Todas Las Predicas - ES
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LA LITURGIA DE LA PALABRA
Algunas iglesias locales y nacionales han decidido dedicar este año a una
catequesis especial sobre la Eucaristía, de cara de un deseado renacimiento
eucarístico en la Iglesia Católica. Me parece una decisión oportuna y un ejemplo a
seguir, tal vez subrayando algunos aspectos no siempre tomados en consideración.
Por eso, he pensado hacer una pequeña contribución al proyecto, dedicando las
reflexiones de esta Cuaresma a un reexamen del misterio eucarístico.
La Eucaristía está en el centro de cada tiempo litúrgico, de la Cuaresma no
menos que de los demás tiempos. Es lo que celebramos todos los días, la Pascua
diaria. Cada pequeño progreso en su comprensión se traduce en un progreso en la
vida espiritual de la persona y de la comunidad eclesial. Pero también es, por
desgracia, lo más expuesto, por su repetitividad, a caducar de forma rutinaria, a algo
que se da por descontado. San Juan Pablo II, en la carta Ecclesia de Eucharistia, escrita
en Abril 2003, dice que los cristianos deben redescubrir y mantener viva el «asombro
eucarístico». Para este propósito quisieran servir nuestras reflexiones: redescubrir el
asombro eucarístico.
Hablar de la Eucaristía en tiempo de pandemia y ahora además con los
horrores de la guerra delante de nuestro ojos, no es huir de la realidad dramática que
estamos viviendo, sino una ayuda para mirarla desde un punto de vista más elevado
y menos contingente. La Eucaristía es la presencia en la historia del acontecimiento
que ha invertido para siempre los papeles entre vencedores y víctimas. En la cruz,
Cristo hizo de la víctima el verdadero vencedor: "Victor quia victima", lo define san
Agustín: vencedor precisamente por ser víctima. La Eucaristía nos ofrece la
verdadera clave de lectura de la historia. Ella nos asegura que Jesús está con
nosotros, no solo intencionalmente, sino realmente en este mundo nuestro que parece
escaparse de nuestras manos en cualquier momento. Nos repite: "¡Animo! Yo he
vencido al mundo!" (Juan 16: 33).
1
tiempos o fases diferentes de la salvación: está presente en el Antiguo Testamento
como figura; está presente en el Nuevo Testamento como acontecimiento y está
presente en el tiempo de la Iglesia como sacramento. La figura anticipa y prepara el
acontecimiento, el sacramento «prolonga» y actualiza el evento.
En el Antiguo Testamento —decía—, la Eucaristía está presente «en figura».
Una de estas figuras era el maná, otra el sacrificio de Melquisedec, otra el sacrificio
de Isaac. En la secuencia Lauda Sion Salvatorem, compuesta por santo Tomás de
Aquino para la fiesta del Corpus Christi, se canta: «Presagiado en las figuras:
sacrificado en Isaac, indicado en el cordero pascual, dado a los padres como maná»:
In figúris præsignátur, / cum Isaac immolátur: /agnus paschæ deputátur: /datur manna
pátribus. Como figuras de la Eucaristía, santo Tomás llama a estos ritos «los
sacramentos de la Ley antigua»1.
Con la venida de Cristo y su misterio de muerte y resurrección, la Eucaristía
ya no está presente como figura, sino como acontecimiento, como realidad. Lo
llamamos «acontecimiento» porque es algo que sucedió históricamente, un hecho
único en el tiempo y en el espacio, sucedido solo una vez (semel) e irrepetible: Cristo
«sólo una vez, en la plenitud de los tiempos, apareció para anular el pecado por
medio del sacrificio de sí mismo» (Heb 9,26).
Finalmente, en el tiempo de la Iglesia, la Eucaristía —decía—, está presente
como sacramento, es decir, en el signo del pan y del vino, instituido por Cristo. Es
importante que entendamos bien la diferencia entre el acontecimiento y el
sacramento: en la práctica, es la diferencia entre la historia y la liturgia. Dejémonos
ayudar por San Agustín.
Nosotros —dice el santo doctor— sabemos y creemos con fe certísima que Cristo
murió una sola vez por nosotros, él, justo, por los pecadores, él, Señor por los siervos.
Sabemos perfectamente que esto sólo ha sucedido una vez; y, sin embargo, el
sacramento lo renueva periódicamente, como si se repitiera varias veces lo que la
historia proclama que ha sucedido una sola vez. Sin embargo, acontecimiento y
sacramento no están en contraste entre sí, como si el sacramento fuera falaz y solo el
acontecimiento fuera verdadero. De hecho, de lo que la historia afirma haber
sucedido, en realidad, una sola vez, de esto el sacramento renueva (renovat) a menudo
la celebración en el corazón de los fieles. La historia revela lo que sucedió una vez y
cómo sucedió, el liturgia hace que el pasado no se olvide; no en el sentido de que hace
que vuelva a suceder (non faciendo), sino en el sentido de que lo celebra (sed
celebrando)2.
Liturgia de la Palabra
4
bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, y no llevéis dos túnicas» (Lc 9,3). El joven se volvió
hacia su compañero y le dijo: «¿Has escuchado? Esto es lo que el Señor quiere que
nosotros hagamos también». Así comenzó la Orden Franciscana.
La liturgia de la Palabra es el mejor recurso que tenemos para hacer de cada
vez, de la Misa, una celebración nueva y atractiva, evitando así el gran peligro de una
repetición monótona que especialmente los jóvenes encuentran aburrida. Para que
esto suceda, debemos invertir más tiempo y oración en la preparación de la homilía.
Los fieles deberían ser capaces de comprender que la palabra de Dios toca las
situaciones reales de la vida y es la única que tiene respuestas a las preguntas más
serias de la existencia.
Hay dos maneras de preparar una homilía. Uno puede sentarse a la mesa y
elegir el tema en base a las propias experiencias y conocimientos; luego, una vez que
el texto esté preparado, ponerse de rodillas y pedir a Dios que infunda el Espíritu en
las propias palabras. Es algo bueno, pero no es una forma profética. Para ser
proféticos deberíamos seguir el camino inverso: primero ponernos de rodillas y
preguntarle a Dios cuál es la palabra que quiere hacer resonar para su pueblo.
De hecho, Dios tiene su propia palabra para cada ocasión y no deja de
revelarla a su ministro, quien se lo pide humilde e insistentemente. Al principio será
sólo un pequeño movimiento del corazón, una luz que se ilumina en la mente, una
palabra de la Escritura que atrae la atención y arroja luz sobre una situación vivida.
Es, aparentemente, solo una pequeña semilla, pero contiene lo que la gente necesita
escuchar en ese momento.
Después de eso, uno puede sentarse a la mesa, abrir sus libros, consultar notas,
recoger y ordenar sus pensamientos, consultar a los Padres de la Iglesia, a los
maestros, a veces a los poetas; pero ahora ya no es la palabra de Dios la que está al
servicio de tu cultura, sino tu cultura al servicio de la palabra de Dios. Sólo de esta
manera la Palabra manifiesta su poder intrínseco.
Pero hay que añadir una cosa: toda la atención prestada a la palabra de Dios
por sí sola no es suficiente. Sobre ella debe descender «la fuerza de lo alto». En la
Eucaristía, la acción del Espíritu Santo no se limita sólo al momento de la
consagración, a la epíclesis que se recita antes ella. Su presencia es igualmente
indispensable para la liturgia de la Palabra y, veremos a su debido tiempo, para la
comunión.
El Espíritu Santo continúa, en la Iglesia, la acción del Resucitado que, después
de la Pascua, «abrió las mentes de los discípulos a la comprensión de las Escrituras»
(cfr. Lc 24,45). La Escritura, dice la Dei Verbum del Concilio Vaticano II, «debe leerse
e interpretarse con la ayuda del mismo Espíritu mediante el cual fue escrita» 5. En la
liturgia de la palabra, la acción del Espíritu Santo se ejerce a través de la unción
espiritual presente en el que habla y en el oyente.
5
Dei Verbum, 12.
5
Jesús indicó así de dónde saca su fuerza la palabra proclamada. Sería un error
confiar sólo en la unción sacramental que hemos recibido de una vez por todas en la
ordenación sacerdotal o episcopal. Esta nos permite realizar ciertas acciones
sagradas, como gobernar, predicar y administrar los sacramentos. Nos da, por así
decirlo, la autorización para hacer ciertas cosas, no necesariamente autoridad al
realizarlas; asegura la sucesión apostólica, ¡no necesariamente la éxito apostólico!
