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Taylor Caldwell, Solo El Sabe Escuchar
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Taylor Caldwell
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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar
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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar
Dedicado con toda veneración a la Bendita Madre del Hombre que Escucha
Introducción
Muchos años han pasado desde que el viejo John Godfrey, el abogado
misterioso, construyera su santuario en una gran ciudad, para los
desesperados, los dolientes, los incrédulos, los cínicos, los derrotados, los
agonizantes y afligidos, los traidores y los traicionados, los agotados por su
carga, los viejos, los jóvenes y los perdidos. Aquí, en el santuario, espera el
hombre que escucha, que espera y escucha constantemente, pacientemente,
las angustiosas historias que van a relatarle en el silencioso ambiente de
azul y mármol. No hay experiencia que no haya escuchado ya. No hay dolor
con el que no esté familiarizado. No hay crimen contra Dios o el hombre que
no haya sido visto con sus propios ojos. Ha oído las blasfemias de los que se
sienten satisfechos de sí mismos. Ha oído el llanto de todos los padres, de
todos los hijos. Ha escuchado todas las plegarias y todas las excusas. Las
experiencias de todos los hombres son suyas. Nada le turba, excepto el odio y
la violencia. Pero los conoce también.
No se halla confinado en el santuario construido por el devoto John
Godfrey hace tantos años. Puede hallársele en cualquier lugar del mundo... si
se le busca, si se desean sus consejos. Nunca se apartará de ningún hombre,
por depravado que éste sea. No hay nadie que pueda decir que ha sido
rechazado por él. Su paciencia jamás se agota, su amor nunca se consume.
Él escucha a todos, pues dispone de todo el tiempo del mundo.
El santuario espera a todos, pero especialmente a los que jamás han
buscado al hombre que escucha en otro lugar. Se alza en medio de varios
hermosos acres de tierra como un parque en el corazón de la gran ciudad,
rodeado de casas de apartamentos, teatros, tiendas, edificios comerciáis. Es
un sencillo edificio de mármol que sólo tiene dos habitaciones: una sala de
espera y otra en la que nos aguarda el oyente. Nada se ha añadido allí a través
de los años, a no ser una simple placa de mármol blanco en la pared de la
sala de espera: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta", y una o dos fuentes
en el césped.
Aquí vienen las ovejas cuyos pastores no han conseguido hallar, o aquellas
que no tienen fe en sus pastores o que jamás los han conocido. A veces
los pastores vienen también, para aprender lo que han olvidado. Algunos
acuden al hombre encolerizados, disgustados, ultrajados, acusándole de
"medievalismo".
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Así ocurrió ayer, y por eso tenemos hoy una generación joven que jamás
ha aprendido el dominio propio, la buena voluntad, la paz verdadera, la
serenidad, la fidelidad y la virtud.
Estos jóvenes son los auténticamente perdidos. Sólo el hombre que
escucha puede rescatarlos ahora. ¿Quién los llevará a él? Éstos son los pobres
en verdad, aunque no pidan pan, ni refugio ni consuelo. Les hemos dado
amor, pero no el auténtico amor. Les hemos dado "slogans" y palabrería
estúpida, pero no la palabra viva. Les hemos abandonado en su desolación y
por eso son violentos y sin Dios, sin respeto por sí mismos, ni por su país, ni
por sus vecinos.
Pero el hombre sigue esperando. Para escuchar, para amonestar, para
enseñar, para amar, para aconsejar.
Y te espera también a ti. ¿Te contestará cuando le llames a gritos? Jamás
ha fallado. Sólo exige una cosa: que tú escuches también.
Este libro pretende, y con toda deliberación, enfurecer a muchos. Pero la
autora confía en que esa cólera les induzca a "escuchar" también, o al menos
a inspirar ese pensamiento, antes de que sea demasiado tarde.
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ALMA PRIMERA
EL CENTINELA
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ALMA PRIMERA
Fred Carlson había tomado un excelente almuerzo con sus futuros jefes.
Éstos se habían separado de él con expresiones de gran cordialidad, pues
respetaban a los hombres buenos, trabajadores e inteligentes. Su título de
licenciado en Artes, su trabajo de posgraduado en el gobierno y las ciencias
aplicadas les habían impresionado favorablemente, aunque se sentían algo
divertidos y desconcertados ante las razones que el había aducido para elegir
este trabajo actual, en particular en esta ciudad. Como se trataba de
hombres tan corteses, agudos y sofisticados, él no les había dicho toda la
verdad. Les había dejado creer que había sufrido un período de romanticismo
en su vida, pero que ya consideraba llegado el momento de levantarse y
actuar. Podían olvidar su romanticismo; todos los jóvenes eran románticos, se
decían con indulgencia, y Fred Carlson sólo tenía treinta y dos años, aunque
fuera ya un hombre casado con dos niños pequeños. ¡Algunos de nosotros
incluso queríamos ser soldados!", había dicho uno de los caballeros, "¡O maqui-
nistas en trenes antiguos, o bomberos!" Con ello implicaban, sin embargo, que
Fred se había dejado ir durante demasiado tiempo, y éste había enrojecido.
No le gustó aquel caballero en particular y eso fue lo que le impidió decir
toda la verdad. Temía que le juzgaran sentimental o un poco falto de ambición,
defectos terriblemente graves e indignos en un hombre de más de treinta
años.
Se habían ofrecido a asignarle a alguien que le llevara en coche a pasear
por la ciudad hasta que llegase la hora de ir al aeropuerto, tomar el avión y
volar a casa. Pero a Fred le gustaba pasear. Había enrojecido cuando todos se
rieron afectuosamente al oírselo decir.
—Iré a pie a todos los sitios que me dé tiempo —dijo—. Díganme, por
favor, algunos puntos de interés en particular.
—Bien, tenemos un magnífico museo de ciencias, de gran interés para
usted; un museo de historia, en el que podrá hallar datos para sus estudios
de política, y una galería de arte que también le resultará interesante. Están
todos por aquí, a un cuarto de hora a pie unos de otros. Después enviaremos a
alguien a su hotel para que le recoja y le lleve al aeropuerto.
Disponía de tres horas. Era un magnífico día de otoño, de la clase que a él
le gustaba, cálido, seco, brillante de sol. Empezó a caminar. Era realmente
una ciudad preciosa, aunque no era más grande que la mitad de la suya.
Los edificios eran más elegantes, y de piedra más ligera, y de ladrillo, y la
ciudad tenía cierto aire meridional, aunque no estuviera realmente en el sur.
Las calles eran más amplias y más limpias y la gente parecía muy enérgica.
A Connie le gustaría; vivirían en uno de los suburbios, en aquel que la Com-
pañía sugería especialmente para los hombres de la organización. Aquella
misma mañana había podido ver el barrio de pasada. Su propia ciudad no
tenía suburbios tan bonitos como éste, y todos tan bien comunicados con el
centro vital de la ciudad. Las casas eran muy atractivas y costaban mucho
menos que la suya actual, que ahora pondría inmediatamente a la venta.
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Ése será el momento —ahora hablaba con pasión— en que nosotros iremos
a la huelga y dejaremos que los criminales se hagan fuertes durante algún
tiempo a ver si así consiguen meterle algo de sentido común al pueblo.
—Sé lo que quiere decir —dijo Fred deprimido . La "brutalidad de la
policía". Todos esos pobrecitos criminales acusándonos a gritos cuando se les
ha cogido con las manos en la masa. Y luego los asistentes sociales y los que
creen que van haciendo el bien, y los que se dedican a hacerles cariñitos y a
mimarles lo repiten también, y lo mismo los malditos jueces viejos que quieren
ser reelegidos y que tienen el corazón blando, y el cerebro blando también, y
carecen de responsabilidad pública. Nos hemos convertido en una nación de
sentimentales psicópatas sin el menor respeto por la autoridad y la
decencia y sin dignidad. Peor aún, somos una nación de criminales.
—Es cierto —dijo Jack Sullivan, con el rostro repentinamente
endurecido . Supongo que por eso es por lo que usted se sale de ello,
¿verdad, sargento? Para olvidarlo todo, ¿no?
Miró de frente al sargento Fred Carlson y no había expresión alguna en
sus ojos. Vio un hombre alto y joven, delgado, fuerte y duro, con el cutis
claro, ojos castaños, pelo rubio y un aire de resolución, dureza y autoridad.
Jack apretó los labios.
Yo no diría eso —se defendió Fred—. Pero he de pensar en el futuro.
¿Qué futuro hay en el trabajo de un policía?
—Sargento —repuso el agente con una cortesía elaborada que era en sí
misma un insulto—, yo no puedo saberlo. Sólo soy un estúpido policía, de lo
contrario no me pasaría la vida tratando de hacer que se cumpla algo de lo
que todo el mundo se ríe. Sólo un estúpido policía. He de seguir mi ronda.
La despedida era demasiado evidente. Fred Cari-son, sargento, ya no era
importante. Era sólo otro civil que no comprendía la labor de la policía. Quedó
solo en pie, en la acera, observando la espalda muy erguida del policía que se
apartaba rápidamente de él. Finalmente dio media vuelta y caminó
lentamente, con la cabeza inclinada. Se forzó a pensar en su nuevo y brillante
futuro en esta ciudad, la apreciación de todo su trabajo, el salario duplicado,
la seguridad y, ¡maldita sea!, el fin del temor, el fin de su sensación de rabiosa
inutilidad y amarga impotencia, el fin del desprecio.
Connie era hija de un agente. Su padre había sido asesinado sólo hacía
un año en cumplimiento de su misión y a manos de criminales que, después
de capturados, fueron dejados en libertad por un tecnicismo. Ella sabía bien
lo que significaba ser policía. Temía por su marido, aunque ya habían
acabado sus días de patrullero y por eso corría ahora menos peligro. Menos
peligro... pero no mucho. Había tenido muchos malos ratos desde que lo
ascendieron a sargento, algunos incluso peores que cuando había sido un
simple Patrullero. Nunca le había dicho a Connie lo cerca de la muerte que
estuvo sólo hacía un mes. técnicamente habría servido para asustarla. Ella
vivía en constante temor por él. Pero era la hija de un agente y para ella la
labor de la policía era la cosa más importante del mundo. "Como un
centinela —decía— que guarda la ciudad." Connie era muy poética en
ocasiones, pero no había poesía en la labor de la policía, sólo amenaza y
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Sobre la pequeña colina había un solo edificio blanco, clásico, con tejado
rojo y puertas de bronce que relucían al sol. "Un pequeño y hermoso parque
—pensó Fred—, y muy bien conservado." Vio fuentes y bancos de mármol a
la sombra de los árboles, y ardillas que jugueteaban en la hierba, y niños
que corrían entre los macizos de flores mientras sus madres los observaban
desde la fresca sombra.
¿Una pequeña iglesia, un museo? Fred empezó a caminar lentamente por
uno de los senderos de grava, excitado su interés. Los blancos muros, en la
distancia, brillaban bajo la fuerte luz. Nunca había visto nada tan hermoso
y sereno. Vio a una joven madre sentada bajo un gran roble observando a su
pequeño que daba de comer a una ardilla. La mujer tenía un rostro
hermoso, grandes ojos negros y una mata de pelo negro como la seda que le
caía hasta los hombros. Sonrió a Fred y éste se detuvo llevándose la mano al
sombrero.
—Perdone —dijo—. Soy un forastero en esta ciudad. ¿Qué es ese edificio?
Con una voz clara y dulce ella le contó la historia del edificio y del viejo
John Godfrey, y Fred escuchó con profundo interés.
—El hombre que escucha, ¿eh? —dijo—. ¿Un doctor, un psiquiatra, un
trabajador social, un abogado...?
La muchacha sonrió y su rostro pareció iluminarse.
—¡Oh, no! —dijo—. Eso es lo que cree la gente, pero no es eso.
—Entonces, ¿quién?
Ella quedó repentinamente grave. Estudió a Fred.
—Podría usted descubrirlo por sí mismo —dijo—. Al parecer, nadie se lo
dice a nadie.
—¿Usted le vio alguna vez?
Su voz era muy serena.
—Sí —vaciló—. Verá, hace cuatro años... bien, yo estaba bastante
desesperada. Iba a matarme...
—¿Usted? —la miró incrédulo—. ¿Dejando a su marido y a su hijito?
—No lo teníamos entonces, Tom y yo. Si no hubiera sido por... ese
hombre... de allá arriba, el pequeño Tom no estaría aquí ahora, ni yo
tampoco, y odio pensar en lo que le habría sucedido a mi marido. Y dónde
habría estado yo... Bueno, no quiero pensar en ello —estudió de nuevo a Fred
con mirada escudriñadora—. ¿Por qué no va y habla con él usted mismo? Si es
que tiene problemas...
—No tengo problemas —dijo el reticente sargento de policía—, por lo menos
ninguno que no pueda arreglar por mí mismo
—¡Qué afortunado es usted! —dijo la muchacha.
Sus ojos eran sinceros. Llamó a su pequeño y Fred siguió subiendo hacia el
edificio. ¡Qué afortunado era! Iba a librarse de la maldición que suponía el
desesperante, el decepcionante trabajo de la policía y crearse un futuro para
sí y su familia en un trabajo que sería respetado por todos. Sí, era afortunado
de salirse a tiempo, antes de que fuera demasiado tarde. Sólo era la idea de
vender el primer hogar que realmente había tenido lo que le hacía sentirse
deprimido, y la idea de dejar los lugares familiares, los viejos amigos. Sí, eso era
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—Le diré dónde están los policías —prosiguió—. Están haciendo sus rondas
de día y de noche, aunque saben que es inútil. La gente no va a apoyarles. En
realidad la gente es su enemiga.
El centinela, el "pies planos", como le llaman, está sirviendo desesperada-
mente a los mismos hombres y mujeres que se ocupan afanosamente en
destruir su autoridad, en condenarle a él, en liberar a los criminales y
asesinos para que los ataquen de nuevo. ¡Todo en nombre del "amor fraternal"!
¡Por el amor de Dios! No comprenden que millones de personas son, por su
propia naturaleza, como Caín, y deben ser "arrojados", como dice la Biblia,
condenados al ostracismo y no rehabilitados hasta que muestren
arrepentimiento... y yo he sido policía durante años y jamás vi arrepentirse a
un criminal. Lo único que teme el criminal es la firme justicia.
"El temor de Dios... ha sido reemplazado por lo que ellos llaman "amor".
Hay que amar a todo criminal, a todas las víboras que uno se encuentre. Y
preguntan muy serios y abriendo mucho los ojos: ¿Soy yo el guardián de mi
hermano? No saben, o han olvidado, que fue Caín, el asesino, el que hizo esa
pregunta. Y cuando Caín la hizo, Dios no dijo: ¡Seguro que tú eres el guardián
de tu hermano! Sólo dijo: La sangre de tu hermano grita desde la tierra contra
ti. Y por eso Caín quedó marcado y exiliado, y se convirtió en el padre de
todos los criminales que han vivido en el mundo desde aquel día. Pero ahora
no los marcamos y enviamos al exilio. Ahora les damos "amor", y ellos
vuelven una y otra vez a los mismos tribunales, y son abrazados por los mismos
asistentes sociales... y salen libres para hacer la misma tarea una y otra vez.
"He observado, y todos los demás policías lo han observado también, que la
mayoría de los crímenes son cometidos por criminales puestos en libertad
una y otra vez. Miramos el tipo de trabajo y casi siempre podemos nombrar al
tipo que lo hizo. Pero si le cogemos de nuevo nos enfrentamos con toda clase de
absurdas restricciones dictaminadas por los tribunales. Ahora los jueces casi
nunca aceptan las confesiones de culpabilidad. Creen que todas las
confesiones son "forzadas" y falsas, y que fueron obtenidas bajo la "brutalidad
de la policía". Incluso cuando el criminal mira al juez al rostro y le dice la
verdad, el juez le sonríe compasivamente. Es difícil conseguir un jurado
decente y que se respete para que dé en estos días un veredicto adecuado.
Todos han sido corrompidos por ese "amor" sin Dios del que se oye y se lee en
todas partes.
—El amor de Dios es el principio de la sabiduría.
—¡Es cierto! —exclamó Fred. Entonces se detuvo.
¿Había oído esas palabras del hombre tras la cortina o sólo había pensado
en ellas? Una débil confusión oscureció su mente. En tan silencioso lugar,
los pensamientos de un hombre parecían ser externos a él, y no internos—.
De todas formas es cierto —dijo—, tanto si oí decírselo a usted como si
sólo lo pensé.
“¿Quiere que le diga una cosa? Todo ese amor de que tanto se oye hablar
en estos días es sucio. Eso es lo que es: sucio. Uno mira a la gente que lo
vocea y tiene la sensación de suciedad moral y espiritual, no natural,
indecente. Como... bien, como el "amor" entre homosexuales y otros
pervertidos. Tal vez sea “amor” ¡Pero yo no lo llamo así! Y tampoco llamo
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sobre los criminales, en los que consta que se vieron "privados de cultura y de
privilegios", y todas esas palabras estúpidas, nauseabundas y sucias.
Golpeó el brazo del sillón con el puño.
¡Y cuando esos criminales vuelvan a cometer los mismos crímenes la
gente escribirá a los periódicos y preguntará dónde estaba la policía!
El hombre tras la cortina no habló, pero Fred seguía.
—Toda mi vida deseé ser policía. Mi padre sentía gran respeto por la
policía y nos enseñó ese respeto también. Dijo que él mismo había querido
ser policía. Para él no había mejor ocupación que ser el guardián de la
ciudad, de la paz y seguridad de la ciudad. ¡Vaya, era la cosa más importante
del mundo para él! Y lo fue para mí. Me iba a pasear con los policías, jóvenes
y viejos, que hacían su ronda, y hablaba durante horas con ellos. Entonces
se sentían orgullosos de ser policías. La gente los admiraba y respetaba. A una
madre le bastaba con decir: La próxima vez que hable con Mr. Mullaney le
hablaré de ti; y el pequeño se portaba bien. El policía era la autoridad legal,
después de Dios, y debía ser obedecido y honrado. También el sacerdote nos
lo decía.
"Pero nadie lo dice ahora. Los niños se burlan de la policía, insultan a
los agentes, bailan fuera de su alcance. Son los "pies planos". Son los
miembros despreciados de la sociedad.
"Así que sé que es inútil. Y me voy. Dejo el trabajo de la policía. Quiero
vivir un poco antes de la inevitable decadencia de mi país. Me largo.
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
Fred asintió sombríamente:
—Sí, ¿qué hay? Todos los centinelas serán asesinados o desarmados, o
humillados. No quiero ser uno de ellos. No me diga, como me dijo el jefe la
semana pasada, que la policía local es la única defensa que tiene el pueblo,
no sólo contra los criminales, sino contra los mismos tiranos. Sé que tiene
razón. Pero estoy harto de la burla y el desprecio. Estoy harto de la paga
miserable por arriesgar mi vida y tratar de mantener la ley y el orden
contra toda la estúpida voluntad del pueblo, que prefiere el caos y la
tiranía. Pues que lo disfrute, digo yo ahora. Mientras tanto quiero vivir un
poco, respetado, razonablemente seguro de que no me asesinarán
¿Qué hay de la noche?
—Bien, ¿qué hay? Que ya llega la noche, de eso podemos estar
condenadamente seguros. Y yo dejo los muros y las puertas de la ciudad, y mi
farol solitario, v mis armas y mi trompeta. Que algún otro pobre imbécil lo
recoja, si quiere, y que le maten mientras cumple con su deber.
De pronto vio el rostro del joven patrullero Jack Sullivan, y la mirada
peculiar de sus ojos: "Yo no soy más que un estúpido policía." Y luego se había
alejado de él.
—Un estúpido policía —murmuró Fred Carlson—. Un centinela en la noche.
Miró la cortina de nuevo.
—¿Adonde iremos para estar seguros? —preguntó—. Pronto no habrá
seguridad en el mundo para nadie.
—¡Centinela...!
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—¡No me llame eso! —gritó furioso—. ¡He terminado con ello, se lo aseguro!
Ya no soy su centinela.
Se puso en pie de un salto y se enfrentó con la silenciosa cortina con rabia
creciente.
—Usted no dice nada, ¿verdad? Usted es uno de ellos, ¿no? Llorando por
todos los criminales, ladrones y desplazados, lleno de amor por ellos.., ¿Qué le
importan las personas decentes, los niños pequeños, las mujeres indefensas,
los ciudadanos trabajadores? Dígame, ¿qué le importa?
Vio un botón junto a la cortina y lo golpeó con el puño, maldiciendo entre
dientes.
Las cortinas se corrieron silenciosamente y, a la luz que inundaba la
alcoba, vio al hombre que le había escuchado en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró retirándose.
Se sentó y se cubrió los ojos con las manos. Sintió la luz que rodeaba al
hombre. Sintió su silencioso reproche, y escuchó sus preguntas. Comprendió
después que había estado sentado mucho tiempo en el sillón, los ojos ocultos
y un débil temblor recorriendo todos sus nervios.
Al fin dejó caer las manos y él y el hombre se contemplaron en intenso
silencio.
Sé lo que realmente estás diciendo dijo el policía—. Me recuerdas que
tú jamás dejaste los muros y las puertas de la ciudad, y que nunca los
dejarás. Tú no entregarás a los hombres a sus tiranos y asesinos, dejándoles
sin esperanza. Tú patrullarás constantemente con tu luz, y nunca dormirás.
Tú harás sonar la alarma. Siempre estás haciendo sonar la alarma, ¿no?
"Supongo que no importa que en estos días las personas se rían de ti
también, y se burlen de tus centinelas en la noche. Tú sabes como yo que la
noche se acerca para todos nosotros. Y que alguien ha de estar vigilando para
guardar al pueblo...
"Alguien. Supongo que eso significa que también yo, ¿no es cierto?
Agitó la cabeza.
—Ahora recuerdo algo... Cuando dieron a elegir entre un criminal y tú, el
pueblo eligió al criminal. Siempre lo hacen, eso nunca falla. Pero tú se lo
perdonaste. Has estado vigilando a través de toda la noche, y estarás a
nuestro alcance cuando la noche llegue.
Fred Carlson se puso en pie y se acercó al hombre lentamente. Se arrodilló
ante él, se santiguó e inclinó la cabeza.
—Centinela —dijo—, no vas a estar solo. Yo voy a estar acompañándote,
seguro que sí. Patrullando en los muros y las puertas de la ciudad.
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ALMA SEGUNDA
EL SADUCEO
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ALMA SEGUNDA
—¿Es eso todo lo que puede decirme? —preguntó aquella mujer desolada.
"Y ¿qué es lo que quiere que le diga? —se preguntó el hombre a sí
mismo—. ¿Quiere un canto anticuado y sentimental en el que no creo, y que
resulta absurdo en estos días ilustrados y sofisticados? Yo no soy un párroco,
mi querida señora, lleno de consoladores tópicos y suaves aforismos. Soy un
profesor, un líder, un guía para mi congregación. ¿Acaso espera que la
tranquilice con alguna historia evangélica, o que invoque a algún dios tribal?
Los católicos no son los únicos que han ido a buscar el "aggionarmento".
Nosotros lo hemos estado procurando desde Lutero. La religión es ahora
intelectual y apela a los intelectuales y a la razón moderna.
El doctor Edwin Pfeiffer miró desde lo alto del último piso del lujoso
edificio de apartamentos y vio el suave cimbrearse de los árboles bajo el
viento primaveral. ¡Aquel maldito "santuario" allá abajo! Podía ver el tejado
rojo del edificio, blanco y alargado entre la masa de follaje y flores,
encantadores tulipanes rojos y macizos de dorada forsitia, y aquellos grupos
de lilas y capullos de jeringuilla. Recordó un antiguo y estúpido himno de su
infancia, en la iglesia donde su padre era ministro. ¡La religión de la
antigüedad! Vio a los fieles de su padre, hombres y mujeres sencillos, que
cantaban fervorosamente y de corazón, los hombres con sus ropas de domingo,
las mujeres con vestidos baratos de algodón, sombrerito y guantes. Amaban los
himnos algo tontos, apasionados y antiguos que apelaban a las emociones y no
a la mente, pero después de todo, eran personas emocionales que creían con
sencillez y aceptaban las cosas con sencillez y tenían un ¿total? temor del
diablo y de todas sus obras. El doctor Pfeiffer suspiró y sonrió. Sí, ellos
aceptaban todas las cosas, incluso su vida tan dura, con mansedumbre. Pero
sus hijos e hijas, gracias a Dios, creían en la perfección de la naturaleza del
hombre, y en una sociedad en transformación para adaptarse a las nuevas
necesidades y exigencias, con objeto de satisfacer el legítimo deseo del hombre
moderno de confort, satisfacción y algunos de los goces del mundo material
"¡Aquellas pobres personas que nada pedían, de los tiempos de su padre! No
tenían mucho en cuanto a placer y satisfacción mundanos, a excepción de su
religión que, aunque les enseñaba antiguos valores religiosos, también les
mantenía demasiado industriosos y demasiado dóciles ante las injusticias
sociales. I
De pronto le pareció ver sus rostros serenos, amables, fuertes y llenos de
paz. Una repentina inquietud le dominó. Se rascó la barbilla
pensativamente. ¿Por qué no veía rostros semejantes en su propia iglesia, en
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estos tiempos? ¿Por qué no los veía desde hacía años? Bien, los hombres
ahora eran más conscientes, más exigentes. ¿No era mejor así?
—¿Nada en absoluto? —insistió la mujer, sentada tras él en el largo sofá
de su elegante sala de estar.
Pero el doctor Pfeiffer no la oyó. La ética, la razón, la conducta civilizada.
Eso es lo que nosotros enseñamos ahora, y no el sentimentalismo ilógico de
del pasado. El hombre que avanza mental y espiritualmente hacia un estado
de supravirilidad, bajo la guía del maestro, un evolucionado supracristo.
Chardin. A él realmente le gustaba Chardin. Ahí había habido un sacerdote, un
auténtico místico, con una visión dé. mundo completo aquí en la tierra. Un
intelectual. Pero todos sus antiguos compañeros de sacerdocio estuvieron
firmemente en su contra, y la jerarquía no permitió que se publicaran sus
libros durante su vida. ¡Qué prejuicios, en verdad! ¡Y en esta época moderna!
¡Estatuas de yeso y corazones sangrantes! ¿No se daban cuenta de que...?
Oyó un débil sonido a sus espaldas y se volvió, absorto aún en sus
pensamientos. Habló con auténtica preocupación, sin advertir cuan
impotentes sonaban sus palabras:
—Mi querida Susan...
—No tiene nada que decirme —dijo ella, con el rostro escondido entre sus
manos—. Sólo palabras sin consuelo ni ayuda.
Quedó aterrado. Había hablado con ella más de una hora, como una
persona razonable e inteligente a otra, tratando de inspirarle fortaleza y
valor. La mujer se había limitado a mirarle con un ansia desesperada. ¿Qué es
lo que quería? En nombre de Dios, ¿qué quería? Hacía más de quince años que
conocía y trataba a Susan Goodwin y a su difunto marido Frederick. Era
miembro de su congregación (uno no hablaba de "parroquias" en estos
tiempos, como si fuera un vulgar pastor a cargo de una masa de cerriles
ovejas). Ella siempre le había parecido la auténtica representación de la mujer
moderna, controlada, cortés, educada, segura de sí misma, intelectual.
