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09 - La Dama Del Museo - Pablo Poveda

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Pablo Poveda

La Dama del Museo


Copyright © 2019 by Pablo Poveda

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from the publisher. It is illegal to copy this book, post it to a website, or
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This novel is entirely a work of fiction. The names, characters and incidents
portrayed in it are the work of the author's imagination. Any resemblance to
actual persons, living or dead, events or localities is entirely coincidental.

First edition

Proofreading by Ana Vacarasu


Cover art by Pedro Tarancón

This book was professionally typeset on Reedsy


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A ti que me lees, por mantener vivo a este personaje
Vemos las cosas, no como son, sino como
somos nosotros.
— Inmanuel Kant
Contents

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Sobre el autor
**

Cuando crucé la puerta, sentí que perdía el conocimiento, pero quise creer
que no era cierto lo que veía. Ella estaba en el suelo con los ojos cerrados y
los brazos extendidos sobre un charco de sangre.
1

Dicen que no se aprecia lo que se tiene, hasta que se pierde, pero peor es
saber que se está perdiendo eso que tanto se quiere, aunque todavía se tenga
y no haya nada que se pueda hacer por cambiar el final.
Así me sentía yo. Atascado a nivel emocional y falto de inspiración tras
lo acontecido en mi última visita a Valencia. Digamos que me había
convertido en lo que nunca deseé ser: un escritor con actitud pejiguera,
temeroso de salir de su zona de comodidad, de su Alicante natal, del único
lugar en el que nadie podría hacerme daño. Y lo estaba pagando mi
relación.
Pero esto estaba a punto de cambiar.
Me senté a una de las mesas del restaurante italiano que ocupaba la
plaza del Abad Penalva. Con la gran fachada de la Concatedral de San
Nicolás a mi costado, disfrutaba de una copa fría de Albariño y de un
atardecer de verano caluroso. Veía cómo el cielo se apagaba entre los
estrechos callejones del barrio de Santa Cruz y los rostros bronceados de los
turistas se iluminaban como las bombillas de una verbena. El rumbero de la
guitarra se acercaba a las mesas para entonar clásicos flamencos y piezas
del folclore nacional, poniendo banda sonora a una noche que no difería de
las anteriores y que tampoco lo haría de las que estaban por acontecer. Todo
era perfecto. Las sonrisas se contagiaban entre los desconocidos. Olía a
perfume, a brisa marina y a bochorno nocturno. La belleza se exaltaba.
Todo el mundo parecía más hermoso y elegante de lo que acostumbraba.
Ellas lucían vestidos cortos que dejaban a la vista sus muslos tostados y
ellos se abrían la camisa un botón por debajo de lo usual. Las farolas
formaban sombras entre el resplandor amarillento y las copas de cristal
chocaban más de lo habitual. El bullicio era un síntoma de felicidad, de
celebración por unas vacaciones que no habían hecho más que empezar
para la mayoría. Podía unirme a ellos, cantar con el espontáneo de la
guitarra española hasta que no me quedara voz y beberme la botella que
habían dejado en la mesa. Lo tenía todo. Lo que había deseado años atrás,
ahora se había hecho realidad y, sin embargo, me asustaba perder lo único
que no se podía comprar con dinero. Me daba miedo quedarme sin ella.
Lo que había comenzado como un peligroso juego, ahora se había
convertido en una auténtica pesadilla.
Eme, esa desconocida de alma inmortal y edad libre, obsesionada
conmigo desde años atrás, había vuelto. Esa mujer, que era una pesadilla.
Disfrutaba como solía hacer, jugando conmigo de la forma más cruel,
amenazándome con quitarme lo que más quería. Y es que, a pesar de lo que
habíamos vivido juntos y por separado, todavía existían demasiadas
incógnitas sobre esa mujer que no conseguía resolver. Hasta la fecha,
habíamos descubierto que dominaba una red de laboratorios farmacéuticos
que, a su vez, controlaban parte de la industria y parte del negocio ilegal de
narcóticos. Pero esa era sólo una de sus obligaciones. Los tentáculos de
Eme llegaban a donde ella se lo propusiera: desde altos cargos de la política
nacional e internacional, a las redacciones de los diarios provinciales.
Siempre estaba un paso por delante. Se había burlado de mí, de Rojo y de
Soledad en Lisboa, colocando una bala tras nuestra nuca, llevándome a su
terreno como el ratón que persigue el olor a queso. Cuanto más me acercaba
a su sombra, más confundido me sentía. La conocía tan bien que ni siquiera
sabía su verdadero nombre. En definitiva, Eme era una de las peores cosas
que me habían pasado en la vida y había regresado para cumplir con su
palabra.
O eso decía ella.
Las imágenes de los meses anteriores revolotearon en mi cabeza como
una bandada de pájaros asustadizos. Nuestras últimas horas en Valencia,
después de que aquella guionista de cine desquiciada casi terminara
conmigo. Como si fuera una fotografía a todo color, recuperé la imagen de
Soledad en la plaza de la Virgen, diciéndome que me quería tal y como era,
pero que también sufría cada vez que me veía enfrascado en una de mis
estúpidas aventuras. Soledad sentía un horrible y paralizador temor que me
contagiaría después de desaparecer e ir al baño de la cafetería en la que
estábamos.
Al recordar todo eso, un latigazo me sacudió la boca del estómago. Las
palmas me sudaban y le di un buen trago al Albariño. Tembloroso, metí la
mano en el bolsillo, abrí la billetera y saqué esa nota de papel arrugada que
el camarero me había entregado aquel día. En ella había un poema escrito
por Eme. La única prueba de que había sido real y no un producto de mi
más sórdida fantasía.

Como el ramo de rosas


que te entregué,

lo que tú crees amor


se secará en tus manos,

y con las ramas


el deseo arderá

la noche será un infierno

y el dolor
un humilde pasajero
Como el ramo de rosas
que te entregué,

lo que yo creí amor


se convirtió en olvido,

y con el dolor de tu recuerdo


junto al frío de su tumba

no volverás a estar solo


sino conmigo

Lo leí en silencio, en busca de un mensaje cifrado, de una pista que me


ayudara a ser yo, esta vez, quien se adelantara. Así lo había hecho más de
millar de veces en los últimos meses y nunca había encontrado nada.
Mi relación con Soledad era una cosa de dos, no de tres, pero para Eme,
al parecer, no existía nadie, ni siquiera yo, que le impidiera poseerme, del
modo que fuera.
Guardé la nota, fruncí el ceño y deseé con todas mis fuerzas que el
desasosiego desapareciera de mi interior, pero ya era tarde para eso. A lo
lejos, en la calle Labradores vi a una pareja sonriente que se besaba en la
puerta de uno de los bares. Ella tenía mechones dorados y él era moreno,
con el pelo ondulado y una sonrisa pícara de ingenuidad y ganas de comerse
el mundo a partes iguales. Me recordó a mí, en otra época, cuando la
juventud vivía por y para existir. Su reflejo, en mis pupilas, me provocó una
amarga tristeza. Me terminé el vino de un trago y dejé un billete en la mesa.
Después me puse en pie, caminé hacia uno de los callejones y me mezclé
entre la muchedumbre.
Entonces me di cuenta de lo que importaba en esta vida. Tenía que
cuidar a Soledad como fuera porque, salvándola a ella, también me estaba
protegiendo a mí mismo.
Lo peor de todo era que no podía contarle la verdad.

***
Tomé la decisión de regresar a casa dando un paseo, no sin antes acercarme
hasta la explanada y sentir la cercanía y tranquilidad del puerto. Los barcos
atracados, las familias y parejas paseando por allí. Las risas de los
adolescentes que se concentraban en las terrazas de las cadenas de comida
rápida, me relajaban. Esa noche podía beberme lo que se me antojara, pues
Soledad tenía turno de noche y nadie me esperaba en casa. Pero no sentí el
cuerpo para ingestas innecesarias, por mucho que deseara olvidarme de
todo durante unas horas. Subí la rambla de Méndez Núñez, fijándome en la
belleza y el modernismo de las fachadas de algunos de sus edificios.
Observé los balcones que representaban diferentes épocas de la ciudad,
marcadas por las ventanas de madera y las de cristal y el diseño de las
clásicas persianas alicantinas que inundaban la provincia. A medida que me
alejaba del corazón de la noche, las calles se volvieron más solitarias, el
ruido se convertía en parte del decorado y el único rumor que llegaba a mis
oídos, era el de los tubos de escape de los coches que esperaban en los
semáforos.
A la altura de Alfonso X El Sabio, una motocicleta atravesó la avenida
como un relámpago, dejando atrás una estela de ruido y olor a combustible
quemado. Por un momento pensé en él, en Rojo, el inspector y amigo del
que hacía meses que no tenía noticias. Nuestras últimas palabras se
cruzaron en el interior de ese Ford Focus de segunda mano que había
comprado. Una vez que nos dejó en el hotel, no volví a saber de él, pero
empecé a acostumbrarme. Nuestra amistad había comenzado de manera
accidental en un cruce de caminos. Él perseguía a Eme para cobrarse una
venganza que no estaba del todo claro si era personal o para honrar el honor
de la madre de su hijo, una mujer de la que poco me había contado. A esas
alturas, no juzgaba sus actos, pues era un buen tipo que se había pasado
varias décadas jugando en el equipo perdedor. A ninguno de los dos nos
importaban sus motivos. Eme me perseguía a mí y no podía hacer cosa
alguna para cambiarlo, así que ambos pensamos que sería mejor llevarnos
bien, dado que nuestros destinos habían quedado sellados por una misma
razón.
Sin embargo, más allá de los condicionantes que dieron lugar a nuestra
amistad, él siempre estaba ahí cuando lo necesitaba, sin tener que levantar
el teléfono. Después desaparecía como un fantasma, sin dejar huellas y
tampoco un número al que llamar. Él llegaba a mí, y no al revés.
Así era Rojo y de esa misma manera quería que fuera conmigo.
Por supuesto que añoraba su presencia, pero no podía echarle en cara la
falta de atención que necesitaba en esos momentos. Quería hablar con
alguien que me entendiera, nada más. La amistad verdadera se nutre de lo
que se da y de lo que se toma sin interés, pero jamás debemos caer en el
error de juzgar cómo y de qué manera nos gustaría recibirlo. De ser así, sólo
quedarían decepciones.
Cuando llegué al portal de mi edificio, volví a ver esa motocicleta
parada a lo lejos. La persona que la conducía, delgada y vestida de negro,
arrancó el vehículo en cuanto percibió que la estaba observando. La
distancia era suficiente para identificar si era un hombre o una mujer. El
pulso se me aceleró por momentos, hasta que vi, de nuevo, cómo se perdía
en la infinidad del horizonte.
Subí a casa intentando no pensar demasiado, dejé las llaves sobre la
mesa de la entrada y fui directo a la cocina para prepararme un whiskey con
hielo. Después volví a asomarme al balcón, pero no vi a nadie. ¿Lo había
imaginado?, me pregunté. No lo creí. Sabía que no era un delirio y eso era
lo que más me acojonaba.
La vida era un conjunto de causas y consecuencias dadas con o sin
gracia, pero siempre sin elección. Un remate continuo que ordena los
momentos en función de nuestros reflejos al actuar.
Que Rojo y Eme estuvieran en mi vida, tampoco era una casualidad. Si
algo tenían ambos en común, era que los dos aparecían cuando ellos creían
conveniente.
En ocasiones, a la vez.
Por desgracia, uno nunca estaba listo para reaccionar a tiempo.
2

Desperté aturdido a causa de una pesadilla que no logré recordar. Sabía que
estaba relacionada con mi bloqueo creativo, una enfermedad que afectaba a
todos los artistas, al menos, una vez en la vida y de la que no se había
encontrado cura alguna. Los impostores como yo la padecíamos dos veces.
El maldito síndrome siempre me acompañaba al inicio de un libro. La
página en blanco del procesador de textos era ese lugar en el que la
inseguridad y la culpa se unían para paralizar mis dedos y hacer, de mi
historia, una broma pesada y sin sentido. Por suerte, cuando giré la cara
hacia mi derecha, vi la espalda desnuda de Soledad, sus mechones cayendo
sobre los huesos y esas vértebras salientes que formaban un hermoso piano
en el centro de su tronco. Ella descansaba con placidez. Escuché su
profunda respiración. No me había dado cuenta de su llegada, ni tampoco
del momento en el que se había metido en la cama. Sin ánimo de sacarla de
las garras de Morfeo, miré hacia el otro lado y comprobé la hora en el
antiguo despertador con números digitales. En verano amanecía antes y
apenas faltaba un rato para que comenzara a hacerlo.
Aparté la sábana, puse los pies sobre el frío suelo de mármol y me vestí
con unos vaqueros, una camisa blanca de tela fina y unas esparteñas de
color crema que había comprado en Elche.
Tras emparejarme el pelo, cogí las llaves del deportivo y salí del
apartamento antes de que mi pareja abandonara su trance.
Por supuesto, lo que estaba haciendo, carecía de sentido, pero me
encontraba atrapado entre la nebulosa del sueño que había sufrido y un
sentimiento de pena que arrastraba desde hacía semanas. Tarde o temprano,
ella se daría cuenta de ello pero, mientras tanto, prefería evitar los dramas
conyugales a primera hora de la mañana. Nadie merecía comenzar su día
discutiendo.
Salí del garaje montado en mi Porsche Boxter rojo, descubierto, en
dirección a la Albufereta, uno de los últimos tesoros que conservaba la
ciudad y donde, hasta la fecha, no necesitaba mirar dos veces antes de
respirar tranquilo. Por fortuna, todavía quedaban rincones en los que me
podía esconder sin tener que fingir ser otra persona.
El cielo tomaba un tono azul centelleante con los rayos del Lorenzo, que
se asomaban por el Cabo de las Huertas.
Mis gafas Rayban Wayfarer me protegían de la claridad, el aire de la
primera hora de la mañana era fresco y Miles Davis tocaba para mí esa
versión tan suya del Concierto de Aranjuez. En ocasiones, había que sonreír
porque no quedaba otra opción. Ahí entendí que las personas que reían, no
siempre eran felices. Y si lo eran, tan sólo por unos breves instantes.
El tráfico era escaso, descontando los pocos taxis que traían turistas a la
ciudad. Crucé la avenida de Villajoyosa como un relámpago y me incorporé
a la Condomina bordeando la costa y disfrutando de los destellos que se
producían en el mar. Finalmente, tras pasar una glorieta, bajé por una cuesta
de asfalto, entre edificios urbanos, y aparqué el coche en una cuesta. Luego
caminé hasta el pequeño mirador de Las Brisas, una playa chica de arena y
roca que había sido escenario de mi infancia y también de mi tardía
adolescencia. Un sitio estupendo para las primeras citas, los atardeceres de
besos y caricias y esas rupturas que se quedarían grabadas en la memoria y
en el corazón, como muescas en un revólver de gran calibre, obligándome a
ser la persona en la que me había convertido. Pero no sólo era una parte de
mi pasado, sino también un lugar en el que se encontraba el Costa Blanca,
un pequeño club náutico de embarcaciones que poco tenían que ver con los
desmesurados yates del puerto, pero que mantenía su encanto gracias a los
veleros y catamaranes que allí atracaban. La cafetería era uno de mis
lugares favoritos para el desayuno. A pesar de que las instalaciones tuvieran
un poco de solera, debido al paso de los años, los clásicos colores
blanquiazules, propios de la ciudad y de la cultura marina, hacían de aquel
sitio un lugar agradable y acogedor.
Al llegar, avisté la presencia de dos hombres que estaban a punto de
salir a navegar. Comprobé la hora y me aseguré de que el bar de la primera
planta estuviera abierto.
—Bon dia! —gritó uno de los espontáneos que cargaba una nevera.
Portaba un cigarrillo entre los labios y caminaba en dirección al muelle.
Levanté el mentón a modo de respuesta y sonreí por cortesía. La
educación siempre por delante y detalles como aquel se perdían con el paso
de las generaciones.
—Bon dia!
Subí unas escaleras de piedra y me topé con la terraza, protegida por
una baranda de tubos de hierro pintados de azul y un ancla blanco que
decoraba el centro. Estaba solo. Era el primer cliente de la mañana. Me
senté a una de las mesas que había junto al límite de la terraza, para poder
encarar la vista y su horizonte, y esperé a que el empleado me atendiera.
—Buenos días —dijo el hombre, vestido de negro y con pocas ganas de
entablar conversación—. ¿Qué le pongo?
—Un café solo, una tostada con tomate rallado y jamón serrano —dije
como si repitiera un rezo—, y la prensa, por favor.
—¿La prensa? —preguntó mirándome con desazón.
—Sí, el periódico.
Sus párpados se entrecerraron, afilando sus ojos contra los míos.
—¿Pero sabe usted qué hora es? —cuestionó tomándome por imbécil
—. Los quioscos no han abierto todavía…
Ese hombre se equivocaba, me lo iba a decir a mí. Eran las ocho de la
mañana, pero no tenía ningunas ganas de explicarle que los diarios llevaban
horas en circulación.
Me encogí de hombros e hice un gesto con la mano izquierda para
restarle importancia a la situación.
—Es igual.
—Le puedo traer el de ayer.
Tampoco iba a comentarle que leer la prensa del día anterior, en la
época que estábamos viviendo, era como comprobar la fecha de caducidad
de un alimento enmohecido. La mayoría de noticias carecían de
importancia, manchando páginas de tinta a primera hora del día, para
terminar llenas de hollín bajo la superficie de un paellero.
—Está bien. La de ayer me sirve —respondí, esta vez con una sonrisa
de hastío—. Total, para lo que hay que leer… No creo que haya ninguna
diferencia.
—Pues eso digo yo —respondió el camarero y desapareció.
Alfred Adler decía que el peligro principal en la vida era tomar
demasiadas preocupaciones, y yo comenzaba a desvelar cómo me sentía
con cada gesto que hacía y con quien se me cruzaba por delante. La verdad
podía ser terrible, incluso peor que la mentira. Me veía en una encrucijada
al elucubrar acerca de cuánto tiempo le escondería la verdad a Soledad.
El camarero no tardó en llegar con el desayuno, que tenía un aspecto
estupendo. El olor a café recién hecho, a primera hora de la mañana, era
equiparable al primer trago de cerveza al mediodía. Después dejó un
ejemplar doblado del Diario Información sobre la mesa. En efecto, era del
día anterior, tal y como había mencionado, pero a esas alturas ya no me
importaba nada. Buscaba un rincón de calma en aquella batalla de
pensamientos porque, a pesar del maravilloso día que había al otro lado del
iris de mis ojos, mi cabeza era lo más parecido a una oscura tormenta en un
frío y nevado invierno eslavo.
Di un sorbo al café, un bocado a la tostada y mastiqué desplegando la
portada del ejemplar que me habían dado. Para mi sorpresa, aunque llegara
con un poco de desfase, no era el único que estaba en problemas. De nuevo,
como si se tratara de un asteroide que orbita alrededor de un planeta y
amenaza con estrellarse, la ciudad de Elche reclamaba a Madrid lo que era
suyo: la famosa Dama de Elche, la joya de la ciudad que adornaba las
plazas y ponía rostro al patrimonio de todo un pueblo. Un tesoro del que
sólo había réplicas. Los políticos se llenaban la boca con las falsas
promesas de traerla de vuelta. Algunos lo llegaron a conseguir durante unos
meses. Una cesión temporal para ganar votos electorales. Después, el busto
íbero de aquella misteriosa mujer, hallado el 4 de agosto de 1897 en La
Alcudia, gracias al azar y a un jornalero, volvería a marcharse tal y como lo
hizo el 30 de agosto del mismo año, por primera vez y bajo el precio de
cuatro mil francos franceses. Una escultura del siglo V de la que se
desconocía cuánto tiempo llevaba enterrada en aquella loma pero que, como
todo en esta vida, tuvo su precio y el vendedor no pestañeó al deshacerse de
ella.
Desde su recuperación, tras traerla de vuelta del país vecino, lo más
cerca que los ilicitanos la iban a tener, sería en la capital.
La noticia contaba, sin demasiado entusiasmo, las intenciones del
alcalde ilicitano de entonces. Debido a la desastrosa legislatura que había
llevado a cabo su partido, reivindicaba, en un último acto de quemar las
naves, lo que era de sus ciudadanos. Pero, a pesar de la propia historia de
comerciantes y periodos de entreguerras que el busto arrastraba, la realidad
difería de lo que los políticos clamaban. Traer de vuelta a la Dama de Elche
era legal y económicamente insostenible. Además de pertenecer al Museo
Arqueológico de Madrid, éste contaba con las instalaciones y el personal
adecuado para que la escultura no se deteriorara todavía más. Una sala
nueva dotada con un sofisticado equipo de control que vigilaba los índices
de humedad y temperatura.
Una batalla perdida que hubiese pasado desapercibida para mis ojos, si
no fuera por el halo de misterio que emanaba de aquella obra. Las
diferentes teorías abrían diversos frentes: desde los que opinaban que era la
representación de una mujer de la época, a quienes la relacionaban con una
reina atlante. Difícil de saber.
En cualquier caso, me entristecía ver cómo la clase política practicaba el
peor de los discursos para desviar la conversación.
Proseguí con mi desayuno mientras pasaba, sin éxito, las páginas del
diario en busca de una migaja de ocio. La embarcación de los hombres con
los que me había cruzado, ahora se veía navegando en el mar y, poco a
poco, se alejaba para convertirse en una mota en el horizonte. Disfrutando
de la vista, salí de aquel momento de paz cuando el teléfono vibró sobre la
mesa.
En un acto reflejo, comprobé la pantalla. Me había olvidado por
completo de Soledad. Después suspiré aliviado. Todavía eran las nueve de
la mañana de aquel extraño jueves y desconocía el número que aparecía en
la pantalla de mi terminal.
—¿Sí? —pregunté al descolgar, sospechando que sería un operador de
telefonía en busca de nuevos clientes.
—Buenos días, ¿Gabriel Caballero?
Aguardé unos segundos para darle más suspense.
—¿Con quién hablo?
Entonces oí un chasquido al otro lado de la línea, una bajada de tensión
en la conversación. La voz de aquel extraño, que parecía ataviada por una
tarea externa a la que acontecía, se relajó por momentos y recobró un tono
más amable.
—Le llamo del diario El País —respondió con calidez—. Soy Joaquín
Botines, el director del periódico. Espero que no sea un mal momento para
hablar…
Reconozco que la sospechosa llamada desvió mi atención del mar. Por
suerte, ese día había madrugado más de lo habitual y tuve la sensación que
la persona que estaba al otro lado, también lo había hecho. Conocía de oídas
a Botines, pero nuestros mundos eran opuestos. Yo había hecho algo de
dinero en los últimos años, lo suficiente para dejar de vivir como un
periodista local y dedicarme a mis novelas, pero él jugaba en una liga de
prestigio superior. Eso provocaba que nuestras trayectorias nunca llegaran a
coincidir. Puede que mi carrera hubiese despegado más de lo que jamás
hubiera imaginado, pero estaba bien lejos de sentarme en la misma mesa
que ese hombre.
—En absoluto —respondí y me pregunté cuál sería el motivo de la
llamada. Era un ejercicio que hacía a menudo, sobre todo, cuando me metía
en algún lío. Pero no pude pensar en nada—. ¿Cómo ha conseguido mi
número?
El director rio al otro lado. Era una pregunta obvia.
—Verá, Caballero… —dijo dando un pequeño rodeo—, seré directo con
usted… Es verano y un momento de cambios. Estoy buscando nuevas voces
que den algo de color a nuestras firmas de opinión…
—Y quiere que yo le recomiende a alguien, ¿es eso?
—No, exactamente… —contestó—. ¿Hace cuánto que no escribe para
un periódico?
—¿Para un periódico?
—Sí —dijo con firmeza—. Para uno de verdad.
En esa ocasión fui yo quien soltó una risa tonta.
—No sabría decirle si he escrito alguna vez para uno de verdad en mi
vida.
De pronto, aquel tipo comenzó a reír con fuerza. Aquello me agarró
desprevenido.
—Me habían dicho que era usted de armas tomar, pero no que fuera tan
ácido al teléfono —contestó con cierta simpatía—. Escuche, vayamos al
grano. Le estoy ofreciendo una columna semanal con nosotros. Con la
condición de que…
—No escriba para otros medios.
—Eso es —afirmó.
—Una columna exclusiva, como Francisco Umbral en su día.
—Así es, a nivel nacional —aclaró y volvió a chasquear la lengua—.
Noto algo extraño en su voz. ¿Acaso le incomoda la idea? ¿Tiene ya otro
compromiso?
—No, en absoluto —expliqué—. Sólo intentaba digerir dos cosas a la
vez.
—¿Cuál es la otra?
—El desayuno.
—Muy agudo… —dijo, esta vez sin ser tan amable con mis
comentarios—. Oiga, ¿por qué no viene mañana viernes a Madrid?
Comemos juntos, visita la redacción, le explico cómo funcionamos por aquí
y le hablo mejor de todo este asunto, de un modo más humano.
—Claro, ¿por qué no? —respondí con miedo en mis palabras, aunque
sin ponerle demasiado énfasis a la oferta—. En esta época, Madrid es el
mejor sitio para arder bajo el sol y purgar mis pecados. ¿Me enviarán un
chófer a recogerme?
—No se exceda —dijo antes de despedirse—. Los taxis llevan aire
acondicionado… Confórmese con unas croquetas en Casa Paco. En unos
minutos le enviaré un correo con todas las indicaciones. Hasta mañana.
Me despedí con un adiós leve y falto de carácter. En efecto, ese director
no tardó en ponerme en mi sitio y bajarme del momento de gloria que
estaba viviendo. En Alicante podía vivir como un marajá. En Madrid era un
don nadie. No merecí menos. La llamada se cortó y mis ojos se habían
clavado en esa línea horizontal sobre la superficie azul que separaba la
realidad de la ficción. Dejé el teléfono sobre la mesa, confundido,
paralizado. Di un sorbo al café, pero ya se había enfriado.
La oportunidad profesional de mi vida tocaba a la puerta.
Recuperar el prestigio que nunca había tenido y la atención que en toda
mi vida había creído merecer. Este era mi examen final y me sentía como
un adolescente antes de realizar las pruebas de Selectividad.
Lo tenía todo y, sin embargo, una fuerza magnética me frenaba a salir
de allí por primera vez en muchos años.
Pedí la cuenta y tomé una decisión: ese mismo día se lo contaría todo a
Soledad.
3

No quería adelantar acontecimientos. Para mi cabeza era inevitable


funcionar como un procesador de alto rendimiento.
Conduje de vuelta a casa, con el poema de Eme en el bolsillo, la
conversación que había tenido con Joaquín Botines en la cabeza y un
pálpito que me advertía del tsunami de emociones que estaba a punto de
acontecer en mi vivienda. Nunca me había considerado un valiente como
tal, pues todas las personas tienen grietas que las hacen derrumbarse en un
momento frágil. Con el tiempo y las bofetadas de la vida, aprendí que el
respeto al prójimo, en todas sus categorías, era necesario de mantener, sin
importar el coste. Y Soledad no merecía menos. No era la primera crisis
sentimental que pasábamos juntos, aunque sí la primera en la que la
innombrable estaba más presente que nunca.
Aparqué en el garaje privado del edificio, respiré hondo y subí hasta el
apartamento.
Temblando y con un nudo en el estómago, introduje la llave en la
cerradura sin llegar a girarla. Soledad abrió desde dentro, la puerta se movió
hacia atrás y sus pasos se dirigieron al cuarto de baño.
Apenas habían pasado unas horas desde que me había ido, pero ella ya
estaba despierta y preparada para salir. A pesar de que no tenía el pelo
demasiado largo, cuando estaba de servicio, solía recogerse la melena
oscura en una cola. Le quedaba bien, como todo lo que vestía. No podía
verla de otra manera. Cuando se ama a alguien, la belleza se transforma en
hechizo y los encantos se magnifican, siendo superiores a cualquier clase de
fuerza humana.
La vi desde la entrada y cerré con sigilo. Dejé las llaves sobre el
recibidor y el olor a café recién hecho me invitó a entrar.
—¿Dónde estabas? ¿Ha ocurrido algo? —preguntó ella con normalidad
desde el baño. Pero ya la conocía. Soledad era muy buena fingiendo,
aunque las palabras no valían para todo.
Esa mañana, debido a su enfado, había optado por abrir y regresar a sus
tareas, sin ningún tipo de recibimiento, sin una sonrisa al verme llegar. No
juzgué su enfado, pues le debía una explicación que estaba a punto de dar.
Crucé el pasillo, me dirigí al umbral del cuarto en el que se encontraba y
la vi de perfil, frente al espejo, poniéndose un poco de maquillaje y sin el
uniforme de policía. Lentamente, giró el rostro hacia mí, como en una
película de terror, y se quedó quieta. Esa mirada negra, en ocasiones dulce
como el chocolate, se dirigía a mí, hostil como una pantera.
—¿Qué has hecho, Gabri? —preguntó de nuevo.
Fruncí el ceño, agaché la vista y busqué las palabras adecuadas.
—He recibido una llamada importante, Sol —contesté con cierta
pesadumbre. Ella, preocupada por la situación, bajó la guardia, se acercó a
mí y me agarró de la mano—. Necesito contarte algo.
—Ven, vayamos a la cocina —contestó antes de que continuara y me
arrastró hasta la encimera. Allí, sirvió dos tazas de café y me entregó una—.
Toma y relájate un poco, anda. Parece que hayas visto a un fantasma. ¿De
qué se trata?
Di un sorbo. Estaba aún caliente, aunque no demasiado como para
quemarme la lengua. En el fondo, me hubiese gustado haberme quedado sin
habla.
—Verás… No sé por dónde empezar.
—Por el principio, Gabri —respondió. Ahora su voz era más autoritaria
—. Sabes que me desesperas cuando empiezas con rodeos…
—Está bien, está bien… —dije apaciguándola con la mano que tenía
libre y levanté los ojos—. Me han ofrecido escribir una columna de opinión
en El País.
Como un castillo de fuegos artificiales, sus ojos se iluminaron, las
emociones explotaron en su rostro y después se convirtieron en pólvora
quemada.
—Eso es genial, ¿no? —cuestionó levantando las cejas. Yo debía
corroborarlo. Soledad se acercó y me dio un beso en los labios—. ¡Por fin
reconocen tu talento! ¿Cuándo empiezas?
—Espera, eso no es todo… El director quiere que me reúna con él.
Supongo que para camelarme y llevarme a su terreno… Me ha invitado a
vernos mañana en Madrid.
—¿En Madrid? —preguntó y se quedó pensativa unos segundos—.
Bueno, ¿y a qué esperas para dejarte querer? No puedes desaprovechar un
tren así.
—Ya, pero no es tan sencillo…
Ella me apretó la mano y me clavó sus ojos de nuevo.
—Compra ese billete o te arrepentirás de no haber ido, Gabriel —
sentenció—. No has firmado nada todavía.
Me mordí el labio inferior. Aprecié y agradecí, más de lo que jamás
podría transmitirle con una frase, aquel gesto de apoyo, de compañerismo,
libre de egoísmo por su parte.
—Gracias, de verdad.
—Esto merece una celebración, ¿no crees? —preguntó buscándome con
las pupilas—. Podríamos cenar fuera esta noche. No terminaré tan tarde
como ayer, si no se complica la jornada, claro…
—¿Qué tal en casa? Puedo cocinar para los dos —contesté—. No será
un problema.
Mi respuesta no pareció agradarle. Algo no iba bien del todo en esa
conversación.
Ni para ella, ni para mí.
—¿Qué te sucede, Gabriel?
Había pronunciado mi nombre al completo por segunda vez. Las
alarmas se dispararon.
—Eso podría preguntar yo.
Su expresión cambió. Ahora estaba enfadada, molesta por una razón
que desconocía. Me cuestioné si lo habría descubierto, si sabría lo del
poema.
—Llevas unas semanas comportándote de una forma extraña, como si
me evitaras… Apenas nos vemos durante el día y cuando lo hacemos, te vas
a dormir pronto o estás ocupado con tus tareas. No sé, Gabriel, no entiendo
qué ocurrió en Valencia para que te comportes así.
—Ya te lo dije, Sol. Tengo un bloqueo de escritura…
Ahora su cara era la de Rojo y también la de cualquier agente en pleno
interrogatorio. No tenía ganas de bromas, ni de embustes.
—¿Hay otra?
—¿Qué? —cuestioné y sobreactué de tan mala manera, que no le hizo
falta esforzarse para leer entre líneas—. ¡No! No digas tonterías.
Ella tensó las facciones y se echó la mano a la cara.
—¡Mierda! Cómo has podido…
—¡Soledad! No, te equivocas —dije y le puse las manos sobre los
brazos. Ella se separó de mí con violencia. Estaba furiosa—. No es lo que
piensas…
—¿Es esa directora de cine?
—¿Cómo? ¡No!
Rabiosa, se acercó a mí, me empujó por el pecho y me aplastó con el
puño contra la puerta de la nevera.
—¡Dime la verdad, desgraciado!
Nunca la había visto tan enfadada.
Levanté las manos como un rehén liberado y la miré de frente sin
pestañear. Sus venas sobresalían por el lateral del cuello. Por un momento
dudé de sus intenciones. Todos teníamos nuestro límite y un gatillo del que
tirar. Debía contarle la verdad, sin sombras, si no quería activar el percutor.
Si continuaba apretando, me iba a dejar sin respiración.
—Te lo juro. No estoy con otra mujer… —dije haciendo fuerza. Ella
apretó un poco más el puño.
—No me mientas, Gabriel —insistió—. Odio las mentiras. No lo
hagas…
Pero mis palabras eran sinceras. Introduje el brazo por debajo del suyo y
separé su puño de mí. Mi tono se volvió más grave y relajado.
—No te miento. Hay una mujer, pero no tiene que ver conmigo, sino
con los dos.
Ella se apartó unos centímetros. El silencio nos consumió.
Por el movimiento circular de sus ojos y la tensión de sus facciones,
supe que estaba confundida.

***
Soledad se sentó en una silla de la cocina y prestó atención a mis palabras.
No fue fácil. No sabía por dónde arrancar. Pensar en Eme me ponía el vello
de punta. Pronunciar su nombre en voz alta era lo más parecido a una
invocación satánica. Por supuesto, fui comedido, evitando algunos detalles
que desconocía sobre la relación que tuve con Eme y los momentos que
habíamos compartido antes de que Soledad entrara en mi vida.
Era mejor así.
Existen ciertas cosas que nunca deberían salir a la luz porque hay
verdades que no merecen ser escuchadas. Entre ellas, la muerte de Gutiérrez
y cómo Eme lo había matado con un disparo a bocajarro. Imágenes que aún
me removían las tripas al pensar en ellas.
Soledad tenía una idea sobre la importancia de esa mujer en mi vida y
en la de Rojo. Conocía algo acerca de la obsesión del inspector, aunque no
estaba al tanto de todos los detalles. Era consciente de que la muerte de su
padre no fue casual, aunque sí accidental. La bala de aquel ucraniano que le
atravesó la garganta, no iba para él, sino para Rojo y su compañero. Eran
tiempos duros en Alicante, después de abandonar Cartagena. Mi amigo
había decidido iniciar una investigación por su cuenta, cegado por el rastro
que su desaparecida esposa había dejado.
Tras varios rodeos, no tuve más remedio de contarle a Soledad lo que
había sucedido aquella mañana en Valencia. De ninguna manera iba a
entregarle el poema, pero creí necesario que estuviera al corriente de mi
reacción desde aquel momento.
—No lo entiendo… —comentó al escuchar la explicación—. ¿Cómo
estás tan seguro de que fue ella? Además, han pasado algunos meses desde
entonces… y no has tenido ninguna noticia.
—Es complicado de explicar.
—No subestimes mi inteligencia.
—No lo hago —dije quitándole hierro a la conversación—. Esa mujer
es como la CIA. Te observa, te sigue y está donde quiere y cuando quiere.
Para ella no soy más que una pieza de su tablero de ajedrez. Juega conmigo
y sabe cómo y cuándo hacerlo.
—¿Está enamorada de ti?
—Más bien, diría que está obcecada.
—Contigo.
—No sólo conmigo… Yo soy una de sus obsesiones.
Soledad se rascó el mentón y giró la vista hacia la claridad que entraba
por la ventana.
—¿Qué decía ese mensaje?
—En pocas palabras, que cuidara de ti.
Ella me miró de un modo hostil. Se estaba cabreando de nuevo.
—Por favor, Gabriel.
—Te lo prometo, Sol… No lo recuerdo —dije como un auténtico
embustero, tragándome la bilis que subía por la garganta. No podía hacerlo.
No era capaz de sacar esa hoja arrugada de papel de mi bolsillo y decirle
que, tarde o temprano, iría a por ella. No quería plantar la semilla de un
dolor irreparable. Un sufrimiento que terminaría por alejarla de mí de por
vida—. Sólo sé que me preocupa. No quiero que te ocurra nada. No quiero
que nos arruine la existencia.
Ella gruñó molesta. Por supuesto, Soledad no era una persona que se
asustaba con la primera amenaza que recibía. Estaba acostumbrada a ello. A
pesar de su dulzura, tenía una armadura resistente. La ausencia del padre,
siendo ella tan joven, la había convertido en una persona difícil de
impresionar.
—Esa mujer ha de tener un nombre, ¿me equivoco? —preguntó.
Levanté los hombros. Ni siquiera yo lo sabía—. ¿Estás de broma, Gabri?
¿Y él? ¿Lo sabe?
—¿Rojo? Lo dudo. De ser así, la habría localizado ya, ¿no crees?
Soledad soltó un soplido.
—¿Quién sabe? Tal vez lo sepa y no quiera encontrarla —respondió
pensativa—. Si termina con esta historia, no le quedará nada.
No me gustó por dónde iba. Nunca había pensado en esa posibilidad.
—No es su estilo.
—¡Ay! Gabriel, Gabriel… Crees conocer muy bien a tu amigo,
¿verdad?
—No seas tú ahora quien subestima mi inteligencia.
Mi contestación fue suficiente para dejar la discusión en un empate
técnico y aplazarla a otro momento menos tenso. Soledad sonrió con una
pena que se desbordaba por las comisuras de los labios y me acarició la
cara. Después comprobó la hora en el reloj que había en la cocina y se puso
en pie.
—Tengo que irme —dijo con voz suave pero sin energía—. Lo haremos
a tu manera. Cocina algo rico y saca esos billetes, por favor. No le des más
vueltas, que te conozco…
—Pero…
Se acercó a mí, puso el dedo índice sobre mis labios y después me besó.
—No me va a pasar nada, Gabri —susurró y me entregó otro beso—.
Nadie nos va a separar, así que deja de comportarte como un idiota.
La agente selló mi boca con un último beso, más intenso que los
anteriores. Tanto que logró activar mi apetito sexual. Pero tuve que dejarla
marchar si no quería verse en problemas. Soledad abandonó el apartamento
sin mirar atrás y cerró con un ligero golpe.
Apoyado en la encimera, me bebí el resto del café y pensé que lo
siguiente sería comprar esos billetes.
Y así hice.
La conversación me dejó un mal cuerpo que no llegué a aliviar durante
el resto del día. Aquello era el inicio de un tremebundo viaje emocional.
Algo me decía que nuestra relación no pasaba por su mejor momento.
Esa noche, Soledad tampoco vino a casa a cenar. La investigación se le
había complicado.
Me bebí media botella de Ramón Bilbao frente al televisor y después
me metí en la cama.
De pronto, me vi identificado con miles de personas que habían hecho
lo mismo a la misma hora.
En ocasiones, la vida nos pone en nuestro sitio, haciéndonos sentir, por
un instante, tan diferentes y al mismo tiempo iguales que el resto.
4

Jamás me acostumbraría a viajar con normalidad en esa estación de trenes.


