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Teoría Política de La Comida

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A Flor, Carmela y Salvador, ese maravilloso

y cotidiano cultivo de comunidad


Teoría Política de la Comida
Una crítica ecológico-comunal en tiempos de colapso
Leonardo Rossi
Ilustración de interiores, portada y contraportada: Ignacio Andrés Pardo Vásquez.
Correción: Agustín Artese.
Diagramación: Esteban Sambucetti.

Muchos Mundos Ediciones


Instagram: @Muchosmundos_ediciones
FB: Muchos Mundos Ediciones
Mail: muchosmundos.ediciones@gmail.com
Web: https://muchosmundosediciones.wordpress.com/

Rossi, Leonardo
Teoría política de la comida : una crítica ecológico-comunal
en tiempos de colapso / Leonardo Rossi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires : Muchos Mundos Ediciones, 2023.
236 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-82866-1-7

1. Ecología. 2. Política. 3. Alimentación. I. Título.


CDD 363.856
Índice:
Algunas notas introductorias...................................................................7

Prólogo
Recrear la comun-idad del pan;
el desafío geológico-político para una nueva Era.................................10
Horacio Machado Aráoz

Capítulo 1
Alimento y política en un planeta en crisis.............................................21
Capítulo 2
Comunidad, alimento y territorio,
trama de relaciones políticas......................................................................42

Capítulo 3
Fractura sociometabólica:
hambre, ecocidio y des-comunalización.................................................78

Capítulo 4
Argentina: trastornos socio-ecológicos
del “granero del mundo”...............................................................................114

Capítulo 5
Fiambalá y Córdoba,
tramas agroalimentarias re-existentes.................................................173

Capítulo 6
Pistas en los umbrales del Capitaloceno................................................211

Bibliografía.......................................................................................................223
Algunas notas introductorias
El trabajo aquí presentado tiene como objeto abordar una
perspectiva política del vínculo socio-ecológico entre las comu-
nidades humanas, los territorios que éstas habitan y el alimento.
La clave teórica elegida se nutre principalmente del campo de la
ecología política latinoamericana como del ecomarxismo hilan-
do un marco que se ubica en una perspectiva eco-comunalista.
Desde ese suelo, y a partir de un diagnóstico del actual estado
de Crisis Ecológico-Civilizatoria (capítulo I), se traza una pro-
blematización en torno a rol de la producción agroalimentaria
en la configuración de lo político desde tiempos originarios. En
esa búsqueda se recupera y re-elabora la noción marxiana de
socio-metabolismo en pos de captar la inherente politicidad de la
trama socio-eco-alimentaria (capítulo II).
Con ese marco como guía se irán rastreando las pertur-
baciones ecológico-políticas (hambre masiva, epidemias, des-
trucción de hábitats, des-comunalización) que el capitalismo
ha sellado en esa relación socio-metabólica, tomando procesos
geo-históricamente significativos como la Conquista de América
y la mercantilización de la agricultura británica hasta alcanzar
en nuestros días una dimensión planetaria (capítulo III). En esa
clave se propone enfocar las fracturas socio-metabólicas en torno a
la configuración, consolidación y expansión del Estado argentino
como proceso correlativo al rol internacional asignado a este
territorio en tanto proveedor de materias primas alimentarias
para el sistema-mundo capitalista. Un recorrido por los efectos
del modelo agroexportador que va de la, así llamada por sus per-
petradores, como “Conquista del Desierto” hasta la revolución
transgénica de las últimas décadas (capítulo IV).
A modo de abrir una política de la esperanza, se presen-
tan dos experiencias contemporáneas que, sin dejar de estar
inmersas en los profundos trastornos del metabolismo del capi-
tal, expresan alternativas ecológico-políticas a las lógicas agro-
alimentarias hegemónicas. Se trata por un lado de comunidades
campesinas en el Bolsón de Fiambalá, en la cordillerana pro-
vincia de Catamarca, territorio hoy profundamente amenazado

7
por las avanzadas de la mega-minería de litio; y de una trama
agroecológica en la ciudad de Córdoba, capital de una provincia
emblema del modelo de agronegocio (capítulo V). Finalmente
se esboza una puesta en valor de lo comunal desde una clave
agroalimentaria, reconociendo la urgente y estricta necesidad
de su praxis en tiempos de colapso ecológico como así también
el desafío político que implica su re-creación frente a contextos
de profunda individuación, negación de la interdependencia hu-
mana y avances de las extremas derechas (capítulo VI).

8
Recrear la comun-idad del pan;
el desafío geológico-político para una nueva Era
“Al evaluar nuestra situación actual, sostengo que ya hemos dado
por terminada la Era Cenozoica de los sistemas geobiológicos del pla-
neta. Sesenta y cinco millones de años de desarrollo de la vida han ter-
minado. La extinción está teniendo lugar en todos los sistemas de vida a
una escala sin precedentes desde la fase terminal de la Era Mesozoica.
La renovación de la vida en un contexto creativo requiere que se
produzca un nuevo período biológico, un período en el que los seres
humanos habiten la Tierra de forma mutuamente enriquecedora. Este
nuevo modo de ser del planeta lo describo como la Era Ecozoica…
Para que esto surja hay condiciones especiales requeridas por parte
del humano, ya que, aunque esta Era no puede ser un período de vida an-
tropocéntrico, puede nacer sólo bajo ciertas condiciones que conciernen
dominantemente a la comprensión, elección y acción humanas (…)
La primera condición es comprender que el universo es una comu-
nión de sujetos, no una colección de objetos.”

Thomas Berry, La Era Ecozoica, 1991

El maravilloso misterio de la vida se nos presenta a diario,


en los actos aparentemente más simples y casi rutinarios. Su
complejidad incomprehensible, inabarcable y su deslumbrante
potencial de goce, de disfrute de sus exquisitos sabores, se nos
brinda —a la vez como posibilidad y necesidad— a cada rato, va-
rias veces al día, cotidianamente, desde que nacemos hasta que
morimos, en el mero acto (de preparar la comida y)1 de comer.
Es un acto que condensa la profunda hendidura geológica y la
avezada aventura política que nos hizo como especie.

1 Un síntoma fulminante, trágico, del estado contemporáneo de alienación y


sobreexplotación generalizada sobre el que se asienta el modo de vida industrial-
mercantil urbanocéntrico hegemónico resulta del hecho de los millones de personas
que diariamente comen, habiéndose “salteado” el momento crucial de preparar su
propia comida; los millones de personas que viven en este mundo sin siquiera haber
aprendido a cocinar. Tanto más trágico es, por cierto, el estado contemporáneo de
sobreexplotación generalizada que trascurre de fondo, cuando observamos los
millones de personas que sobreviven con hambre diariamente, con hambre crónica y
con miedo, ya a no tener qué comer, ya a lo que tienen para comer.

10
Alimentarnos es conectarnos al mundo, integrarnos a la co-
munidad de vida. La vida como unidad-en-común se nos revela,
se nos manifiesta y se nos materializa en el cotidiano acto de
comer. Como acto vital, comer es (aprender a) hacernos parte y
partícipes de la compleja trama universal de elementos, seres y
procesos a través de los cuales se nos con-vida la energía cós-
mica que nos constituye, nos anima y nos sostiene en cuanto
organismos específicos, en cuanto especie material y espiritual-
mente ligada a la totalidad espacio-temporal que conforma la
biodiversidad terráquea.
Comer es comulgar: un acto eminentemente político y religio-
so, sacramental, por el cual nos unimos a la existencia como la
totalidad compartida que nos contiene; es abrirnos y hacernos
parte de la mil-milenaria danza de elementos fundamentales
que conforman la partitura histórica de la vida terráquea. Signi-
fica integrarnos como un miembro más, misteriosamente convi-
dados a la comunidad biótica-geológica de seres que participan
del fluir hidro-mineralógico de la vida. En cada comida, la vida
se nos brinda como don comunal. En cada bocado, la energía cós-
mica nos atraviesa, nos enhebra y nos (re)liga al tejido orgánico
—inseparablemente material y espiritual— vibrante y sintien-
te de Gea, ésta, nuestra Tierra, nuestra Casa-Común, nuestro
planeta-útero y cobijo, el único cuerpo celeste con semejante
atributo: el de ser un planeta vivo, capaz de gestar y contener
una Gran Comunidad de comunidades con-vivientes.
Porque la Tierra es eso: nuestra Gran Ecúmene, la vasta co-
munidad transgeneracional y transespecífica que la habita. Y
los seres humanos no somos sino apenas unos de sus más re-
cientes habitantes. Miles y millones de años, de entidades y de
especies nos precedieron y, en distinto grado, nos conformaron;
crearon las pre-condiciones para nuestra emergencia específica.
Y cuando esas ciertas precondiciones básicas estuvieron pres-
tas, la irrupción de un evento aleatorio estructural (propio de su
devenir, una contingencia climática), puso a ciertos grupos de
mamíferos primates ante el escenario desafiante de una novel
sabana africana, confrontándolos a atravesar el portal geohis-
tórico de la hominización. Así nacimos como especie.

11
Y, efectivamente, nos empezamos a hacer humanos en tan-
to y en cuanto empezamos a aprender a procurar y preparar
nuestra propia comida. Al cocinar, se fue “cocinando” también
la especie homo. Las condiciones biológicas y los requerimientos
somáticos se fueron entrelazando simpoiéticamente con cola-
boraciones de otras especies vecinas y compañeras (Haraway,
2019). Junto a ellas, también fueron co-emergiendo aprendiza-
jes específicos. En el arte de co-habitar, fuimos desarrollando
nuestras propias habilidades socioculturales.
En principio, nuestras “dis”-capacidades homínidas fueron
un factor decisivo, determinante para el desarrollo de nuestras
facultades específicas. Para poder comer (y, por lo tanto, subsis-
tir) debimos, antes, aprender a cooperar: a trabajar en conjunto,
coordinada y colectivamente. Debimos aprender a sumar y a
integrar fuerzas y habilidades en común, para poder cazar, para
poder protegernos y, también, para poder alimentarnos. En fun-
ción de esa necesidad de coordinar esfuerzos, se fue desplegan-
do nuestro lenguaje específico, y el desarrollo de las facultades
lingüísticas y de nuestras operaciones neurológicas demandó
dietas más exigentes y complejas.
Decisivamente, ese “salto alimentario” —si bien requirió de
otras fuentes nutricionales— sólo pudo lograrse mediante el de-
sarrollo de una cualidad sociocultural: el aprendizaje de la reci-
procidad y la comensalidad, el grado más profundo e intenso, más
distintivo e intrínseco a nuestra condición. “El compartir alimen-
tos implicaba un grado de cooperación que no existe en primates
no humanos contemporáneos y que seguramente no existía entre
sus ancestros, excepto en casos aislados. Se trata de un atributo
que implica cooperación entre individuos y también nuevos nive-
les de comprensión y confianza en las motivaciones de los otros”
(Patterson, 2014, p. 143). Se puede decir que empezamos a nacer
como especies al aprender a compartir el pan, a hacernos pro-
piamente com-pañeros de especie, a reconocernos como iguales
y a tratarnos con reciprocidad, en torno al cum panis: a “comer del
mismo pan”, “quienes comparten su pan con”.
Desde nuestra más temprana edad como especie hasta
nuestros días, compartir la comida es la expresión más sublime

12
de confianza y la forma más plena de la celebración y la fies-
ta que nos caracteriza como humanus (el sufijo “anus” indica la
procedencia, la tierra de origen, y “humus”, es la tierra en sí).
En torno al pan, las y los hijos de la Tierra se reconocen como
hermana/os. El fuego, que sirvió para la cocción de comidas más
complejas y nutritivas, cocinó también un tipo de relaciones, de
confianza y mutualidad que sería decisivo para la mera subsis-
tencia y más allá, para una idea de “calidad de vida”, centrada
en el disfrute compartido.
El proceso de hominización no fue sino el resultado emer-
gente de la interacción metabólica, políticamente producida,
entre Tierra y trabajo (naturaleza genérica y naturaleza especí-
ficamente humana), principalmente orientado a la procuración
del propio sustento2. Al procurarse la propia comida, los seres
humanos han debido, primero, crear una forma de produc-
ción-en-común: la vida como producción social —en su nivel
específicamente humano— se nos manifiesta como producción
de comunalidad: producir una comunidad de productora/es, pro-
ducir la tierra como fuente común de fertilidad y producir el pan
como bien común por excelencia.
La comunidad política se construye eminentemente en tor-
no a la producción del pan. Se define fundamentalmente por los
límites (polis) que integra a aquellos con quienes se comparte
el pan. El límite es una necesidad ecológica y política, pero no
separa, sino que es un requisito para sostener la común-unidad
arraigada, es decir, la integración entre un pueblo y su territo-
rio. Pues la polis no divide a priori, ni crea fronteras de guerra;
sólo delimita un territorio apropiado. Al contrario, sin límites, se
corre el riesgo (en el que ya recaímos) de imaginar un mundo
ilimitado, de fronteras abiertas y presuntamente infinitas para
la conquista. La polis es la creación de un territorio apropiado:
un territorio para cada pueblo, un pueblo arraigado a su propio
territorio. Tal como está magistralmente planteado por Tolstói
en su cuento “De cuánta tierra precisa un hombre” (1886), la

2 En estos tiempos, que tanto se habla de “sustentabilidad” o, mejor dicho, que la


retórica de la sustentabilidad-mercantil corporativa se esparce como otra forma de
contaminación de la noósfera contemporánea, bien valdría la pena volver a repensar
la sustentabilidad en esta dimensión básica, vital.

13
polis es la delimitación de aquella extensión suficiente, justa, para
asegurar lo que una comunidad política/pueblo necesita para vivir
y desplegar su propio modo de vida.
Desde una perspectiva de ecología política, el vínculo po-
lítico es un vínculo trófico-metabólico de circuitos complejos
(socioculturales y políticos, pero también materiales, hidroener-
géticos y bioquímicos, multiespecíficos) entre seres humanos y
suelos, aires, aguas, seres vegetales, minerales y de otras clases
de animales, que com-parten y re-producen en común la fuente
energética solar como sustento y bien de fondo naturalmente
comunal. La irrupción de la agricultura desde entre quince mil y
diez mil años atrás, no hizo sino diversificar, enriquecer, ampliar,
profundizar y complejizar esos circuitos y esas dinámicas trófi-
cas-hidro-energéticas. Al aprender cada vez más el maravilloso
lenguaje de la fotosíntesis y poder direccionarla en el sentido de
la producción de nuevos saberes y sabores, la especie humana,
esparcida en la vasta geodiversidad terráquea, fue re-escribien-
do la corteza y la faz entera del planeta, creando una gea-grafía
ya propiamente agro-cultural. Al reconducir la energía química
creada gratuitamente por nuestras hermanas plantas hacia nue-
vos seres y destinos, la aventura de la vida se fue haciendo más
sabrosa, la humusidad de la Tierra fue cobrando formas cada
vez más precisas y asombrosas. La agricultura no es —me pa-
rece— un hito que marca los orígenes del “Antropoceno”, como
algunos erróneamente han planteado, sino, diría, todo lo con-
trario: fue otro umbral decisivo en ese proceso cosmogenésico
de hominización-humanización de Gea, o —si se prefiere— de
socialización de la naturaleza.
Las agriculturas —porque nunca hubo, hasta el peligroso
intento moderno, prácticas agrícolas que pudieran simplificarse
y uniformizarse al extremo de la homogeneidad monológica de
la mismidad— fueron las formas específicamente humanas de
poblar la tierra, de expandir el mundo de la vida, “la habitabilidad
de la superficie del globo”, al decir de Alexander Von Humbolt al
procurar dar cuenta del sentido de la geo(a)grafía. La diversidad
de las dietas, de los sabores y de los saberes fueron una forma
específicamente humana de socializar la Tierra. La humanidad

14
de lo humano fue — correlativa y simultáneamente, dialéctica-
mente— desarrollándose (diría mejor, brotando y floreciendo)
con, por y a través del cultivo de la tierra.
La cuidadosa reconstrucción y reconsideración crítica, me-
ticulosa y agudamente perceptiva del papel de las agriculturas
y de la emergencia originaria de los sistemas agroalimentarios
en la historia de la humanidad —una historia, como se dijo, no
abstracta, sino encarnada y arraigada en el seno del proceso
ontológico-político de cosmogénesis (Boff, 1996)— es el base
de partida y el punto neurálgico del gran trabajo de investigación,
análisis y reflexión que, en este libro, nos brinda Leonardo Rossi.
Sencillamente, nos invita a reconsiderar la trayectoria ontológi-
co-política de lo que nos hizo como especie, la centralidad que,
en la emergencia de lo humano, tuvo la producción del pan y
el carácter tan básico como insoslayable de la producción de
comunidad como requisito y condición vital.
La investigación que tenemos entre manos es una consis-
tente y sólida indagación de la comunidad como requerimiento
biológico y como desafío político de la especie homo y, conse-
cuentemente, de la centralidad que la producción agroalimen-
taria tuvo y tiene para la constitución política de la vida humana
y, más allá, para el devenir geológico de la Tierra. Antropológica
y geológicamente, en este tiempo de colapso y de tránsito en
los umbrales del fin del mundo —el mundo colonial del capi-
tal— queda a la vista (de las miradas perceptivas) la centralidad
ontológico-política del modo mediante el cual las sociedades
humanas resuelven el desafío de producir y cubrir sus requeri-
mientos energéticos. Para explicitar esa centralidad, este texto
nos invita a remontarnos a los orígenes.
Y, en efecto, pensar sobre los orígenes nos permite tomar
consciencia y dimensión de los trastornos del presente. Y no nos
referimos sólo a la gran crisis alimentaria que se esparce sobre
las poblaciones humanas, afectadas por una letal combinación
de hambre, desnutrición, malnutrición, obesidad y etiologías
mórbidas directamente vinculadas a la (mala) alimentación; a
las pandemias desatadas y al estado estructural de sindemia
mundializada por y a causa del modelo agroalimentario global.

15
Ni aludimos sólo a la crisis climática y de la biodiversidad, uno
de cuyos principales vectores hunden sus raíces en aquel dicho
modelo. Aludimos, en cambio, a la dimensión política de esta
entera sintomatología de la crisis civilizatoria en la que nos ha-
llamos inmersos: la crisis aguda de la convivencialidad en la que
se hallan sumidas las sociedades contemporáneas.
Este texto nos invita a pensar que, si aprender a compar-
tir el pan fue clave para construirnos biológica y políticamente
como especie, desaprender por completo esa práctica funda-
cional sería, con toda certeza, una vía ruin hacia nuestra propia
extinción. La degradación de las prácticas de comensalidad, de
nuestros modos contemporáneos —hegemónicos— de producir
y consumir los alimentos, es la degradación misma de nuestros
cuerpos, de nuestros suelos y nuestros cielos, de la materialidad
de la vida y su salubridad, y de la espiritualidad y politicidad de
las religaciones que hacen a nuestra convivencia cotidiana, tanto
al interior de las propias sociedades humanas, como entre éstas
y el resto de nuestras especies compañeras (porque, dentro de
la Tierra, todas las especies comemos de la misma mesa).
Asimismo, es una refutación contundente de quienes equi-
vocadamente han pretendido señalar a “la agricultura” como la
responsable originaria del “Antropoceno” (McClure, 2013; Rud-
diman, 2013), hipótesis-reflejo de la misma arrogancia colonial
psedo-universalista que impregna a la propia noción de “Antro-
poceno” (Machado Aráoz, 2022). En todo caso, por el contra-
rio, los orígenes del actual estado catastrófico del mundo (del
clima, de los flujos hidroenergéticos, de la biodiversidad, de la
habitabilidad de la Tierra y la convivencialidad al interior de las
sociedades humanas y entre éstas y el resto de las especies) que
evoca esta nueva Era (Crutzen y Stoermer, 2000; Zalasiewicz et
al, 2008), no cabría buscarlos en el inicio de la agricultura, sino
en el proyecto eco-genocida que pretendiera acabar y poner fin
a las prácticas agroculturales alrededor del mundo, y aplastarlas
bajo el monolítico peso imperial de la explotación industrial de
la tierra.
Guiado por los hallazgos y la hermenéutica crítica clave de
los dos Carlos, Marx y Polanyi, Leonardo Rossi revisita, profun-

16
diza, amplía y despliega el carácter absolutamente nefasto del
proceso de transformación (deformación, cabría decir) capi-
talista de la(s) agricultura(s). El texto muestra con claridad y
solvencia el carácter propiamente exterminador y exterminista
(Thompson, 1980) que tuviera ese ensayo nefasto de hacer de
la comida un medio de lucro.
La mercantilización del alimento es un acontecimiento geo-
lógico-político de naturaleza sacrílega: la mercantilización del
pan es su profanación. Es el factor detonante de los profundos
trastornos geosociometabólicos que hoy embargan y asfixian
la vida en la Tierra y de la Tierra. La mercantilización del pan
es la mercantilización de la Tierra y del trabajo, es la raíz de la
impostación de la barbarie como “civilización” que hoy subyuga
a las sociedades humanas (Cesaire, 1949). La mercantilización
del pan es la disolución de la comunidad política, la insoslayable
degradación de la Tierra como gran comunidad de seres con-vi-
vientes.
Claro, la investigación de Leo —también inspirada en la deci-
siva crítica descolonial y ecofeminista de nuestra Ecología Polí-
tica del Sur— extiende el escenario geohistórico del capítulo xxiv
de El Capital y desplaza la escena de la “Gran Transformación”,
desde los campos británicos hacia el suelo indo-afro-america-
no. El “molino satánico” de la mercantilización, la gran fractura
geometabólica de objetualización y privatización de la tierra,
empieza a operar triturando, primero, a los pueblos del maíz.
El resto es una historia conocida: el derrotero apocalíptico de la
expansión del régimen de plantación a costa de los pluriversos
agroculturales. No nos vamos a explayar al respecto. Este libro
indaga y articula con lucidez los hitos críticos que marcarían
el devenir capitalocénico del mundo: De la Conquista y el Pico
Orbis, a la invención del hambre político y la implantación de
las colonias monoculturales de “comida” profanada, barata y
en gran escala, pensada como medio de lucro y medio de abara-
tamiento de la fuerza de trabajo esclavizada, dentro y más allá
del régimen salarial.
El régimen de plantación es malversación de las energías
vitales. No es agricultura, sino su antítesis: es un modo de des-

17
trucción del mundo agrocultural. No refiere al arte humano de
cultivar la tierra, cultivándose a sí mismo, ni al manejo sabio de
la fotosíntesis como nutriente de simpóiesis, sino a la explota-
ción descomunal de las reservas carboníferas como medios de
acumulación de valor abstracto que todo lo envenena: los cielos,
los suelos, las aguas y los cuerpos. La plantación no tiene nada
que ver con cuidado y cultivo, con crianza y nutrición, sino con
explotación como medio de acumulación. Mercantilización del
pan: destrucción de la comunidad política de la Tierra, degrada-
ción de la humusidad.
Al des-encubrir este trágico derrotero, el libro de Leo Ros-
si —una reformulación sumaria y cuidadosamente selecciona-
da de su tesis de doctorado que la vida me donó la gracia de
acompañar— nos invita no a mirar pasivamente el espectáculo
necroeconómico del Plantacioceno, sino a contemplar compro-
metidamente el mundo, a saber mirar/sentir y aprender a cuidar
las prácticas agroculturales que subsisten en los márgenes y
los suelos contrahegemónicos que todavía cultivan la comuna-
lidad y producen el alimento que nutre los horizontes de otros
futuros posibles. De nosotras/os depende que podamos gestar
una nueva Era: una era en la vivamos como una gran comunión
de sujetos.

Horacio Machado Aráoz,


Valles Kakanos de Catamarca, junio de 2023.

18
Bibliografía
Boff, Leonardo (1996) Ecología. Grito de la Tierra, grito de los po-
bres. Buenos Aires, Lumen.
Cesaire, Aime (2006) [1949] Discurso sobre el colonialismo. Ma-
drid, Akal.
Crutzen, Paul y Stoermer, Eugenne (2000) The Anthropocene.
IGPB Global Change News, 41, 17-18.
Haraway, Donna (2019) Seguir con el problema. Bilbao, Consonni.
Machado Aráoz, Horacio (2022) America(n)-Nature, conquestual
habitus and the origins of the “Anthropocene”. Mine, Plantation and
their geological (and anthropological) impacts. DIE ERDE, Journal of
the Geographical Society of Berlin (3): 162-17 7
McClure, Sarah (2013) Domesticated Animals and Biodiversity:
Early Agriculture at the Gates of Europe and Long-term Ecological
Consequences. Anthropocene 4 (2)
Patterson, Thomas (2014) Karl Marx, antropólogo. Barcelona, Bel-
laterra.
Ruddiman, William F. (2013) The Anthropocene. Annual Review of
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Thomspon, Edward (1980) Notes on Exterminism, the last Stage
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Zalasiewicz, Jan et Alt. (2008) Are we now living in the Antrhropo-
cene? Geological Society of America Today, 18 (2), pp. 4-8.

19
Capítulo 1.
Alimento y política en un planeta en crisis
Mercancías alimentarias, nudo de la crisis socio-ecológica

La relación entre las comunidades humanas y la comida, ya


avanzado este siglo xxi, se halla drásticamente alterada tanto en
su sentido biofísico como en el político-cultural. Entre los síntomas
que grafican este tiempo, las sociedades contemporáneas atra-
viesan lo que se ha denominado como una “sindemia”, es decir, un
cuadro donde los efectos de dos o más problemáticas sanitarias
a gran escala convergen agravando la situación. En este caso, se
trata de una sindemia global1 asociada directamente al modelo agro-
alimentario hegemónico, donde obesidad y desnutrición masivas,
junto a los efectos del calentamiento global, son consecuencias
simultáneas y sinérgicas de una forma específica de concebir el
alimento y la agricultura, hegemonizada por el capitalismo en su
fase neoliberal.
La mayor parte de la población se nutre del sistema agríco-
la-ganadero, un factor determinante en los graves desequilibrios
ecológicos y sanitarios que padece la tierra. La erosión del suelo,
la deforestación a gran escala, la contaminación de los océanos, la
propagación de nuevas enfermedades de origen zoonótico y una
larga lista de problemáticas para la salud se derivan de esta ruptura
radical. El actual abanico de producción y consumo de alimentos
se caracteriza por contrastes extremos. La agricultura industrial
utiliza actualmente más del 75 % de la tierra agrícola, destruye por
año 75 mil millones de toneladas de capa de suelo fértil, desmonta
un promedio de 75 millones de hectáreas de bosques, utiliza 90%
de combustibles fósiles del sector alimentario y 80% del agua dul-
ce. Como contraste, en América Latina, por ejemplo, de los 20,4
millones de unidades agrícolas estimadas en la región, 81,3% co-
rresponde a pequeñas granjas familiares, que ocupan solo el 23,4%
de la tierra cultivable.

1 “The global syndemic of obesity, undernutrition, and climate change: the Lancet
Commission report”, en The Lancet (Swinburn Boyd et al., 2019).

21
En tanto, menos de una quinta parte de las unidades agrícolas
posee 76,6% de la tierra2.
La incidencia de la agroindustria en la disposición de los te-
rritorios, del uso de los bienes comunes, en la estructuración de
las dietas, y en la escasez de alimentos adquiere hoy un alcan-
ce planetario. Esta geopolítica agroalimentaria está en buena
medida dominada por un puñado de corporaciones: tres grupos
trasnacionales derivados de fusiones —Bayer-Monsanto, Chem
China-Syngenta y Dow-Dupont— concentran más del 60% del
mercado, tanto en semillas comerciales como en agroquímicos;
ADM, Bunge, Cargill y Dreyfus controlan el 70% del comercio
mundial de granos; y, en el rubro minorista de alimentos, se re-
porta que cincuenta empresas controlan la mitad de las ventas,
con una marcada tendencia a una mayor cartelización3.
En el actual escenario agroalimentario, crecen en tamaño los
monocultivos atados a los mercados globales, convirtiendo vastas
regiones en meros factores —tierra, agua y nutrientes— que lite-
ralmente se trasvasan de una punta a otra del mundo. Enormes
extensiones son sembradas con una sola especie (soja, caña o
palma son ejemplos emblemáticos de este momento) a costa de
eliminar bosques, perder diversidad alimentaria y llevar al límite
la capacidad reproductiva de la vida del suelo, entre otras conse-
cuencias. Estos cultivos de gran escala, basados en maquinaria
pesada, sin alternancia de especies vegetales y/o en combinación
con sistemas ganaderos extensivos, son utilizados sin distinción
en una gran diversidad de eco-regiones, con distintos perfiles de
suelos, pendientes y regímenes de lluvia. La dinámica agroex-
portadora implica una presión que no repara en los desbalances
de nutrientes y en el saqueo de materia orgánica. Tampoco en la
erosión, que alcanza niveles alarmantes: se calcula que se pierden
entre 10 y 12 millones de hectáreas de suelos cultivables cada
año en el mundo. Lisa y llanamente, la capa fértil de la tierra se

2 ¿Quién nos alimentará? ¿la red campesina o la cadena agroindustrial? (ETC Group,
2017) y Perspectivas Agrícolas 2019-2028 (FAO/OCDE, 2019).
3 Atlas del agronegocio. Datos y hechos sobre la industria agrícola y de alimentos.
(Fund. H. Boll, Fund. R Luxemburgo y GEPAMA, 2018).

22
va en los buques de granos o queda a merced de la degradación
por acción eólica e hídrica.
Los impactos de esta horadación se agudizan si se añade
que, en amplias zonas, los cultivos se caracterizan por ser trans-
génicos y conllevan un uso masivo de químicos sintéticos aso-
ciados. Por ejemplo, los fertilizantes han visto sextuplicada su
aplicación a nivel global desde la década del sesenta y alcanzan
ya un total de 115 millones de toneladas por año. En el caso de
los plaguicidas, se vierten en total 4.6 millones de toneladas por
año 4. Estos datos son estimaciones que aportan solamente un
piso, ya que es dificultoso arriesgar cifras en torno al mercado
no declarado de insumos agrícolas. Estos combos de sustan-
cias químicas tienen graves implicancias sanitarias tanto para
los trabajadores rurales como para los habitantes de las zonas
aledañas a los cultivos y los ecosistemas circundantes. Por otra
parte, diversos porcentajes de las dosis de agroquímicos per-
sisten en las frutas, verduras y granos que llegan a la mesa de
la población, como así también se bio-acumulan en productos
alimenticios de origen animal.
Un ejemplo paradigmático de las transformaciones que
impulsa el modelo hegemónico de agro-producción en su fase
actual es el representado por el complejo global de la soja. Esta
rama pasó de utilizar alrededor de 57 millones de hectáreas en
1990 a cerca de 125 millones de hectáreas dos décadas más
tarde. A pesar de la introducción de variedades transgénicas y
un creciente uso de pesticidas y fertilizantes químicos, el rinde
de este cultivo no tuvo aumentos significativos respecto de la
curva de crecimiento del área sembrada5. En Sudamérica, buena
parte del aumento de las cosechas se basó en la incorporación
de nuevas áreas a la siembra, tanto por el avance del desmonte
como por el cambio de uso del suelo en tierras ganaderas o de
otros cultivos, como así también por la incorporación de dos

4 FAO (2018) La nutrición y los sistemas alimentarios. Un informe del Grupo de


alto nivel de expertos en seguridad alimentaria y nutrición del Comité de Seguridad
Alimentaria Mundial (FAO, 2018).
5 Datos sobre alimentación y agricultura (FAO-STAT, 2020).

23
siembras anuales en algunas regiones, intensificando aún más
las consecuencias negativas del monocultivo6.
La soja, al igual que el maíz, han sido denominados “flex-
crops”: cultivos que no se aprecian por su cualidad como ali-
mentos, sino por su plasticidad mercantil. Pueden utilizarse
para fabricar balanceados para ganado, producir combustibles
o aceites, o bien como insumo de alimentos ultra-procesados,
entre otros fines, dependiendo los movimientos globales del
mercado. Estos commodities hacen parte de la especulación
financiera en torno a los precios agrícolas, que ha ganado un
impulso en especial tras la crisis de 2008, con graves conse-
cuencias en el acceso a las canastas alimentarias de grandes
segmentos sociales. Un dato en este sentido es que el valor de
las exportaciones agrícolas globales se cuadruplicó entre 1990 y
20147, un crecimiento que ha estado desligado de la satisfacción
del derecho a la alimentación adecuada para toda la población
humana, promesa que la “revolución verde”8 —promovida por el
sector agroindustrial— venía a concretar.
Del lado del consumo, el sistema alimentario internacional se
caracteriza por una creciente uniformización de las dietas. Solo
tres granos —arroz, trigo y maíz—, representados cada vez más
en menos variedades, concentran más de la mitad de la ingesta

6 Perspectivas Agrícolas 2019-2028 (FAO/OCDE, 2019).


7 Fund. H. Boll, Fund. R Luxemburgo y GEPAMA, 2018, op. cit.
8 La denominada “revolución verde” implicó un proceso de difusión de técnicas
agronómicas basada en el uso intensivo de fertilizantes, agroquímicos y variedades
de semillas mejoradas que se impusieron en países del llamado Tercer Mundo pasada
la mitad del siglo xx, bajo el slogan de aumentar la productividad y erradicar el hambre.
Este proceso centrado en los rendimientos se impuso sin contemplar las cualidades
de los alimentos locales que poco a poco iban siendo desplazados. Tampoco tenía
en cuenta las condiciones histórico-políticas, como el colonialismo y la dependencia
estructural, que habían desatado las hambrunas en buena parte del mundo. La
legitimación de este proceso se cristalizó cuando Norman Bourlag, mentor de este
modelo bajo el financiamiento de la Fundación Rockefeller, obtuvo el premio Nobel
de la Paz en 1970. Asimismo, esta lógica estuvo fuertemente correlacionada a los
planes de cooperación para el desarrollo llevados adelante especialmente por Estados
Unidos como forma de ahondar la dependencia de la tecno-ciencia controlada desde
el Norte, y erosionar saberes y prácticas autónomas en el plano agro-alimentario, al
tiempo que se disputaba el terreno político en momentos de intensos movimientos
emancipatorios en los países del Tercer Mundo. Autoras como Vandana Shiva (2008)
han analizado los graves impactos ecológicos, sociales y culturales de este sistema de
‘monocultura’, antesala de la nueva “revolución biotecnológica” con los organismos
genéticamente modificados como bandera principal.

24
calórica humana a escala planetaria. Y, en total, unas treinta plan-
tas componen el 90% de las dietas humanas en el mundo. Llevado
a la geografía, es el desierto frente a la selva. Es el triunfo de “los
monocultivos de la mente”, como les llama la ecofeminista Van-
dana Shiva (2008), por sobre la socio-bio-diversidad.
En torno al acceso a los alimentos, las últimas décadas arro-
jan un panorama crítico. El hambre estructural afecta a más de
2.300 millones de personas, entre hambrientos y subalimen-
tados9. Mientras millones pasan hambre o se nutren de forma
deficiente, el desperdicio de alimentos a gran escala se ubica
como otro factor sistémico del actual modelo agroalimentario.
Se ha estimado que una tercera parte de los alimentos produ-
cidos para consumo humano no alcanzan a cumplir su función,
ya que se pierden en la pos-cosecha o se desperdician entre el
punto de venta y el consumo10.
Al mismo tiempo, se han disparado nuevas problemáticas
alimentarias a gran escala. Es el caso del sobrepeso, que afecta
a 2.000 millones de personas, de las cuales un tercio padece
obesidad11. La población afectada se ha duplicado desde 1980
a esta parte. Actualmente se estima que en torno al 40% de
los adultos tienen sobrepeso y un 13% obesidad. El número de
adultos obesos aumentó de 105 millones en 1974 a más de 600
millones en la actualidad12, mientras que la población mundial
total no llegó a duplicarse en ese lapso. Asociado a este punto,
se destaca como rasgo específico de la fase actual del consu-
mo alimentario, la difusión global de los supermercados como
vía de acceso a las dietas y una mayor presencia de productos
industrializados en las mismas13.

9 El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo (FAO, 2022).


10 Pérdidas y desperdicio de alimentos en el mundo – Alcance, causas y prevención
(FAO, 2012).
11 El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo. Protegerse frente
a la desaceleración y el debilitamiento de la economía (FAO, 2019).
12 Cómo entender el nexo alimentación salud. Las prácticas, economía política y las
relaciones de poder para construir sistemas alimentarios saludables (IPES, 2017).
13 Un problema de estudio contemporáneo es la propagación de los denominados
productos alimenticios ultra-procesados, formulaciones industriales elaboradas
a partir de sustancias derivadas de los alimentos o sintetizadas de otras fuentes
orgánicas (OPS, 2015). Ejemplos de este grupo son las gaseosas azucaradas, bebidas

25
Las ventas totales de productos ultra-procesados a nivel
global aumentaron en volumen 43,7%, entre 2000 y 201314. En
América Latina, la demanda de este tipo de comestibles creció
en ese periodo en un promedio de 3% anual, con un acumulado
que superó el 48%. La región se mantuvo estable respecto a su
participación en la torta global, con un 16% del total, tanto en
el 2000 como en 2013. Pero las ventas per-cápita en América
Latina pasaron de poco más de 100 kilos a cerca de 130 kilos
en el periodo estudiado. Como un dato complementario, en los
países latinoamericanos de mayores ingresos, se observó un alto
consumo de productos ultra-procesados: en valores per cápi-
ta correspondientes al año 2013, México, alcanzó los 212 kilos;
Chile, más de 200 kilos; y Argentina, 185 kilos. Reportes de los
últimos años, apuntan que Argentina es el país de la región que
consume la mayor cantidad de productos ultra-procesados per
cápita por año (194 kg) y lidera el consumo de gaseosas (131
litros)15.
Los ultra-procesados se caracterizan por el uso de conser-
vantes y aditivos, a partir de los cuales se construyen patrones
atractivos en sabor, textura y aroma, pero que tienen un impacto
negativo directo sobre la salud. Estudios del campo nutricional
indican que estos productos contienen menos proteínas, menos
fibras, más azúcares libres y más grasas totales y saturadas,
contribuyendo a promover perfiles nutricionales insalubres. Este
tipo de oferta alimentaria ya ha sido cuestionada por organismos
sanitarios en base a la distorsión que generan en cuestiones
básicas para el organismo como la regulación de la saciedad,
tendiendo a prácticas de consumo adictivas, contribuyendo así
a la propagación de la obesidad y de enfermedades no transmi-
sibles en niñas y niños, enfermedades cardiovasculares, cáncer,
afecciones respiratorias y diabetes, entre otras. Como princi-
pal referencia de país consumidor de ultra-procesados, carnes

energizantes, snacks, galletas empaquetadas, néctares de fruta, barras de cereales,


leches maternizadas, entre otros.
14 Alimentos y bebidas ultraprocesados en América Latina: tendencias, efecto sobre
la obesidad e implicaciones para las políticas públicas (OPS, 2015).
15 Informe de la Relatora Especial sobre el derecho a la alimentación. Visita a la
Argentina (2019).

26
industrializadas y bebidas azucaradas, más del 70% de la po-
blación de los Estados Unidos padece sobrepeso u obesidad.
Correlativamente, se calcula que las personas obesas incurren
en gastos médicos 30% más altos que sus pares con peso sa-
ludable16.
La última avanzada del agrocapitalismo la representan los
fenómenos llamados “agricultura 4.0” —o AG-TECH— y la Food
Tech, un abanico de propuestas de las principales corporaciones
del sector en clave de nueva revolución tecnológica, promocio-
nadas bajo discursos de mayor eficiencia vinculada al cuidado
ambiental y a los nichos de consumo ecológico. Esta última,
combina tendencias naturistas, con las FoodTech, impulsadas
por compañías que incorporan inteligencia artificial (IA), big data
y otras tecnologías para recrear —en forma casi idéntica y con
materias primas provenientes del mundo vegetal— sabores, aro-
mas y texturas de alimentos que, hasta el momento, provenían
de animales. En este escenario, irrumpen los nombres de los
hombres más ricos del mundo, como Jeff Bezos o Bill Gates,
quienes promueven “un ‘consumo responsable’ que se inscribe
en una política de la sensibilidad coloreada por la banalización
del bien (cuidamos al planeta y sus habitantes) y una política de
la perversión (es todo natural pero genéticamente modificado y
artificialmente diseñado)” (Scribano, 2021, p. 22).
Del lado agroproductivo, bajo los mismos discursos, proli-
feran drones y maquinaria auto-tripulada que hacen más pre-
cisas la aplicación de agrotóxicos; mega-sistemas de riego au-
tomatizados y regulados según las necesidades diarias de los
cultivos para preservar el agua; o nuevas tecnologías de edición
genética para crear variedades vegetales adaptadas al cambio
climático. Estos son algunos de los nuevos “slogans” con los
cuales la agroindustria corporativa global renueva sus promesas
de “alimentar al mundo” y “cuidar la Tierra”. En este nuevo epi-
sodio, las grandes compañías del agro deben arrendar servicios
a empresas tecnológicas y de servicios digitales —como Ama-
zon— que se ubican hoy en una posición estratégica de manejo
de información —big data mediante— que va desde volúmenes,

16 FAO (2019), op. cit.

27
fechas y calidad de siembra en recónditos puntos del planeta
hasta el más mínimo detalle de transacciones y preferencias
del mercado alimentario minorista17. Paralelamente, el manejo
agrícola y la compra de comida se concentra cada vez más en
los teléfonos móviles.
Si alimentarse es nutrirse y comer es asignar sentidos so-
cio-culturales a esa acción reproductiva esencial, este breve
panorama global muestra que el alimento —en su concepción
tanto fisiológica como espiritual— ha sido bruscamente altera-
do, trastornado y profanado, afectando cuerpos, energías socia-
les y hasta la propia conciencia sobre el sentido elemental de la
agricultura, la comida y la comensalidad. Algunas consecuencias
políticas directas están a la vista: revueltas por hambrunas, cre-
ciente demanda a los sistemas de salud por enfermedades no
transmisibles, pérdida de control de los pueblos sobre la com-
posición de las dietas, aumento del control corporativo sobre el
uso de la tierra, el agua y las cadenas de distribución y acceso a
los alimentos, entre otros.

La agro-industria, máquina de trastornos ecológicos


En base a la definición de nueve áreas clave para la sosteni-
bilidad de la vida humana, los niveles de perturbación antropo-
génica exceden el límite propuesto para una vida humana segura
en, al menos, cuatro de los procesos necesarios para el funcio-
namiento del sistema Tierra, tal como lo hemos conocido18. Se
trata del cambio climático, la integridad de la biosfera (incluida
la erosión de la biodiversidad), los flujos biogeoquímicos (con
graves impactos por la alteración de los ciclos de nitrógeno y
fósforo) y las modificaciones del uso terrestre. Si bien la biosfera
es un complejo de interacciones donde no es posible delimitar
de forma exacta dónde empieza y termina el impacto negativo
de cada una de las diversas ramas de la economía (agroalimen-
taria, industrial, transporte, turismo), algunos análisis intentan

17 Control digital. Cómo se mueven los Gigantes Tecnológicos hacia el sector de la


alimentación y a la agricultura (y qué significa esto) (GRAIN, 2021).
18 “Planetary boundaries: Guiding human development on a changing planet”, en
Science (Steffen et. al., 2015).

28
estimar, al menos, un piso de responsabilidad de cada área, por
ejemplo, en el calentamiento global o en la generación de resi-
duos. La interacción de las diversas prácticas productivas retro-
alimenta, asimismo, el espiral de consumo de energías fósiles
y, a la vez, abre la puerta a los denominados efectos cascada
en materia de impacto ambiental, con consecuencias de difícil
predicción por parte de las modelizaciones científicas. En el caso
del modelo de agricultura industrial, algunos datos sirven para
ilustrar de forma nítida su nexo directo con la acelerada degra-
dación ecológica y sus efectos contemporáneos como continuum
de la era del Capitaloceno19 (Moore, 2020).
El modelo agrocapitalista ha contribuido de forma protagó-
nica para que la abundancia de especies nativas en la mayoría de
los principales hábitats terrestres haya disminuido drásticamen-
te y para que, por lo menos, 680 especies de vertebrados sufrie-
ran la extinción desde el siglo xvi. El planeta atraviesa la sexta
extinción masiva de especies ocurrida en su historia, pero esta
vez la principal fuerza causal es la acción humana bajo el influjo
de las relaciones capitalistas. “La red esencial e interconectada
de la vida en la Tierra se está haciendo cada vez más pequeña.
Esta pérdida es un resultado directo de la actividad humana y
constituye una amenaza directa para el bienestar humano en
todas las regiones del mundo”20.
Entre 1980 y el 2000 en América Latina, por ejemplo, se
perdieron 42 millones de hectáreas de bosque tropical, prin-

19 Frente a la extensión del uso del término “Antropoceno”, que da cuenta de


una era geológica pos-holoceno signada por el calentamiento global y otras graves
alteraciones ecológicas de alcance planetario —que, por primera vez en la historia
terrestre, tienen su origen principal en las acciones de la especie humana—, se
plantea que esa definición oculta las específicas relaciones capitalistas que organizan
el vínculo entre diversas sociedades y las naturalezas, y las tramas de poder concretas
e históricamente producidas que le son subyacentes. Asimismo, esta perspectiva
propone una mirada de larga duración y espacialmente ampliada, pudiendo dar cuenta
de cambios radicales en el estatuto otorgado a la naturaleza fraguados en procesos
geo-eco-políticos, como la llamada “conquista de América”. “El Capitaloceno, en
sentido amplio, va más allá de la máquina de vapor y entiende que el primer paso en
esta industrialización radical del mundo empezó con la transformación del medio
ambiente global en una fuerza de producción para crear algo a lo que llamamos la
economía moderna” (Moore, 2017, p.109).
20 La peligrosa pérdida sin precedentes del ecosistema natural (IPBES, 2019).

29
cipalmente como resultado del crecimiento de la ganadería21.
Sólo entre 1990 y 2015, América Central perdió el 25% de sus
bosques y América del Sur perdió el 9,5%22. En directa relación
con estos procesos, los humanos, el ganado —en su inmensa
mayoría criado para procesos agroindustriales— y otras espe-
cies domesticadas representan en torno al 94% del total de los
mamíferos terrestres, dejando poco margen a las especies sil-
vestres, en una alteración radical de los ecosistemas y de las
redes tróficas que los coproducen23.
En cuanto a la emisión de gases de efecto invernadero, di-
versas estimaciones responsabilizan al sector de la agricultura
y la silvicultura tal como las practica el modelo hegemónico, a
quienes corresponde un 24% del total mundial. Las emisiones
directas de la agricultura serían las causantes de más de un 10%
del total global. Asimismo, el sector genera indirectamente emi-
siones provenientes del cambio de uso de la tierra, por ejem-
plo, por los desmontes para abrir nuevos campos agrícolas. A la
ganadería de tipo industrial corresponderían dos tercios de las
emisiones directas de la agricultura. Otras miradas, que adicio-
nan las distintas ramas de la cadena agroalimentaria industrial,
sostienen que el sector aporta ya un 40% de las emisiones de
gas con efecto invernadero, si se considera —además de la de-
forestación, del uso de fertilizantes y del trabajo con maquinaria
pesada— también a las largas distancias que recorren los granos
y las mega-estructuras logísticas de acopio y distribución.
Una mención especial merece el uso y la contaminación del
agua por parte del sector agroindustrial. En un mundo donde el
agua para consumo humano es una problemática prioritaria en
la geopolítica global, en vistas de las formas productivas agroin-
dustriales, de los desperdicios del sector y de la ineficiencia de
las cadenas de circulación y distribución, el uso de este bien
común adquiere un sentido particular. En América Latina y el
Caribe, casi el 70% de las extracciones de agua dulce corres-

21 IPBES (2019), op. cit.


22 FAO/OCDE (2019), op. cit.
23 “The global biomass of wild mammals”, en Proceedings of the National Academy
of Sciences (Greenspoon L. et.al., 2023).

30
ponden al sector agrícola. Los análisis de economía ecológica
apelan al término “agua virtual” para referirse a la cantidad de
agua necesaria para producir un alimento determinado. Con este
planteo se intenta dar cuenta de los flujos hídricos asociados,
por ejemplo, al comercio de granos, frutas y verduras alrededor
del mundo.
Para dimensionar el incremento de esta dinámica, se esti-
ma que, entre 1961 y el 2000, se triplicó —de 460 km3 a 1340
km3— el comercio virtual de agua vinculado a la cadena agroali-
mentaria global24. Un ejemplo destacado de esta exportación de
agua encubierta es el caso del cultivo de soja, que —por indicar
un caso cercano y significativo— en Argentina se exporta en
más de un 95%. Tomando un promedio de las diversas eco-re-
giones —cuyas características varían significativamente— se
estima que se necesitan alrededor de diez metros cúbicos de
agua por cada nueve kilos de cosecha de esta oleaginosa, por lo
que, en una cosecha anual de cerca de 40 millones de toneladas,
se exportan más de 44 millones de m3 de agua. El acople entre
territorios y los complejos ciclos hídricos no sólo se ve alterado
de forma directa por la deforestación o por la falta de cobertura
vegetal del suelo, sino también por este trasvase de agua a gran
escala, oculto por el comercio internacional de granos.
Además de alterar de forma drástica los flujos hídricos, la
agroindustria es una de las causantes principales de lo que se
denominan “zonas muertas” de lagos, ríos y costas marinas.
El grave impacto de la ganadería intensiva —como los feed-lots
y sus desechos concentrados, así como también el uso a gran
escala de fertilizantes sintéticos, sobre todo nitrógeno y fós-
foro— han sido largamente documentados25. Se estima que al
menos 415 áreas costeras en el mundo padecen algún grado de
eutrofización, es decir, un exceso significativo de nutrientes en
el cuerpo de agua. De ese total, al menos 169 presentan hipoxia,
una reducción de oxígeno que afecta de forma aguda la vida de

24 La apropiación y el saqueo de la naturaleza. Conflictos ecológicos distributivos en


la Argentina del Bicentenario (GEPAMA, 2008).
25 More people, more food, worse water? A global review of water pollution from
agriculture (FAO, 2018).

31
los ecosistemas. Algunos estudios reportan que 240.000 km2
en todo el mundo padecen este fenómeno causado por los mo-
delos productivos actuales. Desde mediados del siglo xx, se es-
tima que se ha perdido entre el 1% y el 2% de oxígeno oceánico.
Todos estos impactos actúan de forma sinérgica, repercu-
tiendo en la degradación de la biósfera y en el calentamiento
del clima, implicando la intensificación de fenómenos extremos
en breves periodos de tiempo. Los estudios del clima marcan
que, en 2022, la temperatura media mundial se situó 1,15°C por
encima de la media del período 1850-1900; y que el período
2015-2022 fue el más cálido desde que inició la registración
sistemática de datos a partir de 185026.

La crisis ecológica como crisis política


Los procesos descriptos evidencian la dificultad que implica
llevar adelante una convivencia democrática en un contexto de
creciente degradación de las condiciones mínimas para la vida,
un proceso que afecta ya a toda la población del mundo, pero
que presenta su cara más brutal con los sectores empobrecidos
urbanos y las comunidades campesinas e indígenas despojadas
y violentadas en sus territorios. Por otra parte, los daños ecológi-
cos, sanitarios y sociales señalados denotan profundos déficits
a nivel de los sistemas políticos: la concentración oligárquica
de los mercados, de los suelos, del acervo genético y de las die-
tas suponen la sustracción de dimensiones fundamentales de
la reproducción social humana a los procesos de deliberación,
decisión y gobierno colectivo. El contexto de crisis ecológica y
climática muestra violentamente el carácter fallido de las for-
mas de organización política hegemónicas, incapaces de garan-
tizar un control democrático sobre el uso común de los soportes
mínimos para la reproducción de la vida de las grandes mayorías.
El acelerado proceso de degradación del sistema de vida
en la Tierra demanda transformaciones socio-económicas de
orden estructural a corto plazo que el establishment político

26 El informe anual de la OMM pone de relieve el avance continuo del cambio


climático (OMM, 2022).

32
de los Estados no ha demostrado estar dispuesto a encarar en
tiempo y forma. Más bien, por el contrario —y allí el síntoma más
evidente de la crisis en términos políticos—, existe de facto un
consenso global en torno al mandato del crecimiento económico
—basado en el expolio de bienes comunes naturales, con todas
las consecuencias descriptas— que no logra resquebrajarse.
Lo que a escala regional se ha denominado “el consenso de los
commodities” (Svampa, 2013) —debido a la intensificación en las
últimas décadas de una matriz primario-exportadora, con base
en la depredación de la naturaleza— es parte de un consenso
global más amplio que, a la luz de los datos repasados, acelera
dramáticamente el funcionamiento geo-metabólico del capital
(Machado Aráoz, 2017).
Este tiempo puede leerse en el marco de los procesos tec-
nológicos atados al capitalismo en su fase neoliberal, que ha
alterado parámetros de seguridad socio-ecológica para la re-
producción de la vida en una dimensión espacial y a un ritmo
desconocidos en la historia humana. Estas reconfiguraciones
socio-territoriales han sido caracterizadas como “formaciones
predatorias”, sostenidas por entramados de actores corporati-
vos, gobiernos y mil-millonarios que, en tiempos de alta inciden-
cia de las finanzas, se mueven de una punta a la otra del globo
trazando una brutal cartografía de “expulsiones” masivas, tanto
humanas como no humanas (Sassen, 2015).
Esta es la dinámica que ha caracterizado la ofensiva del capi-
tal desde los años setenta. Este capitalismo corporativo necesita
depredar nuevos territorios para crecer, como se observa en la
escasez de las tierras y el agua. A su vez, debe encontrar nuevas
formas —edición génica, fracking, mega-minería, bonos climá-
ticos, seguros ambientales, AG-TECH— de explotar las áreas ya
conquistadas. Lo que expone este tiempo, donde devastamos la
naturaleza, pero ésta ingresa en nuestra cotidianeidad como un
actor político de peso (pandemias, multiplicación de las olas de
calor, grandes inundaciones, migraciones climáticas) es que la
habitabilidad no es un tema de gestión ambiental, sino una pro-
blemática radicalmente política. Se trata de comprender que un
mundo ecológicamente inviable nace de la apropiación asimétrica

33
de los medios de vida, de un régimen oligárquico-corporativo de
gobierno que alcanza ya a todo el planeta.
Las acciones predatorias de las corporaciones no pueden
comprenderse escindidas de la jurisdicción política de los Es-
tados-nación: el dominio del capital sobre el mundo de la vida,
no puede realizarse sin la estructuración jurídico-política de los
Estados territoriales modernos. Como da cuenta el caso argen-
tino (véase capítulo 4), la devastación causada por el modelo
de monocultivos transgénicos fue apuntalada por una batería
de legislaciones y regulaciones específicas, políticas fiscales,
marcos ambientales laxos, proyectos de infraestructura vial y
la disponibilidad del sistema científico público, en conjunto con
una narrativa estatal que lo avala. Se trata de líneas directrices
que, si bien encuentran resistencia social u ocasionales políti-
cas públicas que le resultan relativamente contradictorias, se
mantienen como tendencia principal a pesar de los cambios de
gobierno. A la vista de la experiencia regional, las democracias
representativas otorgan el soporte jurídico y construyen la he-
gemonía política para hacer viables estas dinámicas. Al tiempo
que los gobiernos impulsan esta expoliación, son también una y
otra vez desbordados por la inercia voraz de las corporaciones
y los organismos multilaterales.
Se observa, de este modo, el rol activo que estos sistemas
políticos desarrollan —así como los límites que encuentran—
frente al avance predatorio del capital. Compartimos las miradas
que plantean que hace tiempo han quedado atrás las grandes
olas democratizadoras de los sistemas representativos, fruto de
las luchas de clases, feministas y descolonizadoras del siglo xx.
Como trazo principal, en el marco de la reorganización neolibe-
ral del capital global, las últimas décadas se han caracterizado
por una reducción de la política institucional a la gestión de lo
existente, es decir, al apalancamiento del avance del capitalismo
hacia más espacios de la vida, construyendo hegemonía en torno
al mismo o reprimiendo cuando es necesario. Estos sistemas
se han limitado a la distribución del poder entre grupos profe-
sionalizados, ampliando aún más la distancia originaria entre
democracia y sistema representativo (Traverso, 2018; Lazza-

34
rato, 2020). Lo que emerge es el síntoma y, a la vez, causa del
problema político de este tiempo: la incapacidad de reorganizar
democráticamente la sostenibilidad de la vida.
Este contexto de crisis civilizatoria (donde subyacen las cri-
sis migratoria, climática, alimentaria, sanitaria, de los cuidados,
laboral, económica-financiera) con las consecuentes pérdidas
de proyectos colectivos de futuro, se ha vuelto tierra fértil para
cultivar de forma creciente subjetividades frustradas, angus-
tiadas y temerosas donde germinan los fenómenos del llamado
“pos-fascismo”. Figuras presidenciales como Donald Trump o
Jair Bolsonaro —portadores de discursos y políticas xenófobos,
patriarcales, y abiertamente ecocidas— son las expresiones más
nítidamente identificables de este tiempo. Sus irrupciones dan
cuenta del corrimiento de los extremos ideológicos reaccionarios
hacia el interior de los Estados-nación.
Mientras estos personajes son la cara palpable de la nega-
ción de la humanidad como parte de una trama común de vida,
no se puede perder de vista que el amplio espectro de la políti-
ca institucional a nivel internacional sostiene sus proyectos de
gestión en base a modelos a depredación de la biósfera, sea en
torno a planes extractivos centrados en la exportación de ma-
terias primas, sea por estímulo a consumos basados en el flujo
a gran escala de materiales y energías, o mediante combina-
ciones de ambos mecanismos. Si Trump o Bolsonaro encarnan
un negacionismo explícito, existe asimismo un negacionismo
más amplio y difuso que rechaza que se hayan desbordado los
límites biofísicos del sistema de vida. Pero existe también un
tercer registro de negacionismo que, aunque reconoce la crisis
ecológica, la minimiza y confía en encontrar soluciones dentro
del propio capitalismo. “Negacionismo, capitalismo y límites bio-
físicos este es el tema de nuestro tiempo” (Riechmann, 2020).
La imbricación entre naturaleza y política, concebida en un sen-
tido profundo, más allá de lo partidario o estatal, es una clave
de lectura necesaria para interpretar estos tiempos y pensar
las alternativas.
Describir la degradación de los sistemas políticos es dar
cuenta de estas nuevas derechas, para poder ir más allá, porque

35
el tiempo socio-ecológico así lo demanda. No puede ya omitirse
que gobiernos de opuesta orientación ideológica —enfrentados
retórica y, en otros casos, hasta militarmente— coinciden en
seguir acelerando el sendero destructivo basado en el imaginario
del desarrollo, la modernización, el progreso tecno-científico y el
crecimiento económico. En definitiva, sostienen en bloque una
guerra contra la vida. Por abajo, enormes segmentos de la socie-
dad, cruzados por las más diversas matrices culturales, han sido
impregnados por las promesas del desarrollo. Atrapados en vi-
das precarias —material y/o espiritualmente—, aún no perciben
la gravedad del problema: estar en tiempos de extralimitación
de las condiciones de habitabilidad planetaria. A la vista de los
datos revisados en materia agroalimentaria, sanitaria y ambien-
tal, entendemos que el mundo atraviesa un enorme déficit de
justicia ecológica global, junto a una erosión creciente/acelerada
del control efectivamente democrático de las bases materiales
que permiten sostener la vida humana en cada territorio.

