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Shaun Hutson
La crueldad de la Bestia
ePub r1.0
GONZALEZ 06.11.14
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Título original: Renegades
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Dedico este libro al Liverpool Football Club. A sus jugadores, a su
personal y a todo lo que lo representa. Por haberme proporcionado
tanto placer en los últimos veinticinco años, muchas gracias a todos .
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Agradecimientos
Agradezco a Bill Young (esta vez no hay amenazas, Bill) y a Andy Wint.
A Brian Pithers («hay otro en el correo»), al «loco» Malcolm Dome de
RAW y también a todo el mundo de Kerrang.
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Muchas gracias a todo el equipo de administración de The Holiday Inn,
Mayfair, por su amistad. Y, nada más que porque me da placer
mencionarlos, agradezco a la casa Fouquet, de París, al Barbados
Hilton, al Dromoland Castle, en Irlanda, y a la casa Bertorelli, en
Notting Hill Gate.
He dejado para el final a las personas más importantes, que son mamá y
papá, sin quienes nada de esto hubiera sido posible (el día que yo
comience a declinar, mamá, papá estará hecho todavía un chaval…). Y a
mi mujer, Belinda, quien en los últimos años me ha salvado la salud
mental, el alma (tal vez), mis pólizas de seguros y mis monedas de veinte
peniques.
SHAUN HUTSON
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Lo que no me mata, me fortalece.
NIETZSCHE
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Prólogo
Una negrura tan impenetrable, tan tangible que se sentía flotar en ella.
Rodeado de ella. Como si la profunda tiniebla, al metérsele por todos los
poros del cuerpo, le dejara sin luz con la misma eficacia que si le
hubiesen arrancado los ojos.
Antes había sentido placer, y sabía que volvería a sentirlo. Tan exquisito
a veces que resultaba casi insoportable.
También sus oídos parecían más sensibles que lo usual, y sintonizó con
mayor intensidad los sonidos que se filtraban a través de la oscuridad.
Gritos de dolor.
Sonrió en la oscuridad, recorrió con los dedos los rasgos del rostro, se
metió un dedo índice en la boca y siguió el dibujo de su labio inferior.
Sentía como si todo el cuerpo le ardiera a pesar del frío que hacía
dentro del edificio, y esbozó una mueca cuando pensó en la luminosidad
que su cuerpo estaría produciendo, pues aquel calor parecía aumentar.
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Únicamente aquella negrura que tan entrañablemente amaba.
Parecía terciopelo.
Gritos sordos.
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A pesar de que hacía una hora que la cabeza había sido tronchada del
cuerpo.
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Primera parte
No hay vida que con aliento humano respire, que de verdad haya
ansiado jamás la muerte .
QUEENSRYCHE
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1
Le matarían.
Le temblaban las manos, y no sólo a causa del viento helado que barría
los grandes jardines frente al edificio. Estaba nervioso. No, eso era poco
decir. Estaba cagado.
¿Había quitado la tapa a todas las lentes? ¿Eran correctas todas las
exposiciones programadas? ¿Era adecuada la velocidad del obturador?
Controla.
Controla.
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Se esperaba que, en los próximos quince minutos, los políticos reunidos
se hallaran fuera, en el césped.
Miró el reloj.
—¿Estás listo?
Así de simple.
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—Pronto saldrán —dijo a Chris, mientras sorbía del vasito de plástico de
un termo, que sostenía contra el pecho como si se tratara de un recién
nacido. Se sirvió otra taza de café humeante y se la ofreció a Newton.
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—¡Cuidado! —gritó irritado, mirando airadamente al autor de la ofensa.
Fue uno de los primeros en ver que se abría la puerta principal del
edificio.
—¿Es posible que se pueda llegar a un acuerdo antes del fin de semana?
—¿Qué significan las conversaciones tanto para Irlanda del Norte como
para Irlanda del Sur?
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—¿Se retirarán pronto las tropas?
—¿Qué coño…? —espetó, al ver que se trataba del mismo hombre sin
afeitar que lo había empujado un instante antes.
Una vez más, el hombre se mantuvo en silencio. Tenía los ojos fijos en
los políticos reunidos, que en ese momento estaban prácticamente
rodeados de reporteros, si bien las fuerzas de seguridad mantenían a
distancia prudencial a la impaciente multitud. Tal vez fuera uno de los
agentes de paisano de SAS, pensó Newton, que tienen la misión de
mezclarse en la multitud y prevenir cualquier problema. Llevaba una
cámara colgando del cuello, pero lo que buscaba no era la cámara.
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2
Otros dos o tres hombres estaban de pie en torno a él, cada uno con una
pistola en la mano. Newton observó la delgada pluma de humo que se
elevaba del cañón de uno de los revólveres.
Y otro.
Newton tuvo una idea ridícula mientras se levantaba del suelo, al tiempo
que seguían resonando ráfagas de ametralladora en sus oídos.
A medida que las balas hacían impacto en la multitud, Newton vio que
caían hombres agarrándose las heridas. Se oían gritos de miedo. De
sorpresa.
De dolor.
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Cuando ambos coches atacaron a los hombres, Newton se olvidó
repentinamente de su miedo y se acordó de la cámara que le colgaba del
cuello.
La bala del MP5 dio en el centro vital de la cámara, rompió las lentes,
perforó el objetivo, la hizo volar antes de ir a estrellarse contra la sien
de Newton y astillarle el frontal. Durante un segundo, el fotógrafo sintió
un dolor terrible, como si le hubieran golpeado con un martillo ardiente,
cuando la bala penetró en el cráneo y salió por detrás, arrastrando un
trozo de cerebro y de hueso pulverizado. El impacto lo levantó del suelo
antes de caer. Las manos todavía sostenían los restos de la cámara.
Algunas piezas de esta última habían ido a parar al interior de su
cabeza, llevadas por la bala. La sangre manaba velozmente de lo que
quedaba de su cráneo deshecho y el cuerpo se estremecía locamente
mientras los músculos finalmente dejaban de aferrarse a la vida.
El más alto giró en redondo y vio que el coche sin inscripción estaba ya
casi encima de él. El coche patinó hasta detenerse, grandes géiseres de
grava volaron detrás del mismo cuando las ruedas traseras giraron
mientras el conductor gritaba a los pistoleros que subieran.
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coche quedó fuera de control, patinó locamente y por último se hundió
en una cerca, tras haber dados varios giros.
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3
BRETAÑA, FRANCIA:
Una casa de Dios donde muy pocos habían estado y por donde, al
parecer, Dios mismo había pasado de largo.
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Phillipe Roulon vio la expresión del rostro de su compañero y sonrió.
A Carl le habría gustado decir a Phillipe que no, pero, si tenía miedo,
eso sería una mentira.
Sin embargo, pensó, ¿qué había allí para tenerle miedo? La iglesia
estaba vacía y vacía había estado desde hacía años, muchos más que los
diez que él había estado en la tierra. Cientos de años, le habían contado
sus padres, cuando él les preguntara. Le habían dicho que hacía más de
doscientos años que la iglesia no se usaba.
Había visto antes la iglesia, pero, como ahora, sólo desde cierta
distancia. Al mirarla, allá abajo, se le ponía la piel de gallina. Pero no
podía echarse atrás. Ahora no. Entrarían juntos.
Desde allá arriba parecía pequeña, pero, tal como se la veía desde el
valle, era enorme. Tenía las paredes oscuras y parecía que no la
hubieran construido con trozos sueltos de piedra, sino que la hubiesen
esculpido en una única masa rocosa. Pero aquel edificio monolítico
también podía haber sido vomitado por la tierra misma, repudiado por
ella. No deseado por la naturaleza, ni por Dios, ni por el hombre.
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Los muchachos dieron unos pasos vacilantes hacia la iglesia con los
ojos fijos en ella.
Carl pudo ver que, donde alguna vez hubiera vidrieras, sólo quedaban
profundos agujeros en la roca. Las heridas de la piedra, a las que se les
habían formado costrones en forma de entablado, clavado al azar sobre
las aberturas, sin ningún cuidado por las apariencias. Los clavos que
sostenían las tablas en su sitio estaban oxidados y rotos. Algunas de las
tablas colgaban libremente. Una oscilaba suavemente hacia adelante y
hacia atrás, impelida por el viento, que en ese momento parecía ser
mucho más fuerte.
Pasó otra nube cerca del sol y nuevamente el valle quedó en la sombra.
Esta vez los muchachos se quedaron paralizados hasta que volvió el
calor.
Se acercaron.
Una fuerte ráfaga de viento hizo girar la veleta. El estúpido crujido del
metal oxidado cortó el silencio como una navaja. Había un angosto
sendero de grava alrededor de la iglesia, también cubierto de hierba y
maleza, pero, con todo, caminar por allí era más fácil. Ambos
muchachos, que iban uno junto al otro, flanquearon el edificio hasta la
fachada de la iglesia.
Lo único que tenía que hacer era empujar la puerta abierta y la entrada
a la iglesia estaría expedita.
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Carl cogió el anillo oxidado y tiró.
La puerta no se movió.
—Prueba la otra.
El sol todavía estaba cubierto por una nube, aunque Carl sospechaba
que el frío que sentía era más producto del miedo que de la ausencia de
cálidos rayos. Ya no habría retroceso. Tenía que entrar. Entrar en esa
iglesia vacía a la que sus padres le habían advertido que no se acercara.
Vacía .
Vacía .
Se acercó a la puerta.
Vacía .
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Los muchachos entraron.
Era como si ni siquiera la luz del sol tratara de entrar en este sitio.
A cada lado, volcados, bancos en los que hacía años que nadie se
sentaba. Podridos, rotos. En algunos sitios estaban apilados contra la
pared, como hogueras a la espera de ser encendidas.
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—Ve tú —dijo Carl, finalmente sin vergüenza de su miedo.
Vacía .
Vacía .
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4
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Channing conocía la iglesia y el área circundante. Las conocía por
asociación. Por lo que había leído y lo que había escrito. Esta era la
primera vez que estaba dentro de la iglesia, pensó.
Hacía cinco días que había llegado a Francia, y los tres últimos había
estado trabajando en la iglesia. No había tenido que buscar permiso de
nadie para entrar en el edificio. Nadie de las ciudades o los pueblos
cercanos parecía preocuparse de que se dispusiera a trabajar allí, y
Channing fue incapaz de descubrir a quién pertenecía la tierra sobre la
cual se levantaba el viejo edificio. La iglesia era uno de los testimonios
que quedaban del hecho de que, en otra época, esta parte de Bretaña
había sido propiedad del habitante más rico de la provincia.
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Cuando se volvió vio algo que brillaba; uno de los haces de luz solar, en
forma de espadín, había atravesado la oscuridad y rebotaba en un punto
a la izquierda.
Channing cogió un pequeño cincel del bolso que se hallaba junto al altar
y comenzó a golpear alrededor del cuadrado brillante, para advertir
poco a poco que se trataba de un vidrio muy llamativo.
Vidrio de color.
Frunció el entrecejo.
Se lamió los labios, el corazón le latía con fuerza contra las costillas
mientras contemplaba.
—Dios mío.
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5
No todo era producto del calor que hacía dentro del coche.
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voces que se filtraban en el aire, voces que conversaban de buen humor,
regateaban, reían.
Pero aquella escena de vida rural no era para él. Tenía cosas más
importantes en que pensar.
Y llamaba.
—Diga…
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—Cath, ¿eres tú? —preguntó Channing.
—Tú eres una historiadora del arte, por el amor de Dios —gruñó, como
si hiciera falta que le recordara su profesión—. Una medievalista.
Necesito que mires lo que he encontrado. Necesito tu ayuda.
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6
Mientras rodaba apretó fuertemente las piernas una contra otra y sintió
que se le formaban gotas de humedad en la parte superior de los
muslos. Se sentó, un dedo jugaba con los hinchados labios superiores de
la vagina, trazando un dibujo sobre la carne caliente hasta alcanzar la
endurecida protuberancia del clítoris.
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Ella le besó el pie derecho mientras subía a la cama. Luego,
levantándose un poco, le besó las espinillas, las rodillas, los muslos.
Sólo aquí hizo una pausa para dejar que la lengua probara la carne de
la pierna. La mordió suavemente y luego lamió, dejando un reguero se
saliva tras su movimiento hacia la ingle.
Esta vez Laura aspiró la droga con la otra fosa nasal, mientras se
deslizaba nuevamente hacia la ingle de Callahan. Esta vez se metió el
pene en la boca y lo retuvo. Chupando y besando mientras él presionaba
sus dedos dentro de ella y los movía cada vez más rápido y sonreía al
sentir que el líquido del placer le cubría los dedos-sonda.
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medida que sentía que el miembro se sacudía y oía el placentero gruñido
del hombre.
Poco a poco, Callahan retiró sus dedos de la mujer y los mantuvo ante
ella.
Laura los chupó, lamió el aceitoso fluido, chupó sus dedos como un niño
hambriento chupa el pezón.
—No
quiero un Oscar —dijo, mimosa y pasándole los labios por el cuello—. Te
quiero a ti —y apretó con la mano el pene erecto.
La cámara de vídeo a los pies de la cama los miraba impasible esta vez.
En su único ojo de vidrio se reflejaban los movimientos amorosos del
hombre y la mujer.
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7
Callahan no sabía exactamente qué efecto tenía sobre las vías nasales.
En realidad, le tenía sin cuidado. Ella gozaba así. ¿Quién era él para
negarle placer?
Tenía treinta y seis años, cuatro más que su mujer, y su cuerpo era
delgado y musculoso. Abrió el albornoz para inspeccionar los músculos
pectorales. Todas las mañanas hacía ejercicio en el pequeño gimnasio
que había hecho construir en la casa cuando la compraran, dos años
antes. La casa y las seis hectáreas de tierra que la acompañaban habían
sido relativamente baratas, naturalmente que para un hombre de los
recursos de Callahan. No sabía con exactitud cuántos millones valía. No
pensó mucho en el dinero. Tenía más de lo que necesitaba, de modo que
no era preciso pensar en él. Sólo los que no tienen lo suficiente se
obsesionan con la materia, pensó, divertido de su propia filosofía.
Se echó más agua a la cara y se enjugó la que sobraba con la manga del
albornoz. Después tiró de la cuerda y el cuarto de baño volvió a quedar
a oscuras.
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Visible a través de la oscuridad donde los establos alojaban a media
docena de caballos. A la derecha se levantaban un par de graneros.
Otro hueco de unos diez metros y luego se veía el ala occidental de la
casa.
Se encendió.
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Dentro de la casa, el silencio era casi opresivo, pues los únicos sonidos
que se oían eran los que producía el propio Callahan al moverse, rápida
pero silenciosamente, a través del vasto rellano hacia el extremo
superior de la escalera.
Sin embargo, la habitación donde él había visto la luz estaba muy lejos
de la escalera. Aun cuando hubiera alguien allí, era improbable que
hubiera oído el crujido de la escalera.
Continuó con determinación, esta vez más rápido, impaciente por llegar
de una vez al pie de la escalera.
No parecía probable.
Callahan hizo una pausa más larga, sentía el sudor en las palmas de las
manos. Soltó el revólver y se secó ambas manos en el albornoz antes de
coger nuevamente el arma.
No es un ladrón .
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Tal vez el intruso no quisiera su dinero ni ningún otro objeto de valor.
Ésta era una de las razones por las que se había visto obligado a
abandonar Londres. En esta ciudad, la situación se había vuelto
demasiado peligrosa para él. Tenía mucho que perder, incluso la vida,
que no corría por cierto el riesgo menor.
La habitación donde había visto luz estaba frente a él, al otro lado de un
codo del corredor.
La luz se apagó.
Quedó paralizado.
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Otra vez la luz.
Excepto …
Un zumbido, un chisporroteo.
Venía de arriba.
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Cuando cerró la puerta no pudo evitar una mirada sobre el hombro,
como una suerte de advertencia. Un portento.
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9
Dentro del coche no hacía demasiado calor, de modo que Doyle subió la
calefacción y se masajeó la pierna izquierda al sentir un anuncio de
calambre en la pantorrilla. Bajó la pierna, y levantó en cambio la
derecha, que apoyó sobre el tablero. Harto del silencio, puso la radio.
Doyle giró el dial, pero no encontró otra cosa que vacía música pop, la
misma esterilizada basura en todas las emisoras, al parecer. En Radio
Cuatro daban una obra; pasó de largo y terminó por encontrar el final
de un Sábado Negro, pero las interferencias estáticas eran tantas que
decidió apagar el aparato.
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destello de sus ojos grises. Brillaban, a la débil luz del farol de la calle,
mientras se movían con una vivacidad y una energía que parecían haber
abandonado el resto del cuerpo.
Los otros dos habían llegado juntos hacía unos diez minutos.
El recién llegado era bajo y robusto y llevaba las manos hundidas en los
bolsillos de un abrigo. Miró al pastor y apretó el paso cuando parecía
que el perro iba por él. Se abrió un segundo la puerta y el hombre entró.
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Doyle levantó el periódico, no sin echar otro vistazo a la foto de la
modelo en topless . Se llamaba Tina, era peluquera. El anuncio decía:
«Rizado de pelo, garantizado». Doyle gruñó y arrojó el papel al asiento
de atrás.
—Estamos en posición.
—Porten Road, Ceylon Road y Milson Road están cerradas —le dijo la
voz.
—Doyle, he dicho…
—Tú y tus hombres, ¿listos? —preguntó Doyle, los ojos fijos en la puerta
del número 22.
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—Bien, diles que se aparten de mi camino. Vamos. Es hora de
divertirnos.
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Cuando salía del coche, Doyle vio que otros hombres corrían hacia el
número 22.
Algunos, uniformados.
Dentro había tres hombres y Doyle apuntó con la pistola al que estaba
más cerca.
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tierra, dio un giro completo sobre sí mismo y luego corrió hacia la
carretera.
El hombre al que Doyle perseguía tenía unos años menos que él, pero no
contaba con su habilidad. Corrió alrededor de un coche y enfiló la calle.
Doyle saltó simplemente por encima del capó y se lanzó sobre su
enemigo, al que erró por unos centímetros. Rodó y se puso de pie
mientras veía que el hombre, vestido con chaqueta azul y tejanos,
cruzaba la calle hacia un pasaje entre dos casas.
El obstáculo siguiente era un seto, que Chaqueta Azul saltó con toda
fatalidad.
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Era imposible que su presa pasara por encima de aquella pared. Era el
final del camino, pensó sonriendo.
—Quieto —rugió.
El impacto lo levantó del suelo y lo arrojó unos dos metros hacia atrás,
como si hubiera recibido el golpe de un puño invisible. Cayó dentro del
invernadero, que enseguida se hundió a su alrededor y lo cubrió de
grandes fragmentos de vidrio. El ruido fue ensordecedor y los trozos de
cristal le cortaron la carne. La sangre de las laceraciones se mezcló con
el líquido rojo que ya manaba de las dos heridas de bala.
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Del pasaje entre dos casas surgían dos camilleros que llevaban el
cadáver del hombre al que Doyle había disparado.
Observó los rasgos de cera, los ojos todavía abiertos que lanzaban a
Doyle una mirada acusatoria.
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—Yo no lo sabía en ese momento.
—¿Algún antecedente?
—¿A cuál?
—Tiene usted suerte de que sólo haya matado a uno —le dijo Doyle—.
Usted no sabe cómo manejarlos, Austin.
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—¿Qué necesidad tiene de saberlo? ¿Para tener una posibilidad de
extraer información de ellos? Necesitará una autorización oficial para
interrogar a presos de ese tipo.
—¿Cuánto?
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Preparación
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unos treinta centímetros de la tierra. En verdad, quien había atado la
cuerda alrededor del cuello del hombre no era precisamente un experto.
El segundo hombre observó más de cerca el cuerpo colgante y vio cuán
estirado se hallaba el cuello. Se veía la carne tirante sobre los ajados
músculos.
La piel del muerto era blanda y flexible, de modo que le resultó fácil
cortar.
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El ahorcado se meció suavemente en la brisa.
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12
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quedó un momento mirando las armas, para luego caminar por el
estrecho pasillo que comunicaba con el dormitorio y el baño.
Una vez en este último, abrió la ducha y probó la temperatura del agua
con la mano. Se sentó en un taburete y se quitó las botas de béisbol y los
calcetines. Luego se puso de pie mientras se contemplaba en el espejo
del lado contrario. Se quitó la camiseta. Su torso era un abigarrado
entrecruzamiento de cicatrices: algunas iban del hombro hasta el
ombligo, mientras que otras, más cortas, aunque más profundas, le
atravesaban pecho y estómago. Se volvió y miró la espalda, donde había
más. Una, en particular, iba desde el omóplato hasta la región lumbar
derecha, atravesándole diagonalmente la espalda.