Pero si la unción es dada por la presencia del Espíritu y es su don, ¿qué
podemos hacer para tenerla? En primer lugar, debemos partir de una certeza:
«Hemos recibido la unción del Santo», nos asegura san Juan (1 Jn 2,20). Es decir,
gracias al bautismo y la confirmación —y, para algunos, a la ordenación sacerdotal o
episcopal— ya poseemos la unción. Más aún, según la doctrina católica, ha impreso
en nuestra alma un carácter indeleble, como una marca o un sello: «Es Dios mismo —
escribe el Apóstol—, quien nos ha conferido la unción, nos ha impreso el sello y nos
ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,21-22).
Esta unción, sin embargo, es como un ungüento perfumado encerrado en un
jarrón: permanece inerte y no libera ningún olor si no se rompe y no se abre el jarrón.
Así sucedió con el jarrón de alabastro roto por la mujer del evangelio, cuyo aroma
llenó toda la casa (...). Ahí es donde se inserta nuestra parte sobre la unción. No
depende de nosotros, pero depende de nosotros eliminar los obstáculos que impiden
la irradiación. No es difícil entender lo que significa para nosotros romper el jarrón
de alabastro. La vasija es nuestra humanidad, nuestro yo, a veces nuestro árido
intelectualismo. Romperlo significa ponerse en un estado de entrega a Dios y de
resistencia al mundo.
No todo, afortunadamente para nosotros, está confiado al esfuerzo ascético.
Mucho puede, en este caso, la fe, la oración, la humilde imploración. Por lo tanto,
pidamos la unción antes de que nos estemos preparando para una predicación o
acción importante al servicio del Reino. Mientras nos preparamos para la lectura del
Evangelio y a la homilía, la liturgia nos hace pedir al Señor que purifique nuestros
corazones y labios para poder anunciar dignamente el Evangelio. ¿Por qué no decir
alguna vez (o al menos pensar dentro de sí): «Unge mi corazón y mi mente, Dios
Todopoderoso, para que pueda proclamar tu palabra con la dulzura y el poder del
Espíritu»?
La unción no sólo es necesaria para que los predicadores proclamen
eficazmente la palabra, sino que también es necesario que los oyentes la acojan. El
evangelista Juan escribía a su comunidad: «Habéis recibido la unción del Santo, y
todos tenéis conocimiento... La unción que habéis recibido de él permanece en
vosotros, y no necesitáis que nadie os instruya» (1 Jn 2,20.27). No es que toda
instrucción exterior sea inútil. «Es el maestro interior –dice san Agustín - quien
verdaderamente instruye, es Cristo y su inspiración los que instruyen. Cuando falta
su inspiración y su unción, las palabras externas solo provocan un alboroto inútil» 6.
Esperamos que aún hoy Cristo nos haya instruido con su inspiración
interior y mis palabras no hayan sido "un ruido inútil".
6
AGUSTÍN, Comentario a la Primera Carta de Juan, 3, 13.
6
P. RANIERO CANTALAMESSA OFMCAP
7
El objeto de nuestra catequesis mistagógica de hoy es la parte central de la
Misa, la Plegaria eucarística, o Anáfora, que tiene en su centro la consagración.
Hacemos dos tipos de consideración sobre ella: una litúrgica y ritual, la otra teológica
y existencial.
Desde el punto de vista ritual y litúrgico, tenemos hoy un nuevo recurso que
no tenían los Padres de la Iglesia y los doctores medievales. El nuevo recurso del que
disponemos hoy es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días
de la Iglesia, diversos factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre
cristianismo y judaísmo, hasta el punto de contraponerlos entre sí, como ya hace
Ignacio de Antioquía7. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los
días de ayuno y en muchas otras cosas—, se convierte en una especie de consigna.
Una acusación dirigida a menudo a los propios adversarios y a los herejes es la de
«judaizar».
La tragedia del pueblo judío y el nuevo clima de diálogo con el judaísmo,
iniciado por el Concilio Vaticano II, han hecho posible un mejor conocimiento de la
matriz judía de la Eucaristía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se la
considera como el cumplimiento de lo que preanunciaba la Pascua, tampoco se
entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que hicieron
y dijeron los judíos durante su comida ritual. Un primer resultado importante de este
punto de inflexión ha sido que hoy ningún estudioso serio plantea la hipótesis de que
la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga entre algunos cultos
mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.
Los Padres de la Iglesia consideraban las Escrituras del pueblo judío, pero no
su liturgia, a la que ya no tenían acceso, después de la separación de la Iglesia de la
Sinagoga. Por eso, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero
pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto
litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, es decir,
la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Séder) y
semanalmente en el culto de la sinagoga. El primer nombre con el que Pablo designa
la Eucaristía en el Nuevo Testamento es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon)
(1 Cor 11,20), con evidente referencia a la comida judía de la que ahora difiere por la
fe en Jesús. La Eucaristía es el sacramento de la continuidad entre el Antiguo y el
Nuevo Testamento, entre el judaísmo y el cristianismo.
comunidad, había partido el pan que se debía distribuir entre los comensales. Y, de hecho,
Jesús toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo...»
Después de la bendición del pan, se servían los platos habituales. Cuando el almuerzo
está a punto de terminar, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la
celebración y le da el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al principio.
Habiendo terminado esto, teniendo ante sí una copa de vino mezclada con agua, invita a
hacer las tres oraciones de acción de gracias: la primera por Dios Creador, la segunda por la
Lucas dice que, después de la cena, Jesús tomó la copa diciendo: «Este cáliz es la
nueva Alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo sucede cuando
Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de acción de gracias, es decir, a la
Berakah judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y agradecía a un Dios
salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar una alianza de amor con él,
concluida en la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa Alianza, pero
ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar su vida por los suyos como el
verdadero cordero, declaró concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban
celebrando litúrgicamente.
En ese momento, con pocas y sencillas palabras, estrecha con sus seguidores la nueva
y eterna Alianza en su Sangre. Al agregar las palabras «haced esto en memoria mía», Jesús
Todo lo que ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que
hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte para el mundo. La
Sacerdote y víctima
Esto, decía, por lo que se refiere al aspecto litúrgico y ritual. Pasemos ahora a
la otra consideración, la de tipo personal y existencial, en otras palabras, al papel que
nosotros, sacerdotes y fieles, desempeñamos en dicho momento de la Misa. Para
comprender el papel del sacerdote en la consagración es de vital importancia conocer
la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque de ellos deriva el
sacerdocio cristiano, tanto el sacerdocio bautismal común a todos, como el de los
ministros ordenados.
Ya no somos, en realidad, «sacerdotes según el orden de Melquisedec»; somos
10
sacerdotes «según el orden de Jesucristo»; en el altar actuamos «in persona Christi», es
decir, representamos al Sumo Sacerdote que es Cristo. El Simposio sobre el
sacerdocio, celebrado en este mismo lugar el mes pasado, dijo infinitamente más
sobre este tema de lo que puedo decir en mi breve reflexión (preparada, entre otras
cosas, antes de esa fecha), pero también es necesario decir algo para la comprensión
de la Eucaristía
La Carta a los Hebreos explica en qué consiste la novedad y unicidad del
sacerdocio de Cristo: «Él entró en el santuario de una vez por todas, no mediante la
sangre de cabritos y toros, sino en virtud de su propia sangre, obteniendo así una
redención eterna» (Heb 9,12). Todo sacerdote ofrece algo externo a sí mismo, Cristo
se ofreció a sí mismo; cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, ¡Cristo se ofreció
como víctima! San Agustín resumió en pocas palabras la naturaleza de este nuevo
tipo de sacerdocio en el que sacerdote y víctima son la misma persona: «Ideo sacerdos
quia sacrificium», sacerdote porque víctima10. Un conocido estudioso definió esta
novedad del sacrificio de Cristo como "el hecho central de la historia religiosa de la
humanidad", que puso fin para siempre a la alianza intrínseca entre lo sagrado y la
violencia.11
En Cristo es Dios quien se hace víctima. Ya no son los seres humanos los que
ofrecen sacrificios a Dios para aplacarlo y hacerlo favorable; es Dios quien se sacrifica
a sí mismo por la humanidad, entregando a la muerte por nosotros a su Hijo
unigénito (cf. Jn 3,16). Jesús no vino con la sangre de otros, sino con su propia sangre;
no puso sus pecados sobre los hombros de otros —animales o criaturas humanas—
sino que puso los pecados de los demás sobre sus hombros: «Él llevó nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz» (1 Pe 2,24). Todo esto significa que
en la Misa debemos ser al mismo tiempo sacerdotes y víctimas.