Conocía toda la historia del matrimonio Goodwin. Habían sido jóvenes
inteligentes y educados, aunque horriblemente pobres. Pero, hacía unos doce
años, Frederick había heredado de repente lo que incluso en estos tiempos
podía considerarse una fortuna de un pariente que apenas conocían. Dos años
después, a la edad de treinta y cuatro y treinta y dos años, respectivamente,
habían tenido su primer y único hijo tras una unión de diez años. ¿Cuántos
años tendría el chico ahora? Diez, naturalmente. Todavía no estaba
confirmado. Él había bautizado personalmente al niño, Charles Frederick
Goodwin. Un magnífico muchacho. Una pena lo del padre, que había muerto de
un ataque al corazón cinco años después. Ahora Susan sólo tenía al niño, al
que vivía consagrada. No era probable que se casara de nuevo. La muerte de
su esposo la había dejado muy alterada. Y a los cuarenta y dos años, aun
cuando se volviera a casar, no era probable que tuviese más hijos. Una
desgracia, una desgracia. Pero, después de todo, hay que tener coraje y fuerza
de carácter y no caer en el sentimentalismo llevado por la absoluta
desesperación, y no exigir jamás de un consejero espiritual lo que éste no
puede dar con toda honradez... pero ¿qué quería ella?
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—Sólo diez años —dijo Susan, tras sus manos apretadas contra el rostro,
contra los ojos—. Y ahora debe morir. Si no mañana mismo, como mucho
dentro de un año.
—No debemos abandonar toda esperanza —dijo el doctor Pfeiffer mirando
furtivamente su hermoso reloj—. Ya sabe que ahora están avanzando y
haciendo progresos en lo referente a la leucemia. Consiguen que los niños vivan
mucho más tiempo del que era posible hace años. Y tal vez en cualquier
momento se descubra el remedio efectivo. Siempre hay esperanza...
Pero Susan le cortó:
—Ha tenido tres transfusiones esta semana. Quizá ni vuelva a casa del
hospital.
Dejó caer las manos. Su rostro, un rostro generalmente compuesto y
sonriente, estaba dominado por el dolor y el sufrimiento, de modo que parecía
mucho mayor que su edad real. Su cabello castaño claro estaba desordenado,
como si se lo hubiera revuelto repetidamente con dedos nerviosos; su cuerpo
esbelto había adoptado un aire de decaimiento desde que diagnosticaron la
enfermedad del niño, hacía un mes. Pero sus ojos —y en cierto modo esto
animó al ministro— no tenían huellas de lágrimas. Detestaba las lágrimas in-
controladas ante el destino, ante los hechos inexorables. Eso quedaba para las
campesinas, para las mujeres poco civilizadas.
Fue junto a ella y se sentó a su lado gravemente. Un hombre alto y
erguido, con un magnífico traje secular, un rostro inteligente y alerta, agudos
ojos oscuros y pelo oscuro y ondulado. No se sentía demasiado ofendido
cuando oía decir a ciertos jóvenes irreverentes que parecía una estrella de cine.
Se sentía orgulloso de su voz sonora y de su buena presencia. Insistió:
—Susan, hay que enfrentarse a las cosas con valor, ya sabe. Hay algunas
cosas que no pueden... evitarse aunque lo queramos, por muy deseable que
ello sea. Fortaleza. Resignación...
—¿Resignación ante la muerte absurda e inútil de mi hijo? —sus ojos
azules le miraron ahora ardientes, con total angustia—. ¿Por qué tiene que
morir? ¿Por qué? ¿Por qué?
-—No lo sé —dijo el doctor Pfeiffer con genuina preocupación—. Son cosas
que suceden constantemente, irrazonables, inexplicables. Sólo podemos enfren-
tarnos a ellas como seres humanos, con valor, sin dejarnos dominar en ningún
momento por una desesperación irracional. Eso no es digno de la
humanidad. No pasa una hora sin que alguien grite... ¿por qué? ¿por qué?
Nosotros...
—Sí, ¿por qué? —insistió Susan.
—No lo sé —repitió, sintiendo aquella turbadora inquietud de nuevo, y
cierto resentimiento ante su insistencia infantil—. Pero uno debe ser realista.
—No lo sabe —dijo Susan, y sus ojos azules le miraban con amargura—. ¡Y
usted se dice ministro!
Se sintió ofendido, pero también lleno de piedad. Por primera vez deseó que
toda aquella jerga viniera a su mente y pudiera decirle con honradez: "Todo
obedece a la misteriosa voluntad de Dios. Sus caminos no son nuestros
caminos, y algún día lo entenderemos; si no aquí, más allá de la tumba.” Pero
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era un hombre honrado. Realmente no sabía más que los otros lo que había
más allá de la tumba, si es que había algo. La resurrección de Cristo,
naturalmente, era sólo simbólica. El espíritu de Cristo, naturalmente, había
sobrevivido a su muerte, y había persistido a través de los siglos y, era de
esperar, persistiría siempre. Lo mismo que el espíritu del hombre, el espíritu
razonable, civilizado, ilustrado, sobreviviría a través de sus hijos en todas las
generaciones futuras. Uno buscaba la inmortalidad a través de sus propios
hijos.
Mientras tanto, antes de la muerte, vivía una vida ordenada y razona-
blemente disciplinada con ciertos placeres legítimos, gozando en la simple
existencia y haciendo el menor daño posible a los demás. Era la herencia del
hombre lo que sobrevivía, la herencia de un ser histórico, su influencia en el
presente. ¿Qué más podía desear o pedir un ser intelectual?
Todo lo demás eran conjeturas, y en esta época científica ya no se vivía de
conjeturas.
No era la primera vez que viera desesperación y angustia en un rostro
humano. Siempre había ofrecido las mismas palabras de consuelo: valor,
fortaleza. El tiempo sana todas las heridas. La vida sigue. Día a día disminuirá
ese tormento, créanme. Es preciso seguir viviendo y soportando el dolor. Hay
que levantarse de nuevo, alzarse del lugar donde la angustia nos ha hecho
caer. Eso es lo que se espera del hombre. Y el futuro encierra para todos
nuevos consuelos, nuevos placeres... Esperen y verán.
Algunos, por supuesto, eran criaturas poco razonables. Dos hombres y una
mujer se habían suicidado el año anterior, todos de su congregación. No
habían tenido paciencia para esperar el efecto curativo del tiempo, de una vida
nueva. Nunca les había perdonado por ser tan emocionales y por haber
turbado así su existencia ordenada y su misma razón. Pero, naturalmente, los
pobres habían estado psicológicamente enfermos; por tanto, era preciso
compadecerlos. ¡Si hubieran aceptado su consejo y acudido en busca de
terapia a un psiquiatra, el cual les hubiera explicado que aquella angustia
terrible tenía sus raíces en alguna frustración de su infancia y que ellos debían
comprenderse a sí mismos y sus conflictos interiores para poder seguir adelante
con serenidad! Pero no habían aceptado su consejo en su enfermiza angustia,
en su auténtica locura. Se habían limitado a suicidarse. Triste. Un poco
molesto también, pero triste sin embargo. Confiaba en que Susan Goodwin no
fuera de esa clase. No, ella era una señora muy sensata.
Se aclaró la garganta:
—¿Puedo sugerirle algo, Susan? Usted conoce al doctor Snowberry, el
psiquiatra. Acuda a él en seguida. Yo le arreglaré una cita si quiere, es
miembro de mi congregación. Él le explicará que su... tristeza e incapacidad de
aceptación están arraigados en sus frustraciones anteriores, en la época en que
usted y Frederick eran muy pobres. O que, por el hecho de haber carecido de
muchos privilegios, usted se siente profundamente rebelde contra las
circunstancias y no quiere aceptarlas. Él...
—¿Un psiquiatra, cuando mi hijo se está muriendo? —la voz de Susan fue
casi un grito.
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—Lo sé, lo sé. Le parece muy duro, ¿verdad? Pero créame, Susan, yo sé de
lo que estoy hablando. La experiencia, ya sabe. Usted es todavía una mujer
joven y...
Ella le miró; sus ojos eran como hielo azul.
—Por favor, váyase, doctor Pfeiffer —dijo. Se estrujó las manos. Seguía sin
llorar—. Por favor, váyase.
Ahora sintió él cierta cólera. ¿Qué quería ella? Todo lo que le había dicho
durante una hora había sido recibido con hostilidad, con un desprecio deses-
perante... irrazonable en verdad.
Era como aquellas simples mujeres de la parroquia, no, de la congregación
de su padre. Deseaban respuestas sensibles para cosas que no tenían
respuesta. ¿No era así? Se puso en pie secamente.
—Visitaré a Charles en el hospital mañana, Susan.
—¡No! ¡No quiero que vaya! ¡Tampoco a él puede decirle más de lo que me
ha dicho a mí! ¿O es que va a decirle al pobre niño, doctor Pfeiffer, que sea va-
liente? ¿Que se enfrente con los hechos y acepte las cosas de modo civilizado?
¿También a él le dará una piedra en vez de pan?
¡Cómo se contagiaban los tópicos incluso entre personas modernas! En su
angustia no querían respuestas realistas, no querían que se les hablara valor.
Deseaban ser consolados...De nuevo aquella dolorosa inquietud y un renovado
resentimiento, dominaron al ministro. Hablaría de esto en su próximo
sermón. Sus sermones dominicales siempre se publicaban el lunes en el
periódico más importante de la ciudad, y eran muy admirados por su estilo,
su contenido intelectual y su serena comprensión. Algunos aparecían a
veces también en periódicos de otras ciudades.
—Es usted un fraude —dijo ahora Susan Goodwin—. Usted es un falso
pastor.
—¿Porque no quiero mentirle? ¡Susan!
Ella no volvió a hablarle. En realidad dejó la habitación. Inmediatamente
entró la doncella con su abrigo y sombrero. Se sintió muy ofendido. Lo
habían despedido como a un vendedor inoportuno. Salió de la casa al alegre y
brillante aire primaveral. Un hermoso día. Inspiró profundamente. ¿Por qué
a los hombres les resultaba imposible en ocasiones disfrutar del presente, de
lo que tenían a su alcance, de todo lo que un hombre poseía? Porque el
hombre siempre buscaba... ¿qué buscaba el hombre ansiosamente cuando la
calamidad le azotaba? Superstición. Mentiras. A la mayoría de los hombres
les resultaba imposible aceptar lo simbólico. Muy primitivo. La vida tenía
tantos encantos, tantos placeres inocentes, tantos medios de satisfacción, en
el trabajo y en la vida sencilla... Sin embargo, aun después de la Ilustración,
muchos corrían todavía esforzadamente tras nebulosas locuras, insus-
tanciales y míticas. "Yo no soy un médico brujo", se dijo el doctor Edwin
Pfeiffer, disfrutando del sol y del ambiente cálido y el aroma de la tierra que
parecía despertar. “Yo no tengo encantamiento, ni incienso. Mi deber como
ministro es predicar la disciplina, la virtud y el sentido común a mi
congregación, y la fortaleza. Todo lo demás se deja a..." Miró el gran arco
azul sobre el escándalo ensordecedor de la ciudad. ¿A qué? Por supuesto,
estaba lo desconocido, lo eternamente desconocido para el hombre.
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unas avenidas doradas del cielo presididas por un patriarca. Ahora no mira-
mos a un futuro sobrenatural, sino al mundo y la perfección del hombre, pues
esto es todo lo que podemos conocer y con seguridad es el objeto más noble de
la lucha del hombre.
Su voz se le volvía a él en sonoros ecos desde los muros de mármol, y se
sintió satisfecho con el sonido. Esperaba haber dejado bien clara la cuestión,
aunque dudaba que el idiota tras aquellas cortinas hubiera entendido una
sola palabra. Al menos debería sentirse condenadamente incómodo.
De nuevo se sintió furioso, ofendido y ultrajado por haber ido siquiera a
este lugar a enfrentarse con el clérigo iletrado de aquella habitación.
—¡He oído hablar mucho de usted! ¿Sabe lo que está haciendo? Dirige
equivocadamente al pueblo. Les engaña con promesas falsas de lo que no
existe, ni puede existir, ni jamás existió. Les habla de milagros, y hasta se
supone que usted los ha hecho. ¿Sabe lo que es blasfemia? Si lo sabe,
entonces debe comprender que es blasfemo además de santurrón. La vida
en sí es un milagro, no necesitamos nada más, y nunca hubo nada más.
Usted, probablemente, ha aprendido algo de psiquiatría y comprende la
medicina psicosomática hasta cierto punto. Mediante estas cosas sin duda con-
sigue dirigir al ignorante e ilógico y al histérico. Eso es inexcusable en estos
días. Tiene que poner fin a este engaño, a esta superstición, a este acudir y
animar el fondo más oscuro de la mente humana.
Se oía hablar con calor, y reflexionó en lo que había dicho con tanta
elocuencia. Entonces se le ocurrió que en alguna parte, en algún tiempo, los
hombres habían dicho esto mismo a... ¿quién? No podía recordarlo. Pero
sintió una extraña angustia en su pecho, una curiosa sensación de que
había traicionado... pero ¿a quién había traicionado y por qué esta extraña
sensación de algo familiar, algo acosador, una especie de recuerdo de algo que
había sucedido hacía mucho tiempo?
"¿No lo recuerdas?", preguntó aquella nueva voz. "¡Tienes que recordarlo!"
—En una época menos culta —siguió el doctor Pfeiffer, vagamente
temeroso de aquella voz interior y sintiéndose rechazado por ella— los hombres
como usted habrían sido arrojados de la comunidad religiosa. En días menos
ilustrados y más bárbaros, usted habría sido crucifi...
Algo le golpeó en el pecho como un puño gigante y él se apartó
involuntariamente del sillón. Pero no era hombre que dejara que la fantasía y
los temores extraños se apoderaran de él. Tras un momento continuó:
—Usted resulta absurdo en estos tiempos. Me disgusta llamar fraude a un
hombre, pero me temo que Usted lo es. Ahora le pido que deje este lugar y
que permita que lo cierren. Devuélvanos a nosotros a los que no tienen fe,
pues ahí es donde deben estar. Que vengan a nosotros si están
necesitados...
"¿Como Susan Goodwin?", preguntó la voz interior.
—No debe animarse al pueblo a tener necesidades atávicas —siguió el
ministro—, pero usted les anima con falsas esperanzas, más allá de la
realidad. Ahí está la locura. Los hombres ya no viven en una era simplicista;
ahora somos muy complejos en el mundo. Pero cuando se induce al
hombre a creer simple y literalmente... las cosas que sólo son simbólicas y
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—Sí, sí, su hijo único. Yo fui a consolarla, llamado por ella. Soy su
ministro, ella es miembro de mi congregación. ¿Qué podía decirle? Sólo la
verdad: que debía aceptar lo que no puede cambiarse, y seguir adelante con
su vida. Después de todo, éste es el siglo xx. Pero ella se puso... casi violenta.
Estaba amargada, ¡ella, una joven inteligente! Era increíble. Parecía pedirme
algo...
"¿Qué?", preguntó la voz.
—¡No lo sé! —exclamó—.O más bien debería de-
que era imposible que yo se lo diera, pues hubiera sido una hipocresía, y
absurdo. No podía decirle que es la voluntad de Dios y Él sabe lo que es
justo, lo que nos conviene, pues, ¿cómo podemos estar seguros de eso? ¿Quién
ha dicho alguna vez que fuera así?
“¿Quién?", repitió la voz como un eco.
Agitó la cabeza con impaciencia casi desesperada.
—Ella esperaba de mí piadosos tópicos, la seguridad de que su hijo no se
perdería para ella sino que le sería devuelto en algún cielo bucólico. Si yo le
dijera eso a una joven normalmente inteligente me sentiría avergonzado de mí
mismo, y más tarde ella podría incluso reírse de mis palabras. Soy un hombre
compasivo, pero me fue imposible mentirle y decirle cosas en las que no creo
personalmente. Supongo que ella deseaba un milagro... la plegaria, ya sabe,
que nos arrodilláramos juntos...
"¿Sí?", dijo aquella voz interrogadora y ridícula
en su interior. Agitó la cabeza una y otra vez.
¡Díos mío! —gritó—. ¡Ojalá pudiera haberle mentido! Lo deseo
honradamente. ¡Al menos eso le hubiera supuesto algún consuelo, por
pequeño que fuera, al pensar en la próxima muerte de su hijo único! Alguna
tontería piadosa, como mi padre podía exponer a la menor provocación. Como
por ejemplo...
Se detuvo, pues la voz interior parecía ser totalmente externa ahora.
—¿"Yo soy la resurrección y la vida"?
¿Qué era lo que había dicho Pablo de Tarso? Si Cristo, en realidad, no ha
resucitado, entonces nuestra fe es vana. El doctor Pfeiffer quedó anonadado.
¿Por qué tenia que acordarse de eso ahora? Había olvidado, movido a
compasión por Susan Goodwin, la razón de su visita a aquel lugar. Debía
recordarlo, dejar de imaginar tonterías. ¡Vaya, maldita sea, ya era como otro
de los peticionarios en este vergonzoso lugar! Dijo con firmeza:
—Me temo que me estoy apartando del tema. Creo que debería cerrar este
negocio, ya sabe, por el bien de todos nosotros.
"El gallo cantó tres veces."
No podía creerlo. Sus oídos estallaban con las terribles palabras. Sin
embargo, con seguridad que nadie más que él había hablado. Pero las
palabras de traición, de la más terrible traición, habían empezado a estallar en
su corazón, no sólo en sus oídos. Hipnotismo, pensó alocadamente,
autohipnotismo en este lugar condenadamente silencioso. Se movió paso a
paso, alejándose de la silenciosa cortina azul.
“¿Quién decís vosotros que soy?”
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ALMA TERCERA
EL AFLIGIDO
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ALMA TERCERA
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ser un reflejo del cielo!" Él había sonreído con indulgencia al oírla, pues no
había nada más que este mundo.
Y todo esto había comenzado apenas hacía tres meses. Alguien le había
traicionado, alguno de aquellos embusteros doctores...
"El alma lo sabe."
¡No existe el alma! —exclamó, dominado por el
terror y el sufrimiento.
Le sobrecogió un horrible pensamiento. ¿Sería posible que Agnes lo supiera
y no quisiera amargarle permitiéndole saber que no lo ignoraba? ¿Quería que
él creyera que no sabía el horror que la estaba matando? ¿Cómo explicar, si no,
tantas cosas que le habían desconcertado? ¿Que le mirara con piedad y
ternura? ¿Que su boca temblara con palabras reprimidas? ¿Y sus incesantes
sugerencias de la bondad de Dios, de la voluntad de Dios? ¿Y su ansiedad por
él? ¿Y su insistencia de que asistiera a misa con ella. (Él siempre se había
negado, aunque amablemente.) ¿Y los besos tímidos y repentinos, el modo de
abrazarse a él? ¿Y las manos en sus mejillas, acariciándole con urgencia,
como si estuviera tratando de comunicarle con su carne las palabras que no
se atrevía a decir?
—¡Oh, no! —gimió—. Puedo soportarlo casi todo
menos que Agnes lo sepa.
Si lo sabía, entonces era posible que ya sufriera intensos dolores y no se lo
hubiera dicho porque, claro, no quería angustiarle. ¡Qué sola debía sentirse...
si lo sabía! Y entonces le acometió el devastador pensamiento de que estaba
privando a Agnes de su último consuelo, de la total comunicación con su
marido, una larga y amorosa despedida, una esperanza final. Él sólo había
pensado en la terrible desolación de su propia vida cuando ella muriera, el
camino pedregoso, las horas, las semanas, los días sin luz, los años sin signi-
ficado que tendría que recorrer solo...
"Sólo pensabas en ti mismo."
"Sí —se dijo con la vieja angustia de siempre—. Ni siquiera fue el dolor de
Agnes el que me destrozaba cuando murió Pat. Sólo mi propio dolor." Sin
embargo, ella era la madre de Pat. Él había creído que la fortaleza de Agnes se
debía a la locura de la fe; había pensado que ella, Dios le perdonara, era
menos sensible que él. Cuando después su esposa hablaba de Pat
con cariño y serenidad, había pasado por momentos de furiosa amargura
creyendo que ella había amado a la niña menos que él, y había
experimentado cierto resentimiento. ¿Era posible que Agnes creyera realmente
que Pat estaba aún cerca de ellos, y segura con Dios, y que su marido
necesitaba el consuelo de su esposa y no sus lágrimas? Sí, era más que
posible. Era cierto. No lo dudaba, ni lo discutía ahora. Era muy cierto.
Entonces, le había privado de consuelo después de la muerte de Pat. Y la
estaba privando ahora del último consuelo de su vida con su silencio. ¿Qué
pensaría Agnes de él, un hombre sin fortaleza, sin fe, sin valor? Estaba
seguro de que ella no le despreciaba. Quería ayudarle como una madre
ayuda a su hijo. Pero era una mujer, y necesitaba a su marido.
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ALMA CUARTA
EL DESTERRADO
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ALMA CUARTA
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que yo viniera a esta ciudad. Creo que hay... un hombre... que escucha a la
gente, sus problemas, sus preocupaciones. A los desarraigados, también a los
que tienen miedo. Gentes que viven fuera de la religión organizada, algunos de
ellos. Muchos han venido a mí después de visitar el santuario." De nuevo había
vacilado. "Algunos habían estado a punto de suicidarse. Él... el que está ahí...
les había ayudado. Luego habían acudido a mí, o a otro clérigo." El sacerdote se
alejó.
El hombre que. escucha. ¿Quién escuchaba en estos tiempos, en estos
días ruidosos, satisfechos, prósperos, opulentos, dinámicos? Todo el
mundo hablaba ruidosamente, pero nadie escuchaba a nadie/ Paul
Winsor se sentía intrigado. Había seguido mirando hacia el santuario
hasta que llegó la hora del almuerzo. El hombre que escucha. ¿Un clérigo,
un doctor, un psiquiatra? Debe ser un tipo raro en realidad, si puede
dejar de hablar el tiempo suficiente para escuchar a alguien. Porque en
estos tiempos nadie escucha a nadie, sino a sí mismo.
Paul se había olvidado por completo del santuario cuando empezó el
almuerzo. Se había sentado a la derecha del presidente, un hombrecito
delgado, huesudo, con ojos fríos y acuosos, una boca viciosa, modales
impecables, mirada alerta, cabeza gris y voz aguda y penetrante. Un
caballero muy cortés en todos los aspectos. Paul era el orador del mes. Su
tema había sido "Los problemas del hombre de negocios en una economía
controlada". El presidente había dicho:
—Sí, eso es muy importante, teniendo en cuenta la burocracia de
Washington. Pero, y espero que no se sienta ofendida por ello, nos ha
decepcionado un poco su elección del tema, pues habíamos confiado en
que nos daría una charla sobre la intolerancia racial y los derechos
civiles. Desde su punto de vista, naturalmente.
Paul había fruncido el ceño:
—¿Mi punto de vista? Es un punto de vista humano, eso es todo, con
un amplio marco de opiniones diferentes. ¿Por qué mi punto de vista ha
de ser distinto del de los demás?
—Sí. Allí tengo mi fábrica, y allí vivo con mi familia —sintió que la
frente le ardía y se le ponía tensa—. Empleo tanta gente blanca como de
color, por supuesto. Y nunca he tenido problemas. Hasta hace muy poco.
Había mirado aquellos fríos ojos azules, y los fríos ojos azules le
habían devuelto la mirada, y fue como si unos luchadores se enfrentaran
en mortal combate.
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¡Sin duda que Dios habría mirado a un hipócrita con odio! Sí, Él les había
dicho con ira y repulsa: "Mentirosos, hipócritas". O al menos su padre se lo
había dicho, cuando les leía la Biblia a sus hijos cada noche.
Paul quedó ahora en pie ante las puertas de bronce del santuario.
—Hola, hipócrita —dijo—. Te conozco, a ti y a toda la especie de clérigos.
Me darás amor instantáneo y comprensión para acabar, como casi todo el
mundo, demostrando odio y animosidad. Me ofrecerás los mismos tópicos
antiguos y repugnantes, la misma vieja jerga liberal. No me mirarás como a
hombre, sino sólo como un problema. Y arrojarás tu aceite aromático sobre
mí hasta que...
Abrió de par en par la puerta. Un viejo con un bastón entre las manos era
el único presente en la sala de espera, un viejo con gafas oscuras, hundido en
la tristeza. La hermosa sala de espera resultaba fresca y acogedora, en
contraste con el cálido día otoñal del exterior. Paul se sentó a distancia del
viejo, pero éste le miró a través de sus gafas de sol. Paul se enderezó. Sabía
que era un hombre joven, alto, delgado, de buen aspecto, de rostro erudito
aunque fuera de hombre de negocios. Pero eso no contaba. Nunca contaba. El
viejo dijo:
—Espero que él pueda ayudarme. ¿Cree que lo hará? —su vieja voz
temblaba.
Paul quedó sorprendido. Esperaba una observación (siempre escuchaba
alguna observación), pero no aquella. Sintió un estallido de gratitud y
contestó:
—Espero que sí.
Hizo una pausa. Luego añadió:
—Por eso estoy yo aquí también —quedó sorprendido ante sus propias
palabras.
El viejo inclinó la cabeza.
—Todos tenemos nuestros problemas —dijo.
"Una observación carente de toda originalidad", pensó Paul.
—Ahora bien, mi problema —siguió el viejo— es que estoy casi ciego. Voy a
perder incluso la poca vista que me queda, según dicen los médicos. ¿Cómo po-
dré soportar el quedarme ciego?
"De modo —pensó Paul—, que ésta es la respues-ta. Ni siquiera me ve."
—Puede haber ceguera de la mente, aparte de la del cuerpo. ;Cuál es la
peor?
El viejo le sonrió amablemente.
—Ya comprendo. Puedo verle, ¿sabe? Aún no he perdido la vista del todo. Y
creo que sé por qué está aquí. No importa. No me parece justo interferir en los
problemas de los demás. Eso es lo que hace todo el mundo en estos tiempos.
No hay forma de que le dejen a uno solo.
Paul no era un hombre emocional. Había heredado una serena reticencia de
sus antepasados ingleses, una helada independencia, un cortés
distanciamiento. (Uno de sus antepasados había luchado con George
Washington, y fue más tarde Secretario del Tesoro.) Pero se sintió
profundamente conmovido ante las palabras del viejo. Ésa era la misma raíz
del problema. "En estos tiempos no le dejan a uno solo." Interferían, hundían
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sus dedos descarados en las úlceras más sensibles del espíritu que sufre todo
hombre; curioseaban y curioseaban, exigían, con insistencia grosera, que
uno les contara sus pensamientos más secretos. Se sentían insultados si
uno se reservaba las cosas para sí e insistía en su aislamiento. Todo el
mundo debía compartir en estos días. Había que exponer indecentemente toda
intimidad a los ojos más desvergonzados. Había que ser acogedor y
extrovertido. Especialmente si uno era como Paul Winsor.
