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05 El Que Me Sigue No Andará en Oscuridad

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5 «El que me sigue no caminará en la oscuridad»

(Jn 8,12)
Desde que el Altísimo, ¡bendito sea!, decidió poner orden en el caos inicial, la luz se
convirtió en su criatura más bella. Y en cuanto hubo sobre la tierra un pueblo capaz de
cantar a su Dios, vio en ella el reflejo de la gloria del Creador y su mediación más
exultante:
«Bendice, alma mía, al Señor.
¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto» (Sal 104,1).
«El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré?» (Sal 27,1).
«En ti está la fuente viva
y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10).
«Ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día...» (Sal 139,12).
La oscuridad se sometía, como una criatura obediente, a desempeñar el papel de servidora y
de vencida en el juego de los símbolos; cada día acosaba con sus fuerzas tenebrosas a la luz
y parecía dominarla. Las sombras se tragaban a la tierra, ya todo parecía perdido: el caos, la
muerte y los terrores nocturnos salían de sus escondrijos y se convertían en los dueños de la
vida. Pero sólo era una apariencia. Cada amanecer, la luz renacía con el esplendor de una
reina y la frescura de una niña, y la oscuridad retrocedía avergonzada.
En la luz había vida, y la vida era la luz de los hombres, pero los hombres no eran sus
dueños. Cada vez que extendían sus manos posesivas para apoderarse de ella, como si fuera
otro fruto del árbol del jardín, la luz se alejaba de ellos. O aparecía la nube, como una
hermana menor de la oscuridad, y devolvía a los hombres a los límites de su conocer. Les
impedía caer en la tentación de intentar manipular a Dios, de jactarse de haber visto su
rostro. Los protegía de la ingenua suficiencia de creer que habían alcanzado su misterio:
«Al tercer día por la mañana, hubo truenos y relámpagos y una nube espesa en el
monte, mientras el toque de trompeta crecía en intensidad, y el pueblo se echó a
temblar en el campamento. (...) El Señor bajó a la cumbre del monte Sinaí, y Moisés
se acercó a la nube donde estaba Dios» (Ex 19,16.20).
«Cuando Moisés entraba en la tienda, la columna de nube bajaba y se quedaba a la
entrada de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés. Cuando el Pueblo veía la
columna de nube parada a la entrada de la tienda, se levantaba y se prosternaba cada
uno a la puerta de su tienda» (Ex 33,9-10).
«Vosotros oísteis la voz que salía de la oscuridad» (Dt 5,23).
«El Señor quiere habitar en una densa nube» (1 Re 8,12).
La nube velaba el secreto de Dios, defendía su soberana libertad de desvelarse o de
esconderse, lo convertía en sonido y en nombre, recordaba a los hombres que eran
incapaces de rastrear sus dimensiones desconocidas. La nube los salvaba, porque les
permitía seguir humildes y expectantes ante la llegada de Dios, porque los dejaba abiertos
para recibir como un don lo que su esfuerzo no podía conseguir.

Los hombres preferían las tinieblas


Pero la ansiedad humana de poseer, la necesidad de afirmarse en los propios saberes, era
muchas veces más fuerte que la nube y hacía olvidar a muchos cuan indigente y pequeño
era su conocer. Se creían entonces poseedores de la verdad, se atrevían a rebelarse contra el
misterio impenetrable de un Dios que les hacía presentir la luz como posible, invitándoles a
avanzar confiadamente en la oscuridad.

