Barrie J M - Peter Pan
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1 - Aparece Peter
TODOS los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y
Wendy lo supo de la siguiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba
jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió hasta su madre con ella.
Supongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al
corazón y exclamó:
No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía
que crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el
principio del fin.
Wendy llegó la primera, luego John y por fin Michael. Durante un par de
semanas tras la llegada de Wendy estuvieron dudando si se la podrían quedar,
pues era una boca más que alimentar. El señor Darling estaba orgullosísimo de
ella, pero era muy honrado y se sentó en el borde de la cama de la señora Darling,
sujetándole la mano y calculando gastos, mientras ella lo miraba implorante. Ella
quería correr el riesgo, pasara lo que pasara, pero él no hacía las cosas así: él hacía
las cosas con un lápiz y un papel y si ella lo confundía haciéndole sugerencias tenía
que volver a empezar desde el principio.
—No me interrumpas —le rogaba—. Aquí tengo una libra con diecisiete y
dos con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez
chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis chelines, con tus dieciocho y
tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques… ¿quién est{ moviéndose?…
ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete… no hables, mi amor… y la libra que le
prestaste a ese hombre que vino a la puerta… calla, niña… coma y me llevo, niña…
¡ves, ya est{ mal!… ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he
dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente:
¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques?
Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total distinto; pero al final
Wendy pudo quedarse, con las paperas reducidas a doce chelines y seis peniques y
los dos tipos de sarampión considerados como uno solo.
Con John se produjo la misma agitación y Michael se libró aún más por los
pelos, pero se quedaron con los dos y pronto se veía a los tres caminando en fila
rumbo al jardín de Infancia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.
La señora Darling supo por primera vez de Peter cuando estaba ordenando
la imaginación de sus hijos. Cada noche, toda buena madre tiene por costumbre,
después de que sus niños se hayan dormido, rebuscar en la imaginación de éstos y
ordenar las cosas para la mañana siguiente, volviendo a meter en sus lugares
correspondientes las numerosas cosas que se han salido durante el día. Si pudierais
quedaros despiertos (pero claro que no podéis) veríais cómo vuestra propia madre
hace esto y os resultaría muy interesante observarla. Es muy parecido a poner en
orden unos cajones. Supongo que la veríais de rodillas, repasando divertida
algunos de vuestros contenidos, preguntándose de dónde habíais sacado tal cosa,
descubriendo cosas tiernas y no tan tiernas, acariciando esto con la mejilla como si
fuera tan suave como un gatito y apartando rápidamente esto otro de su vista.
Cuando os despertáis por la mañana, las travesuras y los enfados con que os
fuisteis a la cama han quedado recogidos y colocados en el fondo de vuestra mente
y encima, bien aireados, están extendidos vuestros pensamientos más bonitos,
preparados para que os los pongáis.
Como es lógico, los Países del Nunca Jamás son muy distintos. El de John,
por ejemplo, tenía una laguna con flamencos que volaban por encima y que John
cazaba con una escopeta, mientras que Michael, que era muy pequeño, tenía un
flamenco con lagunas que volaban por encima. John vivía en una barca encallada
del revés en la arena, Michael en una tienda india, Wendy en una casa de hojas
muy bien cosidas. John no tenía amigos, Michael tenía amigos por la noche,
Wendy tenía un lobito abandonado por sus padres; pero en general los Países de
Nunca Jamás tienen un parecido de familia y si se colocaran inmóviles en fila uno
tras otro se podría decir que las narices son idénticas, etcétera. A estas mágicas
tierras arriban siempre los niños con sus barquillas cuando juegan. También
nosotros hemos estado allí: aún podemos oír el ruido del oleaje, aunque ya no
desembarcaremos jamás.
A veces, en el transcurso de sus viajes por las mentes de sus hijos, la señora
Darling encontraba cosas que no conseguía entender y de éstas la más
desconcertante era la palabra Peter. No conocía a ningún Peter y, sin embargo, en
las mentes de John y Michael aparecía aquí y allá, mientras que la de Wendy
empezaba a estar invadida por todas partes de él. El nombre destacaba en letras
mayores que las de cualquier otra palabra y mientras la señora Darling lo
contemplaba le daba la impresión de que tenía un aire curiosamente descarado.
Quería decir que era de su tamaño tanto de cuerpo como de mente; no sabía
cómo lo sabía, simplemente lo sabía.
La señora Darling pidió consejo al señor Darling, pero éste sonrió sin darle
importancia.
—Fíjate en lo que te digo —dijo—, es una tontería que Nana les ha metido en
la cabeza; es justo el tipo de cosa que se le ocurriría a un perro. Olvídate de ello y
ya verás cómo se pasa.
Los niños corren las aventuras más raras sin inmutarse. Por ejemplo, puede
que se acuerden de comentar, una semana después de que haya ocurrido la cosa,
que cuando estuvieron en el bosque se encontraron con su difunto padre y jugaron
con él. De esta forma tan despreocupada fue como una mañana Wendy reveló un
hecho inquietante. Aparecieron unas cuantas hojas de árbol en el suelo del cuarto
de los niños, hojas que ciertamente no habían estado allí cuando los niños se
fueron a la cama y la señora Darling se estaba preguntando de dónde habrían
salido cuando Wendy dijo con una sonrisa indulgente:
—Está muy mal que no barra —dijo Wendy, suspirando. Era una niña muy
pulcra.
Explicó con mucha claridad que le parecía que a veces Peter se metía en el
cuarto de los niños por la noche y se sentaba a los pies de su cama y tocaba la
flauta para ella. Por desgracia nunca se despertaba, así que no sabía cómo lo sabía,
simplemente lo sabía.
—Pero qué bobadas dices, preciosa. Nadie puede entrar en la casa sin
llamar.
—Hija mía —exclamó la madre—, ¿por qué no me has contado esto antes?
—Se me olvidó —dijo Wendy sin darle importancia. Tenía prisa por
desayunar.
Pero, por otra parte, allí estaban las hojas. La señora Darling las examinó
atentamente: eran hojas secas, pero estaba segura de que no eran de ningún árbol
propio de Inglaterra. Gateó por el suelo, escudriñándolo a la luz de una vela en
busca de huellas de algún pie extraño. Metió el atizador por la chimenea y golpeó
las paredes. Dejó caer una cinta métrica desde la ventana hasta la acera y era una
caída en picado de treinta pies, sin ni siquiera un canalón al que agarrarse para
trepar.
Tenían todos un aire tan seguro y apacible que se sonrió por sus temores y
se sentó tranquilamente a coser junto al fuego.
Era una prenda para Michael, que en el día de su cumpleaños iba a empezar
a usar camisas. Sin embargo, el fuego daba calor y el cuarto de los niños estaba
apenas iluminado por tres lamparillas de noche y al poco rato la labor quedó en el
regazo de la señora Darling. Luego ésta empezó a dar cabezadas con gran
delicadeza. Estaba dormida. Miradlos a los cuatro, Wendy y Michael allí, John aquí
y la señora Darling junto al fuego. Debería haber habido una cuarta lamparilla.
Mientras dormía tuvo un sueño. Soñó que el País de Nunca Jamás estaba
demasiado cerca y que un extraño chiquillo había conseguido salir de él. No le
daba miedo, pues tenía la impresión de haberlo visto ya en las caras de muchas
mujeres que no tienen hijos. Quizás también se encuentre en las caras de algunas
madres. Pero en su sueño había rasgado el velo que oscurece el País de Nunca
Jamás y vio que Wendy, John y Michael atisbaban por el hueco.
Regresó al cuarto de los niños y se encontró con que Nana tenía una cosa en
la boca, que resultó ser la sombra del chiquillo. Al saltar éste por la ventana Nana
la había cerrado rápidamente, demasiado tarde para atraparlo, pero a su sombra
no le había dado tiempo de escapar: la ventana se cerró de golpe y la arrancó.
—Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes —le decía después a
su marido, mientras a lo mejor Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.
—No, no —le decía siempre el señor Darling—. Yo soy el responsable de
todo. Yo, George Darling, lo hice. Mea culpa, mea culpa.
—Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 —decía
la señora Darling.
—No quiero irme a la cama —chilló él, como quien piensa que tiene la
última palabra sobre el asunto—. No quiero, no quiero. Nana, todavía no son las
seis. Por favor, por favor, ya no te querré más, Nana. ¡Te digo que no me quiero
bañar, no y no!
Entonces entró la señora Darling, vestida con su traje de noche blanco. Se
había arreglado temprano porque a Wendy le encantaba verla en traje de noche,
con el collar que George le había regalado. Llevaba la pulsera de Wendy en el
brazo: le había pedido que se la prestara. A Wendy le encantaba prestarle la
pulsera a su madre.
Encontró a sus dos hijos mayores jugando a que eran ella misma y su padre
en el día del nacimiento de Wendy y John estaba diciendo: —Señora Darling, me
complace comunicarle que es usted madre —y lo dijo exactamente en el mismo
tono en que el señor Darling lo podría haber dicho en la auténtica ocasión.
—Niño.
Entonces él se echó en sus brazos. Qué cosa tan insignificante para que se
acordaran de ella ahora el señor y la señora Darling y Nana, pero no tan
insignificante si aquella iba a ser la última noche de Michael en el cuarto de los
niños.
Ésta fue una de esas ocasiones. Entró corriendo en el cuarto de los niños con
la terca corbata toda arrugada en la mano.
—¡¿Que qué ocurre?! —aulló él, porque aulló de verdad—. Pues esta
corbata, que no se anuda.
—¡Alrededor de mi cuello, no! ¡Pero alrededor del barrote de la cama, sí! ¡Ya
lo creo, veinte veces he logrado ponerla alrededor del barrote de la cama, pero
alrededor de mi cuello, no! ¡Que, por favor, la disculpe!
—Oh no, querido, estoy segura de que sabe que tienen alma.
Siendo como era un hombre fuerte, no hay duda de que tuvo una actitud
bastante tonta con lo de la medicina. Si alguna debilidad tenía, ésta era creer que
toda su vida había tomado medicinas con valentía y por eso, en esta ocasión,
cuando Michael rehuyó la cuchara que Nana llevaba en la boca, dijo en tono
reprobador: —Pórtate como un hombre, Michael.
Él se creía de verdad que esto era cierto y Wendy, que ya estaba en camisón,
también lo creía y dijo, para animar a Michael: —Papá, esa medicina que tú tomas
a veces es mucho peor, ¿verdad?
—Yo sé dónde está, papá —exclamó Wendy, siempre feliz por ser útil—. Te
lo traeré.
—Tú cállate, John —le espetó su padre. Wendy estaba muy desconcertada.
—No se trata de eso —contestó él—. Se trata de que en mi vaso hay más que
en la cuchara de Michael.
—Me parece muy bien que digas que estás esperando; yo también estoy
esperando.
—Papá es un cobardica.
Wendy contó uno, dos, tres y Michael se tomó la medicina, pero el señor
Darling se puso la suya detrás de la espalda.
—¿Qué quieres decir con eso de «Oh, papá»? —inquirió el señor Darling—.
Deja de gritar, Michael. Me la iba a tomar, pero… fallé.
—Escuchad todos —dijo en tono de súplica, tan pronto como Nana se hubo
metido en el cuarto de baño—, se me acaba de ocurrir una broma estupenda.
Pondré mi medicina en el tazón de Nana y se la beberá, creyendo que es leche.
Era del color de la leche, pero los niños no tenían el sentido del humor de su
padre y lo miraron con reproche mientras vertía la medicina en el tazón de Nana.
Nana agitó la cola, corrió hasta la medicina y se puso a lamerla. Y luego, qué
mirada le echó al señor Darling, no una mirada de rabia: le mostró el gran lagrimal
rojo que nos hace apiadarnos tanto de los perros nobles y se metió arrastrándose
en su perrera.
—Sólo era una broma —rugió él, mientras ella consolaba a los chicos y
Wendy abrazaba a Nana.
—Muy bien —gritó él—. ¡Mímala! A mí nadie me mima. ¡No, claro que no!
Yo sólo soy el que trae el pan a esta casa, así que por qué habría que mimarme, ¡a
ver por qué, por qué, por qué!
—George —le rogó la señora Darling—, no grites tanto, que ten van a oír los
criados.
¡Peligro!
—Oh, sí.
La señora Darling se estremeció y se acercó a la ventana. Estaba bien
cerrada. Miró hacia afuera y la noche estaba salpicada de estrellas. Estaban
agrupándose alrededor de la casa, como si tuvieran curiosidad por ver lo que iba a
pasar allí, pero ella no se dio cuenta de esto, ni de que una o dos de las más
pequeñas le hacían guiños. No obstante, un miedo impreciso se apoderó de su
corazón y le hizo exclamar: —¡Ay, ojalá no tuviera que ir a una fiesta esta noche!
Incluso Michael, que ya estaba medio dormido, se dio cuenta de que estaba
preocupada y preguntó: —Mamá, ¿es que hay algo que nos pueda hacer daño,
después de encender las lamparillas de noche?
—No, mi vida —dijo ella—. Son los ojos que una madre deja para proteger a
sus hijos.
Fueron las últimas palabras que le oiría pronunciar durante mucho tiempo.
Ahora había otra luz en la habitación, mil veces más brillante que las
lamparillas y en el tiempo que hemos tardado en decirlo, ya ha estado en todos los
cajones del cuarto de los niños, buscando la sombra de Peter, ha revuelto el
armario y ha sacado todos los bolsillos. En realidad no era una luz: creaba esta
luminosidad porque volaba de un lado a otro a gran velocidad, pero cuando se
detenía un segundo se veía que era un hada, de apenas un palmo de altura, pero
todavía en etapa de crecimiento. Era una muchacha llamada Campanilla,
primorosamente vestida con una hoja, de corte bajo y cuadrado, a través de la cual
se podía ver muy bien su figura. Tenía una ligera tendencia a engordar.
—Campanilla —llamó en voz baja, tras asegurarse de que los niños estaban
dormidos—. Campanilla, ¿dónde estás?
—Vamos, sal de ese jarro y dime, ¿sabes dónde han puesto mi sombra?
Lo único que pensaba, aunque no creo que pensara jamás, era que su sombra
y él, cuando se juntaran, se unirían como dos gotas de agua y cuando no fue así se
quedó horrorizado. Intentó pegársela con jabón del cuarto de baño, pero eso
también falló. Un escalofrío recorrió a Peter, que se sentó en el suelo y se echó a
llorar.
Peter también podía ser enormemente cortés, pues había aprendido los
buenos modales en las ceremonias de las hadas y se levantó y se inclinó ante ella
con gran finura. Ella se sintió muy complacida y lo saludó con elegancia desde la
cama.
—Wendy Moira Ángela Darling —replicó ella con cierta satisfacción—. Y tú,
¿cómo te llamas?
—Peter Pan.
Ella ya estaba segura de que tenía que ser Peter, pero le parecía un nombre
bastante corto.
—¿Eso es todo?
—Sí —dijo él con aspereza. Por primera vez le parecía que era un nombre
algo corto.
Peter se sintió desalentado. Por primera vez le parecía que quizás sí que era
una dirección rara.
—No, no lo es.
—Quiero decir —dijo Wendy, recordando que era la anfitriona—, ¿es eso lo
que ponen en las cartas?
—No tengo madre —dijo él. No sólo no tenía madre, sino que no sentía el
menor deseo de tener una. Le parecía que eran unas personas a las que se les había
dado una importancia exagerada. Sin embargo, Wendy sintió inmediatamente que
se hallaba en presencia de una tragedia.
—¿Se te ha despegado?
—Sí.
—¡Qué horror! —dijo, pero no pudo evitar sonreír cuando vio que había
estado tratando de pegársela con jabón. ¡Qué típico de un chico!
