09 - La Dama Del Museo - Pablo Poveda
09 - La Dama Del Museo - Pablo Poveda
09 - La Dama Del Museo - Pablo Poveda
This novel is entirely a work of fiction. The names, characters and incidents
portrayed in it are the work of the author's imagination. Any resemblance to
actual persons, living or dead, events or localities is entirely coincidental.
First edition
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Sobre el autor
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Cuando crucé la puerta, sentí que perdía el conocimiento, pero quise creer
que no era cierto lo que veía. Ella estaba en el suelo con los ojos cerrados y
los brazos extendidos sobre un charco de sangre.
1
Dicen que no se aprecia lo que se tiene, hasta que se pierde, pero peor es
saber que se está perdiendo eso que tanto se quiere, aunque todavía se tenga
y no haya nada que se pueda hacer por cambiar el final.
Así me sentía yo. Atascado a nivel emocional y falto de inspiración tras
lo acontecido en mi última visita a Valencia. Digamos que me había
convertido en lo que nunca deseé ser: un escritor con actitud pejiguera,
temeroso de salir de su zona de comodidad, de su Alicante natal, del único
lugar en el que nadie podría hacerme daño. Y lo estaba pagando mi
relación.
Pero esto estaba a punto de cambiar.
Me senté a una de las mesas del restaurante italiano que ocupaba la
plaza del Abad Penalva. Con la gran fachada de la Concatedral de San
Nicolás a mi costado, disfrutaba de una copa fría de Albariño y de un
atardecer de verano caluroso. Veía cómo el cielo se apagaba entre los
estrechos callejones del barrio de Santa Cruz y los rostros bronceados de los
turistas se iluminaban como las bombillas de una verbena. El rumbero de la
guitarra se acercaba a las mesas para entonar clásicos flamencos y piezas
del folclore nacional, poniendo banda sonora a una noche que no difería de
las anteriores y que tampoco lo haría de las que estaban por acontecer. Todo
era perfecto. Las sonrisas se contagiaban entre los desconocidos. Olía a
perfume, a brisa marina y a bochorno nocturno. La belleza se exaltaba.
Todo el mundo parecía más hermoso y elegante de lo que acostumbraba.
Ellas lucían vestidos cortos que dejaban a la vista sus muslos tostados y
ellos se abrían la camisa un botón por debajo de lo usual. Las farolas
formaban sombras entre el resplandor amarillento y las copas de cristal
chocaban más de lo habitual. El bullicio era un síntoma de felicidad, de
celebración por unas vacaciones que no habían hecho más que empezar
para la mayoría. Podía unirme a ellos, cantar con el espontáneo de la
guitarra española hasta que no me quedara voz y beberme la botella que
habían dejado en la mesa. Lo tenía todo. Lo que había deseado años atrás,
ahora se había hecho realidad y, sin embargo, me asustaba perder lo único
que no se podía comprar con dinero. Me daba miedo quedarme sin ella.
Lo que había comenzado como un peligroso juego, ahora se había
convertido en una auténtica pesadilla.
Eme, esa desconocida de alma inmortal y edad libre, obsesionada
conmigo desde años atrás, había vuelto. Esa mujer, que era una pesadilla.
Disfrutaba como solía hacer, jugando conmigo de la forma más cruel,
amenazándome con quitarme lo que más quería. Y es que, a pesar de lo que
habíamos vivido juntos y por separado, todavía existían demasiadas
incógnitas sobre esa mujer que no conseguía resolver. Hasta la fecha,
habíamos descubierto que dominaba una red de laboratorios farmacéuticos
que, a su vez, controlaban parte de la industria y parte del negocio ilegal de
narcóticos. Pero esa era sólo una de sus obligaciones. Los tentáculos de
Eme llegaban a donde ella se lo propusiera: desde altos cargos de la política
nacional e internacional, a las redacciones de los diarios provinciales.
Siempre estaba un paso por delante. Se había burlado de mí, de Rojo y de
Soledad en Lisboa, colocando una bala tras nuestra nuca, llevándome a su
terreno como el ratón que persigue el olor a queso. Cuanto más me acercaba
a su sombra, más confundido me sentía. La conocía tan bien que ni siquiera
sabía su verdadero nombre. En definitiva, Eme era una de las peores cosas
que me habían pasado en la vida y había regresado para cumplir con su
palabra.
O eso decía ella.
Las imágenes de los meses anteriores revolotearon en mi cabeza como
una bandada de pájaros asustadizos. Nuestras últimas horas en Valencia,
después de que aquella guionista de cine desquiciada casi terminara
conmigo. Como si fuera una fotografía a todo color, recuperé la imagen de
Soledad en la plaza de la Virgen, diciéndome que me quería tal y como era,
pero que también sufría cada vez que me veía enfrascado en una de mis
estúpidas aventuras. Soledad sentía un horrible y paralizador temor que me
contagiaría después de desaparecer e ir al baño de la cafetería en la que
estábamos.
Al recordar todo eso, un latigazo me sacudió la boca del estómago. Las
palmas me sudaban y le di un buen trago al Albariño. Tembloroso, metí la
mano en el bolsillo, abrí la billetera y saqué esa nota de papel arrugada que
el camarero me había entregado aquel día. En ella había un poema escrito
por Eme. La única prueba de que había sido real y no un producto de mi
más sórdida fantasía.
y el dolor
un humilde pasajero
Como el ramo de rosas
que te entregué,
***
Tomé la decisión de regresar a casa dando un paseo, no sin antes acercarme
hasta la explanada y sentir la cercanía y tranquilidad del puerto. Los barcos
atracados, las familias y parejas paseando por allí. Las risas de los
adolescentes que se concentraban en las terrazas de las cadenas de comida
rápida, me relajaban. Esa noche podía beberme lo que se me antojara, pues
Soledad tenía turno de noche y nadie me esperaba en casa. Pero no sentí el
cuerpo para ingestas innecesarias, por mucho que deseara olvidarme de
todo durante unas horas. Subí la rambla de Méndez Núñez, fijándome en la
belleza y el modernismo de las fachadas de algunos de sus edificios.
Observé los balcones que representaban diferentes épocas de la ciudad,
marcadas por las ventanas de madera y las de cristal y el diseño de las
clásicas persianas alicantinas que inundaban la provincia. A medida que me
alejaba del corazón de la noche, las calles se volvieron más solitarias, el
ruido se convertía en parte del decorado y el único rumor que llegaba a mis
oídos, era el de los tubos de escape de los coches que esperaban en los
semáforos.
A la altura de Alfonso X El Sabio, una motocicleta atravesó la avenida
como un relámpago, dejando atrás una estela de ruido y olor a combustible
quemado. Por un momento pensé en él, en Rojo, el inspector y amigo del
que hacía meses que no tenía noticias. Nuestras últimas palabras se
cruzaron en el interior de ese Ford Focus de segunda mano que había
comprado. Una vez que nos dejó en el hotel, no volví a saber de él, pero
empecé a acostumbrarme. Nuestra amistad había comenzado de manera
accidental en un cruce de caminos. Él perseguía a Eme para cobrarse una
venganza que no estaba del todo claro si era personal o para honrar el honor
de la madre de su hijo, una mujer de la que poco me había contado. A esas
alturas, no juzgaba sus actos, pues era un buen tipo que se había pasado
varias décadas jugando en el equipo perdedor. A ninguno de los dos nos
importaban sus motivos. Eme me perseguía a mí y no podía hacer cosa
alguna para cambiarlo, así que ambos pensamos que sería mejor llevarnos
bien, dado que nuestros destinos habían quedado sellados por una misma
razón.
Sin embargo, más allá de los condicionantes que dieron lugar a nuestra
amistad, él siempre estaba ahí cuando lo necesitaba, sin tener que levantar
el teléfono. Después desaparecía como un fantasma, sin dejar huellas y
tampoco un número al que llamar. Él llegaba a mí, y no al revés.
Así era Rojo y de esa misma manera quería que fuera conmigo.
Por supuesto que añoraba su presencia, pero no podía echarle en cara la
falta de atención que necesitaba en esos momentos. Quería hablar con
alguien que me entendiera, nada más. La amistad verdadera se nutre de lo
que se da y de lo que se toma sin interés, pero jamás debemos caer en el
error de juzgar cómo y de qué manera nos gustaría recibirlo. De ser así, sólo
quedarían decepciones.
Cuando llegué al portal de mi edificio, volví a ver esa motocicleta
parada a lo lejos. La persona que la conducía, delgada y vestida de negro,
arrancó el vehículo en cuanto percibió que la estaba observando. La
distancia era suficiente para identificar si era un hombre o una mujer. El
pulso se me aceleró por momentos, hasta que vi, de nuevo, cómo se perdía
en la infinidad del horizonte.
Subí a casa intentando no pensar demasiado, dejé las llaves sobre la
mesa de la entrada y fui directo a la cocina para prepararme un whiskey con
hielo. Después volví a asomarme al balcón, pero no vi a nadie. ¿Lo había
imaginado?, me pregunté. No lo creí. Sabía que no era un delirio y eso era
lo que más me acojonaba.
La vida era un conjunto de causas y consecuencias dadas con o sin
gracia, pero siempre sin elección. Un remate continuo que ordena los
momentos en función de nuestros reflejos al actuar.
Que Rojo y Eme estuvieran en mi vida, tampoco era una casualidad. Si
algo tenían ambos en común, era que los dos aparecían cuando ellos creían
conveniente.
En ocasiones, a la vez.
Por desgracia, uno nunca estaba listo para reaccionar a tiempo.
2
Desperté aturdido a causa de una pesadilla que no logré recordar. Sabía que
estaba relacionada con mi bloqueo creativo, una enfermedad que afectaba a
todos los artistas, al menos, una vez en la vida y de la que no se había
encontrado cura alguna. Los impostores como yo la padecíamos dos veces.
El maldito síndrome siempre me acompañaba al inicio de un libro. La
página en blanco del procesador de textos era ese lugar en el que la
inseguridad y la culpa se unían para paralizar mis dedos y hacer, de mi
historia, una broma pesada y sin sentido. Por suerte, cuando giré la cara
hacia mi derecha, vi la espalda desnuda de Soledad, sus mechones cayendo
sobre los huesos y esas vértebras salientes que formaban un hermoso piano
en el centro de su tronco. Ella descansaba con placidez. Escuché su
profunda respiración. No me había dado cuenta de su llegada, ni tampoco
del momento en el que se había metido en la cama. Sin ánimo de sacarla de
las garras de Morfeo, miré hacia el otro lado y comprobé la hora en el
antiguo despertador con números digitales. En verano amanecía antes y
apenas faltaba un rato para que comenzara a hacerlo.
Aparté la sábana, puse los pies sobre el frío suelo de mármol y me vestí
con unos vaqueros, una camisa blanca de tela fina y unas esparteñas de
color crema que había comprado en Elche.
Tras emparejarme el pelo, cogí las llaves del deportivo y salí del
apartamento antes de que mi pareja abandonara su trance.
Por supuesto, lo que estaba haciendo, carecía de sentido, pero me
encontraba atrapado entre la nebulosa del sueño que había sufrido y un
sentimiento de pena que arrastraba desde hacía semanas. Tarde o temprano,
ella se daría cuenta de ello pero, mientras tanto, prefería evitar los dramas
conyugales a primera hora de la mañana. Nadie merecía comenzar su día
discutiendo.
Salí del garaje montado en mi Porsche Boxter rojo, descubierto, en
dirección a la Albufereta, uno de los últimos tesoros que conservaba la
ciudad y donde, hasta la fecha, no necesitaba mirar dos veces antes de
respirar tranquilo. Por fortuna, todavía quedaban rincones en los que me
podía esconder sin tener que fingir ser otra persona.
El cielo tomaba un tono azul centelleante con los rayos del Lorenzo, que
se asomaban por el Cabo de las Huertas.
Mis gafas Rayban Wayfarer me protegían de la claridad, el aire de la
primera hora de la mañana era fresco y Miles Davis tocaba para mí esa
versión tan suya del Concierto de Aranjuez. En ocasiones, había que sonreír
porque no quedaba otra opción. Ahí entendí que las personas que reían, no
siempre eran felices. Y si lo eran, tan sólo por unos breves instantes.
El tráfico era escaso, descontando los pocos taxis que traían turistas a la
ciudad. Crucé la avenida de Villajoyosa como un relámpago y me incorporé
a la Condomina bordeando la costa y disfrutando de los destellos que se
producían en el mar. Finalmente, tras pasar una glorieta, bajé por una cuesta
de asfalto, entre edificios urbanos, y aparqué el coche en una cuesta. Luego
caminé hasta el pequeño mirador de Las Brisas, una playa chica de arena y
roca que había sido escenario de mi infancia y también de mi tardía
adolescencia. Un sitio estupendo para las primeras citas, los atardeceres de
besos y caricias y esas rupturas que se quedarían grabadas en la memoria y
en el corazón, como muescas en un revólver de gran calibre, obligándome a
ser la persona en la que me había convertido. Pero no sólo era una parte de
mi pasado, sino también un lugar en el que se encontraba el Costa Blanca,
un pequeño club náutico de embarcaciones que poco tenían que ver con los
desmesurados yates del puerto, pero que mantenía su encanto gracias a los
veleros y catamaranes que allí atracaban. La cafetería era uno de mis
lugares favoritos para el desayuno. A pesar de que las instalaciones tuvieran
un poco de solera, debido al paso de los años, los clásicos colores
blanquiazules, propios de la ciudad y de la cultura marina, hacían de aquel
sitio un lugar agradable y acogedor.
Al llegar, avisté la presencia de dos hombres que estaban a punto de
salir a navegar. Comprobé la hora y me aseguré de que el bar de la primera
planta estuviera abierto.
—Bon dia! —gritó uno de los espontáneos que cargaba una nevera.
Portaba un cigarrillo entre los labios y caminaba en dirección al muelle.
Levanté el mentón a modo de respuesta y sonreí por cortesía. La
educación siempre por delante y detalles como aquel se perdían con el paso
de las generaciones.
—Bon dia!
Subí unas escaleras de piedra y me topé con la terraza, protegida por
una baranda de tubos de hierro pintados de azul y un ancla blanco que
decoraba el centro. Estaba solo. Era el primer cliente de la mañana. Me
senté a una de las mesas que había junto al límite de la terraza, para poder
encarar la vista y su horizonte, y esperé a que el empleado me atendiera.
—Buenos días —dijo el hombre, vestido de negro y con pocas ganas de
entablar conversación—. ¿Qué le pongo?
—Un café solo, una tostada con tomate rallado y jamón serrano —dije
como si repitiera un rezo—, y la prensa, por favor.
—¿La prensa? —preguntó mirándome con desazón.
—Sí, el periódico.
Sus párpados se entrecerraron, afilando sus ojos contra los míos.
—¿Pero sabe usted qué hora es? —cuestionó tomándome por imbécil
—. Los quioscos no han abierto todavía…
Ese hombre se equivocaba, me lo iba a decir a mí. Eran las ocho de la
mañana, pero no tenía ningunas ganas de explicarle que los diarios llevaban
horas en circulación.
Me encogí de hombros e hice un gesto con la mano izquierda para
restarle importancia a la situación.
—Es igual.
—Le puedo traer el de ayer.
Tampoco iba a comentarle que leer la prensa del día anterior, en la
época que estábamos viviendo, era como comprobar la fecha de caducidad
de un alimento enmohecido. La mayoría de noticias carecían de
importancia, manchando páginas de tinta a primera hora del día, para
terminar llenas de hollín bajo la superficie de un paellero.
—Está bien. La de ayer me sirve —respondí, esta vez con una sonrisa
de hastío—. Total, para lo que hay que leer… No creo que haya ninguna
diferencia.
—Pues eso digo yo —respondió el camarero y desapareció.
Alfred Adler decía que el peligro principal en la vida era tomar
demasiadas preocupaciones, y yo comenzaba a desvelar cómo me sentía
con cada gesto que hacía y con quien se me cruzaba por delante. La verdad
podía ser terrible, incluso peor que la mentira. Me veía en una encrucijada
al elucubrar acerca de cuánto tiempo le escondería la verdad a Soledad.
El camarero no tardó en llegar con el desayuno, que tenía un aspecto
estupendo. El olor a café recién hecho, a primera hora de la mañana, era
equiparable al primer trago de cerveza al mediodía. Después dejó un
ejemplar doblado del Diario Información sobre la mesa. En efecto, era del
día anterior, tal y como había mencionado, pero a esas alturas ya no me
importaba nada. Buscaba un rincón de calma en aquella batalla de
pensamientos porque, a pesar del maravilloso día que había al otro lado del
iris de mis ojos, mi cabeza era lo más parecido a una oscura tormenta en un
frío y nevado invierno eslavo.
Di un sorbo al café, un bocado a la tostada y mastiqué desplegando la
portada del ejemplar que me habían dado. Para mi sorpresa, aunque llegara
con un poco de desfase, no era el único que estaba en problemas. De nuevo,
como si se tratara de un asteroide que orbita alrededor de un planeta y
amenaza con estrellarse, la ciudad de Elche reclamaba a Madrid lo que era
suyo: la famosa Dama de Elche, la joya de la ciudad que adornaba las
plazas y ponía rostro al patrimonio de todo un pueblo. Un tesoro del que
sólo había réplicas. Los políticos se llenaban la boca con las falsas
promesas de traerla de vuelta. Algunos lo llegaron a conseguir durante unos
meses. Una cesión temporal para ganar votos electorales. Después, el busto
íbero de aquella misteriosa mujer, hallado el 4 de agosto de 1897 en La
Alcudia, gracias al azar y a un jornalero, volvería a marcharse tal y como lo
hizo el 30 de agosto del mismo año, por primera vez y bajo el precio de
cuatro mil francos franceses. Una escultura del siglo V de la que se
desconocía cuánto tiempo llevaba enterrada en aquella loma pero que, como
todo en esta vida, tuvo su precio y el vendedor no pestañeó al deshacerse de
ella.
Desde su recuperación, tras traerla de vuelta del país vecino, lo más
cerca que los ilicitanos la iban a tener, sería en la capital.
La noticia contaba, sin demasiado entusiasmo, las intenciones del
alcalde ilicitano de entonces. Debido a la desastrosa legislatura que había
llevado a cabo su partido, reivindicaba, en un último acto de quemar las
naves, lo que era de sus ciudadanos. Pero, a pesar de la propia historia de
comerciantes y periodos de entreguerras que el busto arrastraba, la realidad
difería de lo que los políticos clamaban. Traer de vuelta a la Dama de Elche
era legal y económicamente insostenible. Además de pertenecer al Museo
Arqueológico de Madrid, éste contaba con las instalaciones y el personal
adecuado para que la escultura no se deteriorara todavía más. Una sala
nueva dotada con un sofisticado equipo de control que vigilaba los índices
de humedad y temperatura.
Una batalla perdida que hubiese pasado desapercibida para mis ojos, si
no fuera por el halo de misterio que emanaba de aquella obra. Las
diferentes teorías abrían diversos frentes: desde los que opinaban que era la
representación de una mujer de la época, a quienes la relacionaban con una
reina atlante. Difícil de saber.
En cualquier caso, me entristecía ver cómo la clase política practicaba el
peor de los discursos para desviar la conversación.
Proseguí con mi desayuno mientras pasaba, sin éxito, las páginas del
diario en busca de una migaja de ocio. La embarcación de los hombres con
los que me había cruzado, ahora se veía navegando en el mar y, poco a
poco, se alejaba para convertirse en una mota en el horizonte. Disfrutando
de la vista, salí de aquel momento de paz cuando el teléfono vibró sobre la
mesa.
En un acto reflejo, comprobé la pantalla. Me había olvidado por
completo de Soledad. Después suspiré aliviado. Todavía eran las nueve de
la mañana de aquel extraño jueves y desconocía el número que aparecía en
la pantalla de mi terminal.
—¿Sí? —pregunté al descolgar, sospechando que sería un operador de
telefonía en busca de nuevos clientes.
—Buenos días, ¿Gabriel Caballero?
Aguardé unos segundos para darle más suspense.
—¿Con quién hablo?
Entonces oí un chasquido al otro lado de la línea, una bajada de tensión
en la conversación. La voz de aquel extraño, que parecía ataviada por una
tarea externa a la que acontecía, se relajó por momentos y recobró un tono
más amable.
—Le llamo del diario El País —respondió con calidez—. Soy Joaquín
Botines, el director del periódico. Espero que no sea un mal momento para
hablar…
Reconozco que la sospechosa llamada desvió mi atención del mar. Por
suerte, ese día había madrugado más de lo habitual y tuve la sensación que
la persona que estaba al otro lado, también lo había hecho. Conocía de oídas
a Botines, pero nuestros mundos eran opuestos. Yo había hecho algo de
dinero en los últimos años, lo suficiente para dejar de vivir como un
periodista local y dedicarme a mis novelas, pero él jugaba en una liga de
prestigio superior. Eso provocaba que nuestras trayectorias nunca llegaran a
coincidir. Puede que mi carrera hubiese despegado más de lo que jamás
hubiera imaginado, pero estaba bien lejos de sentarme en la misma mesa
que ese hombre.
