dos posteriores, para asegurarse de que su paciente
estaba fuera de peligro; cinco días en total. El doctor Ferrier no parecía
escuchar a los que declaraban en su favor. Estaba sentado «como una
piedra», dijo un diario, «con la mirada perdida en el vacío», pasándose de vez
en cuando su mano delgada sobre sus espesos cabellos negros. Era como si
se hubiera apartado espiritualmente de aquel lugar, encerrándose en una
soledad que nadie podía invadir, una soledad triste y silenciosa.
Le absolvieron. El jurado, aun a regañadientes, tuvo que creer a los
testigos de la defensa. No había que darle vueltas. Sin embargo, quedó firme
la opinión de que si el doctor Ferrier no hubiera sido un hombre rico, muy rico,
le hubieran declarado culpable.
Circularon algunos rumores maliciosos -que no llegaron al tribunal-
de que el doctor Ferrier había «saboteado» deliberadamente la operación de
manera que su joven esposa, de sólo veinticuatro años, muriera. Por ello,
siguió siendo, para muchos, un doble asesino: el asesino de una mujer joven
y de su propio hijo que no llegó a nacer, un embrión de tres meses. Entre
quienes estaban firmemente convencidos de ello, había el tío paterno de su
mujer, el doctor Martin Eaton, cirujano muy respetado en Hambledon. A los
amigos les resultaba muy extraña aquella actitud, toda vez que el doctor
Eaton antes de la muerte de Mavis había sentido profundo afecto hacia el
doctor Ferrier, y le había considerado como un hijo, con orgullo y admiración.
Mavis había sido criada desde niña por el doctor Eaton y su esposa, Flora,
después de la muerte de los padres de la niña. Finalmente la habían
adoptado, puesto que no tenían hijos propios.
El doctor Eaton, hombre alto y corpulento de sesenta años, había
acudido a diario al tribunal, con gesto ceñudo y sin dejar de mirar con un odio
sin disimulo al doctor Ferrier. Cuando el jurado regresó con un desganado
veredicto de «no culpable», el doctor Eaton se puso de pie, y gritó con
desesperación: «¡No, no!». Después se volvió, tuvo una leve vacilación, y
recuperando la serenidad abandonó la sala. Había vuelto -aquella misma
noche a Hambledon, donde sufrió un ataque, del cual se estaba
restableciendo. Hambledon entero simpatizaba con él con verdadero afecto.
Sí, pensaba Robert Margan consultando otra vez el reloj de su
padre, era verdad que todavía existían «corrientes» en Hambledon. No era
extraño que el doctor Ferrier deseara irse. Alguien llamó a la puerta. El doctor
Ferrier esperaba abajo al doctor Margan.
Para sorpresa de Robert, el doctor Ferrier no había venido a
caballo como tenía por costumbre, sino en un hermoso faetón tirado por dos
de sus hermosos corceles negros, bestias de aspecto fiero, morros blancos y
mirada indómita. ¿Caballos de carrera?, pensó Robert nervioso. Nada de eso.
Ni él ni su madre actuaban en los círculos de aficionados a los caballos en
Filadelfia, y la única relación que había tenido con los «demonios de la pista»,
como los llamaba su madre, fue cuando acompañó indiferente a algunos
compañeros de estudios a un hipódromo, en el que ganó inesperadamente
ciento veinte dólares con una apuesta de doce. (No podía recordar ahora el
nombre del caballo, y ni siquiera estaba seguro de que nunca lo hubiera
sabido.)
El doctor Ferrier le miró sonriendo fríamente. -Robert, pensé que
debía pasar a buscarle en el faetón de mi madre.
El joven, que sólo contaba veintiséis años, era de complexión
robusta, y no parecía medir el metro ochenta que tenía. Robert tenía el
cabello de color claro y brillante, la cara redonda, juvenil y rosada, unos
grandes ojos azules, la nariz corta y obstinada, una boca agradable y un
hoyuelo en la barbilla. Lucía un bigote ralo del color del cabello, y tenía los
hombros amplios. Sus manos eran también grandes y cuadradas, lo mismo
que sus pies calzados con zapatos negros y bien lustrados. El día era
caluroso, pero a pesar de ello vestía ropa oscura y gruesa y llevaba en la
cabeza lo que Jonathan Ferrier solía llamar una escupidera invertida. El cuello
de la camisa era, naturalmente, alto y duro, lo que hacía resaltar aún más el
color de su "rostro, y la corbata era negra y sostenida firmemente con un
alfiler con perla.
Robert advirtió con sorpresa que el, por lo común austero y
correcto, doctor Ferrier vestía como si fuera a jugar al golf, o a cazar o jugar a
bolos. Llevaba una chaqueta liviana de lana, unos pantalones de franela clara
y unos zapatos bajos. Y lo que era todavía peor: no llevaba ni cuello ni
sombrero. Sin embargo, aquella indumentaria informal no disminuía un ápice
su natural elegancia.
-Suba -dijo con su habitual tono rápido y abrupto. (La madre de
Robert le había dicho insistentemente toda su vida que nunca una dama o un
caballero se atrevía a aparecer en una calle pública, fuera a pie o en carruaje,
sin llevar sombrero y guantes.)
-Y quítese esa obscena cacerola de la cabeza -agregó Jonathan
Ferrier, mientras Robert se sentaba cautelosamente a su lado-. ¡En un día
como éste! Debemos estar casi a treinta y cinco grados.
Los caballos partieron con un trote que a Robert le pareció algo
apresurado. Se quitó el sombrero y se lo puso sobre sus rodillas. El aire cálido
se le metía entre los cabellos y se los levantaba agradablemente.
-Caballos, ¿eh? -dijo Robert, intentando que la voz fuera profunda-.
¿De carrera?
-No tanto; pero tengo buenos corredores, como ya le dije. Voy a
presentar dos en Belmont, en otoño. Espero que uno de ellos gane. Es un
potro de tres años, de origen argentino. Tiene que dejar muy atrás a los
pencos que tenemos por aquí. Lo compré yo mismo, en Buenos Aires.
-Pensé que al menos por hoy teníamos que olvidarnos de
quirófanos y hospitales -siguió diciendo Jonathan, con una breve risa-. Aquí
tenemos dos borricos diplomados, enfundados en sendas levitas, que jamás
han oído hablar de Pasteur o de Listan; pero están llenos de dignidad y
prestancia. Esta mañana están rebanando, serruchando y moliendo a toda
velocidad, y si alguno de sus pacientes llega a sobrevivir, seré el primer
sorprendido. Sólo la buena suerte y sus sanas constituciones mantienen vivos
a sus otros pacientes después de la sangrienta matanza.
-¿Por qué les aguantan todavía los hospitales, doctor?
-¿Cuántas veces tendré que decirle que me llame Jon?
Después de todo, no soy tan viejo como para ser su padre. ¿Por
qué aguantan a esos jamelgos? Bien: uno de ellos es primo del Gobernador, y
el otro es jefe de personal en la junta directiva de Sta Hilda, nuestro moderno
y pequeño hospital privado. Riqueza petrolera, por parte de su mujer; se abrió
camino a fuerza de dinero. -Se rió con un gesto cínico-. Lo cierto es que está
operando a la hermana de su mujer de un tumor de ovario. Yo había
diagnosticado un posible carcinoma antes ... -Se detuvo-. Pero el amable
doctor Hedler pensó, y piensa, que mi diagnóstico es ridículo. Posiblemente lo
esté descubriendo él mismo, o quizás uno de los internos le esté informando
humildemente, ¡y posiblemente hasta una de las enfermeras! Nunca sería
capaz de saberlo por sí mismo.
Robert estaba horrorizado.
-¿ y usted no dice nada, Jan? Robert lo miró con dureza.
-¿Y por qué habría de hacerlo? Hace uno o dos años hubiera
ahuyentado a patadas a una porquería como ésa; pero ahora no. ¿Por qué
habría de hacerlo? Fue ella quien eligió al doctor Hedler. Es un hombre
imponente y a las mujeres les gusta eso. Además, habla con la autoridad
propia del ignorante. Pura fachada. Cierto es que todavía formo parte del
personal y del Consejo Directivo, pero recientemente he descubierto cuándo
es conveniente mantener la boca cerrada. A usted también se lo recomiendo,
mi joven amigo, por lo menos durante algunos años. Yo mismo lo pasé
bastante mal cuando empecé a ejercer y traté de introducir la asepsia en los
quirófanos, pantalones y chaquetillas blancas para los cirujanos, lavados de
manos y guantes de goma. De no ser por el buen nombre -y el dinero- de mi
familia, me habrían echado a la calle. Mi madre había prometido construir un
pabellón para Sta Hilda. Esos borricos todavía llevan sus levitas y pantalones
a rayas, y se frotan con señorial ademán los bisturíes en las mangas, sobre
las nalgas de las enfermeras, o sobre cualquier cosa que tengan a mano,
pero con gesto señorial. Y algunos, cuando operan, acaban de salir de las
salas de disección. Uno de ellos es ginecólogo; atiende un parto esta
mañana. -Volvió a reír-. La madre tendrá mucha suerte si no muere de fiebre
puerperal.
-¿ Y no hay nada que usted quiera... quiero decir... que usted
pueda hacer?
-No. ¿Cree usted que en estos momentos me escucharían? No. He
oído decir que son pocos los que me confiarían la atención de sus perros.
-¡Imposible! -La cara rosada de Robert se encendió de indignación.
El doctor Ferrier parecía divertirse.
-Usted parece no tener la más remota idea de lo que es la gente,
muchacho. Ya lo descubrirá, por desgracia. Fíjese en usted mismo; un médico
que puede ruborizarse. Notable. Y aquí le dejo otra idea: pese a lo que un
cirujano o médico en general pueda hacer o no hacer, su acción es sólo una
parte de la historia de la supervivencia del paciente. Un cincuenta por ciento
de su curación la debe a sí mismo y a la fe que deposita en su médico. ¿No
se lo enseñaron en el gran Johns Hopkins?
-Bueno ... sí.
-Pero ¿usted no lo cree?
Robert se sentía incómodo:
-Por supuesto que lo creo. Pero todavía así, un médico
incompetente, con la absoluta confianza de todo el mundo y la de su paciente
puesta en él, puede cometer literalmente un asesinato en la sala de
operaciones, y hasta en la sala general.
-Cierto; pero ésos son los casos visibles. Tuve una vez un paciente
con un simple lobanillo en el cuello que murió de shock, a resultas de su
temor anticipado. Era una operación sencilla, pero no me tenía confianza
alguna. Eso fue hace pocas semanas, después ...
«Después del juicio», pensó Robert.
-Todo eso fue lo que me convenció de que me fuera de aquí -dijo
Jonathan.
-¿No habrá olvidado que se va a quedar un tiempo para hacer las
rondas conmigo, y estar a mi lado en la sala de operaciones?
-Se lo prometí, ¿no es así?
El empedrado de granito brillaba como si lo hubieran pulido al sol.
Corrían a lo largo de las verdes y amplias calles de la parte más hermosa de
la villa, con casas grandes y de aspecto agradable que se erguían en medio
del cálido y brillante césped ocultas por resplandecientes árboles. El césped
estaba salpicado de brillantes canteros de flores, y en algunos lugares los
caballos sedientos bebían en bateas de hormigón. Robert podía oír el
soñoliento golpear de puertas metálicas en la distancia. Hambledon era una
villa cómoda y próspera, y Robert se sentía a sus anchas en ella.
-Espero que le guste esto -dijo Jonathan-. Tuve, como usted sabe,
diez solicitudes para la vacante que dejo. Me entrevisté con todos. Usted fue
el último.
-Me alegro de que me haya elegido -aseguró Robert.
-Usted fue el mejor -dijo Jonathan-. Por lo menos parecía el más
inofensivo. No se ofenda, es muy importante ser inofensivo cuando se es
médico. ¿Acaso no dijo eso el viejo Hipócrates? Sí. En realidad, el mejor
cumplido que se nos puede hacer, es decir que no perjudicamos nunca a
nadie, aun cuando tampoco le ayudemos. Conozco un viejo sinvergüenza que
es muy competente con el bisturí -por momentos genial, inspirado-- pero
tienen que anestesiar al paciente antes de que lo vea. Es un monstruo, y tiene
un carácter de mil diablos. Podría matar con una mirada, y supongo que ya lo
ha hecho. Es temible. Le llamaban generalmente en casos desesperados,
cuando el operador está a punto de abandonarlo todo. Es realmente
milagroso, pero temible.
A Robert le habían enseñado en Johns Hopkins que no era
necesario que los cirujanos «fueran vanidosos» ni siquiera entre ellos, con
relación a los pacientes. Por lo que veía no le habían enseñado lo mismo al
doctor Ferrier. Algunas veces intimidaba al pobre Robert, quien le admiraba
muchísimo, pero no había llegado a saber todavía si el otro le apreciaba.
Tenía un modo de hablar áspero y amargo, y a menudo era despectivo. Al
principio Robert había creído que aquello era resultado del trágico juicio, pero
otros le habían dicho en voz baja que Jonathan había sido siempre así. «Por
supuesto eso se ha acentuado ahora, pero generalmente es un cínico
endemoniado.» Robert no se sentía seguro de la eficacia de que un médico
fuera cínico o demasiado objetivo. Realmente tenía un corazón muy tierno.
-No se apresure en querer a este maldito pueblo -dijo Jonathan
mientras corrían rápidamente por las calles-. Aquí tenemos un montón de
nuevos ricos: petroleros. Esa especie de preciosas vulgaridades que cuando
hablan de sus casas, las llaman «hogar». Arribistas. La modestia es algo que
no aprecian ni le dan el menor valor; creen que es un signo de inferioridad, y
entonces se arrojan sobre uno. Tenemos unas pocas familias auténticas, pero
no son muchas. No es más que una villa americana, igual a cualquier otra
villa, poblada en su mayor parte por tontos. ¿Usted es capaz de aguantar
alegremente a los tontos, Robert? Bien. En ese caso, va a ser muy popular
aquí. Yo nunca he podido, y ahí es donde la Iglesia y yo estamos en violento
desacuerdo.
Robert podía vincular a Ferrier con muchas cosas, pero no con
ninguna iglesia. Constantemente descubría en aquel hombre cosas
sorprendentes, algunas de ellas desconcertantes.
-¿Pertenece usted ... a la iglesia, Jan?
Jonathan volvió con lentitud la cabeza hacia Robert y le hizo una
mueca desagradable.
-En cierto modo, sí. Qué, ¿le sorprende eso? Los Ferrier tuvieron
que trepar una cuesta empinada hace más de doscientos años, cuando
llegaron a Pennsylvania. Eran, y son, lo que ustedes llaman papistas.
Nominalmente yo soy católico, pero no he ido a misa desde hace años. Verá:
una vez yo era también blando como usted, Bob. Mis semejantes me
desilusionaron pronto. Tenía entonces diecisiete años. Usted es casi diez
años mayor que yo en aquella época. ¿Cómo diablos puede ser tan inocente?
-No soy inocente hasta tal extremo -dijo Robert con dignidad.
Jonathan se sintió divertido de nuevo, y rió con aquella seca risita tan suya.
-Ya ha estado con alguna de las enfermeras, o quizá con alguna de
las chismosas del pueblo, ¿verdad?
En el rostro de Robert volvió a asomar el rubor que le invadía con
tanta facilidad. Pensó en su madre. Estaba seguro de que ella le creía
virginal. Recordó los rápidos y ridículos escarceos amorosos de los últimos
años, y se sintió confundido al recordar que siempre había cerrado los ojos
para no ver la cara de las mujeres. Sentía que el doctor Ferrier le observaba,
pero seguía mirando con obstinación las tostadas manos del doctor que
sostenían las riendas con tanta seguridad.
-Tuve una vez un interno proveniente de una escuela médica
metodista -dijo Jonathan, feliz al recordar lo que nunca podía llegar a
pronunciar la palabra «vagina». Prefería llamarle las «partes privadas». No
hay nada -siguió diciendo- menos privado, sea en un hospital o en una sala
de operaciones, que eso que tan delicadamente llaman «partes».
-No hay que olvidar ... mmmm ... que las mujeres tienen sus
reservas -tartamudeó el infortunado Robert.
-¿A estas alturas? -preguntó Jonathan levantando una de sus
espesas cejas negras-. Si hay algo menos reservado o modesto que una
mujer, yo no lo conozco. Una mujer enfurecida puede hacer que el hombre
más grosero parezca un monaguillo.
-Supongo que usted ha tenido una buena experiencia -dijo Robert.
-¡Magnífico! No es usted tan blando como parece, ¿eh,
Bob? Eso es algo de lo que quería sentirme seguro. Temía, a
veces, de que fuera usted demasiado delicado para las sangrientas arenas
que llamamos hospitales.
-En Johns Hopkins me consideraban muy competente -afirmó
Robert en un tono duro-. No se puede decir que fuera blando. Además, mi
padre también era cirujano, y mucho antes incluso de estudiar medicina
presencié algunas de sus operaciones.
-Y supongo que nunca se desmayó. No importa. Estoy
provocándole. Realmente lo aprecio, Bob, y suelo destacar por no querer a la
gente. Tiene usted que cultivar el sentido del humor. No importa. ¿Sabe a
dónde vamos hoy? A mirar los pájaros.
-¡A mirar pájaros!
-Es un día demasiado hermoso para mirar seres humanos. Tendría
usted que mirar a la gente cuando el tiempo es malo, o hay tormenta, o se
desbordan los ríos, o arden las casas. Muy revelador. Se ven entonces en su
peor aspecto, desnudos. Sí, quise decir pájaros. -Indicó, con una inclinación
de la cabeza, la correa que le cruzaba el pecho y que sostenía un estuche de
prismáticos-. ¿No ha observado nunca a los pájaros?
Los pájaros, para Robert, eran unos vertebrados bastante
adorables que cantaban en la primavera y tenían plumas. No podía distinguir
uno de otro, salvo los petirrojos y los cardenales. Su madre hablaba de sus
«queridos niditos» y le había dicho en cierta ocasión, cuando era niño, que los
pájaros fueron creados expresamente por el antropomórfico Todopoderoso
para delicia de la humanidad. Para la señora Margan carecían de identidad
propia, de alegría de vivir, no se alegraban de estar vivos. Era evidente para
la vieja dama que ponían huevos, pero Robert dudaba que estuviera enterada
de que los pájaros tenían también una vida sexual que originaba los huevos y,
en consecuencia, las nuevas criaturas vitales. Era evidente que creía que los
pájaros nacían como las flores, gracias al polen. Robert, al recordar aquellas
cosas, pensó que su madre era bastante difícil de soportar. ¿No sería una de
esas mujeres tontas a las que se refiriera el doctor Ferrier? Tal vez. Era muy
probable. Robert volvió a sentir una irritación cuya causa no podía precisar.
Había sido siempre el solícito y tierno hijo único, dedicado por completo a su
madre. Aquello le parecía ahora pueril y embarazoso. Pensó en su padre, y
se le ocurrió de repente que no era raro que de aquel matrimonio estéril no
hubiera nacido otro hijo.
«La vieja también es vulgar -pensó-. Llama "hogar" a nuestra
casa.»
-¿De qué se queja? -le preguntó Jonathan-. Si no quiere observar
pájaros, lo dejaremos.
-¿He dicho eso? -Robert sintió un escalofrío por el tono ofensivo de
su voz. Raramente se ofendía con la gente; era demasiado amable para eso-.
Pensaba en otra cosa. Estoy interesado en observar sus pájaros. Pero, ¿por
qué?
-¿Por qué observar pájaros? Algunos todavía se dirigen al norte.
Tal vez vea usted algunos ejemplares hermosos y raros, si sabe mirar. ¿Por
qué observar los pájaros? No lo sé exactamente; siempre lo he hecho, desde
que era muy niño. Mi padre era un excelente observador de pájaros. Casi
hacía una reverencia cuando oía nombrar a Audubon. Regalamos un parque
a la ciudad; mi abuelo, por lo menos, lo hizo, en las afueras. Era un santuario
para pájaros. Los pájaros son seres sosegados, nunca tienen líos. En todo
son pájaros. Al revés de la gente, que son raramente humanos en el mejor
sentido de la palabra. Sucede lo mismo que con los animales no humanos:
son lo que son, sinceros en su manera de ser, sólidos en su comportamiento.
Pero usted nunca podrá saber lo que es un hombre.
«Tiene razón», pensó Robert, desagradablemente impresionado
por aquella verdad.
-Tengo seis perros y ocho gatos -dijo Jonathan-.
Uno de los perros en casa, y el resto en mis granjas. Cada uno es
un individuo distinto, pero sincero en cuanto a su propio modo de ser. Nunca
verá usted que un perro pretenda ser mejor de lo que es; nunca encontrará un
gato que carezca de respeto por sí mismo. Incluso el ganado es fiel a su
naturaleza. Pero hablando de eso, hay que reconocer que el hombre también,
casi siempre, es fiel a su naturaleza. Casi siempre es un idiota, un mentiroso,
un hipócrita, un cobarde, un pretencioso, un asesino oculto, un ladrón, un
traidor. Nombre algún vicio que no tenga. Ésa es su naturaleza. Sólo cuando
pretende ser virtuoso se sale de órbita y deja de estar de acuerdo con su
carácter.
Robert siempre había querido y respetado a sus semejantes; por
naturaleza era gregario y enormemente confiado. Irritado, dijo:
-Sabe, doctor, eso podría decirlo un alumno del secundario.
Para sorpresa suya, Jonathan se echó a reír, con la primera
carcajada genuina que Robert le oyera.
-¿ Qué le hace pensar -preguntó- que los alumnos del secundario
sean invariablemente unos alocados y estén equivocados? Algunas de las
personas más brillantes que he conocido eran muchachos que cursaban la
escuela preparatoria. Ven las cosas en su conjunto y tal como son. Más tarde
los adultos les corrompen, les ciegan, y les cuentan un montón de atractivas
mentiras entorpeciendo sus percepciones. A los diecisiete años termina, por
desgracia, la edad de la inocencia. Vamos, dígame, ¿nadie le ha traicionado
nunca, o le ha mentido con respecto a usted, o le ha hecho alguna porquería,
Bob?
--Sí, por supuesto. Pero ¿qué importa eso? Conservo mis manos
limpias.
-Felicitaciones -dijo Jonathan, y agregó-: Usted me recuerda a
Ornar Khayyam.
-Otra vez en secundario -dijo Robert-. ¿ Qué tiene de malo el viejo
constructor de carpas? Si sus verdades parecen, a veces, gastadas y obvias
es porque son verdades. ¿Qué es una perogrullada? Es una moneda que ha
sido muy manoseada, pero es una moneda genuina, y no la hubieran
manoseado tanto si le hubiera faltado veracidad.
-Apostaría que ha leído eso por lo menos una vez al mes.
Aquello resultó ser cierto, y Robert se sintió fastidiado. -Yo hago lo
mismo -dijo Jonathan-. ¿Quiere saber cuál es mi verso favorito?
-Una mujer de verdad odiosa -le dijo Marjorie Ferrier a su hijo dos
días después-o Tan afectada. Se pasó la mayor parte del tiempo contando
chismes, haciéndose la condescendiente, alardeando cortésmente y hablando
de un modo que indudablemente ella considera muy «refinado». ¿Cómo
puede tener semejante madre un joven tan agradable y caballeroso como
Robert?
-¿ Y cómo puede una madre tan simpática como tú tener hijos tan
odiosos? -le preguntó Jonathan-. Debe ser herencia de antepasados remotos.
-Mis hijos no son odiosos -dijo Marjorie-. Mira, querido: prueba esta
mermelada inglesa. Estos días no has comido muy bien. ¡Qué mañana tan
hermosa! El tiempo es brillante y cálido de nuevo. Creo que vaya trabajar en
los canteros de rosas. ¿A dónde vas ahora, Jon?
-A llevar al joven Caballero a hacer las rondas. Quiero estar seguro
...
-¿De qué, querido?
-No importa. Ya nada me importa.
"Pero todo te importaba siempre demasiado, hijo mío», pensó
Marjorie con un suspiro, mientras su hijo 1 daba un breve beso y se iba. Se
apretó las rodillas con sus delicadas manos y cerró sus hermosos ojos color
avellana. ¿Alguna vez tendrían respuesta sus plegarias? ¿ Cómo podría vivir
sola aquí, en aquella casa tan grande, sin Jon?
Todos sus sueños se habían derrumbado. No había nietos, no
habían risas felices. Ya no se sentía alegre de llegar aquí, como en los días
en que Mavis vivía y Jon estaba ocupado. ¿Jan? Pensó sobre aquello.
¿Cuándo había dejado de sonreír con aquella sonrisa tan suya? ¿Un año
después de casarse con Mavis, o dos, o tres? No, había dejado de sonreír
apenas seis meses después.
<<¡Oh, Dios!», pensaba Marjorie. «¡Si Mavis no hubiera nacido
nunca! ¡Si Jan no la hubiera visto jamás! Si ella se hubiera muerto cuando
nació! Pero la vida, según parece, está trágicamente condicionada por un
¨sí.".»
Sabía que lo mejor para Jonathan era irse de Hambledon y no
regresar nunca, pero su opinión no se basaba en la de él ni en la de los que le
conocían. Había momentos en los que no podía soportar que su hijo se fuera,
ya que cada uno de esos días significaba un peligro y un terror inminentes.
Pero tenía que fingir.
-Bueno, aquí estamos. «St. Hilda, la joya», como lo llamó una vez
una señora.
Habían llegado a los portones demasiado primorosos de hierro
forjado que permitían el acceso al hospital. Detrás de ellos se veían unos
amplios senderos de grava, hermoso césped, olmos, cuidados canteros de
flores y bancos para los convalecientes. El hospital estaba construido con
brillantes ladrillos blancos, con chimeneas rojas y ventanas con persianas
azules; y tenía cortinas tras los cristales de los costosos cuartos privados.
Recordaba más una gran mansión inglesa que un hospital. Algunas
enfermeras vestidas de blanco acompañaban pacientes por el prado, o
empujaban sus sillas de ruedas. Todo irradiaba frescura. Alguien segaba la
hierba y se sentía su deliciosa fragancia en el aire tibio.
-Bien, es un hospital como debe ser, y no un cuartel
-dijo Robert.
Un hombre vino corriendo cuando se aproximaron a los blancos
escalones, y tomó las bridas del caballo. Los dos médicos saltaron a tierra, y
penetraron en el hospital por las puertas ampliamente abiertas que permitían
el paso de la brisa y el perfume de las flores. El interior era fresco y luminoso,
el pasillo de linoleum estaba pulido en cada uno de sus cuadros amarillos, y
en el vestíbulo se veían alineadas cómodas sillas y mesas. Una enfermera
que estaba sentada ante un escritorio, levantó la vista, vio a Jonathan y su
rostro se endureció.
-Buenos días, doctor Ferrier y doctor Morgan. Jonathan abrió de un
empujón una ancha puerta que daba a una amplia y cómoda sala llena de sol,
y sus modales cambiaron de inmediato.
-¿Cómo estamos esta mañana, Martha?
Una niñita, no mayor de diez años, estaba echada
descuidadamente sobre un montón de almohadas, y su cabello rubio caía
sobre sus hombros. Robert no la había visto antes. Jonathan tomó la hoja
clínica que estaba sobre el vestidor, le echó una rápida ojeada y frunció las
cejas.
-Ésta es Martha Best -le dijo a Robert-. Es hija de uno de mis
amigos más íntimos, Howard Best, abogado. En realidad soy su padrino, ¿no
es así, Martha? -Su expresión se había hecho amable; se dirigió hacia la niña,
se inclinó y la besó en la mejilla. Martha le tomó la mano fijando 'en él la
mirada de sus ojos azules.
-Podré ir pronto a casa, ¿verdad, tío Jon?
-Así lo espero -le contestó-. ¿No vas a saludar al doctor Margan?
La chiquilla le miró tímidamente pero no abrió la boca.
Cuando él le dijo: «Hola, Martha», agachó la cabeza y su cabellera
de oro cayó sobre sus' mejillas como una cortina.
-Mira, Martha: el doctor Morgan me va a ayudar contigo -dijo
Jonathan-. Parece un gran oso colorado, ¿no?, pero no muerde a las niñas.
En serio.
La niña rió convulsivamente y miró de reojo a Robert. Jonathan le
entregó la hoja. «Anemia aguda. Fiebre intratable de 39 grados. Seria
infección de garganta, ahora reducida. Presenta ligera infección de pulmones
y nariz. Dolores en las articulaciones. Sangra en forma transitoria por la boca,
intestinos, riñones y nariz. Ligera hipertrofia del hígado, bazo apenas
agrandado. Se perciben nudos linfáticos. Palidez, laxitud. Diagnóstico del
médico que la revisó, doctor Louis Hedler: fiebre reumática con escasos
signos de complicación cardíaca. Diagnóstico del médico de la familia .. ,».
Todavía no se había registrado diagnóstico alguno del doctor Ferrier.
Robert dejó la hoja y miró inquisitivamente a la niña; su color era
fantasmal, debido a la falta de color rosado en sus labios, a los huecos
azulados debajo de los ojos. Pensó en algo que le hizo sentir mal. No había
visto nunca un caso de ...
Jonathan lo observaba fijamente.
-Martha ha estado ligeramente enferma, según me dijeron ayer sus
padres cuando la traje aquí, por cuatro semanas. Un pequeño resfriado,
según ellos . Después, hace de esto dos días, recayó y me llamaron. Ingresó
anoche. ¿ y bien?
Robert se acercó lentamente a la muchachita que le miraba
inquisitivamente. Le tomó la mano: estaba helada y ligeramente trémula. La
niña se dejó examinar la garganta. Sacó su estetoscopio y le auscultó el
corazón. Latía un poco más rápido de lo normal, pero no había sonidos
cardíacos evidentes. Tenía la lengua muy pálida, pero las encías estaban
congestionadas. Le colgaba del cuello una medalla de oro con una cadena
delgada del mismo metal, y en la mesita que estaba al lado de su cama había
un rosario. Robert le dejó caer la mano suavemente, y miró el crucifijo de
plata del rosario. Estaba silencioso.
-¿Y? -preguntó Jonathan con voz curiosamente velada.
-¿Le han sacado sangre? No parece haber ninguna referencia en
la hoja de una prueba de sangre. Quisiera ver el recuento de leucocitos.
Jonathan dio un suspiro.
-¿Estoy muy enferma? -preguntó la niña con ansia-o Tío Louis dijo
que tengo reumatismo. ¿Voy a ser una inválida?
-El tío Louis es un viejo ... -comenzó a decir Jonathan pero se
detuvo-. Por supuesto, no vas a ser una inválida, Martha. La verdad es que
cuando esta fiebre empiece a bajar un poco podrás levantarte. Y después
podrás volver a casa.
Una alegre enfermera entró en aquel momento, luciendo dos
rosados hoyuelos y brincando, con un gorro sobre su alto peinado.
-¡Buenos días, doctores! -saludó con voz cantarina-. ¡Vamos muy
bien esta mañana! Tuvimos un abundante y sabroso desayuno y nos gustó
mucho! ¿No es así, Martha?
-Sí, señora -dijo la niña cortésmente.
-¡Y qué bonito camisón! -dijo la enfermera admirando el hermoso
camisón de seda blanca bordado que vestía Martha-. Se debe dormir bien con
él.
-Bob -dijo Jonathan-, ésta es una de las enfermeras privadas de
Martha, la señora Chapman. Señora Chapman, el doctor Margan, mi
reemplazante.
-Mucho gusto -dijo vagamente la agradable mujer.
-Tráigame un portaobjetos de vidrio del laboratorio -dijo Jonathan-.
y rápido, por favor.
Se sentó junto a la cama y miró a la niña con verdadera ternura.
-Martha, voy a pincharte la oreja para sacarte un poquito de
sangre. No te dolerá mucho; casi nada. No vas a hacer un alboroto, ¿verdad?
La niña adquirió súbitamente una expresión de susto.
Jonathan tomó una de sus manos y la sostuvo cálidamente.
-No quiero sangrar, tío Jon -dijo Martha-. Me enferma ver sangre.
-Entonces no voy a dejar que la veas. Conserva simplemente los
ojos cerrados, y cuando yo te diga que los abras no verás sangre. ¿Cómo
está Tommie? -le preguntó, refiriéndose a su hermanito menor.
-Él también tiene un resfriado -dijo Martha-. No tan fuerte como el
mío. Tampoco tiene las rodillas hinchadas. -Sonrió afectuosamente-. Está
mejor que todas mis muñecas.
-Claro que sí. Tu mamá vendrá pronto, Martha, cuando haya
atendido a Tommie. Para entonces sabremos exactamente qué te pasa y
cuándo puedes irte a casa.
-¿Y no tengo reumatismo?
Jonathan miró a Robert, y la piña le miró a él.
-No -dijo Robert-. No tienes reumatismo, Martha. Trató de sostener
la mirada de Jonathan, pero éste la esquivó. Se produjo en la habitación un
súbito y espeso silencio.
-¿Qué es lo que tengo entonces? -preguntó Martha con la
curiosidad propia de la niñez.
-Primero tenemos ... que ver ... las cosas -dijo Robert, sintiéndose
enfermo.
-¿Quiere decir que no tengo nada de malo? -preguntó la niña con
voz chillona. Se sentía un poquito desilusionada. «Sea alegre y optimista en
todo momento frente al enfermo -le habían enseñado rigurosamente a Robert.
Nunca deje entrever por el tono de su voz o por sus modales que el paciente
está gravemente enfermo, o en estado desesperado.» Pensó que aquello no
tenía sentido, pero se guardó de decírselo así a sus maestros.
¿ Cómo se hace para decir a un niño: «Querido, vas a morir»?
Por favor, Señor, haz que esté equivocado. Después de todo, no
he visto nunca un caso antes, y podría equivocarme. Haz que me equivoque.
Echó una mirada a la niña, vio su hermosura y la dulzura de sus ojos. Se
volvió, caminó lentamente hacia la ventana, miró hacia afuera y no vio nada.
¡Era un error que muriera tan joven y siendo tan adorable! Tenía que celebrar
que estuviera viva. La vida no era una cosa alegre en sí misma; lo sabía,
porque para algo era médico y había visto demasiado dolor y muertes, y
había escuchado demasiados llantos desolados. Pero era como la primavera,
y un niño tiene derecho a la primavera. Oyó cómo se abría y cerraba la puerta
y la radiante voz de la señora Chapman, que traía el portaobjetos.
-Bueno, ahora, Martha -oyó que decía Jonathan-, cierra los ojos.
Vas a sentir un pinchazo. Dime. ¿cómo anda la escuela?
-No me gusta, tío Jon. ¡Oh! -gritó.
-Quietecita. Sólo dos segundos. Deja cerrados los ojos. ¡Buena
chica! Señora Chapman, llévelo al laboratorio y dispóngalo; nosotros
estaremos allí en unos segundos. Ya pasó todo, Martha. Ahora puedes abrir
los ojos. No te ha dolido, ¿verdad?
La niña apenas sollozó y después sonrió. Robert se volvió hacia la
ventana; el sol dibujaba una aureola alrededor del sedoso cabello de la niña.
-No, en realidad no me ha dolido ... mucho, tío Jan.
El padre McNulty llamó al hospital y viene a verme hoy. ¿Verdad
que es bonito?
-Maravilloso -dijo Jonathan-. Muy bueno. -Robert vio su expresión y
se volvió de nuevo-. Y ahora –agregó saldremos por unos minutos para contar
esas bonitas cositas coloradas que hay en el poquito de sangre que te he
sacado.
Se levantó, y ambos abandonaron la habitación. Jonathan cerró la
puerta lenta y pesadamente.
-Bien, doctor -preguntó-. ¿Cuál es su diagnóstico sobre el terreno?
Robert no recordaba haberse sentido tan miserable y triste antes.
-Espero equivocarme -dijo-. Después de todo lo sé ... solamente ...
por los libros. Nunca vi un caso.
-¿De qué?
-Leucemia aguda. Es muy rara -dijo vacilante.