Por fortuna ella supo al instante lo que había que hacer.
—Eres un ignorante.
—No, no lo soy.
—Yo te la coseré, muchachito —dijo, aunque él era tan alto como ella y sacó
su costurero y cosió la sombra al pie de Peter.
—Pero qué hábil soy —se jactaba con entusiasmo—, ¡pero qué habilidad la
mía!
Es humillante tener que confesar que este engreimiento de Peter era una de
sus características más fascinantes. Para decirlo con toda franqueza, nunca hubo un
chico más descarado.
—¡Un poco! —replicó ella con altivez—. Si no sirvo para nada al menos
puedo retirarme.
Y se metió de un salto en la cama con toda dignidad y se tapó la cara con las
mantas.
—Wendy —siguió él con una voz a la que ninguna mujer ha podido todavía
resistirse—, Wendy, una chica vale más que veinte chicos.
Wendy era una mujer por los cuatro costados, aunque no fueran costados
muy grandes y atisbó fuera de las mantas.
—Sí, de verdad.
—Lo sabré cuando me lo des —replicó él muy estirado y para no herir sus
sentimientos ella le dio un dedal.
—Si lo deseas.
Se puso nerviosísimo.
—No quiero ser mayor jamás —dijo con vehemencia—. Quiero ser siempre
un niño y divertirme. Así que me escapé a los jardines de Kensington y viví
mucho, mucho tiempo entre las hadas.
Ella le echó una mirada de intensa admiración y él pensó que era porque se
había escapado, pero en realidad era porque conocía a las hadas. Wendy había
llevado una vida tan recluida que conocer hadas le parecía una maravilla. Hizo un
torrente de preguntas sobre ellas, con sorpresa por parte de él, ya que le resultaban
bastante molestas, porque lo estorbaban y cosas así y de hecho a veces tenía que
darles algún cachete. Sin embargo, en general le gustaban y le contó el origen de
las hadas.
—Mira, Wendy, cuando el primer bebé se rio por primera vez, su risa se
rompió en mil pedazos y éstos se esparcieron y ése fue el origen de las hadas.
Era una conversación aburrida, pero a ella, que no conocía mucho mundo, le
gustaba.
—No. Mira, los niños de hoy en día saben tantas cosas que dejan pronto de
creer en las hadas y cada vez que un niño dice: «No creo en las hadas», algún hada
cae muerta.
La verdad es que le parecía que ya habían hablado suficiente sobre las hadas
y se dio cuenta de que Campanilla estaba muy silenciosa.
Dejó salir del cajón a la pobre Campanilla y ésta revoloteó por el cuarto
chillando furiosa.
—No deberías decir esas cosas —contestó Peter—. Claro que lo siento
mucho, ¿pero cómo iba a saber que estabas en el cajón?
—Casi nunca se quedan quietas —dijo él, pero durante un instante Wendy
vio la romántica figurita posada en el reloj de cuco.
—Campanilla —dijo Peter amablemente—, esta dama dice que desearía que
fueras su hada.
—No es muy cortés. Dice que eres una niña grande y fea y que ella es mi
hada.
—Cretino.
—Son los niños que se caen de sus cochecitos cuando la niñera no está
mirando. Si al cabo de siete días nadie los reclama se los envía al País de Nunca
Jamás para sufragar gastos. Yo soy su capitán.
—Sí —dijo el astuto Peter—, pero nos sentimos bastante solos. Es que no
tenemos compañía femenina.
—Oh, no, ya sabes, las niñas son demasiado listas para caerse de sus
cochecitos.
—Creo —dijo— que tienes una forma encantadora de hablar de las niñas;
John nos desprecia.
Como respuesta Peter se levantó y de una patada, de una sola patada, tiró a
John de la cama, con mantas y todo. Esto le pareció a Wendy bastante atrevido
para un primer encuentro y le dijo con firmeza que en su casa él no era capitán. Sin
embargo, John continuaba durmiendo tan plácidamente en el suelo que dejó que se
quedara allí.
—Ya sé que querías ser amable —dijo, ablandándose—, así que me puedes
dar un beso.
—¿Qué es eso?
Le dio un beso.
—¡Qué curioso! —dijo Peter con curiosidad—. ¿Te puedo dar un dedal yo
ahora?
—Si lo deseas —dijo Wendy, esta vez sin inclinar la cabeza. Peter le dio un
dedal y casi inmediatamente ella soltó un chillido.
—Cretino.
—La del príncipe que no podía encontrar a la dama que llevaba el zapatito
de cristal.
Peter se puso tan contento que se levantó del suelo, donde habían estado
sentados y corrió a la ventana.
Ésas fueron sus palabras exactas, así que no hay forma de negar que fue ella
la que tentó a él primero. Él regresó, con un brillo codicioso en los ojos que debería
haberla puesto en guardia, pero no fue así.
—Yo te enseñaré.
—¡Oooh!
—¡Oh! —exclamó Wendy—. ¡Qué maravilla ver una sirena! Él hablaba con
enorme astucia.
Ella agitaba el cuerpo angustiada. Era como si intentara seguir sobre el suelo
del cuarto. Pero él no se apiadaba de ella.
—¡Oooh!
—Si quieres —dijo él con indiferencia y ella corrió hasta John y Michael y los
sacudió.
Liza estaba de mal humor, porque estaba haciendo la masa del pudding de
Navidad en la cocina y se había visto obligada a abandonarlo, con una pasa
todavía en la mejilla, por culpa de las absurdas sospechas de Nana. Pensó que la
mejor forma de conseguir un poco de paz era llevar a Nana un momento al cuarto
de los niños, pero bajo custodia, por supuesto.
—Ahí tienes, animal desconfiado —dijo, sin lamentar que Nana quedara
desacreditada—, están perfectamente a salvo, ¿no? Cada angelito dormido en su
cama. Escucha con qué suavidad respiran.
Entonces, Michael, envalentonado por su éxito, respiró tan fuerte que casi
los descubren. Nana conocía ese tipo de respiración y trató de soltarse de las garras
de Liza.
Volvió a atar a la desdichada perra, ¿pero creéis que Nana dejó de ladrar?
¡Traer de la fiesta a los señores! Pero si eso era lo que quería exactamente. ¿Creéis
que le importaba que le pegaran mientras sus tutelados estuvieran a salvo? Por
desgracia Liza volvió a su «pudding» y Nana, viendo que no podía esperar
ninguna ayuda de ella, tiró y tiró de la cuerda hasta que por fin la rompió. A los
pocos instantes entraba corriendo en el comedor del número 27 y levantaba las
patas, la forma más expresiva que tenía de dar un mensaje. El señor y la señora
Darling supieron de inmediato que algo horrible sucedía en el cuarto de sus niños
y sin despedirse de su anfitriona salieron a la calle.
Pero habían pasado diez minutos desde que los tres pillastres habían estado
respirando detrás de las cortinas y Peter Pan puede hacer muchas cosas en diez
minutos.
—¡Sí, soy encantador, pero qué encantador soy! —dijo Peter, olvidando los
modales de nuevo.
—Te imaginas cosas estupendas —explicó Peter—, y ellas te levantan por los
aires.
Se lo volvió a demostrar.
—Lo haces muy rápido —dijo John—, ¿no podrías hacerlo una vez muy
despacio?
Claro que Peter les había estado tomando el pelo, pues nadie puede volar a
menos que haya recibido el polvillo de las hadas. Por suerte, como ya hemos dicho,
tenía una mano llena de él y se lo echó soplando a cada uno de ellos, con un
resultado magnífico.
—¡Maravilloso!
—¡Estupendo!
—¡Miradme!
—¡Miradme!
—¡Miradme!
Por supuesto, era a esto a lo que Peter los había estado empujando.
Michael estaba dispuesto: quería ver cuánto tardaba en hacer un billón de
millas. Pero Wendy vacilaba.
—¡Oooh!
—Y hay piratas.
Justo en ese momento el señor y la señora Darling salían corriendo con Nana
del número 27. Corrieron hasta el centro de la calle para mirar hacia la ventana del
cuarto de los niños y, sí, seguía cerrada, pero la habitación estaba inundada de luz
y, lo que era aún más estremecedor, en la sombra de la cortina vieron tres
pequeñas siluetas en ropa de cama que daban vueltas y vueltas, pero no en el
suelo, sino por el aire.
¿Llegarán a tiempo al cuarto de los niños? Si es así, qué alegría para ellos y
todos soltaremos un suspiro de alivio, pero no habrá historia. Por otra parte, si no
llegan a tiempo, prometo solemnemente que todo saldrá bien al final.
No hacía tanto. ¿Pero cuánto realmente? Estaban volando por encima del
mar antes de que esta idea empezara a preocupar a Wendy seriamente. A John la
parecía que iban ya por su segundo mar y su tercera noche.
A veces estaba oscuro y a veces había luz y de pronto tenían mucho frío y
luego demasiado calor. ¿Sentían hambre a veces realmente, o sólo lo fingían
porque Peter tenía una forma tan divertida y novedosa de alimentarlos? Esta
forma era perseguir pájaros que llevaran comida en el pico adecuada para los
humanos y arrebatársela; entonces los pájaros los seguían y se la volvían a quitar y
todos se iban persiguiendo alegremente durante millas, separándose por fin y
expresándose mutuamente sus buenos deseos. Pero Wendy se percató con cierta
preocupación de que Peter no parecía saber que ésta era una forma bastante rara
de conseguir el pan de cada día, ni siquiera que había otras formas.
Él podía dormir en el aire sin caerse, por el simple método de tumbarse boca
arriba y flotar, pero esto era, al menos en parte, porque era tan ligero que si uno se
ponía detrás de él y soplaba iba más rápido.
—Sé más educado con él —le susurró Wendy a John, cuando estaban
jugando al «Sígueme».
—Debéis ser amables con él —les inculcó Wendy a sus hermanos—. ¿Qué
haríamos si nos abandonara?
Era cierto: Peter se había olvidado de enseñarles a parar. John dijo que si
pasaba lo peor, todo lo que tenían que hacer era seguir adelante, ya que el mundo
era redondo, de forma que acabarían por volver a su propia ventana.
—¿Y quién nos va a conseguir comida, John?
—Yo le saqué del pico un trocito a ese águila bastante bien, Wendy.
—Oye, Wendy —le susurró—, siempre que veas que me olvido de ti, repite
todo el rato «soy Wendy» y entonces me acordaré.
De modo que con algún que otro disgusto, pero en general con gran
diversión, se fueron acercando al País de Nunca Jamás, y al cabo de muchas lunas
llegaron allí y, lo que es más, resulta que habían estado viajando sin desviarse todo
el tiempo, quizás no tanto debido a la dirección de Peter o de Campanilla como a
que la isla los estaba buscando. Sólo así se pueden avistar esas mágicas orillas.
—¿Dónde, dónde?
—Es una loba con sus cachorros. Wendy, estoy seguro de que ése es tu
lobezno.
—Pues de todas formas lo es. Oye, John, veo el humo del campamento piel
roja.
Peter estaba un poco molesto con ellos por saber tantas cosas, pero si quería
hacerse el amo de la situación su triunfo estaba al caer, pues ¿no os he dicho que
no tardó en invadirlos el miedo?
Por supuesto que el País de Nunca Jamás había sido una fantasía en aquellos
días, pero ahora era real y no había lamparillas y cada vez estaba más oscuro y
¿dónde estaba Nana?
—¿Queréis correr una aventura ahora —le preguntó a John muy tranquilo—
, o preferís tomar el té primero?
—Yo sí.
—Miles.
—¿Jas Garfio?[3]
—Sí.
—¡Tú!
—¡Vaya si puede!
—¿Es zurdo?
—Tiene un garfio de hierro en vez de la mano derecha y desgarra con él.
—¡Desgarra!
—Sí.
—Sí, señor.
—Hay algo —continuó Peter— que cada chico que está a mis órdenes tuvo
que prometer y tú también debes hacerlo.
—Me dice —dijo— que los piratas nos avistaron antes de que se pusiera
oscuro y han sacado a Tom el Largo.
—¡Wendy!
—¡John!
—¡Michael!
—Dile que se vaya ahora mismo, Peter —exclamaron los tres al mismo
tiempo, pero él se negó.
—No puede dormir más que cuando tiene sueño. Es la única otra cosa que
no pueden hacer las hadas.
—Pues me parece —gruñó John— que son las dos únicas cosas que vale la
pena hacer.
Sin embargo, habían salido con tantas prisas que ninguno de los cuatro tenía
un solo bolsillo. Se le ocurrió una buena idea. ¡El sombrero de John!
El rugido resonó por las montañas y los ecos parecían gritar salvajemente: —
¿Dónde están, dónde están, dónde están?
Cuando por fin los cielos volvieron a quedar en calma, John y Michael se
encontraron solos en la oscuridad. John caminaba en el aire mecánicamente y
Michael, sin saber cómo flotar, estaba flotando.
Ahora sabemos que ninguno fue alcanzado. Sin embargo, Peter fue
arrastrado por el viento del disparo hasta alta mar, mientras que Wendy fue
lanzada hacia arriba sin otra compañía que la de Campanilla.
Las cosas le habrían ido bien a Wendy si en ese momento hubiera soltado el
sombrero.
Campanilla no era toda maldad; o, más bien, era toda maldad en ese
momento, pero, por otro lado, a veces era toda bondad. Las hadas tienen que ser
una cosa o la otra, porque al ser tan pequeñas desgraciadamente sólo tienen sitio
para un sentimiento por vez. No obstante, les está permitido cambiar, aunque debe
ser un cambio total. Por el momento estaba celosísima de Wendy. Por supuesto,
Wendy no entendía lo que le decía con su precioso tintineo y estoy convencido de
que parte eran palabrotas, pero sonaba agradable y volaba hacia adelante y hacia
atrás, queriendo decir claramente: «Sígueme y todo saldrá bien».
¿Qué otra cosa podía hacer la pobre Wendy? Llamó a Peter, a John y a
Michael y lo único que obtuvo como respuesta fueron ecos burlones. Aún no sabía
que Campanilla la odiaba con el odio feroz de una auténtica mujer. Y por eso,
aturdida y volando ahora a trompicones, siguió a Campanilla hacia su perdición.
5 - La isla hecha realidad
Todos querían sangre salvo los niños, a quienes les gustaba por lo general,
pero esta noche iban a recibir a su capitán. Los niños de la isla varían, claro está, en
número, según los vayan matando y cosas así y cuando parece que están
creciendo, lo cual va en contra de las reglas, Peter los reduce, pero en esta ocasión
había seis, contando a los Gemelos como si fueran dos. Hagamos como si nos
echáramos aquí entre las cañas de azúcar y observémoslos mientras pasan
sigilosamente en fila india, cada uno con la mano sobre su cuchillo.
Ojalá nos pudiera oír, pero nosotros no estamos realmente en la isla y él pasa
de largo, mordisqueándose los nudillos. A continuación viene Avispado, alegre y
jovial, seguido de Presuntuoso, que corta silbatos de los árboles y baila
entusiasmado al son de sus propias melodías. Presuntuoso es el más engreído de
los chicos. Se cree que recuerda los tiempos de antes de que se perdiera, con sus
modales y costumbres y esto hace que mire a todo el mundo por encima del
hombro. Rizos es el cuarto; es un pillo y ha tenido que entregarse tantas veces
cuando Peter decía con severidad: «El que haya hecho esto que dé un paso al
frente», que ahora ante la orden da un paso al frente automáticamente, lo haya
hecho él o no. Los últimos son los gemelos, a quienes no se puede describir porque
seguro que describiríamos al que no es. Peter no sabía muy bien lo que eran
gemelos y a su banda no se le permitía saber nada que él no supiera, de forma que
estos dos no eran nunca muy claros al hablar de sí mismos y hacían todo lo que
podían por resultar satisfactorios manteniéndose muy juntos como pidiendo
perdón.
al abordaje saltemos
Los pieles rojas desaparecen como han llegado, como sombras y pronto
ocupan su lugar los animales, una procesión grande y variada: leones, tigres, osos
y las innumerables criaturas salvajes más pequeñas que huyen de ellos, ya que
todas las clases de animales y, en particular, los devoradores de hombres, viven
codo con codo en la afortunada isla. Llevan la lengua fuera, esta noche tienen
hambre.
