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Gritos Mudos

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por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamien-
to informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
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ISBN: 978-987-47927-5-4
Depósito legal
Copyright: Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio
Copyright de la edición para América Latina y Europa: Ediciones Inspirate
Global Art
GRITOS MUDOS
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Introducción
Este libro nace de ese grito visceral que se produce en lo más profundo
de las entrañas; cuyo sonido ensordecedor deja devastado a quien lo pro-
duce, pero es inaudible para todo el resto. Es un grito desesperado pidiendo
ayuda, amor, aceptación o cambio; al que muchos en más de una oportu-
nidad, intentaron callar. No son conscientes del malestar tan fuerte que ter-
mina enfermando a la persona oprimida, y en algunas ocasiones la empuja a
quitarse la vida por la frialdad con la que la tratan.
Para dar cuenta de que existen tantas realidades como personas en el
mundo, es necesario hablar, contar reiteradas veces las historias de vida de
modo que, si no pueden ser oídas, al menos que dejen un registro de su exis-
tencia en algún recuerdo, para que alguien en la misma situación pueda sen-
tirse reconfortado con la sensación de alivio de saber que no se encuentra
solo y su caso no es aislado.
También es un llamado de atención ante la falta de respeto y empatía
por parte de personas que, lejos de ayudar ante el sufrimiento o el miedo de
otro, se divierte burlándose o restándole importancia, porque es inconce-
bible que alguien pueda pasarla mal en una situación que, quien se mofa, no
ha experimentado y por lo tanto para esa persona no existe. En este punto
quiero aclararles que realmente hay personas que no pueden (ciertamente
son incapaces), de sentir empatía; otros casos tienen tanto pavor, debido a
que sufrieron tanto sus propios traumas que han encontrado en la burla, la
armadura que los protege del dolor, como mecanismo de defensa.
No quiero defender ni justificar las malas acciones de nadie, simple-
mente advierto que entre mucha gente mala que hay en el mundo, hay otras
que para camuflarse fingen ser como ellos porque quieren dejar de ser víc-
tima y mostrarse fuertes, de esa forma errónea que encontraron para hacer
de cuenta que nada sucedió. A estas personas no hay que odiarlas, hay que

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

tenerles mucha pena y ayudarlas o alejarse, pero no contra atacar. Apren-


dieron que el más fuerte lastima al débil y que para sobrevivir se tienen
que adaptar a ese patrón (equivocado) que es lo único que conocen y no se
interesan por ir más allá a explorar una vida mejor. Demasiadas veces por
los miedos a los que se sienten encadenados junto a sus propios monstruos
y dilemas.
Detrás de un trastorno alimenticio, una depresión, un intento de
suicidio, aislamiento, ataques de pánico, agorafobia, desconfianza o un com-
portamiento antisocial; probablemente hubo discriminación, burlas, golpes,
maltrato infantil, psicológico, emocional y falta de atención frente las nece-
sidades de una persona que crece con el autoestima destrozada y la equivo-
cada creencia de no merecer nada bueno que la vida le ofrece.
Sin más preámbulos, los invito a leer aquellos gritos mudos que de otra
forma no podrían conocer; pero si por casualidad los escuchan en la co-
tidianidad de sus días, por favor les pido que no hagan caso omiso a las
plegarias de un corazón roto pidiendo ayuda, y griten con ellos las injusticias
de las cuales son víctimas para que los oídos sordos recuperen la audición y
generen empatía y solidaridad. Hoy gritemos todos juntos por los sin voz,
porque mañana podríamos ser nosotros los que quedemos afónicos por el
dolor.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Realidades Distorsionadas
Sebastián es un hombre joven, con una carrera profesional promete-
dora, un excelente trabajo, e hijos adorables y obedientes. Cuando era chico,
era un pequeño curioso e inquieto. Como cualquier otro, le gustaba correr
en el jardín de su casa y tocar cada objeto dentro de la sala; inventaba amigos
imaginarios y se divertía con el perro de la familia.
Sus padres eran una pareja que lamentablemente para Sebastián, no se
soportaban, no se querían, ni toleraban verse a la cara, pero mantenían la
falsa imagen de familia unida y feliz, de las puertas de su casa hacia afuera.
Cuando no le estaban gritando a su hijo, por hacer lo propio de un niño de
su edad, estaban llevándolo al hospital a curarles las heridas de los golpes que
les propiciaban, cuando se les iba de las manos la crudeza de sus castigos.
Al crecer, Sebastián siempre afirmó que nada de eso dejó secuelas en
su vida; incluso lo negó en el juicio por violencia de género que le inició su
exmujer, después de sanar sus huesos rotos y diversas heridas, tras de meses
de rehabilitación en el hospital. Ella padeció las graves consecuencias de una
infancia mancillada por la violencia, debido a una golpiza que Sebastián le
había dado, por no cumplir sus exigencias.
Él afirmaba contundente, que todo era una falacia, que era inocente ni
había hecho nada de lo que se le acusaba, insistiendo en que ella solo exage-
raba para sacarle la tenencia de sus hijos, y no podía hacerse responsable de
su torpeza, si ella con la edad que tenía, no sabía bajar las escaleras.

Josué, el mayor de los hermanos, cuando tenía 12 años y estaba ter-


minando la primaria, era un estudiante sobresaliente en su clase. Siempre
llegaba a casa con buenas notas porque lo único que hacía cuando estaba en
su hogar, era encerrarse en su cuarto a hacer la tarea, leer o dibujar.
Su hermana Martina, quien le seguía en edad, tenía 9 años en ese mo-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

mento. Iba a danza con la mamá de una compañera de su colegio y desta-


caba tanto en las muestras de fin de año, como en las presentaciones de la
escuela. Cuando no estaba entrenando en el estudio de danza, o en la casa
de alguna amiga, se mantenía silenciosa en su habitación o dormía todo lo
que le permitía su cuerpo para reponer energía.
Darío, el menor de los tres niños, desde que nació, siempre fue un terre-
moto. Rompía los juguetes, molestaba a sus hermanos, gritaba todo el día
y nunca se quedaba quieto. Parecía que los escarmientos no hacían efecto
sobre él y solo empeoraban su comportamiento.
Sus padres, que no tenían mucha paciencia con su tercer hijo, constan-
temente lo encerraban en el baño, o en un cuarto donde guardaban herra-
mientas y otros objetos de uso poco frecuente en su casa; e ignoraban los
ruegos de Darío que lloraba para que lo dejaran salir. Solo cuando se que-
daba dormido, o prometía tranquilizarse en el mejor de los casos, el adulto
que impuso la reprimenda se apiadaba de él, y le permitía salir bajo la condi-
ción de que jugara con tranquilidad y en silencio.
Darío, quien ya ronda la cuarentena de edad, es adicto a los sedantes y
no concibe el sueño de no ser por ellos; no puede dormir en total oscuridad
y no pasa un día en el que duerma más de 4 horas. Afirma que sus trastornos
del sueño y el terror que padece a la oscuridad son consecuencia del estrés
laboral y no se imagina que quizás, son el producto de la negligencia que
vivió durante su infancia.

Desde que Ismael nació, siempre vivió a la sombra de su hermano


mayor y el evidente favoritismo que le tenían sus padres. Cuando empezó a
hablar, con desaprobación lo miraban, y repetían que su primer hijo había
dicho sus primeras palabras o había dado sus primeros pasos, siendo más
pequeño que el segundo. Cuando empezó el colegio sus notas nunca su-
peraban las de su hermano a pesar de ser el mejor de su clase, sus heridas
nunca eran tan graves, ni sus problemas eran preocupantes.
Le llamaban exagerado y problemático si exigía atención, y le vocife-
raban frases que lo minimizaban constantemente. Le llamaban tonto, igno-
rante, le recordaban que nadie lo quería, que no servía para nada, que nunca
iba a poder superarse y le remarcaban que siempre habría alguien mejor que
él en cualquier lugar del mundo, pero principalmente en su propia casa.
Su nivel de detalle y autoexigencia aumentaba conforme pasaban los

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

años y se agravaban las condenas que le hacia su familia.


Hoy Ismael recuerda los insultos, desprecios y castigos como conse-
cuencias necesarias por no haber hecho las cosas diferente. No se permite ni
el más mínimo error en ningún aspecto de su vida, y es eternamente infeliz
en búsqueda de una perfección casi robótica.
El estrés se refleja en migrañas diarias que no tienen cura, en visitas a
distintos médicos que no le encuentran nada, y en un odio infinito hacia
sí mismo, como auto castigo por no ser lo que su familia esperaba de él,
gracias a la presión que ejercieron sobre él, desde su etapa más vulnerable
de la niñez.

Marcela siempre fue inteligente y observadora, una preciosa e inocente


niña de cabellos color chocolate y ojos almendrados, que soñaba con reco-
rrer el mundo de la mano de un príncipe azul, como el de los cuentos que a
ella le leían antes de dormir.
Sus padres la querían mucho y se preocupaban para que recibiera la
mejor educación posible, pero no eran tolerantes con los errores o los in-
tentos de rebeldía de una adolescente que exigía una libertad, como la que
experimentaban otras jóvenes de su edad. A medida que ella pedía permisos
para salir, que terminaban denegándose; los castigos y las exigencias de sus
padres iban en aumento.
La primera vez que le descubrieron una mentira, su padre la golpeó tan
duro, que la dejó desmayada a los pies de su cama. La relación con sus pa-
dres terminó quebrándose a base de golpes, durante la etapa en la que más
amor y comprensión necesitó. Fue por eso por lo que no lo pensó mucho
cuando su novio, un muchacho carismático 5 años mayor, que conoció por
medio de un amigo, la invió a vivir con él para alejarse de su casa luego de
terminar el colegio.
Marcela tenía que calmar la ira de los celos enfermizos creados por la
imaginación de su pareja, toleraba cuando le hacía bromas hirientes sobre
su apariencia física, o amenazaba con dejarla o engañarla si no lo aceptaba
su forma de ser; era obediente cuando su novio le pedía que se cambie la
ropa que no aprobaba, o cuando le prohibía ver a sus seres queridos. Incluso
soportaba a regañadientes entre lágrimas, cuando le rompía sus cosas en los
ataques de ira que tenía contra ella, o que descargaba en ella, en sus ataques
de furia traídos de afuera de su hogar.

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Cuando obtuvo suficiente del maltrato, y se cansó de la relación que


tenía, terminó con él. Al poco tiempo, comenzó una nueva con alguien to-
talmente diferente para llenar ese vacío inexplicable que sentía en su interior.
Nuevamente su noviazgo fracasó un par de meses más tarde.
Sucesivas relaciones fallidas desencadenaron que Marcela no tenga au-
toestima y confianza en ella misma, pero asegura que la educación y límites
con mano dura que le brindaron sus padres, nunca influyó negativamente en
su vida, y en sus malas elecciones de relaciones turbulentas.

La madre de Emilia murió durante el parto, dejando a su esposo Julio


solo, para hacerse cargo de la crianza de su única hija. Por fortuna, él con-
taba con una madre amorosa que lo ayudaba cuidando a la pequeña y frágil
Emilia, durante sus largas jornadas laborales.
Cuando la niña tenía 7 años, su abuela falleció debido a su avanzada
edad, y una tía de Julio se ofreció a cuidarla mientras él tenía que trabajar.
No teniendo otro familiar o conocido de confianza que pudiera ayudarlo,
aceptó la generosa oferta de su tía Gloria.
Gloria era una anciana viuda y temperamental que había sido ama
de casa toda su vida y criado a 4 hijos que, siendo adultos, ya no la visitaban
con frecuencia y sus días llenos de ocio, la pasaba arreglando su amado
jardín.
El padre de Emilia eventualmente viajaba por trabajo un par de
días y normalmente cuando regresaba, iba a buscar a su hija que se quedaba
en la casa de su madre y se la llevaba a la suya, la cual se encontraba a unas
pocas manzanas de distancia; pero su tía vivía mucho más lejos y cuando
llegaba muy tarde de sus viajes, le avisaba para ir al día siguiente y permitirle
a su niña tener una noche completa de descanso, confiando ciegamente en
los cuidados de su pariente.
Lo que él no sabía, era que Gloria no soportaba mucho a los niños. La
anciana encerraba a Emilia en un cuarto oscuro donde guardaba el equipo
de jardinería luego de sus ruidosas y escandalosas reprimendas, porque la
infanta tocaba sus helechos, o arrancaba sus flores para regalárselos a los
transeúntes.
Al padre preocupado, solo se le explicaba que debido a su mal com-
portamiento había sido debidamente castigada sin ahondar en detalles, y
la niña creció creyendo que se merecía los castigos por no comportarse

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correctamente, temiendo mucho las amenazas de la anciana si le contaba la


verdad a su padre.
La niña que actualmente es una bella mujer no sabe explicar
a qué se deben sus ataques de pánico, ni su enigmática claustrofobia,
la cual no le permite caminar por estrechos pasillos, ni mucho menos
subir a un ascensor; costándole el ingreso en diversos trabajos. No
asocia que quizás ese miedo misterioso, en realidad es la conse-
cuencia del trauma que le generaron los encierros a oscuras por ser
una niña incomprendida en un mundo de ancianas perversas y pa-
dres ausentes.

Johana no olvida cada discusión que ha tenido con sus padres a lo largo
de su vida. No era por nada en particular, sino por las simples trivialidades
por las cuales cualquiera puede discutir en una convivencia, especialmente
cuando se es joven y se tiene un rol de subordinación dentro del grupo
familiar, frente a unos padres autoritarios.
Fue producto del amor de una pareja que nunca había planeado tener
hijos y querían formar una familia únicamente de 2 hasta que, por un des-
cuido, se volvieron 3. Sin embrago tuvo una infancia feliz y adolescencia
tranquila, a pesar de que descubrió que nunca fue una hija deseada.
Cuando las discusiones se acaloraban, no faltaba oportunidad
para recordarle que fue un accidente y nunca habían deseado tenerla, que
si no se portaba bien, si no limpiaba la casa, si no cumplía con sus obliga-
ciones escolares o hacia caso a sus padres que le habían dado todo, iban a
abandonarla en un orfanato donde viviría para siempre si no era adoptada,
o que la iban a regalar al primer desconocido que se cruzasen para no verle
más la cara. Fuera de esas frases repetitivas en momentos de muy acaloradas
discusiones, tenían una relación maravillosa y casi envidiable.
La primera vez que la amenazaron con abandonarla, le rompieron
el corazón en mil pedazos, generándole una sensación de vacío imposible de
llenar. Cuando le dijeron que hubieran preferido no tenerla, Johana sintió un
ardor que le abrasaba por dentro las entrañas, y una angustia que se instaló
en su pecho impidiéndole respirar durante días. Cuando le dijeron por pri-
mera vez que iban a regalarla, como se regala un perro cuando ya es dema-
siado grande para mantenerlo en una casa pequeña, algo en ella se rompió
irremediablemente. Conforme pasaron los años y las amenazas se repetían

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en cada pelea subida de tono, ella dejó de darles importancia o, mejor dicho,
se mostraba indiferente sabiendo que nunca cumplirían con esa promesa, e
instaba a que la cumplieran de una vez, así dejaba de escucharlos.
Johana creció para convertirse en una exitosa profesional de la salud,
dedicándose casi en exclusiva a su vida laboral; notaba una dificultad en
crear vínculos afectivos sólidos con las personas con las que se encariñaba,
pero nunca asoció esta discapacidad con las palabras crueles que escuchaba
de sus padres enojados. Siempre terminaba rogando amor en lugares donde
no había nada para ella, rodeada de personas que amenazaban con irse de
su vida si no les hacía algún favor, o suplicando atención y perdonando rei-
teradas infidelidades de hombres que decían amarla cuando simplemente la
usaban para llenar un vacío que, como ella, sentían en su interior.
Cuando Raúl, el abuelo de Cecilia se enojaba, bastaba solo con una mi-
rada penetrante para helarle la sangre a quien lo mirase a la cara. Se había
convertido en los despojos de lo que alguna vez fue la pesadilla de su familia,
pero tan solo el recuerdo de su vigor, fuerza y agresividad, bastaban para que
nadie osara desafiarlo.
Ninguno de sus nietos quería descubrir el lado más oscuro de su abuelo,
quien con ellos siempre se mostró comprensivo y cariñoso; ya que con solo
escuchar las historias de sus padres, les causaba pánico el tan solo imaginar
lo que significaba desatar su ira.
Uno de sus tíos contó en un encuentro, con los ojos vidriosos por las
lágrimas, cuando su padre le había levantado la piel usando un cinturón de
cuero como látigo, cuando descubrió que le había mentido para salir con la
que era su actual mujer y madre de sus hijos; otro de los hermanos recor-
daba cada tanto, la vez que lo encerró en una habitación con un plato de co-
mida que no le gustaba y tres botellas de agua, manteniéndolo en ese cuarto
durante días, hasta asegurarse de que el hambre ocasionara que terminara de
comer aquel alimento que había despreciado tiempo atrás.
Generalmente terminaban los encuentros acabada la recopilación de
malos recuerdos, con un tenso ambiente repleto de angustias incurables, y
a raíz de estos miedos, los niños no se animaban a contradecirlo, ni siquiera
cuando se convirtieron en adultos.
Un verano Cecilia y su hermano David se quedaron un fin de semana en
la casa de su abuelo, con la intención de hacerle compañía unos días mien-
tras sus padres disfrutaban de su aniversario solos. Al escuchar las voces de

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sus padres que los fueron a buscar para llevarlos a casa, David corrió a la
entrada tropezándose y golpeando accidentalmente un mueble con retratos,
haciendo que éstos cayeran y desataran la furia de Raúl como nunca.
Al escuchar el estruendo y los gritos de los niños; Raúl furibundo gruñó
preguntando quien había sido el responsable mientras vociferaba insultos y
enrojecía su rostro por la ira. Bastó con tan solo mirar a los hermanos para
que Cecilia se pusiera a llorar, retrocediera y se arrodillara en una esquina
pidiéndole perdón por algo que no había hecho, mientras que su hermano
estaba petrificado en el lugar, boquiabierto, tratando de decir algo entre
balbuceos.
Raúl y su hijo empezaron a pelear inmediatamente, cuando el padre de
los niños se interpuso para aquel no lastimara a sus hijos, justificando que
los accidentes sucedían y que no era tan grave como para reaccionar de esa
manera. La madre de ellos se los llevó a la casa aprovechando la distracción.
Luego de ese episodio, Cecilia olvidó por completo ese día; su cerebro
lo había borrado por el pavor que experimentó ante aquella explosión de
violencia. No volvieron a saber de Raúl hasta el día en que murió cuando se
reunieron en el funeral.
Una tarde en que ella se había juntado con una amiga a merendar, se
dispusieron a intercambiar opiniones sobre crianza. Cecilia comentó que
cuando era chica los mayores solo tenían que mirarla para que dejara de por-
tarse de manera inapropiada, afirmando que la autoridad del adulto podía
transmitirse sin violencia física. Lo que olvidó mencionar es que por esa
misma razón, no podía mantener contacto visual con figuras de autoridad
sin sentirse intimidada y con una fuerte angustia atorada en la garganta.
Otra vez la policía había vuelto a la casa de Jorge por la llamada de los
vecinos preocupados, debido al ruido de objetos golpeando y rompiéndose
contra los muros, y de los gritos histéricos de Gisela pidiendo auxilio.
Mientras la policía se acercaba, él no tardó en intentar golpear al que más
se había aproximado, siendo reducido y esposado, para luego ser llevado a
la comisaria a declarar, acusándolo por cargos de resistencia a la autoridad.
Jorge gritaba enfurecido que no le había tocado ni un pelo, que ella era una
“desagradecida mentirosa”.
Otra vez había regresado borracho y de mal humor a su casa, nueva-
mente una relación amorosa culminó violentamente, una vez más durmió
en una celda, de nuevo se encontró sin nada y teniendo que vagar por las

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calles con lo puesto en busca de un lugar donde hospedarse o donde caer


rendido para pasar la noche, al menos hasta conseguir un nuevo lugar donde
vivir. ¿Quién hubiera imaginado que 30 años atrás era él quien rogaba ayuda
cuando su padre lo golpeaba hasta que perdía el conocimiento?, que esa
sería la vida de aquel profesor de arte que durante años había sufrido abusos
de su padre y deseaba cambiar el mundo desde su disciplina, ayudando a
sus alumnos a expresarse de la manera en la que él no pudo. Sus sueños se
habían consumido por las llamas que quemaron todo lo que tenía, el día su
padre perdió la batalla contra la depresión.