05 El que me sigue no andará en oscuridad 1


Ellos preferían extinguir las tinieblas y se lanzaban a la conquista de la luz, galopando
con las teas encendidas de sus falsas evidencias y de sus explicaciones vacías.
La sabiduría de Israel ironizaba contra ellos:
«¿Has mandado en tu vida a la mañana
o has señalado su puesto a la aurora?
(...) Cuéntamelo, si lo sabes todo.
¿Por dónde se va a la casa de la luz
y dónde viven las tinieblas?
¿Podrías conducirlas a su país
o enseñarles el camino de casa?
Lo sabrás, pues ya habías nacido entonces
y has cumplido tantísimos años...» (Job 38,12-20).
«Hay sabios que son sabios para otros, y para sí mismos inútiles» (Eclo 37,19).
«¿Has visto a uno que se tiene por listo?
Pues más se puede esperar de un necio» (Prov 26,12).
Los profetas clamaban:
«¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la
luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! ¡Ay de los
que se tienen por sabios y se creen perspicaces!» (Is 5,20-21).
«Dice el Señor:
Ya que este pueblo se me acerca con la boca
y me glorifica con los labios,
mientras su corazón está lejos de mí, (...)
yo seguiré realizando prodigios maravillosos:
fracasará la sabiduría de sus sabios
y se eclipsará la prudencia de sus prudentes» (Is 26,9).
El orgullo y la codicia hundían a los hombres en la oscuridad, y los tiempos en los que el
Señor enviaría de nuevo una luz para librarlos de la confusión de sus sombras se alejaban
hacia un horizonte lejanísimo:
«Vagará afligido y hambriento, y rabioso de hambre maldecirá a su rey y a su Dios.
Volverá la cabeza a lo alto, mirará a la tierra: encontrará aprieto y oscuridad sin
salida, angustia y tinieblas persistentes» (Is 8,21-22).
Pero en el corazón de la noche seguían despiertos el deseo y la esperanza:
«En la senda de tus juicios, Señor, te esperamos, ¡con qué ansia por tu nombre y tu
recuerdo! Mi alma te ansia en la noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti...»
(Is 26,8-9).
«Como vigía, Señor,
yo mismo estoy de pie todo el día
y en mi centinela sigo erguido toda la noche» (Is 21,8).
El rocío iba a ser luminoso, la tierra iba a parir (Is 26,9), el pueblo que caminaba en
tinieblas iba a ver una luz grande (Is 9,1), de Jacob avanzaba una estrella (Num 24,17). Todo
el pueblo iba a poder, al fin, caminar a la luz del Señor (Is 2,5).

Nos ha visitado una luz de lo alto


Un día, la voz de unos testigos afirmó que el tiempo se había cumplido: «Nos ha visitado el sol
que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte» (Le
1,79). La gloria del Señor los envolvió de claridad (Le 2,9), y un anciano podía exclamar:
«¡Mis ojos han visto a tu Salvador: lo has colocado ante todos los pueblos como luz para
alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel!» (Le 2,30-32).
La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn 1,9) y se atrevía a gritar:
«¡Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no anda en tinieblas, tendrá la luz de la vida» (Jn
8,12).

