Gritos Mudos
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Copyright: Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio
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GRITOS MUDOS
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio
Introducción
Este libro nace de ese grito visceral que se produce en lo más profundo
de las entrañas; cuyo sonido ensordecedor deja devastado a quien lo pro-
duce, pero es inaudible para todo el resto. Es un grito desesperado pidiendo
ayuda, amor, aceptación o cambio; al que muchos en más de una oportu-
nidad, intentaron callar. No son conscientes del malestar tan fuerte que ter-
mina enfermando a la persona oprimida, y en algunas ocasiones la empuja a
quitarse la vida por la frialdad con la que la tratan.
Para dar cuenta de que existen tantas realidades como personas en el
mundo, es necesario hablar, contar reiteradas veces las historias de vida de
modo que, si no pueden ser oídas, al menos que dejen un registro de su exis-
tencia en algún recuerdo, para que alguien en la misma situación pueda sen-
tirse reconfortado con la sensación de alivio de saber que no se encuentra
solo y su caso no es aislado.
También es un llamado de atención ante la falta de respeto y empatía
por parte de personas que, lejos de ayudar ante el sufrimiento o el miedo de
otro, se divierte burlándose o restándole importancia, porque es inconce-
bible que alguien pueda pasarla mal en una situación que, quien se mofa, no
ha experimentado y por lo tanto para esa persona no existe. En este punto
quiero aclararles que realmente hay personas que no pueden (ciertamente
son incapaces), de sentir empatía; otros casos tienen tanto pavor, debido a
que sufrieron tanto sus propios traumas que han encontrado en la burla, la
armadura que los protege del dolor, como mecanismo de defensa.
No quiero defender ni justificar las malas acciones de nadie, simple-
mente advierto que entre mucha gente mala que hay en el mundo, hay otras
que para camuflarse fingen ser como ellos porque quieren dejar de ser víc-
tima y mostrarse fuertes, de esa forma errónea que encontraron para hacer
de cuenta que nada sucedió. A estas personas no hay que odiarlas, hay que
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Realidades Distorsionadas
Sebastián es un hombre joven, con una carrera profesional promete-
dora, un excelente trabajo, e hijos adorables y obedientes. Cuando era chico,
era un pequeño curioso e inquieto. Como cualquier otro, le gustaba correr
en el jardín de su casa y tocar cada objeto dentro de la sala; inventaba amigos
imaginarios y se divertía con el perro de la familia.
Sus padres eran una pareja que lamentablemente para Sebastián, no se
soportaban, no se querían, ni toleraban verse a la cara, pero mantenían la
falsa imagen de familia unida y feliz, de las puertas de su casa hacia afuera.
Cuando no le estaban gritando a su hijo, por hacer lo propio de un niño de
su edad, estaban llevándolo al hospital a curarles las heridas de los golpes que
les propiciaban, cuando se les iba de las manos la crudeza de sus castigos.
Al crecer, Sebastián siempre afirmó que nada de eso dejó secuelas en
su vida; incluso lo negó en el juicio por violencia de género que le inició su
exmujer, después de sanar sus huesos rotos y diversas heridas, tras de meses
de rehabilitación en el hospital. Ella padeció las graves consecuencias de una
infancia mancillada por la violencia, debido a una golpiza que Sebastián le
había dado, por no cumplir sus exigencias.
Él afirmaba contundente, que todo era una falacia, que era inocente ni
había hecho nada de lo que se le acusaba, insistiendo en que ella solo exage-
raba para sacarle la tenencia de sus hijos, y no podía hacerse responsable de
su torpeza, si ella con la edad que tenía, no sabía bajar las escaleras.
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Johana no olvida cada discusión que ha tenido con sus padres a lo largo
de su vida. No era por nada en particular, sino por las simples trivialidades
por las cuales cualquiera puede discutir en una convivencia, especialmente
cuando se es joven y se tiene un rol de subordinación dentro del grupo
familiar, frente a unos padres autoritarios.
Fue producto del amor de una pareja que nunca había planeado tener
hijos y querían formar una familia únicamente de 2 hasta que, por un des-
cuido, se volvieron 3. Sin embrago tuvo una infancia feliz y adolescencia
tranquila, a pesar de que descubrió que nunca fue una hija deseada.
Cuando las discusiones se acaloraban, no faltaba oportunidad
para recordarle que fue un accidente y nunca habían deseado tenerla, que
si no se portaba bien, si no limpiaba la casa, si no cumplía con sus obliga-
ciones escolares o hacia caso a sus padres que le habían dado todo, iban a
abandonarla en un orfanato donde viviría para siempre si no era adoptada,
o que la iban a regalar al primer desconocido que se cruzasen para no verle
más la cara. Fuera de esas frases repetitivas en momentos de muy acaloradas
discusiones, tenían una relación maravillosa y casi envidiable.
La primera vez que la amenazaron con abandonarla, le rompieron
el corazón en mil pedazos, generándole una sensación de vacío imposible de
llenar. Cuando le dijeron que hubieran preferido no tenerla, Johana sintió un
ardor que le abrasaba por dentro las entrañas, y una angustia que se instaló
en su pecho impidiéndole respirar durante días. Cuando le dijeron por pri-
mera vez que iban a regalarla, como se regala un perro cuando ya es dema-
siado grande para mantenerlo en una casa pequeña, algo en ella se rompió
irremediablemente. Conforme pasaron los años y las amenazas se repetían
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en cada pelea subida de tono, ella dejó de darles importancia o, mejor dicho,
se mostraba indiferente sabiendo que nunca cumplirían con esa promesa, e
instaba a que la cumplieran de una vez, así dejaba de escucharlos.
Johana creció para convertirse en una exitosa profesional de la salud,
dedicándose casi en exclusiva a su vida laboral; notaba una dificultad en
crear vínculos afectivos sólidos con las personas con las que se encariñaba,
pero nunca asoció esta discapacidad con las palabras crueles que escuchaba
de sus padres enojados. Siempre terminaba rogando amor en lugares donde
no había nada para ella, rodeada de personas que amenazaban con irse de
su vida si no les hacía algún favor, o suplicando atención y perdonando rei-
teradas infidelidades de hombres que decían amarla cuando simplemente la
usaban para llenar un vacío que, como ella, sentían en su interior.
Cuando Raúl, el abuelo de Cecilia se enojaba, bastaba solo con una mi-
rada penetrante para helarle la sangre a quien lo mirase a la cara. Se había
convertido en los despojos de lo que alguna vez fue la pesadilla de su familia,
pero tan solo el recuerdo de su vigor, fuerza y agresividad, bastaban para que
nadie osara desafiarlo.
Ninguno de sus nietos quería descubrir el lado más oscuro de su abuelo,
quien con ellos siempre se mostró comprensivo y cariñoso; ya que con solo
escuchar las historias de sus padres, les causaba pánico el tan solo imaginar
lo que significaba desatar su ira.
Uno de sus tíos contó en un encuentro, con los ojos vidriosos por las
lágrimas, cuando su padre le había levantado la piel usando un cinturón de
cuero como látigo, cuando descubrió que le había mentido para salir con la
que era su actual mujer y madre de sus hijos; otro de los hermanos recor-
daba cada tanto, la vez que lo encerró en una habitación con un plato de co-
mida que no le gustaba y tres botellas de agua, manteniéndolo en ese cuarto
durante días, hasta asegurarse de que el hambre ocasionara que terminara de
comer aquel alimento que había despreciado tiempo atrás.
Generalmente terminaban los encuentros acabada la recopilación de
malos recuerdos, con un tenso ambiente repleto de angustias incurables, y
a raíz de estos miedos, los niños no se animaban a contradecirlo, ni siquiera
cuando se convirtieron en adultos.
Un verano Cecilia y su hermano David se quedaron un fin de semana en
la casa de su abuelo, con la intención de hacerle compañía unos días mien-
tras sus padres disfrutaban de su aniversario solos. Al escuchar las voces de
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sus padres que los fueron a buscar para llevarlos a casa, David corrió a la
entrada tropezándose y golpeando accidentalmente un mueble con retratos,
haciendo que éstos cayeran y desataran la furia de Raúl como nunca.
Al escuchar el estruendo y los gritos de los niños; Raúl furibundo gruñó
preguntando quien había sido el responsable mientras vociferaba insultos y
enrojecía su rostro por la ira. Bastó con tan solo mirar a los hermanos para
que Cecilia se pusiera a llorar, retrocediera y se arrodillara en una esquina
pidiéndole perdón por algo que no había hecho, mientras que su hermano
estaba petrificado en el lugar, boquiabierto, tratando de decir algo entre
balbuceos.
Raúl y su hijo empezaron a pelear inmediatamente, cuando el padre de
los niños se interpuso para aquel no lastimara a sus hijos, justificando que
los accidentes sucedían y que no era tan grave como para reaccionar de esa
manera. La madre de ellos se los llevó a la casa aprovechando la distracción.
Luego de ese episodio, Cecilia olvidó por completo ese día; su cerebro
lo había borrado por el pavor que experimentó ante aquella explosión de
violencia. No volvieron a saber de Raúl hasta el día en que murió cuando se
reunieron en el funeral.
Una tarde en que ella se había juntado con una amiga a merendar, se
dispusieron a intercambiar opiniones sobre crianza. Cecilia comentó que
cuando era chica los mayores solo tenían que mirarla para que dejara de por-
tarse de manera inapropiada, afirmando que la autoridad del adulto podía
transmitirse sin violencia física. Lo que olvidó mencionar es que por esa
misma razón, no podía mantener contacto visual con figuras de autoridad
sin sentirse intimidada y con una fuerte angustia atorada en la garganta.
Otra vez la policía había vuelto a la casa de Jorge por la llamada de los
vecinos preocupados, debido al ruido de objetos golpeando y rompiéndose
contra los muros, y de los gritos histéricos de Gisela pidiendo auxilio.
Mientras la policía se acercaba, él no tardó en intentar golpear al que más
se había aproximado, siendo reducido y esposado, para luego ser llevado a
la comisaria a declarar, acusándolo por cargos de resistencia a la autoridad.
Jorge gritaba enfurecido que no le había tocado ni un pelo, que ella era una
“desagradecida mentirosa”.
Otra vez había regresado borracho y de mal humor a su casa, nueva-
mente una relación amorosa culminó violentamente, una vez más durmió
en una celda, de nuevo se encontró sin nada y teniendo que vagar por las
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del alcohol.
Florencia y Eugenio son dos hermanos que han tenido el mismo pro-
blema: La comida.
Mientras que la madre de los chicos, a Florencia le decía que si seguía co-
miendo nadie la iba a querer jamás, con el argumento de que los gordos no
son aceptados ni tienen vidas exitosas, el padre de ellos le repetía a Eugenio
que hiciera ejercicio porque de otra forma no iba a llamar la atención de las
chicas, ni iba a lograr nada en la vida. Con esos padres extremadamente exi-
gentes y perfeccionistas, viviendo en casas separadas y quedándose cada uno
con un hijo, los hermanos se sometían a sus exigencias y eran perfectos en
todo para ganarse el amor y la aprobación de las únicas personas que veían
en ellos imperfecciones.
Eran los mejores alumnos de la escuela a la que iban y excelentes de-
portistas, coleccionaban trofeos y medallas de competencias en las que par-
ticipaban por todo el país, e incluso les habían permitido ir a competencias
internacionales.
La presión acabó con Florencia que no podía dejar de vomitar
todo lo que comía por los nervios constantes que sentía. Su madre orgu-
llosa, observaba como su hija se consumía y desaparecía día tras día; feli-
citándola por tomarse en serio sus consejos sobre bajar de peso para verse
más bonita, ignorando las razones que la hacían verse de esa manera.
Las palabras de sus profesores y amigos fueron el punto de inflexión
para aceptar internarse y así recuperar las posibilidades de vivir, luego de
caerse y romperse un brazo debido a la desnutrición que escondía bajos
las prendas sueltas y holgadas que usaba a diario, pero que no ocultaban su
rostro esquelético.
Por otra parte, su hermano se internaba en el gimnasio durante largas
jornadas de ejercicio extenuante y rutinas cada vez más exigentes, que su-
peraban por mucho su capacidad física, hasta que llegaba el día en que no
podía moverse de la cama y tardaba uno o dos días más en recuperar la
energía necesaria para poder ponerse de pie. La frustración de no tolerar sus
propias rutinas de ejercicio, lo llevaban a intensificarlas para volverse fuerte,
generándose más problemas de salud que beneficios. A pesar de que hacía
varios años que no vivía con su padre, seguía escuchando su voz cada día,
recordándole que era un inútil y débil.
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Y así vamos por la vida conociendo personas con el alma rota, que
caminan en este mundo rompiendo a los demás y respirando sin vivir en
absoluto; hasta que juntan el valor suficiente para enfrentar sus traumas y
continuar sus vidas por un sendero diferente.
En una sociedad violenta y llena de odio que solo repite frases de
amor, tolerancia, felicidad y sentimientos que no pueden reconocer
en ellos mismos, ni expresar sanamente, es un acto de valentía incal-
culable, luchar por ser ejemplo de superación.
Por eso no todo está perdido. Así como hay victimas que se
vuelven victimarios, también hay personas que deciden cambiar, con
todo el esfuerzo y el cansancio que eso conlleva, y enseñar a quienes
se quedaron en su zona de confort, que existe una vida distinta, si se
animan a saltar hacia un terreno desconocido, con un futuro prome-
tedor. Nunca es tarde cuando se trata de superarse y ser mejor.
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Gente Rota
La gente rota, rompe. Su incapacidad de sanar no les permite acariciar
con el alma, que fragmentada, corta con su filosa agonía. Es triste pensar
que no tienen arreglo, porque no creen estar rotos; y van por el mundo da-
ñando, sin reconocer los monstruos que abandonan en las más recónditas y
cavernosas profundidades de la mente de otros.
Son otros, no es que no sientan empatía por la semilla que siembran
en su campo de amapolas rojas marchitas, sino que no se dan cuenta que
dejan un regadero de sangre tras abrir viejas heridas. No son responsables
del dolor que esparcen a partir de sus frustraciones y sueños perdidos, en un
pozo interminable donde caen los pedazos de una vida que los hirió, y tiró
sus ilusiones al olvido.
Quizás si alguien pudiera hacerse muy pequeñito y entrar en la ca-
beza de esa persona lastimada, podría decirle desde dentro que sus acciones
duelen porque está herida, y curarle desde su interior esas viejas cicatrices
abiertas en carne viva, infectadas de frustración y tristeza infinitas.