Podía ver mi sombra en cualquier parte, recordando viejos momentos que
aún pesaban demasiado. El ferrocarril de alta velocidad con destino a
Madrid salía a las nueve de la mañana y llegaba a Atocha a la una de la
tarde. La hora perfecta para el aperitivo y el vermú.
Un taxi me dejó en la entrada de la estación de Alicante. Con las manos
vacías, y a sabiendas de que volvería el mismo viernes a última hora, me
dirigí al control de seguridad. En verano, muchos viajeros pierden la
compostura al creer que, a causa del calor y del ambiente vacacional, todo
se permite. Chanclas, bermudas extremadamente cortas y bañadores de
piscina eran algunas de las prendas que se podían ver por allí. Por suerte
para mis sentidos, ningún desvergonzado había osado quitarse la camiseta.
Pasé el control y una amable azafata me indicó dónde se encontraba el
vagón de la clase Preferente. Si iba a viajar, quería hacerlo en buenas
condiciones. Con los años, me había vuelto un burgués de segunda. Era uno
de los problemas del dinero. Una vez que se pagaba por ciertos servicios,
resultaba costoso volver atrás, por lo que, al final, siempre se terminaba
buscando la manera de producir más efectivo. Y ahí estaba yo, viajando en
Preferente para que me ofrecieran la prensa, me sirvieran el almuerzo y no
tuviera que compartir asiento con un desconocido. A cambio, me disponía a
regresar a la redacción, el infierno periodístico del que siempre había
despotricado como un animal salvaje y furioso. Y sí, las personas cambian,
sobre todo, cuando hay un buen cheque de por medio.
Me abrí paso entre los viajeros y busqué mi asiento con detenimiento,
junto a la ventana. Sin importar el momento del año, el vagón de clase
Preferente solía llevar a personas que hablaban de negocios y vacaciones en
lugares exóticos. En verano era menos usual, pero durante el año eran una
especie presente en los primeros y últimos viajes del día, pegados a sus
teléfonos móviles, hablando de compras y de ventas, de inversiones y
cierres de tratos por cantidades enormes. Me divertía y me producía pánico
a la vez. Sabían demasiado y movían sumas de dinero que me abrumaban
con sólo pensar en ellas.
A los pocos minutos de subir, nos pusimos en marcha. Una joven
bronceada se sentaba al otro lado del pasillo. Sus ojos eran dos caramelos
de menta y su cabello rubio como el de una sirena. Pegada al teléfono,
escuchaba música por los auriculares, ausente de la realidad, protegida en
su propia burbuja. Envidié esa actitud juvenil despreocupada, un
sentimiento que había perdido con los años. Me estaba volviendo un
hipocondríaco. Porque sí, madurar también significaba pasar de fase,
convertirse en alguien más atento a lo que sucede alrededor. Las fobias y las
experiencias obligan a ello.
Desinteresado en la película que proyectaban durante el trayecto, vi dos
hombres altos, de unos cincuenta años, que se levantaron de sus asientos.
Me llamaron la atención por sus trajes, demasiado formales y elegantes para
un día que rozaría los treinta grados, por lo que no pude evitar mirarlos con
sorpresa. Uno de ellos, el más alto, tenía el cabello canoso, peinado hacia
atrás y las cejas bien gruesas. Era corpulento, desprendía confianza y me
sonaba su rostro, de haberlo visto en alguna parte. El segundo, algo más
enjuto, entrado en arrugas pero con una espalda de gimnasio, pasó tras él, se
desabrochó el botón de la chaqueta y me regaló una mirada de desprecio
que me supo a insulto.
Con sinceridad, si quería ofenderme, tendría que haberse esforzado más.
Esperé unos segundos para averiguar su destino. Cuando giré el rostro,
me topé por accidente con la azafata que repartía los periódicos.
—¿Prensa?
—Sí, gracias. De hoy, ¿verdad?
Ella me miró confundida. Tenía un rostro agradable, como casi todo el
personal que trabajaba allí. Y yo sabía que no era sencillo mantenerse así
cada mañana, así que no se lo puse más complicado.
—De hoy, por supuesto.
—¿Me da El País? —pregunté echando un vistazo a los diarios que
asomaban en el carrito. Pensé que sería una buena idea estudiar el lugar al
que me dirigía.
—Aquí tiene… —dijo ella y sonrió—. ¿Desea un café?
—Gracias… Sí, claro. Un solo, por favor… —respondí y ella siguió con
su cometido.
Volví la vista al diario, dispuesto a relajarme leyendo las noticias, pero
caí en un error. Era la edición de Madrid y no la de Alicante.
Cuando me dispuse a llamar a la azafata para devolverle el ejemplar, vi
una noticia que me hizo recapacitar:
Secuestran al empresario y filántropo Arturo Ramos Pincel
Arturo Ramos Pincel (61), conocido empresario madrileño por sus
donaciones al patrimonio artístico nacional, ha sido secuestrado durante la
pasada madrugada cuando se dirigía a su residencia de Pozuelo de Alarcón.
Su esposa, Jimena Del Muelle, ha denunciado a la Policía Nacional su
desaparición tras recibir una llamada anónima de los presuntos
secuestradores, quienes se han limitado a pedir una suma de dinero por su
rescate, que la Policía no ha querido revelar.
Por su parte, dos agentes del CNP han encontrado el Range Rover de
Ramos aparcado en la cuneta de una vía secundaria, a veinte kilómetros de
su residencia.
Ramos, accionista minoritario de diversas compañías nacionales, entre
ellas Telefónica, se ha ganado la simpatía, durante años, por los diferentes
Gobiernos de la Comunidad de Madrid, sin importar el color de estos. Sus
numerosas donaciones para la preservación de las obras del Museo del
Prado, el Museo Arqueológico Nacional y el Museo Reina Sofía, han sido
importantes. Hasta el momento, la Policía Nacional ha abierto una
investigación pero no se ha pronunciado al respecto.

***
La noticia me conmovió. El texto iba acompañado de una pequeña
fotografía en la que aparecía el rostro del desaparecido. Era antigua aunque,
por su forma de vestir y peinarse, supuse que no habría cambiado
demasiado su aspecto con los años. Seguía sensible por lo que estaba
ocurriendo en mi vida, así que me afectó más de lo habitual.
Empaticé con la mujer del desaparecido.
En el fondo, era lo mismo que le podía suceder a Soledad, en el mejor
de los casos. Sin ser demasiado cruel con la existencia de ese hombre, no
me extrañó que hubiesen ido a por él. Alguien así debía cubrirse las
espaldas a diario. Le habrían vigilado antes de asaltar el vehículo.
Un cosquilleo me recorrió las piernas. Era una noticia apetitosa, pero mi
viaje tenía otros fines que hurgar en los problemas ajenos.
Antes de proseguir, tomé nota del nombre de la redactora que firmaba el
suceso: Beatriz Balcones y continué leyendo el diario.
Veinte minutos más tarde, tuve la impresión de que la amable azafata se
había olvidado de mi café. No había rastro de él, ni tampoco del zumo de
naranja natural que la joven de los cascos había pedido. La pobre miraba de
reojo cada pocos minutos, en busca de esa complicidad para hacerse oír,
pero sin la fuerza suficiente para levantarse y protestar por lo que le
pertenecía.
Cuando no se paga por algo, sentimos que nuestro derecho de reclamar
se ha perdido.
Desencantado y seguro de que habría una explicación coherente, me
levanté y caminé hacia la puerta que me llevaba al vagón cafetería.
Allí, así como había imaginado desde un primer momento, los hombres
de traje hablaban entre susurros y bebían café. Al otro extremo del vagón,
una mujer algo mayor que yo y de estatura más baja, almorzaba un
bocadillo de jamón y un refresco de naranja.
Mi entrada atrajo las miradas como si fuera un imán. Después
regresaron a sus asuntos. Aquellos dos desconocidos parecían preocupados
por algo. Junto a las tazas había un ejemplar de El País y otro de la prensa
salmón.
—Buenos días. Un café, por favor —dije al camarero, que miraba
aburrido por la ventana.
—¿Algo más?
—No. Eso es todo… —comenté—. Se supone que nos iban a dar de
desayunar en el vagón. ¿Sabe qué ha sucedido?
El hombre me miró con agravio.
—Pregúntele a la azafata. Yo no me encargo de esa parte.
No era un buen día para muchos.
Me sirvió el café, pagué con unas monedas y me acerqué a la ventana en
la que los dos hombres con traje conversaban sin llamar la atención. De
pronto, el murmullo se detuvo. Mi presencia les incomodaba. El más alto se
giró y me miró a los ojos, con afán de invitarme a que me fuera de allí. Su
rostro seguía parpadeando en mi memoria, aunque no lograba localizar la
razón por la que me resultaba tan familiar.
—¿Le importa? —preguntó finalmente, con voz grave y una tensa
hostilidad.
—No, la verdad es que no —respondí con calma—. Pueden seguir
hablando, no me molesta en absoluto.
Mi respuesta no le agradó y carraspeó antes de intentarlo de nuevo.
Aquel tipo no parecía estar acostumbrado al metro, ni a los autobuses
públicos en hora punta.
—Intento mantener una conversación privada. Le estoy pidiendo con
educación que se marche a otra parte.
—Vaya, esto sí que no me lo esperaba… —dije ahora con voz burlesca
—. ¿Estaban hablando de mí?
—¿Es usted estúpido o sordo?
La mujer seguía anonadada, observando los terruños manchegos al
pasar. El camarero leía la prensa y el compañero de traje esperaba una
réplica. Aquellos dos iban a alegrarme el viaje.
—No. Ninguna de las dos —contesté bajando la guardia y le ofrecí la
mano—. Soy Gabriel Caballero. Y usted, ¿quién diablos es?
Al pronunciar mi nombre, noté cómo sus párpados se relajaron. El más
bajo, el del rostro arrugado y espalda de nadador, me reconoció.
—Un momento… —dijo adelantándose unos pasos con una sonrisa que
rondaba entre la guasa y la admiración—. He leído algo de usted. Es
periodista y escritor. ¿Me equivoco? Demonios… Mira que lo sabía. Tienen
todos la misma percha.
—¿A qué se refiere con eso?
—Ah, sí, ya decía yo que esa pose me sonaba de algo… —añadió el
alto de pelo canoso—. Usted fue quien se cargó a los Torrevella y terminó
en los tribunales por una querella.
—Eso no es del todo cierto…
—En fin, no nos interesa si lo es o no. Si nos disculpa, Caballerete…
—Todavía no me han dicho quienes son ustedes.
El alto miró al compañero con complicidad, como si aquello se tratara
de una broma. Me pregunté si estaban jugando conmigo o se asombraban de
no ser reconocidos. En cualquier caso, no parecían dispuestos a ayudar. Tras
esa facha de hombres serios, se encontraban dos auténticos cabrones.
—Y estamos en nuestro derecho de no hacerlo —replicó terminando la
conversación—. Se lo ruego, con educación. Déjenos tranquilos. Mi
compañero y yo tenemos asuntos que discutir en privado. ¿Tanto le cuesta
usar un poco el sentido común?
La rabia se manifestó en la boca del estómago, pero opté por marcharme
de allí antes de montar una escena. Detestaba que los tipos como aquellos
se salieran con la suya, pero estaba contra las cuerdas. En caso de haberme
quedado, habría demostrado ser un idiota y, aunque ya lo era, quería
mantener el honor intacto antes de mi entrevista.
Dócil, regresé al vagón y vi la bollería industrial sobre las bandejas de
los cabezales. En mi asiento había un café, ahora ya frío, y un cruasán de
repostería. La sirenita de pelo rubio me miró a la vez que daba un sorbo a su
zumo de naranja. Me senté, saqué el cruasán del envoltorio y atisbé la
presencia de la azafata.
—Señorita…
—Disculpe el retraso, señor —dijo lamentándose por el estado de mi
desayuno—, pero ha habido un pequeño contratiempo en el vagón de…
—No importa. Está bien todo —respondí y miré por la ventana. Nos
acercábamos a Albacete.
—¿Quiere más café?
—No, gracias.
—¿Puedo ayudarle en algo más?
Y entonces tuve una idea.
—Ahora que lo dice… Sí que puede —dije. Ella me miró atenta,
esperando mis órdenes. Señalé a los dos primeros asientos del vagón—.
¿Quiénes son los señores que se sientan ahí?
Ella se mordió el labio inferior y me miró con recelo.
—Me temo que no puedo revelarle esa información.
Me acerqué a su oído y forcé una voz sensual.
—Me ha dicho que me ayudaría…
—De verdad, señor Caballero…
Levanté una ceja.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Ella se sonrojó.
—He leído algunas de sus novelas. Son muy entretenidas para
desconectar y no pensar en nada.
No era el elogio que hubiese esperado recibir, pero no dejaba de venir
desde el corazón.
—Le prometo que no la meteré en ningún lío —añadí—. Es que he
hablado antes con ellos y he sido incapaz de recordar sus nombres…
—Suele pasar. Me ocurre muchas veces… El señor alto es don Miguel
Ledesma De la Cruz. Eso es lo que puedo decirle.
Agradecí su gesto con un ligero toque en el brazo y asentí con la cabeza.
Ahora todo cuadraba en mi memoria.
Don Miguel Ledesma De la Cruz era uno de los rostros más conocidos
de la sociedad española. De familia burguesa y educado en las mejores
escuelas, su casta había sido una de las más castigadas con el régimen de
Franco. Sin embargo, tras la Dictadura, supo levantarse y recuperar gran
parte de las posesiones que tenían antes de la Guerra Civil. Una familia que
había formado parte de esa inteligencia social que todos los regímenes
exterminaban.
Lo más extraño de aquella situación era que, un hombre como él, con
ese porte, viajara en un tren así. Antes de divagar más, me percaté de que la
azafata seguía a mi vera, ocupando el pasillo, esperando a que me diera
cuenta de ello.
La miré y alcé la barbilla.
—¿Sí?
—Si no es mucho pedirle… ¿Me podría firmar su libro antes de que
salga? —preguntó ilusionada—. Tengo prohibido molestar a los pasajeros
durante el trayecto.
—No te preocupes… —dije rompiendo la distancia, alargando la
demora y esperando a que ella completara la frase—. No es ninguna
molestia…
—Victoria. Gracias.
Cuando la muchacha desapareció, encontré a la joven rubia mirándome,
negando con la cabeza y reprochándome un flirteo que no había tenido
lugar.
A veces, lo que no se ve, se presupone.
—¿Qué? —pregunté frunciendo el ceño, pero no obtuve respuesta y ella
regresó a la pantalla de su teléfono.
5

El tren entró en la Estación de Madrid-Atocha, el corazón de todos los


ferrocarriles que llegaban desde cualquier parte del país. El mismo lugar en
el que más de una década atrás, el terrorismo se cobró la vida de casi dos
centenares de inocentes personas. No obstante, la sociedad había decidido
plantarle cara al miedo, adoptando la normalidad.
La azafata me entretuvo unos minutos para que le garabateara el
ejemplar. Yo era un hombre de palabra y sabía lo mucho que significaba eso
y el poco coste que tenía para mí. Por desgracia, la espera en aquel vagón
me llevó a perder de vista a mis dos amigos de la cafetería. Miguel
Ledesma de la Cruz abandonó el tren junto a su acompañante, sin siquiera
girar el rostro hacia mí, y se perdió entre la multitud que buscaba una salida
al exterior.
Una vez hube dedicado el libro, me apeé y me topé con un escenario
que había olvidado por completo. Madrid era una ciudad única a la que
había visitado poco, en ocasiones lo justo para regresar pronto y disfrutarla
más. No obstante, guardaba una razón de peso para no volver a ella durante
años, hasta ese momento. Allí vi cómo Blanca Desastres, la periodista con
la que había tenido una relación alocada durante varios veranos, me
sustituyó por otro hombre, quizá, más adinerado, con un futuro más
próspero y un físico mejor. Aún podía recordar las estrellas de la noche en
la que decidí terminar con todo, bajo el rótulo luminoso de Schweppes en la
plaza de Callao.
Nuestro amor únicamente tenía una salida: el precipicio, y ella no supo
afrontarlo.
Blanca regresó más tarde, de manera indirecta, a mi vida, haciéndose
pasar por mí cuando vio que me había convertido en un ser mediático.
Blanca quiso ser mejor periodista que yo, y yo más brillante que ella, y tal
rivalidad nos enfrentó de una manera triste y peligrosa que terminó
destruyendo a la familia Torrevella.
Pero eso era ya agua pasada y lo último que deseaba, era pensar en el
ayer.
Subí por las escaleras mecánicas, entre el mogollón de pasajeros que
cargaban con sus maletas ansiando comenzar las vacaciones, o regresar de
ellas. Vislumbré la entrada donde los taxis estacionaban para ser reclamados
y me coloqué en una cola caótica mientras aguardaba mi turno. Entonces, el
teléfono vibró.
—¿Sí?
—¿Ha llegado a Madrid? —preguntó Botines, el director que me iba a
recibir—. Espero que no se le haya hecho pesado.
—Yo esperaba que hubiese alguien sujetando un cartel con mi nombre.
—Es usted un cachondo, Caballero —comentó, aunque mi comentario
no pretendía ser gracioso—. Indíquele al conductor la dirección y no se
alarme por la carrera.
—Nunca me preocupo por nada —contesté—. Hasta luego.
Esta vez fui yo quien colgó. De nuevo, sentí que me había puesto en mi
sitio, si es que realmente era ese.
El paseo de la Infanta Isabel se veía desde mi posición. El tráfico, a
pesar de haber comenzado el verano, era denso. Aquella ciudad no dormía y
por eso era tan especial. El Lorenzo picaba en Madrid, aunque el calor era
más soportable que en el Levante. Tal vez por la ausencia de humedad o
porque desde allí, como los autóctonos decían, se iba al cielo. Lo único que
deseaba en ese momento era que el taxista tuviera el aire acondicionado
encendido.
Tras varios minutos, un coche blanco con una línea roja pintada en
diagonal se detuvo a escasos metros. El conductor me hizo una señal para
que subiera, así que abrí la puerta, me metí dentro del Škoda Octavia y le
pedí que me llevara a mi destino.
Atravesamos la larga calle de Alfonso XII, dejando a un lado el
Botánico y al otro El Retiro, aquella enorme extensión de césped, arboledas
de diferentes tipos y turistas que paseaban en manga corta en busca de un
poco de sombra. Cuando llegamos al final de la vía, comencé a observar los
edificios de fachada decimonónica y el esplendor de la enorme entrada, que
en su día, sirvió como acceso a la ciudad: la Puerta de Alcalá. Bordeamos la
plaza de la Independencia y el conductor sorteó algunos vehículos para
incorporarse a O’Donnell y dejar atrás uno de los cinturones de la urbe. Sin
duda, era una enorme capital condensada, de contrastes, de bares y de
personas de toda clase. Y ese era el encanto que tenía, que lograba acoger a
cualquier foráneo, sin la necesidad de preguntarle por su nombre. Sentí un
vértigo incontrolable en el cuerpo al darme cuenta de que mis días en
Alicante tenían fin. Apenas llevaba unos minutos allí y la inspiración para
escribir me saludaba desde cada esquina. Era una embriaguez única. Tal vez
hubiera forzado mi decisión demasiado tiempo, alargando la estancia más
de la cuenta, pero puede que hubiese llegado el momento de salir de la
Costa Blanca. Preferí no pensarlo demasiado y continué observando por la
ventana.
Veinte minutos después de dejar Atocha, el taxi aminoró cuando
llegamos a una barriada de viviendas de ladrillo caravista. Aquel lugar, con
los años, parecía haber sido absorbido por un enorme conglomerado de
bloques de oficinas.
—Aquí es —dijo el conductor señalando a un gigante y alargado
edificio con el nombre del diario en grande. Tal vez, la redacción más
sobresaliente que había visto nunca.
Le indiqué al conductor que pasara el control de seguridad. Cuando nos
detuvimos en la entrada, alguien abrió la puerta de mi lateral. Una chica
rubia, delgada, con gafas redondas y un lunar en el labio superior, me
recibió con una sonrisa. Tenía una dentadura imperfecta y unos dientes
largos como uñas postizas.
—Buenos días, señor Caballero —dijo invitándome a salir y me
estrechó la mano—. No se preocupe. Ya me encargo yo del viaje.
Esperé apartado mientras miraba el edificio de reojo y la muchacha
habló con el conductor durante unos segundos. Después, el taxista se puso
en movimiento y dio la vuelta para marcharse.
—A eso lo llamo yo eficacia —comenté.
La desconocida se rio. Era algo más baja que yo y su cabeza llegaba a
mi hombro.
—Joaquín Botines le espera arriba —dijo a la vez que cruzábamos una
puerta de cristal y me entregaba un identificador que el recepcionista le
había dado.
—¿Eres su secretaria? —pregunté siguiendo sus pasos. Tenía unas
piernas bonitas, cortas pero elegantes y finas, a pesar de que las ocultara
bajo los vaqueros ajustados.
—No, en absoluto… —respondió ofendida y caminó hasta que nos
detuvimos frente al ascensor metálico—. Soy una redactora en prácticas.
¡Ah! Lo olvidaba… Discúlpeme… Mi nombre es Beatriz.
Ladeé la cabeza y arqueé una ceja.
—Beatriz Balcones —dije señalándola con el índice.
Su rostro era un poema de cuatro versos. Breve, pero imposible de
ocultar.
—¿Cómo lo sabe?
—Sigue así —dije sin responder a su pregunta—. Tienes tablas para ser
una becaria.
—No soy una becaria —rectificó—. Soy una redactora en prácticas.
—Becaria, redactora en prácticas… Llámalo como gustes.
No pretendía ofenderla, pero el Caballero de antaño irrumpió desde
dentro como lava de un volcán, quizá porque era la única forma de poner en
su sitio a alguien, después de que su jefe me hubiera hecho sentir mal en
dos ocasiones. Estaba nervioso y eso me convertía en un gilipollas.
En el incómodo y tenso silencio del ascensor, reculé antes de que
nuestro contacto expirara.
—Lo siento, he sido demasiado duro contigo.
—No, no, si tiene razón…
—Todos hemos pasado por ahí —dije cortándole el sollozo dialéctico
—, pero no todos escribimos en uno de los dos diarios más grandes del
país… Me he excedido porque mi yo del pasado ha sentido un poco de
envidia por ti, así que discúlpame.
Su expresión cambió, aunque ella no quiso demostrarlo demasiado.
Alguien le habría dicho que tenía que ganarse el respeto allí dentro. En una
redacción así, de todos los becarios que entraban y salían, unos pocos
terminaban ganándose la nómina.
—Disculpas aceptadas.
Esperé unos segundos.
—¿Lo han encontrado? Al secuestrado, digo.
—No. No sabemos nada.
—Pobre hombre…
—Pues sí —comentó ella—. ¿Qué es peor? ¿Ser pobre o ser rico?
—Ser un cretino —agregué—. Eso es lo peor que se puede ser.
Las puertas se abrieron, las piernas me temblaron y las luces de unos
tubos radiantes, que parecían el cielo, se rindieron ante mí. Allí, con el
cabello largo y perfectamente despeinado, el director de El País me
esperaba con una sonrisa maquiavélica.
Me pregunté dónde diablos me había metido.

***
El ritmo de aquella redacción era lo más parecido a una boca de metro en
hora punta: redactores tecleando a toda velocidad, absortos en sus pantallas
a la vez que descolgaban los teléfonos. Un largo pasillo, un panel de
monitores en los que se reproducían gráficas y números; un amplio salón
iluminado por tubos colgantes y un aire contaminado de estrés y tensión
que me hizo recordar, vagamente, mis días como periodista. Desde el
principio, había querido ser uno de ellos. No un reportero más, sino uno de
los que se sentaba en una redacción como en la que me encontraba.
Después de tantos años, me planteé si había llegado mi momento, aunque
fuera del modo más cómodo. Era una sensación agridulce. Desconocía si
seguía preparado para desempeñar una tarea así.
En ocasiones, cuando los sueños se cambian por otros, eliminamos la
posibilidad de perseguirlos de nuevo.
Aquella entelequia vino a mí, aunque ya no era mía, sino de personas
como la chica que me acompañaba al despacho del director. Dudé si estaba
en mi derecho de adjudicarme ese sueño, quedando como un sumo egoísta,
o dejárselo en sus manos.
La miré de nuevo. La becaria, con sus torpes andares, regresó a una silla
giratoria que había en una de las islas de escritorios. Nosotros continuamos
hasta una gran puerta de madera.
—Adelante, Caballero —dijo Botines. Vestía bien, tenía gusto para
hacerlo y presupuesto para lucirse como debía. A diferencia de otros
personajes con los que me había cruzado por el camino, Joaquín Botines
parecía tener algunas nociones de estilo. Y no es que me interesara la
apariencia masculina, pero un hombre que genera buena impresión, es un
tipo inteligente—. ¿Un café?
Estaba harto ya de tanto café. Hubiese preferido una copa.
El despacho era amplio, con moqueta, un escritorio de madera oscura,
un ordenador de sobremesa y una silla giratoria más cómoda que la que
usaba el resto de empleados. Esperé a que me invitara a tomar asiento.
Botines preparó dos cápsulas en su máquina Nespresso y me sirvió una taza
sin haberle respondido.
—Gracias —dije y miré por la ventana. Él me indicó que me sentara y
así hice—. Bonita oficina.
Pronto me aburriría de esa sonrisa.
—¿Lee El País, Gabriel?
—Soy más de Raymond Chandler… —respondí, un poco incómodo y
sorprendido por aquella demostración de poder. Noté un latigazo en las
tripas. Otra más y necesitaría ir al baño. Estaba hambriento. No había
logrado dar bocado desde Alicante. Me froté los ojos, presa de ese sueño
traicionero fruto del cansancio, y me senté cruzando las piernas—. ¿Por qué
no vamos al grano?
Mi reacción no agradó en absoluto al director, que esperaba un poco de
conversación banal para calentar el terreno. Entre periodistas, no hacía falta
aquello. El tiempo era crucial y yo seguía temiendo por la seguridad de
Soledad. Estaba perdiendo la cabeza.
—Como quiera… —dijo y se escuchó un sonido procedente de su
teléfono. La pantalla se iluminó. Debió de ser un correo. El hombre volteó
el dispositivo dejándolo bocabajo—. Verá, como le dije ayer, me gustaría
contar con usted, al menos, al principio, para escribir una columna semanal
en el diario.
—¿Tirada nacional?
—De momento… en la página web —dijo con dudas—. Gabriel,
saltando a la informalidad… Hace tiempo que sigo tu carrera, no sólo
literaria, sino también la periodística. Estudié en la Complutense y dediqué
gran parte de mi tesis al periodismo local.
—De provincias, querrás decir.
Él se rio. Para los madrileños, todo aquel de fuera, terminaba siendo un
ser de provincias. Es decir, que procede del más allá de la periferia.
—Eres joven, has vivido bastante y tienes un estilo afilado.
—Me vas a hacer sonrojar.
—Madrid te va a dar mucho, eso que necesitas para volver a brillar de
nuevo. La redacción es parte de nuestra vida.
No me gustó por dónde iba. Estaba insinuando que tendría que
mudarme a la capital.
—Y de nuestra muerte…
—Estoy hablando en serio —insistió—. Aquí las cosas funcionan a otro
ritmo… Ya lo verás. Sé que tu contacto con la prensa, hace años que dejó de
ser bueno, pero es un momento idóneo para retomar esa relación enfriada,
¿me equivoco?
—¿Como la de una ex novia con la que ya no te hablas o como la de ese
familiar que te debe dinero?
El director se quedó a cuadros con mi insolencia. Había sobrepasado los
límites de su paciencia y no sabía qué responder a aquello. En efecto, tanta
inseguridad terminó apoderándose de mí, por muy inconsciente que fuera.
Gabriel Caballero, enemigo público de la prensa y el imbécil número uno
del periodismo.
Joaquín Botines, que sabía manejar mejor que yo esa clase de
situaciones, se recostó en su silla y me clavó los ojos.
Después llenó los pulmones.
—¿Por qué estás aquí, Gabriel? —preguntó con una voz grave directa
desde el diafragma—. Es decir, ¿para qué has venido? No entiendo nada…
La tensión se disipó. Dejé la taza de café y respiré profundamente.
—Lo siento —contesté. Había tocado fondo. La segunda disculpa del
día—. No sé qué ha pasado.
—Hombre… Ya somos mayores para dejarnos los problemas en casa,
¿no crees?
—Eso suponía antes.
Pero el director no había tirado la toalla. No, todavía.
—¿Tienes problemas económicos? ¿Sentimentales?
Sus preguntas abrieron un sinfín de oportunidades, pero me limité a
recuperar la compostura y no arruinar el sublime encuentro.
—No, no… Nada de eso. Digamos que estoy en el mejor momento de
mi vida.
—¡Entonces, sonríe! —exclamó mostrando esa dentadura arreglada por
la ortodoncia y esculpida en mármol blanco—. No todos pueden decir lo
mismo… Mira, sé que este edificio impresiona pero, a ti en particular, no
debería. Las personas que han estado en esa silla, han esperado este
momento durante años… ¿Y tú? Vienes hasta aquí y te comportas de una
guisa muy extraña.
—Soy otra persona cuando tengo el estómago vacío —respondí con tal
de suavizar la crispación del ambiente. No tenía mucho más que añadir y
tampoco entendía por qué me había empecinado en llevarle la contraria a
ese hombre. Después de todo, me estaba ofreciendo un trabajo.
Los demonios con los que batallaba no estaban fuera, sino dentro de mí.
Joaquín dio el brazo a torcer, se ajustó la corbata y sonrió de nuevo, esta
vez de un modo permisivo.
—¿Cuándo sale tu tren de vuelta?
—A las siete.
—Y son casi las doce.
—En efecto.
—Se me ha ocurrido algo… —comentó y se rascó el mentón—. Tengo
que resolver algo urgente en estos momentos… ¿Por qué no disfrutas de la
ciudad durante unas horas y me das una respuesta al final del día?
Estuve a punto de sentenciar su frase con otra barbaridad, pero me
estaba proponiendo una tregua pacífica, un momento para tragarme la bilis
y desahogarme por los bares de la ciudad. Tendría algunas horas para
reflexionar. No era tan mala idea.
—Me parece un plan brillante.
Conocía esos ojos de desprecio, perplejidad y duda. Me habían mirado
tantas veces así, que ya no me dolía. Él volvió a acecharme del mismo
modo que observa la persona que ha sido traicionada por su pareja, con la
diferencia que yo sólo había vendido mis principios.
6

El taxi me dejó en el paseo de Recoletos, tan pronto como pasamos la


Puerta de Alcalá y reconocí la fuente de la diosa Cibeles al fondo. Era una
de las pocas partes de la ciudad que me resultaban familiares. La
orientación nunca había sido mi fuerte, ni de joven, ni de adulto. El día era
caluroso, pero era agradable caminar por la sombra. Transité por el paseo en
dirección a la plaza de Colón, seguro de que por allí se encontraba el mítico
Gran Café de Gijón, local emblemático de escritores nacionales y que ahora
se había convertido en un lugar turístico, tal y como era de esperar. Por
suerte, aún quedaban cafés similares por la capital, aunque iban
desapareciendo.
Deambulaba sin rumbo, en busca de respuestas a las dudas que
rondaban por mi cabeza. Crucé la acera, me asomé a la puerta del
legendario café y miré por la cristalera. Por alguna razón, mi interés se vino
abajo. Turistas, españoles como extranjeros, tomaban un aperitivo rodeados
de cuadros con los retratos de Francisco Umbral o Camilo José Cela, entre
muchos otros. Paredes de madera, aparatos de aire acondicionado que no
habían sido cambiados en décadas, mesas de mármol negro y blanco y un
suelo formado de baldosas de dos colores. Junto a la ventana que daba el
paseo, alguien optó por pedir una paella para dos. El aspecto que tenía me
invitó a seguir caminando en busca de otro bar en el que refugiarme. Unos
minutos después, vislumbré una enorme construcción que despertó mi
curiosidad.
La Biblioteca Nacional ocupaba la gran manzana que lindaba con la
plaza de Colón. Un edificio imponente, construido en el siglo XVIII y en el
que se conservaban miles de grabados, partituras, libros incunables y
manuscritos de importante valor.
Crucé el paseo y me acerqué a la escalinata de piedra para encarar
aquella obra del neoclásico, con su majestuoso pórtico de estilo corintio y
las esculturas de Miguel de Cervantes, Antonio Nebrija, Luis Vives, Lope
de Vega, San Isidoro y Alfonso X El Sabio. Subí hasta la escultura del
monarca, conocido por ser el gran alquimista de su época y también el
creador de la tapa española, al promulgar un decreto en el que obligaba a
los mesoneros a cubrir las jarras de vino con una rodaja de embutido. Un
acierto que hizo historia. Después me dirigí a la figura de Cervantes y la
miré con sigilo para que me ayudara a encontrar una salida, antes de
terminar como su querido don Quijote.
La presencia de una pareja de jóvenes extranjeros desvió mi atención
hacia ellos. Allí vi un rótulo enorme que indicaba la entrada del Museo
Arqueológico Nacional, al otro lado de la manzana. Dado que la cola para
entrar a la biblioteca llegaba casi a la puerta, caminé en la dirección de los
transeúntes en busca de un poco de paz. Pensé que, tal vez, encontraría algo
de inspiración.
Con una escalinata más pequeña y protegido por un amplio portón, el
museo parecía no estar tan sobrecargado de visitantes.
Recibí el fresco de la cámara al entrar y compré una entrada. Los
extranjeros habían desaparecido de mi camino. Un folleto me indicó dónde
estaba. Seguí el mapa, pasando por diversos claustros llenos de bustos,
esculturas y vasijas de diferentes épocas, desde la Prehistoria hasta la
Hispania Romana. No me sentía muy interesado y pensé que aquella visita
había sido un fracaso, cuando noté la presencia de un hombre a lo lejos.
Al verlo, no pude creer que estuviera allí.
Vestido de traje, con el rostro hundido y la mirada agotada, se movía
desorientado aunque con rapidez. Era él, estaba convencido de lo que mis
ojos veían. Era Arturo Ramos Pincel, el hombre al que habían secuestrado
la noche anterior, y nadie parecía notar su presencia.
El empresario se ocultó entre las sombras y caminó hacia el ala derecha
de la primera planta, donde se encontraban las esculturas protohistóricas.
Seguí sus pasos con sumo cuidado, como un sabueso, desconcertado y
atento por saber qué haría. Parecía drogado, alterado por alguna sustancia
que le impedía actuar con normalidad. Pese a todo, tal vez por su aspecto,
no llamó la atención del escaso resto de visitantes.
Cuando se detuvo, la sorpresa fue aún mayor. Un grupo de personas
abandonaba la sala y se cruzaron con él. Tropezó con uno de ellos. Él se
disculpó, pero le ignoraron. Eran extranjeros, quizá del norte de Europa por
el color blanco de su piel. Susurraban un idioma nórdico y algunos de ellos
llevaban gorros de pesca para protegerse del sol.
Finalmente, nos quedamos solos ante una escultura de lo más familiar.
Arturo Ramos estaba parado frente a la Dama de Elche, que se mostraba
protegida en una cámara de cristal. A escasos metros, me encontraba junto a
la entrada de la sala. Vi que las manos le temblaban, el sudor le caía por la
frente. Buscó un pañuelo de tela en el bolsillo de su chaqueta y entonces me
miró.
—¿Se encuentra bien? —pregunté al ver sus ojos, que parecían por
dentro.
—La Dama… —dijo y se desplomó como un saco de tierra con el
pañuelo en la mano.
Corrí hacia él y lo sujeté para que resistiera. Pedí auxilio y llamé la
atención de los guardias de seguridad que vigilaban los alrededores.
En su camisa, a la altura del riñón, vi un punto rojo, casi inapreciable y
parecido a la picadura de una abeja. Varias personas se acercaron y lo dejé
en el suelo.
Era demasiado tarde.
Ese hombre había muerto delante de mí.