Jonathan, con la cabeza inclinada, guardaba silencio. -Dígame que
estoy equivocado -le rogó Robert-. Es una niña tan hermosa ...
-Miremos el portaobjet0s -ordenó Jonathan.
Fueron al laboratorio sin decir palabra mientras cruzaban los largos
pasillos. Siempre en silencio regresaron en seguida a la salita de Martha.
Oyeron sus risitas al abrir la puerta. El doctor Louis Hedler estaba sentado
cerca de la cama en un cómodo sillón y aparentemente le había contado a la
niña algún chiste muy gracioso. Se volvió al oír a los dos médicos, hizo un
gesto con la cabeza y les tendió su blanda y gorda mano. Se parecía más que
nunca a un sapo amable, con su rostro y cabeza completamente desprovistos
de pelo, y la nariz respingada y ancha.
-Buenos días, Jon -dijo---. Buenos días, Morgan. Me he enterado
de que va a incorporarse a nuestro personal. Encantado. Espero que se
encuentre bien entre nosotros. -Estrechó vigorosamente la mano de Robert-.
Ahora, ¿ qué es lo que he oído? Le han sacado sangre a Martha con un
enorme cuchillo, dice ella. ¿Por qué? -Seguía sonriendo todavía alegremente,
pero sus grandes ojos castaños eran duros y penetrantes.
-Simplemente para divertirnos -dijo Jonathan-. Nos gusta lastimar a
las niñas, Louis.
-He anotado que opinabas que Martha padecía de anemia, como
así también ... ejem ... de reumatismo. ¿Qué es lo que mostraron tus
preciosos portaobjetos?
-Anemia.
-Evidente, evidente. A su edad. Muy común. No hay por qué
alarmarse. Son esos dolores en las articulaciones lo que me preocupa, y una
sospecha en su corazón ...
«Nunca discuta sobre la condición de un paciente en su
presencia», le habían enseñado a Robert; pero el doctor Hedler, según
Jonathan, era uno de esos médicos salidos de una «fábrica de diplomas».
Nunca le habían enseñado que un paciente difícilmente tiene sensaciones y
es siempre totalmente ignorante.
-Tío Jon ha dicho que no estoy muy enferma -dijo la niña con
renovada ansiedad al oír mencionar su corazón.
-¡Claro que no estás enferma! -gritó el doctor Hedler con inmensa
jovialidad-o Yo, o mejor Jan, va a recetarte un tónico con hierro, ¡y muy pronto
estarás tan fresca como la lluvia! Te lo prometo. -Se puso de pie y palmeó la
mejilla de la niña, pero miraba a Jon como si buscara confirmación de sus
palabras.
-No te asustes, Martha -dijo éste-. No tienes nada malo en el
corazón. -El doctor Hedler frunció las cejas-o Louis -siguió diciendo
Jonathan-, tengo un caso afuera que quisiera discutir contigo.
-¿Uno de los tuyos? No me digas, Jon, que te importa mi opinión.
-Siempre hay una primera vez -contestó el doctor Ferrier-. ¿Vamos,
Bob? Martha, volveré a verte antes de irme.
Jon cerró con cuidado la puerta detrás suyo, y los tres médicos
quedaron solos en el alfombrado pasillo. -¿Bien? -preguntó el doctor Hedler
con impaciencia-. ¿Dónde está tu paciente?
-Acabas de verla, Louis. Y recuerda que nosotros acabamos de
volver de los laboratorios ...
-Sí, sí, ya me lo has dicho. ¡Ustedes, y sus pomposos portaobjetos
y pruebas! Anemia, eso es lo que han dicho, ¿no es cierto?
-Para Martha, sí; para ti, no. -Se volvió hacia Robert-. El doctor
Morgan lo adivinó en el primer examen, y después fue confirmado por la
prueba de sangre. Bob, dígale a Louis lo que encontramos.
-Leucemia aguda -dijo Robert.
Al doctor Hedler se le abrió la boca con un sonido perceptible. Los
ojos le saltaron, y se dirigió a Jonathan. -¡Vaya! ¡Están locos! Jonathan, no
me dirás que crees lo que dice un jovencito como- ése, recién salido de las
filas del internado, ¿no?
-Lo creo; y lo creí anoche, antes de la prueba de sangre.
-¡Locuras, locuras! ¡Nunca he oído nada tan ridículo en toda mi
vida! Es cosa de locos. Esa enfermedad es tan rara que difícilmente ninguno
de nosotros verá un caso por sí mismo en toda su vida! ¡ Es tan raro como un
ángel en el infierno!
-Depende de la clase de ángel-dijo Jonathan-. Louis, compréndelo
de una vez. La niña tiene leucemia aguda. Te diré exactamente qué fue lo que
vimos en la prueba, pero eso no será para ti más que palabras. Tienes que
aceptar nuestra palabra.
-¡Tú, arrogante cachorro con tus ideas científicas! -dijo el doctor
Hedler, rojo de rabia-. ¿Sabes lo que haces? ¡Condenas a muerte a esa
hermosa chiquilla!
-Yo no -dijo Jonathan-. Fue Dios quien la condenó.
-¡Ah, blasfemo además! -el doctor Hedler transpiraba, aunque
hacía fresco en el corredor. Miró a Jonathan con odio---. ¡No, no vaya aceptar
tu palabra! La niña tiene fiebre reumática ...
-Tú no eres su médico, Louis; soy yo.
El doctor Hedler respiró con dificultad. No podía creer lo que oía.
-¿Vas a decirle a sus padres esta ... esta enormidad, esta
suposición tuya?
-No es una suposición, Louis. He visto ocho casos en los últimos
diez años. Cada vez se hace más común. Hace veinte años sólo un médico
entre mil llegaba a ver un caso. Pero los griegos le dieron un nombre: la
Enfermedad Blanca. ¿Recuerdas a Hipócrates? Él la diagnosticó.
-¡Te prohíbo que le digas a sus padres, Beth y Howard, esta cosa
terrible! Si por casualidad fuera verdad, ya sería bastante malo; pero una.
simple suposición ...
-No es una suposición, Louis, y la niña no es tu paciente. No
puedes prohibirme que les diga la verdad a los padres de mi paciente, aunque
seas jefe de personal. Y voy a decírselo hoy; tienen que estar preparados. La
niña tiene muy poco tiempo de vida, en el mejor de los casos, y no hay
tratamiento posible, Louis.
-¡Cáncer de la sangre! ¿Eso es lo que quieres decir: no es cierto?
¡Cáncer, a su edad!
-Una criatura entre cada veinte mil tiene cáncer en alguna de sus
formas. Louis. ¿No lees las revistas médicas?
El doctor Hedler parecía a punto de golpearle.
-¡La niña tiene reumatismo, fiebre reumática! ¡He visto cientos de
casos, y nunca me he equivocado en uno! Y voy a decirles a Howard y Beth
que eres un idiota, y que no te crean. ¡Leucemia! ¡Bah! -Golpeó la pared con
la mano y echó a andar vacilante, temblando de furia.
-La gloria médica cumbre de Hambledon -dijo Jonathan-. El viejo y
sonriente Louis.
-¿No podríamos hacer una consulta médica? -preguntó Robert
angustiado-. ¿Alguien del Johns Hopkins?
-¿No cree usted en su propio diagnóstico, y en el mío? -preguntó
Jonathan mirándolo con seriedad.
-Nunca vi un caso antes de éste --contestó Robert.
-Ya se lo he dicho: he visto ocho. No en este hospital, por cierto, ni
en el otro hospital del pueblo. Fue en Pittsburgh, en Nueva York, en Boston,
en Filadelfia. El caso de Martha es clásico. ¿Y bien?
Robert se miró sus grandes manos rosadas.
-No hay cura; no hay tratamiento. Hay casos de remisiones ...
-No por mucho tiempo, y no siempre. ¿Acaso quiere mentir a sus
padres, Bob?
-No, claro que no. Usted no quiso decir que yo tengo que decírselo
a sus padres, ¿verdad? .
-No -dijo Jonathan con una sonrisa de helada conmiseración-. Pero
quisiera que estuviera usted presente; iniciarle en esas cosas. Y ahora,
vayamos por mis otros pacientes. Se los voy a dejar a usted, Bob, con mis
mejores sentimientos.
7
Yo no lo quiero, doctor
Fell aunque la razón no la sé.
Una niebla gris flotaba sobre las ciudades del valle. No había
llovido desde hacia casi tres semanas. El río iba bajo y las corrientes
afluentes estaban secas, con sus lechos llenos de guijarros que brillaban al
sol. El césped tenía un color marrón en el pueblo, pero en las laderas de las
montañas, donde aún brotaban los manantiales y las profundas cascadas, la
hierba era verde y las flores ardientes. El aire estaba completamente inmóvil,
como si fuera la víspera de una conflagración, pero pese a los constantes
anuncios de lluvia y tormenta nada se movía y los árboles prematuramente
secos llenaban las zanjas con montones de hojas doradas. Todo el mundo se
sentía abrumado por una languidez enfermiza y los niños enfermaban o
morían en número sin precedentes.
-Les repetimos hasta el cansancio -decía Robert, agotado, a
Jonathan Ferrier- que hiervan el agua y la leche que dan a los niños, que
conserven la mantequilla y los alimentos perecederos con hielo y ellos sonríen
con suficiencia y nos hablan del «cólera de verano» o de la «enfermedad
veraniega», aun cuando sus hijos enferman y mueren, o se deshidratan a
fuerza de vómitos y diarrea. Consideramos que la diarrea es la causa principal
de las muertes de los menores y hasta de los mayores, pero no podemos
conseguir que la gente tome precauciones.
-Así como Lester, Pasteur y Semmelweiss lucharon contra la apatía
y la estupidez pública durante toda su vida -dijo Jonathan-, yo he luchado
para que se sacrifique el ganado tuberculoso. Ahora me llaman «el enemigo
de los granjeros pobres», pues intento quitarles sus preciosos animales por
«capricho». He tratado de que la Junta de la Salud prohíba la venta de la
leche que no esté pasteurizada, que exija la pasteurización universal, y no soy
más que un «caprichoso novelero». He sido amonestado por esa
congregación de imbéciles, la Sociedad Médica del Estado, que trató de
revocar mi licencia hace poco menos de un año. Hay una norma que este
mundo idiota quiere mantener vigente: que «nunca se moleste al pueblo». No
les provoque nunca preocupación alguna; no atraiga su atención hacia las
charlatanerías o los manejos sucios de los políticos; no le pegue una patada
en el culo a un héroe popular; no pida que hagan algo por el bien de su
comunidad; no exija que practiquen cualquier tipo de higiene; no insinúe que
es necesario, por el bien de su país, que echen una mirada atenta sobre
Washington. No predique nunca el desastre. No diga nunca la verdad; sólo
así podrá vivir una vida tranquila.
-Bueno, ya lo dijo san Pablo: «Nunca des puntapiés contra el
aguijón» -replicó Robert secándose la cara, que tenía una palidez poco
frecuente a causa del calor y la fatiga-. Los aguijones son siempre la opinión y
la voluntad pública.
-Sí... -dijo Jonathan-. Para decirlo en términos modernos, «no se
puede hacer frente a la Municipalidad». Bien: he estado peleando contra la
Municipalidad durante toda mi vida y ése es precisamente el único placer que
me permito aparte de una o dos señoras amigas. Tal vez no se pueda
derrotar a la Municipalidad, pero siente que le hierve la sangre y de vez en
cuando se le puede asestar un golpe. ¿Cuántos niños han muerto de los que
nosotros atendemos?
-Ocho.
-Y lo único que nosotros podemos ofrecer son calmantes y
consejos para sus madres. Las salas infantiles de los hospitales están llenas,
pero ni siquiera en los hospitales hierven la leche y el agua. Uno de estos días
vamos a tener una hermosa epidemia de tifus, a menos que se haga algo
para purificar el agua en sus fuentes o que la gente la hierva. Es una cosa
extraña. Nosotros los médicos luchamos toda la vida tratando de educar a la
gente para que conserve la vida y la gente invariablemente se ríe de nosotros
y se mata, con la ayuda de ciertos médicos chambones. Recordará que en
1873 Sir John Erichsen, el «eminente» clínico y cirujano, dijo: «El cuchíllo no
podrá seguir encontrando eternamente nuevos campos de conquista; tiene
que haber ciertas zonas de la estructura humana que permanezcan para
siempre vedadas a sus invasiones, por lo menos en manos del cirujano.
Pocas dudas caben de que ya hemos alcanzado casi, aunque no del todo,
estos límites finales: el abdomen, el pecho y el cerebro serán por siempre
inviolables a la intrusión del cirujano humano y prudente.» Sin embargo, los
médicos de hace miles de años, «invadieron» este terreno y muchos de sus
pacientes siguieron con vida. Ahora también «invadimos». Alégrese; a pesar
de toda la estupidez ambiente, adelantamos un poco. Ya tenemos la
anestesia raquídea gracias a James Leonard Corning, de Nueva York, desde
1885, y nos preocupamos, aunque a tientas, por las leyes mendelianas. Un
día de éstos, tal vez muy pronto, podremos efectuar transfusiones sin
peligros. Sí, estamos adelantando. Ahora tenemos Departamentos Estatales
de Salud y podemos esperar que se ponga fin de alguna forma a la mortalidad
fruto de la ignorancia; pero podemos estar seguros de que surgirán como
hongos nuevas estupideces, al mismo tiempo que se eliminen las antiguas. La
raza humana no aprende nunca.
-Veo que no es usted utópico.
-Claro que no; ningún hombre cuerdo lo ha sido ni podrá serlo
jamás. Eso presupone un cambio en la naturaleza humana, que no ha variado
en lo más mínimo en todo el curso de la historia escrita. Además, sería
terriblemente aburrido. ¡Imagínese un mundo en el que todos sean «felices»!
De la felicidad jamás ha surgido un gran cuadro, un gran libro, una gran idea,
una gran estatua, una gran sinfonía. La felicidad no ha inventado nunca nada;
no es más que un constipado mental. Pero la infelicidad, el «descontento
divino», libera energía humana y creatividad, aunque también libera a la
bestia humana. Si bien revela el rostro de Dios, muestra también al Demonio
a todo color. Prefiero la actividad a la «felicidad». ¿Recuerda lo que dijo
Emerson? «Toda reforma es solamente una máscara; a cuya sombra se
cobija una reforma más terrible, que no se atreve aún a dar la cara.» Es
cierto. Pero yo sigo inclinándome por la reforma, buena o mala.
-Iconoclasta -dijo Robert suspirando, y llamó al próximo paciente.
-Bueno, pero siguiendo el pensamiento de Emerson, uno de estos
días los viejos ídolos se van a derrumbar y puede ser que en su lugar
tengamos a unos cuantos temibles Molochs.
****
La isla sobre el río tranquilo era más fresca que la tierra firme. La
tenue brisa apenas movía las hojas de los árboles y penetraba P9r la ventana.
Jenny estaba en la biblioteca leyendo, con las persianas casi
cerradas. La gran habitación en penumbra daba una sensación de frescura,
pero el tapizado de cuero se le pegaba al cuerpo y tenía la cara húmeda.
Llevaba una falda fina color marrón y una blusa abierta a la altura de la
garganta. Se había hecho un peinado alto para no sentir tanto el calor. Harald
no entraba nunca en aquella habitación, que era para ella una especie de
santuario, igual que algunas pequeñas cavernas ocultas en la isla donde a
menudo se ocultaba y cuya existencia no conocía Harald, que tampoco sentía
mucha curiosidad por las cosas de la isla.
La puerta se abrió y, para consternación y enojo de Jenny, entró
Harald, con gesto reservado, aunque sonrió amablemente cuando sus ojos se
encontraron con los de Jenny. Llevaba una hoja de papel en la mano; cuando
Jenny se levantó para irse, la detuvo.
-Por favor, concédeme un instante, Jenny, esto es muy importante
para ti. Para ti. Son borradores de papeles de carácter legal.
-Consulta a mis abogados -dijo Jenny cerrando su libreta de notas
y disponiéndose a salir.
-Ya lo he hecho, y estos papeles son el resultado. Por amor de
Dios, Jenny, esto es sumamente importante para ti.
-Nada que puedas decirme... -dijo Jenny, pero no se retiró.
Continuaba mirándole sobriamente mientras él avanzaba.
-No se trata de lo que yo «diga., Jenny; es lo que «digan. tus
abogados y los míos. -Se sentó cerca de una mesa.
Los ojos castaños de Harald escudriñaban gravemente a Jenny y
ella se sintió impresionada a pesar de sí misma. Se acomodó rígidamente en
el borde de su silla y enlazó las manos sobre las rodillas. Miraba fijamente un
punto de la amplia frente de Harald, con repugnancia y odio.
Harald tomó los papeles y se puso a estudiarlos sin dirigir para
nada la mirada a Jenny.
-Jenny, tú sabes que no quiero esta isla. Detesto la parte del
testamento de tu madre que establece que debo permanecer por lo menos
siete meses consecutivos aquí o perderé los atractivos ingresos provinentes
de su opulenta herencia, que debo mantener en depósito para ti y que será
tuya cuando yo muera. Mis ingresos llegan a los treinta mil dólares por año,
algunas veces a mucho más, depende de los dividendos que den las
inversiones realizadas. No es una suma que se abandona sin más.
-¿Piensas abandonarla? -preguntó Jenny aturdida-. ¿Quieres decir
que...dejarás la isla...para siempre? -Eso está enteramente en tus manos,
Jenny.
No podía creerlo. Las líneas tensas de su rostro juvenil se
distendieron con una sensación de asombro y trémula esperanza. Al notarlo,
Harald se sintió invadido por un dolor y una tristeza muy profundos. Miró
atentamente los papeles que tenía en la mano.
-Sabrás, Jenny -dijo con una voz muy afable-, que me estoy dando
a conocer como artista famoso. Eso no te interesa, ya lo sé; pero me fue muy
bien en Filadelfia. Tengo pedidos muy importantes y puedo vender todo lo que
produzca; pero no quiero quedarme aquí, pues este lugar me sofoca. Sé que
eso te ofende, pero es así. Cuando vivía tu madre no permanecíamos aquí
períodos muy largos. Viajábamos, éramos libres, teníamos momentos muy
felices ...
Jenny profirió un sonido ronco, y Harald levantó la vista, advirtiendo
en el rostro de la muchacha una densa amargura y un súbito avivamiento de
su emoción.
-Sí, así fue, Jenny. Tu madre y yo fuimos muy felices juntos,
aunque tú no quieras creerlo. Fue un acuerdo satisfactorio para los dos. Un
acuerdo mutuo. Yo quería mucho a tu madre. ¿Qué dices? -preguntó al
repetir ella el ruido ahogado.
-No importa, Harald. No me interesan tus «momentos felices» con
mi madre. Sigue con el importante negocio. Has dicho que quieres irte.
-Sí. -La tristeza que le invadía era como una antigua dolencia para
él y el ansia que sentía por tener a Jenny para sí era el apetito más voraz que
había sentido jamás-. Ahora bien: si me voy, pierdo todos los ingresos que
tengo por herencia, estoy dispuesto a hacerlo con una condición. He
confeccionado un contrato, un contrato contigo. Es cierto que aún eres menor
de edad, pero los juristas actuarán en tu nombre si das tu consentimiento.
Harald sabía bien que no era cierto.
-Cuando me vaya para siempre entrarás inmediatamente en
posesión de los millones que dejó en depósito tu madre. Voy a resumir. Si tú,
cuando tengas en tu poder ese dinero, me das solamente trescientos mil
dólares, voy a renunciar a mis derechos a los ingresos vitalicios de la
herencia, una suma global de trescientos mil dólares y yo te dejaré tanto el
dinero como la isla. ¿Me entiendes?
-Sí. -Estaba más asombrada que nunca. Comenzó a temblar de
esperanza y sintió una creciente alegría. -¿Quieres leer estos dos contratos,
el tuyo y el mío, ahora mismo?
-Sí, por favor.
Extendió la mano y él se acercó más para dárselos. Las manos de
Jenny temblaban, pero los leyó con voz clara y firme: «Yo, Jenny Louise
Heger, convengo por este documento en entregar a Harald Farmington
Ferrier, la suma de trescientos mil dólares de la herencia de mi difunta madre,
Myrtle Schiller Heger Ferrier, que quedará en mi posesión cuando el
mencionado Harald Farmington Ferrier renuncie a todos sus derechos a los
ingresos que obtiene de la herencia y abandone su residencia en la isla
llamada Heart's Ease para no volver jamás. Me dejará en posesión plena de
la residencia y la herencia, sin poder reclamar nada y bajo juramento escrito
de que ha hecho renuncia de todos sus derechos a dicha residencia y
herencia para siempre, por propia voluntad y deseo.»
Jenny recorrió rápidamente el papel sospechando algún engaño.
Luego leyó el contrato de Harald: Contra entrega de la suma de trescientos
mil dólares ($ 300.000) de la herencia de mi difunta esposa, Myrtle Schiller
Heger Ferrier, renuncio por este documento a todos mis derechos a la referida
herencia y a la residencia llamada Heart's Ease, y abandonaré dicha herencia
y la residencia para siempre ... lO.
Jenny lanzó un suspiro largo e inteligible. Miró a Harald con una
expresión casi sonriente.
-Mañana -dijo él- tendremos que ir a ver a los abogados y firmar
estos contratos ante testigos. ¿Estás dispuesta?
-¡Sí, sí! -exclamó ella fervorosamente.
Harald extendió la mano y Jenny le entregó los papeles.
Luego se quedó silencioso, mirándola. El rostro de la muchacha
era suave, joven y en aquel momento tenía una expresión dulce; parecía
poseída por un sueño extático. La miró durante largo rato. ¿En qué podría
estar pensando aquella tranquila y enigmática muchacha, tan joven, ingenua y
espiritual, para que su rostro brillara tanto y sus labios pálidos estuvieran tan
rosados?
-Espero que entiendas que éste es un gran sacrificio para mí,
Jenny -dijo por fin. Ella se sobresaltó y le miró por un instante sin reconocerlo.
-¿Sacrificio?
-Sí. Ese dinero representa para mí apenas diez años de renta de la
herencia de tu madre. Tendré solamente cuarenta y tres años -si es que sigo
gastando treinta mil dólares al año como lo he estado haciendo- cuando el
dinero haya desaparecido. ¿Aprecias ese sacrificio, Jenny? Gozo de muy
buena salud y podría vivir hasta los setenta años en esta isla, y la renta
seguiría llegándome constantemente, con probables aumentos. Cientos de
miles de dólares como mínimo, sí, estoy dispuesto a dejarlos para
complacerte.
-A mí...me ha parecido que decías que este lugar te sofoca.
Harald sonrió y sus ojos castaños la miraron con amabilidad.
-Así es; pero aun así tengo cinco meses libres para ir adonde
quiera y seguir recibiendo el dinero y la seguridad. ¡Un hombre puede
aguantar muchas cosas por treinta mil dólares por año durante toda su vida!
Jenny se sentía confundida y le miró ceñuda, tratando de
comprender.
-Me has hecho niuy dolorosa mi estancia aquí, Jenny.
-¿Dolorosa? -preguntó ella sonrojándose desmesuradamente.
-Sí. Pero, aun así, se puede soportar mucho dolor por treinta mil
dólares por año hasta el fin de la vida. ¿Qué son diez años de ingresos y la
libertad comparados con eso?
-Y entonces... ¿entonces por qué lo haces?
Harald puso los papeles sobre la mesa y los miró. Su perfil era
sombrío, con una expresión que ella no le había visto nunca antes. Por
primera vez no sintió desagrado por su hermosura ni repugnancia por su
cabellera rizada; pero la idea de no volver a verle más, de no volver a
escuchar su voz o sus pasos, la hacía temblar de ansiedad.
Harald comenzó a hablar lentamente mirando los papeles, como si
leyera lo que decía.
-Jenny, ya te he dicho que has hecho que me resultara doloroso
cada momento vivido aquí. Has sido ruda y desagradable conmigo, incluso
diría salvaje, desde que murió tu madre. Antes eras amistosa y casi te reías
conmigo. Quizá te hayas sentido amargada por su testamento y, en cierta
forma, no te lo reprocho. Yo me habría sentido igual en idénticas
circunstancias. Es una afrenta para una hija única, pero tu madre te quiso
muchísimo, Jenny. Nunca he podido comprender ese testamento. Quise que
Myrtle lo cambiara ...
-¡Lo sé! -Ahora su rostro se tornó oscuro y furioso-. ¡Sé que
escuchaste que ella me decía, en el vestíbulo, que sabía que había cometido
una injusticia conmigo y que iba a cambiar su testamento! ¡Y eso pasó sólo
dos días antes de que muriera!
Harald no demostró sorpresa, pues su madre le había revelado
aquello unos meses antes.
-Sí, es completamente cierto, Jenny; y yo me sentí contento.
-¡Contento! -Jenny se puso en pie de un salto, inclinándose hacia él
con violenta furia y hablando con los dientes apretados-. ¡Estabas tan
contento que tú y tu hermano os pusisteis de acuerdo para matar a mi madre
antes de que cambiara el testamento! ¡los oí a los dos! ¡Y él lo hizo! ¡Lo hizo,
ese asesino!
Harald se puso intensamente blanco. Se levantó muy lentamente y
se le enfrentó. Trató de hablar, se humedeció los labios y probó de nuevo. Su
propia voz le sonó extraña.
-¿Estás loca, Jenny? ¿Has perdido la razón? -Sus ojos se dilataron
y quedaron fijos como ámbar.
Ella hizo una mueca que le deformó el rostro. -¿Acaso crees que
me importa ese dinero? ¿Crees que es importante para mí? ¿Crees que
estaba enfurecida por el testamento de mi madre? ¡Ese dinero era suyo!
¡suyo!
¡Podía hacer con él lo que le diera la gana, en cuanto a mí se
refería! ¡Para mí no significaba nada, nada en absoluto! Pero su...su vida lo
era todo para mí y la asesinasteis para impedir que cambiara su testamento.
¡Tú puedes mentir una y otra vez -¡qué mentiroso has sido toda tu vida!-, pero
nada podrá alterar nunca la verdad!
Harald miró involuntariamente la puerta cerrada con expresión
dolorida y alterada.
-Jenny, baja la voz. ¿Cómo puedes pensar eso de mí y de Jon?
-Era él quien temblaba ahora-. De modo que era eso lo que andaba mal
desde que murió tu madre. Jenny, Jenny, estás loca. Créeme, estoy
convencido de que estás loca.
-¡Loca! -Echó hacia atrás la cabeza con tanta furia que le
sobresalieron los músculos del cuello como si fueran blancas sogas. Se echó
a reír, con un sonido corto y estremecedor-. ¿Es eso todo lo que puedes decir
sobre tu crimen, pues bien sabes que eres culpable? ¡Tú y tu hermano, el
doctor!
La cogió por un brazo y la sostuvo, y cuando ella trató de soltarse
lo apretó más.
-Escúchame, idiota -le dijo en voz baja-. Escúchame a mí en vez de
escuchar tus locas fantasías. Tu madre murió de un ataque al corazón. Desde
hacía meses sabía que iba a morir, pero no quería que tú y yo lo supiéramos.
Hizo que mi hermano le prometiera no revelarlo. Pero al morir ella él me lo
dijo. Era una mujer valerosa. No quiso que estuviéramos tristes antes de
tiempo. Una mujer valerosa. Sabía que podía morir en cualquier momento,
pero no nos dijo nada. ¡No vaya permitir que tu locura le haga daño! ¡No lo
vaya permitir, Jenny!
Ella trató de apartarse de él con más fuerza, enloquecida, y él la
soltó, casi se cayó al quedar súbitamente libre y tuvo que agarrarse a una silla
para evitar caer de cabeza. Él, de pie, la miraba serio, con cara que para ella
era la de un extraño, fría, rigurosa y condenatoria. A pesar de su furia salvaje
y del odio que sentía, Jenny se quedó confundida y quieta.
-Voy a hacer que te examine un médico, Jenny, y que te recluyan
hasta que quedes curada de tu loca obsesión. Lo digo en serio, Jenny; pero
antes de hacerlo quiero que me digas de dónde sacaste esa idea torcida,
pues tienes una mente torcida, una mente extraña, peculiar e inhumana.
-¡Muy bien, te lo vaya decir! -gritó, mientras le corrían las lágrimas
por la cara y se le atascaba el aliento en la garganta-. Fue la noche en que
murió. Tu hermano vino a verla y después los dos bajasteis al vestíbulo
hablando, casi susurrando, y yo tuve miedo por mi madre. Sabía que estaba
enferma, pero no tanto. Jon la trataba; venía casi todos los días. Pensé que
los dos me ocultabais algo y entonces me deslicé por la escalera sin que me
vierais, y os escuché murmurando en el vestíbulo.
Se detuvo, tragó saliva y contuvo un sollozo. Toda una vida de
pena y sufrimiento le ahogaba el aliento. Se llevó la mano a la garganta,
sofocada.
-Sigue -le ordenó Harald con la misma voz implacable de su
hermano.
-¡Yo no...escuché suficiente, pero sí lo bastante! «Le di una
inyección, va a dar resultado».
La cara de Harald adquirió la misma expresión de Jon; firme, dura y
retraída.
-Sigue -dijo con calma.
-¡Ella necesitaba la digitalina para mantenerse viva!
¡Pero vosotros se la quitasteis y yo no pude encontrarla! y luego...y
luego...dos horas después murió, después de la inyección.
Jenny se cubrió la cara con las manos.
Harald esperó. Tenía el rostro empapado de sudor.
Cuando Jenny dejó caer por fin las manos, pudo ver su abismal
dolor y su desesperación, pero no se sintió conmovido.
-¿Pidió tu madre la digitalina, Jenny?
-No, pero yo siempre se la daba por la noche; era lo último que le
daba, y no pude encontrarla. Quise preguntarle, pero lo...lo...que tu hermano
le dio...le había provocado una somnolencia. Creo que entró en coma... ¡Oh,
Dios mío, no lo sé! Pero no volvió a despertar.
Harald movió la cabeza lentamente, como ofuscado, y se sentó
mirando el suelo en silencio.
La muchacha sollozaba, un llanto seco que le sacudía todo el
cuerpo. Se apoyaba en el respaldo de una silla y todo el cuerpo se le doblaba
de angustia. Por último, los ruidos que hacía despertaron a Harald de su
abstracción y la miró, lleno de compasión.
-Jenny, Jenny. Aquella noche, cuando vino Jon la encontró
prácticamente en agonía. Pensó en llevarla a un hospital, pero resolvió que
estaba demasiado enferma para trasladarla. Todo el día había tenido dolores
muy fuertes y no nos había dicho nada, ¿no fue así? Pero yo sabía que
estaba mucho más enferma que lo habitual, mandé buscar a Jon y él vino.
Dijo que había una cosa muy nueva que iba a probar como último recurso: la
adrenalina. Tu madre se moría, Jon estuvo a su lado hasta que se quedó un
poco más tranquila, pero ya en su dormitorio me dijo que no viviría, aunque
quizás hubiera una leve esperanza. Que regresaría por la mañana. Pero
murió durante la noche.
-¡Mientes! ¡Mientes! ¡Tú querías su dinero! ¡Ésa fue la única razón
por la que te casaste: su dinero! -Pero Jenny pareció quedar apabullada de
repente-. ¡Y...la hiciste matar! ¡Querías que muriera antes de que pudiera
cambiar el testamento!
-¡Oh, Jenny, eres una idiota! Jenny, ¿te olvidas de que tu madre
fue llevada al hospital a la mañana siguiente? Estabas tan deshecha que no
preguntaste por qué, pero yo lo sabía, Jon quiso que se le hiciera una
autopsia. Las autopsias son muy importantes para los médicos. Di mi
consentimiento. Después me arrepentí, pensando en el cuerpo de Myrtle,
¡pero, por Dios, ahora me alegro! ¡Dios, cómo me alegro! Tu consentimiento
no era necesario; es el marido quien decide. El corazón de tu madre fue
examinado detenidamente por cinco médicos por lo menos, además de Jon.
Se trataba de un caso clásico de lo que ellos llaman infarto de miocardio.
Creo que se trata de un gran coágulo de sangre. En cierta forma, la
enfermedad que la aquejaba no había tenido nada que ver con la causa de su
muerte. Podía ocurrirle a cualquiera, pero en su caso era peor debido a que
tenía un corazón débil. Se maravillaban de que hubiera podido sobrevivir
antes de que llegara Jon. Además, uno de los médicos escribió sobre el caso
en una revista médica, con fotografías.
-Mientes -susurró Jenny. Fue sólo un susurro, pero una fría
expresión de horror comenzó a extendérsele por la cara.
Harald suspiró y se encogió de hombros.
-Jenny; las notas tomadas en el hospital están ahí para que las
leas tú misma. Puedes ir a St. Hilda mañana, preguntar por el doctor Louis
Hedler y pedirle que te muestre los registros. Como hija de Myrtle no se va a
negar. Oh... -y rió con una risa muy cercana al desprecio-, ¿crees que todos
los doctores, incluyendo a Hedler, están complicados con Jon y conmigo? Tal
vez creas que todo Hambledon conspiró con Jon para «asesinar» a tu madre.
Jenny se derrumbó sobre una silla y le miró con ojos desorientados
clavados en un rostro gris. No podía hablar.
-¡Pensar -dijo Harald- que basándote en algo que escuchaste a
escondidas has podido pensar que mi hermano, un médico de prestigio, había
conspirado conmigo para matar a tu madre! ¿Para qué? ¿Para quedarse con
un poco de su dinero? Ella me quería, Jenny, y yo sabía que pensaba
cambiar su testamento. Pensaba darme la mitad de su fortuna a mí y la otra
mitad a ti, sin ninguna condenable disposición de encerrarme en esta
detestable isla durante siete meses de mi vida todos los años. Lo discutimos,
Jenny, antes de que te lo mencionara.
Sacudió la cabeza, apoyó los codos sobre las rodillas y se cubrió la
cara con las manos.
-Es todo culpa de Pete -dijo como hablando consigo mismo-. Él te
deformó, te apartó de la vida, de la gente, y me imagino por qué lo hizo. Decía
que tú eras su princesa. Me lo dijo tu madre. Eras su querida. Nunca te
dejaría escapar hacia una vida cuerda y normal, pues verías las cosas claras,
verías todo el mundo que perdías. Llegaría el momento en que le dejarías por
alguna otra persona, algún otro hombre. ¿Penetras conmigo, Jenny, en esa
cloaca que fue la mente de tu padre? No me mires así, Jenny. Podría
lamentarlo por ti, después de todas tus acusaciones, pero no quiero hacerlo
todavía. Creo que quiero reírme un poco de ti, despreciarte un poco, aunque
sé que no tienes tú la culpa, son tus fantasías, las fantasías que tu padre
estimuló para que nunca le dejaras. Construyó para ti un mundo de locura
para que tuvieras miedo de los demás, para que sospecharas que había
dragones en todos los rincones, para que desconfiaras de todo el mundo.
Para mantenerte encerrada para él solo. Tengo algunas cartas, que tu madre
me escribió cuando yo estaba en Nueva York -agregó dejando caer las
manos-. Fue antes de que nos casáramos. Ya estábamos comprometidos y
me decía que esperaba que la vida normal que te pudiéramos dar juntos te
cambiaría y te haría libre de una vez por todas. Esta noche te daré las cartas,
Jenny. No quería que las vieras, pero creo que necesitas el castigo.
Se levantó muy cansado, abatido, y miró a la muchacha, que tenía
la cabeza caída sobre el pecho. Deseaba con toda su alma acariciar aquel
pelo negro que parecía cristal reluciente. Hubiera querido abrazarla y
consolarla tiernamente, sin pasión. Se había convertido súbitamente en una
niña deshecha, vencida. «Jenny, Jenny -pensó-. Esto va a pasar; eres joven y
te recuperarás. Y quizá pueda haber alguna esperanza para mí, después de
la pesadilla que has vivido.»