Los primeros en romper el círculo móvil fueron los chicos. Se tiraron sobre el
césped, junto a su casa subterránea.
—Ojalá volviera Peter —decía cada uno de ellos con nerviosismo, aunque en
altura y aún más en anchura eran todos más grandes que su capitán.
—Yo soy el único que no tiene miedo de los piratas —dijo Presuntuoso en
ese tono que le impedía ser apreciado por todos, pero quizás un ruido lejano lo
inquietara, pues añadió a toda prisa—, pero ojalá volviera y nos dijera si ha
averiguado algo más sobre Cenicienta.
—Lo único que recuerdo de mi madre —les dijo Avispado—, es que le decía
a papá con frecuencia: «Oh, ojalá tuviera mi propio talonario de cheques». No sé
qué es un talonario de cheques, pero me encantaría darle uno a mi madre.
Al instante los niños perdidos… ¿pero dónde est{n? Ya no est{n ahí. Unos
conejos no podrían haber desaparecido más rápido.
Ahora por primera vez oímos la voz de Garfio. Era una voz negra.
—Era uno de los chicos que usted odia. Lo podría haber matado de un tiro.
—Sí y el ruido habría hecho que los pieles rojas de Tigridia cayeran sobre
nosotros. ¿Es que quieres perder la cabellera?
—Sobre todo —decía Garfio con pasión—, quiero a su capitán, Peter Pan.
Fue él quien me cortó el brazo.
—He esperado mucho para estrecharle la mano con esto. Ah, lo haré
pedazos.
—Pero —dijo Smee—, yo he oído a usted decir muchas veces que ese garfio
valía por veinte manos, para peinarse y otros usos domésticos.
Bajó la voz.
—Le gustó tanto mi brazo, Smee, que me ha seguido desde entonces, de mar
en mar y de tierra en tierra, relamiéndose por lo que queda de mí.
—No quiero cumplidos de esa clase —soltó Garfio con petulancia—. Quiero
a Peter Pan, que fue quien hizo que ese bicho me tomara gusto.
Se levantó de un salto.
No sólo salía humo por ella. También se oían voces de niños, pues tan
seguros se sentían los chicos en su escondrijo que estaban charlando alegremente.
Los piratas escucharon ceñudos y luego volvieron a colocar la seta. Miraron a su
alrededor y vieron los agujeros de los siete árboles.
—¿Ha oído que decían que Peter Pan no está en casa? —susurró Smee,
jugueteando con Johnny Sacacorchos.
Garfio asintió. Se quedó largo rato ensimismado y por fin una sonrisa helada
le iluminó la cara morena. Smee la había estado esperando.
—Desembuche su plan, capitán —exclamó ansioso.
Estalló en carcajadas, no una risa hueca esta vez, sino una risa auténtica.
—Es el plan más malvado y más bonito que he oído nunca —exclamó y se
pusieron a bailar y cantar entusiasmados:
Una vez más los chicos salieron a la superficie, pero los peligros de la noche
no se habían terminado aún, pues al poco rato se presentó Avispado corriendo sin
aliento, perseguido por una manada de lobos. Los perseguidores llevaban la
lengua fuera; sus aullidos eran espantosos.
Fue un gran cumplido para Peter el que en ese angustioso momento sus
pensamientos se volvieran hacia él.
Y luego:
Entonces Avispado se levantó del suelo y los otros creyeron que sus ojos
desorbitados seguían viendo a los lobos. Pero no eran lobos lo que veía.
Wendy ya estaba casi sobre ellos y podían oír su quejido lastimero. Pero más
clara se oía la estridente voz de Campanilla. La celosa hada ya había abandonado
su fachada amistosa y se lanzaba contra su víctima por todas direcciones,
pellizcándola salvajemente cada vez que la tocaba.
Todos menos Lelo bajaron de un salto por sus árboles. Él tenía consigo un
arco y una flecha y Campanilla se dio cuenta y se frotó las manitas.
—Cretino.
—Esto no es un pájaro —dijo en tono asustado—. Creo que debe de ser una
dama.
—Y la hemos matado —dijo Avispado con voz ronca. Todos se quitaron los
gorros.
—Una dama para cuidarnos por fin —dijo uno de los gemelos—, y tú la has
matado.
Sentían pena por él, pero más por ellos mismos y cuando él se acercó un
poco más a ellos le volvieron la espalda. Lelo estaba muy pálido, pero ahora tenía
un aire de dignidad que antes nunca había aparecido en él.
—Yo lo he hecho —dijo, reflexionando—. Cuando se me aparecían señoras
en sueños, yo decía: «mamaíta, mamaíta». Pero cuando por fin llegó de verdad la
maté.
Se alejó despacio.
En este trágico instante oyeron un ruido que les puso a todos el corazón en
un puño. Oyeron a Peter graznar.
Ellos abrieron la boca, pero no les salían los gritos de júbilo. Él lo pasó por
alto por la prisa de darles las maravillosas nuevas.
—Grandes noticias, chicos —exclamó—. Por fin he traído una madre para
todos vosotros.
El silencio continuó, salvo por un golpecito sordo producido por Lelo al caer
de rodillas.
—Oh, mano asesina —dijo Peter y levantó la flecha para usarla como daga.
—Mirad —dijo—, la flecha chocó con esto. Es el beso que le di. Le ha salvado
la vida.
Peter no lo oyó. Estaba rogándole a Wendy que se pusiera bien deprisa, para
poder enseñarle las sirenas. Por supuesto, ella no podía contestar aún, pues seguía
totalmente desmayada, pero por encima se oyó un lamento.
—Sí.
—Rizos —dijo Peter con su voz más capitanesca—, ocúpate de que estos
chicos ayuden a construir la casa.
—Sí, señor.
—¿Para Wendy? —dijo John horrorizado—. Pero si no es más que una chica.
—Por favor, señor —dijo Peter, acercándose a él—, ¿es usted médico?
La diferencia entre los demás chicos y él en un momento como ése era que
ellos sabían que todo era fingido, mientras que para él lo fingido y lo real eran
exactamente lo mismo. Esto a veces tenía sus inconvenientes, como cuando tenían
que fingir que habían comido. Si dejaban de fingir él los golpeaba en los nudillos.
—Sí, jovencito —replicó muy apurado Presuntuoso, que tenía los nudillos
agrietados.
—Por favor, señor —explicó Peter—, tenemos a una dama muy enferma.
—Vendré a verla otra vez por la noche —dijo Presuntuoso—; dele caldo
concentrado de carne en una taza con pitorro.
Pero tras haberle devuelto el sombrero a John soltó grandes resoplidos, que
era lo que tenía por costumbre al escapar de dificultades.
Entretanto el bosque había estado plagado del ruido de las hachas; casi todo
lo necesario para una vivienda acogedora estaba ya a los pies de Wendy.
Gorjearon de alegría ante esto, pues por increíble fortuna las ramas que
habían traído estaban untadas de savia roja y todo el suelo estaba cubierto de
musgo. Mientras montaban la casita a martillazos, ellos mismos se pusieron a
cantar:
Con unos buenos puñetazos hicieron las ventanas y unas grandes hojas
amarillas hicieron de postigos. Pero, ¿y las rosas?
Rápidamente fingieron que las rosas más hermosas crecían trepando por las
paredes. ¿Bebés?
Peter, dándose cuenta de que esto era una buena idea, fingió al momento
que era suya. La casa era muy bonita y sin duda Wendy estaba muy cómoda
dentro, aunque, claro está, ya no podían verla. Peter se movió de un lado a otro
encargando los toques finales. Nada se escapaba a su vista de águila. Justo cuando
parecía totalmente acabada dijo: —La puerta no tiene aldaba.
Ni mucho menos.
—No hay chimenea —dijo Peter—, tenemos que poner una chimenea.
—Sí que le hace falta una chimenea —dijo John dándose importancia. Esto le
dio una idea a Peter. Le arrancó a John el sombrero de la cabeza, lo desfondó y
colocó el sombrero sobre el tejado. La casita se puso tan contenta de tener una
chimenea tan buena que, como para dar las gracias, inmediatamente empezó a
salir humo del sombrero.
Ahora ya estaba realmente acabada. No quedaba nada más que hacer, salvo
llamar a la puerta.
La puerta se abrió y salió una dama. Era Wendy. Todos se quitaron el gorro.
Parecía debidamente sorprendida y así era justo como habían esperado que
estuviera.
—Señora Wendy —dijo rápidamente—, hemos construido esta casa para ti.
—Qué casa tan bonita y agradable —dijo Wendy y eran las palabras justas
que ellos habían esperado que dijera.
—Eso no importa —dijo Peter, como si él fuera el único presente que lo sabía
todo acerca del tema, aunque en realidad era el que menos sabía—. Lo que nos
hace falta es simplemente una persona agradable y maternal.
—Muy bien —dijo ella—, haré todo lo que pueda. Entrad inmediatamente,
diablillos, estoy segura de que tenéis los pies mojados. Y antes de meteros en la
cama tengo el tiempo justo de terminar el cuento de Cenicienta.
Allá fueron; no sé cómo había sitio para todos, pero uno se puede apretar
mucho en el País de Nunca Jamás. Y aquélla fue la primera de las muchas noches
felices que pasaron con Wendy. Más tarde los arropó en la gran cama de la casa de
debajo de los árboles, pero ella durmió esa noche en la casita y Peter montó
guardia fuera con la espada desenvainada, pues se oía a los piratas de parranda a
lo lejos y los lobos estaban al acecho. La casita tenía un aire muy acogedor y seguro
en la oscuridad, con una alegre luz filtrándose a través de los postigos y la
chimenea humeando estupendamente y Peter montando guardia.
UNA de las primeras cosas que hizo Peter al día siguiente fue tomar
medidas a Wendy, John y Michael para unos árboles huecos. Recordaréis que
Garfio se había burlado de los chicos por creer que necesitaban un árbol por
persona, pero lo hizo por ignorancia, ya que a menos que el árbol se adecuase a las
medidas de uno costaba subir y bajar y no había dos chicos que fueran
exactamente del mismo tamaño. Una vez que se encajaba, uno tomaba aliento en la
superficie y bajaba justo a la velocidad apropiada, mientras que para ascender se
tomaba aliento y se soltaba alternativamente y de esta forma se subía
serpenteando. Naturalmente, cuando uno domina el asunto se pueden hacer estas
cosas sin pensarlas y entonces nada resulta más elegante.
Pero sencillamente hay que encajar y Peter le toma a uno medidas para el
árbol con tanto cuidado como para un traje: la única diferencia es que las ropas se
hacen para que le encajen a uno, mientras que uno tiene que estar hecho para
encajar en el árbol. Por lo general es muy fácil hacerlo, por ejemplo poniéndose
muchas ropas o muy pocas, pero si uno abulta en lugares poco apropiados o si el
único árbol disponible tiene una forma extraña, Peter le hace a uno una serie de
cosas y tras eso uno encaja. Una vez que se encaja, hay que tener mucho cuidado
para seguir encajando y esto, según iba a descubrir Wendy encantada, mantiene a
toda una familia en perfectas condiciones.
Tras unos cuantos días de práctica podían subir y bajar con la facilidad de
unos cubos en un pozo. Y cómo se encariñaron con su casa subterránea,
especialmente Wendy. Consistía en una estancia grande, como deberían tener
todas las casas, con un suelo en el que se podía cavar si se quería pescar y en este
suelo crecían gruesas setas de bonitos colores, que se empleaban como taburetes.
Un árbol de Nunca Jamás se esforzaba por crecer en el centro de la habitación, pero
todas las mañanas serraban el tronco, a ras del suelo. Hacia la hora del té siempre
tenía unos dos pies de alto y entonces colocaban una puerta sobre él, con lo cual
aquello se convertía en una mesa; tan pronto como lo recogían todo, volvían a
serrar el tronco y así tenían más espacio para jugar. Había un hogar enorme que se
encontraba casi en cualquier lugar de la habitación donde se quisiera encenderlo y
encima Wendy tendía unas cuerdas, hechas de fibra, donde colgaba la colada. De
día la cama se dejaba apoyada contra la pared y se bajaba a las 6.30, momento en el
que ocupaba casi media habitación y todos los chicos menos Michael dormían en
ella, como sardinas en lata. Había una norma estricta que prohibía darse la vuelta
hasta que uno no diera la señal y entonces todos se daban la vuelta al mismo
tiempo. Michael también tendría que haberla usado, pero Wendy quería tener un
bebé y él era el más pequeño y ya sabéis cómo son las mujeres y, en resumidas
cuentas, el caso es que dormía colgado en una cesta.
—Dios mío, estoy convencida de que a veces las solteras son de envidiar.
A medida que pasaba el tiempo, ¿se acordaba mucho ella de los amados
padres a los que había abandonado? Ésta es una pregunta difícil, porque es
imposible saber cómo pasa el tiempo en el País de Nunca Jamás, donde se calcula
por lunas y soles y siempre hay muchos más que en el mundo real. Pero me temo
que Wendy no estaba realmente preocupada por su padre y su madre: estaba
absolutamente convencida de que siempre tendrían la ventana abierta para que
ella regresara volando y esto la tranquilizaba por completo. Lo que a veces la
inquietaba era que John se acordaba de sus padres difusamente, como unas
personas a las que hubiera conocido en otra época, mientras que Michael estaba
bien dispuesto a creer que ella era su madre de verdad. Estas cosas la asustaban un
poco y con el noble deseo de cumplir con su deber, intentaba grabarles su antigua
vida en la cabeza poniéndoles exámenes sobre ello, que se parecían lo más posible
a los que ella hacía en la escuela. A los demás chicos esto les parecía
interesantísimo y se empeñaron en participar; se hicieron pizarrines y se sentaban
alrededor de la mesa, escribiendo y pensando con ahínco en las preguntas que ella
había escrito en otro pizarrín y les había ido pasando. Eran preguntas de lo más
normal: «¿De qué color eran los ojos de mamá? ¿Quién era más alto, papá o mamá?
¿Mamá era rubia o morena? Contestar las tres preguntas si es posible». «(A)
Escribir una redacción de no menos de 40 palabras sobre cómo pasé mis últimas
vacaciones, o comparación del carácter de papá y mamá. Hacer sólo una de las
dos». O «(1) Describir la risa de mamá; (2) Describir la risa de papá; (3) Describir el
vestido de fiesta de mamá; (4) Describir la perrera y a su ocupante».
Por cierto, las preguntas estaban todas escritas en pasado. De qué color eran
los ojos de mamá, etcétera. Es que a Wendy también se le había ido olvidando.