***
Varios minutos después, la sala del museo se convirtió en la escena de un
crimen que pronto llenaría la portadas de los periódicos. Era una cuestión
de tiempo. La autopsia revelaría que la muerte de ese hombre no había sido
producida por una causa natural.
Lo sabía hasta yo, que era incapaz de ver una gota de sangre sin
desmayarme.
El personal del museo no tardó en avisar a los servicios de urgencias. Al
contemplar sus miradas, supe que le habían reconocido. Un detalle que me
abrumó, pues no entendía cómo ese hombre había logrado entrar al museo,
comprar la entrada y llegar hasta la sala, sin que nadie lo hubiese detenido.
Esa misma mañana, su fotografía llenaba la parte inferior de la portada de
un periódico. Pero no sé por qué me sorprendí. El periodismo no pasaba por
su mejor momento. Los diarios de papel se habían convertido en un objeto
fetiche y las noticias de la red se olvidaban con cierta facilidad.
Perdí el apetito, las ganas de seguir en esa ciudad y sentí la necesidad
imperiosa de fumar un cigarrillo, a pesar de no hacerlo desde mis años de
redacción. Una idea sin mucho sentido, la consecuencia del estrés y de la
impotencia al no poder salvar una vida.
Me puse en pie y caminé hacia la puerta principal del museo. Una de las
empleadas me sugirió que no desapareciera. Había sido el único testigo y la
Policía estaba de camino.
—Genial —dije con desgana.
Asentí sin rechistar y le expliqué que estaría en las escaleras, tomando
el aire, hasta que necesitaran mi testimonio.
Abandoné la recepción principal, salí al exterior y me senté en uno de
los bordes de la escalinata, junto a una escultura extraña de aspecto
mitológico. Suspiré. Me quería marchar de allí. El bonito día que se
respiraba en la capital, simplemente, no era para mí. Había sido una
equivocación subirme a ese tren.
Concentrado en mi lamento, oí los pasos de unos tacones que se
aproximaron. Opté por quedarme quieto y esperar a que estuvieran delante
de mis ojos. Los pasos se acercaron y los zapatos de tacón se detuvieron a
mi lado.
No tuve otra opción que mirar hacia ellos.
Unas bonitas y trabajadas piernas, aunque pálidas como una pared
recién pintada, se alargaban hacia arriba. Vestida con un conjunto negro de
seda, demasiado oscuro para el sol que caía; tapándose los ojos con gafas de
sol de concha y el cabello oscuro y suelto sobre los hombros, la hermosa
desconocida se quedó quieta.
Ávido, me puse en pie y la miré de frente, sin actuar como un intruso.
Me cautivó un ligero olor dulce, afrutado. Era una fragancia atípica.
Vestía elegante, aunque ella no lo era, ni tampoco lo intentaba, lo cual
despertó aún más mi curiosidad. Me fijé en sus brazos, finos como el
vestido que llevaba, pero tensos y fibrosos. Lo más posible era que
practicara algo más que yoga o pilates.
—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunté desconcertado.
Ella chasqueó la lengua, vaciló en sus intenciones y habló:
—Es usted quien ha socorrido a ese hombre, ¿verdad?
—Sólo he pedido ayuda —respondí con pesadumbre—. No he podido
hacer nada por él.
—Lo siento… —comentó. Tenía una voz bonita, calmada y suave, pero
era obvio que quería algo más que consolarme—. Era él, ¿cierto?
—¿Quién? —pregunté levantando una ceja.
—El hombre al que habían secuestrado… —respondió torciendo el
rostro hacia un lado, dejándome ver los ojos claros, como si estuviera
utilizando sus armas de seducción conmigo—. Arturo Ramos, el
empresario.
—¿Le conocía?
Entonces sonrió.
—No se haga el ingenuo —contestó tajante—. Usted sabía quién era ese
tipo, así como yo también sé quién es el hombre con el que hablo.
—¿Ah, sí? —pregunté perplejo—. ¿Y quién diablos es usted? Porque
yo sí que no lo sé. Es muy atrevida para jugar a las adivinanzas con
desconocidos. En otros países, su actitud no sería de buen recibo.
Ella agrandó los labios de color carmín. Tenía unos dientes bonitos, ni
grandes, ni pequeños.
—Me temo que he viajado mucho más que usted para saber lo que hago
y cuándo lo hago, Caballero —dijo y me ofreció la mano cortésmente—.
Mi nombre es Diana León. Soy galerista y vendedora de arte.
—Encantado, señorita León —respondí estrechándole la mano. Bajé la
defensa y me rendí a su intrigante presencia. Para mi sorpresa, apretaba con
firmeza—. ¿Qué hacía aquí?
—¿Le sorprende? —cuestionó señalando al interior del recinto.
Una ambulancia aparcó en el paseo de Recoletos. Dos coches patrulla
de la Policía Nacional se detuvieron en la entrada del museo—. Ha sido un
placer conocerle en persona, Caballero.
—¿A dónde va?
Ella echó el cuello hacia atrás a modo de respuesta.
—Es mediodía. Aún me quedan cinco reuniones —explicó—. Disfrute
de la ciudad y de su momento de gloria. A pesar de lo que digan, Madrid es
una maravilla en verano.
Dejándome sin derecho a réplica, la mujer bajó los peldaños de la
escalera y se cruzó con el personal sanitario que se dirigía al interior del
museo. Su presencia pasó desapercibida. Después levantó el brazo, cogió un
taxi que circulaba por allí y se marchó en dirección a Colón.
Un tufo a tabaco y chicle de menta me borró aquel fotograma digno de
película de Fellini.
—¿Es usted el testigo que ha presenciado lo ocurrido? —preguntó una
voz seria y preocupada, a escasos metros de mí.
Giré el rostro y vi a un hombre de pelo corto, mirada oscura y camisa
apretada.
Junto a él, un oficial de la Policía.
La fiesta no había hecho más que empezar.
7

Aquel hombre era el inspector Andrés Nogueira, un madrileño de sangre


gallega con gafas de pasta negra, físico de atleta y una apariencia que poco
se asemejaba a la de los policías de vieja escuela como Rojo o su difunto
amigo Gutiérrez.
Asentí con la cabeza antes de responder a su pregunta y el inspector se
abrió paso por las escaleras, dejándome al cargo de uno de sus oficiales.
Poco tuve que decir, pues la recepcionista había asegurado verme entrar
solo, sin compañía. Por desgracia, el grupo de individuos nórdicos,
segundos antes de que Ramos se cayera al suelo, había desaparecido por
completo.
—Las cámaras lo explicarán todo… —aclaré matizando que yo había
llegado allí de casualidad, aunque no fuera así. No mencioné nada de sus
últimas palabras, ni del punto rojo que había encontrado en la camisa.
Me pregunté qué tendría que ver esa escultura en todo esto. A veces,
sentía que mi unión a la costa era tan fuerte, que me perseguía allá donde
fuera.
—¿Es usted periodista? —preguntó el oficial, antes de concluir.
—No. Ya no… o quizá sí. No lo sé.
—Tiene cara de escribir cosas —comentó con un tono que no llegué a
entender.
—Puede ser —asentí con una risa estúpida. Preferí seguirle el juego—.
Me lo dicen a menudo.
Una vez tomada la declaración, me dejaron marchar con la condición de
que me presentara en la comisaría, en caso de que fuera necesario. Como
buen ciudadano, prometí que así sería.
Harto de todo, me dispuse a abandonar aquel sitio y echarme algo al
estómago antes de desplomarme como el difunto empresario.
La situación me había trastocado los planes pero, mirándolo por la parte
positiva, había dejado de pensar en Soledad, en la oferta de trabajo y en la
horrible idea de que la innombrable nos pudiera hacer daño.
Crucé el paseo de Recoletos y fui directo al único bar que conocía con
seguridad, a pesar de que no me hubiese dado buena impresión en un
principio. No me importaba. Quería pedir un vermú bien frío, llenarme la
panza con algo grasiento y matar las horas hasta que saliera mi tren. Incluso
me planteé marcharme sin despedirme del director del diario. Cuando
llegué a la entrada del Café de Gijón, observé de nuevo la cristalera. El bar
parecía tranquilo, aunque seguía lleno de foráneos. Entonces noté cómo
alguien se acercaba a mí por detrás.
—Te estás convirtiendo en un ser predecible, Caballero… —dijo una
voz rasgada y seca como el calor de la ciudad. Un chispazo me recorrió la
espina y un escalofrío me hizo temblar de la emoción. Jamás me
acostumbraría a sus repentinas apariciones. Había comenzado a comprender
que, cuando sucedían, nunca traían paz.
—¿Qué carajo haces aquí, Rojo? —pregunté girándome hacia él.
Llevaba varios días sin afeitarse. La barba gris le ocupaba la mandíbula.
Lucía un polo negro y ajustado de manga corta, unos vaqueros descoloridos
y las gafas de aviador que sólo se quitaba para disparar. Su imagen no
cambiaba con el tiempo, pero sí su mal humor.
—¿No me vas a dar un abrazo? —preguntó sonriente—. Parece que no
te alegres de verme…
—Tiendo a asociar nuestros encuentros con serios problemas… —dije y
nos dimos un abrazo fuerte, con varios golpes, tal y como hacían los tipos
de su perfil. Nos separamos, olí a tabaco en su ropa, por lo que entendí que
había vuelto a fumar. No quise meterme donde no me llamaban. Después le
di un repaso con la mirada y fui directo a por él—. En serio, ¿qué se te ha
perdido aquí?
Rojo puso los brazos en jarra y me miró con sospecha. Esperaba más
empatía por mi parte, pero desconocía que estaba teniendo un día de lo más
movido.
—Sigues siendo un desconfiado, juntaletras —contestó y señaló a la
entrada del café—. Pero supongo que tienes razón. Vamos a tomar un vino
y te lo cuento.
Y así hicimos. Como en los viejos tiempos, Rojo me llevó a un bar para
contarme, por enésima vez, un embuste que yo me creería desde el
principio.

***
El camarero nos guió hasta una de las mesas libres que había cerca de la
entrada. Pedimos dos copas de Rioja, croquetas, dos pinchos de tortilla de
patata, una ensalada de bonito y una ración de jamón ibérico. Tanto a Rojo
como a mí, nos gustaba comer y beber, y esa había sido una de las claves
que había hecho funcionar nuestra relación durante tantos años.
Tras el preámbulo y las preguntas insulsas, insistí en que me contara
cómo le iba la vida y qué le había llevado hasta Madrid.
—Trabajo —aclaró echándose un colín a la boca—. Un encargo…
personal. Nada que ver con la comisaría.
Porque, aunque nuestra relación fuera tan esporádica como la de dos
primos lejanos que sólo se reúnen por Navidad, mi amigo inspector seguía
trabajando en la comisaría de Alicante.
Al final, tras los rechazos, me había dado por vencido. No tenía su
número privado, ni tampoco su dirección. Cuando preguntaba por él en las
intendencias, me respondían que estaba fuera o que había salido de viaje.
En un principio me ofendió pero, con el paso de los años, entendí a Rojo y
su forma de llevar la vida. Como si fueran cajas, separaba lo profesional de
lo personal, cuidándome de problemas innecesarios y cubriéndose las
espaldas para que no hablara más de la cuenta. Era precavido, astuto y no
ponía en duda su gran inteligencia. Pero no tenía tacto ni empatía para tratar
a sus amistades más cercanas.
La explicación de su presencia no fue convincente. No parecía
entusiasmado en esforzarse para que me lo creyera.
Lo primero que me vino a la cabeza, fue que mi amigo estuviera
involucrado en la muerte de ese hombre. Pero debía quitarme esa idea lo
antes posible. Era un auténtico disparate.
—¿En qué andas, Rojo?
—¿Desde cuándo importa eso? Ya te lo he dicho —respondió con
brevedad y le dio un trago a la copa de tinto. Después prosiguió—. He
venido a terminar un encargo. Le debía un favor a alguien y ha llegado la
hora de devolvérselo. Papeleo, hacer acto de presencia y echar un capote a
un compañero. Soy un hombre de palabra y tú bien lo sabes.
—Sí, lo sé demasiado bien —comenté, agaché la vista y bebí.
—¿Qué sucede?
—Nada. Sé que no vas a soltar prenda.
—¿En qué lío te has metido ahora?
—¿Por qué dices eso? —cuestioné alzando la voz. Una pareja de
comensales me miró al escucharme. Me había delatado a mí mismo. Pedí
disculpas y di otro trago—. Maldita sea…
—Si sigues bebiendo así, te vas a emborrachar antes de que llegue el
jamón —dijo, me quitó la copa y la dejó en la mesa—. No seas tan patético
como ese tal Hemingway que lees y cuéntame qué está pasando. No me
digas que nada porque es tarde para creerte.
El camarero se acercó con los pinchos de tortilla. Le pregunté
amablemente por el diario de esa misma mañana y en cuestión de segundos
ya lo tenía en la mesa.
—Este hombre, ¿te suena? Arturo Ramos Pincel —dije señalando a la
noticia que había leído en el tren—. He visto cómo moría delante de mí, a
escasos metros, hace menos de una hora…
La voz me tembló al hablar. Pronunciar esas palabras, me removía por
dentro.
Rojo me dio una palmada en el hombro, como si se tratara de un logro.
—Vas progresando, Gabriel —dijo y alzó su copa, sin demasiada alegría
—. Te estás haciendo un hombre. Hace unos años, podías pasarte varios
días sin comer, después de presenciar la escena de un crimen.
—No tiene gracia, Rojo —contesté justo cuando llegaron las croquetas.
Mi compañero se sirvió una. Al partirla en dos, la besamel humeaba delante
de su rostro—. Ese hombre… No sé qué pensar, la verdad… Es todo muy
extraño. Secuestrado la noche anterior y después aparece en el MAN,
perdido y desorientado… Sé que hay alguien detrás de esto.
Rojo frunció el ceño mientras masticaba. El interior de su garganta
parecía soportar altas temperaturas.
—¿Qué hacías ahí?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Casualidad, supongo.
—Las casualidades no existen.
—No hace falta que lo jures.
—¿Había alguien más? —preguntó como si estuviera interrogando a un
detenido. Conocía ese tono de voz y me daba escalofríos. Podía verme, años
atrás, en los calabozos de la comisaría—. ¿Testigos? ¿Te ha dicho algo ese
hombre antes de caer?
—No, estábamos solos en una de las salas. He seguido sus pasos cuando
lo he reconocido. Ya sabes cómo soy…
—Un mezquino que se mete donde no debe. En fin, sigue…
—Un grupo de visitantes se ha cruzado con él, pero ha pasado
desapercibido —proseguí detallando lo ocurrido una hora antes—. Después
se ha detenido frente a una escultura y me ha mirado.
—¿Qué escultura?
—¿Eh? La Dama de Elche. No es relevante.
—Podría serlo —agregó sembrando más dudas—. Dale…
—Ha balbuceado algo sobre el busto y se ha desplomado… —recordé
con amargura—. Eso ha sido todo. Después he pedido ayuda.
—Interesante. ¿Algo más?
—Un punto rojo en los bajos de la camisa, a la altura del riñón. Me ha
dejado boquiabierto. ¿Qué esperabas?
—¿De ti? Nada, honestamente —respondió sin ningún tipo de emoción
—, pero te diré lo siguiente que vas a hacer.
—Soy todo oídos…
—Aléjate, Caballero. Es lo mejor y lo sabes… Por cierto, estas
croquetas están de categoría.
Pedimos dos copas más de vino. El resto de platos llegaron a tiempo
para escuchar la resolución de todo aquello. Rojo no parecía predispuesto a
saber más del asunto. De hecho, no se mostró interesado en absoluto, lo
cual despertó mis sospechas. Él se entrometía en todo lo que pasara a mi
alrededor.
Obviar algo así, era inaudito.
—El caso parece que lo llevará un tal Nogueira, ¿te suena? —pregunté
y él negó con la cabeza, como si escuchara ese nombre por primera vez—.
Me lo he encontrado poco después de despedirme de una mujer extraña.
Creo que era una periodista infiltrada. Carroña televisiva.
—¿Olía bien?
Me desconcertó con la pregunta.
—Pues, ahora que lo dices… Sí, sí que olía bien. A melocotón o a algo
parecido. Una fragancia dulce, aunque no muy común.
—Ajá… ¿Y Soledad?
Estaba desarmado por completo y aún no habíamos llegado a los
postres.
—¿Que a qué huele Soledad?
—No, idiota —replicó con un gruñido—. ¿Qué problema tienes con
ella?
—¿Yo? Ninguno.
Rojo dejó la servilleta en la mesa y después dio una palmada sobre la
madera que hizo mover los cubiertos de sitio. Los comensales volvieron a
mirarnos pero, en esta ocasión, el inspector no se disculpó.
—No me tomes por tonto, Caballero —dijo con un tono serio, muy
serio. Para él, Soledad era más que una mujer. Ella representaba la pérdida
de su compañero y se había prometido cuidar de ella, desde la distancia. O
eso decía. Por otra parte, era consciente de que esa mujer estaba hecha para
mí y que las rabietas de escritor llorica e inmaduro podían terminar con la
relación que mantenía a flote mi felicidad—. No voy a explicarte las cosas
de nuevo… ¿Qué haces aquí? ¿Le has sido infiel con otra? Más te vale
cascar la verdad.
—Está bien —dije y solté un soplido—. Te lo contaré todo, pero antes
será mejor que vayamos directos al orujo. A estas alturas del día, necesito
un buen trago que aligere tanta emoción.

***
Dos horas más tarde, la cuenta había crecido de forma considerable tras el
café. No tenía noticias de Joaquín Botines, ni tampoco de mi querida
Soledad. Pese a no ser un enamorado de los licores de hierbas, habíamos
vaciado la botella. El volumen de la conversación se elevó.
Me sentí más relajado y abierto para hablar de cualquier tema y eché de
menos, por un momento, mi vieja existencia. Como resultado, le conté la
razón por la que estaba allí, las dudas que tenía, y no pude guardarme mis
temores relacionados con Eme. Para mi sorpresa y satisfacción, mi amigo
me dijo que me olvidara del asunto. Podría haber sido cualquiera. Hacía
mucho tiempo que no sabía nada de ella, que le había perdido la pista a sus
hombres. Desde Lisboa, no habíamos vuelto a hablar del asunto. Hacerlo de
nuevo, sin tapujos, liberó toda la ansiedad que llevaba dentro.
Rojo pagó la cuenta, a pesar de mi insistencia, y salimos al paseo para
despedirnos.
—Ve a esa entrevista y regresa a casa —dijo poniendo broche a la
reunión—. Si el miedo te vence, la perderás.
—¿La entrevista?
—No seas burro.
—¿Cuándo vuelves?
—No lo sé. Cuando termine… Tal vez me lleve unos días —dijo y
levantó la mano para parar un taxi—. Es para ti. Cuídate, amic meu.
Sus palabras sonaron confusas, tal vez por la ligera embriaguez que
llevaba encima o porque no terminé del todo de creerlas.
Sea como fuere, ya estábamos lejos para conocer la verdad.
El taxi se alejaba cada vez más de él, quien ya se había dado la vuelta
para encender un cigarrillo.
8

El conductor me dejó frente a la entrada de aquella enorme construcción de


numerosas plantas y ventanas cuadradas. Había viajado hasta la redacción
con un único propósito: despedirme de ella.
Durante el trayecto, tuve tiempo para pensar demasiado. En ocasiones,
darle vueltas a un asunto, más de lo necesario, provoca que encontremos
razones que nunca llegaron a existir. Quizá, mejor que encontrar, diría que
las creamos al antojo de nuestros miedos.
En mi caso, me sentía demasiado perezoso como para empezar de
nuevo en otra ciudad. Puede que se debiera a mi inseguridad.
En Madrid, a pesar de todo, me sentiría como un pequeño grano de
arena en una duna desierta. Un número más, un rostro desconocido entre
tantas cabezas. Eso, de alguna forma, me hacía sentir como si nada hubiese
merecido la pena.
La autoestima me estaba haciendo un ajuste de cuentas.
Crucé la recepción tras esperar unos minutos y recibir otra tarjeta de
identificación. Imaginé la conversación que tendría con Joaquín Botines y
dibujé su reacción en mi mente.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, el revuelo me sobrecogió.
El espacio de trabajo que había visitado horas antes, ahora se había
convertido en un gallinero de personas que se movían de un lado a otro.
Una sala llena de ruido, de teléfonos sonando y de pantallas que no paraban
de cambiar de color.
Nadie vino a recibirme, lo cual no me sorprendió, dada una situación de
ese calibre. Observé la sala de un barrido, buscando un rostro conocido, y
allí lo encontré, con el teléfono apoyado entre la barbilla y el hombro,
tecleando a dos manos y el puente de las gafas sobre la punta de la nariz.
—Necesito hablar con Joaquín Botines —dije deteniéndome frente a su
escritorio. Beatriz Balcones miró por encima de los anteojos y se percató de
mi presencia—. Es importante.
Se despidió, terminó la llamada y esperó unos segundos.
Sus ojos, redondos como dos bolas de billar, se clavaron en mi rostro.
No estaba sorprendida, ni tampoco enfadada. Por primera vez, no pude
entender qué había tras ellos.
—Joaquín está en su despacho, pero…
—¿Pero?
—Está muy ocupado en estos momentos —explicó sin entrar en detalles
—. Ha habido una noticia de última hora.
—He venido a despedirme.
—Ah, pues… Hasta la próxima, ¿no?
Estaba tan afectada por mi marcha como la planta que había sobre el
escritorio. Su actitud me irritó.
—¿Qué es tan importante? —pregunté indignado como un niño al que
no le dejan jugar con la videoconsola.
Ella volvió a mirar y resopló.
—Perdona, estaba ocupada en algo más importante… ¿Qué?
—La noticia. ¿Qué ha ocurrido? —cuestioné. Entonces me di cuenta de
que algo no encajaba en todo aquel rompecabezas. Beatriz entornó los ojos
y estiró el cuello como una tortuga—. Espera, no me lo digas… Es sobre el
hombre al que habían secuestrado. Arturo Ramos ha fallecido en el Museo
Arqueológico Nacional.
Sus pupilas se dilataron, pero intentó mantener la emoción.
—Eso es. La muerte de ese hombre no ha sido fortuita —explicó y noté
cómo sus párpados se agachaban con tristeza. Conocía esa expresión. Lo
que en un principio había sido suyo, ahora ya no lo era. Alguien se había
puesto al mando de la investigación—. Estamos intentando averiguar qué
sucedió…
—No te muevas de aquí, ¿vale? —ordené señalando el lugar con el
índice y puse rumbo al despacho de aquel tipo.
Después de esquivar a varios periodistas absortos en sus teléfonos
móviles, alcancé la puerta del mandamás.
Toqué a la puerta dos veces. Nadie respondió.
Pegué la oreja a la madera y escuché varias voces, pero no podía
entender nada debido al ruido del entorno.
—¿Qué demonios? —cuestioné en voz alta y abrí lentamente.
Joaquín Botines se movía acalorado por el despacho. Mantenía una
calurosa conversación telefónica con el contestador que había sobre la
mesa. Al otro lado de la línea, una voz masculina y distorsionada le hablaba
con severidad.
—¡No puedo hacer eso! —exclamó Botines dirigiéndose al aparato por
donde salía la voz—. ¿Qué pensarán de mí los socios? Esto es
periodismo… Dadme unos días.
—Botines, ya nos has oído. Ya sabes lo que tienes que hacer —replicó
la otra voz—. Correremos con los gastos.
—No es ético…
—Nadie ha dicho que tenga que serlo.
De pronto, el director advirtió mi presencia.
—Está bien —dijo y se acercó al aparato—. Hablaremos más tarde.
Tengo visita… Adiós.
Después me miró furioso.
—Lamento interrumpir —dije, después entré en el despacho y cerré con
suavidad. Ahora, Joaquín Botines no era el director confiado que me había
recibido esa misma mañana. Estaba ante un hombre desdichado, metido en
una encrucijada de la que no sabía cómo salir—. ¿Tienes un minuto?
Cerró los ojos y agitó la cabeza con rapidez, como una coctelera, y
asintió.
—¿Qué quieres?
—Sobre la respuesta. Venía a…
Él me mostró la mano izquierda, pidiéndome que callara.
—¿Una copa, Caballero? —preguntó y se acercó a la estantería donde
tenía todos los libros. Abrió un mueble, sacó una botella de Four Roses y un
vaso de cristal.
Pensé que aquellas cosas sólo sucedían en las series de los cincuenta y
en las redacciones levantinas. En cualquier caso, los trabajos como aquel
exigían un lugar sobre el que caer.
La bebida era el común denominador.
—No, gracias. Ya me iba.
—Como quieras.
—Pero, de verdad, quiero decir… —contesté y vi cómo bourbon
rociaba el interior del vaso. No me estaba escuchando—. Me voy a…
—Escucha, Gabriel, ¿por qué no lo piensas mejor? —sugirió cerrando
la botella, dejándola en el lugar donde la había cogido y regresando a la
mesa. Sus palabras sonaban como si las hubiera pronunciado cientos de
veces antes, como si se tratara del diálogo de un guión de cine—. Quizá
necesites unos días más para pensarlo.
—Te lo agradezco, pero…
—No hay peros que valgan —interrumpió y le dio un trago al vaso. Al
fin, decidió mirarme a los ojos—. Hoy no es un buen día, ¿sabes? No para
la prensa. Será mejor que aplacemos nuestra conversación unos días, al
menos, hasta que se calmen las aguas.
—¿Quién era Arturo Ramos Pincel? —pregunté a bocajarro. Estaba
cansado de sus evasivas.
Por un momento, capté su atención.
—No lees la prensa, ¿verdad? —respondió y me miró deseoso de haber
estado en mis zapatos—. Ramos es… bueno, era… un conocido empresario
y una figura clave en, digamos, la élite social madrileña… Un personaje en
toda regla. Un hombre que se había hecho a sí mismo, a la vez que ayudaba
a los demás. Nadie entiende lo sucedido, pero no me extraña que haya un
ajuste de cuentas detrás del asunto…
—¿Qué clase de ayuda?
—Invertía en empresas, financiaba proyectos, destinaba parte de sus
ganancias a preservar el arte de los museos… Él y su mujer habían amasado
una buena fortuna. Supongo que tendría algún cargo de conciencia por
algún episodio del pasado.
—¿Por qué piensas eso?
—Somos periodistas. ¿Eres altruista, Caballero?
—Mi partida de nacimiento no dice nada al respecto.
Botines dio otro sorbo al bourbon.
—¿Quién te estaba presionando al teléfono?
El director se acercó a mí con una facha relajada. Sentí la mezcolanza
del alcohol y la colonia, y me echó el brazo por encima. Después me
acompañó hasta la puerta.
—Gabriel Caballero… —dijo invitándome a salir—. Aquí, en mi casa,
yo soy quien hace las preguntas… Tengo una buena impresión sobre ti, así
que no la fastidies en el último minuto… Vuelve a tu querido litoral, haz lo
que debas y llámame el lunes. Estoy convencido de que llegaremos a un
acuerdo. Ahora, si me disculpas…
Sin más dilación, Botines me dejó fuera de su despacho, sin un choque
de manos ni una sonrisa de conciliación.
Era evidente que tenía vía libre para regresar a casa. Si me daba prisa,
aún podía llegar a la estación de trenes, pero me quedé atónito. El olor
constante a café de máquina, el humo del tabaco que se había impregnado
en la ropa de los periodistas y el sonido incesante de las teclas al ser
golpeadas con violencia, reactivaban zonas nerviosas de mi cuerpo que
creía olvidadas.
Alguien tenía interés en que la muerte de Arturo Ramos no fuera
noticia, ni ocupara una mísera línea en el diario. Aquella voz había
presionado a Botines para que eliminara cualquier rastro. Y eso bastaba
para despertar al reportero que albergaba en mi interior, dispuesto a ir hasta
el final para hacer justicia y dar voz a la historia que pretendían sepultar.
Entonces la vi, a lo lejos, con una expresión que cabalgaba entre la
molestia y el aburrimiento.
No quería dejarla sola, no podía marcharme de allí.
Esa historia era nuestra desde el momento en el que ese hombre había
fallecido en mis brazos.
9

Desperté entre las sábanas de la amplia habitación de hotel. Los primeros


rayos de sol de la mañana entraban por la ventana que daba hacia la calle de
Zurbano.
A mi alrededor, una botella de ginebra Seagram´s, varios platos sucios y
la ropa desperdigada por los sillones.
No tenía resaca, aunque sí me pesaba la culpa.
Había terminado allí, una vez más, inmiscuido en un asunto del que,
alguien normal, con un poco de sesera, se habría mantenido al margen.
Pero yo no era ese alguien: ni era corriente, ni tampoco tenía ingenio
para según qué cosas.
La conversación con Soledad, la noche anterior, había sido bastante
agitada. La pobre no entendía qué estaba sucediendo. Intenté explicárselo
con detalles, sin hablar de Rojo. En el fondo, él poco o nada tenía que ver
en esa historia, aunque mi intuición me dijera lo contrario. Soledad ni
siquiera se planteó preguntarme si estaba en Madrid por una cuestión de
faldas. Ella no pensaba así de mí y prefería mantenerse al margen, al menos,
hasta que lo descubriera.
Pero eso nunca ocurriría mientras estuviera conmigo.
Estaba decepcionado, una vez más, incapaz de controlar al niño travieso
que llevaba dentro. Una criatura capaz de meterse donde no le llamaban,
simplemente, entregado a la búsqueda de una nueva aventura.
Tras una agitada discusión que se movía como una máquina de bolas, le
sugerí que viniera a Madrid hasta el domingo, pero su respuesta no fue la
esperada y terminó la conversación colgando el teléfono.
Con las legañas en los ojos, comprobé la hora del reloj. Eran las nueve
de la mañana del sábado, el estómago me rugía y había prometido llamar a
esa chica cuando me levantara. Pensé en ella, en sus dientes de liebre y en
esa dulce mirada llena de inocencia y esperanza. En esos momentos, yo era
lo más interesante que le había pasado en su carrera. Y eso, comparado con
la nada, era más que suficiente para tener ilusión a la hora de trabajar.
La noche anterior, después de mi incómoda conversación vía telefónica,
me reuní con ella en el bar del hotel.
Beatriz tomaba un refresco de cola, mientras que yo me atiborraba de
ginebra con tónica para digerir la situación.
Le conté lo que había visto, cómo había sucedido todo y le pedí que no
escribiera nada sobre el tema, hasta que tuviéramos una historia decente del
asunto. Ilusionada, ella me grabó con su teléfono móvil, a la par que tomaba
notas en un cuaderno Moleskine.
—Tenemos que ir a su casa y hablar con la viuda —dije en un instante
de iluminación, apoyado en la barra del bar del hotel, como un Cary Grant
desaliñado y a todo color—. Seguramente nos pueda contar algo útil. Si no
lo hace, tendremos más motivos para desconfiar de Ramos.
—¿Has perdido el juicio? ¿La viuda? No hablará con la prensa.
Mis ojos se entornaron con un aire de vileza y travesura.
—Tú eres la prensa… yo no.
Antes de subir al hotel, la acompañé hasta la puerta y pedí a un taxi que
la llevara de vuelta a casa. Le prometí que al día siguiente nos
encontraríamos para seguir trabajando en esa historia y ella me lo agradeció
con una sonrisa sin gracia.
Esa chica estaba confiando en mí, sin pedir nada a cambio, sin apenas
conocerme. Eso se figuró mi alter ego más ebrio. Yo ponía en sus letras lo
que nunca fui capaz de hacer. ¿Acaso era altruismo? Pensé en la cuestión de
Botines, pero no lo creí así. Estaba tratando de ayudar, de contar la verdad,
dejando los protagonismos a un lado. Era lo que había intentado toda mi
vida y formaba parte de mi naturaleza, aunque no siempre me hubiese
salido bien.

***
Dispuesto a comerme la mañana, tomé una ducha fría y rápida mientras en
la televisión ponían reposiciones de programas antiguos. Hidratarse
ayudaba a ver las cosas con claridad.
Cuando me peinaba, oí una voz que me obligó a dejar lo que estaba
haciendo y regresé al dormitorio.
Habían hecho un inciso en la programación para meter un avance de las
noticias del mediodía. Las imágenes pertenecían al día anterior. En ellas
aparecía el Museo Arqueológico Nacional. Los médicos se llevaban el
cadáver de Ramos cubierto con una tela de plástico. La presentadora
informaba del suceso, del extraño y rápido secuestro que había terminado
con aquel fatal desenlace. Se abrían incógnitas sobre la entrega,
preguntándose si la familia habría pagado la cantidad exigida o si todo
formaba parte de un oscuro ajuste de cuentas. Las hipótesis eran numerosas
y me sorprendió que una cadena privada nacional diera tanta relevancia a
un hecho así. Temí que había desconectado de la sociedad más de la cuenta.
Para culminar, apareció ese hombre, de nuevo, rodeado de micrófonos y
grabadoras de sonido. El inspector Andrés Nogueira hablaba con lentitud,
confiado, pero prudente, y con la mirada fija tras las monturas negras de
pasta.
—La Policía ha abierto una investigación para descubrir lo que ha
sucedido —explicó a las cámaras—, y va a poner a todos sus efectivos en
marcha para entender cuáles han sido las causas de la muerte del señor
Ramos.
—¿Es cierto que se trata de un asesinato? —preguntó un atrevido
periodista.
Nogueira frunció el ceño y carraspeó.
—La única certeza que tenemos es que ha fallecido un hombre y
debemos pensar en el dolor de la familia en estos momentos —respondió
tajante—. Por tanto, espero de ustedes el respeto que se les exige. Es un
caso muy delicado como para vender morbo en las cadenas de televisión.
Muchas gracias.
El resto de reporteros se abalanzó sobre él con más preguntas, pero
Nogueira no estaba dispuesto a decir más.
Antes de que apagara la televisión, el teléfono móvil comenzó a vibrar.
Tras varios segundos buscándolo entre los muebles, atendí la llamada.
—¿Sí?
—Señor Caballero —dijo una voz masculina con tono firme. Tuve una
ligera intuición de cómo continuaría la conversación—. Le habla el oficial
Gómez. Ayer estuvimos charlando.
—Sí, lo recuerdo.
—Le llamo desde la comisaría de Policía. ¿Se encuentra aún en
Madrid?
—Sí, me temo que sí… ¿Ha sucedido algo?
—Nos gustaría tomarle declaración.
—Pero, si ya lo apuntó todo ayer…
—De nuevo —dijo y me indicó dónde se encontraban las intendencias
—. Pregunte por mí cuando llegue.
—Por supuesto, así haré —respondí y colgué.
En la pantalla había vuelto aquel viejo programa de televisión. Se
escucharon aplausos y risas enlatadas, pero yo no estaba de humor.
Sentí una rabia tremebunda de origen desconocido. Me hubiese gustado
hablar con Rojo y que me aclarara que él no tenía nada que ver con aquello.
Después pensé que, por mucho que le hubiera insistido, no me lo habría
contado. Pero la duda me devoraba como una termita. ¿Tendría algo que ver
con la muerte de ese hombre?, me cuestioné de nuevo. Me negué a poner en
duda a mi amigo.
Las personas cambiamos. En ocasiones con los años y, en otras, en
apenas minutos. Y eso es lo que más cuesta comprender. Todo perece, hasta
la integridad.
Sentí una ligera jaqueca que me atravesó el cráneo.
Esa mañana sería larga.
10

No tardé en descubrir dónde se situaban las intendencias cuando, al bajar


del taxi, vi a dos agentes, armados hasta los dientes, protegiendo la entrada.
El vehículo salió como un proyectil por la calle de Leganitos, una de las
estrechas calzadas, paralelas a la Gran Vía, que conectaba la plaza de
España con Callao. La atípica calle desconectaba del ritmo acelerado de las
arterias del centro y daba lugar a una vía de comercios chinos: masajes,
peluquerías, tiendas de electrónica, restaurantes y bazares. Entre los
establecimientos también había hoteles, pensiones, algunos bares que se
negaban a marcharse con el paso de los años y tiendas de música rock.
Me identifiqué, subí las escaleras y una oficial me guió hasta la oficina
del agente que me había llamado por teléfono.
Reconocí su rostro y sonreí nervioso, aunque él no parecía alegrarse de
verme.
—Gracias por venir… —dijo y me pidió que esperara sentado.
Y así hice. Los minutos se convirtieron en horas.
Jamás me acostumbraría al olor de las comisarías, al aura que
desprendían. No tenía nada en contra de ellas. Los años me habían hecho
cambiar de opinión y, en ese momento, vivía con una agente y mi mejor
amigo era también inspector. Así y todo, la sensación de ser culpable sin
saber qué has hecho era inevitable.
Los pasos se multiplicaron y entendí que aquel hombre no venía solo.
La sombra se convirtió en figura humana y vi al inspector Nogueira vestido
de paisano, con una camisa de cuadros y el cinto bien firme, con el arma
reglamentaria en el costado y las monturas limpias.
—Buenos días, señor Caballero —dijo con esa voz imponente que no
daba derecho a réplica—. Una suerte que siga por Madrid.
En realidad, dijo Madriz.
—Según para quién…
Un vistazo bastó para que el subordinado nos dejara a solas.
—Gracias, Gómez —murmuró asintiendo y me miró de frente. Después
se sentó en el escritorio—. Agradezco que haya sido tan rápido. A menudo,
los declarantes suelen ser reticentes.
—Así que vengo en calidad de testigo.
—No he dicho tal cosa… —comentó mientras buscaba algo en una
carpeta de color azul—. Es usted valenciano, ¿verdad?
—Medio alicantino, medio ilicitano… Es una larga historia.
—Entiendo… —dijo desinteresado—. Su pareja también es una agente.
—¿Cómo sabe eso?
Nogueira levantó los ojos del papel.
—Es nuestro trabajo, ¿no? Si no lo sabemos nosotros… —respondió.
Después esbozó una mueca. Intentaba ser amable, romper la tensión, lo cual
agradecí, aunque debía llevar cuidado y no irme demasiado de la lengua—.
Es un personaje público, nada más, pero vayamos al grano… Le he citado
porque me gustaría que me explicara lo que vio.
—Sí, claro. Como quiera… Aunque le conté todos los detalles a ese
oficial…
—Todos, todos… no —replicó y tiró el aire por la nariz—. Verá, no sé
qué demonios hacía usted ahí, ni tampoco qué hacía Ramos, pero su familia
había denunciado el secuestro…
—Sí, la noche anterior —contesté, saltándome las reglas,
interrumpiendo a quien no debía. El inspector se quedó frío como un muro
de hielo. Sonreí soberbio—. Hombre, es mi trabajo. Si no lo sé yo…
Volvió a tirar aire. Esta vez, con más intensidad.
—Verá, Caballero. Le diré algo… así en pequeño comité —dijo con esa
voz tranquila y profunda—. A partir de ahora, se limita a responder. Las
gracias, se las guarda para sus amigos del bar y para las tertulias literarias.
No me malinterprete, es que no tengo el día para chorradas. Así que no le
voy a preguntar si lo ha entendido. Aún confío en su inteligencia.
—Disculpe.
—Y si está nervioso, muérdase las uñas.
—Por supuesto.
—Bien, y ahora… sigamos —dijo algo más relajado. Reculé. Ese
hombre tenía razón. No quería empezar como había hecho con Botines. Ni
él era Rojo, ni yo estaba en una posición favorable—. Hemos revisado las
cintas del museo. Segundos antes de morir, el señor Ramos le mira y se
aprecia cómo comenta algo.
Las piernas me temblaron.
—Le pregunté si estaba bien —dije atragantado. Sabía que era una
pista, pero no tenía sentido seguir ocultándola—. Contestó algo sobre la
Dama.
—¿Qué Dama?
—La Dama de Elche —aclaré—. La escultura que tenía delante.
Nogueira frunció el ceño.
—A ver si lo entiendo… Le preguntó si estaba bien y él le contestó
refiriéndose a la escultura.
—Así es, lo ha entendido bien.
—Caballero…
—Eso fue lo que pasó, se lo juro.
—No jure en vano.
—Jamás lo haría.
Él me miró ladeando la cabeza.
—¿Sabe qué? Le creo —respondió tras unos segundos de silencio—.
Ahora, explíqueme qué hacía con él. ¿Le conocía?
—No había escuchado su nombre antes.
—Pero ha dicho que estaba al tanto del secuestro de la noche anterior.
—Había leído la noticia en el periódico… —expliqué. La lengua se me
trababa. Me estaba contradiciendo y despertando sospechas en la cabeza de
ese inspector—. De verdad, no quiero confundirle. Reconocí a Ramos
cuando lo vi en el museo. Seguí sus pasos, me sorprendió. Quise ver hacia
dónde iba…
—¿Por qué no avisó a nadie?
—No lo sé. Supongo que me dejé llevar por la curiosidad…
—¿Qué curiosidad? —cuestionó y vi cómo aumentaba el volumen de su
voz—. ¡Ese hombre había sido liberado de un secuestro! Si lo reconoce,
¿qué diantres hace dejándolo marchar?
Negué con la cabeza.
—Es difícil de explicar.
—¿Vio algo más? ¿Alguna persona con la que hablara o se cruzara
antes de entrar en esa sala?
—Un grupo de turistas salía a la vez que él entraba. Eso fue todo.
—¿Los reconocería en una foto?
Volví a negar.
—No les presté atención. Parecían noruegos, suecos, qué sé yo… Lo
siento.
—No se preocupe —contestó—. Volveremos a revisar las cintas.
El inspector no se dio por vencido. Tomó algunas notas y sacó una
fotocopia de la carpeta.
Había cuatro fotos en blanco y negro, extraídas de la cámara de
seguridad. En ellas aparecíamos Diana León y yo.
—Después de lo sucedido, estuvo hablando con una persona en el
exterior —dijo y señaló a la mujer con gafas de sol—. ¿De qué se
conocían?
—En realidad, la conocí allí. Un momento… ¿Han estudiado mis
pasos?
—Como comprenderá, tenemos que reconstruir lo sucedido desde todos
los ángulos posibles. ¿Quién era esa mujer? ¿Cómo se llama?
—Su nombre es Diana León. No la conozco de nada, de verdad. Se
presentó allí.
—Para no conocerla, sabe quién es. ¿A qué juega Caballero?
—Le estoy diciendo la verdad, inspector.
Él murmuró algo.
—Le creo —respondió y apuntó el nombre de la mujer—. ¿No le dijo
qué hacía allí?
El interrogatorio comenzaba a cansarme. Aquel hombre era una
máquina de disparar preguntas. Por esa y otras razones, se había ganado el
caso.
—Conocía a Ramos, de oídas, según me contó… —dije quitándome la
responsabilidad de encima—. Mire, seré franco con usted. En un principio,
iba a entrar en la Biblioteca Nacional, pero renuncié al ver la cola y me fui
al museo. Mi plan era regresar por la tarde a Alicante, descorchar una
botella de espumoso y hacer el amor con mi pareja…
—Ahórrese los detalles.
—Mi última intención era la de estar aquí hoy.
—Ya… —comentó, mientras recogía los papeles y los metía en la
carpeta—. Pues no seré yo quien le haga perder más tiempo. Es mi trabajo
tomarle declaración las veces que sean necesarias, pero he tenido suficiente
por hoy.
—¿Estoy libre?
—Siempre lo ha estado —dijo y me miró con recelo—. No se le acusa
de nada y no tengo interés en hacerle la vida más difícil.
—Se lo agradezco.
—Dígame algo, Caballero. ¿Qué tiene en contra del cuerpo?
—Nada, no tengo nada, pero no me gusta sentirme observado.
Nogueira sonrió.
—Si es inocente, puede estar tranquilo. Pero, si ha hecho algo que le
implica, entendería su preocupación.
—Gracias por aclararlo. ¿Puedo irme?
—Una última cosa más…
Por dentro, estaba a punto de explotar.
—¿Sí?
—Le vieron en el Café de Gijón, comiendo con un hombre, poco
después de lo sucedido… —dijo y el vello se me erizó. Había soportado su
examen, pero no estaba preparado para descubrir a Rojo—. Por desgracia,
no tenemos cámaras, aunque sí testigos. ¿Quién era? Por curiosidad…
Caminé hasta la puerta y me di la vuelta.
—Me temo que se confundieron de persona —contesté y giré la cabeza.
Lo que estaba a punto de hacer, no tenía disculpa, pero no me dejó opción
—. Puede preguntarle a Beatriz Balcones, del diario El País… Ella estuvo
conmigo.
Oí cómo el inspector apuntaba el nombre de la becaria.
Después salí de allí con la esperanza de no volver a esa oficina.
11

