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21-33 Escribir y Hablar Bien 164

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ESCRIBIR Y HABLAR

BIEN EN LA ERA DIGITAL

Álex Grijelmo

El lenguaje que usa cada persona transmite desde hace siglos


una idea sobre ella y conforma su prestigio. Ahora, con el uso
masivo de Internet y las redes sociales, se escribe más que
nunca. Nuestra ortografía y nuestra formación están expuestas
al juicio de miles de personas. El autor, uno de los mayores im-
pulsores actuales del buen uso del español, reflexiona sobre el
estado de la lengua sometida a los nuevos medios.

El ser humano nunca había escrito tanto como lo hace hoy.


Las nuevas tecnologías han obligado a millones de personas
a relacionarse cotidianamente con un teclado y plasmar en
él todo tipo de mensajes. Incluso en los países menos de-
sarrollados la posesión de teléfonos móviles y ordenadores
ha generalizado la lengua escrita como jamás en su historia.
Una simple mirada a nuestro pasado más cercano nos
hará ver que unos pocos años atrás cualquier habitante del
mundo occidental —salvo que estuviese relacionado pro-
fesionalmente con la escritura— apenas redactaba unas
cuantas cartas a lo largo de toda su vida, además de respon-
der por escrito en los exámenes en la enseñanza básica y
luego quizás en la universidad; apenas rellenaba una instan-

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cia, presentaba una reclamación o elaboraba un currículo.


La mayoría de la gente podía pasar semanas enteras, meses,
años, sin enfrentarse al reto de escribir y pensar por tanto
en tildes, comas, concordancias o regímenes verbales.
Un tendero solicitaba el género por teléfono, pero aho-
ra probablemente escribe correos electrónicos a sus pro-
veedores; un albañil autónomo avisa por WhatsApp a su
cliente de que se retrasa un par de horas; una cliente de
casa rural explica en Internet si el trato recibido ha sido sa-
tisfactorio o no, y del mismo modo le responderá el dueño
para pedirle disculpas o agradecerle los elogios.

ESCRIBIMOS CONTINUAMENTE

Ahora pasamos horas y horas en el hogar, relacionados con


el mundo a través de algún aparato que nos obliga a escribir
continuamente. Desde él hacemos las compras, pediremos
una cita médica o una fecha para renovar el documento de
identidad, convocaremos a un electricista y encargaremos
un mueble. Y continuamente pulsaremos el teclado.
En muchas profesiones y oficios la relación con el cliente
o el proveedor se basaba hasta hace poco en el contacto per-
sonal. Tenían gran importancia en ese trato la presencia y el
aspecto de cada uno. Un vendedor del Círculo de Lectores
no podía ir mal vestido, ni una agente de viajes debía llevar un
lamparón en el traje. Porque si así ocurría, se derivaba de ello
alguna interpretación al respecto que no favorecía su prestigio.
Ahora esas relaciones comerciales se establecen en el
ciberespacio, y no es necesaria ni importante la presencia
física. Pero hace falta escribir.
Las ropas que nos relacionan con los demás en muchos as-
pectos de la vida son las que viste nuestro lenguaje. Desconfia-

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escribir y hablar bien en la era digital

remos de la abogada que nos envía


«Ahora las relaciones co-
un correo con faltas de ortogra-
merciales se establecen
fía, no contrataremos a la canguro
en el ciberespacio, y no
que usa una gramática deplorable
es necesaria ni importan-
cuando pregunta en un mensaje a
qué hora debe ir esta noche, nos te la presencia física. Pero
echará para atrás el encargado de la hace falta escribir»
tienda que ofrezca ventas a través
de la Red y no escriba bien los nombres de los productos.
Del mismo modo, en los grupos de WhatsApp (de amigos,
de padres de alumnos, de compañeros de un viaje) se retra-
tará ante los demás quien no cuide la grafía de las palabras,
quien las confunda, quien escriba el verbo «haber» en lugar
de la locución «a ver». Una persona culta que esté pensando
en contratar para una obra casera a un aparejador que partici-
pa en el grupo de padres de los chicos del equipo de fútbol se
lo pensará dos veces si nota que el arquitecto técnico se ex-
presa sin habilidades sociales o con un lenguaje rudimentario.