Martina es una abogada exitosa según la percepción de todos los que la


conocen menos la suya. Es la dueña de dos estudios jurídicos importantes
de la ciudad. Tiene más de mil clientes mensuales y muchos otros de casos
eventuales que van por consultas, divorcios, juicios laborales y demás; tiene
socios de muy buena reputación y empleados que, se formaron o están for-
mándose, en las mejores universidades.
Tuvo la oportunidad de recorrer casi todo el planeta y darse cuanto lujo
deseara, formó una hermosa familia con un esposo amoroso y atento y dos
hijos inteligentes, sanos y educados a quienes les puede proveer la mejor
educación, todas las actividades recreativas que quisieran hacer, unas buenas
cinco comidas diarias y una enorme casa para vivir.
Muchas veces Martina es llamada a hacer conferencias para otros
colegas en el colegio de abogados y charlas en universidades para motivar a
los estudiantes de su profesión. Siempre repite que agradece que sus padres
la hubieran obligado a estudiar una carrera que le brindara la oportunidad de
experimentar la vida que lleva.
Su secreto es que llora todos los días deseando morir a causa de
una profesión que detesta y no le permite ser feliz, disfrutar su vida, ni
sentirse realizada tras todo el “éxito” que quienes la conocen le repiten que
tiene. Pasa largas jornadas ebria, y tuvo varios intentos de suicidio.
Pese al cariño que le tiene su esposo, que ya es más un amigo que una
pareja, para él, ella es un caso perdido y no logra que acepte ir a rehabilita-
ción. Entonces solo se centra en cuidar a sus hijos, a cubrirla con mentiras
que inventa para confundir a los curiosos, y continuar con el teatro de ser
una familia perfecta. Nadie conoce el dolor que carga quien alguna vez soñó
con ser cantante, y hoy padece daños irreversibles en su garganta producto

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

del alcohol.

Florencia y Eugenio son dos hermanos que han tenido el mismo pro-
blema: La comida.
Mientras que la madre de los chicos, a Florencia le decía que si seguía co-
miendo nadie la iba a querer jamás, con el argumento de que los gordos no
son aceptados ni tienen vidas exitosas, el padre de ellos le repetía a Eugenio
que hiciera ejercicio porque de otra forma no iba a llamar la atención de las
chicas, ni iba a lograr nada en la vida. Con esos padres extremadamente exi-
gentes y perfeccionistas, viviendo en casas separadas y quedándose cada uno
con un hijo, los hermanos se sometían a sus exigencias y eran perfectos en
todo para ganarse el amor y la aprobación de las únicas personas que veían
en ellos imperfecciones.
Eran los mejores alumnos de la escuela a la que iban y excelentes de-
portistas, coleccionaban trofeos y medallas de competencias en las que par-
ticipaban por todo el país, e incluso les habían permitido ir a competencias
internacionales.
La presión acabó con Florencia que no podía dejar de vomitar
todo lo que comía por los nervios constantes que sentía. Su madre orgu-
llosa, observaba como su hija se consumía y desaparecía día tras día; feli-
citándola por tomarse en serio sus consejos sobre bajar de peso para verse
más bonita, ignorando las razones que la hacían verse de esa manera.
Las palabras de sus profesores y amigos fueron el punto de inflexión
para aceptar internarse y así recuperar las posibilidades de vivir, luego de
caerse y romperse un brazo debido a la desnutrición que escondía bajos
las prendas sueltas y holgadas que usaba a diario, pero que no ocultaban su
rostro esquelético.
Por otra parte, su hermano se internaba en el gimnasio durante largas
jornadas de ejercicio extenuante y rutinas cada vez más exigentes, que su-
peraban por mucho su capacidad física, hasta que llegaba el día en que no
podía moverse de la cama y tardaba uno o dos días más en recuperar la
energía necesaria para poder ponerse de pie. La frustración de no tolerar sus
propias rutinas de ejercicio, lo llevaban a intensificarlas para volverse fuerte,
generándose más problemas de salud que beneficios. A pesar de que hacía
varios años que no vivía con su padre, seguía escuchando su voz cada día,
recordándole que era un inútil y débil.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

En el momento en que llegó a sus oídos la noticia de que su hermana


estaba moribunda en una cama de hospital por su trastorno alimenticio,
decidió dejar el gimnasio y acompañarla en el tratamiento para superar junto
a ella, sus problemas con la comida.
A pesar de que ambos hermanos se han apoyado entre ellos para
superar su obsesión por cambiar su apariencia física, todavía no pueden
mantener una relación sana con la comida. Los atracones y días de ayuno
para compensarlos y las excesivas rutinas de ejercicio que cumplen para
mantenerse en forma, son el reflejo de la culpa de no poder cumplir con
las expectativas de unos padres que intentaron vivir a través de ellos, des-
truyendo el autoestima de dos jóvenes que nunca podrán ser libres en sus
propias vidas, hasta no aceptarse como son, por carecer del amor propio
que han masacrado en sus infancias.

Y así vamos por la vida conociendo personas con el alma rota, que
caminan en este mundo rompiendo a los demás y respirando sin vivir en
absoluto; hasta que juntan el valor suficiente para enfrentar sus traumas y
continuar sus vidas por un sendero diferente.
En una sociedad violenta y llena de odio que solo repite frases de
amor, tolerancia, felicidad y sentimientos que no pueden reconocer
en ellos mismos, ni expresar sanamente, es un acto de valentía incal-
culable, luchar por ser ejemplo de superación.
Por eso no todo está perdido. Así como hay victimas que se
vuelven victimarios, también hay personas que deciden cambiar, con
todo el esfuerzo y el cansancio que eso conlleva, y enseñar a quienes
se quedaron en su zona de confort, que existe una vida distinta, si se
animan a saltar hacia un terreno desconocido, con un futuro prome-
tedor. Nunca es tarde cuando se trata de superarse y ser mejor.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Gente Rota
La gente rota, rompe. Su incapacidad de sanar no les permite acariciar
con el alma, que fragmentada, corta con su filosa agonía. Es triste pensar
que no tienen arreglo, porque no creen estar rotos; y van por el mundo da-
ñando, sin reconocer los monstruos que abandonan en las más recónditas y
cavernosas profundidades de la mente de otros.
Son otros, no es que no sientan empatía por la semilla que siembran
en su campo de amapolas rojas marchitas, sino que no se dan cuenta que
dejan un regadero de sangre tras abrir viejas heridas. No son responsables
del dolor que esparcen a partir de sus frustraciones y sueños perdidos, en un
pozo interminable donde caen los pedazos de una vida que los hirió, y tiró
sus ilusiones al olvido.
Quizás si alguien pudiera hacerse muy pequeñito y entrar en la ca-
beza de esa persona lastimada, podría decirle desde dentro que sus acciones
duelen porque está herida, y curarle desde su interior esas viejas cicatrices
abiertas en carne viva, infectadas de frustración y tristeza infinitas.
Quizás se pudiera intentar llegar a ese lugar tan inaccesible, cuando
esa persona se encuentre vulnerable, solo para hacerle ver que el mundo
quiere que se levante, que no está en su contra; que los enemigos que se
inventa están solo en su cabeza. Quizás pueda oír nuestros gritos mudos
del otro lado de su ventana, aunque cuando se nota que no puede siquiera
leernos los labios, al pedirle que tome las riendas de su vida, uno cree que
sus intentos son en vano.
Tal vez no somos la persona que pueda abrirle los ojos, con el
dolor que conlleva despegar los parpados de su borde interior, cuando están
fundidos en un intento de no mirar más allá de su historia; pero a todos
nos alcanza la realidad para marcarnos el camino que debemos continuar,
cuando nuestra fantasía nos consume.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Malas experiencias tenemos todos; los monstruos de nuestras pe-


sadillas somos nosotros mismos, nos escondemos bajo las almohadas para
intervenir en nuestros intentos de cumplir los sueños más deseados y aun
así, también nos alentamos a seguir intentando, o a rendirnos cuando nos
sentimos desesperados.
Desespera la espera de alcanzar una meta lejana, la ansiedad por el
transcurso del tiempo que se hace lento cuando queremos que pase, y pasa
rápido cuando intentamos disfrutar un momento fugaz. Doliente guerrero,
aquel cuyos sueños deja descansar en paz por alcanzar otras metas que se
imponen desde una sociedad que corre sin dejar disfrutar los placeres de
la vida, pero que se levanta cada mañana y se hace un tiempo para vivir, al
menos un instante, sus fantasías más singulares.
No todos tienen la potestad de vivir en libertad, porque son cau-
tivos de sus miedos más irracionales, y de la tortura que trae aparejado usar
cadenas pesadas que condenan a caminar lento y dormir de pie, ahogados
por la angustia de no saber si algún día podrían obtener una hora para saciar
el hambre de esperanza.
La libertad se condiciona con los pensamientos, quien se siente
preso de su cuerpo, de su mente, de su vida es quien así lo siente y no hace
más que compadecerse de sí mismo y su suerte maldita que le impide recibir
de otros, aquello que no puede encontrar dentro suyo.
Hay que estar muy loco o más sano de lo que se cree, para reco-
nocer que se está roto, completamente despedazado por las experiencias
vividas y los amores marchitos. Hay que reconocer que uno es responsable
de las consecuencias que experimenta y traslada a quienes tiene a su alre-
dedor, que es más fácil hacer oídos sordos cuando es el otro quien marca
una equivocación, y gritar a los cuatro vientos si los errores son ajenos, para
acallar las voces que nos recuerdan nuestra propia imperfección.
Es más sencillo refugiarse en excusas afirmando que se hizo todo
lo que se pudo y denigrando la opinión ajena; que aceptar que pudo haber
sido mejor, si se actuaba de otra manera. Fracasar es dejar de intentar por
miedo a seguir fallando cuando podría habérsele dado otro final a ese in-
tento y triunfar. Si tan solo se hubiera tomado el error como motor para
seguir mejorando, aprendiendo de aquello para no seguir repitiendo, aquella
situación que demonizamos garrafalmente, tal vez el resultado obtenido hu-
biera sido mejor al esperado.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Hay que ser valiente para elegir cambiar el rumbo de sus juicios y acep-
tarse. Aceptar que el cambio está bien y es necesario para atravesar el miedo
a lo desconocido. Significa darse una oportunidad de encontrar una realidad
distinta, incluso mejor a la que ya se tiene.
Conformarse con lo recibido y vivir sin retos ni metas que sazonen
nuestra existencia, no es haber vivido en absoluto. Vivir va más allá de res-
pirar y cumplir con las exigencias impuestas. Es también cumplir con los de-
seos propios e intentar ser mejor día a día sin engañarse, encontrándose con
uno mismo y amándose por sobre todas las cosas. Estudiarnos lo suficiente
para reconocer nuestro valor y enseñarlo con amor, para que las personas
que nos aman realmente nos respeten y vean lo que somos, manteniéndose
cerca. Mientras tanto para los que interpreten que es un precio elevado,
brindarles el tiempo necesario para irse, no sin antes ser nosotros quienes
abramos las puertas de la mente para invitarlos a que sean libres de elegir
su rumbo, agradeciéndoles el tiempo invertido y los recuerdos guardados.
Las personas que se arreglan con los años terminan con muchas cica-
trices, muchas enormes que pese al esfuerzo, no logran cerrarse. Sé amable
con ellas. La ferocidad de nuestras palabras puede quebrar fácilmente la fra-
gilidad de los remiendos que uno mismo se hace como puede.
No niego que es fácil escribir mucho y muy difícil hacer aunque sea un
cambio minúsculo, especialmente cuando la costumbre nos hizo duros e
invariables, con la falsa ilusión de hacernos fuertes cuanto menos nos mo-
vamos hacia adelante. Sin embargo, los cimientos que del amor se levantan
son más resistentes que la cultura violenta en la que nos armamos hasta los
dientes, con agresiones verbales y golpes por la retaguardia, en un intento
de ser nosotros quienes propicien los golpes en vez de convertirnos en el
blanco.
La satisfacción de ver al pasado de forma crítica y analizarlo, nos per-
mite encontrarnos con nosotros mismos, indagar cuales fueron las moti-
vaciones que nos llevaron hacia el abismo desde el cual caímos desde tan
alto, provocándonos tanto daño irreversible; y cuáles fueron las causas de
arrastrarnos hacia ciertos callejones sin salida, buscando evadir una situación
que terminó por acorralarnos en el peor momento de nuestro escape.
El otro influye indefectiblemente, porque somos parte de una sociedad
en la que estamos conectados como eslabones de una cadena, pero si se
quiere, puede cortarse y continuarse a partir de la ruptura y generar con-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

ciencia creando una nueva estructura para seguir creciendo, siempre yendo
hacia adelante.
Somos responsables de lo que hacemos y también de mirar hacia otro
lado cuando no somos protagonistas de un mal vivir, ignorando a quien
sufre y ruega que alguien lo ayude a salir de su miseria. Somos responsables
de las decisiones que tomamos, y también de equivocarnos cuando por falta
de experiencia o por mera ignorancia, seguimos opiniones ajenas y hacemos
daño. Incluso, me atrevo a decir que apoyamos la violencia cuando ante
ataques, justificamos el maltrato como forma de educarnos, promoviendo
que por compartir sangre debemos permitir que todos nos hieran, creando
monstruos invisibles que nos acompañaran largos y extenuantes años.
No importa quien lo promueva, lo que es nocivo para uno mismo lo es
igual para cualquiera que nos quiera o a quien queramos. Somos humanos,
y equivocarnos es necesario pero aprender es una virtud de pocos. Muchos
se refugian pensando que no hay otra forma de actuar; que son de una
determinada manera y que seguirán eternamente siendo así aun cuando co-
nocen las consecuencias de actuar de mal modo y lastimando; lo único que
nos queda es no ser así, promover el cambio y enseñarlo con el ejemplo.
Es mejor conocer nuevos amigos que quedarse con los que demuestran su
amor hiriendo.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Carta de despedida
Te extraño porque te recuerdo como una fantasía que no refleja la rea-
lidad; eras la personificación de la fuerza, de la independencia, de la cons-
tancia, exigías mejoras constantes, luchabas por una vida diferente para ale-
jarte de lo malo que te atormentaba desde tu nacimiento.
Promovías el estudio, el pensamiento crítico y con fundamento, el res-
peto, el saludo, la solidaridad y, sobre todo, ser siempre una buena persona
que defiende sus ideales.
Nos pedias que fuéramos todo lo que no eras, lo que no podías ser. Am-
parabas tus malas acciones con el fundamento de tus años y que debíamos
aceptar y obedecer sin cuestionar nada, simplemente porque así lo exigía
una autoridad autoimpuesta por un título que nadie pidió que se entregase;
contrario a las ideas que me metiste en la cabeza de independencia, lucha
y defensa de ideales. Me juraste que esa miseria que vivíamos a diario entre
gritos, golpes, y peleas era lo único que existía en el mundo, y yo, ingenua-
mente me lo creí. Era lo único que conocíamos, y entendía, que intentar
conocer algo mejor daba más miedo que seguir existiendo entre ese calvario
constante, que lo único que conseguía, era destruir nuestra autoestima y
aplastar nuestros sueños.
Duele muchísimo vivir con esa imagen tan opuesta a la realidad que hoy
veo tan claramente. Imponías tus ideales y tus creencias, y cualquier cosa que
no se encontrara dentro de sus parámetros era condenado; por eso cualquier
intento por escapar, era castigado. No creo que haya sido a propósito, es
difícil ver con los ojos cerrados y con miedo a abrirlos. Mucho más difícil
es actuar, sin un tutorial que te indique como desenvolverte para hacer las
cosas bien, frente a la mirada juzgante de una sociedad intransigente, fraca-
sada, frustrada que te dice que hagas lo que no son capaces de hacer.
¿Perdonar? Si, porque entiendo la dificultad de intentar cambiar el