Nos citamos en La Dolores, una conocida taberna del Barrio de las Letras
donde tiraban las mejores cervezas de la ciudad.
Se acercaba la hora del aperitivo y, ante una oferta así, no pude
negarme. Situado a escasos metros del Congreso de los Diputados, esperé a
Beatriz apoyado en la barra de aquel entrañable lugar. El Barrio de las
Letras formaba parte del casco antiguo de la ciudad, recogiendo así el
encanto de las viejas calles castizas de la capital, las fachadas de baja altura
con sus balcones y ventanales que tanto me gustaban, y esas empinadas
aceras que atravesaban el centro. Allí vivió la mayoría de escritores ilustres,
en algún momento de su vida. Pasear por sus calles, para mí, era como
respirar un poco de esa inspiración que tanto echaba en falta, pero que
pronto, por activa o por pasiva, iba a recuperar.
La plaza de Jesús estaba plagada de tabernas. Encontrar La Dolores no
me supuso un esfuerzo. Era una taberna estrecha y alargada, decorada con
estantes repletos de botellas, jarras y símbolos del pasado. Recordé las
antiguas bodegas valencianas que, poco a poco, habían sido reemplazadas
por locales de comida rápida o selectos restaurantes de alto postín. Una
lástima, pensé, mientras observaba al mozo que había tras la barra llenando
el vaso chato de cerveza, dándole un golpe de gracia y quitándole la crema.
El primer trago era siempre el mejor. No existía nada igual a semejante
sensación.
Fue idea de la becaria citarme allí, quizá por proximidad y no para que
conociera los secretos de la capital. Me comentó que tenía que cubrir un
evento en el Hotel Palace, horas antes de nuestra cita. No puse
impedimento, pues esa mañana no tenía ganas de enfrentarme a nadie, ni
siquiera a mis propios demonios.
Con la segunda cerveza y los aperitivos a base de encurtidos que me
habían servido con gentileza, me pregunté qué habría hecho Soledad tras la
conversación. Comencé a extraviarme en un delirio, en un sinsentido
provocado de la inmadurez que no lograba superar y la inseguridad por la
pérdida de un ser querido.
Me había preocupado tanto por ella, que ahora sólo me sentía mal por
cómo había gestionado mis emociones.
Por fortuna, mis oscuras cavilaciones se esfumaron en cuanto vi a la
joven becaria embutida en unos vaqueros y una blusa por la que se le
transparentaba la tela del sostén.
—¿Una cervecita? —pregunté levantando el culo del vaso. No tenía
buena cara. Nadie la tenía cuando empezaba en ese oficio. La pasión y las
ganas no eran suficientes para sobrevivir.
—Un vermú, por favor —pidió al camarero, ignorando mi presencia y
dejando el casco de motocicleta sobre el taburete—. Muy frío, a poder ser.
Después me miró cansada.
—Día duro, ¿eh?
—No lo sabes bien.
—La verdad es que no… —comenté y me tragué lo que pensaba—.
¿Has conseguido la dirección de la viuda?
—Sí. ¿Estás seguro de esto?
—Te dije que confiaras en mí. No vamos a hacer nada que nos meta en
un problema. ¿Ha habido alguna novedad en las últimas horas?
Ella me miró desconfiada. La entendí.
Tampoco hubiese creído a un tipo como yo.
—Botines se está comportando de un modo muy raro… —dijo
desilusionada, sin mirarme a los ojos—. Ha confiado el reportaje al jefe de
sección de Sucesos, pero luego le ha pedido que no publique nada por el
momento… Nadie lo entiende. El resto de medios está cubriendo la noticia.
¿Por qué nosotros no?
El director había cedido. Lo supuse, pero las palabras de la chica
consolidaron mis sospechas. Alguien, con una fuerte influencia, quería que
no se hablara de ello. Sin embargo, poco podía ganar si el resto de diarios lo
hacían… o quizá no.
Puede que Beatriz estuviera equivocada.
—Será mejor que nos pongamos en marcha.
—Pero… —comentó desconcertada—. Ni siquiera he tenido tiempo a
tomarme el vermú.
—No hay segundo que perder, jovenzuela.
—Por favor, no hables como mi padre.
—Tienes razón, disculpa —dije y dejé un billete sobre la barra—.
Espero que tengas otro casco para mí.
La becaria volvió a fruncir el ceño. Y sí, lo tenía.
En su mirada podía sentir la frescura de aquellos años primerizos de
periodismo salvaje, sólo que ella aún desconocía el giro que su carrera
estaba a punto de dar para bien… o para mal.

***
Agarrado a su cintura, cruzamos el paseo de la Castellana como una pareja
de enamorados en Vacaciones en Roma. Me sentí joven, con la brisa
veraniega, para nada molesta, golpeándome en el rostro y obligándome a
entornar los ojos.
Hacía tanto tiempo que no subía en una motocicleta, que creí haber
perdido algo en la vida.
Beatriz llevaba una Vespa Primavera antigua de color rojo. Por el
aspecto del vehículo, cualquiera hubiese pensado que estaba a punto de
desmontarse, pero no le di importancia y tampoco era la primera vez que
me subía a un cacharro así.
Jimena del Muelle, la viuda de Arturo Ramos, vivía en El Viso, uno de
los barrios más adinerados del centro de la ciudad. Allí, en su gran mayoría,
las viviendas eran unifamiliares o de pocas alturas y separadas por otros
tipos de edificios. Otro rostro distinto de la ciudad que se alejaba del
laberíntico casco antiguo o de las periferias de ladrillo rojo y apartamentos
colocados como sardinas en lata.
En definitiva, quien buscaba tranquilidad y tenía dinero, optaba por
mudarse a esa zona sin renunciar a las comodidades del centro de la capital.
Beatriz hizo un buen trabajo de investigación.
Para nuestra sorpresa, Jimena del Muelle se había divorciado un año
antes de Ramos. Sus dos hijas, casadas y viviendo en otro lugar, se habían
puesto del lado de la madre. Según los rumores, Ramos había sido cazado
con otra mujer, una señora de edad cercana a la suya y con un atractivo
envidiable, aunque de identidad desconocida. Otros decían que había
perdido la cordura. Nunca pudieron demostrarlo, pero la desconfianza
formó una brecha que terminó en separación.
Una crisis, pensé cuando me contaba la historia a la vez que sujetaba el
manillar del vehículo.
Cada cierto tiempo, los hombres atravesábamos episodios que nos
hacían replantearnos todo lo que habíamos logrado. En algunas ocasiones,
se trataba de trabajo. En otras, de amor. De sentirse joven, del modo que
fuera, como un Dorian Gray maldito en la era de los teléfonos móviles, las
páginas de contactos y los modelos de Instagram.
Con la información de la becaria, auguré un final feliz para ese
encuentro. Se me daban mejor las presentaciones cuando no tenía hombres
de por medio. Era mi talento y debía aprovecharlo.
Tras el cruce con la calle de Joaquín Costa, abandonamos el paseo y nos
aproximamos a una vivienda minimalista de dos plantas y una gran terraza.
La fachada era blanca, pero la madreselva se dejaba caer desde lo más alto.
Cercada con un muro pintado del mismo color que la casa, apenas se podía
ver el interior.
—Es aquí —dijo Beatriz al quitarse el casco. Escuchamos los ladridos
de un perro que corrió hacia nosotros, pero no pudimos saber dónde se
encontraba—. Será mejor que toquemos el timbre.
—Es lo que iba a hacer —contesté.
Ella me miró incrédula.
Nos acercamos a la puerta de la finca. El número dieciséis quedaba a un
lado del timbre, frente a un todoterreno negro de fabricación alemana. El
cánido no cesaba en su ladrido.
—¿Sí? –preguntó una voz femenina distorsionada por el aparato.
Después miré hacia arriba y vi una cámara observándome con detenimiento
—. ¿Son de la prensa?
—Buenos días, Jimena. Mi nombre es Gabriel Caballero…
—¡No, no y no! —gritó interrumpiéndome—. ¡Ya se lo he dicho! ¡No
quiero hablar con la prensa!
La conversación se cortó.
—Te dije que no era una buena idea —comentó la becaria cruzándose
de brazos. De pronto, una furia brotó en mi cuerpo. Apreté los puños,
contuve la explosión unos segundos, pero no pude hacer nada por dejarla
escapar.
—No vuelvas a decir eso.
—¿El qué? ¿Que te lo dije?
—¡Sí! —exclamé. Ella se sorprendió—. En este oficio, lo vas a
escuchar demasiadas veces, sobre todo, si eres un patán como yo.
—Mensaje recibido… Entonces, ¿ahora qué?
Volví a insistir. La cámara seguía apuntando hacia nosotros, pero esa
mujer no parecía estar dispuesta a abrirnos.
Me dirigí al objetivo.
—¡Señora! ¡No he venido a hablar de su marido! ¡Sé quién es esa
mujer! —grité. Estaba convencido de que podía oírme desde su casa. No
sólo ella, sino también el resto de vecinos.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué haces, tío? —preguntó Beatriz
avergonzada—. Estás montando un numerito.
—¡La mujer con quien su marido le fue infiel! ¡Sé cómo se llama!
La puerta se abrió. Había funcionado. El ser humano es predecible y
curioso.
Un pastor belga de color negro se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo.
La joven periodista se rio y cerró la puerta.
—¡Quita, perro! —exclamé cubriéndome la cara con los puños. El
animal tenía intenciones de jugar, pero pesaba demasiado y yo quería
quitármelo de encima sin enfurecerlo.
—¡Arturo! —gritó la mujer a lo lejos y el perro se marchó. Era una
señora elegante, con poco pecho, delgada como una aguja y con el cabello
muy oscuro y brillante. Llevaba un vestido ligero de color negro y una cinta
que le sujetaba la melena—. ¿Está bien, joven?
—Sí… —dije recomponiéndome y limpiándome los restos de hierba
que se habían pegado a mi ropa—. ¿Su perro se llama como su exmarido?
—Arturo es un nombre muy común —contestó—. ¿Quiénes son
ustedes? Les doy treinta segundos antes de llamar a la Policía.
—Mi nombre es Gabriel Caballero —dije acercándome a las escaleras
en las que se encontraba la mujer—, y ella es Beatriz Balcones. No estamos
aquí para incomodarla con nuestras preguntas… Queremos averiguar quién
mató a su marido.
Sus ojos de color miel se clavaron como espinas en mi rostro.
Por un instante, pensé que me haría sangrar. Después noté cómo bajaba
la guardia y sus músculos faciales se relajaban. Las puntas de sus zapatos
me señalaban como una acusación. La mujer soltó un suspiró.
Aquel fue el broche que me indicó que estábamos a salvo.
—Pasen, por favor… —dijo sin miramientos, empujó el portón de la
vivienda, y nosotros seguimos sus pasos. La becaria se acercó a mí.
—Tú primero —dije.
Beatriz frunció el ceño.
—No sé cómo te las arreglas.
—La práctica hace al maestro. Toma nota, chica lista.
La puerta se cerró.
Una furgoneta cruzó la calle. El perro salió disparado hacia el muro y
comenzó a ladrar.
12

El interior de la vivienda era austero, a pesar del dineral que le habría


costado invertir en una construcción así: paredes blancas y lisas, sin gotelé;
espacios diáfanos con mucha luz, un sofá de tres plazas, una chimenea en el
salón con forma de cuadrado y una estantería con escasos libros. Las únicas
fotos que vi, eran de la familia: dos de ellas pertenecían a las bodas de sus
respectivas hijas. La última y más pequeña, escondida entre los libros, era
del matrimonio fallido. Jimena del Muelle parecía guardar un recuerdo de
su pasado, aunque aún desconocía si con cariño.
—¿Un café? —preguntó como seña de cortesía. No parecía muy alegre
por tenernos allí dentro, más bien curiosa. La primera planta olía a incienso.
Unas escaleras de madera subían al piso superior, en el que entendí que
estarían los dormitorios. No estaba en condiciones de preguntar por una
visita guiada, así que me las tendría que ingeniar para acceder a él sin que
se diera cuenta.
—Sí, por favor. Un solo para mí.
—Un cortado —agregó la becaria—, si no es molestia.
—Por supuesto que no lo es… —dijo la viuda de Ramos. En sus
palabras noté que no estaba acostumbrada a las visitas frecuentes—. ¿Y
bien? ¿Qué es lo que buscan?
La mujer entró en la cocina. Beatriz y yo esperamos de pie en el salón.
—Pueden sentarse —dijo Jimena a lo lejos.
La joven becaria me miraba en silencio, nerviosa e incómoda por la
situación. No conocía el guión para esa clase de encuentros.
—¿Qué hacemos? —susurró muy bajo.
Señalé al techo con el índice y le indiqué que tenía que llegar al
dormitorio. Ella se negó rotundamente.
Jimena del Muelle apareció con las dos tazas y nuestra conversación se
zanjó de golpe.
—Aún no han respondido a mi pregunta… —comentó al entrar, después
dejó los cafés sobre una mesa de cristal y me miró fijamente—. Su rostro
me resulta familiar. ¿Le he visto antes?
—Tal vez sí… o tal vez no.
Ella se tapó los labios con la mano mientras buscaba en su archivo
mental.
—¿Usted salió con mi hija Isabel?
Miré las fotografías. Ambas hijas de la familia eran hermosas como la
madre.
—No tuve esa suerte.
—Ajá… Entiendo —murmulló—. No importa. Le habré visto en alguna
parte.
—Soy escritor —dije llenándome la boca de orgullo—. Quizá haya
leído algo mío…
—Me temo que no. Lo siento, señor…
—Caballero. Gabriel Caballero.
La mujer miró a Beatriz.
—¿Son pareja?
—No, por Dios… —contestó la becaria con desdén, adelantándose a mi
respuesta. Eso provocó una sonrisa en la viuda. Íbamos por buen camino.
—Forman una bonita pareja… En fin, ¿qué es lo que buscan? Aquí no
hay nada y les ahorraré las preguntas. Mi marido y yo nos separamos hace
diez años, aunque nunca formalizamos el divorcio, a pesar de que nos
pusiéramos a ello el año anterior. No era necesario y las niñas no merecían
pasar por un mal trago. Lo entendieron, tuvieron una juventud normal y
ahora están felizmente casadas. Llevo las últimas cuarenta y ocho horas
escuchando memeces relacionadas con él…
—Usted fue quien denunció el secuestro, ¿me equivoco? —pregunté y
fui lo suficientemente rápido para darme cuenta de un detalle—. Sin
embargo, su marido se dirigía a la residencia que tienen a las afueras de
Madrid.
—Así es, muchacho, en Pozuelo de Alarcón —respondió tranquila y se
frotó el entrecejo, como si la jaqueca se apoderara de ella por segundos—.
Como ya les he dicho, estábamos separados por mutuo acuerdo, pero
legalmente éramos una familia. Compramos esa casa poco antes de tomar
caminos distintos. Este era su hogar, siempre lo ha sido. Él vivía allí y yo
aquí. ¿Hay algo de malo en ello?
—En absoluto… ¿Dónde recibió la llamada?
—En mi número privado. Fue él quien debió de dárselo a los
secuestradores.
—¿Y qué le pidieron?
La mujer me miró y después se dirigió a la periodista.
—Dinero. Estas preguntas ya se las he contestado a la Policía.
—Lo sé, señora… No hemos venido aquí para sacarle un titular —dije
con voz persuasiva. La confianza disminuía por momentos. Debía poner
remedio antes de que fuera tarde—. Yo fui la última persona que vio a su
marido con vida, en el museo. Lo encontré de casualidad, desorientado, y le
seguí hasta una sala en la que se encontraba la Dama de Elche. Allí se
derrumbó. Ahora la Policía piensa que tengo algo que ver con este asunto.
—¿Y es así?
—Por supuesto que no. Desconocía de su existencia hasta ayer… —
aclaré y proseguí—. Intento resolver cómo llegó allí, para entender qué
pasó y quién estaba detrás del secuestro.
La mujer entornó la mirada.
—¿Es usted un investigador o algo parecido?
—Escritor, ya se lo he dicho, de novelas.
—Como Agatha Christie. De joven leí muchas.
—No, precisamente.
—¿Se divierte con esto?
—En absoluto.
Ella resopló. Los ojos de Beatriz se movían como quien observa atento
un partido de tenis. El resto de su cuerpo quedaba inmóvil, con la taza entre
las manos. Apenas respiraba.
—No sé qué hacía allí, la verdad… Supongo que sería su último deseo.
Su frialdad era digna de admiración.
—¿A qué se refiere?
—Mi marido estaba obsesionado con el arte en todas sus formas de
expresión… Era algo que siempre admiré de él, pero comenzó a perder el
control de su fascinación… —respondió con un tono apenado—. Destinó
gran parte de nuestro dinero a la conservación de las obras en los museos.
Al principio pensé que era algo muy bello por su parte, pero luego fue a
más… No podía soportarlo. Las conversaciones giraban en torno a lo
mismo, una y otra vez, una y otra vez… Después llegó esa mujer.
—La causa de su separación —dijo Beatriz, por primera vez.
La viuda sonrió y negó con la cabeza.
—No, joven. Estás equivocada… Todos los periodistas me preguntan
por lo mismo, pero las relaciones son algo más que un pacto de fidelidad.
Cuando el sentido de éstas se muere, algo se pudre dentro de ti… Nuestra
unión estaba hundida desde hacía tiempo… Esa desconocida sólo fue la
excusa para dejarlo todo y empezar de nuevo. Arturo comenzaba a ser una
carga emocional. No éramos felices… Hay cosas que terminan antes que el
amor.
—¿Quién era ella? —pregunté. Sentí que me estaba acercando a algo.
La mujer pestañeó. Sus párpados se movían como la cola de un pavo
real.
—Lo desconozco. Nadie la ha visto —contestó. Aquella sí que era una
exclusiva—. De hecho, ni siquiera estoy segura de que fuera una mujer…
—Entonces, ¿por qué nos ha abierto la puerta?
—Tenía curiosidad por saber qué me iban a contar… —respondió
dispuesta a levantarse—. Últimamente, todos preguntan por el secuestro.
Me temo que nuestra cita llega hasta aquí, señores…
—Por casualidad, ¿conoce a Miguel Ledesma De La Cruz?
La mujer selló los labios y negó con la cabeza.
—Sé quién es, por supuesto… Todos le conocen en esta ciudad, pero no
he visto a ese hombre en mi vida. ¿Algo más?
—¿Podría utilizar el baño?
Ella apretó la mandíbula, aunque no opuso resistencia.
—Por supuesto. Tiene uno al final del pasillo.
Agradecí la indicación y salí del salón asegurándome de que no me
vieran. Fingí abrir y cerrar la puerta, dejando la luz encendida, y vi las
escaleras de nuevo.
Decía Oscar Wilde que la única forma de vencer la tentación, era
entregándose a ella. Y así sucedió.
Con extremo sigilo, subí cada uno de los peldaños de madera con el
corazón latiendo a mil por hora. Llegué a la superficie y encontré otro
pasillo con cuatro dormitorios y un cuarto de baño. Saqué el teléfono móvil,
lo puse en silencio y le escribí un mensaje rápido a la becaria para que
entretuviera a esa mujer. Esperé que no lo arruinara.
Para mi sorpresa, y en contraste a la austeridad que mostraba la planta
de abajo, las paredes de aquel piso estaban decoradas con obras de arte.
No era un especialista de la pintura, pero Reconocí El 3 de mayo en
Madrid de Goya por la imagen del conocido fusilamiento, y también La
columna rota de Frida Kahlo, el óleo de la pintora mexicana en la que
expresaba su sufrimiento físico tras el accidente de autobús. En uno de los
rincones, sobre una mesa de madera, vi un busto de hierro perteneciente a
alguna tribu que desconocía. Eran copias perfectas, tan exactas como las de
los museos. Pasé por el dormitorio principal y me acerqué a la segunda
puerta. Cuando la abrí, encontré un despacho con aire varonil. Sables
colgados en la pared, cuadros y diplomas. Supuse que aquel sería el rincón
de Ramos. La conversación seguía bajo las escaleras, aunque debía darme
prisa, si no quería despertar la curiosidad de la viuda.
Me acerqué al escritorio y miré por encima de las libretas, sin tocar
nada. Abrí la única agenda de papel y comprobé las últimas notas. Era
extraño. Apenas había nada escrito, tan sólo tres números de teléfono sin
nombres a los que relacionarlos.
Encendí la cámara del móvil y tomé una instantánea.
Después salí de allí, no sin antes quedarme perplejo ante un gigantesco
retrato del difunto y su viuda, que me observaban como dos fantasmas
presentes.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Abandoné el cuarto, bajé las escaleras y regresé al baño. Tiré de la
cisterna y fingí volver al salón.
—Disculpe el retraso.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la mujer preocupada—. Ha estado
mucho tiempo ahí dentro.
Fruncí el ceño a modo de ofensa.
—La naturaleza es sabia y sabe cuándo procede… —contesté sin entrar
en su juego e hice una señal a Beatriz para que nos marchásemos—.
Jimena, ha sido usted muy amable. Creo que le hemos robado demasiado
tiempo.
—Yo también lo creo, aunque comenzaba a disfrutar de su compañía —
dijo y se puso en pie—. Les acompaño a la puerta.
Caminamos hasta la entrada, liberó el cerrojo y me agarró del brazo.
—Espero que encuentre al mamarracho que le ha hecho esto a mi
marido —dijo con los ojos cristalizados. En su interior albergaba un secreto
que no estaba dispuesta a contarme—. Me temo que este asunto le queda
grande a la Policía.
—¿Por qué piensa eso? —preguntó la becaria. Yo le propiné un codazo
para que se callara.
—Mi marido era un hombre muy influyente, muchacha.
—Le avisaremos cuando tengamos algo —agregué mientras Beatriz se
frotaba el bíceps—. Agradecemos su información.
—Una cosa más…
—¿Sí?
—No vuelvan por aquí, se lo ruego. No son días fáciles para mí, ni para
mis hijas. Les he contado todo lo que sé. Ahora, déjenme en paz.
Y de esa forma, nos echó a la calle y cerró con un estrépito.
El perro salió a olisquearnos y nosotros optamos por ignorarlo hasta
llegar a la puerta.
Una vez en el exterior, Beatriz me entregó el casco antes de subirnos a
la motocicleta.
—Es una mujer extraña y dolida —comentó. Los dos mirábamos a la
casa. La mujer nos observaba tras el visillo de la ventana—. ¿Qué has
hecho tanto tiempo ahí?
—Te lo he dicho. Subir a la primera planta.
Ella me juzgó con su ademán.
—¿Has encontrado algo?
—Más o menos… —dije y me coloqué el casco—. ¿Sabes qué es lo
peor de todo?
—Sorpréndeme.
—Que no he podido ir al baño.
13

No nos entretuvimos con la comida. Nos decantamos por unos bocadillos


de lomo con queso del bar que había frente a la redacción y regresamos al
trabajo. La tarde acababa de empezar. Estaba siendo un día agitado, pero
notaba cómo mi sangre volvía a ser líquida y no espesa como una sopa de
invierno. Entre encuentro y encuentro, aproveché para localizar a Soledad y
conocer su estado. Pero el orgullo era superior a sus fuerzas, y me
cancelaba la llamada cada vez que lo intentaba.
—¿Por qué no lo coges de una maldita vez? —pregunté en voz alta,
malhumorado, ignorando que Beatriz se encontraba a mi lado—. Podrías
ser más empática…
—¿Es tu pareja?
Entonces me di cuenta de la situación.
Estábamos a punto de subir a la redacción de El País. Las puertas del
ascensor se abrieron.
—Sí. No me responde a las llamadas —repliqué—. De hecho, ¡las
corta!
—Dale su espacio. Algo habrás hecho…
—Ese es el problema… Haga o no haga, siempre meto la pata hasta el
fondo…
—Pues eso, dale un respiro —dijo y pulsó el botón. El elevador se puso
en marcha—. ¿Por qué sois todos iguales? Como si tuviéramos que
olvidarnos en cuestión de minutos de que la habéis pifiado. Cuando nos
pasa a nosotras, necesitáis siglos para aceptarlo…
—A veces, toda una vida —contesté y miré al espejo, después a ella y
me reí—. ¿Estás con alguien?
Ella se extrañó. Puede que necesitara más tiempo para confiar en mí.
—Me veo con una chica. No es nada serio… —dijo y fue ella quien me
miró a mí en el reflejo. Su rostro lo decía todo—. ¿Qué pasa? No tendría
que haberte dicho nada.
—Te tiene rota.
—¿Rota? —cuestionó ofendida—. ¿Quién habla así hoy en día? Eres un
tipo muy raro.
—En efecto… Te gusta más de lo que tú le gustas a ella, y eso te
fastidia.
—No sabes nada de mí, Gabriel.
—Bueno, ahora sé algo más.
—Tampoco sabes nada de mujeres —añadió.
Esa puñalada fue dolorosa.
—En eso debo darte la razón —respondí y las puertas se abrieron.
La redacción estaba más tranquila durante el sábado. Parte de la
plantilla había dejado los escritorios vacíos. Beatriz se preguntó dónde
estarían sus compañeros. Por algún motivo, el nombre de Ramos había
desaparecido de las pantallas, así como de las notas que circulaban por las
islas de ordenadores. Nos habíamos perdido algo importante, o tal vez,
Joaquín Botines se había dejado vencer por la presión o el soborno—.
Ahora sí que se parece a una redacción de verdad.

***
Tras devorar los bocadillos como dos niños hambrientos al terminar una
excursión escolar, decidimos examinar los archivos del diario y los
reportajes sobre arte publicados en los últimos años. Sabíamos lo que
hacíamos. Íbamos en busca de piezas que pusieran orden en el
rompecabezas. La visita a Jimena del Muelle había sido muy provechosa.
Se abría la hipótesis de que esa desconocida mujer, no fuese tal, sino un
hombre. A su vez, la obsesión por el arte que Román poseía, descartaba que
los motivos de su separación hubiesen sido debidos a una infidelidad.
—En cualquier caso, esa mujer no lo iba a reconocer delante de ti —
comentó Beatriz al respecto. No le faltaba razón. Era duro aceptarlo en voz
alta—. Es probable que nos haya intentado colar una mentira.
La joven tenía olfato, a diferencia de muchas otras personas, y eso era
un talento necesario para la profesión.
—Si esa mujer existe… —dije frotándome el mentón y recordando lo
horrible que era el café de las máquinas automáticas—, debe aparecer en
alguna foto. Lo mejor será que busques en el archivo fotográfico. Nadie es
perfecto y estoy seguro de que las cámaras les habrían sorprendido en
alguna clase de acto, del tipo que fuera.
—¿No me piensas ayudar?
Miré hacia otro lado. En realidad, tenía algo mejor en mente que estar
buscando entre la morralla histórica de aquel hombre.
—No necesitas mi ayuda —respondí con firmeza, confiando en ella—.
Mientras tanto, regresaré al Museo Arqueológico Nacional. Puede que
Nogueira se haya dejado a alguien sin interrogar…
—¿Y crees que te lo van a contar a ti?
—¿A mí? No… No necesito que me cuenten nada. Con el tiempo
aprenderás que las personas hablan sin palabras —dije y tiré el vaso de
plástico a una papelera—. ¡Ah! Lo olvidaba. Necesitaré que encuentres
información sobre estos números.
Encendí el teléfono y le envié la fotografía.
—¿Qué se supone que voy a hacer?
—Lo que sea —respondí—. Llama, busca en las Páginas Amarillas, en
la red… Estaban en una agenda de Ramos.
Ella apretó los labios. Parecía desilusionada con mi ausencia, ahora que
comenzábamos a llevarnos bien.
—Te llamaré si doy con algo.
—Más te vale —respondí sonriente y me perdí en el pasillo.

***
La llamada no se hizo esperar. Durante los treinta minutos que duró el
trayecto en taxi, Beatriz me contó que había encontrado varios reportajes
reveladores. En uno de ellos se hablaba sobre las falsificaciones en el arte y
el mercado clandestino por el que circulaban. Al parecer, aunque no era
ninguna sorpresa, existía un vivo interés por el contrabando de obras
perfectamente copiadas de las originales. Una noticia que no tendría
ninguna relevancia, si no fuera porque estas obras, en ocasiones, se llegaban
a vender como auténticas.
En el reportaje aparecía el nombre de un famoso pintor español,
Rodrigo Lizón Betanzos, afincado en Madrid, que había sido condenado a
diez años de cárcel tras la venta de un Velázquez falso en una subasta, como
si se tratara de un original.
La periodista me envió la fotografía y, para más inri, uno de los cuadros
que aparecían en el reportaje, era el mismo Goya que había visto en casa de
la señora Del Muelle. ¿Casualidad? Quise pensar que sí, que quizá hubiera
sido un generoso regalo de su marido.
El segundo reportaje era aún más impactante.
En una de las sonadas galas benéficas dedicadas a la conservación de
obras del Museo del Prado, Ramos aparecía acompañado de otro hombre.
Un rostro que no hubiera olvidado nunca. Así como me había señalado la
simpática azafata del tren, don Miguel Ledesma De La Cruz, con su cabello
fijado hacia atrás y ese montón de canas grises que le poblaban la cabeza,
sonreía feliz junto al difunto. ¿Tendría algo que ver? Pese a toda la
información que poseíamos, a decir verdad, no teníamos nada que nos diera
una dirección. Nada, excepto encontrar a ese profesional del engaño y
comprobar los números que había robado.
Por desgracia, sólo uno de los teléfonos atendió a la llamada.
Cuando Beatriz telefoneó, una mujer se limitó a decir que los señores no
estaban en casa. El segundo teléfono no descolgó.
—Al tercero le faltan dos números —dijo Beatriz al otro lado de la línea
—. Puede que tenga otra utilidad.
—Es una posibilidad… ¿Quién lo sabe? —pregunté echándome las
manos a la cabeza—. Buen trabajo, Beatriz. Intenta localizar a ese
falsificador.
Antes de terminar, me apeé del vehículo, pagué la carrera y me vi frente
a la entrada del museo, en la calle de Serrano. Saqué la tarjeta de visita que
Diana León me había dado y se la envié a la periodista.
—¿Qué es esto?
—No está de más si descubres qué hay detrás de ese nombre —dije y
colgué.
Suspiré al ver que la batería del móvil se estaba agotando. Mi cabeza
trabajaba a toda velocidad. Las posibilidades eran infinitas, pero la intuición
me decía que los crímenes siempre tenían una razón.
Debía simplificar: dinero, pasión o poder.
La afluencia de público era menor a esas horas del sábado, cuando el sol
derretía a cualquiera que osara por salir a la calle. Y allí estaba yo, como un
superviviente, ajeno a la temperatura, ignorando el agujero en el que me
estaba metiendo.
14

¿Estaba Arturo Ramos implicado en asuntos turbios? ¿Y su esposa? Era


difícil de responder con tan poca información, pero si algo tenía claro, era
que esa mujer no nos había contado la verdad.
La intuición me llevó hasta el museo. Regresar al lugar de los hechos,
era más que necesario.
Me acerqué a la recepción y compré una entrada. La persona que
atendía a los visitantes tras el mostrador, no era la misma del día anterior.
Cambio de turno, quizá. Para no levantar sospechas, me limité a no decir
nada y observé los puntos donde se fijaban las cámaras de seguridad.
Recorrí el ala izquierdo, tal y como había hecho el día anterior, e intenté
reconstruir cada paso de aquel hombre, antes de caer rendido a mis pies.
El único lugar al que las cámaras no llegaban, era el pequeño espacio
que quedaba entre la sala donde se albergaba la Dama de Elche y el resto de
obras pertenecientes a la Protohistoria. El mismo espacio en el que Ramos
se había cruzado con ese, ahora cuestionable, grupo de turistas. Una de las
personas había tenido que inyectarle alguna clase de veneno. Identificarla,
en esos momentos, sería como encontrar una aguja en un pajar.
Nogueira había requisado las cintas de seguridad, la mujer de la
recepción había sido reemplazada por un hombre y la autopsia de Ramos
tardaría días en ser pública… si es que lo hacía. Tampoco esperaba mucho
de ella. La Policía no haría declaraciones acerca de la causa del
fallecimiento.
Cuando me acerqué a la escena del crimen, la sala estaba inhabilitada.
La Dama de Elche seguía protegida en su urna de cristal pero, por medidas
de seguridad, habían deshabilitado el acceso. Nadie quería que se asociara
la imagen del museo con la de un crimen.
Intentando recordar algo de aquel difuso momento, noté el golpeteo de
unos tacones que se acercaban a mí.
—¿Qué se le ha perdido por aquí? —preguntó una voz femenina que me
resultó familiar. Levanté la vista y la miré a los ojos. Esta vez, no llevaba
gafas de sol. Tenía la mirada clara y azul, como el agua de una piscina—.
¿Intenta eliminar pruebas del delito?
Sus palabras sonaron de un modo extraño que no logré descifrar, hasta
que dibujó una mueca con los labios.
—Diana León… —dije volviendo mi cuerpo hacia ella—. Eso mismo
me podría preguntar yo sobre usted. Ni siquiera han pasado veinticuatro
horas… No me cuente que tenía una reunión. Ya no la creería.
—Puede opinar lo que quiera —respondió asertiva—. No tengo nada
que ver con lo que sucedió ayer, por lo que no me inquieta en absoluto. Sin
embargo, sí que me preocupan mis negocios. Las relaciones profesionales
son tan frágiles como las sentimentales. Creemos que están ahí toda la vida,
hasta que se van sin decir adiós.
—¿Me quiere contar algo sobre sus hazañas amorosas?
—No se haga el gracioso, Caballero… —dijo coqueteando conmigo. La
contemplé fijamente y observé que su pelo no era tan largo como recordaba.
Ella se acercó a mí jugueteando con la vista—. Sé que está investigando
esto para uno de sus libros. Dígame, escritor, ¿ha descubierto algo nuevo?
Me separé de ella unos centímetros y volví a levantar los ojos. La
cámara de seguridad nos apuntaba. Segunda vez en veinticuatro horas. Recé
para que Nogueira no requisara más cintas.
—¿Le suena el nombre de Miguel Ledesma De La Cruz?
Ella apretó los labios.
—¿Es un acertijo?
—No. Una simple pregunta.
—Por supuesto que me suena. ¿Qué tiene que ver don Miguel en todo
esto?
Esa desconocida era enigmática. Lo suficiente para desconfiar de ella. A
pesar de esto, me costaba deshacerme de su presencia. Las preguntas
rondaban por mi cabeza. Quería que me lo contara todo, y tal vez aquel
fuera mi error.
—No lo sé, pero eran amigos. ¿Me equivoco?
—No se equivoca, aunque… ¿Quién mide los términos de la amistad?
Es una palabra tan vulnerable…
—Deje de ser tan abstracta. Me cansa la gente que habla a medias y
cuando me siento incómodo, pierdo los papeles.
—¿Me va a lastimar, Caballero? —cuestionó desafiante—. Entonces
deje de hacer preguntas entrometidas.
—Jamás tocaría a nadie. Soy un perfecto y maleducado caballero.
—Lo lamento —dijo negando con la cabeza—. De caballero, sólo tiene
el apellido y le queda algo grande…
Reconozco que su astucia dialéctica estaba a la altura de mi
impertinencia pero, a su vez, me ponía de los nervios.
El problema no era ella, sino yo. Era consciente de que la mujer poseía
información privilegiada. Desconocía cómo sacarle una confesión y eso me
frustraba.
—Por casualidad, ¿podría darme el teléfono de ese hombre? —pregunté
sin más dilación—. Si lo tiene, claro. Me gustaría hacerle unas preguntas.
Antes de que respondiera, saqué el aparato de mi bolsillo, pero la
pantalla se había quedado en negro.
—Vaya, hoy no es su día —dijo y miró a nuestro alrededor. El ambiente
era tranquilo. Los guardias vigilaban con total normalidad—. ¿Qué le
parece si hablamos en un lugar más… cómodo?
Cómodo significaba privado. Accedí sin resistencia. Era lo propio
cuando no queda más opción.
Abandonamos el museo y regresamos a la calle de Serrano. Allí,
encontrar una cafetería era como hacerlo en Harrod’s. Tiendas y más
tiendas de lujo. Una de las vías más caras del país. El lugar preferido de los
adinerados para gastar los ahorros en las marcas más reconocidas del
mundo.
Caminamos hasta la calle de Jorge Juan y nos sentamos en la terraza de
un restaurante. Yo pedí un café y ella un Aperol Spritz, esa bebida que tan
de moda estaba y que tan rápido se subía a la cabeza. En una tarde como
aquella, con el calor abrasador que hacía, era el refresco perfecto para
convertir un encuentro mundano en una noche legendaria. Pero ninguno de
los dos parecía estar dispuesto a desentenderse por unas horas de sus
asuntos privados.
—¿Qué está buscando exactamente? —preguntó dando un sorbo a la
bebida. Se puso las gafas de sol y esperó a que respondiera. Diana León era
una mujer que sabía lo que quería, cuándo y cómo lo quería. Debía prestar
atención con los cinco sentidos—. ¿Una historia? ¿Matar el aburrimiento?
—¿Y usted? —pregunté y pedí un vaso de agua para aclararme la
garganta—. ¿Qué gana con todo esto?
Ella sonrió. Tenía unos labios cautivadores. Se acercó a la mesa y estiró
el cuello hacia mí.
—Seré honesta con usted —dijo con seriedad. Un viejo truco que no
funcionaría conmigo. Estaba dispuesta a contarme una verdad a medias—.
No me interesa saber qué le pasó a Ramos, pero sí por qué terminó así. ¿No
le resulta sospechoso que destinara tanto dinero a las obras de arte que no le
pertenecían?
Levanté una ceja. El café me iba a ser a poco.
—No, para nada. Cada persona tiene sus aficiones… A mí me gusta el
jazz, colecciono discos. Él amasaba una fortuna, entregaba su dinero al arte.
Ella me señaló con el índice.
—Exactamente —respondió—. Pero no lo coleccionaba. A los ricos les
gusta colgar los cuadros en las paredes del salón, no a la vista de los demás.
—Siempre puedes tener una buena copia del original —comenté al
recordar lo que había visto en casa de la viuda.
—En ese caso, mejor que la tenga el vulgo, ¿no cree? —preguntó
guiñándome el ojo derecho. Dio un segundo sorbo y dejó unos instantes de
silencio para generar más misterio—. Total, no serían capaces de notar la
diferencia.
—¿Qué ganarían teniendo un original que no pueden vender como tal?
Ella se acarició la mejilla.
—Esa es una cuestión personal —respondió agachando la mirada—.
Sólo sé quién pierde y no me refiero a los aficionados…
—Ustedes pierden comisiones, el contrabando blanquea dinero…
—Con fines inimaginables. El mercado negro no tiene horizontes.
—¿Y no le interesa ese mercado?
Mi pregunta no le hizo ninguna gracia. La señorita León se puso tensa y
distante.
—¿Por quién me toma, escritor? Soy una profesional. No me interesan
las trampas.
Sus palabras me hicieron reflexionar. Pensé en la viuda de Ramos,
después en ese burgués de pelo canoso y semblante estirado, y en lo que
Diana León me intentaba transmitir. ¿Era todo eso una farsa? ¿Arturo
Ramos había muerto por un ajuste de cuentas? ¿Envidia? ¿Exceso de
codicia por parte de su mujer? Intenté asimilar la conversación. De ser
cierto, el crimen podía esconder una trama más interesante de lo que había
pensado en un principio.
—¿Quién cree que lo hizo?
Ella esbozó una mueca.
—Ese es el trabajo de la Policía —contestó—. El mío es saber a dónde
van las obras y el dinero.
En un acto reflejo, intenté poner en funcionamiento el teléfono, pero no
respondió. Necesitaba hablar con Beatriz y la única forma de hacerlo era
regresando a la redacción del diario.
—Gracias por lo que me ha contado, pero tengo un asunto que atender.
Pagué la cuenta y me levanté en busca de un taxi.
—¡Espere! —exclamó ella antes de que me distanciara—. ¿Hacia dónde
va?
—Dirección Las Ventas.
—¡Genial! No sabe lo que me alegra oír eso —respondió y se aproximó
a mí—. ¿Le importaría compartir un taxi?
Acto seguido, levantó la mano y un vehículo blanco se detuvo a escasos
metros.
—Por supuesto que no… —dije desarmado y sin opciones.
Abrí la puerta trasera y la invité a subir al vehículo. Después entré yo.
Miré hacia atrás y escuché un fuerte ruido de motores. Una Harley
Davidson subía por la calle.
15