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Y los que la recibieron confesaban deslumbrados: «¡Hemos visto su gloria!» (Jn 1,14). Pero
también contaban que, cuando quisieron plantar su tienda junto al que se transfiguraba en su
presencia, con los vestidos resplandecientes como la luz, se formó una nube que, como en los
relatos del Antiguo Testamento, los envolvió con su sombra, y una voz vino desde la nube:
«Éste es mi hijo amado: escuchadlo» (Mc 9,2-13).
Había que seguir entrando en la nube: ésa era la conclusión de aquellos que narraban la
experiencia de los primeros testigos; y, detrás del código simbólico en que venía cifrado, su
mensaje quería comunicar: la luz de Dios ha entrado hasta la entraña más herida de nuestro
mundo y, aunque la oscuridad parece seguir tan densa como antes, ahora está habitada por la
claridad de la presencia del Resucitado. Nuestra tiniebla ya no acontece en un contexto trágico;
la oscuridad no es más que la condición del tránsito
del ver al creer, la compañera fraterna del «todavía» que nos mantiene amarrados a esta
historia que Dios ama.
Los evangelistas lo repiten de mil modos, utilizan todos] sus recursos narrativos y
buscan cualquier camino que pueda reconciliarnos con nuestra oscuridad. Siembran la
sospecha \ ante nuestras nostalgias de clarividencia y ante nuestras prisas | por anticipar ese
día en el que ya no habrá noche (Apoc 22,5), pero que sólo nos es ofrecido como futuro.
Cada acontecimiento luminoso destaca sobre un fondo de sombra y coexiste con ella: el
que María esté bajo la acción del Espíritu no elimina las dudas de José (Mt 1,18-19), ni la
alegría del nacimiento de Jesús impide la muerte de los inocentes (Mt 2,16). La intemperie
del pesebre y la fragilidad del niño no desaparecen por más que una multitud del ejército
celestial cante un himno al Dios altísimo (Lc 2,12-14).
La gracia de Dios estará con el niño, pero no le evitará el tener que someterse al lento
proceso de la maduración humana.
«El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro...» (Jn 20,1):
así comienzan los relatos de apariciones del Resucitado en el evangelio de Juan. Los datos
temporales que señalan la novedad del comienzo se inscriben sobre el fondo de una
oscuridad no acabada. El «todavía» subraya una tensión, insinúa un conflicto no resuelto,
una resistencia de la noche al día. Pero, a la vez, abre una perspectiva, una orientación,
como si viese la oscuridad atravesada por una dirección.
«Quédate con nosotros, que está atardeciendo y el día va ya de caída», dirán los de
Emaús (Lc 24,29). La presencia del Resucitado no impide la llegada de las sombras. Antes
y después de reconocerle, la realidad de la noche sigue ahí, pero de pronto ha perdido su
fuerza amenazadora, y los dos discípulos pueden emprender una carrera en medio de ella,
porque ahora su corazón está en ascuas (Lc 24,32).

Jesús, inductor de oscuridades


Hay una continuidad de fondo entre los relatos de Pascua y los que tienen como sujeto a
aquel hombre que recorría los caminos de Galilea. Los que lo escuchaban entonces sentían
que tenían cerca una luz intensa (Mt 4,16), pero, al mismo tiempo, su desconcertante
libertad provocaba en ellos la ex-trañeza. Como si, antes de acceder a la claridad que
presentían como promesa, tuvieran que adentrarse también en la nube, entregando su
confianza a fondo perdido en aquel inductor de oscuridades que, además de no ofrecer a los
que le seguían ni un lugar donde reclinar la cabeza, se atrevía a introducirles en:
* La oscuridad de la certidumbre: la de sus propias dudas sin resolver, que parecen
traslucirse tras los textos evangélicos (hacer más o menos milagros, mostrarse o no,
dedicarse a los judíos o a los gentiles...). En contraste con la autoridad de sus palabras,
parecía ignorar los cornos y los cuántos de la llegada del Reino que anunciaba (Me 13,32).
Al no dominar el futuro, vivía referido constantemente a Otro que le señalaba el camino y
cuyo rostro buscaba incansable durante las noches y las madrugadas de oración (Me 1,35).
* La oscuridad del riesgo. Su enseñanza conducía peligrosamente hacia un lugar a partir
del cual había que decidirse a dejar atrás los comportamientos seguros y familiares y

