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Taylor Caldwell, Solo El Sabe Escuchar

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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

Taylor Caldwell

Sólo Él sabe escuchar

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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

SOLO EL SABE ESCUCHAR


Título original en inglés: No One Hears But Htm.
Traducción: Amparo García Burgos, de la 1* edición de
Doubleday & Company, Inc., Carden City N.Y. 1966
© 1966, Taylor Caldwell
© 1966, Reback and Reback
© 1974, Ediciones Grijalbo, S.A. Déu i Mata 98, Barcelona
29
D.R. © 1985 por, EDITORIAL GRIJALBO, S.A.
Calz. San Bartolo Naucalpan No. 282 Argentina Poniente 11230 Miguel
Hidalgo, México, D.F.
Este libro no puede ser reproducido,
total o parcialmente,
sin autorización escrita del editor.
ISBN 968-419-491-9 IMPRESO EN MÉXICO

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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

Dedicado con toda veneración a la Bendita Madre del Hombre que Escucha

Introducción

Muchos años han pasado desde que el viejo John Godfrey, el abogado
misterioso, construyera su santuario en una gran ciudad, para los
desesperados, los dolientes, los incrédulos, los cínicos, los derrotados, los
agonizantes y afligidos, los traidores y los traicionados, los agotados por su
carga, los viejos, los jóvenes y los perdidos. Aquí, en el santuario, espera el
hombre que escucha, que espera y escucha constantemente, pacientemente,
las angustiosas historias que van a relatarle en el silencioso ambiente de
azul y mármol. No hay experiencia que no haya escuchado ya. No hay dolor
con el que no esté familiarizado. No hay crimen contra Dios o el hombre que
no haya sido visto con sus propios ojos. Ha oído las blasfemias de los que se
sienten satisfechos de sí mismos. Ha oído el llanto de todos los padres, de
todos los hijos. Ha escuchado todas las plegarias y todas las excusas. Las
experiencias de todos los hombres son suyas. Nada le turba, excepto el odio y
la violencia. Pero los conoce también.
No se halla confinado en el santuario construido por el devoto John
Godfrey hace tantos años. Puede hallársele en cualquier lugar del mundo... si
se le busca, si se desean sus consejos. Nunca se apartará de ningún hombre,
por depravado que éste sea. No hay nadie que pueda decir que ha sido
rechazado por él. Su paciencia jamás se agota, su amor nunca se consume.
Él escucha a todos, pues dispone de todo el tiempo del mundo.
El santuario espera a todos, pero especialmente a los que jamás han
buscado al hombre que escucha en otro lugar. Se alza en medio de varios
hermosos acres de tierra como un parque en el corazón de la gran ciudad,
rodeado de casas de apartamentos, teatros, tiendas, edificios comerciáis. Es
un sencillo edificio de mármol que sólo tiene dos habitaciones: una sala de
espera y otra en la que nos aguarda el oyente. Nada se ha añadido allí a través
de los años, a no ser una simple placa de mármol blanco en la pared de la
sala de espera: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta", y una o dos fuentes
en el césped.
Aquí vienen las ovejas cuyos pastores no han conseguido hallar, o aquellas
que no tienen fe en sus pastores o que jamás los han conocido. A veces
los pastores vienen también, para aprender lo que han olvidado. Algunos
acuden al hombre encolerizados, disgustados, ultrajados, acusándole de
"medievalismo".

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Otros llegan llenos de desprecio, dispuestos a rechazarle, exclamando que ésta


es una época "ilustrada y moderna", y que no hay necesidad de un hombre que
escuche... a excepción del psiquiatra. Otros llegan seguros de que el hombre
del santuario es un clérigo, un doctor, un asistente social, un profesor o,
simplemente, alguien dispuesto a escuchar en un mundo que ha olvidado el
modo de escuchar a los demás... tan ocupado se halla hablando de sí mismo
y lanzando sólo incoherencias, temas sin importancia, teorías y blasfemias
sin fin, y todo el cúmulo de violentas y sangrientas trivialidades que no pueden
satisfacer al alma.
Algunos en fin acuden con absoluta incredulidad, y con la misma
incredulidad se van.
Pero casi todos, cuando hablan al hombre, encuentran respuesta a su
angustia y desesperación, a sus pecados y sufrimientos. El mundo jamás les
dio una respuesta, ni en sus escuelas, ni con sus placeres, ni en la riqueza,
ni en las pequeñas satisfacciones, pues el mundo carece de respuesta para la
necesidad más terrible del espíritu humano: alguien que escuche. Alguien
que se sienta realmente interesado, realmente compasivo, auténticamente
amoroso, auténticamente fiel, auténticamente comprensivo.
A pesar de lo mucho que se habla de "amor" en el mundo actual,
permanece el hecho de que jamás ha carecido tanto el mundo de amor, este
mundo duro de corazón, asesino, cruel, egoísta, despectivo e indiferente.
Jamás tantos han sido traicionados como son traicionados ahora. Jamás
tantos se han sentido perdidos como ahora se sienten. Jamás el corazón del
hombre ha carecido tanto de fe como el corazón del hombre moderno,
aparte toda esa charlatanería de "involucración" y "preocupación por la
humanidad". Jamás la muerte ha amenazado a tantos, y nunca la libertad ha
sido tan escasa; no, nunca en toda la terrible historia del mundo. Ya no nos
molestan las masacres, ni escuchamos al hombre que nos pide ayuda en
nuestra misma puerta. Nos aislamos de todo ello mientras los cielos siguen
oscureciéndose y se aproxima el Apocalipsis. Estamos muy ocupados... con
nada. Hablamos... de nada. Nuestro vecino, nuestro hermano, nos suplica
ayuda a gritos, y eso no nos preocupa. Peor aún, ni siquiera le oímos,
enfrascados en nuestra vida tan ocupada, tan vulgar y tan trivial. Es más, ni
siquiera nos escuchamos a nosotros mismos; jamás nos damos plena cuenta
de todo lo que decimos a lo largo de toda nuestra vida.
El odio, no el amor, invade el espíritu de la humanidad hoy en día. El
triunfo de la maldad está casi consumado en un mundo que desprecia el bien
a cambio de las "verdades científicas" de hoy, que son los errores científicos
del mañana. El relativismo ha reemplazado a la eterna y absoluta verdad. A
nuestros niños, en nuestras escuelas seculares, no se les enseña reverencia,
fe, obligaciones, responsabilidad, orgullo y conciencia de sus realizaciones y
respeto a la autoridad. Y no se les enseñan esas cosas porque sus mismos
padres no lo desean.

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Así ocurrió ayer, y por eso tenemos hoy una generación joven que jamás
ha aprendido el dominio propio, la buena voluntad, la paz verdadera, la
serenidad, la fidelidad y la virtud.
Estos jóvenes son los auténticamente perdidos. Sólo el hombre que
escucha puede rescatarlos ahora. ¿Quién los llevará a él? Éstos son los pobres
en verdad, aunque no pidan pan, ni refugio ni consuelo. Les hemos dado
amor, pero no el auténtico amor. Les hemos dado "slogans" y palabrería
estúpida, pero no la palabra viva. Les hemos abandonado en su desolación y
por eso son violentos y sin Dios, sin respeto por sí mismos, ni por su país, ni
por sus vecinos.
Pero el hombre sigue esperando. Para escuchar, para amonestar, para
enseñar, para amar, para aconsejar.
Y te espera también a ti. ¿Te contestará cuando le llames a gritos? Jamás
ha fallado. Sólo exige una cosa: que tú escuches también.
Este libro pretende, y con toda deliberación, enfurecer a muchos. Pero la
autora confía en que esa cólera les induzca a "escuchar" también, o al menos
a inspirar ese pensamiento, antes de que sea demasiado tarde.

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ALMA PRIMERA

EL CENTINELA

«¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?» ISAÍAS, 21: 11.

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ALMA PRIMERA

Fred Carlson había tomado un excelente almuerzo con sus futuros jefes.
Éstos se habían separado de él con expresiones de gran cordialidad, pues
respetaban a los hombres buenos, trabajadores e inteligentes. Su título de
licenciado en Artes, su trabajo de posgraduado en el gobierno y las ciencias
aplicadas les habían impresionado favorablemente, aunque se sentían algo
divertidos y desconcertados ante las razones que el había aducido para elegir
este trabajo actual, en particular en esta ciudad. Como se trataba de
hombres tan corteses, agudos y sofisticados, él no les había dicho toda la
verdad. Les había dejado creer que había sufrido un período de romanticismo
en su vida, pero que ya consideraba llegado el momento de levantarse y
actuar. Podían olvidar su romanticismo; todos los jóvenes eran románticos, se
decían con indulgencia, y Fred Carlson sólo tenía treinta y dos años, aunque
fuera ya un hombre casado con dos niños pequeños. ¡Algunos de nosotros
incluso queríamos ser soldados!", había dicho uno de los caballeros, "¡O maqui-
nistas en trenes antiguos, o bomberos!" Con ello implicaban, sin embargo, que
Fred se había dejado ir durante demasiado tiempo, y éste había enrojecido.
No le gustó aquel caballero en particular y eso fue lo que le impidió decir
toda la verdad. Temía que le juzgaran sentimental o un poco falto de ambición,
defectos terriblemente graves e indignos en un hombre de más de treinta
años.
Se habían ofrecido a asignarle a alguien que le llevara en coche a pasear
por la ciudad hasta que llegase la hora de ir al aeropuerto, tomar el avión y
volar a casa. Pero a Fred le gustaba pasear. Había enrojecido cuando todos se
rieron afectuosamente al oírselo decir.
—Iré a pie a todos los sitios que me dé tiempo —dijo—. Díganme, por
favor, algunos puntos de interés en particular.
—Bien, tenemos un magnífico museo de ciencias, de gran interés para
usted; un museo de historia, en el que podrá hallar datos para sus estudios
de política, y una galería de arte que también le resultará interesante. Están
todos por aquí, a un cuarto de hora a pie unos de otros. Después enviaremos a
alguien a su hotel para que le recoja y le lleve al aeropuerto.
Disponía de tres horas. Era un magnífico día de otoño, de la clase que a él
le gustaba, cálido, seco, brillante de sol. Empezó a caminar. Era realmente
una ciudad preciosa, aunque no era más grande que la mitad de la suya.
Los edificios eran más elegantes, y de piedra más ligera, y de ladrillo, y la
ciudad tenía cierto aire meridional, aunque no estuviera realmente en el sur.
Las calles eran más amplias y más limpias y la gente parecía muy enérgica.
A Connie le gustaría; vivirían en uno de los suburbios, en aquel que la Com-
pañía sugería especialmente para los hombres de la organización. Aquella
misma mañana había podido ver el barrio de pasada. Su propia ciudad no
tenía suburbios tan bonitos como éste, y todos tan bien comunicados con el
centro vital de la ciudad. Las casas eran muy atractivas y costaban mucho
menos que la suya actual, que ahora pondría inmediatamente a la venta.
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La escuela más cercana le había parecido extraordinariamente agradable y


moderna, y su hijo mayor iría pronto allí. En resumen: todo era estupendo, in-
cluido el hecho de que sus ingresos serían el doble de lo que ya estaba
ganando, por no mencionar las pagas extras, los beneficios anuales,
vacaciones pagadas y más largas, excelentes disposiciones en cuanto a la
pensión del retiro, seguro de enfermedad, seguros familiares, pagos por
enfermedad y una docena de otras cosas agradables en las que ni siquiera
podía pensar en su trabajo actual.
"He sido un idiota —se dijo mientras paseaba por la calle principal mirando
los escaparates de las tiendas, brillantes al sol—. Me alegro de no haber espe-
rado demasiado."
Se estaba muy bien al aire libre para pensar en visitar lugares de interés,
así que caminó al azar llevando el abrigo al brazo y pensando lo mucho que iba
a disfrutar de la vida en esta ciudad. Aquel vago sentimiento de depresión que
experimentaba en ocasiones se debía, naturalmente, a que estaba solo y al
deseo de volver a casa, con su familia. Además, nunca había estado lejos de
casa antes con la idea de abandonarla para siempre. Era un hombre gregario,
se dijo. Pronto haría amistades entre todos aquellos hombres que había
conocido y con los que congeniaba. Connie también se uniría a diversos grupos
en la nueva iglesia, y los niños pronto se sentirían a sus anchas con sus
nuevos compañeros de juegos y sus nuevas actividades. Además los inviernos
aquí eran cortos, al contra-no que en su ciudad, un auténtico infierno para un
hombre que tenía que caminar mucho. "Pero ya no caminaré así mucho más —
pensó—, aunque no es que lo haya hecho con frecuencia en estos últimos tres
años..."
Era extraño, pero cada ciudad parecía tener su olor individual. La suya
olía a polvo, a goma, a acero y a electricidad —sí, electricidad, y no era su
imaginación—. Pero esta ciudad olía a piedra pulida y a aceras limpias —¡él
era un técnico en cuestión de aceras!— y a ambiente cálido y, sí, era gracioso,
a fruta. Decidió que le gustaba.
El tráfico era muy rápido, observó con sus ojos experimentados, y la gente
parecía menos malhumorada que en su propia ciudad y menos beligerante,
aunque también había una gran multitud. Las ciudades estaban
abarrotadas en estos tiempos. El tráfico era un poco menos alocado y los
peatones menos groseros. En resumen, sería "más fácil" vivir allí. Vio un
policía de pie en una esquina, alerta, vigilante, y Fred, involuntariamente y
por costumbre, se acercó a él en seguida.
—Hola —dijo—. Soy un extraño en esta ciudad y...
El policía era joven pero se volvió inmediatamente a mirarle, y Fred vio en
su rostro lo que siempre percibiera en el rostro de la policía en su ciudad:
intensa vigilancia y una rápida sospecha, todo inconsciente, pero allí por
desgracia.
Se sintió algo decepcionado, pues había pensado que esta ciudad no se
parecía a la suya. Dijo rápidamente:
—También yo soy policía. Me hicieron sargento sólo hace tres años. Fred
Carlson es mi nombre. Vengo de...

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Extendió la mano. El joven policía aún parecía sentirse dudoso, pero


aceptó con rapidez la mano de Fred y, con la misma rapidez, la soltó.
—¿Sargento? —repitió.
Fred sacó la cartera y su tarjeta y se las mostró al agente con la misma
cortesía con que deseaba que se identificara cualquier ciudadano corriente.
El policía examinó las credenciales que se le ofrecían con una minuciosidad
que habría sido innecesaria hacía diez años y estudió la fotografía. Luego se la
devolvió, se llevó la mano a la gorra con aire juvenil y sonrió.
Y ¿qué hace aquí, sargento? ¿Buscando un criminal?
No —Fred vaciló—. Busco otro trabajo —añadió—, y lo he encontrado,
precisamente aquí.
—¿Trabajo policial?
—No. Voy a entrar en la industria privada. Con la Clinton Research
Associates.
El joven policía le examinó con curiosidad pero no hizo comentarios.
—Un hombre ha de pensar en su futuro —dijo Fred.
—Sí.
—Además, ser policía en estos tiempos no es lo que era antes... ¿Cómo se
llama?
—Jack Sullivan.
—Un auténtico nombre de policía. No, ya no es lo que era, y lo que yo pensé
que debía ser.
Los ojos de Jack Sullivan se estrecharon.
—Alguien ha de ser policía —dijo—. Así es como yo lo pensé. Es lo único que
siempre deseé hacer.
—Yo también —dijo Fred.
Se miraron y luego Jack Sullivan añadió:
—He de seguir con mi ronda.
Empezó a alejarse, tras un brevísimo saludo, pero Fred le siguió y caminó
a su lado. No le había gustado la expresión que tenían aquellos ojos azules e
inteligentes.
—Pero, ¿dónde le lleva este trabajo?
Alguien ha de mantener la ley y el orden —dijo el joven policía mirando
agudamente el rostro súbitamente desgraciado de Fred—. Para eso nacimos al-
gunos de nosotros, pero supongo que usted, sargento, nació para algo más.
"Será cierto", se dijo Fred. Pero era demasiado tarde para pensar en eso
ahora.
—¿Cómo anda el crimen en esta ciudad, Jack?
—Un infierno —repuso éste con elocuente brevedad.
—Así es en todo el país en estos días, ¿verdad? Me pregunto por qué.
Todo el mundo se pregunta lo mismo.
—Perdimos a cuatro de nuestros mejores hombres hace un mes —dijo
Jack, y su joven rostro se oscureció—. Y diez el año pasado. ¿Es que toda la
gente se está volviendo loca? Y ahora todo el mundo hablando de cámaras de
revisión civil.

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Ése será el momento —ahora hablaba con pasión— en que nosotros iremos
a la huelga y dejaremos que los criminales se hagan fuertes durante algún
tiempo a ver si así consiguen meterle algo de sentido común al pueblo.
—Sé lo que quiere decir —dijo Fred deprimido . La "brutalidad de la
policía". Todos esos pobrecitos criminales acusándonos a gritos cuando se les
ha cogido con las manos en la masa. Y luego los asistentes sociales y los que
creen que van haciendo el bien, y los que se dedican a hacerles cariñitos y a
mimarles lo repiten también, y lo mismo los malditos jueces viejos que quieren
ser reelegidos y que tienen el corazón blando, y el cerebro blando también, y
carecen de responsabilidad pública. Nos hemos convertido en una nación de
sentimentales psicópatas sin el menor respeto por la autoridad y la
decencia y sin dignidad. Peor aún, somos una nación de criminales.
—Es cierto —dijo Jack Sullivan, con el rostro repentinamente
endurecido . Supongo que por eso es por lo que usted se sale de ello,
¿verdad, sargento? Para olvidarlo todo, ¿no?
Miró de frente al sargento Fred Carlson y no había expresión alguna en
sus ojos. Vio un hombre alto y joven, delgado, fuerte y duro, con el cutis
claro, ojos castaños, pelo rubio y un aire de resolución, dureza y autoridad.
Jack apretó los labios.
Yo no diría eso —se defendió Fred—. Pero he de pensar en el futuro.
¿Qué futuro hay en el trabajo de un policía?
—Sargento —repuso el agente con una cortesía elaborada que era en sí
misma un insulto—, yo no puedo saberlo. Sólo soy un estúpido policía, de lo
contrario no me pasaría la vida tratando de hacer que se cumpla algo de lo
que todo el mundo se ríe. Sólo un estúpido policía. He de seguir mi ronda.
La despedida era demasiado evidente. Fred Cari-son, sargento, ya no era
importante. Era sólo otro civil que no comprendía la labor de la policía. Quedó
solo en pie, en la acera, observando la espalda muy erguida del policía que se
apartaba rápidamente de él. Finalmente dio media vuelta y caminó
lentamente, con la cabeza inclinada. Se forzó a pensar en su nuevo y brillante
futuro en esta ciudad, la apreciación de todo su trabajo, el salario duplicado,
la seguridad y, ¡maldita sea!, el fin del temor, el fin de su sensación de rabiosa
inutilidad y amarga impotencia, el fin del desprecio.
Connie era hija de un agente. Su padre había sido asesinado sólo hacía
un año en cumplimiento de su misión y a manos de criminales que, después
de capturados, fueron dejados en libertad por un tecnicismo. Ella sabía bien
lo que significaba ser policía. Temía por su marido, aunque ya habían
acabado sus días de patrullero y por eso corría ahora menos peligro. Menos
peligro... pero no mucho. Había tenido muchos malos ratos desde que lo
ascendieron a sargento, algunos incluso peores que cuando había sido un
simple Patrullero. Nunca le había dicho a Connie lo cerca de la muerte que
estuvo sólo hacía un mes. técnicamente habría servido para asustarla. Ella
vivía en constante temor por él. Pero era la hija de un agente y para ella la
labor de la policía era la cosa más importante del mundo. "Como un
centinela —decía— que guarda la ciudad." Connie era muy poética en
ocasiones, pero no había poesía en la labor de la policía, sólo amenaza y

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violencia por parte de los criminales, y suciedad, un trabajo agotador y muy


mala paga, y, siempre, el desprecio y la burla de todos. Eso era lo peor.
—¡Maldita sea, maldita sea! —murmuró Fred en su furia.
Llegó a un cruce de calles con un disco rojo y se detuvo. Pasó un coche
ante él. A los lados llevaba unos cartelones en rojo y blanco: "¡Apoye a la
policía local!" ¡Qué risa! "¡Apoye a la policía local!" Se echó a reír. Un hombre
que estaba a su lado se rió también.
—Vaya chiste, ¿no? —preguntó a Fred.
Éste le miró sombríamente.
—Sí, vaya un chiste —contestó.
Al hombre no le gustó la mirada de sus ojos. Se apresuró a alejarse.
"Otro sólido ciudadano", comentó para sí el sargento Fred Carlson, otro
lector de periódicos escandalosos que siempre estaban chillando sobre la
"brutalidad de la policía". Un hombre que creían lo que decían aquellos
hijos de perra: que los hombres se hacían policías porque eran demasiado
estúpidos o demasiado indolentes para ser cualquier otra cosa, y
además porque eran sádicos por naturaleza. No era de extrañar que tales
"ciudadanos" ya no estuvieran seguros en las calles de sus ciudades; no
era de extrañar que sus hijos fueran amenazados cada hora de cada día y
que los tenderos fueran asesinados a tiros tras los mostradores de
madera de sus establecimientos, que las mujeres se escurrieran en la os-
curidad por temor a ser atacadas y que se robara en las casas a la luz
del día y se violara a las mujeres en sus hogares o apartamentos de los
suburbios. Ya no era de extrañar que el terror invadiera el país y todas
sus ciudades, desafiante y brutal, rojo desangre. El caos reinaba en todas
partes porque los proscritos y los psicópatas ya no eran lo que eran
realmente: criminales. Ahora eran "perturbados mentales", "víctimas de
hogares destrozados" o "individuos privados de cultura y de las ventajas y
privilegios que les correspondían".
"¡Y la gente espera que todo policía, trabajador y valiente, sea un estúpido
asistente social con nociones de psiquiatría y no un guardián de la ley y
protector del pueblo!", pensó Fred con su intensa y antigua amargura.
"¡Maldito sea, maldito sea!"
Sintió de nuevo la familiar desesperación, la frustrada cólera y el ultraje.
"Llorones —pensó—, nos hemos convertido en una nación de llorones,
peligrosos soñadores blandos y lacrimosos que repetimos cualquier imbécil
perogrullada que se les ocurra a los astutos enemigos de la sociedad con vistas
a sus fines definitivos. Nos hemos hecho afeminados y... ¿cómo dicen ellos en
su jerga?, alarmados. Todo es alarmante ahora, desde una amenaza de
guerra o un show de la televisión. ¿Qué clase de gente somos?... Imbéciles.
¡Afeminados imbéciles! ¡Invertidos en más de un sentido!"
Pensó en la última vez, hace un mes, en que asistiera al desayuno tras la
misa de la Sociedad del Santo Nombre de la que era socio. Había visto
antiguos y envejecidos policías retirados allí, hombres viejos a los que nadie
confundiría jamás con viejas. Tenían rostros firmes y resueltos, aquellos
hombres que habían guardado la seguridad pública y habían luchado durante

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más de cincuenta años, y habían exigido y recibido respeto de su pueblo.


Habían sido el terror de los criminales.
—Dime, Tim —había preguntado Fred a uno de ellos durante el
desayuno—, ¿cómo es que ahora la gente ya no respeta a los policías?
—La culpa es de las mujeres —repuso Tim con su rudo acento irlandés—.
Nos ha entrado miedo de las mujeres y de sus grandes bocazas, y de que
metan las narices en la política y en todo. Y hemos dejado que hagan mujeres
de nuestros chicos también. Dios se apiade de nosotros.
Fred hizo la misma pregunta a otro viejo patrullero retirado.
—Bien, te diré, sargento —había contestado el viejo—. Es la decadencia
general en la religión y la moral pública, y ¿a quién podemos echar la culpa?
Durante los pasados cuarenta años yo lo he visto por mí mismo. No digo que
no hubiera gentes malas en los viejos tiempos. ¡Claro que las había! Pero la
gente trabajaba demasiado tiempo y demasiado duro para oír las suaves
mentiras de los embusteros, y tenían mano dura con los chicos, y si era
preciso los arrastraban a la iglesia. Pero ahora mis nietos se ríen de la
religión y siguen su camino. ¿Quién tuvo la culpa? No lo sé, hijo, no lo sé.
Creo que hay demasiadas mujeres en todas partes, deseando demasiadas
cosas para sus críos antes de que lo hayan ganado. Eso los hace débiles y
blandos, sin músculos en sus cuerpos ni en sus almas.
—Bien —dijo Fred con gratitud—, mi Connie les da una paliza a los niños si
no obedecen las normas de casa, y tiene razón. Nada de "democracia" en
nuestra casa, ni que los pequeños tengan "el mismo voto". ¿Qué saben los
críos?
—Nada —contestó el viejo prontamente—. Pero oyendo a las mujeres y a
las maestras uno pensaría que cada vez que un crío abre su estúpida boca
está pronunciando palabras de la Sagrada Escritura en vez de m... Y por eso
los críos se creen los amos del mundo. Te digo, Fred, uno de estos días va a
haber un auténtico estallido... y no será demasiado tarde.
—Les siguen llamando "niños" cuando son lo bastante mayores para estar
casados y tener familias propias —intercaló otro viejo policía—. Por una parte
te dicen que los críos son más maduros estos días, que saben más de lo que
sabíamos nosotros a su edad, y por otra parte les llaman "nenes" y derraman
estúpidas lágrimas cuando alguna putita tiene un bastardo y dice que "no lo
sabía". ¡Qué demonios!, ¿cómo no había de saberlo con todo tan explicado en
los periódicos y revistas, y en los anuncios y en la televisión? Sólo que se
figuran que alguien les sacará del lío en vez de meterlas en la cárcel como
solía hacerse antes cuan do se ha bía n cor r ido una juer ga a sí.
"Todo está permitido ahora", pensó Fred. ¿Qué había escrito Lenin? Quitad
la moral a un pueblo y no tendrá coraje para resistir. Bien, ¡la moral del
pueblo americano se había reducido ya todo lo que era posible! Una
generación adúltera y sin fe. Estaban bien maduras para el duro totalitarismo
y el látigo. E, inevitablemente, eso acabaría por llegar.
Había estado caminando muy deprisa y se detuvo bajo el sol del día
otoñal para secarse el rostro. A su izquierda vio que se alzaba un suave
terraplén de tierra verde, en medio mismo de la ciudad, con árboles de
tonos brillantes, rojo y oro, y macizos cuajados de hermosas flores de otoño.
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Sobre la pequeña colina había un solo edificio blanco, clásico, con tejado
rojo y puertas de bronce que relucían al sol. "Un pequeño y hermoso parque
—pensó Fred—, y muy bien conservado." Vio fuentes y bancos de mármol a
la sombra de los árboles, y ardillas que jugueteaban en la hierba, y niños
que corrían entre los macizos de flores mientras sus madres los observaban
desde la fresca sombra.
¿Una pequeña iglesia, un museo? Fred empezó a caminar lentamente por
uno de los senderos de grava, excitado su interés. Los blancos muros, en la
distancia, brillaban bajo la fuerte luz. Nunca había visto nada tan hermoso
y sereno. Vio a una joven madre sentada bajo un gran roble observando a su
pequeño que daba de comer a una ardilla. La mujer tenía un rostro
hermoso, grandes ojos negros y una mata de pelo negro como la seda que le
caía hasta los hombros. Sonrió a Fred y éste se detuvo llevándose la mano al
sombrero.
—Perdone —dijo—. Soy un forastero en esta ciudad. ¿Qué es ese edificio?
Con una voz clara y dulce ella le contó la historia del edificio y del viejo
John Godfrey, y Fred escuchó con profundo interés.
—El hombre que escucha, ¿eh? —dijo—. ¿Un doctor, un psiquiatra, un
trabajador social, un abogado...?
La muchacha sonrió y su rostro pareció iluminarse.
—¡Oh, no! —dijo—. Eso es lo que cree la gente, pero no es eso.
—Entonces, ¿quién?
Ella quedó repentinamente grave. Estudió a Fred.
—Podría usted descubrirlo por sí mismo —dijo—. Al parecer, nadie se lo
dice a nadie.
—¿Usted le vio alguna vez?
Su voz era muy serena.
—Sí —vaciló—. Verá, hace cuatro años... bien, yo estaba bastante
desesperada. Iba a matarme...
—¿Usted? —la miró incrédulo—. ¿Dejando a su marido y a su hijito?
—No lo teníamos entonces, Tom y yo. Si no hubiera sido por... ese
hombre... de allá arriba, el pequeño Tom no estaría aquí ahora, ni yo
tampoco, y odio pensar en lo que le habría sucedido a mi marido. Y dónde
habría estado yo... Bueno, no quiero pensar en ello —estudió de nuevo a Fred
con mirada escudriñadora—. ¿Por qué no va y habla con él usted mismo? Si es
que tiene problemas...
—No tengo problemas —dijo el reticente sargento de policía—, por lo menos
ninguno que no pueda arreglar por mí mismo
—¡Qué afortunado es usted! —dijo la muchacha.
Sus ojos eran sinceros. Llamó a su pequeño y Fred siguió subiendo hacia el
edificio. ¡Qué afortunado era! Iba a librarse de la maldición que suponía el
desesperante, el decepcionante trabajo de la policía y crearse un futuro para
sí y su familia en un trabajo que sería respetado por todos. Sí, era afortunado
de salirse a tiempo, antes de que fuera demasiado tarde. Sólo era la idea de
vender el primer hogar que realmente había tenido lo que le hacía sentirse
deprimido, y la idea de dejar los lugares familiares, los viejos amigos. Sí, eso era

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todo. En un par de meses sería feliz de nuevo, o al menos estaría contento,


pues ¿quién puede ser feliz en este mundo?
Se detuvo en el amplio y bajo escalón para leer las palabras doradas, en
arco, sobre las puertas de bronce magníficamente trabajadas: EL HOMBRE
QUE ESCUCHA. "Yo podría decirte muchas cosas, hermano", pensó Fred con
tan potente amargura que él mismo se sintió asombrado. "¡Pues claro que sí!
Pero ¿me escucharías tú? ¿O te limitarías a susurrar consuelos, como esos
consejeros neutros, para aplacarme con palabras imbéciles y con tópicos? ¿O
me dirías que yo estaba haciendo exactamente lo mejor... cuando sé que no
es cierto?"
Quedó atónito ante aquella vehemente traición de sus propios
pensamientos. ¡Pues claro que tenía razón! ¿Por qué había pensado por un
segundo que no la tenía? ¿Qué cosa, oculta en su interior, le había
traicionado? Estaba tan turbado que sintió odio por el hombre que
esperaba en aquel santuario blanco, el embustero de palabras suaves que
probablemente carecía de virilidad y sólo tendría la asquerosa y afemina-de
"buena voluntad" que reemplazaba el sentimiento auténticamente cristiano
en estos días. Probablemente acariciaba las mejillas y las manos de los des-
graciados que acudían a él en busca de consejo en su desesperación, y les
lanzaba una jerga psiquiátrica al rostro y les decía que la "sociedad" les
había tratado mal, y que merecían y tenían su "compasión”.
"Compasión, "¡un cuerno!", pensó Fred Carlson. Lo que la gente necesitaba
era auténtica comprensión, la de hombres que les dijeran, como Dios dijo a
Job, que se sujetaran los lomos y fueran hombres y no pseudo hombres
asustados. "¡Hermano!", pensó mirando las puertas de bronce, "¡Apuesta a
que jamás oíste las quejas de un auténtico hombre en tu vida! ¡Me gustaría
decírtelas!" No era un doctor, ni un psiquiatra, ni un asistente social, ni un
abogado, había dicho aquella muchacha. Entonces debía ser un clérigo, uno
de aquellos tan brillantes de la nueva ola, llenos de sofisticación y muy
preocupados por los "problemas modernos, tan complejos" y por "nuestro
deber para con el mundo", ¡y que jamás tenían una palabra sobre los firmes
deberes del hombre para con su Dios y del imperativo de ser un hombre, y no
una mujer con pantalones!
La furia hizo que Fred Carlson empujara bruscamente las puertas, tan
fuertemente que casi fue catapultado a la fresca sala de espera, en
penumbra.
—¡Perdón!
Pero sólo había un viejo allí, en medio de mesas de cristal, lámparas de
agradable y tenue luz, y sillas cómodas. El viejo le sonrió. Tenía un rostro
muy oscuro, marcado por los años, y un casco muy viril de pelo blanco. Su
aspecto y sus ropas le revelaban como un hombre del campo.
—¡Muchacho! ¡Vaya si debes tener problemas —dijo con afectuosa
sonrisa— para entrar corriendo de ese modo!
El sombrero nuevo de Fred le había caído casi sobre la nariz en su prisa.
Se lo echó atrás.
—No —dijo—. No tengo problemas. Soy forastero en esta ciudad.

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—Eso es lo que todos somos, hijo —asintió el viejo . Forasteros en la


ciudad. Siempre lo fuimos, siempre lo seremos. Recuerdo algo que oí una vez...
a mi esposa le gustaba mucho leer, y sobre todo poesía..."Forasteros que se
encuentran en una tierra extraña y a las puertas del infierno." Jamás pensé
mucho en eso hasta hace poco, pero ahora sé lo que significa. Sí, señor; ya
lo creo que lo sé.
Fred se sintió tan interesado por esto que descubrió que ya se estaba
sentando y quitándose el sombrero. El viejo le estudiaba con ojos cansados
pero muy agudos.
—Dijo usted que no tenía problemas. Hijo, si es así, es que no tiene mucho
sentido común, o muchos sentimientos. Cuando alguien me dice que es
"terriblemente feliz" siempre pienso: "O es usted un embustero, o un loco." No
es posible vivir en este mundo y ser feliz después de cumplir los tres años.
—¿Por eso está usted aquí?
—Exactamente. He llegado al fin del camino y no sé qué hacer. Me han
dicho que el hombre de ahí dentro puede darme algún consejo. Nadie más
puede hacerlo.
"Debe tener al menos setenta años —pensó Fred— y ha trabajado
duramente toda su vida, como hicieron mi padre y mi abuelo. Ha trabajado
en la tierra y, por el aspecto de sus manos, todavía sigue trabajando." Tenía
un aire solitario! Probablemente sería viudo también.
—Espero que ese hombre le ayude —dijo Fred cortésmente.
Se oyó una suave campanada y el viejo se puso en pie.
—Eso es para mí —dijo. Se detuvo, mirando agudamente a Fred—. Hijo,
sería mejor que usted también le hablara. Parece como si lo necesitara.
Puedo oler los problemas, lo mismo que huelo la lluvia y la nieve antes de que
vengan.
Se dirigió a la puerta más alejada, agitando la cabeza. Fred se sintió
enojado. Vio como la puerta se cerraba tras el viejo sin sonido. Se arrellanó
en la silla. Era agradable estar allí, tan fresco, un lugar tan bueno como
cualquier otro para descansar antes de volver a su hotel. Cogió de la mesita
una revista de actualidad y empezó a pasar las páginas llenas de fotografías.
Había una en color de cierto famoso evangelista, de rostro fervoroso y excitado,
el pelo blanco flotante al viento y las manos alzadas, dirigiéndose a un
numeroso público. Bajo la fotografía, a doble página, se leían estas palabras:
¡CENTINELA! ¿QUÉ HAY DE LA NOCHE?
Las inquietas manos de Fred se detuvieron. Miró las palabras impresas
que parecían saltar hacia él: ¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
De la Biblia, naturalmente. Las recordaba vagamente de hacía años. En la
antigüedad los centinelas patrullaban por los muros de la ciudad y por sus
puertas, con el farol, durante toda la noche, la espada al cinto y la trompeta
de alarma. Bajo la gran luna plateada o las lejanas estrellas, el centinela
seguía su lenta y resuelta ronda, guardando la ciudad mientras dormía,
buscando con sus ojos a enemigos y criminales, asesinos y ladrones. Ése era
su deber, su sagrado deber. Sin el centinela, la ciudad caería...

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Fred lanzó la revista con furia vengativa al otro lado de la habitación y la


rabia de siempre le dominó de nuevo. ¡Oh, iba a mencionarle todo eso al
santurrón y mentiroso de ahí dentro!
Le preguntaría lo que pensaba de una nación que atacaba a sus centinelas
y se burlaba de ellos y los acusaba de brutalidad. "¿Qué opina de una ciudad
—le diría— que desprecia tanto a sus centinelas que no les paga un salario
con el que puedan vivir y los ataca y se burla de ellos con desprecio?" Y
además, sí, le diría: "¡Bien, pues yo dejo mi puesto, y sólo espero que un
infierno de vándalos los asesine a todos en sus sudorosos lechos y queme sus
casas en torno a ustedes! Eso es lo que merecen. ¡Llévense su asqueroso
puñado de dólares y cómanselo! ¡Que sus cámaras civiles patrullen por la
ciudad y acaricien a cada asesino hijo de perra que encuentren en la
oscuridad! ¡Nosotros, los policías, ya los hemos sufrido bastante! ¡Estamos muy
hartos de todos ellos!"
Cambió de postura y meditó en su rabia e indignación. Luego escuchó el
sonido de la campana. Alzó la vista. La llamada era para él. Se puso en pie de
un salto y fue a la puerta más alejada, bullendo su mente con furiosas
preguntas y furiosas respuestas. Abrió la puerta de un empellón y entró a
paso de carga, lleno de odio y amargura.
No sabía qué había esperado, pero ciertamente no este lugar blanco y azul,
sereno, aquella paz sin ventanas, aquella distante alcoba cubierta por cortinas
azules, y el sillón blanco con su almohadón azul. Había supuesto que
encontraría a un clérigo serio, de mediana edad, ante una mesa, con archivos
a sus espaldas y un cuaderno y una pluma ante él. Había 'esperado un amable
saludo:
—Buenas tardes. ¿Quiere sentarse y decirme qué le preocupa?
Quedó sorprendido y el calor de su mente se calmó un poco. No había allí
nadie más que él mismo. ¿Se había ido el hombre tras el último visitante?
Fred miró en torno viendo los muros suavemente iluminados y oyendo el débil
susurro del acondicionador de aire. Había un aroma de helechos en el aire,
con la fragancia de un profundo bosque.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó tentativamente.
Nadie le contestó. Dejó su abrigo en el sillón y el sombrero en el suelo.
Luego se sentó y contempló las cortinas de terciopelo azul. Era muy extraño,
pero parecían ocultar a alguien que estaba muy cerca, y que estaba
escuchando. Fred se inclinó un poco hacia adelante y dijo con cierta
brusquedad:
—Soy policía.
No hubo respuesta. Fred se rió un poco:
—Un policía que se retira. Me voy. ¿Necesito decirle por qué? Es muy
sencillo. Estoy cansado de sentirme avergonzado de mi trabajo, de tener que
disculparme por él ante un puñado de imbéciles que piensan que los policías
son estúpidos o sádicos y que les gusta disparar y pegar sólo por el gusto de
hacerlo. Bien, ahora ya me han metido en sus propias filas y, cuando vea un
policía en la calle a partir de hoy, pensaré: ¡Pobre estúpido a quien nadie
aprecia! Uno de estos días algún loco te meterá un cuchillo en las costillas o
te volará los sesos. Entonces tu esposa tendrá que dejar a tus hijos y buscar
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un empleo, porque no habrá suficiente dinero para que ella mantenga a la


familia. No habrá justicia para ti tampoco, ni lágrimas públicas.
Los jueces se abrazarán al cuello de tu asesino y sollozarán sobre su "hogar
destrozado" y lo muy "privado" que él se vio, y tu asesino será enviado a una
encantadora cárcel un par de años, o a esa especie de club campestre que es
el hospital psiquiátrico, y todo el mundo estará seguro de que se ha abusado
de él. Tú utilizaste la "brutalidad policíaca", ¿no? ¡Pues claro que sí! Estabas
protegiendo tu ciudad y tu vida. ¡Imbécil!
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
—¿Qué? —exclamó Fred—. ¡Oh, esa estúpida pregunta! Yo se lo diré. Cuando
llegue la noche, y seguro que llegará, las ciudades serán un caos de crímenes y
robos, y todo eso es lo que merecen. ¡Habla de alarmas! Pues yo me alegraré
de verlo, se lo aseguro, me alegraré de verlo. Yo seré el primero en reírme de
los rostros atónitos y asustados. ¿Mujeres y niños asesinados en las calles?
¿Las tiendas robadas? ¿Las iglesias quemadas? ¿Los hombres escurriéndose a
lo largo de las paredes como ratas y llorando? Y ¿a quién le importa?
Su voz, casi violenta, resonaba desde las paredes con ecos desafiantes.
—Usted no lo cree así, ¿eh? Usted cree que los hombres son cada día más
civilizados, ¿no? "¡La perfección del hombre!" ¿Sabe lo que pienso de eso?...
No me importa que sea un clérigo; le vendrá bien oír unas cuantas palabras
brutales de un policía brutal, quizá por primera vez en su vida.
"El único modo en que la mayoría de los hombres pueden mantenerse
disciplinados es mediante el temor a la ley o el temo de Dios...
Se detuvo.
—El temor de Dios —repitió lentamente—. Y ¿dónde está eso ahora, en la
América de hoy, o en cualquier parte del mundo? ¿Qué han hecho algunos cléri-
gos para meter el temor de Dios en la gente? Nada. Ustedes deploran lo que
llaman "fuerza", ya sea la autoridad de los padres, de la ley, o de la divina justi-
cia. Ustedes creen en la persuasión y la educación y la ilustración. Lo mismo
creyeron otros hombres en el pasado, y ellos descubrieron, como descubriremos
nosotros, que ésas son sólo palabras, y además estúpidas. Déjeme que le diga
unas cuantas cosas que he visto por mí mismo en mi propia ciudad. No
pasa un día sin que algún policía no traiga a un gamberro que ha cogido
robando, o matando, o maltratando a alguien. Pero entonces, cuando se lleva
al criminal a juicio, los asistentes sociales entran en tropel con los llorosos
padres y resulta que el policía estaba equivocado y que el criminal fue el
maltratado y que "jamás tuvo una oportunidad en la vida". El juez escucha.
¿Cree usted que se vuelve a los padres del criminal y les dice: ustedes son
los que deberían ser castigados y ejecutaos, pues ustedes hicieron esto a su
hijo y a su país, y ustedes son los auténticos criminales? No, él no dice eso.
También él se seca una lágrima y empieza a hacer agudas preguntas al policía
sin creer prácticamente ninguna de las respuestas del imbécil que arriesgó su
vida para defender la ley y la sociedad. En ocasiones, incluso le recrimina. Y el
criminal queda libre y acaba por cometer otro robo u otro crimen. Y entonces
la gente pregunta: ¿Dónde está nuestra policía? Todo lo que saben hacer es
poner multas de tráfico.

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—Le diré dónde están los policías —prosiguió—. Están haciendo sus rondas
de día y de noche, aunque saben que es inútil. La gente no va a apoyarles. En
realidad la gente es su enemiga.
El centinela, el "pies planos", como le llaman, está sirviendo desesperada-
mente a los mismos hombres y mujeres que se ocupan afanosamente en
destruir su autoridad, en condenarle a él, en liberar a los criminales y
asesinos para que los ataquen de nuevo. ¡Todo en nombre del "amor fraternal"!
¡Por el amor de Dios! No comprenden que millones de personas son, por su
propia naturaleza, como Caín, y deben ser "arrojados", como dice la Biblia,
condenados al ostracismo y no rehabilitados hasta que muestren
arrepentimiento... y yo he sido policía durante años y jamás vi arrepentirse a
un criminal. Lo único que teme el criminal es la firme justicia.
"El temor de Dios... ha sido reemplazado por lo que ellos llaman "amor".
Hay que amar a todo criminal, a todas las víboras que uno se encuentre. Y
preguntan muy serios y abriendo mucho los ojos: ¿Soy yo el guardián de mi
hermano? No saben, o han olvidado, que fue Caín, el asesino, el que hizo esa
pregunta. Y cuando Caín la hizo, Dios no dijo: ¡Seguro que tú eres el guardián
de tu hermano! Sólo dijo: La sangre de tu hermano grita desde la tierra contra
ti. Y por eso Caín quedó marcado y exiliado, y se convirtió en el padre de
todos los criminales que han vivido en el mundo desde aquel día. Pero ahora
no los marcamos y enviamos al exilio. Ahora les damos "amor", y ellos
vuelven una y otra vez a los mismos tribunales, y son abrazados por los mismos
asistentes sociales... y salen libres para hacer la misma tarea una y otra vez.
"He observado, y todos los demás policías lo han observado también, que la
mayoría de los crímenes son cometidos por criminales puestos en libertad
una y otra vez. Miramos el tipo de trabajo y casi siempre podemos nombrar al
tipo que lo hizo. Pero si le cogemos de nuevo nos enfrentamos con toda clase de
absurdas restricciones dictaminadas por los tribunales. Ahora los jueces casi
nunca aceptan las confesiones de culpabilidad. Creen que todas las
confesiones son "forzadas" y falsas, y que fueron obtenidas bajo la "brutalidad
de la policía". Incluso cuando el criminal mira al juez al rostro y le dice la
verdad, el juez le sonríe compasivamente. Es difícil conseguir un jurado
decente y que se respete para que dé en estos días un veredicto adecuado.
Todos han sido corrompidos por ese "amor" sin Dios del que se oye y se lee en
todas partes.
—El amor de Dios es el principio de la sabiduría.
—¡Es cierto! —exclamó Fred. Entonces se detuvo.
¿Había oído esas palabras del hombre tras la cortina o sólo había pensado
en ellas? Una débil confusión oscureció su mente. En tan silencioso lugar,
los pensamientos de un hombre parecían ser externos a él, y no internos—.
De todas formas es cierto —dijo—, tanto si oí decírselo a usted como si
sólo lo pensé.
“¿Quiere que le diga una cosa? Todo ese amor de que tanto se oye hablar
en estos días es sucio. Eso es lo que es: sucio. Uno mira a la gente que lo
vocea y tiene la sensación de suciedad moral y espiritual, no natural,
indecente. Como... bien, como el "amor" entre homosexuales y otros
pervertidos. Tal vez sea “amor” ¡Pero yo no lo llamo así! Y tampoco llamo
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amor auténtico a eso tan dañino para el ambiente y espíritu nacional. Es


repulsivo, nauseabundo. No es de hombres. Es peligroso.
Hemos de tener piedad del desgraciado, sí, del auténticamente desgraciado,
como el enfermo, el inválido, el minusválido, el viejo y los que son víctimas
auténticas de sus maravillosos compatriotas. Pero no de los criminales, los
desarraigados, los pervertidos, los ladrones por hábito. No, no de ésos, los
verdaderos enemigos de la sociedad. Ellos eligieron ser lo que son. Yo me
eduqué hasta ser lo que soy en un barrio muy malo. Mi padre era un obrero.
No recuerdo haber comido bien durante la mayor parte de mi infancia.
"Pero ¡seguro como que hay infierno que yo tenía miedo del viejo! Él era el
jefe de la familia. Nos enviaba al colegio y a misa, y ¡que Dios tuviera piedad de
nosotros si faltábamos a la escuela o al catecismo! Nos enseñaba a ser limpios,
mental y físicamente, aunque tuviéramos que dormir los cuatro niños
amontonados en un pequeño dormitorio oscuro. Un paso fuera de la fila y lo
sentíamos durante días.
"Ninguno de nosotros llegó a ser criminal, aunque fuéramos lo que llaman
hoy en día "privados de ventajas". Mi hermano es abogado. Mis dos hermanas
se casaron con hombres buenos y temerosos de Dios. Y todos tuvimos interés
en ir a la escuela superior y a la universidad, trabajando en vacaciones,
durante la noche y en los fines de semana para pagarnos los estudios. Nadie
pagó por nosotros, y nos sentimos orgullosos de ello.
"Pero en la casa de al lado vivía otra familia de seis personas. El padre
trabajaba con el mío. Pero ¡qué diferencia! Los niños se criaron en la calle.
Fueron expulsados de la escuela una y otra vez. Eran delincuentes antes de los
trece años. Jamás iban a la iglesia. Terminaron siendo unos ladrones, uno de
ellos asesino además, y el otro condenado por molestar a las niñas. Su padre
jamás les dio una paliza, jamás les enseñó disciplina. Hablaba a mi padre de
"amar a los hijos” pero ¡si alguna vez un hombre odió a sus hijos ese fue él!
¿Cómo lo sé? Los informes de la policía lo demuestran. Aquel hombre les dejó
hacer cuanto querían les dio todo lo que pudo sin pedir nada a cambio, V
jamás les explicó lo que significaba ser un buen ciudadano y un buen
americano. No tenían otro deber que satisfacerse a sí mismos a expensas de la
sociedad. Si eso no es odio, me gustaría saber lo que es.
"Uno de ellos mató a un policía. E intentó matarme a mí.
Tembló con el recuerdo de aquella noche, sólo hacía un mes. Continuó:
—Recibimos el aviso de que estaba asaltando una joyería. Era un robo más
de toda una serie. Fui allí con cuatro de mis hombres. Acorralamos a tres
ladrones, pero no antes de que uno de ellos nos disparara, matara a uno de
mis mejores muchachos y casi me diera a mí. Pronto los llevarán a juicio. Pero
el blando del juez ya les ha designado a uno de los grandes abogados de la
ciudad. Si los condenan a cinco años a cada uno, incluido el asesino, me
sorprenderá mucho. Pues el criminal ha dicho ya que la confesión le fue
"arrancada mediante la brutalidad de la policía". ¡Y le cogimos con la pistola
humeante en la mano! Yo conozco a ese abogado. Presume de que siempre
consigue la libertad para sus clientes. Y esta vez también lo conseguirá. Los
asistentes sociales están ocupándose de ello. Han reunido informes completos

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sobre los criminales, en los que consta que se vieron "privados de cultura y de
privilegios", y todas esas palabras estúpidas, nauseabundas y sucias.
Golpeó el brazo del sillón con el puño.
¡Y cuando esos criminales vuelvan a cometer los mismos crímenes la
gente escribirá a los periódicos y preguntará dónde estaba la policía!
El hombre tras la cortina no habló, pero Fred seguía.
—Toda mi vida deseé ser policía. Mi padre sentía gran respeto por la
policía y nos enseñó ese respeto también. Dijo que él mismo había querido
ser policía. Para él no había mejor ocupación que ser el guardián de la
ciudad, de la paz y seguridad de la ciudad. ¡Vaya, era la cosa más importante
del mundo para él! Y lo fue para mí. Me iba a pasear con los policías, jóvenes
y viejos, que hacían su ronda, y hablaba durante horas con ellos. Entonces
se sentían orgullosos de ser policías. La gente los admiraba y respetaba. A una
madre le bastaba con decir: La próxima vez que hable con Mr. Mullaney le
hablaré de ti; y el pequeño se portaba bien. El policía era la autoridad legal,
después de Dios, y debía ser obedecido y honrado. También el sacerdote nos
lo decía.
"Pero nadie lo dice ahora. Los niños se burlan de la policía, insultan a
los agentes, bailan fuera de su alcance. Son los "pies planos". Son los
miembros despreciados de la sociedad.
"Así que sé que es inútil. Y me voy. Dejo el trabajo de la policía. Quiero
vivir un poco antes de la inevitable decadencia de mi país. Me largo.
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
Fred asintió sombríamente:
—Sí, ¿qué hay? Todos los centinelas serán asesinados o desarmados, o
humillados. No quiero ser uno de ellos. No me diga, como me dijo el jefe la
semana pasada, que la policía local es la única defensa que tiene el pueblo,
no sólo contra los criminales, sino contra los mismos tiranos. Sé que tiene
razón. Pero estoy harto de la burla y el desprecio. Estoy harto de la paga
miserable por arriesgar mi vida y tratar de mantener la ley y el orden
contra toda la estúpida voluntad del pueblo, que prefiere el caos y la
tiranía. Pues que lo disfrute, digo yo ahora. Mientras tanto quiero vivir un
poco, respetado, razonablemente seguro de que no me asesinarán
¿Qué hay de la noche?
—Bien, ¿qué hay? Que ya llega la noche, de eso podemos estar
condenadamente seguros. Y yo dejo los muros y las puertas de la ciudad, y mi
farol solitario, v mis armas y mi trompeta. Que algún otro pobre imbécil lo
recoja, si quiere, y que le maten mientras cumple con su deber.
De pronto vio el rostro del joven patrullero Jack Sullivan, y la mirada
peculiar de sus ojos: "Yo no soy más que un estúpido policía." Y luego se había
alejado de él.
—Un estúpido policía —murmuró Fred Carlson—. Un centinela en la noche.
Miró la cortina de nuevo.
—¿Adonde iremos para estar seguros? —preguntó—. Pronto no habrá
seguridad en el mundo para nadie.
—¡Centinela...!

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—¡No me llame eso! —gritó furioso—. ¡He terminado con ello, se lo aseguro!
Ya no soy su centinela.
Se puso en pie de un salto y se enfrentó con la silenciosa cortina con rabia
creciente.
—Usted no dice nada, ¿verdad? Usted es uno de ellos, ¿no? Llorando por
todos los criminales, ladrones y desplazados, lleno de amor por ellos.., ¿Qué le
importan las personas decentes, los niños pequeños, las mujeres indefensas,
los ciudadanos trabajadores? Dígame, ¿qué le importa?
Vio un botón junto a la cortina y lo golpeó con el puño, maldiciendo entre
dientes.
Las cortinas se corrieron silenciosamente y, a la luz que inundaba la
alcoba, vio al hombre que le había escuchado en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró retirándose.
Se sentó y se cubrió los ojos con las manos. Sintió la luz que rodeaba al
hombre. Sintió su silencioso reproche, y escuchó sus preguntas. Comprendió
después que había estado sentado mucho tiempo en el sillón, los ojos ocultos
y un débil temblor recorriendo todos sus nervios.
Al fin dejó caer las manos y él y el hombre se contemplaron en intenso
silencio.
Sé lo que realmente estás diciendo dijo el policía—. Me recuerdas que
tú jamás dejaste los muros y las puertas de la ciudad, y que nunca los
dejarás. Tú no entregarás a los hombres a sus tiranos y asesinos, dejándoles
sin esperanza. Tú patrullarás constantemente con tu luz, y nunca dormirás.
Tú harás sonar la alarma. Siempre estás haciendo sonar la alarma, ¿no?
"Supongo que no importa que en estos días las personas se rían de ti
también, y se burlen de tus centinelas en la noche. Tú sabes como yo que la
noche se acerca para todos nosotros. Y que alguien ha de estar vigilando para
guardar al pueblo...
"Alguien. Supongo que eso significa que también yo, ¿no es cierto?
Agitó la cabeza.
—Ahora recuerdo algo... Cuando dieron a elegir entre un criminal y tú, el
pueblo eligió al criminal. Siempre lo hacen, eso nunca falla. Pero tú se lo
perdonaste. Has estado vigilando a través de toda la noche, y estarás a
nuestro alcance cuando la noche llegue.
Fred Carlson se puso en pie y se acercó al hombre lentamente. Se arrodilló
ante él, se santiguó e inclinó la cabeza.
—Centinela —dijo—, no vas a estar solo. Yo voy a estar acompañándote,
seguro que sí. Patrullando en los muros y las puertas de la ciudad.

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ALMA SEGUNDA

EL SADUCEO

«Poderosa fortaleza es Nuestro Dios.»

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ALMA SEGUNDA

—¿Es eso todo lo que puede decirme? —preguntó aquella mujer desolada.
"Y ¿qué es lo que quiere que le diga? —se preguntó el hombre a sí
mismo—. ¿Quiere un canto anticuado y sentimental en el que no creo, y que
resulta absurdo en estos días ilustrados y sofisticados? Yo no soy un párroco,
mi querida señora, lleno de consoladores tópicos y suaves aforismos. Soy un
profesor, un líder, un guía para mi congregación. ¿Acaso espera que la
tranquilice con alguna historia evangélica, o que invoque a algún dios tribal?
Los católicos no son los únicos que han ido a buscar el "aggionarmento".
Nosotros lo hemos estado procurando desde Lutero. La religión es ahora
intelectual y apela a los intelectuales y a la razón moderna.
El doctor Edwin Pfeiffer miró desde lo alto del último piso del lujoso
edificio de apartamentos y vio el suave cimbrearse de los árboles bajo el
viento primaveral. ¡Aquel maldito "santuario" allá abajo! Podía ver el tejado
rojo del edificio, blanco y alargado entre la masa de follaje y flores,
encantadores tulipanes rojos y macizos de dorada forsitia, y aquellos grupos
de lilas y capullos de jeringuilla. Recordó un antiguo y estúpido himno de su
infancia, en la iglesia donde su padre era ministro. ¡La religión de la
antigüedad! Vio a los fieles de su padre, hombres y mujeres sencillos, que
cantaban fervorosamente y de corazón, los hombres con sus ropas de domingo,
las mujeres con vestidos baratos de algodón, sombrerito y guantes. Amaban los
himnos algo tontos, apasionados y antiguos que apelaban a las emociones y no
a la mente, pero después de todo, eran personas emocionales que creían con
sencillez y aceptaban las cosas con sencillez y tenían un ¿total? temor del
diablo y de todas sus obras. El doctor Pfeiffer suspiró y sonrió. Sí, ellos
aceptaban todas las cosas, incluso su vida tan dura, con mansedumbre. Pero
sus hijos e hijas, gracias a Dios, creían en la perfección de la naturaleza del
hombre, y en una sociedad en transformación para adaptarse a las nuevas
necesidades y exigencias, con objeto de satisfacer el legítimo deseo del hombre
moderno de confort, satisfacción y algunos de los goces del mundo material
"¡Aquellas pobres personas que nada pedían, de los tiempos de su padre! No
tenían mucho en cuanto a placer y satisfacción mundanos, a excepción de su
religión que, aunque les enseñaba antiguos valores religiosos, también les
mantenía demasiado industriosos y demasiado dóciles ante las injusticias
sociales. I
De pronto le pareció ver sus rostros serenos, amables, fuertes y llenos de
paz. Una repentina inquietud le dominó. Se rascó la barbilla
pensativamente. ¿Por qué no veía rostros semejantes en su propia iglesia, en

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estos tiempos? ¿Por qué no los veía desde hacía años? Bien, los hombres
ahora eran más conscientes, más exigentes. ¿No era mejor así?
—¿Nada en absoluto? —insistió la mujer, sentada tras él en el largo sofá
de su elegante sala de estar.
Pero el doctor Pfeiffer no la oyó. La ética, la razón, la conducta civilizada.
Eso es lo que nosotros enseñamos ahora, y no el sentimentalismo ilógico de
del pasado. El hombre que avanza mental y espiritualmente hacia un estado
de supravirilidad, bajo la guía del maestro, un evolucionado supracristo.
Chardin. A él realmente le gustaba Chardin. Ahí había habido un sacerdote, un
auténtico místico, con una visión dé. mundo completo aquí en la tierra. Un
intelectual. Pero todos sus antiguos compañeros de sacerdocio estuvieron
firmemente en su contra, y la jerarquía no permitió que se publicaran sus
libros durante su vida. ¡Qué prejuicios, en verdad! ¡Y en esta época moderna!
¡Estatuas de yeso y corazones sangrantes! ¿No se daban cuenta de que...?
Oyó un débil sonido a sus espaldas y se volvió, absorto aún en sus
pensamientos. Habló con auténtica preocupación, sin advertir cuan
impotentes sonaban sus palabras:
—Mi querida Susan...
—No tiene nada que decirme —dijo ella, con el rostro escondido entre sus
manos—. Sólo palabras sin consuelo ni ayuda.
Quedó aterrado. Había hablado con ella más de una hora, como una
persona razonable e inteligente a otra, tratando de inspirarle fortaleza y
valor. La mujer se había limitado a mirarle con un ansia desesperada. ¿Qué es
lo que quería? En nombre de Dios, ¿qué quería? Hacía más de quince años que
conocía y trataba a Susan Goodwin y a su difunto marido Frederick. Era
miembro de su congregación (uno no hablaba de "parroquias" en estos
tiempos, como si fuera un vulgar pastor a cargo de una masa de cerriles
ovejas). Ella siempre le había parecido la auténtica representación de la mujer
moderna, controlada, cortés, educada, segura de sí misma, intelectual.
Conocía toda la historia del matrimonio Goodwin. Habían sido jóvenes
inteligentes y educados, aunque horriblemente pobres. Pero, hacía unos doce
años, Frederick había heredado de repente lo que incluso en estos tiempos
podía considerarse una fortuna de un pariente que apenas conocían. Dos años
después, a la edad de treinta y cuatro y treinta y dos años, respectivamente,
habían tenido su primer y único hijo tras una unión de diez años. ¿Cuántos
años tendría el chico ahora? Diez, naturalmente. Todavía no estaba
confirmado. Él había bautizado personalmente al niño, Charles Frederick
Goodwin. Un magnífico muchacho. Una pena lo del padre, que había muerto de
un ataque al corazón cinco años después. Ahora Susan sólo tenía al niño, al
que vivía consagrada. No era probable que se casara de nuevo. La muerte de
su esposo la había dejado muy alterada. Y a los cuarenta y dos años, aun
cuando se volviera a casar, no era probable que tuviese más hijos. Una
desgracia, una desgracia. Pero, después de todo, hay que tener coraje y fuerza
de carácter y no caer en el sentimentalismo llevado por la absoluta
desesperación, y no exigir jamás de un consejero espiritual lo que éste no
puede dar con toda honradez... pero ¿qué quería ella?

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—Sólo diez años —dijo Susan, tras sus manos apretadas contra el rostro,
contra los ojos—. Y ahora debe morir. Si no mañana mismo, como mucho
dentro de un año.
—No debemos abandonar toda esperanza —dijo el doctor Pfeiffer mirando
furtivamente su hermoso reloj—. Ya sabe que ahora están avanzando y
haciendo progresos en lo referente a la leucemia. Consiguen que los niños vivan
mucho más tiempo del que era posible hace años. Y tal vez en cualquier
momento se descubra el remedio efectivo. Siempre hay esperanza...
Pero Susan le cortó:
—Ha tenido tres transfusiones esta semana. Quizá ni vuelva a casa del
hospital.
Dejó caer las manos. Su rostro, un rostro generalmente compuesto y
sonriente, estaba dominado por el dolor y el sufrimiento, de modo que parecía
mucho mayor que su edad real. Su cabello castaño claro estaba desordenado,
como si se lo hubiera revuelto repetidamente con dedos nerviosos; su cuerpo
esbelto había adoptado un aire de decaimiento desde que diagnosticaron la
enfermedad del niño, hacía un mes. Pero sus ojos —y en cierto modo esto
animó al ministro— no tenían huellas de lágrimas. Detestaba las lágrimas in-
controladas ante el destino, ante los hechos inexorables. Eso quedaba para las
campesinas, para las mujeres poco civilizadas.
Fue junto a ella y se sentó a su lado gravemente. Un hombre alto y
erguido, con un magnífico traje secular, un rostro inteligente y alerta, agudos
ojos oscuros y pelo oscuro y ondulado. No se sentía demasiado ofendido
cuando oía decir a ciertos jóvenes irreverentes que parecía una estrella de cine.
Se sentía orgulloso de su voz sonora y de su buena presencia. Insistió:
—Susan, hay que enfrentarse a las cosas con valor, ya sabe. Hay algunas
cosas que no pueden... evitarse aunque lo queramos, por muy deseable que
ello sea. Fortaleza. Resignación...
—¿Resignación ante la muerte absurda e inútil de mi hijo? —sus ojos
azules le miraron ahora ardientes, con total angustia—. ¿Por qué tiene que
morir? ¿Por qué? ¿Por qué?
-—No lo sé —dijo el doctor Pfeiffer con genuina preocupación—. Son cosas
que suceden constantemente, irrazonables, inexplicables. Sólo podemos enfren-
tarnos a ellas como seres humanos, con valor, sin dejarnos dominar en ningún
momento por una desesperación irracional. Eso no es digno de la
humanidad. No pasa una hora sin que alguien grite... ¿por qué? ¿por qué?
Nosotros...
—Sí, ¿por qué? —insistió Susan.
—No lo sé —repitió, sintiendo aquella turbadora inquietud de nuevo, y
cierto resentimiento ante su insistencia infantil—. Pero uno debe ser realista.
—No lo sabe —dijo Susan, y sus ojos azules le miraban con amargura—. ¡Y
usted se dice ministro!
Se sintió ofendido, pero también lleno de piedad. Por primera vez deseó que
toda aquella jerga viniera a su mente y pudiera decirle con honradez: "Todo
obedece a la misteriosa voluntad de Dios. Sus caminos no son nuestros
caminos, y algún día lo entenderemos; si no aquí, más allá de la tumba.” Pero

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era un hombre honrado. Realmente no sabía más que los otros lo que había
más allá de la tumba, si es que había algo. La resurrección de Cristo,
naturalmente, era sólo simbólica. El espíritu de Cristo, naturalmente, había
sobrevivido a su muerte, y había persistido a través de los siglos y, era de
esperar, persistiría siempre. Lo mismo que el espíritu del hombre, el espíritu
razonable, civilizado, ilustrado, sobreviviría a través de sus hijos en todas las
generaciones futuras. Uno buscaba la inmortalidad a través de sus propios
hijos.
Mientras tanto, antes de la muerte, vivía una vida ordenada y razona-
blemente disciplinada con ciertos placeres legítimos, gozando en la simple
existencia y haciendo el menor daño posible a los demás. Era la herencia del
hombre lo que sobrevivía, la herencia de un ser histórico, su influencia en el
presente. ¿Qué más podía desear o pedir un ser intelectual?
Todo lo demás eran conjeturas, y en esta época científica ya no se vivía de
conjeturas.
No era la primera vez que viera desesperación y angustia en un rostro
humano. Siempre había ofrecido las mismas palabras de consuelo: valor,
fortaleza. El tiempo sana todas las heridas. La vida sigue. Día a día disminuirá
ese tormento, créanme. Es preciso seguir viviendo y soportando el dolor. Hay
que levantarse de nuevo, alzarse del lugar donde la angustia nos ha hecho
caer. Eso es lo que se espera del hombre. Y el futuro encierra para todos
nuevos consuelos, nuevos placeres... Esperen y verán.
Algunos, por supuesto, eran criaturas poco razonables. Dos hombres y una
mujer se habían suicidado el año anterior, todos de su congregación. No
habían tenido paciencia para esperar el efecto curativo del tiempo, de una vida
nueva. Nunca les había perdonado por ser tan emocionales y por haber
turbado así su existencia ordenada y su misma razón. Pero, naturalmente, los
pobres habían estado psicológicamente enfermos; por tanto, era preciso
compadecerlos. ¡Si hubieran aceptado su consejo y acudido en busca de
terapia a un psiquiatra, el cual les hubiera explicado que aquella angustia
terrible tenía sus raíces en alguna frustración de su infancia y que ellos debían
comprenderse a sí mismos y sus conflictos interiores para poder seguir adelante
con serenidad! Pero no habían aceptado su consejo en su enfermiza angustia,
en su auténtica locura. Se habían limitado a suicidarse. Triste. Un poco
molesto también, pero triste sin embargo. Confiaba en que Susan Goodwin no
fuera de esa clase. No, ella era una señora muy sensata.
Se aclaró la garganta:
—¿Puedo sugerirle algo, Susan? Usted conoce al doctor Snowberry, el
psiquiatra. Acuda a él en seguida. Yo le arreglaré una cita si quiere, es
miembro de mi congregación. Él le explicará que su... tristeza e incapacidad de
aceptación están arraigados en sus frustraciones anteriores, en la época en que
usted y Frederick eran muy pobres. O que, por el hecho de haber carecido de
muchos privilegios, usted se siente profundamente rebelde contra las
circunstancias y no quiere aceptarlas. Él...
—¿Un psiquiatra, cuando mi hijo se está muriendo? —la voz de Susan fue
casi un grito.

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—Lo sé, lo sé. Le parece muy duro, ¿verdad? Pero créame, Susan, yo sé de
lo que estoy hablando. La experiencia, ya sabe. Usted es todavía una mujer
joven y...
Ella le miró; sus ojos eran como hielo azul.
—Por favor, váyase, doctor Pfeiffer —dijo. Se estrujó las manos. Seguía sin
llorar—. Por favor, váyase.
Ahora sintió él cierta cólera. ¿Qué quería ella? Todo lo que le había dicho
durante una hora había sido recibido con hostilidad, con un desprecio deses-
perante... irrazonable en verdad.
Era como aquellas simples mujeres de la parroquia, no, de la congregación
de su padre. Deseaban respuestas sensibles para cosas que no tenían
respuesta. ¿No era así? Se puso en pie secamente.
—Visitaré a Charles en el hospital mañana, Susan.
—¡No! ¡No quiero que vaya! ¡Tampoco a él puede decirle más de lo que me
ha dicho a mí! ¿O es que va a decirle al pobre niño, doctor Pfeiffer, que sea va-
liente? ¿Que se enfrente con los hechos y acepte las cosas de modo civilizado?
¿También a él le dará una piedra en vez de pan?
¡Cómo se contagiaban los tópicos incluso entre personas modernas! En su
angustia no querían respuestas realistas, no querían que se les hablara valor.
Deseaban ser consolados...De nuevo aquella dolorosa inquietud y un renovado
resentimiento, dominaron al ministro. Hablaría de esto en su próximo
sermón. Sus sermones dominicales siempre se publicaban el lunes en el
periódico más importante de la ciudad, y eran muy admirados por su estilo,
su contenido intelectual y su serena comprensión. Algunos aparecían a
veces también en periódicos de otras ciudades.
—Es usted un fraude —dijo ahora Susan Goodwin—. Usted es un falso
pastor.
—¿Porque no quiero mentirle? ¡Susan!
Ella no volvió a hablarle. En realidad dejó la habitación. Inmediatamente
entró la doncella con su abrigo y sombrero. Se sintió muy ofendido. Lo
habían despedido como a un vendedor inoportuno. Salió de la casa al alegre y
brillante aire primaveral. Un hermoso día. Inspiró profundamente. ¿Por qué
a los hombres les resultaba imposible en ocasiones disfrutar del presente, de
lo que tenían a su alcance, de todo lo que un hombre poseía? Porque el
hombre siempre buscaba... ¿qué buscaba el hombre ansiosamente cuando la
calamidad le azotaba? Superstición. Mentiras. A la mayoría de los hombres
les resultaba imposible aceptar lo simbólico. Muy primitivo. La vida tenía
tantos encantos, tantos placeres inocentes, tantos medios de satisfacción, en
el trabajo y en la vida sencilla... Sin embargo, aun después de la Ilustración,
muchos corrían todavía esforzadamente tras nebulosas locuras, insus-
tanciales y míticas. "Yo no soy un médico brujo", se dijo el doctor Edwin
Pfeiffer, disfrutando del sol y del ambiente cálido y el aroma de la tierra que
parecía despertar. “Yo no tengo encantamiento, ni incienso. Mi deber como
ministro es predicar la disciplina, la virtud y el sentido común a mi
congregación, y la fortaleza. Todo lo demás se deja a..." Miró el gran arco
azul sobre el escándalo ensordecedor de la ciudad. ¿A qué? Por supuesto,
estaba lo desconocido, lo eternamente desconocido para el hombre.
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Naturalmente estaban las parábolas de Jesús, destinadas a un pueblo


sencillo, en una época sencilla. Pero todo era simbólico. La doctrina estaba
bien para la Edad Media, pero no para estos días. Por supuesto, algunos
ministros hablaban de autoridad divina, y de tradición. ¡La autoridad divina
tenía cierto valor en una época atávica, Pero no en estos tiempos! ¡No en los
días de la Ilustración! Las Escrituras no eran superstición, naturalmente.
Pero sólo eran directrices para una conducta civilizada. En las peores
circunstancias, mitos poéticos. El hado del hombre estaba en el presente; su
destino estaba en sus hijos.
La reforma protestante, en su auténtica esencia era eso, protesta contra
el oscurantismo y el sobrenaturalismo absurdo, protesta contra los mitos
de la noche y afirmación de la intensa luz del día de la razón. Protesta
contra las injusticias sociales. Los católicos hablaban de la gracia, pero
¿qué era la gracia, a no ser la conciencia de los deberes diarios, la
responsabilidad para con los demás y la obediencia a la autoridad civil? ¿Y la
necesidad de ser un auténtico hombre?
Hacía un día tan encantador que el doctor Pfeiffer no fue en seguida al
aparcamiento del lujoso bloque de apartamentos. Decidió pasear un poco.
Aún se sentía resentido contra Susan Goodwin. ¿Qué quería ella? Su iglesia
estaba dispuesta a dárselo todo, su hermosa iglesia moderna con la simbólica
Cruz muy elevada sobre la esbelta aguja. La cruz de la vida. Había que llevarla
con fortaleza, aceptando la existencia humana. Dejarla caer y llorar era
indigno del hombre. ¿Y no era acaso un hombre elevado y completo el animal
racional? "La belleza es todo lo que conocemos", se dijo el doctor Pfeiffer, y en
cierto modo —en cierto modo peculiar— se sintió consolado. Todo lo que cono-
cemos y todo lo que necesitamos conocer. Keats, sí. Resultaba consolador en
cierto modo saber que no podemos saber... Si existiera el imperativo de saber,
¡qué vida tan horrible sería ésta, qué turbadora e inquietante! Al hombre no
le quedaría tiempo para realizar su deber en este mundo; estaría demasiado
involucrado en abstracciones, deseos vehementes, controversias. Ya no sería el
protagonista de este mundo. Estaría atrapado en el caótico mundo
sobrenatural, una especie de espiritista. Locura. Falta de realidad.
¿Por qué había reaccionado Susan Goodwin de un modo tan hostil cuando le
mencionara al doctor Snowberry? Una mujer enferma. Una mujer triste y des-
graciada también. Llena de hostilidades. Aberraciones. Era lamentable lo del
pequeño Charles, por supuesto. Sólo tenía diez años, y era su único hijo.
Pero esas cosas sucedían. Verdaderamente era algo absurdo el que Susan le
hubiera dicho ya a su hijo que iba a morir pronto. Cruel, cruel. Podía haberle
evitado ese dolor. Debía haberle dicho alegremente que pronto volvería a casa y
estaría bien. Hubiera sido una mentira compasiva. Las mentiras también
tenían su lugar en esta vida.
Mentiras. Mentiras.
"Yo sólo le dije la verdad", se convenció el doctor Pfeiffer. "¿Por qué se
niegan los hombres a aceptar la verdad? ¡Qué absurdo!" Pensó en Poncio
Pilato y en su cínica observación: "¿Qué es la verdad?
El pensamiento le resulto tan molesto que se detuvo y meditó. Vio grava
ante él, un sendero de grava. Sin querer alzó los ojos. Estaba en un sendero
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que llevaba al maldito santuario. Aquello era un escándalo. Adhesión a la


interpretación literal de la Biblia. Un clérigo, en aquel lugar, predicando la
religión de los tiempos antiguos a los desgraciados, sin fe, que acudían
corriendo a él en su desesperación. Él mismo había firmado una petición
para que el santuario fuera entregado a la ciudad, para los niños, o para una
escuela. Un escándalo, en estos tiempos, en esta época. ¿Quién sería el clérigo
que se escondía tras las cortinas azules? Un gemidor. Una vergüenza. Un
charlatán, un embustero.
"¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
“Bien se dijo el doctor Pfeiffer , ¡yo no me lavaré las manos! ¡Ya es hora
de que ese charlatán sea denunciado y avergonzado ante todos! Estoy harto de
él, y de todo lo que se ha escrito sobre él. ¡Sobrenaturalismo! ¡Milagros! Absurdo.
Refugio de las personas como Susan Goodwin, los que no quieren enfrentarse
con la realidad, cuando la realidad es todo lo que existe.” Imaginó el rostro de su
padre, aquel rostro sencillo, y sintió un estallido de pura rabia. Luego quedó
atónito ante aquella rabia. Nunca se había creído tan vulnerable ante pasadas
indignidades, pasadas simplicidades, pasadas aceptaciones jamás discutidas. Y
la fe. Oyó la voz de su padre: "¡Poderosa Fortaleza es nuestro Dios!" Nunca le
había gustado su padre en realidad. Un hombre sin cultura. "Nuestro Señor —
le había oído decir en una ocasión— nunca se graduó en las mejores
universidades. Él sólo sabía decir la verdad." Pero ¿qué podía esperarse de un
ministro que había entrado en el seminario sin más educación que la de la
escuela elemental?
Siguió lenta pero decididamente por el sendero de grava. Vio la fuente y las
grutas, y la gran extensión verde de los cuadros de césped, y las masas de
árboles. "Hermoso, hermoso", pensó, aunque a disgusto. Pero ¿por qué no
utilizarlo como un parque público, para los jubilados por ejemplo, que
podrían sentarse en aquellos bancos de mármol y... esperar? ¿Esperar qué, al
fin de su vida? Bueno, de todas formas podían mirar las flores, ¿no?, y sentirse
felices por haber transmitido todos sus conocimientos a sus hijos y nietos. Era
un lugar pacífico. De pronto pensó: "¡Yo sólo tengo cincuenta años! No soy viejo,
no tengo por qué pensar en estas cosas". Se detuvo, asombrado ante la débil
náusea que sentía. Buscó su cajita de tabletas para la digestión. Digestión
ácida. Se puso una tableta en la lengua y la dejó disolverse. Se preguntó si no
tendría una úlcera, después de todo. Sonrió un poco. La mayor parte de su
congregación padecía de úlcera en estos tiempos. La tensión de la vida
moderna, por supuesto. La prisa, el apresuramiento, las constantes exigencias
actuales... tanto quehacer.
¿Hacer, qué?, preguntó la nueva e incorregible voz en su mente. ¿Qué hace el
hombre moderno, ni la mitad de bien que lo hicieron sus padres y abuelos?
¿Qué ofrece a sus congéneres? Ahora dispone de interminables ratos de ocio,
pero... ¿qué da de sí mismo? ¿Actividades comunitarias? ¿Y qué son éstas?
Sus padres dieron trabajo, amistad, amabilidad —amabilidad personal,
responsabilidad personal— y auténtica hermandad de hombre a hombre. ¿Qué
dan en esta época tus gentes de sí mismos, de auténtico amor? Firman
cheques, hablan de política, se unen a las organizaciones de beneficencia y se
sienten muy puros. La pureza del fariseo.
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Vivimos en una época urbana, se defendió la mente del doctor Pfeiffer.