Pero Jenny también pensaba. «Jon, Jon: ¿Cómo puedo volver a
verte? ¿Cómo puedo atreverme a mirarte? ¡Oh, Jon!, ¿podrás perdonarme
alguna vez? Debo de haber perdido la razón, estaba dispuesta a creer
cualquier cosa de Harald, pero ¿cómo pude haberla creído de ti?» Aquella
noche, cuando por fin pudo subir la escalera, débil y temblorosa', encontró las
cartas de su madre sobre la mesa. Las leyó todas, llorando.
****
Jenny no pudo dormir aquella noche. Y Harald tampoco.
Su gesto hacia Jenny con referencia a la herencia de su madre
había sido por lo menos parcialmente sincero. Encontraba la isla cada vez
más desagradable y los meses que se veía obligado a pasar allí, eran meses
que describía a sus amigos de Filadelfia, Nueva York y Boston como su
«encarcelamiento». No estaba en consonancia con sus gustos modernos ni
sus costumbres y encontraba el ambiente opresivo. Se sentía inquieto cada
minuto que vivía allí, pues desde su más tierna infancia había soñado con una
existencia más cosmopolita que la que podía proporcionarle el ritmo lento del
pueblo. Por más que era afable, agradable y atractivo, tenía pocos o ningún
verdadero amigo en Hambledon, pues su naturaleza le impedía apegarse
demasiado a los amigos ni a la sociedad. Por otra parte, la gente se siente
inclinada a ser muy parcial en materia de política o de costumbres y muy
emotiva en otras cosas, y Harald no era de temperamento parcial ni emotivo.
Ambas cosas le resultaban aburridas. Le gustaba el camino fácil, agradable,
el camino tranquilo de aceptar más que de rechazar, y de no adoptar nunca,
en ningún momento, una posición irreductible.
Pero amaba a Jenny. Al principio la idea le resultó divertida.
Después, al provocarle dolor, encontró su condición de enamorado turbadora
y excitante a la vez. Quería de veras a la muchacha, pero la quería sin su isla.
Al hacerle la oferta de devolverle su herencia, también le devolvía la
aborrecida isla. Había creído hasta entonces que su furioso y constante
antagonismo desde la muerte de su madre era debido a su enojo por haber
sido tratada en forma tan fría en el testamento, pues Harald, pese a su
agradable e indiferente enfoque de la vida, valoraba el dinero por encima de
todas las cosas y no podía concebir que hubiera gente que fuera
desinteresada. Al dar a Jenny la herencia de su madre creía que eliminaba
tanto su antagonismo como los motivos de su rechazo. Al igual que su
hermano Jonathan, pensaba que las mujeres estaban dispuestas a los
romances fáciles y que él las impresionaba siempre. No había razón para
creer que Jenny sería una excepción.
Si ella no se hubiera echado contra él como un águila salvaje, todo
espolones, pico agudo y furia loca, el siguiente paso después de la aceptación
de sus condiciones hubiera sido recordarle amablemente que la amaba. Lo
había planeado todo, como una escena teatral. La gratitud y alegría ante la
perspectiva de recibir todo el dinero de su madre y la isla por añadidura, la
suavizarían, le tomaría en serio y hubiera hecho pensar que el dinero no lo
era todo para Harald Ferrier, pero para ella sí. Ninguna mujer puede evitar
sentirse halagada y conmovida ante tales muestras de devoción y sacrificio,
especialmente cuando desaparece el obstáculo. Dentro de pocos días, pues
Jenny era una muchacha reflexiva, empezaría a sentir afecto por él y
lamentaría haberlo tratado con tanta maldad e injusticia. El futuro sería
entonces inevitable.
Su parte en el libreto había sido perfecta en cuanto a la letra; pero
después parecía haber enloquecido. Jenny había reaccionado al principio de
la manera esperada, pero luego se había apartado de las frases planeadas
por Harald, de las palabras de gratitud, y había iniciado un discurso explosivo,
de su propia cosecha. A partir de entonces la comedia había fracasado, los
actores decían lo que se les ocurría con un total desprecio hacia el autor,
Harald Ferrier. Había montado una comedia-melodrama dentro de una línea
agradable, maneras suaves e insinuaciones poéticas, y todo se había
transformado en una trágica farsa, en una tragicomedia.
Estaba tendido sobre su cama -más bien la de Myrtle-,
derritiéndose por el calor que no cedía, miraba las estrellas y la luna cálida sin
saber si mal decirlas o echarse a reír. Pobre Jon: no bastaba con que le
hubieran acusado de dos asesinatos. Aquella noche habían vuelto a acusarlo
de otro, tan absurdo, tan elaborado por la mente de esa pobre muchacha
estúpida que sospechaba de todos y de todo que el propio Jon lo hubiera
encontrado dolorosamente divertido. «Más adelante, cuando Jenny y yo
estemos casados -pensó Harald-, se lo contaré. Jon no tiene sentido del
humor, solamente un ingenio brutal. Aun así, le va a parecer divertido e
increíble.»
Harald no tenía la intención de entregar a Jenny la herencia de su
madre y renunciar a sus derechos sobre la isla si ella seguía negándose a su
proposición. Si le rechazaba no firmaría los contratos. Su pequeño discurso
sobre la visita a sus respectivos abogados no tenía otro fin que el de
impresionarla, apareciendo ante ella como una figura heroica y sacrificada,
atractiva, benigna, amante, devota. Mañana sería otro día. Se fingiría
sumamente ofendido por sus acusaciones y no se permitiría a sí mismo
perdonarla tan pronto, a fin de tomarse tiempo para "pensar» el asunto
cuidadosamente.
En realidad se había sentido impresionado y considerablemente
alarmado ante las locas acusaciones de Jenny, pero no tanto. Conocía mucho
más que su hermano la voluble naturaleza humana y sus irracionales
tormentas y nada le sorprendía, sobresaltaba ni confundía. Su estado de
consternación no tardó en desintegrarse y se sintió más bien divertido. Sentía
cada vez más lástima por Jenny, que había albergado durante tanto tiempo
aquella horrible sospecha en su mente ingenua. «1enny, Jenny -pensó con
cariño-, si yo hubiera querido librarme de tu madre, lo habría hecho con
muchísima más delicadeza. Y, ciertamente, ni en sueños habría confiado en
Jon para que me ayudara. ¡Qué poco conoces a nadie!»
Sintió que recuperaba su habitual urbanidad y tranquilidad de
espíritu. Finalmente se durmió pensando que tanto si Jenny se casaba con él
o no, siempre le quedarían los ingresos de la opulenta herencia de su madre.
No se le ocurría siquiera pensar que Jenny pudiera rechazarle. Después de
todo, ¿quién más la querría? ¿Quién querría casarse con una muchacha que
recibía por todo ingreso cien dólares al mes, con la perspectiva, es cierto, de
heredar eventualmente una gran fortuna? Pero aquellas perspectivas eran
para un futuro muy lejano y los muchachos jóvenes tienen poca fe en el
futuro. Quieren el presente.
Si Jenny se casara con él, sería dueño no sólo de la única mujer
con la que siempre quiso casarse con deseo, pasión y amor, sino que tendría
por añadidura aquel hermoso dinero. Venderían la maldita isla o la alquilarían.
No significaba nada para Harald, que se estaba sumergiendo en un
placentero sueño. Soñó que la isla había sido destrozada y aplastada por un
huracán, y que él y Jenny, a bordo de un lujoso trasatlántico, la veían alejarse
hecha pedazos, y se reían.
28
****
El senador Kenton Campion salió de la hermosa victoria de su
hermana y echó una mirada hacia la enorme y monstruosamente fea casa del
doctor Martin Eaton, pensando, como siempre, que si la suya era ridícula para
Hambledon, la del doctor Eaton tendría que ser demolida en interés de la
belleza pública, después de su pública condenación. Pensó que no era peor
que otras casas sobre el River Road y que tenía unos jardines notoriamente
hermosos y una preciosa vista del río, además de grandes extensiones de
tierra; pero no dejaba de ser espantosa y era un insulto para la mirada.
Una criada le introdujo en la gran sala y en seguida apareció
presurosa Flora Eaton, con un delantal de jardinería, la cara húmeda y el
cabello despeinado. Tiró a un lado sus guantes de jardín y entró en la
habitación con su vestido flotando alrededor de su figura angulosa.
-¡Querido, Kenton querido! -exclamó-. ¡Qué contenta estoy de
verte! ¿Cómo está la querida Beatrice? Perdona mi aspecto -mis arvejas,
sabes, con este tiempo no andan bien del todo-. ¡Martin se sentirá tan feliz de
verte! ¿Té helado, Kenton, o quizás... -y sus pálidos labios dibujaron una
mueca traviesa- una gotita de algo?
-Una gotita de algo, querida Flora -dijo el radiante senador,
envolviendo las delgadas manos pecosas de la mujer con sus cálidas palmas
gruesas-. ¿Dónde está Martín?
Flora estaba sin aliento, como siempre, y hacía muecas en la forma
que se había puesto de moda, movía los dedos, sacudía la cabeza, y movía
convulsivamente los hombros. Al senador le disgustaba aquella moda que
había sido copiada de las hermosas componentes del Sexteto de Florodora, si
bien aquella agitada animación no resultaba repelente en una muchacha,
aunque sí cansadora. No obstante, una señora de la edad de Flora debería
saber comportarse, pensaba para sí. Le ponía nervioso. ¿Qué era lo que le
recordaba, tanto ella como otras señoras? Alguna enfermedad. Sí: la de
Parkinson.
Flora le informó atragantándose que su marido estaba en su
estudio, como de costumbre por la mañana, pero le llamaría y podrían charlar
cómodamente. Sus ojos hundidos giraban significativamente, los grandes
dientes lanzaban destellos, los codos, manos, caderas, hombros, se movían
hacia todos lados y no paraba de levantarse y bajarse sobre los dedos de los
pies.
-¡No, no, querida Flora! -gritó el jovial senador-. ¡No pienso sacarte
ni por un momento de tu hermoso jardín! Debía de haber llamado primero.
Voy directamente al estudio de Martin. Asunto espinoso, querida, asunto
espinoso nada apropiado para los oídos de una dama. Conozco el camino.
¡No te molestes, querida, no te molestes!
Le rozó afectuosamente el anguloso hombro y salió con mucha
rapidez para un caballero de su circunferencia y volumen. Flora le miró con
gesto lánguido. Era tan bueno, tan amable, tan dulce, tan distinguido. Buscó
sus guantes y volvió corriendo al jardín, donde estaba preparando té para la
tarde.
El senador trepó por las escaleras. Ahí también estaba todo
cerrado, en penumbra, y el aire estancado olía a cera, barniz recalentado y
polvo aromático. Pasó de un cuarto a otro, todos con las puertas cerradas,
hasta que llegó al estudio, a cuya puerta llamó rápidamente.
-¿Martin? Soy Kent Campion. ¿Puedo verte unos minutos?
Oyó un crujido, un murmullo áspero y luego una especie de susurro
que se acercaba. Se abrió la puerta y una figura alta apareció en el dintel,
mirándolo seriamente. La cara que una vez fuera rellena en un año se había
hundido. Su cabeza calva ya no brillaba; la piel era amarillenta y
apergaminada. Los ojos que una vez fueran azules y amables se habían
oscurecido y estaban entrecerrados. Sólo quedaban la nariz grande y los
labios gruesos, que no eran más que ruinas. Martin se apoyaba de forma
lamentable en dos bastones y su costado izquierdo estaba casi
completamente paralizado.
El senador miró a su alrededor. La compasión no era una de sus
virtudes, pero en aquel momento sintió lástima. Recordaba alegres días
festivos en aquella biblioteca y las risas y bromas varoniles, cuando ardía un
gran fuego en el hogar de mármol y la nieve del invierno se acumulaba en las
largas ventanas. Ahora sólo quedaban los recuerdos y sobre aquel escritorio,
antes repleto de libros y carpetas médicas, sólo había una botella, un vaso y
un cántaro de agua.
El senador, aún radiante, se sentó cerca del escritorio y pensó,
pero sólo por un instante, que estaba aquí para tratar un negocio sucio y que
hubiera deseado que no fuera necesario. Sin embargo, lo era de veras.
Además, en cierta forma, hacía un favor a Martin. No había duda alguna de
que el abatido doctor había estado pensando durante un año en vengarse y
estaba ahora así porque no había podido lograrlo. Su querido amigo, el
senador Kent Campion, venía a ponerle la venganza en las manos; y al
pensar en eso volvió a sentirse alegre.
-Sí, sí, Martin, vaya tomar un trago. Gracias. Observó cómo el
inválido tomaba otro vaso, lo observaba para ver si quedaban restos y luego
lo llenaba con whisky y agua.
-Gracias -repitió el senador inclinándose hacia delante para tomar
el vaso-. ¿Cómo estás, querido y viejo amigo?
-Esperando la muerte -dijo Martin lentamente. El senador se echó a
reír alegremente.
-¡Oh, por favor, qué morboso estás! Naturalmente, bromeas.
Todavía eres un hombre joven, Martin. Tienes el mundo por delante. Eres dos
años menor que yo. ¿Por qué no te sientas afuera, en tu jardín, en ese
maravilloso jardín tuyo? Es tan agradable en esa época, con esas
maravillosas brisas frescas del río.
El doctor se había sentado dolorosamente y con sumo cuidado.
Puso a un lado sus bastones, apoyó la mano derecha sobre la izquierda, que
estaba paralizada y que parecía una garra. Miró al senador con unos ojos tan
hundidos y casi cerrados que parecía que no tenían vida ni color.
-No me importa nada -dijo.
Levantó la botella y cuando el senador quiso ayudarle le rechazó
con un gesto de agotamiento. Llenó su vaso, agregó un dedo de agua, se lo
llevó a los labios y bebió como un hombre que estuviera muriendo de sed. El
senador le miraba, maravillado de que pudiera beber tanto y no por primera
vez aquel día.
-Ahora, Martin -le dijo con su habitual ampulosidad-, tenemos que
reaccionar, realmente tenemos que hacerlo, por el bien de
nuestros...ahhh...amigos...nuestra...hummm...comunidad...por
nuestros...hummm...seres queridos. Nos lo debemos a nosotros mismos, a los
demás. No somos personas sin importancia. Somos respetados, admirados,
necesitados. Nosotros...
-Cállate, Kenton -le interrumpió con voz cansada y la mano
derecha volvió a inclinar la botella sobre el vaso-. ¿Qué quieres? Siempre
quieres alguna cosa.
-¿Te parece amable eso? -dijo Kent Campion, que sonreía
cordialmente. Bebió de su propio vaso tratando de no fijarse en la capa de
impresiones digitales que lo cubría-. Hemos pasado muchas horas felices en
esta habitación, mi querido Martin; muchas horas. Te extrañamos;
extrañamos aquellas horas felices. Vamos a volver a vivirlas, te lo prometo,
cuando todo esto haya sido olvidado y...hummmm...consumado.
Un hombro delgado y ancho se movió debajo de la bata y sus ojos
moribundos se fijaron atentamente en el político. Trataba de perforar la
semioscuridad y el senador, .perceptivo como todos los políticos, era
consciente de aquella concentración sobre su persona, de la súbita
observación vigilante. Acercó su silla al escritorio.
-Estoy aquí para traerte la satisfacción con que has estado
soñando durante meses, Martin, durante meses. Sucederá un milagro que
llenará de paz a tu corazón y te devolverá la salud.
-Sigue -dijo la desfalleciente voz, esta vez un poco más viva.
-Jonathan Ferrier -dijo el senador.
Esperó alguna señal de emoción al oír el nombre odiado, un
temblor del lado no paralizado de la cara, una exclamación, un tenue grito, tal
vez un movimiento involuntario. No ocurrió nada. Martin Eaton continu6
mirándole durante un largo rato con aquellos ojos sin decir una palabra.
Finalmente giró rígidamente la cabeza con su calvicie amarillenta y miró las
ventanas cerradas. Parecía haberse olvidado completamente de su visitante.
-Jonathan Ferrier -repitió el senador, pensando que Martin había
perdido la razón y se había olvidado de su nombre.
-Ya te he oído -dijo Martin sin dejar de mirar hacia las ventanas y
sin hacer el menor movimiento.
El senador tosió.
-El hombre que todos seguimos creyendo que mató a tu sobrina y
al hijo que aún no había nacido.
Bueno; ¿qué diablos le pasaba a este tipo?
-¿Todavía lo creéis? -preguntó Martin con voz distante y apagada.
-¡Claro, claro, querido amigo! Nadie cree que sea inocente. Corren
rumores de que compró a algunos miembros del jurado.
Martin volvió a cerrar la mano derecha sobre la izquierda y
lentamente, muy lentamente, se frotó la carne seca sin mirar ni por un instante
al senador. Su boca color ceniza temblaba incontrolablemente, lo que llenaba
de satisfacción al senador, pues ahora estaba seguro de que así expresaba
su dolor y su inconsolable pena.
-No compró a los jurados. Eran hombres decentes -dijo por fin
Martin.
El senador frunció las cejas.
-Ah, bueno; tú sabes lo que son los rumores, Martin.
Yo nunca les presto oídos; pero ¿quién puede detener las lenguas?
¿Y...aquellas viejas historias? Pero sabemos que Ferrier fue culpable, y tú
también lo sabes. ¿Acaso no te levantaste en la sala del tribunal cuando se
leyó el veredicto, y gritaste: «¡No, no, no!»?
El caído pecho que fuera una vez macizo y fuerte se levantó
ostensiblemente y el senador esbozó una leve sonrisa. Se veía que el viejo
odio seguía quemando allí, a pesar de la cara muerta y pasiva, la cabeza
apuntando hacia otro lado y los ojos que se ocultaban.
-Sí -dijo Martin-. Lo hice.
-De modo que sabías que era culpable.
-Era culpable -musitó Martín luego de un silencio largo y opresivo.
-Bueno, pues -dijo Campion con reverdecida satisfacción-, ahora
tengo buenas noticias para ti. ¿Me escuchas, Martín? Sí. He oído decir que
Ferrier ha decidido permanecer en Hambledon después de todo, para destruir
y dañar a su voluntad, para refregarnos sus crímenes por la cara. Pero hemos
decidido que esta pequeña ciudad no puede seguir siendo difamada y
avergonzada por su presencia. Hemos...estado trabajando no sólo para que le
revoquen la licencia en todo el territorio del Estado, sino para que se la retiren'
permanentemente y en todas partes. ¿Quién le va a dar abrigo y privilegios
cuando la Soberana Comunidad de Pensilvana no le permita ejercer nunca
más y le expulse?
Esta vez la arruinada cara se volvió casi con rapidez hacia el
senador. Por primera vez apareció en ella un agudo destello debajo del hueco
de los ojos, una llama intensa y fija. El senador hizo un amplio gesto.
-Sí, querido y viejo amigo; sÍ.
-Es un médico -dijo Martin, esta no era exactamente la respuesta
que esperaba el senador.
-Bien -dijo haciendo un movimiento con la mano-. Pronto dejará de
serlo.
Miró a Martin mientras encendía uno de sus macizos cigarros y
luego depositó el fósforo en un cenicero de bronce. Martin vigilaba cada uno
de sus movimientos como si se sintiera poderosamente fascinado.
-Con tu ayuda, Martin.
Martin había fijado la mirada en el cigarro y los labios volvieron a
temblarle.
-Todo lo que has sufrido por su culpa -dijo el senador- será
vengado. La pobre y adorable Mavis será vengada. Te lo prometo, mi querido
amigo, te lo prometo.
Pero, para consternación del senador, la cabeza grande y
arruinada comenzó a moverse de un lado a otro, en una rotunda negativa.
-El es médico -volvió a decir Martin.
-¡Sí, pero qué médico! -dijo el senador humedeciéndose los labios-.
¡Y cómo te pagó el afecto paternal que le brindaste, el apoyo, las
presentaciones, el orgullo, la bondad! ¡Te pagó todo eso con odio y con el
asesinato de esa adorable muchacha que era la alegría y la delicia de tu
corazón!
La ardiente llama que brillaba en los ojos de Martin se atenuó,
convirtiéndose en lágrimas.
-No -insistió Martin.
El senador se quitó el cigarro de la boca, soltó una densa nube de
humo y preguntó con amabilidad:
-¿No, qué?
Los labios temblorosos se pusieron firmes y comenzó de nuevo la
lenta negativa.
-No tendrás mi ayuda -dijo Martin.
-Vamos -sonrió Kenton Campion-. Sé que es doloroso para ti,
querido amigo. Sé que no deseas que sean exhumadas las viejas penas.
Pero tienes que ser valeroso. ¿Te has olvidado de Mavis? Ah, ¿quién sería
capaz de olvidar aquella visión de hermosura, alegría y risas? No su
devoto...tío, que la adoraba, sé fuerte, Martin; ésta es la última batalla y Mavis
será vengada.
-¿Qué quieres de mí? -preguntó Martin.
-Te traeré los testigos aquí, Martin. Louis Hedler,
Humphrey Bedloe, para que des el testimonio que no diste ante el
tribunal. Sabemos desde hace tiempo que conocías algo que hubiera servido
para condenar a Ferrier, pero que no quisiste decirlo tal vez a causa de tu
viejo...interés...en su madre. Viejas amistades. Un corazón tierno había
sufrido lo bastante: tu corazón. Sí: sabíamos que deliberadamente no diste
testimonio en un asunto crucial y que mantuviste tu silencio. No quiero que lo
guardes más, querido amigo. Quiero que digas a tus amigos lo que sabes
para descargar por fin tu corazón y para que la justicia caiga por fin sobre ese
asesino.
La contestación fue un seco susurro. -Doble perjuicio.
-Sí, lo sé -dijo el senador ya con impaciencia y volviendo a agitar su
cigarro-. No puede ser juzgado otra vez por el mismo crimen; pero tu
testimonio va a convencer a Hedler, que está demostrando ser un poco
rebelde a pesar de lo que ha sufrido por culpa de Ferrier, para que nos
permita traer a dos prominentes miembros de Filadelfia de la Junta Médica del
Estado. Ya tienen muchas pruebas -¿pruebas, diremos?-, pero la tuya será la
más convincente de todas.
-¿Pruebas?
-Oh, no del crimen, sino de otros, suficientes para hacer saltar a
Ferrier del país y mandarlo al fin de la Tierra.
Los ojos volvieron a brillar como lenguas de fuego y la voz salió sin.
Entonación.
-¿Qué te ha hecho a ti, Campion?
El senador tuvo un sobresalto y miró fijamente al agobiado médico.
La sonrisa desapareció.
-Bastante, Martin, bastante. Me ofendió terriblemente, y también
quiero vengarme. Pero no voy a cansarte con mis problemas; ya tienes
bastante con los tuyos. ¿Cuándo te traigo a los testigos?
¿Era acaso una sonrisa amarga e irónica lo que apareció en los
labios agónicos de Eaton? El senador no sabía qué pensar, pero oyó una
única palabra.
-¡No!
El senador estaba enojado, asombrado e incrédulo.
Había una firme determinación en esa palabra, una gran fuerza.
-¿No, Martin? ¿Después de todo lo que le hizo a Mavis, lo que te
hizo a ti, nada más que por crueldad, perversión y odio?
-Vete por favor, Campion -dijo Martin.
Las cejas del senador se levantaron y quedaron en esa posición.
Observó el brillo de su cigarro mientras sonreía reflexivamente. Su boca
grande y roja se retorcía como si estuviera pensando en algo delicioso.
-¿No nos ayudarás, Martin?
-No, y no. Eso es todo.
El senador suspiró, se recostó en su silla de cuero y miró hacia el
techo.
-En mi profesión -dijo- es sumamente necesario conocer los
secretos que la gente lleva en el corazón, sus pensamientos, sus emociones,
sus deseos. Mavis era una muchacha adorable, pero tenía sus defectos, sus
pequeñas extravagancias. Siempre se escudaba detrás de ti, Martin,
sostenida y devotamente cuidada por ti. La querías más que a nada en el
mundo. Nunca querías oír nada malo de ella, ni siquiera de la querida Flora,
que es una mujer ejemplar. Sí, sí, tengo los oídos siempre atentos y nunca
me olvido de nada. Mavis fue para ti un ángel de luz, adorada y honrada, y su
nombre debía mantenerse inmaculado. Te hubieras dejado matar por Mavis.
Una respiración ronca llenó la habitación cerrada y polvorienta.
-Sí -dijo Martin Eaton, y la mano viva volvió a aferrar el borde del
escritorio-. Es cierto.
-Ninguna palabra mala debía tocar a Mavis, mancharla o
disminuirla.
-No -dijo Martin, y la respiración se hizo más audible y rápida.
El senador suspiró y sacudió la cabeza.
-Martin, me destroza el corazón lo que voy a decirte. Pero si no
quieres ayudarnos debo, en mi tenaz búsqueda de la verdad, traer de nuevo
el nombre de Mavis a la consideración pública, a la risa y a las
especulaciones del público, calumnia. Y tú nombre también.
La gran figura postrada detrás del escritorio se agitó como si una
gran mano la hubiera agarrado furiosamente. Los labios muertos se abrieron y
cerraron silenciosamente. Los ojos apagados se abrieron mucho y echaron
llamas.
«De modo que he logrado conmover al postrado degenerado»,
pensó satisfecho el senador, y continuó sacudiendo la cabeza y suspirando.
-Ya sabes cómo hablan las mujeres, Martin. Mi esposa fue la amiga
más intima de la mujer de tu hermano, Hilda Eaton. Se confiaban
mutuamente, no tenían confianza con ninguna otra persona, y se escribían
cartas. Eran como hermanas, más íntimas aún que si lo fueran. Mi esposa
quedó abrumada de dolor cuando murió Hilda. Mi Henrietta querida, con ese
corazón de oro; alma pura y cariñosa. Yo la consolé, como lo hace cualquier
buen esposo. y entonces fue cuando me lo dijo.
-¿Qué? -La palabra salió como un áspero gruñido.
-Que Mavis -dijo el senador afectando una expresión de
delicadeza- era hija tuya, no de tu hermano. Que Mavis era el resultado de
un...hummm...adulterio. No te condeno por ello, mi querido y viejo amigo; pero
Hilda se parece a Marjorie Ferrier, ¿no es así?, y tú
siempre...bueno...admiraste a Marjorie Ferrier y habías querido casarte con
ella. Demos las gracias que tu hermano muriera sin saberlo y que tú y Flora
adoptaran a Mavis y la trataran públicamente como una hija. Fue un gesto
noble y digno de aprecio, Martin, y te admiro por eso. No, no; ningún otro ser
viviente sabe la verdad, excepto tú y yo, y esa verdad quedará sellada en mis
labios y nunca saldrá a la luz, a menos que tú me obligues. No acepto
negativas, Martin.
Campion miraba al derrumbado Martin con una luz funesta en los
ojos, y su amplia sonrisa era maligna.
Pareció como si las últimas fuerzas que quedaban a Martin Eaton
se hubieran puesto en movimiento violentamente. Entonces habló en voz alta
y casi normal.
-No tienes pruebas y, te voy a demandar por difamación -le dijo
mirándole fijamente con los ojos llameantes y llenos de odio.
-Hazlo, pero tengo pruebas, Martin. Comprenderás que un político
conserva todas las cosas que puedan serle útiles en el futuro. No importa que
sean insignificantes; con el tiempo pueden convertirse en una pepita de oro.
Por eso que persuadí a Henrietta para que lo escribiera de su puño y letra,
como una especie de «confesión» que ella había ocultado durante tanto
tiempo. Henrietta tenía un alma muy piadosa, pero no se sentía conmovida
porque Hilda hubiera estado enamorada de ti y que tú la amaras. Había cierta
dureza en el alma de Henrietta. Creía que tú habías «traicionado» a la bonita
Hilda y que la habías seducido apartándola de su esposo. ¿Tengo que ser
más detallista? Entonces induje a Henrietta a manifestar por escrito su propia
indignación por el destino de su amada amiga y porque ésta no se hubiera
atrevido a proclamar abiertamente la verdadera paternidad de su hija.
Henrietta no le reprochaba nada a Hilda. No culpaba tampoco al traicionado
esposo, ni a Flora. Te culpaba solamente a ti -y el senador mostró una risita
indulgente-, al seductor de una inocente, el destructor de un hogar lleno de
amor, el despojador. -El senador seguía sonriendo suavemente-. «No
cometerás adulterio.» Para mi Henrietta era un delito peor que el homicidio.
Ese mandamiento estaba por encima de los demás. ¡Hilda, la amiga de
Henrietta, no podía haber cometido adulterio! Pero tú te habías impuesto
sobre ella. Es un misterio para mí cómo Henrietta llegó a esa conclusión, pero
tú sabes qué castos son los corazones de las mujeres. No pueden creer que
una buena esposa traicione a su marido, de ninguna manera; a menos que
las «fuercen» a hacerlo.
Acarició con las manos la seda de su bien cortado chaleco y miró al
agobiado médico con un aire de tristeza y benignidad.
-Martin, a menos que nos ayudes, que nos digas lo que sabes, el
nombre de Mavis quedará desprestigiado para siempre. A ti no te importa
nada de ti mismo, pero sí te importa, Mavis. Tienes que elegir, o la memoria
de Mavis o el castigo de Jonathan Ferrier. -Se enderezó en su silla-. Sabiendo
lo que sabes sobre él, ¿cómo puedes negarte a ayudarnos? ¿Cómo puedes
negarle a Mavis la justicia que su alma debe anhelar? ¡No puedo creerlo! ¡No
puedo entenderlo! -Diciendo esto, dio un golpe sobre el escritorio con su
carnoso puño, como si estuviera ciego de rabia.
La cara del médico era el vivo y gris retrato de una extrema agonía.
Se le había abierto la boca y se le veían los dientes, brillando tenuemente en
la luz opaca. Jadeaba ásperamente y miraba al senador con un gesto ansioso
de miedo, odio y desesperación. El senador le devolvía la mirada con
expresión de severidad e indignación.
Entonces, muy lentamente, la mano sana abrió un cajón y sacó un
pedazo de género blanco, que depositó sobre el escritorio. Los dos hombres
lo miraron con interés. Finalmente, el doctor hizo un gesto débil y el senador
lo tomó en sus manos. Era un objeto liviano y metálico dentro de su envoltura
de tela. El senador desenrolló la tela y se encontró con un curioso instrumento
o herramienta en la mano. Se inclinó para examinarlo con más cuidado. ¿Qué
era: un cuchillo, un cuchillo corvo, un instrumento médico? Entonces vio un
nombre inscripto sobre el mango; Jonathan Ferrier.
-¿Qué es? -preguntó. Notó que el borde estaba mohoso y el
instrumento pegajoso, con una viscosidad que databa de mucho tiempo atrás.
-Una legra -dijo Martin Eaton como si se estuviera muriendo.
-¿Legra? ¿Qué es eso?
-Un instrumento de cirugía. Para raspar la matriz de una mujer. -La
respiración se hizo más desacompasada y aguda.
-¡Ah! -exclamó el senador.
-La sangre de Mavis...sobre él -dijo Martin Eaton-. Ella me lo trajo,
me lo dio...antes de morir.
Se echó atrás en su silla y lanzó un gruñido. Hizo girar la cabeza y
fijó los ojos en el techo,
-La sangre es suya. Ella me lo trajo, el...lo había puesto sobre la
mesa...y ella lo cogió.
Apuntó ciegamente hacia la envoltura de tela y esta vez el senador
se echó para atrás. La tela conservaba ciertas manchas; oxidadas.
-¡Dios mío! -exclamó el senador con voz apagada.
Había querido conseguir pruebas, pero no tan horribles como
aquélla. Volvió a envolver rápidamente la legra y dijo con voz que reflejaba
auténtica repugnancia-: ¡Y usó esto con esa pobre muchacha indefensa, para
matarla a ella ya su hijo!
Antes no lo había creído, pero lo creía ahora, o se obligaba a sí
mismo a creerlo.
La mano viva del doctor Eaton se extendió hacia el envoltorio, lo
tomó y volvió a echarlo dentro del cajón, que cerró rápidamente con llave. Los
dos hombres se miraron; el doctor jadeaba como si hubiera luchado durante
largo rato contra algo formidable. El senador estaba aturdido.
-Gracias, Martin -dijo por fin Kenton Campion levantándose con
aire de satisfacción-. Perdóname por haberte presionado. Era necesario, por
el bien de Mavis, de ti mismo y de Hambledon. Tan pronto como puedan venir
los testigos te lo haré saber. Querrán consultarte personalmente.
-Fuera de aquí -dijo el doctor Eaton cerrando los ojos.
El senador se retiró sonriendo cortésmente. En el vestíbulo de
abajo sólo encontró a la criada, que lo acompañó hasta la puerta.
Hasta mucho tiempo después de la salida del senador,
Martin Eaton permaneció sentado en su silla, cerrando y abriendo
el puño derecho y mirando al vacío. Su respiración pesada se hizo más
normal, pero le quedó la boca parcialmente abierta. Miró su sombrío estudio
como si no hubiera estado allí nunca, examinando cosa por cosa. Dijo en voz
alta: «Mavis, Mavis», y volvieron a humedecérsele los ojos. Después dijo:
«Jon, Jon».
Miró el teléfono, fue a cogerlo, se acordó del senador y retiró la
mano; pero continuó mirándolo durante un rato largo, con su mente enferma
en un estado de verdadera turbulencia.
-¡Hilda, Marjorie, Marjorie! -gruñó por fin.
29
****
Cuando Howard Best entró en el despacho del doctor Louis Hedler,
en el Hospital St. Hilda, encontró no sólo al doctor, sino también al padre
McNulty. Se dieron todos la mano y Howard se sentó. Vio que Louis tenía una
expresión muy grave y que sus grandes ojos de rana brillaban de
consternación.
-Gracias por haber venido, Howard. Sé que es tarde, hora de
cenar; pero quería veros aquí, a ti y al padre McNulty, cuando el hospital no
está lleno de gente y los corredores atestados, lo que haría que nos viéramos
rodeados de curiosos. Se trata de un asunto muy serio y privado. Privado
-subrayó, mirándolos a cada uno de ellos lentamente y con firmeza.
-Puede confiar en mi discreción -dijo el clérigo con cierta alarma.
-Sí, ¿y tú, Howard?
-Dame un dólar -dijo Howard sonriendo. El doctor Hedler le miró un
instante y luego, sacando su billetera, extrajo un billete de un dólar que
depositó delante de Howard.
-Soy abogado -dijo éste-. Acabas de darme un anticipo, de modo
que cualquier cosa que me digas o que yo oiga en esta habitación, es
completamente privada y confidencial.
Se puso el billete en el bolsillo, acomodó su largo cuerpo en la silla
de cuero, y de su amable rostro juvenil desapareció la sonrisa.
-Howard -dijo Louis-. Tú fuiste el defensor de Jon Ferrier, ¿verdad?
-Sí, aquí en Hambledon. Fui yo quien se movió para que se
cambiara el tribunal, como sabes, cosa que conseguí, considerando la
atmósfera que reinaba en este pueblo contra Jon. Luego le hice trasladar a
Filadelfia y allí busqué los mejores abogados para Jon. -Su rostro adquirió
una expresión tan grave como la de Louis-. ¿Por qué, Louis?
El doctor Hedler fijó la vista sobre una gruesa carpeta que había
sobre su escritorio y suspiró. Se frotó los ojos y miró más allá de la ventana,
mientras hacía repiquetear los dedos sobre la carpeta.
-Jon no puede ser juzgado por el mismo delito, ¿no es verdad?
Sería un doble perjuicio.
-No, no se puede -dijo Howard sintiéndose alarmado-. ¿Qué
demonios ocurre, Luis?
-Pero quedaría arruinado -continuó Louis- si se desenterraran
nuevas pruebas de que había procedido ineficazmente en el aborto de Mavis
-quizá deliberadamente- matándola a ella y al niño. ¿Podría tener como
resultado que le retiraran la licencia para ejercer la medicina en todas partes?
-Supongo que sí -dijo Howard, ya tan alarmado como el doctor-. Tú
sabes más sobre eso que yo. Vamos, Louis; explícate.