El viejo seguía hablando:
—Verá, soy un artista. Yo creo, si se puede llamar así, modelos para
alfombras y tapices. ¿No es eso ser artista, en su opinión? Pero he ganado
mucho dinero, de modo que no tengo que preocuparme por verme en la
miseria y sometido a todos esos que tanto se ocupan en amar a todo el
mundo, los asistentes sociales. Lo que me molesta es que ya no podré ver el
color del mundo, ni sus formas. Cada mañana —confesó con hermosa
sinceridad— contemplo el amanecer. Una mañana vi surgir el sol, en invierno,
contra un cielo frío y oscuro. Una corona de fuego escarlata, una auténtica
corona, como la de Titán. Era... bueno, era la corona de Dios sobre la
completa oscuridad. Y, por primera vez en mi vida, dije al verlo: "¡Buenos días,
Padre!" No soy un hombre religioso. Sinceramente, soy agnóstico, siempre lo
fui. Pero algo me sucedió entonces, cuando vi aquella corona escarlata de
fuego. Creo que empecé a creer. Me sentí completamente feliz por primera vez
en toda mi larga vida. Y ahora, con toda seguridad, voy a quedar ciego y ya
no veré nada más.
Paul no recordaba la última vez que había sentido
acudir las lágrimas a sus ojos. Se alegró de que quizás
el viejo no las viera. ¿Qué podía decir? ¿Qué era su
problema comparado con éste, un hombre que amaba
el color y las formas y que jamás los vería de nuevo?
¿Qué podía decirle?
—Me avergüenzo de mí mismo -—fue lo único que se le ocurrió.
¡Qué cosa tan ridícula! Pero el viejo asintió gravemente:
—Supongo que todos podríamos decir eso, si fuéramos honestos.
Sonó una campana. El viejo empezó a levantarse.
luego vaciló. Paul acudió a él inmediatamente, le ayudó y le puso el bastón en
la mano.
—Gracias —dijo el otro—. Aunque no me gusta que me ayuden. Y supongo
que nunca me gustará.
—Miró a Paul con ojos agudos—. Ni a usted tampoco. Pero ¿qué importa?
Voy a entrar allí para preguntar a ese hombre cómo podré vivir cuando
quede ciego. ¿No cree que un hombre como yo debería elegir la hora de su
muerte en vez de aguardar sin esperanza?
Paul se había hecho la misma pregunta mil veces con amargura y cólera.
—No lo creo —dijo, sin embargo—. Si hay alguna razón en el universo,
entonces tenemos una razón para estar aquí.
"Embustero, hipócrita —se dijo a sí mismo—. Sólo estás echando sobre él el
mismo ungüento que han arrojado sobre ti."
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Pero nunca "pequeño". Sólo sus padres le habían llamado así en tono
cariñoso, o cuando le reñían, o cuando se impacientaban con él. "Pequeño".
Un niño pequeño es algo universal, que sufría dolor y ultraje. El ultraje. Eso
era peor que el sufrimiento. De cualquier modo siempre era peor que el
dolor, una ofensa a lo que uno realmente era.
—Mi problema —dijo Paul sintiéndose a la vez estúpido al hablar de aquel
modo formal— no es realmente nada comparado con el de ese viejo, el que
acaba de salir. Espero que pudiera consolarle.
Sintió una afirmación y una ternura. ¡Oh, aquella imaginación suya! Dejó
el respaldo del sillón, pasó ante él y se sentó. Colocó sus manos,
hermosamente formadas, sobre sus rodillas como si estuviera a punto de
dirigirse a su cámara de directores y, mientras tanto, evitara los ojos
divertidos de Kathleen.
—Verá —dijo con aire pedante, escuchando sus palabras mesuradas y
creyendo ver la mirada burlona de su esposa—, nadie me trata como
hombre estos días. En tiempos, algunos lo hicieron. Pero ya no. Ahora me
miran con odio, o con su infernal "amor". Yo creo que prefiero el odio. Al
menos es honrado, y en ocasiones puedo vencerlo. Cuando yo era más
joven y estaba en el colegio, mis profesores me trataban como a todos los
demás. Si fallaba en alguna prueba me reñían. Si pasaba otras, y a la cabeza
de la clase, me felicitaban. Estaba en el equipo de la escuela superior en
Georgia, en atletismo, y, si actuaba bien, pues de acuerdo, era bueno. Si
actuaba mal, entonces me maldecían en términos muy claros.
"Ahora todo ha cambiado. Voy al norte, y cualquier estúpida observación
que salga de mis labios —y yo no soy aficionado a las observaciones estúpidas,
puede creerme— es recibida como si fuera la Sagrada Escritura. Pero no es
eso lo que quería decirle.
Se detuvo, miró la cortina, sin advertir la profunda desesperación en sus
ojos.
—¡Soy un hombre! Es cierto que soy hombre de negocios y que tengo éxito.
¡Pero soy hombre por derecho propio! Eso es lo que se me niega en estos tiem-
pos. No soy sólo un hombre de negocios. Ésa es mi vocación, pero me
interesan además miles de cosas. Soy músico amateur, toco el piano, estudié
música entre otras cosas. Y mi esposa Kathleen tiene una hermosa voz. Ella
canta cuando yo toco. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puedo hacérselo entender?
Apretó las manos con fuerza, aquellos puños impotentes que tan a
menudo apretaba.
—Amo la escultura. Incluso he probado a esculpir en ocasiones. Amo la
arquitectura. Yo mismo diseñé nuestra casa en Georgia, aunque no soy
arquitecto. Amo los clásicos. Amo el arte antiguo y el teatro, especialmente la
tragedia —se detuvo—. Vengo de un pueblo trágico. La tragedia no es
intrínseca en nosotros, ¿sabe? Son los demás los que nos han hecho trágicos.
"No importa. Verá; yo viajo mucho. No se pueden conseguir vendedores
decentes en esta época de riqueza, así que realizo muchos viajes
personalmente. Conozco personas interesantes —hizo una mueca—. Pero ¿cree
que puedo hablar con ellos de música, de literatura, arte, ciencia, teatro,
ballet, los sucesos humanos, la historia? ¡No! ¡Maldita sea, no! Intento hablar
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ALMA QUINTA
SOLO UN MUCHACHO
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ALMA QUINTA
Tampoco era un precio tan alto por un divorcio. Después de todo él sólo era
un crío y Sally casi le había seducido para que se casara con ella. Era una
mujer madura y él prácticamente un adolescente.
Se abrió la puerta exterior y entró una jovencita con traje verde, una
muchachita encantadora, de apenas más de veinte años, si es que los tenía,
con una masa de magnífico cabello negro sobre sus hombros, un rostro pálido
y sonrosado y ojos negros grandes y hermosos. Johnnie Martin la miró con
intensa admiración. Una nena. Ahora bien, ésa sí que era un plato de su
gusto. La observó francamente cuando se sentó y cruzó delicadamente sus pies
y puso las manos enguantadas en blanco sobre su regazo. Esta chica hacía que
Sally pareciera tan vieja como su abuela. Podía percibir la frescura de su
juventud mirando aquellos labios jóvenes, llenos, redondos. Ahora bien, ¿qué
demonios habría hecho ir allí a esa chiquilla, una criatura como él mismo?
Quizá tenía un marido viejo e imbécil y también quería librarse de él. La
muchacha alzó los pálidos párpados y le vio admirándola. Le estudió. Después,
¡increíble!, su labio superior se alzó en desdeñoso gesto y, adelantándose hacia
la mesa, cogió una revista.
Johnnie quedó atónito. ¡Las chicas jamás le desdeñaban así! También se
sintió furioso. Entonces se puso deliberadamente en pie, se acercó a la
muchacha y se sentó junto a ella, que leía la revista. Inclinó la cabeza y
susurró:
—¿Qué está haciendo una muñeca como tú en esta casa de locos? No le
contestó por un par de segundos; luego dijo sin mirarle:
—Y usted, ¿qué hace aquí?
Sonrió.
—Busco consejo para librarme de una vieja.
—¿De tu madre? —preguntó ella, mirándole intensamente.
Se sintió complacido. Sonrió y sus blancos dientes brillaron
deslumbrantes, como él bien sabía. Había esperado esa pregunta.
—Créalo o no, de mi esposa —dijo, y aguardó su expresión de incredulidad.
Pero no fue así. En cambio, ella se limitó a estudiarle pensativamente.
—Es mucho mayor que yo —siguió él, con ligera petulancia en su hermosa
voz.
La muchacha sonrió. A Johnnie le resultó difícil digerir aquella sonrisa.
Era muy extraña.
—Sólo era un chiquillo cuando me casé con ella —dijo.
La habitación era fresca y agradable; empezó a relajarse y a pasarlo bien.
No observó, ni le preocupó, que los demás ocupantes de la habitación le
miraran con aburrido disgusto.
La muchacha sonrió de nuevo.
—¿Cuánto tiempo llevan casados?
Vaciló, y ella pudo advertir su vacilación.
—¿Con Sally? Tres años.
Los ojos negros, que habían parecido tan distantes y tristes cuando
entrara, comenzaron a sonreír. Su boca parecía ahora una cereza.
—¡Ah! ¿Pretende conseguir la anulación? ¿Por no ser mayor de edad?
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tontorrón, indigno. Era un género que ahora abundaba mucho, y ella siempre
los comparaba con Tom. Otoñales aniñados, perpetuos adolescentes, hombres
que se negaban a madurar. ¿Es que no se daba él cuenta de la edad que
tenía. Sea quien fuera Sally, supondría para ella todo un triunfo el librarse de
aquel marido. Esperaba que el hombre que escuchaba allí dentro aconsejara
a aquel idiota, que, más que ir corriera a toda prisa al tribunal de divorcio más
próximo por el bien de Sally. "¡Uf!", pensó, "¿cómo pudo la pobrecilla llegar a
casarse con él?"
Johnnie Martin no podía creer lo que veía: ¡los
ojos de aquella vieja vaca le miraban con franco desdén y disgusto! Sus labios
estaban entreabiertos y él pudo ver ahora cuan pequeños y blancos eran sus
dientes. Detestaba los dientes pequeños; en una mujer le gustaban los dientes
grandes, húmedos, brillantes. "Dientes de caballo", había dicho Sally en una
ocasión. También ella tenía los dientes muy blancos y pequeños, como ésta. Se
preguntó por qué no lo había observado antes de casarse con Sally. Tal detalle
debía haberle desilusionado desde el mismo principio. Nada había en Sally de
lo que a él le gustaba. No era alta, ni delgada, ni fascinadora, ni sexy, ni
siquiera bonita. Su cabello era sólo castaño, y sus ojos también. Tenía un
rostro sobrio y redondo, con un pequeño hoyuelo en la mejilla izquierda, y la
nariz chata. Había sido muy buena amiga de la madre de Johnnie, y él estaba
convencido de que había sido su madre la que consiguiera arreglar aquel
desastroso matrimonio... su madre, ahora muerta.
—Sally es una chica tan maravillosa —le había dicho en su lecho de
muerte—. Será lo más conveniente para los niños; para ellos será la madre que
nunca han tenido.
Echándole así en cara sus dos matrimonios anteriores, ¡como si hubieran
sido culpa suya! Él sólo era un chiquillo, y ellas le habían forzado
prácticamente a casarse. Sólo un adolescente cuando se casó por primera vez,
apenas veinticuatro años, apenas recién salido de la cuna, y el segundo
matrimonio a los veintiocho, todavía un jovencito, aún no mozalbete, ¿no es
eso lo que ahora llamaban los jueces a los chicos de su edad? Mozalbetes.
Algunos de ellos solicitaban Tribunales de Menores para que se ocuparan de
los chicos y chicas hasta la edad de treinta y un años; comprendían que,
después de todo, eran sólo chiquillos. Papá lo había comprendido muy bien;
su padre, tan bajito. Aun cuando su hijo le había sobrepasado ya en muchos
centímetros y estaba ya en segundo año de universidad, se ponía muy tieso y
alzando el rostro para mirar a su hijo a la cara y le decía riñendo a su esposa;
"Es sólo un crío, Ana, sólo un crío. ¿Qué otra cosa puedes llamarle? Sí, ¿qué
otra cosa? Pero su madre había sido como Sally. ¡Vaya pareja!"
Cuando se librara de Sally y pusiera las manos en todo aquel dinero,
entonces se compensaría realmente del tiempo perdido. Dos años en Hawai. Un
año. en Roma. Quizás una temporada p dos en el sur de Francia y un invierno
en París- Sonrió, y su corazón saltó con la dicha de la anticipación. Lo único
que se interponía entre él y los placeres necesarios a su juventud era Sally, y
ella le había prometido el divorcio si él iba a aquella casa de locos y hablaba
con el hombre que escuchaba. Bien, pues le escucharía. Y luego la libertad,
otra vez un muchacho libre de trabas,
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no sólo porque su voz era casi inaudible y por tanto la homilía resultaba una
pesadez., sino porque además era muy lento y detallista y
la misa no terminaba nunca. Johnnie había gruñido allá en lo más profundo
de su garganta. Por lo menos pasarían cuarenta y cinco minutos antes de que
pudiera salir de la iglesia. Bien, al menos tenía un pequeño cojín de piel para
arrodillarse, no el suelo de piedra de los pasillos y el vestíbulo.
El sol de agosto entraba a raudales por las altas vidrieras del fondo y los
lados. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, pero el aire era
sofocante allí y olía a incienso, a piedra y a cera. El padre Houlihan se volvió,
alzó y extendió las manos. Sus vestiduras blancas y magníficas colgaban sobre
su delgado cuerpo.
—Dominus vobiscum —gritó.
—Et cum spiritu tuo —respondió debidamente el pueblo.
Algunos niños lloraban por el sofocante calor. Johnnie cerró los ojos.
Odiaba las duras y agudas voces de los niños, especialmente las voces de los
suyos. De pronto oyó un gozoso gorgoteo infantil, una risita. Volvió la cabeza
hacia la izquierda. Ocupaba el último asiento. El pasillo estaba abarrotado
de gente. Junto a él, tan cerca que casi podía tocarle, había un jovencito
esbelto, de apenas más de veinte años, vestido con ropas bastante pobres y con
pesadas botas de trabajador. Llevaba una camisa blanca muy almidonada y
una corbata de color azul oscuro. No era muy alto, y sus ropas, mal
cortadas, le sentaban como si hubieran sido confeccionadas para alguien
mucho mayor. Tenía el pelo rubio, muy abundante, y un perfil infantil. Parecía
un monaguillo. Tenía en brazos a un niñito de menos de dos años, un
chiquillo sonrosado de alegres ojos azules. Era el niño que había soltado
aquella risita feliz e inocente. Ahora le tiraba de la oreja a su padre y de pronto
exclamó gozoso: "¡Papá! ¡Papá!", y besó al joven que lo tenía en brazos.
Éste enrojeció un poco, trató de erguirse, luego
miró el rostro de su hijito y sus ojos se suavizaron, brillando de orgullo y
amor. Johnnie se sintió atraído por aquel orillo, que daba a un perfil vulgar
cierta luz santa, tierna. Aquel muchacho ordinario, poco distinguido, parecía
envuelto en un airé de exultación. Johnnie jamás había sido piadoso o
reverente, ni siquiera de niño, los santos le habían aburrido, nunca había ad-
mirado las imágenes, ni se había unido fervorosamente a las plegarias. Su
imaginación jamás había sido extraordinaria. Sin embargo, al mirar a aquel
joven trabajador, con sus ropas limpias y vulgares y su hijo en brazos, había
pensado atónito: "¿Por qué todos los cuadros y estatuas que he visto sólo
muestran mujeres con niños en los brazos? ¿Por qué no un padre joven, como
éste, con su hijito? Pues... ¡hay algo heroico en todo esto, algo bueno, noble,
algo básicamente hermoso! Algo conmovedor, algo insoportable".
Se sintió conmovido por el mismo hecho de sentirse conmovido. Cuando las
lágrimas acudieron a sus ojos sé dijo que realmente era muy bueno, ya que
tan fácilmente se sentía conmovido por la belleza. Sin embargo, a pesar de ello,
a despecho de su orgullo, pudo sentirse honestamente emocionado y un poco
triste y humilde. Se había olvidado de aquel joven trabajador y de su hijito en
cuanto el sacerdote anunciara el fin de la misa, y no había vuelto a pensar en
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Luego pensé: "Bueno, ¡qué diablos!, siempre me puedo divorciar después." Así
que me casé con ella. Para darle un nombre al crío, ¿sabe? Aunque no es que
me importara mucho.
De nuevo, con repentina claridad, creyó ver al joven padre de la iglesia, con
el niño en sus delgados brazos y la brillante mirada, mezcla de amor y gozo
en su rostro.
"Un padre y su hijo."
—Ésa es culpa del pobre chico —dijo Johnnie en respuesta.
Pero la curiosa tristeza, que parecía encerrar una sensación de
insoportable pérdida, le cubrió de nuevo como unas alas oscuras.
—Nos casamos en el ayuntamiento. Yo pensé, con toda justicia, que mamá
debía saberlo, y vinimos aquí en nuestra luna de miel, aunque, para
entonces, yo ya estaba más que harto de Debra. Para mamá fue todo un
shock. Ella es del tipo de gente de granja, anticuada, ¿sabe? Fácil me
resultaba ver lo que pensaba de Debra, y en cierto modo sabía que tenía razón.
Pareció curarse de su extraña enfermedad mental durante algún tiempo,
aunque volvió a recaer cuando insistió en que nos casásemos ante un
sacerdote. Debra se negó, y yo también. Pero no podía decir claramente a
mamá que me proponía divorciarme de Debra en cuanto pudiera. Ella ya
juzgaba bastante escandaloso que no estuviéramos "válidamente" casados.
Dijo que yo estaba excomulgado, y no se le ocurrió otra cosa que llamar a los
sacerdotes, los cuales me dijeron lo mismo. Aquello era insoportable. Además,
¿a quién le importaba?
"Bien, Debra pidió doscientos mil dólares para devolverme la libertad. La
envié a Reno en cuanto nació el niño, que quedó al cuidado de mamá. Entonces
ésta me preguntó cuánto dinero me quedaba. ¡No podía creerlo! ¡Sólo me
quedaban doscientos mil dólares... de todo aquel dinero! Y lo peor era que
había una cláusula en el testamento de papá que decía que, a partir de su
muerte, todos los derechos de su invento se habían de guardar en depósito
para sus nietos. Mamá y yo no podíamos tocarlos. Él había pensado que, con
lo que nos había dejado limpio, bastaría para nosotros... para mí. Estaba
equivocado. ¿Cuánto pueden durar seiscientos mil dólares en estos tiempos?
Nada. Mi parte era de seiscientos mil, y la de mamá también.
"Ella no comprendía lo aprisa que se va el dinero en esta generación. Se
puso pesadísima. ¿Cómo podía haberme gastado ya medio millón de dólares, y
tan aprisa? Muy fácil, le dije. Viviendo bien, como papá me había enseñado.
¡No viví como un maestro en su año sabático en Europa, puede estar seguro!
Y las mujeres cuestan dinero, y los coches y apartamentos
también, y la buena ropa, y el ingreso en clubs decentes. ¿Qué quería ella que
hiciera?
"¡Quería que yo me estableciera e hiciera algo! Figúrese, yo, sólo con
veintiséis años, sólo un muchacho, y ella insistiendo en que fuera un viejo como
mi padre. Le había dado a Debra doscientos mil, le recordé, y aún quedaban
doscientos mil más, y me gastaría el resto. ¿No era mío? Mamá dijo que, por
el bien del niño tenía que hacerme un hombre. ¡A mi edad! ¡Con toda mi
juventud por delante! Quería que volviera a una buena universidad y
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vivir en su casa, con ella y los críos —¡y vaya una casa ruidosa!— o ponerme
a trabajar. En realidad intentó conseguir que fuera a una "auténtica
universidad", según la llamaba. Jamás en mi vida había querido que yo
disfrutara y me viera libre de cuidados, como papá se había propuesto. ¡Oh,
sí!, me dio dinero para mis ropas. Yo le dije que me dejara ir, que me diera
algo de dinero y que más tarde, al cabo de unos años, me establecería para
siempre. Pero ella era como un muro de piedra, sumida en su enfermedad
mental. Me fui a los abogados y hablé de recluirla y de que me dieran poderes
para manejar sus asuntos, pero ellos se me rieron en la cara! Así que estaba
harto. No es justo. La vida nunca fue justa conmigo.
"Ni conmigo."
—¡Eh! Ahora sí que le oí, ¿no? —se sentía muy excitado—. ¿Comprende
entonces que esté harto?
"Sí. El mundo está harto de ti también."
—¡Espere un momento, espere un momento! —dijo Johnnie, herido e
indignado—. ¡Si ni siquiera me conoce!
Pero el hombre guardaba silencio.
"Lo oí, ¿no?", se preguntó Johnnie. ¿O es sólo cosa de este lugar
condenadamente silencioso, sin nada a que mirar, ni nada que oír más que
tu propia voz y tus propios pensamientos? Encerrado conmigo mismo... Me
está dando claustrofobia. Me está haciendo ver y oír cosas..." El corazón
empezó a latirle violentamente, como si estuviera a punto de presenciar una
terrible revelación que no podía soportar ni imaginar siquiera. A fin de
retrasarla, pues tanto temor sentía, siguió hablando a toda prisa.
—Mamá tenía una amiga; la había conocido toda la vida. Y esa amiga
tenía una hija, Sally, mayor que yo. Bueno, un año mayor, pero treinta y
cuatro años es mucho para una mujer. Cuando esa amiga murió, mamá invitó
a Sally a que fuera a vivir con ella y le ayudara con los niños... mis hijos.
¡Santo cielo!, estábamos abarrotados en aquella casita, ¡la pequeña casa que
mamá comprara después de morir papá! Vendió nuestra antigua y maravillosa
casa. Demasiado cara, decía. ¡Ja! Mamá empezó a decaer de modo alarmante
poco después que Sally se viniera con nosotros. Me llamó a su dormitorio una
noche y me dijo que se moría. Le sugerí llevarla a un sanatorio para enfermos
mentales; si conseguía meterla allí, lo habría arreglado todo. Tendría
poderes y podría coger al fin todo aquel dinero que era realmente mío.
Pero ella me sonrió de modo desagradable, enfermizo en verdad. Y me dijo
que me iba a dejar exactamente veinte mil dólares, y el resto a Sally.
Esperaba un sonido de incredulidad del hombre tras la cortina. Pero sólo
le respondió la serena y fresca quietud del muro y el suelo de mármol.
—Acudí entonces a otros abogados y les conté toda la historia y ellos
dijeron que podía impugnar el testamento si quería, pero que los abogados de
Sally lucharían conmigo y tendrían muy buenos argumentos a su favor.
Después de todo, dijeron, yo había derrochado el dinero que papá me dejara, y
podrían presentar eso en mi contra. ¡Diablos! También dijeron que yo no
contribuía en nada al sostén de mis... de los críos. Todo eso ocurrió después
que mamá muriera, ¿sabe? Murió un mes después de haberme dicho aquello
tan insultante, lo que había hecho con su testamento. Los críos tenían el fondo
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Caminó firmemente por el sendero hacía su esposa, con pasos rápidos pero
controlados. Ella se detuvo a esperarle. John Martin le cogió las manos.
Hola Sally dijo, y sonrió . Vamos a casa con los niños.
En el femenino rostro brilló un nuevo gozo. Él vio sus ojos húmedos, la
boca temblorosa. Sin importarle la gente sentada a la sombra, en los bancos
de mármol, se inclinó hacía ella y la besó.
Vámonos a casa repitió.
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ALMA SEXTA
EL JUBILADO
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ALMA SEXTA
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quiere pagar en el caso de los... bueno, de los viejos. Y luego están los
formularios del gobierno, que exigen...
—¡Ya está bien de tanto maldito gobierno! —había exclamado Bernard,
asombrado de sí mismo, pues siempre había pensado que, en estos tiempos, a
todos les resultaba consolador el saber que el gobierno se cuidaba de sus
intereses—. Quizá si no tuviéramos la Seguridad Social y todos los planes de
pensión, y beneficios extra, la mayoría de los que estamos aquí tendríamos un
empleo y seríamos útiles al mundo, y no una basura que se echa a un lado.
Peor aún; somos una carga para los jóvenes maridos y padres que tienen que
pagar nuestros cheques de Seguridad Social en forma de impuestos.
—Ustedes mismos pagaron por la Seguridad Social —le informó la chica
pacientemente.
—No, en absoluto. Un día me entretuve en sumarlo todo. Supongo que voy
a recobrar lo que pagué en unos seis años. Y ¿quién paga el resto? Los
jóvenes, y yo pienso que es una maldita injusticia.
Su rostro firme y lleno enrojeció ante su nueva indignación. La muchacha
sonrió amablemente:
—Bueno, sus hijos pagarán así por ellos también.
—Y ¿por qué han de hacerlo? ¿Por qué una generación ha de ser mantenida
por otra? Mientras podamos movernos y tener alientos deberíamos mantener-
nos a nosotros mismos, y no esperar que los jóvenes nos carguen sobre sus
hombros.
Un clamor de ultraje de la mayoría de los viejos había ahogado su voz. Uno
de ellos dijo:
—¡Yo también trabajé mucho tiempo y luego me retiré, y ahora cojo mis
buenos cheques y me voy corriendo al banco a cambiarlos! Y ¿por qué no
había de hacerlo? ¿No lo merezco?
—No —dijo Bernard—, claro que no. No merecemos nada que no hayamos
ganado.
—Yo creé una familia —dijo otro viejo—. ¿No es eso hacer algo por mi país?
—Sí, y por eso sus hijos deberían mantenerle, en vez de permitir que lo
hagan los hijos de otros. ¿Es que ellos no han oído hablar del cuarto
mandamiento?
La asistenta social les había interrumpido amablemente, pues, para ese
momento, ya muchos viejos estaban demasiado acalorados y agitados.
—En estos tiempos —añadió— todos nos preocupamos por todos. ¿No es
así mucho mejor?
—No es eso lo que me enseñaron cuando yo era joven —insistió Bernard—.
A mí me enseñaron que cada uno había de sostenerse sobre su propio trasero.
Que no había de ser nunca una carga para nadie. ¿Sabe lo que voy a hacer
mañana? ¡Voy a irme a la oficina de la Seguridad Social y voy a decirles lo que
pueden hacer con sus malditos cheques, y que no me los envíen!
Únicamente lo que yo pagué en realidad.
—Pero es que usted es un hombre afortunado, Mr. Carstairs, muy
afortunado —dijo la joven con tristeza. Parecía haber cierto reproche en su voz
por el hecho de que él fuera afortunado, como si hubiera cometido algún
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crimen contra la sociedad y por ello debiera sentirse culpable—. Aquí hay otros
que no tienen nada más que su cheque de la Seguridad Social.
—Y ¿por qué no? —preguntó él descaradamente—. ¿Por qué no ahorraron
un poco? Yo ahorré un dólar a la semana a veces, y eso era todo lo que podía
permitirme cuando era joven, pero ¡por Dios que ahorré! Seguro, tuvimos
nuestras enfermedades, es decir, mi mujer las tuvo. Pero yo me las arreglé para
pagarlas, y encima ahorrar dinero. Era muy poco al principio, luego fue más.
Nunca gané mucho dinero, pero ingresé lo que pude en anualidades, y ahora
las he cobrado, y he pagado más del veinte por ciento de mi fondo de
pensión, y quizá deje de cobrar eso también cuando haya recobrado el dinero
que pagué. Después de todo un hombre ha de sentir respeto por sí mismo, y
no puede sentirlo si permite que alguien le mantenga en la ancianidad. Es
uno mismo el que ha de preocuparse de eso. Cuando uno es joven no debería
tener más hijos de los que puede mantener, de modo que consiga ahorrar
dinero durante sus días de trabajo. Mis propios padres jamás me pidieron un
céntimo. No lo necesitaban. Habían ahorrado su dinero.
