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Autarquía

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Autarquía

- Autarquía- Dijo acariciándose su barba blanca el desgastado prior- Es curioso


que me preguntes por esa idea.
- ¿Debería entenderla señor?- preguntó un joven y raquítico novicio.
- En absoluto. Es muy compleja y nos lleva a temas de la filosofía pagana, que, si
no tratamos con cuidado, pueden alejarnos del camino de nuestro señor. Es
necesario estudiar mucho y rezar mucho para llegar a entender la magnitud de
un concepto como ese.
- ¿Entonces por qué le sorprende mi pregunta?- preguntó aquel religioso
delgaducho.
- Porque tampoco deberías entender que no lo entiendes. Eres joven. Los jóvenes
sois orgullosos. Incluso los novicios cartujos cómo tú soléis ser incapaces de
apagar por completo la llama de la vanidad juvenil- la mirada blanca por las
cataratas de aquel viejo asceta se perdió. Parecía recordar viejos fantasmas de su
juventud- La mayoría leen los libros que deben copiar, reflexionan mínimamente
sobre ello y ya creen que han entendido a los más grandes filósofos de todos los
tiempos. Estudian lo mínimo que se les hubiera pedido hacer 1500 años en
Grecia para ser vendedores de olivas, rezan sin ganas y ya creen que han
conocido a Dios.
- Yo sé que no he conocido a Dios. Pero me gustaría. De ahí la pregunta.
- Déjame pensar, no quiero contestar en vano.

El prior se quedó callado un momento. Miró alrededor, la capilla filtraba por las
vidrieras los primeros rayos de sol del día. A lo lejos se oían llantos de un niño
recién nacido. En el convento colindante las monjas ayudan a parir a las mujeres que
no pueden permitirse matrona. El prior se levantó, se acercó al altar y se sirvió una
copa de vino. Se la bebió de un trago. El novicio observó como su espalda estaba ya
tan encorvada que casi se cerraba sobre sí misma. Cuando llegó al monasterio, hace
menos de dos años, el prior tenía un porte mucho más sano. Su espalda casi estaba
recta, lucía una hermosa barriga y tenía la vista perfecta. Se había quedado calvo,
delgado, su barba estaba mucho más enredada y había pasado del gris al blanco.

Su decrepitud se había ido apoderando de él con la misma velocidad con la que


la pasión religiosa había invadido al novicio. Él era el segundo hijo de un emperador
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importante del centro de Europa. Por eso podía estar manteniendo una conversación
con el monje, su padre había insistido en que su hijo estudiara teología y filosofía.
Su poder era tal que había hecho que un prior Cartujo renunciase a su voto de
silencio. Pero el joven no quería estudiar, en un principio. Fue criado pensando que
al morir su padre, este repartiera el reino entre él y sus hermanos, los cuales se
enzarzarían en guerras hasta reunificar el Imperio. Había soñado con ser emperador
desde joven. Su cuerpo había sido el más fuerte del de sus hermanos, su labia, la
más convincente. Sin embargo, cuando su padre se hubo hecho viejo, antes de
morir, destinó a su segundo hijo a la Orden de los Cartujos y mandó al tercero a una
guerra imposible. Quizá fue una buena decisión por parte de su padre, que ayudó a
mantener la estabilidad en el Imperio. Pero el novicio empezó su carrera religiosa
sin ganas. Para más inri, su padre le había destinado a la Orden de los Cartujos. Esta
era una de las más estrictas, austeras y serias de todas. Era una orden contemplativa.
Él, que había sido criado entre banquetes, que pasó su adolescencia entre bellas
mujeres, que era una fiera con la espada. Él, que en resumen era un hombre de
acción, fue relegado a la mera contemplación. Por ello, los primeros meses de su
estancia en aquel viejo y ruinoso edificio fueron muy desagradables. No ponía
atención a lo que le explicaban los otros monjes acerca de caligrafía o teología.
Rezaba sin convencimiento. Se pasaba el día encerrado en su cartuja fantaseando
con mujeres y manjares de su pasado. Pero un día cambio todo y empezó a
obsesionarle la vida mística monástica. Una sola charla del prior le hizo dar este giro
radical. Se hallaba el novicio rememorando aquella charla con una versión joven del
prior cuando el viejo prior le interrumpió.