Las aventuras, claro está, como veremos, ocurrían todos los días, pero hacia
esta época Peter se inventó, con ayuda de Wendy, un juego nuevo que lo tenía
fascinadísimo, hasta que de pronto dejó de interesarse por él, cosa que, como ya se
os ha dicho, era lo que siempre ocurría con sus juegos. Se trataba de fingir que no
corrían aventuras, de hacer lo que John y Michael habían estado haciendo toda su
vida: quedarse sentados en taburetes lanzando pelotas al aire, empujarse, salir a
dar paseos y volver sin haber matado ni un oso gris. Ver a Peter sin hacer nada en
un taburete era todo un espectáculo: no podía evitar tener aire de solemnidad en
tales ocasiones, estar sentado sin moverse le parecía una cosa muy cómica. Se
jactaba de haber ido a dar un paseo por el bien de su salud. Durante varios soles
éstas fueron para él las aventuras más originales de todas y John y Michael tenían
que fingir estar también encantados; si no, los habría tratado con mano dura.
Y Lelo contestó:
Y Avispado dijo:
Y así sucesivamente, hasta que al final todos eran indios y, por supuesto,
esto habría acabado con la pelea si no fuera porque los auténticos indios,
fascinados por los métodos de Peter, aceptaron ser niños perdidos por esa vez y
por ello todos se lanzaron al ataque de nuevo, con más fiereza que nunca.
O podríamos hablar de ese pastel que hicieron los piratas para que se lo
comieran los chicos y perecieran y de cómo lo fueron colocando de lugar
apropiado en lugar apropiado, pero Wendy siempre lo apartaba de las manos de
los niños, de modo que acabó por perder su suculencia, se puso duro como un
pedrusco, fue empleado como proyectil y Garfio tropezó con él en la oscuridad.
SI uno cierra los ojos y tiene suerte, puede ver a veces un charco informe de
preciosos colores pálidos flotando en la oscuridad; entonces, si se aprietan aún más
los ojos, el charco empieza a cobrar forma y los colores se hacen tan vívidos que
con otro apretón estallarán en llamas. Pero justo antes de que estallen en llamas se
ve la laguna. Esto es lo más cerca que se puede llegar en el mundo real, un
momento glorioso; si pudiera haber dos momentos se podría ver el oleaje y oír a
las sirenas cantar.
Los niños solían pasar largos días de verano en esta laguna, nadando o
flotando casi todo el rato, jugando a los juegos de las sirenas en el agua y cosas así.
No debéis creer por esto que las sirenas tenían buena relación con ellos; por el
contrario, uno de los pesares más duraderos de Wendy era que en todo el tiempo
que estuvo en la isla jamás logró que alguna de ellas le dirigiera ni una sola palabra
cortés. Cuando se acercaba sigilosamente hasta la orilla de la laguna podía llegar a
verlas a montones, especialmente en la Roca de los Abandonados, donde les
encantaba tomar el sol, peinándose con gestos lánguidos que la fastidiaban mucho;
o incluso llegaba a nadar, de puntillas como si dijéramos, hasta ponerse a una
yarda de ellas, pero entonces la veían y se zambullían, probablemente salpicándola
con la cola, no por accidente, sino con toda intención.
Trataban a todos los chicos de la misma forma, menos a Peter, claro está, que
se pasaba horas charlando con ellas en la Roca de los Abandonados y se sentaba en
sus colas cuando se ponían descaradas. Le dio a Wendy uno de sus peines.
Pero en el momento en que los niños intentaban participar tenían que jugar
solos, pues las sirenas desaparecían inmediatamente. No obstante, tenemos
pruebas de que observaban secretamente a los intrusos y eran capaces de tomar
alguna idea de ellos, porque John introdujo una forma nueva de golpear la
burbuja, con la cabeza en lugar de la mano y las porteras sirenas la adoptaron. Ésta
es la única huella que John ha dejado en el País de Nunca Jamás.
También tiene que haber sido muy bonito ver a los niños reposando en una
roca durante media hora después del almuerzo. Wendy se empeñaba en que lo
hicieran y tenía que ser un reposo auténtico aunque la comida fuera ficticia. De
forma que se tumbaban al sol, que hacía relucir sus cuerpos, mientras ella se
sentaba a su lado con aire de importancia.
Sabía que no se había hecho de noche, pero había llegado algo tan oscuro
como la noche. No, peor que eso. No había llegado, sino que había enviado ese
estremecimiento por el mar para anunciar que estaba llegando. ¿Qué era?
La invadieron todas las historias que le habían contado sobre la Roca de los
Abandonados, llamada así porque los capitanes malvados abandonan a los
marineros en ella y los dejan allí para que se ahoguen. Se ahogan cuando sube la
marea, porque entonces queda sumergida.
Fue una suerte para aquellos chicos que hubiera uno entre ellos que podía
oler el peligro incluso estando dormido. Peter se irguió de un salto, tan despierto al
instante como un sabueso y con un grito de advertencia despertó a los demás. Se
quedó inmóvil, con una mano en la oreja.
—¡Piratas! —exclamó. Los otros se acercaron más a él. Una sonrisa extraña le
bailaba en la cara y Wendy la vio y se estremeció. Mientras sonreía de esta manera
nadie se atrevía a hablarle, lo único que podían hacer era estar preparados para
obedecer. Dio la orden brusca y tajantemente: —¡Al agua!
La barca se acercó. Era el bote pirata, con tres figuras dentro, Smee, Starkey
y la tercera una cautiva, nada más y nada menos que Tigridia. Iba atada de pies y
manos y conocía el destino que le esperaba. La iban a dejar en la roca para que
pereciera, un fin que para los de su raza era más horrible que morir en la hoguera o
bajo tortura, pues ¿acaso no está escrito en el libro de la tribu que no hay un
sendero en el agua que lleve al paraíso de los cazadores? Sin embargo, tenía una
expresión impasible: era hija de un jefe, debía morir como la hija de un jefe y con
eso bastaba.
En la penumbra que traían consigo los dos piratas no vieron la roca hasta
que chocaron con ella.
—Orza, palurdo —exclamó una voz irlandesa que era la de Smee—, aquí
está la roca. Ahora, lo que tenemos que hacer es izar a la india hasta allí arriba y
dejarla ahí para que se ahogue.
Muy cerca de la roca, pero sin que se vieran, flotaban dos cabezas, la de
Peter y la de Wendy, siguiendo el vaivén de las olas. Wendy estaba llorando, pues
era la primera tragedia que veía. Peter había visto muchas tragedias, pero se le
habían olvidado todas. No sentía tanta pena por Tigridia como Wendy, lo que lo
enfurecía era que eran dos contra uno y tenía intención de salvarla. Lo fácil habría
sido esperar a que los piratas se hubieran ido, pero él nunca optaba por lo fácil.
—¡Soltadla!
—Pero, capit{n…
—Será mejor que hagamos lo que ordena el capitán —dijo Starkey nervioso.
Puede que Peter hubiera estado a punto de graznar, pero en cambio su cara
se transformó como para dar un silbido de sorpresa.
Iba nadando hacia el bote y como sus hombres sacaron un farol para guiarlo
pronto llegó hasta ellos. A la luz del farol Wendy vio cómo su garfio aferraba la
borda del bote, vio su malvada cara morena al alzarse del agua chorreando y,
estremeciéndose, habría querido alejarse nadando, pero Peter no se movía. Estaba
vibrante de energía y además hinchado de vanidad.
—¿A que soy genial? ¡Ah, pero qué genial soy! —le susurró y aunque ella
también lo creía, se alegraba mucho por su reputación de que nadie lo oyera
excepto ella.
Los dos piratas tenían mucha curiosidad por saber qué había traído a su
capitán hasta ellos, pero él se quedó sentado con la cabeza apoyada en el garfio en
un gesto de profundo abatimiento.
—Se acabó el juego —exclamó—, esos chicos han encontrado una madre.
—¡No lo sabe!
—Yo no he oído nada —dijo Starkey, levantando el farol por encima de las
aguas y mientras los piratas miraban contemplaron una extraña visión. Era el nido
del que os he hablado, que flotaba en la laguna y el ave de Nunca Jamás estaba
posada en él.
Pero no vieron nada. Pensaron que no había sido más que una hoja movida
por el viento.
A veces tenía ganas de broma y creyeron que ésta era una de esas veces.
—Usted nos llamó desde el agua para que la soltáramos —dijo Starkey.
—Espíritu que esta noche rondas por esta oscura laguna —gritó—, ¿me
oyes?
—Por todos los demonios —contestó la voz—, repite eso y te paso por
debajo de la quilla.
—Si eres Garfio —dijo casi con humildad—, dime, ¿quién soy yo?
Sus propios perros se volvían contra él, pero, por muy trágica que se hubiera
vuelto su situación, apenas les hizo caso. Ante unas pruebas tan pavorosas no era
la confianza de ellos lo que necesitaba, sino la suya propia. Sentía que su ego se le
escapaba.
—No me abandones, muchachote —le susurró roncamente. En aquella
oscura personalidad había un toque femenino, como en todos los grandes piratas y
éste a veces le daba intuiciones. De pronto optó por jugar a las adivinanzas.
—Sí.
—No.
—¿Mineral?
—No.
—¿Animal?
—Sí.
—¿Hombre?
—¿Niño?
—Sí.
—¿Niño corriente?
—¡No!
—¿Niño maravilloso?
Para disgusto de Wendy la respuesta que se oyó esta vez fue: —Sí.
—¿Estás en Inglaterra?
—No.
—¿Estás aquí?
—Sí.
Smee reflexionó.
Por supuesto, por vanidad estaba llevando el juego demasiado lejos y los
bellacos vieron su oportunidad.
¡Pan!
La lucha fue breve y cruenta. El primero en cobrarse una víctima fue John,
que subió valientemente al bote y agarró a Starkey. Hubo una dura pelea, en la que
al pirata le fue arrebatado el sable. Se tiró por la borda y John saltó tras él. El bote
se alejó a la deriva.
¿Dónde estaba Peter a todo esto? Estaba persiguiendo una presa más
grande.
Todos los demás eran chicos valientes y no se les debe echar en cara que se
apartaran del capitán pirata. Su garra de hierro trazaba un círculo de muerte en el
agua, del que huían como peces asustados.
Pero había uno que no lo temía: uno dispuesto a penetrar en ese círculo.
Algunos de los héroes más grandes han confesado que justo antes de entrar
en combate les entró un momentáneo temor. Si en ese momento eso le hubiera
ocurrido a Peter yo lo admitiría. Al fin y al cabo, éste era el único hombre al que el
Cocinero había temido. Pero a Peter no le dio ningún miedo, sólo sintió una cosa,
alegría, y rechinó los bonitos dientes con entusiasmo. Rápido como un rayo le
quitó a Garfio un cuchillo del cinturón y estaba a punto de clavárselo, cuando se
dio cuenta de que estaba situado en la roca más arriba que su enemigo. No habría
sido una lucha justa. Le alargó la mano al pirata para ayudarlo a subir.
No fue el dolor, sino lo injusto del asunto, lo que atontó a Peter. Lo dejó
impotente. Sólo podía mirar, horrorizado. Todos los niños reaccionan así la
primera vez que los tratan con injusticia. A lo único que piensan que tienen
derecho cuando se le acercan a uno de buena fe es a un trato justo. Después de que
uno haya sido injusto con ellos seguirán queriéndolo, pero nunca volverán a ser los
mismos. Nadie supera la primera injusticia; nadie excepto Peter. Se topaba a
menudo con ella, pero siempre se le olvidaba. Supongo que ésa era la auténtica
diferencia entre todos los demás y él.
De forma que cuando ahora se encontró con ello fue como la primera vez y
lo único que pudo hacer fue quedarse boquiabierto, impotente. La mano de hierro
lo golpeó dos veces.
Pocos minutos después los demás chicos vieron a Garfio en el agua nadando
frenéticamente hacia el barco; su cara pestilente ya no estaba llena de regocijo, sólo
blanca de miedo, pues el cocodrilo le venía pisando los talones. En una ocasión
normal los chicos habrían nadado al lado soltando gritos de entusiasmo, pero
ahora se sentían inquietos, porque habían perdido tanto a Peter como a Wendy y
estaban recorriendo la laguna buscándolos, gritando sus nombres. Encontraron el
bote y regresaron a casa en él, gritando «Peter, Wendy» por el camino, pero no se
oía ninguna respuesta salvo la risa burlona de las sirenas.
—¡Socorro, socorro!
Mientras yacían el uno junto al otro una sirena agarró a Wendy de los pies y
se puso a tirar de ella suavemente hacia el agua. Peter, al sentir que se soltaba de él,
volvió en sí de golpe y llegó justo a tiempo de rescatarla. Pero tenía que decirle la
verdad.
—Wendy, ¿crees que podrías nadar o volar hasta la isla sin mi ayuda?
Ella tuvo que admitir que estaba demasiado cansada. Él soltó un gemido.
Se taparon los ojos con las manos para evitar aquella visión. Pensaron que
no tardarían en morir. Mientras estaban así sentados una cosa rozó a Peter con la
levedad de un beso y se quedó allí, como preguntando tímidamente: «¿Puedo
servir para algo?».
Era la cola de una cometa, que Michael había construido unos días antes. Se
le había escapado de las manos y se había alejado volando.
Ya le había atado la cola alrededor. Ella se aferró a él: se negaba a partir sin
él, pero con un «adiós, Wendy», la apartó de un empujón de la roca y a los pocos
minutos desapareció de su vista por los aires. Peter se quedó solo en la laguna.
La roca era muy pequeña ya, pronto quedaría sumergida. Unos pálidos
rayos de luz se deslizaron por las aguas y luego se oyó un sonido que al mismo
tiempo era el más musical y el más triste del mundo: las sirenas cantando a la luna.
Peter no era como los demás chicos, pero por fin sentía miedo. Le recorrió
un estremecimiento, como un temblor que pasara por el mar, pero en el mar un
temblor sucede a otro hasta que hay cientos de ellos y Peter sintió solamente ése.
Al momento siguiente estaba de nuevo erguido sobre la roca, con esa sonrisa en la
cara y un redoble de tambores en su interior. Éste le decía: «morir será una
aventura impresionante».
9 - El ave de Nunca Jamás
LO último que oyó Peter antes de quedarse solo fue a las sirenas retirándose
una tras otra a sus dormitorios submarinos. Estaba demasiado lejos para oír cómo
se cerraban sus puertas, pero cada puerta de las curvas de coral donde viven hace
sonar una campanita cuando se abre o se cierra (como en las casas más elegantes
del mundo real) y sí que oyó las campanas.
Las aguas fueron subiendo sin parar hasta tocarle los pies y para pasar el
rato hasta que dieran el trago final, contempló lo único que se movía en la laguna.
Pensó que era un trozo de papel flotante, quizás parte de la cometa y se preguntó
distraído cuánto tardaría en llegar a la orilla.
Al poco notó con extrañeza que sin duda estaba en la laguna con algún claro
propósito, ya que estaba luchando contra la marea y a veces lo lograba y cuando lo
lograba, Peter, siempre de parte del bando más débil, no podía evitar aplaudir: qué
trozo de papel tan valiente.
En realidad no era un trozo de papel: era el ave de Nunca Jamás, que hacía
esfuerzos denodados por llegar hasta Peter en su nido. Moviendo las alas, con una
técnica que había descubierto desde que el nido cayó al agua, podía hasta cierto
punto gobernar su extraña embarcación, pero para cuando Peter la reconoció
estaba ya muy agotada. Había venido a salvarlo, a darle su nido, aunque tenía
huevos dentro. La actitud del ave extraña bastante, porque aunque Peter se había
portado bien con ella, también a veces la había martirizado. Me imagino que, al
igual que la señora Darling y todos los demás, se había enternecido porque
conservaba todos los dientes de leche.
Le explicó a gritos por qué había venido y él le preguntó a gritos qué estaba
haciendo allí, pero por supuesto ninguno de los dos entendía el lenguaje del otro.