Definitivamente a la joven le disgustaba Bernard para este momento, así
como a la mayoría de los jubilados.
—Mr. Carstairs —dijo con reproche—, sus padres vivían en una época
muy sencilla, cuando la gente no tenía tantas exigencias y necesidades,
necesidades legítimamente sentidas, y no había impuestos.
—Exactamente —dijo Bernard—. ¡No había impuestos! Ése es todo el
problema. Los impuestos. Y la gente que exige más de lo que vale, más de lo que
ellos pagaron.
Ahora había caído completamente en desgracia ante la joven. Ésta
apartó los ojos de él como si hubiera pronunciado una blasfemia contra la
naturaleza y la sociedad. Y contra el gobierno. Se lanzó contra él con briosa
malicia:
—Y ¿quién es usted, Mr. Carstairs, para decir lo que vale una persona?
—Todo lo que yo sé es lo que me enseñaron. ¿Oyó hablar alguna vez de la
cigarra y la hormiga? La hormiga trabajó todo el verano, preparándose
comida, pero la cigarra cantó y bailó constantemente y, cuando llegó el
invierno nada tenía. Y se quejó, ¡ya lo creo que se quejó! Y ¿cuál fue la
respuesta que Dios le dio: "Mira la hormiga, perezosa, trata de imitarla." No
hubo simpatía para los que no hicieron planes por sí mismos para el futuro.
La joven tosió delicadamente.
—Espero que esta discusión no va a caer en una controversia religiosa.
Bernard se sentía agradablemente consciente de la vida, que ahora latía
en su cuerpo.
—Y ¿por qué no? ¿Por qué todo el mundo evita aquí discutir de religión?
¿Es que tienen miedo de que les haga pensar en lo que les espera a la vuelta de
la esquina? La muerte, sí señor.
Ésa fue la peor obscenidad de todas. Los viejos temblaron. La chica quedó
muda. Los ojos de Bernard eran un puro brillo azulado. Miró lentamente en
torno a la cálida habitación y vio los rostros decaídos.
—La muerte —repitió—. Eso es lo que todos esperan, eso es lo que todos
temen. Y ¿para qué quieren vivir, después de todo? Son inútiles, no tienen
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esperanza. Prefieren tener este Centro y sus ridículas tiendecitas de hobby que
enfrentarse con la vida, ¿no es verdad? Quizás ese sea su problema, que
nunca se enfrentaron a la vida en absoluto, ni cuando eran jóvenes.
Como era un hombre terco y resuelto se quedó
todo el día observando y haciéndose comentarios a sí mismo. Muy pocos le
hablaron después de su anacrónico estallido. La joven le había llamado
"anacronismo", lo cual, en su vocabulario, significaba cualquiera con respeto
por sí mismo.
—Sí, ciertamente es una virtud anticuada —había aceptado él.
Pero su aceptación no logró convencer a la joven. Ésta insistió:
—En estos tiempos somos independientes, mís-ter Carstairs —pero no
pudo refutarle más que un desdén silencioso cuando él había comentado:
—Y ¿por qué? Yo no estoy en contra de la caridad. Los que son demasiado
viejos para trabajar, y no tienen dinero, los arruinados, los ciegos, los
enfermos, deben ser atendidos por la caridad particular, como lo fueron
siempre, y no ser una carga para la actual generación. Últimamente he leído
muchas noticias de jóvenes delincuentes que atacan a los viejos en las calles
y les llaman inútiles y quizá ahí tengan una queja legítima.
Esto aún le había rebajado más ante sus ojos. Finalmente la chica había
dicho:
—Entonces usted juzga la delincuencia juvenil una protesta adecuada,
Mr. Carstairs...
Él había sonreído.
—Quizá. Quizá debiéramos leer esas pancartas que pasean ante
nosotros... y tratar de descubrir lo que realmente están tratando de decir.
Hacia el fin del día se sentía completamente desesperado en cuanto a sí
mismo y a los demás. Ahora volvía hacia su casa. ¿Qué hallaría allí? La
querida Kitty, naturalmente, con sus libros de cuentas, ya que era presidenta
de tantos clubs; la televisión, quizá las últimas noticias. Tal vez hasta la
última película de todas (estos días no dormía demasiado bien). Y luego la
cama. Y luego mañana. ¿Para qué? "Ya no formo parte de la humanidad", se
dijo mientras la fría y acerada tormenta de nieve le cortaba la cara. "Soy un
auténtico anacronismo, y no de la especie que decía esa chica. No soy de
utilidad a nadie. Si me muriera mañana, Kitty no tendría que preocuparse
económicamente. Y tiene muchos amigos, y actividades, aunque yo crea que la
mayoría de esas actividades sólo son pérdida de tiempo. Lloraría por mí, y
luego me olvidaría. ¿No es eso todo lo que merezco? No me necesita. Nadie me
necesita. Y ésa es la horrible respuesta a toda esa seguridad. Que nadie nos
necesite. Que nadie dependa de uno."
La tormenta era realmente espantosa. Él siempre había controlado bien su
respiración. Ahora boqueaba. Se detuvo un momento en la calle vacía para
recuperar el aliento. Miró en torno, envuelto en su buen abrigo de Montenac.
Vio unos senderos de grava muy bien cuidados que llevaban a lo que la gente
cínica o piadosamente llamaba santuario. Sabía todo lo referente a él, y le
dejaba indiferente. Un clérigo allí arriba, o un estúpido asistente social, o un
psiquiatra de aire grave, repartiendo consejos baratos a los preocupados,
desesperados e inadaptados. Era un lugar muy bonito en verano. Después de
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"Aquello de que les hemos privado", pensó Bernard Carstairs. "El derecho a
hacer algo honradamente por ellos mismos. Hemos sanitizado toda la comida
que coman, y les damos papel en vez del pan de la vida. Les damos formas
de gobierno que les garantizan la supervivencia en el mundo estéril que
hicimos para ellos. No es de extrañar que protesten, aun sin saber
exactamente contra qué. Quieren vivir y tener aventuras. Les privamos de la
aventura... con unos ingresos garantizados. Ellos no han tenido insegurida-
des, ni lucha, ni esperanza, ni victoria. Como tampoco yo la tuve nunca. ¡Oh!,
vivimos más tiempo porque hemos matado todos los gérmenes. Pero ¿es que
acaso la vida hoy en día sólo es cosa de longevidad?"
Se encontró subiendo por el sendero de grava hasta el blanco edificio
cuyo tejado rojo estaba ahora cubierto de nieve helada. Empezó a apresurar el
paso. ¡El hombre que escuchaba allí tendría que oír ahora, por variar, lo que
tenía que decir un jubilado! Y que
le sentara como le sentara. También los jubilados habían sido traicionados,
no sólo los jóvenes.
No había nadie en la sala de espera, pues ya era de noche y todos los
ciudadanos se hallaban tomando una insípida cena y corriendo a ver ia
televisión que tampoco les ofrecería autenticidad alguna. Apenas había cerrado
la puerta tras él cuando Bernard oyó una campana. ¡Cuánta eficiencia, como
en el mundo exterior! Tocaban una campana en el momento en que se abría
la puerta principal. Se quitó el abrigo, cubierto de nieve, y sacudió el
sombrero. La campana sonó de nuevo.
—De acuerdo, ya voy —dijo con impaciencia—. Aunque sólo Dios sabe por
qué.
El hombre que escuchaba allí dentro estaría probablemente ansioso de irse
a casa también en esta desagradable noche invernal para tomarse una cena
sin sabor alguno, mirar la televisión, escuchar las últimas noticias e irse luego
a la cama... para enfrentarse con otro día igualmente carente de significado.
Otro día sin nada personal en él. "Lo mismo que yo", se dijo Bernard
abriendo de golpe la otra puerta y entrando en la habitación del fondo con
sus cortinas azules sobre la oculta alcoba y el solitario sillón de mármol con
los almohadones azules. Se sentó en él y se dio cuenta de su nuevo y agotador
cansancio. Contempló la alcoba.
—He estado pensando todo el día —dijo secamente, sin saludar al hombre
que aguardaba para oírle—. Lo he pasado en el Centro de Jubilados. Un
cementerio vivo. Todo muy limpio, muy acogedor y pacífico, como una hermosa
tumba. Los cadáveres vivos se sientan en grupo y hablan del pasado como si
ya no hubiera futuro para ellos. De todas formas, ¡que me condene si lo hay!
Pero yo... ¡yo quiero un futuro! Yo no quiero aguardar la muerte como una
oveja ante el matarife. Hasta una oveja es más importante por-
que luego se la comen. Yo no soy comida para nadie, y menos para mí mismo.
El hombre no contestó. Había mucho silencio y paz allí, y una gran
serenidad. No había prisa, ni sonido de apresurados pasos que no iban a
ninguna parte. Decían que el hombre que allí escuchaba tenía todo el tiempo
del mundo.
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decía: "¿Qué hay de malo en un trabajo honrado? Es algo que se puede ver."
Pero mi madre, con un gesto de desdén, me obligaba a volver a la casa y
estudiar. Yo no quería estudiar. Jamás fui demasiado inteligente. Fui a la
escuela comercial después de la secundaria, y aprendí teneduría de libros. Lo
odiaba. ¡Dios mío, jamás supe hasta ahora cuánto lo odiaba!
"¿Sabe? Yo creo que las mujeres tienen demasiado que decir en estos
tiempos... y en los míos también, sobre el futuro de sus hijos. Quieren que
todas las cosas sean "fáciles" para sus hijos, y que jamás se
ensucien las manos. No piensan en el trabajo del mundo. Sólo piensan en el
papel.
"Demasiados viejos de los que vi hoy tuvieron madres como la mía,
mujercitas pretenciosas que creen saber lo que es mejor para sus hijos. Por
eso todos los artículos que compramos en estos días, incluso en las mejores
tiendas, son mecánicos y carecen de personalidad. Nadie se siente orgulloso ya
del trabajo. Por tanto muchos nos vimos condenados a los escritorios, las
oficinas y los archivos, y a cubículos de aire acondicionado, y jamás se nos
dejó salir al aire libre. Sí, incluso en mi tiempo, cuando yo era joven... la gente
empezaba ya a pensar que el trabajo manual era algo vergonzoso.
"Incluso las fábricas de hoy en día, y las grandes tiendas, están
despersonalizadas. Quizá tenía que ser así. No lo sé. Todo el mundo habla tan
sólo del producto nacional bruto y no del terrible producto de las mentes de los
hombres cuando éstos se hallan privados de personalidad. Jamás piensan en
los viejos-jóvenes enviados a los Centros de Jubilados. A esperar la muerte.
Sintió el cansancio en él, cansancio de la mente, o de su sano cuerpo.
—¿Por qué no existe alguna salida decente para aquellos de nosotros que
queramos trabajar? ¿Por qué no olvida el gobierno sus formularios y planes
de pensión y beneficios marginales? ¿Por qué no nos dejan trabajar hasta que
fallemos en nuestro trabajo? ¡A esto le llaman bienestar social! ¡A esto le
llaman una vejez decente y protegida! Bien, hay millones de nosotros que no
deseamos tal cosa. Queremos trabajar en algo de lo que podamos sentirnos
orgullosos, aunque sólo sea un trabajo manual, ser carpintero, o albañil, o
plomero. Necesitamos ser útiles, no parásitos.
Sintió deseos de llorar.
—Yo quería ser carpintero, como mi padre —insistió—. ¿Qué hay de
vergonzoso en ello? ¿No fue Cristo carpintero, y trabajaba con José, su padre
adoptivo? ¿Acaso Él se avergonzaba del trabajo honrado? No. Eligió sus
discípulos entre los carpinteros y pescadores. Y ellos salieron al mundo sin el
beneficio de la Seguridad Social, ni pensiones aseguradas, y predicaron al
mundo y trabajaron con sus manos, y vivieron hasta ser muy viejos, llenos de
años, como solían decir los predicadores, y llenos de honores. Trabajaron
hasta el día en que murieron y fueron a todas partes a pie... viejos, no
basura. Nadie les envió a los Centros de Jubilados, ni les dijo: "Se han ganado
el derecho a vivir de la caridad el resto de su vida, y a cobrar cheques." Nadie
se ha ganado el derecho a dejar la cosecha.
De nuevo golpeó el brazo del sillón con el puño.
—¡No estoy dispuesto a morir! Quiero seguir en la cosecha también. Quiero
ser útil. Necesito que otros me necesiten. Necesito que la gente diga: "Esto es lo
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que Bernie Carstairs hizo por mí." Quiero volver a casa después de un
honrado día de trabajo realizado entre personas honradas, y no oficinistas.
Quiero lavarme las manos y verlas libres de una sana suciedad. Quiero...
sudar. Quiero ser útil.
"Pero se me niega todo. Nos tratan como niños, niños seniles, ¡cuando
estamos llenos de salud y vida! Nos acarician, nos miman y nos privan del
poco respeto propio que nos queda. Nos hablan como a tontos. Me asquea
hasta lo más profundo de mi ser. ¿Por qué nos retiran cuando aún no ha
terminado nuestra vida? ¡Contésteme a eso!
Miró la cortina.
—Lo sé. Quieren que muramos de prisa. Necesitan el espacio para los
jóvenes, que serán iguales a nosotros en unos cuantos años. Inútiles.
Esperó, pero no hubo respuesta. Sin embargo sintió que algo se liberaba en
él, como si alguien hubiera estado escuchando y comprendiera y
simpatizara con él.
—¿Sabe una cosa? La vida ya no tiene significado para nadie ahora. ¿Quién
es responsable? ¿El gobierno, los sindicatos? No lo sé. Pero todos estamos
urbanizados, sanitizados. Todo es mecánico, todo está ajustado, dispuesto.
Hasta las diversiones. ¿Es eso lo que queríamos realmente? No lo creo. Todo
hombre tiene derecho a ser un individuo y a vivir una vida plena de significado
para él. Nos han privado de eso. No es de extrañar que la gente pierda la
cabeza.
"Y yo no quiero perder la mía. Pero ¿dónde iré? Dígame, ¿dónde puedo ir?
Se puso en pie. Ya tenía bastante de aquel silencio, aunque comprendía
que le escuchaban. Fue rápidamente a las cortinas y las miró. Vio el botón que
le informaba que podía ver al hombre tras la cortina si lo deseaba. Apretó
rápidamente el botón.
Las cortinas se corrieron sin sonido y una luz brillante y cálida llenó la
alcoba. Vio al hombre que le había escuchado. Quedó en pie, y le miró; y no
podía dejar de mirarle.
Empezó a sonreír.
—Vaya, encantado de verte. Me había olvidado por completo de ti, y de lo
que tú hiciste. Fuiste carpintero, ¿no? Un carpintero honrado y trabajador
como mi padre. De la clase que yo mismo quería ser. Tu padre trabajó hasta el
día de su muerte, ¿verdad? Estoy seguro de que los dos construísteis buenas y
sólidas casas, y que hicisteis buenos y sólidos muebles. Y apuesto a que te
sentías orgulloso de ellos también. Apuesto a que tu padre no se retiró con la
Seguridad Social, ni terminó tampoco sus días en un Centro de Jubilados. Fue
útil hasta el fin de su vida. Y los hombres que trabajaron contigo... nadie los
envió a una casa de reposo. No lo necesitaban. Estaban demasiado
ocupados trabajando para sentirse enfermos o desamparados.
Bernard volvió al sillón y se sentó, sonriendo aún. El corazón se alzaba en
su pecho y sentía renovada
energía y vitalidad.
—¿Sabes? El doctor me dijo que muchas enfermedades obedecen más a
que la gente no tiene bastante que hacer, nada que hacer, que a otra cosa.
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ALMA SÉPTIMA
EL PASTOR
ALMA SÉPTIMA
El mes de mayo, el mes de las flores, el mes de la Reina del Cielo. ¿No es
así como le llamaba su amigo, el padre Moran? Sí. Un mes hermoso, lleno de
luz y promesas, dorado y verde y lleno de flores, con el perfume del júbilo y
regocijo.
"Pero ¿cuándo me he sentido así por última vez?", se preguntó el reverendo
Mr. Henry Blackstone, meditando sobre sí mismo. "Soy tan viejo como la
muerte, en verdad, en estos días, aunque, según los cálculos modernos, sólo
tenga sesenta años. No estoy in, como dirían mis fieles jóvenes de la
parroquia. No, no estoy in. Es extraño. Yo siempre fui un hombre muy
optimista, hasta hace pocos años. Ahora me hallo totalmente deprimido,
camino deprimido, vivo deprimido. ¿Quién está equivocado, el mundo o yo?
¿Soy irremediablemente algo del pasado? Estoy tan condenadamente confuso,
tan desamparado... En tiempos podía hablar con Dios, pero ahora sólo
escucho el más negro y reprobador silencio, como si hubiera cometido algún
pecado terrible. Qué pecado sea, lo ignoro. ¿Es que también Dios piensa que
no estoy in? En ocasiones me gustaría que también nosotros tuviéramos un
confesionario de modo que yo pudiera... pero ¿qué confesaría? ¿Que en cierto
momento perdí el paso y quedé retrasado con respecto a todas las
generaciones, o que algo anda mal con el hombre moderno, algo demasiado
horrible de contemplar? Cuando pienso eso, ¿es que soy culpable del pecado
de orgullo, por estar convencido de que Harry Blackstone tiene todas las
respuestas? ¿Qué voy a hacer?"
No llevaba cuello clerical, no porque los jóvenes se burlaran de él en
estos tiempos, sino porque se sentía indigno de él. El día de mayo era cálido,
claro, lleno del brillo y el aroma de la santa tierra. Vestía una vieja chaqueta
deportiva. Siempre había creído que le caía mal en los hombros, como toda
la ropa secular. Recorrió lentamente el sendero de grava hacia lo que la
comunidad, en tono de burla o de reverencia, llamaba santuario. Un
escándalo para algunos, un orgullo para otros. El viejo John Godfrey... Deseó
haberle conocido. Pero Godfrey había muerto hacía muchos años, mucho
antes de que él, el reverendo Blackstone, hubiera llegado a la ciudad desde la
pequeña y encantadora población donde naciera, donde fuera ordenado y
donde tuviera su primera parroquia. Se detuvo en el sendero. Midville. No
había visitado Midville durante más de quince años, desde que murieran sus
padres. Se sintió dominado por una sensación de nostalgia tan intensa que le
dolieron los ojos y la cabeza le dio vueltas. Quizá debería volver a la paz,
armonía y silencio de Midville. Luego se le ocurrió otro pensamiento: quizá
Midville habría cambiado también. Tal vez se sentiría un anacronismo allí si
volvía, como se sentía un anacronismo aquí, en esta ciudad. Anacronismo.
Eso es lo que los jóvenes decían de él, e incluso los hombres maduros, y los
de su propia generación. Cierta emoción surgió en su mente, pero le pareció
blasfemo y apresuradamente dedicó su atención al hermoso edificio blanco
al que se aproximaba y a los inocentes colores de los macizos de flores;
tulipanes, dalias, lirios del valle, y, en lugares más retirados, estallantes
arbustos de lilas blancas, azules y púrpura. Una fuente dejaba caer el agua
con rumor de risas y la estatua de mármol en su centro alzaba un rostro
ansioso al cielo y se bañaba en luz.
—¡Qué encantador, qué hermoso! —dijo el ministro, y se detuvo a ver los
pájaros que saltaban de árbol en árbol en la pura excitación de su
inocencia, en su apasionada y sencilla celebración de la vida.
"En alguna parte —pensó— existe la respuesta. Ojalá desaparezca esta
profunda confusión de mi mente, de modo que pueda sentirme seguro de
nuevo, como lo estuviera en tiempos de que había una respuesta, no a Dios,
que no necesita respuestas, sino de lo que le complace a Él y de lo que yo en
particular debo hacer."
Había llegado a las puertas de bronce. El brillante sol venía a caer sobre las
doradas letras que las coronaban: EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
"¿Lo hace, en verdad? se preguntó el ministro—. Y luego, ¿qué dice?
¿Tendrá una respuesta para lo que me está matando? ¿Me dirá por qué he
venido aquí hoy? Mi propia desesperación, mis dudas de mí mismo y de los
otros, mi sentido de pérdida e inseguridad... ¿podrá explicármelos? ¿Me los
aclarará en verdad? Porque debo tomar una importante decisión. Espero que
pueda ayudarme. Porque nadie más, ni siquiera Dios, parece poder hacerlo.
¿Es que siempre hemos de estar solos, especialmente cuando estamos tan
necesitados?"
Vaciló. Luego abrió las puertas de bronce. Dos mujeres maduras se
hallaban sentadas en silencio en la agradable sala de espera, llena de
lámparas, pero sin ventanas. Mr. Blackstone miró cuidadosamente a las
mujeres y se sintió aliviado de que le fueran desconocidas. Contemplaban con
desgana unas revistas. Los ojos de una de ellas brillaban, y ese brillo fue
como un dolor angustioso para el ministro, aunque no supo por qué. La
miró con intensidad. ¿Sufriría ella también? ¿Qué habría llevado allí a
aquellas mujeres corrientes y vulgares, gordas, serenas y enguantadas? Ambas
parecían bastante acomodadas, si uno había de juzgar por sus ropas y su
actitud casual. Sin embargo algún problema las había llevado allí, alguna
tristeza invencible. De pronto se sintió atacado de nuevo por el dolor. ¿Es que
no tenían ellas ministros en quien confiar, ni ayuda de ningún ser humano?
¿Es que eran como las mujeres de su congregación que nada veían en él, ni
oían nada en su voz, y se veían obligadas a acudir a psiquiatras anónimos? ¿O
a un doctor? ¿O a un clérigo como él? Se sintió avergonzado. Sin embargo él,
su pastor, había ido allí también. ¿Estaría tan perdido como ellas?
Una de las mujeres alzó la mirada suavemente, como si hubiera
escuchado un sonido proveniente de él. un sonido de desesperación, de
sufrimiento ahogado, o una pregunta. Vio a un hombre alto y robusto, de
mediana edad, con escaso cabello entre gris y castaño, un rostro amable, a la
vez firme y pensativo, y ojos castaños algo mortecinos, como si estuvieran in-
soportablemente cansados. Observó que las ropas le sentaban mal, ya que no
parecía sentirse a gusto con ellas, como si no fueran su vestimenta de
costumbre. Pero la mujer se sentía tan desgraciada que sus silenciosos
pensamientos sobre aquel hombre pronto le cansaron y volvió a pensar en sus
Dios en seguridad y paz. Mientras tanto había un techo firme sobre sus
cabezas y los viejos muros los resguardaban.
No había guerra. No había estruendo, ni voces histéricas, ni resonar de
pasos indisciplinados, ni slogans, ni la agotadora amenaza de los
incontrolados, ni anarquía, del cuerpo o del alma, ni ofensa de la ley por parte
del espíritu. No había seres desarraigados, corriendo de un lado a otro, sin ir
a ninguna parte.
"¿Estoy seguro?", se preguntó el ministro. Y por primera vez en mucho
tiempo le vino la respuesta: "Estás seguro." Así era.
Entonces, ¿qué le había sucedido al mundo? ¿Por qué se había convertido
en... —¿cuál era aquella palabra tan gráfica?— algo baladí, en el antiguo
sentido de la palabra, barato, sin valor, endeble, charro, sin fuerza?
De pronto el ministro creyó oír a su joven madre que cantaba su himno
favorito, tan dulce y confiadamente como lo escuchara en su niñez:
clase de sindicato, ¿verdad? —su voz era profunda y sincera—. ¡Oh!, ¿mi
nombre? Reverendo Mr. Henry Blackstone. O, como me llaman mis jóvenes
fieles, "Harry, fuego del infierno". ¡Sólo este nombre debe revelarle ya muchas
cosas!
Se rió de nuevo, pero había más tristeza que alegría en su risa.
—Quizás usted mismo me llame así también. Y tal vez lo merezca. No lo sé,
y ése es el problema. ¿Es que el mundo se ha vuelto loco... o es que está solo?
Yo... yo tengo algunos amigos en el clero. Inteligentes, agudos, interesados. No
tienen una opinión demasiado buena de mí. Si fueran mucho más jóvenes, o
muy jóvenes, lo entenderían. La juventud siempre es intolerante. Al menos eso
es lo que la gente me dice constantemente con indulgencia, como si la
intolerancia fuera una especie de virtud heroica en sí, cuado no es más que un
aburrimiento ante los hombres de mi edad. Bien, de todas formas, la mayor
parte de los clérigos que tienen mala opinión de mí son de mi edad, o un poco
más jóvenes, algunos incluso más viejos. Eso es lo que me preocupa. El que
sean más viejos que yo y sin embargo estén in, como dicen ahora. Una frase
estúpida, ¿no?, pero sintomática.
"Mire, mi problema es muy sencillo. Betty, mi esposa, está muy disgustada,
harta en realidad. Tiene cincuenta y tres años, y no es elegante, ni joven, ni
moderna, como las esposas de otros clérigos de estos tiempos, eternamente
jóvenes, ¡Dios tenga piedad de las pobrecillas! Ella y yo nos conocemos de
toda la vida. Ambos somos de Midville, a quinientas millas de aquí, casi en
Nueva Inglaterra. Llevamos siempre la misma clase de vida, y tenemos las
mismas opiniones. Durante largo tiempo fuimos razonablemente felices en
esta ciudad, a pesar del hecho de no tener hijos, y a despecho de todas esas
malditas guerras que nos impiden a todos llevar una vida normal, serena,
sólida. Cuando las guerras terminan nadie parece saber por qué comenzaron
en realidad, después de todo, y, lo que es peor, a nadie le preocupa al
parecer.
"Pero, volviendo a mi problema. Ya no soy útil a mi congregación, ni a los
viejos, ni a los de mediana edad, ni, especialmente, a los jóvenes. En
tiempos tuve a mi cuidado quinientas almas. Ahora sólo tengo unas
doscientas. Mi congregación va disgregándose de año en año. Mi gente acude a
ministros más listos, que pueden satisfacerles y darles lo que desean. Yo no in-
tento disuadirlos...
Hizo una pausa. De nuevo se sentía dominado por una gran inquietud.
Tenía la sensación de verse rechazado de nuevo, de verse censurado...
pero, ¿por qué?
—Después de todo —siguió— hemos de ser libres en la religión, ¿no? A
veces, se lo digo con sinceridad, envidio la autoridad de los sacerdotes católicos.
Aunque quizás ahora ya no tengan tanta autoridad. No lo sé. He visto cómo
algunos sacerdotes viejos, amigos míos, se quedaban de pronto muy quietos y
muy silenciosos cuando hablábamos de nuestras respectivas congregaciones y
en ocasiones parecían perdidos también, como probablemente lo parezco yo.
Tengo la impresión de que muchos de ellos sienten sus dudas ante toda esa
puesta al día de que tanto se oye hablar, como si Dios no fuera el Eterno, que
nunca cambia. Sí, tenemos nuestros problemas, esos viejos y yo. Pero, en
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cierto modo, ése parece ser un tema del que no se puede hablar con libertad.
No sé por qué. Como si algo demasiado poderoso... demasiado poderoso... ¡Oh,
no lo sé! Como si estuviéramos acosados, por usar una frase anticuada. Ya se
dará cuenta de que yo soy un hombre anticuado.