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

rumbo de algo tan pesado como es la vida; porque sé que los años pesan
aunque no se puedan medir en kilos, y que si mover 30 años o menos, es
un trabajo muy duro que necesita constante apoyo y guía de personas sanas,
que le enseñen a una persona en rehabilitación, a reinsertarse en un mundo
tan ajeno y diferente; a manifestar emociones sanamente; a soltar y seguir
otro camino, sin el ancla que te estanca en el mismo mundo del que se
quiere escapar; comprendo que desplazarte de un sendero, con medio siglo
a cuestas, a otro tan lejos de tu zona de confort (el único mundo conocido),
es un acto de revolución, de constancia, trabajo y fuerza, casi imposible para
una persona de tu edad. Pero al ser CASI, es posible lograrlo, con mucha
voluntad y esfuerzo; cosa que manifestaste en diversas oportunidades, que
son atributos ajenos a tu persona.
No dejo de sufrir y de culparme por no poder mostrarte que existe una
vida mejor, que depende de uno mismo encontrar el rumbo; que somos no-
sotros las brújulas de nuestros deseos. Volví a buscarte hasta rendirme para
intentar alejarte de ese dolor, de esa vida tan horrible y miserable. Me con-
frontaste con excusas, todas las veces que intenté arrastrarte a mi mundo, a
mi nueva realidad. La edad no te permite aprender cosas nuevas, que la cos-
tumbre no se puede eliminar, que tu título familiar no te permite escuchar
lecciones de alguien tan inferior como un hijo, que es la última rama de este
árbol genealógico mal construido. Que no existe otra realidad, sentenciaste,
creyendo que yo solo te repetía historias sacadas de películas fantásticas.
Me molesta escucharte repetir los logros de otros, porque los míos
nunca son ni útiles, ni suficientes. ¿Qué importancia tenía si terminé el co-
legio a tiempo, a diferencia de otras personas de la familia?, si esa no solo
era mi obligación, sino que tampoco tenía las mejores notas del instituto.
Ser la primera universitaria, la primera en cumplir un sueño de la infancia, la
única que se animó a cambiar de estilo de vida tampoco eran méritos que se
podían celebrar, apoyar, o mínimamente, no ser criticados.
Desde niña prometí irme de ese infierno ni bien tuviera la mayoría de
edad, busqué trabajo de casi cualquier cosa antes de ese momento y me
impediste que trabajara, con la excusa de que si lo hacía dejaría el colegio y
moriría en un trabajo mediocre, mal pago y tendría una vida peor de la que
quería huir. Insistí a pesar de las trabas y comencé a ahorrar para irme lejos,
pero nunca era suficiente. Cuando alcanzaba la meta, me pedias ayuda y
entregándote todo, volvía a empezar.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

En paralelo a estos problemas, yo seguía fiel a mi meta, deseando que


todo eso algún día terminara. Trabajar y estudiar, manteniendo notas acep-
tables, lo podía hacer cualquiera, pero no cualquiera lo hacía. Incluso el pro-
blema era que, por hacer ambas actividades, no estaba en casa (que era el
motivo por el cual las mantenía a pesar del cansancio) y que cuando estaba,
no hacia las tareas del hogar con entusiasmo (no importaba el hecho de
cumplirlas) y cuando no las hacía era condenarme a un castigo excesivo.
Siempre había motivos para recordarme que no era suficiente.
En un intento desesperado me fui a vivir con mis padres adoptivos (los
de mi hermano del alma), y aun sabiendo que no lo ibas a aceptar, marché
en búsqueda de un nuevo destino.
Recibiendo malos tratos, creció mi desesperanza y angustia, que no en-
traba en los parámetros de lo correcto según tu visión de la vida. Con los
meses solo recibía promesas que mi corazón sentía falsas, pero necesitaba
creerlas para sentirme mejor y apaciguar el dolor punzante que me carcomía
el alma.
Pensando que era amor verdadero, movida por una fuerte ilusión, cre-
yendo que era una muestra del cambio que se estaba produciendo entre
nosotras, y que podríamos transitar juntas hacia un futuro mejor. Volví para
darme cuenta de que yo tenía razón. Eran mentiras que me hicieron mucho
daño y me sentí fuertemente traicionada. Admito que nos odié durante
largos meses por mi ingenuidad.
Tiempo más tarde, conseguí un departamento al cual mudarme sola,
con las pocas pertenencias que había logrado recolectar, algunas regaladas
por amigos o sus padres, otras compradas con mucho esfuerzo y fuerza de
voluntad.
Otra vez, en vez de festejar conmigo un paso tan importante para mí,
tus palabras fueron “Vas a volver arrastrándote por un plato de comida”,
¿Cómo evitar llorar con palabras tan crueles y despreciables? Prometí no
volver, pero cuando pasó el enojo y el peso de las ausencias me aplastaba,
intenté regresar en búsqueda de amor. Un amor inexistente, porque esas
palabras me cerraron la puerta en la cara y aunque tardé demasiado entendí
que no había nada ahí para mí, no existe para mí un lugar al cual volver
nuevamente.
Plasmé en miles de escritos mi deseo de escribir un libro con mis sen-
timientos, pero eso no es algo que alguien como yo podría lograr, según tu

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

perspectiva, porque lo que escribo no tiene sentido, son estupideces que a


nadie le importan, que no existen, que nadie padece. Tu crueldad y desamor
se sumó al de mucha otra gente que me vio incapaz de lograr cualquiera de
mis proyectos.
Para cerrarles la boca, lo logré y está a la vista de quien está leyendo
esto ¿Por qué no alegrarte por mi sueño cumplido? Simplemente porque la
incapaz de lograr alcanzar objetivos no era yo.
Nunca dejé de estudiar ni capacitarme; no obstante, sigo escuchando
comentarios festejando que otros estudian lo mismo y obtienen notas supe-
riores a las mías, que otros han conseguido trabajos mejores por esa razón,
que otros han obtenido un título antes que yo, que otros ya se han com-
prado su casa propia, han viajado por el mundo o formado una linda familia
con todas las comodidades y necesidades cubiertas. ¿Y yo? Sigo luchando
para terminar una carrera y armarme una estabilidad económica que me
permita hacer lo mismo que todos esos ejemplos, a los que evidentemente
ayudaron, apoyaron e incentivaron a lograr esos objetivos; lamentablemente
no tendré nunca esa suerte, y esos ejemplos con los que me compararon,
no son conscientes de la fortuna que poseen y lo fácil que tienen la vida.
No conocen otra realidad. Nuevamente, no importa lo que haga o deje de
hacer, las comparaciones con personas “exitosas” no cesan, y minimizar mis
triunfos es una forma de decirme directamente que sigo sin servir para nada
que te resulte conveniente.
Al final, aprobar una materia es mi obligación y desaprobarla significa
que no me esfuerzo lo suficiente. Nunca está la opción de pensar que quizás,
es difícil, tengo tiempos más reducidos para estudiar, es mucho contenido,
o no puedo absorber información con la eficiencia necesaria, para leer una
hoja y recordar hasta la más insignificante coma en una única leída.
¿Busco aprobación? Sí, Es lógico querer que la misma persona que te
trajo a este maldito mundo quiera verte bien, aunque esa realidad nunca
podrá alcanzarme. Por el contrario, no importa que decisiones tome,
siempre alguien será mejor, más bueno, más obediente, más sumiso, más
famoso, más simpático, más inteligente, pero nunca seré yo el orgullo de
mis padres.
¿Es correcto buscar la aprobación de alguien que no ve nada
positivo en mí? No, en absoluto. No hay que buscar en otros, lo que
puedo encontrar dentro de mí. Se llama Amor Propio y por suerte

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

aprendí a encontrarlo cuando necesito consuelo. Por eso es mejor no


insistir más y a pesar de mis errores busco poderle advertir, a quien lo
requiera, que este camino de autodestrucción, no vale la pena
En retrospectiva quizás es verdad que no hice lo mismo que otras per-
sonas de mi edad, cosas que me gustaría poder hacer como conocer otros
continentes, por ejemplo, pero también entiendo que no tuve las mismas
posibilidades; que en este juego me tocaron cartas diferentes al resto.
Ni mejores, ni peores; simplemente distintas.
Todos los días me atormentaba este dolor, esta angustia helada que me
lastimaba por no ser importante, por no ser buena hija, por no ser suficiente.
Tengo sentimientos encontrados con esta situación porque para quienes me
conocen y principalmente para mí misma, creo que soy mucho, muchísimo
mejor que esa gente con la que me comparan y que han hecho tanto y tantas
cosas porque otros les han facilitado los caminos.
Creo que con lo que me tocó logré demasiado, y dudo que las personas
que hayan recorrido toda su vida por un camino llano puedan ponerse a
escalar los obstáculos y caer de pie tantas veces y con tanta facilidad como
yo lo hago, con los años de practica que tengo. No es ni egocentrismo, ni
presunción. Es autoexigencia, adelantarme a los hechos, siempre con varios
planes alternativos y muchos años de practica para sobrevivir con este estilo
de vida.
No se consigue superar el dolor en un día, ni sin tener caídas
en el trayecto; adquirir la fortaleza para enfrentarse a absolutamente
cualquier situación y salir airoso, se consigue intentando, tropezando
y volviendo a empezar tantas veces como sea necesario. Mi filosofía
de vida es florecer o morir, no existe otro camino aceptado.
Tuve la suerte, o la desgracia, de conocer personas que se burlaban de
mí por no seguir sus ritmos de vida, especialmente en el colegio, pero eso
también me marcó una senda para transitar. Lejos de esos, a los que yo
considero fracasados, que necesitan minimizar a los demás y burlarse para
sentirse superiores. En este mundo, maldito como ya dije, hay demasiados
como ellos. Solo te quieren cuando les conviene tenerte cerca, mientras
tanto, te consideran menos que basura.
Asimismo, tuve la oportunidad de conocer gente maravillosa, que me
enseñó a insertarme en el mismo mundo que me había dado la espalda, a
familiarizarme con mis emociones y detectar lo bueno de lo malo. Estas

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

personas me iluminaron alejándome de la oscuridad que no me permitía


avanzar a tientas.
Sigo aprendiendo, pero ahora también puedo enseñar. Sigo avanzando
porque no conozco otro camino, siempre cambiando, siempre apartándome
de eso que no quiero ser, parte de aquel mundo terrible que conocí primero.
Por eso sé perfectamente, que es difícil, pero aseguro que se puede cambiar
de rumbo aprendiendo a ser una mejor persona a diario.
Entiendo que no quieras, que no te importe, o que creas que es tarde
para modificar el final tan inminente que tenemos por delante. Me gustaría
que antes de morir te alegraras por mí, pero mi plan b, es contentarme por
mi cuenta y sentirme orgullosa de mis metas alcanzadas por ambas; porque
yo logré atravesar esa barrera que tapa tu visión y no te permite conocer otra
cosa y yo desde acá, puedo ver todo más nítido, desde donde te dan ganas
de vivir y no solo de respirar.
Ojala algún día, alguien pueda enseñarte la salida de ese lugar, y puedas
disfrutar del otro lado como lo hago yo desde esta perspectiva. Te amo y te
extraño pero intento expulsar mi dolor a través de esta carta de despedida.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Soltar es crecer
Ese radiante día de primavera en la ciudad, había una gran celebración.
Las personas estaban disfrazadas con los rostros pintados de colores bri-
llantes y vivos, con trajes repletos de lentejuelas y diseños divertidos; en las
calles, los feriantes decoraban sus puestos con carteles, cartulinas, guirnaldas
y juegos de luces publicitando sus productos al público, que se asomaba a
mirar curioso. La música alegre contagiaba el júbilo entre los participantes y
espectadores; y en el escenario principal, desfilaban artistas que entretenían
a los presentes en sus despliegues de talento y pasión.
Eventualmente se armaban desfiles, fiestas, espectáculos en las calles
más céntricas o en los parques más grandes, para invitar a las familias a pasar
un día agradable y promocionar a los emprendedores que trabajaban en sus
pequeños negocios. La anfitriona del evento, una mujer alta, de cabellos
rojizos y ojos turquesa, vestida con un llamativo vestido largo rojo, subió al
escenario y luego de agradecer la participación de los comerciantes, invitó a
todos los niños, que se encontraban dispersos en las calles, a acercarse al pie
del escenario para recibir un regalo de los patrocinadores del evento.
Federico se acercó ilusionado, soltando la mano de su padre y corriendo
hasta donde le permitieron sus pequeñas piernitas, sus padres divertidos,
lo siguieron sin apartarle la vista de encima y riendo ante la clara reacción
inocente de su hijo. Le obsequiaron un peluche pequeño con la forma de un
perro siberiano, a otros niños les dieron otros animales como gatos, osos,
conejos, vacas, ratones y caballos. Los ojos de Federico se iluminaron ena-
morándose inmediatamente de su nuevo compañero de juegos.
Corriendo fue a mostrarles a sus padres el hermoso regalo que le entre-
garon. Su madre ofreció guardarlo para que no se pierda o ensucie, pero fue
imposible convencerlo. Su padre le explicó que si no lo cuidaba, se podía
romper o perder y que como iba a seguir jugando y comiendo podía ensu-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

ciarlo u olvidarlo en algún lugar, pero ni así lograron que el niño soltara a
su perro.
Cualquiera imaginaría que la ilusión terminaría por dispersarse y su aten-
ción terminaría posándose en otro objeto con el pasar de las horas o los
días, pero nunca sucedió. El niño no lo soltaba para dormir y se despertaba
si tocaban a su amigo mientras lo sostenía al descansar. Se bañaba con Zeus,
nombre con el cual bautizó a su juguete, y no ingería alimento si su cachorro
no se encontraba cerca de él al momento de la comida. Sin Zeus no asistía
ni al colegio, al médico, o a cumpleaños. Simplemente se había aferrado
fuertemente a la compañía de su querido peluche.
Fueron pasando los años y recién cuando empezó a entrar en la adoles-
cencia, Zeus fue despegándose de sus manos. Sin embargo, la sola idea de
deshacerse de él, le causaba terror. Cuando su madre le planteaba la idea de
regalárselo a alguien que quizás necesitara el amor y la compañía que había
ofrecido Zeus en su vida, Federico se aferraba a su perro, y quizás hasta
dormía una semana entera abrazado a sus recuerdos y momentos de alegría
de su infancia más tierna.
Si bien Zeus no era lo más importante en su vida, era su idealización la
que no lo dejaba apartarse. Era su tesoro, entonces debía mantenerlo oculto,
escondido de los ojos prejuiciosos de la gente, nadie entendería que su amor
por Zeus superaba la cordura.
Con el paso del tiempo la tela que recubría el interior de guata del perro
fue desgastándose hasta romperse, y aunque Federico lo cosía cada vez, a
medida que arreglaba un agujero, rompía otro lugar con su remiendo. El
pobre animal de peluche se había convertido en los despojos de su figura
en los tiempos pasados. La necesidad de apegarse al juguete causaba que al
querer reparar el daño del tiempo, simplemente lo desgarraba más. Zeus
había quedado irreconocible, entre los remiendos y costuras a causa de la
desesperación de su dueño por revertir el paso del tiempo.
En su afán egoísta de no de aceptar que su compañero de vida ya no
era lo que fue en sus momentos de gloria, Federico lloraba por las noches
y buscaba alternativas de recuperar la forma de su tesoro, tal cual lo tenía
grabado en su memoria. Secuestraba a escondidas otros peluches de su her-
mana menor y luego de despellejarlos, trataba de recomponer la imagen de
Zeus, sin importarle ni las reprimendas de sus padres o el llanto de su her-
mana. Pronto el amor y el apego a sus recuerdos se convirtió en la obsesión

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

de recuperar lo que el tiempo se había llevado, confundido por el amor que


le tenía a sus recuerdos y el apego a las anécdotas de una infancia que había
culminado.
Una noche, su madre se levantó a la madrugada por unos sonidos ex-
traños que escuchó en la casa y al seguir el origen del ruido, encontró a su
hijo llorando desconsolado, a los pies de su cama y abrazando a su perro
totalmente destruido. Preocupada se tiró al suelo a consolar a su hijo, quien
la abrazó dejando los retazos de su amigo sobre sus piernas.
- ¿Qué sucedió cariño? – le preguntó en un tono de voz compasivo y
visiblemente afectado por el dolor de su hijo.
-No puedo recuperar a Zeus, traté de arreglarlo, intenté que se volviera
a ver como antes, como cuando era chico. No lo conseguí – decía entre
sollozos - ahora está destrozado y no puedo hacer que se parezca a mis
recuerdos. Lo maté- dijo antes de romper a llorar destrozado y despertar
a su padre y hermana por los gritos de dolor que vociferaba desconsolado.
-Fede – le habló su padre con la voz ronca de quien recién se despierta
y un poco afligido por lo que acababa de oír- Zeus no está muerto, no se
puede morir porque vive en tu recuerdo, en tus momentos de feli-
cidad, en los momentos más preciados de tu infancia. El paso del
tiempo ha modificado la apariencia de tu peluche, pero no podrá
cambiar lo que sientas. A veces somos egoístas y queremos que las
cosas se mantengan imperturbables por el paso del tiempo porque
así es como las recordamos en nuestros corazones, pero parte de
crecer es aceptar que todo cambia.
-El amor se transforma y al querer regresar en el tiempo, a transformar
la realidad en tu ideal has terminado por romper lo que quedaba de la vieja
apariencia de Zeus. Amar, también significa aceptar que no es más
parte de tu vida de la misma manera, insistir en recuperar la figura
que recuerdas, simplemente causa que destruyas lo que más amas
al intentar retornar a una imagen pasada que lamentablemente no
volverá – continuó diciendo su madre mientras acariciaba la cabeza de su
hijo, que se mantenía todavía apoyada en su hombro.
Su hermana se acercó con un peluche de perrito que tenía, un poco más
grande en tamaño al de Zeus y le dijo a su hermano que podría usarlo para
darle un cuerpo a la cabeza de Zeus, pero su padre, pronto la interrumpió y
le dijo que no era posible, no se vería bien por la diferencia de tamaño y le