Quizás se pudiera intentar llegar a ese lugar tan inaccesible, cuando
esa persona se encuentre vulnerable, solo para hacerle ver que el mundo
quiere que se levante, que no está en su contra; que los enemigos que se
inventa están solo en su cabeza. Quizás pueda oír nuestros gritos mudos
del otro lado de su ventana, aunque cuando se nota que no puede siquiera
leernos los labios, al pedirle que tome las riendas de su vida, uno cree que
sus intentos son en vano.
Tal vez no somos la persona que pueda abrirle los ojos, con el
dolor que conlleva despegar los parpados de su borde interior, cuando están
fundidos en un intento de no mirar más allá de su historia; pero a todos
nos alcanza la realidad para marcarnos el camino que debemos continuar,
cuando nuestra fantasía nos consume.
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Hay que ser valiente para elegir cambiar el rumbo de sus juicios y acep-
tarse. Aceptar que el cambio está bien y es necesario para atravesar el miedo
a lo desconocido. Significa darse una oportunidad de encontrar una realidad
distinta, incluso mejor a la que ya se tiene.
Conformarse con lo recibido y vivir sin retos ni metas que sazonen
nuestra existencia, no es haber vivido en absoluto. Vivir va más allá de res-
pirar y cumplir con las exigencias impuestas. Es también cumplir con los de-
seos propios e intentar ser mejor día a día sin engañarse, encontrándose con
uno mismo y amándose por sobre todas las cosas. Estudiarnos lo suficiente
para reconocer nuestro valor y enseñarlo con amor, para que las personas
que nos aman realmente nos respeten y vean lo que somos, manteniéndose
cerca. Mientras tanto para los que interpreten que es un precio elevado,
brindarles el tiempo necesario para irse, no sin antes ser nosotros quienes
abramos las puertas de la mente para invitarlos a que sean libres de elegir
su rumbo, agradeciéndoles el tiempo invertido y los recuerdos guardados.
Las personas que se arreglan con los años terminan con muchas cica-
trices, muchas enormes que pese al esfuerzo, no logran cerrarse. Sé amable
con ellas. La ferocidad de nuestras palabras puede quebrar fácilmente la fra-
gilidad de los remiendos que uno mismo se hace como puede.
No niego que es fácil escribir mucho y muy difícil hacer aunque sea un
cambio minúsculo, especialmente cuando la costumbre nos hizo duros e
invariables, con la falsa ilusión de hacernos fuertes cuanto menos nos mo-
vamos hacia adelante. Sin embargo, los cimientos que del amor se levantan
son más resistentes que la cultura violenta en la que nos armamos hasta los
dientes, con agresiones verbales y golpes por la retaguardia, en un intento
de ser nosotros quienes propicien los golpes en vez de convertirnos en el
blanco.
La satisfacción de ver al pasado de forma crítica y analizarlo, nos per-
mite encontrarnos con nosotros mismos, indagar cuales fueron las moti-
vaciones que nos llevaron hacia el abismo desde el cual caímos desde tan
alto, provocándonos tanto daño irreversible; y cuáles fueron las causas de
arrastrarnos hacia ciertos callejones sin salida, buscando evadir una situación
que terminó por acorralarnos en el peor momento de nuestro escape.
El otro influye indefectiblemente, porque somos parte de una sociedad
en la que estamos conectados como eslabones de una cadena, pero si se
quiere, puede cortarse y continuarse a partir de la ruptura y generar con-
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ciencia creando una nueva estructura para seguir creciendo, siempre yendo
hacia adelante.
Somos responsables de lo que hacemos y también de mirar hacia otro
lado cuando no somos protagonistas de un mal vivir, ignorando a quien
sufre y ruega que alguien lo ayude a salir de su miseria. Somos responsables
de las decisiones que tomamos, y también de equivocarnos cuando por falta
de experiencia o por mera ignorancia, seguimos opiniones ajenas y hacemos
daño. Incluso, me atrevo a decir que apoyamos la violencia cuando ante
ataques, justificamos el maltrato como forma de educarnos, promoviendo
que por compartir sangre debemos permitir que todos nos hieran, creando
monstruos invisibles que nos acompañaran largos y extenuantes años.
No importa quien lo promueva, lo que es nocivo para uno mismo lo es
igual para cualquiera que nos quiera o a quien queramos. Somos humanos,
y equivocarnos es necesario pero aprender es una virtud de pocos. Muchos
se refugian pensando que no hay otra forma de actuar; que son de una
determinada manera y que seguirán eternamente siendo así aun cuando co-
nocen las consecuencias de actuar de mal modo y lastimando; lo único que
nos queda es no ser así, promover el cambio y enseñarlo con el ejemplo.
Es mejor conocer nuevos amigos que quedarse con los que demuestran su
amor hiriendo.
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Carta de despedida
Te extraño porque te recuerdo como una fantasía que no refleja la rea-
lidad; eras la personificación de la fuerza, de la independencia, de la cons-
tancia, exigías mejoras constantes, luchabas por una vida diferente para ale-
jarte de lo malo que te atormentaba desde tu nacimiento.
Promovías el estudio, el pensamiento crítico y con fundamento, el res-
peto, el saludo, la solidaridad y, sobre todo, ser siempre una buena persona
que defiende sus ideales.
Nos pedias que fuéramos todo lo que no eras, lo que no podías ser. Am-
parabas tus malas acciones con el fundamento de tus años y que debíamos
aceptar y obedecer sin cuestionar nada, simplemente porque así lo exigía
una autoridad autoimpuesta por un título que nadie pidió que se entregase;
contrario a las ideas que me metiste en la cabeza de independencia, lucha
y defensa de ideales. Me juraste que esa miseria que vivíamos a diario entre
gritos, golpes, y peleas era lo único que existía en el mundo, y yo, ingenua-
mente me lo creí. Era lo único que conocíamos, y entendía, que intentar
conocer algo mejor daba más miedo que seguir existiendo entre ese calvario
constante, que lo único que conseguía, era destruir nuestra autoestima y
aplastar nuestros sueños.
Duele muchísimo vivir con esa imagen tan opuesta a la realidad que hoy
veo tan claramente. Imponías tus ideales y tus creencias, y cualquier cosa que
no se encontrara dentro de sus parámetros era condenado; por eso cualquier
intento por escapar, era castigado. No creo que haya sido a propósito, es
difícil ver con los ojos cerrados y con miedo a abrirlos. Mucho más difícil
es actuar, sin un tutorial que te indique como desenvolverte para hacer las
cosas bien, frente a la mirada juzgante de una sociedad intransigente, fraca-
sada, frustrada que te dice que hagas lo que no son capaces de hacer.
¿Perdonar? Si, porque entiendo la dificultad de intentar cambiar el
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rumbo de algo tan pesado como es la vida; porque sé que los años pesan
aunque no se puedan medir en kilos, y que si mover 30 años o menos, es
un trabajo muy duro que necesita constante apoyo y guía de personas sanas,
que le enseñen a una persona en rehabilitación, a reinsertarse en un mundo
tan ajeno y diferente; a manifestar emociones sanamente; a soltar y seguir
otro camino, sin el ancla que te estanca en el mismo mundo del que se
quiere escapar; comprendo que desplazarte de un sendero, con medio siglo
a cuestas, a otro tan lejos de tu zona de confort (el único mundo conocido),
es un acto de revolución, de constancia, trabajo y fuerza, casi imposible para
una persona de tu edad. Pero al ser CASI, es posible lograrlo, con mucha
voluntad y esfuerzo; cosa que manifestaste en diversas oportunidades, que
son atributos ajenos a tu persona.
No dejo de sufrir y de culparme por no poder mostrarte que existe una
vida mejor, que depende de uno mismo encontrar el rumbo; que somos no-
sotros las brújulas de nuestros deseos. Volví a buscarte hasta rendirme para
intentar alejarte de ese dolor, de esa vida tan horrible y miserable. Me con-
frontaste con excusas, todas las veces que intenté arrastrarte a mi mundo, a
mi nueva realidad. La edad no te permite aprender cosas nuevas, que la cos-
tumbre no se puede eliminar, que tu título familiar no te permite escuchar
lecciones de alguien tan inferior como un hijo, que es la última rama de este
árbol genealógico mal construido. Que no existe otra realidad, sentenciaste,
creyendo que yo solo te repetía historias sacadas de películas fantásticas.
Me molesta escucharte repetir los logros de otros, porque los míos
nunca son ni útiles, ni suficientes. ¿Qué importancia tenía si terminé el co-
legio a tiempo, a diferencia de otras personas de la familia?, si esa no solo
era mi obligación, sino que tampoco tenía las mejores notas del instituto.
Ser la primera universitaria, la primera en cumplir un sueño de la infancia, la
única que se animó a cambiar de estilo de vida tampoco eran méritos que se
podían celebrar, apoyar, o mínimamente, no ser criticados.
Desde niña prometí irme de ese infierno ni bien tuviera la mayoría de
edad, busqué trabajo de casi cualquier cosa antes de ese momento y me
impediste que trabajara, con la excusa de que si lo hacía dejaría el colegio y
moriría en un trabajo mediocre, mal pago y tendría una vida peor de la que
quería huir. Insistí a pesar de las trabas y comencé a ahorrar para irme lejos,
pero nunca era suficiente. Cuando alcanzaba la meta, me pedias ayuda y
entregándote todo, volvía a empezar.
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Soltar es crecer
Ese radiante día de primavera en la ciudad, había una gran celebración.
Las personas estaban disfrazadas con los rostros pintados de colores bri-
llantes y vivos, con trajes repletos de lentejuelas y diseños divertidos; en las
calles, los feriantes decoraban sus puestos con carteles, cartulinas, guirnaldas
y juegos de luces publicitando sus productos al público, que se asomaba a
mirar curioso. La música alegre contagiaba el júbilo entre los participantes y
espectadores; y en el escenario principal, desfilaban artistas que entretenían
a los presentes en sus despliegues de talento y pasión.
Eventualmente se armaban desfiles, fiestas, espectáculos en las calles
más céntricas o en los parques más grandes, para invitar a las familias a pasar
un día agradable y promocionar a los emprendedores que trabajaban en sus
pequeños negocios. La anfitriona del evento, una mujer alta, de cabellos
rojizos y ojos turquesa, vestida con un llamativo vestido largo rojo, subió al
escenario y luego de agradecer la participación de los comerciantes, invitó a
todos los niños, que se encontraban dispersos en las calles, a acercarse al pie
del escenario para recibir un regalo de los patrocinadores del evento.
Federico se acercó ilusionado, soltando la mano de su padre y corriendo
hasta donde le permitieron sus pequeñas piernitas, sus padres divertidos,
lo siguieron sin apartarle la vista de encima y riendo ante la clara reacción
inocente de su hijo. Le obsequiaron un peluche pequeño con la forma de un
perro siberiano, a otros niños les dieron otros animales como gatos, osos,
conejos, vacas, ratones y caballos. Los ojos de Federico se iluminaron ena-
morándose inmediatamente de su nuevo compañero de juegos.
Corriendo fue a mostrarles a sus padres el hermoso regalo que le entre-
garon. Su madre ofreció guardarlo para que no se pierda o ensucie, pero fue
imposible convencerlo. Su padre le explicó que si no lo cuidaba, se podía
romper o perder y que como iba a seguir jugando y comiendo podía ensu-
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ciarlo u olvidarlo en algún lugar, pero ni así lograron que el niño soltara a
su perro.
Cualquiera imaginaría que la ilusión terminaría por dispersarse y su aten-
ción terminaría posándose en otro objeto con el pasar de las horas o los
días, pero nunca sucedió. El niño no lo soltaba para dormir y se despertaba
si tocaban a su amigo mientras lo sostenía al descansar. Se bañaba con Zeus,
nombre con el cual bautizó a su juguete, y no ingería alimento si su cachorro
no se encontraba cerca de él al momento de la comida. Sin Zeus no asistía
ni al colegio, al médico, o a cumpleaños. Simplemente se había aferrado
fuertemente a la compañía de su querido peluche.
Fueron pasando los años y recién cuando empezó a entrar en la adoles-
cencia, Zeus fue despegándose de sus manos. Sin embargo, la sola idea de
deshacerse de él, le causaba terror. Cuando su madre le planteaba la idea de
regalárselo a alguien que quizás necesitara el amor y la compañía que había
ofrecido Zeus en su vida, Federico se aferraba a su perro, y quizás hasta
dormía una semana entera abrazado a sus recuerdos y momentos de alegría
de su infancia más tierna.
Si bien Zeus no era lo más importante en su vida, era su idealización la
que no lo dejaba apartarse. Era su tesoro, entonces debía mantenerlo oculto,
escondido de los ojos prejuiciosos de la gente, nadie entendería que su amor
por Zeus superaba la cordura.
Con el paso del tiempo la tela que recubría el interior de guata del perro
fue desgastándose hasta romperse, y aunque Federico lo cosía cada vez, a
medida que arreglaba un agujero, rompía otro lugar con su remiendo. El
pobre animal de peluche se había convertido en los despojos de su figura
en los tiempos pasados. La necesidad de apegarse al juguete causaba que al
querer reparar el daño del tiempo, simplemente lo desgarraba más. Zeus
había quedado irreconocible, entre los remiendos y costuras a causa de la
desesperación de su dueño por revertir el paso del tiempo.
En su afán egoísta de no de aceptar que su compañero de vida ya no
era lo que fue en sus momentos de gloria, Federico lloraba por las noches
y buscaba alternativas de recuperar la forma de su tesoro, tal cual lo tenía
grabado en su memoria. Secuestraba a escondidas otros peluches de su her-
mana menor y luego de despellejarlos, trataba de recomponer la imagen de
Zeus, sin importarle ni las reprimendas de sus padres o el llanto de su her-
mana. Pronto el amor y el apego a sus recuerdos se convirtió en la obsesión
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Eternidad
Muchas de las personas que amamos cumplen una función crucial en
nuestra vida, y las que no, también. Nuestro concepto de la realidad es inva-
riable, creyendo fuertemente que nada va a cambiar y convenciéndonos de
una falsa eterna relación que nada ni nadie romperá nunca, y a decir verdad,
la eternidad puede durar tan poco como un suspiro o tanto más, como una
vida; a ciencia cierta nadie conoce su duración exacta.
Hay amistades que se ven más en las malas que en las buenas, y un
día, cansadas de compartir penurias, se dedican a compartir y construir
nuevas historias con alguien más; o amistades que solo pueden disfrutar
de los buenos momentos y cuando el mundo se cae a pedazos, no tienen
la habilidad o intención para sostener el aplastante cielo que cae con bestial
fuerza sobre la cabeza de quien sufre su agónica realidad de un modo dolo-
rosamente largo.