"En cualquier caso, Betty quiere que yo dimita de mi cargo y me vuelva a
Midville, o a cualquier otro sitio, mientras sea una ciudad pequeña. Creo que
fue Sócrates, ¿no?, el que dijo que los hombres no debían vivir en ciudades
grandes sino en pueblos pequeños; que las almas de los hombres se agostan
en el estruendo de las calles y en la superficialidad de sus vidas, y que la
tranquilidad, la contemplación y el conocimiento de Dios sólo pueden
encontrarse en la tierra, a la vista de los grandes bosques y las nobles
montañas y el correr de los ríos. Y en las pacíficas praderas al anochecer, a la
sombra de los altos árboles, cuando ya se ha acabado la labor del día.
"Mis superiores no me han dicho nada al respecto, pero sé que nadie
lamentará mi dimisión. Betty y yo ... viviremos de nuevo nuestra vida de
siempre, en paz y serenidad, entre pocos amigos, en compañía de los que nos
conozcan y comprendan. Algo que nos resulta imposible en esta jungla de
piedra, esta jungla ruidosa, esta jungla febril, frenética y acalorada donde no
hay refugio en una tierra cansada.
La sensación de reproche le golpeó el corazón tan pesadamente que fue
como un golpe físico. Retuvo el aliento.
—Esta jungla —insistió, y miró las cortinas cerradas. Estaba convencido
de que el hombre le miraba a través de alguna abertura, y ello le enojaba.
—Veo que no comprende —siguió el ministro—. Sin duda está de acuerdo
con mis superiores. Pero no me condene, por favor, hasta que haya
terminado. Como ministro, también debe esperar a oír mi parte de la
historia. Repito que, según dicen, no estoy in. No lo estoy, no. Ni puedo
estarlo porque no formo parte de ello. Jamás fui como ellos. Jamás lo seré.
No, no hable todavía. Déjeme que le cuente y luego lo discutiremos los dos de
modo razonable, y quizá pueda darme algún consejo. Dios sabe que lo
necesito.
"¿Por qué no hablo con mis superiores? Ya lo he hecho. Están disgustados
conmigo, lo sé. Después de todo, un ministro no tiene demasiado éxito si su
congregación sigue abandonándole. Uno o dos de ellos han llegado a sugerir que
quizá fuera mejor para mí una congregación pequeña, en alguna ciudad como
Midville. Yo también lo creo. Y Betty está segura. De todas formas con el tiempo
habré de retirarme e irme a descansar. Quizá dentro de unos diez años, aunque
hay ministros viejos que todavía siguen en el pulpito a los ochenta. Si me
quedo aquí, hasta el momento en que me retiren, mi congregación todavía
disminuirá más y más, hasta no quedar nada de ella. ¡A la velocidad con que se
están marchando, no habrá que esperar mucho! Todos se habrán ido en un
par de años...
"Sin embargo, sin embargo... Verá, Dios y yo caminamos juntos hasta hace
unos quince años. Yo estaba muy seguro de que Él me oía, y de que nos com-
prendíamos. Pero ahora siento a Dios muy lejos de mí. Quizá sea porque ya
no satisfago a mi congregación como debería hacerlo, ni me he modernizado
para ser uno de ellos, como algunos de mis amigos clérigos me han aconsejado.
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en que son concebidos, y que su único deber en esta vida consiste en salvar
su alma individual e inmortal.
"¿Sabe cómo me respondieron? Ofreciéndome sus enfermizas sonrisas
indulgentes. Y recuerdo también un domingo en que les hablé de la sólida
realidad de Satán, y de su gran triunfo que consiste en persuadir a los
hombres de que no existe. Les hablé del pecado... ¡Imagínese, del pecado! ¡Los
superiores me dijeron más tarde que era poco realista al hablar así, que
insultaba a la inteligencia de mi congregación y que el pecado era sólo
cuestión de una salud mental defectuosa y no culpa del pecador! Me sugirieron
amablemente que tratara de comprender estos tiempos modernos, en los que
todos tienen una mente tan científica y viven tan conscientes de la sicología.
"Y estallé. Lo admito y lo lamento, pero me sentí acosado por todas partes.
"Dije a los superiores que sabía perfectamente todo lo referente a la
enfermedad mental, como llaman al pecado, y todas las estupideces que sobre
ello se escriben en la prensa, y todos los solemnes discursos de los que, sin
saber de qué hablan, han aprendido un nuevo vocabulario pseudo científico y
desean impresionar con él a los demás. Perdóneme, pero jamás- he conocido
tantas personas pretenciosas e ignorantes como ahora, ¡que Dios les ayude!
No saben nada de Dios, del alma humana y la mente del hombre, pero, de
todo eso que ignoran, hablan pomposa y constantemente. Cuanto más
ignorantes, más ruidosos e insistentes, hasta que uno se siente avergonzado
por ellos... antes de sentir miedo ante ellos. Son como una nueva clase de
gentes... y muy vulgares.
"Sí, dije a los superiores, cuando yo era joven todas las ciudades pequeñas
tenían sus inocentes excéntricos y seniles, pero eran aceptados como parte de
la comunidad, y no necesitaban terapia. Pero ¿por qué hay ahora tantos
trastornados? Porque han perdido a Dios y la religión, les dije. ¿De quién es la
culpa? ¿De este clero, tan moderno y avanzado? ¡Pues yo no me uniré a sus
filas! Quizá no sea yo el mejor de los pastores, ni el más sabio, pero no
traicionaré a mi pueblo con modas intelectuales pasajeras ni con preocupacio-
nes estúpidas y febriles que el día de mañana serán sólo dignas de risa o de
olvido.
Tuvo la impresión de que el hombre le escuchaba no reprobándole, sino
con tristeza y comprensión. Se sintió tan agradecido que se sentó de nuevo,
inclinándose hacia adelante con las manos firmemente apretadas sobre las
rodillas y el rostro cansado y ansioso.
—Ellos creen que yo no sé nada, que vivo en una especie de sencillo
pasado. Pero yo sé todo cuanto ellos saben, v más aún. Soy un hombre
culto. Leo, y eso es más de lo que hacen algunos de los charlatanes y
sabihondos de mi congregación. Conozco la desesperada enfermedad del
mundo, y la depravación, v la falta de paz, y el escándalo y odio, y la amenaza
del holocausto. Sé del homosexualismo, y de todos los vicios. Sé del terror en
el que ahora vive la mayoría de la humanidad. Y sé algo más que la mayoría
no conoce: que han dejado a Dios. No tienen marco de referencia. Aceptan el
mundo de los débiles sentidos y rechazan el mundo de su alma inmortal, que
es la única realidad.
—¡Oh, Dios mío! —dijo—. No quiero verle. No quiero oírle decir que debo
modernizarme y poner a Cristo al día para una generación ciega, estúpida,
débil, degenerada, inmoral y malvada... la peor que ha contemplado este
mundo. ¿Cómo puedo ayudarles si se niegan a ser ayudados...?
Se detuvo. ¿Qué había visto escrito en el muro de la sala de espera? ¿Qué
había leído aun sin captarlo por completo. Todo lo puedo en Aquel que me
conforta. En otro tiempo aquello hubiera alterado el ritmo de su corazón, y su
alma habría respondido. Pero ahora estaba demasiado destrozado, demasiado
acosado por la desesperación. Extendió la mano y apretó el botón,
disponiéndose de antemano a escuchar las suaves y corteses palabras del
clérigo que se hallaría oculto allí y que habría escuchado taimadamente a un
anticuado.
Las cortinas se corrieron, estalló la luz tras sus silenciosos pliegues y, a
aquella luz, vio al hombre que escucha.
Se miraron profundamente. El rostro del ministro adquirió un tono
ceniciento y se retiró paso a paso, hasta quedar apoyado en la pared, en la
puerta por la que había entrado. Pero el hombre no apartó los ojos. Siguió
mirándole profunda y firmemente. Y el reverendo Mr. Henry Blackstone estuvo
seguro de haber oído, en su interior, una voz poderosa que le decía: "¡Alimenta
a mis ovejas!"
Extendió sus manos ante él, como defendiéndose:
—No, no —dijo—. No me entiendes. Es que no quieren que yo les alimente.
Ni siquiera desean verme. Me han abandonado. No fui yo el que las dejé.
De nuevo escuchó la voz, más penetrante ahora y más inflexible en los
corredores de su mente: "¡Alimenta a mis ovejas!"
—¿Con un pan que no quieren comer? —imploró el ministro—. ¿Con un
pan que rechazan? ¿Con un pan que desprecian? Déjame ir. Déjame terminar
mi vida en algún lugar tranquilo, sin problemas, sin ruido, sin desprecio...
"¡Alimenta a mis ovejas!"
Lugares estériles donde se recogían y yacían las ovejas, cegadas por el polvo,
por la fiera luz de un sol del que no podían guardarse y defenderse. Una tierra
agostada. Una tierra de rocas y ríos de fuego, sin aguas vivas. Las ovejas yacían
allí y morían lejos de una vida de fe y certeza, y de auténtica seguridad. Y
¿dónde estaba el pastor?
Se volvía y las dejaba. Las ovejas se habían apartado de él, ya no quería
quedarse más con ellas y dirigirlas... porque le habían despreciado en su
estupidez animal. Si ese mundo había sido demasiado para él, ¡cuánto más
terrible, demasiado terrible, sería para ellas!
El ministro sintió que no se atrevía a acercarse de nuevo al hombre. Se
arrodilló allí mismo, donde estaba, y se cubrió el rostro con las manos.
—Ya comprendo —dijo— por qué me sentí tan separado de Dios en estos
pasados años. ¿Qué significó la burla y el desprecio para Nuestro Señor?
Nada. Él había alimentado a las ovejas hambrientas y ellas le enseñaron
los dientes en mueca burlona. Se rieron de Él en sus casas, gritaron contra
Él en los templos, vocearon su desprecio en la plaza del mercado y en las
calles. Intentaron apoderarse de Él y destruirle, y Él se deslizó
suavemente entre sus voraces manos...
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ALMA OCTAVA
EL GRANJERO
"Esposa de Bath"
ALMA OCTAVA
Se detuvo.
—Había olvidado decirle mi nombre, Adam Faith. 1 Mi madre era
caprichosa. Pero ahora sí que me gusta el nombre, aunque la gente solía
reírse de él.. No me importa. La cuestión es que la presión de los impuestos
es cada vez mayor y quizá pierda mi granja. Al dice que me enviará el dinero
para completar! lo que no puedo pagar, pero no me gusta aceptarlo,
aunque Al recuerda bien lo de honrar padre y madre, seguro que sí. Siempre
lo tiene presente. ¿Qué cree usted? ¿Cree que debo vender y venirme a la
ciudad?
Siempre tuvo una gran imaginación, solía decir Beth, de modo que sólo
sería su imaginación, pero fue algo espléndido lo que le aseguró que el
hombre tras la cortina le contestaba con un enfático "¡No!".
—En realidad —dijo con voz repentinamente cansada— supongo que no
soy importante en absoluto, sólo un don nadie. Como dice Al, todo lo que
conocí en mi vida fue el trabajo. El trabajo duro. Como dice Al, tampoco fui
demasiado a la escuela, pues la escuela estaba a siete kilómetros y era un
infierno llegar hasta ella en invierno, y además sólo era para chicos de seis y
siete años. Me levantaba al amanecer, en aquel cuartito bajo el tejado que
ardía en verano y estaba helado todo el invierno, y me acostaba en cuanto se
ponía el sol y las vacas estaban seguras en el establo y los cerdos y gallinas
habían comido ya. Y me dormía como un tronco, como si estuviera muerto.
Y arriba otra vez, al trabajo, y luego corriendo a la escuela, y luego corriendo
a casa para hacer algo más. Quizás Al tenga razón después de todo. No tuve la
oportunidad de ser nada más que un estúpido granjero en una granja que va
no rinde, con los impuestos y las restricciones del gobierno. No acepto sus
cheques, pero ellos vienen amenazando y diciéndome lo que puedo o no puedo
cultivar. ¿Es que ya no es éste un país libre? No, no lo es. Pero a muchos
granjeros les gusta. Tienen seguridad, dicen. Seguridad contra los años de
mala cosecha, en los que hay que apretarse el cinturón. Seguridad, dicen,
contra los caprichos del tiempo, en los años buenos y malos. Seguridad para
comprarse coches y correr a la ciudad, a los bares y cines, y comprarse tele-
visores y llevar trajes de fantasía.
"Quizás Al tenga razón. Tengo setenta y cinco años. Ya no puedo
permitirme contratar obreros, como solía hacer en ocasiones. He de hacerlo
todo yo mismo. Y aquello está horriblemente solitario por la noche y los
domingos. No hay vecinos con los que charlar, como solíamos hacer. Vaya,
recuerdo la época en que conocí a Beth...
Los Zimmer tenían una granja junto a la de su padre, alemanes buenos y
trabajadores, que hicieron su casa de piedra sólida, e hicieron fructificar su
tierra. Mrs. Zimmer, como su propia madre, parecía tener tiempo para
hacerlo todo.
1. La palabra faith significa fe. En cierto modo el nombre podría traducirse como Fe de
Adán. (N. del T.)
La pequeña iglesia del campo, blanca y brillante como la luna en el calor del
verano. Acudió todo el mundo, de muchos kilómetros alrededor, cientos de
ellos, vestidos con sus mejores trajes de almacén, los hombres con corbatas en
torno al cuello, tostados por el sol, las mujeres con volantes y velos, todos de
alegres colores, y los niños con zapatos brillantes y el pelo bien peinado. Todo
gente de las granjas, que olía a dulce heno y a tomillo. Dejaron los caballos a
la sombra de los árboles, en torno a la iglesia, inclinadas las cabezas y agitando
las colas. Y las campanitas sonaron en el campanario, y el coro entonó:
Daba el sol en los tejaditos del pequeño pueblo, se reflejaba en las ventanas
y hacía que las vidrieras de la iglesia lucieran como arco iris. Y la gente, en pie,
cantaba con todo su corazón mientras él y su padre esperaban en el atrio. El
párroco se detuvo un momento estirándose la chaqueta, y algunos hombres le
ayudaron a colocarse bien la corbata, a la sombra púrpura de la iglesia y con el
aroma de la hierba cercana. Y él, Adam, sudaba bajo su grueso traje negro de
lana, y le dolían los pies a causa de las botas nuevas, y aún sentía en el cuello
el picor del reciente corte de pelo. Y el corazón le latía como la lluvia de verano
sobre un tejado... Escuchaba los cantos del pueblo, y el laborioso latir del viejo
órgano, y no sabía si estaba asustado o no, y se preguntaba cómo se sentiría
Beth.
El párroco entró en la iglesia y, cuando las puertas se abrieron, el sonido del
canto se convirtió en un estallido de gozo, las voces de la fe, de la gloria y la ale-
gría. Luego Adam escuchó una nota diferente en la iglesia. Un silencio, un
silencio impresionante. Y de pronto comenzó la música de nuevo, la marcha
nupcial, un poco vacilante todavía, y su padre, soltando una carcajada, le
cogió el brazo y se lo llevó a toda prisa al altar que estaba cubierto de
crisantemos y helechos. Todos los hombres entraron en tropel tras él y se
apresuraron a colocarse en los bancos de madera, recientemente barnizados y
aún algo pegajosos, y hubo un estruendo de abanicos entre la congregación,
rostros alegres que le miraban con afecto, todos tostados por el sol. Los niños
observaban también. Y en el instante en que la marcha nupcial sonaba al fin
con toda fuerza entró Beth por el pasillo central con su tío Zimmer, ya que
ella era huérfana, envuelta en flotante blancura, un traje encantador que ella
misma se hiciera, y con el velo de encaje de su madre sobre el rostro. La
hermosa Beth, tan fuerte y noble como la tierra. Al contemplarla le pareció a
Adam que su propio cuerpo se expandía, crecía, se fortalecía, y que el corazón
no le cabía en el pecho, y deseó llorar.
Luego estuvo Beth junto a él, su mano cálida en la suya, los ojos
mirándole brillantes a través del velo, y la aureola de sus dorados cabellos
enmarcándole el sonrosado rostro. Tuvo la impresión de que las mujeres
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lloraban y sonreían, y que los hombres reían, pero sólo se daba cuenta
realmente de Beth y del guiño azul de sus ojos.
—Queridos hermanos —empezó el párroco—, nos hemos reunido aquí hoy...
Reunidos allí con el corazón auténticamente lleno de amor y de ansiosos
deseos de felicidad y de regocijo, y de placer sencillo y fraternal. Vecinos en
los que un hombre podía confiar para hallar consuelo, ayuda, trabajo, una
mano firme, palabras de aliento, amabilidad, fortaleza, esperanza y sinceras
plegarias. Saber esto era como vivir en una ciudad fortificada, una ciudad
amurallada; era tener la sensación de auténtica seguridad, de seguridad
contra las tormentas, el dolor y el terror de la noche, y una fuerza familiar
mezcla de fe en Dios y fe en la buena tierra, y afecto y promesa, y aceptación
varonil, y aceptación femenina.
Besó a Beth a través del velo, ya que la dama de honor fue un poco lenta
en levantarlo, y aún le parecía recordar el sabor de aquel encaje almidonado
y sus labios cálidos como el sol y dulces como la fruta, la mano de Beth en
su hombro y la visión del azul de sus ojos a través del velo, y su silenciosa
promesa de que nunca le abandonaría, y que era suya, y que él era suyo como
un árbol pertenece a la tierra en invierno e.n verano, y bajo todas las
tormentas y rayos, y aun bajo la nieve.
Ahora ya no hay bodas así —dijo Adam Faith al hombre tras la
cortina—. Lo sé. He visto veinte o s en los últimos años. ¿Qué se prometen
ahora mutuamente? ¿Trabajo, valor y fuerza, un trabajo común? ¡No! El
hombre promete irse corriendo a un despacho y ganar dinero. La mujer
promete mantenerse bonita y conservar la figura. Se prometen coches nuevos y
una lavadora nueva, y muchos electrodomésticos y vacaciones. Ya no se
prometen mutuamente fe en Dios y en sí mismo, y ayuda en el dolor. No, ahora
ya no. Y era maravilloso entonces.
Sonrió mirando a la cortina, que pareció temblar a través de la neblina
que cubría sus ojos.
—Era bueno. Lo recuerdo.
Nació el joven Albert cuando la nieve llegaba a la altura de las ventanas, la
peor nevada que él podía recordar. A través de la tormenta fue a buscar a Mrs.
Zimmer, que se vino valientemente tras él con su hija mayor, ya casada, y con
dos hijos más que llevaban cestos de comida caliente y telas limpias y
abrigadas. Al cabo de una hora Beth daba a luz a su hijo, y pronto estuvo
incorporada en la cama y riendo con todos. Recordaba todo el jaleo en la
cocina y la fragancia de nuevos troncos de manzano en el fuego, mientras la
tormenta azotaba las ventanas y las hacía temblar, y él, Adam, abría el barril
de cerveza que se había reservado para esta ocasión, cuando llegaron los
hombres que llamaron briosamente a la puerta de la granja con más regalos y
con las esposas que se sacudían la nieve de las toquitas y abrigos. Era toda
una celebración, pues había nacido un hombre de, y para, la tierra. El mismo
hielo de los cristales brillaba y relucía como si también él fuera feliz. Beth se
sentó en el gran lecho de postes, con su hijo en brazos, y el primer beso fue
para su marido y el segundo para el niño, y luego gritó a las mujeres de la
cocina que sacaran el pan que había hecho hoy mismo, de debajo del
¿para qué, de todas formas? ¿De qué sirven al mundo si son unos gallinas,
como los críos solían llamar a los cobardes? ¡Vaya, si ni siquiera son ya
hombres libres! No libres como nosotros.
De nada servía negarlo: la vida era muy dura en la granja, pero era una
dureza auténtica y maravillosa, I pues estaba relacionada con el viento y la
nieve, la tempestad y las inundaciones, las sequías y las tormentas.
—Recuerdo cuando se desbordó el río —dijo al hombre que le escuchaba—
. Muchos de nosotros quedamos arruinados, pues se llevó el trigo del
invierno y mató mucho ganado y llenó de barro los graneros y casas. Pero nos
reunimos todos y lo construimos todo de nuevo. Se podían oír martillos y
sierras en muchos kilómetros, mientras los hombres trabajaban al sol y las
mujeres traían cestos de comida y jarras de leche fresca, y hasta los pequeñines
colaboraban como todos los demás eligiendo clavos y trayendo agua. ¡Todo,
quedó nuevo tras la tormenta y la inundación! El río había arrojado tierra
buena y fértil sobre los campos, y nunca tuvimos cosechas como las de aquel
año. Fue como una renovación. Recuerdo. Fue bueno...
Luego se rió secamente.
—Ahora ya no se ven personas como aquéllas. Sólo gentes falsas. El verano
pasado mi nieto Roger, aquel de que le hablé, vino a quedarse dos meses
conmigo y lo pasamos estupendamente bien. Roger levantó uno de esos
puestos en la carretera y vendimos melones y zumo de fruta y mazorcas de
maíz y leche fresca, y algunas tartas que hizo Mrs. Trendall para vender,
tartas muy buenas, como las de mi Beth. Y pan de verdad. Les pusimos buen
precio y lo vendimos todo. Ella necesitaba el dinero.
"Bien, señor, pues un día aparece uno de esos grandes remolques con
una mujer con tacones altos y una gran mata de pelo ahuecado sobre la
cabeza y una falda corta y estrecha que era un escándalo, con dos chicos
gruesos y mayores que Roger y un marido asustado. "De paseo por el campo",
dice ella, con esa voz dura y descarada que las mujeres tienen en estos
tiempos, y con esa mirada dura y ambiciosa que se gastan, los ojos además
todo pintados... Y señala la leche y pregunta: "¿Es de una vaquería?"
—Bueno. La pregunta me deja desconcertado. ¿De dónde demonios se puede
sacar leche más que de una vaca en una vaquería? Pero ésos de la ciudad... Y
va Roger y le dice, suave como ]a seda: "Señora, está pasteurizada,
naturalmente." Pero ella dice, agitando mucho las manos: "No es eso lo que yo
pregunto. ¿Es de una vaquería?" Yo me rascaba la cabeza atónito, pero Roger
estaba tan serio como un párroco. Entonces dice: "No, señora. La han hecho
en una fábrica." Y entonces ella asiente como si lo supiera todo y grita: "¡Eso es
lo que me figuré! No podéis tomarla, chicos."
"Antes de que yo pudiera decir nada empieza a tocar los melones y a
preguntar si están limpios, y Roger le contesta, tan serio como un párroco:
"Pues no, señora, no tuvieron que ir al lavabo hoy." ¡Y aquí fue cuando oímos
por primera vez al marido asustado! Estalló en una carcajada, cacareando
como una gallina, y su mujer se enfadó con Roger y todos ellos se metieron en
el remolque y salieron zumbando.
"¡Qué gente más estúpida! Ni siquiera saben dónde o cómo crece la comida,
quizá creen que la hacen en las fábricas o sobre los rascacielos. Ni siquiera se
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preocupan de dónde viene el agua, esa preciosa agua que mantiene sus
indignos cuerpos limpios y vivos. Creen que sale simplemente de los grifos, y
no de las corrientes, ríos y lagos, ahora todo polucionada con la suciedad de
la gente y de las fábricas, hasta el punto de que es peligroso bebería; no como
la de mi pozo, pura como un diamante.
"Cuando yo era pequeño, la mitad de la gente o más vivía en la tierra, e
incluso los de la ciudad estaban próximos a campos, bosques, ríos y lagos, y
podían salir a pasear sobre su verdor, y oler la buena tierra. Pero ahora apenas
nadie vive en la tierra, ahora todo son granjas combinadas, como fábricas, con
tan poca vida auténtica en ellas como en una lata de conservas. Granjas
combinadas, como la que tienen los Campbell. Quizá sea eficiente. Quizá sea
cierto que nosotros no podríamos seguir alimentando al país con nuestras
granjas familiares. ¡Pero no lo creo! ¡Claro que podríamos!
"De todas formas, ¿qué saben las gentes de la ciudad en estos tiempos sobre
el campo y la tierra? Nada. La mayoría de ellos jamás han visto una vaca.
Una mujer de la ciudad, que nos compró algo en el puesto junto la carretera,
saltó auténticamente asustada cuando vio a la vieja "Betsy", nuestra mejor
vaca, y me preguntó si estaba domesticada, y yo le dije, siguiendo a Roger,
que no, que era antropófaga, y la muy estúpida chilló como la sirena de una
fábrica y se metió en el coche como una ardilla. ]Y lo menos pesaba ciento
cincuenta kilos! Se lo digo, párroco, la gente que no conoce la tierra es
peligrosa, gente mala, gente falsa, siempre dispuesta a chillar, a asustarse y a
correr como esos animales de los que se oye hablar, lo leí en el Reader's
Digest, que cada año emigran de Europa y se arrojan al mar y se ahogan.
"Una vez oí esta historia: un científico le pregunta a uno de ellos por qué
hacen esto, y él le contesta: "Bien, señor, nosotros nos preguntamos por qué
no lo hace la raza humana." ¡Pues ya lo creo que tenía razón!
"Bien, de una cosa me alegro. Yo viví mi vida en un mundo de personas
reales, no falsas, con corazones de goma y cabezas de papel y bocas ruidosas, en
vez de sentido común. Viví mi vida en un tiempo de paz y buenos vecinos, de
amor y afecto, de duro trabajo a la luz de la chimenea y las lámparas, con el
olor de las manzanas que se guisaban en grandes vasijas de cobre bajo los
robles, y el sonido de las campanas de la iglesia resonando sobre las colinas,
y el rumor del río en verano, cantando para sí, y el estruendo del viento que
arrastra a lo alto las nubes del invierno. Viví mi vida con una buena
esposa a mi lado, con el olor de su buen pan cociéndose en el horno, oyendo
sus plegarias e himnos por la mañana y sus risas al ver a los chiquillos que
jugaban en los campos. Viví mi vida con Dios y la tierra, con raíces vivas en
mis manos, y con el trigo verde en invierno, cuando las nieves se derretían, y
los campos llenos de flores y de abejas en primavera. Viví mi vida con la
vida y la muerte, y era todo tan real y auténtico como un tazón de bue na
leche. Y tan dulce como ella, y tan vivificadora.
"¿Sabe una cosa, párroco? Jesús sabía todo lo de la tierra? ¿Recuerda sus
historias sobre el sembrador y la semilla, y los lirios del campo, y las viñas y
olivos, y la higuera, y las colinas, y las aguas? Era un campesino como yo. Nos
hablaba en nuestro lenguaje! Nosotros le amábamos en el campo. Se necesitó
una ciudad para matarle. ¿Qué saben ellos sobre la vida, de Él, que fue la
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"No sabía lo que significaba hasta ahora, gracias a usted, párroco. Eso
significa que yo realmente viví, que tuve un mundo real, y lo disfruté y lo
amé, en todos sus minutos, en todos sus olores y sonidos, incluso en el dolor y
la sequía, y el duro trabajo y las penalidades. "He tenido mi mundo, como en
mis tiempos." Lo tuve, y un mundo maravilloso, lleno de paz, trabajo y
satisfacciones. El mundo no me debe nada. Me lo dio todo. Dios me lo dio
todo, un cuerpo fuerte,
el amor, unos extraordinarios vecinos, una maravillosa y buena esposa y un
hijo magnífico... aunque a Al no le guste la tierra es un chico magnífico, Dios
le bendiga.
"Quizá Beth sabía que se iba a morir, quizá tuvo una premonición.