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atreverse a avanzar por un camino desconocido, sin más garantía que una palabra dada:
— invertir el talento podía salir mal y no traer beneficios, sino pérdidas (Mt 25,27);
— venderlo todo para comprar una perla era correr el riesgo de una apreciación
exagerada de su verdadero valor (Mt 13,45-46);
— seguir esperando con las lámparas encendidas más allá de la hora razonable (Mt
25,5) era exponerse a gastar el aceite inútilmente;
— despreocuparse tanto de la comida y del vestido (Le j 12,22-24) suponía olvidar
que también hay gorrio-j nes que mueren de frío en invierno.
Su palabra parecía arrastrar hacia el vacío a los que le entregaban su fe; era una peligrosa
invitación a adelantar cer- j tezas, a ponerse en camino confiadamente, como aquel
funcionario que creyó en la curación de su hijo antes de com- j probarla al llegar a su casa
(Jn 4,43-54), o como el centurión! que no reclamó la certidumbre de la presencia del
Maestro] (Mt 8,5-13).
Había que adelantarse a retirar la losa del sepulcro de un j muerto que ya apestaba
después de cuatro días, llegando con] la fe hasta los límites de lo imposible (Jn 11,39-40).
Había que madrugar, como las mujeres en la mañana del primer) día de la semana, sin que
la existencia de la piedra inamovible 1 las disuadiese de ir a ungir el cuerpo roto de un
crucificado j (Me 16,1-4).
Había que correr el riesgo de vivir colgados de la pro- \ visionalidad del cada día, sin la
seguridad del granero repleto (Le 12,19) o del talento enterrado bajo tierra (Mt 25,25).
Había que vivir con la tranquila despreocupación de quien ha cambiado la ansiedad por el
abandono.
* La oscuridad de las dinámicas de desaparición: la de la sal y la luz para salar y
alumbrar (Mt 5,13-15); la de la levadura para levantar la masa (Mt 13,33); la del grano de
trigo para dar fruto (Jn 12,24). La de la lógica —tan humana— de querer ganar siempre,
cambiándola por la seguridad no demostrable de que, cuando se pierde, se empieza,
paradójicamente, a poseer (Me 8,35).
* La oscuridad de lo ambiguo y de lo mezclado: aceptar la imposible evidencia de
dónde acaba la cizaña y empieza el trigo (Mt 13,29); o de que, al echar la red, se vaya a
capturar sólo peces buenos (Mt 13,47).
Renunciar a clasificar a nadie y a darle por perdido. Encajar la ambigüedad de las malas
compañías que proyectaban sus sombras de dudosa fama sobre el Maestro (Le 15,1-2), la
cuestionable eficacia apostólica del hecho de que le tuvieran por un comilón y un borracho
(Mt 11,19) o de que aceptase también como amigos a Nicodemo, a Zaqueo o a Simón el
fariseo, poniendo en cuestión así la radicalidad de sus planteamientos y la verdad de sus
preferencias por los más pequeños.
* La oscuridad de la sospecha, de la relativización de lo evidente: incomodidad de unas
afirmaciones nada tranquilizadoras, de una siembra de interrogantes que hacían tambalearse
viejas seguridades. Quizá los ciegos no sean quienes parecen (Jn 9,1-36); los que todos
consideraban «fuera» y «lejos» ¿no serán los que para el Padre están «dentro» y «cerca»
(Mt 22,10)? ¿Será verdad que esos sirvientes, despreciados como «últimos», son los
verdaderos señores (Me 10,44-45)? Y ese dinero, tan codiciado y valorado, ¿cómo puede
convertirse en causa de maldición para quienes lo atesoran (Le 6,24)?
* La oscuridad de la dedicación a las causas perdidas, del desvelarse por personas o
grupos no cualificados ni rentables, carentes de influencia y de significación social o
religiosa, desprovistos de posibilidades de futuro. Dedicar tanto tiempo a enfermos,
mujeres, niños, publícanos, extranjeros..., a los sectores marginales de la sociedad, ¿no
suponía un innecesario desgaste de esfuerzos y de energías? ¿No eran los hombres y los
grupos del verdadero Israel los que, si se convertían, podrían dar un giro real a la situación
del pueblo?
* La oscuridad de los medios pobres: la incomprensible obstinación en no apoyar su
predicación ni la misión de los suyos más que en la sola fuerza de la palabra, como si hasta

