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Gómez Grillo: La Delincuencia en Venezuela / Apuntes Sobre La Delincuencia Y La Cárcel en La Literatura Venezolana

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Elio

Gómez Grillo
LA DELINCUENCIA EN VENEZUELA /
APUNTES SOBRE LA DELINCUENCIA Y LA
CÁRCEL EN LA LITERATURA VENEZOLANA
C o l e cc i ó n Bi c e n t e n a r i o Ca r a b o b o
Elio Gómez Grillo Ensayista, pedagogo, educador, criminó-
logo y articulista. Presencia insoslayable en el ámbito de la cri-
minología en Venezuela. Fundador del Instituto Universitario
de Estudios Penitenciarios (UNEP, ahora UNES) y del Centro
de Estudios Criminológicos y Penales de la Universidad Simón
Bolívar. Fue Miembro de la Asamblea Nacional Constituyente
(1999) e Individuo de Número de la Academia Venezolana de
la Lengua (2005). Obtuvo el Premio Municipal de Literatura
en 1956. Entre sus libros destacan La delincuencia en Caracas
(1971), Los delincuentes que yo he conocido (1977) y Delitos y
penas en los países socialistas (1980).

« Muchacho campesino
Juan Vicente Fabbiani (1945)
Óleo sobre tela 73,3 x 50,3 cm
104

La delincuencia en Venezuela /
Apunte sobre la delincuencia y la cárcel
en la literatura venezolana
Elio Gómez Grillo
Colección Bicentenario Carabobo

En homenaje al pueblo venezolano

El 24 de junio de 1821 el pueblo venezolano, en unión cívico mili-


tar y congregado alrededor del liderazgo del Libertador Simón
Bolívar, enarboló el proyecto republicano de igualdad e “indepen-
dencia o nada”. Puso fin al dominio colonial español en estas tierras y
marcó el inicio de una nueva etapa en la historia de la Patria. Ese día se
libró la Batalla de Carabobo.
La conmemoración de los 200 años de ese acontecimiento es propicia
para inventariar el recorrido intelectual de estos dos siglos de esfuerzos,
luchas y realizaciones. Es por ello que la Colección Bicentenario
Carabobo reúne obras primordiales del ser y el quehacer venezolanos,
forjadas a lo largo de ese tiempo. La lectura de estos libros permite apre-
ciar el valor y la dimensión de la contribución que han hecho artistas,
creadores, pensadores y científicos en la faena de construir la república.
La Comisión Presidencial Bicentenaria de la Batalla y la
Victoria de Carabobo ofrece ese acervo reunido en esta colección
como tributo al esfuerzo libertario del pueblo venezolano, siempre in-
surgente. Revisitar nuestro patrimonio cultural, científico y social es
una acción celebratoria de la venezolanidad, de nuestra identidad.
Hoy, como hace 200 años en Carabobo, el pueblo venezolano conti-
núa librando batallas contra los nuevos imperios bajo la guía del pensa-
miento bolivariano. Y celebra con gran orgullo lo que fuimos, somos y,
especialmente, lo que seremos en los siglos venideros: un pueblo libre,
soberano e independiente.

Nicolás Maduro Moros


P residente de la R epública B olivariana de V enezuela
Comisión Presidencial Bicentenaria de la B ata l l a y la Victoria de Carabobo

Delcy Eloína Rodríguez Gómez


Vladimir Padrino López
Aristóbulo Iztúriz Almeida
Jorge Rodríguez Gómez
Freddy Ñáñez Contreras
Ernesto Villegas Poljak
Jorge Márquez Monsalve
Rafael Lacava Evangelista
Jesús Rafael Suárez Chourio
Félix Osorio Guzmán
Pedro Enrique Calzadilla
La delincuencia en Venezuela /
Apunte sobre la delincuencia y la cárcel
en la literatura venezolana
Elio Gómez Grillo
Índice
11 Nota editorial

La delincuencia en Venezuela

17 Capítulo I. El delito en Venezuela


29 Capítulo II. El delito urbano
41 Capítulo III. El delito y la naturaleza venezolana
49 Capítulo IV. El costo del delito
53 Capítulo V. La represión
67 Bibliografía

Apunte sobre la delincuencia


y la cárcel en la literatura venezolana

77 A manera de explicación
81 Introducción general
89 I. La delincuencia y la cárcel en la novela venezolana
161 II. El preso Andrés Eloy Blanco
169 III. El testimonio. El teatro
173 Bibliografía
Nota editorial

Poner en una perspectiva propiamente humana el problema de la delin-


cuencia llevó a Elio Gómez Grillo a formarse como criminólogo en Euro-
pa y a fundar los estudios de esa disciplina en el país. No es que en Vene-
zuela no se estudiara la criminología, pero fue él quien la institucionalizó
y le dio el carácter sustantivo que le correspondía. Su empeño también le
abrió paso a la profesionalización del manejo del sistema penitenciario,
que tuvo como eje el Instituto Universitario Nacional de Estudios Peni-
tenciarios, fundado por él y donde se esforzó por desarrollar un programa
formativo de alto perfil y orientado por los enfoques más humanos y de
mayor vocación social. Como parte de esa tarea, produjo una amplia obra
crítico comprensiva del fenómeno delictivo.
Cruzadas por la socioantropología, la psicología, la penología, y marcadas
por un claro sentido político del problema que trataba de comprender, sus
investigaciones le hicieron adentrarse cada vez más en los abismos de una so-
ciedad que propiciaba el crimen y la violencia. Sus señalamientos, aferrados al
rigor de la disciplina y a la elocuencia de los datos, dejan al desnudo a un país
donde “ocurre con frecuencia que la labor policial se transforma en foco cri-
minógeno” y sus prácticas ignoraban las más elementales normas de actuación
de un cuerpo de ese tipo. Una idea de la dimensión del asunto nos la da esta
12 E lio G ómez G rillo

afirmación suya: “Difícilmente transcurre un solo día en que no aparezca en la


prensa escrita, o no informe la radial o televisada, acerca de un atropello grave,
de una arbitrariedad, de una brutal violación a los más elementales derechos
ciudadanos, por parte de algún miembro de la Policía Metropolitana”.
Concluye Gómez Grillo, que el aparato policial opera en abierta “transgre-
sión a las mínimas normas de respeto a la dignidad humana y a la vida misma
de los habitantes”. Y junto a esa realidad, alerta sobre lo que califica de “fa-
cilismo jurisdiccional”, que se expresa en “cierta liberalidad legal para liberar
a presuntos culpables”, lo que conduce a una impunidad extendida que deja
sin castigo los crímenes contra la ciudadanía. En ese orden de cosas también
los delincuentes la llevan mal: el sistema penitenciario es inhumano e ineficaz.
Además, “al lado de la justicia civil y de la justicia militar, al lado de la justicia
de primera instancia y de la de segunda o tercera instancia, al lado de la justicia
ordinaria y de la justicia extraordinaria, existe también la justicia para los ricos
y la justicia para los pobres”. Esa anomalía afecta también a la propia crimino-
logía: “…el pecado de la criminología, quizás su gran pecado original, reside
en haber mordido desde un comienzo la manzana de estudiar sólo esas liebres,
por los peligros que entraña el llegar hasta los tigres”. Es decir, cuando se habla
de delincuencia quedan fuera los criminales de cuello blanco.
Hemos expuesto algunos de los planteamientos de La delincuencia en Vene-
zuela, que en este volumen presentamos junto a su libro Apunte sobre la delin-
cuencia y la cárcel en la literatura venezolana, un pequeño trabajo que resulta
innovador en el campo de la crítica nacional. Divide el tema en el testimonio
de la cárcel política y en lo que denomina literatura del delincuente común,
que se da a partir de los años 70.
Estas dos obras dibujan un crudo retrato de la Venezuela que alguna vez
quiso venderse como un país de avanzada. Su lectura es realmente reveladora.

Los Editores
La delincuencia en Venezuela
Al doctor José Luis Vethencourt
Capítulo I
El delito en Venezuela

Recuerdo bien cuando en aquella prisión conversé con aquel delincuente. —


Doctor —me decía— esa tarde yo fui al cine con unos amigos. No estaba
pensando en otra cosa. Me acerqué a la taquilla a comprar las entradas. En
ese momento la taquillera contaba dinero. Eran monedas de cinco bolívares,
“fuertes”, “cachetes”. ¡Cuántos había! Nunca había visto tantos juntos. Entra-
mos al cine—. La narración se torna vehemente: —Le juro, doctor, que yo
no vi película. Yo vi “cachetes”. “Cachetes” por todas partes, todo el tiempo.
¡Bueno, pues! Ya lo digo. Desde ese momento lo que hice fue preparar el atra-
co. Lo tiramos como a las dos semanas. —Te quedas tranquilita, mi amor— le
dije a la muchacha mientras la apuntaba con una pistola—. Te quedas tran-
quilita y me das todos esos “cachetes” que tienes allí, que me han mortificado
todo este tiempo, que no me han dejado dormir. — Ella se puso “blaaanca”
y empezó a temblar. Entonces yo mismo metí la mano y empecé a sacar “pa-
peles” y “cachetes”, “cachetes”, “cachetes”. No pasó nada más. Cuando nos
íbamos, la muchacha todavía no podía ni gritar. Y nosotros nos llenamos.
Tenía que hacerlo, doctor. ¿Quién aguanta eso después de ver tanto “cachete”
junto? — Y el hombre ríe mostrando una doble fila de dientes blanquísimos.
Quien hablaba era un atracador profesional. Su narración seguramente se
parecería a la de muchos otros del mismo oficio. Malhechores que han hecho
18 E lio G ómez G rillo

del atraco una forma de vida y que para el común de la gente represen tan el
eje en torno al cual gira el problema criminal venezolano. Pero la delincuencia
nacional es algo más que el amedrentador atraco a mano armada. Y sus causas
son más profundas que la elemental atracción que sobre un hampón profesio-
nal ejerce un puñado de “cachetes”.

De lo rural a lo urbano

La delincuencia venezolana es una suerte de alto relieve aberrante que se le-


vanta sobre el gran muro histórico-cultural, geográfico y socioeconómico que
conforma nuestro ser como pueblo. En la coreografía y en el telón de fondo
que ambientan el escenario, se halla la mejor explicación del drama delictivo
que nace, crece, se desarrolla, se reproduce y no muere.
En el orden socioeconómico esa coreografía y ese telón de fondo tienen su
punto de partida en la transformación originada en la economía nacional por
la aparición del petróleo y las difíciles condiciones de vida y de trabajo en el
campo venezolano. Tales circunstancias han provocado en el país, a partir
de 1936, el éxodo, sin control ni planificación algunos, de grandes masas
campesinas hacia las ciudades y especialmente hacia la capital de la Repú-
blica. Tal masiva marcha continua ha traído consigo uno de los fenómenos
socioeconómicos más importantes en toda la historia nacional: apenas en 30,
en 25 años, la Venezuela rural se ha transformado en una Venezuela urbana.
Si para 1936 vivía en el campo el 65.3 por ciento de la población nacional y
en las ciudades apenas el 34.7 por ciento, la relación ya luce sobradamente
invertida en 1965, cuando la población campesina ha descendido al 28.5
por ciento y la urbana ya alcanza el 71.55 por ciento. Un viraje en redondo.
Porque si en 1936 las dos terceras partes de la población del país vivía en
áreas rurales, en 1965 reside en estas áreas apenas algo más de la cuarta parte
de esa población. En cambio, la zona urbana, cuyo nivel poblacional era en
1936 de una tercera parte, treinta años después —¡sólo treinta años después!
La delincuencia en V enezuela 19

— alcanza a albergar casi las tres cuartas partes de Venezuela. Para 1972, la
proporción es casi del ochenta por ciento. Las estadísticas nos enseñan que
sólo entre 1950 y 1961 hubo en el país un flujo migratorio interestatal de
cerca de dos millones de personas y que el 27.6 por ciento —es decir, más de
la cuarta parte— de la población venezolana censada en 1961 era nacida en
otras entidades o en el exterior.

El “desarraigado”

Ese desplazamiento masivo del campo hacia la ciudad —consecuencia de fe-


nómenos que transformaron la economía nacional, especialmente los vincula-
dos al auge petrolero—, ese desplazamiento, repito, terminó por desmoronar
violentamente el bucólico sistema socioeconómico virtualmente pastoril den-
tro del cual había transcurrido la vida venezolana. El paso brusco, la ruptura
desgarrante, estremeció al país desprevenido. Y al espectro del desempleo, se
aunó el problema, de la vivienda, el de la desintegración familiar, el del envi-
lecimiento sexual y alcohólico, el de la ignorancia. . . Tal situación configura,
en una palabra, la llamada cultura “marginal”. Esta la integran básicamente los
tipos humanos “desarraigados” - y la denominación se empica con justeza para
bautizar esta particularidad— que son aquellos que, al abandonar su tierra,
han dejado en ella también el código ético-cultural que les servía de patrón
normativo para ¡a conducción de su miserable pero pulcra vida rural sociali-
zada. En la imposibilidad de construir una “moral provisional” a la manera
cartesiana, el “desarraigado” es víctima de la obra de desintegración moral y de
desculturización, cuyo resultado es el abandono y la desesperación. Entonces
se pierde el vínculo entre el individuo y su grupo digamos natural, y entre este
grupo y el resto de la nación. Al desaparecer el sentimiento de grupo está dada
la condición ideal para el surgimiento de la conducta delincuente. La cita so-
ciocriminológica, tan cara a Laccassagne, se hace necesaria: “El delincuente es
sólo un microbio. El medio es su caldo de cultivo. Así como los pueblos tienen
20 E lio G ómez G rillo

los gobiernos que se merecen, las sociedades tienen los delincuentes que se
merecen. Todo el mundo es culpable, excepto el delincuente”.

Las subculturas

El proceso criminogenético y criminodinámico culmina con la creación de


aquello que el sociólogo Cohén llama las “subculturas negativas”. En lugar de
subculturas, debería llamárseles “contraculturas”. Estas, si bien logran impe-
dir una neurotización aguda general, provocan una marginalidad social co-
lectiva. Dentro de esas subculturas o contraculturas se mueven las asociaciones
predelictivas, paradelictivas o francamente delictivas. Son bandas, o pandi-
llas, o “patotas”, o barrios y hasta localidades enteras convertidas en suerte
de congregaciones defensivas, de instituciones grupales supletorias mediante
las cuales cada sujeto compensa los deseos no realizados, satisface las apeten-
cias reprimidas, logra algún sentimiento de seguridad y lanza contra lo social
su poderosa carga agresiva contenida. O sea, que, en lugar de integrarse a la
comunidad, tanto el adulto como el joven crean un subgrupo para enfrentar-
se a aquélla. Y… manera de conducta vindicatoria, como nace el delito. Ya
sabemos que la delincuencia es un tipo de conducta aprendida y que quien
delinque lo hace, en principio, muy a su pesar. Y que, si se ha convertido en
victimario, es porque primero ha sido víctima, consciente o inconsciente. En
una muy contemporánea versión criminológica de la fábula vampiresca de
Drácula, el delincuente lo es porque antes él fue el sacrificado. Ser delincuen-
te es, después de todo—según doctrinas actuales— inventar una conducta
diferente. Ponerle imaginación al asunto. Solucionar el problema de manera
distinta a la usual. Buscarle otra salida a la situación. Y la circunstancia inicial
de haber sido inmolado es la que aguza la imaginación y convierte a la víctima
en iracundo ángel exterminador.
La delincuencia en V enezuela 21

Migraciones y criminalidad

La profunda, la estrecha vinculación existente entre el fenómeno migratorio


interno nacional y la criminalidad, puede ser demostrada con cifras fehacien-
tes. Recuérdese que las más caudalosas marchas campesinas hacia Caracas se
registraron a comienzos de 1936, a fines de 1952 y en los primeros meses
de 1958. Impresiona verdaderamente el enterarse cómo en 1936 hubo en la
capital venezolana dos veces más delitos —según los registros— que en tres
siglos de historia caraqueña. Sobresalta el conocer que en 1952 se produce la
incidencia delictiva más alta conocida hasta entonces en la evolución cuan-
titativa de la violencia criminal capitalina. Y todos sabemos que a partir de
1958 se desatan definitivamente las amarras que contenían el desborde de la
delincuencia venezolana. Vemos así cómo a la criminalidad nacional y par-
ticularmente a la caraqueña podría asignársele, con sobradas razones, la tan
conocida frase romántica sobre la Revolución Francesa y sostener que ella ha
sido y es, también, “una ola de sangre que ha subido de los estómagos vacíos
a los cerebros locos”.

La familia

El problema familiar está inmerso, desde luego, dentro del socioeconómi-


co. Por eso, el esquema respectivo venezolano es igualmente escalofriante.
Más del sesenta por ciento de nuestros compatriotas son hijos ilegítimos. De
ellos, han sido reconocidos menos del diez por ciento. Entre 1941 y 1962 las
madres menores de veinte años aumentaron en un 42 por ciento, los meno-
res abandonados ascendieron de 133 mil a 200 mil. Y si para 1950 vivían en
una o dos habitaciones de un rancho 156.000 grupos familiares, en 1961 tal
cifra había ascendido a 483.000. La promiscuidad en las viviendas humildes
y en los ranchos —tanto de centros urbanos como rurales— provoca con
frecuencia seducciones, violaciones y relaciones incestuosas, o del concubino
22 E lio G ómez G rillo

de turno de la madre con las hijas de ésta. Como lo ha dicho el doctor José
Luis Vethencourt, ilustre psiquiatra y criminólogo venezolano, “...la ausen-
cia casi total de regulaciones culturales respetables sobre la actividad sexual
y sobre los objetivos superiores de la maternidad, hace que muchísima gente
viva en un nivel puramente impulsivo en lo que a sexo se refiere’’. Estadísti-
cas recientes más o menos autorizadas estiman que unas 700.000 personas,
es decir, más de la tercera parte de la población caraqueña, habitan en los
casi cien mil ranchos que bordean el valle de la ciudad capital. No se olvide
que la mitad del ingreso nacional la absorbe menos del 1% de la población
venezolana. La otra mitad de ese ingreso se distribuye entre el 99% de los
habitantes del país.
La irresponsabilidad paterna es evidente. Del 70% al 80% de los menores
con trastornos de conducta —entre los cuales una buena parle serán adultos
delincuentes— son hijos abandonados por el padre o miembros de familias
disociadas.
Pero todavía hay más. El problema familiar venezolano no es sólo econó-
mico y no se da sólo en el estamento proletario. También surge en las áreas
sociales de las clases media y burguesa. Y en forma tal que, según parece, han
colocado a Venezuela nada menos que en el segundo lugar entre las naciones
del mundo que, proporcionalmente a su población, detentan las cifras más
altas de divorcios. La consecuencia de tal abundamiento disolutivo del vín-
culo matrimonial, es que la duración promedio del matrimonio en Venezuela
durante el periodo comprendido entre 1050 y 1960, no llegó a los diez años.
Los matrimonios divorciados en los años 50, 54 y 56 habían procreado un
número elevado de hijos, de los cuales 3.066 eran, para el momento del divor-
cio, menores de edad. En Caracas solamente, de acuerdo a una información de
1967, se introducían diez demandas diarias de divorcio. En muchos sectores
de las clases más elevadas, aun cuando se mantiene el vínculo conyugal, la
desatención con los hijos crea igualmente situaciones irregulares, fuente de
trastornos en sus conductas. Todo lo anterior puede explicar por qué —según
La delincuencia en V enezuela 23

se ha llegado a estimar— el sesenta y dos ciento de todos los delitos que se


están cometiendo en Venezuela, es obra de menores de edad.

La educación

El país vive actualmente una de las crisis educativas más profundas de toda
su historia. En la Educación Media y en la Educación Superior la situación
ya casi ha bordeado los contornos del caos. Aún es prematuro para conocer
las repercusiones que tal estado de cosas tiene en la marcha de la delincuencia
nacional. No es de dudar, sin embargo, que esa repercusión signifique un alza
en las cifras criminales venezolanas.
En lo atinente a la educación primaria, todos hemos oído hablar reciente-
mente de unos 800.000, de 1.000.0,00 de niños sin escuelas. El porcentaje de
analfabetismo en Venezuela parece ser actualmente de un veinticinco por cien-
to entre los venezolanos mayores de 18 años. Tal es la cifra que se desprende de
la inscripción electoral para los comicios celebrados a fines de 1968. Y a pesar
de que mucho se ha avanzado en Venezuela en lo tocante al mejoramiento
cuantitativo de la educación a partir de 1958 —tanto que ya en 1962 había
capacidad para recibir en los planteles a toda la población en edad escolar del
país— tal circunstancia no ha mejorado la movilidad vertical. Al respecto, no
me canso de repetir una estadística sobrecogedora. De cada cien niños inscri-
tos en Venezuela en el primer grado en 1949, más de la mitad no alcanzó el
segundo grado, únicamente alrededor de 17 llegaron al sexto; de ellos apenas
doce ingresaron a la educación media, de los cuales cinco entraron a la uni-
versidad y sólo dos se graduaron. ¿Qué se hizo ese 83 por ciento de niños que
abandonó la escuela primaria? La cifra total señala que de 422.593 niños ma-
triculados en primer grado, sólo 80.000 se inscribieron en sexto grado. ¿Qué
ocurrió con los 350.000 niños restantes? A manera de provisional respuesta
parcial, resulta útil el saber que de los 6.881 reos que ingresaron a las cárceles
nacionales en 1958, el 30,7% de ellos, o sea, 2.110, eran analfabetos.
24 E lio G ómez G rillo

El mundo de ayer

Todo ello y no otra cosa es el telón de fondo estructural socioeconómico, fa-


miliar y educativo, frente al cual actúa la inmensa mayoría de los seres huma-
nos que habitamos la tierra venezolana. Mas, la coreografía presenta aún otros
matices. El de los estertores de un mundo que está pereciendo, por ejemplo.
Como en la tan conocida y bella elegía histórica de Stephan Zweig, se trata, ya,
de un mundo de ayer. Es que tiemblan, se estremecen las columnas del templo
bajo el cual estaba cobijada la humanidad desde hace siglos. Las instalaciones
sociales, educativas, familiares, políticas… en las cuales había depositado su
confianza el hombre occidental, están siendo cuestionadas y echadas abajo. El
proceso emergente comenzó a partir de la segunda postguerra. Ha acelerado
su marcha presurosa en esta última década. A la ruptura del equilibrio armóni-
co de las coordenadas sociales, sigue, desde luego, el fenómeno delictivo como
señal colectiva de distorsión. Ya acabamos de decir que la criminalidad supo-
ne, esencialmente, la ruptura de la vinculación de un individuo con su grupo
y con la norma que rige la conducta social de ese grupo. Y esa norma ahora
se violenta con fácil holgura porque ella misma está en situación de deterioro,
se halla desprestigiada. El arquetipo de la ley —para utilizar el concepto que
Carlos Jung incorporó al patrimonio cultural de la humanidad— ha entrado
en decadencia, en aguda crisis de respetabilidad. Al igual que el arquetipo del
padre, o del maestro, o del Estado, o de la autoridad. . . Todos van perdiendo
su antaño intocable carácter sacramental. Sabemos que la agresividad delic-
tiva se alimenta de la pérdida subjetiva de valor del objeto agredido. Para
el antisocial el mundo luce como una presa, como un botín de corsario. La
fiera que lanza el zarpazo contra ese mundo desvalorizado, el filibustero que
va al abordaje hacia la captura del bastión disminuido, es el delincuente. Su
objetivo es de goce. Es epicúreo, hedónico. A la desesperación por el disfrute
se añade, ahora, el desprecio frente al futuro de un mundo que ya marcha al
retiro, como un sol cansado.
La delincuencia en V enezuela 25

Tal es una de las fuentes explicativas del delito en lodos los tiempos y de to-
dos los tiempos, y particularmente del contemporáneo. Porque lo que alienta
en el delincuente es una tremenda ingenuidad vital, producto de una vitalidad
inocente, pero desbordada y dañina. Como el mecanismo de la dinámica de-
lictiva reside fundamentalmente en una rigidez conducta!, en una limitación
de la personalidad, en un sistema de negación para una afirmación individual
posterior, el delincuente constituye, también, una lamentable y extraordinaria
energía perdida. Una bella lucidez aberrada. La de un funesto diosecillo que
cumple una destructora redención inútil. La delincuencia es la desmesura in-
tuitiva distorsionada por la contradicción dialéctica: precocidad por una parte
y fatiga de vida por la otra; impaciencia acá y desaliento allá; afán de existencia
en un aspecto y gasto, uso, consumición de esa existencia en el otro.

El delincuente venezolano

¿Qué tipo de delincuencia puede resultar, entonces, en Venezuela, de


todo este juego múltiple y restallante de miseria, ignorancia, desamparo,
enfermedad, angustia, frustración, derrota, escepticismo, indiferencia,
vasallaje, colonialismo? El delincuente venezolano es un sujeto con rasgos
psicopatológicos —psicópata, neurótico o psicótico— con un bajo rendi-
miento mental derivado de una nutrición deficiente y de ninguna o una muy
escasa estimulación mental. Ese individuo, además, posee alguna carga agre-
siva herencial y se mueve en un ambiente social francamente negativo, en el
cual lo frecuente es la ausencia de un hogar mínimamente bien constituido,
la embriaguez, el incesto, probablemente el consumo de drogas, la violencia y
el primitivismo en todas sus formas. Si cada hombre es, orteguianamente, él
y su circunstancia, se comprenderá cabalmente cómo, bajo esta circunstancia,
cualquiera situación desencadenante, por muy leve que ella sea, bastará para
precipitar a la persona en el río embravecido del crimen.
26 E lio G ómez G rillo

¿Por qué delinque el hombre venezolano?

El doctor José Luis Vethencourt ha señalado once motivos que a su juicio


tiene el hombre venezolano para ser delincuente. A saber: 1) Porque padece
de enfermedad mental. 2) Porque su personalidad presenta deficiencias y mor-
bosidades constitucionales generales (genotípicas) agravadas por el ambiente
(paratipo). 3) Por deficiencia en el desarrollo de la personalidad, debido a la
carencia de estímulos formadores. 4) Por un carácter neurótico reactivo en cir-
cunstancias o en situaciones desencadenantes. 5) Por una personalidad carga-
da de sentimientos negativos (presentimientos) condicionados por el ambien-
te formador. 6) Por la estructuración de una ética negativa, debido a factores
culturales negativos que se han desarrollado en el seno de la cultura, a favor de
la desintegración social. Para el delincuente profesional delinquir forma parte
de su comportamiento en relación al grupo que le aprecia. 7) Por la presencia
de predisposiciones específicamente negativas y de situaciones desencadenan-
tes. Todo ello debido a cierto primitivismo en las costumbres. Es el caso del
homicidio rural por embriaguez o riña. 8) Por concomitancia de ciertas crisis
en la evolución normal de la personalidad con circunstancias predisponentes.
El adolescente delincuente, el anciano criminal, por ejemplo. La crisis del
climaterio en la mujer la lleva en ocasiones a reaccionar con actitud delictiva.
9) Por presión exclusiva de circunstancias excesivamente traumáticas. Se trata
de personas bien estructuradas, pero a quienes un trauma profundo condujo
al delito. Puede ser la seducción de una hija, el engaño de la esposa, la burla
de un extraño. 10) Por un cambio generalizado en las bases éticas reales de la
personalidad. Puede ser la consecuencia de una degradación ética en lo colec-
tivo. El llegar a pensar, verbigracia: ¿Tiene algún sentido ser honesto, sufrir,
sacrificarse, comportarse bien, ser un hombre correcto? Son personalidades
que jamás hubiesen delinquido si no hubiese una crisis de valores en lo colec-
tivo. 11) Por una falta de recursos compensatorios de la personalidad debido
La delincuencia en V enezuela 27

a estados frustradores y a fracasos sentimentales y existenciales. Allí reside la


explicación de muchos delitos pasionales.
Desde luego que no hay un motivo exclusivo químicamente puro en ningún
delincuente. Siempre hay la intervención de más de una causal motivante.
Pero el común denominador criminogenético y discriminodinámico reside en
una limitación de la personalidad y en una cierta rigidez conductal.

Tipos de delincuentes venezolanos

El mismo autor, de acuerdo a estudios realizados en la población penal de la


Penitenciaría General de Venezuela, en San Juan de los Morros, elaboró una
clasificación de los tipos delictivos venezolanos. Entiendo que es la única orde-
nación clasificatoria realizada por un investigador venezolano como producto
de un trabajo de campo practicado sobre sujetos venezolanos.
Estas son las variedades tipológicas del delincuente venezolano: 1—Intra-
personales puros; 2—Endo-exógenos: 3—Circunstanciales puros.
Los intrapersonales puros delinquen por un apremio morboso de su propia
personalidad, condición enfermiza que al deformarle la subjetividad le defor-
ma la realidad misma. Pueden ser psicóticos, psicópatas, hipoevolutivos graves,
paratípicos (caracterópatas) y neuróticos.
En los endoexógenos se da la combinación de una desarmonía latente de la
personalidad con la intervención mediata o inmediata de factores ambientales
y circunstanciales. Ellos pueden consistir en una riña, o en la embriaguez, o
en una provocación. Cualquiera de estas circunstancias puede ser la vía que
conduzca al delito. El tipo más representativo de este grupo lo constituye el
homicida temperamental, muy común en la población carcelaria venezolana de
origen rural.
Los circunstanciales puros son delincuentes producto de circunstancias de
excepción. Es el característico delincuente ocasional.
Capítulo II
El delito urbano

Así ha sido Venezuela y así es ahora. Ha habido, claro está, diferencias his-
tóricas. Sabemos —lo dijo primero Alfredo Nicéfaro— que el delito sigue a
la civilización como la sombra sigue al cuerpo. En este sentido creo que en
Venezuela sí se ha realizado y se continúa realizando el tránsito del delito rural
al delito urbano. ¿Por qué? Una primera razón es que al histórico predominio
vigente en el país de la incidencia en delitos contra las personas, lo ha reem-
plazado una progresiva superación de delitos contra la propiedad. Aun cuando
se corra el riesgo de abundar exageradamente en cifras, es necesario recordar,
por ejemplo, que en los diez años transcurridos entre 1959 y 1968, fueron de-
nunciados en Venezuela ante el Cuerpo Técnico de la Policía Judicial. 215.047
delitos contra la propiedad, en tanto que en el mismo lapso apenas llegaron
a 76.604 el número de denuncias de delitos contra las personas. Para 1965 el
65,71% de toda la actividad criminal del país, la integraban los delitos contra
la propiedad. En 1969, sobre 25.361 delitos de este tipo, se denuncian apenas
9.403 contra las personas. Diferencias estadísticas semejantes se repiten en
1970. Las proporciones exactas en 1969 y 1970 son de 44,28% de delitos con-
tra la propiedad por 17,22% de delitos contra las personas. Son cifras oficiales.
Ya la criminología nos ha enseñado que los delitos contra las personas son
mayoritarios en los centros rurales, en tanto que aquellos contra la propiedad
30 E lio G ómez G rillo

lo son en los centros urbanos. El predominio de uno u otro tipo delictivo ca-
racteriza la modalidad criminal como rural o urbana, respectivamente.

De la violencia al fraude

Hay. además, otros síntomas criminológicos que ponen de manifiesto la


condición evolucionada urbana del fenómeno delictivo nacional. Parece ha-
ber en Venezuela, por ejemplo, cierta tendencia a la progresiva traslación de
la delincuencia violenta a la delincuencia astuta, fraudulenta. inteligente. El
número de estafas y fraudes en general registra un creciente aumento. Tal cir-
cunstancia le ha hecho formular al distinguido criminólogo mexicano Alfonso
Quirós Cuarón. la hipótesis del tránsito de la criminalidad violenta a la crimi-
nalidad astuta en el país venezolano y especialmente en su capital. A los fines
de una referencia comparativa, proporciona las estadísticas criminales de la
República Mexicana durante el período 1928-1957. De tal cifra saca en con-
clusión que por cada delito en contra de la propiedad, se han producido en la
República Mexicana 1,7 delitos contra la integridad corporal de las personas.
En Venezuela, en cambio, la relación es de 3,4 delitos contra la propiedad por
un delito contra la integridad personal corporal. Con todo, aún predomina en
nuestro país el carácter brutal, primitivo, muscular, físico, de su delincuencia.
Es que tampoco en nuestra vida ordinaria el bolígrafo ha reemplazado del
todo a la cabilla.

Otros síntomas de la “urbanización”

He aquí la precocidad delictiva, o sea, el paso de la adolescencia delincuente


a la juventud delincuente. Otro más: la superación del estadio de la crimina-
lidad individual para llegar a la asociada: la pareja, el triángulo, la banda. Y
aun otro: la aparición de la delincuencia especializada. profesionalizada, en
sustitución de la polimorfa, de la “toera”, en buen venezolano. En mi opinión,
La delincuencia en V enezuela 31

no se trata sólo de que nuestra criminalidad ya sea urbana, sino que estamos
muy cerca —si es que ya no hemos llegado — a la etapa industrializada del
delito, es decir, a las verdaderas tecnificación y división del trabajo en la ope-
ración delictiva.
Un indicio de esto parece ser la reincidencia. Ella representa la profesiona-
lización en el delito, la delincuencia como forma habitual de vida. En verdad,
nuestras cifras de reincidentes son elevadas. Y parecen serlo cada día más.

Los asaltos a bancos

Representan los asaltos a bancos, precisamente, la mejor expresión del delito


urbano industrializado. Constituyen la versión industrial del hecho crimino-
so. Es la forma más evolucionada del delito contra la propiedad. Es el paso
más significativo de la barbarie a la civilización en el plano criminológico.
La abundancia de asaltos a bancos en Venezuela es otra evidencia del avance
“científico” de nuestra delincuencia.
¿Por qué? En primer lugar, porque es un delito típicamente urbano y no
rural. En segundo término, porque necesita una actuación plural, asociada,
y no meramente individual. De suyo, interviene, incluso, no la pareja ni el
triángulo, sino la banda. Además —y es una tercera razón— cada uno de los
integrantes de ella cumple una tarea específica. Hay una especialización, una
división del trabajo, una organización desarrollada compleja. Y no es infre-
cuente la participación de la mujer. El carácter heterosexual de la banda es otro
de los detalles que revelan la presencia de un cuadro delictivo superiormente
tecnificado.
Por todo ello, el asalto a bancos representa la última expresión evolutiva del
delito, que se homologa a la actividad social industrial regular. La frecuencia
de asaltos a bancos en Venezuela pone de relieve el alto avance civilizado de la
delincuencia nacional.
32 E lio G ómez G rillo

La delincuencia femenina y de extranjeros

Quizás el único rasgo que no se ha evidenciado en la delincuencia nacional y


que también es sintomático de la marcha del delito hacia su transformación en
actividad urbana e industrial, quizás el único rasgo que nos falte, digo, sea la
transferencia de la criminalidad masculina a la heterosexual, esto es, la crecien-
te criminalidad de la mujer en el hecho antisocial. A esto sí no hemos llegado
en Venezuela todavía. Acá la criminalidad femenina es de las más bajas del
mundo: no llega al tres por ciento. La perspectiva universal es del 25 por cien-
to. “Hay dos alas separadas de doce celdas cada una para los hombres— escri-
be el alcalde Lawes sobre el pabellón de los condenados a muerte en la cárcel
de Sing-Sing, en EE.UU.— con alas separadas de tres celdas para mujeres”. Es
decir, que las mujeres que van a ser ejecutadas constituyen el veinticinco por
ciento del total de los condenados. Si universalmente, por cada cuatro hom-
bres que delinquen, lo hace una mujer, en Venezuela la proporción es de trein-
ta y seis a una. O sea. que por cada treinta y seis varones que incurren en delito
en nuestro país, hay sólo una dama que los imita, a pesar de que la población
femenina venezolana es pareja a la masculina. Compárese, por ejemplo, con
el porcentaje de extranjeros residentes en Venezuela, que apenas alcanza a un
cinco por ciento de la población. Y, sin embargo, su intervención en la delin-
cuencia es casi del siete por ciento, en nuestras cifras criminales. Más del doble
en relación con las mujeres, aun cuando representan sólo casi una décima
parte con respecto a la población femenina nacional. De modo que nuestras
mujeres continúan luciendo hasta ahora verdaderamente inofensivas. Desde
luego que me estoy refiriendo sólo al ámbito criminológico-penal.