Y ¿qué es eso?, preguntó la voz que protestaba en él. Siempre ha habido
una época urbana, desde Caldea a Alejandría, y a Jerusalén, y a Atenas, y a
Roma, y a París, y a Nueva York. ¿Qué hay de nuevo en una época urbana?
¿Qué habéis descubierto vosotros que sea tan único? La desolación de la
abominación. La tierra calcinada.
"Debería haber tenido más sentido común y no pretender consolar a
aquella mujer tan rebelde", se dijo el doctor Pfeiffer. Avanzó por el sendero y
su rostro iba enrojeciendo de furia. Él tenía un deber que cumplir. Se detuvo
ante las puertas de bronce y de nuevo las admiró aun a pesar suyo. ¡No se
había escatimado aquí el dinero, desde luego! Un despilfarro. Todo debía haber
ido al fondo de la Comunidad Unida. O a los impuestos. Todo esto estaba
exento de impuestos, naturalmente. Un escándalo. Este mármol maravilloso,
esta pacífica extensión de tierra en medio mismo de la ciudad... Debía ser un
parque público, no administrado por individuos particulares. EL HOMBRE
QUE ESCUCHA. Vio las letras doradas sobre las puertas. Un charlatán, un
clérigo que traicionaba su vocación. El doctor Pfeiffer empujó curioso las
puertas y se asomó al interior. ¡Lo sabía! La sala de espera estaba llena de
informes seres humanos, si es que se les podía llamar así. Viejos. No. También
había jóvenes, esperando en silencio. ¿Por qué habían venido hasta aquí los
jóvenes seguros de sí mismos, los jóvenes tan astutos y llenos de
conocimientos, que habían sido tan bien enseñados? ¿Qué problemas
tenían estos chicos y chicas que no podían resolver personas como él mismo,
o un excelente psiquiatra? La gente exigía demasiado estos día si ellos lo
tenían todo; por tanto carecían de problemas en esta sociedad opulenta que
tanto hacía por darles la felicidad. Quiso gritar a los chicos y chicas de la
sala de espera: ¿Qué Puede preocuparos, en realidad, en esta época?
Se sentó en una cómoda silla y contempló con disgusto a cuantos
esperaban con él. Entonces su mirada captó una placa de mármol, en la
pared, también de mármol: Todo lo puedo en Aquél que me conforta.
Bonito sentimiento, pero poco realista. Era preciso apoyarse en los buenos
oficios del gobierno y la buena voluntad por parte del gobierno y no en la ca-
ridad casual. O en el esfuerzo individual. Eso quedaba bien para el pasado,
pero no para estos días. La sociedad tenía la respuesta a todas las cosas, sólo
con que las personas como Susan Goodwin quisieran escuchar, personas
infelices y rebeldes como Susan Goodwin, que exigían respuestas cuando no
había respuestas sino sólo la razón.
Observó con frío interés cuando sonó la campana y, uno a uno, todos
aquellos supersticiosos y pobres de espíritu se levantaron y cruzaron una
puerta al extremo de la habitación. No había el menor sonido. Todo sonido
parecía absorbido por el ambiente fresco y sereno, con una insinuación de
aroma de helechos. No se oía el tráfico, ni las voces. Naturalmente, estaba
acondicionado a prueba de ruidos. Tomó una revista de una de las mesas y se
dejó absorber por las noticias internacionales. Por primera vez pensó, repa-
sando las páginas: "¿Por qué hay tantos problemas estos días, cuando todo
está planeado, cuando disfrutamos de libertad, cuando tantas naciones
emergen con entusiasmo?" Los hombres no tenían ahora que luchar por la
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existencia, como sus padres habían luchado. En el gobierno, en los pueblos


del mundo latía la preocupación por todos. La ayuda exterior. La asistencia
pública. La responsabilidad social. El Cuerpo de Paz. Lo que en tiempos fuera
sólo tarea de la religión se había extendido a la vida secular, y todo el mundo
estaba involucrado en la humanidad. Misiones seculares. Era maravilloso,
realmente. Entonces, ¿por qué había tanta miseria y frustración mental?
"Lo que necesitamos —se dijo el doctor Pfeiffer— es un firme programa de
psiquiatría, psiquíatras internacionales que atiendan, según las necesidades,
a todas las naciones; no misiones religiosas, pasadas de moda, que ya no
están a la altura de las demandas de la sociedad moderna, de la verdad
moderna.”
“¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
El doctor Pfeiffer creyó contemplar todo un vasto mar de rostros: su
congregación, ante él, los domingos por la mañana. Personas agradables, bien
vestidas, tranquilas, atentas, silenciosas, escuchándole. Gentes que, con las
manos cruzadas, oían cortésmente sus sermones. No, sus conferencias. Que
contribuían adecuadamente a las diversas demandas de la caridad
organizada, que se interesaban por las obras de la iglesia.
¿Se interesaban en verdad? Aquellos tres suicidas... Y las deserciones. Los
ojos repentinamente irónicos de los jóvenes; los ojos interrogantes de los an-
cianos. Las cabezas repentinamente apartadas. ¿Aburrimiento? ¡Qué ridículo!
Él era famoso por sus sermones. No, sermones no, conferencias estimulantes.
Siempre había allí al menos un redactor del periódico local, e incluso de
periódicos de ciudades distantes. Escribían a toda prisa en sus pequeños
cuadernos. El tenía tanto que dar...
"¿De verdad?", preguntó la incorregible voz. ¿Qué le diste hoy a Susan
Goodwin? Le di la verdad, contestó.
"¿Qué es la verdad?", preguntó Poncio Pilato, y se lavó las manos.
"Yo no soy un párroco", se dijo el doctor Pfeiffer.
"¿Y ¿qué eres?", preguntó la voz.
"Soy un hombre civilizado y razonable, consciente de la realidad."
"¿Qué significa eso?", insistió la voz.
"Significa", se dijo para acallar aquella voz terrible, "la Caridad".
"¿Oh, sí?", la voz era burlona. "¿No querrás decir Odium humani
generis? “
Se sintió horrorizado. ¿Odio por la raza humana? ¡No! ¡No! ¡De ninguna
manera! Él amaba la razón, y la buena voluntad, y la buena conducta, la
conducta adecuada, y la ilustración para todo el mundo. La perfecta
hermandad. Detestaba las emociones desenfrenadas, y la superstición, y el
oscurantismo. Todo podía explicarse mediante...
"¿Qué?", preguntó la voz.
Le pareció oír al coro de su padre que cantaba con profunda pasión:
"¡Poderosa Fortaleza es Nuestro Dios!"
"¡Oh, la fe sencilla, la fe sin exigencias, la fe de un niño! La fe total."
"¿Qué otra hay?", preguntó la voz. _i

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¡Maldita Susan Goodwin! Ella le había turbado la mente, la razón, su


autodisciplina. Se puso en pie disgustado, dispuesto a salir. Escuchó una
campana y vio que estaba solo. Por tanto el clérigo de allí dentro había hecho
sonar la campana por él. Se sintió repentinamente confuso. Un pensamiento
irrelevante le acudió a la mente: "No preguntes por quién doblan las
campanas. Doblan por ti."
El sonido de la campana pareció despertar ecos en su interior, uno
sombrío y doloroso que apenas murmuraba; otro terrible y lleno de reproches.
“Eres un hombre sin convicción", dijo la voz, "y por tanto impotente ante la
tragedia. Ni siquiera sabes que tú mismo eres un ser trágico, tú, falso pastor".
Nunca, en sus cincuenta años de vida, había surgido una voz tan terrible
y acusadora de lo más hondo de su... ¿qué? Había vivido siempre bien y
virtuosamente, ¿por qué surgía ahora en él esta profunda turbación, este
reproche? Él no era un... pecador. ¡Pecador! ¡Qué palabra más anacrónica!
Ahora no había pecado. Una rabia aún más profunda se revolvió en él. Su
padre había hablado interminablemente de pecado. Sintió odio por su
padre. Se dijo a sí mismo: "Siempre lo odié siempre odié a aquel hombre igno-
rante.”
Fue a la puerta del fondo y la abrió de par en par con potente cólera.
La puerta se cerró tras él silenciosamente. No se sintió sorprendido ante lo
que vio en la otra habitación, pues ya se la había descrito, pero miró
curiosamente las espesas cortinas azules que cubrían la alcoba alta,
amplia. ¡Charlatán! ¡Idiota fundamentalista! Era una vergüenza para el clero
de esta ciudad. El doctor Pfeiffer fue al sillón y quedó en pie tras él, uniendo
nerviosamente las manos a su espalda.
—Soy el doctor Edwin Pfeiffer —dijo con voz dura pero controlada—.
Probablemente podrá verme por algún agujero dispuesto para ello, o algo
así, y es posible que me conozca, y conozca mi iglesia. He venido para tener
una conversación sincera, de hombre a hombre, con usted, un colega del
clero, y para Pedirle que acabe con esta tontería. ¿Sabe lo que está haciendo a
los clérigos, sus colegas? Nos está poniendo en ridículo, nos está avergonzando.
No tiene usted respeto por sí mismo. Ya no estamos en la época medieval, ya
sabe, ni en los días de los pregoneros de la fe y de las guerras santas y del
evangelismo. La mayoría de nosotros no tenemos una opinión demasiado
buena del concilio de Trento. Usted habrá oído hablar del concilio de Trento,
¿no?
Sonrió con despectiva sonrisa. El hombre tras la
cortina no le contestó. De modo que ya le tenía cogi
do, ¿eh?
—Ya no creemos en Sola Escriptura, excepto como parábolas que refieren
cuentos sencillos y, naturalmente, nosotros... nosotros no creemos en las
"fuentes gemelas" de la verdad, la Escritura y la tradición. Ya no. No es que
rechacemos la idea de la Autoridad Divina, no. Creemos más bien que el
hombre ha avanzado tanto intelectualmente que puede desdeñar sus muletas
místicas y sostenerse solo en pie como criatura racional. No estoy negando la
divina fuente; eso sería absurdo. Pero la divina fuente, según estamos todos
ahora de acuerdo, excepto los católicos, está en el hombre, no externa a él en
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unas avenidas doradas del cielo presididas por un patriarca. Ahora no mira-
mos a un futuro sobrenatural, sino al mundo y la perfección del hombre, pues
esto es todo lo que podemos conocer y con seguridad es el objeto más noble de
la lucha del hombre.
Su voz se le volvía a él en sonoros ecos desde los muros de mármol, y se
sintió satisfecho con el sonido. Esperaba haber dejado bien clara la cuestión,
aunque dudaba que el idiota tras aquellas cortinas hubiera entendido una
sola palabra. Al menos debería sentirse condenadamente incómodo.
De nuevo se sintió furioso, ofendido y ultrajado por haber ido siquiera a
este lugar a enfrentarse con el clérigo iletrado de aquella habitación.
—¡He oído hablar mucho de usted! ¿Sabe lo que está haciendo? Dirige
equivocadamente al pueblo. Les engaña con promesas falsas de lo que no
existe, ni puede existir, ni jamás existió. Les habla de milagros, y hasta se
supone que usted los ha hecho. ¿Sabe lo que es blasfemia? Si lo sabe,
entonces debe comprender que es blasfemo además de santurrón. La vida
en sí es un milagro, no necesitamos nada más, y nunca hubo nada más.
Usted, probablemente, ha aprendido algo de psiquiatría y comprende la
medicina psicosomática hasta cierto punto. Mediante estas cosas sin duda con-
sigue dirigir al ignorante e ilógico y al histérico. Eso es inexcusable en estos
días. Tiene que poner fin a este engaño, a esta superstición, a este acudir y
animar el fondo más oscuro de la mente humana.
Se oía hablar con calor, y reflexionó en lo que había dicho con tanta
elocuencia. Entonces se le ocurrió que en alguna parte, en algún tiempo, los
hombres habían dicho esto mismo a... ¿quién? No podía recordarlo. Pero
sintió una extraña angustia en su pecho, una curiosa sensación de que
había traicionado... pero ¿a quién había traicionado y por qué esta extraña
sensación de algo familiar, algo acosador, una especie de recuerdo de algo que
había sucedido hacía mucho tiempo?
"¿No lo recuerdas?", preguntó aquella nueva voz. "¡Tienes que recordarlo!"
—En una época menos culta —siguió el doctor Pfeiffer, vagamente
temeroso de aquella voz interior y sintiéndose rechazado por ella— los hombres
como usted habrían sido arrojados de la comunidad religiosa. En días menos
ilustrados y más bárbaros, usted habría sido crucifi...
Algo le golpeó en el pecho como un puño gigante y él se apartó
involuntariamente del sillón. Pero no era hombre que dejara que la fantasía y
los temores extraños se apoderaran de él. Tras un momento continuó:
—Usted resulta absurdo en estos tiempos. Me disgusta llamar fraude a un
hombre, pero me temo que Usted lo es. Ahora le pido que deje este lugar y
que permita que lo cierren. Devuélvanos a nosotros a los que no tienen fe,
pues ahí es donde deben estar. Que vengan a nosotros si están
necesitados...
"¿Como Susan Goodwin?", preguntó la voz interior.
—No debe animarse al pueblo a tener necesidades atávicas —siguió el
ministro—, pero usted les anima con falsas esperanzas, más allá de la
realidad. Ahí está la locura. Los hombres ya no viven en una era simplicista;
ahora somos muy complejos en el mundo. Pero cuando se induce al
hombre a creer simple y literalmente... las cosas que sólo son simbólicas y
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sólo se proponían ser simbólicas, entonces él encuentra la confusión al verse


enfrentado con la realidad, pues ya no ve la realidad claramente, sino
distorsionada y confusa. Y, en su intento de ajustar estos elementos
irreconciliables, puede incluso llegar al fanatismo, y ya no hay lugar para los
fanáticos, aparte, naturalmente, el manicomio. La cristiandad es una religión
verdaderamente sana...
"¿Y qué sabes tú de ello?", preguntó la voz interior, que ahora parecía
externa también y llena de poderosa firmeza.
—El evangelio social —dijo el ministro apresurándose en sus palabras
para alejar aquel temor totalmente irracional— no ha reemplazado
exactamente a los evangelios. Sólo los ha hecho más significativos para
nuestros tiempos —se sentía exasperado, tanto por aquello sin nombre que
surgía en él como por el hombre silencioso tras la cortina—. ¿Ha oído hablar
alguna vez de Paul Tillich? ¿No? Entonces le aconsejo que lo lea. Él habla de
las trivialidades en las antiguas interpretaciones. Pero usted no estaría de
acuerdo con él, estoy seguro. Y hay otros como él, a los que yo admiro mucho,
que divorciaron la ética del misticismo y la colocaron firmemente en el marco
de referencia de la vida moderna y las exigencias modernas. La ética
secular, la base misma del buen gobierno y de la buena voluntad y la
responsabilidad. No es que yo sea un ministro secularista, pero yo
entiendo que el reino secular y el espiritual son el mismo, no divididos
por el sobrenaturalismo. Ya no somos medievales, comprenda. ¿O no
lo sabe usted?
El hombre tuvo la astucia de no contestar, pues, naturalmente, no le
entendía.
—¿Está usted ahí? —preguntó de pronto el doctor Pfeiffer al
ocurrírsele la idea de que allí no había nadie.
Hubo un movimiento, como si asintieran tras la cortina, ¿o fue sólo el
aire del aparato de acondicionamiento? Luego se sintió convencido de
que no estaba solo: tuvo la impresión de una poderosa presencia en la
habitación, una presencia que escuchaba. Que le escuchaba a él.
—Bien, si realmente está ahí. Le ruego que no engañe más a los
sencillos. Es realmente peligroso en estos días... —se detuvo. La horrible
sensación de revivir algo o de volver a oír algo que no conseguía recordar
cavó sobre él como un eco proveniente de una cadena de montañas, una
cadena de siglos—. Es peligroso en estos días —repitió— porque turba a
los hombres, les deja insatisfechos, les hace buscar el contento y la
esperanza cuando no hay ni contento ni esperanza. Superstición, en
suma.
"Hoy visité a una señora cuyo hijo morirá pronto y muy cruelmente
me temo. Su hijo pequeño. Siempre pensé que era una joven muy
sensata, completamente lógica y perceptiva, consciente de lo inexorable
cuando esto ha de llegar. Sé que es algo horrible tener que aceptar la
muerte de su hijo, de su hijo único...
"Su hijo único", repitió la nueva voz, que de nue-v o parecía ser
externa también.

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—Sí, sí, su hijo único. Yo fui a consolarla, llamado por ella. Soy su
ministro, ella es miembro de mi congregación. ¿Qué podía decirle? Sólo la
verdad: que debía aceptar lo que no puede cambiarse, y seguir adelante con
su vida. Después de todo, éste es el siglo xx. Pero ella se puso... casi violenta.
Estaba amargada, ¡ella, una joven inteligente! Era increíble. Parecía pedirme
algo...
"¿Qué?", preguntó la voz.
—¡No lo sé! —exclamó—.O más bien debería de-
que era imposible que yo se lo diera, pues hubiera sido una hipocresía, y
absurdo. No podía decirle que es la voluntad de Dios y Él sabe lo que es
justo, lo que nos conviene, pues, ¿cómo podemos estar seguros de eso? ¿Quién
ha dicho alguna vez que fuera así?
“¿Quién?", repitió la voz como un eco.
Agitó la cabeza con impaciencia casi desesperada.
—Ella esperaba de mí piadosos tópicos, la seguridad de que su hijo no se
perdería para ella sino que le sería devuelto en algún cielo bucólico. Si yo le
dijera eso a una joven normalmente inteligente me sentiría avergonzado de mí
mismo, y más tarde ella podría incluso reírse de mis palabras. Soy un hombre
compasivo, pero me fue imposible mentirle y decirle cosas en las que no creo
personalmente. Supongo que ella deseaba un milagro... la plegaria, ya sabe,
que nos arrodilláramos juntos...
"¿Sí?", dijo aquella voz interrogadora y ridícula
en su interior. Agitó la cabeza una y otra vez.
¡Díos mío! —gritó—. ¡Ojalá pudiera haberle mentido! Lo deseo
honradamente. ¡Al menos eso le hubiera supuesto algún consuelo, por
pequeño que fuera, al pensar en la próxima muerte de su hijo único! Alguna
tontería piadosa, como mi padre podía exponer a la menor provocación. Como
por ejemplo...
Se detuvo, pues la voz interior parecía ser totalmente externa ahora.
—¿"Yo soy la resurrección y la vida"?
¿Qué era lo que había dicho Pablo de Tarso? Si Cristo, en realidad, no ha
resucitado, entonces nuestra fe es vana. El doctor Pfeiffer quedó anonadado.
¿Por qué tenia que acordarse de eso ahora? Había olvidado, movido a
compasión por Susan Goodwin, la razón de su visita a aquel lugar. Debía
recordarlo, dejar de imaginar tonterías. ¡Vaya, maldita sea, ya era como otro
de los peticionarios en este vergonzoso lugar! Dijo con firmeza:
—Me temo que me estoy apartando del tema. Creo que debería cerrar este
negocio, ya sabe, por el bien de todos nosotros.
"El gallo cantó tres veces."
No podía creerlo. Sus oídos estallaban con las terribles palabras. Sin
embargo, con seguridad que nadie más que él había hablado. Pero las
palabras de traición, de la más terrible traición, habían empezado a estallar en
su corazón, no sólo en sus oídos. Hipnotismo, pensó alocadamente,
autohipnotismo en este lugar condenadamente silencioso. Se movió paso a
paso, alejándose de la silenciosa cortina azul.
“¿Quién decís vosotros que soy?”

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Se detuvo bruscamente. No, nadie había hablado. Estaba imaginándolo


todo. Entonces le dominó una emoción semejante a la más terrible
desesperación, una sensación de privación y desolación que sobrepasaba todo
cuanto hubiera podido imaginar.
Y gritó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ojalá lo supiera! ¡Ojalá lo supiera!
Perdió todo orgullo, toda dignidad, todo lo que él admiraba en el hombre
civilizado. Se acercó de nuevo ala cortina, olvidando que estaba
autohipnotizado, olvidando que todo aquello era fantasía. Vio el botón junto a
la cortina y la pequeña señal que le informaba de que, si deseaba ver al
hombre que le había escuchado, no tenía más que apretarlo.
Vaciló. Todo en él era penosa y ardiente confusión, trastorno interior,
total desconcierto. Jamás en toda su vida había experimentado esto. Su
mano se acercó al botón y lo oprimió, y las cortinas se apartaron.
Vio al hombre que le había escuchado, a la gloria de la pura y brillante
luz. Vio la realidad de los siglos, y todo lo que él había negado mientras vivía
creyendo haberlo aceptado. Alzó su brazo al fin para ocultar aquel rostro,
aquellos ojos acusadores, aquellos ojos llenos de piedad. Y, tras el infantil
refugio de su brazo, habló:
No nunca te negué porque nunca creí realmente en ti. Tú eres un
hermoso símbolo para mí. Jamás me enfrenté contigo antes. ¿Fue, quizá,
porque nunca te busqué? ¿Porque estaba convencido que no había nada
que encontrar más que un código de ética, expresado en majestuoso
lenguaje, pero sólo un código secular y no un camino de vida espiritual?
Te negué porque me negué a mí mismo y a todo lo que yo instintivamente
sabía. Me avergonzaba de ti en mi corazón... porque me avergonzaba de mí
mismo. Creí que sólo aquello que podía explicarse encerraba la verdad, que
sólo las explicaciones racionales eran dignas de un hombre. Negué tu
autoridad porque no había autoridad auténtica en mí y por esa falta de
autoridad personal, basada en la tuya, mis fieles me miran re-
chazándome... y no tengo nada que ofrecerles. Quizás por esto veo con
frecuencia sus ojos irónicos, aburridos o desesperados. ¡Sin embargo, mi
iglesia es tan perfecta, tan moderna!
Dejó caer su brazo y miró suplicante al hombre.
—Tan moderna —repitió, y rió amargamente—.
Pero entonces, ¿por qué vienen a mí si no tengo nada que ofrecerles? ¿No
son ellos tan culpables como yo?
El hombre no le contestó. Siguió esperando, como había esperado a
través de los siglos.
—No —dijo el doctor Pfeiffer—, sólo yo soy culpable. Hoy me llamaron
falso pastor. Y es muy cierto También soy un pastor estúpido. No, jamás fui
un verdadero pastor, ni una vez desde que fui ordenado. Una mujer que
está a punto de perder a su hijo único extendió hoy sus manos hacia mí y
yo no tuve nada que darle, ningún consuelo que ofrecerle, pues no había
nada en mí, nada de consuelo. No era mi hijo el que moría, por tanto no
me sentía íntimamente preocupado —se detuvo y miró al hombre—. El
hijo de tu madre estaba a punto de morir, y no hubo ninguno de sus
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amigos que la consolaran; se apartaron de ella, lo mismo que yo me aparté


de Susan Goodwin, la madre. Ellos tenían una excusa: su cobardía. Mi
única excusa, que es la peor de todas, es que yo no tenía respuesta para el
dolor de una madre. Y es la peor porque yo no tenía fe. No tenía fe ni
siquiera en un símbolo.
Fue al sillón porque se sentía exhausto. Se sentó y el hombre y él se
miraron en profundo silencio.
—No solo te traicioné. Traicioné a mi pueblo y al tuyo. Jamás les dije, como
dijo Pedro, que tú eres el Señor. Para mí, tú eras una idea sin cuerpo, una
difusión de buena voluntad y paz, una idea hermosa...pero sólo una idea.
¿Por qué, entonces, me hice clérigo?
Extendió las manos.
—No lo sé. Pero no soy el único. ¡Qué pocos de nosotros saben, o se dan
cuenta siquiera, de que hay algo que no saben! Nosotros sólo somos guías,
líderes, oradores, eruditos..., imbéciles. Imbéciles teológicos que no creen en la
teología y la miran sólo como un ejercicio intelectual. Los profetas o Freud.
¡Dios mío! Los profetas o el fraude. Nosotros decimos que tenemos el agua de la
vida, pero nuestros pozos están secos y sólo elogiamos el polvo. Hablamos
sólo del mundo y nunca preguntamos a las estrellas, pues el mundo es todo lo
que conocemos... y todo lo que queremos conocer. Nuestro pequeño y cómodo
rinconcito es suficiente para nosotros, pues en él podemos sentarnos y exponer
nuestras blasfemas y urbanas tonterías y pronunciar palabras de paz en un
mundo en el que no hay paz, y ofrecer plegarias bien ensayadas, tan vacías de
contenido como nosotros. ¿Quién nos perdonará?
El hombre le miró amablemente. El ministro repitió:
“¿Quién nos perdonará?
Había tal angustia en él, una fe tan total, tan gran dolor...
—Sí —dijo—, aunque el gallo cantó tres veces, tú me perdonarás. Tú
siempre me has perdonado. Tomaré la vara y el cayado que me diste y que yo
rechacé. Buscaré el rebaño que tú me confiaste y lo llevaré a ti. Yo les diré
que en ti está el camino, la verdad y la vida, y que no hay otro en todo el
mundo. Ahora lo sé.
Se deslizó del sillón, se arrodilló humildemente ante el hombre e
inclinó la cabeza.
—Hay una madre que me espera y cuyo hijo va a morir. Ven conmigo
y ayúdame a decirle tu verdad... que no hay muerte, que Tú eres la vida
eterna y que su hijo le será devuelto. Como tú fuiste devuelto a tu madre.
Se puso en pie y sonrió al hombre:
—En verdad, en verdad "Poderosa fortaleza es Nuestro Dios", en la que
estamos seguros y en la que estamos protegidos. Para siempre.

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ALMA TERCERA

EL AFLIGIDO

«Yo sé que mi Redentor vive.» JOB, 19, 25.

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ALMA TERCERA

—No he venido aquí en busca de consuelo —dijo Francis Stoddard al hombre


oculto tras la cortina azul—. Ya estoy harto de todas esas estupideces. Cuando
perdí mi negocio hace quince años ¡debería usted haber oído a todos los que se
auto nombraron mis consejeros! Tenía que haberles escuchado a ellos, no debía
haber hecho esto, tenía que haber hecho lo otro, si hubiera tenido más
prudencia en aquel asunto, si hubiera andado con más cuidado en aquel
otro... nada me habría ocurrido. Después, cuando conseguí superarlo mi
posición, casi se sintieron ofendidos.
¡Ño les había pedido su consejo! ¡Lo había hecho todo por mí mismo! Mientras
me veían caído podían sentirse superiores y compadecerme... y también
evitarme, por miedo a que les pidiera dinero. Mi mejor amigo... empezó a
cruzar la calle repentinamente cuando me veía venir. Cualquiera hubiera
podido pensar que yo le había quitado algo suyo cuando empecé mi lucha de
nuevo, pagué todas mis deudas y llegué a ser más rico que él. Y con todos
ocurrió lo mismo. ¿Acaso alguno de ellos respondió por mí cuando estaba
cargado de deudas para que pudiera seguir siendo miembro de los clubs a
que antes pertenecía? No. ¿Acaso vinieron a mi casa cuando me amenazaba
el embargo para adelantarme el dinero que yo, de todas formas, no les habría
aceptado? No. Parecía que Agnes y yo éramos leprosos, o algo así.
"Y cuando me recuperé y me hallé de nuevo donde antes estaba, se
sintieron ofendidos o avergonzados. No tenían por qué preocuparse. Jamás
volvimos a verlos, ya me cuidé yo de eso. Agnes los llamaba "los consoladores
de Job". No sé qué quería decir con eso, tendré que averiguarlo en alguna
ocasión. Si es que todavía habrá "alguna ocasión" para mi, aunque espero
que no.
"Entonces perdimos a nuestra única hija, la única que hemos tenido —la
voz se hizo dura y lenta—. Y el mismo día en que iba a casarse. Diecinueve
años. La muchacha más bonita de nuestra comunidad. Eso fue poco después
de perder mi negocio. Pensábamos que al menos tendríamos un poco de
alegría con Pat. Pero supongo que el Dios de Agnes tampoco pudo soportar eso.
Ella era todo lo que teníamos. Una chica preciosa, graduada con honores en la
universidad. Iba a casarse con un joven que era todo lo que yo hubiera podido
desear para mi hija. Tal vez debería hablarle un poco más de Pat, pero
supongo que Agnes ya se lo dijo todo cuando estuvo aquí, hace un par de
semanas. Aunque no sé por qué diablos tuvo que venir.
"Pat no nos dio un disgusto ni nos causó ansiedad o tristeza a lo largo
de sus diecinueve años. Esto ocurrió hace doce años ya... cuando la
mataron en aquel estúpido accidente de automóvil junto con el chico con
quien iba a casarse. A él no le importaba que yo estuviera arruinado y
luchando por levantarme de nuevo. Un chico magnífico. Casi digno de Pat. Ella
era como un rayo de sol en la casa. Nunca vi a nadie más vivo que mi hija. Mi
Pat... Cuando salía de una habitación, ésta parecía más oscura. Cuando se
oía su voz. bueno, era como si alguien te trajera buenas noticias. Disfrutaba
con todo y amaba a todo el mundo Incluso conseguía hacerme reír en aquellos

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días terribles en que no sabíamos si podríamos conservar la casa un mes


más. No había nada que ella no pudiera hacer. Pintar, cantar... Quería
dedicarse a la enseñanza por algún tiempo, después de la boda. Tenía muchos
planes...
El hombre se detuvo. Hacía doce años. Y parecía ayer, cuando toda aquella
luz, amor, gozo y esperanza se habían borrado en un instante, dejando sólo
un agujero negro en su vida. Recordaba a su hija en el momento en que le
enseñara su traje de novia, fino, blanco, como una nube, y la larga mantilla de
encaje que Agnes había llevado en su propia boda. Recordaba el brillante nimbo
de su cabello en torno al alegre rostro, y el profundo azul de sus ojos, y la
blancura de su esbelto cuello. Él había sentido —aunque nadie lo creía ahora,
excepto Agnes— una repentina y horrible angustia en su corazón al verla
vestida así; una espantosa premonición, como si la hubiera visto con su
mortaja. (Realmente la enterraron con su traje de novia, incluso con el velo y el
ramo blanco entre sus manos inmóviles.) No, nadie lo creyó cuando lo contó
más tarde.
—Era el vivo retrato de Agnes, vestida así ante mí, dando la vuelta y
haciéndome una reverencia —dijo al hombre tras la cortina—. Supongo que
debió ver algo en mi rostro, pues corrió hacia mí y me besó y dijo: "Papaíto,
nunca me separaré de ti, nunca." Pero sí me dejó, sí me dejó. Salió al día
siguiente y ya nunca la vimos de nuevo. No me importa lo que el sacerdote
trató de decirnos. Pat ya no existe. Hace doce años. Ahora ya no será más
que polvo, nuestra niñita; huesos y encajes comidos por los gusanos. Algunas
veces, pensando en ello, no puedo soportarlo.
Se llevó las delgadas manos al rostro, apretándoselo. Los había vencido,
pero ahora ya no podía más. Y venían a regocijarse con su dolor.
Los consoladores. No habían sufrido un desastre financiero que les privara
del trabajo de toda su vida, que les amenazara con la vergüenza, la penuria,
la pérdida total. Como si eso no fuera bastante para matar a un hombre. Y
luego... Pat.
—Resulta fácil consolar a un hombre como yo cuando uno puede irse a
su casa a dormir en paz y hablar con sus hijos. Pero, aparte sus palabras de
consuelo... bueno, el viejo Frank estaba siendo castigado por lo que fuera
que hubiese hecho por un Dios malvado, o al menos no debía ser bueno o
no se habría visto en aquella situación, perdiendo el negocio que fuera
también el de su padre. El viejo Frank no era muy inteligente además.
Pobre Agnes, casada con un fracasado. Sí, era una pena lo de Pat... pero esas
cosas suceden todos los días.
"Pero no les sucedían a mis queridos y viejos amigos. Ni les han sucedido
aún. Siguen con su vida plácida, rica, cómoda, serena y llena de
complacencias en sí mismos, haciendo planes para sus hijos, jugando con
sus nietos. ¡Dios mío! —gritó Francis Stoddard removiéndose furioso en la
silla—. Me gustaría verles sufrir un poco lo que Agnes y yo hemos sufrido, no
sólo el desastre financiero... y lo de Pat... ¡sino casi desde el día en que nací!
Su delgado rostro se contrajo con terrible resentimiento y cólera.
—Yo no nací en este país —dijo—. Nací en uno de esos antiguos y
desgraciados países. Y mi nombre verdadero tampoco es Stoddard. Era uno de
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esos nombres que los americanos consideran impronunciables. Mi padre lo


cambió, no porque se avergonzara de él, sino porque lo estigmatizaba como
polac según decían burlonamente, haciendo las cosas más difíciles aún para
él, si eso era posible. Él llegó aquí con su hatillo a la espalda, todo lo que
tenía. Mi madre llevaba unas mantas viejas. Papá quería que las dejara allá, en
su tierra, pero ella dijo —y mi madre era una mujer muy sabia—: "¿Quién sabe?
Tal vez las necesitemos." ¡Y ya lo creo que las necesitamos durante cinco
malditos años de hambre, cuando mi padre trabajaba por doce dólares a la
semana en una zanja o en una fábrica! Eso fue antes de la primera guerra
mundial. Yo era un bebé entonces. Mis padres dejaron el viejo país porque
sintieron en su sangre campesina que algo horrible caería sobre ellos si no se
marchaban en seguida. Y así sucedió... a sus familias.
Se detuvo, luego sonrió con infinito disgusto y angustia.
—Agnes me dice que también la Sagrada Familia hubo de huir así, y por las
mismas razones poco más o menos. Supongo que aún lo recuerdo de la escuela
parroquial, en una parte miserable de la ciudad... de una ciudad que no era
ésta. Pero no prestaba demasiada atención. Pronto dejé de creer en un Dios
misericordioso al ver qué poca misericordia había en la vida que llevaban mis
padres. Tenían cuatro hijos más, aparte de mí. Todos murieron de
tuberculosis, prácticamente de hambre. Recuerdo a mi madre (siempre la
recuerdo así) de rodillas, blanca como la leche, rezando el rosario y hablando
de la voluntad de Dios. ¡La voluntad de Dios, por Cristo! ¡Cuatro niños muertos
porque sus padres no podían conseguir bastante comida para ellos, ni un lugar
decente en el que vivir! Con todo lo duramente que trabajaba mi padre, y tra-
bajaba doce horas al día, seis días a la semana, y estaba agotado e inclinado
como un viejo a los treinta años, no podía ganar suficiente dinero para
mantener a su familia adecuadamente vestida, alojada y alimentada. La
parroquia (y era tan pobre como nosotros) ayudó a enterrar a mis,
hermanos...
Se detuvo, su rostro cambió un poco, luego se endureció de nuevo, marcado
por la angustia. Apartó el pensamiento de aquellos hechos
—Sólo quedé yo. Mi padre quería ser un auténtico americano. Su hijo iba a
tener educación, aunque él se matara trabajando. Era un hombre orgulloso,
aunque sólo fuera un polac. Un hombre bueno, devoto, temeroso de Dios,
confiando en el Dios que mataba a sus hijos. Sí, yo iba a tener educación. Mi
padre buscaba una salida, pero no la encontró durante muchos años. La
fábrica en que al fin entró a trabajar manufacturaba limpiavidrios de
parabrisas entre otras cosas. Él inventó uno mejor, más sencillo, más eficiente.
Nos hicimos moderadamente ricos y yo fui al colegio, Pero ya había tenido
antes que trabajar duramente cuatro años en una fábrica. Era un hombre
adulto para entonces. Aparte de los años de duro trabajo en la fábrica había
trabajado también en las clases en la escuela superior. Mis manos —mírelas—.
están llenas de callos y__retorcidas por todo el trabajo que hice. Y la suciedad
está en mi alma, y el frío, la miseria, el desprecio y el hambre. Dicen que uno
olvida. ¡Uno no olvida nunca! Yo jamás olvidaré los meses, de dolor que sufrió
mi madre antes de morir como resultado de las privaciones y la falta de

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dinero para llamar al doctor cuando tuvo los primeros síntomas


de cáncer.
Su boca se contrajo en una mueca atormentada.
—Mi madre murió antes de poder disfrutar del éxito de mi padre. Éste
no pudo soportarlo. "María no llegó a tener nada", decía, Pero... ¡era la
voluntad de Dios! Mi padre murió dos años después de que yo me graduara
en la universidad y me ocupara de la pequeña fábrica. Realmente ya no
estaba muy vivo des» de que mi madre muriera.
Francis Stoddard miró sin ver la cortina azul. Había ido allí sólo porque Agnes
había insistido en que viniera. Había ido porque se negaba a acudir a un
sacerdote, o a hablar con él. La única vez que estuviera en contacto con los
sacerdotes, después de rechazar a Dios siendo aún un muchacho, fue cuando se
había casado con Agnes, cuando Pat había sido bautizada y confirmada. ¡Los
sacerdotes! ¿Qué sabían ellos de la amargura de un hombre, de sus ansias,
desesperación y terror, frente a frente con un mundo peligroso y cruel? A
excepción quizá del padre Nowaczysk, otro polac de ojos trágicos, oriundo
también del viejo país.
Él, Francis Stoddard, se negaba a recordar al viejo sacerdote que enterrara
a sus padres y a quien se había negado a escuchar, apartándose desesperado y
rencoroso.
Agnes había hablado de aquel "consolador". ¡Otro de los amigos de Job! Un
sacerdote. Otro que hablaría de "la voluntad de Dios". Otro que insinuaría
quizá, como habían insinuado los amigos de Job, que sus aflicciones eran, en
cierto modo, un castigo por sus pecados.
—¿Por qué fuiste tú a él, cariño? —le había preguntado a Agnes,
aterrorizado de que ella supiera la horrible verdad.
Su mujer le había sonreído tiernamente.
—Como no quieres escuchar al sacerdote de nuestra parroquia...
—¿Sobre qué? —había exclamado Frank, dominado por el horrible y
amargo terror.
—Bien... —le miraba negando la verdad que él temía que supiera, aunque
los doctores le habían asegurado que ella lo ignoraba—. Tú no quieres hablar
con él. Y pensé que podrías... ¿Por qué fui a él? Deseaba pedirle... por ti,
Frank.
—Y ¿qué te dijo?
Sus labios pálidos habían temblado.
—Todo —repuso.
—¿Le viste?
Había suspirado.
Si. Le vi. ¡Oh, sí!
Y ¿qué dijo ... sobre mi?
—Él... bien, él parecía querer hablar contigo... de muchas cosas. ¡Frank,
has sido desgraciado durante tanto tiempo! Frank, ve a él por mí. Por darme
gusto. No podría hablar con ella mucho más tiempo. Por darle gusto, pues,
había ido a aquel estúpido lugar y estaba ahora hablando al hombre que
astutamente se escondía tras aquella cortina azul —¡por el amor de Dios!—,

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y hablando como jamás lo hiciera con nadie, a excepción de Agnes. No


conseguía entenderlo. Él era un hombre reticente, taciturno como todos los
polacos, reservado y orgulloso. No, no podía entenderlo. Pero había
empezado a hablar y a hablar... Además, era todo tan sereno allí, tan
blanco y azul, tan silencioso. Pero en el momento en que el sacerdote de
detrás de la cortina empezara con su santurrona homilía, él, Frank
Stoddard, nacido Stypcynzki, se reiría de él en sus nances y se largaría. Se
iría a casa con Agnes... ¡Oh, Dios mío, Dios mío!
Gracias a su control, a su dominio propio, pudo volver la mente al
momento presente.
—¿Por qué ha de cambiar su apellido un hombre para ser aceptado por
personas que no son mejores que él, quizá ni siquiera tan buenas? ¿Por
qué tiene que ser despreciado a causa de su raza o de su acento... por
ignorantes que apenas pueden hablar su propia lengua con una sintaxis
decente y con una comunicación correcta? ¿Por qué ha de lamentar no ha-
ber nacido donde nacieron —¡santo cielo!— sus "pares"?
"Supongo que usted será un sacerdote americano, nacido en América.
¿Acaso se vio alguna vez despreciado por su familia, por su gente, usted que
probablemente sería más inteligente y más honrado y digno que sus
vecinos? ¿Sabe lo que es que se burlen de uno en la calle y le llamen polac o
polaski? ¿Tuvo que pensar dos veces antes de hablar para que su
acento n o ofendiera a personas que no tienen ni la décima parte del
vocabulario que usted posee? ¿Vio alguna vez la burla en el rostro de los
imbéciles por su pronunciación o por el acento del viejo país cuando les
habló? ¿Sabe lo que es trabajar entre bestias que imitan burlonamente
tu modo de hablar, o que se apartan de ti, o te tratan como si fueras
un cerdo o un chacal? ¿Sabe lo que es la risa de los animales? Pues es
algo que hace que uno se sienta como un animal también.
"Eso es sólo parte de la miseria que tuve que atravesar cuando era
un niño en América. Una vez los gamberros rompieron las dos ventanas
de la pequeña casucha en que vivíamos y el dueño hizo responsable a
mi padre. Y él también era polaco. Y, a propósito, ¿ sabe lo que es que
un miembro rico de su propio pueblo, de su propia raza, imite el
desprecio de los demás cuando habla con sus padres o con uno?
"Estúpido polaco." Ése era el más suave de los epítetos, de personas que
habían nacido allí... y, ¡maldita sea!, ¿no somos todos europeos?
“Aunque viviéramos aquí durante veinte generaciones. ¡Por lo menos
mi gente no fue deportada aquí desde las prisiones y los burdeles
británicos!
"¡Oh, Dios mío! Todo eso no importa ahora. Ni sé por qué lo he
mencionado ante usted, que de todas formas no lo comprenderá. Ni
siquiera cuando me gradué en la universidad, ni siquiera cuando entré
en la pequeña fábrica de mi padre, ni siquiera cuando me casé con
una chica americana... conseguí tener confianza en mí mismo. Seguía
siendo un extraño, y siempre lo seré. La amargura es demasiado
profunda. Uno no olvida las cosas que ha sufrido de joven. Tus padres te
hablan de los grandes hombres de tu raza... pero ¿qué importa eso
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entre gentes que ni siquiera conocen a los grandes hombres del


pasado de su propio país?
"Sí, eso es parte de toda la amargura que tuve que sufrir. Quizá yo sea
más sensible que la mayoría. No ignoro que casi se ha aceptado a mi raza en
Detroit y Chicago, hasta se nos han concedido unos cuantos alcaldes allí, y
congresistas, y un senador o dos. Pero todo el mundo lo comenta siempre
muy sorprendido y lo considera una excepción. ¡Por el amor de Dios!
Bueno, no importa.
Pero su rostro demostraba que sí importaba, que jamás lo olvidaría. Sin
embargo aquello era sólo una llaga en la enorme herida abierta que era ahora
su corazón. Y la herida le estaba matando, a él, que jamás había sido tan
valiente, orgulloso, desafiante y fuerte durante tantísimos años. Llega un
momento en que el hombre piensa que ya es merecedor de algo de paz... y
entonces se la quitan.
No debería haberle hablado de Pat, pensó. Probablemente ahora se dirá
que, después de todo, eso fue hace doce años y que "el tiempo cura todas las
heridas". El tópico de siempre. El tiempo no cura. El hombre ha de seguir
adelante, pero marcha con muletas. Y esta vez ni siquiera seguiré adelante...
—Ya le he dicho que fracasé en mi negocio. No importan los detalles.
Quizá traté de expandir el negocio con demasiada rapidez. De eso se hablaba
siempre en aquellos tiempos, de la expansión. Así llegué a tocar fondo. Luego
contraté buenos ingenieros. Mejoramos el limpiavidrios del parabrisas, lo
transformamos. Y me recuperé. Pero no quiero, ni puedo olvidar a mis
"consoladores" que encontraron en mi fracaso una especie de vindicación de
su propia virtud, de su propia agudeza. No importa.
La suave frescura de la habitación parecía impregnarle.
—Creo —dijo— que eso es todo. Prometí a mi esposa que le vería, que le
contaría algunos de mis malditos problemas. Eso es todo.
Pero no había hablado todavía de lo peor. Sólo había hablado de ello con
tres doctores y nadie más, por temor a que llegara a oídos de Agnes. Ahora le
pareció como si pudiera ver en realidad la herida que iba extendiéndose, que
sangraba en él. Hablar de ello sería revelarlo a aquel hombre silencioso e
indiferente tras la cortina. No mencionarlo en absoluto lo hacía menos difícil de
soportar. No hablar de ello impedía que Agnes lo supiera. No hablar de ello
impediría que aquel desconocido tratara de impedir lo que él, Frank
Stypscynzki, se proponía llevar a cabo esa noche, mañana, o todo lo más
durante el mes próximo. Sólo el pensar en ello era como un alivio desesperado
para él, como un prisionero condenado a muerte en el cadalso dentro de ocho
días y que se mata una noche para escapar a sus ejecutores, a sus
ceremoniosos y sádicos ejecutores. Morir en privado, morir a solas, le permitía
a un hombre conservar su dignidad. Todos sus asuntos estaban en orden...
¿Lo están?
Casi saltó del sillón y su torturado corazón le golpeó en el pecho. Luego se
echó atrás. No había oído hablar al hombre. Era sólo su imaginación. Se oyó a
sí mismo diciendo apresuradamente, tartamudeando:

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—Llega un momento en la vida de muchos hombres, como ahora en la mía,


en que uno no puede sencillamente seguir viviendo. Ya no se puede soportar
más. Es... es como una especie de horror. La mente... se niega aceptar el
hecho de que uno esté realmente vivo. Se niega a pensar en ello. No lo acepta.
Ya ha sufrido bastante. Lo ha perdido casi todo... y ahora se enfrenta con
perder lo último, y lo mejor. ¿Cómo es posible vivir?
"Agnes, perdóname, pero ¿cómo puedo vivir? ¿Cómo puedo vivir mirándote
y aguardando? Agnes, querida mía, mi amor, que tienes tanta fe en un Dios
que no existe. ¿Tendrías tanta fe si yo te dejara esperar? Pero yo no puedo
esperar. Se oyó, en su agonía, pronunciando las palabras que había jurado
no decir jamás, ni aquí ni en ninguna otra parte:
—Soy un asesino y suicida en potencia. No, no en potencia. Voy a matar a
mi esposa y a matarme después. Y muy pronto.
Escuchó su voz, su voz tranquila, indiferente, su voz de traidor. Se puso en
pie de un salto. ¡Aquel horrorizado oyente detrás de la cortina, que aún no
había hablado, llamaría a la policía! Haría que le vigilaran. Se lo diría a
Agnes. Haría que le arrestaran a él, por imbécil, por loco, y que lo metieran
en un manicomio... y Agnes moriría sola con toda la tortura de su enfermedad,
e impedirían que su marido se acercara a ella, el marido que se había
propuesto no dejarle conocer esa tortura, ni la suya propia. Entonces ambos
yacerían uno al lado de otro y junto a Pat, y toda la monstruosa abominación
de la vida estaría ya tras ellos para siempre, y sería casi tan bueno como si
nunca hubiera nacido. "En la tumba no hay recuerdos." No recordar los
terribles años de la juventud, las luchas de los años de madurez, la horrible
agonía de la pérdida, el término final del tormento... sería casi tan bueno
como si nunca hubiera sucedido.
Ahora se marcharía antes de que el hombre pudiera salir corriendo de su
escondite detrás de la cortina a llamar a los que insistirían en que Frank
Stypscynzki soportara hasta el final una vida que jamás debería haberse
vivido. Pero la cortina no se agitó, no hubo movimiento tras ella.
Probablemente aquel tipo inteligente aguardaba a que él revelara su nombre.
"Pero yo te conozco."
—No —dijo Francis Stoddard—. Usted no me conoce. Hay media docena de
fabricantes semejantes a mí en esta ciudad. Además, no vivo aquí. Usted no
me conoce y yo no le conozco.
"Pero yo te conozco." Se llevó las manos a las sienes. "No, no", se dijo.
"No ha hablado nadie. Debo estar perdiendo la razón."
—No interfiera, en el nombre de Dios, si es que cree en Él. Lo único
que me ha mantenido vivo es Agnes. Llevamos casados treinta y dos años.
Yo no tenía a nadie antes de casarme con ella. Ni tengo a nadie ahora.
Jamás hallé la vida digna de vivirse excepto cuando me casé con Agnes, y
luego cuando nació Pat. Todos los años que trabajé... ahora veo que no
valían la pena de ser vividos. Todo era inútil, todo carecía de significado.
Tengo dinero y un buen negocio. ¿De qué me sirve cuando Agnes se muere
y nada puede salvarla? ¿Cómo vivir cuando ella muera? Seguir tra-
bajando, apilando el dinero, expandiendo... ¿para qué? No lo necesito.

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No lo necesitaré cuando muera Agnes. No lo quiero.]Tengo cincuenta y


nueve anos, casi sesenta.
"Los doctores me han dicho que Agnes tiene un cáncer inoperable, algo
terrible que no se ha manifestado hasta ser demasiado tarde. Nada
pueden hacer por ella. En poco menos de un mes empezará a sentir
dolores. Pocas semanas después le resultará insoportable. Entonces
morirá sangrando, sufriendo, pidiendo a gritos que la maten. Me rogará
que la mate. Usted no sabe qué ojos tan maravillosos tiene, qué ojos tan
dulces. Serán como los ojos de un perro torturado... ¿Puede imaginarlo?
Ni siquiera será ya Agnes. Será alguien distinto... un ser pidiendo a gritos
que lo maten, que acaben con sus sufrimientos.
"¿Cómo soportar eso? ¿Cómo puedo sentarme a su lado y verla
sufrir, borracha de drogas, medio muerta aun antes de estarlo del todo?
Cuando ella muera... ¿cómo podré vivir yo, y para qué?
No sabía cuan lastimosa era su voz, cuan destrozada y desesperada.
—No hubiera podido soportar todos estos años, después de la muerte de
Pat, de no ser por Agnes. Ella fue la que me mantuvo vivo. Agnes, que jamás
se quejaba ni se asustaba cuando el porvenir parecía tan negro hace quince...
hace doce años. No le importaba si nos veíamos reducidos a vivir en una sola
habitación, decía, mientras nos tuviéramos el uno al otro. Agnes era capaz de
reír incluso en los peores días, y cogerme de la mano y mostrarse optimista
pensando en el día de mañana. Ella... Agnes.. es toda mi vida. no hubo nada
antes de ella. No habrá nadad después de ella. Tenga piedad de mi, pues,
intente comprender, déjeme ir y olvídese de que estuve aquí jamás...
Se movió hacía la cortina, extendiendo las manos como un mendigo.
¿No comprende? Se lo hemos ocultado todo a Agnes. Les obligué a
prometérmelo. No lo sabe. Y cuando yo... cuando haga lo que debo hacer... no
lo sabrá jamás, ni en esta vida ni en la otra. Jamás conocerá el dolor.
Hacía ya tres meses que el sol parecía haberse puesto para él, tres meses
que llevaba contando los días, cuyas noches no habían sido horas de
descanso a menos que se atiborrara de sedantes, cuyos días habían carecido
de luz, y de sonido de voces, sólo un maldito silencio, y todo había sido como
una horrible pesadilla de la que no podía despertar, y todo cuanto se movía en
el mundo en torno a él se había hecho irreal, una sombra sin significado, y
todos los momentos habían sido como la renovación de una constante muerte.
Hasta el olor, el gusto, la vista de la vida era como de un cementerio lleno de
muertos que se movían espasmódicamente, carentes de volición. Había
conocido la muerte en aquellos tres meses en todo su cuerpo, en sus inquietos
pensamientos, en sus locuras repentinas, sus noches de terror, sus días
ciegos, su anhelo de creer en Dios para poder odiarle.
¿Qué te pasa cariño? le había preguntado Agnes con ansiedad .
Pareces enfermo. Apenas duermes por la noche.
Nada, nada había contestado . No debes preocuparte. Es que pasa
algo en la fábrica y...
Siempre pasa algo había dicho ella con una sonrisa , y lo has
superado docenas de veces. Bueno, quizá necesites un tónico. El que el doctor

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me dio hace tres meses me ha ayudado mucho. Ya recordarás que delgada me


había quedado y que débil.
Pero ahora, día a día, enflaquecía y se cansaba más. Ahora le mentía par
que él no se preocupara por ella. Pronto empezaría el dolor, ese dolor mortal e
implacable que no mata, limpia y misericordiosamente, de una vez. Pero él no
deseaba que le ocurriera a ella.
“¿Quién te ha dado el poder de la vida o la muerte sobre otro, o sobre ti
mismo?”
en su angustia ya no se preguntó si había oído aquello o si sólo imaginaba
que lo oía. Dijo:
Yo me lo di, pues tengo el poder de la voluntad y la decisión, que se
reserva a un hombre y yo soy un hombre. No me hable de moralidad o
inmoralidad, de pecado o de castigo. No existen. Yo no elegí nacer. Pero puedo
elegir cuándo morir.
“Entonces Agnes debería tener el mismo derecho. Tu no deberías
tomártelo. Quizá ella prefiera vivir todo lo posible... contigo. ¿Cómo sabes
cuánto dolor podrá soportar esa mujer valiente y amorosa? ¿Es acaso un
animal sin inteligencia al que tienes derecho de exterminar? Ella jamás te lo
perdonaría.”
No lo sabrá nunca, porque en la tumba no hay recuerdos.
“¿Quién te lo ha dicho?”
Se puso en pie ante la cortina y alzó la mano como para golpearla en su
angustia.
Mi razón me lo dice.
“¿Y quién te ha dicho que tu esposa no sabe que pronto morirá?”
La terrible pregunta, o pensamiento, fue como una explosión de fuego en
su mente, un fuego ardiente y devorador.
—¡No lo sabe! Nadie se lo ha dicho. ¡Es imposible que lo sepa!
La blanca habitación estaba muy silenciosa. ¿Lo sabía Agnes? ¡No, no!
Pensó en ello frenéticamente. Empezó a recordar pequeños detalles que apenas
había observado en su momento. Agnes leyendo, luego dejando caer el libro en
el regazo y mirando al espacio con ojos muy quietos y soñadores. Agnes
cogiéndole la mano de pronto y sonriendo como si le pidiera algo. Él pensaba
que estaba tratando de "animarle" para algún problema "de la fábrica". Agnes
arrodillándose junto al lecho no sólo antes de acostarse, sino a veces en las
oscuras horas de la madrugada. Él pensaba que rezaba como suelen hacer las
mujeres maduras en las noches de insomnio... recordaba eso mismo de su
madre. Agnes quejándose silenciosa de pronto y mirándole, y, a pesar de su
sonrisa, sus ojos se llenaban de lágrimas. Él había pensado que recordaba a
Pat. Agnes paseándose sola por el amado jardín, sin pedirle que la acompañara
como hacía generalmente, e inclinándose a tocar una flor o alzando la cabeza
para estudiar el cielo de la tarde, perdida en pensamientos desconocidos para
él. Agnes levantada al amanecer y de pie en el césped viendo salir el sol en el
cielo gris azulado de la mañana. Agnes durmiera do con el rosario entrelazado
en sus dedos. Agnes exclamando de pronto: "Qué mundo tan hermoso! ¡Debe

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ser un reflejo del cielo!" Él había sonreído con indulgencia al oírla, pues no
había nada más que este mundo.
Y todo esto había comenzado apenas hacía tres meses. Alguien le había
traicionado, alguno de aquellos embusteros doctores...
"El alma lo sabe."
¡No existe el alma! —exclamó, dominado por el
terror y el sufrimiento.
Le sobrecogió un horrible pensamiento. ¿Sería posible que Agnes lo supiera
y no quisiera amargarle permitiéndole saber que no lo ignoraba? ¿Quería que
él creyera que no sabía el horror que la estaba matando? ¿Cómo explicar, si no,
tantas cosas que le habían desconcertado? ¿Que le mirara con piedad y
ternura? ¿Que su boca temblara con palabras reprimidas? ¿Y sus incesantes
sugerencias de la bondad de Dios, de la voluntad de Dios? ¿Y su ansiedad por
él? ¿Y su insistencia de que asistiera a misa con ella. (Él siempre se había
negado, aunque amablemente.) ¿Y los besos tímidos y repentinos, el modo de
abrazarse a él? ¿Y las manos en sus mejillas, acariciándole con urgencia,
como si estuviera tratando de comunicarle con su carne las palabras que no
se atrevía a decir?
—¡Oh, no! —gimió—. Puedo soportarlo casi todo
menos que Agnes lo sepa.
Si lo sabía, entonces era posible que ya sufriera intensos dolores y no se lo
hubiera dicho porque, claro, no quería angustiarle. ¡Qué sola debía sentirse...
si lo sabía! Y entonces le acometió el devastador pensamiento de que estaba
privando a Agnes de su último consuelo, de la total comunicación con su
marido, una larga y amorosa despedida, una esperanza final. Él sólo había
pensado en la terrible desolación de su propia vida cuando ella muriera, el
camino pedregoso, las horas, las semanas, los días sin luz, los años sin signi-
ficado que tendría que recorrer solo...
"Sólo pensabas en ti mismo."
"Sí —se dijo con la vieja angustia de siempre—. Ni siquiera fue el dolor de
Agnes el que me destrozaba cuando murió Pat. Sólo mi propio dolor." Sin
embargo, ella era la madre de Pat. Él había creído que la fortaleza de Agnes se
debía a la locura de la fe; había pensado que ella, Dios le perdonara, era
menos sensible que él. Cuando después su esposa hablaba de Pat
con cariño y serenidad, había pasado por momentos de furiosa amargura
creyendo que ella había amado a la niña menos que él, y había
experimentado cierto resentimiento. ¿Era posible que Agnes creyera realmente
que Pat estaba aún cerca de ellos, y segura con Dios, y que su marido
necesitaba el consuelo de su esposa y no sus lágrimas? Sí, era más que
posible. Era cierto. No lo dudaba, ni lo discutía ahora. Era muy cierto.
Entonces, le había privado de consuelo después de la muerte de Pat. Y la
estaba privando ahora del último consuelo de su vida con su silencio. ¿Qué
pensaría Agnes de él, un hombre sin fortaleza, sin fe, sin valor? Estaba
seguro de que ella no le despreciaba. Quería ayudarle como una madre
ayuda a su hijo. Pero era una mujer, y necesitaba a su marido.

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Recorría sola las ultimas jornadas de su vida y en silencio, porque él había


creído que así la cuidaba mejor. Pero en el matrimonio no debe haber
secretos; el marido y la mujer son uno y deben compartirlo todo, la vida y la
muerte, la esperanza y el dolor, la reunión y la separación. Había condenado a
Agnes a morir sola. Tanto si él elegía la hora de su muerte como si al fin
moría de su enfermedad, estaría sola, entraría en la oscuridad sin la última
amorosa seguridad y fe. Para una mujer como Agnes, eso era peor que cual-
quier sufrimiento físico. Estar sola.
—Yo pensé —dijo en voz alta, en la profundidad de su nueva humildad y
desesperación— que únicamente era yo el que marchaba solo, soportándolo
todo. Y, en estos treinta y dos años, Agnes ha estado sola también, porque yo
nunca le pedí que caminara conmigo. Yo sólo estaba tratando de evitarle un
sufrimiento.
Sin embargo, nada le había evitado. Y Agnes había sufrido además el
añadido tormento de guardar silenció ante un hombre que no le hablaba...
por su terco amor y orgullo.
_ Que Dios me perdone —dijo en la habitación
blanca y azul. Comprendía ahora por qué Agnes había ido allí. Había sido por
él, porque no quería hablar con el sacerdote de la parroquia. Había ido en
busca del valor y esperanza que su marido le negaba. Porque 1 le había
negado una parte necesaria de la vida: el olor, la lucha, la desesperación. Se
había creído único entre los hombres por la desgracia. ¿Qué sabía realmente él
de las angustias particulares de sus amigos y vecinos, a despecho de sus
sonrisas y su conversación casual? Les había juzgado únicamente por su
aspecto. Y ahora comprendía que todos los hombres son uno, y sufren lo
mismo en diversos grados. Y los que sufrían muy poco... ¿qué sabían de la
vida, de la victoria y la exultación, de una alegría extraordinaria y del
vencimiento triunfante? Ellos eran los verdaderamente pobres.
—He vivido una vida egoísta —dijo al hombre tras la cortina—. He vivido
amargamente, tercamente. Jamás permití que una herida se curara por sí
misma. La mantuve sangrante. Soy un cobarde
En una ocasión Agnes le había dicho, después de un cínico estallido por
su parte a propósito de la religión:
—Yo sé que mi Redentor vive.
Él se había reído y le había dado unos golpecitos en la mano, al modo que
un padre acaricia a un niño que afirma apasionadamente su fe en un lindo
cuento de hadas. ¡La fe de las mujeres! Que las pobrecitas la disfrutaran, si
con eso alimentaban sus sueños y fantasías. Ellas no sabían nada de la
realidad.
—Yo era el que no sabía nada de la realidad —dijo—. Ahora sé que yo
creía durante todos estos años. Y pensé que... matando a Agnes y
suicidándome, me vengaría al fin de Dios. Arrojaría nuestras vidas a su
rostro y le defraudaría. Todos los hombres nacen con fe; es parte de nuestra
naturaleza. Cuando la rechazamos realmente rechazamos lo que somos.
Insistimos con petulancia infantil, en que no somos hombres, sólo animales.
Estamos tratando de provocar a Dios...

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toda su vida pasó ante él, el hambre el frío, la rabia, la lucha, la


impotencia, el ansia, el dolor, la desesperación; ahora la vio como una vida
rica, por la que debía sentirse agradecido y feliz... pues se le había dado la
fuerza necesaria para vencer a la desgracia. Los que jamás conocían la
batalla, jamás conocían la victoria. ¡Qué vida tan vacía!
Que Dios me perdone rogó. Apretó el botón junto a la cortina . Padre
bendígame porque he pecado.
Las cortinas se separaron y vio al hombre que le había escuchado tan
pacientemente. No se sintió sorprendido ni asustado. Sólo se arrodilló y unió
sus manos, y por primera vez en muchos años se santiguó e inclinó la cabeza
Sí, tú me das el valor para seguir, como siempre lo hiciste dijo
mentalmente a aquel hombre . Nunca me abandonaste. Yo fui el que te
abandonó, en mi resentimiento infantil. Tu me lo perdonaras todo.
“Ahora puedo volver a casa y a Agnes y decirle que lo sé. Puedo darle el
consuelo que jamás le di antes. Ya no estará sola. Va a ser terrible para mi
cuando ella sufra, pero estaré allí para ayudarla a soportarlo. Trataré de tern
su propia fe y su valor. No será fácil. Los hombres no se transforman en un
instante. Pero, con tu ayuda, perseveraré. Incluso podré vivir con cierta
serenidad cuando Agnes se vaya...contigo. Con tu ayuda.
“Pero tu tendrás que decirme una y otra vez que la separación no será
para siempre. Tu me dirás, como mi esposa trató de decirme, que mi
Redentor vive.
Cuando salió a la luz del sol otoñal, quedó anonadado. Ni siquiera se había
percatado de que el verano había terminado ya. Vio los árboles brillantes,
aquellos tonos cobrizos bajo el sol, y la vida entró en sus oídos, y los hombres y
mujeres de la calle ya no le parecieron seres sin vida. Eran humanos de
nuevo, parte de sí mismo, y se preguntó con humildad cuántos de ellos serían
valientes y ocultarían la angustia, la derrota y el dolor bajo un aire enérgico y
de seguridad, y cuántos sabrían que algunos de sus seres amados estaban a
punto de morir, o incluso ellos mismos...
Si podían soportarlo... si un hombre podía seguir viviendo con aquel
horrible conocimiento de sí mismo... entonces él, Francis Stoddard, lo
soportaría también.
Y el hombre que le había escuchado... también había sido un extraño en
tierra extraña, con un acento que invitaba al ridículo. Se habían burlado de él,
le habían despreciado. La multitud se había apartado de él. Había conocido
la pérdida total, el dolor y lo que a muchos parecía la última derrota y
humillación. Había conocido todo lo que los hombres han conocido y
conocerán en la vida. Y de su derrota había venido la victoria... de su
muerte la vida. Sobre todas las cosas había sido valiente, y había
perdonado.
"Pat no está perdida para mí —pensó Francis Stoddard caminando de
nuevo bajo el sol—. Y ¿quién sabe? Quizás, al morir tan joven, no tuvo que
sufrir todo lo que yo he sufrido, todo lo que su madre ha sufrido. Si es cierto
que no alcanzó su total realización, tampoco fue nunca traicionada, ni
experimentó el dolor. ¿Qué me dijo Agnes en una ocasión? Que esta vida es sólo

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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

como la obertura a la verdadera vida, que su mejor sonido y armonía no son de


este mundo. Pero, obertura o no, la música es muy hermosa, aunque en
ocasiones terrible. No, no estoy reconciliado con la idea. ¿Cómo podría
estarlo? Pero al menos no me siento desesperado ahora. Soy un hombre
completo como nunca antes lo fui. Pues en realidad mi Redentor vive y, porque
Él vive, todo lo que yo amo vivirá, y volveré a estar con ellas y esta vez no
habrá separación. Había pensado ir directamente a casa. Pero subió a su
coche y fue en él a la rectoría del sacerdote.