Doyle volvió a darse la vuelta y deslizó la yema del índice por una
cicatriz particularmente profunda que había seccionado su músculo
pectoral derecho. Ya no había pezón, sino tan sólo un áspero agujero
que parecía oscuro en contraste con el brillo del tubo fluorescente.
A esa altura aceptaba las cicatrices. Pero al comienzo había sido difícil.
Muchas veces, especialmente cuando vio por primera vez la extensión
de las heridas, había experimentado una necesidad de llorar, no por
auto-compasión, sino por el daño de que había sido objeto su cuerpo.
Agradecía que al menos el rostro quedara relativamente intacto, salvo
una profunda cicatriz que iba horizontalmente desde el rincón de su ojo
izquierdo hasta la mandíbula. Había tenido suerte. El torso y las piernas
habían recibido la peor parte del daño.
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puente de Craigavon, McNamara se hartó de la persecución del
maniático inglés.
El coche voló en pedazos, y el irlandés con él. Las piezas del vehículo
pulverizado dieron muerte a dos transeúntes e hirieron gravemente a
muchos otros.
Con gran parte de sus huesos rotos y más dolor del que jamás se había
imaginado que se pudiera aguantar, Doyle no estaba del todo de
acuerdo con ese diagnóstico. «Que alguien te haga mierda con una
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bomba y luego veremos si te sientes con suerte», pensó mientras miraba
al médico a través de la bruma del dolor y la morfina.
¿De verdad alguien le quería? Pues bien, si era Dios, ¡vaya sentido del
humor que tenía!
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13
—¡A tomar por el culo! —dijo secamente Doyle—. Los que me interesan
son los otros. Necesito saber dónde los llevaron. Austin no me lo diría.
—¿Por qué diablos crees que necesito saberlo? Necesito hablar con
ellos.
—¿Sobre qué?
Doyle sonrió.
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—Gracias —dijo.
—¡Salud, otra vez, Ron! —dijo, y cuando estaba a punto de colgar, Wyatt
habló nuevamente; su tono tenía una sobriedad repentina a inesperada.
—Sean, ¿qué coño está pasando? —preguntó—. Quiero decir, con el IRA.
Sabes que estaban tan entusiasmados como cualquier otro con un plan
de paz. Y luego, primero la masacre de Stormont y luego montones de
Semtex aquí, en Londres. No tiene ningún sentido.
Doyle abrió un cajón y sacó una caja, que llevó al sofá. Luego, en
cuclillas ante el sofá, abrió la caja para dejar a la vista los proyectiles
que contenía.
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Proyectil número doce suspendido en teflón líquido en un casquillo de
cobre.
Hermoso .
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BRETAÑA, FRANCIA:
Era horrible.
Channing no tenía idea de lo que era, pero sin duda era una criatura
repulsiva. A pesar de su aspecto repugnante la miró más de cerca, no
tan asombrado por lo grotesco de la creación como por la habilidad que
se había puesto en su construcción.
Catherine sabría cómo limpiar los otros paneles, pensó. Ella sabría. Una
vez se pudiera ver toda la vidriera, estaría en condiciones de encontrar
respuestas.
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A juzgar por lo que había descubierto hasta ese momento, no era de
imaginar que hubiera muchos que desearan hacerlo.
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¿Y qué clase de hombre inventó tal monstruosidad?
Siguió la línea del rostro con el dedo hasta que, finalmente, tocó la boca
abierta pasando la mano por el vidrio.
La boca se abrió.
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La boca se había cerrado.
Y volvió a gritar.
Las levantó ante sus ojos para comprobar que aún tenía las dos. El
recuerdo de la pesadilla era todavía más fuerte que ésta en su espíritu.
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LONDRES:
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Doyle se apoyó contra el mostrador y encendió un cigarrillo, ignorando
el NO FUMAR que lucía cual blasón en la pared.
—Es que todavía están aquí dos o tres de ellos. Pensé que usted…
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—Se llama Sheehan —respondió Austin—, Thomas Sheehan. Hombre
conocido del IRA. Estuvo tres años preso en Long Kesh, a finales de los
setenta, por tenencia de explosivos.
—¡Coño! —dijo Doyle—. Hará falta más que una vejiga ardiente para
hacerle hablar.
—¿Por qué no le habla usted? —dijo el otro policía, con una punta de
sarcasmo en la voz—. Tal vez se cague tanto que le diga algo —agregó
con una sonrisa burlona.
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—A mí me hablarán —dijo el antiterrorista mientras dejaba la taza.
La puerta se cerró.
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—A tomar por el culo.
Sheehan sintió que le levantaban los pies del suelo mientras Doyle
aumentaba la presión sobre su garganta. El irlandés acumuló saliva y la
escupió al rostro del inglés.
Era como si Sheehan tratara de hablar, pero los únicos sonidos que
podía emitir fueran jadeos ahogados. Doyle lo sostuvo un momento más
y luego lo arrojó a través del cuarto. El irlandés dio una vuelta y se
aplastó contra la otra pared, justo debajo del espejo bidireccional. Doyle
dio dos pasos y volvió a estar sobre él. Esta vez se limitó a presionar la
punta de la bota sobre el flanco del irlandés, satisfecho al oír un sordo
crujido.
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Sheehan gimió y se agarró el costado herido, pero Doyle lo arrastró
otra vez, mirándolo profundamente a los ojos.
Esta vez el impacto fue tan violento que abrió a Sheehan un tajo en la
parte posterior de la cabeza. Del corte comenzó a brotar sangre, que
chorreó por el pelo. Doyle miró la mancha roja sobre la pared sin una
pizca de emoción. Golpeó a Sheehan contra un asiento que aún quedaba
en pie, le cogió la cabeza por detrás y apretó en su mano un mechón de
pelo, sin importarle en absoluto la sangre que le manchaba la palma de
la mano. Tiró tan bruscamente hacia atrás que parecía que le quebraría
el cuello.
—¿Por qué no hablas con los otros? —preguntó Sheehan con voz áspera.
Como para reforzar la convicción de su juicio, Doyle tiró más fuerte aún
del pelo del irlandés, hasta llegar casi a hacerle perder el equilibrio.
—No puedo hablar —dijo Sheehan con dificultad; sentía que estaba a
punto de desmayarse.
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—¡Hijoputa! —espetó a Doyle—. ¿Y esperas que hable? —agregó, y
esbozo una sonrisa que quiso ser irónica, pero que más bien pareció
lasciva.
—¿De qué coño hablas? ¿Qué está pasando? —dijo Sheehan, casi con
sorna.
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Ambos hombres se miraron durante unos instantes. Luego prosiguió
Doyle:
—¿Quién te dijo que convocaras a una reunión? ¿El mismo tío que
organizó la matanza de Stormont?
—Como quieras.
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El jefe inspector Austin vio el arma y gritó, pero se dio cuenta de que
Doyle no podía oírle a través del vidrio.
—Déjelo.
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—El principal es la brutalidad —comentó secamente Austin—. Usted es
su superior. Usted debe detenerlo.
—Es un loco.
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—Puede ser. Pero sigo pensando que es un loco.
—Muy bien. Podría ser que tuviera usted razón —dijo tranquilamente.
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Luego un cuarto.
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Arrojó una vez más a Sheehan a través del cuarto y luego se lanzó sobre
el hombre caído, que trataba de protegerse la mano herida.
—¿Fue el IRA?
—No.
—Cuéntame más.
—El grupo que disparó allí se había fundado privadamente. Alguien les
pagó una cantidad de dinero para que llevaran a cabo la matanza de
Stormont.
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—Y tú, ¿qué pintas en todo esto? —preguntó—. ¿Fue el mismo hombre
que ordenó que convocaras a la reunión de anoche?
—Eso no lo sé.
—Eso tampoco lo sé. Lo único que sé es que hay cinco o seis hombres
trabajando en la brigada.
—Necesito saber quién les pagó el millón de libras y por qué —dijo
Doyle.
—No lo sé.
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Doyle sonrió.
—No sabía nada más —dijo—. No sabe quién contrató a Maguire y sus
hombres.
—La mayor parte de las armas y de los fondos del IRA provienen de
fuentes externas —le respondió Donaldson—: Oriente Medio, Estados
Unidos. Rusia. Hay hombres del IRA que son enviados a Oriente Medio
para aprender su oficio. Lo que tenemos que descubrir —miró a Doyle—
es quién puso el dinero y por qué. Le quiero a usted, Doyle —concluyó,
poniéndose de pie—, mañana en mi oficina a las diez de la mañana.
Volveremos sobre esto.
—¿Y yo, qué? —preguntó Austin—. Tengo derecho a saber qué es lo que
pasa. Qué deciden ustedes hacer.
—Por ahora está fuera de alcance para ustedes, Austin —dijo Donald—.
Está más allá de la Brigada Móvil. Usted no tiene los recursos ni la
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capacidad para afrontar esta situación. A partir de ahora nos ocupamos
nosotros —terminó y se marchó.
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Sesión
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En el centro de la mesa, el niño se agitó un instante, tal vez
momentáneamente estimulado por el frío, pero después de un lamento
breve, volvió a caer en el olvido.
El cántico se detuvo.
Era como si todo aquel sitio y todos sus ocupantes estuvieran a punto de
verse tragados por un seísmo.
Y otro.
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En el extremo del salón, incluso a través de la tenebrosa oscuridad,
pudo discernir una forma. De algún modo más negra que la noche
misma, era como si una porción de las sombras cósmicas hubiera
adoptado forma tangible y se distinguiera del resto de las sombras.
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—Es un poco pronto para eso, ¿no, Tom? —dijo con una sonrisa.
Era uno o dos años mayor que Donaldson y de constitución mucho más
recia: hombre ancho y musculoso, de rostro tostado y manos grandes
que no sólo empequeñecían el vaso, sino que amenazaban con romperlo
si el hombre apretaba demasiado. De pie junto a la ventana, miró hacia
fuera, a la zona pavimentada. Había un patio y un pequeño estanque
donde lucía una fuente. La luz del sol brillaba en la superficie del
estanque, donde el calor del agua estimulaba el movimiento del pez que
lo poblaba.
—No me gusta esta situación, Jeff. Este asunto del IRA —respondió,
volviéndose para mirar a su compañero—. He leído el informe de Doyle
—explicó, y sacudió la cabeza—. Este… antagonismo entre Doyle y el
IRA parece ir más allá del trabajo. Trata el enfrentamiento como si
fuese algo personal entre él y los Provisionales.
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Westley apuró el contenido de su vaso y se sirvió otro.
Westley gruñó.
—Si quieres saber mi opinión, yo creo que el cabrón esta loco —dijo—.
Desde que sufrió las heridas, cambió. Sus actitudes, sus métodos, todo.
—Bueno, ahora es mucho más que eso. Me parece que es tan peligroso
para los demás como para sí mismo. Algunos de los otros agentes
piensan que tiene lealtades divididas.
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Se oyó un golpe en la puerta y entró Doyle. Tras los saludos y los
apretones de mano, Doyle se sentó frente a Donaldson. También aceptó
la copa que le ofreció Westley. Tenía cuidadosamente en la mano el
hermoso cristal mientras se sentaba, a la espera de que los otros dos
hombres, mayores que él, ocuparan su sitio del otro lado del escritorio.
Era como si Westley necesitara esa distancia entre él y Doyle.
Lo miró y luego se volvió hacia Doyle. Sobre los papeles se veía una
fotografía. El hombre de la foto tenía unos treinta y cinco años, rasgos
fuertes, el rostro enmarcado por una cabellera espesa de pelo
ensortijado. En la mirada de los ojos chispeantes había algo de desafío.
—Lo que quiero decir es que él no se dejará coger vivo, y si eso es lo que
quiere… —y dejó la frase sin terminar.
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En los labios de Doyle asomó una sonrisita.
Cuando se abrió la puerta. Doyle se volvió. Otra vez sus labios lucían
una sonrisa.
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Georgina Willis tenía tres o cuatro años menos que Doyle. Su rostro
delgado remataba en un mentón claramente en punta. El pelo rubio caía
hasta más abajo de los hombros y a él se llevaría una y otra vez la mano
mientras, cada tanto, echaba un vistazo a Doyle. Cuando lo hacía, Doyle
miraba profundamente en sus ojos verdes y observó que eran muy
claros y vivaces. Georgina estaba vestida con sudadera y tejanos, y
mientras escuchaba a Donaldson se enroscaba en un índice el cordón de
una zapatilla. Era bonita y Doyle no pudo evitar preguntarse cómo
diablos había ido a parar a ese tipo de trabajo. «Tal vez tenga tiempo
para descubrirlo», se dijo.
Tal vez .
Donaldson terminó por fin de hablar y miró a los dos agentes como si
esperara de ellos alguna respuesta.
—Es el enemigo —dijo secamente Doyle—. ¿Qué más hace falta saber?
—agregó, y se puso de pie.
—Es bonito saber que nos apoyan —comentó Doyle con acidez, y salió.
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Se dirigió a otra puerta de la habitación, en la pared recubierta de
roble. La abrió y entraron dos hombres. Ambos estaban vestidos
informalmente, y ambos rondaban los treinta y cinco años. Peter Todd
se sacó el cigarrillo de la boca y cogió el tabaco que le había quedado
en la punta de la lengua.
Ambos asintieron.
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Él miró desconcertado.
—¿Maguire?
—Maguire. Sus secuaces. Todo este jodido trabajo —bebió otro trago—.
Westley y Donaldson están locos si creen que nosotros podremos
prenderle.
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—Encontrarlo no será un problema, pero no pienso perder un puto
minuto de mi valioso tiempo en tratar de hacerle ver el error de su
elección —proclamó Doyle en tono de reproche—. Será de su propio
interés entregarse. Cuando llegue el momento, lo mataré, porque puedes
jugarte lo que quieras que lo que él pretende es matarnos a nosotros.
Ella asintió y se pasó la mano por el pelo, los ojos verdes fijos en Doyle.
—He oído decir que quisiste retirarte después de lo que pasó. ¿Por qué
no lo hiciste?
—Tuviste suerte en salir con vida. ¿Por qué vuelves a poner la vida en
peligro una y otra vez? Y no me digas que es por patriotismo.
—¿Por qué?
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—De modo que para ti es una venganza.
—Me doy cuenta de que trabajar contigo puede ser motivo de todo un
manojo de bromas, Doyle —dijo ella con una leve sonrisa.
Ella sorbió su bebida, estudiándolo por encima del borde del vaso.
Doyle sonrió, y por primera vez ella vio en su gesto algo que se
aproximaba a la calidez.
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Salieron juntos del bar, se separaron en la esquina y se fueron en
direcciones distintas, Doyle hacia Hyde Park y Georgie hacia Green
Park.
Observando.
Esperando.
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Segunda parte
R. D. LAING
JOSEPH ADDISON
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BRETAÑA, FRANCIA:
En el asiento trasero del coche había una maleta pequeña que contenía
el mínimo posible de ropas y artículos imprescindibles. No sabía cuánto
tiempo estaría en Francia.
Ni siquiera sabía a qué iba, o qué era lo que tenía que ver.
A pesar del calor que llenaba el coche, al frente las nubes eran oscuras
y asomaban por encima de las colinas que rodeaban Machecoul como
sombrío presagio de lluvia próxima. Quizá cambiara el tiempo. Era lo
que esperaba, precisamente en ese momento, para liberarse de aquel
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calor sofocante dentro del coche. Tenía atado atrás el largo pelo negro,
estirado con cierta severidad desde el rostro delgado. Con sus treinta y
cuatro años aun no cumplidos, le preocupaba un poco verse arrugas
alrededor de los ojos. Algunas eran desagradablemente profundas como
para pasar tan sólo por arrugas propias del reír. También tenía otras
debajo de la barbilla. Irritada por su propia vanidad, retiró la atención
del espejo retrovisor y volvió a concentrarla en la carretera.
Notó que la carretera comenzaba a bajar. Tras una curva, pudo ver los
techos de las casas. Debajo de ella, las colinas se nivelaban a medida
que descendían al pueblo. La mayoría de los edificios se hallaban en el
fondo del valle, mientras que otros colgaban de las faldas de las colinas
como dispuestos por un arquitecto caprichoso.
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Acababa de sacar de la maleta una blusa y una falda limpias, cuando
llamaron a la puerta. Cath abrió y se encontró con que tenía una visita.
Mark preguntó cómo había volado y cómo había sido el viaje desde el
aeropuerto. Le dijo que la veía bien. La misma fútil y educada
conversación de siempre, pensó ella.
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Pensó que era un Sierra, pero, dado el estado en que el vehículo había
quedado, resultaba imposible de reconocer. Era como si lo hubieran
puesto en una enorme prensa y lo hubieran aplastado.
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El conductor estaba atravesado en los asientos. De la cara y la cabeza
manaba sangre. Tenía ambos ojos cerrados, herméticamente cerrados,
al parecer, por los cuajarones de sangre.
Merecía la pena.
Pudo ver que el policía caminaba hacia el coche al tiempo que hablaba
por radio. Sus pies dejaban en el asfalto huellas de la sangre que habían
acumulado al caminar por la carretera.
Más sirenas.
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También éstas se detuvieron junto a los vehículos deshechos. El personal
que la ocupaba bajó a toda velocidad y trepó a los restos de los
vehículos como hormigas sobre un trozo de carne.
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La fuerza con que había sido impulsada hacia adelante había asegurado
que el cuerpo fuera aplastado contra el tablero y que caderas y piernas
quedaran deshechas, una de ellas apenas algo más que zarcillos de
músculo y carne chorreante. Pero el peor daño fue el que se produjo en
la cabeza.
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BRETAÑA, FRANCIA:
—¿Cómo la encontraste?
Cath sólo podía sacudir la cabeza. Observó más de cerca, mas al vidrio
en sí mismo que a la forma que había quedado en exposición.
—No podré decir qué método se utilizó para realizar la ventana hasta
que no la hayamos descubierto por completo —dijo, siempre
observando.
—¿Qué quieres decir? —Channing se frotaba las manos, pues sentía frío.
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Ella frunció el entrecejo y asintió en silencio. Luego, con los ojos
siempre fijos en el vidro, explicó:
—Una vidriera era algo tan personal para su productor como hoy lo es,
digamos, una novela para su autor. No era habitual que los productores
de vidrio trabajasen juntos en una vidriera.
La boca abierta.
Tembló.
El sueño le volvía casi cada vez que cerraba los ojos, fuera por mucho o
por poco tiempo. Sabía que era un sueño, pero la ferocidad de la
pesadilla no había remitido. Por el contrario, cada experiencia posterior
lo reavivaba con más intensidad en su espíritu. Se volvió por un
momento.
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—Ve tú y coge mis herramientas. Ahora —dijo Cath—. Por favor, Mark
—prosiguió con tono más suave—. Es importante. Tenías razón cuando
me llamaste. Tengo que verlo todo. Cuanto antes comience, antes podré
descubrirlo, descifrarlo —e incluso consiguió sonreír—. Tal vez hasta
pueda decirte cuál es el significado de esta pequeña monada —terminó,
señalando la imagen de la criatura grabada en el vidrio.
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Más que producirles cansancio físico, el trabajo les había destrozado los
nervios. A pesar de estar encastrada en la piedra, la vidriera seguía
siendo muy vulnerable a cualquier intento excesivamente afanoso por
liberarla. Era como tratar, pensó Channing, de liberar del hielo un
cuerpo la mano con un taladro neumático.
El vidrio era antiguo, del siglo XIV o del XV. Catherine ya no tenía
ninguna duda al respecto. Un cincel que resbalara o un mazazo mal
dado y todo quedaría hecho añicos.
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Después de una hora habían dejado al descubierto los tres paneles
superiores de la vidriera.
Channing no tenía respuesta para esta cuestión particular. Tal vez una
vez a la vista y descifrada, se pudiera solucionar este enigma.
Cuantos más paneles se sacaban a luz, más claro resultaba que el vidrio
hasta entonces desvelado no era una mera parte de una vidriera mayor.
—Es crown glass —dijo ella—. Al menos lo es esta parte. —Sin esperar
la pregunta de Channing, Cath siguió explicando—: Se soplaba una
burbuja de vidrio a través de un tubo de hierro y luego se la hacía girar
hasta que formara un disco. Después empleaban un hierro para eliminar
las aristas hasta dar al vidrio la forma correcta —explicó y señaló el
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vidrio con un tiralíneas, indicando así las pequeñas burbujas todavía
visibles en el vidrio—. En el crown glass, las burbujas siempre forman
círculos concéntricos.
¿Qué otra cosa cabía esperar de alguien que había sido responsable de
la muerte de más de doscientos niños?
A juzgar por lo que podían ver, bien podía ser que el vidrio fuera opaco.
