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05 El Que Me Sigue No Andará en Oscuridad
05 El Que Me Sigue No Andará en Oscuridad
05 El Que Me Sigue No Andará en Oscuridad
(Jn 8,12)
Desde que el Altísimo, ¡bendito sea!, decidió poner orden en el caos inicial, la luz se
convirtió en su criatura más bella. Y en cuanto hubo sobre la tierra un pueblo capaz de
cantar a su Dios, vio en ella el reflejo de la gloria del Creador y su mediación más
exultante:
«Bendice, alma mía, al Señor.
¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto» (Sal 104,1).
«El Señor es mi luz y mi salvación: ¿a quién temeré?» (Sal 27,1).
«En ti está la fuente viva
y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10).
«Ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día...» (Sal 139,12).
La oscuridad se sometía, como una criatura obediente, a desempeñar el papel de servidora y
de vencida en el juego de los símbolos; cada día acosaba con sus fuerzas tenebrosas a la luz
y parecía dominarla. Las sombras se tragaban a la tierra, ya todo parecía perdido: el caos, la
muerte y los terrores nocturnos salían de sus escondrijos y se convertían en los dueños de la
vida. Pero sólo era una apariencia. Cada amanecer, la luz renacía con el esplendor de una
reina y la frescura de una niña, y la oscuridad retrocedía avergonzada.
En la luz había vida, y la vida era la luz de los hombres, pero los hombres no eran sus
dueños. Cada vez que extendían sus manos posesivas para apoderarse de ella, como si fuera
otro fruto del árbol del jardín, la luz se alejaba de ellos. O aparecía la nube, como una
hermana menor de la oscuridad, y devolvía a los hombres a los límites de su conocer. Les
impedía caer en la tentación de intentar manipular a Dios, de jactarse de haber visto su
rostro. Los protegía de la ingenua suficiencia de creer que habían alcanzado su misterio:
«Al tercer día por la mañana, hubo truenos y relámpagos y una nube espesa en el
monte, mientras el toque de trompeta crecía en intensidad, y el pueblo se echó a
temblar en el campamento. (...) El Señor bajó a la cumbre del monte Sinaí, y Moisés
se acercó a la nube donde estaba Dios» (Ex 19,16.20).
«Cuando Moisés entraba en la tienda, la columna de nube bajaba y se quedaba a la
entrada de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés. Cuando el Pueblo veía la
columna de nube parada a la entrada de la tienda, se levantaba y se prosternaba cada
uno a la puerta de su tienda» (Ex 33,9-10).
«Vosotros oísteis la voz que salía de la oscuridad» (Dt 5,23).
«El Señor quiere habitar en una densa nube» (1 Re 8,12).
La nube velaba el secreto de Dios, defendía su soberana libertad de desvelarse o de
esconderse, lo convertía en sonido y en nombre, recordaba a los hombres que eran
incapaces de rastrear sus dimensiones desconocidas. La nube los salvaba, porque les
permitía seguir humildes y expectantes ante la llegada de Dios, porque los dejaba abiertos
para recibir como un don lo que su esfuerzo no podía conseguir.