-Empecemos por el principio -dijo Louis pasándose el pañuelo por
la cara, encendió un cigarro y Howard advirtió que le temblaban levemente las
manos. Abrió la carpeta y la miró seriamente, moviendo la cabeza de vez en
cuando-. Kent Campion.
Esta vez fue el sacerdote quien se enderezó en su silla, y tanto él
como Howard fijaron la vista en el doctor.
-Jon -dijo Louis- cometió un grave error cuando empezó a
oponerse a los ambiciosos políticos de Washington hace dos años. Se
incorporó a la Liga Anti-Imperialista fundada por George S. Boutwell, ex
senador por Massachussets y ex secretario del Tesoro durante el gobierno de
Grant. Recuerdo que Boutwell dijo: «Nuestra guerra para liberar a Cuba no
debe ser convertida en guerra para conquistar imperios. Si América busca
alguna vez tener un imperio, y la mayoría de las naciones lo hacen, entonces
se olvidarán los planes para reformar nuestra vida doméstica, se abolirán los
derechos de los Estados para imponer un gobierno centralizado con el fin de
desterrar de nuestro territorio la libertad. Y correremos aventuras al otro lado
del mar. Entonces morirá el Sueño Americano sobre los campos de batalla de
todo el mundo y una nación que fue concebida en la libertad destruirá la
libertad de los americanos e impondrá su tiranía sobre las naciones
sometidas.» Boutwell dijo también, si es que lo interpreto correctamente,
citando a Thoreau: «Si viera a un hombre que se acerca a mi casa para
hacerme el bien, huiría para salvar la vida.» Luego siguió diciendo: «Todo
imperio en perspectiva proclama a todos los vientos que quiere conquistar el
mundo para traerle paz, seguridad y libertad, y que sacrifica a sus hijos
solamente en aras de los propósitos más nobles y humanitarios. ¡Eso es una
mentira, una vieja mentira, y sin embargo la humanidad sigue creyéndola!»
Howard vacilaba y se frotaba su larga mandíbula. -Yo también
pertenezco a la Liga Anti-Imperialista -dijo-. Me incorporé cuando ese
abogado sinvergüenza, Albert Beveridge; que es ahora senador por Indiana,
gritó: «¿Quién se atreve a parar a América ahora, ahora que somos por fin un
pueblo lo suficientemente fuerte como para realizar cualquier tarea, lo
suficientemente grande como para cualquier gloria que el destino quiera
otorgarnos?» También aulló: «Nuestro sueño es el sueño de la expansión
americana hasta que en todos los mares y las naciones florezca esa flor de la
libertad: ¡La bandera de los Estados Unidos de América.» Y no fue el único,
Louis. ¡Hasta los populistas que estaban contra la guerra lo aplaudieron! Sí;
así fue como me incorporé a la Liga. No sabía que Jon era también miembro.
-Al parecer -dijo Louis con una sonrisa triste-, no sólo se incorporó
sino que aportó miles de dólares y escribió panfletos anónimos para ella.
Campion lo descubrió y odia a Jonathan desde entonces. Le llama
antiamericano, antipatriota, antidestino y cosas por el estilo; incluso traidor.
Sin embargo, yo sé que la Liga quiere paz en nuestro país y en el extranjero;
que se pongan en práctica las reformas sociales que son necesarias, para
poner fin a la guerra entre trabajo y capital, asegurar que nuestra moneda sea
sana, abolir los impuestos injustos, promover la causa de los negros
americanos y los indios del Oeste, declarar ilegal el trabajo infantil y castigar y
echar de sus cargos a todos los políticos corrompidos.
-Ésos son nuestros objetivos -dijo Howard-. Muy decentes y
meritorios.
-Sí; pero eso no ayuda a Jon. Se ganó enemigos terribles con el
amante del imperio Campion y sus secuaces, aunque él no lo sabe. Creo que
también hay algo...personal, Campion se ha quejado de que Jon indujo a su
hijo a dejar el seminario y a «escapar al extranjero, a algún lugar poco
recomendable donde su padre no pueda tenerle a su alcance, consolarle y
mantenerle».
El sacerdote lanzó una exclamación de furia.
-¡Eso es completamente falso, doctor! ¡Espero no estar violando un
secreto -bueno, aunque así fuera- pero Jonathan salvó la vida al joven Francis
Campion! Sé dónde está Francis. Él podría explicar la verdad.
-Entonces -dijo Louis- búsquelo. Tráigalo tan pronto como sea
posible.
-Está en Francia -dijo el sacerdote-. Voy a mandarle un telegrama
esta misma noche.
-En el mejor de los casos podrá volver dentro de diez días -dijo
Louis suspirando-. Mande a buscarlo, padre.
-Haré más que eso -dijo el sacerdote-. Le explicaré por qué es
necesario, no sólo que vuelva de inmediato, sino que me envíe un telegrama
refutando los...hummm...errores de su padre. Llegaría aquí en menos de
cuatro días después que yo envíe mi telegrama. -Su rostro joven denotaba
una gran turbación.
-¿Qué significa todo esto, Louis? ¿Por qué es necesario todo eso?
-preguntó Howard igualmente turbado. -Trato de poner las bases para lo que
debo decirte.
Louis volvió a mirar la carpeta, apoyó los brazos sobre el escritorio
y sostuvo la mirada de Howard.
-Jon ha sido siempre hombre de lucha, polémico, desde la
adolescencia. Todos lo sabemos; y lo que es peor, ha sido siempre sincero
-dijo echando sobre sus interlocutores una mirada triste-. Ha habido
momentos en que le habría destruido con gusto. A veces le he acusado de
cualquier cosa. No tiene tacto, no tiene diplomacia. Sin embargo, casi siempre
tiene razón, y eso es imperdonable, ¿verdad? Tú recordarás lo de la pequeña
Martha, Howard.
-Sí, que Dios me perdone, lo recuerdo.
-¿Le ves con frecuencia, Howard?
-No; supongo que me habrá perdonado. Al menos eso me dijo.
Pero no olvida. Es un hombre implacable y no olvida una ofensa. Nosotros,
Beth y yo, insistimos en que nos visitara y siempre se negó bruscamente. Nos
hizo saber que no quería tener nada más que ver con Hambledon. Sí, sé que
está amargado. Mis padres invitan a la señora Ferrier y ella acepta nuestras
invitaciones; pero cuando ella invita a alguien a cenar Jon siempre tiene una
excusa para no estar presente. No quiere perdonar a Hambledon, y no se lo
reprocho. Pero ¿qué hay de esa nueva «prueba» que has mencionado,
Louis? ¿Qué tiene que ver con Jon?
-Para ser breve, Howard, Campion ha declarado una venganza
contra Jon, muy suave y justiciero, por supuesto, y por el bien del pueblo. La
conspiración se viene tramando desde hace ya tiempo. El senador y algunas
personas -te sorprenderás- no sólo quieren echar a Jon del pueblo sino
también despojarlo de su licencia para ejercer en cualquier otra parte y
someterlo a un nuevo proceso penal.
-¡Pero no pueden hacer una cosa así! -gritó Howard-. ¡No puede
ser juzgado otra vez por los supuestos asesinatos!
-No, tal vez no; pero puede ser juzgado por practicar abortos.
Louis abrió un cajón y sacó un delgado trozo de tela manchada,
que depositó sobre el escritorio. Luego lo desenvolvió silenciosamente y los
otros dos hombres vieron un largo instrumento curvo.
-Una legra -dijo Louis- para raspaje del útero. Se usa con fines
legales e ilegales. Es un instrumento que salva la vida después de un aborto
espontáneo, pero también lo usan los que practican abortos. Míralo, Howard.
Howard levantó el instrumento horrorizado y entonces vio el
nombre grabado en el mango de plata.
-¡Jonathan Ferrierl
El sacerdote lo miró también y tuvo un estremecimiento.
-Sí. He hablado con Martin Eaton, el tío de Mavis, a petición del
senador. Fui a casa de Martin y me dio esta legra. Dijo que se la había traído
Mavis después que Jon la hizo abortar. Le contó que Jon había insistido en
realizar el aborto la noche antes de salir para Pittsburg no quería niños y ella
tenía el corazón destrozado...
Howard le miró fieramente y se peinó con los dedos pecosos sus
rizos castaños. Le saltaban los ojos.
-¡Caramba, es una mentira infernal! ¡Jamás he oído nada igual!
¡Creo que el viejo Eaton está mintiendo! Oyó el testimonio profesional de los
médicos de este hospital, Louis, y el testimonio de doctores de Pittsburg.
Jonathan estaba allí desde dos, tres días antes de que... -dijo dando un
puñetazo sobre la mesa-. ¡En nombre de Cristo, Louis! ¿Cómo has podido
creer siquiera por un momento sus mentiras? ¡Tus propios cirujanos, tus
propios médicos, en este maldito hospital, dijeron que había abortado por lo
menos cuarenta y ocho horas después de que Jonathan saliera de
Hambledon!
Louis sacudió la cabeza lenta y dolorosamente.
-Lo sé, lo sé, Howard. Cálmate, haz el favor. Pero ¿por qué miente
el viejo Martin? Tengo su declaración solemne en esta carpeta, también es
médico; estaba en este hospital con Mavis y admitió, antes de que ella
muriera, que Jonathan había estado en Pittsburg varios días. Le oí
personalmente mientras tratábamos de salvarle la vida, estaba desesperado y
cuando ella murió repetía una y otra vez: «¡Es culpable, culpable como el
mismo infierno!» Bueno; podemos atribuirlo a su estado de desesperación. La
muchacha debió mentir...él estaba solo con ella cuando murió. Ésa es la única
explicación.
El padre McNulty habló con voz apagada y alterada. -Nada en el
mundo, ni si me lo confesara él mismo, podría convencerme de que Jon tuvo
algo que ver con aquel crimen, aquel espantoso crimen.
-Nada en el mundo, padre, me convencería tampoco a mí -dijo
Louis-. Conozco a Jon. Lo he odiado más que lo que lo he querido. Quise
eliminarlo del personal y hacerle otras trapacerías cuando me insultaba
abiertamente y me llamaba «Doctor Chambón». -Sonrió con tristeza-. Pero sé
que es un hombre bueno, aun cuando a veces hubiera querido degollarlo.
-Vaciló-. La comisión...también fue a ver al doctor Humphrey Bedloe, del
Friend's. Ustedes conocen al viejo pomposo Humphrey. Debo aclarar que la
comisión estaba compuesta por el senador Campion, el señor Witherby, el
doctor Schaefer, a quien Jon había llamado carnicero y asesino con fundados
motivos, y unos cuantos prominentes ciudadanos más, quienes, para decirlo
suavemente, se han enfrentado con Jon en algunos de sus estados de ánimo
menos benevolente s, dentro y fuera de los hospitales.
-Bueno; se fueron a ver al viejo Humphrey, le mostraron la legra y
él quedó horrorizado. Confesó que había eliminado a Jon de la nómina del
personal y de la Junta, aún antes de que fuera juzgado; confesó también que
había obrado con «precipitación» y que nunca había creído realmente en la
culpabilidad de Jon. Luego le mostraron la legra y casi le dio un ataque;
entonces confesó que conocía a alguien que le había dicho que había visto a
Jon en el pueblo el día del aborto.
Los grandes ojos de rana pasaban de una cara a otra. -Sobre la
base de esa frágil conjetura -cosa que tú nunca supiste, Howard- arrestaron a
Jon en Hambledon. Humphrey se negó a dar el nombre del hombre, pero
cuando le visitó la comisión con su prueba, contó la historia, había sido Tom
Harper.
Howard lo miró con incredulidad.
-¿Tom Harper, que se está muriendo de cáncer y a quien Jon
ayuda tan magníficamente?
-El mismo -dijo Louis a los dos hombres, que lo miraron
confundidos y asqueados-. Naturalmente, no es posible que sea cierto. Tengo
mis propios medios de información y sé que fueron a ver a Tom. Corre el
rumor de que Jon había sido muy duro y cruel con él, lo había apartado de la
profesión y luego, con mayor crueldad aún, le había dado un puesto
«insignificante» como supervisor en una de sus granjas. Veo que ustedes dos
conocen la historia verdadera. De cualquier forma, Tom admitió
apesadumbrado que había mentido a Humphrey, movido por la envidia y el
resentimiento que sentía contra Jon. Trataron de persuadirle para que hiciera
una falsa declaración jurada, según he oído decir. Me lo dijo Thelma, su
esposa. Pero él se negó terminantemente y amenazó con ir a contárselo todo
a Jon. -Suspiró profundamente-. Por desgracia, Tom ha muerto esta mañana,
a las seis, de una hemorragia interna masiva, causada por su enfermedad. De
modo que tenemos solamente la palabra de Thelma de que Tom había
confesado a la comisión que había mentido a Humphrey. Queda en pie el
rumor de la «crueldad» de Jon para con ese desgraciado. Si Thelma trata de
ayudar a Jon, saldrá a la luz, para su perjuicio, que les había dado un contrato
más que generoso, sorprendentemente caritativo, asignándoles los ingresos
de la granja en forma vitalicia, y que Jon se ha hecho cargo de los gastos de
la educación de sus hijos en el futuro. La comisión ya considera eso como
«un soborno para ahogar la verdad».
-Dios mío -gruñó Howard-. ¿Qué clase de gente vive en este
mundo?
Louis estaba sumamente perturbado.
-No seas demasiado duro con la humanidad -dijo sin poder
evitarlo-. Howard, nosotros...tú...somos parte de ella. Recuerda el día en que
Jon te dijo lo de tu pequeña Martha. Tú mismo le llamaste «asesino». Eso se
divulgó oportunamente por todo el pueblo.
El sacerdote miró a Howard con compasión.
-Me lo merecía -dijo Howard-. Realmente me lo merecía. Creía que
era la verdad, o tal vez no. Tal vez estaba gritando por la amenaza que se
cernía sobre Martha y no realmente contra Jon.
-Todos tratamos de disculparnos, incluyéndome a mí también -dijo
Louis Hedler-. Supongo que esta reacción le resulta muy familiar, ¿no es así,
padre?
-Mucho -dijo el clérigo-. Hasta en el confesionario la gente trata de
defenderse, y muchas veces en el lecho de muerte.
De repente dio la sensación de haber envejecido mucho y de estar
más cansado que de costumbre. Louis sacó una hoja de papel de la carpeta y
la estudió.
-Sí -dijo entrelazando las manos sobre la hoja.
-No sé si conoces a Peter McHenry, Howard. El padre McNulty si.
El padre McNulty secuestró prácticamente a Jon en River Road un día, para
llevarlo a ver a Matilda McHenry...
Howard se irguió en su silla.
-Conozco a los McHenry -dijo. Sus pálidos ojos relampaguearon
furiosamente por anticipado.
-Bien. Entonces quizás sabrás que la señora McHenry andaba mal
de salud desde hacía años. Jon la examinó, luego exigió examinar a la hija,
una chiquita de nueve años llamada Elinor, pues estaba convencido, según
dijo, de que la enfermedad de la señora McHenry tenía un origen psíquico y
no físico. Peter se opuso a que Jon examinara a su hija o a que le hablara,
pero creo que Jon insistió... -dijo mirando al sacerdote.
-No insistió exactamente -dijo éste-. Tienen que perdonarme. Es
doloroso recordar los sucesos de aquel día. Fue todo tan desagradable para
Jon, y yo fui culpable de haberlo inducido a ver a los McHenry. Es cierto que
Peter se opuso, al principio. Luego, si no me falla la memoria, consintió de
mala gana.
-Sí -afirmó Louis-. Dijo a McHenry que su hija era una psicópata y
que era la causa inconsciente de la enfermedad de su mujer, aunque nadie, ni
siquiera la joven madre, lo sospechara. El señor McHenry -y Louis echó sobre
Howard una mirada penetrante- estaba tan enfurecido como tú, Howard,
cuando Jon te dijo lo de Martha. La verdad es dura de aceptar, ¿no es así?
De todas formas -continuó cuando Howard enrojeció- llevaron la chica a los
neurólogos de Filadelfia y todos los médicos que la examinaron dijeron que
era completamente normal. Entonces el señor McHenry vino a verme,
gritando que Jonathan era un buscador de líos, un incompetente y un
mentiroso cruel, y exigió su expulsión de la nómina del personal y de la Junta;
vino acompañado del senador Campion y del señor Witherby. Dijo que su hija
no había sido paciente de Jon, que nadie le había llamado para que la viera y
que había insistido en examinarla y dar su opinión de aficionado, lo que había
causado a los padres una devastadora preocupación y angustia mental; que
había actuado sin ninguna ética. Esta es su declaración jurada -continuó,
levantando el papel que tenía sobre el escritorio-, firmada hace tres semanas.
-Creo que Peter va a pedir que se le devuelva esa declaración,
doctor Hedler -dijo el sacerdote.
-¿Sí?
-Verá -dijo el sacerdote con lágrimas en los ojos-. La pequeña
Elinor fue protagonista de un episodio que ni al mismo Peter se le pudo
ocultar. Un día, uno de los muchachos del jardinero le estaba haciendo
bromas. Ella se apoderó de una guadaña y...bueno...trató de matarle. Cuando
Peter, que andaba cerca, trató de quitársela, la niña se volvió contra él
gritando que no era su padre, y que él y Matilda la habían robado a sus
verdaderos padres. Estaba completamente...enloquecida, fuera de sí. Le
golpeó con la guadaña y cuando trató de quitársela corrió hacia la casa,
gritando que iba a matar a su falsa madre. Peter corrió detrás de ella y
pudieron alcanzarla en la puerta. Peter dijo que parecía un demonio. Después
se desmayó y al despertar, algunas horas más tarde, afirmó que no recordaba
nada de lo ocurrido. Pero Peter dice que había algo en sus ojos, una
expresión astuta y vigilante, que le asustó más que su violencia. Unos días
después, llevó a la niña al psiquiatra de Filadelfia que Jon le había
recomendado. -El sacerdote clavó la vista en sus zapatos-. Dementia
praecox, como había diagnosticado Jon, del tipo paranoico. La chica está
recluida ahora en un sanatorio privado.
-Espantoso -dijo Louis-. Que padres tan infortunados. -Su voz tenía
un tono de alivio, y escribió algo rápidamente sobre el papel-. Tal vez usted
pueda convencer al señor McHenry que confiese que estaba equivocado
cuando firmó su declaración jurada, y que diga toda la verdad.
-Estoy seguro de que podré -dijo el padre McNulty-.
Creo que escribió a Jon pidiéndole perdón, pero él no le ha
contestado. Ustedes conocen a Jon... -agregó mirando a Howard-. Es
orgulloso y no cede. Peter ya habría repudiado esa declaración jurada, doctor,
si recordara que la firmó; pero ahora está muy atolondrado tratando de
consolar a su esposa.
-Claro, claro -dijo Louis, aunque no parecía estar muy de acuerdo-.
Hay una queja similar de Elsie Holliday. Se queja de que Jon no era el médico
sino sólo un amigo. Sin embargo, jura que Jon se ocupó del caso por la
fuerza, insistiendo en diagnosticar. No estoy autorizado para decirles cuál fue
el diagnóstico, pero Jeff murió poco tiempo después en un sanatorio de otro
Estado, de la misma enfermedad que Jonathan había diagnosticado
correctamente. Lo cierto es, sin embargo, que Jon examinó a Jeffrey sin
autorización de sus médicos y bajo protesta de la madre, ella afirma que
Jeffrey tampoco le dio permiso. Naturalmente, ésta no es más que una
cuestión de detalle, pero desagradable. Si los hechos ocurrieron así las cosas
no se presentan muy favorables para Jon. Pero aun en ese caso no veo que
puedan llegar a servir de base para que le revoquen la licencia. Sin embargo,
conocemos bien al pueblo y también a los enemigos de Jon, que insisten en
actuar en su contra. Éste es simplemente un caso más, como el de Harper y
la acusación que Harper propagó entre sus compañeros, antes de descubrir
que Jon tenía toda la razón. Una cosa se acumula sobre la otra, y sumadas
forman un montón impresionante, aunque tomadas individualmente
signifiquen muy poco. Podrían ser causa de una amonestación, a lo sumo.
-Y todo eso, junto con lo que Martin Eaton jura y la legra, forman
una hermosa historia -dijo Howard, haciendo un gesto de asco.
-Sí, es verdad. La narración de Martin y la prueba de esta legra son
muy condenatorias, a pesar de lo que nosotros sabemos. Desearía que Tom
Harper estuviera vivo para rechazar ese rumor en el que creen alegremente el
senador y Witherby, o por lo menos fingen creer. De paso les diré que el viejo
Jonas me dijo -en realidad lo juró que Jon le había acusado, sin tener pruebas
y en examen posterior, de haber tratado de suicidarse. Jon no estaba
presente cuando Jonas fue admitido en el hospital; creo que estaba fuera del
pueblo. Sin embargo, Jon es el médico de la familia y volvió uno o dos días
después para hacerse cargo de Jonas. La verdad es que Jon se precipitó al
decir a su paciente que creía que había tratado de suicidarse. Todos
conocemos al viejo Jonas y el terror que tiene a la muerte. Quiere vivir para
siempre. Yo no conozco la verdadera historia o la razón que tuvo Jon para
acusar a Jonas, pero es otra historia lamentable. Pudo tener serias
repercusiones, como ustedes saben, pues un médico está obligado a
denunciar una tentativa de suicidio y Jon no lo hizo.
-Huele mal -dijo Howard-. El olor llega hasta el cielo.
-Ésa es también mi opinión -dijo Louis-. Pero todo el mundo está
convencido de que el viejo Jonas es un santo, y su palabra sería creída en
contra de la de Jon, a quien no se considera demasiado santo -dijo Louis con
una breve sonrisa-. Tengo aquí la declaración jurada de Jonas: «Como buen
cristiano, como pueden atestiguarlo mis amigos, me duele profundamente que
el doctor Jonathan Ferrier me acusara de intento de suicidio con una dosis de
arsénico. Es una grave calumnia. Etcétera, etcétera.»
-¿Sabes? -dijo Howard-. Me parece como si estuviera viviendo una
horrible pesadilla.
-La experiencia enseña -dijo el doctor Hedler- que éste es un
mundo sumamente malvado. ¿Qué dijo de él Pope? «Donde toda perspectiva
satisface y sólo el hombre es vil.» Sí, así es el mundo.
Howard estaba pensativo.
-Volviendo a esa...esa...legra. Cualquiera puede haberla sustraído
del anaquel de Jonathan. Está en su sala de examen -dijo, e hizo una pausa.
-Pero preguntarán; si Mavis visitó a un médico desconocido, ¿por
qué se llevó el instrumento? El médico debía tener los suyos.
-Tal vez le pidió que trajera la de Jon.
-Existe esa posibilidad, es cierto; pero va a ser muy difícil que lo
crean, ustedes lo saben. La gente preguntará: «¿Acaso el doctor Ferrier
acusa en serio a un médico de pedir que le traigan un instrumento que
pertenece a otro? ¿No son los médicos más circunspectos, o es que Ferrier
trata de demostrar que hay una confabulación organizada contra él, y que el
otro médico mató deliberadamente a Mavis para culpar a Jon?» Eso es lo que
van a decir y nadie lo creerá. Ni siquiera nosotros lo creemos, ¿no es así?
Howard sacudió la cabeza con desaliento.
-No, yo tampoco lo creo. Mavis está muerta y supongo que nunca
sabremos qué sucedió realmente.
-El delito saldrá a la luz -dijo el sacerdote.
-Lamento tener que desilusionarlo, padre. A menudo queda oculto
para siempre.
-Llegamos ahora a asuntos muy serios -agregó el doctor frunciendo
el entrecejo-, que no tienen explicación y que son realmente condenatorios si
son verídicos. Tengo aquí la declaración jurada de una tal señora Edna
Beamish de Scranton, que vivió antes en Kensington Terraces,
Hambledon. Alega que en cierta ocasión -tengo aquí la fecha- Jonathan trató
de practicarle un aborto en su consultorio. Había ido a verle con ese
propósito, según ha jurado, porque es una viuda joven y no quería alumbrar
un hijo que no tuviera su padre vivo. Está muy arrepentida; afirma que estaba
apabullada por el dolor que le causó la muerte de su esposo y apenas se
daba cuenta de lo que hacía. Sin embargo, el dolor que padeció en el
consultorio de Jon la hizo gritar tan fuerte que la oyeron no sólo en la sala de
espera sino incluso en la calle. Estaba tan aterrorizada y sentía dolores tan
fuertes que no le dejó proseguir y se fue. Jura que le había exigido doscientos
dólares. Entonces se fue a su casa. Desgraciadamente, hay aquí una
declaración jurada de un médico de Scranton en la que dice que el daño que
sufrió la señora era tan grande -algo sobre la total dilatación del útero- que en
realidad abortó posteriormente, dos días después, estando de visita en casa
de unos amigos. El médico, que jura en su propia declaraci6n que existía una
anterior tentativa de aborto, es un hombre de posición y reputación muy
elevadas. Se vio obligado a operar a la señora, pues padecía hemorragias. Es
dudoso que pueda volver a tener hijos si vuelve a casarse, a causa del daño
sufrido en el aborto provocado y en la propagación de la inflamación
resultante.
Louis se detuvo y miró a los dos apesadumbrados interlocutores.
-Caballeros: eso fue un delito. No hay atenuantes; fue un delito
muy serio. La joven señora estaba embarazada de apenas tres meses.
Además, tenemos declaraciones juradas de pacientes que estaban aquel día
en el consultorio de Jon. Estas declaraciones fueron dadas de muy mala
gana, y no sé cómo se las arreglaron Campion y compañía para saber
quiénes eran esos pacientes. Pero están aquí, juradas por gente sencilla y
honesta, de buena reputación, gente que quiere a Jon y que ha firmado estas
declaraciones bajo presión. Dan fe de que oyeron los gritos y las expresiones
de angustia de la joven señora, así como su acusación de que Jon le estaba
«haciendo daño». Han descrito cómo salió, «escapando de las habitaciones
interiores» toda desgreñada y gritando. La declaración jurada de la señora
Beamish fue enviada al senador Campion quien, como senador por su
Estado, se puso furioso. Parece que había sido íntimo amigo del señor Ernest
Beamish, por quien sentía gran aprecio, de modo que Kenton, como es
natural, realizó investigaciones. La declaración de la joven señora,
complementada por la de su médico, pueden considerarse legítimas.
-Yo no lo creo -murmuró Howard-. Vuelvo a oler algo. No lo creo.
-Conociendo a Jon tampoco lo creo yo -dijo Louis.
-No lo creo -dijo el sacerdote, temblando.
-Sea como sea -dijo Louis- están las declaraciones juradas del
hospital, la del cirujano que la atendió y el hecho de que la señora Beamish
estuvo realmente en el consultorio de Jon y que los otros pacientes oyeron
sus gritos y la vieron escapar. Además, tenemos declaraciones juradas del
albacea de la sucesión del esposo de la señora Beamish y de ese médico de
Scranton. Dicen que visitaron a Jon, alegando que llevaban una cuenta que
se le debía. Él fingió no recordar a la señora Beamish de inmediato, pero
luego confesó que la conocía. Les dijo francamente que tenía un embarazo de
tres meses, pero que había escapado «enloquecida» de su consultorio antes
de que él hubiera acabado de «examinarla» y que, por lo tanto, no le debía
nada -Louis sonrió tristemente-. Si lo tomamos al pie de la letra, resulta
absurdo. Ningún médico hubiera dejado de enviarle la cuenta; después de
todo, la examinó parcialmente. Aun cuando no hubiera sido completo había
empleado su tiempo y su buena fe al proceder a hacer un examen que ella
misma había solicitado. De modo que aquí las cosas condenan también a
Jon.
-Pero él debe tener la ficha de la señora Beamish -dijo Howard
Best, el abogado- y ningún médico que practica abortos guarda las fichas de
sus pacientes.
-Es cierto. Esperemos que todavía tenga su ficha.
Por supuesto, esa ficha no tendrá gran peso ante un juez y un
jurado, pero siempre supondrá algo. Sigamos. Tengo aquí tres declaraciones
juradas de otras dos mujeres jóvenes; una tal Louise Wertner, costurera, de
Hambledon, y la señorita Mary Snowden, modista, también de Hambledon.
Las dos señoritas -si es que podemos llamarlas así- fueron indiscretas y
tuvieron experiencias preconyugales, como confiesan en sus declaraciones.
Una de las muchachas tiene diecinueve años y la otra veintiuno y son de
condición modesta. Dicen que habían oído «rumores» sobre el doctor Ferrier
y habían acudido a verlo. Él consintió de buena gana en practicar los abortos,
llegando a declarar que aborrecía a los niños y no les reprochaba que
desearan deshacerse de sus «cargas».
Los ojos de rana escudriñaron a los dos hombres que estaban
sentados frente al escritorio, ambos con expresión fría, un poco contraídos y
desalentados.
-Las dos muchachas no se conocen entre sí, pero una de ellas
pagó cincuenta dólares por el supuesto aborto y la otra setenta y cinco.
Jonathan mandó a su secretaria que les enviara las cuentas a sus casas, una
fechada el lo de noviembre de 1900 y la otra el 21 de noviembre del mismo
año. Tengo aquí esas cuentas. Ambas han ido a su consultorio
recientemente, la secretaria reconoció las cuentas, aceptó su pago y extendió
recibos. ¿Me hacen el favor de mirarlas, caballeros?
Examinaron los documentos condenatorios y los recibos. Howard
los depositó tranquilamente sobre el escritorio, entrelazó las manos y los
estudió.
-Realmente no creo que hay ninguna prueba de que Jon haya
practicado los abortos como ellas afirman, ¿verdad? -preguntó.
-En cierto modo, sí. Las dos tuvieron leves molestias pocos días
después y fueron a ver a dos médicos distintos quienes, en declaraciones
juradas que tengo aquí, dicen que las muchachas habían estado
embarazadas y que recientemente se les había practicado abortos. Los dos
médicos gozan de gran reputación, y ninguno de ellos sabe que Jon fue el
«culpable». Uno de ellos pertenece al personal de este Hospital, el doctor
Philip Harrington. He hablado con Phil, y sin decirte nada de la declaración
jurada le he preguntado sobre la señorita Wertner, su paciente. Ha admitido
de inmediato que era cierto que la muchacha había sido sometida
recientemente a un aborto criminal. En ningún momento su estado había sido
de gravedad, pero se había quejado de calambres, quedándose un día en el
hospital. Ustedes dos conocen bien a Phil Harrington. Como yo ya tenía una
declaración jurada del otro médico, le he pedido que él también hiciera una, y
ha aceptado. Está a punto de casarse y dice que querría encontrarse
personalmente con el «criminal que había asesinado a aquellos embriones
para arreglar el asunto personalmente.
-¿No fue una indiscreción por parte de Jan enviar las cuentas a las
muchachas, si es que realmente llevó a cabo las operaciones? -preguntó
Howard con voz ronca.
-En el curso ordinario de las cosas, no. Las muchachas no tenían
dinero. Sintió lástima por ellas, o incluso practicó los abortos por algún motivo
que desconocemos. Puede ser que deseara ocultar una actividad criminal y
les enviara las cuentas por «exámenes completos» como especifican
claramente las mismas cuentas. Además, hay otra cosa: los honorarios
habituales de un examen realizado en pacientes de condición tan modesta
son habitualmente de menor cuantía. Los mejores médicos cobran solamente
quince dólares, pues tales exámenes llevan varios días, de una hora diaria
por lo menos. Es muy frecuente que, aplicando el principio de cobrar menos a
los pobres y más a los ricos, un médico cobre solamente unos pocos dólares.
-¿Cómo es, doctor, que usted tiene esas dos declaraciones
juradas? -preguntó el sacerdote, que parecía sentirse enfermo.
-Es norma, padre, que cuando una mujer va a ver a un médico y
éste descubre que ha tenido recientemente un aborto, le informe al respecto.
Phil informó a la Junta del Sta Hilda y el otro médico a la del Friend's. Se hace
así para proteger al médico actuante, quien tiene que tener testigos durante
los exámenes. Así lo ordena también la ley, eso es muy necesario para
terminar con esos individuos despreciables, los médicos que hacen abortos y
que ponen la vida de las jóvenes madres en peligro. Ustedes saben que es
frecuente que las madres mueran. Las muchachas tenían mucho miedo de
denunciar a Jon a causa de las consecuencias legales, pues son partes en un
acto de carácter criminal. Se les dieron seguridades de que si decían el
nombre de quién les practicó el aborto serían protegidas y no juzgadas. Aun
así, ambas volvieron a sus modestas viviendas para reflexionar sobre la
cuestión, ambas hicieron declaraciones juradas y las enviaron, una a este
Hospital y la otra al Friend's.
Howard reflexionó larga y profundamente.
-Sigo sin creerlo -dijo al fin-. Llámele manifestación emotiva si
quiere, pero no lo creo. Mi instinto de abogado me dice que es mentira lo que
están diciendo sobre Jon.
-Tampoco lo creo yo -dijo Louis, y tanto Howard como el sacerdote
le sonrieron con gratitud-. Pero sin embargo, quedan esas cuentas con los
recibos y las declaraciones juradas de los médicos. En otras circunstancias,
¿qué dirías, Howard?
El joven vaciló, pero luego admitió: «Culpable». -Entonces... -dijo
Louis suspirando.
-¿Está enterado Campion de estos abortos?
-Claro que no; conoce solamente el de la señora Beamish -Louis
cerró la carpeta-. Campion y compañía exigen que llame a algunos
componentes de la Junta Médica del Estado para reconsiderar los «hechos»,
los «hechos» que él me ha dado. Ahora bien, Howard: como amigo de Jon y
ex abogado suyo, ¿qué sugieres que haga?
Howard se pasó las manos por el cabello castaño, se miró las uñas
y se rascó un tobillo.
-¿Cuánto tiempo te da Campion para apelar a la Junta Médica del
Estado?
-Diez días.
-Entonces tienes que pedir más tiempo. Voy a investigar estos
casos graves; Beamish, Wertner y Snowden. Las otras declaraciones juradas
son malévolas y no son dignas de ninguna consideración, excepto lo de la
legra de Jon. Trataré de ver a Eaton, pero está rabioso contra Jon. Todo el
mundo recuerda la escena de Filadelfia, cuando gritó: «¡No, no!» al darse el
veredicto de inocencia, y que después tuvo un ataque. También recuerdan
que quería a Jon como a un hijo y que estuvo encantado de que Jon se
casara con su sobrina Mavis. Ningún hombre se vuelve contra tales «hijos» a
menos que haya un motivo, dirán todos. La causa parece obvia. ¿O tal vez no
sea tan obvia?
-No te entiendo, Howard.
-Entre los abogados es norma ignorar lo obvio a menos que esté
escrito en blanco y negro como declaración jurada o confesión. Aun así, son
sospechosas. Por eso lo escudriñamos todo y a menudo tenemos éxito al
defender un caso. Lo increíble es más frecuente que la explicación lógica.
-Espero que no te estés aferrando a un clavo ardiente -dijo Louis-.
¿Piensas decírselo a Jon?
Howard reflexionó largo rato y sacudió la cabeza.
-No. Sólo serviría para enfurecerle y hacerle peligroso. Tú conoces
a Jon, no quiero tener algún medio sustancial de refutar estas pruebas antes
de hablar con él, ¡y por Dios que voy a conseguirlo! -dijo levantando el mentón
con gesto beligerante.
Louis permaneció en silencio durante unos instantes.
Luego dijo -Sabes que al contarte todo esto pongo en peligro mi
situación, Howard, todo es confidencial, como me advirtió Campion. Él es el
único lego en la Junta y tiene mucho poder. También ellos están preparando
el caso contra Jon. Quiere presentar a Jon y a la Junta Médica del Estado
hechos y resoluciones incontrovertibles. Quiere que todo se haga
implacablemente, como un corte de cuchillo.
-Típico de él, de ese maldito sinvergüenza radiante -dijo Howard
con amargura-. Gente como él no pueden soportar a un hombre honesto que
se les oponga. Preferiría enfrentarme a un tigre que a un político que pretenda
arrancarme la piel. -Miró al pálido y silencioso sacerdote-. Padre, ¿qué piensa
usted de todo esto?