El primer amor, cuyo canto se vuelve poesía en los labios del poeta,
en la voz del cantante o en el arte del artista de cualquier disciplina, es una
magia inconmensurablemente poderosa que se propaga como un virus; no
obstante, cuando se convierte en un pilar que sostiene el mundo del bobo
enamorado, puede ser una sentencia de muerte inminente, escondida tras un
silencio esclavo de las promesas falsas.
Algunas familias se jactan de su unión y compañerismo, pero habiendo
roto la tradición familiar, percudiendo el impecable apellido cuyo legado se
ha mantenido intachable o siguiendo algún sueño particular que no cumple
con la bajada de línea del rebaño, muchas veces alguien queda a la deriva,
solo con su suerte de vaca en matadero, para completar su razón de ser en
el mundo.
Existen golpes que dejan heridas incurables para siempre, amores que
destruyen el amor, que envenenan, que ambicionan poseer la libertad ajena y
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eso causa una reacción instintiva que tiende a ahuyentar al ser amado.
Todas las personas tenemos la posibilidad de compartir momentos efí-
meros, cortos o prolongados en la vida de alguien más, aunque ninguno es
permanente. Nada dura para siempre y por eso la vida es cíclica y se
compone de etapas que siempre terminan y vuelven a comenzar.
Primero dos o más desconocidos se encuentran en un momento, en un
lugar, con historias de vida total o parcialmente diferentes; luego encuentran
puntos en común: comidas, música, lugares, personas o anécdotas; con el
transcurso de las conversaciones, del contacto humano, de sus relaciones
interpersonales, se hacen más cercanos, se confían secretos, miedos, sueños,
deseos, enseñan sus esperanzas y sus monstruos más peligrosos.
Amar a alguien de cualquier forma conlleva a entregarle también las
armas necesarias para que el otro haga y deshaga a su voluntad, cualquier
cosa que desee con los sentimientos de quien lo ame. La primera traición, o
alejamiento de alguien que significa tanto para nosotros es capaz de tirarnos
de un golpe al suelo y muchas veces no dejar que nos recuperemos. En la
mayoría de los casos, un golpe es seguido por varios más y a decir verdad,
no conozco a nadie que al atravesar una situación así no opine que se le hace
eterno. Otra vez esa palabra que creemos invariable e indestructible.
Nada de lo que creemos es real, todo comienza y un día se acaba por
más positivos que finjamos ser. Las enfermedades se curan o nos matan,
lo que hoy nos alegra mañana puede entristecernos al recordarlo y no re-
petir la experiencia, la familia se separa, se reconstruye, se crea una nueva;
los amigos te traicionan o se alejan cuando los ideales cambian, cuando
se eligen caminos diferentes, se profesan nuevas o diferentes creencias; las
parejas pueden durar unos días o décadas hasta que la muerte los separe,
los amantes entren en el juego o quizás cuando el amor mute y se escape a
otro lado.
Hay personas que cumplen la función de abrirte los ojos y enseñarte
una vida diferente, otras que te enseñan a desconfiar de las apariencias, otras
pueden compartir grandes experiencias y expectativas que terminan siendo
solo sueños incumplidos que juntan polvo en el baúl de los recuerdos, pero
sobre todo, cada una de aquellas personas que se cruzan en tu banal vida a
diario, entre miles de cientos de millones de multitudes de seres humanos
que existieron, existen y existirán, te dejará un mensaje, un aprendizaje, una
anécdota, un momento que recuerdes o no, se encontrará en tu historial.
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Ya sea porque fue con quien cruzaste una mirada en la calle o cuyas manos
recorrieron cada centímetro de tu cuerpo y sus palabras se guardaron en lo
más profundo de tu alma, en más de una ocasión.
Los humanos tendemos a pensar en que todo es permanente para sentir
algún tipo de consuelo ante la inminente finalidad de nuestra existencia,
y al temor lo escondemos bajo la fatalidad de mentirnos constantemente
con excusas que no somos capaces de creer, y sin embargo, continuamos
repitiendo en un intento desesperado de convertir una promesa que implica
simplificar una “para siempre” en algo más allá de lo terrenal y finito de
nuestra vida.
Cada experiencia nos vuelve más sabios, no por ello lo sabremos todo
sobre el universo que nos rodea, cada traición nos hará más desconfiados,
cada alegría nos bajará la guardia, un momento de placer nos permitirá ol-
vidar una penuria, y cada llanto nos hará recordar el dolor de saber que
algo perdimos. Lo que hoy nos hace reír, en otro momento no nos causará
gracia; lo que nos hace llorar, más adelante no nos dolerá del mismo modo;
lo que hoy parece lejano e imposible quizás mañana se convierta en nuestra
realidad y la enfermedad o el dolor que hoy nos acecha, pronto será un re-
cuerdo lejano. Todo pasa porque nada es para siempre, nada es eterno e in-
variable. Así hemos convertido en ordinaria una palabra con un significado
tan inefable, casi místico, de la cual nos aferramos para darle algún tipo de
significado a la realidad que nos pone fecha de caducidad.
Si todo fuera invariable y perfecto, la vida sin duda seria lineal y aburrida.
Necesitamos la emoción de la incertidumbre y la finitud de nuestra insig-
nificante vida de tan pocas décadas de duración, para animarnos a hacer
algo grande que deje una huella a lo largo de la historia de la humanidad, o
se nos olvide tan pronto como dejamos de existir. Corremos tras las agujas
del reloj y nos olvidamos de las personas que nos escoltaron así sea unos
segundos porque no sabemos apreciar la belleza que nos rodea, hasta que
deja de ser bello o deja de rodearnos. Hoy estamos, mañana no tenemos la
certeza de saberlo.
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ción sobre estos lugares; nadie sabe con certeza si la reencarnación es inex-
cusablemente una realidad que todos experimentamos, o que pocos tienen
la posibilidad de sentir. Si bien hay casos documentados, el ser humano
siempre se caracterizó por decir la verdad más conveniente y eso no nos
permite conocerla por completo.
Las obras de teatro, la pintura, la música y las novelas nos permitieron
conocer la forma de expresión, de muchas generaciones anteriores a la
nuestra y nos dieron información sobre la forma en la que se veía el mundo
en sus respectivas épocas; especialmente con los cuadros en los que gra-
baban un momento de la historia, para la posteridad; o en las novelas, cuyas
historias ya sean de ficción o real, muestran en el trasfondo parte del autor,
y su forma de ver el mundo. Con esto último me refiero a que no sabremos
quien fue, como vivió, o su edad al escribir su obra a menos que lo diga o
leamos una biografía, pero sus miedos, sus gustos, sus sueños, se funden en
sus escritos y nos permiten a los lectores ser parte o no de sus fantasías y
sueños.
Sentir las emociones que se desprenden de una canción o melodía, nos
permite conocer el estado de ánimo, el amor o el odio que siente el músico
al componer, imaginar que quizás le sucedió algo bueno o malo, o si cono-
cemos algo de su vida y la fecha de culminación de su obra, entenderíamos
el significado que le dio, o a quien va dirigida.
Vemos el mundo a través de los ojos de quien nos mira, no somos más
que una montaña que se convertirá en un grano de arena irreconocible y
olvidada, que dejará su marca en el mundo de alguna manera para vivir en la
inmortalidad que nosotros inventamos y desaparecerá para siempre. Por eso
creamos el arte, en todas sus formas, investigamos la historia, nos interesa
el pasado, porque quizás en alguna página olvidada de un libro antiguo, o
tallada en un pedazo de roca enterrada bajo capas y capas de tierra y ceniza,
se encuentra el secreto de lo que hay al otro lado del misterioso muro que
separa nuestro mundo y lo desconocido.
No somos más que una estrella fugaz que durante unos segundos brilla
en la pupila de un niño mirando al cielo. Por eso no temas, vive tu vida,
¡gózala! porque al final a todos nos llegará el momento de morir (Noli
timere, carpe diem memento mori).
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El ciclo de la vida
Un día llegó la muerte, llorando hacia los brazos de la vida, totalmente
desconsolada, pidiéndole respuestas a preguntas que no comprendía.
La vida, que se encontraba plácidamente sentada en su trono sobre la
Tierra, acarició la cabeza de su compañera, que yacía inquieta en su regazo,
abrazada a su cintura y llorándole las penas sobre sus piernas.
Entre inentendibles sollozos, la muerte trató de consultarle el motivo de
su crueldad, por qué si era la vida la que le ponía fin a las historias, era ella
quien pagaba por su accionar y sufría el desprecio de los hombres cuando
hacia su trabajo en el mundo terrenal. La vida no le respondió, dejó de aca-
riciarla y con un leve gesto la invitó a levantarse.
La muerte no sintió la pausa que hizo la vida. Sufría la condena de su
trabajo, el odio de las personas y la incomprensión de su compañera; quien
siendo venerada y admirada por los hombres, no podía entender las quejas
de la muerte. Cuando se percató del gesto de su hermana, se levantó mirán-
dola con expresión acongojada y confundida.
La vida había enmudecido hacia añares, cuando al comienzo del mundo
descubrió que debía ponerle fecha final a cada una de sus creaciones, mien-
tras veía como su hermana se llevaba sus preciados tesoros a un mundo
disímil, donde vivirían para siempre. Claramente entendía la frustración de
su igual, quien creía erróneamente que le daba final a la vida en la Tierra, y
no podía contarle, que sentía envidia de darle vida eterna a aquello que ella
destruía al crear.
La vida se levantó de su trono y la invitó a sentarse, como no podía
hablarle intentó explicarle con gestos lo que ella sentía, y la muerte no pudo
entenderle. Frustrada, intentó escribirle, pero su letra era invisible y sus pala-
bras estaban en un idioma diferente, luego recordó que eran de dos mundos
distintos y que no podría comprenderle en su lenguaje. Trató entonces, de
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mostrarle como hacía su trabajo y creó una flor, a la cual le indicó que viviría
poco, y le entregó 5 minutos escasos.
La muerte estaba desorientada y aturdida, hipnotizada por los movi-
mientos suaves y rítmicos de su hermana, que evidenciaba tener un mensaje
encriptado bajo el dominio de su alma. A pesar de concentrarse con todas
sus fuerzas, no podía comprenderla por mucho que lo quisiera. No termi-
naba de relacionar lo que trataba de explicarle, con las acciones que ejercía.
No despegaba su mirada de la rosa, mientras salía de su semilla, florecía y se
marchitaba a gran velocidad. Llegó la hora de la muerte de participar en el
acto, y con su magia, le regresó la vida, en su mayor esplendor, a la rosa que
había recibido marchita y seca.
La vida, saltaba de alegría creyendo ilusa, que su compañera había com-
prendido el mensaje; pero sus ilusiones se desmoronaron al ver la expresión
confusa de la muerte con una rosa magnifica entre las manos. Entonces hizo
lo mismo con un ave, al que le entregó otros 5 minutos para que saliera de
su huevo, se desarrollara y muriera viejo, enfermo y débil, recuperándose
nuevamente, entre las caricias de su compañera quien le brindaba vitalidad,
sanación, energía y vida eterna.
El ave voló alrededor de ellas, y cantando, le agradeció a la muerte por
haberle brindado una nueva oportunidad. La vida estaba triste señalándole a
la muerte lo que había hecho, al borde de las lágrimas intentando mostrarle
que su trabajo era maravilloso y que no era valorado como en verdad se lo
merecía.
La muerte miró la rosa y al ave con cariño, y corrió a los brazos de su
otra mitad. La consoló pidiéndole disculpas por imaginar su trabajo como
un castigo y a su hermana como una bruja malvada, que a la vida le ponía
una fecha de caducidad.
Los seres vivos de la Tierra no lo comprendían porque no podían
evidenciar el milagro que era existir, para luego renacer en los mejores
años de sus vidas, no lo vislumbraban porque estaban ciegos, no notaban
la sincronía que había entre la vida y la muerte, como pudo hacerlo ella en
esa ocasión.
Entonces se quitó la voz para que nadie pudiera oír nunca más una queja
pronunciada a través de sus labios, y se la entregó a su complemento para
que pudiera gritar todo aquello que había querido decir hacia tanto tiempo.
La ruidosa risa de la vida fue aún más maravillosa que su canto alegre,
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Cumpleaños
Un año nuevo se aproxima como una nueva oportunidad, para dejar
huella en una vida efímera y muchas veces sin sentido. No se celebra estar
muriendo como muchas culturas alegan; se festeja haber sobrevivido y tener
la pertinencia, de no solo rectificar errores, sino de aprender y enseñar aque-
llos conocimientos cuya transmisión puede salvar las inocentes vidas de
quienes, por ignorancia, están desviándose del camino, como uno mismo ya
ha transitado y conoce al final de cada error.
Un año más nos aleja de aquel punto inicial del cual partimos, para apro-
ximarnos a un futuro tan incierto como ideal, a la utopía que nuestra mente
pretende volver realidad, o quizás no, simplemente la imagina para apartarse
de una realidad que, aunque caótica, no deja de ser la zona de confort que
conoce el individuo que se posiciona en ese lugar.
Tener un año más de vida nos pone a determinada altura, si tenemos
en cuenta que el piso es nuestro nacimiento y si entendemos que no nos
podemos bajar de la escalera. Mirar para nuestro pasado nos da la posi-
bilidad de ver los triunfos y fracasos que hemos experimentado y usando
los fracasos de trampolín, podremos saltar más alto, para alcanzar nuevos
sueños que nos sirvan de motivación para lograr mucho más que las metas
que nos proponemos.
He conocido personas con mucho potencial y capacidad para hacer
cualquier cosa, pero que nunca tuvieron motivación para intentar nada, solo
seguir órdenes y opinar únicamente lo que la mayoría aceptaría escuchar.
Por otro lado, también conocí personas que no se caracterizaban por su ca-
pacidad e inteligencia, pero que con trabajo y esfuerzo han conseguido que
la vida los premiara con lujos, viajes, y felicidad. También existe aquel que
anda por la vida siguiendo una manada que le diga qué, cómo y cuándo ac-
tuar y sin embargo es feliz sin tener una opinión critica e individual mientras
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que, en paralelo, hay quienes repudian totalmente esa actitud y luchan por
tener una libertad de expresión en una sociedad que censura al que piensa
diferente y agrede al que destaca.
Creo que la experiencia de vida define la edad y no una fecha en el
calendario, puesto que hay personas de 60 años que empiezan a conocer la
vida fuera de su hogar y otras de 15 que tuvieron una vida que les obligó a
conocer demasiado al mundo que los envuelve en su capricho.
Cuando algunos empiezan a asomarse del capullo otros están viviendo a
pleno y otros están terminando con su existencia o llegando a la cumbre de
sus más altos e impresionantes objetivos; y puede ser que, en todas esas si-
tuaciones, los individuos en cuestión tengan los mismos años de antigüedad
en el planeta.