En las historias imaginarias las personas pueden hablar con los pájaros sin
problemas y en este momento desearía poder fingir que ésta es una historia de ese
tipo y decir que Peter contestó con inteligencia al ave de Nunca Jamás, pero es
mejor decir la verdad y sólo quiero contar lo que pasó en realidad. Pues bien, no
sólo no podían entenderse, sino que además acabaron por perder la compostura.
—Quiero-que-te-metas-en-el-nido —gritó el ave, hablando lo más claro y
despacio posible—, y-así-podrás-llegar-a-la-orilla, pero-estoy-demasiado-cansada-
para-acercarlo-más-así-que-tienes-que-tratar-de-nadar-hasta-aquí.
—¿Qué estás graznando? —respondió Peter—. ¿Por qué no dejas que el nido
flote como siempre?
—¡Cállate!
—¡Cállate!
En ese momento por fin lo entendió él y agarró el nido y saludó dando las
gracias al ave mientras ésta revoloteaba por encima. Sin embargo, no era por
recibir su agradecimiento por lo que flotaba en el cielo, ni siquiera era para ver
cómo se metía en el nido: era para ver qué hacía con los huevos.
Había dos grandes huevos blancos y Peter los cogió y reflexionó. El ave se
tapó la cara con las alas, para no ver el fin de sus huevos, pero no pudo evitar
atisbar por entre las plumas.
No recuerdo si os he dicho que había un palo en la roca, clavado hacía
mucho tiempo por unos bucaneros para marcar el lugar donde estaba enterrado un
tesoro. Los niños habían descubierto el reluciente botín y cuando tenían ganas de
travesuras se dedicaban a lanzar lluvias de moidores, diamantes, perlas y monedas
de cobre a las gaviotas, que se precipitaban sobre ellos creyendo que era comida y
luego se alejaban volando, rabiando por la faena que les habían hecho. El palo
seguía allí y en él había colgado Starkey su sombrero, un encerado hondo e
impermeable, de ala muy ancha. Peter metió los huevos en este sombrero y lo echó
al agua. Flotaba perfectamente.
Hubo gran alegría cuando Peter llegó a la casa subterránea casi tan pronto
como Wendy, a quien la cometa había llevado de un lado a otro. Cada uno de los
chicos tenía una aventura que contar, pero quizás la aventura más grande de todas
fuera que se les había pasado con mucho la hora de irse a la cama. Esto los
envalentonó tanto que intentaron diversos trucos para conseguir quedarse
levantados aún más tiempo, tales como pedir vendas, pero Wendy, aunque se
regocijaba de tenerlos a todos de nuevo en casa sanos y salvos, estaba
escandalizada por lo tarde que era y exclamó: «A la cama, a la cama» en un tono
que no quedaba más remedio que obedecer. Sin embargo, al día siguiente estuvo
cariñosísima y les puso vendas a todos y estuvieron jugando hasta la hora de
acostarse a andar cojeando y llevar el brazo en cabestrillo.
10 - El hogar feliz
—El Gran Padre Blanco —les decía con aires de grandeza, mientras se
arrastraban a sus pies— se alegra de ver que los guerreros piccaninnis protegen su
tienda de los piratas.
Era demasiado bonito para rebajarse de tal forma, pero Peter pensaba que se
lo debía y respondía con tono de superioridad.
Siempre que decía «Peter Pan ha hablado», quería decir que ahora ellos se
tenían que callar y ellos lo aceptaban humildemente con esa actitud, pero no eran
ni mucho menos tan respetuosos con los demás chicos, a quienes consideraban
unos bravos corrientes. Les decían: «¿Qué tal?» y cosas así y lo que fastidiaba a los
chicos era que daba la impresión de que a Peter esto le parecía lo correcto.
—Papá sabe lo que más conviene —decía siempre, fuera cual fuera su propia
opinión. Su propia opinión era que los pieles rojas no deberían llamarla squaw.[9]
Ya hemos llegado a la noche que sería conocida entre ellos como la Noche
entre las Noches, por sus aventuras y el resultado de éstas. El día, como si
estuviera reuniendo fuerzas calladamente, había transcurrido casi sin incidentes y
ahora los pieles rojas envueltos en sus mantas se encontraban en sus puestos de
arriba, mientras que, abajo, los niños estaban cenando, todos menos Peter, que
había salido para averiguar la hora. La manera de averiguar la hora en la isla era
encontrar al cocodrilo y entonces quedarse cerca de él hasta que el reloj diera la
hora.
—Silencio —gritó Wendy cuando les hubo dicho por enésima vez que no
debían hablar todos al mismo tiempo—. ¿Te has bebido ya la calabaza,
Presuntuoso, mi amor?
—No del todo, mamá —dijo Presuntuoso, después de mirar una taza
imaginaria.
—¿Sí, John?
Lelo levantó la mano. Era con tanta diferencia el más humilde de todos, en
realidad el único humilde, que Wendy era especialmente cariñosa con él.
—No, Lelo.
Una vez que Lelo empezaba, lo cual no ocurría muy a menudo, seguía como
un tonto.
—Ya que no puedo ser papá —dijo torpemente—, no creo que tú me dejaras
ser el bebé, ¿verdad, Michael?
—Ya que no puedo ser el bebé —dijo Lelo, cada vez más torpe—, ¿creéis que
podría ser un gemelo?
—Ya que no puedo ser nada importante —dijo Lelo—, ¿os gustaría verme
hacer un truco?
—Dios mío, Dios mío —exclamó Wendy—. Estoy convencida de que a veces
los hijos son más un problema que una bendición.
—Tengo que tener a alguien en una cuna —dijo ella casi con aspereza—, y tú
eres el más pequeño. Es de lo más hogareño tener una cuna en casa.
Y luego, como tantas otras veces, los alegres niños lo sacaron a rastras de su
árbol. Como tantas otras veces, pero ya nunca más. Había traído nueces para los
chicos así como la hora exacta para Wendy.
—Pero, los estás malcriando, ¿sabes? —dijo Wendy con la baba caída.
—Pues baila, baila, jovencito —dijo Peter, que estaba de muy buen humor.
—Y mamá también.
En realidad no era sábado por la noche, aunque podría haberlo sido, ya que
hacía tiempo que habían perdido la cuenta de los días, pero siempre que querían
hacer algo especial decían que era sábado por la noche y entonces lo hacían.
—Cierto, cierto.
Así que se les dio permiso para bailar, aunque primero debían ponerse el
pijama.
—Querido Peter —dijo—, con una familia tan grande, como es lógico, ya no
estoy tan bien como antes, pero no deseas cambiarme, ¿verdad?
—No, Wendy.
—Peter —le preguntó, tratando de hablar con voz firme—, ¿cuáles son tus
sentimientos concretos hacia mí?
—¿Entonces, qué?
Ninguno de ellos lo sabía. Quizás fue mejor no saberlo. Su ignorancia les dio
una hora más de felicidad y como iba a ser su última hora en la isla, alegrémonos
de que tuviera sesenta minutos. Cantaron y bailaron en pijama. Era una canción
deliciosamente horripilante en la que fingían asustarse de sus propias sombras:
qué poco sospechaban que bien pronto se les echarían encima unas sombras ante
las que se encogerían con auténtico temor. ¡Qué baile tan divertidísimo y cómo se
empujaban en la cama y fuera de ella! Era más bien una pelea de almohadas que
un baile y cuando se terminó, las almohadas se empeñaron en volver a ello una vez
más, como compañeros que saben que puede que jamás se vuelvan a ver. ¡Qué
historias se contaron, antes de que fuera la hora del cuento de buenas noches de
Wendy! Incluso Presuntuoso trató de contar un cuento aquella noche, pero el
principio era tan enormemente aburrido que incluso él mismo se quedó
horrorizado y dijo con tristeza: —Sí, es un principio aburrido. Mirad, hagamos
como que es el final.
—Oh, mamá —exclamó el primer gemelo—, quieres decir que también hay
una señora, ¿verdad? No está muerta, ¿verdad?
—Oh, no.
—Bastante.
—Nos alegramos.
—A ver si hacemos menos ruido —exclamó Peter, dispuesto a que las cosas
le fueran bien a Wendy, por muy espantoso que le pareciera el cuento a él.
—El señor —continuó Wendy—, era el señor Darling y ella era la señorita
Darling.
—Yo los conocía —dijo John, para fastidiar a los demás.
—No.
—Dios mío, Dios mío —suspiró Wendy—. Veamos, estos tres niños tenían
una fiel niñera llamada Nana, pero el señor Darling se enfadó con ella y la ató en el
patio y por eso los niños se escaparon volando.
—Oh, Wendy —exclamó Lelo—, ¿se llamaba Lelo alguno de los niños
perdidos?
—¡Ay!
—No me imagino que pueda acabar bien —dijo el segundo gemelo—. ¿Y tú,
Avispado?
—Estoy preocupadísimo.
—Si supierais lo maravilloso que es el amor de una madre —les dijo Wendy
en tono de triunfo—, no tendríais miedo.
—¿Llegaron a volver?
Y todos se giraron de la forma que hace que los vistazos al futuro resulten
más fáciles.
—Han pasado los años ¿y quién es esa señora de edad indeterminada que se
apea en la estación de Londres?
—Oh, Wendy, ¿quién es? —exclamó Avispado, tan emocionado como si no
lo supiera.
—¡Oh!
—¿Y quiénes son los dos nobles y orondos personajes que la acompañan,
ahora ya hechos hombres? ¿Pueden ser John y Michael? ¡Sí!
—¡Oh!
Eso era un cuento y se sentían tan satisfechos con él como la bella narradora.
Es que todo era como debía ser. Nos escabullimos como los seres más crueles del
mundo, que es lo que son los niños, aunque muy atractivos, y pasamos un rato
totalmente egoísta y cuando necesitamos atenciones especiales regresamos
noblemente a buscarlas, seguros de que nos abrazarán en lugar de pegarnos.
—¿Qué te pasa, Peter? —exclamó ella, corriendo hasta él, creyendo que
estaba enfermo. Lo palpó solícita más abajo del pecho.
No estoy seguro de que esto fuera cierto, pero Peter lo creía y los asustó.
—Sí.
Así que ésta era la verdad sobre las madres. ¡Las muy canallas!
Aun así es mejor tener cuidado y nadie sabe tan deprisa como un niño
cuándo debe ceder.
—No será esta noche, ¿verdad? —preguntaron perplejos los niños perdidos.
Sabían en lo que llamaban el fondo de su corazón que uno puede arreglárselas
muy bien sin una madre y que sólo son las madres las que piensan que no es así.
Este temor le hizo olvidarse de lo que debía de estar sintiendo Peter y le dijo
en tono bastante cortante:
Pero, por supuesto, le importaba mucho y estaba tan lleno de ira contra los
adultos, quienes, como de costumbre, lo estaban echando todo a perder, que nada
más meterse en su árbol tomó a propósito aliento en inspiraciones cortas y rápidas
a un ritmo de unas cinco por segundo. Lo hizo porque hay un dicho en el País de
Nunca Jamás según el cual cada vez que uno respira, muere un adulto y Peter los
estaba matando en venganza lo más deprisa posible.
Después de haber dado las instrucciones necesarias a los pieles rojas regresó
a la casa, donde se había desarrollado una escena indigna durante su ausencia.
Aterrorizados ante la idea de perder a Wendy, los niños perdidos se habían
acercado a ella amenazadoramente.
—Hagámosla prisionera.
—Eso, atadla.
¿No es extraño? Recurrió a Lelo, el más tonto de todos. Sin embargo, Lelo
respondió con grandeza. Porque en ese momento dejó su estupidez y habló con
dignidad.
—Yo no soy más que Lelo —dijo—, y nadie me hace caso. Pero al primero
que no se comporte con Wendy como un caballero inglés le causaré serias heridas.
Desenvainó su acero y en ese instante Lelo brilló con luz propia. Los demás
retrocedieron intranquilos. Entonces regresó Peter y se dieron cuenta al momento
de que él no los apoyaría. Jamás obligaría a una chica a quedarse en el País de
Nunca Jamás en contra de su voluntad.
—Gracias, Peter.
Avispado tuvo que llamar dos veces antes de obtener respuesta, aunque
Campanilla llevaba ya un rato sentada en la cama escuchando.
—Sí, Peter.
—No.
Para demostrar que su marcha lo iba a dejar impasible, se puso a brincar por
la habitación, tocando alegremente su cruel flauta. Ella tuvo que ir detrás de él,
aunque resultara bastante poco digno.
Pero si Peter había tenido alguna vez una madre, ya no la echaría de menos.
Podía arreglárselas muy bien sin una. Había pensado sobre ellas y sólo recordaba
sus defectos.
—No.
—Peter no viene.
El gran cinismo de sus palabras les causó una sensación incómoda y casi
todos empezaron a dar muestras de inseguridad. Después de todo, delataban sus
expresiones, ¿acaso no eran unos tontos por quererse marchar?
Ella tuvo que cogerle la mano, ya que no daba señales de preferir un dedal.
—Sí.
—Sí.
No parecía que hubiera nada más que decir y se hizo un silencio tenso. Sin
embargo, Peter no era de los que se derrumban delante de la gente.
Campanilla subió disparada por el árbol más cercano, pero nadie la siguió,
ya que fue en ese momento cuando los piratas desataron su tremendo ataque sobre
los pieles rojas. Arriba, donde todo había estado tranquilo, el aire se llenó de
alaridos y del choque de las armas. Abajo, había un silencio total. Las bocas se
abrieron y se quedaron abiertas. Wendy cayó de rodillas, pero tendió los brazos
hacia Peter. Todos los brazos estaban tendidos hacia él, como si de pronto un
viento los hubiera llevado en esa dirección: le rogaban sin palabras que no los
abandonara. En cuanto a Peter, tomó su espada, la misma con la que creía haber
matado a Barbacoa, y sus ojos relampaguearon con el ansia de batalla.
12 - El rapto de los niños
EL ataque pirata había sido una total sorpresa: una buena prueba de que el
desaprensivo Garfio lo había llevado a cabo deshonestamente, pues sorprender a
los pieles rojas limpiamente es algo que no entra en la capacidad del hombre
blanco.
Según todas las leyes no escritas sobre la guerra salvaje siempre es el piel
roja el que ataca y con la astucia propia de su raza lo hace justo antes del amanecer,
hora en la que sabe que el valor de los blancos está por los suelos. Los blancos,
entretanto, han levantado una tosca empalizada en la cima de aquel terreno
ondulado, a cuyos pies discurre un riachuelo, ya que estar demasiado lejos del
agua supone la destrucción. Allí esperan el violento ataque, los inexpertos
aferrando sus revólveres y haciendo crujir ramitas, mientras que los veteranos
duermen tranquilamente hasta justo antes del amanecer. A través de la larga y
oscura noche los exploradores salvajes se deslizan, como serpientes, por entre la
hierba sin mover ni una brizna. La maleza se cierra tras ellos tan silenciosamente
como la arena por la que se ha introducido un topo. No se oye ni un ruido, salvo
cuando sueltan una asombrosa imitación del aullido solitario de un coyote. Otros
bravos contestan al grito y algunos lo hacen aún mejor que los coyotes, a quienes
no se les da muy bien. Así van pasando las frías horas y la larga incertidumbre
resulta tremendamente agotadora para el rostro pálido que tiene que pasar por ella
por primera vez, pero para el perro viejo esos espantosos gritos y esos silencios
aún más espantosos no son sino una indicación de cómo está transcurriendo la
noche.
Garfio sabía tan bien que éste era el sistema habitual que no se le puede
disculpar por pasarlo por alto alegando que lo desconocía.