—En absoluto —respondí y me pregunté cuál sería el motivo de la
llamada. Era un ejercicio que hacía a menudo, sobre todo, cuando me metía
en algún lío. Pero no pude pensar en nada—. ¿Cómo ha conseguido mi
número?
El director rio al otro lado. Era una pregunta obvia.
—Verá, Caballero… —dijo dando un pequeño rodeo—, seré directo con
usted… Es verano y un momento de cambios. Estoy buscando nuevas voces
que den algo de color a nuestras firmas de opinión…
—Y quiere que yo le recomiende a alguien, ¿es eso?
—No, exactamente… —contestó—. ¿Hace cuánto que no escribe para
un periódico?
—¿Para un periódico?
—Sí —dijo con firmeza—. Para uno de verdad.
En esa ocasión fui yo quien soltó una risa tonta.
—No sabría decirle si he escrito alguna vez para uno de verdad en mi
vida.
De pronto, aquel tipo comenzó a reír con fuerza. Aquello me agarró
desprevenido.
—Me habían dicho que era usted de armas tomar, pero no que fuera tan
ácido al teléfono —contestó con cierta simpatía—. Escuche, vayamos al
grano. Le estoy ofreciendo una columna semanal con nosotros. Con la
condición de que…
—No escriba para otros medios.
—Eso es —afirmó.
—Una columna exclusiva, como Francisco Umbral en su día.
—Así es, a nivel nacional —aclaró y volvió a chasquear la lengua—.
Noto algo extraño en su voz. ¿Acaso le incomoda la idea? ¿Tiene ya otro
compromiso?
—No, en absoluto —expliqué—. Sólo intentaba digerir dos cosas a la
vez.
—¿Cuál es la otra?
—El desayuno.
—Muy agudo… —dijo, esta vez sin ser tan amable con mis
comentarios—. Oiga, ¿por qué no viene mañana viernes a Madrid?
Comemos juntos, visita la redacción, le explico cómo funcionamos por aquí
y le hablo mejor de todo este asunto, de un modo más humano.
—Claro, ¿por qué no? —respondí con miedo en mis palabras, aunque
sin ponerle demasiado énfasis a la oferta—. En esta época, Madrid es el
mejor sitio para arder bajo el sol y purgar mis pecados. ¿Me enviarán un
chófer a recogerme?
—No se exceda —dijo antes de despedirse—. Los taxis llevan aire
acondicionado… Confórmese con unas croquetas en Casa Paco. En unos
minutos le enviaré un correo con todas las indicaciones. Hasta mañana.
Me despedí con un adiós leve y falto de carácter. En efecto, ese director
no tardó en ponerme en mi sitio y bajarme del momento de gloria que
estaba viviendo. En Alicante podía vivir como un marajá. En Madrid era un
don nadie. No merecí menos. La llamada se cortó y mis ojos se habían
clavado en esa línea horizontal sobre la superficie azul que separaba la
realidad de la ficción. Dejé el teléfono sobre la mesa, confundido,
paralizado. Di un sorbo al café, pero ya se había enfriado.
La oportunidad profesional de mi vida tocaba a la puerta.
Recuperar el prestigio que nunca había tenido y la atención que en toda
mi vida había creído merecer. Este era mi examen final y me sentía como
un adolescente antes de realizar las pruebas de Selectividad.
Lo tenía todo y, sin embargo, una fuerza magnética me frenaba a salir
de allí por primera vez en muchos años.
Pedí la cuenta y tomé una decisión: ese mismo día se lo contaría todo a
Soledad.
3
***
Soledad se sentó en una silla de la cocina y prestó atención a mis palabras.
No fue fácil. No sabía por dónde arrancar. Pensar en Eme me ponía el vello
de punta. Pronunciar su nombre en voz alta era lo más parecido a una
invocación satánica. Por supuesto, fui comedido, evitando algunos detalles
que desconocía sobre la relación que tuve con Eme y los momentos que
habíamos compartido antes de que Soledad entrara en mi vida.
Era mejor así.
Existen ciertas cosas que nunca deberían salir a la luz porque hay
verdades que no merecen ser escuchadas. Entre ellas, la muerte de Gutiérrez
y cómo Eme lo había matado con un disparo a bocajarro. Imágenes que aún
me removían las tripas al pensar en ellas.
Soledad tenía una idea sobre la importancia de esa mujer en mi vida y
en la de Rojo. Conocía algo acerca de la obsesión del inspector, aunque no
estaba al tanto de todos los detalles. Era consciente de que la muerte de su
padre no fue casual, aunque sí accidental. La bala de aquel ucraniano que le
atravesó la garganta, no iba para él, sino para Rojo y su compañero. Eran
tiempos duros en Alicante, después de abandonar Cartagena. Mi amigo
había decidido iniciar una investigación por su cuenta, cegado por el rastro
que su desaparecida esposa había dejado.
Tras varios rodeos, no tuve más remedio de contarle a Soledad lo que
había sucedido aquella mañana en Valencia. De ninguna manera iba a
entregarle el poema, pero creí necesario que estuviera al corriente de mi
reacción desde aquel momento.
—No lo entiendo… —comentó al escuchar la explicación—. ¿Cómo
estás tan seguro de que fue ella? Además, han pasado algunos meses desde
entonces… y no has tenido ninguna noticia.
—Es complicado de explicar.
—No subestimes mi inteligencia.
—No lo hago —dije quitándole hierro a la conversación—. Esa mujer
es como la CIA. Te observa, te sigue y está donde quiere y cuando quiere.
Para ella no soy más que una pieza de su tablero de ajedrez. Juega conmigo
y sabe cómo y cuándo hacerlo.
—¿Está enamorada de ti?
—Más bien, diría que está obcecada.
—Contigo.
—No sólo conmigo… Yo soy una de sus obsesiones.
Soledad se rascó el mentón y giró la vista hacia la claridad que entraba
por la ventana.
—¿Qué decía ese mensaje?
—En pocas palabras, que cuidara de ti.
Ella me miró de un modo hostil. Se estaba cabreando de nuevo.
—Por favor, Gabriel.
—Te lo prometo, Sol… No lo recuerdo —dije como un auténtico
embustero, tragándome la bilis que subía por la garganta. No podía hacerlo.
No era capaz de sacar esa hoja arrugada de papel de mi bolsillo y decirle
que, tarde o temprano, iría a por ella. No quería plantar la semilla de un
dolor irreparable. Un sufrimiento que terminaría por alejarla de mí de por
vida—. Sólo sé que me preocupa. No quiero que te ocurra nada. No quiero
que nos arruine la existencia.
Ella gruñó molesta. Por supuesto, Soledad no era una persona que se
asustaba con la primera amenaza que recibía. Estaba acostumbrada a ello. A
pesar de su dulzura, tenía una armadura resistente. La ausencia del padre,
siendo ella tan joven, la había convertido en una persona difícil de
impresionar.
—Esa mujer ha de tener un nombre, ¿me equivoco? —preguntó.
Levanté los hombros. Ni siquiera yo lo sabía—. ¿Estás de broma, Gabri?
¿Y él? ¿Lo sabe?
—¿Rojo? Lo dudo. De ser así, la habría localizado ya, ¿no crees?
Soledad soltó un soplido.
—¿Quién sabe? Tal vez lo sepa y no quiera encontrarla —respondió
pensativa—. Si termina con esta historia, no le quedará nada.
No me gustó por dónde iba. Nunca había pensado en esa posibilidad.
—No es su estilo.
—¡Ay! Gabriel, Gabriel… Crees conocer muy bien a tu amigo,
¿verdad?
—No seas tú ahora quien subestima mi inteligencia.
Mi contestación fue suficiente para dejar la discusión en un empate
técnico y aplazarla a otro momento menos tenso. Soledad sonrió con una
pena que se desbordaba por las comisuras de los labios y me acarició la
cara. Después comprobó la hora en el reloj que había en la cocina y se puso
en pie.
—Tengo que irme —dijo con voz suave pero sin energía—. Lo haremos
a tu manera. Cocina algo rico y saca esos billetes, por favor. No le des más
vueltas, que te conozco…
—Pero…
Se acercó a mí, puso el dedo índice sobre mis labios y después me besó.
—No me va a pasar nada, Gabri —susurró y me entregó otro beso—.
Nadie nos va a separar, así que deja de comportarte como un idiota.
La agente selló mi boca con un último beso, más intenso que los
anteriores. Tanto que logró activar mi apetito sexual. Pero tuve que dejarla
marchar si no quería verse en problemas. Soledad abandonó el apartamento
sin mirar atrás y cerró con un ligero golpe.
Apoyado en la encimera, me bebí el resto del café y pensé que lo
siguiente sería comprar esos billetes.
Y así hice.
La conversación me dejó un mal cuerpo que no llegué a aliviar durante
el resto del día. Aquello era el inicio de un tremebundo viaje emocional.
Algo me decía que nuestra relación no pasaba por su mejor momento.
Esa noche, Soledad tampoco vino a casa a cenar. La investigación se le
había complicado.
Me bebí media botella de Ramón Bilbao frente al televisor y después
me metí en la cama.
De pronto, me vi identificado con miles de personas que habían hecho
lo mismo a la misma hora.
En ocasiones, la vida nos pone en nuestro sitio, haciéndonos sentir, por
un instante, tan diferentes y al mismo tiempo iguales que el resto.
4
***
La noticia me conmovió. El texto iba acompañado de una pequeña
fotografía en la que aparecía el rostro del desaparecido. Era antigua aunque,
por su forma de vestir y peinarse, supuse que no habría cambiado
demasiado su aspecto con los años. Seguía sensible por lo que estaba
ocurriendo en mi vida, así que me afectó más de lo habitual.
Empaticé con la mujer del desaparecido.
En el fondo, era lo mismo que le podía suceder a Soledad, en el mejor
de los casos. Sin ser demasiado cruel con la existencia de ese hombre, no
me extrañó que hubiesen ido a por él. Alguien así debía cubrirse las
espaldas a diario. Le habrían vigilado antes de asaltar el vehículo.
Un cosquilleo me recorrió las piernas. Era una noticia apetitosa, pero mi
viaje tenía otros fines que hurgar en los problemas ajenos.
Antes de proseguir, tomé nota del nombre de la redactora que firmaba el
suceso: Beatriz Balcones y continué leyendo el diario.
Veinte minutos más tarde, tuve la impresión de que la amable azafata se
había olvidado de mi café. No había rastro de él, ni tampoco del zumo de
naranja natural que la joven de los cascos había pedido. La pobre miraba de
reojo cada pocos minutos, en busca de esa complicidad para hacerse oír,
pero sin la fuerza suficiente para levantarse y protestar por lo que le
pertenecía.
Cuando no se paga por algo, sentimos que nuestro derecho de reclamar
se ha perdido.
Desencantado y seguro de que habría una explicación coherente, me
levanté y caminé hacia la puerta que me llevaba al vagón cafetería.
Allí, así como había imaginado desde un primer momento, los hombres
de traje hablaban entre susurros y bebían café. Al otro extremo del vagón,
una mujer algo mayor que yo y de estatura más baja, almorzaba un
bocadillo de jamón y un refresco de naranja.
Mi entrada atrajo las miradas como si fuera un imán. Después
regresaron a sus asuntos. Aquellos dos desconocidos parecían preocupados
por algo. Junto a las tazas había un ejemplar de El País y otro de la prensa
salmón.
—Buenos días. Un café, por favor —dije al camarero, que miraba
aburrido por la ventana.
—¿Algo más?
—No. Eso es todo… —comenté—. Se supone que nos iban a dar de
desayunar en el vagón. ¿Sabe qué ha sucedido?
El hombre me miró con agravio.
—Pregúntele a la azafata. Yo no me encargo de esa parte.
No era un buen día para muchos.
Me sirvió el café, pagué con unas monedas y me acerqué a la ventana en
la que los dos hombres con traje conversaban sin llamar la atención. De
pronto, el murmullo se detuvo. Mi presencia les incomodaba. El más alto se
giró y me miró a los ojos, con afán de invitarme a que me fuera de allí. Su
rostro seguía parpadeando en mi memoria, aunque no lograba localizar la
razón por la que me resultaba tan familiar.
—¿Le importa? —preguntó finalmente, con voz grave y una tensa
hostilidad.
—No, la verdad es que no —respondí con calma—. Pueden seguir
hablando, no me molesta en absoluto.
Mi respuesta no le agradó y carraspeó antes de intentarlo de nuevo.
Aquel tipo no parecía estar acostumbrado al metro, ni a los autobuses
públicos en hora punta.
—Intento mantener una conversación privada. Le estoy pidiendo con
educación que se marche a otra parte.
—Vaya, esto sí que no me lo esperaba… —dije ahora con voz burlesca
—. ¿Estaban hablando de mí?
—¿Es usted estúpido o sordo?
La mujer seguía anonadada, observando los terruños manchegos al
pasar. El camarero leía la prensa y el compañero de traje esperaba una
réplica. Aquellos dos iban a alegrarme el viaje.
—No. Ninguna de las dos —contesté bajando la guardia y le ofrecí la
mano—. Soy Gabriel Caballero. Y usted, ¿quién diablos es?
Al pronunciar mi nombre, noté cómo sus párpados se relajaron. El más
bajo, el del rostro arrugado y espalda de nadador, me reconoció.
—Un momento… —dijo adelantándose unos pasos con una sonrisa que
rondaba entre la guasa y la admiración—. He leído algo de usted. Es
periodista y escritor. ¿Me equivoco? Demonios… Mira que lo sabía. Tienen
todos la misma percha.
—¿A qué se refiere con eso?
—Ah, sí, ya decía yo que esa pose me sonaba de algo… —añadió el
alto de pelo canoso—. Usted fue quien se cargó a los Torrevella y terminó
en los tribunales por una querella.
—Eso no es del todo cierto…
—En fin, no nos interesa si lo es o no. Si nos disculpa, Caballerete…
—Todavía no me han dicho quienes son ustedes.
El alto miró al compañero con complicidad, como si aquello se tratara
de una broma. Me pregunté si estaban jugando conmigo o se asombraban de
no ser reconocidos. En cualquier caso, no parecían dispuestos a ayudar. Tras
esa facha de hombres serios, se encontraban dos auténticos cabrones.
—Y estamos en nuestro derecho de no hacerlo —replicó terminando la
conversación—. Se lo ruego, con educación. Déjenos tranquilos. Mi
compañero y yo tenemos asuntos que discutir en privado. ¿Tanto le cuesta
usar un poco el sentido común?
La rabia se manifestó en la boca del estómago, pero opté por marcharme
de allí antes de montar una escena. Detestaba que los tipos como aquellos
se salieran con la suya, pero estaba contra las cuerdas. En caso de haberme
quedado, habría demostrado ser un idiota y, aunque ya lo era, quería
mantener el honor intacto antes de mi entrevista.
Dócil, regresé al vagón y vi la bollería industrial sobre las bandejas de
los cabezales. En mi asiento había un café, ahora ya frío, y un cruasán de
repostería. La sirenita de pelo rubio me miró a la vez que daba un sorbo a su
zumo de naranja. Me senté, saqué el cruasán del envoltorio y atisbé la
presencia de la azafata.
—Señorita…
—Disculpe el retraso, señor —dijo lamentándose por el estado de mi
desayuno—, pero ha habido un pequeño contratiempo en el vagón de…
—No importa. Está bien todo —respondí y miré por la ventana. Nos
acercábamos a Albacete.
—¿Quiere más café?
—No, gracias.
—¿Puedo ayudarle en algo más?
Y entonces tuve una idea.
—Ahora que lo dice… Sí que puede —dije. Ella me miró atenta,
esperando mis órdenes. Señalé a los dos primeros asientos del vagón—.
¿Quiénes son los señores que se sientan ahí?
Ella se mordió el labio inferior y me miró con recelo.
—Me temo que no puedo revelarle esa información.
Me acerqué a su oído y forcé una voz sensual.
—Me ha dicho que me ayudaría…
—De verdad, señor Caballero…
Levanté una ceja.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Ella se sonrojó.
—He leído algunas de sus novelas. Son muy entretenidas para
desconectar y no pensar en nada.
No era el elogio que hubiese esperado recibir, pero no dejaba de venir
desde el corazón.
—Le prometo que no la meteré en ningún lío —añadí—. Es que he
hablado antes con ellos y he sido incapaz de recordar sus nombres…
—Suele pasar. Me ocurre muchas veces… El señor alto es don Miguel
Ledesma De la Cruz. Eso es lo que puedo decirle.
Agradecí su gesto con un ligero toque en el brazo y asentí con la cabeza.
Ahora todo cuadraba en mi memoria.
Don Miguel Ledesma De la Cruz era uno de los rostros más conocidos
de la sociedad española. De familia burguesa y educado en las mejores
escuelas, su casta había sido una de las más castigadas con el régimen de
Franco. Sin embargo, tras la Dictadura, supo levantarse y recuperar gran
parte de las posesiones que tenían antes de la Guerra Civil. Una familia que
había formado parte de esa inteligencia social que todos los regímenes
exterminaban.
Lo más extraño de aquella situación era que, un hombre como él, con
ese porte, viajara en un tren así. Antes de divagar más, me percaté de que la
azafata seguía a mi vera, ocupando el pasillo, esperando a que me diera
cuenta de ello.
La miré y alcé la barbilla.
—¿Sí?
—Si no es mucho pedirle… ¿Me podría firmar su libro antes de que
salga? —preguntó ilusionada—. Tengo prohibido molestar a los pasajeros
durante el trayecto.
—No te preocupes… —dije rompiendo la distancia, alargando la
demora y esperando a que ella completara la frase—. No es ninguna
molestia…
—Victoria. Gracias.
Cuando la muchacha desapareció, encontré a la joven rubia mirándome,
negando con la cabeza y reprochándome un flirteo que no había tenido
lugar.
A veces, lo que no se ve, se presupone.
—¿Qué? —pregunté frunciendo el ceño, pero no obtuve respuesta y ella
regresó a la pantalla de su teléfono.
5
***
El ritmo de aquella redacción era lo más parecido a una boca de metro en
hora punta: redactores tecleando a toda velocidad, absortos en sus pantallas
a la vez que descolgaban los teléfonos. Un largo pasillo, un panel de
monitores en los que se reproducían gráficas y números; un amplio salón
iluminado por tubos colgantes y un aire contaminado de estrés y tensión
que me hizo recordar, vagamente, mis días como periodista. Desde el
principio, había querido ser uno de ellos. No un reportero más, sino uno de
los que se sentaba en una redacción como en la que me encontraba.
Después de tantos años, me planteé si había llegado mi momento, aunque
fuera del modo más cómodo. Era una sensación agridulce. Desconocía si
seguía preparado para desempeñar una tarea así.
En ocasiones, cuando los sueños se cambian por otros, eliminamos la
posibilidad de perseguirlos de nuevo.
Aquella entelequia vino a mí, aunque ya no era mía, sino de personas
como la chica que me acompañaba al despacho del director. Dudé si estaba
en mi derecho de adjudicarme ese sueño, quedando como un sumo egoísta,
o dejárselo en sus manos.
La miré de nuevo. La becaria, con sus torpes andares, regresó a una silla
giratoria que había en una de las islas de escritorios. Nosotros continuamos
hasta una gran puerta de madera.
—Adelante, Caballero —dijo Botines. Vestía bien, tenía gusto para
hacerlo y presupuesto para lucirse como debía. A diferencia de otros
personajes con los que me había cruzado por el camino, Joaquín Botines
parecía tener algunas nociones de estilo. Y no es que me interesara la
apariencia masculina, pero un hombre que genera buena impresión, es un
tipo inteligente—. ¿Un café?
Estaba harto ya de tanto café. Hubiese preferido una copa.
El despacho era amplio, con moqueta, un escritorio de madera oscura,
un ordenador de sobremesa y una silla giratoria más cómoda que la que
usaba el resto de empleados. Esperé a que me invitara a tomar asiento.
Botines preparó dos cápsulas en su máquina Nespresso y me sirvió una taza
sin haberle respondido.
—Gracias —dije y miré por la ventana. Él me indicó que me sentara y
así hice—. Bonita oficina.
Pronto me aburriría de esa sonrisa.
—¿Lee El País, Gabriel?
—Soy más de Raymond Chandler… —respondí, un poco incómodo y
sorprendido por aquella demostración de poder. Noté un latigazo en las
tripas. Otra más y necesitaría ir al baño. Estaba hambriento. No había
logrado dar bocado desde Alicante. Me froté los ojos, presa de ese sueño
traicionero fruto del cansancio, y me senté cruzando las piernas—. ¿Por qué
no vamos al grano?