La pandemia de Covid-19, síntoma de época


La pandemia de Covid-19 es ilustrativa de los aspectos que
hemos abordados hasta aquí. Una amplia cantidad de análisis
indicaron cómo la propagación del virus desnudó la fragilidad de
los actuales sistemas político-institucionales para dar respuesta
a aspectos mínimos del cuidado de la comunidad compartida,
con especial énfasis en los sistemas sanitarios y de protección
social. Al mismo tiempo, el inicio de las cuarentenas en distin-
tas partes del mundo evidenció la relación entre la recuperación
de la calidad ambiental y las consecuencias de la decisión gu-
bernamental de congelar enteras ramas de la economía. En ese
contexto, quedó de manifiesto que existe la posibilidad concreta
—más allá de las expresiones retóricas— de reorientar drásti-
camente las formas productivas y de consumo en base a la idea
del cuidado colectivo.
Con mucho menos énfasis se ha reflexionado sobre cómo
el virus no hizo más que revelar, tanto por su etiología como
por sus impactos, el grado extremo de deterioro del sistema
de Vida-Tierra. Comparativamente, recibieron poca atención

36
y visibilidad cuestiones como la crítica de los sistemas agro-
alimentarios intensivos y de la deforestación como causas de
pandemias de origen zoonótico; el vínculo entre la circulación
descomunal de mercancías y turistas alrededor del mundo, y la
veloz difusión del virus; la relación entre tasa de contagiosidad
y la estructura urbanística de alta densidad poblacional, escasa
calidad del agua, hacinamientos, y cuerpos malnutridos e inmu-
nodeprimidos.
Una vez superado el shock pandémico inicial, se impuso rá-
pidamente la insistencia en retomar las lógicas del crecimiento
de la economía capitalista, sean con más o menos intervención
del Estado, como apuesta a un programa de “pos-pandemia”.
Pasados los primeros meses de difusión del virus, distintos go-
biernos plantearon reorganizar sus economías, una vez más, en
base al intercambio internacional de materia y energía, y —en
definitiva— sobre la base de la intensificación de las condiciones
que propiciaron la pandemia.
Si la propagación del Covid-19 ha trazado una “nueva nor-
malidad”, como se dice, es oportuno apuntar que esta se apoya
sobre la normalidad ya existente. Como se detalló, las hambru-
nas estructurales; las dietas insalubres globalmente uniformi-
zadas; el hacinamiento urbano creciente; el aumento en los des-
plazamientos forzados por fenómenos climáticos extremos; la
sistémica erosión de la vida campesina e indígena; las crecientes
tasas de enfermedades de origen zoonótico, como el dengue y
la malaria; sistemas de salud saturados por afecciones deriva-
das del sistema agro-alimentario, escasez y pésima calidad del
agua; eran fenómenos que caracterizaban el cuadro cotidiano
pre-pandémico.
La creciente pérdida de autonomía de las comunidades en
la definición de cuestiones básicas como el tipo y calidad de la
alimentación; en la determinación de las formas de la agricultura
y del uso del territorio; en la organización de la disposición de los
bienes comunes como el agua, la biodiversidad o el aire para el
cuidado de la salud y la vida ha sido un rasgo estructural desde
inicios del capitalismo. Sin embargo, adquirió una dimensión glo-
bal que, aunque con distinta profundidad, surca hoy el Norte y el

37
Sur, el Este y el Oeste del mundo. La pandemia, desde el punto
de vista de sus causas ecológico-sanitarias y de sus consecuen-
cias ambientales globales, también supuso un shock en esta larga
historia. Actualmente puede decirse que, a escala social amplia,
se padece una generalizada pérdida de dimensión sobre las impli-
cancias que estos trastornos ecológico-políticos conllevan para el
desarrollo mismo de la vida humana como especie. Como marca
correlativa, las sociedades contemporáneas se encuentran pro-
fundamente expropiadas de los saberes en torno a sus procesos
más elementales de salud/enfermedad.
En este marco, el uso de tecnologías médicas novedosas con
alto grado de complejidad se instaló como una de las principales
respuestas para “enfrentar” la pandemia, tanto en las políticas
públicas como en los discursos mediático-hegemónicos, aún a
pesar de la incertidumbre sobre sus implicancias a mediano y
largo plazo. Antes de explicar las causas, las estructuras y los
circuitos pandémicos, se construyó lo que el epidemiólogo Jaime
Breilh llamó la “panacea vacunal”27.
Frente a un virus que efectivamente enferma y mata, pero
que presentó una letalidad significativamente menor respecto
a otros virus de aparición reciente —como el ébola— y que tuvo
impactos marcadamente diferenciales según franjas etarias,
estado de salud previo, áreas geográficas y clase social, se em-
prendieron masivas campañas de vacunación de forma indis-
criminada con escaso a nulo conocimiento previo e informado.
Justamente, el abordaje que hegemonizó el tratamiento de
la pandemia en la opinión pública se monta sobre una episteme
mecanicista que aún hegemoniza las ciencias en general y las
médicas en particular: una jerarquía científica que ubica la medi-
cina por sobre otras ciencias y, dentro de las ciencias médicas, a
quienes dominan las llamadas “tecnologías de punta” por sobre
otros saberes; la selección de agentes de diversos campos cien-
tíficos y no científicos que refuerzan esta mirada en los medios y
plataformas digitales de comunicación; la cancelación, despres-
tigio o relativización de miradas críticas bien fundamentadas;

27 “En el corazón de la pandemia está el sistema agroalimentario”, entrevista a


Jaime Breilh, en Agencia Tierra Viva (2021).

38
y la sobre-amplificación de los cuestionamientos poco o nula-
mente fundados en su mayoría rotulados como “anti-vacunas”
(Rossi, 2022).
La experiencia pandemia refuerza el juicio sobre la contra-
dictoriedad de la época que atraviesa la humanidad: existen
pocas restricciones al acceso al conocimiento, pero vastos me-
canismos de neutralización de la crítica. Dice la filósofa Marina
Garcés (2019) que estos son, principalmente, cuatro: la satu-
ración de la atención, la segmentación de públicos, la estanda-
rización de los lenguajes y la hegemonía del “solucionismo”. La
ideología del “solucionismo” legitima y sanciona las aspiraciones
de abordar cualquier situación social compleja a partir de solu-
ciones definitivas. Es así que las sociedades son atravesadas por
discursos como los que atravesaron la pandemia: la encrucijada
entre la irreversibilidad de la destrucción y la incuestionabilidad
de soluciones técnicas que no son apropiables por parte de las
mayorías.
De algún modo, este tiempo materializó una vez más lo que
Stengers (2017) llama un “pánico frío”, como producto de los
mensajes abiertamente contradictorios de los responsables de
las políticas públicas. En este caso, se declaró la “guerra al vi-
rus”, y se sostuvieron/intensificaron todas las estructuras que
provocan los saltos virales y su circulación descontrolada; se
declaró el estricto cuidado de la salud colectiva, pero no se in-
tervino sobre el sistema agroalimentario que está en el nudo de
los trastornos sanitarios de este tiempo. Este “pánico frío” pa-
rece aguardar un “milagro”, o bien proveniente de la técnica que
nos ahorre la experiencia o de alguna conversión social masiva
producto de una catástrofe.

De los cercamientos a las pandemias globales


A mediados del siglo xix, frente a un sistema capitalista ya
maduro y plenamente mundializado, Marx inicia su crítica de
la economía política a partir de la exposición de la apropiación
concentrada de la tierra y de la liquidación de los bienes comu-
nes de la naturaleza como piedra fundacional del nuevo régimen
histórico de dominación social: la alienación de los productores

39
respecto de sus medios de producción y de las condiciones ge-
nerales de la reproducción social aparece como el meollo central
de los efectos perversos de ese nuevo régimen y la mercancía se
presenta como ese fenómeno fantasmático que integra y resu-
me la intensidad de las contradicciones y el poder de dominación
(control y disposición) del capital sobre el mundo de la vida. En
la primera mitad del siglo xx, con una perspectiva histórica de
mayor alcance y nuevos hallazgos antropológicos, Karl Polanyi
advertía sobre el rumbo ruinoso que adoptaba la humanidad tras
la mercantilización de la tierra, el trabajo y el dinero. En estos
albores del siglo xxi, el análisis aquí propuesto pone foco en la
mercantilización de los alimentos como un epicentro clave de las
dinámicas de dominación históricas propias del capital, así como
el factor crucial desencadenante de las más urgentes amenazas,
problemas y desafíos que se ciernen para la sobrevivencia de la
especie humana en el presente. Esta mirada apunta justamente
a proveer perspectivas de comprensión y de problematización
sobre los efectos ruinosos —y, en definitiva, incompatibles para
el sostenimiento de la vida en la Tierra— del tratamiento mer-
cantil de lo que está llamado a nutrir los cuerpos: hacemos foco,
entonces, sobre el tratamiento y la producción de los alimentos
como meras mercancías, entendido como eje analítico y nudo
político de los gravosos trastornos geometabólicos que se cier-
nen sobre la vida humana y que afectan las posibilidades de una
vida buena y justa para toda la especie.

40
Capítulo 2.
Comunidad, alimento y territorio, trama de
relaciones políticas
Ciencia crítica como punto de partida
El estado actual de crisis multidimensional descripta en
el capítulo precedente es, en gran medida, producto de un tipo
de práctica científica, de sus relaciones de poder y discursos,
organizadas en torno a la reproducción del capital antes que a
la reproducción de la vida. Decía el científico argentino Andrés
Carrasco (2012), emblema de la crítica al agronegocio, que “los
conflictos epistemológicos son siempre conflictos políticos” y
ese es un punto de partida para el pensamiento crítico que busca
transformar esta realidad. En esa línea, abundan los trabajos
sobre el modelo de agricultura industrial y el rol de la ciencia
hegemónica, los modos de validación de nuevas tecnologías, el
papel de los organismos públicos y la construcción de discursos
acerca de aparentes consensos científicos1. Siguiendo ese ca-
mino, una clave de nuestro abordaje es nutrirse de las corrientes
críticas frente al propio campo científico hegemónico de matriz
cartesiana.
La crítica a la mirada cartesiana aún hegemónica no pasa
sólo por la concepción fragmentada del mundo, sino justamente
por la construcción de certezas a partir de esa negación de la
complejidad que la caracteriza, impulsada por un ethos de control
y dominación. Como el alimento, la ciencia es una producción in-
trínsecamente dependiente de una comunidad: es una práctica
social, regulada por reglas específicas, con una historia política
determinada y unos efectos e implicancias también específicos

1 El trabajo periodístico de Marie Monique Robin, El mundo según Monsanto


(2010) es revelador en este sentido. Desde otro enfoque, pone este tema en el
centro la científica y activista india Vandana Shiva, en particular, en su trabajo Los
monocultivos de la mente (2008). Para el caso argentino, el trabajo doctoral de Carla
Poth (2017), en torno a los mecanismos de aprobación de semillas transgénicas,
también ilustra de un modo nítido de qué forma las relaciones de poder se legitiman
bajo representaciones de una supuesta neutralidad científica. Desde una mirada más
amplia, también aporta a esta corriente crítica el trabajo La ciencia sin freno: de cómo
el poder subordina el conocimiento y transforma nuestras vidas (Folguera, 2020).

42
y determinables, que deben salir de la opacidad. El quehacer
científico no puede sino partir de una reapropiación crítica de la
propia historia de la ciencia. En ese marco, uno de los aspectos
centrales que distinguen el actual contexto científico respecto
de su época originaria es la revisión radical de la ontología bi-
naria, es decir, el modo de concebir-estar-ser-actuar-habitar
en el mundo que escindió “lo real” en dos ámbitos: la naturaleza
despojada de sociedad y culturas humanas; y la sociedad huma-
na despojada de naturaleza. Buscando, entre otros objetivos,
tomar distancia de la tradición que separa los estudios humanos
y naturales, jerarquizando a los últimos por sobre los primeros,
Latour sostiene que, cuando opera esa lógica, “simplemente se
ha propuesto decir a continuación que una porción arbitraria
de los actores estará despojada de toda acción y otra porción,
igualmente arbitraria, de los mismos actores estará dotada de
un alma (o de una conciencia)” (2017, p.76). Pero, justamente,
estas formas del conocer “dejan perfectamente intacto el único
fenómeno interesante; el intercambio de las formas de acción
por las transacciones entre posibilidades de actuar de orígenes
y formas múltiples en el seno de la zona metamórfica” (Latour,
2017, p.76).
Puntualmente, el alimento se halla como un nudo entre los
mundos de la naturaleza genérica y de la naturaleza especí-
ficamente humana: la zona metamórfica donde la materia de
origen cósmico deviene organismo humano, energía nutricia
transformada en energía vital, (re)productora de haceres pro-
piamente humanos, como la misma producción agroalimenta-
ria. Este marco se abre así a una interpretación ecológica del
mundo, dando cuenta de la interdependencia entre individuos,
sociedades y fenómenos cíclicos, regularidades y contingencias
de la naturaleza, dejando atrás la falsa dicotomía entre el deter-
minismo biologicista y la historia de las culturas proyectada en
el vacío. En este sentido, los aportes de la ecología política, del
eco-marxismo, y la antropología de la alimentación se tornan
clave para cultivar una crítica radical frente tanto a las miradas
que hegemonizan la teoría, como a aquellos discursos en torno
a la política, en tanto se conciben desde una base meta-física,

43
es decir, ajena a la inevitable eco-dependencia que atraviesa a
las comunidades humanas.

Ecología Política: lo humano como naturaleza


En las décadas sucesivas a su formulación, el concepto de
“ecología política” nacido en torno al trabajo antropológico de
Eric Wolf, en 1972, fue nutriéndose de variadas áreas de estudio
y tradiciones de pensamiento crítico, dando paso a un campo
propio. La ecología política (EP) se ha enriquecido de los entre-
cruces entre la geografía crítica, la historia ambiental, el pers-
pectivismo antropológico y la propia ecología, entre otras disci-
plinas. En este enfoque, proliferaron diversas corrientes dentro
de las tradiciones europeas y norteamericanas, pero también
dentro del propio Sur Global, encontrando en Latinoamérica
como un área por demás fructífera.
Desde una perspectiva que abreva en la economía ecoló-
gica, Martínez Alier fue el gran difusor de la ecología política
en el campo de estudios sociales latinoamericanos. Definió a
la ecología política como el estudio de los conflictos ecológicos
distributivos, ubicando allí “los patrones sociales, espaciales y
temporales de acceso a los beneficios obtenibles de los recursos
naturales y a los servicios proporcionados por el ambiente como
un sistema de soporte de vida” (Martínez Alier, 2014, p.105).
A partir de este planteo, Alimonda sugiere que, antes de tratar
de problemas de distribución, la ecología política pone su foco
en “cuestiones de apropiación, como el establecimiento de re-
laciones de poder que permiten proceder al acceso a recursos
por parte de algunos actores, a la toma de decisiones sobre su
utilización, a la exclusión de su disponibilidad para otros actores”
(2011, p. 44).
En términos macro, la EP indaga sobre una matriz de rela-
ciones de poder social que debe ser leída como sedimentación
de procesos histórico-materiales. La EP emerge entonces “den-
tro de la politización del conocimiento por la reapropiación social
de la naturaleza” (Leff, 2013, p. 254). En esta línea, se propone
poner el foco en cómo “las relaciones entre los seres humanos, y
entre estos con la naturaleza, se construyen a través de relacio-

44
nes de poder (en el saber, en la producción, en la apropiación de
la naturaleza) y de los procesos de ‘normalización’ de las ideas,
discursos, comportamientos y políticas” (Leff, 2006, p.26). Así,
el campo de la política es llevado al territorio de la ecología como
consecuencia “de que la organización ecosistémica de la natu-
raleza ha sido negada y externalizada del campo de la economía
y de las ciencias sociales” (Leff, 2006, p. 27).
En este sentido, el recorrido de la ecología política decons-
truye el antropocentrismo característico de la racionalidad mo-
derno-occidental y su correlativo “analfabetismo ecológico”
(Herrero, 2016), en tanto ha extendido una concepción de lo
humano como opuesto, ajeno y/o por encima de la naturaleza,
que impide comprender las relaciones de mutua dependencia
que sostienen la trama de la vida. Ante este diagnóstico, la eco-
logía política tiene como desafío “entender qué tipo de formas de
hacer política serán necesarias para forjar un proyecto político
emancipador y sostenible en el siglo xxi” (Moore, 2017, p.110).
Entonces, proponemos aquí una ecología política “que se
superponga con el campo problemático de la ciencia política (en-
tendida no como ‘ciencia del Estado’, en su concepción clásica,
sino como estudio de la formación de poderes hegemónicos y
de contrapoderes desafiantes” (Alimonda, 2011, p.45). En este
sentido, “la exigencia ética de emancipación del sujeto implica
la crítica teórica y práctica del capitalismo, de la cual la ecolo-
gía política es una dimensión esencial” (Gorz, 2011, p.14). Por lo
tanto, “partiendo de la crítica del capitalismo, inevitablemente
se llega a la ecología política que, con su crítica indispensable de
las necesidades, lleva, a su vez, a profundizar y radicalizar una
vez más la crítica al capitalismo” (Gorz, 2011, p.14).

El materialismo histórico, crítica ecológico-política


La propuesta marxiana del materialismo histórico brinda
una perspectiva que ayuda a interpretar el vínculo entre las co-
munidades humanas y los territorios donde se produce la vida
como una característica primaria de todo análisis social. “El primer
supuesto de toda historia humana es, naturalmente, la exis-
tencia de individuos humanos vivientes. Los primeros hechos

45
comprobables son, por lo tanto, la organización corporal de es-
tos individuos y su relación, dada de ese modo, con el resto de
la naturaleza” (Marx, 2010, pp. 35-36). A lo largo de su obra,
Marx destacó que el vínculo concreto —expresado en el traba-
jo— entre la humanidad y el territorio del que obtiene sus sub-
sistencias es el ámbito efectivo donde se exteriorizan los modos
de vivir. Ese proceso muta a lo largo de la historia y varía en las
diversas geografías, organiza y transforma la naturaleza exterior
previamente existente y, en el mismo acto, modifica simultánea
y correlativamente a los sujetos actores de esas transformacio-
nes. “Lo que los individuos son depende, por lo tanto, de las con-
diciones materiales de su producción” (Marx, 2010, p. 37). En
este punto, la obtención, distribución y consumo de alimentos
como fuente energética primaria para la reproducción de la vida
individual y social es una de las tareas productivas primordiales,
es decir, una actividad a partir de la cual la vida tiene posibilidad
de reproducirse.
Siguiendo el planteo materialista, los humanos son una for-
ma específica de vida terráquea, una conformación específica
de tierra, agua, aire en interacción dialéctica con complejos pro-
cesos históricos evolutivos/adaptativos, co-existentes e inter-
dependientes en el marco y la trama de la materia-Tierra en su
continuo devenir. A partir de esa complejidad emergente como
humanos, estos pueden constituirse como sujetos gregarios que,
en la producción social de su vida, conformarán históricamente
diversos modos de organizar sus prácticas de cooperación. En
esta línea, el trato que la tierra recibe de los humanos a través de
su modo de producción “aparece tanto como comportamiento
de los individuos entre sí cuanto como comportamiento activo
determinado de ellos con la naturaleza” (Marx, 2015, p. 93). En
otras palabras, el trato a los congéneres y a la trama de vida
están indefectiblemente entrelazados a través de los diversos e
históricamente concretos modos de producción de la existencia,
al tiempo que estos se refractan mediante formas concretas
histórico-específicas de lo político. Nombramos estos procesos
con el concepto de sociometabolismo.

46
Sociometabolismo, antecedentes y definiciones
La noción marxiana de metabolismo social se torna clave del
planteo materialista, en tanto sirve para captar en términos
complejos el vínculo históricamente producido entre comuni-
dades humanas y naturaleza genérica. El metabolismo social es
una vía posible para indagar en las particularidades de las cul-
turas, en los diferentes regímenes políticos y ecológicos de (re)
producción de la vida social; y, por lo tanto, es una vía relevan-
te para analizar y comprender la crisis civilizatoria como crisis
agro-alimentaria y crisis política que signa el tiempo actual.
Dentro de diversas corrientes marxistas, el trabajo de Alfred
Schmidt —perteneciente a la segunda generación de la Escuela
de Frankfurt— sobre el Concepto de naturaleza en Marx, publicado
originalmente en 1962, fue pionero en retomar las incursiones
del autor de El Capital en torno a este campo temático. Schmidt
resaltó el énfasis puesto por Marx en el carácter socio-histórico
de la naturaleza, en tanto se encuentra inscripta en un proceso
relacional con las comunidades humanas. “Marx parte de la na-
turaleza como ‘la primera fuente de todos los medios y objetos
del trabajo’, es decir, la ve de entrada en relación con la actividad
humana” (Schmidt, 2014, p. 11).
Siguiendo la propuesta marxista, la relación humanidad-na-
turaleza se comprende, entonces, como histórica en un doble
sentido: la historia humana se desarrolla dentro de circunstan-
cias naturales, pero la historia humana también modifica la na-
turaleza. Asimismo, la relación entre los humanos y la naturaleza
ha mutado en el tiempo, pero no debe perderse de vista que
en un mismo tiempo histórico esta percepción varía según las
diversas culturas y los modos específicos de concebir y relacio-
narse con la naturaleza genérica.
Por otro lado, desde la corriente eco-socialista, se desarrolló
un productivo diálogo entre el marxismo y la ecología sea como
propuesta analítica tanto como parte de un programa anticapi-
talista, principalmente en los trabajos de James O’Connor desde
fines de la década del ochenta. Desde ese enfoque, se puso el
eje en la llamada “segunda contradicción” del capitalismo, por
la inherente destrucción de procesos de vida que acarrea su

47
expansión. Esta perspectiva marxista ecológica se enfoca “en
la forma en que el poder de las relaciones de producción y las
fuerzas productivas capitalistas, combinadas, se autodestruye
al afectar o destruir sus propias condiciones, más que reprodu-
cirlas” (O´Connor, 2001, p. 8).
Fue John Bellamy Foster (2004) quien puso especial aten-
ción en el concepto de fractura sociometabólica, favoreciendo su
difusión en el campo de las ciencias sociales durante las últimas
décadas. La recuperación del metabolismo social decanta, enton-
ces, a partir de un corpus de la obra marxiana, que alumbra la
especificidad del trabajo humano como regulador de los flujos
entre sociedad —entendida como naturaleza humana— y am-
biente —naturaleza extra-humana o genérica. Puntualmente,
la noción de falla/fractura/desgarro —según las diversas tra-
ducciones de la obra— pone el foco en el trastorno que el ca-
pitalismo desató en el vínculo entre comunidades humanas y
sus soportes naturales para reproducir la vida. Autores como el
propio Foster, Brett Clark, Jason Moore y, más recientemente,
Kohei Saito, fueron nutriendo los debates, críticas, revisiones
y ampliaciones en torno a este campo. Es importante destacar
que la noción de metabolismo circulaba en algunas corrientes
de la economía ecológica y la ecología industrial desde las últi-
mas décadas del siglo xx, a los fines de “crear una tipología de
sociedades caracterizadas por diferentes patrones de flujos de
energía y materiales” (Martínez Alier, 2014, p.54).
Creemos que, en la propia prosa de Marx, este pasaje puede
condensar su perspectiva sobre el metabolismo social:

El trabajo es, antes que nada, un proceso que tiene lugar entre el hombre
y la naturaleza, un proceso por el que el hombre, por medio de sus propias
acciones, media, regula y controla el metabolismo que se produce entre
él y la naturaleza. Se enfrenta a los materiales de la naturaleza como una
fuerza de la naturaleza. Pone en movimiento las fuerzas naturales que
forman parte de su propio cuerpo, sus brazos, sus piernas, su cabeza y
sus manos, con el fin de apropiarse de los materiales de la naturaleza
de una forma adecuada a sus propias necesidades. (…) a través de este
movimiento actúa sobre la naturaleza exterior y la cambia, y de este modo

48
cambia simultáneamente su propia naturaleza... [El proceso de trabajo] es
la condición universal para la interacción metabólica [Stojfivechsel] entre
el hombre y la naturaleza, la perenne condición de la existencia humana
impuesta por la naturaleza (citado en Foster, 2004, p.243).

En los materiales preparatorios para El Capital (1861-1863),


Marx había ya explicitado que “‘el trabajo real es la apropiación
de la naturaleza para la satisfacción de las necesidades huma-
nas, la actividad a través de la cual se produce la mediación del
metabolismo entre el hombre y la naturaleza’” (en Foster, 2004,
p.243). Este intercambio metabólico implica entonces que los
humanos “incorporan sus fuerzas esenciales a las cosas natu-
rales trabajadas, las cosas naturales, a su vez, adquieren una
nueva cualidad social como valores de uso cada vez más abun-
dantes en el curso de la historia” (Schmidt, 2014, p. 86). En un
nivel general, el sociometabolismo “es una relación de valor de
uso; la naturaleza entra en relación con los seres humanos como
valor de uso puro” (Smith, 2020, p. 65). En esta dirección, “el
proceso de trabajo puede ser entendido de mejor manera como
una transformación de materia natural y energía en valores de
uso que sirven para satisfacer necesidades humanas” (Alvater,
2006, p. 345).
Desde la ecología política latinoamericana, Toledo contribu-
yó con una definición esquemática, al sostener que “el metabo-
lismo social comienza cuando los seres humanos socialmente
agrupados se apropian materiales y energías de la naturaleza
(input) y finaliza cuando depositan desechos, emanaciones o re-
siduos en los espacios naturales (output)” (2013, p. 47). En me-
dio de estas dos instancias ocurren “procesos en las ‘entrañas’
de la sociedad por medio de los cuales las energías y materiales
apropiados circulan, se transforman y terminan consumiéndose”
(Toledo, 2013, p. 47). Es decir, se organiza el proceso social de
“producción de la naturaleza” (Smith, 2020). En este incesante
intercambio para procurarse su existencia, se re-configura la
propia humanidad como forma específica biológico-cultural: “al
producir los medios para satisfacer sus necesidades, los seres
humanos producen en forma colectiva su materialidad, y en el

49
proceso crean nuevas necesidades humanas cuya satisfacción
requiere de la continuación de la actividad productiva (Smith,
2020, p. 66).
El punto de partida de esta perspectiva es que los colectivos
humanos afectan a la naturaleza externa a través del trabajo y
que, a su vez, son afectados física y subjetivamente por esta, en
un proceso dinámico de permanente co-creación y co-implica-
ción. “Tanto es cierto que toda naturaleza está mediada social-
mente, como también lo es, inversamente, que la sociedad está
mediada naturalmente como parte constitutiva de la realidad
total” (Schmidt, 2014, p. 87). De un modo más detallado puede
decirse que el sociometabolismo implica que los seres humanos
producen a través del trabajo “tanto la naturaleza exterior (la
biósfera terráquea en general como manufactura histórico-so-
cioecológica), como la naturaleza interior (los organismos hu-
manos vivientes en tanto entidades ecobiopolíticas)” (Machado
Aráoz, 2017, p. 208).
Moore (2020) incorpora el término oikeios como una con-
tribución para afinar su propuesta analítica basada en el socio-
metabolismo. Con este concepto complementario, apunta a dar
cuenta de una relación a través de la cual la organización hu-
mana evoluciona, se adapta y se transforma. Entiende así que
“la organización humana es a la vez producto y productora del
oikeios: es la configuración cambiante de esta relación la que me-
rece nuestra atención” (Moore, 2020, p. 23). Y agrega que “en
esta elaboración dialéctica, las especies y los medioambientes
están, al mismo tiempo, creándose y deshaciéndose entre sí,
siempre y en todo momento. Toda vida crea un medio ambiente;
todo medio ambiente crea vida” (Moore, 2020, p. 65).
A diferencia del resto de las especies, este acto poiético de
la humanidad debe ratificarse una y otra vez a través de diversos
modos de organización de la comunidad o forma política. Esta
concepción entiende que lo político acontece siempre dentro
del marco de la historia de la materia y esa historia de la mate-
ria —justamente a partir de la irrupción de lo humano— se tor-
na necesariamente política. En ese sentido el metabolismo social
como concepto es un potente instrumento para abordar esos

50
entrecruces ecológico-políticos. De un modo más preciso, nos
permite analizar las dimensiones eminentemente políticas de
los vínculos indisociables entre sujeto y naturaleza, comunidad y
naturaleza, y sujeto y comunidad. Como atinadamente apuntara
Bolívar Echeverría,

Producir y consumir transformaciones de la naturaleza resulta ser, si-


multáneamente y, sobre todo, ratificar o modificar la figura concreta de
la socialidad. Dos procesos en uno: en la reproducción del ser humano, la
reproducción física de la integridad del cuerpo comunitario del sujeto sólo
se cumple en la medida en que ella es reproducción de la forma política
(polis) de la comunidad (koinonía) (Echeverría, 1984, s/n).

El alimento en la configuración política de lo humano


Pensar el intercambio metabólico entre humanidad y na-
turaleza genérica lleva a abordar la cooperación social como
atributo de la especificidad humana, en torno a la cual la ali-
mentación adquiere relevancia primordial. El sistema alimentario
es un nodo y un vector clave del sociometabolismo: implica una
relación entre comunidades, territorios y modos de habitar his-
tóricamente producida en el devenir de largos procesos de pro-
ducción social de la vida. La cooperación es la forma de organizar
el trabajo humano para reproducir la vida, que adquiere diver-
sidad de modulaciones a lo largo de la historia y en múltiples
geografías. Cuando está específicamente orientada en torno a la
obtención de alimentos implica tipos específicos de interacción
entre sujeto y comunidad, así como entre comunidad y territorio.
El proceso de intercambio metabólico entre las comunidades
humanas que necesitan nutrirse y la tierra se torna así un as-
pecto insoslayable del proceso evolutivo/adaptativo, tanto en
términos biológicos como socio-antropológicos.
En palabras de Leonard, “la obtención de comida, su consu-
mo y su utilización en diversos procesos biológicos son aspectos
fundamentales de un ser vivo” en tanto “la dinámica energética
entre los organismos y su entorno (es decir, la energía gastada
con respecto a la energía adquirida) comporta consecuencias
adaptativas para la supervivencia y la reproducción” (2019, p.

51
51). El requerimiento energético de la especie supone, por un
lado, la energía de mantenimiento necesaria para sobrevivir día a
día; y, por el otro, la energía productiva involucrada en el proceso
reproductivo y de cuidado intra-específico. En los mamíferos,
esta energía debe contemplar y cubrir asimismo las necesida-
des específicas de la madre durante el periodo de gestación y
lactancia.
En el caso de los humanos, este intercambio metabólico
adquirió históricamente sus propias especificidades biológicas
y culturales. Considerando una larga duración, procedemos de
una raíz en la cual “la vida en grupo no es una opción, sino una
estrategia de supervivencia” (De Waal, 2007, p. 28). Particular-
mente, durante “ciento ochenta millones de años, las hembras
mamíferas con tendencias que priman el cuidado de los otros se
han reproducido más que las que no tenían tales tendencias” (De
Waal, 2007, p. 29). Dentro del linaje del homo, hallamos que, en
primates de hace tres millones de años, el hecho de compartir
alimentos implicó, asimismo, un grado de cooperación que no
encuentra similitud en primates no humanos contemporáneos,
un rasgo que se presume era propio de nuestros ancestros. “Se
trata de un atributo que implica cooperación entre individuos
y también nuevos niveles de comprensión y confianza en mo-
tivaciones de los otros” (Patterson, 2014, p. 143). Estas carac-
terísticas ponen de relevancia que los humanos forjaron un ca-
mino de interdependencia propio para organizar su inevitable
eco-dependencia.
En los entrecruces de esta doble dependencia, de la coope-
ración social al interior de una comunidad y respecto a la natu-
raleza extra-humana, se fraguó la especificidad de lo humano,
anudando estos procesos alrededor de la obtención de alimen-
tos, entendida como necesidad fisiológica primaria. En palabras
de Fischler, “la alimentación es, en efecto, una función biológica
vital y al mismo tiempo una función social esencial” (1995, p.
14). “El hombre biológico y el hombre social, la fisiología y lo
imaginario, están estrecha y misteriosamente mezclados en el
acto alimenticio” (Fischler, 1995, p. 15).
En este derrotero de aprendizajes adaptativos, bifurcacio-

52
nes de caminos de los homo y ratificaciones de modos situados
de socialidad, dos cambios clave acontecieron entre los erectus
—que vivieron en un período abierto hace dos millones de años
y clausurado medio millón de años atrás— en torno a la coope-
ración que moldeó la propia humanidad: “caza sistemática y, por
consiguiente, aumento de consumo de carne (una gran energía,
fuentes de alimentos ricos en proteínas); y 2) aparición de ac-
tividades organizadas primordialmente centradas en el fogón y
la caza” (Patterson, 2014, p. 143-144).
Respecto al uso del fuego, hay pruebas de su aprovecha-
miento datadas más de un millón y medio de años atrás, aun-
que se trataría más bien de una práctica oportunista y no de
una domesticación de esta tecnología, que habría ocurrido de
modo regular hace aproximadamente doscientos mil años. Para
Fernández Armesto (2019), “la cultura empieza cuando los ali-
mentos crudos se cocinan”. El fogón no sólo acarreó cambios
químicos asimilables por la digestión como consecuencia directa
de la cocción por calor, sino que “el fuego de campamento se
convierte en un lugar de comunión” (Fernández Armesto, 2019,
p. 23). “Cocinar no sólo es una forma de preparar alimentos, sino
de organizar la sociedad alrededor de comidas comunitarias y
de horas de comer previsibles” al tiempo que “introduce nuevas
funciones especializadas, así como placeres y responsabilida-
des compartidos” (Fernández Armesto, 2019, p. 23). Podríamos
resaltar que la comida y la comensalidad, por lo tanto, aportan
nuevas dimensiones al alimento y a su estricta función energé-
tico-nutricional.
El cambio dietario, entre otros factores, potenció el aumento
del cerebro y facilitó así otras habilidades cognitivas y hábitos
sociales, en procesos sinérgicos entre individuo, comunidad, territo-
rio y alimentación. Para graficar la dimensión biológica de estas
transformaciones de largo aliento vale la referencia al cambio
cerebral y sus derivas. Si bien en los australopitecus se había
producido un incremento cerebral de 400 a 500 centímetros
cúbicos en casi dos millones de años, el volumen cerebral creció
significativamente del homo hábilis hace dos millones de años: en
trescientos mil años, su capacidad cerebral creció de 600 cen-

53
tímetros cúbicos a los 900 centímetros cúbicos en el homo erec-
tus, alcanzando aproximadamente 1350 centímetros cúbicos en
el humano actual. En términos del intercambio energético con
la tierra a través del flujo alimentario, estas transformaciones
a nivel de especie son de suma importancia. Un adulto humano
contemporáneo destina significativas cantidades de energía a
su actividad cerebral. “El metabolismo del cerebro en reposo
representa del 20% al 25% de la demanda energética” (Leonard,
2019, p. 55), mientras que en los primates no humanos es de
8% a 10% y de 3% a 5% en otros mamíferos. En este sentido, “la
expansión del cerebro no fue posible antes de que los homínidos
adoptaran un tipo de dieta tan rica en calorías y nutrientes que
cubriese sus necesidades” (Leonard, 2019, p. 55).
Correlativamente, el proceso de encefalización supone que,
para poder atravesar el canal de parto, las crías con mayor ta-
maño craneal “nacen” sumamente frágiles, por la cual su depen-
dencia del cuidado colectivo se torna vital en un sentido literal.
Sobre la cooperación en el cuidado común de la descendencia,
Aguirre (2017) sostiene que, en tiempos primigenios, “la solida-
ridad intragrupal debió desempeñar un rol fundamental” (p.55)
para que seres desvalidos, de unos cuarenta kilos y metro y me-
dio de altura, pudieran sobrevivir sosteniendo, a su vez, largos
periodos de crianza en medio de otras especies físicamente más
aptas. En este sentido, el hecho de compartir la comida fue un
rasgo clave del grupo parental. En tanto “las madres son quienes
comparten y enseñan a comer a sus crías, se puede pensar que,
una vez crecidas, ellas compartirán el alimento con quienes ya
estaban acostumbradas a hacerlo” (Aguirre, 2017, p. 55).
Estos cambios son parte de procesos de larga duración, así
como son producto de contingencias signadas por las transfor-
maciones climático-ambientales y las consecuentes decisiones
sobre cómo producir/reproducir la vida, moldeando prácticas
socio-alimentarias a nivel intra-específico. En este sentido,
“medioambiente y alimentación se potenciaron mutuamente
creando un sistema de retroalimentación positivo” (Aguirre,
2017, p. 51). La historia de las diversas comunidades humanas
se forjó, de este modo, alrededor de “cambios ambientales que

54
presentan nuevos problemas y estimulan la creación de solu-
ciones alternativas, apertura de nuevas fuentes de recursos
alimentarios, aumentos en la densidad y complejidad de los
grupos, comportamientos sociales que permiten sumar habili-
dades y conocimientos” (Aguirre, 2017, p. 51). Ante el clima cada
vez más seco del Mioceno superior y del Plioceno africanos, los
primeros homínidos afrontaron ese cambio climático “con una
combinación de adaptaciones biológicas y culturales que, jun-
tas, potenciaron la supervivencia y reproducción en el entorno
cambiante” (Vuorisalo y Arjamaa, 2019, p. 65). “Este complejo
adaptativo probablemente incluyó un bipedismo cada vez más
sofisticado, un comportamiento social complejo, la fabricación
de herramientas, un aumento del tamaño corporal y un cambio
gradual de la dieta” (Vuorisalo y Arjamaa, 2019, p. 65).
Más allá de un largo recorrido en torno a la alimentación de
origen animal —principalmente a base de insectos y gracias al
oportunismo tras las faenas de otros carnívoros— la cacería de
especies de porte mediano a grande implicó otro desafío. Físi-
camente poco dotados para la caza individual, las comunida-
des humanas encontraron en la cooperación un mecanismo de
adaptación a los cambios dietarios acoplados a transformaciones
ambientales de territorios que, a medida que se sabanizaban,
hacían más extensa el área proveedora de alimentos. El trabajo
comunal de la caza fungió, asimismo, de estímulo para el lenguaje
abstracto, para organizar y para comunicar en torno a la empresa
de satisfacer la alimentación. “Son las facultades cognitivas y
el desarrollo del pensamiento y del lenguaje abstractos lo que
puede garantizar tal cooperación remitiendo a construcciones,
metas, imágenes, sentidos comunes” (Aguirre, 2017. p. 52). En
este sentido, el trabajo comunal de obtención de alimentos y su
consumo, la comensalidad en común, se habrían ido co-impli-
cando. “Si se obtiene alimentos en conjunto, seguramente se
los consumirá en conjunto” (Aguirre, 2017, p. 52). Por lo tanto,
“compartir la comida se vuelve imprescindible a partir del omni-
vorismo y esta característica social (colectiva y complementaria)
de la alimentación humana es lo que mayores consecuencias ha
traído para nuestra supervivencia” (Aguirre, 2017, p. 53).

55
Hace un millón y medio de años, con el homo ergaster y el
homo erectus, la caza colectiva se habría intensificado, no tanto
por la mejora en la elaboración de herramientas, sino por la di-
námica alcanzada por la cooperación. En torno a esta práctica,
habrían sido “la capacidad de empatía y reconocimiento del otro
—a partir del desarrollo de un grupo de neuronas modificadas—
el disparador de conductas cooperativas” (Aguirre, 2017, p. 73).
“Estas marcaron la diferencia en la crianza, la obtención de ali-
mento y la solidaridad intragrupal que nos colocó en el corredor
evolutivo que llevó al homo sapiens” (Aguirre, 2017, p. 73).
Como se apuntó en torno al cambio cerebral, a la modifica-
ción de los balances energéticos, pero también respecto a adap-
taciones digestivas, “en el tiempo largo de la especie el modo de
vida de los cazadores-recolectores ha modelado nuestra biolo-
gía” (Aguirre, 2017, p. 82). En el mismo sentido, la reciprocidad,
como práctica esencial en torno a la distribución energético-ali-
mentaria dentro de la comunidad, es netamente cultural y tie-
ne en la caza un marco de referencia. “Se pueden pronosticar
las estaciones, se pueden anticipar cambios en la cantidad de
animales y plantas, pero los suministros pueden variar de una
manera impredecible” y “la forma que encontraron los cazado-
res-recolectores para bajar el riesgo fue el reparto recíproco de
alimentos” (Aguirre, 2017, p. 91).
Por otro lado, está históricamente documentado que el cuer-
po de los cazadores-recolectores tendió mayormente a ser si-
milar en toda la banda, en tanto “este único tipo de cuerpo es el
resultado de una sociedad igualitaria, donde todo se distribuye
entre todos y condiciona una sola manera de vivir, de enfermar
y de morir” (Aguirre, 2017, p. 105). “La biología se hace eco de la
cultura”, sostiene Aguirre (2017). La reconstrucción del proceso
histórico de hominización da cuenta de la dinámica sociome-
tabólica en un plano diacrónico, de larga duración. Esto revela
la centralidad constitutiva que —para el linaje humano— tiene
la forma de concebir la alimentación y, consecuentemente, la
relevancia política que adquiere la organización de la coopera-
ción social para producir el sustento alimentario de las comu-
nidades humanas. Durante largo tiempo, la forma de cooperar

56
de las bandas dedicadas a la caza, recolección y horticultura,
moldeó rasgos clave de la socialidad humana. La reciprocidad
en el reparto de alimentos de las sociedades cazadoras-reco-
lectoras “producen una nivelación de la ‘riqueza’, igualitarismo
económico que suele reflejarse en lo político y por supuesto en
la comida y en la cocina” (Aguirre, 2017, p. 92). Al interior de los
propios intercambios metabólicos entre comunidades y natu-
raleza, se moldeó la cooperación en tanto oportunidad/desafío
para la supervivencia.
Las prácticas cooperativas para la obtención de alimentos
y sus diferentes formas de desarrollo contribuyeron de modo
significativo a la socio-biodiversidad que progresivamente se
distribuyó por el planeta. Para Fischler, “la alimentación y la co-
cina son un elemento capital de sentimiento colectivo”, en tanto
mujeres y hombres “marcan su pertenencia a una cultura o a
un grupo cualquiera por la afirmación de su especificidad ali-
mentaria o, lo que es lo mismo, por la definición de su alteridad,
de la diferencia frente a los otros” (1995, p. 68). Por lo tanto,
no se trata solamente de obtener nutrientes, sino que “puede
decirse que la absorción de una comida incorpora al comiente
en un sistema culinario” y “a un sistema culinario se vincula o
corresponde una visión del mundo, una cosmología” (Fischler,
1995, p. 68). El sistema alimentario es un nudo de articulación
de las adaptaciones biológicas y culturales de larga duración, a
partir de las cuales la especie logró habitar diversas geografías
del mundo y adquirir características propiamente humanas. Las
prácticas alimentarias poseen “una dimensión fundamental y
propiamente religiosa en el sentido etimológico del término, en
el sentido de re-ligare”, en tanto hacen parte de “del lazo funda-
mental entre yo y mundo, individuo y sociedad, microcosmos y
macrocosmos” (Fischler, 1995, pp. 68-69).
Por fuera de las sociedades típicamente occidentalizadas,
diversos estudios destacan el continuum entre humanidad y na-
turaleza genérica en términos de flujo energético, regulado en
las prácticas y costumbres que orientan a la comunidad para
producir y reproducir su vida, con el alimento como núcleo cla-
ve. Es decir, bajo tipos específicos de organización de la coo-

57
peración social, el intercambio metabólico se ha inscripto en la
mayor parte de estas sociedades dentro de ontologías políticas
relacionales2. Sobre este punto, Descola (2012) plantea que “no
se concibe que humanos y no-humanos se desarrollan en mun-
dos incomunicables y conforme a principios separados”, ya que
“el medioambiente no se objetiva como una esfera autónoma;
las plantas y los animales, los ríos y peñascos, los meteoros y
las estaciones, no existen en un mismo nicho ontológico definido
por su falta de humanidad” (p. 64). Y agrega que “esto parece
cierto, cualesquiera que sean, por otra parte, las características
ecológicas locales” (Descola, 2012, p.64).
Estas formas de organizar la producción social de la vida
ponen de relieve al alimento como dimensión central dentro del
proceso histórico mediante el cual la humanidad reguló sus flu-
jos energéticos con la naturaleza no humana a partir de diseños
relacionales de mundo (Escobar, 2017, 2018). En este proce-
so, la cooperación estaba manifiesta en torno a una comunidad
ampliada a sujetos no-humanos. “Las relaciones entre huma-
nos y no-humanos se presentan, en efecto, como relaciones de
comunidad a comunidad, definidas en parte por las coacciones
utilitarias de la subsistencia” (Descola, 2012, p. 33). De forma
genérica, dentro de las comunidades cazadoras, las caracterís-
ticas atribuidas a las entidades no humanas se definen, no por
alguna cualidad esencial, sino en torno a las posiciones relativas
que ellas ocupan entre sí, “en función de las exigencias de su
metabolismo y, sobre todo, de su régimen alimentario” (Descola,
2012, p. 35).
Para graficar estas relaciones de intercambio metabólico y
sus dimensiones relacionales expresada en diversas sociedades
a lo largo del tiempo y en distantes regiones del planeta, apela-

2 Vale apuntar que “en el campo de la ontología-política, se confrontan modos


diferenciados de intervención del mundo y modos de ser-en-el-mundo, dentro de
lógicas de sentido y racionalidades diferenciadas” (Leff, 2017, p. 56). Y dentro de este
campo, los diseños ontológicos relacionales, donde la cooperación se manifiesta en
torno a una comunidad ampliada a sujetos no-humanos, han primado como sustrato
de agenciamientos para producir la vida en tanto trama o red de vínculos de mutua
dependencia (Descola, 2012; Viveiros de Castro, 2013; Escobar, 2017, Blaser, 2019,
2022). En las ontologías relacionales, “en lugar de separación, hay continuidad
entre lo que los modernos categorizan como los dominios biofísicos, humanos y
sobrenaturales” (Escobar, 2017, p. 196).

58
mos a un caso testigo a modo de referenciar este sustrato co-
mún. En el caso de la cultura desana de la Amazonía colombiana,
donde el mundo es concebido como un sistema homeostático,
“la cantidad de energía consumida, el output, está directamente
ligada a la cantidad de energía recibida, el input” (Descola, 2012,
p. 37). El ejemplo de esta cultura permite ilustrar las múltiples
dimensiones ecológico-políticas del intercambio sociometabólico
que ha primado históricamente en el linaje humano:

El abastecimiento energético de la biósfera proviene en lo fundamental de


dos fuentes: en primer lugar, la energía sexual de los individuos, reprimida
regularmente por prohibiciones ad hoc y que vuelve en forma directa al
capital energético global que irriga todos los componentes bióticos del
sistema, y, en segundo lugar, el estado de salud y de bienestar de los hu-
manos, resultante de un consumo alimentario estrechamente controlado
y del cual procede la energía necesaria para los elementos abióticos del
cosmos (es esto, por ejemplo, lo que permite el movimiento de los cuerpos
celestes). Cada individuo sería, así, consciente de que no es más que un
elemento de una compleja red de interacciones desplegadas no sólo en
la esfera social, sino también en la totalidad de un universo que tiende
a la estabilidad, es decir, que cuenta con recursos y límites finitos. Esta
situación asigna a todos responsabilidades de orden ético, en especial la
de no perturbar el equilibrio general de ese sistema frágil y la de no utili-
zar jamás energía sin restituirla con rapidez a través de diversos tipos de
operaciones rituales (Descola, 2012, p. 37-38).

Incluso en la regulación de los flujos agroalimentarios de


sociedades organizadas bajo estructuras de tipo jerárquicas,
con un control político centralizado sobre amplias geografías,
existía una concepción implícita acerca de la inevitable eco-de-
pendencia, de la complementariedad entre nichos ecológicos,
y de la circularidad de los balances energéticos dentro de los
territorios habitados. En este sentido, Descola (2012) brinda
ejemplos de la India y del Japón pre-coloniales para afirmar que
“parece evidente que, en muchas regiones del planeta, la per-
cepción contrastada de los seres y los lugares según su mayor
o menor proximidad al mundo de los humanos coincide muy

59
poco con el conjunto de las significaciones y los valores que en
Occidente se asociaron progresivamente a los polos de lo sal-
vaje y lo doméstico” (p. 89). Asimismo, en sociedades de tipo
imperiales —por ejemplo, en dinastías chinas o el Incario—, la
cooperación social en torno a la producción y distribución de
alimentos para reproducir la vida cotidiana siguió teniendo un
sentido comunal y local como garantía principal de autoabaste-
cimiento, más allá del acopio coactivo de excedentes para prever
épocas de escasez, así como para sostener estructuras militares
y estamentarias (Murra, 1975; Davis, 2006). En otras palabras,
la socio-dependencia para procurar el sustento y la eco-depen-
dencia encontraron una gran diversidad de modalidades en la
historia humana, alejadas de cualquier tendencia universal al
ecocidio y al individualismo.
Más allá de la vasta y compleja diversidad de formas espe-
cíficas de organizar políticamente a las comunidades del pa-
sado (Graeber y Wengrow, 2022), hay dos principios que han
configurado la evolución de los sistemas alimentarios. Por un
lado, todos los miembros de la sociedad deben alimentarse y,
en consecuencia, los humanos tendieron a establecerse en lu-
gares donde pudieran proveerse alimentos. En otras palabras,
los sistemas de alimentación han sido primordialmente locales
(Shiva, 2017). Sobre este punto, se organizó un intercambio me-
tabólico tendiente a la sostenibilidad de la vida, involucrando las
prácticas de recolección, la cacería, la horticultura, a la propia
agricultura, y las diversas combinaciones de éstas. “La localiza-
ción de los sistemas alimentarios no solo es natural: también es
vital, porque permite a los agricultores poner en práctica la Ley
de Devolución”: además de alimentarse del territorio habitado,
pueden “nutrir al suelo, al que devuelven lo que les da” (Shiva,
2017, p. 133).
Dentro de los diversos sistemas alimentarios, se estima que
la agricultura adquirió cierta regularidad en diversos lugares del
mundo de veinte mil a diez mil años atrás. Para dimensionar
la simbiosis entre humanidad y naturaleza genérica, debemos
remarcar que este proceso implicó la adopción y la domestica-
ción de una enorme variedad de especies de plantas y animales

60
—estimada entre mil doscientas y mil cuatrocientas—, así como
la aparición de nuevas variedades y razas que, en conjunto, pro-
dujeron un aumento notable de la biodiversidad —más de diez
mil variedades de papas y una cantidad similar de variedades
de arroz (Toledo y Barrera, 2008).
Como las otras prácticas de provisión de alimentos, los sis-
temas agrícolas han nutrido la diversidad biológica y cultural. En
esta línea, dentro de los llamados manejos agrícolas, diversas
sociedades modificaron los hábitats para crear ecosistemas an-
tropogénicos o paisajes, llevando a cabo un manejo del espacio
que complementó los hábitats originales. Entre estos procesos,
podemos destacar la agricultura hidráulica, las terrazas y, los
bosques y selvas manejados como sistemas agroforestales. El
objeto de estos diseños siguió fue organizar el abasto alimenta-
rio, perfeccionando prácticas acopladas al territorio en busca de
“añadir nuevos productos a aquellos obtenidos mediante la caza,
pesca y recolección, por medio de un adecuado manejo de los
procesos ecológicos, geomorfológicos e hidrológicos sin afectar
mayormente los ritmos y procesos naturales” (Toledo y Barrera,
2008, p. 22). El cultivo de la selva maya (Nigh y Ford, 2019) y
la propia adquisición de una fisonomía selvática en la Amazonía
(Descola, 2012) son ejemplos significativos del trabajo de las
comunidades humanas en el diseño de territorios y en la orga-
nización sostenible a niveles macro del flujo sociometabólico
durante miles de años.
Sin desconocer procesos históricos de fallas sociometabó-
licas como la sobreexplotación de especies producto de la ca-
cería o prácticas agrícolas que estresaron ecosistemas —que
son parte del aprendizaje de las culturas en el proceso dialéc-
tico adaptativo—, debe ponerse de relieve una concepción del
acoplamiento entre comunidades humanas y territorios para
reproducir la vida de forma sostenible, horizonte en los modos
de organización socio-política. Todas estas prácticas genérica-
mente enunciadas, “conforman el complejo biológico-cultural
originado históricamente y que es producto de los miles de años
de interacción entre las culturas y sus ambientes naturales” en
tanto “la diversificación de los seres humanos se fundamentó

61
en la diversificación biológica agrícola y paisajística” (Toledo y
Barrera, 2008, p. 25).
Retomando la idea de esta doble dependencia —ecológica y
socio-cooperativa— como un rasgo fáctico de la supervivencia
humana, adscripto simultáneamente a prácticas culturales de
una especie habilitada y desafiada para organizar su flujo ener-
gético como flujo social y político, Marx comentaba

[l]a cooperación en el proceso de trabajo, como la que predominaba en


los comienzos de la cultura de la humanidad, en los pueblos cazadores o
en las faenas agrícolas de las comunidades indias, descansaba, de una
parte, en la producción común sobre las condiciones de producción, y de
otra parte, en que en aquel tiempo, el individuo no había roto todavía el
cordón umbilical que los unía a la tribu o la comunidad (Marx, 2014, pp.
299-300).

La trama agroalimentaria humana es parte de una historia


de producción comunal de la vida, del trabajo humano en y con
(los seres de) la Tierra, mediante formas de cooperación en la
constante búsqueda por organizar el hilo energético entre cuer-
pos y territorios.