La tarde llegaba a su ecuador y el sol capitalino seguía calentando el


asfalto. Por suerte, el interior del vehículo estaba fresco, gracias al aire
acondicionado. Diana León miraba por la ventana. Me fijé en sus piernas,
largas y pálidas, aunque bonitas y tonificadas. Después levanté la vista
hacia sus brazos, también duros y tersos. Algo no cuadraba en la imagen de
la mujer que tenía delante, pero no quería emitir juicios prematuros.
Por mi parte, conocía, de buena mano, la clase de entrenamiento que
Soledad realizaba casi a diario, y no era nada fácil de practicar para mí. Aún
así, sus músculos no se definían como los de Diana, que no acumulaban un
gramo de grasa.
—Todavía no me ha dicho a dónde va…
—No es relevante —contestó—. Ya le avisaré cuando nos acerquemos.
Incorporados a la calle de Alcalá, noté cómo el ruido de la motocicleta
seguía detrás del coche. Me extrañó más de lo normal. El tráfico no era
denso y, por lo general en las tardes así, los motoristas aprovechaban para
adelantar a quien se pusiera por delante.
Miré hacia atrás y vi a un hombre con casco, con la visera tintada de
negro y la ropa del mismo color. El taxista conducía ajeno a la presencia de
aquel hombre, pero algo me indicó que nos estaban siguiendo.
—¿Tiene usted enemigos? —pregunté a la comerciante.
Sin apartar la mirada del cristal, carraspeó.
—¿Quién no los tiene?
Me acerqué al taxista.
—¿Le importa meterse por esa calle?
—Pero…
—Por favor.
—Sí, claro… —dijo y se desvió por la calle de Hermosilla, sin entender
mis intenciones, aunque no le importó demasiado.
Suspiré al ver que la moto había desaparecido, pero el temor regresó
cuando volví a escuchar aquel motor.
—¿Qué ocurre, Caballero?
—Esa Harley. Nos está siguiendo.
Diana se giró y miró por el cristal trasero. El conductor comprobó la
distancia por el espejo retrovisor.
Él parecía más inquieto que nosotros.
—No se ponga nervioso… —respondió ella—. Madrid es una ciudad
grande. Nadie tendría por qué…
Antes de que terminara la frase, escuchamos un fuerte estruendo. El
impacto hizo volar los cristales de la parte trasera del vehículo.
—¡Diablos! —exclamó el taxista—. ¿Qué cojones ha sido eso?
El motorista estaba pegado a al coche. Golpeó de nuevo, con una barra
de hierro. El faro derecho salió volando en pedazos. Ahora se disponía a
hacer añicos el cristal. El taxista, embravecido, hizo un amago de
abandonar el coche para enfrentarse a él.
—¿Qué hace? —cuestioné. Ese desgraciado nos iba a destrozar con su
porra metálica—. ¡Acelere! ¡Sáquenos de aquí!
Se escuchó un tercer estrépito. Mi acompañante gritó. Su ventana se
convirtió en pequeños cristales que cayeron en el interior.
Sin mediaciones, el conductor hizo marcha atrás bruscamente y logró
derribar al motorista. La gente de la calle no dio crédito a lo que sucedía,
pero nadie se acercó a socorrernos. El taxista tocó el claxon para abrirse
hueco y salió disparado hacia el final de la vía. Giré la cabeza y vi al
corpulento esbirro levantando la motocicleta. Debíamos pensar en algo
mejor. Eso no lo detendría.
—Cambie de dirección —dije vigilando—. Hay que dar esquinazo a ese
desgraciado.
—¿Y a dónde carajo quiere que vaya?
—Al NH de la calle de Zurbano —dije sin razonar demasiado. Allí nos
podríamos esconder, pero también nos podía acorralar. Después miré a
Diana. Más que asustada, parecía tensa y preocupada. Un fino hilo de
sangre caía por su muslo derecho.
—Está herida —dije señalándole la pierna. Ella se sorprendió—. ¿Se
encuentra bien?
Diana asintió.
—¿Quiénes son ustedes? ¡Ese tío casi nos mata! ¿Y cómo le voy a decir
al seguro que me pague la reparación?
—Cálmese, ¿quiere? Lo hablaremos más tarde…
—Más tarde, más tarde —dijo renegando de habernos prestado el
servicio—. La madre que os parió… Jamás debí hacerle ese favor a Juanito.
¡Era mi único día libre!
Giró saltándose una señal en el cruce con la calle de Goya. Gracias a su
conducción temeraria, evitó un accidente por segundos. Luego tomó la recta
como un proyectil, aprovechando las luces de color ámbar de los semáforos.
El motorista quedaba atrás, cada vez más lejos entre los coches.
—No, no… Ese cabrón nos va a coger… —dijo el taxista, que ahora
sólo le preocupaba salir airoso de aquella—. No va a volver a tocarme el
coche…
Miré de nuevo a Diana.
—¿Tiene alguna idea de quién ha podido ser?
—Sí, claro, un viejo amante. ¡No fastidie! ¿Y usted? —preguntó irritada
—. Será mejor que me deje aquí. He tenido suficiente por hoy, escritor.
La agarré del brazo, evitando que se moviera.
—¿Cuándo empezará a tutearme? —dije sonriente—. Espere, estamos
llegando al hotel. Allí estará a salvo, al menos, hasta que se marche. Ese
hombre iba a por uno de los dos…
—¿Y por qué no a por los dos juntos? —cuestionó abriendo los ojos
como dos canicas relucientes—. En serio, necesito…
Presioné su brazo.
—Por favor…
—Suélteme y ya veremos.
Y así hice.
Los coches de Policía se mezclaban en el paseo de la Castellana y eso
me dio cierta seguridad. El susto pasó y nuestro hombre parecía haber
desaparecido por el momento. Un matón a sueldo, no tenía otra razón. ¿Lo
habría enviado esa señora?, me cuestioné.
Minutos más tarde y con los ánimos más calmados, el taxista nos dejó
frente a la austera fachada del hotel. Pagué la carrera y le di todo el efectivo
que llevaba encima. Aquello cubriría los daños.
—¿Estarán a salvo? —preguntó—. Hay mucho cabrón suelto en esta
ciudad.
—Lo intentaremos… Gracias —contesté y me apeé del vehículo.
Después siguió su camino y se marchó.
Diana León digería el episodio. Puede que una persona como ella,
acostumbrada a vivir en una burbuja de cócteles, galerías y tazas de
porcelana china, necesitara más tiempo para aceptar que el mundo era un
lugar salvaje y que la vida tenía el mismo valor que el de su barra de labios.
Me adelanté y tomé la iniciativa, caminando hacia el interior del hotel
con la seguridad de que no rechazaría mi propuesta. Oí sus pasos siguiendo
los míos y sonreí feliz de que hubiera entrado en razón.
Por desgracia, cuando crucé la puerta, mi corazón dio un vuelco
inesperado.
—¿Gabriel?
No era lo que parecía, pero… ¿Qué se hace cuando no parece otra cosa?
Los tacones de Diana León se pararon.
Junto a la recepción, de brazos cruzados, Soledad observaba la escena
con la mirada fría y desolada.
Puede que me hubiese merecido aquel porrazo.
16

Un grupo de huéspedes también contemplaba la escena. El personal del


hotel vigilaba que no hiciéramos un drama. En ese momento, por mi
interior corrían diferentes tipos de emoción: alegría, dolor, arrepentimiento
y calma. Difícil de asimilar. Tanto, que me temblaban las piernas, me
sudaban las manos y la voz perdía toda su fuerza.
Me acerqué a Soledad dejándome llevar por el magnetismo de nuestros
cuerpos, aunque cuidadoso como Indiana Jones en La última cruzada,
pensando cada pisada para no caer en el vacío.
Atrevido, pero con el miedo encima.
—¡Sol! —exclamé sorprendido. Ella leyó mis pensamientos—.
¿Cuándo has llegado?
—¿Qué está ocurriendo, Gabriel? —preguntó y la abracé. No se movió
del sitio y me despegué de su cuerpo. Sus ojos se clavaron en la sombra que
tenía detrás—. ¿Quién es esa mujer?
La galerista se anticipó para presentarse.
—Diana León —dijo ofreciéndole la mano, pero Soledad se la rechazó.
Vista la reacción, la galerista reculó dando un paso hacia atrás—. No tiene
por qué preocuparse. Comprendo su postura, pero el señor Caballero y yo
sólo hemos compartido un taxi.
Soledad se dirigió hacia mí.
—¿Y desde cuándo eso es normal? —preguntó molesta y celosa. Su
cabeza parecía a punto de estallar.
—Es igual —respondió Diana, evitando la confrontación y
preparándose para salir—. No tengo tiempo para esta clase de escenas.
Gracias por la carrera. Será mejor que les deje a solas.
—Un momento… —dije.
—Llámeme si descubre algo.
—¡Diana! —exclamó Soledad, todavía cruzada de brazos y con ganas
de enfrentarse a ella. La mujer se giró por última vez, mirándola de un
modo que no había usado conmigo.
—¿Sí?
—Su pierna… Está sangrando —comentó la agente—. Debería visitar a
un médico.
Diana León fingió una sonrisa y movió los tacones hacia el exterior del
hotel. Después levantó la mano y desapareció en el interior de un coche.
Los ojos de Soledad se encontraron con los míos.
—Voy a escucharte, pero no pronuncies la maldita frase.
—Pero es que…
—Gabriel, te lo pido.
—No es lo que parece.
—A veces, te odio de verdad.

***
Fue un momento duro para los dos. Ni siquiera accedió a subir a la
habitación. Habíamos tocado fondo, y digo habíamos, porque nos incluía a
los dos, aunque yo fuera el responsable de tal naufragio.
Me pregunté hasta dónde llegaba el horizonte de la paciencia, de las
ganas de seguir luchando por alguien, y de la necesidad intrínseca que había
en mí por destruir algo tan bonito como aquello. Lo arrastraba desde
antaño, quizá por la falta de cariño que había recibido en mis relaciones
anteriores o por la construcción de un ego tan grande, que nunca se sentía
satisfecho. Soledad era la mujer más maravillosa que había conocido hasta
el momento y también la única predispuesta a aguantar lo insufrible. Un
hecho incomprensible que me llevaba al desconcierto.
Como entre el gato y el ratón, yo presionaba, inconscientemente, esa
cuerda que se iba tensando con los días. Allí, en el bar del hotel, la soga
estaba a punto de romperse.
Pedí un cargador para el teléfono mientras nos sentamos a hablar. La
conversación sería larga.
Después de excusarme por enésima vez, le repetí la razón por la que me
había quedado en Madrid.
Comencé con la extraña oferta de trabajo y terminé relatando cómo
Ramos había fallecido a escasos metros de mí. Con detalle y honestidad, le
expliqué que, a pesar de no incumbirme, estaba atrapado en esa historia
porque había una verdad oculta que destapar. Ella asentía y escuchaba,
como solía hacer cuando lo había estropeado todo. Las palabras salían de
mi boca como las notas de una caja de música. Me pregunté qué opinaría, si
es que estaba pensando en algo al respecto, o ya había dejado volar la
imaginación. Una vez hube terminado de contarle los hechos con detalle,
supe que venía el turno de preguntas. Soledad era como Rojo. Sabía apuntar
y no perdía el tiempo con nimiedades.
—¿Qué tiene que ver esa mujer en todo esto? No la has mencionado en
ningún momento.
Me mordí el labio inferior.
—La conocí poco después de la tragedia —aclaré con voz suave—. Ella
vino a mí y me hizo algunas preguntas. Al parecer, está dentro del negocio
y le preocupa que la muerte de ese hombre se deba a un ajuste de cuentas.
—Te has vuelto a ver con ella.
—No. Me ha encontrado ella a mí —dije levantando el índice para dejar
claro que no perseguía a ninguna mujer—. He regresado al museo para
estudiar el movimiento de las cámaras, dar con alguna pista… Entonces me
ha sorprendido. Me ha vuelto a hacer preguntas y me ha vendido un farol
que no he creído. Sé que oculta algo, que sabe más de lo que habla y que
está interesada en descubrir lo que he averiguado. Después de todo, la
Policía no le va a contar nada.
Soledad entornó los párpados.
—Le sangraba la pierna.
Me rasqué la cabeza. Aún no había llegado a esa parte y era consciente
de que era la que menos le iba a gustar.
—Hemos tenido un pequeño percance cuando veníamos hacia el
hotel…
—¿Qué clase de percance, Gabriel?
Suspiré. Estaba contra las cuerdas. No había vuelta atrás.
—Un hombre motorizado ha intentado asaltarnos con una barra de
hierro —dije calculando mis palabras—. Ha destrozado la parte trasera y el
cristal de uno de los laterales. El vidrio le ha provocado un pequeño corte
en el muslo… Por suerte, una vez en la Castellana, nos ha dejado en paz.
—Entiendo… Ves eso normal, ¿no?
—No, claro que no…
—Esa mujer me produce desconfianza —expresó. No hacía falta que lo
dijera en voz alta—. Es peligrosa. Dudo que sea quien dice ser.
—Apenas la conoces.
—Parece que tú la conoces mejor.
—No me malinterpretes. ¿Por qué haría eso?
—Su apariencia. No pienses que estoy celosa, pues no siento ningún
tipo de envidia hacia ella… Hay algo en el conjunto que tú no puedes ver,
pero yo sí… Llámalo intuición o llámalo que, en ocasiones, eres un bobo.
En cuanto al ataque, deberías denunciarlo y no bromeo.
—Puede que sólo quisiera asustarnos —contesté. El corazón me
bombeaba con fuerza—. Seguramente, esa mujer tenga problemas de algún
tipo.
—¿Y a mí qué me importan los problemas que tenga? —preguntó
elevando el tono de voz—. ¿Te das cuenta de que siempre estás expuesto a
situaciones peligrosas?
Me acerqué ella, le pasé el brazo por encima de la camiseta. Su piel
estaba fría. Entonces me di cuenta de lo que había provocado.
—Tienes razón, tú ganas.
—No, no se trata de ganar o perder, Gabriel. Se trata de ti —respondió
apartándose de mi brazo—. No cambias con los años. Parece que necesites
una lección para despertar. Comienzo a cansarme de tanta ansiedad, de
verdad… Quiero estar con una persona sensata y adulta, no con un niño…
—Está bien, está bien… —contesté intentando calmarla—. No te falta
razón. Reconozco que me dejo llevar con facilidad, pero es que las
situaciones…
Soledad me agarró del morro y me miró.
—Toma el control de tu vida y deja de echarle la culpa a las
circunstancias —dijo seria—. Eres tú quien busca los problemas, y no te
juzgo, pero yo no quiero vivir así.
Le solté la mano. Me eché hacia atrás en el sofá y pensé que, por
primera vez, me estaba dando un ultimátum.
Ella o yo. Debía elegir.
—El otro día, no te lo conté todo…
—¿De qué estás hablando ahora?
—Ese mensaje, en Valencia, no era un mensaje, sino un poema…
—¿Otra vez con esa historia? Tienes que olvidarte, no me va a pasar
nada. Sé cuidarme solita.
—No lo puedes entender —insistí tembloroso—. Esa mujer es
peligrosa. Has visto lo que es capaz de hacer y no tiene freno. Llevo meses
sin poder dormir…
—Eso es lo que busca, quitarte el sueño, Gabriel. Deberías ser más
inteligente que ella. Estás por encima de eso.
—¡No! —bramé como un desquiciado. Soledad se sorprendió. Respiré
hondo y cerré los ojos. Después regresé a la realidad—. Mira, será mejor
que nos vayamos hoy mismo de aquí. Tan sólo necesito unas horas para
arreglar un asunto y… se acabó. Esta vez sí, de verdad.
—¿No puedes telefonear?
—No, no… Confía en mí. Hay una periodista novel en El País con la
que estaba investigando la muerte de ese hombre —expliqué—. Le he
prometido que regresaría, así que iré, le daré todo lo que tengo y le diré que
el resto lo tendrá que averiguar por su cuenta.
Los ojos de Soledad se iluminaron. A pesar de tropezar, una y otra vez,
con mis excusas, tenía el don para creerme cuando más lo necesitaba.
—Está bien… —dijo y miró el reloj—. Pero, si ya has pagado la
habitación, podemos marcharnos mañana. He pedido días libres hasta el
lunes. Sería una pérdida de dinero…
—Entonces, ¿vamos a la redacción?
—No, ni hablar. Estoy cansada del viaje. Mejor ve solo —señaló y miró
a nuestro alrededor—. Me quedaré en el hotel esperándote o quizá salga a
dar un paseo… No lo sé. Necesito pensar y tranquilizarme. Llevamos unas
semanas emocionalmente intensas… ¿Por qué no reservas en un lugar
bonito para esta noche? Haré tabla rasa, palabra de honor.
La distancia de nuestros rostros se acortó y nos besamos. Me
encantaban sus besos. Era una sensación única que me elevaba al séptimo
cielo.
—Palabra de honor —dije con una estúpida sonrisa. Sus ojos brillaban
como dos perlas. Era un hombre afortunado—. Volveré pronto.
Le entregué la tarjeta de mi habitación y pedí un duplicado en la
recepción. A lo lejos, Soledad se despidió con esa mirada dulce, moviendo
la mano para decirme adiós, y entró en el ascensor.
Salí a la calle, llené los pulmones y detuve al primer taxi que pasó por
allí.
—¿A dónde le llevo?
—A la redacción de El País —señalé—. Rápido, por favor. El amor de
mi vida me espera de vuelta.
Sonó demasiado bien. Por desgracia, la vida no siempre acababa como
una película de Hugh Grant.
17

¿A qué se referiría Soledad respecto a Diana León?, pensé de camino a la


redacción.
Un secuestro falso, un matón a sueldo y un cadáver con un secreto
enterrado. No me costó sospechar de Jimena, la viuda de Ramos. Pero,
¿para qué acabar con él, después de tantos años separados? El despecho no
era una posibilidad. El asunto se volvió turbio, sin mencionar a esa
galerista, con un interés misterioso y desconocido.
En definitiva, era el momento de apartarme.
Cuando llegué allí, encontré a Beatriz con los ojos inyectados en sangre,
cansada de leer cientos de artículos frente a la pantalla y deseosa de que
apareciera por su escritorio.
—No te vas a creer lo que he descubierto… —dijo nada más verme. Lo
llevaba en la sangre. Había mordido la manzana de la exclusiva y nada
podía sacarla de ese estado.
Escondida entre montones de papel, parecía ajena a los demás
periodistas de la redacción, que se movían como si los hechos no fueran con
ellos. Me guardé mi historia y puse atención a lo que tenía que contarme—.
He encontrado al falsificador, he dado con su dirección pero, ¿sabes qué es
lo mejor de todo?
—Dispara, chica lista.
—Uno de los números de teléfono que me diste, coincide con el que
tiene registrado en su domicilio.
—Interesante…
—Pero eso no es todo —prosiguió acelerada. Deduje que el estado se
debía a las dos latas de bebida energética que había en la papelera—.
Antonio Ramos había contratado sus servicios en tres ocasiones. Por
supuesto, las facturas no figuran como falsificaciones, sino como encargos
privados. Extraño, ¿verdad?
—Es un pintor.
—Legalmente sí.
—Los puntos comienzan a unirse… ¿De dónde has sacado las facturas?
—Trabajo en el diario más grande de España —explicó con cierto
orgullo, a pesar de que las horas no estuvieran pagadas—. Existen recursos.
—Entiendo. Buen trabajo… Verás, Beatriz, venía a…
—Hay más —dijo interrumpiéndome—. ¿Recuerdas que una mujer
respondió a otro de los números? En efecto, era la sirvienta de la casa. Volví
a llamar e insistí. ¿Sabes para quién trabajaba?
—Ni idea.
Extendió las manos para generar más drama.
—Miguel Ledesma de La Cruz. ¿Cómo te quedas?
Eso sí que era investigar.
—De piedra.
—Ledesma está divorciado. ¿Sabes por dónde voy?
—¿Que trata de ocultar algo?
—Tú me dirás.
—Estoy sorprendido… Pero, tienes que escucharme, estoy aquí para…
—Un momento, Gabriel —intervino de nuevo, quitándome la palabra
de la boca—. He descartado el número incompleto, por lo que tiene que ser
la clave de algo o un código, ¿quién sabe? Prefiero aparcarlo por el
momento. Sin embargo, he estado dándole vueltas a un asunto relacionado
con Jimena del Muelle, la viuda de Ramos… Esa mujer no nos contó toda
la verdad cuando fuimos a su casa.
—¿No?
Beatriz abrió un documento en el ordenador. Aparecían noticias de
archivo escaneadas de diarios antiguos. Era una página de sociedad. La
fotografía era de una gala en el Casino de Madrid. En una esquina, entre un
montón de personas reunidas y sentadas a la mesa, aparecía el burgués de
pelo engominado, entonces con menos canas, junto a Jimena del Muelle y,
por supuesto, sin rastro del difunto marido.
—Dijo que no había visto a ese hombre en su vida y, sin embargo, aquí
están comiendo juntos. ¿Por qué nos mentiría?
Apreté los puños con rabia y pensé en otra cosa. Si seguía
escuchándola, terminaría seducido por la intriga de la historia. No era lo
correcto. El rostro de Soledad se manifestó en mi mente, como una
aparición mariana. Tuve que contener la emoción y hacer un esfuerzo por
no realizar más preguntas.
—La memoria falla a esa edad… No lo sé, de verdad. Necesito que me
escuches, Beatriz…
—¡Gabriel Caballero! —gritó una voz a mis espaldas. Beatriz se apuró
en cerrar todas las ventanas y ordenar los folios. Cuando me di la vuelta,
tenía a Joaquín Botines frente a mí—. ¿Necesitabas algo?
—Vaya. Pues la verdad es que sí…
—¿Has pensado en la oferta? —preguntó cruzándose de brazos,
esperando la respuesta que tenía en mente.
—Ya lo creo, y de eso me gustaría hablar…
De pronto, gracias a su altura, elevó la vista por encima de mi hombro y
vio lo que Beatriz intentaba ocultar.
—Balcones, ¿qué tienes ahí?
—Nada… ¿El qué?
Botines me apartó con la mano y se abrió camino. Después encaró a la
periodista.
—Espero que estés con lo que te he mandado… —comentó y cogió, sin
preguntar, la carpeta en la que había guardado las facturas y los viejos
artículos de prensa—. ¿Qué cojones estás haciendo?
Acto seguido, se giró hacia mí.
—Joaquín, cálmate… —dije quitándole importancia.
El director volvió a comprobar la carpeta.
—No te he pedido que te encargaras de esto —respondió dirigiéndose a
la empleada. Su voz era férrea y autoritaria—. ¿Qué intentas? ¿Sabotear el
trabajo de tus compañeros? ¿Esto es lo que aprendes?
Ella aguantaba el tipo, sin mentar palabra.
—Se lo he pedido yo —respondí por ella. La carpeta estaba en sus
manos y difícilmente la recuperaría—. Le encargué que me buscara una
información.
—¡Tú, cállate! —bramó a escasos centímetros de mi rostro—. ¿Quién
diablos te crees que eres?
La conversación se caldeó. Respiré hondo antes de cometer una
tontería.
—Te pido un poco de respeto. Deberías calmarte. Ella no ha hecho
nada…
—¡Te he dicho que te calles, payaso! —gritó, esta vez más fuerte. El
personal se fijó en nuestra discusión—. ¡Estoy hablando con ella!
Miré a Beatriz, humillada y con un sentimiento de culpabilidad que no
cabía en ella. Sin pensar en las consecuencias, apreté el puño derecho, eché
la pierna hacia atrás y le propiné un mamporro en la cara a ese don nadie.
Botines no se lo esperó y mis nudillos alcanzaron de pleno su pómulo
derecho. Sonó un golpe seco. Después un grito de dolor.
Botines se echó las manos a la cara y retrocedió unos pasos.
—¡Hijo de perra! —pronunció e intentó abalanzarse sobre mí. Atento,
lo vi venir y esquivé el golpe. Llevaba suficientes peleas encima como para
moverme como un púgil de barrio. Su cuerpo cayó sobre el monitor del
escritorio. Me escabullí y le dije a Beatriz que la vería abajo—. ¡Seguridad!
¡Llamad a la Policía!
Nadie hizo nada por detenerme. Tal vez todos esperaran un momento
así. En ocasiones, algunos se atreven a hacer, o decir, lo que el resto piensa,
aunque no sea del modo más apropiado.
Rápido, tomé el ascensor y dejé aquella redacción nacional para
siempre, diciendo adiós a mi futuro prometedor como columnista.

***
Me ahorré la cita en el despacho con ese cretino. De haber conocido antes
de su altivez, no me habría molestado en escuchar su oferta. Pero no todo
eran malas noticias. Esa chica, Beatriz Balcones, mi joven y auto asignada
aprendiz, y con la que me sentía en deuda por haberle arruinado el día,
había afinado la puntería, llegando más lejos de lo que podía esperar de ella.
Con dos números de teléfono, una mentira a medias por parte de la viuda y
una dirección postal, nos quedaba visitar a ese artista de la réplica.
El pintor nos sacaría de dudas. Antes del ocaso, tendría todas las
respuestas y, con un poco de suerte, llegaría a tiempo para la cena con mi
querida Soledad.
Busqué el bar en el que habíamos comprado los bocadillos el día
anterior y le envié un mensaje de texto a Beatriz. Así no tendría que
buscarme.
Comprobé la hora. Eran las siete de la tarde, el cansancio comenzaba a
hacer acto de presencia en mi cabeza y necesitaba reponer fuerzas antes de
seguir en funcionamiento.
Lo que parecían celos, se convertían en un triángulo amoroso.
Puede que Ramos amenazara a su mujer con hacer público su desliz,
humillarla delante de sus hijas o quitarle la fortuna. Quizá fuera la razón
para detener el divorcio.
Para pagar a un sicario, había que tener las agallas necesarias. Y dinero.
Supuse que esa mujer tendría ambas cosas. Quizá Ledesma le ayudara. ¿Y
Diana León? ¿Era esa supuesta amante de Ramos que nadie conocía?
Puesto a pensar… Todo era posible. No era la primera persona que se
juntaba con alguien por dinero. Demasiadas teorías. Me empezó a doler la
sesera.
Pedí una cerveza y media ración de jamón serrano. La mano me
escocía. El golpe me había inflamado los nudillos pero, por fortuna, aún
podía mover los dedos sin dificultad. Le había propinado una buena castaña
a ese idiota, aunque no estaba muy orgulloso de ello. El temple era lo
último que un hombre debía perder.
La becaria, si es que todavía lo era, no tardó en llegar a nuestro
encuentro. No parecía alegre, pero reaccionó con amabilidad al verme.
—¿Cómo está tu mano? —preguntó y se sentó. Después pidió una
Coca-Cola—. Eso de ahí ha sido muy fuerte.
—No bebas esas porquerías. Te va a dar un ataque al corazón —dije
frotándome los nudillos con la palma de la otra mano—. Me las he visto en
peores situaciones. ¿Y tú, cómo estás?
—No lo sé… —contestó y agachó los ojos—. Supongo que se ha
quedado una conversación pendiente con Botines. Da igual, no me iba a
pagar. Lo superaré.
—Así me gusta, con valentía.
—¿Qué es lo que querías contarme? —preguntó curiosa.
—¿Piensas seguir con esto? Imagino que no te ha devuelto la carpeta…
—No, no lo ha hecho. Era todo lo que tenía… Algo apesta con este
asunto, ¿sabes? No he sido la única a quien ha llamado la atención… —
dijo. Nos sirvieron el refresco. Volcó todo el líquido en el vaso de tubo con
hielo y una rodaja de limón—. Y sí, claro que sí. Tengo la dirección de ese
falsificador. Vamos a ir hasta el final, ¿no?
Mis ojos delataron mi respuesta.
—Verás…
—No me digas ahora que te estás echando atrás…
—Perdona, guapa, pero yo nunca me bajo del barco.
—¿Entonces?
—Asuntos personales —dije, seco y distante. Ella lo entendió—. Hasta
aquí puedo contarte.
Dio un trago al refresco. Estaba decepcionada, pero no quería
manifestarlo.
—Está bien, tío —dijo con informalidad, aunque con un ligero
desprecio—. Me has ayudado bastante y te lo agradezco. Es una pena.
Empezaba a divertirme con esta historia… Pero no voy a hacerlo yo sola.
Paso.
—¿Cómo que pasas?
—Que sí, que probablemente mañana ya no vuelva a tener un escritorio
en esa redacción —respondió desairada—. Por tanto, se acabó también para
mí. Game Over, tronco. En el fondo, necesitaba unas vacaciones.
—No puedes hacer eso.
—Lo siento, pero no me vas a decir lo que tengo que hacer, listo…
—¿Dónde vive ese hombre?
—En Malasaña. ¿Por?
Comprobé la hora de nuevo. Si éramos rápidos, podíamos terminar
antes de la cena. Llegaría con el tiempo justo a mi cita, pero lo lograría.
—Te diré algo, chica lista… Este es el reportaje de tu vida. Los trenes
no pasan siempre y cuando lo hacen, no somos capaces de verlos venir. Esta
vez, yo sí que veo tu tren, y es de alta velocidad. Así que mueve esas
piernas hacia tu moto o te arrepentirás de no haberlo hecho por el resto de
tu vida.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de lo que dices?
—Porque hace años que los trenes dejaron de pasar por mi puerta.
18

Llegamos a la calle del Pez, en el corazón del barrio de Malasaña, la zona


más alternativa de la ciudad. Cuarenta años atrás, había sido una parte
pobre del casco antiguo, infestada de droga, de jóvenes alborotadores y
plagas de cucarachas. Los años venideros lo habían convertido en el área
por excelencia del posmodernismo, de los bares de moda, de las tiendas de
magdalenas y el lugar en el que los artistas se llenaban de inspiración al
salir a la calle.
Y no era para menos.
Malasaña representaba un abanico de muchos colores, de diversidad, de
jóvenes recién llegados para comerse el mundo y otros, no tan jóvenes, a los
que la ciudad había devorado con el paso de los años.
La motocicleta italiana brincaba por los adoquines de la calzada. La
calle del Pez era una estrecha vía rodeada de fachadas de dos o tres alturas,
con sus tejados rojos y esos balcones decimonónicos que tanto me
gustaban. Como cualquier sábado del año, el ambiente festivo, de una tarde
que comenzaba a caer, impedía moverse con normalidad. Los taxis
sorteaban las bolsas de basura que los vecinos dejaban junto a las papeleras.
La música de los bares se mezclaba con el bullicio de las conversaciones de
quienes habían comenzado ya a festejar. Tiendas y más tiendas; gente y más
gentío. Canallería de fin de semana, humo de cigarrillo, olor a aceite de
taberna y ruido, mucha algarabía. El contraste de los viejos
establecimientos de ultramarinos, frente a los estudios de tatuaje. Al final de
la calle se veía la iglesia de San Antonio de los Alemanes. Beatriz se detuvo
en el número once.
—Es ahí —señaló. El sonido del motor cesó.
La presencia de la periodista llamó la atención de los parroquianos que
se apoyaban en la barra de un bar astur. Un restaurante como muchos de los
que llenaban Madrid de cervezas y aperitivos, que se había quedado en la
calle sufriendo la modernización del barrio.
Levanté la vista del número once de la calle del Pez y vi una fachada
amarilla de cuatro plantas y dieciséis balcones. Dar con ese hombre, podía
ser muy fácil o realmente complicado. Estando al tanto de su expediente, y
conociendo que había pasado unos años en prisión, estaba seguro de que
tendría las espaldas cubiertas.
Beatriz, en un acto de ingenuidad e insensatez, fue directa a tocar el
timbre del portal, como si aquella fuera la forma de proceder.
La detuve y ella me miró extrañada.
—¿Qué haces?
—Nunca seas predecible —dije—. ¿Qué piso es?
—El tercero derecha.
Pulsé el botón del primero.
—¿Sí? —preguntó la voz de un hombre mayor.
—Buenas… —respondí improvisando—. Soy el del cuarto, que me he
olvidado la llave de abajo y no puedo entrar…
La puerta se abrió.
Ella observó sorprendida.
—Pensé que sería más difícil —contestó y nos colamos en el interior.
—Pensé, pensé… Menos especular y más actuar —respondí con burla.
El humor, en las situaciones de estrés, funcionaba mejor que los rezos.
Le indiqué que era más conveniente usar las escaleras, ya que nunca hacían
ruido y podías huir con facilidad. Tomé la iniciativa y subimos los
escalones evitando los encuentros con otros vecinos. Lo último que
queríamos, era que supieran que habíamos estado allí.
Finalmente, llegamos al cuarto. Ambos estábamos nerviosos. Era
normal y formaba parte del éxtasis del momento, como cuando se abre un
regalo de cumpleaños. Nunca se pueden tener expectativas de lo que habrá
debajo del papel y, pese a todo, nunca se dejan de tener.

***
Frente a la puerta, los dos periodistas nos miramos. Ella no quería hacerlo,
pude verlo en su rostro, así que no la presioné. No contábamos con
demasiado tiempo.
Sin llamar la atención, golpeé la puerta con los nudillos de la mano que
no tenía inflamada y pegué la oreja a la madera. Oí unos pasos en el
interior, también una radio que pronto se apagó. Había alguien dentro y no
esperaba visitas. Ahora debíamos convencerle para que nos abriera.
Toqué de nuevo. Los pasos se acercaron. Beatriz buscó una explicación
en mi silencio y le di una seña para que esperara.
—Sé que está ahí, Rodrigo. Soy el vecino del primero…
Esperé unos segundos y la puerta se abrió.
Un hombre delgado, de unos cincuenta años, bronceado como una
tableta de chocolate con leche y vestido con una camiseta veneciana, nos
sorprendió acariciándose las puntas de un bigote fino y alargado. La chica
le inspiró cierta confianza. No éramos quienes temía.
Nos miró de reojo, estudiando nuestro lenguaje corporal y se quedó
quieto en la entrada. Al fondo observé una vieja radio, un tocadiscos de
vinilo y un montón de lienzos ocultos por una tela blanca.
—El del primero, ¿eh? —preguntó serio—. ¿Y qué es lo que quieres?
¿Un poco de sal? Anda, piérdete, imbécil.
Cuando intentó cerrar la puerta, puse el zapato en el espacio que
quedaba y alargué el brazo.
—¿Qué coño haces?
—Espere, espere… Está bien —rectifiqué resistiendo a que nos dejara
sin exclusiva—. Yo no soy el vecino del primero, lo reconozco… pero usted
tampoco se llama Miguel.
—Ah, ¿no? —cuestionó y cesó la presión—. ¿Qué sois? ¿Periodistas?
No tengo tiempo para vuestras preguntas de mierda. ¡Al cuerno! ¡Dejadme
en paz, leches!
Empujó con las dos zarpas y temí por el pie. No podía perder otra
extremidad. Mi compañera se apoyó con las manos para evitar el desastre.
—¡No, no cierre! Peor todavía… —respondí y miré a Beatriz, que
empujaba desde atrás—. Tenemos documentos que le relacionan con la
muerte de Antonio Ramos…
—Soy un hombre inocente, ya pagué mi deuda con la sociedad —dijo
enfadado—. No tengo que dar explicaciones de nada.
—¡Rodrigo, por Dios! ¡Deje de empujar la jodida puerta! —bramé
suplicando que parara—. Sabemos a lo que se dedica y necesitamos su
ayuda para encontrar a la persona que ha hecho esto... No buscamos meterle
en ningún problema.
Unos pocos segundos bastaron para que volviera a recuperar la
sensibilidad en el empeine de mi pie derecho.
Le había dicho la verdad, esas eran mis intenciones y, a un farsante
como él, no se le podía engañar.
Dejó la puerta libre y se echó hacia un lado.
—Está bien… —murmuró lamentándose—. Venga, para dentro. No os
quedéis ahí fuera.
Después cerró y pasó el cerrojo de la puerta.