- Creo que ya puedo darte una buena respuesta.- le dijo el anciano prior desde el
altar de la capilla, interrumpiendo sus pensamientos.
- Le escucho, oh señor.
- Platón decía que la máxima idea es el Bien. Eso ya lo sabes. Platón jerarquiza
las ideas. Eso también lo sabes. El aspecto más terrenal de la realidad es una
burda sombra de la realidad celestial. El mundo terrenal depende del celestial, y
el celestial a su vez tiene distintas jerarquías. Las inferiores dependen de las
superiores. Esto es así hasta llegar al Bien, a Dios, que no depende de nada más
que de sí mismo.
- ¿No depende de nadie en qué sentido?
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- En todos los sentidos- le pegó un trago al vino- Mira, los griegos eran muy
prácticos y muy terrenales, por lo general. Al menos así era la cultura helena
arcaica y quedaron rastros de esto en el lenguaje. Agathón, Bien en griego, se
puede traducir también como ‘lo provechoso’, ‘lo que hace apto para-’. Platón
tenía esa concepción del Bien pero la llevó mucho más allá. Por eso es que
estudiamos libros de un pagano.- hizo una pausa y se rió- Para Platón el Bien es
autosuficiente, provechoso en su más amplio sentido. Tanto ontológicamente,
pues existe por sí solo y da el don de la existencia a todo; cómo epistémicamente
(Verdad), éticamente (Bien moral), estéticamente (Belleza), políticamente
(Justicia) y en general en todos los aspectos. Los griegos no acabaron de
entender esto del todo bien, sin embargo.
- ¿Por qué?
- Utilizaron este elogio de la autarquía como principio para generar numerosos
códigos morales basados en ella. La independencia del hombre como camino a
la felicidad. No me malinterpretes, novicio- dijo el prior, justo antes de toser- la
ética helenística es muy nutritiva para nosotros como cristianos, en especial el
estoicismo. Pero hablar de autarquía en los hombres es una mera figura retórica.
Sólo Dios lo es verdaderamente.
**********

Aquel joven novicio se convirtió, con el paso del tiempo, en un viejo y callado
monje asceta. La Orden de los Cartujos era de una austeridad espartana. Al hijo
del emperador la vida simple y el exceso de rezo le hicieron olvidar su nombre.
Ya casi nadie hablaba con él; hacía años que terminaron sus clases y el prior
regresó con gusto a su voto de silencio. La palabra se restringe a lo
absolutamente necesario para cumplir los trabajos diarios. La misa se celebra a
solas. La mayor parte del día se pasa en completa y absoluta soledad. Aún así,
nuestro protagonista nunca pudo perder el nombre por completo. Le aterraba
perder su identidad entre los salmos. En secreto se llamaba a sí mismo Abraham,
porque su orgullo era haberlo abandonado todo por Dios. Su nombre real murió
en el olvido.
Un día murió el prior, que ya llevaba años envejeciendo de manera
vertiginosa. Tuvieron que elegir a otro. Después de elegirlo, Abraham y los
demás monjes regresaron a su celda. Estuvo pensando. Por primera vez en años
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rememoró su pasado. Fue gracias a ese prior que decidió quedarse en el


monasterio, copiando libros y rezando en silencio. Recordó con cierta nostalgia
su pasado juvenil, orgulloso y voraz. Deseaba convertirse en el gran emperador.
Conquistar el mundo. Comer los más exóticos manjares, contratar bufones y
titiriteros, gozar de los placeres carnales y de la fama, la fortuna y el poder.
Cuando su padre le mandó a aquel monasterio, Abraham no pudo si no sentirse
enormemente desdichado. Se revolvía en el odio a su padre. Fingía escuchar al
prior en sus clases, pues no quería problemas. Pero en el fondo fantaseaba con
los vicios de la carne y la vida terrenal y pensaba en cómo escaparse de aquel
horrible y aburrido lugar.
No entendía cómo es que muchos de sus compañeros monjes estaban allí
de forma voluntaria. Le generaba completo hastío esa vida sobria y ascética. Sus
‘hermanos’ le generaban repulsión. Opinaba que eran personas vacías, sin
ambición ni carácter ninguno. Los consideraba casi infrahumanos. Pero llegó un
punto en el que su perspectiva se volvió algo más abierta. Empezó a gestar una
teoría personal antropológica y política. Esos monjes pertenecían a un tipo de
persona dócil, gregaria y pasiva similar a las ovejas. Él era un depredador, de
vida activa y poder de decisión. Empezó a pensar que si conseguía escapar debía
aprovecharse de la gente dócil del mundo y aliarse con los depredadores, para
lograr dominarlo todo. En ese momento, se interesó más por el modo de pensar
de sus compañeros y comenzó a prestarle real atención a lo que le decía el prior.
Sobre todo le intrigaba una pregunta:
- Prior, ¿Cómo logra alguien abandonar toda ambición como los hermanos?
Quería saber qué era realmente lo que le diferenciaba de la gente pasiva.
Responder a la pregunta de dónde reside la docilidad del dócil. Que le
diferenciaba de esa gente y, por tanto, que ventajas y desventajas tenía contra
ellos. Pero no se esperaba la respuesta del prior.
- Buena pregunta, novicio. Muy profunda. Yo me la he hecho también durante
mucho tiempo. De hecho, se puede ir más allá ¿Estamos realmente libres de toda
ambición? Novicio, ¿sabes cuál es el objetivo de todo Cartujo?
- Conocer a Dios.
- ¿No te parece esa acaso la más profunda e irreverente de todas las ambiciones?
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- Pero hacemos voto de silencio. No comemos apenas. Rezamos en soledad.