El cambio cualitativo y el cambio cuantitativo

Con lo dicho, se infiere razonablemente que sí ha habido en Venezuela un


cambio cualitativo en la evolución de su criminalidad. Nuestra delincuencia
La delincuencia en V enezuela 33

ha devenido de rural a urbana y evoluciona hacia el fraude, hacia la astucia y


hacia la profesionalización industrializada. Ahora bien, ¿ha habido, hay—nos
preguntamos— un cambio también cuantitativo?
Bien sé que la sola enunciación de la interrogante sorprenderá a muchos.
No se trata de inquirir si ahora existe o no mayor seguridad personal que an-
tes. No. Esto tiene que ver más con la técnica delictiva y con la eficacia de la
represión. Lo que se pregunta es si ahora hay o no, proporcionalmente, mayor
número de delitos y de delincuentes. En 1911, hace sesenta años, la tasa de
delitos registrados en Venezuela fue de 9,7 delitos cometidos por cada 10.000
habitantes de 15 o más años. La tasa era baja, tomando en cuenta que en
1936, es decir, 25 años después, subió a 13 y a pesar de que descendió a 7.2 en
1950, a partir de esa fecha comenzó a ascender, hasta llegar, a comienzos de la
década iniciada en 1960, a casi 14, es decir, al doble de la cantidad de 1911. La
cifra comparativa más reciente que se puede citar es la del Área Metropolitana
de Caracas para 1970. Es, por cierto, aterradora. La tasa llega a 49,07. Nada
más y nada menos que un registro tres veces superior al de hace diez años en
el país. De acuerdo con esta versión numérica, sí habría habido un aumento
cuantitativo en la criminalidad venezolana.

El homicidio

Mas, no concluyamos aún. Elijamos un delito altamente representativo: el


homicidio. En 1951, hace veinte años, se registran en Venezuela 360 homici-
dios. 7 por cada 100.000 habitantes. Diez años después, en 1961, el número de
homicidios es de 622, pero debido al aumento poblacional, el coeficiente es de
8 sobre 100.000 habitantes. Es decir, que no hay variación sensible en una déca-
da. Y si entre 1962 y 1963 ese coeficiente sube a 10, del 66 al 68 retorna a su ni-
vel de 8. En comparación con otros países, ¿cuál es nuestra situación homicida?
Previniéndome contra cifras de muy discutible confiabilidad sólo citaré algu-
nas, muy pocas, que pueden merecer crédito. México posee la mayor frecuencia
34 E lio G ómez G rillo

de homicidios en el mundo: 50 por cada 100.000 habitantes mayores de 17


años. Estados Unidos oscilaba hasta hace poco, al parecer, en la misma pro-
porción venezolana: un coeficiente de 3 y 9, con grandes desniveles entre su
población blanca y su población negra. Canadá apenas llegaba a 3. El promedio
de la América del Sur parecía fluctuar entre 16 y 18, hace algunos años.

El suicidio

El suicidio constituye otra muestra representativa. En la legislación venezo-


lana el suicidio no es un delito. Este se configura con “la inducción o ayuda
al suicidio” y siempre que el hecho se consume. El suicidio es, entonces, más
bien, un fenómeno paradelictivo pero de una gran significación socio-cri-
minológica. Para algunos, la frecuencia suicida es signo inequívoco de una
profunda descomposición social. Para otros, por el contrario —entre ellos el
mismísimo Enrique Ferri— el suicidio es indicio de la próspera situación eco-
nómica de un país y de su considerable desarrollo científico-sanitario. Ello
explicaría por qué la tasa de suicidio es más alta en los países poderosamente
desarrollados: en ellos la vida humana es más larga y se suicidan sobre todo
los de mayor edad.
Pues bien, ¿cuál ha sido la evolución cuantitativa del suicidio en Venezuela
en estos últimos años? Entre 1959 y 1968 no ha habido variación considera-
ble. Hubo 392 suicidios en Venezuela durante 1959. Cinco años después, en
1963, la cifra apenas había ascendido a 437. Del 64 al 68 hay cierto aumento,
a mi juicio no alarmante. El promedio de esos cinco años es de 567, un poco
mayor que el correspondiente al aumento poblacional.
Cualquiera sea la posición que se tenga —la optimista o la pesimista— con
respecto a la significación socio- criminológica del suicidio, en virtud de su es-
casa variación cuantitativa temporal, el fenómeno no nos ayuda a comprender
mejor el acaecer venezolano.
La delincuencia en V enezuela 35

¿Nuestra posición internacional en lo atinente al suicidio? Para 1959, la tasa


venezolana era de 6 suicidios sobre 100.000 habitantes, ocupando el pues-
to 21 entre 24 países. La cifra mayor la alcanzó Berlín Occidental, con 35.
Luego, la República Democrática Alemana con 28. El país donde menos se
suicida la gente parecía ser Egipto. Su tasa no llegaba siquiera a la unidad. Era
de 0.05 sobre cien mil habitantes.

Los delitos contra las personas

Y en lo atinente a los delitos contra las personas, ¿qué es lo que ha ocurrido


en Venezuela durante estos últimos años? De acuerdo con las cifras oficiales,
nada extraordinario ha pasado, salvo lo acontecido en 1970. El caso es que si
en 1959 hubo 7.000 hechos contra las personas denunciados en toda la Re-
pública, la cifra recientísima de 1970 es de 10.500 sucesos de esa naturaleza.
Oscilante desde 1960 a 1967 de los 7 a los 8.000 casos, a partir del 68 se nivela
en 9.000 y experimenta en el 70 un ascenso más o menos considerable, una
especie de salto brusco para llegar a una frecuencia de 10.503 hechos.

Los delitos contra la propiedad

Lo de los delitos contra la propiedad es otra historia. De acuerdo con las es-
tadísticas oficiales, en los cuatro años transcurridos entre 1960 v 1963 fueron
denunciados mayor número de delitos contra la propiedad que en los años
comprendidos entre el 64 y el 67. Además, las cifras del 68, del 69 y del 70,
son menores que las de hace diez años. Extrañan estos números, sin duda.
Distorsionan, por una parte, el evidente proceso transformativo de nuestra
delincuencia, de rural a urbana, al presentar un alza en los delitos contra las
personas y un descenso en aquellos contra la propiedad. Y, sobre todo, tras-
tocan la realidad que creemos vivir y padecer los venezolanos, día a día. Mas,
repito, son cifras oficiales. Ver para creer, enseña el Evangelio.
36 E lio G ómez G rillo

Las faltas policiales

En las detenciones por faltas policiales podemos hallar buena parte de la


explicación de la problemática criminal venezolana. Alguna vez, cuando tra-
bajaba con las estadísticas delictivas nacionales de 1964, hallé que en ese año,
por cada 1.000 pobladores de Venezuela mayores de 19 años, 110 estuvieron
necesariamente presos, ya como condenados, ya como procesados, ya como
arrestados. Es decir, ¡¡uno por cada diez!! El diez por ciento. La proporción pa-
rece haberse mantenido dentro de semejantes constantes, debido, sobre todo,
a la altísima frecuencia de detenciones por faltas policiales.
El escalofriante porcentaje significa que somos un pueblo con un capital
humano creador mermado permanente en un diez por ciento. Diez por ciento
que se mantiene depositado, envileciéndose, en las celdas de las cárceles, pe-
nitenciarias y correccionales, en los calabozos de los retenes policiales y en las
barracas de la mal llamada Colonia de Trabajo de El Dorado. Por eso, somos
un pueblo apenas todavía al noventa por ciento.
Hurgando en esas cifras tic detenciones por faltas policiales. halle, sin em-
bargo, que el coeficiente de esos detenidos bajó considerablemente de 1951
a 1962. La curva de| descenso se hace más considerable si comparamos el
año 1957 con los posteriores. ¿Cómo interpretar este fenómeno? ¿Qué es lo
que parece haber ocurrido en la delincuencia venezolana a partir de 1957? A
mi juicio, algo muy grave. Porque el descenso en la frecuencia en las faltas
policiales que son. en general, hechos punibles leves, significó, en principio,
el ascenso en los rubros correspondientes a los delitos propiamente dichos,
tipificados en el Código Penal, particularmente los delitos contra las personas
y los delitos contra la propiedad.
Expuesto en mejor forma: se ha realizado, a partir de 1958. una transferencia
o sustitución criminológica de la infracción leve —falta policial— por el he-
cho punible de mayor gravedad. Ello significa que el ebrio gritón y pacífico de
ayer, es hoy un peligroso sujeto agresivo, que el jovenzuelo travieso de otrora
La delincuencia en V enezuela 37

es el infractor duro de ahora, que el carterista menudo y cuasi-folklórico de


antaño es el implacable atracador de hogaño.
Creo que este es uno de los fenómenos más importantes. si no el más im-
portantes, en el proceso de agravamiento colectivo de la delincuencia na-
cional. Porque lo alarmante en la situación actual de nuestra criminalidad,
quizás no resida tanto en el número de casos, los cuales no parecen haber
experimentado desmesura notable, en relación con el crecimiento poblacio-
nal y si nos atenemos a las estadísticas oficiales. La alarma se ha dado y debe
darse por la gravedad de esos hechos. Gravedad manifiesta en las técnicas de
ejecución, en el endurecimiento de los delincuentes y en la profesionalización
industrializada del delito. Sencillamente, un cambio cualitativo. A mi enten-
der, son esas características y no otras las que identifican preferentemente la
evolución y el esquema actual de la delincuencia venezolana.

La droga

Al problema delictivo nacional se ha añadido en los últimos años el de las


drogas. Visto desde una perspectiva predelictiva o paradelictiva, el esquema
del consumo de drogas tiene relación directa con el fenómeno criminal ve-
nezolano en sí mismo. Ya se ha dicho y se viene diciendo mucho al respecto.
La droga incide en el delito desde diversos ángulos: 1) El drogómano puede
incurrir en delito para adquirir el tóxico. 2) Puede delinquir bajo los efectos de
la consumición. 3) Puede consumir para delinquir. 1) El tráfico de drogas su-
pone toda una compleja y poderosísima organización criminal característica.
El problema del consumo de drogas en Venezuela tiene mucho que ver con
el fenómeno colectivo imitatorio de país semi-colonial. Se quiere copiar el
modelo inglés y, sobre todo, el yanki. Nuestros jóvenes consumen drogas por-
que los “boys” norteamericanos e ingleses también lo hacen.
Lo cierto es que la situación parece ser muy grave al respecto. Tanto, que se
ha dicho que combatirla “ya es un asunto de defensa nacional”. Y las últimas
38 E lio G ómez G rillo

informaciones señalan que ha descendido el consumo de la marihuana, en


tanto que ha ascendido casi al doble el del LSD, tóxico, como se sabe, de
efectos más poderosos y alarmantes que la “yerba maldita”. Lo que es un seña-
lamiento de la progresiva agravación del consumo de la droga en Venezuela,
con todos sus concomitantes delictivos. Los que, por cierto, a mi juicio, no
son mayores que los provocados, verbigracia, por el alcoholismo.

¡Meses, días, horas…

Los meses de mayor frecuencia criminal en Venezuela son los que corres-
ponden a la llamada estación lluviosa. En efecto. La marcha de la delincuencia
nacional se apresura en abril, mayo, junio, julio, agosto, setiembre y octubre.
Como quiera que la estación lluviosa es, paradójicamente, la más calurosa,
estos son los meses en los cuales la temperatura máxima extrema mensual
alcanza su grado más alto.
Los delitos “contra la honestidad y buenas costumbres”, esto es, los delitos
sexuales, presentan mayor incidencia en los meses de mayo y diciembre. Tam-
bién se registra aumento de este tipo de hechos en los meses en los cuales se
celebran las festividades del Carnaval y las solemnidades de la Semana Santa.
En virtud de la índole misma de las primeras y del asueto y permanencia en
playas y sitios de descanso, que trae consigo la segunda.
Durante el período de las mismas celebraciones, aumentan también los ac-
cidentes de tránsito y los delitos contra la propiedad. Los primeros, porque
es mayor el volumen de vehículos en circulación. Las segundas, por haberse
alejado de sus hogares los residentes.
Los meses de marzo, mayo y agosto son los preferidos en Venezuela por los
suicidas. Enero, febrero, abril, noviembre y diciembre, los más desdeñados.
Los delitos contra la propiedad tienen sus alzas máximas en determinadas
localidades venezolanas —vinculadas a las cosechas de café y cacao—, hacia
La delincuencia en V enezuela 39

octubre y noviembre. Pero en los estados petroleros —Zulia, Anzoátegui, Mo-


nagas, Falcón…— alcanzan su mayor ascenso en noviembre y enero.
En julio y agosto— mes de vacaciones este último— se registra en todo el
país una mayor incidencia de los delitos en general. En especial, los delitos
contra la propiedad. Aquellos contra las personas adquieren sus niveles más
altos en agosto, setiembre y diciembre.
Son los días festivos, desde luego, los que registran mayor volumen delic-
tivo. Y preferentemente, el de fin de semana: sábado y domingo. Esto tiene
vigencia universal. En los últimos años, debido al hecho de haberse estableci-
do en Venezuela en muchos lugares de trabajo, la semana de cinco días —de
lunes a viernes— y aun el pago del salario semanal el día viernes, este día ha
acusado evidente ascenso en el rubro delictivo.
En cuanto a las horas del día, es en la mañana y en la tarde cuando la curva
criminal se eleva. O sea, en las horas comprendidas entre 6 y 12 de la mañana
y 12 a 6 de la tarde. Más de la mitad de los delitos ocurren en Venezuela den-
tro de esas horas. Particularmente en los centros más poblados del país.
Capítulo III
El delito y la naturaleza venezolana

Cubierto ya el trazo somero de la cinemática criminal venezolana, esto es, la


delincuencia andando, marchando, moviéndose a través del tiempo, digamos
algo sobre la estática criminal venezolana. Para ello, en primer término, la dis-
tribución horizontal de los delitos. Esto es, la Ecología Criminal, vale decir, la
relación entre medio ambiente físico y delito. El cordón umbilical que une
el delito venezolano a la naturaleza venezolana. Mejor, la Geografía criminal
venezolana. Esa Geografía que parece enseñarnos, en primer término, que
existe una correlación entre nuestra delincuencia y las temperaturas más eleva-
das. Pero —ya lo dejó dicho un maestro del pensamiento nacional, Mariano
Picón Salas—: “No calumniemos tanto al clima ni hagamos una improvisada
Sociología sobre los efectos del Trópico mientras no enseñemos bien a comer
y a vivir a todos nuestros campesinos”.

La costa y la montaña

Si distinguimos en el país cuatro regiones. Costa, Montaña, Llano y Río,


podemos palpar cómo en nuestro mapa delictivo se cumplen leyes criminoló-
gicas fundamentales. Verbigracia: universalmente la Costa se caracteriza por la
42 E lio G ómez G rillo

mayor abundancia de delitos sexuales, eróticos y también por el volumen de


suicidios. Ello rige en Venezuela.
Al decir Costa, nos estamos refiriendo al Arca Metropolitana de Caracas,
al Departamento Vargas y a los Estados Zulia, Falcón, Yaracuy, Carabobo,
Aragua y Miranda. Con un porcentaje nacional poblacional del 58,08 por
ciento, la Costa venezolana detenta más del 65 por ciento de todos los suici-
dios registrados en el país. En el rubro homicida, apenas le corresponde un
40 por ciento.
Es norma criminológica general el sostener que la montaña es homicida.
Son característicos los grandes crímenes montañeros. Decir montaña en Ve-
nezuela es señalar los Estados Táchira, Mérida, Trujillo y Lara. Con menos del
veinte por ciento de la población venezolana aposentada en su seno, ocurre
en nuestra montaña, en cambio, cerca del cuarenta por ciento de todos los
homicidios consumados en el país. Es decir, un equivalente al doble de su
población y una proporción semejante a la de la Costa, cuya población es tres
veces mayor. Solamente el Estado Táchira, con un porcentaje poblacional del
5,30 por ciento, registraba hasta hace poco el 19 por ciento, esto es, la quinta
parte de todos los homicidios nacionales. Esto representa una cifra mayor que
la que acumulan todas las siete entidades llaneras juntas y reunidas. Recuér-
dese que hemos precisado que el coeficiente venezolano de homicidios sobre
cada 100.000 habitantes es de 8. Pues bien, en el Táchira, era o es de 23, es
decir, el triple del nacional. Y, por si fuera poco, los otros tres Estados mon-
tañeses detentan el siguiente orden, de importancia por coeficiente específico
de homicidios sobre cada 100.000 habitantes: Mérida, el segundo lugar con
un coeficiente de 14, Trujillo el quinto lugar con un coeficiente de 10, Lara el
noveno lugar con un coeficiente de 5.
De modo que en la Costa y Montaña venezolanas sí se cumple la ley de
Enrique Ferri sobre la relación inversa entre homicidio y suicidio. Esto es, que
si el montañés venezolano es el que más incurre en homicidios, es también el
La delincuencia en V enezuela 43

que menos se suicida. Y si el costeño venezolano ofrece una muy baja frecuen-
cia homicida, es, en cambio, el que más se suicida.
La diferencia criminológica entre costa y montaña en Venezuela se hace
evidente hasta en las áreas de una misma entidad nacional. Es el caso, por
ejemplo, del Estado Sucre. ¿Qué ocurre en la hermosa tierra guaiquerí? En
una visita que realicé al internado judicial denominado “Cárcel Pública de
Cumaná”, en esa ciudad, encontré que cerca de un 80% de los detenidos allí,
provienen de los distritos montañosos del estado —Ribero y Montes— y en
su mayoría estaban siendo procesados por homicidios y lesiones personales. El
veinte por ciento restante se distribuye entre atentados contra la propiedad y
delitos sexuales. Son frecuentes el incesto, el rapto y la violación. Los autores
de estos hechos son oriundos en su inmensa mayoría de los distritos costeños
del estado: Sucre y Mejía. Incluso cuando uno de ellos es autor de homicidio
o lesiones, hay generalmente, una causal sexual: seducción con promesa ma-
trimonial, adulterio, estupro...
Es lo que dice un criminólogo eminente, Constancio Reinaldo de Quirós:
“La isla y la costa envueltas en un ambiente naturalmente afrodisíaco, derivan
en sus manifestaciones biológicas hacia los tipos de delitos sexuales; en tanto
que la montaña, bien distinta en esto del mar, afirma su tendencia hacia los
grandes crímenes de sangre, por su elevación, por su dureza, por su esterilidad,
por el gélido ambiente en que se envuelve”.

El llano y el río

¿Por qué se caracteriza criminológicamente el Llano venezolano? En los es-


tados Apure, Barinas, Portuguesa, Cojedes, Guárico, Anzoátegui y Monagos
reside, al igual que en la Montaña, una quinta parte de los habitantes de la
tierra venezolana. Su criminalidad es media, es leve. Lo evidencia el predo-
minio de detenciones por faltas policiales, proporcionalmente mayor a todas
las otras áreas del país. Es, por ejemplo, dos veces mayor dicho número de
44 E lio G ómez G rillo

detenciones que el registrado en la Montaña. Acá, es el 12% del nacional. En


el Llano, el 20%.
Y por cierto que el estado llanero de mayor incidencia homicida es Barinas.
Ocupa nada menos que el tercer lugar en el país: 12 homicidios por cada
100.000 habitantes. Recuérdese que Barinas es un estado occidental llanero
que está ubicado parcialmente en el piedemonte cordillerano andino. Por ello,
algunos de sus poblados son montañosos. Altamira y Caldera —por ejem-
plo— capitales de los homicidios homónimos adscritos al Distrito Bolívar.
Allí es elevada la frecuencia en homicidios. Pero como Barinas también es
llano y el cuadro criminológico del llano, del gran valle, tiende a parecerse a la
costa, si piedemonte arriba la delincuencia es contra las personas, piedemonte
abajo es de tipo sexual, erótica. Como lo ha dicho hermosamente un escritor
venezolano, Orlando Araujo, “allí están las manos que daban el amor y a veces
también la muerte”.
La delincuencia llanera, en general, pone de relieve su estabilidad media,
también en su porcentaje homicida. Este es casi idéntico al poblacional: entre
el 18 y el 20%. Los suicidios, ligeramente más bajos: hacia el 15%.
En la región que hemos llamado de los Ríos —Estado Bolívar y territorios
federales Amazonas y Delta Amacuro—, el porcentaje de suicidios es mayor
que el de homicidios, lo que identifica su criminalidad como más cercana a
la de la Costa que a la de la Montaña. Y se aproxima un tanto a la llanera, en
cuanto registra mayor número de detenciones por faltas policiales de las que
corresponderían a su población.

Margarita

La isla de Margarita integra virtualmente todo el estado Nueva Esparta. De


los 1.150 km2 que constituyen el área de la entidad, corresponden a Margarita
1.100 km2. Los 50 km2 restantes los cubren las islas de Coche y Cubagua.
La delincuencia en V enezuela 45

Margarita es un verdadero laboratorio de experimentación criminológica. Es


un caso excepcional de baja delincuencia, tanto como fuera de él. Entre 1959
y 1968, registró sólo el 1,1 por ciento de los detenidos por faltas policiales en
toda la nación, a pesar de que posee el 1,19 por ciento de la población vene-
zolana. Esto es, alrededor de 100.000. Con una densidad de población sólo
superable en Venezuela por el Distrito Federal: unas 90 personas por km2.
Estas son algunas cifras reveladoras: en los registros figuran sólo 15 homici-
dios durante los diez años comprendidos entre 1959 y 1968. Su coeficiente es
de dos homicidios sobre 100.000 habitantes. Es el más bajo de Venezuela. En
suicidios, detenta un récord semejante: 0,57 por ciento del total nacional. De
los reclusos que se hallan en los establecimientos penitenciarios del país, los
menos pertenecen justamente al estado Nueva Esparta. En la Colonia de Tra-
bajo de El Dorado, por cierto, es difícil hallar detenido a algún margariteño.
Los margariteños son, pues, los venezolanos menos delincuentes. ¿Las cau-
sas? Podrían intentarse varias hipótesis. La primera de ellas es la excelente
integración afectiva familiar, a pesar del alto número de uniones concubinarias
y a la tendencia del margariteño hacia la poligamia. (Todo ello es un mentís
regional a la importancia que se le asigna al matrimonio como factor preven-
tivo del delito). Los niños nacidos como producto de esas uniones irregulares
reciben de sus padres afecto y protección permanentes.
Hay, además, entre los margariteños, una espartana actitud conformista
ante la carencia de bienes. Y un respeto casi sagrado por la vida humana.
La alta incidencia del contrabando en la isla quizás desempeña función
compensatoria, de sustitución delictiva, en relación a su nivel criminal. No se
debe olvidar, además, la baja cifra de población juvenil que reside permanen-
temente en Margarita. Los jóvenes están fuera de su lar nativo, bien en faenas
estudiantiles o cumpliendo actividad laboral.
Y está, además, el mar, centro y fuente de trabajo para todos, patrimonio
común y gran eslabón unificador de los hombres y mujeres de la Margarita.
46 E lio G ómez G rillo

Croquis geográfico-criminal venezolano

Algunas conclusiones generales obtenidas sobre el panorama geográfico-cri-


minal venezolano, son las siguientes:
1) Hallé relación entre el número de homicidios y el número de expendios
de licores en doce de las veinticuatro entidades nacionales estudiadas, a saber:
Zulia, Arca Metropolitana de Caracas, Lara, Anzoátegui, Monagas, Yaracuy,
Departamento Vargas, Nueva Esparta, Apure, Cojedes, Amazonas, Delta
Amacuro. Ello evidencia cómo en Venezuela no hay relación tan directa, sólo
a medias, entre el volumen de homicidios y el número de expendios de licores.
2) En cambio, la correlación entre el volumen de suicidios y el número de
expendios de licores, es verdaderamente impresionante. La encontré en 19 de
las 24 entidades estudiadas. Las excepciones son los estados Bolívar, Portugue-
sa, Sucre, Táchira, Trujillo.
3) Aparte de la alta incidencia de suicidios en el Área Metropolitana de
Caracas, destaca en forma singular la frecuencia suicida en el estado Zulia.
Proporcionalmente a su población, los zulianos son los venezolanos que más
se suicidan.
4) La Costa es la región venezolana de mayor volumen y coeficiente de sui-
cidios en el país. La Montaña, la región de mayor volumen y coeficiente de
homicidios.
5) Sólo la Montaña ofrece un porcentaje de detenidos por faltas policiales
inferior a su porcentaje poblacional.
6) La relación entre expendios de licores y accidentes de tránsito es impor-
tante. La hallé en 13 de las 22 entidades estudiadas. Estas son los estados Zu-
lia, Carabobo, Aragua, Área Metropolitana, Lara, Mérida, Trujillo, Guárico,
Anzoátegui, Nueva Esparta, Apure, Cojedes y Barinas.
7) En el Área Metropolitana de Caracas, donde se aloja la quinta parte de la
población nacional, se produce, sin embargo, más de la mitad del total de la
delincuencia de todo el país. De esta suerte, el Área Metropolitana de Caracas
La delincuencia en V enezuela 47

es la entidad que ocupa el primer lugar en el país en frecuencia absoluta de


homicidios, suicidios, accidentes de tránsito, faltas policiales, y número de
expendios de licores. En el porcentaje poblacional por entidad, detenta igual-
mente, el primer puesto.
8) El porcentaje de personas detenidas por faltas policiales en la costa corre
parejo al porcentaje de la misma región en suicidios.
9) En el Área Metropolitana de Caracas la parroquia Sucre es el área más
criminógena de la ciudad. Encontré, por ende, mayor incidencia criminal en
la zona suroeste de la ciudad. Quizás su condición más peligrosa resida en la
comisión de delitos contra las personas. Hacia el Este caraqueño, la delincuen-
cia contra la propiedad alcanza su mayor frecuencia. En el Norte y en el Sur,
hay cierto equilibrio en la recurrencia de ambos tipos de delitos: contra las
personas y contra la propiedad.
Capítulo IV
El costo del delito

Estimaciones autorizadas hacen ascender a 84,55 bolívares anuales lo que a


cada venezolano le corresponde pagar por la inversión que el Estado hace en
policías, jueces y carceleros. O sea, dicho con mayor rigor técnico, en ejecu-
ción de la ley, administración de la justicia penal y tratamiento de delincuen-
tes. Es decir, fundamentalmente en represión. El gasto total por hora se calcula
que llega a los cincuenta mil bolívares.
A estas cifras debemos añadir lo erogado para el Consejo Venezolano del
Niño, la Dirección de Tránsito Terrestre. la Guardia Nacional y otras institu-
ciones que igualmente cumplen, total o parcialmente, funciones antidelictivas
de tipo represivo o preventivo. Es procedente, entonces, redondear en unos
100 bolívares “per cápita” el tributo económico que los súbditos de esta tierra
pagamos anualmente a su majestad el delito.
En Italia, cada ciudadano paga 75 bolívares. En Suecia, 67. Alrededor de
la mitad en Luxemburgo y Bélgica: 38 y 32 bolívares, respectivamente. Cito
siete países más: Gran Bretaña, 26; Noruega, 23; Irlanda, 22; Dinamarca, 18;
Holanda, 13; Francia, 6; Grecia, 2.
Tenemos los venezolanos, pues, una de las delincuencias más caras del mundo.
50 E lio G ómez G rillo

Las dos justicias

Si se trata de la estática criminal referida a la distribución vertical de la delin-


cuencia, esto es, a las agrupaciones y clases sociales en relación con el delito,
recuerdo siempre a uno de mis maestros lejanos: el profesor franco- ruma-
no Vincent Stanciu. De él aprendí hace algún tiempo que el poder represivo
del Estado —el poder policial, el poder judicial, el poder penológico— da la
impresión de ser un cazador que ha partido para cazar fieros tigres. Al no lo-
grarlo, y para no regresar a casa con las manos vacías, trae un camión cargado
de débiles liebres inermes. Busca compensar con su cantidad, la ausencia de
cualidad en la pieza cobrada. Y el pecado de la criminología, quizás su gran
pecado original, reside en haber mordido desde un comienzo la manzana de
estudiar sólo esas liebres, por los peligros que entraña el llegar hasta los tigres.
Es que al lado de la justicia civil y de la justicia militar, al lado de la justicia
de primera instancia y de la de segunda o tercera instancia, al lado de la justi-
cia ordinaria y de la justicia extraordinaria, existe también la justicia para los
ricos y la justicia para los pobres. ¿No fue el mismísimo Shakespeare el que
nos enseñó que “si el delito viste de oro se romperá en él el asta poderosa de
la justicia, pero que si viste de harapos cualquier débil tablilla en manos de un
enano lo podrá castigar”? Lo cierto es que los criminólogos más conspicuos
del mundo sostienen que la criminalidad que pesa en un 75% en la balanza
económica y aun moral de un país, permanece impune.

La delincuencia de “cuello blanco”

Por eso, si se trata de hablar de la estática criminal referida a la distribución


vertical de la delincuencia, es decir, de los estamentos sociales en relación con
el delito, debo agregar que hasta ahora me he referido sólo a la delincuencia
llamada aparente y a la delincuencia llamada legal, esto es, la denunciada y
sentenciada, respectivamente. Es la que en realidad corresponde a las clases
La delincuencia en V enezuela 51

sociales pauperizadas y es la única que realmente se conoce porque es la única


que realmente se castiga. No se trata, desde luego, de toda la delincuencia real.
Esta se obtiene sumando la aparente, la legal y la oculta. La oculta es la lla-
mada cifra negra de la criminalidad. La que permanece impune porque sus
autores pertenecen, generalmente, a los estratos superiores de la sociedad. Y lo
cierto es que afecta más al país que los homicidios ocasionales, las lesiones, los
hurtos, los atracos a mano armada y toda la amplia gama de la delincuencia
común reprimida.
Es allí donde se encuentra la llamada “delincuencia de cuello blanco”, no-
ción manejada por el criminólogo norteamericano Edwin Sutherland por vez
primera en 1939 y que su mismo creador describió como “...la actividad ilegal
desplegada por personas respetables y de clase social elevada, en relación con
sus ocupaciones profesionales”.
Como apunta el criminólogo inglés Morris, “...la delincuencia está proba-
blemente más extendida en el mundo de los negocios que en el hampa”. Pero
debido a que se trata de “...hombres respetables que violan la ley —añade el
mismo Morris— ellos son los mismos que figuran en ocasiones profesionales,
filantrópicas y religiosas y que donan fondos para el estudio y tratamiento de
los delincuentes juveniles, e introducen leyes con el fin de contrarrestar los
daños del crimen”.
La delincuencia de tales ejecutores abarca la estafa continuada al consumi-
dor, el peculado, la estafa al fisco, el contrabando, el fraude fiscal, la seducción,
el tráfico de drogas y de material pornográfico, la trata de blancas, etc.
“El costo financiero del delito de cuello blanco —enseña el mismo Suther-
land— es varias veces superior al costo financiero de todos los delitos que se
acostumbra a considerar como problema delictivo… Un alto ejecutivo de un
supermercado —añade—desfalcó en un año 600.000 dólares, cifra igual a seis
veces las pérdidas anuales por quinientos hurtos y robos de tiendas en esa ca-
dena… Aunque no se oye nunca, o casi nunca —concluye diciendo el mismo
Sutherland— hablar de un ladrón de un millón de dólares, el desfalcador de
52 E lio G ómez G rillo

un millón de dólares ha robado poco entre los delincuentes de cuello blanco”.