Intentaba decirme que también ella había tenido su mundo en su vida, y que
estaba completo, y que nada le debía, ni ella a él. Estaba terminado, como una
labor cuidadosa, pacientemente tejida, pacientemente seguida, rojo, amarillo,
verde, blanco y azul, algunas flores, algunas sombras, dibujos que no podrían
explicarse, algo de primavera, verano, otoño e invierno... toda una vida,
reunida y siempre útil, nueva o vieja. Y cada trozo de aquella labor tenía una
historia que contar, y un lugar que recordar, alegre o doloroso.
"¡Le digo, párroco, que me hace sentirme avergonzado! Venir aquí a usted,
quejándome de cosas perdidas, sin saber qué hacer. ¡Vaya, si tuve una vida
maravillosa, una vida libre! ¿Qué es la vida de hoy comparada con la que yo
tuve? Nada más que polvo y cenizas, como dice el Buen Libro. Le digo que me
siento avergonzado. Quejándome del duro trabajo que hice, como si el hombre
no estuviera hecho para el trabajo duro, con los músculos en los lugares
adecuados, y los huesos también, y los hombros firmes y fuertes. Debería
pegarme, sí, señor.
"Pero ¿sabe qué voy a hacer? —se inclinó hacia la silenciosa cortina
ansiosamente—. Voy a conservar mi granja, donde mi abuelo vivió y murió, y
mi padre tras él, y luego Beth. Eso es lo que voy a hacer, así venga el infierno
o la inundación. De algún modo saldré adelante. Contrataré un obrero.
Últimamente no he tenido demasiadas ganas de trabajar duro, y eso es por la
edad. Mi abuelo vivió hasta los noventa y seis, y todos los días en el campo
hasta la hora de su muerte. Sólo fue que me desanimé y empecé a pensar que
Al tenía razón, y que yo debería vender e irme a vivir con él y su familia.
"Pero haré algo más que eso por su familia. Conservaré la granja para mi
nieto Roger. Él sí la ama. Él es un campesino de corazón, lo mismo que yo. Y
mi granja será un refugio para él, cuando el mundo se ennegrezca con la
muerte y el terror, y yo sé, tan seguro como que Dios existe, que eso es lo que
va a suceder, y quizá más pronto de lo que la mayoría pensamos. Será un lugar
seguro al que ir a ocultarse, a refugiarse de la tormenta. No importa lo que el
hombre haga, la tierra permanece. Puede ser quemada y destrozada... pero
vive, y luego es verde de nuevo, y llena de vida.
"Nadie va a tener mi granja más que yo y los de mi sangre. Es todo el
mundo para nosotros. Siempre lo fue y siempre lo será. Yo seguiré adelante
con la ayuda de Dios. Recuerdo lo que decía en la placa de mármol de la otra
habitación: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta."
ALMA NOVENA
Apocalipsis 3, 17.
ALMA NOVENA
todavía más de sus padres y abuelos. Todo el mundo ha querido siempre que
me presentara a gobernador o senador. Pero es demasiado jaleo, ¿sabe? He
estado demasiado ocupado disfrutando de la vida y de mi magnífica familia.
Y Mary, usted la recordará, es adorable. Nadie puede superarla. Jamás nos
hemos dicho una palabra más alta que otra en estos veintinueve años de
matrimonio, excepto aquella vez que dirigí tan mal el yate en el camino a
Florida... ¿recuerda nuestra casa, en Palm Beach? Justo al lado de la de los
Kennedy. Nunca tuve muy buena opinión de ellos. Después de todo, sólo es
dinero de dos generaciones. El nuestro se remonta a siete generaciones, o
incluso más. Y hay algo en el dinero heredado. Le da categoría a uno. Gracias a
Dios, lo heredé y no tengo que intentar ganarlo ahora, con los impuestos. Los
impuestos impiden que los recién llegados se eleven hasta nuestro rango. Así es
como fue planeado, ya sabe. Hemos de tener alguna vez una aristocracia de
familia y dinero. Ya no estamos en la frontera.
Miró con sonrisa de confianza a la cortina. Ni un pliegue se movió.
Resultaba un poco desconcertante.
—Quizá debería haberme presentado al cargo —balbució—.
Necesitamos patricios en Washington, no plebeyos como los que hemos
tenido, a excepción de Roosevelt. ¿Qué cree usted?
No hubo respuesta. Pero tenía la aguda impresión de que alguien le
escuchaba.
—Si hubo alguna vez un hombre con todas las ventajas, y soy el primero
en admitirlo, ése soy yo —siguió John—. Nunca he conocido un día de enfer-
medad o dolor. Ni Mary. Ni mis hijos, ni los suyos. La salud es nuestra gran
bendición, después del dinero. No soy uno de esos que maldicen el dinero. Es
el gran poder del mundo. Yo lo tengo. Tengo de todo.
El gusto acre del vómito le subió de nuevo a la garganta y otra vez se llevó
las manos a la boca. Luego las dejó caer y gritó de nuevo:
—¡No tengo nada en absoluto! ¡No tengo nada, más que la felicidad! ¡Y eso
no es nada! ¡Quiero matarme! ¡No quiero volver a aquella casa donde nací!
¡Prefiero estar muerto!
Una ráfaga de frescor pareció proyectarse hacia él desde detrás de la
cortina, pero estaba también mezclada con tristeza. John se cubrió el rostro
con las manos balanceándose adelante y atrás en la silla como si estuviera
dominado por una tremenda agonía física.
—Nada más que la felicidad —gimió—. Nada más que la felicidad.
De pronto se quedó rígido. ¿Había oído realmente que una voz decía: "No.
Ni siquiera eso"? Dejó caer las manos. Su rostro pálido, blanco bajo el bron-
ceado, enrojeció: -
—No sea ridículo —dijo—. Soy el hombre más feliz del mundo. Esto es sólo
cuestión de nervios, nervios de cierta edad. Tengo cincuenta y seis años. Ya
veo los sesenta muy cerca. Sesenta, luego setenta, luego ochenta... No. No
puedo vivir siempre, eso es lo más terrible. No puedo vivir siempre y por eso
quiero morir ahora —se detuvo—. ¿No es ésta la paradoja más estúpida que
haya oído jamás? Pero tengo miedo de envejecer, de dejar este mundo, y por
eso quiero dejarlo con todo mi corazón ahora.
No hubo respuesta. John murmuró:
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—No quiero ser viejo y senil y perder toda mi felicidad. Es mejor morir ahora
y acabar con ello, en vez de aguardar todos esos años grises. Sin embargo, mi
abuelo vivió hasta los noventa y cinco, y disfrutó todos los momentos de su
vida —empezó a sonreír alegremente—. El buen anciano... el valiente anciano.
No le importaba morir. Dijo, y lo recuerdo muy bien: «Como decía Stevenson,
"Alegremente viví y alegremente muero. Entiérrenme con mi voluntad".» Una lo-
cura, ¿no es cierto? El viejo bastardo fundamentalista... lo digo con afecto, en
serio. Él creía en algo que llamaba Dios. Jamás ganó un penique que no fuera
honrado en su vida.
Su voz cambió, se hizo ruda y áspera.
—¿Para qué vivimos? —preguntó a la cortina.
No sabía que era la voz asustada de un niño.
Nadie le contestó. El silencio era tan profundo que podía oír su propia
respiración. No había clamor de tráfico; podía hallarse sólo en el desierto. El
desierto... Recordó algo con claridad. Alguien había estado en un desierto
durante largo tiempo. ¿No había comido miel y langostas salvajes? Era
extraño cómo aquellos viejos mitos en torno a nombres ya olvidados, o a
nombres ni siquiera conocidos, volvían a uno en ciertos momentos. Pero así
debe ser en el desierto por la noche. El mismo pensamiento de una nada
sin límites atemorizó curiosamente a John Service y le hizo contraerse
interiormente, como ante la amenaza de un antiguo dolor demasiado bien
recordado. La noche sin límites, sin fin en ninguna parte, por muy lejos que
uno fuera. Ahora el terror dominó su garganta. Tragó saliva y agitó la cabeza.
Y habló en voz baja:
—No sé qué diablos me pasa. Le confesaré algo. Nunca fui lo que la gente
llama un intelectual, aunque todo el mundo cree que lo soy. Pertenezco a una
docena de comités culturales en esta ciudad. Se supone que soy un experto en
arte moderno. Soy responsable del Museo de Historia, o al menos de su
expansión. Ahora precisamente estoy en tratos para traer aquí los
Mármoles Elgin,1 para una exhibición. Es una idea ambiciosa, pero no más
que la idea de llevar la La Piedad de Miguel Ángel a Nueva York. Todo el
mundo me consulta cuando tiene alguna idea genial para mejorar el clima
cultural en la ciudad. Una idea cara. Pueden confiar en mí para un buen
cheque. Y ahí es donde entra mi "intelecto".
"Oh, no es que yo hiciera trampas en Harvard, pero siempre supe que
me habían aceptado por el nombre familiar, y por el hecho de que mi
bisabuelo fuera un alumno con honores, y mi abuelo y mi padre estuvieron en
el Consejo. Yo lo había pasado muy bien en mi escuela preparatoria, nadie
esperaba que fuera más inteligente de lo que era, y Dios sabe, mirando hacia
atrás, que bien sé que mi inteligencia era sólo la normal. Pero todo se me hizo
fácil y delicioso en la vida. El dinero, ¿sabe? Además, se me consideraba
guapo, incluso de muchacho, y era un atleta, y uno de los mejores. Y
siempre sabía llevarme bien con la gente. Conozco el arte de triunfar en
sociedad. Lo heredé de mi madre, que era una mujer encantadora
1. Los Mármoles Elgin son los frisos del Partenón que se
conservan en el Museo Británico de Londres. (N. del T.)
ALMA DÉCIMA
LA NUEVA RAZA
ALMA DÉCIMA
bocinazos. Su cabello rojo, largo y liso, flotaba tras ella como una bandera, y
el pálido perfil tenía la expresión de una estatua yacente.
—¡Oh, estúpida, estúpida! —gimió suavemente dando la vuelta a una
esquina—. ¡Vete a casa, imbécil, vete a casa y sonríe, sonríe, sonríe, y muéstrate
encantadora con mamá y papá, y atiende a las invitaciones que te hacen por
teléfono, y planea, planea todas las excitantes actividades para este verano!
Sentía un dolor muy agudo en sus esbeltos hombros y en la nuca. Sentía
dolor en la espalda. Buscó en el bolso los tranquilizantes que le diera el
doctor Morton hacía dos meses. Luego lanzó el bolso al suelo del coche también,
donde fue a caer sobre los pateados libros. "No", pensó, "no quiero
tranquilizarme por un rato. Esto hay que afrontarlo alguna vez cara a cara.
Pero ¿qué es esto en realidad? ¿Qué me ocurre de todos modos? Quizá
necesito un psiquiatra que me sonría cortésmente y me diga que no quiero
enfrentarme con la madurez, y que sólo deseo ser una niña toda mi vida.
Pero ¿con qué diablos he de enfrentarme? Quizá sea sólo un exceso de
hormonas, después de todo, pero yo no quiero ser como Sandy y las otras,
divirtiéndome y sudando por ahí, y preocupándose por si Enovid les va a fallar
este mes. Quizá no esté adaptada. Abuelita, ¿por qué diablos me hablaste
alguna vez de todas esas supersticiones? Lo que tú me hiciste..."
¡Eh, imbécil! ¿Por qué no mira dónde va?
Se dirigía a un hombre anciano y sereno que conducía su coche con excesivo
cuidado a lo largo de la ruidosa calle en que ella había entrado. El hombre
contempló a aquella joven furiosa en el lujoso deportivo y pensó para sí: "No
hay responsabilidad en estos días. Todo se les ha dado, sin el menor
esfuerzo por su parte. Todo es cómodo y fácil para ellos. No tienen
problemas. Lo que necesitamos es una buena depresión otra vez, que les
dé un buen susto y les sacuda, y les obligue a ponerse a trabajar. ¡Mira a
esa chica, en su lujoso coche! Un lecho de rosas, como solían
decir".
Lucy, cuyos ojos estaban demasiado secos, pensó: "Podría dirigirme con
esto al río y seguir conduciendo hasta... ¡Oh, vamos! Eso no es una
respuesta.
¿O sí?"
Pensó en sus alegres y amorosos padres, todavía jóvenes, e
involuntariamente dio media vuelta y se dirigió hacia el río. Luego, en la
esquina siguiente, se lanzó a sí misma un terrible insulto, giró de nuevo el
coche y prosiguió su marcha. "Es una locura", pensó. "No es posible que
vaya allí. Pero ¿dónde más puedo ir? ¿Quién me dará la respuesta? ¿Un
clérigo? ¿El doctor Pfeiffer, con su cuello reluciente y sus conversaciones sobre
el golf y el problema racial, y nuestras responsabilidades para con la
comunidad, y nuestros deberes para con los menos privilegiados? De eso es
de lo que habla cuando viene a nuestra casa y se toma una discretita copa
de jerez, o quizás un whisky muy flojo. Sentado en nuestra sala, con todas
las hermosas antigüedades a su alrededor, y el aparato de alta fidelidad
sonando suavemente, y los cuadros en los muros brillantes bañados por el
sol poniente, justo antes de cenar. ¿Qué pasaría si yo le hablara de mí, y de
esto que tengo en el pecho y en la mente? Me diría: «Pero, querida hija, he
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antes en tres ocasiones. No era muy popular, especialmente con mamá. Mamá
decía que era medieval y que no quería que yo estuviera expuesta a ideas
absurdas. Mamá es muy moderna, ya sabe. Es mucho más moderna que yo.
¡Mamá está ya en órbita!
Estalló en una carcajada. No sabía cuan desesperada sonaba aquella risa
juvenil.
—En realidad —dijo cuando pudo controlarse— mamá odia lo que llama la
mística femenina. Tiene cuarenta y un años y es como mil años más joven que
yo. Ella cree que una mujer puede hacerlo todo. Si Washington no está
alerta, un día de éstos mamá va a marchar sobre la ciudad y a exigir ser la
primera mujer astronauta. Quizás estoy imaginando y exagerando todo eso,
pero mamá es así. Se enorgullece de ser agresiva y de hacerlo todo bien.
Mirándola, uno pensaría que sólo tiene unos diez años más que yo, y a ella
le encanta que se lo diga todo el mundo, y, claro, lo hacen. En cuanto a
papá, parece un muchacho. Más joven que los jóvenes. Como un crío. Jamás
sospecharía que él es el corredor de bienes raíces más próspero de la ciudad.
Más joven que los jóvenes. ¡Y moderno! ¡Dios mío! Son tan modernos que
me hacen sentir más vieja que las montañas. Y me revuelven el estómago.
"Sí", dijo el hombre. "Realmente son dignos de lástima."
—¿Cómo? —gritó Lucy, adelantándose en el sillón—. ¿Dignos de lástima?
¿Es eso lo que dijo, o vuelvo a imaginar cosas?
El hombre no contestó, pero Lucy se sintió segura de que había dicho lo
que ella imaginaba que había dicho. Se echó atrás de nuevo en el sillón.
Frunció el ceño. ¿Dignos de lástima? ¿Sus padres tan vitales, jóvenes,
animados? ¿Sus padres tan alegres, serenos, sanos? ¿Qué había de digno de
lástima en ellos? Estaban adaptados en todos aspectos. Eran tolerantes con
todo, serios con nada. Le sonreían cuando ella intentaba hablarles de su
desesperación. Le decían que era una fase. Una tormenta de adolescente.
Ellos no sabían que le habían quitado... ¿qué le habían quitado, ellos que se
lo habían dado todo, incluido un amor sin límites?
—La abuela... —empezó de nuevo, y ahora, por primera vez, sus ojos
jóvenes se llenaron de lágrimas—. Yo quería mucho a la abuela, aunque
nunca volví a verla después de los doce años, cuando mis padres regresaron
de Europa. Su casa era tan... tranquila. Es gracioso que yo piense que mi
propia casal no es tranquila como la de la abuela; sin embargo,! nuestro
hogar es realmente pacífico. Nadie levanta' jamás la voz. Todo es buen
humor y sensatez, todo puede discutirse razonablemente. Sin embargo, no
es tranquila según lo era la casa de la abuela. Parecía... parecía haber una
presencia en su casa, lo mismo que hay una presencia aquí. Vamos, ¿no es
esto una absoluta locura?
Se estrujó las palmas de las manos fieramente. Las lágrimas le corrían
abundantemente por las pálidas mejillas.
—Yo... yo he hablado con el doctor Pfeiffer. Él es nuestro clérigo, ya sabe.
He intentado preguntarle... cosas. Sobre lo que la abuela me dijo. Y él se limita
a darme un cariñoso golpecito, y dice: "Eso estaba bien para la época de tu
abuela, Lucy. Pero tú eres de la nueva raza. Esta generación vieja os admira
mucho. Vosotros rehusáis aceptar las respuestas circunscritas. Hacéis
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preguntas más amplias. Sí, os admiro mucho. Vosotros nos habéis dado
mucho."
—¡Y la cuestión —gritó Lucy— es que no nos dan ninguna respuesta! Nos
hablan de la ciencia y de nuevos descubrimientos. Y de problemas sociales.
¡Como si los problemas sociales se alzaran solos en el espacio, aparte de
nosotros! ¡Como si no tuviéramos ninguna identidad personal en absoluto,
como si no estuviéramos hambrientos de algo que... que diera algún
significado a nuestra vida! Yo no creo que la gente sea sólo como animales en
colectividad, como un rebaño de vacas. Con seguridad que vivimos indivi-
dualmente, ¿no? Con seguridad que tenemos una responsabilidad con
nosotros mismos en primer lugar, antes de tener una responsabilidad para
con los demás, ¿no es cierto? Con seguridad que tenemos, tenemos... ¿cómo lo
llamaba la abuela?, ¡almas!
Enrojeció. Aquella tonta palabra. El hombre debía estar riéndose
silenciosamente tras la cortina. Le miró desafiadoramente. El dulce y fragante
silencio en torno a ella pareció envolverla más, como si no quisiera perderse
una palabra de lo que decía. Insensiblemente, su cuerpo, tan tenso, fue
relajándose con gratitud. Sonrió trémulamente y su rostro palideció de nuevo.
Empezó a buscar en el bolso hasta encontrar un arrugado recorte de
periódico. Lo extendió hacia la cortina.
—Tengo aquí algo que explicará mejor que yo lo que quiero decir. Apareció
en el Pravda, el periódico ruso, y fue recogido por nuestra prensa. La chica se
llama Svetlina, según el periódico, y vive en Moscú. De diecisiete años.
Escribió al Pravda. Le leeré exactamente lo que dice, pues es lo mismo que yo
quiero decir:
"Considero al mundo estúpidamente concebido, y falto de significado.
Aprendemos y trabajamos toda la vida, y estudiamos, y luego, cuando somos
valiosos a la humanidad y a nuestro país, envejecemos y morimos. ¿Cuál es
el significado de todo esto? ¿No resulta algo indigno y carente de valor? Todo
ese esfuerzo que termina en la nada y la extinción... Nuestros científicos
deberían tratar de hallar la píldora de la inmortalidad para nosotros."
—Ahora bien —dijo Lucy, que no sabía que e taba llorando otra vez—, eso
me suena terriblemente patético. ¡Pero yo sé lo que ella quiere decir! ¿De qué
sirve que vayamos al colegio y escuchemos cuando no hay respuestas a la
admiración de esos idiotas que nos llaman "la nueva raza"? Nuestras
preguntas frenéticas sólo son recibidas con adulación, como si la pregunta
fuera importante en sí y la respuesta tuviera que ser forzosamente estúpida.
Estúpida, estúpida, estúpida... Pero mi abuela tenía una respuesta, aunque
mis padres dijeran que era medieval.
No sabía que se había puesto en pie en su agitación extrema y
desesperada.
—¡Aquellos cortos meses! No podría decirle lo maravillosos que fueron. Lo
que la abuela dijo puede que sea tonto, según mis padres comentaron, y anti-
cuado, y supersticioso, y Victoriano, y pasado de moda. ¡Pero significó algo para
mí! Ellos, ellos... bien... es como cuando uno tiene hambre y alguien le lleva a
una maravillosa cocina de suelo de ladrillo, y hay olor a pan cociéndose en el
horno, y se está disponiendo una deliciosa comida y alguien te da un plato y
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ALMA UNDÉCIMA
LA TEJEDORA DE SUEÑOS
ALMA UNDÉCIMA
El dorado día de primavera no era más fresco que el aire en la sala de
espera de mármol blanco. Hombres, mujeres y jóvenes, inconscientemente rela-
jados, esperaban que la campana sonara para ellos, como si parte del peso
que les abrumaba, y el dolor y la desesperación, fueran disolviéndose ya en el
suave aire con su aroma de helechos. La mujer que entraba los miró
tímidamente, sus labios, exageradamente pintados, esbozando una sonrisa,
sus ojos, maquillados en exceso observándoles con cierta coquetería, el pelo
muy ondeado en torno a sus viejas mejillas. Era evidente que aguardaba una
mirada de interés de todos los reunidos allí, pero nadie alzó los ojos para mi-
rarla, nadie pareció darse cuenta de que había entrado. Su sonrisa se
desvaneció, se transformó en un gesto de desagrado. La puerta se cerró
silenciosamente tras ella, que quedó apoyada allí como jadeante y sin aliento,
como la jovencita que fuera... hacía cincuenta años. Suspiró provocativamente,
pero nadie alzó la vista. Algunos leían, hundidos en sus tristes pensamientos.
Sonriendo de nuevo, tras un instante de duda, caminó de modo ostentoso
sobre sus altos tacones hasta llegar a una silla vacía en la que se sentó. Era
grande y gorda, muy gorda, pero iba implacablemente encorsetada. Vestía
como una jovencita, con un alegre traje de seda verde, y una chaqueta verde
también, tensas todas las costuras. Una sarta de perlas, falsas a ojos vistas,
rodeaban su garganta, ya muy arrugada. Como había tenido la vaga idea de
que se dirigía a una especie de iglesia se había puesto sombrero, un sombre-
ro bastante ancho de terciopelo y paja negra adecuado para una chiquilla de
catorce años. Sus manos enguantadas de blanco sostenían un bolso de
imitación de piel, que hacía juego con sus zapatos, también de piel falsa, y
los pies, muy gruesos, y enfundados en medias de nylon, desbordaban de
ellos. Exudaba un perfume que alguien bautizara con optimismo Noches
turcas, a un dólar la onza, pero que olía —como dijera una de sus amigas más
crueles— a sudor perfumado. Se suponía que había de enloquecer a las
señoras como Maude Finch.
Algunas de sus amigas más amables le decían que no parecía tener más de
cuarenta y nueve años, pero sus arrugas perfumadas y pintadas
proclamaban descaradamente sus sesenta y cinco años bien cumplidos, y ni
un solo artículo de todo lo que llevaba encima había costado más de
veinticinco dólares. Entre las gentes de su generación estaba considerada
como "un tipo raro", pues podía jugar al poker como un hombre, beber
cerveza como un hombre, tenía una risa dura y estrepitosa, y ganaba
sesenta dólares a la semana como vendedora de ropas en la sucursal de un
almacén en el pequeño suburbio donde vivía.
Lo triste es que ella se consideraba muy elegante y estaba convencida —al
menos casi siempre— de que tenía estilo, eclat. (Había leído esa palabra en el
Harper's Bazaar y ahora la usaba a diestro y siniestro» aunque con mala
pronunciación. Nunca había aprendido a pronunciar la mitad de las palabras
que utilizaba dándose aire, pero al menos sabía su significado... hasta cierto
punto.) Llevaba el pelo teñido, y no por un profesional. Sus ojos, pequeños y
azules, parecían agotados de cansancio, a pesar de su eterna sonrisa. Su
único rasgo perfecto eran los dientes, sin fallos, grandes, blancos y sanos. Muy
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pocas veces había necesitado al dentista, lo que era una suerte para ella.
Cuando sonreía alegremente, cosa habitual en ella, sus dientes brillaban,
parecía más joven y, sin embargo, mucho más patética que de ordinario.
Se sentó cuidadosamente, arreglándose el vestido y la chaqueta para que
no se arrugaran. Eran de pura seda, y de la talla máxima, y había podido
adquirirlos en la tienda por la mitad de su precio original porque ningún
cliente los había pedido. Se sentía muy orgullosa de su traje. Lo estrenaba
hoy. Se tocó el sombrero, abrió el bolso, sacó la polvera y echó una miradita al
espejo. No vio el cutis lleno de grandes poros. Vio la encantadora chiquilla que
nunca había sido, ni una sola vez en su vida. Sonrió generosamente a la
soñada imagen, cerró la polvera, la volvió a guardar, unió el broche del bolso y
miró en torno a ella, sonriendo.
Pero nadie le lanzó una sonrisa en respuesta. Así que buscó una revista.
No llevaba gafas en público; sólo se las ponía furtivamente tras la caja
registradora, en la tienda y en casa. Por tanto no podía leer nada, aunque
simulaba hacerlo y con profundo interés, la cabeza inclinada a un lado, los
labios en gestito de desprecio como si no estuviera de acuerdo con el escritor.
Aburriéndose de esta actuación, dejó la revista y miró a los compañeros
que aguardaban en la sala. No estaba nada mal el traje de aquella mujer de
allí, debía haber costado al menos cien dólares. ¡Pero negro, en un día tan
encantador como éste! Y la mujer debía tener cáncer o algo, tan pálida
estaba. ¿Por qué no se había pintado las mejillas y los labios? (Nadie iba ya
con el rostro limpio estos días). Era como una granjera. Debía tener unos
cuarenta y cinco años. ¡Y tan delgada! Talla doce todo lo más, pero sin estilo.
Los ojos de Maude pasaban con desaprobación de un rostro a otro, pero todos
estaban absortos en su propio dolor o angustia. ¡Qué grupo! Al parecer ella
era la única de los reunidos allí que tenía vida, color, animación. Agitó la teñida
melena en torno a su cuello y mejillas. Era una melena algo alambrosa, pero
ella se sintió joven y vital al contacto. Empezó a preguntarse cómo se le
habría ocurrido ir allí a ella, a Maude Finch, con tanto sentido común, con la
vida tan maravillosa que había tenido, y todas las cosas espléndidas que le
habían sucedido.
Sólo era que se encontraba un poquito cansada, eso era todo. La noche
anterior la tienda había estado abierta hasta las nueve y media, y había habido
muchísimos clientes. Por lo menos se había ganado cinco dólares en
comisiones. Eso compensaba otros días, en los que apenas se ganaba el
sueldo. Así que ahora estaba cinco por delante de Nancy, su compañera de tra-
bajo y su mejor amiga. ¡Pobre Nancy, con aquel terrible marido inválido que
había de mantener! Maude se alegraba de no tener que mantener a nadie,
más que a ella misma, y de un modo que apenas gastara dinero. Era mejor
tener mucho en el banco, para vivir como quisiera el resto de su vida. Sonrió
generosamente otra vez e inclinó la cabeza con complacencia, y los ojos azules
volvieron a brillar con la luz de los sueños, jóvenes de nuevo, llenos de vida. Al
cabo de algún tiempo consultó su pequeño reloj de oro y diamantes (sólo seis
plazos más que pagar). ¡Las seis y media! ¿Se habría quedado dormida? Había
salido de la tienda a las cinco, había corrido a casa para vestirse y salido hacia
el santuario a las cinco y media, y llegado aquí mucho antes de las seis... un
viaje de sólo quince minutos en autobús.