[E]ste comportamiento con el suelo, con la tierra, tratándolo como pro-


piedad del individuo que trabaja –el cual, en consecuencia, ya desde
un principio no aparece, en esta abstracción, como mero individuo que
trabaja, sino que tiene en la propiedad de la tierra un modo objetivo de
existencia, que constituye un supuesto de su actividad, tal como su piel,
sus órganos de los sentidos, a los que sin duda también reproduce en el
proceso vital, y los desarrolla, etc., pero que, por su lado, constituyen un
supuesto de ese proceso de reproducción-, este comportamiento está
igualmente mediado a través de la existencia natural, en mayor o me-
nor grado desarrollada históricamente y modificada, del individuo como
miembro de una comunidad (Marx, 2015, pp.80-81).

Comer: una producción comunal


Desde esta perspectiva, se pone de manifiesto que el flujo
energético que circula entre comunidades y territorios a través

62
del alimento supuso diferentes formas de organización y, conse-
cuentemente, implicó distintos regímenes de poder. Los modos
de la cooperación para la obtención y el reparto alimentario son,
por lo tanto, manifestaciones de las formas de concebir y ejecu-
tar el sentido mismo de lo político. Desde una mirada crítica, “lo
político nunca puede ser indiferente al modo en que se transfor-
ma la naturaleza para producir los bienes y las condiciones de
producción y reproducción de la vida” (Tapia, 2009, p. 96). En
su forma primordial, la política “se configura de acuerdo al modo
en que se organizan y piensan las relaciones de la vida social
con la naturaleza, es decir, con el modo de producir los bienes
necesarios para la misma” (Tapia, 2009, p. 15). Frente a las abs-
tracciones y separaciones producidas por las formas liberales de
la política, el vínculo insoslayable entre humanidad-naturaleza
quedó velado y ontológicamente alterado, con efectos gravosos
para la propia subsistencia de la especie.
La teoría política aquí esbozada parte de una restitución
epistémica de la humanidad al contingente mundo natural, como
subjetividades y organismos vivientes afectados y afectantes de
ese entramado bio-físico. En buena parte de la historia humana,
el sistema agroalimentario tuvo como pilares de la sostenibilidad
un arraigo concreto a los territorios, una circularidad basada en
formas de reciprocidad y apoyo mutuo antes que en la compe-
tencia. Más de un siglo atrás, esta perspectiva fue intuida con
lucidez por pensadores anarco-comunistas como Eliseo Reclus
y Piotr Kropotkin. Lo político abreva aquí en aquellas miradas
que recuperan estas dimensiones comunales.
Las decisiones sobre el propio territorio de vida y sus bie-
nes nutricios implicaron históricamente un hacerse cargo de la
sostenibilidad de ese espacio socio-biológico habitado y pro-
veedor. Shiva sostiene que —para las formas comunitarias, emi-
nentemente acopladas a un territorio específico— “este prin-
cipio constituye un imperativo ecológico”, en tanto “las cosas
se hacen con mayor eficacia en aquel nivel que se corresponde
más de cerca con el ámbito en el que se dejan sentir sus reper-
cusiones” (2006, p. 82). Por su correspondencia con el territorio
que se habita como sostén de la propia materialidad de la vida, la

63
forma comunitaria “puede permitir enfrentar de mejor manera
los desequilibrios que se están produciendo en los diferentes
espacios en la relación entre modo de producción, vida social y
forma política” (Tapia, 2009, pp. 42-43).
Como sucedió antes con la naturaleza, las formas políti-
cas comunales —que regularon históricamente la cooperación
social para sostener la vida— han quedado marginadas de los
horizontes hegemónicos de la política, de derecha y de izquier-
da. Estas formas específicas de regular la eco-dependencia y
la socio-dependencia plantean otro régimen de poder sobre los
flujos esenciales que sostienen la vida humana y no humana. Al
respecto, Bolívar Echeverría sostiene que

la idea de que existe algo así como la comunidad, de que puede haber la
posibilidad de regular y definir de otra manera la producción y el consu-
mo (…) la convivencia de una sociedad dentro de su presente y abierta
a su futuro, idea conectada con una preocupación propiamente política
por el bien común, está fuertemente opacada en el discurso real de la
política moderna. (…) Es frente a esta hegemonía analítica que acercarse
a la “descripción de esta ‘impureza’ de la política podría echar luz sobre
ciertas zonas de la vida política que la teoría política contemporánea ha
descuidado —ha denegado sistemáticamente— y que demuestran ser
cada vez más determinantes para la compleja actividad política ‘real-
mente existente’ (Echeverría, 2011, p.179)3.

Se trata de una recuperación del sentido profundo de lo


político adscripto a las tradiciones que apuntalan la producción
política de lo común (Gutiérrez Aguilar, Navarro Trujillo y Linsala-
ta, 2017). Estas formas políticas han sido una oportunidad, una
necesidad y un desafío siempre renovado para la reproducción
de las comunidades humanas. Desde esta perspectiva, se pre-

3 La filosofía política moderna, hija de su tiempo, se estructura como discurso


racionalizador de la gran fractura sociometabólica en curso, entre los siglos xv y xvii (tal
como desarrolla en los apartados subsiguientes). De allí que, absolutamente alejados
de las investigaciones científicas sobre los procesos históricos de hominización
(su dependencia eco-comunitaria), los planteos fundacionales del liberalismo
moderno (en todas sus versiones, de Hobbes a Rousseau, Locke y Smith, entre los
más emblemáticos) toman como punto de partida la antropología imaginaria del
“Individuo”.

64
tende remarcar así el estatuto político de aquellas tramas agro-
alimentarias —históricas y contemporáneas— que tendieron y
tienden a sostener la reproducción de la vida desde un ethos
comunal, como así también los mecanismos históricos que las
han erosionado. Se trata de repensar así “la específica politici-
dad relacionada con las prácticas conexas con la sostenibilidad
de la vida colectiva y las múltiples formas de autorregulación de
tales conjuntos” (Gutiérrez y Navarro, 2019, p. 302). En parti-
cular, es necesario reflexionar sobre lo que atañe a la relación
entre comunidades humanas, territorios y alimentos/comidas.

Fractura(s) del metabolismo sociedad-naturaleza


Como proponíamos más arriba, Karl Marx puso de relieve la
fractura sociometabólica, entendida como el desgarro socio-eco-
lógico provocado por la forma específica que adquiere el vínculo
entre el ser humano y la tierra, mediado por el trabajo, dentro del
capitalismo. Marx observó los calidad y ritmo de los impactos
negativos y múltiples de la expansión agrícola de tipo industrial
en contraposición a las prácticas agroculturales de subsistencia,
advirtiendo sus diversos efectos negativos. La acelerada dismi-
nución de la fertilidad natural del suelo; el trasvase a gran escala
de nutrientes de un territorio a otro; la profundización de las
ya escindidas, forma de vida rural y la vida urbana; la creciente
contaminación de las densamente pobladas urbes industriales;
y el hambre sistémica formaron parte de las observaciones del
autor de El Capital. En un pasaje clásico, sostenía que

[c]on la supremacía sin cesar creciente de la población urbana, amontona-


da en grandes centros, paga la producción capitalista, de una parte, la po-
tencialidad histórica de desarrollo de la sociedad y, de otra parte, perturba el
metabolismo entre el hombre y la tierra, es decir, el retorno al suelo nutricio-
nal de los elementos extraídos de él por el hombre en forma de alimentación
y vestido, entorpeciendo así lo que constituye la eterna condición natural
para asegurar la fertilidad permanente de la tierra (Marx, 2014, p. 450).

Marx advertía la escala global de este trastorno, en tanto


los insumos de la producción agrícola en Gran Bretaña registra-

65
ban su dependencia del mercado internacional. “‘El mero hecho
de que las semillas, el guano, etc. se importaran desde lejanos
países’, indicaba que, bajo el capitalismo, la agricultura había
dejado de ‘sostenerse a sí misma’ y ‘ya no encuentra las condi-
ciones naturales de su propia producción en sí misma’” (Foster,
2004, p. 242). Este flujo agroalimentario planetario “hacía del
problema de la enajenación de los elementos constituyentes del
suelo una ‘fractura irreparable’” (Foster, 2004, p. 242). La te-
matización de la fractura del metabolismo social supuso, entre
otros aspectos, la adquisición de “un modo concreto de expresar
la noción de la alienación de la naturaleza (y su relación con la
alienación del trabajo)” (Foster, 2004, p. 245). “Todo progreso
alcanzado por la agricultura capitalista consiste simplemente
en un avance en el arte de desfalcar al trabajador; desfalcando
al mismo tiempo a la tierra”, ilustraba Marx (2014, p. 451). En
este sentido, advertía que el capitalismo era un sistema basado
en “desarrollar la técnica y la combinación del proceso social
de producción minando al mismo tiempo las fuentes de don-
de mana toda riqueza: la tierra y el trabajador” (Marx, 2014, p.
452). En esta línea de análisis, postuló que

lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es


la unidad del hombre viviente y actuante con las condiciones inorgánicas,
naturales, de su metabolismo con la naturaleza y, por lo tanto, su apropia-
ción de la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones inorgáni-
cas de la existencia humana y esta existencia activa… (Marx, 2015, p. 86).

La privatización de la tierra, del trabajo para obtener sus


frutos y del propio alimento trastocaron la producción agro-ali-
mentaria, otrora núcleo de comunión de las sociedades, en un
medio clave para el lucro dentro del funcionamiento capitalista.
La tierra habitada en comunidad, trabajada bajo principios de
utilidad común y organizada en base a requerimientos vitales
quedó sujeta bajo el impulso a la acumulación de riqueza, en
tanto

la explotación racional y consciente de la tierra como eterna propiedad

66
colectiva y condición inalienable de existencia y reproducción de la cade-
na de generaciones humanas que se suceden unas a otras, es suplantada
por la explotación y dilapidación de las fuerzas de la tierra (Marx, 2016,
p. 752).

A diferencia de las teorías liberales de la época, estas obser-


vaciones no eran producto del pensamiento especulativo, sino
el resultado de la minuciosa revisión de los estudios empíricos
disponibles sobre las implicaciones edafológicas y las alteracio-
nes bioquímicas que la nueva agricultura (guiada por el princi-
pio de maximización del lucro) dio como resultado. Aun cuando
“fractura metabólica” es un concepto teórico, nace del intento
por dar cuenta de un proceso histórico-concreto en marcha: es
un concepto que se construye a partir de la observación de esos
procesos, así como del análisis de esas transformaciones y de
sus efectos.
El conocimiento científico disponible en la actualidad y
la mirada retrospectiva sobre el devenir de aquellos procesos
permiten ampliar y profundizar los análisis. Si los modos de
concebir y obtener el alimento han fraguado las propias formas
de estar, co-producir, cuidar y diseñar los territorios —como,
asimismo, los modos de relación al interior de la especie—, esa
fractura metabólica tiene impactos ontológicos de larga duración
y afecta a la totalidad de la vida social humana, en sus múltiples
dimensiones constitutivas (epistémico-cultural, social, econó-
mica y política) y en todas sus escalas espacio-temporales (a
nivel histórico y geográfico).
De un modo general, cabría mencionar algunas de estas dimen-
siones de la fractura metabólica: fractura ontológica (naturaleza/
cultura); fractura sociopolítica (comunidad/individuo–sociedad);
fractura económica (comunes - valor de uso - habitabilidad/pro-
piedad privada - valor de cambio - rentabilida3d); y fractura so-
cio-antropológica (fractura de clases, género y razas como distintos
tipos de sub-humanidad). Sin desconocer la co-existencia y solapa-
miento de estas fracturas, se hace aquí una distinción y desarrollo
específico de dos dimensiones: la ontológica y la socio-política.

67
Cosmovisión antropocéntrica, extinción de mundos
El trastorno sociometabólico —es decir, la alteración de esos
intercambios vitales entre comunidades humanas y naturaleza
genérica— lleva implícitos trastornos de orden ontológico-po-
lítico. Como apuntamos anteriormente4, el campo de la ontolo-
gía-política es aquel donde se ponen de manifiesto, se indagan y
contraponen racionalidades, valoraciones y prácticas diferencia-
das que constituyen los sentidos del ser/estar en el mundo, así
como los modos de organización de la eco-socio-dependencia
que les subyacen. Al respecto, Ellen Meiksins Wood plantea que

[e]l capitalismo nació en el núcleo mismo de la vida humana, en la interac-


ción con la naturaleza de la que depende la propia vida. La transformación
de dicha interacción por parte del capitalismo agrario pone de manifiesto
los impulsos inherentemente destructivos de un sistema en el que los
fundamentos mismos de la existencia están sujetos a los requisitos que
impone la obtención de ganancias (2016, p. 218).

La falla en el vínculo entre comunidades humanas y terri-


torios no concierne de forma exclusiva a las relaciones sociales
capitalistas, sino que registra diversos antecedentes. Marx dio
cuenta de sociedades “fallidas” al listar, por ejemplo, los “de-
siertos” que legados por las prácticas agrícolas de Persia, Me-
sopotamia y Grecia. Sin embargo, son la cualidad sistémica, el
impulso a la permanente expansión territorial y la escala, propias
del afán de lucro que dinamiza al capitalismo desde sus fases
coloniales, aquellos que sedimentan y profundizan los rasgos
específicos de este trastorno socio-ecológico, hasta convertirlo
en una falla geo-política-sociometabólica (Machado Aráoz, 2016).
Se trata, entonces, de una alteración propiamente planetaria en
términos geográficos y de un orden civilizatorio global desde una
clave ontológico-política.
Si bien la cosmovisión moderno occidental, que subyace
al sistema capitalista, se apoyó sobre otras cosmovisiones, en
sus quiebres y en sus potencialidades —como es el caso de las

4 Ver supra, nota 29.

68
dualidades de tipo jerárquicas de orden sexo-genéricas (Fede-
rici, 2015; Segato, 2017; Mies, 2019) y racial (Cusicanqui, 2010;
Quijano, 2011; Mbembe, 2016)—, nos interesa reflejar la fractura
en torno a la relación naturaleza-humanidad como falla política radical
y transversal. Si bien la separación entre naturaleza y cultura es
paradigmáticamente moderna, este quiebre supone capas se-
dimentadas en el tiempo extenso de la civilización occidental,
“un proceso correlativo y recíproco de desacralización y objetualiza-
ción de la naturaleza y desnaturalización de lo humano” (Machado
Aráoz, 2017, p. 33). Sin pretender ubicar un punto originario de
esta ruptura, según Marshall Sahlins (2011), la escisión entre
sociedad y naturaleza en la concepción misma de la política en-
cuentra precedentes que se remontan, al menos, hasta la Grecia
antigua, cuando distintas corrientes filosóficas bregaban por
establecer una separación entre ambos.
En términos de prácticas sociales, esta forma de percibir la
vida se fraguó dentro de una civilización que “nació de la guerra,
creció en la guerra, y su sistema de conocimiento se gestó en la
guerra” (Machado Aráoz, 2017, p. 100). La fractura ontológica,
que aliena a las comunidades de su eco-dependencia, se mo-
dula como una producción espiritual y material de “la guerra de
conquista contra la naturaleza exterior y contra la naturaleza
interior” (Machado Aráoz, 2017, p. 100). Se trata de un proce-
so de larga duración que dio forma a una ontología específica,
la que hoy es identificada como la racionalidad moderno-occi-
dental de base greco-romana. En palabras de Hathaway y Boff
(2014), se trata efectivamente de una “cosmología de la domi-
nación”.
La ruptura con las ontologías relacionales afectó —y se re-
troalimentó de— los modos de concebir, organizar y producir
las propias formas políticas. Como mostraron diversos estu-
dios filosóficos y antropológicos, existe una ontología política
propiamente occidental, en contrapunto con otros modos de
organizar la vida social y su vínculo con la naturaleza no-huma-
na, que se caracteriza justamente por esa radical separación
antropocéntrica5. Esta oposición entre naturaleza y cultura es

5 Entre otres autores que nutren nuestra mirada sobre esta temática se encuentran

69
característica de la tradición política occidental, en contraste
con las concepciones de diversidad de pueblos donde las otras
especies adquieren subjetividad y forman parte de redes com-
plejas de cooperación.
El capitalismo —como sistema de relaciones sociales y
como modo de organizar el vínculo humano con el resto de la
trama de la vida— abstrajo la producción económica de los ci-
clos naturales y, por lo tanto, “es el principal origen de los des-
equilibrios ambientales y de los desequilibrios entre sociedad y
espacios” (Tapia, 2009, pp. 41-42). A la vez, se sustentó en una
concepción de lo político desacoplada de lo cotidiano, tendiente
a la monopolización de “un conjunto de procesos de gobierno, de
toma de decisiones, inclusive de administración del poder que
tiende a desplazarse, a alejarse de los ciclos naturales” (Tapia,
2009, p. 42). Estos dos procesos simultáneos, la concentración
política y la escisión de los ciclos naturales, “tendencialmente se
desarrollan como procesos de toma de decisiones que acrecien-
tan esa distancia y desequilibrio” (Tapia, 2009, p. 42).
Para buena parte de las sociedades no occidentales, omitir
la continuidad entre sujetos humanos y no-humanos dentro de
sistemas de relaciones de mutua dependencia vital hubiera sig-
nificado desconocer a la propia comunidad en toda su dimensión
y funcionamiento. En estas culturas, que han poblado extensas
geografías del planeta a lo largo de la historia, la política ha te-
nido un sentido comunal que parte de una ontología relacional,
de una humanidad imbuida en la trama ecológica y viceversa, en
tanto hay una fuerte preocupación por cuidar y “sentirse parte
de la naturaleza, que si es afectada seriamente también pone
en peligro la propia vida de la comunidad” (Tapia, 2009, p. 109).

Desgarro del tejido comunal


Las formas políticas comunales, campesinas e indígenas,
históricamente han autolimitado prácticas y negociado derechos
con terratenientes y Estados, tanto para sostener el cuidado de
los territorios que habilitan la reproducción como para garanti-

D. Haraway, A. Tsing, T. Ingold, M. Sahlins, P. Descola, B. Latour, E. Viveiros de Castro.

70
zar lisa y llanamente la propia supervivencia de la comunidad.
Entre otros efectos, estos mecanismos sirvieron a lo largo del
tiempo para “conservar la tierra o distribuir sus frutos de manera
más equitativa, y a menudo para cubrir las necesidades de los
miembros menos favorecidos” (Wood, 2016, p. 207).
La cosmología de la dominación y la economía capitalista se
retroalimentaron moldeando las relaciones sociales, las subje-
tividades y las formas de organizar la vida política que histórica-
mente habían estado, en vastas culturas marcadamente diferen-
tes, ajustadas a esos principios comunales, como así también a
los ciclos y contingencias de la naturaleza. De forma acelerada,
en una región del mundo esta lógica comenzó a mutar. Nun-
ca antes una civilización había organizado “una praxis-mundo
donde las representaciones, la racionalización y la investigación
empírica encontraron una causa común con la acumulación del
capital para crear la Naturaleza en tanto externa” (Moore, 2020,
p. 34).
“El surgimiento de la naturaleza como una abstracción vio-
lenta pero real resultó esencial para las transformaciones sim-
bólico-materiales en cascada de la acumulación primitiva en
el ascenso del capitalismo” (Moore, 2020, p. 68). Fue en este
marco, y en un contexto de saqueo colonial, que la idea de que
la materia era carente de vida y de que “la naturaleza aguarda
la mano transformadora del ‘hombre’ para mejorarla también se
abrió paso entre los ideales políticos y económicos” (Hataway y
Boff, 2014, p.209). Tanto la idea de “mejora de la tierra” lockea-
na, sustentada en la actividad de los propietarios privados, como
el supuesto impulso competitivo que fundamenta el contractua-
lismo hobbesiano-smithiano se construye sobre la racionaliza-
ción de la historia de conquista precedente, muy conveniente al
“prestigio” y los intereses de esa emergente cultura conquistual.
Estos marcos de racionalización económico-política fue-
ron más la consecuencia que la causa de esta cosmovisión. El
individuo no se piensa apenas como individuo, sino como con-
quistador y dueño. El individuo moderno es indisociable de la no-
ción moderna de propiedad: dominio absoluto, de pleno derecho
sobre la cosa poseída. Los regímenes políticos occidentales se

71
fijan así a la dualidad naturaleza-cultura, donde “la naturaleza
es la necesidad: el egoísmo presocial y antisocial con el que debe
lidiar la cultura” (Sahlins, 2011, p. 31), una cultura representa-
da en los varones propietarios. La ciencia política del hombre
pre-concebido como animal salvaje y peligroso para los otros
miembros de la sociedad —que justifica las ideas de un poder
externo centralizado y/o de un sistema de poderes libres, en teo-
ría autorregulado, que conciliaría los intereses privados— tiene
su punto de partida en “una metafísica específicamente occi-
dental” (Sahlins, 2011). El concepto “inherentemente occidental
de la naturaleza animal del hombre como algo regido por el in-
terés propio resulta una ilusión de proporciones antropológicas
a escala mundial” (Sahlins, 2011, p. 67).
Esta plataforma —que organiza la ontología política moder-
no-liberal, presumidamente “universal”— parte de “una antro-
pología negativa, sintetizada en la imagen del individuo egoísta,
calculador y posesivo, que es una reducción de la vida humana
a sólo uno de sus resultados históricos” (Tapia, 2011, p. 24). Por
el contrario, en numerosas sociedades, “el interés personal tal
como lo conocemos es antinatural en el sentido normativo: se
considera locura, brujería o base para el ostracismo” (Sahlins,
2011, p. 53). “Más que expresar una naturaleza humana pre-so-
cial, esa avaricia suele verse como una pérdida de humanidad”,
en tanto “deja en suspenso las relaciones mutuas del ser que
definen una existencia humana” (Sahlins, 2011, p. 67).
Las formas políticas comunales y las propias concepcio-
nes en torno al uso de la tierra fueron alteradas en procesos
simultáneos. Las concepciones tradicionales de la tierra fueron
sustituidas por una nueva concepción de la propiedad como un
derecho “privado”, excluyente de los demás individuos y de la
comunidad mediante la liquidación de los derechos consuetudi-
narios de uso. En este sentido, el uso comunal de los soportes de
vida —agua, bosques, tierra de cultivo, por ejemplo— procedía
de formas históricas de relaciones sociales y políticas concretas.
La disolución de los “bienes comunes” no sólo fue despojo, sino
disolución de la comunidad político-productiva.
Como correlato de estos procesos socio-económicos, “en la

72
medida que la tierra se divide privadamente, ya no hay condicio-
nes ni necesidad de un gobierno común, en un sentido fuerte”
(Tapia, 2009, p. 111). La fractura entre comunidad y gobierno se
funda en un sistema donde “existe una separación total entre la
apropiación privada y las obligaciones públicas; y esto significa
el desarrollo de una nueva esfera de poder dedicada por com-
pleto a propósitos privados, más que sociales” (Wood, 2000,
p. 38). “Se trata de un largo proceso en el que ciertos poderes
políticos se transforman gradualmente en poderes económicos y
fueron transferidos a una esfera independiente” (Wood, 2000,
p. 45). Este mecanismo donde sintonizan “el poder de la apro-
piación con la autoridad para organizar la producción en manos
de un apropiador privado en su propio beneficio, puede verse
como la apropiación del poder político” (Wood, 2000, p. 45).
Este proceso se desarrolló tempranamente en Occidente
respecto a otras geografías. Fue en esta parte del mundo donde
logró imponerse de forma más acentuada, primero, durante el
feudalismo. No obstante, el capitalismo perfeccionó la privati-
zación al expropiar de forma total al productor directo. Lejos de
tratarse de un hecho fortuito, la arquitectura política capitalista
y su carácter de clase son un producto histórico ajustado a las
necesidades de privatización de las decisiones políticas para
garantizar la acumulación. A pesar de los procesos de lucha,
se logró imponer una deliberada expulsión de la política de las
esferas esenciales para la reproducción y sostenibilidad de la
vida, tal como expresa el caso agroalimentario con los graves
efectos descriptos en el primer capítulo.
En disputa desde sus orígenes antiguos, finalmente el con-
tenido ideológico y práctico de la democracia como forma polí-
tica retornó en el marco del capitalismo, sin embargo, asociado
a una versión de baja intensidad. Se trata de una variante donde
el propio proceso democrático —explícitamente delegativo— no
intercede en lo profundo de las estructuras económicas a partir
de las cuales se sostiene la vida de la comunidad. Sólo en el capi-
talismo se torna viable dejar intactas las relaciones de propiedad
y permitir al mismo tiempo la democratización de los derechos
civiles y políticos (Wood, 2000). Dicho de modo específico, lo

73
que denominamos democracias en las sociedades capitalistas
liberales modernas es “la separación y el acotamiento de la es-
fera económica y su invulnerabilidad por el poder democrático”
(Wood, 2000, p. 273).
En esta dirección, “la conexión histórica y estructural entre
la democracia formal y el capitalismo ciertamente puede formu-
larse en referencia a la separación del Estado de la sociedad ci-
vil” (Wood, 2000, p. 289). Justamente, esta distinción se corre-
laciona con los modos de pensar lo social como algo separado de
la trama ecológica, convirtiéndose en objeto de transformación
instrumental. “La distinción entre Estado y sociedad civil como
eje de análisis excluye, por lo general, la forma de vinculación
con la naturaleza, es por así decir, pensar la vida humana como
meramente social” (Tapia, 2009, p. 44). En este punto, cobra
toda su relevancia la noción misma de socio-metabolismo como ca-
tegoría política que resitúa a la comunidad humana como parte y
agente fundamental en la organización del entramado bio-físico
que sostiene la vida. Sólo con las abstracciones construidas en
torno a una esfera económica autónoma y a una esfera política
igualmente escindida del resto de la vida como es el Estado,
fue posible excluir a la naturaleza no-humana del pensamiento
político.
De este modo, se comprende que “la privatización de la exis-
tencia no nace de la derrota del Estado y de lo público frente a la
fuerza privatizadora de mercado (…) sino que hunde sus raíces
en la construcción misma del Estado moderno” (Garcés, 2020,
p. 32). Fueron esos procesos de fractura política en los cuales
se forjaron los sujetos políticos modernos ajenos a su eco-de-
pendencia y a su socio-dependencia, es decir, desconociendo
su co-implicación en la trama de la vida y su auto-producción
como sujetos políticos dentro de las tramas socio-comunitarias.
En ese sentido,

[t]anto la dimensión pública como la dimensión privada que componen al


individuo son el fruto de una misma abstracción privatizadora, que se da
sobre una negación más profunda: la negación de los vínculos que enlazan
cada vida singular con el mundo y con los demás (Garcés, 2020, p. 33).

74
Profundizando este punto, el capitalismo implica una “re-
presión y enajenación fundamental de lo político”, en tanto lo
político básico es la capacidad del sujeto social de organizar su
vida material, sus necesidades, de forma autónoma dentro de
una organicidad comunal (Echeverría, 2011). Es, en esta clave,
que se comprende que las sociedades que se reproducen de ma-
nera atomizada, bajo la lógica de la propiedad privada y caren-
tes de relaciones comunitarias, se encuentran en una situación
de crisis estructural. Siguiendo a Bolívar Echeverría (2011b), se
trata de una forma de reproducción social que implica la “cosi-
ficación de lo político”, en tanto el sujeto social se halla suspen-
dido, producto de su descomposición y de la privatización de su
capacidad de totalizar en la práctica su socialidad, es decir, las
relaciones de trabajo y disfrute que interconectan y definen a
los individuos dentro de la comunidad.
En forma pionera, Rosa Luxemburgo analizó que “el método
inicial del capital es la destrucción y aniquilamiento sistemático
de las organizaciones sociales no capitalistas con que tropieza
su expansión” (2011, p. 180). Siguiendo esta perspectiva, Karl
Polanyi remarcó que, con el advenimiento de las relaciones ca-
pitalistas, “la catástrofe que sufre la comunidad indígena es una
consecuencia directa del desmembramiento rápido y violento de
sus instituciones fundamentales”, es decir las formas comunales
de regular la reproducción de la vida. En otras palabras, priva-
tizar el trabajo y la tierra no es otra cosa que “la aniquilación de
todas y cada una de las instituciones culturales de una sociedad
orgánica” (Polanyi, 2007, p. 260).
El capitalismo desacopla sistemáticamente los territorios y
las sociedades que los habitan históricamente, en tanto introdu-
ce un conjunto de relaciones ajenas e inorgánicas dentro de los
modos de reproducción locales, al tiempo que desorganiza las
estructuras de producción política de lo común pre-existentes.
Dicho de forma condensada, dentro del capitalismo la ruptura de
las formas políticas comunales y la ruptura del vínculo humano
con la naturaleza como proveedora de vida se implican mutua-
mente. Visto en su largo alcance, el trastorno ecológico-político
que implicó la fractura sociometabólica capitalista, oportuna-

75
mente señalado por Marx, significó de modo más ajustado un
desgarro del tejido comunidad-territorio de vida: desgarro de la comu-
nalidad reguladora de la eco-socio-dependencia.

76
Capítulo 3.
Fractura sociometabólica:
hambre, ecocidio y des-comunalización
La fractura sociometabólica, una historia
Los trastornos sociometabólicos observados por Marx en
torno a la agricultura capitalista ya podían percibirse con fuerza
mucho tiempo antes de la Revolución Industrial y lejos del norte
europeo. El capitalismo se conformó en la dialéctica de movi-
mientos geo-políticos confluyentes, entre los cuales la conquista
de América ha sido un acontecimiento clave para habilitar estos
procesos de transformación a escala planetaria. En esa línea, se
torna fundamental tomar distancia de las sedimentadas versio-
nes eurocéntricas sobre los orígenes del capitalismo, despla-
zando la comprensión del proceso de una mirada básicamente
“intra-europea” hacia otra que centra el análisis al campo de las
relaciones coloniales establecidas a partir de fines del siglo xv,
entre las formaciones proto-estatales predatorias de Castilla y
Portugal, y sus conquistas en el Nuevo Mundo transatlántico.
Estos movimientos forjaron definitivamente un nuevo esta-
dio económico. Más específicamente, una nueva ontología-po-
lítica, a partir de la interacción con las nuevas tierras y las po-
blaciones indígenas. A partir de esta perspectiva, proponemos
a continuación un esquemático recorrido histórico a través de
huellas emblemáticas de la re-estructuración de las relaciones
socio-ecológicas desatadas por el naciente capitalismo, con el
objetivo de explicitar la profunda imbricación entre la fractura
de las comunidades no capitalistas, la destrucción de la autono-
mía agro-alimentaria y la degradación sistemática de los cuer-
pos y los territorios. De este modo, se procura hacer visible la
configuración de una economía-mundo (Wallerstein, 2010), a la
vez que ecología-mundo (Moore, 2013, 2020), donde el vínculo
primordial comunidad-territorio-alimento de las mayorías fue
progresivamente desmembrado bajo el impulso de relaciones
sociales orientadas al mercado.

78
La Conquista como fractura des-comunal
La producción de valor abstracto a partir de un modo ex-
tractivista de relación con la tierra y mediante la explotación
del trabajo adquiere, a través de (y por) la invasión de la entidad
“América”, una dimensión y una dinámica que ningún proceso
anterior había logrado. La apertura de enormes fronteras territo-
riales con sus reservas de materias —principalmente minerales
y suelos para cultivo—habilitaron la expoliación de regiones en-
teras que podían ser agotadas, reorganizadas o reemplazadas
cíclicamente a través de nuevos desplazamientos. Este proceso
se vio facilitado por la débil resistencia militar encontrada por
las expediciones europeas, escasa en comparación a los con-
textos anteriormente conocidos. La apropiación de tierras, la
explotación masiva de comunidades indígenas y de contingen-
tes de personas esclavizadas de África configuraron una matriz
productivo-extractiva sin precedentes, organizada en función
de mercados exógenos.
En las tierras colonizadas existían, según las regiones, fe-
deraciones de tribus, comunidades marcadamente endógenas
y zonas organizadas bajo formas centralizadas con dominio te-
rritorial extendido, como el caso emblemático de los incas. Más
allá de la forma de organización macro-institucional, como modo
predominante de producción y reproducción de la vida, los con-
quistadores se encontraron la práctica comunitaria en la base de
las diversas culturas indígenas. Sin obviar las especificidades en
las formas de distribución y asignación de la tierra, no existía una
extendida propiedad privada orientada al lucro, sino que ésta
era concebida, principalmente, como sostén de la reproducción
de la comunidad. Se trataba, en su mayoría, de economías que
producían básicamente para su consumo reproductivo y, en un
segundo lugar, para el intercambio exógeno. Este último no esta-
ba guiado por la acumulación de ganancias, sino que podía res-
ponder a prácticas culturales de prestigio, reciprocidad con otras
comunidades, complementariedad de alimentos o materiales,
y combinaciones de estos aspectos, entre otros. El hambre o la
falta de trabajo respondían a contextos coyunturales específicos
(climáticos, estacionales, de conflicto intercomunitarios), pero

79
no constituían categorías de situaciones sociales sistémicas de-
rivadas de la propia organización económico-política, tal como
se sucedería bajo el capitalismo.
La actividad comunitaria se manifestaba de forma típica en
la obtención y distribución de alimentos, sea en la agricultura
como en la caza, la pesca o la recolección, así como en las ta-
reas de gestión colectiva del agua y en el acopio de otros bienes
como la madera, la arcilla o la piedra para construcción. En es-
tas formas no-capitalistas, ya fueran comunidades agrícolas,
de cazadores-recolectores o sus combinaciones, alimentarse o
no alimentarse era una práctica que ponía de manifiesto que el
acceso a la comida no dependía de acciones individuales, sino de
una manifiesta y coordinada cooperación social. A la llegada de
los colonizadores, las diversas regiones exhibían —desde Centro
América a los Andes y desde el Caribe hasta la Amazonía— una
gran diversidad de formas agroculturales —algunas, incluso, so-
fisticadas— que permitían sostener prósperas dietas colectivas,
en combinación con el resguardo de los territorios habitados.
Este tipo de alimentación —suficiente para el conjunto de la
sociedad, diversificada y sostenible en el tiempo, que brotaba en
las diversas geografías americanas pre-coloniales— tenía en la
base un ethos comunitario. La producción de alimentos, energía
vital que fluye de la tierra hacia los cuerpos, era concebida como
un bien comunal antes que como un instrumento para el lucro.
Tras la irrupción de los conquistadores, esta forma de trabajo
cooperativo orientado a la producción y reproducción de la vida
“cesó de funcionar de un modo solidario y orgánico” (Mariá-
tegui, 2010, p. 34) en buena parte del continente. Al comentar
la debacle que sobrevino en las tierras andinas, Mariátegui ilus-
traba el derrotero del continente, sosteniendo que “[l]a sociedad
indígena, la economía inkaica, se descompusieron y anonadaron
completamente al golpe de la conquista. Rotos los vínculos de su
unidad, la nación se disolvió” (2010, p. 34). Con la irrupción de
los conquistadores, el aumento o la reducción de la producción
agroalimentaria dejó de vincularse a estrictas necesidades bio-
sociales, en tanto la propia dinámica del valor comenzaba a con-
vertirse en el principio rector. En ese marco, la intensificación

80
en la difusión del dinero-metal como vínculo social comenzó a
permear en diversos sectores de la población. No obstante, sin
disponer de más tierras y cuerpos para explotar en escala am-
pliada, no había cultivos ni metales para lucrar. La carrera por
nuevos territorios, también codiciados por otros conquistadores,
se volvía incesante.
A un lado y otro del Atlántico, se negociaba con los bienes
que “entregaban” las “prósperas” tierras y cuerpos de Afroamé-
rica. La “universalización del capital dinero como un almacén
de valor es impensable excepto como parte de una revolución
ecológica mundial” (Moore, 2013, p. 18). Un nuevo lenguaje, un
nuevo espíritu, una nueva forma de concebir la tierra, de carto-
grafiar los espacios y de sellar los cuerpos se imponía dentro de
la yuxtaposición de diversos modos de producción y de institu-
ciones políticas. La tierra, como medio para la acumulación y
reproducción del valor, encendía el espiral de apropiaciones. La
tierra y el mercado se enredaban en una unión que dejaba tras de
sí una estela de preceptos ecológicos y sociales, sostenidos por
diversas cosmovisiones, que habían servido de freno a diversas
empresas humanas y como ética del cuidado común.
Además de la violencia directa perpetrada en las matanzas,
la profunda degradación de las formas políticas comunitarias
debe comprenderse en base a la desintegración sistémica de
todo un entorno de relaciones sociales —prácticas de coopera-
ción en el trabajo, reciprocidad, distribución y goce en común
de los bienes esenciales— como un aspecto central para el fun-
cionamiento capitalista. La dialéctica entre destrucción de las
formas políticas con base comunitaria y la devastación de los te-
rritorios devino así en el escenario ideal para el paupérrimo cua-
dro sanitario y nutricional de vastas poblaciones de las colonias
durante los siglos siguientes. El hambre, como efecto sistémico
es una expresión fisiológica extrema en los cuerpos humanos y
de índole sociológica en los cuerpos políticos, típicamente co-
lonial/capitalista, encontró en las tierras sometidas de América
sus huellas más dramáticas. La pérdida de autonomía agroali-
mentaria, los déficits nutricionales y el hambre extremo en las
diversas colonias no fueron así consecuencia de un infortunio,

81
sino una deriva directa de una forma de organizar la vida política,
es decir, el establecimiento de un tipo específico de relaciones
sociales y de vínculos con la naturaleza no-humana. La fractura
sociometabólica tuvo su gran antecedente de escala continental
en territorio americano. La anulación sistémica de los diversos
y antiguos modos de producción agroalimentarios, los ecosiste-
mas arrasados y la cancelación de la forma comunidad no fueron
inocuos a la suficiencia y calidad alimentaria.
A partir de la forja de este mapa de múltiples afecciones, la
Conquista dejó tras de sí una debacle demográfica. La población
pre-hispánica del continente rondaba los cincuenta millones de
personas, mientras se estima que, en el México Central, habi-
taban aproximadamente veinte millones. Cien años después de
1492, la población de aquella región giraba en torno al millón
de habitantes. Áreas como las Antillas habían perdido prácti-
camente la totalidad de su población originaria para mediados
del siglo xvi. Algunos estudios sostienen que el continente pro-
bablemente representaba una quinta parte de la humanidad
al momento de la Conquista: un siglo después no significaba
siquiera el 3% de la especie a nivel global. Revisiones de los úl-
timos años refieren a la Gran Mortandad como el evento de pér-
dida de población humana más significativo registrado en trece
mil años. Según estos análisis, en un período de cien años, la
población habría descendido de unos sesenta millones de per-
sonas (aproximadamente el 10% del total mundial) a solo cinco
o seis millones de personas1.
A las incursiones militares y crímenes, se sumó la “unifica-
ción microbiana del mundo” o el también denominado “merca-
do común de los microbios”. Viruela, sarampión, tuberculosis,
peste, cólera, tifus, fiebre amarilla, malaria y diversas variantes
de gripes proliferaron más rápido que el avance de los propios
conquistadores. La destrucción de ecosistemas, la malnutrición
y, de no menor importancia, la depresión como fenómeno social
extendido a causa del “trauma de la conquista”, agudizaron los

1 “El encuentro entre dos mundos: el impacto ambiental de la conquista”, en Ecología


Política (Tudella, 1992); y “Defining the Anthropocene”, en Nature (Lewis y Maslin,
2015).

82
efectos de las enfermedades, para dar cuerpo a una devastadora
“epidemiología de la violencia”2.
Bosques, ríos, diversidad vegetal y animal de todo tipo tam-
bién pagaron el precio de la Conquista. Mientras la biodiversi-
dad era devastada por actividades extractivas, plantas y ganado
exótico colonizaban enormes áreas en una alteración ambiental
de origen antrópico que no tenía antecedentes de escala y velo-
cidad. El “imperialismo ecológico”, como lo definiera Crosby, co-
rrió en paralelo a la reconfiguración económica, social y política
del continente saqueado. El “éxito” de la empresa europea tuvo
también entre sus causas clave la concreción de un significativo
ecocidio, en tanto

[l]os bosques fueron arrasados para obtener madera y combustible y


para abrir el camino a las nuevas empresas; los nacientes rebaños del
Viejo Mundo apacentaron y rozaron los pastizales e invadieron las zonas
boscosas; y las tierras cultivadas de las poblaciones amerindias en declive
fueron reconquistadas por la naturaleza, una naturaleza cuyas plantas
más agresivas eran entonces exóticas e inmigrantes (Crosby, 1990, p.
169-170).

Regiones enteras fueron sacrificadas en pos del intercam-


bio mercantil a escala intercontinental. Este naciente capitalismo
colonial operaba de una vez en varias dimensiones atravesando
regiones americanas que aunque encadenadas entre sí bajo ló-
gicas de dependencia como centros y satélites intra-continen-
tales (Günder Frank, 2005), en última instancia reportaban a un
comando político-económico metropolitano transcontinental,
radicado a decenas de miles de kilómetros. Mientras las comuni-
dades se debilitaban o directamente desaparecían, explotadores
de minas y plantaciones, hacendados, prestamistas, traficantes
y soldados se abrían paso en circunstancias favorables para que
la tierra pueda ser privatizada.

2 Tudella op. cit.; “Un concepto: la unificación microbiana del mundo (siglos
en Historias (Le Roy Ladurie, 1989); “El impacto epidemiológico de la
xiv-xvii)”,
invasión europea de América”, en Ecología Política (Escudero, 1992); y “Los indios y
la Conquista española”, en Historia de América Latina 1. América Latina colonial: la
América precolombina y la conquista (Wachtel, 1990).

83
Las nuevas formas de producción/explotación sobre la tierra
y sus respectivas organizaciones del trabajo marcarían hacia
adelante las matrices societales (Ansaldi y Giordano, 2012) de
América Latina. La apropiación señorial y la gestión mercantil
serán líneas maestras del devenir de estas regiones. La planta-
ción y la hacienda, basadas en el esclavismo, una, y en el trabajo
semiservil, la otra, brindarán claves como espacios de control
social, político y cultural durante el periodo colonial, con ecos
de largo aliento3. En otros términos, allí se fraguaron estructu-
ras físico-geográficas, pero sobre todo subjetivas y políticas, en
torno a cómo organizar los territorios, los flujos vitales de las
poblaciones y los propios horizontes de lo posible en términos
de autonomía. Un nuevo metabolismo social, una alteración de
las relaciones comunidad-territorio, pudo imponerse mediante
shocks violentos, pero debía sostenerse en el tiempo a través de
la construcción de nuevos agenciamientos acerca de la relación
con la tierra, con el trabajo, con los otros miembros de la socie-
dad y con la autopercepción sobre la condición humana.
Para una enorme cantidad de comunidades que lograron
sortear las matanzas, las epidemias, la destrucción de obras hí-
dricas e, incluso, sobreponerse a la desaparición de sus propios
territorios biodiversos, quedaba por delante la incorporación for-
zada, la adaptación instrumental a la economía del colonizador,
la fuga o la resistencia directa. La estructura de dependencia
para satisfacer las demandas energéticas vitales y sobrevivir
estaba fundada. En ese plano, el trabajo persistente para anular
la forma-comunidad como entidad política y la autonomía terri-
torial fue la gran tarea que los colonizadores, primero, y criollos,
después, debieron continuar. La sostenibilidad material y espi-
ritual de la vida se disputaba en ese plano, el de la comunidad
en/con la tierra.

3 Ansaldi y Giordano (2012) propusieron dos matrices adicionales: por un lado,


la estancia, de aparición más tardía, con características ya típicamente capitalistas
y emblemática de la pampa argentina; y una cuarta matriz, la comunidad indígena
re-creada al calor la política colonial, en tensión permanente entre la adaptación y la
resistencia, con diversidad de mecanismos de articulación más dependientes o más
autónomos según los diversos momentos históricos y geografías.

84
Pico Orbis: efectos planetarios de la “fractura originaria”
La Gran mortandad pone en evidencia las conexiones entre
ecología y política de un modo palmario y, asimismo, permite
ver la dimensión global del sociometabolismo del capital desde sus
orígenes coloniales. Las masivas y veloces mortandades de las
comunidades indígenas que habitaban América tuvieron efec-
tos ambientales concretos de largo aliento. Con las masacres
militares y las muertes masivas provocadas por diversos brotes
virales, quedaba atrás también sus prácticas de la agricultura
en sus variadas formas, lo que se tradujo en la regeneración de
unos cincuenta y seis millones de hectáreas de bosques, saba-
nas leñosas y pastizales, con la consecuente absorción de car-
bono4. Este proceso habría contribuido de forma significativa
al descenso observado del CO2 atmosférico entre 1570 y 1620,
documentado en dos registros de núcleos de hielo antárticos
de alta resolución, y —en términos climáticos— con supuso una
contribución a la denominada “Pequeña Edad de Hielo”. Este
descenso del bióxido de carbono es la tasa de cambio más des-
tacada en los registros de CO2 atmosférico preindustrial de los
últimos dos mil años5.
Este fenómeno de enfriamiento acelerado del planeta impli-
có, en un lapso breve para las generaciones humanas, un con-
texto de adaptación sumamente complejo: los inviernos fueron
inclementes y los veranos demasiado fríos, produciendo ham-
brunas y revueltas desde Europa hasta Japón. El ethos político
de la violencia y la dominación selló los tejidos vivos de la Tierra,
“provocó el primer gran evento de trastorno geometabólico del
planeta, desencadenando una alteración drástica de la agricultu-

4 “Earth system impacts of the European arrival and Great Dying in the Americas
after 1492”, en Quaternary Science Reviews (Koch et. al, 2019). Puesto en el contexto
actual de calentamiento global, los datos en torno al impacto de la reforestación
pueden tomarse como una referencia acerca de la significación de ciertos indicadores
de cualidad ecosistémica en torno al clima planetario. No obstante, los propios
autores de estos estudios apuntan que esta reforestación sin precedentes “condujo a
la reducción de cinco partes por millón de CO₂ de la atmósfera, es decir, tan solo tres
años de emisiones de combustibles fósiles en la actualidad. Se puede decir con total
seguridad que la repoblación de los bosques apenas marcaría la diferencia” (Koch et.
al., 2019) en un marco civilizatorio de híper consumo global de energía y materia.
5 Lewis y Maslin, op.cit.

85
ra, seguida de hambrunas, estallidos, intensificación de la guerra
y disputas por el alimento” (Machado Aráoz, 2022, s/p). En este
sentido el denominado, Pico Orbis, como se conoce este fenóme-
no histórico-ambiental, “marca así el registro estratigráfico del
genocidio fundacional de la nueva Era”, es decir “desde 1492, la
vida en la Tierra empieza a funcionar bajo otro régimen socio-
metabólico” (Machado Aráoz, 2022, s/p).

Plantación y mina, cimientos del desgarro


ecológico-político
Los modos de organizar la economía colonial han tenido lar-
go alcance en términos de depredación ecológica, alteración de
los procesos agroproductivos y alimentarios, pero fundamental-
mente en el sentido profundo de lo político. Dos modelos se con-
solidaron como emblemáticos respecto a las re-estructuracio-
nes geográfico-políticas fundantes de los territorios americanos
como colonias. Por un lado, nos referimos a la empresa minera,
que acaparó por extenso periodo de tiempo la mayor parte de las
acciones de los colonizadores españoles, con el caso de Potosí
en Sudamérica como epicentro de la actividad. Y, por otro lado,
la monocultura de las plantaciones azucareras con base inicial
en el nordeste de Brasil y sus posteriores derivas a las Antillas.
La gran plantación como régimen de propiedad y de poder
—sobre la tierra y los cuerpos esclavizados, índice de las raí-
ces coloniales y patriarcales del capitalismo— es un régimen
de relaciones ecológico-políticas en sí. En el plano ecológico, la
plantación es el modelo original de lo que Tsing (2019) denomina
como diseño de escalabilidad, que posteriormente configurará
la lógica agrocapitalista. Se trata de una forma de negación de la
complejidad ecológica en la cual un proyecto que puede tener
alguna viabilidad a pequeña escala es llevado a la gran escala
sin alterar sus bases. En esa lógica, la naturaleza debía ser pur-
gada de relaciones no manipulables, tanto entre la naturaleza
genérica como entre ésta y las comunidades que allí habitaban.
De allí la necesidad de crear tierra nulis y rehacer el paisaje: suelo
arrasado y monocultivado, y esclavos como mano de obra fueron
la herramienta técnico-política en esa tarea.

86
La plantación tiene, asimismo, su origen histórico-político
en un tipo ideal de individuo varón y armado, que —a fuerza de
violencia— se erige como dueño absoluto de la tierra. Al mismo
tiempo, es dueño de los cuerpos que trabajan la tierra para él,
como una extensión de su propiedad. Los cimientos de la civi-
lización actual, los vínculos ecológico-políticos, las formas de
percibir y sentir las tramas con lo no-humano, así como entre
las propias comunidades humanas, la pulsión a la híper-produc-
tividad sin contemplar consecuencias sociales y ambientales
deben rastrearse en gran medida en esta tecnología política. No
en vano, Donna Haraway (2019) nombra a nuestra era, como
la Era del Plantacionoceno.
La plantación y la mina no se limitaron a afectar la zona pun-
tual de extracción y procesamiento —mineral o vegetal—, sino
que provocaron profundas alteraciones en regiones satélites.
Estas áreas subsidiarias se organizaban como proveedoras de
madera de uso combustible para las proto-industrias, tanto mi-
neral como del azúcar, como así también para la construcción de
infraestructura, mientras otras debían abastecer de animales de
carga y alimentos a la población abocada a las factorías colonia-
les. Dentro de este marco se sitúa lo acontecido en el nordeste
de Brasil, caso paradigmático del desacople entre comunidades
y territorios provocado por la agricultura de plantación, con la
caña de azúcar como monocultivo. Un modelo agrícola ajeno a
las necesidades alimentarias locales, basado en la destrucción
del ecosistema, en un contexto donde la implantación de una sola
especie a gran escala era, entonces, una anomalía. Por ejemplo,
la faja nordestina supo ser una zona de una cubierta forestal rica
en especies alimenticias, así como un área de suelo y clima por
demás apto para una variada agricultura consustanciada con el
nicho ecológico, que pasó a convertirse en una de las regiones
endémicas de hambre del continente.
Una comparación permite dimensionar el impacto ecológico
desatado en las zonas de extracción bajo la Conquista: en el siglo
xii, en la Picardía medieval del nordeste de Francia el desmonte
de doce mil hectáreas se extendió por doscientos años; mien-
tras que, en 1650, durante el boom azucarero, doce mil hectá-

87
reas era la superficie media talada en un año6. La deforestación
para avanzar con el monocultivo de azúcar acarreó, en un breve
periodo, una pérdida casi total de la biodiversidad nordestina;
una degradación extrema de la rica y diversa dieta pre-existente
basada en vegetales, frutos, peces, y alimentos de origen animal
que las selvas, ríos y bosques aportaban; erosión eólica e hídri-
ca con la consecuente pérdida de nutrientes de la tierra; y una
aguda alteración del ciclo del agua.
La monoproducción orientada a un mercado exógeno tenía
sus antecedentes en Madeira y en Cabo Verde, pero la dinámi-
ca expansiva que se abría con el nuevo continente invadido era
muy superior. Con esos antecedentes, ya estaba probado que
este monocultivo podía ser rentable a expensas de una produc-
ción a gran escala, viabilizada por la incorporación de enormes
extensiones de tierra a comparación de las utilizadas para la
agricultura de subsistencia y por el empleo de mano de obra
intensiva, que la esclavitud de africanos podía proporcionar. En
la plantación azucarera, “el capitalismo junta en una unidad dia-
léctica esclavismo (mano de obra simplificada) y monocultivo
(tierra simplificada)” (Moore, 2013b, p. 22).
Hacia el año 1570, ya había en Brasil unos sesenta ingenios
azucareros. Era la expresión de una industrialización temprana
donde, además de la apropiación de la tierra y de los cuerpos,
se registraba ya tanto la existencia de trabajadores asalariados
como el procesamiento in situ la materia prima con fines expor-
tadores. En los siglos xvi y xvii, el mayor ingenio de Brasil, situado
en Bahía, tenía una capacidad de molienda de 180 toneladas de
caña. Para el año 1600, contaba con 259 trabajadores esclavos
y, al mismo tiempo, pagaba sueldos a 270 peones7. La tierra, el
trabajo, los productos agrícolas y su intercambio pasaban a for-
mar parte de la lógica de mercado: los cimientos de la industria
capitalista se desplegaban en los ingenios.
El contraste con esta pujanza agroindustrial era el cuadro
biocultural que quedaba detrás. En su Geografía del Hambre, Josué
De Castro traza una agria pintura de la colonización nordestina,

6 El capitalismo en la trama de la vida. Ecología y acumulación de capital (Moore, 2020).


7 Europa y la gente sin historia (Wolf, 2014).

88
al narrar cómo vastas áreas selváticas daban lugar a enormes
manchas de suelos erosionados o monocultivados: “el nordeste
vio cambiar la vida de su suelo, de sus aguas, de sus plantas y
del propio clima, todo transformado por la acción desequilibrada
e intempestiva del colonizador, ciego a las consecuencias que
sus actos tendrían (1961, p. 82).
Si bien existía ya trabajo asalariado, la esclavitud fue el mo-
tor principal de este negocio. A pesar de las declamadas campa-
ñas antiesclavistas, ingresaron al continente, incluso hasta ya
avanzado el siglo xix, al menos dos millones de esclavos, de los
cuales más de la mitad fueron enviados a Brasil8. “EI azúcar —o
más bien, el gran mercado que surgió demandándola— ha sido
una de las grandes fuerzas demográficas de la historia mundial”
(Mintz, 1996, p. 108). Negocio de cuerpos esclavizados, de tie-
rras, de mercancías agrícolas y de fletes marítimos, la creciente
industria azucarera no tardó en convertirse en un eje centrípeto
de enfrentamientos y alianzas estratégicas entre las empresas
colonialistas, financistas, especuladores, terratenientes y mo-
narcas europeos.
Portugueses, holandeses, franceses e ingleses acaparaban
la escena, con marcado impacto en Brasil y en las Antillas. La
incesante demanda de tierras y esclavos puede explicarse, entre
otros factores, por las ganancias monetarias que este novedoso
comercio generaba para las ciudades europeas. El aumento de la
producción y la consecuente caída de precios con el paso de las
décadas no menguaban el desplazamiento de nuevas fronteras
azucareras. El azúcar reportaba cerca de un 20% de utilidades,
antes del año 1700, y todavía más de un 7% para fines de si-
glo xviii. Hacia el año 1800, el consumo de azúcar había crecido
cerca de 2500% en ciento cincuenta años, aumento que, casi
en su totalidad, correspondía a la demanda europea9. Ciudades
como Bristol, Liverpool, Burdeos y Nantes supieron tener una
alta dependencia económica de la productividad que aportaban
los cuerpos y territorios colonizados al otro lado del Atlántico.

8 Wolf, op. cit.


9 Wolf, op. cit.; y Dulzura y poder. El lugar del azúcar la historia moderna (Mintz,
1996).

89
Si la monocultura azucarera impulsó el crecimiento de un
novedoso empresariado europeo, determinó asimismo el ham-
bre crónica en las tierras de plantación. La obtención de ali-
mentos en base a la fauna y flora autóctona se extinguía con
el avance sobre bosques y selvas, a la vez que la agricultura de
subsistencia basada en policultivos —que combinaba prácticas
nativas con saberes criollos— tuvo una marcada degradación en
cada región donde la caña desembarcaba para competir por la
tierra. Si se deja de lado el caso de las familias terratenientes,
las dietas más prósperas sólo podían sostenerse selva adentro,
tanto por las comunidades indígenas que sorteaban el avance
de los colonizadores como por los afros organizados en los qui-
lombos de esclavos prófugos. Estos espacios —donde autono-
mía política y agro-alimentaria funcionaban como unidad, con el
emblemático quilombo de Palmares como caso testigo— fueron
sistemáticamente atacados, siendo los sembradíos uno de los
principales objetivos a destruir. Mediante ataques planificados y
diversas regulaciones, el empresariado azucarero puso en prác-
tica distintas vías para socavar la capacidad de autoproducción
de alimentos.
En el Caribe, al igual que en Brasil, este proceso monopro-
ductor devolvería graves procesos de erosión de suelo asocia-
dos a la deforestación de masas selváticas y al incesante cultivo
de una sola especie, al tiempo que vastas franjas de población
persistirían como hambrientas crónicas. Antes de las masacres,
los taínos que habitaban la región antillana contaban con una
dieta diversificada, dentro de la cual, a la proteína proveniente
del mar y la recolección de frutos, sumaban áreas de cultivo
estacionales combinadas con campos permanentes basados
en una sofisticada agricultura10.
Los cultivos de subsistencia en manos de blancos pobres
habían crecido tras la colonización dentro de pequeñas unidades
agrícolas, que se dedicaban por ejemplo, al tabaco a pequeña
escala. El propio sistema de la gran plantación también destruyó
esas economías. Las islas debían abocarse de forma exclusiva a

10 “Agricultura precolombina de las Antillas: retrospección y análisis”, en Anales de


Antropología (Pagán Jiménez, 2002).