“¿Qué es —se pregunta Bertolt Brecht en La Ópera de tres centavos —una mo-
desta ganzúa al lado de un título accionario…? ¿Qué es un atraco a un banco
al lado de la fundación de ese banco…? ¿Qué es el asesinato comparado con
el trabajo de oficina?”
La más reciente noción en torno al delito que permanece impune, por obra
y gracia esencialmente de la procedencia socioeconómica de sus responsables,
es la incorporada muy recientemente a la criminología por el autor alemán
Hans Christian Helfer, quien toma el concepto de una tesis doctoral presenta-
da en una universidad también alemana por Alfonso Bermel, en 1961. Es “el
delito del caballero”.
Helfer lo considera un tipo de conducta “descarada” que a pesar de su con-
dición delictiva o paradelictiva, goza de tolerante aceptación general. Es, si se
quiere, un fenómeno de “subcultura”. Incluye los fraudes en materia de segu-
ros, la violación de los derechos de autor, la apropiación de libros prestados,
algunas infracciones de tránsito terrestre, la homosexualidad, el adulterio, la
prostitución, el aborto. . .
Tanto del delito de “cuello blanco” como del “delito del caballero”, tenemos
incidencias muy, muy altas en Venezuela.
Capítulo V
La represión

El delito se combate mediante la represión y mediante la prevención. La pri-


mera equivale a una labor de terapéutica social, la segunda es una tarea de
profilaxis social.
La organización de la represión y de la prevención delictiva de un país cons-
tituyen su política criminal. Esta es una rama de la criminología que va adqui-
riendo categoría de disciplina autónoma.
La política criminal represiva venezolana está encomendada, desde luego, a
determinados organismos policiales, judiciales y penológicos. (Advierto que
me refiero y me referiré sólo a la represión de la delincuencia común, no de la
llamada delincuencia política).
La represión policial venezolana parece que deja bastante que desear. Según
estadísticas de alguna confiabilidad, en 1970 la Policía Técnica Judicial realizó
sólo 36.704 detenciones sobre los 60.156 delitos denunciados. Y a los tribu-
nales envió únicamente 24.988 expedientes. O sea, que concluyó sólo el 41
por ciento de los delitos que le tocó conocer.
Ocurre con frecuencia que la labor policial se transforma en foco criminógeno.
Con todo el respeto que merecen personas dedicadas de buena fe a sanear nuestros
organismos policiales, es necesario señalar que la mayoría de estos organismos
54 E lio G ómez G rillo

adolecen de fallas esenciales en lo atinente a la forma como muchos de sus


integrantes creen cumplir su deber represivo y hasta preventivo.
El caso de la Policía Metropolitana es uno de los más relevantes. Difícilmen-
te transcurre un solo día en que no aparezca en la prensa escrita, o no informe
la radial o televisada, acerca de un atropello grave, de una arbitrariedad, de
una brutal violación a los más elementales derechos ciudadanos, por parte de
algún miembro de la Policía Metropolitana. Son casos de transgresión a las
mínimas normas de respeto a la dignidad humana y a la vida misma de los
habitantes. No hay que olvidar, además, que una buena parte de esos desen-
frenos, jamás son conocidos públicamente.
La represión judicial parece que luce igualmente menguada. Más de una
queja formulada por directivos policiales, señala cierto facilismo jurisdiccio-
nal o cierta liberalidad legal para liberar a presuntos culpables. La acusación
de impunidad, de masiva impunidad, se enuncia una y otra voz como una
de las causales de reproducción multiplicada del delito. Los jueces y ma-
gistrados responden ante estas cosas diciendo que ellos se han limitado a
cumplir la ley.
En cuanto a la represión penológica y más exactamente la penitenciaria, ella
es discutible en sí misma. El estado actual de la ciencia penológica le asigna a
la vieja sanción expiatoria un carácter reeducativo. Esto es, preventivo. A ello
me referiré más adelante.
Lo cierto es que, como quiera que sea, la represión ha fracasado universal y
nacionalmente en la lucha contra el crimen. El viejo “fetichismo de la pena”,
como decía Enrique Ferri, no ha hecho replegar los ejércitos de la criminali-
dad. Por el contrario, ésta ha marchado en permanente ascenso a pesar de la
energía represiva puesta en práctica en todos los tiempos. Venezuela misma es
el ejemplo más cercano.
Por el fracaso de la represión, surgió universalmente la teoría de la prevención
del delito.
La delincuencia en V enezuela 55

La prevención

Prevención significa prevenir. Lo enseña el buen Pero Grullo. Los criminó-


logos hablan de que “la prevención es lo que viene antes. Es aquello que, al
venir antes, impide que se produzca alguna cosa”. De tal forma, que la pre-
vención delictiva “es el conjunto de medidas que impiden el surgimiento de
la delincuencia”.
Se habla de prevención a priori y de prevención a posteriori. La primera es la
que se dirige a la población sana, es decir, a las personas que no han delinqui-
do. Esa tarea está encomendada en Venezuela esencialmente a la Dirección de
Prevención del Delito. La segunda es la proyectada hacia sujetos que ya han
incurrido en delito. Tal misión le corresponde en Venezuela a la Dirección de
Prisiones, especialmente a través de la División de Asistencia Social Peniten-
ciaria. Todos los organismos señalados están adscritos al Ministerio de Justicia.
Se alude, igualmente, a la prevención directa y a la prevención indirecta. Am-
bas pueden ser primaria, secundaria y terciaria. La prevención primaria equi-
vale a la prevención a priori: su objetivo está dirigido a los que no han delin-
quido. La secundaria y la terciaria, corresponden a la prevención a posteriori:
el enfoque se orienta hacia los que ya han sido delincuentes.
Hay prevención directa primaria o a priori cuando se hace investigación y
diagnosis criminológica, cuando se cumplen campañas de profilaxis social por
los medios de comunicación social o a través de unidades móviles, cuando se
establecen limitaciones a la propaganda alcohólica, cuando se trata de crear
conciencia acerca del daño que produce el consumo de drogas, o acerca de
la necesidad de precaverse contra accidentes de tránsito. . . Inclusive, puede
haber prevención —y de hecho la hay— cuando se dan a conocer las disposi-
ciones penales que castigan determinados delitos, señalando el tipo de sanción
correspondiente. O cuando se prohíbe el porte de armas. Existe incluso la
Victimología, que nos trata de enseñar la forma de no caer en delito.
56 E lio G ómez G rillo

En Venezuela, este tipo de prevención tuvo existencia legal cuando en 1951


se creó la Comisión de Prevención de la Delincuencia. Sus alcances fueron
siempre limitados y terminaron por ser absolutamente ineficaces, para no de-
cir inexistentes. En febrero de 1970 se decreta la actual Dirección de Preven-
ción del Delito. A escasos tres años de su nacimiento, no se puede emitir un
juicio responsable sobre ella. Lo que resulta evidente es el acierto al proceder
a darle nacimiento. Ya está dicho que “las cosas no son lo que son, sino lo que
hacemos con ellas”. Veamos qué se hace con esta Dirección. Hasta ahora ha
habido una labor de investigación bibliográfica y estadística y algunas inci-
pientes campañas propagandísticas preventivas. Todavía no pueden aplicarse
calificativos. Pero sí llama la atención la circunstancia de que esta Dirección
parece haberse dedicado en forma demasiado preponderante —no sé si decir
exclusiva— a una actividad preventiva contra el consumo de drogas.
En cuanto a la prevención primaria indirecta, ella supone toda una política
de gobierno, todo un plan de la nación. Es cumplir una verdadera reforma
agraria para evitar el éxodo campesino y la proliferación de desarraigados en las
ciudades, con su secuela de delincuencia, alcoholismo, suicidio, prostitución,
enfermedad mental. Es realizar una buena política de viviendas, es educación
laboral y protección a la niñez. Es la formación profesional del adolescente.
Es la organización de la comunidad, particularmente en las clases marginales.
Es la apertura de fuentes de trabajo. Es la fundación de centros de recreación
sana. Es incrementar el deporte y ofrecer todas las facilidades para su prácti-
ca... Es educación para todos. Es diversificar la economía…
Se trata, desde luego, de una tarea de generaciones, a largo plazo, pero que
va obteniendo sus frutos desde el momento mismo en que se inicia.
Son los sustitutivos penales o equivalentes de la pena de que hablaba Ferri.
Resultan más efectivos y económicos que los medios represivos. Con el dinero
que se invierte en comprar una metralleta, podrían ser tratados y orientados
debidamente una media docena de muchachos con trastornos de conducta.
La delincuencia en V enezuela 57

O podría enseñárseles un oficio útil a diez o veinte zagaletones sin empleo ni


profesión.
Nunca me canso de repetir la anécdota del estadista sueco a quien le pre-
guntaron por qué el Estado de su país gastaba tanto en cuidar a los menores.
“Porque —respondió— no somos lo suficiente ricos para mantener muchas
cárceles de adultos”.
La prevención primaria indirecta se fundamenta en el principio de que el de-
lito no es, desde luego, un ente autónomo, sino que, por el contrario, depende
de todas las coordenadas sociales.

La televisión

Los medios de comunicación social pueden tener una intervención funda-


mental en la tarea preventiva del delito. También pueden transformarse en
factor criminógeno. No tenemos cifras ni evidencias de una u otra determi-
nación. En el caso venezolano, no creo que constituye un argumento valedero
sostener que la televisión no ha intensificado la criminalidad porque a partir
de su aparición en Venezuela no ha habido aumento grave de las cifras delicti-
vas correspondientes a los años de televisión. Podría pensarse que de no haber
habido televisión, la delincuencia nacional hubiese disminuido o no hubiese
aumentado. Este argumento resulta tan indemostrable como su contrario.

Los establecimientos penitenciarios

Es en los establecimientos penitenciarios donde se aplica la prevención se-


cundaria. La finalidad penológica de la reclusión no es el castigo, sino el tra-
tamiento intramuros del delincuente para su reinserción a la vida en sociedad.
La situación de los establecimientos penitenciarios venezolanos es científica
y humanamente negativa. No son cuatro, sino cinco los jinetes del apoca-
lipsis que galopan en sus predios. A saber: el hacinamiento, la inseguridad
58 E lio G ómez G rillo

personal, el envilecimiento sexual, el consumo y tráfico de drogas y, sobre


todo, la ociosidad.
Si de citar cifras se trata, es conveniente señalar que la capacidad de los pena-
les venezolanos —penitenciarias, cárceles, internados judiciales, casas correc-
cionales, colonias de trabajo— alcanzan para albergar a poco más de 10.000
internos. Sin embargo, a principios de 1973 había en ellos más de quince mil
internos. De éstos, son procesados casi el ochenta por ciento. Penados, el res-
to: esto es, apenas un veinte por ciento, aproximadamente.
De todas esas cifras, permanece en la ociosidad del ochenta al noventa por
ciento. El resultado no es difícil preverlo. Ese ocio se invierte en el tráfico y
consumo de drogas, en la desnaturalización sexual, en la alimentación de la
rivalidad personal.
¿Las consecuencias de tal situación? El deterioro de la personalidad del suje-
to y su consiguiente infravaloración. Todo lo contrario de la finalidad del tra-
tamiento penitenciario. De este tratamiento los internos debieran salir como
Platón quería que fuesen los griegos después de veinte años de gobierno de
Pericles: ni peores ni iguales, sino mejores. Muy diferente a lo que, en línea
general, está ocurriendo en Venezuela.
Un aceptable régimen penitenciario debe reposar sobre estas bases: 1) Cla-
sificación rigurosa de los internos. 2) De acuerdo con esta clasificación, la
formación laboral de tales internos. 3) La instrucción de estos internos. 4) La
asistencia post-carcelaria.
La clasificación de los internos es el punto de partida. Ella supone el estudio
y diagnóstico previo de su personalidad y su posterior agrupación en los es-
tablecimientos y actividades que aconsejaren las conclusiones obtenidas, con
vistas al mejor éxito del tratamiento readaptador.
He allí el núcleo básico sobre el cual deben reposar todo sistema y todo régi-
men penitenciario medianamente científicos. En Venezuela, la clasificación de
los sujetos internos no ha pasado de la etapa virtualmente experimental. Creo
que es sólo en el Centro Penitenciario de Valencia —la llamada Penitenciaria
La delincuencia en V enezuela 59

de Tocuyito y más recientemente en el Centro Penitenciario de Oriente— en


el penal llamado “La Pica”— donde se realiza la función previa clasificación a
nivel nacional. Pero debido a las limitaciones mismas con las que se trabaja, la
marcha de la tarea se cumple “a cuentagotas”. Además de que parece no estarse
utilizando los resultados de esta clasificación, en el tratamiento posterior del
sujeto interno.
La formación laboral del interno —ya desvencijada previamente por la ausen-
cia de la oportuna clasificación— la hemos señalado como lamentable, por no
decir que inexistente en escala masiva.
En cuanto a la instrucción, a la enseñanza, en general puede ser calificada de
aceptable. En casi todos los establecimientos penitenciarios nacionales existe
la sección pedagógica, la cual, innegablemente, cumple una tarea positiva, den-
tro de todas sus grandes deficiencias.
Sería injusto al no reconocer que en más de un ejecutivo oficial no ha exis-
tido y existe una verdadera preocupación por mejorar esta situación. Recien-
temente ha comenzado un ensayo que no deja de ser interesante: la creación
de algo así como un centro de clasificación en el Retén c Internado Judicial de
Los Flores de Catia. Allí se agrupan los sujetos estudiados en tres órdenes: alta,
media y mínima peligrosidad. Son internados, respectivamente, de acuerdo
con ello, en el Internado Judicial —Cárcel Modelo de Caracas—, en el mismo
de Los Flores, y en el de El Junquito. También se ha hablado de una reforma
total en la Colonia de Trabajo El Dorado.
Mas, en realidad, estos son pañitos calientes. El país requiere una verdadera
reforma penitenciaria. Ella se puede hacer con tiempo, con dinero, y—ya lo
he dicho alguna vez— sobre todo, con voluntad de hacerla. En 1958, se inició
lo que pudo ser esa reforma. Se atacó el problema desde una triple perspectiva:
la legal, la de edificaciones penitenciarias y la de personal penitenciario.
Por diversas razones, muchas de las cuales quizás absuelvan de respon-
sabilidad a los mismos titulares del Despacho y a sus subalternos inme-
diatos, el proceso comenzado se atrofió. Se promulgó la Ley de Régimen
60 E lio G ómez G rillo

Penitenciario, pero no se reglamentó. La política de edificaciones peniten-


ciarias quedó paralizada. Hace poco los venezolanos asistimos al deplorable
espectáculo de leer en la prensa una disputa sostenida por miembros re-
presentativos de las comunidades de Maracay y de Barcelona, en la que el
tema en discusión era cuál establecimiento penitenciario resultaba peor: el
de Maracay o el de Barcelona. Por la descripción que cada “equipo” hacia
de las características de “su cárcel”, los espectadores terminamos por darle
la razón a los dos. Difícilmente alguna de las dos cárceles podía ser peor
que la otra. Listaban empatados.
En cuanto al personal penitenciario — un establecimiento penitenciario
es su personal y algo más—, existe una escuela de formación de ese personal.
Esa escuela pasó, ha pasado por muchos tropiezos. Tengo entendido que en la
actualidad está funcionando aceptablemente. Aun así, no creo que las promo-
ciones que egresan de ellas, estén cubriendo debidamente todo el campo de
trabajo penitenciario nacional.

La prisión abierta

Un aspecto esencial de esa reforma penitenciaria nacional debe ser la crea-


ción de prisiones abiertas. Existen en casi todos los países del mundo. Son las
cárceles sin muros, sin barrotes, ni cerraduras, sin guardias armados. Esa es
su característica objetiva. La subjetiva: tratamiento penitenciario basado en la
confianza, esto es, en la auto-responsabilidad del interno.
Lo que se busca con ellas es que la vida del hombre preso se parezca en lo
posible a la vida del hombre libre, que el interno no sienta que se le ha alejado
de su comunidad ordinaria, de su centro regular de existencia.
Por esta razón, el mote mismo de prisión es discutible. Se prefiere hablar de
establecimientos abiertos. O de instituciones abiertas. Ellas son las llamadas a
reemplazar a la prisión clásica, a la cárcel histórica.
La delincuencia en V enezuela 61

En Venezuela podría funcionar más de una prisión abierta. De Suramérica,


existen en Argentina y en Brasil, en Sao Paulo. Esta última es mundialmente
famosa. Ya ni siquiera se cree que sea necesaria una previa y rigurosa clasifica-
ción de los sujetos elegidos para constituir su población penal. “Se han hecho
experiencias —ha dicho el penólogo belga, profesor Paul Cornil— de colocar
en régimen abierto a reclusos tomados al azar y sin selección alguna, y no han
ocurrido dificultades mayores.”
¿Por qué no hacer en Venezuela la experiencia de una prisión abierta,
como ensayo?

La ley de suspensión

La reforma penitenciaria nacional debería comprender todos los aspectos


señalados: clasificación debida y formación laboral de los internos, edificacio-
nes penitenciarias, mejoramiento del personal, creación de establecimientos
abiertos… Esto es indispensable. Pero requiere mucho tiempo, mucho dinero
y aun cuando se comenzase de una vez, el problema presente es tan grave que
rebasaría los niveles de la iniciación. Piénsese en que se estima que para cons-
truir instalaciones penitenciarias suficientes como para recibir debidamente a
la población penal actual del país, se necesitan unos cien millones de bolívares.
Ello, sin incluir el pago de personal, servicios y otros gastos necesarios.
Todo esto ha hecho pensar que, además de la puesta en marcha de esa refor-
ma penitenciaria, se requiere la adopción de un sistema penológico capaz de
facilitar el paso a la posibilidad y apertura de esa reforma, y que a la vez signi-
fique en sí mismo una verdadera y profunda transformación. De allí nació el
Anteproyecto de ley de suspensión del proceso y de suspensión de la pena, que no es
otra cosa que la ya vieja probation adaptada a nuestra realidad penal.
La vigencia de esa ley contribuirá a desahogar legal, racional y científicamen-
te los establecimientos penitenciarios del país. Cumplirá así su cometido inicial
62 E lio G ómez G rillo

de ley que puede ser considerada como “de emergencia”. El anteproyecto ha


sido concebido y estructurado de forma tal que ofrece amplísimo margen de
seguridad sin mengua del cumplimiento de los fines que persigue. Su acción
benéfica se dirigirá principalmente a los internados judiciales, donde esperan
sentencia por meses y años, millares de hombres que, al fin de cuenta, muchas
veces son condenados a penas de reclusión inferiores al tiempo que permane-
cieron privados de la libertad esperando esa condena. O son absueltos, sin que
nada ni nadie los indemnice por el injusto cautiverio que sufrieron. He visto
casos de hombres presos en nuestros internados judiciales que llevan cinco y
—aun cuando parezca increíble— hasta diez años esperando sentencia.
De acuerdo con dicha ley de suspensión, se le otorgan mayores y mejo-
res posibilidades de rehabilitación al delincuente primario. Si éste merece un
diagnóstico favorable del equipo científico que le estudiará y si su delito no
reviste carácter grave como para ameritar una alta penalidad, se le somete a
un tratamiento extra-mural, es decir, en estado de libertad, por el lapso que el
juez le señalare. Ese lapso puede oscilar, por ejemplo, entre los dos y los cinco
años. Es el período de “prueba”. De allí lo de probation. Si la persona supera
favorablemente ese período, se le concederá libertad plena y carecerá de ante-
cedentes penales. Su vida no ha sido despedazada en una cárcel degradante,
sino que ha podido rehacerla y enmendar el error cometido.
El sistema de la probation supone un paso de avance que haría adelantar a
Venezuela cerca de cien años en materia penológica. El principio del estudio de
la personalidad del encausado y de la individualización de la pena, tan exigido
por la criminología y la petrología contemporáneas, se aplicaría por primera
vez en nuestro país. Cubriríamos la deuda de un siglo de atraso que nuestras
leyes penales, tienen en relación con la ciencia actual. Y nos incorporaríamos a
la gran familia universal de naciones que ya han afiliado leyes como éstas a su
ordenamiento jurídico, siempre con resultados definitivamente positivos en lo
atinente a la prevención del delito y a la reeducación del delincuente.
La delincuencia en V enezuela 63

La asistencia post-carcelaria

Es el último aspecto a cumplir para la estructuración de un buen régimen


penitenciario. Se trata de la asistencia que se le debe prestar al hombre que ha
obtenido su libertad. Es decir, al preso liberado.
Es lo que se denomina también tratamiento post-institucional del recluso.
En Venezuela esto no ha existido o ha existido muy precariamente. Hubo
primero un Patronato de presos y liberados. Ahora el organismo correspon-
diente se llama División de Asistencia Social Penitenciaria. Es a ella a quien
le toca la última etapa en el tratamiento penitenciario. Últimamente se ha
anunciado oficialmente la creación de Centros de Asistencia en libertad, con la
colaboración del llamado Voluntariado Penitenciario. Todo tendrá como fina-
lidad facilitarle al recién liberado las posibilidades de hallar una ocupación. Se
añade en la información gubernamental que aquellos centros están o estarán
integrados por equipos técnico- científicos. con la participación de psicólogos
y trabajadores sociales.
Ojalá todo esto funcione. Pero con todo el respeto que merecen los eje-
cutivos y los subalternos que hayan tomado en serio su misión de asistencia
post-institucional. el panorama venezolano al respecto continúa siendo de-
plorable.
¿Cuál es el problema? Que muchos de los presos liberados salen dispuestos a
ganarse la vida en un trabajo honesto. Pero están de por medio los antecedentes
penales. Y nadie quiere emplear a un hombre con antecedentes. Está, además,
la policía. La policía que los acosa constantemente. Que los encierra una y otra
vez ante la mínima sospecha. Que los apresa en cuanto ocurre cualquier delito
cercano a la residencia de ellos o que de alguna manera pueda ser relacionado
con ellos.
Evidentemente que en muchos casos esas medidas policiales pueden estar
justificadas. Pero en otras, no. Se procede sin discriminación, apresando a
hombres que tienen la mejor intención de rehacer sus vidas.
64 E lio G ómez G rillo

Otras veces el acoso viene de los ex-compañeros de correrías del hombre que
ahora quiere regenerarse. Conozco el caso de un ex-recluso que se empleó en
una bodega. No pasaron muchos días sin que llegasen los viejos conocidos. Le
dijeron al portugués dueño del negocio que su nuevo empleado era un ladrón
profesional. El hombre no les creyó. Entonces le amenazaron con quemarle la
bodega si no lo despedía. Tuvo que hacerlo.
Experiencias semejantes vivió este sujeto por algún tiempo. No conseguía
trabajo. Cuando lo conseguía, lo perdía porque la policía se lo llevaba en una
redada o porque llegaban los delincuentes y amenazaban al patrono. A ellos
le interesaba que él siguiese en el grupo. Con todo, nuestro hombre persistió
y por obra de un verdadero milagro personal, hoy es un padre de familia que
compra su pan con dinero ganado honradamente.
Todo lo dicho explica esas siete, quince o veinte entradas policiales de algu-
nos hombres que una vez delinquieron pero que después pretendieron regene-
rarse. Y explica también la efectiva reincidencia de muchos de ellos.
Otra cosa es la llamada conciencia social. La comunidad ve como un leproso
social al hombre que ha estado en prisión. No estamos educados para ayudarle
a reinsertarse en la comunidad. ¿Es que leímos en los diarios hace poco que a
raíz de un incidente en un hotel capitalino, con el saldo de un herido grave,
éste y sus abogados declaraban que demandarían al dueño del establecimiento
porque había empleado como administrador del hotel a un ex-recluso?
Dicho en otras palabras, que la única manera de que ese hombre se ganase
la vida era delinquiendo, ya que el patrono que le empicase corría el peligro
de ser demandado.
Además de los centros de asistencia post-institucional que se crearen, es
urgente la vigencia de una disposición legal —la cual creo está en estudio—,
que reglamente el asunto de los antecedentes penales. En otros países se prevé
tal circunstancia. En determinados casos, los antecedentes penales no figuran
en el certificado correspondiente del sujeto. Todo está sometido, desde luego,
a requisitos y condiciones establecidas.
La delincuencia en V enezuela 65

Pero evidentemente, esta disposición constituye una buena fórmula expedi-


tiva para facilitarle al preso liberado las posibilidades de reemprender una vida
útil sin esa capitis diminutio que son los antecedentes penales.

Punto final

Tal es el panorama general de la delincuencia venezolana en su dinamismo


histórico y espacial y en su contexto contemporáneo. Tal es el panorama de la
política criminal represiva y preventiva que se ha aplicado y que se aplica en
Venezuela.
Insistamos en la prevención del delito como el aporte más efectivo que po-
damos hacer para combatirlo. En la faena preventiva se conserva la llave que
guarda los secretos de los mejores logros en la lucha contra el crimen. Pero no
se piense en la desaparición final de éste. Ya Durkheim enseñaba hace medio
siglo que tan anormal era una sociedad con exceso delictivo como lo sería con
ausencia del delito. Ferri sostuvo siempre que lo grave es la sobresaturación
criminal. Pero que la saturación criminal es normal en los organismos sociales
contemporáneos. Lo que resulta necesario es lograr su control, reduciéndole a
los límites estrictamente normales y disminuyéndola hasta donde sea posible.
A fin de cuentas, en el mejor de los mundos posibles, el delito seguirá al
hombre, como la sombra sigue al cuerpo.
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Apunte sobre la delincuencia y la cárcel
en la literatura venezolana
A manera de explicación

Entrego ahora este muy modesto Apunte... sobre el tratamiento que le dan a la
delincuencia y a la cárcel ocho novelistas venezolanos, en doce de sus novelas.
De esos ocho novelistas -Eduardo Blanco, Manuel Díaz Rodríguez, Rómulo
Gallegos, José Rafael Pocaterra, Ramón Díaz Sánchez, Antonio Arráiz, Miguel
Otero Silva y Guillermo Meneses- he elegido una novela de cada uno, salvo de
Guillermo Meneses, de quien he trabajado cinco novelas.
La selección de estos ocho autores no es fortuita. Todos ellos son, de una u
otra forma, clásicos de nuestras letras, y todos publicaron estas novelas no más
allá de la década de los setenta, límite cronológico sobre el cual he trabajado.
El haber tomado cinco obras de Meneses y una sola de los demás narradores,
tampoco es fortuito del todo. Es que Meneses trata en sus libros el delito —y
la cárcel en Canción de negros- en forma más insistente y reiterativa que los
otros. Así me parece, al menos.
No ambiciono nada extraordinario con la publicación de este breve volu-
men, el cual creo, después de todo, inicia un género de comentario crítico
no existente en Venezuela, como es el tratar de interpretar criminológica y
penitenciariamente el tratamiento que al delito y a la cárcel le asignan en sus
obras nuestros escritores.
78 E lio G ómez G rillo

Además del Apunte sobre ellos, añado otro en torno a los poemas carcelarios
de Andrés Eloy Blanco, e incorporo un testimonio de un autor joven, Carlos
López y la alusión al trabajo teatral El juicio del siglo de Fernando Gómez.
A manera de introducción, intento una visión general del tratamiento de la
cárcel en nuestra literatura.
La mayoría de estos trabajos han aparecido en mis columnas periodísticas
de los diarios El Nacional y El Globo de Caracas y/o en revistas y publicaciones
varias. Figuran acá, sin embargo, en general, con algunas modificaciones de
cierta importancia.
El libro se lo dedico a Rafael Caldera y lo publico expresa y justamente
después de concluir su mandato como jefe de Estado, para evitar así cualquier
interpretación malentendida. Porque la dedicatoria es para quien fuera mi
inolvidable profesor en las aulas de la UCV, como catedrático de la asignatura
Sociología Jurídica y del seminario «Elementos sociales en la novela venezola-
na», que él fundara. Este último inspiró estas páginas. He dicho mi profesor
Rafael Caldera y más bien debiera haber hablado de mi maestro Rafael Cal-
dera, porque a él le debo enseñanzas, orientaciones y consejos universitarios.
Reciba el maestro esta dedicatoria, como el testimonio de reconocimien-
to de un viejo discípulo que, entre las evocaciones de su vida universitaria,
conserva para él la gratitud, el cariño y el respeto que le profesé cuando era
estudiante de sus «Elementos sociales en la novela venezolana».

Elio Gómez Grillo


Caracas, 1999
Para mi profesor Rafael Caldera, en recuerdo
de aquel inolvidable seminario «Elementos sociales
en la novela venezolana», que el creara y dirigiera
y a cuyo calor nacieron las primeras inquietudes
que inspiraron estas páginas.
Introducción general

Autores y títulos

La cárcel ha aparecido en la literatura venezolana especialmente vinculada al


testimonio político. A pesar de la «venezolana libertad de estar preso» de la que
habló nuestro escritor Joaquín Gabaldón Márquez, y del «Desconfíe Ud. del
venezolano que haya llegado a los treinta años sin haber estado nunca preso»,
que solía decir el fundador del diario El Nacional, don Henrique Otero Viz-
carrondo, aludiendo a la represión permanentemente desatada sobre nuestros
luchadores políticos, es a partir de la década de los 70 cuando la bibliografía
nacional comienza a nutrirse con los relatos de los presos comunes.
Hasta entonces, quizás la única novela relevante escrita en Venezuela por un
autor venezolano sobre la cárcel y sus delincuentes comunes, es Puros hombres,
de Antonio Arráiz, publicada, en su primera edición, en 1938. Los personajes
centrales son los reclusos de una mazmorra gomecista, presumiblemente el pe-
nal de «Las Tres Torres» en Barquisimeto. Del resto, nuestra literatura narrativa
ronda los penales en actitud de diario, de autobiografía, de cuento, de crónica,
de novela, pero fundamentalmente con referencia al preso político. Quizás el
primer gran libro venezolano con el que podría abrirse el catálogo sea la Auto-
biografía del prócer José Antonio Páez; y el último, el valioso diario que de su
82 E lio G ómez G rillo

encarcelamiento en la cárcel Modelo de Caracas publicó el dirigente político


venezolano Antonio García Ponce, con el título de Los presos de la cárcel Modelo.
Entre uno y otro título la enumeración resulta abundante. Las Memorias de
un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra es de lo mejor del
género dentro y fuera de Venezuela y de Latinoamérica. Allí Pocaterra, enseña
sus garras, sus colmillos, su genio literario y su pasión venezolana. El general
Antonio Paredes ofrece su perfil espartano en un Diario de cárcel. El noble lu-
chador político Alberto Ravell desgaja su grandeza de último gran romántico
de la política venezolana en dos vibrantes, hermosos libros-diarios carcelarios:
Estampas y Humanidad. Miguel Otero Silva, poeta y novelista, quien ya había
publicado con Rómulo Betancourt un panfleto político juvenil: En las hue-
llas de la pezuña, introduce el tema de la cárcel en las páginas de tres de sus
novelas: Fiebre, La muerte de Honorio y Cuando quiero llorar no lloro, y en un
cuento virtualmente desconocido: «Miéntame la madre», llevado al teatro con
otro título, por el dramaturgo Luis Peraza.
Otros escritores de la generación de 1928, a la que pertenece Otero Silva y en
cierta forma Antonio Arráiz, insisten en incorporar trazos y trozos carcelarios en
sus obras, sobre todo los que como estudiantes protestatarios fueron inquilinos de
calabozos. Es el caso de Nelson Himiob con La carretera; de Juan Oropesa con
Fronteras; del mismo Antonio Arráiz, quien reitera el tema en Todos iban desorien-
tados; de Guillermo Meneses con El falso cuaderno de Narciso Espejo, novela que
por cierto señala un importantísimo hito literario en la historia de la narrativa
venezolana. En Canción de negros, la primera novela de Meneses -escrita en 1932
y publicada en 1934-, aparece la cárcel, ampliamente, con sus presos comunes.
No es frecuente que autor y actor de hechos históricos sean la misma per-
sona. Tal privilegiada circunstancia histórica se prodiga abundantemente en
muchos de los integrantes de la generación estudiantil venezolana de 1928,
que participaron en la protesta cívica y en el levantamiento armado contra la
tiranía de Juan Vicente Gómez. Además de los ya citados, es necesario añadir
los autores de dos libros-diarios que constituyen una crónica o relato de las
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 83

vicisitudes sufridas por ellos durante su permanencia carcelaria. Esas obras


son: En la prisión de Pedro Nolasco Pereira y La respuesta del Destino o La Ro-
tunda por dentro de Alejandro Trujillo. Posteriormente, Manuel Acosta Silva
publicó sus Historias del 28. El mismo Arturo Uslar Pietri, la figura literaria
más realizada de la generación de 1928, cierra Las lanzas coloradas, con Pre-
sentación Campos, el personaje central de la obra, en un calabozo: «...preso
y herido en aquella cueva...», y abre la novela Un retrato en la Geografía con
el general Diego Collado también prisionero, «...tendido solo, en una tabla
sobre el piso...». Además de que en sus cuentos «Barrabás» y «El baile del tam-
bor» se encienden, desde sus primeras líneas, las luces mortecinas de sendos
calabozos que bañan de resplandor carcelario la incómoda atmósfera -bíblica
la una, nacional la otra- de ambos relatos.

El testimonio político carcelario

El maestro de periodistas Leoncio Martínez, «Leo», entona desde su calabo-


zo, en la cárcel «La Rotunda», su «Balada del preso insomne»:
Estoy pensando en exilarme,
en marcharme lejos de aquí
a otra tierra donde goce
las libertades de vivir
A su lado, vecino de hermandad y de celda, Francisco Pimentel, «Job Pim»,
el gran poeta y humorista, prorrumpe en un adolorido «Dios nos saque con
vida de esta tumba...», un día de año nuevo. Otro poeta, Alfredo Arvelo Larri-
va, en su prisión del castillo de San Carlos, eleva sus Sones graves y otros sones
en presencia del porvenir.
Incluso, grandes figuras de nuestra literatura produjeron en la cárcel algunos
de sus mejores trabajos. Andrés Eloy Blanco, el incomparable poeta popular,
escribió dos de sus libros mientras estuvo recluido en las cárceles del gomecis-
mo. Es el caso de Barco de piedra y Baedeker 2000. Hasta una obra de teatro
84 E lio G ómez G rillo

produjo durante su cautiverio: «Todo está igual» porque «El teatro y la cárcel
-dice- son tan parecidos». Antes, el múltiple y restallante Rufino Blanco Fom-
bona había cantado y contado su experiencia de preso en Cantos de la prisión
y del destierro y en Diario de mi vida, además de que su novela El hombre de
hierro fue escrita en un calabozo de la cárcel de Ciudad Bolívar.
Todos estos autores escribieron desde la cárcel y sobre la cárcel. La obra más
definitivamente testimonial del género es Prisiones de Venezuela, publicada, en
su primera edición, en Colombia en 1935, la cual trata de la vida y la muerte
-increíbles- en dos penales venezolanos durante el gobierno gomecista. Los
penales son La Rotunda de Caracas y el Castillo Libertador de Puerto Cabello.
Los autores serían posteriormente figuras importantes en la vida política e in-
telectual venezolana: Jóvito Villalba, Miguel Otero Silva, «Kotepa» Delgado,
Fernando Key Sánchez, Manolo García Maldonado. Prisiones de Venezuela es
una obra muy cercana a las Memorias... de Pocaterra.
Con posterioridad al término de la tiranía gomecista, J.A. Cova insistirá en
el género con Entre barrotes, que es también un diario carcelario. Cova fue
director de diarios, historiador y editor. Otro testimonio prisional es el del
ilustre escritor Enrique Bernardo Núñez, quien fuera cronista de la ciudad
de Caracas. El trabajo se llama El garage, que es el nombre del retén donde el
escritor estuvo detenido. La publicación es de 1940.
Todo lo reseñado hasta acá cubre el primer tercio del siglo XX venezolano,
salvo la Autobiografía de Páez, que es del siglo pasado. Sólo los trabajos de
Cova y Núñez son ligeramente posteriores a los otros. De paso, añado una
referencia curiosa. Se habla de una novela llamada El infiernito, que habla de la
vida en la cárcel venezolana, publicada hacia 1870 y cuyo autor sería el gene-
ral Félix E. Bigott, de quien menciona el escritor Santiago Key Ayala algunas
obras «colosales» por lo pantagruélicas -que desdicen, por cierto, del diminu-
tivo infiernito-, como la Teoría e historia de la música, que trata desde las pri-
meras inmigraciones de los fenicios a Grecia, la Historia filosófica de Venezuela,
y una Gramática Latina de diez volúmenes con quinientas páginas cada uno.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 85

En 1942, el escritor y poeta Manuel Rodríguez Cárdenas obtiene el premio


Tamanaco en el segundo concurso de cuentos nacionales promovido por la
revista caraqueña Fantoches, con el cuento «Desamparo», el cual consiste en el
monólogo de un delincuente ante el tribunal que le juzga. El jurado lo inte-
graba, entre otros, Rómulo Gallegos.
La reiteración del testimonio político carcelario continuará después del de-
rrocamiento de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez con: Se llamaba
SN y Guasina de José Vicente Abreu. Después aparecerá -estamos ya en la
década de los 60- Campamento antiguerrillero de Juan Labana Cordero. Pos-
teriormente El túnel del San Carlos, de Guillermo Garría Ponce y Después del
túnel, de Diego Salazar. Antes de estos dos túneles, Ángel R. Guevara había
publicado Los cachorros del Pentágono, Eduardo Liendo, Los topos y Emilio
Saro, Tacarigua. Novela histórica. En la misma línea aparecerá La tortura, pu-
blicada bajo el seudónimo de Pablo Sulbarán.
Todo esto, en una u otra forma, está referido a la cárcel política. Del preso
común hasta este momento: nada relevante, nada significativo. En el teatro ve-
nezolano hay asomos más directos del tratamiento literario del recluso común.
Es el caso, por ejemplo, de Román Chalbaud, primero en su obra Sagrado y
obsceno; y después, con impresionante perspicacia sociocriminológica, en La
quema de Judas. También Rodolfo Santana en dramas como El sitio y La muer-
te de Alfredo Gris. Manuel Rodríguez Cárdenas llevó a la danza su creación
Negra, la mala intención, que baila magistralmente Yolanda Moreno con la
colaboración de Manuel Moros. Se trata del violento final de Faustino Parra,
el famoso bandolero yaracuyano.