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un par de sandalias de más fuera a perjudicar su eficacia (Le 10,4). ¿Por qué aquella
elección de discípulos, tan mal aconsejada, que reclutaba a pescadores y recaudadores de
impuestos y prescindía de un escriba, del prestigio intachable de un fariseo, del poder de un
saduceo o de la rectitud y el ascetismo de un esenio?
* La oscuridad de los comportamientos débiles: no apagar la mecha vacilante ni quebrar
la caña cascada (Mt 12,20); expresar con rotundidad una convicción («no he venido más
que para las ovejas perdidas de Israel») y dejarse persuadir en seguida por la insistencia de
una mujer no israelita (Me 7,24-30); renunciar a los planes de hacer descansar a los suyos,
tan agotados, por atender a unas gentes por el solo hecho de que le daba compasión el que
le hubieran seguido, hambrientas de su presencia o de sus milagros (Me 6,31-34); subir
decididamente a Jerusalén al encuentro del conflicto (Me 10,32) y confesar luego,
desvalidamente, su miedo a morir (Me 14,34)...
¿Por qué animar conductas que no dejan claramente a salvo la justicia equitativa? El que
cobró, trabajando una hora, lo mismo que el que había estado en la viña desde el amanecer,
¿no exigirá en adelante como debida la esplendidez que se le dio como regalo (Mt 20,1-
16)?
¿Por qué dejar tan en la sombra el valor del castigo que sirve de escarmiento? El que
cuenta con que va a ser perdonado setenta veces siete ¿no perderá, a la larga, el sentido del
pecado? Y el hijo tan desmesuradamente acogido después de su tormentosa aventura ¿no
volverá a marcharse en cuanto haya en su casa otro becerro cebado con el que poder
celebrar con otro banquete su vuelta (Le 15,11-32)?
* La oscuridad del ocultamiento de lo valioso: conflictividad de tener que vivir viendo
lo que otros no ven y danzando al ritmo de una melodía inaudible para la mayoría,
aguantando en la pobreza «la burla de los que aman la riqueza» (Le 16,14).
Porque ¿quién puede entender el extraño comportamiento del hombre que lo vende todo
para comprar un campo baldío, pagando por él mil veces su precio (Mt 13,44)? ¿Quién
tolerará el escándalo de los buscadores de Dios más allá del ámbito de lo sagrado, de los
que pretenden reconocerlo en las fronteras de la muerte, allá donde viven los sin techo, los
hambrientos, los privados de libertad... (Mt 25,31-46)? ¿Quién no se resistirá a llamar
«dichosos» a los empobrecidos y perseguidos (Le 6,20-22)? ¿O quién aceptará como Señor
a un rey de burla, a un hombre torturado y llevado a rastras hacia la muerte por las calles de
Jerusalén? ¿Cómo confiar en que existe un Dios que escucha a los hombres, si ni siquiera el
que se llamaba hijo suyo consiguió ser liberado de la muerte, aunque lo pidiera a gritos y
con lágrimas (Heb 5,7)?
* La oscuridad del retraso del Reino, de la dureza de la espera del esposo que se retrasa
(Mt 25,5), o del amo que se fue sin decir cuándo iba a volver (Mt 24,48), o de la tensa
vigilancia de quien teme al ladrón nocturno (Mt 24,43), o del criado que aguarda desvelado
a que su señor regrese de la boda, para que no tenga que esperar ni un momento a la puerta
(Le 12,36).
Sabiduría difícil de adaptarse a la lentitud de los procesos de germinación (Me 4,27) o
de gestación (Jn 16,21), sin intentar manipularlos ni precipitarlos, fiados en el impulso de
un crecimiento que está fuera del propio alcance.
* La oscuridad de lo gratuito, de lo recibido sin que brille el mérito propio, sino la
esplendidez del que es «bueno del todo» (Mt 5,45-48). Misterio de que lo que «tiene
gracia» es comportarse con los otros a fondo perdido y sin esperar nada a cambio. (Le 6,32-
35), porque es lo que consigue que se refleje en los hijos algo de los rasgos del Padre.
Oscuridad de los gestos de entrega sin cálculo, más allá de lo útil: derramar un perfume
precioso (Jn 12,3); echar en el cepillo también las dos moneditas que hacen falta para vivir
(Le 21,2); sentarse a los pies del Maestro descuidando la eficacia inmediata del servicio (Le
11,39); permanecer hasta el final junto al que se ama (Jn 19,25)...
* La oscuridad de las opciones irreversibles: la de venderlo todo y dárselo a los pobres
antes de saber si el camino que se emprende tiene verdadero futuro (Me 1,18); la de hacerse