Mi reacción no agradó en absoluto al director, que esperaba un poco de
conversación banal para calentar el terreno. Entre periodistas, no hacía falta
aquello. El tiempo era crucial y yo seguía temiendo por la seguridad de
Soledad. Estaba perdiendo la cabeza.
—Como quiera… —dijo y se escuchó un sonido procedente de su
teléfono. La pantalla se iluminó. Debió de ser un correo. El hombre volteó
el dispositivo dejándolo bocabajo—. Verá, como le dije ayer, me gustaría
contar con usted, al menos, al principio, para escribir una columna semanal
en el diario.
—¿Tirada nacional?
—De momento… en la página web —dijo con dudas—. Gabriel,
saltando a la informalidad… Hace tiempo que sigo tu carrera, no sólo
literaria, sino también la periodística. Estudié en la Complutense y dediqué
gran parte de mi tesis al periodismo local.
—De provincias, querrás decir.
Él se rio. Para los madrileños, todo aquel de fuera, terminaba siendo un
ser de provincias. Es decir, que procede del más allá de la periferia.
—Eres joven, has vivido bastante y tienes un estilo afilado.
—Me vas a hacer sonrojar.
—Madrid te va a dar mucho, eso que necesitas para volver a brillar de
nuevo. La redacción es parte de nuestra vida.
No me gustó por dónde iba. Estaba insinuando que tendría que
mudarme a la capital.
—Y de nuestra muerte…
—Estoy hablando en serio —insistió—. Aquí las cosas funcionan a otro
ritmo… Ya lo verás. Sé que tu contacto con la prensa, hace años que dejó de
ser bueno, pero es un momento idóneo para retomar esa relación enfriada,
¿me equivoco?
—¿Como la de una ex novia con la que ya no te hablas o como la de ese
familiar que te debe dinero?
El director se quedó a cuadros con mi insolencia. Había sobrepasado los
límites de su paciencia y no sabía qué responder a aquello. En efecto, tanta
inseguridad terminó apoderándose de mí, por muy inconsciente que fuera.
Gabriel Caballero, enemigo público de la prensa y el imbécil número uno
del periodismo.
Joaquín Botines, que sabía manejar mejor que yo esa clase de
situaciones, se recostó en su silla y me clavó los ojos.
Después llenó los pulmones.
—¿Por qué estás aquí, Gabriel? —preguntó con una voz grave directa
desde el diafragma—. Es decir, ¿para qué has venido? No entiendo nada…
La tensión se disipó. Dejé la taza de café y respiré profundamente.
—Lo siento —contesté. Había tocado fondo. La segunda disculpa del
día—. No sé qué ha pasado.
—Hombre… Ya somos mayores para dejarnos los problemas en casa,
¿no crees?
—Eso suponía antes.
Pero el director no había tirado la toalla. No, todavía.
—¿Tienes problemas económicos? ¿Sentimentales?
Sus preguntas abrieron un sinfín de oportunidades, pero me limité a
recuperar la compostura y no arruinar el sublime encuentro.
—No, no… Nada de eso. Digamos que estoy en el mejor momento de
mi vida.
—¡Entonces, sonríe! —exclamó mostrando esa dentadura arreglada por
la ortodoncia y esculpida en mármol blanco—. No todos pueden decir lo
mismo… Mira, sé que este edificio impresiona pero, a ti en particular, no
debería. Las personas que han estado en esa silla, han esperado este
momento durante años… ¿Y tú? Vienes hasta aquí y te comportas de una
guisa muy extraña.
—Soy otra persona cuando tengo el estómago vacío —respondí con tal
de suavizar la crispación del ambiente. No tenía mucho más que añadir y
tampoco entendía por qué me había empecinado en llevarle la contraria a
ese hombre. Después de todo, me estaba ofreciendo un trabajo.
Los demonios con los que batallaba no estaban fuera, sino dentro de mí.
Joaquín dio el brazo a torcer, se ajustó la corbata y sonrió de nuevo, esta
vez de un modo permisivo.
—¿Cuándo sale tu tren de vuelta?
—A las siete.
—Y son casi las doce.
—En efecto.
—Se me ha ocurrido algo… —comentó y se rascó el mentón—. Tengo
que resolver algo urgente en estos momentos… ¿Por qué no disfrutas de la
ciudad durante unas horas y me das una respuesta al final del día?
Estuve a punto de sentenciar su frase con otra barbaridad, pero me
estaba proponiendo una tregua pacífica, un momento para tragarme la bilis
y desahogarme por los bares de la ciudad. Tendría algunas horas para
reflexionar. No era tan mala idea.
—Me parece un plan brillante.
Conocía esos ojos de desprecio, perplejidad y duda. Me habían mirado
tantas veces así, que ya no me dolía. Él volvió a acecharme del mismo
modo que observa la persona que ha sido traicionada por su pareja, con la
diferencia que yo sólo había vendido mis principios.
6
***
Varios minutos después, la sala del museo se convirtió en la escena de un
crimen que pronto llenaría la portadas de los periódicos. Era una cuestión
de tiempo. La autopsia revelaría que la muerte de ese hombre no había sido
producida por una causa natural.
Lo sabía hasta yo, que era incapaz de ver una gota de sangre sin
desmayarme.
El personal del museo no tardó en avisar a los servicios de urgencias. Al
contemplar sus miradas, supe que le habían reconocido. Un detalle que me
abrumó, pues no entendía cómo ese hombre había logrado entrar al museo,
comprar la entrada y llegar hasta la sala, sin que nadie lo hubiese detenido.
Esa misma mañana, su fotografía llenaba la parte inferior de la portada de
un periódico. Pero no sé por qué me sorprendí. El periodismo no pasaba por
su mejor momento. Los diarios de papel se habían convertido en un objeto
fetiche y las noticias de la red se olvidaban con cierta facilidad.
Perdí el apetito, las ganas de seguir en esa ciudad y sentí la necesidad
imperiosa de fumar un cigarrillo, a pesar de no hacerlo desde mis años de
redacción. Una idea sin mucho sentido, la consecuencia del estrés y de la
impotencia al no poder salvar una vida.
Me puse en pie y caminé hacia la puerta principal del museo. Una de las
empleadas me sugirió que no desapareciera. Había sido el único testigo y la
Policía estaba de camino.
—Genial —dije con desgana.
Asentí sin rechistar y le expliqué que estaría en las escaleras, tomando
el aire, hasta que necesitaran mi testimonio.
Abandoné la recepción principal, salí al exterior y me senté en uno de
los bordes de la escalinata, junto a una escultura extraña de aspecto
mitológico. Suspiré. Me quería marchar de allí. El bonito día que se
respiraba en la capital, simplemente, no era para mí. Había sido una
equivocación subirme a ese tren.
Concentrado en mi lamento, oí los pasos de unos tacones que se
aproximaron. Opté por quedarme quieto y esperar a que estuvieran delante
de mis ojos. Los pasos se acercaron y los zapatos de tacón se detuvieron a
mi lado.
No tuve otra opción que mirar hacia ellos.
Unas bonitas y trabajadas piernas, aunque pálidas como una pared
recién pintada, se alargaban hacia arriba. Vestida con un conjunto negro de
seda, demasiado oscuro para el sol que caía; tapándose los ojos con gafas de
sol de concha y el cabello oscuro y suelto sobre los hombros, la hermosa
desconocida se quedó quieta.
Ávido, me puse en pie y la miré de frente, sin actuar como un intruso.
Me cautivó un ligero olor dulce, afrutado. Era una fragancia atípica.
Vestía elegante, aunque ella no lo era, ni tampoco lo intentaba, lo cual
despertó aún más mi curiosidad. Me fijé en sus brazos, finos como el
vestido que llevaba, pero tensos y fibrosos. Lo más posible era que
practicara algo más que yoga o pilates.
—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunté desconcertado.
Ella chasqueó la lengua, vaciló en sus intenciones y habló:
—Es usted quien ha socorrido a ese hombre, ¿verdad?
—Sólo he pedido ayuda —respondí con pesadumbre—. No he podido
hacer nada por él.
—Lo siento… —comentó. Tenía una voz bonita, calmada y suave, pero
era obvio que quería algo más que consolarme—. Era él, ¿cierto?
—¿Quién? —pregunté levantando una ceja.
—El hombre al que habían secuestrado… —respondió torciendo el
rostro hacia un lado, dejándome ver los ojos claros, como si estuviera
utilizando sus armas de seducción conmigo—. Arturo Ramos, el
empresario.
—¿Le conocía?
Entonces sonrió.
—No se haga el ingenuo —contestó tajante—. Usted sabía quién era ese
tipo, así como yo también sé quién es el hombre con el que hablo.
—¿Ah, sí? —pregunté perplejo—. ¿Y quién diablos es usted? Porque
yo sí que no lo sé. Es muy atrevida para jugar a las adivinanzas con
desconocidos. En otros países, su actitud no sería de buen recibo.
Ella agrandó los labios de color carmín. Tenía unos dientes bonitos, ni
grandes, ni pequeños.
—Me temo que he viajado mucho más que usted para saber lo que hago
y cuándo lo hago, Caballero —dijo y me ofreció la mano cortésmente—.
Mi nombre es Diana León. Soy galerista y vendedora de arte.
—Encantado, señorita León —respondí estrechándole la mano. Bajé la
defensa y me rendí a su intrigante presencia. Para mi sorpresa, apretaba con
firmeza—. ¿Qué hacía aquí?
—¿Le sorprende? —cuestionó señalando al interior del recinto.
Una ambulancia aparcó en el paseo de Recoletos. Dos coches patrulla
de la Policía Nacional se detuvieron en la entrada del museo—. Ha sido un
placer conocerle en persona, Caballero.
—¿A dónde va?
Ella echó el cuello hacia atrás a modo de respuesta.
—Es mediodía. Aún me quedan cinco reuniones —explicó—. Disfrute
de la ciudad y de su momento de gloria. A pesar de lo que digan, Madrid es
una maravilla en verano.
Dejándome sin derecho a réplica, la mujer bajó los peldaños de la
escalera y se cruzó con el personal sanitario que se dirigía al interior del
museo. Su presencia pasó desapercibida. Después levantó el brazo, cogió un
taxi que circulaba por allí y se marchó en dirección a Colón.
Un tufo a tabaco y chicle de menta me borró aquel fotograma digno de
película de Fellini.
—¿Es usted el testigo que ha presenciado lo ocurrido? —preguntó una
voz seria y preocupada, a escasos metros de mí.
Giré el rostro y vi a un hombre de pelo corto, mirada oscura y camisa
apretada.
Junto a él, un oficial de la Policía.
La fiesta no había hecho más que empezar.
7
***
El camarero nos guió hasta una de las mesas libres que había cerca de la
entrada. Pedimos dos copas de Rioja, croquetas, dos pinchos de tortilla de
patata, una ensalada de bonito y una ración de jamón ibérico. Tanto a Rojo
como a mí, nos gustaba comer y beber, y esa había sido una de las claves
que había hecho funcionar nuestra relación durante tantos años.
Tras el preámbulo y las preguntas insulsas, insistí en que me contara
cómo le iba la vida y qué le había llevado hasta Madrid.
—Trabajo —aclaró echándose un colín a la boca—. Un encargo…
personal. Nada que ver con la comisaría.
Porque, aunque nuestra relación fuera tan esporádica como la de dos
primos lejanos que sólo se reúnen por Navidad, mi amigo inspector seguía
trabajando en la comisaría de Alicante.
Al final, tras los rechazos, me había dado por vencido. No tenía su
número privado, ni tampoco su dirección. Cuando preguntaba por él en las
intendencias, me respondían que estaba fuera o que había salido de viaje.
En un principio me ofendió pero, con el paso de los años, entendí a Rojo y
su forma de llevar la vida. Como si fueran cajas, separaba lo profesional de
lo personal, cuidándome de problemas innecesarios y cubriéndose las
espaldas para que no hablara más de la cuenta. Era precavido, astuto y no
ponía en duda su gran inteligencia. Pero no tenía tacto ni empatía para tratar
a sus amistades más cercanas.
La explicación de su presencia no fue convincente. No parecía
entusiasmado en esforzarse para que me lo creyera.
Lo primero que me vino a la cabeza, fue que mi amigo estuviera
involucrado en la muerte de ese hombre. Pero debía quitarme esa idea lo
antes posible. Era un auténtico disparate.
—¿En qué andas, Rojo?
—¿Desde cuándo importa eso? Ya te lo he dicho —respondió con
brevedad y le dio un trago a la copa de tinto. Después prosiguió—. He
venido a terminar un encargo. Le debía un favor a alguien y ha llegado la
hora de devolvérselo. Papeleo, hacer acto de presencia y echar un capote a
un compañero. Soy un hombre de palabra y tú bien lo sabes.
—Sí, lo sé demasiado bien —comenté, agaché la vista y bebí.
—¿Qué sucede?
—Nada. Sé que no vas a soltar prenda.
—¿En qué lío te has metido ahora?
—¿Por qué dices eso? —cuestioné alzando la voz. Una pareja de
comensales me miró al escucharme. Me había delatado a mí mismo. Pedí
disculpas y di otro trago—. Maldita sea…
—Si sigues bebiendo así, te vas a emborrachar antes de que llegue el
jamón —dijo, me quitó la copa y la dejó en la mesa—. No seas tan patético
como ese tal Hemingway que lees y cuéntame qué está pasando. No me
digas que nada porque es tarde para creerte.
El camarero se acercó con los pinchos de tortilla. Le pregunté
amablemente por el diario de esa misma mañana y en cuestión de segundos
ya lo tenía en la mesa.
—Este hombre, ¿te suena? Arturo Ramos Pincel —dije señalando a la
noticia que había leído en el tren—. He visto cómo moría delante de mí, a
escasos metros, hace menos de una hora…
La voz me tembló al hablar. Pronunciar esas palabras, me removía por
dentro.
Rojo me dio una palmada en el hombro, como si se tratara de un logro.
—Vas progresando, Gabriel —dijo y alzó su copa, sin demasiada alegría
—. Te estás haciendo un hombre. Hace unos años, podías pasarte varios
días sin comer, después de presenciar la escena de un crimen.
—No tiene gracia, Rojo —contesté justo cuando llegaron las croquetas.
Mi compañero se sirvió una. Al partirla en dos, la besamel humeaba delante
de su rostro—. Ese hombre… No sé qué pensar, la verdad… Es todo muy
extraño. Secuestrado la noche anterior y después aparece en el MAN,
perdido y desorientado… Sé que hay alguien detrás de esto.
Rojo frunció el ceño mientras masticaba. El interior de su garganta
parecía soportar altas temperaturas.
—¿Qué hacías ahí?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Casualidad, supongo.
—Las casualidades no existen.
—No hace falta que lo jures.
—¿Había alguien más? —preguntó como si estuviera interrogando a un
detenido. Conocía ese tono de voz y me daba escalofríos. Podía verme, años
atrás, en los calabozos de la comisaría—. ¿Testigos? ¿Te ha dicho algo ese
hombre antes de caer?
—No, estábamos solos en una de las salas. He seguido sus pasos cuando
lo he reconocido. Ya sabes cómo soy…
—Un mezquino que se mete donde no debe. En fin, sigue…
—Un grupo de visitantes se ha cruzado con él, pero ha pasado
desapercibido —proseguí detallando lo ocurrido una hora antes—. Después
se ha detenido frente a una escultura y me ha mirado.
—¿Qué escultura?
—¿Eh? La Dama de Elche. No es relevante.
—Podría serlo —agregó sembrando más dudas—. Dale…
—Ha balbuceado algo sobre el busto y se ha desplomado… —recordé
con amargura—. Eso ha sido todo. Después he pedido ayuda.
—Interesante. ¿Algo más?
—Un punto rojo en los bajos de la camisa, a la altura del riñón. Me ha
dejado boquiabierto. ¿Qué esperabas?
—¿De ti? Nada, honestamente —respondió sin ningún tipo de emoción
—, pero te diré lo siguiente que vas a hacer.
—Soy todo oídos…
—Aléjate, Caballero. Es lo mejor y lo sabes… Por cierto, estas
croquetas están de categoría.
Pedimos dos copas más de vino. El resto de platos llegaron a tiempo
para escuchar la resolución de todo aquello. Rojo no parecía predispuesto a
saber más del asunto. De hecho, no se mostró interesado en absoluto, lo
cual despertó mis sospechas. Él se entrometía en todo lo que pasara a mi
alrededor.
Obviar algo así, era inaudito.
—El caso parece que lo llevará un tal Nogueira, ¿te suena? —pregunté
y él negó con la cabeza, como si escuchara ese nombre por primera vez—.
Me lo he encontrado poco después de despedirme de una mujer extraña.
Creo que era una periodista infiltrada. Carroña televisiva.
—¿Olía bien?
Me desconcertó con la pregunta.
—Pues, ahora que lo dices… Sí, sí que olía bien. A melocotón o a algo
parecido. Una fragancia dulce, aunque no muy común.
—Ajá… ¿Y Soledad?
Estaba desarmado por completo y aún no habíamos llegado a los
postres.
—¿Que a qué huele Soledad?
—No, idiota —replicó con un gruñido—. ¿Qué problema tienes con
ella?
—¿Yo? Ninguno.
Rojo dejó la servilleta en la mesa y después dio una palmada sobre la
madera que hizo mover los cubiertos de sitio. Los comensales volvieron a
mirarnos pero, en esta ocasión, el inspector no se disculpó.
—No me tomes por tonto, Caballero —dijo con un tono serio, muy
serio. Para él, Soledad era más que una mujer. Ella representaba la pérdida
de su compañero y se había prometido cuidar de ella, desde la distancia. O
eso decía. Por otra parte, era consciente de que esa mujer estaba hecha para
mí y que las rabietas de escritor llorica e inmaduro podían terminar con la
relación que mantenía a flote mi felicidad—. No voy a explicarte las cosas
de nuevo… ¿Qué haces aquí? ¿Le has sido infiel con otra? Más te vale
cascar la verdad.
—Está bien —dije y solté un soplido—. Te lo contaré todo, pero antes
será mejor que vayamos directos al orujo. A estas alturas del día, necesito
un buen trago que aligere tanta emoción.
***
Dos horas más tarde, la cuenta había crecido de forma considerable tras el
café. No tenía noticias de Joaquín Botines, ni tampoco de mi querida
Soledad. Pese a no ser un enamorado de los licores de hierbas, habíamos
vaciado la botella. El volumen de la conversación se elevó.
Me sentí más relajado y abierto para hablar de cualquier tema y eché de
menos, por un momento, mi vieja existencia. Como resultado, le conté la
razón por la que estaba allí, las dudas que tenía, y no pude guardarme mis
temores relacionados con Eme. Para mi sorpresa y satisfacción, mi amigo
me dijo que me olvidara del asunto. Podría haber sido cualquiera. Hacía
mucho tiempo que no sabía nada de ella, que le había perdido la pista a sus
hombres. Desde Lisboa, no habíamos vuelto a hablar del asunto. Hacerlo de
nuevo, sin tapujos, liberó toda la ansiedad que llevaba dentro.
Rojo pagó la cuenta, a pesar de mi insistencia, y salimos al paseo para
despedirnos.
—Ve a esa entrevista y regresa a casa —dijo poniendo broche a la
reunión—. Si el miedo te vence, la perderás.
—¿La entrevista?
—No seas burro.
—¿Cuándo vuelves?
—No lo sé. Cuando termine… Tal vez me lleve unos días —dijo y
levantó la mano para parar un taxi—. Es para ti. Cuídate, amic meu.
Sus palabras sonaron confusas, tal vez por la ligera embriaguez que
llevaba encima o porque no terminé del todo de creerlas.
Sea como fuere, ya estábamos lejos para conocer la verdad.
El taxi se alejaba cada vez más de él, quien ya se había dado la vuelta
para encender un cigarrillo.
8
***
Dispuesto a comerme la mañana, tomé una ducha fría y rápida mientras en
la televisión ponían reposiciones de programas antiguos. Hidratarse
ayudaba a ver las cosas con claridad.
Cuando me peinaba, oí una voz que me obligó a dejar lo que estaba
haciendo y regresé al dormitorio.
Habían hecho un inciso en la programación para meter un avance de las
noticias del mediodía. Las imágenes pertenecían al día anterior. En ellas
aparecía el Museo Arqueológico Nacional. Los médicos se llevaban el
cadáver de Ramos cubierto con una tela de plástico. La presentadora
informaba del suceso, del extraño y rápido secuestro que había terminado
con aquel fatal desenlace. Se abrían incógnitas sobre la entrega,
preguntándose si la familia habría pagado la cantidad exigida o si todo
formaba parte de un oscuro ajuste de cuentas. Las hipótesis eran numerosas
y me sorprendió que una cadena privada nacional diera tanta relevancia a
un hecho así. Temí que había desconectado de la sociedad más de la cuenta.