A partir de los años 70

A partir de la década de los 70 se produce en Venezuela el boom de la litera-


tura del preso común. Alguna vez lo llamé el tercer boom ya que primero fue el
boom de la novela latinoamericana. Después el boom criminológico venezolano,
86 E lio G ómez G rillo

ya entrada la década de los sesenta. Esa literatura de la delincuencia común


encarcelada que comienza a desarrollarse en Venezuela hace escasamente poco
más de veinte años, seguramente tiene sus antecedentes más cercanos en A
sangre fría, el best-seller de Truman Capote que narra el exterminio criminal
de la familia Clutter. Capote logró una obra maestra de non fiction manejando
una sistemática diferente a la usada por André Gide cuando cocinó en Las
cavas del Vaticano un argumento muy semejante. Después vino Papillón, pos-
teriormente Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva y luego El
Padrino de Mario Puzo.
El gran aldabonazo testimonial del preso lo produce el estruendo del libro
Retén de Catia. Este es el nombre de un tenebroso penal caraqueño. Un ex
recluso del antro escribe un libro directo, vivencial, donde cuenta lo que allí
miró, lo que allí oyó, lo que allí padeció. El país entero se estremeció ante la
denuncia. En una nación medianamente exigente el libro hubiese producido
una crisis de gobierno. En Venezuela lo que produjo fueron ediciones y reedi-
ciones que todavía se leen y se venden, y que convirtieron al desconocido Juan
Sebastián Aldana -seudónimo bajo el cual se escondió el nombre del autor- en
el fenómeno más impresionante de la literatura testimonial venezolana. Per-
sonalmente no he conocido todavía a ningún estudiante universitario vene-
zolano que no haya leído Retén de Catia. Y no puedo decir nada semejante de
ningún otro libro.
Algo parecido ocurriría inmediatamente después con Soy un delincuente,
supuesto relato autobiográfico de Francisco Brizuela, y cuya autoría, en rea-
lidad, está muy cercanamente vinculada a la de Retén de Catia. La vida de-
lictiva y prisional del autor -personaje realmente muerto ya y disfrazado con
seudónimo- atrajo igualmente la atención de la gran masa lectora y los tirajes
se sucedieron uno tras otro. Hasta un film, que también fue todo un éxito de
taquilla, produjo el libro.
Los 40 años en el delito, que constituyeron las «memorias» del «cumanés»
Félix Vargas Chacón y los «cuentos» que Alfredo Alvarado, «El Rey del Joropo»
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 87

le narró a un escritor amigo, fueron los dos testimonios autobiográficos


siguientes en los cuales aparecen versiones y visiones episódicas del régimen
penitenciario vivido por sus autores.
La fuga en helicóptero del penal mexicano de Santa Marta de Acatitla, con-
sumada en 1971 por el norteamericano Joel David Kaplan y el venezolano
Carlos Confieras Castro, permitió que cada uno de los «helifugados» escri-
biese su libro y lo publicase. Ambas obras fueron best-sellers en México. El de
Kaplan, también en los Estados Unidos. El de Contreras lo fue igualmente en
Venezuela.
En 1974 aparecieron en Venezuela dos libros que también abordan el tema
penitenciario. Uno es Tacarigua. Novela histórica, de Emilio Saro. El título es
el nombre de la isla donde en unión de otros presos políticos estuvo recluido
el autor. Tacarigua es la misma tristemente célebre Isla del Burro, de largo,
sostenido ancestro en la historia del penitenciarismo venezolano. El otro libro
es Biografía con destino. Internado del Consejo Venezolano del Niño. Antesala del
delito de R.A Rodríguez. El título se explica por sí mismo. El autor es un ex
interno de los institutos de readaptación de menores del Estado venezolano.
Ambas obras son testimoniales.
Posteriormente Pedro Rafael Serrano Toro, «Barrabás», famoso ex delincuente
venezolano, el más célebre del país en los últimos veinticinco años de historia
criminal nacional, publicó algunos testimonios novelados bajo el título Si no
te apartas, te mato. Y con el nombre de Jon Calletano Franco apareció Cárcel
Modelo-Máxima seguridad, también ya bastante entrada la década de los 70,
al igual que el libro de Serrano Toro. Diego Salazar publica Los últimos días de
Pérez Jiménez en 1978. Y una religiosa entregada con fervor a la causa peni-
tenciaria, recopiló un grupo de relatos, cuentos, poemas, pinturas de presos,
que se publicaron con el hermoso título de Los presos también sueñan, que
son, como lo dice la contracarátula del libro, «cuentos de la cárcel, escritos e
ilustrados por los propios presos». La religiosa se llama Marita King. Tuve el
honor de ser el prologuista. Carlos López publicó en 1996 sus Relatos de la
88 E lio G ómez G rillo

prisión, los cuales están muy bien escritos. Cierro con Alexis Rosas y su libro
Grupo especial que, incluso, desborda el tema carcelario.
Concluyo con una referencia breve. Cuando tuvimos bajo nuestra responsa-
bilidad la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela, se nos
ocurrió crear un concurso literario con periodicidad anual, para los reclusos
de los establecimientos penitenciarios venezolanos. Se recibieron una y otra
vez decenas de trabajos. En el primer año de concurso el galardón de poesía se
compartió entre los reclusos Ricardo Oliva y Douglas de Jesús García, ambos
internos, en aquel entonces, en la cárcel Modelo de Caracas. Qué de los colores
se tituló el poemario de Oliva. Una muestra de sus versos es ésta:
Sí, brisa: azótame el rostro
Mi mueca, mi pelo, mi risa...
Aviva la lumbre que vive en nosotros
Dispersa la tierra con polvo de oro
e irrita mis ojos para bendecirte

El primer poema del libro de Douglas de Jesús García se llama «Sí que lo
son». Dice:
La muerte
Siempre es cosa de primera vez
Nunca se sabe

Otros de sus versos son:

Yo te recuerdo en Blue Jeans


Dando disculpas en inglés a un policía de Jajó

O bien:
No es mi ventana
Ni es el sol
He descubierto
que es un reflector
en la garita mayor
I
La delincuencia y la cárcel en la novela venezolana

Zárate, de Eduardo Blanco1

Zárate, de Eduardo Blanco es la historia de Santos Zárate, el «insigne ban-


dido», el «terrible salteador» -así le llama el novelista- de la selva de Güere, en
los valles de Aragua, entre Turmero y Maracay. Es un personaje de ficción que
el autor ubica en la época de la posguerra independentista, hacia 1824, y que
parece inspirado en otro cabecilla de salteadores de real existencia, como lo fue
«...el famoso Cisneros, que merodeaba al sur de la provincia de Caracas, en
comarcas de los Valles del Tuy...» (p. 46).
La primera edición de Zarate es de 1882. El personaje central ejerce «su
honorable profesión de salteador de caminos» (pp. 46-47) una vez concluida
la lucha libertadora venezolana. Eduardo Blanco explica socio- históricamente
la aparición de delincuentes como éste, cuando, «...desautorizado el pretexto
de la guerra, se hicieron insostenibles los disfraces, y tras el legionario que dejó
las armas, apareció el bandido» (p. 45).

[1]_ Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1997. Todas las citas de la obra
se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s) corres-
pondiente(s).
90 E lio G ómez G rillo

Santos Zarate es un desalmado bandolero, cuyo solo nombre hace temblar


a los pobladores de la región. Pero a quien también le cabe su buena pizca de
romanticismo. Al final de la novela, verbigracia, se da la irrupción violenta del
bandido para gritar «un “¡No!” terrible -explica el novelista-, cuya amenazado-
ra vibración, cual la de la trompeta apocalíptica, llenó a todos de espanto» (p.
448) -en el momento decisivo del «sí» de la doncella en el acto matrimonial. Y
hay, desde luego, la invocación melodramática: «¿has olvidado [exclama desga-
rradoramente Santos Zárate] a la vieja que sacaron muerta arrastrando en un
cuero de la cárcel de San Fernando? ¡Aquella vieja era mi madre!» (p. 451). Y
luego muere en un cursilísimo duelo a espadas. Agoniza pronunciando, desde
luego, un nombre de mujer.
La carga de mal gusto acumulada en escenas tales es verdaderamente cuan-
tiosa. Por si poco fuera tanta cosa, Zárate muere, precisamente, sacrificado,
cuando cumple un hecho noble. Y le mata, naturalmente, el propio beneficia-
rio, quien ignora, de plano, la capacidad de magnánima gallardía del curioso
transgresor. Todo, amigo lector, como ves, de una muy rica y muy poderosa
fortaleza ripiosa.
Mas, es lo cierto que, independientemente de que con Zárate Eduardo Blan-
co haya creado la novela venezolana -tal y como brillantemente lo ha sostenido
mi muy admirado y muy apreciado reverendo padre Barnola-, con esta obra se
estrena la literatura de la delincuencia en Venezuela. Zárate es, efectivamente,
la primera novela nacional en la cual el delincuente y su delincuencia son
contenidos centrales de la obra, aun cuando el tratamiento del autor sea todo
lo romántico y todo lo sensiblero que la época y el temperamento del narra-
dor hayan exigido. El parentesco literario más cercano en Venezuela está en
nuestra cuentística. Exactamente, en el tan almibarado «Ovejón» de Urbaneja
Achelpohl.
Eduardo Blanco abre y cierra él mismo el ciclo romántico de la literatura de
la delincuencia en la novelística nacional. El realismo -que no propiamente el
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 91

naturalismo- en esa literatura aparecerá más de medio siglo después. Lo logra-


rá Antonio Arráiz con ese soberbio aguafuerte goyesco que es Puros hombres.

Peregrina o el pozo encantado, de Manuel Díaz Rodríguez2

Es bueno releer obras que uno conoció hace mucho tiempo. Es el caso de la
breve novela Peregrina de Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927), un clásico de
nuestras letras. Conviene leer otra vez, pasados los años, lo que uno leyó ya,
ubicándolo entonces en escuelas literarias y perspectivas históricas. Ahora uno
lo lee desprevenidamente, como tomándolo al azar y sin armarse de preceptos
ni de enclaustramientos literarios.
Peregrina está escrita en un sostenido tono poético. Es un verdadero poema
en prosa. Puede ser leída en voz alta, como si fuesen versos hermosos y no
desluciría. En una escena de campo:
... Primero el buey clavó en el gañán sus ojos entre azorados y audaces,
para luego apaciblemente convertirlos al espectáculo del sol que en el
mismo instante surgía, cubriendo la tierra con su cálida caricia de oro.
Y el sol naciente, el mozo de hercúleas formas y el buey enguirnaldado
de hierba fragante, evocaron de súbito el dios, el sacerdote y la víctima
de un antiguo sacrificio ingenuo (p. 20).

No se puede pedir mayor belleza en la imagen. Díaz Rodríguez maneja el


idioma con asombrosa riqueza de vocabulario. Utiliza vocablos extrañísimos,
rarísimos, que no tienen uso común. El lector medio, para leerlo, debe llevar
a su lado un buen diccionario.
Agréguese, además, que toda esa preciosa riqueza verbal la utiliza el autor
para contar y cantar al campo. Las tareas rurales ocupan todas las páginas de

[2]_ Monte Ávila Editores, Caracas, 1972. Todas las citas de la obra se refieren a esta
edición; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s) correspondientes).
92 E lio G ómez G rillo

Peregrina. La hermosa escritura ennoblece, sublima, el quehacer del arar, del


sembrar, del cosechar y el escenario de esas faenas.

Seres y cosas de lo hondo del valle surgían como desternillándose de


risa en el ambiente diáfano y risueño (...) y en la clarinada de oro del
araguaney, ya bajaba en cascadas a la tierra por la amplia copa canden-
te de los mangos, deshechos en flor bajo la cálida urgencia del estío
(p. 92).
Ese escenario paradisíaco es el Ávila. Quizás pocas de las tantas páginas que
se han escrito y se escriben sobre la venerada montaña caraqueña, alcanzan no
sólo la majestad poética sino el fervor rendido con el que Díaz Rodríguez la
abraza.
...indiferente a la dicha y a la miseria de los hombres, en una atmósfe-
ra quieta y clarísima como una gema diáfana, el Ávila se erguía sereno
y sin nubes (...) la naturaleza, indiferente, reía. En la plena algidez
veraniega, de este a oeste, de norte a sur, estallaba la risa de la natura-
leza en la rojez clamorosa de los bucares. Llenaban de sangre y fuego
el valle, desde las riberas de Chacaíto a las riberas del Tócome (...) se
alineaban flamantes a la linde de los cafetales como una solemne pro-
cesión de antorchas (...) se apiñaban en verdaderos islotes de púrpura
(pp. 99-100).

Díaz Rodríguez trata a la montaña avileña como una verdadera deidad er-
guida sobre «la dicha y la miseria de los hombres (...) sobre la burla y el dolor».
En el seno de esa diosa se desarrolla íntegramente la anécdota de la novela. En
ésta, sus personajes todos se mueven y sus escenas todas se producen «bajo
el signo del Ávila». Como titula uno de sus libros cimeros, don Fernando
Key-Ayala.
Esos personajes lucen como virtuales posesos del bosque avileño y se mue-
ven bajo su influjo. El mismo influjo que parece recibir el autor al colocar
como eje, centro y corazón de la obra, a la montaña caraqueña.
Quizás por ello mismo, por ser esos personajes juguetes de un designio pan-
teísta que los sujeta a la merced de las fuerzas de la naturaleza, ellos lucen
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 93

como figuras desdibujadas, impresas sobre el suelo avileño, que en su tránsito


de luz y de sombra, produce en esas criaturas sus acciones de grandeza y de
miseria.
En Peregrina, la novela de Manuel Díaz Rodríguez, la delincuencia y la cár-
cel no constituyen temas relevantes. A pesar de que desde el comienzo mismo
de la obra se respira un aire oloroso a delito, a violencia, a duelo o algo seme-
jante. En las primeras páginas del libro ya se puede leer:

De entre el follaje de los árboles que asombran el establo de las vacas,


ahí cerca, surge el canto de la pavita. Los dos compadres, que van ya
rasando las paredes del repartimiento, vacilan y se paran algo turbados
y confusos. Miran a todos lados. Uno de ellos cree haber sentido crujir
las hojas secas, y sondea el cafetal con los ojos (p. 17).
Ese preludio no corresponde, por cierto, a la secuencia posterior de la nove-
la. Ésta se desarrolla en una hacienda al pie del Ávila y allí ocurren muchas co-
sas, pero entre esas cosas no figuran precisamente los delitos. Sólo hay noticias,
decires acerca de ellos: «...el paraje donde hacía poco se encontrara el cadáver
de una chiquilla de doce años apenas, con los crueles y repugnantes rastros de
la violación...» (p. 31). Y más adelante, cuando se describe al personaje amo
de la hacienda, don Vicente, señor feudal, a quien
... La suspicacia campesina, aunque sin prueba alguna, lo asociaba al
nombre de aquella mulatica apenas en pubertad que se encontrara ha-
cía poco muerta y violada al pie del Ávila, en lo hondo de un barranco
florecido de anemonas (p. 65).
También se mencionan los robos en la hacienda, que a don Vicente le po-
nían «...fuera de sí, al ver como cargaban con las mismas preseas de su corral...»
(p. 66). Se descubre el autor. Era la negra Higinia, «...negra cincuentona del
pueblo más próximo...». Higinia recurría a un curioso procedimiento:

...inconscientemente, una noche vino, como por sus pasos contados y


en la obscuridad, a metérsele entre los brazos [al mismo don Vicente]
(ídem).
94 E lio G ómez G rillo

...a un conato de cueva o socavón de la quebrada; ahí se despojaba


de todo traje, y sólo entonces, completamente desnuda, marchaba a
sus raterías, desafiando a la misma agudeza de visión de las lechuzas,
porque su tosca y viva escultura de ébano era en la obscuridad como
una noche dentro de la noche... (p. 67).
Higinia era una placera, diríamos hoy una buhonera del mercado, donde
vendía aves de corral, hierbas, frutas y legumbres. Eran frecuentes estos casos
de ratería en estas mujeres de pueblos constituidos «con el rezago de las escla-
vitudes» (p. 66); en los cuales eran ellas quienes trabajaban para sus hombres
ociosos. Y que «... Proveíanse por los medios legítimos, pero si éstos faltaban,
se proveían de todos modos, merced a un bien estudiado y meditado, aunque
azaroso merodeo» (p. 67).
Se dan detalles de un rapto en esta forma:
... Fresco se hallaba aún en la memoria de todos, el recuerdo de una
bella muchacha campesina que hacía cosa de dos lustros fue joya del
repartimiento y juez de la comarca. Una noche, dormida la madre,
salió hasta el pie del matapalo, y no volvió: sólo muy de mañana, al
día siguiente, los gritos de la madre desesperada anunciaron su fuga.
Escapóse con un mozo presumido y locuaz, dueño y conductor de
carretas, faramallero Tenorio de los Altos de Mariche. Y pronto aban-
donada, la rosa de su juventud se trocó, por la infancia del abandono,
en las adelfas y violetas de la tisis, precursora de la muerte (pp. 85-86).
No aparece en Peregrina ningún otro registro delictivo. Contrasta esta au-
sencia con la presencia dramática de la delincuencia homicida en otras obras
de Díaz Rodríguez. Por ejemplo, en su cuento «Las ovejas y las rosas del padre
Serafín» se describe un homicidio seguido de un linchamiento escalofriante,
así como en otro cuento también suyo, «Égloga de verano».
En Peregrina no hay nada de esto. La acción se desarrolla en una hacienda
cuyo fundamento real parece ser la hacienda San José, propiedad y vivienda
por muchos años del mismo Díaz Rodríguez y cuyos terrenos son los que hoy
pertenecen al celebrado Parque del Este de Caracas. Peregrina fue el último
libro de Díaz Rodríguez. Lo publicó en 1921.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 95

Del resto, la obra se desgrana en un canto sostenido al Ávila. «Su regre-


so coincide -se lee acerca del mismo personaje Peregrina en la obra- con la
insinuación de la luna detrás de un pico del Ávila, que se inflama de oro»
(pp. 10-11). «Reposaba de los libros contemplando el paisaje, siguiendo los
innumerables juegos de la luz en la diurna y ruda faz proteiforme del Ávila
paterno...» (p. 65).
He allí a Peregrina. El pozo encantado también se titula. Encantada toda la
novela por el embrujo de la refinada prosa lírica de Manuel Díaz Rodríguez,
que hace de ella un poema narrativo con música del Ávila al fondo.

Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos3 (Boceto de una interpretación crimi-


nológica)

Visión general
Si Doña Bárbara no fuese una obra maestra de la literatura, sería una emo-
cionante novela de aventuras con mucha acción y con un final feliz, un happy
end casi milagroso de película norteamericana mediocre. Hacen grande a la
obra, entre otras virtudes, la
...incorporación del lenguaje popular a la economía narrativa median-
te la estilización de una conciencia lingüística no existente en la novela
anterior, el nuevo sentido del paisaje y una narrativa existencia! hacia
afuera4,
como lo apunta Orlando Araujo, uno de los críticos más calificados de la
obra galleguiana. En el primer señalamiento, se trata de un habla popular
auténtica, verdadera; en el segundo, hay un «alejamiento del paisaje virgiliano

[3]_ Monte Ávila Editores, colección Eldorado, Caracas, 1977. Todas las citas de la
obra se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s)
correspondiente(s).
[4]_ Araujo, Orlando. «Prólogo.» En: Gallegos, Rómulo: Doña Bárbara. Monte Ávila
Editores, col. Eldorado, Caracas, 1977, pp. 13-14.
96 E lio G ómez G rillo

ofrecido en combinaciones de ciudad y campo...»5; y en el último, se ofrece


una proyección hacia afuera de los personajes y de sus conflictos.
El hombre galleguiano -a diferencia del hombre costumbrista- no se
contenta con vivir superficialmente entre las cosas ni con sermonear
continuamente a los demás -dice Orlando Araujo- sino que se siente
a sí mismo. En este sentido, Gallegos está dejando atrás la novelística
que hereda y abriendo caminos a la que ha de venir. Los personajes
galleguianos no se buscan a sí mismos, mediante la exploración de su
mundo interior, sino en el contacto y choque con el mundo exterior
(...) Intuyen sus fuerzas interiores y son capaces de apreciarlas sólo en
la medida en que las comparan y ponen a prueba con el mundo exte-
rior, el hombre galleguiano es un primitivo que quiere, que necesita
y que lucha por llegar a conocerse a través del mundo implacable que
lo asedia6.

Estas características, más la presencia del folclore y de las costumbres llaneras


-como lo señala Felipe Massiani-, contadas y cantadas en un tono definitiva-
mente épico-poético y los caracteres de sus personajes bocetados en pinceladas
de trazos rápidos y magistrales, son algunos de los elementos que convierten
a Doña Bárbara en una obra maestra, en «un verdadero poema de la llanura»,
como la cataloga Rafael Caldera, quien además considera que Doña Bárbara es
«la obra optimista por excelencia (...) ya que Santos Luzardo no sucumbe ante
las presiones del medio físico y social, sino que deja abierto en el horizonte un
gran mundo de esperanza»7.
Doña Bárbara es, a fin de cuentas -como lo afirma Juan Liscano-, novela
realista y poemática, novela picaresca, descriptiva, costumbrista, folklórica,

[5]_ Araujo, Orlando. Op. cit.


[6]_ Ibidem.
[7]_ Caldera, Rafael. «Prólogo.» En: Gallegos, Rómulo. Doña Bárbara. Edit. Dimen-
siones, Caracas, 1979, p. 10.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 97

sociológica, psicológica, y dramática8. Y es también -agregamos nosotros- un


verdadero muestrario delictivo. La obra comienza con un homicidio y una
violación-el homicidio de Asdrúbal y la violación de Barbarita- y termina con
otro homicidio: el cometido sobre Balbino Paiba, el bribón de la novela. Entre
uno y otro hecho se suceden toda suerte de delitos violentos y fraudulentos.
A las puertas del libro, Melquíades Gamarra, «El Brujeador» -un desalmado
primitivo- narra en una posada uno de sus crímenes: «Yo lo que hice fue arri-
marle la lanza. Lo demás lo hizo el difunto, él mismo se la fue clavandito como
si le gustara el frío del jierro» (p. 23). Páginas más adelante, el mismo Santos
Luzardo -el nombre de «Santos», por cierto, puede significar la fuerza del bien,
de la ley, que se opone a doña Bárbara, que es la fuerza del mal, de la antiley, y
del delito- describe a la Doña, a quien todavía no conoce: «Dicen que es una
mujer terrible, capitana de una pandilla de bandoleros, encargados de asesinar
a mansalva a cuantos intenten oponerse a sus desmanes».

Delitos y delincuentes
La sucesión de delitos de toda naturaleza se sucede en la raíz misma de la
novela. El padre de Santos, José Luzardo, es fratricida y filicida. Mata a su
hermano político, Sebastián Barquero, y después a su hijo, Félix Luzardo.
El caso es que los Luzardo y los Barquero siguieron matándose en forma tal
que, según narra el novelista: «...acabaron con una población compuesta en
su mayor parte por las ramas de ambas familias» (p. 33). Más que homicidas,
los Luzardo y los Barquero son, pues, genocidas, exterminadores de pueblos
enteros. La magnitud de ciertas monstruosidades supera los alcances de cual-
quier tragedia griega. Cuando José Luzardo mata en una gallera a su hijo Félix
Luzardo, «ya habían caído en lances personales casi todos los hombres de una
y otra familia» (p. 34). Santos Luzardo, el héroe de la obra, es entonces hijo de

[8]_ Liscano, Juan. Rómulo Gallegos y su tiempo. Universidad Central de Venezuela,


Dirección de Cultura, Caracas, 1961.
98 E lio G ómez G rillo

un fratricida y de un filicida. (A propósito, el gran escritor argentino Ernesto


Sábato dice que:
...la historia de la literatura está colmada de parricidios, incestos y crí-
menes de todas clases. Y no a pesar de eso -agregaba- sino precisamen-
te por eso, como decía Jaspers de los trágicos griegos, son educadores
de su pueblo. Los sueños son útiles precisamente por ser muchísimas
veces terribles «antisociales», porque liberan al hombre de grandes
conflictos interiores y lo hacen más apto para la vida en comunidad.
Las ficciones son, por decirlo así, sueños de la comunidad -sigue di-
ciendo Sábato-, realizados por los hombres que son condenados a esa
tarea, y también sirven para que la humanidad no se desintegre. Por
eso la paradoja: de haber realizado en vida Shakespeare o Dostoievski
los crímenes que cometen en los libros, habrían muerto en la cárcel.
Porque los escribieron en sus grandes creaciones sirvieron a la socie-
dad, y la sociedad los honró con estatuas y nombres de avenidas. Así
es la dialéctica del arte, para emplear la palabra incriminada9.)
De entrada también se asoman en la novela los delitos fraudulentos. Se ha-
bla de arbitrarios deslindes ordenados por los tribunales del Estado (p. 37).
Luego se mencionan «soborno, cohecho, violencia» (p. 38). Doña Bárbara
despoja a Lorenzo Barquero de La Barquereña y la transforma en El Miedo.
Hay jueces venales (p. 49). El mismo Lorenzo Barquero no es sólo un per-
sonaje victimal, una víctima. Fue también victimario cuando instigó a Félix
Luzardo para que se enfrentase a su padre José Luzardo, quien le mató. Por eso
el peón fiel, Antonio Sandoval, dice de Lorenzo: «Allá está purgando en vida
su crimen el que azuzó al hijo contra el padre» (p. 62). En delito semejante de
instigación a delinquir incurre igualmente Panchita, madre de Lorenzo Bar-
quero y tía de Santos Luzardo, que es la típica «encarnizada instigadora» de la
obra. Es Panchita, quien hace que su hijo Lorenzo abandone sus estudios y se
marche al llano a vengar la muerte del padre: «Vente -le dice-, José Luzardo

[9]_ Sábato, Ernesto. «Palabras en la inauguración del Primer Encuentro Internacio-


nal de Escritores en Buenos Aires, 1985.» En: El Nacional. Caracas, 19-5-85.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 99

asesinó ayer a tu padre. Vente a vengarlo» (p. 104). Gallegos lo describe así: «...
el reclamo fatal de la barbarie, escrito de puño y letra de su madre» (p. 104).
Por cierto que el psiquiatra Raúl Ramos Calles en su estudio Los personajes
de Gallegos a través del psicoanálisis -libro que tengo entendido molestó pro-
fundamente a Gallegos- considera que:
...la investigación psicoanalítica confirma de manera absoluta la rela-
ción, el indiscutible parecido que sospechábamos entre Panchita -ma-
dre de Lorenzo- y Doña Bárbara. Y es que ¿puede concebirse mayor
dosis de crueldad, de perversión y dominio morboso sobre un hijo,
que la de esta mujer, que es capaz de cortarle su carrera y su porvenir,
con el fin exclusivo de satisfacer sus criminales instintos de venganza,
al instar a Lorenzo a matar a su propio tío?10.
De una u otra forma, estudiosos de la obra y del pensamiento galleguiano
ven un «visible predominio de la mujer en la narrativa galleguiana», conse-
cuencia en buena parte de la experiencia vital de Gallegos como hijo y como
esposo. «La suerte generosa -dijo una vez Gallegos- me dio por madre a la más
buena mujer del mundo y luego tuve la prudencia de escoger esposa entre las
mejores también»; a la cual se refería diciendo que «esa mujer es para mí más
que una esposa; es un culto»11.

Más delitos y más delincuentes


El caso es que tenemos dos doña Bárbara: el personaje central de la obra y Pan-
chita Barquero. Ambas delincuentes: la primera, autora intelectual y material

[10]_ Ramos Calles, Raúl: Los personajes de Gallegos a través del psicoanálisis. Monte
Ávila Editores, Caracas, 1969, p. 22.
[11]_ Caldera, Rafael Tomás. La respuesta de Gallegos. Academia Nacional de la His-
toria, Caracas, 1980, pp. 167-168. El ensayista Leopoldo Veloz Duin cree ver una
semejanza, «analogía entre las costumbres atribuidas a las Amazonas y doña Bárbara
(...) el poder matriarcal, la crueldad, la codicia, el bebedizo alucinógeno y afrodisíaco
y (...) el dominio de la tierra». Véase: Veloz Duin, Leopoldo. El simbolismo en Doña
Bárbara. Ediciones Casa del Escritor, Caracas 1985, p. 9.
100 E lio G ómez G rillo

de cuanto hecho criminal pueda concebirse y realizarse. La segunda, instiga-


dora inclusive de parricidios.
La novela agota verdaderamente toda tipología delictiva del Código Penal.
El mismo Santos Luzardo saborea la «gloria roja» del homicida. Cree haber
matado a Melquíades Gamarra, «El Brujeador» -no queda claro, a fin de cuen-
tas, si el autor de este homicidio fue él o Pajarote-, y reflexiona:
Fue un acto de legítima defensa, pues había sido Melquíades el pri-
mero en hacer armas: pero lo segundo, lo que no fue acto de voluntad
ni arrebato de un impulso, sino confabulación de unas circunstancias
que sólo podían darse en el seno de la barbarie a que estaba abando-
nada la llanura; el ingreso en la fatídica cifra de los hombres que han
tenido que hacerse justicia a mano armada... (p. 294).
Y la meditación siguiente, que es francamente significativa:
Pero ¿no se había propuesto, acaso, cuando resolvió internarse en el
hato, renunciando a sus sueños de existencia civilizadora, convertirse
en el caudillo de la llanura para reprimir el bárbaro señorío de los
caciques, y no era con el brazo armado y la gloria roja de la hazaña
sangrienta como tenía que luchar con ellos para exterminarlos? ¿No
había dicho ya que aceptaba el camino por donde el atropello lo lan-
zaba a la violencia? (p. 295).
Y luego, ya hablando con Marisela, después de confesarle que ha matado a
un hombre, agrega: «¿Qué tiene de raro? Todos los Luzardo han sido homici-
das» (p. 311). Previamente ha reflexionado:
Ya Lorenzo había sucumbido, víctima de la devoradora de hombres,
que no fue quizás tanto Doña Bárbara cuanto la tierra brava, con su
soledad embrutecedora, tremedal donde se había encenagado aquel
que fue orgullo de los Barquero, y ya él había comenzado a hundirse
en aquel otro tremedal de la barbarie, que no perdona a quienes se
arrojan a ella. Ya él también era una víctima de la devora- dora de
hombres. Lorenzo había terminado; ahora comenzaba él (p. 311).
Criminológicamente, la dependencia del medio circundante natural, la re-
lación ecológica estrecha entre hombre y naturaleza en la aparente determi-
nación de la conducta criminal y la evidente importancia que se le asigna
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 101

a la herencia criminal, nos obligan a señalar a Doña Bárbara, la novela, como


una obra cercana a las posturas de la Criminología Clínica en cuanto a esta
supuesta causal delictiva y a teorías de vieja y reciente data que establecen
relaciones profundas entre geografía y delito, cuya manifestación más recien-
te, con una orientación más funcionalmente dinámica y estructural y desde
una perspectiva sensiblemente diferente, la representa la llamada Escuela de
Criminología de Chicago, en manos primero de Thrasher y posteriormente
de Shaw y Me Kay.

Entre homicidas y víctimas


Éstas son algunas conclusiones iniciales:
1. El delito en todas sus formas y manifestaciones constituye urdimbre
central en la estructura, composición general y trama funcional de la
novela Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. La figura principal que le
da nombre a la obra se forja sobre los mecanismos fenoménicos del
delito. Su condición victimógena la transforma, dentro de un proceso
criminogenético, en una personalidad delincuente. Primero es Barbari-
ta Nieves, unidad victimal, sujeto pasivo de actos lascivos de naturaleza
inclusive incestuosa, ya que su «taita» participa en ellos. Después es
testigo, virtualmente, del brutal asesinato de su novio Asdrúbal. Violada
colectivamente de inmediato, comienza a forjarse allí su personalidad
criminal. Una vez más se repite el axioma criminológico: en todo gran
delincuente ha habido una gran víctima.
2. Evolución semejante tiende a producirse en Santos Luzardo. Llega al
llano invocando la ley, «santo» anunciador de una nueva religión: la
de la legalidad y la de la civilización. El asesinato de dos de sus peones
-Carmelito y su hermano Rafael- le hace recurrir de nuevo a la búsque-
da de sanciones de acuerdo con la ley. Al no ser oído por Ño Pernalete
y Mujiquita -este último convertido ahora en seudojuez-, le dice a doña
Bárbara: «ahora estamos en otro camino» (p. 272), y momentos después
102 E lio G ómez G rillo

irrumpe, revólver en mano, donde los dos Mondragón, ordenándoles


incendiar la casucha de Macanillal, donde ellos vivían y que había sido
indebidamente levantada sobre terreno ajeno. Ante la resistencia de uno
de los Mondragón, Santos le hiere en un muslo de un certero balazo.
Luego, amarrados, se los envía a la autoridad. Después vendrá el in-
tercambio de disparos con «El Brujeador», Melquíades Gamarra. «La
gloria roja del homicida», de la que habla Gallegos. La novela termina
casi inmediatamente. De prolongarse, ¿no es lícito pensar -líbreme el
Señor de alguna herejía antiluzardiana- que Santos Luzardo devendría
paulatinamente en una suerte de «don Bárbaro»?
3. En la determinación etiológica del proceso criminogenético de Barba-
rita Nieves y Santos Luzardo, están presentes teorías y supuestos crimi-
nológicos perfectamente vigentes hoy día. Es la tesis, entre otras, de la
injusticia universalmente padecida del criminólogo belga Etienne de
Greef. Según dicha postura, el delincuente es ante todo un sujeto poseso
de un sentimiento victimal generado por una injusticia, una agresión,
una afrenta o un atropello producidos en forma más o menos continua,
real o imaginariamente padecido. Suerte de redivivo vampiro draculia-
no, el delincuente se convierte en victimario, porque primero ha sido
víctima. Devenido en ángel vengador luciferino, de lo que se trata es
de invertir los papeles, de cambiar las cartas. El delincuente es siempre
«hijo» de otro delincuente que al consumar su acto, está engendrando
a uno igual que él. Es Drácula incubando en el cuello de su víctima el
tóxico que a ésta la convertirá en otro vampiro.
4. Desde este punto de vista, el esquema criminológico galleguiano en
Doña Bárbara parece lucir elemental y simple. Pero no lo es. Santos
Luzardo pertenece a una familia de homicidas pluricidas que son fratri-
cidas, parricidas y virtualmente genocidas, puesto que han exterminado
poblaciones enteras, constituidas por familiares, como dice el novelista.
Es que se vinieron matando los familiares entre sí, los Luzardo y los
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 103

Barquero, hasta extinguirse. Incluso, padre e hijo -el padre de Santos,


José Luzardo y su hijo Félix, hermano de Santos- se baten en duelo,
muriendo el hijo. Se trata de una verdadera familia de asesinos. Cuando
Santos Luzardo esgrime su arma frente a los Mondragón y les ordena
que incendien la casa donde viven, «a los Mondragón -se lee en la obra-
no se les escapó pensar que quien se las daba [la orden] era un Luzardo,
hombres que nunca habían esgrimido un arma para amenazas que no se
cumplieran» (p. 273). Sabían que estaban en presencia de una familia
de asesinos implacables. Puede hallarse, entonces, en Gallegos, la tesis
de la familia delincuente, tan trajinada y tan polémica. Porque hay más
delincuentes homicidas en las familias Luzardo y Barquero, que en to-
das las muestras clásicas reales de familias delincuentes: los Kallikak, los
Rufer, los Nam, los Marcus, los Hill, los Dack, los Jukes, los Zero, los
Viktoria, los Anale...