90
la industria azucarera. La población de blancos no propietarios
desparecía al ritmo que crecía la importación de esclavos. Las
pequeñas fincas eran absorbidas por las plantaciones e inge-
nios. La dinámica del mercado azucarero hacía de las islas una
tierra de sacrificio agro-alimentario en pos de sostener no sólo
la riqueza de los dueños de plantaciones e ingenios, sino todo un
movimiento trasnacional que incluía a las haciendas agrícolas
de las colonias continentales del norte, a barcos pesqueros y al
empresariado marítimo inglés. En el año 1770, las colonias de
Norteamérica enviaron hacia las islas azucareras cerca de un
tercio de sus exportaciones de pescado seco y casi todas sus
conservas de pescado; siete octavos de su avena, siete décimos
de su trigo, la mitad de su harina, toda su manteca y su queso,
más de un cuarto de su arroz, casi todas sus cebollas11.
Ante el movimiento de emancipación norteamericano, se
prohibió el comercio entre las islas y la naciente Unión de Esta-
dos que, más allá del tráfico ilegal, resintió el abasto alimenticio
en los siguientes años. Eric Williams ilustró con nitidez estas
articulaciones comerciales que sentarían las bases económicas
y sociales de esta región del mundo,

un colono de Jamaica se preguntaba: "Si esta isla fuera capaz de man-


tenerse con su ración y otras cosas necesarias, ¿qué sería del comercio
de Nueva Inglaterra?". La respuesta es que sin las islas azucareras las
colonias continentales hubieran experimentado un serio revés. Éstas se
convirtieron en ‘la llave de las Antillas’, sin las que las islas hubieran sido
incapaces de alimentarse excepto por una diversificación del lucrativo
cultivo del azúcar hacia productos comestibles, con el consiguiente de-
trimento no sólo de los granjeros de Nueva Inglaterra sino también del
transporte naval inglés, del refinado azucarero en Inglaterra y de los im-
puestos aduaneros (Williams, 2011, p. 169).

La monocultura cañera tenía como correlato un déficit nu-


tricional de alcance macro-social. Los regímenes alimenticios
de los esclavos eran organizados con el solo fin de reproducir
el ciclo azucarero. Los dueños de plantaciones, atentos a que

11 Capitalismo y esclavitud (Williams, 2011).

91
los esclavos alcanzaran una alta productividad, reservaban para
su alimentación cantidades razonables de granos, harinas y de
proteína animal, concebidas como combustible que permitiera
sostener el arduo trabajo en el campo antes que como alimento.
En base a estrictos criterios financieros y frente a escenarios
externos e internos conflictivos, los esclavistas permitieron
tardíamente la autoproducción de las familias de esclavos, una
agricultura sostenida en especial por las mujeres que, para fi-
nes del siglo xviii, habían creado un novedoso campesinado que
sostenía mercados locales de abasto alimentario. No obstante,
el esclavo normalmente estuvo mal nutrido.
Como sintetizara agudamente Eduardo Galeano en Las Ve-
nas Abiertas de América Latina, con la propagación del azúcar en
las dietas europeas, “el alimento de las minorías se convierte en
el hambre de las mayorías”. La fractura sociometabólica se ponía
de manifiesto en toda su dimensión: trasvase de nutrientes de
la tierra a escala global; cuerpos de esclavos sub-nutridos de un
lado, dietas opulentas e insalubres del otro. En ese sentido, el
exceso en el consumo de azúcar afectó de forma temprana la sa-
lud de las familias dueñas de las plantaciones, consumidoras en
exceso de este producto bajo diversas recetas. La propagación
de la diabetes y otras afecciones comenzó por extenderse entre
las clases acomodadas, como sugiere De Castro al comentar
que “[p]areciera que la tierra se vengara del hombre, hacién-
dolo sufrir de una enfermedad semejante a la suya —todo el
organismo saturado de azúcar” (1961, p. 118). En otras palabras,
“[e]l exceso de azúcar en su régimen producía un desequilibrio
en los cambios metabólicos, así como la caña desequilibró el
metabolismo económico de la región” (De Castro, 1961, p. 118).
La estructura de concentración y uso agro-industrial de la
tierra iniciada por la empresa azucarera colonial signaría el deve-
nir de estas regiones por largos siglos, bajo el patrón oligárquico
de control territorial. En simultáneo, proliferaban reductos de
hacinamiento humano, debido a la gran cantidad de población
esclava que había sido requerida como mano de obra. La plan-
tación como tecnología económico-política fue una aceitada fá-
brica de hambre endémica, pobreza, escasez e importación de

92
alimentos: tierras de cuerpos famélicos e inmunodeprimidos, de
un lado, y campos uniformes, suelos desertificados y abando-
nados, del otro. Las plantaciones americanas reconfiguraron el
orden ecológico-político a todo nivel: fraguaron una organización
socio-territorial que fractura los ciclos vitales y erosiona los vín-
culos de solidaridad, bajo dispositivos de violencia macro, pero,
fundamentalmente, bajo el uso de violencias moleculares para
fabricar sujetos y territorios inferiorizados, claves para soste-
ner una institucionalidad económico-política de larga duración
(Mbembe, 2016).
Estos entramados de poder —insertos en la tierra, en los
cuerpos y en las subjetividades de millones de personas— di-
señaron una radical des-comunalización de la vida, cimiento de
regímenes macro-institucionales con base oligárquica que atra-
vesarán la historia de monocultura agroexportadora latinoame-
ricana. En estos procesos agroproductivos, se trastocó mucho
más que un modelo agrícola y alimentario. Enormes superficies
de monotonía vegetal erguida sobre milenarios bosques sepul-
tados, tierras saturadas de cuerpos explotados, conectadas a
hornos eternamente encendidos y depósitos que despachaban
ingentes volúmenes de mercancías agrícolas: se consolidaba un
proceso de alienación en torno a la tierra y el trabajo que tendría
hondas consecuencias sobre la propia condición humana y sobre
sus vínculos ontológico-políticos con toda la trama de vida.
La otra rama emblemática de la economía colonial que llegó
para alterar regiones enteras fue la minería metalífera. Tal como
ocurriera con el ingenio azucarero, a través de la minería el po-
der ha explorado América Latina, tanto sus geografías como sus
comunidades, “ha producido increíbles innovaciones tecnológi-
cas, tanto en las artes minero-metalúrgicas propiamente dichas,
como en las de la gobernanza y el ejercicio de la dominación”
(Machado Aráoz, 2012, p. 315). En ese sentido, la destrucción de
los complejos sistemas socio-agro-alimentarios fue un capítulo
de primer orden.
Las áreas sudamericanas donde se radicó la minería metalí-
fera y sus actividades satélites habían albergado una rica diver-
sidad de técnicas de cultivo, cría de animales, manejo conserva-

93
cionista de suelos y refinada gestión de cursos de agua, en siste-
mas que integraban pisos ecológicos, con marcada variabilidad
térmica, desde las alturas andinas hasta las costas marítimas y
selvas. Especies como la papa, la quínoa o el maíz tenían diver-
sos grados de protagonismo según la zona, en combinación con
otra gran variedad de alimentos de origen agrícola, ganadero, de
pesca y de recolección. Procesos de intercambio agro-alimenta-
rio entre diversas comunidades, áreas agro-productivas de uso
común y técnicas de almacenamiento para evitar hambrunas
configuraban la base de la estructura que corría sobre el eje an-
dino y sus alrededores desde hacía miles de años. Como señala
Gligo, “el poblador pre-hispánico dispuso de una mayor variedad
de alimentos que los que actualmente se cultivan, pero, no obs-
tante, utilizó un alto consumo de plantas silvestres y capturó la
fauna en forma planificada, lo que influyó en la conservación”
(2001, p. 64). Las comunidades andinas y sus formas de vida
que serían destruidas por masacres y epidemias, primero, y por
una nueva organización económico-política, después, “tenían
una alimentación superior a los del actual mundo civilizado del
área altiplánica” (Gligo, 2001, p.64).
El impulso a la destrucción tuvo su justificación en la rique-
za minera. Esta actividad extractiva significó para Europa un
torrente de plata en una magnitud sin precedentes. Durante el
primer siglo y medio de extracción, llegaron a Sevilla siete millo-
nes de libras de plata, triplicando el stock poseído por la región
hasta ese momento. Potosí remite a esa riqueza desbordante,
pero especialmente al trauma colonial tal vez como ninguna
otra geografía. “Descubierto” en el año 1540, el cerro impulsó
una reconfiguración geo-demográfica, política y sociológica sin
parangón. Solo treinta años después, la ciudad cabecera de ese
yacimiento ya contaba con ciento veinte mil habitantes —que
ascenderían a doscientos mil hacia fines del siglo xvii— por en-
cima de las principales ciudades europeas de entonces12. Las
cabeceras mineras eran los centros urbanos de las “nuevas” tie-
rras americanas: Potosí era el centro de los centros. Esta nueva y
creciente aglomeración necesitó abastecerse de enormes canti-

12 Wolf, op.cit.; y Potosí el origen (Machado Aráoz, 2014).

94
dades de alimento, lo que motivó la creación de redes de abasto
en base a granjas de tipo comercial, dedicadas a monocultivos,
con una próspera clase de hacendados como protagonistas y
con comunidades indígenas ahora sometidas a trabajar para el
mercado bajo diversos mecanismos coercitivos.
Una arquetípica fractura ciudad-campo caracterizó el pro-
ceso potosino, donde la creciente masa de población era nutrida
por otros territorios, mientras que las energías corporales de
los mitayos y las energías mentales de empresariado minero
eran dirigidas casi de forma exclusiva a la expoliación del cerro.
En contraste, las agroculturas de la región eran extinguidas de
forma sistemática,

[f]uera de los núcleos de aprovisionamiento subalternos para las minas, el


paisaje rural en poco tiempo se volvió desolador: sistemas de cultivos en
terrazas y obras de regadío abandonados; caminos comuneros destruidos;
complejos sistemas de aprovechamiento integral de la biodiversidad de
los diferentes pisos ecológicos de altura, desintegrados (Machado Aráoz,
2014, p. 107).

Agroculturas de alto grado de complejidad y sostenibilidad,


cuerpos satisfactoriamente nutridos en acople con la tierra ha-
bitada y formas de trabajo comunal dieron paso al trabajo se-
mi-servil como actividad principal, a la extracción de metales y al
cultivo para el mercado como rectores de la vida y a la destruc-
ción acelerada de los soportes bio-físicos que habían sostenido
a esas culturas. Cuerpos malnutridos, intoxicados y puestos al
límite del esfuerzo físico configuraban la nueva estructura so-
cio-sanitaria nacida al calor de la extracción de plata. Una tierra
de contrastes extremos, prefiguración arquetípica del mundo del
capital nacido en las alturas sudamericanas.

Potosí es el consumo, la ostentación, el lujo, el ahorro, la acumulación, la


inversión. Potosí es también su anverso: es hambre, es pobreza extrema,
una pobreza inédita y desconocida hasta el momento. Es hambre como
castigo, privación que se hace cuerpo y que marca el alma (Machado
Araóz, 2014, p. 97).

95
Detrás de la nueva economía minera, avanzaba asimismo
una extendida alteración ambiental en las áreas de extracción,
como así también en las regiones satélite. La actividad minera
exigió una fuerte demanda agro-productiva para abastecer a
trabajadores, a las poblaciones españolas asentadas en torno
al nuevo negocio, a las unidades eclesiásticas y a los puestos
de estación en los caminos comerciales. Pero, al mismo tiempo,
requirió una cría intensiva de animales de carga para soportar
la logística en las propias minas, como así también en todo el
recorrido que los metales realizaban hasta los puertos de ex-
portación.
La minería colonial demandó en simultáneo enormes volú-
menes de agua para el procesamiento del material extraído, con
la correspondiente alteración de cuencas. Por ejemplo, veinte la-
gos artificiales fueron creados alrededor de Potosí. Esta empresa
se erigió, por otra parte, en una máquina de demandar madera,
tanto para montar estructuras dentro y fuera de la mina, como
para mantener encendidos los hornos de procesamiento y fundi-
ciones. El suelo desnudo —luego de arrasar bosques, arbustales
y pastizales— en los alrededores de las minas que quedaban
en desuso fue el testimonio de la erosión desatada por la em-
presa minera. En no pocos casos, las minas eran abandonadas
antes del agotamiento de su potencial mineral, debido a la falta
de volumen de agua y leña necesarias para el procesamiento.
Como huella de origen de la contaminación minera, el uso de
mercurio para el tratamiento de los metales dejó una estela de
cuerpos y territorios gravemente afectados: suelos, cursos de
agua, especies animales y vegetales, base de alimentación de
las poblaciones de esas tierras, quedaron de forma crónica con
altas cargas de esta sustancia13.
Los casos de la plantación y la mina contribuyen a caracteri-
zar a la Conquista como el tiempo del saqueo, de la devastación
humana y ambiental. Pero, asimismo, permiten comprender que
ese fue también el tiempo originario de la destrucción de las
formas de cooperación social comunitaria, acopladas eco-terri-

13 “Alternativas Latinoamericanas: Una interpretación socio-ecológica de la


Historia minera Latinoamericana”, en Ecología Política (Dore, 1992).

96
torialmente, para reproducir la vida. Si las organizaciones polí-
ticas pre-existentes tenían como principio organizar el trabajo
de la comunidad para procurar el alimento colectivo, y hacerlo
de forma que los territorios de provisión se sostuvieran en el
tiempo, la nueva normalidad fue su reverso absoluto.
Si damos por hecho que la acumulación originaria, tal como
describiera Marx, ha sido clave para el despegue del capitalismo,
América nos permite dimensionar que no menor fue el rol de la
cancelación/erosión de las formas políticas de base comunitaria como
acto fundante para el funcionamiento del capital. Ambos procesos,
el despojo económico y la anulación de la comunidad política,
como oportunamente indicaron Rosa Luxemburgo y Karl Po-
lanyi, se reeditarán de forma sistemática con sus especificida-
des espacio-temporales como soporte necesario de la propia
reproducción del capitalismo. El tiempo de la Conquista permite
captar, en su forma extrema, cómo el continente fue cartogra-
fiado de cara a la superproducción para el mercado (y el hambre
endémica); para la extracción incesante de materias (y la de-
vastación ecológica); para una productividad desconocida (y la
súper-explotación de cuerpos y alienación de subjetividades).
Matanzas, destrucción de ecosistemas, privatización de la
tierra, creación de una enorme fuerza de trabajo bajo diversos
mecanismos coactivos, mercantilización y transnacionalización
del alimento, hambrunas: este es el repertorio abierto por la
Conquista que signaría la historia mundial hasta el presente. La
comida de los pueblos, concebida antes como energía de y para
la comunidad donde se anudaban las regulaciones socio-eco-
lógicas para reproducir la vida a través de las generaciones, fue
transfigurada en mercancía, al amparo de una novel ontología
política, que tuvo en la expoliación de las tierras americanas su
primer ensayo a gran escala.

Modelo inglés: mercantilización agro-alimentaria


La agricultura organizada para la producción de mercancías,
en detrimento del sostenimiento de la vida comunitaria, tenía su
gran prototipo en la formación del capitalismo agrario inglés, en
torno al siglo xvi. Esta experiencia configuró un capítulo central

97
en el fraguado onto-político propiamente capitalista. Se trata del
perfeccionamiento del despojo de la politicidad de las agrocultu-
ras que en los siglos siguientes será exportado por diversas vías
al resto del planeta14. “La emergencia del mercado como factor
determinante para la reproducción social supuso que su lógica
penetrara en la producción del bien más básico para la vida: la
alimentación” (Wood, 2021, p. 109).
La agricultura inglesa fue la base material desde donde irra-
dió la dinámica del capitalismo como régimen social y político.
“Los imperativos de la competitividad, la acumulación, y la maxi-
mización de beneficios” y su derivada necesidad de imponer es-
tos imperativos “sobre nuevos territorios y nuevas esferas de la
vida” tuvieron sus etapas germinales en el campo (Wood, 2021,
p. 109). En este punto, vale enfatizar que la agricultura como tal,
concebida para obtener alimentos en tanto bien de uso primario
para la vida, da lugar a otra práctica ahora organizada en torno
al afán de lucro, la agricultura capitalista. El término “agrocapi-
talismo”15 se utiliza aquí como forma genérica, más allá de sus
específicas manifestaciones espacio-temporales y de los diver-
sos regímenes agro-alimentarios históricos (McMichael, 2009).
Los límites ambientales y económicos del sistema feudal
desbordaban en múltiples tensiones: revueltas campesinas,

14 Un caso de estudio emblemático es el de la colonización británica de la India, no


sólo por las sucesivas hambrunas de dimensiones épicas, el profundo y grave impacto
ecológico de ese proceso colonial, sino por la correlativa experimentación explícita en
torno a las teorizaciones liberales sobre la explotación laboral, la subsistencia física y
la privatización de la tierra y el alimento. Un trabajo de referencia en torno a este caso
puede hallarse en el libro Los Holocaustos de la era victoriana tardía (Davis, 2006).
15 Siguiendo a Giraldo, lo distintivo de este sistema agrocapitalista/agroextractivista,
a contramano de la historia humana, es que se trata de “una agricultura especializada
en producir mercancías” (2018, p. 51). En tanto “la racionalidad económica penetra
con su lógica en la Agri-Cultura de cuño milenario, capitalizándola (…) los alimentos
devienen productos a ser tranzados en los mercados de commodities” (Giraldo, 2018,
p. 48). “Una vez sumergidos en ese raciocinio ya no se indaga por una producción y
una alimentación saludable, equitativa y acorde a las características culturales de los
pueblos y las condiciones ecosistémicas”. Como se señaló, las formas coloniales de
la plantación comparten en buena medida estos principios. En ese sentido Barbosa
y Porto-Gonçalves apuntan que en países como Brasil lo que hoy es denominado
“agronegocio” comparte un mismo patrón con el desarrollo de la etapa colonial: una
ideología individualista de propiedad privada de la tierra por medio de la conformación
de extensos latifundios monocultivados; producción orientada al mercado externo,
afectando territorios de uso común; y explotación racializada del trabajo. En este
sentido definen lo que señalamos aquí como agrocapitalismo como agricultura
capitalista de NEGÓCIOS (agro-NEGOCIO) (Barbosa y Porto-Gonçalves, 2014).

98
procesos incipientes de privatización de la tierra, destrucción
acelerada de bosques comunales, creciente mercantilización de
la producción agrícola y, por lo tanto, del abasto de alimentos.
A partir de ese escenario, entre los siglos xvi e inicios del siglo
xix, se suceden una serie de cambios estructurales en la agri-
cultura inglesa, tornándose paradigmáticos de la configuración
capitalista. Como imagen que simboliza este proceso es difícil
no recurrir a los cercamientos de tierras cultivadas por campe-
sinos, como así también a la creciente privatización de pastos y
bosques anteriormente dispuestos al uso comunal. Si bien hay
quienes sostienen que los cercamientos fueron solo el golpe fi-
nal para un campesinado que venía en retroceso respecto a su
capacidad de disputa política, este proceso de despojo territorial
masivo encontró intensas resistencias y su concreción efectiva
acabó por ser clave para el devenir capitalista.
La privatización de tierras halló, entonces, diversos meca-
nismos oficiales y extra-oficiales para materializarse. Lejos de
encontrar un mundo campesino pasivo, durante los siglos xvi y
xvii, las disputas por sostener la autonomía de la vida campesina
fueron recurrentes. El derribo de cercos se convirtió en un acto
clave de protesta y síntoma de las luchas contra el naciente ca-
pitalismo agrario. Inglaterra marchaba en una nueva dirección
como producto de estos antagonismos y del reacomodamiento
de las clases dominantes, implicando agudos impactos ecológi-
cos, políticos y sociales. La centralización del Estado, el avance
de la red de carreteras que facilitaba los mercados regionales y
el crecimiento urbano se retroalimentaban con la concentración
de la propiedad de la tierra y con la expansión de una capa de
arrendatarios con impulso por aumentar la productividad.
La idea de “mejora de la tierra”, concebida como explota-
ción mercantil, que ganaría protagonismo en la teoría económi-
co-política bajo los escritos de Locke (1632-1704), era ya una
realidad en la práctica. Las formas de regulación comunales de
cuidado del suelo, de descanso y rotación de cultivos, de extrac-
ción sostenible de la biodiversidad atadas al valor de uso que
proporciona la naturaleza, se convertían para este nuevo ideario
en trabas al progreso productivo. Las tierras cercadas y puestas

99
bajo la órbita del mercado aumentaban de forma inmediata su
valor. El robo de áreas de cultivo a campesinos, como la ocupa-
ción de espacios comunales para engrosar el mercado agrario,
destruía viejas costumbres y lazos sociales de las comunidades
que —aún con disputas por el excedente entre clases— habían
concebido la ocupación y uso de la tierra para el auto-sustento
como un derecho común.
La primera oleada de cercamientos tuvo lugar entre fines del
siglo xv y principios del siglo xvi, empujada fundamentalmente
por intereses de propietarios particulares ante la necesidad de
pasturas para la cría de ovejas. La tierra puesta a reproducir
capital no sólo reconfiguró la vida social “por abajo”, sino que
era acompañada de una radical reestructuración política “por
arriba”. Aunque de forma ineficaz, la monarquía ponía ciertos
límites a los avances sobre los territorios de uso común y am-
paraba con asistencia pública al campesinado desplazado. Sin
embargo, para fines del siglo xvii, los terratenientes moldearon
el Estado acorde a las necesidades de su expansión capitalista.
No libre de conflictos ni de ofensivas coercitivas sobre el
campesinado, bajo el régimen feudal, la toma política de decisio-
nes en la vida aldeana aun se desarrollaba siguiendo mecanis-
mos comunales, especialmente sobre aspectos que implicaban
la producción y reproducción cotidiana de la vida. Sin embargo,
bien avanzado el siglo xvii, la gestión de asuntos públicos en las
cerca de quince mil parroquias que configuraban el tejido políti-
co inglés “se llevó cada vez más a puertas cerradas, hasta perder
todo vestigio de carácter popular y democrático que pudiera ha-
ber tenido durante la Edad Media” (Barrington Moore, 2002, p.
49). La comunidad se erosionaba, la vida local de puertas afuera
se trasladaba al interior de los hogares y los dueños de la tierra
se hacían con el poder político para regular los bienes clave re-
productivos.
Los primeros siglos de expansión de la agricultura capi-
talista corrían en paralelo a una acentuada pérdida de calidad
alimentaria de los trabajadores. Menos diversificada, con una
caída marcada de la proteína animal y una extrema monocultu-
ra del pan, tal como imponía el mercado, la comida popular se

100
resintió notablemente. Asimismo, los periodos de escasez y la
desnutrición endémica se volvieron parte de la normalidad. El
hambre ya no estaba vinculada de forma exclusiva a un contexto
específico climático o de guerra, sino que podía coexistir con co-
sechas abundantes. El pan escaseaba en la mesa de campesinos
y artesanos, mientras carros o barcos salían de sus territorios a
abastecer otra región que reportara mayores utilidades.
Hacia el siglo xviii, el Estado se hacía protagonista directo del
proceso capitalista de la agricultura y la alimentación mediante
decretos parlamentarios que legalizaban los cercamientos. Con
un dominio ya establecido de los resortes gubernamentales para
oficializar el despojo de tierras a los campesinos, las clases altas
rurales fungieron de vanguardia política del capitalismo indus-
trial. Los cercamientos decretados desde el parlamento, entre
los años 1750 y 1850, transformaron cerca de dos millones y
medio de hectáreas, algo así como un cuarto de la extensión cul-
tivada de campos libres, tierras comunales y bosques para crear
el característico paisaje de la campiña inglesa16. De este modo,
se dio forma a un proceso institucional en base a “decretos por
virtud de los cuales los terratenientes se regalaban a sí mismos,
como propiedad privada suya, las tierras pertenecientes al pue-
blo” (Marx, 2014, p. 647).
En el período abierto entre los tiempos de autonomía ali-
mentaria de la época feudal y la constitución de un proletariado
que lucha por aumentar sus salarios para poder comer, como
predominaría avanzado el siglo xix, los sectores subalternos
concentraron sus esfuerzos en la regulación del precio de los
alimentos, básicamente del trigo, el centeno, la cebada y la ave-
na, y sus derivados. Las disputas entre intereses consuetudina-
rios en acelerado retroceso y el interés privado cristalizado en la
nueva economía política se expresaba en las leyes de cereales. A
diferencia del capitalismo maduro, donde hablamos del nexo sa-
larial, todavía en el siglo xviii, “podemos hablar del nexo del pan”
(Thompson, 1995). Mientras la agricultura inglesa aumentaba
de forma exponencial sus rindes y se concentraba en materias
primas puntuales —como los mencionados cereales, las carnes y

16 Costumbres en Común (Thompson, 1995).

101
las lanas—, los molineros devenían actores capitalistas clave, al
tiempo que una masa de consumidores que vivían en los límites
de la subsistencia encabezaba continuas revueltas para abaratar
el precio de venta de los alimentos.
A mediados del siglo xviii, la economía de los pobres todavía
era entendida desde un carácter regional, por lo que aún era
hegemónica la idea de que el grano debía consumirse en la zona
donde se cultivaba, especialmente en tiempos de escasez. Este
mundo empezó a resquebrajarse de forma acelerada, resintien-
do los cargamentos de cereales, en especial aquellos que partían
hacia el extranjero en búsqueda de una mayor ganancia. Atrás
quedaba “la ‘naturaleza de las cosas’ que en otros momentos
había hecho imperativa, en épocas de escasez, por lo menos,
una solidaridad simbólica entre las autoridades y los pobres”
(Thompson, 1995, p. 286). Con el avance de la economía política
liberal se desmoronaba la “economía moral de aprovisionamien-
to” (Thompson, 1995) que había sostenido la dieta de las ma-
yorías, cuando el alimento era concebido como soporte para la
reproducción de la vida comunitaria antes que como mercancía.
Comer o no comer dependía ya de los ingresos con los que se
contaba. Como desarrolla Wood (2016), el mercado pasó de ser
una oportunidad a devenir un imperativo. O se producía para el
mercado o se vivía en los límites del hambre. Esta transforma-
ción radical, brinda “un cuadro que es en sí mismo un producto
de la economía política que redujo las reciprocidades humanas
al nexo salarial” (Thompson, 1995, p. 292).
Con el salario como regulador principal del acceso al alimen-
to, la tasa de desocupación y la asistencia económica pública se
convirtieron en rasgos determinantes del clima social y del con-
trol político de la población. Ser asistido pasó de ser una carga
moral a convertirse en un derecho a revindicar, lo que exhibía
la profunda pérdida de autonomía material de la vida campesina y
artesana. Con la destrucción de la comuna aldeana, la obligación
comunal de no permitir el hambre de los coterráneos daba pro-
tagonismo central a la Ley de Pobres, asistencia que, en los he-
chos, era monitoreada por terratenientes que, junto a la coerción
del vínculo salarial, ligaba a los desposeídos con el poseedor.

102
Iniciado el siglo xix, la resistencia contra el avance del ca-
pitalismo agrario —que, hasta allí, se había manifestado en el
derribo de cercos y en las revueltas populares por el pan— se
caracterizó por el enfrentamiento al avance de la mecanización
agrícola, que pulverizaba los puestos de trabajo en el campo. La
lucha del movimiento simbolizado en las cartas del enigmático
Capitán Swing intentaba ser la última barrera a un ya aceitado
empresariado rural, el símbolo de la ruptura con la agricultura de
subsistencia. En el curso de dos años (1830-1832), se calcula
que más de cuatrocientas máquinas agrícolas fueron destruidas,
con las trilladoras como principal objetivo17.
Las tensiones entre un capitalismo agrario en expansión, la
pujante industrialización urbana y ciertos criterios paternalistas
que aún pervivían en el armazón político inglés eclosionaban en
regulaciones profundamente contradictorias que eran puestas
a debate en el centro de la economía política. Se trataba de un
sistema caracterizado por la limitación al libre movimiento de
los trabajadores como contraparte para poder recibir asistencia
económica y por el pago de salarios deprimidos, gracias a la ga-
rantía del sistema asistencialista que, cubriendo las necesidades
mínimas, beneficiaba indirectamente a sectores terratenientes.
Sin embargo, era una tranca clave a los postulados liberales ca-
pitalistas.
La abolición definitiva del asistencialismo (Sistema de
Speenhamland) abrió las compuertas para la creación masiva
de un mercado de trabajo. El crítico cuadro de creciente pobreza
rural de fines del xviii hubiera debido encontrar, según la teoría
liberal, una salida mediante la creación irrestricta de este mercado
que, sostenían prominentes teóricos, debía estar regulado por el
aguijón del hambre: la presión por comer o no comer era un arma
central para el funcionamiento correcto del sistema. Al revisar
estos planteos, Polanyi apuntó que, en esos escritos, se forjó nada
menos que “un nuevo punto de partida para la ciencia política”
(2005, p. 191). Un emblemático discurso del tiempo sostenía que

17 Revolución industrial y revuelta agraria. El capitán Swing (Hobsbawm y Rudé,


1978).

103
[e]l hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más
perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general,
únicamente el hambre puede espolear y aguijonear (a los pobres) para
obligarlos a trabajar (reverendo Townsend, citado en Polanyi, 2005, p.
190-191).

El resultado fue un expansivo mercado laboral, acompañado


de una generalizada miseria masiva, olas de migraciones y una
erosión más profunda de la vida de las pequeñas comunidades.
Los pobladores rurales que habían sido autosuficientes fueron,
por un buen tiempo, sinónimo de masas de hambrientos. Así lo
recuperaba Engels al estudiar la situación de inicios del siglo xix,

[c]ampesino inglés (es decir, jornalero agrícola) y pobre, son expresiones


sinónimas. Su padre era pobre y la leche materna no tenía ningún valor
nutritivo. Desde su infancia, sólo ha tenido mala alimentación y siempre
se ha quedado con hambre (Engels, 2019, p. 357).

Este proceso de privatización y concentración de la tierra, priva-


tización y mercantilización del alimento dejó, para mediados del si-
glo xix, a gran parte del suelo inglés en manos de un puñado de
personas dispuestas a explotarlo en función de la mercancía
agrícola de turno. Unos dos mil grandes propietarios poseían
extensiones que iban desde las cien mil a las cuatrocientas mil
hectáreas, que en total cubrían un tercio del suelo inglés18. Si
bien la erosión de la autonomía alimentaria, de los vínculos co-
munitarios y de la concepción de la tierra involucró complejos y
complementarios mecanismos para su concreción a lo largo de
los siglos, al igual que en tierras americanas, encontró un arma
fundamental en el uso recurrente y organizado de la violencia:
desalojos forzados, represión, quema de aldeas, prisión y destie-
rro hicieron parte de las herramientas imposibles de soslayar a la
hora de dar cuenta de la larga fundación del capitalismo agrario
en Inglaterra. El desgarro del tejido entre comunidades y los fru-
tos que brindaba la tierra habitada no fue obra de una tendencia
natural al capitalismo. En un icónico pasaje, Marx sostenía que

18 Historias de las agriculturas del mundo (Mazoyer y Roudart, 2016).

104
[e]l despojo de los bienes de la Iglesia, la fraudulenta enajenación de los dominios
del Estado, el robo de las tierras comunales, la transformación de la propiedad
feudal y de los clanes en propiedad privada moderna, llevada a cabo por medio
de la usurpación y con terrorismo despiadado: he ahí los métodos idílicos por me-
dios de los cuales se desarrolló la acumulación originaria (Marx, 2014, p. 654).

El metabolismo del capital y su régimen agro-alimentario


El recorrido geo-histórico trazado sirve para ilustrar que la
fractura sociometabólica, en tanto quiebre con las formas políticas
de sostenibilidad de la vida, fue inherente al avance del capitalis-
mo, como así también base de los trastornos ecológicos, sanita-
rios y sociales que alcanzan a todo el planeta en la actualidad. Se
mencionó que la forma-plantación implicó una tecnología políti-
ca que prefiguraría en gran medida el devenir ecológico-político
global: apropiación privada de la tierra, monocultivos orientados
de forma exclusiva al mercado, cancelación de la sociobiodiver-
sidad, debacle ecológica, hambre/malnutrición en el territorio
agroproductivo, mecanismos de violencia para regular la fuerza
de trabajo, inferiorización racial y de género. Estos son los funda-
mentos del paradigma actual de la dueñidad (Segato, 2017)19.
El agrocapitalismo supuso, desde sus orígenes, la imposición de
un comando político exógeno a la vida cotidiana de las comuni-
dades que habitaban la tierra de cosecha. Necesariamente y por
distintas vías, el nuevo régimen promovió la des-comunalización
de la vida. Este quiebre de las formas agroculturales organizadas
en torno a la regulación de los flujos energético-afectivos entre
población y territorio tendientes a asegurar el sustento de la
vida-en-común fue, con el correr de las décadas y los siglos,
llevado al extremo.

19 Segato refiere a dueñidad o señorío apuntando a un pequeño grupo de propietarios


“dueños de la vida y de la muerte en el planeta”. “Son sujetos discrecionales y
arbitrarios de un poder de magnitud nunca antes conocida, que vuelve ficcional todos
los ideales de la democracia y de la república. El significado real de este señorío es
que los dueños de la riqueza, por su poder de compra y la libertad de circulación
offshore de sus ganancias, son inmunes a cualquier tentativa de control institucional
a sus maniobras corporativas, que se revelan hoy desreguladas por completo. Esta
inmunidad del poder económico inaugura una fase apocalíptica, completamente
anómica del capital, y nos remite a la etapa final, descompuesta y ya transicional del
Medievo” (Segato, 2017, p. 98-99).

105
Proliferaron así, por un lado, enormes superficies cultiva-
das, rodeadas de sociedades malnutridas o bien, directamen-
te, vaciadas de población; y, por el otro, pequeñas trazas de
mundo —“urbanidades”— hacinadas de sujetos sin autonomía
agro-productiva, los llamados desiertos alimentarios de los países
del Norte (Steel, 2020), coexistiendo con un hambriento plane-
ta de ciudades miseria, en especial, dentro del Sur global (Davis,
2016). De este modo, se fue configurando una trama de rela-
ciones de poder a nivel internacional, con mecanismos forma-
les e informales, que configuraron así el “régimen alimentario
del capital” (McMichael, 2015). Este régimen global puede ser
periodizado en sucesivas etapas, a partir de características tec-
nológicas, logísticas, ecológicas, mercantiles y, especialmente,
geo-políticas: primer régimen (1870-1930), segundo régimen
(1950-1970) y tercer régimen (1980-presente) (McMichael,
2009).
Sin desconocer los antecedentes del comercio internacio-
nal de las materias primas agrícolas impuesto por las empresas
colonialistas en América y otras regiones, la configuración del
primer régimen se consolida en base a las importaciones me-
tropolitanas de esas mercancías tropicales desde las colonias,
sumadas a la exportación masiva de los granos básicos y el ga-
nado —es decir, el núcleo alimentario de la mayor parte de la
población— desde territorios templados como Argentina hacia
las potencias como Gran Bretaña20. Este nuevo esquema de ali-
mentos baratos permitió el despegue del “gran taller británico”,
eje del nuevo orden agroalimentario internacional (McMichael,
2009). El costo de reproducción de la clase trabajadora británi-
ca se redujo a fuerza de apropiación de trabajo/energía (humana
y del suelo) de menor costo o, directamente, se apoyó sobre
trabajo no remunerado de territorios extra-continentales.
Tras la primera guerra mundial, a la par del cambio de la
hegemonía geopolítica hacia Estados Unidos y del triunfo en
1917 de la revolución rusa, se iría alterando también el entra-
mado de poder agroalimentario, dando finalmente paso a un

20 Sobre el rol específico de Argentina dentro de este mapa global, ver el Capítulo
4 del presente libro.

106
segundo régimen entre los años 1950 y 1970. Desde la Gran
Guerra y durante el período de entreguerras, la agroindustria
de Estados Unidos potenció su productividad en fuerte vincula-
ción con la penetración de la industria petrolera y química en la
agricultura, sobre el cual se montó la expansión definitiva de la
maquinaria pesada para casi todas las labores, la proliferación
masiva de fertilizantes y pesticidas de síntesis. Este sistema de
híper-productividad monocultural tuvo como correlato nuevas
y significativas expansiones de la fractura sociometabólica: alta
ineficiencia energética en términos de relación energía invertida/
energía alimentaria obtenida, una cascada de negativos impac-
tos ambientales y una desregulación exponencial en los flujos
entre población y capacidad agro-productiva de la tierra traba-
jada en base a la reposición de la fertilidad históricamente dada.
Como señalara hace más de medio siglo el pionero de la eco-
nomía ecológica Georgescu Roegen, “’la agricultura vio crecer
efectivamente su productividad de una forma espectacular, pero
al precio de una disminución no menos espectacular de su ren-
dimiento termodinámico, lo que significa una reducción propor-
cionalmente creciente de la cantidad de vida futura’” (citado en
Servigne, 2019, p. 7). La inserción de esta abundancia petrolera
en la explotación agrícola habría contribuido a hacer crecer la
población mundial de dos a siete mil millones de personas en un
solo siglo. Comparativamente, se estima que la población prein-
dustrial no había sobrepasado los mil millones de habitaciones
a nivel global, en sus diversas oscilaciones históricas. Actual-
mente, “se puede decir que el sistema alimentario transforma el
petróleo en alimentos y a los alimentos en personas” (Servigne,
2019, p. 8) y que, “sin los fertilizantes sintéticos, faltaría el nitró-
geno para la mitad de los cuerpos humanos existentes” (Casal
Lodeiro, 2014, p. 3).
Esta fractura trastornó el ciclo energético agroalimentario a
escala planetaria, ya que, más allá de las variables sociocultura-
les y geográficas históricas, ha siempre dependido físicamente
de la energía solar (fotosíntesis) disponible. El shock de produc-
tos como los fertilizantes, obtenidos a partir de biomasa —pro-
ducida por energía del sol— fósil acumulada durante millones

107
de años es una “fantasía” de tiempo limitada cuyo legado es una
relación entre producción y población absolutamente frágil. Esta
abundancia de fósiles se manifestó, asimismo, en la deficitaria
relación entre ingreso de energía al sistema y el resultado en
energía disponible como alimento. Desde la perspectiva energé-
tica, se atravesó una inversión paradójica: antes de la revolución
industrial, la agricultura y la silvicultura eran los productores pri-
marios netos de energía de la sociedad, mientras que el sistema
agroalimentario actual es un usuario neto de energía en virtual-
mente todos los países, en especial en los industriales. Se estima
que el aporte total de energía (en su mayor parte combustibles
fósiles) que se necesita para producir una hectárea de maíz en
los Estados Unidos es cercano a los mil litros de petróleo. En los
países industriales, cada caloría alimentaria producida y puesta
sobre la mesa representa en promedio 7,3 calorías de insumos
energéticos21.
Otro aspecto clave de la “extraordinaria productividad” (de
corto plazo) de la “revolución verde” fue el recurso sistemático
y a gran escala de compuestos químicos con propósitos bio-
cidas, paradigmáticamente introducido en este período. No es
anecdótico que la aplicación masiva de productos y sustancias
químicas sintéticas —con el fin pretendido de control y admi-
nistración a gran escala de la vida y la muerte de las especies—
haya sido el resultado histórico del redireccionamiento lucrativo
de los excedentes y sobrantes de la industria militar de posgue-
rra, suponiendo una transferencia tecnológica desde los campos
de batalla hacia los campos de cultivo. Aquello que, en los años
sesenta, fuera denunciado como el “silenciamiento de las prima-
veras” (Carlson, 1962), a inicios del presente milenio se constata
como una nueva era geológica, signada por la perturbación per-
niciosa del conjunto de la biósfera, principalmente la alteración
de la composición química de la atmósfera y la ruptura, a niveles
críticos, de los ciclos del nitrógeno, el carbono y el fósforo22.

21 La transición alimentaria y agrícola: hacia un sistema alimentario post-carbono


(Heinberg Richard y Bomford Michael, 2009); y “El uso de la energía en la agricultura
una visión general”, en Leisa (Pimentel y Pimentel, 2005).
22 “Are we now living in the Anthropocene?”, en Gsa Today (Zalasiewicz, et. al.,
2008); “A safe operating space for humanity”, en Nature (Rockström et. al., 2009).

108
Asimismo, el llamado “modelo de la revolución verde” im-
plicó significativos movimientos geopolíticos. Decisivamente
impulsado por Estados Unidos, debió encontrar mercados para
ubicar esa sobreoferta de alimentos, tecnologías e insumos. Fue
el marco de la segunda posguerra, cuando un vasto repertorio
de “cooperación” fue orientado hacia los países periféricos. En
otras palabras, nos referimos a la invención del subdesarrollo del
Tercer Mundo (Escobar, 2007) y a la estructuración de nuevas
formas de colonialismo, incluso en gran parte de las naciones
que acababan de romper lazos con sus colonias formales.
En ese marco, Estados Unidos emprendió sistemáticamente
una serie de políticas internas y externas orientadas al avance
de sus producciones agrícolas, principalmente granos, sobre
otros mercados. Hasta entonces, los países alimentariamen-
te autosuficientes entraban poco a poco en el mercado global
como compradores crecientes de insumos alimentarios básicos.
Como dato ilustrativo, en América Latina la producción triguera
se desplomó, pasando de 67 kilos per cápita en el año 1958 a
44 kilos per cápita en el año 1970. Las políticas de fomento a
la agricultura encabezada por Estados Unidos —pero también
por las potencias europeas y fomentada por organismos como
la Organización Mundial de Comercio y el Banco Mundial— re-
dundó en que, para fines de siglo, el 72% de los países en el ám-
bito mundial se hubieran convertido en importadores netos de
alimentos, la mayor parte de ellos ubicados en el ahora llamado
“mundo subdesarrollado”23.
La experiencia centroamericana es ilustrativa en este senti-
do: masas de campesinos debieron abandonar sus tierras ante
la imposibilidad de competir con los “mercados internaciona-
les”, dando paso a una nueva Conquista. Migraciones masivas,
desplazamientos forzados, concentración de la tierra, violencia
y pobreza, degradación ecológica acelerada estructural encuen-
tran estrechos vínculos con el sistema agroalimentario global
comandado desde los centros de poder del norte. En términos de

23 “Una visión histórica del dominio agroalimentario de Estados Unidos: de la


postguerra a la crisis alimentaria”, en Revista Interdisciplinaria de Estudios Agrarios
(Rubio y Peña Ramírez, 2013).

109
la clave analítica que proponemos, la exportación del modelo de
“revolución verde” a escala mundial operó como un gran proceso
de fractura sociometabólica que avanzó erosionando o directa-
mente quebrando los tejidos comunitarios de amplias regiones
habitadas y cultivadas por poblaciones campesinas e indígenas,
con un efecto macroeconómico no menos relevante. Por un lado,
el abaratamiento relativo de los alimentos fue un eslabón clave
en la nueva cadena del pacto keynesiano que rearticuló las ma-
sas de trabajadores asalariados a la dinámica de la acumulación
en las economías centrales. Por el otro, operó como una nueva
ola de despojo/desplazamiento que contribuyó a ensanchar la
oferta de fuerza de trabajo marginal y a configurar las dinámicas
de súperexplotación en las economías periféricas.
Un tercer régimen se habría empezado a consolidar hacia
fines de la década del ochenta, profundizando este proceso e in-
corporando nuevas regiones a las cadenas de proteínas animales
(por ejemplo, China y Brasil), al tiempo quese segmentaban aún
más las cadenas de suministro agroalimentarias, desde semi-
llas, granos para alimentar ganado, producción pecuaria, pro-
cesamiento, y venta minorista con la “revolución de los super-
mercados” (McMichael, 2009). En el marco de la globalización
neoliberal, el régimen alimentario —que sirve de brazo político
al crecimiento capitalista— quedó en manos de corporaciones
transnacionales, las cuales profundizaron la mercantilización de
la agricultura, ampliando sus operaciones hacia territorios que,
hasta entonces, no habían sido insertados al capitalismo mun-
dial. Este nuevo régimen alimentario significó el avance final de
un proceso en el cual —bajo nuevas normativas y marcos institu-
cionales de orden internacional orientados al “libre comercio”—
las grandes corporaciones comenzaron a ocupar el lugar que,
hasta entonces, habían tomado los Estados hegemónicos en el
diseño y promoción de los patrones agro-alimentarios. Estas
empresas trasnacionales encabezaron la llamada “revolución
biotecnológica agroalimentaria”, que avanzó, entre otros aspec-
tos, en la difusión masiva de semillas transgénicas, en la intensi-
ficación de tecnologías de engorde y crecimiento para ganado, y
en una profunda transformación del procesamiento de insumos

110
para producir comestibles, los llamados “ultraprocesados”.
Como uno de los balances de largo plazo del “régimen ali-
mentario del capital”, puede observarse la propia estructura
agraria estadounidense. Hacia el año 1935, había siete millones
de granjas en ese país, mientras que, en la actualidad, se cuen-
tan menos de dos millones, aun cuando la superficie agrícola
ha variado poco. Durante los últimos setenta años, el tamaño
promedio de una granja se duplicó y la concentración ha sido
apuntalada por diversos mecanismos de subsidio. Como una
marca de identidad sociológica, hoy “en Estados Unidos, hay
más gente en la cárcel que trabajando la tierra” (Holtz Giménez
y Patel, 2009, p. 3). Más que como ironía, como consecuencia
de un sistema expulsivo, contingentes de centroamericanos he-
rederos y víctimas contemporáneas del vaciamiento del campo
en sus territorios de vida cruzan la frontera al Norte como in-
documentados y, no pocas veces, acaban engrosando las listas
de reclusos.
Es probable que los impactos sociales, ecológicos y polí-
ticos de este proceso en los países más empobrecidos del Sur
hayan sido los más graves. No obstante, es interesante observar
la profundidad de calado de la fractura del metabolismo entre
comunidades y territorios manifiesta como problema global,
buscando dar cuenta de sus reverberaciones en el propio suelo
estadounidense, vanguardia de este modelo. Esta desorienta-
ción del sentido político profundo de los entramados agroali-
mentarios para el devenir de las comunidades humanas llevada
a sus extremos en ese país devuelve una imagen de la distopía
realista de este tiempo,

en Estados Unidos 35,1 millones de personas no sabían si iban a poder


pagarse la siguiente comida. Y esto coincide con el momento en que en
Estados Unidos hay más comida que nunca en su historia, y también
mayor número de personas aquejadas por dolencias relacionadas con la
alimentación (Patel, 2008, p. 9).

El cuadro de crisis generalizada de la vida en la Tierra des-


cripto al principio de este libro no puede ser leído entonces como

111
un hecho fortuito ni como la deriva de la acción de un mal go-
bierno coyuntural. La fractura sociometabólica fue modulando sus
expresiones en los diversos espacios y tiempos, tanto en el plano eco-
lógico, geográfico y sanitario como en el político y afectivo, en el registro
intra-especie como para con toda la trama de la vida hasta alcanzar una
dimensión planetaria y civilizatoria.

112
Capítulo 4.
Argentina: trastornos socio-ecológicos del
“granero del mundo”
El largo siglo agroexportador: 1880-2020
El extenso territorio del Sur global configurado como Esta-
do-nación argentino permite observar de forma nítida los trastor-
nos sociometabólicos producidos por una acelerada incorporación
al mercado mundial capitalista en clave agro-alimentaria. Durante
este período, pueden captarse signficativos impactos ecológicos,
sanitarios, sociales y culturales correlativos a los flujos de materia
extraída del suelo y exportada como alimento a otras regiones
del planeta. A continuación, analizaremos tres etapas sucesivas
—1880-1930, 1930-1970 y 1970-2020— cuyas singularidades
permiten diferenciarlas en sus especificidades, continuidades y
transformaciones. Nuestro punto de partida serán los procesos
desarrollados desde la década del ochenta del siglo xix, por sus
profundos efectos en la configuración político-espacial del país,
aun sin desconocer la existencia de movimientos pre-figurativos
en términos políticos, económicos, ecológicos, y culturales. Asi-
mismo, el recorte geográfico se centra en las áreas más directa-
mente relacionadas a los mercados agroalimentarios globales,
con la región pampeana como eje principal.
Del genocidio fundante del Estado en la Patagonia y el Chaco
a los levantamientos agraristas; de las revueltas de obreros rura-
les a la masificación de las dietas urbano-modernas; de la difusión
de maquinaria y químicos a la revolución transgénica, la historia
argentina puede leerse como una narración ecológico-política,
con profundas implicancias para pensar el presente y el futuro.
La grave crisis de los suelos, la contaminación de paradigmáticos
cursos de agua, las crecientes patologías asociadas a las dietas
industrializadas, las presiones corporativas frente a los sucesi-
vos gobiernos y la inestabilidad político-estatal se anudan en una
trama indisociable del rol asignado a esta región sur del planeta
como cantera del régimen agroalimentario del capital en sus su-
cesivas fases.

114
Colonización interna para fundar el “granero del mundo”
El proceso político-económico que cierra el siglo xix y abre
el siglo xx, permite observar cómo ciertos agentes del mercado
internacional, la organización estatal nacional y la consolida-
ción de una oligarquía interna confluyeron para trastocar radi-
calmente territorios, cuerpos y prácticas políticas a gran escala.
Sin obviar la transición —en el plano institucional— de un orden
gubernamental conservador a una democracia representativa
restringida a partir de 1916, se propone pensar toda esta etapa
como un tiempo fundacional, en tanto permite comprender cier-
tas estructuras profundas en el plano ecológico-político.
En ese periodo, la configuración del Estado-nación centra-
lizado se tornó clave para ampliar de forma decidida la frontera
capitalista, capítulo interno y explícito de acumulación originaria,
en pos de extraer energías de la tierra y de los cuerpos subalter-
nizados, con el objetivo de abastecer un inmenso flujo agroali-
mentario con dirección a los mercados del Norte. Un acelerado
proceso de colonialismo interno (González Casanova, 2006) se
desató con el novel Estado a la cabeza. Orden conservador en
la política institucional y orden neocolonial como patrón de pro-
ducción, circulación y acumulación, caracterizaron esta nueva
dominación oligárquica. Genocidio de comunidades indígenas,
implantación de un masivo proletariado extranjero, devastación
de ecosistemas milenarios, construcción de infraestructura vial
moderna a un ritmo hasta entonces desconocido, unificación del
sistema monetario, acelerada urbanización, son algunas marcas
características de este tiempo que diseñarán en un sentido pro-
fundo y duradero el sistema socio-político del país.
En esta línea, si la plantación y la hacienda explican en gran
medida las matrices societales en otras geografías latinoameri-
canas, la estancia ganadera rioplatense —cuya dinámica había
empezado a tomar forma específica a fines del siglo xviii— será
clave en términos de estructuración sociológica y política de
largo aliento para Argentina (Ansaldi y Giordano, 2012). En un
proceso caracterizado por el uso de grandes extensiones de tie-
rra, el desplazamiento progresivo de comunidades indígenas y
el empleo del “gauchaje” como principal mano de obra, este tipo

115
de unidad estuvo orientada, en un primer momento, al comercio
de charqui y tasajo para esclavos y marineros, y de cueros para
la industria inglesa. La estancia se organizó empleando fuerza
de trabajo asalariada predominantemente libre, aunque, en un
principio, no omitió el trabajo esclavo, así como buena cantidad
de gauchos eran puestos a trabajar bajo mecanismos coerci-
tivos regulados por jueces. A diferencia de las otras matrices,
este esquema tendió desde sus inicios a configurar relaciones
de producción progresivamente capitalistas. La forma-estancia
no fue sólo un modelo agroproductivo, sino que, fundamental-
mente, implicó una tecnología política central para la estructu-
ración de las relaciones de poder y de producción orientada a la
acumulación en el interior del país.
Los dueños de las estancias se convirtieron rápidamente
en el eje económico, social y político del territorio nacional en
formación, mientras que las disputas intra-oligárquicas fueron
delineando la configuración espacial-territorial, institucional y
cultural del país durante buena parte del siglo xix. La alianza
entre la burguesía terrateniente porteño-bonaerense, sus pares
cordobeses y los agroindustriales tucumanos coronó un pacto
de dominación oligárquico a través del diseño, instauración y
administración de una férrea maquinaria estatal sin preceden-
tes, que vivió su época de oro entre los años 1880 y 1916. Si bien
la apropiación/concentración de la tierra continuó a lo largo de
todo el siglo, en estas décadas, el despojo masivo de territorios
tuvo un carácter fundacional: cristalizó políticamente un régi-
men estatal-centralizado explícitamente oligárquico.
Como señalábamos anteriormente, el avance del capitalis-
mo implica una expropiación de la autonomía de las comunida-
des para reproducir la vida: la expropiación territorial es, directa
e indefectiblemente, cancelación de la autonomía política. La
privatización y apropiación concentrada de la tierra involucra el
secuestro oligárquico de las capacidades de decisión colectiva
sobre la vida-en-común. En el caso histórico de la formación ar-
gentina, esta matriz se revela como núcleo medular de su cons-
titución sociopolítica. El latifundio como estructura económica
y el régimen oligárquico como modelo político se co-implicaron

116
con derivas sustanciales para toda la historia posterior.
La configuración del modelo agroexportador en el país no es
un evento aislado, ni puede comprenderse cabalmente dentro de
sus estrictos límites “nacionales”, sino que está intrínsecamente
ligado y estructuralmente sobredeterminado por la ampliación e
intensificación del extractivismo, entendido como función geo-
metabólica de la acumulación global1 (Machado Aráoz, 2015),
ahora en el marco de la plena consolidación de Gran Bretaña
como epicentro hegemónico mundial del capitalismo manufac-
turero clásico. Dentro de este proceso, la anexión de la región
pampeana al mercado mundial —como proveedora de bienes
agropecuarios básicos— significó mucho más que la mera arti-
culación de una rama extractiva más: el enorme trasvasamiento
de nutrientes del suelo y energías corporales de trabajadores
en forma de granos y proteína animal que salieron del puerto
de Buenos Aires con destino al mercado inglés representó un
eslabón clave en el desarrollo de la economía-mundo capitalista.
Este proceso contribuyó decisivamente a la consolidación de la
transición hacia el régimen de plusvalía relativa en el centro, ins-
taurando el régimen de acumulación dependiente en la periferia
(Frank, 2005; Marini, 2008). Como sostuvo Ruy Mauro Marini,

la inserción de América Latina en el mercado mundial contribuyó a de-


sarrollar el modo de producción específicamente capitalista, que se basa
en la plusvalía relativa. La oferta mundial de alimentos, que América La-
tina contribuye a crear, será un elemento decisivo para que los países
industriales confíen al comercio exterior la atención de sus necesidades

1 Desde esta mirada, el extractivismo, constituye un arreglo estructural de índole


ecológico-político-geográfico-cultural inescindible de la historia y el sostenimiento
del orden global capitalista: el extractivismo demuestra el histórico vínculo ecológico-
geográfico que, desde los orígenes del capitalismo, se estructura entre las economías
imperiales y “sus” colonias, siendo ese vínculo fundacional y constitutivo del propio
capitalismo. Por tanto, dicho concepto no se restringe a una fase de los procesos
productivos, ni a la mera explotación exportadora de bienes primarios (Machado Aráoz,
2015, p. 152). En tal sentido, el capitalismo nace de y se expande con el extractivismo,
por lo que debe entenderse esta noción no como referencia a una actividad expoliadora
aislada –que efectivamente hace parte del andamiaje- sino como un “proceso de
des-territorialización, transformaciones ecológicas, desplazamientos de poblaciones
junto con sus prácticas productivas y culturales que hacen parte inescindible de este
permanente proceso de reproducción del capital” (Machado Aráoz y Rossi, 2017, p.
276).

117
de medios de subsistencia. El efecto de dicha oferta será el de reducir el
valor real de la fuerza de trabajo en los países industriales, permitiendo
así que el incremento de la productividad se traduzca allí en cuotas de
plusvalía cada vez más elevadas (2008, p.117).