LA IMAGEN DEL LENGUAJE

Esta percepción del lenguaje escrito (y también oral) como


parte de la imagen de una persona o de una empresa, o de
una sociedad influye en su prestigio y, por tanto, en sus
relaciones y en sus éxitos o fracasos.
Según explicó el historiador de la lengua Juan Ramón
Lodares (El porvenir del español, 2005), los hablantes obe-
decen una norma lingüística porque eso les resulta benefi-
cioso. «El miedo a ser rechazados socialmente por nuestro
“acento” o nuestro descuido en los patrones de corrección
idiomática», añade Lodares, «suele ser una de las formas
más sutiles de actuación de la norma lingüística». «Quien

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pronuncia “no se puede hacer” tiene más posibilidades de


encontrar un buen trabajo que quien pronuncia no ze pue
jazé», señala. Las jerarquías sociales se imitan, pues, «por-
que vemos en ellas un modelo atractivo».
Por un lado, el miedo al rechazo. Y por otro, el deseo
de obtener una aceptación adicional. A veces las personas
usan determinados vocablos para sentirse parte de un gru-
po que creen prestigioso.
Y eso viene de lejos.
Ahora estamos más expuestos que nunca a estas prue-
bas, porque continuamente nos comunicamos con letras;
pero el bien hablar y el bien escribir produjeron resultados
favorables desde muy antiguo. Los usos de la lengua toma-
dos por imitables y correctos acompañaron al éxito econó-
mico o se beneficiaron de él, sirvieron para obtener rendi-
mientos personales, han logrado efectos de gran influencia.
Por ejemplo, la potencia mercantil que significaba Bur-
gos en la Edad Media hizo que sus elecciones lingüísticas
propias se extendieran por la Península gracias a un eviden-
te espíritu de imitación de lo prestigioso. La herencia bur-
galesa tuvo su antecedente en los monasterios del norte,
que proliferarían a partir del siglo xi para irradiar un influjo
cultural europeo que se extendió por la Península (Francis-
co Moreno, Historia social de las lenguas de España).
¿Y dónde residía el prestigio? En la riqueza, desde lue-
go, pero también en la Corte y en la cultura. A finales del
siglo xiii, el patrón del lenguaje correcto procedía del que
Alfonso X el Sabio se preocupó por extender; es decir, el
hablado por él y por sus notables.
Los conquistadores de México y Perú que redactaban
sus cartas a la Península desde el Nuevo Continente eran

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conscientes también del valor del lenguaje para transmitir sen-


saciones que llegaran más allá de las palabras. Según cuenta
Humberto López Morales en su libro La aventura del español
en América, los capitanes españoles escribían algunas palabras
indígenas desconocidas en Madrid o Sevilla. ¿Y por qué iban a
utilizar vocablos que nunca habían oído ni leído sus destinata-
rios? Evidentemente, no lo hacían para denotar (para ofrecer
información) sino para connotarse (para mostrar su conoci-
miento del terreno, su experiencia en la conquista). Ellos tenían
acceso a ideas, objetos, frutas, hechos y paisajes que en España
se desconocían. Así, escribían «maíz», «tuna», «mamey», «gua-
nábana», «barbacoa», «guayaba», «jaiba», «mangle», «naguas»,
«yuca», «papaya»… a fin de asombrar a los demás y prestigiarse.
Y añade López Morales: «Para explicar estos casos del
triunfo y la expansión de los antillanismos no es posible
acudir a la necesidad de nombrar cosas desconocidas. No
se usaban como signos, sino como símbolos, y lo que ver-
daderamente querían mostrar los conquistadores de Mé-
xico y Perú era su veteranía en la experiencia americana».
Unos meses antes del Descubrimiento, y dos siglos des-
pués de la deliberada política lingüística de Alfonso X, Anto-
nio de Nebrija fijó la norma lingüística (en realidad, la dedujo
del habla de la gente culta) con la primera gramática de la
lengua española, un trabajo clave en un año como 1492. Juan
Ramón Lodares señala que esa obra resultó crucial en un mo-
mento de unificación de reinos, expansión económica, gran
actividad política y enorme demanda del castellano como ins-
trumento comercial en áreas donde antes no se usaba.