***
El apartamento olía a tabaco, el aire estaba viciado y no parecía que las
ventanas estuvieran abiertas.
Era una vivienda antigua, como la mayoría de las que había en el barrio.
Un pasillo con moqueta, un dormitorio y un salón lleno de trastos viejos
que había acumulado con el tiempo. La higiene brillaba por su ausencia.
Ese hombre no debía de salir mucho a la calle pues, al cruzar el
corredor, observé montones de latas de conservas abiertas y sin abrir,
apiladas como haría un enfermo con Síndrome de Diógenes. Cuando
entramos en el salón que se veía desde la entrada, encontramos dos sofás
roídos, llenos de quemaduras de cigarrillo y un montón de periódicos
viejos.
—Acomodaos donde y como podáis… ¿Café? —preguntó el hombre,
nos miró y dio media vuelta sin esperar la respuesta—. Haré una cafetera.
La mayoría de lienzos estaban ocultos bajo el envoltorio de papel. La
única ventana daba a la calle en la que habíamos aparcado. La vista era
estrecha, pues enfrentaba al edificio del otro lado. Había manchas de
pintura por todas partes y pinceles secos, tiesos como un poste de luz. En la
única estantería donde apoyaba la televisión, vi algunos libros. Viejas
ediciones de Cervantes, Pérez Galdós y Joseph Conrad. Tenían tanto polvo
encima, que me resistí a tocarlas para evitar una infección.
—Esto no ha sido una buena idea… —murmuró la periodista mientras
se apoyaba con cuidado en el sillón—. Este sitio me da mala vibra.
—Tranquila… Es un hombre mayor, con sus manías, ya sabes… Los
artistas son así.
—¿Tú también vives entre basura?
No era un elogio, pero lo tomé como tal.
—Yo no soy un artista.
Minutos más tarde, el pintor apareció con una vieja cafetera moka de
gran tamaño y tres tazas rojas. Las dejó sobre una mesita redonda y sirvió el
café. Al lado de las tacitas, un cenicero cargado de colillas y un paquete de
Winston rojo. Se sentó en un carcomido taburete de madera oscura y se
encendió un cigarrillo.
—¿Y bien?
—Verá… —dije sin saber cómo empezar. Su actitud era hostil, aunque
tranquila—. Tenemos pruebas de que Arturo Román le hizo algunos
encargos privados. También somos conscientes de que mostraba interés por
poseer copias de obras originales…
Antes de continuar, el tipo comenzó a reír como si hubiera dicho algo
gracioso o mi explicación no tuviera sentido.
—¿Qué es tan divertido?
—No sabéis nada —dijo y se relajó. Dio un sorbo al café y tiró una
bocanada de humo—. Los encargos no eran para él, sino para su mujer.
Regalos, supongo.
—El Goya que hay en su casa… es suyo, ¿cierto?
—Chaval… —dijo guiñando un ojo a causa del humo—. ¿De qué árbol
te has caído?
—¿Por qué es tan impertinente?
El hombre resopló.
—¡Ay! Carajo… No tenéis nada de nada. Ni siquiera sabéis de qué va el
asunto, ¿verdad? —cuestionó mirándonos—. Me lo temía… Lo que no sé
es cómo habéis dado conmigo. Mala suerte, supongo…
—Tenemos nuestras sospechas acerca de su trabajo —intervino Beatriz,
harta de tanta soberbia—. Tal vez no lo sepamos todo, pero intuimos que
los cuadros se utilizan para robar los originales.
Sus palabras se clavaron como puñales en la sien de aquel tipo.
—No soy el único que se dedica a esto, guapita… No tenéis pruebas
para culparme. ¿Acaso lleva mi firma?
—Todos los falsificadores tienen su marca personal —comenté.
El hombre rio, esta vez con cierto odio.
—Yo soy un artista, pero tú jamás lo entenderás.
—¿Quién cree que podría estar detrás de la muerte de Ramos? —
preguntó de nuevo Beatriz.
—¡Y yo qué sé! El mundo es un lugar peligroso, ¿sabes, nena?
—Cuando se derrumbó, dijo algo sobre la Dama de Elche —expliqué
—. Por alguna razón, fue la última obra que vio.
—Ah, sí… La Dama de Elche, su favorita —murmuró con esa voz
ronca y dio otra calada. El humo se nos metía en los ojos y una nube se
posaba en lo alto del salón—. Se creía toda esa farsa de los atlantes y las
viejas civilizaciones. Desde que se había convertido en un cornudo, había
perdido la cabeza…
—¿Cornudo?
—Sí. Cornudo. Su mujer le era infiel con el otro, el señorito.
—Se refiere a Miguel Ledesma De La Cruz.
—En efecto —afirmó—. Ramos era un pelele… Un amante del arte, sí,
pero un completo idiota acomplejado. No me extraña que su mujer le diera
la espalda… Yo se lo dije, pero no me escuchó. Tampoco quería meterme
en sus asuntos. Nuestra relación era profesional, nada más.
Beatriz y yo nos miramos.
—¿Cree que Miguel Ledesma se lo quitó de encima?
—¿Qué? ¡Ni hablar! —exclamó como si hubiera dicho un disparate—.
Para nada. Estos tipos tenían sus negocios juntos. A Ledesma le importaba
un comino su mujer…
—Pero Ramos también le había sido infiel a su esposa… —dije.
—¿Sí? ¿Con quién? ¿Acaso no le viste la cara a ese fantoche?
La conversación tomó otro rumbo.
—¿Tiene relación con él? —pregunté.
El hombre me miró desafiante.
—Antes no, ahora… un poco más —explicó, después aplastó la colilla y
sacó otro cigarrillo. El aire era asfixiante, pero no quería interrumpirle—.
Todo cambió cuando estaba cumpliendo condena. Apareció un día, con una
mujer… Me dijeron que saldría de allí antes y me hablaron de un proyecto
de más valor.
—¿Una mujer? Y no era Jimena del Muelle.
—No, no era ella… La vi sólo esa vez —respondió—. Tenía los ojos
azules, eso sí, y unas piernas de infarto… Cumplieron con su palabra y yo
con media condena. No hice preguntas, me limité a aceptar la parte del
trato. No estaba solo, iba a trabajar con más gente pero, por primera vez, lo
que iba a hacer tenía sentido.
—¿Cómo se llamaba esa señora?
Esperé a que me dijera algo. Él me miró atento.
—Nunca lo supe —explicó—. No hago preguntas. Soy un profesional.
Pegó otra fuerte calada.
—¿Qué clase de trato hizo? —dijo Beatriz.
—¿Te crees que soy tonto?
Cuando estábamos cerca de saber más, algo se torció sin entender qué
habíamos hecho mal. El anfitrión machacó los restos del cigarrillo contra la
montaña de colillas. Se puso en pie, sacó un revólver del cinturón y nos
apuntó con él.
Beatriz se quedó sin habla. La situación se complicaba aún más.
—¿Qué está haciendo?
—Venga, la grabadora. ¿Qué os pensabais? ¿Qué no sabía a lo que
veníais?
—Se lo hemos dicho, somos periodistas…
—¡Y un cuerno! —gritó enfadado—. Os ha mandado esa zorra para
devolverme la cárcel. ¡Pues no! Decidle que no soy un chivato como
Ramos, pero lo seré como no me pague lo que me debe.
—Relájese, Rodrigo, y no cometa una estupidez… No tenemos nada
que ver con lo que dice.
—¡Venga, en pie y las manos arriba! Más vale que me entreguéis los
teléfonos o lo que llevéis encima para grabar la conversación… Os juro que
no es la primera vez que la uso.
Entre humo, la falta de oxígeno y la suciedad, aquel hombre se acercó
primero a mí, para registrarme. El hedor a alcohol y tabaco era insoportable.
Con una mano me apuntaba al estómago y con la otra intentaba cachearme.
De pronto, algo sucedía en la calle. El timbre de la vivienda sonó y un
coche de Policía se detenía en la calzada.
—¿Qué cojones? —murmuró.
En un momento de lucidez, aproveché su escasa concentración para
golpearle el brazo, pero fue más rápido que yo. Levanté el arma hacia
arriba. Se oyó un fuerte disparo y la bala agujereó el techo. Beatriz gritó de
pavor. Empujé al pintor contra la estantería y los libros cayeron sobre su
cabeza.
—¡Vamos, corre! —exclamé, agarré del brazo a la joven y tiré de ella
hacia el pasillo. Nogueira y dos de sus hombres subían por las escaleras—.
No, no podemos tener esta mala suerte. ¡Sígueme!
Subimos una planta más, hasta una buhardilla que había encima del
cuarto piso. Toqué el timbre y un chico joven nos abrió. Habían convertido
aquel cuchitril en una vivienda de alquiler. Olía a marihuana y a cerveza
caliente.
—¿Qué queréis? —preguntó con los ojos rojos.
—¡Alto, Policía! —se escuchó dos pisos más abajo. El chico, aturdido,
se inquietó. Me abrí paso tirándolo hacia dentro, cerré y le dije que guardara
silencio.
—¿Dónde hay una ventana? —pregunté. Él me señaló uno de los
dormitorios. Abrí la puerta y vi la cristalera que daba al tejado—.
Saldremos por ahí.
—¿Qué? —cuestionó mi compañera—. ¿Estás loco? ¡Ni hablar! ¡Nos
mataremos!
—Confía en mí —respondí, como si eso sirviera de algo. La última vez
que me había visto corriendo entre tejas, había sido en las afueras de Lisboa
—. No me dirás ahora que te vas a rajar…
—¿Quiénes sois?
—Serás cabrón… —dijo Beatriz y accedió—. ¡Estas cosas se avisan!
—¡Eh, tú! Nosotros nunca hemos estado aquí —respondí al chico, que
no era consciente de lo que sucedía.
Luego me subí a la cama y utilicé la ventana para salir al exterior.
Llegar puntual a mi cita, se complicaba cada vez más.
19

Mientras oíamos la detención bajo nuestros pies, avanzamos por el tejado


hasta una terraza comunitaria que lindaba con el edificio. Tuvimos la suerte
de no tener que correr y nos resguardamos allí durante unos minutos,
esperando a que las aguas se calmaran. A pesar del estrés, de los nervios y
de la tensión del momento, fui capaz de apreciar la belleza de la vista que
teníamos delante: el cielo rojizo de Madrid, visto desde la azotea,
imponente y con un sol que poco a poco se iba apagando. Una estampa de
ensueño, si no fuera porque llegaría tarde a mi cita con Soledad.
La inesperada visita del inspector Nogueira se cobró un detenido. Los
agentes requisaron las obras guardadas del pintor y se llevaron a éste en un
coche patrulla. Los vecinos se alarmaron.
En muy poco tiempo, la calle se convirtió en un recinto de curiosos que
hablaban sin conocer la historia, elucubrando posibles teorías sobre la
identidad del vecino.
—Nos hemos salvado de milagro… —dije al ver cómo el coche de la
Policía se marchaba por la calle del Pez.
—Ese hombre ha estado a punto de dispararnos. Pensé que te había
herido… —dijo Beatriz con la voz cansada. Estaba siendo un día
demasiado largo para los dos. Había llegado el momento de tomar un
respiro—. ¿Por qué no querías que te viera la Policía?
—Como periodista, debes estar siempre antes o después de que lleguen
ellos… —contesté vigilando la calle—. De lo contrario, te meterás en más
de un problema innecesario.
—Estoy agotada… —dijo ella—. Esta visita me ha dejado sin fuerzas.
Abandoné la barandilla y me giré hacia Beatriz.
—Escucha, lo que quería decirte antes… —comenté. Las campanas de
la iglesia sonaron con fuerza. Eran las ocho de la tarde y un haz de luz me
cegó la vista, recordándome que había olvidado reservar en el restaurante
—. Maldita sea, lo he vuelto a hacer…
—¿Qué ocurre, Gabriel?
—No estoy en mi mejor momento sentimental —dije y saqué el
teléfono del bolsillo—. Me temo que alguien se va a cabrear conmigo.
Busqué en la agenda el número de un conocido restaurante de la calle
Jorge Juan. No tenían mesas libres a la hora que quería, pero sí más tarde.
Cerré la reserva a las diez de la noche, horario de verano, a mi nombre.
Después llamé a Soledad.
—Esa mujer de la que ha hablado el falsificador…
—Un momento, necesito hacer una llamada —contesté escuchando los
tonos en el aparato—. Vamos, cógelo, por favor…
Pero Beatriz seguía hablando.
—Ha dicho que tenía unas piernas de infarto. Eso es lo que ha dicho
literalmente…
—Vamos, Soledad, no te hagas la dura… —murmuré.
—Si ella fue quien se encargó de que saliera de la cárcel —prosiguió—,
debe de conocer a Miguel Ledesma, tener contactos y dinero…
—¡Maldita sea! ¡Cógelo! —grité al aparato y colgué.
Volví a marcar el número.
—Cuando nos estaba contando la historia sobre Ramos, me he dado
cuenta de que alguien intenta traicionar al resto.
—¿Qué has dicho? —pregunté y sostuve el teléfono—. Repite eso.
El pulso se me aceleró y las manos me empezaron a sudar.
—Sé que carece de sentido, pero tengo un presentimiento.
—No hagas caso a las corazonadas, Beatriz…
—Ese hombre hablaba porque la viuda de Ramos le debía dinero —
prosiguió—. Pensaba que nos enviaba ella, para que grabásemos su
declaración y así denunciarlo.
—En ese caso, ella también caería.
—¿Y la otra mujer? La amiga de Ledesma —señaló—. Todos están
implicados y una de las tres personas se ha quitado a Ramos de encima. Él
quería hablar y no le dejaron. Esta persona está eliminando pruebas, testigos
y a quien pueda declarar en su contra. Ahora ha sido el pintor y luego irá a
por el resto.
Y el resto también éramos nosotros.
—No, es descabellado… —repetí. Beatriz no entendió nada, pero mis
mayores temores apuntaban en una sola dirección. Busqué el teléfono del
hotel entre mis contactos y marqué—. Por favor, contestad ya…
—¿Qué sucede, Gabriel? Te estás comportando de un modo muy raro…
—Hotel NH Zurbano, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó alguien
desde la recepción.
—Buenas… Mi nombre es Gabriel Caballero y me hospedo en la 307.
Mi pareja no atiende al teléfono, ¿podría pasarme con la habitación?
—Sí, claro. Un momento… —dijo y esperé. La línea daba tono, pero no
contestaron. El recepcionista regresó—. Parece que no hay nadie en la
habitación. ¿Quiere dejar un recado?
—¿Ha visto entrar a una mujer morena, delgada y muy guapa?
—Por aquí entra mucha gente, señor…
—Se lo ruego —contesté acongojado—. Envíe a alguien y dígale que
me llame.
—Como desee. Lo haré personalmente.
—Gracias —dije y colgué.
Apreté los puños, tuve un mal presentimiento.
—¿Me vas a decir qué te pasa?
—Tienes que llevarme al hotel, Beatriz, ahora mismo.
20

Durante el viaje, un veloz y peligroso trayecto entre tráfico y multitud, no


pude pensar en otra cosa que no fuera ella: Soledad. Las personas tendemos
a dejarnos llevar por el miedo en los momentos más oscuros de
incertidumbre, arrastradas por la emoción y los más sórdidos pensamientos.
Mi caso era así.
Me bajé de la motocicleta sin despedirme de la periodista y entré
angustiado en el hotel. Miré a la recepción y encontré a dos mujeres tras el
mostrador. Intenté razonar con la cabeza fría, pero la sangre me calcinaba
por dentro. Un fuerte dolor de estómago me atravesó cuando noté que algo
raro sucedía alrededor del ascensor.
Tomé las escaleras, sin escuchar la llamada de una de las empleadas, y
subí todo lo rápido que pude, aunque el flato intentara detenerme. Nadie
podría pararme hasta que estuviera tranquilo.
Cuando llegué a la tercera planta, busqué mi habitación y recorrí el
pasillo. No estaba solo y eso no ayudó.
El servicio se reunía alrededor de la puerta. No logré entender lo que
decían, pues estaba cegado por la angustia y la taquicardia que pronto haría
explotar mi corazón.
—¡No puede entrar! —dijo un hombre que intentó cruzarse en mi
camino.
Lo empujé contra la pared y seguí acortando la distancia hasta la
entrada. La puerta estaba abierta. El peor de mis temores se hizo realidad.
Alcancé el umbral y vi cómo una mancha púrpura humedecía la moqueta.
—Dios mío… —murmuré, casi sin voz y a punto de derrumbarme.
Sentí que perdía el conocimiento, pero tomé aire y quise creer que no
era cierto lo que veían mis ojos.
Soledad, mi amada Soledad, estaba tirada en el suelo con los ojos
cerrados y los brazos extendidos. Se había puesto aquel vestido beige de
verano que tanto me gustaba, a pesar de que ella fuese más de vaqueros y
blusas. Lo había hecho por mí, por empezar de nuevo, por esa tabla rasa que
tan pendiente teníamos. Una fotografía que jamás olvidaría. Le habían
disparado a bocajarro, en la garganta. Estaba moribunda e indefensa. No
lloré, las lágrimas llegaron más tarde.
Horrorizado, me quedé sin habla, sin aire y sin fuerzas para entender
cómo había permitido que sucediera. Lejos o cerca de mí, las cartas habían
sido echadas desde el principio. Un sentimiento de furia, mezclado con
tristeza e impotencia, se apoderó de mis entrañas. Quise desaparecer y, a la
vez, matar a la culpable de esa atrocidad. No necesitaba más pruebas para
saber que había sido ella.
Me acerqué a mi bella Soledad, incapaz de creer que ese era su fin.
Sentí el latir de su corazón y me llené de esperanza. Ella era una luchadora,
podía salir de esa situación, así como habíamos superado juntos tantos otros
obstáculos. La agarré de los hombros y las lágrimas inundaron mi rostro.
—¡Vamos, no te rindas! —exclamé apoyando su cabeza sobre mi pecho,
manchándome de sangre, pero no me importó—. ¡Llamad a una
ambulancia, joder!
De pronto, un brazo me agarró por el cuello y me arrastró hasta el
pasillo. Quise resistirme, pero no pude, no tenía más ganas de seguir
luchando.
—Soledad… No te rindas… —dije derrotado. La persona que me había
sacado era el mismo hombre al que había empujado segundos antes, el
mismo que había intentado prevenir aquel drama—. Soledad…
Poco a poco, me alejaron más y más de la habitación. Los agentes de
Policía y los médicos del SAMU colapsaron el pasillo. Soledad se alejó de
mí y yo de ella, pero no quería que me separaran sin despedirme.
—Cálmese, señor, cálmese…
—Soledad, no me dejes…
Nunca llegué a mi cita, aunque ella me esperó. Soledad casi se fue para
siempre, llevándose también una parte de mí. Jamás me lo perdonaría.
Aquel fue mi descenso al peor de los infiernos.

***
La peor noche de mi vida, porque ni la más siniestra de las experiencias
podía hacer frente a la pérdida de la persona más importante en tu vida. Los
médicos del SAMU me dejaron acompañarles en la ambulancia, a pesar de
que las posibilidades de que viviera, fueran mínimas.
El trayecto más largo que jamás experimenté, a pesar de que llegáramos
al hospital en apenas veinte minutos. Las tres personas que me
acompañaban, dos hombres y una mujer, intentaban, con todo el esfuerzo
posible, que Soledad no se marchara de este planeta. Después la llevaron a
una zona a la que no podía pasar. Una enfermera se encargó de mí, me dio
una botella de agua y me preguntó cómo me sentía, para después invitarme
a sentarme en una silla. En mi interior, algo me decía que ella ya no estaba
con nosotros, por mucho que deseara lo contrario. Era un auténtico cobarde,
dándola por muerta antes de hora, pero me sentí aterrorizado.
El hospital se convirtió en un lugar fúnebre, triste y frío. No tenía a
quién llamar, ni quería hablar con nadie. En situaciones como esa, no se
puede pensar en nada, ni siquiera en cómo será la vida a partir de entonces.
El tiempo se detiene, buscamos la manera de decir adiós, las emociones se
congelan y el aire que respiramos se vuelve viscoso, como una gelatina.
El vacío en mi interior era tan grande, que deseé haber sido yo quien
estaba en esa habitación.
La enfermera me preguntó si debía avisar a algún familiar. Le respondí
que me haría cargo de ello, en cuanto me recuperara un poco. Necesitaba un
par de horas para asimilar los hechos. En el fondo, la única persona a la que
podía telefonear era su madre, aunque no tenía las agallas para hacerlo.
Nunca vio mal nuestra relación, pero sabía que, en ocasiones, llevaba a la
pobre Soledad por el camino de la amargura con mis travesuras.
Me apoyé sobre las rodillas buscando un punto de equilibrio para no
caerme. Oí unos pasos que se acercaron por el pasillo.
Miré de reojo, por el hueco que quedaba bajo las piernas, y reconocí la
punta de las botas negras con suela de goma.
Se acercó, sentándose a mi lado y dejando una estela de colonia varonil.
—¿Qué has hecho, Caballero? —preguntó Rojo con una voz de
ultratumba.
En un arranque de impotencia, me abalancé sobre él, lo agarré de la
pechera y lo tiré contra el suelo. Rojo no lo esperó. Nunca había actuado así
con él, pero tenía mis razones.
—¿Qué has hecho? ¡Serás malnacido! ¡Jodido cabrón! —grité con el
cuello tenso, zarandeándolo. Él intentó apartarse. Llamamos la atención del
personal y un empleado de seguridad trató de separarnos—. ¿Eso es lo que
vas a decirme?
—¡Cierra el pico!
El guardia me sacó al exterior del hospital. Mi puesta en escena provocó
demasiado alboroto. Fingí calmarme para que me dejara en paz y no avisara
a los municipales. Luego apareció el inspector de nuevo. Seguía cargado de
rabia, pero pensé en Soledad y busqué la forma de tragarme la bilis. Ella no
lo hubiera consentido.
Rojo, que parecía afectado aunque no abatido, me ofreció uno de sus
cigarrillos.
Lo acepté y lo encendí.
—Estaba sola, esperándome. Un disparo en la garganta.
—Gabriel…
—Dime que no tienes nada que ver…
—Gabriel…
—Jamás debí escucharte. Tendría que haberme ido en ese taxi a la
estación…
—¡Gabriel, coño! ¡Cállate ya! ¿Quieres? Se recuperará…
Había tocado fondo. Estaba hastiado de escuchar sus órdenes, los
desmanes y ese tono paternalista cuando las cosas no salían como él
esperaba. Nuestra relación nunca había sido un camino de rosas, pero cruzar
ciertas líneas rojas tenía su precio.
Sabía que había sido él quien había advertido a Soledad de la situación.
De lo contrario, ella no hubiera venido. Se había excedido jugando a ser el
hermano mayor de los dos. Me había hartado de él, no lo soportaba más.
Tiré el cigarrillo contra el suelo. Una chispa saltó sobre mi zapato. Había
llegado el momento de irme, para siempre, a casa, o quizá bien lejos, y ser
yo quien desapareciera.
—¡Adiós, Rojo! —dije dándole la espalda para dirigirme a la salida del
hospital.
—¿Te vas?
—Olvídame.
El inspector se quedó quieto. Seguí caminando. La noche refrescaba el
ambiente, lo cual era de agradecer, aunque en ese momento apenas sentía
nada.
Había perdido la noción de todo.
—¿A dónde crees que vas?
—¡Te he dicho que me olvides!
—¡No tienes adonde ir, idiota! —gritó a lo lejos. Sabía hacer daño y
esta vez me estaba apuñalando por la espalda—. ¡Nadie te esperará allá
donde vayas!
Mis pies se detuvieron. Los puños me temblaban tanto que no los podía
controlar. Hubiese deseado que el asfalto se hubiera convertido en un pozo
de lava ardiente por el que caer. No tuve esa suerte.
Volví a llorar. Era una emoción incontrolable. No quería que me viera
perjudicado, pero cambié de idea.
Rojo se aproximó. La noche era tranquila. No parecía que Soledad se
hubiese ido a otro lugar. Pero así eran los hospitales. Cuando se estaba fuera
de ellos, la fatalidad se veía de lejos, siendo espectadores de las desgracias
de otras personas.
—Saldrá de ésta… —dijo sin mucha convicción y me agarró del
hombro—. No ha sido culpa tuya.
—¿Por qué le contaste que estaba aquí?
—Ya te he dicho que saldrá…
—No vuelvas a repetir eso. Te juro que serás el siguiente que va a entrar
en ese hospital… —respondí enfadado—. ¿Por qué? ¿Por qué no puedes
dejar que gestione mi vida como yo quiera?
Rojo se rascó la barbilla.
—Un compañero me dio el soplo de una operación relacionada con el
contrabando de obras de arte —explicó—. Estaban siguiendo a una
organización que se dedica a vender originales a gente con dinero. Primero
los roban, dando el cambiazo en los propios museos, o a través de fuertes
sobornos. Han actuado en Francia y en Italia, y ahora se disponían a hacerlo
aquí. Cuadros, bustos, cualquier tipo de obra.
—¿Qué tiene que ver esto con ella?
—Nada… y todo a la vez —respondió—. Cuando me contaste lo de ese
Ramos, supe que te estabas metiendo en un buen lío y que no ibas a parar
hasta llegar al fondo. Era mi deber contárselo.
—Te dije que lo había visto morir…
—La Policía tenía en el punto de mira a ese hombre desde hacía
tiempo… —contó—. Habían grabado conversaciones con un pintor que se
dedicaba al estraperlo. Después, Ramos compró esa casa en Pozuelo y los
municipales avisaron de la entrada y salida diaria de coches con los cristales
tintados. Todavía hay detalles que se me escapan… Pero me temo que lo
iban a matar igualmente. El secuestro fue la excusa.
—¿Desde cuándo te interesa esto?
—Hace dos meses… —dijo y cambió el tono de voz—, la vieron en una
subasta privada, en París. También la habían visto en Roma, cuatro meses
antes de visitar Francia. Diferentes nombres y pasaportes.
—Te refieres a…
—No estoy del todo seguro… pero, sí. Eme puede que tenga a alguien
trabajando para ella aquí, en España. Por ejemplo, la persona que ayudó a
que uno de los falsificadores saliera antes de hora de la cárcel… —contestó
con cierto desánimo—, pero no podría decirte quién se cargó a ese tipo. Esa
es una parte de la historia que no me incumbe.
—Ha estado jugando conmigo todo este tiempo.
—No sé a qué te refieres, Caballero, pero es nuestra oportunidad para
cazarla.
Me acerqué a él y lo miré fijamente.
—¿Te das cuenta? —pregunté decepcionado. Ahora lo entendía todo—.
Llevamos años tras ella, jugando al gato y al ratón, siendo piezas de su
tablero… ¿Y crees que vamos a conseguirlo ahora? ¿Que se va a dejar
atrapar después de esto?
Rojo me miró.
—Sí. Prefiero morir a rendirme.
Suspiré. Temí esa respuesta.
—Pues creo que tendrás que hacerlo solo, amic meu —dije y señalé al
hospital—. Mi partida, en este juego, se ha terminado.
21

Actué como estaba previsto que hiciera, aunque no fuera lo más apropiado.
Rojo desapareció, como acostumbraba a hacer, y yo regresé al interior del
hospital. Allí, una enfermera me invitó a ver por última vez a Soledad, al
menos, esa noche. La visité en Cuidados Intensivos. La tenían entubada
para mantenerla viva. Después me dijeron que descansara y que no me
podía quedar allí.
Tras el macabro episodio, la dirección del hotel me cambió de
habitación, prometiéndome que se haría cargo de todas las necesidades que
requisara. Por supuesto, Rojo tenía razón, aunque nunca lo habría
reconocido delante de él. No tenía lugar al que ir, ni casa en la que
esconderme, por lo que me sentía desamparado en un limbo sin ganas de
seguir viviendo.
Regresé al hotel y fui directo al bar, una vez hube formalizado mi
estancia. Los bares siempre habían servido de cobijo en los peores
momentos de mi vida y aquel, con diferencia, encabezaba la lista. Era
curioso cómo el paso de los años me había llevado hasta allí.
De beber en los peores tugurios, a hacerlo en sitios refinados con barra
de cristal y luces de colores. Pero la sensación era la misma. Ni todo el lujo
del mundo, ni la más absoluta exquisitez, me iban a sacar de aquella umbría
de sentimientos perdidos. Pedí bourbon con Coca-Cola, me apoyé en la
barra y contemplé cómo el barman me servía la copa. Tal vez el dinero no
diese la felicidad, pero el alcohol de calidad ayudaba a olvidar por
segundos.
—Cárguelo a mi habitación, por favor —dije pensando cuántas veces
repetiría lo mismo esa noche. El bar del hotel estaba tranquilo. Algunos
huéspedes me señalaban entre cuchicheos, comentando la jugada, como
meros espectadores de un cine de verano.
Bebí, ya lo creo que bebí. Los tragos iban y venían mientras buscaba la
manera de borrar las imágenes mentales que azotaban mi conciencia.
Llegado a un punto, el destilado dejó de saber a tal y las burbujas del
refresco desaparecieron. El cansancio me afectó de mala manera y las
fuerzas me flaquearon.
Estaba borracho y perdido. Eso era lo que estaba previsto que hiciera y
así había hecho, cumpliendo con mi insensatez y esa falta de agallas por
enfrentarme a los problemas más personales. Después el carrete de la
película mental se veló. No veía nada. Y no porque estuviera ciego o todo
me diera vueltas. No fue así. En un movimiento brusco, caí contra el suelo y
me di de bruces. No llegué a levantarme y tampoco recuerdo si alguien me
ayudó a hacerlo

***
Deshidratado, abrí los ojos con la claridad que entraba a través de las
cortinas. Tenía los párpados hinchados, la cabeza inflamada y noté cómo
una nube negra se asentaba en mi cráneo. Por alguna extraña razón, no
desperté en la moqueta del bar, sino en el interior de la cómoda cama del
hotel. Me cuestioné cómo habría llegado hasta allí, cuando sentí una
presencia moviéndose por la habitación. Debido a mi condición, tardé unos
segundos en ver con claridad la escena. Contemplé la figura de una mujer
que me daba la espalda. Tenía el pelo oscuro, altura media y largas piernas.
Pensé que era ella.
El corazón se me aceleró. Sufrí una taquicardia.
¡Soledad estaba viva! ¡Todo había sido una horrible pesadilla!, pensé
levantándome de un salto, pero no podía estar más equivocado.
—¿Eres tú, Sol? —pregunté alzándome con los brazos y una sonrisa
estúpida en la cara. Ella no se giró. Creí que se sentiría dolida o, quizá,
avergonzada por la noche anterior—. Oh, Dios. No te vas a imaginar lo que
he soñado…
—No, no lo has soñado —dijo la voz femenina. Entonces supe que no
era ella. Diana León se dio la vuelta, con los ojos descubiertos, clavándome
esa mirada felina que, hasta el momento, había ocultado.
La había confundido con Soledad porque, en esta ocasión, iba vestida de
un modo similar: vaqueros, una blusa y unas botas de estilo Chelsea de
color marrón. Los peores augurios se manifestaron.
Debía reaccionar rápido.
Yo era el siguiente.
—¿Que-qué haces aquí? —pregunté mirando a ambos lados de la cama,
estudiando el escenario y buscando una salida—. ¿Cómo has entrado en mi
habitación?
—Gabriel, lo siento…
Me tiré al suelo, caí de la cama dándome un fuerte golpe en la nariz.
Mis reflejos aún no estaban preparados para la acción. Sin duda, necesitaba
una ducha bien fría.
—Mierda… —dije tapándome la cara a causa del dolor. Miré a mi
izquierda y vi la lámpara que había en la mesilla de noche.
La agarré para usarla como defensa. La imagen no podía ser más
patética: Diana León me observaba de brazos cruzados, sin intenciones de
acercarse, mientras yo empuñaba la lámpara, en ropa interior y con la nariz
enrojecida.
—Viniste a por mí, pero te equivocaste de persona… —dije asustado
sujetando la lámpara—. No te saldrás con la tuya.
—Baja eso, Gabriel. Te lo explicaré…
—No quiero que me expliques nada. Sé que no te llamas Diana León ni
que te dedicas a la compra y venta de arte —proseguí—. Eres una farsante,
una asesina a sueldo y me has estado utilizando para ahora quitarme de en
medio.
Harta de escucharme, la mujer me abordó. Cuando fui a golpearle, una
de sus botas me alcanzó la rodilla. Una sacudida firme que me derribó en un
segundo. Con la mano, sujetó la lámpara y después la dejó caer al suelo. Vi
sus pies acercándose a mi rostro. Era consciente de que había llegado mi
hora.
Decidí no poner más resistencia. No podía más con aquello.
—Vamos, mátame… —dije mirando al suelo—. Es a mí a quien
buscabas, no a ella…
—No voy a hacerte daño, Gabriel.
—Dispara, no esperes más…
—¿Eres idiota o no hablamos el mismo idioma?
Abrí los ojos.
¿Qué había sido aquello?, me cuestioné.
Cuando levanté la vista, vi de nuevo a esa mujer. Sentí una vergüenza
abismal. Era patético. Me recompuse lo más rápido que pude y, sin saber
muy bien por qué, me tapé con la almohada.
—¿Quién eres y qué es lo que buscas?
Ella suspiró, caminó hacia la ventana y abrió.
El hedor de la habitación debía de ser fuerte.
Después se dirigió al escritorio, destapó una botella de agua y la sirvió
en dos vasos. Lejos de ser la mujer que había conocido en el museo, ahora
tenía delante a una chica de movimientos rígidos y duros, y con un
semblante que no inspiraba calma.
—Será mejor que te des una ducha —respondió—. Prepararé café
mientras te espero.