A la luz de esto, reflexionemos sobre las palabras de la consagración: «Tomad,
comed: esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Quiero decir, a este
propósito, mi pequeña experiencia, es decir, cómo llegué a descubrir el alcance
eclesial y personal de la consagración eucarística. Así vivía el momento de la
consagración en la Santa Misa los primeros años de mi sacerdocio: cerraba los ojos,
inclinaba la cabeza, trataba de alejarme de todo lo que me rodeaba para identificarme
con Jesús que, en el Cenáculo, pronunció esas palabras por primera vez: «Accipite et
manducate: Tomad, comed...». La liturgia misma inculcaba esta actitud, haciendo
pronunciar las palabras de la consagración en voz baja y en latín, inclinados sobre las
especies.
Luego vino la reforma litúrgica del Vaticano II. La misa comenzó a celebrarse
mirando a la asamblea; ya no en latín, sino en el idioma del pueblo. Esto me ayudó a
entender que mi actitud, por sí sola, no expresaba todo el significado de mi
participación en la consagración. ¡Ese Jesús del Cenáculo ya no existe! Ahora existe el
Cristo resucitado: para ser exactos, el Cristo que estaba muerto, pero ahora vive para
siempre (cf. Ap 1,18). Pero este Jesús es el «Cristo total», Cabeza y Cuerpo
inseparablemente unidos. Por lo tanto, si es este Cristo total quien pronuncia las
palabras de consagración, yo también las pronuncio con él. Las pronuncio, sí, «in
persona Christi», en nombre de Cristo, pero también «en primera persona», es decir,
en mi nombre.
A partir de ese día en que entendí esto, comencé a dejar de cerrar los ojos en el
10
AGUSTÍN, Confesiones, X, 43.
11
RENÉ GIRARD, Des choses cachées depuis la fondation du monde, Grasset, Paris 1978.
11
momento de la consagración, y a mirar —al menos alguna vez— a los hermanos
frente a mí, o, si celebro solo, pienso en aquellos a quienes debo encontrarme durante
el día y a quienes debo dedicar mi tiempo, o incluso pienso en toda la Iglesia y,
dirigiéndome a ellos, les digo con Jesús: «Tomad, comed todos de él: esto es mi
cuerpo que quiero dar por vosotros... Tomad, bebed: esta es mi sangre que quiero
derramar por vosotros».
Más tarde vino san Agustín a quitarme todas las dudas. «En lo que ofrece, la
Iglesia se ofrece a sí misma» 12, «In ea re quam offert, ipsa [Ecclesia] offertur », escribe en
un famoso pasaje del De civitate Dei. Màs cerca de nosotros es la mística mexicana
Concepción Cabrera de Armida, llamada Conchita, quien murió en 1937 y fue beatificada en
2015. A su hijo jesuita, a punto de ser ordenado sacerdote, ella escribía: “Acuérdate hijo mío,
que al tener a Jesús en tus manos en la sagrada forma no dirás: ‘Este es el Cuerpo de Jesús,
esta es la Sangre’, sino que dirás: ‘Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre’, es decir que debe
existir una total trasformación, tú perdido en El: otro Jesús.13
Todo esto se aplica no sólo a los obispos y sacerdotes ordenados, sino a todos
los bautizados. Un famoso texto del Concilio se expresa así:
Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo «nacido de
la Virgen María», muerto, resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico
que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real y está
presente místicamente su cuerpo místico, donde «místicamente» significa: en virtud
de su unión inseparable con la Cabeza. No hay confusión entre las dos presencias,
que son distintas pero inseparables.
Puesto que hay dos «ofrendas» y dos «dones» en el altar —el que debe
convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que debe
convertirse en el cuerpo místico de Cristo—, también hay dos «epiclesis» en la Misa,
es decir, dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera dice: «Te suplicamos que
santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera
que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo»; en la segundo, que se recita
después de la consagración, se dice: «con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de
su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos
transforme en ofrenda permanente».
Así es como la Eucaristía hace a la Iglesia: ¡la Eucaristía hace a la Iglesia,
haciendo de la Iglesia una Eucaristía! La Eucaristía no es sólo, genéricamente, la
fuente o causa de la santidad de la Iglesia; es también su «forma», es decir, el modelo.
La santidad del cristiano debe realizarse según la «forma» de la Eucaristía; debe ser
una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, debe
12
AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6.
13
M.-M. Philipon, Una vida, un mensaje. Concepción Cabrera de Armida, Descree de Brouwer, 1974,
p. 105.
14
Lumen gentium, 10-11.
12
ser Eucaristía con Jesús.
El cuerpo y la sangre
14
En nuestra catequesis mistagógica sobre la Eucaristía —después de la Liturgia de la
Palabra y de la Consagración— hemos llegado al tercer momento, el de la Comunión. Dentro
de la Misa, la Comunión es el momento que mejor pone de relieve la unidad fundamental de
todos los miembros del Pueblo de Dios. Hasta ese momento, prevalece la distinción de los
ministerios: en la liturgia de la Palabra, la distinción entre la Iglesia docente y la Iglesia
discente; en la consagración, la distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio
universal. En la comunión, ninguna distinción. La Eucaristía que recibe el obispo o el Papa es
exactamente la misma que la Eucaristía que recibe el último de los bautizados. La comunión
eucarística es la proclamación sacramental de que en la Iglesia la koinonia precede y es más
importante que la jerarquía.
El cáliz que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan,
nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos del
único pan (1 Cor 10,16-17).
La palabra «cuerpo» aparece dos veces en los dos versículos, pero con un significado
diferente. En el primer caso («el pan que partimos ¿no es la comunión con el cuerpo de
Cristo?»), cuerpo indica el cuerpo real de Cristo, nacido de María, muerto y resucitado; en el
segundo caso («somos un solo cuerpo»), el cuerpo indica el cuerpo místico, la Iglesia. No se
podía decir de manera más clara y más sintética que la comunión eucarística es siempre
comunión con Dios y comunión con los hermanos; que hay en ella una dimensión, por así
decirlo, vertical y una dimensión horizontal. Empecemos por lo primero.
De hecho, es el principio vital más fuerte quien asimila al menos fuerte a sí mismo, no
al revés. Es el vegetal el que asimila el mineral, no al revés; es el animal el que asimila el
15
vegetal y el mineral, no al revés. Así que ahora, en el plano espiritual, es lo divino quien
asimila lo humano a sí mismo, no al revés. Así que mientras que en todos los demás casos el
que come es el que asimila lo que come, aquí el que se come es el que se asimila a sí mismo lo
que come. Al que se acerca a recibirlo, Jesús le repite lo que le dijo a Agustín: «No serás tú
quien me asimile a ti, sino que seré yo quien te asimile a mí»16.
Un filósofo ateo dijo: «El hombre es lo que come» (F. Feuerbach), queriendo decir que
en el hombre no hay diferencia cualitativa entre la materia y el espíritu, sino que todo se
reduce al componente orgánico y material. Un ateo, sin saberlo, dio la mejor formulación de
un misterio cristiano. ¡Gracias a la Eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come!
San León Magno escribió hace mucho tiempo: «Nuestra participación en el cuerpo y la
sangre de Cristo solo tiende a hacernos llegar a ser lo que comemos»17.
En la Eucaristía, por lo tanto, no sólo hay comunión entre Cristo y nosotros, sino
también asimilación; la comunión no es sólo la unión de dos cuerpos, de dos mentes, de dos
voluntades, sino que es la asimilación del único cuerpo, de la única mente y de la voluntad
de Cristo. «El que se une al Señor forma con él un solo Espíritu» (1 Cor 6,17).
La Carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre
Cristo y la Iglesia: «Por ello el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y
los dos formarán una sola carne. Este misterio es grande; ¡Y yo refiero a Cristo y a la Iglesia!»
(Ef 5,31-33). La Eucaristía —para usar una imagen audaz pero verdadera—, es la
consumación del matrimonio entre Cristo y la Iglesia, por lo que a veces digo que una vida
cristiana sin la Eucaristía es un matrimonio rato, pero no consumado. En el momento de la
comunión, el celebrante exclama: “!Dichosos los invitados a la cena del Señor!” y el libro del
Apocalipsis, de donde se toma la frase, dice más explícitamente: “Dichosos los invitados a la
cena nupcial del Cordero” (Ap 19,9).
Ahora bien —siempre según san Pablo— la consecuencia inmediata del matrimonio
es que el cuerpo (es decir, toda la persona) del marido pasa a ser de la mujer y, viceversa, el
cuerpo de la mujer pasa a ser del marido (cf. 1 Cor 7,4). Esto significa que la carne
incorruptible y vivificante del Verbo Encarnado se hace «mía», pero también mi carne, mi
humanidad, se convierte en la de Cristo, es hecha suya por él. En la Eucaristía recibimos el
cuerpo y la sangre de Cristo, pero ¡Cristo también «recibe» nuestro cuerpo y nuestra sangre!