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eunuco por un Reino cuya fecundidad no siempre se llega a comprobar (Mt 19, 12); la de
subir a Jerusalén a correr
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la suerte de alguien que está ya cercado por la muerte (Jn 11,16).
* La oscuridad de lo conflictivo: tensión de ser a la vez sencillos y astutos (Mt 10,16):
de dejar ver a los otros las buenas obras para que glorifiquen al Padre (Mt 5,16), pero
esconderse a la hora de rezar, de ayunar o de dar limosna (Mt 6,1.6.7).
Optar por cosas tan discutibles como no despedirse de la familia (Mt 8,21) ni anteponer
al padre o a la madre al seguimiento de alguien que es casi un desconocido (Mt 10,37);
tener que saludar con la paz al recorrer los pueblos anunciando el evangelio y vivir la
contradicción de estar en guerra con los de tu propia casa (Mt 10,34).
* La oscuridad de la confianza sin evidencia, de la aceptación de que el Dios en quien
hay que refugiarse como «Abba» se esconde a veces en la ausencia y el silencio, de que el
Dios del júbilo es también el que hunde en el misterio. Seguir confiando en que su amor
sigue ahí, más allá del muro impenetrable del sufrimiento. Creer que sus manos siguen
siendo capaces de acoger la propia vida, precisamente cuando esa vida está más herida por
el abandono y por la muerte (Le 23,46).

De «hijos de las tinieblas» a «hermanos de la oscuridad»


Este podría ser el camino de transformación que nos señala el evangelio desde la clave en
que hemos intentado leerlo. Y éstos podrían ser algunos de los pasos de ese camino:
1. Abrirnos al cuestionamiento de lo que consideramos evidente: dejarnos preguntar y
«descolocar» por la Palabra, sospechar de nuestras «clarividencias meridianas» y de
nuestras lógicas aplastantes. Aceptar que los eficaces principios de racionalidad
instrumental no sean válidos para nuestra condición humana tan compleja, tan
inmanipulable en su secreto último, tan distinta, en su «latencia», de la «patencia» absoluta
que van buscando la ciencia y la técnica.
Recordar que el misterio de los otros nunca aparecerá nítidamente en la pantalla de
nuestro ordenador, ni su libertad será programable, ni la relación con el otro podrá ser
jamás algo de «usar y tirar», ni el proceso de formación de una comunidad, o de una pareja,
o de una amistad, se puede someter a la velocidad del micro-ondas.
Por eso, estar dispuestos a desplazar nuestras verdades absolutas, nuestras efectividades
a corto plazo. Porque, quizá, lo que consideramos negatividades (la lentitud, la
desinstalación, la incertidumbre, las limitaciones propias y ajenas) tengan que ver con el
Reino mucho más de lo que queremos pensar.
2. Entrar en la «nube» de cada momento histórico y de cada corriente cultural, incluso
en aquello que nos adviene, como dice Abraham Heschel, «con su vertiginosa insipidez».
Sin aceptar como definitivas las luces que nos aporta, pero buscando las «semillas del
Verbo» de que están sembradas.
Luchar por encajar la provisionalidad, el juego de luces y sombras, la dureza de tener
que adoptar posturas contra-culturales que carecen de plausibilidad y que en nuestro hoy
desempeñan un papel semejante al de las «humillaciones, injurias y menosprecios» de que
hablan los maestros del espíritu1.
Aprender humildemente a aguantar, a permanecer, a soportar, a arriesgar, a vigilar, con
la convicción de que es la noche la que mide al centinela, de que la verdadera dicha está en
creer antes de haber visto (Jn 20,29) y en atreverse a amar a alguien cuyo rostro nunca se ha
contemplado (IPe 1,8).
1. IGNACIO DE Lo YOLA, Ejercicios Espirituales, n." 146.
3. Contar con la oscuridad como algo normal, como aquello que ya otros creyentes
antes que nosotros reconocieron como una vieja costumbre de Dios:
«En verdad, tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is
45,15).