Para culminar, apareció ese hombre, de nuevo, rodeado de micrófonos y
grabadoras de sonido. El inspector Andrés Nogueira hablaba con lentitud,
confiado, pero prudente, y con la mirada fija tras las monturas negras de
pasta.
—La Policía ha abierto una investigación para descubrir lo que ha
sucedido —explicó a las cámaras—, y va a poner a todos sus efectivos en
marcha para entender cuáles han sido las causas de la muerte del señor
Ramos.
—¿Es cierto que se trata de un asesinato? —preguntó un atrevido
periodista.
Nogueira frunció el ceño y carraspeó.
—La única certeza que tenemos es que ha fallecido un hombre y
debemos pensar en el dolor de la familia en estos momentos —respondió
tajante—. Por tanto, espero de ustedes el respeto que se les exige. Es un
caso muy delicado como para vender morbo en las cadenas de televisión.
Muchas gracias.
El resto de reporteros se abalanzó sobre él con más preguntas, pero
Nogueira no estaba dispuesto a decir más.
Antes de que apagara la televisión, el teléfono móvil comenzó a vibrar.
Tras varios segundos buscándolo entre los muebles, atendí la llamada.
—¿Sí?
—Señor Caballero —dijo una voz masculina con tono firme. Tuve una
ligera intuición de cómo continuaría la conversación—. Le habla el oficial
Gómez. Ayer estuvimos charlando.
—Sí, lo recuerdo.
—Le llamo desde la comisaría de Policía. ¿Se encuentra aún en
Madrid?
—Sí, me temo que sí… ¿Ha sucedido algo?
—Nos gustaría tomarle declaración.
—Pero, si ya lo apuntó todo ayer…
—De nuevo —dijo y me indicó dónde se encontraban las intendencias
—. Pregunte por mí cuando llegue.
—Por supuesto, así haré —respondí y colgué.
En la pantalla había vuelto aquel viejo programa de televisión. Se
escucharon aplausos y risas enlatadas, pero yo no estaba de humor.
Sentí una rabia tremebunda de origen desconocido. Me hubiese gustado
hablar con Rojo y que me aclarara que él no tenía nada que ver con aquello.
Después pensé que, por mucho que le hubiera insistido, no me lo habría
contado. Pero la duda me devoraba como una termita. ¿Tendría algo que ver
con la muerte de ese hombre?, me cuestioné de nuevo. Me negué a poner en
duda a mi amigo.
Las personas cambiamos. En ocasiones con los años y, en otras, en
apenas minutos. Y eso es lo que más cuesta comprender. Todo perece, hasta
la integridad.
Sentí una ligera jaqueca que me atravesó el cráneo.
Esa mañana sería larga.
10
Nos citamos en La Dolores, una conocida taberna del Barrio de las Letras
donde tiraban las mejores cervezas de la ciudad.
Se acercaba la hora del aperitivo y, ante una oferta así, no pude
negarme. Situado a escasos metros del Congreso de los Diputados, esperé a
Beatriz apoyado en la barra de aquel entrañable lugar. El Barrio de las
Letras formaba parte del casco antiguo de la ciudad, recogiendo así el
encanto de las viejas calles castizas de la capital, las fachadas de baja altura
con sus balcones y ventanales que tanto me gustaban, y esas empinadas
aceras que atravesaban el centro. Allí vivió la mayoría de escritores ilustres,
en algún momento de su vida. Pasear por sus calles, para mí, era como
respirar un poco de esa inspiración que tanto echaba en falta, pero que
pronto, por activa o por pasiva, iba a recuperar.
La plaza de Jesús estaba plagada de tabernas. Encontrar La Dolores no
me supuso un esfuerzo. Era una taberna estrecha y alargada, decorada con
estantes repletos de botellas, jarras y símbolos del pasado. Recordé las
antiguas bodegas valencianas que, poco a poco, habían sido reemplazadas
por locales de comida rápida o selectos restaurantes de alto postín. Una
lástima, pensé, mientras observaba al mozo que había tras la barra llenando
el vaso chato de cerveza, dándole un golpe de gracia y quitándole la crema.
El primer trago era siempre el mejor. No existía nada igual a semejante
sensación.
Fue idea de la becaria citarme allí, quizá por proximidad y no para que
conociera los secretos de la capital. Me comentó que tenía que cubrir un
evento en el Hotel Palace, horas antes de nuestra cita. No puse
impedimento, pues esa mañana no tenía ganas de enfrentarme a nadie, ni
siquiera a mis propios demonios.
Con la segunda cerveza y los aperitivos a base de encurtidos que me
habían servido con gentileza, me pregunté qué habría hecho Soledad tras la
conversación. Comencé a extraviarme en un delirio, en un sinsentido
provocado de la inmadurez que no lograba superar y la inseguridad por la
pérdida de un ser querido.
Me había preocupado tanto por ella, que ahora sólo me sentía mal por
cómo había gestionado mis emociones.
Por fortuna, mis oscuras cavilaciones se esfumaron en cuanto vi a la
joven becaria embutida en unos vaqueros y una blusa por la que se le
transparentaba la tela del sostén.
—¿Una cervecita? —pregunté levantando el culo del vaso. No tenía
buena cara. Nadie la tenía cuando empezaba en ese oficio. La pasión y las
ganas no eran suficientes para sobrevivir.
—Un vermú, por favor —pidió al camarero, ignorando mi presencia y
dejando el casco de motocicleta sobre el taburete—. Muy frío, a poder ser.
Después me miró cansada.
—Día duro, ¿eh?
—No lo sabes bien.
—La verdad es que no… —comenté y me tragué lo que pensaba—.
¿Has conseguido la dirección de la viuda?
—Sí. ¿Estás seguro de esto?
—Te dije que confiaras en mí. No vamos a hacer nada que nos meta en
un problema. ¿Ha habido alguna novedad en las últimas horas?
Ella me miró desconfiada. La entendí.
Tampoco hubiese creído a un tipo como yo.
—Botines se está comportando de un modo muy raro… —dijo
desilusionada, sin mirarme a los ojos—. Ha confiado el reportaje al jefe de
sección de Sucesos, pero luego le ha pedido que no publique nada por el
momento… Nadie lo entiende. El resto de medios está cubriendo la noticia.
¿Por qué nosotros no?
El director había cedido. Lo supuse, pero las palabras de la chica
consolidaron mis sospechas. Alguien, con una fuerte influencia, quería que
no se hablara de ello. Sin embargo, poco podía ganar si el resto de diarios lo
hacían… o quizá no.
Puede que Beatriz estuviera equivocada.
—Será mejor que nos pongamos en marcha.
—Pero… —comentó desconcertada—. Ni siquiera he tenido tiempo a
tomarme el vermú.
—No hay segundo que perder, jovenzuela.
—Por favor, no hables como mi padre.
—Tienes razón, disculpa —dije y dejé un billete sobre la barra—.
Espero que tengas otro casco para mí.
La becaria volvió a fruncir el ceño. Y sí, lo tenía.
En su mirada podía sentir la frescura de aquellos años primerizos de
periodismo salvaje, sólo que ella aún desconocía el giro que su carrera
estaba a punto de dar para bien… o para mal.
***
Agarrado a su cintura, cruzamos el paseo de la Castellana como una pareja
de enamorados en Vacaciones en Roma. Me sentí joven, con la brisa
veraniega, para nada molesta, golpeándome en el rostro y obligándome a
entornar los ojos.
Hacía tanto tiempo que no subía en una motocicleta, que creí haber
perdido algo en la vida.
Beatriz llevaba una Vespa Primavera antigua de color rojo. Por el
aspecto del vehículo, cualquiera hubiese pensado que estaba a punto de
desmontarse, pero no le di importancia y tampoco era la primera vez que
me subía a un cacharro así.
Jimena del Muelle, la viuda de Arturo Ramos, vivía en El Viso, uno de
los barrios más adinerados del centro de la ciudad. Allí, en su gran mayoría,
las viviendas eran unifamiliares o de pocas alturas y separadas por otros
tipos de edificios. Otro rostro distinto de la ciudad que se alejaba del
laberíntico casco antiguo o de las periferias de ladrillo rojo y apartamentos
colocados como sardinas en lata.
En definitiva, quien buscaba tranquilidad y tenía dinero, optaba por
mudarse a esa zona sin renunciar a las comodidades del centro de la capital.
Beatriz hizo un buen trabajo de investigación.
Para nuestra sorpresa, Jimena del Muelle se había divorciado un año
antes de Ramos. Sus dos hijas, casadas y viviendo en otro lugar, se habían
puesto del lado de la madre. Según los rumores, Ramos había sido cazado
con otra mujer, una señora de edad cercana a la suya y con un atractivo
envidiable, aunque de identidad desconocida. Otros decían que había
perdido la cordura. Nunca pudieron demostrarlo, pero la desconfianza
formó una brecha que terminó en separación.
Una crisis, pensé cuando me contaba la historia a la vez que sujetaba el
manillar del vehículo.
Cada cierto tiempo, los hombres atravesábamos episodios que nos
hacían replantearnos todo lo que habíamos logrado. En algunas ocasiones,
se trataba de trabajo. En otras, de amor. De sentirse joven, del modo que
fuera, como un Dorian Gray maldito en la era de los teléfonos móviles, las
páginas de contactos y los modelos de Instagram.
Con la información de la becaria, auguré un final feliz para ese
encuentro. Se me daban mejor las presentaciones cuando no tenía hombres
de por medio. Era mi talento y debía aprovecharlo.
Tras el cruce con la calle de Joaquín Costa, abandonamos el paseo y nos
aproximamos a una vivienda minimalista de dos plantas y una gran terraza.
La fachada era blanca, pero la madreselva se dejaba caer desde lo más alto.
Cercada con un muro pintado del mismo color que la casa, apenas se podía
ver el interior.
—Es aquí —dijo Beatriz al quitarse el casco. Escuchamos los ladridos
de un perro que corrió hacia nosotros, pero no pudimos saber dónde se
encontraba—. Será mejor que toquemos el timbre.
—Es lo que iba a hacer —contesté.
Ella me miró incrédula.
Nos acercamos a la puerta de la finca. El número dieciséis quedaba a un
lado del timbre, frente a un todoterreno negro de fabricación alemana. El
cánido no cesaba en su ladrido.
—¿Sí? –preguntó una voz femenina distorsionada por el aparato.
Después miré hacia arriba y vi una cámara observándome con detenimiento
—. ¿Son de la prensa?
—Buenos días, Jimena. Mi nombre es Gabriel Caballero…
—¡No, no y no! —gritó interrumpiéndome—. ¡Ya se lo he dicho! ¡No
quiero hablar con la prensa!
La conversación se cortó.
—Te dije que no era una buena idea —comentó la becaria cruzándose
de brazos. De pronto, una furia brotó en mi cuerpo. Apreté los puños,
contuve la explosión unos segundos, pero no pude hacer nada por dejarla
escapar.
—No vuelvas a decir eso.
—¿El qué? ¿Que te lo dije?
—¡Sí! —exclamé. Ella se sorprendió—. En este oficio, lo vas a
escuchar demasiadas veces, sobre todo, si eres un patán como yo.
—Mensaje recibido… Entonces, ¿ahora qué?
Volví a insistir. La cámara seguía apuntando hacia nosotros, pero esa
mujer no parecía estar dispuesta a abrirnos.
Me dirigí al objetivo.
—¡Señora! ¡No he venido a hablar de su marido! ¡Sé quién es esa
mujer! —grité. Estaba convencido de que podía oírme desde su casa. No
sólo ella, sino también el resto de vecinos.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué haces, tío? —preguntó Beatriz
avergonzada—. Estás montando un numerito.
—¡La mujer con quien su marido le fue infiel! ¡Sé cómo se llama!
La puerta se abrió. Había funcionado. El ser humano es predecible y
curioso.
Un pastor belga de color negro se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo.
La joven periodista se rio y cerró la puerta.
—¡Quita, perro! —exclamé cubriéndome la cara con los puños. El
animal tenía intenciones de jugar, pero pesaba demasiado y yo quería
quitármelo de encima sin enfurecerlo.
—¡Arturo! —gritó la mujer a lo lejos y el perro se marchó. Era una
señora elegante, con poco pecho, delgada como una aguja y con el cabello
muy oscuro y brillante. Llevaba un vestido ligero de color negro y una cinta
que le sujetaba la melena—. ¿Está bien, joven?
—Sí… —dije recomponiéndome y limpiándome los restos de hierba
que se habían pegado a mi ropa—. ¿Su perro se llama como su exmarido?
—Arturo es un nombre muy común —contestó—. ¿Quiénes son
ustedes? Les doy treinta segundos antes de llamar a la Policía.
—Mi nombre es Gabriel Caballero —dije acercándome a las escaleras
en las que se encontraba la mujer—, y ella es Beatriz Balcones. No estamos
aquí para incomodarla con nuestras preguntas… Queremos averiguar quién
mató a su marido.
Sus ojos de color miel se clavaron como espinas en mi rostro.
Por un instante, pensé que me haría sangrar. Después noté cómo bajaba
la guardia y sus músculos faciales se relajaban. Las puntas de sus zapatos
me señalaban como una acusación. La mujer soltó un suspiró.
Aquel fue el broche que me indicó que estábamos a salvo.
—Pasen, por favor… —dijo sin miramientos, empujó el portón de la
vivienda, y nosotros seguimos sus pasos. La becaria se acercó a mí.
—Tú primero —dije.
Beatriz frunció el ceño.
—No sé cómo te las arreglas.
—La práctica hace al maestro. Toma nota, chica lista.
La puerta se cerró.
Una furgoneta cruzó la calle. El perro salió disparado hacia el muro y
comenzó a ladrar.
12
***
Tras devorar los bocadillos como dos niños hambrientos al terminar una
excursión escolar, decidimos examinar los archivos del diario y los
reportajes sobre arte publicados en los últimos años. Sabíamos lo que
hacíamos. Íbamos en busca de piezas que pusieran orden en el
rompecabezas. La visita a Jimena del Muelle había sido muy provechosa.
Se abría la hipótesis de que esa desconocida mujer, no fuese tal, sino un
hombre. A su vez, la obsesión por el arte que Román poseía, descartaba que
los motivos de su separación hubiesen sido debidos a una infidelidad.
—En cualquier caso, esa mujer no lo iba a reconocer delante de ti —
comentó Beatriz al respecto. No le faltaba razón. Era duro aceptarlo en voz
alta—. Es probable que nos haya intentado colar una mentira.
La joven tenía olfato, a diferencia de muchas otras personas, y eso era
un talento necesario para la profesión.
—Si esa mujer existe… —dije frotándome el mentón y recordando lo
horrible que era el café de las máquinas automáticas—, debe aparecer en
alguna foto. Lo mejor será que busques en el archivo fotográfico. Nadie es
perfecto y estoy seguro de que las cámaras les habrían sorprendido en
alguna clase de acto, del tipo que fuera.
—¿No me piensas ayudar?
Miré hacia otro lado. En realidad, tenía algo mejor en mente que estar
buscando entre la morralla histórica de aquel hombre.
—No necesitas mi ayuda —respondí con firmeza, confiando en ella—.
Mientras tanto, regresaré al Museo Arqueológico Nacional. Puede que
Nogueira se haya dejado a alguien sin interrogar…
—¿Y crees que te lo van a contar a ti?
—¿A mí? No… No necesito que me cuenten nada. Con el tiempo
aprenderás que las personas hablan sin palabras —dije y tiré el vaso de
plástico a una papelera—. ¡Ah! Lo olvidaba. Necesitaré que encuentres
información sobre estos números.
Encendí el teléfono y le envié la fotografía.
—¿Qué se supone que voy a hacer?
—Lo que sea —respondí—. Llama, busca en las Páginas Amarillas, en
la red… Estaban en una agenda de Ramos.
Ella apretó los labios. Parecía desilusionada con mi ausencia, ahora que
comenzábamos a llevarnos bien.
—Te llamaré si doy con algo.
—Más te vale —respondí sonriente y me perdí en el pasillo.
***
La llamada no se hizo esperar. Durante los treinta minutos que duró el
trayecto en taxi, Beatriz me contó que había encontrado varios reportajes
reveladores. En uno de ellos se hablaba sobre las falsificaciones en el arte y
el mercado clandestino por el que circulaban. Al parecer, aunque no era
ninguna sorpresa, existía un vivo interés por el contrabando de obras
perfectamente copiadas de las originales. Una noticia que no tendría
ninguna relevancia, si no fuera porque estas obras, en ocasiones, se llegaban
a vender como auténticas.
En el reportaje aparecía el nombre de un famoso pintor español,
Rodrigo Lizón Betanzos, afincado en Madrid, que había sido condenado a
diez años de cárcel tras la venta de un Velázquez falso en una subasta, como
si se tratara de un original.
La periodista me envió la fotografía y, para más inri, uno de los cuadros
que aparecían en el reportaje, era el mismo Goya que había visto en casa de
la señora Del Muelle. ¿Casualidad? Quise pensar que sí, que quizá hubiera
sido un generoso regalo de su marido.
El segundo reportaje era aún más impactante.
En una de las sonadas galas benéficas dedicadas a la conservación de
obras del Museo del Prado, Ramos aparecía acompañado de otro hombre.
Un rostro que no hubiera olvidado nunca. Así como me había señalado la
simpática azafata del tren, don Miguel Ledesma De La Cruz, con su cabello
fijado hacia atrás y ese montón de canas grises que le poblaban la cabeza,
sonreía feliz junto al difunto. ¿Tendría algo que ver? Pese a toda la
información que poseíamos, a decir verdad, no teníamos nada que nos diera
una dirección. Nada, excepto encontrar a ese profesional del engaño y
comprobar los números que había robado.
Por desgracia, sólo uno de los teléfonos atendió a la llamada.
Cuando Beatriz telefoneó, una mujer se limitó a decir que los señores no
estaban en casa. El segundo teléfono no descolgó.
—Al tercero le faltan dos números —dijo Beatriz al otro lado de la línea
—. Puede que tenga otra utilidad.
—Es una posibilidad… ¿Quién lo sabe? —pregunté echándome las
manos a la cabeza—. Buen trabajo, Beatriz. Intenta localizar a ese
falsificador.
Antes de terminar, me apeé del vehículo, pagué la carrera y me vi frente
a la entrada del museo, en la calle de Serrano. Saqué la tarjeta de visita que
Diana León me había dado y se la envié a la periodista.
—¿Qué es esto?
—No está de más si descubres qué hay detrás de ese nombre —dije y
colgué.
Suspiré al ver que la batería del móvil se estaba agotando. Mi cabeza
trabajaba a toda velocidad. Las posibilidades eran infinitas, pero la intuición
me decía que los crímenes siempre tenían una razón.
Debía simplificar: dinero, pasión o poder.
La afluencia de público era menor a esas horas del sábado, cuando el sol
derretía a cualquiera que osara por salir a la calle. Y allí estaba yo, como un
superviviente, ajeno a la temperatura, ignorando el agujero en el que me
estaba metiendo.
14
***
Fue un momento duro para los dos. Ni siquiera accedió a subir a la
habitación. Habíamos tocado fondo, y digo habíamos, porque nos incluía a
los dos, aunque yo fuera el responsable de tal naufragio.
Me pregunté hasta dónde llegaba el horizonte de la paciencia, de las
ganas de seguir luchando por alguien, y de la necesidad intrínseca que había
en mí por destruir algo tan bonito como aquello. Lo arrastraba desde
antaño, quizá por la falta de cariño que había recibido en mis relaciones
anteriores o por la construcción de un ego tan grande, que nunca se sentía
satisfecho. Soledad era la mujer más maravillosa que había conocido hasta
el momento y también la única predispuesta a aguantar lo insufrible. Un
hecho incomprensible que me llevaba al desconcierto.
Como entre el gato y el ratón, yo presionaba, inconscientemente, esa
cuerda que se iba tensando con los días. Allí, en el bar del hotel, la soga
estaba a punto de romperse.
Pedí un cargador para el teléfono mientras nos sentamos a hablar. La
conversación sería larga.
Después de excusarme por enésima vez, le repetí la razón por la que me
había quedado en Madrid.
Comencé con la extraña oferta de trabajo y terminé relatando cómo
Ramos había fallecido a escasos metros de mí. Con detalle y honestidad, le
expliqué que, a pesar de no incumbirme, estaba atrapado en esa historia
porque había una verdad oculta que destapar. Ella asentía y escuchaba,
como solía hacer cuando lo había estropeado todo. Las palabras salían de
mi boca como las notas de una caja de música. Me pregunté qué opinaría, si
es que estaba pensando en algo al respecto, o ya había dejado volar la
imaginación. Una vez hube terminado de contarle los hechos con detalle,
supe que venía el turno de preguntas. Soledad era como Rojo. Sabía apuntar
y no perdía el tiempo con nimiedades.