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vacío que dificultaba la respiración. Él lo atribuyó a las nubes de polvo
en suspensión.
—Ya te he oído —interrumpió ella, sin mirarlo, sin apartar los ojos de la
ventana.
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A través de la abertura de una de las ventanas cerradas con tablas vio
aparecer momentáneamente la luna en el cielo antes de que una nube
negra se la tragara.
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En el campanario.
¿Se había percatado ella del miedo que asomaba en su voz? En realidad
no le importaba. Estaba cansado, tenía frío y algo más que no le
importaba admitir. No, ¡qué diablos! Estaba asustado. El sitio ya no
resultaba incómodo en las mejores condiciones, y encima con esos
malditos ruidos…
Otra vez aquel golpe, y esta vez él supo que venía de arriba. Una parte
racional de su mente le decía que era la puerta que conducía al
campanario. El viento debía de haberla abierto y luego, con cada
ráfaga, giraba sobre las bisagras y golpeaba. Ésa era la respuesta. De
repente sintió rabia de sí mismo por encontrar siempre una solución,
pero también siempre la más lógica. La falta de sueño le estimulaba la
imaginación, se dijo mientras pensaba que era demasiado tarde; era
filosofía casera.
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Cath miró el rostro en la vidriera y recorrió su contorno con la yema del
índice, tratando de descubrir los rasgos.
Algo …
… familiar …
… en esa cara …
Oscura y enorme.
Un hedor a podrido.
—¡Cath!
Retrocedió.
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—¡Mark! —llamó, poniéndose de pie y lanzando una última mirada a la
vidriera. Al rostro del niño.
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Cuando la luz dejó ver la cara de Channing, ella comprobó que estaba
pálido y desencajado: las ojeras eran tan oscuras y profundas que
parecía que se hubiera dado libertad a un artista maníaco para que
realizara un tatuaje alrededor de las órbitas oculares inyectadas en
sangre.
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—Tienes muy mal aspecto, Mark, si no te enfadas porque te lo diga —le
dijo Cath, consciente de que las palabras resultaban torpes—. Siento
haberte despertado.
Ella asintió.
—¿A qué hora volvimos de la iglesia anoche? —le preguntó ella, como si
de pronto su memoria no fuera de confiar.
Él asintió en silencio.
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—¿En la vidriera?
No pudo.
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Sí, decididamente, era un bonito lugar. Nada que ver con su puta casa
en la zona de Turf Lodge de Belfast. Se aproximaba rápidamente a los
veintidós años y Billy preveía para él la misma vida de su padre. Con
suerte, trabajos aquí y allá, tratando de ganarse el favor de un puñetero
capataz y luego en el paro, para cobrar, con suerte, treinta libras por
semana.
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La mayoría de los miembros del IRA tenían en las filas hermanos,
padres, abuelos o parientes de alguna naturaleza. Ellos habían
abrazado la causa tras las huellas de los miembros de la familia. Pero
Billy no. Él había tomado la decisión por su cuenta, pues ésa era la
manera que él había elegido de cambiar de vida. Basta de reverencias a
todo el mundo. A la mierda con eso. Ahora sólo recibía órdenes de un
solo hombre.
James Maguire tenía unos ocho años más que Billy. Era un hombre de
pelo oscuro y rasgos marcados, bajo aunque de complexión tan fuerte
que bien podía decirse que tenía aspecto de bruto. Él inspeccionaba la
casa y el jardín con los binoculares, consciente de que Billy tenía a la
mujer clavada en la mira del HK-91.
Billy asintió.
Maureen Pithers había detenido su guerra con las malezas para hablar
con otra mujer que se había acercado a la cerca que separaba el
inmaculado jardín de la estrecha franja de tierra en la que se hallaba.
La casa estaba a unos doscientos metros del vecino más próximo.
—Billy.
—La puerta del frente —dijo Maguire, siempre mirando por los
binoculares.
Billy miró y vio que de la casa salía un hombre de unos cuarenta años
largos, alto, calvo. El pelo que le quedaba era gris. El rostro tenía una
expresión plena, jovial.
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—Me imagino lo que dice —comentó Maguire con una ligera sonrisa en
los labios—. Nunca debíamos haber confiado en el IRA. A todo el mundo
se lo advertí. Ahora habrá que pagar por ello.
—¿Has leído sus discursos, Jim? —dijo, mirando hacia abajo con los ojos
entrecerrados.
—Es lo único que dice una y otra vez desde lo de Stormont —respondió
tranquilamente Maguire.
Pithers aún tenía los ojos abiertos, aunque la sangre que caía del
orificio de entrada de la bala le había cubierto el izquierdo. Se esparcía
rápidamente alrededor de la cabeza, mientras su esposa no podía hacer
otra cosa que arrodillarse junto a él y gritar algo que ni Billy ni Maguire
podían oír. En su mandil había manchas rojas, sin duda salpicaduras de
sangre producidas por el impacto de la bala sobre el cráneo de su
marido.
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—¿Qué es lo que pasa, Jim? —preguntó Billy, mirando a su compañero.
Maguire levantó el fusil hasta el hombro.
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Tras uno o dos minutos, tiró del cordón y corrió la espesa cortina de
terciopelo, dejando así fuera la oscuridad y los elementos. Se dirigió al
bar y se sirvió un brandy largo, que calentó en un gran vaso de cristal.
Ella dobló una esquina de una hoja y dejó el libro sobre la mesa del
café.
Callahan sonrió.
—¿Qué hay para extrañar allí, David? Hemos tenido de todo. Dinero,
libertad para hacer lo que nos daba la gana. Experimentar —le sonrió
por encima del vaso—. Pero, por otra parte, era demasiado peligroso, y
tú lo sabes.
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incluso lo había intentado. Sus clientes se habían quejado de la
mercancía que les suministraba. Con razón, pensó con una ligera
sonrisa. La ultima partida de heroína que había vendido sólo tenía una
pureza del 10 por ciento.
El comercio de armas había sido, sin duda, el más lucrativo, con más de
dieciséis millones en apenas algo más de un año. Una vez descontados
los sobornos a la policía, todavía le quedaban cerca de catorce millones.
Estos dos o tres millones aquí o allí eran un precio ínfimo para poder
realizar un negocio tan lucrativo.
La emoción última.
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La experiencia suprema.
… hoy, hace unas horas. El disparo fue efectuado desde fuera de la casa
del señor Pithers, en County Fermanagh, y lo vio un vecino …
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… El atentado fue condenado deforma unánime, incluso por el IRA
Provisional, que insistió con mucho énfasis en que ninguno de sus
hombres estaba implicado en el asesinato …
Callahan dio una trago largo y sintió el ardor del líquido ámbar que
bajaba hacia el estómago.
—Déjala —dijo Callahan, que aún tenía los ojos fijos en la pantalla.
No hubo respuesta.
Callahan oyó el clic que indicaba que del otro lado colgaban y se quedó
un segundo más con el auricular en la mano. Luego colgó y siguió a
Laura hasta el comedor, donde ambos se sentaron.
Regresó un instante más tarde. Tenía algo pálida la cara. Laura frunció
el entrecejo cuando vio la expresión de su marido.
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—¿Te sientes bien, David? —preguntó.
Número equivocado .
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Callahan sabía que a esa hora no habría ninguna otra persona despierta
en la casa; también sabía que a ninguna otra persona se le permitiría
acceder a la bodega. A pesar de esto, permaneció con la mano sobre el
pomo y mirando en derredor un tiempo que le pareció una eternidad.
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Balas Magnum de 45,9 mm, 5,45 mm, 7,62 mm, 357, 38 y 44 (con
envoltura metálica entera o a medias). Casquillos vacíos. Cuchillos de
cartuchos. Incluso una caja de cartuchos Dúplex 223.
Y sub-ametralladoras.
Una vez había visto un muchacho con una camiseta que llevaba la
siguiente inscripción: «Matar es mi trabajo… y el trabajo es bueno».
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BRETAÑA, FRANCIA:
Abrió los ojos, se los frotó con los puños y parpadeó como miope
mirando el campo. Luego miró de reojo a Cath, quien no parecía darse
cuenta de su mirada. Mark observó todos los detalles del aspecto y la
vestimenta de la mujer: el rostro delgado con sus mejillas altas y el pelo
largo azotado por el viento que entraba por la ventanilla abierta;
llevaba una blusa sencilla que ocultaba perfectamente los senos. El
tejano era ajustado y en algunos sitios presentaba marcas del polvo de
la iglesia.
La iglesia.
—No creo haber tenido tiempo para agradecerte que hayas venido, Cath
—dijo, por fin—. Aprecio tu gesto.
Ella sonrió.
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—No he dicho eso. No puedo olvidarlo. No son recuerdos que se borren
fácilmente.
—No.
—¿Es importante?
—Sólo curiosidad.
—No es sólo curiosidad, Mark —dijo ella con cansancio—. Pero para
responder a tu pregunta, no, no hay nadie en este momento.
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—Pues, entonces, dame tu experta opinión.
—Es demasiado pronto para decirlo sin un examen más a fondo del
vidrio —comenzó a explicar—. Pero por lo poco que he visto, diría que
es de comienzos del siglo XV.
—No
lo sabré hasta que no la descubramos por completo —comentó ella—.
Tiene que haber otro lugar donde trabajar, Mark. Necesito realizar
pruebas más detalladas con el vidrio.
Esta vez era ella la que inyectaba el tono de reproche a sus palabras. Él
no respondió.
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Cath fue quien rompió el silencio.
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Ella hizo lo que le habían dicho. Luego los dos se apearon del Renault
con los ojos y los oídos alerta a la menor señal visible o audible de
movimiento que llegara desde la iglesia. Era evidente que el propietario
del vehículo se hallaba en el interior del edificio.
—Sólo un momentito…
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—¿Qué es lo que vio? —interrumpió Channing.
El francés asintió.
—En realidad, nada que tenga que ver con su trabajo, señor Lausard —
contestó ella en tono rotundo.
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En los labios del periodista reapareció la sonrisa.
—No he venido para interferir —dijo—, sino para descubrir, igual que
ustedes —dijo mirando a ambos—. ¿Es el tesoro lo que buscaban? No
me digan que no saben de qué les estoy hablando. Si conocen a Gilles de
Rais, habrán oído hablar del tesoro que se supone que tenía.
—Verá usted, ¿por qué no nos deja solos para poder continuar con
nuestro trabajo? —dijo Channing en tono cortante.
Se había levantado una brisa fría, que sopló alrededor del coche e hizo
temblar a Lausard. Decidió que se sentiría más cómodo si esperaba
dentro, Miró el reloj.
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Podía llegar a ser una larga espera.
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Eran casi las once y media cuando Lausard vio que las luces del Renault
rompían la oscuridad del fondo del valle y se alejaban de la iglesia de
Machecoul. Se sentó al volante de su coche, terminó su cigarrillo y
finalmente lo arrojó por la ventanilla. Después encendió el motor y
condujo el Citroën por la estrecha carretera hacia el edificio.
No encendió los faros, sino que se confió en las luces laterales, a pesar
de que la carretera era bastante accidentada. No es cosa de anunciarse
al rival, pensó sonriendo.
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ahuecadas. No se sentía ese frío afuera, pensó mientras se acercaba
más a la puerta.
Una vidriera .
Algunas le disgustaron.
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Se acercó, alumbró el vidrio con la linterna y observó larga y
atentamente los rasgos de la criatura que se veía en el panel superior
derecho.
Sin duda .
Comenzó a subir.
Del presbiterio.
Una vez dentro del presbiterio sintió que las piernas se le aflojaban y
cayó. La linterna rodó por el suelo.
No intentó recuperarla.
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Por un instante se quedó boquiabierto contemplándola y se olvidó del
olor.
Contemplando …
Lausard quería sacudir la cabeza, quería registrar algún gesto, pero era
como si se le hubieran congelado todos los músculos del cuerpo.
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—Diga.
—Callahan —dijo la voz del otro lado de la línea—. Soy yo. Lausard. —
Callahan tragó saliva y aflojó la mano sobre el auricular.
—¿Qué es?
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Callahan sonrió.
Gilles de Rais.
Habían visitado ese sitio muchos años antes. Así como habían visitado
tantos otros sitios en todo el mundo donde se habían producido
asesinatos y, a veces, cosas peores. Los habían visitado, fotografiado y
estudiado.
Su interés los había llevado siempre lejos, pero habían visitado lugares y
se habían embebido de atmósferas que otros habrían evitado.
Auschwitz.
Belsen.
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Cranley Gardens, Muswell Hill. Londres. (Les hubiera gustado mirar en
el interior del piso donde Denis Nilsen había matado y mutilado a sus
víctimas, pero no les permitieron hacerlo. Sin embargo, Laura había
tomado muchas fotos del exterior del edificio).
La lista era interminable. Habían viajado por todo el mundo para gozar
de esos placeres y, siempre que les había sido posible, se habían llevado
souvenirs . Trozos de alambrada de Auschwitz. Césped de Saddleworth
Moor.
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—Los cercenaba en la base del cráneo y luego se masturbaba sobre sus
cuerpos —explicó Callahan.
Machecoul.
La vidriera.
Era necesario hacerse con ella. Para ponerla junto a los trozos de
mampostería que él y Laura habían llevado del edificio en su última
visita.
La vidriera .
La tendría.
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35
—Esos cabrones han hecho retroceder veinte años el nombre del IRA —
continuó—. Y después de todo lo que hemos hecho. De todos los
sacrificios. De todos los compromisos. Hay que hacer algo, y pronto.
Era un cuarto pequeño sobre un bar llamado The Mean Fiddler. El bar
estaba a unos treinta kilómetros de la frontera con Donegal. Los
hombres que se hallaban allí en ese momento lo habían empleado
infinidad de veces, y lo mismo habían hecho antes sus padres y sus
abuelos. Era perfecto por su situación. Por lo que cualquiera podía
recordar, allí se habían planeado desde siempre las tareas. Ante
cualquier señal de policía o cualquier interferencia del ejército, en
veinte minutos podían cruzar la frontera y entrar en la República.
Pero en ese momento los miembros del alto comando del IRA se habían
reunido por una razón muy diferente. El blanco no era un puesto del
RUC ni una patrulla fronteriza del ejército.
Joe Hagen bebió un trago muy largo del vaso de Jameson y sacudió la
cabeza. Se miró las manos, realmente grandes.
—Estoy de acuerdo con Joe —dijo otro hombre, más pequeño, de rasgos
enjutos y barba incipiente—. Todos sabemos a quién hay que acusar de
lo que está ocurriendo. Cuanto más tiempo dejemos el problema sin
atacar, peor será.
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Las palabras se dirigían al hombre que se hallaba sentado en un rincón
de la habitación, cabizbajo, con el cuello de la chaqueta muy levantado,
de modo que tenía el aspecto de un búho. Cuando miró en torno a la
habitación vio expectativa en los rostros de sus camaradas.
Gerard Coogan entrecruzó las manos sobre la mesa que tenía delante y
levantó los pulgares unidos. La mención de Stormont le trajo otra vez a
la mente aquellas imágenes semejantes a fotos olvidadas cuyo recuerdo
es reavivado por algún álbum no buscado. Los pistoleros. Los cuerpos.
La sangre. Coogan ya había visto todo eso antes, pero nunca había
estado en el extremo receptor. Tenía treinta y cinco años, pelo oscuro,
rostro cetrino. Lo más asombroso en él eran los ojos, de un azul tan
vivaz que brillaban como si se iluminaran desde dentro del cerebro.
Desplazó la mirada hacia los hombres de la habitación, aquellos ojos
que tenían el movimiento de reflectores de zafiro.
—Tal vez esto no estaría mal —comentó Hagen con voz grave.
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—No seas capullo, Joe —dijo Coogan con disgusto—. No podemos
mantener indefinidamente esta guerra con los británicos y, además,
nuestras exigencias han sido satisfechas. Hemos peleado demasiado
tiempo para llegar a donde estamos ahora. Y no sólo nosotros, sino
nuestros padres y nuestros abuelos. Hemos ganado.
Peters asintió.
—¿Qué pasa con los británicos? —dijo—. Tú crees que han puesto gente
detrás de Maguire. ¿Y si se ponen en el camino?
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36
El ruido de las bolas de billar apenas se oía por encima del ruido
proveniente del tocadiscos.
Era un olor al que Doyle se había ido acostumbrando en los últimos dos
días. Desde que había llegado a Belfast parecía que había estado todo el
tiempo yendo de bar en bar. De Ardoyne a New Lodge. De Lower Falls a
Short Strand. En este momento se hallaba en Ballymurphy.
Nunca religión.
Todos los bares, todos los rostros, parecían fundirse en uno solo a
medida que recorría la ciudad en busca de ese esquivo trozo de
información que buscaba. Si alguno de los habitantes del lugar sabía
algo acerca de Maguire y sus bandidos, no lo decía. En realidad, no
enunciaban opiniones acerca de él. Al menos por lo que él sabía.
Pidió otra copa y giró en su asiento para observar a los dos hombres
que jugaban a dardos, pero no dejaba de mirar en torno a la barra,
fijándose en cada cara nueva que se acercaba a ella.
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Qué maravillosamente simple sería, pensó, si Maguire entrara en ese
momento.
Tan simple .
En el hotel .
Doyle cumplía tareas confidenciales de este tipo cuando, dos años antes,
había resultado tan gravemente herido en Londonderry.
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Así rezaba el titular del Evening Herald . Había una foto de la casa del
reverendo Brian Pithers con una ambulancia fuera y varios coches de
policía. Doyle se acercó el periódico.
Perfecto .
—Él y los otros —dijo Doyle en voz alta—. ¿Qué coño se creen que son?
Un plan de paz. A la mierda con eso. Es una pena que el IRA se haya
sentado siempre a la misma mesa con los malditos británicos y los
podridos protestantes. Debieron haber seguido como estaban.
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—¿Cuánto hace que vive usted en esta ciudad? —preguntó el borracho,
empujando a su compañero al pasar—. ¿Lo bastante como para haber
visto las malditas bombas que ponían aquí y allí y los disparos a la
gente? Hubo una posibilidad de paz y esos cabrones de rebeldes, o como
se quieran llamar, la echaron a perder.
Vamos. El sol brilla. Tragó el anzuelo. Ahora hay que recogerlo. Ahora
sólo tengo que enrollar en cordel .
Bingo.
Doyle dio un paso atrás, hacia la mesa de billar desocupada. Sobre ella
había dos tacos.
—¡Hazlo! —respondió.
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Del otro lado de la calle había un local comercial, un pequeño almacén.
Sus ventanas estaban muy bien cerradas con tablas. Sobre las
protecciones metálicas se leían eslóganes escritos con spray:
FUERA BRITÁNICOS
Allí cerca, un grupo de niños pateaba una pelota, que hacían rebotar en
un coche aparcado. De pronto, la pelota salió rodando en dirección a
Doyle. Éste la cogió hábilmente con un pie, la lanzó al aire hacia arriba
y comenzó a darle alternadamente con uno y otro pie, luego con una y
otra rodilla y, finalmente, la mantuvo en equilibrio sobre la cabeza,
mientras los muchachos miraban. Por último, la levantó, la cogió de
volea y la estrelló contra un poste de alumbrado.
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Cruzó la calle y miró hacia atrás, supuestamente para controlar el
tráfico.
—¡Eh, tú! —volvió a llamar la voz, esta vez mucho más cerca.
Sonreía.
—Sólo quería decirte que si vuelves a ir por allí, te invitaré a una copa.
—He oído lo que aquel cabrón bocazas decía del IRA hasta que tú lo
pusiste en su sitio. Quería agradecerte, la Causa no tiene ahora mismo
muchos amigos. Uno más nunca hace daño —volvió a sonreír con la
misma sonrisa amplia y contagiosa.
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—Gracias —dijo Doyle—. Te aceptaré esa copa —y dejó la frase en
suspenso, al darse cuenta de que no sabía el nombre de aquel individuo.
—Billy.
—Bien, Billy —dijo, suavemente, ya sin acento irlandés—. Tal vez te deje
que me invites a tomar una copa, después de todo.
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Era ya muy entrada la tarde; el cielo estaba oscuro y con nubes que
presagiaban lluvia. El tiempo que había anunciado el parte
meteorológico hablaba incluso de nieblas localizadas. Apretó la cara
contra el vidrio frío y suspiró mientras contemplaba el ir y venir de la
gente en la calle y los coches y autobuses que las colapsaban. Desde el
lugar en que se hallaba, Belfast parecía una ciudad cualquiera, llena de
compradores y gente de negocios, turistas y visitantes. Pero desde 1969
se había convertido en un campo de batalla. Y precisamente cuando este
conflicto parecía aproximarse a su conclusión definitiva, había
resurgido la amenaza para ensombrecer la mente de quienes vivían en
la provincia. Era como si tanta esperanza estuviera a punto de ser
destruida, como si ya hubiera sido destruida, hacía una semana en
Stormont, por el fuego de las armas automáticas.