***
Cuando abandoné el baño, ella seguía allí.
Desconocía la hora que era, pero el sol comenzaba a salir por encima de
los edificios, por lo que deduje que no serían ni las diez de la mañana.
—Mi nombre es Dana Laine —dijo con absoluta seriedad mientras daba
sorbos a una taza de café instantáneo con agua hirviendo—, y estoy detrás
de una red de contrabando que se lucra, en parte, con la venta de obras de
arte originales.
—¿Eres una poli?
—No —respondió con desprecio. No supe si su reacción se debió a la
cuestión o al batín de terciopelo azul que me había puesto al salir de la
ducha.
—¿Una espía? ¿Para quién trabajas?
—No te molestes en insistir. No te contaré nada —dijo y dio otro trago a
la taza—. Tengo mis teorías de que Ledesma es el enlace de la
organización. Lo más probable haya sido que Ramos intentara a hablar, y
no le dejara otra opción que quitárselo de encima.
Curioso. Pensaba lo mismo que Beatriz. Decidí hacerme el ingenuo.
—¿Por qué haría algo así? Esa clase de personas no se manchan las
manos sin más.
—Tú lo has dicho… Pero también son capaces de hacer lo que haga
falta, con tal de recuperar su vida anterior. Miguel Ledesma de La Cruz está
arruinado desde hace diez años —explicó—. Alguien le ha ayudado a
mantener sus empresas y me temo que es la misma persona que sacó de la
cárcel a Rodrigo Lizón, el artista que se dedicaba a falsificar los originales.
—¿También lo sabías?
—La pregunta es, ¿qué sabes tú, Gabriel?
Por un momento, sentí que, en esa partida, había más jugadores de los
que las propias reglas del juego permitían.
—¿Por qué debería confiar en ti?
—Porque quiero atrapar a quien mueve los hilos.
La miré con firmeza. Sus ojos claros y brillantes eran hermosos, pero no
me iba a dejar engatusar por charlatanería. No podía olvidar que Soledad
seguía luchando contra la muerte. Recordé sus palabras y eso bastó para
tomar una decisión. De pronto, antes de que contestar, alguien tocó a la
puerta.
—¿Esperabas visita? —preguntó.
Negué con la cabeza, aunque supuse quién sería.
—Ve al baño —susurré y me dirigí a la entrada de la habitación—. ¿Sí?
—Abre —respondió. Era Rojo. Por una vez, llegaba cuando hacía falta.
No tenía buena cara, aunque intentara disimularlo con medio litro de
colonia varonil—. ¿Has desayunado?
Antes de que terminara la pregunta, le hice una señal para que entrara.
Sacó el arma y le indiqué que nuestra amiga se escondía en el cuarto de
baño.
Estaba haciendo lo que debía.
Rojo apuntó con una mano y con la otra abrió la puerta del cuarto.
Como si lo esperara, esa mujer miraba al policía con los brazos cruzados.
—¿Me va a disparar, inspector?
Rojo se acercó a ella, le metió la mano en la parte trasera del vaquero y
sacó un arma. Después le quitó una tarjeta de identificación y se giró hacia
mí.
—Es del CNI, imbécil —respondió saliendo del cuarto.
La miré de nuevo. Ella me sonrió encogiéndose de hombros. No entendí
qué estaba sucediendo, pero todos habíamos ido demasiado lejos con ese
asunto.
Era hora de poner todas las cartas sobre el tapete.
22

Pedí al servicio del hotel que llevara el desayuno a la habitación. Dada la


situación con la que había amanecido, lo último que queríamos, era que nos
vieran juntos. Ella fue la primera en hablar.
Tanto Rojo como yo, partíamos de la premisa de que no sería del todo
franca. Lo mismo pensaría ella de nosotros, y no iba mal encaminada.
Dana Laine era su nombre, o tal vez uno de los muchos seudónimos que
utilizaba para pasar desapercibida. Al menos, ese era el que aparecía en su
tarjeta de agente. Era la primera vez que tenía a una espía tan cerca.
Que el Centro Nacional de Inteligencia estuviera también implicado en
aquel asunto, me preocupaba todavía más. Lamenté haber entrado en ese
embrollo y de haberme llevado por delante, de un modo indirecto, la vida
de Soledad.
Rojo se limitó a escuchar.
Tarde o temprano, las preguntas le llegarían a él, pero era algo que no
temía. Él respondía cuando le venía en gana.
Dana Laine nos explicó cómo Miguel Ledesma había sido la punta del
hilo por el que tirar en toda esa historia. La venta de cuadros originales no
era un delito. Existían cientos de colecciones privadas que guardaban piezas
que deberían estar en un museo. Aquella no era la cuestión. Sin embargo, el
delito sí que existía en la venta de obras originales que, a su vez, ocupaban
las salas de los museos más importantes de Europa y parte del mundo.
¿Cómo era eso posible? ¿Superaba la copia al propio original? ¿Los
especialistas eran incapaces de notar la diferencia?
El dinero seguía siendo un poderoso caballero, como diría Quevedo en
su día. Los profanadores del arte pagarían grandes sumas a cambio del
silencio de los historiadores, aquellos que, al mismo tiempo, llevaban siglos
en cruzadas para que las grandes obras de arte estuvieran expuestas a todo
el mundo.
De pronto, en un momento en el que la sociedad se preocupaba más por
haber estado en el sitio y hacerse una foto, que por estar frente a la obra en
sí, aquella intención carecía de valor.
Quizá, los propios historiadores habían sobrevalorado la inteligencia del
visitante.
—Tienen tal libertad que son capaces de robar en un museo nacional,
sin que nadie se dé cuenta de ello o haga algo por detenerlos —explicó la
mujer mientras nos miraba—. Las obras de los museos no salen a subasta
porque no pueden, por lo que terminan siendo encargos personales. La
mayoría de estos compradores son los mismos que financian grupos
terroristas o contribuyen con el narcotráfico. En el momento que la obra
entra en esa red, no puede salir de ella.
—No me creo que no existan protocolos que regulen la autenticidad del
cuadro —agregó Rojo—. No ha de ser tan fácil.
—Y no lo es —contestó la agente—, pero estamos hablando, no de
profesionales ni de ladrones, sino de personas que se sientan a cenar con
primeros ministros. A la propia Policía le queda grande esto.
—Por eso estáis vosotros, para poner la zancadilla… —comentó Rojo,
ofendido por el comentario hacia su Cuerpo—. El problema no somos
nosotros, sino la burocracia.
—Basta de rencillas… —dije haciendo un alto entre los dos—. Ahora
mismo tenemos un problema y se llama Andrés Nogueira. Él es quien está
al mando y estoy seguro de que no descansa ni un segundo.
—Nogueira investiga un crimen —dijo Laine—. No nos afecta lo que
haga.
—No te afectará a ti —respondió Rojo con un tono hostil—. Su pareja
está en la UCI porque alguien le ha metido un balazo. Ella era una agente
también. Así que nos salpica a todos…
Las palabras del inspector terminaron por hartar a la espía. Laine se
levantó de la silla.
—Pensé que hablar con vosotros, funcionaría, pero veo no ha sido una
buena idea.
La agarré del brazo y la empujé para que se sentara. En un acto reflejo,
estuvo a punto de asestarme un golpe, pero después reculó cuando vio al
inspector dispuesto a abalanzarse.
—Será mejor que nos relajemos todos… —comenté invitándola a que
se quedara. Ella accedió. Rojo se calmó y regresó al sofá—. Todavía sigo
sin entender qué haces buscándome las cosquillas… Y eso es algo que
quiero resolver antes de que salgamos por esa puerta. Si vamos a colaborar,
será mejor que hablemos claro.
Laine frunció el ceño. No se sentía acorralada por nuestra presencia,
aunque parecía no estar acostumbrada a dar demasiadas explicaciones.
—Tú sabes quién es la cabeza de la organización —dijo esperando una
reacción en mi rostro—. La persona que atacó a tu pareja, sabía lo que
hacía.
—¿Qué insinúas?
Hasta ese momento, hubiese jurado que ella había disparado a Soledad.
—Yo vi entrar a ese hombre. Estaba en el vestíbulo del hotel cuando
sucedió —explicó. Un fuerte sentimiento de rabia nació dentro de mí.
Aquella arpía, una vez más, demostraba que miraba por su interés. Con
cada palabra, incendiaba mi interior con más y más fuerza—. Estaba
esperando a que regresaras cuando lo vi entrar. Un tipo alto, rubio y
corpulento, vestido con el uniforme del hotel. Él fue quien atendió la
llamada y subió hasta la habitación. Pensé que regresaría más tarde, pero no
fue así. Tenía la orden de atacarla a ella, no a ti… El resto es historia.
Después, desapareció…
No supe qué decir. Apenas podía tragar saliva. Sentí el corazón en la
garganta.
—No hiciste nada por evitarlo —respondí con la voz quebrada.
—Tengo un trabajo difícil.
El teléfono de la habitación sonó. Los tres miramos hacia la mesa del
escritorio. Me levanté, sin fuerzas tras el testimonio, y me acerqué al
aparato. Antes de descolgar, volví a dirigirme a ella:
—Tenías razón —dije con la mirada nublada—. No era una buena idea,
no iba a funcionar… Ahora, si nos disculpas, será mejor que te vayas.
El teléfono seguía sonando.
Rojo asintió para confirmarle que se debía ir.
La agente se puso en pie, recuperó el arma y la identificación, y
abandonó la habitación en silencio.
Después descolgué el teléfono. Era el inspector Andrés Nogueira.
Quería verme en su oficina.
23

El taxi paró en la puerta de la comisaría. Apagué el teléfono móvil debido a


los cientos de mensajes y la multitud de llamadas que recibí.
Ahora, después de años sin tener señales de mis compañeros, la sección
más carroñera del periodismo me perseguía para hacer, del morbo, una
noticia.
A esas horas del domingo, el ambiente en la comisaría era distendido,
sin contar con los cuatro desgraciados que ocupaban los calabozos tras una
noche excedida de sábado. El despacho de Nogueira se mantenía ordenado
y limpio. No era la oficina de Rojo. No existía un cliché para los
inspectores, aunque sí una forma de ser y los dos eran antagónicos.
Nogueira me invitó al tercer café de la mañana. Aquel era peor incluso
que el del hotel. El inspector era un hombre de carpetas. Le gustaba tener
los papeles ordenados.
Tras unos minutos de espera, se sentó al otro lado de la mesa, relajado,
con un acusado cansancio en su rostro que se manifestaba en las ojeras.
—¿Cómo se encuentra, Caballero? —preguntó sin demasiado tacto. No
le di importancia. Intentaba ser cordial, aunque su empatía fuese nula—.
Lamento lo de su pareja. Los compañeros de Alicante ya nos han puesto al
corriente de todo…
—¿Han encontrado ya a ese tipo? —dije y me miró expectante a que
continuara—. El que disparó a Soledad.
—¿Cómo sabe que fue un hombre y no una mujer?
—No sé, intuición.
—¿Hay algo que me quiera contar? —interrogó y negué con la cabeza.
Él me miró y continuó con su tarea—. Le he citado porque me gustaría que
contestara a algunas preguntas.
—Claro, lo que me diga…
Nogueira sacó unas fotocopias de las cámaras del museo.
De nuevo, eran del viernes aunque, en esta ocasión, capturaban el
movimiento del grupo de visitantes que se había cruzado con Ramos. En
una ampliación, se podía reconocer la silueta de varias personas: tres
mujeres, un hombre bajito y calvo y un tipo alto, de pelo claro y con gafas
de vista. Era él, aunque fuera vestido como un idiota.
Después, el inspector me mostró otras capturas del día del hotel.
En ellas se veía a Soledad entrando y también al tipo alto y rubio que
había subido a matarla. Puso las fotografías a un lado y sacó otras tres
secuencias de fotogramas de una carpeta azul.
En la primera, Dana Laine hablaba conmigo en el interior del museo.
Eran del sábado. En la segunda, entrábamos a la recepción y nos
encontrábamos con Soledad por primera vez. En la última secuencia de
imágenes, la agente Laine merodeaba por el vestíbulo del hotel, preguntaba
en recepción y tomaba el ascensor.
—Ahora entiende por qué cuestionaba su pregunta.
—En efecto…
—¿Qué hacía ella en su hotel, Caballero?
La conversación se detuvo. Por un momento, pensé que ese hombre me
estaba acusando de algo muy grave.
—Le juro que no lo sé.
—Me dijo que no la conocía —contestó—. Y, sin embargo, se citaron
en el museo, más tarde en el hotel y, finalmente, ella volvió cuando usted no
estaba, pero sí su pareja…
—No, no y no. Esto sólo puede ser una estúpida coincidencia… —
respondí negando con la cabeza. ¿De verdad la vida me iba a tratar de esta
manera?, me cuestioné. Me sentía acorralado—. Estamos mezclando
asuntos diferentes…
—No sé qué pensar, Caballero —dijo el inspector, usando ese tono de
voz retorcido y opresor—. Veo esto y… ¿Qué quiere que le diga? Es difícil
no sacar conclusiones. Ningún empleado, ningún huésped… Nadie vio
llegar a ninguna de estas dos personas a la habitación en la que se
hospedaba su pareja. Extraño, ¿no? Después del asalto, no existe rastro de
ellos… Como policía, su pareja sólo habría abierto por dos razones… si
hubiera llamado al servicio, cosa que no hizo… o por haber reconocido a la
otra persona.
—Sé a lo que se refiere, pero yo no tengo nada que ver —dije
alterándome un poco. No quería faltarle al respeto—. ¿Ha perdido el juicio,
inspector? Jamás le haría daño a Soledad…
—Por primera y última vez, le pediré que se calme —ordenó y me clavó
sus ojos. Volví a la silla. Estaba a punto de sufrir un infarto. Esta vez, de
verdad—. Sea sincero, ¿quién es esa mujer?
—No lo sé, ya se lo dije y se lo vuelvo a repetir. ¿Qué debo hacer para
que me crea?
El policía señaló las fotos, como si negara lo obvio.
—Le dije que le creía, pero me lo está poniendo difícil… —respondió
reticente a mis súplicas—. Se lo preguntaré de otro modo… ¿Por qué se
marchó del hotel? ¿Dónde estaba cuando dejó sola a su pareja?
—Salí a tomar el aire —respondí sin mucha convicción. Contarle la
verdad me metería en otro problema—. En ocasiones, es difícil estar en mi
pellejo, ¿sabe?
—¿Tiene una coartada? Y no me diga que estuvo con esa periodista…
—comentó antes de que me adelantara—. Negó haber estado con usted
cuando la llamamos.
—Será desgraciada…
—Mire, Caballero, seré directo con usted desde ya mismo… —comentó
el inspector sin simpatía—. Tiene la suerte de que no hay pruebas que le
acusen de nada… por el momento. No obstante, como esté implicado en
alguno de los dos sucesos o haya pruebas que le acusen de entorpecer la
investigación, más temprano que tarde, daré con ellas, se lo juro. Está en un
callejón sin salida.
—A no ser que se demuestre lo contrario —dije.
—Sí, claro… —contestó con burla—, puede buscarse un buen abogado
infame que se invente la película, o esperar a que su chica despierte y nos
cuente lo que pasó.
—Le demostraré que se equivoca.
—Suerte, Caballero.
«Y se tragará toda la mierda que ha soltado contra mí», pensé, pero no
fui capaz de decírselo.
El agujero formado en el suelo, se hacía cada vez más y más profundo.
Salí de allí con el desconcierto sobre mi futuro. ¿Qué sería de mí? Ni
siquiera un buen abogado me salvaría de una catástrofe así. Nogueira tenía
razón. Las imágenes demostraban algo incierto, pero evidente.
Cuando salí al exterior, me la encontré esperando, como si estuviera en
la puerta de un instituto.
—¿Qué se te ha perdido aquí? —pregunté desairado. Ni siquiera podía
confiar en Beatriz Balcones. Hasta ella me había delatado.
—No respondías al teléfono —dijo. No parecía entender nada—. Tu
amigo me ha dicho que estarías aquí.
—Ya no sé quiénes son mis amigos.
Ella me empujó con el casco y me lo puso entre las manos.
Caminamos cuesta bajo por la calle de Leganitos hasta la altura de una
sidrería.
—Venga, Hemingway, no te pongas melodramático —dijo y tiró de mí
hacia su motocicleta, que estaba aparcada a unos metros. Los coches
cruzaban la plaza de España. El tráfico de las perpendiculares era
abrumador.
—¡Eh! Espera… ¿A dónde crees que vas? —pregunté malhumorado.
En el fondo, me había dolido que le dijera eso al policía, después de lo que
habíamos vivido juntos—. ¿Acaso tienes idea por lo que estoy pasando en
estos momentos?
Ella me miró ofendida, como si estuviera tomándole el pelo.
—Gabriel, sé que estás alterado y conmocionado por lo sucedido,
pero… confía en mí —dijo agarrándome de la mano—. Esto te hará
cambiar de opinión, créeme.
No podía esperar más. Tenía que decírselo, aunque hiciera una escena
delante de todo el mundo.
—¿Cómo quieres que confíe en ti? —pregunté en medio de la calle,
elevando la voz como un lunático. Aquello parecía una discusión de pareja
—. ¡No te costaba nada decirle a Nogueira que estabas conmigo! ¿Qué
clase de compañerismo es ese?
—¡Eso es precisamente lo que le dije, idiota! —bramó sacando el
carácter que había guardado hasta el momento—. ¿Qué te crees que soy?
Tengo mis principios.
Y ahí lo entendí todo.
Nogueira me había colado un gol, jugando a ser más listo que yo.
Sin una respuesta en voz alta, me subí a la moto y nos introducimos en
el tráfico que atravesaba la calle de Princesa.
24

La brisa de la mañana golpeaba mi rostro, el cual seguía conmocionado,


como si hubiera sido mordido por un pez venenoso y ahora la sangre no
fluyera por él.
Me dejé llevar.
Esa chica tenía más convicción que yo a esas alturas de la investigación.
¿Había encontrado algo que diera un giro de ciento ochenta grados?, me
cuestioné mientras veía los vehículos pasar a mi vera.
Sólo existía un modo de saberlo, aunque no estaba en el mejor estado
para enfrentarme a ello.
Ahora, Nogueira abría la posibilidad de que yo estuviera detrás del
intento de asesinato de Soledad. Y quién sabía si también de Ramos.
¿Cómo había terminado de esa manera? Las pruebas debían de estar ahí:
huellas, testigos, manchas de sangre… Era importante mantener la mente
fría. Nadie iba a resolver aquel enigma en cuarenta y ocho horas. Esos
golpes de suerte sólo sucedían en la gran pantalla.
—De verdad, Beatriz, no sé qué es eso tan importante que has
descubierto, pero te juro que…
—¿Quieres callarte, por favor? No entiendo cómo te soportan las
mujeres.
Pronto, estábamos de vuelta en el centro de la ciudad.
Reconocí la calle del Pez, las aceras estrechas y los tejados rojizos que
abrazaban el barrio de Malasaña. Volviendo a ese lugar, no resolveríamos
nada.
Rodrigo Lizón, el pintor, había sido detenido poco después de nuestra
huida. Nogueira no había mentado palabra sobre el asunto. Hablar de ello,
me hubiese involucrado.
La periodista se detuvo en la puerta del edificio.
La normalidad de un día cualquiera reinaba en la calle.
—¿Qué hacemos aquí?
—Ven —dijo y me llevó hasta el bar asturiano que había junto al portal.
Allí seguían los mismos parroquianos que nos habían visto llegar el día
anterior. Y si no eran ellos, tenían un parecido similar. Y es que el prototipo
de cliente de bar era el mismo en toda España, sin importar el frío ni el
calor.
Beatriz se acercó a la barra y estableció contacto visual con el camarero
y dueño de la taberna. Después saludó y nos presentó—. ¿Puede repetirle lo
que me dijo ayer?
—¿Todo?
Ella puso los ojos en blanco. Los testigos de la barra se rieron.
—Por favor, cuéntele lo que me dijo ver, poco después de que la Policía
se llevara a ese hombre.
El camarero, con fuerte acento astur, se aclaró la garganta con un trago
de agua y me clavó sus ojos cántabros.
—Vinieron dos tipos en un buen coche, uno de esos caros, de los que
cuestan lo que no voy a ganar en vida… —dijo. Miré a Beatriz, quien me
indicó que pusiera atención—. Un hombre y un extranjero. Uno de ellos, el
español, iba bien vestido, como un señorito. Era alto, con el cabello
ondulado y gris. Tenía porte, buena percha, ¡vamos!
—¿Y el otro?
—El otro tenía cara de pocos amigos, ya sabe… De no haber visto el sol
en una eternidad. Rubio y alto, con la mirada fría como un glaciar —dijo
apurando la descripción—. Se parecía a ese de la Fórmula 1, el que tiraba
del circuito a nuestro Fernando…
—¿Qué buscaban?
—Buscaban al viejo.
—El pintor —aclaró la periodista—. Pero llegaron tarde.
Me giré hacia Beatriz y la agarré del hombro para acercarme a su oído.
—¿Me estás diciendo que Ledesma y ese tipo venían a liquidar al
pintor?
El camarero nos escuchó.
—¡Oye! Que yo no he dicho tal cosa.
—Eso no es todo… —dijo ella y le hizo una señal al propietario para
que continuara—. Cuéntele qué le dijo el pintor, esa noche de borrachera.
—¡Ah, sí! —dijo con cierta gracia—. Menuda llevaba ese día el
amigo… Estaba bien cocido, como unas buenas fabes… Sería hace unos
meses… Decía que cuando la gente supiera su secreto, se haría millonario y
se compraría un pisito en Buenos Aires… Se reía el muy cretino… Le
habían hecho un encargo, a él y a otros del gremio. Le iban a dar una buena
pasta gansa… Cada mañana, lo recogían en un todoterreno con los cristales
traseros tintados y se lo llevaban a pintar hasta la noche. Después, lo
volvían a traer y así durante meses… Hasta que un día reventó porque no le
pagaban lo que había pedido.
—¿Dijo a dónde lo llevaban?
—Nunca, sólo comentó que estaban todos en un casón bien grande, allí,
pico y pala. Pobriño…
—¿Era alguno de los dos hombres que vinieron ayer?
—No… Jamás había visto a esos tipos.
—¿Vino alguien más durante ese periodo?
—Pues, ahora que lo pienso… Sí —respondió rascándose la papada y
extendiendo los brazos sobre la barra de zinc—. Una mujer, muy delgadiña,
elegante ella, morena y arrugada. Pero ella vino en un taxi.
—¿Le dijo su nombre?
—No, eso faltaba —contestó con gracia—. Entró y preguntó por
Rodrigo, pero casi cruza la puerta, la muy estirada.
Volví a agarrar a Beatriz del hombro y le sugerí que saliéramos fuera,
para hablar en privado. Algo en mi interior no quería terminar de unir los
puntos, pero era evidente que ya conocía a quién pertenecía esa casa y
quiénes estaban detrás de aquella función.
—Puede ser un embuste, que estuviera borracho más de la cuenta —dije
antes de que ella arrancara a hablar—. No nos servirá de nada ante la
Policía.
—Gabriel, Arturo Ramos conducía un Range Rover negro con los
cristales traseros tintados, tal y como el que ha descrito. La historia encaja
con el relato que nos había contado Rodrigo Lizón. Jimena vino después.
Están todos involucrados.
—Es una casualidad, Beatriz. La historia sigue cojeando. No
conocemos las razones…
—Jimena del Muelle nos contó que su marido vivía en la residencia de
Pozuelo de Alarcón, pero que no estaban separados… —prosiguió con su
historia—, la misma mansión a la que iba Lizón a trabajar… Tú mismo
viste los cuadros en la casa. Puede que fuera una cosa de tres… o de cuatro,
hasta que dejó de serlo. Te lo dije. Ledesma y esa mujer tenían mucho que
perder… por no decir todo.
Recordé lo que me comentó Rojo sobre Ramos, la casa de Pozuelo y las
obras. Jimena había ocultado su relación con Ledesma. Ni siquiera supe qué
pensar de Diana, Dana o como se llamara.
—¿Insinúas que en ese casón tienen un taller clandestino de réplicas?
¿Con qué finalidad? ¿Guardarse los originales? Alguien lo habría visto.
—Podemos denunciarlo, sin ningún tipo de prueba, y esperar a que ese
inspector haga algo al respecto, si es que decide dejarte en paz… —
respondió apretando la mandíbula—, o podemos descubrirlo por nuestra
cuenta.
Teníamos una oportunidad. Si esa chica estaba en lo cierto, también
averiguaríamos quién había disparado a Soledad.
Sin embargo, si fallábamos, en esta ocasión, nadie me libraría de la
cárcel.

***
El Ford Focus de Rojo nos esperaba en la puerta del hotel. Volví a mirar la
tarjeta que tenía en mis manos y marqué el número. El teléfono de la
presunta agente del CNI había dejado de existir. Y con ella su identidad.
Corté la llamada después del tercer intento, arrugué la tarjeta de visita
con el puño y la tiré a una papelera metálica del vestíbulo. La rabia me
abrasó las entrañas. ¿Cómo había confiado en ella?, me cuestioné. Me sentí
engañado.
En ocasiones, después de tantos años de experiencia, me fascinaba la
facilidad que tenía para cometer los mismos errores.
Mentiras y más mentiras que me creí a medias.
Esa mujer había estado presente desde el principio, moviéndose como
una sombra. Ella era quien estaba detrás de esa historia y no fui capaz de
verlo.
Volví a repasar el testimonio que aquel tabernero nos había dado y lo
comparé con el del inspector Nogueira. Los hechos no encajaban. Si aquel
matón a sueldo y esa agente habían subido al ascensor, de alguna manera, se
habrían encontrado.
Soledad sólo pudo abrirle la puerta a una voz conocida y, en ese caso,
no había más discusión.
—Tu amigo nos está esperando —dijo Beatriz Balcones, dándome un
golpecito en el brazo para que saliera del trance en el que me había
sumergido—. ¿Te encuentras bien?
—Sí —respondí—. Sobreviviré.
Dejamos del hotel y entramos en el vehículo del oficial. La tapicería
olía a ambientador de frutas del bosque y la radio estaba encendida. Parecía
un viaje rutinario, si no fuera porque estábamos a punto de entrar en una
propiedad que no era nuestra.
Me hubiese gustado pensar que todo iba a salir bien pero, a esas alturas,
cualquier cosa podía suceder.
—¿Listos? —preguntó el policía y miró por el espejo retrovisor. Beatriz
estaba sentada en la parte trasera. Yo había decidido ir de acompañante del
conductor. Rojo le dio un repaso con un descaro propio de él—. Espero que
sepas lo que haces, chica.
—Es mayor de edad —contesté—. Puede tomar sus decisiones. No le
pasará nada.
Rojo levantó los hombros, se rio y puso la primera marcha. El
navegador del teléfono nos indicó la dirección que debíamos tomar para
salir de la ciudad. Habíamos agotado todas las pistas y la única vía que nos
quedaba era la de comenzar por el principio.
Pozuelo de Alarcón era un pequeño municipio situado al oeste de la
ciudad, conocido por ser uno de los lugares residenciales preferidos de los
más ricos del país. Allí se podían ver grandes casa de lujo que pertenecían a
futbolistas, presentadores de televisión, conocidos empresarios, cantantes
de renombre y conocidos personajes de la clase política. No muy lejos, se
encontraba el Palacio de la Zarzuela, la residencia de los Reyes de España.
Para nuestra suerte, la finca de Ramos estaba situada al norte del
municipio, escondida en un tortuoso camino que atravesaba el frondoso
bosque de pinos.
Rojo tomó la autovía del Noroeste, bordeamos Pozuelo de Alarcón y
nos desviamos por una circunvalación que nos llevó hasta un pinar denso
por el que apenas se veía más que la carretera. Para entonces, la
condensación de ladrillo había desaparecido. Lo único que quedaba a
nuestro alrededor era naturaleza y las vallas escondidas de algunas fincas
que se divisaban a lo lejos.
—¿Estáis seguros de que es por aquí? —preguntó intrigado cuando una
garita de vigilancia nos confirmó la senda—. Cojonudo…
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Lo había olvidado por completo —comentó Beatriz—. Algunos de
estos caminos son privados y sólo los propietarios pueden acceder. Lo
siento…
—Quedaos aquí —ordenó el inspector, después paró el motor y se bajó
del vehículo. El guardia salió a comprobar qué sucedía. Llevaba una pistola
y no parecía estar acostumbrado a las visitas de los desconocidos.
Probablemente, los propietarios del camino le hubiesen entregado órdenes
claras sobre su trabajo.
Rojo se acercó confiado, con paso firme y tranquilo.
Primero le mostró la placa y después se levantó el polo negro para
hacerle entender que también iba armado. No podíamos escuchar lo que
decían, así que debíamos presuponer que todo iba bien.
Tras unos minutos de aparente tensión, en los que el guardia no entraba
en razón, se despidieron y el inspector regresó al coche.
Abrió la puerta y metió la llave en el contacto.
—¿Y bien? —pregunté.
La barrera se levantó. El vehículo se movió y pasó al otro lado.
Rojo esperó a que perdiéramos de vista a ese tipo y se metió por el
camino que nos indicaba el navegador.
—No tenemos mucho tiempo… —dijo insatisfecho con el resultado—.
Avisará de nuestra visita y no tardarán en enviar a alguien. Debemos
apresurarnos.

***
Después de medio kilómetro rodeados de árboles centenarios, vimos los
límites de la propiedad. Comparada con la vivienda que compartían en El
Viso, Arturo Ramos se había quedado con la mejor parte: una antigua
residencia de principios del siglo XIX, con una planta y más de veinticuatro
mil metros cuadrados. Aquel lugar tan inmenso como bello.
La vivienda quedaba a lo lejos, entre jardines, una pequeña loma y una
gran piscina. Me pregunté qué haría allí Arturo Ramos, alejado de la vida,
de la gente y de sus problemas. Un lugar así, en soledad, no se disfrutaba
igual que en familia. Pero ya no me importaba lo que yo pensara. Ramos
jamás volvería a pisar sobre la hierba que cubría su finca.
Bordeamos la propiedad hasta detenernos en la puerta principal.
Las cámaras de seguridad vigilaban los alrededores y el único modo de
entrar era a través de la verja metálica que delimitaba el terreno privado.
Rojo se detuvo en uno de los laterales y sacó las llaves del coche.
—Una vez que entremos, todo lo que hagamos nos perjudicará —dijo
con mirada seria—. Es vuestra elección.
Volví a observar por la ventana. La ausencia de vida humana, en aquel
lugar, me proporcionó cierta calma.
—Echar marcha atrás, ahora que hemos llegado hasta aquí… —
comenté dudando de mis intenciones—. Quiero terminar con esto.
Beatriz fue la más insegura.
En cuarenta y ocho horas, había pasado de ser un ratón de redacción a
verse sumergida en una auténtica investigación periodística, con todos los
riesgos que ésta arrastraba.
Tenía claros los límites de la legalidad que estaba a punto de cruzar,
pero la presión era demasiada como para poner toda la responsabilidad
sobre ella.
—¡Al carajo! —exclamó el policía y se quitó el cinturón de seguridad
—. Vosotros hacéis lo que queráis. Yo pienso entrar ahí dentro.
25

Colarnos en esa finca no fue complicado. Primero saltó Beatriz, ayudándose


de nosotros. Yo fui el segundo y, finalmente, Rojo se valió por sí mismo.
Teníamos por delante una gran extensión de césped, un jardín enorme en el
que no había más que flores y pinos recortados. Me cuestioné si allí sería
donde la familia Ramos celebraría los cumpleaños de las pequeñas o si, por
el contrario, era el paraje idílico en el que el empresario se escondería con
sus amantes. En fin, puestos a imaginar, en un lugar tan hermoso, cualquier
cosa era posible.
Adelantamos algunos metros hasta que nos situamos en paralelo con el
camino de la entrada, una senda de asfalto que iba directa a la casa.
Entonces avistamos dos vehículos: un Mercedes todoterreno negro y un
BMW serie 3 del mismo color.
—Hay alguien en el interior de la casa —murmuró Rojo vigilando.
—Es el coche de Jimena del Muelle —dijo Beatriz, señalando al
todoterreno—. Estaba aparcado frente a su casa, cuando fuimos a visitarla.
—El otro debe de ser de Ledesma —agregué—. Encaja con la
descripción que el dueño del bar nos dio.
—Interesante… —respondió Rojo, dibujando una sonrisa tonta en su
cara—. Después de todo, vamos a hacer un dos por uno…
Seguimos cuesta arriba, a través de la hierba, cuando vimos la gran
piscina de cerca, a una distancia considerable de la entrada de la casa.
Estaba llena de agua, por lo que entendí que Ramos la usaría en ocasiones.
Tanto las ventanas como las puertas de la vivienda estaban cerradas a cal y
canto, tal vez para evitar que el calor entrara o quizá para que se mantuviera
climatizada. Eso nos daría ventaja, pensé, pues no podrían oír nada hasta
que estuviéramos dentro. Y, entonces, sería tarde para tomar precauciones.
Decididos a hacerlo, Beatriz y yo nos adelantamos.
—No sigáis —dijo Rojo desde atrás.
No entendí a qué se refería pero, cuando me giré para comprobar dónde
estaba, obtuve la explicación.
El cañón de un arma le apuntaba a la cabeza.
Aquel tipo de casi dos metros, rubio y con mirada fría; el mismo que
había envenenado a Ramos, para después perseguirnos por la ciudad e
intentar asesinar a Soledad, ahora estaba tras el oficial, sujetando la pistola
y negando con la cabeza.
Beatriz se asustó al ver la escena. No estaba acostumbrada a las armas
de verdad.
—No, no dispares… —dije levantando las manos, buscando la manera
de convencer a ese esbirro para que bajara el arma. Sinceramente, no
parecía que fuera a funcionar—. Podemos hablarlo.
Él volvió a negar con la cabeza.
Sin margen para reaccionar, Rojo le propinó un golpe con la nuca, le
agarró de la mano, le torció la muñeca y el arma cayó al suelo. Frío como
un témpano, no parecía quejarse por el dolor, a pesar de que esa contusión
debía de estar matándolo por dentro. Antes de que me abalanzara sobre la
pistola, el matón respondió al policía con la mano que tenía entera,
propinándole un puñetazo en la sien. Rojo cayó al suelo aturdido, el
extranjero caminó hacia la pistola y se hizo con ella.
—¡Haz algo! —gritó Beatriz, casi desquiciada.
El inspector intentaba levantarse con esfuerzo.
Cuando su oponente estaba dispuesto a dispararle a quemarropa, no
pude soportar la sensación de perderle a él también.
Corrí como una bestia contra ese muro de hormigón humano y lo
empujé a la piscina. El tronco apenas se movió, pero fue suficiente para que
resbalara y cayera de espaldas al agua. Estaba sobresaltado, el corazón me
latía con tanta fuerza que pensaba que me iba a explotar.
Rojo se levantó, caminó hacia la piscina con los ojos en llamas, agarró a
aquel tipo de la cabeza y se la estampó contra el borde de piedra. Me dolió
hasta a mí. La escena era desagradable y pude prever el desenlace. El
sicario comenzó a chapotear, a resistirse para que el inspector no le
hundiera la cabeza en el agua, pero sus brazos no eran lo suficientemente
largos como para agarrarlo. El oxígeno se le acaba. Su cuerpo
convulsionaba con furia, buscando una salida, un soplo de aire que lo
mantuviera con vida. El agua salpicaba, Rojo se ayudaba de las dos manos,
sentado de rodillas y con el pecho empapado.
En cuestión de segundos, el extranjero dejó de resistirse y, como un
destello de luz, la fuerza de aquel torpedo desapareció por completo.
La mirada de mi amigo fue fría y distante. Se levantó, agarró el arma
que había caído y se acercó a mí.
—La próxima vez, úsala antes de que me maten —dijo y siguió
caminando. Me giré y encontré a Beatriz, con el rostro pálido y los ojos
clavados en el cadáver flotante de aquel hombre. La tomé por el brazo y
seguimos caminando hacia la vivienda.

***
A medida que nos acercamos a la mansión, descubrimos una gran cristalera
lateral que daba al salón. Estaba abierta, lo suficiente para entrar y salir del
interior. El inspector no iba a dejar que la improvisación se apoderara de la
escena. Empuñó su arma reglamentaria y se abrió paso como un soldado en
la jungla. Detrás de él, nosotros. Sujeté la pistola, aunque me sintiera
incómodo con ella. Nunca había utilizado una. Su tacto frío y pesado no
ayudaba a que olvidara que era un objeto para matar.
—No pueden estar muy lejos… —comentó Rojo al divisar la
construcción—. Sólo hay una planta.
Unos segundos bastaron para ver la figura de Miguel Ledesma de La
Cruz, vestido de traje y con gesto de preocupación. En su mano, un vaso
con alguna clase de licor. No muy lejos de él, también estaba Jimena del
Muelle, que había cambiado el luto por un vestido de lentejuelas de color
ocre que apretaba su escuálida cintura. Escuchamos las voces de ambos.
Mantenían una discusión acalorada.
—Son ellos… —murmuré.
Desde nuestra posición, no podían vernos, así que nos anticipamos,
antes de que nos sorprendieran, y cruzamos por el espacio que había entre
la cristalera y la pared.
No nos esperaban. El salón era austero, casi sin decoración.
Un sofá largo de cuatro plazas, una estantería y una mesa de madera.
¿Qué clase de residencia familiar era esa?, me cuestioné. Tan ostentoso por
fuera y tan vacío por dentro. El resto parecía igual. No me cuadraba la
imagen que veían mis ojos. Tan pronto como Rojo entró en la casa, la viuda
de Ramos gritó asustada o, quizá, sorprendida. El vaso de cristal de
Ledesma cayó al suelo y se hizo añicos.
—Feliz Navidad… —dijo el inspector. La pareja retrocedió y el hombre
se acercó a la mujer para protegerla—. No cometan ninguna estupidez, ni
intenten hacerse los valientes. Hemos venido a por respuestas, no para herir
a nadie.
La sorpresa aumentó cuando nos vieron aparecer en el salón.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó el hombre, nervioso y tratando
de ocultar algo.
—Eso mismo me digo yo… —contestó una voz femenina. Los tres nos
giramos. Dana Laine, la supuesta agente del CNI, se adentraba en la casa
sin ningún tipo de protección, como si hubiese llegado tarde a una fiesta.
—¿Dónde está Rudolf? —preguntó Ledesma.
—¿Rudolf? —repitió Rojo y se rio—. Me temo que su portero de
discoteca se ha quedado dormido. ¿Qué hace ésta aquí?
—Supongo que todos tenemos pendiente una larga y profunda
conversación.
—¿Cómo lo has sabido? —pregunté.
—Os he seguido. Era más fácil.
—Dejaos de cháchara… —comentó Rojo—. La Policía no tardará en
llegar… Vamos a terminar con esto.
—Seguro.
—¿Qué quieren de nosotros? ¿Han venido a por dinero? —cuestionó la
viuda de Ramos—. ¡Respeten el descanso de mi marido!
Me acerqué a Jimena. Esa vez, ya no me creería sus falacias, ni tampoco
las de su amante.
—Nos mintió, Jimena. Es usted una embustera —contesté y me coloqué
junto a Rojo. El salón era tan amplio que, a pesar de ser tantos, tenía la
sensación de que sobraba demasiado espacio—. Nos dijo que no se
conocían y es evidente que aquí hay tomate. Ahora, le daré una segunda
oportunidad… ¿Por qué mató a su marido?
—¡Yo no lo maté! —exclamó y las lágrimas de impotencia se
desprendieron de sus ojos—. ¡No vuelva a decir algo así!
Me fijé en la expresión de Ledesma, distante y preocupado.
—¿Qué oculta, don Miguel? ¿Fue usted quien ideó el falso secuestro?
—No sé de lo que me está hablando. Jamás haría algo así…
—Es obvio que ustedes dos no se deshicieron de él por una cuestión de
celos… —agregué. Cada frase bloqueaba más a la pareja.
—¡Eso son memeces! —gritó levantando la mano—. Se les va a caer el
pelo en cuanto llegue la Policía. ¡No saben lo que están haciendo!
—Iré a echar un vistazo —dijo la agente del CNI y se dirigió al pasillo
—. Me aseguraré de que estamos solos…
—No pienso perderte de vista —respondió Rojo.
La conversación estaba siendo tensa y desordenada. La pareja no ponía
de su parte y la presencia de esa agente no hacía más que incomodarme.
—El negocio de los cuadros —dijo Beatriz, arrancándose en uno de sus
monólogos personales—. Esa es la razón por la que mataron a Antonio
Ramos… Ustedes tres estaban metidos en esto, pero Antonio se dio cuenta
de que el fraude podía terminar muy mal, así que forzaron un falso
secuestro, lo drogaron y lo abandonaron en un lugar público para que fuera
envenenado. Pagaron a ese hombre para que lo hiciera y la muerte de
Ramos quedó en un ajuste de cuentas… Sin embargo, cometieron varios
errores que no supieron calcular…
—¡Cierra la boca, niñata! —gritó la mujer desquiciada e intentó
abalanzarse sobre ella, pero Rojo le apuntó con el arma y Jimena se detuvo.
La mirada de Beatriz tomaba un halo de confianza que no había
manifestado hasta ahora. Me recordaba a mí, más joven, en mis días de
gloria. Estaba disfrutando con aquello.
—Tenían contactos, buenas relaciones y eran conscientes de que el arte
era uno de los mejores negocios para ganar dinero —prosiguió y señaló a
Ledesma—. Usted estaba arruinado y ella era una mujer amargada por
haber renunciado al amor de su vida. Lo había tenido todo… menos la
felicidad. ¿Qué mejor forma de recuperarla que prometiéndole una vida
plena? El primer intento les salió mal, por eso Rodrigo Lizón terminó en la
cárcel. Él era un profesional, pero ustedes unos aficionados… Por eso buscó
ayuda externa.
—Eso son bobadas. No tienen pruebas sobre nada de lo que están
diciendo.
—Ese contacto que sacó de la cárcel antes de hora a Lizón —intervine
metiéndome en la conversación—. ¿Quién era? Es evidente que la presión e
influencia de esa persona era suficiente como para acabar con un exmarido
y padre de dos hijas. Lo siento, don Miguel, pero usted no tiene pinta de ser
un pistolero.
—¿Es ella? —preguntó Rojo señalando a Laine, que merodeaba el
interior. A esas alturas, ya se habrían dado cuenta. Pero no era ella.
Ledesma negó con tristeza.
Jimena estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad.
—Nunca aprobé que lo hiciera… —murmuró sin fuerza y con la cabeza
agachada. Ledesma la miró con desprecio.
—Sabía que eras una interesada.
—¡Basta de despecho! —gritó Rojo—. ¿Dónde está esa persona?
—Recogían a ese hombre para traerlo aquí, varias veces por semana…
La pregunta, ¿dónde están los cuadros?
De pronto, Dana Laine apareció en escena, interrumpiendo de nuevo.
—Seguidme, creo que he encontrado algo.
26

Todo el séquito siguió los pasos de esa agente hasta el final del amplio
pasillo. Había encontrado un pasaje secreto al piso subterráneo de la casa.
Una bodega, pensé, en la que guardarían los cuadros. Pero mis
imaginaciones distaban de lo que realmente había allí.
Laine retiró dos grandes losas de falso mármol y vimos unas escaleras
que bajaban hasta una puerta blindada. Tenía el aspecto de una cámara
acorazada.
Junto a la pared, una alarma con un teclado numérico.
—¿Cuál es la clave? —preguntó Rojo.
Ledesma miró a la mujer y ésta negó con la cabeza.
—Sólo Arturo la conocía… —contestó ahogada en una falsa pena. Dana
se acercó a la mujer, la agarró por la mandíbula y le apretó el morro—. ¡Ah!
¡Me hace daño!
—¡Abra!
—Ya le he dicho que no la sé, ¡por Dios! —exclamó dolorida—. ¿Qué
más quiere de mí?
Superamos la última resistencia. Beatriz fue más rápida que el resto.
—No era un número de teléfono, Gabriel —dijo recordando la imagen
que le había mandado—. Era la clave de la cámara.
Yo estaba junto a Laine, que me miraba deseosa de saber qué había
dentro. Beatriz esperaba en las escaleras y el resto me observaba.
—¡Un momento! —gritó Ledesma—. El interior de esa sala es muy
valioso.
—Eso lo veremos ahora —respondió Rojo.
Ignorando sus palabras, me acerqué al teclado y busqué la fotografía en
mi teléfono.
Marqué los siete números que había anotado Ramos en su agenda y
pulsé el botón verde.
El sistema de alarma emitió un sonido de error.
—¿Qué diablos hace?
—Estoy poniendo el número que encontré. Debería funcionar.
—¡Piénselo antes de abrirla! —exclamó preocupado—. Si falla los tres
intentos, ¡la sala está construida para provocar un incendio y destruir todo
lo que haya dentro!
Bien ideado, pensé. Si la Policía intentaba reunir pruebas, se vería con
la tesitura de no encontrar nada. Tan sólo escombros.
Volví a introducir los números, fijándome bien en cada uno de ellos,
pero dio el mismo error.
—Demonios… —murmuré. Todos se tensaron.
—¡Piensa con la cabeza y no con el culo, Caballero!
—Algo debes de hacer mal —dijo Laine—. Déjame ver la pantalla.
—¡No! —bramé apartándome del resto—. Dadme un respiro, ¿vale?
Dudo que Ramos fuera tan estúpido de airear la clave de esta forma.
Pensándolo bien…
Y fue aquel el instante en el que me di cuenta de que Ramos también
sabía que iba a morir.
Puede que su esposa hubiera dicho la verdad por primera vez y que él
fuera el único conocedor de la clave. Sin embargo, también era consciente
de que, en cuanto él no estuviera, ella y su amante intentarían entrar en la
cámara para deshacerse de las obras. Por tanto, siendo más rápido e
inteligente que el resto, había dejado tres pistas para quien decidiera
investigar la causa de su muerte.
El primer número era de Ledesma, marcándolo como mano derecha y
sospechoso principal de su asesinato. El segundo número de teléfono era el
de la residencia de Rodrigo Lizón, el pintor. Sabía que él contaría la verdad,
ya que le debían dinero. Para rematar, quedaba la clave, camuflada en un
tercer número incompleto y lista para ser introducida de manera incorrecta.
Pero Ramos no lo iba a poner tan difícil, pensé. Tuve una corazonada que
no quise compartir con los demás. Mi último intento. Si no funcionaba, el
tesoro de esa cámara se iría al infierno, y con él, nosotros.
Introduje cada cifra en sentido contrario a la manera en que la había
escrito. Número a número. Todos me miraban expectantes.
Cuando marqué el último, me dirigí al resto y pulsé el botón verde.
Se escuchó un sonido diferente y un estrépito liberador. Había logrado
desconectar la alarma de la cámara.