-Pienso que Jon está rodeado de enemigos malignos y vengativos,
capaces de todo con tal de destruirle, Howard. Cómo se ganó esos enemigos,
es propio de su naturaleza y de las naturalezas de ellos.
-Bueno, pero también tiene amigos, padre, incluyendo a Louis -dijo
Howard, sonriendo al doctor Hedler-. ¡Nunca lo hubiera creído de ti!
-¡Tal vez -dijo Louis devolviendo la sonrisa pero no muy'" divertido-
no tendrías razón alguna para pensar eso de mí ni siquiera ahora, Howard, si
yo no fuera financieramente independiente! Es extraño y triste, ¿verdad?, que
la simple cuestión de la independencia económica pueda hacer que un
hombre sea valeroso, mientras que un hombre sin fortuna no puede tener
valor.
-El valor es siempre el precio que exige la vida para otorgar la paz
-dijo el sacerdote.
-Un sentimiento encomiable, padre, y quizá cierto; pero si un
hombre pone su vida en peligro en aras de la paz de su conciencia, a menudo
se le presentan razones para lamentar su nobleza. Los héroes son laureados
en los libros de cuentos y en la historia, aun cuando en la misma historia
llegan frecuentemente a un fin triste y sin ninguna gloria. Después, por
supuesto, se les cubre de elogios, pero eso no les sirve de nada cuando ya
están en la tumba.
-Entonces sólo recuerda Dios -dijo el sacerdote, y Louis se sintió
confundido. Pensó que tendría que creer en Dios si Jon se salvaba de los
planes que estaban forjando contra él.
30
****
Cuando Jonathan se encontraba a mitad de camino sobre el agua
tranquila del río, notó que el cielo tenía una tonalidad bronceada, color
azafrán, y quemante. Se reflejaba en las pequeñas ondulaciones azules del
agua, no con la claridad del sol, aunque éste brillaba produciendo bastante
calor, sino algo turbia.
Maldita sea, se decía para sí; los sueños que he tenido en favor de
este pueblo. He conseguido una máquina de rayos X para uno de los
hospitales. He acumulado una provisión de radium. He convencido a médicos
famosos para que vinieran a darles conferencias a estos botarates. He estado
a punto de hacer construir un pabellón para tuberculosos en Sta Hilda y un
laboratorio para la investigación del cáncer. Eso es lo que yo, el gran
samaritano, he querido hacer por Hambledon: un centro médico pequeño,
compacto, moderno, que ni en Boston mismo habrían de despreciar. Bien
sabe Dios que nosotros, o mejor dicho ellos, lo necesitan. Adiós, sueños;
adiós todo, excepto Jenny.
Se había quitado la corbata, el alto cuello blanco y duro y la
chaqueta pero aun así sudaba copiosamente cuando llegó a la isla y ató el
bote. Notó que el río había vuelto a perder caudal y quedaban más' piedras al
descubierto. Miró el cielo. Cuando la tormenta se desencadenara sería un
infierno y se había olvidado de Claude Brinkerman; todos sus pensamientos,
mientras trepaba en dirección del castillo, pertenecían a Jenny Heger. Llevaba
la chaqueta sobre el brazo y el sombrero en la mano, pues tenía la piel tan
bronceada por naturaleza que no temía el efecto del sol. Comenzó a silbar.
Al llegar a la puerta el viejo Albert, que aquel día tenía una mirada
curiosamente esquiva, le informó que el señor Ferrier no estaba en casa.
-No sé donde está, doctor. ¿Miss Jenny? Creemos que se ha ido a
Hambledon, aunque no estamos seguros. ¿Quiere tomar un trago, doctor
Ferrier?
El doctor Ferrier declinó el ofrecimiento y se fue enfurruñado.
¿Dónde diablos estaría la muchacha, si es que estaba en la isla? Había toda
clase de escondrijos frescos. Entonces Jonathan recordó que solamente
había un bote atado en la orilla opuesta, en Hambledon. Eso quería decir que
Harald lo había dejado allí antes de ir al pueblo. Tres, contando el que
Jonathan había utilizado, estaban ahora en la isla. Esbozó una sonrisa.
Cuando Harald llegara al río no encontraría la forma de volver, a menos que
hiciera señales y alguien lo viera. Era posible que estuviera fuera todo el día y
hasta toda la noche, y para entonces Jon ya habría regresado a tierra firme y
le habría dejado un bote.
De modo que Jenny estaba en la isla, escondida como siempre.
Jonathan comenzó a explorar. Conocía la isla bastante bien, pues le había
intrigado y divertido desde el principio. La recorrió espiando cada caverna
oculta, cada emparrado. Se percibía la fresca fragancia del pino, pues se
había levantado una leve brisa. Después de buscar en un lado de la isla,
Jonathan, que sentía cada vez más calor y se irritaba paulatinamente,
comenzó por el otro. Vio las montañas que se proyectaban claramente contra
el cielo amarillento, de color ocre o bronceado, con excepción de algunas
islas verdes donde el césped crecía entre casas que desde allí parecían
diminutas y blancas.
Su silbido se hizo un poco más agudo y esta vez unos cuantos
pájaros le contestaron. El agua del río era cegadora y tenía una apariencia
aceitosa, salpicada de un azul metálico. Se detuvo para secarse la cara y al
apartar la vista del río, vio una caverna prácticamente oculta por matas de
madreselva y arbustos. Advirtió un rápido movimiento detrás de los arbustos y
luego todo quedó quieto. Había encontrado a Jenny. Si no se hubiera
detenido para probar una manzana no habría descubierto aquella gruta, aquel
pequeño lugar semejante a una caverna cavada en la ladera de la isla, una
cortina formada por una enredadera silvestre caía sobre la entrada como una
frágil bandera. Estaba seguro de que Jenny había oído sus pasos y su silbido
y, sin embargo, ahí estaría acurrucada en el suelo como un animal perseguido
que quiere ocultarse. Jonathan se sintió más fastidiado que nunca.
Se abrió camino entre los arbustos, levantó la cortina de
enredadera y vio que Jenny estaba acurrucada en un rincón tal como había
supuesto. Rodeada de libros y papeles, con un vestido amarillo de algodón
tan liso como un camisón. Le miró en silencio, con los ojos azules muy
abiertos en los que se reflejaba un débil rayo de sol. Parecía no haberle
reconocido; le observaba, sin enojo, sin aversión ni indignación, sin expresión
de ninguna clase.
-Hola, Jenny -dijo Jonathan. A pesar del fastidio que sentía, su voz
era muy amable.
Se sorprendió por la emoción que lo invadió al ver a la muchacha, y
el ansia y deseo que sintió en su presencia. Se levantó y la miró sonriendo y
al cabo de un instante, ella volvió la cabeza y la temblaron los labios.
Jonathan vio su perfil, que le pareció más hermoso que nunca, y sintió deseos
de tornarle la cara con las manos y besar aquella boca, aquellas largas
pestañas negras y la delgada garganta blanca. «Jenny», le dijo. El negro
cabello de Jenny estaba desarreglado y le caía sobre los hombres y la
espalda.
Temía que diera un salto y saliera corriendo, como lo había hecho
aquel Cuatro de Julio, de modo que bloqueó la salida con su cuerpo, pero no
del todo. Sin embargo, ella no se movió. Tenía entrelazadas las manos sobre
la falda y la cara todavía vuelta hacia otro lado, pero empezó a pestañear
como si estuviera a punto de echarse a llorar. Jonathan pudo ver cómo se le
agitaba rápidamente el pecho debajo del vestido amarillo.
Muy lentamente, como para no asustarla, dejó caer la cortina de
enredadera y la gruta quedó sumida en una tibia penumbra. Jonathan se
acercó a Jenny con infinita lentitud, se sentó en la oscura tierra, se abrazó las
rodillas y la observó. Ella ni siquiera le miró. La rodilla de Jenny estaba cerca
de su mejilla, y deseó con toda su alma apoyarla contra ella. Veía los toscos
hilos del vestido, la línea de su largo muslo, la pantorrilla y después el
arqueado pie.
-Te he estado buscando semanas enteras, Jenny -dijo-. Pero tú te
escapabas. Quería saber si me has perdonado.
Jenny habló corno si lo hiciera con el pétreo muro de la gruta.
-Te he perdonado. -Su voz era tan apagada que apenas se la oía.
De repente recordó algo que había olvidado y que sucedió aquella
noche. Cuando arrojó a Jenny sobre la cama y ella se debatió salvajemente
para librarse de él, advirtió el enorme terror que sentía por algo desconocido
que se cernía sobre ella tan brutalmente y con tanta violencia; pero junto con
ése, se advertía otro terror: el de su propio deseo de rendirse, el
debilitamiento de sus piernas, el repentino aflojamiento de los músculos del
muslo. Fue entonces cuando arqueó el cuerpo en un intento final de
resistencia y le apartó de un empujón, rompiendo a llorar.
Aquellas últimas semanas Jon había creído poder hacerse amar
por Jenny. Estaba confundido y a la vez contento de saber que Jenny le había
amado aun cuando luchara contra él. No le aceptaría a la fuerza y,
naturalmente, pensó Jonathan con indulgencia, sin el beneficio de la clerecía.
-Bueno -dijo-, me alegro de que me hayas perdonado; pero como
te dije entonces, Jenny querida, te amo desde hace mucho tiempo. ¿No lo
sabías?
-No -contestó ella.
-¿Y no me creíste aquella noche?
-No, no te creí -contestó Jenny apartándose más de él y apoyando
la barbilla sobre el hombro. -¿Me amas ahora?
Se echó hacia atrás un pesado mechón de pelo y él pudo ver su
mano bronceada por el sol, una mano larga, elegante, como la de su madre.
-¿No quieres decírmelo, Jenny?
Apretó los labios como una niña tímida pero terca. -Jenny, me voy
para siempre.
Le puso una mano sobre el pie. Jenny se estremeció, pero no lo
retiró, cosa que lo alegró enormemente; pero su alegría se desvaneció
cuando vio que las lágrimas se deslizaban sobre las pálidas mejillas de Jenny.
-Quiero que vengas conmigo, Jenny -le dijo-. Te amo, te he amado
durante años. Quiero que te cases conmigo, y pronto; mañana si fuera
posible. Quiero sacarte de Hambledon, quiero llevarte a un lugar donde
podamos tener un poco de paz. Quiero hacerte conocer todo el mundo,
querida mía.
Jamás había hablado de aquel modo a una mujer, ni había sentido
aquella tristeza mezclada de deseo, aquella paz. Sentía el calor del pie de
Jenny a través de la me. dia de algodón, debajo de su mano, y lo hubiera
besado.
-Por favor, no llores, Jenny. Contéstame.
Ella habló con una voz que era casi un susurro. -Robert Margan me
pidió ayer que me casara con él -le dijo levantando la mano y limpiándose las
lágrimas con el dorso, pero sin mirarlo.
-¿Bob Morgan? -Jonathan estuvo a punto de echarse a reír-. ¡Ese
muchacho! Bueno, admiro su gusto, aunque no me gusta su descaro.
Ella se volvió bruscamente con las mejillas arrebatadas y los azules
ojos resplandecientes de furia. Siempre había sospechado que Jenny tenía un
carácter fuerte, pero ahora lo veía con sus propios ojos.
-¡Tú sí que eres descarado, Jon! -exclamó-. Pero oye una cosa;
Robert tiene una ventaja sobre los hermanos Ferrier.
Habló con voz fuerte, directa y clara. Jonathan se sintió encantado.
Le apretó el pie y, muy suavemente, levantó uno de sus dedos hasta el tobillo
y se lo acarició. Sintió una conmoción con el contacto, pero ella no retiró el pie
como esperaba.
-Oh -le dijo-, no dudes que cualquier hombre es mejor que
nosotros. Somos un mal conjunto, como dirían los ingleses. Harald es un
idiota y yo gozo de la peor reputación del pueblo, como probablemente habrás
descubierto tú misma. No somos joyas en el mercado matrimonial, en eso
estamos de acuerdo. No sé cómo te las arreglarás para aguantarme como
esposo y realmente te tengo lástima.
En aquel momento le tenía tomado el tobillo con toda la mano y
pensaba hasta dónde podría levantarla. Era un pensamiento delicioso.
Entonces notó que ella estaba muy quieta y al levantar la vista advirtió que
tenía una expresión trémula y atontada, como si toda su atención estuviera
concentrada en el tobillo que él tenía agarrado. Jonathan la miró fijamente, y
luego apoyó la mejilla contra su rodilla. Ésta se endureció, se estremeció,
pero no se apartó, y la mano de Jonathan se deslizó hacia arriba, por la
pantorrilla delgada, cálida, firme y suave.
Las mejillas de la muchacha se tiñeron de un fuerte rubor y le
temblaron los párpados que luego fueron cayendo lentamente. Empezó a
sollozar en silencio. Muy despacio, Jonathan se apoyó sobre sus rodillas
mirando el rostro tembloroso, la tomó entre sus brazos, vaciló un instante y
apretó los labios contra el hueco de su garganta. La cabeza de Jenny cayó
para atrás, vencidas todas las defensas, y Jonathan sintió el repentino temblor
del pulso contra su boca.
-Jenny, Jenny -murmuró.
Sentía el cuerpo joven y suave entre sus brazos, y apoyó la cabeza
contra el pecho de Jenny. Ella se estremeció por un segundo y después se
quedó quieta; Jon sintió su pasión extática y virginal. Jenny no tenía miedo,
aun cuando había empezado a temblar. Le pareció que se agrandaba la
penumbra de la gruta, que se llenaba de una excitación casi inaguantable, de
placer y de felicidad. El silencio no era interrumpido más que por el canto
distante de las cigarras y el débil Susurro de los árboles. Todo parecía más
grande para los sentidos; la fragancia de la tierra, las hojas y la carne joven.
Jonathan pensó, en la intensidad de su creciente deseo, que había
lugares peores que ése para poseer a la mujer amada que se está rindiendo.
Volvió a besar la garganta desnuda y su mano hurgó en los pequeños
botones de la blusa, que a él le parecieron grandes como platos. Desabrochó
uno, dos, tres, y entonces ella le detuvo con mano fuerte.
-No -dijo rompiendo a llorar, no con llanto de temor o de protesta,
sino de desesperación.
Él se detuvo de inmediato. La sostuvo tan gentilmente como antes,
y cuando ella apoyó la cabeza en su hombro la dejó que llorara. ¿Qué otra
cosa podía esperarse de aquella muchacha inexperta? Temía de haberlo
echado todo a perder, haberle confirmado la mala opinión que tenía de él
anteriormente.
-Jenny, querida mía, lo siento -le dijo-. Pero te amo más que a mi
propia vida, Jenny. No te molestaré otra vez, hasta que estemos casados,
¿eh, Jenny?
-No puedo casarme contigo -gritó ella, mojando con sus lágrimas la
camisa de Jonathan-. Quiero, pero no puedo.
-¿Por qué no?
-¡Te he hecho una cosa terrible!
El no dijo nada, pero sintió ganas de reír y la sostuvo más fuerte.
-¡Por amor de Dios, Jenny! ¿Qué «cosa terrible» puede haberme
hecho, una niña como tú?
Jenny sacudió la cabeza con desesperación.
-No puedo decírtelo, Jon. Vete, por favor, y olvida que me has
visto. Vete muy lejos.
Entonces fueron interrumpidos por una voz llena de burla y
desprecio.
-Me duele tener que poner fin a esta conmovedora escena pastoril
-dijo Harald Ferrier a la entrada de la gruta-. No hay nada tan adorable como
un amor verdadero, ¿no es cierto? ¡Y qué escena! Todos los elementos de la
seducción dramática, rendición inmaculada, temblores armoniosos, fuerza
viril, caricias...todo. Debería haber sido autor: hubiera hecho una fortuna.
Jenny pareció saltar en los brazos de Jonathan. Él la soltó y se
puso en pie, sintiendo que le invadía la furia y que la sangre le subía a la cara.
Vio a su hermano descuidadamente apoyado en la entrada de la gruta,
mostrando aquella amplia y amable sonrisa suya. Harald le hizo un guiño.
Fue aquel guiño lascivo, aquella sonrisa indulgente, lo que hizo que
Jonathan sintiera un agudo embarazo mezclado con rabia, una especie de
vergüenza juvenil.
-¿Qué diablos estás haciendo aquí? -gritó.
Harald levantó sus espesas pestañas y su rostro se iluminó.
-¡Caramba! -dijo como si se sorprendiera-. Creo que vivo aquí; por
lo menos creía. ¿No es así?
-¡Nos espiabas! -gritó Jonathan sintiendo que hacía el papel de
tonto.
-Oh, lo siento de veras. Creo que debía haber esperado hasta la
escena final, pero confieso que soy un poco impaciente. ¿Es que iba a haber
una escena final? -Miró a Jenny, acurrucada en el suelo con la cabeza vuelta
hacia otro lado-. Me sorprendes, Jenny -dijo en tono de burlona
recriminación-, una muchacha tan buena como tú. -Volvió a mirar a su
hermano con gesto amistoso y haciendo un pestañeo cómico-. Eres todo un
perro, Jon; ninguna muchacha está segura contigo; ni siquiera un bocado de
virgen como Jenny. En realidad, debería estar enfurecido; después de todo,
soy su tutor natural. Por lo menos tenías que haber guardado las normas de
la etiqueta y pedirme su mano, y no tratar de tomarla por la fuerza, para
decirlo con un eufemismo.
Jonathan le habría matado allí mismo; le odiaba. También se sentía
ridículo, un poco despreciable y completa mente avergonzado. .
-Abotónate la blusa, Jenny querida -dijo Harald con aire paternal-.
Es terrible como se abre. Tienes que tener más cuidado cuando te vistes. Y
deja caer el borde de tu vestido. Creo que una mujer joven no debe mostrar
casi hasta el muslo a la luz del día; pero eso sucede cuando se ponen a
juguetear, según he oído decir.
Jonathan apretó los puños. Tenía el rostro congestionado, y al
mirar a su hermano a los ojos, vio que éste no bromeaba y que su habitual
color castaño se había oscurecido.
Harald mostraba una leve sonrisa y miraba de frente a Jonathan.
-Terminemos con esta comedia, ¿no te parece? Me disgusta
sorprender retozones en un momento...indiscreto, digamos. Pero he oído
voces y te estaba buscando, Jon. Me han dicho que todavía estabas en la
isla, yo descansaba en el castillo, pero todos creían que estaba en
Hambledon. Así que he empezado a buscarte. No era mi intención imponeros
mi compañía. Si hubieseis estado conversando en forma comedida, como se
acostumbra cuando un caballero visita a una dama, o hubieseis estado
tomando té -Jenny, ¿te has olvidado de las tazas?- yo me habría retirado y
habría hecho ruido para llamaros la atención. Pero el ruido que he oído
-altercados, o besos me ha alarmado. -Extendió las manos como si estuviera
haciendo un ruego-. Entonces, ¿qué otra cosa podía hacer más que
apresurarme para salvar el honor de Jenny, que en apariencia corría el más
serio peligro? Tenía que rescatarla de eso que las señoras llaman «un destino
peor que la muerte». Jenny, deberías sentirte muy agradecida por lo que he
hecho.
La pobre muchacha se había abrochado la blusa y soltado el borde
de la falda. Estaba sentada, muy erguida y muy quieta. El pelo le cubría parte
del rostro.
-Ahora que ya te has divertido -dijo Jonathan conteniéndose con
gran esfuerzo para no pegar a su hermano--, ¿qué te parece si nos dejas en
paz?
-¿Para que continúes con la seducción de una muchacha inocente
e indefensa? -dijo Harald retrocediendo en una perfecta parodia de horror y
haciendo un gesto que puso al descubierto sus grandes y hermosos dientes,
al tiempo que se golpeaba el pecho dramáticamente-. No seré yo quien lo
haga; yo, el protector de mi hijastra.
Jonathan volvió a ver el brillo desagradable en los ojos de su
hermano y pensó: «Me odia tanto como yo lo odio a él, y si pudiera me
mataría con tanto gusto como yo a él. Bueno, es una hermosa situación.»
-No tienes necesidad de proteger a Jenny -le dijo-; vamos a
casamos de inmediato.
-¿Antes o después? -preguntó Harald.
-¡Oh, vete al diablo! -dijo Jonathan mirando a Jenny, que estaba
silenciosa y abatida-. Jenny: voy a pedir a mi madre que te invite a quedarte
con ella hasta que estemos casados. Vendrás, ¿no es cierto, Jenny?
Harald sacudió la cabeza con gesto triste.
-No, temo que no, Jon. Verdaderamente temo que no. Jonathan lo
ignoró por completo. Por algún perverso motivo sentía ganas de echarse a
reír explosivamente, y al mismo tiempo quería consolar a Jenny y provocar su
risa.
-¿Mañana, Jenny? -preguntó.
-Ah, no, querido hermano -dijo Harald al ver que
Jenny no contestaba-. Jenny tiene sus razones, ¿no es así,
querida? Una razón muy poderosa. Jenny es todo honor, o al menos lo era
hasta hace media hora. Ya vez, Jon -dijo Harald asumiendo una expresión
apenada-. Jenny creía hasta hace muy poco que eras un asesino. Yo la ilustré
movido por la caridad que anida mi corazón.
-¿Qué dices? -dijo Jonathan-. ¡Estás mintiendo!
-¡En absoluto! Pregúntale a ella misma. Creía que habías
asesinado a su madre, ¡ja, ja! ¡Pensar en todos los asesinatos que quieren
cargarte! Barbarroja era un novicio comparado contigo. ¡Qué reputación
tienes! Y qué cara tienes también. Has envejecido de repente.
Jonathan le miraba con expresión atemorizante, pero Harald se
estaba divirtiendo demasiado para sentirse alarmado. Sin embargo, dio un
paso atrás.
-¿Por qué no se lo preguntas a ella?
Jenny estaba sentada muy erguida. Se había tirado el cabello hacia
atrás y tenía la cara muy pálida en la verde penumbra de la gruta.
-¿Jenny? -preguntó Jonathan volviéndose hacia ella.
-Es completamente cierto -dijo ella con voz velada-. Fui muy
estúpida. Yo...pensé que tú...y Harald...os habíais confabulado para matar a
mi madre por su dinero. -Repentinamente se tapó la cara con las manos-.
¡Cómo puedo haber sido tan estúpida, tan ignorante! Aquella noche, justo
antes de que muriera, creí que la inyección que le habías dado...no sabía que
se estaba muriendo y que trataste de salvarla.
-Y todo este tiempo -agregó Harald con voz afectuosa- la pobre
niña ha creído que éramos hermanos asesinos. Por lo menos no pensó tan
mal de mí; me creía culpable de un solo asesinato, o instigador de uno. Tú
eras el verdadero bruto, con tu agujita mortífera.
-Cristo -dijo Jonathan mirando con disgusto a la muchacha-. Jenny,
no puedes haber sido tan idiota, ¿verdad?
El tono de su voz la hizo estremecerse. Se quedó quieta,
cubriéndose la cara y sacudiendo dolorosamente la cabeza. No levantó la
vista ni siquiera cuando Jonathan cogió su chaqueta y su sombrero y empujó
a su hermano para salir. Harald encendió un cigarrillo y se puso a fumar
tranquilamente. Jonathan se detuvo a poca distancia de la gruta y miró a
Jenny.
-¡Por eso siempre escapabas de mí, Jenny, como un ratón
perseguido! -le dijo con áspero desprecio-. Si no hubieras concebido esa loca
fantasía en tu mente, Jenny, ¿me habrías dejado compartir tu cama aquella
noche?
-¡Ajá! ¡Qué deliciosa visión surge en mi cerebro! ¿Cuando fue
«aquella noche», Jenny? ¿Estuvo nuestro Jon demasiado ardiente,
demasiado impulsivo? Le falta delicadeza, ya lo sabes.
Jonathan levantó su mano dura y bronceada y le cruzó la cara de
un bofetón. Harald cayó hacia un lado de la gruta. Jonathan se fue y el
estrépito que produjo su violenta partida quebró el silencio durante unos
instantes.
Jenny lloraba, mientras Harald fumaba y la miraba con gesto
amable. Al cabo de un rato sacó el pañuelo y se sonó las narices
ruidosamente, como lo hacen los chicos.
-La Naturaleza puede ser muy dramática y heroica -dijo Harald-
pero inevitablemente termina con una nota cómica. Lloramos hasta que se
nos seca el corazón para tener que sonarnos después las narices o hacer una
visita al cuarto de baño. Esto- es muy banal, Jenny; no es tan trágico como tú
crees. Has visto el peor aspecto de Jon, si tal cosa es posible. Jamás espera
explicaciones; nunca. Hace lo que se le viene en ganas y nunca escucha la
defensa de la otra parte. De eso te has librado, Jenny.
Ella volvió a sonarse la nariz y lo miró con angustia y enojo.
-Lo sé, querida; me echas la culpa. Pero lo he hecho por tu propio
bien. Ya ves que no has tratado a Jon tan injustamente, después de todo. Tal
vez no te hayas enterado, pero en Hambledon corren historias muy sucias
sobre ti y él...
-¿Sobre mí? -preguntó Jenny levantándose de un salto--. ¿Sobre
mí?
-Así es, querida. Dicen que eres mi amante, y probablemente la
compañerita de juegos de muchos otros caballeros.
-¡Oh, qué puerco mentiroso eres! -gritó Jenny echándose encima
de él.
-Jenny, modérate, por favor. -Su tono burlón la hizo detenerse-. Jon
las ha creído todas y cada una de ellas. Hace bromas obscenas sobre ti,
Jenny, en mi presencia y en presencia de otros. Las ha hecho delante de mi
madre también, con algunas ligeras reservas. Si no me crees, pregúntaselo a
ella, y también podrías preguntárselo a otras personas de Hambledon.
Jenny le miró pestañeando rápidamente y quedó pensativa,
mientras nuevas lágrimas corrían por su cara. Recordaba las sonrisas
disimuladas que había tenido que soportar en Hambledon a partir de la
muerte de su madre, las evasiones, los desprecios. Siempre había sido
lastimosamente tímida y había llegado a creer que su creciente timidez era lo
que provocaba los desprecios semiocultos que había podido advertir en el
pueblo, y que su «sencillez» se estaba poniendo en evidencia cada vez más,
despertando hostilidad. Su padre le había dicho que no tenía gracia y ella
había llegado a considerarse, sin haber llegado más que al principio de su
madurez, una rústica que sólo podía merecer indiferencia. Recordó entonces
las perversas observaciones que le hiciera Jonathan, y que en aquellos
momentos no había comprendido.
El Cuatro de Julio Jonathan la había atacado en la casa de su
padre, donde su madre había muerto, cuando estaba sola y no tenía a nadie
que la defendiera, Jenny había olvidado lo que le dijo en la biblioteca y
mientras luchaba con él en el dormitorio, pues se había sentido demasiado
culpable y llena de remordimientos como para poder recordar. Le volvía a la
memoria, con horror, el insulto recibido de Jonathan, cuando le dijo que le
negaba a él lo que con tanto gusto daba a su hermano. Recordaba que le
había dado un bofetón en la cara, igual que él había abofeteado a Harald.
¿Cómo podía haber olvidado todo aquello? ¿Cómo podía haber olvidado el
manifiesto desprecio que sentía por ella, sus mofas, sus acusaciones de que
era «reservada»?
Con el rostro enrojecido de furia se volvió hacia HaraId, que se
estaba restregando cuidadosamente la mejilla y tocándose los labios con el
pañuelo, para ver si salía sangre.
-¿Esperas que te lo confirme, Jenny? -le preguntó-.
Si es así, me alegro. Si Jon sentía algún respeto por ti lo hubiera
tratado de forzarte como entiendo que lo hizo «aquella noche», ni hubiera
tratado de repetirlo hoy en esta gruta, creyendo que estabas sola en la isla,
sin mi presencia para protegerte y lejos de la casa. Te ha tratado como a una
cualquiera, Jenny, como a una mujerzuela, una perra. ¿Supongo que serás
suficientemente inteligente como para darte cuenta de eso? Un caballero no
trata de seducir tan crudamente a una niña, especialmente una como tú, a
menos que crea que no merece ningún respeto. Sus ofertas de casamiento...
¡Oh, Jenny! Si tú te hubieras…hummm...rendido, para decirlo con palabras
suaves, se te hubiera reído en la cara después. Créeme, conozco a mi
hermano, y sé que tiene muy mala reputación entre las mujeres.
-¿Jon ha podido pensar esas cosas de mí? -murmuró Jenny con
patético asombro.
-Jenny, Jenny; ¿no me has escuchado? ¿No es evidente que lo ha
hecho y lo sigue haciendo? ¿No te basta con su conducta?
-¡Oh! -gritó Jenny, y se cubrió con las manos el rostro desolado de
vergüenza, pena y amarga soledad.
-Sé que esto es duro, querida mía -dijo Harald triunfante- pero es
mejor que lo sepas ahora que después, si yo no hubiera llegado a tiempo para
salvarte. Piensa lo que hubieras tenido que soportar entonces. Jon es un mal
hombre, Jenny. Fue cruel con su esposa, Mavis, y la eliminó de su vida,
aunque tú te empeñes en no creerlo. Es implacable con las mujeres,
absolutamente implacable. Una mujer tiene para él un solo objeto. La
población femenina de todo este maldito pueblo lo adora, salvo cuando tiene
razones para odiarlo. ¿No te parece extraño? Voy a dejar de lado por un
momento mi modestia para decirte que, comparado conmigo, no tiene
encanto ni apariencia.
-Os odio a los dos -dijo la pobre Jenny-. Os desprecio a los dos.
Se echó hacia atrás la cabellera y se dirigió a la salida de la gruta,
pero Harald sonrió y sacudió la cabeza sin apartarse de su sitio.
-No me desprecias a mí, dulce Jenny. Desprecias lo que te he
dicho. ¿Te parece justo? Tus pensamientos me han ofendido terriblemente y
yo te he perdonado; ¿no fui magnánimo? ¿Quién perdonaría con tanta
facilidad una acusación tan terrible, salvo alguien que te ame?
-Por favor -pidió Jenny con la voz quebrada-, por favor, déjame
salir. No...no puedo soportarlo más. Por favor.
-Por supuesto -dijo Harald con amabilidad, retirándose. Jenny pasó
por su lado corriendo y él oyó un agudo sollozo mientras ella se alejaba hacia
el castillo.
«Querido Jon», pensó Harald. «Una buena acción merece
recompensa. Creo que me has cortado la mejilla con un diente. De cualquier
modo, pienso que has visto a Jenny por última vez. ¿Te invitaré a la boda?
Tengo que reflexionarlo detenidamente.»
31
-Eres muy amable al pasar por aquí a ver al pobre Martin -dijo Flora
Eaton-, pero está muy enfermo, como sabes, y necesita descanso, paz y
tranquilidad.
-Sí, comprendo, Flora. Pero se trata de un asunto de suma
importancia para alguien muy importante para Martin.
Estaban sentados en la imponente y penumbrosa sala de la fea
casa cercana al río, y Flora miró a Howard dubitativamente, jugueteando con
su falda y mordiéndose los labios.
-Howard, Martin no se ha encontrado bien desde que le visitó el
senador Campion. Las visitas parecen perturbarlo muchísimo.
Howard dio un respingo. -¿El senador estuvo aquí?
-Sí, claro; muy interesado por Martin, pues son muy buenos
amigos. Pero fue demasiado para Martin; mucha agitación. Se desmoronó
completamente después de que Kenton se marchara y tuve que llamar al
médico para que lo viera; el doctor dijo que no había que molestarlo ni
afligirlo, ni dejar que volviera a agitarse. Después de todo, no ha pasado
todavía un año...
-¡Ya sé, ya sé! Pero creo que a Martin le hará muchísimo bien
verme, Flora. De verdad.
-¿Asuntos legales, Howard?
-En cierto modo. Sé que Martín guarda un secreto, y si me lo
cuenta será un verdadero alivio para él. Pídele por favor que me conceda
unos minutos, Flora.
Todavía dudando, Flora levantó su pequeño y achatado cuerpo de
la silla y abandonó la habitación, dejando a Howard con una sensación de
excitación y euforia. ¿De modo que Campion ha estado allí y había «agitado»
a Martín Eaton? ¿Con qué le habría amenazado, o qué le habría dicho para
que Martin le entregara aquel malhadado documento a Louis Hedler? Aquello
era muy interesante. A pesar de las ventanas cerradas y las cortinas corridas,
hacía mucho calor en la habitación y Howard, cada vez más inquieto y más
excitado, se secó las manos y miró hacia la puerta con impaciencia. Podía oír
la voz del río susurrando suavemente en el silencio de la mañana, los
chirridos de las máquinas cortadoras de césped y el ladrido de un perro.
Pensaba en lo tranquilo y pacífico que era el mundo, o que podría serlo sin la
presencia de la raza humana.
Flora Eaton regresó, incierta y vacilante.
-He hablado con Martin, Howard. Ha estado escribiendo y
escribiendo y está muy agotado. Pero cuando le he dicho que estabas aquí ha
accedido a verte por unos minutos. Howard, no te quedes mucho tiempo,
¿quieres? Necesita descansar.
-¿Escribiendo? ¿Está escribiendo un libro? -preguntó Howard
poniéndose de pie.
Flora esbozó una sonrisa indefinida e hizo un gesto con las manos.
-No tengo autorización para decirlo, Howard. -No se le había
ocurrido la idea hasta ahora, pero la sugerencia la dejó intrigada-. Pero lo que
sé es que es bastante voluminoso y no es una carta. ¡Tanto secreto!
Howard Best no había visto a Martin Eaton desde hacía meses, y
aun en su estado de preocupación quedó impresionado por el cambio
experimentado por quien en un tiempo fuera un hombre poderoso y robusto,
de gran presencia. Prevalecía en la habitación el olor ácido del encierro y el
hedor, más fuerte aún, de la enfermedad y la muerte. Martin era un
agonizante, deshecho, arruinado, de cara cavernosa y color espantoso. Miró
vacilante a Howard mientras atravesaba la habitación para acercarse al
escritorio, y se quedó sentado sin pronunciar palabra, como un Buda que se
va desmoronando en el polvo en algún templo perdido.
Howard se sentía tan lleno de compasión que olvidó sonreír y no
esperó que lo invitaran a sentarse. Se sentó junto al escritorio frente a Martin.
-Perdóname, Martin -le dijo-. Sé que estás enfermo. No te
molestaría si el asunto no fuera tan importante y tan urgente, y le interesa a...
-Sí, lo sé -le contestó una voz débil y vacía-. Siempre has sido el
amigo más íntimo de Jon Ferrier. Hiciste gestiones para el cambio del tribunal,
y lo conseguiste; y le proporcionaste además los mejores abogados de
Filadelfia.
Howard le observaba y escuchaba atentamente aquella voz,
dispuesto a percibir cualquier eco de animosidad, odio, hostilidad o desprecio;
pero no hubo nada de eso. El tono era opaco, sin acentos e indiferente.
-De modo que ya sé a qué has venido. Se trata de Jon Ferrier.
-Sí -contestó Howard-. Se encuentra en un peligro terrible, pero es
inocente. No sé si lo creerás, pero es cierto.
Martin Eaton bajó la vista hacia el escritorio y Howard se fijó en un
montón de papeles llenos de una escritura apretada y prolijamente
acomodados. La mano de Martin aún sostenía la pluma.
-Ya no sé qué es verdad o qué es mentira -dijo Martín-. Ni siquiera
sé qué es culpa.
-Martin, en el fondo de tu corazón sabes que Jon no mató a Mavis.
-Te equivocas -dijo Martin en voz más alta pero siempre
indiferente-. La mató. Yo sabía que era culpable; lo he sabido siempre.
Howard sintió un escalofrío en las manos y las mejillas, y miró
fijamente a Martin.
-¿Culpable de matarla...cómo?
Por primera vez Martín sonrió, con una sonrisa cansada, dolorida.