Pero los que murieron en Stormont eran para ella gente sin rostro, en el
más amplio sentido de la expresión. Conocía sus nombres, eso sí, pero
sus muertes no le habían afectado directamente la vida. Eran extraños.
En los dos días anteriores lo había visto muy poco. Doyle tenía una
habitación contigua a la suya, pero cuando no ocupaba su sitio de
portero de noche, se iba por la ciudad. Lo había visto menos de una
158/414
hora desde que habían llegado a Belfast, hacía dos días. Se estaba
poniendo nervioso, irritado por la falta de indicios. Parecía que Maguire
y sus hombres se hubieran esfumado tras el asesinato del reverendo
Pithers. En el hotel se había hablado del último asesinato, y Georgie
había estimulado y halagado a sus colegas con la esperanza de que
alguno le ofreciera algún hilo de información que valiera la pena
rastrear, pero hasta ese momento no se había enterado de nada.
Lo bastante fuerte como para cubrir los sonidos que llegaban desde
fuera del cuarto.
El picaporte giró.
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Se estiró para coger el jabón.
—Mierda —dijo en voz baja al darse cuenta de que lo había dejado junto
al lavabo.
Por la puerta abierta del baño pudo ver que el pomo se movía muy
suavemente.
Hacia la pistola.
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Georgie sonrió y amartilló mientras colocaba el cañón del arma contra
la cabeza del intruso.
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El antiterrorista se volvió hacia ella con una amplia sonrisa en los labios
mientras comprobaba que Georgie estaba desnuda, el cuerpo aún
chorreando agua. De pronto, también ella pareció percatarse de este
hecho, tiró de la manta de la cama y se envolvió. El rubor le coloreaba
las mejillas.
—Se supone que somos una pareja —dijo, todavía sonriendo, mientras
se acariciaba la cicatriz del lado izquierdo de la cara.
—Nada más que la cháchara usual. Todo el mundo está indignado por lo
que sucedió, nadie puede entender a qué responde ese atentado. Lo de
siempre. Nada para ocuparse especialmente. ¿Y tú?
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—Si alguien sabe algo acerca de Maguire, lo oculta cuidadosamente —
dijo, acostándose sobre la cama, los brazos plegados detrás de la
cabeza—. Nadie quiere ni siquiera admitir una lejana simpatía por el
IRA desde que sucedió esto. —Tras una pausa, agregó—: Fuera de un tío
que encontré hoy en Ballymurphy —tras lo cual le contó brevemente lo
que había ocurrido en el bar.
—¿Dónde diablos te has metido todos estos dos días? Apenas te he visto
—preguntó Georgie.
—No tienes por qué ser tan agresivo, Doyle. Yo estoy de tu lado, ¿lo
recuerdas? —dijo Georgie con tranquilidad.
—Si no hubiera sido yo quien entraba por esa puerta hace un rato, ¿qué
habrías hecho?
—Estaría bien.
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—Estaré de regreso dentro de media hora, me voy a lavar —dijo Doyle,
quien hizo una pausa cuando cogía el pomo de la puerta—. ¿Tienes
contigo alguna otra cosa, fuera de la Sterling? —preguntó.
Luego se marchó.
Ninguno de los dos advirtió el coche que arrancaba detrás de ellos y que
se instalaba en el tráfico a dos coches de distancia.
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Era pequeño, de esos que a las guías turísticas les gusta calificar de
«íntimos»: luz discreta, asientos afelpados y espejos en la pared, que
reflejaban el brillo de las lámparas que había en cada mesa. De vez en
cuando, Doyle se miraría en los espejos y desviaría los ojos, como si el
hecho de contemplar su propia imagen tuviera algo de desagradable.
Doyle sonrió ante su propia curiosidad. Tal vez fuera un gaje del oficio,
se dijo.
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Doyle llevaba la Charter Arms 44 en una pistolera de cintura, oculta por
la chaqueta.
Él se encogió de hombros.
Siguieron comiendo.
—Así que en tu vida hay mujeres, Doyle —dijo, con tono entre conclusivo
e interrogativo—. ¿Es verdad lo que he oído acerca de ti?
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—Has leído mi legajo —dijo—. ¿O es lo que te contó Donaldson?
—De modo que descubriste todo eso y, aun así, quisiste trabajar
conmigo. ¿Por qué? —preguntó.
—¿Y qué hay acerca de mí? ¿No te has documentado sobre mí?
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—¿Qué piensa tu familia de lo que haces? —preguntó Doyle.
—¿Y novios?
—He tenido algunos. Pero nunca nada serio. Tal vez en este aspecto me
parezca a ti, Doyle.
—¿Y tú? ¿Qué es lo que tú persigues? ¿Qué ganas con esto? ¿Con saber
que cualquier día de estos podrían matarte? ¿Por qué lo haces?
—Es cierto. Verás. Tal vez tenemos algo en común. Estamos solos en el
mundo. También mis padres murieron. Los dos. Mi madre, de un
derrame cerebral; mi padre, de un infarto. Su agonía duró más de lo que
debía y yo los vi morir en miserables camas de hospital. No hay ninguna
posibilidad de que yo termine así, Georgie. Es mejor reventar de golpe
que apagarse poco a poco. Eso dicen. Y por cojones que es verdad.
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Ella bebió mientras lo miraba desde el otro lado de la mesa y advertía
que en aquel hombre no sólo había algo peligroso, sino también algo
muy triste. Eso la conmovió profundamente. Más de lo que era de
esperar. Su arrogancia, su cólera y toda su actitud eran las cualidades
que lo hacían atractivo a sus ojos. Lo miró al otro lado de la mesa y lo
deseó, deseó compartir esa rabia, esa ferocidad. Pero tuvo miedo de no
poder hacerlo. Se preguntó si Doyle no estaba ya muerto, puesto que
había perdido la emoción. ¿Era capaz de sentir alguna otra cosa que no
fuera odio y rabia? Georgie quiso averiguarlo.
Eran casi las once y media cuando se marcharon del restaurante. Doyle
sugirió que dieran un paseo y Georgie se vio gratamente sorprendida
cuando él le puso un brazo sobre el hombro, a lo que respondió
rodeándole la cintura con el suyo. Bueno, tenía que parecer
convincente .
Cuando pasaron por segunda vez frente al City Hall, Georgie se percató
de que estaban caminando en círculos. Hizo más lento el paso y se
volvió a Doyle, sonriendo, pero éste no movió un músculo del rostro y
mantuvo la mirada fi ja hacia adelante, como si mirara algo que no
podía distinguir con claridad.
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—Sí.
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—¿Y si lo hacen?
—Sean, no hay ninguna razón para que se trate de gente del IRA ni de la
UVE. Desde que han comenzado las conversaciones de paz, la actividad
guerrillera ha cesado. Sabes que, en esas condiciones, la infiltración es
más difícil.
Él asintió.
Ella asintió. Luego le rodeó el cuello con los brazos, lo atrajo hacia ella
y presionó sus labios contra los de él. Doyle sintió que la lengua de
Georgie empujaba y abrió la boca para dejarla que se introdujera y
agitara allí su cálida humedad. Permanecieron así un tato. Luego ella se
soltó, sonriendo.
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El hombre que iba a pie la siguió a ella.
Se metió en él.
El lugar estaba oscuro como boca de lobo. La única débil lucecita que se
veía provenía de las ventanas del fondo de las casas o de los patios.
Como centinelas, a ambos lados del callejón, se alineaban los cubos de
basura.
Se acercó, ya con paso más lento, los ojos y los oídos alerta al más
ligero sonido y al mínimo movimiento.
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Doyle cruzó la calle y apresuró levemente el paso, sin volverse para
mirar hacia atrás ni siquiera por encima del hombro. Sabía que el coche
todavía estaba allí, que su conductor lo observaba a través del
parabrisas.
Se pusieron en ámbar.
En rojo.
Doyle se había metido por una calle lateral. Aguardó hasta que el coche
pasó de largo y patinó en un frenazo al final de la calle, donde el motor
seguía encendido mientras el conductor buscaba su presa con la
mirada.
Frunció el entrecejo.
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Doyle esperó un momento más. Luego dio la vuelta y desanduvo el
camino.
Cuando lo hacía, apoyó el pie izquierdo sobre algo blando. Sintió frío y
se estremeció cuando sintió que se escurría entre los dedos. No quería
ni siquiera pensar en qué podría ser aquello.
El hombre se hallaba al otro lado del callejón, más y más cerca cada
vez. Se apoyó contra la puerta de un patio y los goznes chirriaron con
mucho ruido.
Reaccionó lentamente.
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bien el impacto se veía amortiguado por el contenido de un cubo
volcado.
Georgie lo azuzó con el pie, puso una rodilla en tierra y le dio la vuelta
hasta dejarlo boca arriba.
Georgie sabía que tenía que actuar con rapidez, pues tanto ruido
atraería la atención.
Hizo una pausa por un instante, luego se limpió el pie en la chaqueta del
hombre, recuperó los zapatos y se largó por el callejón con el ladrido
del perro resonándole en los oídos.
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—¿Quieres decir que, fuera quien fuese, nos estaba advirtiendo? ¿Nos
estaba informando de que estamos bajo vigilancia? No tiene ningún
sentido, Sean. Si hubiera sido el RUC se habrían lanzado directamente
sobre nosotros y nos habrían atacado. El IRA, el LVF o cualquiera de las
otras organizaciones paramilitares están en este momento fuera de
funcionamiento activo, y de haber sido Maguire y sus hombres, nos
habrían matado.
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—No queda nin-gu-na.
Doyle dio un largo sorbo a su bebida y miró a Georgie, que aún seguía
sentada sobre la cama y con las piernas cruzadas.
—De puta madre. Sólo que soy curiosa, como tú —dijo ella, y sonrió al
tiempo que observaba que Doyle se le acercaba cada vez más.
—Sean…
Pronunció el nombre y luego, sea lo que fuere lo que quería decir, las
palabras se perdieron en el beso que él le dio tras volverse para mirarla.
Los labios se incrustaron, la lengua del hombre empujaba sobre la de
ella, que a su vez hacía lo propio con el mismo o incluso mayor vigor.
Georgie descruzó las piernas y estiró una hasta tocar el suelo con el pie.
Él la empujó hasta apoyarle la espalda sobre la cama mientras ella
manipulaba los botones de la camisa de Doyle, las bocas siempre
selladas una contra la otra en el beso.
Ella sintió que la mano izquierda del hombre subía lenta, suavemente,
dentro de su vestido, acariciándole la carne tierna de la cara interior del
muslo y que los dedos cepillaban brevemente el vello firmemente rizado
de su montículo púbico. Luego los dedos se fueron, marcando senderos
sobre los muslos.
Ella era consciente del calor que irradiaba su sexo y eso parecía
excitarlo, pero no había impaciencia alguna en su toque. Sólo ternura.
Una suavidad que parecía casi ajena, pero que, precisamente por eso,
era más excitante.
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Mientras él se ponía de espaldas, ella vio las cicatrices que le cruzaban
el torso en todas direcciones.
Y otra.
Vio entonces otras cicatrices en los muslos, que también besó, pasando
la lengua hasta los turgentes testículos, uno de los cuales se metió en la
boca y chupó suavemente. Luego giró y acercó el resbaladizo sexo a la
cara del hombre, a quien se lo ofreció mientras se metía en la boca la
cabeza del pene y lamía el líquido claro del abultado glande.
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Él le besó la cara interior de los muslos, cepilló con la nariz el fresco
vello púbico y percibió el olor almizcleño del sexo femenino. Entonces
ella comenzó a chupar otra vez mientras con las manos frotaba muslos
y testículos, sabiendo que él también estaba cerca del clímax.
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Georgie gritó el nombre de él cuando llegó al clímax y el sonido, unido a
las vibraciones que Doyle sentía debajo de su cuerpo, lo llevó al éxtasis.
Ella gemía en voz más alta a medida que sentía llenarse del fluido
espeso del hombre, cuyos impulsos eran todavía perfectamente rítmicos
mientras vertía en ella, con el cuerpo estremecido, su líquido placer.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró, deslizando por fin las piernas sobre el
cuerpo masculino, todavía sin abrir los ojos.
Ella rodó hacia él, mirándole la espalda, las cicatrices que tenía también
allí. Lo besó en el hombro, que lamió con la lengua mientras con una
mano le retiraba el largo pelo.
Él miró vagamente.
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cabellera. Ella le acarició la parte posterior de los muslos, siguiendo dos
o tres cicatrices más.
No la dejes intimar .
Mantenla a distancia .
Y otra vez.
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BRETAÑA, FRANCIA:
En medio del polvo y la suciedad del viejo edificio, era como un faro. Tal
era la intensidad de los colores, que el vidrio parecía brillar. Los rojos
semejaban fuego líquido; los azules, zafiros; los amarillos, oro recién
pulido.
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Como ateos que trataran de explicar un milagro.
Vamos, tiene que haber más clichés para describir la manera en que se
sentía .
Lo único que podía hacer era mirar a la vidriera, asimilar sus detalles,
maravillarse ante su aspecto.
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Sintió que se desmayaba y retrocedió un poquito, como si la
confrontación directa con la vidriera fuera algo excesivamente
abrumador, algo con lo que resultaba demasiado difícil luchar.
Esa sensación fue pasando poco a poco y Cath pudo volver a mirar,
hipnotizada por el brillo.
Algo de plata.
Cath dio otro paso atrás, pero mantuvo un ojo fijo en el objeto
reluciente, pues no sabía si Channing lo había visto. Dijo algo para sí
acerca de la cámara y se fue del presbiterio; sus pasos tambaleantes
resonaron en el cuerpo principal de la iglesia.
Y ahora Cath veía que el objeto de plata volvía a relucir. Esta vez se
acercó a él.
El encendedor de Lausard.
Fuera de la vista.
Era evidente que Lausard había estado allí después que ellos. Pero ¿por
qué? ¿Cómo dejó caer el encendedor, o, más probablemente, cómo lo
dejó?
¿Otro misterio?
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Debajo de las piernas de la criatura había una puerta, algo así como un
rastrillo adornado con cabezas. Los centenares de pequeños ojos
parecían reflejar la luz con insoportable intensidad.
La criatura central, la más grande, era azul oscuro, salvo los ojos, que,
a la luz de las lámparas y de los rayos de sol que casi con timidez se
colaban en el transepto de la iglesia, parecían tener un diabólico brillo
rojo. Los dos monstruos sobre los que se levantaba eran de color
amarillo, excepto los ojos, que tenían el mismo color rojo brillante ya
mencionado. Había gruesas lenguas que daban la impresión de lamerse
los labios.
Muchísimos niños .
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—Decididamente, es del siglo quince —dijo Cath, cuya voz penetraba
cual afilada cuchilla el silencio y los pensamientos de Channing—. Esta
vidriera es vidrio perpendicular —prosiguió, señalando los maineles que
dividían los compartimientos, segmentando cada panel—. Hay
muchísimo vidrio blanco allí. Lo pintaron encima, al menos las figuras
grandes, que no fueron cocidas, al igual que las más pequeñas —
martilleó suavemente sobre el vidrio con el extremo de su pluma—. Las
figuras de los niños se hicieron empleando un efecto de mosaico, es
decir, con piezas pequeñas de vidrio coloreado reunidas a modo de
rompecabezas. El resto es propio de los vidrios perpendiculares. Estilo
decorado. Modelos en forma de S, arcos conopiales.
—Lo siento. Lo que pasa es que por fin parece haber por lo menos algo
seguro respecto de esta maldita vidriera. Su fecha.
COGITATIO
SACRIFICIUM
CULTOS
ARCANA
ARCANUS
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—Un secreto —murmuró Cath—. Oculto en la vidriera, tal vez.
OPES
IMMORTALIS
Channing volvió a mirar las palabras y las repetía en voz alta a medida
que las traducía.
Una de las cosas que buscaban los alquimistas, ademas del secreto de la
conversión del metal en oro, era el secreto de la inmortalidad. Tal vez
estas figuras y estos símbolos se refieran a eso.
BARON
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—En latín, barón es princeps , ¿verdad? —dijo, los ojos todavía fijos en
la vidriera.
—Me parece que sé qué es y creo que sé qué es lo que esta vidriera se
propone ilustrar —dijo ella.
Él la miró atentamente.
—Una de las imágenes más populares de las vidrieras del siglo quince
era algo que se conoce como Árbol de Isaí. Era la representación literal
del árbol de la familia de Cristo, en vidrio. La figura de Isaí, fundador de
la Casa de David, estaría en la parte más baja, y de él surgirían vides o
ramas, cada una de las cuales representa uno de los antecesores de
Cristo —señaló la vidriera—. Creo que se trata de una especie de
parodia de un Árbol de Isaí. Si De Rais practicaba la magia negra, ¿qué
mejor manera había que ésta para demostrar su desprecio hacia Dios
que la de exhibir en una iglesia algo de esta naturaleza?
—¿Y Baron?
No dijo nada.
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Él no sospecharía de ella .
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encendió los faros de máxima intensidad; los haces de luz penetraban la
oscuridad e iluminaban la estrecha carretera que conducía fuera del
pueblo.
Interrogantes .
Condujo el Peugeot por la estrecha pista que llevaba al fondo del valle,
aferrándose al volante a medida que se sacudía sobre la desnivelada
superficie.
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Cath tragó con esfuerzo y disminuyó la marcha, ya a menos de diez
metros de la puerta principal de la iglesia.
A la vidriera.
ARCANA
ARCANUS
Cath sabía que llevaría muchísimo trabajo desvelar del todo el secreto
de la vidriera, pero tenía la convicción de que había que resolver el
enigma.
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Aunque sospechaba que justamente Dios no tenía nada que ver con
aquello.
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La barra del The Standing Stones estaba llena como de costumbre. Las
dos mesas de billar estaban ocupadas; en un rincón, unos hombres
sentados en círculo jugaban al dominó y una partida de dardos estaba
en pleno desarrollo. Casi nadie miró a Doyle cuando dejó que la puerta
golpeara y caminó hacia la barra.
Siobhan.
—Hoy no quiero ningún problema, o bien saldrá usted por esa puerta de
una oreja —dijo secamente.
—Yo no la empecé.
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Luego se retiró altivamente hacia el otro extremo de la barra para
servir a otro cliente que acababa de entrar. Doyle miró al hombre en el
espejo, pero no era el que buscaba.
Georgie .
Ella se le acercó, sonriente. Era bonita. Más o menos uno sesenta, pelo
negro. Delgada, de busto grande.
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—¿A las tres?
Dolan levantó la vista cuando oyó la voz. Sonrió con aquella sonrisa
contagiosa al ver a Doyle con el vaso en la mano.
—¿Trabajo?
—Por la Causa.
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—Y tú, ¿qué tal? —preguntó Dolan—. ¿Qué haces?
Dolan sonrió.
—Tendría que ser en secreto —le dijo Dolan—. Quizá recoger un paquete
aquí o allí, a veces una persona. Piénsalo.
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Dolan estaba unos veinte metros más adelante.
—Georgie, escucha —dijo Doyle, sin darle casi tiempo para reconocerlo
—. Tenemos que averiguar acerca de un coche. Rápido. Contacta con el
RUC, diles que miren en sus ordenadores. Necesito saber quién es el
propietario y dónde vive. Estoy en una cabina. No puedo hacerlo desde
aquí. Invoca el nombre de Donaldson cuando llames, diles que estás con
la Unidad Antiterrorista. Y diles que se den prisa. Cuando lo tengas,
llámame a este número. ¿De acuerdo? —le dio el número del teléfono
público y luego el número de la matrícula del coche.
Cinco minutos.
Diez minutos.
—Vamos, por el amor de Dios —musitó, mientras iba y venía sin parar
junto a la cabina.
Por la esquina apareció una mujer joven con un cochecito, que se dirigió
hacia la cabina telefónica.
—No funciona, querida —le dijo Doyle, con aire decepcionado—. Acabo
de probar.
197/414
—Sí… —dijo.
—Mire, señorita, vaya a tomar por el culo, ¿quiere? —dijo Doyle, y dio
una patada a la puerta para cerrarla.
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BRETAÑA, FRANCIA:
—No hay razón para pensar que volverá. Además, lo único que podemos
hacer es continuar con nuestro trabajo. Creo que nos estamos
preocupando sin ninguna necesidad.
—Mi único interés es esa vidriera —dijo ella con rabia—. Trabajar en
ella es demasiado importante como para parar ahora.
El encendedor de Lausard .