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

explicó que Zeus era irremplazable. No importaba si ponían su cabeza en el


cuerpo de otro peluche, si compraban otro exactamente igual o si trataban
de remendar los retazos del perro con alguien que supiera arreglarlo. Zeus
ya no volvería a ser lo mismo, ni volvería a ser igual a aquel recuerdo que
mantenía Federico en su cabeza porque él tampoco era el mismo niño que
recibió contento a su juguete favorito.
Fede fue menguando el llanto, su padre acompañó a su hermana a la
cama y su madre se quedó un momento más con su hijo entre sus brazos
para darle consuelo. Le sostuvo el rostro entre sus manos y le besó en la
frente antes de decirle:
-Este es muy probablemente el primer gran golpe emocional que te da
la vida, y no voy a mentirte, vendrán más en el futuro, pero si no sueltas el
pasado tampoco podrás disfrutar el presente, el amor de tu gente, el
calor de tu familia, el aprecio de tus amigos o el orgullo de tus logros.
El amor está dentro de uno y se transforma, cambia y te enseña. Tu
padre no era como lo ves cuando lo conocí, ni yo era como soy cuando lo vi
por primera vez. El tiempo nos ha cambiado, la vida nos puso a prueba mu-
chas veces, y el día a día hace que elijamos nuestra compañía, eso no quiere
decir que todo es invariable. Cuando tenemos un problema si continua-
mente damos vueltas sobre el mismo, nunca vamos a encontrarle una
solución y solo vamos a desesperarnos empeorando la situación, pero
en cambio, si nos damos un respiro, al regresar a enfrentarlo, encon-
traremos la forma de transformar ese obstáculo en una oportunidad
para ser mejores y no desarmar los logros que construimos. Esta
noche quiero que duermas y descanses, mañana con la cabeza fría vamos a
ver qué podemos hacer con Zeus. – Luego de estas palabras, se levantó y
se retiró a su habitación, dejando a su hijo reflexionando con el resonante
sonido de sus palabras en la cabeza.
Al día siguiente, Federico se levantó más tarde y le dijo a su madre que
había pensado en lo que le habían dicho la noche anterior, entonces pro-
puso dejar ir a Zeus y deshacerse de él antes de seguir destruyendo lo que
quedaba de su amado juguete. No obstante, su madre quien entendía el
dolor de las palabras de su hijo propuso una idea mejor, para no perder lo
que quedaba de ese peluche y recordarle a su hijo la lección que aprendió
la noche anterior, fue a comprar un perro muy parecido a Zeus quien de
forma simbólica podría reemplazar su vacío en la habitación, y le puso un
collar en cuya chapita decía “Dejar ir no significa olvidar, es crecer”
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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Eternidad
Muchas de las personas que amamos cumplen una función crucial en
nuestra vida, y las que no, también. Nuestro concepto de la realidad es inva-
riable, creyendo fuertemente que nada va a cambiar y convenciéndonos de
una falsa eterna relación que nada ni nadie romperá nunca, y a decir verdad,
la eternidad puede durar tan poco como un suspiro o tanto más, como una
vida; a ciencia cierta nadie conoce su duración exacta.
Hay amistades que se ven más en las malas que en las buenas, y un
día, cansadas de compartir penurias, se dedican a compartir y construir
nuevas historias con alguien más; o amistades que solo pueden disfrutar
de los buenos momentos y cuando el mundo se cae a pedazos, no tienen
la habilidad o intención para sostener el aplastante cielo que cae con bestial
fuerza sobre la cabeza de quien sufre su agónica realidad de un modo dolo-
rosamente largo.
El primer amor, cuyo canto se vuelve poesía en los labios del poeta,
en la voz del cantante o en el arte del artista de cualquier disciplina, es una
magia inconmensurablemente poderosa que se propaga como un virus; no
obstante, cuando se convierte en un pilar que sostiene el mundo del bobo
enamorado, puede ser una sentencia de muerte inminente, escondida tras un
silencio esclavo de las promesas falsas.
Algunas familias se jactan de su unión y compañerismo, pero habiendo
roto la tradición familiar, percudiendo el impecable apellido cuyo legado se
ha mantenido intachable o siguiendo algún sueño particular que no cumple
con la bajada de línea del rebaño, muchas veces alguien queda a la deriva,
solo con su suerte de vaca en matadero, para completar su razón de ser en
el mundo.
Existen golpes que dejan heridas incurables para siempre, amores que
destruyen el amor, que envenenan, que ambicionan poseer la libertad ajena y

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

eso causa una reacción instintiva que tiende a ahuyentar al ser amado.
Todas las personas tenemos la posibilidad de compartir momentos efí-
meros, cortos o prolongados en la vida de alguien más, aunque ninguno es
permanente. Nada dura para siempre y por eso la vida es cíclica y se
compone de etapas que siempre terminan y vuelven a comenzar.
Primero dos o más desconocidos se encuentran en un momento, en un
lugar, con historias de vida total o parcialmente diferentes; luego encuentran
puntos en común: comidas, música, lugares, personas o anécdotas; con el
transcurso de las conversaciones, del contacto humano, de sus relaciones
interpersonales, se hacen más cercanos, se confían secretos, miedos, sueños,
deseos, enseñan sus esperanzas y sus monstruos más peligrosos.
Amar a alguien de cualquier forma conlleva a entregarle también las
armas necesarias para que el otro haga y deshaga a su voluntad, cualquier
cosa que desee con los sentimientos de quien lo ame. La primera traición, o
alejamiento de alguien que significa tanto para nosotros es capaz de tirarnos
de un golpe al suelo y muchas veces no dejar que nos recuperemos. En la
mayoría de los casos, un golpe es seguido por varios más y a decir verdad,
no conozco a nadie que al atravesar una situación así no opine que se le hace
eterno. Otra vez esa palabra que creemos invariable e indestructible.
Nada de lo que creemos es real, todo comienza y un día se acaba por
más positivos que finjamos ser. Las enfermedades se curan o nos matan,
lo que hoy nos alegra mañana puede entristecernos al recordarlo y no re-
petir la experiencia, la familia se separa, se reconstruye, se crea una nueva;
los amigos te traicionan o se alejan cuando los ideales cambian, cuando
se eligen caminos diferentes, se profesan nuevas o diferentes creencias; las
parejas pueden durar unos días o décadas hasta que la muerte los separe,
los amantes entren en el juego o quizás cuando el amor mute y se escape a
otro lado.
Hay personas que cumplen la función de abrirte los ojos y enseñarte
una vida diferente, otras que te enseñan a desconfiar de las apariencias, otras
pueden compartir grandes experiencias y expectativas que terminan siendo
solo sueños incumplidos que juntan polvo en el baúl de los recuerdos, pero
sobre todo, cada una de aquellas personas que se cruzan en tu banal vida a
diario, entre miles de cientos de millones de multitudes de seres humanos
que existieron, existen y existirán, te dejará un mensaje, un aprendizaje, una
anécdota, un momento que recuerdes o no, se encontrará en tu historial.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Ya sea porque fue con quien cruzaste una mirada en la calle o cuyas manos
recorrieron cada centímetro de tu cuerpo y sus palabras se guardaron en lo
más profundo de tu alma, en más de una ocasión.
Los humanos tendemos a pensar en que todo es permanente para sentir
algún tipo de consuelo ante la inminente finalidad de nuestra existencia,
y al temor lo escondemos bajo la fatalidad de mentirnos constantemente
con excusas que no somos capaces de creer, y sin embargo, continuamos
repitiendo en un intento desesperado de convertir una promesa que implica
simplificar una “para siempre” en algo más allá de lo terrenal y finito de
nuestra vida.
Cada experiencia nos vuelve más sabios, no por ello lo sabremos todo
sobre el universo que nos rodea, cada traición nos hará más desconfiados,
cada alegría nos bajará la guardia, un momento de placer nos permitirá ol-
vidar una penuria, y cada llanto nos hará recordar el dolor de saber que
algo perdimos. Lo que hoy nos hace reír, en otro momento no nos causará
gracia; lo que nos hace llorar, más adelante no nos dolerá del mismo modo;
lo que hoy parece lejano e imposible quizás mañana se convierta en nuestra
realidad y la enfermedad o el dolor que hoy nos acecha, pronto será un re-
cuerdo lejano. Todo pasa porque nada es para siempre, nada es eterno e in-
variable. Así hemos convertido en ordinaria una palabra con un significado
tan inefable, casi místico, de la cual nos aferramos para darle algún tipo de
significado a la realidad que nos pone fecha de caducidad.
Si todo fuera invariable y perfecto, la vida sin duda seria lineal y aburrida.
Necesitamos la emoción de la incertidumbre y la finitud de nuestra insig-
nificante vida de tan pocas décadas de duración, para animarnos a hacer
algo grande que deje una huella a lo largo de la historia de la humanidad, o
se nos olvide tan pronto como dejamos de existir. Corremos tras las agujas
del reloj y nos olvidamos de las personas que nos escoltaron así sea unos
segundos porque no sabemos apreciar la belleza que nos rodea, hasta que
deja de ser bello o deja de rodearnos. Hoy estamos, mañana no tenemos la
certeza de saberlo.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

El secreto del diablo


Después de años de dedicarle su vida entera a la religión, de cumplir
cada mandamiento divino, de enseñarle a otros el amor y la compasión de
Dios, Adriel estaba orgulloso del desempeño de su misión en el mundo.
Estaba seguro de que, llegado el momento, él se encontraría con Dios y le
podría hablar de su obra en la Tierra y los frutos de su devoción. Le contaría
como les había cambiado la vida a tantas personas que desconocían la bene-
volencia del ser supremo que los creó, y como su sola palabra era suficiente,
para mejorar la vida de tantos y corregir el camino de otros que estaban
equivocados, yendo sin rumbo por senderos peligrosos.
Esa noche no había luna en el cielo y la energía eléctrica brillaba por su
ausencia. El camino hacia su cama estaba iluminado por velas blancas, co-
locadas estratégicamente para poder andar por las habitaciones de su hogar,
sin tropezarse por la carencia de electricidad. De repente, las ventanas se
abrieron abruptamente, dejando entrar una ráfaga de viento que apagó cada
una de las velas al compás de un chirrido estridente. El miedo se apoderó
de Adriel.
En un parpadeo, las velas volvieron a encenderse solas al mismo tiempo
y a un lado de la cama se materializó una espesa y enorme sombra, de una
criatura aterradora.
Adriel estaba tratando de acostumbrar su visión acorde al cambio de
iluminación del cuarto, entre asombrado y temeroso, no pudo controlar
los fuertes temblores, ni evitar retroceder unos pasos, casi instintivamente.
Antes de que pudiera reaccionar, ese ser impactante se dirigió a él.
- No me temas que no quiero hacerte daño, estoy aburrido y quiero
hablar con alguien.
- ¿P… por… por qué yo? ¿Que quien eres? – tartamudeó del pánico el
pobre hombre aterrorizado por la apariencia del espeluznante ser.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

- Los de tu especie me conocen de muchas formas, pero mi nombre real


es Lucifer - al ver que el rostro del humano había perdido su color, añadió
– No voy a lastimarte, no me temas. Habla conmigo por favor; respóndeme
algunas preguntas y yo contestaré tus inquietudes. Quiero conocer el mundo
que crearon los humanos, y sus ideas.
El hombre que no salía del susto intentó tranquilizarse para poder pensar
con claridad y entender que estaba sucediendo. Especuló que si podía saciar
su curiosidad preguntando sin límite, podría obtener las respuestas a aque-
llas dudas que los infieles tenían, y por las cuales, muchas veces lograban
convertir a los hermanos, en blasfemos pecadores con cuentos que no te-
nían otra razón que destruir la fe.
Lucifer, al verlo tan pensativo, le propuso hacerle una pregunta por
noche y a cambio, él le podría hacer 3 preguntas de cualquier tipo. Le ma-
nifestó que quería conocerlo, así que el objetivo de sus preguntas sería ese,
y cuando sintiera que habría llegado el momento, le confesaría un secreto;
dejando de aparecerse en su vida hasta el día del juicio final. Adriel aceptó
todavía asombrado, no sin antes hacerle una pregunta para aseverar su
seguridad.
- ¿Con este trato no te estoy entregando mi alma verdad?
- ¿Tienes algo que perder por hablar conmigo? - Al verlo a Adriel acla-
rarse la garganta y al borde del desmayo a causa de los nervios, mientras el
sudor frio le recorría el rostro, le aclaró- Descuida, no me interesa tu alma ni
la de nadie; cuando el tiempo se termine, los encontraré en el otro mundo.
Ese pensamiento de que quiero arrebatarles sus preciadas almas y tortu-
rarlos eternamente en los confines de la tierra, es un invento de tu especie,
como así también la demonización de mi nombre.
- Bueno… - respondió Adriel, evidentemente nervioso - Mi primera
pregunta es ¿Por qué sembraste el mal en el mundo? – Aun con la voz tem-
blorosa y entrecortada.
- Supongo…- le refutó pausadamente el ángel caído – que al ser el mejor
de mi raza, quería demostrarle a mi creador que yo también era capaz de
crear vida como lo había hecho él…o mejor – hizo una breve pausa y siguió-
Ahora por mi error, existen criaturas que, desde el origen de su existencia,
realizan actos de maldad y destruyen todo a su paso.
- ¿Qué sientes al respecto? ¿Te arrepientes? – interrogó Adriel con un
tono acusador.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

- No, me sirvió para entender que me faltaba aprender mucho antes de


desafiar a Dios. Me dejó en claro que no era superior a él- al ver la cara de
estupefacción del hombre que tenía frente a él exclamó- No puedo sentir
mucho. Mis… por así llamarlos, hijos, al estar creados a mi imagen y seme-
janza, tampoco. Creo que por eso no salió como esperaba – luego de una
breve pausa, agregó- Ya he respondido a las preguntas de esta noche, ahora
es mi turno. ¿Eres feliz?
El impacto que le generó la voz de Lucifer, le transformó el rostro vi-
siblemente. ¿El ser más cruel, despiadado, manipulador, soberbio, y anar-
quista ser que existe en el reino del señor, me estaba preguntando si yo era
feliz? – Pensó completamente desconcertado. Mientras tanto, el diablo lo
esperaba paciente, deseando conocer la respuesta de su interlocutor.
- mmm… - dudó el hombre- creo que sí. Sería más feliz si tuviera más
cosas, otros vecinos, si este mundo fuera un lugar mejor para vivir… pero
esa música satánica que escuchan los jóvenes pudren sus cerebros y solo
generan problemas – cuando se percató de lo que había dicho observó a
Satanás con temor de que éste se sintiera ofendido, pero al notar que no era
así, y que le estaba prestando atención a su respuesta, finalizó diciendo- Por
suerte tengo la vida que Dios creó para mí, y como así lo quiso, voy a res-
petar su voluntad y vivirla cumpliendo sus deseos y enseñando sus lecciones
a los hermanos de fe.
Unos segundos de silencio más tarde, el señor de las tinieblas se le
acercó y le dijo al oído
- Hijo mío, no debería ser yo quien te dijera esto, pero Dios no ma-
neja tu vida. Eres únicamente tú, el responsable de tus decisiones
y el único que experimenta las consecuencias de éstas. – Antes de
que Adriel pudiera pronunciar palabra, cerró el dialogo diciendo –Volveré
mañana a continuar nuestra plática – Las velas se apagaron dejando la ha-
bitación a oscuras unos segundos eternos y volvieron a encenderse con un
brillo más fuerte.
Adriel todavía perplejo, quedó reflexionando las palabras del diablo,
mientras continuaba su ritual de todas las noches antes de dormir.
A continuación, el hombre le agradeció a Dios por otro día de vida
formulando unas oraciones de agradecimiento en su honor, tomó algo de
agua y se acomodó entre las sabanas para descansar. Pronto se quedó com-
pletamente dormido.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

A la mañana siguiente, todo lo acontecido antes de dormir, le pareció


parte de un largo sueño. Su día transcurrió con normalidad hasta llegado el
anochecer. Nuevamente la voz del personaje, con el que mantuvo la conver-
sación mientras dormía, lo sobresaltó.
- Buenas noches, Adriel - saludó el demonio - ¿Cómo te encuentras?
Un escalofrío recorrió el cuerpo del mortal que trababa de disimular el
miedo lo mejor que podía. Estaba seguro de que se había quedado dormido
sin notarlo y como eso no era más que su imaginación, burlándose de sus
miedos, se lo tomó con un poco más de calma.
- Buenas noches, Lucifer me encuentro bien ¿y tú? – Se dirigió a él como
lo haría con un conocido de toda la vida, controlando el temblor de su voz.
- Bien supongo, no puedo sentir mucho, casi siempre me siento igual –
contestó el invitado.
- ¿Qué puedes sentir? – preguntó el anfitrión con curiosidad.
- Lo mismo que la mayoría de mis creaciones esparcidas por el mundo.
Mucho dolor, demasiada angustia, de vez en cuando algo de alegría, pero
muy poca – respondió.
- ¿No puedes sentir nada más? – interrogó Adriel
- Miedo – contestó su interlocutor – Son tantos mis hijos, y tan crueles
sus actos, que muchos temen enfrentar las consecuencias de éstos, o les
temen a las acciones de otros que pueden ser más despiadados y sádicos que
ellos y sus fantasías – empezó a caminar por la habitación mientras conti-
nuaba – Entre más dolor padezcan y causen, menos sensaciones diferentes
puedo percibir, y con los siglos, su maldad se ha acrecentado notablemente.
Están completamente fuera de control – dirigiendo su mirada a los ojos de
Adriel, quien no podía verlo en la oscuridad, pero sintió como lo observó
cuando le clavó la mirada– ya he respondido las preguntas de esta noche.
Nos veremos mañana – y desapareció tan rápido como había llegado.
Adriel desde que se despertó, estuvo pensando en aquellos supuestos
sueños que había tenido las noches anteriores, y se preguntaba una y otra
vez el porqué de ellos. Su conducta siempre había sido intachable; creció en
un hogar profundamente creyente con una familia muy devota y apasionada
por la religión que profesaban. Él nunca había cometido ni el más mínimo
pecado, y su rigurosidad desde pequeño lo llevó a ser el centro de las burlas
del resto de sus compañeros muchas veces, pero ni así, él se había atrevido
a romper las reglas que desde hacía miles de años, se encontraban escritas

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

en el libro sagrado. Sin embargo, su curiosidad, lo animaba a continuar con


la plática que ese ser tan misterioso le ofrecía, y la promesa de conocer
un secreto divino lo mantenía pensativo durante el día. Que grande era su
imaginación.
La tercera noche que recibió la visita del ángel caído, Adriel lo increpó
preguntando:
- ¿Por qué me visitas? ¿Qué hace que vuelvas todas las noches? – visi-
blemente alterado-
- Tu curiosidad y reacciones me permiten conocer más sobre ti y los
de tu especie, eres muy sincero y valiente, por eso decido regresar. Te he
estado observando y predicas tus creencias con una convicción tan sentida,
que hasta yo quiero aprender lo que tú enseñas. Eres un excelente orador
- felicitó la criatura-
- ¿Cómo es tu verdadera apariencia? – consultó el hombre-
- No puedo mostrarte mi verdadera apariencia aún, los humanos que
me han visto han muerto al instante y no deseo hacerte daño, mucho menos
matarte. Mi apariencia es similar a la de mis hermanos creados con las manos
de Dios, a partir de sus deseos de compañía y su afán por la perfección. –
Cambiando de tema, formuló una pregunta para que Adriel le respondiese
y se distrajera- Dime, ¿Le temes a la muerte?
- Por supuesto que no – respondió sin titubear y seguro de sus palabras-
Le he sido fiel a Dios desde mi nacimiento y he cumplido con cada uno de
sus mandamientos y normas al pie de la letra, nunca he cometido ni un solo
pecado ni he tenido razones para pedirle perdón, puesto que he actuado
tal cual lo exigen las sagradas escrituras. Llegado el momento iré al paraíso
prometido, me he asegurado de tener lo que se necesita para ir allí.
- El paraíso de Dios está reservado exclusivamente a aquellas criaturas
que él creó con sus propias manos – contestó severamente Lucifer-
- ¡Mejor aún! – gritó eufórico Adriel, interrumpiendo al diablo- ¡Voy a ir
al paraíso como yo sabía que lo haría y estaré rodeado de todas las personas
que amo y admiro!
- Si, estarás rodeado de todas aquellas personas que estimas, sin dudas
– sentenció el Ángel – pero no en el paraíso – su voz se tornó grave y melan-
cólica- La raza humana no es más que un intento fallido, de un ángel,
que pecó de soberbio al querer superar a Dios con sus creaciones; y
que no migra al cielo, donde pertenece, porque desea permanecer