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ALMA CUARTA

EL DESTERRADO

—¿No soy un hombre, como tú eres un hombre? ¿Por qué me niegas


mi manifiesta humanidad? SÉNECA. "Ensayo sobre la humanidad"

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ALMA CUARTA

Suponía que se habían ofendido cuando se marchara de la mesa el almuerzo


tan bruscamente. Había terminado su conferencia con una nota de
desesperación, pero ellos no habían escuchado esa nota. De eso estaba seguro.
Jamás oían nada más que el aplauso de su propia satisfacción y el aplauso de
sus colegas por su “tolerancia” y “liberalismo”. Cuando él había citado a Séneca
preguntando: “¿No soy un hombre, como tú eres un hombre?”, se habían
limitado a asentir solemnemente mirándose unos a otros con grave
asentimiento. Pero seguían ignorando lo que él quería decir.
Y él había citado aquella frase por ellos. No lo habían sabido, o eran
demasiado estúpidos, o estaban demasiado satisfechos de sí mismos para
saberlo. Habían estado aplaudiéndose a sí mismos, como de costumbre.
¡Ególatras! ¡Mezquinos embusteros! Él, Paul Winsor, prefería a los que le
despreciaban abiertamente que a los que le “amaban”. Los que le despreciaban
eran al menos honestos, podía hablar con ellos y convencerles en ocasiones.
Pero los embusteros aduladores eran un peligro mucho mayor para él, y para
todo lo que él era. Provocaban al violento que no puede soportar la hipocresía,
y él no podía soportarla. Que un hombre le odiara; entonces había
posibilidad de conciliación. Pero no podía haber reconciliación con los que le
"amaban", con los que perversamente ; insistían en amarle a su propio modo...
un modo que le daba asco, que le hacía sentirse tan consciente de sí mismo. Y
avergonzado, con una vergüenza que nadie debería hacer sentir a ningún
hombre. Había ocasiones en que ellos le ponían la mano en el hombro y se sen-
tía ultrajado. ¿Cómo se atrevían a tocarle como tocarían a un perro al que no
comprendían pero que deseaban aplacar, o peor aún, deseaban seducir con
un falso afecto? ¿Serían tan condescendientes con uno de los suyos? ¿Violarían
la reticencia con los de su clase, como la violaban con él?
"¿No soy un hombre como tú eres un hombre?" ¡Ja! ¿Acaso era pedir
demasiado el desear que los seres humanos le trataran solamente como un
hombre, no con furioso odio y asco, ni con falso "amor"? Cualquiera de las dos
cosas era un insulto a la humanidad de un hombre, pero esto último era lo
peor, lo peor de todo con mucho.
Paul Winsor, Summa cum laude, Harvard, y la Administración de la Escuela
Comercial de Harvard. Hombre de negocios que, a los treinta y ocho años, valía
medio millón de dólares, cada dólar ganado con sudor y sangre. Cinco
pequeñas fábricas que empleaban a cien personas, más en plena temporada.
Una linda esposa, Kathleen, ejecutivo de su compañía. Dos maravillosos hijos,
Timothy y Ailsa. Orgullosos de él, orgullosos de sí mismos. Ellos no sabían
cuánto se despreciaba él en ocasiones, ni que hubiera algo que despreciar en
él, excepto lo que respondía a la actitud de los otros, especialmente los más
patrocinadores. A partir de hoy debía apartarse de ellos y permanecer entre
su propia comunidad, donde al menos era respetado como un hombre de
negocios inteligente y próspero, y no como un "problema", o una "causa nacio-
nal".' Estaba en el Consejo de la Escuela también, y en el Consejo de su Iglesia,

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y era el encargado de recoger dinero para las obras de caridad. Y pertenecía


asimismo a los Rotarios. (Eso había desconcertado a algunos de los Rotarios
importantes en el almuerzo de hoy. Podía verles tratando de discurrir
furiosamente alguna salida, intentando mostrarse complacidos. Tan for-
zadamente lo intentaban que no se les veía complacidos en absoluto.) Su
nombre figuraba en el Quién es Quién de América por su invento de la
máquina que hiciera posible su negocio. El año anterior, la compañía de la
que era presidente había ganado casi dos millones de dólares. Todo un logro
para el hijo de un pobre ministro.
Sólo el único judío del grupo de invitados le había mirado con amarga
comprensión cuando él preguntara "¿No soy un hombre, como tú eres un
hombre?" Sólo el judío no había asentido con ojos solemnes, la boca torcida
hacia abajo y aire de mansedumbre. El judío había sonreído débilmente, y
también con cierto sarcasmo. Paul Winsor se arrepentía ahora de haberse
marchado tan bruscamente después del almuerzo en el hotel; quizás hubiera
podido tener una conversación irónica y confidencial con el judío. Y pro-
bablemente, lo mejor de todo, alguna amarga risa entre miradas de
complicidad. También había habido allí otro que quizá hubiera tenido algo que
decir en privado: un viejo sacerdote irlandés con un acento que cortaba como
un cuchillo. Había pronunciado la oración inicial. Los miembros del Club del
Almuerzo eran muy tolerantes. Traían a un clérigo de distinta fe para cada
almuerzo. El sacerdote, un hombre viejo, grande y rudo, con rostro de
luchador y ojos de místico, tampoco se había sentido demasiado cómodo.
Ante la pregunta de Paul había fruncido el ceño, como si la frase fuera un
desafío y el sacerdote creyera que, en aquel caso, no debía haber un desafío en
absoluto. Pero lo había.
Justo antes del almuerzo se había asomado a la ventana y había visto, en
medio de aquel congestionado vecindario, varios acres verdes de césped
maravillosamente cuidado, a la sombra de unos árboles en sus gloriosos
colores otoñales, dorado, castaño, rojo fiero, pálido amarillo. Un parque
encantador. Había distinguido caminos serpenteantes de fina grava, y grutas, y
bancos de mármol repartidos aquí y allá, y una fuente o dos de agua
saltarina. En el mismo centro, en una pequeña colina se alzaba un magnífico
edificio blanco, bajo y alargado, como un templo griego. Había preguntado a
otro individuo qué era aquello. "¡Oh!", había contestado éste con despectiva
indulgencia, "lo llaman santuario. Una especie de capilla o ermita, construida
por un viejo abogado fanático de antes de mi época. Creo que mi padre le
conoció. Yo nunca le he visto de cerca. Es una especie de vergüenza para la
ciudad, aunque se supone que es algo religioso. Resulta sorprendente que el
clero no ponga objeciones. Podría preguntar al sacerdote que estará en el
almuerzo hoy, ¿cómo se llama?... No lo sé. Siempre traemos un clérigo
distinto. Quizás él pueda decírselo".
Paul había interrogado al sacerdote justo antes del almuerzo. El viejo le
había mirado con sus ojos grises, pequeños, pero muy brillantes. Pareció
vacilar. Al fin había dicho: "No es una ermita, ni una capilla. Nuestra ciudad se
enorgullece de él. Hay unas palabras doradas, en arco sobre la entrada. EL
HOMBRE QUE ESCUCHA. Se alza ahí desde hace muchos años, incluso antes de
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que yo viniera a esta ciudad. Creo que hay... un hombre... que escucha a la
gente, sus problemas, sus preocupaciones. A los desarraigados, también a los
que tienen miedo. Gentes que viven fuera de la religión organizada, algunos de
ellos. Muchos han venido a mí después de visitar el santuario." De nuevo había
vacilado. "Algunos habían estado a punto de suicidarse. Él... el que está ahí...
les había ayudado. Luego habían acudido a mí, o a otro clérigo." El sacerdote se
alejó.
El hombre que. escucha. ¿Quién escuchaba en estos tiempos, en estos
días ruidosos, satisfechos, prósperos, opulentos, dinámicos? Todo el
mundo hablaba ruidosamente, pero nadie escuchaba a nadie/ Paul
Winsor se sentía intrigado. Había seguido mirando hacia el santuario
hasta que llegó la hora del almuerzo. El hombre que escucha. ¿Un clérigo,
un doctor, un psiquiatra? Debe ser un tipo raro en realidad, si puede
dejar de hablar el tiempo suficiente para escuchar a alguien. Porque en
estos tiempos nadie escucha a nadie, sino a sí mismo.
Paul se había olvidado por completo del santuario cuando empezó el
almuerzo. Se había sentado a la derecha del presidente, un hombrecito
delgado, huesudo, con ojos fríos y acuosos, una boca viciosa, modales
impecables, mirada alerta, cabeza gris y voz aguda y penetrante. Un
caballero muy cortés en todos los aspectos. Paul era el orador del mes. Su
tema había sido "Los problemas del hombre de negocios en una economía
controlada". El presidente había dicho:
—Sí, eso es muy importante, teniendo en cuenta la burocracia de
Washington. Pero, y espero que no se sienta ofendida por ello, nos ha
decepcionado un poco su elección del tema, pues habíamos confiado en
que nos daría una charla sobre la intolerancia racial y los derechos
civiles. Desde su punto de vista, naturalmente.
Paul había fruncido el ceño:
—¿Mi punto de vista? Es un punto de vista humano, eso es todo, con
un amplio marco de opiniones diferentes. ¿Por qué mi punto de vista ha
de ser distinto del de los demás?

El presidente le había mirado con asombro:

—Usted es de Georgia, ¿no?

—Sí. Allí tengo mi fábrica, y allí vivo con mi familia —sintió que la
frente le ardía y se le ponía tensa—. Empleo tanta gente blanca como de
color, por supuesto. Y nunca he tenido problemas. Hasta hace muy poco.

Había mirado aquellos fríos ojos azules, y los fríos ojos azules le
habían devuelto la mirada, y fue como si unos luchadores se enfrentaran
en mortal combate.

Había continuado amargamente:

Hasta que los agitadores profesionales trataron, de arruinarlo todo.


Gentes que tienen su propia misión siniestra.
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El presidente había dicho, con hielo en la voz:


—Yo no la llamaría siniestra. Permítame un consejo: No se meta con eso
en su conferencia. Limítese a su guión —y la sonrisa que acompañó a sus
palabras había sido sencillamente malévola.
Pero Paul, sintiéndose enojado como pocas veces en su vida, no se había
limitado al guión, y había iniciado la conferencia con las palabras de Séneca
dirigiéndose a todos aquellos defensores del amor fraternal: "¿No soy un
hombre, como tú eres un hombre! ¿Por qué me niegas mi manifiesta
humanidad?
Hacía la mitad de su apasionada y furiosa disertación era ya obvio
que sólo el judío, y probablemente el sacerdote, habían absorbido realmente
lo que les había estado diciendo. Los otros, como de costumbre, habían ido
reinterpretando rápidamente sus palabras mientras él hablaba para
adecuarlas a sus propios prejuicios, ideas y convicciones... ¡sus mentirosas,
hipócritas y egoístas convicciones! Sus astutas convicciones. Ni siquiera le
habían oído porque estaban muy ocupados tratando de adaptar sus
palabras a su propio y férreo marco de referencia, para poderlo digerir y
aceptar personalmente en el contexto de sus creencias adquiridas, tan
populares en estos días y tan ensalzadas en los periódicos y revistas más
"liberales".
¿Qué le había dicho su padre en una ocasión?:
"No hay nada que resulte tan odioso como ver su hipocresía públicamente
denunciada, o denunciada incluso sólo ante sí mismo. Evita a los
hipócritas, Paul. Te sacarán los ojos y el hígado sino, andas con cuidado"
Algunos hombres, en aquel almuerzo, habían comprendido al fin lo que él
quería decir. Y le habían mirado con odio, el odio del fariseo que intentaba
ocultar su fariseísmo bajo el espejuelo del amor fraternal y la igualdad. Pero
los otros que habían asentido solemnemente..., ¡malditos sean!, no le habían
comprendido en absoluto. Eso aún le resultaba peor que lo de los fariseos.
No había habido solicitud de coloquio. Incluso los idiotas habían
comprendido con cierta inquietud que las respuestas podían ser demoledoras.
Por tanto él se había separado de ellos con una vaga excusa. Probablemente
aún estarían esperando que volviera del lavabo de caballeros.
Pero allí estaba, caminando lentamente por un sendero de grava hacia el
santuario. El hombre que escucha. Otro hipócrita de charla dulzona y vacía, de
dulces palabras de consuelo y vagas respuestas: "Hijo mío, entiendo tu
problema y lo lamento. Pero recuerda. Todos somos uno en Dios."
"Con que sí, ¿eh?", se dijo Paul, odiando ya al hombre que escuchaba. Si
eso es verdad, entonces hay algo que va terriblemente mal. Con seguridad
que Dios prefería a sus santos —si es que había Dios, después de todo—, a
monstruos en forma humana, sin importar la raza o el color, o la religión. Con
seguridad que Dios, aunque su padre había dicho que Dios no era un
aceptador de personas, sentía un amor es-
pedal por aquellos que le servían con generosidad y esperanza. ¡Con
seguridad que Él no habría mirado a Hitler o a Stalin o a Khrushchev con el
mismo amor con que miraba a los hombres sanos y justos!

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¡Sin duda que Dios habría mirado a un hipócrita con odio! Sí, Él les había
dicho con ira y repulsa: "Mentirosos, hipócritas". O al menos su padre se lo
había dicho, cuando les leía la Biblia a sus hijos cada noche.
Paul quedó ahora en pie ante las puertas de bronce del santuario.
—Hola, hipócrita —dijo—. Te conozco, a ti y a toda la especie de clérigos.
Me darás amor instantáneo y comprensión para acabar, como casi todo el
mundo, demostrando odio y animosidad. Me ofrecerás los mismos tópicos
antiguos y repugnantes, la misma vieja jerga liberal. No me mirarás como a
hombre, sino sólo como un problema. Y arrojarás tu aceite aromático sobre
mí hasta que...
Abrió de par en par la puerta. Un viejo con un bastón entre las manos era
el único presente en la sala de espera, un viejo con gafas oscuras, hundido en
la tristeza. La hermosa sala de espera resultaba fresca y acogedora, en
contraste con el cálido día otoñal del exterior. Paul se sentó a distancia del
viejo, pero éste le miró a través de sus gafas de sol. Paul se enderezó. Sabía
que era un hombre joven, alto, delgado, de buen aspecto, de rostro erudito
aunque fuera de hombre de negocios. Pero eso no contaba. Nunca contaba. El
viejo dijo:
—Espero que él pueda ayudarme. ¿Cree que lo hará? —su vieja voz
temblaba.
Paul quedó sorprendido. Esperaba una observación (siempre escuchaba
alguna observación), pero no aquella. Sintió un estallido de gratitud y
contestó:
—Espero que sí.
Hizo una pausa. Luego añadió:
—Por eso estoy yo aquí también —quedó sorprendido ante sus propias
palabras.
El viejo inclinó la cabeza.
—Todos tenemos nuestros problemas —dijo.
"Una observación carente de toda originalidad", pensó Paul.
—Ahora bien, mi problema —siguió el viejo— es que estoy casi ciego. Voy a
perder incluso la poca vista que me queda, según dicen los médicos. ¿Cómo po-
dré soportar el quedarme ciego?
"De modo —pensó Paul—, que ésta es la respues-ta. Ni siquiera me ve."
—Puede haber ceguera de la mente, aparte de la del cuerpo. ;Cuál es la
peor?
El viejo le sonrió amablemente.
—Ya comprendo. Puedo verle, ¿sabe? Aún no he perdido la vista del todo. Y
creo que sé por qué está aquí. No importa. No me parece justo interferir en los
problemas de los demás. Eso es lo que hace todo el mundo en estos tiempos.
No hay forma de que le dejen a uno solo.
Paul no era un hombre emocional. Había heredado una serena reticencia de
sus antepasados ingleses, una helada independencia, un cortés
distanciamiento. (Uno de sus antepasados había luchado con George
Washington, y fue más tarde Secretario del Tesoro.) Pero se sintió
profundamente conmovido ante las palabras del viejo. Ésa era la misma raíz
del problema. "En estos tiempos no le dejan a uno solo." Interferían, hundían
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sus dedos descarados en las úlceras más sensibles del espíritu que sufre todo
hombre; curioseaban y curioseaban, exigían, con insistencia grosera, que
uno les contara sus pensamientos más secretos. Se sentían insultados si
uno se reservaba las cosas para sí e insistía en su aislamiento. Todo el
mundo debía compartir en estos días. Había que exponer indecentemente toda
intimidad a los ojos más desvergonzados. Había que ser acogedor y
extrovertido. Especialmente si uno era como Paul Winsor.
El viejo seguía hablando:
—Verá, soy un artista. Yo creo, si se puede llamar así, modelos para
alfombras y tapices. ¿No es eso ser artista, en su opinión? Pero he ganado
mucho dinero, de modo que no tengo que preocuparme por verme en la
miseria y sometido a todos esos que tanto se ocupan en amar a todo el
mundo, los asistentes sociales. Lo que me molesta es que ya no podré ver el
color del mundo, ni sus formas. Cada mañana —confesó con hermosa
sinceridad— contemplo el amanecer. Una mañana vi surgir el sol, en invierno,
contra un cielo frío y oscuro. Una corona de fuego escarlata, una auténtica
corona, como la de Titán. Era... bueno, era la corona de Dios sobre la
completa oscuridad. Y, por primera vez en mi vida, dije al verlo: "¡Buenos días,
Padre!" No soy un hombre religioso. Sinceramente, soy agnóstico, siempre lo
fui. Pero algo me sucedió entonces, cuando vi aquella corona escarlata de
fuego. Creo que empecé a creer. Me sentí completamente feliz por primera vez
en toda mi larga vida. Y ahora, con toda seguridad, voy a quedar ciego y ya
no veré nada más.
Paul no recordaba la última vez que había sentido
acudir las lágrimas a sus ojos. Se alegró de que quizás
el viejo no las viera. ¿Qué podía decir? ¿Qué era su
problema comparado con éste, un hombre que amaba
el color y las formas y que jamás los vería de nuevo?
¿Qué podía decirle?
—Me avergüenzo de mí mismo -—fue lo único que se le ocurrió.
¡Qué cosa tan ridícula! Pero el viejo asintió gravemente:
—Supongo que todos podríamos decir eso, si fuéramos honestos.
Sonó una campana. El viejo empezó a levantarse.
luego vaciló. Paul acudió a él inmediatamente, le ayudó y le puso el bastón en
la mano.
—Gracias —dijo el otro—. Aunque no me gusta que me ayuden. Y supongo
que nunca me gustará.
—Miró a Paul con ojos agudos—. Ni a usted tampoco. Pero ¿qué importa?
Voy a entrar allí para preguntar a ese hombre cómo podré vivir cuando
quede ciego. ¿No cree que un hombre como yo debería elegir la hora de su
muerte en vez de aguardar sin esperanza?
Paul se había hecho la misma pregunta mil veces con amargura y cólera.
—No lo creo —dijo, sin embargo—. Si hay alguna razón en el universo,
entonces tenemos una razón para estar aquí.
"Embustero, hipócrita —se dijo a sí mismo—. Sólo estás echando sobre él el
mismo ungüento que han arrojado sobre ti."

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El viejo se rió brevemente y agitó la cabeza. Pero no puso objeciones


cuando Paul le dirigió hacia la puerta de la otra habitación.
—Buena suerte —dijo a Paul, y sin saber por qué éste se acordó de la
irónica sonrisa del judío en el almuerzo. La puerta se cerró tras el viejo y Paul
se sentó de nuevo. Experimentaba ahora una curiosa agitación, una agitación
sin nombre, una turbación del espíritu con la que no estaba familiarizado.
Como hombre controlado, como caballero, se sintió enojado. Cogió una revista
y empezó a leer. Pero todo lo que conseguía ver impreso en la página eran las
palabras del viejo: "En estos tiempos no le dejan a uno solo." ¡Oh, malditos,
malditos]
Tras un rato la campana sonó suavemente y Paul alzó la vista de su
ensimismada contemplación del suelo. Se levantó y fue a la puerta del fondo.
Se detuvo, vacilante, con la mano en el tirador. ¡Qué estupidez todo esto! Se
preguntó qué palabras de consuelo habrían ido a caer sobre la trágica cabeza
de aquel viejo.
¿Habrían sido tan pobres que ya se había ido a su casa a matarse por puro
disgusto, o se hallaría ahora más sereno? Pero, vamos a ver, ¿para qué había
venido el mismo Paul Winsor? Soltó el tirador de la puerta y casi giró en
redondo. La campana sonó de nuevo como una voz, de modo que abrió la
puerta y entró en la habitación.
No había señales del viejo. No había allí más que blancas paredes de
mármol, un sillón también de mármol, blanco, y una alcoba cubierta con
cortinas. Muy teatral. Fue hasta el sillón y quedó en pie tras él, sus manos
sobre el respaldo. Miró la cortina azul.
—Buenas tardes —dijo con su suave acento meridional.
Nadie contestó. Las cortinas no se agitaron. El blanco silencio de los
muros y el techo le rodeaban. ¿Es que el ministro, o el psiquiatra, se había
tomado un descanso para beberse una taza de café, o quizás una copa a fin de
recuperarse de todas las tonterías que habría dicho al viejo? Bueno, era
comprensible. Y humano. Por muy hipócrita que fuera un hombre habla
fomentos en que tenía como una revelación de sí mismo y le dominaba el asco.
O traducía el odio hacia sí mismo en odio hacia los demás. Paul meditó en el
incontable número de hombres que se habían odiado a sí mismos en él.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
¿Había escuchado un susurro o era sólo el murmullo del acondicionador
de aire? Pero inmediatamente sintió que un hombre aguardaba allí, tras la
cortina. Entonces continuó:
—Soy forastero en esta ciudad y, lo siento, pero no voy a decirle mi
nombre, ni en realidad voy a hablarle mucho acerca de mí. A propósito,
¿puede verme?
Nadie le contestó realmente, pero en su interior pareció que sonaba una
voz, una voz varonil, infinita- mente amable y grave, que decía: "Sí, pequeño".
Ridículo. Sólo se trataba de su imaginación. Kathleen le decía
constantemente que tenía demasiada imaginación. Pero Paul, aunque había
anticipado una respuesta afirmativa, a pesar de la pesadez de las cortinas
que lo ocultaban todo, había imaginado de antemano un patrocinador: "Sí,
hijo", o lo que era aún peor: "Sí, muchacho".
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Pero nunca "pequeño". Sólo sus padres le habían llamado así en tono
cariñoso, o cuando le reñían, o cuando se impacientaban con él. "Pequeño".
Un niño pequeño es algo universal, que sufría dolor y ultraje. El ultraje. Eso
era peor que el sufrimiento. De cualquier modo siempre era peor que el
dolor, una ofensa a lo que uno realmente era.
—Mi problema —dijo Paul sintiéndose a la vez estúpido al hablar de aquel
modo formal— no es realmente nada comparado con el de ese viejo, el que
acaba de salir. Espero que pudiera consolarle.
Sintió una afirmación y una ternura. ¡Oh, aquella imaginación suya! Dejó
el respaldo del sillón, pasó ante él y se sentó. Colocó sus manos,
hermosamente formadas, sobre sus rodillas como si estuviera a punto de
dirigirse a su cámara de directores y, mientras tanto, evitara los ojos
divertidos de Kathleen.
—Verá —dijo con aire pedante, escuchando sus palabras mesuradas y
creyendo ver la mirada burlona de su esposa—, nadie me trata como
hombre estos días. En tiempos, algunos lo hicieron. Pero ya no. Ahora me
miran con odio, o con su infernal "amor". Yo creo que prefiero el odio. Al
menos es honrado, y en ocasiones puedo vencerlo. Cuando yo era más
joven y estaba en el colegio, mis profesores me trataban como a todos los
demás. Si fallaba en alguna prueba me reñían. Si pasaba otras, y a la cabeza
de la clase, me felicitaban. Estaba en el equipo de la escuela superior en
Georgia, en atletismo, y, si actuaba bien, pues de acuerdo, era bueno. Si
actuaba mal, entonces me maldecían en términos muy claros.
"Ahora todo ha cambiado. Voy al norte, y cualquier estúpida observación
que salga de mis labios —y yo no soy aficionado a las observaciones estúpidas,
puede creerme— es recibida como si fuera la Sagrada Escritura. Pero no es
eso lo que quería decirle.
Se detuvo, miró la cortina, sin advertir la profunda desesperación en sus
ojos.
—¡Soy un hombre! Es cierto que soy hombre de negocios y que tengo éxito.
¡Pero soy hombre por derecho propio! Eso es lo que se me niega en estos tiem-
pos. No soy sólo un hombre de negocios. Ésa es mi vocación, pero me
interesan además miles de cosas. Soy músico amateur, toco el piano, estudié
música entre otras cosas. Y mi esposa Kathleen tiene una hermosa voz. Ella
canta cuando yo toco. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puedo hacérselo entender?
Apretó las manos con fuerza, aquellos puños impotentes que tan a
menudo apretaba.
—Amo la escultura. Incluso he probado a esculpir en ocasiones. Amo la
arquitectura. Yo mismo diseñé nuestra casa en Georgia, aunque no soy
arquitecto. Amo los clásicos. Amo el arte antiguo y el teatro, especialmente la
tragedia —se detuvo—. Vengo de un pueblo trágico. La tragedia no es
intrínseca en nosotros, ¿sabe? Son los demás los que nos han hecho trágicos.
"No importa. Verá; yo viajo mucho. No se pueden conseguir vendedores
decentes en esta época de riqueza, así que realizo muchos viajes
personalmente. Conozco personas interesantes —hizo una mueca—. Pero ¿cree
que puedo hablar con ellos de música, de literatura, arte, ciencia, teatro,
ballet, los sucesos humanos, la historia? ¡No! ¡Maldita sea, no! Intento hablar
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con ellos de hombre a hombre. ¡Pero no me dejan! O me miran con


impaciencia, o se sienten desconcertados.
Todo lo que quieren discutir conmigo es... la raza. Los problemas raciales. Me
niegan mi identidad de hombre, con las esperanzas y el amor a la belleza, y la
preocupación por la humanidad, y la historia del hombre, y mi futuro como
hombre. ¿Se da cuenta de cuan terrible es esto¿.. que le nieguen su identidad
de hombre?
Un débil sonido llegó a él, como un suspiro, como una respiración. "Mi
imaginación de nuevo", pensó. Pero en seguida se sintió comprendido. Se
removió inquieto en el sillón.
—Soy un hombre, con la naturaleza humana del hombre. Pero me niegan
esa naturaleza humana, no aquellos que me odian por ignorancia, sino los que
simulan, o creen, que me aman. Pero no me aman como Paul Winsor, un
hombre, con sus propios órganos y sangre, y huesos y espíritu, y esperanza y
desesperación. Me aman como símbolo. ¡Un símbolo de su propio odio,
pervertido o invertido!
"Eso es lo que es en verdad: odio. Usted y yo sabemos que hay poca
diferencia entre el odio y el amor, la divisoria es muy delgada. ¡Pero yo no
quiero ser odiado ni amado! No quiero ser el chivo expiatorio de aquellos que
James Baldwin llamó los "bastardos blancos liberales". No quiero ser su
lindo sacrificio por el perverso odio a sí mismos que llevan en sí, y a través del
cual desean purificarse. Amontonan sus perversidades sobre mí, sus mentiras,
sus hipocresías, me tocan con sus manos obscenas como lo harían con los de
su propia clase. ¡Manoseándome, consolándome! No necesito ser consolado.
Quiero que se reconozca mi naturaleza humana, no con amor, sino con objeti-
vidad. ¿Es demasiado pedir?
"No", dijo la grave voz en su oído. Se sobresaltó. ''Pero a casi todos los
hombres les parece demasiado en estos horribles días", siguió la voz de su
imaginación.
"¡Señor, mi imaginación!", pensó Paul Winsor. Miró sus hermosas manos,
sus negras manos, las manos de un artista sensible, firmes, fuertes y bien
formadas.
—¿Por qué resulta tan terrible que en estos tiempos la mayoría de los
hombres tengan que simular que aman a otros? —preguntó—. Nunca careció
tanto el mundo de amor como ahora, nunca estuvo tan degradado, tan lleno
de odio. Sin embargo, no se puede ir a ninguna parte sin oír hablar de amor,
amor, amor. Como si viviéramos inmersos en un baño de vapor de
amor. Una miasma. Algo que resulta especialmente sofocante para mi pueblo.
Se están ahogando en él, especialmente en el norte. Pero no es amor realmente,
¿verdad? Es odio. Es el convencimiento de la propia virtud del cruel fariseo.
Volvió la cabeza como si se ahogara, su fuerte y hermosa cabeza de
brillante piel negra, el pelo crespo, la barbilla hendida y los pómulos
brillantes.
Y añadió con voz ahogada:
—Pero ¿quién es. mi pueblo? Toda la humanidad es mi pueblo. Yo soy un
hombre. Si otros son hombres, entonces son hombres conmigo. Los que

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niegan mi naturaleza humana, que comparto con ellos, me niegan mis


derechos como espíritu, como mente, como hombre con aspiraciones.
Se puso en pie en creciente agitación.
—¡Pero usted no comprende! ¡Usted me niega, como su propia raza, mi
naturaleza humana, mi naturaleza humana como persona, que es algo
precioso para mí! ¿Qué importa si mi piel es más oscura que la suya, o que
yo tenga un remoto antepasado africano? ¿No soy un hombre, no sangro
como usted sangra, no amo como usted ama y sufro como usted sufre? Soy
un hombre. Hasta hace muy poco fui conocido como hombre. Ahora soy sólo
un problema, un símbolo para aquellos que me aman y que tratan de
explotarme y relegarme fuera de la humanidad por sus propios secretos y
perversos objetivos. Como hombre blanco, ¿cómo puedo comprenderme a mí,
comprender el ultraje de que se me niegue mi naturaleza humana?
Corrió a la cortina y la golpeó con el puño. Le produjo la impresión, a
pesar de su suave textura, de que era de hierro. No sabía que sollozaba
secamente. Entonces vio junto a ella el botón y las palabras que le
informaban de que si deseaba ver al hombre que le había escuchado sólo tenía
que oprimirlo.
—No deseo ver su blanco rostro y oírle llamarme hijo ni escuchar sus
mentiras —dijo con voz amarga—. No quiero su dulzón amor. Usted no me
hablará de hombre a hombre. No está interesado. Me hablará gravemente de
racismo hasta que yo me estremezca de vergüenza por usted y por mí mismo.
No dirá una palabra sobre nuestros mutuos intereses humanos ni sobre
nuestra común humanidad.
Tenía el puño cerrado de nuevo. Golpeó el botón con él. Las cortinas se
corrieron pesadamente, como si un gran dolor se ocultara tras ellas. Y
entonces, a la luz de la suave y pura luz, vio al hombre que le había
escuchado, el hombre en agonía, el hombre amoroso que le miraba con dolor
y apasionada comprensión.
Paul alzó lentamente la mano y se cubrió con ella la boca, la temblorosa
boca.
—No —susurró—. No creía en ti. No creía una palabra de lo que dijiste. Mi
padre sí creyó. Él murió de hambre, y murió lentamente. Él te amaba. Decía
que tú fuiste un hombre, como lo era él. ¿Es así como le pagaste?
Se volvió y se dirigió de nuevo al sillón. Quedó en pie tras él apoyadas las
manos en el respaldo. Sus ojos se cruzaron con los del hombre que le había
escuchado en su angustia. Durante largo tiempo se contemplaron en silencio.
Al fin, Paul apartó la cabeza.
—No, no, no...
Sentía una presencia en la habitación que le envolvía, fuerte, poderosa,
varonil, la presencia de un padre.
—También a ti te negaron la naturaleza humana, ¿verdad? —dijo—. O bien
eras un símbolo para su amor sensiblero o no eras hombre en absoluto. O te
apartaban enteramente de la humanidad o no existías. Lo mismo que yo, en
estos tiempos, me veo apartado de la humanidad, o negada mi existencia
como legítimo americano de piel negra. Un símbolo o nada. Un objeto de

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insano amor, lo que supone un insulto a mi inteligencia, o una señal de


desprecio.
Era el frescor de la habitación, naturalmente, lo que hacía que sus ojos se
humedecieran. Se los secó sencillamente con el dorso de la mano, como un
niño herido.
—Mi esposa Kathleen y mis hijos. Mis hijos especialmente. ¿Qué va a
pasarles? Jamás fueron tratados en sus jóvenes vidas como yo fui tratado en
Georgia; como ser humano. Quizá se trasladen al norte, donde serán
glorificados como algo superior hasta que su flagrante naturaleza humana se
asegure... ¡y entonces serán odiados por atreverse a ser humanos! Tampoco
en el sur ahora, ni en el norte, serán aceptados simplemente como hombres,
buenos o malos, inteligentes o estúpidos, interesantes o aburridos. Sólo
aceptados. No serán hombres a los que se castiga si obran mal, o se les
premia si obran bien. No serán apreciados por sí mismos, sin que se les
concedan privilegios especiales o se les escuche abyectamente, para verse luego
rechazados cuando muestren lo que hay de humano en ellos, lo que es común
a todos los hombres.
Miró de nuevo al hombre que le oía y que le miraba con angustia y
poderoso amor.
—Tú y yo tenemos mucho en común, ¿no es cierto? Tenemos un espíritu
inmortal y nuestra naturaleza humana estrechamente unidos. La humanidad
rechaza
una parte de nosotros para siempre, ¿no es verdad? ¿Por qué no pueden
aceptarnos? ¿Sencilla y honradamente?
"Algún día, quizá", dijo la voz profunda y varonil.
¡Su ridícula imaginación! El hombre que le escuchaba no se había movido
en absoluto, ni había hablado. ¿O sí?
Pero inmediatamente sintió Paul Winsor que algo surgía en él, un don de
hermandad, una luz del espíritu, una comunidad de ser. Se puso en pie
lentamente y fue al hombre. Era muy alto, pero tuvo que alzarse de
puntillas para tomar la mejilla del hombre.
—Hermano —dijo. Aguardó. Los grandes ojos le sonrieron—. Hermano —
repitió—. ¡Hermano!
Por primera vez en su vida Paul sintió que aquella palabra tenía auténtico
significado, que no formaba parte de los tópicos usados por todos al dirigirse a
él, que no era una mentira humillante, ni una aseveración falsa nacida del odio
vergonzoso, ni una condescendencia de la boca del hombre blanco que
simulaba ¡igualdad y amor fraternal porque era un mentiroso.
Aquí había uno que le aceptaba con amor, como de hombre a hombre,
digno de amor como ser humano, como alma humana. El hombre le amaba.
No como un Caín disfrazado de Abel para sus propios propósitos. Le amaba
por lo que compartían juntos en cuerpo y espíritu, con destino inmortal.
—Mi Dios —dijo Paul—. Mi Dios al que amo. Con tu ayuda lo soportaré.
Nosotros juntos venceremos el falso amor y el furioso odio, y las mentiras e
hipocresías. Lo soportaremos juntos por toda la eternidad. Y quizás, en
algún siglo lejano, nuestros hermanos nos hablarán como a hermanos y,
finalmente, seremos conocidos por lo que somos.
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ALMA QUINTA

SOLO UN MUCHACHO

«Cíñete los lomos y respóndeme.» JOB, 38: 3.

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ALMA QUINTA

Entró sonriendo alegremente en la sala de espera, caminando con su


habitual insolencia juvenil, esperando que todos los ojos se volvieran a él con
indulgencia y, sobre todo los de las mujeres, con aprecio. Pero nadie pareció
darse cuenta de que había entrado. Su sonrisa se desvaneció e hizo una
mueca. Lo que él había sospechado: viejas aburridas y viejos decrépitos...
excepto aquella joven, al fondo, con el elegante traje de verano. Se sentó junto
a ella, dispuesta la sonrisa, humedeciéndose los brillantes dientes de los que
se sentía tan orgulloso. La muchacha ni le miró. Y no es que no le hiciera
caso deliberadamente, pensó con asombro. Es que, sencillamente, nadie se
preocupaba de volver la cabeza en su dirección. Miró a las mujeres y pensó:
"Asquerosas". Miró a los hombres y pensó: "Cerdos". Varias muchachas le
habían dicho que él tenía magnetismo, que atraía inmediatamente la
atención. Si eso era cierto, su encanto no funcionaba hoy. Estaban todas
dominadas por los nervios, eso era lo que les ocurría. Animales egoístas.
Animales viejos y egoístas. Cuanto más pronto murieran, mejor. Que dejaran
sitio para los muchachos como él. ¿Qué había escrito un famoso autor sobre
los asilos de ancianos?; "Me gustaría coger una ametralladora y acabar con
todos ellos, en beneficio de los muchachos." De acuerdo.
Cruzó las rodillas y dobló los poderosos brazos sobre el pecho, mirándose
con agrado en el espejo de sí mismo. Un gran muchacho, de poderosos
hombros y caderas estrechas, muy bien vestido con una magnífica chaqueta
deportiva de cachemira, de un profundo y lustroso azul, con pantalones azules
de un tono más claro. Y calcetines de seda azul, de artesanía, una camisa
deportiva a rayas azules y blancas, y sin corbata. Tenía un rostro ancho y
sonrosado con pecas, que él simulaba deplorar, una nariz fuerte y beligerante,
la boca llena y los ojos del color de su chaqueta, y todo coronado por una
masa de brillante pelo rubio. Todo su cuerpo estaba tostado por el sol.
Sentíase encantado consigo mismo en calzones de baño y sobre la pala de surf.
Se amaba a sí mismo cuando nadaba vigorosamente. Se amaba a sí mismo
cuando se vestía y desvestía, cuando comía y dormía, cuando jugaba y reía.
En resumen, que se amaba a sí mismo. Lo sabía. Y no veía razón alguna para
negarlo. Después de todo era un hermoso joven, y el mundo había sido hecho
exclusivamente para los jóvenes. Juntó los labios sin emitir sonido alguno,
como si fuera a silbar. Un ritmo rugiente de música moderna sonaba
agradablemente en su cabeza mientras él marcaba el ritmo con el pie sobre la
espesa alfombra azul que cubría el blanco suelo de mármol. Un lugar de
chiflados, pensó divertido. Un lugar de chiflados. Escuchó una campana y vio a
un hombre viejo que se levantaba e iba a otra puerta. La puerta se cerró
tras él. De modo que ahí era donde estaba el oyente, tocando aquella idiota
campanilla para llamar a los asquerosos que entraban allí a hablar de sus
complejos, inferioridades y frustraciones. Gracias a Dios que el no tenía
ninguno. Pero le había dado palabra a Sally de que iría allí. Era la única forma
de conseguir que le concediera el divorcio. Y no podía mentirle a ella tampoco.
Sally había estado allí también y sabía exactamente cómo era, y conocía al
chiflado que escuchaba allí dentro, de modo que no podía engañarla.
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Tampoco era un precio tan alto por un divorcio. Después de todo él sólo era
un crío y Sally casi le había seducido para que se casara con ella. Era una
mujer madura y él prácticamente un adolescente.
Se abrió la puerta exterior y entró una jovencita con traje verde, una
muchachita encantadora, de apenas más de veinte años, si es que los tenía,
con una masa de magnífico cabello negro sobre sus hombros, un rostro pálido
y sonrosado y ojos negros grandes y hermosos. Johnnie Martin la miró con
intensa admiración. Una nena. Ahora bien, ésa sí que era un plato de su
gusto. La observó francamente cuando se sentó y cruzó delicadamente sus pies
y puso las manos enguantadas en blanco sobre su regazo. Esta chica hacía que
Sally pareciera tan vieja como su abuela. Podía percibir la frescura de su
juventud mirando aquellos labios jóvenes, llenos, redondos. Ahora bien, ¿qué
demonios habría hecho ir allí a esa chiquilla, una criatura como él mismo?
Quizá tenía un marido viejo e imbécil y también quería librarse de él. La
muchacha alzó los pálidos párpados y le vio admirándola. Le estudió. Después,
¡increíble!, su labio superior se alzó en desdeñoso gesto y, adelantándose hacia
la mesa, cogió una revista.
Johnnie quedó atónito. ¡Las chicas jamás le desdeñaban así! También se
sintió furioso. Entonces se puso deliberadamente en pie, se acercó a la
muchacha y se sentó junto a ella, que leía la revista. Inclinó la cabeza y
susurró:
—¿Qué está haciendo una muñeca como tú en esta casa de locos? No le
contestó por un par de segundos; luego dijo sin mirarle:
—Y usted, ¿qué hace aquí?
Sonrió.
—Busco consejo para librarme de una vieja.
—¿De tu madre? —preguntó ella, mirándole intensamente.
Se sintió complacido. Sonrió y sus blancos dientes brillaron
deslumbrantes, como él bien sabía. Había esperado esa pregunta.
—Créalo o no, de mi esposa —dijo, y aguardó su expresión de incredulidad.
Pero no fue así. En cambio, ella se limitó a estudiarle pensativamente.
—Es mucho mayor que yo —siguió él, con ligera petulancia en su hermosa
voz.
La muchacha sonrió. A Johnnie le resultó difícil digerir aquella sonrisa.
Era muy extraña.
—Sólo era un chiquillo cuando me casé con ella —dijo.
La habitación era fresca y agradable; empezó a relajarse y a pasarlo bien.
No observó, ni le preocupó, que los demás ocupantes de la habitación le
miraran con aburrido disgusto.
La muchacha sonrió de nuevo.
—¿Cuánto tiempo llevan casados?
Vaciló, y ella pudo advertir su vacilación.
—¿Con Sally? Tres años.
Los ojos negros, que habían parecido tan distantes y tristes cuando
entrara, comenzaron a sonreír. Su boca parecía ahora una cereza.
—¡Ah! ¿Pretende conseguir la anulación? ¿Por no ser mayor de edad?

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Le sonrió encantado. Se rascó la cabeza para que su cabello quedara aún


más alborotado que antes.
—Bueno, ¡podríamos decir algo así! Pero no del todo.
La muchacha dejó de sonreír.
—Eso me figuré —dijo, y poniéndose en pie le abandonó para trasladarse a
otra parte de la habitación.
Él la observó ir mientras se alejaba. La felicidad que había en sus ojos
fue reemplazada por la furia y el odio. ¡Pequeña puta! Probablemente había
cometido un error y ahora quería saber el nombre de un médico que la
hiciera abortar. Pero si no podía negarlo, con el vestido tan apretado en los
muslos. Y las piernas demasiado gordas además. Odiaba a las chicas de piernas
gordas. Vacas. En pocos años sería una vaca vieja, como Sally. Algunos en la
habitación habían observado todo lo sucedido, a pesar de sus propios
problemas, y no pudieron evitar el sonreír un poco como comprendiendo. Esto
hizo que Johnnie se sintiera más furioso que nunca. Su rostro enrojeció hasta
quedar escarlata y sus cejas color paja se fruncieron sobre sus ojos, ¡Se iría
de allí en aquel preciso instante!
No, tenía que ver al oyente de allí dentro. Debía ser un tipo algo chiflado
para escuchar gratis a todos los llorones que irían a verle. ¡Sin cobrar nada!
Entonces, ¿qué hacía? ¿Es que escribía informes sexuales? ¿Sobre aquellos
viejos desechos, sentados por allí, esperando? La idea le hizo sonreír con una
fea mueca. ¡Podía imaginar los informes que aquellos asquerosos viejos serían
capaces de referir si tuvieran el valor suficiente! Con descarada insolencia les
observó ponerse en pie uno a uno al sonar la campana y dejar la habitación.
Quería que ellos le miraran aunque sólo fuera una vez, para hacerles saber lo
que pensaba, lo que sabía de ellos. Pero no le miraron. La muchacha seguía
ojeando la revista. Él estaba seguro de que no leía, pues no pasaba una
página. Sus ojos parecían fijos en las letras, pero no se movían, y apenas
parpadeaban. ¿Una buscona? Probablemente. Tenía todo el aspecto, tan
pálida, sin salud, sin vitalidad... sin una patente sensualidad. Luego vio
algo que le encantó todavía más. No era tan joven como había pensado. Ya se
insinuaban débilmente unas patas de gallo en los ángulos de los ojos. Una
vaca vieja. Por lo menos veintiocho años. Una vieja.
La muchacha trataba con todas sus fuerzas de conservar la compostura.
"Debo estar tranquila", se decía. "Debo dominarme. Esto mismo les ocurre a
millones de personas cada año, a personas más jóvenes que yo. A chicas
mucho más jóvenes. Tengo que conservar la cabeza por Tom. ¡Querido Tom!
Debo llevar mucho cuidado y no decírselo hasta el mismo final. ¡Pobre Tom!..."
Sólo con que los dos pudieran tener una auténtica conversación... pero ¡se
habían divertido tanto en sus seis años de matrimonio! Nunca había habido
tiempo para una conversación seria. De todas formas, la vida de Tom siempre
había sido demasiado seria. Confiaba en haberle dado con su presencia toda la
alegría, toda la risa y gozo que él merecía. Pero ahora...
En su dolor alzó involuntariamente la cabeza y vio que Johnnie Martin la
observaba con patente disgusto. No se sintió turbada. Sólo pudo compararle
con Tom, que debía ser más joven. Este hombre tendría por lo menos treinta
años, si no más. Pero se vestía y 'actuaba como un crío, un crío sonriente,
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tontorrón, indigno. Era un género que ahora abundaba mucho, y ella siempre
los comparaba con Tom. Otoñales aniñados, perpetuos adolescentes, hombres
que se negaban a madurar. ¿Es que no se daba él cuenta de la edad que
tenía. Sea quien fuera Sally, supondría para ella todo un triunfo el librarse de
aquel marido. Esperaba que el hombre que escuchaba allí dentro aconsejara
a aquel idiota, que, más que ir corriera a toda prisa al tribunal de divorcio más
próximo por el bien de Sally. "¡Uf!", pensó, "¿cómo pudo la pobrecilla llegar a
casarse con él?"
Johnnie Martin no podía creer lo que veía: ¡los
ojos de aquella vieja vaca le miraban con franco desdén y disgusto! Sus labios
estaban entreabiertos y él pudo ver ahora cuan pequeños y blancos eran sus
dientes. Detestaba los dientes pequeños; en una mujer le gustaban los dientes
grandes, húmedos, brillantes. "Dientes de caballo", había dicho Sally en una
ocasión. También ella tenía los dientes muy blancos y pequeños, como ésta. Se
preguntó por qué no lo había observado antes de casarse con Sally. Tal detalle
debía haberle desilusionado desde el mismo principio. Nada había en Sally de
lo que a él le gustaba. No era alta, ni delgada, ni fascinadora, ni sexy, ni
siquiera bonita. Su cabello era sólo castaño, y sus ojos también. Tenía un
rostro sobrio y redondo, con un pequeño hoyuelo en la mejilla izquierda, y la
nariz chata. Había sido muy buena amiga de la madre de Johnnie, y él estaba
convencido de que había sido su madre la que consiguiera arreglar aquel
desastroso matrimonio... su madre, ahora muerta.
—Sally es una chica tan maravillosa —le había dicho en su lecho de
muerte—. Será lo más conveniente para los niños; para ellos será la madre que
nunca han tenido.
Echándole así en cara sus dos matrimonios anteriores, ¡como si hubieran
sido culpa suya! Él sólo era un chiquillo, y ellas le habían forzado
prácticamente a casarse. Sólo un adolescente cuando se casó por primera vez,
apenas veinticuatro años, apenas recién salido de la cuna, y el segundo
matrimonio a los veintiocho, todavía un jovencito, aún no mozalbete, ¿no es
eso lo que ahora llamaban los jueces a los chicos de su edad? Mozalbetes.
Algunos de ellos solicitaban Tribunales de Menores para que se ocuparan de
los chicos y chicas hasta la edad de treinta y un años; comprendían que,
después de todo, eran sólo chiquillos. Papá lo había comprendido muy bien;
su padre, tan bajito. Aun cuando su hijo le había sobrepasado ya en muchos
centímetros y estaba ya en segundo año de universidad, se ponía muy tieso y
alzando el rostro para mirar a su hijo a la cara y le decía riñendo a su esposa;
"Es sólo un crío, Ana, sólo un crío. ¿Qué otra cosa puedes llamarle? Sí, ¿qué
otra cosa? Pero su madre había sido como Sally. ¡Vaya pareja!"
Cuando se librara de Sally y pusiera las manos en todo aquel dinero,
entonces se compensaría realmente del tiempo perdido. Dos años en Hawai. Un
año. en Roma. Quizás una temporada p dos en el sur de Francia y un invierno
en París- Sonrió, y su corazón saltó con la dicha de la anticipación. Lo único
que se interponía entre él y los placeres necesarios a su juventud era Sally, y
ella le había prometido el divorcio si él iba a aquella casa de locos y hablaba
con el hombre que escuchaba. Bien, pues le escucharía. Y luego la libertad,
otra vez un muchacho libre de trabas,
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Vagamente escuchó el sonido de una campana, Pero estaba hundido en sus


dichosos sueños anticipativos. Un instante después la muchacha le decía desde
el otro lado de la habitación con su voz dulce y culta:
—Le toca a usted ahora.
Alzó los ojos asustado y la miró- Estaban solos. Guiñó descaradamente,
todo su rostro una sonrisa. Ella volvió a su lectura. Johnnie se puso en pie,
bostezó, se estiró la chaqueta, se dirigió a la puerta... Tenía un modo de
caminar fácil, juvenil, que sabía resultaba muy atractivo a las mujeres.
Evidentemente la muchacha no quedó impresionada, pues ni siquiera alzó
los ojos. Abrió de par en par la puerta con innecesario vigor y entró en la
habitación blanca y azul. Miró a su alrededor.
No había nada allí más que muros de mármol, un sillón de mármol con
almohadones azules y una especie de alcoba cubierta con cortinas. Sonrió con
superioridad. Lo mismo que esos investigadores sexuales, el Informe Kinsey, o
algo así. El interrogador oculto tras una cortina, de modo que el
entrevistado no se sienta apurado y hable con entera libertad. Se sentó en el
brazo del sillón de mármol y sintió que recuperaba su habitual buen humor.
—Hola —dijo con voz insolente y fuerte—. Estoy aquí. Yo.
Nadie le contestó. No hubo el menor sonido en la habitación. ¿Es que no
habría nadie?
—¿No hay nadie? —preguntó.
Tampoco hubo respuesta. Se levantó y fue a las cortinas y tocó
cuidadosamente sus pliegues de terciopelo e intentó moverlas. Pero parecían
de acero. Vio el botón que le informaba que podía ver al hombre que
escuchaba si así lo deseaba. Con una nueva sonrisa y un floreo de sus dedos
dio al botón. Las cortinas no se movieron.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo con indulgencia—. Si quiere seguir oculto,
es cosa suya. ¿Ética profesional? De acuerdo. En realidad, no me importa. Lo
prefiero así. Usted no me conoce y yo no lo conozco. No podemos vernos... —se
detuvo—. Oiga, ¿puede usted verme desde ahí? ¿Hay como un agujerito para
que usted pueda mirar, o algo así?
El hombre guardó silencio. Pero con cierto inquietante temor Johnnie se
sintió seguro de que el otro podía verle claramente. Volvió deprimido al
sillón, cruzó las piernas y los brazos y miró sombríamente la cortina.
—Acabemos con esto —dijo—. Yo no soy como todos esos viejos, desechos y
basura, que ha estado entrevistando. Yo sólo quiero un divorcio. Sencillo, ¿no?
Es cierto. Mi esposa me envió a hablar con usted. Luego me concederá el
divorcio. Por eso estoy aquí.
Como el hombre no contestara dio un golpe en el brazo del sillón con
aire de determinación.
—De acuerdo —dijo con énfasis—. Ya he hablado con usted. Eso es todo lo
que prometí hacer. Así que, ¿para qué quedarme más? Ya he visto el aspecto
que tiene esta habitación, y puedo contárselo a Sally. Eso es lo que ella
quiere. De modo que hemos terminado. Toque la campana para la chica que
viene ahora. La mujer, quiero decir, con todas sus arrugas. Adiós.
Se puso en pie. Esperaba un murmullo de protesta. Nada escuchó. Por lo
visto a aquel hombre le era indiferente que se quedara o se fuera, que
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hablara o no. Y Johnnie Martin no estaba acostumbrado a la indiferencia, ni a


verse ignorado. Vaciló.
—No me habría importado hablar con usted —dijo. ¿Era su
imaginación la que le hacía sentirse repentinamente seguro de que el hombre
le miraba intensamente tras las cortinas?—. No, no me habría importado nada
hablar con uno que arregla cabezas faltas de algún tornillo a ver si me daban
cierta medida de comprensión. Y no es que yo ande mal de la cabeza; la que sí
lo está es Sally, una vieja frustrada que consiguió pescarme cuando yo sólo
era un chiquillo y no sabía de qué iba —se sentó de nuevo, lentamente, como
sin volición—. Entre ella y mi madre. Sally fue incluso peor que las otras que
también me pescaron, peor que las otras... bueno, si eso es posible. Pero,
aunque sea joven soy justo. Mamá no tuvo nada que ver con mis dos primeras
esposas. En realidad intentó impedirme que me casara con ellas, y ojalá la
hubiera escuchado. Ahora no tendría todos esos críos colgándome del cuello.
Se rió afectuosamente de sí mismo, y se acarició con satisfacción el
mechón rubio que le caía sobre la frente. Incluso se tiró de la oreja, como un
padre.
—¡Yo, con hijos! ¿Se lo imagina, a mi edad? Tres críos, y yo sólo soy un
muchacho. Una vergüenza, ¿no?
Pero ahora ya no sonreía con satisfacción, pues de pronto había
recordado algo. Sally era la única con quien se había casado en la iglesia; por
tanto, según la ley natural, ella era su única esposa y no las otras
con las que se casara apresuradamente ante jueces de paz en otras ciudades.
Sally era piadosa. Tenía una voluntad de hierro, como su madre, de modo que,
para evitar que se pusiera demasiado pesada, Johnnie iba a veces a misa, con
Sally, los domingos y los días de precepto. El jueves pasado había sido la
Asunción, y ella le había dado la lata hasta conseguir que la acompañara a la
última misa de la tarde. La gran iglesia estaba abarrotada hasta el vestíbulo,
pero él y Sally habían llegado bastante pronto y conseguido sentarse en los
dos últimos asientos libres de un banco. Esto le había irritado. A veces, si se
las arreglaba para que llegaran un poco tarde, tenían que quedarse de pie en
el vestíbulo y entonces, durante un momento especialmente solemne, cuando
todo el mundo estaba de rodillas, podía ponerse silenciosa y cuidadosamente
en pie —¡aquel maldito suelo de piedra!— y deslizarse al exterior a fumarse un
cigarrillo. Incluso en ocasiones le era posible volver sin que Sally llegara a
saber que había estado ausente; siempre estaba rezando, de todos modos,
dándole vueltas al rosario, toda su devoción fija en el magno suceso que
tenía lugar en el altar, y sin darse cuenta de lo incómodo de su postura.
Pero el jueves pasado se había visto atrapado, pues alguien les indicó
con un gesto los asientos vacíos. Y después siguió entrando el resto de la
multitud, bajo un ardiente sol de agosto, y ya no pudieron moverse, pues la
gente ocupaba incluso el pasillo central y los laterales, contra las paredes.
Gruñó. No sólo estaba atrapado, sino que tendría que luchar para salir
cuando la misa hubiera terminado. Vio que el viejo padre Houlihan estaba ya
en el altar, alcanzaba a verle sobre las cabezas inclinadas de la gente. El viejo
padre Houlihan, al que algunos irreverentes llamaban el Pelmazo de Houlihan,

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no sólo porque su voz era casi inaudible y por tanto la homilía resultaba una
pesadez., sino porque además era muy lento y detallista y
la misa no terminaba nunca. Johnnie había gruñido allá en lo más profundo
de su garganta. Por lo menos pasarían cuarenta y cinco minutos antes de que
pudiera salir de la iglesia. Bien, al menos tenía un pequeño cojín de piel para
arrodillarse, no el suelo de piedra de los pasillos y el vestíbulo.
El sol de agosto entraba a raudales por las altas vidrieras del fondo y los
lados. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, pero el aire era
sofocante allí y olía a incienso, a piedra y a cera. El padre Houlihan se volvió,
alzó y extendió las manos. Sus vestiduras blancas y magníficas colgaban sobre
su delgado cuerpo.
—Dominus vobiscum —gritó.
—Et cum spiritu tuo —respondió debidamente el pueblo.
Algunos niños lloraban por el sofocante calor. Johnnie cerró los ojos.
Odiaba las duras y agudas voces de los niños, especialmente las voces de los
suyos. De pronto oyó un gozoso gorgoteo infantil, una risita. Volvió la cabeza
hacia la izquierda. Ocupaba el último asiento. El pasillo estaba abarrotado
de gente. Junto a él, tan cerca que casi podía tocarle, había un jovencito
esbelto, de apenas más de veinte años, vestido con ropas bastante pobres y con
pesadas botas de trabajador. Llevaba una camisa blanca muy almidonada y
una corbata de color azul oscuro. No era muy alto, y sus ropas, mal
cortadas, le sentaban como si hubieran sido confeccionadas para alguien
mucho mayor. Tenía el pelo rubio, muy abundante, y un perfil infantil. Parecía
un monaguillo. Tenía en brazos a un niñito de menos de dos años, un
chiquillo sonrosado de alegres ojos azules. Era el niño que había soltado
aquella risita feliz e inocente. Ahora le tiraba de la oreja a su padre y de pronto
exclamó gozoso: "¡Papá! ¡Papá!", y besó al joven que lo tenía en brazos.
Éste enrojeció un poco, trató de erguirse, luego
miró el rostro de su hijito y sus ojos se suavizaron, brillando de orgullo y
amor. Johnnie se sintió atraído por aquel orillo, que daba a un perfil vulgar
cierta luz santa, tierna. Aquel muchacho ordinario, poco distinguido, parecía
envuelto en un airé de exultación. Johnnie jamás había sido piadoso o
reverente, ni siquiera de niño, los santos le habían aburrido, nunca había ad-
mirado las imágenes, ni se había unido fervorosamente a las plegarias. Su
imaginación jamás había sido extraordinaria. Sin embargo, al mirar a aquel
joven trabajador, con sus ropas limpias y vulgares y su hijo en brazos, había
pensado atónito: "¿Por qué todos los cuadros y estatuas que he visto sólo
muestran mujeres con niños en los brazos? ¿Por qué no un padre joven, como
éste, con su hijito? Pues... ¡hay algo heroico en todo esto, algo bueno, noble,
algo básicamente hermoso! Algo conmovedor, algo insoportable".
Se sintió conmovido por el mismo hecho de sentirse conmovido. Cuando las
lágrimas acudieron a sus ojos sé dijo que realmente era muy bueno, ya que
tan fácilmente se sentía conmovido por la belleza. Sin embargo, a pesar de ello,
a despecho de su orgullo, pudo sentirse honestamente emocionado y un poco
triste y humilde. Se había olvidado de aquel joven trabajador y de su hijito en
cuanto el sacerdote anunciara el fin de la misa, y no había vuelto a pensar en

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él desde entonces. Hasta aquel momento, en aquella habitación blanca y


fresca, ante las cortinas azules.
Como si otra vez lo tuviera ante sus ojos, creyó ver a aquel padre con su
niño y de nuevo se sintió profundamente conmovido, y volvió a experimentar
aquella tristeza sin nombre, aquella tristeza mezclada con compasión y con un
anhelo inexplicable. "¡Qué demonios!", se dijo frotándose la mejilla. "Supongo
que será porque resulta algo penoso ver a un jovencito así, casado ya, y con
un hijo suyo. Cuando sólo es un muchacho. Apenas un niño. Pobre infeliz,
atado ya a alguna mujer que le había cargado con un hijo cuando apenas
tendría veinte años. Trabajaba mucho, eso se veía claro por sus manos ya
muy gastadas. Sin embargo, aún tenía toda la brillante inocencia de un niño.
Y ¿por qué no? Si no se hubiera dejado arrastrar al matrimonio por una
mujer, si sus padres hubieran tenido dinero, ahora estaría haciendo sus
estudios para graduarse en alguna universidad, divirtiéndose y jugando con
las chicas y haciendo deporte por todo el país. Pobre chico. Sólo un chiquillo.
"¿Lo es?"
Johnnie alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué?— tartamudeó—. ¿Qué dice? ¡Pues claro que era un chiquillo I
Debería haber una ley...
Se detuvo en seco. ¿Había oído realmente una voz llena de firmeza, de
profunda serenidad? No. Todo era cosa de su imaginación. El hombre tras la
cortina no podía haber oído sus pensamientos, y él no había pensado en voz
alta. Era todo cuestión de imaginación. Sally decía que él carecía de
imaginación, ¡pero no era más que una embustera! Lo acababa de demostrar
ahora, no sólo contemplando de nuevo tan vividamente a aquel chico con los
ojos de su mente sino sufriendo la extraña alucinación de que el hombre
había contestado a sus pensamientos.
—Le hablaba de mis tres hijos —dijo ahora al hombre—. Una vergüenza.
Es ridículo. A veces, ni yo mismo puedo creerlo. No quiero creerlo. Después de
todo soy muy joven y no hay derecho a estropear así mi juventud. Uno no
puede vivir la vida dos veces, y la juventud es todo lo que uno tiene. Sólo
tengo treinta... —se detuvo. Cerró los ojos ante la terrible palabra.
Tenía más de treinta y dos, pero no hallaba vergonzoso insistir en que era
más joven. Se sentía como un chiquillo, como un hombre muy joven. Y lo
mismo se sentía todo el mundo a su edad, y tenían razón. La adolescencia
continuaba en estos días hasta los treinta y cinco por lo menos. Incluso los
doctores lo insinuaban y, fundamentalmente, ellos deberían saberlo. Un
hombre no era ni siquiera maduro ahora hasta que se acercaba a los
cincuenta. Y los cuarenta estaban aún muy lejos de Johnnie Martin, a siglos
de distancia.
—Sally, mi esposa, dice que todo es realmente culpa de mi padre. Eso es
otra mentira. ¡Oh!, el viejo no era muy inteligente, excepto en lo que se refería
al dinero, pero él sí que comprendía que la infancia y la juventud son las
partes más importantes de la vida. Él no las había disfrutado realmente.
Tenía veintitrés años cuando se casó con mi madre, y ella diecisiete.
"¿Sólo unos niños...?"

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—Era diferente en aquellos tiempos —dijo Johnnie en voz alta y enfática—.


La gente nacía ya vieja y responsable. Mi misma madre lo decía. Aún no había
cumplido dieciocho años cuando nací yo. Papá tenía una ferretería; había
sido suya desde los dieciocho años. Cuando yo tenía como un año, mi padre
inventó no sé qué tipo de herramienta y cuando empezó la guerra —la
segunda quiero decir, ¿eh?— vendió la patente a alguna compañía que
fabricaba material de guerra, y de la noche a la mañana se vio rico con los
derechos de inventor. Y los derechos no cuentan como ingresos del trabajo a
efectos de impuestos; son como ganancia de capital. Así que papá lo consiguió
rápido y de una vez.
"Ahorró la mitad y se gastó la otra mitad. Desde el principio, antes de que
las cosas se pusieran tan caras, lo tuvimos todo: una casa maravillosa,
criados, coches, todo. Yo fui al parvulario más caro de todos. Papá llenó mi
habitación de juguetes maravillosos. Tuve todo lo que quise. Sólo tenía que
chillar un poco y ahí estaba, y lo más aprisa que pudieran traérmelo. Decía a
mamá: "Tú y yo lo pasamos muy mal, pero el pequeño va a tener todo lo que
quiera, todo, para compensar por lo que nosotros no tuvimos". ¡Y vaya si lo
tuve.
Frunció el ceño amargamente, mirando la cortina.
—Mamá nunca dejaba de interferir. Refunfuñaba y se quejaba cuando
papá venía a casa con los brazos llenos de paquetes para mí, y ropas nuevas, y
dulces. Puedo recordarlo como si fuera ayer... bueno, casi lo es en realidad.
Mamá decía: "Le estás malcriando ahora, y lo estropearás para el resto de su
vida." Estúpido, ¿no? Yo me lo pasé en grande. Papá me adoraba, el pobre
tipo. Era ya viejo cuando nació, y mamá también. Pero, al menos, papá me
comprendía.
Se frotó la frente, muy roja ahora.
—Sí, él comprendía. Fui a un colegio católico privado. Eso fue idea de
mamá, no de mi padre. No podía soportarlo, con todos aquellos sacerdotes tan
solemnes y los hermanos tan secos. Cuando me despidieron al acabar el
primer año papá se echó a reír, pero mamá lloró. No consigo recordarla
nunca riendo y divirtiéndose como nosotros. Ahora comprendo que debíamos
haberla enviado a un psiquiatra, a alguien como usted. Estaba mentalmente
enferma: Siempre estaba hablando de responsabilidad y de respeto propio, y
de madurez, pero cualquiera que sepa algo de todas esas cosas comprendería
que ella era totalmente irresponsable y que le faltaba madurez en su opinión
de la vida. No comprendía que las cosas son distintas en estos tiempos y para
todo el mundo. ¿Qué derecho tenía de hablar de madurez, por ejemplo, a un
crío de sólo dieciséis años? ¡Vaya, si en realidad llegó a decirme que yo ya era
un hombre... a aquella edad! ¿No es una imbecilidad? Sólo porque a los die-
ciséis estaba en el primer curso de la escuela superior pensaba que era algo
escandaloso o así. A los dieciséis, decía, ella ya se había graduado. ¡Pero mire
las escuelas de aquellos tiempos, de antes de la guerra! Tenían la idea de que
las escuelas eran sólo lugares
para aprender, no centros de felicidad. Se suponía que uno había de
encorvarse sobre los libros durante horas, a estudiar y estudiar, sin
distracciones, sin cursos de diversión, sin divertirse. Se suponía que uno
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había de llenar su mente de erudición y malgastar toda la infancia en las


bibliotecas y en el pupitre.
"Sí, mamá estaba mentalmente enferma. Solía decir: «No existe el camino
fácil a la instrucción.» ¡Como si el estudiar en los libros lo fuera todo! Nunca
hablaba de jugar, de ser feliz, de estar libre de preocupaciones. Lo juzgaba
pecaminoso. Pero es que la habían educado las monjas. Ahora, en estos
tiempos, nosotros sabemos más. Nosotros, los jóvenes, sabemos que la vida
es todo lo que uno tiene, y que si se pierde el disfrutarla, se ha perdido para
siempre.
"¿De verdad?"
Johnnie alzó los ojos asustado de nuevo.
—¿Qué? —exclamó.
Pero sólo el suave susurro del acondicionador de aire le contestó. "Ya estoy
hablando solo —se dijo tristemente—. Y no me extraña, con todas esas mal-
ditas mujeres."
—Bien —dijo, sonriéndose a sí mismo con afecto—. Me expulsaron de
aquella escuela preparatoria después del primer año. Mamá lloró como si
estuviera enferma, y probablemente lo estaba. Así que me pusieron un
profesor particular. Era un viejo también, aunque no por la edad, pues sólo
tendría unos veintidós años. Literalmente me retorcía el brazo para que
estudiara. Esta vez papá no interfirió mucho. Tenía miedo de que no
consiguiera ingresar y salir adelante en la universidad oficial, y ésa era su
meta. No lo conseguí —dijo Johnnie Martin con toda sencillez ahora— pero,
¿qué demonios importa? Sólo se es joven una vez. Entré en otra universidad,
una de esas particulares que dan énfasis a los deportes. No tenía un
auténtico sistema de graduación. No les importaba
demasiado. La mayoría de los chicos eran críos como yo que tenían padres
como el mío. Que se ocupaban de todo. Teníamos buenos coches,
apartamentos encantadores fuera del campus, todas las chicas que
queríamos, ropas estupendas y todo el dinero que podíamos gastar.
Johnnie suspiró recordando aquellos gloriosos años de vida fácil.
—La graduación supuso un shock para mí. Mamá no vino a los ejercicios.
Dijo más tarde que mi diploma no significaba nada. "No hay verdad en él",
dijo. ¿No es una observación estúpida? Yo lo conseguí, ¿no? ¿Qué importaba
que aquella universidad no fuera oficial? Un diploma es un diploma, ¿no? Papá
pensó que era maravilloso. Me compró un coche extranjero estupendo para
celebrarlo. Yo tenía veintitrés años entonces, sólo un crío.
Sonrió ampliamente.
—Papá me hizo otro regalo: un viaje alrededor del mundo. Todo un año.
No me perdí nada —dejó de sonreír—. Dos años después de mi regreso murió
papá.
Se inclinó ansiosamente hacia la cortina.
—¿Comprende lo que quería decirle? Papá se había estado ganando la
vida desde que era sólo un niño de unos quince años. No es de extrañar que
su corazón estuviera agotado. Murió de un ataque al corazón, ¿sabe? Bueno,
ya era viejo: tenía cuarenta y nueve años.

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Un dedo frío como el hielo pareció posarse en la base de su cuello y


tembló.
—Demasiada refrigeración —murmuró.
Cuarenta y nueve. Su padre sólo había tenido cuarenta y nueve años al
morir y cuarenta y nueve, en estos tiempos, sólo estaba a... Su madre tenía
cuarenta y dos a la muerte de su marido, sólo diez años más vieja de lo que
él era ahora. El dedo frío pareció oprimirle más el cuello. ¡Y ella había sido una
vieja! Cuando él tuviera cuarenta y dos años (le faltaban siglos) aún sería más
joven, casi un adolescente.
"¿De verdad?"
Alzó su voz para no oír tan horrible pregunta.
—Creo que mamá perdió realmente la razón cuando murió papá. ¡Me acusó
de haberle causado la muerte! Dijo que yo nunca había conseguido realmente
engañar a mi padre. "Él había comprendido", dijo. Y, ¿qué había hecho
yo? Nada, sino lo que papá había querido que hiciera: disfrutar de mi infancia.
¿Es eso un crimen? No. ¿No es ése acaso el papel de la infancia? Realmente,
pensando y recordando ahora, creo que mi madre estuvo mentalmente
enferma toda su vida, con aquella peculiar y distorsionada visión de la
realidad. Lo demostró más tarde. Y lo que me sucedió después fue culpa suya,
no mía. Me refiero a mi primer matrimonio. Verá, papá me había dejado la
mitad de su fortuna, y la otra mitad a mamá. Eso fue una grave equivocación,
considerando el estado de su mente, y sus ideas extremadamente
conservadoras que ella trató de obligarme a compartir. Aunque yo todavía era
sólo un crío cuando papá murió, debía haber conocido mejor sus síntomas.
Debía haber insistido en que se sometiera a tratamiento. En una ocasión se lo
mencioné. ¡Y ella llegó a cruzarme la cara de una bofetada!
"Entonces, en aquel mismo momento, yo debí consultar con los abogados
de mi padre a fin de que le obligaran a someterse a tratamiento
psiquiátrico. La menopausia y todo eso, ¿sabe? Francamente, había perdido la
cabeza. Constantemente me gritaba, diciéndome que el pobre papá había sido
un loco por dejarme la mitad de su dinero para que dispusiera a mi antojo.
No podía soportarlo. Soy un chico paciente, de buen carácter, ése es
realmente mi defecto. Así que me marché de casa, poco después del funeral.
Me fui a dar otra vez la vuelta al mundo. Cuando regresé tomé un
apartamento en Nueva York y busqué a los viejos amigos de los días de
universidad. ¡Qué divertido! Excepto que algunos de ellos habían preferido
establecerse ya... ¡a su edad! Sólo unos críos. ¡Qué pena!
"No sé, en verdad, cómo sucedió. Estaban aquellas chicas, ¿sabe?
Modelos. Debra era la más bonita de todas las que conocimos. Yo debía
haber sabido que era una fulana, pero, después de todo, sólo era un
chiquillo. Creyó que yo era multimillonario y me la jugó. Un día me dijo que
estaba embarazada. Bueno, y ¿qué se suponía que tenía que hacer yo? Tam-
bién me dijo que aún no tenía dieciocho años, de modo que según la ley del
estado de Nueva York ¡yo era culpable de violación! ¿No es una vergüenza?
Acudí a los abogados y ellos trataron de comprarla. Pero no, quería casarse
conmigo. Hizo venir a sus padres y a todo el resto de su estúpida familia
desde Nueva Jersey. Tenderos. ¡Yo, casándome con la hija de un tendero!
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Luego pensé: "Bueno, ¡qué diablos!, siempre me puedo divorciar después." Así
que me casé con ella. Para darle un nombre al crío, ¿sabe? Aunque no es que
me importara mucho.
De nuevo, con repentina claridad, creyó ver al joven padre de la iglesia, con
el niño en sus delgados brazos y la brillante mirada, mezcla de amor y gozo
en su rostro.
"Un padre y su hijo."
—Ésa es culpa del pobre chico —dijo Johnnie en respuesta.
Pero la curiosa tristeza, que parecía encerrar una sensación de
insoportable pérdida, le cubrió de nuevo como unas alas oscuras.
—Nos casamos en el ayuntamiento. Yo pensé, con toda justicia, que mamá
debía saberlo, y vinimos aquí en nuestra luna de miel, aunque, para
entonces, yo ya estaba más que harto de Debra. Para mamá fue todo un
shock. Ella es del tipo de gente de granja, anticuada, ¿sabe? Fácil me
resultaba ver lo que pensaba de Debra, y en cierto modo sabía que tenía razón.
Pareció curarse de su extraña enfermedad mental durante algún tiempo,
aunque volvió a recaer cuando insistió en que nos casásemos ante un
sacerdote. Debra se negó, y yo también. Pero no podía decir claramente a
mamá que me proponía divorciarme de Debra en cuanto pudiera. Ella ya
juzgaba bastante escandaloso que no estuviéramos "válidamente" casados.
Dijo que yo estaba excomulgado, y no se le ocurrió otra cosa que llamar a los
sacerdotes, los cuales me dijeron lo mismo. Aquello era insoportable. Además,
¿a quién le importaba?
"Bien, Debra pidió doscientos mil dólares para devolverme la libertad. La
envié a Reno en cuanto nació el niño, que quedó al cuidado de mamá. Entonces
ésta me preguntó cuánto dinero me quedaba. ¡No podía creerlo! ¡Sólo me
quedaban doscientos mil dólares... de todo aquel dinero! Y lo peor era que
había una cláusula en el testamento de papá que decía que, a partir de su
muerte, todos los derechos de su invento se habían de guardar en depósito
para sus nietos. Mamá y yo no podíamos tocarlos. Él había pensado que, con
lo que nos había dejado limpio, bastaría para nosotros... para mí. Estaba
equivocado. ¿Cuánto pueden durar seiscientos mil dólares en estos tiempos?
Nada. Mi parte era de seiscientos mil, y la de mamá también.
"Ella no comprendía lo aprisa que se va el dinero en esta generación. Se
puso pesadísima. ¿Cómo podía haberme gastado ya medio millón de dólares, y
tan aprisa? Muy fácil, le dije. Viviendo bien, como papá me había enseñado.
¡No viví como un maestro en su año sabático en Europa, puede estar seguro!
Y las mujeres cuestan dinero, y los coches y apartamentos
también, y la buena ropa, y el ingreso en clubs decentes. ¿Qué quería ella que
hiciera?
"¡Quería que yo me estableciera e hiciera algo! Figúrese, yo, sólo con
veintiséis años, sólo un muchacho, y ella insistiendo en que fuera un viejo como
mi padre. Le había dado a Debra doscientos mil, le recordé, y aún quedaban
doscientos mil más, y me gastaría el resto. ¿No era mío? Mamá dijo que, por
el bien del niño tenía que hacerme un hombre. ¡A mi edad! ¡Con toda mi
juventud por delante! Quería que volviera a una buena universidad y

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consiguiera un auténtico título, y luego estudiara leyes o algo. Yo pensé en


papá, y no pude más que imaginarlo riéndose de ella. ¡Pobre viejo!
Su padre. Su padre habría tenido poco más o menos la edad del chico de
la iglesia cuando él, John-nie, había nacido. ¿Le habría sostenido alguna vez en
brazos, o sobre sus rodillas, y le habría mirado en alguna ocasión con tal
orgullo y ternura?
"Sí", pensó Johnnie. Era de esa clase de hombres; bueno, de chicos.
Recuerdo bien cómo me miraba cuando estaba en el parvulario, con aquella
misma expresión. ¡Y aún no tenía treinta años entonces; era más joven que
yo!
Aquel pensamiento impulsivo le desazonó, le dejó atónito. Siempre había
pensado en su padre como en un hombre viejo. ¿Es que sus propios hijos, a
su edad, pensarían que él había sido siempre viejo? ;No, no! Le recordarían
como un chiquillo igual que ellos, y tan divertido y animado. "Pero", pensó
Johnnie, "yo nunca paso con ellos el tiempo que mi padre pasaba conmigo.
Nunca me he sentado con ellos, ni he hablado con ellos, ni he cantado con
ellos, como papá hacía conmigo. Ni una vez. ¿Por qué? Supongo que será por
sus madres. Además, siempre tengo alguna otra diversión para entretenerme
mirándoles. Siempre estuvieron en el departamento de mi madre, que ahora
es el de Sally. Los críos en estos tiempos.., sus padres están demasiado
ocupados."
"¿Lo están?"
—Yo todavía soy joven —dijo Johnnie en respuesta, y hablaba con
desesperación—. No quiero ser viejo antes de que me llegue la hora, ¡maldita
sea! Agotado, como mi padre. Muriendo de un ataque al corazón antes de los
cincuenta años. ¿Para qué?
Recordó que su abuelo había sido granjero y se había casado muy tarde.
Había vivido casi hasta los ochenta y hasta el mismo día de su muerte había
trabajado la tierra desde el amanecer hasta la puesta del sol, y había muerto
al fin de un accidente. Rechazó el pensamiento casi físicamente, como si le
hubiera golpeado.
Empezó a hablar con toda prisa:
—Mamá decía que estaba enferma, ¡como si yo no lo supiera! ¿No le
pagaba yo para que se cuidara de mi hijo, y no contraté una niñera para él?
Sí, es cierto que me fui a Europa de nuevo. Después de todo, había quedado
muy destrozado por mi matrimonio. Y en París conocí a Justine y a su
"padre". Habían estado navegando en su yate, pasándolo bien. ¿Cómo podía
saber yo que él era un tipo contratado, y tan padre de Justine como mío? El
caso es que nos engañamos mutuamente y fue algo muy divertido. Luego me
casé con Justine en París, y estalló toda la historia. Pero claro, para ese
momento Justine había conseguido quedar embarazada y yo estaba casado con
ella y el otro había desaparecido con el yate. Intenté conseguir un divorcio en
París, pero allí son muy pesados para estas cosas, y por tanto nos volvimos a
casa y Justine fue algo estupendo durante algún tiempo. Luego pidió
cincuenta mil de lo que me quedaba por concederme el divorcio, después que
nacieron las gemelas, y yo se las llevé a mamá.