—¿Qué tiene que ver esa mujer en todo esto? No la has mencionado en
ningún momento.
Me mordí el labio inferior.
—La conocí poco después de la tragedia —aclaré con voz suave—. Ella
vino a mí y me hizo algunas preguntas. Al parecer, está dentro del negocio
y le preocupa que la muerte de ese hombre se deba a un ajuste de cuentas.
—Te has vuelto a ver con ella.
—No. Me ha encontrado ella a mí —dije levantando el índice para dejar
claro que no perseguía a ninguna mujer—. He regresado al museo para
estudiar el movimiento de las cámaras, dar con alguna pista… Entonces me
ha sorprendido. Me ha vuelto a hacer preguntas y me ha vendido un farol
que no he creído. Sé que oculta algo, que sabe más de lo que habla y que
está interesada en descubrir lo que he averiguado. Después de todo, la
Policía no le va a contar nada.
Soledad entornó los párpados.
—Le sangraba la pierna.
Me rasqué la cabeza. Aún no había llegado a esa parte y era consciente
de que era la que menos le iba a gustar.
—Hemos tenido un pequeño percance cuando veníamos hacia el
hotel…
—¿Qué clase de percance, Gabriel?
Suspiré. Estaba contra las cuerdas. No había vuelta atrás.
—Un hombre motorizado ha intentado asaltarnos con una barra de
hierro —dije calculando mis palabras—. Ha destrozado la parte trasera y el
cristal de uno de los laterales. El vidrio le ha provocado un pequeño corte
en el muslo… Por suerte, una vez en la Castellana, nos ha dejado en paz.
—Entiendo… Ves eso normal, ¿no?
—No, claro que no…
—Esa mujer me produce desconfianza —expresó. No hacía falta que lo
dijera en voz alta—. Es peligrosa. Dudo que sea quien dice ser.
—Apenas la conoces.
—Parece que tú la conoces mejor.
—No me malinterpretes. ¿Por qué haría eso?
—Su apariencia. No pienses que estoy celosa, pues no siento ningún
tipo de envidia hacia ella… Hay algo en el conjunto que tú no puedes ver,
pero yo sí… Llámalo intuición o llámalo que, en ocasiones, eres un bobo.
En cuanto al ataque, deberías denunciarlo y no bromeo.
—Puede que sólo quisiera asustarnos —contesté. El corazón me
bombeaba con fuerza—. Seguramente, esa mujer tenga problemas de algún
tipo.
—¿Y a mí qué me importan los problemas que tenga? —preguntó
elevando el tono de voz—. ¿Te das cuenta de que siempre estás expuesto a
situaciones peligrosas?
Me acerqué ella, le pasé el brazo por encima de la camiseta. Su piel
estaba fría. Entonces me di cuenta de lo que había provocado.
—Tienes razón, tú ganas.
—No, no se trata de ganar o perder, Gabriel. Se trata de ti —respondió
apartándose de mi brazo—. No cambias con los años. Parece que necesites
una lección para despertar. Comienzo a cansarme de tanta ansiedad, de
verdad… Quiero estar con una persona sensata y adulta, no con un niño…
—Está bien, está bien… —contesté intentando calmarla—. No te falta
razón. Reconozco que me dejo llevar con facilidad, pero es que las
situaciones…
Soledad me agarró del morro y me miró.
—Toma el control de tu vida y deja de echarle la culpa a las
circunstancias —dijo seria—. Eres tú quien busca los problemas, y no te
juzgo, pero yo no quiero vivir así.
Le solté la mano. Me eché hacia atrás en el sofá y pensé que, por
primera vez, me estaba dando un ultimátum.
Ella o yo. Debía elegir.
—El otro día, no te lo conté todo…
—¿De qué estás hablando ahora?
—Ese mensaje, en Valencia, no era un mensaje, sino un poema…
—¿Otra vez con esa historia? Tienes que olvidarte, no me va a pasar
nada. Sé cuidarme solita.
—No lo puedes entender —insistí tembloroso—. Esa mujer es
peligrosa. Has visto lo que es capaz de hacer y no tiene freno. Llevo meses
sin poder dormir…
—Eso es lo que busca, quitarte el sueño, Gabriel. Deberías ser más
inteligente que ella. Estás por encima de eso.
—¡No! —bramé como un desquiciado. Soledad se sorprendió. Respiré
hondo y cerré los ojos. Después regresé a la realidad—. Mira, será mejor
que nos vayamos hoy mismo de aquí. Tan sólo necesito unas horas para
arreglar un asunto y… se acabó. Esta vez sí, de verdad.
—¿No puedes telefonear?
—No, no… Confía en mí. Hay una periodista novel en El País con la
que estaba investigando la muerte de ese hombre —expliqué—. Le he
prometido que regresaría, así que iré, le daré todo lo que tengo y le diré que
el resto lo tendrá que averiguar por su cuenta.
Los ojos de Soledad se iluminaron. A pesar de tropezar, una y otra vez,
con mis excusas, tenía el don para creerme cuando más lo necesitaba.
—Está bien… —dijo y miró el reloj—. Pero, si ya has pagado la
habitación, podemos marcharnos mañana. He pedido días libres hasta el
lunes. Sería una pérdida de dinero…
—Entonces, ¿vamos a la redacción?
—No, ni hablar. Estoy cansada del viaje. Mejor ve solo —señaló y miró
a nuestro alrededor—. Me quedaré en el hotel esperándote o quizá salga a
dar un paseo… No lo sé. Necesito pensar y tranquilizarme. Llevamos unas
semanas emocionalmente intensas… ¿Por qué no reservas en un lugar
bonito para esta noche? Haré tabla rasa, palabra de honor.
La distancia de nuestros rostros se acortó y nos besamos. Me
encantaban sus besos. Era una sensación única que me elevaba al séptimo
cielo.
—Palabra de honor —dije con una estúpida sonrisa. Sus ojos brillaban
como dos perlas. Era un hombre afortunado—. Volveré pronto.
Le entregué la tarjeta de mi habitación y pedí un duplicado en la
recepción. A lo lejos, Soledad se despidió con esa mirada dulce, moviendo
la mano para decirme adiós, y entró en el ascensor.
Salí a la calle, llené los pulmones y detuve al primer taxi que pasó por
allí.
—¿A dónde le llevo?
—A la redacción de El País —señalé—. Rápido, por favor. El amor de
mi vida me espera de vuelta.
Sonó demasiado bien. Por desgracia, la vida no siempre acababa como
una película de Hugh Grant.
17
***
Me ahorré la cita en el despacho con ese cretino. De haber conocido antes
de su altivez, no me habría molestado en escuchar su oferta. Pero no todo
eran malas noticias. Esa chica, Beatriz Balcones, mi joven y auto asignada
aprendiz, y con la que me sentía en deuda por haberle arruinado el día,
había afinado la puntería, llegando más lejos de lo que podía esperar de ella.
Con dos números de teléfono, una mentira a medias por parte de la viuda y
una dirección postal, nos quedaba visitar a ese artista de la réplica.
El pintor nos sacaría de dudas. Antes del ocaso, tendría todas las
respuestas y, con un poco de suerte, llegaría a tiempo para la cena con mi
querida Soledad.
Busqué el bar en el que habíamos comprado los bocadillos el día
anterior y le envié un mensaje de texto a Beatriz. Así no tendría que
buscarme.
Comprobé la hora. Eran las siete de la tarde, el cansancio comenzaba a
hacer acto de presencia en mi cabeza y necesitaba reponer fuerzas antes de
seguir en funcionamiento.
Lo que parecían celos, se convertían en un triángulo amoroso.
Puede que Ramos amenazara a su mujer con hacer público su desliz,
humillarla delante de sus hijas o quitarle la fortuna. Quizá fuera la razón
para detener el divorcio.
Para pagar a un sicario, había que tener las agallas necesarias. Y dinero.
Supuse que esa mujer tendría ambas cosas. Quizá Ledesma le ayudara. ¿Y
Diana León? ¿Era esa supuesta amante de Ramos que nadie conocía?
Puesto a pensar… Todo era posible. No era la primera persona que se
juntaba con alguien por dinero. Demasiadas teorías. Me empezó a doler la
sesera.
Pedí una cerveza y media ración de jamón serrano. La mano me
escocía. El golpe me había inflamado los nudillos pero, por fortuna, aún
podía mover los dedos sin dificultad. Le había propinado una buena castaña
a ese idiota, aunque no estaba muy orgulloso de ello. El temple era lo
último que un hombre debía perder.
La becaria, si es que todavía lo era, no tardó en llegar a nuestro
encuentro. No parecía alegre, pero reaccionó con amabilidad al verme.
—¿Cómo está tu mano? —preguntó y se sentó. Después pidió una
Coca-Cola—. Eso de ahí ha sido muy fuerte.
—No bebas esas porquerías. Te va a dar un ataque al corazón —dije
frotándome los nudillos con la palma de la otra mano—. Me las he visto en
peores situaciones. ¿Y tú, cómo estás?
—No lo sé… —contestó y agachó los ojos—. Supongo que se ha
quedado una conversación pendiente con Botines. Da igual, no me iba a
pagar. Lo superaré.
—Así me gusta, con valentía.
—¿Qué es lo que querías contarme? —preguntó curiosa.
—¿Piensas seguir con esto? Imagino que no te ha devuelto la carpeta…
—No, no lo ha hecho. Era todo lo que tenía… Algo apesta con este
asunto, ¿sabes? No he sido la única a quien ha llamado la atención… —
dijo. Nos sirvieron el refresco. Volcó todo el líquido en el vaso de tubo con
hielo y una rodaja de limón—. Y sí, claro que sí. Tengo la dirección de ese
falsificador. Vamos a ir hasta el final, ¿no?
Mis ojos delataron mi respuesta.
—Verás…
—No me digas ahora que te estás echando atrás…
—Perdona, guapa, pero yo nunca me bajo del barco.
—¿Entonces?
—Asuntos personales —dije, seco y distante. Ella lo entendió—. Hasta
aquí puedo contarte.
Dio un trago al refresco. Estaba decepcionada, pero no quería
manifestarlo.
—Está bien, tío —dijo con informalidad, aunque con un ligero
desprecio—. Me has ayudado bastante y te lo agradezco. Es una pena.
Empezaba a divertirme con esta historia… Pero no voy a hacerlo yo sola.
Paso.
—¿Cómo que pasas?
—Que sí, que probablemente mañana ya no vuelva a tener un escritorio
en esa redacción —respondió desairada—. Por tanto, se acabó también para
mí. Game Over, tronco. En el fondo, necesitaba unas vacaciones.
—No puedes hacer eso.
—Lo siento, pero no me vas a decir lo que tengo que hacer, listo…
—¿Dónde vive ese hombre?
—En Malasaña. ¿Por?
Comprobé la hora de nuevo. Si éramos rápidos, podíamos terminar
antes de la cena. Llegaría con el tiempo justo a mi cita, pero lo lograría.
—Te diré algo, chica lista… Este es el reportaje de tu vida. Los trenes
no pasan siempre y cuando lo hacen, no somos capaces de verlos venir. Esta
vez, yo sí que veo tu tren, y es de alta velocidad. Así que mueve esas
piernas hacia tu moto o te arrepentirás de no haberlo hecho por el resto de
tu vida.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de lo que dices?
—Porque hace años que los trenes dejaron de pasar por mi puerta.
18
***
Frente a la puerta, los dos periodistas nos miramos. Ella no quería hacerlo,
pude verlo en su rostro, así que no la presioné. No contábamos con
demasiado tiempo.
Sin llamar la atención, golpeé la puerta con los nudillos de la mano que
no tenía inflamada y pegué la oreja a la madera. Oí unos pasos en el
interior, también una radio que pronto se apagó. Había alguien dentro y no
esperaba visitas. Ahora debíamos convencerle para que nos abriera.
Toqué de nuevo. Los pasos se acercaron. Beatriz buscó una explicación
en mi silencio y le di una seña para que esperara.
—Sé que está ahí, Rodrigo. Soy el vecino del primero…
Esperé unos segundos y la puerta se abrió.
Un hombre delgado, de unos cincuenta años, bronceado como una
tableta de chocolate con leche y vestido con una camiseta veneciana, nos
sorprendió acariciándose las puntas de un bigote fino y alargado. La chica
le inspiró cierta confianza. No éramos quienes temía.
Nos miró de reojo, estudiando nuestro lenguaje corporal y se quedó
quieto en la entrada. Al fondo observé una vieja radio, un tocadiscos de
vinilo y un montón de lienzos ocultos por una tela blanca.
—El del primero, ¿eh? —preguntó serio—. ¿Y qué es lo que quieres?
¿Un poco de sal? Anda, piérdete, imbécil.
Cuando intentó cerrar la puerta, puse el zapato en el espacio que
quedaba y alargué el brazo.
—¿Qué coño haces?
—Espere, espere… Está bien —rectifiqué resistiendo a que nos dejara
sin exclusiva—. Yo no soy el vecino del primero, lo reconozco… pero usted
tampoco se llama Miguel.
—Ah, ¿no? —cuestionó y cesó la presión—. ¿Qué sois? ¿Periodistas?
No tengo tiempo para vuestras preguntas de mierda. ¡Al cuerno! ¡Dejadme
en paz, leches!
Empujó con las dos zarpas y temí por el pie. No podía perder otra
extremidad. Mi compañera se apoyó con las manos para evitar el desastre.
—¡No, no cierre! Peor todavía… —respondí y miré a Beatriz, que
empujaba desde atrás—. Tenemos documentos que le relacionan con la
muerte de Antonio Ramos…
—Soy un hombre inocente, ya pagué mi deuda con la sociedad —dijo
enfadado—. No tengo que dar explicaciones de nada.
—¡Rodrigo, por Dios! ¡Deje de empujar la jodida puerta! —bramé
suplicando que parara—. Sabemos a lo que se dedica y necesitamos su
ayuda para encontrar a la persona que ha hecho esto... No buscamos meterle
en ningún problema.
Unos pocos segundos bastaron para que volviera a recuperar la
sensibilidad en el empeine de mi pie derecho.
Le había dicho la verdad, esas eran mis intenciones y, a un farsante
como él, no se le podía engañar.
Dejó la puerta libre y se echó hacia un lado.
—Está bien… —murmuró lamentándose—. Venga, para dentro. No os
quedéis ahí fuera.
Después cerró y pasó el cerrojo de la puerta.
***
El apartamento olía a tabaco, el aire estaba viciado y no parecía que las
ventanas estuvieran abiertas.
Era una vivienda antigua, como la mayoría de las que había en el barrio.
Un pasillo con moqueta, un dormitorio y un salón lleno de trastos viejos
que había acumulado con el tiempo. La higiene brillaba por su ausencia.
Ese hombre no debía de salir mucho a la calle pues, al cruzar el
corredor, observé montones de latas de conservas abiertas y sin abrir,
apiladas como haría un enfermo con Síndrome de Diógenes. Cuando
entramos en el salón que se veía desde la entrada, encontramos dos sofás
roídos, llenos de quemaduras de cigarrillo y un montón de periódicos
viejos.
—Acomodaos donde y como podáis… ¿Café? —preguntó el hombre,
nos miró y dio media vuelta sin esperar la respuesta—. Haré una cafetera.
La mayoría de lienzos estaban ocultos bajo el envoltorio de papel. La
única ventana daba a la calle en la que habíamos aparcado. La vista era
estrecha, pues enfrentaba al edificio del otro lado. Había manchas de
pintura por todas partes y pinceles secos, tiesos como un poste de luz. En la
única estantería donde apoyaba la televisión, vi algunos libros. Viejas
ediciones de Cervantes, Pérez Galdós y Joseph Conrad. Tenían tanto polvo
encima, que me resistí a tocarlas para evitar una infección.
—Esto no ha sido una buena idea… —murmuró la periodista mientras
se apoyaba con cuidado en el sillón—. Este sitio me da mala vibra.
—Tranquila… Es un hombre mayor, con sus manías, ya sabes… Los
artistas son así.
—¿Tú también vives entre basura?
No era un elogio, pero lo tomé como tal.
—Yo no soy un artista.
Minutos más tarde, el pintor apareció con una vieja cafetera moka de
gran tamaño y tres tazas rojas. Las dejó sobre una mesita redonda y sirvió el
café. Al lado de las tacitas, un cenicero cargado de colillas y un paquete de
Winston rojo. Se sentó en un carcomido taburete de madera oscura y se
encendió un cigarrillo.
—¿Y bien?
—Verá… —dije sin saber cómo empezar. Su actitud era hostil, aunque
tranquila—. Tenemos pruebas de que Arturo Román le hizo algunos
encargos privados. También somos conscientes de que mostraba interés por
poseer copias de obras originales…
Antes de continuar, el tipo comenzó a reír como si hubiera dicho algo
gracioso o mi explicación no tuviera sentido.
—¿Qué es tan divertido?
—No sabéis nada —dijo y se relajó. Dio un sorbo al café y tiró una
bocanada de humo—. Los encargos no eran para él, sino para su mujer.
Regalos, supongo.
—El Goya que hay en su casa… es suyo, ¿cierto?
—Chaval… —dijo guiñando un ojo a causa del humo—. ¿De qué árbol
te has caído?
—¿Por qué es tan impertinente?
El hombre resopló.
—¡Ay! Carajo… No tenéis nada de nada. Ni siquiera sabéis de qué va el
asunto, ¿verdad? —cuestionó mirándonos—. Me lo temía… Lo que no sé
es cómo habéis dado conmigo. Mala suerte, supongo…
—Tenemos nuestras sospechas acerca de su trabajo —intervino Beatriz,
harta de tanta soberbia—. Tal vez no lo sepamos todo, pero intuimos que
los cuadros se utilizan para robar los originales.
Sus palabras se clavaron como puñales en la sien de aquel tipo.
—No soy el único que se dedica a esto, guapita… No tenéis pruebas
para culparme. ¿Acaso lleva mi firma?
—Todos los falsificadores tienen su marca personal —comenté.
El hombre rio, esta vez con cierto odio.
—Yo soy un artista, pero tú jamás lo entenderás.
—¿Quién cree que podría estar detrás de la muerte de Ramos? —
preguntó de nuevo Beatriz.
—¡Y yo qué sé! El mundo es un lugar peligroso, ¿sabes, nena?
—Cuando se derrumbó, dijo algo sobre la Dama de Elche —expliqué
—. Por alguna razón, fue la última obra que vio.
—Ah, sí… La Dama de Elche, su favorita —murmuró con esa voz
ronca y dio otra calada. El humo se nos metía en los ojos y una nube se
posaba en lo alto del salón—. Se creía toda esa farsa de los atlantes y las
viejas civilizaciones. Desde que se había convertido en un cornudo, había
perdido la cabeza…
—¿Cornudo?
—Sí. Cornudo. Su mujer le era infiel con el otro, el señorito.
—Se refiere a Miguel Ledesma De La Cruz.
—En efecto —afirmó—. Ramos era un pelele… Un amante del arte, sí,
pero un completo idiota acomplejado. No me extraña que su mujer le diera
la espalda… Yo se lo dije, pero no me escuchó. Tampoco quería meterme
en sus asuntos. Nuestra relación era profesional, nada más.
Beatriz y yo nos miramos.
—¿Cree que Miguel Ledesma se lo quitó de encima?
—¿Qué? ¡Ni hablar! —exclamó como si hubiera dicho un disparate—.
Para nada. Estos tipos tenían sus negocios juntos. A Ledesma le importaba
un comino su mujer…
—Pero Ramos también le había sido infiel a su esposa… —dije.
—¿Sí? ¿Con quién? ¿Acaso no le viste la cara a ese fantoche?
La conversación tomó otro rumbo.
—¿Tiene relación con él? —pregunté.
El hombre me miró desafiante.
—Antes no, ahora… un poco más —explicó, después aplastó la colilla y
sacó otro cigarrillo. El aire era asfixiante, pero no quería interrumpirle—.
Todo cambió cuando estaba cumpliendo condena. Apareció un día, con una
mujer… Me dijeron que saldría de allí antes y me hablaron de un proyecto
de más valor.
—¿Una mujer? Y no era Jimena del Muelle.
—No, no era ella… La vi sólo esa vez —respondió—. Tenía los ojos
azules, eso sí, y unas piernas de infarto… Cumplieron con su palabra y yo
con media condena. No hice preguntas, me limité a aceptar la parte del
trato. No estaba solo, iba a trabajar con más gente pero, por primera vez, lo
que iba a hacer tenía sentido.
—¿Cómo se llamaba esa señora?
Esperé a que me dijera algo. Él me miró atento.
—Nunca lo supe —explicó—. No hago preguntas. Soy un profesional.
Pegó otra fuerte calada.
—¿Qué clase de trato hizo? —dijo Beatriz.