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En el bolsillo lateral se hallaba su cuaderno de notas, con las
observaciones de la noche anterior.
—A la iglesia.
—Lo podemos dejar para más tarde. Me parece que ambos necesitamos
descansar. Tampoco anoche he dormido bien…
Ella lo interrumpió.
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Era la primera vez desde hacía dos años que el equipo nacional inglés
jugaba en Windsor Park. El atractivo que en ello podían encontrar
Maguire y sus secuaces era evidente. Una gran cantidad de gente, con
una buena proporción de ingleses.
201/414
El martes por la noche hay un partido en Windsor Park. Puede que sea
interesante .
—Sácala afuera.
Doyle hizo una larga pausa para encender un cigarrillo, tras lo cual
volvió a guardar el paquete en el bolsillo interior de la chaqueta. Al
hacerlo rozó la pistolera del hombro y la culata de la CZ-75 automática.
Se colocó el cigarrillo en la comisura de los labios y siguió caminando
mientras se preguntaba si Georgie tendría suerte del otro lado del
campo.
Pero no.
Georgie se sentía aún más desesperanzada que Doyle. Sólo contaba con
la descripción de Dolan, y en cuanto a Maguire, no había visto más que
fotos. No sabían —ella ni Doyle— quiénes eran los otros. Se detuvo junto
a un grupo de hombres que miraban el partido y pensó que, por lo que
ella sabía, podían estar en presencia de esos pistoleros sin saberlo.
202/414
Había asumido la corazonada de Doyle de que podía haber algún
incidente durante el partido, pura y simplemente porque las
corazonadas eran lo único con que contaban en ese momento. Pero
Georgie también confiaba en el instinto de Doyle.
203/414
Se acercó rápidamente al saco, empujando a un hombre y a su hijo, que
aún continuaban celebrando.
El saco estaba cerrado con una cinta adhesiva que daba varias vueltas
alrededor y tan ajustadamente que dejaba ver claramente la forma del
contenido. Era rectangular.
Incluso a través del plástico negro pudo Doyle distinguir un lucecita roja
que parpadeaba.
Se hincó sobre una rodilla cerca del paquete. Tenía unos treinta
centímetros de largo, y de ancho tal vez la mitad de esa cifra. Sacó un
cortaplumas del bolsillo de la chaqueta.
Todo parecía indicar que había algo así como un kilo de explosivo.
204/414
Lo suficiente como para hacer estragos, pues estaba unido a una mecha
encendida. Si explotaba…
La mecha encendida .
205/414
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Doyle llegó a la valla y gritó algo al policía que tenía más cerca.
—¡Eh, tú, escucha! —rugió Doyle, pero sus esfuerzos se perdían por
completo en el griterío de la multitud, que las emprendía contra el juez.
206/414
Doyle vio a los policías que se le acercaban y se quedó de pie,
esperándolos.
Los dos policías llegaron a donde estaba Doyle y uno de ellos lo cogió
del brazo.
—Pues, ¿quieres que la cosa sea más dura? —dijo el segundo policía—.
No tenemos ningún inconveniente —y llevó la mano a la porra.
—¿Qué coño hacías allí? —dijo el primer policía—. Esa zona —señaló
detrás de él— es la de los hinchas ingleses. Ahora ven.
207/414
Doyle le arrebató la radio.
Algunos de los que estaban cerca de la valla pudieron ver que llevaba
una pistola y muchos retrocedieron, temiendo lo peor.
208/414
¿Llegarían a tiempo?
Esperando.
209/414
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Pasó junto al traidor del IRA y se colocó a unos tres metros a la derecha
de él. Cada vez que Georgie miraba el partido, podía observar su rostro.
¿Estaría equivocada?
Maguire permaneció con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo
y ocasionalmente decía algo al hombre que tenía al lado, alto, de unos
treinta y cinco años, semblante pálido y pelo castaño.
Pero ¿qué hacer? ¿Echársele encima allí mismo, en medio del gentío, y
correr el riesgo de desencadenar un tiroteo?
210/414
tranquilizador. Luego enganchó los pulgares en los bolsillos de los
tejanos y permaneció inmóvil.
Obsérvale .
Se oyó un rugido general que surgía del interior del estadio y Maguire
se volvió ligeramente.
211/414
Maguire y su compañero siguieron caminando. Esta vez ella dio un
amplio círculo, procurando ver a qué coche se encaminaban.
Algo …
212/414
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No llegarían a tiempo.
Doyle vio que en las gradas del otro lado del campo había muchas
personas fuera de sus asientos, mirando hacia esa zona conflictiva. Para
muchos, el partido en sí mismo se había convertido en un espectáculo
secundario.
213/414
Quizás había descubierto él la bomba antes de que Maguire tuviera
tiempo de anticipársele. Quizás consiguió estropearle la maniobra. La
sonrisa de Doyle se hizo más franca cuando oyó decir en una radio que
las piadas habían sido despejadas y acordonadas.
La explosión fue tan grande que, a pesar de tener de por medio todo el
ancho del campo de juego, Doyle sintió la sacudida. Hasta él llegó la ola
de calor que siguió a la gigantesca erupción.
Vio cuerpos que volaban hacia el cielo, algunos manando sangre como
grotescos fuegos de artificio.
Otro había sido decapitado por la explosión; su cuerpo sin vida había
quedado esparcido sobre un campo ya muy teñido de sangre.
214/414
Una mano, todavía unida a la mayor parte del brazo, yacía cerca de la
línea de banda. A dos o tres pasos a la izquierda se hallaba el cuerpo de
un niño con el cráneo abierto por detrás y la espina dorsal visible entre
los omóplatos.
Giró sobre sus talones para echar una mirada a la sección del graderío
que había sido evacuada.
215/414
Y evacuada con toda efectividad. El publico había huido con toda
eficiencia de lo que, ahora comprobaba, había sido un señuelo. El bulto
de ese lado lo habían puesto para que alguien lo descubriese.
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52
Abrió con una mano la puerta del lado del conductor, mientras con la
otra cogía la Sterling.
El hombre levantó las manos en señal de rendición y salió del coche, las
tripas flojas. Sin poder evitarlo, el miedo le ensució los calzoncillos, vio
como Georgie entraba en el coche, volvía a poner la 357 en su pistolera
y encendía el motor. Arrancó lentamente, los ojos fijos en el Sierra.
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Georgie los siguió, cambiando de posición en el asiento del conductor,
irritada al comprobar que los pedales se hallaban demasiado lejos como
para conducir con comodidad. Pero no tenía tiempo de nada, debía
componérselas como pudiera.
Cógete fuerte .
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—No lo sé —dijo Maguire, aguzando la vista a través del vidrio—.
Despístalos.
Rojos .
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El Sierra consiguió maniobrar a tiempo para eludir al carro que rodaba
delante.
El carro de la compra salió despedido por los aires a causa del choque,
que lo deshizo. Resbaló sobre el techo y cayó a la calle por detrás.
Más sirenas, esta vez detrás de ella. Miró por el espejo retrovisor y vio
un coche de la policía.
—¡A
la mierda con la policía! —dijo Mick Black desde el asiento de atrás—.
¿Quién es este payaso que nos persigue?
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mortal. Una sola ráfaga de la munición de 9 mm destrozó el frente del
Cavalier.
Georgie lanzó una gritito de dolor cuando una astilla fina como aguja le
lastimó la mejilla. Sintió que la sangre le caía por el rostro. El viento
frío que se colaba por lo que había quedado del parabrisas parecía
mitigar el dolor. Vio que Maguire se acomodaba para descargar otra
ráfaga.
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estampido, ensordecedor, se mezcló con el silbido del viento y el chillido
de las cubiertas del Sierra, que volvía a patinar…
La primera bala terminó con lo que quedaba del faro trasero del coche
en fuga, mientras que la segunda abrió un enorme agujero en el vidrio
posterior, que voló dentro del coche a causa de la explosión, y Georgie
vio como los dos hombres que iban en el asiento de atrás se agachaban
para subirse.
Georgie chocó con tanta fuerza contra el coche que venía marcha atrás,
que el Chevette giró casi ciento ochenta grados. El Cavalier se sacudió
con la colisión y Georgie se quejó entre dientes mientras la barra de
dirección la golpeaba en el pecho. Casi dejó caer la 357 y por un
instante perdió la respiración.
Georgie continuó.
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La sensación que Georgie experimentaba era la de que alguien la
hubiera cogido por la solapa y la sacudiera. Cerró decididamente los
ojos, pues no quería ver cómo el mundo giraba como una peonza detrás
del parabrisas deshecho.
Consiguió abrir la puerta del lado del conductor y dejarse caer sobre la
acera, la cara apretada contra el hormigón frío.
Oyó sirenas.
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53
Cuando Georgie volvió a mirar el reloj eran más o menos las dos de la
madrugada. Se sentía cansada, irritada y sucia. La sangre que había
sentido en la boca cuando el coche chocara, era la que había corrido del
corte de la mejilla. También tenía un diente roto, como venía ahora a
descubrir explorando con la lengua.
Los dos antiterroristas dejaron que sus captores los interrogaran, pero
jamás respondieron a ninguna de sus preguntas.
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Finalmente, Doyle decidió que ya había tenido bastante.
Doyle pidió que lo dejaran a unos doscientos metros del hotel. Algo que
no importaba a nadie más.
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—Flaco favor les hice con ella a los pobres infelices a los que cogió la
bomba.
Ella asintió.
—Diez minutos.
Él asintió.
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Georgie estuviera bien y se sentía aliviado de que no la hubieran herido,
pero no se lo dijo, no se lo diría.
No podía .
Mantén la distancia .
No sabían cuánto tiempo tendrían que aguardar; ya hacía dos horas que
estaban allí.
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54
Simon Peters dio una última calada a su cigarrillo y arrojo la colilla por
la ventanilla. Retuvo un momento el humo y luego lo expulsó formando
un largo hilo azul.
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Nadie había sido más feliz que él cuando había terminado por reunirse
la conferencia de paz de Stormont, pero la promesa de poner fin al
derramamiento de sangre, la esperanza de una Irlanda unida, todo eso
se había esfumado. La habían hecho saltar por los aires con una lluvia
de balas hombres que tienen la osadía de llamarse miembros de la
misma organización a la que con tanto orgullo pertenecía él.
Encontrarlos y matarlos.
Joe Hagen se apeó del coche y caminó hasta reunírsele, con las manos
hundidas en los bolsillos de los pantalones. El rocío oscurecía sus botas
de ante mientras caminaba por la hierba alta.
—Mi padre acostumbraba decir que el amanecer tenía el color del oro
en la bandera —murmuró Hagen en tono reflexivo—. Cuando la gente
acostumbraba hablar del oro para referirse a los católicos y al verde
para referirse a los protestantes, él solía decir que aquello por lo que
había que preocuparse era el trocito del medio. La parte donde ambos
colores jamás podían unirse.
—Sí que lo era. Me hubiera gustado que viviera lo suficiente como para
ver una Irlanda unida.
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En una rama cercana, un tordo gorjeaba alegremente, luego voló. Su
silueta era una punta de flecha negra sobre el cielo brillante.
—He hablado esta mañana con Coogan —dijo Peters—. Hay también por
lo menos un agente inglés tras la huella de Maguire. Y también lo busca
el RUC. Ahora mismo Belfast está demasiado caliente para él y sus
hombres. Probablemente ya haya cruzado la frontera.
Se llenó otra vez los pulmones de aire fresco, se dio la vuelta y camino
lentamente en dirección al coche.
—Me parece que es hora de que hagamos una visita a algunas de las
familias de esos… traidores —y tiñó de desprecio esta palabra—. Si
Maguire y sus hombres han cruzado la frontera, alguien podría saber
dónde han ido. Alguien de su entorno.
—Hablarán. Te lo garantizo.
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55
BRETAÑA, FRANCIA:
No eran periodistas.
—Me interesan los objetos de este tipo —respondió Callahan, quien miró
a Channing de arriba abajo—. Y usted, ¿quién es usted? ¿Cómo ha
llegado aquí? —agregó, con un retintín que Channing percibió de
inmediato.
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—Estoy aquí trabajando. Lo único que necesito es paz y tranquilidad.
—Me parece muy bien, señor Channing, pero tenemos derecho a ver la
vidriera si queremos. Usted no puede impedirlo.
—Será mucho más que una amenaza si no se aparta del camino —gruñó
Callahan mientras daba un paso adelante.
—¿Qué sucede?
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—Pasen, yo los llevaré —dijo con aire cansado.
Laura quedó como hipnotizada, sin apartar ni por un instante los ojos
del vidrio.
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—¿Quién les paga? —quiso saber Callahan.
Callahan sonrió.
Channing sonrió.
—Imposible.
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—¡Cath, por el amor de Dios! —protestó Channing.
—¿Y usted?
Sonreía.
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—Lo único que nos ofrece Callahan son mejores condiciones de trabajo
—dijo Cath suavemente.
—Él lo mencionó. Después que te fuiste dijo algo acerca del tesoro,
acerca de algún secreto de De Rais. Callahan no es un loco, Mark.
—Así que sólo porque ha leído un par de libros sobre Gilles de Rais,
estás impresionada por su conocimiento, ¿eh? ¿Y por eso le permitirás
que se lleve la vidriera? ¿Por eso le venderás tu talento y tus habilidades
para ayudarle a descubrir el secreto?
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—No te permitiré hacerlo, Catherine.
Cath trató de rodar hacia un lado para escapar a Mark, para llegar a la
puerta de la habitación, pero Channing era demasiado rápido para ella.
Cuando ella se zambullía en la cama él la cogió y la trajo de vuelta,
descargando sobre ella todo su peso e impidiéndole moverse.
La luz blanca bailaba ante los ojos de Cath, quien ya no pudo respirar.
Era como si alguien le estuviera chupando hasta la última gota de aire
de los pulmones mientras Channing aumentaba la presión.
Parecía un loco.
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Un último esfuerzo .
Algo monstruoso.
Cath no gritó.
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Se limitó a incorporarse en la cama hasta sentarse, todo el cuerpo
bañado en sudor.
Del otro lado del rellano, también Channing estaba despierto. Hacía
muy poco que había salido de su pesadilla.
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Los cuatro tenían que encontrarse en el piso de Divis dos horas después.
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Después de todo, cualquier otra mayor habría sido algo así como el
equivalente a sustituir toda una pierna que hubiera sido víctima de una
bomba cuando bastaría con la rótula.
—Si nos hubiera visto, Luke, no estaría allí mirándonos por la ventana,
¿no te parece? —observó Peters, sonriendo—. Se las hubiera pirado.
Una mujer que limpiaba el umbral de su casa levantó la mirada y los vio.
McCormick la saludó con la mano y ella le devolvió el saludo casi sin
interrumpir su tarea.
No hubo respuesta.
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—¿Quiénes son ustedes? —preguntó al tiempo que se retiraba de la
frente un mechón de pelo rubio.
Peters gruñó.
Ella obedeció instantáneamente y los dejó pasar. Una vez los dos dentro,
McCormick la cerró.
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La chica se ajustó la toalla al cuerpo. Se le había ido el color del rostro
y la voz abandonaba el tono altivo del comienzo.
McCormick miró la pequeña cocina, luego salió del salón y Maria oyó
que subía la escalera.
—Sólo queremos hablar contigo —le dijo—. ¿Ha venido alguien a verte
en los últimos días?
Peters recogió los tejanos y una camiseta del sofá, se los arrojó a Maria
y se volvió de espaldas.
—Vístete —le dijo, mirando hacia fuera por la pequeña ventana del
frente.
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Maria dio un paso atrás, hacia el cuadro de Maria Magdalena.
—Dijeron que no iban a hacerme daño —balbuceó con los ojos llenos de
lágrimas.
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—Señor Dolan.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Frank Dolan, con una mezcla de miedo y
de indignación en la voz.
Se acercaba a los cincuenta años, tenía cara delgada y pálida con una
piel que parecía estirada por encima de los pómulos altos. Hacía
muchos años se había quebrado la nariz en una pelea. Debajo de las
cejas pobladas, unos ojos grandes y vivaces iban y venían por el salón.
—Se supone que está usted trabajando, ¿no? —dijo Dolan en tono
coloquial.
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Hace dos meses que no hablo con él —
respondió Dolan y miró de reojo a Maria, quien, en silencio, se mantenía
de pie con el cuchillo sobre la garganta y las mejillas surcadas de
lágrimas.
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—Por favor, dejen marcharse a mi hija —agregó, mirando a Peters.
—Está usted enterado de las noticias, ¿verdad? —dijo Peters—. ¿Ha oído
hablar del tiroteo de Stormont, del asesinato del reverendo Pithers, de
la bomba de Windsor Park? Su Billy —agregó mirando a Dolan a los
ojos—, está implicado en todo esto. Él y sus amigos. Ellos decían ser
nuestros amigos.
—No, lo juro. Hace unos dos meses que no le veo, como dije antes —
respondió Dolan.
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—Déjenla marcharse —rogó Dolan—. Por favor.
—¿Dónde está?
McCormick cortó más cabello. Ya había una pequeña pila a sus pies.
McCormick tiró fuerte del pelo de Maria y cortó un gran mechón. Eso
dejó al descubierto una oreja, a la que infirió accidentalmente un tajo.
—¿Le dicen algo los nombres de James Maguire, Michael Black, Damien
Flynn o Paul Maconnell? —preguntó Peters con calma.
Peters sonrió.
—Lo pregunto porque si es así será mejor que aprendas a usar muletas
dijo.
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Apenas terminaba de salir de los labios la última palabra cuando
levantó la 22, la apoyó contra la rodilla izquierda de Dolan y disparó.
El estampido del arma fue casi tan sonoro como el terrible crac de la
rótula de Dolan destrozada por la bala, que al atravesar la pierna le
astilló la rodilla y le interesó seriamente los ligamentos. La sangre
comenzó a mojar los pantalones de Dolan mientras éste gritaba de dolor
y se cogía la articulación deshecha, los dedos chorreando sangre.
Cuando vio a su padre lisiado, Maria terminó por encontrar aliento para
gritar.
—Cuando veas a Billy, dile que queremos hablar con él —dijo Peters,
como si su partida requiriera alguna forma de etiqueta.
Luego se marcharon.
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BRETAÑA, FRANCIA:
Tal vez estuviera dormido todavía. Ninguno de los dos había tenido una
buena noche de descanso desde su llegada al lugar; ambos habían
tenido que contentarse con dormitar de vez en cuando. El sueño
profundo traía consigo las pesadillas.
Cath frunció las cejas, fue a la ventana y miró el sitio donde debía estar
aparcado el Renault. No se sorprendió al comprobar que no estaba.
Salió rápidamente de la habitación y bajó a recepción, se detuvo ante el
escritorio e hizo sonar la campanilla.
—¿Adónde fue?
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Cath vaciló un momento. Luego agradeció a la mujer y se lanzó
escaleras arriba. La gorda la miró, se alzó de hombros y desapareció en
la habitación posterior.
Arriba, Cath cogió las llaves del Peugeot y salió a toda prisa. Bajó la
escalera y fue hasta la plaza. Abrió la puerta, se sentó al volante y
encendió el motor.
Mirando. Azorado. Atónito ante los dibujos, los colores y tanta maestría
artística. Parecían ejercer sobre él un hechizo mayor que la primera vez
que la vio.
Los ojos de las criaturas pintadas en la vidriera y los ojos de los que las
rodeaban, que parecían millones de ojos, todos atraían su mirada, la
sostenían y la fijaban en sus propias miradas jamás parpadeantes. Miro
las palabras y pronunció algunas en voz alta:
Un rayo de sol iluminaba la ventana y reflejaba sus colores cada vez con
mayor vivacidad. Los ojos rojos de las criaturas mayores parecían
charcos de sangre hirviendo.
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El frío aumentaba por momentos.
A pesar del frío que hacía dentro de la iglesia, sintió que el sudor le
perlaba la frente debido al esfuerzo. Golpeó contra la ventana
implacable e incesantemente, hasta que las fuerzas parecieron
abandonarle.
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Trató de apartarse de la vidriera, de mirar en otra dirección.
Alzó una vez más la piedra y la arrojó con increíble furia contra la
vidriera.
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Tal vez .
A la vidriera.
Abrió la puerta.
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Allí estaba la vidriera.
Intacta.
El ojo colgaba del nervio óptico, entre la sangre y el polvo del suelo. El
otro ojo de Channing estaba abierto, amplio y ávido. Cuando Cath se
aproximó al cadáver, trató de apartar de él la vista, conmovida por
aquella mirada ciega. Con renovada repulsión percibió que le faltaba el
párpado superior.