Para dimensionar la escala de la relación energético-alimen-


taria entre países centrales y periféricos, Marini muestra que el
impacto de las importaciones de este tipo de bienes alcanzaba
en Inglaterra para el año 1880, el 45% para el trigo, 53% para
la manteca y el queso, 94% para las papas y 70% para la carne.
Como contracara, a la luz de sus implicancias sociometabólicas,
en el plano interno de la economía nacional-dependiente, el rol
de país exportador de materias primas alimentarias significó
una dinámica sistémica de extracción de energías —fertilidad
del suelo, agua, trabajo humano y tracción animal a escalas sin
precedentes—, la erosión de la autonomía político-cultural co-
rrelativa a ese proceso, y las alteraciones profundas en planos
como el sociológico, sanitario y ecológico, entre otros.

Reconfiguración de un vasto territorio del Sur


Para 1880, la cría de ganado ovino y vacuno de las llanuras
bonaerenses, entrerrianas y santafesinas era la principal ac-
tividad rural con sentido comercial. A medida que el saladero,
otrora estimulado por los mercados esclavistas, perdía terreno,
avanzaba un proceso ganadero de “modernización”. El nuevo
patrón se basaba en un uso de la mano de obra y de la tecnolo-
gía sensiblemente más intensivos que los modelos anteriores.
A partir de la base ganadera existente y el uso de los puertos
de Buenos Aires y Rosario como cabeceras, la burguesía rural
comandó una creciente tecnificación para responder a la de-
manda de alimentos y materias primas de las industrias euro-
peas. En el resto de las regiones, tanto hacia el norte como al
sur, pervivía en gran medida un panorama agrocultural abocado
en especial a las prácticas de subsistencia con circuitos espe-
cíficos de intercambio comercial locales y regionales. En vastos
territorios, hacia la región chaqueña como en Patagonia, aún se
sostenían extensamente prácticas agroalimentarias indígenas

118
de intenso aprovechamiento de los ecosistemas naturales, con
incorporación de prácticas campesino-criollas de producción y
alimentación.
Algunos datos emblemáticos de la transformación que im-
plicó esta época son la masiva privatización de la tierra mate-
rializada en el cercamiento de campos, el avance de la red fe-
rroviaria, la industrialización cárnica y el aumento de stock del
ganado, entre otros. Por ejemplo, en 1876, se habían introducido
cinco millones y medio de kilos de alambre para cercos, la im-
portación subió a trece millones y medio de kilos en 1880 y a
cuarenta millones de kilos en 1889. Con este cambio, se reguló
e incrementó la capacidad de carga de la tierra, se alcanzó una
mayor productividad y se reforzó la centralización de la gestión
de las estancias. Las formas de uso de la tierra no regidas por el
derecho de propiedad iban quedando cercenadas. El mercado
se dinamizaba al calor del boom agroexportador: entre los años
1899 y 1903 en Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba, se vendieron
más de diez millones de hectáreas; y entre los años 1905 y 1909,
alrededor de dieciséis millones de hectáreas. Si el alambrado
marcó una reconfiguración del orden espacial, no menos impor-
tante fue el avance de la red ferroviaria, organizada principal-
mente al servicio de la dinámica agroexportadora y controlada
por el capital británico. En el año 1857, existían solamente diez
kilómetros de vías férreas en el país. Treinta años después, en
1887, habían aumentado a 6.700 kilómentros. Para el año 1900,
alcanzaban los 16.600 kilómetros y, en 1914, 35.500 kilómetros.
Al concluir la etapa, en 1930, la extensión de la red ferrovia-
ria ascendía a 38.634 kilómetros. Como dato ilustrativo de las
transformaciones agro-comerciales en la época, en 1883 abrió
la primera planta frigorífica de Buenos Aires. En una primera
etapa, la carne ovina fue el rubro central de este mercado: entre
los años 1888 a 1893 se convirtieron cincuenta millones de ove-
jas de Merino a cruza con Lincoln, denominadas multipropósito
(carne/lana). En simultáneo, la presencia de ganadería vacuna
daba saltos constantes hasta convertirse en la marca identitaria
de la oligarquía rural. Hacia el año 1888, se registraba la exis-

119
tencia de veintidós millones de cabezas de vacuno y sesenta y
siete millones de ovinos2.
Otro proceso emblemático dentro de la etapa fue la deno-
minada “Campaña al Desierto”, capítulo vernáculo de la acu-
mulación originaria. Este proceso fue clave en la estructuración
simultánea y correlativa de la consolidación del aparato burocrá-
tico del Estado, con el Ejército como su columna vertebral y de
la clase oligárquica terrateniente, personificada en la Sociedad
Rural, como expresión de la particular configuración clasista de
la sociedad “nacional”. Por su escala y velocidad, grafica de un
modo palmario la articulación entre Estado y agentes privados
para apropiarse de tierras de uso común y dar paso a la explota-
ción agropecuaria capitalista. El uso de la violencia como fuerza
productora de la propia identidad estatal, al tiempo que como
precondición para la privatización masiva de tierras, adquirió
una dinámica acelerada. La avanzada militar-empresarial tuvo
su escenario principal en la Patagonia, aunque también fueron
fundamentales para la configuración espacial del Estado (y del
mercado de tierras) argentino las campañas sobre la región
chaqueña contra las comunidades indígenas de esa zona del
territorio “nacional”, incursiones que se sucedieron hasta, por
lo menos, el año 1913.
Las oleadas de avanzadas militares se registraron desde
1878 hasta 1885, ocupando en sucesivas etapas diversas áreas
patagónicas habitadas principalmente por comunidades ma-
puche y tehuelche y, en menor medida, por familias criollas que
se movían a uno y otro lado de la Cordillera en actividades de
intercambio comercial. Este proceso formó parte de una política
genocida que implicó exterminio, encierro, desmembramiento
de familias y distribución de las poblaciones indígenas sobre-
vivientes para ser explotadas en diversas ramas productivas,
sometidas a actividades militares o para tareas de servidumbre
en casas oligárquicas, sobre todo mujeres, niñas y niños. Algu-
nos estudios estiman que alrededor de 1300 indígenas fueron

2 La clase dominante en la Argentina moderna. Formación y características (Sábato,


1991); Los terratenientes de la pampa argentina. Una historia social y política 1860-
1945 (Hora, 2003); y La economía argentina. Desde sus orígenes hasta principios del
siglo XXI (Ferrer, 2005).

120
asesinados y cerca de 13.000 fueron capturados en los primeros
dos años de avanzada estatal3.
Tras estas campañas patagónicas, se entregaron —sólo me-
diante la denominada Ley de Premios Militares— 4.700.000
hectáreas. Y, en un marco más amplio de la política de privati-
zación y concentración de la tierra, entre 1876 y 1903, el Estado
fue clave para que sesenta y siete propietarios pasaran a adue-
ñarse de más de seis millones de hectáreas; 24 familias “patri-
cias” recibieran parcelas que oscilaban entre las doscientas mil
hectáreas de los Luro y las dos millones y medio de hectáreas
de los Martínez de Hoz4. Dentro de ese largo proceso de privati-
zación, adquiere centralidad política el rol de la Sociedad Rural
Argentina. Fundada en 1866, fue el espacio corporativo por ex-
celencia de las principales familias que componían la oligarquía
que impulsaba y a la vez se beneficiaba con estos despojos de
tierras.
Si bien la actividad ganadera fue significativa en esta etapa
—tanto en términos económicos como simbólicos, pero sobre
todo respecto al poder de la clase que la dirigía—, la actividad
agrícola, generalmente en manos de pequeños y medianos pro-
ductores arrendatarios, tuvo un marcado despegue que, con el
correr de los años, hegemonizaría el perfil agroexportador del
país hasta llegar a ser denominado como “granero del mundo”.
En el año 1895, la superficie cultivada en la provincia de Buenos
Aires rondaba el millón de hectáreas y se acercaba a los cinco
millones de hectáreas en 1913. Con este crecimiento, la agri-
cultura superaba a la ganadería como fuente principal de las
exportaciones, en base a los cultivos de trigo, maíz, lino y avena.
La enorme transformación territorial puede dimensionarse en

3 Estado y cuestión indígena. El destino final de los indios sometidos en el sur


del territorio (1878-1930) (Mases, 2003); “La ‘Conquista del Desierto’ desde
perspectivas hegemónicas y subalternas”, en Runa (Briones y Delrio, 2007); “La
‘cuestión de los indios’ y el genocidio en los tiempos de Roca: sus repercusiones en la
prensa y la política”, en Historia de la crueldad argentina. Julio A. Roca y el genocidio
de los Pueblos Originarios (Lenton, 2010).
4 “Ampliando las fronteras: la ocupación de la Patagonia”, en Nueva Historia
Argentina (Bandieri, 2000); y “Comenzar el debate histórico sobre nuestra violencia”,
en Historia de la crueldad argentina. Julio A. Roca y el genocidio de los Pueblos
Originarios (Bayer, 2010).

121
la ampliación de la frontera triguera, siendo Santa Fe el primer
caso emblemático de este avance: en el año 1880 había ciento
treinta mil hectáreas dedicadas a ese cultivo, mientras que para
1895 alcanzaba ya el millón de hectáreas —la mitad del total
nacional—, y medio millón más estaban ya sembradas con maíz,
lino y otros cultivos. Para el año 1911, las hectáreas trigueras a
nivel nacionaleran ya más de seis millones, alcanzando cerca de
nueve millones de hectáreas en 19285.
Este proceso agroproductivo requirió la conformación de
una enorme masa de población proletarizada, ahora dependiente
de un salario para garantizar la totalidad o parte significativa de
su alimentación. Este proletariado en auge fue asimismo la base
de la creciente conflictividad que ganó espacio en las primeras
décadas del siglo xx. Para 1908, sólo en el área rural, el movi-
miento de trabajadores estacionales alcanzaba a medio millón
de personas, entre población extranjera, de otras provincias
y de zonas aledañas a las cosechas. Si estos tiempos eran de
bonanza en términos macro-económicos, al mismo tiempo se
gestaron crecientes focos de conflictos obreros, suscitados por
los vaivenes en los precios internacionales de materias primas,
como así también por las políticas que permitían una enorme
desigualdad, tanto en el reparto de la riqueza acumulada como
en el acceso a la propiedad de la tierra.
En 1912, la caída del precio del maíz —en concurrencia con
otros factores— desató las protestas de los chacareros que
arrendaban tierras, con el “Grito de Alcorta” como principal hito
político. Dos años después el escenario se agrava por el estallido
de la primera guerra mundial, dejando expuesta la dependencia
extrema del modelo económico respecto de las fluctuaciones
y contingencias del mercado mundial. En el caso particular de
los arrendatarios, para 1914 estos representaban el 43% de las
explotaciones agrícolas en la región pampeana, con variaciones
que, en Santa Fe, llegaban al 70%6. La dificultad de este sec-

5 “Cosecha roja. La conflictividad obrero-rural en la región pampeana, 1900-1937”,


en Conflictos obrero-rurales pampeanos 1 (1900-1937) (Ansaldi, 1993); y “La gran
expansión agraria (1880-1914)”, en Nueva historia de la Nación Argentina (Miguez,
2003).
6 Chacareros Pampeanos: una historia social y productiva (Palacio, 2006).

122
tor para sostener sus unidades productivas —por los precarios,
breves y desventajosos contratos— encontró una mejoría lue-
go de la gran huelga de 1917 y de los sucesivos levantamientos
que derivaron en una legislación en 1921 que les daba mayor
previsibilidad. Previamente, la respuesta gubernamental a las
demandas de las familias chacareras arrendatarias osciló entre
la marginalización y la represión.
En ese contexto, los números de desocupación en el país
pasaron de 116.000 en 1912 a más de 445.000 en 19177. La
movilización obrera de alta intensidad en zonas urbanas se co-
rrespondió con un panorama no menos convulsionado en su
versión rural, con marcada presencia de organizaciones anar-
quistas. Estos escenarios confrontaron, por un lado, a los chaca-
reros con los terratenientes, los empresarios colonizadores, los
comerciantes cerealistas y los propietarios de carros; en tanto
que los obreros manifestaron su antagonismo con sus diversos
patrones: chacareros, comerciantes cerealistas, propietarios de
carros y contratistas de maquinaria agrícola. Los principales re-
clamos fueron reivindicativos y tuvieron como demandas clave
el aumento de salarios para hacer frente al alza del costo de vida,
el establecimiento de la jornada de ocho horas y reconocimiento
de los sindicatos.
Como rasgo general del periodo, cabe resaltar la profunda y
acelerada inserción en el mercado internacional agroalimentario
que tuvo el país como abastecedor clave. Entre 1913 y 1929,
las exportaciones totales argentinas, tomadas a valores cons-
tantes, habían crecido 57%, contra apenas 15,6% en el resto
del mundo8. Las fluctuaciones en los precios internacionales
de las agroexportaciones signaban los ciclos de prosperidad y
contracción de la economía nacional y, en general, dejaban ex-
puesta la intensa dependencia respecto al sector externo. El fin
de este período se empieza a marcar con el agotamiento de la
frontera de mercantilización bajo esta modalidad extensiva: la
expansión del ferrocarril se desacelera significativamente (en

7 Ansaldi, op. cit.


8 El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas
(Gerchunoff y Llach, 1998).

123
la década del veinte creció a una tasa anual de 1,4%, mientras
que los cincuenta años anteriores a la Guerra, se había expandi-
do al 15,4% anual); y las zonas agro-productivas funcionales al
circuito global ya habían sido alcanzadas. El área agropecuaria
apenas se había incrementado en la década del veinte: el nuevo
campo sembrado se ganaba en detrimento de la ganadería, ha-
biendo cesado por entonces la incorporación masiva de tierras
que caracterizó a las décadas previas.

Ecosistemas y cuerpos al ritmo agroexportador


El mencionado proceso de alambrado de campos para el
manejo agroganadero, —que permitió organizar rotaciones y
regular la carga de los suelos en la Pampa Húmeda frente al so-
brepastoreo pre-existente— necesitó indefectiblemente de una
extensa infraestructura de postes y corrales abastecida por la
masiva deforestación en la región chaqueña. Los bosques fueron
arrasados a un ritmo insostenible de reposición, siendo literal-
mente concebidos como una cantera.
La deforestación atada a los diversos procesos de incorpo-
ración de tierras al mercado (vía agricultura, ganadería, industria
forestal o de tanino, entre otras) dejó una de las huellas más
profundas de la fractura ecológica: se estima que, a fines del
siglo xix, existían en Argentina más de cien millones de hectáreas
de montes y selvas autóctonos y que, en menos de cincuenta
años, se perdieron dos terceras partes de esos ecosistemas9.
Además del impacto ambiental generado por la tala masiva en
los montes para la fabricación de durmientes, la red de trenes
tuvo otras consecuencias ecológicas significativas, en tanto los
terraplenes ferroviarios solían actuar como diques inundando
amplias extensiones.
A medida que ingresaban en la dinámica agroalimentaria
global, buena parte de esos extensos territorios dejaban de ha-
cer parte de los ciclos de nutrientes y procesos hídricos natura-
les y/o agroculturales de carácter local para dar paso al sistemá-

9 “Bosques y agricultura: una mirada a los límites históricos de sustentabilidad de


los bosques argentinos en un contexto de explotación capitalista en el siglo xx” en
Luna Azul (Zarrilli, 2008).

124
tico trasvase internacional de fertilidad y agua mediante bienes
agro-alimentarios. Los celebrados números de las balanzas de
exportaciones llevaban insertos una acelerada fractura ecoló-
gico-territorial allí donde el capitalismo agrario se expandía. La
deforestación, los monocultivos a gran escala y la pérdida de
especies nativas animales y vegetales asociadas fueron el es-
cenario ideal para la proliferación de “plagas” y “malezas”, así
concebidas desde la perspectiva agro-comercial.
Sin dudas, la langosta fue la gran protagonista de la época,
aunque no la única. Si bien las langostas estaban asentadas en la
región previo a la expansión agrícola de este periodo, tenían una
presencia limitada y regulada por aves que actuaban como sus
predadores naturales. El aumento de esta “plaga” y las políticas
agroexportadoras, llevaron a que ya en 1891 se sancionara una
ley que llamaba al gobierno nacional a tomar diversas medidas
para extirpar a la langosta en cualquier punto del territorio na-
cional10. Durante estos años se utilizaron fuerzas militares, se
erogaron recursos públicos para incentivar a los particulares en
las campañas para intentar detener las mangas, y se compraron
barreras de zinc desde el propio Estado para frenar el ingreso
del insecto a los cultivos. La decidida acción estatal da cuenta
de que se trató de un problema de gran escala que afectaba
el corazón del modelo agroexportador, exponiendo, a la vez, el
carácter determinante de los recursos públicos en la creación
de las condiciones contextuales de reproducción del capital. En
1922, la presencia de la langosta afectó casi al 40% del país,
exceptuando la Patagonia.
La fractura geosociometabólica tuvo un capítulo significa-
tivo en términos demográficos. Un punto especial merece el in-
cesante flujo de cuerpos que arribaba, en clave proletaria, a tie-
rras argentinas durante esta etapa. Entre 1857 y 1914 ingresan
3.300.000 inmigrantes, europeos en su mayoría. Entre 1869 y
1914 la población pasó de 1.143.000 a 7.885.000 habitantes,
concentrándose en la región pampeana11. Asimismo, se observó
una marcada transformación espacial entre la urbanidad y la

10 Brailovsky y Foguelman, op. cit.


11 Sábato, op.cit.

125
ruralidad, una dimensión típica del trastorno sociometabólico
del capitalismo. Entre los años 1869, 1895 y 1914, la población
que habitaba centros poblados de más de dos mil habitantes
pasó a representar 28%, 37% y 53%, respectivamente, mientras
que la población rural disminuyó en términos relativos del 72%
del total en 1869 al 47% en 1914. Los habitantes radicados en
centros urbanos pasan de medio millón en 1869 a más de cuatro
millones para 1914, un aumento de más de ocho veces en menos
de cincuenta años12.
La ciudad de Buenos Aires fue el caso paradigmático de la
explosión demográfica sobre un área delimitada, con notables
efectos ecológico-sanitarios. Entre 1855 y 1910, su población
creció de menos de cien mil habitantes a más de 1.300.000.
Esta saturación territorial se tradujo en sucesivos y diversos
brotes epidémicos (escarlatina, disentería, peste bubónica,
fiebre amarilla, fiebre tifoidea, viruela, sarampión, difteria)
característicos de este crecimiento poblacional acelerado sin
una infraestructura de sanidad adecuada. La viruela dejó mil
quinientos muertos en 1884, mil trescientos en 1887 y dos mil
doscientos en 189013.
En el caso de las enfermedades infectocontagiosas, asocia-
das a la explosión demográfica y saturación ambiental, la cons-
trucción de sistemas de aguas corrientes, cloacas y políticas de
higiene urbana repercutieron en tendencias a la baja. La expec-
tativa de vida al nacer, que rondaba los 31 años en 1887, supe-
raba ya los cincuenta años en 1914. No obstante, con el correr
de las décadas, aunque mejoraban los indicadores generales,
se agudizaron las diferencias sanitarias como fractura de clase.
Mientras que, en las décadas de 1870 y 1880, las enfermeda-
des infectocontagiosas afectaban de forma genérica a todos los
sectores sociales, en la segunda y tercera décadas del siglo xx,
pobres y ricos enfermaban y morían por causas diferenciadas14.
En general los pobres, con alimentación deficitaria, alojados en

12 Ferrer, op. cit.


13 “El descubrimiento de la enfermedad como problema social”, en Nueva Historia
Argentina (Armus, 2000).
14 Armus, op. cit.

126
ambientes muchas veces insalubres y hacinados fueron el ob-
jetivo predilecto de los diversos patógenos.
Este cuadro se enmarca en la conformación de centros ur-
banos del corredor agroexportador pampeano donde se mol-
deaba una sociedad cada vez más dependiente del nexo salarial.
La contracara fue la desigualdad con otras regiones del país,
denotando la fractura económico regional de los territorios. En
ese marco, algunas áreas lograron asentarse, siempre en la lógi-
ca monocultural, como abastecedoras en el expansivo mercado
interno: el azúcar de Tucumán, la yerba misionera o la actividad
vitícola mendocina fueron ejemplo de esto. Otras, definitivamen-
te actuaron como enclaves exportadores, como el sector ovino
patagónico y el de taninos de la región chaqueña. El impacto de
estas ramas agro-productivas no redundó en mejores condicio-
nes de vida para las mayorías, más bien reforzó desigualdades.
Por ejemplo, en el periodo 1913-1915, la expectativa de vida al
nacer en la provincia de Buenos Aires era de 51 años y, en el
Noroeste, del país de 3815.
Si los éxitos agroexportadores se reflejaron en la “europei-
zación” de las dietas y gastos suntuosos de las clases altas por-
teñas y de la región pampeana, los sectores populares criollos
e inmigrantes quedaban altamente vulnerables a los shocks
macroeconómicos. En 1917, el 55% del gasto mensual de una
familia obrera de la capital argentina era destinado a alimen-
tos. Bienes de producción nacional que tenían su precio atado
al mercado global —carnes y granos— y partes significativas
de las canastas alimentarias aún basadas en importaciones —
aceites, por ejemplo— componían un cuadro presto a tensarse
cíclicamente. La carne y el pan eran los alimentos básicos de
los adultos, así como la leche para niñas y niños. No obstante,
algunos insumos como la yerba mate acaparaban casi un 25%
de la canasta en sectores obreros16.

15 “Una expansión desigual. Los cambios en el consumo argentino, desde principios


del siglo xx hasta la década de 1940”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y
Americana Dr. Emilio Ravignani (Rochi, 2020).
16 Rochi, op. cit.

127
Un ejemplo tácito de los bruscos impactos del “mercado
global” en las dietas se dio durante la primera guerra mundial.
Proliferaron las ollas populares y los llamados “comedores de
pobres”. Se trató de un escenario de caída en la cantidad y ca-
lidad de alimentos no por falta de disponibilidad sino por las
prioridades del mercado exportador. El aumento externo de la
demanda de carne repercutió automáticamente en la alimen-
tación interna promedio. Por ejemplo, se dio una caída de entre
un 36% y 43% en la ingesta cárnica de la población de una de
las capitales más ricas, como era la ciudad de Córdoba17. Este
shock de degradación alimentaria y la difusión del hambre como
problema social se tradujo en una marcada desmejora de las
condiciones sanitarias de los sectores populares, más propensos
a enfermar durante ese período.
Se configuraba así un panorama donde, como se repetiría
hasta la actualidad, la participación argentina en el mercado
global alimentario como proveedor de proteína animal y granos
resentía la dieta de vastos sectores internos. Si ya había indi-
cios internos de agotamiento de este modelo agroexportador, y
escenarios externos, como el nuevo predominio estadounidense
y el declive británico, que cambiaban el contexto global, la crisis
de 1929 fue el golpe último para acelerar un nuevo ordenamien-
to geopolítico donde las materias agroalimentarias argentinas
perdían su lugar protagónico.

“Sociedad de masas”: derecho a la desafiliación ecológica


El nuevo periodo (1930-1970), marcado por un nuevo con-
texto internacional, presenta como rasgo característico el llama-
do proceso de sustitución de importaciones, alcanzándose un
grado de industrialización significativo para la historia del país.
Entre sus saldos, se registraron la incorporación masiva de la
población a la llamada sociedad de consumo de masas y a la vida
urbana, así como una intensa politización de los sectores popu-
lares en torno a un proyecto político partidario como el justicia-

17 "La sociedad en la guerra. Alimentación y primera guerra mundial en Córdoba


(Argentina)”, en Prohistoria (Remedi, 2003).

128
lismo, encabezado por Juan Domingo Perón, movimiento que,
durante el período, oscilará entre el ejercicio institucional del
gobierno y la resistencia a la proscripción y gobiernos militares.
Asimismo, en especial a mediados de la década del sesenta, se
empiezan a gestar con intensidad —en sintonía con la situación
regional del tiempo— múltiples activismos de base, estudian-
tiles, fabriles, eclesiásticos y rurales, con diversos horizontes
emancipatorios y formas de lucha. Varias de estas experiencias
se materializarán de forma expansiva a final de la década del
sesenta y a inicios de los años setenta.
Sin obviar estos hechos, más bien entendiendo su lugar cla-
ve en las disputas por la reapropiación política de la vida para
los sectores subalternos, desde la perspectiva aquí esbozada se
busca poner el foco en las transformaciones ecológico-políticas
ocurridas durante estos procesos. En los marcos de lucha de una
sociedad capitalista dependiente —bien bajo los márgenes de la
democracia liberal de corte popular, en menor medida durante
los tiempos de proscripción del peronismo, pero fundamental-
mente a causa de los “desbordes desde abajo” (Zibechi, 2018),
que caracterizaron una etapa de revolución mundial que, en
América Latina, se extiende desde la Revolución cubana (1959)
hasta el golpe contra el gobierno de Salvador Allende (1973)—
se dieron significativos avances en el acceso a los llamados
bienes y servicios básicos, así como una radical disputa por la
distribución de la riqueza social(y natural)mente producida. No
obstante, estos tópicos fueron en gran medida correlativos a
cambios estructurales de largo alcance que permiten repensar
si las vías, anhelos y diversos logros efectivamente alcanzados
en el marco de una sociedad de consumo fueron en su totalidad
inequívocamente beneficiosos, retomando la mirada sobre la
autonomía política de la vida en común.
No se puede omitir la pregnancia, a través de la cultura de
masas, de los imaginarios del desarrollo y la modernidad (Esco-
bar, 2007) durante estos años —incluso para la mayor parte de
las izquierdas—, y sus impactos, por ejemplo, en los progresivos
cambios de dieta y sus implicancias sanitarias; en el creciente
uso de energías fósiles, químicos sintéticos y materiales pro-

129
veniente de la minería industrial; en la acelerada electrificación
de la vida cotidiana y dependencia de tecnologías complejas al
interior del hogar; en las intervenciones cada vez más drásticas
y veloces sobre la naturaleza como equivalencia de “progreso”;
en la marcada pérdida de saberes constructivos, alimentarios y
medicinales comunitarios como así también los que aún perdu-
raban como legado dentro de las unidades domésticas.
En términos de subjetivación política, tampoco fueron ino-
cuos todos estos procesos convergentes, particularmente, la ex-
pansión de la idea de “consumidor”, sobre la que se montará en
gran medida la ampliación de la ciudadanía —antes económica
que política, en el sentido que aquí se asigna a ese término— en
las aspiraciones desarrollistas y en el imaginario bienestarista
fraguado durante el interregno del pacto keynesiano. Incorpo-
rar de forma masiva a los sujetos a un consumo crecientemen-
te desconectado de las implicancias ecológicas, territoriales y
sociales fue uno de los grandes logros del capital durante este
tiempo. Es, desde esta clave de lectura cruzada, que aquí se
plantea interpretar las transformaciones de la etapa, buscando
ver las complejidades, tensiones y diversas aristas subyacentes
a la fractura sociometabólica.

El control oligárquico renovado


El cambio de época se puede observar comparando rol del
sector agroexportador entre periodos. Entre los años 1900 y
1930, el agro contribuyó con el 45% del producto de los secto-
res generadores de bienes, mientras que, en los cuarenta años
siguientes, el aporte se redujo al 17%. A principios de la década
del treinta, el 25% del trigo, el 65% del maíz y el 38% de la carne
vacuna comercializada en el mundo provenían de la Argentina,
mientras que, hacia mediados de los setenta, esos porcentajes
habían descendido al 4%, al 12% y al 13%, respectivamente. Fue
así que, en los treinta años posteriores a la Gran Depresión, el
sector agroexportador experimentó un franco retroceso18.

18 Ferrer, op. cit; "Poder y crisis de la gran burguesía agraria", en Argentina, hoy
(Sidicaro, 1982); y “La evolución del sector agroexportador argentino en el largo plazo,
1880-2010”, en Historia Agraria (Hora, 2012).

130
Pese al contexto, la oligarquía terrateniente se adaptó al
nuevo escenario reconfigurando su liderazgo en el plano econó-
mico. Durante el periodo de gobiernos peronistas (1946-1955)
vería duramente confrontado su peso en la toma de decisiones
de la organización macro-económica, en paralelo al cuestiona-
miento de su rol como interlocutor principal del gobierno na-
cional en el debate público. No obstante, en una mirada más
profunda y tomando el periodo caracterizado por la industriali-
zación sustitutiva, al no haberse originado este proceso en una
fracción industrial autónoma y enfrentada con el sector terrate-
niente, las posiciones de este último no se vieron afectadas19.En
el nuevo escenario que abría la década del treinta, todo nuevo
incremento de la producción agropecuaria pampeana se basaba
en la intensificación antes que, en la expansión, ya que se había
completado la ocupación de tierras aptas para cultivo en secano.
En ese escenario, al ritmo de las diversas coyunturas interna-
cionales, y las políticas públicas que alentaban o relegaban la
incorporación de maquinaria, insumos de la química industrial
y semillas comerciales, se avanzó lentamente en un nuevo pro-
ceso de tecnificación de la agricultura comercial.
Los primeros años tras la crisis internacional afectaron gra-
vemente la estructura agropecuaria exportadora pampeana en
general, pero con diferencias marcadas dentro de los diversos
sujetos de las cadenas agro-ganaderas. Mientras que entre 1929
y 1934 los balances de los frigoríficos promediaron beneficios
que iban del 11% al 14%, las 41 principales estancias vieron caer
de 7% a 1% su rentabilidad entre 1932 y 1934. En ciertos casos,
siquiera alcanzaron ese mínimo20. Este fue el contexto de la fir-
ma del pacto Roca-Runciman (1933), que comprometía al Reino
Unido a importar carne argentina a un nivel similar al de 1932
—a saber, el más bajo desde 1921—, pero con derecho a dejar
de hacerlo si eso afectaba los precios internos británicos. Los
capitales británicos y sectores ganaderos con buenos vínculos
en el entramado político institucional que organizaba la expor-

19 Sistema socioeconómico y estructura regional en la Argentina (Rofman y Romero,


1998).
20 Estructura económica de la ganadería argentina (Giberti, 1986):

131
tación fueron los grandes beneficiarios, mientras que la mayor
parte de la cadena se veía erosionada y cargaba en sus balances
el contexto recesivo.
Con ese escenario de decadencia para una parte de los ac-
tores mejor acomodados dentro del sistema agroexportador, los
obreros rurales y pequeños arrendatarios abocados a la agricul-
tura se cargaron el mayor peso de la crisis. Entre 1929 y 1933,
las chacras que producían cereales disminuyeron de más de 153
mil a alrededor de 135 mil unidades y los propietarios de ese
tipo de explotación pasaron de más de sesenta mil a menos de
cincuenta mil21. El escenario internacional llevaba a situaciones
límites, tales como el fin de año de 1930, cuando la depreciación
del trigo fue tal que su valor no alcanzó para cubrir los costos
de producción, redundando en que buena parte de los cultivos
no fueran cosechados. Suelos removidos, energía humana disi-
pada y toneladas de alimentos malversados indicadores de un
mercado agrícola global que se iba convirtiendo en una opción
más para ajustar balances.
La crisis agrícola erosionó el tejido social rural y urbano de
la región pampeana. La caída de la demanda externa de los pro-
ductos argentinos y la baja en los precios del comercio exterior
fueron dramáticos para una gran masa de población. Hacia el
año 1932, existían registros de alrededor de 440 mil personas
desempleadas, de las cuales casi 150 mil correspondían direc-
tamente a la actividad rural22. Si se contempla el subregistro de
desocupación —junto a la población total del país, alrededor de
doce millones de habitantes—, la cifra era por demás significati-
va. Las huelgas, movilizaciones y la creciente migración hacia las
ciudades, en busca de trabajo asalariado para poder alimentarse,
fueron la marca de los primeros tiempos de esta etapa.
En torno a la alimentación, las primeras décadas del siglo
xx habían dejado instalado el estrecho vínculo entre escasez
interna —normalmente concentrada en los estratos pobres— y
mercado externo. En el ahora alicaído “granero del mundo”, la po-

21 El sindicalismo rural en la Argentina. De la resistencia clasista a la comunidad


organizada (1928-1952) (Ascolani, 2009).
22 Ascolani, op. cit.

132
sibilidad de obtener una nutrición adecuada se veía seriamente
limitada para una parte significativa de la población. La fractu-
ra entre agricultura y alimentación adquiría toda su dimensión
política: la carestía, la especulación y la indigencia de los des-
empleados componían el cuadro sombrío en el cual los gobier-
nos debieron experimentar soluciones asistenciales paliativas
y regulaciones comerciales ante el temor al desborde popular23.
Al mismo tiempo que se desplomaban los precios interna-
cionales, el costo de los productos alimenticios de primera ne-
cesidad no sufrió disminuciones en gran parte del área rural. La
postal de trenes desbordados de braceros que eran devueltos a
sus lugares de origen sin conseguir trabajo se volvía frecuente
y los mendigos pidiendo alimentos eran una imagen común en
prósperos pueblos de la región pampeana. La sindicalización y
la huelga —del lado obrero— y los intentos por fijar precios y el
estado de sitio —del lado gubernamental— eran las acciones
que marcaron la época. La dinámica del valor de cambio y la es-
peculación se manifestaban en los bienes alimentarios básicos.
Por ejemplo, en los aumentos en el pan que tenía un costo en la
harina de siete pesos la bolsa, y rendía para 100 kilos de produc-
to elaborado, mientras esa cantidad terminaba vendiéndose a
25 pesos. Solamente en algunos meses del año 1935, el precio
de la carne sufrió aumentos de entre 30% y 50%. Durante toda
la década del treinta, el consumo de este alimento se redujo en
un promedio de 4 kilos, pasando de 79,4 kilos a 75,4 kilos per
cápita24.
Para el cierre del decenio, los precios internacionales se re-
cuperaron, con máximos históricos para el trigo en 1937 y para
el maíz en 1938, aunque el inicio de la segunda guerra mundial
resentiría nuevamente los mercados globales. La producción
agrícola —estancada durante los años treinta en torno a los 20
millones de toneladas— empezó a caer los primeros años de la
década del cuarenta, tocando fondo una década después, al-
canzando los nueve millones de toneladas en el año 1952. El es-
tancamiento en la década del treinta y la caída de la década del

23 Ascolani, op. cit.


24 Ascolani, op. cit.

133
cuarenta, tienen su correlato en las estadísticas de exportación.
El periodo de guerra deparó en que las exportaciones de trigo se
redujeran a la mitad en pocos años, entre 1938 y 1942, y las de
maíz, que venían en caída, prácticamente fueran insignificantes
para el lapso que corre entre los años 1941-194425.
Durante la crisis de la agricultura exportadora se implemen-
tó una política de precios mínimos, sostenidos por los sucesivos
gobiernos nacionales, que subsidiaban la caída de los precios
internacionales. El símbolo de estas medidas para intervenir en
los mercados fueron la Junta Nacional de Granos, creada en
1938, y su predecesora, la Junta Reguladora de Granos (1933).
No obstante, fue a partir de 1945 cuando el Estado monopoli-
zó definitivamente el comercio de granos a través de la Junta,
mecanismo que duraría hasta 1955 con el fin del gobierno de
Juan Domingo Perón. Por otra parte, si en el periodo 1915-1920
las exportaciones cárnicas representaban el 128% del consumo
interno, para 1941-1944 la relación se había invertido: ahora lo
exportado era el 66% respecto a lo consumido en el país26.
Aunque en otra escala, fueron los alimentos para el consumo
interno los que vieron incrementar su volumen durante estos
años de crisis agroexportadora: los cultivos de las regiones ex-
tra-pampeanas (azúcar, vino, frutales, cítricos, yerba y algodón,
se cuentan entre los más relevantes), crecieron a una tasa cerca-
na al 3% anual entre 1929 y 196027. Esos aumentos agroproduc-
tivos no dejaron de llevar implícitos en gran medida profundos
procesos de monocultivo, erosión de la biodiversidad, pérdida de
sistemas agroalimentarios autóctonos, sistemas de explotación
laboral, concentración de las cadenas productivas, y dinámicas
de enclave dentro de la economía interna. Este proceso puede
ser leído como una aceleración de la fractura sociometabólica,
entendida como fractura regional al interior del país, asignando
zonas como proveedoras específicas de ciertas materias pri-
mas alimentarias para las grandes ciudades. En este sentido,

25 “El estancamiento del agro argentino y el mercado mundial. De la Gran Depresión


a la Segunda Guerra Mundial”, en Historia Agraria (Cadenazzi, 2012).
26 Giberti, op. cit.
27 Hora, 2012, op. cit.

134
en el año 1957 fue creado desde el aparato estatal el Instituto
Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), actor clave en la
planificación y difusión de los modelos productivos “desarro-
llados”, es decir, con mayor especialización por eco-regiones,
intensivos en la adquisición de tecnología petrodependiente y
estructurados en cadenas para abastecer el creciente mercado
interno de las grandes urbes. A pesar de ese despegue de los
cultivos de tipo industrial, no se compensó la caída general de la
agricultura que representa esta etapa: de un pico de 16 millones
de hectáreas en la década del treinta se pasó a unos 12 millones
en lo que respecta a cultivos anuales para el primer quinquenio
de la década del cincuenta28.
Los años de gobierno peronista supusieron continuidades
y rupturas con las dinámicas previas de los gobiernos de facto.
El menor peso del sector agroganadero en todo el entramado
macroeconómico siguió siendo parte del cuadro: en 1946 las ex-
portaciones agrícolas apenas alcanzaban al 15% de las de 1937.
En parte esto se debía al boicot norteamericano de 1942-1949,
que frenaba las exportaciones agropecuarias a Estados Unidos y
a Europa. Ante ese escenario, la política pública de intervención
del mercado exportador fue marcada, por ejemplo, con la crea-
ción del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio
(IAPI) en 1946, organismo que se erigió en el intermediario obli-
gado entre los productores agrarios y el mercado externo. Este
mecanismo redujo de forma acentuada los precios percibidos
por los exportadores, apalancando un sustancial aumento sa-
larial, altos niveles de beneficio para las empresas urbanas y un
incremento significativo del gasto estatal29.
Otra política pública específica para el sector concretada a
instancias de Perón en 1944 —cuando aún revistaba en la car-
tera laboral del gobierno de facto de Edelmiro Farrel—, fue el
decreto mediante el cual se instituyó el Estatuto del Peón Ru-
ral, convertido en ley durante la primera presidencia peronista.
Regulación de las horas de trabajo, vacaciones pagas, descanso

28 “La evolución de la producción agropecuaria pampeana en la segunda mitad del


siglo xx”, en Revista Interdisciplinaria de Estudios Agrarios (Pizarro, 2003).
29 Hora, 2012, op. cit.

135
dominical, indemnización por despido y condiciones de salud e
higiene, entre otros puntos, fueron parte de esta legislación. Por
otro lado, en continuidad con la política iniciada en 1943, se sos-
tuvo el congelamiento de los arrendamientos y la prohibición de
desalojos. Este control trascendió al peronismo, tuvo numerosas
prórrogas y, cuando finalmente desapareció en 1969, había con-
tribuido a alterar en parte la estructura de tenencia de la tierra.
Fue así que buena parte de antiguas estancias de la oligarquía
rural pasaron a manos de antiguos arrendatarios.
Entre los censos de 1947 y 1969, la superficie arrendada en
la región pampeana cayó de 27 millones a 13,5 millones de hec-
táreas, mientras que la trabajada por sus dueños subió de 37,3
a 54,6 millones de hectáreas30. La política de congelamiento de
los arrendamientos tuvo fuertes implicancias en los usos del
suelo. Por un lado, los grandes propietarios que lograban salir
de los acuerdos dejaban de lado los cultivos y retornaban sus
campos a la actividad ganadera que ellos mismos gestionaban.
En tanto que los arrendatarios, frente a la incertidumbre en tor-
no a las prórrogas del congelamiento, optaban por maximizar
ganancias mediante prácticas productivas que ignoraban la sus-
tentabilidad de los suelos.
El fin del gobierno peronista y el inicio de la denominada
etapa “desarrollista”, entre gobiernos de facto y procesos de
democracias restringidas bajo la proscripción del peronismo,
implicó reformas significativas para el sector agropecuario. En
el año 1955, se liberalizó el comercio de granos, sucediéndose
un período de contradicciones en la política nacional en el que
se profundizaría el manejo del tipo de cambio, vía retenciones a
la exportación. Los gravámenes de exportación de cereales pro-
mediaron un 15% en la década del sesenta. También se dieron
facilidades para adquirir maquinaria, como desgravaciones para
el impuesto a las ganancias reinvertidas en equipo fijo (desde
1955 a 1973) y créditos a largo plazo a tasas reales negativas
de 1963 a 197731.
En el año 1955, se buscó ordenar la mencionada relación

30 Hora, 2012, op. cit.


31 Pizarro, op. cit.

136
conflictiva entre propietarios y arrendatarios que alcanzaba a
200 mil contratos de arrendamientos, por lo que se establecie-
ron normativas para facilitar a los arrendatarios la adquisición de
las tierras que ocupaban a precios de mercado. Entre los censos
agropecuarios de 1947 y 1960, el número de medieros y arren-
datarios se redujo en torno al 60% y en la zona pampeana el
número de unidades administradas por sus propietarios pasó
del 40% al 60%32. Una mirada detenida exhibe que la estructura
de la tierra seguía teniendo una distribución por demás desigual.
Hacia el año 1968, en zonas núcleo —como Pergamino (Buenos
Aires)— el 32% de establecimientos —que ocupaban el 7,4%
del total de superficie— contaban con menos de 40 hectáreas,
mientras que el 3,4% —con más de 400 hectáreas— controla-
ban el 30,2% del total de superficie33.
Un aspecto central que identifica toda esta etapa es la avan-
zada industrial urbana. Como dato, el número de fábricas pasó
de 38.456 en 1935 a 86.440 en 1946 y a 181.000 en 1954.
Dentro de este marco, la industria alimenticia, que contaba con
grandes fábricas modernas y pequeñas plantas improvisadas
era el principal empleador del sector industrial al tiempo que cu-
bría el total de la demanda interna34. Un aspecto habitualmente
soslayado del avance de la industria es su impacto ecológico.
En esta “explosión” fabril, se ven afectados de forma acelerada
los ríos que recorren las ya densas zonas urbanas, sobre todo
en el Área Metropolitana de Buenos Aires. Entre 1950 y 1973,
se multiplican grandes vertedores de desechos orgánicos: los
mataderos y frigoríficos crecieron 12,5% en su producción, los
lácteos aumentaron en un 71%, las cervezas en un 22%. Pero
las ramas industriales que provocan contaminación inorgánica
aumentan aún más: las curtiembres, un 88%; los derivados de
petróleo, un 314%; el caucho, un 336%; y los fertilizantes y pla-
guicidas, un 1424%35.

32 Ferrer, op. cit.


33 Pizarro, op. cit.
34 Cuando los trabajadores salieron de compras. Nuevos consumidores, publicidad
y cambio cultural durante el primer peronismo (Milanesio, 2014).
35 Brailovsky y Foguelman, op. cit.

137
Finalmente, se llega al cierre de la etapa con un sector agro-
pecuario concentrado que no perdía su protagonismo. Para
1969, en las cinco provincias de la región pampeana existían
4268 establecimientos de más de 2500 hectáreas, que con-
trolaban el 32,4 % de la superficie de la región y constituían
el 1,6% del total de las explotaciones. Los establecimientos de
entre 1000 y 2500 hectáreas alcanzaban las 9094 unidades
(3,4%) y ocupaban el 19,3% de la superficie. Es decir que más
del 50% de la superficie de la región se hallaba en posesión de
13.362 personas físicas o jurídicas36. Una vez más, el sector
agropecuario exportador se sostenía como actor central del
entramado económico-político del país. En la década anterior a
1973, alrededor del 85% de las exportaciones argentinas corres-
pondió a productos de origen agropecuario. Si bien el peso en el
pbi del sector estaba en alrededor de 8%, su rol como proveedor
de divisas para las ramas industriales se tornaba clave.

Los silencios de la “modernización” agroalimentaria


Desde inicios de este segundo periodo en la década del
treinta, las restricciones comerciales y los cambios en los patro-
nes de consumo de los países compradores de granos y carnes
influyeron de forma determinante, una vez más, en las dinámi-
cas rurales: los usos, las rotaciones, descansos, en definitiva, la
ecología de extensos territorios, como así también la organiza-
ción del trabajo, y todas sus derivas sociales estaban en bue-
na medida selladas por la economía global, y sus contrapartes
políticas y corporativas a nivel interno. Estas transformaciones
en las dinámicas agro-productivas reverberaron a nivel demo-
gráfico y espacial. Por un lado, el atractivo para inmigrantes de
ultramar se veía desalentado en un contexto de estancamiento y
retracción agroexportadora, y cuando ya había cientos de miles
de parados que atravesaban contextos de subsistencia. Asimis-
mo, con diversos mecanismos, los gobiernos intentaban frenar
el arribo de inmigrantes en un escenario de alta desocupación,
hambre y conflicto social.

36 Sidicaro, op. cit.

138
El flujo inmigratorio que no había bajado de los 100.000
migrantes por año en toda la década del veinte, con picos de más
de 195 mil en 1923, se redujo en la década siguiente a menos de
la mitad por año. En esta etapa, la población total — reflejada
en los datos censales de 1914 y 1947— creció de 7.885.000
a 15.893.000 habitantes. Estimuladas por la crisis ocupacio-
nal, las ciudades absorbieron sistemáticamente contingentes
de población rural desempleada. La desaceleración del pobla-
miento del campo fue tan marcada que en una década y media
(1930-1945) llegó a una tasa de crecimiento nulo. Este proceso
se materializó en la migración de más de 340 mil nativos hacia
la región metropolitana durante ese periodo37. En ese proceso,
para mediados de la década del cuarenta, en el área metropolita-
na de Buenos Aires se concentraba más de la mitad del empleo
industrial del país.
Otro de los hitos del período está constituido por las trans-
formaciones en términos macro-sanitarios. Entre mediados de
la década de 1910 y mediados de la década de 1940, se pro-
dujeron los cambios más significativos en relación a la baja de
mortalidad. Si bien, en esa época, Argentina alcanza estándares
similares a los de Europa central, despegándose del cuadro do-
minante en América Latina, en el interior de la masa de pobla-
ción se verifican profundas diferencias de estratificación social
y entre áreas geográficas: fractura de clase, fractura regional,
fractura étnica como síntomas internos del geo-socio-meta-
bolismo del capital. Como se apuntó, fue en esos años que se
vivieron graves escenas de hambre producidas como deriva de
la dinámica del mercado agroalimentario exportador y de las
correlativas políticas estatales.
Hacia el año 1914, 116 de cada mil nacidos morían antes de
llegar al año de vida, descendiendo hasta los 80 para el año 1947.
La expectativa de vida promedio pasó de 48,5 años en 1914 a 61
años en 1947. En ese número global se presumen sub-registros
en áreas y poblaciones distantes del alcance de las dependen-

37 “Esplendor y ocaso de las migraciones internas”, en Una historia social del siglo
xx. Tomo II. Población y bienestar en la Argentina del primero al segundo Centenario
(Lattes, 2007).

139
cias estatales. De todos modos, las diferencias de mortalidad
infantil interregionales se hacían evidentes: para 1945, la región
noroeste triplicaba a la región metropolitana de Buenos Aires.
Las pautas de mortalidad de estos años seguían en línea con las
de las décadas previas: las enfermedades más frecuentes eran la
tuberculosis, difteria, sarampión, escarlatina, coqueluche, gripe
y septicemia, constituyendo el 97% del total de enfermedades
infecciosas en los niños38.
En el plano ecológico, la etapa se caracterizó por un incre-
mento en el uso de maquinaria agrícola a base de hidrocarburos,
a este punto inescindible del sistema agroexportador. La nueva
mecanización aceleró la remoción del suelo y los procesos de
erosión eólica e hídrica. Junto con las prácticas más cortopla-
cistas producto del congelamiento de los arrendamientos, estos
cambios agravaron los problemas de erosión, tema que tímida-
mente empezó a instalarse en los debates agronómicos. Estas
transformaciones implicaron una profunda fractura ecológica
en la zona pampeana: hacia fines de la etapa la cuenca más ex-
tensa se encontraba erosionada casi en un 50% y otras cuencas
menores lo estaban cerca del 90%39.
Asimismo, el monocultivo fue también una de las causas
del extendido y grave “enmalezamiento” en la región pampea-
na. Para fines de la década del cuarenta se empezó a exten-
der el uso de plaguicidas de síntesis química, entre los que se
destacan herbicidas como el 2,4D y el 2,4DB. En una dinámica
de modernización del modelo, desde la década del cincuenta
comenzó un marcado proceso de investigación técnica en tor-
no a los sistemas agrícolas para la exportación, con estaciones
experimentales públicas y con fuerte presencia de algunas uni-
versidades como la de Buenos Aires. En paralelo a la menciona-
da creación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria
(INTA), comenzaron a funcionar en el sector privado los grupos
CREA (Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola),

38 “La transición epidemiológica”, en Una historia social del siglo xx. Tomo I.
Población y bienestar en la Argentina del primero al segundo Centenario (Carbonetti
y Celton, 2007).
39 Brailovsky y Foguelman, op. cit.

140
ganando terreno los semilleros privados y las empresas provee-
doras de insumos químicos. Estas transformaciones agravaron
la desocupación rural. En la década del treinta y hasta mediados
de los cuarenta, el cultivo de maíz requería de 102 horas hombre
por hectárea o cinco horas por quintal producido, mientras que,
a fines de la década del setenta, la demanda de trabajo se redujo
aproximadamente a diez horas-hombre por hectárea o veinte
minutos por quintal producido40.
En términos alimentarios, la mitad de siglo terminó de
consolidar un profundo quiebre que, hasta ese momento, ve-
nía avanzando de forma espasmódica. En especial, el contexto
de creciente urbanización, la dinámica estatal-bienestarista, y
los imaginarios de la modernidad que llegaban del norte global
penetraron en los platos con la uniformidad de las dietas y en
las tecnologías relacionados a conservación y cocción, como las
heladeras y las cocinas a gas. En esos años, cobró impulso la
industria alimentaria nacional siguiendo los patrones estadou-
nidenses: se instauró la idea de bioseguridad alimentaria aso-
ciada a lo industrial, se difundieron masivamente los productos
enlatados, la leche en polvo, los caldos deshidratados y las ga-
seosas, entre otros. Por ejemplo, entre 1946 y 1952, se triplicó la
producción de pescado enlatado, sustituyendo completamente
las importaciones; entre 1939 y 1953, la producción de duraznos
enlatados pasó de cinco millones de latas a veinte millones y, en
el mismo periodo, la producción industrial de vinos se duplicó41.
Para la década del sesenta, la relación entre ingresos medios
suficientes y precios de alimentos redundaba en que la canasta
alimentaria en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores era
similar en diversos sectores sociales. En un contexto geográfico
de tendencia a la baja de la desigualdad en lo referido a ingresos
monetarios —siete veces entre los extremos—, las diferencias
se registraban sobre todo en las cantidades y calidades en cier-
tos alimentos de las dietas. Aunque las frutas, las verduras y la

40 Pizarro, op. cit.


41 "Comida, cocina y consecuencias: la alimentación en Buenos Aires", en Una
historia social del siglo xx. Tomo II. Población y bienestar en la Argentina del primero al
segundo Centenario (Aguirre, 2007); y Milanesio, op. cit.

141
leche se consumían de forma desigual, el rubro que marcaba la
diferencia de estatus era la carne vacuna. Para 1960, los obreros
de Buenos Aires destinaban un 15% de sus gastos a la compra de
carne, representando un cuarto del total de sus gastos alimenta-
rios. La dieta en general no se reflejaba deficitaria en términos de
energía, nutrientes ni proteínas para ninguno de los tres estratos
de ingresos en los que se segmentaron análisis. En tanto sí se
observaban carencias en hierro y calcio en los sectores bajos42.
Desde la perspectiva de la fractura sociometabólica, varias
cuestiones quedan ocultas en este avance en el acceso regular
a una dieta suficiente. La masividad industrial fue relegando
alimentos frescos, menos procesados y con otras cualidades
nutracéuticas. La cantidad de alimentos y la facilidad para co-
cinar de que comenzó a disponer la familia moderna fueron, en
cierta medida, en desmedro de la calidad nutricional de cada
alimento, datos que tanto organismos oficiales como el sector
privado omiten, resaltando en cambio informaciones sintoni-
zadas con la oferta industrial. No es un hecho al margen que,
a mediados del siglo xx, el 40% de los clientes más grandes de
las diez principales agencias de publicidad estuviera compuesto
por empresas alimenticias43. En un plano también problemá-
tico, esta masificación de dietas estandarizadas implicó una
homogeneización marcada sobre la diversidad de comidas con
arraigos regionales. En ese proceso y en forma acelerada en las
grandes ciudades, se perdieron prácticas y saberes transmitidos
por generaciones campesinas, indígenas y de migrantes recién
llegados. Importantes conocimientos que brindaban autonomía
en la preparación de recetas en general, pero de alimentos que
eran una base significativa del estado sanitario de la población
—bebidas y verduras fermentadas, caldos, sólo por nombrar
algunos— iban quedando de lado con el traspaso generacional.
Pese a los avances en el poder adquisitivo del salario y en
los sistemas estatales de cobertura social, algunos sectores
quedaban marcadamente fuera de la bonanza industrialista. La
fractura alimentación/salud se veía cruzada por la fractura de

42 Aguirre, 2007, op. cit.


43 Milanesio, op. cit.

142
clase y por la fractura urbano/rural. Como en etapas previas, jus-
tamente en el primer eslabón de la cadena alimentaria, campe-
sinos y familias de obreros rurales, atravesaban las situaciones
más desfavorables. Mientras en las zonas urbanas la pobreza
retrocedió a través del empleo y la asistencia alimentaria pública
(Programa Materno Infantil, Comedores Escolares), en el área
rural, la encuesta de Salud Pública de 1966 constató 691.000
niños con deficiencias alimentarias. Dos años después, el INTA
registraba que uno de cada diez asalariados rurales “pasaba
hambre”, implicando casos de desnutrición aguda y niños con
peso insuficiente44.
Los últimos años de la etapa van delineando tendencias
de largo aliento: una fuerte concentración demográfica urba-
na, sobre todo en el Área Metropolitana de Buenos Aires, así
como la decadencia sostenida de la vida rural. Un proceso de
concentración de la tierra de uso agropecuario que no sólo no
logró reformarse a mediados de siglo, sino que fue agravándose.
Asimismo, se trazaron profundas diferencias económicas y de
acceso a bienes básicos para la población general según la región
del país. Para el año 1970, en los trece centros urbanos de mayor
peso vivía el 72,5% de la población nacional. El gran Buenos
Aires fue el área con mayor crecimiento poblacional producto
de la instalación de cordones industriales, recibiendo un cons-
tante flujo migratorio de otras zonas del país como de países
limítrofes. Entre 1947 y 1960, esa área llegó a triplicar la media
nacional de crecimiento. El contraste son las áreas rurales: la
Población Económicamente Activa en el sector agropecuario
pasó de 1.646.000 en 1947 a 1.411.000 en 1970. Dentro de ese
universo, la clase obrera asalariada pasó de 901.000 en 1947 a
694.000 en 197045.
El grueso de los migrantes nativos —casi el 70%— se asen-
tó en el gran Buenos Aires, donde “el futuro ya había llegado”.
Se aceleró así el ritmo de transferencia de población desde las
áreas rurales hacia las urbanas: el número absoluto de resi-
dentes rurales disminuyó en 698.000 personas entre 1960 y

44 Aguirre, 2007, op. cit.


45 Estructura social de la Argentina (1945-1983) (Torrado, 1994)

143
1970. Durante este último tramo, la población urbana aumentó
del 72% al 79% y el Gran Buenos Aires pasó de representar el
33,6% al 36,1% de la población total del país46.La creciente ur-
banización y modernización de la vida —tipo de dieta, cualidades
del ambiente, intensidad de la actividad física, masificación de
la sanidad pública—, junto con los cambios en la atención mé-
dica, se tradujeron en cambios en los modos de enfermar y de
morir. Un nuevo patrón surgió en los años sesenta, cuando las
enfermedades infectocontagiosas se redujeron considerable-
mente (60%) en relación al periodo anterior, constituyéndose
las enfermedades cardio y cerebro-vasculares y el cáncer como
principales causantes de muerte47.
La etapa dejó así un mapa de enormes tensiones/contradic-
ciones al interior del sistema capitalista global, reflejadas a nivel
interno. Fueron tiempos de grandes avances para vastas franjas
de población en clave ciudadana liberal, tanto en materia econó-
mica como de acceso a derechos, en especial, claro está, durante
los años en los que no hubo proscripción del peronismo, fuerza
política mayoritaria. Asimismo, durante estos años, se vivieron
profundos procesos de organización que desbordaron los cana-
les tradicionales de la democracia representativa, tensionando
los marcos de distribución de la riqueza social(y natural)mente
producida como no había ocurrido hasta entonces. Las implican-
cias de estas disputas, avances y transformaciones societales
lejos han estado de ser lineales. Un marcado cambio epocal se
abre en los años siguientes. El capital global (y sus terminales
locales) —puesto en tensión por las diversas emergencias po-
pulares— dará respuestas y organizará nuevos mecanismos de
explotación/acumulación —finacierización y neo-extractivismo,
como cartas principales— y apelará a dispositivos abiertamen-
te represivos para avanzar a un progresivo vaciamiento de las
instituciones democráticas liberales en las décadas siguientes.