Copiamos en soledad. Vivimos y morimos de manera austera, ¿Dónde está ahí la
ambición?
- Renunciamos a todas las ambiciones en pos del deseo más elevado de todos. Ese
ha sido el punto que más veces a lo largo de mi vida ha puesto en cuestión mi
Fe. Buscamos superar todas las pasiones y ambiciones pero nuestra ambición es
las más desmedida de todas.

Se observaron en silencio por una efímera eternidad.

- Por suerte este asomo de duda teórica se arregla cuando práctico el camino de
Cristo y rezo devotamente.

Esa noche el novicio volvió a su celda completamente cambiado. El prior le había


confesado un razonamiento que había supuesto para él una crisis de Fe. Sin
embargo, el joven novicio era el engreído hijo de un emperador. El mismo
razonamiento que había supuesto una crisis para el prior, fue la revelación que hizo
real la Fe del novicio. La experiencia mística, conocer a Dios era el más sofisticado
de los deseos. El deseo adecuado para el más sofisticado de los hombres.

**********

Un día empezó a llover de tal manera que parecía que se fuese a caer el cielo sobre
el monasterio. Estaban en la misa grupal que se celebraba en ocasiones especiales,
ya que era el día de la Inmaculada Concepción. De pronto, sonaron tres fuertes
golpes en la puerta principal. Primero uno, luego el segundo y, finalmente, el
tercero. Los monjes se giraron simultáneamente hacia la puerta.

- Abre tú, Pedro- dijo el nuevo prior.

Pedro, que tardó en darse cuenta de que le hablaban a él por haber olvidado su
nombre, se levantó a abrir. Era el monje que estaba más cerca de la puerta. Abrió la
puerta y entro la tormenta con un fuerte golpe de viento. La lluvia caía a litros, caían
relámpagos y los truenos retumbaban. En medio de aquella orgía meteorológica
había un hombre alto. Poseía una lustrosa barba negra y una melena que le llegaba a
la cintura. Vestía dos harapos finos y andaba descalzo. Entró en el monasterio y
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Pedro cerró la puerta apresurado. El extraño entró, completamente seco. Los monjes
le miraron, incrédulos.

- ¡Monjes!- Gritó el barbudo- Dadme nueces, manzanas y arroz.


- No tenemos más que pan y agua, forastero.
- Pues entonces dadme vino.- expulsó una carcajada- Es broma. Ayunaré ¿Tenéis
una cama por lo menos?
- No tenemos ninguna celda sin ocupar, noble visitante. Pero el hermano que hay
sentado junto a su derecha posee los aposentos más grandes del monasterio. Le
profesamos un gran respeto a su familia. Creo que será posible acomodar un
humilde lecho con algo de paja.

Abraham se sorprendió. Recordó que, en efecto, su celda era la más grande de todas.
No era ni mucho menos como el cuarto dónde dormía de niño, pero debía ser el
doble de la celda promedio. Era una de las cosas que su padre le había dicho cuando
intentaba convencerle de que aquel monasterio sería un hogar maravilloso. Pero más
estimulante que aquel recuerdo olvidado le pareció la perspectiva de dormir con un
laico. Si bien es cierto que poseía una fuerte convicción y un gran deseo de conocer
a Dios, era joven aún. Su corazón era débil y, en una vida de tan grandes
privaciones, poder gozar de una noche conversando le pareció el más jugoso de los
pecados.

La noche llegó y el frío invadió cada rincón del viejo monasterio. Se fueron
todos a sus celdas y reinó un silencio sepulcral en todo el edificio. Sólo se oía el
viento silbar y algún maullido aislado en el bosque cercano. Abraham encendió unas
velas y se quedó observando cómo aquel pintoresco ser humano se preparaba un
triste camastro. Abraham se fijó en que tenía los ojos de un profundo color gris. No
azul ni negro, sino gris. Todo su cuerpo estaba cubierto de vello, pero era delgado.
Era más alto que el monje, sus mejillas estaban siempre sonrojadas y nadie le había
visto pestañear jamás. La vena de la frente se le marcaba especialmente.