Jesús, escribe san Hilario de Poitiers, asume la carne de quien asume la suya18. Él nos dice:
16
Cf. SAN AGUSTÍN, Confesiones VII, 10.
17
SAN LEÓN MAGNO, Sermón 12 sobre la Pasión, 7: CCL 138A, 388.
18
SAN HILARIO DE POITIERS, De Trinitate, 8, 16 (PL 10, 248): «Eius tantum in se adsumptam
habens carnem, qui suam sumpserit».
16
«Toma, esto es mi cuerpo», pero nosotros también podemos decirle: «Toma, esto es mi
cuerpo».
19
SANTA ISABEL DE LA TRINIDAD, Carta 261, a la madre, en Scritti (Roma 1967) 457.
20
N. CABASILAS, La vida en Cristo, IV, 6: PG 150, 613.
17
Reflexionar sobre la Eucaristía es como ver abiertos de par en par frente a nosotros, a
medida que avanzamos, horizontes cada vez más amplios que se abren unos a otros, que se
pierden de vista. El horizonte cristológico de la comunión que hemos contemplado hasta
ahora se abre a un horizonte trinitario. En otras palabras, a través de la comunión con Cristo
entramos en comunión con toda la Trinidad. En su «oración sacerdotal», Jesús dice al Padre:
«Que sean uno como nosotros. Yo en ellos y tú en mí» (Jn 17,23). Esas palabras: «Yo en ellos y
tú en mí», significan que Jesús está en nosotros y que en Jesús está el Padre. No se puede, por
tanto, recibir al Hijo sin recibir, con él, también al Padre. Las palabras de Cristo: «El que me
ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9) significan también «el que me recibe a mí, recibe al Padre».
La razón última de esto es que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una naturaleza divina
única e inseparable, son «una sola cosa». A este respecto, san Hilario de Poitiers escribe:
«Estamos unidos a Cristo, que es inseparable del Padre. Él, mientras permanece en el Padre,
permanece unido a nosotros; así también nosotros llegamos a la unidad con el Padre. De
hecho, Cristo está en el Padre connaturalmente, en la medida en que fue engendrado por él;
pero, en cierto modo, nosotros también a través de Cristo, estamos connaturalmente en el
Padre. Él vive en virtud del Padre, y nosotros vivimos en virtud de su humanidad»21.
Lo que se dice acerca del Padre también se aplica al Espíritu Santo. En el sacramento
se repite cada vez (quotiescunque) lo que sucedió solo una vez (semel) en la historia. En el
momento de su nacimiento terrenal, es el Espíritu Santo quien da a Cristo al mundo (¡María
concibió por obra del Espíritu Santo!); en el momento de la muerte, es Cristo quien da al
mundo el Espíritu Santo (al morir, «entregó el Espíritu»). Del mismo modo, en la Eucaristía,
en el momento de la consagración es el Espíritu Santo quien nos da a Jesús (¡es por la acción
del Espíritu como el pan se transforma en el cuerpo de Cristo!), en el momento de la
comunión es Cristo quien, al entrar en nosotros, nos da el Espíritu Santo.
San Ireneo (¡finalmente Doctor de la Iglesia!) dice que el Espíritu Santo es «nuestra
propia comunión con Cristo»22. Por usar el lenguaje de un teólogo moderno, Heribert
Mühlen, él es la misma «inmediatez» de nuestra relación con Cristo, en el sentido de que
actúa como intermediario entre nosotros y él, sin constituir, sin embargo, ningún diafragma;
sin que nada esté «en medio» entre nosotros y Jesús, porque Jesús y el Espíritu Santo también
son, como Jesús y el Padre, «una sola cosa». En la comunión Jesús viene a nosotros como
quien da el Espíritu. No como quien un día, hace mucho tiempo, dio el Espíritu, sino como
quien ahora, habiendo consumado su sacrificio incruento en el altar, de nuevo, «entrega el
Espíritu» (cf. Jn 19,30). Todo esto que he dicho sobre la Trinidad y la Eucaristía se resume
visualmente en el icono ortodoxo de los tres Ángeles alrededor del altar. Toda la Trinidad
nos da la Eucaristía y se nos da en la Eucaristía. La Eucaristía no es sólo nuestra Pascua
cotidiana; ¡también es nuestro Pentecostés cotidiano!
23
Cf. SAN AGUSTÍN, Comentario a la Primera Carta de Juan, 10,8.
24
Vida de Pascal, en B. PASCAL, Oeuvres complètes (París 1954) 3ss.
19
explícitamente es el hecho de que, en la asamblea, «uno tiene hambre y otro está
borracho»: «Por lo tanto, cuando os reunáis, vuestra comida ya no es un comer la
Cena del Señor. Porque cada uno, cuando estáis a la mesa, comienza a tomar su
propia comida, y así uno tiene hambre, el otro está borracho» (1 Cor 11,20-21). Decir
«esto no es comer la Cena del Señor» es como decir: ¡la vuestra ya no es una
verdadera Eucaristía! Es una afirmación fuerte, incluso desde un punto de vista
teológico, a la que quizás no prestamos suficiente atención.
A día de hoy, la situación en la que uno tiene hambre y otro estalla con comida
ya no es un problema local, sino mundial. No puede haber nada en común entre la
Cena del Señor y el almuerzo del rico epulón, donde el dueño festeja
abundantemente, ignorando al pobre que está fuera en la puerta (cf. Lc 16,19ss.). La
preocupación por compartir lo que tenemos con los necesitados, cercanos y lejanos,
debe ser parte integral de nuestra vida eucarística.
No hay nadie que, si lo desea, no pueda, durante la semana, realizar uno de
esos gestos de los que Jesús dice: «Me lo hicisteis a mí». Compartir no significa
simplemente «dar algo»: pan, ropa, hospitalidad; también significa visitar a alguien:
un prisionero, una persona enferma, un anciano solo. No es solo dar el propio dinero,
sino también el propio tiempo. El pobre y el que sufre necesitan solidaridad y amor,
no menos que pan y ropa, sobre todo en este tiempo de aislamiento impuesto por la
pandemia.
Jesús dijo: «Porque siempre tenéis a los pobres con vosotros, pero a mí no me
tenéis siempre» (Mt 26,11). Esto también es cierto en el sentido de que no siempre
podemos recibir el cuerpo de Cristo en la Eucaristía e incluso cuando lo recibimos,
dura solo unos minutos, mientras que siempre podemos recibirlo en los pobres. Aquí
no hay límites, solo se requiere que lo queramos. Siempre tenemos a los pobres a
mano. Cada vez que nos encontremos con alguien que sufre, especialmente si se trata
de ciertas formas extremas de sufrimiento, si estamos atentos, escucharemos, con los
oídos de la fe, la palabra de Cristo: «¡Esto es mi cuerpo!».
¡Que Dios nos ayude a no volver la cabeza hacia otro lado!
©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
20
divergencias entre católicos y protestantes, entre latinos y ortodoxos, que llenaban
los libros en los que hemos estudiado teología, nosotros que ya tenemos una cierta
edad, y estamos tentados de pensar que es imposible decir todavía algo más sobre
este misterio que pueda edificar nuestra fe y caldear nuestro corazón, sin deslizarnos
inevitablemente en la polémica interconfesional.
Pero es precisamente ésta la obra maravillosa que el Espíritu Santo está reali-
zando en nuestros días entre todos los cristianos. Nos impulsa a reconocer qué gran
parte había, en nuestras disputas eucarísticas, de presunción humana de poder
encerrar el misterio en una teoría o, incluso, en una palabra, así como la voluntad de
prevalecer sobre el adversario. Nos impulsa a arrepentirnos de haber reducido la
prenda de amor y de unidad que nos dejó nuestro Señor a un objeto privilegiado de
nuestras disputas.
La vía para ponernos en marcha sobre este camino del ecumenismo eucarístico
es la vía del reconocimiento recíproco, la vía cristiana del agape, es decir, del
compartir, o de las "diferencias reconciliadas", come dice nuestro Santo Padre. No se
trata de pasar por encima de las divergencias reales, o de disminuir en algo la
auténtica doctrina católica. Se trata, más bien, de poner en común los aspectos
positivos y los valores auténticos que hay en cada una de las tradiciones, de modo
que podamos constituir una «masa» de verdad común que comience a atraernos
hacia la unidad.
Es increíble cómo algunas posiciones católicas, ortodoxas y protestantes, en
torno a la presencia real, resultan divergentes entre sí y destructivas, cuando son
contrapuestas y vistas como alternativas entre sí; mientras que, por el contrario,
aparecen como maravillosamente convergentes, si se mantienen unidas en equilibrio.