***
Ninguno de los que estábamos allí reunidos, podría haber adivinado lo que
había en el interior de esa cámara. Ninguno excepto la viuda de Ramos y
Ledesma.
Todos habíamos supuesto que un montón de cuadros, originales y
copiados, se acumulaban en el interior del almacén, entre cajas y telas. Pero
no podía estar más lejos de lo esperado y de nuestras conjeturas. Antonio
Ramos no tenía un almacén de obras de arte dispuestas a ser vendidas.
Aquellas personas habían construido su propio museo. Y estaba allí, a las
afueras de Pozuelo de Alarcón, en una planta subterránea de una vieja
vivienda del siglo XIX. Habían cuidado cada detalle: desde la altura de las
paredes, para que las pinturas se pudieran apreciar en la distancia; hasta la
iluminación y la temperatura de la sala. Era insólito. Jamás había visto algo
así en el interior de una casa, pero era real, tan verdadero como nuestra
presencia. Tenía el vello de punta y creí estar en un sueño largo y profundo,
creyendo que la vida trataba de otros asuntos.
—Quédate aquí vigilando —le dijo Rojo a la periodista y le entregó su
arma.
Miré hacia atrás y vi a Dana Laine siguiéndome con la mirada.
Entramos con cuidado. El eco de los pasos rebotaba en el espacio
cerrado. Era un pasadizo secreto que cruzaba los bajos de la finca. Me
pregunté cuánto tiempo y dinero le habría llevado hacer algo así. Sin duda,
puede que Jimena tuviera razón y su difunto marido hubiera perdido la
cabeza.
La puerta de la cámara dio paso a una primera sala. Allí sólo había
pinturas. Entre la veintena de cuadros que había colgados, pude reconocer
Las Meninas de Velázquez a un lado y la Muchacha en la ventana de Dalí al
otro. Me hubiese gustado apreciar el resto, pero mi ignorancia era tan
profunda como el recorrido de aquel túnel subterráneo. A diferencia de un
museo normal, los cuadros no se exponían siguiendo ninguna clase de
orden o preferencia. Todos eran sublimes, auténticas piezas de colección. El
patrimonio que habían dejado los grandes artistas, para la posteridad, se
encontraba allí, bajo tierra. Percibí que existía otra sala, un lugar apartado y
separado por otro habitáculo hermético, al que estaba conectado un
refrigerador de aire.
—¿Son los originales? —preguntó Dana Laine fijándose en las obras.
La pareja de amantes asintió—. ¿Cómo sabemos que no nos mienten?
Jimena del Muelle rio por primera vez en mucho tiempo. Su rostro
radiaba nostalgia y pesadumbre, pero era una mueca sincera.
—No pueden saberlo, porque no son capaces de contemplar la
diferencia… ¿Verdad?
La agente estaba cohibida. No supo qué responder.
—De todos modos —intervino Ledesma—. ¿Por qué haríamos algo así,
después de todo?
—No, señorita —dijo la mujer—. Estos son los auténticos… Nunca
tuvimos intenciones de venderlos, ni de hacer negocio con ellos… sino de
recuperarlos. Recuperar las obras de arte que habían quedado atrapadas en
los museos, para cuidarlas mientras siguiéramos… o encontráramos a
alguien que fuese capaz de protegerlas de su desaparición.
—Pero… ¿Por qué harían algo así? —cuestionó la agente—. Estas
obras pertenecen a los museos nacionales de cada país, para que todo el
mundo pueda verlas. Son cultura e historia.
—¿Y cree que los gobiernos no hacen negocio con el arte de sus
ciudadanos? Personas a las que ni siquiera han enterrado ellos mismos… —
preguntó Ledesma—. ¿Qué era acaso lo primero que hacían los nazis y los
soviéticos cuando invadían un país? Lo siento, pero se equivoca… El arte
es un activo muy cotizado. Los museos son edificios para llenar las arcas
del Estado, pero nadie mira por el valor que hay en ellos… ni siquiera los
propios visitantes.
—Eso no es cierto —dije.
—¿Ah, no? —preguntó Ledesma con basta soberbia—. Entonces,
juntaletras de pacotilla, ¿qué me podría decir de alguno de ellos? Quizá sea
pedirle demasiado… Hoy en día, la cultura es un mercado y el arte su
moneda de cambio. Los visitantes de los museos, son los mismos que se
hacen un selfie en la Puerta del Alcalá o en la Torre Eiffel… y después se
comen una paella en la Gran Vía… Sólo buscan inmortalizar el momento
junto a la obra y contarle al resto del mundo que ellos estuvieron ahí. Eso es
todo.
Su discurso manifestaba sinceridad y sus palabras no estaban exentas de
razón, pero eso no justificaba lo que habían hecho. Jugaron a ser templarios
con algo que no era suyo, ni siquiera de forma legal. Habían engañado a los
otros con la propia farsa. ¿Cómo llegaría una persona a reconocer el
original? Si éste nunca hubiera estado a su alcance…
—Si esas eran sus intenciones… —respondí desconcertado—. ¿Por qué
lo mataron? ¿Por qué a Antonio Ramos?
Me fijé en su viuda. Sus ojos apuntaron indirectamente a la sala
contigua que tenía la puerta cerrada.
—Era su debilidad… —dijo la mujer. Me puse en marcha y me acerqué
hasta la entrada, pero ella siguió hablando—, quería devolverla, contar toda
la verdad a la Policía…
—Había perdido la cabeza —añadió Ledesma. Su voz se quedaba a mi
espalda mientras seguía hacia la otra habitación—. ¡Decía que no podíamos
conservarla! ¡Que esto había sido un error de codiciosos! ¡Pero teníamos
todo el dinero del mundo! Estaba chalado… Jamás superó la separación.
—Pagar por lo que habíamos hecho… Para él, había dejado de ser un
juego —comentó la mujer. Estaba cerca, tenía la puerta a un metro—. Nos
quería pudriéndonos en la cárcel para el resto de nuestras vidas…
Giré la manivela y sentí un calor suave que procedía del interior.
El aire estaba viciado, aunque sin ser empalagoso. Era parecido a entrar
en la sala de un hospital. Un chorro de luz caía sobre el busto, iluminando la
urna de cristal. Una reproducción exacta de la que había visto en el Museo
Arqueológico Nacional.
—La Dama de Elche… —dije y sentí los pasos de Laine.
Después su perfume. Un fuerte brote de ansiedad se apoderó de mi
cuerpo.
En el interior de la sala, levanté el arma y le apunté al corazón.
Ella se quedó quieta. Sus ojos se clavaron en mí. Estaba pensando a
toda velocidad, pero yo sería más rápido en tirar del gatillo.
—No sé a qué viene esto, pero baja el arma ahora mismo, Caballero —
dijo, haciendo un gesto con las manos para tranquilizarme. Su voz
temblaba. Sabía que era capaz de hacerlo y, lo peor de todo, no lo había
visto venir—. Por favor, te lo pido.
—Tú disparaste a Soledad —respondí. Miré por encima de su hombro y
atisbé la puerta entreabierta. No pensé que ocurriría así, de ese modo y en
ese lugar; ni tampoco que sería ella la persona a quien dispararía, pero Rojo
había cometido un error entregándome esa pistola.
Con la pared de por medio, nadie sabría lo que habría pasado allí dentro.
Una bala, sólo eso. Juraría que ella habría intentado atacarme.
Una excusa perfecta… y Dana Laine desaparecería para siempre.

***
Sentí el pulso en la frente. La culata de la pistola se me resbalaba de la
mano, pero la agarré con firmeza. No podía pensar en otra cosa que en
Soledad, en esa habitación de hotel y en su rostro manchado de sangre.
Decían que la venganza no cerraba las heridas, pero yo no veía otra cura a
un dolor tan profundo.
—¡Gabriel!
Acaricié el gatillo.
—¡Gabriel, detente! –exclamó una voz lejana. No era de Laine, sino que
procedía del exterior. Su melodía me resultó familiar—. No lo hagas,
Gabriel, por favor…
Bajé el arma y la agente se echó hacia atrás, guiada por la misma voz
que me reclamaba.
Abandoné la sala y vi a los demás formando un círculo alrededor de la
entrada de la cámara. Rojo le apuntaba con su pistola.
—Gabriel… –dijo Beatriz por última vez, acorralada y a punto de
romper a llorar. Detrás de ella, Eme la agarraba por el cuello,
encañonándole la sien con su Revólver Smith & Wesson plateado—, quiero
vivir, te lo suplico…
—¡No la escuches, Caballero! —gritó Rojo—. ¡Ni un paso adelante,
zorra! ¡Te volaré los sesos!
—¿Qué es todo esto? —preguntó Ledesma aturdido y agarró a su
querida—. ¿Qué es este disparate?
Desde nuestro último encuentro en Lisboa, no había pasado ni un día
que no hubiera pensado en ella, aunque fuera durante unos instantes. Eme
no había envejecido. Era inmortal.
«Una mujer con piernas de infarto», recordé, pensando en las palabras
de aquel pintor.
«Su compañero debió de abrirle la puerta a una voz que le resultara
familiar», repetí en mi mente con la voz del inspector Nogueira.
Vacilé a causa de los nervios. No creí que, llegado ese momento, me
fuera a desmayar, pero el oxígeno se terminaba en el interior de esa cámara
y mis pulmones me impedían respirar. Estaba sufriendo un colapso, un
ataque de pánico. Con la mirada nublada, me fijé en ella, que estaba
tranquila, luciendo un vestido negro de una sola pieza, con la piel
bronceada y, sobre todo, hermosa como un ángel eterno.
—Y con el dolor de tu recuerdo, junto al frío de su tumba… —recité
haciendo referencia al poema—, no volverás…
—No volverás a estar solo, Gabriel —dijo ella dejando ver esa
dentadura blanca y brillante—. ¿Me has echado de menos, amor?
27

Me pregunté cómo había sido tan terco de no ver lo que sucedía. Sólo una
persona tan retorcida, a la vez que comprometida, como ella, podía hacer
algo así. Los villanos más crueles de la historia, a pesar de la leyenda negra
que pudieran arrastrar, fueron de carne y hueso como el resto. Eme era
humana aunque, en ocasiones, pareciera de otro planeta. Eso la hacía
imperfecta y frágil. El problema es que aún no habíamos encontrado esa
grieta por donde entraba la luz.
Eme sujetó con firmeza a la periodista. Se mostraba relajada, como si
aquello fuera parte de la función que había montado. Que nosotros
estuviéramos allí dentro, tampoco era una casualidad, como no lo había sido
mi visita a Madrid. Ahora, todo cuadraba.
Había encontrado la pieza perdida del rompecabezas.
Observé a Rojo en un momento de lucidez. Estaba tenso, con el brazo
extendido y apuntando en la distancia a la cabeza de Eme. Se había
colocado lejos para que nadie pudiera detenerlo. En mi interior, algo me
decía que el último acto de aquella tragicomedia, terminaría con un final
desagradable para todos. Rojo la había dejado escapar una y otra vez, pero
estaba harto e iría a por ella, aunque eso supusiera llevarse por delante a
Beatriz y huir el resto de su vida.
—Inspector, baje el arma —dijo Eme con su voz aterciopelada,
juntando las sílabas en una melodía seductora—. Esta jovencita tiene un
futuro prometedor. No querría ser yo quien se lo arruinara.
La cabeza de Rojo estaba colorada. Su cuerpo permanecía inmóvil,
rígido como una estructura de hierro. Un descuido y accionaría el percutor.
La pareja de amantes contemplaba asustada la escena. Laine escuchaba
a mi lado, expectante a lo que pudiera suceder. Todos querían que aquello
acabara del mejor modo posible, pero sólo Eme deseaba que el espectáculo
continuara.
—Tú la mataste —dije, sujetando el arma con las manos temblando y
me dirigí hacia ella. Beatriz gritó asustada. Mi brazo se extendió en línea
recta y el cañón apuntaba a la diana que formaban las dos juntas.
Sinceramente, no me paré a pensar en esa joven. La ira que albergaba en mi
interior, se había apoderado de mí. Era un hombre desesperado en busca de
rendición. Y creí haberla encontrado—. Tú subiste a la habitación de hotel
y te enfrentaste a ella…
Cada latido en mi interior era como un golpe de tambores.
—No contaba con que tu querida te acompañara… —respondió
mirándome a los ojos—. Quería verte a ti, Gabriel, pero no eres lo
suficiente hombre como para tomar tus propias decisiones.
—Vete al cuerno, Eme… Eres una enferma.
—Tuviste que buscar una aguja en un pajar, en lugar de aceptar esa
maldita oferta en el diario y quedarte unos días por la ciudad… —dijo
apenada por cómo había sucedido todo—. Te avisé en varias ocasiones y tú
erre que erre… A veces, esa audacia tuya… ¿A dónde va?
—No vas a escapar esta vez.
Eme frunció el ceño y apretó el cuello de la periodista. Dana Laine
desenfundó y apuntó con su arma a la mujer. Tres balas contra una.
—Tengamos la fiesta en paz —dijo la agente—. Ella no tiene nada que
ver con todo esto.
Eme miró a la agente y sonrió.
—Vaya, ahora tú… Tanto tiempo sin saber de ti y eso es lo que tienes
que decirme.
Rojo y yo miramos a Laine sorprendidos.
—¿Os conocéis? —pregunté.
—Es una larga historia… —dijo ella, que seguía apuntando a la cabeza
de Eme—. Ya me has oído. Suelta a la chica y te dejaremos libre.
—¡Y un carajo! —gritó Rojo—. Antes tendrás que dispararme.
De pronto, oímos un fuerte zumbido procedente del exterior. El ruido se
acercaba a la finca desde el aire, por lo que supuse que sería un helicóptero.
Estábamos salvados… o no.
—¿Qué es eso? —preguntó Jimena del Muelle, acurrucada en los brazos
de Ledesma—. ¿La Policía? Dios mío, van a detenernos…
Distraídos por el ruido de las aspas, Eme disparó dos veces contra la
pareja. Jimena del Muelle y Miguel Ledesma se desplomaron como dos
árboles caídos. Las explosiones nos desconcertaron. El olor a pólvora
quemada era desagradable y un charco de sangre rodeó a los dos amantes
moribundos. Nos dimos cuenta de que estaban heridos, o tal vez muertos,
pero no podíamos dejarla huir.
Luego puso el cañón en el pómulo de la chica.
—¡No! —bramó desquiciada la periodista, agitándose entre sus brazos.
Eme le apretó el cuello hasta ahogarla.
—Señoras y señores… —comentó la mujer, a quien le encantaba ser el
centro de atención, a pesar de que tres armas estuvieran apuntando hacia
ella—, será mejor que concluyamos, antes de que la situación se complique
para todos…
—Por primera vez, estoy de acuerdo contigo —dijo Rojo.
—La Policía te detendrá —respondió Laine—. Están ahí fuera.
Entrégate, es la única forma de salvarte.
Eme retrocedió con la chica y caminó de espaldas hacia la puerta de la
cámara. Una vez allí, me miró por última vez.
—¿Sabes, Gabriel? —preguntó—. Debiste escuchar a Soledad… No
podías confiar en ella.
No entendí lo que significó aquello hasta minutos más tarde. Entre tanta
confusión y con el zumbido del descenso del helicóptero, Eme liberó a la
muchacha, lanzándola hacia nosotros para evitar que la alcanzáramos a
balazos, y corrió por las escaleras.
Rojo abrió fuego y disparó tres proyectiles que impactaron en la puerta
de la cámara. El policía subió los escalones y, tras él, Dana Laine salió
como una gacela.
—¿Estás bien? —pregunté a Beatriz. Ella asintió con la cabeza—.
Quédate aquí y llama a una ambulancia.
Miré a los dos heridos, que aún respiraban. Después caminé hacia fuera.

***
Tomé las escaleras que llevaban a la planta exterior de la casa. La fatiga me
vencía y aquellos peldaños parecían más grandes y numerosos de lo que
habían sido durante la bajada. Cuando pisé el último de los escalones, no
quedaba rastro de Dana, de Rojo o de Eme. La penumbra del pasillo me
indicó dónde estaba el salón, gracias a la poca luz que alumbraba la pared.
El ruido del helicóptero era atronador. Las paredes vibraban, no podía oír
nada más.
Alcancé el salón, me dirigí a la cristalera y escuché otra explosión. A lo
lejos, un helicóptero pequeño descendía sobre el césped de la finca. Los
árboles se doblaban por la onda que formaban las hélices. Corrí, con todas
mis fuerzas, olvidándome del flato que intentaba frenarme; olvidándome de
todo, menos de ella.
Laine siguió a Rojo. El inspector fue tras Eme, pero ésta se movía con
agilidad. Mi amigo la iba a alcanzar. Me limité a continuar hasta reunirme
con los demás. No podían oírme. Gritar no habría servido de nada.
Cuando el vehículo aterrizó, Eme se encontraba a escasos metros de la
puerta. Rojo le gritó algo que no llegué a apreciar y ella se detuvo,
levantando los brazos. No pude creerlo, la iba a matar, pero no quería que lo
hiciera. Esa mujer tenía que pasar el resto de su vida entre rejas y pagar por
sus crímenes. Las hélices del helicóptero se detuvieron. El ruido comenzó a
disminuir.
—¡Rojo! —grité a escasos metros mientras corría, cuando sentí una
piedra en mi camino, un obstáculo que me hizo caer contra el suelo. Antes
de levantarme, una mano me agarró del pelo y el frío del metal me acarició
la nuca—. ¿Qué cojones?
Dana Laine me ayudó a colocarme de rodillas. Rojo apuntaba a Eme,
que seguía a escasos metros de la puerta de su salvación, con las manos en
alto.
—¡Rojo! —chillé y vi cómo su mirada rompía en un grito de
desesperación cuando vio a Laine apuntándome a la cabeza.
—¿Qué estás haciendo? —bramó dirigiéndose a la agente.
—Lo siento… —dijo ella resignada—. Si la matas, le dispararé.
—¿Estás chalada? —preguntó el policía. No entendíamos nada.
Eme disfrutaba con la escena.
—Rojo, acaba lo que empezaste… —dije cerrando los ojos.
—Me cago en todo, Caballero…
Las hélices volvieron a moverse. Me pregunté si la dejaría marchar así,
sin más.
—Se refería a ti, ¿verdad? —pregunté a Laine, que me agarraba ahora
del cuello con firmeza—. Eras tú en quien no podía confiar.
—Lo lamento, Gabriel —dijo sin apartar la mirada del helicóptero—.
Ella es mi madre. No puedo verla morir así.
Escuchamos un último disparo. Eme corrió hacia el vehículo y se subió
en él. La bala fue para Rojo. Por suerte, esa mujer no logró herirle.
El policía se levantó del suelo y abrió fuego contra el interior de la
cabina, pero el helicóptero alzó el vuelo para alejarse de nosotros. En un
descuido, agarré del brazo a Laine y la tiré contra el suelo. Ella intentó
defenderse, pero tuve margen suficiente como para asestarle un buen
puñetazo en la cara. Después le quité el arma y le di un golpe seco con la
culata. Laine sangraba por la nariz. No me dio ninguna pena. Rojo corrió
hacia mí y me agarró por los hombros. Las sirenas de Policía se acercaban a
la finca a toda velocidad.
—Esta me la vas a pagar… —dijo en voz alta, sin saber si se refería a
mí o a la espía—. Mueve el culo, Caballero.
Nos pusimos en pie, dejando aturdida a la agente sobre la hierba, y
caminamos hacia la verja metálica por la que habíamos entrado.
Eme sobrevoló el cielo, de nuevo, triunfante como el ángel caído que
representaba para nosotros.
Cuando Nogueira y sus hombres llegaron, ya habíamos alcanzado la
autovía.
28

Todas las historias que comienzan, tarde o temprano, encuentran su final.


La nuestra había alcanzado el suyo.
Nogueira y sus hombres llegaron con retraso a la finca de Arturo
Ramos, pero justo a tiempo para salvar la vida de Miguel de Ledesma y
Jimena del Muelle, una pareja de amantes que se querían, pero que
compartirían su amor entre cartas desde el presidio.
La noticia llegó a los diarios internacionales, rodaron algunas cabezas
en la Administración estatal, pero no tuvo mayor trascendencia que la de un
hecho anecdótico y pasajero. Había demasiado en juego: la reputación de
los propios museos, así como la mano negra que regía su burocracia, sin
mencionar a las voces silenciadas a cambio de dinero. Así que los medios
de masas se pusieron de acuerdo para que otros asuntos llenaran las
parrillas televisivas. El mayor escándalo de la última década se convertiría
en un tema tabú, en una historia de culto para el periodismo.
Por desgracia, quedaban unos cuantos años para las siguientes
elecciones y al Gobierno de entonces no le interesaba que la imagen del
país se viera manchada por un desastre cultural de tal magnitud. Todos
estuvieron de acuerdo en pasar página, recuperar las obras perdidas y culpar
a las bandas organizadas del Este de los robos perpetrados.
Pero no fueron todo malas noticias.
Beatriz Balcones, lejos de ser despedida del diario para el que trabajaba,
recibió una oferta generosa de una productora de televisión y escribió un
documental. Aquella proyección la llevó a pasearse por las radios y por los
platós, siendo ejemplo de una generación que, aunque la vieja guardia
estuviera en desacuerdo, estaba preparada para el mundo moderno. Nadie lo
hubiera imaginado, excepto yo, claro. Esa chica tenía más talento que
Blanca Desastres y yo juntos. Por seguridad y respeto, mi relación con
Beatriz terminó el mismo día en el que la dejé en el interior de aquella
cámara secreta.
Por supuesto, no volví a oír de la oferta que Joaquín Botines me había
hecho, ni de él tampoco. Días después de la detención policial, fue
destituido y su nombre desapareció como una mancha de tinta en el océano.
Pobre Botines, con lo arrogante que era, habría llegado bien lejos como
directivo.
Eme volvió a desaparecer sin dejar rastro. Rodrigo Lizón Betanzos, el
famoso falsificador de obras de arte, rozó con los dedos el cielo de la fama
tras revelar con detalle cómo funcionaba la organización de Ramos y
compañía, dotando el testimonio de ficción y brotes de protagonismo. Eso
sí, olvidándose de lo más importante: no mencionó una palabra de Eme en
toda su declaración. El muy ingenuo pensaría que lo volvería a sacar de la
cárcel, pero no fue así.
Semanas después de su ingreso, el pintor se suicidó en su celda con una
sábana.
La última incógnita que, a Rojo y a mí, nos quedó por resolver, fue el
final de la supuesta agente del CNI e hija de Eme. Nunca me contó que
fuera madre, ni que hubiese tenido hijos, pero llevaba años poniendo en
duda todo lo que me había dicho acerca de ella, durante aquel verano de
amor y traición entre fuegos artificiales y casquillos de bala.
Acerca de Dana Laine, sólo averigüé que no existía nadie con ese
nombre. Ni tampoco con el de Diana León.
Era astuta, mimética, fría e inteligente como su madre. Nos había
tomado el pelo todo el tiempo. Me cuestioné que querría con todo aquello:
si proteger a Eme o atraparla con sus propias manos.

***
Rojo y yo nos despedimos poco después de dejar escapar a esa mujer.
Agradecí que me confesara la verdad. Valía más tarde que nunca. Así como
mencionaría anteriormente, la Policía iba detrás de la pareja de amantes y
de Arturo Ramos, pero sólo había visto la punta del iceberg. Cuando oyó
acerca de la salida de Rodrigo Lizón, decidió investigar por su cuenta.
Era evidente que un tipejo como él, por muy talentoso que fuera, no
salía de la cárcel sin una ayuda externa. Las pistas lo llevaron hasta su
domicilio. Le entrevistó en persona y el pintor le dio una versión más
extensa que la que habíamos escuchado nosotros. Tal vez, Rojo no escatimó
con el dinero y eso le ayudó a conseguir la información. Lizón era un perro
viejo y el gastar uno de sus peores vicios.
Después de semanas buscando un rastro, decidió darse por vencido
hasta que Soledad le dijo que me encontraba en la ciudad. Fue entonces
cuando me utilizó como señuelo.
—Debí contártelo… —comentó—, pero te habrías puesto como una
fiera.
Ni una disculpa por su parte, ni una muestra de arrepentimiento. Él era
así en algunos aspectos, y no sabía cómo encajar aquellos golpes cuando
sentía que faltaba a nuestra amistad pero, por otro lado, también había
renunciado a esa mujer por salvarme el pellejo.
Rojo desapareció del mismo modo que siempre, subiendo a ese Ford
Focus de segunda mano y perdiéndose en el tráfico de la Castellana. Yo
debí hacer lo mismo, desaparecer como una mota de polvo, pero lo que yo
hiciera en ese momento, no era lo más importante.

***
Una vez más, la fortuna nos dio un respiro. Con una fuerza insólita, propia
de un milagro divino, Soledad luchó y venció a la muerte, haciéndole saber
que su momento aún no había llegado. Sus constantes vitales se
estabilizaron. La trasladaron a Alicante cuando estuvo fuera de peligro y
permaneció ingresada durante tres meses. Después inició una ardua
rehabilitación. En aquel periodo, me limité a sentarme junto a ella, a estar
presente y en silencio. Nuestra relación siempre había sido como un barco
en medio de un oleaje infernal. La marea subía y nos golpeaba con fuerza,
pero lográbamos mantenernos a flote sin perder el equilibrio, resistiendo a
la violencia del mar y encontrando la manera de llegar a puerto para ver el
amanecer juntos.
Ella no podía hablar, ya que la operación había sido muy delicada. El
disparo le afectó a las cuerdas vocales, aunque recuperaría su dulce voz con
el tiempo. Los médicos dijeron que, por suerte, no le dejaría secuelas
físicas, pero sí psicológicas. No quería alterarla bajo ningún concepto y, en
esos momentos, todas mis palabras iban llenas de excusas, lamentos y
culpa. Una carga que no me iba a perdonar jamás.
Se iniciaba entonces un largo camino para los dos.
Ella postrada en una cama, moviendo los ojos con unas pupilas ausentes
de luz; y yo viendo los días pasar en la ventana de aquella aséptica
habitación.
Aunque sólo pestañeara, entendí que lo que me quiso transmitir.
El amor no era suficiente para evitar un naufragio.
29

El verano se había alargado más de la cuenta. La radio predijo que


alcanzaríamos los veintiocho grados centígrados al mediodía.
Por los altavoces del estéreo, My favourite things de Coltrane se colaba
por cada rincón del apartamento. Por desgracia, mis cosas favoritas estaban
metidas en las veinticinco cajas de cartón blanco que había repartidas por el
salón. Sólo una de ellas se quedaría allí, sin embalar.
Yo vestía una camisa blanca, vaqueros y zapatos de color marrón. Ella
llevaba aquellos pantalones rajados por las rodillas, una camiseta de Lou
Reed que le venía grande y una rebeca abierta de color azul marino.
Todavía le quedaban algunos rasguños del asalto y una discreta cicatriz en
el cuello, que más tarde le quitarían con un láser. Había llegado la hora de
despedirnos, de decir adiós al pasaje más interesante de mi vida. No fue
nada fácil alcanzar una determinación así, pero las semanas del hospital
fueron suficientes para iniciar una transición indolora.
Ella pedía estar sola, lejos de mí, a pesar de que sus sentimientos me
correspondieran. Yo me sentía culpable, aunque la amaba como nunca lo
había hecho con nadie. Tuvimos tiempo para hablar, sin llegar a la
discusión, y darnos cuenta de que, siendo compatibles, existían ciertos
aspectos de nuestro carácter que, por caprichos del destino, no nos
permitían seguir el mismo camino. Estaba cansada de sufrir y quería una
vida normal, como la del resto de la gente. Era un hombre encantador, pero
con una tendencia a la aventura que había ido demasiado lejos.
—¿Sabes? Siempre acepté que eras tú quien estaría en peligro —
contaba tumbada en la habitación del hospital, uno de los últimos días—, y
que sería yo quien iría a salvarte. Pero cuando la vi a ella, en el pasillo del
hotel, con el arma en la mano… El cuerpo se me paralizó. Esa mirada
inquisidora era propia de quien lleva decenas de cadáveres a su espalda…
Jamás había visto nada igual, ni siquiera en los criminales más violentos…
Me saludó y me dijo algo breve que no olvidaré… Entonces entendí que la
única persona en peligro, era yo.
—¿Qué fue lo que te dijo?
—Que nunca estarías solo.
Aceptar una verdad como esa, además de madurez, requería asumir un
vacío al que no me había enfrentado antes. Un abismo, no sólo emocional,
sino también físico, diario y personal. La cama volvería a ser más ancha de
lo normal y no habría nadie por las mañanas a quien sonreír. Nadie a quien
llamar cuando tuviera una noticia, nadie a quien abrazar cuando las palabras
no sirvieran para solucionar nada. Soledad había sido la primera mujer con
la que había compartido una casa: primero, mi apartamento. Después, el
suyo. Soledad se convertía en el fin de un capítulo de mi vida, un episodio
al que no podría volver, por ella y por mí.
De pie y sin movernos, como dos plantas del desierto, esperábamos a
que la empresa de mudanzas se llevara todo aquello.
—Estás segura de esto, ¿verdad? —pregunté y me reí mirando al suelo.
Era una frase cliché, estúpida y sin sentido, pero una cuestión para ganar
tiempo, para no rendirse hasta que la última caja estuviera fuera de allí.
Había visto demasiadas películas y leído suficientes cuentos de hadas.
Nunca me había creído ninguno de ellos. No sé por qué mi final iba a ser
diferente—. Puedes quedarte el disco. Ponlo cuando te acuerdes de mí.
Ella asintió con la cabeza, regalándome esa mirada relajada que tanto
disfrutaba al amanecer. Tocaron el timbre y abrí. Los empleados subieron
por el ascensor. Soledad se acercó, me abrazó y me acarició con la mano.
Después me dio un beso de despedida.
—Cuídate, Gabriel —dijo con una voz aún débil, pero sincera—. Lo
fuiste todo para mí.
—Sol, lo siento… —contesté avergonzado. Ella me tapó los labios con
la boca y me levantó el mentón para que la mirara.
—Está bien… Todo está bien, ¿vale? —dijo y asentí con la cabeza en
silencio—. Sé feliz, Gabri. Te lo mereces.
Ese fue su último deseo. Con un yunque emocional en estómago y los
ojos inundados de lágrimas, le dije adiós con un gesto y salí del
apartamento.
30

Semanas después del regreso a mi viejo apartamento de la plaza de toros, la


mayoría de cosas seguían en el interior de las cajas.
La pereza me podía tanto, que hasta pensé en dejarlas cerradas para
siempre.
Aquel apartamento polvoriento y con solera me trajo demasiados
recuerdos, así que comencé con una intensa limpieza que me llevó varios
días. Soledad y yo nos habíamos prometido no volver a saber del otro, a
excepción de una situación límite en la que necesitara su ayuda.
Por mi parte, me las apañaría sin ella, y Sol no necesitaría mi ayuda
porque nunca le había hecho falta antes. Tan sólo esperé que fuera feliz y
encontrara a alguien que estuviera a la altura de las circunstancias. En lo
que a mi situación se refería, preferí no pensarlo demasiado.
El barrio había cambiado y las fachadas de los edificios tenían ahora
otro color. Nadie me recordaba en las tiendas de ultramarinos, ni tampoco
en los bares más cercanos, y eso me alegró. Por una vez, en mucho tiempo,
disfrutaba del anonimato de la capital levantina.
Con el Lorenzo pegado a mi espalda y las gafas Wayfarer
protegiéndome de la claridad, decidí salir a dar una vuelta y tomar algo por
el centro de la ciudad. Era extraño volver a hacerlo a solas, pero pensé que
sería mejor acostumbrarse, antes de convertirme en un llorón. Esa actitud
no haría más que espantar al resto de personas.
Me dejé caer por la rambla y me escurrí por las callejuelas del barrio
viejo para terminar, por arte de magia, sentado a una de las mesas del
italiano de la plaza del Abad Penalva.
Esa mañana, los únicos turistas que había, iban de paso hacia la playa.
El rumbero de la guitarra todavía no había despertado y esperaba, en algún
lugar de la ciudad, a que cayera la noche para comenzar el recital.
El verano parecía haber llegado a su fin, así que renuncié al Albariño y
opté por un vermú casero, bien agitado, con hielo de gasolinera y dos
aceitunas rellenas de anchoa.
Los rostros de los viandantes perdían el color tostado y ya se podían ver
los primeros pantalones largos de la temporada. No quedaban sonrisas, sino
el lamento por regresar a la rutina de todos los días. Tampoco olía a
perfume de mujer, ni se escuchaba el bullicio de las vacaciones pero, al
menos, nos quedaba el aroma de las cafeteras de los bares y la brisa marina
que llegaba desde la playa.
Cuando el camarero me trajo el aperitivo y la prensa, observé el vaso de
cristal y miré hacia el cielo azul y despejado.
«En ocasiones, hay decisiones que uno nunca debe tomar», pensé
recordando lo que había pasado. Después abrí el diario y encontré una
fotografía en color de la Dama de Elche, acompañada de un gran titular: La
Dama vuelve a casa. Al parecer, no todo había sido en vano. Las
incompetencias del Museo Nacional de Arqueología habían puesto la
balanza del lado de los ilicitanos, logrando que la tuvieran de vuelta por
tiempo indefinido, a pesar de los costes y de que el busto fuera propiedad de
Madrid. Terminando de leer la noticia, alguien agachó las páginas del
diario.
Levanté la vista por encima de la montura y vi su rostro.
—Hay costumbres que no cambian —dijo Rojo, sentándose al otro lado
de la mesa.
—Pero que en algún momento deberían hacerlo —respondí, cerré el
periódico y lo doblé para dejarlo a un lado—. Dime… Pasabas por aquí, de
casualidad, y me has visto, ¿verdad?
—¿Cómo es la vida de soltero?
—Tú tienes más experiencia que yo —contesté—. Deberías saberlo.
¿Qué haces aquí?
—¿A qué te dedicas ahora, Caballero? Si ya no escribes en los diarios,
ni tampoco publicas libros… ¿De qué diablos vas a comer?
—¿Y este interrogatorio? —cuestioné molesto. Rojo pidió un Ribera del
Duero y se acomodó expectante a mi respuesta. Se mostraba contento,
entusiasmado por algo, a pesar de que, meses atrás, hubiera vuelto a fallar
en su cruzada personal—. ¿Qué hay de lo que hablamos sobre preocuparse
por el otro?
—Me gustaría ofrecerte… un trabajo.
Era la primera oferta que recibía de Rojo.
En un acto reflejo, me separé de la mesa y negué con la cabeza.
—Escucha, ya no… No estoy para más aventuras.
—No, no, no te equivoques… —respondió quitándole drama a la oferta
—. Es un tema… profesional. Te pagaré.
—¿Tú… a mí?
—Sí, con dinero. ¿También quieres factura? No me jodas…
Suspiré.
—Te escucho.
Rojo acercó la cabeza y eligió un tono misterioso para su voz.
—Sé que renuncié a matarla a cambio de que siguieras con vida… —
dijo con una sonrisa vil en el rostro—, por tanto, digamos que me debes
una…
—Pero…
—Pensé que estaba todo perdido, hasta que me contaste de que ella era
la hija de Eme. Una hija, ¿eh? Quién lo iba a decir… Que esa desgraciada
iba reproducirse…
—No sabemos quién es, ni cómo se llama —respondí—. Ni siquiera
estamos seguros de su nombre sea Dana, Diana o como diablos se
llamara… Así que si quieres que la encuentre, siento decepcionarte, pero…
—Te equivocas, Caballero, estás hablando más de la cuenta… —dijo y
la mueca de su rostro se hizo más grande—. No seas terco… A quien quiero
es a su madre, porque a la hija ya la he encontrado…
Rojo sacó el teléfono y me enseñó varias fotografías de Dana saliendo
de un portal y subiendo a una motocicleta. Después me mostró unas
imágenes vestida de gala y otras boxeando en un gimnasio.
—¿Cómo las has conseguido?
—Eso es lo de menos, amic meu… Hasta ahora, hemos ido detrás de
esa rata de balneario y vestidos de etiqueta —respondió con furia—. Es el
momento de incendiarlo todo, para que así salga de su agujero. Y entonces,
cuando lo haga, terminaré lo que dejé a medias.
Rojo confiaba en su hallazgo, pero yo no.
Levanté el vaso de vermú, un rayo de sol atravesó el cristal y bebí un
profundo trago, como si el ayer no hubiera existido y el mañana se redujera
a eso: un instante de calma y cientos de tempestad.
Sobre el autor

Pablo Poveda (España, 1989) es escritor, profesor y periodista. Autor de


otras obras como la serie Caballero, Rojo o Don. Ha vivido en Polonia
durante cuatro años y ahora reside en Madrid, donde escribe todas las
mañanas. Cree en la cultura sin ataduras y en la simplicidad de las cosas.
Autor finalista del Premio Literario Amazon 2018 con la novela El Doble.
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Ha escrito otras obras como:


Serie Gabriel Caballero
Caballero
La Isla del Silencio
La Maldición del Cangrejo
La Noche del Fuego
Los Crímenes del Misteri
Medianoche en Lisboa
El Doble
La Idea del Millón
La Dama del Museo

Todos los libros…


Serie Don
Odio
Don
Miedo
Furia
Silencio
Rescate
Invisible
Origen

Serie Dana Laine


Falsa Identidad
Asalto Internacional

Serie Rojo
Rojo
Traición
Venganza

Trilogía El Profesor
El Profesor
El Aprendiz
El Maestro

Otros:
Motel Malibu
Sangre de Pepperoni
La Chica de las canciones
El Círculo

Contacto: pablo@elescritorfantasma.com
Elescritorfantasma.com

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