Yo delinco, tú no delinques...
1. También está la llanura. La llanura es mala y es buena. Hace y deshace
delincuentes. El paso de la sequía a la inundación y de la inundación a
la sequía se repite en el paso al acto delictivo y en la posterior rectifica-
ción de ese paso. Cuando se comienza a producir la rendición de doña
Bárbara, al final de la novela, es precisamente cuando Santos Luzardo
comienza a hacerse delincuente: incendiario, heridor, posible homicida.
Y menos mal que allí termina la novela, porque el impulso agresor que
apenas empezaba a producirse en él, cobraba progresivamente mayor
fuerza destructiva. Doña Bárbara comenzaba a simbolizar la civilización
y Santos Luzardo la barbarie. La sequía y la inundación, la inundación
y la sequía.
2. El esquema de la secuencia fenoménica delictiva central de la obra su-
pone entonces un proceso dialéctico. La tesis, la afirmación, es el llano,
bueno y malo, malo y bueno al mismo tiempo. Como la naturaleza. La
104 E lio G ómez G rillo

antítesis, la negación, es el hombre, la cultura: ¿bueno, malo; malo, bue-


no? Bueno y malo, malo y bueno como el llano. La síntesis: el llanero,
no necesariamente negación de la negación, sino modulación humana
de la confrontación entre el llano y el hombre, entre la naturaleza y la
cultura. De síntesis, el llanero constituirá una nueva tesis que engen-
drará otra antítesis, para dar lugar a una nueva síntesis que será a su
vez otra tesis y así sucesivamente. Naturaleza, hombre, llanero: ¿son
buenos, son malos? ¿Honestos, delincuentes? Buenos y malos, hones-
tos y delincuentes. El proceso es dinámico, funcional y no mecanicista.
Bueno y malo. Malo y bueno. La maldad y la bondad. La bondad y la
maldad. La sequía y la inundación. La inundación y la sequía. La miel
de aricas y el tremedal. El tremedal y la miel de aricas. Tesis y antítesis.
Antítesis y tesis.
3. Todavía otra modalidad igualmente dialéctica: el delito se alimenta del
no delito; el no delito se alimenta del delito. Cuando hay un ligero
asomo de intención legal en Ño Pernalete, Santos Luzardo recurre a la
violencia. Cuando Santos quiere que se aplique la ley, Ño Pernalete la
burla. Cuando doña Bárbara mata y despoja, Santos trata de civilizar y
construir. Cuando doña Bárbara entrega sus bienes, generosa y despren-
dida, y se aviva en su pecho el calor de madre, Santos Luzardo impreca
y maldice, hiere y mata. El vacío delictivo de un personaje en un mo-
mento dado del transcurrir novelístico, lo llena otro con plenitud trans-
gresional. Tú delinques, yo no delinco, tú no delinques, yo sí delinco.
La tesis y la antítesis. La antítesis y la tesis. El verbo delinquir se conjuga
afirmativa y negativamente en primera y segunda persona, o viceversa,
sucesivamente, no simultáneamente. Las cosas, verdaderamente, termi-
nan siempre de una u otra manera por volver al lugar de donde salieron.
4. Doña Bárbara, al final, se pierde en la llanura. O se hunde en el tremedal o,
sombra errante, desciende el Arauca en su bongo, siempre «Arauca aba-
jo». La Doña, entregada ahora al bien, desciende el río. Cuando Santos
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 105

Luzardo abre el relato del libro, su bongo remonta, es decir, sube el


Arauca. ¿Sube Santos para seguir las huellas homicidas de la familia y ser
definitivamente un bárbaro asesino más de los Luzardo? A su llegada al
llano y en sus intenciones y andares iniciales, no. Pero también termina
atropellando, hiriendo y tratando de matar. ¿Subir es entonces ascender
al delito, entrar en él? ¿Y bajar es descender del delito, es decir, salir de
él? ¿El delito es, entonces, algo así como subir a qué? ¿A los infiernos o
a la verdadera fatal realización del mal cuando se ha oído el llamado de
la llanura mala? ¿La redención es, entonces, un descenso, un amarrarse
como Ulises al mástil de la embarcación para no atender los llamados
fatídicos de la maga Circe, un permanecer sordo a la voz de la llanura
mala para escapar, para descender de su ámbito destructor?

La llanura y sus tipos


1. En Doña Bárbara hay un estereotipo rigidizado de los personajes se-
cundarios. Un esquema simple, elemental, maniqueísta; símbolos, dice
la crítica literaria. Estereotipo, rotulación, etiquetamiento, estigmatiza-
ción, dice el criminólogo. Melquíades Gamarra, «El Brujeador», es el es-
quema del asesino primitivo, sin matices. Los Mondragón constituyen
una familia delictiva -como los Luzardo y los Barquero-, pero no fratri-
cidas. Por el contrario, son muy solidarios y hermanados. Representan
el esquema habitual de la banda familiar mercenaria para el delito. Son
delincuentes profesionales. Apolinar es el leguleyo pícaro y ambicioso,
sin escrúpulos de ningún género. Balbino Paiva es un bribón sin ley so-
cial y sin ley moral. Ño Pernalete es el coronelete de la patria bárbara, la
autoridad ignorante, arbitraria y corrompida. Mujiquita es un verdade-
ro pobre diablo, de alma pequeña, des- concientizada su noción moral
y palúdico su magro cuerpo de enfermo. El Sapo es un profesional del
asesinato, taimado y tenebroso. Los tripulantes de la embarcación don-
de viajaban Barbarita y Asdrúbal, y que terminan violando a aquélla,
106 E lio G ómez G rillo

lucen enfermos de lujuria y de sadismo. Mr. Dánger es el gringo de-


predador, atropellador y cínico, buen tomador de whisky. Son es-
quemas, estereotipos, clisés, retratos estáticos, quietos, criminológi-
camente yertos, independientemente de la grandiosidad literaria que
sublima su creación. Éstos son los malos en una simplificación mani-
queísta. Del otro lado están los buenos: Pajarote, Antonio Sandoval,
María Nieves, Carmelito, Marisela. Digo Marisela y pienso que ella es
heredera directa de la confluencia de dos vertientes delictivas podero-
sas: la de los Barquero-Luzardo y la de doña Bárbara. Si importara la
hipótesis delictiva herencial en el pensamiento galleguiano, Marisela
debería ser el tipo de sujeto delictivo más característicamente definido
y definitivo en la galería protagónica de la novela. Porque, además,
Marisela, de la llanura, sólo conoce el tremedal, lo malo; porque ha
carecido de la imagen materna y porque el padre es sólo una figura
desvaída con discutible posibilidad de internalización en la estructura-
ción de la personalidad de la hija. Marisela, sin embargo, es el ser más
angelical de la obra. Sólo le falta el sentimiento filial que la muerte del
padre hace estallar y que enamora definitivamente a Santos Luzardo.
Pareció no entender nunca Santos este auténtico milagro humano:
una criatura verdaderamente serafinesca brotada de vertientes inferna-
les aposentadas en el alma de los seres que la engendraron y en la tierra
sobre la que nació y se hizo. Criminológicamente me luce el personaje
más inverosímil de toda la novela.
2. La ley criminológica del llano, esto es, la subcultura delictiva viva en
la llanura, las pautas de socialización, lucen relevantes en la novela. El
llano supone una subcultura regional. La familia Luzardo-Barquero,
corresponde a una modalidad subcultural desprendida de aquélla. En
cualquiera de estos dos casos y en los dos, naturalmente, se trata de una
socialización sui generis de los individuos, una verdadera subcultura de-
lictiva, en el sentido que le da el criminólogo Albert Cohén. Más bien
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 107

-decimos- es una contracultura, es decir, una superestructura cultural o


una infraestructura cultural cuyas «reglamentaciones» de socialización
se apartan de los lineamientos contextúales de la normativa social gene-
ral. El parámetro subcultural es evidente en todo el proceso conductual
de los personajes de Doña Bárbara.

Conclusiones
1. De no ser una obra maestra de la literatura narrativa universal. Doña
Bárbara fuese una excelente novela de aventuras con muchos delitos,
muchos delincuentes y muchos héroes, mayores y menores. Y mucha
acción instantánea, cinematográfica, hiperkinética. Las cosas suceden
con la velocidad de una película moderna de James Bond. Héroes y
antihéroes, muchachos y bandidos se baten sin descanso -en hechos
y en palabras- durante las trescientas y tantas páginas del libro. En las
últimas escenas culminantes, la rapidez en la sucesión de los aconteci-
mientos adquiere ritmo de vértigo. No es el menor de los méritos de
esta novela magistral haber logrado serlo, a pesar de la relampagueante
movilidad de los hechos que registra y que constituyen su trama argu-
mental. «Es, me atrevería a decir -escribe el ex presidente Rafael Calde-
ra, quien fuera, por cierto, contendor de Rómulo Gallegos como can-
didato presidencial-, una obra perfecta. Es un verdadero poema. Poema
de la llanura, poema de su pueblo...»12.
2. El muestrario delictivo que contiene Doña Bárbara es tan elevado
que difícilmente admite parangón. Si no fuese todo lo que es, bastantes
virtudes detenta como para que pudiese constituir una muestra ejem-
plar de novela de delitos, quizás la gran novela de la delincuencia rural
venezolana, referida a una época y a una región: la llanera.

[12]_ Caldera, Rafael. Op. cit.


108 E lio G ómez G rillo

3. Hace falta un trabajo técnico que con paciencia y prolijidad tabule las
incidencias infraccionales que aparecen en esta obra, relativamente bre-
ve. El número de esas incidencias sería realmente impresionante y sin
comparación con algún relato semejante hecho en el país. La porción
cuantitativa y aun los extremos cualitativos del fenómeno criminal ad-
quieren una dimensión excluida de todo parangón, en relación con la
totalidad de la producción novelística venezolana.
4. En el orden criminológico, lo que hace a esta obra aún más impor-
tante, independientemente de la magnitud cuantitativa y cualitativa del
infinito número de hechos criminales que aparecen en sus páginas, es
la diferencia que establece en cuanto a la identificación y realización
delictiva entre los personajes principales y los personajes secundarios
del libro. Ya hemos tratado de señalar cómo ocurre esto: los personajes
secundarios son maniqueamente buenos o malos. Los personajes prin-
cipales son buenos y malos, como la llanura. Ésta se parece más a los
actores estelares que sobre ella se mueven en los roles protagónicos cen-
trales de la trama novelística. Doña Bárbara y Santos Luzardo son, efec-
tivamente, de acuerdo con lo que hemos intentado demostrar, malos y
buenos, buenos y malos.
5. Lorenzo Barquero, estudiante brillante, orgullo intelectual de la fami-
lia, venido al llano para matar, es el único de los personajes del libro que
pasa de victimario presunto a víctima real, cuando es atrapado por la
llanura y por doña Bárbara. Más bien, por el ángulo nefasto de cada una
de ellas. Lorenzo Barquero es un personaje diferente a todos. Se produce
en él la relación inversa: de probable agresor a agredido definitivo, des-
truido, aniquilado, sin secuencia circular ninguna. Lorenzo Barquero,
para la criminología, casi no es un personaje. Es un objeto criminológi-
co. Su estatura como personaje cobra dimensión victimológica, especí-
fica por su notable predisposición victimal. Lorenzo Barquero pertenece
más a la Victimología que a la Criminología.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 109

Y termino con una frase galleguiana que no pertenece a Doña Bárbara ni a


ninguna de las novelas del eximio narrador. Fue pronunciada en su alocución
ante el Concejo Municipal de Caracas, cuando se le proclamó Hijo Ilustre de
la Ciudad, a su regreso del exilio, en 1958. Más que todo cuanto he dicho en
estas páginas, la frase del maestro recoge, en primera persona privilegiada, lo
que ha tratado de ser la postura teórica central de estas ligeras consideraciones
nada más que preliminares, sobre un aspecto de su novela Doña Bárbara. Dijo
Rómulo Gallegos, en esa oportunidad: «¿Será necesario que yo agregue que
soy también hechura de mi paisaje natal?».

Tierra del sol amada, de José Rafael Pocaterra13

I
Tierra del sol amada es la tercera novela publicada por José Rafael Pocaterra
(1889-1955). Fue escrita entre 1917 y 1918 y publicada este último año,
cuando su autor no había llegado los treinta años de edad. Antes había dado a
conocer Política feminista o El doctor Bebé y Vidas oscuras.
La primera fue escrita entre los 22 y 23 años; la segunda, un año después.
La casa de los Ábila, su última novela, la escribió entre los 30 y los 31 años y
la publicó un cuarto de siglo después, en 1946, el mismo año en el cual deja
inconclusa otra novela suya, Gloria al Bravo Pueblo.
Tierra del sol amada es una novela que se desarrolla, desde luego, en Ma-
racaibo, durante la segunda década de este siglo, en los años de la Primera
Guerra Mundial. Vista de conjunto, se ofrece como un gran mural de la vida
social y de las costumbres de la capital zuliana, con el Lago, sus riberas y su
«relámpago» como mudos actores centrales.

[13]_ Monte Ávila Editores, col. Eldorado, Caracas, 1991. Todas las citas de la obra
se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s) corres-
pondientes).
110 E lio G ómez G rillo

En la obra aparecen las fiestas de la Virgen de la Chiquinquirá, el carnaval,


la gaita, los huevos chimbos, Venancio Pulgar, las zonas centrales de la ciudad
repletas de buhoneros, la numerosa población goajira. También la pequeña his-
toria de chismes esquineros, de vergüenzas familiares, de devaneos sexuales, de
paseos lacustres, de borracheras individuales, de ripios literarios, de intrigas me-
nores, de amoríos irregulares, todos dentro de la «alta sociedad» marabina de la
época. Además de ocuparse de tales acaeceres, dedica Pocaterra páginas enteras a
reflexiones sociológicas e históricas, análisis económicos y hasta raciales, propios
de la manera de novelar de la época. Todo esto vertido en una prosa dura, cente-
lleante, a ratos tierna, siempre hermosa y digna, de trazos rotundos con escasos
primores preciosistas. Es justamente la alta calidad de esa prosa de Pocaterra y la
profundidad de sus análisis socio-históricos, lo que ennoblece la anécdota de la
novela, la cual responde en gran parte a los moldes del folletín cursi.
La trama argumental tiene como personaje central a un joven veintiañe-
ro, Armando Mijares, aristócrata, millonario y calavera bien viajado, quien
vive historias contradictorias de amores. Primero, una «cocotte» lo enloquece,
lo engaña, lo humilla y casi que lo arruina. Después, Carmen, una humilde
doméstica, muchacha recogida en la casa de sus tías, sale embarazada de él.
La virtual erotomanía de este sujeto llega a tales extremos que cuando en
virtud de esta situación, va a pedirle consejo al anciano médico de la familia,
mientras aguarda ser recibido en su casa trata de seducir a la hija del galeno,
ex novia suya y mujer ya casada. Posteriormente, en medio de una tremenda
borrachera, termina fornicando con una prostituta, sin identificar la pareja en
la oscuridad de la habitación. La luz del amanecer ilumina el rostro de la pobre
Carmen, quien, a raíz del embarazo, se dedica a la prostitución. La escena llega
a su clímax de «culebrón» cuando Carmen le cuenta que la hijita de ambos ha
muerto. Para completar el itinerario rocambolesco de la anécdota, Armando
vivirá después un encendido romance con una treintiañera, Marilala, a quien
termina por convertir en su concubina y quien, al parir, morirá junto con la
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 111

criatura. Es el castigo que recibe Armando Mijares por sus felonías amatorias
y el que recibe el lector ante tanto ripio. Mas, como la forma de una creación
literaria es determinante sobre el fondo de ella, la tesitura general, sobria y
severa, con la que Pocaterra maneja la temática de su obra, mantiene la dig-
nidad de ésta.

II
En Tierra del sol amada, el tema delictivo y penitenciario no constituye,
precisamente, lo más relevante de la trama. Pudiera esperarse que Pocaterra
le asignase algún lugar en Tierra del sol amada -y en general, en su obra na-
rrativa- a la cuestión delictiva y carcelaria, pues entre los grandes narradores
venezolanos, ha sido uno de los que ha sufrido prisión por más tiempo. A los
17 años, en 1907, ya estuvo recluido durante más de un año en el Castillo Li-
bertador de Puerto Cabello y después en el Castillo de San Carlos, en la barra
del Lago de Maracaibo.
Uno evoca al Pocaterra autor de las Memorias de un venezolano de la decaden-
cia y asocia al padre de este soberbio testimonio carcelario con toda su obra,
aun con la escrita antes de su encarcelamiento en La Rotunda, que dio lugar
a las Memorias... y que ocurrió entre 1919 y 1921. Tierra del sol amada fue
escrita dos años antes, entre 1917 y 1918, después de haber estado preso en
Puerto Cabello y en Maracaibo.
Lo cierto es que la única alusión penitenciaria que aparece en Tierra del sol
amada ocurre cuando uno de los personajes relevantes de la obra -Pinillos-
asocia a determinados sujetos con un prisionero. «Han labrado su vida -dice el
texto-, han trabajado la madera de su existencia durante largos años como un
preso labra un coco o talla un cuerno...» (p. 117).
El hecho es que, al parecer, labrar cocos era un trabajo frecuente entre los
prisioneros del Castillo Libertador de Puerto Cabello, pues Andrés Eloy Blan-
co, también recluido allí 22 años después de Pocaterra, se refiere a lo que hacen
112 E lio G ómez G rillo

los presos: «Unos trabajan en hueso / otros en corteza de coco». El poema


pertenece a su poemario Barco de Piedra.
El caso es que el estudioso de nuestro penitenciarismo puede registrar este
dato laboral carcelario que no deja de ser interesante para la historia peniten-
ciaria de Venezuela. Y resulta altamente significativa la circunstancia de que la
información provenga de dos grandes creadores literarios de Venezuela -José
Rafael Pocaterra y Andrés Eloy Blanco-, coincidentes en noticiar el hecho. Lle-
ga a constituir una referencia de interés para nuestros historiadores la circuns-
tancia de que dos excelsos intelectuales venezolanos puedan suministrar datos
de presidio por haber sido presidiarios en su lucha democrática antigomecista.
En el orden de la criminalidad Tierra del sol amada nos presenta una Ma-
racaibo prepetrolera, anterior a los años veinte, cuando la delincuencia, al
parecer, no constituía en esa ciudad un problema social serio. Más todavía,
como quiera que la trama de su novela se desarrolla sólo en la alta burguesía,
los pocos hechos delictivos que aparecen en ella son los característicos de dicha
clase social.
De esta suerte, se habla en Tierra del sol amada de algo muy semejante al de-
lito de seducción consumado por el personaje central de la novela, el niño bien
Armando Mijares, en la persona de Carmen, la doméstica recogida y criada
por las hermanas Mijares, tías del seductor. También se alude al rapto come-
tido sobre Beatricita, señora casada, hija del doctor Olimpiades, y el adulterio
consiguiente. Habría que añadir las lesiones producidas por el mismo Arman-
do al golpear en el rostro a Gioccondo.
Llama la atención particularmente el hecho de corrupción de un oficial de
la policía, quien es sobornado con un billete de veinte bolívares y le dice a sus
sobornadores: «No tengan cuidado los caballeros... La gente decente se trata
como gente decente; pero váyanse para sus casas por aquí... no me compro-
metan» (p. 199).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 113

Cumboto, de Ramón Díaz Sánchez14

Cumboto, el precioso «Cuento de siete leguas» de Ramón Díaz Sánchez, es


una de las grandes novelas venezolanas en la que los delitos que allí aparecen
son determinantes para la trama. Lo más importante que ocurre en el extraor-
dinario relato sucede por esos hechos punibles, todos violentos y todos contra
las personas. Típico, por lo demás, de la delincuencia rural y de la época -fines
del siglo pasado, quizás comienzos del presente- en la cual parece transcurrir
la acción.
El primero de estos delitos es un homicidio intencional que comete don
Guillermo, el amo blanco. De un disparo de escopeta mata en la noche oscura
-sin saber quién es su víctima- al «Matacán», un mulato joven que merodeaba
la residencia en espera de amor. La única justificación del crimen que le da el
blanco homicida al negro padre adoptivo de la víctima es: «Cervellón, créa-
me que lo siento mucho, pero su hijo faltó el respeto en mi casa». Y no abre
averiguación policial, judicial ni nada semejante. Pareciera como si existiese
el derecho de los amos blancos sobre la vida y la muerte de los negros a su
servicio, todo dentro de la más absoluta impunidad.
Ese homicidio provoca un extraño ritual de brujería, de magia negra, en
el cual hacen intervenir a una serpiente. El sortilegio, exorcismo, o lo que se
quiera, hace, al parecer, que el asesino del «Matacán» perezca por la mordedu-
ra de una serpiente de cascabel. Éste sería un homicidio consumado por un
medio material indirecto, ya que se ha utilizado a un animal.
Un encuentro con saldo de lesiones graves se produce cuando el mulato
José del Carmen, en estado de ebriedad, trata de agredir al joven amo blanco
Federico, con un garrote. El negro Natividad -quien es el narrador en primera

[14]_ Edime, Caracas-Madrid, 1981. Todas las citas de la obra se refieren a esta edi-
ción; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s) correspondientes).
114 E lio G ómez G rillo

persona- sale en defensa de su amo. La riña a garrotazos ocasiona serias heridas


en ambos.
Se presume que en la persona del moreno Jaime Rojas, profesor de piano,
se ha perpetrado un homicidio. Seductor de una quinceañera blanca, a quien
embaraza, desaparece sin dejar rastro. Se señala como posible autor intelectual
de su muerte al padre de la seducida, quien trata, además, de matar al recién
nacido. Allí hay corrupción de una menor y tentativa de infanticidio o infan-
ticidio frustrado.
Anoto tres conclusiones:
1. Los delitos de Cumboto -que es, además, por cierto, una verdadera obra
maestra, un poema novelesco- se perpetran en un marco de relaciones
esclavistas, de amos y esclavos, de señores feudales y siervos de la gleba,
de blancos y negros. Todos son delitos contra las personas, y las víc-
timas son, salvo una excepción, negros. Las relaciones esclavistas y /o
feudales y el determinismo racial son las grandes, las últimas causales
de todos los hechos delictivos que constituyen uno de los leitmotiv de
la magistral novela. También la negritud, la cultura negra de la brujería,
los ensalmos, la magia, los conjuros, los ritos exorcistas y sortilegios,
utiliza este único recurso de impunidad con que cuenta, para provocar
un extraño homicidio, diríamos inducido.
2. El delito hace girar toda la secuencia de la trama. Un hecho de corrup-
ción de una menor lleva a un presunto homicidio y a un infanticidio
frustrado. Ese infante es adoptado por un negro y ya adulto, en una
cita de amor, es asesinado por un hombre blanco que ahora es el esposo
de su madre y que ignora a quién está matando. Como producto de
un conjuro, éste a su vez muere por la mordedura de una serpiente
cascabel. Su hijo -blanco, desde luego- se hace amante de una joven
negra, amor que produce una riña con lesiones graves y, además, un
hijo. Una calavera humana, presumiblemente de una de las víctimas de
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 115

los homicidios, que un personaje guarda celosamente, es un testimonio


permanente de la presencia de los delitos violentos en la obra.
3. Y también de la presencia de la muerte. En Cumboto el amor de los
negros lleva al delito y a la muerte. A la muerte violenta. Es como si el
negro no tuviese derecho de amar a una blanca. Jaime Rojas muere por
amor. El «Matacán» muere por amor. Por esta muerte muere don Gui-
llermo. Natividad y José del Carmen se hieren gravemente por amor.
El amante padre muere presumiblemente por decisión del padre de la
menor amante y se intenta el infanticidio en el hijo nacido de ese amor,
quien ya adulto es abatido por el esposo de su madre. La secuencia
amor-delito-muerte puede ser laberíntica pero no necesariamente fatal
cuando quien ama es el blanco. El amor no lleva entonces al delito vio-
lento y a la muerte también violenta; este amor puede conducir también
al arte. El amor se sublima, se santifica en el hijo que nace de la pasión
del joven amo blanco y de la joven sierva negra -Federico y Pascua- y
que cierra la n ovela como un «dios adolescente de plata oxidada» ante
el piano a tiempo silencioso, trayendo a Cumboto «en las teclas del
instrumento el gemido del pujao y el júbilo petulante de los pequeños
tambores».

Puros hombres, de Antonio Arráiz15 (Boceto para un estudio)

Estos personajes...
Más que una novela, Puros hombres es un testimonio. El autor lo deja en-
trever así cuando escribe, en la «Advertencia» inicial: «Éste es un libro brutal,
desarrollado en un ambiente sórdido y violento, entre personajes primitivos.
He sentido tanto escrúpulo al escribir muchas de sus escenas, como ardorosa

[15]_ Monte Ávila Editores, col. Eldorado, Caracas, 1974. Todas las citas de la obra
se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s) corres-
pondiente(s).
116 E lio G ómez G rillo

tristeza un día al presenciarlas». Y agrega: «Este libro es la cárcel». Añado que


creo sea ésta la única obra de la narrativa venezolana en la que el escenario
estelar es la cárcel. La cárcel con sus delincuentes comunes, no exclusivamente
con presos políticos. Creo que es también la única novela de autor nacional
en la que los personajes centrales son todos -salvo uno, el bachiller Gonzalo
Ibarra- delincuentes comunes. Y creo también que es la novela venezolana don-
de aparecen mayor número de delincuentes comunes hablando y actuando.
La cárcel de Puros hombres parece ser un presidio del interior del país. Posi-
blemente, el penal de Las Tres Torres de Barquisimeto, o El Castillo de Puerto
Cabello, o ambas prisiones. En las dos estuvo preso Antonio Arráiz. Pero no
es una cárcel caraqueña. Uno de los personajes, el coronel Casanova, dice: «yo
tengo instrucciones del General de allá de Caracas» (p. 129). La época hay que
ubicarla, desde luego, en los años de la dictadura de Juan Vicente Gómez, tiem-
po de la prisión del autor. Posiblemente en los últimos años de esa dictadura.
¿Cómo son los delincuentes de Puros hombres? Arráiz los considera seres hu-
manos, sin más. Ni santos ni monstruos. No coloca a los hombres, digamos,
normales en un compartimiento separado de los delincuentes. Estos tienen la
grandeza y las miserias del hombre medio. Son hombres, también. Cuando
uno de los reclusos, provocador, dice, justificando su guapetonería: «Yo soy
un hombre», otro le responde: «No sea bolsa hombre. Cállese la boca. Aquí
no habernos sino puros hombres» (p. 52). Y otro preso se molesta cuando se
conduelen de uno de ellos, y replica: «A un hombre no se le dice pobrecito
nunca» (p. 133). Otro dirá: «Palabra de hombre es santa» (p. 167). Y Besugo,
uno de los reclusos, quien sufre de hernia y usa braguero por fuera de la ropa,
proclama: «El hombre macho saca sus defectos para afuera, para que lo vean
los demás» (p. 107).
El muestrario delictivo que presenta Arráiz es, esencialmente, de homicidas;
más bien de asesinos, en cuanto el asesinato se entiende como un homici-
dio, agravado o calificado. Allí está Matías, el cabo de presos a quien apodan
Guardajumo. Ebrio, estranguló a su mujer y decapitó a la hijita de dieciocho
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 117

meses. Mata en estado de embriaguez patológica. Parecen revelarse en él las


características del epileptoide, además de oligofrenia y primitivismo cultu-
ral. Es un homicida intrapersonal puro. O sea que delinque por un apremio
morboso de su propia personalidad. En este caso se trata de un caracterópata
hipoevolutivo.

Los homicidas y los ladrones


Allí está el negro Julio, cabo de presos. Era sargento y visitaba a la pros-
tituta Lucila. Por celos, la mató, clavándole «...la daga con movimientos
regulares, sin prisa, con método, en el pecho, en la garganta, en el hombro,
tan absorto como si realizase un fino trabajo de filigrana» (p. 62). Huyendo
de este crimen, merodeó por los campos durante meses. Cuando le hicieron
preso tenía ya en su cuenta siete homicidios y quince heridos. De los diez
hombres de la comisión que le apresó, mató a uno e hirió a otro. Sólo se
rindió cuando se quedó sin sentido, herido de un balazo. En la cárcel, el
negro Julio es un excelente compañero, de actitudes nobles e incluso ab-
negadas con los otros presos. Es el homicida pasional con trastorno mental
transitorio. Parece ser un delincuente endoexógeno. Se combina una desar-
monía latente de la personalidad con la intervención mediata e inmediata
de factores ambientales.
Delincuente pasional es también Alcibíades, el niño bien del penal. Mató
al que cortejaba a su mujer. Lo hizo con su sirviente Pablo. Obligó a la mujer
a escribirle una esquela al presunto amante, dándole cita. Cuando llegó, el
criado le apuñaló por la espalda. Alcibíades, en tanto, le disparaba de frente,
sin dar en el blanco. Es que «Revólver no mata solo. Se necesita por detrás
esto» (p. 67), le decía otro preso tocándose el corazón. Alcibíades es el tipo de
homicida pasional frío, que se vincula a la personalidad esquizoide de Krets-
chmer. Así como el negro Julio correspondería exactamente a la personalidad
atlética del mismo Kretschmer. Este tipo humano cuando delinque, es autor
de delitos brutales, feroces, como los del negro Julio.
118 E lio G ómez G rillo

Asesinos también son dos jóvenes, presumiblemente menores de edad,


autores de un crimen al parecer famoso en la época, «El crimen del pavo».
Entre los dos destrozaron a un niño, a quien llevaron engañado bajo el
pretexto de que le venderían un pavo. Todo para robarle nueve reales y una
locha. Cuando se les recrimina el bajo costo del crimen, uno de ellos re-
zonga: «Guá, ¿y uno es brujo para saber cuánto tenía en el bolsillo, pues?».
Son dos menores con evidentes rasgos de oligofrenia. Quizás de esquizoi-
dismo oligrofrénico. Hay en ellos la fría crueldad destructora de este tipo
de homicidas.
Los delincuentes contra la propiedad casi no aparecen. Se habla de los
rateros, colectivamente. Una excepción es Silvita, llamado «Quejas del
alma», preso por estafa. Boticario, calígrafo extraordinario y romántico im-
penitente, pone en evidencia las notas generales del estafador, considerado
como el delincuente de mayor nivel de inteligencia. Aquel en quien la fuer-
za es reemplazada por la astucia. A la violencia, al músculo, a lo visceral, los
reemplaza el ardid, la maquinación, lo cortical.
La otra excepción es el niño Marco Antonio González, «Marquitos». Es
un negrito que trabajaba como criado de una familia rica. Echado de esa
casa, acusado de un hurto mínimo que no cometió, deviene en niño lim-
piabotas, raterillo, limosnero, cuidador de automóviles, autor de hurtos
pequeños. Fue capturado cuando se llevaba la corneta de un automóvil.
En la jefatura fue violado. Después pasó a presidio. Luego, a la carretera,
siendo todavía un niño. «...Morirá (...) boca abajo -dice el novelista- sobre
el polvo blanco que muerde con dientes de leche, con un grillete en el tobi-
llo, de un golpe de pala que le asesta el negro Amargura “porque no quiere
trabajar’”» (p. 81).
Llama la atención como los rateros -niños en su mayoría- son tratados
en la cárcel peor que los homicidas. Duermen en «El Olvido», que es el
calabozo de castigo, o en el corredor, al aire libre, en el suelo. Y se les envía
luego a la carretera, que es un «embarque hacia la muerte» (p. 79).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 119

Éstos son los presos


También hay delincuentes sexuales. Allí esta «Colombia», que «...se pasea
con su paso que parece una jugada de ajedrez», con «...un casimir negro que
batiría el récord de la mugre en el campeonato mundial...» (p. 29). Está preso
porque se casó dos veces en Venezuela, tres veces en Colombia y otras dos
veces en Puerto Rico. Después, dispuso de doce mil bolívares de una viuda
con la que vivía.
Pero antes le había botado otros cinco mil bolívares a otra mujer y
siete mil a otra, y cuando se armó el zaperoco se descubrió que había
deshonrado a una muchacha en El Limón, de buena familia ella, y que
le tenía palabra de matrimonio a otra señorita. Figúrate vos -comenta
otro preso-: y eso que no tenía aquí más de diez meses. Dígame si lo
dejan rienda suelta. El estrago es mucho (p. 30).
También es delincuente sexual el viejo Bruno, rezandero con aires de espiri-
tista, quien termina por presentar síntomas demenciales. De barba blanca en
la que algunas veces se «encrespa una ráfaga sacerdotal» (p. 34), está preso por
estupro, es decir, por violación de una menor.
Salvo Alcibíades, Gonzalo Ibarra y Manuel Cortez, casi todos los demás
presos son proletarios o infraproletarios. Algunos de clase media, como Silvita,
el boticario, y Florencito, empleado de una petrolera. Pero el negro Julio es
un sargento analfabeto. Matías un campesino también analfabeto. Besugo era
coime de un billar. Alfonzo «Nariz de Tacón» era repartidor de pan. «Sal de
Higuera» era chofer de un camión. Marco Antonio, limpiabotas y vendedor
de billetes de lotería y de periódicos. Pablo, sirviente. Están también el negro
Felipe, Eufradio, Celedonio, Ulpiano Cáceres, Gerónimo, el capitán Rinco-
nes, el coronel Faustirío, Tarciso, Cleto, Moisés, Juan de Dios... El autor los
repasa a todos. Les describe
... Los troncos desnudos de los hombres, de tonos chocolate, relucen
al sol con la humedad del sudor. Algún músculo -dice- evoca todavía
melancólicamente labores de tierra abierta y aire libre, y machete y
escardilla, y pala, o el alegre trajín de los parihueleros. Por la vía de los
120 E lio G ómez G rillo

rostros tostados se toma el camino de los arreos, montaña adentro (...)


con sus grillos y sus grilleras, con la maraña de aparejos que les bajan
y les cruzan y los macizos hierros que los achantan contra el suelo,
tienen -dice el novelista- cierta vaga semejanza con monstruosos ani-
males invertebrados, con langostas, cangrejos o escarabajos provistos
de tenazas y macanas (p. 110).