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Tomaba grandes precauciones para no resbalar en tanta sangre. Ésta,
que en muchos sitios todavía no había coagulado, se le pegaba a los
zapatos. De haber estado en condiciones de pensar racionalmente se
habría percatado de que no hacía mucho que estaba muerto, pero el
pensamiento racional la abandonó cuando se enfrentó a aquella tan
vasta destrucción de un cuerpo humano. Cath se arrodilló a medio
metro de él y observó más de cerca el destrozado cadáver, maldiciendo
el ojo infernal que colgaba de la goteante cuerda del nervio como
ensangrentada pelota de ping-pong. Aquel ojo parecía mirarla.
¿Callahan?
Pero aun cuando hubiera sido Callahan, ¿por qué habría de despedazar
de ese modo el cuerpo de Channing? ¿Por qué dejarlo para que lo
encontrara ella, o cualquier otra persona?
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¿Llamar a la policía?
¿Llamar a Callahan?
Vamos, domínate .
¿Qué hacer?
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Volvió a dar un paso atrás, miró la vidriera y las salpicaduras de sangre
que la cubrían. Sacó otro pañuelo del bolsillo con el que, disgustada,
limpió el vidrio del líquido rojo que cubría la figura del niño.
El secreto .
Había desaparecido.
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—Channing ha muerto.
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—Ya lo he dicho, no lo sé.
—No saben nada —explicó Cath—. Nadie sabe nada. Nadie sabrá nunca
nada.
—Todavía en la iglesia.
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—sonrió—. Laura y yo regresamos hoy. Pensé que tal vez quisiera usted
quedarse a supervisar el cargamento. Puede volver en el avión con la
vidriera. Para mantenerla a la vista —y volvió a esbozar la misma
sonrisita burlona.
Callahan sonrió.
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—¿Podría alguien haberse enterado de algo acerca de la vidriera? —
reflexionó Laura en voz alta—. Quiero decir, de que iba a ser sustraída.
Tal vez alguien que no quería que se la llevaran fue quien mató a
Channing.
—Es posible, supongo —agregó Callahan—. Puede que así sea, pero en
ese caso, quienquiera que haya matado a Channing también está detrás
de nosotros.
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Tercera parte
IRON MAIDEN
NIETZSCHE
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Doyle se levantó pronto, miró el reloj y procuró dormirse otra vez, pero
cuanto más trataba de relajarse, más le costaba conseguirlo. Eran poco
más de las seis de la mañana.
Ella había sido quien, la noche anterior, les había cubierto con la sábana
después de hacer el amor.
O quizá fuera porque entre ellos había algo más profundo que la mera
atracción física .
Con rabia, Doyle alejó esa idea de su mente y decidió que era hora de
levantarse. Se liberó de Georgie y bajó de la cama tratando de no
molestarla. Ella murmuró algo entre sueños, pero luego se puso boca
abajo y no volvió a emitir sonido.
Doyle fue al baño y llenó el lavabo con agua fría. Primero se echó agua
en la cara y después sumergió la cabeza hasta más allá de la nuca. Se
incorporó. El agua le inundaba las facciones y se abría paso por el torso
en forma de arroyuelos. Contempló su imagen en el espejo mientras se
tocaba las cicatrices del lado izquierdo y las recorría íntegramente con
el índice. Se pasó una mano por el pelo, se secó y regresó al dormitorio
envuelto en la toalla como única vestimenta.
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Puso la MP5K en el suelo, junto a la cama, sacó la CZ y la 44 de sus
respectivas pistoleras y las depositó al lado de la subametralladora.
Luego se sentó con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la
cama y contempló las armas. Con un trapo que había cogido de la
maleta, comenzó a limpiar la 44.
Doyle, de espaldas a ella, cerró los ojos con fuerza y finalmente se alejó
de Georgie. De su tacto.
—Eso era anoche —dijo él, cortante, pasando el trapo por el interior del
cañón.
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—No sé de qué me hablas.
—Eres como Doctor Jekill y Mister Hyde —insistió—. A veces eres cálido
y cariñoso, y otras veces frío y distante. Es como estar con dos personas
diferentes.
—Dormimos juntos. ¿Eso no significa nada para ti? ¿No nos hace
intimar?
Ella suspiró.
Él la interrumpió.
—Tú no sabes lo que siento acerca de nada —el tono contenía una
vehemencia excesiva.
—No te pido que te enamores de mí, ¡por el amor de Dios! —dijo ella,
enfadada—. Sólo quiero saber qué es lo que te da miedo de intimar con
la gente. ¿Por qué te importa tanto? ¿Por qué no quieres dejar que nadie
se te acerque?
—Porque cuanto más cerca los tienes, más doloroso es cuando los
pierdes.
—Siempre estás tan seguro de que vas a perderlos —dijo ella con
suavidad.
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—Nada es permanente. Y precisamente tú deberías saberlo. Pregunta a
las familias de los que murieron en Windsor Park. Piensa en tu hermano.
¿Alguna vez habías pensado que lo matarían justamente a él? Pues bien,
la muerte no conoce excepciones, Georgie, y hoy o mañana puede
llevarte a ti o puede llevarme a mí en su puto saco. —Dejó la CZ y
prosiguió—: Como dicen las canciones, Vive para hoy, el mañana nunca
llega —se volvió para mirarla y la besó levemente en los labios—. Ésta
es la única manera en que puedo vivir —concluyó, mientras le pasaba el
dorso de la mano por la mejilla y percibía la extraordinaria delicadeza
de la piel de la muchacha.
Doyle le pasó una mano por el interior del muslo cuando la tuvo ante él
y ella inspiró profunda y temblosoramente, sonriendo mientras los
dedos masculinos le cepillaban el vello púbico.
Pronto.
Muy pronto.
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A la derecha, el mausoleo.
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Más malezas crecían con gran densidad alrededor de la puerta,
asegurada con un candado. Su aspecto nuevo lucía incoherente sobre la
piedra antigua.
Estaba reclinado contra una de las seis cajas de madera que allí se
hallaban, cada una de un metro ochenta por noventa, más o menos. La
madera era nueva; Flynn percibió su punzante olor incluso por encima
del olor a moho de la tumba. Sobre una de las cajas había una palanca,
y Maguire la utilizó para abrir la primera. Dentro se veía una capa de
paja. El hombre del IRA quitó parte de la paja y hundió la mano para
sonreír mientras levantaba algo como si fuera una suerte de premio.
Flynn iluminó hacia abajo, de tal modo que el rayo de luz apuntara una
de las otras cajas, y empleó la misma palanca para abrir el enorme
contenedor. Dentro había más paja. Más armas. Sacó de su embalaje la
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Armalite y se la apoyó sobre el hombro, entornando los ojos para
aguzar la vista.
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Billy Dolan dio un paso atrás con las manos colgando a los costados, la
Bernardelli de 9 mm firmemente apretada contra el lado izquierdo.
Todavía no .
Dolan sonrió.
—No creo que vaya a encontrarlo allí —dijo Farrow, señalando la tumba
con la cabeza—. ¿Puede darme su nombre, por favor?
—¿Qué pasa con el otro? —susurró Flynn, al ver a Page de pie junto al
coche, en el sendero.
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—Su nombre, señor, y quisiera también ver su carnet de conducir —dijo
Farrow, acercándose a Dolan.
Él primer disparo fue al aire; el segundo dio en la grava, que hizo saltar
por el aire.
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Una le desgarró la pantorrilla izquierda, arrancó gran parte del
músculo y partió en dos la espinilla. Mientras se arrastraba por el suelo,
otra bala le dio en la cara, justo encima de la barbilla. Era como si el
maxilar inferior se desintegrara, y porciones de hueso caían al suelo
junto con dientes deshechos, impulsados por la sangre que salía a
chorros por la herida. Aún estaba echado cuando un tercer disparo le
dio en el pecho y le hizo girar hasta quedar de espaldas, con el esternón
destrozado. La sangre manaba sobre los labios y burbujeaba debido a la
respiración. Sintió una presión increíble sobre la caja torácica, como si
alguien le hubiera colocado enormes pesas encima. Cuando trató de
respirar, el dolor únicamente le permitió unos pequeños jadeos. Sintió
que la inconsciencia comenzaba a apoderarse de él.
La cuarta bala que en él hizo impacto le voló una buena parte del lado
izquierdo de la cabeza.
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Dolan giró a la izquierda para entrar en la carretera.
—Eran una mierda —contestó Flynn desde atrás, con voz rasposa.
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—Un poco más lenta y sería mortal —dijo mientras sacudía la cabeza,
aliviado al ver que el caballo y el carro giraban a la derecha y se metían
en un campo. Doyle aceleró y pasó.
—¿Dónde
encontraremos a ese señor David Callahan? —preguntó Doyle—. Me
parece que si presta coches al IRA tenemos que hablar con él.
—Pero entonces, ¿qué hacen los del IRA en ese coche? —se preguntó
meditativamente Doyle.
—No hay razón para que Callahan esté mezclado con ellos. El coche
podía haber sido robado; este David Callahan podría ser una persona
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completamente diferente. Probablemente Maguire y sus hombres usaron
nombres falsos cuando lo compraron.
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—Y es lo que hacemos —replicó él.
—Lo que te digo, Doyle, es que nunca lograrás acercarte al tío al que
dispararon —repitió Georgie.
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El vuelo había sido muy bueno, pero, de cualquier modo, David Callahan
se puso contento de aterrizar.
El viaje duró menos de dos horas. Laura sonrió cuando, por fin, el coche
se detuvo fuera de la casa. Ella y Callahan se apearon. Los criados
llevaron el equipaje y luego introdujeron el coche en el garaje. Era como
si nunca se hubiesen marchado, pensó Laura, mientras subía la
escalera. La idea de un baño le iluminó la boca con una sonrisa.
—Claro que sí. Todo es sacarla de la iglesia. Será levantada por una
grúa. No veo por qué habrían de tener problemas.
—¿Por qué no habría de confiar? Ella tiene más que perder que nosotros
si le ocurre algo a la vidriera. No lo olvides: ocultó un asesinato.
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estaba contenta de que estuvieran de regreso y les preguntó brevemente
por el viaje.
—Lo único que dijo fue que tenía algo que discutir con usted y que muy
pronto lo vería. Después colgó. Si vuelve a llamar, ¿quiere hablar con
él? —preguntó Trisha.
Callahan no respondió.
Callahan la interrumpió.
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Callahan bebió un sorbo de su vaso e hizo rodar éste entre las manos.
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—Oh, mujer de poca fe —dijo, sin quitar los ojos de la entrada del
hospital.
—¿Y si no tiene nada que ver con Maguire y sus hombres? —preguntó
otra vez Georgie.
Doyle estiró el brazo y recogió del asiento trasero un ramo de flores que
habían comprado dos calles más allá.
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ventanal panorámico que daba a un pequeño jardín vallado. En las sillas
estaba sentada un media docena de personas, entre las cuales había un
hombre con la cabeza baja y las manos agarradas a la solapa. Doyle
hizo a Georgie una señal casi imperceptible con la cabeza y la
muchacha fue a sentarse en una de las sillas. A su izquierda había una
máquina expendedora. Un hombre de aspecto cansado, no mucho
mayor que Doyle, metía monedas en ella.
—Lo siento.
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—Bueno, es mejor que me vaya —dijo—. Siento lo del café —agregó,
alzándose de hombros y esbozando una sonrisa.
—Jonathan Martin.
—Aquí no hay nadie con ese nombre, señor —dijo ella, desconcertada.
Doyle suspiró.
—Por favor, ¿podría usted fijarse otra vez? El doctor Collins me dijo que
podía verlo.
—Anoche.
FARROW, GIC4.
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Doyle y Georgie entraron y Doyle marcó el 3 y el 4.
Doyle se coló por la puerta, moviéndose casi sin hacer ruido, todavía
con los ojos fijos en la escena que se desarrollaba al final del corredor.
Vio que Georgie le ofrecía las flores al uniformado. Había unas cinco
puertas ante él, todas cerradas, pero todas tenían una ventanita
cuadrada. Doyle fue rápidamente de una a otra y espió por la ventanita.
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—Farrow —susurró.
No hubo reacción.
El herido abrió los ojos por un instante, los cerró y volvió a abrirlos.
La respiración trabajosa.
Farrow pestañeó ante la imagen de la foto. Doyle advirtió que los pasos
se acercaban.
Vamos, vamos.
Los pasos se oían cada vez más cerca. ¿Había fallado el truco de
Georgie?
Las señales eran cada vez más rápidas. Doyle echó una mirada a la
palpitante mancha verde.
Se abrió la puerta.
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Doyle tuvo tiempo de incorporarse, dar dos pasos atrás y ocultarse
detrás de la puerta cuando ésta se abrió. Con la pistola automática
preparada, aguardó.
—Maguire tiene que estar cerca —dijo con los ojos entrecerrados—. Lo
huelo.
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Sacrificio
Hasta el alma.
Las velas formaban un círculo alrededor del él. El tenue brillo de las
velas no podía casi nada contra la cerrada oscuridad. Cuando miró su
entorno, las llamitas parecían titilar en sus amplios ojos.
El otro no se movió.
El hombre alto volvió a apoyar el cuchillo sobre su pecho, pero esta vez
presionó con fuerza, apretando los dientes mientras, con infinita
lentitud, hundía la punta en su músculo pectoral. Del pequeño corte
comenzó a brotar sangre, que manaba más rápidamente a medida que
el cuchillo se iba retirando sin dificultad de la piel escurridiza. En el
pecho se había abierto un corte de unos diez centímetros de largo. Se
relajó mientras retiraba el cuchillo y sentía que la sangre caliente le
corría por el pecho.
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El ojo humano que yacía en la copa le devolvía la mirada, con zarcillos
de nervios todavía unidos al mismo.
El hombre alto sonrió, se apoyó el cáliz sobre el pecho y sintió el frío del
oro contra su seno caliente. Bajó la vista para mirar como su sangre
caía lentamente en el recipiente.
Quitó el cáliz del pecho y sintió como su propio líquido vital le corría por
el torso, el vientre y el vello púbico y, finalmente, su pulsante erección.
Una parte de la sangre goteaba del extremo del pene como eyaculación
carmín. Observó como las gotas caían y chocaban contra el suelo,
salpicando en el charco de sangre coagulada sobre el que se erguía.
El otro se acercó hasta que el hombre alto sintió su mano envuelta por
otra mano.
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Era un precio insignificante.
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BRETAÑA, FRANCIA:
Vidrio .
Vidrio .
COGITATIO — Pensamiento.
SACRIFICIUM — Sacrificio.
ARCANA — Secretos.
ARCANOS — Oculto.
OPES — Tesoro.
IMMORTALIS — Inmortal.
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Para ella, seguían teniendo tan poco sentido como el día que las viera
por primera vez. Tamborileó en el bloc con el extremo de su pluma
mientras se pasaba por el pelo la mano libre.
IMMORTALIS.
CULTOS.
Pero ¿adoración de qué dioses? No del mismo dios de ella. Eso era
seguro.
¿Satán?
Conjuro .
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La visión de su cuerpo mutilado acudió involuntariamente a su
memoria, se abrió paso en su conciencia y allí se fijó como una astilla en
la piel. ¿Quién lo mató? ¿Y por qué? Pero quienquiera que fuese, lo
había hecho de una manera que ella jamás hubiera imaginado. Más que
asesinado, Channing había sido destrozado. Destrozado por alguien
extremadamente poderoso.
BARON.
Se quitó la falda y se sentó ante el tocador, sólo con las bragas puestas.
Sintió que el sudor se depositaba en su espalda a pesar de la fría brisa
que entraba por la ventana.
¿Un dominio?
ARCANA.
ARCANOS.
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IMMORTALIS.
Y el nombre: Baron.
BARON.
Tiró de ella.
Cath gritó.
Gritó y se despertó.
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Laura Callahan se sentó de golpe en la cama, los ojos abultados, el grito
todavía encerrado en la garganta.
En la cama.
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Ella les dio las instrucciones pertinentes sobre cómo mover la vidriera,
sobre el cuidado que era menester dedicarle. Si habían estado
escuchando, lo cierto es que no dieron la menor señal de haberlo hecho.
Todos ellos se habían mostrado demasiado preocupados por mirar la
vidriera. Cuando llegó la hora de empezar a prepararla para el viaje
desde Machecoul, trabajaron con rapidez. Como si alimentaran el deseo
de liberarse de la vidriera, lejos de su presencia. Cath se apoyó contra
la puerta del presbiterio mientras observaba a los hombres. Sentía los
párpados pesados e hinchados por falta de sueño. A cada momento se
frotaba los ojos y muy seguido flexionaba los hombros para tratar de
aliviar el dolor.
Observó a los cuatro hombres listos para alzar la vidriera, que cada uno
cogía por una esquina de la caja. Hablaban entre ellos y Cath temió que
sus ruegos de atención y cuidado hubieran sido inútiles. Miró mientras
levantaban la caja.
Uno gritó algo que Cath no entendió y volvieron a bajar la caja a toda
prisa y a alejarse de ella.
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En la palma tenía una quemadura del tamaño de una moneda grande.
La piel estaba roja, y de la carne moteada comenzaba a surgir ya una
ampolla.
Era consciente del frío que reinaba en la habitación, cuya intensidad iba
en aumento.
Pusieron la caja de canto para pasar por la puerta, con cuidado para no
pillarse una mano contra el marco. Cath pestañeó enérgicamente y miró
fijo la caja.
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dirección a la carretera. Luego se sentó al volante del Peugeot e hizo
girar la llave del encendido.
Al echarse hacia atrás en su asiento, cerró los ojos y sintió una fría
presión en la nuca.
De uno al otro lado, el espejo estaba rajado. Justo en la línea de sus ojos.
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Oyó el estampido.
Cath luchó por mantener el control del vehículo, pisó una y otra vez el
freno hasta que consiguió detenerlo a un costado de la carretera.
Inspiró profundamente, aliviada de que no hubiera venido ningún
vehículo en dirección contraria. Abrió la puerta y se apeó. Se había
agujereado una rueda derecha, debido al pinchazo producido por una
piedra filosa. Se quedó un instante con los brazos en jarras, evaluando
el daño, para levantar luego la vista y mirar el lugar del camino donde
el camión que transportaba la vidriera se había detenido. Era evidente
que habían visto lo que sucedía. Hasta vio que uno de los hombres
saltaba de la cabina y corría hacia ella.
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La cabina, que normalmente llevaba seis pasajeros, había sido
modificada. Habían quitado los tres asientos a popa para aumentar la
capacidad de la bodega.
En esa bodega fue donde los tres hombres que integraban la tripulación
del avión depositaron cuidadosamente la caja que contenía la vidriera y
luego la aseguraron, todo con ayuda de los hombres del camión, que,
una vez terminada la tarea, subieron a su vehículo y se marcharon.
Martin no podía imaginarse qué podía contener una caja por cuyo
transporte el individuo que había contratado el avión pagaba 250.000
libras esterlinas. Pero su oficio no era preguntar, sino volar.
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El piloto miró su reloj y reprimió un bostezo. En unas tres horas debían
estar en el punto de destino.
Por tanto, era extraño que dentro del avión hiciera tanto frío.
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Armado, probablemente .
—¿Les espera?
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Doyle apretó más el acelerador y el Datsun se alejó velozmente. El jinete
cabalgó detrás.
Él parecía no comprender.
En el espejo lateral pudo ver que el jinete les seguía de cerca. Pero ya
habían llegado a la casa, de modo que Doyle paró el coche ante el
enorme edificio. Él y Georgie se apearon.
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—No. Pero usted ahorraría muchos problemas a todos, incluso a su
marido, si nos dejara hablar con él.
—¿Cómo puedo saber que son ustedes lo que dicen ser? —insistió Laura
—. Mi marido es un hombre muy rico. Ustedes pueden ser cualquiera.
Podrían querer matarlo.
Doyle suspiró.
—No quiero irme por las ramas, señor Callahan —le dijo Doyle—. Hace
una semana hubo una explosión en Belfast. Los responsables conducían
un coche registrado a su nombre. Pertenecían al IRA. Nos gustaría que
nos explicara cómo pudo ocurrir que tres hombres del IRA condujeran
su coche, señor Callahan.
—¿El Sierra?
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—Lo robaron hace quince días —les explicó Callahan.
—¿Hace dos años que vive usted aquí, no es cierto? —dijo Doyle.
—¿Y antes?
—Mire usted, si tiene algo que decir, dígalo de una vez —dijo Callahan
con acritud mientras miraba su reloj—. Tengo que salir pronto. No tengo
tiempo para quedarme aquí jugando con usted.
—¿Adónde va?
—Tal vez no, pero averiguar por qué el IRA tenía su coche sí que es
asunto mío.
—Mire, Doyle, no tengo por qué oír esta insensatez. Si tiene algo que
decir, pues dígalo de una vez. Si es quien dice ser, muéstreme su
documentación para probarlo. Si no, usted y su… —miró a Georgie—, su
compañera pueden salir ahora mismo de mi casa.