-Ustedes los abogados. He hecho una afirmación sencilla que sería
aceptada por cualquiera que no fuera tú. Dije que Jon Ferrier fue culpable de
la muerte de Mavis; con eso tendrías que haberte sentido satisfecho. Yo no
miento; pero tú preguntas: «¿Cómo?.
Aumentaron las esperanzas de Howard. Martin levantó su mano
viva, que seguía sosteniendo la pluma.
-Kenton Campion ha estado aquí y me lo ha contado todo, de modo
que no es necesario que tú me narres la detestable historia de la
confabulación contra Jon. Presumo que te lo ha dicho Louis Hedler. Pobre
Louis. Sé que existen otras ramificaciones de esa confabulación que nada
tienen que ver conmigo ni con Mavis, de modo que puedes descansar,
Howard.
Volvió a mirar los papeles que estaban sobre su escritorio y lanzó
un suspiro largo y ronco.
-He escrito la historia completa, por miedo de que la entierren
conmigo y pueda volver a hacerse el mal. Me alegra que hayas venido. No
sabía a quién confiársela; pero como tú eres amigo de Jon, sé que puedo
confiar en ti. Sólo me faltan unas pocas líneas más y estará terminada.
Entonces podrás leerla tú mismo y ahorrarnos ambos copiosas explicaciones
y palabras. Me siento tan cansado estos días, tan...acosado.
Howard sintió que aquél era el momento más importante.
Permaneció en silencio mientras la pluma recorría dolorosamente su camino
sobre el papel. Vio cómo la mojaba en la tinta, escribía y volvía a sumergirla
otra vez. La mano muerta yacía inmóvil sobre el papel. En aquella habitación
estaban abiertas las persianas y entraba un viento caliente que agitaba las
páginas escritas, sacudía el polvo, levantaba las hojas de los libros abiertos.
El rostro agonizante de Martin Eaton tenía una expresión concentrada, el
sudor se acumulaba sobre su reseca frente y sus mejillas flojas.
«Hay mucho que decir en favor de un hombre que muere con
dignidad», pensó Howard Best, «un hombre que no pide compasión, ni
sentimentalismo ni una falsa negación de la verdad». Howard no tenía la
menor duda de que el documento escrito que estaba a punto de leer
corregiría un mal, salvaría a un hombre de la injusticia y de la ignominia más
completa.
Martin dejó la pluma y echó una mirada sobre los párrafos finales
que acababa de escribir.
-He redactado esto en forma de declaración jurada, y había
pensado en ti para que actuaras como notario o testigo -le dijo.
Esta vez miró a Howard alzando la vista con visible esfuerzo, y la
poca vida que quedaba en ellos brilló por última vez con indomable
determinación.
-No me ha resultado fácil hacer esto. Sé que va a destruir a otros;
pero llega un momento en que un hombre tiene que hacer lo que debe, sin
más alternativa.
Hizo un gesto indicando los papeles; Howard se acercó al escritorio
y los tomó. Martin se recostó en su silla y cerró los ojos.
Le letra era asombrosamente clara y cuidada como si hubiera sido
escrita para no dejar la menor sombra de duda sobre el significado de una
sola palabra. Era una letra pequeña y clara aunque a veces temblorosa, pero
no faltaba un punto, una coma y ninguna mayúscula.
****
****
-No me hagas preguntas, querida, ni me pidas explicaciones -le dijo
Howard a su esposa Beth, cuando llegó a su agradable casa de Rose Hill
Road-. No volverás a visitar a Claude Brinkerman; tendremos que encontrar
algún otro cuando vayas a tener al bebé.
-Pero, Howard; él es realmente el mejor -contestó Beth sorprendida
y mirándole inquisitivamente-. Lo h recomendado a tantas de mis amigas...
-¡No debes volver a hacerlo nunca! -puso tanto énfasis que ella,
completamente asombrada, se quedó mirándole.
-¡Caramba, Howard! Pareces...enloquecido; tan pálido, tan
preocupado, tan grave. ¿Pasa algo malo, querido? -Muy malo, Beth; pero
tienes que hacer lo que te digo, pues sé cosas que tú ignoras. He pasado tres
horas terribles. No puedo decirte nada; haz lo que te digo y nada más.
Ella siguió mirándole haciendo conjeturas.
-Muy bien, Howard; debes tener tus razones -dijo después de un
rato-. Quisiera haber tenido antes tu consejo. En noviembre le mandé a mi
modista, una chica que tiene habilidad con cintas y plumas; me hizo mi
sombrero de Navidad y a las dos nos gustó tanto que le permití que lo
exhibiera en su pequeña vidriera por unos pocos días. A ti también te gustó,
¿recuerdas? Color ciervo, de fieltro, con cintas amarillas y plumas
anaranjadas, me quedaba muy bien y tú dijiste... ¿Qué te pasa, Howard?
-¡Beth! -gritó Howard con una sacudida-. ¿Cómo se llama tu
modista?
-¡Caramba...caramba...estás extraordinario, Howard, y tienes un
aspecto muy raro! ¿Por qué te interesa? Es Mary Snowden.
Howard entrelazó fuertemente las manos y apretó los dientes con
expresión de triunfo.
-¡Ya me parecía que había oído antes ese nombre, por Dios! ¡Beth!
¿Por qué enviaste esa muchacha a Brinkerman en noviembre pasado?
-¡Por amor de Dios, Howard! ¡Qué preguntas haces I Para ti no
significa nada y para mí es fastidioso. Tenía malestares femeninos.
-¿Qué demonios es eso?
Beth bajó sus hermosos ojos. -Internos -dijo frunciendo los labios.
-Por amor de Dios, Beth: ·¿qué és? La palabra «internos puede
significar un montón de cosas, ya lo sé. Por favor, Beth, olvida que eres una
dama por un momento. No sabes lo tremendamente serio que es esto.
Seamos francos. ¿Estaba embarazada la muchacha?
-Howard, ¿cómo puedes decir una cosa tan espantosa de una
pobre chica con talento, buena y trabajadora? ¡Tan simpática...casi...una
dama! Bien educada, inteligente. ¡Por supuesto que no estaba embarazada!
¡No está casada!
-¡Querida Beth, te amo! Eres un tesoro, un verdadero tesoro.
Querría poder decirte cuánto me has ayudado.
Le dio un beso y ella lo apartó suavemente para poder examinarle
la cara.
-Howard, ¿te sientes perfectamente bien?
-«Magnífico», como diría Teddy Roosevelt. ¿Has dicho que fue en
noviembre pasado cuando enviaste a Mary Snowden a ver a Claude
Brinkerman? -Hizo una pausa-. ¿Conoces por alguna remota casualidad, a
Louise Wertner, costurera?
-Claro que la conozco -dijo Beth-. Es amiga de Mary.
No sabe tanto como ella ni es tan original, de modo que le doy
solamente la costura corriente, cambios de forma de vestidos viejos,
composturas y cosas así. Viene aquí con frecuencia a trabajar en nuestro
cuarto de costura, especialmente en primavera y otoño. Tienes que haberla
visto tú mismo una o dos veces, por lo menos; una muchacha menudita y
tranquila, siempre con los ojos bajos y humedeciéndose los labios. Ninguna
de las muchachas es excesivamente próspera, aunque yo ayudo a Mary, a
quien debían apreciar más...
-Beth, ¿has dicho que esas dos muchachas se conocen entre sí?
¿Se conocen bien?
-Creo que sí, Howard, ¿qué tienes que ver con esa clase de
muchachas? ¿Por qué tienen tanta importancia para ti?
-Beth, ¿sabes si Louise Wertner ha sufrido alguna vez malestares
femeninos también?
-Vamos, Howard, ¡no seas ridículo! ¿Cómo puedo saberlo? Mary
me lo dijo en noviembre pasado, sólo cuando le hice notar que parecía un
poco enferma.
Beth vaciló. Howard, pensó para sí, tenía algo en común con todos
los demás maridos: un poco de tacañería. Pero ella había tenido algo cargada
su conciencia durante varios meses. Suspiró.
-Howard, compré cuatro sombreros a Mary y la cuenta no subía
tanto como te dije. Hice que Mary la «inflara», como decimos nosotras. Verás;
necesitaba cincuenta dólares y yo la ayudé. Espero que no te enfades. Fue a
ver a Claude, y éstos fueron sus honorarios por una ligera, una muy ligera...
corrección...en su consultorio. Exorbitante para un pobre, pero él tiene
prestigio. ¿Estás enfadado?
-¡No podría estar más contento! -dijo Howard entusiasmado. Así
que las muchachas no se conocían, ¿eh? Cómprate una docena de
sombreros, querida, mañana mismo. O por lo menos, uno.
****
Aquella noche Martin Eaton murió pacíficamente mientras dormía.
No se le hizo autopsia pues se sabía de qué padecía, y su médico opinó que
había sufrido otro ataque. Howard Best fue el único que se extrañó un poco,
con pena primero y luego con una sensación de alivio. Martin Eaton había
dejado este mundo que le había dado tan poco consuelo y le había dejado
abandonado en sus últimos años.
Nadie esperaba que Jonathan Ferrier estuviera presente en el
funeral ni que acompañara el cortejo. Y no asistió.
33
****
Como ya eran las nueve y media de la noche, St. Hilda estaba en
calma, pero en algunos sitios brillaban las luces en la cálida oscuridad.
Jonathan y Robert se dirigieron en silencio al despacho de Louis Hedler,
encontrándose solamente con una enfermera solitaria y un interno, que los
vieron pasar con curiosidad. Robert abrió la puerta.
-Aquí está, por fin -dijo-. Le encontré durmiendo la borrachera y
tuve que despertarle.
-Un embuste -dijo Jonathan. Se detuvo y vio no sólo a Louis Hedler
en su escritorio, una rana gorda y presumida, sino también al padre Mcnulty y
a Howard Best, sentados en sillones de cuero cerca de la mesa-. ¿Qué
significa todo esto? -preguntó con voz pausada.
-Entra, Jon -dijo Louis mirándolo de frente con una expresión muy
grave-. Tengo que confesar que estás muy elegante. ¿Te ha sacado Robert
de detrás de algún cubo de basura? Robert, muchacho, ¿quieres echar la
llave a esa puerta que está detrás de Jon? No quiero que nos interrumpan, al
menos por un rato. ¿Es siempre el whisky tu fortaleza y tú fuerza, Jon? ¿Es
así como respondes a la vida?
-Enséñame una forma mejor -dijo Jonathan sin dejar de mirar a
Robert, que cerraba la puerta y levantando las cejas cuando éste guardaba la
llave en el bolsillo.
-Hola, Jon -saludó Howard Best levantándose y tendiéndole la
mano.
Se habían encontrado ocasionalmente en los últimos meses, pero
Jonathan nunca se había mostrado cordial ni había tratado de entablar
conversación con su amigo. Volvió a sentirse enfurecido y mirando fijamente
la mano que se le tendía, no la tomó. Howard la dejó caer y le subieron los
colores a la cara.
-Muy bien, Jon. Tú nunca cedes, ¿verdad?
-¿Por qué tendría que hacerlo? Ahora díganme qué...
-No, nunca cedes -interrumpió Howard-. Un maldito degenerado
belicoso y altanero; eso es lo que eres, Jon, un...bueno, no te lo digo porque
se reflejaría sobre tu madre, a quien respeto, que es más de lo que puedo
decir de ti. ¿Qué te pasa? -Howard había empezado a gritar-. ¡Tú y tu maldito
orgullo colérico, tu sentido de justicia! Confieso que fui rudo contigo, lo
confieso; pero, maldita sea, ¿no has sido nunca rudo con nadie? ¡Ja! ¿No has
acusado nunca a nadie de algo que fuera falso?
-Sí, lo ha hecho -dijo Robert Morgan, de pie al lado del escritorio de
Louis-. Él se cree justo, es cierto, pero ha creído todas las mentiras que se
cuentan en el pueblo sobre la señorita Jenny Heger. Incluso me ha contado a
mí algunas. ¡Pero eso está muy bien para Jonathan Ferrier! Lo que él cree es
la verdad y no importa que se trate de una repugnante mentira. El es quien
juzga en todos los casos y nadie se atreve a contradecirlo.
El rostro del joven estaba tranquilo y resuelto, y miraba al
confundido Jonathan directamente a los ojos.
-He hablado con Jenny -continuó Robert mirando hacia otro lado-.
Quería casarme con ella. Es la muchacha más adorable que he conocido;
estaba...bueno, estaba sencillamente aplastada. Parece ser que había
pensado algo desagradable de Jon, pero no me ha querido decir de qué se
trataba; lo que sí me ha dicho es que él había creído todas esas malignas
historias que se cuentan sobre ella y que nunca había salido en su defensa,
portándose de una manera abominable con ella. Si fuera...un poco más
hombre, creo que le haría saltar los dientes de un puñetazo, por andar por ahí
hablando y pensando esas cosas sobre Jenny como ha hecho.
El rostro de Jonathan era impenetrable, con los músculos tensos y
sobresalientes. Reflexionaba. La descompostura que sintiera cuando estaba
en el consultorio, no era nada comparada con la que sentía en aquellos
momentos. Pensó en Jenny y se pasó la mano por la frente.
-Creo que necesito sentarme, si no les importa -dijo. Vio una silla
vacía y se dirigió hacia ella, caminando con sumo cuidado, mirando el borde
del escritorio de Louis y sintiendo el silencio acusador en derredor suyo. -
¿Jenny le ha contado eso? -preguntó.
-Sí, me lo ha contado. Es una muchacha muy reticente, como usted
debería saber, y muy inocente y retraída. Una adorable muchacha. -La voz de
Robert tembló un poco-. No me habría dicho nada si yo no le hubiera pedido
que se casara conmigo por décima vez; vi que se encontraba en un estado de
ánimo muy exaltado. No podía contenerse, lloraba, y así fue como me lo ha
dicho. Quisiera saber qué le ha hecho usted, Ferrier.
Jonathan reflexionó un poco, y después levantó la vista, sonriendo
débilmente.
-Puede hacerme saltar los dientes de un puñetazo si quiere, Bob.
Louis Hedler se echó a reír y lo mismo hizo el sacerdote, que hasta
entonces no había dicho una palabra; y Jonathan tendió la mano a Howard
Best francamente.
-No merezco que me estreches la mano, Howard -dijo-, pero por
favor, hazlo.
-Esto casi me mata, realmente casi me mata -dijo Howard
aferrando la mano que se le ofrecía-. Y apuesto a que también le es muy
difícil mostrar un poco de caridad común.
El padre McNulty tomó entonces la palabra.
-Creo que fue Aristóteles quien dijo en De la Poesía que el héroe
de una tragedia debe ser un hombre digno y admirable, pero tiene que tener
también alguna grave falla de carácter que es la fuente de su tragedia. Así es
usted, Jon.
-Muy bien, confieso que soy un cerdo, que todo lo que me ha
ocurrido es culpa mía, sólo culpa mía. -El rostro de Jonathan se había vuelto
sombrío de nuevo y la furia le salía por los ojos-. Fui acusado de dos
crímenes que nunca cometí, y eso es culpa mía. Pasé meses encarcelado y
fui juzgado, y eso también fue culpa mía. Este pueblo creyó que yo era
culpable, me ha expulsado y me ha calumniado...y eso es culpa mía. Nunca
he deseado para él más que el bien, y ésa es mi culpa más grave. Por eso,
naturalmente, por todo eso junto, nunca podré ser perdonado. Pecados
imperdonables.
-Vamos, Jon -dijo Louis Hedler.
El padre McNuIty estaba mirando a Jon con una firmeza triste.
-Usted es ese hombre digno y admirable de quien habló Aristóteles,
Jon; pero tiene un defecto terrible en su carácter y en su alma. Exige que todo
el mundo sea perfecto; no siente compasión por la débil naturaleza humana.
La desprecia...
-Ah, ¿de modo que tengo que perdonar, abrazar y ponerme a
sollozar por cada perro que ha estado mordiendo mi reputación durante años
enteros, no es así? ¿Y darle las gracias por haberme destrozado? Frank,
nunca le he creído decididamente inteligente, pero pensaba que tenía un poco
de comprensión.
-Gracias. -El rostro del joven sacerdote se había arrebolado y sus
ojos dorados brillaron de rabia-. No, nadie espera de usted que se ponga a
adular a sus detractores que le han hecho un daño espantoso ni a aquellos
que le acusaron de crímenes que no cometió. Pero usted se ha ganado
enemigos...
-Y eso es culpa mía, también, supongo. -La voz áspera de
Jonathan se hizo más alta-. No he tenido paciencia para soportar las
mentiras, la incompetencia, la hipocresía, las pretensiones y supongo que mi
actitud hacia ellas tendría que ser caritativa. ¿Debo sonreír a los mentirosos,
a los incompetentes a los hipócritas, a los pretenciosos, y decirles que son
almas benditas?
-No -contestó el sacerdote suspirando-. Ningún hombre decente
puede esperar algo así. Pero hay dos formas de corregir el error; una es usar
una aplanadora, ese es su método, Jon.
-Decisivo -dijo con una risa breve, en la que nadie lo acompañó.
-Hay que caminar con suavidad en este mundo -dijo Louis Hedler-.
No de manera furtiva, sino suavemente. Lo dijo Nietzsche en su Zaratustra:
«Camina entre tus enemigos con una espada dormida». Ese no es tu sistema,
Jon, no lo ha sido nunca. No has aprendido a ser discreto en ningún
momento.
-¿He venido aquí para oír esto? -preguntó Jonathan levantándose-.
Entonces me voy a casa, si no tienen inconveniente.
Louis continuó como si Jonathan no hubiera hablado. -Nadie
espera que te pongas de acuerdo con los malvados, Jon, ni tampoco que los
aguantes en silencio. Pero no tienes por qué acusar a un hombre, delante de
otros, de ser lo que crees que es, o lo que realmente sea. Aunque sólo sea en
defensa propia tendrías que tener un poco más de... llamémosle
autoprotección, si quieres.
-Gracias por el consejo -dijo Jonathan-. Bob, abra esa puerta, si me
hace el favor.
Robert Morgan no le hizo el menor caso, y la expresión de
Jonathan se volvió furiosamente irascible.
-¿No fue Cristo quien echó a latigazos a los mercaderes del
templo? Si recuerdo correctamente, también habló de algunos de los hombres
de Su época en términos poco amables, como «mentirosos, hipócritas, hijos
del Diablo».
-Usted se parece muy poco a Cristo -dijo el sacerdote.
-Pero ¿usted cree que me he ganado semejante cruz, tal como
esta conferencia que me están dando? Me parece que he venido aquí con
pretextos falsos. He oído un rumor sobre sheriffs y prisiones -y echando una
mirada a Robert continuó-: Para ser franco, he estado borracho todo el día.
Su mensajero ha venido a molestarme y eso es algo que voy a recordar.
-Repetiré lo que dijo Zaratustra -dijo Louis-: «Camina entre tus
enemigos con una espada dormida». Una espada, Jon, siempre lista para ser
usada si es necesario, pero no contra objetivos pequeños que no valen la
pena. Usada con caridad, si es posible. Todo eso son los preliminares de lo
que tenemos que decirte. Has levantado contra ti enemigos a muerte. Algunos
hombres hacen amigos, otros coleccionan enemigos; depende del gusto de
cada uno. Tú has tratado desesperadamente de convertirme en enemigo tuyo,
Jon. Has trabajado con todas tus ganas, muy diligentemente, con admirable
persistencia para conseguirlo.
Jonathan no pudo evitar una sonrisa.
-Tienes razón, Louis. Muy bien: pido disculpas. ¿Es para eso que
me has llamado? ¿Para que confiese mis pecados, me absuelvan y me
manden amorosamente a seguir recorriendo mi camino?
-No del todo; déjame continuar. Has trabajado con el mismo afán
para hacerte otros enemigos, quizá más duros. La mayoría de ellos, lo admito,
son hombres aborrecibles. Por esa razón, y por esa sola, debías de haberlos
evitado, por tu propio bien; o si no podías evitarlos había otras formas de
tratar con ellos, en lugar de usar la aplanadora a que se ha referido el padre.
Otros hombres han sido acusados falsamente y absueltos después, y todos
han sido felices. Pero tú no, Jon. La gente estaba desilusionada. ¿Por qué?
Quizá porque la mayoría de los hombres son perversos y malignos y no
pueden soportar a los hombres honestos, y también en parte porque se les
hizo frente innecesariamente. No importa. Esta reunión no se ha convocado
para discutir la moral o la teología. Te interesa a ti, únicamente.
Miró a Robert, a Howard y al sacerdote.
-Los que estamos aquí somos tus mejores amigos, Jon.
No los tienes mejores en el mundo. No hay ninguno que tú no
hayas insultado y menospreciado, ya sea porque estabas de mal talante o con
fingida indulgencia. Pero nosotros somos más caritativos que tú. Dejamos de
lado tu humor, tu impetuosidad y tus métodos atractivos, y te recordamos
como un hombre bueno y dedicado, que sufre los defectos de sus propias
virtudes y que anda dando tumbos a través de una cueva de víboras,
absolutamente desarmado. Indefenso contra la crueldad, la malicia y la
calumnia, no reconociendo siquiera a sus enemigos, ni vigilándolos. Cuentas
con nuestra simpatía. Ahora, si quieres acercar más esa silla al escritorio, te
voy a dar algo para que lo leas. Va a ser una lectura muy desagradable.
Le dio un montón de papeles.
-Declaraciones juradas de Jonas Witherby, la señora Holliday,
Peter McHenry y unos cuantos más como ellos. Pero cuando las hayas leído,
encontrarás otras mucho más...interesantes. Tómate el tiempo que quieras,
muchacho.
Jonathan miró a Howard Best y frunció el entrecejo. -
¿Declaraciones juradas? Huelo a abogado.
-Calla, Jon -dijo Louis Hedler.
-Raza de demonios.
-Gracias por tu habitual cortesía -dijo Howard Best, pero sonrió.
Las finas manos de cirujano de Jonathan aún temblaban por los
excesos cometidos. Miró a su alrededor con gesto de sospecha y empezó a
leer. Todos observaban su rostro tenso. Leía con indiferencia. La primera de
las declaraciones juradas era la de Jonas Witherby, que decía entre otras
cosas: «No sólo me acusó de tratar de suicidarme, sino que pretendió
extorsionarme para que le diera dinero para el supuesto pabellón de
tuberculosos del hospital de St. Hilda...»
-Vaya con el viejo perro -dijo Jonathan encogiéndose de hombros-.
Majadero. No trató de suicidarse; trató de que pareciera que Prissy le había
envenenado. Qué basura.
Louis Hedler encendió un cigarro, Howard Best su pipa, Robert la
suya y el sacerdote se puso a fumar un cigarrillo. Todo era quietud en la
oficina grande y hermosa con las nuevas lámparas encendidas, las ventanas
abiertas y el aire de la noche agitando las cortinas. El humo subía en
espirales hacia el alto cielorraso y Jonathan continuaba leyendo y
murmurando en voz baja.
Un relámpago se arrastró de repente sobre cumbres de las altas
montañas, lamiéndolas con su lengua de tenedor, y el viento aumentó su
fuerza. Se oyó el traqueteo sordo de un tren nocturno y luego su largo y
doloroso quejido al atravesar el valle. A aquella hora también había ruidos
apagados en el hospital, el rodar de una camilla, pasos que aumentaban
súbitamente su rapidez, el repiqueteo de los tacones, el abrir y cerrar de
puertas, un grito brusco, un quejido, una voz apaciguadora. El sacerdote y
Howard Best los oían, pero los tres médicos estaban acostumbrados a ellos y
no les llegaban a la conciencia.
Jonathan se ponía cada vez más pálido a medida que avanzaba en
la lectura, y cada uno de los músculos de la cara se le endurecía. Examinó las
cuentas de los recibos extendidos a Louise Wertner y Mary Snowden, volvió a
leer sus declaraciones juradas y la de Edna Beamish. Levantó la vista, se
aclaró la garganta y habló con voz muy tranquila.
-Son todo mentiras. Todo mentiras. Simplemente le hice a esa
Beamish un examen preliminar, le dije en qué condición estaba, y después...-
Se detuvo, mirando cada uno de los rostros que tenía frente a sí-. En cuanto a
estas otras dos mujeres, no las recuerdo en absoluto. No sé por qué se les
enviaron estas cuentas. Yo...ni las he tocado. Si les hubiera hecho un examen
total, lo recordaría. Estas cuentas son exorbitantes; nunca cobro a mujeres de
esa clase más de cinco o diez dólares por un examen total.
-Afirman que fueron abortos -dijo Louis Hedler-, que se pagan más.
Jonathan fijó toda su atención sobre el otro médico. -Nunca he
realizado un aborto en mi vida. Nunca he utilizado una legra con una mujer a
menos que fuera absolutamente necesario limpiar lo que quedara de un
aborto espontáneo, o para salvar una vida, o con fines de diagnosticar. ¿Me
creen?
Parecía estar completamente agotado, pero los ojos empezaban a
echar llamas.
-Te creemos -dijo Louis Hedler-. Si no fuera así no estarías aquí
ahora. Pero hay una manifestación, una declaración jurada que me ha hecho
Martin Eaton, que murió hace dos días y le han enterrado hoy. La hizo en mi
presencia y en presencia de otros.
Le temblaban las manos de tal forma, que el papel producía un
susurro. Leyó la primera declaración de Martin Eaton, volvió a leerla, hizo un
ruido débil y la leyó por tercera vez. Luego la puso sobre el escritorio y
contempló a Louis Hedler con un brillo feroz en los ojos.
-Eaton mintió -dijo-. O puede ser que creyera a Mavis a pesar de
toda la evidencia. Estaba idiotizado por ella, que fue siempre una mentirosa y
una farsante. Está muerta ahora, pero desearía que hubiera muerto antes de
haberla conocido. -Su voz era impresionante porque hablaba con
tranquilidad-. Jamás usé una legra con ella, ni mía ni de nadie. Ahora
desearía haberla matado yo realmente.
Louis, sin decir palabra, abrió el cajón de su escritorio, sacó un
envoltorio de tela y lo depositó delante de Jonathan, señalándolo con la
cabeza. Jonathan lo tomó, lo desenvolvió y se quedó con su legra en la mano,
mirándola con incredulidad.
-Me la dio Martin -dijo Louis- después de haber firmado esa
declaración. Debo admitir que me la dio de muy mala gana.
-Expliqué para qué servían algunos de esos instrumentos -dijo
Jonathan sosteniendo la legra en la mano-. Sentía curiosidad por todo, pero
rara vez retenía nada. Cuando le expliqué para qué servía hizo una mueca de
desagrado y entrecerró los ojos. Después se acurrucó contra mí. Siempre
andaba acurrucándose...contra todos. Eso fue unos dos años antes de morir.
Su voz baja se cargó repentinamente de fría violencia y odio, y
abrió la boca, sofocado. -Necesito un trago -dijo.
-Dale de beber a Jon, por favor, Robert -dijo Louis.
Robert se acercó a un estante y sirvió un vaso de agua. Al dárselo
a Jonathan, éste le miró aturdido, como si fuera un vaso de veneno, y lo puso
sobre el escritorio.
-No me refería a esa bebida -dijo.
-Ya lo sospechaba -dijo Louis.
Jonathan volvió a examinar todos los rostros que estaban con él.
-¿Alguno de vosotros cree que miento? -preguntó.
-No -dijeron todos.
Louis dobló las manos sobre las hojas de papel. -Kenton Campion
anda detrás de todo esto, y he aquí lo que sé; fue él quien insistió en que yo
pidiera la presencia de miembros de la Junta Médica del Estado. Estarán aquí
el martes. Van a emitir una...orden...para que estés presente para rendir
examen. También estará presente el sheriff con una orden de arresto, Jon.
Una sonrisa horrible se dibujó en el rostro de Jonathan. -Debería
haberlo esperado -dijo-. Tengo demasiados enemigos, como tú mismo has
dicho, Louis. Campion, el traidor, el vendedor de su patria. Esto le cuadra
perfectamente. Bueno, todo vuelve a lo de Mavis, ¿no es así? Ella fue el
punto de partida.
Sintieron flotar en la habitación el fantasma de Mavis Eaton como
una presencia áspera y triunfante. También la sintió Robert Morgan, que no la
había visto nunca y que sólo había escuchado descripciones de ella.
-Desearía haberla matado realmente -repetía Jonathan-. Por lo
menos ahora tendría esa satisfacción.
-Mavis no fue el punto de partida -dijo Louis Helder-. Fuiste tú, el
día que naciste. Campion, estas mujeres, todos los que han firmado
declaraciones juradas en contra tuya, todos serían inocentes de ese perjurio
si nunca te hubieran conocido. Tú fuiste el elemento precipitante, Jon. Ahora
espera un momento -dijo levantando la mano-. Trato de aclararte una cosa;
no te echo la culpa de nada. Campion es un sinvergüenza y hace años que le
conozco. Pero no he conocido a nadie a quien odie tanto como te odia a ti, y
para odiar se pinta solo. En cierto sentido, deberías tomarlo como un
cumplido -dijo, y por primera vez sonrió.
-De modo que se saldrán con la suya -dijo Jonathan-. Seré juzgado
con la base de estas declaraciones juradas y las pruebas de esas putas, y
ése será mi fin. Debería haberme ido hace muchos meses. -Le brillaron los
dientes entre los labios resecos.
Louis hizo una seña a Howard Best, quien empezó a sacar un
montón de papeles de su cartera.
-Oh, no estoy de acuerdo contigo, Jon -dijo Louis tranquilamente-.
Mientras tú andabas atareado ganándote más enemigos y poniéndote en
contra de más gente, convirtiéndote en un estorbo, tus amigos, que creen en
ti, estaban muy ocupados. Muy ocupados, por cierto.
Howard mostraba una amplia sonrisa.
-He dedicado una gran cantidad de mi tiempo a ti y a tu problema,
Jon. Louis nos llamó a mí y al padre McNulty hace algún tiempo y nos mostró
estas declaraciones. Desde entonces he estado más ocupado que una abeja.
Lee esto ahora. Entonces podrás rendirme homenaje y tal vez te perdone por
haberme menospreciado estos últimos meses. Tal vez.
Jonathan vio sus caras sonrientes. Todavía se sentía agobiado.
Tomó el grueso montón de hojas y comenzó a leer. Louis había ocultado
prudentemente la declaración que hiciera Martin Eaton poco antes de morir.
Allí estaba la abyecta petición de disculpas y la nueva declaración
de Peter McHenry, que Jonathan leyó apresuradamente y dejó a un lado con
amargo desprecio. «Esa pobre niña Elinor», fue todo lo que dijo. Después
leyó la «afirmación» de Amelía Forster y su tenue sonrisa se convirtió en una
sonrisa triunfante.
-¡De modo que eso explica lo de las cuentas! ¡Mi buena vieja
Amelía! Tengo que darle una gratificación ahora mismo. No, no podemos
desprendernos de ella. Dios bendiga a nuestra Amelia. Y las declaraciones de
mis otros pacientes: veo que creyeron que iban a «protegerme» de la falsa
afirmación de daños hecha por esa perra Beamish. A veces empiezo a tener
confianza en la raza humana, es decir, cuando la humanidad sale a la
superficie, cosa que rara vez sucede.
Después leyó la declaración jurada de Howard Best sobre su
entrevista con William Simpson, jefe de policía de Scranton, y Jonathan lanzó,
contento, un juramento, echándose a reír con todas sus ganas.
-¡De modo que es la queridita de Campion! Debí habérmelo
figurado. Ahora lo comprendo todo. Él me la envió primero a mí para que me
complicara en eso y luego se la mandó a otro para que le hiciera el aborto en
realidad. Sería un milagro que pudiéramos encontrar a ese asesino. Quizá
podría decirme algo sobre Mavis.
-Sigue -dijo Howard satisfecho de volver a ver los colores en la
pálida cara de Jonathan-. Sólo has comido la sopa; espera que venga el
segundo plato.
Jonathan siguió leyendo. Howard había hecho otra declaración
jurada atestiguando las que seguían de Louise Wertner y Mary Snowden.
Decía que había «persuadido» a las jóvenes, en nombre de la justicia, a
abjurar de sus anteriores declaraciones, hechas bajo coacción, y a redactar
otras que fueran verídicas. Howard había olvidado explicar en su declaración
que había visitado a las muchachas por separado, les había dicho que era un
funcionario del tribunal, cosa que había parecido terrible a las poco avispadas
muchachas. Les prometió que no serían juzgadas, o que por lo menos la pena
por su participación en el delito de aborto y por buscar a un abortista sería
menor si juraban libre y plenamente la verdad.
Ellas no nombraban al abortista por temor a las represalias pero
explicaban que habían dado su nombre al señor Howard Best para que se
revelara en un tribunal de justicia si fuera necesario.
Dieron su testimonio en distintas fechas del mes de noviembre de
1900, declarando que habían abortado «hijos ilegítimos» y que no estaban
casadas, habiendo pagado por la operación cincuenta y setenta y cinco
dólares, respectivamente. Creyeron que con eso terminaba todo, aunque
posteriormente cada una de ellas había tenido «inconvenientes menores»,
pero sin importancia. El 15 de julio de 1901 las llamó el abortista a sus
respectivas casas, diciéndoles que estaba «sometido a investigación» por
parte de varias personas a quienes no nombró, por realizar operaciones
delictuosas, y que si le arrestaban no dejaría de mencionar el hecho de que
ellas le buscaron suplicándole que se hiciera parte en un crimen, a lo que él
accedió por simpatía. «Yo -les dijo- soy un hombre rico. Puedo pagar una
multa. Pero ustedes irán a presidio por varios años y cuando queden libres
sólo podrán buscarse la vida en las calles, que es su ambiente.»
Sin embargo, según declararon las acusadas y aterrorizadas
muchachas, el abortista les prometió emplear su influencia con esas
«personas desconocidas», si ellas declaraban bajo juramento que Jonathan
Ferrier, médico de River Road, Hambledon, Comunidad de Pennsylvania,
había realizado con ellas estos «actos criminales», y les había cobrado
crecidos honorarios. Para ello tenían que ir a su despacho durante su
ausencia -de lo cual tenían que estar bien seguras- y decir a su secretaria que
debían aquellas sumas pero que habían olvidado las facturas. Tenían que
pedir a la secretaria que pusiera una fecha anterior -las de los supuestos
abortos- y que les firmara el recibo. La secretaria había seguido sus
instrucciones «con toda inocencia y de buena fe», creyendo las historias que
le contaron. Vinieron luego las declaraciones juradas. Las muchachas
confesaron el perjurio, pidieron clemencia para su conflicto y comprensión por
el «terror natural» que sintieron ante un hombre tan rico y ciertamente
poderoso, que podía hacerles mucho daño. También agregaban que cuando
entregaron sus declaraciones juradas al doctor Louis Hedler del hospital St;
Hilda, de, Hambledon, cada una de ellas recibió cincuenta dólares del
abortista como «recompensa por sus servicios».
El rostro de Jonathan tenía en aquel momento una expresión muy
especial, que ninguno de los presentes le había visto antes y que no
reconocían. Era un gesto de compasión, no de disgusto y rabia. Era un gesto
de lástima y hasta de tristeza. Casi parecía suave.
-Pobres chicas -dijo mirando las declaraciones con la cabeza
inclinada-
Los otros quedaron naturalmente confundidos y se miraron entre sí,
levantando mucho las cejas.
-¿Qué puede hacerse con estas dos pobres chicas? -preguntó
Jonathan-. Cuando el caso llegue al tribunal, como tiene que llegar, ¿irán las
muchachas a prisión por la parte que tuvieron? No quiero que pase tal cosa.
Me niego.
-¿Quién habla de un tribunal? -dijo Howard conteniendo una risita.
Pero una luz nueva y airada brilló en los ojos de Jonathan.
-¡Yo lo exijo! ¡Quiero una reparación completa! ¡Quiero venganza!
-La tendrás -replicó Louis-. Bueno, aquí está la piéce de résistance.
Mostraba en su mano la declaración que hiciera Martin Eaton ya agonizante,
o más bien una copia, pues temía confiar el original al imprevisible Jonathan
Ferrier. Louis se puso muy serio.