Hace no muchos años, a los 15 años muchas mujeres, eran madres y
muchos hombres, soldados que iban a la guerra; hoy a esa misma edad las
personas recién empiezan a desarrollar su individualismo y carácter. En-
tonces ¿Por qué definir la edad en años? Si no importa cuantos años tardes,
sino lo que haces y las marcas que se dejan y por las cuales te recordarán
cuando no estés.
Por lo tanto me enorgullece cumplir años, tener el placer de usar de
excusa una fecha en el calendario para festejar que estoy viviendo a pleno,
compartir un momento con mis seres amados, utilizar de referencia el pa-
sado para ser mejor cada día y completar las misiones que me impongo cada
año para conseguir todo lo que me propongo.
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Clandestino
Crecí en una familia disfuncional y violenta; donde los gritos, las peleas y
los dolores de cabeza eran constantes. No había paz ni a la hora de dormir,
cuando el ruido de la tele y los ladridos de los perros impedían una noche
de descanso.
Mi mamá se había juntado con un hombre que me odiaba. Me escupía
el humo del cigarrillo en la cara cada vez que podía, sabiendo que me hacía
mal. Me amenazaba a mí y a mis amigas, buscaba excusas para generar dis-
cordia, separándonos lenta e irreversiblemente a mí y a mi hermana, de mi
madre que sin darse cuenta se lo permitía otorgándole un lugar en la familia
que no se merecía; y negaba todo con la excusa de que nosotras éramos unas
mentirosas y estábamos celosas de que él viviera en nuestra casa.
Años después, me refugié en un amor tóxico. En aquella relación me
sentía sola y desamparada asumiendo que era lo mejor que podía experi-
mentar. Eso fue lo más sobresaliente que conocí en aquella época, era todo a
lo que podía aspirar dentro del entorno en el que me movía. Mis amigas me
pedían que me aleje y yo no quería, creyendo ingenuamente, que eso era lo
único que me merecía conocer. Un amor donde las peleas eran diarias pero
que cuyas reconciliaciones me hacían sentir amada escaso tiempo, donde
no hacer lo que él quisiera era causante de una culpa punzante que me des-
garraba el corazón; donde sentirme incapaz de conocer algo mejor, era la
única sensación que tenía.
Una voz en mi interior me pedía cordura, que mire a mi alrededor que
eso no era sano, pero callaba las voces de mi cabeza y seguí adelante muchos
años con esa vida. Era mi única esperanza de irme lejos de mi casa. Necesi-
taba formar un equipo para salir adelante, sola era imposible y me lo hacían
notar a diario. Todas las personas que conocía me lo decían.
Dentro de mi dolor por distintos abandonos afectivos, me refugiaba en
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las fantasías de una joven soñadora. Creía que podría estudiar y salir de esa
pesadilla, que podría irme lejos y empezar una vida nueva en otro lugar; que
podría tener una familia si elegía bien a un compañero que me permitiera
tener la posibilidad de crear la familia que no pude tener desde mi naci-
miento, que era capaz de hacer cualquier cosa que me propusiera, porque
yo era imparable, libre y única; que podría cumplir cada objetivo porque
como nunca me rindo fácilmente, tarde o temprano conseguiría alcanzar
mis metas; escribir mi libro, contar mi historia y ser finalmente escuchada.
Sin embargo, estaba encadenada a él por la estúpida creencia de que eso era
lo mejor que podría encontrar.
Después de él no habría nada esperándome, ahí estaba el final de todo.
Me repetían a diario que no existía nada mejor, que la vida era así de mi-
serable y triste, que nadie me podría querer por mi carácter, por mi físico,
que así como no me quería mi familia menos podría quererme alguien de
afuera, que mis sueños eran eso: sueños. Me exigían que dejara de creer
en las películas de amor, que eso era ficción, que Disney engaña a la gente
idiota con historias de príncipes azules que te rescatan de tu pesadilla; y con
el argumento de que ni él era un príncipe y ni yo una princesa, concluía su
sentencia. En mi casa el discurso era terriblemente parecido.
Tarde me di cuenta de que había pasado un mes desde la última vez
que me vino el periodo, que en mi caso siempre había sido perfectamente
regular. Asustada, empecé a leer por internet todas las posibles causas, inves-
tigué en no sé cuántas paginas médicas para ver si había algo que no estu-
viera entendiendo del ciclo menstrual, esperando que la cuenta me hubiera
fallado y que en realidad, esperando unos días, mi miedo se iría.
Quería pensar que estaba soñando, que todo eso no era real, empecé a
ver mi vida desde otra perspectiva, como si mi cuerpo no fuera mío.
Los días se hicieron largos, yo no dejaba de llorar, no podía. Simple-
mente las lágrimas salían de mis ojos. La cuenta no falló y tenía un atraso
de 15 días.
Era mi primer año en la universidad y cada vez me sentía más sola,
viviendo tantas nuevas experiencias que no podía disfrutar. Me había que-
dado sin trabajo después de 2 arduos años de trabajar de cualquier cosa para
ahorrar y así poder cumplir mi meta de irme lejos de mi casa y empezar una
vida nueva; así dejaría de sufrir tanta violencia física y psicológica. No podía
creer que la vida siempre fuera miserable.
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Estaba perdiendo mis ahorros en los viajes que hacía a diario a entre-
vistas laborales con la esperanza de conseguir una oportunidad para cambiar
mi presente, aunque sea un poco.
Mi novio me decía que no lo molestara, que eran ideas mías, que lo
estaba poniendo nervioso y era todo psicológico; las peleas en mi casa esa
semana fueron más fuertes, o quizás realmente era mi imaginación, que me
hacía sentir todo de manera más intensa.
De cualquier modo, yo estaba más sensible, me dolía el cuerpo, lloraba
mucho, tenía miedo y era consciente de ello. Miedo de estar realmente emba-
razada y de no poder criarlo; de tenerlo y dejarlo a cargo de personas que lo
lastimarían para hacerme mal a mí mientras yo estuviera trabajando; miedo
de tener que dejar mis estudios a meses de iniciarlos y con ellos perder la
única posibilidad que encontraba de tener una vida mejor, normal y sana;
miedo de terminar sola sin ayuda de mi mamá que era mi única familia ni
del padre del bebé (al que en el fondo no lo creía interesado en ayudarme);
que me dejen en la calle (cosa que me pasó por otros motivos más adelante);
tenía miedo y no podía acudir a nadie porque a nadie le interesaba ayudarme.
Los amigos parecían ser enemigos juzgando cada movimiento que hacía y
alejándose cuando más los necesitaba. La desesperanza era aplastante
Desesperada hablé con mi pareja, ya que consideraba que todo lo que me
pasaba era culpa de los 2 y necesitaba apoyo. Le planteé que no lo veía como
padre, que era irresponsable, que me trababa con indiferencia, que nunca
se tomaba en serio mis problemas y que con esas características nuestro
hijo iba a sufrir mucho la ausencia de afecto como la sufría yo; y que no
me gustaba la idea de traer al mundo una vida para abandonarla a su suerte
después, le dije también que tenía miedo de dejar la universidad buscar uno
o dos trabajos para mantener a nuestro hijo (ya que a él no lo contaba) y no
saber con quién dejar a la criatura, los padres de él no soportaban los chicos
y tener un niño llorando en la casa iba a convertir la paz de ese hogar en una
vivencia llena de amargura y enojos contra un bebé indefenso.
También me preocupaba dejarlo con mi madre ya que como ella traba-
jaba de día, la persona que se ocuparía de la criatura tendría que ser el tipo
que a mí me arruinaba la vida todos los días, el que me amenazaba, el que
me atacaba física y verbalmente, el que expresaba con total impunidad que
me odiaba y me deseaba lo peor desde que yo tenía 10 años. ¿Qué sería de
la vida de un niño recién nacido en manos de un psicópata enfermo como
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él? ¿Sería la victima de su odio hacia mí? Recuerdo que lloraba desconsolada
argumentando mis miedos; él asentía dándome la razón, mientras miraba a
cada rato como perdía en el juego de computadora que estaba jugando on-
line. Cerró el juego, se sentó a mi lado, me abrazó y se puso a llorar conmigo.
Después de mentalmente repetirme que estaba en una pesadilla y a punto
de despertar, él habló y me sacó del trance en que me encontraba. Me
dijo que tenía razón y que ya habría tiempo para pensar en hijos en un
futuro. Según sus palabras cuando estuviera más acomodada con mi vida y
viva sola o con él, pero lejos del caos de mi casa.
Su conclusión fue, “averigua como sacártelo que yo me hago cargo del
pago, hablo con mi hermano y lo pagamos”, le ofrecí los pocos ahorros que
me quedaban y me dijo que no, que él sacrificaría la plata que ahorraba para
licitar el auto que estaba pagando y si no alcanzaba le iba a pedir la plata que
faltara a su hermano.
En un último intento de encontrar otra solución, para no pasar por una
situación que podría matarme, le pregunté si no quería tenerlo, que yo estaba
dispuesta a continuar con el embarazo si el me prometía que al bebé no iba
a faltarle nada, no solo por lo material, que de eso me iba a encargar yo, sino
en cuanto a lo afectivo. Si le iba a prestar la atención y a darle el amor que
necesitaba para crecer, yo estaba dispuesta a dejar mis proyectos de lado
para crear nuevos con él y el bebé, siempre y cuando él me dijera que sí. Su
respuesta negativa, me dejó aclarado el asunto. Ahora se sumaba otro miedo
¿Y si muero?
Sola nuevamente, pero esta vez con la presión de encontrar algo que
no sabía cómo o donde buscar, empecé a navegar por internet en busca de
información. Horrorizada leí como con una percha o aguja de tejer se puede
abortar si sobrevivís a la hemorragia interna que te debías provocar para
lograrlo; como metiéndote distintos cócteles de pastillas de venta libre en
farmacias o verduras especificas por la vagina, se puede abortar si sobrevivís
a la infección generalizada que te podías causar por utilizar esos métodos.
Encontré teléfonos de personas que decían ser profesionales que aca-
baban con tu problema (obviamente si elegís esta opción es porque eviden-
temente es tu problema y de nadie más, ya que todos parecen lavarse las
manos en ese momento). Había comentarios positivos y negativos referidos
a los titulares de esos teléfonos, gente que decía que gracias a tal persona
ella se sentía una mujer libre, otros que decían que gracias a “ese asesino” su
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mismo día las usé como me dijo la profesional, quien además me dio una
receta para comprar las pastillas anticonceptivas, y otra para una ecografía
que debía hacerme después de todo el proceso.
Esa misma noche sin que nadie se diera cuenta, cumplí con las indica-
ciones que me brindó. Casi no dormí. Mi cabeza daba vueltas, escuchaba las
voces de las personas que me hablaron durante el día, y a quienes no les en-
tendí oportunamente lo que me decían. Me hundía en los pensamientos que
me repetían que estaba durmiendo y que al día siguiente cuando despertara,
todo habría pasado. Me repetía que lo peor era morirme, pero no podría ser
peor que vivir lo que ya vivía; y en medio del caos que había en mi cabeza a
las altas horas de la madrugada, me dormí profundamente.
Me despertó mi mamá, cosa que hacía años no pasaba, porque le pa-
recía raro que siendo tan tarde todavía estuviese durmiendo. Me dolían los
ovarios cuando me levanté. Fui al baño y no tenía ni una gota de sangre en
la ropa interior. Le escribí a la médica y me pidió que esperara. Las horas pa-
saron y a mí se me acababa el tiempo. No quería dejar pasar mucho tiempo,
estaba de 5 semanas.
Al día siguiente, como no se veían resultados, la ginecóloga me dijo que
si eso no funcionaba tendría que ir a cirugía; seguir insistiendo con las pasti-
llas podría ser peligroso y traer graves consecuencias.
Le pasé el teléfono de la mujer a mi pareja. Él arregló con ella el tema
del pago, la fecha y el lugar. Me sentía en una película, no podía creer que
estaba viviendo todo eso.
Unos días después, dijimos que íbamos a salir con mi cuñado a pasear,
nos subimos al auto y nos fuimos. Lloré como si me fuera a morir ese día,
me despedí de ellos que me consolaban diciendo que no exagerara. Me
quería bajar del auto, no quería continuar; estaba aterrorizada.
Me retaron porque los molestaba con mis tonterías y me dijeron que ya
era tarde para arrepentirse; mi pareja me gritó que deje de incomodarlo, que
me quedase quieta y haga silencio. Junté valor como pude, e hice fuerza para
no llorar más. Me puse a mirar por la ventana, tratando de distraerme. Ya no
me querían escuchar más.
Llegamos al lugar, nos abrió la puerta la mujer que ese día estaba usando
una bata blanca de médica. Ella me dijo que estaba preparando el espacio
que iban a usar para la intervención, que esperásemos en la pequeña sala de
espera.
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diarios.
Conseguí un trabajo relacionado con la carrera que estudiaba justo a
tiempo, y pude empezar de nuevo, completamente sola. Poco a poco fui
sanándome y comprando todo lo necesario para equipar mi nuevo hogar.
Me di cuenta de que al final tenía razón, esa vida no podía ser lo único que
existía. Conocí nuevas personas que me ayudaron a crecer y mejorar como
persona, que me reeducaron para poder empezar una vida nueva y relacio-
narme sanamente con otras personas. Hoy en día todavía estoy aprendiendo
a adaptarme a la sociedad que en aquel momento me dio la espalda y a
relacionarme sanamente con personas menos tóxicas.
Hoy si vuelvo a quedar embarazada no optaría por el aborto, no quiero
volver a pasar por ese proceso y no me gustaría que nadie pasara por esa
horrible situación. Tuve suerte y lamentablemente soy consciente de que no
todas salen victoriosas de esa batalla mortal.
Espero que pronto haya una ley que regule la práctica, que brinde apoyo
y contención a esas mujeres que en la desesperación, no encuentran otra
solución. Si no hay otra solución les permita seguir viviendo, al menos que
tengan la posibilidad de no morir en la clandestinidad.
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Te conozco
Te conozco, te he visto riendo en el patio del colegio, saltando la soga
y corriendo lejos de las preocupaciones; no lograste huir de los problemas
ajenos que te alcanzaron, atrapándote en una red sin final; pero lo intentaste
sin saberlo y te vi en ese entonces.
Te conozco desde que te mirabas al espejo a todas horas; pintabas tus
hojas, tu cara y tu ropa. Dibujabas impulsada por una pasión, mientras can-
tabas con el corazón canciones que te siguieron con los años. Te vi también
en ese entonces.