46 Torrado, op. cit.


47 Carbonetti y Celton, op. cit.

144
Neoliberalismo: últimas fronteras del ecocidio
y precarización de la vida
El nuevo periodo (1970-2020) emerge en un contexto in-
ternacional de reorganización de la oligarquía global, durante
el cual Estados Unidos comandó un nuevo orden basado en las
finanzas, mayor liberalización para la circulación de capital,
destrucción en los propios países desarrollados de instrumen-
tos de negociación obrera y erosión del poder adquisitivo de los
salarios, junto a la transnacionalización de las grandes firmas
productivas. En Argentina, se vivían años de abierta y violenta
represión a organizaciones sociales, sindicales, estudiantiles y
partidarias. La dictadura empresarial-militar que gobernó entre
1976-1983, con el saldo de 30.000 desaparecidas y desapare-
cidos, fue su expresión más descarnada. Los procesos de la lla-
mada transición democrática en la década del ochenta —con la
elección del presidente Raúl Alfonsín para el caso argentino— y
el recetario neoliberal explícito diseñado para los gobiernos del
Sur global acentuaron la configuración de democracias de baja
intensidad, acompañadas de una extendida precarización de
la vida para enormes franjas de población. Escenas de hambre
urbano extendido y saqueos a supermercados fueron imágenes
que crecieron de forma acentuada hacia el final de los ochenta
en un marco interno híperinflacionario.
La década del noventa, atravesada por los dos mandatos
de Carlos Menem, vio a la Argentina como sede destacada del
llamado “Consenso de Washington”, socavando aquellos restos
de ramas industriales que permitían cierto grado de autonomía
en clave nacional, liquidando/privatizando empresas públicas
estratégicas, desarmando organismos de regulación y control
en áreas sensibles como el precio de alimentos, pulverizando
infraestructura pública como las líneas férreas que atravesa-
ban todo el país. Intensificando el proceso iniciado en los años
setenta, el gobierno de Menem se encargó del desmonte y/o
erosión acelerada de las estructuras de protección social y po-
líticas bienestaristas que aún pervivían —incluso con un grado
de calidad comparativamente superior en relación a la región
latinoamericana—, como el sistema educativo y la salud pú-

145
blica, entre las principales referencias. Este modelo, apoyado
en la paridad cambiaria con el dólar estadounidense, supuso
la acumulación progresiva de tensiones que decantarían, en el
cambio de siglo, en una crisis social en la que más de la mitad
de la población quedó sumida bajo la línea de pobreza, emer-
giendo como protagonistas diversas formas del hambre. Esos
años estuvieron atravesados por una altísima conflictividad, con
puebladas emblemáticas como Cutralcó y Plaza Huincul (1996-
1997), la emergencia del movimiento piquetero de trabajadoras
y trabajadores desocupados como actores centrales.
Durante los años posteriores, con la salida de la convertibilidad
cambiaria, un nuevo contexto global —que empujó fuertemente la
demanda de materias primas— se abrió paso, caracterizado en el
país por las gestiones de los llamados gobiernos progresistas, bajo
los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, entre los
años 2003 y 201548. En un contexto regional ahora denominado
como “Consenso de los Commodities” (Svampa, 2013), se registró
una mejora en el poder adquisitivo del salario para enormes franjas
de la población, reduciendo la pobreza y la indigencia de forma
significativa, aumentando los niveles de consumo y las políticas
asistenciales, al tiempo que se acentuaba aún más la desigualdad
entre extremos. Para el caso argentino, este modelo estuvo sos-
tenido, en buena medida, por la sojización del país, cuyos efectos
presentaremos a continuación. Asimismo, se hizo una apuesta
plena a la intensa expansión de otras actividades extractivistas
como la mega-minería, las forestales, la explotación hidrocarbu-
rífera no convencional, entre otras. Como contrapartida, durante
estos años proliferaron, de punta a punta del país, las asambleas
que buscaron frenar este tipo de proyectos, convergiendo en la
Unión de Asambleas Ciudadanas (luego renombrada, de Comuni-
dades), como así también una extendida re-emergencia indígena
como actor político resistente a procesos de despojo territorial.

48 El gobierno del peronista Eduardo Duhalde —electo por la Asamblea Legislativa


para ocupar provisionalmente la presidencia en el período abierto entre la rebelión
popular de diciembre de 2001, que provocó la caída del gobierno de Fernando De la
Rúa, y la asunción de Néstor Kirchner, en mayo de 2003— trazó algunas de las líneas
macroeconómicas que signarían el gobierno de Kirchner, especialmente a partir del
abandono de la paridad cambiaria en las primeras semanas del año 2002.

146
Finalmente, el tramo de la etapa caracterizado por la pre-
sidencia de Mauricio Macri (2015-2019) puede definirse como
“una línea de convergencia entre clasismo y neoliberalismo,
entre conservadurismo y liberalismo cultural (la vieja derecha
neoliberal, con algunos elementos nuevos ligados a la retórica
pospolítica)” (Svampa, 2019). El esquema agroexportador y su
correlación interna en las líneas estructurales planteadas a lo
largo de este trabajo fue, sin embargo, un vector de continuidad
en todo este tercer período. Es aquí donde podemos leer cómo se
fueron profundizando los efectos más nocivos de este modelo en
la ocupación/concentración de la tierra, en la destrucción ecoló-
gica a escala masiva, en las problemáticas sanitarias que lleva
inherentemente asociado, en los hábitos alimentarios que le son
correlativos, entre otros, a pesar de los cambios de gobierno y las
visibles diferencias en diversos campos de gestión del Estado.

Monocultivos transgénicos
y nuevas apropiaciones del territorio
Si bien el llamado “boom” de la nueva tecnificación del campo
sería asociado al paquete transgénico introducido a mediados
de los años noventa, las innovaciones en la forma de gestionar
las producciones agrícolas de gran escala empezaron a marcar
una nueva tendencia algunos años antes, en sintonía con la ya
descripta y proclamada por el establishment agroindustrial global
como “revolución verde”. Para tomar dimensión de estos cambios,
vale observar que, entre inicios de la década del sesenta y fines de
los ochenta, mientras que la siembra de cereales y oleaginosas en
la región pampeana subió de 10,3 a 13,7 millones de hectáreas, la
producción pasó de 12 a 19 millones de toneladas. En este senti-
do se observa que, tomando el promedio de los cinco principales
cultivos —trigo, maíz, sorgo, girasol y soja, aun cuando esta últi-
ma desempeñaba un rol protagónico—, el rendimiento creció en
un 77%. Por primera vez en la historia de la agricultura pampea-
na, los incrementos de rindes respondieron de forma marcada a

147
innovaciones técnicas y de procesos, y no a la ampliación de la
superficie sembrada49.
Entre los cambios significativos que explicarían este au-
mento, se destacaron el creciente uso de semillas comerciales,
de fertilizantes y de agroquímicos, y la renovación de la maqui-
naria, proceso impulsado en especial por agentes con una alta
capitalización como condición casi excluyente para poder hacer
parte de las nuevas dinámicas. Se trató, en la perspectiva de la
economía ecológica, de un creciente uso de energía exo-somá-
tica y de una sobre-simplificación de los agro-ecosistemas, con
una multiplicidad de externalidades. La fractura tecnológica, es
decir, el aumento en la necesidad de inputs, de insumos químicos
y semillas industriales, herramientas y máquinas cada vez más
complejas y alejadas del control de quien habita el campo, entró
en un espiral de crecimiento.
Durante estas décadas, la estructura agraria se vio modifi-
cada. El ejemplo bonaerense ilustra una tendencia de la región
centro del país, principal área agroexportadora. La extensión
media global de las unidades agropecuarias pasa de 262 a 316
hectáreas, entre la década del sesenta y fines de los ochenta,
marcando una línea al aumento de escala. Un crecimiento de
casi 40% en el tamaño promedio. Es importante destacar que
dentro del cambio ocurrido en esos años subyace una dimensión
específica, en tanto las unidades más grandes no fueron las res-
ponsables directas de absorber esa tendencia al crecimiento. De
hecho, las unidades de más de 5.000 hectáreas cedieron casi
600.000 hectáreas, y redujeron del 15% al 14% su participación
relativa en el conjunto50.
Fue durante la década del setenta que un sector medio alto
del empresariado agrícola adquirió fundamental protagonismo
en términos de diseño y ejecución de nuevas formas de gestión.
Este sector organizó —principalmente, aunque no de forma ex-
clusiva— en ACREA (Asociación Argentina de Consorcios Re-
gional de Experimentación Agrícola).

49 “Cambios en la estructura agraria de la pampa bonaerense (1960-1988)”, en


Ciclos (Pucciarelli, 1993).
50 Pucciarelli, op. cit.

148
En ese escenario coexisten tres procesos: la descapitaliza-
ción de pequeños y medianos productores, el crecimiento de los
medianos-grandes productores y la irrupción y expansión de un
nuevo sujeto, el contratista de maquinaria agrícola. Podríamos
hablar de un quiebre en términos de las cadenas organizativas
que reconfiguraron las principales líneas de poder al interior del
sector, haciendo del control comercial y difusión de ciertas “tec-
nologías” —semillas comerciales, químicos y maquinaria especí-
fica— un capital cada vez más valioso, desplazando la histórica
exclusividad del factor tierra como valor supremo, económico
y simbólico.
Los grandes perdedores del proceso fueron, una vez más, los
estratos bajos. En el periodo que se desarrolló hasta finales de
la década del ochenta, sólo en la región pampeana bonaerense
desaparecieron 25.780 unidades de menos de 200 hectáreas,
cediendo a estratos superiores casi 1,3 millones de hectáreas,
un tercio de la superficie que controlaban a inicios de la etapa.
Más grave aún, el núcleo inferior de las pequeñas unidades, for-
mado por unidades familiares de menos de 25 hectáreas perdió
—entre la década del sesenta y fines de los ochenta— el 46%
de las propiedades. Correlativamente, el número de titulares de
unidades agropecuarias pasó de representar más de 140.000
a menos de 70.000, una caída de más del 50% entre 1960 y
198851.
Los otros grandes afectados fueron los trabajadores rura-
les, sector que en esos años perdió el 70% de su masa de re-
presentantes. Según un análisis que promedia la relación entre
trabajador y superficie, para 1960 la producción agropecuaria
pampeana ocupaba un trabajador para agroganadería cada 75
hectáreas, mientras que, al iniciar en la década del noventa y
gracias a la introducción de cambios técnicos, la realización de
la misma tarea requería un trabajador cada 125 hectáreas. Del
lado de los beneficiarios de estas transformaciones, por ejemplo,
en territorio bonaerense se incrementó en 2,5 millones de hec-
táreas el área controlada por las unidades ubicadas entre más
de 200 y 5.000 hectáreas, sector que no vio variar significati-

51 Pucciarelli, op. cit.

149
vamente la cantidad de unidades, pero sí su tamaño promedio
que pasa de alrededor de 650 (1960) a 750 hectáreas (1988)52.
El primer tramo temporal de esta etapa dejó ya una acentuada
fractura socio-espacial al interior del sector agrario que tendrá
su correlato demográfico en las nuevas configuraciones de la
urbanidad que caracterizarán las décadas siguientes, y en nue-
vas estructuras de propiedad tanto del territorio rural como del
urbano.
La década del noventa tendrá como hito la gran fractura ge-
nética, quiebre e irrupción profunda en las complejas tramas de
la biodiversidad, con el ingreso de forma legal de la soja trans-
génica al territorio nacional y su distribución a lo largo y ancho
de la geografía del país. Aprobada en 1996 mediante una reso-
lución de la secretaría de Agricultura de la Nación a cargo de
Felipe Solá, durante el gobierno de Carlos Menen, la denominada
soja RR —resistente al herbicida glifosato— vino a profundizar
el modelo en curso. El trámite formal para la aprobación de esta
tecnología demandó sólo 140 días. Las implicancias sanitarias,
ecológicas y sociales son aún operantes y perdurarán, probable-
mente, por varias generaciones. Este acontecimiento fue parte
de un proceso más amplio de explícitas políticas gubernamen-
tales que asumieron en pleno el recetario económico neoliberal
asignado a los países dependientes. En el caso argentino, estas
políticas afectaron especialmente al sector agropecuario a tra-
vés de la eliminación de casi todos los impuestos a las expor-
taciones, supresión de aranceles a la importación de bienes de
capital y eliminación de casi todos los organismos reguladores.
En ese marco, puede observase que, entre los censos agro-
pecuarios de 1988 y 2002, la superficie con soja pasó de poco
más de cuatro millones de hectáreas a cerca de once millones,
acaparando ya más del 40% de la superficie sembrada en te-
rritorio nacional. En pocos años, casi la totalidad de la siembra
de soja devino transgénica y su destino casi exclusivo: más del
noventa por ciento fue orientado a la exportación, especialmen-
te porotos, aceites y harinas. Más adelante se asistiría a su in-
serción en las cadenas de los llamados “biocombustibles”. Las

52 Pucciarelli, op. cit.

150
cosechas de esta oleaginosa pasaron de 10,8 millones de tone-
ladas para la campaña 1990-1991 a cerca de 30 millones para
2001-2002. Si bien el aumento de rindes fue explicado desde el
sector agroempresarial casi exclusivamente como consecuencia
del nuevo paquete tecnológico, no puede perderse de vista que,
en los años posteriores a la legalización de la soja transgénica,
se dio una incorporación masiva de tierras anteriormente no
explotadas, así como la introducción de otras provenientes de
la ganadería que permitieron una base de fertilidad adicional.
El llamado “boom sojero” motorizado por la introducción de
la soja transgénica marcó otra gran fractura macro-territorial. En
esta fase, el capital transnacional creó extensas regiones mono-
culturales. Entre 1997 y 2002, esta oleaginosa incorporó casi 6
millones de hectáreas, la misma cantidad que había acaparado
en el cuarto de siglo previo. En paralelo, durante esos primeros
años de avanzada transgénica, la superficie cultivada con arroz
cayó en un 40,3%; el sorgo, un 26,3%; el maíz, un 25,7%; y el
girasol un 23,8%53. De igual modo, durante estos años despare-
cieron gran cantidad de tambos lecheros, un 50% entre 1988 y
2002. Zonas típicamente lecheras de Córdoba y Santa Fe vivie-
ron una drástica transformación agro-socio-productiva derivada
de la sojización.
Durante esos años, producciones de leche, carne, pollos y
huevos bajo procedimientos crecientemente industrializados
fueron tornándose altamente dependiente de los precios inter-
nacionales de los granos. En simultáneo, las formas de produc-
ción confinada se basaron en alimentos balanceados, donde el
mismo grano de maíz y/o poroto de soja —potencialmente ex-
portable— fueron utilizados en la cadena de alimentación inter-
na. Para 2009, el titular del Instituto de Promoción de la Carne
Vacuna estimaba que el 75% de la carne consumida en el país
había pasado por un proceso de producción confinada54.

53 “Con la soja al cuello: crónica de un país hambriento productor de divisas”,


en Los tormentos de la materia. Aportes para una ecología política latinoamericana
(Domínguez y Sabatino, 2006)
54 En una entrevista Dardo Chiesa, por entonces a cargo de este organismo público no estatal
que reúne a empresarios ganaderos y dueños de frigoríficos, realizó esa estimación. Disponible
aquí: https://www.agrositio.com.ar/noticia/105159-los-feedlots-vinieron-para-quedarse

151
En términos socio-políticos, la introducción del paquete
transgénico (semillas y biocidas) profundizó el poder de ciertos
actores asociados al capital tecnológico, en torno a la organiza-
ción productiva, así como favoreció el control creciente de cor-
poraciones globales, impulsando la concentración empresarial
a nivel interno, en tanto se requerían escalas de producción y
capitales cada vez más grandes. Se afianzó así, en poco tiempo,
el llamado “agronegocio” como nueva lógica que reconfiguró las
formas de acumulación55. Bajo esta dinámica, se agravó aún más
la extinción de unidades pequeñas y medianas: entre los censos
de 1988 y 2002 se registró la desaparición de un 20,8% de las
explotaciones agropecuarias, en paralelo al aumento del 20,4%
en la superficie media de las unidades. Como contrapunto, se
consolidó un grupo reducido de megaempresas, cuyo tamaño
tendió a superar ampliamente las 100.000 hectáreas totales.
Entre otros nombres que ganaron protagonismo, irrumpieron
Los Grobo Agropecuaria, El Tejar, Cresud y Adecoagro, con ca-
denas agroproductivas que abarcan soja, maíz, trigo, ganadería,
arroz y/o algodón. A diferencia de la vieja lógica terrateniente,
su poder tendió a construirse sobre la capacidad expansiva de
tercerización de tareas y en la gestión y control antes que en la

55 Gras y Hernández (2013) definen al agronegocio como un modelo de producción


orientado a la exportación que se enmarca en la introducción extendida de tecnologías
de precisión, siembra directa, semillas transgénicas controladas por trasnacionales,
combinadas con nuevas formas de gestión sostenidas en las nuevas tecnologías de
la comunicación e información, profesionalización de la administración, organización
de la empresa en red, tercerización de las tareas, nuevas lógicas de comercialización
de insumos altamente concentrada, entre otras características. Este modelo se
inscribe en el contexto de globalización neoliberal, donde el sector financiero y un
grupo de trasnacionales de insumos agropecuarios adquieren un rol determinante en
la configuración del régimen agroalimentario en tanto las legislaciones nacionales se
tornan laxas y afines al sector. Asimismo, este modelo desacopla más radicalmente
que sus fases previas (régimen agro-industrial) la agro-producción respecto a los
territorios y poblaciones rurales donde se asienta en tanto “el espacio de ‘negocios’
está cada vez más conectado y casi sin mediaciones con lo global (Gras y Hernández,
2013, p. 37). En este marco proliferan los arrendamientos de fondos de inversión, en
tanto es el acceso a la tierra a gran escala antes que la propiedad lo determinante.
Antes que en torno a lo que ocurre exclusivamente en el campo, “la medida del éxito
está en la gestión integral del sistema como un negocio”, dejando atrás la construcción
identitaria del empresario agropecuario tradicional, y dando paso a gestores flexibles
e innovadores insertos directamente en la economía global (Gras y Hernández, 2013,
pp. 42-43). Para el caso argentino este modelo ha quedado fuertemente marcado por
el llamado proceso de sojización. Un análisis detallado en torno a diversas aristas de
este modelo se encuentra en el libro El Agro como Negocio. Producción, sociedad y
territorios en la globalización (Gras y Hernández, 2013).

152
propiedad de tierra y capital56. En ese escenario, el agronego-
cio profundizó su cuota de poder en torno al diseño de políticas
públicas que incluyeron marcos regulatorios laxos para el uso
de transgénicos y agroquímicos, entre otras innovaciones, que
moldearon una nueva territorialidad corporativa.
Este modelo basado en la soja se amplió de forma vertigi-
nosa a áreas geográficas históricamente diferenciadas de las
dinámicas pampeanas. Se trató de un nuevo y acelerado proceso
de fractura regional, donde se implicaron varios movimientos,
como el creciente desplazamiento de la ganadería extensiva a
nuevas áreas, el incremento de la ganadería intensiva basada en
feed-lots, la sojización de zonas extra-pampeanas —principal-
mente hacia el norte del país—, el avance sobre bosques nati-
vos y comunidades campesinas. Por ejemplo, durante la década
de 1990, Entre Ríos, Chaco y Salta aumentaron su superficie
cultivada con cultivos pampeanos en un 330%, 245% y 215%
respectivamente, con la soja genéticamente modificada como
principal cultivo57. A esos cambios se agrega que las provincias
históricamente ganaderas (Buenos Aires, Córdoba y La Pampa)
decayeron marcadamente en su participación del stock nacional
a partir de 2002. Buenos Aires representaba ese año el 41% del
total ganadero bovino y, en 2010, su participación descendió a
34,3%. En tanto, Chaco, Corrientes, Formosa, Salta y Santiago
del Estero son algunas de las provincias que experimentaron los
incrementos más importantes dentro del stock bovino58.
Estos desplazamientos del agronegocio, tanto en clave so-
jera como ganadera, fueron acompañados por una alta conflic-
tividad en tierras campesinas e indígenas. En 2013, un informe
oficial apuntaba que se estaban desarrollando 867 conflictos
de tierra en todo el país, con más de 60 mil familias afectadas y
nueve millones de hectáreas en disputa. Asimismo, se reconocía

56 “Expansión agrícola y agricultura empresarial. El caso argentino”, en Revista de


Ciencias Sociales (Gras, 2013).
57 Radiografía del nuevo campo argentino. Del terrateniente al empresario
trasnacional (Gras y Hernández, 2016).
58 “Patrones espaciales de expansión de la frontera agrícola: la soja en la Argentina
(1987-1988/2009-2010)”, en El Agro como Negocio. Producción, sociedad y
territorios en la globalización (Rosati, 2013).

153
que esos datos eran un piso de la conflictividad realmente exis-
tente59. El corrimiento a la región chaqueña se correlaciona con
el fuerte protagonismo que adquirieron organizaciones campe-
sinas como el Movimiento Campesino de Santiago del Estero y
el Movimiento Campesino de Córdoba, con radio de acción sobre
todo en el norte provincial, zona de agroproducciones locales
asociadas al monte nativo.
En el campo del proletariado, los cambios acaecidos tam-
bién fueron de una enorme profundidad. A partir del uso de la
llamada maquinaria de punta, la producción de un quintal de tri-
go empezó a requerir una décima parte de la dedicación horaria
necesaria cuarenta años antes. En promedio, la soja requiere una
hora y cuarto de trabajo por hectárea, y tan sólo tres minutos
y medio por quintal. En la actualidad, se calcula que siembra y
cosecha del sector agroexportador de granos insumen aproxi-
madamente entre 35.000 y 50.000 puestos de trabajo respec-
tivamente, mientras que el cuidado de los cultivos requiere unos
10.000, en actividades muchas veces realizadas por la misma
persona. Si se añaden otras actividades de la cadena, como la
desflora del maíz para producción de semillas, se estima que el
boom agrícola demandó unos 75.000 trabajadores60.
Lejos de revertirse la tendencia hacia una estructura agra-
ria concentrada, tanto en propiedad como en tamaño de las
empresas productivas, a partir de los diversos mecanismos de
arriendo, esta se acentuó, tal como reflejan los datos del censo
agropecuario de 2018. Una vez más, en uno de los extremos
de este proceso de concentración, un 34,3% de las unidades
(hasta 100 hectáreas) poseen sólo el 2,7% de la tierra. Del otro
extremo, con una media de 5.427 hectáreas, el 3,9% de las uni-
dades agroproductivas concentran el 38,4% de la superficie61.
Es importante destacar que, más allá de los datos en torno a la

59 Relevamiento y sistematización de problemas de tierras de los agricultores


familiares en la Argentina (Bidaseca et. al., 2013).
60 Las cosechas son ajenas. Historia de los trabajadores rurales detrás del
agronegocio (Villulla, 2015).
61 “El Censo Nacional Agropecuario 2018: visión general y aproximación a la región
pampeana”, en Revista Interdisciplinaria de Estudios Agrarios (Azcuy Ameghino y
Fernández, 2019).

154
propiedad, es necesario contemplar la concentración produc-
tiva alcanzada también mediante grandes arriendos, en tanto
algunas empresas: por ejemplo, el grupo INSUD, presenta siete
establecimientos agropecuarios distribuidos en cinco provin-
cias y más de 32.000 hectáreas forestadas. La fractura en la
apropiación (ocupación/concentración) de la tierra siguió agra-
vándose bajo nuevas modalidades.

Agronegocio: cosecha récord de cuerpos-territorios enfermos


Como se señaló, la expansión de este modelo —junto al des-
plazamiento ganadero y en un contexto de cambio en los regí-
menes de lluvia— fue avanzando hacia el norte del país, bajo la
denominada “pampeanización” de la región chaqueña. La renta-
bilidad de corto plazo repercutió en los bosques del norte desde
los primeros años de la etapa, en áreas del norte de Córdoba,
Santiago del Estero, Chaco, Formosa, y Salta. Sólo en el no-
roeste santiagueño se deforestaron 24.000 hectáreas por año
entre 1976 y 1986. Las derivas ecológicas, micro-climáticas, y
agro-productivas de dejar suelo desnudo en la región pampeana
y en la chaqueña, con suelos más finos, sin embargo, no fueron
las mismas. Desde 1990, se perdieron al menos 7,6 millones de
hectáreas de bosques nativos, una superficie equivalente a la
provincia de Formosa. Sólo entre 1998 y 2002 se desmontaron
más de 700 mil hectáreas en la región chaqueña. En un plazo
más extendido y abarcando otras regiones, se observa que entre
1998 y 2018 el desmonte fue de alrededor de 6,5 millones de
hectáreas, de las cuales cerca del 40% (unos 2,8 millones de
hectáreas) fueron topadas incluso bajo la vigencia de Ley 26.331
que protege esos ecosistemas.
Una mirada de largo plazo permite dimensionar la fractu-
ra ecosistémica en una mayor dimensión. En 1937, había más
de 37.000.000 hectáreas de bosque nativo, mientras que, en
la actualidad, se registran alrededor de 28.000.000 hectá-
reas62. Mientras que en 1914 ocupaban cerca del 40% del te-

62 Cultivos Transgénicos ¿hacia dónde fuimos? veinte años después: la soja argentina
1996-2016 (Pengue, 2016).

155
rritorio nacional, en la actualidad alcanzan menos de 10%. La
múltiple fractura ecológica que lleva implícita este proceso es
inconmensurable. Sólo con mencionar algunos efectos marca-
damente identificables (erosión del suelo, pérdida de alimentos
nativos, alteración de ciclos de acumulación hídrico, trastorno
en las corrientes de viento, desregulación térmica, quiebre del
control natural de zoonosis, empobrecimiento de la calidad del
aire y grandes inundaciones63) se puede percibir el grado de daño
acelerado que esta dinámica conlleva para la salud de la tierra y
de quienes la habitan.
En otro orden, se apuntó que la incorporación de los cultivos
transgénicos ha sido una de las grandes fracturas para la cadena
de la vida. Como se dijo, ingresada en 1996, la soja modificada
genéticamente, resistente al herbicida glifosato, fue la punta
de un proceso que se ampliaría a otros granos y cultivos. En la
actualidad circulan en el país 67 transgénicos comercialmente
aprobados por el Estado. La gran mayoría corresponden a soja
y maíz, pero también a la papa, alfalfa, algodón. Los diversos
gobiernos de esa fecha en adelante —a pesar de sus perspec-
tivas contrapuestas en otros planos de las políticas públicas—
hicieron su aporte a engrosar la lista: los transgénicos nunca
estuvieron en discusión. En términos de superficie, Argentina ha
sido “un experimento masivo”, como oportunamente señalara el
científico crítico Andrés Carrasco64, alcanzando en los últimos
años cerca de 25 millones de hectáreas de transgénicos, princi-
palmente por la superficie ocupada por la soja, en primer lugar,
y el maíz, en segundo orden.
Como se apuntó, la noción de fractura sociometabólica de-
sarrollada por Marx encuentra, entre sus principales fundamen-

63 En las últimas décadas se sucedieron inundaciones con grandes impactos


sociales. Más allá de las múltiples causas de estos acontecimientos, incluido los
diseños urbanos o la construcción de infraestructura vial que perjudica el normal
escurrimiento de las aguas, el vínculo con el modelo agrícola hegemónico también ha
sido puesto en la mira, tanto por el impacto de los desmontes como por la erosión y
pérdida de capacidad de los suelos de absorber agua a raíz de los monocultivos. Dos
casos emblemáticos han sido el de la ciudad de Santa Fe en 2003 y Tartagal en la
provincia de Salta en 2009.
64 “Lo que sucede en Argentina es casi un experimento masivo”, en diario PáginaI12
(Aranda, 2009).

156
tos, el análisis del quiebre del ciclo de nutrientes bajo la agri-
cultura capitalista. La pérdida acelerada de calidad del suelo, la
introducción de fertilizantes ajenos al territorio agroproductivo,
y el mercado global —y los trasvases de materias asociados— en
torno a este rubro estaban presentes en esos planteos. Tomar
el caso argentino contemporáneo permite captar con claridad
las implicancias concretas de este trastorno en la actualidad. En
ese sentido, algunos análisis marcan que en paralelo al avance
de la monocultura de granos iniciada en la década de los setenta
y en un periodo que se extiende hasta el año 2015, el suelo del
país perdió más de 25 millones de toneladas de nitrógeno (ya
descontada la reposición natural), más de cinco millones y me-
dio de toneladas de fósforo y valores muy elevados de los demás
nutrientes y oligoelementos. Se estima que el volumen extraído
supera los 55 millones de toneladas entre los principales trece
nutrientes considerados. Por ejemplo, se ha calculado el déficit
en 16,6 millones de toneladas de potasio, 2,6 millones de tone-
ladas de calcio y 51.083 toneladas de zinc. El cruce de diversos
estudios ha determinado que se ha perdido entre 36% y 56% de
materia orgánica en suelos bajo condición agrícola a partir de la
referencia que aportan suelos bajo condición prístina65.
Asociado a la introducción de la soja transgénica y al sistema
de siembra directa que no rotura el suelo, creció un modelo masi-
vo de uso de pesticidas, con el herbicida glifosato como producto
principal. Desde el discurso corporativo del agronegocio, se insis-
tió durante muchos años que el uso de los biocidas disminuía con
estos nuevos modelos “tecnológicos”, en teoría más eficientes.
En los hechos, se observó que, entre 1992 y 2012, el uso de quí-
micos de síntesis para la producción agrícola se multiplicó por
diez (de 30 millones de litros a 300 millones, 200 correspon-
dientes a glifosato), mientras que la superficie sojera se había
multiplicado por cuatro. Las estimaciones suelen referenciar un
piso del verdadero volumen utilizado, en tanto buena parte del
mercado de insumos se comercializa en la informalidad.

65 El vaciamiento de las Pampas. La exportación de nutrientes y el final del granero


del mundo (Pengue, 2017); y “Suelo virtual y deuda ecológica. Un cálculo para la
expansión de la soja en Argentina”, en SaberEs (Zuberman, 2019).

157
Estimaciones de colectivos médicos han calculado que al
menos doce millones de personas viven en zonas rurales y pe-
riurbanas de Argentina, conviviendo cada año con la aplicación
masiva de agroquímicos. Respecto al daño en la salud de los
agroquímicos y particularmente del glifosato, alcanzó cierto
impacto en la opinión pública un trabajo del, ya por entonces,
reconocido científico Andrés Carrasco66. Entre otros efectos, con
el correr de sus investigaciones apuntó que el glifosato altera
el ciclo celular, los mecanismos de reparación del DNA, pasa la
barrera placentaria e induce genotoxicidad, y produce malforma-
ciones en mamíferos. Sobre esta base, en pequeñas localidades
rurales, con alta exposición a estas sustancias, se constató que
las tasas de personas afectadas por cáncer supera, y en ciertos
casos duplica, los registros medios provinciales o nacionales.
Asimismo, aumentan los abortos espontáneos, malformacio-
nes congénitas, alergias respiratorias, entre otras problemáticas
sanitarias, que se presumen asociadas, entre otros factores, al
modo de vida en zonas de exposición sistemática a los agrotó-
xicos67.
Más allá de regulaciones locales impulsadas por la creciente
lucha de comunidades afectadas y redes de apoyo —como las
Madres de Ituzaingó en Córdoba, los grupos Paren de Fumigar,
Médicos de Pueblos Fumigados y Docentes de Pueblos por la
Vida, entre otras— ningún gobierno nacional abordó este tema
en sintonía con las evidencias sanitarias que vienen manifestan-
do los cuerpos de las poblaciones. A eso se suma la creciente
evidencia sobre el efecto de estas sustancias en agua y suelo.

66 El caso de Carrasco es emblemático acerca del rol político de la ciencia crítica.


Su decisión de acompañar a comunidades afectadas por esta problemática le
valió campañas de desprestigio y agresiones públicas que padeció a partir de sus
investigaciones al servicio de esas luchas. Como apuntó el periodista Darío Aranda,
quien difundiera la investigación de Carrasco se trató de “las consecuencias de un
doble pecado, investigar los efectos sanitarios del modelo agropecuario y, más
grave aún, animarse a difundirlos” en medios de comunicación y con organizaciones
ambientales sin quedarse encorsetado a determinadas reglas hegemónicas del
campo científico-académico. Aranda, op. cit.
67 “El glifosato: ¿es parte de un modelo eugenésico?”, en Salud Colectiva (Carrasco,
2011); Situación de los Pueblos Fumigados en Argentina (Reduas, 2012); “Asociación
entre cáncer y exposición ambiental a glifosato”, en International journal of clinical
medicine (Ávila Vázquez et. al., 2017); Transformaciones en los modos de enfermar y
de morir en la región agroindustrial de la Argentina (Verseñazzi y Vallini, 2019).

158
Por ejemplo, un estudio reveló que el río Paraná, principal curso
hídrico de la región centro del país y uno de los más importan-
tes de Sudamérica, tiene presencia significativa de glifosato en
diversos tramos de su recorrido asociado a áreas de intensa ac-
tividad agrícola68.
Del otro extremo de la cadena, es decir en la alimentación, las
últimas décadas han acarreado cambios estructurales en torno a há-
bitos y repercusiones sanitarias en los organismos. En línea con ten-
dencias globales, en Argentina se pasó del sobrepeso asociado a alto
status social, a la obesidad como epidemia que afecta a la sociedad
transversalmente y, sobre todo, a los sectores más empobrecidos. Si
bien en líneas generales se redujo la desnutrición aguda, durante la
etapa se vivieron periodos críticos como la hiperinflación de fines de
los ochenta, el empobrecimiento estructural de vastos sectores de la
población en los noventa, y la crisis social y política de 2001-2002,
que tuvieron graves repercusiones para el acceso alimentario básico
y la configuración de las dietas. Como primer dato significativo y to-
mando como referencia al Área Metropolitana de Buenos Aires, entre
fines de los sesenta y mediados de los noventa, el consumo global de
alimentos se redujo un 33%, ocultando en esa pérdida general brechas
de clase significativas69.
Lo que se agudiza con respecto a etapas precedentes es la
fractura social como fractura alimentaria, acentuada sobre todo
en sectores urbanizados que, en el marco del bienestarismo y
el modelo desarrollista vernáculo, habían logrado estándares
redistributivos considerables y una “protección social” en gran
medida igualadora. En tanto, la industria alimentaria de los pro-
cesados y ultra-procesados empieza a ganar terreno de forma
acelerada, desplazando alimentos frescos y de mejores cualida-
des nutracéuticas. Para mediados de los ochenta, por ejemplo,
el consumo de carnes rojas había caído, mientras que el consu-
mo de pollos aumentado (de 9 a 17 kilos per cápita anuales) en
comparación con las dos décadas anteriores. Sin embargo, ese

68 “Water quality of the main tributaries of the Paraná Basin: glyphosate and
AMPA in surface water and bottom sediments”, en Environmental monitoring and
assessment (Ronco et. al., 2016).
69 Estrategias de consumo: qué comen los argentinos que comen (Aguirre, 2012)

159
consumo estaba ahora suministrado mayormente por procesos
industriales y no por criadores artesanales. Del mismo modo
ocurría con los huevos y lácteos.
La reconfiguración rural descripta tuvo su correlato en los
platos. Entre 1965 y 1985, los sectores de ingresos bajos vieron
caer un 32% su consumo de frutas y verduras, 29% de lácteos y
15% en carnes. En esta línea, y para comprender el empobreci-
miento general de la sociedad en la nueva fase neoliberal, entre
1970 y 1985, el gasto en alimentación promedio había pasado
del 31% al 38%, y los más pobres invertían a mediados de los
ochenta un 8% más en comer un 34% menos de alimentos que
quince años atrás. De forma más profunda se observa que entre
los más pobres y los más ricos existen diferencias que van del
50% al 80% en el consumo de calcio, vitamina A, B, C y hierro70.
Para mediados de los noventa, se verificó una caída global
del consumo anual alimentario de 124 kilos per cápita respec-
to al inicio de la etapa en estudio. Los pobres no sólo comían
menos, sino que habían perdido aún más la diversidad en sus
dietas, concentrando su alimentación en pan, fideos, papas, me-
nudos de pollo. Los estratos más empobrecidos concentraban,
ya para mediados de los noventa, un 31% de su consumo en sie-
te productos, que aportaban centralmente hidratos de carbono
y grasas —no siempre de buena calidad—, dando forma a una
creciente pérdida de nutrientes esenciales, encubierta en dietas
energéticas. Asimismo, en esta etapa se extendió la malnutri-
ción y la desnutrición crónica, con repercusiones en los siste-
mas inmunológicos, en déficits a nivel óseo, de tejidos, sangre,
cognitivos, como así también en los perfiles antropométricos en
general71. Los efectos de la pobreza extendida sobre la nutrición
y en particular del cuadro crítico que dejaría la crisis social de
inicios de la década del 2000 fueron la contracara del “exitoso”
modelo sojero que se iba imponiendo.
A partir de los 2000, se registró un notorio avance del so-
brepeso y de la obesidad —así como de enfermedades relacio-
nadas— en asociación con el aumento del consumo de alimentos

70 Aguirre, 2012, op. cit.


71 Aguirre, 2012, op. cit.

160
ultra-procesados y bebidas azucaradas. Un estudio indica que el
aporte absoluto de energía disminuyó en las últimas décadas en
el país, pero, desde los años noventa a esta parte, la cantidad y
proporción de energía proveniente de productos ultra procesa-
dos aumentaron un 53%. Estos análisis señalan que, dentro del
gasto alimentario, el correspondiente a comestibles y bebidas
ultra-procesados promedia un 28%72. En 2013, Argentina lidera-
ba el consumo mundial per cápita de bebidas azucaradas con 131
litros por año, mientras que había escalado a 137 litros en 2015.
En torno a la fractura entre alimento y salud, sumadas las ca-
tegorías de sobrepeso y obesidad alcanzan ya al 13,6% de niñas y
niños, al 41,1% de adolescentes, y al 67,9% de adultos, problemáti-
cas directamente relacionadas con la conformación de las “dietas”
y el avance masivo de los ultra-procesados, bebidas azucaradas,
y una preponderancia excesiva de productos que sacian, pero no
nutren como diversos farináceos. La epidemia de sobrepeso y obe-
sidad se presenta como la forma más frecuente de malnutrición
y presenta una tendencia al alza sostenida en el país73. Los secto-
res con menos ingresos son los más afectados; por ejemplo, en la
población adulta, la prevalencia de obesidad fue un 21% mayor en
el quintil de ingresos más bajos respecto del más alto. Asimismo,
persisten, tal como se empezó a acentuar a partir de los noventa,
una fractura de clase respecto al consumo de alimentos básicos
recomendables para una “dieta saludable” como frutas y verduras,
alcanzando por ejemplo una brecha en torno al 38% entre sectores
altos y bajos para el consumo frutícola en el Área Metropolitana
de Buenos Aires74.
Respecto a la noción de “saludable” de frutas y verduras enun-
ciada de forma genérica, muy extendida en planes nutricionales,
no se puede obviar aquí el actual estado real de esos alimentos tal
como mayoritariamente llegan para consumo. Por un lado, diversos
estudios vienen apuntando sobre la pérdida de cualidades nutricio-

72 “Gasto en alimentos ultraprocesados y relación con variables socioeconómicas


en la República Argentina, 2012-2013”, en Nutrición (Gotthelf et. al., 2019).
73 2° Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (Secretaría de Salud, 2019).
74 “La pobreza como determinante de la calidad alimentaria en Argentina.
Resultados del Estudio Argentino de Nutrición y Salud (EANS)”, en Nutrición
hospitalaria (Kovalskys et. al., 2020).

161
nales de los alimentos producto de los propios sistemas agropro-
ductivos, que desnutren los suelos, por lo tanto, las plantas, y como
en toda cadena trófica, deriva en alimentos con menor calidad y
disponibilidad de nutrientes para quien lo consume75. Asimismo,
el cóctel de agrotóxicos presentes en frutas y verduras para con-
sumo viene siendo otra problemática ignorada en el plano de las
políticas alimentarias hegemónicas, mientras proliferan trastornos
y afecciones presumiblemente vinculadas, entre otros factores, al
impacto en el sistema digestivo de fungicidas, insecticidas y her-
bicidas que diariamente ingresan en microdosis a los organismos.
Por último, vale poner la mirada sobre la fractura urbano/ru-
ral de este periodo, que sigue las tendencias de las etapas previas
y encuentra algunas especificidades. De una población total que
superaba los 23 millones en 1970, el 79% era considerada urbana
según los censos nacionales. En 1990, la población total ya supe-
raba los 32 millones de habitantes, pero el sector urbano ya era el
88% y en 2010, con más de 40 millones de habitantes, alcanzaba
al 90%. El último censo rural, confirmó que la tendencia al despo-
blamiento del campo persistió en los últimos veinte años, en tanto
se censaron 398.000 personas en 2002 y 212.000 en 2018, un
recorte del 46,7 %.
Una particularidad de las últimas décadas es que las zonas
periurbanas, en transición a la ruralidad, que producen las frutas
y verduras que abastecen a la mayor parte de la población del
país son trabajadas predominantemente por familias bolivianas.
Además de tener presencia significativa en áreas históricas de
horticultura como el cordón que abastece al Área Metropolitana
de Buenos Aires, donde en 2002 ya representaban al 50% de les
trabajadores, este colectivo de migrantes logró crear en las últi-
mas décadas cordones de abastecimiento allí donde no existían,
como en la ciudad cordobesa de Río Cuarto o en la chubutense
de Trelew76. Si la migración de ultramar fue determinante en la

75 “Declining Fruit and Vegetable Nutrient Composition: What Is the Evidence?”, en


HortScience Horts (Davis, 2009); y “La alimentación ecológica: cuestión de calidad”,
en Leisa, (Raigón, 2014).
76 “Los inmigrantes bolivianos en el mercado de trabajo de la agricultura en fresco
en la Argentina”, en El impacto de las migraciones en Argentina, cuadernos migratorios
N°2 (Benencia, 2012).

162
estructuración agroalimentaria argentina cien años atrás, las fa-
milias bolivianas son actores de primer orden en la alimentación
básica de la población que habita el país a inicios del siglo xxi.
La última oleada de urbanización llevó asimismo una diná-
mica de fracturas derivadas, profundamente marcadas por las
dinámicas neoliberales en torno al uso/rentabilidad de la tierra, a
la degradación del derecho a la vivienda, y al espacio público. En
este proceso, inescindible del avance del modelo de agronegocio,
proliferan -sobre todo a partir de los noventa- barrios privados de
diversa categoría para sectores altos y medios-altos en las afue-
ras de las grandes urbes, pero también linderos a villas y asen-
tamientos precarios. Estos últimos, asimismo, no han parado de
crecer. Un relevamiento de organizaciones sociales estimó que
cuatro millones de personas habita en alguno de los más de 4.400
barrios con servicios básicos precarios. El 45% de estos barrios
se han originado del año 2000 a esta parte. El 91% no cuenta con
acceso formal al servicio de agua, y el 98% a la red cloacal con las
consecuencias sanitarias ya señaladas77.

Del alambrado al dron: un presente extremo


como producción histórica
En los entrecruces de estas dinámicas agro-productivas, ali-
mentarias, habitacionales y espaciales descriptas se ha ido con-
figurando un régimen ecológico-político que sistemáticamente
erosiona las condiciones ecosistémicas, la calidad/salubridad de
los medios de vida y la autonomía para la producción y reproduc-
ción de la vida. Es decir, una forma de organizar las comunidades
y territorios donde el vínculo con el alimento y la agricultura fue
progresivamente expropiado -y de forma exponencial en ciertos
pasajes temporales- del hacer/saber cotidiano de la mayor parte
de la población. Al mismo tiempo fue adquiriendo implicancias
materiales concretas de alto impacto negativo en términos eco-
lógicos, sanitarios y sociales.
Si algunas fracturas son más notables y aceleradas se en-
tendía en esta propuesta que era clave de todos modos poder

77 Hacia una política de integración urbana de barrios populares (CTEP, 2019).

163
realizar un recorrido de largo plazo –aunque siempre insuficien-
te- en tanto permite captar aquellas continuidades, como así
también las nuevas formas bajo las cuales la fractura sociome-
tabólica opera como un trastorno sistémico múltiple de la vida
humana y no-humana. En ese sentido, comprender la fractura
como quiebre ontológico-político permite leer los datos que en
este capítulo se han presentado, no como mero agregado es-
tadístico ni como derivas de problemáticas coyunturales por
planes gubernamentales fallidos o factores marco-económicos
externos sino más bien —aun contemplando esas causales—,
como efectos de una ontología política de alcance planetario que
entra en relación dialéctica con el territorio configurado como
Estado-nación argentino, los cuerpos que allí habitan y las sub-
jetividades políticas que allí se producen en el tiempo.
El proceso de expropiación agroalimentario en clave ecoló-
gico-política es el producto de una extensa sedimentación de
marcas técnico-territoriales, del alambrado al dron que hoy con-
trola “plagas” en los monocultivos; alimentarias, del país récord
en consumo de carne vacuna a récord en ingesta de gaseosas;
en los imaginarios agro-hegemónicos –del “granero del mun-
do” a la vanguardia de la revolución transgénica, entre otras;
que fueron configurando un estado de situación como el que
se expresa en la actualidad. La híper-abstracción técnica y fi-
nanciera del agronegocio es una fase extrema, pero producto
al fin de esta compleja historia de fractura entre la agricultura
y la alimentación con las comunidades. En ese marco interpre-
tativo es que adquieren sentido político las anomalías antro-
pológico-políticas del presente: exorbitantes cosechas de soja
para exportar y la cultura especulativa sobre el mejor momento
para su venta —absolutamente desligada de alguna lógica ali-
mentaria; la celebración y defensa del sector privado y público
de nuevos eventos transgénicos; la apuesta gubernamental al
país como actor de peso en la nueva oleada de Ag-Tech global;
las expectativas de empresas y gobiernos en las nuevas opor-
tunidades agroexportadoras que vendrían en la pos-pandemia,
conviviendo todas estas con una situación social acuciante en
términos de pobreza e indigencia, con las consabidas conse-

164
cuencias alimentarias, y un escenario sanitario-ambiental que
en varias regiones argentinas llega a umbrales críticos. Se trata
entonces de contextos inherentemente vinculados al régimen
político oligárquico descripto que se cierne desde ya sobre los
territorios-alimentos-cuerpos, pero fundamentalmente sobre
imaginarios-sensibilidades-deseos políticos como horizonte
dado según los marcos moderno-liberales de la política.

165
Capítulo 5.
Fiambalá y Córdoba,
tramas agroalimentarias re-existentes
Dos experiencias donde laten esperanzas
Frente a la monocultura política, desde el pensamiento crí-
tico, es clave encontrarse con aquellas experiencias contempo-
ráneas que producen modos de vinculación entre comunidades
y territorios en torno al alimento bajo lógicas que se desplazan
del modelo hegemónico. En esta búsqueda, nos detenemos so-
bre dos procesos: por un lado, una experiencia en el Bolsón de
Fiambalá, en la provincia de Catamarca, llevada adelante por
una organización campesina; y, por el otro, un caso en la ciudad
de Córdoba, de la provincia homónima, una experiencia llevada
a cabo por agricultores agroecológicos que conforman una tra-
ma con consumidores de su misma región. Nos ocuparemos de
ellas siguiendo la perspectiva del sociometabolismo/fracturas
sociometabólicas, dando cuenta de sus especificidades a partir
de las características agrarias, sociales, ecológicas y sanitarias
de los territorios donde se desarrollan.

Agroculturas en una provincia “minera”


Iniciado el proceso de conformación del Estado nacional,
la provincia cordillerana de Catamarca se mantuvo como una
economía periférica, subordinada a los principales circuitos
exportadores y poco integrada al mercado interno comandado
por Buenos Aires. En sucesivas oleadas, diversas actividades
agroproductivas acapararon regiones específicas de la provincia
en clave monocultural, marcando huellas en torno a la fractura
sociometabólica como forma genérica del agrocapitalismo. Vid
y olivo son ejemplos emblemáticos. Si bien las integraciones y
combinaciones de estos cultivos con las economías domésti-
cas han sido disímiles, lo que caracteriza de forma común estos
procesos es la fuerte dependencia de decisiones de mercado
exógenas a los territorios de siembra y cultivo.
La estructura agraria provincial se caracteriza por una fuerte

167
presencia de unidades familiares-campesinas con producciones
de pequeña escala y por actividades extensivas como la cría
caprina o por la esquila de la vicuña, por ejemplo, en campos
de uso comunal en las zonas de puna. El censo del año 2018
registró 7.845 unidades con límites definidos —que ascien-
den a 10.112 si se adicionan aquellas sin límites definidos— que
ocupan 1.178.338 hectáreas. La fractura socio-económica en la
ocupación/uso territorial se manifiesta en la concentración de la
propiedad de la tierra: se reportan 166 unidades de entre 1.000
a más de 20.000 hectáreas, acaparando 928.483 hectáreas,
el 78% del total registrado. En el otro extremo, 6.865 unidades
(87% del total) de hasta cincuenta hectáreas cada una ocupan
34.157 hectáreas, sólo el 2,89% del total.
Dentro de las actividades agroproductivas a destacar, en
algunas regiones como Tinogasta, la uva mantiene una presencia
significativa, cuya importancia es también simbólica, gracias a
la “época gloriosa” experimentada durante el siglo pasado. En
la actualidad, la superficie provincial destinada a la producción
de la vid abarca aproximadamente 2.800 hectáreas, poco más
del 1% del total nacional. Por otro lado, siendo una actividad
cuya historia provincial se remonta a tiempos, el sector olivícola
encontró nuevo impulso bajo el denominado régimen de diferi-
mientos impositivos, que buscó fomentar, a nivel provincial, una
nueva agricultura de características intensivas, globalizada y
demandante de mano de obra cualificada1. Se estiman que aún
hay unas 18.700 hectáreas dedicadas al olivo, concentradas es-
pecialmente en Pomán y Capayán, representando aproximada-
mente el 70% de la superficie olivícola provincial. Catamarca es
la tercera provincia del rubro a nivel nacional, luego de La Rioja
y Mendoza, representando el 21% de la superficie total.
Por su parte, teniendo como referencia el mes de marzo de
2019, la actividad ganadera contaba con 265 mil cabezas de
ganado vacuno y 130 mil caprinos, los cuales representan casi
el 90% de la ganadería provincial. Apenas el 15% del rodeo mo-
vilizado para faena se industrializa en el propio territorio provin-

1 Análisis de las Transformaciones del Sector Agropecuario de la Provincia de


Catamarca (…). Tesis doctoral (Caeiro, 2008).

168
cial, mientras que el resto se traslada a las vecinas provincias
como Córdoba, Santiago del Estero y Salta. La representación
del sector a nivel nacional es del 0,2%. En lo que refiere a la
agricultura extensiva, para el año 2018, el área sembrada con
cereales alcanza las 53 mil hectáreas (0,3% del total nacional),
verificándose una presencia mayoritaria del trigo con 39 mil
hectáreas. En tanto, las oleaginosas registran 40 mil hectáreas
(de soja, en su totalidad), con una participación del 0,2% en el
total nacional. En la actualidad, sumando las diversas cadenas
agrícolas industriales (cereales, y oleaginosas e incluida la oli-
vícola) no alcanzan al 5% de las exportaciones de la provincia2.
En contraste con la actividad agroganadera, la megamine-
ría se presenta como eje principal en términos exportadores,
contribuyendo con el 12,6% de las exportaciones nacionales del
sector, según los datos del año 2018. Para el mismo año, las ex-
portaciones provinciales ascendieron a 471 millones de dólares,
de los cuales 438 millones corresponden a la minería, es decir,
más del 90% del total. Bajo el “boom minero” latinoamericano,
impulsado por reformas estructurales de corte neoliberal en la
década del noventa, la provincia se convirtió en un caso emble-
mático de la megaminería. Más allá de los cambios de partidos
políticos en la gestión gubernamental provincial, de los noventa
a esta parte, la política de apoyo e impulso a la megaminería
permaneció inalterada.
Bajo de la Alumbrera fue el primer proyecto megaminero
que desembarcó en el país en el año 1997. Esta empresa, radi-
cada en el departamento Belén, alcanzó una capacidad de explo-
tación anual de 120 millones de toneladas métricas de material
rocoso, a partir del cual se extrae un concentrado polimetálico,
cuyo fin principal es la obtención de cobre, oro y molibdeno. El
tajo abierto de la mina presenta una dimensión aproximada de
2.000 metros de diámetro por 800 metros de profundidad,
conformado en escalones de 17 metros de altura. Su dique de
cola —donde se depositan los residuos mineros— presenta una
superficie de 2,5 kilómetros de extensión y unos treinta metros
de altura. La propia empresa reconoció filtraciones. Para desa-

2 Ministerio de Hacienda, op. cit.

169
rrollar este proceso, Minera Alumbrera obtuvo un permiso de
extracción de 1.200 litros por segundo (unos 100 millones de
litros diarios) de la reserva de agua fósil del Campo del Arenal,
garantizado por el gobierno de la provincia de Catamarca. La
fractura de los ciclos hídricos del territorio se manifiesta en cada
tonelada de concentrado de cobre exportado y sus correlativos
200.000 litros de agua, en una región históricamente agraria y
con un clima semiárido, con un régimen de lluvias de entre 150
y 300 milímetros anuales. La empresa basó su actividad en un
alto consumo de explosivos —se ubicó como principal consumi-
dor a nivel país— que implican graves consecuencias en materia
de contaminación ambiental, incluidas lluvias ácidas3.
En los últimos años, al interior del sector minero ganó prota-
gonismo la extracción de litio, bajo el impulso de los discursos en
torno a la “transición energética” de las sociedades de consumo.
En 2016, la minería metalífera representaba el 76% del valor
provincial; la no metalífera (litio), 23%. Para 2018, los metales
habían bajado al 52% del total. El propio gobierno provincial pre-
senta a la provincia como “Catamarca Minera” en clave de marca
identitaria. Actualmente existen 16 proyectos metalíferos y no
metalíferos en diverso estado de avance (desde operativos hasta
en exploración) y 14 proyectos en torno a la extracción de litio
(en exploración, prospección y extracción)4. Los referidos al litio
afectan según información oficial a más de 600 mil hectáreas.
La extracción de litio en el Salar del Hombre Muerto, tam-
bién en marcha desde 1997, ha impactado ya de forma significa-
tiva sobre los cursos de agua de la región, fracturando el ciclo del
río Trapiche. La empresa Livent habría extraído durante largos
periodos agua de cinco pozos, a un ritmo de 380.000 litros de
agua por hora. En los últimos años, diversas acciones han inten-
tado frenar en la misma región la extracción de agua dulce del río
Los Patos, donde Livent y otras cuatro empresas han solicitado

3 “Minería transnacional, conflictos socioterritoriales y nuevas dinámicas


expropiatorias. El caso de Minera Alumbrera”, en Minería transnacional, narrativas del
desarrollo y resistencias sociales (Machado Aráoz, 2009).
4 Catamarca minera, una oportunidad de inversión (Ministerio de Minería, 2022).