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—La Brigada Móvil de Londres lo interrogó hace unos cinco años sobre
un negocio de armas, ¿no es cierto? —dijo Doyle—. Venta de armas a
una cantidad de organizaciones terroristas. Incluido el IRA.
Él no contestó.
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Finalmente, Doyle pasó las grandes puertas que marcaban la salida de
la propiedad. Giró el volante a la izquierda y enfiló el estrecho camino
en dirección a la ciudad más cercana.
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Hacía más de dos horas que estaban en el aire y era un día sin
problemas de turbulencia ni de mal tiempo.
—Únete al club —dijo Cairns, frotándose con una mano la piel de gallina
del antebrazo—. Sube la calefacción.
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—¡Dios mío! —susurró Martin, que luchaba con los controles.
—No, todavía tenemos toda la potencia —dijo Martin, luchando con los
controles.
—Pero no fue eso, puesto que los instrumentos seguían funcionando —le
recordó Cairns.
—Lo llevaré otra vez a los diez mil quinientos metros —anunció, y el
Cessna comenzó a trepar con firmeza en el cielo azul. Cuando el
aparato volvió a nivelarse, Martin se estremeció, pero esta no vez no
tanto a causa del frío de la cabina, pensó, a pesar de que iba en
aumento.
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—Mira —dijo bruscamente Cairns, señalándola.
Otra vez, la aguja comenzó a oscilar sobre los diez mil quinientos
metros.
—John —llamó con los ojos fijos en aquella fina columna que se
levantaba lentamente—. Algo va mal en la bodega.
—Me parece que hay fuego —le dijo James, cogiendo un extintor de la
pared y avanzando hacia la popa del avión.
Cuando estuvo sobre la bodega, olió el sutil vapor a medida que éste iba
surgiendo.
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Era un olor rancio, recio. No era el olor acre del humo. De eso estaba
seguro.
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Catherine Roberts leía las notas esparcidas sobre la mesilla que tenía
delante y miraba por la ventanilla del avión. Había tenido suerte en
conseguir una plaza en el vuelo, la última, le habían dicho. Estaba en la
zona de fumadores, pero pudo sobreponerse a ello a pesar de que el
pasajero del asiento contiguo estaba decidido a consumir todos los
Marlboro posibles hasta que terminara el vuelo. Cath tosió, se abanicó
con la mano y volvió a sus notas.
Y qué pesadillas.
Aun así, sentía que el agotamiento caía sobre ella como una fuerza
tangible, como un parásito que le chupara la voluntad y la conciencia.
Apoyó la cabeza y de inmediato sintió que los párpados se hacían más
pesados. Cerró los ojos por un momento y experimentó una maravillosa
sensación de liberación.
BARON.
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No le cabía duda de que Baron era un familiar al que Gilles de Rais
había convocado para transmitirle el secreto de la transformación del
metal en oro.
SACRIFICIUM.
Un sacrificio.
¿Lo pensaba realmente? ¿De verdad creía en lo que había escrito? Los
demonios eran producto de la superstición y el miedo. Se suponía que
ella era una profesional, una experta en su campo. Ella se ocupaba de
hechos, no de leyendas ni de rumores. Los relatos de horror no
entraban en su mundo. La idea de un demonio era ridícula, y sin
embargo la vidriera, todo lo que había acontecido hasta ese momento,
todo parecía apuntar al menos a una creencia en semejante entidad. E
incluso, tal vez, a su existencia.
¿Podía un ser humano hacer con su cuerpo lo que se había hecho con el
suyo?
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No existen .
Sintió frío.
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—Me parece que sería mejor que habláramos con Callahan —sugirió
Georgie.
—No obtendremos nada de él. Todavía no. Pero su mujer, ella es otra
cosa —explicó, y controló su reloj—. Esperemos un poco. Dejémosle que
se aleje.
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«No falta mucho», pensó Callahan. Volvió a mirar el reloj.
Ella lo vio.
Vio el avión.
Tuvo miedo.
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Iba a estrellarse.
Como un misil sin control, giraba como una peonza mientras se abatía y,
con intervalos de unos segundos, el morro se hundía violentamente en
picado.
Cuando pasó sobre su cabeza, pudo ver que había largado el tren de
aterrizaje.
Se volvió y observó como cruzaba el negro dosel del cielo; sus únicas
luces eran las de aterrizaje en los extremos de las alas. Fuera de esos
dos alfileres rojos, el resto del Cessna era un casco negro flotando en el
espacio.
Quince metros.
La vidriera .
Nueve metros.
Un metro cincuenta.
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El avión chocó contra el suelo, pareció rebotar momentáneamente y
luego patinó unos nueve metros, sin que las ruedas pudieran afirmarse
en la hierba resbaladiza. Por último, se detuvo.
—¿Qué es esto?
Cairns, con la cara pálida y los ojos dilatados, bajó del avión y abrió la
bodega.
316/414
mientras el avión carreteaba y comenzaba a tomar velocidad, como si
su tripulación estuviera impaciente por alejarse de aquel sitio. El
aparato se elevó en el aire y, en unos segundos, desapareció en la
negrura, tragado por la noche.
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Allí estaba ante él, con el entrecejo fruncido, la criada de buen ver que
él recordaba como Trisha.
—No creo que a su jefe le gustara —dijo en tono críptico—. ¿Dónde está
la señora Callahan?
—¿Qué diablos hace usted aquí? —dijo ásperamente cuando entró Doyle
seguido de Georgie.
—Está bien, Trisha —dijo Laura, mirando con aire cansado a los
antiterroristas—. No me pasará nada.
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—¿Qué creen ustedes que podría yo decir que no pudo decir él? —
preguntó Laura.
—No sé nada de eso —dijo Laura, con una punta de temor en la voz.
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—Espera un avión —respondió Laura.
—Voy a registrar esta casa —le dijo Doyle—, la voy a registrar hasta que
encuentre lo que busco. No me importa si en la operación tengo que
romperlo todo.
Laura gritó algo que él no oyó y dio un paso hacia él, pero Georgie se le
puso delante y desenfundó la Sterling 357.
Por último, Doyle abrió la puerta y salió al rellano. Allí cerca había un
gran jarrón sobre un aparador. Lo arrojó al suelo y observó como se
hacía añicos.
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Doyle bajó la escalera. Cuando llegó a la planta baja le gritó a Georgie
que fuera con él.
—Tú ve por el ala occidental, yo iré por la oriental —dijo—. Pon todo
patas arriba si hace falta.
—Un coche —dijo Georgie al oír un sonido que llegaba desde fuera, e
hizo una señal con la cabeza en dirección a la puerta de entrada.
Tres disparos.
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Los dos antiterroristas miraron al hombre del IRA: Doyle con la espalda
contra la pared y Georgie echada en el suelo.
Un chillido.
¿Georgie?
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Abrió la puerta y levantó la vista. Entonces vio que Maguire y Black se
lanzaban escalera arriba, hacia el rellano.
Ella corrió hacia su dormitorio, pero Maguire la cogió del pelo y la hizo
retroceder. Luego la abofeteó.
Desde el interior del Orion, Billy Dolan se asomaba por el lado del
conductor y hacía fuego con una Ingram M-10. La subametralladora
lanzó dos docenas de disparos, mientras el destello de su boca
iluminaba la zona frontal de la casa. Los cartuchos usados salían
despedidos del arma para formar una arco cobrizo que caía
ruidosamente sobre la grava. Dejó el arma sobre el asiento del
acompañante y arrancó marcha atrás. Las ruedas traseras giraron
sobre el áspero suelo. La ferocidad de la maniobra hizo volar trozos de
piedra a considerable altura. El coche salió disparado hacia atrás y
Georgie corrió detrás de él, disparando los dos últimos proyectiles que
le quedaban.
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Se cubrió detrás de uno de los pilares de piedra ante la puerta principal,
soltó el cilindro de la Sterling y tiró las cápsulas vacías. Luego, con
experimentada precisión, sacó del bolsillo uno de los cargadores de
urgencia, colocó las balas en las cámaras y volvió a cerrar el arma.
—¿Qué coño es eso? —rugió Damien Flynn desde dentro del coche.
Black asintió con la cabeza, pensando cuán lejos tenía que ir, que larga
era la escalera que tenía que bajar. De pronto le pareció estar a
kilómetros de la meta. La puerta estaba entreabierta, invitadora, pero
todavía se oía fuego de ametralladora en el exterior.
—¿Listo? —musitó.
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que Maguire, Black y su cautiva se dirigían a la puerta de entrada. Les
seguía Maconnell, quien también disparaba.
Dolan los vio salir y lanzó el Orion a toda velocidad junto a ellos. Flynn
abrió las puertas y ambos subieron rápidamente mientras Black a duras
penas conseguía subir, aullando de dolor al golpearse la pierna herida
con el marco de la puerta. Georgie aprovechó la oportunidad e hizo
otros dos disparos, uno de los cuales se estrelló en la ventanilla trasera
izquierda y descargó una lluvia de vidrio sobre los que iban en el asiento
trasero.
Esta vez no .
La MP5K sólo tenía unos centímetros más de largo que el 357 que ella
llevaba, pero podía disparar más de 600 proyectiles de 9 mm por
minuto. Doyle la acunaba en su regazo mientras mantenía ambas manos
fuertemente asidas al volante, en persecución del Orion fugitivo.
El vehículo de adelante saltó en una elevación del camino y voló con las
cuatro ruedas en el aire para patinar violentamente al caer, hasta que
Dolan recuperó el control de la dirección.
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Se aproximaban a la puerta de la finca. En su prisa por escapar del
Datsun que le perseguía, Dolan se acercó demasiado a la pared de
piedra. Hubo un agudo chirrido al tiempo que del costado del vehículo
saltaban chispas y la pintura se desconchaba como si le hubieran
aplicado el soplete de soldar. Luego el coche giró bruscamente hacia la
derecha, hacia el camino principal. Durante unos interminables
segundos pareció que el vehículo volcaría, pero Dolan lo mantuvo bajo
control y éste siguió rugiendo.
Ninguno de los dos se percató de que un coche salía de entre los árboles
y comenzaba a seguirlos.
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Georgie hizo fuego por su lado, tratando de inutilizar una cubierta, pero
en la oscuridad y aquella inverosímil velocidad, era casi imposible. Oyó
que un disparo partía de la parte posterior del Orion.
Cuando se tiró hacia atrás en el coche, vio en el espejo lateral las luces
del tercer coche. Volvió a su sitio para ver muy cerca al Mazda.
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Forzó la vista en la oscuridad, tratando de distinguir cuántos individuos
había en el coche, pero fue imposible; el destello de las luces del
vehículo que les perseguía convirtió esa tarea en una causa perdida.
—¿Quiénes coño son? —dijo mientras echaba otra mirada por el espejo
retrovisor.
Las balas dieron contra el frente del Datsun y dos de ellas rompieron un
faro. Doyle hacía zigzaguear el coche para convertirlo en un blanco más
difícil. Simultáneamente lanzó otra ráfaga de su MP5K, con la mano
entumecida por el poderoso y prolongado recular del arma. El olor a
cordita le llenaba las fosas nasales a pesar de la bocanada de aire frío
que entraba por la ventanilla lateral.
—Ya nos hubieran eliminado —dijo Doyle, sin dejar lugar a dudas—.
Probablemente han estado sentados con un lanzacohetes, esperándonos.
Doyle lo siguió.
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vehículo fugitivo por atrás para alejarse de inmediato. Después repitió
la maniobra y rompió al Orion la otra luz trasera, mientras sonreía al
ver patinar a este último. Se puso a la par y giró el volante lanzando así
el Datsun contra el otro coche.
Doyle clavó los frenos con una fracción de segundo de retraso y las
balas se incrustaron en el costado del Datsun y agujerearon la
carrocería. Doyle se quedó un poco más atrás y luego volvió a lanzar el
coche hacia adelante, apareciendo por el otro lado del Orion y
apoyando su subametralladora en el vehículo.
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El dolor fue repentino e inesperado. Doyle sintió que un terrible
entumecimiento se propagaba rápidamente por todo el brazo izquierdo.
Durante unos breves segundos, pero lo suficiente como para que
perdiera el control del coche, Doyle sintió que su mano caía del volante.
El coche giró en redondo y coleó rápidamente. Con un sentimiento de
rabia y de aprensión, advirtió que iba a volcar.
Giró como una peonza, dando más de doce vueltas, para terminar por
detenerse sobre el techo.
El Datsun, ruedas arriba, yacía como una bestia herida, y sus ocupantes
permanecían inmóviles.
El Mazda se detuvo unos pocos metros detrás con los faros apuntando
al coche volcado. Lentamente, ambos ocupantes salieron y caminaron
hacia el Datsun, observando cualquier signo de movimiento.
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Suspiró con cansancio y miró otra vez por la ventanilla. No había nada
para mirar, salvo la oscuridad. Cath bajó la vista a las notas y deslizó la
mirada por los garabateados apuntes y los rápidos dibujos. Había una
página en latín, un esbozo de la vidriera con flechas para señalar
significados en los distintos paneles.
El niño que iba frente a ella espiaba por encima de su asiento y volvía a
mirarla. El hombre que tenía al lado seguía fumando y envolviéndolos a
ambos en una azulina nube de humo.
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Como respuesta a su pregunta tácita, de pronto surgió la voz del
comandante por la radio e informó a los pasajeros que aterrizarían
aproximadamente treinta minutos después.
¿Con temor?
Por dos veces tuvo que detenerse y consultar el mapa que le habían
dado en la empresa donde había alquilado el coche. Se detenía en el
arcén y con el índice trazaba la ruta que debía seguir, siempre con clara
conciencia de la lentitud con que avanzaba. Si al menos pudiera parar
en un hotel y tomar una habitación por esa noche. Dormir. Entonces, a
la mañana siguiente, podría continuar viaje en mejores condiciones.
Pero Cath sabía que no podía hacer tal cosa. Tenía que seguir
conduciendo, a pesar del cansancio, ya abrumador.
Tenía que reunirse con Callahan y con la vidriera, fuera como fuese.
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Cath trató de imprimir más velocidad al coche. Esperaba no llegar
demasiado tarde.
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Maguire no respondió.
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Hasta en la oscuridad, sus rasgos parecían de cera—. Por poco no le
arranca la pierna esa maldita bala.
KINARDE 3,2 KM
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colocaba en el asiento posterior del coche y se acomodaba luego al lado
de ella.
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Con infinita lentitud, Doyle deslizó la mano sobre su cuerpo hasta que
los dedos palparon la culata de la 44, a fin de estar seguro de poder
utilizarla en caso de necesidad.
Oyó manos que trabajaban en las puertas hasta abrir las combadas
chapas. Luego sintió que lo sacaban del vehículo volcado y lo dejaban
sobre la hierba húmeda. Sintió olor a petróleo y se preguntó si se habría
roto el depósito de gasolina del Datsun.
—¿Está viva?
La misma voz .
—Doyle.
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El oír su propio nombre lo sorprendió al punto de hacerle abrir los ojos.
Doyle abrió del todo los ojos y, durante un segundo fugaz, el hombre que
lo sostenía se dio cuenta de que el antiterrorista estaba plenamente
consciente.
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una fuerte patada en la bragadura. El hombre se contorsionó de dolor y
quedó en el suelo retorciéndose y agarrándose los palpitantes genitales.
—¡A tomar por el culo! —fue la respuesta de Doyle, que se afirmó sobre
sus piernas y levantó la pistola hasta que el cañón estuvo a la altura de
la cabeza del hombre.
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Apretó el disparador.
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—Aguarda.
—Me estoy cansando de este juego —dijo Doyle con los dientes
apretados, mientras levantaba al hombre de tal manera que parecía que
iba a arrojarlo por el aire—. ¡Voy a preguntarte por última vez quién
eres, luego te volaré la podrida cabeza!
—¡Mentira!
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Doyle aflojó la mano con que tenía agarrado al hombre y lo empujó un
poco hacia atrás. Si la noticia lo sorprendió, el antiterrorista no lo dejó
traslucir en el rostro. Sus rasgos conservaban la expresión de rabia.
—¿Por qué no habéis contactado con nosotros? ¿Por qué todo este
misterio?
—Y después, ¿qué?
—Nos dejan hacer el trabajo sucio, nos dejan que nos juguemos el
pellejo, y luego se dan un paseo y se llevan toda la gloria. ¿Por qué?
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Sin respuesta.
—Quería proteger…
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—¿Estás bien como para conducir? —le preguntó.
Ella asintió.
Doyle se puso junto a él, con la pistola apretada contra la ingle del otro
hombre. Georgie encendió el motor y puso las luces. Iluminaron el
cadáver de Rivers.
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Peter Todd iba incómodo en el asiento trasero del Mazda. Cada vez que
se movía sentía que el cañón de la 44 le presionaba la ingle. Doyle no
dejaba un solo instante de vigilarlo.
Todd había leído el legajo del hombre y había hablado con personas que
habían trabajado con él. Por eso, cuando el joven disparara a Rivers, se
atemorizó, pero no se sorprendió en absoluto. Era tan impredecible
como peligroso. Y lo más notable era que parecía gozar con lo que
hacía. Todd había adivinado enseguida que allí donde Doyle estuviera no
quedaba espacio para héroes; con el arma contra los testículos, ni
intentaría constituirse en obstáculo. Al diablo con Donaldson y Westley.
No eran ellos los que amenazaban con una vasectomía de calibre 44.
—Ya te he dicho que estoy harto de estos malditos juegos —dijo Doyle—.
Voy a hacerte preguntas y voy a empezar ya. Dime lo que quiero saber,
¿entendido? En caso contrario, vas a desear haber sido tú quien
muriera antes y no Rivers.
—¿Qué diablos tiene que ver Callahan con todo esto? —preguntó
tranquilamente.
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—¿Le conoces?
—¿Qué tiene que ver esto con Westley y Donaldson? —se interesó Doyle
en saber.
Pero entonces, ¿por qué no nos dejaron solos? Si estaban seguros deque
íbamos a matar a Maguire, no tenían por qué preocuparse.
Doyle sonrió.
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—¿Qué beneficio obtenía Callahan de esto, fuera del dinero? —preguntó
el antiterrorista.
—No formaba parte del plan. Cuando Westley y Donaldson vieron cuán
poderoso se estaba volviendo Maguire, decidieron reducir su actividad.
Se supuso que Callahan les había vendido una partida de armas, que se
las había entregado en un sitio cerca de la abadía de Bective, en Meath.
—Fue allí donde dispararon contra aquellos dos agentes —dijo Georgie.
—Las armas eran deficientes. Pero Maguire ya había pagado por ellas.
—No son los únicos —dijo Doyle, pasándose una mano por el pelo.
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El teléfono llamaba largamente.
—Soy Doyle.
Silencio.
—Pensé que te gustaría saber que cuando haya terminado con Maguire
iré por ti, ¡cabrón hijoputa!
—Aguarda —le dijo Doyle—. ¿Hay algo más que yo debiera saber?
—He contado todo lo que sé, lo juro —insistió Todd, cuya voz delataba
miedo.
—¿Todo?
—Lo juro.
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Doyle se dio unos ligerísimos golpes en el hombro herido y se acomodó
en el asiento.
—Al final.
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—Sigue.
—Pero tenemos que entrar, como sea —murmuró Doyle a la vez que se
acariciaba la barbilla y miraba el elevado muro de piedra que bordeaba
la finca.
—Parece seguro —dijo ella—. ¿Cómo diablos vas a subirte a este maldito
muro con un hombro herido?
Doyle no respondió. Dio dos pasos atrás y corrió hacia el muro, se lanzó
y enganchó los dedos en la pared de piedra. Apretó los dientes y fue
trepando pulgada a pulgada hasta que llegó al borde superior. Georgie
lo cogió por una de las piernas para ayudarle en el tramo final. Se estiró
un momento, jadeante, durante un instante, mientras se masajeaba la
herida. Empezó a sangrar otra vez. Georgie le ofreció un pañuelo, y él
se lo metió en el interior de la camisa y lo presionó contra la herida.
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—La bala me atravesó —explicó a la muchacha—. Habría sido peor si
me hubiera astillado el hueso.
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para visitas —agregó, después de lo cual se dieron prisa para acercarse
a la casa, pero siempre ocultos tras los árboles.
—¿Quién se la llevó?