E L E S PA Ñ O L , M Á S C U I D A D O E N A M É R I CA
El prestigio de un idioma bien hablado se hacía notar in-
cluso con un panorama en el que el 96% de la población

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era analfabeta. Pero quien deseaba prosperar socialmente


debía seguir la norma de la minoría culta, que acababa
progresando entre los demás hablantes.
Esa influencia de las clases adineradas y poderosas,
educadas a menudo en latín, se plasmó con toda claridad
durante la presencia y expansión de los españoles en Amé-
rica. Hoy percibimos a este lado del Atlántico que allá se
cuida más el lenguaje que en la Península, y esto (que a
mí me parece una percepción acertada) se debe a razones
históricas que guardan relación con esa idea de jerarquía
social y de prestigio que viene de antiguo.
El filólogo venezolano Ángel Rosenblat recuerda en su
libro El español de América (Biblioteca Ayacucho, 2002,
Caracas) que los conquistadores españoles pertenecían a
la clase social distinguida, y algunos hasta gozaban de una
cierta formación cultural. Además, quienes se enrolaron
luego improvisadamente como soldados se impregnaron
de cierto espíritu de emulación, con el deseo de parecerse
a sus jefes y, cómo no, de alcanzar sus privilegios. Por su
parte, muchos indígenas fueron formados cuidadosamen-
te por los frailes, que los instruían para leer y escribir al
tiempo que los adoctrinaban en la fe cristiana (adoctri-
namiento que no necesitaban los pobres españoles, pues
cristianos habían nacido). Con todo ello, al cabo de un
tiempo la proporción de personas nobles y de gente educa-
da llegó a ser mayor en América que en la misma España.
El académico español Santiago Muñoz Machado pre-
cisa en su monumental obra Hablamos la misma lengua
(Crítica, 2017) que el 41% de la población emigrante a
América en los primeros años de la Conquista estaba for-

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mada por personas letradas, cifra que entonces no alcan-


zaba ningún país europeo.
Por tanto, se trasladó a las colonias lo mejor de la cul-
tura española y de la Administración, en parte por las
perspectivas de obtener gloria y dinero que albergaban los
viajeros. Allá se organizarán certámenes y justas poéticas;
y se habla un castellano que pronto se enriquecerá con
palabras indígenas. Se crea así una norma que debían co-
nocer quienes aspirasen a progresar en una sociedad que
estaba moldeándose (y que, por tanto, necesitaba incorpo-
rar cargos, administradores, abogados…) y en la que aún
quedaban muchos puestos de relieve por cubrir.
«Vinieron pocos campesinos», agrega Rosenblat por su
parte. «Los conquistadores se sentían ennoblecidos y, por
lo tanto, en los tratamientos y en el uso de los títulos hubo
más cortesía que en España». De esa forma, el castellano
del siglo xvi en Hispanoamérica experimentó «una nive-
lación igualadora hacia arriba», una «hidalguización gene-
ral». El prestigio ejercía una vez más su influencia.
Además, una serie de rasgos léxicos americanos de-
muestran un afán de elegancia en el lenguaje que no se
mantiene en España. Por ejemplo, la facilidad para las for-
mas de tratamiento y en la adjudicación de don y doña,
que en el español europeo se reservaban a los nobles.
La norma culta, el lenguaje correcto, tendrá sus guar-
dianes en América. No solo en el día a día, sino también en
los libros. En México, por ejemplo, José Joaquín Fernán-
dez de Lizardi (según recoge Muñoz Machado) denuncia
en su obra Periquillo Sarniento (1810) muchos errores co-
metidos en carteles y en rótulos de comercios. Tales como

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«estanquiyo de puros y sigarros» o «La Horgullosa», desa-


tinos que manifiestan «la ignorancia de los escribientes» y
«lo abandonado de la policía de la capital en esta parte».
Lizardi pedía contar con una instancia reguladora de los
usos ortográficos, y se preguntaba por «el juicio tan mezqui-
no que se formará cualquier extranjero de semejantes dispa-
rates consentidos públicamente». (El término «extranjero»
podía aplicarse a cualquier hispanohablante no mexicano.)
Como se ve, el prestigio por hablar bien estaba a la
orden del día; y se consideraba inferior a quien no se ex-
presase correctamente.
El cuidado idioma que se habla hoy en Colombia y la
riqueza léxica de sus habitantes puede guardar relación
asimismo con el hecho de que varios de sus presidentes
fueran gramáticos.
Como indica Malcolm Deas en Del poder y la gramáti-
ca, «un rápido vistazo a la lista de gramáticas, diccionarios
y guías para escribir y pronunciar bien que se han publica-
do en Colombia en el último siglo revela que en su mayor
parte fueron obra de personas políticamente prominentes
y comprometidas. Los líderes en este campo también eran
líderes en la vida pública».
De hecho, en un periodo de treinta años durante el si-
glo xix se sucedieron en la presidencia cuatro personas re-
lacionadas con la lengua y la gramática. Y no es casualidad
que la primera Academia americana de la lengua española
se fundase precisamente en Bogotá (en 1871).
En ese país, la independencia respecto de España (como
sucedió en los demás) no significaría una ruptura con el
idioma llegado de la Península, sino todo lo contrario. Baste