- ¿Quieres vino?- le preguntó, sacando una bota raída de sus harapos.


- …
- Cierto, los monjes tenéis un voto de silencio. Hacen falta ganas.
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- No- habló apresuradamente Abraham- no, no. No sigo ningún voto de silencio.
Pero muchos aquí si lo hacen y llega un punto en el que hasta da vergüenza
hablar.
- Es enfermizo.
- Es Fe. Determinación- bebió vino- Ojalá yo llegase a tener tal dedicación por
Nuestro Señor. Los que sacrifican más que yo llegarán antes a conocerle. Les
admiro.
- Conocer a Dios. Esa es vuestra meta, ¿cierto? Por eso paré aquí. Me hablaron de
vosotros. Sentí curiosidad de conocer a tales dementes.
- ¿Me llamas tú demente, que llegas barbudo, mugriento, sólo, en un día de lluvia
y caminando?
- Sí.- se rió con soltura. Tenía una risa estridente pero envolvente- Quieres
conocer a Dios. Eres monje, yo soy un borracho. Dime, ¿Qué esperas encontrar
cuando Le conozcas? ¿Cómo es Dios?
- Dios es el Bien supremo. La máxima plenitud, la total autarquía. El principio y
el final de todo, la única perfección.
- Pero los hombres somos imperfectos, amigo fraile.
- Por supuesto- le contestó Abraham extrañado- ¿Y qué importa eso?
- Dios es perfecto. El máximo bien, ¿no es así?
- Por supuesto. Pero no entiendo dónde quieres llegar ¿Ves acaso alguna
contradicción?
- Ya lo he dicho antes, yo sólo soy un borracho y usted es un hombre de Fe. Pero
es normal para los hombres bobos como yo no entender propósitos tan nobles
como los vuestros. Simplemente está ocurriendo eso. No entiendo cómo es que
puede alguien imperfecto conocer a algo perfecto.
- ¿Y por qué motivo piensas eso, forastero?
- Bueno, debería preguntarle yo a usted, ya que sabe más que yo. Si una persona,
que es imperfecta, conoce plenamente a Dios, es decir, lo contempla
espiritualmente comprendiendo su magnitud ¿No llegaría a ser consciente de lo
que realmente es la Perfección?
- Creo que a eso nos referimos por conocer a Dios los hermanos y yo.
- ¿Conocer la perfección no provocaría que rechazásemos al instante y sin
esfuerzo nuestra parte imperfecta?
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- Exacto, al aceptar a Dios plenamente, no cuesta esfuerzo evitar el pecado y


llegar al plano celestial- Abraham se sintió contento pues notaba espiritualidad
en el borracho- Tienes madera de fraile, incluso puede que de sacerdote.

- Espera, amigo. Pues cómo ya te he dicho antes soy un pobre borracho sin
conocimiento alguno. Por ello no serviría en el noble oficio de sacerdote y por
eso también sigo con grandes dudas.
- ¡Pero bueno! ¿Cómo que dudas? Si hasta ahora todo lo que has dicho es
coherente y una verdad profunda y cristiana. Seguro que en el fondo sabes la
respuesta. Pero dime, ¿Cuál es tu duda?
- Bien, antes hemos dicho que al conocer a Dios, no cuesta esfuerzo abandonar las
imperfecciones.
- Exacto, ¿cuál es el problema entonces?
- ¿No es acaso perfecto aquello que se libra de toda imperfección? ¿Y no es acaso
Dios la única perfección?

Abraham se quedó en completo silencio. Aquello le destruyó en un momento. Todo


su sistema de creencias quedó cuestionado por aquel barbudo borracho que hacía
preguntas impertinentes fingiendo no saber. El prior le había trastocado hace años,
pero era diferente. Aquella vez se había dado cuenta de que había objetivos muy
superiores a los suyos. El vagabundo, en cambio, acababa de causarle dudas acerca
de si era posible siquiera llegar a conseguir su meta vital. Y ni siquiera le había
ofrecido una alternativa. Sus sentimientos eran confusos. Sentía al mismo tiempo
admiración por la manera fresca y viva de pensar de aquel hombre y repugnancia
por haberle destrozado su razón para vivir.