Es la síntesis que debemos empezar a hacer; debemos examinar las grandes tra-
diciones cristianas, para quedarnos «con lo bueno» de cada una, como nos exhorta el
Apóstol (cf. 1 Tes 5,21). Esta es la única forma en que podemos esperar llegar un día
a sentarnos todos alrededor de la misma mesa.
Vayamos, pues, a visitar con este espíritu las tres principales tradiciones
eucarísticas —latina, ortodoxa y protestante— para edificarnos con las riquezas de
cada una de ellas y reunirlas a todas en el tesoro común de la Iglesia. La idea que
tendremos, al final, del misterio de la presencia real resultará más rica y viva.
En la visión de la teología y de la liturgia latina, el centro indiscutido de la
acción eucarística, del que brota la presencia real de Cristo, es el momento de la
consagración. En él Jesús actúa y habla en primera persona. San Ambrosio, por
ejemplo, escribe:
Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; pero, una vez que recibe
la consagración, el pan se convierte en carne de Cristo... ¿Con qué palabras se
realiza la consagración y quién las dijo? ¡Con las palabras que dijo el Señor
Jesús! Porque todo lo que se dice antes son palabras del sacerdote, alabanzas a
Dios, oraciones en que se pide por el pueblo, por los reyes, por los demás; pero
cuando se llega al momento en que se realiza el sacramento venerable, el
sacerdote ya no usa palabras suyas, sino de Cristo. Luego es la palabra de
Cristo la que hace (conficit) este sacramento... Mira, pues, qué poder
21
(operatorius) tiene la palabra de Cristo... Antes de la consagración no existía el
cuerpo de Cristo, pero después de la consagración te digo que ya es cuerpo de
Cristo. Él lo dijo y se hizo, Él lo mandó y fue creado (cf. Sal 33,9)25.
25
SAN AMBROSIO, Sobre los sacramentos IV, 14-16: PL 16,439ss; [trad. esp. Explicación
del símbolo. Los sacramentos. Los misterios (Ed. P. Cervera) (Ciudad Nueva, Madrid
2005)].
26
Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, III, q.75, a.4.
22
esta presencia, sería mejor llamarla simplemente presencia «eucarística», porque se
realiza solamente en la Eucaristía.
La teología latina presenta muchas riquezas, pero no agota —ni podría hacerlo
— el misterio. Le ha faltado, al menos en el pasado, el debido relieve al Espíritu
Santo, que es también esencial para comprender la Eucaristía. Así pues, nos
volvemos hacía Oriente para interrogar a la tradición ortodoxa, con un ánimo, sin
embargo, bien distinto al de antaño; no ya inquietos por las diferencias, sino felices
por la complementación que ésta proporciona a nuestra visión latina.
En la tradición ortodoxa, en efecto, resalta de manera especial la acción del
Espíritu Santo en la celebración eucarística. Esta comparación ha traído sus frutos,
después del concilio Vaticano II. Hasta entonces, en el Canon Romano de la Misa, la
única mención del Espíritu Santo era la que, por inciso, se hacía en la doxología final:
«Por Cristo, con él y en él... en la unidad del Espíritu Santo...» Ahora, en cambio,
todos los cánones nuevos recogen una doble invocación del Espíritu Santo: una sobre
las ofrendas, antes de la consagración, y otra sobre la Iglesia, después de la
consagración.
Las liturgias orientales han atribuido siempre la realización de la presencia
real de Cristo sobre el altar a una operación especial del Espíritu Santo. En la anáfora,
llamada de Santiago, en uso en la Iglesia antioquena, el Espíritu Santo es invocado
con estas palabras:
Hay aquí bastante más que un simple añadido de la invocación del Espíritu
Santo. Hay una mirada amplia y penetrante en toda la historia de la salvación que
ayuda a descubrir una dimensión nueva del misterio eucarístico. Partiendo de las
palabras del símbolo niceno-constantinopolitano que definen al Espíritu Santo como
«Señor» y «dador de vida», «que habló por los profetas», se amplía la perspectiva
hasta trazar una auténtica «historia» de la acción del Espíritu Santo en la salvación.
La Eucaristía lleva a cumplimiento esta serie de intervenciones prodigiosas. El
Espíritu Santo, que en Pascua irrumpió en el sepulcro y, «tocando» el cuerpo
inanimado de Jesús, lo hizo revivir, en la Eucaristía repite este prodigio. Desciende
sobre el pan y sobre el vino, que son elementos muertos y les da la vida, los
transforma en el cuerpo y en la sangre vivientes del Redentor. Verdaderamente —
como dijo el mismo Jesús hablando de la Eucaristía— «es el Espíritu el que da la vida»
23
(Jn 6,63). Un gran representante de la tradición eucarística oriental, Teodoro de
Mopsuestia, escribe:
Sin embargo, es importante tener en cuenta una cosa que nos permite ver
cómo incluso la tradición latina tiene algo que ofrecer a los hermanos ortodoxos. El
Espíritu Santo no actúa separadamente de Jesús, sino en la palabra de Jesús. De él
dice Jesús: «No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga... Él me dará gloria
porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16,13-14). Por eso no hay que separar, y
mucho menos contraponer, las palabras de Jesús («Esto es mi Cuerpo») de las
palabras de la epíclesis («Que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que
se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo»).
La llamada a la unidad para los católicos y los hermanos ortodoxos, se eleva
desde las profundidades mismas del misterio eucarístico. Aunque el recuerdo de la
institución y la invocación del Espíritu sucedan en momentos distintos (el hombre no
puede expresar el misterio en un solo instante), su acción, sin embargo, es conjunta.
La eficacia proviene, ciertamente, del Espíritu (no del sacerdote, ni de la Iglesia), pero
dicha eficacia se ejerce en la palabra de Cristo y a través de ella.
La eficacia que hace presente a Jesús sobre el altar no viene —como he dicho—
de la Iglesia, pero —y añado— no tiene lugar sin la Iglesia. Ella es el instrumento
vivo a través del cual y junto con el cual obra el Espíritu Santo. En la venida de Jesús
sobre el altar sucede lo mismo que en la venida final en gloria: «El Espíritu y la
Esposa» (la Iglesia) «dicen» a Jesús: «Ven» (cf. Ap 22,17). Y él viene.
27
TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilías catequéticas XVI, 11s.: Studi e Testi 145,551s [trad.
esp. El Padrenuestro, el bautismo y la Eucaristía. Catequesis mistagógicas XI-XVI (Ed.
F.J. López Saéz) (Sigueme, Salamanca 2022)].
24
son más que «signos de la fe». Pasemos por encima de la polémica y los
malentendidos, y démonos cuenta de que esta enérgica llamada a la fe es saludable
precisamente para salvaguardar el sacramento y no hacer que degenere en una de
tantas «buenas obras», o en algo que actúa mecánica y mágicamente, casi a espaldas
del hombre. En el fondo, se trata de descubrir el profundo significado de esa
exclamación que la liturgia hace resonar al final de la consagración y que, en un
tiempo —aún nos acordamos de ello—, estaba incluso insertada en el centro de la
fórmula de la consagración, como para subrayar que la fe es parte esencial del
misterio: Mysterium fidei, «Este es el misterio de nuestra fe».
La fe no «hace», sino que sólo «recibe» el sacramento. Sólo la palabra de
Cristo, repetida por la Iglesia y hecha eficaz por el Espíritu Santo, «hace» el
sacramento. Pero, ¿de qué serviría un sacramento «hecho», pero no «recibido»? A
propósito de la Encarnación, hombres como Orígenes, san Agustín o san Bernardo,
dijeron: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido de María una vez en Belén, si no
nace también, por la fe, en mi corazón?» Lo mismo se debe decir también de la
Eucaristía: ¿de qué me sirve que Cristo esté realmente presente sobre el altar, si no
está presente para mí? No existe música alguna allí donde no hay ningún oído que
pueda escucharla. Ya durante el tiempo en que Cristo estaba físicamente presente en
la tierra, era necesaria la fe; de lo contrario —como él mismo repite tantas veces en el
Evangelio— su presencia no servía de nada, o servía más bien como condenación:
«¡Ay de ti Corozaín, ay de ti Cafarnaúm»!
La fe es necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea, no sólo
«real», sino también «personal», es decir, de persona a persona. En efecto, una cosa
es «estar» y otra «estar presente». La presencia supone alguien que está presente y
alguien a quien se hace presente; supone comunicación recíproca, el intercambio en-
tre dos sujetos libres que toman conciencia el uno del otro. Es mucho más, pues, que
un simple estar en un determinado lugar.