Te vi divertirte con plastilinas de colores, con temperas, con masa, con
crayones. Te encontré manchada con la sangre de tus venas, y volcando tu
dolor en hojas de papel hasta sacarte las penas. Te he visto llorar sin con-
suelo y traté de consolarte sin éxito. Te vi amar y vi que te amaron, te vi
amar cuando no era recíproco, y te volví a encontrar todas las veces que te
abandonaron, en el suelo.
Te vi dar tus primeros pasos en cada disciplina que has intentado ejercer,
te vi bailar, te vi caer, te vi andar con el mundo bajo tus pies y arrastrándote
aplastada por el peso de una realidad demasiado cruel; te vi rendirte más
veces de las que deseas admitir y aun así, volver a empezar todos esos pro-
yectos que pensaste que no podrías terminar.
Te vi caerte y arrancarte el corazón con las manos llenas de odio, culpa,
desesperación y agonía. Te vi con la cara desencantada buscando algo de
alegría en lugares donde nunca hubo nada para ti; te vi alegrarte de la vida
que llevabas cuando todo parecía derrumbarse y agradeciendo al destino
las oportunidades y a las personas que había puesto en tu camino a pesar
de todo.
Te vi convertirte en mujer, en la mujer cautiva que se liberó de las es-
posas y zapatos de cemento que la hundían en vez de permitirle volar a un
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Atte. Tu reflejo
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Carta de amor
Llegabas caminando nervioso, bajo un caluroso sol de verano y fue el
reflejo de la luz en tus ojos, aquella magia que me indicó que eras todo lo
que deseaba.
Me sonreíste con vergüenza para no dejar ver tus defectos, me hablaste
del amor que anhelabas sin saber antes si existía, me prometiste exactamente
esas mismas ofrendas que deseaba escuchar, cuyas palabras rozando tus la-
bios, me juraron un amor de cuentos tan real que ya lo sentía.
Me enamoré perdidamente de las cicatrices que se te escaparon bajo las
anécdotas de una vida difícil, de las caricias que le propiciaste a mi pobre
alma en busca de consuelo, de los besos de un espíritu salvajemente cautivo
del amor no correspondido que tenía como secuela, de los miedos de un
soñador que cada mañana se despertaba para buscar un futuro que se es-
condía en su imaginación. Me enamoraste pronto, en los primeros minutos
posteriores a conocerte.
Tuve el honor y el placer de corresponderte, de poder amarte a pesar
del miedo y el lujo de convertirme en la persona que te acompaña en la ida
de este trayecto. Me siento afortunada al ver cómo te brillan los ojos cuando
te hago reír, o como alborotas mis sentidos cuando te veo aparecer bajo el
umbral de la puerta con el atardecer de fondo.
Aquella mañana veraniega, recuerdo que fui desilusionada con la vida;
creyendo que ninguna de tus promesas podría ser cumplida, pero por suerte
me equivoqué cuando a las doce de la noche emprendía el camino de re-
greso a casa, completamente enamorada y jurando darte hasta el más recón-
dito de mis secretos como ofrenda por ser el amor que tanto necesitaba.
Estabas informal, simplemente eras tú mismo. Aquella naturalidad y en-
canto me dio la mano para darte mi entera confianza, la cual cansada de los
prejuicios de la gente, no quería reconocer que ya te amaba, para no salir
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caer la noche sabíamos que el final se acercaba muy a nuestro pesar. Ine-
vitablemente deberíamos despedirnos hasta nuevo aviso, pero alargamos
cada segundo, hasta donde pudimos, aquella primera despedida, temiendo
mucho que pudiera ser la última. Tuvimos que soltarnos y continuar nues-
tros caminos, aunque esa vez, ya no volveríamos completamente solos.
Horas, días y semanas de construcción, terminaron culminando un
amor potencialmente enloquecedor, que contagió a los más valientes para
que se animaran a amar, convenció a los escépticos de que podría existir
aquello que supuestamente era imposible y me convirtió en la persona más
afortunada del mundo, por tener el privilegio de vivir cada día, con la com-
pañía de un ángel que encuentro en mi hogar a diario, al regresar.
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Amor cantado
A diario se veían sin verse, pero encontrándose en cada lugar sin querer,
o queriendo ser parte de la suerte del otro sin saberlo a ciencia cierta. En las
discotecas, en los pasillos de la universidad, en el patio, en el buffet o en las
filas para determinados eventos, en reiteradas ocasiones. El destino los es-
taba convocando a una reunión para que vieran el rostro de su futuro, pero
ellos asistían sin prestarle atención a las señales, y la voz de la vida era un su-
surro inentendible que se traducía en un zumbido leve, en sus oídos sordos.
Su amor era cantado; sin embargo, ellos no lo sabían o no lo sabían ver. Ella
tenía una relación con otro hombre y él con alguna que otra mujer hasta
cada tantos meses, luego todo se le iba de las manos y lo echaba a perder.
Ella había olvidado como se sentía amarse, o amada y recibir una caricia
o un regalo en cada mes aniversario y a él que le encantaba entregarlo todo,
siempre terminaba en la banca rota y lo dejaban solo otra vez. Ella recibía
excusas y mentiras; él ofrecía las palabras que quien lo oyera quería oír.
Según él, sus relaciones no funcionaban porque para algunas, dejaba
mucho que desear, y para otras deseaba demasiado para un simple joven
inmaduro que no sabía lo que quería. Algunas le cuestionaban sus senti-
mientos porque las dejaba vivir libremente, y en otros casos, él no permitía
que nadie hiciera nada sin avisarle. Era tan difícil entender qué buscaban
aquellas mujeres y sus aires de grandeza, que un día, harto de las discusiones
y cuestionamientos infundados, se cerró al amor y vivió en completo liberti-
naje, para darse el amor qué él sentía merecido, sin ningún otro compromiso
que no fuera con sigo mismo. No se podía buscar en otras bocas, lo que ya
se encontraba en su interior.
Para ella era distinto, estaba aburrida de la relación de tantos meses que
mantenía, pero creía fervientemente que algún día todo podría mejorar. No
quería admitir que se equivocó al elegir a un ser egoísta, desobediente, in-
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un sueño que al despertar esa mañana sea una realidad increíble y que no
saliera del asombro por varios días; Carolina hacía la lista de los preparativos
que debía tener listos, antes de comenzar su travesía.
Así continuaron sus vidas cruzándose constantemente. En la luna de
miel de él y durante el viaje de ella, se alojaron en el mismo hotel, fueron
al mismo bar, caminaron por la misma playa, compraron en los mismos
negocios algunos recuerdos. Aunque no supieron escuchar los gritos de
sus corazones que rogaban una mirada con intención, que entendieran que
estaban hechos el uno para el otro, que debían verse, ambos olvidaron in-
mediatamente el rostro del otro, como si supieran que recordarse, podría
cambiarles la vida. El velo todavía cubría sus ojos ciegos, y seguían siendo
invisibles el uno para el otro.
A la vuelta de su viaje, la pareja buscó un nuevo lugar donde instalarse
y comenzar su vida mientras Carolina, que estaba en una etapa aventurera
de su vida, decidió dejar todo lo conocido y buscar nuevos horizontes. Ju-
lián, por otra parte, no pudo sostener la vida de telenovela perfecta mucho
tiempo, y la imagen que había creado de él, poco a poco se fue derrum-
bando frente a su esposa. No pasó mucho hasta que la convivencia se tornó
insoportable tras la caída de sus máscaras.
Se divorciaron un 25 de septiembre. Ese mismo día, Carolina se encon-
traba tomando un café en el bar de enfrente del estudio de abogados donde
firmaron los papeles; minutos más tarde, esa mañana, él fue a desayunar con
el estómago revuelto por sus sentimientos encontrados; incluso se sentó en
la mesa que se ubicaba detrás de Carolina y observó por la ventana como su
exesposa se iba para siempre de su vida, de la mano de otro hombre.
Carolina, estaba muy ocupada arreglando un encuentro con un chico
que había conocido en una fiesta. La traía loca, parecía exactamente eso
con lo que ella soñaba: carismático, divertido, seductor, atlético, sin com-
promisos e independiente. Más tarde en su cita, la muchacha no dejaba de
escuchar a Gabriel, porque en vez de tener una conversación, él solo mo-
nologaba sobre su vida, lo maravilloso que era y cómo destacaba. Después
de una hora sin poder decir ni una palabra, se las ingenió para mandarle un
mensaje a una amiga que la llamó desesperada para exigir su presencia a la
brevedad. La excusa perfecta para disculparse por salir corriendo y dejarlo
sólo con su discurso vacío. No podía tolerarlo ni un minuto más. No se
cerraba a conocer nuevas personas, pero muchas de sus salidas terminaban
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siendo desastrosas.
El destino, cansado de ver como se ignoraban mutuamente, decidió
tomar cartas en el asunto y enseñarles los motivos de sus relaciones fallidas,
y poner a prueba si lo aprendido de sus experiencias previas, había dado
frutos. Era necesario que se dieran cuenta del por qué antes nada había fun-
cionado. Ambos recibieron un día, una invitación a la fiesta de casamiento
de una pareja cuya amistad, tenían en común. Julián era amigo de Cristian,
cuya prometida fue casualmente compañera de curso de Carolina, el último
año antes de recibirse.
Julián y Carolina llegaron a la misma hora a la boda de sus amigos. Ella
estaba despampanante, su maquillaje resaltaba sus grandes ojos verdes y su
vestido rojo ceñido al cuerpo dejaba ver sus bien marcadas piernas. Julián
había ido sencillo, con unos jeans negros ajustados un poco desteñidos en
las rodillas y combinándolos con una camisa azul marino. A pesar de su
intento por no llamar la atención, su barba de dos días, sus grandes y lla-
mativos ojos almendrados y su físico esbelto y marcado, producto de años
de deportes, no permitían que él pasase inadvertido ante las miradas de las
invitadas, y Carolina no fue la excepción. Había pasado semanas de mucha
angustia que debían acabar de una vez.
Pasaron dos horas eternas, entre la llegada, la recepción, la ubica-
ción a la mesa asignada; hasta que por fin llegaron los novios tomados de la
mano. Durante su romántica entrada por la puerta principal del salón, deco-
rada con guirnaldas de luces, fotos y globos, sonaba una delicada melodía de
piano; el juego de luces junto a la decoración y la música era una exhibición
del romance y el cariño que se sentía en el aire. Fue imposible que los invi-
tados no se sintieran embriagados por ese romance que los envolvía en su
danza; hasta que sonó el Vals, cortando abruptamente el encanto producido
por el efecto sonoro y visual del lugar. Entonces los organizadores de la
fiesta le asignaron a Carolina como compañera de baile de Julián, para que
empezara la parte divertida de la ceremonia: La celebración.
Evidentemente avergonzados, ambos tropezaron y se movieron torpe-
mente hasta el centro de la pista, uniéndose además con sus amigos, recién
unidos en matrimonio. La feliz pareja, les contagió la alegría de su amor y
los incitaron a bailar un rato. Carolina le preguntó si sabía cómo hacerlo y
él, temblando de los nervios, admitió que no tenía idea, que nunca había lo
hecho. Se rieron del estrés que les generó la presión de los novios, así que
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versación resultó tan grata para ambos, que sin darse cuenta, se entretu-
vieron hasta pasado el mediodía. Se disculparon mutuamente y Julián invitó
el almuerzo en otro lugar para compensar que ella invitara el desayuno y así
poder seguir conociéndose. Pasaron las horas, y las risas se multiplicaron.
Salieron a caminar para aprovechar el día soleado, fresco con el cielo despe-
jado que los invitaba a disfrutar, y recorrieron un gran parque que tenía unos
lagos artificiales muy bonitos. Cuando se quedaron sin lugares que recorrer,
pasaron x una heladería.
Era innegable que habían nacido para encontrarse, que la química que
tenían era extraordinaria, que en un par de horas ya sabían más sobre el otro,
que sobre ellos mismos y que estaban deseosos de compartir con el otro,
todo lo bueno que tenían para dar (y lo malo también).
Antes de despedirse, y casi sin dinero para gastar, juntaron hasta los
últimos centavos que les quedaban y los usaron para pagar la cena; algo
sencillo, no importaba qué, era una excusa para concentrarse en el quién.
Hacia 14 horas se habían encontrado para desayunar y el tiempo se les había
escurrido entre risas, sonrisas, chistes y miradas juguetonas, tan rápido que
ya no les quedaba otra opción que separarse después de que el reloj marcara
la media noche.
Fue un viaje de ida al igual que la vida misma. Nunca más salieron de
la cabeza del otro, la frecuencia de sus conversaciones por chat aumentaba,
de hablarse todos los días a verse diariamente. Pasaron de encontrarse en
distintos puntos, a compartir más que un simple momento, un contacto,
un roce o un beso. Comenzaron a soñar en conjunto, a fomentar los pro-
yectos del otro, a participar en decisiones, juegos, aventuras, recorridos; se
fundían en besos y abrazos que paraban al universo unos minutos eternos.
Entonces entendieron que habían descubierto la razón por la cual, el amor
los mantenía presos de su romance y cuál era el secreto para mantenerlo
vivo durante tanto tiempo. Ya echado raíces, notaron que complementar
a su pareja los hacia más fuertes, imparables en cada proyecto, les permitía
cumplir cada sueño y el apoyo que se daban era el motor para seguir pro-
duciendo fantasías que terminaban cumpliéndose al transcurrir el tiempo.
Los días se volvieron meses, los meses continuaron convirtiéndose en años
y cuando quisieron rendir cuentas al amor que habían cultivado, se dieron
cuenta que cosecharon mucho más que sólo un par de recuerdos.
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Sonrisas rotas
Me encantan las sonrisas rotas, aquellas que se regalan con el alma en pe-
dazos y el corazón cosido, con remiendos mal hechos y desprolijos. Aquella
sonrisa que se ponen unos labios hinchados por ser mordidos, para que no
cuenten lo vivido, que esconden una historia que merece ser escuchada, en
un mundo de personas sin oídos.
Es fascinante como resurgen de sus cenizas para provocarse el incendio
que los reducirá más tarde, mientras te hablan de esperanza y fe, para no
caer rendidos a los pies de nadie. Como te protegen con un abrazo tórrido
y besos cálidos, mientras por dentro se derrumban rogando afecto de algún
extraño, y aun así, están dispuestos a sacrificarse con tal de ver a sus afectos
bien cuidados.
Aquellos labios que pronuncian las palabras con prudencia para no herir
a quien tenga enfrente, porque saben que las heridas que causan las palabras
no se cosen ni se curan tan fácilmente; aquellas bocas que se abren para
tragarse su orgullo de ser necesario y así no cometer el error de destruir una
amistad de antaño.
Aquellas bocas que se esconden detrás de unas manos cómplices de sus
penas, que las tapan para que no griten sus miserias, tan bien escondidas que
se muestran a todos, en un mundo de ciegos y egoístas, que no ven más allá
de sus vidas, superficialmente plenas.