- Por eso quería conocer a los monjes cartujos. Quería hablar de esto con alguien.
Por suerte me tocó el monje parlanchín- sonrió y bebió un trago de vino largo-
He pensado mucho en este tema. No te pienses que soy un ateo, Dios me libre.
Tampoco soy un hereje, o al menos eso me gusta creer. Pero me parece ridículo
el simple concepto de conocer a Dios, tanto en esta vida como tras la muerte.
Cómo hemos hablado, si “conocemos” a Dios, llegaríamos a la perfección. Y lo
único perfecto es Dios. Por lo tanto, más que conocer a Dios, lo máximo a lo que
podemos aspirar es a fundirnos con él. Y renunciar a ser algo en sí mismo para
ser un fragmento de algo mayor. En resumen, aunque soy cristiano y creo en
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nuestra madre Iglesia, morir es para mí desaparecer. Igual que llegar a esos
estados místicos que llegáis aquí. Eso no deja de ser morir en vida. Y me parece
repulsivo que, estando vivo, el mayor objetivo de alguien sea morir. No es por
prejuicio contra la muerte, al contrario, me parecería mucho más repulsivo que
la ambición de un muerto fuera vivir. Pero como hemos dicho, la muerte lleva a
Dios, este a la perfección y un ser perfecto no tiene ambiciones, así que este
supuesto es imposible.

Abraham seguía absolutamente descompuesto. Aquel hombre le había hecho darse


cuenta de que había un elefante en su celda. Aquella verdad era tan pura, tan
evidente y tan sumamente dolorosa.

- Bueno, voy a irme. No quería dormir en ningún sitio, ya te lo dije. Quería hablar
con vosotros, pero tengo un largo camino que recorrer. Hasta nunca, fraile.
- ¡Espera! Antes de irte dime tu nombre al menos.
- Me llamo Yo.

**********

Aquella charla con aquel hombre misterioso le perturbó enormemente. No le quitó en


mente sus objetivos místicos, pero hizo que se volvieran completamente insanos. Le
atormentaba la actitud que había tenido aquel vagabundo. No parecía atormentarle en
absoluto la dicotomía entre ser un ser imperfecto, sucio y pecador o no existir en
absoluto. A él, cada una de las dos alternativas le quemaba en cada una de sus vísceras.
No quería desaparecer, perderse en la nada, ser sólo una parte infinitesimal del Dios
supremo que le creó. Tampoco estaba tranquilo con su humana individualidad, su
existencia sucia e imperfecta. Sus compañeros monjes le empezaron a parecer suicidas.
Aquel borracho empezó a parecerle un iluminado que había visto la verdad pero se
negaba a aceptarla y había acabado como un desecho. Abraham sentía miedo.
Necesitaba superar aquella contraposición. Vencer ese imposible. Tenía que lograrlo,
fuera cual fuera la manera.

Comenzó a estudiar. A estudiar como nadie antes había estudiado y como nadie
jamás lo volverá a hacer. Sólo le permitían tener contacto con los libros que estaba
copiando en el momento, pues el nuevo prior tenía una disciplina inquebrantable. Pero
no quería tener que conformarse estudiando los libros de uno en uno. No podría
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consultarlos en cualquier momento. Por suerte, tenía mucho tiempo para pensar, y se le
ocurrió una idea. No pudo evitar pensar que quizá era fruto de la locura y que quizá
sería imposible, pero a esas alturas ya le daba igual todo.

Comenzó a escribir en las paredes de su celda copias de los libros que le


encargaba el monasterio. Empezó en el suelo, debajo de su cama, para que no lo viera
ninguno de sus hermanos por alguna casualidad. Rápidamente se dio cuenta de que si
escribía letras del tamaño al que estaba acostumbrado. Cambió sus caracteres góticos
por un nuevo tipo de tipografía que había visto de joven en la corte de su padre.
Desarrolló una caligrafía diminuta, que casi se podía confundir con líneas intermitentes.
Sin embargo, el era capaz de leerlos a pesar del tamaño. Pronto se le acabaron los sitios
escondidos en su celda para escribir. Algo lógico dado sus pocas posesiones. Cuando no
quedó espacio debajo de la cama, empezó a escribir libros enteros en las grietas que
quedaban entre las piedras que formaban su celda. Debía hacerlo con una maestría
importante, para que la tinta se pegase a la piedra. Finalmente se quedó sin estos
espacios. No supo qué hacer y estuvo varios días sin seguir con su labor. Finalmente,
un día en el que comió arroz se le ocurrió la solución. Se coló en la cocina esa noche y
se llenó los bolsillos de arroz crudo. Una vez en su cuarto, se puso a intentar escribir en
ellos. Al principio le pareció una tarea imposible. Poco a poco lo fue logrando. Cuando
iba por el cuadringentésimo vigésimo granito, empezó a pillar la técnica. Al pasar un
par de años, tenía en su celda una montaña de arroz, con un libro en cada grano. El
tamaño de las letras le permitía leer libros enteros de un solo vistazo. Se los aprendió
todos de memoria. Pero no sólo eso, pues saber mucho no sirve de nada si piensas poco.
Entendió cada uno de los libros y hizo suyos todos los razonamientos que leyó.
Aprendió e investigó mucho más allá de lo que le contaban esas obras. Llegó a un
conocimiento tan grande que aprendió incluso a predecir la historia. Descubrió
profundas verdades acerca de la realidad y como manipularla, incluso a niveles muy
profundos. A ojos de terceros podría incluso parecer algún tipo de mago, pero realmente
sólo poseía conocimientos muy profundos acerca del mundo.