Los piccaninnis, por su parte, confiaban sin reservas en su sentido del honor
y todos sus actos de esa noche presentan un claro contraste con los de él. No
dejaron de hacer nada que no fuera consecuente con la reputación de su tribu. Con
esa agudeza de los sentidos que es al mismo tiempo el asombro y la desesperación
de los pueblos civilizados, supieron que los piratas estaban en la isla desde el
momento en que uno de ellos pisó un palo seco y al cabo de un rato increíblemente
corto comenzaron los aullidos de coyote. Cada palmo de terreno entre el punto
donde Garfio había desembarcado a sus fuerzas y la casa de debajo de los arboles
fue examinado sigilosamente por bravos que llevaban los mocasines calzados del
revés. Sólo encontraron una única colina con un riachuelo a los pies, de forma que
Garfio no tenía elección: aquí debía instalarse y esperar hasta justo antes del
amanecer. Ya que todo estaba organizado de esta forma con astucia casi diabólica,
el grueso principal de los pieles rojas se arropó en sus mantas y con esa flemática
actitud que para ellos es la quintaesencia de la hombría se sentaron en cuclillas
encima del hogar de los niños, aguardando el frío momento en que tendrían que
sembrar la pálida muerte.
En este lugar, soñando, aunque bien despiertos, con las exquisitas torturas a
las que lo someterían al amanecer, fueron sorprendidos los confiados salvajes por
el traicionero Garfio. Según los relatos facilitados después por aquéllos de los
exploradores que escaparon a la carnicería, no parece que se hubiera detenido
siquiera en la colina, aunque es seguro que debió verla bajo aquella luz grisácea; no
parece que en ningún momento se le pasara por la astuta cabeza la idea de esperar
a ser atacado, ni siquiera aguardó a que la noche estuviera casi acabada; siguió
adelante sin otros principios que los de entrar en batalla. ¿Qué otra cosa podían
hacer los desconcertados exploradores, siendo como eran maestros en todas las
artes de la guerra menos ésta, sino trotar indecisos tras él, exponiéndose
fatalmente, mientras soltaban una patética imitación del aullido del coyote?
No es nuestro cometido describir lo que más fue una matanza que una
lucha. Así perecieron muchos de la flor y nata de la tribu de los piccaninnis. Pero
no murieron sin ser en parte vengados, pues con Lobo Flaco cayó Alf Mason, que
ya no volvería a perturbar el Caribe, y entre los que mordieron el polvo se
encontraba Geo. Scourie, Chas. Turley[10] y el alsaciano Foggerty. Turley cayó bajo
el tomahawk del terrible Pantera, que finalmente se abrió paso entre los piratas con
Tigridia y unos pocos que quedaban de la tribu.
Hasta qué punto tiene Garfio la culpa por su táctica en esta ocasión es algo
que toca decidir a los historiadores. De haber esperado en la colina hasta la hora
correcta probablemente sus hombres y él habrían sido destrozados y a la hora de
juzgarlo es justo tener esto en cuenta. Lo que quizás debería haber hecho era
informar a sus adversarios de que se proponía seguir un método nuevo. Por otra
parte, esto, al eliminar el factor sorpresa, habría inutilizado su estrategia, de modo
que toda la cuestión está sembrada de dificultades. Uno no puede al menos
reprimir cierta admiración involuntaria por el talento que había concebido un plan
tan audaz y por la cruel genialidad con que se llevó a cabo.
La tarea de la noche aún no había terminado, pues no era a los pieles rojas a
quienes había venido a destruir: éstos no eran más que las abejas que había que
ahuyentar para que él pudiera llegar a la miel. Era a Pan a quien quería, a Pan, a
Wendy y a su banda, pero sobre todo a Pan.
Peter era un niño tan pequeño que uno no puede por menos de extrañarse
ante el odio de aquel hombre hacia él. Cierto, había echado el brazo de Garfio al
cocodrilo, pero ni siquiera esto, ni la vida cada vez más insegura a la que esto
condujo, debido a la contumacia del cocodrilo, explican un rencor tan implacable y
maligno. Lo cierto es que Peter tenía un algo que sacaba de quicio al capitán pirata.
No era su valor, no era su atractivo aspecto, no era… No debemos andarnos con
rodeos, pues sabemos muy bien lo que era y no nos queda más remedio que
decirlo. Era la arrogancia de Peter.
Entretanto, ¿qué es de los chicos? Los hemos visto cuando el primer choque
de armas, convertidos, como si dijéramos, en estatuas de piedra, boquiabiertos,
apelando a Peter con los brazos extendidos y volvemos a ellos cuando sus bocas se
cierran y sus brazos caen a los lados. El infernal estruendo de encima ha cesado
casi tan repentinamente como empezó, ha pasado como una violenta ráfaga de
viento, pero ellos saben que al pasar ha decidido su destino.
Los piratas, que escuchaban con avidez ante los huecos de los árboles,
oyeron cómo cada chico hacia esa pregunta y, ¡ay!, también oyeron la respuesta de
Peter.
—Si han ganado los pieles rojas —dijo—, tocarán el tam-tam: ésa es siempre
su señal de victoria.
Con asombro por su parte Garfio le hizo señas para que tocara el tam-tam y
poco a poco Smee fue comprendiendo la horrenda maldad de la orden. El muy
simple probablemente jamás había admirado tanto a Garfio.
—¡El tam-tam! —oyeron gritar a Peter los bellacos—. ¡Una victoria india!
Quizás sea de chivatos revelar que por un momento Garfio la dejó extasiada
y sólo la delatamos porque su desliz tuvo extrañas consecuencias. De haberse
soltado altivamente (y nos habría encantado escribir esto sobre ella), habría sido
lanzada por los aires como los demás y entonces Garfio probablemente no habría
estado presente mientras se ataba a los niños y si no hubiera estado presente
mientras se los ataba no habría descubierto el secreto de Presuntuoso y sin ese
secreto no podría haber realizado al poco tiempo su sucio atentado contra la vida
de Peter.
Fueron atados para evitar que escaparan volando, doblados con las rodillas
pegadas a las orejas y para asegurarlos el pirata negro había cortado una cuerda en
nueve trozos iguales. Todo fue bien hasta que llegó el turno de Presuntuoso,
momento en que se descubrió que era como esos fastidiosos paquetes que gastan
todo el cordel al pasarlo alrededor y no dejan cabos con los que hacer un nudo. Los
piratas le pegaron patadas enfurecidos, como uno pega patadas al paquete
(aunque para ser justos habría que pegárselas al cordel) y por raro que parezca fue
Garfio quien les dijo que aplacaran su violencia. Sus labios se entreabrían en una
maliciosa sonrisa de triunfo. Mientras sus perros se limitaban a sudar porque cada
vez que trataban de apretar al desdichado muchacho en un lado sobresalía en otro,
la mente genial de Garfio había penetrado por debajo de la superficie de
Presuntuoso, buscando no efectos, sino causas y su júbilo demostraba que las había
encontrado. Presuntuoso, blanco de miedo, sabía que Garfio había descubierto su
secreto, que era el siguiente: ningún chico tan inflado emplearía un árbol en el que
un hombre normal se quedaría atascado. Pobre Presuntuoso, ahora el más
desdichado de todos los niños, pues estaba aterrorizado por Peter y lamentaba
amargamente lo que había hecho. Terriblemente aficionado a beber agua cuando
estaba acalorado, como consecuencia se había ido hinchando hasta alcanzar su
actual gordura y en lugar de reducirse para adecuarse a su árbol, sin que los demás
lo supieran había rebajado su árbol para que se adecuara a él.
Garfio adivinó lo suficiente sobre esto como para convencerse de que por fin
Peter estaba a su merced, pero ni una sola palabra sobre los oscuros designios que
se formaban en las cavernas subterráneas de su mente cruzó sus labios; se limitó a
indicar que los cautivos fueran llevados al barco y que quería estar solo.
Garfio lo vio y aquello jugó una mala pasada a Peter. Acabó con cualquier
vestigio de piedad por él que pudiera haber quedado en el pecho iracundo del
pirata.
Pero, ¿qué era aquello? Por el rabillo del ojo había visto la medicina de Peter
colocada en una repisa al alcance de la mano. Adivinó lo que era al instante y al
momento supo que el durmiente estaba en su poder.
Para que no lo cogiera con vida, Garfio llevaba encima un terrible veneno,
elaborado por él mismo a partir de todos los anillos mortíferos que habían llegado
a sus manos. Los había cocido hasta convertirlos en un líquido amarillo
desconocido para la ciencia y que probablemente era el veneno más virulento que
existía.
—¿Quién es?
Durante un buen rato no hubo respuesta; luego volvieron a oírse los golpes.
—¿Quién es?
No hubo respuesta.
Estaba sobre ascuas y le encantaba estar sobre ascuas. Con dos zancadas se
plantó ante la puerta. A diferencia de la puerta de Presuntuoso ésta cubría la
abertura, así que no podía ver lo que había al otro lado, como tampoco podía verlo
a él quien estuviera llamando.
Entonces por fin habló el visitante, con una preciosa voz como de campanas.
—¿Qué ocurre?
—¡Suéltalo! —gritó él; y con una sola frase incorrecta, tan larga como las
cintas que se sacan los ilusionistas de la boca, le contó la captura de Wendy y los
chicos.
—Está envenenada.
—Garfio.
—No seas tonta. ¿Cómo podría haber llegado Garfio hasta aquí?
—Sí.
—Cretino.
Tenía la voz tan débil que al principio él no pudo oír lo que le decía. Luego
lo oyó. Le estaba diciendo que creía que podía ponerse bien de nuevo si los niños
creían en las hadas.
Peter extendió los brazos. Allí no había niños y era por la noche, pero se
dirigió a todos los que podían estar soñando con el País de Nunca Jamás y que por
eso estaban más cerca de él de lo que pensáis: niños y niñas en pijama y bebés
indios desnudos en sus cestas colgadas de los árboles.
—¿Creéis? —gritó.
—Si creéis —les gritó él—, aplaudid. No dejéis que Campanilla se muera.
Muchos aplaudieron.
Algunos no.
La luna corría por un cielo nublado cuando Peter salió de su árbol, cargado
de armas y sin apenas nada más, para emprender su peligrosa aventura. No hacía
el tipo de noche que él hubiera preferido. Había tenido la esperanza de volar, no
muy lejos del suelo para que nada inusitado escapara a su atención, pero con
aquella luz mortecina volar bajo habría supuesto pasar su sombra a través de los
árboles, molestando así a los pájaros y notificando a un enemigo vigilante que
estaba en camino.
Lamentaba que el haber puesto unos nombres tan raros a los pájaros de la
isla les hiciera ahora ser muy indómitos y difíciles de tratar.
El cocodrilo pasó ante él, pero no había ningún otro ser vivo, ni un ruido, ni
un movimiento; sin embargo sabía muy bien que la muerte súbita podía estar
acechando junto al próximo árbol, o siguiéndole los pasos.
UNA luz verde que pasaba como de soslayo por encima del Riachuelo de
Kidd, cercano a la desembocadura del río de los piratas, señalaba el lugar donde
estaba el bergantín, el Jolly Roger, en aguas bajas: un navío de mástiles inclinados,
de casco sucio, cada bao aborrecible, como un suelo cubierto de plumas
destrozadas. Era el caníbal de los mares y apenas le hacía falta ese ojo vigilante,
pues flotaba inmune en el terror de su nombre.
Garfio pasaba ensimismado por la cubierta. Qué hombre tan insondable. Era
la hora de su triunfo. Peter había sido apartado para siempre de su camino y todos
los demás chicos estaban a bordo del bergantín a punto de ser pasados por la
plancha. Era su hazaña más siniestra desde los tiempos en que venció a Barbacoa y
sabiendo como sabemos lo vanidoso que es el hombre, ¿nos habríamos
sorprendido si hubiera caminado por la cubierta con paso vacilante, henchido de la
gloria de su éxito?
Pero en su paso no había júbilo, lo cual reflejaba el derrotero de su mente
sombría. Garfio se sentía profundamente abatido.
Con frecuencia se sentía así cuando conversaba consigo mismo a bordo del
barco en la quietud de la noche. Era porque estaba horriblemente solo. Este
hombre inescrutable jamás se sentía tan solo como cuando estaba rodeado de sus
perros. ¡Eran tan inferiores socialmente a él!
Garfio no era su auténtico nombre. Incluso en estos días revelar quién era en
realidad provocaría un enorme escándalo en el país, pero como aquellos que leen
entre líneas habrán adivinado ya, había asistido a un famoso colegio privado y las
tradiciones de éste seguían cubriéndolo como ropajes, con los cuales efectivamente
están muy relacionadas. Por ello aún le resultaba ofensivo subir a un barco con la
misma ropa con que lo había capturado y todavía conservaba en su caminar el
distinguido aire desgarbado de su colegio. Pero sobre todo conservaba el amor a la
buena educación.
¡La buena educación! Por muy bajo que hubiera caído, todavía sabía que
esto es lo que realmente cuenta.
—Yo soy el único hombre a quien Barbacoa temía —insistía él—, y el propio
Flint temía a Barbacoa.
Se le revolvían las entrañas con este problema. Era una garra que llevaba
dentro más afilada que la de hierro y mientras lo desgarraba, el sudor resbalaba
por su rostro cetrino y le manchaba el jubón. A menudo se pasaba la manga por la
cara, pero no había forma de detener el goteo.
Ah, no envidiéis a Garfio.
—Habría sido mejor para Garfio —exclamó— haber tenido menos ambición.
Es curioso que pensara en esto, que antes jamás lo había preocupado: quizás
la máquina de coser le diera la idea. Estuvo largo rato mascullando para sus
adentros, contemplando a Smee, que cosía plácidamente, convencido de que todos
los niños tenían miedo de él.
¡Que tenían miedo de él! ¡Miedo de Smee! No había un solo niño a bordo del
bergantín esa noche que no le tuviera cariño ya. Les había dicho cosas espantosas y
los había golpeado con la palma de la mano, porque no podía golpearlos con el
puño, pero ellos simplemente se habían encariñado aún más con él. Michael se
había probado sus gafas.
¿Es que el contramaestre era bien educado sin saberlo, lo cual constituye la
mejor educación?
Recordó que uno tiene que recordar que no sabe que se es así antes de poder
optar a ser elegido como miembro del Pop.[12]
Con un grito de rabia alzó su mano de hierro sobre la cabeza de Smee, pero
no descargó el golpe. Lo que le retuvo fue esta reflexión: «¿Qué sería matar a un
hombre porque es bien educado? ¡Mala educación!».
Al pensar sus perros que iba a estar fuera de circulación por un rato, la
disciplina se relajó al instante y se pusieron a bailar como locos, cosa que lo
reanimó al momento, sin un solo rastro de humana debilidad, como si le hubieran
echado un cubo de agua encima.
—¿Están todos los niños encadenados para que no puedan huir volando?
—Sí, señor.
—Verá usted, señor, es que no creo que a mi madre le gustara que yo fuera
pirata. ¿Le gustaría a tu madre que fueras pirata, Presuntuoso?
—No creo —dijo el primer gemelo, tan despabilado como los otros—.
Avispado, ¿a tu madre…?
Ahora bien, a veces John había experimentado este deseo al luchar con las
matemáticas de primero y le chocó que Garfio lo eligiera.
—Una vez pensé en llamarme Jack Mano Roja —dijo con timidez.
—Joe Barbanegra.
Quizás John no se había comportado muy bien hasta entonces, pero ahora
estuvo a la altura de las circunstancias.
Los enfurecidos piratas les pegaron en la boca y Garfio rugió: —Eso será
vuestra perdición. Traed a su madre. Preparad la plancha.
Sólo eran unos niños y se quedaron blancos al ver a Jukes y a Cecco preparar
la plancha mortal. Pero trataron de parecer valientes cuando trajeron a Wendy.