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Miró fijamente la cortina. El tipo de allí atrás


debía decir algo, un sonido al menos que indicara su comprensión y simpatía,
¿no? Pero nada dijo.
—Bien —siguió Johnnie, furioso de nuevo—, mamá perdió por completo la
cabeza a partir de ese momento. ¿Qué esperaba que yo hiciera? Ella se guar-
daba su dinero, ¿no? y vivía como hacen esas viejas de la Seguridad Social,
contando todos los peniques, y yo casi estaba arruinado. ¿Qué otra cosa
tenía ella en el mundo? ¿No comprendía que era ella misma la que me había
traído tanta mala suerte? ¿Es que no le importaba? ¡Pues no! Todo lo que
sabía hacer era mirarme y llorar. Pero al menos aceptó los críos, y yo le ayudé
lo que pude a mantenerlos. No mucho. ¿Cree que yo bebía o vivía mal, como
muchos chicos que conozco? No, nada de eso. Sólo quería ser feliz, como papá
había deseado que lo fuera, pero al parecer todo el mundo se había
confabulado para privarme de mi juventud y mi felicidad. ¡Maldita sea, no voy a
dejarles que lo hagan!
Estaba sudando, de temor ante el futuro, de indignación ante su presente
apuro.
—¡Eh, oiga! —gritó a la cortina—. ¿No cree que debería tener alguna felicidad
en la vida, y no verme forzado a la vejez antes de tiempo?
No se escuchó el menor sonido tras la cortina, pero Johnnie creyó sentir
que el hombre se había movido.
—De nadie debe esperarse que se "enfrente con la vida" —siguió— como
decía mi madre, a tan temprana edad. No es justo. Es ridículo. Resulta anacró-
nico en esta época. Yo supongo que siempre lo fue, para ser sincero, sólo que
los adultos rehusaban reconocerlo. De todos los problemas del mundo tienen
la culpa los adultos que no comprenden a los jóvenes. ¿No está usted de
acuerdo conmigo? Pues muchos educadores lo están. Ellos creen que los niños
deben disfrutar de su infancia, y no ser lanzados a la vida cuan-
do aún no son suficientemente maduros. Eso es lo que me sucedió a mí; mi
madre fue en realidad la causa de aquellos dos desastrosos matrimonios,
cuando yo era sólo un crío y no sabía realmente lo que hacía. ¿Qué
significado podía tener el matrimonio a mi edad? ¿O incluso ahora? ¡Soy
demasiado joven!
"Y yo también."
¡Demonios, estaba perdiendo la cabeza! Lo había oído, y, a la vez, no lo había
oído. Se inclinó hacia adelante:
—¿Dijo que usted es joven también? ¿De mi edad? Entonces tiene que
comprenderme. No cumpliré treinta y tres años hasta dentro de todo un
mes... —se detuvo, casi se encogió. Luego habló con tono desafiante—. ¿Qué
son treinta y tres años en estos tiempos? Nada en absoluto. Nunca lo fue, al
menos no para un hombre. ¡Seguro que también usted se lo pasa bien
cuando no está escondido tras esa cortina! —sonrió al lustroso terciopelo, tan
inmóvil ante él, y guiñó un ojo.
Luego se sintió triste de nuevo.
—¿De qué sirve que siga hablando y hablando? Quedé arruinado, después
de lo de Justine. Le pedí a mamá una pensión; yo quería tener mi propio
apartamento. Pero ella se negó. ¡Figúrese, se negó, mi propia madre! Podía
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vivir en su casa, con ella y los críos —¡y vaya una casa ruidosa!— o ponerme
a trabajar. En realidad intentó conseguir que fuera a una "auténtica
universidad", según la llamaba. Jamás en mi vida había querido que yo
disfrutara y me viera libre de cuidados, como papá se había propuesto. ¡Oh,
sí!, me dio dinero para mis ropas. Yo le dije que me dejara ir, que me diera
algo de dinero y que más tarde, al cabo de unos años, me establecería para
siempre. Pero ella era como un muro de piedra, sumida en su enfermedad
mental. Me fui a los abogados y hablé de recluirla y de que me dieran poderes
para manejar sus asuntos, pero ellos se me rieron en la cara! Así que estaba
harto. No es justo. La vida nunca fue justa conmigo.
"Ni conmigo."
—¡Eh! Ahora sí que le oí, ¿no? —se sentía muy excitado—. ¿Comprende
entonces que esté harto?
"Sí. El mundo está harto de ti también."
—¡Espere un momento, espere un momento! —dijo Johnnie, herido e
indignado—. ¡Si ni siquiera me conoce!
Pero el hombre guardaba silencio.
"Lo oí, ¿no?", se preguntó Johnnie. ¿O es sólo cosa de este lugar
condenadamente silencioso, sin nada a que mirar, ni nada que oír más que
tu propia voz y tus propios pensamientos? Encerrado conmigo mismo... Me
está dando claustrofobia. Me está haciendo ver y oír cosas..." El corazón
empezó a latirle violentamente, como si estuviera a punto de presenciar una
terrible revelación que no podía soportar ni imaginar siquiera. A fin de
retrasarla, pues tanto temor sentía, siguió hablando a toda prisa.
—Mamá tenía una amiga; la había conocido toda la vida. Y esa amiga
tenía una hija, Sally, mayor que yo. Bueno, un año mayor, pero treinta y
cuatro años es mucho para una mujer. Cuando esa amiga murió, mamá invitó
a Sally a que fuera a vivir con ella y le ayudara con los niños... mis hijos.
¡Santo cielo!, estábamos abarrotados en aquella casita, ¡la pequeña casa que
mamá comprara después de morir papá! Vendió nuestra antigua y maravillosa
casa. Demasiado cara, decía. ¡Ja! Mamá empezó a decaer de modo alarmante
poco después que Sally se viniera con nosotros. Me llamó a su dormitorio una
noche y me dijo que se moría. Le sugerí llevarla a un sanatorio para enfermos
mentales; si conseguía meterla allí, lo habría arreglado todo. Tendría
poderes y podría coger al fin todo aquel dinero que era realmente mío.
Pero ella me sonrió de modo desagradable, enfermizo en verdad. Y me dijo
que me iba a dejar exactamente veinte mil dólares, y el resto a Sally.
Esperaba un sonido de incredulidad del hombre tras la cortina. Pero sólo
le respondió la serena y fresca quietud del muro y el suelo de mármol.
—Acudí entonces a otros abogados y les conté toda la historia y ellos
dijeron que podía impugnar el testamento si quería, pero que los abogados de
Sally lucharían conmigo y tendrían muy buenos argumentos a su favor.
Después de todo, dijeron, yo había derrochado el dinero que papá me dejara, y
podrían presentar eso en mi contra. ¡Diablos! También dijeron que yo no
contribuía en nada al sostén de mis... de los críos. Todo eso ocurrió después
que mamá muriera, ¿sabe? Murió un mes después de haberme dicho aquello
tan insultante, lo que había hecho con su testamento. Los críos tenían el fondo
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de mi padre, y yo nada más que aquel asqueroso legado. No me duró ni un


año.
Se pasó las manos patéticamente por el pelo, cerrando los ojos.
—Antes de morirse, mamá me sugirió que me casara con Sally, esa vieja
vaca. No podía soportarla. Bueno, esto no es del todo cierto, al principio era
atractiva, al estilo serio, con lo que yo creí que era un gran sentido del
humor. Parecía un ser humano bastante cálido y acogedor... antes de que me
casara con ella. Dulce y amable también. Cariñosa. Buena con los niños.
Evitaba que me estorbaran y que me los tropezara a todas horas. Pero a
veces —antes y después que nos casáramos— intentaba acercarlos a mí,
como si a mi edad yo pudiera sentir un afecto paternal.
De nuevo, como una candente visión, contempló a aquel padre joven con
su hijo en brazos, y se removió inquieto.
—¡Oh, son bastante atractivos, el chico especialmente! Todos se parecen a
mí. A veces juego con ellos, cuando no están chillando o pidiendo algo. Pero
que me cuelguen si voy a actuar como un padre con ellos, a mi edad. Ya sabe
lo que es eso. Casado demasiado joven, demasiada responsabilidad antes de ser
un adulto. Sally insiste en decirme que el chico ha hecho ya su primera
comunión, y que yo tengo ciertos deberes con él. Ella, como mamá, quiere que
busque un empleo o que vuelva a la universidad y aprenda algo. Bueno, ella
tiene el dinero y yo no. Pero no voy a dejarle que eche a perder mi juventud,
como lo intentó mi madre.
Ahora le subieron a los ojos lágrimas de cólera y desesperación. Sacó un
espléndido pañuelo de magnífico hilo y se sonó. Y dijo con voz ahogada y ven-
gativa:
—He hecho un infierno de la vida de Sally. Ahora llevamos tres años
casados. Estaba decidido a que ella pagara por lo que me había hecho,
utilizando indebida influencia sobre mi madre y robándome mi propio dinero.
Durante los últimos meses no le he hablado apenas, y me niego a hacer
cualquier cosa por los niños, sólo para enojarla. Me mantengo alejado de
aquella asquerosa casa todo lo que puedo... que no es mucho. No tengo
dinero, aparte de cien al mes que Sally me da para dinero de bolsillo. ¿Es
justo eso? ¿Con mi propio dinero?
Se sonó de nuevo.
—De todas formas, esto es todo. Hace unas noches Sally me dijo: "Eres
desgraciado porque te niegas a crecer, y casi eres un hombre maduro." ¡Un
hombre maduro yo! Entonces siguió: "Y me estás haciendo horriblemente
desgraciada también. Me casé contigo porque te amaba, a ti y a tus hijos, y
no porque tu madre lo quisiera así. Pensé que podía hacer que te enfrentaras
con la vida antes de que fuera demasiado tarde para ti. Pensé que podía
convertirte en el padre adecuado para tus hijos, que te necesitan. Después de
todo, de haberlo querido, yo podía haberme limitado a heredar el dinero de tu
madre y marcharme después, dejándote con tus hijos para que te ocuparas de
ellos como quisieras. Como su guardián te habrían concedido una pensión de
los fondos del depósito para mantenerlos hasta que llegaran a la edad de vein-
tiún años y heredaran su propio dinero. Quizá debiera haberlo hecho así. En
cierto modo no ha sido justo para ti el que yo asumiera la responsabilidad de
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tus hijos, sin exigir que tú fueras responsable también. Naturalmente no


hubieras recibido ni un penique en cuanto tus hijos heredaran. Creo —dijo—
que si he soportado esto tanto tiempo fue movida por un sentimiento de
responsabilidad hacia ti."
—¿Ha oído alguna sarta mayor de estupideces? Yo le dije: "Dame al
menos la mitad de mi dinero y quedaré satisfecho. ¿Qué te parece?" Lo meditó
cuidadosamente. Luego dijo: "Sí. Pero sólo si vas a ese santuario y hablas de
ello con el hombre que escucha allí. Yo lo hice una vez, cuando mi madre
murió. Pensé que no podría soportarlo. ¡Habíamos estado tan unidas! Pero él
me hizo comprender. Bien, haré lo que quieras, incluso dejaré que te divorcies
de mí, si hablas con él."
—Y por eso estoy aquí —acabó Johnnie Martin. De modo que ya he
hablado con usted. Ahora puedo volver a Sally y describírselo todo, y
entonces seré libre otra vez.
Sonrió, con la repentina y volátil felicidad de un niño que espera ansioso la
Navidad. "¿Y tus hijos, los pequeños?"
—Los enviaré a algún colegio. El chico puede ir a una academia militar. Y las
niñas a un convento. Conozco el sitio justo, y yo estaré libre.
"¿Para qué?"
—Para disfrutar de mi juventud, como quería mi padre.
Volvió la cabeza, y, aunque no había ventanas en la habitación el mármol
pareció transparentarse y, a través de él, vio de nuevo al joven padre con su
hijo, el padre joven y responsable, las manos destrozadas por el duro trabajo.
¡Pobre imbécil! ¿Qué haría tras su jornada de trabajo, él, sólo un crío? Ayudar
a la mujer con los pañales y los platos, ocuparse de la lavadora, o darle el
baño al bebé y quizá cortar el césped... si podía permitirse tener césped.
¿Qué harían él y la mujer que lo había atrapado, pues seguramente no
habría sido él el agresor, en su tiempo libre, si es que tenían tiempo libre?
¿Hablarían del porvenir y del futuro de su hijo? ¿Qué futuro?
"Un futuro de hombre, pues ese niño tiene un padre que es un hombre."
—¿Y cree que yo no soy un hombre? —exclamó Johnnie. Se puso en pie—.
Pues claro que no lo soy. Sólo soy un muchacho. Tengo aún muchos años para
crecer, muchos años. Mientras tanto, voy a disfrutar de mi juventud.
"Treinta y tres años."
—¡Sólo un muchacho! —protestó Johnnie—. Sólo un joven.
Miró desafiadoramente la cortina, pero no se movió. Se sentó de nuevo. Sus
manos descansaron en los brazos del sillón. Pronto treinta y tres años, y
arruinado. Ni siquiera un trabajo. Un padre que no era realmente un padre. Un
extraño sentimiento de pesar le dominó, como la oscura premonición de un
futuro desolado y solitario. ¿Qué sería de él dentro de diez, de quince años?
¿Habría desaparecido su dinero para entonces? ¿Habría desaparecido todo lo
demás? Mujeres, coches, apartamentos, lujos, viajes, magníficos restaurantes,
ropas maravillosas... El dinero no tenía una auténtica cualidad en estos
días. Se desvanecía literalmente. Y ¿qué le quedaría después que todo se
hubiera ido? ¿Sus hijos? No le conocerían, a él que los había abandonado.
No le querrían. No dirían "mi padre" como el niño de aquel pobre imbécil diría

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probablemente de su padre. Él sería viejo... ¡viejo!... y no habría nada. Sólo


recuerdos... ¿de qué?
Se puso en pie de un salto, sintiéndose prisionero, ahogándose.
—¡No es justo! —gritó—. ¿Por qué tengo que envejecer? ¡Yo soy joven, joven!
Corrió a la cortina, vencido por una desesperación que jamás había
conocido antes y apretó el botón dándose cuenta sólo a medias de que lo
hacía y, mientras las cortinas se corrían, repitió:
—¡Soy joven, se lo digo, soy joven! ¡Aún no soy un adulto de verdad!
Y entonces vio al hombre que le había escuchado. Le miró estupefacto,
abriendo y cerrando los ojos con angustia, tragando saliva a duras penas.
Empezó a retirarse lentamente, paso a paso. Llegó al sillón, tanteó con la
mano y se aferró a él. Un horrible temor se apoderó de nuevo de Johnnie y
otra emoción que todavía no reconocía como una profunda y horrible ver-
güenza, pues jamás en su vida había experimentado tal vergüenza.
No podía apartar los ojos de aquellos ojos sombríos que le miraban tan
firmemente. Estaba seguro de que le miraban con firmeza, amonestándole...
Si bien el hombre no le despreciaba en realidad; sí, le comprendía
perfectamente.
Yo sólo tenía treinta y tres años cuando completé mi obra, parecía decirle
aquel hombre. Sólo en años tenía tu propia edad. Yo no era un niño, ni un
joven, ni siquiera en mi carne humana. Yo no había sido niño desde que
cumpliera los doce años, aunque estuve sujeto a mi familia como tú no lo
estuviste jamás. Yo era un hombre, y tú jamás has sido un hombre.
—Que Dios me ayude —murmuró Johnnie—. No fue sólo mi culpa. Fue la de
mi padre también. No es que le juzgue, no es que le condene. Sólo estoy dicien-
do la verdad, como jamás la dije antes. Él estaba equivocado. Él debía
haberme ayudado a ser un hombre y no haberme animado a ser un crío
eterno. Pero mi padre no estaba más equivocado que muchos otros millones
de padres en este país. Están haciendo niños eternos de sus hijos. Les están
negando la virilidad y sus responsabilidades como hombres...
Miró suplicante al hombre, pero los ojos firmes
no parecieron suavizarse ni mostrar simpatía. \
—De acuerdo —dijo Johnnie con una humildad totalmente desconocida
antes en él—. No voy a seguir mintiendo. Creo que yo lo supe siempre, y que
fue culpa mía, aún más que de mi padre. ¡Yo lo quería así! Yo quería ser
un muchacho toda la vida, y divertirme. Sí, creo que lo sabía. Los sacerdotes
intentaron decírmelo, y mi madre, y Sally. Pero... yo tenía miedo. Tenía miedo
—repitió, maravillándose ante el asco que sentía de sí mismo—, tenía miedo
de ser un hombre.
Se contempló tal cual era: grande, maduro, un poco demasiado pesado,
asquerosamente juvenil, peinadito como un bebé de dos años, manicurado,
bañado, sano... e inútil. Un mozalbete de mediana edad, estúpido, de pies
grandes, siempre joven y sonriendo, negando su madurez, negando que
llevara dieciocho años de ser adulto. Pensando en sí mismo como en un
adolescente. ¿Quién había inventado aquel término realmente cruel y
repulsivo? Después de la pubertad, un niño ya es un hombre, con todo el
poder corporal de un hombre y con la madurez de un hombre. Después de
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la Confirmación él había sido responsable de sus propios pecados y su


propia vida... ¿No le habían dicho eso los sacerdotes? Él sólo era
responsable. Y había rehusado la patente responsabilidad. ¿Por qué?
Porque había tenido miedo de ser un hombre. Su padre debía haber
adivinado su terror y, en su amor, había tratado de calmarle y tranquilizarle.
Él se equivocaba, dijo John Martin. Era su deber de padre el conducirme a la
virilidad, el haberme liberado. No fue amable conmigo en absoluto. Él y yo...
entre los dos hicimos lo que soy ahora.
Pero él murió al ver lo que yo era realmente. Sí, ahora lo sé. Lo mismo que
mi madre.
Pensó en sus propios hijos, en el chico, Michael, con su rostro joven y
firme, las pequeñas gemelas, alegres, de ojos azules, siempre de buen humor.
Nunca las había visto antes como las veía ahora, a plena luz de la horrible
revelación de sí mismo. ¡Eran unos chicos estupendos! Necesitaban un padre,
no la clase de padre que él había tenido, sino un hombre que les guiara,
enseñara y dirigiera, no que jugara con ellos como otro crío más, como hiciera
él mismo, y con juguetes que tan pronto le aburrieron. Podía recordar ahora
cierta reserva, cierta fría especulación en los ojos de su hijo. ¿Qué habría
llegado a pensar su hijo de él? John Martin cerró los ojos. Bien lo sé, pensó.
Me considera un imbécil, grandote y estúpido, y eso es lo que soy. Eso es todo
lo que soy. ¡Que cosa tan terrible, que un chico piense así de su padre!
Y Sally. La paciente, la amable y cariñosa Sally, su esposa. ¿Porqué
demonios había querido casarse con él? Hermosa Sally. Jamás había
comprendido lo muy hermosa que era en realidad, con sus brillantes ojos
castaños, y su ternura con él y con sus hijos, y su bondad. “No la merezco
pensó . ¿Me despreciará ella? Ni la mitad de lo que yo me desprecio. ¿Será
demasiado tarde? Quizá no. Sally me envió aquí. ¿También ella... le vería?
Contempló al hombre silencioso que le miraba. Ahora sí aparecían lágrimas
en sus ojos, lágrimas de adulto. Fue lentamente hacia él, y lentamente dobló
las rodillas e inclinó la cabeza y besó los pies del hombre. Y dijo:
Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad...
Siguió de rodillas largo tiempo, rezando como jamás antes había rezado en
su vida. Poco a poco le fue abandonando el asco de sí mismo, y supo que
había sido oído y perdonado, y que ahora había abandonado para siempre su
infancia y su juventud. Cuando se puso en pie, se sintió revestido de virilidad.
Por favor, no me abandones nunca susurró . Esto no ha terminado.
Aún me queda un largo camino que recorrer.
Cuando se halló de nuevo bajo el cálido sol de agosto se le ocurrió de
pronto que estaba contemplando un mundo que jamás había conocido, un
mundo de hombres y deberes, de fieras responsabilidades y de lucha. Aún no
estaba seguro de que le gustara, ¡pero tendría que gustarle!. Era su mundo.
Era el mundo de él y de sus hijos. “¡Dios mío, Michael! pensó . Mi hijo. No
puedo perder ni un solo minuto...”
Entonces vio a Sally que subía por el largo sendero de grava hacía él. Sally,
con su rostro pálido y ansioso, los ojos interrogándole en silencio. Empezó a
corre hacía ella como un niño corre hacía su madre, pero luego se detuvo.

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Caminó firmemente por el sendero hacía su esposa, con pasos rápidos pero
controlados. Ella se detuvo a esperarle. John Martin le cogió las manos.
Hola Sally dijo, y sonrió . Vamos a casa con los niños.
En el femenino rostro brilló un nuevo gozo. Él vio sus ojos húmedos, la
boca temblorosa. Sin importarle la gente sentada a la sombra, en los bancos
de mármol, se inclinó hacía ella y la besó.
Vámonos a casa repitió.

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ALMA SEXTA

EL JUBILADO

«E/ justo florecerá como la palma... Fructificarán aun en la senectud.»


(Salmo 92, 12-14.)

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ALMA SEXTA

El crepúsculo de tono malva descendía sobre la nevada ciudad, y las


lámparas de la calle empezaron a encenderse como suaves bolas doradas. Un
viento frío e implacable alzaba la nieve y la lanzaba al aire en polvorientos
remolinos. Era la hora de la cena para la mayoría de los trabajadores de la
ciudad, pero en los grandes edificios de apartamentos los hombres llegaban
precisamente ahora de sus despachos y se disponían a tomar un cocktail que
les ayudara a relajarse. Ahora, uno a uno, los pisos de despachos en los
edificios comerciales fueron iluminándose mientras las limpiadoras los
recorrían todos, y una a una también se encendieron las luces en los
apartamentos particulares y se corrieron las cortinas contra la noche invernal.
Un tiempo tan crudo era algo extraordinario en la ciudad, y sus habitantes,
los jóvenes, disfrutaban con él. Los viejos temblaban.
Excepto Bernard Carstairs, que, a sus sesenta y cinco años, estaba aún
en la calle a la hora del crepúsculo, volviendo a pie desde el Centro de
Jubilados a su casa, en uno de los edificios de apartamentos cercano.
Caminaba con paso recio y juvenil, aunque era
algo pesado para su altura, que apenas sobrepasaba lo normal. Había
aumentado estos kilos extra desde su forzado retiro, hacía seis meses, y ni a él
ni a su doctor les gustaba demasiado. "Aunque es mejor que arrugarse y
encogerse, como suele pasar a la mayoría de los jubilados", le había dicho el
doctor. "Bernie, biológicamente tiene menos de cincuenta años. Una maldita
vergüenza, una maldita vergüenza." En eso habían estado de acuerdo. "Será
mejor que busques algo que hacer", había añadido el doctor mirando compa-
sivamente a su amigo, que apenas tenía unas hebras grises en su magnífica
cabeza de cabellos castaños. Los azules ojos de Bernard eran firmes, jóvenes,
alerta, y sólo necesitaba gafas para leer la letra pequeña. Sus rasgos parecían
agudamente recortados, las mejillas eran tersas y de buen color, los labios
firmes y resueltos, la barbilla desafiante, aunque ahora tenía un rollo de
grasa sobre el cuello debido al aumento de peso, rollo que no había tenido
hacía un año. Todos sus movimientos eran vigorosos y definidos, y jamás
había tenido un dolor o enfermedad en la vida, hasta ahora. A veces se sentía
tan cansado que apenas podía moverse, y para ese cansancio el doctor le había
prescrito un tónico. "Aunque me temo que no te servirá de nada", había
añadido. "Tienes una mente activa que ahora se ve obligada a reducir la
marcha, y no le gusta, y por eso lo refleja en tu propio cuerpo, y éste se queja."
—Bien, ¿y qué puedo hacer? —preguntó Bernard—. Yo sólo era un
ejecutivo sin importancia en la compañía. Si hubiera sido más importante
quizá me habrían conservado en el puesto. Pero el caso es que yo nunca tuve
demasiada ambición. Soy de los que se contentan con su trabajo. No me gusta
esa guerra de ratas que es la competición por un ascenso, jamás me gustó. Yo
hacía mi trabajo mejor que la mayoría, pero Kitty y yo, al no tener hijos,
podíamos vivir muy bien con lo que yo ganaba, ahorrando, saliendo con ami-
gos, asistiendo a reuniones sociales, formando parte de algunos buenos
clubs, durmiendo bien, comiendo bien, teniendo una bonita casa, ropas

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buenas, un coche nuevo cada tres años y tomándonos buenas vacaciones en


verano. Era suficiente para nosotros... para mí. No es que me gustara
especialmente mi trabajo, pero era todo lo que sabía hacer. Me casé joven y
acepté el primer empleo bastante bueno que pude encontrar: tenedor de libros,
y me figuré, ¡qué diablos!, que aquello era toda mi vida, y así fui subiendo len-
tamente toda la escala hasta mi último cargo, en el que me pagaban 12.000
al año, con un plan de pensión, Seguridad Social y beneficios extra, y yo pensé,
¡diablos!, que los que tenían puestos más importantes constantemente se
morían de algo del corazón, o tenían úlcera y no lo pasaban bien, mientras
que yo estaba contento y tranquilo, con un futuro asegurado tras el retiro...
¿Por qué debía preocuparme? ¿Para qué desear más paga que, de todas
formas, se me iría en impuestos? No, no me gustaba mucho el trabajo, pero lo
hice bien. Monótono, pero cómodo. Supongo que sólo soy un tipo corriente.
—Y ¿quién no lo es? —dijo el doctor.
Bernard le miró agudamente, y sus ojos azules no eran los de un tipo
corriente.
—Algunos no lo son, doctor —dijo—. Demasiados hombres aceptan un
trabajo y se establecen sólo para sentirse tranquilos... como yo. No es
bastante.
—Aunque el hombre exterior perezca, sin embargo el hombre interior se
renueva día a día —dijo el doctor—. San Pablo.
—Y ¿qué se supone que significa eso?
—Es mejor que lo descubras, Bernie. Nadie puede descubrirlo por ti. Sólo
tú mismo.
La esposa de Bernard tenía cincuenta y cinco años, y se ocupaba en
muchas cosas agradables. Amaba a su marido. Pero después de los primeros
meses de euforia ante el retiro a los sesenta y cinco años y el primer viaje al
extranjero, halló agotadora la constante presencia de su marido. Éste no era
del tipo de los que se disponen a envejecer ante el televisor, ni de la clase de
los que se encierran en "actividades de la comunidad", ni se dedican a
remendar y hacer chapuzas por la casa. No tenía un hobby, ni siquiera jugaba
al golf. Nunca le había interesado el alcohol en exceso, pero ahora bebía
demasiada cerveza y bostezaba. Durante sus días activos y ocupados en la
oficina, y las reuniones sociales por la noche, nunca había sido un gran lector.
Había declarado en ocasiones: "Cuando me retire, leeré todos los buenos
libros que me he perdido". Pero era esencialmente un hombre volcado al
exterior, y leer constantemente, durante semanas, le había cansado. Su
educación no había pasado de la escuela superior y muchas de las alusiones
de los mejores libros le resultaban desconcertantes, totalmente desconocidas
para él. Empezó a rebuscar en la biblioteca pública. Pero su cuerpo muscular
se rebelaba ante tanta quietud e inactividad. Además, las obras clásicas le
resultaban desfasadas para la vida moderna. Se trataba de libros escritos
para gentes contemplativas, y Bernard no era contemplativo en absoluto.
Escritos para aquellos que disponían de largas horas de crepúsculo... y
Bernard odiaba los crepúsculos profundamente. Habían sido escritos para
aquellos que serenamente aceptaban la vida, y la vivían serenamente. Pero
Bernard no estaba entrenado en una actitud fatalista, ni era básicamente
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sereno. No, no le había gustado su cargo de ayudante del director de personal


de su compañía; pero tampoco le había disgustado. Era un modo de ganarse
el pan. Durante la mayor parte de su vida había considerado eso suficiente; él
sólo era un tipo corriente. Ahora que estaba jubilado no podía protestar de
que echara de
menos a la vieja pandilla de la oficina. No los echaba de menos en absoluto.
No había vuelto allí ni una vez de visita.
Económicamente podía vivir bien. Él y Kitty siempre habían ahorrado una
suma fija de sus ingresos, y además le pagaron tres anualidades completas en
sus sesenta y cinco cumpleaños. También tenía su cheque de la Seguridad
Social, y su pensión, que llegaba al cincuenta por ciento de su sueldo. A veces,
él y Kitty hablaban vagamente de tener "una casa en el campo, o en los
suburbios, donde podamos trabajar un poco en el jardín y cultivar rosas de
concurso o algo así". Pero tanto él como Kitty eran gente de ciudad, y ella tenía
allí todas sus amigas, y él también. Además, la misma idea del traslado, del
desorden, de las decisiones que tomar con respecto a los muebles viejos, y la
compra de los nuevos, les repelía a los dos. Eran dueños del agradable
apartamento donde vivían y que habían ocupado durante veinticinco años.
Conocían todos sus rincones y puertas. Se sentían nostálgicos sólo con pensar
en dejarlo por un lugar extraño y nuevo en los suburbios.
Lo que ocurría es que el apartamento se había convertido últimamente
para Bernard menos en un hogar que en una prisión cómoda y abrigada.
Mientras Kitty estaba fuera almorzando con sus amigas él se sentaba en el
living e intentaba leer, pero se sentía consciente de todo el silencio en torno, de
la falta de movimiento, del vacío. Entonces salía de casa y caminaba
nerviosamente, mirando los escaparates, visitando el zoológico en los días de
buen tiempo, paseando por la biblioteca pública, comprando comida,
metiéndose en un cine...
Por primera vez empezó a pensar en los años que le esperaban. ¿Cuánto
viviría? Luego se interpuso otro pensamiento: "No mucho. Uno de estos días voy
a morir, tal vez en un par de años, quizá diez, quizá quince. Y ¿siempre va a
ser así, sin más que quedarme sentado, y esperando morir? ¿Qué se ha hecho
de mi vida? Y ¿qué haré con el resto?"
—¿Por qué no vas a ver si puedes hacer algo útil en el Centro de
Jubilados? —le dijo Kitty hacía una semana.
Había sabido infundir entusiasmo en su voz, y Bernard lo había captado en
seguida. Ya estaba poniendo nerviosa a su mujer, y no la culpaba por ello.
También él se estaba poniendo nervioso. Su cuerpo fuerte y aún joven parecía
querer estallar las costuras. Nunca se había sentido demasiado consciente de
sus pensamientos en todos los años de trabajo. Sin embargo, ahora, en estos
días, dominaban su mente toda clase de inquietas y turbadoras preguntas.
Para dar gusto a Kitty había ido al Centro de Jubilados aquella mañana, y se
había quedado a pasar el día. ¡Qué equivocación más terrible! Bernard no era
un hombre de emociones violentas, pero hoy, contemplando y hablando con
hombres y mujeres de su propia edad en el Centro, o mayores aún, había
sentido el primer regusto de una desesperación activa y poderosa. Lo que fuera
simplemente una vaga inquietud mental durante los pasados meses se había
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transformado en pánico y terror. No es que la vista de los ancianos le


asustara, sino la complaciente aceptación de su inutilidad, y la vacía espera
de la muerte que parecía esconderse en las sombras de las muchas
habitaciones cómodas del Centro. Algunos, sentados en mecedoras, charlaban
en grupo ante una linda chimenea con las manos cruzadas en el regazo.
Hablaban de sus hijos y nietos, y de los viajes que hicieran el verano pasado.
No hablaban de futuro para ellos mismos; plácidamente aceptaban ya el
hecho de que no tenían futuro. Algunos peroraban de modo interminable
sobre los cargos importantes que habían tenido en el pasado, y lo mucho
que sus superiores lamentaran su retiro. Otros se dedicaban ahora a
pequeños trabajos de artesanía, creando objetos mediocres y torpes que
nadie compraría jamás, ni apreciaría, ni utilizaría. Otros, en fin, jugaban al
pinacle, o al bridge. Había una pequeña biblioteca y mesas cubiertas de
revistas. Cada día, acudían allí jóvenes entusiastas a dar charlas sobre
jardinería o cualquier otro hobby, sobre la salud y el ejercicio, sobre libros de
interés, y Bernard supo que también los clérigos acudían allí una o dos veces a
la semana para animar a "nuestros maravillosos jubilados" y decirles cuan
importantes eran aún para el mundo. "¿Cuánto?", preguntó Bernard a uno
de los viejos que había conocido. El otro no había sabido contestarle. Por su-
puesto, y esto demostraba mucho tacto por parte de los clérigos, no se
hablaba de la muerte ni de la vida eterna.
Algunas de las jubiladas más jóvenes se dedicaban a trabajos voluntarios
en hospitales, pero pronto lo hallaron fatigoso a su edad. Preferían sentarse
allí y sacar los portarretratos plegables de sus nietos, y presumir de sus hijos
e hijas, y mostrarse ligeramente despectivas para con las nueras y yernos.
Nadie las escuchaba, naturalmente. Las otras señoras también tenían sus
portarretratos plegables y querían hablar de ellos. Algunos jubilados se
ocupaban de caridad y visitaban las casas. Conocían gente tan interesante...
Cada mañana acudían al Centro las asistentes sociales, jóvenes ardientes de
rostro intenso, con ayuda solícita para aquellos cuyo cheque de Seguridad
Social era lo único de que disponía y con su jerga psiquiátrica sobre
adaptación, tratando de animar a los indolentes para que hicieran algún
trabajito de artesanía como hobby, o más ejercicio. "Después de todo", dijeron
aquella misma mañana, "han de Continuar Teniendo Interés en la Vida".
La mayoría asistieron muy complacidos y se volvieron a su siesta, o a sus
cartas, o a las conversaciones sobre los nietos. Unos pocos, muy pocos,
miraron cínicamente a las asistentas sociales que les atendían y suspiraron.
—Yo creo —dijo el vigoroso Bernard a una de las asistentas sociales—
que lo que la mayoría de nosotros necesita es un empleo.
Recibió aplauso de unos pocos, una mirada de horror de la mayoría y cierta
mirada de desconcierto de las jóvenes.
—Vamos, Mr. Carstairs —dijo una de ellas—. Usted sabe muy bien que, en
estos tiempos, ningún jefe de empresa va a contratar a un hombre de su edad
o mayor. Hay que tener en cuenta los planes de pensión, y la Seguridad Social
y las enfermedades naturales de los viejos, que hacen algo insegura la
constancia en el trabajo, y los beneficios de los empleados que ningún jefe

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quiere pagar en el caso de los... bueno, de los viejos. Y luego están los
formularios del gobierno, que exigen...
—¡Ya está bien de tanto maldito gobierno! —había exclamado Bernard,
asombrado de sí mismo, pues siempre había pensado que, en estos tiempos, a
todos les resultaba consolador el saber que el gobierno se cuidaba de sus
intereses—. Quizá si no tuviéramos la Seguridad Social y todos los planes de
pensión, y beneficios extra, la mayoría de los que estamos aquí tendríamos un
empleo y seríamos útiles al mundo, y no una basura que se echa a un lado.
Peor aún; somos una carga para los jóvenes maridos y padres que tienen que
pagar nuestros cheques de Seguridad Social en forma de impuestos.
—Ustedes mismos pagaron por la Seguridad Social —le informó la chica
pacientemente.
—No, en absoluto. Un día me entretuve en sumarlo todo. Supongo que voy
a recobrar lo que pagué en unos seis años. Y ¿quién paga el resto? Los
jóvenes, y yo pienso que es una maldita injusticia.
Su rostro firme y lleno enrojeció ante su nueva indignación. La muchacha
sonrió amablemente:
—Bueno, sus hijos pagarán así por ellos también.
—Y ¿por qué han de hacerlo? ¿Por qué una generación ha de ser mantenida
por otra? Mientras podamos movernos y tener alientos deberíamos mantener-
nos a nosotros mismos, y no esperar que los jóvenes nos carguen sobre sus
hombros.
Un clamor de ultraje de la mayoría de los viejos había ahogado su voz. Uno
de ellos dijo:
—¡Yo también trabajé mucho tiempo y luego me retiré, y ahora cojo mis
buenos cheques y me voy corriendo al banco a cambiarlos! Y ¿por qué no
había de hacerlo? ¿No lo merezco?
—No —dijo Bernard—, claro que no. No merecemos nada que no hayamos
ganado.
—Yo creé una familia —dijo otro viejo—. ¿No es eso hacer algo por mi país?
—Sí, y por eso sus hijos deberían mantenerle, en vez de permitir que lo
hagan los hijos de otros. ¿Es que ellos no han oído hablar del cuarto
mandamiento?
La asistenta social les había interrumpido amablemente, pues, para ese
momento, ya muchos viejos estaban demasiado acalorados y agitados.
—En estos tiempos —añadió— todos nos preocupamos por todos. ¿No es
así mucho mejor?
—No es eso lo que me enseñaron cuando yo era joven —insistió Bernard—.
A mí me enseñaron que cada uno había de sostenerse sobre su propio trasero.
Que no había de ser nunca una carga para nadie. ¿Sabe lo que voy a hacer
mañana? ¡Voy a irme a la oficina de la Seguridad Social y voy a decirles lo que
pueden hacer con sus malditos cheques, y que no me los envíen!
Únicamente lo que yo pagué en realidad.
—Pero es que usted es un hombre afortunado, Mr. Carstairs, muy
afortunado —dijo la joven con tristeza. Parecía haber cierto reproche en su voz
por el hecho de que él fuera afortunado, como si hubiera cometido algún

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crimen contra la sociedad y por ello debiera sentirse culpable—. Aquí hay otros
que no tienen nada más que su cheque de la Seguridad Social.
—Y ¿por qué no? —preguntó él descaradamente—. ¿Por qué no ahorraron
un poco? Yo ahorré un dólar a la semana a veces, y eso era todo lo que podía
permitirme cuando era joven, pero ¡por Dios que ahorré! Seguro, tuvimos
nuestras enfermedades, es decir, mi mujer las tuvo. Pero yo me las arreglé para
pagarlas, y encima ahorrar dinero. Era muy poco al principio, luego fue más.
Nunca gané mucho dinero, pero ingresé lo que pude en anualidades, y ahora
las he cobrado, y he pagado más del veinte por ciento de mi fondo de
pensión, y quizá deje de cobrar eso también cuando haya recobrado el dinero
que pagué. Después de todo un hombre ha de sentir respeto por sí mismo, y
no puede sentirlo si permite que alguien le mantenga en la ancianidad. Es
uno mismo el que ha de preocuparse de eso. Cuando uno es joven no debería
tener más hijos de los que puede mantener, de modo que consiga ahorrar
dinero durante sus días de trabajo. Mis propios padres jamás me pidieron un
céntimo. No lo necesitaban. Habían ahorrado su dinero.
Definitivamente a la joven le disgustaba Bernard para este momento, así
como a la mayoría de los jubilados.
—Mr. Carstairs —dijo con reproche—, sus padres vivían en una época
muy sencilla, cuando la gente no tenía tantas exigencias y necesidades,
necesidades legítimamente sentidas, y no había impuestos.
—Exactamente —dijo Bernard—. ¡No había impuestos! Ése es todo el
problema. Los impuestos. Y la gente que exige más de lo que vale, más de lo que
ellos pagaron.
Ahora había caído completamente en desgracia ante la joven. Ésta
apartó los ojos de él como si hubiera pronunciado una blasfemia contra la
naturaleza y la sociedad. Y contra el gobierno. Se lanzó contra él con briosa
malicia:
—Y ¿quién es usted, Mr. Carstairs, para decir lo que vale una persona?
—Todo lo que yo sé es lo que me enseñaron. ¿Oyó hablar alguna vez de la
cigarra y la hormiga? La hormiga trabajó todo el verano, preparándose
comida, pero la cigarra cantó y bailó constantemente y, cuando llegó el
invierno nada tenía. Y se quejó, ¡ya lo creo que se quejó! Y ¿cuál fue la
respuesta que Dios le dio: "Mira la hormiga, perezosa, trata de imitarla." No
hubo simpatía para los que no hicieron planes por sí mismos para el futuro.
La joven tosió delicadamente.
—Espero que esta discusión no va a caer en una controversia religiosa.
Bernard se sentía agradablemente consciente de la vida, que ahora latía
en su cuerpo.
—Y ¿por qué no? ¿Por qué todo el mundo evita aquí discutir de religión?
¿Es que tienen miedo de que les haga pensar en lo que les espera a la vuelta de
la esquina? La muerte, sí señor.
Ésa fue la peor obscenidad de todas. Los viejos temblaron. La chica quedó
muda. Los ojos de Bernard eran un puro brillo azulado. Miró lentamente en
torno a la cálida habitación y vio los rostros decaídos.
—La muerte —repitió—. Eso es lo que todos esperan, eso es lo que todos
temen. Y ¿para qué quieren vivir, después de todo? Son inútiles, no tienen
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esperanza. Prefieren tener este Centro y sus ridículas tiendecitas de hobby que
enfrentarse con la vida, ¿no es verdad? Quizás ese sea su problema, que
nunca se enfrentaron a la vida en absoluto, ni cuando eran jóvenes.
Como era un hombre terco y resuelto se quedó
todo el día observando y haciéndose comentarios a sí mismo. Muy pocos le
hablaron después de su anacrónico estallido. La joven le había llamado
"anacronismo", lo cual, en su vocabulario, significaba cualquiera con respeto
por sí mismo.
—Sí, ciertamente es una virtud anticuada —había aceptado él.
Pero su aceptación no logró convencer a la joven. Ésta insistió:
—En estos tiempos somos independientes, mís-ter Carstairs —pero no
pudo refutarle más que un desdén silencioso cuando él había comentado:
—Y ¿por qué? Yo no estoy en contra de la caridad. Los que son demasiado
viejos para trabajar, y no tienen dinero, los arruinados, los ciegos, los
enfermos, deben ser atendidos por la caridad particular, como lo fueron
siempre, y no ser una carga para la actual generación. Últimamente he leído
muchas noticias de jóvenes delincuentes que atacan a los viejos en las calles
y les llaman inútiles y quizá ahí tengan una queja legítima.
Esto aún le había rebajado más ante sus ojos. Finalmente la chica había
dicho:
—Entonces usted juzga la delincuencia juvenil una protesta adecuada,
Mr. Carstairs...
Él había sonreído.
—Quizá. Quizá debiéramos leer esas pancartas que pasean ante
nosotros... y tratar de descubrir lo que realmente están tratando de decir.
Hacia el fin del día se sentía completamente desesperado en cuanto a sí
mismo y a los demás. Ahora volvía hacia su casa. ¿Qué hallaría allí? La
querida Kitty, naturalmente, con sus libros de cuentas, ya que era presidenta
de tantos clubs; la televisión, quizá las últimas noticias. Tal vez hasta la
última película de todas (estos días no dormía demasiado bien). Y luego la
cama. Y luego mañana. ¿Para qué? "Ya no formo parte de la humanidad", se
dijo mientras la fría y acerada tormenta de nieve le cortaba la cara. "Soy un
auténtico anacronismo, y no de la especie que decía esa chica. No soy de
utilidad a nadie. Si me muriera mañana, Kitty no tendría que preocuparse
económicamente. Y tiene muchos amigos, y actividades, aunque yo crea que la
mayoría de esas actividades sólo son pérdida de tiempo. Lloraría por mí, y
luego me olvidaría. ¿No es eso todo lo que merezco? No me necesita. Nadie me
necesita. Y ésa es la horrible respuesta a toda esa seguridad. Que nadie nos
necesite. Que nadie dependa de uno."
La tormenta era realmente espantosa. Él siempre había controlado bien su
respiración. Ahora boqueaba. Se detuvo un momento en la calle vacía para
recuperar el aliento. Miró en torno, envuelto en su buen abrigo de Montenac.
Vio unos senderos de grava muy bien cuidados que llevaban a lo que la gente
cínica o piadosamente llamaba santuario. Sabía todo lo referente a él, y le
dejaba indiferente. Un clérigo allí arriba, o un estúpido asistente social, o un
psiquiatra de aire grave, repartiendo consejos baratos a los preocupados,
desesperados e inadaptados. Era un lugar muy bonito en verano. Después de
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su retiro había entrado a menudo en el pequeño parque que rodeaba el


edificio. Daba de comer a las ardillas y disfrutaba del césped, del dulce aire
libre, de los árboles y fuentes. Jamás había pensado en consultar al hombre
que escucha. No tenía problemas.
Pero hoy sí los tenía. Hervían en su mente, con ardiente inquietud. Sentíase
lleno también de una cólera sin nombre, acuciante. "¿Para qué he vivido yo?",
se preguntó. "No me gustaba mi trabajo. Tampoco es que me disgustara. ¿Qué
tengo que mostrar como fruto de mi vida? Todos esos informes de personal,
todos esos archivos. ¿Eran importantes para mí como hombre? No. Ahora
todos están cubiertos de polvo en los áticos de la compañía. ¿Quién se
acuerda de Bernie Carstairs? Mi vida: un montón de polvorientos informes en
oscuros archivos. Jamás hice una maldita cosa de utilidad en la vida. Jamás
contribuí a ningún auténtico trabajo. Sólo papeleo."
Algo halló eco en su mente. Trabajo manual. Sólo ese trabajo era algo
significativo, lo que aumentaba el tesoro del mundo, algo hecho con las manos
de un hombre, algo que viviría después de él. Pensó en las tiendas de
antigüedades a las que Kitty le había arrastrado. Hermosos muebles, nada de
cosas hechas en cadena que no valían nada. Chippendale. Sheraton. Duncan
Phyfe. Algo auténtico, algo con sello personal. Algo que perduraba después del
hombre, sólido y con belleza. Algo admirable. Recordó un arca antigua hecha
por las firmes manos de los granjeros Amish; magnífico material, sencillo,
humilde... pero con un sello personal.
Si un hombre no dejaba tras él nada con su sello personal, no dejaba nada.
Él, como escribiera Samuel Butler, sólo había dejado un plato lamido y un
montón de estiércol. Eso era lo que dejaba toda esta generación de
trabajadores de cuello duro: un plato lamido y un montón de estiércol. "Y —
pensó con seco humor— ni siquiera se usa el estiércol en estos tiempos.
Utilizan fertilizantes químicos. Sanitarios." Ése era el problema con el mundo
actual, que era condenadamente sanitario y estéril.
Todo en plástico. En estos últimos meses había acompañado a Kitty con
frecuencia al supermercado. No había fragancia en él. Las verduras, la carne
y las frutas, la mantequilla y las patatas, todo estaba envuelto en celofán, muy
sanitario, y todo olía a... papel. Sólo papel. Luces brillantes, música
estereofónica, cristal. Pero nada de olor a apio o a tomates, ni el áspero olor de
la carne cortada, ni el olor a tierra de las patatas, ni el aroma dulzón de los
melones, manzanas y peras, ni el cargado aroma del café y el té. Ni suelos de
madera. Los artículos en venta parecían artificiales también. Los pollos eran
enormes, hinchados, y no tenían el menor gusto cuando se guisaban, ni un
perfume vigorizante cuando se asaban o freían. Todo estaba desodorizado. Todo
neutro e insulso. Todo limpio y ordenado... y sin vida. Ése era el problema con
la vida actual, que no había vida en ella. Los viejos que acababa de dejar: no
tenían vida. No tenían frutos tras una vida de trabajo. Frutos del mar Muerto,
llenos de polvo. "¡Que Dios les ayude!", pensó Bernard, "¡que Dios me ayude!"
¿Quién había actuado tan violentamente sobre la naturaleza humana? ¿El
gobierno? Pero el gobierno era sólo el pueblo. ¿Qué generación hemos criado?
Jóvenes estériles, sin redaños, sin auténtica vitalidad, sin ambición honesta,
sin sudor ni trabajo. Sólo tenían voces agudas que exigían... ¿qué?
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"Aquello de que les hemos privado", pensó Bernard Carstairs. "El derecho a
hacer algo honradamente por ellos mismos. Hemos sanitizado toda la comida
que coman, y les damos papel en vez del pan de la vida. Les damos formas
de gobierno que les garantizan la supervivencia en el mundo estéril que
hicimos para ellos. No es de extrañar que protesten, aun sin saber
exactamente contra qué. Quieren vivir y tener aventuras. Les privamos de la
aventura... con unos ingresos garantizados. Ellos no han tenido insegurida-
des, ni lucha, ni esperanza, ni victoria. Como tampoco yo la tuve nunca. ¡Oh!,
vivimos más tiempo porque hemos matado todos los gérmenes. Pero ¿es que
acaso la vida hoy en día sólo es cosa de longevidad?"
Se encontró subiendo por el sendero de grava hasta el blanco edificio
cuyo tejado rojo estaba ahora cubierto de nieve helada. Empezó a apresurar el
paso. ¡El hombre que escuchaba allí tendría que oír ahora, por variar, lo que
tenía que decir un jubilado! Y que
le sentara como le sentara. También los jubilados habían sido traicionados,
no sólo los jóvenes.
No había nadie en la sala de espera, pues ya era de noche y todos los
ciudadanos se hallaban tomando una insípida cena y corriendo a ver ia
televisión que tampoco les ofrecería autenticidad alguna. Apenas había cerrado
la puerta tras él cuando Bernard oyó una campana. ¡Cuánta eficiencia, como
en el mundo exterior! Tocaban una campana en el momento en que se abría
la puerta principal. Se quitó el abrigo, cubierto de nieve, y sacudió el
sombrero. La campana sonó de nuevo.
—De acuerdo, ya voy —dijo con impaciencia—. Aunque sólo Dios sabe por
qué.
El hombre que escuchaba allí dentro estaría probablemente ansioso de irse
a casa también en esta desagradable noche invernal para tomarse una cena
sin sabor alguno, mirar la televisión, escuchar las últimas noticias e irse luego
a la cama... para enfrentarse con otro día igualmente carente de significado.
Otro día sin nada personal en él. "Lo mismo que yo", se dijo Bernard
abriendo de golpe la otra puerta y entrando en la habitación del fondo con
sus cortinas azules sobre la oculta alcoba y el solitario sillón de mármol con
los almohadones azules. Se sentó en él y se dio cuenta de su nuevo y agotador
cansancio. Contempló la alcoba.
—He estado pensando todo el día —dijo secamente, sin saludar al hombre
que aguardaba para oírle—. Lo he pasado en el Centro de Jubilados. Un
cementerio vivo. Todo muy limpio, muy acogedor y pacífico, como una hermosa
tumba. Los cadáveres vivos se sientan en grupo y hablan del pasado como si
ya no hubiera futuro para ellos. De todas formas, ¡que me condene si lo hay!
Pero yo... ¡yo quiero un futuro! Yo no quiero aguardar la muerte como una
oveja ante el matarife. Hasta una oveja es más importante por-
que luego se la comen. Yo no soy comida para nadie, y menos para mí mismo.
El hombre no contestó. Había mucho silencio y paz allí, y una gran
serenidad. No había prisa, ni sonido de apresurados pasos que no iban a
ninguna parte. Decían que el hombre que allí escuchaba tenía todo el tiempo
del mundo.

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—Pues yo no —dijo Bernard—. Yo no tengo tiempo y, sin embargo, tengo


demasiado. No soy viejo, ni joven tampoco. Soy inútil. Un hombre retirado ya del
trabajo. He sido muy activo toda mi vida, y ahora no puedo contentarme con
juguetes. No quiero hacer trabajitos, ni pretendidas actividades. ¡No soy un
niño! Soy un hombre adulto. Pero ahora todo el mundo ha decretado que
debo retirarme... ¿a qué?
El hombre no contestó.
—Cuando yo era joven e iba a la iglesia —siguió Bernard— el ministro solía
hablar de "la cosecha de la ancianidad". Campos dorados rebosantes de trigo,
árboles cargados de fruta. El trabajo bien hecho. Pero, en estos tiempos, no
hay trigo, ni fruta, ni trabajo bien hecho. No hay satisfacción personal, pues
no hay vida que valga la pena vivir. Sólo archivos y papeles. Ni siquiera hay
satisfacción para un obrero en una fábrica, pues jamás ve el producto
terminado en el que él sólo ha tomado parte fabricando una de sus piezas.
Dicen que eso es preciso en una civilización industrial, pero ¿dónde hallar
satisfacción personal en ella? ¿Dónde hallar el gozo de la realización? Vamos,
dígame.
El hombre no dijo una palabra. Bernard se agitó en el sillón.
—Quizá no tengamos una auténtica cosecha porque jamás aramos, ni
arrojamos la semilla. ¿Es eso?
Tampoco hubo respuesta.
—Ahora todo está dividido en compartimentos —continuó Bernard—.
Usted hace su trabajito y cientos de otros hombres hacen su trabajito. Jamás
llegan a ver lo que resulta al fin. ¡Hay tantos de nosotros! Quizá sea necesario
que sólo hagamos una parte, sin ver jamás el diseño completo, si la civilización
industrial tiene que florecer. ¡Pero somos hombres también! No nos satisface
ser parte de una máquina. No somos "unidades", aunque algunos oficiales del
gobierno nos llamen unidades. Eso no es tan malo cuando uno es joven. Tiene
una familia que crear, y con quien hablar, y ante los que simular que la vida
tiene algún significado. Pero cuando somos viejos y se nos arroja a un lado,
como basura, no tenemos nada que recordar que hayamos creado por
nosotros mismos, nada sustancial, nada con el sello de nuestras propias
manos. Entonces quedamos reducidos a simples jubilados, entretenidos con
un hobby estúpido y tratando de creer que somos importantes, que alguna vez
fuimos importantes para el mundo, y hablando sólo con seres iguales a
nosotros, que fueron, y son, igual de inútiles.
Golpeó de pronto el brazo del sillón con extraordinario énfasis. Se inclinó
hacia la oculta alcoba.
—Si un hombre no puede decir: He vivido, y esto es lo que hice, entonces
es que jamás vivió en absoluto. Y toda la seguridad y los cheques del
gobierno no serán para él más que drogas que serenen su mente desesperada
y le dispongan a morir y dejar un lugar para que lo llene alguna otra
"unidad".
El aire cálidamente uniformado de la habitación flotaba en torno suyo y, a
pesar de sí mismo, se fue relajando.
—Míreme —dijo con ansiedad—. La medicina natural, y mi buena salud
natural, me han mantenido vivo y joven para mi edad. Tengo sesenta y cinco
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años. No estoy decrépito. Pero me han tirado a la basura, me han rechazado


y enviado al pasto. ¿Qué pasto? ¿Una serie continuada de días inútiles?
Algunos se sienten satisfechos con eso, no desean nada más. Pero muchos de
nosotros no queremos sentarnos y aguar-
dar la muerte en un lugar cómodo y agradable. Algunos buscamos trabajo. Y
no lo hay. Todos prefieren a los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes. No es culpa de
los empresarios. Éstos se sienten apresados por las normas del gobierno, y
piensan en los beneficios, y en los fondos de pensión, y todo eso les impide
contratar hombres como yo, que aún quieren ser útiles y tener alguna
esperanza, que aún desean creer que lo que hacemos es importante.
De repente alzó la voz:
—¿Por qué no nos matan simplemente cuando envejecemos? No hay nada
peor que dejarnos vivir sin tenernos en cuenta, sin más que esperar la
muerte. Nos harta tanto nuestra vida que primero vamos a parar a los
sanatorios y luego desaparecemos, y luego nos entierran. Nosotros, hombres,
en la parte más vital de nuestra vida... condenados a una muerte lenta. He
oído decir que en Rusia se limitan a matarnos; quizá no sea cierto. Quizá sea
solamente que nos permiten trabajar. Eso es mucho mejor que lo que aquí nos
sucede. Cualquier cosa es preferible a lo que aquí nos ocurre.
El hombre no habló, pero a Bernard no le importó nada. Se arrellanó en la
butaca de almohadones azules. Su mirada se hizo ahora un poco vaga y lejana.
Empezó a sonreír.
—Mi padre era carpintero —recordó—. Tenía su propio taller. Hacía muebles
y construía casas. A veces salíamos a pasear juntos y él me mostraba las
casas que había construido. No eran edificios notables, pero eran casas
sólidas y fuertes. Se sentía orgulloso de ellas. A veces la gente nos permitía
entrar en ellas y me dejaba ver los muebles que mi padre había hecho. Nada de
fantasía, o complicado. Sólo mesas sencillas y buenas sillas y armarios. Pero
uno podía apoyarse en ellas sin que vacilaran. Pulimentadas a mano por mi
padre. Solía construir graneros también, viejos graneros que todavía puedo
contemplar cuando llevo a mi esposa de paseo por el campo.
"Mi padre sólo fue cuatro años a la escuela. Pero dejó algo tras él. Vivió
hasta los ochenta y seis años, y aún seguía trabajando en su taller, haciendo
muebles. Y vendiéndolos también. Tenía más trabajo del que podía hacer.
¡Cómo recuerdo el taller! Olía a madera sin barnizar, a barniz y a pintura, y
el suelo estaba cubierto de aserrín. Había sierras y martillos en los muros, y
barriles de clavos, y bancos y tornos. Podía ver cómo un mueble de madera
basta iba quedando suave, brillante... Era como un milagro. Los muebles de mi
padre durarán casi para siempre. Había verdad en ellos.
"Me gustaba tanto que sentía hambre de aquel trabajo. Mi padre solía
dejarme que le ayudara después del colegio. Los muebles habían de quedar
así, bien terminados. No se debían ver los clavos, sólo la madera satinada. Yo
deseaba vehemente ser carpintero también.
"Pero mi madre dijo que no. Tenía que ser un empleado de cuello duro.
Debía tener cierta instrucción, no ser casi un analfabeto como mi padre.
Entraba en el taller y me quitaba el martillo y la sierra, y le chillaba a mi
padre. Yo sería un caballero, ¡no trabajaría con mis manos! Y mi padre le
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decía: "¿Qué hay de malo en un trabajo honrado? Es algo que se puede ver."
Pero mi madre, con un gesto de desdén, me obligaba a volver a la casa y
estudiar. Yo no quería estudiar. Jamás fui demasiado inteligente. Fui a la
escuela comercial después de la secundaria, y aprendí teneduría de libros. Lo
odiaba. ¡Dios mío, jamás supe hasta ahora cuánto lo odiaba!
"¿Sabe? Yo creo que las mujeres tienen demasiado que decir en estos
tiempos... y en los míos también, sobre el futuro de sus hijos. Quieren que
todas las cosas sean "fáciles" para sus hijos, y que jamás se
ensucien las manos. No piensan en el trabajo del mundo. Sólo piensan en el
papel.
"Demasiados viejos de los que vi hoy tuvieron madres como la mía,
mujercitas pretenciosas que creen saber lo que es mejor para sus hijos. Por
eso todos los artículos que compramos en estos días, incluso en las mejores
tiendas, son mecánicos y carecen de personalidad. Nadie se siente orgulloso ya
del trabajo. Por tanto muchos nos vimos condenados a los escritorios, las
oficinas y los archivos, y a cubículos de aire acondicionado, y jamás se nos
dejó salir al aire libre. Sí, incluso en mi tiempo, cuando yo era joven... la gente
empezaba ya a pensar que el trabajo manual era algo vergonzoso.
"Incluso las fábricas de hoy en día, y las grandes tiendas, están
despersonalizadas. Quizá tenía que ser así. No lo sé. Todo el mundo habla tan
sólo del producto nacional bruto y no del terrible producto de las mentes de los
hombres cuando éstos se hallan privados de personalidad. Jamás piensan en
los viejos-jóvenes enviados a los Centros de Jubilados. A esperar la muerte.
Sintió el cansancio en él, cansancio de la mente, o de su sano cuerpo.
—¿Por qué no existe alguna salida decente para aquellos de nosotros que
queramos trabajar? ¿Por qué no olvida el gobierno sus formularios y planes
de pensión y beneficios marginales? ¿Por qué no nos dejan trabajar hasta que
fallemos en nuestro trabajo? ¡A esto le llaman bienestar social! ¡A esto le
llaman una vejez decente y protegida! Bien, hay millones de nosotros que no
deseamos tal cosa. Queremos trabajar en algo de lo que podamos sentirnos
orgullosos, aunque sólo sea un trabajo manual, ser carpintero, o albañil, o
plomero. Necesitamos ser útiles, no parásitos.
Sintió deseos de llorar.
—Yo quería ser carpintero, como mi padre —insistió—. ¿Qué hay de
vergonzoso en ello? ¿No fue Cristo carpintero, y trabajaba con José, su padre
adoptivo? ¿Acaso Él se avergonzaba del trabajo honrado? No. Eligió sus
discípulos entre los carpinteros y pescadores. Y ellos salieron al mundo sin el
beneficio de la Seguridad Social, ni pensiones aseguradas, y predicaron al
mundo y trabajaron con sus manos, y vivieron hasta ser muy viejos, llenos de
años, como solían decir los predicadores, y llenos de honores. Trabajaron
hasta el día en que murieron y fueron a todas partes a pie... viejos, no
basura. Nadie les envió a los Centros de Jubilados, ni les dijo: "Se han ganado
el derecho a vivir de la caridad el resto de su vida, y a cobrar cheques." Nadie
se ha ganado el derecho a dejar la cosecha.
De nuevo golpeó el brazo del sillón con el puño.
—¡No estoy dispuesto a morir! Quiero seguir en la cosecha también. Quiero
ser útil. Necesito que otros me necesiten. Necesito que la gente diga: "Esto es lo
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que Bernie Carstairs hizo por mí." Quiero volver a casa después de un
honrado día de trabajo realizado entre personas honradas, y no oficinistas.
Quiero lavarme las manos y verlas libres de una sana suciedad. Quiero...
sudar. Quiero ser útil.
"Pero se me niega todo. Nos tratan como niños, niños seniles, ¡cuando
estamos llenos de salud y vida! Nos acarician, nos miman y nos privan del
poco respeto propio que nos queda. Nos hablan como a tontos. Me asquea
hasta lo más profundo de mi ser. ¿Por qué nos retiran cuando aún no ha
terminado nuestra vida? ¡Contésteme a eso!
Miró la cortina.
—Lo sé. Quieren que muramos de prisa. Necesitan el espacio para los
jóvenes, que serán iguales a nosotros en unos cuantos años. Inútiles.
Esperó, pero no hubo respuesta. Sin embargo sintió que algo se liberaba en
él, como si alguien hubiera estado escuchando y comprendiera y
simpatizara con él.
—¿Sabe una cosa? La vida ya no tiene significado para nadie ahora. ¿Quién
es responsable? ¿El gobierno, los sindicatos? No lo sé. Pero todos estamos
urbanizados, sanitizados. Todo es mecánico, todo está ajustado, dispuesto.
Hasta las diversiones. ¿Es eso lo que queríamos realmente? No lo creo. Todo
hombre tiene derecho a ser un individuo y a vivir una vida plena de significado
para él. Nos han privado de eso. No es de extrañar que la gente pierda la
cabeza.
"Y yo no quiero perder la mía. Pero ¿dónde iré? Dígame, ¿dónde puedo ir?
Se puso en pie. Ya tenía bastante de aquel silencio, aunque comprendía
que le escuchaban. Fue rápidamente a las cortinas y las miró. Vio el botón que
le informaba que podía ver al hombre tras la cortina si lo deseaba. Apretó
rápidamente el botón.
Las cortinas se corrieron sin sonido y una luz brillante y cálida llenó la
alcoba. Vio al hombre que le había escuchado. Quedó en pie, y le miró; y no
podía dejar de mirarle.
Empezó a sonreír.
—Vaya, encantado de verte. Me había olvidado por completo de ti, y de lo
que tú hiciste. Fuiste carpintero, ¿no? Un carpintero honrado y trabajador
como mi padre. De la clase que yo mismo quería ser. Tu padre trabajó hasta el
día de su muerte, ¿verdad? Estoy seguro de que los dos construísteis buenas y
sólidas casas, y que hicisteis buenos y sólidos muebles. Y apuesto a que te
sentías orgulloso de ellos también. Apuesto a que tu padre no se retiró con la
Seguridad Social, ni terminó tampoco sus días en un Centro de Jubilados. Fue
útil hasta el fin de su vida. Y los hombres que trabajaron contigo... nadie los
envió a una casa de reposo. No lo necesitaban. Estaban demasiado
ocupados trabajando para sentirse enfermos o desamparados.
Bernard volvió al sillón y se sentó, sonriendo aún. El corazón se alzaba en
su pecho y sentía renovada
energía y vitalidad.
—¿Sabes? El doctor me dijo que muchas enfermedades obedecen más a
que la gente no tiene bastante que hacer, nada que hacer, que a otra cosa.

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Se enmohecen y ya no pueden seguir adelante. Y eso se supone que es la


caridad secular. No lo es. Es algo cruel. Es algo bárbaro. Nosotros, los
viejos, aún tendríamos mucho que dar al mundo... si nos dejaran. Pero
todo está sujeto a normas y regulaciones y planes de pensión y beneficios
marginales. Supongo que, en cierto modo, es agradable. Es agradable
pensar que, si uno se pone muy enfermo y viejo, no se verá obligado a ir a un
asilo. Pero sólo resulta agradable pensar en ello si uno aún es fuerte y está
dispuesto a trabajar. Una especie de cuenta bancaria, de las que no se
usan a menos que uno se vea forzado a hacerlo. Pero ¿por qué han de
forzarnos a hacer uso de esa cuenta de reserva cuando aún no la
necesitamos?
Se inclinó hacia adelante ansiosamente:
—¡Ya lo tengo! ¡Voy a buscar un carpintero independiente que pueda
emplearme y me enseñe a trabajar bien! Si no puedo encontrarlo, estableceré
un taller por mi cuenta. Contrataré a hombres de mi edad, que sepan algo de
carpintería. Nada de cosas artificiosas. Muebles buenos, sólidos, bien hechos, a
mano, con buenas herramientas. Si los sindicatos intentan interferir, les diré:
Mirad, soy un jubilado, así que quitaos de mi camino y dejad que me gane
honradamente la vida. No entregaré nunca tanto trabajo como pueda
hacerlo una fábrica mecanizada. Estará hecho con amor, como solía
hacerse. ¡Vaya, incluso contrataré tapiceros retirados! No hay ningún
límite a lo que puedo...
Su mente, revitalizada ahora, corría como el
viento.
—Volveré a ese Centro de Jubilados y buscaré hombres como yo, que
realmente deseen trabajar y olvidar el trabajo burocrático o lo que fuera que
hicieran. Les sacaré de las tumbas en que ya están cayendo. Les diré: Hay un
trabajo honrado, trabajo auténtico, para usted, si lo desea. No se siente a
sestear ahí hasta que se muera y se lo lleven. Utilice las manos y el orgullo, y
viva de nuevo.
Se puso en pie, feliz, renovado.
—Gracias, hermano —dijo al hombre que sonreía en la alcoba—. No viviste
lo suficiente para ser viejo en este mundo. Pero apuesto a que lo sabes todo de
los hombres como yo. Apuesto a que deseas que nos escupamos en las manos
y nos pongamos a trabajar de nuevo, y no nos echemos a murmurar y a
pensar en el pasado.
"Apuesto a que te gustaría que todo el mundo trabajara por la cosecha y
recogiera frutos de nuevo. Dios sabe que hay mucho trabajo que hacer
todavía y... ¿cómo era eso que recuerdo ahora? Los trabajadores son pocos...
Sí, ya sé que eso se dijo en un sentido más religioso, pero también recuerdo
que mi padre solía decir que trabajar era orar, y seguramente el dar a los
viejos la oportunidad de vivir de nuevo, y ser necesitados, y sentir orgullo de sí
mismos y añadir algo al tesoro del mundo, es un concepto religioso en cierto
modo, y ¿quién sabe qué cosechas y frutos aportará a todos?
"Alguien ha de empezar en alguna parte y yo voy a empezar... mañana. Me
pondré en contacto con los clubs de ciudadanos, y con esos centros en otras

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ciudades también, y quizá podamos hacer presión sobre nuestros


representantes en el Congreso para que resuelvan algo sobre la situación, como
conseguir por ejemplo que los sindicatos reduzcan las restricciones
para los que ya han cumplido sesenta y cinco años, o incluso sesenta, y nos
permitan renunciar a los beneficios marginales también, ya que estamos
metidos en ello, para que los empresarios puedan permitirse el contratarnos.
"Que los viejos que lo deseen vegeten y se mueran. Pero todos aquellos que
queremos vivir... no debemos ser condenados a muerte. También nosotros
tenemos derecho a rezar y trabajar.
Sonrió al hombre que le había escuchado tan pacientemente y que, con
aquella paciencia, le había dado vida de nuevo.
—Voy a volver a la iglesia también —dijo— para llegar a conocerte de nuevo.
Tú siempre has estado esperando, ¿verdad? No tendrás que esperarme
más. ¡Ya voy!

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ALMA SÉPTIMA

EL PASTOR

«Alimenta a mis ovejas.»