En estos hombres aparece bien delineado el tipo característico del delin-


cuente venezolano de aquel tiempo. Que no se diferencia notablemente del
actual. Estos hombres son seres con rasgos psicopatológicos, con un bajo ren-
dimiento mental derivado de una nutrición deficiente y de ninguna o una
muy escasa estimulación mental. Hay, además, una carga agresiva herencial y
el ambiente social en el cual se han desenvuelto es totalmente negativo.

Apunte para una interpretación criminológica


Algunos de los factores básicos de la personalidad criminal de la que habla
Pinatel están presentes en estos personajes. La agresividad, en primer término.
Esa agresividad se afina y se hace más profunda con el sentimiento univer-
sal de injusticia padecida, a la que se refiere el criminólogo belga Ettienne
de Greeff, característico en los delincuentes. A la agresividad se añadiría otro
factor básico: la anafectividad. Los delincuentes de Puros hombres no son ana-
fectivos. Hay en ellos un profundo sentimiento de condolencia por sus com-
pañeros. Podría hablarse, en todo caso, de que se trata de solidaridad, más que
de afectividad. ¿Hay en ellos egocentrismo, ese elemento básico de la estructura
criminal? No parece haberlo. Ninguno cree ser el centro del mundo, ni que
el mundo está hecho para él. Por último, la imprevisión, la labilidad, sí luce
evidente en ellos.
En todos, en general, se observa una tremenda ingenuidad vital que brota
de una vitalidad inocente pero desbordada y dañina. Está patente en ellos el
mecanismo de la dinámica delictiva. Esta consiste esencialmente en una pro-
funda rigidez conductual, en una limitación de la personalidad, en un sis-
tema de negación para una afirmación individual posterior. El delincuente
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 121

es, fundamentalmente -y así luce en la novela de Arráiz-, una extraordinaria


energía lamentablemente perdida. Una bella lucidez aberrada. Es un funesto
diosecillo que cumple una destructora redención inútil. Porque la delin-
cuencia no es, a fin de cuentas, sino la desmesura intuitiva distorsionada
por la contradicción dialéctica vital: precocidad por una parte y fatiga de
vida por la otra. Impaciencia acá y desaliento allá. Afán de existencia en un
aspecto, y consumición violenta, agotamiento de esa existencia en el otro.
El delincuente es un niño y es un anciano. Un ángel redentor y un demonio
exterminador. La delincuencia es la actitud de perfecta asimetría entre el
sumo bien y el sumo mal.
En ese enérgico aguafuerte goyesco que es Puros hombres está también pre-
sente el elemento étnico, racial. Muchos de los delincuentes son negros: Juan
de Dios, Julio, Cornelio. El novelista les asigna una disposición supersticiosa,
nacida de su origen racial. Olvida quizás que una característica importante del
hombre delincuente, cualquiera sea su raza, es la superstición. En la novela
hay todavía, desde luego, mucho paño donde cortar. El amor a la libertad en
el hombre preso, la distribución de un día de cárcel, la condición miserable
del prisionero.
Aquí no hay hombres. Aquí lo que hay es presos. Preso es preso, y su
apellido es calabozo (p. 50).
No aparece la jerga popular de la época. Esto es interesante ponerlo de re-
lieve. No hay argot hamponil. Arráiz pone a hablar a sus presos sin emplear el
vocabulario delictivo. Quizá sea una omisión de importancia. Tampoco hay
muchos apodos y hay, sí, la presencia de la sexualidad reprimida, característica
de la vida carcelaria. También está presente la música, que embandera los días
del preso. La zalamería adulona de algunos delincuentes. También está presen-
te la nobleza de otros. A veces, el poeta traiciona al testimonio y a Arráiz se le
va la lira en los calabozos y en el patio lóbrego de la prisión.
¿Conclusión? Una buena estampa, un aguafuerte recio de los delincuentes y
de la cárcel de una época venezolana. Puros hombres de Antonio Arráiz.
122 E lio G ómez G rillo

Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva16 (la violencia venezo-
lana en la década de los 60)

Introducción
En las cuatro primeras novelas de Miguel Otero Silva, la violencia ocupa
un puesto de importancia. En Cuando quiero llorar no lloro, la violencia es la
columna vertebral y el dinamo que mueve toda la acción de los protagonistas.
La obra bien pudiera ser denominada la novela de la violencia venezolana.
En la primera novela del autor, Fiebre, la violencia es política. La violencia
en forma de insurrección cívica y cívico-militar de los estudiantes de la genera-
ción del 28, contra la tiranía de Juan Vicente Gómez. Es la violencia oficial de
la prisión o de la tortura en Palenque. Es la violencia de la montonera rebelde,
encarnada en un sanguinario general Urrutia. En Casas muertas, la violencia
también oficial del coronel Cubillos, jefe de Ortiz, y la violencia política ge-
neral, puesta de manifiesto en las tramas conspirativas en las que participa
Sebastián. Incluso, el mismo paso por Ortiz del autobús que lleva a los estu-
diantes a la prisión de Palenque, es otra expresión de la ráfaga de violencia que
una y otra vez arropa a la novela. En Oficina Nº 1, la violencia se ubica en las
vanguardias de la lucha sindical en la industria del petróleo. Hay alusiones a
la situación de violencia en el país y en el mundo. Matías Carvajal personifica
esa inquietud. Pero él es un maestro de escuela, símbolo de la antiviolencia.
La muerte de Honorio es la narración de la violencia represiva desatada desde la
primera hasta la última página de la obra. El tenedor de libros, el periodista,
el médico, el capitán y el barbero, los cinco personajes del libro, viven sus
vidas, cada una de sus vidas, entre el martirio de la tortura y el martirio del
encierro. La violencia sediciosa recibe una respuesta definitiva en la violencia
llevada hasta los últimos extremos de la crueldad y del dolor. En Fiebre, en

[16]_ Editorial Tiempo Nuevo, Caracas, 1970. Todas las citas de la obra se refieren a
esta edición; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s) correspondiente(s).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 123

Casas muertas y en Oficina Nº 1, la violencia política corresponde al momento


histórico de la tiranía gomecista. Los torturadores de La muerte de Honorio
pertenecen al aparato represivo de la dictadura perezjimenista.
Cuando quiero llorar no lloro es la novela de la violencia juvenil venezolana
durante la década de los sesenta. Los tres personajes centrales, los tres Vic-
torinos, representan cada uno una forma de violencia y un estamento social
determinado. Victorino Pérez es el joven de extracción infraproletaria que per-
sonifica la violencia delictiva común. Victorino Perdomo es el muchacho de
la clase media que encarna la violencia política. Victorino Peralta es el adoles-
cente de la alta burguesía que individualiza la violencia vandálica. El primero
es un ladrón puro; el segundo, un guerrillero urbano; el tercero, un «patotero»
agresivo. Este clima de violencia el autor lo colorea con un torrente y con un
sentido del humor que le imprime un especial tono chaplinesco -del mejor
Chaplin-injusticia, poesía, humorismo- al espíritu de la novela. Novela que en
la realidad es una suerte de tres novelines unidos sólo por la causa común de
la violencia venezolana.

Victorino Pérez o la violencia delictiva común


Victorino Pérez pudo ser el único personaje de la obra. Ésta hubiera sido,
entonces, la novela de la delincuencia común venezolana a partir de 1958.
Victorino Pérez es un extraordinario arquetipo del delincuente venezolano
duro, agresivo, audaz. La historia de Victorino Pérez comienza bajo el signo
de la violencia con la fuga de la cárcel, la muerte de uno de los fugitivos, el
escape por «eso que llaman río». Continúa con la violencia amorosa, al herir
a la «concubina infiel», y termina con el asalto a la joyería y la muerte de
todos sus autores, tras una persecución triste y una balacera endemoniada.
Por si fuese poco, el autor añade la violencia sexual, al registrar la violación
de Crisanto Guánchez, el compañero de Victorino. Y se evoca, además, la
infancia violenta de Victorino, con un padre bonchón y cruel, que castigaba
al muchacho con latigazos de cabo de presos. Toda esa violencia se registra
124 E lio G ómez G rillo

en un tono sostenido de poesía y humorismo. Este último tan oloroso a Ra-


belais, al Lazarillo, o al mismísimo Morrocoy Azul, hijo directo y dilecto del
autor. El poeta de Agua y cauce, o de 25 poemas, o de la Elegía coral a Andrés
Eloy Blanco, o de Umbral, se asoma constantemente a la ventana para ver lo
que ocurre en el mundo de violencias de Victorino Pérez. Así, a uno de los
menores que se fuga con Victorino «le entró por las costillas el plomo glisan-
te de un balazo, quedó aquietado por un áncora de sangre» (p. 50). Carmen
Eugenia, la muchacha de la casa de vecindad, que le gusta a Victorino, tiene
una piel excitante de «suave azúcar morena» (p. 53). Y cuando Victorino le
lanza una pedrada al loro procaz, «de haber dado en el blanco -dice el no-
velista- lo acompañaría hasta la hora de su muerte el espectro emplumado
del más inicuo de los crímenes». Y en la misma fuga de la prisión, el autor
describe a uno de los colaboradores, a Rosa de Fuego, como «el marico más
feo que ha inventado Dios» (p. 48).
La violencia en la historia de Victorino Pérez tiene ramales. El ramal de la
violencia penitenciaria venezolana: en la iniciación del libro. Los carceleros
le parecen al novelista «cinco forajidos subalternos que se coaligan para em-
prenderla a cintarazos contra las magdalenas indefensas» (p. 49). La violencia
paterna que padece Victorino es un segundo ramal. Facundo Gutiérrez, el
padre de Victorino, es un «robot de premeditación y castigo, con la hebilla de
la correa anudada a la mano derecha, es una correa ancha y sombría, sacada
del cuero de una bestia peluda, váquiro o quizás demonio en cuatro patas»
(p. 54). Y he aquí el ramal de la violencia pasional, cuando Victorino halla
a Blanquita, su mujer, con otro hombre y la hiere en las nalgas. La navaja
«se hundió en un surco largo y profundo de carnicero. La sangre escandalosa
embanderaba las sábanas y engrandecía rosetones en el colchón, una gótica de
tinajero empezó a picotear sobre los ladrillos» (p. 109). Otro ramal: el de la
violencia delictiva común actuante. En el atraco y muerte del sastre italiano:
«al centro del pecho le mete un balazo que lo tiende patas arriba» (p. 143); en
el atraco a la joyería: «Victorino le golpeó la cabeza con el mazo del revólver,
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 125

un gusanito de sangre le coloreó el marfil de la calva...» (p. 147). Y, por últi-


mo, la combinación de esa violencia delictiva común, en la escena final de la
muerte de Victorino y de sus acompañantes:

Victorino arrebata de un manotón la ametralladora que yace, muda,


junto a la cadera de Crisanto Guánchez para ser más exactos. El tiro
fue en la nuca, un balazo de esos que no conceden indulgencia de ay
mi madre (...) Victorino (...) se pone a disparar por entre el tragaluz
de vidrios rotos (...) El Curita dispara el revólver de vez en cuando
desde la portezuela izquierda (...) El pobre Madison tiene un tiro feo
de venado en la espalda, vomita sangre de bruces sobre el volante, lo
sacude un ronquido sincopado y agónico (pp. 148-149).

Y queda todavía la violencia sexual, homosexual, el último ramal frecuente


en el mundo hamponil.
Crisanto Guánchez es violado por Caifás, por el Perro Loco, por el
Cubano. Crisanto Guánchez vejado y escupido, no recuerda más, casi
lo estrangularon (...) yace extendido sobre un charco de sombras, mal-
herido y sangrante... (p. 116).
Estimo que Victorino Pérez es el personaje mejor logrado de la obra. Pudo
ser -insisto- el único protagonista de ella, con su corte de malandros, prosti-
tutas, homosexuales, aguantadores, marihuaneros: Crisanto Guánchez, Blan-
quita, Mono de Agua, Rosa de Fuego, Buey Pelúo, El Cubano, Camachito, El
Cunta, Careniño, La Venadita... Él es la novelización de un delincuente real,
de los más violentos que ha producido el hampa nacional. Crisanto Guánchez
-personaje también nacido de un delincuente verdadero-, se me ocurre que
podría faltar y nada perdería la novela. Es un personaje heterogéneo: mezcla
de delincuente duro y pudoroso, agresivo y tierno, violento y filósofo. Es cu-
rioso que su violación sea el único acto sexual que se consuma en toda la obra,
donde sus personajes principales y secundarios son siempre fornicadores frus-
trados. Hasta el Curita, quien no pudo acostarse aquella noche con la negra
Clotilde, porque lo mataron.
126 E lio G ómez G rillo

No se ahonda en el vocabulario hamponil. El intento de hacerlo luce tími-


do. Como el de un niño que está comenzando a decir sus primeras palabrotas.
Fuera de ello, se logra aprehender la atmósfera violenta de la delincuencia
común venezolana. Y repito que ésta pudo ser la excelente novela de esa de-
lincuencia común, nada más que de ésta, con sólo ahondar en la vida de los
personajes que rodean a Victorino Pérez.

Victorino Peralta o la violencia delictiva vandálica


Victorino Peralta representa la violencia vandálica de los jóvenes «patoteros»
de la alta burguesía. Él me luce el personaje principal más desdibujado de la
obra. Sus andanzas no siguen un itinerario lógico. Ni ético. Su nihilismo final,
que le conduce a la muerte, luce inesperado. El final trágico es, además, heroi-
co. Es el final de un sacrificado. Desdice del personaje.
Mas, como representante de una forma de violencia, su personalidad cuaja
perfectamente. Desde el atraco inicial a un infeliz anciano noctámbulo: «Arri-
ba las manos, viejo pendejo, o te metemos dos balazos» (p. 60). O a partir de
sus «travesuras» vandálicas. En la fiesta de su hermana Gladys provoca un ver-
dadero incendio. Entonces, «La fiesta de Gladys se transforma en una página
del Antiguo Testamento: la cólera punitiva de Jehová siembra el pánico por
doquiera...» (p. 63).
La filosofía de Victorino Peralta es la del superhombre, un poco la nietzs-
cheana teoría de la bestia rubia que sirvió de fundamento a la tesis del hombre
«ario», puro, superior. Pero la superioridad es sólo física. «En la sustancia que
consolida los músculos -piensa- no en las gelatinas fantasiosas, del cerebro,
reside la genuina inteligencia...» Por eso,
...abomina la moral corrosiva de quienes despilfarran su juventud,
apergaminados por el aburrimiento y la pedantería, entre textos de
química orgánica y especulaciones filosóficas, rumiantes apersogados
en los pesebres bibliotecas (pp. 85-86).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 127

Su violencia es pura. «Abomina toda calamidad que marchita los tejidos,


llámese nicotina, alcohol, masturbación, mesa de juego, enfermedad o tris-
teza...» (p. 85). Por eso, Victorino Peralta es un patotero que no consume
marihuana ni alcohol, ni practica el juego de mesa, ni es cliente de los cabarets.
Es un extraño violento, químicamente puro. El pregona la fortaleza física, la
superioridad física como única alternativa posible. Que es lo mismo, desde
luego, que sostener la doctrina de la violencia pura.

Qué puede preocuparle a Victorino que un competidor escriba versos,


componga música o resuelva ecuaciones, si en la emergencia de ser
hombres, desnudo el otro, desnudo Victorino (...) será de Victorino el
privilegio de tirarlo al agua (...) con sus yambos griegos y su gastritis...
(p. 86).
Esa violencia de Victorino Peralta es tan químicamente pura que el tránsito
puberal de la infancia a la adolescencia, no lo señala el hecho sexual. Lo señala
la posesión de una moto.

Ni cuando su tío Anastasio lo lleve mundanamente a un burdel de


Chacao y conozca por vez primera rincón húmedo de mujer [eso su-
cederá un año después de haber estrenado la motocicleta] disfrutará
Victorino como hoy la convicción de su mayoría de edad, de su in-
dependencia de pensamiento. La moto en cambio, es pertenencia y
vínculo, parte de uno como el sexo y los dientes, como la altanería y
la voluntad. La moto es un ser infinitamente más vivo que un gato y
que un canario (...) [Es una] amiga viva, [una] novia viva... (p. 89).

Y el novelista hace poesía con la moto de su personaje. Ella es «épica como


el caballo de un cheik», es una «potranca de pura sangre», es una «tronadora
de gases y coraje, intimidando las alamedas con sus tiroteos de guerrillera»
(pp. 89-90).
Los canicidios del «safari» son otra expresión de la violencia que representa
Victorino Peralta. Cuatro perros muertos en breves combates cerrados. Tam-
bién el desnudar al descampado y a medianoche a tres homosexuales. Y el
128 E lio G ómez G rillo

lanzar por una piscina un flamante Rolls Royce. Como el colorear el tanque
de agua del Country Club. O cuando el saboteo al banquete en la sinagoga ju-
día. También cuando dejaron en pleno Ávila, a medianoche y desnudas, a dos
caminadoras de la Casanova. Y la vez que «oficiaron una bacanal babilónica en
la mansión benemérita de la familia Bejarano», cuando ésta andaba por Grecia
en «champú cultural» (p.122). Y cuando lanzaron «gallinas cluecas y líquidos
pestíferos» sobre los espectadores del patio del cine Altamira. También la com-
petencia de carros «chocones» entre Victorino y Ezequiel. Y, desde luego, el
saboteo de la fiesta de los Londoño.
La violencia en Victorino Peralta es siempre vandálica, innecesaria, inútil. Es
una situación de agresividad que tiene su fundamento último en el sentimien-
to de superioridad y en el nihilismo anonadante. Hay un esquema complejo
en la condición existencial de Victorino y en su vivenciación sexual. Él no se
casa con Malvina porque «pisoteará sus principios que le ordenan ser diferente
a los demás». Tampoco tiene relaciones sexuales con Malvina. Y cuando rapta
«a dos imprudentes alumnas del Colegio Americano» y, con sus compañeros,
las hace beber ron tequila, «capaz de emborrachar a un coronel trujillano, des-
pués le hicieron de todo a las catiritas beodas, menos lo principal para evitarse
complicaciones» (p. 123).
Reconstruyamos: 1- su pubertad no tiene un carácter sexual. Prefiere la
moto antes que el sexo que empieza a conocer; 2- con la novia Malvina, no
tiene vida sexual, pudiendo tenerla con más razón en la clase social en la que
se mueve; 3- rapta a dos chicas y se limita a embriagarlas, y que «para evitarse
complicaciones», quien siempre se las estaba buscando.
Hay en Victorino Peralta, ante todo, un frustrado, un inconcluso sexual que
descarga su agresividad vandálica sobre personas y cosas, a manera de libera-
ción de la energía libidinal contenida. El estudio de su personalidad haría las
delicias de un psicoanalista ortodoxo.
El mejor símbolo de su violenta existencia inútil es el personaje del «catire
exterminador», quien, después de la escena de los carros «chocones», a la hora
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 129

de «repartirse los despojos, se concentra en descuartizar lo cueros ostentosos


de los asientos con una navaja barben que se saca del bolsillo del pantalón,
libera cerdas y resortes sin propósito utilitario, por joder no más» (p. 127).
Es la auténtica violencia vandálica.

Victorino Perdomo o la violencia delictiva política


Victorino Perdomo es la violencia política. En la misma presentación del
personaje, el novelista lo anuncia, sin más: «...tú sacas el revólver a las 4 y 27,
tú...». Toda la historia de Victorino Perdomo gira en tomo a la acción de atra-
co a un banco. Hay un ritornelo del protagonista sobre este hecho en toda la
secuencia de la narración. Se manejan los tres tiempos absolutos: el presente,
el pasado y el futuro. Y, además, el copretérito o pretérito imperfecto. Hay el
presente, el futuro asalto al banco, el pasado en el recuerdo de lo que el padre
«decía» y de lo que él «hizo» con Amparo.
Hijo de un dirigente comunista que participa de la tesis de la lucha pacífica,
doctrinal, y de una madre que cuando recibe una carta del esposo preso, «se
veía linda con su carta entre las manos, reencarnación de un lirio severo y tris-
te» (p. 72); Victorino Perdomo es miembro de una Unidad Táctica de Com-
bate y muere en la balacera que se produce durante el asalto al banco. Hay
premoniciones, corazonadas, mensajes espiritualistas que anuncian el desastre
final en el atraco, y su propia muerte. En verdad, Victorino Perdomo es un
febril obseso acobardado ante su misión guerrillera. Un permanente torturado
por la acción de asalto que va a cumplir. El terror le impide toda otra conducta
o actitud que no sea la de pensar lo que ocurrirá en el asalto. Tampoco, desde
luego, puede hacer el amor con su novia Amparo. Se cumple en él el sino de-
finitivo de los tres Victorinos: la frustración amorosa.
La violencia en la acción y en el pensamiento de Victorino Perdomo es una
constante más obsesiva que en los otros dos Victorinos:
130 E lio G ómez G rillo

...tengo un revólver de espanto, he desarmado muchas veces su me-


canismo como los de Medicina desarman sus cadáveres en las mesas
de disección, tuerca por tuerca, hueso por hueso, he disparado con él
contra latas vacías en una playa solitaria... (p. 68).
Recuerda su infancia, cuando con un compañero, provocó una serie de ex-
plosiones en el liceo donde estudiaba, y estuvo a punto de volarlo todo (véase:
pp. 103-104). En su obsesiva actitud, Victorino Perdomo mezcla amor y vio-
lencia cuando conoce a Amparo en una fiesta. Entonces,

cada invitado que pasaba a tu lado se te quedaba mirando de una


manera que, más aniquiladora que los tiros es una acción descubierta
de antemano... (p. 99).
Es hasta inexplicable este salto de razonamiento. Hasta parece error de edición.
En las escenas de amor, entremezcladas con la violencia, el novelista se hace
más poeta:
Yo te enseñé a hacer el amor, yo aprendí contigo a hacer el amor (...),
fuimos descubriendo un bosque denso y dulce de cuyas secretas brasas
nadie nos había hablado (...) Ahora no existe comisura de tu cuerpo
que yo no haya conocido y saboreado, no existe arista de mi cuerpo
que no hayan transitado tus manos y tus labios (...) he bebido tu savia
y tu sudor a la sombra de tus sollozos, hemos calcado las actitudes de
los animales y de los dioses, hemos quemado nuestras jaleas blancas en
una misma llama, hemos gemido bajo un mismo relámpago de leche
y delirio (pp. 129-130).

A pesar de todo esto, Victorino se frustra en su intención de hacer el amor con


Amparo, antes de la acción de asalto al banco. La vertiente sexual arroja tantas
aguas en la historia de Victorino, que la casa que les sirve de cuartel general para
concentrarse antes de dar el golpe, pertenece a las señoritas Larrouse, que son
«tres viñetas sobrevivientes de El Cojo Ilustrado». Son mujeres espiritistas, que,
de paso, nunca han tenido un hijo. El narrador dice algo más:
Tal vez sus carnes -agrega- me arriesgaría a jurarlo sobre la Biblia, no
han sentido jamás «entrar pulgadas de epidermis llorando», como dice
Neruda (p. 165).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 131

Son, como casi todos los personajes de la novela, vidas frustradas sexualmente.
Hay en la secuencia, el asalto «rocambolesco» a un restaurant. Y la figura de
Juan Ramiro Perdomo, el padre de Victorino, dirigente comunista, parlamen-
tario, preso, que sostiene la tesis de la organización y de la lucha de masas, con
la clase obrera en la vanguardia. Nada puede su argumentación contra la tesis
de su hijo, quien le considera un comunista prehistórico,
un comunistosaurio incapaz de entender el lenguaje de una revolu-
ción que construye su teoría al mismo tiempo que la realiza» (pp.
172-173).
Todo termina en la escena final del asalto al banco. Víctimas de una dela-
ción, los asaltantes caen abatidos.
El comandante Belarmino caerá acribillado por cien plomos, revol-
cándose en una sangre oscura y acompasada, los ojos virados por la
agonía, morirá como todo un comandante... (p. 180).
Victorino también morirá. El novelista identifica su muerte con la muerte
real, ocurrida en 1962, de José Gregorio Rodríguez, de quien dijo el informe
oficial que había fallecido al lanzarse desde la ventana de un piso elevado. Se
incorpora en la obra el informe médico post-morten, adjudicándoselo a Victo-
rino Perdomo. Quizás sea intención del novelista el evidenciar cuán real puede
resultar su personaje en una era de violencia política general.
El drama de los tres Victorinos es el drama de la violencia venezolana de la
década de los sesenta. Cuando quiero llorar no lloro quedará como documento
literario de ese momento histórico. Si la historia de Venezuela ha sido en cierta
forma la historia de su violencia, la novela de Miguel Otero Silva recoge un
pasaje singular de esa violencia. Cuando la violencia delictiva común comen-
zó a convertirse en acontecimiento importante nacional. Cuando la violencia
vandálica «patotera» se inauguró en el país. Cuando la violencia política se
hizo sistema permanente de lucha revolucionaria en una estrategia de «guerra
larga». De todo esto, el mensaje narrativo de Miguel Otero Silva queda como
novela-testimonio.
132 E lio G ómez G rillo

Guía para el estudio criminológico de Campeones, de Guillermo Meneses* 18 17 18


¡Oh los viejos abuelos, las memorias ajenas...!
¡Oh tierra, pobre abuela olvidada y mendiga...!
Ramón del Valle Inclán

El personaje de Teodoro Guillén


Campeones, de Guillermo Meneses, es una novela de mar, sexo y delito. Es
la historia de cuatro muchachos maiquetieños:
Teodoro Guillén el arisco, Luciano Guánchez el tristón, José Luis
Monzón el cínico adormilado, Ramón Camacho el oscuro indio bien
plantado sobre sus piernas gruesas... (p. 143).
¿El final de ellos?
José Luis ha muerto, Teodoro se desgarra quemado en su vida de fie-
bre, Ramón Camacho triunfa y Luciano el tristón, como siempre, vive
calladamente una vida que se arremansa en el amor de instinto y de
pasión que le regalan los brazos de Pura, su mujer (p. 143).
Teodoro Guillén fue pitcher estrella. Fue ídolo popular. Las borracheras, los
vicios, acabaron pronto con su estréllalo. Se convertirá en un parásito de bur-
del. El chulo de la prostituta «La Muñeca, [quien] se llamaba cuando señorita,
Pilar Méndez» y quien llega a la prostitución «porque el padre era un mons-
truo del vicio, que buscaba con sus hijas relaciones de hombre» (pp. 158-9).
El delito de incesto forma parte de las transgresiones vinculadas a lo sexual,
características de la obra menesiana.
De ese tipo son los delitos de Teodoro Guillén: el proxenetismo, hurtos en el
mabil «Las 3 Divinas Personas» del zambo Crucito, y riña con Luciano, lesiones:

[*]_ Este artículo fue publicado en el Libro homenaje a Tulio Chiossone. Facultad de
Derecho de la UCV, Caracas, 1980.[17]_
[18]_ Monte Ávila Editores, col. Eldorado, Caracas, 1971. Todas las citas de la obra
se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis, la(s) página(s) corres-
pondientes).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 133

... desde que no sirve para el juego de pelota está echado para la tram-
pa. Me dijo Juan de Dios que lo encontró hace noches camino de la
policía por cuestión de un botellazo que le dio a una mujer de por
los lados de Caño Amarillo. Me dijo Juan de Dios que esa no era la
primera vez, porque vive borracho. Me dijo Juan de Dios que estuvo
complicado en un robo
(…)
Desde que Teodoro se había hecho inservible como jugador, rodaba
por caminos del vicio, era borracho y ladrón y pendenciero. Cambala-
chista de sortijas, lucía el rojo brillo de un granate sobre el grueso aro
de oro que brillaba en sus dedos morenos, en su mano larga de negro
beisbolero; chulo y enamorado, vivía a costa de una mocita blanca de
la vida a quien llamaban La Muñeca; con frecuencia iba a la Policía
borracho, roto a golpes. Una vez -como contó Juan de Dios- estuvo
preso un mes, complicado en el robo de una pulsera de brillantes;
otra vez pasó seis meses en la cárcel por herir a la negra Juliana de un
botellazo en la quijada (...)
La vida de Teodoro se había hecho febril, enferma, angustiada de ca-
lientes necesidades. Esa sortija suya con el granate rojo sobre el fulgor
del oro, podía ser símbolo del sucio afán que movía las acciones del
mozo, viejo en pleno vigor (pp. 144-45).

Teodoro Guillén es el delincuente de la obra. Como «campeón», lo fue


temporalmente del pitcheo y definitivamente del delito. Es el tipo de de-
lincuente habitual, o «El delincuente profesional refractario al trabajo», en
la clasificación de Seelig. Agresivo, precozmente sexual. Cuando su amigo
Luciano tiene la primera experiencia sexual con Carmelina: «...los brazos de
Carmelina loca, de Carmelina santa, de Carmelina loca bajo el uvero grande
de la playa...» (p. 24) y cree haberse iniciado antes que Teodoro, éste le in-
forma de sus ya varias incursiones en el mundo del amor: «Con Carmelina; y
con una guaireña que se llama Pilar; y con la renca Antonia; y con Simonita,
la hija del señor Diego» (p. 26).
Ladrón de sortijas y de relojes es Teodoro Guillén. «... No podrá vender la
sortija de piedra verde que le robó a un borracho hace unas noches...» (p. 152).
134 E lio G ómez G rillo

Yo lo vi, mi hermano, cuando le robaba el reloj a mi amigo; un relo-


jito lindo de esos que se meten en el bolsillo de los reales (...) Bueno,
mientras lo engatusaba enseñándole una sortija, Teodoro le iba sacan-
do el reloj con la otra mano... (p. 170-71).
Se lo cuenta Ramón Camacho a Luciano Guillén.
Y agrega:
Tiene una navaja linda, largota, con cacha blanca. Me la enseñó cuan-
do me hablaba de que te iba a matar si te encontraba, como quien no
quiere la cosa. Donde lo encuentre lo pico, dijo él (p. 171).
Ramón Camacho le dice a Luciano Guánchez:
... Tú conoces a Teodoro; mejor dicho, no lo conoces; está vuelto una
cochinada; ahorita es de ladrón para abajo; vive de una mujer por
Caño Amarillo. Es una cochinada (p. 170).
José Luis Monzón también se hace jugador de béisbol. Es un pelotero opaco
y deslucido. Se convierte en un dipsómano. Muere sifilítico, «...marcado de
pústulas sangrantes, nervioso y torpe bajo el peso de la parálisis» (p. 137).

Los otros personajes


Ramón Camacho - «recio, oscuro, decidido» (p. 15)- llega a ser boxeador
triunfante. Hace una vida relativamente ordenada. Una que otra parranda con
prostitutas, uno que otro escarceo sexual, pero está en manos de sus promo-
tores y abogados, quienes le cuidan como «algo parecido a un perro de raza»
(p. 148). Y carece tanto de independencia de acción que, aun queriéndolo, no
puede prestarle una colaboración económica, ni siquiera asociarse para un ne-
gocio prometedor con su grande amigo Luciano. Quiso ser marinero de goleta.
Pero no le gustó el mar. «Tiene uno la muerte cerquita... y hay que fajarse duro
con el trabajo» (p. 63).
Indio Ramón Camacho, bien asentado sobre las piernas; Indio Ra-
món Camacho de abultado pecho, de recia apariencia pesada, habla
hoy de sus aspiraciones: se va para Caracas, va a entrar de dependiente
en la pulpería de un hermano del musió con quien trabaja aquí en La
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 135

Guaira. Pero -dice- no quedará en eso; allá buscará abrirse camino;


empujará hasta lograr algo a lo que él no da nombre, pero que es
seguridad en su vida. Toda la tozudez que de muchacho lo hizo en-
trar en la «cuerda» de La Playita llena hoy la figura rotunda del indio
Camacho (p. 81).
Ramón Camacho no es un personaje delincuente. Luce ordenado, previsivo,
sereno, suficientemente reflexivo.
Luciano Guánchez es de los cuatro «campeones» el único que logra realizarse.
Se hace albañil, con el padre de Teodoro, el zambo Dimas Guillén. Se enamora
y seduce -otro delito sexual, típico de la obra menesiana- a Pura, hermana de
Teodoro. Vive con ella y la idolatra: «mi hembra, mi reina, mi mujer» (p. 140).
Su amor por ella, como el de todos los personajes de Meneses, es profundamen-
te sensual, instintivo, carnal. Cuando la poseyó por vez primera:
Su cuerpo fue un panal de abejas sensuales que rezongaban un oscuro
sonido y producían mieles maravillosas por sutiles y recias (...) la tomó
sencillamente con el ímpetu de un joven animal lleno de deseo (pp.
135-36).
Él es el único, el verdadero «campeón». «Tú sí que eres campeón -le dice su
Pura en las palabras finales de la novela-. Campeón mío de todos los días».
Otro personaje es Caimán Duzán, caletero guaireño que contrabandea
brandy. Es un negro alegre y parrandero, de noble condición humana y que
retribuye un servicio que le ha hecho Luciano, escondiéndolo de la policía.
Caimán Duzán y los demás personajes giran en torno a los cuatro «campeo-
nes». Muchas prostitutas: «La Muñeca», que es cursi, llorona, sentimental. «Se
le chorrea la pintura con tanta lágrima como está echando» (p. 162). En el
estudio La misa de Guillermo Meneses, Judith Gerendas dice que ella es «verda-
deramente puta», que «resume todos los personajes de Meneses caracterizados
por una gran facilidad para dejarse caer en el vicio...»19. Carmelina, quien ronda

[19]_ Gerendas, Judith. La misa de Guillermo Meneses. Universidad Central de Vene-


zuela, Imprenta Universitaria. Caracas, 1969, pp. 45-46.
136 E lio G ómez G rillo

su sexo por la costa maiquetieña y lo entrega bajo los uveros, en noches de


luna, que se acuesta con el negro Jesuito, y a quien Luciano identifica cuando
la busca para estrenarse en el amor, porque «...un retazo de luna le bailó en
el vestido» (p. 19), a la orilla de la playa. Están además Lourdes y «Caballito
de Palo -Luisa Mujica para sus parientes-» y «...La Perica, alegre, habladora,
vulgar...» y «La Ginebra, borracha y pretenciosa...» (pp. 151-2).
Está, además, el zambo Crucito, dueño del mabil Las 3 Divinas Personas de
Caño Amarillo; y «Pedro Luna, cantador guitarrera y borrachín» (p. 151), y el
abogado Fajardito, melifluo y chapucero; el patiquín Luisito Diez, dueño del
club Nueva York; el negro Julio Martínez, manager y catcher del mismo club;
el zambo Dimas Guillén, maestro de albañilería, padre de Teodoro y de Pura.
Otro personaje es Pura, la mujer de Luciano y hermana de Teodoro, mucha-
cha maiquetieña, humilde y de pocas palabras. Plena de sensualidad, como
buena figura menesiana. Ella motiva, provoca toda la conducta de Luciano.
«Mi hembra. Mi reina. Mi mujer...» (p. 140), la llama él.