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«Es gloria de Dios ocultar un proyecto, es gloria de reyes descubrirlo» (Prov
25,2).
«El Señor hizo oír su voz a Moisés y lo introdujo en la nube» (Eclo 45,5).
Intentar familiarizarnos con este proceder reincidente de nuestro Dios, dejar de considerarlo
como una ventaja que nos evita la búsqueda en la noche; recordar que su luz no es como un
faro que suprime las tinieblas, sino como un farolillo que acompaña al caminante y sólo le
alumbra el siguiente paso que debe dar (Sal 119,105).
Frecuentar los lugares oscuros del evangelio: Belén, Nazaret, Getsemaní, el monte fuera
de la ciudad en el que agoniza un galileo rebelde... Grabar en nuestro corazón la imagen
oscura del Siervo que carga con el dolor de otros, que se mezcla junto al Jordán con el
gentío ambiguo de pecadores que esperan bautizarse, que se ciñe la toalla y se arrodilla para
lavar los pies de los suyos. No apartar la mirada del hombre azotado y escupido en los
sótanos del palacio de Pilato; reconocer en él al Transfigurado del Tabor y escucharle,
precisamente ahí, decir: «Yo he venido al mundo como luz, para que ninguno que crea en
mí quede a oscuras» (Jn 12,46).
Rondar el «abajo» de nuestra historia, acercarnos descalzos a las vidas oscuras,
anónimas, hundidas, de tanta gente. Pedir la gracia de poder permanecer junto a los que
viven las horas oscuras del dolor, de la soledad, del abandono. No huir de nuestras propias
horas oscuras: las del fracaso, las disminuciones y los límites.
Ejercitar ahí la mirada de la fe y, lo mismo que descubrimos al Rey por debajo de los
atributos de la burla, reconocerlo también en todo eso ante lo que sentimos la tentación de
esconder el rostro o de negar su existencia.
4. Reconvertir nuestros hábitos pastorales. Sabernos, más que poseedores de una luz
que otorgamos generosamente a otros, hermanos que la comparten, como cuando, en la
noche de Pascua, nos pasamos unos a otros la luz del cirio con nuestras pequeñas candelas.
Alegrarnos con la luz que nos da el Resucitado y con la convicción creyente que
recibimos de él de que, además de oscuridad, el hombre es otra cosa, y que es posible
trascender la negatividad de la historia, no escapando de ella, sino transformándola desde
dentro.
Recordar que no siempre podemos hablar de la luz, pero que sí podemos siempre
ofrecer gratuitamente la calidez y la lealtad de un amor que no nos pertenece, pero que nos
habita. Y reconocer que no lo tenemos todo claro, pero que estamos ahí, disponibles y
cercanos, para caminar junto a los otros soportando preguntas, apuntalándonos mutua y
fraternalmente la esperanza, horadando pacientemente la corteza del campo que esconde
celosamente el secreto de un tesoro.
5. Dar fe a la Palabra que nos asegura que la oscuridad tiene dirección. Creer que hay
un sentido que empuja y se abre camino a través de ella con la fuerza débil del niño que
sale del seno de la madre, o del germen de la espiga que rompe la entraña oscura de la tierra
hasta salir a la luz. Con la del Viviente que atravesó la noche de la muerte, hasta saciarse de
claridad en presencia del Padre.
Habitar esperanzadamente la oscuridad, porque es la novedad del futuro lo que da
vigencia al presente, lo que hace que las tinieblas de ahora hayan perdido su categoría de
absoluto. Porque «aquel día oirán los sordos las palabras del libro, y sin tinieblas ni
oscuridad verán los ojos de los ciegos» (Is 29,18).
Echar a andar por un camino del que desconocemos casi todo y en el que sólo nos
sirven de guía las huellas de quien lo recorrió antes que nosotros y el ánimo que nos da su
Espíritu.
Quizá nos acompañe también una extraña alegría que, como a los de Emaús, ponga
nuestro corazón en ascuas.
Quizá no la sintamos más que como un hilillo tenue de agua. Pero es agua que mana de
una fuente que permanece oculta y cuyo origen presentimos oscuramente.
Aunque es de noche.

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