-Jonathan, es algo espantoso lo que tengo aquí, copia de una
declaración jurada muy larga. Es patética, es algo trágico. En cierto modo, te
afectará más que cualquier otra cosa en tu vida. Más quizá que tu mismo
arresto y juicio anteriores. Quiero que te serenes y que leas esto con mucha
calma. Necesito que muestres por este hombre algo de la compasión que has
mostrado por Louise Wertner y Mary Snowden, quienes tenían menos motivos
que él para hacerte daño. Ellas actuaron bajo la coacción y el miedo. Este
hombre no estaba en esas condiciones. Escribió de su puño y letra para
reparar un mal. Expuso su alma y la de una persona a la que amaba más que
a ninguna otra cosa en la tierra para ayudarte, por nada más. Admite que te
hizo daño y explica por qué. Ahora lo ha rectificado.
Jonathan escuchaba con concentrada atención y sus ojos casi
desaparecían bajo las cejas contraídas.
-Jon -siguió diciendo Louis, hay algo en esta declaración jurada
que te afecta de cerca y debo pedirte por anticipado que te controles y no te
precipites en uno de tus ataques de furia salvaje, incontrolada y violenta
delante de nosotros. Prométeme que mantendrás la cosa en paz hasta que se
haya resuelto todo lo demás. Si no puedes hacerme esta promesa no
permitiré que leas esto.
-Lo prometo -dijo Jonathan en un tono de voz tajante y apretando
con las manos los brazos de su sillón.
Louis tuvo un gesto de vacilación. Su expresión era grave. Se
produjo un momento de tensión en el caluroso despacho. El relámpago
iluminó las ventanas y el hospital estaba tan silencioso como si allí imperara la
muerte.
-He puesto en peligro mi" posición -dijo Louis- al mostrarte estas
declaraciones juradas, Jon. Lo he hecho por consideración hacia ti, pese a
nuestras pasadas...diferencias. Todos nosotros corremos peligro, con
excepción, tal vez, del padre McNulty, a quien consulté hace mucho tiempo
cuando oí hablar por primera vez de la confabulación tramada contra ti, pues
esto es confidencial. No deberíamos mostrarte nada de esto ni a ti, ni a tu
abogado, ni a nadie hasta después de la audiencia ante la Junta Médica del
Estado. ¿Comprendes ahora la gravedad de la situación y cómo nos hemos
puesto en peligro? Si haces o dices algo de lo que has leído y de lo que vas a
leer, o mencionas algún nombre, o intentas vengarte privadamente de
cualquiera antes del momento oportuno, nos destruirás. ¿Está claro?
-Sí -dijo Jonathan, que sudaba otra vez. Louis miró a los otros.
-He mostrado estas piezas al padre McNulty y a tu amigo Robert
Morgan, tu sustituto. Les he consultado y les he pedido su consejo,
especialmente a Howard. Dijeron que con toda justicia, aunque es muy
peligroso pues conocen tu carácter, debía mostrarte las declaraciones
juradas. Quisieron que leyeras lo que has leído y lo que leerás para que
tengas tiempo de calmarte, prepararte y pensar con claridad. Si
comparecieras ante los miembros de la Junta Médica del Estado y ante tus
enemigos en un estado de pasión, como indudablemente sucedería si no
supieras todo esto de antemano, serías exonerado de tus supuestos crímenes
pero causarías una impresión tan desagradable en los miembros de la Junta
que caerías en desgracia por el resto de tu vida. A la Junta Médica del Estado
no le gustan los médicos que pierden la cabeza, amenazan y se enfurecen.
Tu reputación estaría irreversiblemente perdida. ¿Está bien claro, Jon?
-Louis -dijo Jon visiblemente conmovido-. No haré nada que pueda
perjudicar a ninguno de los que estáis aquí. Nadie sabrá, antes del martes ni
siquiera después, que me has mostrado estas cosas por anticipado. -De
repente hizo una mueca, pues la tensión crecía cada vez más-. Te beso la
mano, Louis.
-No sé qué es más desagradable, si tus arranques de furia, tus
sarcasmos o tu humor, Jon, si puedes llamar humor a eso. -Pero Louis,
también sonriente, sacudió la cabeza.
-Lo mejor que podríamos hacer, por supuesto -dijo Howard- sería
amordazarle aquí mismo, atarlo y esconderlo en el lavabo hasta el martes,
permitiéndole salir, siempre amordazado y atado, para que haga sus
necesidades.
-Muy divertido -dijo Jonathan, que había vuelto a ponerse blanco-.
Ahora, ¿puedo leer?
-Con compasión -dijo el padre McNuIty-. El hombre era débil y
trágicamente tonto.
-Nunca he sentido compasión por tales hombres, Frank -dijo
Jonathan haciendo una mueca desagradadable-. Con excepción de mi padre.
Me curó el sentimentalismo pues era el más sentimental de los hombres. Veo
que esos papeles están escritos a máquina. Creí que habías dicho que eran
de puño y letra del hombre.
-El original lo es -dijo Louis-. Pero tenemos una razón, que sin duda
comprenderás cuando hayas leído el documento, para mantener el original
lejos de tus manos desde este momento.
Jonathan frunció el entrecejo, pero Louis se limitó a hacer un gesto
indicando los papeles y Jonathan empezó a leer. Al cabo de un instante,
cuando vio que se trataba de la última declaración jurada de Martin Eaton,
pronunció una desdeñosa maldición en voz alta y se quedó quieto.
Todos miraban a Jonathan. Sentados rígidamente en sus sillas,
habían dejado de fumar. Parecía como si observaran a un poderoso león, sin
saber qué se proponía, esperando un movimiento de los ojos, un temblor de
la melena o de un músculo, para descubrir en qué dirección se proponía
saltar. Un pestañeo, la contracción de la boca, el movimiento de las cejas o el
color de la cara, les permitían adivinar casi exactamente el párrafo que leía en
aquel instante. Aquellos signos revelaban todos sus sentimientos: asombro,
odio, repulsión, burla, incredulidad, sombría melancolía, furia y hasta
sorpresa.
Advirtieron que había llegado a la narración de la muerte de Mavis
cuando cada uno de los músculos de su cuerpo se puso tirante y la boca se le
contrajo en un gesto duro. Una interjección sucia les indicó que había llegado
al lugar en que se mencionaba el nombre de su hermano. Entonces levantó la
vista y les miró sin verlos. Miraba hacia adentro, no hacia afuera, y había una
expresión amenazante en sus ojos y en su boca. Estaba demasiado tranquilo.
Le observaban inclinados hacia él, atentos a todo. El silencio se había hecho
insoportable dentro del despacho; hubieran querido que hablara, que jurara,
hasta que se enfureciera. Habría sido más normal que aquella quietud, aquel
aire reflexivo, aquella pálida falta de emoción.
Por fin depositó los papeles sobre las rodillas, encendió un cigarrillo
y fumó un poco, mirando todavía ciegamente a cada uno de los rostros, luego
a las paredes, después al techo y al suelo. Sabían que no se daba cuenta de
que estaba fumando, que en su interior pasaba algo horroroso, algo tan
explosivo y tan profundo que no podía llegar al oído ni a ningún otro de los
sentidos. Sus emociones estaban muy por encima de la expresión humana y
eran demasiado turbulentas como para poder traducirse en palabras. Se le
contraían las aletas de la nariz como si le faltara oxígeno. Al cabo de unos
instantes tomó de nuevo los papeles y reanudó la lectura.
«Le he pedido calma, pensó Louis Hedler, «pero ahora preferiría su
furia. Casi hubiera preferido que perdiera la razón, temporalmente, por
supuesto».
Terminó de leer. Lenta y cuidadosamente puso los papeles sobre el
escritorio de Louis y aplastó el cigarrillo en el cenicero. Observó cómo se
desvanecía la última nubecilla de humo como si aquello fuera de la mayor
importancia.
-¿Tienen ustedes el original de su puño y letra? -preguntó por fin.
-Lo tengo -contestó Louis.
-¿Dónde está?
-En lugar seguro.
Louis se dio cuenta en seguida que había obrado con gran
sensatez al hacer sacar copias por un empleado de confianza y al no poner
en las manos de Jonathan la declaración jurada de Martin Eaton.
-Tiene que ser destruido.
Nada podía haber sido más indiferente que la voz de Jonathan.
-Imaginaba que dirías eso -dijo Louis-. Pero no. No voy a pedirte
tus razones; las sospecho. Se trata de tu orgullo, ese orgullo que te mantuvo
en silencio en la sala del tribunal. Jonathan, tú no eres el primer hombre al
que traiciona su esposa, ni serás el último. En cierto modo puede ser que
hayas salvado tu vida con tu silencio, pues entonces no había ningún motivo
para un supuesto crimen.
-Trataba de proteger a ese viejo tramposo -dijo Jonathan-. A Eaton,
a su sueño sobre Mavis. Recordaba cómo nos habíamos querido cuando yo
era chico y cómo me ayudó durante los años de mi... ¡Lo supo todo el tiempo!
Sabía la verdad. Sin embargo, no dijo ni una palabra, salvo gritar «¡No, No!»
Cuando dieron el veredicto.
-Recuerde -dijo el padre McNulty- que él, en su pena y su dolor,
creyó que usted era en parte culpable de la muerte de su esposa. Fue una
idea loca y retorcida, pero, ¿quién no ha sido nunca culpable de una idea así?
No usted, Jon. -El sacerdote sonrió con tristeza-. Sé que necesitará mucha
comprensión para poder sentir lástima por ese atribulado padre.
Pero Jonathan había vuelto a sumergirse en su profunda
meditación y se les había escapado de nuevo. Robert Margan, todavía joven y
sin complicaciones, se sentía aliviado. Jonathan parecía haber podido
controlarse cuando era de esperar su locura y su rabia. Pero Howard Best, el
sacerdote y el doctor Louis Hedler conocían mucho mejor a Jonathan y, en
aquel momento, observando al hombre silencioso, se sentían alarmados,
inquietos y turbados.
-Nadie debe ver la declaración de Eaton -dijo Jonathan después de
un largo rato.
-Jon -dijo Louis Hedler-, no me interesa saber las razones que
tienes para pedir eso; pero sé que es lo único que puede destruir la
difamación, la hostilidad y el odio que este pueblo siente hacia ti. Tienes que
verte libre de la más mínima sospecha de haber dañado, matado, a Mavis.
Hay otro asunto -y al decir esto sus ojos de rana brillaron de excitación
interior-. Y es que a Brinkerman no sólo hay que revocarle la licencia, sino
que también hay que someterle a juicio por el crimen que cometió contra tu
esposa y esas otras dos muchachas. Sólo Dios sabe a cuántas otras habrá
dejado inválidas, o asesinado, o hecho abortar. Sé que su esposa es para él
la niña de sus ojos y que es locamente extravagante. Esto ocurre
posiblemente desde hace mucho tiempo. Tiene que ser denunciado y
castigado, impidiéndole que cometa otros crímenes. Está también el senador
Campion. Todavía no sé qué hacer para denunciarlo por instigar esta
confabulación contra ti.
-Su hijo Francis llega mañana -dijo el sacerdote-.
Le he mandado buscar para que le ayude. Pero tal como están las
cosas puede ser que no necesitemos su ayuda, salvo para atacar al senador.
-Precipitando una crisis -dijo Howard Best con satisfacción, pero sin
dejar de observar con inquietud a Jonathan-. El senador Campion te ha
brindado una maravillosa oportunidad. No podrías seguir viviendo pensando
que en Hambledon y tal vez en todo el estado de Pennsylvania, y
probablemente en otras ciudades, te creían culpable del asesinato de tu
esposa. Desde el proceso has actuado como un hombre a quien nada le
importa. Pero te conozco bien, Jonathan. Sé que no quieres irte de
Hambledon, en donde has nacido y vivido.
Jonathan se levantó lentamente y luego, con voz indiferente, les
dijo lo que podían hacer con Hambledon y cada uno de sus habitantes. Se
extendió sobre el asunto con fácil elocuencia, como si se sintiera divertido.
Pero ellos le veían los ojos. Sólo era consciente a medias de lo que decía. La
negra turbulencia interior iba juntando fuerzas.
-Has olvidado que hay un clérigo presente, Jon -dijo Louis
interrumpiéndole.
-Bah, he oído todas esas palabras antes -dijo el joven padre
McNulty, cuya cara rosada había perdido el color y, aunque seguía sonriendo,
parecía un poco descompuesto. Robert Morgan se sentía terriblemente
embarazado y se había puesto colorado. Howard Best fingió no haber oído
nada.
-Pienso -dijo Louis-, que siendo ya casi medianoche, deberíamos
separarnos.
Miró a Jonathan, que se había acercado a una ventana abierta y
miraba hacia afuera, con las manos en los bolsillos.
-Jon -dijo Louis Hedler luchando por ocultar la compasión-. Quiero
que pienses en esto; dentro de un mes recordarás esta noche sólo de vez en
cuando, y dentro de un año no te quedará el menor recuerdo. Dentro de dos
años será como un mal sueño, olvidado casi del todo. Eres joven todavía.
Tienes toda la vida por delante, clara, limpia, dispuesta. -Vaciló-. Jon,
¿podrías considerar la idea de ser jefe de cirugía aquí?
-Tengo que considerar muchas cosas -dijo como si no hubiera
oído, dándose vuelta. Tenía fija en el rostro una calma superficial y miraba por
separado a cada uno de los tres hombres-. Supongo que debo estaros
agradecido. Howard, mándame la cuenta.
-Vete al infierno -dijo Howard Best.
-Louis, no encuentro palabras. Todavía no puedo creerlo -dijo
Jonathan sonriendo.
Pero Louis, mirándolo fijamente, no sonreía.
-Jon -le dijo-, nos has hecho una promesa solemne, y nunca has
sido hombre que no guardaras tu palabra, para bien o para mal. No debes
hacer nada...brusco... o violento. Hemos puesto en tus manos nuestra propia
seguridad, nuestra propia reputación. Lo has prometido.
-Nunca falto a mi palabra -dijo Jonathan.
Sintió como si una fiera convulsiva que le hizo estremecer corriera
por su interior. Cerró los puños y los ojos por un momento.
-Os dejo a Brinkerman y a Campion para vosotros, al menos para
el primer ataque. Me reuniré con vosotros aquí en St. Hilda, en la sala de
conferencias, a la hora que me indiquéis, el martes por la mañana.
Louis cambió una mirada con Howard y dijo: -Te haré saber la hora
exacta después.
-Creo que ahora tomaremos el trago que has pedido -agregó Louis
levantándose y dirigiéndose al estante, del que sacó una botella de coñac y
varios vasos-. Creo que todos lo necesitamos.
-No -dijo Jonathan.
-Voy a llevarle a su casa -dijo Robert Morgan.
-Prefiero hacerlo yo, doctor Morgan -dijo el sacerdote-. Quiero
hablar con Jonathan, sobre Francis.
Para sorpresa de todos, Jonathan no agregó una palabra. Se había
sumergido de nuevo en su sueño interior. Ni siquiera se acordó de estrechar
la mano a los hombres que le habían salvado y ellos lo comprendieron. Se
dieron la mano entre ellos murmurando en voz baja, como si hubiera un
muerto en la habitación. Entonces el sacerdote tocó el brazo de Jonathan y
salieron juntos. Los demás les miraron mientras se retiraban, más ansiosos
que nunca.
-No me gusta nada -le dijo Howard a Louis Hedler.
-«No me gusta» es una expresión muy suave -dijo el doctor-. He
visto a Jonathan en estados de ánimo muy peligrosos, pero ninguno como
éste.
****
El clérigo conducía su coche a través de la ciudad oscura y
silenciosa. El relámpago seguía retorciéndose sobre las altas montañas.
Flotaba en el aire una fragancia seca y acre de hojas secas, polvo y piedras
recalentadas.
Jonathan no hablaba. Dejaba que los movimientos del coche le
sacudieran como si estuviera inconsciente. El sacerdote conducía despacio,
tratando de encontrar palabras. Sabía que Jonathan no se daba cuenta de
que estaba en el coche, ni siquiera de que era de noche, y sintió miedo.
-Francis vino de inmediato cuando recibió el telegrama -dijo.
Jonathan no contestó. Buscó cigarrillos, encendió uno, le miró, y a
la breve luz del fósforo el sacerdote pudo ver la palidez de su cara. Volvió a
envolverles la noche y el sacerdote sintió una fuerte presión sobre el pecho y
un renovado temor. Habló lenta y calmosamente.
-Jon, no somos más que hombres falibles y nos equivocamos con
mucha frecuencia. Es posible y quizás probable, que hayamos errado al
hablarle como hemos hecho esta noche, impulsándole a proceder y a hablar
más discretamente en el futuro, y hasta insinuando que gran parte de la
tragedia que ha caído sobre usted se debe a su propia naturaleza. ¿Cómo
hemos podido ser tan presuntuosos, tan seguros y tan superiores? -Lanzó un
suspiro-. Creo que ha sido nuestro interés por usted lo que nos ha hecho
hablar de ese modo, pues ninguno de nosotros pretende que usted sacrifique
sus principios. Que sea hipócrita, y discreto en la mayoría de las situaciones.
Ése es el camino de la cobardía, y tiene toda la razón al rebatirnos. El hombre
discreto, con su silencio, con sus sonrisas o su prudencia es la causa directa
de muchos de los males del mundo, pues quien no se opone activamente es
como si diera un consentimiento tácito.
-La opinión de los demás nunca me ha interesado demasiado y
ahora me interesa menos aún -contestó Jonathan con una voz
perturbadoramente indiferente.
El sacerdote frunció el entrecejo, reflexionando.
-No obstante -dijo-, en casos que no son muy importantes y no
involucran que esté relacionado con la moral, es mejor tener tacto.
Jonathan volvió a quedarse silencioso y el sacerdote se dio cuenta
de que había vuelto a escapársele. Había hecho lo posible para ganarle, pero
ahora no le quedaba más que la oración, sin embargo, hizo una nueva
tentativa.
-Jonathan, si muchas personas en este pueblo no le apreciaran y
respetaran, esta noche y los días que vendrán, estaría en una situación
espantosa. Recuerde a aquéllos que se interesan por usted.
-No se preocupe -contestó Jonathan-. No voy a hacer nada
violento...todavía.
-Jon, sé que usted no perdona fácilmente, si es que lo hace alguna
vez. Pero cuando piense en los hombres que le han hecho daño, recuerde
que eran tan débiles como malos y que muchos de ellos estaban confundidos,
inseguros y desconcertados por sus propios deseos, sus propios defectos y
quizás por sus tragedias privadas. El doctor Eaton fue un hombre muy trágico.
Al final hizo un esfuerzo supremo para rehabilitar su nombre y murió al día
siguiente.
-Espero -dijo Jonathan- que no haya tenido una muerte tranquila.
El sacerdote no contestó. Llegaron a la casa oscura y cerrada de
los Ferrier y Jonathan saltó del coche. Sin una palabra ni una mirada, caminó
hacia la puerta y se perdió en las sombras del profundo porche. El sacerdote
continuó su camino.
Jonathan cruzó el césped y se dirigió a su consultorio.
La luz de su despacho privado aún estaba encendida. Entró en la
habitación y miró los estragos que había hecho. Era como mirar los resultados
de una pesadilla. Ahora estaba metido en otra pesadilla aún peor. Tenía que
pensar, reflexionar y decidir qué debía hacer. Se quitó la chaqueta, el
sombrero y el cuello y se puso a trabajar, levantando trozos de papeles,
vidrios y libros. Le llevó mucho tiempo, pero trabajó con habilidad y sin hacer
ruido. Llenó todos los cestos. Después encontró una escoba en uno de los
servicios y barrió la alfombra como mejor pudo. Puso los muebles en orden y
volvió a colgar las cortinas que había arrancado.
Se dirigió a la casa y subió a su habitación a oscuras.
Encendió la luz de gas que brilló con un tono amarillento. Aquí todo
era destrucción también. Encontró el retrato de Jenny y, enderezando la tela,
miró el joven y desolado perfil.
-Jenny -le dijo-. Debo haber sido un desastre para ti y ahora sería
una verdadera catástrofe. Adiós, mi querida.
No podía dormir. Se puso a guardar las cosas de nuevo y lo dejó.
Salió a caminar por las calIes y el eco de sus pasos resonaba bajo los
árboles, hasta que la luz gris de la mañana apareció por el este y se levantó
una brisa cálida. De vuelta a su dormitorio tomó un fuerte sedante y cayó en
un sueño mudo y sin pesadillas.
34
****
Jonathan ya no bebía. Sabía que debía conservar la mente bien
clara si quería llevar adelante sus planes. Mientras tanto, terminaba de hacer
las maletas. Tenía dos probables compradores para dos de sus granjas. No
quería pensar demasiado a fondo en nada pues temía llegar a perder la
razón. Sólo se ocupaba de las cosas externas. Visitó la casa donde vivían
Thelma Harper y sus hijos, y para su propia sorpresa se dejó convencer y
permaneció allí dos días. Recorrió los lugares destinados a la siembra de
principios de otoño, jugó con los hijos de Thelma, y se sorprendió más todavía
cuando descubrió que podía dormir sin beber ni tomar sedantes. Thelma le
había narrado la tentativa del senador Campion de convencer a su esposo
para que firmara una falsa declaración jurada contra Jonathan, y ante el
asombro de la joven viuda su marido se había echado a reír como si se
tratara de una broma muy graciosa. Conocía bien a Jonathan. Parecía
bastante tranquilo e incluso bromeaba con ella algunas veces, pero al mirar
sus ojos se sintió perturbada. Le cocinaba excelentes comidas y aunque Jon
se sentaba a la mesa con ella y sus hijos, y les hacía bromas a todos, no
comía casi nada. Por la noche le oía pasearse de un lado a otro durante
mucho rato antes de ir a la cama.
Todo lo que Jonathan había aprendido en un período de tres
meses -los ensayos de tolerancia, la caridad creciente, las tentativas de
comprensión, la nueva compasión y la flexibilidad- se había perdido del todo.
No era más que un absceso de odio frío y fulminante. Después de su regreso
a Hambledon no fue al consultorio ni se presentó a los hospitales. «Quiero
estar solo», dijo a Robert por teléfono. «Tengo muchas cosas que hacer y
arreglos que terminar.» No mencionó unas averiguaciones que había
comenzado.
De modo, pensó Robert, que se va de veras. Espero que no tenga
un arma en su casa. No me ha gustado su tono de voz.
Jonathan recorría a caballo River Road todos los días sin mirar ni
una sola vez hacia la isla. Sabía que no se atrevería a hacer lo que pensaba.
Buscaba pequeños pinares y se echaba sobre la polvorienta hierba del otoño
mirando al cielo sin ver y tratando de no pensar en nada. Hay un momento
para todas las cosas, pensaba. Éste no es el momento...todavía.
El calor y la sequía de la tierra continuaban y parecían .empeorar.
Todos los días renacían las esperanzas y se elevaban plegarias para que
lloviera, para que llegara de una vez el fresco del otoño, para que el verano
terminara. El nivel del río era cada vez más bajo y en el campo los pozos no
daban agua y las lagunas y corrientes se secaban. Por la noche Soplaba el
viento y se veían relámpagos que terminaban en nada, pues no se oían los
truenos ni había chaparrones, tormentas, nada, aunque de vez en cuando las
montañas parecían gruñir.
Cada mañana, Jonathan se sometía a la rígida disciplina que se
había impuesto a sí mismo. Se levantaba, tomaba un ligero desayuno, cuando
lo tomaba, leía los diarios, luego salía a dar un largo paseo a caballo y a
veces echaba una siesta sobre la hierba. Luego volvía a su casa, en donde
escribía o leía cartas comerciales y se comunicaba con los banqueros o
agentes. Esto .le llevaba la mayor parte del día. Cenaba solo mirando de vez
en cuando el sitio vacío de su madre. Después de la cena iba a leer en el
estudio de su padre, y a veces volvía en sí con sobresalto, dándose cuenta de
que había pasado el tiempo, mucho tiempo, y que no había vuelto una página.
Luego se iba a dormir.
. Vivía como un condenado que cuenta sus últimos días.
Sus pensamientos eran puramente abstractos y flotaban en la
superficie. Evitaba pensar en Jenny Heger. Haría un viaje al extranjero, tal vez
de un año o más de duración. Tenía cartas de crédito. A su regreso iría... ¿a
dónde? Todavía no lo sabía. Tenía un año por delante y cuando volviera
tendría tiempo de pensar cómo iba a pasar el resto de su vida. En aquellos
momentos tenía un negro presentimiento de la angustia que tendría que
soportar en el futuro. Su vida estaba perdida desperdiciada. «Un hombre sin
esperanzas, sin proyecto, sin un verdadero destino, está realmente muerto»,
se decía a sí mismo.
****
Robert Morgan, abatido y temeroso bajó una mañana a tomar el
desayuno.
-Tenemos una invitación para cenar con el señor y la señora
Kitchener, Robert -le dijo su madre con viva satisfacción.
-Bueno; miró a su alrededor. El oscuro y caluroso comedor tenía
todas las ventanas cerradas como de costumbre, y no entraba la más tenue
brisa ni el más débil rayo de sol. No era que le interesara mucho el sol
últimamente, pues jamás el calor y la sequía habían durado tanto tiempo y
ahora parecían no tener fin. El cielo estaba cada día más amarillento, como si
tuviera ictericia, y una o dos veces por día gruesas nubes negras oscurecían
la tierra; pero nunca llovía y pronto volvía a salir el sol, tan ardiente como
antes.
-¿Qué has dicho, madre? -preguntó.
En la cara gris y ceñuda de Jane Margan se dibujó una sonrisa
tonta.
-Me gustaría que me escucharas, Robert. Simplemente he dicho
que Maude Kitchener parece embobada contigo.
Robert pensó en Jenny Heger y sintió un habitual espasmo de
amor, ansiedad y desesperanza últimamente no había podido verla. Presentía
que ella no le recibiría de muy buena gana en la isla en aquellos días o quizá
nunca más.
-No has tocado tu tostada, Robert -dijo Jane-. No sé qué te pasa
últimamente. Pareces tan...tan preocupado por algo. Confío en que todo anda
bien para ti en este pequeño pueblo.
-No es tan pequeño, madre. Sí, todo me va bien. Me he hecho
cargo de todos los pacientes de Jon. -Miró su taza, donde el café ya se
estaba enfriando, pero no la levanto-. Desearía que no se fuera.
-Está obligado a irse -dijo Jane Morgan con ácida satisfacción, y
Robert levantó la vista rápidamente.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Robert, lo dice todo el pueblo; no es que yo ande chismorreando
por ahí, Pero ahora conozco perfectamente bien a la señora Beatrice Offerton,
una señora muy agradable y bien parecida, muy democrática, pero que sin
embargo aprecia mucho nuestra condición social en Filadelfia. Conoce
Filadelfia y hemos descubierto que tenemos amigos comunes. Te
sorprenderá, Robert, que la señora Offerton tenga una opinión tan baja de ese
detestable hombre.
Robert se dio cuenta por fin de que escucharía algo interesante si
no apuraba a su madre, de modo que quedó a la expectativa.
Jane levantó la cabeza con aire jovial.
-Así es, Robert -dijo-. Recuerda que nunca me ha gustado, nunca
he tenido confianza en él y siempre he creído que era culpable de aquel
crimen. La señora Offerton está de acuerdo conmigo en todo. Hace apenas
una semana me dijo, o más bien diría que me insinuó, que se están juntando
nuevas evidencias que prueban que fue él quien verdaderamente asesinó a
su esposa.
Robert mostró una sonrisa que a su madre le pareció
extremadamente rara.
-¿No estás de acuerdo, Robert?
-Claro que no. ¿No va siempre a Washington con su hermano?
No
-El está allí ahora.
Robert tomó el diario que estaba al lado de su plato, doblado,
esperando. Jane había preparado siempre de aquel modo el diario de la
mañana para su padre y jamás se le había ocurrido ni se le ocurría ahora,
leerlo antes de que el «caballero de la casa» lo hubiera hojeado. Jane estaba
fastidiada con Robert por haber tomado sus noticias tan a la ligera y haberse
despreocupado inmediatamente del asunto últimamente su aspecto no era
bueno: había perdido peso, parecía preocupado. Con frecuencia oía que
pedía el número de Ferrier, pero aparentemente «ese hombre» nunca
contestaba a sus llamadas, y Robert desesperanzado, dejaba un mensaje a la
criada. ¿Se habían peleado Robert y él? Tenía esa esperanza. No quería que
a su hijo le quedara ninguna mancha por su «asociación» con «ese hombre».
Escudriñaba a Robert mientras él desplegaba el diario con indiferencia,
pensando que sus colores no eran tan intensos como debieran ser y que se
reflejaba la melancolía en su rostro. Ah, bueno: la responsabilidad pesaba
mucho sobre el joven. Pronto se adaptaría. Además, había aquella adorable
muchacha, Maude Kitchener, que le estaba ajustando decididamente las
clavijas. Jane se sobresaltó; Robert había soltado repentinamente una
exclamación fuerte y alegre y hacía gestos jubilosos mirando el diario.
-¡Por favor, me has asustado! -dijo Jane; pero Robert reía con
todas sus ganas y le tendía el diario por encima de los platos.
-¡Lee, madre! -dijo-. Fíjate en esa nota de la primera página,
fechada ayer en Washington.
Jane abrió su estuche de vidrio, se puso los anteojos, miró con
suspicacia a su hijo y luego se fijó en la nota que él había señalado. Decía:
-¡Oh! -dijo Jane incrédula. Miró la parte superior del diario como si
sospechara un engaño y echó una ojeada a las columnas que seguían el
encabezamiento. Sus labios, secos y rígidos, estaban fruncidos como si
estuviera a punto de llorar.
« El senador por la Comunidad de Pennsylvania, Kenton Campion
ha convocado hoy una conferencia de prensa en Washington para limpiar el
nombre de uno de sus paisanos, el doctor Jonathan Ferrier, a quien
arrestaron en diciembre del año pasado por el supuesto asesinato de su
esposa, Mavis Eaton Ferrier, después de una operación criminal. Se
recordará que el caso atrajo el interés y la publicidad de toda la nación debido
a la prominente situación del doctor Ferrier y de su esposa, y la extraordinaria
brutalidad del crimen.»
«El abogado del doctor Ferrier en Hambledon, Howard Best, pidió
cambio de jurisdicción por la supuesta hostilidad e indignación de ese pueblo
contra el doctor Ferrier. El señor Best dijo que no creía posible que el doctor
Ferrier tuviera un juicio imparcial en vista de esas circunstancias. El proceso
fue trasladado a Filadelfia y el doctor Ferrier fue posteriormente absuelto. Los
señores Cranbury y Oldsman, de la firma legal Cranbury, Smythe, Jordan y
Oldsman, fueron los defensores del doctor Ferrier durante un juicio largo,
dramático y sorprendente. El caso sigue siendo un misterio hasta el día de
hoy, pues ninguna otra persona ha sido acusada del crimen ni arrestada.»
«Periodistas de todas las ciudades importantes de la nación
estuvieron presentes durante el proceso, que duró unas cuatro semanas de
constantes y repetidos testimonios, tanto por la defensa como por la
acusación. Nunca salió a la luz el motivo del supuesto crimen, de modo que el
jurada dictó un veredicto de inocencia después de prolongadas votaciones.
En cierto momento el juez Henry Morrissey llegó a creer que el jurado no
llegaría a una votación unánime, que se vería obligado a despedirlo y llamar a
nuevo juicio. El fiscal fue el abogado Nathan Campbell de Filadelfia, quien
expresó elocuentemente su disconformidad cuando se leyó el veredicto.
«El doctor Ferrier regresó a Hambledon y volvió a ejercer su
profesión. Posteriormente decidió vender su consultorio y dejar el pueblo.
Esto fue debido, según rumores, al hecho de que el pueblo no aceptaba del
todo el veredicto del jurado de Filadelfia y había algunas reacciones populares
contra el doctor Ferrier.»
«Con este motivo el senador Campion ha declarado hoy que había
resuelto efectuar una investigación a fondo para limpiar el nombre del doctor
Ferrier. El senador Campion es un viejo amigo del doctor Ferrier y de su
familia. Sin embargo -ha declarado el senador Campion al reportero-, esto no
ha influido en mi resolución de que se hiciera justicia y que el nombre de un
hombre honorable, un famoso y digno ciudadano de mi pueblo natal,
Hambledon, fuera rehabilitado sin mancha y respetado nuevamente. Por lo
tanto, hace algunos meses inicié calladamente una investigación por mi
cuenta en beneficio del doctor Ferrier, sin temer a la verdad y decidido sólo a
sacar todos los hechos a la luz pública.»
«La investigación fue de carácter privado y llevada a cabo por los
más estimables ciudadanos e investigadores, verdaderos expertos en su
oficio. No se ha reparado en gastos, no se ha dejado ninguna piedra en su
sitio, no se ha desdeñado ninguna posible pista. Las afirmaciones más locas
han sido estudiadas para probar su falsedad o su veracidad. No se ha dejado
de lado a nadie que hubiera tenido la más leve vinculación con el caso. Los
investigadores se olvidaron de dormir y finalmente admitieron que no había
una sola pieza de prueba que pudiera servir para inculpar al doctor Ferrier.»
«Entre los que fueron consultados asiduamente figura el doctor
Martin Eaton, tío y padre adoptivo de la difunta señora de Jonathan Ferrier,
quien había estado presente durante las largas semanas que duró el proceso.
La salud del doctor Eaton fue muy precaria desde la muerte de su sobrina y
hemos tenido a la vista pruebas evidentes de que vivió, durante las dos
semanas finales de su vida, en un estado de confusión y aflicción. Se dice
que cuando fue leído el veredicto de "Inocente", él gritó "¡No, No!" y después
cayó en la sala del tribunal, víctima de un severo ataque.»
«El estado físico del doctor Eaton le impidió dar a conocer lo que
pensaba, según explicó a uno de mis investigadores hace apenas tres
semanas. Luego le consulté yo también, rogándole que me dijera la verdad. El
doctor Eaton declaró que nunca había creído que el doctor Ferrier fuera
culpable y que había aceptado plenamente las argumentaciones de la
defensa de que el doctor Ferrier estaba en Pittsburgh durante los momentos
cruciales. No había dudado de los testimonios dados bajo juramento por
prominentes médicos que habían estado en compañía del doctor Ferrier
durante varios días y habían presenciado dos operaciones que éste había
hecho a dos prestigiosos ciudadanos de Pittsburgh. El motivo de aquel
ambiguo grito de "¡No, No!" al darse el veredicto, fue que en su estado mental
de desolación y confusión había creído que el jurado daba un veredicto de
culpabilidad y, por lo tanto, se desmoronó. A partir de aquel momento se
convirtió en un inválido recluido en su casa que no recibía a casi nadie y que,
por lo tanto, ignoraba que el nombre del doctor Ferrier estaba aún manchado
por las sospechas de los habitantes de Hambledon. Cuando yo y mis
investigadores pusimos esta situación en su conocimiento, declaró
enfáticamente que en ningún momento había creído al doctor Ferrier culpable
del horrendo crimen.»
«El doctor Eaton declaró también con vehemencia que la vida
conyugal del doctor Ferrier y su esposa había sido sumamente feliz, sin una
sola nube, y que en el caso no se hallaba involucrada ninguna mujer. El
doctor Eaton, lamento decirlo, se sintió tan disgustado al saber que sus
paisanos aún creían culpable al "doctor Ferrier, que tuvo una recaída y murió
el 1 de septiembre. Le sobreviven su esposa, la señora Flora Eaton, y varios
primos en Filadelfia, pero ningún hijo.»