Maiquetía, el personaje
Y también son personajes el mar, la playa, la luna, la noche... «Luciano mira
el mar. Lo golpea casi la vida misteriosa que se mueve en la profunda, honda
noche del mar: el olor podrido, el balanceo (...) de los barcos grandes...» (p.
81). Luciano «... Dejó los caminos transitados y se fue hacia las playas; junto
al mar bravío, impregnado por la luminosidad áurea del sol potente...» (p. 52).
Caimán Duzán es el que dice:

-Pues hay un lunón que está saliendo ahorita. Bien tarde ¿no? Porque
serán, cuando menos, las diez... Una buena noche para tirarse unos
cuantos tarrayazos de aguardiente (p. 201).
***
-Un lunón como para parrandear hasta por la mañanita, como para
conseguir una morenita buena y bailar apretado (p. 202).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 137

O bien, «El perro corre miedoso de ese loco gritón. Reidor y romántico bajo
la noche inmensa de Maiquetía...» (p. 132).

Tibia la noche en Maiquetía


(...)
Igual a la otra noche en que Luciano encontró a Carmelina, ésta de
hoy tiene en su entraña de misterio una esencia femenina que enrien-
de el pensamiento: es la brisa, que mueve su falda enlunada, cargada
de perfumes de mar y campo, cariñosa como si estuviera formada por
la tibia sustancia de unos labios soñados.
Toda la noche, inmensa y clara, gira con la brisa, toda la noche gira,
solemne y lenta, como el sueño desnudo de una negra.
Poco a poco, la danza del aire se diluye, decae, hasta que no hay más
brisa, sino calor y esencia femenina que enciende el pensamiento. La
noche se detiene y cae silenciosa sobre la tierra oscura, sobre los hom-
bres dormidos, alrededor de los muchachos que hablan alegres en la
plaza de Lourdes (p. 23).
***
Luciano está solo con sus pensamientos, mientras en su redor nace la
noche, cariñosa y pura (p. 47).
Personaje también «...la calle de barro, destrozada por las lluvias» (p. 92); «...
sobre una quebrada oscura y sombría el puentecillo de madera, duro y ágil...»
(p. 102); «...un callejón miserable, sucio de pobreza...» (p. 100); «...las calles
torcidas del cardonal...» (p. 63).
Y es personaje, sobre todo, Maiquetía: sus playas, sus calles, su mar, su río,
sus noches... La plaza del Cónsul, la plaza Lourdes - ¡ah, mi plaza Lourdes! -,
«...la calle empedrada que sube al costado de la iglesia...» (p. 25). La vieja y
hace mucho desaparecida estación del ferrocarril, la plaza del Tamarindo, esta
última oficialmente conocida hoy como la plaza de los Maestros y frente a la
cual vivió Meneses cuando niño.

Playa, ciudad, trabajo y ocio


En Campeones puede interpretarse:
138 E lio G ómez G rillo

1. Parece sostenerse la antítesis roussoniana naturaleza, versus sociedad.


Todo lo que tiene que ver con la naturaleza, en este caso con la naturaleza
marina de la costa maiquetieña, es limpio y puro. Allí, La Playita, dorado
escondite de arena oculta entre las rocas bravías de la costa maiquetieña,
«...dulce regazo de blandas arenas...» (p. 9), «...no es como las otras cosas
del mundo, sino como las de los cuentos y los sueños...» (p. 29).
Al cobijo del mar y de La Playita, los cuatro personajes son «...cuatro
muchachos puros y salvajes como un peñón mojado de olas, tatuado de
vientos del mar...» (p. 143). El autor, incluso, lo dice expresamente: «...
cuatro vidas de muchachos venezolanos, consustanciadas con el paisaje
hermoso y rudo de las ariscas playas maiquetieñas...» (p. 143).
Ese mundo natural es tan absolutamente incorrupto que no admite ni
siquiera al personaje que está presente en todas y cada una de las páginas
de Campeones: el sexo. Luciano considera una verdadera profanación
el hacer el amor con Carmelina, la prostituta, en La Playita, porque ésta
representa «...todo lo que, para él es todavía santo» (p. 27). Mas, cuando
Pura entrega su virginidad - ¿el mismo nombre de Pura no es significati-
vo? - a su hombre Luciano, «...el eterno rito de sangre y dolor» se realiza
«entre las brisas cálidas y saladas de la playa maiquetieña» (p. 136).
A ese mundo sin mancha, opone Meneses el torvo mundo sombrío de
la ciudad, la típica atmósfera impía de toda la temática menesiana: el
alcohol, el mabil, la prostituta, el rufián, el callejón tortuoso, la casa
de vecindad, la navaja barbera del chulo... Allí los hurtos de Teodoro,
la riña entre Teodoro y Luciano, las lesiones que aquél le produce a la
negra Juliana con un botellazo...
2. Al excelente caldo de cultivo que es la vida urbana, enfrenta Meneses
el trabajo honesto de todos los días. De los cuatro personajes centrales,
tres se resisten al trabajo. José Luis Monzón, quien, entregado al alcohol
y al vicio, contrae una sífilis que le mata, después de haberle dejado
paralítico. Teodoro Guillén, pelotero que no sabe ni quiere trabajar,
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 139

cuando deja de ser estrella deportiva lleva una vida abyecta de subhom-
bre derrotado. Ramón Ca- macho es el único de los cuatro «campeones»
que lo es verdaderamente: de boxeo. «Buen campeón el tal Teodoro
-dice Luciano Guánchez- Así terminará también Ramón Camacho, de
seguro...» (p. 224). Camacho no es muy aficionado al trabajo. Deja el
trabajo de marinero porque no le gusta el mar. Después será dependien-
te de una pulpería, siempre en el litoral, y luego se meterá a boxeador.
En cambio, Caimán Duzán es un negro parrandero, pero esforzado
trabajador de la caleta del muelle guaireño. Y a pesar de ser también
un delincuente, sin embargo, actúa como un verdadero paladín de la
gratitud humana.
Pero Luciano Guánchez es el modelo acabado. Es el único que se dedica
permanentemente y consecuentemente al trabajo. Es albañil de los de
«arena, cemento y agua» (p. 135).

Conclusiones
1. El color de los personajes es obsesivo en toda la obra. Meneses define sus
personajes por el color (pp. 37, 137-9, 147, 167, 169, 171, 186, 195,
196, 199, 200, 201, 216-7). No los describe por el carácter, sino por el
color: «el negro Teodoro, el negro Julio, el negro (...), el zambo Guillen
(...) Los obreros y los hombres venezolanos que han padecido injusticias
históricas son sólo negros y nada más que negros» (pp. 216-7).
2. El deporte. ¿Qué tiene Meneses contra él? Teodoro es deportista, estre-
lla de béisbol, y se convierte en un despreciable parásito, delincuente y
vividor. José Luis, también es pelotero y termina sifilítico, agonizando
entre pústulas sangrientas. Ramón Camacho es boxeador y por boca de
Luciano, se le augura un doloroso fin. ¿Lleva el deporte necesariamente
al vicio?
3. La precocidad sexual de Teodoro (pp. 25-26) es sintomática de una
personalidad predispuesta al delito.
140 E lio G ómez G rillo

4. Los personajes, a la manera camusiana, no son descritos físicamente, ana-


tómicamente. No hay retrato físico de ellos. Los apellidos son duros -Mon-
zón, Camacho, Guánchez, Guillén, Cardozo-, como la tierra guaireña.
5. Hay un sostenido tono poético en la obra.
6. Los comentarios críticos en torno a la novela se centran en que ella
retrata el proceso inmigratorio interno del venezolano, del campo hacia
la ciudad. Lo cierto es que el único de los cuatro que no emigra -Lucia-
no- es también el único que se realiza. La moraleja pudiese ser la repulsa
contra el éxodo de los centros menos poblados a los más poblados.
7. Las páginas finales que describen el baile de carnaval, el ambiente de
carnaval, son quizás de las mejor logradas literariamente de la novela.
Ésta termina como en un frenesí dionisíaco, como si todo lo que cons-
tituye el mundo de Meneses se encontrase y confundiese allí: el sexo y
el disfraz, principalmente. El párrafo lo dice todo:
Noche dominguera de Carnaval encendió focos de colores y
brillo de lentejuelas por las calles caraqueñas (...) Hay baile y
música; risa y aguardiente; ímpetu y locura; odio y sexo. Y anti-
faz sobre todas las hambres (p. 213).
8. El sexo es el personaje central de toda la novela. Está presente en cada
página, en cada línea de ella. En cada palabra, en cada suspiro, en cada
«rezongo» -palabra cara a Meneses- de los personajes «bobos» o «embo-
bados»-, gusta Meneses de esta expresión, por la grande, inmensa fuerza
poderosa, central, que es el sexo (pp. 1, 3, 4,5, 6, 8,13,14,16, 21, 23,
24, 53, 77, 79,92,103,174,179, 200).
9. El delito no es un elemento característico en esta novela de Meneses.
Los personajes y hechos delictivos lucen débiles y sin influencia en la
obra. El sexo en todas sus formas aparece como el gran denominador
común. A su sombra, hay actividades paradelictivas: la prostitución,
el alcoholismo, sobre todo. También seducciones, rufianismo, hurtos y
riñas en prostíbulos, lesiones, consecuencia del alcohol.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 141

10. No hay una tipología delictiva característica. Los personajes giran alre-
dedor del sexo y cualquier transgresión tiene que ver con razones eróti-
cas. El personaje más definidamente orientado hacia el delito es Teodo-
ro, y toda su conducta paradelictiva ronda en torno a razones sexuales.
Es un sujeto de cierta peligrosidad, con ánimo agresivo Golpea a José
Luis, le da un botellazo a la negra Juliana, trata de matar a Luciano con
una navaja barbera. Hay un intento de homicidio, en el que el autor
material es Teodoro Guillén y el autor intelectual, su padre, Dimas Gui-
llén. Se trata más bien de un homicidio frustrado.
11. Los personajes de Campeones, en general, cortejan pues, al delito. Lo
circunvalan. Viven dentro de la consumición de licor, o en el mabil, o
alternando con prostitutas, o tratando de seducir jóvenes, o realizan-
do lo que nuestro Código Penal llama atentados contra la moral y las
buenas costumbres. En esto último incurre, por ejemplo, Carmelina, la
prostituta que orillea la playa acostándose con adultos y enseñando a los
adolescentes a hacer el amor. También Luciano hace el amor con Pura
en la playa, bajo los uveros, a campo abierto.
12. Todo, todo tiene que ver con el sexo. Todo tiene sudor y sabor de sexo.
Los personajes caminan, piensan, hablan, luchan, viven y se desviven
por el sexo.

Canción de negros o «la balada del negro», de Guillermo Meneses20 (La cárcel en
la novela)

La primera novela de Guillermo Meneses es Canción de negros. Escrita cuan-


do su autor sólo tenía veinte años de edad, en 1932, se publica por primera
vez en 1934. ¿Cómo es Canción de negros? Por el tono poético- melancólico

[20]_ En: Guillermo Meneses. Cinco novelas. Monte Ávila Editores, Caracas, 1972.
Todas las citas de la obra se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis,
la(s) página(s) correspondiente(s).
142 E lio G ómez G rillo

de la obra, bien pudiera llamarse más bien «La balada del negro». La trama
central gira en torno a la historia de Julián Ponce, un negro agricultor cuya
vida transcurre precisamente en los tres lugares que le dan nombre a las tres
partes de la obra, a saber: «Pueblo», «Cárcel», «Ciudad». Julián Ponce vive en
el pueblo hasta que mata al negro Pedro, su caporal, quien le había propinado
una planazón humillante ante todos sus compañeros de faena. Después de
matarle, Julián se fuga con Gregoria, la mujer de su víctima. Termina por caer
preso y se le sentencia a cinco años de cárcel en el Castillo de Puerto Cabello.
Cumplida la condena, se marcha a Caracas. Hace de albañil, hace de peón de
camión, sobre todo hace mucho el amor, canta, parrandea y termina casándo-
se mustiamente con Teresa, la hermana de un ex compañero de prisión.
Ésta es la historia. Escrita en cláusulas breves, con un manejo extraordinario
de la jerga popular, ofreciendo vivas estampas de la Caracas y de La Guaira
de la época y con personajes negros en su inmensa mayoría, casi todos -ellas
y ellos- esclavos sumisos del sexo. Sobre todo, Julián Ponce, la figura central,
que vive, piensa y respira en función sexual. Sonámbulo, hipnotizado erótico,
es un personaje que vive en función casi enteramente fálica y vaginal. No
hay planteamientos cercanos a la problemática social -recuérdese además que
la obra fue escrita y publicada en plena dictadura gomecista-, ni laboral, ni
educativa, ni familiar, ni nada por el estilo. El sexo es el denominador común
de la obra.
¿Qué le interesa especialmente al estudioso de la Criminología en todo esto?
¿Cuáles son los elementos criminológicos importantes en Canción de negros?
¿Cuál es el tratamiento que Guillermo Meneses le da en ésta su primera novela
al delito, a los delincuentes y a la cárcel?
Veamos.
Julián Ponce, el personaje central, comete un homicidio en una riña cuerpo
a cuerpo, a machetes, por venganza personal contra su ex caporal, el negro
Pedro. Pero Julián es, evidentemente, sólo un homicida ocasional. Meneses
recuerda sus años de juez penal en Barcelona y lo condena a cinco años de
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 143

prisión, con lo que parece admitir su escasa peligrosidad. Se trata de un homi-


cidio rural sin influencia alcohólica. El complemento de la venganza del ho-
micida tenía que ser sexual: éste seduce previamente a la mujer de su víctima
y una vez muerta ésta, se lleva aquélla en su fuga.
La segunda parte de la novela se desarrolla en la cárcel y así se denomina la
porción correspondiente de la novela. Ésta es, evidentemente, la más intere-
sante para el criminólogo.
¿Cómo es la cárcel de Canción de negros? En la primera prisión que conoce
Julián, adonde es llevado con una herida de bala por haber intentado fugarse
cuando fue capturado, el carcelero que le vigila, Miguel, es un buenazo de
hombre que hasta «compae» le llama y se preocupa tanto por él que, incluso,
le lava la herida. El coronel jefe de la cárcel le busca un médico para que le
opere. Mas, poseído por ese furor erótico que anima a todos los personajes
de Meneses, el carcelero Miguel tratará, desde luego, de enamorarle la mujer
a Julián.
Meneses presenta la cárcel bajo la influencia de uno de los elementos cons-
tantes que él incorpora siempre en su creación literaria: la luna.

Es noche -escribe-. Tras la reja, la pared alumbrada y el cielo rumoroso,


lleno de claridad lunera. Sobre el cielo la silueta negra del centinela.
Con la cabeza clavada en los hierros de la puerta, mira Julián el patio.
Hace poco tocaron silencio. La cometa echó sus chispazos rotundos y
secos. Ahora, de rato en rato, los centinelas hacen sonar el silbido de
sus pitos.
Afuera, noche. Tras la reja del calabozo, el patio enlunado.

Y más adelante: «Sonó un pito. Otros pitos contestaron. La bayoneta del


centinela afiló sobre el cielo su brillo enlunado» (p. 57).
El calabozo de Julián es un pabellón que alberga a treinta hombres, quienes
al parecer duermen en colchones sobre el suelo. Es durante el sueño que el
novelista describe los tipos delictivos que se hallan en esa prisión. Julián los va
identificando por esas «voces del sueño» que son los ronquidos:
144 E lio G ómez G rillo

... Uno grueso, ronco, voz atracada, es de Juan Araiza, que mató a una
vieja por robarla -se lee en el libro-.
Nacho, el margariteño, en cambio, ronca tranquilo, casi en murmu-
llo. Éste está aquí porque mató al padrino. Cuestión de reales tam-
bién. Huyó siete meses, hasta que un día lo agarraron dormido en el
fondo de una canoa. Estaba trabajando de pescador y ya se iba para
Trinidad. Ese día se nubló su perfil guaiquerí.
Hay otro margariteño -continúo citando el texto menesiano-, a quien
llaman Margarita por antonomasia, ronca en silbido, sonriendo. Mar-
garita es ladrón. Blancuzco, dientes orificados, sucia sonrisa, manos
blancas, sin vello, como su cara pálida de adolescente. Tiene azules
ojeras profundas, y en los brazos y en el pecho escuálido, muchos ta-
tuajes: serpientes con cabeza de mujer, anclas, un corazón traspasado,
goteando gotas azules.
Al lado de Julián el paisa Andrés se mueve nervioso y masculla insul-
tos para los que tanto molestan con el ronquido. De pronto, vuelve la
cara hacia Julián, y queda bajo un retazo de luna. Sus pupilas cobran
reflejos sombríos: de buena gana los mataba a esos roncones, después
de apalearlos.
(...)
Julián duerme y ronca, mientras el paisa Andrés cocea de un lado a
otro y, al fin seguro de que Julián duerme, mete la mano debajo de la
almohada y saca papelón y pan.
Suena la voz del negro Ramón:
- ¡Ah paisita ladronaso, caray! ¡vamo a media!
- El paisita tiembla y rezonga rabioso.
- El otro: ¡serrucho, por si acaso! (pp. 58-9).

Ésta es la estampa más completa que aparece en la obra de la fauna delictiva


de la época. Ilustrada dicha estampa con diálogos vivos y muy fieles al ambien-
te y a la década de los treinta.
La cárcel luce como un centro de ocio, un depósito de seres humanos donde
parece no haber lugar para crueldades. Julián se hace amigo de Juan Matías
González. Éste cumple condena por haber matado en El Silencio, en estado de
ebriedad, a un joven homosexual que trataba de acariciarle. Juan Matías tiene
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 145

una venta de granizados en la cárcel, y le sugiere a Julián que trabaje haciendo


boquillas, peinetas, figuritas de cacho y carey. Julián sigue el consejo. Llama
la atención que casi setenta años después de la fecha en la cual se ubica este
relato, todavía la mayoría de los pocos presos que trabajan en las cárceles ve-
nezolanas siguen haciendo boquillitas, peineticas y figuritas de cacho y carey.
No podía faltar en una novela menesiana el elemento erótico en la vida
carcelaria. Está personalizado por dos homosexuales: Pedro, el cocinerito, y
Lorenzo, quien está preso por la muerte de un niño, «...quien por tapar huellas
-escribe el novelista- de su instinto malformado» (p. 63). Hay una riña entre
ambos de la cual sale herido Lorenzo.
El problema sexual del preso sin visita íntima desde luego que aparece en las
páginas de Canción de negros. Ante el sufrimiento de Julián por la abstención
obligada, otros presos le informan sobre
...los remedios que, para las ansias eróticas fabricaba el Penal. Las pre-
sas vendían algodones íntimos para goce de los masturbadores: que
comprara eso Julián y se dejara de necedades.
Julián se molestó: él lo que necesitaba era una mujer. ¿Un algodón?... y ¿de
esas?... ¡no jó! Esas no son mujeres, sino unas viejas, hinchonas, horribles.
Una mujer es una cosa distinta: algo suave y flexible que cabe entre los
dedos y que ocupa todo el pensamiento (...) ¿Cuándo saldrá de este
morirse que es la cárcel?, ¿cuándo saldrá? (p. 65).
La vida en la cárcel transcurre sosegadamente. Los presos se duelen del cau-
tiverio en la palabra de Juan Matías:
-Uno, enantes, no sabía lo que tenía, compadre.
¿Usté sabe lo que es, simplemente, pararse en una esquina de Caracas
a vé pasá mujeres? ¡No jó! y uno se fastidiaba.
Podé entrá a un botiquín a pegase el gran palo de berro.
Na: caminé, con un buen calsón bien planchao. Y, uno, sin tomé en
cuenta las cosas. Es que uno era muy bruto, compadre. Apartando la
maravilla de podé tené mujé, todas las demá cosas bonitas, aquí es que
se viene a sabé lo que valen.
¡Cuando yo salga!... (p. 60).
146 E lio G ómez G rillo

Del resto, la cárcel ofrece oportunidad, incluso para tocar cuatro, cantar
y bailar (véase p. 64). Y Julián apura la salida pagando un abogado que le
conseguirá la reducción de la cuarta parte de la condena por buena con-
ducta. Incluso, invertirá sus ahorros en pagar al abogado. «...Se quedará sin
un centavo -dice el narrador-. Todo lo que ha ahorrado será para el doc-
tor. Pero, bien vale la pena, ¿verdad?» (p. 65). «¡Ladrones!», comenta Juan
Matías. «Julián (...) se siente muerto, descorazonado, incapaz de seguir esa
perra vida. Incapaz de estar haciendo por más tiempo boquillas, rosarios o
collares» (p. 66).
La salida de la cárcel es interesante. El trato que recibe Julián del capitán
Gutiérrez, director del penal, cuando le despide, es conmovedor, enternece-
dor. Le autorizó a dormir fuera del calabozo la noche anterior a su salida.
Ésta es una práctica penitenciaria muy moderna, por cierto, que se maneja
como síntoma de renovación y progreso en alguna cárcel nórdica actual, ¡y ya
este carcelero primitivo de la ergástula de Puerto Cabello la empleaba hace
más de medio siglo!
El capitán Gutiérrez, incluso, le da un billete de cincuenta bolívares que
le enviaba a Julián el dueño de la hacienda donde él trabajaba. Y le aconseja
sobre la nueva vida que debe llevar. Llama a un hombre para que acompañe a
Julián hasta el bote que lo ha de conducir a tierra. Y sale Julián a la libertad con
una obsesión que le invade todo el cuerpo: encontrar una mujer.

Canción de negros. Síntesis


De la obra de Guillermo Meneses forma parte esta Canción de negros, su pri-
mera novela, escrita a los veinte años de edad de su autor, en 1932, y publicada
en su primera edición en 1934.
Canción de negros es, pues, una novela de juventud que se lee como quien
oye una balada suave de tono poético-melancólico, casi de quejumbres. Escri-
ta en oraciones breves, con un extraordinario acierto en el manejo del habla
popular, la obra ofrece ricas estampas de la Caracas y aun de La Guaira de la
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 147

década de los 30, antes de la muerte de Juan Vicente Gómez. «Pueblo», «Cár-
cel» y «Ciudad» son las tres partes en que se divide la novela cuyos personajes
son, como ocurre en buena parte de la obra menesiana, desesperados obsesos
sexuales.
¿Qué le interesa al estudioso de la Criminología en Canción de negros? ¿Cuá-
les son los elementos criminológicos que pueden hallarse en esta novela? ¿Cuál
el tratamiento que Meneses le da en ella al delito y a los delincuentes? Toda
la segunda parte de la novela - «Cárcel»-, que se desarrolla en el Castillo de
Puerto Cabello, tiene que importarle mucho al criminólogo. De entrada, hay
que decir que Canción de negros es una de las escasísimas novelas venezolanas
que lleva su trama a la cárcel de los presos comunes. ¿Cómo es esta cárcel y
cómo son esos presos comunes en Canción de negros? La cárcel luce como un
establecimiento donde la vida transcurre apaciblemente, sin que haya lugar
para la crueldad. Los presos duermen en pabellones colectivos que albergan a
treinta hombres acostados sobre colchones en el suelo. Hay como una atmós-
fera de ocio que arropa la vida diaria de esos hombres presos. Se dan excep-
ciones: el personaje central de la obra, Julián Ponce, hace boquillas, peinetitas,
figuritas de cacho y carey, tal y como lo siguen haciendo casi setenta años
después algunos de los pocos presos que trabajan en las prisiones venezolanas.
Su amigo y compañero de reclusión, Juan Matías, vende granizado. Un ho-
mosexual funge de cocinero. El encierro ofrece oportunidades, incluso, para
tocar cuatro, cantar y bailar en los calabozos. El director del penal, el capitán
Gutiérrez, tiene una actitud virtualmente paternal con Julián Ponce cuando
éste va a salir en libertad. Le autoriza a dormir fuera del calabozo la noche
anterior a su salida -como se hace hoy en las más avanzadas cárceles nórdicas-,
le entrega un dinero que le han enviado, le aconseja sobre la nueva vida que
debe llevar y hasta comisiona gentilmente a un hombre para que acompañe a
Julián al bote que lo ha de conducir a tierra. Casi provoca pedirle la bendición
al capitán Gutiérrez. En ese castillo de Puerto Cabello que está abandonando
Julián Ponce parece que no había hacinamiento, ni inseguridad personal, ni
148 E lio G ómez G rillo

tráfico de drogas, ni funcionaba la única industria realmente poderosa del pe-


nitenciarismo nacional: la fábrica de «chuzos». A fin de cuentas, la tenebrosa
mazmorra gomecista como que era mucho mejor penal que las cárceles de
nuestra democracia.
¿Y cómo son los delincuentes presos allí? Julián Ponce, el eje protagónico
de la novela, es un homicida ocasional que mata por venganza, con arma
blanca, en riña cuerpo a cuerpo. Como se trata de una obra menesiana,
el complemento de la venganza del homicida tenía que ser sexual: seduce
previamente a la mujer de su víctima y una vez consumado el crimen, se la
lleva en su fuga. Hay un preso que mató a una vieja para robarla. Hay dos
margariteños que están por robo. Uno de ellos con el agravante del homicidio.
Juan Matías, el amigo de Julián, está por haber matado, en estado de ebriedad,
a un homosexual que pretendió acariciar lo. Amigo de lo ajeno también es el
«paisita» Andrés vecino de sueño de Julián. (Llama la atención tanto margari-
teño entre tan pocos delincuentes. Conocida es la bajísima, casi imperceptible
incidencia criminal del nativo de la isla bella. Aun después de la zona franca.)
En la obra no aparece la contraposición campo-ciudad tan relevante, por
ejemplo, en otra novela de Meneses: Campeones, donde la ciudad luce como
la gran devastadora del alma humana. En Canción de negros, por el contrario,
todo lo malo que sucede en la novela, ocurre en el campo: homicidio, lesiones,
adulterio... En la ciudad no pasa nada negativo. Salvo el asomo de incesto
con el que Meneses, entre un inevitable hartazgo de hondos, apetitosos coitos
rebosantes, cierra su novela.

Conclusiones
1. Canción de negros es una de las escasísimas novelas venezolanas donde
aparece la cárcel con sus presos comunes. Aunque la descripción en
general luce muy desvaída, logra hacerle llegar al lector la imagen de
lo que era una cárcel venezolana gomecista. Enriquecida esa imagen
por el buen conocimiento que el autor debía tener de éstas, ya que fue
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 149

juez de Primera instancia en lo Penal, en el estado Anzoátegui, del 37 al


38, y después relator de la Corte Suprema en el estado Guárico, del 38
al 41. Atemperada también la imagen porque es una novela escrita en
plena tiranía gomecista, cuando no había ninguna posibilidad de hacer
críticas al régimen penitenciario nacional. La cárcel de la novela es el
Castillo de Puerto Cabello.
2. Las figuras delincuentes aparecen trazadas a grandes rasgos, sin descrip-
ción cercana de ninguna naturaleza. El personaje central, Julián Ponce,
es -ya lo hemos dicho- un homicida ocasional. Los homosexuales de-
lincuentes que aparecen en la obra -Pedro y Lorenzo- son las figuras
delincuentes perfiladas con mayor pormenorización.
3. La oposición campo-ciudad, tan constante en la temática menesiana,
aquí aparece sin ninguna relevancia de confrontación ética. Ni el campo
es bueno per se, ni la ciudad es mala per se. La vida transcurre en forma
diferente, pero sin confrontaciones morales entre uno y otro ambiente.
4. La novela no trata de ser denuncia de nada. Como ha dicho acertada-
mente en el excelente prólogo la novelista Alicia Freilich de Segal:
Toda la novela conlleva una sugestionante melodía interior.
Música de la negritud en servidumbre, calco auditivo que mi-
metiza, por asociación lírica la vida estamental del negro. Con
énfasis repetido el compás mima el desgarrado aislamiento del
provinciano en la ciudad hostil, y la oscura suerte, fija para el
hombre de color (p. 11).
No es denuncia ni siquiera de la cárcel. La prisión aparece como un reino
hasta respetable, donde lo único grave es la privación de la libertad, sin
que otros males agraven aquél. Todo lo que conocemos hoy -hacinamiento,
ocio, corrupción administrativa, inseguridad personal, tráfico y consumo
de drogas, violaciones, homicidios y lesiones entre presos- parece que no
existía entonces, realmente, y si ello es así, Canción de negros es un buen
aporte literario para contribuir a sustentar cualquier trabajo de investigación
que se elabore en Venezuela sobre la historia de nuestro penitenciarismo.
150 E lio G ómez G rillo

El mestizo José Vargas, de Guillermo Meneses21

El mestizo José Vargas es la tercera novela publicada por Guillermo Meneses.


Aparecida en 1946, su tema es la historia de José Ramón Vargas, hijo de la unión
pasajera del caudillo pueblerino Aquiles Vargas con la india Cruz Guaregua. Cria-
do por la rancia familia paterna, José Ramón es un muchacho taciturno - «el
mestizo enlunado» le llama morunamente Alicia Freilich de Segal- que vive la
«fiamma» de su adolescencia debatiéndose dramáticamente en la decisión de esco-
gencia de su signo vital: o es el heredero dinástico de los poderosos oligarcas Vargas
o se fusiona con el barro humilde de los trabajadores del mar del que forman parte
su madre, la india Cruz y su medio hermano, Chuíto. Escrita en discursiva prosa
poética, la novela cierra su última página con el soliloquio que subraya el rumbo
definitivo del mestizo mozalbete. José Vargas obedece la orden paterna de venirse
a Caracas para estudiar Derecho. El objetivo es triunfar. Triunfar en Caracas. Por-
que triunfar en Caracas es ser importante. Es seguir siendo un Vargas.
Los escenarios de la novela son una imaginaria Ciudad Vieja y un poblado
marino de pescadores, también imaginario, llamado Santocristo. La playa, el
mar y la luna son, en esta novela, como en casi toda la obra menesiana, per-
sonajes de hermosa fuerza. De encantado hechizo. Ciudad Vieja parece ser
Barcelona, en tanto que Santocristo es Puerto La Cruz.
Los aportes criminológicos más importantes en El mestizo José Vargas están
constituidos, a mi juicio, por las contribuciones que hace Meneses de su expe-
riencia como juez penal en el estado Anzoátegui, de 1937 a 1938, y como rela-
tor de la Corte Suprema del estado Guárico, función que desempeñó del 38 al
41. Tal vez estas vivencias personales, que han debido grabarse profundamente
en su sensibilidad de creador literario, le hacen instalar a su joven mestizo en
un tribunal igual a aquél cuya titularidad ejerció el escritor. Y hacen sumirse a

[21]_ En: Guillermo Meneses. Cinco novelas. Monte Ávila Editores, Caracas, 1972.
Todas las citas de la obra se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis,
la(s) página(s) correspondiente(s).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 151

José Vargas en las reflexiones que seguramente conmovieron a Meneses cuan-


do era juez. Allí en el tribunal, «...en la penumbra estaban acurrucados los
ímpetus del asesinato, el afán de los estupros, los recelos del hurto, la rabia del
incendiario, todas las razones que los reos intentaban ocultar tras las palabras
de sus confesiones» (p. 270). (La verdad es que, en general, ningún delincuen-
te confiesa nada nunca. Quizás sólo lo haga el homicida pasional. Del resto,
ninguno ha hecho nada. Es la regla de oro de la delincuencia.)
Y no es tanto el mestizo José Vargas sino el doctor Guillermo Meneses, juez
de Primera Instancia en lo Penal, el que en el juzgado

Tocaba (...) los finos puñales de caña negra con espiral de plata, las
delgadas navajas barberas, las pesadas hachas de los asesinatos violen-
tos, los largos machetes de los duelos campesinos, los bastones y cha-
parros elásticos de las riñas arrabaleras, las piedras lanzadas por algún
forzudo pescador, los revólveres mohosos o brillantes (...) las llaves
inglesas, las ganzúas de los ladrones, las monedas falsas y los moldes
que usaron los falsificadores... (p. 271).

Dos delitos y sus autores aparecen descritos con cierta prolijidad en este
libro. Uno, es el homicidio consumado bajo influencia alcohólica -con velorio
de Cruz de Mayo y todo- por el indio Manuel Aray en la persona de Juan de
Dios Morín. Bastó una sola puñalada bajo la tetilla izquierda. Mayor interés
criminológico tiene el otro caso: doña Eliodora Urrutia aparece como autora
intelectual del asesinato perpetrado en su hija política. El juzgador estima que
se trata de una motivación francamente edípica: doña Eliodora amaba a su
hijo -el esposo de la víctima- como hombre.
A la ligera, sólo enumerativamente, se mencionan otros delincuentes y otros
delitos: el «… ladrón Valenzuela -un muchacho flaco, pequeño, presumido,
de bigotillo fino y sombrero sobre la oreja-...» (p. 319) que robó latas de man-
tequilla y botellas de ron; un homicida con sentencia condenatoria y otro con
decisión absolutoria por legítima defensa; un caso de seducción con rapto y
todo... Seguramente fueron experiencias judiciales reales que Meneses conoció
152 E lio G ómez G rillo

y sentenció como juez. Ellas casi tienen el valor de testimonios. Obsérvese


que todos los delincuentes que aparecen en la obra son sometidos a la justicia
penal. Se hallan bajo proceso o ya fueron sentenciados.
Aparece curiosamente, además, una referencia de cinemática criminológica
-el delito andando, moviéndose a través del tiempo y del espacio-: el juez, ba-
chiller Temístocles González -por cierto un maníaco sexual aberrado-, sostiene
que «...a principios de junio, se hace diez veces mayor el número de los juicios
por violación, estupro, rapto...» (p. 290).
Y, desde luego, todos los reos que aparecen en la obra son pobres diablos.
Lo que, sin ningún género de dudas, constituye una irreprochable referencia
testimonial, la más evidente de todas, en El mestizo José Vargas.