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como ejemplo esta cita del diario colombiano La Miscelánea


en 1820 (recogida por Malcolm Deas): «Nosotros creemos
que es de sumo interés para los nuevos Estados Americanos,
si es que quieren algún día hacerse ilustres y brillar por las
letras, conservar en toda su pureza el carácter de originalidad
y gentileza antigua de la literatura española, tal cual se pre-
sentó en sus más hermosas épocas de Carlos V y Felipe II».

U N P O L Í T I C O C O N FA LTA S D E O R T O G R A F Í A

La lengua como elemento de prestigio se registra también


en un comentario del gran filólogo colombiano Rufino
José Cuervo en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje
bogotano (siglo xix): «Es el bien hablar una de las más
claras señales de la gente culta y bien nacida, y condición
indispensable de cuantos aspiren a utilizar en pro de sus
semejantes, por medio de la palabra o de la escritura, los
talentos con que la naturaleza los ha favorecido, de ahí el
empeño con que se recomienda el uso de la gramática».
«Una forma descuidada», añade más adelante, «suele ser
indicio de poca solidez en la parte sustancial de la obra».
Este exquisito cuidado de América por el idioma pervivió
a través de los siglos. En 1945, un aspirante a la presidencia
de Venezuela por el Partido Democrático Venezolano (pdv)
llamado Ángel Biaggini tuvo que retirar su candidatura por-
que en un saludo a los lectores escrito a mano a petición
del diario Últimas Noticias puso «entuciasmo», con ce, con-
fundiendo la fonética correcta de América con la ortografía
incorrecta de todo el ámbito del español. El diario publicó
el manuscrito en primera página, y el ambiente general de-
terminó que un presidente debía ser una persona culta y sin
faltas ortográficas (Carlos Alarico Gómez, El poder andino).

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Por su parte, José Martí, creador del Partido Revoluciona-


rio Cubano, se enfadaba cuando se tropezaba con galicismos
como «jugar un rol» o «representar un rol». «Martí se rebeló
contra España, pero fue fiel a su lengua», escribió Rosenblat.
Mientras tanto, en España el prestigio de Burgos había
decaído, una vez pasado el siglo xv, para pasar a Toledo.
Cualquier disputa sobre opciones lingüísticas que se libra-
ra entonces se resolvía decidiendo que la razón estaría del
lado de cómo se dijese o pronunciase tal o cual palabra en
la capital del Tajo, para tristeza de la ciudad del Arlanzón.
En la lengua hablada, los jurisconsultos y los religiosos
seguían ejerciendo su influencia en los usos lingüísticos.
Y los abogados se llamaron «letrados» precisamente por
su dedicación a las letras, en unas épocas en que solo una
minoría sabía escribir.
En el lenguaje escrito, los copistas de los monasterios
iban imponiendo sus costumbres; pero con la invención
de la imprenta se acabaría delegando ese poder en los ti-
pógrafos, que (quizás sin pretenderlo) fueron unificando la
norma. El prestigio principal en este caso recayó sobre los
impresores de Madrid.
La creación de la Real Academia en el siglo xviii esta-
blecería por fin un árbitro definitivo para tales cuestiones.
De este breve recorrido (al que se podrían incorporar mu-
chos otros ejemplos que desbordarían el razonable espacio de
este texto) se puede deducir con facilidad una costumbre lon-
geva en la historia de nuestro idioma en España y en América
(y probablemente en la de todas las demás lenguas): el presti-
gio de las personas y de sus orígenes impone una forma de len-
guaje, y usar ese lenguaje prestigioso otorga prestigio a su vez.