«Estoy encantado, ha dicho el senador Campion usando la palabra
al estilo de su íntimo amigo, el vice-presidente Theodore Roosevelt, por la
feliz conclusión de este triste asunto y la final y definitiva rehabilitación del
doctor Jonathan Ferrier. El verdadero criminal no ha sido descubierto aún,
pero eso ya no depende de mí. Solamente espero que el doctor Ferrier olvide
y perdone las injustas sospechas de sus conciudadanos, que acepte seguir
viviendo en el pueblo y mantenga su posición como miembro del personal de
los dos hospitales de Hambledon para que su ilimitado talento nos siga
beneficiando a todos los que vivimos allí, como nos benefició antes de su
arresto y juicio. Su padre, el finado Adrian Ferrier, fue un ciudadano
importante de Hambledon, descendiente de uno de los Padres Fundadores de
la gran Comunidad de Pennsylvania, y su madre, una gran señora, era la
señorita Marjorie Farmington de los Farmington de Filadelfia.»
«El senador Campion ha dado muestras de una inmensa alegría y
satisfacción por los resultados de su altruista investigación, llevada a cabo a
sus expensas, y ha declarado que había procedido así no sólo para limpiar el
nombre de un querido y apreciado joven amigo, sino para probar, una vez
más, que la Justicia no ha muerto en América sino que surge con toda su
gloria cuando se pide su presencia, y que en la República de los Estados
Unidos de América ningún hombre puede ser condenado injustamente, al
revés de lo que sucede en otras naciones. El senador Campion fue un
ardiente defensor de la guerra Hispano-Americana, como se recordará, y
quiso unirse con su amigo, el coronel Theodore Roosevelt, como miembro del
Cuerpo de Jinetes Implacables. Su edad se lo impidió.»
Robert observaba a su madre con una alegría y una malicia muy
poco filial mientras leía. Ella miraba la parte superior de la página a cada
momento como si temiera ser víctima de una broma pesada. Un color feo le
teñía las mejillas y se mordía los labios como si estuviera pensando cosas
indignas. Finalmente levantó la vista y chocó con los ojos sonrientes de
Robert.
-¡Oh, ese hombre santo, caritativo, noble!
-Te refieres a Jon, supongo.
-¡Robert! Me refiero al senador Campion. ¡Pensar que comete
perjurio, gasta tanto dinero, se rebaja como senador de su país, para quedar
expuesto a los chismes y conjeturas!
Robert trató de arreglar las cosas, pero fracasó. Pidió café fresco.
Parecía rejuvenecido.
-Si yo estuviera en tu lugar, madre, no le sugeriría a la señora
Offerton que su hermano, el senador, había «perjurado». Eso es un delito
grave; en este caso es difamación.
Jane se asustó.
-¡No quiero decir exactamente eso, Robert! Siempre confundes mis
palabras! Oh, querido: supongo que ahora ese espantoso hombre se quedará
en Hambledon.
-El impoluto senador ha declarado que Jon no es culpable. ¿Qué
mejor prueba quieres? ¿Un mensaje de San Gabriel en persona? No sé por
qué llamas «espantoso» a Jon. No tienes motivos para pensar así; nunca los
has tenido. El senador mismo dice que no y si quieres seguir en buenas
relaciones con su hermana, la señora Offerton, será mejor que declares a los
cuatro vientos que estás de acuerdo en todo con su hermano.
De mejor humor que el que había tenido desde hacía algún tiempo,
Robert se dirigió al consultorio, donde le saludó la señorita Forster, bañada en
lágrimas de júbilo y agitando un ejemplar del diario.
En aquel momento, Jonathan también leía el diario.
A medida que iba leyendo se le nublaban los ojos y sentía una
siniestra opresión en el pecho. Notó que le subía la presión arterial. Terminó
la lectura, se recostó en la silla y miró sin verlo el aparador que tenía frente a
él. Sentía resonantes latidos en el cuello y tenía tenso el cráneo. Un dolor
punzante le corrió por el lado izquierdo del pecho y luego por el brazo.
Respiró con cuidado y lentamente, hasta que se calmó el espasmo de furia.
Ahora sudaba.
Se levantó y se dirigió al teléfono para llamar a Louis Hedler en St.
Hilda. Le informaron de que el doctor había sido llamado urgentemente a
Scranton el día anterior, pues un pariente suyo estaba enfermo. A Jon se le
dibujó una rara sonrisa en el rostro. Llamó entonces a Howard Best a su casa
y a su despacho. El señor Best estaba en Wilkes-Barre pasando unas breves
vacaciones con su esposa. Jonathan colgó el auricular, y no sintió la menor
sorpresa. Entonces sonó el teléfono y Mary corrió apresuradamente a atender
la llamada.
-Mary -le dijo Jon-, habrá muchas llamadas para mí esta mañana.
Di a todo el mundo que no estoy en el pueblo, ¿quieres?
Asombrada, Mary contestó la llamada como le habían ordenado.
Jonathan echó una mirada al aparato, pensando que podría llamar al
Hambledon Daily News para decirles que el senador Campion había mentido,
que su historia era falsa y que él, el doctor Ferrier, se sentiría muy complacido
en explicarles la verdad si le mandaban un cronista. Fue a coger el teléfono y
se contuvo. Louis Hadler y Howard Best le habían traicionado por alguna
razón. ¿A quién protegían? ¿A alguien a quien temían? ¿A Campion? En
aquel momento se le ocurrió que le protegían a él. Volvió a tender la mano
hacia el teléfono y de nuevo se contuvo. Había prometido a aquellos
increíbles sinvergüenzas que no haría nada hasta que se lo autorizaran.
Entró en la sala de su madre, se sentó en uno de los silloncitos
tapizados en seda y fumó un cigarrillo tras otro, pensando furiosamente, lleno
de odio, frustración, rabia y humillación. ¡Ah, no cabía la menor duda de que
aquellos degenerados habían llevado a cabo algo muy hábil e inteligente!
Algo destinado a suavizar las cosas, hacer que todo quedara claro, limpio y
sereno; evitar el escándalo, impedir que se alterara el orden, y mientras tanto,
dejar sin castigo tanto a Campion como a Brinkerman, para proteger
finalmente los nombres de Mavis y Martin Eaton. Jon sentía deseos de matar.
«No me tienen confianza», pensó, y tuvo que reconocer que les
sobraban razones para no confiar en él. Fue hasta el comedor y llenó medio
vaso de whisky que bebió sin dejar de pensar. No, no iba a permitir que le
hicieran fracasar. No le mantendrían tranquilo, no impedirían que se vengara.
No podían esconderse eternamente ni podrían estar huyendo de él toda la
vida. ¡Cuando les pusiera las manos encima! La explosión que haría volar a
Hambledon se oiría de un extremo a otro del país, como ya lo había hecho
tambalear aquella ridícula y despreciable historia. Aplastaría a Campion de
una vez por todas y destruiría a Brinkerman. Después, cuando el whisky
empezó a producir su efecto en el estómago vacío y los vapores se le
subieron a la cabeza, se echó a reír. ¡Tenía que estar agradecido a
Brinkerman! Había matado a Mavis. «Debería colgarle una medalla como
recompensa al favor que me hizo», dijo en voz alta.
Miró por la ventana y vio a Robert Morgan que cruzaba el sendero
de césped y se dirigía hacia su casa. Venía con su rubicundez mojigata de
boy scoutt. Se veía que lo sabía todo, que había leído el diario, Jonathan
bebió de un trago lo que quedaba de whisky y esperó. Pocos instantes
después se le acercó Mary y le preguntó en voz baja: «¿Está en casa,
doctor?»
-Sí, Mary -contestó con voz llena de amabilidad-. Siempre estoy en
casa para el doctor Morgan. Hazle entrar y después cierra la puerta.
La muchacha miró el vaso que Jon tenía en la mano y fue a buscar
a Robert. Jonathan, que llenaba de nuevo el vaso, vio que el joven parecía a
la vez eufórico y aprensivo.
-Entre, Bob -le dijo-. ¿Me acompaña?
-¿A las nueve de la mañana? No, gracias. -Robert se quedó
callado mirando primero el vaso y luego cómo Jonathan tomaba un largo
trago-. Veo que ya ha leído el diario de la mañana.
-Sí. Adorable historieta, ¿no le parece? ¿Es obra de Hedler?
-No sé más de lo que usted sabe -contestó Robert-. Lo que usted
leyó aquella noche en la oficina de Louis. Yo había oído algunos rumores
mucho antes y finalmente fui a contárselos a Louis. Entonces me di cuenta
que él era un amigo. Me tomó confianza. Mi madre conoce a la señora
Offerton y me fue contando cositas de aquí y de allá, hasta que terminé por
pensar que Louis tenía que conocerlas. Pero él ya sabía más.
-¿Y la cajita de chocolate, y las frutillas con crema de Campion?
-De eso no sé nada -dijo Robert mirándole desafiante-. Pero, ¿qué
tiene de malo? Lo que hicieron fue lo mejor; Louis y Howard han sido muy
ingeniosos. ¿Qué quería usted: ver a Campion hundido en el barro? Confieso
que a mí también me habría gustado, pero ¿qué resultado hubiera tenido para
usted? Más escándalo, difamación, odio, confusión, dificultades, calamidades.
¿Se ha olvidado de su madre?
-En absoluto; la tengo bien presente. Siempre recordaré a mamá y
todo lo que ha hecho por mí. -Los ojos de Jon estaban inyectados en sangre y
tenían una luz inquietante-. Recuerdo también a mi hermano. Pero ya me
ocuparé de ellos en el momento oportuno. Primero están Campion y
Brinkerman.
-Louis excluyó a Brinkerman del personal y se ha ido de
Hambledon. ¿No lo sabía?
-Sí, y todos los crímenes sin castigo. Me doy cuenta y me siento
arrullado de placer.
-Ha dejado a su esposa y a su casa. Todo lo que tenía.
Ya no podrá practicar más la medicina.
¿Supone usted que con eso me consolaré, después de todo lo que
me ha hecho?
-Creo que sÍ. Es un criminal y un mutilador, pero también es
médico. Piense lo que esto significa para él. Louis ha prometido que si llega a
enterarse de que practica en alguna parte, va a sacar a la luz toda la historia.
-Louis no tendrá que esperar tanto, Bob. Cuando Louis vuelva y yo
quede libre de mi promesa, explicaré la historia a todos los diarios de la
nación.
Robert lanzó un suspiro y se sentó pesadamente sobre una de las
sillas que rodeaban la lustrosa mesa del comedor.
-¿Con qué propósito? -preguntó.
-¡Maldita sea! ¿No tiene inteligencia, ni agallas, ni hombría, para
pensar que yo debería sentirme satisfecho con que tapen la verdad con un
poco de crema, y perdonar y olvidar?
-Si se tratara solamente de usted -dijo Robert- me parecería muy
justo que denunciara a esos pillastres. Pero hay otras personas. Su madre,
incluso su hermano; las chicas que declararon bajo juramento para protegerle
el recuerdo de Martin Eaton. Eso para nombrar a unos pocos; pero, por
encima de todo, usted mismo. ¿Qué cree que va a ganar exponiéndose de
nuevo a la notoriedad y perjudicando a Louis y Howard Best, sus mejores
amigas? ¿Se cree un pequeño Sansón?
-¿Cree usted acaso que me interesa este pueblo o alguna persona
viva en él? -dijo Jonathan arrojando su vaso contra una pared.
-No -dijo Robert con toda tranquilidad-. No creo que le interese
nada ni nadie; ni siquiera usted mismo.
Observó la copa de cristal que se acercaba a Jonathan rodando
sobre la alfombra. Cuando llegó, éste la aplastó con el pie y Robert se sintió
asqueado por aquel despliegue de insensata violencia.
-Hay alguien más, también -dijo-. Francis Campion, que viajó miles
de millas para ayudarle. He oído decir que le ha llamado una docena de
veces, pero que usted no contestaba el teléfono. ¿Sabe que denunció a su
propio padre ante Louis y Howard en beneficio suyo y que amenazó, también
en beneficio suyo, con denunciar a su padre públicamente?
-Sensato el muchacho -dijo Jonathan-. Tengo que llamarle para
agradecérselo y alentarle.
-Y cuando haya denunciado a su padre, ¿cómo cree usted que va
a sentirse? -preguntó Robert haciendo un chasquido con la boca.
-Limpio.
-Usted no cree eso, Jon. No es esa clase de muchacho.
Piense lo que haría si se tratara de su propio padre. Bueno, si hace
lo que evidentemente piensa hacer, aplastará no sólo ese vaso que está allí,
sino a todo un pueblo. Y a usted. Eso es lo que Louis trata de impedir. Está
dispuesto a dejar que escapen Campion y Brinkerman para protegerle...contra
usted mismo. Le conoce muy bien.
-Ya que usted sabe tanto -dijo Jonathan con una fea expresión en
el rostro-, quizá pueda decirme cómo se las arreglaron para conseguir que
Campion volcara ese balde de bazofia en la prensa.
-Bueno; Howard me dio un indicio. Le amenazaron. ¿De qué otra
forma lo hubieran conseguido? Querían dejarle limpio a usted de una vez por
todas. Con arruinar a Campion no habrían conseguido nada. La gente
seguiría interpretando su historia a su modo, y como aprecian a usted,
pensarían finalmente que él era un mártir de su deseo de venganza. Así que
para obligarle a decir esa sarta de mentiras supongo que le explicaron lo que
es capaz de hacer usted. Es más, debieron decirle con qué ansiedad la gente
se tragaría su historia sin discutirla...en su beneficio. Apreciarían a Campion
por su generosidad para con su joven amigo y le admirarían más que nunca.
Y, a su vez, usted se beneficiaría, pues nadie dudaría de su palabra. Dudan
de la suya, Jon.
-De modo que de nuevo quedará limpia la aureola de Campion.
¿Es ése el plan?
-No, exactamente -dijo Robert sonriendo levemente-. El plan es
devolverle a usted la suya que, me parece necesario insistir, está bastante
deteriorada y corroída.
-Me encanta que se tomen tantas molestias por mí -dijo Jonathan-.
Estoy apabullado. Pero ninguno de ustedes ha tenido ninguna consideración
por mis sentimientos, por lo que yo quiero, lo que merezco y lo que debería
tener.
-Creo -dijo Robert- que todo eso se consideró muy a fondo.
Jonathan lo observó fijamente. -Eso me suena un poco ambiguo.
-Usted siempre busca a las cosas un significado más sutil que el
que tienen -dijo Robert levantándose. -Cuando vuelvan Louis y Howard daré
la información a los diarios.
-A los diarios les encantan las noticias resonantes como ésa, llenas
de escándalos, crímenes, abortos, cohecho y perjurio, adulterio, la deshonra
de una figura pública. Lo admito, Jon; pero aunque los diarios estén ansiosos
de que les explique su historia, querrán tener pruebas de cada palabra.
¿Tiene usted esas pruebas?
Jonathan le miró. Los ojos se le dilataban y se le achicaban.
-¿Pruebas?
-Sí. Declaraciones juradas. La que hizo Martin Eaton ya
agonizante, para empezar; la de las muchachas, la de la señora Beamish.
Claro, supongo que usted podría pedir una orden judicial para exigir que Louis
las entregue; pero ¿qué pasaría si Louis negara haber tenido esas
declaraciones juradas en sus manos? Louis es todo un poder en este pueblo
y usted lo sabe. Su palabra va a pesar más que la de usted.
Sonrió ante la cara congestionada de Jonathan, aunque seguía
sintiendo bastante miedo.
-Ha tomado en consideración cada posibilidad para protegerle de
los posibles resultados de su carácter dulce y sus inmoderados impulsos.
Jonathan se levantó, fue a buscar otro vaso, lo llenó y lo tragó de
un golpe. Su aspecto anunciaba peligro.
-Louis quiere que usted se quede en Hambledon -dijo Robert-
donde nació usted y todos sus antepasados. Sabe, aunque usted lo niegue,
cuánto quiere usted a este pueblo y lo profundamente enterradas que están
sus raíces. Sabe todo lo que usted ha tratado de hacer por Hambledon. Sabe
lo que significará para usted irse de aquí. Todo lo que ha hecho ha sido por
usted.
-Mi querido Louis -dijo Jonathan.
-Hay alguien más que no he nombrado todavía. Jenny Heger.
-Deje en paz a Jenny -dijo Jonathan apartando el vaso de la boca-
No hay ningún futuro para Jenny y yo. Tengo suficiente presencia de ánimo
para saberlo, suficiente claridad mental para comprender lo que sería de
Jenny si me casara con ella.
-Bueno, las mujeres son muy raras, Jon. Me fastidia pensar que
una muchacha como Jenny pueda casarse con un hombre como usted. En
realidad, creo que no podría quedarme en este pueblo si usted se casara con
Jenny. -Robert hablaba con toda calma-. Me dolería demasiado; pero sería la
elección de Jenny y tiene todo el derecho de hacerla.
-Dejo a Jenny en sus manos, Bob -dijo con una leve sonrisa.
-Un hombre normal no diría tal cosa, pero usted no es normal.
Además, Jenny no es una mercadería para negociarla y entregarla a quien la
haya pagado. Es un ser humano, una mujer, con su propia mente y sus
propios deseos. El otro día me dijo que nunca le olvidaría y que nunca se
casaría con nadie más que con usted. Sí, en realidad las mujeres son raras.
Le resultaba insoportable quedarse ahora que había hablado de
Jenny, de modo que abrió la puerta y abandonó la casa. Jonathan le miró
alejarse a través del césped en dirección al consultorio, con la rubia cabeza
inclinada y con los movimientos de quien está demasiado apenado.
Oyó sonar incesantemente el teléfono y a la atareada Mary
contestando: «No, el doctor no está en casa. ¿Tiene algún encargo para él?»
Jonathan cogió la botella de whisky y un vaso y subió las
escaleras, encerrándose en su cuarto.
36
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Robert Margan, camino del consultorio, se detuvo en los escalones
y se quedó pestañeando, sin poder creerlo. A lo lejos vio a Jonathan Ferrier
en mangas de camisa, llenando una carretilla con escombros, manejando un
rastrillo y juntando las ramas muertas, junto al viejo jardinero. Luego se puso
a manejar vigorosamente una pesada horquilla para cargar los escombros
más pesados. Hizo una pausa para encender- un cigarrillo y mirar al cielo.
«Bueno, bueno», murmuró Robert, y penetró sonriendo en el
consultorio.
Al mediodía se oscureció otra vez el cielo. El calor era aplastante.
Ráfagas de fuerte viento empezaban a revolver las ramitas y las hojas
amontonadas en las zanjas. A las dos de la tarde el cielo, muy oscuro,
parecía hervir. Viboreaban los relámpagos y el trueno roncaba sordamente en
las montañas. A las tres explotó la tormenta.
Cuando empezaba a precipitarse la lluvia en aquella
semioscuridad, llegó Marjorie Ferrier en un coche de la estación. Se apresuró
a entrar en la casa con el cochero tras ella, cargado con el equipaje.
Después de un almuerzo muy liviano, Jonathan se sentía tan
cansado y entorpecido que había ido a su cuarto, se había echado de través
sobre la cama medio embobado, de modo que no oyó llegar a su madre.
Tampoco oyó el cañoneo preliminar del trueno. Durmió pesadamente hasta
las cinco y cuando despertó se halló rodeado de una especie de crepúsculo,
unos rugidos infernales en el aire y una presión en la atmósfera que parecía
vapor. Alguien había cerrado la ventana y juntado las persianas. Le sudaba la
cara y todo el cuerpo, tenía la boca seca y se sentía débil y entumecido. Por
un instante no supo dónde se encontraba, qué hora era ni cómo había ido a
parar hasta allí.
Se sentó, aturdido y pestañeando, y se secó la cara mirando a su
alrededor y escuchando. Luego, al cabo de un largo rato, se levantó, se bañó
con agua fría y se sentó a fumar y a pensar. Le había ocurrido algo pero no
podía decir qué era. Sólo sabía que le había invadido una sensación de
descanso, un estado en el que no sentía ni pensaba nada.
La habitación oscurecía paulatinamente mientras aumentaba la
fuerza de la tormenta, pero Jan no encendió sus lámparas hasta al cabo de
una hora. Trató de leer, pero la tormenta distraía su débil atención, de modo
que se limitó a seguir escuchando. Bruscamente paró la lluvia, pero los
truenos, los relámpagos y el viento se intensificaron. Alguien llamó a la puerta
y la abrió.
-¿Jon? -preguntó Marjorie.
Estaba de pie en el umbral, muy pálida y tranquila, con el pelo
pegado a las mejillas como si hubiera estado durmiendo. Tenía la boca
descolorida y sus ojos estaban desacostumbradamente abiertos y brillantes a
la luz de la lámpara, como si tuviera fiebre. Se había quitado el traje de viaje y
llevaba una bata gris, azul y chinelas.
Jonathan se sentó en su silla y miró silenciosamente a su madre
sin moverse, pero se le endurecieron los músculos de la boca y sus manos
aferraron los brazos de la silla. Marjorie le miró; vio que sus negras cejas se
unían sobre los ojos y que éstos brillaban como fuego negro.
-Jon -repitió humedeciéndose los labios-. Hace rato que he llegado,
pero estabas durmiendo y no he querido molestarte.
Entró en la habitación y el brillo febril de sus ojos se intensificó.
Respiraba con rapidez como si estuviera muy asustada. Entrelazó con fuerza
las manos.
-Lo sé todo, querido -dijo en voz muy baja-. Leí los diarios de
Filadelfia anoche. Todo ha terminado, Jon; todo ha terminado.
-Sí -dijo él levantándose-. Todo ha terminado.
Se miraron en un silencio quebrado solamente por los tremendos
rugidos del exterior; las lámparas oscilaron y una persiana suelta golpeó la
pared.
-Tengo que hablar contigo -dijo Marjorie.
-¿Y qué quieres decirme, mamá? ¿Más mentiras? ¿Más evasiones
dulces? Tú y el viejo Martin fuisteis muy vivos en todo ese asunto, ¿no es
cierto? Una pequeña conspiración de silencio.
Sobre el rostro de Marjorie se pintó un gesto de profunda alarma y
sufrimiento. Se sentó cerca de la puerta como si sus últimas fuerzas la
hubieran abandonado.
-Jon -fue todo lo que pudo decir.
Jonathan veía cómo movía los labios pero no oía lo que decía. Se
acercó más para poder oírla, pero su aspecto era tan furibundo y tan
completamente desconocido para ella que se apartó de él como si fuera un
extraño. No podía soportar la visión de su cara y sus ojos.
-¿Has creído esa bazofia que publicaron los diarios? -preguntó Jon.
Marjorie trató de hablar, tosió y se llevó la mano a la garganta.
-Intuí... que había algo más -dijo.
-¡Oh, claro, mamá; hay muchísimo más! y tú sabes bastante, ¿no
es cierto? Baste con que te diga que antes de morir el viejo Martin, hizo una
última declaración jurada; finalmente contó la verdad que tú y él conocíais. La
verdad, mamá.
Tragó saliva y aun en medio de su terror su expresión era
interrogante.
-Y muchas otras cosas que no sabías, si es eso posible.
No te hablaré del asunto; tal vez Howard Best se sentirá encantado
de ilustrarte.
Su voz, normalmente ronca, tenía un timbre que ella no le había
oído nunca y que iba aumentando progresivamente su miedo.
-¿Dónde está el querido Harald ahora? -preguntó echándose sobre
ella con tanta rapidez que pensó que iba a golpearla.
-Volvió ayer por la mañana, Jon -dijo rápidamente, con terror
abismal.
-Ah, ayer por la mañana --dijo mirándola y sonriendo-. Así que está
allí con Jenny. Ha estado solo allí con Jenny durante largo tiempo. Tú sabías
lo que él era desde el principio y no te ha importado lo más mínimo. Jenny,
sola con él, con un hombre como él, para que tú pudieras seguir
protegiéndole.
-¡Oh, Jon! ¡No hará ningún daño a Jenny!
-No más del que hizo a Mavis. ¿Es eso?
-Jon -dijo ella casi con un gruñido-. ¡Si tú lo sabe! todo, como dices,
tienes que saber qué era Mavis!
-Era mi esposa.
Marjorie se llevó la mano a la mejilla como si realmente la hubiera
abofeteado, pero le miró y movió los labios sin emitir ningún sonido.
-Mi esposa -siguió diciendo Jon-. Una idiota, irresponsable,
disoluta. Sí, todo eso y aún más; pero seguía siendo mi esposa cuando él se
apoderó de ella como si fuera una puta cualquiera. Era todavía mi esposa
cuando concibió un hijo de él. Era todavía mi esposa cuando murió de un
aborto, y él seguiría viviendo en medio de todas esas mentiras de no haber
sido por Howard Best.
Marjorie estaba demasiado abatida para hablar. Sentía los
dolorosos latidos de su corazón, oía las explosiones de los truenos y veía,
casi ciega, los constantes y ardientes relámpagos.
-Mi esposa -siguió Jonathan-. A ti no te importó que él me
pisoteara, a mí, su hermano. No significó nada para ninguno de los dos. Os
importó menos todavía cuando me arrestaron por un crimen que no había
cometido, que no habría cometido nunca. Si me hubieran ahorcado por ese
crimen habríais seguido manteniendo bien cerrados vuestros bonitos labios.
-¡Oh, Jon! -gritó Marjorie-. ¡No puedes creer eso! ¡No lo crees! ¡Si
hubieras corrido el menor peligro, si te hubieran condenado, los dos
hubiéramos hablado!
-Otra mentira -dijo Jon levantando la mano como si
verdaderamente quisiera golpearla; pero esta vez ella se irguió y le miró
directamente a la cara-. No significó nada para ti, ¿no es cierto, mamá?, que
yo pasara aquellos largos meses encarcelado, que tuviera que escuchar en
silencio al fiscal que me acusaba de lo más indigno que hay bajo el sol, de
haber asesinado a mi esposa y a mi hijo no nacido. No, no significó nada para
ti. Dejaste que me ocurriera todo. Y no hablasteis ni siquiera cuando volví,
ninguno de los dos. ¡Ni siquiera a mí! Permitisteis que todo el pueblo me
censurara, me despreciara, me echara y me llamara asesino.a la cara. ¿Por
qué, mamá?
Marjorie dejó caer la cabeza.
-Creímos que eras bastante fuerte para soportarlo, Jon.
Observábamos, esperábamos y rezábamos. Si hubiera habido algún peligro...
Olvidas que Harald es también mi hijo, y más débil que tú, pensábamos.
Pensamos que...tratamos de protegerle de ti, Jon; tratamos de evitar que lo
supieras. ¿No lo comprendes? ¿No tratas de comprender? Fue realmente por
ti que guardé silencio. -La cabeza le cayó aún más-. Los dos sois hijos míos.
Pensé que os salvaba a los dos no hablando.
Jonathan lanzó una brusca carcajada.
-Y nunca pensaste que la verdad saldría a la luz, ¿no es cierto? No
habría salido si Kent Campion no hubiera armado una linda confabulación
contra mí; él y varios más, entre ellos el hombre que le hizo el aborto a Mavis
y la mató. Si la confabulación hubiera salido bien, mamá; ¿habrías hablado?
Le miró sin poder articular palabra, poniéndose cada vez más
pálida. Se apretó el pecho con una mano.
-Una confabulación para mandarme a la cárcel, probablemente
para toda la vida, por supuestos abortos -dijo Jonathan-. Habría resultado
comparativamente fácil, con mi primer proceso todavía fresco en la mente de
la gente y la convicción de que yo era culpable de la muerte de Mavis. Mavis
ha sido el factor precipitante en todo este maligno lío, pero tú has colaborado
muy eficazmente, mamá, muy eficazmente. Te felicito. Mientras yo estaba en
la cárcel no hay duda de que te sentías muy satisfecha de ti misma.
Marjorie se puso de pie tambaleante.
-¡Jon, no puedes creer eso! ¡No lo crees! Me niego a creer que te
tomas en serio a ti mismo.
-Hay una cosa que quiero saber -dijo Jon-. Dime la verdad esta
vez. -Sentía crecer una furia devoradora y la expresión terrible de su rostro
era más de lo que Marjorie podía soportar-. ¿Sabías que había seducido a
Mavis antes de que les oyeras hacer arreglos para que Mavis abortara?
-Sí -dijo-. Lo sabía; pero no podía decir nada a Harald ni a Mavis.
Tenía miedo de que pasara...pasara algo y que tú lo supieras. Siempre he
tratado de escudarte, Jon, de impedir que lo supieras. Pensaba que todo
terminaría, y terminó; que todo pasaría y que nadie saldría herido.
-En cierta forma triunfaste -dijo Jon muy amablemente-. Nadie fue
herido, salvo que Mavis murió y yo fui juzgado por asesinato. Mi nombre
quedó manchado en todo el país. Harald siguió su camino, todo fue hermoso;
vive del dinero de MyrtIe y ha tratado de conseguir que Jenny se case con él;
y... ¡por Dios! ¡Ahora sé que se ha estado riendo de mí todo el tiempo!
-Jon, ¿no quieres tratar de creer que todo esto se hizo para
protegerte?
-Y para proteger al sonriente, al risueño Harald.
-¡Sí! ¡A Harald también! Él también es mi hijo.
Jon miró a su alrededor y su vista se fijó en algo. -Ya no podrás
protegerle más. Vaya buscarle y le mataré.
Atravesó la habitación, abrió una de sus maletas y cogió su látigo
de cabalgar, que había guardado allí la última vez que lo usara. Marjorie lo vio
y lanzó un grito. Cuando él volvió a estar cerca de ella, le agarró del brazo y le
miró a la cara, aquella cara espantosa que ahora parecía la de un extraño.
-¡Jon! ¡Has perdido la razón!
-Creo que sí -dijo Jon-. Pero no importa, ¿verdad?
Puedes agradecértelo a ti misma, mamá.
Le dio un empujón y ella cayó pesadamente sobre las rodillas,
elevando las manos hacia él como si estuviera rogando por su vida.
-¡Jon! ¡Piensa en Jenny!
-Soy el único que he pensado en Jenny. Ni tú, ni Harald. Solamente
yo.
-¡Ah, Jon; creíste todas aquellas mentiras sobre ella, las creíste
todas, y ahora te atreves a decir que «pensaste» en ella!
Jon se detuvo y miró los ojos de su madre repentinamente
inundados de lágrimas.
-He reflexionado mucho, mamá. ¿Quién inició esas mentiras sobre
Jenny? He hecho unas cuantas averiguaciones desde que te fuiste y dos.
pistas por lo menos me llevaron a Harald. Ah, veo que lo sabías también.
Marjorie se cubrió la cara con las manos y cayó de rodillas. .
-¡Y dejaste que siguiera adelante aquel chisme de Jenny y de mí!
¡Mantuviste tu sereno silencio y nunca dijiste una palabra en defensa de
nadie!
Dio un paso para alejarse de ella, pero Marjorie se estiró y cogió
con las dos manos el látigo que Jon tenía en su poder.
-Jon, tienes toda una vida por delante, un futuro. Tú y Jenny, aquí o
en cualquier otra parte. Pero una cosa precipitada... ¡Jon, por el amor de Dios,
trata de ser razonable, trata de pensar!
Jonathan volvió a reír y le arrancó el látigo de las manos.
-He pensado mucho, mamá; he pensado miles de cosas.
Ella trató, como recurso extremo, de cogerle los tobillos, las
piernas, pero él fue más rápido y la esquivó. Entonces, a la vacilante luz de un
relámpago, le vio la cara, oscura y con expresión asesina. Lentamente se dejó
caer al suelo y cerró los ojos.
Jonathan bajó corriendo las escaleras en la tormentosa penumbra,
abrió la puerta de un golpe y se lanzó afuera, azotado por el viento y casi
cegado por los relámpagos; pero no llovía. Corrió por las calles oscuras y
desiertas, chapoteando en los profundos charcos y salpicando hacia todas
partes. No se veía ninguna luz encendida; la ciudad se aplastaba bajo la
explosiva luz de la tormenta y Jonathan, completamente solo, corría como un
loco por las calles, tropezando en los cordones de las veredas cubiertos por el
agua, en busca del río y el pequeño muelle. No reparaba siquiera su carrera
enloquecido, pues no era consciente de nada que no fuera su salvaje sed de
venganza.
Descubrió que el pequeño muelle había sido barrido, pero un bote
estaba sujeto en la orilla. Se deslizó por la bajada dando un revolcón sobre el
barro resbaladizo y estuvo a punto de caer al río. Trepó de nuevo y se metió
en el bote jadeante, empapado, sucio. Se le hundieron los pies en el agua y
tuvo que volcar el bote para vaciarlo. Encontró los remos, resbaladizos y fríos.
En aquel momento empezó a llover otra vez, entre los destellos de los
relámpagos y el viento que soplaba furiosamente. Empujó el bote hacia el río,
casi se lo arrancó de las manos, pues el agua, que había subido mucho de
nivel, rugía y. hacía remolinos. Finalmente se las arregló para meterse en la
embarcación y sentarse, sin advertir que le sangraban las manos. El bote,
lanzado en círculos dentro del río, se deslizó a toda velocidad en la oscuridad
de la noche.
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera dominarlo.
Cuando lo consiguió, sudaba y temblaba bajo la fría lluvia.
El río desplegaba toda su violencia bajo los relámpagos, y luego
parecía ocultarse bajo la tormenta, oscuro y tumultuoso, como si estuviera
vivo y lleno de furia. Jonathan luchaba contra el río y contra el bote. Mirando
por encima del hombro veía el sombrío bulto de la isla iluminado rápida y
regularmente, con los árboles agitándose en todas direcciones. Parecía
hallarse dentro de un barco que está a punto de naufragar. Buscó con el pie el
látigo que había arrojado dentro del bote, apretó los dientes y luchó para
llegar a la isla en medio de la embravecida tormenta.
Era un hombre fuerte y todavía joven, pero de no haber sido
impulsado por la rabia y por el temor por la suerte de Jenny, habría sido
barrido por el río, el bote se habría volcado y habría muerto allí mismo. Pero
toda la intensidad de su naturaleza le arrastraron hacia la isla, toda la
frustración, la furia, la desesperación y todo el sufrimiento de los meses
pasados, toda la vergüenza y los insultos, el rechazo y las burlas, la
desesperanza. Le parecía que Mavis estaba a su lado en el bote, riendo con
los truenos, su cabellera rubia flotando al viento, su cara alegre iluminada por
los relámpagos. «Fuiste una tonta», le dijo a la imagen, «una estúpida,
irresponsable, idiota sin alma. ¡Pero no merecías eso! No, no lo merecías.
Quise matarte muchas veces, pero no te hubiera matado, Mavis. No, no te
hubiera matado ni te hubiera dejado morir sola, con todo aquel dolor. De
haberlo sabido, habría quedado al lado de tu cama, consolándote. Si hubiera
llegado antes de que murieras, Mavis, habría estado allí, pues te amé durante
muchos años y, en cierta forma, te amé, aún después de muerta, Mavis, aún
cuando te odiaba.»
Por primera vez, en medio del frenesí de sus pensamientos y del
salvajismo de sus propósitos, sintió pena por Mavis, muerta en plena
juventud; sintió compasión y pesadumbre. .
La lluvia le golpeaba la cara. Apretaba los dientes y arqueaba el
cuerpo, clavaba los remos en el agua espumosa y el bote se levantaba, caía
entre las olas y luchaba contra la rápida corriente. Extraños pensamientos se
cruzaban por su mente, como sueños, como los repliegues de una pesadilla.
El bote encalló en las piedras y Jonathan llegó a la isla.
Se quedó sentado, acurrucado y empapado, atragantándose y
tratando de recuperar el aliento, con las manos ensangrentadas todavía
aferradas a los remos. Se detuvo y saltó a la orilla resbaladiza. Arrastró el
bote y lo dejó allí, con los remos al lado. Cogió el látigo hurgando en la
llameante oscuridad. Luego se volvió y subió por el inundado camino,
tanteando cuando lo perdía. Al llegar arriba, con la ropa rasgada por los
arbustos y los árboles, tuvo que detenerse para calmar los latidos del
corazón. Luego vio que el río cubría la isla en gran parte, y que el contorno
sobresalía escasamente sobre las arremolinadas aguas. Se detuvo y miró
cómo aparecía y desaparecía en los relámpagos. Pensó que a la mañana
siguiente estaría casi cubierta del todo. Siguió adelante cayendo,
tambaleándose, luchando, hacia la débil luz que brillaba en la distancia.
37
FIN