170
permisos de extracción por 650.000 litros de agua por hora5.
El avance de la megaminería en la provincia ha configurado
asimismo la fractura de los vínculos socio-comunitarios en di-
versas localidades. Si bien no se ha logrado a nivel provincial un
grado de movilización masiva contra esta actividad, como ocurre
en las provincias de Chubut o Mendoza, diversos proyectos han
encontrado fuerte resistencia local, graficando el desgarro del
tejido comunitario que estas iniciativas conllevan. Con la expe-
riencia de Alumbrera a cuestas, sus impactos en la disposición/
uso de agua, la afectación de economías rurales por la pérdida
de ese bien común en áreas críticas, los casos de contamina-
ción grave reportados en los mineraloductos, proyectos como
MARA-Agua Rica (en la zona de Andalgalá) han encontrado un
intenso activismo de oposición, con casos emblema como la
Asamblea El Algarrobo. Judicialización, persecución y diversas
represiones han sido parte del repertorio de respuestas a nivel
estatal. Asimismo, diversas comunidades indígenas nucleadas
en la Unión de Pueblos de la Nación Diaguita de la provincia
han profundizado su organización en torno a la lucha contra la
mega-minería teniendo fuerte protagonismo en casos como el
mencionado conflicto del Río de los Patos.
La población provincial alcanza los 408.000 habitantes, el
0,9% a nivel nacional, distribuida en más de 10,2 millones de
hectáreas, aunque la mitad de se encuentra concentrada en la
capital y su periferia. El 77 % de la población es urbana, marcan-
do la fractura con la habitabilidad (y el correlativo vaciamiento)
de los territorios rurales. Para 2019, el 43,5% de la población
de Catamarca se encontraba bajo la línea de pobreza, 7,1% por
encima del promedio nacional. Este cuadro se agrava entre ni-
ñas y niños de hasta seis años, donde ese porcentaje llegaba al
52,8%6.
El empleo en la provincia presenta una significativa depen-
dencia del sector público, cuyo promedio alcanza a 104 personas

5 “Conflictos por el agua en Antofagasta de la Sierra, provincia de Catamarca, frente


a la explotación de litio en el Salar del Hombre Muerto”, en Informe Ambiental 2020
(Pucará, 2020).
6 Informe de situación de la provincia de Catamarca (SIEMPRO, 2020).

171
cada mil habitantes, mientras que el sector privado ocupa a 82
personas cada mil habitantes. A nivel nacional, esa relación es
de 51 y 148 personas cada mil habitantes, respectivamente7.
Esta dinámica se acentúa si se consideraran otras dependencias
nacionales que funcionan en la provincia y las estructuras mu-
nicipales. Para el año 2019, la tasa provincial de desempleo era
del 8,5% (similar al 8,8% a nivel nacional), en tanto que entre
los jóvenes de 19 a 24 años alcanzaba al 18,3%. La población
ocupada en empleos no registrados abarcaba a más de 49 mil
personas sobre un total de poco más de 131 mil asalariados, es
decir, un 37,6% del total. De ese global, 22,1% se encuentra al-
canzado por alguna prestación social.
Es importante resaltar que —pese a las promesas guberna-
mentales de bienestar general en torno al sector minero y a los
números que representa la actividad en su faz exportadora para
la provincia— estas actividades no redundan en una expansión
laboral significativa. Dentro del empleo privado, el sector aporta
de forma directa el 3,7% de los puestos laborales registrados,
mientras que la agricultura y la ganadería en conjunto alcanzan
al 6%. Como reverso del desempleo y la pobreza estructural,
mientras un 13,4% de los hogares del país reciben alguna presta-
ción social monetaria, en Catamarca esta cifra asciende al 21,5%
de los hogares8.
Como problemática extendida de salud, y en línea con los
contextos internacional y nacional, la provincia ha visto un au-
mento significativo del sobrepeso y la obesidad en las últimas
décadas. Según los datos arrojados por la Encuesta Nacional
de Factores de Riesgo, Catamarca presentó una prevalencia de
exceso de peso en 67,5% de la población, superando la media
nacional (61,6%), mientras que la obesidad alcanzó a al 29,5%,
cuya media a nivel nacional se ubicaba en el 25,3%. Respecto a
la problemática alimentaria, se observan prevalencias crecientes
de sobrepeso y obesidad en las últimas décadas, en coexistencia
con cuadros de malnutrición dentro de un mismo grupo pobla-
cional, un fenómeno llamado “doble carga”. A esto se suma la

7 Ministerio de Hacienda, op. cit.


8 SIEMPRO, op. cit.

172
creciente relación entre obesidad y pobreza. El aumento expo-
nencial de esta problemática ha quedado reflejado en estudios
que dan cuenta de la fuerte alza de los números provinciales de
malnutrición por exceso (sobrepeso y obesidad). El caso de los
niños y niñas en edad escolar es indicativo: en los años ochenta
no alcanzaba al 20%, mientras que, hacia el año 2000, estos
valores se habían duplicado9.

Bolsón de Fiambalá10
Ubicado en el departamento Tinogasta, al oeste de la provin-
cia de Catamarca, la población del Bolsón de Fiambalá se con-
centra en la homónima ciudad cabecera y en otras más peque-
ñas, de menos de mil habitantes como Tatón, Medanitos, Saujil,
Palo Blanco, Chuquisaca. Esta herradura natural abarca un área
que corre a lo largo de unos 150 kilómetros en eje sur-norte,
donde diversos valles se encuentran rodeados por los cordones
montañosos de Los Andes y San Buenaventura.
Dentro de un departamento que cuenta con 23.000 habi-
tantes, la mitad de la población de Fiambalá —el aglomerado
principal y cabecera municipal de la subregión de El Bolsón—
habitaba en una zona de poblados que superaba los 8.000
habitantes. Fiambalá se emplaza a alrededor de 1.600 metros
sobre el nivel del mar. Se trata de un área con clima seco, con
inviernos fríos y veranos en extremo calurosos, y una acentuada
amplitud térmica, que ronda los veinte grados entre la mínima y
la máxima diaria. La zona presenta regímenes de lluvias anuales
que se ubican ente los 125 y 150 milímetros, con precipitaciones
concentradas durante el verano. En este sentido, la organización
en torno al uso y distribución hídrica es crítica, y ríos como el
Abaucán son protagonistas centrales de la vida regional.
En términos de estructura agraria, según el Censo Nacional

9 “Transición nutricional y el impacto sobre el crecimiento y la composición corporal


en el noroeste argentino”, en Nutrición Clínica y Dietética Hospitalaria (Lomaglio,
2012).
10 Para la reconstrucción contextual de este apartado se utilizaron diversas
entrevistas a un funcionario municipal, a un médico particular, a una agente sanitaria
del sector público, a una técnica agrícola nacional, a un promotor rural del tercer
sector, y a un miembro de la comisión de regantes.

173
Agropecuario 2018, a nivel departamental existen 1336 unida-
des con límites definidos que ocupan cerca de 105 mil hectáreas.
Una de las principales actividades, pese a no tener la preponde-
rancia de mediados del siglo xx, sigue siendo la vid. Tinogasta
cuenta con el 70% de la superficie de viñedos de la provincia. Se
estima que, en la región, existen aún alrededor de 1.000 familias
productoras, de las cuales el 80% poseen superficies menores
a las cinco hectáreas11. La zona cuenta con una intensa mano
de obra familiar para la actividad rural, alcanzando al 85% de
unidades. Asimismo, se generan ingresos mediante la actividad
como jornaleros en otras provincias. “Hay cerca de 200 jóvenes
de la zona norte del Bolsón que trabajan 6 meses como golon-
drina, se van al arándano a Buenos Aires, otros se van al sur, y
después vienen a la cosecha de la uva”, relata un funcionario
municipal.
En el territorio del Bolsón de Fiambalá, aún pervive una in-
tensa actividad agrícola con población rural estable, principal-
mente vinculada a la producción de vid en unidades familiares,
tanto para uva de mesa como para vino. Las chacras se carac-
terizan por la diversificación: cuentan con variedad de frutales
(durazno, manzanas, higo, entre otros), horticultura, granos,
pasturas, cultivo de árboles para extracción de madera a baja es-
cala, en explotaciones que además de satisfacer el consumo fa-
miliar, aportan algunos productos para la venta (especialmente
la uva) y para el trueque (por otras frutas, verduras, sal y carne).
Aunque en el Bolsón la presencia de la vid es significativa, la
comparación con décadas pasadas arroja datos contrastantes.
“Cuando era el auge de la producción, hacíamos alrededor de 30
a 40 millones de kilos de uva, y hoy entre 15 y 20 millones de
kilos. Palo Blanco hasta el año 1986 producía un millón de kilos
de uva y hoy produce 40 mil kilos. El único pueblo productivo
hoy es Medanitos que debe andar en los 10 millones de kilos,
pero casi la totalidad se va para otras provincias sin procesarse
acá”, describe el funcionario. Se estima que aún quedan unas
1.600 unidades familiares dedicadas principalmente a la vid o
bien en actividad mixta con otras prácticas fruti-hortícolas. Ha-

11 Plan de implementación provincial. Provincia de Catamarca (PISEAR, 2016).

174
cia la zona norte del Bolsón predomina la actividad ganadera,
con un estimado de “30.000 cabezas de cabra y 6.000 cabezas
de vacas, en manos de unas 400 familias, y todo eso es para
consumo interno”. Otra actividad que perdió volumen fue la cría
de llamas, en tanto se estima que, para inicios de la década del
ochenta, “había unas 10 mil unidades en la zona, y hoy debe
rondar las 400”.
En términos específicamente alimentarios, respecto de la
fractura entre disponibilidad y consumo se registraron momen-
tos extremos. La zona del Bolsón ha afrontado situaciones gra-
ves los últimos años. Para el verano de 2019, se acumularon en
un breve periodo registros de mal nutrición por déficit en niñas y
niños. “Hemos tenido 27 casos de niños en riesgo nutricional, de
los cuales tres están de bajo peso. Desde noviembre (de 2018)
a enero (de 2019) hemos tenido eso. Mientras había uno o dos
casos cada tres meses”, narra una agente sanitaria. Dentro de
una compleja trama local, se percibe un cuadro donde hay una
fuerte dependencia de ingresos por parte de programas socia-
les públicos y de los aportes alimentarios directos de parte del
Estado, que se tornan insuficientes en contextos de acentuadas
subas de precios de los alimentos. Estas situaciones se dan pre-
dominantemente en familias que habitan entornos urbanos, por
contraste con las familias agricultoras y ganaderas de la zona,
donde se mantiene la producción para el autoconsumo. “En los
pueblos como Palo Blanco y esa zona no hay estos casos por-
que la gente tiene su producción, su carne, su huerta”, apunta el
mencionado funcionario.
Según sostienen tanto agentes de salud como técnicos que
abordan temas agrícolas y alimentarios en la zona, el consumo
de alimentos no ha quedado ajeno a la transición hacia produc-
tos industrializados de las últimas décadas ocurrido a nivel na-
cional y provincial. “Los alimentos procesados están haciendo
desastres. Mucha gente no toma agua, toma gaseosa. En los
niños lo veo claramente peor que hace cuarenta años atrás. Se
ve diabetes en chicos muy chicos, antes eso lo veía en gente
grande, y en algunos casos nomás”, cuenta un médico particu-
lar con varias décadas de trabajo en la zona. Además del cre-

175
ciente consumo de ultra-procesados, y bebidas azucaradas, en
sectores asistidos por programas sociales provinciales, la base
alimentaria se concentra en el consumo de “arroz, papa, fideos,
muy poca carne, muy poca fruta y la leche que se entrega desde
el hospital”, señalan desde el centro de salud local.
En la actualidad, la zona —y, en particular, las áreas urba-
nas como la localidad de Fiambalá— se abastece mayormente
de alimentos industrializados producidos fuera de la región, así
como de frutas y verduras también de origen extra-regional. “En
la agricultura estamos con déficit. No hay tomate, ni siquiera
lechuga se hace para autoabastecernos. No se cubre la demanda
local. Sí o sí se tiene que traer de otro lado”, comparte un agente
de promoción rural. “Hoy entra casi toda la comida de afuera.
Con tanto índice de desnutrición, de pobreza, de falta de empleo,
todo eso se puede hacer acá”, añade una técnica agropecuaria de
la zona. Desde estas miradas apuntan el potencial de la región
para autoabastecerse, mejorar los precios de los alimentos y
generar trabajo asociado a la mejora de la situación alimentaria
local.
En base a producciones ya presentes en el territorio, “se po-
dría abastecer la zona con vid, higo, granada, manzana, damasco,
nuez, durazno, membrillo; hay citrus, como naranja, pomelo, li-
món; de verdura hay gente que ya hace lechuga, tomate, morrón,
cebolla, rúcula, apio, berenjena; hay maíz, zapallos; carnes de
vaca, oveja, llama, leche, queso; y con los excedentes se hacen
dulces, jugos, frutos secos en variedad”, dice la agrónoma. Estas
producciones, en la actualidad, alcanzan para el autoconsumo
y para la venta de ciertos excedentes, pero no existe una plani-
ficación de políticas públicas orientadas a mayores cuotas de
autoabastecimiento de la zona.
Entre algunos ejes problemáticos que surgen de las entre-
vistas, se repiten la falta de infraestructura de riego en algunas
zonas del Bolsón. Por ejemplo, en la propia localidad de Fiamba-
lá, “en 2017 se regó sólo cuatro veces en el año porque teníamos
todos los canales destruidos”, narra un miembro de la comisión
de regantes local. Como referencia del estado del sistema de
riego, se estima que deben entrar “unos 110 metros cúbicos por

176
segundo a las fincas, pero como la mayoría de los canales son
de tierra, se pierde agua, y terminan entrando ochenta metros
cúbicos”. La naciente de donde proviene el agua “está a 52 kiló-
metros, cerca del límite con Chile, después viene la toma del río
Guanchín, ahí se captan 1200 metros cúbicos, pero donde están
los canales ya se han perdido 300 litros por segundo, y así sigue
hasta llegar a las chacras del pueblo”.
Una referencia especial merece el extractivismo minero y
su específica fractura sociometabólica (Machado Aráoz y Rossi,
2017), en particular en los aspectos referidos al quiebre poten-
cial de los ciclos hídricos. Tal como ocurre en el plano provincial,
la zona ha quedado atravesada por la avanzada de la megamine-
ría, en este caso del llamado “boom del litio”. El emprendimiento
Tres Quebradas (3Q) situado en la Cordillera e iniciado en el año
2016, al oeste de Fiambalá, es el principal proyecto en marcha. A
su cargo está la empresa LIEX, subsidiaria de la canadiense Neo
Lithium Corp, adquirida por capitales chinos (Zijin Mining Group
Ltd) en 2021. El proyecto cuenta, según su propio Informe de Im-
pacto Ambiental del año 2021, con diez concesiones que afectan
26.678 hectáreas atravesadas por lagunas y salares de las zo-
nas altoandinas. El plan se basa en la puesta en funcionamiento
de entre ocho y diez pozos de producción con un caudal de 260
litros por segundo “de manera continua e ininterrumpida” para
sostener una producción de 20.000 toneladas de carbonato de
litio por año, con proyección a veinte años. Como estimación
de referencia, Naciones Unidas sugiere que, para satisfacer sus
necesidades de uso doméstico y personal, una persona necesita
entre 50 y 100 litros de agua por día. En esta región, el abasteci-
miento de agua —según surge de las entrevistas a agricultores,
técnicos, regantes, y personal sanitario— es crítico y, en algunas
épocas del año y según la zona, es insuficiente.
“El método de explotación minera consistirá en el bombeo de
salmuera desde el campo de pozos de bombeo que se perforarán
en el salar, cuya profundidad dependerá de la profundidad en la
que se encuentren los acuíferos (aproximadamente entre 100 y
300 m)”, dice la propia empresa. En cada pozo se instalará una
bomba eléctrica sumergible para bombear la salmuera a través de

177
una red de tuberías y de ahí hacia las pozas de evaporación para su
concentración. La empresa describe que “el camino de acceso y el
proyecto 3Q se encuentra en la sub-cuenca de Abaucán y Laguna
Verde”, zona que “contiene el 50% del área (32,5 km2) y cantidad
de glaciares de la Provincia de Catamarca (64,8 km2), además
entre un 12 % (4.200 km2) y un 8 % (2.800 km2) de la cuenca
(35.000 km2) puede contener permafrost de montaña”. Entre los
diversos efectos negativos potenciales (fractura de los ciclos hídri-
cos, contaminación del agua, del aire, derrames tóxicos) la empresa
reconoce que “el drenaje superficial posee un impacto negativo se-
vero ya que se verá alterado por la disminución del caudal de agua
del arroyo Zeta” y por “el funcionamiento de las obras de captación
y derivación del escurrimiento superficial que se realizará para el
depósito de sales”. Asimismo, advierte que es probable que más del
19% (111 km2) del área de interés contenga permafrost” o incluso
que “el área de permafrost discontinuo puede extenderse a más
del 37%” de la zona del proyecto.
La creciente avanzada de la extracción de litio (mineral utiliza-
do, entre otros fines, para la producción de baterías) se encuentra
fuertemente relacionado con el interés de empresas productoras
de autos eléctricos instalado por corporaciones y gobiernos como
paradigma de una falsa transición energética “renovable” frente
al uso de la movilidad de base fósil, soslayando toda la cadena de
impactos que la extracción, producción, durabilidad y desechos
que esos bienes presentan12. En el mismo sentido, está ausente
la problematización de las formas de movilidad/consumo de los
“modos de vida imperiales” (Brand y Wissen, 2021), aceptados
como normalidad.

Autonomía alimentaria campesina13


En este contexto, existe una experiencia de una red de agri-
cultoras, agricultores y criadores de ganado que se nuclean bajo

12 Oferta y demanda de litio hacia el 2030 (Cochilco, 2020); y “Por el ojo de una
aguja: Una perspectiva eco-heterodoxa sobre la transición a las energías renovables”,
en Energies (Seibert y Rees, 2021).
13 Para el caso de los agentes entrevistados en esta región se utilizan nombres
ficticios.

178
la Asociación Campesinos del Abaucán (Acampa). Surgida for-
malmente en 2009, cuenta con antecedentes organizativos
desde 1987, acompañada por la Asociación Bienaventurados
los Pobres, y en la actualidad representa a más de 120 socias y
socios. La organización se define como un espacio para mejorar
las producciones agrícolas, comercializarlas a un precio justo,
organizar el trabajo colectivamente y reivindicar la identidad
campesina local. Este colectivo centra su tarea en la puesta en
práctica de saberes agrícolas tradicionales en combinación con
técnicas de base agroecológica. Entre las principales actividades
de la asociación se encuentra la feria de intercambio de semillas
nativas y criollas que realizan anualmente desde hace más de
dos décadas. Además, cuentan con una radio comunitaria desde
donde difunden sus actividades y ponen en agenda temas como
el avance de la megaminería desde una mirada crítica.
Recorrer los caminos de esta región es verse ladeado hacia
el oeste por la imponente Cordillera, un oleado mar de dunas que
la aguarda en las zonas bajas y los extensos arenales que, salpi-
cados de aisladas retamas, se pierden hacia los cuatro puntos
cardinales. Cuesta imaginarse de antemano aquello que ofrecen
las fincas en medio de este escenario, a priori tan adverso para
cultivar. Llegar a las chacras de quienes integran Acampa es
adentrarse a un portal de agro-biodiversidad. Se trata de oasis
agroalimentarios dentro de los oasis de riego, cargados de vides
y álamos, que representan los parajes y pueblos del Bolsón. Re-
gresa, entonces, aquella noción anterior al capitalismo: en los
sitios adonde se asentaron comunidades humanas, además de
agua para consumo, se podían obtener/cultivar alimentos en
cantidad y calidad para sostener la vida.
Parada: Medanitos, unos veinte kilómetros hacia el noreste
de Fiambalá. Como sucedió en buena parte del mundo a lo largo
de la historia, este pueblo se organizó atravesado por un curso
de agua, el río Abaucán. A diferencia de urbanidades altamente
intervenidas por tecnologías constructivas modernas y capas
culturales que cementan el vínculo con la hidrología, aquí la con-
ciencia colectiva en torno a la dependencia vital del estado de
las aguas que bajan desde la montaña aún está encarnada. La

179
geografía, los ritmos agrarios y otras urgencias contemporáneas
como ir a hacer trámites —si el río está crecido, no se puede
cruzar en algunas zonas— se ajustan en buena medida al caudal
de este curso hídrico, sus estacionalidades, sus cambios repen-
tinos, sus dones, su falta o su exceso.
Don Eliseo (58) y doña Ema (62) habitan una pequeña par-
cela en este pueblo de serpenteantes caminos de tierra polvo-
rienta. Con calma, mediante un relato de tono suave y pausado,
se disponen a describir una parte del lote, menos de un cuarto de
hectárea que recorren listando las agroproducciones: se multi-
plican las tonalidades de verdes, las espesuras de la vida vegetal,
árboles de porte que hacen de refugio alrededor, los frutales,
las verduras; en definitiva, los alimentos que consumirán den-
tro de casa, las futuras comidas compartidas. Este exuberante
micromundo clorofílico contrasta fuertemente (o, tal vez, sea su
complemento armónico, según la mirada) con la inmensidad de
arena arrastrada por el ensordecedor viento durante el camino
que conduce hasta Medanitos. Ahora el paisaje lo componen
durazneros, perales, membrillos, tomates, morrones, zapallos,
maíces, cebollas y ajos. Un tapiz agroalimentario que, en parte,
se puede observar a primera vista y que completan quienes ha-
bitan esta tierra al enumerar las producciones habituales que
ocupan la chacra.
Los cultivos se sostienen en base a técnicas hoy definidas
como “agroecológicas”, en buena parte aprendidas en la práctica
misma de la vida campesina, a partir de la transmisión interge-
neracional, pero también conocidas en los talleres organizados
por Acampa. “Abonos naturales” y “repelente casero” componen
el esquema que se explicita en palabras, pero que son apenas
la superficie de un sin número de agudas observaciones y finas
actividades diarias sobre/con las plantas, los bichitos y el suelo
que hacen posible la sostenibilidad de la producción agroalimen-
taria sin insumos agro-industriales.
“Nosotros hacemos para consumo nuestro. Algunas perso-
nas siembran un poquito más y venden choclo, zapallo. Lo que
se produce aquí se come y se vende aquí, digamos de verdura.
Y cada uno cosecha un poco, no en cantidad”, señala Eliseo. “En

180
verano, fruta o verdura no se compra nada, sí compramos los
fideos, arroz, yerba…”, agrega Ema. A eso suman la cría de chan-
chos para el consumo de carne que, a su vez, son alimentados en
parte con lo que va quedando de excedente de las producciones
de la finca. La chacra brinda alimento fresco, sobre todo para
la temporada de verano, y asimismo la base de las conservas y
dulces que son reserva para todo el año. El sentido primario de
trabajar la tierra tiene que ver con alimentarse de forma directa
de esa producción. En un segundo orden, vender el excedente,
procesarlo en algunos casos como ocurre con las frutas para las
jaleas, y hacer algunas elaboraciones con frutos de monte como
los alfajores de algarroba.
Otras dos chacras situadas en Medanitos, donde habitan
miembros de Acampa, muestran algunas variaciones, pero man-
tienen un denominador común con la anterior: la tierra que se
habita brinda la base alimentaria cotidiana y lo que se compra
normalmente en almacenes es la harina, el azúcar, la yerba.
Don Carlos (65) y su familia trabajan unas 18 hectáreas, una
superficie extensa para el tamaño medio de la zona. La finca
está dedicada en gran medida a cultivar pastura para alimentar
ganado. Cuenta con ovejas, chanchos, vacas. “Hacemos carne
más sana y más barata, y con eso le vamos aportando el ingreso
a la familia”, señala al pie de los corrales de caña artesanalmente
armados. También mantienen cultivos de huerta, en primer or-
den para autoconsumo. Si hay excedente se busca comercializar.
“De la chacra se vende más que todo el choclo, no es gran cosa
lo que saco. Lo hago grano para los animales y lo que se puede
se vende. También los tomates, zapallitos de tronco. Y cuando
todo eso se pasa se lo doy a los chanchos”, comenta. En medio
de una larga charla que va de las técnicas de producción a la
dependencia alimentaria que se vive en las grandes ciudades,
remarca: “acá nos abastecemos: tenemos la verdura, carne, hue-
vo, y mi señora hace pan casero”.
Don Guillermo (66), sombrero de tela en mano, camina en
medio de un abundante zapallar, rodeado de huertas y frutales.
“Esto es una hectárea, donde componemos con abono orgánico,
a veces usamos tabaco, fruta de paraíso; no se usa química acá

181
para curar las verduras”, explica con sus pies hundidos en una
nube de minúsculos bichitos voladores que combinados con el
viento caliente despabilan la sensibilidad de las pieles poco ha-
bituadas a estos entornos. Zapallo, variedad angola o calabaza,
tomate, lechuga, cebolla, ajo son algunas de las verduras que
suele sembrar. “Y con eso nos damos todo el año”, dice como
parte de su normalidad. En ese sentido, Guillermo remarca la
importancia de “saber acopiar frutas secas para después” en
una zona donde la temporada de lluvias es breve y los inviernos
cordilleranos son severos.
También cuentan con cabras, ovejas, teneros. “Tenemos la
leche, mi señora hace quesillo, los chicos lo venden”. Los fruta-
les (mandarinas, manzanos, durazneros, damascos, uvas) com-
pletan la base alimentaria de esta chacra, que sin proponérselo
podría hacer de guía de avanzada para experiencias que buscan
modelos agroecológicos. Lo que en su hacer agrícola ha diseña-
do es nada menos que un pedazo de mundo donde “los chicos
tienen para comer todos los días” a partir de lo que la tierra tra-
bajada de forma “ecológica” ofrece. Y completa: “la agricultura
es el sostén de cada familia. Sin agricultura no tendríamos de
qué vivir. Aquí no hay un sueldo, sin la agricultura para autoa-
bastecerse no alcanza. La agricultura, la crianza de animales es
lo que mantiene a todos”.
Hacia el norte de Medanitos, a treinta kilómetros se encuen-
tra Tatón. Las dunas, cada vez más apiñadas, literalmente abra-
zan el camino. Entre cerros bajos y el río, se abre paso el caserío.
Algunas majadas, vides y otro inesperado brote de hileras de
árboles altos, en su mayoría álamos, se presentan para certificar
que otro oasis se hace presente. El camino de tierra toma una
leve pendiente ascendente, y antes de la última curva para llegar
a la zona ancha del río, a mano izquierda en sentido sur-norte, se
encuentra la chacra de doña Rosa (63), un viñedo, huerta, vigo-
rosos maíces. Hay carne vacuna recién faenada aireándose. Ver-
duras y alimento de origen animal proveniente de su producción
“hay para poner en la olla todos los días”. Se compra afuera lo
mismo que han enumerado en las otras chacras. “Es una ayuda
muy grande tener todo acá”, dice en referencia a la autonomía

182
alimentaria que brinda el trabajo de la parcela.
“Acá tenemos hortalizas para todo el año”, cuenta, mientras
camina lento por entre unas vides. A la elaboración de conser-
vas, doña Rosa y otras mujeres y hombres de Acampa agregan
otro resguardo para el abasto alimentario del invierno: la utiliza-
ción de camas. Se trata de sistemas de cajones por encima del
nivel del suelo, con tapas para evitar los crudos fríos de la noche
y que abiertos durante el día entibian esos pequeños huertos
que siguen brindando comida aún en la época climáticamente
más adversa. “Todo esto aliviana la canasta familiar, que cuesta
tanto comprar las cosas”. En su caso casi todo lo que cultivan
tiene como prioridad la dieta familiar, y dejan algún excedente
para hacer dulces y jaleas que venden sobre todo en el pueblo
de Fiambalá.
Más hacia el norte en el bolsón, a más de una hora de Fiam-
balá por caminos de los que se pierde el rastro en esa mixtura
de tierra seca y arena se llega a Chuquisaca, un puñado de ca-
sas rodeadas de frutales dan la bienvenida. Allí aguardan doña
Virginia (64) y don Simón (69), en su nutrida chacra: manzana,
durazno, higo, membrillo, nuez; morrón, papas, ajo, maíz; comi-
no, perejil, orégano. “Tenemos todo, no compramos”, cuenta el
hombre para reforzar una idea que ya está en el aire o en la tierra
para hacer justicia. Con la naturalidad de que esa es su vida,
agrega al pasar, “las siembras que hacemos son poquitas”. En
ese sentido, entienden que “lo grande” sería lo que se organiza
mayormente con un sentido comercial, y en su caso, eso sería
la vid y la alfalfa para hacer fardos. Virginia comparte que tam-
bién hace elaboraciones para comercializar, además de servir
para consumo en el hogar: “trabajo café de algarroba, arrope
de chañar, arrope de uva, mermelada de uva, membrillo. De la
algarroba hago alfajores también”.
En las diversas chacras visitadas, se repiten las prácticas
agroculturales de nulo uso de fertilizantes y químicos de sínte-
sis de tipo industrial. El uso de combustible es restringido para
escasas unidades que apelan al tractor para el proceso de cultivo
y cosecha de pasturas. Es decir, se trata en su gran mayoría de
unidades, básicamente trabajadas mediante el uso de herra-

183
mientas de tipo manual, con bajos requerimientos energéticos
sea exo-somáticos como extra-prediales/extra-zonales. Este
tipo de metabolismo —que caracteriza las unidades domésti-
cas— tiene un marcado componente proveniente de formas de
vida heredadas de generaciones inmediatamente precedentes:
son recurrentes las referencias a los modos de cultivar y elaborar
alimentos de padres, madres, abuelas y abuelos.
En un sentido negativo, se repiten las menciones a que
“antes” había más diversidad agroalimentaria proveniente de
la propia zona y que, en las últimas décadas, se fue perdiendo.
“La gente tampoco se dedica a la crianza de animales, los vie-
jitos de antes se dedicaban más. Eso se fue perdiendo, queda
muy poco, no en cantidad como había antes”, dice Don Eliseo.
En esta clave emerge la percepción de la erosión agroalimen-
taria que operó entre generaciones alrededor de las prácticas
y conocimiento locales. En modo de respuesta a este cuadro,
valoran la incorporación de las “nuevas” técnicas, a partir de
haberse organizado y contactado con colectivos y técnicos que
hacen parte de redes de agroecología14 destacándose formas
de mejoramiento del suelo con abonos naturales, como prepa-
raciones en base a plantas que hacen las veces de repelente de
insectos o de fungicidas.
La conciencia acerca del consumo de alimentos “sanos”, cui-
dado de la tierra que se habita, y de la propia salud, en referencia
al no uso de agrotóxicos y fertilizantes químicos es puesta en
valor a lo largo de los encuentros y conversaciones. Se pondera
en primer lugar por la calidad de lo que se consume dentro del
propio hogar, pero también a la hora de marcar un diferencial
con la producción que pueden ofrecer a la hora de comercializar

14 Se usa aquí la noción de agroecología referida al movimiento social que emerge


justamente como respuesta a la “revolución verde” en la búsqueda de recuperar/
recrear las técnicas y prácticas que bridan autonomía a la agricultores y agricultores en
la producción de alimentos acoplados a sus contextos ecológicos, sociales e históricos,
propios de los territorios que habitan. De algún modo es una vía de recuperación del
sentido profundo de la agricultura como contracara de los mecanismos de dependencia
de maquinaria, insumos y procesos que fuera generando el agrocapialismo como así
también de los mecanismos de fragmentación social generados por ésta. Algunas
reflexiones clave en torno a la agroecología, sus dimensiones epistémicas, técnicas,
sociales y políticas pueden hallarse en Altieri et. al. (2009); Altieri y Nicholls (2010);
Altieri y Toledo (2010); Gliessman (2013); Rosset y Altieri (2018).

184
respecto a las mercaderías industriales. Si bien el consumo de lo
que se produce en la chacra es la gran base de la alimentación,
como destacan, también incorporan de forma sistemática otros
productos de tipo industrial (yerba, azúcar, harina, arroz, fideos,
entre otros), como así también se observa ocasionalmente la
presencia de bebidas azucaradas o comestibles procesados en
algunos hogares, ejemplo de la penetración de estas mercan-
cías alimentarias en sitios distantes de las principales carrete-
ras nacionales y provinciales. Sin desconocer esas tensiones se
destaca aún una dieta con marcado predominio de las produc-
ciones obtenidas de la propia chacra, que por la propia lógica de
policultivo y diversificación redunda en una alimentación variada
nutricionalmente.
A través de los relatos surge una significativa valoración
sobre la importancia de la autonomía alimentaria que ofrece el
modo de vida campesino, al tiempo que se advierte la mencio-
nada erosión a lo largo de las últimas generaciones, en tanto sí
se percibe una más acentuada fractura con quienes les suce-
den, en parte hijas, hijos y familiares, pero de forma general con
los jóvenes de estos pueblos rurales que finalmente optan por
habitar dinámicas urbanizadas. En torno a este punto, diversos
relatos dejan entrever que la vida en la ciudad es comprendida
como una vida con límites en torno a la abundancia y calidad
de la comida. En base a la propia experiencia de haber habitado
una aglomeración urbana, Don Simón recuerda que “en la ciudad
tenés que tener plata todos los días”. “Allá salía con los chicos y
era ‘comprame esto, comprame lo otro’. Allá en Tinogasta tenía
que comprar todo, el carbón, la leña, pagar el agua, los impues-
tos, y no tenía trabajo”, agrega.
“Acá se vive mejor que en la ciudad, porque en la ciudad si no
tiene un bolsillo con plata no va a comer, acá mal que mal tiene
un choclo, un zapallo, un tomate lo cocina y lo va a pasar bien, en
cambio en la ciudad lo tiene que comprar todo”, sostiene doña
Ema. El eje de este planteo pasa por la estrecha vinculación que
perciben y han experimentado entre la vida urbana y la depen-
dencia del nexo monetario salarial como pérdida respecto a la
autonomía que permite la chacra, pero que más certeramente

185
constituye todo el entorno del poblado rural. La pérdida de la
vida agrocultural en nuevas generaciones es entendida como
un camino de erosión de esa otra economía en relación directa
con la tierra, a fin de cuentas, entienden, más próspera. Según
describe don Guillermo, quienes abandonan la agricultura, “di-
cen ‘eso es de los viejos de antes, no voy a hacer eso’, y buscan
un sueldo, pero ahí ya vivís medidito”.

La semilla germina en comunidad


En sus vidas cotidianas, los miembros de Acampa dejan
traslucir formas de cooperación no motivadas por el afán de
lucro que se tornan clave en la sostenibilidad reproductiva: res-
guardo e intercambio de semillas que alcanza su punto máximo
en una feria anual; trueque en torno a los alimentos que com-
plementan las comidas diarias; y cuidado y administración del
agua materializado en los sistemas cooperativos de riego. Estas
prácticas que se hacen más visibles en algunos acontecimien-
tos concretos llevan detrás el trabajo incesante de producción
de la vida como trama comunitaria en aspectos que han sido
de primer orden (semilla, alimento, agua) para gran número de
sociedades a lo largo de la historia.
El caso de la feria de semillas es el ejemplo más claro de ese
acontecimiento que aflora en superficie de forma nítida durante
el propio día del intercambio, pero que lleva detrás una cotidia-
neidad de tareas —la selección, acopio, cuidado— durante largo
tiempo que van tejiendo la trama de ese bien común. Luego de
asistir a varias ferias de semillas en otras regiones del país, los
miembros de Acampa decidieron sistematizar su propio espacio
de intercambio que ya lleva dos décadas. En 2002, se realizó la
primera edición en la localidad de Medanitos. Según describe un
folleto del evento: “la feria fue conformándose como un espacio
de encuentro festivo en torno a la valoración de los recursos y
las capacidades de las propias familias para sostener la vida en
el territorio”.
La feria de 2018 fue realizada en Tatón. El predio del club
local sirvió de epicentro para instalar una carpa donde más de
cincuenta puestos exhibieron una gran diversidad de semillas

186
criollas; artesanías en barro y madera; plantines; dulces, quesos,
vinos caseros, mieles, harinas de frutos de monte, entre otros
alimentos. Además de las campesinas y campesinos de la zona,
se hicieron presentes colectivos de agricultores y agricultoras, y
organizaciones de otras áreas de la provincia (Capital, Andalgalá,
Tinogasta), de Santiago del Estero, estudiantes secundarios de
la región de influencia de Acampa, técnicos de la subsecretaría
de Agricultura Familiar de la Nación, como así también miem-
bros de medios de comunicación alternativos y artistas.
La jornada inició a media mañana con una ofrenda a la Ma-
dre Tierra, para luego dar comienzo al intercambio propiamente
dicho. Durante todo el evento se sucedieron los números mu-
sicales locales y regionales con impronta folclórica (chacare-
ras, bagualas, vidalas dominaron el sonido ambiente), al tiempo
que se intercalaban discursos de feriantes, como así también
las coplas. La jornada perduró hasta avanzada la tarde-noche.
Al pie de una mesa abarrotada de simientes, estaba Elías (35),
joven oriundo del paraje Chuquisaca: “Nos ponemos contentos
de poder exponer lo que cosechamos, cambiar, vender”. “Traji-
mos semillas en como sesenta variedades de hortalizas, flores,
plantas frutales de durazno, manzanas. Esta feria es importante
porque podemos conocer nueva gente, podemos intercambiar.
Uno cultiva y va seleccionado las mejores plantas para llevar una
mejor calidad de fruta. Acá se trae para intercambiar, uno lleva,
ve si se adapta, va probando, seleccionando. Acá las semillas
que tenemos son propias, no vamos a comprar al mercado. Y
con eso vivimos”.
“Al principio hacíamos ferias en Medanitos, y eso me anima-
ba a tener más semillas. Me empezó a gustar más y más eso de
la semilla. Eso me da fuerza para seguir plantando. Y así voy mul-
tiplicando, tengo muchas flores que traje de semilla”, comparte
Virginia. Por su parte, Ema agrega con felicidad desbordante
que, “cuando hicimos la primera feria era tan pequeñita, y hoy
es una semilla gigante”. Con el tono de voz más calmo reflexiona:
“nos lleva más allá de que vamos a comer algo sano cuando sem-
bremos, sabemos que va a salir; antes comprábamos la semilla
y nunca salía, porque estaban todas curadas; ahora no, tenemos

187
frutos de las buenas semillas”. Desde una punta del salón, Luisa
(56) celebraba el encuentro y sus derivas: “hay mucha semilla
que capaz no conocemos, y una lleva y se da, y otras no, según
el clima, el agua, pero siempre es lindo probar semillas”.
En una conversación durante otra jornada en su hogar, Rosa,
una de las anfitrionas de la última feria, se toma tiempo para
compartir sus sentires sobre lo que implica el evento. “Para mí
lo mejor a que hemos llegado es hacer la feria de semillas. Eso ha
sido el puntapié que ha incentivado a trabajar. Ahí aprendimos
a preocuparnos por cuidar y guardar la semilla. Ya mucha gente
piensa en eso, da esperanza que viene siempre la feria de semi-
lla. Lo que no tiene uno, lo tiene otro. Tenemos muchas semillas
gracias a Dios. Estas semillas son nativas, están adaptadas al
clima, a la tierra de aquí y por eso nos dan buenas cosechas.
Ponemos una semilla, levantamos, volvemos a sembrar, y salen
mucho mejor. Hay que escoger las más lindas; cuáles son los
frutos mejor para guardar las semillas”.
En la cooperación más allá y por fuera de las lógicas del ca-
pital, en torno a prácticas centrales para el sostenimiento de la
vida individual y comunal, aparece el trueque o cambalacheo
de alimentos, una práctica que, aun habiendo perdido volumen
en las últimas décadas, se mantiene vigente. Las campesinas
y campesinos entrevistados recuerdan que, tiempo atrás, era
más fluido el ir y venir de quienes bajaban del cerro con anima-
les o sal para intercambiar por frutas y verduras, una práctica
que, con menor intensidad, todavía subsiste. De todos modos,
entre los propios habitantes de los pueblos y parajes, el trueque
de alimentos aún es habitual: “hay intercambio todavía con los
vecinos. Por ahí uno tiene carne, huevo y cambalachea” (don
Eliseo) o bien, se destaca “la importancia de estar con otro pro-
ductor, a lo mejor pongo un almácigo, no se dio bien o no tengo
una semilla, y el otro tiene y le cambia, y lo que no cosecha uno,
lo cosecha otro” (doña Rosa). “Acá truequeamos, capaz yo no
tengo higuera y cambiamos con otro que capaz no tiene mem-
brillo. O algún cabrito por pasa de higo” (don Simón). En esa
clave, también se llevan adelante tareas en base a formas de
reciprocidad para sostener la producción alimentaria, preparar

188
la tierra, diseñar la huerta y encarar jornadas de siembra: “cada
uno por su lado, nada hace…conocemos quién es el que trabaja
quien es el que no…en grupo vamos a hacer bordos, vamos a
sembrar, y así salimos…” (Don Simón).
En estas dinámicas propias de formas comunales heredadas
por generaciones, aún persiste la organización autónoma en tor-
no al cuidado del agua. Más allá de la presencia en lo formal de
instituciones provinciales y de algunas obras de infraestructura
puntual que se pueda realizar en la zona desde el Estado, el fluir
diario de las aguas para regar, es decir para nutrir las plantas y
pasturas que devendrán alimento cosechado y comida en las
ollas, depende en gran parte de las tareas comunitarias auto-or-
ganizadas. “Todo es del caudal del rio este, es el Abaucán, acá
se le dice Los Nacimientos…del sábado a la tarde hasta el lunes
a la madrugada, regamos. Un domingo les toca a unos, otros
domingos a otros. Y el mantenimiento de todo lo que es riego lo
hacemos entre vecinos” (Don Eliseo).
En los distintos pueblos, la comunidad se nuclea en torno a
comisiones de regantes, institución local a cargo de gestionar el
abasto de agua, organizar turnos, y coordinar las tareas para que
el riego se concrete. Más allá de aportes monetarios mínimos
para el sostenimiento de esa estructura (herramientas, movi-
lidad, combustible) y las especificidades que adquiere en cada
poblado, la base de su funcionamiento es el trabajo cooperativo
no impulsado por el lucro. En estas complejidades, los sistemas
de riego conservan variaciones sobre formas de uso común, tan-
to bajo las comisiones de regantes como en prácticas auto-orga-
nizadas para mantener canales, cuidar los cursos y administrar
la distribución. En este punto se percibe una notable distancia
de las formas de vínculo con el agua respecto a zonas con mayor
grado de urbanización, y modos de vida con fuerte penetración
del capitalismo neoliberal, en tanto la llamada gestión hídrica
permanece bajo control de grandes entes estatales, privados o
mixtos, alejados del control cotidiano de la comunidad, donde
en general las sociedades están profundamente alienadas de su
relación vital con las aguas.

189
Capitalismo verde versus
tramas hidro-agroalimentarias
En este contexto regional, avanza el proyecto de megamine-
ria del litio presentado en los discursos corporativos y guberna-
mentales como clave para la “transición a energías renovables”.
Asimismo, hicimos referencia a los antecedentes en materia
megaminera que atraviesan la provincia. Existe preocupación
entre las poblaciones campesinas, en tanto conservan aún plena
dimensión de los ciclos de las aguas, sus recorridos, las zonas
de acumulación, vegas, ríos, trazos naturales e intervenciones
humanas para su cuidado y su uso, centralmente relacionado
con la actividad agropastoril. Como contrapunto, en zonas más
urbanizadas —como el ejido de Fiambalá—, a excepción de un
grupo de vecinas y vecinos organizados en una asamblea crítica
al proyecto, no hay aún una percepción extendida acerca de los
riesgos que implica un proyecto de esa magnitud, marcando una
fractura sobre los vínculos hidrocomunitarios15.
“Los gobiernos dicen ‘vamos a apoyar a los productores’,
pero, por otro lado, le dan a la minería. Si sabemos que el agote
de agua va a perjudicar nuestros frutos; las riquezas que tene-
mos, digamos no sé cómo llamarle, yo le digo así, tantos yuyos
que hay en nuestra zona que son curativos y esos van a morir,
los animales; hay mucha hacienda, y esa son las riquezas de la
gente acá”, plantea Simón. En esa línea, Eliseo agrega que “una
vez que se instalen ahí vamos a tener verdaderos problemas.
Toda el agua que se utiliza, eso es de la Cordillera. Si sacan el

15 En comunicación personal, la compañera del colectivo de Ecología Política del


Sur y activista Aimée Martínez Vega, abocada al estudio de la politicidad del flujo
entre comunidades/aguas, y los diversos procesos de lucha, resistencia y defensa
de vínculos autónomos de esta relación, aporta la noción de hidrocomunidad:
“entramado de vida donde el agua es vehículo de intercambios y vivencias entre todos
los seres de la naturaleza de ese paisaje. Las hidrocomunidades son conscientes de la
importancia, cuidado y respeto por los flujos hídricos que les posibilitan sus procesos
vitales. La convivencialidad entre seres está mediada por los flujos hidroenergéticos.
Cuando la fractura se impone, podemos ver los cortocircuitos, especialmente en y
con el agua -las transformaciones en su fluir y, con ella, la modificación ecosistémica.
Además, desde la perspectiva humana se evidencia una de las mayores pérdidas:
el conocimiento y reconocimiento del ciclo vital del agua para la reproducción de la
vida. En ese sentido, a los trastornos sociometabólicos los analizamos a la luz de las
relaciones de los seres humanos y no humanos con el agua”.

190
agua allá, ya está”. Profundamente preocupada, Ema comparte
que “si sigue la minería, va a llegar un momento dado que ni uva
vamos a cosechar ¿y los que vienen detrás de nosotros? Uno no
puede pensar en sí mismo, sino pensar en las generaciones que
vienen por detrás. Nosotros salimos, conversamos con gente
que ha sido golpeada por eso de la minería, pero acá no creen”.
En esa sintonía, Rosa se muestra alerta: “es una preocupación,
los que hemos empezado a pensar en los problemas, y lo que
sería que faltaría el agua, eso sería lo más triste”. “Nosotros es-
tamos acostumbrados a beber el agua de río, y lo que cultivamos
es con esa agua. Sería muy triste que el día de mañana no ten-
gamos esa producción. Como hay agua, por más poca que sea,
se la administra para que podamos regar. Pero si empiezan con
esto de las minerías no sé qué va a pasar, cómo vamos a poder
sobrevivir los que estamos en el campo”, remata la mujer.
Para estas comunidades campesinas, el agua no tiene como
fin primario ser un instrumento para algún proceso de acumula-
ción de valor abstracto ni tampoco se la concibe como un insumo
de uso personal que empieza y termina su ciclo en el propio ho-
gar, como sucede al interior de la dinámica urbano-céntrica he-
gemónica. La preocupación por el flujo hídrico tampoco se limita
al uso que puede hacer la generación contemporánea. Existe un
agenciamiento de procesos transgeneracionales del cuidado de
estos territorios del agua, por lo que esta forma de uso de las
aguas debe perdurar para quienes lleguen después para habitar
el territorio. En este contexto, la amenaza que representan los
proyectos megamineros en la zona se fundan en una lucha por la
sostenibilidad de la vida en un plano inmediato, en tanto la forma
de vida campesina que hemos descripto se regenera una y otra
vez cíclicamente con las aguas que bajan de la Cordillera, para
recorrer y nutrir el suelo que habitan. La siembra, las semillas,
las frutas y verduras que están en la mesa, las conservas para
el invierno; la comensalidad con el fuego encendido; el trabajo
agrícola y la actividad cultural de fiestas, mercados y ferias; la
salud física de los cuerpos y la salud emocional de la comunidad;
todo un mundo de vida se hila en el entretejido que el cuidado
de las aguas habilita.

191
Lo común heredado para afrontar un presente en crisis
El Bolsón de Fiambalá muestra, desde el plano agroalimenta-
rio, rasgos típicos de las áreas que quedaron durante largo tiempo
al margen de los flujos principales del agrocapitalismo, exacerbán-
dose actualmente los contrastes en un mismo territorio. Minimer-
cados y despensas abarrotadas de comestibles de tipo industrial;
población urbanizada que organizan su cotidianeidad alimentaria
en base a lo que ofrece ese sector como parte de una normalidad
ya asentada; franjas de población que no cubren requerimientos
energético-nutricionales mínimos y son asistidos desde la lógica
de la carencia de recursos monetarios provenientes del Estado,
son fenómenos que conviven con la autoproducción. En simul-
táneo, el territorio está también habitado por familias campesi-
nas que, en continuidad con lo que han aprendido de generación
en generación, autoproducen la gran mayoría de sus alimentos e
intercambian con otras aquello con lo que no cuentan en su chacra,
cubriendo una dieta suficiente y variada, y cargada de sentidos
identitarios, de arraigo.
La vida de estas comunidades se encuentra en permanente
tensión entre aquellas formas que aún conservan autonomía —o
no se insertan plenamente a las dinámicas del capital— y los
mecanismos incesantes de erosión que el capitalismo provo-
ca en las tramas de la vida en común (monetización de la vida,
ingreso de mercancías alimentarias industrializadas, mayor
movilidad en base a combustibles fósiles, insumos agroindus-
triales, tecnologías de comunicación tendientes a la individua-
ción, etc.). En ese escenario, sin dejar de estar atravesados por
estas tensiones, las familias campesinas que integran Acampa
apelan a la reflexión crítica sobre el modelo de vida moderno
urbano-céntrico en clave antagónica con la forma de vida que
ellos mismos habitan cada día. No apelan a la idealización, sino
más bien a un contraste empírico con el devenir diario. “Esta es
nuestra vida”, se dice desde la simplicidad en torno a un modo
de producción material y simbólica que permite alimentarse en
cantidad suficiente, con alimentos del territorio habitado, pro-
venientes del propio trabajo agrícola cotidiano, libre de insumos
químicos, entramados a formas comunitarias en gran medida

192
heredadas de esa marginalidad espacial del sistema capitalista.
Esta es la autonomía material y espiritual de la vida mani-
fiesta en las semillas, en las comidas y las aguas la que se en-
cuentra en el eje de la praxis que estas comunidades sostienen,
los comunes políticos que estos agentes co-producen con su
trabajo, con el territorio y con sus decisiones cotidianas. Se trata
de prácticas que, no libres de cruces con los modos liberales
de la política y las dinámicas del capital, moldean en el hacer/
decidir de cada día un modo concreto de sostener las vidas indi-
viduales como vidas que hacen parte y dependen de una trama
(humana y no-humana) en común.

Entramado agroecológico en el núcleo del agronegocio


La provincia de Córdoba, situada en el centro del territorio
argentino, ha conformado —junto a las provincias de Buenos
Aires y Santa Fe— el núcleo desde donde fue irradiada la gran
transformación agroproductiva, ecológica y social del agronego-
cio, que finamente se expandiría también hacia el norte argenti-
no. Con una superficie provincial total que ronda los 16 millones
de hectáreas, más de 11 millones se encuentran bajo diversos
usos agropecuarios. Los monocultivos (casi en su totalidad
transgénicos) de soja y maíz ocuparon de forma regular, entre
2010 y 2020, cerca de siete millones de hectáreas, más de un
tercio de la superficie provincial total. El otro extensivo relevan-
te en superficie es el trigo (en este caso, se trata de un cultivo
de invierno), que ocupaba cerca de medio millón de hectáreas
en 2010 y más de 1.200.000 de hectáreas para la temporada
202016.
Estos monocultivos, tal como se describió para el escenario
nacional, tienen como destino principal la exportación, siendo
casos típicos de la fractura de los ciclos hídricos y de nutrien-
tes anteriormente comentados. El complejo oleaginoso, con la
soja a la cabeza, tiene una participación del 57% sobre el total
de las exportaciones provinciales. En 2017, este sector realizó

16 “Serie de estadística agrícola por cultivo, campaña, provincia y departamento de


la República Argentina” (MAGyP, 2020).

193
ventas por 4.508 millones de dólares. Las exportaciones hacia
China representaron casi una quinta parte de los porotos de soja
comercializados. Las harinas de soja tienen como principales
destinos la Unión Europea, Vietnam e Indonesia, mientras que
el aceite de soja es exportado fundamentalmente a la India. Aun
a pesar del dinamismo de los volúmenes y los destinos, se ob-
serva una tendencia al protagonismo excluyente de las expor-
taciones del sector granario que, indefectiblemente, corrió en
paralelo a la re-configuración/híper-simplificación de extensas
áreas agroculturales de la provincia, al calor de la rentabilidad
exportadora. Para el año 2021, todo el complejo agroexportador
habría representado el 85% de las exportaciones provinciales17.
Además del comercio de pellets, aceites y granos en bru-
to, los llamados “biocombustibles” a base de soja (biodiesel) y
maíz (bioetanol) han ganado espacio dentro de la producción
del agronegocio, siendo Córdoba una referencia de este último
rubro. En la última década, la provincia se consolidó como la
principal elaboradora de etanol a base de maíz, con el 40% de
la producción nacional, con casos emblemáticos como la Planta
de Porta Hermanos en la ciudad capital, suponiendo un alto im-
pacto ambiental y sanitario sobre la población del barrio donde
se asienta. Tal como ocurre con la minería de litio, esta rama
agroindustrial altamente nociva en términos ecológicos y sani-
tarios irrumpe bajo un discurso de “sustentabilidad” asociado
al supuesto reemplazo de la matriz fósil18.
Por otro lado, el sector ganadero ha mutado al tiempo que
ganaban terreno los monocultivos transgénicos, relegando re-
giones y cambiando, consecuentemente, el modelo productivo.
Alrededor del 90% del stock ganadero cordobés está compuesto
por ganado vacuno, seguido de porcinos. La ganadería bovina
ocupa el cuarto lugar en cuanto a la participación en el stock
nacional después de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe
y Corrientes. Por su parte, aunque con un escaso porcentaje

17 Informes Productivos provinciales. Córdoba (Ministerio de Hacienda, 2018); y


“Exportaciones récord de Córdoba” (Bolsa de Cereales de Córdoba, 2022).
18 Córdoba respira lucha. El modelo agrario, de las resistencias a nuevos mundos
posibles (Rossi, 2016); y “‘Biocombustibles’: mercantilización y extractivismo agrario
en Argentina (2006-2021)”, en Eutopía (Toledo López, 2021).

194
dentro de la producción ganadera total de la provincia, Córdo-
ba lidera la ganadería de porcinos en el país, mientras que es la
tercera provincia en términos de producción avícola después
de Entre Ríos y Buenos Aires. Respecto al ganado vacuno, se
estiman un stock de más de 4.700.000 animales, entre produc-
ción orientada a la cadena cárnica y aquella destinada al sector
lácteo19. Vale precisar que, tal como ocurrió a nivel internacional,
en la cadena cárnica se insertó de forma acelerada la producción
intensiva de engorde a corral para gestionar de forma industrial
el proceso de aumento de peso de los animales.
Estas dinámicas agroproductivas, no ajenas a la estructu-
ra que rige a nivel nacional, se sostienen en una tendencia a
la concentración de la propiedad de la tierra. Según el Censo
Nacional Agropecuario del año 2018, la provincia cuenta con
más de 20.500 unidades agroproductivas, que ocupan cerca
de 11.690.000 hectáreas. Si bien en la provincia hay un amplio
abanico en el tamaño de las unidades y una fuerte distribución
en sectores de mediana escala, la grieta en el control de la tierra
aún se puede observar entre puntas. De un lado, 3155 unida-
des de hasta 50 hectáreas ocupan cerca de 73.000 hectáreas.
Mientras que 248 unidades (de 5.000 a más de 20.000 hectá-
reas) acaparan más de 2.400.000 hectáreas. Si a eso se suma
el segmento previo en tamaño, según un recorte que incluye a las
2375 unidades de entre 1.000 y 5.000 hectáreas que ocupan
poco más de 4.600.000 hectáreas, la foto arroja que el 12,7%
controla más del 60% de la tierra agroproductiva, mientras que,
en el otro extremo, un 15,3% apenas ocupa un 0,6%.

El “éxito” de erosionar la trama de la vida


Esta omnipresencia del agronegocio en prácticamente cada
rincón de la provincia tiene su traducción en términos ecológi-
co-sanitarios. Al igual que para los sectores empresarios la pro-
vincia es una referencia del modelo, también es un caso testigo

19 Potencial productivo de la ganadería bovina de la provincia de Córdoba (IPCVA,


2016); y “Existencias de bovinos para carne en la provincia de Córdoba”, en INTA
(Latimori y Dana, 2017).

195
de los impactos negativos sobre suelos, biodiversidad, cursos
de agua y cuerpos humanos, y todas las interrelaciones entre
estos aspectos. Un punto crítico se refiere a la deforestación que
ha sufrido la provincia al ritmo que se consolidaba el modelo de
monocultura granaria de las últimas décadas. A principios del
siglo xx, cerca del 75% de la superficie provincial contaba con
bosques nativos. Entre 1970 y 2000 se destruyeron un millón
de hectáreas de bosques chaqueños de la región norte provincial
en un marco de expansión del mercado global de granos20. Entre
2006 y 2011, casi 70.000 hectáreas de monte chaqueño fueron
desmontadas en la provincia. Las estimaciones actuales refie-
ren a que sólo queda en buen estado de conservación menos
de un 3% de esos bosques nativos que originalmente poblaban
el territorio provincial. En este sentido, los relictos de bosque
asimismo tienen discontinuidad entre sí en un indicador más
de la fractura ecosistémica total a la que se ha sometido esta
geografía. Pérdida de regulación hídrica, destrucción masiva de
la diversidad vegetal, animal y otras formas de vida asociadas,
alteración térmica son algunos de los efectos concretos de esta
disección a gran escala. Los efectos de la deforestación son múl-
tiples, y sumado a los modelos de siembra y cosecha con maqui-
naria pesada, en sistemas que dejan casi la totalidad del suelo
descubierto, fomentando procesos de erosión eólica e hídrica.
Respecto al uso de biocidas de síntesis, organizaciones am-
bientales han estimado que en la provincia se aplican cerca de
100 millones de litros en cada campaña. La provincia ha sido una
referencia en las luchas contra el uso de agrotóxicos, alcanzando
a un nutrido movimiento de organizaciones en defensa de áreas
libres del uso de estos productos que, junto a grupos de inves-
tigación, profesionales del campo de la salud y el derecho han
aportado material de referencia en torno al impacto sanitario del
modelo de agricultura industrial, tal como se describió para el
caso argentino en general. En ese sentido, en el año 2012, se de-
sarrolló un juicio pionero en su tipo a nivel latinoamericano sobre
aplicaciones de agroquímicos, involucrando un caso en el barrio

20 “Deforestación, agricultura y biodiversidad”, en Hoy la Universidad (Zak y Cabido,


2010).