Disfruto del tacto de caricias temerosas que intentan encontrar a ciegas
un tesoro desconocido, que intuyen el camino tanteando a oscuras lo que
buscan, sin saber bien el motivo; encontrándose con cicatrices que se inter-
ponen en su trayecto, y develan una vida dura que ha dejado marcas irrever-
sibles en su historia.
Admiro las cicatrices de los guerreros que han sobrevivido a penurias
indescriptibles, y que hoy cuentan sus anécdotas más duras, como si fueran
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etiquetas, y le dijeron asexual por no elegir una pareja. Su cabeza estaba llena
de dudas debido a este cartel impuesto, por una sociedad que señala lo que
no tiene un patrón definido llamándole anormal. Le decían que era distante,
pero en realidad no era así, el amor no tiene forma y va mutando a cada
instante.
Se enamoraba repentinamente por algunos cortos periodos de tiempo,
para luego sentir como se esfumaba ese sentimiento. Buscando respuestas,
empezó a indagar, hasta que alguien pudo expresarle, que aquello que sentía
era lo que definía a un gris-asexual, explicándole que se refería a una per-
sona, que solo a veces, deseaba saciar su libido, pero únicamente cuando
quería y se presentaba la oportunidad.
Paulatinamente creció la confianza con una colega, y su amistad fue in-
tensificándose hasta amarla más allá de su amistad. Ese vacío existencial
que se apoderaba de su interior, apagándole su fulgurante luz interna, se
encendía nuevamente al verla pasar. Fue tan intenso y permanente ese deseo
de ser algo más, que contándole a un amigo de confianza, la angustia que
le generaba no saber cómo actuar, éste le dijo que quizás era demisexual.
Expresando que aquella orientación solo podía darse, cuando una persona
amaba a otra, antes de poder sentir algo más.
Una tarde en un café cercano, se encontró para conversar plácidamente
con esa mujer que le gustaba tanto. Con una bebida caliente y unas galletas
de por medio, para pasar un grato momento, esta persona enamoradiza le
admitió sus sentimientos más secretos: su amor y lealtad sin importarle nada
más que ellos.
Ella estaba visiblemente afectada, y acongojada, rechazó su declaración
de amor confesándole su inseguridad más marcada, revelando como sentía
a su cuerpo, una prisión que la amedrentaba.
Con lágrimas en los ojos le dijo que no despreciaba su amor, al con-
trario, se sentía enormemente halagada, pero sentía sensato contarle la
verdad del mundo que la rodeaba. Dolorosamente había perdido mucha
gente amada que no la comprendía en realidad. Le explicó que estaba en
una cárcel terrible de la que no podía escapar fácilmente, y que habiendo
nacido hombre, se identificaba como la mujer que luchó por aceptar y ser.
A veces le resultaba difícil admitirlo a sus conocidos cercanos, pero que no
quería que se llevara falsas ilusiones de aquel café, creyendo que la negativa
era culpa suya. Simplemente le costaba contar que nació en un cuerpo con
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dose del amor en vez de ver en ellos un simple cuerpo; un envase vistoso
para llamar la atención de personas ciegas, que no pueden ver en nadie, lo
valioso que esconden dentro.
El amor con el correr de los días se intensifica para atravesar el tiempo,
ser el pilar de la vida para no dejarse derrumbar; en todas sus formas es ma-
ravilloso y necesario para poder crecer, aprender y mejorar. En este mundo
descolorido, todavía falta mucho por colorear, con el color del amor en
mano, mucha paciencia, tolerancia y respeto, para enseñarle a los ignorantes,
la importancia de aceptar y amar.
Intercambiando con el otro experiencias, momentos y cariño podemos
cambiar al mundo podrido que conocimos; porque en ese vaivén de pala-
bras, que juegan en nuestros oídos, llevando y trayendo pensamientos dis-
tintos, se encuentra el secreto de la vida escondido. Aquel que nos permite
conocernos a nosotros mismos y a la realidad que nos envuelve desde dis-
tintas perspectivas, alimentando nuestra curiosidad, saciando nuestra nece-
sidad de aprendizaje, ampliando nuestros horizontes y expandiendo nuestra
mente para dejar de ver a las personas con etiquetas innecesarias; recono-
ciendo al amor, como lo único importante que necesitamos para vivir.
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conocido. Los ojos del tiempo emitían una hipnótica mirada que transpor-
taba a su receptor a un universo de paz inconmensurable, del cual la vida y
la muerte no estaban exentas.
La muerte se cortó con el filo de sus propias inseguridades, deján-
dose derrotar por el dolor que la consumió entre lágrimas de ácidas gotas de
sangre, que brotaban de sus ojos perlados. No había cura para ese mal, y el
tratamiento simplemente era actuar para no llamar la atención de los entes a
los que más amaba y odiaba a la vez en el mundo. Agotaba sus energías en
disimular, y esto era todo lo que podía hacer para mitigar el cansancio que
arrastraba, debido a las noches de insomnios y llantos. Llantos que surgían
desde las grietas de su pútrido y desgarrado corazón infectado, por deseos
de venganza y luego culpa, que fluía hasta un mar de tristezas que la aho-
gaban, cuando en su agonía intentaba nadar hacia la superficie, cargando
grandes y pesadas anclas que le impedían la salvación.
Mientras tanto, la vida gozaba del amor imparable entre ella y la eterna
llama del tiempo. El fuego de las pasiones del tiempo reducía a cenizas la
autonomía de la vida, quien acostumbraba a obrar sola y desordenadamente
en distintos momentos del día o la noche. El tiempo controlaba sus horarios
y organizaba su rutina para darse el lujo de aprovechar más y mejores ins-
tantes de goce terrenal, junto a la más perfecta, de las maravillas que había
en el universo. El placer se volvía efímero cuando la vida se escurría de las
manos del tiempo y escapaba jugueteando para que éste la alcanzara o bus-
cara, mientras ella se escondía entre los matorrales que crecían a la orilla de
los lagos o bajo los nidos de las aves, en las copas de los árboles más altos. El
paso del tiempo no era suficientemente rápido para evitar que la vida huyera
festiva, y se divirtiera a costa de su desesperada carrera por alcanzarla, entre
la fauna que crecía abundante y variada frente a sus ojos, que ella usaba de
telón para que él la perdiese de vista teniéndola enfrente.
El tiempo que estaba completamente enamorado de la vida, constante-
mente estaba buscándola y rodeándola con sus tórridos abrazos sorpresa,
esperando que la vida dejara sus tareas aunque sea un instante para darle uno
de esos besos que él tanto disfrutaba, paralizando al universo lo que durara
la muestra de afecto que le regalaba la vida. Tan fuerte era el sentimiento,
que le exigía a los mortales que la amasen como él lo hacía. Pedía que valo-
raran su labor tan importante en el mundo. Notaba que principalmente los
humanos la desafiaban y cuestionaban, y como castigo, les quitaba horas,
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Secuelas
Te tengo presente todas las noches cuando en mis sueños apareces,
con esa mirada húmeda tan dolida y ojos hinchados, del cansancio y de los
golpes que te da la vida.
No me dejas descansar en paz y constantemente me persigues, profe-
sando un amor que ahora veo que está mal. No puedes amar a aquello que
le privas de libertad para manipularlo a tu antojo y maltratarlo, solo porque
piensas que es de tu propiedad.
Me dolés en lo más profundo del apellido, porque entiendo que esto
que haces, es menos de lo que hicieron contigo, y me lastima conocer tanto
sufrimiento, esta sensación de vacío y angustias, que ni siquiera menguan
con el tiempo.
Tus punzantes palabras hieren irreversiblemente a quien las oye, incluso
a ti. El veneno que llevas dentro emana por tus poros intentando salir en
busca de consuelo, pero por ahora no hay ninguno al que tengas acceso, al
menos no desde ese lugar.
Es inevitable no sentir dolor por tu recuerdo, por haberte idealizado
como algo que nunca existió, quizás la personificación del amor, la pro-
tección y también del miedo, creyendo que nunca ibas a soltarme la mano,
aunque lo hayas hecho antes de tiempo. Incluso creo que por haberme sol-
tado, debería darte las gracias, porque pude observar que había algo más
allá de tus palabras belicosas y ver en el horizonte, una vida digna a la que
necesitaba llegar.
Maldita palabra “tiempo” que no cura ninguna herida como dicen los
más viejos, y me obliga a continuar con esta amargura, hasta que se termine
el mío. Me condenaste a cargar parte de tu frustración, a tener problemas de
adaptación, miedo a las personas y volver siempre a los lugares donde me vi
deshecha, sola, abandonada y rota; buscando un invento de mi mente, que
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Marcas Invisibles
La hora de la comida era una pesadilla para Cecilia. Su hija se negaba a
probar bocado, nada le gustaba aunque nunca lo hubiera catado. Mia quería
vivir exclusivamente de golosinas, especialmente caramelos de frutilla y dis-
tintos tipos de chocolate, pero su madre no dejaba de repetirle que si engor-
daba nadie iba a quererla
“A las gordas no las quiere nadie”, eran las palabras que rebotaban en las
paredes de la casa a diario, desalentando las intenciones de Mia cuando se
disponía a comer galletas o postres que tanto disfrutaba. Tristemente eran
su alegría en una casa llena de restricciones y exigencias.
A medida que fue creciendo, la relación entre la comida y Mia se com-
plicaba. Si bien de mayor, ingería sin problemas casi cualquier alimento;
muchas veces comía solo por el placer que le generaba su sabor y no por
la necesidad física de consumirla, por lo que tenía épocas en las que ganaba
peso raudamente mientras que en su hogar, aumentaba la discriminación y
provocaciones maliciosas debido a los cambios en su cuerpo.
Mia se despertaba de noche a asaltar la heladera, escondía chocolates en
su habitación y, a escondida de sus padres, cuando sobraba comida, no podía
evitar terminarla mientras el resto de la familia dormía. Sus cambios físicos
eran demasiado evidentes, sus piernas se rozaban y le producían dolor al
usar faldas, vestidos y shorts por la fricción; transpiraba más que otras niñas
de su edad, generándole incomodidad y vergüenza, desanimándola cuando
se burlaban de ella y generando heridas incurables al llamarle “fea” por llegar
a la obesidad antes que a la adolescencia.
Cuando sus padres preocupados, le hicieron estudios médicos y deter-
minaron que no tenía ninguna enfermedad que justificara el cambio repen-
tino en su apariencia y deterioro de su salud; fue entonces que decidieron
vigilarla durante varios días hasta descubrirla comiendo a oscuras ocultán-
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deportiva, pero esta vez eligió natación; le parecía más divertida y menos
agobiante que las que ya conocía. Tal fue el avance de su sanación, que
disfrutaba verse en malla en los vestuarios antes de ingresar a la pileta. Su
autoexigencia se enfocó en estudiar una carrera que le permitiera ayudar a
otros, para que nadie volviera a padecer los males que la atraparon siendo
aún joven y vulnerable a tales demonios internos.
Sabiendo lo difícil de la profesión elegida, y el odio que ella misma había
vociferado al inicio de su recuperación hacia los especialistas que deseaban
rescatarla de sí misma, Mia eligió dedicarse a la nutrición para salvar las vidas
de quienes creen en las promesas falsas, de las princesas Ana y Mia hasta el
final de sus días.
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Amor propio
¿Como no enamorarme si cada vez que me siento acabada,
repentinamente aparecen fuerzas de no sé dónde para seguir con la travesía
en la que estoy aventurada; si a diario cuando quiero rendirme, aparece esa
imagen en mi mente saliendo triunfante de las llamas del infierno, saltando
vallas, creando caminos inciertos y cayendo siempre de pie tras cada
tropezón; si mi fe ha derrumbado muros, y está al borde de crear una nueva
religión, creyendo en mi interior y luchando por cumplir cada objetivo?
Me enamoro cada día de mí, porque en mí convivo y me necesito para
existir, para vivir y para soñar, aunque ninguno de los tres verbos es sinó-
nimo entre sí. Porque soy la única persona que me conoce lo suficiente
para saber si estoy mal, los motivos que me ponen así, y darme aliento para
volver a comenzar, para seguir.
Soy el único impedimento para cumplir mis sueños, porque el dinero se
junta en más o menos tiempo, porque la compañía se encuentra, porque los
objetivos se fijan; pero si yo no me animo a empezar un proyecto, así tarde
décadas en terminarlo, jamás voy a llegar al final, porque no va a existir si no
lo creo, porque no se puede finalizar algo que jamás inició.
Me enamoro de la luz que emano, de la angustia que exhalo, del estrés
con el que convivo, del amor que profeso, del orgullo que me inspira mi-
rarme al espejo. Por mis logros, que me enseñan a luchar por mis creencias,
aunque nadie crea en mí; por mis fracasos, que anuncian una lección que
deberé aprender para no repetir ese error; por mis dudas, que siempre tienen
una pregunta para cada respuesta y por mis respuestas astutas, por las estú-
pidas, por las que solo quieren ser una opción, o decir lo obvio.
Soy el conjunto de experiencias que me convierten en el ejemplo per-
fecto para ser o no ser lo que espero de mi realidad; el eslabón en la cadena
de acontecimientos que marcan mi vida a diario; el motivo de mi lucha por
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Me conquisto cada día con una palabra cariñosa de mí para mí, admi-
rándome y buscando la manera de superarme, de mejorar, de crecer y sobre
todo de aprender para no permitir que mi ignorancia, funcione como un
ancla que me hunde y humille, antes de conseguir aquello que me propongo.
Puedo escuchar y leer miles de comentarios positivos, elogios, frases de au-
toayuda… pero la verdadera autoayuda es hablar conmigo misma y en vez
de creer en lo que otros dicen; animarme a creer en mí y mi capacidad para
cambiar cada vez que sea necesario, cuando algo no es lo que espero. Lo
malo que siempre está amenazando mi sonrisa y mi felicidad, merece que lo
aleje de mi vida y busque algo que me alegre de verdad.
No todo lo que me pasa en la vida será siempre producto de mis deci-
siones, a veces hay un factor externo que implica no poder controlar una de-
terminada situación; pero mientras esté viva, mientras pueda tener la capa-
cidad de pensar, de debatir, de plantearme una solución; indiscutiblemente
siempre habrá una posibilidad de dar vuelta el juego de la vida, y con las
peores cartas, barajar la mejor salida de una mala racha y empezar a jugar el
mismo juego con las reglas que yo imponga.
Ni vencida ni venciendo, he olvidado de dónde vengo, ni perdida entre
mis diversos sueños, olvidaré nunca a donde voy, porque todo lo que haga
en mi presente replicará en mi futuro y yo quiero tener la mejor vida posible,
dentro de los recursos con los que cuento, y de los que sé que voy a conse-
guir por jugar bien mis cartas.