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ALMA SÉPTIMA

El mes de mayo, el mes de las flores, el mes de la Reina del Cielo. ¿No es
así como le llamaba su amigo, el padre Moran? Sí. Un mes hermoso, lleno de
luz y promesas, dorado y verde y lleno de flores, con el perfume del júbilo y
regocijo.
"Pero ¿cuándo me he sentido así por última vez?", se preguntó el reverendo
Mr. Henry Blackstone, meditando sobre sí mismo. "Soy tan viejo como la
muerte, en verdad, en estos días, aunque, según los cálculos modernos, sólo
tenga sesenta años. No estoy in, como dirían mis fieles jóvenes de la
parroquia. No, no estoy in. Es extraño. Yo siempre fui un hombre muy
optimista, hasta hace pocos años. Ahora me hallo totalmente deprimido,
camino deprimido, vivo deprimido. ¿Quién está equivocado, el mundo o yo?
¿Soy irremediablemente algo del pasado? Estoy tan condenadamente confuso,
tan desamparado... En tiempos podía hablar con Dios, pero ahora sólo
escucho el más negro y reprobador silencio, como si hubiera cometido algún
pecado terrible. Qué pecado sea, lo ignoro. ¿Es que también Dios piensa que
no estoy in? En ocasiones me gustaría que también nosotros tuviéramos un
confesionario de modo que yo pudiera... pero ¿qué confesaría? ¿Que en cierto
momento perdí el paso y quedé retrasado con respecto a todas las
generaciones, o que algo anda mal con el hombre moderno, algo demasiado
horrible de contemplar? Cuando pienso eso, ¿es que soy culpable del pecado
de orgullo, por estar convencido de que Harry Blackstone tiene todas las
respuestas? ¿Qué voy a hacer?"
No llevaba cuello clerical, no porque los jóvenes se burlaran de él en
estos tiempos, sino porque se sentía indigno de él. El día de mayo era cálido,
claro, lleno del brillo y el aroma de la santa tierra. Vestía una vieja chaqueta
deportiva. Siempre había creído que le caía mal en los hombros, como toda
la ropa secular. Recorrió lentamente el sendero de grava hacia lo que la
comunidad, en tono de burla o de reverencia, llamaba santuario. Un
escándalo para algunos, un orgullo para otros. El viejo John Godfrey... Deseó
haberle conocido. Pero Godfrey había muerto hacía muchos años, mucho
antes de que él, el reverendo Blackstone, hubiera llegado a la ciudad desde la
pequeña y encantadora población donde naciera, donde fuera ordenado y
donde tuviera su primera parroquia. Se detuvo en el sendero. Midville. No
había visitado Midville durante más de quince años, desde que murieran sus
padres. Se sintió dominado por una sensación de nostalgia tan intensa que le
dolieron los ojos y la cabeza le dio vueltas. Quizá debería volver a la paz,
armonía y silencio de Midville. Luego se le ocurrió otro pensamiento: quizá
Midville habría cambiado también. Tal vez se sentiría un anacronismo allí si
volvía, como se sentía un anacronismo aquí, en esta ciudad. Anacronismo.
Eso es lo que los jóvenes decían de él, e incluso los hombres maduros, y los
de su propia generación. Cierta emoción surgió en su mente, pero le pareció
blasfemo y apresuradamente dedicó su atención al hermoso edificio blanco
al que se aproximaba y a los inocentes colores de los macizos de flores;
tulipanes, dalias, lirios del valle, y, en lugares más retirados, estallantes

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arbustos de lilas blancas, azules y púrpura. Una fuente dejaba caer el agua
con rumor de risas y la estatua de mármol en su centro alzaba un rostro
ansioso al cielo y se bañaba en luz.
—¡Qué encantador, qué hermoso! —dijo el ministro, y se detuvo a ver los
pájaros que saltaban de árbol en árbol en la pura excitación de su
inocencia, en su apasionada y sencilla celebración de la vida.
"En alguna parte —pensó— existe la respuesta. Ojalá desaparezca esta
profunda confusión de mi mente, de modo que pueda sentirme seguro de
nuevo, como lo estuviera en tiempos de que había una respuesta, no a Dios,
que no necesita respuestas, sino de lo que le complace a Él y de lo que yo en
particular debo hacer."
Había llegado a las puertas de bronce. El brillante sol venía a caer sobre las
doradas letras que las coronaban: EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
"¿Lo hace, en verdad? se preguntó el ministro—. Y luego, ¿qué dice?
¿Tendrá una respuesta para lo que me está matando? ¿Me dirá por qué he
venido aquí hoy? Mi propia desesperación, mis dudas de mí mismo y de los
otros, mi sentido de pérdida e inseguridad... ¿podrá explicármelos? ¿Me los
aclarará en verdad? Porque debo tomar una importante decisión. Espero que
pueda ayudarme. Porque nadie más, ni siquiera Dios, parece poder hacerlo.
¿Es que siempre hemos de estar solos, especialmente cuando estamos tan
necesitados?"
Vaciló. Luego abrió las puertas de bronce. Dos mujeres maduras se
hallaban sentadas en silencio en la agradable sala de espera, llena de
lámparas, pero sin ventanas. Mr. Blackstone miró cuidadosamente a las
mujeres y se sintió aliviado de que le fueran desconocidas. Contemplaban con
desgana unas revistas. Los ojos de una de ellas brillaban, y ese brillo fue
como un dolor angustioso para el ministro, aunque no supo por qué. La
miró con intensidad. ¿Sufriría ella también? ¿Qué habría llevado allí a
aquellas mujeres corrientes y vulgares, gordas, serenas y enguantadas? Ambas
parecían bastante acomodadas, si uno había de juzgar por sus ropas y su
actitud casual. Sin embargo algún problema las había llevado allí, alguna
tristeza invencible. De pronto se sintió atacado de nuevo por el dolor. ¿Es que
no tenían ellas ministros en quien confiar, ni ayuda de ningún ser humano?
¿Es que eran como las mujeres de su congregación que nada veían en él, ni
oían nada en su voz, y se veían obligadas a acudir a psiquiatras anónimos? ¿O
a un doctor? ¿O a un clérigo como él? Se sintió avergonzado. Sin embargo él,
su pastor, había ido allí también. ¿Estaría tan perdido como ellas?
Una de las mujeres alzó la mirada suavemente, como si hubiera
escuchado un sonido proveniente de él. un sonido de desesperación, de
sufrimiento ahogado, o una pregunta. Vio a un hombre alto y robusto, de
mediana edad, con escaso cabello entre gris y castaño, un rostro amable, a la
vez firme y pensativo, y ojos castaños algo mortecinos, como si estuvieran in-
soportablemente cansados. Observó que las ropas le sentaban mal, ya que no
parecía sentirse a gusto con ellas, como si no fueran su vestimenta de
costumbre. Pero la mujer se sentía tan desgraciada que sus silenciosos
pensamientos sobre aquel hombre pronto le cansaron y volvió a pensar en sus

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propios problemas y a preguntarse si el hombre que aguardaba y escuchaba


en la otra habitación podría ayudarla de algún modo.
El ministro cogió en silencio una revista y la miró. ¿Era sólo su imaginación
lo que hacía que el contenido pareciera confuso, con colores demasiado vivos,
con palabras demasiado excitadas? ¡Crisis, crisis, crisis! •Era todo falso, o el
mundo era realmente tan ávido, tan exigente, tan vehemente? ¿Es que el
hombre necesitaba verse reflejado en grandes mayúsculas negras porque ya
no había palabras sencillas en su alma? ¿0 eran las grandes mayúsculas
negras la expresión de algún creciente horror en el mundo que había que
proclamar a voces como gritan los cuervos a la vista de un horrible peligro?
¿Era todo como un estúpido espantapájaros en un paisaje indiferente? ¿O era
el espectro del horror, visible incluso a los ojos más torpes? ¿Acaso lo
imaginaba él? ¿O hasta los niños parecían gritar de modo incoherente, sin
hablar jamás con serenidad? Y todos los hombres corrían sin aliento
trasladándose con prisa exagerada... ¿hacia dónde? Incluso las mujeres viejas
¿no daban siempre la impresión de hablar con demasiada rapidez, febriles y
temerosas a pesar de su risa vivaz, sus dientes brillantes y dominadores y
aparentando ser jóvenes, jóvenes, jóvenes, cuando era obvio que cada día
eran más y más y más viejas...?
¿O es que el reverendo Mr. Henry Blackstone sentía su propia edad y
temblaba como un caballo viejo ante fantasmas que no existían más que en
su abrumada existencia? ¿Fue el mundo siempre así? ¿O sólo la edad y las
preocupaciones hacían que un hombre se sintiera realmente agobiado cuando
todo seguía siendo igual que siempre y sólo sus propios ojos habían
cambiado? ¿Cómo era el mundo en su juventud, cuando él sólo era un
muchacho, antes de todas aquellas guerras? Sólo podía recordar un jardín
bajo el sol de otoño, cargado con el aroma de las manzanas maduras y la
suave hierba, el sonido de un distante timbre de bicicleta, el tranquilo abrir y
cerrarse de las puertas, el ansioso grito de un niño, la risa serena de las mu-
jeres y el retumbar de la campana de la iglesia en una época serena y sin
prisas. Podía recordar el columpio en el que se mecía indolente, y la parte
trasera de la vieja casa blanca donde naciera, y el reflejo del sol en los
brillantes cristales de la cocina. Tan claramente acudía a su memoria que
incluso podía ver el joven rostro de su madre sonriéndole mientras trabajaba
en la cocina y su llamada por encima de las sombras y la hierba. Experimentó
una intensa felicidad y sonrió tiernamente. Ahora su madre sería para siempre
joven para él, y dulce y ardiente, y para siempre reiría con aquella suave risa,
y aguardaría su regreso con su padre.
¡Había sido todo tan pacífico entonces! Pero ¿había sido tan pacífico para
sus padres? ¿Era sólo una ilusión de su infancia, o había sido así en verdad?
Rebuscó en los serenos días de sus primeros años, los sonidos de la tarde del
sábado, con el cortador de césped y los silbidos de los muchachos, y el
resonar de los patines de las niñas, y las mujeres preparando a toda prisa
las cestas de la merienda, y el susurro de las mangueras cuando los hombres
regaban sus pequeños cuadritos de césped, y los ladridos de los alegres perros.
¿Era posible que los niños sintieran hoy la misma serenidad y contento, y que
los niños fueran siempre niños?
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¿Acaso sus padres habrían tenido alguna crisis en su vida, como al


parecer ocurría con casi todas las personas en este mundo moderno? Se
hundió más en sus pensamientos. Su padre había sido empleado del
ferrocarril, con un pequeño salario. Siempre se mostraba orgulloso de su
visera verde y de los manguitos en los brazos, que mantenían bien limpia la
inmaculada camisa a rayas. Sus horas de trabajo eran largas y pesadas.
Su esposa no tenía un equipo moderno en la cocina antigua e inmensa. ¡Qué
bien recordaba ahora el rumor de la colada de los lunes en el sótano, y a su
madre que estrujaba las ropas cantando y las tendía luego al sol! ¿Existía
otro sonido más consolador? La familia no tuvo automóvil hasta que ya su
padre era de mediana edad, aunque muchos vecinos poseían automóviles que
sólo utilizaban en los fines de semana. Y luego estaba el cine, naturalmente,
películas salvajes y violentas que todos condenaban, en especial los viejos
ministros, que las juzgaban pecaminosas. Pero en todo ello había habido paz.
¿No?
Su padre nunca había mencionado los impuestos. Washington estaba tan
lejos que era casi un mito. El 4 de julio era simplemente la ocasión de
reunirse en el parque y escuchar la banda alemana y luego comer de los
grandes cestos de la merienda y escuchar a los oradores y ponerse en pie
para entonar canciones patrióticas y agitar las banderitas. Y luego el regreso a
casa, alegremente cansados y sobrealimentados con helados y pollo frito, en el
cálido atardecer, los pájaros reuniéndose ya a dormir en los árboles y las
ventanas encendiéndose en toda la calle, y una taza de cacao caliente y
galletas en perspectiva, y luego la cama, resguardadito para la noche. ¿De qué
hablaban sus padres?
Del almacén. De los vecinos. Del sermón del ministro del domingo anterior.
De la necesidad de cortar la hierba, del nuevo niño que había nacido en
aquella misma calle, de los compañeros de trabajo, de sus esposas e hijos, de
la preocupación por sus propios padres, de sus esperanzas. Y, sobre todo, de
su inocente fe en Dios y la aceptación de todo lo que Él se sirviera enviarles,
fuera bueno o malo. Le parecía escuchar las voces de sus jóvenes padres con
toda claridad, aun a distancia de tantísimos años. Su madre se enojaba
porque el bizcocho no le había subido hoy y la leche se había agriado. Su
padre se reía cariñosamente de ella y la besaba. Hablaban de la subida de
sueldo que él esperaba para después de Navidad, y de lo que harían con el
dinero, aparte de ahorrar algo. Pero no se hablaba de impuestos ni
deducciones, de delincuentes juveniles en el vecindario, de muchachas
incomprendidas que habían cometido un error. (Uno no mencionaba a tales
chicas. Él jamás había conocido a ninguna. No es que no se pudiera comentar
sobre ellas; es que eran inmencionables.) No había conversaciones frenéticas
sobre el nuevo electrodoméstico que un vecino orgulloso mostraba
altivamente a sus envidiosos amigos, ni su madre insistía en tenerlo
también. Su padre no hablaba de modo nervioso e hiriente, con envidia de que
los otros tuvieran más que él, ni resentimiento contra los compañeros de
trabajo, ni comentarios burlones sobre el jefe. Los planes para el futuro eran
seguros y serenos. Henry tendría la mejor educación que sus padres pudieran
permitirse. Se casaría y les daría nietos. Caminaría humildemente ante su
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Dios en seguridad y paz. Mientras tanto había un techo firme sobre sus
cabezas y los viejos muros los resguardaban.
No había guerra. No había estruendo, ni voces histéricas, ni resonar de
pasos indisciplinados, ni slogans, ni la agotadora amenaza de los
incontrolados, ni anarquía, del cuerpo o del alma, ni ofensa de la ley por parte
del espíritu. No había seres desarraigados, corriendo de un lado a otro, sin ir
a ninguna parte.
"¿Estoy seguro?", se preguntó el ministro. Y por primera vez en mucho
tiempo le vino la respuesta: "Estás seguro." Así era.
Entonces, ¿qué le había sucedido al mundo? ¿Por qué se había convertido
en... —¿cuál era aquella palabra tan gráfica?— algo baladí, en el antiguo
sentido de la palabra, barato, sin valor, endeble, charro, sin fuerza?
De pronto el ministro creyó oír a su joven madre que cantaba su himno
favorito, tan dulce y confiadamente como lo escuchara en su niñez:

"¡Mucho te he amado, Señor!


Durante toda mi vida.
¡Mucho te he amado, Señor!
En todos mis caminos.
Aunque las noches son oscuras a veces
y tristes y desdichadas,
¡mucho te he amado, Señor,
y he aguardado la mañana!"

"Mucho te he amado, Señor —pensó el ministro—, pero en algún lugar nos


separamos, ¿no es cierto? ¿Fue culpa mía, como dicen ellos? ¿Será por eso
por lo que ya no te oigo?"
Escuchó una campana suave, pero como insistente a la vez. Alzó la cabeza y
miró en torno. Estaba solo. De modo que la campana había sonado para él.
Se puso en pie pero vaciló de nuevo, preguntándose con tristeza si el hombre
que allí aguardaba tendría alguna respuesta para él. ¿Y si era un clérigo
también, aunque de otra fe que la suya? Entonces sólo habría una nueva
confusión, más problemas, mayor inseguridad, más desesperación.
Entró en la otra habitación. No se sintió sorprendido por su austeridad tan
brillante y serena al mismo tiempo, pues alguien, ¿quién?, le había dicho lo que
encontraría: blancos muros de mármol con luz indirecta, un gran sillón de
mármol con almohadones azules, y una gran alcoba tras cuyas cortinas se
hallaba el buen hombre que escuchaba con tanta paciencia y que daba
buenos consejos. El cansado ministro recobró algo de confianza.
—Buenas tardes —dijo con su sonora voz, que no necesitaba amplificadores
en la iglesia.
Nadie contestó a su saludo, pero él tuvo la seguridad de que podía sentir
una presencia tras las cortinas. Sin mostrarse dolido porque nadie le
hubiera respondido, se sentó en el sillón, los ojos fijos en el intenso azul que
ocultaba la alcoba.
—Me han dicho que es usted un clérigo —comenzó—. Así lo espero. Sólo uno
de nosotros puede ayudar al otro, ¿no es cierto? Deberíamos tener alguna
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clase de sindicato, ¿verdad? —su voz era profunda y sincera—. ¡Oh!, ¿mi
nombre? Reverendo Mr. Henry Blackstone. O, como me llaman mis jóvenes
fieles, "Harry, fuego del infierno". ¡Sólo este nombre debe revelarle ya muchas
cosas!
Se rió de nuevo, pero había más tristeza que alegría en su risa.
—Quizás usted mismo me llame así también. Y tal vez lo merezca. No lo sé,
y ése es el problema. ¿Es que el mundo se ha vuelto loco... o es que está solo?
Yo... yo tengo algunos amigos en el clero. Inteligentes, agudos, interesados. No
tienen una opinión demasiado buena de mí. Si fueran mucho más jóvenes, o
muy jóvenes, lo entenderían. La juventud siempre es intolerante. Al menos eso
es lo que la gente me dice constantemente con indulgencia, como si la
intolerancia fuera una especie de virtud heroica en sí, cuado no es más que un
aburrimiento ante los hombres de mi edad. Bien, de todas formas, la mayor
parte de los clérigos que tienen mala opinión de mí son de mi edad, o un poco
más jóvenes, algunos incluso más viejos. Eso es lo que me preocupa. El que
sean más viejos que yo y sin embargo estén in, como dicen ahora. Una frase
estúpida, ¿no?, pero sintomática.
"Mire, mi problema es muy sencillo. Betty, mi esposa, está muy disgustada,
harta en realidad. Tiene cincuenta y tres años, y no es elegante, ni joven, ni
moderna, como las esposas de otros clérigos de estos tiempos, eternamente
jóvenes, ¡Dios tenga piedad de las pobrecillas! Ella y yo nos conocemos de
toda la vida. Ambos somos de Midville, a quinientas millas de aquí, casi en
Nueva Inglaterra. Llevamos siempre la misma clase de vida, y tenemos las
mismas opiniones. Durante largo tiempo fuimos razonablemente felices en
esta ciudad, a pesar del hecho de no tener hijos, y a despecho de todas esas
malditas guerras que nos impiden a todos llevar una vida normal, serena,
sólida. Cuando las guerras terminan nadie parece saber por qué comenzaron
en realidad, después de todo, y, lo que es peor, a nadie le preocupa al
parecer.
"Pero, volviendo a mi problema. Ya no soy útil a mi congregación, ni a los
viejos, ni a los de mediana edad, ni, especialmente, a los jóvenes. En
tiempos tuve a mi cuidado quinientas almas. Ahora sólo tengo unas
doscientas. Mi congregación va disgregándose de año en año. Mi gente acude a
ministros más listos, que pueden satisfacerles y darles lo que desean. Yo no in-
tento disuadirlos...
Hizo una pausa. De nuevo se sentía dominado por una gran inquietud.
Tenía la sensación de verse rechazado de nuevo, de verse censurado...
pero, ¿por qué?
—Después de todo —siguió— hemos de ser libres en la religión, ¿no? A
veces, se lo digo con sinceridad, envidio la autoridad de los sacerdotes católicos.
Aunque quizás ahora ya no tengan tanta autoridad. No lo sé. He visto cómo
algunos sacerdotes viejos, amigos míos, se quedaban de pronto muy quietos y
muy silenciosos cuando hablábamos de nuestras respectivas congregaciones y
en ocasiones parecían perdidos también, como probablemente lo parezco yo.
Tengo la impresión de que muchos de ellos sienten sus dudas ante toda esa
puesta al día de que tanto se oye hablar, como si Dios no fuera el Eterno, que
nunca cambia. Sí, tenemos nuestros problemas, esos viejos y yo. Pero, en
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cierto modo, ése parece ser un tema del que no se puede hablar con libertad.
No sé por qué. Como si algo demasiado poderoso... demasiado poderoso... ¡Oh,
no lo sé! Como si estuviéramos acosados, por usar una frase anticuada. Ya se
dará cuenta de que yo soy un hombre anticuado.
"En cualquier caso, Betty quiere que yo dimita de mi cargo y me vuelva a
Midville, o a cualquier otro sitio, mientras sea una ciudad pequeña. Creo que
fue Sócrates, ¿no?, el que dijo que los hombres no debían vivir en ciudades
grandes sino en pueblos pequeños; que las almas de los hombres se agostan
en el estruendo de las calles y en la superficialidad de sus vidas, y que la
tranquilidad, la contemplación y el conocimiento de Dios sólo pueden
encontrarse en la tierra, a la vista de los grandes bosques y las nobles
montañas y el correr de los ríos. Y en las pacíficas praderas al anochecer, a la
sombra de los altos árboles, cuando ya se ha acabado la labor del día.
"Mis superiores no me han dicho nada al respecto, pero sé que nadie
lamentará mi dimisión. Betty y yo ... viviremos de nuevo nuestra vida de
siempre, en paz y serenidad, entre pocos amigos, en compañía de los que nos
conozcan y comprendan. Algo que nos resulta imposible en esta jungla de
piedra, esta jungla ruidosa, esta jungla febril, frenética y acalorada donde no
hay refugio en una tierra cansada.
La sensación de reproche le golpeó el corazón tan pesadamente que fue
como un golpe físico. Retuvo el aliento.
—Esta jungla —insistió, y miró las cortinas cerradas. Estaba convencido
de que el hombre le miraba a través de alguna abertura, y ello le enojaba.
—Veo que no comprende —siguió el ministro—. Sin duda está de acuerdo
con mis superiores. Pero no me condene, por favor, hasta que haya
terminado. Como ministro, también debe esperar a oír mi parte de la
historia. Repito que, según dicen, no estoy in. No lo estoy, no. Ni puedo
estarlo porque no formo parte de ello. Jamás fui como ellos. Jamás lo seré.
No, no hable todavía. Déjeme que le cuente y luego lo discutiremos los dos de
modo razonable, y quizá pueda darme algún consejo. Dios sabe que lo
necesito.
"¿Por qué no hablo con mis superiores? Ya lo he hecho. Están disgustados
conmigo, lo sé. Después de todo, un ministro no tiene demasiado éxito si su
congregación sigue abandonándole. Uno o dos de ellos han llegado a sugerir que
quizá fuera mejor para mí una congregación pequeña, en alguna ciudad como
Midville. Yo también lo creo. Y Betty está segura. De todas formas con el tiempo
habré de retirarme e irme a descansar. Quizá dentro de unos diez años, aunque
hay ministros viejos que todavía siguen en el pulpito a los ochenta. Si me
quedo aquí, hasta el momento en que me retiren, mi congregación todavía
disminuirá más y más, hasta no quedar nada de ella. ¡A la velocidad con que se
están marchando, no habrá que esperar mucho! Todos se habrán ido en un
par de años...
"Sin embargo, sin embargo... Verá, Dios y yo caminamos juntos hasta hace
unos quince años. Yo estaba muy seguro de que Él me oía, y de que nos com-
prendíamos. Pero ahora siento a Dios muy lejos de mí. Quizá sea porque ya
no satisfago a mi congregación como debería hacerlo, ni me he modernizado
para ser uno de ellos, como algunos de mis amigos clérigos me han aconsejado.
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Ellos no se preocupan tanto ni se atormentan como yo. Viven bien,


cómodamente, y hablan con satisfacción de este mundo como del mejor
mundo posible, cuando... —alzó la voz hasta que ésta fue como un grito—,
¡cuando es obvio que éste es el más terrible de todos los mundos, y el más
perdido!
Se puso en pie.
—¿No está de acuerdo conmigo? Casi nadie lo está, a excepción del
viejo padre Moran, y algunos otros clérigos. Usted cree que yo debería
haberme puesto al día, y ser como un muchacho más para todos los
hombres de mi congregación, y un confidente indulgente para las
muchachas, mujeres y niños, y que hablara de todas las malditas cosas
del mundo menos de la única verdad: que es el terror de todo inocente
que vive en él.
"¡Escúcheme antes de juzgarme como un viejo anticuado que no puede, ni
quiere, comprender este mundo moderno! Se lo pido por favor, escúcheme.
¿Sabe en lo que se ha convertido fundamentalmente el cristianismo en estos
tiempos? En secularismo. No ya uno con el pueblo, como Cristo, sino
mundanos, ocupados en demasiadas cosas excepto en la fe sencilla y en la
paternidad de Dios. ¡Oh, hablan mucho, ya lo creo, sobre la hermandad
del hombre, pero sugiérales, intente sólo sugerirles, que no hay hermandad
entre los hombres sin el reconocimiento de la paternidad de Dios, y
recibirán sus palabras con un embarazoso silencio o con una sonrisa de
superioridad!
"No soy sofisticado, lo confieso. No soy un hombre urbano. No comprendo
este mundo que cambia. Eso es lo que dicen ellos. Pero ¿cuándo ha dejado
el mundo de cambiar, desde el mismo instante en que salió de las manos
de Dios? Siempre estuvo en transformación, pero mis gentes no entienden
eso. Ellos creen que hay algo único en este momento, algo que nunca
existió antes, algo tan superior al pasado que éste debería ser olvidado por
completo, con todas las cosas heroicas del pasado. Incluido Dios, por
supuesto. ¡Oh, sí!, están dispuestos a hacer profesión de fe, pero no hay fe en
ellos. Por más de un estilo son en verdad una generación incrédula y
adúltera. De clérigo a clérigo, tengo que ser honrado: una generación
incrédula y adúltera. ¿Es falta de caridad el confesar esta verdad? En estos
días se habla mucho de caridad, y del espíritu del hombre moderno con
aspiraciones, pero ya no hay caridad, y las aspiraciones de los hombres
modernos son las frívolas aspiraciones de un niño eterno.
"¿De quién es la culpa? ¿Del clero? Pero ¿qué podemos hacer, cuando los
hombres se apartan constantemente de nosotros, ocultando una sonrisa? No
podemos prohibirles nada. Ya no tenemos la autoridad secular o espiritual
que tuvimos en tiempos. Ésta es la época de los laicos, dicen algunos
clérigos, abdicando con una sonrisa de su posición de pastores y contentos,
incluso orgullosos, de ser uno más del rebaño. jHermandad! Carencia de
autoridad digo yo, aunque se nos dio autoridad cuando nos ordenaron. ¿Es
el pastor menos que el rebaño? Si es así, ¿quién lo guardará de los lobos?
El sudor caía en grandes gotas de su frente. Agitó pesadamente la cabeza
una y otra vez. Se aferró con ambas manos al respaldo del sillón.
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—No me condene todavía. Por favor, déjeme terminar. Contemplo el mundo


y lo veo lleno de cosas, sólo de cosas. Y ni una de ellas con verdad y solidez.
Está lleno de aparatos, de maquinaria, de casas automatizadas, de fábricas y
oficinas; produce un espantoso ruido. El peor ruido es el de las gentes que
discuten, gentes descontentas, sin raíces, exigentes, petulantes, insatisfechas,
que desean, que exigen, que claman simplemente.
"He vivido sesenta años —continuó— y jamás he conocido un mundo así.
Viví la Gran Depresión y fue mejor que esto, créame. Al menos la gente se
enfrentaba con la dura realidad, y no con el desagradable realismo de que
hablan ahora. Conocían las privaciones y el hambre, y el rostro horrible de la
desesperación y el profundo temor. Pero ésas eran cosas reales que era posible
vencer, pues siempre hubo esperanza.
"Pero, ahora, todo el mundo tiene de todo. ¿No fue Ibsen el que dijo que
cuando todos tienen de todo ya nadie tiene nada de valor? Nada es real,
además, cuando el hombre ya no tiene necesidad de luchar. Yo he conocido
una pobreza mísera. Pero le aseguro que la prefiero a la comodidad, el lujo y
toda la opulencia que Veo en torno. Al menos, en la miseria yo tenía certeza, y
lo mismo todos los pobres conmigo, Pero los que viven ahora a mi alrededor
en medio del lujo, del maquinista al hombre de negocios, del doctor al
plomero, de la secretaria al ama de casa, no tienen certeza en absoluto, ni
raíces, ni calma, ni, en consecuencia, esperanza...
"Y no desean lo que yo puedo darles. Me reprochan que no les hable de
justicia social y de problemas sociales o de lo que sea la moda estúpida del
momento. Una vez les cité al gran estadista y filósofo inglés, Edmun Burke, que
dijo hace casi doscientos años: "No debería escucharse más sonido en la
Iglesia que el de | la Voz curativa de la caridad cristiana. La causa de la
libertad civil y del gobierno civil ganan tan poco como la causa de la religión con
esta confusión de deberes. Los que abandonan su auténtico carácter para
asumir lo que no les pertenece son, en su mayor parte, ignorantes por
completo del mundo en el que tanto les gusta mezclarse, y sin experiencia en
los asuntos mundanos sobre los que se pronuncian con tanta confianza, o
tienen de políticos más que las pasiones que excitan. ¡Con seguridad que es en
la Iglesia donde debería permitirse la tregua de un día entre las disensiones y
animosidades de la humanidad! No necesitamos teólogos entendidos en
política, ni políticos con ideas teológicas."
"Pero ellos no tenían la mínima noción de ese gran hombre, Edmund
Burke, ¡aunque la mayoría de los jóvenes saben todo lo que hay que saber
sobre Marx!
"Bien, me acusaron de anticuado, ¡como si la verdad hubiera sido alguna
vez un anacronismo! Les hablé de las eternas verdades de Dios, les leí del
Evangelio, y les dije que, cuando los hombres caminan con Dios y su verdad y
su justicia y las practican humildemente en su vida diaria, la justicia social
ha de llegar inevitablemente, y los problemas sociales se resuelven
por sí mismos.
"Además, en estos tiempos siempre están hablando de la búsqueda de la
propia identidad, cuando ni ellos mismos saben lo que quieren decir, como
no lo sé yo. Yo les dije una vez que todos tienen identidad desde el momento
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en que son concebidos, y que su único deber en esta vida consiste en salvar
su alma individual e inmortal.
"¿Sabe cómo me respondieron? Ofreciéndome sus enfermizas sonrisas
indulgentes. Y recuerdo también un domingo en que les hablé de la sólida
realidad de Satán, y de su gran triunfo que consiste en persuadir a los
hombres de que no existe. Les hablé del pecado... ¡Imagínese, del pecado! ¡Los
superiores me dijeron más tarde que era poco realista al hablar así, que
insultaba a la inteligencia de mi congregación y que el pecado era sólo
cuestión de una salud mental defectuosa y no culpa del pecador! Me sugirieron
amablemente que tratara de comprender estos tiempos modernos, en los que
todos tienen una mente tan científica y viven tan conscientes de la sicología.
"Y estallé. Lo admito y lo lamento, pero me sentí acosado por todas partes.
"Dije a los superiores que sabía perfectamente todo lo referente a la
enfermedad mental, como llaman al pecado, y todas las estupideces que sobre
ello se escriben en la prensa, y todos los solemnes discursos de los que, sin
saber de qué hablan, han aprendido un nuevo vocabulario pseudo científico y
desean impresionar con él a los demás. Perdóneme, pero jamás- he conocido
tantas personas pretenciosas e ignorantes como ahora, ¡que Dios les ayude!
No saben nada de Dios, del alma humana y la mente del hombre, pero, de
todo eso que ignoran, hablan pomposa y constantemente. Cuanto más
ignorantes, más ruidosos e insistentes, hasta que uno se siente avergonzado
por ellos... antes de sentir miedo ante ellos. Son como una nueva clase de
gentes... y muy vulgares.
"Sí, dije a los superiores, cuando yo era joven todas las ciudades pequeñas
tenían sus inocentes excéntricos y seniles, pero eran aceptados como parte de
la comunidad, y no necesitaban terapia. Pero ¿por qué hay ahora tantos
trastornados? Porque han perdido a Dios y la religión, les dije. ¿De quién es la
culpa? ¿De este clero, tan moderno y avanzado? ¡Pues yo no me uniré a sus
filas! Quizá no sea yo el mejor de los pastores, ni el más sabio, pero no
traicionaré a mi pueblo con modas intelectuales pasajeras ni con preocupacio-
nes estúpidas y febriles que el día de mañana serán sólo dignas de risa o de
olvido.
Tuvo la impresión de que el hombre le escuchaba no reprobándole, sino
con tristeza y comprensión. Se sintió tan agradecido que se sentó de nuevo,
inclinándose hacia adelante con las manos firmemente apretadas sobre las
rodillas y el rostro cansado y ansioso.
—Ellos creen que yo no sé nada, que vivo en una especie de sencillo
pasado. Pero yo sé todo cuanto ellos saben, v más aún. Soy un hombre
culto. Leo, y eso es más de lo que hacen algunos de los charlatanes y
sabihondos de mi congregación. Conozco la desesperada enfermedad del
mundo, y la depravación, v la falta de paz, y el escándalo y odio, y la amenaza
del holocausto. Sé del homosexualismo, y de todos los vicios. Sé del terror en
el que ahora vive la mayoría de la humanidad. Y sé algo más que la mayoría
no conoce: que han dejado a Dios. No tienen marco de referencia. Aceptan el
mundo de los débiles sentidos y rechazan el mundo de su alma inmortal, que
es la única realidad.

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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

"Son ávidos materialistas, que se regocijan tontamente en su sentido de lo


que es relativamente cierto. Ya ve, creen en ¿i relativismo; la verdad no tiene
una certidumbre eterna para ellos. Es proteica para ellos. Cambia de hora en
hora, y nunca tiene el mismo rostro. Eso les encanta. En las nuevas verdades
encuentran excusas para sus excesos, para su falta de fortaleza, de valor y
fuerza. Carecen de honor porque no deben fidelidad a nada, ni a Dios ni a su
país, ni a los demás, como verdaderos hombres y hermanos, ni a la ley ni al
orden. Son la generación más cruel que ha maldecido este mundo, pues no se
aman unos a otros como en tiempos se amaron los cristianos de verdad, en el
Nombre del Dios Todopoderoso. Ahora simulan amarse en nombre de la justicia
social o su falsa hermandad. ¡Embusteros! ¡Embusteros! ¡Sin vacilación
alguna, le cortarían la garganta a un hermano por cualquier estúpida razón!
"Y no sienten auténtica preocupación por los demás. Podría morirse un
hombre ante su puerta y no contestarían a su llamada, pues estarían
escuchando en ese instante algún guión de la televisión sobre el deber de
involucrarse con toda la humanidad. Atacan a una mujer ante sus mismas
ventanas, y ellos bajan las persianas y se ponen a leer un artículo sobre sus
obligaciones para con la comunidad y lo muy comprometidos que están en ella.
Hablan de responsabilidad, y son abyectamente irresponsables. No, no
abyectamente. Monstruosamente, pecaminosamente irresponsables. En
tiempos el hombre se sintió orgulloso de su trabajo, y de su competencia en
él, por humilde o importante que fuera. Ahora todo el mundo quiere que
sus hijos tengan educación universitaria, y como la mayoría son muy poco
capacitados intelectualmente —a veces no les importa, incluso lo admiten
alegremente— sólo un pequeño porcentaje de jóvenes son auténtico material
universitario. Pero la mayoría podrían llegar a ser excelentes trabajadores en
distintas ocupaciones, que ahora desprecian juzgando que están por debajo de
su categoría. Yo les digo que el mismo Cristo, el Todopoderoso, con el
gobierno sobre sus hombros, fue carpintero, duro y fuerte, y orgulloso de su
trabajo. Pero me juzgan un imbécil. Cristo es una sombra para ellos. Vivió
hace tanto tiempo, ¿sabe?, en el pasado, y ¿qué tienen ellos que ver con el
pasado?
"Si sólo fueran los jóvenes los que son tan tristemente estúpidos, tan
demoledoramente estúpidos e irracionales, uno podría tener paciencia y
aguardar, y enseñar pacientemente hasta que vieran la poderosa faz de la
única realidad por sí mismos. Pero no son sólo los jóvenes los que hablan
interminablemente, estúpidamente, constantemente. Son sus padres tam-
bién, sus padres tan modernos. Los padres que les dicen que lo que importa
no es lo que uno sabe, sino a quién conoce, y adelante con ello hasta que
seas un hombre rico y de éxito, y bien adaptado, y un líder. Sé una víbora;
sé un embustero. Sé exigente e implacable. Todo vale, mientras lleve al éxito
material.
"Mientras tanto, naturalmente, les dicen, sigue con toda esa
charlatanería de amar a tu hermano y simular que te preocupas por él. Con
eso parecerás una persona agradable y civilizada. ¡Una persona tan agradable
y admirable! Y a las personas agradables y admirables se les aprecia, y

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cuando uno es apreciado los otros se encargan de promover tu bienestar y


tu futuro feliz...
"¡Dios mío, como si este mundo lo fuera todo! Pero el problema es que
así lo creen ellos, creen que este mundo es todo lo que existe, incluso mis
fieles más regulares que vienen tranquilamente a oírme cada domingo... sin oír
jamás realmente una palabra de lo que digo.
El cansancio se apoderó de todo su cuerpo hasta que le pareció que ya no
podría moverse nunca más.
—No me sorprende —murmuró— que tantos jóvenes actúen extraña y
violentamente en estos días. No me extraña que a las chicas les encante
vestirse y comportarse como jóvenes atrevidas, y a los chicos les guste vestirse
de modo dudoso y comportarse como débiles mujercitas. ¿Qué les han dado
sus padres y profesores sino falsedades, valores y falsas máximas? Son
rebeldes, dicen. ¿Contra qué se rebelan? No lo saben, pero de seguro que se
rebelan contra la falta de valores en sus vidas, contra la falta de autoridad y
disciplina, y la falta de decencia y honor en sus mayores. Yo les he visto
desfilando o gritando ruidosa e incoherentemente, y he visto a sus padres como
sólo un ministro puede verlos: locos estúpidos que jamás poseyeron autoridad
en su vida, ni tuvieron valores en su vida, ni fe, ni orgullo.
"Algunas veces se nos culpa al clero de todo eso. No le dimos al pueblo lo
que necesitaba. ¿Han de ser las ovejas las que digan al pastor lo que éste
debe darles de comer? ¿Han de ser las ovejas las que dirijan al pastor para
que éste les "permita con indulgencia meterse en el valle de las sombras de la
muerte?
Se detuvo anonadado. Miró las cortinas azules. Se mordió los labios.
—Pero, ¿y cuando algunos de nosotros lo intentamos y sólo conseguimos que
se nos ignore, que se burlen y se rían de nosotros? ¿De qué sirve nuestra
lucha? Si alzamos la voz, se escandalizan y nos abandonan apresuradamente.
Si les vamos con admoniciones, simulan ocultar una sonrisa. Las ovejas han
dejado a sus pastores y ya no oyen su voz ni responden a ella. Mis propias
ovejas me llaman "Harry fuego del infierno" porque les hablo de la verdad y del
horrible peligro en el que ahora se hallan sus almas. Los viejos se ajustan los
guantes, o se acarician sus abrigos de Piel, nos miran con ojos muy
asombrados y hablan de los jóvenes de estos días, más sofisticados y más
cultos. Y se supone que hemos de aplaudir su ignorancia y su estupidez. Se
supone que hemos de sonreí con aprobación.
De nuevo se puso en pie de un salto
— ¡Pues yo no puedo! ¡Yo no voy a ponerme al día y hablar de cosas
seculares en mi pulpito! ¡Yo no soy un mundano saduceo, como muchos de
los de mi clase! Me voy, ya no me quieren. Aquí no tengo ovejas. Debo ir donde
tenga algunas, donde escuchen a su pastor.
Respiraba acaloradamente. Estaba desesperado, y desesperado por la
impaciencia, porque el hombre tras aquella cortina no decía nada en
absoluto. Seguía esperando. Pero ahora ya no había más que decir. El
ministro recordó que alguien le había dicho que sólo tenía que apretar el
botón junto a las cortinas para ver al hombre que le había escuchado.

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—¡Oh, Dios mío! —dijo—. No quiero verle. No quiero oírle decir que debo
modernizarme y poner a Cristo al día para una generación ciega, estúpida,
débil, degenerada, inmoral y malvada... la peor que ha contemplado este
mundo. ¿Cómo puedo ayudarles si se niegan a ser ayudados...?
Se detuvo. ¿Qué había visto escrito en el muro de la sala de espera? ¿Qué
había leído aun sin captarlo por completo. Todo lo puedo en Aquel que me
conforta. En otro tiempo aquello hubiera alterado el ritmo de su corazón, y su
alma habría respondido. Pero ahora estaba demasiado destrozado, demasiado
acosado por la desesperación. Extendió la mano y apretó el botón,
disponiéndose de antemano a escuchar las suaves y corteses palabras del
clérigo que se hallaría oculto allí y que habría escuchado taimadamente a un
anticuado.
Las cortinas se corrieron, estalló la luz tras sus silenciosos pliegues y, a
aquella luz, vio al hombre que escucha.
Se miraron profundamente. El rostro del ministro adquirió un tono
ceniciento y se retiró paso a paso, hasta quedar apoyado en la pared, en la
puerta por la que había entrado. Pero el hombre no apartó los ojos. Siguió
mirándole profunda y firmemente. Y el reverendo Mr. Henry Blackstone estuvo
seguro de haber oído, en su interior, una voz poderosa que le decía: "¡Alimenta
a mis ovejas!"
Extendió sus manos ante él, como defendiéndose:
—No, no —dijo—. No me entiendes. Es que no quieren que yo les alimente.
Ni siquiera desean verme. Me han abandonado. No fui yo el que las dejé.
De nuevo escuchó la voz, más penetrante ahora y más inflexible en los
corredores de su mente: "¡Alimenta a mis ovejas!"
—¿Con un pan que no quieren comer? —imploró el ministro—. ¿Con un
pan que rechazan? ¿Con un pan que desprecian? Déjame ir. Déjame terminar
mi vida en algún lugar tranquilo, sin problemas, sin ruido, sin desprecio...
"¡Alimenta a mis ovejas!"
Lugares estériles donde se recogían y yacían las ovejas, cegadas por el polvo,
por la fiera luz de un sol del que no podían guardarse y defenderse. Una tierra
agostada. Una tierra de rocas y ríos de fuego, sin aguas vivas. Las ovejas yacían
allí y morían lejos de una vida de fe y certeza, y de auténtica seguridad. Y
¿dónde estaba el pastor?
Se volvía y las dejaba. Las ovejas se habían apartado de él, ya no quería
quedarse más con ellas y dirigirlas... porque le habían despreciado en su
estupidez animal. Si ese mundo había sido demasiado para él, ¡cuánto más
terrible, demasiado terrible, sería para ellas!
El ministro sintió que no se atrevía a acercarse de nuevo al hombre. Se
arrodilló allí mismo, donde estaba, y se cubrió el rostro con las manos.
—Ya comprendo —dijo— por qué me sentí tan separado de Dios en estos
pasados años. ¿Qué significó la burla y el desprecio para Nuestro Señor?
Nada. Él había alimentado a las ovejas hambrientas y ellas le enseñaron
los dientes en mueca burlona. Se rieron de Él en sus casas, gritaron contra
Él en los templos, vocearon su desprecio en la plaza del mercado y en las
calles. Intentaron apoderarse de Él y destruirle, y Él se deslizó
suavemente entre sus voraces manos...
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"Pero siguió enseñando a sus ovejas. Despreciado y rechazado... siguió


enseñándoles. Y al fin, porque fue tan firme, algunas le escucharon.
"Sólo unas pocas, pero salvaron el mundo. E, incluso ahora, unas
pocas tan sólo pueden salvar al mundo.
Los mundanos saduceos que creían en la muerte pero no en la
inmortalidad, que apoyaban la ética y la conducta adecuada en el hombre,
pero negaban su Fuente, que hablaban con aire educado de la ilustración y
la luz y vivían en la oscuridad! ¡Y los fariseos que detestaban al pueblo y
sólo honraban la letra de la ley, y no al que les había dado la ley! ¿Quiénes
eran peores? ¿Acaso él, Henry Blackstone, tendría que verse contado entre
ellos? ¿O era aún peor que ellos un pastor que se disponía a abandonar a
sus ovejas por su propia paz, por su propia serenidad mental?
—Perdóname... —suplicó—. Señor, perdóname. ¿Acaso me importa lo
que me llamen, o que se rían de mí? Lucharé con ellos con más pasión,
con menos debilidad, sin sentirme tan consciente de mí mismo. No temeré
su ira, ni dejaré que su monstruoso mundo se inmiscuya de nuevo en mí.
Nunca más.
"Podrán arrojarme, como te arrojaron a ti. Podrán aplastar lo que
quede de mi vida y pisotearlo. Quizá me envíen al exilio porque no puedan
ponerme al día.
"Pero jamás —si tú me ayudas— soñaré con abandonarlos y dejarlos
hambrientos.
"Y caminaremos juntos de nuevo, y, ¿quién sabe?, quizá las ovejas nos
sigan algún día. Sonrió con timidez al hombre que ahora parecía sonreírle
tiernamente. Y dijo:
—Mi madre solía cantar un himno... Ahora sé realmente lo que significa:

"A través de las noches de los tiempos,


triste y desamparado...
¡Pero mucho te he amado, Señor,
y aguardo la mañana!"

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ALMA OCTAVA

EL GRANJERO

—...cuando todo lo que me recuerda


mi juventud y mi alegría,
me dice en el fondo de mi corazón
¡que yo he tenido mi mundo, como en mis tiempos!

"Esposa de Bath"

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ALMA OCTAVA

—Bien, hola, párroco —dijo el viejo con gravedad al enfrentarse con la


serena cortina azul que cubría la alcoba—. Usted es un párroco, ¿verdad?
En cualquier caso, eso es lo que dicen todos. Usted escucha los problemas
de la gente y luego les dice lo que deben hacer. Eso es muy amable por su
parte, en verdad. No sabía que aún quedara gente de esta clase en el
mundo; no, señor. Todos diciendo que aman a todos sin que nadie ame a
nadie; eso es lo que se lleva ahora. Como todo ese patriotismo del que
tanto se lee en los periódicos, cuando al parecer nadie es ahora patriota.
Bueno, yo recuerdo que había un tiempo cuando, si alguien tenía
problemas, incluso en la ciudad, todos los amigos acudían con alimentos y
fruta, y quizás un pollo asado, y había auténtica comprensión. Ahora todo
es mentira: los periódicos llenos de amor fraternal y de los derechos de
todo el mundo, y la gente sin parar de hablar, y los párrocos diciendo en
los pulpitos que hay que obrar bien con todos, especialmente con seres
desconocidos en países extranjeros... y sin que a nadie le importe un pito
el vecino de al lado. Es fácil mostrarse comprensivo con personas que
viven a mil mi- Has o más; a uno no le cuesta nada alzar los ojos al cielo
y hablar con voz profunda y engolada. Pero tomarse la molestia de hacer
algo por los vecinos, con su propio dinero y su propio trabajo... ¡Oh, no!
Eso no tiene el menor significado ahora. Eso no es tener sentido... ¿cómo
dicen esos bocazas con su estúpida jerga?... de responsabilidad mundial.
¡Un cuerno!
Se retrepó cómodamente en el sillón y sacó la pipa. La había
preparado fuera, y llevaba el encendedor que le regalara Al, su hijo, y no
creía que importara en absoluto el fumar aquí, porque el acondicionador
de aire se llevaría el humo de todas formas. No se había sentido tan
cómodo desde que muriera Beth, relajado y en paz, hablando con alguien
que comprendía.
—Por ejemplo, ese joven que vi ahora mismo, ahí fuera, con sus
estrafalarias ropas de la gran ciudad. Me dice que no tiene problemas.
Bueno, ¡si ese joven no tiene problemas, estoy dispuesto a comerme el
sombrero! Porque tiene más que pelos en la cabeza. Como todas las gentes
de la ciudad, y algunas del campo en estos días. Y todo ese "amor", y toda esa
prisa, y el estar "alerta", y el meter las narices en los asuntos del prójimo —
especialmente si el prójimo está exactamente al otro, lado del mundo—,
¡seguro que no está haciendo feliz a la gente! Más bien miserable. Jamás vi
personas tan tristes en mi vida como puedo ver ahora, y gentes tan llenas
de odio, y tan mezquinas como el mismo pecado. Algo anda mal. Fumó un
poco, reflexionando:
—Cuando Jesús hablaba de amar al prójimo, creo g que Él no quería
decir salir a toda prisa de su propio 1 país para ir a buscar al prójimo en
Grecia o Roma, 1 o donde fuera, para hacerle bien. Él se refería al tipo que
vivía en la casa de al lado, con sus problemas. Por ejemplo, Mrs. Campbell,
que vive en una granja junto a la mía, una granja grande, colectiva, como las
de los chinos y los rusos según he oído. Casi todos los días sale en los
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periódicos de Fairmont pidiendo dinero para esto y lo otro, para personas


que nunca verá, lo que nosotros solíamos llamar la China pagana y la
misteriosa África, y, trabajando por las Naciones Unidas y todo eso; y al otro
lado de mi casa, en una pequeña granja, hay una joven viuda con tres
pequeños que está luchando sola sin conseguir salir adelante con una tierra
tan pobre y sólo el mayor para ayudarla. Y yo le digo a Mrs. Campbell: "Ahí
tiene a Susy Trendall, que no puede comprar fertilizante este año. ¿Qué le
parece si se le ayuda un poco? Porque apenas recibe subsidios." Y Mrs.
Campbell me dice: "Todo el dinero que estamos recogiendo va a la Asociación
para las Naciones Unidas y las Naciones en Desarrollo, y Mrs. Trendall debería
ir a la Asistencia Pública, si tan pobre es."
"Bueno, vamos a ver, ¿es eso caridad cristiana, es eso ayudar al prójimo?
No, señor. Eso es una falsedad y una crueldad; eso es transformar la caridad
en una fiera. Así que yo voy a casa de Susy y la ayudo con el tractor, y le digo a
Mrs. Campbell que empiece a amar a su prójimo y no busque causas que la
hagan sentirse importante y buena. ¡Buena! ¡Qué hipócrita! Parece que todo el
maldito país está invadido por embusteros e hipócritas ahora, y no por
personas buenas y sensatas como las que yo he conocido siempre, desde que
era un crío en la granja que pertenecía a mi abuelo, y después a mi padre, y
ahora a mí. Todos esos "bienhechores" que vemos por ahí en estos tiempos
tienen el corazón más duro que una piedra y ojos de gatos salvajes. Me hacen
sentir náuseas.
La pipa temblaba ahora en su mano.
—Siempre ha habido personas mezquinas que solían ocultarse bajo lo que
llamamos el "manto de la religión", lo que les permitía disimular su
mezquindad y avaricia y odio por su prójimo, a la vez que citaban las
Escrituras y veían crecer sus cuentas bancarias. Pero esas mismas personas
ya no buscan el manto de la religión para ocultar su dureza de corazón. Ahora
buscan algo que los párrocos llaman el evangelio social. Pero funciona poco
más o menos igual: "Guarda tu dinero, habla en voz muy alta del amor,
consigue convencer al prójimo de que tienes muy buen corazón y tendrás una
maravillosa reputación de hombre bueno." ¡Tiene gracia! Cuando las gentes se
escondían bajo el manto de la religión, todos lo sabíamos y nos reíamos de
ellos. Pero ahora no podemos reírnos de esos tipos del evangelio social.
Algunos incluso llegamos a creerles, y eso es sólo parte de la locura general que
hace que me duelan hasta los... bien, ya sabe.
Asintió vigorosa y amargamente. Tenía la extraña sensación de que el
hombre tras la cortina estaba de acuerdo con él.
—Y luego está el gobierno, que no deja de interferir en la vida privada de
todos. En otro tiempo habríamos sacado las armas y arrojado a los hombres
del gobierno de nuestras tierras y habríamos echado mano de la Constitución.
Bien, puedo decir, y me enorgullezco de ello, que jamás acepté uno solo de sus
malditos cheques, aunque me los han ofrecido una y otra vez. Acepta un
cheque del gobierno, y es como si te pusieras una cadena en torno al cuello.
No, señor. eso no es para mí. Yo tengo que pagar la Seguridad Social, o como
sea que la llamen, pero eso es todo; y mientras mis piernas me sostengan y

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pueda caminar, no acudiré tampoco a la Seguridad Social; no, señor. Y tal


vez ni siquiera entonces. Yo tengo mi orgullo.
"Lo cual me recuerda el asunto que me trajo aquí, a abusar un poco de su
tiempo.
"En tiempos, cuando yo era muy niño, e incluso hasta hace veinte años,
había dieciocho granjas en torno a la mía. Ahora una sola familia las posee
todas, ¡los Campbell! Piense en eso. Los demás tuvieron vender su tierra a
esos malditos y ambiciosos Campbell, con su moderna granja industrial, y se
fueron a vivir a la ciudad, en una de esas cajas que ellos llaman viviendas del
desarrollo. Las ciudades siempre olieron mal. Y ahora huelen incluso peor. Y el
olor no es sólo por el aire sucio y la polución, sino por sus almas. Babilonia.
No hay pecados auténticos que cualquiera puede comprender, pecados del
cuerpo; no, ahora son pecados del alma, pecados enfermizos, demoledores,
que le aterran a uno. Agitó la cabeza.
—¡Maldita sea si no me alegro de tener setenta y cinco años y haber
vivido cuando el mundo era sólido y auténtico, como una buena cosecha de
manzanas, aunque todo el mundo, en la ciudad y en el campo, tuviera que
trabajar diez o doce horas al día! Todo el mundo habla de esta maravillosa
era, pero es lo mismo que esas funciones que se ven en el teatro: todos
simulando y corriendo de aquí para allá, y suspirando, y haciendo un gran
espectáculo con sus sonrisas y sus miradas, y hablando como imbéciles.
¡Qué ocupados están todos! Trabajan ocho o nueve horas, incluso en las
granjas. Y no tienen tiempo. ¡No tienen tiempo! No tienen tiempo para
hacer visitas a los vecinos, para sentarse en el pórtico y hablar y observar
las luciérnagas en el césped y escuchar el viento. No. Se van rugiendo en
los coches a la ciudad, y vuelven rugiendo, y están exhaustos, y disponen de
radios y televisores ruidosos, y jamás leen nada en la vida después del
colegio, pero, ¡maldición!, actúan como si fueran cultos cuando sólo son
estúpidos que nada saben' en absoluto, ni de ellos, mismos ni del mundo. Si
algo leen son libros sucios, y entonces guiñan un ojo y se sien-ten muy
modernos. ¡Demonios!, todas esas palabras se escribían en la parte trasera
de los graneros cuando yo era un crío, y alguien te azotaba el... si te cogía
allí. ¿Qué hay de tan moderno en las palabras sucias, de todas formas? Le
diré algo: el mundo está lleno de críos adultos ahora, con sus ropas extrañas,
y yo tengo la impresión de que nunca crecerán.
"Una era maravillosa. La era espacial. Y todo es tan sólido y real como la
cara de payaso que solíamos pintarnos cuando éramos unos niños en la
Noche de las Brujas. Todo el mundo tiene ahora cara de payaso, quizá para
ocultar el hecho de que no tiene una auténtica cara propia. Haciendo muecas,
como Beth solía decir, sin mostrar su carne tostada por el sol. Quizás es que
ahora no tienen la piel tostada por el sol. Todo lo que yo sé es que no tienen ni
verdaderos ojos ni auténticas almas.
"Bueno, a lo que iba. Los Campbell, el padre, tan importante, con su abrigo
sport comprado en Nueva York, sigue viniendo a mi casa y pidiéndome que le
venda mi granja, él, con su enorme granja industrial, como una fábrica. Y yo
digo que no, que no venderé. Y los impuestos sobre mi granja siguen subiendo
constantemente, y ¿sabe qué?, yo creo que es culpa de ese tipo Campbell, el
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que tenía un padre honrado con honrada suciedad en sus manos, y no


"experto en agricultura", como los llaman ahora, con televisión en sus
"unidades" y con agua caliente y fría, y con sus coches grandes y brillantes.
Quizás eso sea el progreso. Pero yo le llamo apartarse de Dios y de la tierra, e
ignorar lo que uno tiene que hacer. Si eso les hiciera felices, no me
importaría. Pero, como dije, todo eso les hace miserables y mezquinos, con
corazones como manzanas secas de las que se encuentran en el fondo de los
barriles en primavera. Sin zumo. Sin gusto. Sólo piel seca y semillas secas. Ni
siquiera sirven para los cerdos.
"A veces contemplo mis vacas, mis caballos y perros, y salgo a pasear por
mis campos y veo las mofetas y las ardillas y pájaros y les digo: Vosotros sois
reales. Sois lo que sois. Sois vaca, o caballo, o perro, o lo que seáis. No tratáis
de ser lo que no sois. Tenéis vuestra naturaleza y no engañáis a nadie. Y, en
cierto modo, eso eleva mi corazón, y entonces vuelvo a mi casa y siento que al
menos allí las cosas son lo que son y no actúan. Son como Dios quiso que
fueran: honradas, sólidas, buenas.
"Bien, Beth y yo teníamos sólo un chico, Al. Le enviamos a la escuela de
agricultura. Pero a él no le gustaba eso. Quería ser abogado, en la ciudad. No
quería saber nada de granjas ni de trabajos pesados, dijo. Quería ganar
mucho dinero, aunque fuese ese dinero falso de estos tiempos. Bien, era el
único que teníamos y queríamos hacerle feliz, si él deseaba vivir en la ciudad.
De modo que ahora ya es abogado en una gran ciudad, a ochocientos
kilómetros de casa, y trabaja mucho, y tiene su úlcera y tres críos llorones y
tan infelices como los demás a pesar de todas sus ventajas. Puedo
asegurárselo. A veces vienen a la granja en verano. Las chicas se sientan por
allí y se quejan de aburrimiento, luego se arreglan y se van corriendo a la
ciudad, todas maquilladas, y eso que aún son pequeñas, una de trece años y
otra de dieciséis. Pero Roger es distinto. A él le gusta la granja; es como si se
serenara allí. Su rostro pierde ese extraño aire de inquietud que tiene y
camina lentamente, sin correr, como hace cuando llega. Y el último verano
recogió la cosecha por mí, y no le importó llenarse de sudor y polvo.
"Bien, tuve que pedir prestado dinero a Al el año pasado para pagar los
enormes impuestos a que me forzaron los Campbell para obligarme a dejar la
tierra. Y Al, que es un buen chico, ¿sabe?, y tiene una esposa encantadora,
aunque sea de la ciudad, me dijo: "Papá, vende la granja a buen precio y
vente a vivir con nosotros. Nosotros te queremos, y te haríamos feliz." ¡Feliz!
Y aún dijo más: "Papá, yo soy todo lo que tú tienes desde que mamá murió,
¿por qué quieres vivir ahí completamente solo, cuando tienes una fami- Lo
peor de todo es que yo sé que dicen la verdad. Me quieren, y a mí me gusta
verlos cuando vienen, y es casi como en los viejos tiempos. Pero no me gusta su
maldita ciudad, con los coches corriendo de acá para allá y sin un pedazo de
tierra en que poner el pie.

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Se detuvo.
—Había olvidado decirle mi nombre, Adam Faith. 1 Mi madre era
caprichosa. Pero ahora sí que me gusta el nombre, aunque la gente solía
reírse de él.. No me importa. La cuestión es que la presión de los impuestos
es cada vez mayor y quizá pierda mi granja. Al dice que me enviará el dinero
para completar! lo que no puedo pagar, pero no me gusta aceptarlo,
aunque Al recuerda bien lo de honrar padre y madre, seguro que sí. Siempre
lo tiene presente. ¿Qué cree usted? ¿Cree que debo vender y venirme a la
ciudad?
Siempre tuvo una gran imaginación, solía decir Beth, de modo que sólo
sería su imaginación, pero fue algo espléndido lo que le aseguró que el
hombre tras la cortina le contestaba con un enfático "¡No!".
—En realidad —dijo con voz repentinamente cansada— supongo que no
soy importante en absoluto, sólo un don nadie. Como dice Al, todo lo que
conocí en mi vida fue el trabajo. El trabajo duro. Como dice Al, tampoco fui
demasiado a la escuela, pues la escuela estaba a siete kilómetros y era un
infierno llegar hasta ella en invierno, y además sólo era para chicos de seis y
siete años. Me levantaba al amanecer, en aquel cuartito bajo el tejado que
ardía en verano y estaba helado todo el invierno, y me acostaba en cuanto se
ponía el sol y las vacas estaban seguras en el establo y los cerdos y gallinas
habían comido ya. Y me dormía como un tronco, como si estuviera muerto.
Y arriba otra vez, al trabajo, y luego corriendo a la escuela, y luego corriendo
a casa para hacer algo más. Quizás Al tenga razón después de todo. No tuve la
oportunidad de ser nada más que un estúpido granjero en una granja que va
no rinde, con los impuestos y las restricciones del gobierno. No acepto sus
cheques, pero ellos vienen amenazando y diciéndome lo que puedo o no puedo
cultivar. ¿Es que ya no es éste un país libre? No, no lo es. Pero a muchos
granjeros les gusta. Tienen seguridad, dicen. Seguridad contra los años de
mala cosecha, en los que hay que apretarse el cinturón. Seguridad, dicen,
contra los caprichos del tiempo, en los años buenos y malos. Seguridad para
comprarse coches y correr a la ciudad, a los bares y cines, y comprarse tele-
visores y llevar trajes de fantasía.
"Quizás Al tenga razón. Tengo setenta y cinco años. Ya no puedo
permitirme contratar obreros, como solía hacer en ocasiones. He de hacerlo
todo yo mismo. Y aquello está horriblemente solitario por la noche y los
domingos. No hay vecinos con los que charlar, como solíamos hacer. Vaya,
recuerdo la época en que conocí a Beth...
Los Zimmer tenían una granja junto a la de su padre, alemanes buenos y
trabajadores, que hicieron su casa de piedra sólida, e hicieron fructificar su
tierra. Mrs. Zimmer, como su propia madre, parecía tener tiempo para
hacerlo todo.

1. La palabra faith significa fe. En cierto modo el nombre podría traducirse como Fe de
Adán. (N. del T.)

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Ya estaba levantada antes de amanecer dando de comer a las gallinas y


cerdos y ordeñando las vacas, y luego se ocupaba del desayuno de los ocho
chicos, y después trabajaba en la huerta la mayor parte del día y hacía
conservas, y tejía y cosía trajes, y luego daba de comer de nuevo al ganado, y
aún tenía tiempo para leer un poco la Biblia en su sala, rezar las oraciones, y
al fin irse a la cama Para disponerse a comenzar de nuevo al día siguiente. Y
aún tenía tiempo de trabajar en la Asociación de Señoras en la Iglesia, y en las
cenas de la iglesia, y para organizar tómbolas y ayudar a los vecinos que
tenían niños pequeños, y limpiar la gran casa y cuidar de todos sus hijos, y
hacer mantequilla y recoger huevos y leche para el mercado, y actuar de
comadrona hubiera nieve o hielo en invierno, y leer todos los libros que caían
en sus manos o los que su marido le traía de la ciudad cada semana. Todo el
tiempo del mundo. La tranquila y serena Erna Zimmer, con su rostro son-
rosado y su amable risa. Todo el tiempo del mundo, al contrario que la
frenética Mrs. Campbell, con su tensión alta y sus causas vacías.
Y los muchachos Zimmer, grandes y sonrosados como sus padres. Su
propia madre solía envidiar aquellos hijos, pues él, Adam Faith, era hijo único.
Bueno, los Zimmer tenían una prima, Beth Steigel, que les visitó un verano.
Venía del oeste, de muy lejos, y era una chica que deseaba ser maestra de
escuela. Se había graduado en la escuela de magisterio, y era alta y de rostro
alegre, con una mata de cabello rubio como el oro, y un amplio seno, manos
fuertes tostadas por el sol y una boca como una manzana roja. Y grandes ojos
azules también, azules como un lago. Todos los jóvenes de alrededor se
enamoraron de ella al instante y quisieron casarse con ella inmediatamente.
Los Zimmer dieron una gran fiesta en su honor, invitando a docenas de
personas de muchos kilómetros alrededor, y Mrs. Zimmer y sus hijos
guisaron diez jamones, lomos de vaca, innumerables tartas, enormes cazuelas
de patatas, y zumos de frutas, sauer-kraut y salsa de coles y cazos de sopa, y
pan caliente, y litros y litros de café. Todo se colocó fuera, bajo el olmo gigante,
en la pradera, sobre la hierba y en mesas de madera, con auténticos manteles
de lino, y no? de papel como en estos tiempos, y un gran barril de cerveza
fresca para los hombres. Y todos los encurtidos y escabeches, y todas las
tartas de cereza, olían a cielo, y los jamones brillaban, acompañados de miel.
Los niños corrían y gritaban. Luego alguien empezó a tocar la guitarra y a
cantar muy bajito, y el sol fue cayendo a través de los árboles, en rayos de
rápida y brillante luz, y el suave viento de verano empezó a reír entre las
hojas, y las colinas azules más allá parecían curvarse como terciopelo contra el
caluroso cielo, con el río brillando en la distancia. Incluso los pájaros parecían
excitados, cantaban como locos y volaban por todas partes, y las vacas se
tumbaban a observar en los verdes campos. No había más sonido que la
risa y las charlas de la gente, y el viento en los árboles y el alboroto de los
niños y el sonido de los platos. Era como un cielo. Era una paz que no era
realmente quietud. Era una paz viva...
—Me enamoré de Beth en el momento en que la vi —dijo Adam Faith. Todo
su rostro era ahora una sonrisa, su rostro curtido y marcado por los años, por
el trabajo y el sol—. Y ella se enamoró de mí. Nos casamos para la época de la
cosecha.
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La pequeña iglesia del campo, blanca y brillante como la luna en el calor del
verano. Acudió todo el mundo, de muchos kilómetros alrededor, cientos de
ellos, vestidos con sus mejores trajes de almacén, los hombres con corbatas en
torno al cuello, tostados por el sol, las mujeres con volantes y velos, todos de
alegres colores, y los niños con zapatos brillantes y el pelo bien peinado. Todo
gente de las granjas, que olía a dulce heno y a tomillo. Dejaron los caballos a
la sombra de los árboles, en torno a la iglesia, inclinadas las cabezas y agitando
las colas. Y las campanitas sonaron en el campanario, y el coro entonó:

"¡Santo, Santo, Santo,


Dios Todopoderoso!
¡A primera hora de la mañana se alzará a Ti
¡Santo, Santo, Santo, [nuestro canto!
Poderoso y Misericordioso
Dios en Tres Personas. Bendita Trinidad!"