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Fue al dormitorio, donde había algunas ropas de Laura sobre el
respaldo de la silla, Callahan cogió la blusa de su mujer, se la acercó a
la cara y olió. Cerró los ojos y apretó los dientes. Pronunció su nombre
en un murmullo y dejó suavemente la blusa. Fue al aparador de las
bebidas del dormitorio, se sirvió un gran vaso de whisky y lo apuró
íntegramente de una sola vez. El líquido le quemó el estómago. Inspiró
profundamente, otra vez con los ojos cerrados y el vaso en la mano. De
repente, con un grito de rabia y de frustración, arrojó el vaso al otro
lado de la habitación, que fue a dar contra la pared de enfrente y se
rompió, esparciendo vidrios en todas las direcciones.
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—Ayúdenme —dijo Callahan—. Ayúdenme a traerla de vuelta. Les
pagaré todo lo que quieran. Ustedes saben que tengo dinero.
—Callahan.
Y colgó.
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—Por favor, simplemente llámelo usted, hágale saber que estoy aquí. Él
me recibirá. Se lo aseguro.
—¿Para qué?
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De mala gana, bajó del coche e hizo lo que se le había ordenado,
aguardando impaciente a que el agente de la guardia husmeara aquí y
allá. Satisfecho de que no hubiera nada peligroso, cerró la puerta de un
golpe y caminó hacia la parte delantera del coche.
—¿Y ahora, qué? —dijo Cath con irritación—. ¿Quiere mirar también
debajo del capó?
Ninguno de los policías habló. El que estaba delante del coche se quedó
esperando que Cath soltara el capó. Luego comenzó a revisar dentro,
iluminando el motor con la linterna.
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En ese preciso momento, Callahan fue al cuarto de baño. Vio el lío de
cicatrices en el cuerpo del otro hombre y se sobresaltó. Doyle capto esa
reacción en el espejo, pero la ignoró. Se puso la sudadera con
indiferencia.
—Todavía no.
—No se lo diga.
—Está
haciendo un trabajo para mí —respondió abruptamente Callahan—.
Ahora, como ya dije, desaparezcan hasta nuevo aviso.
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El primer agente dijo a Cath que la habían autorizado a entrar. Ella
musitó algo entre dientes, encendió el motor y pasó las puertas de la
propiedad junto a los dos vehículos que la flanqueaban.
Callahan asintió.
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—El secreto de la inmortalidad —contestó sencillamente.
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Él rió.
—¿Es así?
Él miró su reloj.
Laura .
Matarían a Laura .
Llama, cabrón .
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—Si no lo hace usted, lo haré yo —amenazó.
Cath lo miró.
Llamó. Llamó.
—Sabes muy bien quién es —dijo Maguire—. Has tenido una hora para
pensarlo, para preguntarte qué estamos haciendo con ella. O qué
haremos. Ahora, escucha.
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Georgie no sólo captó las palabras, sino incluso los sonidos del fondo.
Pudo oír un rumor que se hacía cada vez más fuerte.
Callahan no respondió.
Georgie pudo oír que el rumor del fondo se hacía cada vez más fuerte en
un crescendo que luego, lentamente, volvió a desaparecer.
Ella comprendió.
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—¿Loco por querer saber? ¿Loco por aspirar a desvelar un secreto con
el que los hombres soñaron desde el principio de los tiempos? Loco
estaría si renunciara a eso. —La cogió por el brazo y, sonriente, dijo—:
Ahora vamos y cuénteme cuál es el significado de la vidriera. Necesito
saberlo.
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tu marido no paga lo que le pedimos, yo mismo te mataré —agregó
Maguire sin énfasis especial—. Probablemente no sabías demasiado
sobre sus negocios, ¿verdad? Probablemente no sabías que nos vendió
una partida de armas defectuosas, ¿lo sabías?
Dolan le sonrió, los ojos fijos en el escote de su bata de estar por casa.
Podía ver gran parte del pecho izquierdo. Su sonrisa se hizo más amplia.
Se inclinó hacia adelante y abrió un poco más la bata hasta que
estuvieron visibles los dos senos. Luego cogió uno de ellos en la palma
de la mano derecha y sintió el calor del carnoso globo.
—Lo siento, Jim —murmuró el más joven—. Pero ¿qué coño? Pronto
estará muerta —y volvió a insinuarse la sonrisa.
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Sabía que era inminente.
Habían oído decir que dos agentes británicos andaban tras el rastro de
Maguire. A la mierda con ellos. Si se ponían en el camino, morirían
también ellos. Era, como siempre lo había sido, una cuestión personal.
No había en ello lugar para extraños, así como tampoco había para
ellos lugar en el país.
Simon Peters y los otros tres hombres de la unidad del IRA Provisional
viajaban en silencio. Nadie se sentía excitado ni se anticipaba a los
acontecimientos. Simplemente el conocimiento de que tenían por delante
una tarea que cumplir.
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Los ojos de Cathy volaban sobre los detalles. Las cabezas de los niños.
Las figuras que las manos-garras de Baron sujetaban. Y Baron mismo.
Aquellos ojos de vidrio que parecían metérsele dentro de su propio ser y
que con su rojo profundo le evocaban todavía la sangre hirviendo.
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—Usted está tan obsesionada como yo por encontrar la verdad.
—¿Qué es esto?
—La matará. Usted debería conocerlo lo suficiente como para saber que
no bromea. Si no acude usted con el dinero, puede dar por muerta a su
mujer.
—¿Qué coño pasa con usted? —le espetó Doyle—. Van a matar a su
mujer, ¿no lo entiende?
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—¿Guardián? —dijo—. ¿Qué coño es esto?
—Los ruidos que se oían cuando hicieron las llamadas —dijo Georgie—
parecían de trenes. ¿Hay alguna estación aquí cerca?
—Hay una torre de señales —dijo Doyle—. Está a unos veinte kilómetros
al este, cerca del pueblo. El IRA acostumba guardar allí armas o dinero.
Hace unos cinco años seguí hasta allí a una pareja de hombres del IRA.
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—Los mataré a todos —dijo Callahan mientras levantaba la pistola
hasta ponerla a la altura de la cabeza de Georgie.
—La casa está rodeada por la guardia —le recordó Doyle—. Un disparo
y estarán aquí antes que las moscas sobre el excremento fresco. Está
jodido, Callahan. Déjelo.
Los condujo por otro corredor estrecho y hacia una habitación cercana
al vestíbulo. Allí entraron uno a uno, tras lo cual Callahan cerró la
puerta.
—Mire usted, tenemos que hacer un trabajo —le explicó Doyle—. Usted
se ocupa de sus demonios —enfatizó sarcásticamente esta última
palabra—. Yo me ocupo de Callahan y del jodido IRA.
—Es que usted no entiende, ¿verdad? —dijo Cath con aire cansado.
Callahan atendió.
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Sonrió levemente mientras miraba el teléfono como si esperara que
volviera a sonar. Finalmente, lo barrió de la mesa y lo dejó caer al suelo.
Se encaminó a la bodega.
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James Maguire colgó y caminó con aire solemne hacia donde se hallaba
Laura Callahan, todavía ligada y amordazada. Se hincó de una sola
rodilla, desenfundó la Browning y la apoyó sobre la cara de Laura.
La mujer tosió.
Maguire lo miró.
—Le mataré. Billy, puedes apostar la vida a que le mataré. Pero he dicho
que la mataría también a ella si no pagaba, y eso es exactamente lo que
haré.
Maguire sonrió.
—¡Que la hayas tocado no quiere decir que puedas hacerla tuya, Billy!
—se burló Maguire.
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—Ahora no quiero su podrido dinero. Sólo quiero su vida —dijo
tranquilamente Maguire.
—¡Si vais a hacerlo, hacedlo ya, por el amor de Dios! —gritó Damien
Flynn—. Disparadle.
Después entró en lo que en otro tiempo fuera una torre de señales. Las
palancas que otrora controlaran los raíles se hallaban entonces
cubiertas de polvo y telarañas. El inmenso vidrio de la fachada del
edificio ofrecía una visión clara del campo llano. A la derecha había un
bosquecillo. A la izquierda, el suelo era llano y estaba cubierto de
hierbas.
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¿Quiénes diablos eran?
Por fin estaba preparado para el momento que durante tanto tiempo
había esperado con el convencimiento de que alguna vez llegaría.
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—Georgie sacó con el pie unas astillas punzantes que habían quedado
junto al marco y probó si el espacio era lo suficientemente grande como
para arrastrarse a través de él. Decidió que podía salir.
—Yo me ocuparé de Callahan. Date prisa. Ve por su mujer —le dijo él.
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casa estuviera rodeada de césped. Georgie apretó los dientes y se dejó
caer.
Cogió las llaves con una mano y la 38 con la otra, mientras los ojos
escudriñaban constantemente el frente de la casa. Observó que uno de
los policías se apeaba del vehículo, miraba alrededor y se dirigía
deprisa a una mata alta de arbustos para hacer sus necesidades.
Vio que los hombres salían apresuradamente de los coches cuando ella
se avalanzaba sobre los mismos.
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ruedas sobre el asfalto. Chillaron en su esfuerzo por mantener la
adherencia, y las de atrás levantaron humo. Por un segundo terrible
pensó que volcaría, pero el coche se estabilizó y Georgie continuó su
carrera.
Nadie la seguía.
—Antes tenemos que salir de aquí —le recordó Doyle, quien la miró por
un momento—. ¿Cree realmente en esa basura de la vidriera? ¿Esa
fuerza, o poder, o como quiera llamarla?
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—¿Y ahora qué coño pasa? —dijo Damien Flynn mientras el staccato del
fuego automático llenaba la noche.
—Alguien quiere matarnos —gruñó Maguire—. Abre esa puerta —le dijo
a Flynn, señalando con un dedo.
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hacia atrás. Parte del hueso le asomaba por la carne. Cogiendo la
subametralladora con una mano se incorporó y lanzó una ráfaga
sostenida, con la esperanza de acertar en quien le había disparado, pues
en él la cólera predominaba sobre el sentido común. Mantuvo el dedo
firme en el disparador, el arma rebotaba en su mano cada vez que el
brutal retroceso le golpeaba el pulpejo. Envuelto en humo, el rostro
iluminado por los destellos del arma, parecía una criatura de pesadilla.
Luego, el gatillo golpeó sobre una cámara vacía.
Vio moverse una figura oscura e hizo fuego, con el grato resultado de
verla trastabillar y quedarse inmóvil. Volvió a disparar, esta vez una
ráfaga más prolongada, y un grito de dolor fue su recompensa. En la
otra habitación, Maguire ponía de pie a Laura Callahan y le apoyaba la
pistola en la mejilla, en cuya delicada piel el arma dejaba una mancha
de grasa.
Y le disparó a la cara.
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Catherine Roberts emitió un gruñido y cayó contra la pared. Se
agarraba la cabeza con una mano y tenía los ojos cerrados.
Peters asintió.
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A medida que se acercaba, el tiroteo le llenaba los oídos con mayor
insistencia.
El tiroteo continuaba.
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—Tenemos que salir —dijo Cath, con el rostro blanco como la leche—.
Debo ir adonde está la vidriera y destruirla. Tiene que haber una
manera.
Doyle miró la puerta que cortaba el camino a la libertad. Fue hasta ella,
probó el picaporte, dio un paso atrás y pateó con fuerza la barrera de
blanco artesonado. La madera crujió, pero se mantuvo firme, aun
después de una segunda patada. Y una tercera.
Un último golpe.
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Tenía que encontrar a Callahan .
Cath oyó el estallido del vidrio, oyó los estampidos de los disparos y
dedujo que Callahan estaría persiguiendo a Doyle.
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Salió al pasillo.
Callahan sonreía.
Callahan corrió hacia ella y la miró a los ojos sin vida. Pasó por encima
del cadáver y se dirigió al salón al oír golpes sobre la puerta principal.
También Doyle oyó los disparos, pero se quedó quieto sólo un segundo
antes de emplear una piedra para abrirse paso a la habitación donde se
hallaba la vidriera. Sin embargo, lo que interesaba al antiterrorista no
era el antiguo artefacto, sino la Charter Arms Bulldog que yacía a su
lado. Levantó el arma y, al sentir su peso en la mano, sonrió. Abrió el
cilindro y volvió a sonreír al comprobar que estaba totalmente cargada.
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—Necesito refuerzos, rápido —ladró en el aparato—. La casa de
Callahan. Que traigan fusiles.
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Diez segundos.
Ocho segundos.
Seis segundos.
Cuatro segundos.
Tres.
Dos, Uno.
Oyó un grito que venía del interior y supo que el hombre que custodiaba
la puerta había sido alcanzado.
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de polvo. Maguire cogió su pistola en la mano y la Skorpion automática
en la otra. Aguardó.
Maguire se las arregló para llegar a la otra habitación, no sin dejar tras
de sí un rastro de sangre y de orina. Apenas podía respirar y sentía
como si tuviera la parte superior del cuerpo envuelta en llamas, a pesar
de lo cual colocó un cargador nuevo en la Skorpion y aguardó. Sobre el
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fondo de las ya destrozadas ventanas de la torre de señales, su silueta
resultaba muy visible, pero no se dio cuenta de que Eamon Rice tenía la
vista clavada en él.
—Animal —murmuró, para cerrar luego los ojos al atravesarlo una ola
de dolor.
Estaba inconsciente.
Lo único que oyó fue el clic de un gatillo que alguien amartillaba y sintió
la presión de un cañón contra la cabeza.
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—¿Quién mierda eres? —preguntó Rice, asombrado no sólo del acento
inglés de la voz, sino de su timbre femenino.
—Sí.
Ella asintió.
Eran treinta.
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Todos armados con fusiles semiautomáticos Sterling AR-180.
No tenía que entrar nadie. No tenía que salir nadie. Se creía que en la
casa había varios hombres armados y sospechosamente peligrosos. Si
no se los podía coger vivos, había que dispararles.
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Toda la casa fue invadida por un frío tan intenso que se congelaba sobre
las paredes.
Doyle fue de una habitación a la otra, con la 44 por delante, ojos y oídos
alerta al mínimo ruido o movimiento.
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tenido una efectividad mortal. De ello daban fe las porciones de
pulmones y de la columna vertebral aún pegadas a la pared.
Ni rastro de Callahan.
No hubo disparos.
Ni señal de Callahan.
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Doyle abrió la puerta y dio un paso atrás, a la espera del disparo. Pero
éste no llegó nunca. El pasillo estaba en la oscuridad. Sólo podía
conjeturar la cantidad de habitaciones que quedaban ocultas en la
oscuridad.
Demasiado tarde.
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Dejadle, vivo .
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pacientemente que las furgonetas se detuvieran y se les ordenara salir.
El aire frío de la noche los recibió como una pared fría.
Era un frío extraño, un frío profundo y atenazador que erizaba los pelos
de todo el cuerpo.
La casa estaba a oscuras, salvo la luz del porche. Era una luz débil cuyo
brillo mortecino iluminaba el cuerpo del colega muerto, tendido frente
al edificio, sobre la grava.
Aguardaron.
La cocina.
Dios santo, qué frío . Se desplazó por el pasillo hacia la otra puerta, se
detuvo un momento y luego la abrió.
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Tendría que buscar a Callahan en la planta alta. Al detenerse ante la
puerta del vestíbulo contempló los riesgos. Subir la escalera era una
invitación a la muerte. No había cobertura posible en caso de que
Callahan estuviera arriba esperando. Si abría fuego, no tenía dónde
ocultarse. Pero ¿de qué otra manera podía llegar a la planta alta?
Comenzó a subir.
Una parte del vidrio pareció volar hacia arriba, como si hubiera sufrido
un impacto desde abajo. Pero eso no podía ser; la vidriera se apoyaba
sobre caballetes. Debajo de ella no había nada. Pero Callahan observó
como el fragmento de vidrio se elevaba en el aire con un movimiento
lento, giraba en la niebla y caía a tierra, donde yacía hecho añicos.
Los dientes de Callahan entrechocaban, tal era el frío. Mantuvo los ojos
fijos en la vidriera, ojos que no sólo abultaba la maravilla y el alborozo,
sino también el miedo.
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Dos de los fusileros se hallaban cerca de allí con los fusiles cruzados
sobre el pecho, listos para llevarlos a la posición de tiro en caso de
necesidad.
Tranquila .
Más cerca .
Veinte metros.
Diez metros.
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retrovisor. Vio que tres fusileros apuntaban. Unos segundos después, las
balas empezaban a hacer impacto en el coche.
Vio sangre oscura que caía sobre el asiento y comprendió que el disparo
le había destruido el hígado. Georgie sintió gusto a sangre en la boca.
Sentía como si la parte inferior del cuerpo ardiera. Se asió al volante
con todas sus fuerzas, todavía con el pie bien hundido en el acelerador.
Ya se veía la casa. Pero también los otros agentes de la guardia. Un
dolor punzante le llenaba el cuerpo, como si le hubieran inyectado metal
fundido en las venas. Tenía grandes dificultades para respirar. La vista
se le nublaba de modo alarmante, por lo cual pestañeaba enérgicamente
a fin de aclarar la visión.
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El aire se pobló de más descargas de fusil.
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Se sacudió el letargo y avanzó por el pasillo con la intención renovada
de encontrar a Callahan.
Lanzó un pie contra la puerta y ésta voló sobre los goznes hasta dar
contra la pared.
—¡Jesús! —musitó Doyle entre dientes, mientras sus ojos casi fuera de
las órbitas miraban con incredulidad al otro ocupante de la habitación.
La criatura era mucho más alta que Callahan y sus ojos rojos ardían
con locura mientras miraba a su alrededor, hasta que finalmente se
fijaron en Doyle, quien no pudo evitar quedar como congelado en el sitio
donde estaba, pasmado ante la monstruosa aparición. Emociones
encontradas chocaban en su interior. Perplejidad. Incredulidad. Miedo.
Repugnancia.
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en la criatura. Doyle se puso trabajosamente de rodillas y volvió a
disparar. Esta vez a Callahan.
Hizo un disparo.
Este disparo dio a la criatura de lleno entre los ojos y Doyle observó con
satisfacción que el rostro del monstruo parecía plegarse hacia dentro y
el cráneo se hundía bajo el tremendo impacto de la cápsula. El
monstruo vaciló por un momento y Doyle disparó nuevamente. Otra vez
a la cabeza. Pareció estallarle íntegramente el cráneo. Por la habitación
volaron fragmentos de materia amarilla y roja como si en el cráneo de
aquella criatura hubiera estallado una carga explosiva. El aire se vio
cruzado por porciones de hueso que había proyectado no sólo el
tremendo impacto de las balas, sino también los chorros de fluido
maloliente que salían expelidos de la cabeza destruida.
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Lo vio desaparecer .
No era posible .
Callahan se sentó.
Cuando Callahan abrió los ojos, Doyle vio que ahora tenían un brillo
rojo, como los de la criatura.
Y comprendió.
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Corrió hasta el final del pasillo y salió al vestíbulo, para dirigirse luego
a la escalera.
Por un momento pensó que se hallaba otra vez tirado en una calle de
Londonderry.
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Esta vez no se trataba de una bomba, sino de varias balas de gran
velocidad que le habían destruido el cuerpo.
Callahan se acercaba.
Sonreía.
Se acercó a Callahan.
¡Al ataque!
Los que se hallaban detrás y a los lados del edificio, en su prisa por
entrar, rompieron las ventanas.
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Media docena aguardó fuera, frente a la fachada, con los fusiles
preparados.
Doyle, de pie junto a él, luchaba con la inconsciencia, deseaba tan sólo
acostarse. Descansar.
¿Qué es todo este ajetreo? , pensó Doyle. Miró al sitio donde uno de los
policías movía el cuerpo de Callahan con la punta de la bota.
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—Todavía está vivo.
Su voz delataba miedo y las palabras surgían cada vez más débiles.
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No se había dado cuenta de que, detrás de él, un brazo de Callahan se
había deslizado del pecho y colgaba a un costado.
Tal vez la temperatura tenía que bajar todavía unos grados más, pensó.
Era extraño que fuese el único cadáver afectado, reflexionó. Rafferty se
alzó de hombros y no pensó más en ese asunto. Cogió un papel y se
sentó al escritorio, aguardando que llegara Riley.
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Epílogo
El comienzo
Oscuridad.
Oscuridad y dolor.
Y sentía dolor.
Un dolor que no podía soportar, pero que sabía que debía soportar. Un
dolor que conocería para siempre.
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El recuerdo de que, quienquiera que hubiera trabajado en su cuerpo en
la sala fúnebre, le había cosido ojos y boca, le había rellenado con cera
funeraria los agujeros de bala.
Un dolor con el que tenía que aprender a convivir, porque vivir era
precisamente lo que continuaría haciendo inexorablemente.
Él era inmortal.
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SHAUN HUTSON nació en 1958 y vive en Bletchley, Buckinghamshire,
Gran Bretaña. Ha publicado doce novelas de terror, que han alcanzado,
en su país, un éxito de ventas casi tan grande como las de Stephen King.
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