—¿Te crees que soy tonto?
Cuando estábamos cerca de saber más, algo se torció sin entender qué
habíamos hecho mal. El anfitrión machacó los restos del cigarrillo contra la
montaña de colillas. Se puso en pie, sacó un revólver del cinturón y nos
apuntó con él.
Beatriz se quedó sin habla. La situación se complicaba aún más.
—¿Qué está haciendo?
—Venga, la grabadora. ¿Qué os pensabais? ¿Qué no sabía a lo que
veníais?
—Se lo hemos dicho, somos periodistas…
—¡Y un cuerno! —gritó enfadado—. Os ha mandado esa zorra para
devolverme la cárcel. ¡Pues no! Decidle que no soy un chivato como
Ramos, pero lo seré como no me pague lo que me debe.
—Relájese, Rodrigo, y no cometa una estupidez… No tenemos nada
que ver con lo que dice.
—¡Venga, en pie y las manos arriba! Más vale que me entreguéis los
teléfonos o lo que llevéis encima para grabar la conversación… Os juro que
no es la primera vez que la uso.
Entre humo, la falta de oxígeno y la suciedad, aquel hombre se acercó
primero a mí, para registrarme. El hedor a alcohol y tabaco era insoportable.
Con una mano me apuntaba al estómago y con la otra intentaba cachearme.
De pronto, algo sucedía en la calle. El timbre de la vivienda sonó y un
coche de Policía se detenía en la calzada.
—¿Qué cojones? —murmuró.
En un momento de lucidez, aproveché su escasa concentración para
golpearle el brazo, pero fue más rápido que yo. Levanté el arma hacia
arriba. Se oyó un fuerte disparo y la bala agujereó el techo. Beatriz gritó de
pavor. Empujé al pintor contra la estantería y los libros cayeron sobre su
cabeza.
—¡Vamos, corre! —exclamé, agarré del brazo a la joven y tiré de ella
hacia el pasillo. Nogueira y dos de sus hombres subían por las escaleras—.
No, no podemos tener esta mala suerte. ¡Sígueme!
Subimos una planta más, hasta una buhardilla que había encima del
cuarto piso. Toqué el timbre y un chico joven nos abrió. Habían convertido
aquel cuchitril en una vivienda de alquiler. Olía a marihuana y a cerveza
caliente.
—¿Qué queréis? —preguntó con los ojos rojos.
—¡Alto, Policía! —se escuchó dos pisos más abajo. El chico, aturdido,
se inquietó. Me abrí paso tirándolo hacia dentro, cerré y le dije que guardara
silencio.
—¿Dónde hay una ventana? —pregunté. Él me señaló uno de los
dormitorios. Abrí la puerta y vi la cristalera que daba al tejado—.
Saldremos por ahí.
—¿Qué? —cuestionó mi compañera—. ¿Estás loco? ¡Ni hablar! ¡Nos
mataremos!
—Confía en mí —respondí, como si eso sirviera de algo. La última vez
que me había visto corriendo entre tejas, había sido en las afueras de Lisboa
—. No me dirás ahora que te vas a rajar…
—¿Quiénes sois?
—Serás cabrón… —dijo Beatriz y accedió—. ¡Estas cosas se avisan!
—¡Eh, tú! Nosotros nunca hemos estado aquí —respondí al chico, que
no era consciente de lo que sucedía.
Luego me subí a la cama y utilicé la ventana para salir al exterior.
Llegar puntual a mi cita, se complicaba cada vez más.
19
***
La peor noche de mi vida, porque ni la más siniestra de las experiencias
podía hacer frente a la pérdida de la persona más importante en tu vida. Los
médicos del SAMU me dejaron acompañarles en la ambulancia, a pesar de
que las posibilidades de que viviera, fueran mínimas.
El trayecto más largo que jamás experimenté, a pesar de que llegáramos
al hospital en apenas veinte minutos. Las tres personas que me
acompañaban, dos hombres y una mujer, intentaban, con todo el esfuerzo
posible, que Soledad no se marchara de este planeta. Después la llevaron a
una zona a la que no podía pasar. Una enfermera se encargó de mí, me dio
una botella de agua y me preguntó cómo me sentía, para después invitarme
a sentarme en una silla. En mi interior, algo me decía que ella ya no estaba
con nosotros, por mucho que deseara lo contrario. Era un auténtico cobarde,
dándola por muerta antes de hora, pero me sentí aterrorizado.
El hospital se convirtió en un lugar fúnebre, triste y frío. No tenía a
quién llamar, ni quería hablar con nadie. En situaciones como esa, no se
puede pensar en nada, ni siquiera en cómo será la vida a partir de entonces.
El tiempo se detiene, buscamos la manera de decir adiós, las emociones se
congelan y el aire que respiramos se vuelve viscoso, como una gelatina.
El vacío en mi interior era tan grande, que deseé haber sido yo quien
estaba en esa habitación.
La enfermera me preguntó si debía avisar a algún familiar. Le respondí
que me haría cargo de ello, en cuanto me recuperara un poco. Necesitaba un
par de horas para asimilar los hechos. En el fondo, la única persona a la que
podía telefonear era su madre, aunque no tenía las agallas para hacerlo.
Nunca vio mal nuestra relación, pero sabía que, en ocasiones, llevaba a la
pobre Soledad por el camino de la amargura con mis travesuras.
Me apoyé sobre las rodillas buscando un punto de equilibrio para no
caerme. Oí unos pasos que se acercaron por el pasillo.
Miré de reojo, por el hueco que quedaba bajo las piernas, y reconocí la
punta de las botas negras con suela de goma.
Se acercó, sentándose a mi lado y dejando una estela de colonia varonil.
—¿Qué has hecho, Caballero? —preguntó Rojo con una voz de
ultratumba.
En un arranque de impotencia, me abalancé sobre él, lo agarré de la
pechera y lo tiré contra el suelo. Rojo no lo esperó. Nunca había actuado así
con él, pero tenía mis razones.
—¿Qué has hecho? ¡Serás malnacido! ¡Jodido cabrón! —grité con el
cuello tenso, zarandeándolo. Él intentó apartarse. Llamamos la atención del
personal y un empleado de seguridad trató de separarnos—. ¿Eso es lo que
vas a decirme?
—¡Cierra el pico!
El guardia me sacó al exterior del hospital. Mi puesta en escena provocó
demasiado alboroto. Fingí calmarme para que me dejara en paz y no avisara
a los municipales. Luego apareció el inspector de nuevo. Seguía cargado de
rabia, pero pensé en Soledad y busqué la forma de tragarme la bilis. Ella no
lo hubiera consentido.
Rojo, que parecía afectado aunque no abatido, me ofreció uno de sus
cigarrillos.
Lo acepté y lo encendí.
—Estaba sola, esperándome. Un disparo en la garganta.
—Gabriel…
—Dime que no tienes nada que ver…
—Gabriel…
—Jamás debí escucharte. Tendría que haberme ido en ese taxi a la
estación…
—¡Gabriel, coño! ¡Cállate ya! ¿Quieres? Se recuperará…
Había tocado fondo. Estaba hastiado de escuchar sus órdenes, los
desmanes y ese tono paternalista cuando las cosas no salían como él
esperaba. Nuestra relación nunca había sido un camino de rosas, pero cruzar
ciertas líneas rojas tenía su precio.
Sabía que había sido él quien había advertido a Soledad de la situación.
De lo contrario, ella no hubiera venido. Se había excedido jugando a ser el
hermano mayor de los dos. Me había hartado de él, no lo soportaba más.
Tiré el cigarrillo contra el suelo. Una chispa saltó sobre mi zapato. Había
llegado el momento de irme, para siempre, a casa, o quizá bien lejos, y ser
yo quien desapareciera.
—¡Adiós, Rojo! —dije dándole la espalda para dirigirme a la salida del
hospital.
—¿Te vas?
—Olvídame.
El inspector se quedó quieto. Seguí caminando. La noche refrescaba el
ambiente, lo cual era de agradecer, aunque en ese momento apenas sentía
nada.
Había perdido la noción de todo.
—¿A dónde crees que vas?
—¡Te he dicho que me olvides!
—¡No tienes adonde ir, idiota! —gritó a lo lejos. Sabía hacer daño y
esta vez me estaba apuñalando por la espalda—. ¡Nadie te esperará allá
donde vayas!
Mis pies se detuvieron. Los puños me temblaban tanto que no los podía
controlar. Hubiese deseado que el asfalto se hubiera convertido en un pozo
de lava ardiente por el que caer. No tuve esa suerte.
Volví a llorar. Era una emoción incontrolable. No quería que me viera
perjudicado, pero cambié de idea.
Rojo se aproximó. La noche era tranquila. No parecía que Soledad se
hubiese ido a otro lugar. Pero así eran los hospitales. Cuando se estaba fuera
de ellos, la fatalidad se veía de lejos, siendo espectadores de las desgracias
de otras personas.
—Saldrá de ésta… —dijo sin mucha convicción y me agarró del
hombro—. No ha sido culpa tuya.
—¿Por qué le contaste que estaba aquí?
—Ya te he dicho que saldrá…
—No vuelvas a repetir eso. Te juro que serás el siguiente que va a entrar
en ese hospital… —respondí enfadado—. ¿Por qué? ¿Por qué no puedes
dejar que gestione mi vida como yo quiera?
Rojo se rascó la barbilla.
—Un compañero me dio el soplo de una operación relacionada con el
contrabando de obras de arte —explicó—. Estaban siguiendo a una
organización que se dedica a vender originales a gente con dinero. Primero
los roban, dando el cambiazo en los propios museos, o a través de fuertes
sobornos. Han actuado en Francia y en Italia, y ahora se disponían a hacerlo
aquí. Cuadros, bustos, cualquier tipo de obra.
—¿Qué tiene que ver esto con ella?
—Nada… y todo a la vez —respondió—. Cuando me contaste lo de ese
Ramos, supe que te estabas metiendo en un buen lío y que no ibas a parar
hasta llegar al fondo. Era mi deber contárselo.
—Te dije que lo había visto morir…
—La Policía tenía en el punto de mira a ese hombre desde hacía
tiempo… —contó—. Habían grabado conversaciones con un pintor que se
dedicaba al estraperlo. Después, Ramos compró esa casa en Pozuelo y los
municipales avisaron de la entrada y salida diaria de coches con los cristales
tintados. Todavía hay detalles que se me escapan… Pero me temo que lo
iban a matar igualmente. El secuestro fue la excusa.
—¿Desde cuándo te interesa esto?
—Hace dos meses… —dijo y cambió el tono de voz—, la vieron en una
subasta privada, en París. También la habían visto en Roma, cuatro meses
antes de visitar Francia. Diferentes nombres y pasaportes.
—Te refieres a…
—No estoy del todo seguro… pero, sí. Eme puede que tenga a alguien
trabajando para ella aquí, en España. Por ejemplo, la persona que ayudó a
que uno de los falsificadores saliera antes de hora de la cárcel… —contestó
con cierto desánimo—, pero no podría decirte quién se cargó a ese tipo. Esa
es una parte de la historia que no me incumbe.
—Ha estado jugando conmigo todo este tiempo.
—No sé a qué te refieres, Caballero, pero es nuestra oportunidad para
cazarla.
Me acerqué a él y lo miré fijamente.
—¿Te das cuenta? —pregunté decepcionado. Ahora lo entendía todo—.
Llevamos años tras ella, jugando al gato y al ratón, siendo piezas de su
tablero… ¿Y crees que vamos a conseguirlo ahora? ¿Que se va a dejar
atrapar después de esto?
Rojo me miró.
—Sí. Prefiero morir a rendirme.
Suspiré. Temí esa respuesta.
—Pues creo que tendrás que hacerlo solo, amic meu —dije y señalé al
hospital—. Mi partida, en este juego, se ha terminado.
21
Actué como estaba previsto que hiciera, aunque no fuera lo más apropiado.
Rojo desapareció, como acostumbraba a hacer, y yo regresé al interior del
hospital. Allí, una enfermera me invitó a ver por última vez a Soledad, al
menos, esa noche. La visité en Cuidados Intensivos. La tenían entubada
para mantenerla viva. Después me dijeron que descansara y que no me
podía quedar allí.
Tras el macabro episodio, la dirección del hotel me cambió de
habitación, prometiéndome que se haría cargo de todas las necesidades que
requisara. Por supuesto, Rojo tenía razón, aunque nunca lo habría
reconocido delante de él. No tenía lugar al que ir, ni casa en la que
esconderme, por lo que me sentía desamparado en un limbo sin ganas de
seguir viviendo.
Regresé al hotel y fui directo al bar, una vez hube formalizado mi
estancia. Los bares siempre habían servido de cobijo en los peores
momentos de mi vida y aquel, con diferencia, encabezaba la lista. Era
curioso cómo el paso de los años me había llevado hasta allí.
De beber en los peores tugurios, a hacerlo en sitios refinados con barra
de cristal y luces de colores. Pero la sensación era la misma. Ni todo el lujo
del mundo, ni la más absoluta exquisitez, me iban a sacar de aquella umbría
de sentimientos perdidos. Pedí bourbon con Coca-Cola, me apoyé en la
barra y contemplé cómo el barman me servía la copa. Tal vez el dinero no
diese la felicidad, pero el alcohol de calidad ayudaba a olvidar por
segundos.
—Cárguelo a mi habitación, por favor —dije pensando cuántas veces
repetiría lo mismo esa noche. El bar del hotel estaba tranquilo. Algunos
huéspedes me señalaban entre cuchicheos, comentando la jugada, como
meros espectadores de un cine de verano.
Bebí, ya lo creo que bebí. Los tragos iban y venían mientras buscaba la
manera de borrar las imágenes mentales que azotaban mi conciencia.
Llegado a un punto, el destilado dejó de saber a tal y las burbujas del
refresco desaparecieron. El cansancio me afectó de mala manera y las
fuerzas me flaquearon.
Estaba borracho y perdido. Eso era lo que estaba previsto que hiciera y
así había hecho, cumpliendo con mi insensatez y esa falta de agallas por
enfrentarme a los problemas más personales. Después el carrete de la
película mental se veló. No veía nada. Y no porque estuviera ciego o todo
me diera vueltas. No fue así. En un movimiento brusco, caí contra el suelo y
me di de bruces. No llegué a levantarme y tampoco recuerdo si alguien me
ayudó a hacerlo
***
Deshidratado, abrí los ojos con la claridad que entraba a través de las
cortinas. Tenía los párpados hinchados, la cabeza inflamada y noté cómo
una nube negra se asentaba en mi cráneo. Por alguna extraña razón, no
desperté en la moqueta del bar, sino en el interior de la cómoda cama del
hotel. Me cuestioné cómo habría llegado hasta allí, cuando sentí una
presencia moviéndose por la habitación. Debido a mi condición, tardé unos
segundos en ver con claridad la escena. Contemplé la figura de una mujer
que me daba la espalda. Tenía el pelo oscuro, altura media y largas piernas.
Pensé que era ella.
El corazón se me aceleró. Sufrí una taquicardia.
¡Soledad estaba viva! ¡Todo había sido una horrible pesadilla!, pensé
levantándome de un salto, pero no podía estar más equivocado.
—¿Eres tú, Sol? —pregunté alzándome con los brazos y una sonrisa
estúpida en la cara. Ella no se giró. Creí que se sentiría dolida o, quizá,
avergonzada por la noche anterior—. Oh, Dios. No te vas a imaginar lo que
he soñado…
—No, no lo has soñado —dijo la voz femenina. Entonces supe que no
era ella. Diana León se dio la vuelta, con los ojos descubiertos, clavándome
esa mirada felina que, hasta el momento, había ocultado.
La había confundido con Soledad porque, en esta ocasión, iba vestida de
un modo similar: vaqueros, una blusa y unas botas de estilo Chelsea de
color marrón. Los peores augurios se manifestaron.
Debía reaccionar rápido.
Yo era el siguiente.
—¿Que-qué haces aquí? —pregunté mirando a ambos lados de la cama,
estudiando el escenario y buscando una salida—. ¿Cómo has entrado en mi
habitación?
—Gabriel, lo siento…
Me tiré al suelo, caí de la cama dándome un fuerte golpe en la nariz.
Mis reflejos aún no estaban preparados para la acción. Sin duda, necesitaba
una ducha bien fría.
—Mierda… —dije tapándome la cara a causa del dolor. Miré a mi
izquierda y vi la lámpara que había en la mesilla de noche.
La agarré para usarla como defensa. La imagen no podía ser más
patética: Diana León me observaba de brazos cruzados, sin intenciones de
acercarse, mientras yo empuñaba la lámpara, en ropa interior y con la nariz
enrojecida.
—Viniste a por mí, pero te equivocaste de persona… —dije asustado
sujetando la lámpara—. No te saldrás con la tuya.
—Baja eso, Gabriel. Te lo explicaré…
—No quiero que me expliques nada. Sé que no te llamas Diana León ni
que te dedicas a la compra y venta de arte —proseguí—. Eres una farsante,
una asesina a sueldo y me has estado utilizando para ahora quitarme de en
medio.
Harta de escucharme, la mujer me abordó. Cuando fui a golpearle, una
de sus botas me alcanzó la rodilla. Una sacudida firme que me derribó en un
segundo. Con la mano, sujetó la lámpara y después la dejó caer al suelo. Vi
sus pies acercándose a mi rostro. Era consciente de que había llegado mi
hora.
Decidí no poner más resistencia. No podía más con aquello.
—Vamos, mátame… —dije mirando al suelo—. Es a mí a quien
buscabas, no a ella…
—No voy a hacerte daño, Gabriel.
—Dispara, no esperes más…
—¿Eres idiota o no hablamos el mismo idioma?
Abrí los ojos.
¿Qué había sido aquello?, me cuestioné.
Cuando levanté la vista, vi de nuevo a esa mujer. Sentí una vergüenza
abismal. Era patético. Me recompuse lo más rápido que pude y, sin saber
muy bien por qué, me tapé con la almohada.
—¿Quién eres y qué es lo que buscas?
Ella suspiró, caminó hacia la ventana y abrió.
El hedor de la habitación debía de ser fuerte.
Después se dirigió al escritorio, destapó una botella de agua y la sirvió
en dos vasos. Lejos de ser la mujer que había conocido en el museo, ahora
tenía delante a una chica de movimientos rígidos y duros, y con un
semblante que no inspiraba calma.
—Será mejor que te des una ducha —respondió—. Prepararé café
mientras te espero.
***
Cuando abandoné el baño, ella seguía allí.
Desconocía la hora que era, pero el sol comenzaba a salir por encima de
los edificios, por lo que deduje que no serían ni las diez de la mañana.
—Mi nombre es Dana Laine —dijo con absoluta seriedad mientras daba
sorbos a una taza de café instantáneo con agua hirviendo—, y estoy detrás
de una red de contrabando que se lucra, en parte, con la venta de obras de
arte originales.
—¿Eres una poli?
—No —respondió con desprecio. No supe si su reacción se debió a la
cuestión o al batín de terciopelo azul que me había puesto al salir de la
ducha.
—¿Una espía? ¿Para quién trabajas?
—No te molestes en insistir. No te contaré nada —dijo y dio otro trago a
la taza—. Tengo mis teorías de que Ledesma es el enlace de la
organización. Lo más probable haya sido que Ramos intentara a hablar, y
no le dejara otra opción que quitárselo de encima.
Curioso. Pensaba lo mismo que Beatriz. Decidí hacerme el ingenuo.
—¿Por qué haría algo así? Esa clase de personas no se manchan las
manos sin más.
—Tú lo has dicho… Pero también son capaces de hacer lo que haga
falta, con tal de recuperar su vida anterior. Miguel Ledesma de La Cruz está
arruinado desde hace diez años —explicó—. Alguien le ha ayudado a
mantener sus empresas y me temo que es la misma persona que sacó de la
cárcel a Rodrigo Lizón, el artista que se dedicaba a falsificar los originales.
—¿También lo sabías?
—La pregunta es, ¿qué sabes tú, Gabriel?
Por un momento, sentí que, en esa partida, había más jugadores de los
que las propias reglas del juego permitían.
—¿Por qué debería confiar en ti?
—Porque quiero atrapar a quien mueve los hilos.
La miré con firmeza. Sus ojos claros y brillantes eran hermosos, pero no
me iba a dejar engatusar por charlatanería. No podía olvidar que Soledad
seguía luchando contra la muerte. Recordé sus palabras y eso bastó para
tomar una decisión. De pronto, antes de que contestar, alguien tocó a la
puerta.
—¿Esperabas visita? —preguntó.
Negué con la cabeza, aunque supuse quién sería.
—Ve al baño —susurré y me dirigí a la entrada de la habitación—. ¿Sí?
—Abre —respondió. Era Rojo. Por una vez, llegaba cuando hacía falta.