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

al lado de sus obras, quienes insisten en destruir la obra de Dios, a


sí mismos, y a demonizar a su creador, para justificar sus malas ac-
ciones y no hacerse cargo de las graves consecuencias de sus actos.
Los amo Adriel, ya nos volveremos a encontrar – y diciendo esto desapa-
reció velozmente en la penumbra.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Noli Timere, carpe diem memento mori


Desde el origen de los tiempos, el ser humano ha intentado dejar huella
en este mundo y demostrar que existió en alguna época de la historia. Se
observa claramente esta necesidad, por ejemplo, en las pinturas rupestres
halladas en las profundas cavernas del viejo continente; o en el reconoci-
miento y fama que buscaban los artistas en la edad media, al retratar desde
la realeza entre su vasta riqueza en grandes castillos, hasta la vida de las calles
de los barrios más pobres y marginados.
Imaginemos todas las vidas que han podido escalar o transitar cerca
de una gigantesca montaña, que pasado los milenios y distintos aconte-
cimientos, terminó reducida a diminutos granos de arena que, sumado a
otros miles, componen la extensión del fondo oceánico hasta las costas del
mundo. Cada vida de este planeta se convierte exactamente en eso:
Una diminuta porción de la inmensidad de la historia y del mundo
que conocemos y desconocemos.
Necesitamos dejar un recordatorio de que alguna vez nacimos,
vivimos y morimos en esta realidad, en algún momento, en algún lugar. Se
ve en los dibujos rupestres, en los jeroglíficos, en las esculturas de roca, en
las vasijas de barro, en los libros de cuero, en los cuadros que se exponen en
los museos. Por eso, a lo largo de los siglos, todos de alguna manera intentan
pisar fuerte para ser recordados, al menos, dos generaciones.
Al igual que un grano de arena en el mar, cada uno de los seres que
componen la realidad con el tiempo, se perderán en la eternidad y no ten-
dremos conocimiento de quienes fueron, donde existieron o que hicieron
de sus vidas. Sin embargo, sabremos con total seguridad que, sin ellos, no
existiría el presente que conocemos.
Aquel primer hombre y primera mujer que existieron en la tierra tu-
vieron hijos; estos hijos a su vez también dejaron descendencia, y así suce-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

sivamente cada partícula de microscópico ADN ha conseguido atravesar


las barreras del tiempo y seguir viviendo en una persona que hoy está viva y
leyendo esto, pero que, dentro de miles de años, será una minúscula porción
de ADN de otro ser humano.
Causa algo de vértigo pensar que no somos más que el tiempo que
se nos escurre de la vida que llevamos; que ayer no existimos y que mañana
tampoco lo haremos, pero seguiremos siendo parte de algo más grande que
lo que podemos comprender. Que no necesitamos encontrar un motivo
para vivir, alguna acción que realizar, o una misión que cumplir, antes de no
ser más que huesos o polvo olvidados.
Nuestro miedo a desaparecer es tan fuerte, que por su causa
inventamos la inmortalidad en la memoria colectiva de la huma-
nidad, a través del arte.
Nadie sabe quién fue quien dibujó a su tribu cazando mamuts en las pro-
fundidades de una cueva, su nombre, su forma física, o sus pensamientos;
pero innegablemente sabemos que lo hizo alguien que inmortalizó su vida,
su rutina, su familia, para no desaparecer de este mundo sin haber dejado
su marca. Lo mismo pasa con políticos, religiones, ideologías o artistas de
distintas disciplinas. Ninguno de nosotros ha conocido jamás a los faraones
de Egipto, pero conocemos algo de sus vidas a través de las esculturas que
mandaron a hacer para que en su futuro (nuestro presente), sigan dando de
qué hablar.
No sabemos nada de la tribu Maya, más que lo que se pudo averi-
guar de las pocas pertenencias grabadas que dejaron antes de desaparecer.
Los primeros filósofos de la historia conocida fueron inmortalizados por
los poemas de Homero, ¿Cuántos murieron para olvidarse en el mar del
tiempo? Incluso la inmortalización de las religiones en libros ha permitido
que, a lo largo de los siglos, tengamos la oportunidad de conocer algunas
costumbres de nuestros antecesores, gustos, modas, castigos, líneas de pen-
samiento, miedos.
El miedo más recurrente en la memoria de la humanidad es a la
muerte y a lo desconocido, es el mayor temor que se infiltró en la me-
moria colectiva, y que hasta en nuestros tiempos sigue siendo la causante de
muchos males. Nadie consiguió nunca morir y regresar a este mundo para
disipar las creencias de paraísos llenos de lujos y placeres e infiernos con
castigos interminables, aunque todas las religiones tienen su propia descrip-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

ción sobre estos lugares; nadie sabe con certeza si la reencarnación es inex-
cusablemente una realidad que todos experimentamos, o que pocos tienen
la posibilidad de sentir. Si bien hay casos documentados, el ser humano
siempre se caracterizó por decir la verdad más conveniente y eso no nos
permite conocerla por completo.
Las obras de teatro, la pintura, la música y las novelas nos permitieron
conocer la forma de expresión, de muchas generaciones anteriores a la
nuestra y nos dieron información sobre la forma en la que se veía el mundo
en sus respectivas épocas; especialmente con los cuadros en los que gra-
baban un momento de la historia, para la posteridad; o en las novelas, cuyas
historias ya sean de ficción o real, muestran en el trasfondo parte del autor,
y su forma de ver el mundo. Con esto último me refiero a que no sabremos
quien fue, como vivió, o su edad al escribir su obra a menos que lo diga o
leamos una biografía, pero sus miedos, sus gustos, sus sueños, se funden en
sus escritos y nos permiten a los lectores ser parte o no de sus fantasías y
sueños.
Sentir las emociones que se desprenden de una canción o melodía, nos
permite conocer el estado de ánimo, el amor o el odio que siente el músico
al componer, imaginar que quizás le sucedió algo bueno o malo, o si cono-
cemos algo de su vida y la fecha de culminación de su obra, entenderíamos
el significado que le dio, o a quien va dirigida.
Vemos el mundo a través de los ojos de quien nos mira, no somos más
que una montaña que se convertirá en un grano de arena irreconocible y
olvidada, que dejará su marca en el mundo de alguna manera para vivir en la
inmortalidad que nosotros inventamos y desaparecerá para siempre. Por eso
creamos el arte, en todas sus formas, investigamos la historia, nos interesa
el pasado, porque quizás en alguna página olvidada de un libro antiguo, o
tallada en un pedazo de roca enterrada bajo capas y capas de tierra y ceniza,
se encuentra el secreto de lo que hay al otro lado del misterioso muro que
separa nuestro mundo y lo desconocido.
No somos más que una estrella fugaz que durante unos segundos brilla
en la pupila de un niño mirando al cielo. Por eso no temas, vive tu vida,
¡gózala! porque al final a todos nos llegará el momento de morir (Noli
timere, carpe diem memento mori).

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

El ciclo de la vida
Un día llegó la muerte, llorando hacia los brazos de la vida, totalmente
desconsolada, pidiéndole respuestas a preguntas que no comprendía.
La vida, que se encontraba plácidamente sentada en su trono sobre la
Tierra, acarició la cabeza de su compañera, que yacía inquieta en su regazo,
abrazada a su cintura y llorándole las penas sobre sus piernas.
Entre inentendibles sollozos, la muerte trató de consultarle el motivo de
su crueldad, por qué si era la vida la que le ponía fin a las historias, era ella
quien pagaba por su accionar y sufría el desprecio de los hombres cuando
hacia su trabajo en el mundo terrenal. La vida no le respondió, dejó de aca-
riciarla y con un leve gesto la invitó a levantarse.
La muerte no sintió la pausa que hizo la vida. Sufría la condena de su
trabajo, el odio de las personas y la incomprensión de su compañera; quien
siendo venerada y admirada por los hombres, no podía entender las quejas
de la muerte. Cuando se percató del gesto de su hermana, se levantó mirán-
dola con expresión acongojada y confundida.
La vida había enmudecido hacia añares, cuando al comienzo del mundo
descubrió que debía ponerle fecha final a cada una de sus creaciones, mien-
tras veía como su hermana se llevaba sus preciados tesoros a un mundo
disímil, donde vivirían para siempre. Claramente entendía la frustración de
su igual, quien creía erróneamente que le daba final a la vida en la Tierra, y
no podía contarle, que sentía envidia de darle vida eterna a aquello que ella
destruía al crear.
La vida se levantó de su trono y la invitó a sentarse, como no podía
hablarle intentó explicarle con gestos lo que ella sentía, y la muerte no pudo
entenderle. Frustrada, intentó escribirle, pero su letra era invisible y sus pala-
bras estaban en un idioma diferente, luego recordó que eran de dos mundos
distintos y que no podría comprenderle en su lenguaje. Trató entonces, de

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

mostrarle como hacía su trabajo y creó una flor, a la cual le indicó que viviría
poco, y le entregó 5 minutos escasos.
La muerte estaba desorientada y aturdida, hipnotizada por los movi-
mientos suaves y rítmicos de su hermana, que evidenciaba tener un mensaje
encriptado bajo el dominio de su alma. A pesar de concentrarse con todas
sus fuerzas, no podía comprenderla por mucho que lo quisiera. No termi-
naba de relacionar lo que trataba de explicarle, con las acciones que ejercía.
No despegaba su mirada de la rosa, mientras salía de su semilla, florecía y se
marchitaba a gran velocidad. Llegó la hora de la muerte de participar en el
acto, y con su magia, le regresó la vida, en su mayor esplendor, a la rosa que
había recibido marchita y seca.
La vida, saltaba de alegría creyendo ilusa, que su compañera había com-
prendido el mensaje; pero sus ilusiones se desmoronaron al ver la expresión
confusa de la muerte con una rosa magnifica entre las manos. Entonces hizo
lo mismo con un ave, al que le entregó otros 5 minutos para que saliera de
su huevo, se desarrollara y muriera viejo, enfermo y débil, recuperándose
nuevamente, entre las caricias de su compañera quien le brindaba vitalidad,
sanación, energía y vida eterna.
El ave voló alrededor de ellas, y cantando, le agradeció a la muerte por
haberle brindado una nueva oportunidad. La vida estaba triste señalándole a
la muerte lo que había hecho, al borde de las lágrimas intentando mostrarle
que su trabajo era maravilloso y que no era valorado como en verdad se lo
merecía.
La muerte miró la rosa y al ave con cariño, y corrió a los brazos de su
otra mitad. La consoló pidiéndole disculpas por imaginar su trabajo como
un castigo y a su hermana como una bruja malvada, que a la vida le ponía
una fecha de caducidad.
Los seres vivos de la Tierra no lo comprendían porque no podían
evidenciar el milagro que era existir, para luego renacer en los mejores
años de sus vidas, no lo vislumbraban porque estaban ciegos, no notaban
la sincronía que había entre la vida y la muerte, como pudo hacerlo ella en
esa ocasión.
Entonces se quitó la voz para que nadie pudiera oír nunca más una queja
pronunciada a través de sus labios, y se la entregó a su complemento para
que pudiera gritar todo aquello que había querido decir hacia tanto tiempo.
La ruidosa risa de la vida fue aún más maravillosa que su canto alegre,

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

donde le explicaba a la muerte, que sin voz, debía lograr transmitir su


mensaje y hacer que otros la entendiesen. Dubitativa después de un
rato, decidió devolver lo que no le pertenecía, a su verdadera dueña, y con-
tinuar con su labor con más pasión que nunca, ahora que por fin alguien
conocía la verdad de su esencia.
La muerte había entendido que la vida, al no poder hablar, estaba
obligada a enseñar a través de las experiencias, y ella orgullosamente
debía llevarle paz a las almas atormentadas por la angustia, entregar la sa-
nación a los heridos y enfermos, ser la compañía de los solitarios, ser el
consuelo de los suicidas y dar respuestas a los confundidos.
La vida y la muerte vienen de dos mundos distintos, viven sus experien-
cias diferente y son incomprendidas por los vivos. Algunos odian a la vida
que los maltrata en un intento desesperado por hablarles y guiarlos por otro
camino, y a la muerte por enseñarles que todo llega a su final, encontrándose
con la realidad: Solo se puede trascender a la eternidad por lo que se es y no
por ningún bien material.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Cumpleaños
Un año nuevo se aproxima como una nueva oportunidad, para dejar
huella en una vida efímera y muchas veces sin sentido. No se celebra estar
muriendo como muchas culturas alegan; se festeja haber sobrevivido y tener
la pertinencia, de no solo rectificar errores, sino de aprender y enseñar aque-
llos conocimientos cuya transmisión puede salvar las inocentes vidas de
quienes, por ignorancia, están desviándose del camino, como uno mismo ya
ha transitado y conoce al final de cada error.
Un año más nos aleja de aquel punto inicial del cual partimos, para apro-
ximarnos a un futuro tan incierto como ideal, a la utopía que nuestra mente
pretende volver realidad, o quizás no, simplemente la imagina para apartarse
de una realidad que, aunque caótica, no deja de ser la zona de confort que
conoce el individuo que se posiciona en ese lugar.
Tener un año más de vida nos pone a determinada altura, si tenemos
en cuenta que el piso es nuestro nacimiento y si entendemos que no nos
podemos bajar de la escalera. Mirar para nuestro pasado nos da la posi-
bilidad de ver los triunfos y fracasos que hemos experimentado y usando
los fracasos de trampolín, podremos saltar más alto, para alcanzar nuevos
sueños que nos sirvan de motivación para lograr mucho más que las metas
que nos proponemos.
He conocido personas con mucho potencial y capacidad para hacer
cualquier cosa, pero que nunca tuvieron motivación para intentar nada, solo
seguir órdenes y opinar únicamente lo que la mayoría aceptaría escuchar.
Por otro lado, también conocí personas que no se caracterizaban por su ca-
pacidad e inteligencia, pero que con trabajo y esfuerzo han conseguido que
la vida los premiara con lujos, viajes, y felicidad. También existe aquel que
anda por la vida siguiendo una manada que le diga qué, cómo y cuándo ac-
tuar y sin embargo es feliz sin tener una opinión critica e individual mientras

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

que, en paralelo, hay quienes repudian totalmente esa actitud y luchan por
tener una libertad de expresión en una sociedad que censura al que piensa
diferente y agrede al que destaca.
Creo que la experiencia de vida define la edad y no una fecha en el
calendario, puesto que hay personas de 60 años que empiezan a conocer la
vida fuera de su hogar y otras de 15 que tuvieron una vida que les obligó a
conocer demasiado al mundo que los envuelve en su capricho.
Cuando algunos empiezan a asomarse del capullo otros están viviendo a
pleno y otros están terminando con su existencia o llegando a la cumbre de
sus más altos e impresionantes objetivos; y puede ser que, en todas esas si-
tuaciones, los individuos en cuestión tengan los mismos años de antigüedad
en el planeta.
Hace no muchos años, a los 15 años muchas mujeres, eran madres y
muchos hombres, soldados que iban a la guerra; hoy a esa misma edad las
personas recién empiezan a desarrollar su individualismo y carácter. En-
tonces ¿Por qué definir la edad en años? Si no importa cuantos años tardes,
sino lo que haces y las marcas que se dejan y por las cuales te recordarán
cuando no estés.
Por lo tanto me enorgullece cumplir años, tener el placer de usar de
excusa una fecha en el calendario para festejar que estoy viviendo a pleno,
compartir un momento con mis seres amados, utilizar de referencia el pa-
sado para ser mejor cada día y completar las misiones que me impongo cada
año para conseguir todo lo que me propongo.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Clandestino
Crecí en una familia disfuncional y violenta; donde los gritos, las peleas y
los dolores de cabeza eran constantes. No había paz ni a la hora de dormir,
cuando el ruido de la tele y los ladridos de los perros impedían una noche
de descanso.
Mi mamá se había juntado con un hombre que me odiaba. Me escupía
el humo del cigarrillo en la cara cada vez que podía, sabiendo que me hacía
mal. Me amenazaba a mí y a mis amigas, buscaba excusas para generar dis-
cordia, separándonos lenta e irreversiblemente a mí y a mi hermana, de mi
madre que sin darse cuenta se lo permitía otorgándole un lugar en la familia
que no se merecía; y negaba todo con la excusa de que nosotras éramos unas
mentirosas y estábamos celosas de que él viviera en nuestra casa.
Años después, me refugié en un amor tóxico. En aquella relación me
sentía sola y desamparada asumiendo que era lo mejor que podía experi-
mentar. Eso fue lo más sobresaliente que conocí en aquella época, era todo a
lo que podía aspirar dentro del entorno en el que me movía. Mis amigas me
pedían que me aleje y yo no quería, creyendo ingenuamente, que eso era lo
único que me merecía conocer. Un amor donde las peleas eran diarias pero
que cuyas reconciliaciones me hacían sentir amada escaso tiempo, donde
no hacer lo que él quisiera era causante de una culpa punzante que me des-
garraba el corazón; donde sentirme incapaz de conocer algo mejor, era la
única sensación que tenía.
Una voz en mi interior me pedía cordura, que mire a mi alrededor que
eso no era sano, pero callaba las voces de mi cabeza y seguí adelante muchos
años con esa vida. Era mi única esperanza de irme lejos de mi casa. Necesi-
taba formar un equipo para salir adelante, sola era imposible y me lo hacían
notar a diario. Todas las personas que conocía me lo decían.
Dentro de mi dolor por distintos abandonos afectivos, me refugiaba en