Daba el sol en los tejaditos del pequeño pueblo, se reflejaba en las ventanas
y hacía que las vidrieras de la iglesia lucieran como arco iris. Y la gente, en pie,
cantaba con todo su corazón mientras él y su padre esperaban en el atrio. El
párroco se detuvo un momento estirándose la chaqueta, y algunos hombres le
ayudaron a colocarse bien la corbata, a la sombra púrpura de la iglesia y con el
aroma de la hierba cercana. Y él, Adam, sudaba bajo su grueso traje negro de
lana, y le dolían los pies a causa de las botas nuevas, y aún sentía en el cuello
el picor del reciente corte de pelo. Y el corazón le latía como la lluvia de verano
sobre un tejado... Escuchaba los cantos del pueblo, y el laborioso latir del viejo
órgano, y no sabía si estaba asustado o no, y se preguntaba cómo se sentiría
Beth.
El párroco entró en la iglesia y, cuando las puertas se abrieron, el sonido del
canto se convirtió en un estallido de gozo, las voces de la fe, de la gloria y la ale-
gría. Luego Adam escuchó una nota diferente en la iglesia. Un silencio, un
silencio impresionante. Y de pronto comenzó la música de nuevo, la marcha
nupcial, un poco vacilante todavía, y su padre, soltando una carcajada, le
cogió el brazo y se lo llevó a toda prisa al altar que estaba cubierto de
crisantemos y helechos. Todos los hombres entraron en tropel tras él y se
apresuraron a colocarse en los bancos de madera, recientemente barnizados y
aún algo pegajosos, y hubo un estruendo de abanicos entre la congregación,
rostros alegres que le miraban con afecto, todos tostados por el sol. Los niños
observaban también. Y en el instante en que la marcha nupcial sonaba al fin
con toda fuerza entró Beth por el pasillo central con su tío Zimmer, ya que
ella era huérfana, envuelta en flotante blancura, un traje encantador que ella
misma se hiciera, y con el velo de encaje de su madre sobre el rostro. La
hermosa Beth, tan fuerte y noble como la tierra. Al contemplarla le pareció a
Adam que su propio cuerpo se expandía, crecía, se fortalecía, y que el corazón
no le cabía en el pecho, y deseó llorar.
Luego estuvo Beth junto a él, su mano cálida en la suya, los ojos
mirándole brillantes a través del velo, y la aureola de sus dorados cabellos
enmarcándole el sonrosado rostro. Tuvo la impresión de que las mujeres
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lloraban y sonreían, y que los hombres reían, pero sólo se daba cuenta
realmente de Beth y del guiño azul de sus ojos.
—Queridos hermanos —empezó el párroco—, nos hemos reunido aquí hoy...
Reunidos allí con el corazón auténticamente lleno de amor y de ansiosos
deseos de felicidad y de regocijo, y de placer sencillo y fraternal. Vecinos en
los que un hombre podía confiar para hallar consuelo, ayuda, trabajo, una
mano firme, palabras de aliento, amabilidad, fortaleza, esperanza y sinceras
plegarias. Saber esto era como vivir en una ciudad fortificada, una ciudad
amurallada; era tener la sensación de auténtica seguridad, de seguridad
contra las tormentas, el dolor y el terror de la noche, y una fuerza familiar
mezcla de fe en Dios y fe en la buena tierra, y afecto y promesa, y aceptación
varonil, y aceptación femenina.
Besó a Beth a través del velo, ya que la dama de honor fue un poco lenta
en levantarlo, y aún le parecía recordar el sabor de aquel encaje almidonado
y sus labios cálidos como el sol y dulces como la fruta, la mano de Beth en
su hombro y la visión del azul de sus ojos a través del velo, y su silenciosa
promesa de que nunca le abandonaría, y que era suya, y que él era suyo como
un árbol pertenece a la tierra en invierno e.n verano, y bajo todas las
tormentas y rayos, y aun bajo la nieve.
Ahora ya no hay bodas así —dijo Adam Faith al hombre tras la
cortina—. Lo sé. He visto veinte o s en los últimos años. ¿Qué se prometen
ahora mutuamente? ¿Trabajo, valor y fuerza, un trabajo común? ¡No! El
hombre promete irse corriendo a un despacho y ganar dinero. La mujer
promete mantenerse bonita y conservar la figura. Se prometen coches nuevos y
una lavadora nueva, y muchos electrodomésticos y vacaciones. Ya no se
prometen mutuamente fe en Dios y en sí mismo, y ayuda en el dolor. No, ahora
ya no. Y era maravilloso entonces.
Sonrió mirando a la cortina, que pareció temblar a través de la neblina
que cubría sus ojos.
—Era bueno. Lo recuerdo.
Nació el joven Albert cuando la nieve llegaba a la altura de las ventanas, la
peor nevada que él podía recordar. A través de la tormenta fue a buscar a Mrs.
Zimmer, que se vino valientemente tras él con su hija mayor, ya casada, y con
dos hijos más que llevaban cestos de comida caliente y telas limpias y
abrigadas. Al cabo de una hora Beth daba a luz a su hijo, y pronto estuvo
incorporada en la cama y riendo con todos. Recordaba todo el jaleo en la
cocina y la fragancia de nuevos troncos de manzano en el fuego, mientras la
tormenta azotaba las ventanas y las hacía temblar, y él, Adam, abría el barril
de cerveza que se había reservado para esta ocasión, cuando llegaron los
hombres que llamaron briosamente a la puerta de la granja con más regalos y
con las esposas que se sacudían la nieve de las toquitas y abrigos. Era toda
una celebración, pues había nacido un hombre de, y para, la tierra. El mismo
hielo de los cristales brillaba y relucía como si también él fuera feliz. Beth se
sentó en el gran lecho de postes, con su hijo en brazos, y el primer beso fue
para su marido y el segundo para el niño, y luego gritó a las mujeres de la
cocina que sacaran el pan que había hecho hoy mismo, de debajo del

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mostrador de la bomba de agua, y la tarta de manzanas que estaba en la


fresquera.
—Era magnífico. Lo recuerdo... —repitió el aho-
ra viejo Adam Faith, pasándose la mano por el espeso cabello blanco y
sonriendo tiernamente.
También fue una ocasión de regocijo para toda la comunidad cuando
bautizaron al pequeño Albert Faith, pues todos respetaban al padre como
buen granjero que amaba la tierra, y todos querían a Beth, tan erguida y
firme, y de voz tan suave y amable. Regalaron al recién nacido una magnífica
vaquilla y un joven ternero que iniciaron una buena casta, y muchos otros re-
galos más, dados con alegría y con gozo recibidos.
—Eso fue antes de la guerra, mucho antes de que entráramos en ella, en la
primera, quiero decir —dijo Adam a la cortina azul sobre la alcoba—. Una
época maravillosa, llena de paz. No había dictadores ni luchas, ni asesinos en
el gobierno, entonces. Vaya, había libertad en el mundo para todos; excepto
en Rusia, donde estaba el zar, y en algunos lugares de las selvas de África.
Auténtica libertad, en la que nadie molestaba a un hombre honrado y
temeroso de Dios con formularios del gobierno, y cada uno se ocupaba de
sus propios asuntos, trabajando toda una jornada de honrada labor y
educando a sus hijos para que fueran hombres y mujeres decentes que
amaran a su país y a su Dios, y fueran a la iglesia los domingos y se cuidaran
del prójimo cuando éste estuviera enfermo, o no pudiera trabajar, o cuando
daba a luz, o cuando tenía hambre. No había bandas juveniles, ni chicas que
se metían en líos, ni asistentes sociales corriendo de un lado a otro y
metiendo las narices en los asuntos de los demás, excepto en los suyos
propios. Y no había lucha en las calles. La mujer que trabajaba de firme en
la huerta y en la casa era la que tenía los derechos de que tanto se oye
hablar estos días, y el hombre que se cuidaba de la tierra como nadie y
cultivaba el mejor ganado... era el que la comunidad admiraba. No se oía
decir con demasiada frecuencia que un hombre se diera a la bebida, o que
una mujer se echara a la calle en aquellos tiempos. Estábamos
condenadamente ocupados viviendo y disfrutando de la vida. Y trabajando,
como Dios quiso que hombres y mujeres trabajaran, bajo la limpia luz del sol
y la lluvia. Sí, era un mundo libre entonces, un mundo realmente libre, y no
una sociedad acosada por todas partes con ruidosos burócratas y gente que
reparte dinero a costa del público. Un hombre podía pasear erguido y orgu-
lloso por sus acres de tierra, e incluso por las calles, y sentirse seguro, y eso
es algo que uno ya no puede sentirse en estos días... seguro
Suspiró.
—Me da la impresión de que el mundo está ahora lleno de llorones. Todos
tienen miedo de todo, a pesar de sus grandes sueldos y sus coches, y las casas
hipotecadas, y las cocinas llenas de brillantes estupideces. Viven en perpetuo
terror mortal, saltando al menor sonido y leyendo con miedo las noticias del
periódico. ¿De qué tienen miedo? ¿De morir? ¿Es que nadie les ha dicho
jamás que la muerte es tan natural como la vida, y que todas sus vitaminas y
sanas comidas, como ellos dicen, no los mantendrán vivos más tiempo del
que estuvieron sus padres o sus abuelos? Y si es que les mantienen vivos...
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¿para qué, de todas formas? ¿De qué sirven al mundo si son unos gallinas,
como los críos solían llamar a los cobardes? ¡Vaya, si ni siquiera son ya
hombres libres! No libres como nosotros.
De nada servía negarlo: la vida era muy dura en la granja, pero era una
dureza auténtica y maravillosa, I pues estaba relacionada con el viento y la
nieve, la tempestad y las inundaciones, las sequías y las tormentas.
—Recuerdo cuando se desbordó el río —dijo al hombre que le escuchaba—
. Muchos de nosotros quedamos arruinados, pues se llevó el trigo del
invierno y mató mucho ganado y llenó de barro los graneros y casas. Pero nos
reunimos todos y lo construimos todo de nuevo. Se podían oír martillos y
sierras en muchos kilómetros, mientras los hombres trabajaban al sol y las
mujeres traían cestos de comida y jarras de leche fresca, y hasta los pequeñines
colaboraban como todos los demás eligiendo clavos y trayendo agua. ¡Todo,
quedó nuevo tras la tormenta y la inundación! El río había arrojado tierra
buena y fértil sobre los campos, y nunca tuvimos cosechas como las de aquel
año. Fue como una renovación. Recuerdo. Fue bueno...
Luego se rió secamente.
—Ahora ya no se ven personas como aquéllas. Sólo gentes falsas. El verano
pasado mi nieto Roger, aquel de que le hablé, vino a quedarse dos meses
conmigo y lo pasamos estupendamente bien. Roger levantó uno de esos
puestos en la carretera y vendimos melones y zumo de fruta y mazorcas de
maíz y leche fresca, y algunas tartas que hizo Mrs. Trendall para vender,
tartas muy buenas, como las de mi Beth. Y pan de verdad. Les pusimos buen
precio y lo vendimos todo. Ella necesitaba el dinero.
"Bien, señor, pues un día aparece uno de esos grandes remolques con
una mujer con tacones altos y una gran mata de pelo ahuecado sobre la
cabeza y una falda corta y estrecha que era un escándalo, con dos chicos
gruesos y mayores que Roger y un marido asustado. "De paseo por el campo",
dice ella, con esa voz dura y descarada que las mujeres tienen en estos
tiempos, y con esa mirada dura y ambiciosa que se gastan, los ojos además
todo pintados... Y señala la leche y pregunta: "¿Es de una vaquería?"
—Bueno. La pregunta me deja desconcertado. ¿De dónde demonios se puede
sacar leche más que de una vaca en una vaquería? Pero ésos de la ciudad... Y
va Roger y le dice, suave como ]a seda: "Señora, está pasteurizada,
naturalmente." Pero ella dice, agitando mucho las manos: "No es eso lo que yo
pregunto. ¿Es de una vaquería?" Yo me rascaba la cabeza atónito, pero Roger
estaba tan serio como un párroco. Entonces dice: "No, señora. La han hecho
en una fábrica." Y entonces ella asiente como si lo supiera todo y grita: "¡Eso es
lo que me figuré! No podéis tomarla, chicos."
"Antes de que yo pudiera decir nada empieza a tocar los melones y a
preguntar si están limpios, y Roger le contesta, tan serio como un párroco:
"Pues no, señora, no tuvieron que ir al lavabo hoy." ¡Y aquí fue cuando oímos
por primera vez al marido asustado! Estalló en una carcajada, cacareando
como una gallina, y su mujer se enfadó con Roger y todos ellos se metieron en
el remolque y salieron zumbando.
"¡Qué gente más estúpida! Ni siquiera saben dónde o cómo crece la comida,
quizá creen que la hacen en las fábricas o sobre los rascacielos. Ni siquiera se
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preocupan de dónde viene el agua, esa preciosa agua que mantiene sus
indignos cuerpos limpios y vivos. Creen que sale simplemente de los grifos, y
no de las corrientes, ríos y lagos, ahora todo polucionada con la suciedad de
la gente y de las fábricas, hasta el punto de que es peligroso bebería; no como
la de mi pozo, pura como un diamante.
"Cuando yo era pequeño, la mitad de la gente o más vivía en la tierra, e
incluso los de la ciudad estaban próximos a campos, bosques, ríos y lagos, y
podían salir a pasear sobre su verdor, y oler la buena tierra. Pero ahora apenas
nadie vive en la tierra, ahora todo son granjas combinadas, como fábricas, con
tan poca vida auténtica en ellas como en una lata de conservas. Granjas
combinadas, como la que tienen los Campbell. Quizá sea eficiente. Quizá sea
cierto que nosotros no podríamos seguir alimentando al país con nuestras
granjas familiares. ¡Pero no lo creo! ¡Claro que podríamos!
"De todas formas, ¿qué saben las gentes de la ciudad en estos tiempos sobre
el campo y la tierra? Nada. La mayoría de ellos jamás han visto una vaca.
Una mujer de la ciudad, que nos compró algo en el puesto junto la carretera,
saltó auténticamente asustada cuando vio a la vieja "Betsy", nuestra mejor
vaca, y me preguntó si estaba domesticada, y yo le dije, siguiendo a Roger,
que no, que era antropófaga, y la muy estúpida chilló como la sirena de una
fábrica y se metió en el coche como una ardilla. ]Y lo menos pesaba ciento
cincuenta kilos! Se lo digo, párroco, la gente que no conoce la tierra es
peligrosa, gente mala, gente falsa, siempre dispuesta a chillar, a asustarse y a
correr como esos animales de los que se oye hablar, lo leí en el Reader's
Digest, que cada año emigran de Europa y se arrojan al mar y se ahogan.
"Una vez oí esta historia: un científico le pregunta a uno de ellos por qué
hacen esto, y él le contesta: "Bien, señor, nosotros nos preguntamos por qué
no lo hace la raza humana." ¡Pues ya lo creo que tenía razón!
"Bien, de una cosa me alegro. Yo viví mi vida en un mundo de personas
reales, no falsas, con corazones de goma y cabezas de papel y bocas ruidosas, en
vez de sentido común. Viví mi vida en un tiempo de paz y buenos vecinos, de
amor y afecto, de duro trabajo a la luz de la chimenea y las lámparas, con el
olor de las manzanas que se guisaban en grandes vasijas de cobre bajo los
robles, y el sonido de las campanas de la iglesia resonando sobre las colinas,
y el rumor del río en verano, cantando para sí, y el estruendo del viento que
arrastra a lo alto las nubes del invierno. Viví mi vida con una buena
esposa a mi lado, con el olor de su buen pan cociéndose en el horno, oyendo
sus plegarias e himnos por la mañana y sus risas al ver a los chiquillos que
jugaban en los campos. Viví mi vida con Dios y la tierra, con raíces vivas en
mis manos, y con el trigo verde en invierno, cuando las nieves se derretían, y
los campos llenos de flores y de abejas en primavera. Viví mi vida con la
vida y la muerte, y era todo tan real y auténtico como un tazón de bue na
leche. Y tan dulce como ella, y tan vivificadora.
"¿Sabe una cosa, párroco? Jesús sabía todo lo de la tierra? ¿Recuerda sus
historias sobre el sembrador y la semilla, y los lirios del campo, y las viñas y
olivos, y la higuera, y las colinas, y las aguas? Era un campesino como yo. Nos
hablaba en nuestro lenguaje! Nosotros le amábamos en el campo. Se necesitó
una ciudad para matarle. ¿Qué saben ellos sobre la vida, de Él, que fue la
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Vida? Nada. ¿Cómo iban a entenderle, a Él y a sus caminos? No podían. Esas


gente siempre matan la vida. Por eso son tan condenadamente peligrosos, con
esas fulanas muy listas que ellos llaman mujeres modernas, y sus estúpidos
hijos llenos de pecado, y sus hombres asustados. Quizás el gobierno tenga que
vigilarlos en verdad. Cualquier granjero podría decirle que una vaca asustada
es una bestia muy peligrosa, peor que cualquier toro o que una serpiente
venenosa. Porque tiene que matar, una vez está asustada. Como le ocurre a la
mayoría de la gente. Están tan asustados que casi siempre pierden la cabeza.
Así que quizás el gobierno tenga que vigilarlos constantemente, al modo que se
vigila a los locos que se han escapado del manicomio.
Agitó la cabeza una y otra vez.
—Pero no era así hace cincuenta años. Era bueno, recuerdo... Un hombre
era valiente de mente y de cuerpo. Siempre lo era, incluso en las ciudades, a
la vista de la hierba y los árboles.
"Bien, ni siquiera la muerte era tan terrible cuando yo era joven. Ahora le
llaman irse, en su estúpida charla, en su medroso modo de hablar, porque no
son capaces de enfrentarse con la verdad y definirla con palabras valientes.
Nosotros enterrábamos a nuestros muertos junto a sus padres y abuelos,
bajo los árboles, tras la iglesia, y sabíamos de corazón que no estaban
perdidos para nosotros. Lo sabíamos con toda seriedad. gu amor estaba junto
a nosotros para siempre, y un día veríamos sus rostros de nuevo y habría un
gran gozo en la Ciudad Dorada. Lo sabíamos con toda seguridad. E íbamos a
las tumbas con las flores que crecían en nuestros propios jardines, grandes
rosas rojas, calientes del sol, y puñados de margaritas, y heliotropo, y lirios
del valle, y ramas de manzano. Nos sentábamos junto a las tumbas y
hablábamos a nuestros muertos con el sol, y el Eterno Amor, sobre nosotros.
Las tumbas eran nuestros hogares, lo mismo que nuestras sólidas casas;
ambos nos abrigaban de la tormenta. ¡Oh, claro que llorábamos! Era una
despedida, y una despedida que duraría toda una vida. Pero no para siempre.
Todas las cosas nacen, florecen y dan fruto, y luego se mueren. Un
campesino lo sabe. Es natural, aunque sea triste. Llorábamos. Pero nos
rodeaban los fuertes brazos de nuestros vecinos, y ellos lloraban también, y
uno se sentía confortado pues sabía con seguridad que era amado, y que los
muertos eran amados también, y serían recordados siempre.
"Así ocurrió conmigo cuando Beth murió repentinamente hace diez
años, apenas entre una respiración y otra. Pero me sonrió cuando yo
la cogí y me besó, y luego se durmió como un bebé en brazos de su
padre, en paz. Hasta que Beth murió no empecé yo a mirar las cosas
que me rodeaban y a ver este nuevo mundo en lo que era, y casi morí yo
también, enfermo de corazón y alma.
Inspiró profundamente y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Es curioso. Nunca vi en qué lugar terrible se había convertido el
mundo hasta que Beth murió. Ella era como un tronco de árbol que
oculta la vista de un animal salvaje. Pero entonces lo vi. Sí, señor, rne
enfermó, de corazón y alma. No podría decírselo a Al, él no me
entendería. Ahora bien, Al es un buen chico, un hombre. Ahora tiene
cincuenta y dos años
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y es lo que llaman un hombre de éxito, y siempre amó a sus padres, y aún me


ama, pero no me entendería. Algunos veces dice que la vida es una carrera de
ratas, y supongo que recuerda la granja, pero realmente nunca la quiso
demasiado y por eso no intentamos sujetarle a la tierra. Parece más viejo a los
cincuenta y dos años de lo que parecía mi padre a los ochenta, y hay en sus
ojos una expresión más vieja que la muerte.
"Y lo mismo ocurre con su esposa, una magnífica mujer, con el aspecto
elegante de las de la ciudad. Me dicen que se sienten atrapados. Bien, ¿por
qué no se salen de la cárcel? Que dejen su segunda casa en la costa, y los tres
coches que tienen, y la gran casa de la ciudad, y la criada, y sus clubs
campestres. Que hagan menos, y que vivan con menos. Pero Clara, ése es su
nombre, dice: "No sería justo para los niños. Los niños necesitan y merecen
todas las ventajas que podamos darles."
"Bien, pues me gustaría saber —siguió Adam Faith, con su rostro moreno
ardiendo de exasperación y dolor— qué es lo que los niños necesitan, aparte
del amor de sus padres y de saber hacer una buena jornada de trabajo y
sentir respeto por sí mismos y temor de Dios. Y aprender a odiar el pecado y
las deudas. ¿Qué necesitan con sus clubs campestres y sus colegios privados,
si tienen buenos colegios con la clase de maestra que era Beth, que sabía
meter la disciplina a los críos y enseñarles y mantenerlos en orden? ¿Para qué
necesitan los coches, y tantos? ¿Qué les pasa a sus piernas? ¡Oh!, podría
hablar de eso horas y horas, de los chicos que tienen ahora, con aire cansado,
con aire mezquino, ambicioso... Niñas vestidas como fulanas callejeras, niños
con pantalones largos. Viejos antes de ser jóvenes. Pero claro, es que no son
jóvenes en absoluto ninguno de ellos. Y sus madres dicen con la cabe-cita
inclinada a un lado y una dulce sonrisa: "Bien, los niños de estos
tiempos..." Pero ¿quién ha hecho estos tiempos? Eso es lo que me gustaría
saber. ¡Fueron los padres! Y es un negro pecado en sus almas, este mundo feo,
vacío, de piedra, sin vida, lleno de ruido y temor.
Se rió un poco.
—Ahora bien, yo recuerdo cómo era cuando yo era joven. Era maravilloso.
Nadar en agua fría en la primavera, cuando el río era tan verde como la hier-
ba, corriendo alegre sobre su cauce. Ver salir el sol como una bola de
fuego en el borde de la pradera, como aquel ejército con banderas de que la
Biblia nos habla. Oír el silencio. Y ver ponerse el sol sobre las colinas del oeste,
que parecían encendidas, todo negro abajo, y la tierra callada y en sombras.
Recoger las nueces en otoño, con el aire dorado, humeante, lleno de especias
junto a la casa donde mi padre hacía salsa de tomate. Recorrer las colinas en
trineo en invierno, todo blanco y negro, y brillante como el acero...
Miró la cortina azul con ojos maravillados.
—Sí, lo recuerdo. Era algo espléndido. Usted me hace pensar en todo
aquello, párroco, sólo por el hecho de oírme. Me hace recordar un poema que
Beth me leyó la noche antes de morirse. Ella siempre estaba leyendo poesías.
No recuerdo mucho de él, sólo el final:

«¡He tenido mi mundo, como en mis tiempos!»

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"No sabía lo que significaba hasta ahora, gracias a usted, párroco. Eso
significa que yo realmente viví, que tuve un mundo real, y lo disfruté y lo
amé, en todos sus minutos, en todos sus olores y sonidos, incluso en el dolor y
la sequía, y el duro trabajo y las penalidades. "He tenido mi mundo, como en
mis tiempos." Lo tuve, y un mundo maravilloso, lleno de paz, trabajo y
satisfacciones. El mundo no me debe nada. Me lo dio todo. Dios me lo dio
todo, un cuerpo fuerte,
el amor, unos extraordinarios vecinos, una maravillosa y buena esposa y un
hijo magnífico... aunque a Al no le guste la tierra es un chico magnífico, Dios
le bendiga.
"Quizá Beth sabía que se iba a morir, quizá tuvo una premonición.
Intentaba decirme que también ella había tenido su mundo en su vida, y que
estaba completo, y que nada le debía, ni ella a él. Estaba terminado, como una
labor cuidadosa, pacientemente tejida, pacientemente seguida, rojo, amarillo,
verde, blanco y azul, algunas flores, algunas sombras, dibujos que no podrían
explicarse, algo de primavera, verano, otoño e invierno... toda una vida,
reunida y siempre útil, nueva o vieja. Y cada trozo de aquella labor tenía una
historia que contar, y un lugar que recordar, alegre o doloroso.
"¡Le digo, párroco, que me hace sentirme avergonzado! Venir aquí a usted,
quejándome de cosas perdidas, sin saber qué hacer. ¡Vaya, si tuve una vida
maravillosa, una vida libre! ¿Qué es la vida de hoy comparada con la que yo
tuve? Nada más que polvo y cenizas, como dice el Buen Libro. Le digo que me
siento avergonzado. Quejándome del duro trabajo que hice, como si el hombre
no estuviera hecho para el trabajo duro, con los músculos en los lugares
adecuados, y los huesos también, y los hombros firmes y fuertes. Debería
pegarme, sí, señor.
"Pero ¿sabe qué voy a hacer? —se inclinó hacia la silenciosa cortina
ansiosamente—. Voy a conservar mi granja, donde mi abuelo vivió y murió, y
mi padre tras él, y luego Beth. Eso es lo que voy a hacer, así venga el infierno
o la inundación. De algún modo saldré adelante. Contrataré un obrero.
Últimamente no he tenido demasiadas ganas de trabajar duro, y eso es por la
edad. Mi abuelo vivió hasta los noventa y seis, y todos los días en el campo
hasta la hora de su muerte. Sólo fue que me desanimé y empecé a pensar que
Al tenía razón, y que yo debería vender e irme a vivir con él y su familia.
"Pero haré algo más que eso por su familia. Conservaré la granja para mi
nieto Roger. Él sí la ama. Él es un campesino de corazón, lo mismo que yo. Y
mi granja será un refugio para él, cuando el mundo se ennegrezca con la
muerte y el terror, y yo sé, tan seguro como que Dios existe, que eso es lo que
va a suceder, y quizá más pronto de lo que la mayoría pensamos. Será un lugar
seguro al que ir a ocultarse, a refugiarse de la tormenta. No importa lo que el
hombre haga, la tierra permanece. Puede ser quemada y destrozada... pero
vive, y luego es verde de nuevo, y llena de vida.
"Nadie va a tener mi granja más que yo y los de mi sangre. Es todo el
mundo para nosotros. Siempre lo fue y siempre lo será. Yo seguiré adelante
con la ayuda de Dios. Recuerdo lo que decía en la placa de mármol de la otra
habitación: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta."

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Adam Faith se puso en pie, medio sonriendo, medio llorando, e inclinó la


cabeza:
—Sí, es cierto. Hallaré un camino. Conservaré la tierra para el día de la
abominación, de la desolación, como dijo el profeta hace mucho tiempo.
"En estos tiempos un hombre ha de tener un auténtico refugio al que
dirigirse, al que correr, y no será en una ciudad, ni en unas viviendas del
desarrollo, ni en un gran edificio de cristal del gobierno. Será en las granjas en
el campo, bajo los árboles. Tiene que ser en un lugar honrado ante Dios, donde
los hombres Puedan aprender a vivir de nuevo como Dios y la naturaleza
quisieron que vivieran, y no como esos vegetales sintéticos que cultivan en
laboratorios y en agua artificialmente fertilizada. Cuando ese día llegue, no
será una retirada. Será un regreso. A donde el hombre debe vivir.
Recogió su sombrero del suelo, junto al gran sillón de mármol, y alzó
vacilante la mano, sonriendo hacia la cortina azul.
—Ojalá, párroco, pudiese hacer algo especial por usted, que ha sido tan
paciente y me ha escuchado tanto rato, y me ha mostrado exactamente lo que
tengo que hacer, y me ha hecho recordar todas las cosas maravillosas que
había olvidado. Pero supongo que usted tiene todo lo que quiere. Lo que yo
pudiera darle, no sería nada. Pero usted me ha devuelto mi mundo real, y el
sol y los campos de nuevo y toda la esperanza que siempre tuve. Párroco, todo
lo que puedo decir es: Dios le bendiga.
No tocó el botón que le hubiera revelado al hombre que escuchaba, pues no
había leído la inscripción sobre él, ya que no se había acercado a la cortina.
Tímidamente inclinó la cabeza en despedida, luego se enderezó, tan erguido
como un joven, y dejó la habitación.

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ALMA NOVENA

EL HOMBRE MÁS RICO DE LA CIUDAD

«Tú dices: Soy rico, me he enriquecido.


y de nada tengo necesidad;
y no sabes que eres un desdichado,
un miserable, un indigente, un ciego y un desnudo.*

Apocalipsis 3, 17.

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ALMA NOVENA

Era ridículo, por supuesto, el que él estuviera allí. No podía


comprender qué le había traído a este absurdo... ¿cómo lo llamada el
proletariado?... santuario. Ése era el nombre que se hiciera tan popular en
estos últimos años: santuario. El hombre tenía ya bastantes santuarios a lo
largo de toda su vida, agradables, cómodos y, al final, la tumba. Primero
una cuna encantadora y blanda; y la transición de la cuna a la cómoda
tumba, sobre un colchón de muelles, cortesía de los enterradores de lujo,
apenas era perceptible; no había apenas diferencia. De la nada a la nada, con
la intensa fiebre de la vida en medio, si es que la vida en estos tiempos tenía
algo de fiebre intensa en alguna ocasión, o la había tenido alguna vez,
aparte raros ejemplos en las historias o en las novelas. Del sueño al sueño,
sin más que unas ilusiones agradables y algunas actividades en medio, pero
nada que turbara a un hombre bien educado, cuyos padres y abuelos
habían tenido la amabilidad de ganar una fortuna para él.
Aun cuando uno fuera comparativamente pobre, especialmente en esta
época de opulencia, lo grato de la vida difería sólo en grados. Uno lo tenía todo
asegurado, de todo se cuidaban por él, y todo era gozo y alegría... excepto la
muerte, desde luego; pero, después de todo, no resultaba tan poco deseable, ya
que sólo era otro cómodo sueño más.
Lo bastante para que un hombre deseara matarse.
El, John Service, había estado pensando seriamente en ello durante seis
meses. ¿O más tiempo? No podía recordarlo. Estaba aburrido, mortalmente
aburrido de tantas cosas gratas, de la comodidad, la risa, la riqueza, los
cocktails, las oficinas, los hijos bien establecidos ya, los nietos gorditos y
sonrosados, la casa de verano, los inviernos en Florida o en el Caribe, o en
algún lugar lejano y exótico de México o de América Central, o París, o
Londres, o Madrid, o Mallorca. El mundo era realmente pequeño. Al final ya
no quedaban lugares que visitar y explorar. Además, el mundo entero se
había hecho americanizado y estéril, y sanitario, y envuelto en celofán, con
excelentes cuartos de baño, rápidos jet, comidas de gourmet y amables
azafatas. Dulce y encantador. Mientras esperaba en la serena habitación,
John Service tarareaba aquella antigua y popular canción de su juventud.
Pero ahora no resonaba alegremente en su cerebro, sino con una especie de
horror y terror, burlona, como un estribillo demoníaco, un estribillo del
mismo pozo negro del infierno. Dulce y encantador. Epitafio excelente para el
mundo... y especialmente para una vida humana.
La cuestión es que no podía poner exactamente el dedo en la llaga, en el
problema. Con seguridad que este siglo era, a despecho de las guerras y de las
voces que tronaban en las Naciones Unidas y de las pequeñas escaramuzas
aisladas, el sueño de los hombres muertos mucho ha, que habían luchado por
la existencia y dominado el salvaje y terrible ambiente, y navegado por oscuros
mares. Ellos habían soñado con todo esto tan... dulce y encantador. Este
paraíso. Una cuna que era una tumba en realidad, y una tumba que era una
cuna, perfumada y de color de rosa. Especialmente en América. Mientras

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aguardaba entre hombres y mujeres desconocidos y silenciosos en la serena y


callada sala de espera, John Service se preguntaba acerca de Rusia, donde
todo era aún comparativamente duro y del color del acero. Pero Rusia
contemplaba con envidia el sueño perfumado y rosa de América y luchaba por
conseguirlo para su propio pueblo. Otros países europeos lo habían conseguido
ya. ¿Qué había leído él recientemente? Que el índice de suicidas crecía
rápidamente en las naciones "felices". En Escandinavia era la que daba mayor
número de muertos al año, aparte del alcoholismo... exactamente lo mismo
que en América, si todo se supiera en realidad. Porque había muchos modos
distintos de cortarse el cuello, incluso contrayendo a propósito una fatal enfer-
medad: O al menos eso decían los psiquiatras.
Había venido a este lugar ridículo sin ninguna razón en particular que
pudiera recordar ahora. Pero era otoño, una estación de tonos ocres,
dorados, amarillos, y había un alegre fuego de troncos en la biblioteca en casa,
y una mesa con el té, y una hermosa y serena esposa presidiendo la reunión, y
algunos parientes que murmuraban amablemente entre alegres risas o
masculinos gruñidos. Una típica tarde de domingo en otoño, con la suave luz
amarilla filtrándose por los altos ventanales, y largos rayos de sol poniente
sobre los muros y el viejo tejado de pizarra de la casa donde él había nacido.
Una especie de felicidad que lo bañaba todo. Una especie de paz que parecía
llenar las grandes habitaciones de la graciosa casa, y se reflejaba en la planta
antigua, con miles de diminutas rascaduras debidas al uso. Fuego de troncos,
el olor del té y el brandy y las pastas, el discreto perfume de las damas, suave
música clásica en el aparato de alta fidelidad. caras y elegantes de las
damas. Y murmullos: "Parece imposible que Sally se ponga de largo este año.
¡Pero si es una niña, querida!" Risas afectuosas. "¿Mas té, querido? Toma uno
de estos napoleones. Son excelentes en verdad. ¿Más soda, Bob? John, ¿qué
haces ahí sentado, tanto rato callado? ¿Te ocurre algo, querido?"
Él mismo se había quedado más atónito y desconcertado que los otros,
más horrorizado e incluso aterrorizado, al escuchar su propia voz que decía
seca y dura: "Sólo me estoy preocupando por qué demonios vivimos,
cualquiera de nosotros, todos nosotros, y en cualquier lugar."
Y entonces, en parte porque se sentía avergonzado de sí mismo, y en parte
porque pensaba en la muerte con un terrible y desesperado deseo, se había
puesto en pie y había abandonado aquella agradable tranquilidad, aquel fuego
de troncos, y la plata y el brandy y la porcelana, y había huido literalmente de
la habitación y de la casa... huido como si le persiguiera una horrible amenaza.
Sus pisadas habían resonado en el espacio de grava donde giraban los coches y
en los senderos bordeados de césped muy cuidado y verde y llenos de macizos
de flores en los que estallaba la salvia, a la sombra de los árboles con todos los
colores del otoño. No había pensado siquiera en uno de sus espléndidos
coches. Simplemente había corrido como un muchachito que huye, él, un
hombre de más de cincuenta años. Había corrido hasta llegar a la carretera,
más allá de la casa, después de abrir de un empellón las verjas de hierro. Y
allí, sudando como si acabara de escapar de la muerte, se había quedado
en pie respirando agitadamente, la cabeza desnuda bajo el sol aún cálido, y
repitiéndose una y otra vez: "¡Dios, Dios, Dios!" Un autobús —él nunca tomaba
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autobuses— había pasado ante él, jadeante y resoplando, y él se había


lanzado al interior, dejándose caer en un asiento, su respiración todavía
agitada. Tenía las manos y la frente húmedas.
Había recorrido un largo camino. El crepúsculo cubría ya la tierra para
cuando él alzó al fin la cabeza y miró por una empañada ventanilla. El
autobús se había detenido en uno de los paseos que llevaban a aquel
absurdo santuario, y varias personas bajaban ya, jóvenes y viejos, hombres y
mujeres, y, en un impulso—jamás supo exactamente por qué, excepto qUe
había despertado cierto interés en el autobús y ahora le pareció de pronto
que todos le miraban hasta hacerle sentir avergonzado— dejó el vehículo
también y siguió el tupido grupito por el sendero de grava hasta la brillante
blancura del edificio, sobre la baja colina
El grupo abrió las puertas de bronce... puertas realmente hermosas. Quedó
sorprendido ante su arte y valor, y su evidente antigüedad. Las puertas se
cerraron tras el grupo sin sonido, y él quedó solo en el amplio escalón de
mármol, mirando las puertas, italianas. Probablemente de alguna iglesia muy
antigua Pulidas por manos expertas, brillaban como oro a la última luz del día.
Aquí y allá, en los muchos senderos serpenteantes que llevaban al santuario,
brillaban suaves lámparas de gas, o electricidad, constante y fjr. me. ¡Qué
afectación! Y, en realidad, ¿cómo había llegado él allí, y por ,qué?
Dio la espalda a las puertas y observó los inmensos y silenciosos
recuadros de césped en torno al magnífico edificio bajo que carecía de
ventanas, con un tejado plano y cuyos muros parecían suaves como la seda y
tan blancos como la leche. A menudo había pasado en coche ante aquella área,
cuatro acres de parque llenos de capullos y árboles en flor y pequeñas
grutas. Hacía unos cuantos años habían colocado allí una fuente de mármol,
con una estatua en su centro, castamente desnuda, la cabeza echada atrás y
alzada al cielo, una expresión de gozo en el rostro noble y joven, y los brazos
extendidos hacia atrás, como disponiéndose a volar. Pagano, sí, pero un
magnífico ejemplo del arte neoclásico. Las gotas de agua que brillaban
como diamantes saltaban hasta la cima de su cabeza, de modo que la
estatua parecía siempre rodeada de una neblina luminosa. John Service
había llevado allí en ocasiones a algunos amigos que visitaban la ciudad
para que pudieran contemplar maravillados aquel trozo de tierra como un
parque, aquella alfombra verde en medio de los edificios comerciales y de
apartamentos, rechazando el progreso con las ramas de sus frondosos
árboles y la frágil y brillante arrogancia de sus flores. Había mostrado el
santuario a sus visitantes, y éstos habían reído ante su humorístico relato
del origen del mismo. Y él se había reído también. En una ocasión había
formado parte de un comité que tomara una resolución al efecto de que era
absurdo dejar que un lugar tan encantador permaneciera en manos de un
grupo particular. "Podríamos —decía la resolución— establecer un pequeño
zoo en beneficio de los niños, o dejarlo como un lugar al que ir de merienda o
construir un music-hall en él, o asignarlo a las actividades de la
comunidad. Incluso una escuela." "¡Naturalmente, una escuela!", gritaron
unos miembros de la P.T.A., que formaban parte del comité y que nunca
se hubieran quedado satisfechos ni aun disponiendo de aulas de sólo
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cinco estudiantes cada una en todos los colegios de la ciudad. Precisa-


mente estos miembros del P.T.A., y el recuerdo de los elevados impuestos de
enseñanza, eran los que habían inducido a John Service, con gran sorpresa
de todos, a votar en contra de la resolución.
Pero siempre se había sentido consciente del hecho de que el santuario
era algo que le avergonzaba a él personalmente y a sus amigos. Era
realmente ofensivo. La gente acudía de todo el país a visitar el santuario,
incluso de países extranjeros. En una ocasión se rumoreó que un grupo de
indios de las Naciones Unidas habían ido allí, exóticos y con sus joyas. John
Service siempre se hallaba disculpándose ante los visitantes: "Es algo
sensiblero, naturalmente. Sin gustó, por supuesto. Fue un viejo, hace años...
¡qué tontería más sentimental! Cediendo al gusto popular... En realidad resulta
muy mortificante. No deben juzgar nuestra gran ciudad en expansión, y
nuestras opiniones realistas y modernas, por este anacronismo, este absurdo.
No, por desgracia no podemos hacer nada al respecto. Lo dirige un grupo
privado, con las rentas de un capital enorme. Ni siquiera conocemos sus nom-
bres. Sí, he intentado descubrirlos... pero nadie quiere hablar."
Nunca había llegado hasta sus puertas hasta esta tarde. ¿Qué pensaría la
gente si se viera en aquel lugar al prominente John Service, aunque fuera sólo
de exploración? Podía imaginar la risa de sus amigos, el afectuoso ridículo.
Empezó a silbar suavemente de pie en el blanco escalón de mármol, observando
los terrenos, las manos en los bolsillos de su traje de Saville Row, los hombros
echados atrás, el rostro sin expresión, sus ojos azules muy serenos pero tan
sabios y francos como en su juventud; el pelo, ligeramente gris,
removiéndose ligeramente a la brisa de la tarde.
Luego se sintió consciente de algo terrible. Su mente no le decía nada en
absoluto; aquella mente activa y alerta que era su orgullo, que siempre estaba
discurriendo algo, y vigorosamente. Sentía tan vacío el cerebro como si todo su
contenido hubiera sido exprimido. Y en lugar de emoción y conjeturas, sólo un
.silencio oscuro y terrible, vacío; la nada. Algo demasiado impresionante,
demasiado silencioso para ser pura desesperación.
Intentó pensar en ello, meditar, preguntarse sobre ello. Pero todo
pensamiento era como una hoja de hierba aplastaba bajo un tacón,
desmenuzada al instante. Luchó mentalmente. Pero era la lucha de
hombre paralizado. Sólo un pensamiento acudía y permanecía en él, como
un rayo fulgurante en la negral oscuridad: la muerte. Todo sonido le había
abandona-S do. No escuchaba el suave murmullo de los árboles,| ni la
música en la fuente. No oía el estrépito de la gran ciudad más allá de aquel
césped silencioso, y de la suave luz de las lámparas. Era como si estuviera
et el vacío. Estaba solo.
Sin saber cómo puso la mano en la manilla de bronce de la puerta; sin
saber cómo la abrió y miro en el interior. "Una habitación bastante
agradable —pensó vagamente—, bien amueblada." Libros y vistas sobre las
mesas de cristal. Y unas seis personas esperando. "¿Esperando qué?" Sí,
recordó. Entraban en la habitación de más allá, le había dicho alguien
riendo, y un psiquiatra, o un clérigo, o un asistente social, aguardaba allí
tras alguna cortina teatral, o quizás un biombo, y aquel desgraciado
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escuchaba las quejas de los analfabetos, los problemas de personas de baja


estofa, de amas de casa sin importancia, trabajadores y adolescentes, y luego
daba algún consejo adecuado a la personalidad infantiloide que se acercaba a
él. Humillante. Vergonzoso. Realmente nada sofisticado. Se preguntaba por
qué los padres de la ciudad y el clero no habían hecho nada al respecto hacía
tiempo, no habían puesto fin a una situación tan medieval.
Los que esperaban ni siquiera alzaron los ojos hacia él mientras seguía
en el umbral sosteniendo aún la puerta abierta. Había oído decir que, una
vez se cerraba, ya no podía abrirse desde el interior. Allí estaban sentados los
bobalicones ridículos, los supersticiosos campesinos, hundidos en sus
pequeños y obscenos problemitas que iban a lanzar a los oídos del pobre
sentimental que los aguardaba. Miró sus ropas, sus zapatos, sus caras.
Deseó reírse ante lo barato y lo cómico que era todo. Probó a burlarse. Pero
nada se le ocurría. Aquella sólida negrura de piedra que era ahora su mente
no se alteró.
Con gran sorpresa por su parte se halló tomando asiento en una de las
sillas, una silla tapizada de terciopelo azul y muy cómoda. Luego su rostro
enrojeció ardientemente. En pocos segundos aquellas gentes reconocerían a
John Service, líder de la ciudad, perito en arte, consejero de alcaldes y
gobernadores, elegante figura en los medios políticos, hombre familiarizado
con presidentes, el Hombre-Más-Rico-De-La-Ciudad, abogado, presidente de la
cámara de directores de varios bancos, el hombre cuyo rostro estaba
constantemente en los periódicos. Entonces le mirarían como lechuzas y
murmurarían algo entre ellos y le señalarían furtivamente. Empezó a
levantarse, latiéndole en las sienes su sangre mortificada.
Pero nadie le miraba. Nadie se sentía siquiera consciente de su presencia.
Estaban inmersos en su propio dolor.
"Puede ser interesante", se dijo. Podría ser realmente interesante, de una
vez por todas, saber qué diablos ocurría tras la puerta de aquella otra habita -
ción. Si lo descubría, se aseguró desesperadamente, estaría en situación de
poner fin a esa mancha en la ciudad. De una vez por todas. Llamaría a todos
los periódicos y haría venir a las cámaras de televisión, y de modo oficial y
juicioso explicaría por qué ayudaba a librar a la ciudad de algo que era una
vergüenza constante para sus habitantes y un insulto a la inteligencia de la
comunidad. ¡Vaya, sólo hacía unos meses .el mismo Presidente se había
burlado de él a propósito del santuario! Iba a presentarse para ser reelegido
el año siguiente, y había dicho a John Service: "He oído que tienen un
establecimiento, o santuario, en su ciudad, John, donde hay alguien que
adivina el porvenir. ¡Estoy pensando en ir allí personalmente para que me
lean la mano!" Debía acordarse de citar al Presidente. Pero no citaría al
arzobispo, que le había dicho algo groseramente: "¿Por qué diablos no se mete
en sus propios asuntos, Jack, o visita el lugar personalmente?" A John nunca
le habían gustado los clérigos. Ahora aún le gustaban menos.
Aquella maldita piedra negra bajo el cráneo que había reemplazado a su
cerebro... Sonó una campana y una mujer gruesa se levantó, recogiendo su
labor de punto, y fue a la puerta del fondo. Entró y cerró tras ella. Una vieja
estúpida y gorda. Sin duda iba a pedir consejo para reducir aquella masa
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grasienta. El psiquiatra de allí dentro le diría probablemente que dejara de


comer. ¡Gente detestable, la clase trabajadora! Ahora bien, él, John Service,
era liberal naturalmente: pero en algún lado había que marcar un límite.
"Marcar un límite, marcar un límite, marcar un límite", dijo el demonio
repentinamente despierto en su cerebro, que inmediatamente empezó a cantar
de nuevo Dulce y Encantador. Tap, tap, tap... un rumor de pies bien calzados
que parecían bailar al son de la música en su mente. "¡Dulce y Encantador!",
chillaba aquella voz demoníaca entre risas escalofriantes. John Service se llevó
las manos a las sienes y apretó. Estaba seguro de que aquella risa
estrepitosa golpeaba sus dedos. "Estoy perdiendo la cabeza", pensó. "Debo ir
a alguna parte. Pero ¿dónde? La muerte." "Dulce y encantador", chilló la voz
infernal en la cámara de su cráneo. Luego se redujo a un dulce murmullo.
Todo siempre tan agradable, tan pacífico, tan regulado, sereno y
satisfactorio... es agradable, ¿verdad? Así es como debe ser la vida, ¿no?
Alguien le dio con el codo. Fue un codazo muy suave, pero a John Service
le pareció un golpe y se echó atrás en la silla. Una jovencita de rostro compa-
sivo trató de sonreírle.
—Le toca a usted —susurró con aire de sorpresa
en sus ojos cansados ante aquella extravagante retirada-
Perdone —contestó él con automática cortesía.
No se movió. Tras un instante de vacilación ella señaló la puerta del fondo.
—Es ahí —dijo.
Él miró la puerta.
—¿Yo? —preguntó.
—Sí —dijo la muchacha aún más sorprendida que antes.
Sólo con el fin de escapar a su inminente reconocimiento. John Service se
puso en pie y se dirigió a la puerta pasando ante otros que habían venido y en-
trado después de él, sin él percibirlo. Abrió la puerta de modo vacilante, en
parte porque sus piernas temblaban violentamente. Se detuvo en el umbral. No
sabía qué debía esperar, pues nadie se lo había explicado jamás. Quizás una
mesa alargada, sobre un suelo alfombrado, y una tumbona esperando al
cliente. Quizás un hombre de negocios tras la mesa, con un rostro amable y
sonrisa forzada; quizás un psiquiatra. Pero no había nadie allí, ni siquiera el
visitante anterior. Altos muros de mármol blanco, suave y misteriosamente
iluminados. Un sillón blanco con almohadones de terciopelo azul. Y una alcoba
totalmente oculta por una cortina, también de terciopelo azul. Pensó, sin saber
por qué, en la placa de mármol de la otra habitación con su inscripción tan
clara: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
De modo que era eso. Un clérigo con conocimientos psiquiátricos. Deseó
soltar una carcajada. Se apoyó contra la puerta que había cerrado tras él y su
risa estalló terrible, ronca, horrorosa incluso para sí mismo. Pero era incapaz
de sofocarla. Surgía de él como algo envenenado, como un vómito. Como un
vómito acre, ardiente, lastimoso, horrible, que saliera de algún lugar secreto
de sí mismo, algún lugar desesperado y horrible. Escuchó el duro eco y se
cubrió la boca con las manos. Pero, tras los dedos, la boca seguía abierta y
convulsa. Finalmente, tras una horrible lucha, pudo dejar de reír.

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En nombre de Dios, ¿qué pensaría de él el hombre que escuchara tras


aquella cortina teatral al oír un ruido tan perverso? Un ruido tan
indecente. Y ¿de dónde surgía? Él jamás se había dejado ir así, ni siquiera
en la infancia.
Dio media vuelta, vencido por la vergüenza, e intentó abrir la puerta por
la que había entrado. Pero no había manilla. Sintió el impulso de chillar
como un niño y golpear la puerta. Sólo se lo impidió el entrenamiento de
toda su vida. Dejó caer el puño, ya cerrado. Al menos no se oía nada en la
habitación, ni un murmullo de consternación, de piedad mortificante. Nada
se oía tras la cortina. El hombre que escuchaba esperaba simplemente.
Pero al menos debía conocer a su cliente, saber si era varón o hembra, y
su edad aproximada. Debía haber un espejo por el que no se viera desde
este lado, o un agujerito para curiosear. John se pasó automáticamente
los dedos por el pelo y se enderezó. "¡Dios mío!", pensó, "¡me reconocerá a
mí! Naturalmente, la ética le impedirá comentarlo. Pero ¡quién es él?
¿Alguien que yo conozco personalmente? Si es así, entonces veré la burla en
muchos rostros en la ciudad".
—Me gustaría —dijo con dignidad— hallar el modo de salir de esta
habitación. Yo vine a hacer una investigación personal, en beneficio de la
comunidad. Ya sabe que este lugar es un escándalo para las gentes de bien.
Me sorprende que un hombre de su categoría tenga que ser cómplice de esta
farsa. ¡Oh!, ¿esa puerta al fondo? Muchísimas gracias. Buenas noches. Ya he
visto todo lo que quería ver y, créame, es suficiente.
Se dirigió a la puerta junto a la cortina y la abrió.
Una oleada del fresco aire del anochecer, perfumado con aromas de bosque,
llegó hasta él, aire pacífico, otoñal. Inspiró hasta que la brisa llenó sus
pulmones. Luego pensó en su casa, y en el té, y en la estúpida negrura actual
de su mente, y de nuevo oyó en insidioso susurro: "Muerte". ¡Dulce y
Encantador!
La puerta se deslizó de su mano. Dio la vuelta. Sus ojos desconcertados
cayeron sobre el gran sillón de mármol frente a la cortina. Lentamente, paso
a paso, se acercó a él. El cansancio le dominó y se sentó.
—Probablemente le conozco —dijo mirando la cortina—. Puedo confiar en
su discreción, ¿verdad? Después de todo, si alguien supiera... ¡Le aseguro que
no esperaría a oír el final! Mary, mi esposa, ha intentado durante años librarse
de este lugar y de usted. Humillante. Puedo confiar en usted, ¿verdad?
Esperó. Luego se sobresaltó. ¿Había oído realmente una profunda voz,
masculina, que decía: "Si no puedes confiar en mí, entonces no puedes confiar
en nadie"? ¡Qué locura! En verdad no había oído nada. Pero la voz despertaba
ecos en los sombríos corredores de su mente.
Como era cortés por naturaleza, John dijo:
—Gracias. Naturalmente usted, como psiquiatra o clérigo, está ligado por la
ética de su profesión. En realidad a mí me encantan los psiquiatras. He
pensado en consultar uno últimamente... —se sintió de nuevo humillado por
haber revelado algo que sólo había pensado en lo profundo de su mente, y de
lo que luego se había reído. ¡John Service visitando a un psiquiatra! Era algo
de risa. ¡Él, tan bien adaptado, tan sereno y tranquilo; él, líder de la ciudad,
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que no había conocido un momento de inquietud en toda su vida rica y


ordenada'.
La cortina no se movió. Pero inmediatamente John se sintió consciente de
una presencia, de alguien que le escuchaba cortésmente, con amabilidad,
con fría
impersonalidad, pero a la vez con preocupado afecto. ¡Ah, entonces era
alguien que conocía! O alguien, al menos, que le conocía a él.
No era confiado por naturaleza, aunque todo el mundo pensaba de él
como alguien totalmente sincero y noble. Siempre hablaba francamente, sin
temer nada, pues no había habido nada en su vida que le hubiera aterrado
o herido, nadie que le hubiera juzgado o criticado. Su vida había sido
como... un río de crema.
—No sé por qué —dijo—, pero deseo morir. Últimamente no he pensado
en otra cosa. El suicidio. Probablemente es el climaterio masculino —se rió
suavemente—, hormonas, o algo así. Le aseguro que iría al doctor, si no
fuera porque me siento vergonzosamente sano. A propósito, el doctor me
conoce de toda la vida. Precisamente la semana pasada me felicitó por tener
una "vida de ensueño".
Se detuvo. De pronto gritó:
—¡Una vida de ensueño! ¡Una pesadilla! ¡La peor pesadilla que un
hombre puede conocer!
Escuchó sus propias palabras. Luego se dijo a sí mismo: "¿Qué
demonios estoy diciendo? En nombre de Dios, ¿qué dije?" Tartamudeaba.
—Soy un idiota. No tenía intención de decir eso ahora. Nadie ha tenido
jamás una vida más feliz que la mía. Debe perdonarme. Ya sabe quién soy.
Probablemente se está preguntando qué es lo que quise decir. Y yo también.
Fue mi subconsciente. Como usted me conoce, se dará plena cuenta de que
nada me ha afectado jamás en la vida. Todo me fue dado desde el mismo
momento en que nací. Unos padres amorosos, devotos. Soy hijo único, como
sabe. Los mejores colegios. Las mejores amistades. La universidad Ivy Lea-
gue. La chica con quien todos querían casarse, Mary Sherpherd. Los mejores
amigos que un hombre puede tener, gente que he conocido toda mi vida.
Viajes después de la graduación. Todo el dinero que quise. Salud. Siempre
escapé a la guerra. Porque era un niño en la primera... y por influencias en la
segunda. Sí, influencias. Yo era un hombre de los de un dólar al año en
Washington. Consecución del acero. Una casa maravillosa en Georgetown. Para
mí fue una guerra espléndida, nunca disfruté tanto en la vida, con tanta
excitación en Washington, y el uniforme que llevaba, y los bailes. Y mi boda.
Asistió el Presidente. Él y yo teníamos mucho en común, ¿sabe? Nuestras
familias se conocían de siempre. Con frecuencia habíamos charlado
íntimamente.
"Y luego mis hijos. John Júnior, vicepresidente del partido más importante
de aquí. Prissy, nuestra hija. Ha hecho un maravilloso matrimonio, incluso
mejor que el de Johnnie. Y Sidney. Consiguió todos los honores en su clase de
Yale, y se casó con una chica estupenda. Tengo siete nietos, como sabe. Cada
uno más perfecto que el anterior. Nadie pensó jamás en el dinero; siempre
estuvo allí. Yo heredé diez millones de dólares, ya recuerda. Mary heredó
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todavía más de sus padres y abuelos. Todo el mundo ha querido siempre que
me presentara a gobernador o senador. Pero es demasiado jaleo, ¿sabe? He
estado demasiado ocupado disfrutando de la vida y de mi magnífica familia.
Y Mary, usted la recordará, es adorable. Nadie puede superarla. Jamás nos
hemos dicho una palabra más alta que otra en estos veintinueve años de
matrimonio, excepto aquella vez que dirigí tan mal el yate en el camino a
Florida... ¿recuerda nuestra casa, en Palm Beach? Justo al lado de la de los
Kennedy. Nunca tuve muy buena opinión de ellos. Después de todo, sólo es
dinero de dos generaciones. El nuestro se remonta a siete generaciones, o
incluso más. Y hay algo en el dinero heredado. Le da categoría a uno. Gracias a
Dios, lo heredé y no tengo que intentar ganarlo ahora, con los impuestos. Los
impuestos impiden que los recién llegados se eleven hasta nuestro rango. Así es
como fue planeado, ya sabe. Hemos de tener alguna vez una aristocracia de
familia y dinero. Ya no estamos en la frontera.
Miró con sonrisa de confianza a la cortina. Ni un pliegue se movió.
Resultaba un poco desconcertante.
—Quizá debería haberme presentado al cargo —balbució—.
Necesitamos patricios en Washington, no plebeyos como los que hemos
tenido, a excepción de Roosevelt. ¿Qué cree usted?
No hubo respuesta. Pero tenía la aguda impresión de que alguien le
escuchaba.
—Si hubo alguna vez un hombre con todas las ventajas, y soy el primero
en admitirlo, ése soy yo —siguió John—. Nunca he conocido un día de enfer-
medad o dolor. Ni Mary. Ni mis hijos, ni los suyos. La salud es nuestra gran
bendición, después del dinero. No soy uno de esos que maldicen el dinero. Es
el gran poder del mundo. Yo lo tengo. Tengo de todo.
El gusto acre del vómito le subió de nuevo a la garganta y otra vez se llevó
las manos a la boca. Luego las dejó caer y gritó de nuevo:
—¡No tengo nada en absoluto! ¡No tengo nada, más que la felicidad! ¡Y eso
no es nada! ¡Quiero matarme! ¡No quiero volver a aquella casa donde nací!
¡Prefiero estar muerto!
Una ráfaga de frescor pareció proyectarse hacia él desde detrás de la
cortina, pero estaba también mezclada con tristeza. John se cubrió el rostro
con las manos balanceándose adelante y atrás en la silla como si estuviera
dominado por una tremenda agonía física.
—Nada más que la felicidad —gimió—. Nada más que la felicidad.
De pronto se quedó rígido. ¿Había oído realmente que una voz decía: "No.
Ni siquiera eso"? Dejó caer las manos. Su rostro pálido, blanco bajo el bron-
ceado, enrojeció: -
—No sea ridículo —dijo—. Soy el hombre más feliz del mundo. Esto es sólo
cuestión de nervios, nervios de cierta edad. Tengo cincuenta y seis años. Ya
veo los sesenta muy cerca. Sesenta, luego setenta, luego ochenta... No. No
puedo vivir siempre, eso es lo más terrible. No puedo vivir siempre y por eso
quiero morir ahora —se detuvo—. ¿No es ésta la paradoja más estúpida que
haya oído jamás? Pero tengo miedo de envejecer, de dejar este mundo, y por
eso quiero dejarlo con todo mi corazón ahora.
No hubo respuesta. John murmuró:
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—No quiero ser viejo y senil y perder toda mi felicidad. Es mejor morir ahora
y acabar con ello, en vez de aguardar todos esos años grises. Sin embargo, mi
abuelo vivió hasta los noventa y cinco, y disfrutó todos los momentos de su
vida —empezó a sonreír alegremente—. El buen anciano... el valiente anciano.
No le importaba morir. Dijo, y lo recuerdo muy bien: «Como decía Stevenson,
"Alegremente viví y alegremente muero. Entiérrenme con mi voluntad".» Una lo-
cura, ¿no es cierto? El viejo bastardo fundamentalista... lo digo con afecto, en
serio. Él creía en algo que llamaba Dios. Jamás ganó un penique que no fuera
honrado en su vida.
Su voz cambió, se hizo ruda y áspera.
—¿Para qué vivimos? —preguntó a la cortina.
No sabía que era la voz asustada de un niño.
Nadie le contestó. El silencio era tan profundo que podía oír su propia
respiración. No había clamor de tráfico; podía hallarse sólo en el desierto. El
desierto... Recordó algo con claridad. Alguien había estado en un desierto
durante largo tiempo. ¿No había comido miel y langostas salvajes? Era
extraño cómo aquellos viejos mitos en torno a nombres ya olvidados, o a
nombres ni siquiera conocidos, volvían a uno en ciertos momentos. Pero así
debe ser en el desierto por la noche. El mismo pensamiento de una nada
sin límites atemorizó curiosamente a John Service y le hizo contraerse
interiormente, como ante la amenaza de un antiguo dolor demasiado bien
recordado. La noche sin límites, sin fin en ninguna parte, por muy lejos que
uno fuera. Ahora el terror dominó su garganta. Tragó saliva y agitó la cabeza.
Y habló en voz baja:
—No sé qué diablos me pasa. Le confesaré algo. Nunca fui lo que la gente
llama un intelectual, aunque todo el mundo cree que lo soy. Pertenezco a una
docena de comités culturales en esta ciudad. Se supone que soy un experto en
arte moderno. Soy responsable del Museo de Historia, o al menos de su
expansión. Ahora precisamente estoy en tratos para traer aquí los
Mármoles Elgin,1 para una exhibición. Es una idea ambiciosa, pero no más
que la idea de llevar la La Piedad de Miguel Ángel a Nueva York. Todo el
mundo me consulta cuando tiene alguna idea genial para mejorar el clima
cultural en la ciudad. Una idea cara. Pueden confiar en mí para un buen
cheque. Y ahí es donde entra mi "intelecto".
"Oh, no es que yo hiciera trampas en Harvard, pero siempre supe que
me habían aceptado por el nombre familiar, y por el hecho de que mi
bisabuelo fuera un alumno con honores, y mi abuelo y mi padre estuvieron en
el Consejo. Yo lo había pasado muy bien en mi escuela preparatoria, nadie
esperaba que fuera más inteligente de lo que era, y Dios sabe, mirando hacia
atrás, que bien sé que mi inteligencia era sólo la normal. Pero todo se me hizo
fácil y delicioso en la vida. El dinero, ¿sabe? Además, se me consideraba
guapo, incluso de muchacho, y era un atleta, y uno de los mejores. Y
siempre sabía llevarme bien con la gente. Conozco el arte de triunfar en
sociedad. Lo heredé de mi madre, que era una mujer encantadora
1. Los Mármoles Elgin son los frisos del Partenón que se
conservan en el Museo Británico de Londres. (N. del T.)

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se detuvo; frunció el ceño—. Los padres más amorosos que un hombre


pudiera recordar. Es curioso que justo ahora recuerde que su muerte no me
afectó demasiado. Me pregunto por qué. Sería porque siempre he vivido tan
resguardado contra la vida, desde la cuna. Murieron los dos en seis meses.
Todos mis amigos y parientes hablaron del shock que aquello supondría para
mí. Y yo me sentí aliviado. Nunca había sido un buen actor, así que les dejé
que creyeran lo que deseaban creer. Sí, me aliviaba que me creyeran anona
dado por el dolor, o algo así. Siempre he sido franco: su muerte apenas me
alteró en absoluto. La muerte jamás me alteró. Todo se llevaba a cabo tan
discretamente que se convertía en un acontecimiento social más, un poco
más triste que la mayoría, pero siempre artístico v exactamente adecuado. El
cuerpo se entregaba a la tumba entre una avalancha, una avalancha muy
serena, claro, de flores, y uno seguía viviendo tan agradablemente como siempre
y con la misma serenidad. Los abogados se ocuparon de todo. Yo tenía veintiún
años.
"Nunca pensé realmente en lo que les había sucedido a mis padres;
incluso la causa de su muerte quedó vagamente misteriosa. Pero ahora creo
que mi padre murió de cáncer, y mi madre también. No recuerdo ninguna
señal de enfermedad de la casa. Jamás se habló de hospitales, ni llegaron a ir a
uno tampoco. Mis padres, sencillamente, habían muerto. Algo triste, pero así
era. Luego estudié leyes. Tampoco era demasiado brillante en este terreno,
pero el río de crema me arrastró hacia adelante y entré en el despacho de mi
padre, y estuve a la cabeza de su firma... seis de los mejores abogados del
Estado. Ellos lo hacían todo. El río de crema seguía serenamente adelante...
Sintió que sus brazos se apoyaban violentamente en el sillón y le
obligaban a levantarse. La bilis le subía de nuevo a la boca.
—¡La muerte de mis padres fue lo único que turbó mi vida, y yo ni siquiera
me sentí preocupado por ellos! Ni siquiera recuerdo que los amara. Ellos hicie-
ron la vida tan cómoda para mí... —Miró desesperado la cortina azul—. ¿Es
eso lo que está mal?
Como no hubiera respuesta empezó a recorrer de un lado a otro la
habitación, según tenía costumbre de hacer en los tribunales, serio, absorto,
fruncido levemente el ceño. Inevitablemente impresionaba a jueces y jurados.
Nadie, sin embargo, podía recordar que él hubiera defendido jamás un caso.
Siempre había un abogado competente empleado por él, o por sus socios, que
se ocupaba de tales asuntos sórdidos. Él, John Service, se limitaba a hacer el
papel decorativo. Pero a él le gustaba la imagen de sí mismo durante uno de
"sus" casos importantes. Le gustaba la imagen en los ojos del espectador. Pero
la ley le aburría; sólo el espectáculo público de él mismo le causaba, de tanto
en tanto, alguna diversión. Tenía demasiadas cosas que hacer.
—Yo tenía tantas otras cosas que hacer... —dijo en voz alta—, cosas
mucho más interesantes. Estuve ocupado siempre, desde mi primera infancia.
Nunca hubo un momento en mi vida que no estuviera lleno de risas, viajes,
navegación, juegos, diversiones, visitas a gentes como mi familia, bailes,
coches de carreras, la compra y la venta de excelentes caballos, la equitación,

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buenos conciertos, aunque no es que me importaran demasiado, circular entre


los de mi casa y pasármelo condenadamente bien. Condenadamente bien. Con-
denadamente. ..
Dio media vuelta y se enfrentó a la cortina y medio alzó la mano como para
detener una pregunta. Pero no hubo pregunta. Dejó caer la mano.
—Esto resulta estúpido dicho por mí —murmuró. Luego su voz se
agudizó—. ¡Pero es cierto! Fue una condenación; es una condenación. Y,
paradójicamente, quiero escapar de ello y tengo miedo de escapar de ello.
Se acercó rápidamente a la cortina, pero se detuvo cuando estuvo junto a
ella. Entonces vio el botón a un lado, que le informaba que, si deseaba ver
al oyente, sólo tenía que apretar el botón. Pero su mano se echó atrás, como
si hubiera estado a punto de tocar algo horrible. Tembló.
—¿Qué decía? —musitó—. Sí. No puedo soportar el envejecer, pues eso me
acercará al fin de mi vida... que quiero terminar ahora. ¿Por qué quiero que
termine? Mi vida dulce y encantadora, mi vida feliz, mi vida tan ocupada,
siempre llena de placer, y comodidad, y serenidad. ¡Mi vida tan ocupada!
Nunca me había sentido tan viejo y cansado como ahora, y en él creció una
alarma como jamás experimentara antes. Había pasado ya el chequeo
habitual del otoño, y los doctores le aseguraban que, biológicamente, tenía diez
años menos que su edad auténtica. Mary estaba aún enamorada de él, y él era
tan apasionado como en los diez primeros años de su matrimonio. Aún la
amaba. Sin embargo estaba tan cansado ahora y se sentía tan viejo y agotado
como si hubiera corrido una larga y ruidosa carrera, cayendo exhausto en la
meta. Sí, había sido una carrera larga y ruidosa, siempre llena de voces alegres
y afectuosas, y siempre aguardándole el premio al final, aunque a él jamás le
habían interesado los premios. Cada carrera había sido un gozo. Si hubiera
sido realmente una carrera y no algo arreglado de antemano con él como
ganador inevitable.
—Jamás me he arrepentido de nada de lo que he hecho —dijo frente a la
brillante cortina azul, que le ocultaba al oyente—. ¿No fue Spinoza el que dijo
que era un signo doble de debilidad el sentir remordimiento o compunción?
Amo a Mary, pero he tenido también otras mujeres a lo largo de mi vida
matrimonial y me he divertido con cada una de ellas. Sólo tenía que extender
la mano... Jamás le di importancia... en lo que se refería a Mary, quiero
decir. Si ella lo adivinó, nunca me lo dijo. Es la mujer más serena que he
conocido en la vida. ¿Había tenido ella también algún asunto amoroso?
Jamás lo sabré, y realmente no me importa. El nuestro es el matrimonio más
satisfactorio del mundo. Todo un éxito. Eso, al menos, es lo que dicen ellos.
"Sin embargo, resulta gracioso, pero no recuerdo que Mary y yo hayamos
tenido alguna vez una serena conversación a solas, jamás, ni en la cama.
Aunque, si vamos a ver, no recuerdo haber tenido una serena conversación
con nadie, ni siquiera con mis padres. Ni con mis hijos, naturalmente. Son
tan reprimidos y están tan ocupados como Mary y yo lo estuvimos siempre, y
seguimos estándolo. Siempre ocupados, siempre yendo y viniendo, siempre
rodeados por otras personas, voces, música, acontecimientos sociales...
Siempre felices y serenos.

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El cansancio que pesaba sobre él era tan agotador


que se sentó de nuevo en la silla.
—Dios mío —murmuró—, ¿por qué estoy tan cansado?
Sacó el pañuelo y se secó el rostro, aunque la habitación estaba fresca y
parecía perfumada con el fresco aroma de los helechos. Recordó la placa de
mármol en el muro de la otra sala y sonrió débilmente. Todo lo puedo en
Aquel que me conforta.
—Bien —dijo—, todas las cosas las hice, v las hago, por mí mismo, y
jamás se me ocurrió que necesitara la ayuda de nadie. Después de todo, un
hombre debe bastarse a sí mismo. Eso es lo que hice... ¡No! ¡Jamás tuve
necesidad de bastarme a mí mismo, ni una sola vez en mi dulzona vida!
Empezó a hablar con tono rápido y desordenado: —La primera vez que me
sucedió fue hace cosa de un año. Ahora lo recuerdo. En estos días se habla
constantemente de la "era espacial". La gente siempre se siente excitada por
alguna "era". Recuerdo la "era del aire" y cómo se nos exhortaba a que
estuviéramos bien conscientes de ello. Luego fue la "era del jet", y antes la "era
atómica". Siempre hay alguna era en marcha. Uno pensaría que la gente debía
recordarlo, pero ellos creen que cada día, o cada acontecimiento, acaba de
salir de su limpia envoltura de celofán.
"Sí, recuerdo cómo me sucedió. La era espacial, los astronautas. Tuvimos
una interesante conversación en el club sobre el cohete y los jóvenes en la
cápsula. Y luego, cuando me fui a dormir, no conseguía conciliar el sueño, sin
saber por qué. Generalmente me quedo dormido en un minuto o dos, cuanto
más, jamás en la vida me ha impedido el sueño un dolor de cabeza, ni una
enfermedad. Pero de pronto vi ese "espacio" del que siempre nos están
hablando últimamente. Lo exploré con mis ojos. Vi alzarse y caer los mundos,
todos los colores del arco iris contra el negro vacío del espacio. Y mis ojos
seguían avanzando más allá de sistemas y constelaciones, buscando los lími-
tes, buscando el punto en que el espacio había de curvarse, según explicó
Einstein. Pero, ¿sobre qué se curva? Sí, ya he visto esas demostraciones con
un trozo de papel que se dobla de cierto modo, aunque, en realidad, nunca lo
entendí, y, si uno sigue en la misma dirección el tiempo suficiente, da la
vuelta al espacio y llega al punto en que empezó sin haber dado un paso
atrás. No, nunca conseguí entenderlo. Después de todo, lo mismo puede
hacerse si uno da la vuelta al mundo. Pero más allá del mundo está el espacio
y otros mundos, y otros sistemas y constelaciones y galaxias...
"De pronto me encontré incorporado en la cama, mirando la oscuridad, y
el corazón me latía desordenadamente, hasta que llegué a sentir un auténtico
dolor en el pecho. No había fin en el espacio, aunque se curvara. Es posible
seguir corriendo a través de la eternidad, a través de interminables universos,
y no existe el fin. Se lo digo, ¡casi perdí la cabeza! Podía sentir cómo vacilaba y
se me iba, y me dominó una horrible sensación, como si me estuviera
muriendo. Y supe que uno no vuelve jamás al mismo sitio.
No sabía que se había puesto en pie, pero ahora se dio cuenta de que
estaba de nuevo ante la cortina, temblando, y que su sombra temblaba
en el muro blanco junto a él.

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—El espacio interminable —susurró—, universos interminables, galaxias


y constelaciones interminables. ¿Cuál es el significado de todo ello? ¿Cómo
vino a la existencia? Y ¿a dónde va? Y ¿por qué? Jamás pensé en ello
antes, pero desde que lo pensé he deseado morir, matarme. Abismos y más
abismos de oscuro espacio, salpicado con esos malditos universos
brillantes que giran sobre sí mismos —abismo tras abismo— para
siempre. Aun ahora, pensando en ello, siento cómo mi cerebro vacila y
teme. ¿Por qué?
Vio cómo su mano, involuntariamente, se dirigía al botón. Pero de
nuevo la retiró.
—¿Puede entender esto usted, el que está ahí? Un hombre como yo, que ha
tenido una vida serena y agradable, sin problemas, mi vida tan, tan llena,
llena de sucesos cómodos o deliciosos, y serena conversación, siempre
superficial, ya sabe, y viajes y visitas a los hijos y nietos, y visitas a los
amigos... una vida maravillosamente llena. Y de pronto mi vida importante, mi
ciudad importante, mi familia y mi esposa tan importantes, y mi importante
lugar en la sociedad y en el país, ¡se disuelven en la nada y carecen de la
menor importancia! Resulta que vivía en un mundo que apenas si era una
chispa incluso en su propio sistema solar, y ni siquiera una chispa en su lugar
en la galaxia, y que nunca sería conocido de billones de mundos que ocupaban
ese maldito, ¡ese maldito!, espació interminable. Fue el espacio, ya ve, el espacio
interminable. Y nada de lo que lo llenaba era importante tampoco. Todo carecía
de significado, como no tiene significado mi vida, ni lo tuvo nunca, mi vida
tan llena, tan ocupada...
Había sudor en su frente y mejillas, y en sus manos. Se lo secaba sin
saber lo que hacía. Su respiración era rápida y alterada en aquella habitación
totalmente silenciosa. Había olvidado por qué había llegado hasta allí. Se le
había olvidado todo.
—Yo... yo he tratado de hablar de esto con otras personas. Pero se
limitaron a mirarme sin decir nada. No sabían lo muy asustado que yo estaba.
Hablé con Mary. Y ella dijo serenamente: "Bueno, de nada sirve, ¿verdad?, el
pensar tanto en eso. Podrías llegar a perder la cabeza. Nunca lo sabremos. Así
que, ¿por qué no vivir lo más agradable y serenamente que podamos cada
día, y dejar que los científicos piensen en todas esas cosas? Eso es mejor,
¿no?" Así fue como me habló Mary.
"Pero ahora, Dios me ayude, ¡estoy convencido de que eso no es lo mejor
para mí! No puedo dejar de pensar, y cuando lo pienso odio la vida, y luego
me da miedo morir y dejar todo lo que tengo, que es todo cuanto un hombre
podría desear. ¿Por qué no puedo apartarlo de mi mente y seguir divirtiéndome
con mis amigos y mi familia, con el trabajo tan agradable que llevo a cabo?
Sería más fácil si yo tuviera una religión, porque entonces los tópicos de un
ministro quizá llenaran ese vacío en mi mente. Sería más fácil si pudiera
detener el tiempo y seguir siempre donde .estoy. Pero ya ve, estoy envejeciendo.
Dentro de cuatro años tendré sesenta y... y luego, algún día, llegará el fin, y
me iré a esa oscuridad. Ni siquiera veré esos universos infernales.
Alzó las manos en un agudo gesto de desesperación.

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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

—¡Y no seré nada, como nada es mi vida, tan llena y fecunda! Y ni


siquiera tendré conciencia para saber que no soy nada. Si por lo menos mi
familia, en mi infancia, me hubiera hablado de la religión... ¡Oh, claro! me
llevaban a la iglesia con ellos, por aquello de quedar bien, cuando era muy
pequeño. Y, naturalmente, siempre hubo matrimonios, confirmaciones,
bautismos y funerales a los que asistir, y un ministro muy correcto que
decía las palabras más adecuadas y felicitaba a su Dios por tener una
congregación tan bien organizada y educada a su cargo.
"Sólo eran palabras. Apenas recuerdo ninguna de ellas. Yo me sentaba
muy formal con mis padres, y luego con mi esposa, y más tarde con toda
la familia y amigos, en las ocasiones en que lo más correcto era ir a la
iglesia. Pero sólo eran palabras, y aburridas además. Siempre contaba los
minutos hasta que podía regresar a mi vida tan llena, tan organizada,
feliz e interesante. Una vida que no es nada en absoluto, porque jamás
fue nada.
Extendió de nuevo las manos y una de ellas fue a caer sobre la
cortina azul. Ésta tembló como si un viento, un viento sin límites, soplara
tras ella. Quedó aterrorizado.
—¡Ayúdeme! —gritó—. No fui nunca un hombre erudito, un intelectual.
Pero usted debe serlo. Ha oído todas esas historias... Pero no me
consuele, por el amor de Dios, como Mary trató de hacer. No me diga que
deje de pensar, que deje de mirar al espacio y a las estrellas por la noche
como hago ahora, y fije mis ojos únicamente en lo que me rodea, día a
día. ¡No me diga eso! Porque no serviría de nada. No me salvará la vida ni
la poca razón que me queda. ¿Quién fue el que dijo: "Mira las estrellas"?
Quizá sea de la Biblia... o quizá de Shakespeare. Si alguien más grande
que yo animó a los otros a mirar las estrellas, entonces no puede ser una
tontería, ¿verdad? Debe haber razón, ¿no es cierto? ¡Dios mío, debe haber
una razón! Dígame que es un misterio y yo creeré lo qué usted me diga, y
me servirá de algún consuelo. Pero hasta los misterios tienen un marco de
referencia ¡y ante Dios que... ¿ante Dios?... que yo necesito un marco de
referencia!
Lentamente su mano se acercó al botón y luego se apoyó en la fría plata.
Pero no pudo decidirse a oprimirlo todavía. Tenía miedo del rostro sereno que
iba a encontrar allí, de los ojos compasivamente burlones. Temía la voz
plácida que le consolara, diciéndole que volviera a sus juguetes, antes tan
amados y que ahora le parecían horribles.
—Con seguridad —dijo John Service, con una voz que hubiera considerado
vergonzosa hacía sólo un año— no estoy solo. Con seguridad que otros han
hecho la misma pregunta y sentido el mismo temor. Con seguridad que otros se
han sentido... desamparados. ¡Desamparados! Así es como yo me siento. Y si
hay otros como yo, ¿por qué no los he encontrado, para que podamos
charlar juntos y olvidar que estamos solos? ¿O es que los que sienten así...
tantos de ellos... son los que se suicidan?
Su dedo apretó el botón y las cortinas se corrieron silenciosamente. Una luz
suave cayó sobre su rostro como una ola de brillo. Y en aquel brillo se alzaba el
hombre que le había escuchado, y que escucha siempre.
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John Service le miró y quedó al fin silencioso; empezó a retroceder,


lentamente, muy lentamente, Pero sus ojos no se apartaban del rostro del
hombre. Sentía los grandes ojos que la miraban, que escruta-can en su
interior, y veía la tremenda compasión en eUos. Lanzó un débil y agudo grito.
Apoyó los brazos e n el respaldo del sillón y enterró el rostro en ellos. No sabía
que estaba llorando, no podía recordar que hubiera llorado jamás. Su cuerpo
libre y disciplinado
temblaba violentamente y se encogía como si tuviera
horrible frío.
Luego, al fin, recordó algunas palabras, ¿o es que alguien las dijo en la
habitación? "Serénate, y sabe
que yo soy Dios".
"Serénate. Serénate. Apártate de todo el estruendo de la vida aunque sea
sólo por algún tiempo, un pequeño espacio de tiempo. Serénate lo suficiente
para no oír todas las voces agradables del mundo, ni las desagradables.
Guarda silencio. Serénate, y sabe que soy Dios. Y, en ese conocimiento,
comprende que todo está bien y que algún día te será explicado lo que no
sabes.
"Serénate. Convéncete a ti mismo de que puedes soportar la vida, de que tu
vida tiene un significado claro y único que te pertenece sólo a ti, más
importante a Dios que incluso a ti mismo, y que para Dios es más valiosa que
el sol o que un billón de soles. Con esa importancia en su corazón, el hombre
puede caminar sin temor, feliz con un auténtico gozo, en paz con una paz que
ninguna clase de placer de este mundo pueda dar, con una satisfacción que
no nace de las ocupaciones
de la vida."
—No, no —dijo John, con la cabeza hundida aún en los brazos—. No
puedo creerlo. No, aunque tú mismo lo dijiste. Pues no puedo creer que tú
sepas nada de ello, ni que lo supieras nunca. Fue tal tragedia... si
es que sucedió...
Alzó la cabeza un poco y miró al hombre con ojos
enrojecidos.
—Tú pensaste que era importante todo, ¿no? —dijo—. ¡Qué trágico!
Porque no lo es. ¿No lo descubriste por ti mismo más tarde, o es que
realmente no...?
No era un hombre imaginativo. Pero inmediatamente creyó ver una gran
comprensión en aquellos majestuosos ojos, en aquel rostro atormentado y,
sin embargo, auténticamente sereno. Creyó ver que aquellos ojos se enfocaban
en él, y le veían sólo a él, y había una voz en sus oídos que decía: "No estás
desamparado, hijo mío. Todos tus pensamientos han sido ro is pensamientos, y
tu temor de ser olvidado ha sido mi temor también, pues, ¿no tengo yo tu
carne y tus heridas... aunque tú no sabías que eran heridas? Ven a mí y
hablemos juntos, unidos en nuestra naturaleza humana, y razonemos juntos. Y
serénate, y sabe que hay un Dios."
Más tarde estuvo seguro de que el hombre le había hablado así. Podía
recordar hasta el tono de aquella voz profunda y grave, aquella voz varonil, la
voz de un padre. Pero nunca pudo hablar a nadie de esto, pues era sólo su
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secreto. Dio la vuelta al sillón y al hacerlo así, mirando al hombre, aquella


agonía negra y fría dejó su mente, reemplazada por la única y auténtica
serenidad que conociera famas. Todo lo que él había creído que era serenidad
en su vida pasada se le reveló como lo que realmente era: un sonido que nada
significaba, un gozo que no era gozo, una delicia que no era delicia, un contento
que era sólo el contento de un animal de lujo.
Y al final pudo decir, con una enorme humildad desconocida por él:
—Será muy duro para mí, en verdad. No me será fácil recordar lo que me
dijiste, y actuar de acuerdo con ello. ¿Cómo deberé actuar? ¿Me lo dirás tú?
Sí, estoy seguro de que me lo dirás. Pero, ¡qué extraña será mi vida!, ¡qué
misteriosamente extraña! Ni siquiera sé si me gustará.
"Pero una cosa sí sé. Tengo que hallar un camino distinto y una razón.
Tengo que creer en algo en que jamás soñé, ni una vez en mi vida. Pero va a ser
apasionante —sonrió como disculpándose—. Va a ser lo roas emocionante que
he vivido jamás. Una aventura. Una maravilla. Eso, al menos, hará que mi
vida sea digna de vivirse. Y, si consigo salir adelante con ello, entonces será
todo el mundo, y más. Tendré mi respuesta al final y ya no conoceré el
temor, ni la confusión, ni la desesperación.