—Bueno, hermosa mía —dijo Garfio, hablando como si tuviera la boca llena
de caramelo—, vas a ver cómo tus niños son pasados por la plancha.
—Éstas son mis últimas palabras, queridos —dijo con firmeza—. Creo que
tengo un mensaje para vosotros de parte de vuestras madres auténticas y es el
siguiente: «Esperamos que nuestros hijos mueran como caballeros ingleses».
—Atadla —gritó.
Es triste saber que ni un solo chico la estaba mirando mientras Smee la ataba
al mástil: todos tenían los ojos clavados en la plancha, el último paseo que iban a
dar. Ya no conseguían tener la esperanza de caminar por ella con gallardía, pues
habían perdido la capacidad de pensar, sólo podían mirar y temblar.
Garfio sonrió con los dientes apretados burlándose de ellos y dio un paso
hacia Wendy. Su intención era volverle la cara para que viera a los chicos
caminando por la plancha uno por uno. Pero jamás llegó hasta ella, jamás oyó el
grito de angustia que esperaba arrancarle. En cambio, oyó otra cosa.
Todos lo oyeron: los piratas, los chicos, Wendy; e inmediatamente todas las
cabezas se volvieron en una dirección; no hacia el agua, de donde procedía el
ruido, sino hacia Garfio. Todos sabían que lo que estaba a punto de ocurrir sólo le
concernía a él y que de actores habían pasado de repente a ser espectadores.
El ruido se fue acercando sin parar y por delante de él surgió este horrendo
pensamiento: «El cocodrilo está a punto de abordar el barco».
Incluso la garra de hierro colgaba inerte, como si supiera que no era parte
intrínseca de lo que quería el atacante. De haberse quedado tan tremendamente
solo, cualquier otro hombre habría yacido con los ojos cerrados en el lugar donde
cayera, pero el poderoso cerebro de Garfio seguía funcionando y guiado por él se
arrastró a cuatro patas por la cubierta alejándose todo lo que pudo del ruido. Los
piratas le abrieron paso respetuosamente y sólo cuando se vio arrinconado contra
las cuadernas habló.
Sólo cuando Garfio quedó oculto la curiosidad aflojó los miembros de los
chicos y así pudieron correr hasta el costado del barco para ver al cocodrilo
trepando por él. Entonces se llevaron la sorpresa mayor de la Noche entre las
Noches, pues no era ningún cocodrilo lo que venía en su ayuda. Era Peter.
Les hizo señas para que no soltaran ningún grito de admiración que pudiera
levantar sospechas. Luego siguió haciendo tic tac.
15 - «Esta vez o Garfio o yo»
A todos nos ocurren cosas extrañas a lo largo de nuestra vida sin que
durante cierto tiempo nos demos cuenta de que han ocurrido. Así, por ejemplo, de
pronto descubrimos que hemos estado sordos de un oído desde hace ni se sabe
cuánto, pero digamos que media hora. Pues bien, una experiencia de este tipo
había tenido Peter aquella noche. Cuando lo vimos por última vez estaba cruzando
la isla sigilosamente con un dedo en los labios y el puñal preparado. Había visto
pasar al cocodrilo sin notar nada especial en él, pero luego recordó que no había
estado haciendo tic tac. Al principio esto le pareció extraño, pero no tardó en llegar
a la acertada conclusión de que al reloj se le había acabado la cuerda.
Peter llegó a la playa sin problemas y siguió adelante sin pararse, metiendo
las piernas en el agua como si no se diera cuenta de que había entrado en un
elemento nuevo. De esta forma pasan muchos animales de la tierra al agua, pero
ningún otro humano que yo conozca. Mientras nadaba sólo pensaba en una cosa:
«Esta vez o Garfio o yo». Llevaba tanto tiempo haciendo tic tac que seguía
haciéndolo sin percatarse de ello. Si lo hubiera sabido se habría parado, ya que
subir al bergantín con ayuda del tic tac, aunque era una idea ingeniosa, no se le
había ocurrido.
Por el contrario, creía que había trepado por su costado silencioso como un
ratón y se sorprendió al ver a los piratas apartándose de él, con Garfio en medio de
ellos tan abatido como si hubiera oído al cocodrilo.
¡El cocodrilo! Tan pronto como Peter lo recordó oyó el tic tac. Al principio
creyó que el ruido sí que procedía del cocodrilo y miró hacia atrás rápidamente.
Luego cayó en la cuenta de que lo estaba haciendo él mismo y al instante se hizo
cargo de la situación. «Qué listo soy», pensó de inmediato y les hizo señas a los
chicos de que no prorrumpieran en aplausos.
En ese momento Ed Teynte, el furriel, salió del castillo de proa y avanzó por
la cubierta. Ahora, lector, cronometra con tu reloj lo que pasó. Peter le clavó el
puñal bien hondo. John tapó la boca al malhadado pirata para ahogar el gemido de
agonía. Cayó hacia adelante. Cuatro chicos lo cogieron para evitar el golpe. Peter
dio la señal y la carroña fue lanzada por la borda. Se oyó un chapuzón y luego
silencio. ¿Cuánto ha durado?
—¡Uno!
Menos mal que Peter, todo él de puntillas, desapareció dentro del camarote,
ya que más de un pirata estaba armándose de valor para mirar atrás. Ya podían oír
la respiración entrecortada de los demás, lo cual les demostraba que el ruido más
terrible había pasado.
—Se ha ido, capitán —dijo Smee, limpiándose las gafas—. Ya está todo en
calma otra vez.
y al marcarte la espalda…
—¿Qué le pasa a Bill Jukes, perro? —siseó Garfio, irguiéndose ante él.
—Lo que le pasa es que está muerto, apuñalado —replicó Cecco con voz
sepulcral.
—¡Bill Jukes muerto! —exclamaron los atónitos piratas.
—El camarote está oscuro como la pez —dijo Cecco, casi farfullando—, pero
hay algo horrible ahí dentro: lo que oímos graznar.
El júbilo de los chicos, las miradas furtivas de los piratas, todo esto notó
Garfio.
—Cecco —dijo con voz más acerada—, vuelve y tráeme a ese pajarraco.
—Tres —dijo.
—Espere a que salga Cecco —gruñó Starkey y los demás se unieron a él.
—Mi garfio cree que sí —dijo Garfio acercándose a él—. ¿No crees que sería
conveniente darle gusto al garfio, Starkey?
—Yo he oído decir —murmuró Mullins— que siempre acaba por subir a
bordo de los barcos piratas. ¿Tenía cola, capitán?
—Dicen —dijo otro, mirando a Garfio con rencor—, que cuando llega lo
hace con el aspecto del hombre más malvado de a bordo.
—¿Tenía garfio, capitán? —preguntó Cookson con insolencia y uno tras otro
fueron repitiendo: —El barco está maldito.
Ante esto los niños no pudieron evitar soltar una ovación. Garfio había poco
menos que olvidado a sus prisioneros, pero al volverse ahora hacia ellos se le
volvió a iluminar la cara.
Por última vez sus perros admiraron a Garfio y cumplieron fielmente sus
órdenes. Metieron a empujones en el camarote a los chicos, que fingían resistirse, y
les cerraron la puerta.
Para los piratas era una voz que proclamaba que todos los chicos yacían
muertos en el camarote y se quedaron aterrorizados. Garfio intentó animarlos,
pero como los perros en que los había convertido le enseñaron los dientes, supo
que si ahora apartaba la vista de ellos se le echarían encima.
De esta forma tan repentina se encontró Garfio cara a cara con Peter. Los
demás retrocedieron y formaron un círculo a su alrededor.
—Bueno, Pan —dijo Garfio por fin—, así que todo esto es obra tuya.
—Sí, James Garfio —fue la severa respuesta—, todo esto es obra mía.
—¡Ahora! —gritaron todos los chicos, pero con un gesto magnífico Peter
invitó a su adversario a recoger su espada. Garfio lo hizo al instante, pero con la
trágica sensación de que Peter se estaba comportando con buena educación.
Hasta entonces había pensado que quien luchaba contra él era una especie
de demonio, pero ahora lo asaltaron sospechas más siniestras.
—Soy la juventud, soy la alegría —respondió Peter por decir algo—, soy un
pajarillo recién salido del huevo.
Esto, claro está, no eran más que tonterías, pero le demostró al desdichado
Garfio que Peter no tenía ni la más mínima idea sobre quién o qué era, lo cual es el
colmo de la buena educación.
Ahora, pensó, ahora se verán los auténticos modales. Pero Peter salió de la
santabárbara con la bomba en las manos y la tiró por la borda tranquilamente.
Adiós, James Garfio, personaje no sin heroísmo. Pues hemos llegado a sus
últimos momentos.
Al ver a Peter que avanzaba despacio sobre él por el aire con el puñal
dispuesto, saltó a la borda para tirarse al mar. No sabía que el cocodrilo lo estaba
esperando, ya que paramos el reloj a propósito para evitarle este conocimiento:
una pequeña muestra de respeto por nuestra parte al final.
Tuvo un triunfo final, que no creo que debamos quitarle. Mientras estaba de
pie sobre la borda volviendo la vista hacia Peter, que flotaba por el aire, lo invitó
con un gesto a que empleara el pie. Esto hizo que Peter le diera una patada en
lugar de apuñalarlo.
Lo tarde que era resultaba casi lo mejor de todo. Os aseguro que los acostó
en los camastros de los piratas bien deprisa; a todos menos a Peter, que estuvo
paseando pavoneándose por la cubierta, hasta que por fin se quedó dormido junto
a Tom el Largo. Esa noche tuvo una de sus pesadillas y lloró en sueños largo rato y
Wendy lo abrazó muy fuerte.
16 - El regreso a casa
No hace falta decir quién era el capitán. Avispado y John eran el primer y
segundo oficiales. Había una mujer a bordo. Los demás servían como marineros y
vivían en el castillo de proa. Peter ya se había atado al timón, pero llamó a todos a
cubierta y les dirigió un breve discurso, en el que dijo que esperaba que todos
cumplieran con sus obligaciones como unos valientes, pero que sabía que eran la
escoria de Río y de la Costa de Oro y que si se insubordinaban los haría trizas. Sus
bravuconas palabras eran el lenguaje que mejor entienden los marineros y lo
aclamaron con entusiasmo. Luego se despacharon unas cuantas órdenes e hicieron
virar el barco, poniendo rumbo al mundo real.
Algunos querían que fuera un barco honrado y otros estaban a favor de que
siguiera siendo pirata, pero el capitán los trataba como a perros y no se atrevían a
exponerle sus deseos ni siquiera con una propuesta colectiva. La obediencia
instantánea era lo único sensato. Presuntuoso se llevó una docena de latigazos por
parecer desconcertado cuando se le dijo que echara la sonda. La impresión general
era que Peter era honrado sólo por el momento para acallar las sospechas de
Wendy, pero que podría producirse un cambio cuando estuviera listo el traje
nuevo, que, en contra de su voluntad, le estaba haciendo con algunas de las ropas
más canallescas de Garfio. Se susurraba después entre ellos que la primera noche
que se puso este traje estuvo largo tiempo sentado en el camarote con la boquilla
de Garfio en la boca y todos los dedos apretados en un puño, menos el índice, que
tenía curvado y levantado amenazadoramente como un garfio.
Sin embargo, en lugar de observar lo que pasa en el barco, ahora debemos
regresar a aquella casa desolada de donde tres de nuestros personajes habían
huido sin el menor miramiento hace ya tanto. Nos da pena no haber hecho caso al
número 14 durante todo este tiempo y sin embargo podemos estar seguros de que
la señora Darling no nos lo echa en cara. Si hubiéramos regresado antes para
mirarla con apenada compasión, probablemente habría exclamado: —No seáis
tontos, ¿qué importancia tengo yo? Volved a cuidar de los niños.
Mientras las madres sigan siendo así, sus hijos se aprovecharán de ellas;
pueden contar con eso.
Aun ahora nos aventuramos a entrar en ese conocido cuarto de los niños
sólo porque sus legítimos inquilinos vienen de camino a casa; simplemente los
adelantamos para ver si sus camas están debidamente aireadas y si el señor y la
señora Darling no salen por las noches. No somos más que criados. ¿Por qué
demonios deberían estar debidamente aireadas sus camas, después de que los muy
desagradecidos se fueran con tantas prisas? ¿No se lo tendrían muy bien merecido
si regresaran y se encontraran con que sus padres están pasando el fin de semana
en el campo? Sería la lección moral que les ha estado haciendo falta desde que los
conocimos, pero si tramáramos las cosas así la señora Darling no nos lo perdonaría
jamás.
Hay una cosa que me gustaría muchísimo hacer y que es decirle, como
hacen los escritores, que los niños están regresando, que de verdad que estarán de
vuelta del jueves en una semana. Esto echaría a perder completamente la sorpresa
que están esperando Wendy, John y Michael. Lo han estado imaginando en el
barco: el éxtasis de mamá, el grito de alegría de papá, el salto por los aires de Nana
para ser la primera en abrazarlos, cuando para lo que tendrían que estar
preparándose es para una buena paliza. Qué delicioso sería estropearlo todo
adelantando la noticia, de modo que cuando entren con aire imponente la señora
Darling pueda no darle ni siquiera un beso a Wendy y el señor Darling pueda
exclamar malhumorado: —Vaya por Dios, ya están aquí estos chicos otra vez.
Sin embargo, no nos darían las gracias ni siquiera por esto. A estas alturas ya
estamos empezando a conocer a la señora Darling y podemos estar seguros de que
nos censuraría por quitarles a los niños ese placer.
¿Veis? Esa mujer no tenía el genio debido. Tenía intención de decir cosas
agradabilísimas sobre ella, pero la desprecio y ya no diré nada. Además realmente
no hace falta decirle que prepare las cosas, porque ya están preparadas. Todas las
camas están aireadas y ella nunca se va de la casa y, mirad, la ventana está abierta.
Para lo que le servimos, podríamos volver al barco. Sin embargo, ya que estamos
aquí también podemos quedarnos y seguir mirando. Eso es lo único que somos,
mirones. Nadie nos quiere. Así que vamos a mirar y a soltar mordacidades, con la
esperanza de que alguna haga mella.
El único cambio que se observa en el cuarto de los niños es que entre las
nueve y las seis la perrera ya no está allí. Cuando los niños se fueron volando, el
señor Darling sintió en lo más profundo de su alma que toda la culpa era suya por
haber atado a Nana y que desde el principio ella había sido más inteligente que él.
Naturalmente, como hemos visto, era un hombre muy simple; en realidad habría
podido volver a pasar por un chiquillo si hubiera podido quitarse la calvicie, pero
también tenía un noble sentido de la justicia y un valor indomable a la hora de
hacer lo que le parecía correcto y, después de haber pensado sobre el asunto con
enorme cuidado tras la huida de los niños, se puso a cuatro patas y se metió en la
perrera. A todas las cariñosas instancias de la señora Darling para que saliera
replicaba él triste pero firmemente: —No, mi bien, éste es el lugar que me
corresponde.
Todas las mañanas la perrera, con el señor Darling dentro, era transportada
hasta un coche, que lo llevaba a la oficina y regresaba a casa de la misma forma a
las seis. Notaremos parte de la fuerza de carácter de este hombre si recordamos lo
sensible que era a la opinión de los vecinos, este hombre cuyo más mínimo
movimiento llamaba ahora la atención por lo sorprendente. Por dentro debía de
estar sufriendo un tormento, pero mantenía una fachada de calma incluso cuando
los jóvenes se burlaban de su casita y siempre se descubría cortésmente ante
cualquier señora que mirara dentro.