196
Ituzaingó Anexo, situado en la periferia de la ciudad capital. Por
primera vez, un productor y un aeroaplicador fueron hallados
culpables de violar la Ley Nacional de Residuos Peligrosos (ley
24.051) a partir de sus prácticas agropecuarias. Durante el caso,
un estudio médico oficial, realizado entre 2010 y 2011, comprobó
que 114 niños (sobre 142 analizados) presentaban agroquímicos
en sangre, por ejemplo, endosulfán.
En la misma línea, estudios realizados en Marcos Juárez
—una población de la llamada “pampa gringa”, hoy “pampa
sojera”— analizaron cincuenta niñas y niños expuestos a pla-
guicidas desde diversas distancias, en contraste con niños del
casco urbano de la segunda ciudad más grande de la provin-
cia, Río Cuarto. Se verificó una diferencia significativa entre los
sujetos expuestos a menos de quinientos metros con respecto
al grupo de niños no expuestos. El 40% de los individuos ex-
puestos sufría algún tipo de afección persistente que se podría
asociar a la exposición crónica a plaguicidas21. El mismo grupo
de investigación tomó muestras de agua y suelo en ese poblado,
hallando residuos de glifosato —y su metabolito, ampa— en la
plaza y en agua de lluvia. Otros poblados rurales, como Monte
Maíz, constituyen otras referencias de la fractura producida por
este modelo agroproductivo sobre la salud colectiva22. Lejos de
llevar una vida bucólica y saludable, buena parte de las zonas
agrícolas se encuentra altamente perjudicadas en materia de
cuidado sanitario.
La provincia es la tercera más poblada a nivel nacional, con-
tando con una población de 3,7 millones de habitantes, de las
cuales cerca del 48% reside en la ciudad capital y su conurbano,
mientras que la población urbana provincial total asciende al
91%. Esta relación exhibe en la fractura urbano/rural del caso
provincial, un patrón similar al que se configura a nivel nacio-
nal, entre las densidades poblaciones del Área Metropolitana de
Buenos Aires y del resto del territorio del país. Por otro lado, a

21 “Evaluación del nivel de daño en el material genético de niños de la provincia


de Córdoba expuestos a plaguicidas”, en Archivos argentinos de pediatría (Bernardi,
2015).
22 Rossi, op. cit.

197
diferencia del caso catamarqueño, la provincia cuenta con otra
estructura macroeconómica y productiva, menos dependiente
de los ingresos provenientes del Estado nacional, que implican el
48,8% de la administración provincial. En este caso, en términos
de empleo, el sector público ocupa a 38,4 cada mil habitantes,
mientras que los ocupados del sector privado ascienden a 146,1
cada mil habitantes.23.
Siguiendo la línea de la fractura social, la población con in-
gresos por debajo de la línea de pobreza, en el caso de Gran
Córdoba, alcanzó el 37,4% por encima del 35,5% a nivel na-
cional. A nivel provincial para el segundo semestre de 2019, un
46,6% de la población de Córdoba se encontraba en situación
de pobreza monetaria, de pobreza multidimensional (contem-
pla la situación en las dimensiones vivienda, hábitat y servicios
básicos, educación, empleo y protección social, y acceso a la
salud) o de ambas24. En este punto, es clave enfatizar la fractura
entre la estructura macroeconómica y el rol agroexportador de
la provincia, la ocupación espacial de ese modelo y su correlato
en la vida cotidiana de vastas franjas poblacionales ajenas a los
flujos globales de granos y dólares.
En algunos aspectos sanitarios específicos, la provincia no se
mantiene ajena a las tendencias de orden sistémico ya descriptas
a nivel nacional e internacional. Por caso, la prevalencia de exceso
de peso en mayores de 18 años alcanzó al 59,9% (61,6% a nivel
nacional), el sobrepeso, 35,3% (36,3% a nivel nacional) y la obe-
sidad, 24,5% (25,3 a nivel nacional) en línea con las tendencias
globales que sitúan esta problemática vinculada a la alimentación
como un tema de orden extendido. El consumo de comestibles
ultraprocesados, productos azucarados, bajos niveles de consu-
mo de frutas y el sedentarismo son problemáticas que también
se reflejan de forma acentuada a nivel provincial. Una muestra
en niñas y niños de 9 a 12 años de la ciudad de Córdoba dio como
resultado que el 97% del total muestreado consume diariamente
alrededor de medio litro de alguna bebida azucarada25.

23 Ministerio de Hacienda, 2018, op. cit.


24 Informe diagnóstico Córdoba (SIEMPRO, 2020).
25 2° Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (Secretaría de Salud, 2019); y

198
El periurbano, entre soja y barrios cerrados
El gran Córdoba es una de las zonas urbanas más pobladas
del país, habitada por más de 1.800.000 personas entre la ciu-
dad capital y los municipios vecinos. Ubicada hacia el norte de
la zona central de la provincia, esta área se encuentra al pie del
cordón de las Sierras Chicas, emplazados hacia el oeste y no-
roeste, así como se halla rodeada de zonas de llanura al noreste,
este, sudeste y sur. El río Suquía —que cruza la ciudad como
descarga desde la zona serrana— ha sido una fuente primaria
sobre la que se organizó la vida de este emplazamiento.
La ciudad contó desde tiempos coloniales con diseños hí-
dricos y agroalimentarios para autoabastecer el territorio, mien-
tras que las sucesivas capas de organización socioeconómica
fueron trastornando estos procesos, hasta alcanzar, en las últi-
mas décadas, un escenario crítico y similar al sufrido por otras
grandes ciudades del mundo. En el caso específico de Córdo-
ba se ha observado un “movimiento de pinzas sobre el sistema
fruti-hortícola”, que empuja la ciudad hacia el área rural, con
urbanizaciones dispersas y otra fuerza en sentido contrario de
sojización que genera nuevos conflictos urbano-rurales por el
uso de plaguicidas26.
Como una fuerza expansiva, estas fracturas se difundieron
en todas las direcciones. Por ejemplo, hacia el oeste, loteos y
countries avanzan sobre lo que deberían ser áreas naturales pro-
tegidas del sistema de las Sierras Chicas diseccionando zonas
de reserva, montes que actúan como esponja ante fuertes llu-
vias y que asimismo trabajan como puntos de recarga de agua,
entre otras funciones ecosistémicas. Como otro ejemplo, en la
zona sur se autorizan e instalan loteos o barrios cerrados que
afectan de forma directa los históricos sistemas de riego del
cordón hortícola, y lo mismo ocurre con nuevas trazas viales27.

“Consumo de bebidas azucaradas en la alimentación de escolares de la ciudad de


Córdoba, 2016-2017”, en Revista Argentina de Salud Pública (Romero Asís, 2019).
26 “Dinámicas territoriales del Cinturón Verde de Córdoba”, en La alimentación de
las ciudades. Transformaciones territoriales y cambio climático en el Cinturón Verde
de Córdoba (Giobellina, 2018)
27 Giobellina, op. cit.

199
La fractura urbana de la ciudad se vio acentuada desde inicios
de los años noventa a la fecha. En la actualidad, Córdoba pre-
senta al menos sesenta barrios cercados, a los que se suman
torres y casonas que funcionan con esa misma lógica, y a los que
también se añaden countries del corredor de las Sierras Chicas
que se encuentran contiguos a la ciudad. En la otra parte de la
grieta, aproximadamente 317.000 personas del Gran Córdoba
padecen hacinamiento en condiciones de vivienda precaria, lo
que representa al 21% de la población del área28.
En medio de esas dinámicas habitacionales, se fueron al-
terando los mejores suelos agrícolas y zonas de buen abaste-
cimiento hídrico para la agricultura. Aunque las estimaciones
históricas del cinturón son discontinuas y parten de diversas
metodologías y fuentes, se estima que, hace treinta años, el cin-
turón verde de la ciudad registraba 780 productores y 6.000
hectáreas en actividad, de los cuales, en la actualidad, sólo
quedan 250 quinteros en un tercio de esa superficie. En estos
procesos históricos de desgarro del tejido entre organización
agroproductiva y del autoabastecimiento alimentario, se esti-
ma que esta ciudad, de larga historia hortícola, actualmente no
logra cubrir la mitad de las verduras de hoja que consume su
población29.
Además de la desestructuración de la autonomía agroali-
mentaria, esta gran urbe muestra la drástica fractura entre la
acumulación de riqueza en forma de valor de cambio provenien-
te del sector agroalimentario y la cobertura de las necesidades
energético-nutricionales de los cuerpos que habitan la región.
Siendo capital de una provincia líder en la dinámica agro-pro-
ductiva-exportadora, donde existe una relación de casi once to-
neladas de cultivos cosechadas por habitante de la provincia, a
diario más de 8% de la población del Gran Córdoba no obtiene
ingresos suficientes para cubrir sus necesidades nutricionales

28 “Barrios cerrados: patrones de localización de tipologías y modelos de


estructura urbana. Caso de estudio: Ciudad de Córdoba (Argentina) 1991-2010”, en
Geograficando (Lemma, 2020); y Condiciones de vivienda en Gran Córdoba (OTES,
2020).
29 Giobellina, op. cit.

200
básicas30. La ciudad capital y sus periferias han tornado sistémi-
ca y masiva la asistencia alimentaria bajo múltiples modalidades
—comedores escolares y comedores de organizaciones barria-
les—, desestructurando la comensalidad familiar, regulando los
cuerpos y las formas de vincularse con el alimento a partir del
“acostumbramiento a la carencia”31.

“Abrazar” la ciudad con agroecología


Dentro de este escenario, se conforma una trama agroecoló-
gica situada en la periferia de la ciudad capital. Este tipo de uni-
dades han proliferado, en la última década, en torno a la capital
provincial, como así también en diversos corredores provinciales
conformando un amplio y diverso movimiento agroecológico de
producción y consumo32. Este es el reverso y, al mismo tiempo,
una alternativa de propuestas concretas a las diversas situa-
ciones conflictivas en torno al uso masivo de agrotóxicos. Las
unidades agroecológicas del periurbano cordobés se encuentran
entramadas a diversas redes entre las que se destacan princi-
palmente colectivos de consumo autoorganizados, almacenes
agroecológicos de la ciudad y alrededores, y ferias agroecoló-
gicas de la región. Desde hace más de ocho años, en la capital
provincial se ubica la feria agroecológica de Ciudad Universitaria,
donde convergen agricultores de la zona, elaboradores de ali-
mentos artesanales, como fideos o dulces con insumos ecológi-
cos, y otras producciones como, por ejemplo, cosmética natural,
libros autogestivos, semillas criollas y plantines.
Las tres unidades agroecológicas que se describen aquí son
consideradas una referencia para otros miembros de este en-
tramado agroecológico. En primer orden, se trata de una chacra
que se sitúa a medio andar entre la ciudad de Córdoba y Colonia
Tirolesa, más precisamente en Villa Retiro, cordón periurbano
norte del cinturón hortícola. En medio de la ruta A 174 —con un

30 “Incidencia de la pobreza y la indigencia en 31 aglomerados urbanos. Condiciones


de vida” (INDEC, 2020).
31 Reproducción alimentaria-nutricional de las familias de Villa La Tela, Córdoba.
Córdoba, en CEA-UNC (Huergo, 2016).
32 Córdoba agroecológica (Sarmiento y Rossi, 2020).

201
tráfico que, en ciertos horarios, sobrepasa la capacidad de este
camino asfaltado— una pequeña calle se escabulle de las áreas
suburbanas hasta toparse con un puñado de chacras. En la últi-
ma curva de ese camino, doblando en sentido norte, se encuen-
tra una pequeña casa. En el fondo se extienden los surcos llenos
de verduras libres de agroquímicos y fertilizantes sintéticos y,
aguardando junto a ellos, están Rosa (63), Nilda (26) y Mirta
(36), más conocidas como “Las Rositas”. Se trata de un proyecto
que encaran de forma conjunta, dentro de dos hectáreas y media
arrendadas, y en el que de forma complementaria participan
otros miembros de la familia. Según la época y el año siembran
diversas verduras de hoja, berenjena, zanahoria, nabo, habas,
entre otras. La primera foto del terreno da cuenta de una gran
diversidad y de un ritmo-forma de trabajo donde la vida emerge
sin que sea arrasada por maquinaria o químicos sistemática-
mente. Hay una gran cantidad de “yuyos” o “malezas” lo que en
agricultura industrial se consideraría una grave problemática.
Hacia la zona sur de la ciudad de Córdoba, sobre 35 hectá-
reas alquiladas en el área del denominado Camino a San Antonio,
sobreviviendo ante el avance de barrios cerrados, ocho familias
nucleares hacen parte de una cooperativa de 22 socias y socios
que cultivan agroecológicamente. La cooperativa se concentra
en verduras pesadas como papa, calabaza, batata, en combina-
ción con diversas verduras de hoja y zanahoria. Suelos negros,
plantas que se las deja semillar, muchos bichitos. Un contraste
acentuado con los campos extensivos monocultivados de soja o
maíz transgénicos que se abren paso si se siguen las rutas que
se alejan de la ciudad hacia el sur provincial. Antonio (65) hace
de anfitrión, muestra orgulloso esta experiencia, proyecta nue-
vos horizontes y siempre recuerda el haber conocido de adentro
el otro modelo para saber hacia dónde no quiere volver.
Una tercera experiencia. Se trata de un campo ubicado hacia
el sureste de la ciudad, en la zona de Ferreira, a veinte minutos
en transporte motor, si es que no hay demasiado tráfico, desde
el centro de la ciudad. Raúl (53) trabaja sobre tierras de propie-
dad familiar en dos lotes no contiguos, alcanzando a sembrar un
máximo de cien hectáreas, según la temporada. La producción

202
se alterna entre papas de tres variedades, trigo, maíz, garban-
zo, mijo, ajo, como principales cultivos. Esta unidad cuenta con
trabajo extra-familiar contratado para tareas específicas según
la etapa del proceso agroproductivo. En una galería de la casa,
enfrentada al galpón donde tiene el molino harinero, relata sus
vivencias de toda una vida rural, en un área que a lo largo de las
últimas décadas fue devorada por el crecimiento urbano des-
controlado, por precarios asentamientos y miles de personas
que intentan subsistir en los márgenes de la a priori “próspera”
capital de una provincia rica, agro-productivamente pujante, y
líder en agro-exportación.

Marcas en el cuerpo, esa extensión de la Tierra


Quienes protagonizan estas experiencias tienen un recorrido
común, una ruptura con un modelo que sobrepasaba los lími-
tes de lo vivible, y un proceso de encuentro con la agroecología
como salida a la crisis que se les hacía cuerpo. Cuerpo enfermo.
Cuerpo propio y de los seres más cercanos. En los tres casos
practicaron la agricultura intensiva en uso de agroquímicos du-
rante largos años y padecieron sus efectos. Vieron, sintieron y
en algún momento comenzaron a problematizar lo que ocurría
en los suelos, en los alimentos, en la salud de quienes trabajan
la tierra bajo ese patrón.
“Desde niño nací y me crié acá con agricultura sana, después
fue entrando en los setenta, ochenta la agricultura industrial. Yo
había sido muy feliz de niño, había respirado aire puro. Fui sin-
tiendo que esa agricultura industrial nos traía soluciones, pero no
sabíamos el costo ambiental de eso”, recuerda Raúl. “Yo era el que
más andaba fumigando. Era socio con mi padre, y dos veces al año,
un par de semanas, estaba lleno de venenos de la mañana a la no-
che. Usaba gran cantidad de fungicidas, herbicidas, insecticidas,
un kit muy fuerte que te da la industria. Llegaba a casa con la ropa
toda sucia de esos productos, todo era muy torpe. Mi señora me
decía que le picaba la boca cuando lavaba la ropa, no teníamos
claro de dónde venía el problema”, hila en su relato que representa
a miles de experiencias detrás de la producción alimentaria que
finalmente llega a las mesas. Con templanza logra completar la

203
fatídica historia: “Después mi hijo se enfermó, y ahí ya fue más
grave. Se descompuso un jueves a la noche, y murió un domingo,
de una forma muy violenta, tenía un año y medio. En el medio, mi
señora tuvo un tumor, muy joven con treinta años. Entonces vivir
eso era ver que se iba todo al tacho. Lo de mi hijo lo vinculo total-
mente a este modelo. Yo hoy tengo todavía problemas en mi piel,
secuelas de ese tiempo. Pero la muerte de mi hijo fue en 1995, y
todavía en esos tiempos no se hablaba como ahora de qué estaba
sucediendo en los campos”. A sabiendas que fue un proceso que
llevó tiempo y dolor, del que él también era víctima primaria, Raúl
reflexiona hoy: “cuando hacía la otra agricultura, me jodía la vida
y sé que se la jodía a otros…”.
Desde su actual refugio agro-alimentario en Villa Retiro,
Rosa recuerda que “en un momento, cuando tenía treinta años
más o menos, vinieron con esos productos químicos y parecía
que venía bien la verdura, grande, rápido”. “Era sembrar, echar
veneno, hacer un montón de verdura al mes, cortar y vender.
Pero después, con el tiempo, los suelos estaban cada vez peor,
cada vez le echaban más y más cosas, y cada vez había más
problemas, la tierra parecía que se quemaba”, hace su descrip-
ción del otro modelo. Nacida en la provincia de Santa Fe, en la
zona de Monte Vera, emigró tempranamente a Tarija (Bolivia) a
trabajar con su familia, y luego regresó a Argentina. Al igual que
Raúl, en su infancia conoció una agricultura sana, en la que la
bosta era sinónimo de fertilizante, pero con el correr de los años
ya estaba totalmente inserta como peona del modelo hortícola
industrial. Un modelo que “hacía mal; veía que todo alrededor
mío estaba mal”. “En los lugares que trabajábamos había cada
vez más personas enfermas, y cómo uno va a pensar que eso iba
a curar a las verduras. ‘Cáncer’, ‘cáncer’, ‘cáncer’ se escuchaba
todo el tiempo. Yo con todo eso, esa forma de vida, me sentía
mal. Y las chicas ya no querían seguir con los químicos, y a mí
hacía mucho que todo eso me alteraba. Cuando yo curaba con
esos químicos, tiraba round-up, quedaba toda mareada”.
Desde la cooperativa tienen su capítulo de esta historia.
“Nosotros veníamos golpeados con los venenos, siendo peo-
nes. Hemos sido siete hermanos que trabajamos de peón desde

204
chico. Cuando somos más grande, caímos en una red que nos
jode el veneno a nosotros”. Antonio comparte que “un hermano
estuvo jodido, fue el más afectado, llegó a tener parálisis”. “Uno
no sabía lo peligroso que era. Se usaba siempre, era lo que te
decían que hacía falta para las plantas. Si uno veía insecto, tenía
que echar venenos. Hoy nosotros sabemos que esa fruta o ver-
dura grande, pareja sin manchas estuvo pasada por un montón
de venenos y fertilizantes químicos que son muy tóxicos. Nos
poníamos la mochila al hombro y salíamos”, puntea sobre esa
dinámica cotidiana de alto riesgo en el núcleo de la producción
de alimentos. “A la noche no dormía de la picazón en la piel y
eso era el veneno que tenía en el cuerpo, que te atacaba mucho”,
rememora acerca de la normalidad agro-productiva que domina
el mercado.

Re-existir desde la agricultura


Con las especificidades de cada cultivo y sus propias diná-
micas según la escala, los tres emprendimientos comparten en
la actualidad el uso de abonos naturales y los llamados “biopre-
parados” para trabajar sobre hongos y ahuyentar algunos insec-
tos. Asimismo, apelan a la expresión de ciertas cadenas tróficas
que para el modelo convencional significarían malezas y plagas a
eliminar rápidamente. Nilda lanza un primer contrapunto. “Acá,
otra persona, tal vez ve sólo yuyos. No lo entiende. Nosotras
vemos otra cosa”.
“Acá había partes de tierra que estaban muertas, y ahora la
tierra vuelve, las plantas vuelven, todo con más fuerza, esa tierra
descansó, se sanó. La tierra le hemos echado bosta, la hemos
recuperado, las plantas se ponen buenas. Si la planta está mal,
está mal igual que nosotros. Hoy podés sembrar y viene algo
más lindo de lo que venía antes. Eso no sé cómo decir, pero es
increíble. Y en otros lados veo los químicos que le echan, y la
planta le va pidiendo más y más para cubrir todo lo que ya no
tiene”, convida la joven agricultora, visiblemente emocionada.
Desde esa misma dimensión, Antonio comenta que “hay campos
convencionales acá cerca que este año han tenido que arar la
lechuga de la cantidad de pulgón que había. Y nosotros sin echar

205
nada, tenemos bien las plantas, porque dejamos flores, dejamos
que, si el pulgón agarra un repollo que se coma esa parte, que
trabaje ahí, que después vaya la avispa y lo mismo la vaquita de
San Antonio”.
Orgulloso del proceso que vienen realizando desde la coo-
perativa, destaca: “vemos que nuestro trabajo va bien, la tierra
va bien, y también nos lo dicen los que la han analizado desde la
facultad”. “En toda esta forma de trabajar le ponemos mucho al
campo, y yo digo que esto que hacemos acá es una artesanía”,
define sobre ese vínculo cotidiano con la tierra. En su caso, Raúl
explica que en los campos que trabaja venían de agricultura con
agroquímicos, pero que “hoy esa tierra está viva”. “Nada que
ver con cómo estaba veinte años atrás, y trabajo para vivificarla
más. Estos suelos estaban prácticamente llegando al cero de la
vida y hoy han cambiado”, dice con honda satisfacción.
Para estas agricultoras y agricultores no se trata sólo de
trabajar de una forma que cuide su propio ambiente diario sino
de múltiples aspectos que se abren en este reencuentro con la
agricultura en su sentido profundo. “Todo esto fue como volver
a lo antiguo. Y cuando recuerdo que antes se comía bien, que no
se enfermaba tanto la gente, que no tenían todas esas cosas que
hay ahora, creo que elegimos bien. Mi conciencia dice que estoy
haciendo una verdura sin venenos, y no tengo el temor de vender
a la gente, no pienso que le pueda hacer mal”, dice Rosa al hacer
un balance de este camino en la agroecología. Nilda agrega que
“por empezar tenemos que decir que tenemos nuestro propio
alimento sano, la verdad que no podemos andar quejándonos”.
“La verdura viene a su tiempo, pero viene con otro sabor y uno
ya no tiene miedo de comerla”, completa su madre.
Con su pensar profundo, Raúl se explaya. “La tierra tiene
fuerzas vivas, renovadoras. Hay una respiración del suelo casi
imperceptible que nuestro cuerpo la percibe. Un campo sano,
vivificado, cierra por todos lados. Primero en la salud, genera
armonía, paz, esperanza. Cumple el servicio esencial que tiene
que cumplir la tierra que es alimentar con todas las letras”. En
su retorno al sentido primario del agricultor este hombre no sólo
ha aprendido nuevas técnicas y mejorado la calidad del entorno.

206
“He encontrado la felicidad en mi trabajo. Es un camino de vida,
cuidar la vida. Mi servicio como agricultor es producir alimen-
tos y la persona que se alimenta, el alimento físico que ingiere
el cuerpo le da fuerza para moverse. Es un vehículo de vida el
alimento. Mi rol es ser un eslabón de la cadena de la humanidad
como agricultor, con un servicio que es producir un alimento
limpio, que alimente, que sirva para la vida de esa persona que
lo va a consumir”.

Crear comunidad, con el alimento en el centro


Estas agricultoras y agricultores han tejido redes agroali-
mentarias locales con impronta agroecológica. En vínculo con
consumidores organizados en colectivos de compras comuni-
tarias, ferias y almacenes ecológicos de la ciudad de Córdoba
y alrededores fueron construyendo una trama que recupera en
muchos casos el vínculo directo entre quien se alimenta y quien
cultiva, y en otros, acorta sensiblemente las largas cadenas que
organizan hoy la distribución de alimentos industriales. Estos
entramados implican encuentros cara a cara en ferias, visitas de
consumidores a las chacras, un diálogo permanente entre quie-
nes sostienen los almacenes agroecológicos, redes de acopio, y
quienes trabajan la tierra.
Antonio puntea sus dinámicas en torno al destino que tiene
el alimento que sale de la chacra. “Lo principal es que estamos
vendiendo en la feria (agroecológica de la ciudad universitaria).
Ahí tenemos charlas cada quince días y se va viendo con los otros
cómo se va trabajando. Los compradores que van a la feria, téc-
nicos, otros productores, nos visitamos para ver cómo estamos
trabajando. Vienen a ver el campo, quieren que le expliquemos
alguna cosa, cómo se hace”. “La verdura que estoy sembrando
ya está vendida porque hay gente que la quiere por la gran forma
en que desde la cooperativa se trabajó en agroecología. Entonces
tengo clientes que me respetan todo el año, entonces yo también
le tengo que respetar, poder sostener el precio, y para eso tam-
bién tengo que poder almacenar, organizarme. Así se va relacio-
nando con el cliente”, comparte acerca de esos vínculos que se
nutren con el alimento agroecológico como nudo. Como desafío,
Antonio plantea la búsqueda constante de no quedar limitado
a un sector social. “Yo digo que el alimento tiene que estar para

207
todos porque las enfermedades con la mala comida le dan al rico
y le dan al pobre. En eso estamos trabajando con distintas redes,
distintas organizaciones. La idea es que el alimento no llegue solo
al que puede pagar, sino ver cómo hacerlo más accesible a otros,
y en eso estamos por ejemplo ahora con ocho organizaciones
sociales (de barrios populares de la ciudad)”.
Por su parte, Nilda cuenta que venden en las ferias agro-
ecológicas de Córdoba y Río Ceballos (Sierras Chicas), también
con la red de consumo Orgánicos de mi Tierra y otros almacenes
de la ciudad. “Y así se forma la red de los consumidores. Nace
que uno le recomienda a otro, y eso es un afecto, para mí, es
mucho”. Como parte de la dinámica participativa de las ferias
agroecológicas, esta experiencia de Villa Retiro también recibe a
otros agricultores que asisten a “ver cómo se trabaja o redes de
venta de los consumidores que llegan a buscar una producción
consciente”. “La gente es muy cariñosa con nosotros. Le estamos
enseñando a la gente, la gente te pregunta cómo se hace, y eso
es una satisfacción”, sostiene la joven.
“Hoy trabajo con cerca de mil personas que buscan alimen-
tos sanos, llegan por el de boca en boca. Cada año me faltan pro-
ductos porque hay más personas buscando esto. Están faltando
alimentos sanos, y eso es de una forma una bendición porque
el pueblo lo percibe como una necesidad, esa es una gran espe-
ranza”, plantea Raúl, desde su campo en Ferreira. A su entender,
“el alimento es el servicio que yo brindo como ser humano a la
sociedad, eso es lo que nos une, nos encuentra como ser huma-
no”. En ese entramarse se manifiestan procesos que van más
allá de la lógica del capital que domina al sistema alimentario.
“Cuando un ser humano abre la boca para meter el alimento que
uno produce nos está dando una confianza al agricultor que es
inmensa. No hay nada más sagrado que nuestro cuerpo físico y
lo que hagamos nosotros con él. Cuando el prójimo abre la boca
para meter lo que yo produzco es muy grato, no tiene precio esa
confianza que me da”. Consciente de hacer parte de una comu-
nidad agroalimentaria desde su rol agrícola, Raúl pone de mani-
fiesto que “cada vez me siento más responsable de lo que hago y
más feliz, porque el prójimo lo siente. Se alimenta con esa planta
que yo pongo en la tierra, de la que cosecho sus frutos, después
se lo lleva, se alimenta, lo percibe y te lo agradece, con palabras
o gestos siempre hay un agradecimiento. Eso lo mantiene a uno

208
vivo. Yo doy gracias a Dios porque los seres humanos todavía
tienen esa sensibilidad para percibir todo esto”.

209
Capítulo 6.
Pistas en los umbrales del Capitaloceno
Donde hubo una necesidad, nació la comunidad
Se ha planteado y fundamentado a lo largo de este trabajo que
la humanidad atraviesa las fases límites del Capitaloceno donde
se anudan de un modo cada vez más acuciante la crisis ecológi-
ca y la crisis política como procesos correlativos, y bajo cual los
modos de vinculación humana con los territorios y las formas de
organizar la reproducción de la vida se encuentran drásticamente
trastornados. El tiempo actual devuelve una imagen pavorosa:
una especie que, en los modos concretos de producir su energía
vital, el alimento, ejecuta una guerra sistemática para intoxicar/
matar a los suelos, los bosques, el agua, al aire, y las formas de
vida asociadas a los diversos ecosistemas. De modo derivado,
envenena a la micro-comunidad que puebla la biota intestinal de
su organismo, reguladora de la salud por excelencia, abriendo es-
pacio a nuevos modos de enfermar/malvivir/morir. Una especie
que se declara una guerra a sí misma, a sus hijas e hijos, con el
pan que les provee y con la devastación de los territorios donde
deberán intentar reproducir su vida las próximas generaciones;
una especie que se des-afilia de la Tierra y que en el mismo acto
des-afilia a su progenie.
En otro rasgo antropológicamente llamativo, la comida, fuen-
te de com(ún)unión histórica en las más diversas culturas ha sido
convertido no sólo en base sistemática de insalubridad sino en
un bien del que se priva a millones de congéneres, no por hechos
fortuitos sino por un modo específico, singular en términos histó-
ricos, que ha mercantilizado a todo nivel esa fuente esencial de la
vida biológica y cultural. Lejos de plantear este escenario como un
hecho inevitable del devenir de lo humano, se ha trazado un reco-
rrido para comprender las raíces profundas de este tiempo límite,
y poder captar así las implicancias ontológico-políticas de ese
vínculo fallido entre humanidad-alimento-territorio y sus diver-
sas derivas (Rossi, 2019; Machado Aráoz y Rossi, 2020, 2020b).
Se ha señalado que, en las múltiples contingencias del pro-

211
ceso biocultural que ha atravesado en la Tierra, la humanidad
ha sabido cultivar comunidad como una de las principales vías
para procurarse y distribuir las energías terráqueas (en forma
de alimento) que soportan el funcionamiento de los organismos
que componen el linaje. De algún modo, la obtención de alimen-
to ha sido un vector central en la configuración de los modos
de cooperación humana; dicho de otro modo, ha sido un núcleo
de las formas políticas de organizar el trabajo en común para
reproducir y gozar de la vida. Estos mecanismos concretos de
producción de comunidad han dejado huellas tanto en los terri-
torios como en la profundidad ontológica de lo humano.
Las formas comunales de cooperación han configurado
así marcas de agenciamiento político basadas en el resguardo
de la intersociodependencia y de la ecodependencia. Como se
planteó, se trata de aspectos surgidos de la estricta necesidad
biológica del linaje adaptados y re-creados bajo diversas diná-
micas políticas en contextos histórico-geográficos específicos
a lo largo del andar humano en este planeta. Lejos de cualquier
determinismo, ha sido la necesidad de sostener la vida la que
habilita a la posibilidad de lo comunal, dentro de otras formas
posibles para gestionar esos devenires a los que se ha enfren-
tado homo. No obstante, la prueba histórico-antropológica evi-
dencia que producir la vida en común ha sido una elección lar-
gamente extendida temporal y geográficamente. Parafraseando
una fórmula política de fuerte arraigo en estas tierras1, se puede
decir que, en el tiempo largo de la especie y frente a los aspectos
medulares que hacen a la reproducción de la Vida, donde hubo
una necesidad, nació la comunidad.
Fue ese metabolismo comunal como forma política genérica,
es decir, esos modos de cooperación históricos, los que regula-
ron la relación de acoplamiento vital entre comunidad-territo-
rio, organizando los flujos energéticos entre naturaleza humana
y naturaleza no humana. Bajo esa forma política se fraguaron
prácticas y sensibilidades en torno al cuidado de la tierra que

1 La frase asignada a Eva Perón “donde existe una necesidad, nace un derecho”
es una fórmula aún vigente en el vocabulario político de organizaciones sociales,
sindicales y partidos.

212
se habita con sus múltiples agentes y respecto al cuidado de
la comunidad humana de la cual se depende, y ante la cual se
dispone la propia vida en forma de trabajo, cuidado y goce en
común. En ese continuum entre sujeto-comunidad-territorio
se moldearon mecanismos de cuidados, equidad, solidaridad,
reciprocidad fuertemente arraigados a la praxis cotidiana para
producir el sustento: cuidar la salud del territorio, del alimento,
del cuerpo individual como cuerpo de la comunidad, y de los
vínculos políticos para sostener los modos de cooperación que
garantizan la vida han sido rasgos clave del hacer comunal. Sa-
lud de la Tierra, salud de los cuerpos y salud política han tenido
una vinculación estrecha en el devenir de lo humano que desde
aquí se entiende no se puede soslayar.
En este sentido, la perspectiva del sociometabolismo en clave
política ha permitido integrar una serie de dimensiones habitual-
mente tomadas desde la teoría social y política como aspectos es-
cindidos. Desde esta mirada, se abre un camino de interpretación
de los modos de organizar el vínculo entre sujeto y comunidad,
entre comunidad y territorio, y entre las energías vitales que circu-
lan en esas interrelaciones, a los fines de captar en su profundidad
el crítico cuadro ambiental, sanitario, social y, específicamente,
político de la actualidad. Fue en esta clave desde donde se leyó el
múltiple y brutal desagarro que el capitalismo ha implicado para
la humanidad y para el Sistema de Vida en la Tierra. El análisis
diacrónico de la fractura sociometabólica planteado ha permitido
captar la densidad de una configuración ontológica fraguada so-
bre la violencia/cancelación/erosión para con las formas de vida
comunales, con todas las implicancias ecológico-políticas que eso
ha conllevado. Como se dejó planteado, el desacoplamiento ener-
gético vital entre comunidad y territorio, y el propio desmembra-
miento de lo comunal se forjó (y asimismo dio forma en relación
dialéctica) al calor de tecnologías políticas nacidas de las entrañas
de específicos modelos agro-alimentarios, con la plantación colo-
nial y los cercamientos de los comunes en Europa, como escuelas
fundacionales.
La destrucción de las formas políticas comunales y sus aco-
plamientos bioenergéticos a los territorios, tanto en la Conquista

213
de Abya Yala, como en el propio proceso de configuración agro-
capitalista europeo y la “Conquista del Desierto” en Argentina
son reveladoras acerca de una forma específica ecológico-polí-
tica y todos sus efectos hoy devenidos globales: hípersimplifica-
ción agrícola, destrucción ecosistémica masiva, deslocalización/
desterritorialización, superproducción de granos coexistente
con hambrunas en un mismo territorio, multiplicación de enfer-
medades virales, trasvase de nutrientes y agua vía alimentos de
una punta a la otra del planeta, mega-urbes en extremo depen-
dientes del flujo alimentario de otras regiones, concentración
oligárquica de los flujos de poder.
Lejos de dar estos procesos por inevitables y cerrados de
una vez y para siempre, la pulsión por retejer la comunidad para
sostener la vida siempre ha latido y aún brota en diversos te-
rritorios, desde lo doméstico hasta las diversas comunidades
de afinidad; desde contextos de emergencia ante coyunturas
críticas hasta comunidades heredadas que apelan a su memoria
histórica. En esa línea se inscriben las experiencias expuestas de
la zona periurbana de la ciudad de Córdoba, y el Bolsón cordille-
rano de Fiambalá en la provincia de Catamarca. Una, comunidad
tradicional, largamente arraigada a un territorio periférico, cuya
condición de “marginal” frente al curso hegemónico del “desa-
rrollo nacional” le sirvió precisamente de refugio ante las olea-
das del despojo desgarrador de la mercantilización, haciendo
pervivir las formas históricamente creadas y materializadas en
las prácticas de un hacer-común; otra, red de retazos de vidas
duramente golpeadas por los “efectos colaterales” del rumbo
des-arrollador dominante, entramándose en una comunidad in-
tencional en re-creación en el núcleo mismo del sistema; ambas,
formas comunales de y en re-existencia (Porto, 2016), dejan
entrever la potencialidad política de este tipo de entramados
agroalimentarios de base agroecológica. Sin caer en una mirada
idealista, se trata de captar la profundidad de la fractura so-
ciometabólica en esos contextos, como en los propios sujetos
protagonistas de esas tramas, al tiempo que recuperar sus prác-
ticas y sentidos, en tanto abren horizontes disidentes, alterna-
tivos, potencialmete emancipatorios, tal como sus prácticas ya

214
exhiben, allí en uno de los nudos claves donde la vida ha sido
sistemáticamente atacada, el alimento. Las formas re-existen-
tes de abordar el vínculo humano con la tierra-alimento en estos
escenarios dejan así pistas para cultivar un pensamiento político
crítico acorde al tiempo del Capitaloceno.

Un desafío, comunalidad agroalimentaria2


Frente a la fractura sociometabólica y su drástico quiebre
ontológico en torno al trato humano para con la tierra y los pro-
pios congéneres, y de forma aguda en la concepción misma de la
agricultura, del alimento y de la propia comensalidad, se revela
la centralidad política que en nuestro tiempo adquiere la nece-
sidad de captar aquellas prácticas y horizontes de deseo (Gu-
tiérrez, 2008) que, desde el ejercicio cotidiano de entramados
agro-alimentarios vivos, disputan tanto materialmente como en
su dimensión simbólico/afectiva, la alienación respecto a sentir-
se comunidades en la tierra. Recrear otras formas de producir
el alimento, el vínculo con la tierra y el vínculo de la socialidad
que liga a los humanos en sociedades políticas, aparece como
diagnóstico y propuesta epistémico-política ante los efectos a
la vista del devenir capitalocénico del mundo; una necesidad
y un desafío: desmercantilizar la tierra, el trabajo, el alimento,
para así poder re-crear la comunalidad y retejer el mundo-de-
la-vida/Tierra.
Se trata de abordar esas “impurezas políticas”, de las que
hablaba Bolívar Echeverría, donde exista una apuesta por su-
turar ese desgarro entre comunidad-naturaleza en torno al ali-
mento. Cada territorio, con su historia y su presente, implica un
escenario particular en el cual leer y aprender de esas curaciones
sobre la desgarrada trama comunal de la vida (humana y no
humana). Allí donde la vida está amenazada, surgen apuestas

2 Diversos aportes han sido inspiradores para pensar la noción de lo comunal como
categoría política. Enumero aquí algunos: en primer orden las reflexiones en diversos
escritos del grupo de trabajo de Raquel Gutiérrez, Mina Navarro y Lucía Linsalata
como así también los materiales recogidos desde allí en El Apantle; la tradición abierta
por Jaime Martínez Luna y Floriberto Díaz; el pensamiento de autores como Gustavo
Esteva, Raúl Zibechi, Arturo Escobar, entre otros, dentro de las corrientes críticas de
cuño latinoamericanista; y sin dudas las pioneras reflexiones en torno a la centralidad
de lo común, el alimento y la tierra de autores como Pior Kropotkin y Eliseo Reclus.

215
por la sanación del metabolismo social que, de modo flexible, sin
pretensión de universalidad, ofrecen aquellas tramas que, más
reflexivas o eminentemente prácticas, se entretejen de forma
regular en un territorio en común para organizar la producción/
distribución de las energías agro-alimentarias bajo mecanismos
tendientes a construir comunidad.
Se hace referencia aquí al caso de colectivos de agriculto-
ras y agricultores, redes de consumo alimentario consciente, de
espacios donde se articulan estos sectores o de intercambios
frecuentes entre sujetos orientados promover un vínculo con la
tierra que recupere su dimensión humana, que tenga la escala
local en el centro, que tienda a desintoxicar y bien-nutrir los
suelos, el agua, los cuerpos y de forma especial las propias rela-
ciones políticas en torno a la alimentación (Rossi, 2020, 2021).
Ámbitos donde existan formas de cooperación social basadas
en formas políticas de lo común, no mediadas ni derivadas a
una instancia representativa, en torno a cómo, con quién, y de
qué modo producir y distribuir alimentos concebidos de forma
integral como un nudo clave para la sostenibilidad de la vida en
el territorio habitado.
Si bien este planteo no desconoce la noción de “soberanía
alimentaria”, difundida por la Vía Campesina, y con ricas y di-
versas reflexiones en torno a la misma3, el recorrido realizado a
lo largo de este trabajo plantea la necesidad de apuntar la es-
pecificidad de la propuesta aquí esbozada en sus aspectos di-
ferenciales en tanto se trata de una apuesta epistémico-política
que surge de la concreta revisión histórica de la fractura socio-
metabólica. Si lo que ha sido desgarrado ha sido el metabolismo
comunidad-territorio de Vida y sus específicas formas políticas,
es central desde este planteo especificar qué busca ser sanado
y bajo qué antiguas/nuevas formas políticas. En este punto, si
bien la Soberanía Alimentaria ha sido y aún es un término por

3 Un fructífero debate y reflexión en torno a esta noción se encuentra en Soberanía


Alimentaria: un diálogo crítico. Apuntes sobre su recorrido intelectual en los estudios
agrarios críticos, la construcción de conocimiento campesino y la incorporación de
perspectiva de género a la propuesta política de la soberanía alimentaria (2014).
Recuperado de: http://elikadura21.eus/wp-content/uploads/2017/04/ETXALDE-
liburua-CAS.pdf

216
demás productivo en los debates públicos y académicos, en el
plano estatal, de organismos multilaterales, y principalmente
apropiado por gran cantidad de movimientos rurales y urbanos
para hacer frente a las visiones extremas del neoliberalismo, se
concibe aquí que su amplitud de usos corre en un sentido otro de
lo que se pretende aquí nombrar. En la línea de la teoría política
planteada en este trabajo, la soberanía alimentaria no deja de
hacer parte en ocasiones de propuestas, discursos y prácticas
de las formas liberales de la política, con el faro del poder estatal
en sus distintas escalas como una referencia sobredimensiona-
da, aún coexistente con la tensión propia de los usos del término
que parten de experiencias locales y comunitarias4.
Por otra parte, la agroecología (Gliessman, 2013) como
campo de enunciación y acción política constituye otro aporte
valioso en la búsqueda de otras lógicas agroalimentarias. Algu-
nos componentes clave de esta corriente tienen que ver con la
centralidad de la mirada territorial de la agricultura, tanto en tér-
minos agronómicos y ecológicos, pero también socio-culturales.
Es decir, no se trata sólo de aplicar técnicas menos nocivas con
el suelo sino de valorar los saberes locales, poner en un lugar
central la autoproducción alimentaria de cada región, que había
sido socavada por la lógica agroexportadora, y retejer el vínculo
que va desde la semilla a la mesa. Desde sus comienzos como
respuesta a la “revolución verde” de la industria, la agroecología
buscó no sólo revalorizar a les agricultores y sus conocimientos,

4 El término “soberanía” tan implicado en la mirada estatalista de la política no es


un aspecto a soslayar, como tampoco sus alcances prácticos. “La propiedad privada,
que se caracteriza por un monopolio del acceso a la toma de decisiones, es, en su
base, un ejemplo derivado de la soberanía” (Hardt y Negri, 2019, p. 71). El vínculo
entre soberanía e instituciones públicas tiene en la teoría política y social moderna
“un nexo indisoluble”. En términos concretos, actualmente el término Soberanía
Alimentaria llega a ser utilizado por gobernantes que manifiestan que ésta puede ser
practicada a partir de decisiones tomadas y ejecutadas desde el Estado, en relación
con la centralización estatal de la exportación granaria, tal como se han dado algunas
discusiones públicas en Argentina en los últimos años. No es un dato menor que el
concepto haya tomado impulso como respuesta a la avanzada de las corporaciones
y diversos gobiernos en plena expansión neoliberal del sistema agroalimentario,
justamente para debatir en ámbitos institucionales dominados por paradigmáticas
formas liberales de la política como son las Naciones Unidas y sus dependencias,
como FAO. Asimismo, la relación entre las proyecciones en torno a la soberanía
alimentaria y las políticas de los estados nacionales y organismos multilaterales para
alcanzar el mentado objetivo es otro aspecto de recurrente asociación.

217
sino que apuntaló un camino de regreso a la localización de la ca-
dena agroalimentaria. Este modelo prioriza la sostenibilidad in-
tegral de los sistemas alimentarios, lo que no sólo implica cómo
se produce sino qué sujeto agrario produce y cómo es el circuito
de consumo, su escala, las distancias que recorre el alimento, su
accesibilidad. “Los sistemas de producción fundados en princi-
pios agroecológicos son biodiversos, resilientes, eficientes ener-
géticamente, socialmente justos y constituyen la base de una
estrategia energética y productiva fuertemente vinculada a la
soberanía alimentaria” (Altieri y Toledo, 2010, p. 165).
En la búsqueda de dotar de sentido político al término fren-
te a las capturas corporativas también han surgido propuestas
conceptuales como la agroecología política, referida también a
modelos para la transición agroecológica a escala ampliada, a
partir de la articulación entre prácticas agroalimentarias locales
y autónomas, movimientos sociales con incidencia en las deci-
siones de las políticas públicas, organismos estatales consus-
tanciados con esta apuesta y una visión global del sistema agrí-
cola (González de Molina, 2012; González de Molina y Caporal,
2013; Calle, Gallar y Candón, 2014). En igual sentido, diversas
reflexiones han profundizado y enriquecido debates acerca de
estas tensiones como así también sobre aspectos ontológicos
del campo agroecológico (Giraldo y Rosset, 2016; Giraldo, 2018).
Si bien esos aportes han nutrido profundamente las proble-
matizaciones de este trabajo, el camino realizado llama a dar
cuenta y nombrar la especificidad de otras formas de lo político
existentes, concretamente, prácticas de producción política de
lo común, que como tal deben ser puestas en el centro. Es crucial
para este tiempo del pensamiento crítico poder categorizar esos
ámbitos donde lo común con el alimento como nudo se materia-
liza, en tanto su potencia radica en abrir horizontes alternativos
justamente frente las formas liberales de la política y todo su
andamiaje ontológico. En ese sentido se avanza en identificar,
brindar estatuto dentro del debate y las alternativas políticas
como aporte de retaguardia al imprescindible cultivo de esas
otras formas políticas que están siendo, gran parte de las veces,
en medio de caóticos y contradictorios procesos y prácticas.

218
Hechas estas precisiones, se plantea una propuesta que
nutrida de esos recorridos surge como estricta explicitación y
valoración política de esos ámbitos estudiados, donde la produc-
ción política de lo común brota desde una trama agroalimentaria
geográficamente situada, territorialmente arraigada. Esta ca-
tegorización provisoria se circunscribe a (y es su objetivo) dar
cuenta de esos entramados que, en contextos normalmente ad-
versos, de creciente individualización/individualismo, apuestan
a cultivar lo que de forma embrionaria se denomina aquí como
tramas de comunalidad agroalimentaria. Es decir, espacios de
producción política de lo común tendiente a cuidar y/o restituir
el flujo vital entre humanidad y territorio con el tejido agro-ali-
mentario como centro. Se trata de formas cooperación, co-de-
cisión y goce común con el horizonte de sanar los territorios, los
cuerpos, las emociones, y los propios vínculos humanos a través
del hilo entre la tierra y la humanidad entretejido en el alimento.
Lejos de ser una visión “idealista” y/o “idealizada”, esta perspec-
tiva apunta a poner en el centro del debate político y económi-
co(-ecológico), la centralidad imprescindible que las prácticas
de reciprocidad, mutualidad y cooperación solidaria tienen para
la re-producción de la especie humana y como humanidad. Se
apunta a llamar la atención y advertir científicamente sobre lo
comunitario, tanto como requerimiento ecológico, cuanto como
una tarea y un desafío político que precisa recrearse y reinven-
tarse a cada instante, para la subsistencia de la humanidad.
La comunalidad agroalimentaria se hace cuerpo en esas ex-
periencias que despliegan su capacidad de decidir en torno a la
producción y el consumo alimentario como actividades humanas
esenciales para garantizar la vida en común. Es una perspectiva
que apunta a la producción de una economía política de la au-
tonomía, la que, para realizarse, precisa tomar nota de la com-
pleja red de inter-dependencias gracias a las que la vida misma
emerge y acontece. Autonomía, no como discurso ideal, teoría
abstracta, sino como materialidad hecha cuerpo-territorio en
prácticas sociales humanas y más que humanas, que requie-
re tener como suelo y fundamento, la autodeterminación de la
producción en común del pan.

219
Una mirada realista, como la que aquí se pretender aportar,
no puede omitir ni desconsiderar la envergadura de los desafíos
y la naturaleza de las amenazas y peligros que perspectivas al-
ternativas como ésta afrontan. No se trata sólo de los grandes
equilibrios y regularidades climáticas y biogeoquímicas del Ho-
loceno las que han sido ya irreversiblemente alterados; se trata
de la intoxicación que cientos o probablemente miles de millones
de organismos humanos vivientes y sintientes han incorporado
por el solo hecho de habitar y respirar en la noósfera capitalo-
cénica del “desarrollo”; de la colonialidad; del ethos hobbesiano
y la lógica de la propiedad como ley suprema. Aun así, toman-
do plena consciencia de lo que ello implica en términos de su
fuerza inercial in-habilitante y destructora de futuros, aquí se
sostiene que una perspectiva realista requiere pensar el cambio,
no desde la lógica del posibilismo, sino de lo que real, efectiva
y materialmente deberíamos hacer para que el orden de la rea-
lidad cambie. En medio de la destrucción planetaria acelerada,
estrechamente imbricada a la erosión del sentido ontológico
de la humanidad en tanto cultivadora de la eco-socio-depen-
dencia, son estas tramas que recrean el tejido agroalimentario
como bien ecológico-político comúnmente producido las que
con-mueven para revitalizar los imaginarios de la política.

Una política comunal y terráquea


para los mundos por llegar…
Para concluir, vale retornar al comienzo, a un planteo sobre
la actual crisis ecológico, social, sanitaria y sus vínculos con la
crisis política. Se apuntó la encerrona a la cual los regímenes
políticos realmente existentes llevan, siendo causa y síntoma
de este tiempo: las formas de gobierno liberales nacen disca-
pacitadas para organizar democráticamente la sostenibilidad
de la vida, y su derrotero culmina en este presente de extralimi-
tación a todo nivel. En esa línea, se planteó que las crecientes
irrupciones neofascistas en el marco de la crisis ecológica son
la cara extrema de una larga cadena de distanciamiento de las
prácticas e imaginarios políticos propiamente humanos, seres
del humus, cuidadores de la vida en común, al que la mayor parte

220
de las sociedades han arribado. La negación de los vínculos y
flujos que obligan a la Tierra como seres terrestres, habitantes
de una comunidad de comunidades, se encuentra indisoluble-
mente enlazada a la negación de los propios congéneres. Desde
ese piso, las “democracias” realmente existentes comienzan y
terminan de forma fallida.
No hay aquí un recetario ni un programa esquemático para
afrontar este doloroso caos, más bien se trata de observar aque-
llos sustratos fértiles que exhiben modos concretos de afrontar
esos desgarros ofrendando brotes de esos principios comunales
que se han moldeado a lo largo del tiempo. Se trata de pistas
para imaginar, policultivar y diversificar las adaptaciones que,
en el caso de nuestra especie, además de biológicas, deben ser
de orden ontológico-políticas para afrontar los umbrales del
Capitaloceno. Si la ontología política moderno occidental trajo
a la humanidad hasta aquí, seguir moviéndose dentro de los re-
gistros que niegan la especificidad como organismos dentro de
la complejidad terráquea es de una necedad suicida. Hace falta
una adaptación ecológico-política crítica a este umbral donde
se disputa, nada y nada menos, el destino de las ya de por sí
dañadas fibras (humanas y no-humanas) que soportan lo que
resta de Vida.
En tiempos de masivas migraciones forzadas, por la guerra,
por el clima, por la pobreza planificada, urge sostener/crear co-
munidades acopladas a sus territorios, diseñar geografías para
cultivar la vida en común, reencausando de modo verdaderamen-
te comunal los flujos entre humanidad, tierra y política. En ese
sentido sí es imperiosa una urgente migración masiva, pero de
patrón civilizatorio; recuperar, re-crear y potenciar allí donde aún
late esa memoria ancestral que enseña que “producir común” es
el lenguaje de la vida. Desde las intuiciones que deja este recorri-
do, se percibe que comunalizar es el verbo de la revolución. Frente
a las derechas negacionistas de la crisis ecológica, los extravíos
de las izquierdas, en sus variantes productivistas y consumistas,
y las falsas promesas de los eco-tecnócratas, es urgente disponer
las energías políticas en re-comunalizar la trama de la vida allí
donde pareciera que esa posibilidad tiende a extinguirse.

221
Vastas comunidades campesinas e indígenas, y diversidad
de ‘mundos otros en movimiento’ (Zibechi, 2017) en las urbes
aún muestran que a pesar de la brutal expropiación política del
capitalismo es posible recrear la capacidad de producir decisión
comunal y cotidiana para reapropiarse de la propia condición/
posibilidad de ser humanos. Se torna por tanto un mandato para
el pensamiento crítico encontrar hilos que permitan retejer con
mayor claridad todo este tapiz desagarrado. Será entonces que
en las devastadas geografías (urbanas y rurales) de esta ruinosa
modernidad, el pensamiento y activismo político gestará tiempos
y espacios de calidad que nutran esas tramas para re-encausar
las energías vitales en las “obligaciones” y “goces” de construir
lo otro. Como bien ya hacen múltiples entramados habrá que ar-
tesanalmente diseñar las geoGrafías de la comunalidad agroali-
mentaria, como base de un nuevo horizonte político y de nuevas
territorialidades acordes a la migración civilizatoria que el tiempo
exige.
En esta búsqueda, se vislumbra un mundo, donde las grandes
mayorías comprendan y sientan que al cultivar el alimento se es-
tán cultivando también las formas elementales de lo político. Ese
camino, se abre como una esperanza de estricta supervivencia de
la humanidad en tanto miembro de la Comuna (multiespecies)
de la Tierra, pero centralmente como el gran desafío político que
toca encarar. La salud de la biósfera, de los cuerpos humanos y
no-humanos, y de las diversas comunidades políticas se definen
de forma impostergable en la capacidad de nutrir esos huertos
de esperanza, semilleros políticos, que ofrendan la re-comuna-
lización de la trama de la vida como salidas del Capitaloceno, y
brotes de los mundos por venir…

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Este libro nos invita a pensar que, si aprender a com-
partir el pan fue clave para construirnos biológica y polí-
ticamente como especie, desaprender por completo esa
práctica fundacional sería, con toda certeza, una vía ruin
hacia nuestra propia extinción. La degradación de las prác-
ticas de comensalidad, de nuestros modos contemporá-
neos -hegemónicos- de producir y consumir los alimentos,
es la degradación misma de nuestros cuerpos, de nuestros
suelos y nuestros cielos; de la materialidad de la vida y su
salubridad, y de la espiritualidad y politicidad de las reli-
gaciones que hacen a nuestra convivencia cotidiana, tanto
al interior de las propias sociedades humanas, como entre
éstas y el resto de nuestras especies compañeras (porque
dentro de la Tierra, todas las especies comemos de la mis-
ma mesa).

Al desencubrir este trágico derrotero, lejos de suge-


rir mirar pasivamente el espectáculo necroeconómico del
Plantacioceno, Leo Rossi nos incita a contemplar el mundo
de manera comprometida, a saber mirar/sentir y apren-
der a cuidar las prácticas agroculturales que subsisten en
los márgenes y los suelos contrahegemónicos que todavía
cultivan la comunalidad y producen el alimento que nutre
los horizontes de otros futuros posibles. De nosotras/os
depende que podamos gestar una nueva Era, una era en la
vivamos como una gran comunión de sujetos.

Horacio Machado Aráoz

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