El falso cuaderno de Narciso Espejo, de Guillermo Meneses22

El falso cuaderno de Narciso Espejo es, en el criterio de los especialistas, la


novela más importante de Guillermo Meneses y una de las creaciones no-
velísticas más trascendentales en la historia de la literatura venezolana. Con El
falso cuaderno de Narciso Espejo, aparecida en 1952, a los cuarenta y un años
de edad del autor,
...se inauguró en este país la novela metafísica -dice nuestra ensayista
Alicia Freilich de Segal-, el relato de la condición reflexiva y dialéctica
del individuo y del escritor, la novela que disuelve tradiciones localis-
tas en el arte narrativo. Novela del acto de novelar. Antinovela (p. 14).
¿Cómo es tratado el delito en esta obra tan relevante dentro de la narrativa
nacional? En El falso cuaderno de Narciso Espejo la delincuencia no constituye
elemento significativo en la estructura y trama de la novela. En principio,
hay una referencia sesgada, alusiva nada más de un duelo a balazos en el que

[22]_ En: Guillermo Meneses. Cinco novelas. Monte Ávila Editores, Caracas, 1972.
Todas las citas de la obra se refieren a esta edición; en adelante indico, entre paréntesis,
la(s) página(s) correspondiente(s).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 153

perecieron ambos contrincantes. El duelo tuvo lugar junto a dos figuras de


ángeles que estaban en el callejón que conducía al cementerio de los canónigos
en Caracas. El lance ocurrió entre un sujeto a quien llamaban «El Elegante» y
su compañero de parranda. Ese hecho posiblemente tuvo lugar en Caracas a
fines del siglo pasado.
El novelista vincula la influencia alcohólica con el delito. El padre de Narci-
so Espejo es un ebrio consuetudinario. Cuando tomaba requería al guitarrero
Faustino y se formaba un grupo de improvisados cantores ebrios. «... Una vez
llegó a la casa -se lee en la obra- un cuento de mujeres y de puñetazos» (p.
403). Y cuando Juan Ruiz habla de sus orígenes, dice que él viene «...de un
pueblo árido y seco donde la única alegría estaba fabricada a base de aguar-
dientes y terminaba frecuentemente en pendencias sangrientas» (p. 417).
Para la Criminología lo más importante de la novela es «la nube amarilla».
Ella desata las torrenteras del homicidio y del suicidio. Al obrero Justino Ca-
lasán lo asesina el obrero Juan de Dios. Un hombre intenta lanzarse desde
el barandal de un puente. Y Juan Ruiz, uno de los personajes centrales de la
novela, consuma su suicidio. Todo esto ocurre «...porque la ciudad se llenó de
una tensión ambiental extrañamente delicada, producida justamente por la
invasión de la luz amarilla que la nube reflejaba en sus redondos vellones» (p.
435). «Una luz mineral, sagrada, caliente, que tiene en sí misma las cualidades
contradictorias de frío, de lluvia, de aire libre» (p. 436). «Una luz mineral, de
madrugada química, recordada a través de un tubo de ensayo» (p. 437).
La nube amarilla es, sin ningún género de duda, la gran causal criminógena
en El falso cuaderno de Narciso Espejo. Por cierto que aparece en junio, el mis-
mo mes que en El mestizo José Vargas -otra novela menesiana- tiene la mayor
incidencia de delitos sexuales: violaciones, raptos, estupros. Pero -es lo que se
estará preguntando, desconcertado, el lector, ¿qué es a fin de cuentas la «nube
amarilla»? José Balza -novelista y menesiano hasta los tuétanos- asocia la nube
amarilla a «la luminosidad, la luz de Caracas, que ha sido una constante en
nuestra pintura...». Para Orlando Araujo luce evidente la relación entre el sol
154 E lio G ómez G rillo

canicular mediterráneo que hace matar al «extranjero» y esta «nube amarilla»


bajo cuyo resplandor se enciende la cuchilla asesina del negro Juan de Dios.
(Que, por cierto, es personaje importante en la novela de Guillermo Meneses,
La misa de Arlequín.)
Un grito en la calle -escribe el autor de Compañero de viaje-, la muerte
absurda de un obrero bajo la alucinación de la nube, confirma, a diez
años de la publicación de El extranjero (París, 1942), que lo que an-
gustiaba a Camus en Francia se expresaba también, y con autonomía,
en una novela hispanoamericana de posguerra.

Confía uno en la singular capacidad de penetración de los creadores artís-


ticos y termina preguntándose si realmente no será la luz caraqueña, la lu-
minosidad de la ciudad, su «nube amarilla», un factor más que añadir a los
tantos y tantos que citamos una y otra vez como causales criminógenas en esta
extraordinaria capital del delito que es Caracas.
Era todo lo que nos faltaba.

La misa de arlequín, de Guillermo Meneses23

La misa de Arlequín, la última novela de Guillermo Meneses, le importa


mucho a la Criminología. Entre otras cosas porque ella es, en su estructura
básica, una biografía novelada del delincuente nacional más famoso de todos
los tiempos, y que pertenece a la época digamos romántico-pastoril de nuestra
criminalidad. Me estoy refiriendo, desde luego a Cruz Mejías, el célebre «Pe-
tróleo Crudo».

[23]_ En: Guillermo Meneses. Cinco novelas. Monte Ávila Editores, Caracas, 1972.
Todas las citas de la obra se refieren a esta edición; en adelante índico, entre paréntesis,
la(s) página(s) correspondiente(s).
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 155

¿Cómo es el Petróleo Crudo dé Guillermo Meneses? En la obra se llama


Gregorio Cobos y él mismo se encarga de dar a conocer su biografía cuando
es llevado ante el tribunal.
El único cariño que había habido en su vida era el de su mamaíta ado-
rada. Y el único respeto, el de su padrino Alejandro, quien lo trajo a
Caracas cuando Gregorio era ya un zagaletón y lo hizo aprender a leer
y escribir y a sacar las cuentas (p. 512).
La madre cambiaba continuamente de compañero y pasaba las noches
en fiestas. Muerta ella, vive con el padrino, quien lleva distintas mujeres al
rancho. Una de éstas le sorprende cuando Gregorio hurta un dinero que ella
guardaba. Entonces la mujer lo «embruja»: «Le gritó: “Te voy a encender
una vela para que siempre seas ladrón”» (p. 514). Y «Él vio -narra Mene-
ses- cuando encendía la vela y cuidaba la luz guardándola del viento con la
mano» (p. 514).
Esa condición supersticiosa tan característica de la personalidad delincuen-
te, es permanente en Gregorio Cobos... Visita en su rancho al negro Rigo, el
brujo de Los Robles, para pedirle yerba y ensalmos, y solicitarle que «...hiciera
la suerte de los caracoles y fabricara arcoíris y tempestades como abanicos de
marfil para esconder la carrera de los que escapaban» (p. 510). Por eso, cuando
iba a ser capturado por los agentes, «Gregorio pensó que podría hacerse pe-
queño (...) que podría ser cierto que los policías no lo miraran, que se hiciera
transparente como de vidrio...» (p. 512).
Dentro de esa delirante atmósfera edípica en la que el psicoanálisis criminal
trata de encerrar el mundo del delincuente, sobresale la obsesión «mamista» de
Gregorio Cobos. Cuando su padrino desaparece para siempre en una redada
policial, Gregorio se lamenta: «Era -dice- lo único que he tenido en la vida desde
que se acabó mi mamaíta querida». Y cuando cae abatido por el disparo policial
que sesga su vida, sus últimas palabras son: «-El cariño de mi mamaíta querida...,
se acabó Gregorio Cobos» (p. 518). ¿Y no es también un síntoma edípico esa
búsqueda de castigo expiatorio cuando ante las autoridades Gregorio «Hablaba
156 E lio G ómez G rillo

como si quisiera para sí todos los robos del mundo y llegó hasta contar como
propias algunas de las aventuras que el padrino le había relatado» (p. 512)?
Acierta Meneses también cuando le atribuye a su personaje cierta repulsión
por determinados delitos, como la violación, por ejemplo. Ocurre que, en la
vida real, frecuentemente, los ladrones desprecian a los asesinos y éstos a aqué-
llos. Ambos rechazan a los violadores. Por eso Gregorio Cobos dice:

—No tengo por qué andar inquietando mujeres y obligándolas. Ten-


go mujeres que me quieren. Y en el peor de los casos pago. O engaño.
No soy hombre tan ruin como para no conseguir de buen grado una
hembra buena (p. 515).
El cuadro psicológico general en el que el novelista ubica a Gregorio Cobos
corresponde verdaderamente al núcleo básico de la estructura de la personalidad
criminal. (Téngase presente que Meneses, además de poderosamente intuitivo,
como todo gran creador, fue alguna vez juez penal.) Gregorio es muy sexuado,
confiado, supersticioso, generoso, concupiscente, exultante, jactancioso, epicú-
reo, derrochador, imprevisivo, egocéntrico, polígamo, megalómano, agresivo...
A su amigo Juan de Dios, que trabaja como recolector de basura en el aseo urba-
no, le muestra las piedras preciosas que ha robado: «-Esta es la basura que recojo
yo (...). Coge para ti cualquier cosa. Para mí no es sino el riesgo que corrí una
noche» (p. 507). De la catira Marisa, prostituta del mabil Las Tres Lunas, dice
que «...es como un chupón del río; como un remolino que te sorbe el cuerpo.
Cuando uno está con la catira Marisa es como si se hundiera en una poza ca-
liente. ¡Catira de mi vida!» (p. 508). Y cuando disfruta de una noche triunfal de
licor, comida y sexo, Gregorio Cobos grita una y otra vez: «Soy el rey del mundo!
¡Soy el rey del mundo! ¡Soy el rey del mundo!» (pp. 508-509).
Hasta reflexivo filósofo ético llega a ser el personaje. Tampoco es extraña tal
afición seudomoralista y a veces realmente moralista en el tipo delincuente:

-Robar...
-No se lo aconsejo a nadie. Es el peso más grande que puede caerle a
un hombre.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 157

(...)
No puede un ladrón tener paz.
(...)
-Es como estar condenado. Se puede decir que es una brujería (p. 504).
***
Voy a escribir mis memorias.
(...)
A contar mi vida para que pueda servir de ejemplo a otros hombres.
El camino del delincuente es mal camino. Yo voy a corregirme. Voy
a aprender a trabajar y a vivir en paz. Con un jornal ganado, con
una mujer segura. Con hijos..., que sepan quién es su padre. Y no
se avergüencen. Aunque..., bueno... Yo no tuve sino el padrino y la
adoración por mi mamaíta querida (p. 515).

Gregorio Cobos. Sólo «un negro ladrón» en el todo magnífico de Guillermo


Meneses.

El tratamiento del delito en cinco novelas venezolanas. Síntesis parcial

Zárate, de Eduardo Blanco


Zárate es un personaje de ficción que el autor ubica en la época de la pos-
guerra independentista nacional, hacia 1824. Parece inspirado en el famoso
bandido Cisneros, que merodeaba en los valles del Tuy. Ésta es la primera
novela venezolana en la cual el delincuente y la delincuencia son contenidos
centrales de la obra. El tratamiento que le da el autor al tema y al personaje
es romántico y sensiblero, muy de la época y de la tendencia francamente
romántica de Eduardo Blanco. La primera edición de esta novela es de 1882.

Puros hombres, de Antonio Arráiz


«Este libro es la cárcel», advierte el autor en el pórtico de la obra. Y
efectivamente lo es. Aún más, se trata de la única novela nuestra que «es la
cárcel». La cárcel venezolana con sus delincuentes comunes adentro. Esa cár-
cel es la cárcel gomecista. Posiblemente el viejo penal de «Las Tres Torres», de
158 E lio G ómez G rillo

Barquisimeto. La obra constituye un recio aguafuerte goyesco que inaugura en


la literatura venezolana el realismo en el tratamiento del tema delictivo. Es una
novela recia y hermosa. Un extraordinario documento criminológico de una
época de la delincuencia y del antipenitenciarismo venezolano. La primera
edición de esta obra es de 1938.

Cuando quiero llorar no lloro, de Miguel Otero Silva


Esta es la novela de la violencia juvenil venezolana durante la década de los
sesenta. Los tres personajes de la obra representan, cada uno, una forma de
violencia y un estamento social determinado: el proletario Victorino Pérez
es el delincuente común; el pequeñoburgués Victorino Perdomo es el que
ejercita la violencia política; el burgués Victorino Peralta es el ejecutante de
la violencia vandálica. En la obra corre un humor chaplinesco y un lirismo
sostenido. Me luce Victorino Pérez como el personaje mejor logrado. Los tres
mueren en su ejercicio violento. La primera edición de la obra es de 1970.

Campeones, de Guillermo Meneses


Es la historia de cuatro muchachos maiquetieños que al vivir la vida cara-
queña caen en la execración, el vicio y el delito. Sólo se salva uno que hace
de albañil. En la obra parece privar la tesis roussoniana de naturaleza versus
sociedad: la primera es buena; la segunda, mala. Campeones es una novela de
mar, sexo y delito. Los personajes son virtualmente obsesos sexuales incesan-
tes, perseguidores de fornicaciones. En la obra hay estupendos retratos de la
atmósfera turbia de la ciudad: el alcohol, el mabil, la prostituta, el rufián.
Termina con una escena carnavalesca que literariamente es quizás lo mejor
logrado de la obra. La primera edición de esta novela es de 1938.

La misa de Arlequín, de Guillermo Meneses


En ésta la última novela de Meneses, aparece un personaje delincuente im-
portante: Gregorio Cobos, que es, en buena manera, la versión novelada del
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 159

célebre hampón Cruz Mejías (a) Petróleo Crudo. Aparece como un sujeto
supersticioso, sediento de placer, espléndido, mujeriego y cuya actividad de-
lictiva consiste, exclusivamente, en atentados contra la propiedad. Sus afectos
son su «mamaíta querida» y su padrino -quien también era ladrón-, ambos
muertos. Ansia las «noches de gloria», con bellas mujeres y buenas bebidas a
su lado, que le hacen llamarse el «Rey del mundo». El novelista insiste mucho
en la condición de negro del personaje. Muere al intentar una última fuga.
Otro delincuente de la obra es Pablo Yanes, típico hampón de la ciudad,
quien aparece muy desdibujado, muy débil, en la novela. De los demás per-
sonajes delictivos, aparecen únicamente el nombre y el apellido. La primera
edición de esta obra es de 1962.
II
El preso Andrés Eloy Blanco24

Andrés Eloy Blanco estuvo preso varios años, de 1928 a 1931, bajo el gobier-
no tiránico de Juan Vicente Gómez, por su oposición a ese régimen. En la cár-
cel de La Rotunda de Caracas y en las bóvedas del Castillo de Puerto Cabello
escribió dos de sus inmortales libros de poemas: Barco de Piedra y Baedeker
2000. Su genio poético y su sensibilidad humana, esto es, la inteligencia del
pensamiento y la inteligencia del corazón de la que habla Unamuno, brillan
como piedras preciosas en los versos del poeta preso. Llega, por ejemplo, el
retrato de la novia a la cárcel y le canta, oigámoslo:
La novia venía sola
y en grupo con la mañana

Yo no me daba cuenta
de lo hermosa que era, de lo que eran sus ojos;
amigo, hay que estar preso
para saber lo hermoso que es lo hermoso.
(«Tránsito de un retrato de novia por la cárcel», p. 461).

[24]_ Andrés Eloy Blanco. Obras completas, tomo I, «Poesía». Congreso de la Repú-
blica, Caracas, 1973. Todas las citas de la obra se refieren a esta edición; en adelante
indico, entre paréntesis, la(s) página(s) correspondientes).
162 E lio G ómez G rillo

Y el toque de humor:

Muchas gracias, coqueta,


muchas gradas, aduladora,
ya sabes que me gustas con los cabellos largos
y cómo te odiaría con la trenza cortada,
fea, como un muchacho.
(«Tránsito de un retrato de novia por la cárcel», p. 462)

Al ahijadito Manolo, que cumple años, le escribe:

Ahijado: ya tienes tres años de vida


(...)
Aquí estoy, en la Cárcel;
somos varios.
Aquí estamos, más mal que bien,
pero es mucho decir: mal que bien, aquí «estamos».
Apunta esto: estamos aquí
para evitarte trabajo,
para que tú, mañana, no tengas que venir.
¡Qué feliz serás!
¡Qué feliz serás, ahijado!
con tus caramelos de libertad,
tan ricos! -según dicen, porque yo
nunca los he chupado-.
(«Cumpleaños del ahijado Manolo», pp. 419-420).

Un jueves santo, cuando los presos rezan, el poeta se permite un diálogo de


humor zumbón, pero respetuoso, con Jesucristo:
he pensado que ahora, en esta vieja noche,
han llegado a la cárcel nuevos presos
esta noche misma habrá interrogatorio,
torturarán acaso...

Y le he dicho a Jesús: -Hoy haces falta,


mucho trabajo tienes esta noche;
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 163

no hay que morir este año, viejo mío;


¿qué importa un año sin Viernes Santo?
Para el año que viene, tal vez se arregle esto
y entonces, ya te podrás morir
y estar bien a tus anchas, uno o dos meses muerto.
(«Jueves Santo», pp. 397-398).

En el poema «Trabajos de preso», dice, en realidad, de los trabajos del preso:

En estos largos días


las manos quieren matar las horas
como minuteros.
Se aguza la destreza,
se saborea la filigrana.
Cada uno está siempre en lo suyo,
y los presos se van haciendo monjes.
Si aquí hubiera un jardincillo
seríamos capaces de poner las semillas
y verlas moverse
y abrirse
y llegar a la flor.
Unos trabajan en hueso,
otros en corteza de coco,
otros hacen cofres para joyas muertas,
otros, una paloma en el hueso de un dátil;
yo, con miga de pan y papel,
hago estatuas,
pero todavía no he logrado
meterles entre los ojos cierta bondad que me falta.

Porras, el carcelero,
tiene treinta años aquí;
es cruel, místicamente cruel,
parece turco y chino a la vez,
es un lindo diablo de tragedia china
y tiene siempre entre los labios
164 E lio G ómez G rillo

un filo horrible de sonrisa.


Ese carcelero
tiene también su trabajo de preso,
un trabajo acabado, mejor que el de nosotros;
él se labró su corazón
y le quedó negro y brillante como un coco.

(«Trabajos de preso», pp. 404-405).

Y la ternura con los animales, que con el buen humor cristalino y sin amar-
guras, nunca le falta al poeta:

Soy el mejor amigo de este gato,


un cachorro alegre y negro como un tordo,
compañero de buen humor
espíritu familiar del calabozo.
(…)
Es un buen preso, el gato voluntario,
que se olvidó del mundo como de una pelota
de la que se cansaron los gatos.
Cuando me saquen de aquí
será el mejor amigo de otro preso
y morirá de fastidio cuando caiga el gobierno.

(«El gato negro», p. 394)

En el prólogo a Baedeker 2000 dice el poeta:

Este libro fue escrito en las bóvedas del Presidio de Puerto Cabello. En
presencia del mundo indeseable, irrespirable, insoportable, en presen-
cia de la realidad rechazada por el ser, el Poeta intenta la evasión; crea
su mundo y se mete en él; ya no vive sino en él; ni un minuto más está
en la cárcel (p. 261).
Y cuando siente cerca la muerte en el calabozo, clama ante la madre:
Madre, si me matan,
ábreme la herida, ciérrame los ojos
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 165

y tráeme un pobre hombre de algún pobre pueblo


y esa pobre mano por la que me matan,
pónmela en la herida por la que me muero.
(«Canto de los hijos en marcha», p. 430).

Al parecer, también escribió en la cárcel Andrés Eloy Blanco, una obra de


teatro que tituló Todo está igual, «porque el teatro y la cárcel -dice el poeta- son
tan parecidos”.
En la poesía carcelaria de Andrés Eloy Blanco se destaca una frescura, un hu-
mor, una gracia que no es común hallar en los escritos producidos en los cala-
bozos. No hay amargura, ni rencor, ni odio. Al ahijadito le canta -ya lo hemos
oído- celebrando los «caramelos de libertad» que el niño puede disfrutar, pero
que él «nunca ha chupado». Lo dice con nostalgia, pero sin amargura. Como
la llegada de nuevos presos anuncia interrogatorios y torturas, y la fecha es la
Semana Santa, el poeta le pide a Jesucristo que no se muera ese Viernes Santo,
que esté vivo para que pueda impedir esas torturas. Es decir, ante el horror del
martirio, Andrés Eloy reacciona sin estridencias ni desgarramientos. Mantiene
la serenidad, recurre a la humorada, tanto que se permite tutear a Jesucristo:
ya lo he citado. Lo cito de nuevo: «Y le he dicho a Jesús: -Hoy haces falta, /
mucho trabajo tienes esta noche; / no hay que morir este año, viejo mío; / (...)/
Para el año que viene, tal vez se arregle esto / y entonces, ya te podrás morir...»
(pp. 397-398).
Para el estudioso del penitenciarismo es particularmente interesante el poe-
ma «Trabajos de preso». Porque en verdad habla de un aspecto central de la
ciencia y de la técnica penitenciarias, como es la actividad laboral del recluso.
«Unos trabajan en hueso, / otros en corteza de coco, / otros hacen cofres para
joyas muertas, / otros, una paloma en el hueso de un dátil» (p. 405).
Esta enumeración de modalidades de la artesanía reclusoria hacen de este
poema un buen testimonio de la rutina penitenciaria de entonces en el Castillo
de Puerto Cabello, en materia laboral. Es útil para el mejor conocimiento de
la historia carcelaria venezolana. Ésa es la primera moraleja que se desprende
166 E lio G ómez G rillo

de este poema. La segunda moraleja es el toque poético que Andrés Eloy le


da al trabajo penitenciario cuando dice: «yo, con miga de pan y papel, / hago
estatuas, / pero todavía no he logrado / meterles entre los ojos cierta bondad
que me falta» (p. 405). La tercera moraleja es el tratamiento que el poeta le
otorga y concede a Porras, el carcelero «cruel, místicamente cruel». El poeta no
lo agrede, no lo insulta. Dice al hablar de los trabajos del preso con la corteza
del coco, que ese carcelero «tiene también su trabajo de preso, / un trabajo
acabado, mejor que el de nosotros; / él se labró su corazón / y le quedó negro y
brillante como un coco» (p. 119). Es una respuesta-sin amargura ni acrimonia
ante la ferocidad del carcelero. Fue la actitud humana que Andrés Eloy Blanco
mantuvo siempre ante sus adversarios políticos. Una altura, una elegancia, un
respeto aun ante quien quizás no lo merecía, que constituyó una característica
central de su vida.
La ternura viril de Andrés Eloy Blanco prisionero se revela, incluso, en su
cariño por los animales. Canta al gato que voluntariamente se hizo preso y es
compañero de calabozo: «Soy el mejor amigo de este gato, / un cachorro ale-
gre y negro como un tordo» (p. 394), lo llama «compañero de buen humor /
espíritu familiar del calabozo. /(...)/ Es un buen preso, el gato voluntario, / (...)
/ Cuando me saquen de aquí / será el mejor amigo de otro preso / y morirá de
fastidio / cuando caiga el gobierno» (ídem).
Este aliento vital airoso, sano, sin aprensiones ni rencores se manifiesta en
toda la poesía carcelaria de Andrés Eloy Blanco. A pesar de que él siente el
ambiente de calabozo -y ya también lo hemos dicho- como «mundo inde-
seable, irrespirable, insoportable». Su ser humano y poético se crece ante esa
fatalidad y hace que este cancionero de presidio esté lleno de encanto y gracia,
logro literario muy extraño, por cierto, en los archivos de letras escritas en los
calabozos.
Termino con una referencia educativa inmediata. En virtud de la celebra-
ción del centenario de Andrés Eloy Blanco, las promociones de egresados uni-
versitarios del país llevaron en el año 1996 el nombre del insigne venezolano.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 167

En el Instituto Universitario Nacional de Estudios Penitenciarios, que tengo


la honra de dirigir, cuando me tocó -ese mismo año— entregarle el título de
Técnico Superior Penitenciario a los recientes graduandos en presencia del
presidente de la República, concluí mi discurso de orden expresándole a los
nuevos penitenciaristas venezolanos que recordaran siempre, que se graduaron

...ennoblecidos por la luz y el color de la magia poética de Andrés Eloy


Blanco. Que su espíritu -les dije- inspire vuestros pasos que deben ser
redentores para que el sol de la dignidad y del respeto al prisionero
ilumine los calabozos. Sean ustedes -terminé señalando-, los peniten-
ciaristas a quienes el preso Andrés Eloy Blanco, desde su celda, los
hubiese contado como compañeros.
III
El testimonio. El teatro

Relatos de la prisión, de Carlos López25

Esta obra constituye un testimonio carcelario escrito en buena prosa narra-


tiva que le permite hacerle llegar al lector con autenticidad suficiente, horrores
y horruras presenciados en la vida reclusoria. Son once capítulos que recogen
algunos de los hechos más espantosos que un preso pueda presenciar durante
su permanencia entre rejas. Advierte López que las historias que narra son
verdaderas y que los ambientes son «infernales».
De esto último no cabe la menor duda. Son historias negras las que forman
estos relatos. Si ellos son verdaderos, el escalofrío que produce su lectura se
transforma en estremecimiento.
Porque todos y cada uno de los once relatos que aparecen en esta narración,
constituyen una verdadera historia de horror. Un reo que lleva en una mano
sus dos testículos, que acaba de cortarse con la hojilla que enseña con la otra
mano, mientras corre dejando un reguero de sangre hasta caer muerto por la
hemorragia. Otro que vende el sexo de su madre, honorable anciana de sesen-
ta años, para pagar las drogas que consume. Un tercero cuya madre es una de

[25]_ Editorial La hoja de la calle, Caracas, 1996.


170 E lio G ómez G rillo

las prostitutas que va a la cámara reservada del penal. Un motín sangriento


con hombres quemados vivos o irreconocibles por las tantas heridas recibidas.
Un atentado sanguinario de un recluso contra su juez. Y, sobre todo, el capítu-
lo «La matanza, la locura y el terror», en el que se narran homicidios colectivos
y casos de antropofagia.
Las carnes gordas de Hunter fueron rebanadas en bistec para vendér-
selas a los diferentes restaurantes que funcionan en el penal, otra parte
fue a parar al arroz guisado para los presos. Los presos almorzaron con
Flanagan, sin saber que lo estaban haciendo; sólo dejaron de comér-
selo los que no ingerían la comida del penal (...) La política del ex-
termino estaba generalizándose, los muertos iban y venían en closets,
en carretillas, en sacos, en bolsas plásticas, todos eran descuartizados,
algunos eran servidos de alimento, otros servían de entretenimiento.
Para muestra bastan estos botones y perdone el lector.
Se lee este libro y se vive una pesadilla, sobre todo porque de acuerdo con
lo que afirma el autor, estos hechos ocurrieron. Y eso espanta. Y por supues-
to, también enseña algo más de lo que ya sabemos que ocurre en las prisio-
nes venezolanas, a pesar de que uno ya creía saberlo todo y pensábamos que
nuestra capacidad de asombro estaba ya agotada. Carlos López nos muestra
cómo ante el submundo de las cárceles venezolanas, el infierno de Dante es
un recinto celestial.
Estos Relatos de la prisión de Carlos López se incorporan a la bibliografía car-
celaria venezolana como un testimonio desgarrador y bastante bien escrito de
vivencias que no parecen humanas, porque la vida y la más elemental dignidad
de los hombres sólo cuentan colgando como harapos andrajosos inservibles.

El juicio del siglo, de Fernando Gómez

En 1924 ocurrieron en Chicago tres hechos que conmovieron profunda-


mente la opinión pública estadounidense y la de buena parte del mundo.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 171

El primero de esos hechos fue el asesinato brutal del niño Bobby Franks, de
14 años. Su cadáver fue encontrado mutilado en una alcantarilla de las afueras
de Chicago. El padre había recibido una nota pidiendo diez mil dólares por
el rescate.
El segundo de los hechos espectaculares fue el descubrimiento de los auto-
res del crimen. Por una circunstancia absolutamente fortuita, la policía llegó
a la conclusión de que Richard Loeb y Nathan Leopold, de 18 y 19 años,
respectivamente, eran los asesinos. Ambos jóvenes pertenecían a dos familias
tradicionales y millonarias de la ciudad. Eran, además, muchachos de una
inteligencia excepcional. Creyeron cometer el crimen perfecto y estuvieron a
punto de hacerlo. Les traicionó el habérsele quedado a Leopold sus anteojos
en el lugar donde habían dejado el cadáver de la víctima. Los culpables con-
fesaron haber cometido el hecho un poco para saber «cómo era eso», cómo
moría un ser humano cuando se le asesinaba. La víctima fue escogida en el
mismo momento, de entre un grupo de colegiales. Los jóvenes homicidas se
consideraban superiores y creían en cierta forma tener derecho de vida y de
muerte sobre los demás seres. Ellos estimaban, entre otras cosas, que su supe-
rioridad intelectual les confería cierta infalibilidad en todo cuanto hicieran. Se
pidió la pena de muerte para los dos.
El tercer hecho surge cuando se encarga de la defensa de los jóvenes el pe-
nalista más famoso en la historia de los EE UU, Clarence Darrow. Hizo una
de las defensas más brillantes de su carrera. Manejó argumentos y posturas
que entonces constituían verdaderas innovaciones. Mucho de psicoanálisis,
un poco de filosofía, historia y sociología criminal, y todo entremezclado
con hermosos toques poéticos y, fundamentalmente, de estudio de la con-
dición humana. Al lado de una referencia legal o de una cita científica, hay
una alusión de Nietzsche o el recitado de un verso de Omar Khayan, el poeta
persa. En el fondo de todo, alienta una profunda comprensión del hombre
y de su conducta.
172 E lio G ómez G rillo

La defensa magistral de Darrow le salvó la vida a los dos muchachos. Fueron


condenados a cadena perpetua. Loeb moriría, años más tarde, en la peniten-
ciaría, asesinado por otro recluso. Leopold obtendría la libertad después de
más de treinta años de presidio. Llegó a dominar veintisiete idiomas y en la
prisión estudió desde filosofía hasta los jeroglíficos egipcios. Escribió para re-
vistas científicas de criminología y sociología. Publicó un libro famoso: Prisión
perpetua y 99 años más. Incluso, en la cárcel aprendió el sistema Braille, para
enseñar a leer a un compañero ciego.
Este crimen se llamó el «crimen del siglo». Quizás más propiamente debió
llamársele el primer crimen del siglo. Porque en cierta forma este hecho es el
síntoma inicial de la escalada de la violencia que se posesionaría de parte de
la juventud del mundo después de la última posguerra. El juicio del siglo, se
llamó la gran defensa de Clarence Darrow. Inspirado en ella, Meyer Levin
escribió su famosa obra Compulsión, que es la historia novelada de todos estos
hechos. Levin conocía íntimamente a los jóvenes homicidas y siguió muy de
cerca todo el proceso. Su libro ha sido y en cierta forma continúa siendo un
verdadero best-seller. Basado en él, Orson Welles llevó a la pantalla la historia
de Leopold y Loeb, en una película que todavía es éxito de taquilla.
En Venezuela, el doctor Fernando Gómez, afamado primer actor venezo-
lano, y médico egresado de la Universidad Central de Venezuela, hizo una
adaptación de la defensa de Darrow, que constituye un hermoso espectáculo
teatral, un monólogo en el cual Fernando Gómez es también el director y el
actor. Este monólogo, que él ha llamado acertadamente El juicio del siglo, lo
estrenó su creador hacia 1960 y lo ha montado decenas de veces en Venezuela,
siempre con notable éxito.
A punte sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura venezolana 173

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Vethencourt, José Luis: Clasificación criminológica de las constelaciones con-


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COLECCIÓN BICENTENARIO CARABOBO
COMISIÓN PRESIDENCIAL BICENTENARIA DE LA BATALLA Y LA VICTORIA DE CARABOBO
Preprensa e impresión
Fundación Imprenta de la Cultura
ISBN
978-980-440-093-3
Depósito Legal
DC2022000752
Caracas, Venezuela, junio de 2022
La presente edición de
La delincuencia en Venezuela / Apunte sobre la delincuencia

y la cárcel en la literatura venezolana

se realizó
durante el mes
de junio de 2022,
ciclo bicentenario
de la Batalla de Carabobo
y de la Independencia
de Venezuela

La edición
consta de
10.000 ejemplares
En Carabobo nacimos “Ayer se ha confirmado con una
espléndida victoria el nacimiento político de la República de
Colombia”. Con estas palabras, Bolívar abre el parte de la Ba-
talla de Carabobo y le anuncia a los países de la época que se
ha consumado un hecho que replanteará para siempre lo que
acertadamente él denominó “el equilibro del universo”. Lo que
acaba de nacer en esta tierra es mucho más que un nuevo Estado
soberano; es una gran nación orientada por el ideal de la “mayor
suma de felicidad posible”, de la “igualdad establecida y practi-
cada” y de “moral y luces” para todas y todos; la República sin
esclavizadas ni esclavizados, sin castas ni reyes. Y es también el
triunfo de la unidad nacional: a Carabobo fuimos todas y todos
hechos pueblo y cohesionados en una sola fuerza insurgente.
Fue, en definitiva, la consumación del proyecto del Libertador,
que se consolida como líder supremo y deja atrás la república
mantuana para abrirle paso a la construcción de una realidad
distinta. Por eso, cuando a 200 años de Carabobo celebramos
a Bolívar y nos celebramos como sus hijas e hijos, estamos afir-
mando una venezolanidad que nos reúne en el espíritu de uni-
dad nacional, identidad cultural y la unión de Nuestra América.
La delincuencia en Venezuela / Apuntes sobre la delincuencia y la
cárcel en la literatura venezolana Lo llaman el padre de la criminología en
Venezuela, y con toda justicia así es reconocido. Elio Gómez Grillo se aproxima
a la comprensión científica de lo que rodea al crimen, más allá del castigo y la
condena, desde una objetividad que manifiesta una verdadera preocupación por
todo lo que eso conlleva: situación social, familiar, el lugar de reclusión, tipología
de las condenas e incluso la propuesta de eliminar las cárceles como sucede en
otros países.
Este volumen recoge dos facetas de ese quehacer intelectual: el estudio crimino-
lógico propiamente dicho y su presencia en la literatura. La delincuencia en Vene-
zuela (1973), expone la dinámica de este fenómeno desde sus orígenes históricos y
geográficos en nuestro país. Apuntes sobre la delincuencia y la cárcel en la literatura
venezolana (2001) es un apasionante acercamiento a la literatura venezolana foca-
lizado en los protagonistas, narradores, personajes que se encuentran en presidio,
esto redimensiona la obra tratada (poesía, narrativa, novela, testimonio) con la
mirada del autor y la vincula a claros ejemplos de la realidad contemporánea.

COLECCIÓN BICENTENARIO CARABOBO

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