Semejante dimensión subjetiva y existencial de la presencia eucarística no
anula la presencia objetiva que precede la fe del hombre, es más, la supone y la
valora. Lutero, que tanto ensalzó la función de la fe, es también uno de los que ha
sostenido con mayor vigor la doctrina de la presencia real de Cristo en el sacramento
del altar. En el famoso coloquio de Marburgo de 1529 el afirmó:
Esta rápida mirada que hemos dado a las distintas tradiciones cristianas es
suficiente para hacernos vislumbrar el inmenso don que se hace presente a la Iglesia
cuando las distintas confesiones cristianas deciden poner en común sus bienes
28
Cf. Actas del Coloquio de Marburgo de 1529, en Obras de Lutero (ed. Weimar)
30,3,110ss.).
25
espirituales, como hacían los primeros cristianos, de quienes se dice que lo «tenían
todo en común» (Hch 2,44). Es éste el mayor agape, a nivel de toda la Iglesia, que el
Señor hace que deseemos ver de corazón, para alegría de nuestro Padre común y
para el fortalecimiento de su Iglesia.
Sentimiento de presencia
29
SAN GREGORIO DE NISA. Sobre el Cantar XI, 5,2: PG 44,1001 (aisthesis parousias).
26
Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es
santo… Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente
a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el
mundo. ¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que
el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el
Hijo del Dios vivo! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh
humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios
e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde
bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios
y derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros para que
seáis ensalzados por él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para
vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero.
Nuestra meditación de hoy parte de una pregunta: ¿Por qué Juan, en el relato de la Última
Cena, no habla de la institución de la Eucaristía, sino que habla, en cambio, del lavatorio de los pies?
¿Precisamente él, que había dedicado un capítulo entero de su evangelio a preparar a los discípulos
para comer su carne y beber su sangre?
27
La razón es que en todo lo relacionado con la Pascua y la Eucaristía, Juan muestra que quiere
acentuar más el acontecimiento que el sacramento, es decir, más el significado que el signo.
Para él, la nueva Pascua no comienza en el Cenáculo, cuando se instituye el rito que debe
conmemorarla (se sabe que la Última Cena de Juan no es una cena «pascual»); más bien, comienza
en la cruz cuando se realiza el hecho que debe ser conmemorado. Es allí donde tiene lugar el
tránsito de la Pascua antigua a la nueva. Por esto, subraya que a Jesús en la cruz «no le rompieron
ningún hueso»: porque así estaba prescrito para el cordero pascual en el Éxodo (Jn 19,36; Ex 12,46).
Es importante comprender bien el significado que tiene para Juan el gesto del lavatorio de
los pies. La reciente constitución apostólica Praedicate Evangelium lo menciona en el Preámbulo,
como el icono mismo del servicio que debe caracterizar todo el trabajo de la Curia Romana. Nos
ayuda a comprender cómo se puede hacer, de la vida, una Eucaristía y así «imitar en la vida lo que se
celebra en el altar». Estamos ante uno de esos episodios (otro es el episodio de la transfixión del
costado), en los que el evangelista deja entender claramente que debajo hay un misterio que va más
allá del hecho contingente que podría, en sí mismo, parecer insignificante.
«Yo —dice Jesús—, os he dado ejemplo». ¿De qué nos dio ejemplo? ¿De cómo deben
lavarse materialmente los pies de los hermanos cada vez que se sientan a la mesa? ¡Ciertamente no
solo de esto! La respuesta está en el evangelio: «Quien quiera llegar a ser grande entre
vosotros sea vuestro servidor, y quien quiera ser el primero entre vosotros sea
esclavo de todos. En efecto, tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino
a servir y dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,44-45).
En el lavatorio de los pies, Jesús quiso como resumir todo el sentido de su vida, para que
quedara bien impreso en la memoria de los discípulos y un día, cuando pudieran entender,
entendieran: «Lo que yo hago ahora no lo entiendes, pero lo entenderás más tarde» (Jn 13,7). Ese
gesto, colocado al final de los evangelios, nos dice que toda la vida de Jesús, desde el principio hasta
el fin, fue un lavatorio de los pies, es decir, un servicio a los hombres. Fue, como dice algún exégeta,
una proexistencia, es decir, una existencia vivida en favor de los demás.
Jesús nos dio el ejemplo de una vida gastada por los demás, una vida hecha «pan partido
para el mundo». Con las palabras: «Haced también vosotros como he hecho yo», Jesús instituye, por
lo tanto, la diakonía, es decir, el servicio, elevándolo a ley fundamental, o, mejor, a estilo de vida y
a modelo de todas las relaciones en la Iglesia. Como si dijera, también con respecto al lavatorio de los
pies, lo que dijo al instituir la Eucaristía: «¡Haced esto en memoria mía!»
28
En este momento debo hacer una pequeña digresión antes de proseguir el discurso. Un
padre antiguo, el beato Isaac de Nínive, daba este consejo a quien está obligado, por el deber, a
hablar de cosas espirituales a las que aún no ha llegado con su vida: «Habla de ello —decía— como
quien pertenece a la clase de los discípulos y no con autoridad, después de haber humillado tu alma y
de haberte hecho más pequeño que cualquiera de tus oyentes» 30. Este es el espíritu, Venerables
padres, hermanos y hermanas, con el que me atrevo a hablaros de servicio, a vosotros que lo vivís
día a día.
Recuerdo la observación en broma que nos hizo una vez el entonces Prefecto de la
Congregación de la Fe, el Cardenal Franjo Seper, a los miembros de la Comisión Teológica
Internacional: «Ustedes, teólogos —dijo sonriendo, —apenas habéis terminado de escribir algo
inmediatamente ponéis vuestro nombre y apellido. Nosotros, en la Curia, debemos hacer todo de
forma anónima». Es una cualidad del servicio evangélico que me hace admirar y agradecer los
muchos siervos anónimos de la Iglesia que trabajan en la Curia Romana, en las Curias episcopales y
en las Nunciaturas.
El espíritu de servicio
Volvamos al tema. Debemos profundizar en lo que significa «servicio», para poderlo realizar
en nuestra vida y no detenernos en las palabras. El servicio no es, en sí mismo, una virtud; en ningún
catálogo de las virtudes o de los frutos del Espíritu, como los llama el Nuevo Testamento, se
encuentra la palabra diakonía, servicio. De hecho, incluso se habla de un servicio al pecado (cf.
Rom 6, 16) o a los ídolos (cf. 1 Cor 6, 9), que ciertamente no es un buen servicio. Por sí mismo, el
servicio es algo neutral: indica una condición de vida, o una forma de relacionarse con los demás en
el propio trabajo, un ser dependiente de los demás. Incluso puede ser algo malo, si se hace por
constricción (esclavitud), o solo por interés.
Todo el mundo habla hoy de servicio; todos dicen que están en servicio: el comerciante sirve
a los clientes; de cualquiera que ejerza una tarea en la sociedad, se dice que sirve, o que está de
servicio. Pero es evidente que el servicio del que habla el Evangelio es otra cosa, aunque no excluye
en sí mismo, ni necesariamente lo descalifica, el servicio tal como lo entiende el mundo. Toda la
diferencia está en las motivaciones y en la actitud interior con la que se realiza el servicio.
Releamos el relato del lavatorio de los pies, para ver con qué espíritu lo realiza Jesús y lo que
le mueve: «Después de amar a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn
13,1). El servicio no es una virtud, sino que brota de las virtudes y, en primer lugar, de la caridad; más
aún, es la mayor expresión del mandamiento nuevo. El servicio es una forma de manifestarse del
agápe, es decir, de ese amor que «no busca su propio interés» (cf. 1 Cor 13, 5), sino el de los demás,
que no está hecho de búsqueda, sino también de entrega. Es, en definitiva, una participación y una
imitación de la acción de Dios que, siendo «el Bien, todo el Bien, el Bien Supremo», sólo puede amar
y hacer el bien gratuitamente, no interesadamente.
Por eso, el servicio evangélico, al revés que el del mundo, no es propio del inferior, del
necesitado, del que no tiene, sino que es propio, más bien, de quien posee, de quien está puesto en
lo alto, de quien tiene. Mucho se le pedirá a quien mucho se le dio, mucho se le pedirá en términos
de servicio (cf. Lc 12,48). Por eso, Jesús dice que, en su Iglesia, «el que gobierna» es sobre todo el
que debe estar «como el que sirve» (Lc 22,26) y «el primero» es el que debe ser «el siervo de todos»
(Mc 10,44). El lavatorio de los pies —decía mi profesor de exégesis en Friburgo, Ceslas Spicq— es «el
sacramento de la autoridad cristiana».
30
SAN ISAAC DE NÍNIVE, Discursos ascéticos, 4 (Cittá Nuova, Roma 1984) 89.