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

las fantasías de una joven soñadora. Creía que podría estudiar y salir de esa
pesadilla, que podría irme lejos y empezar una vida nueva en otro lugar; que
podría tener una familia si elegía bien a un compañero que me permitiera
tener la posibilidad de crear la familia que no pude tener desde mi naci-
miento, que era capaz de hacer cualquier cosa que me propusiera, porque
yo era imparable, libre y única; que podría cumplir cada objetivo porque
como nunca me rindo fácilmente, tarde o temprano conseguiría alcanzar
mis metas; escribir mi libro, contar mi historia y ser finalmente escuchada.
Sin embargo, estaba encadenada a él por la estúpida creencia de que eso era
lo mejor que podría encontrar.
Después de él no habría nada esperándome, ahí estaba el final de todo.
Me repetían a diario que no existía nada mejor, que la vida era así de mi-
serable y triste, que nadie me podría querer por mi carácter, por mi físico,
que así como no me quería mi familia menos podría quererme alguien de
afuera, que mis sueños eran eso: sueños. Me exigían que dejara de creer
en las películas de amor, que eso era ficción, que Disney engaña a la gente
idiota con historias de príncipes azules que te rescatan de tu pesadilla; y con
el argumento de que ni él era un príncipe y ni yo una princesa, concluía su
sentencia. En mi casa el discurso era terriblemente parecido.
Tarde me di cuenta de que había pasado un mes desde la última vez
que me vino el periodo, que en mi caso siempre había sido perfectamente
regular. Asustada, empecé a leer por internet todas las posibles causas, inves-
tigué en no sé cuántas paginas médicas para ver si había algo que no estu-
viera entendiendo del ciclo menstrual, esperando que la cuenta me hubiera
fallado y que en realidad, esperando unos días, mi miedo se iría.
Quería pensar que estaba soñando, que todo eso no era real, empecé a
ver mi vida desde otra perspectiva, como si mi cuerpo no fuera mío.
Los días se hicieron largos, yo no dejaba de llorar, no podía. Simple-
mente las lágrimas salían de mis ojos. La cuenta no falló y tenía un atraso
de 15 días.
Era mi primer año en la universidad y cada vez me sentía más sola,
viviendo tantas nuevas experiencias que no podía disfrutar. Me había que-
dado sin trabajo después de 2 arduos años de trabajar de cualquier cosa para
ahorrar y así poder cumplir mi meta de irme lejos de mi casa y empezar una
vida nueva; así dejaría de sufrir tanta violencia física y psicológica. No podía
creer que la vida siempre fuera miserable.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Estaba perdiendo mis ahorros en los viajes que hacía a diario a entre-
vistas laborales con la esperanza de conseguir una oportunidad para cambiar
mi presente, aunque sea un poco.
Mi novio me decía que no lo molestara, que eran ideas mías, que lo
estaba poniendo nervioso y era todo psicológico; las peleas en mi casa esa
semana fueron más fuertes, o quizás realmente era mi imaginación, que me
hacía sentir todo de manera más intensa.
De cualquier modo, yo estaba más sensible, me dolía el cuerpo, lloraba
mucho, tenía miedo y era consciente de ello. Miedo de estar realmente emba-
razada y de no poder criarlo; de tenerlo y dejarlo a cargo de personas que lo
lastimarían para hacerme mal a mí mientras yo estuviera trabajando; miedo
de tener que dejar mis estudios a meses de iniciarlos y con ellos perder la
única posibilidad que encontraba de tener una vida mejor, normal y sana;
miedo de terminar sola sin ayuda de mi mamá que era mi única familia ni
del padre del bebé (al que en el fondo no lo creía interesado en ayudarme);
que me dejen en la calle (cosa que me pasó por otros motivos más adelante);
tenía miedo y no podía acudir a nadie porque a nadie le interesaba ayudarme.
Los amigos parecían ser enemigos juzgando cada movimiento que hacía y
alejándose cuando más los necesitaba. La desesperanza era aplastante
Desesperada hablé con mi pareja, ya que consideraba que todo lo que me
pasaba era culpa de los 2 y necesitaba apoyo. Le planteé que no lo veía como
padre, que era irresponsable, que me trababa con indiferencia, que nunca
se tomaba en serio mis problemas y que con esas características nuestro
hijo iba a sufrir mucho la ausencia de afecto como la sufría yo; y que no
me gustaba la idea de traer al mundo una vida para abandonarla a su suerte
después, le dije también que tenía miedo de dejar la universidad buscar uno
o dos trabajos para mantener a nuestro hijo (ya que a él no lo contaba) y no
saber con quién dejar a la criatura, los padres de él no soportaban los chicos
y tener un niño llorando en la casa iba a convertir la paz de ese hogar en una
vivencia llena de amargura y enojos contra un bebé indefenso.
También me preocupaba dejarlo con mi madre ya que como ella traba-
jaba de día, la persona que se ocuparía de la criatura tendría que ser el tipo
que a mí me arruinaba la vida todos los días, el que me amenazaba, el que
me atacaba física y verbalmente, el que expresaba con total impunidad que
me odiaba y me deseaba lo peor desde que yo tenía 10 años. ¿Qué sería de
la vida de un niño recién nacido en manos de un psicópata enfermo como

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

él? ¿Sería la victima de su odio hacia mí? Recuerdo que lloraba desconsolada
argumentando mis miedos; él asentía dándome la razón, mientras miraba a
cada rato como perdía en el juego de computadora que estaba jugando on-
line. Cerró el juego, se sentó a mi lado, me abrazó y se puso a llorar conmigo.
Después de mentalmente repetirme que estaba en una pesadilla y a punto
de despertar, él habló y me sacó del trance en que me encontraba. Me
dijo que tenía razón y que ya habría tiempo para pensar en hijos en un
futuro. Según sus palabras cuando estuviera más acomodada con mi vida y
viva sola o con él, pero lejos del caos de mi casa.
Su conclusión fue, “averigua como sacártelo que yo me hago cargo del
pago, hablo con mi hermano y lo pagamos”, le ofrecí los pocos ahorros que
me quedaban y me dijo que no, que él sacrificaría la plata que ahorraba para
licitar el auto que estaba pagando y si no alcanzaba le iba a pedir la plata que
faltara a su hermano.
En un último intento de encontrar otra solución, para no pasar por una
situación que podría matarme, le pregunté si no quería tenerlo, que yo estaba
dispuesta a continuar con el embarazo si el me prometía que al bebé no iba
a faltarle nada, no solo por lo material, que de eso me iba a encargar yo, sino
en cuanto a lo afectivo. Si le iba a prestar la atención y a darle el amor que
necesitaba para crecer, yo estaba dispuesta a dejar mis proyectos de lado
para crear nuevos con él y el bebé, siempre y cuando él me dijera que sí. Su
respuesta negativa, me dejó aclarado el asunto. Ahora se sumaba otro miedo
¿Y si muero?
Sola nuevamente, pero esta vez con la presión de encontrar algo que
no sabía cómo o donde buscar, empecé a navegar por internet en busca de
información. Horrorizada leí como con una percha o aguja de tejer se puede
abortar si sobrevivís a la hemorragia interna que te debías provocar para
lograrlo; como metiéndote distintos cócteles de pastillas de venta libre en
farmacias o verduras especificas por la vagina, se puede abortar si sobrevivís
a la infección generalizada que te podías causar por utilizar esos métodos.
Encontré teléfonos de personas que decían ser profesionales que aca-
baban con tu problema (obviamente si elegís esta opción es porque eviden-
temente es tu problema y de nadie más, ya que todos parecen lavarse las
manos en ese momento). Había comentarios positivos y negativos referidos
a los titulares de esos teléfonos, gente que decía que gracias a tal persona
ella se sentía una mujer libre, otros que decían que gracias a “ese asesino” su

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

amiga estaba muerta.


Encontré por suerte un teléfono que no tenía referencias malas y la
llamé asustada esperando que me responda alguien que me dijera que era
una idiota, una irresponsable, y me pidiera una suma millonaria de mala ma-
nera para “ayudarme”, estaba esperando que del otro lado me insultaran por
todo lo que estaba viviendo, lo único que pensaba era que me lo merecía.
Agradezco a la vida que del otro lado del teléfono se encontraba una mujer
amorosa que me brindó información y me dio un turno inmediato para
hablar conmigo y verme, me tranquilizó porque yo me había puesto a llorar
de nuevo y le dije que no me quería morir. Me dijo que no iba a morirme,
y cumplió.
Viajé 3 horas hasta llegar al lugar acordado para el encuentro. Era una
casa en un barrio tranquilo, no había ni un alma en la calle cuando llegué.
Me abrió la puerta, se presentó, me invitó a tomar asiento, me hizo unas pre-
guntas y me tocó la parte baja de la panza. Me explicó que ella practicaba dos
métodos, uno con pastillas (Misoprostol) y la intervención quirúrgica (Le-
grado). Me explicó que las pastillas deben colocarse dos en la vagina y dos
ingerir de oralmente, que sentiría un poco de dolor antes de comenzar con
el sangrado como si fuera una menstruación normal; y que la cirugía debía
hacerse con anestesia total en otra ubicación, si el primer método fallaba.
Ella trabajaba con un anestesista conocido, el pago se hacía en dos veces,
luego de eso debía controlar la hemorragia, que sería como una menstrua-
ción por un par de días. Podría sentir algunas molestias pero nunca dolor,
en ese caso debería ir a urgencias inmediatamente. El legrado era lo único
efectivo, ya que el método de las pastillas podría fracasar, pero el riesgo de la
cirugía era mayor. Opté por las pastillas.
Le consulte por métodos anticonceptivos, porque ella me había dicho
que debía cuidarme mejor, que no quería volver a verme en esa situación y
le dije que yo tampoco quería. Me recomendó pastillas, le conté que a los
15 años una ginecóloga me dijo que ese método podía causar cáncer y que
distintas páginas de internet apoyaban ese diagnóstico o en el mejor de los
casos, infertilidad. Desmintió esa teoría, me dijo que si fuera así nadie las
tomaría, que es el método más usado, pero había muchos más como los
parches, las inyecciones o el DIU (en ese momento me dijo que era muy
chica para usarlo y que además solía fallar).
Le compré las pastillas, esperando que sea menos traumático. Ese

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

mismo día las usé como me dijo la profesional, quien además me dio una
receta para comprar las pastillas anticonceptivas, y otra para una ecografía
que debía hacerme después de todo el proceso.
Esa misma noche sin que nadie se diera cuenta, cumplí con las indica-
ciones que me brindó. Casi no dormí. Mi cabeza daba vueltas, escuchaba las
voces de las personas que me hablaron durante el día, y a quienes no les en-
tendí oportunamente lo que me decían. Me hundía en los pensamientos que
me repetían que estaba durmiendo y que al día siguiente cuando despertara,
todo habría pasado. Me repetía que lo peor era morirme, pero no podría ser
peor que vivir lo que ya vivía; y en medio del caos que había en mi cabeza a
las altas horas de la madrugada, me dormí profundamente.
Me despertó mi mamá, cosa que hacía años no pasaba, porque le pa-
recía raro que siendo tan tarde todavía estuviese durmiendo. Me dolían los
ovarios cuando me levanté. Fui al baño y no tenía ni una gota de sangre en
la ropa interior. Le escribí a la médica y me pidió que esperara. Las horas pa-
saron y a mí se me acababa el tiempo. No quería dejar pasar mucho tiempo,
estaba de 5 semanas.
Al día siguiente, como no se veían resultados, la ginecóloga me dijo que
si eso no funcionaba tendría que ir a cirugía; seguir insistiendo con las pasti-
llas podría ser peligroso y traer graves consecuencias.
Le pasé el teléfono de la mujer a mi pareja. Él arregló con ella el tema
del pago, la fecha y el lugar. Me sentía en una película, no podía creer que
estaba viviendo todo eso.
Unos días después, dijimos que íbamos a salir con mi cuñado a pasear,
nos subimos al auto y nos fuimos. Lloré como si me fuera a morir ese día,
me despedí de ellos que me consolaban diciendo que no exagerara. Me
quería bajar del auto, no quería continuar; estaba aterrorizada.
Me retaron porque los molestaba con mis tonterías y me dijeron que ya
era tarde para arrepentirse; mi pareja me gritó que deje de incomodarlo, que
me quedase quieta y haga silencio. Junté valor como pude, e hice fuerza para
no llorar más. Me puse a mirar por la ventana, tratando de distraerme. Ya no
me querían escuchar más.
Llegamos al lugar, nos abrió la puerta la mujer que ese día estaba usando
una bata blanca de médica. Ella me dijo que estaba preparando el espacio
que iban a usar para la intervención, que esperásemos en la pequeña sala de
espera.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Era una sociedad de fomento, o eso decía en el cartel de la puerta; más


bien era una pequeña casita usada para reuniones sociales. Por dentro tenía
un pequeño living con dos sillones, un baño vacío con ducha, bidet e ino-
doro, y una habitación con una cama de una plaza, un ventanal cerrado con
pesadas cortinas oscuras y una camilla ginecológica en el centro; esa era la
habitación donde me iban a intervenir. Me pareció un espacio muy reducido
para llevar a cabo cualquier tipo de actividad, pero podría ser una fachada
que se usaba exclusivamente para el fin al que yo asistía ese día. Probable-
mente esa fuera la única actividad que se practicaba allí.
Cuando terminó con los preparativos, me llamó. Me acerqué, le di la
mano y me puse a llorar desconsolada. Me pidió que no llore, que no iba
a pasar nada; que no iba a morir me decía para que me tranquilizara. Todo
iba a terminar antes de que me diera cuenta. Vivir ese momento era irreal.
Me pidió que me saque el short que tenía puesto y por supuesto la ropa
interior. Echó al anestesista de la habitación porque me hacía sentir inco-
moda su presencia; me recosté en la camilla ginecológica, me puso una toalla
encima para taparme y se posicionó entre mis piernas para evitar que el
hombre pueda ver algo cuando entrara a la habitación.
Estiré el brazo y lo apoyé en un soporte de madera como me indicó el
hombre, me pinchó y me pidió que contara desde 10 hasta 1 mientras él
introducía el líquido blanco en mi cuerpo. Me dormí en menos de cinco
segundos.
Cuando me desperté estaba sangrando, me sentía mareada, con mucha
sed y un hambre voraz. Me levanté con ayuda de la mujer que me envolvió
en la toalla y una vez en el baño, me puso la ropa interior, una toallita higié-
nica, y el short. Entendí que esa sensación era similar a la de estar ebrio pero
sin el malestar y la acidez que produce el alcohol.
Dejé de sentir esa necesidad de llorar todo el tiempo, experimentaba una
molestia abdominal esporádica, pero era similar al dolor que sentía cuando
menstruaba.
Mi vida siguió su curso, un tiempo después esa pareja me dejó porque
no me perdonaba que hubiera pasado por esa intervención; ya no me quería
más y le molestaba que le rogara atención y cariño. También me echaron
de mi casa porque no me querían ver más, siempre de mal humor, siempre
triste, siempre quejándome y con mis ideas de que en alguna parte tendría
que existir una vida mejor a la que me daban ahí, entre golpes e insultos

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

diarios.
Conseguí un trabajo relacionado con la carrera que estudiaba justo a
tiempo, y pude empezar de nuevo, completamente sola. Poco a poco fui
sanándome y comprando todo lo necesario para equipar mi nuevo hogar.
Me di cuenta de que al final tenía razón, esa vida no podía ser lo único que
existía. Conocí nuevas personas que me ayudaron a crecer y mejorar como
persona, que me reeducaron para poder empezar una vida nueva y relacio-
narme sanamente con otras personas. Hoy en día todavía estoy aprendiendo
a adaptarme a la sociedad que en aquel momento me dio la espalda y a
relacionarme sanamente con personas menos tóxicas.
Hoy si vuelvo a quedar embarazada no optaría por el aborto, no quiero
volver a pasar por ese proceso y no me gustaría que nadie pasara por esa
horrible situación. Tuve suerte y lamentablemente soy consciente de que no
todas salen victoriosas de esa batalla mortal.
Espero que pronto haya una ley que regule la práctica, que brinde apoyo
y contención a esas mujeres que en la desesperación, no encuentran otra
solución. Si no hay otra solución les permita seguir viviendo, al menos que
tengan la posibilidad de no morir en la clandestinidad.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Te conozco
Te conozco, te he visto riendo en el patio del colegio, saltando la soga
y corriendo lejos de las preocupaciones; no lograste huir de los problemas
ajenos que te alcanzaron, atrapándote en una red sin final; pero lo intentaste
sin saberlo y te vi en ese entonces.
Te conozco desde que te mirabas al espejo a todas horas; pintabas tus
hojas, tu cara y tu ropa. Dibujabas impulsada por una pasión, mientras can-
tabas con el corazón canciones que te siguieron con los años. Te vi también
en ese entonces.
Te vi divertirte con plastilinas de colores, con temperas, con masa, con
crayones. Te encontré manchada con la sangre de tus venas, y volcando tu
dolor en hojas de papel hasta sacarte las penas. Te he visto llorar sin con-
suelo y traté de consolarte sin éxito. Te vi amar y vi que te amaron, te vi
amar cuando no era recíproco, y te volví a encontrar todas las veces que te
abandonaron, en el suelo.
Te vi dar tus primeros pasos en cada disciplina que has intentado ejercer,
te vi bailar, te vi caer, te vi andar con el mundo bajo tus pies y arrastrándote
aplastada por el peso de una realidad demasiado cruel; te vi rendirte más
veces de las que deseas admitir y aun así, volver a empezar todos esos pro-
yectos que pensaste que no podrías terminar.
Te vi caerte y arrancarte el corazón con las manos llenas de odio, culpa,
desesperación y agonía. Te vi con la cara desencantada buscando algo de
alegría en lugares donde nunca hubo nada para ti; te vi alegrarte de la vida
que llevabas cuando todo parecía derrumbarse y agradeciendo al destino
las oportunidades y a las personas que había puesto en tu camino a pesar
de todo.
Te vi convertirte en mujer, en la mujer cautiva que se liberó de las es-
posas y zapatos de cemento que la hundían en vez de permitirle volar a un