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ALMA DÉCIMA

LA NUEVA RAZA

« Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.»


JUAN, 20, 13.

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ALMA DÉCIMA

Dónde vas, Lucy? preguntó una jovencita a su compañera


mientras avanzaban rápidamente hacia el aparcamiento del campus.
—Pensaba ir a dar una vuelta por ahí... a alguna parte —contestó
Lucy Marner.
Su amiga la miró inquisitivamente.
—¿Te ocurre algo? No pareces la misma desde hace un par de
meses —soltó una risita—. ¿No será
nada raro...?
Lucy enrojeció. . .
No —dijo secamente. No deseaba invitarla a que la
acompañara-. Pero... bien, me voy al médico para que me haga el
chequeo de primavera. No vale la pena esperar hasta el fin del
semestre, cuando empiezan los exámenes. Hasta luego, Sandy.
Se dirigió muy aprisa al aparcamiento. Generalmente se sentía muy
orgullosa de su descapotable blanco y lo examinaba a fondo para
asegurarse de que nadie había rozado su brillante carrocería. Pero hoy
se limitó a dejarse caer en el asiento de cuero rojo y salir a toda marcha
del campus. Unos amigos, chicos y chicas jóvenes, la saludaron a
gritos, pero no contestó porque no los había oído. El calor de aquel día ya
de verano caía sobre su cabeza desnuda y su rostro pálido, y se reflejaba en
sus ojos verdes. Era una chica bonita, sólo de veinte años, pero la desespe-
ración había marcado su huella en su expresión, una desesperación que
crecía en ella desde hacía más de un año, así como aprendía más y más y
cada vez sabía realmente menos y menos.
—Estúpida, estúpida, estúpida —parecía dirigirse a los grandes árboles
en arco sobre el camino del campus que llevaba a la calle.
Una ardilla cruzó el sendero y, sin quererlo, Lucy apretó el acelerador para
atropellada. Pero el animalito, aterrorizado, consiguió saltar a un árbol, y
entonces la muchacha dijo en voz alta, aunque débilmente:
—¡Oh, perdón! No quería hacer eso. Pero, Dios mío, ¿por qué te molestaste
en apartarte? ¿Por qué nos molestamos cualquiera de nosotros?
Estúpida, estúpida, estúpida, cantaban los neumáticos sobre la calle
mientras el coche seguía incansable su marcha. Todo es estúpido, estúpido,
muy estúpido.
—Canta, brillante primavera —dijo—. ¡Canta hasta morir, imbécil!
"Imbécil tú", se dijo interiormente. "De todos modos, ¿por qué lo haces?
¿Por qué te vas a ese refugio de chiflados?"
Llegó a un cruce de mucho tráfico y se detuvo ante el semáforo en rojo.
Sus ojos cayeron sobre los libros de texto en el asiento, a su lado. De nuevo
sin querer, pero con violencia, lanzó los libros al suelo y los pateó con el
tacón, una y otra vez, con creciente falta de control. Alguien apretó el claxon
impaciente tras ella y la chica le lanzó una maldición por encima del hombro.
Luego salió de estampida, sin preocuparse del tráfico ni de los alarmados

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bocinazos. Su cabello rojo, largo y liso, flotaba tras ella como una bandera, y
el pálido perfil tenía la expresión de una estatua yacente.
—¡Oh, estúpida, estúpida! —gimió suavemente dando la vuelta a una
esquina—. ¡Vete a casa, imbécil, vete a casa y sonríe, sonríe, sonríe, y muéstrate
encantadora con mamá y papá, y atiende a las invitaciones que te hacen por
teléfono, y planea, planea todas las excitantes actividades para este verano!
Sentía un dolor muy agudo en sus esbeltos hombros y en la nuca. Sentía
dolor en la espalda. Buscó en el bolso los tranquilizantes que le diera el
doctor Morton hacía dos meses. Luego lanzó el bolso al suelo del coche también,
donde fue a caer sobre los pateados libros. "No", pensó, "no quiero
tranquilizarme por un rato. Esto hay que afrontarlo alguna vez cara a cara.
Pero ¿qué es esto en realidad? ¿Qué me ocurre de todos modos? Quizá
necesito un psiquiatra que me sonría cortésmente y me diga que no quiero
enfrentarme con la madurez, y que sólo deseo ser una niña toda mi vida.
Pero ¿con qué diablos he de enfrentarme? Quizá sea sólo un exceso de
hormonas, después de todo, pero yo no quiero ser como Sandy y las otras,
divirtiéndome y sudando por ahí, y preocupándose por si Enovid les va a fallar
este mes. Quizá no esté adaptada. Abuelita, ¿por qué diablos me hablaste
alguna vez de todas esas supersticiones? Lo que tú me hiciste..."
¡Eh, imbécil! ¿Por qué no mira dónde va?
Se dirigía a un hombre anciano y sereno que conducía su coche con excesivo
cuidado a lo largo de la ruidosa calle en que ella había entrado. El hombre
contempló a aquella joven furiosa en el lujoso deportivo y pensó para sí: "No
hay responsabilidad en estos días. Todo se les ha dado, sin el menor
esfuerzo por su parte. Todo es cómodo y fácil para ellos. No tienen
problemas. Lo que necesitamos es una buena depresión otra vez, que les
dé un buen susto y les sacuda, y les obligue a ponerse a trabajar. ¡Mira a
esa chica, en su lujoso coche! Un lecho de rosas, como solían
decir".
Lucy, cuyos ojos estaban demasiado secos, pensó: "Podría dirigirme con
esto al río y seguir conduciendo hasta... ¡Oh, vamos! Eso no es una
respuesta.
¿O sí?"
Pensó en sus alegres y amorosos padres, todavía jóvenes, e
involuntariamente dio media vuelta y se dirigió hacia el río. Luego, en la
esquina siguiente, se lanzó a sí misma un terrible insulto, giró de nuevo el
coche y prosiguió su marcha. "Es una locura", pensó. "No es posible que
vaya allí. Pero ¿dónde más puedo ir? ¿Quién me dará la respuesta? ¿Un
clérigo? ¿El doctor Pfeiffer, con su cuello reluciente y sus conversaciones sobre
el golf y el problema racial, y nuestras responsabilidades para con la
comunidad, y nuestros deberes para con los menos privilegiados? De eso es
de lo que habla cuando viene a nuestra casa y se toma una discretita copa
de jerez, o quizás un whisky muy flojo. Sentado en nuestra sala, con todas
las hermosas antigüedades a su alrededor, y el aparato de alta fidelidad
sonando suavemente, y los cuadros en los muros brillantes bañados por el
sol poniente, justo antes de cenar. ¿Qué pasaría si yo le hablara de mí, y de
esto que tengo en el pecho y en la mente? Me diría: «Pero, querida hija, he
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estado hablando de eso en mi pulpito...» ¿De verdad, doctor Pfeiffer,


reverendo Pfeiffer? ¿De verdad, de verdad, maldita sea? ¡No, claro que no!
Quizás usted piense que todo está arreglado, así que no necesita siquiera
mencionarlo. Pues tengo una noticia para usted: Nada está arreglado. No
existe un auténtico conocimiento en la joven generación. ¿Cree usted que se
adquiere por osmosis, reverendo Pfeiffer, o que respiramos en él, en esta
encantadora, dulce y tolerante civilización cristiana, toda llena de ternura y
compasión por los que carecen de ventajas? Doctor Pfeiffer, ¡es usted un
asno! Ha fallado en su trabajo, doctor Pfeiffer. Todos tan civilizados, ¿verdad?
Hoy en día lo que nos preocupa son los derechos civiles, la segregación, la
disgregación, la integración... Doctor Pfeiffer, ¿se le ha ocurrido alguna vez que
los negros no quieran ser amados por nosotros, maldito sea? Sólo quieren ser
tratados como hombres corrientes, reverendo, y ¡al diablo nuestro amor! ¡Al
diablo con todo, doctor Pfeiffer, ya puede volverse a su dulce y sofisticada
esposa, y a su golf! Repítase su himno dominical «Poderosa Fortaleza es nuestro
Dios» sin saber nada, como de costumbre; ¡ni sobre Dios ni sobre ninguna
fortaleza en este mundo maloliente, insensato y maldecido de Dios! ¡Oh,
abuela, me gustaría cortarte el cuello! Si no fuera por ti yo no estaría siempre
pensando en el río."
Llegó al lugar del santuario, nombre que las gentes de la ciudad le habían
dado a través de los años. Había un amplio camino cortado por senderos más
estrechos en el inmenso césped verde. Dirigió su coche hacia aquel camino pero
un viejo jardinero que trabajaba allí cerca acudió corriendo.
—¡No puede llegar en coche hasta allí! —le gritó—. ¡No pueden entrar los
coches!
Ella le miró con ojos llenos de fuego verde y sintió el impulso de pasar por
encima de él con el coche, como había intentado hacer con la ardilla. Tragó
saliva con dificultad.
—¿Dónde está el aparcamiento? —preguntó.
—No hay ninguno —agitó la mano con aire vago—. Aparque en algún
lado de la calle.
—¿Quiere decir que tengo que venir a pie hasta aquí? —señaló incrédula el
brillante edificio blanco sobre la suave colina tras las doradas praderas y los
olmos y los manzanos silvestres en flor.
El viejo le sonrió.
—¿Está inválida? Entonces, ¿cómo puede tener ese coche de
carreras? ¿Qué les pasa a sus piernas? Ustedes los jóvenes creen que
caminar cien metros o así les va a romper la espalda. Siga adelante,
hermana. Aparque en la calle, si puede encontrar sitio.
—¿Son ésos los modales que les enseñan en esa '
condenada capillita?
—Yo nunca he estado ahí dentro. Sólo trabajo aquí, en el parque —le
sonrió de nuevo—. Jamás necesité entrar. ¿Para qué? No tengo dolores, ni
problemas. ¡Pero usted sí qué parece tenerlos, hijita! Siga adelante, antes
de que llame a los guardias.
—¡Vayase al diablo! —dijo Lucy Marner, a quien | toda la vida le
habían enseñado a ser cortés con los menos privilegiados. Hizo girar
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bruscamente el coche y se alegró de que los neumáticos dejaran su huella en


aquella hierba hermosamente cuidada, haciendo chillar de furia al viejo.
Siguió adelante. Dio vueltas a todas las calles adyacentes durante algún
tiempo, en aquella sección comercial y abarrotada, llena de edificios de
apartamentos y de tiendas. Luego, al fin, halló aparcamiento, a un
kilómetro por lo menos del santuario, y se lanzó a él tan aprisa que casi
chocó con un coche que salía. El vigilante llegó corriendo y gritando. Ella bajó
del coche sin una palabra, cogió el bolso y echó a correr sin importarle el
ticket que agitaban tras ella.
—Maldita perra —dijo el vigilante, mirando con simpatía a la señora
asustada del coche con el que Lucy casi había chocado.
—Cada vez están peor —respondió ésta—. Demasiado dinero, demasiado
tiempo libre, demasiada comida, demasiada diversión.
—Y que lo diga —contestó el vigilante metiéndose en el coche abandonado
por Lucy—. ¡Mire esto! Por lo menos debe haber costado siete mil dólares.
Lucy bajaba corriendo por la congestionada calle principal, esquivando a los
transeúntes que la miraban con extrañeza. Tenía en verdad un extraño
aspecto. Al fin se dio cuenta de que se reían de ella y redujo la carrera a un
caminar rápido. Gotitas de sudor aparecieron en la frente, el brillo del sol
poniente en los edificios le cegaba los ojos. Buscó sus gafas de sol, y como no
las encontrara inmediatamente empezó a sollozar de amarga frustración. Al
fin las tuvo en la mano y se las puso, y al instante se sintió calmada. Estaba
oculta, ya no era nadie, ya estaba protegida. Se alisó el pelo revuelto con
manos temblorosas y alzó la tela de su traje de lino rosa sobre los húmedos
hombros. "Despacio, despacio", se dijo. "Este hombre no va a echar a correr.
¿Cómo le llaman? El hombre que escucha. Siempre está allí, de día y de
noche. Me pregunto qué pensará su esposa de eso. Y ¿por qué demonios vas tú
allí, estúpida?"
Fue un largo paseo. No recordaba haber caminado nunca tan aprisa por la
ciudad. No tenía que preocuparse por la ansiedad de sus padres, por no llegar
a casa a la hora de costumbre... cuando lo hacía. Sus padres creían
firmemente en la teoría de respetar la intimidad de los hijos y jamás hacían
preguntas. Ahora tenía veinte años, pero sus padres habían estado
respetando su intimidad desde los diez. Y ¿qué significaba eso?, se preguntó.
¿Que realmente no les importaba ella un pito, y que lo único que querían era
que no les molestara? Sus padres y todas sus contrapartidas contemporá-
neas y sociales creían en la teoría de respetar la intimidad de cualquiera
excepto de los privados de cultura... que al parecer ni querían ni merecían
que los dejaran solos. ¿Quién les había degradado de este modo? Sus padres y
todos los de su clase. Y sus padres y todos los de su clase, incluido el doctor
Pfeiffer, eran los que la habían llevado a este terrible estado, así como a
millones de otros jóvenes iguales a ella. Esta horrible, vacía y angustiosa
situación. Sus padres se merecían que ella volviera a casa alguna vez
patentemente embarazada, o drogada, o al menos completamente borracha y
con "las ropas en desorden" como los periódicos decían delicadamente. Se
preguntó si no sería todo ello la razón, al menos en parte, de que los
periódicos informaran de un índice creciente de criminalidad, según sucedía
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recientemente. En nombre de Dios, ¿qué les había dado realmente el mundo a


los jóvenes como ella? Diversiones, la mejor comida, educación, dinero, coches,
vestidos maravillosos, salones de belleza, lecturas refinadas, comprensión del
adolescente y algo que eufóricamente llamaban amor, y eso era todo. Hasta los
llamados pobres tenían todo eso también. Pero ¿qué más había que dar?
"Realmente no nos han dado nada", pensó Lucy, y de nuevo anheló hallarse en
el río, el frío y oscuro río que pondría fin a todas sus preguntas.
El cielo de verano era de un brillante escarlata por el oeste cuando llegó
al santuario. Los hombres que trabajaban el césped se habían ido ya. Ahora
el césped se extendía ante ella con sus macizos de flores y sus árboles, y los
senderos de grava, tan bien cuidados. El sol caía sobre el tejado rojo del
edificio en lo alto, como fuego. Lucy subió por el sendero; era realmente más
empinado de lo que parecía. Y suficientemente ancho para un coche; deberían
tener un aparcamiento. No. Se rumoreaba que el lugar estaba siempre lleno
de llorones y de enfermos que querían ver al doctor, o al psiquiatra, o al
clérigo, o a quien fuera que aguardaba allí para escucharles o entregarles un
curalotodo. "Yo voy a ser algo distinto para él", pensó Lucy con acritud. "Jamás
habrá conocido a nadie como yo. Juro por Dios que si me sale con esa
estupidez psiquiátrica de enfrentarme con la madurez le escupiré a la cara.
¿Qué hay de inmaduro en mi cuerpo y mente? ¿Qué hay que yo no sepa?...
Debería haberme ido a la otra universidad", se dijo, sudando por el calor y el
esfuerzo de la caminata. "Eso es lo que papá y mamá querían. Nuevas
experiencias, nuevos puntos de vista. Eso Es Lo Que Nuestros Niños Merecen
Estos Días. Sólo por fastidiarles insistí en ir a la universidad aquí. Creo que
últimamente siempre estoy pensando en el modo de molestarles. No, les he
estado hiriendo desde que era una cría. Ha sido el único placer que he tenido
en la vida: fastidiarles. Y ellos se quedan tan heridos y confusos... pero jamás
un bofetón en la cara, jamás la anticuada disciplina. ¡Jamás me han dicho
nada que valga la pena!"
Buscó en su bolso el portamonedas, el hermoso portamonedas de oro que
sus padres le habían regalado en su último cumpleaños. Estaba lleno de
billetes, como de costumbre. Apretó un billete de diez dólares entre los dedos,
disponiéndose a la colecta. ¡Eso le agradaría a la contrapartida del doctor
Pfeiffer que estuviera allí dentro!
"Juro", se dijo de nuevo, "que si me dice que tengo tantas ventajas, y que
debería dirigir mis pensamientos y acciones a la mejora de la humanidad, le
voy a dar una muestra de cómo habla la nueva generación. Voy a ponerle de
punta los cabellos, sin duda tan bien cortados". Se sentía llena de un odio
nuevo, de una nueva desesperación. No sabía a quién odiaba realmente con tal
ferocidad, tan desoladamente. Pero había en ella hambre de algo que no sabía
qué era, un hambre rabiosa, como inanición.
Abrió de par en par las puertas de bronce con furiosa impaciencia y entró
violentamente en la habitación, ansiosa sólo de enfrentarse con el hipócrita
que le mentiría como había mentido a multitudes de jóvenes, que le mentiría
como le había mentido toda su vida, con tanta amabilidad, con tan enfermiza
comprensión. Pero sólo vio a tres personas en la sala de espera, dos mujeres
viejas y un chico joven, con un rostro tan desolado e intenso como el suyo.
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Era una habitación agradable, serena, hermosamente amueblada. Había una


placa de mármol en uno de los muros, de mármol también. Todo lo puedo en
Aquel que me conforta. ¡Qué estupidez! Y ¿quién era Aquél?
Se sentó en una silla. Nadie la miró, pero ella sí miró a los otros
desafiadoramente, en especial al joven, que llevaba una buena chaqueta sport.
El pelo era demasiado largo y exageradamente arreglado. Lucy estaba
acostumbrada a que los jóvenes la miraran con sonrisa de esperanza. Preparó
una expresión despectiva, pero el joven no se dio ni cuenta de su presencia.
Esto la asombró. La miró con mayor intensidad. ¡Vaya, si era uno de los suyos!
Divertido. ¿Acaso se sentiría también como ella? No, Lucy era un caso único.
Tendría otro problema. Pero sonrió amargamente. No podía ya soportar a los
jóvenes de su generación. Miró furiosa al chico. Era posible que tampoco a él
le hubieran dicho jamás nada de valor. En ese caso, eran iguales. Extraño que
se odiara en él y que no sintiera piedad, ni nada, excepto impotencia. "¡Hay
tantos de nosotros!", se dijo. "Quizá yo no sea única en absoluto».
Cogió una revista, esperando que fuera de tema religioso. Pero estaba llena
de fotografías, gentes entregadas a ocupaciones alegres y apasionantes, y diver-
siones. La tiró a un lado. Vió el Wall Street Journal. De modo que también
venían aquí hombres como su padre. Estudió el informe de la Bolsa con vago
interés. Su padre le había regalado un buen bloque de acciones en su último
cumpleaños. Luego la dominó una oleada de asco y arrojó también aquella
revista. ¡Ojalá se hubiera llevado uno de los libros de clase, pues tenía un
examen al día siguiente! No había estudiado realmente desde hacía casi un
mes. ¿Para qué?
Vagamente se había dado cuenta del sonido de una campanilla que apenas
llegaba a interferir con sus pensamientos, una suave campana y luego el
rumor de la gente al levantarse e ir hacia aquella puerta del fondo donde
aguardaba el clérigo, o el psiquiatra, o el doctor, o el asistente social, para
hablar con los intrusos. Se permitió el placer de pensar qué le diría al
chiflado de allí dentro. Le gritaría a su estúpido rostro. Estúpido, estúpido,
estúpido. Todo el mundo era estúpido.
Sonó la campana. La ignoró. Sonó de nuevo con amable insistencia. Alzó la
caída cabeza. Estaba sola en la habitación. Así que la campana era para ella.
Vaciló. Luego se levantó, alisó el arrugado vestido de lino y lentamente se
aproximó a la puerta. La habitación estaba fresca, pero ella sudaba de nuevo. A
pesar del delicado desodorante que usaba percibía su propio olor corporal,
ácido e insistente. Y, mezclado con él, el de la colonia que había utilizado esa
misma mañana después de la ducha. Sentíase repentinamente consciente de sí
misma como jamás lo estuviera antes, y aquello era como sentirse desnuda
ante todos con sus sufrimientos, como una niña asustada, una niña perdida
que había sido privada sin el menor remordimiento... ¿de qué? Pero, por
extraño que parezca, también era sentirse plenamente ella misma, algo que no
podía recordar haber sentido antes. Una personalidad patente, con
responsabilidad hacia sí misma, sin responsabilidad hacia ninguna otra
persona, sin razón alguna para sonreír y hablar alegremente.
Abrió la puerta y, en el interior de la segunda habitación, no vio más que
blancas paredes de mármol y el suelo brillante y un gran sillón de mármol con
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almohadones azules, y una alcoba cubierta por cortinas azules. La puerta se


cerró tras ella. Miró la alcoba. ¿Es que él prefería ocultarse? Quizás estuviera el
doctor Pfeiffer tras aquella cortina, el cortés y pulido doctor Pfeiffer, con su
suave voz, animando la responsabilidad social. Sintió un amargo regusto en la
boca. Eso tendría gracia... el doctor Pfeiffer. Pero no, en una ocasión le
había oído hablar con indulgencia de la "superstición" de aquella alcoba, y de
uno de sus fieles, un amigo de la familia también, John Service, que en cierto
momento había intentado que se aboliera aquel santuario. Y el doctor Pfeiffer
había estado de común y completo acuerdo con Johnnie Service. Y de pronto
éste había dejado de ir a la iglesia del doctor Pfeiffer, y había parecido un poco
cambiado, menos locuaz sobre las responsabilidades sociales cuando hablaba
con papá. En realidad él y papá se habían peleado sobre ese tema en una
ocasión. Ojalá pudiera recordar lo que habían dicho. Ahora le parecía muy
importante.
Lucy se dirigió lentamente al sillón y tosió para informar al hombre tras la
cortina de que ya había entrado. Aunque, se dijo sorprendida, nada más en-
trar comprendió que el hombre ya se había dado cuenta de ello. Debía tener
un espejo que desde aquí no se viera o algo así. Pero los muros junto a la
alcoba eran muy suaves. Sin embargo, la ciencia podía hacer cualquier cosa
estos días, y nada era lo que parecía.
Se sentó, el bolso correctamente colocado sobre las rodillas. Miró en
torno buscando un receptáculo, pero no vio nada. Bien, la colecta vendría
más tarde, o podía dejar el dinero sobre una mesa. Miró la cortina. No se
agitaba, ni se escuchaba la respiración de nadie. Sin 'embargo la impresión de
una presencia se hacía más aguda.
—Buenas tardes —dijo Lucy, la muchacha bien educada ante uno de
sus mayores. El hombre no contestó.
—No sé por qué estoy aquí —siguió, diciéndose que el hombre estaría
asombrado, pues todos los demás sabrían generalmente por qué habían
venido a este lugar. Sonrió—. Supongo que no recibe a muchas chicas como
yo, chicas con privilegios, de buena familia y con todo lo que hayan podido
desear, y amor, y todo eso. Eso es lo que soy. ¿Quiere saber mi nombre, o
algo?
Era una locura realmente. De pronto tuvo la idea de que el hombre conocía
su nombre y todo lo referente a ella. Se encogió un poco. Entonces era un ami-
go de la familia. Enrojeció de mortificación. La cortina seguía tranquilamente
plegada, con su sereno y brillante tono azul. Se levantó, fue a ella y vio junto
a la cortina el botón que le informaba que, si deseaba ver al hombre que
escuchaba, sólo tenía que oprimir el botón. Así lo hizo. Nada sucedió. La
cortina no se movió. Por tanto, ¡él había reconocido a Lucy Marner! ¿Y qué? Pues
que escuchara y tomara notas, y que supiera de una vez para siempre que
todo lo que ella tenía, y tantos como ella, no era nada, menos que nada, peor
que nada. Le daría algo que pensar, y quizá hablar en serio con sus estúpidos
colegas, todos sin duda tan liberales como él mismo. Quizás incluso podría
discutirlo con papá y mamá. Sonrió despectivamente. Sí, que alguien le dijera
a sus padres lo que ella pensaba realmente de ellos, a ver si así se sentían
turbados de su maldita complacencia. Esperaba que se lo dijera también a sus
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profesores, con su sonrisa de superioridad y su juvenil sentido de la realidad, y


sus sonrisas indulgentes cuando alguien como ella preguntaba: ¿Por qué?
—De acuerdo —dijo furiosa. Volvió a la silla—. De modo que me conoce.
¿Qué me importa? Dígaselo a todo el mundo. Dígaselo a todo el maldito
mundo. Estoy harta de los de su clase, harta de todo.
El hombre esperaba. Lucy no percibió que estuviera enojado. Se limitaba a
esperar.
—Se lo diré breve y claramente —continuó—. Yo soy lo que los profesores
y sociólogos y el clero llaman con admiración "la nueva generación". Los
jóvenes que hacen preguntas y disienten de todo e insisten en hechos y
respuestas inteligentes. La insatisfecha nueva generación a la que no se
puede hacer callar con viejos tópicos y antiguas explicaciones, y con la
antigua teología y las tradiciones. La generación que, quiere saber por qué. La
generación que quiere res puestas que satisfagan al nuevo mundo, y al
mundo del futuro.
El sabor a bilis era más fuerte en su lengua. Se inclinó hacia la cortina.
—¿Sabe lo que ellos contestan ahora? ¡No contestan nada! Sencillamente
nos admiran, ¡malditos sean! Se ponen sencillamente en pie y dicen,
asintiendo sus estúpidas cabezas, "la nueva generación". ¡Y se supone que eso
es una respuesta, y se supone que vamos a admirarnos a nosotros mismos,
y a quedar satisfechos!
Era una locura realmente, pero pensó que oía decir a aquel hombre:
"Siempre hay una respuesta para la vieja y eterna pregunta."
—¿Qué? —murmuró—. Pensé que decía algo. Pero no creo que dijera nada,
¿verdad? Sólo estoy hablando conmigo misma. Pensaba en mi abuela, e
imaginaba que ella me hablaba de nuevo. La madre de mi padre. El hombre
nada le dijo. Se limitaba a esperar. Lucy tuvo la impresión de que su rostro
la estudiaba alerta tras la cortina, y que estaba oyendo algo que había oído
antes miles de veces. ¡Qué locura!
Pero el rostro tenso de Lucy empezó a iluminarse suavemente.
—Me gustaría hablarle de mi abuela. Ella no era muy vieja cuando murió.
Menos de cincuenta años. Usted no pudo haberla conocido. Vivía en
Cleveland, y tengo entendido que usted es un hombre más joven y que
nunca ha salido de esta ciudad. ¿Joven? No, no, si dicen que usted es
viejo, muy viejo. ¿Es cierto?
¡Oh, qué locura! Pensó que el hombre le contestaba que era mucho más
viejo que el tiempo. Se llevó la mano a la frente.
—Me estoy volviendo loca, sin duda —dijo-Ahora empiezo '¿. imaginar
cosas, cosas que pensé que me decía usted... locuras...
¿Qué había oído? ¿Un suspiro? No, era ella misma la que suspiraba.
—La abuela... —siguió, con voz joven y desesperada—. Yo tenía unos doce
años. Ella vivía en Cleveland. Eso fue el año en que mis padres se fueron al
extranjero, y todos andaban tan prósperos y sobrados de dinero que no
pudieron conseguir que nadie se quedara a cuidarme de modo adecuado aquí,
en casa. Yo era una chica mayor y muy madura. Pero, para mis padres, era
una niña. La abuela se ofreció a cuidarme en su casa de Cleveland mientras
mis padres estaban fuera, así que me llevaron con ella. Sólo la había visto
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antes en tres ocasiones. No era muy popular, especialmente con mamá. Mamá
decía que era medieval y que no quería que yo estuviera expuesta a ideas
absurdas. Mamá es muy moderna, ya sabe. Es mucho más moderna que yo.
¡Mamá está ya en órbita!
Estalló en una carcajada. No sabía cuan desesperada sonaba aquella risa
juvenil.
—En realidad —dijo cuando pudo controlarse— mamá odia lo que llama la
mística femenina. Tiene cuarenta y un años y es como mil años más joven que
yo. Ella cree que una mujer puede hacerlo todo. Si Washington no está
alerta, un día de éstos mamá va a marchar sobre la ciudad y a exigir ser la
primera mujer astronauta. Quizás estoy imaginando y exagerando todo eso,
pero mamá es así. Se enorgullece de ser agresiva y de hacerlo todo bien.
Mirándola, uno pensaría que sólo tiene unos diez años más que yo, y a ella
le encanta que se lo diga todo el mundo, y, claro, lo hacen. En cuanto a
papá, parece un muchacho. Más joven que los jóvenes. Como un crío. Jamás
sospecharía que él es el corredor de bienes raíces más próspero de la ciudad.
Más joven que los jóvenes. ¡Y moderno! ¡Dios mío! Son tan modernos que
me hacen sentir más vieja que las montañas. Y me revuelven el estómago.
"Sí", dijo el hombre. "Realmente son dignos de lástima."
—¿Cómo? —gritó Lucy, adelantándose en el sillón—. ¿Dignos de lástima?
¿Es eso lo que dijo, o vuelvo a imaginar cosas?
El hombre no contestó, pero Lucy se sintió segura de que había dicho lo
que ella imaginaba que había dicho. Se echó atrás de nuevo en el sillón.
Frunció el ceño. ¿Dignos de lástima? ¿Sus padres tan vitales, jóvenes,
animados? ¿Sus padres tan alegres, serenos, sanos? ¿Qué había de digno de
lástima en ellos? Estaban adaptados en todos aspectos. Eran tolerantes con
todo, serios con nada. Le sonreían cuando ella intentaba hablarles de su
desesperación. Le decían que era una fase. Una tormenta de adolescente.
Ellos no sabían que le habían quitado... ¿qué le habían quitado, ellos que se
lo habían dado todo, incluido un amor sin límites?
—La abuela... —empezó de nuevo, y ahora, por primera vez, sus ojos
jóvenes se llenaron de lágrimas—. Yo quería mucho a la abuela, aunque
nunca volví a verla después de los doce años, cuando mis padres regresaron
de Europa. Su casa era tan... tranquila. Es gracioso que yo piense que mi
propia casal no es tranquila como la de la abuela; sin embargo,! nuestro
hogar es realmente pacífico. Nadie levanta' jamás la voz. Todo es buen
humor y sensatez, todo puede discutirse razonablemente. Sin embargo, no
es tranquila según lo era la casa de la abuela. Parecía... parecía haber una
presencia en su casa, lo mismo que hay una presencia aquí. Vamos, ¿no es
esto una absoluta locura?
Se estrujó las palmas de las manos fieramente. Las lágrimas le corrían
abundantemente por las pálidas mejillas.
—Yo... yo he hablado con el doctor Pfeiffer. Él es nuestro clérigo, ya sabe.
He intentado preguntarle... cosas. Sobre lo que la abuela me dijo. Y él se limita
a darme un cariñoso golpecito, y dice: "Eso estaba bien para la época de tu
abuela, Lucy. Pero tú eres de la nueva raza. Esta generación vieja os admira
mucho. Vosotros rehusáis aceptar las respuestas circunscritas. Hacéis
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preguntas más amplias. Sí, os admiro mucho. Vosotros nos habéis dado
mucho."
—¡Y la cuestión —gritó Lucy— es que no nos dan ninguna respuesta! Nos
hablan de la ciencia y de nuevos descubrimientos. Y de problemas sociales.
¡Como si los problemas sociales se alzaran solos en el espacio, aparte de
nosotros! ¡Como si no tuviéramos ninguna identidad personal en absoluto,
como si no estuviéramos hambrientos de algo que... que diera algún
significado a nuestra vida! Yo no creo que la gente sea sólo como animales en
colectividad, como un rebaño de vacas. Con seguridad que vivimos indivi-
dualmente, ¿no? Con seguridad que tenemos una responsabilidad con
nosotros mismos en primer lugar, antes de tener una responsabilidad para
con los demás, ¿no es cierto? Con seguridad que tenemos, tenemos... ¿cómo lo
llamaba la abuela?, ¡almas!
Enrojeció. Aquella tonta palabra. El hombre debía estar riéndose
silenciosamente tras la cortina. Le miró desafiadoramente. El dulce y fragante
silencio en torno a ella pareció envolverla más, como si no quisiera perderse
una palabra de lo que decía. Insensiblemente, su cuerpo, tan tenso, fue
relajándose con gratitud. Sonrió trémulamente y su rostro palideció de nuevo.
Empezó a buscar en el bolso hasta encontrar un arrugado recorte de
periódico. Lo extendió hacia la cortina.
—Tengo aquí algo que explicará mejor que yo lo que quiero decir. Apareció
en el Pravda, el periódico ruso, y fue recogido por nuestra prensa. La chica se
llama Svetlina, según el periódico, y vive en Moscú. De diecisiete años.
Escribió al Pravda. Le leeré exactamente lo que dice, pues es lo mismo que yo
quiero decir:
"Considero al mundo estúpidamente concebido, y falto de significado.
Aprendemos y trabajamos toda la vida, y estudiamos, y luego, cuando somos
valiosos a la humanidad y a nuestro país, envejecemos y morimos. ¿Cuál es
el significado de todo esto? ¿No resulta algo indigno y carente de valor? Todo
ese esfuerzo que termina en la nada y la extinción... Nuestros científicos
deberían tratar de hallar la píldora de la inmortalidad para nosotros."
—Ahora bien —dijo Lucy, que no sabía que e taba llorando otra vez—, eso
me suena terriblemente patético. ¡Pero yo sé lo que ella quiere decir! ¿De qué
sirve que vayamos al colegio y escuchemos cuando no hay respuestas a la
admiración de esos idiotas que nos llaman "la nueva raza"? Nuestras
preguntas frenéticas sólo son recibidas con adulación, como si la pregunta
fuera importante en sí y la respuesta tuviera que ser forzosamente estúpida.
Estúpida, estúpida, estúpida... Pero mi abuela tenía una respuesta, aunque
mis padres dijeran que era medieval.
No sabía que se había puesto en pie en su agitación extrema y
desesperada.
—¡Aquellos cortos meses! No podría decirle lo maravillosos que fueron. Lo
que la abuela dijo puede que sea tonto, según mis padres comentaron, y anti-
cuado, y supersticioso, y Victoriano, y pasado de moda. ¡Pero significó algo para
mí! Ellos, ellos... bien... es como cuando uno tiene hambre y alguien le lleva a
una maravillosa cocina de suelo de ladrillo, y hay olor a pan cociéndose en el
horno, y se está disponiendo una deliciosa comida y alguien te da un plato y
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una lo llena, y se lo come, y desaparece el hambre. Una se siente llena. Se


siente satisfecha y en paz, y maravillosamente feliz.
"¡Tan feliz! —repitió la pobre Lucy—. ¡Tan satisfecha! No recuerdo dónde
está en la Biblia, pero la abuela me lo leyó. "El Señor es mi Pastor, nada me
falta. Él lleva mi alma... mi alma... Él lleva mi alma a los verdes pastos. Tu
vara y tu cayado me confortan. El valle de las sombras de la muerte... No
temeré a la maldad." No lo recuerdo muy bien, ya lo ve. Pero, cuando ella me lo
leyó, me sentí tan tranquila, tan llena, como si alguien realmente me amara.
Como si alguien me escuchara realmente. Como si todo estuviera explicado.
Creo que es del Antiguo Testamento, pero no lo sé. Nunca he visto una Biblia, ni
antes ni después.
"Y luego —siguió Lucy, llorando ya sin dominarse— otra cosa que Jesús
dijo. La abuela me lo leyó. Era sobre los niños. Dijo algo de permitir a los
niños que se acercaran a Él, de impedir que los rechazaran. Y había algo que
una mujer dijo después que Él fuera crucificado: "Se han llevado a mi Señor, y
no sé dónde le han puesto." Cuando pienso en eso, pienso en mí. ¿Qué han
hecho con mi Señor? ¿Dónde le han llevado que yo no sé nada de Él? Si es
que hay algo que saber...
Se llevó las manos unidas al pecho.
—¿Dónde le han llevado? ¿Por qué no oigo hablar de Él? ¿Por qué mis
padres se ríen con indulgencia cuando les pregunto? ¿Por qué mis profesores
hablan únicamente de ciencia social y de todas esas estupideces, como si los
individuos no tuvieran existencia ni esperanza más allá de esta simple vida?
¿Por qué el doctor Pfeiffer habla de mezclarnos con la humanidad y perder
nuestra egoísta individualidad? ¡Pero nuestra individualidad es todo lo que
cuenta! ¡Es todo lo que tenemos! No somos almas de grupo, no somos animales
que viven en colectividad. Sólo nos conocemos a nosotros mismos y nuestros
propios pensamientos.
"Tenemos hambre. Queremos algo más, aparte de este mundo y nuestras
obligaciones sociales. Queremos estar satisfechos como personas. Si no
estamos satisfechos como individuos, no vamos tampoco a servir de nada a los
demás. Si sólo miramos a nuestros compañeros humanos como animales
bípedos, ¿de qué sirve eso? Entonces la vida humana no significa nada,
¡entonces yo, y millones de chicas como yo, vamos a estar tan desesperadas
como esa pobre chica rusa Svetlina! E igualmente amorales, e igualmente
carentes de significado.
Se cubrió con las manos el húmedo rostro y gimió débilmente.
—Sin significado. ¿Dónde se han llevado a mi Señor, que ahora no tengo la
impresión de estar viva, sino únicamente de formar parte de un grupo?
Apartó las manos.
—¿Por qué nos prohíben ir a Él? ¿Por qué nos bloquean el camino con
problemas que se supone que vamos a resolver en el mundo, este mundo que
siempre ha estado lleno de problemas? Y, si vamos a Él, ¿qué puede Él
decirnos? ¿Dónde está mi Señor? Ellos se lo han llevado de nuestras casas y
de nuestras iglesias, de nuestro gobierno y nuestras escuelas. Se lo han llevado
al campo, y le han matado, y le han puesto en una tumba, y Él ya no puede
hablarnos de nuevo, ni darnos más razón para vivir.
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El hombre no contestó. En su completa desesperación, Lucy corrió de


nuevo a la cortina y oprimió el botón. Las cortinas azules se separaron ahora
silenciosamente, como con aire cansado y triste, y la luz brilló, y a aquella luz
se alzó el hombre que escucha.
—¡Oh! —gritó Lucy agudamente, y se retiró— ¡Oh, Dios mío!
Luego gritó de nuevo una y otra vez:
—¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Nunca se había arrodillado antes en una iglesia, ante un altar, o junto al
lecho. Pero se arrodilló ahora, lenta y penosamente, temblando. Unió sus
manos apretadamente como una niña pequeña y no una mujer de veinte
años. Miró al hombre bajo la luz con maravillada sorpresa.
.—¡Yo creo! —susurró—. ¿Qué fue lo que dijo mi abuela? Yo creo, yo creo.
¡Oh, Señor, ayuda tú a mi incredulidad! ¡Sí, sí! ¡Ayuda tú a mi incredulidad!
Dame... dame algo que pueda alimentarme, que pueda contestarme. Tú no
moriste después de todo, ¿verdad? La abuela me lo dijo. Pero nadie más me lo
dijo, nadie más. Nunca me dijeron que no te habías ido, que estabas aún aquí,
aunque ellos te hubieran arrojado de sus vidas y se hubieran reído de ti.
Jamás me habían dicho que estabas aún en este mundo moderno, aunque
ahora todo esté cerrado contra ti.
"¡Ayuda tú a mi incredulidad! Yo sé que tú me hablaste, porque jamás antes
tuve pensamientos como éstos. Nunca tuve nada más que el ridículo. Yo era su-
ficiente a mí misma... pensaban ellos. Ellos eran suficientes a sí mismos,
también. Quizás eso es lo que los hace sentirse tan asustados cuando están un
poco enfermos o se ven más viejos y temen que la vida ya no les resulte
divertida. Quizá por eso estaba yo tan... hambrienta, como esa chica Svetlina.
Se puso en pie. Se acercó al hombre lentamente. Extendió la mano y la dejó
sobre él. Sonrió, aunque aún estaba llorando. Había una gran paz en su
alma.
—Ayuda tú a mi incredulidad. No, devuélveme sólo lo que mi abuela me
dio y todos se llevaron después. Mira, aún tengo que enfrentarme con el
mundo, con la universidad, con los profesores y con mis padres. Les llamaste
dignos de lástima, ¿no es cierto? ¡Oh, cuan dignos de lástima! Ahora lo veo
bien. Son como niños en la oscuridad. ¿Por qué te llevaron lejos, y por qué te
ocultaron de mí? Los pobres... Pobre papá, pobre mamá. Quizá por eso sienten
la frenética necesidad de seguir siendo jóvenes, modernos y entusiastas. Pa-
recen tan... febriles a veces. Tan desesperados a veces. Incluso más
desesperados que yo... lo estaba.
"Porque ahora ya no estoy desesperada. Hay una ñ Iglesia junto a nuestra
casa, con velas. Está siempre abierta. Y hay hermosas i mágenes en
ella. Y una luz junto al altar. No sé por que.
"'Pero cada día voy a detenerme allí antes de ir a clase Voy a descubrir...
dónde han puesto a mi Señor.

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ALMA UNDÉCIMA

LA TEJEDORA DE SUEÑOS

«Todo lo que tu error infantil imagina perdido, yo te lo he guardado en


casa...»
El sabueso del cielo. FRANCIS THOMPSON

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ALMA UNDÉCIMA
El dorado día de primavera no era más fresco que el aire en la sala de
espera de mármol blanco. Hombres, mujeres y jóvenes, inconscientemente rela-
jados, esperaban que la campana sonara para ellos, como si parte del peso
que les abrumaba, y el dolor y la desesperación, fueran disolviéndose ya en el
suave aire con su aroma de helechos. La mujer que entraba los miró
tímidamente, sus labios, exageradamente pintados, esbozando una sonrisa,
sus ojos, maquillados en exceso observándoles con cierta coquetería, el pelo
muy ondeado en torno a sus viejas mejillas. Era evidente que aguardaba una
mirada de interés de todos los reunidos allí, pero nadie alzó los ojos para mi-
rarla, nadie pareció darse cuenta de que había entrado. Su sonrisa se
desvaneció, se transformó en un gesto de desagrado. La puerta se cerró
silenciosamente tras ella, que quedó apoyada allí como jadeante y sin aliento,
como la jovencita que fuera... hacía cincuenta años. Suspiró provocativamente,
pero nadie alzó la vista. Algunos leían, hundidos en sus tristes pensamientos.
Sonriendo de nuevo, tras un instante de duda, caminó de modo ostentoso
sobre sus altos tacones hasta llegar a una silla vacía en la que se sentó. Era
grande y gorda, muy gorda, pero iba implacablemente encorsetada. Vestía
como una jovencita, con un alegre traje de seda verde, y una chaqueta verde
también, tensas todas las costuras. Una sarta de perlas, falsas a ojos vistas,
rodeaban su garganta, ya muy arrugada. Como había tenido la vaga idea de
que se dirigía a una especie de iglesia se había puesto sombrero, un sombre-
ro bastante ancho de terciopelo y paja negra adecuado para una chiquilla de
catorce años. Sus manos enguantadas de blanco sostenían un bolso de
imitación de piel, que hacía juego con sus zapatos, también de piel falsa, y
los pies, muy gruesos, y enfundados en medias de nylon, desbordaban de
ellos. Exudaba un perfume que alguien bautizara con optimismo Noches
turcas, a un dólar la onza, pero que olía —como dijera una de sus amigas más
crueles— a sudor perfumado. Se suponía que había de enloquecer a las
señoras como Maude Finch.
Algunas de sus amigas más amables le decían que no parecía tener más de
cuarenta y nueve años, pero sus arrugas perfumadas y pintadas
proclamaban descaradamente sus sesenta y cinco años bien cumplidos, y ni
un solo artículo de todo lo que llevaba encima había costado más de
veinticinco dólares. Entre las gentes de su generación estaba considerada
como "un tipo raro", pues podía jugar al poker como un hombre, beber
cerveza como un hombre, tenía una risa dura y estrepitosa, y ganaba
sesenta dólares a la semana como vendedora de ropas en la sucursal de un
almacén en el pequeño suburbio donde vivía.
Lo triste es que ella se consideraba muy elegante y estaba convencida —al
menos casi siempre— de que tenía estilo, eclat. (Había leído esa palabra en el
Harper's Bazaar y ahora la usaba a diestro y siniestro» aunque con mala
pronunciación. Nunca había aprendido a pronunciar la mitad de las palabras
que utilizaba dándose aire, pero al menos sabía su significado... hasta cierto
punto.) Llevaba el pelo teñido, y no por un profesional. Sus ojos, pequeños y
azules, parecían agotados de cansancio, a pesar de su eterna sonrisa. Su
único rasgo perfecto eran los dientes, sin fallos, grandes, blancos y sanos. Muy
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pocas veces había necesitado al dentista, lo que era una suerte para ella.
Cuando sonreía alegremente, cosa habitual en ella, sus dientes brillaban,
parecía más joven y, sin embargo, mucho más patética que de ordinario.
Se sentó cuidadosamente, arreglándose el vestido y la chaqueta para que
no se arrugaran. Eran de pura seda, y de la talla máxima, y había podido
adquirirlos en la tienda por la mitad de su precio original porque ningún
cliente los había pedido. Se sentía muy orgullosa de su traje. Lo estrenaba
hoy. Se tocó el sombrero, abrió el bolso, sacó la polvera y echó una miradita al
espejo. No vio el cutis lleno de grandes poros. Vio la encantadora chiquilla que
nunca había sido, ni una sola vez en su vida. Sonrió generosamente a la
soñada imagen, cerró la polvera, la volvió a guardar, unió el broche del bolso y
miró en torno a ella, sonriendo.
Pero nadie le lanzó una sonrisa en respuesta. Así que buscó una revista.
No llevaba gafas en público; sólo se las ponía furtivamente tras la caja
registradora, en la tienda y en casa. Por tanto no podía leer nada, aunque
simulaba hacerlo y con profundo interés, la cabeza inclinada a un lado, los
labios en gestito de desprecio como si no estuviera de acuerdo con el escritor.
Aburriéndose de esta actuación, dejó la revista y miró a los compañeros
que aguardaban en la sala. No estaba nada mal el traje de aquella mujer de
allí, debía haber costado al menos cien dólares. ¡Pero negro, en un día tan
encantador como éste! Y la mujer debía tener cáncer o algo, tan pálida
estaba. ¿Por qué no se había pintado las mejillas y los labios? (Nadie iba ya
con el rostro limpio estos días). Era como una granjera. Debía tener unos
cuarenta y cinco años. ¡Y tan delgada! Talla doce todo lo más, pero sin estilo.
Los ojos de Maude pasaban con desaprobación de un rostro a otro, pero todos
estaban absortos en su propio dolor o angustia. ¡Qué grupo! Al parecer ella
era la única de los reunidos allí que tenía vida, color, animación. Agitó la teñida
melena en torno a su cuello y mejillas. Era una melena algo alambrosa, pero
ella se sintió joven y vital al contacto. Empezó a preguntarse cómo se le
habría ocurrido ir allí a ella, a Maude Finch, con tanto sentido común, con la
vida tan maravillosa que había tenido, y todas las cosas espléndidas que le
habían sucedido.
Sólo era que se encontraba un poquito cansada, eso era todo. La noche
anterior la tienda había estado abierta hasta las nueve y media, y había habido
muchísimos clientes. Por lo menos se había ganado cinco dólares en
comisiones. Eso compensaba otros días, en los que apenas se ganaba el
sueldo. Así que ahora estaba cinco por delante de Nancy, su compañera de tra-
bajo y su mejor amiga. ¡Pobre Nancy, con aquel terrible marido inválido que
había de mantener! Maude se alegraba de no tener que mantener a nadie,
más que a ella misma, y de un modo que apenas gastara dinero. Era mejor
tener mucho en el banco, para vivir como quisiera el resto de su vida. Sonrió
generosamente otra vez e inclinó la cabeza con complacencia, y los ojos azules
volvieron a brillar con la luz de los sueños, jóvenes de nuevo, llenos de vida. Al
cabo de algún tiempo consultó su pequeño reloj de oro y diamantes (sólo seis
plazos más que pagar). ¡Las seis y media! ¿Se habría quedado dormida? Había
salido de la tienda a las cinco, había corrido a casa para vestirse y salido hacia

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el santuario a las cinco y media, y llegado aquí mucho antes de las seis... un
viaje de sólo quince minutos en autobús.
Jamás había estado antes en aquel parque, en aquel hermoso césped. Se
había trasladado de la ciudad al adyacente suburbio hacía veinte años, cuando
muriera el querido Jerry dejándola tan resguardada. Desde entonces sólo
había ido al centro de la ciudad un par de veces al mes, a visitar amigos, y
siempre por la noche, y aunque conociera la existencia del santuario desde que
era mucho más joven, nunca había sentido la menor curiosidad por él. "La
iglesita de algún viejo chivo", había dicho en una ocasión. "Metodista o algo así.
¿No? Entonces ¿qué? ¡Oh! ¿El hombre que escucha? Vamos, ¿no es eso idiota?
¿Por qué tendría que hacerlo? Sí, ya sé que es un lindo lugar, ha estado aquí
desde hace siglos... ni siquiera recuerdo cuándo lo construyeron. Siglos,
realmente. He oído decir que millones de personas vienen a él, incluso del
extranjero. Alguien dijo que el gobernador vino una vez, pero, sinceramente, eso
no me lo creo. Bien, al parecer hay más de un modo de malgastar dinero, y ese
viejo —su nombre era Goodwin o algo así— no tenía hijos ni esposa, y
construyó esto porque era católico y ya no podía aguantar más a los católicos,
¡y se construyó su propia iglesia! Divertido, ¿no? Hay toda clase de tipos raros
en este mundo."
¿Por qué había venido? Porque se había sentido tan cansada anoche.
Quería preguntar al hombre de allí dentro si debía dejar su trabajo por otro
menos pesado. Quizá trabajar sólo parte del tiempo, para prepararse el
retiro y una vida cómoda. La mayoría de sus amigas trabajaban; eso les
daba algo en que ocuparse, ahora que los hijos habían dejado la casa. Todas
las mujeres debían hacer algo, ¡por el amor de Dios!, aparte de ir por la casa
colgando cortinas nuevas, ¿no? El trabajo mantenía a una mujer joven y
en plena forma, aunque realmente su trabajo no fuera muy importante. Sin
embargo era divertido. Y no es que lo necesitara. Jerry había sido muy bueno
con ella. Dios mío, estaba cansada. Y además tenía constantemente aquel
extraño dolor, justo bajo el esternón. El doctor de la Compañía le había dicho
que estaba tan sana como el dólar, de modo que no era el corazón, ni cáncer
de los pulmones que era de lo que todo el mundo se moría. Gracias a Dios que
no fumaba, así que no tenía que preocuparse. Era sólo el dolor y el cansancio
que le sobrevino la noche anterior. No, estaba cansada desde hacía mucho
tiempo. Había oído decir que el hombre de ahí dentro era un psiquiatra, y
quizá todo lo que necesitara fuera un psiquiatra.
Soltó una risita infantil como una niña de diez años. ¡Maude Finch, que
jamás había tenido un dolor ni una molestia en su vida, ni un minuto de
depresión, acudiendo al psiquiatra! Pero bueno, muchas veces había oído decir
que si algo iba mal en la cabeza uno podía sentirse enfermo... no, cansado.
No, enfermo. Seamos sinceros, chica. A veces tienes dolor de estómago y en
ocasiones ni puedes dormir, y te pasas toda la noche mirando por la negra
ventana. Tú... tú tienes ese dolor ahí, ahí exactamente, exactamente debajo de
ese broche maravilloso que conseguiste en unas rebajas, sólo por cinco
dólares, y nadie que lo viera pensaría que es falso. Las piedras azules parecían
turquesas auténticas, y las rojas rubíes. Había estado en venta por veinte
dólares, pero era demasiado grande para las mujercitas muy femeninas, así
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que ella lo había comprado directamente del mostrador, en la tienda, por cinco
dólares. ¡Bien podía confiarse en Maude Finch para encontrar una ganga!
Aunque Dios sabía que ella no necesitaba gangas, con el dinero que tenía. Pero
las que tienen vista para las gangas lo hacen siempre. Se rió cariñosamente de
sí misma. Era tan mala como la vieja Mrs. Schlott, de quien todo el mundo
decía que tenía un millón de dólares. Bien, Maude Finch aún no tenía el
millón de dólares. Por lo menos aún no. Soltó una risita de nuevo. Si las
acciones seguían subiendo como ahora ¡ya lo creo que lo conseguiría! Quizá se
comprara entonces una de esas villas en la Ri...viera... ra... que había visto
fotografiadas en el Harper's. E invitaría a todos sus amigos. "Vamos, ¿qué
importa lo que cueste el Jet? Mira, cuando viva allí, te enviaré un billete de ida
y vuelta." Todavía no lo había dicho, claro; la gente era muy envidiosa y ella
temía a los envidiosos. Supersticiosa, eso sí que lo era Maude.
Un caballero anciano que entrara tras ella se inclinó a decirle:
—Creo que esa llamada es para usted, señora.
Alzó los ojos asustada. Aún había mucha gente en la sala, pero los que ella
viera al entrar ya se habían marchado.
—Gracias —dijo con gran cortesía, y se alzó majestuosamente haciendo un
gesto de despedida con la mano.
Había visto ese gesto de despedida en una película extranjera, francesa o
algo así. El viejo sonrió débilmente, tristemente. Con el aire de una modelo,
Maude se dirigió a la puerta del fondo, la abrió y entró en la habitación de
mármol con los almohadones de terciopelo, y una cortina azul sobre una
alcoba o algo así. ¿Dónde estaba el psiquiatra?
Se aclaró la garganta. No se oyó el menor sonido. ¿Se habría ido a tomar
café? Bueno, podía esperar. En verdad se sentía horriblemente cansada. Se
sentó en el sillón y admiró el terciopelo de seda azul sobre los brazos.
Terciopelo auténtico, no sintético. Ella era una experta. Se quitó los guantes,
tras una furtiva mirada a la oculta alcoba, y tocó el terciopelo. Justo como las
sillas en casa, cuando ella era niña, excepto que algunas de aquéllas habían
sido de terciopelo rosa y amarillo. Pero la calidad era tal como ella recordaba;
quizá mejor. No. Nada podía ser mejor que sus sillas y los grandes sofás
Imperio que habían llenado el salón de su hogar infantil. ¿Qué sabía la gente
de salones en estos tiempos? Salitas de estar, ¡por el amor de Dios! Baratas,
vulgares. Y aquella gran chimenea de mármol blanco, exactamente igual que la
que salió en Harper's el mes pasado, en sus reportajes sobre el hogar de uno de
los Rosemberg en París... no, no era Rosemberg. Era... vamos, piensa un poco,
a veces se te van las cosas de la cabeza. ¡Ya lo tengo! ¡Rockschild! No, no es así
del todo. ¡Rothschild! Se sintió triunfante al recordarlo. Miró con complacencia
la enorme piedra brillante de su mano izquierda, su anillo de compromiso.
¡Cómo se había reído Jerry y lo había besado cuando se lo pusiera en el dedo
para demostrarle lo pequeño que era el aro! Apenas entraba en la primera
falange de su dedo meñique. Nada era demasiado pequeño para Jerry Finch,
que Dios tuviera en su gloria su alma derrochadora. Todo el mundo le
envidiaba aquel anillo. "Tengo más en casa", decía ella alegremente agitando la
cabeza. Pero en seguida añadía: "No, quiero decir en la caja del banco, donde
tengo todas mis acciones y documentos y dinero extra. Nunca me cogerán de
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nuevo como en la depresión, allá en la época de Roosevelt. Yo creo en el


dinero."
Recordando aquellas observaciones, su rostro arrugado y pintado se abrió
en radiante sonrisa. A veces deseaba haber tenido un hijo o una hija para ha-
cerles felices. Bueno, sirven para presumir. Algunas los tienen, sobre todo los
pobres, y otras no, como ella. Pero a lo mejor sale mal. Uno nunca sabe.
Luego de pronto se dio cuenta de que todo el tiempo había habido una
presencia con ella en la habitación; que alguien estaba tras la cortina. Pero
¿por qué no había hablado? ¿Habría entrado quizá por la puerta trasera? Se
aclaró musicalmente la garganta.
—Buenas tardes —dijo—. No le oí entrar. Confío en no haberle tenido
esperando. Dicen que tiene todo el tiempo que hace falta. Eso es muy
amable por su parte. Yo soy Maude Finch, viuda, de cincuenta años, aunque
estoy muy joven para mi edad, incluso más de lo que yo misma creo.
Sintió una dulcísima sensación, como si alguien le hubiera sonreído
comprensivamente. Se sintió tan conmovida que dijo de corazón:
—Oh, uno no debería decirle mentiras al doctor. Realmente tengo sesenta y
cinco años. Pero ¿sería usted capaz de creerlo?
Nadie le habló, pero más tarde hubiera jurado que un hombre había dicho:
"¡No, no lo creo! Eres solamente una niña." Eso lo recordaría siempre,
siempre...
Incluso ahora sintió unas lágrimas repentinas en sus ojos. Abrió el bolso,
sacó el pañuelo perfumado con Noches turcas y se sonó.
—Sobre la puerta dice el hombre que escucha. Ése es usted —su voz
había bajado de tono—. Pero debe haber habido otros doctores, o lo que sea, a
través de los años, no sólo usted. ¿Cómo podría haber estado aquí el mismo
hombre todo ese tiempo? Por supuesto, eso es imposible. Habrá distintos
tipos... quiero decir doctores. Perdóneme.
Sin embargo experimentó la increíble impresión de que aquel hombre
disentía, de que trataba de insinuarle que él, y sólo él, había estado allí todos
los años, nadie más.
—¿En serio? —preguntó extrañada, y ahora su voz no era ronca, sino
vivaz, como la de una mucha-chita apenas pasada la pubertad—. ¿En serio? —
repitió, y no supo por qué se sentía tan aliviada.
Tras un instante siguió en un tono discretamente coqueto:
—En verdad no sé por qué vine aquí. Sólo por el cansancio de anoche. No,
no, tengo que decir la verdad. Desde hace mucho tiempo, quizás un par de
años. Y estoy... como enferma del estómago a veces. En ocasiones no puedo
comer. Resulta un poco triste comer sola, aunque se tenga una buena cocinera
en la cocina, que te sirve menús franceses. Yo compro Realites, ya sabe, con
todas esas recetas francesas, y Denise, ése es su nombre, siempre las está
probando. ¿Sabe lo que me hizo el mes pasado? Me pidió que le comprara aza-
frán un sábado, ¡un día que yo tenía libre! Vaya, ¡si es tan caro como el oro!
Compré una onza y Denise dijo: "Oh, Mrs. Finch, yo sólo necesito un soupçon..."
Eso es francés también. Ella quería decir un poco. Pero lo necesitaba para el
arroz con el pollo Mornie. Sí, es muy triste comer esas magníficas comidas a
solas, con una botella estupenda de vino helado Chateau Two, ésa era la marca.
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Guardo los vinos en la bodega, como hacen los Rothschild. Cerrados con llave.
Hay otros inquilinos en la casa de apartamentos donde yo vivo, y uno nunca
sabe. A veces los que parecen más ricos son los pobres. Eso me hace reír en
ocasiones. Pero nunca dejo que me oigan. A mí me educaron muy bien.
¡Queridos mamá y papá! —suspiró—. Bueno, no debería quejarme —continuó
alegremente—, y realmente no debería estar aquí, quitándole tiempo, con
todas esas pobres almas esperando para contarle auténticos problemas. No
como yo. Dicen que uno no debería jactarse, toca madera, pero yo he tenido
todo lo que he deseado en la vida. Nací, como dicen, con una cuchara de oro
en la boca. Y comí en platos de oro también; no, no quiero decir exactamente
eso, quiero decir que era porcelana de Ser... ves, con un borde de oro como la
que vi en el Vogue una vez. No en mi cuartito de juegos, naturalmente; allí
tenía sólida porcelana inglesa, blanca y azul. Pero en el comedor, en las
vacaciones, o para celebrar mis cumpleaños, y en Navidad, mamá y papá
solían usar la primera, con la plata de mamá, pesada como el hierro, que su
madrina le regaló. ¿Le dije que mis padres eran ingleses? Vinieron de Inglaterra
antes de que yo naciera. Mi padre se metió en algún problema con ese
Congreso inglés y a ellos no les gustó lo que les dijo. No, creo que no le llaman
Congreso como nosotros. La Cámara de los Lores.
"Papá no era un lord, aunque tenía derecho a estar allí. Bueno, como
sea, no es que yo esté presumiendo. Lo que ya no existe, ya no existe. No
vivíamos en esta ciudad cuando yo era pequeña, ni siquiera después. Yo sólo
llevo en ella treinta años, desde que Jerry y yo nos casamos. Él era de Nueva
York. Pero bueno, usted no se metió ahí para oírme presumir, ¡por el amor de
Dios! Usted sólo quiere saber por qué tengo este cansancio tan repentino, y
este estómago raro, y por qué no puedo dormir en ocasiones. No lo sé —agitó la
muñeca—. Ce... st la guer... Eso significa así es la vida. Francés. Yo puedo
hablar francés como una nativa, y ni siquiera los "dandies" pueden hablar
igual de bien. Los "dandies" significa, ya sabe, los de clase muy alta. Los
tenemos constantemente en nuestro salón.
"¿Es que él nunca dice nada?", se preguntó. "Bueno, estoy segura de que
ha dicho algo. Lo recordaré más tarde, cuando no esté tan cansada."
—No sé su edad —dijo—, pero si ha estado aquí todos estos años debe ser
tan viejo como Dios. Y tan cansado —se rió como disculpándose—. Dicen que
también es usted ministro, además de psiquiatra, y yo espero que no haya...
quiero decir que no le haya insultado. Pero en ocasiones es que digo justito lo
que se me ocurre; todo el mundo comenta que siempre digo lo que pienso.
Bien, uno ha de ser franco, ¿no?, y no hipócrita. Yo no creo en eso de decir
cosas que no sean verdad.
De pronto su rostro se contrajo en cientos de profundas arrugas
apretadas, y las lágrimas estallaron de nuevo en sus ojos.
—¡Oh! —gritó—. Es que me siento enferma recordando mi vida maravillosa
con mamá y papá —que es como llaman a los padres en Inglaterra, y no mami
y papi, como hacen los críos americanos—. Y pienso también en mi maravillosa
vida con Jerry. Nunca hubo nadie como Jerry, de verdad. Me lo dio todo,
aunque yo no lo necesitaba. Mis padres me dejaron mucho. ¡Mucho! Pero
murieron cuando yo tenía ocho años; no, siete. Y yo, y todo lo que tenía,
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quedamos bajo la tutoría de mi tía. Tía Sim, así la llamaba yo. Supongo que su
nombre era Simplicity, ¡qué nombres más anticuados, eh! Y tío Ned. Él era un
importante corredor de bolsa en otra ciudad, no importa dónde, puesto que
ahora vivo aquí. Me gustaría muchísimo hablarle de mi infancia. ¿Puedo
hacerlo, por favor?
¿Había oído "Sí"? Estaba segura de ello. Sonrió con cariño a la alcoba e
inclinó la cabeza a un lado.
—Quizás usted sea rico también, así que lo entenderá. Puedo recordarlo con
toda claridad, como si fuera ayer. Nuestra casa tenía un gran jardín a su
alrededor, como un parque. Con verjas. Yo solía columpiarme en ellas. Como
esas verjas de las mansiones ricas que veo en el Vogue y en Town & Country
todos los meses, y en el Harper's Bazaar. Nunca me canso de mirar esas casas y
jardines tan maravillosos como lo que yo tenía cuando era una niña, antes de
que murieran mis padres. Y habitaciones absolutamente fabulosas en el
interior, con muros blancos y cenefa dorada, como las de los Rothschild, y
cortinajes. Papá los trajo de Francia e Italia. ¿Sabe lo que quiero decir?, esas
cosas de brocado, con cuerdas para las campanas de brocado también. Y
teníamos el viejecito más divertido del mundo como jardinero. Leí una vez
sobre eso, en una historia inglesa en una revista: "Señora", decía él. "Usted
no tiene que tocar mis rosas". ¡Como si yo fuera a hacerlo! ¡Mamá me habría
matado!
"Leí un libro una vez —y no es que tenga mucho tiempo para los libros, con
tantas obligaciones sociales— que se llamaba West Lynne. O quizás era East
Lynne. Bueno, como fuera, y decía que la protagonista, siempre olía tan dulce y
agradablemente como las sales de baño. Pues así es como olía mamá y toda
nuestra casa, y papá solía oler como el tabaco que anuncian en Squire.
Varonil, y con tweeds. ¡Querido papá! Solía sacarme a pasear en el pequeño
cochecito por los terrenos, y a veces a visitar a los tíos Sim y Ned. ¡Qué encanto!
Y luego volvíamos a casa a tomar el té del domingo, con todas las campanas
sonando, y yo comía con mi nurse.
"Bueno, ésa era la parte más buena, pero a mí me gustaba mucho el
colegio. Mamá quería que yo fuera a un colegio privado, pero papá era
democrático, después de todos aquellos lores... ¿sabe? Así que fui a la mejor
escuela pública de la ciudad, y los chicos envidiaban mis maravillosos vestidos.
A mí no me importaba. ¡Oh, Dios! —gritó con voz crecientemente desesperada—.
¡No me importaba! ¡De verdad que no! ¿Qué importaba? Lo único que me hería
mucho era ver a las niñas riéndose...
Se detuvo aterrada. Se llevó las manos a la temblorosa boca y miró la
alcoba. Pero nada se movía tras la cortina. El hombre escuchaba. Ella sabía
que le entendía. Aquellas niñas celosas, porque ella tuviera tan lindos cabellos
dorados... Como una princesa, como la pequeña princesa Ana de Inglaterra,
con una cinta sobre la frente.
Al fin pudo hablar con voz temblorosa.
—Mi vida era como un cuento de hadas, ¿sabe? No hace falta hablar tanto
de ello, supongo. Sólo había felicidad, y el alegre sol y unos padres muy cari-
ñosos. Mamá era como una reina. Se sentaba la mayor parte del tiempo en su
cha... selong, con una manita sobre los pies, como algo que leí en una novela
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cuando era pequeña. Pero ¡en cuanto a amor! Ningún niño tuvo jamás tanto
amor como yo. Y tanta diversión. Debería haber visto nuestras Navidades.
Árboles que casi llegaban al techo —techos de tres metros— y ángeles y bolas
de oro, como el que vi en la ventana de un hotel una vez que celebraban una
fiesta para una debutante. Le digo que me quedé en pie, allí sobre la nieve,
soñando en cómo era cuando yo era niña, con todos aquellos regalos de todo el
mundo, un gran caballo de balancín también y un guardapelo con un brillante
en él, como el que vi en una joyería una vez, y un perrito blanco. Yo le
llamaba "Tim". ¡Era tan cariñoso! —suspiró—. Se perdió un día. Papá ofreció
cientos y cientos por él, pero era de muy buena raza y no lo devolvieron. No
era un poodle, como los que se ven en Harper's. Algo mucho mejor. Tenía un
collar de piedras del Rhin y hecho de plata.
"¡Oh! —exclamó; su rostro brillaba como el de una niña maravillada y
gozosa—. ¡No tiene idea de cómo viví cuando era pequeña! Todo tan lleno de
paz, de cariño, ¡todo tan fantástico! Como un sueño, como el cielo. Y los besos
que recibía... mamá y papá se me disputaban, se sentían celosos, ¿sabe?
Mire, tengo una cicatriz, y bastante fea, aquí junto al codo, como una
quemadura. Tiraron de mí tan fuerte que me caí al fuego. ¡Cómo gritaron ellos
y me besaron! Tuve una nurse extra durante un mes. Seguro, era una quema-
dura, no lo que el doctor dijo, una especie de herida con algún instrumento.
No era muy inteligente. Yo solía leer mucho cuando era pequeña —dijo
bruscamente. Y su rostro cambió—. A mamá le encantaban las novelas de
todas clases, era muy sentimental, ¿sabe? Y teníamos una enorme biblioteca.
Toda llena de novelas... Y supongo que libros de historia y de poesía para
papá. Yo leía toda clase de cosas, pero sobre todo historia de gente como
nosotros, ricos, cariñosos y amables, y que olían bien, y grandes jardines
verdes llenos de flores, y gente con lindos vestidos... tul y seda de China y
tafetán... como los nuestros. Y grandes pieles para envolverme en ellas
cuando salía en trineo en invierno, y a patinar en el pequeño lago cercano.
Desesperadamente gritó:
—¡A veces no puedo soportar el pensar en ello! ¡Dios mío, Dios
misericordioso, no puedo soportar el pensar en ello!
Se cubrió el rostro con las manos y sollozó como si algo se hubiera roto
en su interior. Gemía una y otra vez:
—¡No puedo soportarlo!
Siguió llorando hasta quedar exhausta. No había ventanas en la
habitación. La luz que bañaba los blancos muros se hacía más y más suave y
consoladora. Sus sollozos fueron menguando; al fin pudo enjugarse los ojos
enrojecidos. Su rostro era viejo ahora, desaparecido el maquillaje y los polvos,
y se acentuaban sus arrugas y le temblaba la boca.
—No puedo soportar el pensar en ello —repitió en un tono más sereno—.
Yo sólo tenía ocho años. Entonces murieron papá y mamá. Nunca me lo dije-
ron. Creo que estaba patinando. Nunca lo descubrí. Y entonces fui a vivir
con tía Sim y tío Ned.
"No es que me queje. Naturalmente, lloré mucho al principio. Pero ellos
fueron como mis propios padres para mí —tragó saliva—. Y ricos, o más
ricos que papá. No tenían hijos y me adoptaron y mi vida siguió igual que mi
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vida en casa —sus manos se aferraron a los brazos del sillón—, ¡como mi
vida en casa!
"Sí", dijo el hombre con pena (¿le había oído en verdad?)..., "como tu vida
en casa".
Asintió ansiosamente, con una fiera y terrible sonrisa.
—¡Sí! ¡Como mi vida en casa!
Silencio. Profundo silencio. Después de algún tiempo se llevó la mano
rápidamente a la sien.
—A veces me da un dolor de cabeza horrible cuando las cosas se
mezclan en mi mente. Un dolor de cabeza muy raro. No quiero decir raro en el
sentido que la gente le da estos días —intentó reír—. Aunque, tiene gracia.
Todo se mezcla allí y empieza a desorbitarse y yo me asusto. Entonces me digo:
"Vamos, Maude, serénate. Tienes que enfrentarte con los hechos. Ya no vives
con los tíos. Vives aquí, en tu apartamento tan lindo y encantador, con todas
esas antigüedades, y la plata, y tienes mucho de que sentirte agradecida,
aunque tu trabajo no sea gran cosa. Te ganas la vida, ¿no?"
De nuevo se cubrió la boca con las manos y su rostro enrojeció.
—Yo... no sé lo que digo en ocasiones. Las cosas se me salen, quiero decir,
nunca se me salieron así antes. Eso es porque me está escuchando. Pero
tiene que excusarme. Parece que no hablo con claridad. Ha de tener paciencia.
"Bueno, como iba diciendo, no fui a ninguna escuela una vez estuve con mis
tíos. Tenía profesores particulares, y los mejores. Yo estaba como en un conven-
to. Sólo las mejores chicas venían a verme, todas iban a ser presentadas en
sociedad, como yo. Y los mejores chicos. No me gustaban mucho los chicos; me
tiraban del pelo y se reían de mí. Yo era más bien tímida casi siempre.
Terriblemente tímida. Y luego aún fue peor —las palabras salían
desordenadamente—. Y, cuando tenía diecisiete años, conocí a Jerry Finch.
Era... abogado. Buena situación en una buena firma, como Perry Masón,
¿sabe? Sólo que con más abogados. A él no le gustaban mucho mis tíos, y,
desde luego, ellos no le querían a él. No era muy rico, como nosotros, pero sí
de una familia maravillosa. Tenían acres y acres de tierra. Pero nadie era
como Jerry. Nosotros... nos fugamos y nos casamos. Yo aún tenía diecisiete
años. Vivimos algún tiempo en aquella ciudad y luego nos vinimos aquí. Eso
fue hace treinta años. Un nuevo comienzo, dijo Jerry. Él... había ganado
mucho dinero como socio. Como aquel viejo abogado que yo leí cuando tenía
unos veinte años. ¡Clarence Darrow! Un pico de oro. Así les llamaban en
aquellos tiempos.
Dejó que la brillante piedra soltara algunos destellos en la habitación y
gritó con voz de triunfo:
—¡Mire mi anillo de compromiso! Jerry pagó diez mil dólares por él, ¡y eso
fue antes de la depresión! Ésa es la clase de hombre que era Jerry, nada
demasiado bueno para la pequeña Maudie, decía él. Así es como me llamaba.
¡Oh, Jerry bebía demasiado! Había tenido... una infancia trágica. Yo sé mucho
de eso de la salud mental. Todo se remonta a la infancia. Era huérfano. Él fue
a... bueno, era una especie de internado para huérfanos, como el del príncipe
Carlos de Inglaterra, sólo que, claro, el príncipe Carlos no es huérfano, ¡ya
sabe lo que quiero decir! Pero era muy duro, eso es lo que Jerry dijo. Y eso le
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hacía beber mucho. No me importaba demasiado. Me sentía incluso agra-


decida... quiero decir, yo le amaba. Nadie fue jamás como Jerry. Cuando veo
los maridos de otras mujeres me parecen espantajos, no como Jerry. Sólo
idiotas que se van a trabajar todos los días y luego entregan los cheques de
paga a sus esposas y juegan con los niños... todo el tiempo, los domingos, y
por la noche. Los veo en la calle, en lo que ellos llaman un apartamento con
terraza pero... bueno, quiero decir, es muy agradable así, pero no es como el
mío con Denise.
Inclinó la cabeza. No podía recordar cuándo se había quitado los
guantes, los dos. Pero ahora estaban húmedos y arrugados en su regazo, y un
poco sucios. Tendría que lavarlos de nuevo esta noche, para tenerlos listos
mañana.
—Jerry —dijo con voz monótona— era muy sensible. Empezó a beber más y
más, ya sabe, en el departamento de bebidas. ¡Oh, la cuestión del dinero no
ifl1" Portaba! Teníamos mucho. Yo tenía el de mis padres desde que cumplí
veintiún años. No era demasiado malo. No teníamos hijos... de eso me sentía
agradecida en cierto modo. A Jerry no le gustaban los niños de todas formas,
y Jerry era mi vida. Yo casi le ponía la comida en la boca. Estábamos tan
enamorados que nuestros vecinos ricos se sentían celosos. Eso me daba risa —
se echó a reír—. Yo tenía cuarenta años cuando él... bien, tuvo una enfermedad
del cerebro, así la llamaron, reblandecimiento del cerebro o algo así. Y murió,
después de aquellos años tan maravillosos. En ocasiones no puedo soportarlo.
Su voz vaciló. Se cogió a la silla. Se retiró el pelo que le caía ahora sobre sus
ojos y se movió inquieta sobre su enorme trasero.
—No puedo soportarlo —murmuró—, no puedo soportar pensar en ello, ni
en nada. Supongo que me estoy volviendo loca. Quizás voy a tirarme al...
"Tranquilízate", dijo el hombre.
Alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué dijo? ¿Tranquilízate? No, supongo que estoy imaginando cosas de
nuevo. A veces imagino demasiado.
Suspiró y esta vez el sonido salió como un gran gemido de lo más profundo
de su alma angustiada. Sus labios estaban exhaustos y débiles cuando dijo:
—Pero Jerry me dejó muy bien arreglada, maravillosamente. No debería
quejarme. Un seguro. Es cierto que... quiero decir, nunca pensé en el seguro.
¡De verdad! Sólo quería a Jerry. Él era como un niño para mí, tan indefenso.
Incluso le perdonaba cuando él... quiero decir, cuando se enfadaba y me
hablaba con frialdad. Pero no hablaba sinceramente.
"Y ahora estoy aquí hablando de todas estas cosas... Tengo sesenta y cinco
años y a veces las cosas se me amontonan y no se puede dejar de pensar,
aunque una se diga que de qué sirve, y no se puede dejar de recordar... No era
tan malo cuando era más joven y aún esperaba... pero ahora me miro y...
quiero decir, ¡las cosas deberían haber sido tan diferentes!, pero supongo que
no son para personas como yo. Yo... tengo que aguantar lo que venga...
Se puso en pie de un salto y extendió los brazos y casi chilló:
—Pero ¿por qué tuvo que ser de ese modo? ¿Por qué no pudo haber sido
distinto? ¿Era yo tan mala, tan mezquina, una niña tan repelente que tenía