Jamás había estado antes en aquel parque, en aquel hermoso césped. Se
había trasladado de la ciudad al adyacente suburbio hacía veinte años, cuando
muriera el querido Jerry dejándola tan resguardada. Desde entonces sólo
había ido al centro de la ciudad un par de veces al mes, a visitar amigos, y
siempre por la noche, y aunque conociera la existencia del santuario desde que
era mucho más joven, nunca había sentido la menor curiosidad por él. "La
iglesita de algún viejo chivo", había dicho en una ocasión. "Metodista o algo así.
¿No? Entonces ¿qué? ¡Oh! ¿El hombre que escucha? Vamos, ¿no es eso idiota?
¿Por qué tendría que hacerlo? Sí, ya sé que es un lindo lugar, ha estado aquí
desde hace siglos... ni siquiera recuerdo cuándo lo construyeron. Siglos,
realmente. He oído decir que millones de personas vienen a él, incluso del
extranjero. Alguien dijo que el gobernador vino una vez, pero, sinceramente, eso
no me lo creo. Bien, al parecer hay más de un modo de malgastar dinero, y ese
viejo —su nombre era Goodwin o algo así— no tenía hijos ni esposa, y
construyó esto porque era católico y ya no podía aguantar más a los católicos,
¡y se construyó su propia iglesia! Divertido, ¿no? Hay toda clase de tipos raros
en este mundo."
¿Por qué había venido? Porque se había sentido tan cansada anoche.
Quería preguntar al hombre de allí dentro si debía dejar su trabajo por otro
menos pesado. Quizá trabajar sólo parte del tiempo, para prepararse el
retiro y una vida cómoda. La mayoría de sus amigas trabajaban; eso les
daba algo en que ocuparse, ahora que los hijos habían dejado la casa. Todas
las mujeres debían hacer algo, ¡por el amor de Dios!, aparte de ir por la casa
colgando cortinas nuevas, ¿no? El trabajo mantenía a una mujer joven y
en plena forma, aunque realmente su trabajo no fuera muy importante. Sin
embargo era divertido. Y no es que lo necesitara. Jerry había sido muy bueno
con ella. Dios mío, estaba cansada. Y además tenía constantemente aquel
extraño dolor, justo bajo el esternón. El doctor de la Compañía le había dicho
que estaba tan sana como el dólar, de modo que no era el corazón, ni cáncer
de los pulmones que era de lo que todo el mundo se moría. Gracias a Dios que
no fumaba, así que no tenía que preocuparse. Era sólo el dolor y el cansancio
que le sobrevino la noche anterior. No, estaba cansada desde hacía mucho
tiempo. Había oído decir que el hombre de ahí dentro era un psiquiatra, y
quizá todo lo que necesitara fuera un psiquiatra.
Soltó una risita infantil como una niña de diez años. ¡Maude Finch, que
jamás había tenido un dolor ni una molestia en su vida, ni un minuto de
depresión, acudiendo al psiquiatra! Pero bueno, muchas veces había oído decir
que si algo iba mal en la cabeza uno podía sentirse enfermo... no, cansado.
No, enfermo. Seamos sinceros, chica. A veces tienes dolor de estómago y en
ocasiones ni puedes dormir, y te pasas toda la noche mirando por la negra
ventana. Tú... tú tienes ese dolor ahí, ahí exactamente, exactamente debajo de
ese broche maravilloso que conseguiste en unas rebajas, sólo por cinco
dólares, y nadie que lo viera pensaría que es falso. Las piedras azules parecían
turquesas auténticas, y las rojas rubíes. Había estado en venta por veinte
dólares, pero era demasiado grande para las mujercitas muy femeninas, así
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que ella lo había comprado directamente del mostrador, en la tienda, por cinco
dólares. ¡Bien podía confiarse en Maude Finch para encontrar una ganga!
Aunque Dios sabía que ella no necesitaba gangas, con el dinero que tenía. Pero
las que tienen vista para las gangas lo hacen siempre. Se rió cariñosamente de
sí misma. Era tan mala como la vieja Mrs. Schlott, de quien todo el mundo
decía que tenía un millón de dólares. Bien, Maude Finch aún no tenía el
millón de dólares. Por lo menos aún no. Soltó una risita de nuevo. Si las
acciones seguían subiendo como ahora ¡ya lo creo que lo conseguiría! Quizá se
comprara entonces una de esas villas en la Ri...viera... ra... que había visto
fotografiadas en el Harper's. E invitaría a todos sus amigos. "Vamos, ¿qué
importa lo que cueste el Jet? Mira, cuando viva allí, te enviaré un billete de ida
y vuelta." Todavía no lo había dicho, claro; la gente era muy envidiosa y ella
temía a los envidiosos. Supersticiosa, eso sí que lo era Maude.
Un caballero anciano que entrara tras ella se inclinó a decirle:
—Creo que esa llamada es para usted, señora.
Alzó los ojos asustada. Aún había mucha gente en la sala, pero los que ella
viera al entrar ya se habían marchado.
—Gracias —dijo con gran cortesía, y se alzó majestuosamente haciendo un
gesto de despedida con la mano.
Había visto ese gesto de despedida en una película extranjera, francesa o
algo así. El viejo sonrió débilmente, tristemente. Con el aire de una modelo,
Maude se dirigió a la puerta del fondo, la abrió y entró en la habitación de
mármol con los almohadones de terciopelo, y una cortina azul sobre una
alcoba o algo así. ¿Dónde estaba el psiquiatra?
Se aclaró la garganta. No se oyó el menor sonido. ¿Se habría ido a tomar
café? Bueno, podía esperar. En verdad se sentía horriblemente cansada. Se
sentó en el sillón y admiró el terciopelo de seda azul sobre los brazos.
Terciopelo auténtico, no sintético. Ella era una experta. Se quitó los guantes,
tras una furtiva mirada a la oculta alcoba, y tocó el terciopelo. Justo como las
sillas en casa, cuando ella era niña, excepto que algunas de aquéllas habían
sido de terciopelo rosa y amarillo. Pero la calidad era tal como ella recordaba;
quizá mejor. No. Nada podía ser mejor que sus sillas y los grandes sofás
Imperio que habían llenado el salón de su hogar infantil. ¿Qué sabía la gente
de salones en estos tiempos? Salitas de estar, ¡por el amor de Dios! Baratas,
vulgares. Y aquella gran chimenea de mármol blanco, exactamente igual que la
que salió en Harper's el mes pasado, en sus reportajes sobre el hogar de uno de
los Rosemberg en París... no, no era Rosemberg. Era... vamos, piensa un poco,
a veces se te van las cosas de la cabeza. ¡Ya lo tengo! ¡Rockschild! No, no es así
del todo. ¡Rothschild! Se sintió triunfante al recordarlo. Miró con complacencia
la enorme piedra brillante de su mano izquierda, su anillo de compromiso.
¡Cómo se había reído Jerry y lo había besado cuando se lo pusiera en el dedo
para demostrarle lo pequeño que era el aro! Apenas entraba en la primera
falange de su dedo meñique. Nada era demasiado pequeño para Jerry Finch,
que Dios tuviera en su gloria su alma derrochadora. Todo el mundo le
envidiaba aquel anillo. "Tengo más en casa", decía ella alegremente agitando la
cabeza. Pero en seguida añadía: "No, quiero decir en la caja del banco, donde
tengo todas mis acciones y documentos y dinero extra. Nunca me cogerán de
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Guardo los vinos en la bodega, como hacen los Rothschild. Cerrados con llave.
Hay otros inquilinos en la casa de apartamentos donde yo vivo, y uno nunca
sabe. A veces los que parecen más ricos son los pobres. Eso me hace reír en
ocasiones. Pero nunca dejo que me oigan. A mí me educaron muy bien.
¡Queridos mamá y papá! —suspiró—. Bueno, no debería quejarme —continuó
alegremente—, y realmente no debería estar aquí, quitándole tiempo, con
todas esas pobres almas esperando para contarle auténticos problemas. No
como yo. Dicen que uno no debería jactarse, toca madera, pero yo he tenido
todo lo que he deseado en la vida. Nací, como dicen, con una cuchara de oro
en la boca. Y comí en platos de oro también; no, no quiero decir exactamente
eso, quiero decir que era porcelana de Ser... ves, con un borde de oro como la
que vi en el Vogue una vez. No en mi cuartito de juegos, naturalmente; allí
tenía sólida porcelana inglesa, blanca y azul. Pero en el comedor, en las
vacaciones, o para celebrar mis cumpleaños, y en Navidad, mamá y papá
solían usar la primera, con la plata de mamá, pesada como el hierro, que su
madrina le regaló. ¿Le dije que mis padres eran ingleses? Vinieron de Inglaterra
antes de que yo naciera. Mi padre se metió en algún problema con ese
Congreso inglés y a ellos no les gustó lo que les dijo. No, creo que no le llaman
Congreso como nosotros. La Cámara de los Lores.
"Papá no era un lord, aunque tenía derecho a estar allí. Bueno, como
sea, no es que yo esté presumiendo. Lo que ya no existe, ya no existe. No
vivíamos en esta ciudad cuando yo era pequeña, ni siquiera después. Yo sólo
llevo en ella treinta años, desde que Jerry y yo nos casamos. Él era de Nueva
York. Pero bueno, usted no se metió ahí para oírme presumir, ¡por el amor de
Dios! Usted sólo quiere saber por qué tengo este cansancio tan repentino, y
este estómago raro, y por qué no puedo dormir en ocasiones. No lo sé —agitó la
muñeca—. Ce... st la guer... Eso significa así es la vida. Francés. Yo puedo
hablar francés como una nativa, y ni siquiera los "dandies" pueden hablar
igual de bien. Los "dandies" significa, ya sabe, los de clase muy alta. Los
tenemos constantemente en nuestro salón.
"¿Es que él nunca dice nada?", se preguntó. "Bueno, estoy segura de que
ha dicho algo. Lo recordaré más tarde, cuando no esté tan cansada."
—No sé su edad —dijo—, pero si ha estado aquí todos estos años debe ser
tan viejo como Dios. Y tan cansado —se rió como disculpándose—. Dicen que
también es usted ministro, además de psiquiatra, y yo espero que no haya...
quiero decir que no le haya insultado. Pero en ocasiones es que digo justito lo
que se me ocurre; todo el mundo comenta que siempre digo lo que pienso.
Bien, uno ha de ser franco, ¿no?, y no hipócrita. Yo no creo en eso de decir
cosas que no sean verdad.
De pronto su rostro se contrajo en cientos de profundas arrugas
apretadas, y las lágrimas estallaron de nuevo en sus ojos.
—¡Oh! —gritó—. Es que me siento enferma recordando mi vida maravillosa
con mamá y papá —que es como llaman a los padres en Inglaterra, y no mami
y papi, como hacen los críos americanos—. Y pienso también en mi maravillosa
vida con Jerry. Nunca hubo nadie como Jerry, de verdad. Me lo dio todo,
aunque yo no lo necesitaba. Mis padres me dejaron mucho. ¡Mucho! Pero
murieron cuando yo tenía ocho años; no, siete. Y yo, y todo lo que tenía,
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quedamos bajo la tutoría de mi tía. Tía Sim, así la llamaba yo. Supongo que su
nombre era Simplicity, ¡qué nombres más anticuados, eh! Y tío Ned. Él era un
importante corredor de bolsa en otra ciudad, no importa dónde, puesto que
ahora vivo aquí. Me gustaría muchísimo hablarle de mi infancia. ¿Puedo
hacerlo, por favor?
¿Había oído "Sí"? Estaba segura de ello. Sonrió con cariño a la alcoba e
inclinó la cabeza a un lado.
—Quizás usted sea rico también, así que lo entenderá. Puedo recordarlo con
toda claridad, como si fuera ayer. Nuestra casa tenía un gran jardín a su
alrededor, como un parque. Con verjas. Yo solía columpiarme en ellas. Como
esas verjas de las mansiones ricas que veo en el Vogue y en Town & Country
todos los meses, y en el Harper's Bazaar. Nunca me canso de mirar esas casas y
jardines tan maravillosos como lo que yo tenía cuando era una niña, antes de
que murieran mis padres. Y habitaciones absolutamente fabulosas en el
interior, con muros blancos y cenefa dorada, como las de los Rothschild, y
cortinajes. Papá los trajo de Francia e Italia. ¿Sabe lo que quiero decir?, esas
cosas de brocado, con cuerdas para las campanas de brocado también. Y
teníamos el viejecito más divertido del mundo como jardinero. Leí una vez
sobre eso, en una historia inglesa en una revista: "Señora", decía él. "Usted
no tiene que tocar mis rosas". ¡Como si yo fuera a hacerlo! ¡Mamá me habría
matado!
"Leí un libro una vez —y no es que tenga mucho tiempo para los libros, con
tantas obligaciones sociales— que se llamaba West Lynne. O quizás era East
Lynne. Bueno, como fuera, y decía que la protagonista, siempre olía tan dulce y
agradablemente como las sales de baño. Pues así es como olía mamá y toda
nuestra casa, y papá solía oler como el tabaco que anuncian en Squire.
Varonil, y con tweeds. ¡Querido papá! Solía sacarme a pasear en el pequeño
cochecito por los terrenos, y a veces a visitar a los tíos Sim y Ned. ¡Qué encanto!
Y luego volvíamos a casa a tomar el té del domingo, con todas las campanas
sonando, y yo comía con mi nurse.
"Bueno, ésa era la parte más buena, pero a mí me gustaba mucho el
colegio. Mamá quería que yo fuera a un colegio privado, pero papá era
democrático, después de todos aquellos lores... ¿sabe? Así que fui a la mejor
escuela pública de la ciudad, y los chicos envidiaban mis maravillosos vestidos.
A mí no me importaba. ¡Oh, Dios! —gritó con voz crecientemente desesperada—.
¡No me importaba! ¡De verdad que no! ¿Qué importaba? Lo único que me hería
mucho era ver a las niñas riéndose...
Se detuvo aterrada. Se llevó las manos a la temblorosa boca y miró la
alcoba. Pero nada se movía tras la cortina. El hombre escuchaba. Ella sabía
que le entendía. Aquellas niñas celosas, porque ella tuviera tan lindos cabellos
dorados... Como una princesa, como la pequeña princesa Ana de Inglaterra,
con una cinta sobre la frente.
Al fin pudo hablar con voz temblorosa.
—Mi vida era como un cuento de hadas, ¿sabe? No hace falta hablar tanto
de ello, supongo. Sólo había felicidad, y el alegre sol y unos padres muy cari-
ñosos. Mamá era como una reina. Se sentaba la mayor parte del tiempo en su
cha... selong, con una manita sobre los pies, como algo que leí en una novela
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cuando era pequeña. Pero ¡en cuanto a amor! Ningún niño tuvo jamás tanto
amor como yo. Y tanta diversión. Debería haber visto nuestras Navidades.
Árboles que casi llegaban al techo —techos de tres metros— y ángeles y bolas
de oro, como el que vi en la ventana de un hotel una vez que celebraban una
fiesta para una debutante. Le digo que me quedé en pie, allí sobre la nieve,
soñando en cómo era cuando yo era niña, con todos aquellos regalos de todo el
mundo, un gran caballo de balancín también y un guardapelo con un brillante
en él, como el que vi en una joyería una vez, y un perrito blanco. Yo le
llamaba "Tim". ¡Era tan cariñoso! —suspiró—. Se perdió un día. Papá ofreció
cientos y cientos por él, pero era de muy buena raza y no lo devolvieron. No
era un poodle, como los que se ven en Harper's. Algo mucho mejor. Tenía un
collar de piedras del Rhin y hecho de plata.
"¡Oh! —exclamó; su rostro brillaba como el de una niña maravillada y
gozosa—. ¡No tiene idea de cómo viví cuando era pequeña! Todo tan lleno de
paz, de cariño, ¡todo tan fantástico! Como un sueño, como el cielo. Y los besos
que recibía... mamá y papá se me disputaban, se sentían celosos, ¿sabe?
Mire, tengo una cicatriz, y bastante fea, aquí junto al codo, como una
quemadura. Tiraron de mí tan fuerte que me caí al fuego. ¡Cómo gritaron ellos
y me besaron! Tuve una nurse extra durante un mes. Seguro, era una quema-
dura, no lo que el doctor dijo, una especie de herida con algún instrumento.
No era muy inteligente. Yo solía leer mucho cuando era pequeña —dijo
bruscamente. Y su rostro cambió—. A mamá le encantaban las novelas de
todas clases, era muy sentimental, ¿sabe? Y teníamos una enorme biblioteca.
Toda llena de novelas... Y supongo que libros de historia y de poesía para
papá. Yo leía toda clase de cosas, pero sobre todo historia de gente como
nosotros, ricos, cariñosos y amables, y que olían bien, y grandes jardines
verdes llenos de flores, y gente con lindos vestidos... tul y seda de China y
tafetán... como los nuestros. Y grandes pieles para envolverme en ellas
cuando salía en trineo en invierno, y a patinar en el pequeño lago cercano.
Desesperadamente gritó:
—¡A veces no puedo soportar el pensar en ello! ¡Dios mío, Dios
misericordioso, no puedo soportar el pensar en ello!
Se cubrió el rostro con las manos y sollozó como si algo se hubiera roto
en su interior. Gemía una y otra vez:
—¡No puedo soportarlo!
Siguió llorando hasta quedar exhausta. No había ventanas en la
habitación. La luz que bañaba los blancos muros se hacía más y más suave y
consoladora. Sus sollozos fueron menguando; al fin pudo enjugarse los ojos
enrojecidos. Su rostro era viejo ahora, desaparecido el maquillaje y los polvos,
y se acentuaban sus arrugas y le temblaba la boca.
—No puedo soportar el pensar en ello —repitió en un tono más sereno—.
Yo sólo tenía ocho años. Entonces murieron papá y mamá. Nunca me lo dije-
ron. Creo que estaba patinando. Nunca lo descubrí. Y entonces fui a vivir
con tía Sim y tío Ned.
"No es que me queje. Naturalmente, lloré mucho al principio. Pero ellos
fueron como mis propios padres para mí —tragó saliva—. Y ricos, o más
ricos que papá. No tenían hijos y me adoptaron y mi vida siguió igual que mi
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vida en casa —sus manos se aferraron a los brazos del sillón—, ¡como mi
vida en casa!
"Sí", dijo el hombre con pena (¿le había oído en verdad?)..., "como tu vida
en casa".
Asintió ansiosamente, con una fiera y terrible sonrisa.
—¡Sí! ¡Como mi vida en casa!
Silencio. Profundo silencio. Después de algún tiempo se llevó la mano
rápidamente a la sien.
—A veces me da un dolor de cabeza horrible cuando las cosas se
mezclan en mi mente. Un dolor de cabeza muy raro. No quiero decir raro en el
sentido que la gente le da estos días —intentó reír—. Aunque, tiene gracia.
Todo se mezcla allí y empieza a desorbitarse y yo me asusto. Entonces me digo:
"Vamos, Maude, serénate. Tienes que enfrentarte con los hechos. Ya no vives
con los tíos. Vives aquí, en tu apartamento tan lindo y encantador, con todas
esas antigüedades, y la plata, y tienes mucho de que sentirte agradecida,
aunque tu trabajo no sea gran cosa. Te ganas la vida, ¿no?"
De nuevo se cubrió la boca con las manos y su rostro enrojeció.
—Yo... no sé lo que digo en ocasiones. Las cosas se me salen, quiero decir,
nunca se me salieron así antes. Eso es porque me está escuchando. Pero
tiene que excusarme. Parece que no hablo con claridad. Ha de tener paciencia.
"Bueno, como iba diciendo, no fui a ninguna escuela una vez estuve con mis
tíos. Tenía profesores particulares, y los mejores. Yo estaba como en un conven-
to. Sólo las mejores chicas venían a verme, todas iban a ser presentadas en
sociedad, como yo. Y los mejores chicos. No me gustaban mucho los chicos; me
tiraban del pelo y se reían de mí. Yo era más bien tímida casi siempre.
Terriblemente tímida. Y luego aún fue peor —las palabras salían
desordenadamente—. Y, cuando tenía diecisiete años, conocí a Jerry Finch.
Era... abogado. Buena situación en una buena firma, como Perry Masón,
¿sabe? Sólo que con más abogados. A él no le gustaban mucho mis tíos, y,
desde luego, ellos no le querían a él. No era muy rico, como nosotros, pero sí
de una familia maravillosa. Tenían acres y acres de tierra. Pero nadie era
como Jerry. Nosotros... nos fugamos y nos casamos. Yo aún tenía diecisiete
años. Vivimos algún tiempo en aquella ciudad y luego nos vinimos aquí. Eso
fue hace treinta años. Un nuevo comienzo, dijo Jerry. Él... había ganado
mucho dinero como socio. Como aquel viejo abogado que yo leí cuando tenía
unos veinte años. ¡Clarence Darrow! Un pico de oro. Así les llamaban en
aquellos tiempos.
Dejó que la brillante piedra soltara algunos destellos en la habitación y
gritó con voz de triunfo:
—¡Mire mi anillo de compromiso! Jerry pagó diez mil dólares por él, ¡y eso
fue antes de la depresión! Ésa es la clase de hombre que era Jerry, nada
demasiado bueno para la pequeña Maudie, decía él. Así es como me llamaba.
¡Oh, Jerry bebía demasiado! Había tenido... una infancia trágica. Yo sé mucho
de eso de la salud mental. Todo se remonta a la infancia. Era huérfano. Él fue
a... bueno, era una especie de internado para huérfanos, como el del príncipe
Carlos de Inglaterra, sólo que, claro, el príncipe Carlos no es huérfano, ¡ya
sabe lo que quiero decir! Pero era muy duro, eso es lo que Jerry dijo. Y eso le
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que sucederme todo así? ¿Qué hice yo? No hago más que pensarlo. ¡Yo no hice
nada en absoluto!
Se volvió con un gesto violento y se lanzó al sillón. Enterró el rostro en el
respaldo y, aferrada a él, lloró como jamás había llorado antes, destrozada,
temblando, ahogando los sollozos, como si su cuerpo se derrumbara por
instantes y su corazón quedara expuesto y desnudo en su angustia. Era ahora
una vieja, más vieja que su edad. Era también una niña desesperada y sola,
una niña aterrorizada, angustiada, una niña que vivía hundida en el terror y
la angustia.
—Vine aquí —dijo, con los labios apretados contra el respaldo del sillón,
como una niña aprieta los labios contra el seno de su madre— porque estoy
tan cansada y tengo esos dolores de cabeza y se me revuelve el estómago.
Quizá sea la antigua menopausia. Y pienso, y pienso, y miro a las mujeres en
sus lindas casas con los niños, y los buenos maridos, y un coche... yo jamás
tuve coche, ni siquiera una bicicleta... y me pregunto por qué ellas tienen cosas
tan buenas, y yo... yo nunca tuve nada... nada en toda mi condenada vida.
Sus labios se hundieron más profundamente aún en el terciopelo,
hambrientos, como si aquello fuera carne para ella, una carne amada.
—¡Si sólo tuviera algo bueno... algo bueno que recordar!
Dio media vuelta fieramente, desafiantemente, cogida aún a los brazos del
sillón, y miró a la cortina.
—¡Jamás tuve una sola persona con quien hablar, a quien decir nada,
nadie que se preocupara por si yo vivía o moría, nadie que se ocupara o se
preocupara por lo que pudiera sucederme! ¿Sabe algo, usted, el que está ahí
detrás, el que nunca dice una palabra? Le he contado un montón de
mentiras. Y ¿sabe por qué? Porque me obligué a mí misma a creerlas cuando
la vida me iba mal, como me ha ido siempre. Una persona necesita tener algo
en que creer, aunque sean mentiras. ¿Sabe por qué? Porque no podría
soportar el vivir si no lo hiciera. No podríamos soportar la verdad de lo que
hemos estado viviendo... me refiero a las personas como yo.
"El único modo de conseguir que la gente me mirara siquiera y me viera
como una persona, alguien que fuera al menos una persona agradable y no
una pobre huérfana, era contarles todas esas historias fantásticas. Quizá no
las creyeran, o quizá las creyeran un poco, o quizá pensaran al menos que
algo era verdad, o les gustara algo.
"Es todo lo que he tenido, lo que yo me obligué a soñar leyendo algunos
libros que encontré y simulando que era yo. Y luego, hace tiempo, solía
comprar revistas, como ésas que le nombré, y soñaba que yo había nacido
una Rothschild, o quizás una Rockefeller, o quizás una princesa inglesa, o
alguna chica rica que tenía padres que la amaban y todas esas maravillosas
cosas, y una infancia encantadora. No era sólo ser rica al principio, sino tener
unos padres como los que veo constantemente a mi alrededor. Uno ha de
tener algo de respeto propio, ¿sabe? Como tener parientes agradables...
"¡Míreme! —gritó poniéndose violentamente en pie e inclinándose adelante
sobre su gruesa cintura, en actitud de absoluto desespero y rabia solitaria—.
¡Yo nunca supe quiénes fueron mis padres! Lo primero que conocí fue el asilo
de huérfanos, hace sesenta años. una porquería. Frío, hambre, y jamás ropas
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decentes. La mayoría de los críos tenían a alguien en alguna parte que les
enviaba algunas cosas, aunque fueran de segunda mano. Yo no tenía a nadie.
Yo llevaba harapos que ya eran harapos desde el principio. Nunca estuve
caliente, ni un día en mi vida. ¡Usted, el de ahí! ¿Estuvo alguna vez sin hogar, y
tuvo frío y jamás tuvo una casa propia? ¡Apuesto a que no, usted, psiquiatra
rico! ¿Vio en alguna ocasión que la gente se apartara de usted porque no era
guapo, o rico, o porque estaba asustado, al modo en que yo siempre lo estaba?
Todo lo que tenía eran mis dientes. ¡Menos mal! De no haber sido así, ahora
no tendría ni uno, ésa es la clase de cuidados que recibíamos en aquel viejo
y pobre asilo donde yo estaba, donde Jerry estaba, aunque yo no supe que él
había estado allí hasta que tuve diecisiete años.
"¿Acaso alguien se rió alguna vez de usted, o se burló de usted como
hacían conmigo? Apuesto a que no, ¡no de usted, con toda su educación y
dinero! Cuando yo tenía ocho años una prima de mi madre, tía Sim y su
marido, vinieron por allí y dijeron que yo era propiedad suya y me sacaron.
Tía Sim quería que alguien trabajara por ella en la cocina, ¡la muy perezosa! El
asilo de huérfanos se alegró de librarse de mí. Estaba abarrotado. No sabe
usted lo que era, en aquellos tiempos. De todas formas, tío Ned, como yo le
llamaba, era camarero en un asqueroso salón, y yo solía fregar allí el suelo de
noche después de la escuela a que iba... con los escupitajos y todo. Y sólo
recibía golpes, y cachetes, y bofetadas de ellos. ¿Ve este brazo? Tío Ned estaba
loco. Se enfureció con tía Sim una noche y lo pagué yo, y como llevaba un
cuchillo en la 'Rano me cortó en el brazo con él. Apenas puedo levantarlo ahora,
y ¿cree usted que eso es fácil, en la tienda donde yo trabajo? ¡Pues está loco si
cree que lo es!