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

futuro mejor; y también cuando de pequeña decidiste ir en búsqueda de una


vida con un final de cuento de hadas, sin saber si lo podrías encontrar.
Te vi cuando dedicaste tu vida a correr tras tu destino, adelantándote a
profecías que te hacían los demás y logrando a tu corta edad, más que tus
pares con ayuda de sus papás.
Te vi más veces de las que me has reconocido, incluso cuando me mi-
rabas a través del espejo llorando, pidiéndome respuestas a preguntas que
desconocías y que nunca te supe responder.
Me enseñaste a amar y a ser mejor cada día y te enseñé a amarte cada vez
que me veías. Te acompañé las noches frías de ese cálido verano que parecía
antártico, y de ese invierno donde te refugiaste en los brazos de personas
que no tenían espacio en sus vidas para alguien como tú.
Te vi sola y angustiada por una vida que te lastimaba mientras olvidabas
en la cama tus ganas de vivir, también cuando te levantaste una mañana
diciendo que esa vida, no era vida para ti.
Te vi luchar batallas interminables contra tus monstruos interiores, lu-
char contra la ira en situaciones delicadas y luchar por tu seguridad y tus
sueños contra seres monstruosos con los que debías convivir a diario; te vi
llorar cada derrota y festejar cada guerra ganada.
Te encontré escondida bajo la cama guardando silencio y conteniendo el
aliento porque tus pesadillas se hicieron realidad, y solo deseabas despertarte
antes de que te devoren tus miedos más irracionales; te encontré victo-
riosa en la cima de la montaña gritando que nunca nadie debe decirte
que no puedes alcanzar alguna meta, porque cerraste las bocas de
todos los que te quisieron cerrar las puertas.
Te llamaron fracaso porque no entendían a donde iban tus pasos, y hoy
los ves caminando el sendero ya transitado por tus pies temerosos; te dijeron
que vivías en un mundo fantástico, creyendo que te insultaban y sin darse
cuenta te pusieron las alas que necesitabas para alcanzar tus más lejanas
metas. Te subestimaron y sin saberlo tú también lo hiciste, pero nunca creí
que tuvieran razón.
Me mirabas todos los días sin verme y yo te veía tan confundida al otro
lado de mi ventana, que deseaba poder salir a tu mundo para gritarte que
te amaba, que eras lo mejor de mi vida, que eras la razón de mis palabras
enamoradas; nunca fuiste capaz de verme a pesar de ello y te vi sufriendo,
creyendo que nadie podía quererte.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Te equivocaste un montón de veces, con gente, trabajos, juegos y en-


sayos; vi la compleja actuación que obraste para salirte con la tuya siempre
que tuviste oportunidad; hiciste cuanto estuvo a tu alcance para que tus ca-
prichos indecisos se volvieran una realidad inmediata y vi el paso de los años
como si fuera una historia ajena y mal contada, porque nada de lo que yo
podría haber observado le hace justicia a tu verdadero ser, a tu personalidad
o a tus talentos.
Te he visto en ocasiones secando lágrimas de otras personas mientras
tenías el alma rota, regalando sonrisas de esperanza, aunque sabias perfecta-
mente que no había más nada que hacer; dándolo todo a un par de sueños y
un par de hojas mojadas que solo tenían un propósito en tus manos: trans-
formar el dolor y el miedo en una epidemia de amor y anhelos pesados para
usar de ancla en un mar de angustias.
Te conozco tanto que muchas veces me preguntaste quien eras y no te
respondí esperando que te dieras cuenta. Y te quiero tanto que si me dieran
a elegir, seguiría siendo parte de tu vida y queriéndote como lo hago porque
no encontraría nadie más que me brindara está calidez y este orgullo que
siento por ti.
No necesitas conocerme tanto, pero yo sí daría la vida y todo lo que
soy para que seas feliz, porque sin tus victorias y derrotas, sin tus crisis y
ataques de euforia, sin tus talentos, sin tus errores, mi vida estaría vacía; yo
no existiría y no podría estar escribiéndote esta carta ahora. Te amo porque
le das sentido a mi vida.

Atte. Tu reflejo

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Debajo de las sábanas


Una tarde volví del colegio, entré a mi casa, dejé mi mochila en el sofá,
fui a mi habitación, y sus garras por fin me atraparon. Se habían mantenido
expectantes durante meses, quizás años, a la espera de un momento de de-
bilidad. Su paciencia fue mi perdición. Me arrastró contra mi voluntad a la
cama, y en ese nefasto atardecer, violó mi orgullo hasta dejarlo sin fuerzas,
apuñaló mi autoestima hasta volverla irreconocible, destruyó mi vida hasta
mi muerte. Sus manos se llenaron de mi sangre y me asfixió con su peso
sobre mi corazón.
Antes de que todo aquello sucediera, había trabado la puerta del cuarto
y quedándome a solas conmigo, me rompí en cientos de pedazos, como un
rompecabezas difícil. Nadie podría armarme. Las instrucciones las tenía yo
sola, muy bien escondidas. Tan bien las oculté, que tardé muchos años en
recuperarlas para poder reconstruirme.
Yo sabía que algún día, ese monstruo oculto debajo de mi cama, me
mantendría cautiva en ella. Lo intuía; él me lo había susurrado millones de
veces mientras dormía. Me amenazaba diciéndome que no intentara des-
pertar, pero le desobedecí siempre.
Durante algunos años, no volví a levantar las persianas que impedían la
entrada de luz, no volví a levantarme de la cama sin ayuda y en contra de mi
voluntad, no volví a tener hambre o sed. Había perdido por completo las
ganas de seguir luchando contra el dolor que acumulaba en mis cicatrices y
en mis heridas abiertas.
Recuerdo que una vez, una amiga me maquilló, peinó, vistió y me acercó
un espejo para que admire el trabajo que había hecho en mí. No me reco-
nocí. Esa joven de ojos hinchados y opacos, cuyo brillo se había extinto
hacía ya bastante tiempo, no podía ser yo, no era yo. Lloré más que nunca
hasta que la sequía de lágrimas impidió que siga manchándome la cara, con

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

el negro del rímel y del delineador. Si antes me sentía horrible, después de


verme al espejo, sin dudas, me sentía peor. ¿Por qué no podía morirme de
una vez?
Me convertí en una muñeca de trapo que arrastraban de una clínica a
otra, que obligaban a tomar pastillas y le metían comida a la fuerza en la
boca, me vestían y peinaban como querían. La gente susurraba mientras
me veían pasar, me miraban y enmudecían, si momentos antes tenían una
amena conversación. Mi vida tenía el mismo sentido que habría tenido el
de un juguete.
Durante años estuve soportando las peleas de mis padres que se
odiaban, y haciendo todo lo posible para superar su unión. Ella dependía de
él económicamente, él dependía de ella emocionalmente. Ninguno quería
al otro y forzaban su convivencia; o quizás si se querían, pero se querían
mal. La costumbre de las décadas en compañía del otro habría acabado
con cualquier emoción y afecto que podían llegar a tenerse, lo único que
les mantenía juntos eran sus hijos y mi malestar. No podían dejar de dar
esa imagen de familia feliz que le vendían al mundo exterior, al otro lado de
las paredes de la casa. Acumular toda esa angustia que viví con ellos, quizás
fuera uno de los diversos motivos que me inundaban de tristeza y que, al no
poder contener, traducía en lágrimas.
Cuando las garras de ese monstruo me alcanzaron, y en sus abrazos
me cortaba la cara, los brazos y las piernas con desesperación, en un in-
tento fallido de sentir algo distinto, de escapar de él; las personas que decían
quererme fueron desapareciendo de a poco y empecé a conocer personas
que solo me hacían sentir menos que nada. Me repetían frases como: “No
sé por qué te quejas si no te falta de nada”, “¿Cuando vas a terminar con
tanto drama?”, “Estas exagerando” y durante días quizás, en mí casa no me
hablaban, razón por la cual mi soledad y mi tristeza aumentaban a diario.
Mis pensamientos siempre eran los mismos, me sentía un estorbo, sentía
que nadie me quería, que a nadie le importaba; no dejaba de preguntarme
por qué me pasaba eso si todo iba tan bien como me repetían, si no tenía
motivos para sentirme de esa manera; seguro era difícil convivir conmigo
y yo arruinaba las vidas de la gente a la que quería y por eso se enojaban, si
más de una vez tuvieron que cancelar sus planes para quedarse conmigo a
escucharme llorar al grito de “me quiero morir ya”. Solamente quería volver
a vivir con normalidad como hacían todos a mi alrededor.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Cansados de mi comportamiento y de vigilarme para que no cometa


el acto cobarde de suicidarme, me internaron en un psiquiátrico. Fue mi
hogar durante 3 meses. Allí nos mantenían ocupados armando artesanías,
pintando, haciendo bijou, escribiendo, dibujando, cualquier cosa que nos
permitiera distraernos, asimismo nos asistían profesionales, nos intervenían
cuando alguien tenía una crisis y nos medicaban todo el día, todos los días.
Una tarde recibí la visita de alguien que cambió mi vida para siempre:
una compañera del colegio a la que tenía cierta estima, pero con la cual
nunca había mantenido gran amistad. Me dijo que quería ayudarme pero
que necesitaba salir de ese lugar, que no podía vivir encerrada toda mi vida
en un lugar como ese, que el problema tenía que enfrentarlo y ella me ayu-
daría a vencerlo. Su madre había muerto encerrada en un manicomio, el cual
muy lejos de ayudarla, empeoró su condición psiquiátrica, según su punto
de vista.
Me dejó su teléfono anotado en un papelito y se retiró. Largas noches
de desvelo me causó aquella conversación. No entendía que no podía, que
yo era incapaz de lograr algo. Ella me retrucaba que se podía escapar de la
depresión y necesitaba creerle.
Mi familia aceptó retirarme de la institución, los profesionales respe-
taron la decisión y regresé a casa. En mi ausencia, el ambiente había cam-
biado. Todo parecía más tranquilo, hasta que se me acabó la medicación y
no me quisieron comprar más alegando que toda mi actuación les estaba
saliendo mucho dinero. Tiempo más tarde, cansados de mí, me dejaron en
la calle. Una vecina me dejó quedarme en su casa unos días mientras Leila,
la compañera que había ido a visitarme a la clínica, preparaba en su casa, un
lugar en donde hospedarme.
Nuevamente pasé días tirada en la cama, maldiciendo a mi familia, insul-
tando y golpeando a Leila cuando me obligaba a comer y vestirme, cuando
me preparaba el agua para bañarme, cuando no me gustaba su compañía;
pero ella se mantuvo firme a mi lado en cada oportunidad y no me trataba
con lastima ni asco.
Muchos meses alejada de mi familia me hicieron entender que ellos es-
taban igual de enfermos que yo, pero no querían aceptarlo.
Una mañana me desperté con hambre, y comí por voluntad propia; una
noche me fui a dormir sin derramar ninguna lagrima; un día, temprano,
desperté a Leila con el desayuno en agradecimiento por todo lo que había

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

hecho por mí; una tarde volví a maquillarme.


A lo largo de los años las garras de ese mal fueron debilitándose. Aprendí
a expresar lo que sentía, fui sanando con mucho trabajo y ayuda de profesio-
nales, de Leila y su padre; logré vencer mis miedos y, sobre todo, recuperé
mi vida. El proceso fue lento, las noches se hicieron cortas y los días largos.
Recuerdo como Leila se sentaba a mi lado y me preguntaba cómo estaba,
aunque mi respuesta era obvia, y me pedía que hable, que le cuente, que
quería escucharme.
Al principio de nuestra relación fue mi hermana, y luego se convirtió en
mi mejor amiga. Su padre también me había adoptado.
Íbamos a caminar juntos los tres, y a veces a tomar helado, me decían que
me querían y necesitaban verme bien; me trataban con amor y comprensión,
aunque no todos los días eran buenos y a veces también ellos tenían derecho
a sentirse tristes o de mal humor.
Pude empezar a trabajar y con el tiempo me mudé sola. Mi familia de
sangre a veces aparecía con sus problemas, sus quejas, sus reproches, sus
malos humores y sus constantes ataques hacía mí, pero empecé a restarle
importancia. Ellos no me ayudaron como necesitaba, y sus actos solamente
empeoraban mi situación. Sigo en contacto con ellos, pero lo menos posible.
También tengo problemas, mi vida no es perfecta; también tengo malos
humores y me enojo, pero ya no me violento por ello y puedo expresarlo,
sigo sintiendo tristeza y me permito llorar un rato cada tanto, pero no paso
días en la cama deseando morir. Nunca más intenté suicidarme de nuevo.
Nunca más volví a ser lo que era, mi vida cambió y me adapté a ello.
La depresión se fue porque me dejé morir con ella, y renací porque la
vida me dio otra oportunidad para seguir viviendo. Lo cuento yo, porque
vale la pena estar vivo.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Carta de amor
Llegabas caminando nervioso, bajo un caluroso sol de verano y fue el
reflejo de la luz en tus ojos, aquella magia que me indicó que eras todo lo
que deseaba.
Me sonreíste con vergüenza para no dejar ver tus defectos, me hablaste
del amor que anhelabas sin saber antes si existía, me prometiste exactamente
esas mismas ofrendas que deseaba escuchar, cuyas palabras rozando tus la-
bios, me juraron un amor de cuentos tan real que ya lo sentía.
Me enamoré perdidamente de las cicatrices que se te escaparon bajo las
anécdotas de una vida difícil, de las caricias que le propiciaste a mi pobre
alma en busca de consuelo, de los besos de un espíritu salvajemente cautivo
del amor no correspondido que tenía como secuela, de los miedos de un
soñador que cada mañana se despertaba para buscar un futuro que se es-
condía en su imaginación. Me enamoraste pronto, en los primeros minutos
posteriores a conocerte.
Tuve el honor y el placer de corresponderte, de poder amarte a pesar
del miedo y el lujo de convertirme en la persona que te acompaña en la ida
de este trayecto. Me siento afortunada al ver cómo te brillan los ojos cuando
te hago reír, o como alborotas mis sentidos cuando te veo aparecer bajo el
umbral de la puerta con el atardecer de fondo.
Aquella mañana veraniega, recuerdo que fui desilusionada con la vida;
creyendo que ninguna de tus promesas podría ser cumplida, pero por suerte
me equivoqué cuando a las doce de la noche emprendía el camino de re-
greso a casa, completamente enamorada y jurando darte hasta el más recón-
dito de mis secretos como ofrenda por ser el amor que tanto necesitaba.
Estabas informal, simplemente eras tú mismo. Aquella naturalidad y en-
canto me dio la mano para darte mi entera confianza, la cual cansada de los
prejuicios de la gente, no quería reconocer que ya te amaba, para no salir

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

rota; no seguir siendo traicionada.


Pasaron las horas y te abriste a mí contándome tus expectativas, tu
pasado, tu presente y lo que buscabas en tu futuro. Me relataste sobre las
montañas que escalaste para vivir como lo hacías, de los mares en los que
casi te ahogaste y saliste a flote gracias a tus envidiables e increíbles ganas
de vivir, me mostraste las magníficas alas que te salían del alma y que por
algunos acontecimientos poseías un poco maltratadas; entonces entendí, al
maravilloso ser que estaba presentándose ante mí en aquel perfecto, mágico
e inefable día. Estaba frente a un todoterreno dispuesto a enseñarme a ser
tan fuerte como él.
Salvaste mi alma porque la vida sin amor no es nada, me enseñaste a
ser yo misma con la misma libertad en tu compañía y mejorar cada defecto
declarado, a vivir cada día feliz y con ganas de volver a un hogar que, aunque
humilde, tiene el tesoro más valioso esperando mi regreso. Me despierto
y acuesto con un beso, tengo a quien cuidar y quien me cuida, tengo el
mejor amor a mi entera disposición, aquel que solo se describe en cuentos
y poesías y muchos aseguran que no es real. Te convertiste en mi religión,
en la motivación de continuar el camino que guía mi espíritu, en mi timonel
cuando pierdo el rumbo de mis sueños entre tristezas lejanas.
Pero esa hermosa mañana de cielo celeste claro y despejado, ventoso y
con un radiante sol en la cima observándolo todo, no lo sabía. Intuía que
eras especial, que quería dártelo todo sin entender el motivo por el cual mi
corazón latía desbocado, desesperado, enloquecido repitiendo tu nombre, el
del hombre de mis sueños frente a mis ojos; no podía ser real aquello, pero
lo era. Eras ese ideal que para tantas vidas vacías no existía.
Allí nos encontrábamos, sentados uno al lado del otro, abrazándonos
con los dos corazones palpitando enérgicamente y danzando a su ritmo,
ellos se conocían quien sabe de qué vida pasada, y nosotros estábamos
amándonos sin admitirlo, desde ese primer vistazo, desde el primer saludo,
desde los primeros minutos de conocernos.
Con determinación me hablaste del amor y de tus luchas, y yo quedé
encantada escuchándote. Te imaginaba como aquel semidiós aventurero, sin
armadura, batallando contra grandes demonios, solo con sus manos y su
habilidad. Te oía y admirada cada historia que salía de tu boca, hasta aquellas
de las que no estabas orgulloso y ni sabias por qué me las confesabas.
Observamos la vida que nos esperaba juntos tomados de la mano, y al