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que sucederme todo así? ¿Qué hice yo? No hago más que pensarlo. ¡Yo no hice
nada en absoluto!
Se volvió con un gesto violento y se lanzó al sillón. Enterró el rostro en el
respaldo y, aferrada a él, lloró como jamás había llorado antes, destrozada,
temblando, ahogando los sollozos, como si su cuerpo se derrumbara por
instantes y su corazón quedara expuesto y desnudo en su angustia. Era ahora
una vieja, más vieja que su edad. Era también una niña desesperada y sola,
una niña aterrorizada, angustiada, una niña que vivía hundida en el terror y
la angustia.
—Vine aquí —dijo, con los labios apretados contra el respaldo del sillón,
como una niña aprieta los labios contra el seno de su madre— porque estoy
tan cansada y tengo esos dolores de cabeza y se me revuelve el estómago.
Quizá sea la antigua menopausia. Y pienso, y pienso, y miro a las mujeres en
sus lindas casas con los niños, y los buenos maridos, y un coche... yo jamás
tuve coche, ni siquiera una bicicleta... y me pregunto por qué ellas tienen cosas
tan buenas, y yo... yo nunca tuve nada... nada en toda mi condenada vida.
Sus labios se hundieron más profundamente aún en el terciopelo,
hambrientos, como si aquello fuera carne para ella, una carne amada.
—¡Si sólo tuviera algo bueno... algo bueno que recordar!
Dio media vuelta fieramente, desafiantemente, cogida aún a los brazos del
sillón, y miró a la cortina.
—¡Jamás tuve una sola persona con quien hablar, a quien decir nada,
nadie que se preocupara por si yo vivía o moría, nadie que se ocupara o se
preocupara por lo que pudiera sucederme! ¿Sabe algo, usted, el que está ahí
detrás, el que nunca dice una palabra? Le he contado un montón de
mentiras. Y ¿sabe por qué? Porque me obligué a mí misma a creerlas cuando
la vida me iba mal, como me ha ido siempre. Una persona necesita tener algo
en que creer, aunque sean mentiras. ¿Sabe por qué? Porque no podría
soportar el vivir si no lo hiciera. No podríamos soportar la verdad de lo que
hemos estado viviendo... me refiero a las personas como yo.
"El único modo de conseguir que la gente me mirara siquiera y me viera
como una persona, alguien que fuera al menos una persona agradable y no
una pobre huérfana, era contarles todas esas historias fantásticas. Quizá no
las creyeran, o quizá las creyeran un poco, o quizá pensaran al menos que
algo era verdad, o les gustara algo.
"Es todo lo que he tenido, lo que yo me obligué a soñar leyendo algunos
libros que encontré y simulando que era yo. Y luego, hace tiempo, solía
comprar revistas, como ésas que le nombré, y soñaba que yo había nacido
una Rothschild, o quizás una Rockefeller, o quizás una princesa inglesa, o
alguna chica rica que tenía padres que la amaban y todas esas maravillosas
cosas, y una infancia encantadora. No era sólo ser rica al principio, sino tener
unos padres como los que veo constantemente a mi alrededor. Uno ha de
tener algo de respeto propio, ¿sabe? Como tener parientes agradables...
"¡Míreme! —gritó poniéndose violentamente en pie e inclinándose adelante
sobre su gruesa cintura, en actitud de absoluto desespero y rabia solitaria—.
¡Yo nunca supe quiénes fueron mis padres! Lo primero que conocí fue el asilo
de huérfanos, hace sesenta años. una porquería. Frío, hambre, y jamás ropas
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decentes. La mayoría de los críos tenían a alguien en alguna parte que les
enviaba algunas cosas, aunque fueran de segunda mano. Yo no tenía a nadie.
Yo llevaba harapos que ya eran harapos desde el principio. Nunca estuve
caliente, ni un día en mi vida. ¡Usted, el de ahí! ¿Estuvo alguna vez sin hogar, y
tuvo frío y jamás tuvo una casa propia? ¡Apuesto a que no, usted, psiquiatra
rico! ¿Vio en alguna ocasión que la gente se apartara de usted porque no era
guapo, o rico, o porque estaba asustado, al modo en que yo siempre lo estaba?
Todo lo que tenía eran mis dientes. ¡Menos mal! De no haber sido así, ahora
no tendría ni uno, ésa es la clase de cuidados que recibíamos en aquel viejo
y pobre asilo donde yo estaba, donde Jerry estaba, aunque yo no supe que él
había estado allí hasta que tuve diecisiete años.
"¿Acaso alguien se rió alguna vez de usted, o se burló de usted como
hacían conmigo? Apuesto a que no, ¡no de usted, con toda su educación y
dinero! Cuando yo tenía ocho años una prima de mi madre, tía Sim y su
marido, vinieron por allí y dijeron que yo era propiedad suya y me sacaron.
Tía Sim quería que alguien trabajara por ella en la cocina, ¡la muy perezosa! El
asilo de huérfanos se alegró de librarse de mí. Estaba abarrotado. No sabe
usted lo que era, en aquellos tiempos. De todas formas, tío Ned, como yo le
llamaba, era camarero en un asqueroso salón, y yo solía fregar allí el suelo de
noche después de la escuela a que iba... con los escupitajos y todo. Y sólo
recibía golpes, y cachetes, y bofetadas de ellos. ¿Ve este brazo? Tío Ned estaba
loco. Se enfureció con tía Sim una noche y lo pagué yo, y como llevaba un
cuchillo en la 'Rano me cortó en el brazo con él. Apenas puedo levantarlo ahora,
y ¿cree usted que eso es fácil, en la tienda donde yo trabajo? ¡Pues está loco si
cree que lo es!
"Y conocí a Jerry en el salón una noche que yo estaba trabajando allí. Me
hicieron dejar el colegio cuando tenía doce años, así era entonces, y trabajaba
lavando platos en la cocina detrás del bar, ganándome así la comida y
limpiando después. Jerry tenía treinta años, un hombre maduro, un
"pregonero" que es como llamaban a los vendedores entonces. Iba por las ciu-
dades vendiendo cosas, como linimento, medias y cacharros de cocina. Yo
pensé que era magnífico de verdad. A veces ganaba quince o dieciocho dólares a
la semana, y eso era mucho dinero entonces. Y era un tipo agraciado en cierto
modo, y con los zapatos brillantes. ¡Oh, demonios! Ahora dicen que los
adolescentes son aún niños, pero yo sí que era una niña de verdad, no con
todo ese sexo y labios pintados y tacones altos que llevan ahora. Yo sí que era
una niña de diecisiete años.
"Y fea además. Puedo verme a mí misma con los harapos que llevaba, y las
botas todas remendadas, y el pelo cayéndome por la espalda. No, no era una
melena rubia dorada, aunque a veces me engaño contándolo así. Era sólo
pardo y liso, y yo me rizaba el flequillo los domingos. ¡Era una chica fea, de
acuerdo! Pero Jerry decía que yo le gustaba. Un día se metió a pelear con tío
Ned que estaba retorciéndome el brazo y yo me enamoré de él
instantáneamente, aunque no fuera un Errol Flynn ni ninguna de esas
estrellas de cine de nombre tan gracioso que ahora aparecen en las
películas. Se lanzó a pegar a tío Ned y luego me dijo: "Chiquilla, te he visto

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por aquí y me gustas, me das pena. ¿Qué te parece si tú y yo nos vamos jun-
tos?" ¡Le digo que me hubiera muerto de alegría!
Sollozó con un angustioso sonido que no podía controlar, que ni siquiera
intentaba controlar ahora.
—Diecisiete años, una auténtica niña, sin idea de nada. Jerry tenía una
habitación en una pensión, y me llevó allí, y un par de días después nos
casamos. Supongo —tartamudeó— que debería estarle agradecida porque lo
hiciera, pues en aquellos tiempos cualquier cosa podía pasarle a una
chiquilla que estuviera en un sitio como aquél. Y empecé a tomar tres
comidas al día, verdaderas comidas, por primera vez en la vida. Aquello
llegó a ser como el cielo. Jerry... bien, bebía un poco... ¡no! ¡Estaba
borracho casi siempre! Yo tuve que buscar trabajo en una pequeña
fábrica y ganaba cinco dólares a la semana, y trabajaba doce horas al
día, seis días a la semana. Pero aún me siguió pareciendo el cielo durante
algún tiempo, después de haber estado con mis tíos.
"Y entonces —tragó saliva varias veces, el rostro ardiente de dolor y
lágrimas— Jerry empezó a golpearme cuando estaba borracho, y luego
aunque no lo estuviera. Yo creo que empezó a hartarse de mí. Yo
seguía siendo muy fea. Pero él era todo lo que tenía, y, bueno, yo me
aferraba a él, y le prometía que, si se quedaba conmigo, yo me cuidaría de
él, así que él dejó su trabajo, y sólo yo trabajé. Trabajaba hasta los do-
mingos, limpiando despachos, para compensarle de que se hubiera
casado conmigo y me hubiera sacado de allí. ¡Oh!, él trabajaba en
ocasiones, aquí y allá, porque yo no conseguía ganar suficiente dinero
para sus tragos, pero no con frecuencia. Luego oí hablar de una
fábrica más grande en esta ciudad, y nos vinimos aquí y llegué a ganar
catorce dólares a la semana para cuando tenía veintidós años. No estaba
mal, pero tampoco era demasiado. Yo no comía con regularidad, si sabe
lo que quiero decir.
"A veces me ponía a soñar que Jerry era un hombre bueno y sobrio,
con buen trabajo y ganando dinero, y que teníamos una linda casita en
una calle tranquila, con un coche, quizá de segunda mano y un par de
niños. ¡A veces era tan real que, cuando me despertaba por la mañana en
el par de habitaciones sucias que teníamos en esta ciudad, no podía
creer que no lo fuera! Le aseguro que podía oír a mi niñito, lo llamaba
Tommie en mis sueños, diciendo “Mamá, mamá!”. Así era.
Sus labios temblaron en una tierna sonrisa, y de nuevo hubo un
brillo soñador en sus ojos. Luego empezó a temblar violentamente.
Y llegó a ocurrir que el único modo en que podía salir adelante,
trabajando constantemente y volviendo a aquellas horribles
habitaciones con Jerry borracho en la cama, era simular que yo era
alguien distinto, y que había tenido una vida maravillosa. Hablaba de
ello en la fábrica. Las chicas estaban todas celosas, y empezaron a
llamarme mezquina por culpa de mis ropas. “Lo mete todo en el banco”,
decían hasta cuando yo podía oírlas, y yo me sentía tan orgullosa de
Jerry y de mi gran cuenta bancaria que empecé realmente a creer que la
teníamos. Compraba revistas viejas como Bazaar y Vogue y miraba
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todas las fotografías, y poco a poco... ¡Ah, sí! Y el Ladie´s Home Journal
y otras revistas femeninas... empecé a soñar en tener trajes como
aquellos, y joyas así, y pieles. Pero sobre todo la casa y los niños, y las
sábanas suaves y los lindos platos y las alfombras. Y a veces, los
sábados por la tarde, me iba a mirar las tiendas verdaderamente
buenas de esta ciudad, y me paseaba por ellas mirando todas las cosas
que tenían, y las ropas, y poco a poco empecé a creer que yo estaba
realmente comprando, ¡yo, con solo tres vestidos baratos y un abrigo
tan vejo que ya había olvidado lo que pagara por él, y no era bueno ni
siquiera cuando lo estrené!
Se rió de sí misma, medio gimiendo, medio sollozando.
Y supongo que es todo. Pero hace unos treinta y cinco años,
mirando a Jerry un día, me pregunté como lo enterraría si el muriera.
Aún me sentía agradecida a pesar de todo. Era todo lo que tenía. Así
que un día le obligué a estar un poco sobrio y le planché su único traje
ahora tenía un empleo y le envié a la compañía de seguros. No, yo
fui con él. Ahora tengo que ser sincera en todo. Le dije que yo era la que
estaba asegurada. De todas formas, en aquellos días, no importaba
mucho; los tiempos eran prósperos y todo el mundo estaba comprando
seguros... ya sabe, los años veinte. No hacían demasiadas preguntas,
pero les gustaba la idea de que yo estuviera trabajando por el seguro, y
trabajando a diario. Lo comprobaron conmigo y vieron que yo pagaba la
renta todos los lunes por la noche... Así que, de todas formas, conseguí
que Jerry se asegurara por tres mil dólares, y luego pude dormir de
noche, sin preguntarme si le enterraría en un camino o algo así. Era
todo lo que tenía.
“Verá, doctor, él... pues era como un niño para mí, y había de
cuidarle, y lavarle la ropa por la noche, y darle de comer cuando ni
siquiera podía incorporarse después de haber vomitado por beber aquel
licor tan bestial que se tomaba en aquellos tiempos, ¿cómo le
llamaban?, ¡ginebra de tina de baño! No lo recuerdo, yo jamás lo toqué.
Y me decía lo muy guapo que era, y que estaba enfermo, no borracho, y
que era todo lo que yo tenía.
“Unos quince años después, cuando ya vivíamos aquí, murió, y yo
me quedé sola de nuevo. Tuvo delirium tremens. Y era en la depresión.
Yo aún tenía mi trabajo, pero me recortaron la paga. No me importó
demasiado, las cosas eran mas baratas. ¡Y ahora disponía de tres mil
dólares! Me gaste ochocientos en el funeral de Jerry. Fue realmente
elegante, aunque sólo estuviera yo y la patrona de la pensión y un par
de chicas de la fábrica. Y él tuvo un nicho también, y una tumba donde
los árboles son realmente bonitos. Él ya estaba arreglado, pero yo
estaba sola.
“El resto del dinero me parecía fantásticamente bueno! ¡Y lo era!
Especialmente cuando perdí el trabajo y no tuve otro en dos años. Viví
de ellos, muy apretada, pero me duró, y aún quedaba un poco cuando
conseguí un empleo en otra fábrica, cuando Hitler empezó a salir en las

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noticias y todo el mundo pensaba en la guerra, y el gobierno deseaba el rearme


para nosotros y para otros países. Por eso conseguí un estupendo trabajo,
treinta dólares a la semana, y luego cuarenta, y cincuenta, y sesenta... hasta
setenta cuando nos metimos en la guerra.
Sonrió, y su ancha sonrisa cubrió todo el viejo rostro.
—¡Siempre se puede confiar en la pequeña Maudie! ¿Cree usted que perdió
la cabeza como lo hicieron las otras chicas? ¡Pues no, señor! Ahorró la mayor
parte del sueldo. Por eso tengo ahora siete mil dólares en el banco, y eso es
bueno, porque con la paga que tengo ahora y con los precios tan altos, no
puedo ahorrar un centavo. Verá, tengo un minúsculo apartamento en un
viejo edificio en los suburbios, sólo dos habitaciones, y comparto el baño con
Nancy, la vecina, ¡pero he de pagar sesenta dólares al mes por ello, y aparte la
comida!
"En todos esos años leía todas las revistas de que le hablé, y soñaba,
soñaba, soñaba... Era el único modo de soportar la vida. Luego Nancy me
dice un día: "La guerra ha terminado, ¿por qué tienes que trabajar en una
fábrica con pantalones? Consíguete un trabajo decente con todo lo que
sabes de estilo, y de ropas y perfumes." Así que busqué por ahí, y, al cabo de
algún tiempo, conseguí trabajo en unos grandes almacenes por treinta y ocho
dólares a la semana, que no es mucho, pero aparte cobraba comisiones, y
empecé a hacerlo tan bien con mi sentido de la elegancia y lo que sé de ropas y
cuándo ponérselas, que me subieron a cincuenta dólares y comisiones, y todas
las señoras, algunas de ellas ricas de verdad, preguntaban por mí
personalmente, porque yo siempre les decía la verdad y a ellas les gustaba oír
mis historias sobre mi maravillosa infancia y toda la vida tan encantadora
que había tenido.
Se detuvo, palideció su arrugado rostro y se llevó la mano al pesado seno,
dejándola allí. Suspiró profundamente, un largo suspiro, como un gemido sin
lágrimas.
—Jamás estuve en las casas donde las señoras vivían, las ricas quiero
decir. Yo caminaba por allí de noche, mirándolas y soñando que vivía allí. Me
parecía que podía ver el interior de las casas, y todas las costosas
antigüedades, y los cuadros y cortinajes, y la plata, y las alfombras orientales,
y, a veces, de noche, me llegaba hasta las mismas ventanas y miraba y, ¡ya lo
creo!, ¡las habitaciones eran como las que yo había visto en las revistas! Yo
soñaba que vivía allí con un marido rico y que tenía media docena de niños
adolescentes, o quizá mayores ya, y casados y con niños... ¡Era magnífico!
Dejó caer la cabeza y entonces sus ojos cargados advirtieron el anillo en su
dedo. Alzó la mano y dejó que la suave luz le arrancara destellos.
—Este anillo —dijo medio para sí y sonriendo como disculpándose— es
sólo una falsificación, aunque el oro es oro auténtico. Pagué cuarenta y cinco
dólares por él en unas rebajas, y en verdad no se puede distinguir que no sea
un brillante. Sólo un joyero lo haría. Es hecho a mano, de artesanía, ¿sabe?
Todo el mundo piensa que es bueno. Yo les digo que Jerry me lo dio cuando
nos comprometimos.

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Un repentino cansancio se apoderó de ella, que se echó atrás en el sillón y


tosió débilmente. Su cuerpo grueso parecía ahora cercano a la disolución y el
colapso, como si se empequeñeciera. Su voz apenas era ahora un susurro.
—Y eso es todo. Todo lo que tuve en mi vida, unos cuantos sueños. ¿Hice mal
con eso a alguien? No. Seguro, eran mentiras, aunque a veces pienso que
eran verdad. No me hizo daño a mí, y no sé si podría haber vivido sin ellos,
doctor.
"Pero ahora estoy terriblemente cansada, aunque los doctores de la
Compañía dicen que tengo buena salud. Me pongo a pensar. Tengo siete mil
dólares y un empleo, pero no tendré el empleo mucho más tiempo. Querían
que me retirara este año, pero ¿cómo voy a vivir con ochenta y cinco o
noventa dólares al mes que me dé la Seguridad Social? Así que me van a
dejar quedar algún tiempo más, porque yo se lo expliqué. El psiquiatra de la
Compañía me pregunta: "¿No hay una tía, o prima, o una hija o hermanos con
los que pudiera vivir, o una amiga íntima?" Pero yo me río de él. Le digo que
quiero ser independiente, y que quiero conservar mi nidito. ¡Dios mío,
supongamos que me pongo realmente enferma durante un año o así!
¿Cómo saldría adelante?
"Mucha gente dice que debería haber ahorrado más, pero ahorré todo lo
que pude, y aún no es suficiente, y eso en todos los años antes y después de la
guerra, cuando sólo ganaba lo bastante para ir tirando. Y el dinero sigue
haciendo intereses en el banco. Yo espero que me dejen seguir hasta que tenga
unos nueve mil dólares, pero, según está subiendo todo en estos días, tampoco
eso es mucho. Alguien dijo que podría comprarme una anualidad, ¿sabe lo que
quiero decir? Usted pone todo su dinero y ellos le pagan tanto al mes, y creo
que sería como noventa o quizá cien, y eso en diez años o así de vida, y podría
seguir adelante con la Seguridad Social también, pero ¿y si vivo diez años más,
y ya no me pagan? No me preocupa el morirme antes, pues no hay nadie que
quisiera que le dejara mi dinero, y además la compañía de seguros se
quedaría con lo que quedara.
"Pero he llegado a un punto, doctor, en que vivo preocupada
constantemente. Se necesita todo lo que gano para vivir en estos tiempos, y
aún podría usar más. Y luego, después de todos estos años, empieza a
obsesionarme el que realmente nunca tuve a nadie en la vida, y en cuanto
me duermo sueño que estoy de vuelta allí, en el asilo, y que soy una niña de
nuevo,' o sueño con mis tíos, y el modo en que me pegaban y me mataban de
hambre, y sueño con Jerry y cómo me golpeaba, y el asqueroso cuarto en que
vivíamos, y todas las horas en la fábrica, y el frío y el hambre que siempre
tuve; y cuando me despierto, sudando y temblando, estoy completamente
aterrorizada. A veces me cuesta un par de horas empezar a imaginarme que lo
tenía todo, como le dije a usted, para poder soportar otro día más.
"Y entonces estoy tan cansada que apenas puedo esperar a dejar el
trabajo y volver a casa, y casi no puedo comer en ocasiones, y tengo miedo de
acostarme por los horribles sueños.
"¡Oh, Dios mío, si tuviera a alguien con quien poder hablar, alguien que le
importara yo algo, alguien a quien no tuviera que mentir y simular! ¡Alguien
que se interesara un poco por mí! Cuando tengo un resfriado me aterra
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morir, pensando en el doctor, o en quién me cuidaría si no pudiera trabajar


por algún tiempo, o en quién me traería algo de comer, o se preocupara tan
sólo... Sólo eso, sólo que se preocupara. Pero no tengo a nadie, como jamás
lo tuve.
Su voz se alzó en un grito débil y lastimero:
—¡Oh, usted puede seguir sentado ahí sin preocuparse! Dicen que escucha,
pero eso ¿de qué sirve? Le he dicho la verdad, y apuesto a que está sentado
ahí riéndose para sus adentros y pensando: "Desde luego que hay tipos
raros..." Seguro que sí, doctor, ¡hasta hay tipos como yo, maldita sea!
Se puso en pie, corrió a la cortina y la miró con ojos febriles. Vio el botón
de plata y recordó lo que había oído, que si uno quería ver al hombre que
había escuchando sólo necesitaba oprimir aquel botón. Nerviosa, sollozando
con profundos sollozos, dio al botón con la palma de la mano, como una niña
golpearía algo en medio de una rabieta.
Las cortinas azules se corrieron flotantes a los lados y la suave luz fue a
caer sobre el hombre que escucha, y Maude Finch, al ver su rostro y sus
grandes y agonizantes ojos, sus ojos amorosos y misericordiosos, se echó atrás
con un sonido ahogado cubriéndose la boca con las manos. Le miró con una
mirada intensa, húmeda, y él le devolvió la mirada amablemente. La mujer dejó
caer lentamente las manos y sus lágrimas fueron disminuyendo. Aún con los
ojos en él tanteó con la mano a sus espaldas y se dejó caer en el sillón,
cerrando los ojos. Empezó a hablar en voz muy baja:
—Nunca me dijeron que fueras así... Cuando oí hablar de ti dijeron que
eras una persona terrible, y eso me asustó. Dijeron que eras el Juez. Sólo oí
hablar de ti unas cuantas veces, y hace tanto tiempo que no recuerdo... pero
pensé que tú me odiarías, por todas las mentiras, y por todo. Dijeron que tú
odiabas a los embusteros o hipócritas, y supongo que yo he sido eso toda mi
vida, y quizá no signifique nada para ti que ése fuera el único modo en que
podía vivir, mintiéndome así a mí misma y a todo el mundo, y simulando.
Después de todo, tú eres el Juez, y eres terrible. Eso es lo que me dijeron
hace muchísimos años, y me asustó.
Abrió los ojos, pero el hombre seguía mirándola con amable sufrimiento y
amor, y ella empezó a llorar de nuevo, pero serenamente.
—Ya veo que me odias por lo que hice, ¿verdad? Y todo eso que pasó en mi
vida... ni siquiera fue tan malo como un día de la tuya, ¿no es cierto? Y tú no
tenías nadie a quien hablar, tampoco, ¿verdad? ¡Oh, sí! Te escuchaban,
claro que sí, pero ¿de qué servía? No te creían. Pero la gente me creyó a mí
un poco, y eso es algo. Ni siquiera ahora creen en ti. "No tuviste nadie con
quien hablar excepto contigo mismo. Y Dios.
Sus ojos brillaron repentinamente maravillados, y se incorporó.
—¡Eso es, tenías a Dios para hablar! ¡Y yo también! Eso es lo que quieres
decir, ¿verdad? Puedo hablar contigo cuando quiera y en cualquier parte. Si
sólo hubiera sabido algo más de ti al principio... Ésa fue mi auténtica
privación... el no tener en verdad... el no tenerte a ti todos estos años.
—"¡Pero ahora te tengo! —una maravillosa sorpresa brillaba en su rostro, y
los años la abandonaron, y fue de nuevo una niña esperanzada. Pero esta vez la
esperanza tenía verdad y certeza—. Eso es lo que estás intentando decirme,
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¿no es cierto?, que te tengo a ti, y que, si te tengo a ti siempre, me escucharás


y ayudarás, y que ya no debo tener miedo.
Unió las palmas como una niña que de pronto ha alcanzado una
encantadora e increíble verdad que inunda su corazón de gozo.
—Sé que es cierto. Sé que es cierto como ninguna otra cosa en mi vida, real
o soñada. Y en cierto modo sé que lo que yo soñé, todas aquellas cosas
maravillosas, tú las guardarás para mí en algún lugar, ¿verdad? Gente que se
preocupe de mí, pero sobre todo tú. Cosas encantadoras que mirar, un lugar
hermoso por el que pasear. ¿Cómo sé todo eso? ¡Pues lo sé, sencillamente!
"Y eso es todo el mundo para mí, y ahora no estoy cansada, y puedo
enfrentarme con lo que ha de venir, porque tú siempre estarás conmigo y me
escucharás, ¿no es cierto?
Se levantó, fue al hombre y tímidamente le tocó la rodilla. Le pareció que
su carne débil recobraba las fuerzas, y el ánimo su espíritu.
—Recuerdo ahora algo que oí cuando era una niña, en una ocasión en que
escuché a un ministro en el orfanatorio: "La bondad y la misericordia me
acompañarán todos los días de mi vida, y moraré en la casa del Señor para
siempre". Contigo, y eso es todo lo que me importa ahora...

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ALMA DUODÉCIMA

EL ADVERSARIO Y EL HOMBRE QUE ESCUCHA

«...El menor de esos pequeñuelos...»

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ALMA DUODÉCIMA
La sala de espera estaba casi llena cuando él entró, pero nadie le vio, al
parecer, a excepción de una jovencita de mirada alocada. Se dio cuenta de que
ella le veía y se detuvo, y fue como si una oscura sombra hubiera caído sobre
el rostro torturado de la muchacha. Desde luego que le había visto. Sonrió.
Supo en seguida lo que le preocupaba, y lo que originaba aquella dilatación de
sus pupilas, y la mirada fija. La conocía muy bien. No había piedad en él, ni
dolor; sólo desprecio. Una mujer débil, malvada. Un animal despreciable. Sólo
tenía dieciocho años, recordó, pero su alma estaba podrida, como un capullo
que se hubiera secado incluso antes de abrirse. Anatema, anatema, dijo para
sí. No juzgaba un gran triunfo el haber conseguido aquella alma débil con
tanta facilidad. ¡Se había necesitado tan poca tentación!
—¿Emily? —dijo suavemente.
Los labios grises de la muchacha se apretaron estrechamente y de ellos
surgió un sonido tan débil que nadie lo oyó más que él mismo. Era un gemido,
como el de un cachorrillo herido.
—Pero tú fuiste la única culpable, Emily —dijo con aquella suave voz que
no turbaba a los otros, ni siquiera les hacía alzar los ojos—. Tú sabías lo que
hacías, tú no tenías inocencia, ¿no es cierto? Ni siquiera puedes afirmar
ignorancia, aquello estaba en todas partes. ¿Qué? ¿Vas a quejarte ahora de
que fue culpa de tu ambiente? ¿Esa excusa tan idiota, esa excusa tan
pobre, tan falsa? Emily, vete a casa. El Hombre no puede ayudarte. Ve a
casa... y olvida.
Se sentía lleno de odio hacia la muchacha. Era de los suyos, de la clase de
gentes que habían hecho de él lo que ahora era, que le habían reducido a lo
que ahora era, y hacía tanto tiempo que a veces le parecía increíble. Podía ver
sus rostros en montón, sus cuerpos amontonados. Ni siquiera él podía
contarlos, ni conocerlos a todos.
—¿Qué? ¿No te vas? —insistió. Todos los que se hallaban en la habitación se
movieron inquietos, turbados. La chica le miró, sus negros ojos brillantes
como el cristal. Pero no se movió. Aquello le resultó intolerable. Deseó cogerla
por los brazos, lastimosamente delgados, y sacarla de aquel abominable lugar
y arrojarla al arroyo. La muchacha adivinó su furioso deseo. Apartó de él los
ojos, fijándolos en la placa de la pared donde se leía: Todo lo puedo en Aquel
que me conforta.
—No —insistió el joven—. Ni siquiera Él puede ayudarte ahora, Emily. Estás
sudando y temblando. ¡Mira cómo bostezas! Dentro de poco te resultará inso-
portable. Yo lo sé. ¡Pobre Emily! Realmente te compadezco. ¿Recuerdas lo que
leíste en el colegio, Emily?: "La culpa, querido Bruto, no está en nuestra
estrella... sino en nosotros mismos, que somos seres bajos." Tú naciste un ser
bajo, Emily, y pronto morirás como tal. Estás perdiendo el tiempo aquí. Él...
no puedo sentir más que asco de ti. Vete a casa.
La chica no se movió. Seguía mirando la placa de mármol. Gruesas gotas de
sudor le caían por la frente. Sus labios se agitaron. Él se echó a reír en
silencio. ¿De modo que se ponía a rezar, aquel pequeño monstruo? Que
intentara escaparse. La tenía bien segura. Había corrompido a otras dos
chicas, más jóvenes que ella, para satisfacer su vil apetito, su apetito mortal.
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Intentó obligarla a que le mirase de nuevo, pero sus labios seguían


murmurando su incoherente plegaria.
Perdió interés por ella. No era nada. Se trasladó a la puerta de la otra
habitación, inclinó su hermosa cabeza y escuchó atentamente. Luego, sin que
hubiera sonado ninguna campana, abrió la puerta y entró. Se movía
rápidamente. La puerta se iba cerrando como una sombra tras él y nadie en
la sala de espera, a excepción de Emily, la había visto abrirse y cerrarse.
Las paredes blancas, el techo, la luz, todo estaba en el más profundo
silencio. Como si alguien en la habitación hubiera inspirado profundamente y
retuviera el aliento. Sonrió. Inclinó la cabeza hacia la cortina azul que cubría
la alcoba. Y, tras un instante, las cortinas se corrieron y vio al Hombre que
esperaba allí, y que escuchaba incansablemente.
Se miraron en silencio. El joven inclinó la cabeza con gravedad. Ningún
hombre de los que entraran en aquella habitación había poseído su
hermosura. Nadie podía compararse con su vitalidad, su energía y el poder
de su espíritu.
—¿No estás cansado ya? —preguntó.
—No —repuso el Hombre que escuchaba—. Yo jamás estoy cansado.
—Una vez lo estuviste —apuntó el otro cortes-mente.
—No. Yo no puedo sentir cansancio, como no puedes tú. O... ¿será posible
que te hayas cansado al fin?
El joven meditó, o simuló meditar. Sus ojos le miraban con maliciosa
diversión. Luego agitó la cabeza. Los ojos del Hombre que escuchaba estaban
llenos de tristeza. Suspiró. Al oír aquel suspiro, el joven se apartó como
agitado por un dolor intenso.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—El sillón está aguardándote —dijo el Hombre.
—Pero no es éste el que yo quería —se sentó y unió sus blancas manos
sobre las rodillas—. Y tengo el mío propio —añadió—. Únicamente mío. Lo
hice yo con mis propias manos. Tú no tuviste parte en ello.
—No —dijo el Hombre, y su mirada era muy triste al contemplar al
desconocido—. Yo no lo hice para ti.
—Y aún soy su hijo.
—Es cierto. Y para siempre.
El desconocido quedó silencioso por unos momentos. La luz de la
habitación vacilaba como al compás de sus pensamientos. Luego la cólera se
apoderó de su rostro como una convulsión, y era cólera impregnada de
sufrimiento.
—Ha pasado algún tiempo desde que tuvimos una de nuestras
interminables discusiones —dijo al fin—. Ahora que todo parece estar
totalmente en mis manos, pensé en visitarte de nuevo.
—No está todo en tus manos —dijo el Hombre—. Y tú lo sabes con certeza.
Pero habla. Confieso que nunca he olvidado tu voz, y que en tiempos le
amaste.
—¿Crees que no le amo ahora?
El Hombre quedó callado por un momento. Al fin dijo:

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—Le amas, y eso es lo peor de tu castigo. No puedes apartarte de ese amor.


Pero ambos sabemos lo muy estrechamente enlazados que están el amor y el
odio. Sin embargo, Él jamás te ha odiado.
—Lo sé. Pero los hombres le odian con todo su negro corazón, y eso
también lo sabemos los dos.
—No todos —dijo el Hombre, que sonrió con ternura—. Escucha. ¿Es que
no oyes a los que le hablan?
Escucharon juntos. Un confuso pero armonioso sonido pareció emanar
de los muros de la habitación, de todas partes; un murmullo de oraciones, de
amor, de piedad, de valor... Un murmullo fiel. Se escuchaba música, mezclada
con las voces, como hilos de oro y plata, palpitante, alzándose y cayendo. Eran
voces de niños, que oraban con sencillez; eran voces de jóvenes, de almas
santas en los claustros, de almas solitarias en sus luchas particulares, en su
angustia secreta; de ancianos, de gentes vencidas por el dolor... pero fieles.
Las voces se alzaban y caían como el mar, avanzaban y se retiraban, y volvían
a avanzar como una marea que estallara en rocas invisibles, bajo un arco iris
también invisible. Pero las rocas y el arco iris no eran invisibles para el
Hombre que escuchaba ni para el desconocido. Ellos los veían con claridad.
—No es una multitud —dijo el joven.
—Pero es de Él. No tuya.
—Pronto serán silenciados. Tú y yo... conocemos el futuro. Esas voces
inocentes serán silenciadas por silenciadores que, a su vez, serán silenciados
para siempre. ¡Qué pacífica será entonces la órbita de este mundo!
Fragmentos que captarán la luz de la luna y el sol, pero sólo fragmentos,
muertos, oscuros y sin vida.
El Hombre no habló. El desconocido aguardó pacientemente, luego, como
no hubiera el menor sonido en la habitación, dijo:
—Yo no lo elegí. Ellos lo eligieron por sí mismos. No lo planeé yo. Lo
planearon ellos mismos. ¿No estás orgulloso de la parte que tuviste en ello?
El Hombre parecía que sonreía ligeramente, pero con dolor:
—Ésta es la pregunta que siempre me has hecho, y has deseado la
respuesta con un deseo que sobrepasa a todos los demás. Tú no ves el
futuro como yo lo veo; sólo como deseas que yo lo vea. Nunca podrás conocer
mi mente y mis pensamientos. En eso no eres más sabio que cualquiera de los
atormentados que has seducido y destruido. Mis hermanos.
—Ellos no quisieron ser tus hermanos —dejó descansar el brazo en el del
sillón y ocultó su oscuro y hermoso rostro con la mano—. Yo no los aparté
de ti. Ellos vinieron a mí, y ansiosamente. Solicitaron mi ayuda. Luego
cayeron como vehementes copos de nieve en mis manos. Jamás vinieron a ti de
ese modo. Los pocos que lo hacen vienen de uno en uno, y casi a la fuerza.
Pero los míos acuden en manada a mi reino, hasta abarrotarlo día a día.
Estoy ensordecido por sus voces urgentes, sus exigencias, sus adulaciones. Lo
que me ofrecen es despreciable.
—Para mí no son despreciables —dijo el Hombre—. Derramé mi sangre por
ellos, y por ellos sigo derramándola.

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—Y a veces, pero no a menudo, en medio de sus ansias, del deseo que les
arrastra hacia mí, escuchan tu voz. Y a veces —pero tan pocas que ni vale la
pena contarlas— se apartan de mí y caen a tus pies.
—Uno es uno, y uno es todo —dijo el Hombre—. Lo que tú desprecias, yo lo
amo. Lo que tú destruirías, yo podría salvarlo. Mis oídos jamás se apartan,
jamás se cierran.
—Pero sí están cerrados para mí.
El Hombre no contestó. Sus ojos torturados miraban larga y
profundamente al desconocido.
—Miento. Como siempre. Tus oídos no están cerrados para mí. Pero, ¿cómo
sería posible que me arrepintiera cuando sé lo que sé, cuando en mi corazón
late un odio que es lógico, aunque tú no lo llamaras así? —se rió secamente,
y su risa fue repetida por un débil eco de burla, lejano pero tumultuoso—.
"¡Todas las estrellas de la mañana cantaron a una, y los hijos de Dios
gritaron de alegría!" ¿Recuerdas aquella hora?
—Nunca la he olvidado.
—Fue la hora en que Él concedió el libre albedrío a todos sus mundos,
cuando ángeles y hombres —en todos sus mundos— recibieron el don de la
majestuosa libertad para vivir o morir, estar a su lado o retirarse de Él. ¿No
fue ése un don demasiado terrible?
—Tú eres todos sus hijos. ¿Crees que Él deseaba bestias sin razón que
obedecieran porque no tenían deseos de obedecer, ni la elección de hacerlo? El
libre ofrecimiento de un alma es de más valor para Él que las criaturas
sacrificadas mecánicamente en un altar que no saben que existe, ofreciendo
un sacrificio del que no son conscientes. La obediencia no es deseable cuando
la desobediencia resulta imposible. El amor no es amor si no hay otra
alternativa: el odio. La adoración no es adoración si no se halla presente la
posibilidad de una negativa. Lo que es su esencia, es la esencia de sus hijos.
Él quería que todos sus hijos fueran como los ángeles, que son mis hermanos
también, capaces de desobediencia y orgullo, pero también capaces de
obediencia y humildad. Como Él es espíritu, así sus hijos son espíritu
también, y ¿han de verse separados uno de otro, como un amo cruel es
dividido por esclavos que no tienen elección? Pero ya hemos hablado de esto
antes, a través de los siglos.
—Sigue siendo el más terrible de los dones. Yo soy lo que soy por culpa
de ello.
—¿Preferirías no haber tenido elección?
El desconocido agitó la cabeza.
—No, pues entonces no habría tenido existencia.
—Cierto. Por tanto este diálogo resulta innecesario.
—¿Sin el libre albedrío no hay verdadera existencia?
—No la hay. Tú lo has dicho.
—Pero no debería haberse dado a la humanidad. Debería haber sido
prerrogativa de los ángeles.
El Hombre agitó la cabeza penosamente.
—Piénsalo tú mismo. Fue tu prerrogativa. Considera cómo la has utilizado.
Sin embargo, tú desprecias a los hombres que son inferiores a ti por su
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naturaleza, que tienen menos resistencia a la maldad. Detéstalos si quieres.


Pero recuerda que muchos se arrepienten y vuelven a Él. Los que se rebelaron
contigo no vuelven a Él, no le dicen: "Señor, ten piedad de mí pecador."
—Lo que elegimos es cosa nuestra —dijo el desconocido, alzando su
orgullosa cabeza.
—Y lo que elegiste fue tu orgullo. Tú aceptaste su don, pero lo
consideraste tuyo solo, y se lo hubieras negado al último de sus hijos. ¿Es que
eres más grande que Él?
—Jamás lo creí así, ni en verdad lo deseé realmente. Yo estaba a su lado, y
Él me amaba. Yo protegía su grandeza y su terrible majestad, no por odio,
sino por amor. Yo estaba celoso por Él. Yo no hubiera dejado que nadie se
acercara a Él con las manos sucias, y le llamara "Padre", como yo le llamaba
Padre, ni le mirara con mis propios ojos. Si yo era orgulloso, era orgulloso por
Él, y detestaba a los que se atrevían, en su arrogancia, a conocerle también.
Pero tú sabes todo esto desde hace mucho tiempo.
—Sí, desde hace mucho tiempo —dijo el Hombre con un suspiro.
El desconocido contempló las manos, la frente y el costado del Hombre.
—¿Acaso yo te infligí esa agonía? ¿Fui yo el que te escupió y se burló de
ti? ¿El que se burló de tu tortura?
—Te olvidas de algo. Yo lo elegí por mí mismo.
—Sin embargo, fue el hombre el que lo consumó, y no yo. Ellos siempre
eligen por sí mismos. Yo no hago elección por ellos.
—Pero tú has oído las voces de los que han venido a mí al fin. Ellos eligen
por sí mismo. Yo no elijo por ellos.
—Tú has perdido. ¿No es cierto?
—¡Ah, cómo te gustaría saberlo! Pero no te lo diré, pequeño.
Hubo silencio de nuevo en la habitación. Luego, lentamente, el desconocido
empezó a golpear con los puños cerrados en los brazos del sillón. Así como iba
creciendo su cólera se oscurecía la luz de los muros, pero la luz de la alcoba
aumentaba hasta casi cegarle.
—¡Yo venceré! —dijo—. ¿No soy el príncipe de este mundo? ¡Él habrá de
arrepentirse de nuevo de haberlo hecho! Como se ha arrepentido de otros
mundos, que se convirtieron en sangrientos holocaustos y se alejaron a la
deriva con los soles.
—Si estás tan seguro, ¿por qué hay lágrimas en tu rostro?
—Porque estoy tan seguro es por lo que lloro.
—¡Ah! —dijo el hombre suavemente—. Entonces no te causa placer.
—Me causa placer el hecho de demostrar que Él estuvo equivocado en el
principio.
—Fácil será confundir ese placer con la angustia. ¡Ojalá los hombres
sintieran tal dolor en su corazón!
El desconocido se puso en pie temblando, bañado en oscuro brillo, una
presencia atemorizada pero magnífica.
—Tus llorones y suplicantes, Señor, te esperan. Lamento haberte
retrasado una hora. ¿Quieres que me marche?
El Hombre meditó un instante. Luego dijo:
—Llama al que quieras y veamos qué ocurre aquí, en nuestra presencia.
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El desconocido sonrió.
—Hay una mujer, joven en años, en esa habitación. Está más allá de toda
redención. Es mía. Yo la llamaré.
Alzó la mano haciendo un gesto imperativo, un gesto amenazador
hacia la puerta. Inmediatamente sonó la campana. La puerta se abrió
un instante después y entró Emily, la muchacha de ojos alocados y
rostro bañado por las lágrimas, suspirando con un sonido audible y
desagradable.
—Entra, Emily —dijo el desconocido con voz que sonaba a burlona
amabilidad—. Me ves, ¿no es
cierto?
—Sí, te veo —respondió ella. Parecía fascinada
por su aspecto, por su imponente esplendor, pues ni ángel ni hombre
había poseído jamás tal belleza. Era como una noche de fuego y mármol,
brillante, ardiente, negra, y su sombra flotaba y vacilaba en los blancos
muros, subiendo hasta el techo en oleadas alternativas de llamas y
oscuridad.
¿Quién soy, Emily?
Ella se llevó las manos a las mejillas, luego se retiró lentamente los
desordenados cabellos, se humedeció los resecos labios. Brillaba el sudor
en su frente, en su labio superior.
—No lo sé —dijo—, pero creo que conozco tu voz —la suya era ahora
débil e insegura.
—Sí, conoces mi voz. La has conocido desde que eras una niña. Pero...
¿le conoces a él, Emily?
Ésta obedeció al dedo que le señalaba y miró al Hombre que escucha. Se
sobresaltó violentamente. Echóse atrás hasta que el asiento del sillón golpeó
sus muslos y cayó involuntariamente en él. Pero ahora sólo podía mirar al
Hombre en la alcoba.
—No temas —dijo el desconocido con burlona amabilidad—. Como ves,
sólo es una imagen. Sólo fue siempre una imagen para las personas como tú,
Emily, y siempre lo será; un sueño, un mito, un tema para la burla y el
desprecio, para la negativa y el rechazo, para las acusaciones y las
protestas; siempre lo será para todos los hombres. ¿Entiendes lo que te
digo, estúpida y malvada mujerzuela, o estás perdida de nuevo en tus
drogadas fantasías?
—Entiendo —susurró ella. Pero no se volvió para mirarle. Tenía los ojos fijos
en el Hombre de la alcoba—. Por eso vine aquí, en primer lugar.
—Y ¿sabías lo que ibas a ver?
—No. Realmente no —¿había desilusión en su voz, o sufrimiento?—.
Yo... pensé que quizás era...
—¿Un doctor al que podrías persuadir para que te diera más drogas?
La muchacha era pequeña y estaba horriblemente delgada, con un rostro
alargado en el que se marcaban los pómulos con aspecto enfermizo. Los ojos
eran enormes en aquel rostro hundido, las aletas de la nariz distendidas. Sus
labios no parecían tener color alguno; sólo una línea seca y atormentada. Sin
embargo sus ropas eran buenas, las manos delicadas y bien cuidadas. Sus
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cabellos castaños, muy desordenados, caían sin brillo sobre sus flacos
hombros.
—Yo... —dijo, y tragó saliva— no sé lo que esperaba. Ayuda quizá. —Aquellos
ojos alocados se alzaron, perdieron luz, cayeron.
—¿Qué clase de ayuda? —su voz era dura ahora, y ella se encogió sobre sí
misma—. Contéstame, Emily, y di la verdad. No puedes mentirme, pues yo
conozco la mentira instantáneamente. Como tú sabes, yo la inventé.
—Yo... pensé que las cosas... que todo sería diferente para mí si alguien me
escuchaba y me decía qué hacer.
—Pero tus padres y tus maestros te lo han estado diciendo toda la vida,
¿no?
Ella unió las manos y las miró.
—Ellos no te odiaban, Emily. Te amaban. Nada de importancia se te
negó, aunque tus padres no son ricos, sólo gentes amables y sencillas. Tus
profesores creyeron que tú eras extraordinariamente inteligente. También
ellos te dieron todo cuanto podían darte. ¿Qué excusa tienes, Emily, para lo
que has hecho a tu cuerpo, tu mente y tu alma?
Ella seguía estrujándose las manos incansablemente, hasta que quedaron
enrojecidas.
No tienes excusa; no puedes decir que fueras huérfana, o abandonada,
o que no te quisieran, o que te rechazaran, o que te privaran de necesidades
fundamentales, o que fueras objeto de crueldad y odio. Se te dio demasiado
hasta que quedaste empachada, hasta que creíste que eras importante, y que
incluso merecías más. Llegaste a sentirte descontenta, y el descontento lleva a
la arrogancia y las exigencias. Tu padre contrajo deudas para comprar tus
estúpidos juguetes. Tu madre se olvidó de sí misma para darte todos los
vestidos que deseabas. Tus profesores gastaron sus agotadas fuerzas para
pulir tu mente magnífica. Pero tu siempre querías más y más, y te sentiste
frustrada cuando ya no fue posible que nadie te diera más. ¿Qué creíste ser,
Emily? ¿Una princesa con un mundo a sus pies, como tantos estúpidos
millones de tu generación mimada e indigna, piensan de sí mismos?
Ella no habló, pero lentamente inclinó la cabeza varias veces.
Ya fue bastante malo que te destruyeras a ti misma, Emily. Pero has
destruido a otras dos chicas, más jóvenes que tú . ¿Por qué?
Yo... es difícil explicar susurró . Tienes que saber lo que ocurre.
Después de algún tiempo ellos... te piden más dinero. Y una empieza a robar
del bolso de su madre, a coger cositas y venderlas, y a robar de las tiendas
también. Luego nunca hay bastante dinero para... para... Así que ellos te
piden tragó saliva desesperadamente . Es preciso obtenerlo, eso es todo.
Es como algo que te devora, y que hay que alimentarlo o te mueres. No sabes
lo que es eso.
Lo se demasiado bien dijo el desconocido . Fui el primero en sentirlo.
Yo fui aquel a quien tu acudiste, Emily, en busca de tu primer placer. El
primer placer que finalmente ya no es placer, sino sólo una salvaje necesidad.
¿Era la vida tan horrible para ti que te sentiste arrastrada a ello?

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Su rostro se alzó con astucia. La cabeza se alzó ansiosamente, dispuesto el


asentimiento en sus ojos, en sus labios. Pero su mirada no cayó sobre el
desconocido, sino sobre el Hombre, en la alcoba. El brillo malicioso se apagó
bruscamente de su rostro y cerró los ojos de nuevo.
Es sólo una imagen insistió el desconocido . Sólo tu y yo somos
reales. Habla.
No. Mi vida estaba bien murmuró . Sólo... es decir, sólo quería algo
de diversión. Todo el mundo hablaba de ello. Era divertido, algo que yo no
había probado todavía. Yo ya lo había probado todo, ¿sabes?
Sí, lo sé. ¿Acaso no fui yo el que te lo sugirió desde el mismo principio, a
ti, criatura estúpida, indisciplinada, egoísta, mimada y degradada? La vida
había sido generosa contigo, todo sin esfuerzo, todo fácil y seguro. ¿Es que no
tienes una acusación legítima que lanzar contra tus padres? Yo creo que sí la
tienes, Emily. Ellos te dieron todo lo que pudieron, y eso debería contar en
contra tuya, como una blasfemia. Debían haber pedido algo, debían haberte
exigido algo a cambio. Debían haberte dicho: “Hasta ahí puedes llegar, pero
no más allá”. Pero no te dijeron eso. Pensaban que privarte de cualquier cosa,
aunque fuera por la salvación de tu alma, era portarse injustamente contigo.
Dime, Emily, ¿fueron estúpidos o fueron crueles?
La chica meditó en sus palabras. Su rostro estaba ahora como hechizado;
el cabello le caía desordenado en torno. Agitó la cabeza como un muñeco
animado y no respondió.
¿Es que no había realidades en tu mundo para que tuvieras que
comprar sueños, o robar por ellos, o corromper por ellos?
Frunció el ceño vagamente, como lo frunce el que duerme cuando su
cuerpo le avisa de que se siente turbado por algo.
—Creo —murmuró al fin— que fue porque... porque era algo distinto. Algo
que aumentaba las sensaciones, algo que te hacía libre...
—¿De qué deseabas liberarte, Emily?
Sus labios se movieron como sin sonido, abriéndose y cerrándose. La luz
de la alcoba cayó sobre su rostro atemorizado y sus ojos sin vida. Luego su-
surró:
—Supongo que... de mí misma. No había nada en mí. No lo sé. No tenía
nada por qué luchar, supongo. Pero yo quería otras muchas cosas, ¿sabes? No
puedo explicarlo. Estaba inquieta siempre. ¡Todo era tan mortalmente
aburrido! El colegio, la casa, las diversiones... Había que hacer algo mejor.
—Hasta las relaciones sexuales te aburrieron al fin, ¿no?
Tembló.
—Mis padres nunca supieron eso. Ni esto tampoco.
—No. Fuiste muy lista. Pero pronto lo sabrán.
Ella lanzó un grito y bajó la cabeza.
—¡Qué estúpida es la maldad! —dijo el desconocido—. ¡Qué vulgar! ¡Qué
poco distinguida y sin color! ¡Qué baja y rastrera! No tiene esplendor, ni si-
quiera resulta impresionante, pues, si poseyera la cualidad de atemorizar,
también poseería el terror, y el terror aumenta en proporción a su
abundancia. La maldad aburre a todos los sentidos y reduce al hombre a

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menos que las bestias, pues a éstas les falta la capacidad de ser malvadas. Y
al fin priva al hombre de su derecho al libre albedrío.
—Cierto —dijo el Hombre que escucha—, pero no siempre. Tú recordarás a
David el rey, por ejemplo. Y él sólo fue uno.
—Mira esta mujer, esta mujer degenerada, envilecida, que no tiene excusa
válida para sus crímenes contra ella o contra los otros, excepto el
aburrimiento. Ningún dolor la llevó a dar este paso, ninguna pena, ninguna
desesperación exagerada. Ella es la representación de la banalidad que es el
mal. Por tanto, está más allá de tu salvación. Ni siquiera puede declarar que
el amor la llevó a ese extremo en su existencia, como el amor arrastró a la
Magdalena. Ni siquiera es digna de ser apedreada. Es nada.
—Es un alma.
La muchacha había escuchado esta conversación en el latir de la locura
inducida por las drogas. Había alzado lentamente la cabeza y había
escuchado, los labios entreabiertos, sin color, pasando los ojos de uno a otro.
Finalmente su mirada se fijó en el Hombre de la alcoba.
—¡Yo te oí! —gritó—. No eres sólo una imagen, ¿verdad? Existes realmente,
¿no es cierto?
—Sí, mi querida niña.
—Sólo oyes tu propia imaginación, Emily —dijo el desconocido—. Por
supuesto que sólo es una imagen, un sueño, creado por el hombre, de
material hecho por el hombre o sacado de la tierra.
Emily miró al Hombre.
Vio una gran alcoba, de una altura muy superior a la de un hombre, y de
anchura proporcionada. Formaba un receptáculo como una cáscara de luz, y
en aquella cáscara se hallaba un enorme crucifijo de suave madera tallada,
que parecía temblar débilmente bajo el intenso brillo. En la cruz estaba
clavado el Dios Hombre, tallado en marfil, blanco como la luna, más grande
que cualquier hombre que hubiera vivido en este mundo, más musculoso,
más masculino, perfecto en todos sus huesos y músculos. Vivía. Parecía mo-
verse en su agonía. De la heroica y serena frente caían gotas de sangre
brillante, y también de las manos, y del costado herido, y de los fuertes pies
cruzados. Pero sobre todo ello estaba la majestad de la poderosa faz, la faz de
un joven lleno de humanidad y, sin embargo, con el impersonal y remoto
esplendor de la divinidad.
Piedad y misericordia, contemplación y fuerza, parecían salir de él como los
rayos del sol e ir a caer sobre la muchacha temblorosa que contemplaba aquel
rostro, aquel poder y fortaleza. El sacrificio aceptado pendía de la cruz,
doliente pero resignado, ofrecido por sí mismo, a la vez un Rey y un Cordero,
con el Reino sobre sus hombres y la humillación estampada en su cuerpo.
Pero eran sus ojos lo que la muchacha contemplaba ansiosamente, los ojos
grandes y tiernos que brillaban en las órbitas, los ojos justos, atormentados
pero sonrientes.
El desconocido se acercó más a la chica. Dos sombras oscuras, tenebrosas,
parecían alzarse de sus hombros y moverse como alas, pues era un arcángel,
el más poderoso de todos los ángeles, el más grande, aunque los ropajes que
vestía eran negros y la espada a su cinto se agitaba como el rayo. Sólo su
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rostro y sus manos eran blancos, tan blancos como la muerte, y tan fríos. En
los pliegues de sus ropas había destellos de fuego. Su rostro era hermoso, y
duro, y lleno de una tristeza, dolor y cólera, más allá de la comprensión del
hombre. Y la rabia y el odio brillaban en sus ojos.
—No vive —dijo Lucifer—. Es una imagen. El hombre le rechazó hace
mucho tiempo, le apartó de su vida, del asqueroso camino de su existencia.
Observarás que sólo está hecho de madera, marfil y pintura. No tiene verdad.
Tú y yo, Emily, somos la única realidad. Aunque tú no tienes una realidad
propia. Yo soy todo lo que es, y todo lo que siempre será.
—Yo oí su voz —dijo la muchacha—. Oí lo que hablasteis los dos.
—Sólo oíste mi voz, no la suya, pues ¿no ha declarado tu generación que Él
no tiene voz y que no vivió jamás. Si Él perdura es en lugares ocultos, donde
los temerosos oran, o en los enfermizos cerebros de los poetas. ¿Qué tiene que
ver Él con tu mundo y el mío?
Por primera vez experimentó la muchacha un gran terror, superior a
todo lo que hubiera conocido en su breve existencia. Se cogió a los brazos del
sillón, volvió los febriles ojos a Lucifer. Abrió y cerró la boca sin poder hablar.
Vio todo lo que él era, y su alma se encogió de odio y de asco.
—Sí —dijo al fin—. Tú existes. No eres una fábula, una mentira. Tú tienes
realidad.
—Soy la realidad que tú has hecho, mujer, y las incontables miríadas de
seres como tú a través de incontables siglos, desde el principio del tiempo.
Una palabra se abrió paso en los frenéticos pensamientos de la muchacha,
que corrían por su cerebro como ratones aterrados:
—Yo... yo no soy una mujer, una adulta. Sólo tengo dieciocho años.
—Tienes el cuerpo y el alma de una mujer; puedes casarte, concebir y tener
hijos. Yo fui el que dijo a tus mentores que eras una niña, y por tanto
irresponsable de tus acciones, de tus deseos, de tus perversiones y
degradación. ¡Qué ansiosamente me escucharon! ¡Qué ansiosamente escuchan
todos, los que traicionan al hombre! Pero, sobre todo, ¡cuan encantada me
escuchaste tú, mujer!
Se apartó de él, como desnuda y sola, abandonada y temblando, con un
frío que jamás había sentido antes.
—Hija mía —dijo el Hombre en la cruz—, ¿por qué viniste a mí?
Había oído la voz de Lucifer, voz dura como el mismo acero. Ahora escuchó
una voz como la de un padre, no el padre débil, allá en casa, que ella sabía
bien le daba regalos en un ansia de afecto que era incapaz de satisfacer.
¡Él habló! gritó, señalando la cruz . Habló. Yo le oí.
Me oíste porque me buscaste dijo el Hombre.
Se puso en pie porque el temor a Lucifer había caído sobre ella de nuevo
como una maldición y no sabía a dónde correr. Miró al Hombre, luego caminó
hasta Él y cayó extenuada a sus pies.
Estás loca dijo Lucifer, que permanecía tras ella, cubriéndole el
cuerpo con la sombra densa y negra de sus alas . Has estado loca desde
hace mas de un año, y el único alivio es tu droga, la droga de los sueños y la

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fantasía, de lugares lejanos y hermosos, y de voces extrañas. Ése es el único


cielo que nunca conocerás. Ven conmigo.
Pero la muchacha se arrastró y se aferró a los pies del Hombre y, en su
mente calenturienta, creyó sentir que no eran de mármol, sino de carne viva.
¡Sálvame! gimió . ¡Oh, Dios mío, sálvame!
Él no existe dijo Lucifer . Sólo yo existo.
Dime, hija mía dijo el Hombre . Habla.
Ella apoyó la cabeza en sus pies. Su voz susurrante resonaba en la
habitación.
Todo estaba tan vacío, sólo un día tras otro, de diversión, de comida, de
dinero y ropas... y de hacer lo que no debiera. Hacía que me sintiera sucia,
pero todo el mundo lo hacía. Por broma, por diversión. ¿Por qué no?, me dije.
¿Qué otra cosa hay que lo que ya tengo? Sólo hacerme mayor, no ser ya una
adolescente, ser como mi madre, casarme como mi madre...
y tener hijos como yo, y vivir en un piso como el nuestro, lleno de
electrodomésticos, y suspirar por un coche nuevo cada año. Eso es...nada. y
luego seré vieja como mi abuela, y ya no habrá más diversión. ¿cómo
soportarlo?
Y ¿nadie te dijo que había algo más?
No había nada más. ¡Oh!, algunos de mis profesores me dijeron que yo
tenía que adelantar la causa de la humanidad, pero ¿por qué? Yo tenía que
pensar en mí misma, ¿no? No iba a vivir sólo para otras personas. ¡Yo no
quería lo que ellos querían! —su grito era ahora de desesperación—. Así que
encontré un camino; era divertido y maravilloso y, cuando se llegaba a él,
una era hermosa, y más alta, y caminaba sobre nubes, y todo el mundo te
admiraba y creía maravillosa... Sólo eso importaba.
—Mírame, hija mía. Alza tus ojos hacia mí —dijo el Hombre.
El rostro de la chica estaba cubierto de sudor y lágrimas. Lentamente
alzó la cabeza y encontró de nuevo los oíos vivos del Hombre.
—No has oído nada —dijo Lucifer— más que tu locura y tus propios
pensamientos.
—Hace mucho tiempo que te conocía —dijo el Hombre—, mucho tiempo
que te buscaba, que veía tu vacío, y veía a los que te daban ese vacío y no el
pan de vida. Tú eres uno de mis pequeños, traicionado por la plenitud de
dones indignos, por falsas lenguas que os dijeron que erais importantes, más
que cualquier otra generación, y que erais más valiosos que todo lo demás
sobre la tierra. Vi cómo se acumulaba la degradación sobre vuestra alma
inmortal por culpa de los que debían haber sido vuestros protectores, los que
debían haberos mostrado el camino de la vida, y no el camino de una ruina
material. Vi cómo construían edificios magníficos para vosotros, donde no se
os imponía la menor disciplina, donde vuestra mente no era realmente
ilustrada sino oscurecida con sofismas.
"Y, sobre todo, vi vuestro dolor.
—Tú nunca has conocido el dolor. Nunca has experimentado el dolor o la
desesperación. Nunca se te ha atormentado —dijo Lucifer—. Vamos, tienes tu

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placer, y ese placer aún te aguarda. Deja de mentirte a ti misma, de


imaginar tus propios pensamientos, ya que no tienen realidad.
Pero Emily miró implorante el tierno rostro del Hombre.
—No busqué otra cosa —dijo—. No quiero mentirte. Sentía que había algo
más, pero todo el mundo decía que era superstición. Yo... aquello me enferma-
ba. Tenía que haber algún lugar donde pudiera ser algo más que Emily
Hoyt, siempre a la búsqueda de la diversión.
—Y viniste a mí. Yo soy el que tú buscabas.
Asintió con desesperada intensidad:
—Yo no sabía... quién o qué. Nadie me lo dijo jamás. Pero ayer, uno de mis
profesores... Todo el mundo se rió de él. Le llaman el "despistado", porque no
es como los otros. Me detuvo en el vestíbulo y me dijo: "Emily, no sé exacta-
mente qué te pasa, pero estás enferma. ¿Por qué no vas a ver al Hombre que
escucha, en la colina, allá en la ciudad?"
—Pensé que bromeaba —siguió la chica, aferrada cada vez más a los pies del
Hombre—, pero luego empecé a pensar. Allí estaba yo, perdiendo mi vida, ésa
es la verdad, matándome. Y luego... —le falló la voz— estaban Charlotte y
Bette, más jóvenes que yo. Era como si las viera por primera vez, seres
humanos como yo, enfermas como yo. Pero lo peor es que yo... yo les había
hecho eso. Fue como cuando una se quita las gafas de sol y lo ve todo con
mayor brillo, y eso te quema los ojos. Y recordé todos los sueños que había
tenido la semana anterior. No sueños hermosos y románticos, ni de
diversiones, ni de sentirse importante. Sino sueños terribles.
Apoyó de nuevo la cabeza en sus pies.
—Sálvame —pidió—. Ayúdame sobre todo a salvar a Charlotte y a Bette
también.
—¡Embustera y despreciable idiota —dijo Lucifer—, tan débil que tienes
que correr a la madera y al marfil a llorar tus pecados!
—Sálvame —rogó Emily, y sus manos temblorosas subieron por el cuerpo del
Hombre y tocaron sus rodillas.
Miró sobre su hombro a Lucifer, y chilló, y tembló.
—¡Dime que él no está ahí realmente, que le estoy soñando! —gritó al
Hombre.
—Él existe —repuso éste tristemente— y siempre existirá. No es un sueño.
—Entonces ¡dime qué debo hacer para apartarme de él!
—Piensa en tu corazón lo que debes hacer.
Emily meditó, y la luz estaba en su rostro, pero sus hombros y cuerpo
yacían aún en las sombras del mal. Empezó a temblar de nuevo.
—No, ¿cómo puedo hacer eso? La policía... y hablar con mis padres. Ellos...
quizá me metan en la cárcel. Se lo dirán a todo el mundo. Seré expulsada,
quizá. Soy una criminal. Todos sabrán lo que he hecho, a mí misma y a las
otras chicas. No habrá un lugar al que ir...
—Tú has confesado tus pecados —dijo el Hombre—. Conoces tus pecados.
El camino será amargo y terrible, pero es el camino que debes seguir. Pues ya
no eres una niña, eres un alma humana, una mujer, y has acumulado
responsabilidades sobre tu cabeza. Si no tienes valor ahora, ni fortalezza,

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entonces estás completamente perdida y entregada para siempre a la maldad,


y a la muerte, y a la agonía.
La muchacha se encogió como un niño herido.
—Ellos me quitarán la... me quitarán lo que yo necesito. Dicen que es
horrible. Que no puede soportarse.
—Hay horrores peores que ése —dijo el Hombre—. Y tú ya los has
experimentado. Por eso has venido.
—¡Estúpida! —insistió Lucifer—. ¿Por qué hablas contigo misma? Nadie
te habla sino yo.
—¿Miente? —preguntó la muchacha al Hombre.
—Sí. Es el padre de la mentira. Hija, ¿seguirás el camino del dolor, de la
penitencia y el arrepentimiento?
Ella le imploró con todas sus fuerzas.
—¿Me ayudarás tú?
—Sólo tienes que llamarme y te oiré, y estaré junto a ti, pues soy tu
guardián, que no descansa ni duerme. Pero debes llamarme en las peores
horas, en las horas más desesperadas, pues habrá muchas.
—Se reirán de mí —dijo—, aunque todo sea tan horrible.
—También se rieron de mí, pero lo soporté.
—Sí... —murmuró—. Yo... oía hablar de ti, en Navidad, y en Pascua. Pero no
sabía mucho. Ni quería saber. Mis padres trataron de llevarme a la iglesia, o a
un consejero... sabían que me ocurría algo. Pero yo no quise ir. Tenía miedo.
—Pero ahora ¿harás lo que sabes que debes hacer?
Apoyó la cabeza en sus pies y quedó arrodillada allí.
—Sí, iré —dijo—. En verdad que iré.
—¿Por tu propia voluntad?
—Sí.
El Hombre miró a Lucifer y dijo:
—Ya estás rechazado de nuevo. Y por esta pobre niña. ¿Te hiere mucho?
Lucifer sonrió.
—¿Qué dicen de mí la tradición, los rumores, los hombres sabios? Que
he caído, pero que, cuando los hombres me rechazan, aunque sea sólo uno,
me alzo un paso hacia el cielo. ¿Debo lamentar eso?
La poderosa faz del Hombre le miraba con afectuosa diversión.
—Tú eres su hijo, y estuviste a su lado, y Él te llamó "Estrella de la
mañana".
Lucifer se retiró de Él y alzó la mano como para ocultar su rostro a la
gloria de la luz. Y, al retirarse, fue haciéndose más y más débil, y al fin no
hubo nada de él en la habitación, cuyos muros estaban ahora radiantes.
La muchacha que sufría no se dio cuenta de la partida de Lucifer, sólo
sintió que un peso horrible parecía alzarse de su cuerpo y de sus hombros.
Dijo al Hombre:
—Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
Cayó en un breve desvanecimiento. Cuando se despertó vio que estaba
echada a los pies del crucifijo. Se sentía más fresca; el sudor aún corría por
su rostro, pero había serenidad y calma en ella, a despecho del dolor y de su
temor, y del temblor de sus músculos.
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—Tuve un sueño —dijo al Hombre, callado ahora—, pero fue un sueño


maravilloso. Soñé que tú me hablaste —tembló—. Y soñé que... alguien más...
estaba aquí. ¡Yo estaba tan asustada!
Se obligó a ponerse en pie. Pero se sentía muy débil, las rodillas le
temblaban.
—Y, si fue un sueño, fue el mejor que he tenido en la vida. Debo creer en
él. Ahora me voy. Me voy a decir... a decírselo todo a mamá y papá. Será
terrible. Pero debo hacerlo.
"Y sé que tú me ayudarás.
La locura había desaparecido de sus ojos. Había paz en su desgraciado
cuerpo, como jamás la había conocido antes. Salió a la luz del verano y alzó
los ojos al cielo y, por primera vez, vio las estrellas.

FIN

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