No tenía buena cara, aunque intentara disimularlo con medio litro de
colonia varonil—. ¿Has desayunado?
Antes de que terminara la pregunta, le hice una señal para que entrara.
Sacó el arma y le indiqué que nuestra amiga se escondía en el cuarto de
baño.
Estaba haciendo lo que debía.
Rojo apuntó con una mano y con la otra abrió la puerta del cuarto.
Como si lo esperara, esa mujer miraba al policía con los brazos cruzados.
—¿Me va a disparar, inspector?
Rojo se acercó a ella, le metió la mano en la parte trasera del vaquero y
sacó un arma. Después le quitó una tarjeta de identificación y se giró hacia
mí.
—Es del CNI, imbécil —respondió saliendo del cuarto.
La miré de nuevo. Ella me sonrió encogiéndose de hombros. No entendí
qué estaba sucediendo, pero todos habíamos ido demasiado lejos con ese
asunto.
Era hora de poner todas las cartas sobre el tapete.
22
***
El Ford Focus de Rojo nos esperaba en la puerta del hotel. Volví a mirar la
tarjeta que tenía en mis manos y marqué el número. El teléfono de la
presunta agente del CNI había dejado de existir. Y con ella su identidad.
Corté la llamada después del tercer intento, arrugué la tarjeta de visita
con el puño y la tiré a una papelera metálica del vestíbulo. La rabia me
abrasó las entrañas. ¿Cómo había confiado en ella?, me cuestioné. Me sentí
engañado.
En ocasiones, después de tantos años de experiencia, me fascinaba la
facilidad que tenía para cometer los mismos errores.
Mentiras y más mentiras que me creí a medias.
Esa mujer había estado presente desde el principio, moviéndose como
una sombra. Ella era quien estaba detrás de esa historia y no fui capaz de
verlo.
Volví a repasar el testimonio que aquel tabernero nos había dado y lo
comparé con el del inspector Nogueira. Los hechos no encajaban. Si aquel
matón a sueldo y esa agente habían subido al ascensor, de alguna manera, se
habrían encontrado.
Soledad sólo pudo abrirle la puerta a una voz conocida y, en ese caso,
no había más discusión.
—Tu amigo nos está esperando —dijo Beatriz Balcones, dándome un
golpecito en el brazo para que saliera del trance en el que me había
sumergido—. ¿Te encuentras bien?
—Sí —respondí—. Sobreviviré.
Dejamos del hotel y entramos en el vehículo del oficial. La tapicería
olía a ambientador de frutas del bosque y la radio estaba encendida. Parecía
un viaje rutinario, si no fuera porque estábamos a punto de entrar en una
propiedad que no era nuestra.
Me hubiese gustado pensar que todo iba a salir bien pero, a esas alturas,
cualquier cosa podía suceder.
—¿Listos? —preguntó el policía y miró por el espejo retrovisor. Beatriz
estaba sentada en la parte trasera. Yo había decidido ir de acompañante del
conductor. Rojo le dio un repaso con un descaro propio de él—. Espero que
sepas lo que haces, chica.
—Es mayor de edad —contesté—. Puede tomar sus decisiones. No le
pasará nada.
Rojo levantó los hombros, se rio y puso la primera marcha. El
navegador del teléfono nos indicó la dirección que debíamos tomar para
salir de la ciudad. Habíamos agotado todas las pistas y la única vía que nos
quedaba era la de comenzar por el principio.
Pozuelo de Alarcón era un pequeño municipio situado al oeste de la
ciudad, conocido por ser uno de los lugares residenciales preferidos de los
más ricos del país. Allí se podían ver grandes casa de lujo que pertenecían a
futbolistas, presentadores de televisión, conocidos empresarios, cantantes
de renombre y conocidos personajes de la clase política. No muy lejos, se
encontraba el Palacio de la Zarzuela, la residencia de los Reyes de España.
Para nuestra suerte, la finca de Ramos estaba situada al norte del
municipio, escondida en un tortuoso camino que atravesaba el frondoso
bosque de pinos.
Rojo tomó la autovía del Noroeste, bordeamos Pozuelo de Alarcón y
nos desviamos por una circunvalación que nos llevó hasta un pinar denso
por el que apenas se veía más que la carretera. Para entonces, la
condensación de ladrillo había desaparecido. Lo único que quedaba a
nuestro alrededor era naturaleza y las vallas escondidas de algunas fincas
que se divisaban a lo lejos.
—¿Estáis seguros de que es por aquí? —preguntó intrigado cuando una
garita de vigilancia nos confirmó la senda—. Cojonudo…
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Lo había olvidado por completo —comentó Beatriz—. Algunos de
estos caminos son privados y sólo los propietarios pueden acceder. Lo
siento…
—Quedaos aquí —ordenó el inspector, después paró el motor y se bajó
del vehículo. El guardia salió a comprobar qué sucedía. Llevaba una pistola
y no parecía estar acostumbrado a las visitas de los desconocidos.
Probablemente, los propietarios del camino le hubiesen entregado órdenes
claras sobre su trabajo.
Rojo se acercó confiado, con paso firme y tranquilo.
Primero le mostró la placa y después se levantó el polo negro para
hacerle entender que también iba armado. No podíamos escuchar lo que
decían, así que debíamos presuponer que todo iba bien.
Tras unos minutos de aparente tensión, en los que el guardia no entraba
en razón, se despidieron y el inspector regresó al coche.
Abrió la puerta y metió la llave en el contacto.
—¿Y bien? —pregunté.
La barrera se levantó. El vehículo se movió y pasó al otro lado.
Rojo esperó a que perdiéramos de vista a ese tipo y se metió por el
camino que nos indicaba el navegador.
—No tenemos mucho tiempo… —dijo insatisfecho con el resultado—.
Avisará de nuestra visita y no tardarán en enviar a alguien. Debemos
apresurarnos.
***
Después de medio kilómetro rodeados de árboles centenarios, vimos los
límites de la propiedad. Comparada con la vivienda que compartían en El
Viso, Arturo Ramos se había quedado con la mejor parte: una antigua
residencia de principios del siglo XIX, con una planta y más de veinticuatro
mil metros cuadrados. Aquel lugar tan inmenso como bello.
La vivienda quedaba a lo lejos, entre jardines, una pequeña loma y una
gran piscina. Me pregunté qué haría allí Arturo Ramos, alejado de la vida,
de la gente y de sus problemas. Un lugar así, en soledad, no se disfrutaba
igual que en familia. Pero ya no me importaba lo que yo pensara. Ramos
jamás volvería a pisar sobre la hierba que cubría su finca.
Bordeamos la propiedad hasta detenernos en la puerta principal.
Las cámaras de seguridad vigilaban los alrededores y el único modo de
entrar era a través de la verja metálica que delimitaba el terreno privado.
Rojo se detuvo en uno de los laterales y sacó las llaves del coche.
—Una vez que entremos, todo lo que hagamos nos perjudicará —dijo
con mirada seria—. Es vuestra elección.
Volví a observar por la ventana. La ausencia de vida humana, en aquel
lugar, me proporcionó cierta calma.
—Echar marcha atrás, ahora que hemos llegado hasta aquí… —
comenté dudando de mis intenciones—. Quiero terminar con esto.
Beatriz fue la más insegura.
En cuarenta y ocho horas, había pasado de ser un ratón de redacción a
verse sumergida en una auténtica investigación periodística, con todos los
riesgos que ésta arrastraba.
Tenía claros los límites de la legalidad que estaba a punto de cruzar,
pero la presión era demasiada como para poner toda la responsabilidad
sobre ella.
—¡Al carajo! —exclamó el policía y se quitó el cinturón de seguridad
—. Vosotros hacéis lo que queráis. Yo pienso entrar ahí dentro.
25
***
A medida que nos acercamos a la mansión, descubrimos una gran cristalera
lateral que daba al salón. Estaba abierta, lo suficiente para entrar y salir del
interior. El inspector no iba a dejar que la improvisación se apoderara de la
escena. Empuñó su arma reglamentaria y se abrió paso como un soldado en
la jungla. Detrás de él, nosotros. Sujeté la pistola, aunque me sintiera
incómodo con ella. Nunca había utilizado una. Su tacto frío y pesado no
ayudaba a que olvidara que era un objeto para matar.
—No pueden estar muy lejos… —comentó Rojo al divisar la
construcción—. Sólo hay una planta.
Unos segundos bastaron para ver la figura de Miguel Ledesma de La
Cruz, vestido de traje y con gesto de preocupación. En su mano, un vaso
con alguna clase de licor. No muy lejos de él, también estaba Jimena del
Muelle, que había cambiado el luto por un vestido de lentejuelas de color
ocre que apretaba su escuálida cintura. Escuchamos las voces de ambos.
Mantenían una discusión acalorada.
—Son ellos… —murmuré.
Desde nuestra posición, no podían vernos, así que nos anticipamos,
antes de que nos sorprendieran, y cruzamos por el espacio que había entre
la cristalera y la pared.
No nos esperaban. El salón era austero, casi sin decoración.
Un sofá largo de cuatro plazas, una estantería y una mesa de madera.
¿Qué clase de residencia familiar era esa?, me cuestioné. Tan ostentoso por
fuera y tan vacío por dentro. El resto parecía igual. No me cuadraba la
imagen que veían mis ojos. Tan pronto como Rojo entró en la casa, la viuda
de Ramos gritó asustada o, quizá, sorprendida. El vaso de cristal de
Ledesma cayó al suelo y se hizo añicos.
—Feliz Navidad… —dijo el inspector. La pareja retrocedió y el hombre
se acercó a la mujer para protegerla—. No cometan ninguna estupidez, ni
intenten hacerse los valientes. Hemos venido a por respuestas, no para herir
a nadie.
La sorpresa aumentó cuando nos vieron aparecer en el salón.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó el hombre, nervioso y tratando
de ocultar algo.
—Eso mismo me digo yo… —contestó una voz femenina. Los tres nos
giramos. Dana Laine, la supuesta agente del CNI, se adentraba en la casa
sin ningún tipo de protección, como si hubiese llegado tarde a una fiesta.
—¿Dónde está Rudolf? —preguntó Ledesma.
—¿Rudolf? —repitió Rojo y se rio—. Me temo que su portero de
discoteca se ha quedado dormido. ¿Qué hace ésta aquí?
—Supongo que todos tenemos pendiente una larga y profunda
conversación.
—¿Cómo lo has sabido? —pregunté.
—Os he seguido. Era más fácil.
—Dejaos de cháchara… —comentó Rojo—. La Policía no tardará en
llegar… Vamos a terminar con esto.
—Seguro.
—¿Qué quieren de nosotros? ¿Han venido a por dinero? —cuestionó la
viuda de Ramos—. ¡Respeten el descanso de mi marido!
Me acerqué a Jimena. Esa vez, ya no me creería sus falacias, ni tampoco
las de su amante.
—Nos mintió, Jimena. Es usted una embustera —contesté y me coloqué
junto a Rojo. El salón era tan amplio que, a pesar de ser tantos, tenía la
sensación de que sobraba demasiado espacio—. Nos dijo que no se
conocían y es evidente que aquí hay tomate. Ahora, le daré una segunda
oportunidad… ¿Por qué mató a su marido?
—¡Yo no lo maté! —exclamó y las lágrimas de impotencia se
desprendieron de sus ojos—. ¡No vuelva a decir algo así!
Me fijé en la expresión de Ledesma, distante y preocupado.
—¿Qué oculta, don Miguel? ¿Fue usted quien ideó el falso secuestro?
—No sé de lo que me está hablando. Jamás haría algo así…
—Es obvio que ustedes dos no se deshicieron de él por una cuestión de
celos… —agregué. Cada frase bloqueaba más a la pareja.
—¡Eso son memeces! —gritó levantando la mano—. Se les va a caer el
pelo en cuanto llegue la Policía. ¡No saben lo que están haciendo!
—Iré a echar un vistazo —dijo la agente del CNI y se dirigió al pasillo
—. Me aseguraré de que estamos solos…
—No pienso perderte de vista —respondió Rojo.
La conversación estaba siendo tensa y desordenada. La pareja no ponía
de su parte y la presencia de esa agente no hacía más que incomodarme.
—El negocio de los cuadros —dijo Beatriz, arrancándose en uno de sus
monólogos personales—. Esa es la razón por la que mataron a Antonio
Ramos… Ustedes tres estaban metidos en esto, pero Antonio se dio cuenta
de que el fraude podía terminar muy mal, así que forzaron un falso
secuestro, lo drogaron y lo abandonaron en un lugar público para que fuera
envenenado. Pagaron a ese hombre para que lo hiciera y la muerte de
Ramos quedó en un ajuste de cuentas… Sin embargo, cometieron varios
errores que no supieron calcular…
—¡Cierra la boca, niñata! —gritó la mujer desquiciada e intentó
abalanzarse sobre ella, pero Rojo le apuntó con el arma y Jimena se detuvo.
La mirada de Beatriz tomaba un halo de confianza que no había
manifestado hasta ahora. Me recordaba a mí, más joven, en mis días de
gloria. Estaba disfrutando con aquello.
—Tenían contactos, buenas relaciones y eran conscientes de que el arte
era uno de los mejores negocios para ganar dinero —prosiguió y señaló a
Ledesma—. Usted estaba arruinado y ella era una mujer amargada por
haber renunciado al amor de su vida. Lo había tenido todo… menos la
felicidad. ¿Qué mejor forma de recuperarla que prometiéndole una vida
plena? El primer intento les salió mal, por eso Rodrigo Lizón terminó en la
cárcel. Él era un profesional, pero ustedes unos aficionados… Por eso buscó
ayuda externa.
—Eso son bobadas. No tienen pruebas sobre nada de lo que están
diciendo.
—Ese contacto que sacó de la cárcel antes de hora a Lizón —intervine
metiéndome en la conversación—. ¿Quién era? Es evidente que la presión e
influencia de esa persona era suficiente como para acabar con un exmarido
y padre de dos hijas. Lo siento, don Miguel, pero usted no tiene pinta de ser
un pistolero.
—¿Es ella? —preguntó Rojo señalando a Laine, que merodeaba el
interior. A esas alturas, ya se habrían dado cuenta. Pero no era ella.
Ledesma negó con tristeza.
Jimena estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad.
—Nunca aprobé que lo hiciera… —murmuró sin fuerza y con la cabeza
agachada. Ledesma la miró con desprecio.
—Sabía que eras una interesada.
—¡Basta de despecho! —gritó Rojo—. ¿Dónde está esa persona?
—Recogían a ese hombre para traerlo aquí, varias veces por semana…
La pregunta, ¿dónde están los cuadros?
De pronto, Dana Laine apareció en escena, interrumpiendo de nuevo.
—Seguidme, creo que he encontrado algo.
26
Todo el séquito siguió los pasos de esa agente hasta el final del amplio
pasillo. Había encontrado un pasaje secreto al piso subterráneo de la casa.
Una bodega, pensé, en la que guardarían los cuadros. Pero mis
imaginaciones distaban de lo que realmente había allí.
Laine retiró dos grandes losas de falso mármol y vimos unas escaleras
que bajaban hasta una puerta blindada. Tenía el aspecto de una cámara
acorazada.
Junto a la pared, una alarma con un teclado numérico.
—¿Cuál es la clave? —preguntó Rojo.
Ledesma miró a la mujer y ésta negó con la cabeza.
—Sólo Arturo la conocía… —contestó ahogada en una falsa pena. Dana
se acercó a la mujer, la agarró por la mandíbula y le apretó el morro—. ¡Ah!
¡Me hace daño!
—¡Abra!
—Ya le he dicho que no la sé, ¡por Dios! —exclamó dolorida—. ¿Qué
más quiere de mí?
Superamos la última resistencia. Beatriz fue más rápida que el resto.
—No era un número de teléfono, Gabriel —dijo recordando la imagen
que le había mandado—. Era la clave de la cámara.
Yo estaba junto a Laine, que me miraba deseosa de saber qué había
dentro. Beatriz esperaba en las escaleras y el resto me observaba.
—¡Un momento! —gritó Ledesma—. El interior de esa sala es muy
valioso.
—Eso lo veremos ahora —respondió Rojo.
Ignorando sus palabras, me acerqué al teclado y busqué la fotografía en
mi teléfono.
Marqué los siete números que había anotado Ramos en su agenda y
pulsé el botón verde.
El sistema de alarma emitió un sonido de error.
—¿Qué diablos hace?
—Estoy poniendo el número que encontré. Debería funcionar.
—¡Piénselo antes de abrirla! —exclamó preocupado—. Si falla los tres
intentos, ¡la sala está construida para provocar un incendio y destruir todo
lo que haya dentro!
Bien ideado, pensé. Si la Policía intentaba reunir pruebas, se vería con
la tesitura de no encontrar nada. Tan sólo escombros.
Volví a introducir los números, fijándome bien en cada uno de ellos,
pero dio el mismo error.
—Demonios… —murmuré. Todos se tensaron.
—¡Piensa con la cabeza y no con el culo, Caballero!
—Algo debes de hacer mal —dijo Laine—. Déjame ver la pantalla.
—¡No! —bramé apartándome del resto—. Dadme un respiro, ¿vale?
Dudo que Ramos fuera tan estúpido de airear la clave de esta forma.
Pensándolo bien…
Y fue aquel el instante en el que me di cuenta de que Ramos también
sabía que iba a morir.
Puede que su esposa hubiera dicho la verdad por primera vez y que él
fuera el único conocedor de la clave. Sin embargo, también era consciente
de que, en cuanto él no estuviera, ella y su amante intentarían entrar en la
cámara para deshacerse de las obras. Por tanto, siendo más rápido e
inteligente que el resto, había dejado tres pistas para quien decidiera
investigar la causa de su muerte.
El primer número era de Ledesma, marcándolo como mano derecha y
sospechoso principal de su asesinato. El segundo número de teléfono era el
de la residencia de Rodrigo Lizón, el pintor. Sabía que él contaría la verdad,
ya que le debían dinero. Para rematar, quedaba la clave, camuflada en un
tercer número incompleto y lista para ser introducida de manera incorrecta.
Pero Ramos no lo iba a poner tan difícil, pensé. Tuve una corazonada que
no quise compartir con los demás. Mi último intento. Si no funcionaba, el
tesoro de esa cámara se iría al infierno, y con él, nosotros.
Introduje cada cifra en sentido contrario a la manera en que la había
escrito. Número a número. Todos me miraban expectantes.
Cuando marqué el último, me dirigí al resto y pulsé el botón verde.
Se escuchó un sonido diferente y un estrépito liberador. Había logrado
desconectar la alarma de la cámara.
***
Ninguno de los que estábamos allí reunidos, podría haber adivinado lo que
había en el interior de esa cámara. Ninguno excepto la viuda de Ramos y
Ledesma.
Todos habíamos supuesto que un montón de cuadros, originales y
copiados, se acumulaban en el interior del almacén, entre cajas y telas. Pero
no podía estar más lejos de lo esperado y de nuestras conjeturas. Antonio
Ramos no tenía un almacén de obras de arte dispuestas a ser vendidas.
Aquellas personas habían construido su propio museo. Y estaba allí, a las
afueras de Pozuelo de Alarcón, en una planta subterránea de una vieja
vivienda del siglo XIX. Habían cuidado cada detalle: desde la altura de las
paredes, para que las pinturas se pudieran apreciar en la distancia; hasta la
iluminación y la temperatura de la sala. Era insólito. Jamás había visto algo
así en el interior de una casa, pero era real, tan verdadero como nuestra
presencia. Tenía el vello de punta y creí estar en un sueño largo y profundo,
creyendo que la vida trataba de otros asuntos.
—Quédate aquí vigilando —le dijo Rojo a la periodista y le entregó su
arma.
Miré hacia atrás y vi a Dana Laine siguiéndome con la mirada.
Entramos con cuidado. El eco de los pasos rebotaba en el espacio
cerrado. Era un pasadizo secreto que cruzaba los bajos de la finca. Me
pregunté cuánto tiempo y dinero le habría llevado hacer algo así. Sin duda,
puede que Jimena tuviera razón y su difunto marido hubiera perdido la
cabeza.
La puerta de la cámara dio paso a una primera sala. Allí sólo había
pinturas. Entre la veintena de cuadros que había colgados, pude reconocer
Las Meninas de Velázquez a un lado y la Muchacha en la ventana de Dalí al
otro. Me hubiese gustado apreciar el resto, pero mi ignorancia era tan
profunda como el recorrido de aquel túnel subterráneo. A diferencia de un
museo normal, los cuadros no se exponían siguiendo ninguna clase de
orden o preferencia. Todos eran sublimes, auténticas piezas de colección. El
patrimonio que habían dejado los grandes artistas, para la posteridad, se
encontraba allí, bajo tierra. Percibí que existía otra sala, un lugar apartado y
separado por otro habitáculo hermético, al que estaba conectado un
refrigerador de aire.