29
Junto a la gratuidad, el servicio expresa otra gran característica del agápe divino: la
humildad. Las palabras de Jesús: «Debéis lavaros los pies unos a otros» significan: debéis prestaros
los unos a los otros los servicios de una caridad humilde. Caridad y humildad, juntas, forman el
servicio evangélico. Jesús dijo una vez: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt
11,29). Pero, si lo pensamos bien, ¿qué hizo Jesús para definirse a sí mismo como «humilde»? ¿Acaso
escuchó hablar de sí de modo modesto o habló en modo descuidado sobre sí mismo? Al contrario: en
el mismo episodio del lavatorio de los pies, él dice que es «Maestro y Señor» (cf. Jn 13,13).
Entonces, ¿qué hizo para definirse como «humilde»? ¡Se abajó, descendió para servir!
Desde el momento de la encarnación, no hizo más que descender, descender, hasta ese punto
extremo, cuando le vemos de rodillas, en el acto de lavar los pies a los apóstoles. Qué
estremecimiento tuvo que correr entre los ángeles, al ver en semejante abajamiento al Hijo de Dios,
sobre el cual ni siquiera se atreven a fijar su mirada (cf. 1 Pe 1,12). ¡El Creador está de rodillas frente
a la criatura! «¡Enrojece, ceniza soberbia: Dios se abaja y tú te levantas!», se decía san Bernardo a sí
mismo31. Entendida de esta manera —es decir, como un rebajarse para servir—, la humildad es
verdaderamente la vía regia de parecerse a Dios e imitar a la Eucaristía en nuestra vida.
El fruto de esta meditación debería ser una revisión valiente de nuestra vida (hábitos,
tareas, horas de trabajo, distribución y uso del tiempo) para ver si realmente es un servicio y si, en
este servicio, hay amor y humildad. El punto fundamental es saber si servimos a los hermanos, o, por
el contrario, usamos a los hermanos. Utiliza a sus hermanos e instrumentaliza quien, quizás, se
desvive por los demás, pero en todo lo que hace no es desinteresado, busca, de alguna manera, la
aprobación, el aplauso o la satisfacción de sentirse, en su interior, en orden y bienhechor. Sobre este
punto, el Evangelio presenta las exigencias de una radicalidad extrema: «Que no sepa tu mano
izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3). Todo lo que se hace, conscientemente y con razón, «para
ser visto por los hombres», se pierde. «Christus non sibi placuit»: ¡Cristo no buscó complacerse
a sí mismo! (Rom 15,3): esta es la regla del servicio.
Para hacer el «discernimiento de los espíritus», es decir, de las intenciones que nos mueven
en nuestro servicio, es útil ver cuáles son los servicios que hacemos gustosamente y los que tratamos
de evitar a toda costa. Ver, además, si nuestro corazón está dispuesto a abandonar —si se nos pide—
un servicio noble, que da prestigio, por uno humilde que nadie apreciará. Los servicios más seguros
son los que hacemos sin que nadie, ni siquiera los que lo reciben, se den cuenta, sino sólo el Padre
que ve en lo secreto. Jesús elevó a símbolo de servicio uno de los gestos más humildes conocidos en
su tiempo y que se solía confiar a los esclavos: lavar los pies. San Pablo exhorta: «No aspiréis a las
cosas que son demasiado altas, sino inclinaos ante las cosas humildes» (Rom 12,16).
31
BERNARDO, Alabanzas a la Virgen, I, 8.
30
¡Es muy posible que este «alguien» seamos precisamente nosotros! Si tenemos un poco de
duda al respecto, sería bueno que interrogáramos sinceramente a quienes viven a nuestro lado y les
diéramos la oportunidad de expresarse sin miedo. Si resulta que nosotros también le hacemos la vida
difícil, con nuestro carácter, a alguien, debemos aceptar humildemente la realidad y repensar
nuestro servicio.
Al espíritu de servicio también se opone, por otro lado, el apego exagerado a las propias
costumbres y comodidades. En definitiva, el espíritu de flojera. No puede servir seriamente a los
demás quien siempre intenta contentarse a sí mismos, quien hace un ídolo de su descanso, de su
tiempo libre, de su tiempo. La regla del servicio sigue siendo siempre la misma: Cristo no buscó
complacerse a sí mismo.
El servicio, hemos visto, es la virtud propia de quien preside, es lo que Jesús dejó a los
pastores de la Iglesia, como su legado más querido. Todos los carismas, hemos visto, están en
función del servicio; pero de modo muy especial lo está el carisma de «pastores y maestros» (cf. Ef
4,11), es decir, el carisma de la autoridad. ¡La Iglesia es «carismática» para servir y también es
«jerárquica» para servir!
Si para todos los cristianos servir significa «no vivir ya para sí mismos» (cf. 2 Cor 5,15), para
los pastores significa: «no apacentarse a sí mismos»: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan
a sí mismos! ¿No deberían acaso los pastores apacentar al rebaño?» (Ez 34,2). Para el mundo, nada
es más natural y justo que esto, es decir, que quien es señor (dominus) «domine», es decir, haga de
dueño. Entre los discípulos de Jesús, sin embargo, «no sea así», sino que quien es señor debe servir.
«No pretendemos ser dueños sobre vuestra fe —escribe san Pablo—, sino que, por el contrario,
somos colaboradores de vuestra alegría» (2 Cor 1,24).
El apóstol san Pedro recomienda lo mismo a los pastores: «No dominéis a las personas que
se os han confiado, sino haceos modelos del rebaño» (cf. 1 Pe 5,3). No es fácil, en el ministerio
pastoral, evitar la mentalidad del dueño de la fe; muy pronto se insertó en la concepción de la
autoridad. En uno de los documentos más antiguos sobre el ministerio episcopal (la Didascalia
Siriaca) encontramos ya una concepción que presenta al obispo como el monarca, en cuya Iglesia
nada se puede emprender, ni por los hombres ni por Dios, sin pasar por él.
Para los pastores, y en cuanto pastores, es a menudo en este punto donde se decide el
problema de la conversión. ¡Qué fuertes y sinceras resuenan aquellas palabras de Jesús después del
lavatorio de los pies: «Yo el Señor y el Maestro...!» Jesús «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios»
(Flp 2,6), es decir, no tuvo miedo de comprometer su dignidad divina, de favorecer la falta de respeto
por parte de los hombres, despojándose de sus privilegios y mostrándose al exterior como un
hombre en medio de los demás hombres («semejante a los hombres»). Jesús vivió de modo sencillo;
la sencillez fue siempre el principio y el signo de una verdadera vuelta al Evangelio. Es necesario
imitar el obrar de Dios. No hay nada — escribe Tertuliano— que caracterice mejor el obrar de Dios,
que el contraste entre la sencillez de los medios y las formas externas con que trabaja y la
grandiosidad de los efectos espirituales que obtiene 32. El mundo necesita grandes aparatos para
actuar e impresionar; Dios no.
Hubo un tiempo en que la dignidad de los obispos se expresaba con insignias, títulos,
castillos, ejércitos. Eran, como se suele decir, obispos-príncipes, pero bastante más príncipes que
32
Cf. TERTULIANO, De baptismo, 1: CCL I, 277.
31
obispos. La Iglesia vive hoy, en este punto, una época que, en comparación, nos parece dorada.
Conocí a un obispo hace muchos años que encontraba natural pasar cada semana unas horas en un
asilo de ancianos, para ayudar a los ancianos a vestirse y a comer. Había tomado a la letra el lavatorio
de los pies. Yo mismo debo decir que he recibido de algunos prelados los mejores ejemplos de
sencillez de mi vida.
Sin embargo, es necesario preservar, también en este punto, una gran libertad evangélica. La
sencillez exige que no nos pongamos por encima de los demás, pero tampoco siempre y
obstinadamente por debajo, para mantener, de una forma u otra, las distancias, sino que aceptemos,
en las cosas ordinarias de la vida, ser como los demás. Hay personas —señala Manzoni agudamente
— que tienen tanta humildad como necesitan para ponerse por debajo de las buenas personas, pero
no para estar en igualdad de condiciones con ellas 33.
A veces, el mejor servicio no consiste en servir, sino en dejarse servir, como Jesús que, en
ocasiones, también sabía sentarse a la mesa y dejarse lavar los pies (cf. Lc 7,38) y que aceptaba de
buen grado los servicios que algunas mujeres generosas y afectuosas le prestaban durante sus viajes
(cf. Lc 8,2-3).
Hay otra cosa que es necesario decir sobre el servicio de los pastores, y es esta: el servicio de
los hermanos, por importante y santo que sea, no es lo primero y no es lo esencial; primero está el
servicio de Dios. Jesús es ante todo el «Siervo de Yahvé» y luego también el siervo de los hombres. Él
les recuerda esto a sus propios padres, diciendo: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi
Padre?» (Lc 2,49). No dudaba en decepcionar a las multitudes, que acudían a escucharle y a ser
sanados, dejándolas de repente, para retirarse a lugares solitarios a orar (cf. Lc 5,16).