"Y conocí a Jerry en el salón una noche que yo estaba trabajando allí. Me
hicieron dejar el colegio cuando tenía doce años, así era entonces, y trabajaba
lavando platos en la cocina detrás del bar, ganándome así la comida y
limpiando después. Jerry tenía treinta años, un hombre maduro, un
"pregonero" que es como llamaban a los vendedores entonces. Iba por las ciu-
dades vendiendo cosas, como linimento, medias y cacharros de cocina. Yo
pensé que era magnífico de verdad. A veces ganaba quince o dieciocho dólares a
la semana, y eso era mucho dinero entonces. Y era un tipo agraciado en cierto
modo, y con los zapatos brillantes. ¡Oh, demonios! Ahora dicen que los
adolescentes son aún niños, pero yo sí que era una niña de verdad, no con
todo ese sexo y labios pintados y tacones altos que llevan ahora. Yo sí que era
una niña de diecisiete años.
"Y fea además. Puedo verme a mí misma con los harapos que llevaba, y las
botas todas remendadas, y el pelo cayéndome por la espalda. No, no era una
melena rubia dorada, aunque a veces me engaño contándolo así. Era sólo
pardo y liso, y yo me rizaba el flequillo los domingos. ¡Era una chica fea, de
acuerdo! Pero Jerry decía que yo le gustaba. Un día se metió a pelear con tío
Ned que estaba retorciéndome el brazo y yo me enamoré de él
instantáneamente, aunque no fuera un Errol Flynn ni ninguna de esas
estrellas de cine de nombre tan gracioso que ahora aparecen en las
películas. Se lanzó a pegar a tío Ned y luego me dijo: "Chiquilla, te he visto
por aquí y me gustas, me das pena. ¿Qué te parece si tú y yo nos vamos jun-
tos?" ¡Le digo que me hubiera muerto de alegría!
Sollozó con un angustioso sonido que no podía controlar, que ni siquiera
intentaba controlar ahora.
—Diecisiete años, una auténtica niña, sin idea de nada. Jerry tenía una
habitación en una pensión, y me llevó allí, y un par de días después nos
casamos. Supongo —tartamudeó— que debería estarle agradecida porque lo
hiciera, pues en aquellos tiempos cualquier cosa podía pasarle a una
chiquilla que estuviera en un sitio como aquél. Y empecé a tomar tres
comidas al día, verdaderas comidas, por primera vez en la vida. Aquello
llegó a ser como el cielo. Jerry... bien, bebía un poco... ¡no! ¡Estaba
borracho casi siempre! Yo tuve que buscar trabajo en una pequeña
fábrica y ganaba cinco dólares a la semana, y trabajaba doce horas al
día, seis días a la semana. Pero aún me siguió pareciendo el cielo durante
algún tiempo, después de haber estado con mis tíos.
"Y entonces —tragó saliva varias veces, el rostro ardiente de dolor y
lágrimas— Jerry empezó a golpearme cuando estaba borracho, y luego
aunque no lo estuviera. Yo creo que empezó a hartarse de mí. Yo
seguía siendo muy fea. Pero él era todo lo que tenía, y, bueno, yo me
aferraba a él, y le prometía que, si se quedaba conmigo, yo me cuidaría de
él, así que él dejó su trabajo, y sólo yo trabajé. Trabajaba hasta los do-
mingos, limpiando despachos, para compensarle de que se hubiera
casado conmigo y me hubiera sacado de allí. ¡Oh!, él trabajaba en
ocasiones, aquí y allá, porque yo no conseguía ganar suficiente dinero
para sus tragos, pero no con frecuencia. Luego oí hablar de una
fábrica más grande en esta ciudad, y nos vinimos aquí y llegué a ganar
catorce dólares a la semana para cuando tenía veintidós años. No estaba
mal, pero tampoco era demasiado. Yo no comía con regularidad, si sabe
lo que quiero decir.
"A veces me ponía a soñar que Jerry era un hombre bueno y sobrio,
con buen trabajo y ganando dinero, y que teníamos una linda casita en
una calle tranquila, con un coche, quizá de segunda mano y un par de
niños. ¡A veces era tan real que, cuando me despertaba por la mañana en
el par de habitaciones sucias que teníamos en esta ciudad, no podía
creer que no lo fuera! Le aseguro que podía oír a mi niñito, lo llamaba
Tommie en mis sueños, diciendo “Mamá, mamá!”. Así era.
Sus labios temblaron en una tierna sonrisa, y de nuevo hubo un
brillo soñador en sus ojos. Luego empezó a temblar violentamente.
Y llegó a ocurrir que el único modo en que podía salir adelante,
trabajando constantemente y volviendo a aquellas horribles
habitaciones con Jerry borracho en la cama, era simular que yo era
alguien distinto, y que había tenido una vida maravillosa. Hablaba de
ello en la fábrica. Las chicas estaban todas celosas, y empezaron a
llamarme mezquina por culpa de mis ropas. “Lo mete todo en el banco”,
decían hasta cuando yo podía oírlas, y yo me sentía tan orgullosa de
Jerry y de mi gran cuenta bancaria que empecé realmente a creer que la
teníamos. Compraba revistas viejas como Bazaar y Vogue y miraba
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todas las fotografías, y poco a poco... ¡Ah, sí! Y el Ladie´s Home Journal
y otras revistas femeninas... empecé a soñar en tener trajes como
aquellos, y joyas así, y pieles. Pero sobre todo la casa y los niños, y las
sábanas suaves y los lindos platos y las alfombras. Y a veces, los
sábados por la tarde, me iba a mirar las tiendas verdaderamente
buenas de esta ciudad, y me paseaba por ellas mirando todas las cosas
que tenían, y las ropas, y poco a poco empecé a creer que yo estaba
realmente comprando, ¡yo, con solo tres vestidos baratos y un abrigo
tan vejo que ya había olvidado lo que pagara por él, y no era bueno ni
siquiera cuando lo estrené!
Se rió de sí misma, medio gimiendo, medio sollozando.
Y supongo que es todo. Pero hace unos treinta y cinco años,
mirando a Jerry un día, me pregunté como lo enterraría si el muriera.
Aún me sentía agradecida a pesar de todo. Era todo lo que tenía. Así
que un día le obligué a estar un poco sobrio y le planché su único traje
ahora tenía un empleo y le envié a la compañía de seguros. No, yo
fui con él. Ahora tengo que ser sincera en todo. Le dije que yo era la que
estaba asegurada. De todas formas, en aquellos días, no importaba
mucho; los tiempos eran prósperos y todo el mundo estaba comprando
seguros... ya sabe, los años veinte. No hacían demasiadas preguntas,
pero les gustaba la idea de que yo estuviera trabajando por el seguro, y
trabajando a diario. Lo comprobaron conmigo y vieron que yo pagaba la
renta todos los lunes por la noche... Así que, de todas formas, conseguí
que Jerry se asegurara por tres mil dólares, y luego pude dormir de
noche, sin preguntarme si le enterraría en un camino o algo así. Era
todo lo que tenía.
“Verá, doctor, él... pues era como un niño para mí, y había de
cuidarle, y lavarle la ropa por la noche, y darle de comer cuando ni
siquiera podía incorporarse después de haber vomitado por beber aquel
licor tan bestial que se tomaba en aquellos tiempos, ¿cómo le
llamaban?, ¡ginebra de tina de baño! No lo recuerdo, yo jamás lo toqué.
Y me decía lo muy guapo que era, y que estaba enfermo, no borracho, y
que era todo lo que yo tenía.
“Unos quince años después, cuando ya vivíamos aquí, murió, y yo
me quedé sola de nuevo. Tuvo delirium tremens. Y era en la depresión.
Yo aún tenía mi trabajo, pero me recortaron la paga. No me importó
demasiado, las cosas eran mas baratas. ¡Y ahora disponía de tres mil
dólares! Me gaste ochocientos en el funeral de Jerry. Fue realmente
elegante, aunque sólo estuviera yo y la patrona de la pensión y un par
de chicas de la fábrica. Y él tuvo un nicho también, y una tumba donde
los árboles son realmente bonitos. Él ya estaba arreglado, pero yo
estaba sola.
“El resto del dinero me parecía fantásticamente bueno! ¡Y lo era!
Especialmente cuando perdí el trabajo y no tuve otro en dos años. Viví
de ellos, muy apretada, pero me duró, y aún quedaba un poco cuando
conseguí un empleo en otra fábrica, cuando Hitler empezó a salir en las
ALMA DUODÉCIMA
ALMA DUODÉCIMA
La sala de espera estaba casi llena cuando él entró, pero nadie le vio, al
parecer, a excepción de una jovencita de mirada alocada. Se dio cuenta de que
ella le veía y se detuvo, y fue como si una oscura sombra hubiera caído sobre
el rostro torturado de la muchacha. Desde luego que le había visto. Sonrió.
Supo en seguida lo que le preocupaba, y lo que originaba aquella dilatación de
sus pupilas, y la mirada fija. La conocía muy bien. No había piedad en él, ni
dolor; sólo desprecio. Una mujer débil, malvada. Un animal despreciable. Sólo
tenía dieciocho años, recordó, pero su alma estaba podrida, como un capullo
que se hubiera secado incluso antes de abrirse. Anatema, anatema, dijo para
sí. No juzgaba un gran triunfo el haber conseguido aquella alma débil con
tanta facilidad. ¡Se había necesitado tan poca tentación!
—¿Emily? —dijo suavemente.
Los labios grises de la muchacha se apretaron estrechamente y de ellos
surgió un sonido tan débil que nadie lo oyó más que él mismo. Era un gemido,
como el de un cachorrillo herido.
—Pero tú fuiste la única culpable, Emily —dijo con aquella suave voz que
no turbaba a los otros, ni siquiera les hacía alzar los ojos—. Tú sabías lo que
hacías, tú no tenías inocencia, ¿no es cierto? Ni siquiera puedes afirmar
ignorancia, aquello estaba en todas partes. ¿Qué? ¿Vas a quejarte ahora de
que fue culpa de tu ambiente? ¿Esa excusa tan idiota, esa excusa tan
pobre, tan falsa? Emily, vete a casa. El Hombre no puede ayudarte. Ve a
casa... y olvida.
Se sentía lleno de odio hacia la muchacha. Era de los suyos, de la clase de
gentes que habían hecho de él lo que ahora era, que le habían reducido a lo
que ahora era, y hacía tanto tiempo que a veces le parecía increíble. Podía ver
sus rostros en montón, sus cuerpos amontonados. Ni siquiera él podía
contarlos, ni conocerlos a todos.
—¿Qué? ¿No te vas? —insistió. Todos los que se hallaban en la habitación se
movieron inquietos, turbados. La chica le miró, sus negros ojos brillantes
como el cristal. Pero no se movió. Aquello le resultó intolerable. Deseó cogerla
por los brazos, lastimosamente delgados, y sacarla de aquel abominable lugar
y arrojarla al arroyo. La muchacha adivinó su furioso deseo. Apartó de él los
ojos, fijándolos en la placa de la pared donde se leía: Todo lo puedo en Aquel
que me conforta.
—No —insistió el joven—. Ni siquiera Él puede ayudarte ahora, Emily. Estás
sudando y temblando. ¡Mira cómo bostezas! Dentro de poco te resultará inso-
portable. Yo lo sé. ¡Pobre Emily! Realmente te compadezco. ¿Recuerdas lo que
leíste en el colegio, Emily?: "La culpa, querido Bruto, no está en nuestra
estrella... sino en nosotros mismos, que somos seres bajos." Tú naciste un ser
bajo, Emily, y pronto morirás como tal. Estás perdiendo el tiempo aquí. Él...
no puedo sentir más que asco de ti. Vete a casa.
La chica no se movió. Seguía mirando la placa de mármol. Gruesas gotas de
sudor le caían por la frente. Sus labios se agitaron. Él se echó a reír en
silencio. ¿De modo que se ponía a rezar, aquel pequeño monstruo? Que
intentara escaparse. La tenía bien segura. Había corrompido a otras dos
chicas, más jóvenes que ella, para satisfacer su vil apetito, su apetito mortal.
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—Y a veces, pero no a menudo, en medio de sus ansias, del deseo que les
arrastra hacia mí, escuchan tu voz. Y a veces —pero tan pocas que ni vale la
pena contarlas— se apartan de mí y caen a tus pies.
—Uno es uno, y uno es todo —dijo el Hombre—. Lo que tú desprecias, yo lo
amo. Lo que tú destruirías, yo podría salvarlo. Mis oídos jamás se apartan,
jamás se cierran.
—Pero sí están cerrados para mí.
El Hombre no contestó. Sus ojos torturados miraban larga y
profundamente al desconocido.
—Miento. Como siempre. Tus oídos no están cerrados para mí. Pero, ¿cómo
sería posible que me arrepintiera cuando sé lo que sé, cuando en mi corazón
late un odio que es lógico, aunque tú no lo llamaras así? —se rió secamente,
y su risa fue repetida por un débil eco de burla, lejano pero tumultuoso—.
"¡Todas las estrellas de la mañana cantaron a una, y los hijos de Dios
gritaron de alegría!" ¿Recuerdas aquella hora?
—Nunca la he olvidado.
—Fue la hora en que Él concedió el libre albedrío a todos sus mundos,
cuando ángeles y hombres —en todos sus mundos— recibieron el don de la
majestuosa libertad para vivir o morir, estar a su lado o retirarse de Él. ¿No
fue ése un don demasiado terrible?
—Tú eres todos sus hijos. ¿Crees que Él deseaba bestias sin razón que
obedecieran porque no tenían deseos de obedecer, ni la elección de hacerlo? El
libre ofrecimiento de un alma es de más valor para Él que las criaturas
sacrificadas mecánicamente en un altar que no saben que existe, ofreciendo
un sacrificio del que no son conscientes. La obediencia no es deseable cuando
la desobediencia resulta imposible. El amor no es amor si no hay otra
alternativa: el odio. La adoración no es adoración si no se halla presente la
posibilidad de una negativa. Lo que es su esencia, es la esencia de sus hijos.
Él quería que todos sus hijos fueran como los ángeles, que son mis hermanos
también, capaces de desobediencia y orgullo, pero también capaces de
obediencia y humildad. Como Él es espíritu, así sus hijos son espíritu
también, y ¿han de verse separados uno de otro, como un amo cruel es
dividido por esclavos que no tienen elección? Pero ya hemos hablado de esto
antes, a través de los siglos.
—Sigue siendo el más terrible de los dones. Yo soy lo que soy por culpa
de ello.
—¿Preferirías no haber tenido elección?
El desconocido agitó la cabeza.
—No, pues entonces no habría tenido existencia.
—Cierto. Por tanto este diálogo resulta innecesario.
—¿Sin el libre albedrío no hay verdadera existencia?
—No la hay. Tú lo has dicho.
—Pero no debería haberse dado a la humanidad. Debería haber sido
prerrogativa de los ángeles.
El Hombre agitó la cabeza penosamente.
—Piénsalo tú mismo. Fue tu prerrogativa. Considera cómo la has utilizado.
Sin embargo, tú desprecias a los hombres que son inferiores a ti por su
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El desconocido sonrió.
—Hay una mujer, joven en años, en esa habitación. Está más allá de toda
redención. Es mía. Yo la llamaré.
Alzó la mano haciendo un gesto imperativo, un gesto amenazador
hacia la puerta. Inmediatamente sonó la campana. La puerta se abrió
un instante después y entró Emily, la muchacha de ojos alocados y
rostro bañado por las lágrimas, suspirando con un sonido audible y
desagradable.
—Entra, Emily —dijo el desconocido con voz que sonaba a burlona
amabilidad—. Me ves, ¿no es
cierto?
—Sí, te veo —respondió ella. Parecía fascinada
por su aspecto, por su imponente esplendor, pues ni ángel ni hombre
había poseído jamás tal belleza. Era como una noche de fuego y mármol,
brillante, ardiente, negra, y su sombra flotaba y vacilaba en los blancos
muros, subiendo hasta el techo en oleadas alternativas de llamas y
oscuridad.
¿Quién soy, Emily?
Ella se llevó las manos a las mejillas, luego se retiró lentamente los
desordenados cabellos, se humedeció los resecos labios. Brillaba el sudor
en su frente, en su labio superior.
—No lo sé —dijo—, pero creo que conozco tu voz —la suya era ahora
débil e insegura.
—Sí, conoces mi voz. La has conocido desde que eras una niña. Pero...
¿le conoces a él, Emily?
Ésta obedeció al dedo que le señalaba y miró al Hombre que escucha. Se
sobresaltó violentamente. Echóse atrás hasta que el asiento del sillón golpeó
sus muslos y cayó involuntariamente en él. Pero ahora sólo podía mirar al
Hombre en la alcoba.
—No temas —dijo el desconocido con burlona amabilidad—. Como ves,
sólo es una imagen. Sólo fue siempre una imagen para las personas como tú,
Emily, y siempre lo será; un sueño, un mito, un tema para la burla y el
desprecio, para la negativa y el rechazo, para las acusaciones y las
protestas; siempre lo será para todos los hombres. ¿Entiendes lo que te
digo, estúpida y malvada mujerzuela, o estás perdida de nuevo en tus
drogadas fantasías?
—Entiendo —susurró ella. Pero no se volvió para mirarle. Tenía los ojos fijos
en el Hombre de la alcoba—. Por eso vine aquí, en primer lugar.
—Y ¿sabías lo que ibas a ver?
—No. Realmente no —¿había desilusión en su voz, o sufrimiento?—.
Yo... pensé que quizás era...
—¿Un doctor al que podrías persuadir para que te diera más drogas?
La muchacha era pequeña y estaba horriblemente delgada, con un rostro
alargado en el que se marcaban los pómulos con aspecto enfermizo. Los ojos
eran enormes en aquel rostro hundido, las aletas de la nariz distendidas. Sus
labios no parecían tener color alguno; sólo una línea seca y atormentada. Sin
embargo sus ropas eran buenas, las manos delicadas y bien cuidadas. Sus
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cabellos castaños, muy desordenados, caían sin brillo sobre sus flacos
hombros.
—Yo... —dijo, y tragó saliva— no sé lo que esperaba. Ayuda quizá. —Aquellos
ojos alocados se alzaron, perdieron luz, cayeron.
—¿Qué clase de ayuda? —su voz era dura ahora, y ella se encogió sobre sí
misma—. Contéstame, Emily, y di la verdad. No puedes mentirme, pues yo
conozco la mentira instantáneamente. Como tú sabes, yo la inventé.
—Yo... pensé que las cosas... que todo sería diferente para mí si alguien me
escuchaba y me decía qué hacer.
—Pero tus padres y tus maestros te lo han estado diciendo toda la vida,
¿no?
Ella unió las manos y las miró.
—Ellos no te odiaban, Emily. Te amaban. Nada de importancia se te
negó, aunque tus padres no son ricos, sólo gentes amables y sencillas. Tus
profesores creyeron que tú eras extraordinariamente inteligente. También
ellos te dieron todo cuanto podían darte. ¿Qué excusa tienes, Emily, para lo
que has hecho a tu cuerpo, tu mente y tu alma?
Ella seguía estrujándose las manos incansablemente, hasta que quedaron
enrojecidas.
No tienes excusa; no puedes decir que fueras huérfana, o abandonada,
o que no te quisieran, o que te rechazaran, o que te privaran de necesidades
fundamentales, o que fueras objeto de crueldad y odio. Se te dio demasiado
hasta que quedaste empachada, hasta que creíste que eras importante, y que
incluso merecías más. Llegaste a sentirte descontenta, y el descontento lleva a
la arrogancia y las exigencias. Tu padre contrajo deudas para comprar tus
estúpidos juguetes. Tu madre se olvidó de sí misma para darte todos los
vestidos que deseabas. Tus profesores gastaron sus agotadas fuerzas para
pulir tu mente magnífica. Pero tu siempre querías más y más, y te sentiste
frustrada cuando ya no fue posible que nadie te diera más. ¿Qué creíste ser,
Emily? ¿Una princesa con un mundo a sus pies, como tantos estúpidos
millones de tu generación mimada e indigna, piensan de sí mismos?
Ella no habló, pero lentamente inclinó la cabeza varias veces.
Ya fue bastante malo que te destruyeras a ti misma, Emily. Pero has
destruido a otras dos chicas, más jóvenes que tú . ¿Por qué?
Yo... es difícil explicar susurró . Tienes que saber lo que ocurre.
Después de algún tiempo ellos... te piden más dinero. Y una empieza a robar
del bolso de su madre, a coger cositas y venderlas, y a robar de las tiendas
también. Luego nunca hay bastante dinero para... para... Así que ellos te
piden tragó saliva desesperadamente . Es preciso obtenerlo, eso es todo.
Es como algo que te devora, y que hay que alimentarlo o te mueres. No sabes
lo que es eso.
Lo se demasiado bien dijo el desconocido . Fui el primero en sentirlo.
Yo fui aquel a quien tu acudiste, Emily, en busca de tu primer placer. El
primer placer que finalmente ya no es placer, sino sólo una salvaje necesidad.
¿Era la vida tan horrible para ti que te sentiste arrastrada a ello?
menos que las bestias, pues a éstas les falta la capacidad de ser malvadas. Y
al fin priva al hombre de su derecho al libre albedrío.
—Cierto —dijo el Hombre que escucha—, pero no siempre. Tú recordarás a
David el rey, por ejemplo. Y él sólo fue uno.
—Mira esta mujer, esta mujer degenerada, envilecida, que no tiene excusa
válida para sus crímenes contra ella o contra los otros, excepto el
aburrimiento. Ningún dolor la llevó a dar este paso, ninguna pena, ninguna
desesperación exagerada. Ella es la representación de la banalidad que es el
mal. Por tanto, está más allá de tu salvación. Ni siquiera puede declarar que
el amor la llevó a ese extremo en su existencia, como el amor arrastró a la
Magdalena. Ni siquiera es digna de ser apedreada. Es nada.
—Es un alma.
La muchacha había escuchado esta conversación en el latir de la locura
inducida por las drogas. Había alzado lentamente la cabeza y había
escuchado, los labios entreabiertos, sin color, pasando los ojos de uno a otro.
Finalmente su mirada se fijó en el Hombre de la alcoba.
—¡Yo te oí! —gritó—. No eres sólo una imagen, ¿verdad? Existes realmente,
¿no es cierto?
—Sí, mi querida niña.
—Sólo oyes tu propia imaginación, Emily —dijo el desconocido—. Por
supuesto que sólo es una imagen, un sueño, creado por el hombre, de
material hecho por el hombre o sacado de la tierra.
Emily miró al Hombre.
Vio una gran alcoba, de una altura muy superior a la de un hombre, y de
anchura proporcionada. Formaba un receptáculo como una cáscara de luz, y
en aquella cáscara se hallaba un enorme crucifijo de suave madera tallada,
que parecía temblar débilmente bajo el intenso brillo. En la cruz estaba
clavado el Dios Hombre, tallado en marfil, blanco como la luna, más grande
que cualquier hombre que hubiera vivido en este mundo, más musculoso,
más masculino, perfecto en todos sus huesos y músculos. Vivía. Parecía mo-
verse en su agonía. De la heroica y serena frente caían gotas de sangre
brillante, y también de las manos, y del costado herido, y de los fuertes pies
cruzados. Pero sobre todo ello estaba la majestad de la poderosa faz, la faz de
un joven lleno de humanidad y, sin embargo, con el impersonal y remoto
esplendor de la divinidad.
Piedad y misericordia, contemplación y fuerza, parecían salir de él como los
rayos del sol e ir a caer sobre la muchacha temblorosa que contemplaba aquel
rostro, aquel poder y fortaleza. El sacrificio aceptado pendía de la cruz,
doliente pero resignado, ofrecido por sí mismo, a la vez un Rey y un Cordero,
con el Reino sobre sus hombres y la humillación estampada en su cuerpo.
Pero eran sus ojos lo que la muchacha contemplaba ansiosamente, los ojos
grandes y tiernos que brillaban en las órbitas, los ojos justos, atormentados
pero sonrientes.
El desconocido se acercó más a la chica. Dos sombras oscuras, tenebrosas,
parecían alzarse de sus hombros y moverse como alas, pues era un arcángel,
el más poderoso de todos los ángeles, el más grande, aunque los ropajes que
vestía eran negros y la espada a su cinto se agitaba como el rayo. Sólo su
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rostro y sus manos eran blancos, tan blancos como la muerte, y tan fríos. En
los pliegues de sus ropas había destellos de fuego. Su rostro era hermoso, y
duro, y lleno de una tristeza, dolor y cólera, más allá de la comprensión del
hombre. Y la rabia y el odio brillaban en sus ojos.
—No vive —dijo Lucifer—. Es una imagen. El hombre le rechazó hace
mucho tiempo, le apartó de su vida, del asqueroso camino de su existencia.
Observarás que sólo está hecho de madera, marfil y pintura. No tiene verdad.
Tú y yo, Emily, somos la única realidad. Aunque tú no tienes una realidad
propia. Yo soy todo lo que es, y todo lo que siempre será.
—Yo oí su voz —dijo la muchacha—. Oí lo que hablasteis los dos.
—Sólo oíste mi voz, no la suya, pues ¿no ha declarado tu generación que Él
no tiene voz y que no vivió jamás. Si Él perdura es en lugares ocultos, donde
los temerosos oran, o en los enfermizos cerebros de los poetas. ¿Qué tiene que
ver Él con tu mundo y el mío?
Por primera vez experimentó la muchacha un gran terror, superior a
todo lo que hubiera conocido en su breve existencia. Se cogió a los brazos del
sillón, volvió los febriles ojos a Lucifer. Abrió y cerró la boca sin poder hablar.
Vio todo lo que él era, y su alma se encogió de odio y de asco.
—Sí —dijo al fin—. Tú existes. No eres una fábula, una mentira. Tú tienes
realidad.
—Soy la realidad que tú has hecho, mujer, y las incontables miríadas de
seres como tú a través de incontables siglos, desde el principio del tiempo.
Una palabra se abrió paso en los frenéticos pensamientos de la muchacha,
que corrían por su cerebro como ratones aterrados:
—Yo... yo no soy una mujer, una adulta. Sólo tengo dieciocho años.
—Tienes el cuerpo y el alma de una mujer; puedes casarte, concebir y tener
hijos. Yo fui el que dijo a tus mentores que eras una niña, y por tanto
irresponsable de tus acciones, de tus deseos, de tus perversiones y
degradación. ¡Qué ansiosamente me escucharon! ¡Qué ansiosamente escuchan
todos, los que traicionan al hombre! Pero, sobre todo, ¡cuan encantada me
escuchaste tú, mujer!
Se apartó de él, como desnuda y sola, abandonada y temblando, con un
frío que jamás había sentido antes.
—Hija mía —dijo el Hombre en la cruz—, ¿por qué viniste a mí?
Había oído la voz de Lucifer, voz dura como el mismo acero. Ahora escuchó
una voz como la de un padre, no el padre débil, allá en casa, que ella sabía
bien le daba regalos en un ansia de afecto que era incapaz de satisfacer.
¡Él habló! gritó, señalando la cruz . Habló. Yo le oí.
Me oíste porque me buscaste dijo el Hombre.
Se puso en pie porque el temor a Lucifer había caído sobre ella de nuevo
como una maldición y no sabía a dónde correr. Miró al Hombre, luego caminó
hasta Él y cayó extenuada a sus pies.
Estás loca dijo Lucifer, que permanecía tras ella, cubriéndole el
cuerpo con la sombra densa y negra de sus alas . Has estado loca desde
hace mas de un año, y el único alivio es tu droga, la droga de los sueños y la
FIN
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