—¿Son los originales? —preguntó Dana Laine fijándose en las obras.
La pareja de amantes asintió—. ¿Cómo sabemos que no nos mienten?
Jimena del Muelle rio por primera vez en mucho tiempo. Su rostro
radiaba nostalgia y pesadumbre, pero era una mueca sincera.
—No pueden saberlo, porque no son capaces de contemplar la
diferencia… ¿Verdad?
La agente estaba cohibida. No supo qué responder.
—De todos modos —intervino Ledesma—. ¿Por qué haríamos algo así,
después de todo?
—No, señorita —dijo la mujer—. Estos son los auténticos… Nunca
tuvimos intenciones de venderlos, ni de hacer negocio con ellos… sino de
recuperarlos. Recuperar las obras de arte que habían quedado atrapadas en
los museos, para cuidarlas mientras siguiéramos… o encontráramos a
alguien que fuese capaz de protegerlas de su desaparición.
—Pero… ¿Por qué harían algo así? —cuestionó la agente—. Estas
obras pertenecen a los museos nacionales de cada país, para que todo el
mundo pueda verlas. Son cultura e historia.
—¿Y cree que los gobiernos no hacen negocio con el arte de sus
ciudadanos? Personas a las que ni siquiera han enterrado ellos mismos… —
preguntó Ledesma—. ¿Qué era acaso lo primero que hacían los nazis y los
soviéticos cuando invadían un país? Lo siento, pero se equivoca… El arte
es un activo muy cotizado. Los museos son edificios para llenar las arcas
del Estado, pero nadie mira por el valor que hay en ellos… ni siquiera los
propios visitantes.
—Eso no es cierto —dije.
—¿Ah, no? —preguntó Ledesma con basta soberbia—. Entonces,
juntaletras de pacotilla, ¿qué me podría decir de alguno de ellos? Quizá sea
pedirle demasiado… Hoy en día, la cultura es un mercado y el arte su
moneda de cambio. Los visitantes de los museos, son los mismos que se
hacen un selfie en la Puerta del Alcalá o en la Torre Eiffel… y después se
comen una paella en la Gran Vía… Sólo buscan inmortalizar el momento
junto a la obra y contarle al resto del mundo que ellos estuvieron ahí. Eso es
todo.
Su discurso manifestaba sinceridad y sus palabras no estaban exentas de
razón, pero eso no justificaba lo que habían hecho. Jugaron a ser templarios
con algo que no era suyo, ni siquiera de forma legal. Habían engañado a los
otros con la propia farsa. ¿Cómo llegaría una persona a reconocer el
original? Si éste nunca hubiera estado a su alcance…
—Si esas eran sus intenciones… —respondí desconcertado—. ¿Por qué
lo mataron? ¿Por qué a Antonio Ramos?
Me fijé en su viuda. Sus ojos apuntaron indirectamente a la sala
contigua que tenía la puerta cerrada.
—Era su debilidad… —dijo la mujer. Me puse en marcha y me acerqué
hasta la entrada, pero ella siguió hablando—, quería devolverla, contar toda
la verdad a la Policía…
—Había perdido la cabeza —añadió Ledesma. Su voz se quedaba a mi
espalda mientras seguía hacia la otra habitación—. ¡Decía que no podíamos
conservarla! ¡Que esto había sido un error de codiciosos! ¡Pero teníamos
todo el dinero del mundo! Estaba chalado… Jamás superó la separación.
—Pagar por lo que habíamos hecho… Para él, había dejado de ser un
juego —comentó la mujer. Estaba cerca, tenía la puerta a un metro—. Nos
quería pudriéndonos en la cárcel para el resto de nuestras vidas…
Giré la manivela y sentí un calor suave que procedía del interior.
El aire estaba viciado, aunque sin ser empalagoso. Era parecido a entrar
en la sala de un hospital. Un chorro de luz caía sobre el busto, iluminando la
urna de cristal. Una reproducción exacta de la que había visto en el Museo
Arqueológico Nacional.
—La Dama de Elche… —dije y sentí los pasos de Laine.
Después su perfume. Un fuerte brote de ansiedad se apoderó de mi
cuerpo.
En el interior de la sala, levanté el arma y le apunté al corazón.
Ella se quedó quieta. Sus ojos se clavaron en mí. Estaba pensando a
toda velocidad, pero yo sería más rápido en tirar del gatillo.
—No sé a qué viene esto, pero baja el arma ahora mismo, Caballero —
dijo, haciendo un gesto con las manos para tranquilizarme. Su voz
temblaba. Sabía que era capaz de hacerlo y, lo peor de todo, no lo había
visto venir—. Por favor, te lo pido.
—Tú disparaste a Soledad —respondí. Miré por encima de su hombro y
atisbé la puerta entreabierta. No pensé que ocurriría así, de ese modo y en
ese lugar; ni tampoco que sería ella la persona a quien dispararía, pero Rojo
había cometido un error entregándome esa pistola.
Con la pared de por medio, nadie sabría lo que habría pasado allí dentro.
Una bala, sólo eso. Juraría que ella habría intentado atacarme.
Una excusa perfecta… y Dana Laine desaparecería para siempre.
***
Sentí el pulso en la frente. La culata de la pistola se me resbalaba de la
mano, pero la agarré con firmeza. No podía pensar en otra cosa que en
Soledad, en esa habitación de hotel y en su rostro manchado de sangre.
Decían que la venganza no cerraba las heridas, pero yo no veía otra cura a
un dolor tan profundo.
—¡Gabriel!
Acaricié el gatillo.
—¡Gabriel, detente! –exclamó una voz lejana. No era de Laine, sino que
procedía del exterior. Su melodía me resultó familiar—. No lo hagas,
Gabriel, por favor…
Bajé el arma y la agente se echó hacia atrás, guiada por la misma voz
que me reclamaba.
Abandoné la sala y vi a los demás formando un círculo alrededor de la
entrada de la cámara. Rojo le apuntaba con su pistola.
—Gabriel… –dijo Beatriz por última vez, acorralada y a punto de
romper a llorar. Detrás de ella, Eme la agarraba por el cuello,
encañonándole la sien con su Revólver Smith & Wesson plateado—, quiero
vivir, te lo suplico…
—¡No la escuches, Caballero! —gritó Rojo—. ¡Ni un paso adelante,
zorra! ¡Te volaré los sesos!
—¿Qué es todo esto? —preguntó Ledesma aturdido y agarró a su
querida—. ¿Qué es este disparate?
Desde nuestro último encuentro en Lisboa, no había pasado ni un día
que no hubiera pensado en ella, aunque fuera durante unos instantes. Eme
no había envejecido. Era inmortal.
«Una mujer con piernas de infarto», recordé, pensando en las palabras
de aquel pintor.
«Su compañero debió de abrirle la puerta a una voz que le resultara
familiar», repetí en mi mente con la voz del inspector Nogueira.
Vacilé a causa de los nervios. No creí que, llegado ese momento, me
fuera a desmayar, pero el oxígeno se terminaba en el interior de esa cámara
y mis pulmones me impedían respirar. Estaba sufriendo un colapso, un
ataque de pánico. Con la mirada nublada, me fijé en ella, que estaba
tranquila, luciendo un vestido negro de una sola pieza, con la piel
bronceada y, sobre todo, hermosa como un ángel eterno.
—Y con el dolor de tu recuerdo, junto al frío de su tumba… —recité
haciendo referencia al poema—, no volverás…
—No volverás a estar solo, Gabriel —dijo ella dejando ver esa
dentadura blanca y brillante—. ¿Me has echado de menos, amor?
27
Me pregunté cómo había sido tan terco de no ver lo que sucedía. Sólo una
persona tan retorcida, a la vez que comprometida, como ella, podía hacer
algo así. Los villanos más crueles de la historia, a pesar de la leyenda negra
que pudieran arrastrar, fueron de carne y hueso como el resto. Eme era
humana aunque, en ocasiones, pareciera de otro planeta. Eso la hacía
imperfecta y frágil. El problema es que aún no habíamos encontrado esa
grieta por donde entraba la luz.
Eme sujetó con firmeza a la periodista. Se mostraba relajada, como si
aquello fuera parte de la función que había montado. Que nosotros
estuviéramos allí dentro, tampoco era una casualidad, como no lo había sido
mi visita a Madrid. Ahora, todo cuadraba.
Había encontrado la pieza perdida del rompecabezas.
Observé a Rojo en un momento de lucidez. Estaba tenso, con el brazo
extendido y apuntando en la distancia a la cabeza de Eme. Se había
colocado lejos para que nadie pudiera detenerlo. En mi interior, algo me
decía que el último acto de aquella tragicomedia, terminaría con un final
desagradable para todos. Rojo la había dejado escapar una y otra vez, pero
estaba harto e iría a por ella, aunque eso supusiera llevarse por delante a
Beatriz y huir el resto de su vida.
—Inspector, baje el arma —dijo Eme con su voz aterciopelada,
juntando las sílabas en una melodía seductora—. Esta jovencita tiene un
futuro prometedor. No querría ser yo quien se lo arruinara.
La cabeza de Rojo estaba colorada. Su cuerpo permanecía inmóvil,
rígido como una estructura de hierro. Un descuido y accionaría el percutor.
La pareja de amantes contemplaba asustada la escena. Laine escuchaba
a mi lado, expectante a lo que pudiera suceder. Todos querían que aquello
acabara del mejor modo posible, pero sólo Eme deseaba que el espectáculo
continuara.
—Tú la mataste —dije, sujetando el arma con las manos temblando y
me dirigí hacia ella. Beatriz gritó asustada. Mi brazo se extendió en línea
recta y el cañón apuntaba a la diana que formaban las dos juntas.
Sinceramente, no me paré a pensar en esa joven. La ira que albergaba en mi
interior, se había apoderado de mí. Era un hombre desesperado en busca de
rendición. Y creí haberla encontrado—. Tú subiste a la habitación de hotel
y te enfrentaste a ella…
Cada latido en mi interior era como un golpe de tambores.
—No contaba con que tu querida te acompañara… —respondió
mirándome a los ojos—. Quería verte a ti, Gabriel, pero no eres lo
suficiente hombre como para tomar tus propias decisiones.
—Vete al cuerno, Eme… Eres una enferma.
—Tuviste que buscar una aguja en un pajar, en lugar de aceptar esa
maldita oferta en el diario y quedarte unos días por la ciudad… —dijo
apenada por cómo había sucedido todo—. Te avisé en varias ocasiones y tú
erre que erre… A veces, esa audacia tuya… ¿A dónde va?
—No vas a escapar esta vez.
Eme frunció el ceño y apretó el cuello de la periodista. Dana Laine
desenfundó y apuntó con su arma a la mujer. Tres balas contra una.
—Tengamos la fiesta en paz —dijo la agente—. Ella no tiene nada que
ver con todo esto.
Eme miró a la agente y sonrió.
—Vaya, ahora tú… Tanto tiempo sin saber de ti y eso es lo que tienes
que decirme.
Rojo y yo miramos a Laine sorprendidos.
—¿Os conocéis? —pregunté.
—Es una larga historia… —dijo ella, que seguía apuntando a la cabeza
de Eme—. Ya me has oído. Suelta a la chica y te dejaremos libre.
—¡Y un carajo! —gritó Rojo—. Antes tendrás que dispararme.
De pronto, oímos un fuerte zumbido procedente del exterior. El ruido se
acercaba a la finca desde el aire, por lo que supuse que sería un helicóptero.
Estábamos salvados… o no.
—¿Qué es eso? —preguntó Jimena del Muelle, acurrucada en los brazos
de Ledesma—. ¿La Policía? Dios mío, van a detenernos…
Distraídos por el ruido de las aspas, Eme disparó dos veces contra la
pareja. Jimena del Muelle y Miguel Ledesma se desplomaron como dos
árboles caídos. Las explosiones nos desconcertaron. El olor a pólvora
quemada era desagradable y un charco de sangre rodeó a los dos amantes
moribundos. Nos dimos cuenta de que estaban heridos, o tal vez muertos,
pero no podíamos dejarla huir.
Luego puso el cañón en el pómulo de la chica.
—¡No! —bramó desquiciada la periodista, agitándose entre sus brazos.
Eme le apretó el cuello hasta ahogarla.
—Señoras y señores… —comentó la mujer, a quien le encantaba ser el
centro de atención, a pesar de que tres armas estuvieran apuntando hacia
ella—, será mejor que concluyamos, antes de que la situación se complique
para todos…
—Por primera vez, estoy de acuerdo contigo —dijo Rojo.
—La Policía te detendrá —respondió Laine—. Están ahí fuera.
Entrégate, es la única forma de salvarte.
Eme retrocedió con la chica y caminó de espaldas hacia la puerta de la
cámara. Una vez allí, me miró por última vez.
—¿Sabes, Gabriel? —preguntó—. Debiste escuchar a Soledad… No
podías confiar en ella.
No entendí lo que significó aquello hasta minutos más tarde. Entre tanta
confusión y con el zumbido del descenso del helicóptero, Eme liberó a la
muchacha, lanzándola hacia nosotros para evitar que la alcanzáramos a
balazos, y corrió por las escaleras.
Rojo abrió fuego y disparó tres proyectiles que impactaron en la puerta
de la cámara. El policía subió los escalones y, tras él, Dana Laine salió
como una gacela.
—¿Estás bien? —pregunté a Beatriz. Ella asintió con la cabeza—.
Quédate aquí y llama a una ambulancia.
Miré a los dos heridos, que aún respiraban. Después caminé hacia fuera.
***
Tomé las escaleras que llevaban a la planta exterior de la casa. La fatiga me
vencía y aquellos peldaños parecían más grandes y numerosos de lo que
habían sido durante la bajada. Cuando pisé el último de los escalones, no
quedaba rastro de Dana, de Rojo o de Eme. La penumbra del pasillo me
indicó dónde estaba el salón, gracias a la poca luz que alumbraba la pared.
El ruido del helicóptero era atronador. Las paredes vibraban, no podía oír
nada más.
Alcancé el salón, me dirigí a la cristalera y escuché otra explosión. A lo
lejos, un helicóptero pequeño descendía sobre el césped de la finca. Los
árboles se doblaban por la onda que formaban las hélices. Corrí, con todas
mis fuerzas, olvidándome del flato que intentaba frenarme; olvidándome de
todo, menos de ella.
Laine siguió a Rojo. El inspector fue tras Eme, pero ésta se movía con
agilidad. Mi amigo la iba a alcanzar. Me limité a continuar hasta reunirme
con los demás. No podían oírme. Gritar no habría servido de nada.
Cuando el vehículo aterrizó, Eme se encontraba a escasos metros de la
puerta. Rojo le gritó algo que no llegué a apreciar y ella se detuvo,
levantando los brazos. No pude creerlo, la iba a matar, pero no quería que lo
hiciera. Esa mujer tenía que pasar el resto de su vida entre rejas y pagar por
sus crímenes. Las hélices del helicóptero se detuvieron. El ruido comenzó a
disminuir.
—¡Rojo! —grité a escasos metros mientras corría, cuando sentí una
piedra en mi camino, un obstáculo que me hizo caer contra el suelo. Antes
de levantarme, una mano me agarró del pelo y el frío del metal me acarició
la nuca—. ¿Qué cojones?
Dana Laine me ayudó a colocarme de rodillas. Rojo apuntaba a Eme,
que seguía a escasos metros de la puerta de su salvación, con las manos en
alto.
—¡Rojo! —chillé y vi cómo su mirada rompía en un grito de
desesperación cuando vio a Laine apuntándome a la cabeza.
—¿Qué estás haciendo? —bramó dirigiéndose a la agente.
—Lo siento… —dijo ella resignada—. Si la matas, le dispararé.
—¿Estás chalada? —preguntó el policía. No entendíamos nada.
Eme disfrutaba con la escena.
—Rojo, acaba lo que empezaste… —dije cerrando los ojos.
—Me cago en todo, Caballero…
Las hélices volvieron a moverse. Me pregunté si la dejaría marchar así,
sin más.
—Se refería a ti, ¿verdad? —pregunté a Laine, que me agarraba ahora
del cuello con firmeza—. Eras tú en quien no podía confiar.
—Lo lamento, Gabriel —dijo sin apartar la mirada del helicóptero—.
Ella es mi madre. No puedo verla morir así.
Escuchamos un último disparo. Eme corrió hacia el vehículo y se subió
en él. La bala fue para Rojo. Por suerte, esa mujer no logró herirle.
El policía se levantó del suelo y abrió fuego contra el interior de la
cabina, pero el helicóptero alzó el vuelo para alejarse de nosotros. En un
descuido, agarré del brazo a Laine y la tiré contra el suelo. Ella intentó
defenderse, pero tuve margen suficiente como para asestarle un buen
puñetazo en la cara. Después le quité el arma y le di un golpe seco con la
culata. Laine sangraba por la nariz. No me dio ninguna pena. Rojo corrió
hacia mí y me agarró por los hombros. Las sirenas de Policía se acercaban a
la finca a toda velocidad.
—Esta me la vas a pagar… —dijo en voz alta, sin saber si se refería a
mí o a la espía—. Mueve el culo, Caballero.
Nos pusimos en pie, dejando aturdida a la agente sobre la hierba, y
caminamos hacia la verja metálica por la que habíamos entrado.
Eme sobrevoló el cielo, de nuevo, triunfante como el ángel caído que
representaba para nosotros.
Cuando Nogueira y sus hombres llegaron, ya habíamos alcanzado la
autovía.
28
***
Rojo y yo nos despedimos poco después de dejar escapar a esa mujer.
Agradecí que me confesara la verdad. Valía más tarde que nunca. Así como
mencionaría anteriormente, la Policía iba detrás de la pareja de amantes y
de Arturo Ramos, pero sólo había visto la punta del iceberg. Cuando oyó
acerca de la salida de Rodrigo Lizón, decidió investigar por su cuenta.
Era evidente que un tipejo como él, por muy talentoso que fuera, no
salía de la cárcel sin una ayuda externa. Las pistas lo llevaron hasta su
domicilio. Le entrevistó en persona y el pintor le dio una versión más
extensa que la que habíamos escuchado nosotros. Tal vez, Rojo no escatimó
con el dinero y eso le ayudó a conseguir la información. Lizón era un perro
viejo y el gastar uno de sus peores vicios.
Después de semanas buscando un rastro, decidió darse por vencido
hasta que Soledad le dijo que me encontraba en la ciudad. Fue entonces
cuando me utilizó como señuelo.
—Debí contártelo… —comentó—, pero te habrías puesto como una
fiera.
Ni una disculpa por su parte, ni una muestra de arrepentimiento. Él era
así en algunos aspectos, y no sabía cómo encajar aquellos golpes cuando
sentía que faltaba a nuestra amistad pero, por otro lado, también había
renunciado a esa mujer por salvarme el pellejo.
Rojo desapareció del mismo modo que siempre, subiendo a ese Ford
Focus de segunda mano y perdiéndose en el tráfico de la Castellana. Yo
debí hacer lo mismo, desaparecer como una mota de polvo, pero lo que yo
hiciera en ese momento, no era lo más importante.
***
Una vez más, la fortuna nos dio un respiro. Con una fuerza insólita, propia
de un milagro divino, Soledad luchó y venció a la muerte, haciéndole saber
que su momento aún no había llegado. Sus constantes vitales se
estabilizaron. La trasladaron a Alicante cuando estuvo fuera de peligro y
permaneció ingresada durante tres meses. Después inició una ardua
rehabilitación. En aquel periodo, me limité a sentarme junto a ella, a estar
presente y en silencio. Nuestra relación siempre había sido como un barco
en medio de un oleaje infernal. La marea subía y nos golpeaba con fuerza,
pero lográbamos mantenernos a flote sin perder el equilibrio, resistiendo a
la violencia del mar y encontrando la manera de llegar a puerto para ver el
amanecer juntos.
Ella no podía hablar, ya que la operación había sido muy delicada. El
disparo le afectó a las cuerdas vocales, aunque recuperaría su dulce voz con
el tiempo. Los médicos dijeron que, por suerte, no le dejaría secuelas
físicas, pero sí psicológicas. No quería alterarla bajo ningún concepto y, en
esos momentos, todas mis palabras iban llenas de excusas, lamentos y
culpa. Una carga que no me iba a perdonar jamás.
Se iniciaba entonces un largo camino para los dos.
Ella postrada en una cama, moviendo los ojos con unas pupilas ausentes
de luz; y yo viendo los días pasar en la ventana de aquella aséptica
habitación.
Aunque sólo pestañeara, entendí que lo que me quiso transmitir.
El amor no era suficiente para evitar un naufragio.
29
Serie Rojo
Rojo
Traición
Venganza
Trilogía El Profesor
El Profesor
El Aprendiz
El Maestro
Otros:
Motel Malibu
Sangre de Pepperoni
La Chica de las canciones
El Círculo
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