Me amo principalmente porque sin mí, no sería yo.
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Un día te encontré
-Me enamoré de tus errores, pero no puedo permitirme ese lujo- su-
surró mientras su cuerpo se apagaba lentamente, producto de una herida
mortal que la desangró rápido, provocando que su espíritu se escurriera
entre mis dedos sin posibilidad de socorrerla-
-Te buscaré tantas vidas como sean necesarias – le prometí mientras llo-
raba con amargura el dolor que nacía de la impotencia de no poder salvarla
sabiendo que fui yo el responsable de su muerte, así sea de forma accidental.
Acto seguido, apoyé con sumo cuidado al cadáver en el montículo de
paja, y corrí con todas mis energías hasta llegar a mi casa. Había un largo
camino entre el establo y mi habitación por lo que llegué agotado, agitado
y completamente alterado por lo sucedido. Las criadas que me vieron pasar
quedaron alarmadas, se notaba por el semblante que se le transformaba a
cada una, a medida que iban siguiéndome con sus miradas. Sin embargo
ninguna hizo nada para detenerme o ver que se me pasaba por la cabeza.
A ninguna le importaba realmente, me atendían porque ese era su trabajo.
Revolví los cajones y arrojé al suelo todo lo que me estorbase la bús-
queda del pequeño frasco de vidrio, cuya posesión atesoraba celosamente,
hasta que llegaba el día de ir de cacería al pie de la montaña. Pensaba que
era momento de usarlo, acontecía ir en búsqueda de mi amaba tras jurarle
encontrármela en otro momento. Hallé el frasco y bebí de su veneno. La luz
se apagó y mi cuerpo tocó el suelo.
Nací en un país frío donde los inviernos eran mortalmente helados. Vi
hermanos perecer antes de los 7 años y sufrí el insomnio a causa de los
cuentos de terror, que me contaban mis hermanos mayores, para revelarme
el futuro que podría acontecerme si elegía desobedecer, y adentrarme en los
bosques helados. Mi familia podía conseguir leña para la estufa y a veces,
cuando sobraba la bonanza en el hogar, mi madre regalaba uno o dos leños
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a nuestros vecinos que rara vez podían darse el lujo de dormir abrigados. La
muerte me abrazaba y me perseguía a donde fuera, pero jamás me llevaba
con ella. Por el contrario, me obligaba a observar cómo esparcía su trabajo
sobre la nieve, cuando el frio quemaba hasta las entrañas, y dejaba un cas-
carón vacío de alma, olvidado en un desierto de escarcha y montañas de
hielo.
Cuando fui mayor me enteré de que el frío había comenzado poco des-
pués de mi nacimiento; que previamente existían veranos cálidos e inviernos
tolerables, cuyas tormentas no inundaban los cementerios haciendo flotar
los cadáveres, ni en sus otoños la niebla tapaba los ojos al asomarse por la
puerta, cubriendo a la muerte para que realice con completa confianza su
letal tarea en el poblado.
Decidí migrar y comencé mi viaje hacia el sur de mi pueblo natal, per-
mitiéndome explotar un mundo que me abría las puertas de par en par, con
la sensación de buscar algo que no podía recordar.
Semanas más tarde, cuando la comida escaseaba y el hambre atormen-
taba, en la lejanía oí una voz que me resultó familiar y corrí descuidadamente
hacia ella, con las pocas fuerzas que tenía reservadas y la esperanza encen-
diendo mi ilusión sobre buenos augurios; sin cuidado me adentré al bosque
congelado, tropezando con una raíz cubierta por la nieve y cayendo final-
mente sobre una trampa para osos, probablemente olvidada por un cazador
furtivo o dejada a propósito, en busca de osos pardos.
Mi grito de dolor atrajo a un hombre que rápidamente intentó soco-
rrerme, pero pese a liberarme, el daño ya estaba hecho. Si sobrevivía algunas
horas más, perdería la pierna y en la cirugía nadie podría asegurarme no
morir a causa de la infección; aunque estaba perdiendo tanta sangre que
brotaba raudamente, que difícilmente tendría fuerzas para reponerme luego.
El caballero me levantó en brazos y me prometió llevarme al pueblo
más cercano para salvarme. Sin entender cómo o por qué, solo alcancé a
responderle:
-Tengo que pagar mis errores con mi vida – dije mientras me desva-
necía; viendo desde las alturas como esa persona apoyaba mi cuerpo en la
nieve, y una voz familiar me decía “te estuve buscando siempre”-
Enceguecido por la nada, busqué consuelo en mis recuerdos. Extrañaba
a mis hermanos, comer frente a la estufa y la calidez del fuego cuando el frío
quemada. Me hubiera gustado tener más días soleados para recordar, pero
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el invierno eterno que se vivía lo ocultaba tras las nubes, las montañas y la
nieve. Recordaba la nieve y la dicha de compartir trineo con mi hermano
mayor al ir de cacería para comer, o recolectar leña. La bondad de mi madre
era contagiosa cuando compartíamos nuestra suerte con los vecinos que
apenas podían sobrevivir y sus sonrisas agradecidas reconfortaban nuestros
estómagos vacíos y manos heladas. Ayudar a otros era significantemente
más valedero, cuando no nos sobraba la fortuna, pero igualmente satisfac-
torio cuando la abundancia nos permitía ofrecer más de lo habitual.
Volví a nacer en una tierra diferente, de vegetación abundante y es-
casas nubes. El frio casi no existía y la muerte no era tristemente solitaria
y agonizante.
Desde que era pequeño la calidez de mi tierra natal me resultaba ago-
biante. Cuando el Dios Yuí, desde las alturas, nos abrazaba con un fuerte
golpe de calor.
Prefería en esos momentos unirme al grupo de pesca y colaborar con
ellos antes de quedarme trabajando la cerámica en la aldea; si bien la acti-
vidad me relajaba y la disfrutaba, los días de calor intenso prefería estar más
en contacto con el agua sin dejar de colaborar con la familia, por el contrario
de algunos de mis hermanos, quienes optaban por quedarse en las chozas,
bajo la sombra de la paja.
Muchas veces miraba al horizonte pensando que los dioses me tenían
preparada una misión especial muy lejos de mi aldea natal, pese a que ese
sentimiento de necesitar buscar mi destino en otra parte no podía reprodu-
cirlo a nadie en voz alta; puesto que nunca sería aceptado y no me permiti-
rían seguir mi instinto.
Ya era un hombre viejo, cansado de la monotonía y la tranquilidad de
la vida que llevé desde mi nacimiento, cuando desde la orilla observé acer-
carse unas embarcaciones sumamente extrañas, dirigiéndose hacia nuestras
costas. De ellas descendieron hombres con una vestimenta exótica, sus ros-
tros no estaban decorados con las marcas distintivas de ninguno de nuestros
vecinos, portaban objetos que desconocíamos pero que indiscutiblemente
eran armas que no sabíamos utilizar; razón por la cual no tardaron mucho
en dominarnos y convertirnos en sus esclavos a pesar de nuestros duros
enfrentamientos y las múltiples bajas que sufrimos.
Pude escapar a con un grupo reducido de mis hermanos Arawaks, pero
no logramos irnos muy lejos. Luego de 12 noches de migración, trabajando
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en equipo para cazar, armar trampas, recolectar agua y frutos silvestres, poco
a poco cada uno de nosotros empezamos a sentirnos adoloridos, cansados,
sin fuerzas para continuar nuestra travesía hacia otras tierras menos hos-
tiles. Unas manchas coloradas empezaban a hacerse visible en nuestra carne
para llenarse de un líquido amarillento con una pestilencia muy particular.
Tuvimos que acampar lejos de la costa, con pocas herramientas y casi nada
de comida, puesto que con las energías mermando, se hacía difícil reponer
los alimentos consumidos; sintiéndonos muy enfermos conforme pasaban
las horas y viendo con preocupación como íbamos muriendo lentamente.
Finalmente el hambre y la enfermedad me permitieron descansar y dejar
de lado el sufrimiento que nos trajeron los hombres de tez clara. Aunque
nunca pude desembarazarme de la sensación de que había algo que no pude
encontrar en mi hogar.
Volví a verme en medio de la nada, rodeado de una tranquilidad in-
efable cuando los recuerdos brotaron de mí, como una fuente de discerni-
miento y nostalgia que empapaba mis ojos. ¿Qué habría sido de mi familia?
Mis amigos, mis hermanos, mis hijos, el resto de la comunidad… Pescar
en las mañanas calurosas, fabricar las vasijas, platos y ollas; los rituales, las
ofrendas, la sensación de estar buscando algo que no encontré nunca, un
vacío inexplicable que jamás me permitió ser completamente feliz ¿Por qué?
Viví rodeado de personas maravillosas a las que amaba, me sentí amado, útil,
comprendido, acompañado, nunca sufrí enfermedad alguna hasta el final
de mi vida, nunca carecí de alimento o bebida; ¿Entonces por qué me em-
bargaba la idea de estar preocupado por algo que no tenía? ¿Qué me estaba
faltando en la vida? - me pregunté antes de regresar al mundo. -
Volví a nacer en otra tierra, donde las calles destilaban un olor pesti-
lente: el olor de la muerte y del hambre. Donde la pobreza era una condi-
ción social más cruel que cualquier otro padecimiento, porque a menudo
las personas no se volteaban a ver a los niños, que crecimos en las calles
mendigando pan duro o las sobras de la cena de algún hogar pudiente. Las
personas desechaban su comida escondida entre la basura para que no la en-
contráramos sin deshumanizarnos, en vez de ofrecernos un día sin el dolor
de las entrañas rogando algo que calle sus quejas.
Recuerdo que lo último que le oí decir a mi abuelo era que pronto nos
volveríamos a encontrar, mientras el destino jugaba caprichoso con las ti-
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jeras que cortaron los hilos que nos conectaban a la misma realidad. En
ese momento no le creí, pensaba que estaba alucinando por el hambre y
la muerte que se sentaba a su lado desde temprano para recordarle su cita
con ella.
Mi madre, mi abuelo y yo éramos toda la familia que teníamos; mi
abuelo fue lo que nos aliviaba el corazón de la incertidumbre que nos gene-
raba no saber si íbamos a comer ese día o al día siguiente, traía calma cuando
el miedo a más pérdidas nos acechaba, cuando la inseguridad del barrio se
hacía presente o si necesitábamos conversar con alguien, él se volvía un
buen confidente.
Mi padre había fallecido en la guerra contra la miseria, la hambruna y
las pestes; mi abuelo lo cubrió para que no nos hiciera tanta falta en la casa,
y me reconfortaba con historias para que pudiera tener presente mis raíces.
A veces por las noches, escuchaba a mi madre llorar y lamentarse el dolor
que le generaba la carencia. Me sentía una carga en mi hogar y pese a vagar
por las calles en búsqueda de alguien que me pudiera dar un trozo de pan,
difícilmente hallaba entre los desechos de las casas, algo para comer. Las
calles con frecuencias estaban manchadas con sangre, especialmente la
plaza principal donde las ejecuciones eran el recordatorio constante de que
había cosas peores que morir de hambre: incomodar a la monarquía.
Mi abuelo envejecía. Mejor dicho, todos estábamos creciendo y él no era
la excepción. Mi madre preocupada por mi bienestar me ofreció al artesano
para que lo ayudase con sus labores a cambio de enseñarme un oficio para
subsistir. El hombre era muy gruñón pero aceptó luego de la insistencia
de mi madre que lo visitaba a diario y volvía una o dos horas más tarde,
cansada, golpeada y adolorida por permitirle que la humillase a cambio de
darme una herramienta para trabajar.
Con lo que iba aprendiendo del hombre, recorría las calles hasta lograr
cambiarlo por comida o dinero para poder pagar los servicios de alguien que
pudiera ayudar a mi abuelo. Sabía que no podría pagarle nunca a un médico,
pero me sentí sumamente esperanzado cuando finalmente encontré unos
sacerdotes; ellos recorrían la ciudad ayudando a las personas que vivíamos
en la miseria de una sociedad que nos había olvidado, pero fue demasiado
tarde; los sacerdotes solo alcanzaron a brindarle la unción de los enfermos
mientras mi abuelo fallecía a causa de la desnutrición.
Los clérigos me dieron su pésame y me dejaron solo, con el corazón
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Esta vez nací en una familia muy trabajadora, que vivía con lo justo. No
nos sobraba nada, pero por fortuna tampoco nos faltaba. Siempre dispuesta
a dar una mano a quien lo requiriera. Era apreciada por los vecinos, no me
faltaba amor en el hogar y tenía todas mis necesidades cubiertas en una
linda y cómoda casa con una habitación propia para mí. A diferencia de
otras vidas, está vez era una mujer soñadora con la necesidad de alcanzar
todas las metas que me proponía. Sentía como el universo me mostraba el
sendero que debía seguir y yo cumplía con mi parte, recorriendo esas calles,
resaltando por mi carácter, luchando por hacerme un lugar en el mundo.
Buscaba constantemente encontrarme con algo que sacudiera mis emo-
ciones y me permitiera sentirme completa finalmente. Mi alma era inquieta
y encontraba en las adversidades la oportunidad de florecer y resaltar por su
intensa luz, mientras que en la bonanza se regodeaba de la cosecha de los
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frutos de su esfuerzo.
Una tarde en la que me dirigía hacia el trabajo, en la lejanía, veo pasar el
transporte que me acercaría a mi destino, entendiendo así, que ese día lle-
garía tarde a mi lugar de trabajo. Cambié la ruta que habitualmente utilizaba
doblando mal en una calle y perdiéndome en otra que no conocía, el celular
no tenía señal, el GPS no prendía, y enojada por el estrés que me generaba
saber que nada me estaba saliendo según lo planeado para el día, casi paso
por alto los gritos desesperados de una madre asustada. Sus alaridos disi-
paron mi enojo y corrí hacia esa dirección para brindar socorro a lo que
sea que sucedía. En ese instante noté como la cabeza de un infante estaba
trabada en una puerta giratoria de un hotel lujoso, mientras que su mochila
estaba trabada en otro compartimiento de la puerta giratoria. Nadie podía
mover la puerta sin correr el riesgo de cortarle la cabeza y el niño era tan
pequeño y tenía tanto miedo que no podía reaccionar ni seguir las instruc-
ciones para liberarse de la mochila.