Pero no le costó poco tiempo llegar a tal conocimiento. Para cuando estaba en
este punto ya tenía una larga barba y unos débiles huesos. Y a pesar de sus profundos
conocimientos no había llegado a una conclusión acerca de cómo conocer a Dios como
a un igual. La presión de un objetivo tan faraónico sumado al exceso de estudio le había
provocado serias secuelas mentales. Su alma estaba sucia. Lo que en un pasado había
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sido la tez atractiva de un miembro de la aristocracia, actualmente guardaba todas las


marcas de los pecados de Abraham. Y eso aún habiendo vivido una vida monástica.
Sólo pecó de pensamiento, pero tan pérfidos eran estos que su cara quedó señalada.
Llegó a cambiar de objetivo, pues como veía imposible tratar a Dios como un igual,
debido al argumento ontológico. Eso, que quizá hubiera echado a atrás a cualquier otro,
solo sirvió para pervertirle más. Empezó a desear entonces convertirse él mismo en
Dios. Superar a Dios, arrebatándole el puesto. Pero tampoco había logrado descubrir
cómo hacer esto. Y un día fue demasiado tarde.

A la edad de 98 años, Abraham enfermó gravemente. Se le trasladó a una


pequeña sala que tenían en el convento colindante para cuidar a los enfermos. Estaba
tosiendo sangre, sus ojos estaban blancos y no podía juntar dos palabras
coherentemente. Cerca de su camilla, una mujer daba a luz. Era muy pobre y no tenía
matrona, así que pidió ayuda a las monjas. Había unos monjes más afectados por
enfermedades. El prior de aquel momento y una monja observaban el cuerpo enfermo
de Abraham.

- Este hombre llevaba en el monasterio desde antes que usted o yo hubiéramos


siquiera nacido.
- La verdad es que impresiona. Todos somos polvo y en polvo nos convertiremos.
- Sí- repuso el prior con tono calmado.
- Pero, cuentan extrañas historias acerca de él.
- Cuentos de viejas, hermana. No me dirá usted que cree en ese tipo de boberías.
- Hombre, dan que pensar. La hermana Lourdes dijo que una vez vio de reojo su
celda y la tenía llena de granos de arroz negros.
- Sí, eso sí que es verdad. Los encontramos cuando le recogimos de su celda en
este estado- señaló su cuerpo- Pero que tuviera una extraña tendencia hacia
recoger alimentos y pintarlos no justifica las cosas que dicen sobre él. Cómo
mucho, servirían para justificar que tenía algún tipo de enfermedad del alma.
- Pero, prior, hay ciertos testimonios que…
- ¿Qué justifican que es un brujo? Por favor hermana, eso no son más que cuentos
paganos.
- ¡Miré, parece que está despertando!
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Abraham se estaba recobrando y se acomodaba en su camastro. Su mirada perdida y en


blanco se había tornado súbitamente muy lúcida. Sin embargo, seguía bastante pálido.

- Prior, ¿estoy muriendo?- no podía morir en aquel momento. No, todavía no. No
había logrado su objetivo.
- Si, oh hermano. Ya te hemos hecho las ceremonias correspondientes para que
puedas morir como un buen cristiano. Pronto estarás en el seno del Señor.
- ¡No!

El gritó pilló por sorpresa a los ahí presentes. Además, sonó a la par que el primer llanto
del niño que acababa de nacer a pocos metros de él. Abraham no podía morir. Conocía
una manera de burlar a la muerte, pero realizar ese acto le producía cierto reparo incluso
a él. Era magia muy oscura. Pero el miedo le invadía. No podía morir en ese momento.
Se fundiría con Dios. No le superaría. Y si se moría, habría malgastado toda su
existencia en pos de un objetivo inalcanzable. No podía morir en ese momento. No
podía morir en ese momento.