Puede que fuera una quijotada, pero era magnífico. No tardó en conocerse el
significado que aquello encerraba y el gran corazón del público se sintió
conmovido. Las multitudes seguían al coche, aclamando con fervor; chicas bonitas
trepaban a él para conseguir su autógrafo, se publicaban entrevistas en los mejores
periódicos y la alta sociedad lo invitaba a cenar, añadiendo: «No deje de venir en la
perrera».
Nana tenía los ojos húmedos, pero lo único que pudo hacer fue poner
suavemente la pata en el regazo de su ama y así estaban sentadas las dos cuando
trajeron la perrera de vuelta. Cuando el señor Darling saca la cabeza para besar a
su esposa, vemos que tiene la cara más avejentada que antes, pero con una
expresión más dulce.
Le dio el sombrero a Liza, que lo cogió con desprecio, ya que no tenía la más
mínima imaginación y era totalmente incapaz de comprender los motivos de este
hombre. Fuera, la multitud que había acompañado al coche hasta casa todavía
seguía aclamando y, naturalmente, esto no dejaba de conmoverlo.
—Hoy había varios adultos —le aseguró él ruborizado, pero cuando ella
sacudió la cabeza con sorna él no le dijo ni una palabra de reproche. El éxito social
no lo había echado a perder, lo había dulcificado. Estuvo un rato sentado con
medio cuerpo fuera de la perrera, hablando con la señora Darling sobre su éxito y
estrechándole la mano para tranquilizarla cuando ella le dijo que esperaba que no
se le fuera a subir a la cabeza.
—Pero si llego a ser un hombre débil —dijo—. ¡Dios santo, si llego a ser un
hombre débil!
—Y, George —dijo ella con timidez—, sigues tan lleno de remordimientos
como siempre, ¿verdad?
—¡Pero mi amor!
—¿Me tocas algo en el piano de los niños para que me duerma? —le pidió.
—Oh, George, no me pidas nunca que haga eso. La ventana debe estar
siempre abierta para ellos, siempre, siempre.
Entonces le tocó a él pedirle perdón y ella fue al cuarto de jugar y tocó el
piano y pronto se quedó dormido y, mientras dormía, Wendy, John y Michael
entraron volando en la habitación.
Oh, no. Lo hemos escrito así porque ése era el bonito plan que tenían ellos
antes de que nos fuéramos del barco, pero debe de haber pasado algo desde
entonces, porque no son ellos los que han entrado volando, son Peter y
Campanilla. Las primeras palabras de Peter lo revelan todo.
No conocía la melodía, que era «hogar, dulce hogar», pero sabía que estaba
diciendo: «Vuelve, Wendy, Wendy, Wendy» y exclamó entusiasmado: —Señora,
jamás volverá a ver a Wendy, porque la ventana está cerrada.
Volvió a asomarse y las lágrimas seguían allí, u otras dos que habían
ocupado su lugar.
—Quiere muchísimo a Wendy —se dijo. Entonces se enfadó con ella por no
darse cuenta de por qué no podía tener a Wendy.
—Bueno, está bien —dijo por fin y tragó con dificultad. Luego abrió la
ventana.
Y se fueron volando.
Por eso Wendy, John y Michael encontraron la ventana abierta para ellos
después de todo, lo cual, por supuesto, era más de lo que merecían. Se posaron en
el suelo, sin sentirse avergonzados en absoluto y eso que el más pequeño ya se
había olvidado de su hogar.
—A lo mejor está Nana dentro —dijo Wendy. Pero John soltó un silbido.
—Vamos a entrar sin hacer ruido —propuso John—, y a taparle los ojos con
las manos.
Pero a Wendy, que se dio cuenta de que debían dar la grata noticia con algo
más de suavidad, se le ocurrió un plan mejor.
Y por eso cuando la señora Darling volvió al cuarto de los niños para ver si
su esposo estaba dormido, todas las camas estaban ocupadas. Los niños
aguardaban su grito de alegría, pero éste no se produjo. Los vio, pero no se creyó
que estuvieran allí. Es que los veía en sus camas tan a menudo al soñar que se
pensó que aquello no era más que el sueño que seguía rondándole por la cabeza.
—Ésa es Wendy —dijo ella, pero seguía convencida de que era el sueño.
—¡Mamá!
—Ése es Michael —dijo ella y alargó los brazos hacia los tres niños egoístas a
quienes jamás volverían a estrechar. Pero sí que lo hicieron, rodearon a Wendy, a
John y a Michael, que se habían deslizado fuera de la cama y habían corrido hasta
ella.
ESPERO que queráis saber qué había sido de los demás chicos. Estaban
esperando abajo para que Wendy tuviera tiempo de explicar lo que ocurría con
ellos, y después de contar hasta quinientos subieron. Subieron por la escalera,
porque pensaron que causaría mejor impresión. Se pusieron en fila ante la señora
Darling, con los gorros en la mano y deseando no estar vestidos de piratas. No
dijeron nada, pero sus ojos le suplicaban que se los quedase. Deberían haber
mirado también al señor Darling, pero se olvidaron de él.
Le dijo a Wendy:
—Debo decir que las cosas no se hacen a medias —un comentario poco
generoso que a los gemelos les pareció que iba por ellos.
En cuanto a Peter, vio a Wendy una vez más antes de marcharse volando.
No es que llegara a la ventana exactamente, pero la rozó al pasar, para que ella la
abriera si quería y lo llamara. Eso fue lo que ella hizo.
—Sí.
—¿No crees, Peter —dijo ella vacilando—, que te gustaría decirles algo a mis
padres sobre una cuestión muy bonita?
—No.
—No.
—Sí.
—Muy pronto.
—Qué bonito —exclamó Wendy con tanto anhelo que la señora Darling la
sujetó firmemente.
—Yo creía que las hadas estaban todas muertas —dijo la señora Darling.
—Siempre hay muchas jóvenes —explicó Wendy, que era ahora toda una
experta—, porque, verás, cuando un bebé nuevo se ríe por primera vez nace una
nueva hada y como siempre hay bebés nuevos siempre hay hadas nuevas. Viven
en nidos en las copas de los árboles y las de color malva son chicos y las de color
blanco, chicas, y las de color azul, unas tontuelas que no saben muy bien lo que
son.
—Estarás bastante solo por la noche —dijo ella—, cuando te sientes junto al
fuego.
—Tendré a Campanilla.
—Pues Campanilla no es que sea mucha ayuda, que digamos —le recordó
ella con algo de aspereza.
—¿Puedo, mamá?
—Por supuesto que no. Te tengo otra vez en casa y estoy decidida a
conservarte.
—A ti también, mi amor.
—Oh, está bien —dijo Peter, como si lo hubiera pedido sólo por cortesía,
pero la señora Darling vio cómo le temblaba la boca y le hizo esta bella oferta: que
Wendy se fuera con él durante una semana todos los años para hacer la limpieza
de primavera. Wendy habría preferido algo más permanente y le parecía que la
primavera iba a tardar mucho en llegar, pero esta promesa hizo que Peter se
volviera a poner muy contento. No tenía noción del tiempo y corría tantas
aventuras que todo lo que os he contado sobre él no es más que una mínima parte.
Supongo que porque Wendy lo sabía, las últimas palabras que le dirigió fueron en
tono quejumbroso: —Peter, ¿verdad que no te olvidarás de mí antes de que llegue
la limpieza de primavera?
Naturalmente, Peter se lo prometió y luego se alejó volando. Se llevó consigo
el beso de la señora Darling. El beso que no había sido para nadie más Peter lo
consiguió con gran facilidad. Curioso. Pero ella parecía satisfecha.
Por supuesto, todos los chicos fueron enviados a la escuela y casi todos
entraron en la clase III, pero Presuntuoso fue colocado primero en la clase IV y
luego en la clase V. La clase I es la más alta. Después de asistir a la escuela durante
una semana se dieron cuenta de lo tontos que habían sido por no quedarse en la
isla, pero ya era demasiado tarde y no tardaron en acostumbrarse a ser tan
normales como vosotros, yo o cualquier hijo de vecino. Es triste tener que decir que
poco a poco fueron perdiendo la capacidad de volar. Al principio Nana les ataba
los pies a los barrotes de la cama para que no salieran volando por la noche y una
de sus diversiones durante el día era fingir que se caían de los autobuses, pero
poco a poco dejaron de tirar de sus ataduras en la cama y descubrieron que se
hacían daño cuando se soltaban del autobús. Al cabo de un tiempo ni siquiera
podían salir volando detrás de sus sombreros. Falta de práctica, decían ellos, pero
lo que en realidad quería decir aquello era que ya no creían.
Michael creyó más tiempo que los demás, aunque se burlaban de él; por eso
estaba con Wendy cuando Peter fue a buscarla a finales del primer año. Se fue
volando con Peter con el vestido que había tejido con hojas y bayas en el País de
Nunca Jamás y lo único que temía era que él pudiera notar lo pequeño que se le
había quedado, pero no se dio cuenta, pues tenía muchas cosas que contar sobre sí
mismo.
Ella había estado esperando con ilusión mantener emocionantes charlas con
él sobre los viejos tiempos, pero las nuevas aventuras habían ocupado el lugar de
las viejas en su cabeza.
—¿Quién es el capitán Garfio? —preguntó con interés cuando ella habló del
archienemigo.
Supongo que tenía razón, pues las hadas no viven mucho tiempo, pero son
tan chiquititas que un breve espacio de tiempo les parece muy largo.
Wendy se sintió dolida al descubrir que el año que había pasado era como si
fuera ayer para Peter: a ella le había parecido un año de espera muy largo. Pero él
seguía siendo tan fascinante como siempre y pasaron una primavera maravillosa
haciendo la limpieza de la casita de la copa de los árboles.
Al año siguiente no vino por ella. Esperó con un vestido nuevo porque el
viejo sencillamente ya no le entraba, pero él no llegó.
Peter llegó para la siguiente limpieza de primavera y lo raro era que no era
consciente en absoluto de que se había saltado un año.
Ésa fue la última vez que la niña Wendy lo vio. Durante cierto tiempo trató
por él de no tener dolores de crecimiento y sintió que le era desleal cuando obtuvo
un premio por cultura general. Pero fueron pasando los años sin que apareciera el
descuidado chiquillo y cuando volvieron a encontrarse Wendy era una mujer
casada y Peter no era más para ella que el polvillo del baúl donde había
conservado sus juguetes. Wendy era adulta. No tenéis que apenaros por ella. Era
de las que les gusta crecer. Al final crecía por su propia voluntad un día más
deprisa que las demás niñas.
A estas alturas todos los chicos eran ya mayores y se habían estropeado, así
que apenas merece la pena decir nada más sobre ellos. Podéis ver cualquier día a
los gemelos, a Avispado y a Rizos ir a la oficina, cada uno con una cartera y un
paraguas. Michael es maquinista. Presuntuoso se casó con una dama de la nobleza
y por eso se convirtió en lord. ¿Veis a ese juez con peluca que sale por la puerta de
hierro? Ése era Lelo. Ese hombre con barba que no se sabe ningún cuento para
contárselo a sus hijos era antes John.
Wendy se casó de blanco con un fajín rosa. Es raro pensar que Peter no se
posara en la iglesia para prohibir las amonestaciones.
Los años volvieron a pasar y Wendy tuvo una hija. Esto no debería escribirse
con tinta, sino con letras de oro.
—Me parece que esta noche no veo nada —dice Wendy, con la sensación de
que si Nana estuviera aquí se opondría a que la conversación continuara.
—Sí, sí que lo ves —dice Jane—, ves cuando eras una niña.
—De eso hace ya mucho, mi vida —dice Wendy—. ¡Ay, cómo vuela el
tiempo!
—El muy tonto —dice Wendy—, intentó pegársela con jabón y al no poder
se echó a llorar y eso me despertó y yo se la cosí.
—Te has saltado una parte —interrumpe Jane, que se sabe ya la historia
mejor que su madre—. Cuando lo viste sentado en el suelo llorando, ¿qué le
dijiste?
—Y luego nos llevó a todos volando al País de Nunca Jamás con las hadas,
los piratas, los pieles rojas y la laguna de las sirenas, la casa subterránea y la casita.
—¡Sí! ¿Qué era lo que más te gustaba?
—Lo último que me dijo fue: «Espérame siempre y una noche me oirás
graznar».
—Sí.
—Ah, sí, muchas niñas lo oyen cuando duermen, pero yo fui la única que lo
oyó despierta.
Estaba exactamente igual que siempre y Wendy vio al momento que todavía
conservaba todos sus dientes de leche. Él era un niño y ella era una persona mayor.
Se acurrucó junto al fuego sin atreverse a hacer ningún movimiento, impotente y
culpable, una mujer adulta.
—Hola, Wendy —dijo él, sin notar ninguna diferencia, pues estaba
pensando sobre todo en sí mismo y a la escasa luz su vestido blanco podría haber
sido el camisón con que la había visto por primera vez.
—Sí —respondió ella y entonces sintió que estaba siendo desleal a Jane
además de a Peter.
—Sí.
—¿Chico o chica?
—Chica.
Ella sabía que era inútil decirle que se había saltado muchas limpiezas de
primavera.
Casi por única vez en su vida, que yo sepa, Peter se sintió asustado.
Ella revolvió con las manos el pelo de aquel niño trágico. Ya no era una niña
desolada por él: era una mujer adulta que sonreía por todo ello, pero con una
sonrisa llorosa.
Luego encendió la luz y Peter lo vio. Soltó un grito de dolor y cuando aquel
ser alto y hermoso se inclinó para cogerlo en brazos se apartó rápidamente.
—Soy mayor, Peter. Tengo mucho más de veinte años. Crecí hace mucho
tiempo.
—No, no es cierto.
—No, no lo es.
Pero supuso que lo era y se acercó a la niña dormida con el puñal levantado.
Naturalmente, no lo clavó. En cambio, se sentó en el suelo y se echó a llorar y
Wendy no supo cómo consolarlo, aunque en tiempos podría haberlo hecho con
gran facilidad. Ahora no era más que una mujer y salió corriendo de la habitación
para tratar de pensar.
Peter se levantó y le hizo una reverencia y ella le hizo una reverencia desde
la cama.
—Sí, ya lo sé.
—Sí, lo sé —admitió Wendy bastante abatida—, nadie lo sabe mejor que yo.
—Adiós —le dijo Peter a Wendy y se alzó por los aires y la desvergonzada
Jane se alzó con él: para ella ya era la forma más cómoda de moverse.
—Es sólo para la limpieza de primavera —dijo Jane—. Quiere que le haga la
limpieza de primavera para siempre.
Naturalmente, al final Wendy los dejó partir juntos. Nuestra última mirada
nos la muestra en la ventana, contemplándolos mientras se alejan por el cielo hasta
hacerse tan pequeños como las estrellas.
FIN
ACERCA DEL AUTOR
Al teatro, sin embargo, dio Barrie a partir de 1900 sus obras más auténticas
(El admirable Crichton; Calle del gran mundo). Con él aparecía manifestado en
delicados matices uno de los tonos más constantes del espíritu inglés: la melancolía
nostálgica en forma de "humour", quizás el único sentimiento original del teatro de
Barrie, por lo demás bastante ecléctico (procedía tanto de Gilbert y Wilde como de
Shaw, Maeterlinck y los rusos).
Fuente biográfica:
www.biografiasyvidas.com
NOTAS
[7] La reina Mab es la reina de las hadas en el folklore tradicional inglés. Los
nombres que vienen a continuación también pertenecen a esa tradición.
[12] Pop: club social (fundado en 1811) en Eton, famoso y elitista colegio
privado de Inglaterra, del que se deduce que fue alumno el capitán Garfio.
[14] Alusión a los toques de campana en un barco para indicar cada media
hora en el curso de las guardias, a contar desde medianoche.