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Esa vinculación entre el len-


«Millones de hispanohablan-
guaje y el reconocimiento ha ido
tes se comunican hoy en día
variando durante los siglos, como
entre sí a través de redes
se ha dicho más arriba. En unas
como Twitter o Facebook, y
ocasiones el prestigio se hallaba
dejan ahí a cada rato el ras-
en un sitio, en otras se trasladaba
tro de su formación»
a otro; en unas épocas se debía
hablar de una manera; y en otras,
con una pronunciación diferente. Pero siempre hubo una
cierta forma de expresarse que identificaba a quienes tenían
una mejor formación y eran más fiables por tanto para de-
terminadas misiones; del mismo modo que no se les debían
reconocimientos intelectuales —ni por tanto las recompen-
sas sociales a ellos asociadas— a quienes, por el contrario,
se expresaran en registros menos cultos o prestigiosos.
La expresión correcta se plasma ahora en gramáticas,
diccionarios y libros de grandes autores. Ese canon se ha
extendido por todo el mundo hispanohablante (gracias,
entre otros factores, al trabajo conjunto de las Academias
de España y de América), y resulta de gran utilidad para la
mutua comprensión.
Millones de hispanohablantes se comunican hoy en
día entre sí a través de redes como Twitter o Facebook,
y dejan ahí a cada rato el rastro de su formación. Su ca-
pacidad de razonar y su riqueza o pobreza de léxico se
convertirán de ese modo en pistas que podrá husmear
cualquier empleador, además de cualquier persona del
entorno próximo en el que se desenvuelvan.
Su lenguaje será la ropa que visten en sociedad, por
encima incluso de aspectos que siempre se cuidaron en

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los usos sociales, como la higiene o el vestido. Más impor-


tante aún que el modelo de su automóvil o la decoración
de su casa.
En el caso de los personajes públicos, el error ortográ-
fico en un mensaje de Twitter se acoge en nuestro tiempo
con rechifla general, a menudo hiriente. Así les ha pasado
a futbolistas o cantantes, a los que no se exige ningún títu-
lo universitario para ejercer su profesión. Y así le sucedió
también al mencionado candidato venezolano Biaggini.
La gente compuso una guaracha popular titulada La ce de
Biaggini y se llegaron a hacer juegos de palabras con «el
abecé de Biaggini: la A de Ángel, la B de Biaggini y la C
de entuciasmo».

LAS MANCHAS EN EL LENGUAJE

Reírse de alguien lejano y al que no se trata personalmen-


te es una cosa. Sin embargo, en el ámbito privado nadie
osará recriminar los fallos de lengua de un conocido o de
un amigo. Corregir y mejorar al cercano se nos hace tarea
difícil. Vemos los errores de quien escribe con faltas en
el grupo de WhatsApp y aplicamos un prudente silencio.
En realidad, le hacemos un examen silencioso del que se
derivan decisiones silenciosas también. Y no le avisaremos
para que subsane el desatino o no lo cometa otra vez.
Diferente actitud mostraríamos, en cambio, si observá-
ramos que esa persona ha venido a tomar un café con un
lamparón en la camisa. Tal vez se lo haremos notar ense-
guida, y amablemente, para que se limpie.
Sin embargo, con los fallos de escritura se mira hacia
otro lado. Se observan y se juzgan, pero sin verbalizar la

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sentencia. ¿Por qué? Tal vez


«Es imposible cometer con
porque una mancha en el traje
frecuencia errores ortográfi-
se puede disculpar como acci-
cos si se tiene el hábito de
dental y no descalifica por sí
leer, la curiosidad de apren-
misma a la persona. Se borra
der, el estímulo de mejorar.
o se limpia, y asunto resuelto.
No importa la falta de orto-
Pero la escritura constituye una
grafía: importa lo que signi-
prolongación de la inteligencia,
fica»
y una mancha en el lengua-
je sirve como termómetro de
la formación recibida. No lo creemos un fallo lingüístico
sino un fallo de pensamiento. Es imposible cometer con
frecuencia errores ortográficos si se tiene el hábito de leer,
la curiosidad de aprender, el estímulo de mejorar. No im-
porta la falta de ortografía: importa lo que significa.
Muchas personas no tendrán culpa de sus carencias,
porque no han dispuesto de los medios o el ambiente ne-
cesarios para recibir una buena formación. Pero esos fallos
que deterioran el prestigio personal serán además escan-
dalosos en quienes, habiendo disfrutado de las facilidades
que la sociedad moderna puso a su alcance, hayan malver-
sado el esfuerzo de todos, incluidas sus familias, por lograr
una colectividad más culta y, por ello, más inteligente. 

Álex Grijelmo es autor, entre otros muchos títulos, de La gramática des-


complicada, La información del silencio y Palabras de doble filo. Cada do-
mingo publica en El País la columna La punta de la lengua.

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