- ¡Cuidado!- le dijo el prior cuando vio que se levantaba- Está usted muy débil,
podría…

No pudo terminar la frase, pues Abraham hizo un gesto y el prior explotó. Toda su
sangre y sus vísceras llenaron la habitación. La monja lloraba aterrada, los enfermos
intentaban escapar con la fuerza que su cuerpo les permitía. Pero Abraham les ignoró.
Fue directamente hacia la madre que acababa de parir. La mujer corría a toda prisa, con
su hijo en brazos. Sin embargo, con un chasquido de Abraham, la mujer no pudo seguir
adelante. Seguía corriendo, pero por muy rápido que moviese las piernas, no avanzaba
ni un solo paso. Abraham necesitaba a un recién nacido para evitar morir. Lo cogió con
fuerza inusual para su estado. Le miró a los ojos y dijo la palabra:

- No.

El neonato desapareció por completo de la existencia. No es que simplemente dejase de


existir en ese momento. Abraham lo borró de la existencia en general, haciendo que no
existiese en el presente pero que tampoco hubiese existido jamás en el pasado. No
quedaban marcas físicas en el mundo de su presencia. Sólo una parte de su legado
sobrevivió en el mundo: el recuerdo de su madre. Está se puso a llorar
desconsoladamente por lo que acababa de pasar, pero seguía sin poder moverse.
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Abraham no había terminado. Cogió la cara de la mujer y empezó a acercar su boca. La


mujer sentía asco, repugnancia, dolor y profundo sufrimiento por dicha situación.
Abraham comenzó a lamer y beber sus lágrimas, lo que la asqueó más e hizo que llorara
de nuevo. Con cada lágrima que bebía, el cuerpo de Abraham se rejuvenecía. Su espalda
se puso recta, sus arrugas se esfumaron. Lo único que mantuvo la apariencia pérfida,
desgastada y oscura fueron sus malignos ojos.

**********

Los años pasaron y Abraham siguió investigando. Evidentemente abandonó el


convento y se escondió lo mejor que pudo. Al principio adquirió una gran mansión para
poder llenarla de libros para estudiar. Sin embargo, acabó por darse cuenta de que
prefería leer en arroz. Se le hacía más cómodo. Su búsqueda, sin embargo, era
infructuosa. No lograba llegar a la verdad absoluta. No llegaba a la fórmula para lograr
lo que quería. Hay miles de libros que hablan sobre cómo llegar a la perfección, como
llegar al camino divino. Pero eso no le interesaba. No quería participar de la Perfección
divina. Quería arrebatarle la perfección a Dios. Sin embargo, Abraham acabó por leer
todos los libros jamás escritos y en ninguno se hablaba de ese tema. Nadie había tenido
una mente tan retorcida y enferma como para proponerse superar a lo Supremo.

Tampoco él consiguió llegar a ese conocimiento por sí mismo. Lo probó todo: el


raciocinio, el rezo, la meditación oriental, miles de tipos diferentes de misticismo,
consumo de drogas. Estuvo encerrado en su mansión toda una vida, hasta que tuvo que
volver a realizar el acto horrible otra vez. Esta vez le costó incluso menos esfuerzo y
incluso le generó cierto placer. La sensación de fuerza y vitalidad que le invadía el
cuerpo al beber las lágrimas era mejor que cualquier placer terrenal. El hacía tiempo que
rechazaba sin esfuerzo estos deseos vanos y terrenales. Sin embargo, las lágrimas de
madre desgarrada provocaban una sensación mucho mejor que la narcótico más
placentero de todos.

Abraham se pasó cuatro o cinco vidas encerrado en la mansión buscando su


ansiada verdad. Había vivido cerca de 500 años y no había pasado en total ni siquiera 15
días bajo el Sol desde que tomó el hábito. Habitualmente habrá reparado el lector en que
cuando se piensa demasiado, la mente tiende a sobrecargarse. Pues al cabo de 500 años
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pensando esa sensación llega a límites insospechados. La palabra locura sería un


eufemismo si la usáramos para describir a Abraham. Pero a pesar de ello seguía
buscando.