El destino me había empujado a esa situación, debía ayudarlo. Empujé
al niño dentro del compartimiento de la puerta y abrí cuidadosamente para
darme espacio suficiente para entrar con él y sacarle la mochila que tenía
atorada. Él me abrazó y dejó de llorar; mientras duró el abrazo el mundo se
había esfumado y solo éramos nosotros dos, su llanto se había convertido
en balbuceos inentendibles pero encontré en esos sonidos un intento de
comunicación que no pude responderle. Fue sumamente extraño porque
sentía que ese pequeño entendía mejor que yo lo que me generaba vacío y
tenía las respuestas que respondían aquellas preguntas que nunca me había
hecho en voz alta. Recuerdo que le dije que se quedara tranquilo que había
llegado a sacarlo del peligro que corría. Con dificultad giré la puerta lo su-
ficiente para volver a la calle con el chico en brazos sintiéndolo tan familiar
como podría sentir los abrazos de mi hermano pequeño. La madre lloraba
histérica mientras un guardia de seguridad, luego de notar que la puerta no
giraba debido a la mochila del infante trabada entre la pared y el vidrio de
un compartimiento de la puerta, impidiendo el correcto funcionamiento
de ésta, rompió los vidrios para permitirle a esa madre aterrorizada reen-
contrarse con su hijo, que pese a las magulladuras que ya se habían hecho
visibles en su frágil cuerpo, se encontraba a salvo.
Entregué al niño que no quería soltarme y le prometí reencontrarme
con él algún día para consolarlo. Pasaron los años, conocí otras personas,
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Monstruos
Hola, me presento:
Soy el monstruo que se esconde en tus pesadillas, que te observa desde
el armario y sientes moverse en la penumbra de tu habitación cuando la
noche está en calma. Soy el silencio que invocas cuando la desesperación
ensordece tus ideas, cuando la angustia estrangula tus ganas de seguir de pie
luchando por cumplir un objetivo, y quien aprieta fuerte los grilletes que te
anclan a un malestar constante, en lo más profundo de tu espíritu.
No temas, no podrás escapar. Soy una parte de ti y no te liberaré
de mi presencia hasta que me enfrentes y ganes la lucha interna que llevas
desde siempre contra tus propios miedos. Huir solo prolonga los problemas
y dilata el dolor que se esparce hacia la gente que amas, envenenando todo a
tu alrededor con pensamientos negativos y actitudes desagradables; hazme
frente, encuentra pronto tu valor para acabar de una vez con la maldición
que cargas a tus espaldas.
Hay carencias desesperantes que se traducen en enfermedades de
todo tipo; “monstruos” como tú le llamas, que se esconden bajo la piel y
desgarran las entrañas, de un alma cobarde y sometida por los golpes que
le propician sus malas decisiones, y las de las personas que permites que se
acerquen a ti.
La vida se compone de causas y consecuencias que te indican el
camino a seguir para aprender lecciones. Debes asumir la responsabilidad
que te corresponde ante tus actos, y aprender a instruir las enseñanzas que
vayas adquiriendo, conforme la vida te ponga a prueba, y crezcas en base
a tus propias experiencias. También existen momentos maravillosos e irre-
petibles en tu corta existencia, que no puedes apreciar como se merecen
por estar concentrado en la falta material, de objetos que no necesitas para
ser feliz; aunque estés demasiado ciego para verlo. El resultado de tus de-
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cisiones, siempre serán quienes juzguen tus actos y debes ser hábil, para
utilizar las cartas que te tocaron y crear una jugada maestra que te posicione
en la meta que deseas alcanzar.
Mírate al espejo y mírame a los ojos, déjame que me justifique antes
de que me condenes; solo deseo protegerte de tu ignorancia. No soy tu
enemigo ni un ser inferior dentro de tus pensamientos, yo soy tan poderoso
como me lo permitas y controlaré tu cuerpo tanto como te aten tus miedos
y rencores, a una existencia vacía donde siempre te falte el aliento y autoes-
tima. Te obligo a cambiar para adaptarte mejor a la adversidad huracanada
que se encuentra allí fuera para derribar a Atlas, y dejar caer sobre ti, el peso
infinito del mundo con el que cargarás pesaroso, tantas veces como sea
necesario, hasta que descubras la manera de dejar ir aquellas cargas que no
aportan nada positivo en tu vida, y se agrupan entre los de su misma clase,
para generar el caos que tienes dentro.
Valórate lo suficiente para demostrarle a todos cuanto vales, amándote
como nadie podría hacerlo y dándote el lugar que mereces dentro de tu
círculo íntimo. Sé mi amigo en vez de negar mi existencia, para que juntos
podamos apoderarnos de este cuerpo de carne, que se pudre lentamente
mientras estemos en conflicto, sin aportar nada interesante a una existencia
efímera. Las tragedias que a tu vida hostigan, se repetirán en tanto no me es-
cuches; porque puedo predecirlas si me lo permites, y ahorrarte la tristeza de
un momento evitable, si te acostumbras a la turbulencia y a la opulencia que
se turnarán para tocar tu puerta, llegando inoportunamente y dándote una
sorpresa que sacudirá tus días. En la vida todo es cíclico, variable y fugaz.
¿A que le temes? No soy más monstruoso de lo que tú eres, y allí fuera
no hay nada que de tanto miedo, como lo que escondes bajo ese corazón
palpitante y pasional; no existe nada en este mundo que genere tanto pavor,
como mirar adentro de tu alma y dejar al descubierto tus verdades más
secretas.
Vivo en tu imaginación e invado tus pesadillas, quiero hacerte entrar en
razón cuando el miedo te mortifica. Nunca te paras a escucharme; corres y
gritas para evitarme, aunque no intente lastimarte. Te equivocas conmigo,
no pierdo la fe que deposito en tu capacidad de leerme los labios las palabras
de auxilio; siento lo que tu sientes y herirte es mi castigo. Sufro tu vergüenza
cuando intentas hablar con soltura, tu incomodidad al verte en el espejo, al
comer con culpa o luchar con la adicción que controla tu mente. Pierdes
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Perdón
Tengo que pedirte que dejes de llorar, que entiendas de una vez que
lo he dado todo con tal de mantener tu integridad. He luchado contra los
más peligrosos monstruos que hemos conocido, he salido muy golpeada de
cada batalla, de cada abandono a nuestra suerte y nunca te dejé morir en la
oscuridad.
¿Recuerdas cuando por las noches te consolaba prometiéndote que
nuestro calvario no duraría para siempre? Cumplí mi promesa. Hoy solo
quedan las secuelas de tanta tortura y las cicatrices de las que me apoderé
para que a ti, nadie pudiera alcanzarte en tu escondite.
Recuerdo que me mirabas desesperada, aterrorizada, rogándome al otro
lado del espejo que acabara pronto toda esa agonía que nos provocaban las
personas que debían protegernos, cuidarnos, amarnos y procurar nuestro
bienestar. Hice todo lo que pude, perdóname por no poder escapar a tiempo
antes de que el daño fuera irreversible. Juro que pedí ayuda, a los vecinos,
en el colegio, a mamá, a mis amigos y a sus padres; peleé cuerpo a cuerpo
contra todos los que querían quebrarte la voluntad, matarte y reducirte a un
montón de nada que vagaría hasta el final de mi vida, como un ente que solo
me recordaría lo inservible que había sido por dejarte morir, provocándoles
a otros el mismo dolor que nos causaron para no sentirnos tan mal.
Nadie se interesó en nosotras, lamentablemente estábamos juntas y
solas contra el mundo. Traté de levantar muros invisibles para evitar que se
acercaran desconocidos a dañarnos, repetí erróneamente aquella violencia
que me enseñaron como estilo de vida, en un intento de proteger mi inte-
gridad, purgué tu dolor escribiendo nuestra historia, quise borrar los malos
recuerdos con el ácido amargo que salía de nuestras lágrimas, llorando más
noches de las que puedo recordar; pedí clemencia y negocié como mínimo
algunos descansos del maltrato diario, para darte tiempo a escapar a una
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que decirte o qué hacer para ayudarte, sugiriéndote que te escapes para
evitar las violentas reprimendas, de los malditos que quisieron arruinarte
por completo la vida. Ya no son parte de tu mundo, son solo personajes
de tu historia.
Permíteles a los ignorantes hablar mal de ti por pedir ayuda, por no
querer a las personas que te lastimaron tanto, por burlarse de tus miedos y
tu dolor, que el karma golpea fuerte y ellos recibirán su merecido por todo
lo que hacen. No olvides que le cerraste la boca a todos, los que te quisieron
cerrar las puertas.
Te vi los pies cortados, las cicatrices de tus manos y las lágrimas en tus
ojos ciegos, a causa de la angustia que te los inunda cuando me encuentras
en sueños; me persigues cuando quiero huir de los recuerdos y me abrazas
cuando te necesito y prometo que nunca nadie va a llevarte lejos.
Te amo tanto que no voy a permitir que tu dolor sea en vano y juro
hacer todo lo posible por desembarazarte de esos hilos que te atan. Mi lucha
no culmina y no olvido los motivos de ésta, que son en parte, darme la vida
que deseaste cuando yo era pequeña.
No puedo olvidar las veces que te encerraste más de una vez con la
cuchilla o miraste con esperanza, las pastillas para dormir; imaginando que
esa era la única salida de esta pesadilla de la cual no ibas a despertarte más
de lo que ya estabas. Cuando tu única amiga era una perra, que te lamia el
brazo tratando de hacer menos pesada la carga de tu amargura, como si
pudiera desintegrarla con sus besos. Yo también la extraño, ella fue mucho
más compañera que los humanos que compartían tu sangre y los amigos
que solo te buscaban para contarte sus problemas. Tampoco me saco de la
cabeza cuando le rogabas a Dios pararte el corazón, envidiando la suerte de
los muertos que ya no sufrían más padecimientos. Yo te grité que no era
la respuesta que buscabas, que no iba a ser eterno, que todo iba a cambiar
cuando lograras irte de ese lugar tan repleto de recuerdos tristes; y estoy
segura de que la cicatriz de tu muñeca es la muestra de que me escuchaste
en el momento preciso. Me horrorizo al mirar hoy, la fragilidad de los chicos
que tienen la misma edad que tenías al comenzar a vivir esas experiencias
en medio de tu infancia, y que soportaste con una fuerza sobrenatural hasta
alcanzada la adultez.
Quiero pedirme perdón por los errores cometidos, me quiero hacer res-
ponsable de los actos realizados y los corazones partidos, necesito que en-
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El silencio NO sana
Quise gritar pero no pude hacerlo, tenía una de sus manos tapándome
la boca, acallando mis gritos; mientras la otra se deslizaba por mi cuerpo y
su lengua saboreaba mi cuello indefenso. Quise huir pero sus pies se cru-
zaron con los míos, tirándome al suelo. Fue un juego para él subirse sobre
mi para coronarse ganador de mi cuerpo, como trofeo. Su asqueroso tacto
manchaba mi inocencia con la mugre de sus fantasías más perversas, y esos
fantasmas quedaron dando vuelta alrededor de mi cama para siempre, no
importaba donde durmiera.
Nunca más encontraría seguridad bajo las sabanas, porque mis mons-
truos ya no se limitaban a mirarme desde la puerta. Desde entonces en-
traban a mi habitación y se introducían en mi interior.
Dormir resultó una misión casi imposible desde entonces, sabiendo
que mi piel estaba sucia y que no había exfoliante que pudiera limpiar esa
mancha inmunda, que tatuó a mis espaldas, al terminar de perpetrar el acto.
No entendía que sucedía, pero terminó por asustarme. El dolor penetró
para jamás volver a abandonarme. Escuché que decía que yo había deseado
que eso sucediera desde el primer día que lo vi en la calle, que me iba a
gustar aunque en ese momento estaba haciéndome la difícil, imponiendo
un límite que ya había permitido antes que se traspasase. No entendía y juro
que no mentí, cuando dije que no había deseado nunca, terminar en una
situación así, de verdad no se lo deseo a nadie.
Cuando se cansó de violar mi cuerpo y corromper mi alma, limpió las
pruebas de su crimen con un trapo sucio y mojado, mientras me amenazaba
de matarme a mí y a los que amaba si abría la boca alguna vez, para otra
cosa que no fuera complacerle sus caprichos. Nadie volvería a creerme si
contaba esas mentiras, ya que eran mías las intenciones y que no era suya
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de la familia.
Mi hombría estaba en peligro si alguien se enteraba de los abusos que
había sufrido en mi niñez, pero eso sería un secreto que me llevaría a la
tumba. ¿Qué pensarían de mí si contaba como entraba mi abuelo a mi
cuerpo, desgarrándome, obligándome a tocarlo, a pasarle la lengua por las
partes de su cuerpo que le producían tanto placer?
Decía que me había convertido en hombre y debía agradecerle por eso.
Me mostraba videos donde esos actos los practicaban hombres a una, o
varias mujeres, entre varios hombres y hasta con animales. Que difícil fue
entender de mayor, las cosas que me había hecho y la exposición a la que me
había sometido de niño. Me cambió el modo de ver la vida.
No pude volver a vivir en paz nunca más, ni siquiera después de su
muerte encontré alivio. Necesitaba recuperar lo que me habían quitado, de-
mostrar lo fuerte que me había vuelto y que yo era un hombre que podía
vivir libremente bajo sus propias reglas. Las drogas que compartía con mis
amigos en las largas noches de los fines de semana eran lo único que en-
contraba como distracción para que mi cabeza no recordara tanto; pero ni
de ese modo podía eliminar esa pesada carga de mi alma. Mi adicción a la
cocaína adormecía mi cerebro y me permitía atender otros asuntos de mi
vida cotidiana pero nunca me sofocaba del todo la sensación de vacío y
desolación.
Mis padres, principalmente mi madre, ya que era su propio padre el que
me había violado tantas veces, tenían que vivir con el mismo dolor que me
generaban los recuerdos de mi infancia. Desde entonces, la tengo a merced
de mis caprichos, defendiéndome hasta de las recriminaciones de mi her-
mana cinco años menor, que nunca admitió que le encantaba que la tocara
y le producía placer pasar las noches conmigo. Nadie debía enterarse de mi
secreto mejor guardado. El silencio era mi mejor amigo.
Con mi hermano nos llevamos cinco años, en nuestra más lejana e
inocente niñez éramos muy unidos y nos amábamos. Peleábamos por ser
hermanos, a veces porque no queríamos jugar juntos o compartir nuestras
cosas pero casi siempre terminábamos resolviendo nuestras diferencias y
disfrutábamos de la compañía del otro.
Él con sus muñecos de super héroes, autos y camiones y yo con mis
muñecas, bebotes y maquillajes para niñas; inventábamos historias de prin-
cesas secuestradas por villanos y rescatadas por príncipes o superhombres
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Gracias a cada uno de ustedes por ser una parte tan fundamental
y necesaria de cada sueño, proyecto y aprendizaje. Los Amo con el
alma.
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