Quien, como el sacerdote, es llamado, por vocación, a este servicio «espiritual», no sirve a
los hermanos si les presta cien o mil otros servicios, pero descuida ese único que se tiene derecho a
esperar de él y que sólo él puede dar. Está escrito que el sacerdote «está constituido para el bien de
los hombres en las cosas que conciernen a Dios» (Heb 5,1). Cuando este problema surgió por primera
vez en la Iglesia, Pedro lo resolvió diciendo: «No es justo que descuidemos la palabra de Dios para el
servicio de las mesas... Nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hch 6,2-4).
Hay pastores que, de hecho, han vuelto al servicio de las cantinas. Se ocupan de todo tipo de
problemas materiales, económicos, administrativos, a veces incluso agrícolas que existen en sus
comunidades (incluso cuando se podrían dejar perfectamente en manos de otros), y descuidan su
verdadero e insustituible servicio. El servicio de la Palabra requiere horas de lectura, estudio y
oración. Si hay una queja general que circula hoy entre los fieles en la Iglesia, es este: la insuficiencia,
el vacío, de la predicación. Muchos salen de la Misa disgustados por la homilía, secos, en lugar de
enriquecidos. Debe repetirse con Isaías: «Los miserables y los pobres buscan agua, pero no hay» (Is
41,17). La gente busca pan y a menudo se les da un escorpión, es decir, palabras vacías y manidas,
palabras que no saben a Dios.
Inmediatamente después de explicar a los apóstoles el significado del lavatorio de los pies,
Jesús les dijo: «Conociendo estas cosas seréis bendecidos si las ponéis en práctica» (Jn 13,17).
Nosotros también seremos bendecidos, si no nos contentamos con saber estas cosas —es decir, que
la Eucaristía nos impulsa a servir y compartir—, sino que las ponemos en práctica, a ser posible a
33
Cf A. MANZONI, Los novios, cap. 38 (Rialp, Madrid 2020).
32
partir de hoy. La Eucaristía no es sólo un misterio para ser consagrado, para ser recibido y adorado,
sino también un misterio para ser imitado.
Antes de concluir, sin embargo, debemos recordar una verdad que hemos subrayado en
todas nuestras reflexiones sobre la Eucaristía: ¡la acción del Espíritu Santo! ¡Cuidemos de no
reducir el don al deber! Nosotros no sólo hemos recibido el mandato de lavar los pies y
servir al próximo: hemos recibido la gracia de poder hacerlo. El servicio es un carisma y,
como todos los carismas, es "una manifestación particular del Espíritu para el bien común",
dice san Pablo (1 Cor 12, 7); “Cada uno viva según el don (¡carisma!) recibido, poniéndolo al
servicio de los demás”, añade san Pedro (1 P 4,10). El don precede al deber y hace posible su
cumplimiento. Esta es "la buena noticia" - el Evangelio - del cual la Eucaristía es la memoria
cotidiana, viviente y consoladora.
¡Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, gracias por su amable escucha y mis
más sinceros deseos de una buena Semana Santa y una feliz Pascua!
33
tipo de asuntos. Por eso, pregunta con un toque de ironía: «Entonces, ¿tú eres Rey?»
«Jesús respondió: Tú lo dices: yo soy rey» (Jn 18,37).
Al declarar que es rey, Jesús se expone a la muerte; pero en lugar de
disculparse negándolo, lo afirma fuertemente. Revela su origen superior: «Vine al
mundo...»: por lo tanto, misteriosamente existía antes de la vida terrenal, viene de
otro mundo. Vino a la tierra ser testigo de la verdad. Trata a Pilato como un alma que
necesita luz y verdad y no como a un juez. Se interesa en el destino del hombre
Pilato, más que en el suyo personal. Con su llamada a recibir la verdad, quiere
inducirle a entrar en sí mismo, a mirar las cosas con un ojo diferente, a colocarse por
encima de la contienda momentánea con judíos.
El procurador romano capta la invitación que Jesús le dirige, pero sobre este
tipo de especulaciones es escéptico e indiferente. El misterio que barrunta en las
palabras de Jesús le da miedo y prefiere terminar la conversación. Murmura dentro
de sí, encogiéndose de hombros: «¿Qué es la verdad?» y sale del pretorio.
* * *
¡Qué actual es esta página del Evangelio! Incluso hoy, como en el pasado, el
hombre se pregunta: «¿Qué es la verdad?». Pero, como Pilato, da la espalda
distraídamente al que dijo: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad» y
«¡Yo soy la Verdad!» (Jn 14,6).
A través de Internet he seguido innumerables debates sobre religión y ciencia,
sobre fe y ateísmo. Una cosa me ha llamado la atención: horas y horas de diálogo, sin
mencionar nunca el nombre de Jesús. Y si la parte creyente a veces se atrevía a
nombrarlo y aducir el hecho de su resurrección de entre los muertos,
inmediatamente se trataba de cerrar el discurso no pertinente al tema. Todo sucede
«etsi Christus non daretur»: como si nunca hubiera existido en el mundo un hombre
llamado Jesucristo.
¿Cuál es el resultado de todo esto? La palabra «Dios» se convierte en un
recipiente vacío que cada uno puede llenar a su antojo. Pero precisamente por esta
razón Dios se preocupó por dar contenido a su nombre mismo. «El Verbo se hizo
carne». ¡La Verdad se hizo carne! De ahí el arduo esfuerzo por dejar a Jesús fuera del
discurso sobre Dios: ¡Él quita al orgullo humano cualquier pretexto para decidir, él,
lo que Dios es!
«¡Ah, ciertamente: Jesús de Nazaret!», se objeta. «¡Pero si alguno duda si ha
existido!» Un conocido escritor inglés del siglo pasado —conocido por el gran
público por ser el autor del ciclo de novelas y películas «El Señor de los Anillos»,
John Ronald Tolkien— en una carta, dio esta respuesta a su hijo que le presentaba la
misma objeción:
Se necesita una sorprendente voluntad de no creer para suponer que Jesús nunca
existió o que no dijo las palabras que se le atribuyen, pues son imposibles de inventar
por cualquier otro ser en el mundo: «Antes de que Abraham existiera, yo soy» (Jn
8,58); y «El que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9)34.
34
Cartas De J. R. R. Tolkien (Planeta D'Agostini, Barcelona 2002).
34
La única alternativa a la verdad de Cristo, agregaba el escritor, es que se trata
de «un caso de megalomanía demente y fraude gigantesco». ¿Podría tal caso, sin
embargo, resistir veinte siglos de feroz crítica histórica y filosófica, y producir los
frutos que ha producido?
Hoy se va más allá del escepticismo de Pilato. Hay quien piensa que ni
siquiera se debe uno plantear la pregunta «¿Qué es la verdad?», ¡porque la verdad,
simplemente, no existe! «¡Todo es relativo, nada es cierto! ¡Pensar lo contrario es una
presunción intolerable!» Ya no hay espacio para «las grandes narraciones sobre el
mundo y la realidad», incluidos aquellos sobre Dios y sobre Cristo.
Hermanos y hermanas ateos, agnósticos o todavía en búsqueda (si hay alguien
escuchando): no es un pobre predicador como yo quien ha pronunciado las palabras
que estoy a punto de pronunciar; él es uno de vosotros, uno a quien muchos de
vosotros admiráis, de quien escribís y de quien, tal vez, también os consideráis, de
alguna manera, discípulos y continuadores: ¡Søeren Kierkegaard, el iniciador de la
corriente filosófica del Existencialismo!
* * *
El diálogo de Jesús con Pilato ofrece, sin embargo, la ocasión para otra
reflexión dirigida esta vez a nosotros los creyentes y hombres de Iglesia, no a los de
fuera: «¡Tu gente y tus sacerdotes me han entregado!»: Gens tua et pontifices
tradiderunt te mihi (Jn 18,35). ¡Los hombre de tu Iglesia, tus sacerdotes te han
abandonado; han descalificado tu nombre con crímenes horrendos! ¿Y deberíamos
seguir creyendo en ti todavía?
También a esta terrible objeción me gustaría responder con las palabras que el
mismo escritor recordado escribía al hijo:
35
S. KIERKEGAARD, La enfermedad mortal (Trotta, Madrid 2008).
35
apartar la vista de nosotros mismos y de nuestras faltas y encontrar un chivo
expiatorio... Creo que soy tan sensible a los escándalos como lo eres tú y cualquier
otro cristiano. He sufrido mucho en mi vida a causa de sacerdotes ignorantes,
cansados, débiles y, a veces, incluso malos.
* * *
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