Sin embargo, cuanto más estudiaba, más fuerza iba cogiendo el pensamiento de
que quizá todo eso había sido en vano. Nunca llegó a asumir ese miedo con todas sus
consecuencias. Sin embargo, su presencia subconsciente le fue afectando. Cada vez
tardaba menos en erradicar al siguiente recién nacido. Cada vez estudiaba menos. Llegó
un punto en el que ya ni siquiera estudiaba y solamente bebía lágrimas. Lo hacía a
diario. Sus conocimientos le hacían fácil escapar de los humanos. Es fácil disimular
asesinatos en un mundo tan cruel como el nuestro. Sin embargo, leyendas en todo el
mundo se fueron formando sobre nuestro protagonista. Monstruos diversísimos y
cuentos aterradores emergieron de la figura de Abraham. Pero ninguna de estas historias
era tan horrible como la cruda verdad. A pesar de esta existencia de pesadilla, Abraham
nunca aceptó su error y siguió escondiéndose tras un placentero trago de dolor humano.

Hasta que llegó el día. Llegó el día que le hizo tener que enfrentarse a la verdad.
Abraham gracias a su magia, nunca moría. El placer parecía haberle ayudado una vez
que inconscientemente abandonó el dulce deseo que le había llevado ahí. Sin embargo,
al ser inmortal estaba claro que algún día tendría que observar como la situación se
hacía insostenible. El tiempo siempre gana, y llegó el día. El día en el que nació el
último neonato humano.

A pesar de ello, a pesar de que era evidente que no había nada más después de
eso, Abraham lo hizo. Cometió su último asesinato metafísico. Se bebió sus últimas
lágrimas de madre. Volvió a su casa triste, sola y gris. Y no pudo evitar la pregunta.

- ¿Y ahora qué?

No puedo describir con palabras humanas como se sintió Abraham en ese momento.
Tuvo que afrontar la cruda realidad. No había podido hacerlo peor. Había vivido
milenios y no había logrado ser realmente feliz ni un maldito momento de su vida.
Había malgastado 500 años de su vida en pos de un deseo inalcanzable. Pero eso no era
lo peor. Había malgastado otros tanto miles de años en el más oscuro de los placeres. Lo
que sintió en ese momento no es comunicable, repito. Si el arrepentimiento de alguien
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que mata a un amigo por una mala decisión es un átomo, Abraham sentía el universo
observable.

Entonces decidió que por una vez en su vida, iba a realizar el bien. Se le ocurrió
una idea inhumana, algo impensable. Pero había llevado toda una vida impensable, qué
más daba el final. Se acercó a su espejo más cercano. Se miró profundamente a los ojos
y dijo la palabra:

- No.

Una fuerza divina le arrancó de la tierra. Salió volando por toda la realidad, y, llegado a
un punto, pasó. Se rompió. La membrana subjetiva que separa al individuo del
contexto, se rompió. Abraham perdió su nombre al fin. Sintió un dolor inmenso, más
allá de lo puramente físico. Se borró de la existencia, dejó de existir y nunca hubo
existido en el pasado. Todo el daño que hizo, todo el rastro que dejó, desapareció.

**********

Pero algo más pasó. No puede uno borrarse a sí mismo de la existencia, en principio. Si
uno borra su pasado, entonces nunca se borró de la existencia. Por tanto, si uno se borra
a sí mismo de la existencia, existe. No tiene ninguna lógica, es un oxímoron. Una
paradoja que viola las leyes más profundas y fundamentales del universo. La realidad, el
Todo, Dios, se rompió también. Toda la ontología dejó de tener sentido en ese
momento. La realidad se desquebrajó. Y los huecos y las grietas de esta, fueron
invadidos por la paradoja. La paradoja reestructuró toda la metafísica del universo, la
fagocitó. Llegó a ser más amplia que él, llegó a superar sus límites.

Abraham consiguió lo que quería. Alcanzó la Autarquía. Superó a Dios. Llegó a


ser lo que sustenta toda la realidad. El motor inmóvil. Su ser abarcaba el espacio y el
tiempo, por lo que no estaba en ningún lugar ni en ningún momento. Encarnaba el
conjunto de todo lo contingente. Era lo necesario. Consiguió la más ambiciosa de las
metas. Pudo satisfacer el más profundo de los deseos. Logró más de lo que cualquier
otro ente, otro ser contingente, haya logrado jamás. Adelantó al tiempo. Ganó el juego
de existir.

Sin embargo, ese fue su verdadero dolor. No el arrepentimiento, no el arrancarse


de la realidad, ni siquiera su propia existencia como hombre. Lograr su objetivo fue la
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peor de sus maldiciones. Lo abarcaba todo, así que estaba en la nada. Sólo ante el
infinito negror del no-ser. En el existía todo lo posible, así que no podía hacer nada. Era
la causa de todo y no podía tomar decisiones. Era un todo, no formaba parte de nada.
Así sigue. Y así seguirá siempre, pues existe más allá del tiempo. Está en silencio, en
oscuridad, solo e inmóvil ante la nada.

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