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

caer la noche sabíamos que el final se acercaba muy a nuestro pesar. Ine-
vitablemente deberíamos despedirnos hasta nuevo aviso, pero alargamos
cada segundo, hasta donde pudimos, aquella primera despedida, temiendo
mucho que pudiera ser la última. Tuvimos que soltarnos y continuar nues-
tros caminos, aunque esa vez, ya no volveríamos completamente solos.
Horas, días y semanas de construcción, terminaron culminando un
amor potencialmente enloquecedor, que contagió a los más valientes para
que se animaran a amar, convenció a los escépticos de que podría existir
aquello que supuestamente era imposible y me convirtió en la persona más
afortunada del mundo, por tener el privilegio de vivir cada día, con la com-
pañía de un ángel que encuentro en mi hogar a diario, al regresar.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Amor cantado
A diario se veían sin verse, pero encontrándose en cada lugar sin querer,
o queriendo ser parte de la suerte del otro sin saberlo a ciencia cierta. En las
discotecas, en los pasillos de la universidad, en el patio, en el buffet o en las
filas para determinados eventos, en reiteradas ocasiones. El destino los es-
taba convocando a una reunión para que vieran el rostro de su futuro, pero
ellos asistían sin prestarle atención a las señales, y la voz de la vida era un su-
surro inentendible que se traducía en un zumbido leve, en sus oídos sordos.
Su amor era cantado; sin embargo, ellos no lo sabían o no lo sabían ver. Ella
tenía una relación con otro hombre y él con alguna que otra mujer hasta
cada tantos meses, luego todo se le iba de las manos y lo echaba a perder.
Ella había olvidado como se sentía amarse, o amada y recibir una caricia
o un regalo en cada mes aniversario y a él que le encantaba entregarlo todo,
siempre terminaba en la banca rota y lo dejaban solo otra vez. Ella recibía
excusas y mentiras; él ofrecía las palabras que quien lo oyera quería oír.
Según él, sus relaciones no funcionaban porque para algunas, dejaba
mucho que desear, y para otras deseaba demasiado para un simple joven
inmaduro que no sabía lo que quería. Algunas le cuestionaban sus senti-
mientos porque las dejaba vivir libremente, y en otros casos, él no permitía
que nadie hiciera nada sin avisarle. Era tan difícil entender qué buscaban
aquellas mujeres y sus aires de grandeza, que un día, harto de las discusiones
y cuestionamientos infundados, se cerró al amor y vivió en completo liberti-
naje, para darse el amor qué él sentía merecido, sin ningún otro compromiso
que no fuera con sigo mismo. No se podía buscar en otras bocas, lo que ya
se encontraba en su interior.
Para ella era distinto, estaba aburrida de la relación de tantos meses que
mantenía, pero creía fervientemente que algún día todo podría mejorar. No
quería admitir que se equivocó al elegir a un ser egoísta, desobediente, in-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

domable e indiferente para entablar una relación de película, en donde la


chica buena transforma al chico malo en un héroe, tan solo con la fuerza del
amor. No iba a admitir que el amor que buscaba era diferente al que obtenía,
a pesar de que la fama de infiel de aquel muchacho, la conocieran todos, in-
cluyéndola. Su ruptura también era cantada, pero a ella le gustaba presumir
que su chico la protegía con sus celos, controles excesivos y amenazas. No
iba a permitirse fallar en su misión. Él era un hombre imposible y ella era
una transformista de la incertidumbre, en posibilidades ciertas. Ciertamente
sabía que el amor se construía, se moldeaba y terminaba cuando una de sus
partes se aburría; suponiendo que lo último no ocurriría nunca, ella podría
cambiar las reglas del juego si soportaba el tiempo suficiente. Llegó a la con-
clusión de que cualquiera podría convertirse en la perfección que anhelaba,
solo necesitaba tiempo para que él también cumpliera su parte del plan.
Forzando una relación que no iba a ningún lado, se ancló a sus caprichos,
invirtiendo su tiempo en vano.
Julián y Carolina estaban muy cerca, de hecho demasiado, pero sus vidas
vibraban en sintonías diferentes. Por lo tanto eran invisibles el uno para el
otro. Pasaron algunos años, hasta que ella, cansada y dolida tras reconocer
su error, logró rendirse en su objetivo de convertir a un hombre que no
la quería como ella deseaba, en uno que pudiera tolerar sus manías y sor-
prenderla con gestos románticos, como hacían los galanes de telenovela.
Mientras tanto, él volvía al juego de la mano de Eros, quien lo convenció de
abrir su corazón en la inmensidad del amor y de dicha que este sentimiento
podría otorgarle, intentando conocer a alguien especial, a quien esperar por
las tardes, con quien soñar por las noches y con quien despertar a la mañana
siguiente.
Fue para aquella época que él comenzó a salir con una jovencita tímida y
cariñosa en cuyo afecto se refugiaba día tras día; paralelamente a lo que hacía
aquella otra mujer, con quien estaba destinado a cruzarse más adelante. Ella
vivía con libertad comenzando un camino de ida a la introspección y al
amor propio, por el cual nadie podía acompañarla, para aprender a amarse y
que puedan amarla, con la misma intensidad.
Todo marchaba bien, según el plan que trazaba su destino. Julián, com-
pletamente enamorado, quería casarse y Carolina quería recorrer parte del
mundo y darse aquellos obsequios que ya no esperaba de otros. Él planeaba
su boda, ella su primer gran viaje sola. Él quería que su futura esposa viviera

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

un sueño que al despertar esa mañana sea una realidad increíble y que no
saliera del asombro por varios días; Carolina hacía la lista de los preparativos
que debía tener listos, antes de comenzar su travesía.
Así continuaron sus vidas cruzándose constantemente. En la luna de
miel de él y durante el viaje de ella, se alojaron en el mismo hotel, fueron
al mismo bar, caminaron por la misma playa, compraron en los mismos
negocios algunos recuerdos. Aunque no supieron escuchar los gritos de
sus corazones que rogaban una mirada con intención, que entendieran que
estaban hechos el uno para el otro, que debían verse, ambos olvidaron in-
mediatamente el rostro del otro, como si supieran que recordarse, podría
cambiarles la vida. El velo todavía cubría sus ojos ciegos, y seguían siendo
invisibles el uno para el otro.
A la vuelta de su viaje, la pareja buscó un nuevo lugar donde instalarse
y comenzar su vida mientras Carolina, que estaba en una etapa aventurera
de su vida, decidió dejar todo lo conocido y buscar nuevos horizontes. Ju-
lián, por otra parte, no pudo sostener la vida de telenovela perfecta mucho
tiempo, y la imagen que había creado de él, poco a poco se fue derrum-
bando frente a su esposa. No pasó mucho hasta que la convivencia se tornó
insoportable tras la caída de sus máscaras.
Se divorciaron un 25 de septiembre. Ese mismo día, Carolina se encon-
traba tomando un café en el bar de enfrente del estudio de abogados donde
firmaron los papeles; minutos más tarde, esa mañana, él fue a desayunar con
el estómago revuelto por sus sentimientos encontrados; incluso se sentó en
la mesa que se ubicaba detrás de Carolina y observó por la ventana como su
exesposa se iba para siempre de su vida, de la mano de otro hombre.
Carolina, estaba muy ocupada arreglando un encuentro con un chico
que había conocido en una fiesta. La traía loca, parecía exactamente eso
con lo que ella soñaba: carismático, divertido, seductor, atlético, sin com-
promisos e independiente. Más tarde en su cita, la muchacha no dejaba de
escuchar a Gabriel, porque en vez de tener una conversación, él solo mo-
nologaba sobre su vida, lo maravilloso que era y cómo destacaba. Después
de una hora sin poder decir ni una palabra, se las ingenió para mandarle un
mensaje a una amiga que la llamó desesperada para exigir su presencia a la
brevedad. La excusa perfecta para disculparse por salir corriendo y dejarlo
sólo con su discurso vacío. No podía tolerarlo ni un minuto más. No se
cerraba a conocer nuevas personas, pero muchas de sus salidas terminaban

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

siendo desastrosas.
El destino, cansado de ver como se ignoraban mutuamente, decidió
tomar cartas en el asunto y enseñarles los motivos de sus relaciones fallidas,
y poner a prueba si lo aprendido de sus experiencias previas, había dado
frutos. Era necesario que se dieran cuenta del por qué antes nada había fun-
cionado. Ambos recibieron un día, una invitación a la fiesta de casamiento
de una pareja cuya amistad, tenían en común. Julián era amigo de Cristian,
cuya prometida fue casualmente compañera de curso de Carolina, el último
año antes de recibirse.
Julián y Carolina llegaron a la misma hora a la boda de sus amigos. Ella
estaba despampanante, su maquillaje resaltaba sus grandes ojos verdes y su
vestido rojo ceñido al cuerpo dejaba ver sus bien marcadas piernas. Julián
había ido sencillo, con unos jeans negros ajustados un poco desteñidos en
las rodillas y combinándolos con una camisa azul marino. A pesar de su
intento por no llamar la atención, su barba de dos días, sus grandes y lla-
mativos ojos almendrados y su físico esbelto y marcado, producto de años
de deportes, no permitían que él pasase inadvertido ante las miradas de las
invitadas, y Carolina no fue la excepción. Había pasado semanas de mucha
angustia que debían acabar de una vez.
Pasaron dos horas eternas, entre la llegada, la recepción, la ubica-
ción a la mesa asignada; hasta que por fin llegaron los novios tomados de la
mano. Durante su romántica entrada por la puerta principal del salón, deco-
rada con guirnaldas de luces, fotos y globos, sonaba una delicada melodía de
piano; el juego de luces junto a la decoración y la música era una exhibición
del romance y el cariño que se sentía en el aire. Fue imposible que los invi-
tados no se sintieran embriagados por ese romance que los envolvía en su
danza; hasta que sonó el Vals, cortando abruptamente el encanto producido
por el efecto sonoro y visual del lugar. Entonces los organizadores de la
fiesta le asignaron a Carolina como compañera de baile de Julián, para que
empezara la parte divertida de la ceremonia: La celebración.
Evidentemente avergonzados, ambos tropezaron y se movieron torpe-
mente hasta el centro de la pista, uniéndose además con sus amigos, recién
unidos en matrimonio. La feliz pareja, les contagió la alegría de su amor y
los incitaron a bailar un rato. Carolina le preguntó si sabía cómo hacerlo y
él, temblando de los nervios, admitió que no tenía idea, que nunca había lo
hecho. Se rieron del estrés que les generó la presión de los novios, así que

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se alejaron un poco de ellos, comenzando a soltarse y a coordinar mejor los


movimientos. Cuando ya se sentían cómodos el uno con el otro, la música
cesó y les indicaron que fueran a sentarse a la mesa, que ya era la hora de
cenar y ver el espectáculo que tenían armado para la ceremonia.
En medio de la cena y aprovechando que los invitados estaban absortos
en el espectáculo de magia precedido por un show de danza acrobática muy
entretenido, Carolina y Julián conversaban amenamente en voz baja para co-
nocerse mejor. Por alguna extraña razón sentían que ya habían interactuado
antes, encontrando diversos puntos en común en lugares que conocían, pro-
yectos, y gustos de distintos tipos.
Concluida la festividad, cuando todos estaban por retornar a sus ho-
gares, entre despedidas, saludos y felicitaciones, Carolina se le adelantó a
Julián pidiéndole su número de teléfono para seguir en contacto. Fue tal el
asombro de él, que al sacar su celular del bolsillo, se le resbaló de las manos,
dejándolo caer sobre el pie de ella. Tras un silencio incómodo que duró
unos segundos atemporalmente largos, rompieron la tensión a carcajadas
y se prometieron un encuentro más casual y privado para poder tener una
conversación más tranquila.
Llegó el día y la hora en la que él entró por la puerta de la cafetería en
la que habían establecido el encuentro esperado. La vio sentada mirando
su celular y jugando con su pelo mientras lo esperaba. Ella se sentía una
adolescente: ansiosa, insegura y emocionada; le temblaban y sudaban las
manos y sentía una sensación extrañamente familiar en la panza. Él también
estaba inquieto y visiblemente alterado por el encuentro, aunque hacia un
mejor trabajo que ella al disimularlo. Esa mujer causaba un efecto de imán
que le animaba a acercarse. Le llamaba la atención, no lo podía negar, pero
no entendía que le sucedía que desde que la vio por primera vez no podía
sacársela de la cabeza y solo deseaba escucharla hablar.
Julián llego y se acercó para saludarla. El aroma de su perfume em-
briagó a su acompañante quien con mucha dificultad lo saludo con la voz
temblorosa. Pasaron unos minutos incomodos antes de que la camarera
llegase y les ofreciera el menú para elegir el desayuno. Curiosa, ella comenzó
a preguntarle sobre su vida, que hacía en sus tiempos libres y le contaba al-
gunas anécdotas personales para animarle a hablar. Una cosa llevó a la otra,
de un tema del presente pasaban a un recuerdo de la infancia, de la infancia
recorrían sus sueños y fantasías adolescentes, y volvían a la realidad. La con-

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versación resultó tan grata para ambos, que sin darse cuenta, se entretu-
vieron hasta pasado el mediodía. Se disculparon mutuamente y Julián invitó
el almuerzo en otro lugar para compensar que ella invitara el desayuno y así
poder seguir conociéndose. Pasaron las horas, y las risas se multiplicaron.
Salieron a caminar para aprovechar el día soleado, fresco con el cielo despe-
jado que los invitaba a disfrutar, y recorrieron un gran parque que tenía unos
lagos artificiales muy bonitos. Cuando se quedaron sin lugares que recorrer,
pasaron x una heladería.
Era innegable que habían nacido para encontrarse, que la química que
tenían era extraordinaria, que en un par de horas ya sabían más sobre el otro,
que sobre ellos mismos y que estaban deseosos de compartir con el otro,
todo lo bueno que tenían para dar (y lo malo también).
Antes de despedirse, y casi sin dinero para gastar, juntaron hasta los
últimos centavos que les quedaban y los usaron para pagar la cena; algo
sencillo, no importaba qué, era una excusa para concentrarse en el quién.
Hacia 14 horas se habían encontrado para desayunar y el tiempo se les había
escurrido entre risas, sonrisas, chistes y miradas juguetonas, tan rápido que
ya no les quedaba otra opción que separarse después de que el reloj marcara
la media noche.
Fue un viaje de ida al igual que la vida misma. Nunca más salieron de
la cabeza del otro, la frecuencia de sus conversaciones por chat aumentaba,
de hablarse todos los días a verse diariamente. Pasaron de encontrarse en
distintos puntos, a compartir más que un simple momento, un contacto,
un roce o un beso. Comenzaron a soñar en conjunto, a fomentar los pro-
yectos del otro, a participar en decisiones, juegos, aventuras, recorridos; se
fundían en besos y abrazos que paraban al universo unos minutos eternos.
Entonces entendieron que habían descubierto la razón por la cual, el amor
los mantenía presos de su romance y cuál era el secreto para mantenerlo
vivo durante tanto tiempo. Ya echado raíces, notaron que complementar
a su pareja los hacia más fuertes, imparables en cada proyecto, les permitía
cumplir cada sueño y el apoyo que se daban era el motor para seguir pro-
duciendo fantasías que terminaban cumpliéndose al transcurrir el tiempo.
Los días se volvieron meses, los meses continuaron convirtiéndose en años
y cuando quisieron rendir cuentas al amor que habían cultivado, se dieron
cuenta que cosecharon mucho más que sólo un par de recuerdos.

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Sonrisas rotas
Me encantan las sonrisas rotas, aquellas que se regalan con el alma en pe-
dazos y el corazón cosido, con remiendos mal hechos y desprolijos. Aquella
sonrisa que se ponen unos labios hinchados por ser mordidos, para que no
cuenten lo vivido, que esconden una historia que merece ser escuchada, en
un mundo de personas sin oídos.
Es fascinante como resurgen de sus cenizas para provocarse el incendio
que los reducirá más tarde, mientras te hablan de esperanza y fe, para no
caer rendidos a los pies de nadie. Como te protegen con un abrazo tórrido
y besos cálidos, mientras por dentro se derrumban rogando afecto de algún
extraño, y aun así, están dispuestos a sacrificarse con tal de ver a sus afectos
bien cuidados.
Aquellos labios que pronuncian las palabras con prudencia para no herir
a quien tenga enfrente, porque saben que las heridas que causan las palabras
no se cosen ni se curan tan fácilmente; aquellas bocas que se abren para
tragarse su orgullo de ser necesario y así no cometer el error de destruir una
amistad de antaño.
Aquellas bocas que se esconden detrás de unas manos cómplices de sus
penas, que las tapan para que no griten sus miserias, tan bien escondidas que
se muestran a todos, en un mundo de ciegos y egoístas, que no ven más allá
de sus vidas, superficialmente plenas.
Disfruto del tacto de caricias temerosas que intentan encontrar a ciegas
un tesoro desconocido, que intuyen el camino tanteando a oscuras lo que
buscan, sin saber bien el motivo; encontrándose con cicatrices que se inter-
ponen en su trayecto, y develan una vida dura que ha dejado marcas irrever-
sibles en su historia.
Admiro las cicatrices de los guerreros que han sobrevivido a penurias
indescriptibles, y que hoy cuentan sus anécdotas más duras, como si fueran

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

un cuento. Agradeciéndole a sus monstruos por haber existido, y enseñando


un estilo de vida que muy pocos han distinguido; entre tantos cientos de
miles que han muerto aplastados por sus propios sueños, y otro grupo que
han experimentado conocer el mundo que inventaron desde cero.
Ver en las manos las marcas ásperas de largas jornadas de trabajo duro,
motivado por una ilusión visionaria del futuro, y fuertemente aferradas al
amor que se les brinda, para que no vuelvan a sentirse sin la compañía mere-
cida, tras tanto esfuerzo mancillado por inseguridades y miedos.
Son esas manos, las de caricias sinceras y amores sencillos, cuyas guerras
se muestran a quien las tenga sobre sus pieles, las que sin decir palabra,
recitan poemas de amor de un corazón viajero, que conociendo que tal sen-
timiento se divulga con el viento, sopla con fuerza para que desde los poros,
se escape y se propague como un virus, y así llegar a los escépticos que no
creen en sus propiedades de sanación.
Los buenos observadores conocerán más de un contagio, al ver como
sus pupilas dilatadas reflejan la mirada del ser al que tanto aman, mientras
que el viento musita su nombre, condenando a esa persona a quedar com-
pletamente enamorada.
Cuando el amor llega, disipa las dolencias generadas por la desilusión de
una imagen equivocada, que los ojos no pudieron detectar, bajo el hechizo
de distorsión que impone el corazón, totalmente confundido. Baja del altar,
los retazos de un error mal concebido, y pone en su lugar, una ilusión levan-
tada por las promesas de incondicionalidad, que tanto desean escuchar, esos
oídos sordos sin sentido.
El murmullo barre del suelo adolorido, las palabras crueles, el sentido
del tiempo y el dolor del olvido recordado, y les deja la vía libre, para que
migren hacia algún lugar lejano. Permitiéndole al nuevo visitante, alojarse
con descaro en los aposentos de un ser enamorado, débil ante la fuerza
de un sentimiento y privándole de su visión, casi por completo. Dejándolo
vulnerable ante las pasiones y los celos de un miedo irracional a perder lo
que no posee.
Los nervios hacen aparición para erizar los cabellos y crispar a su dueño,
ante los encantadores aromas de un buen perfume y una amena charla que
enfoca todo su interés. Ya no tiene en cuenta el gusto del café o el sonido
de fondo, su objeto de atención es el mundo entero que se muestra ante sus
ojos, que se pierden entre los pliegues de la piel de su acompañante, cuando

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

realiza algún gesto al sonreír de placer.


Entonces repito que amo las sonrisas rotas, que develan un misterio
conocido ocultándose tras una mirada enamorada que inhibe los sentidos,
que detienen el tiempo de un momento vivido, que ciegan los ojos al cruzar
miradas y dejan sordos los oídos que oyen promesas lejanas, que a su vez
se encaminan hacia una eternidad efímera al mismo tiempo que barren la
tristeza y acarician el alma.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Enamorados del amor


Conozco una persona enamorada del amor, dispuesta a besar con el
alma y sentir con el corazón. Besando sobre los miedos y quitando prejui-
cios, va por la vida buscando descorchar un amor puro, y brindar con otra
persona que sea igual de enamoradiza.
No encuentra diferencias entre humanos; es una persona que ama
libremente a donde va, se encariña con las expectativas que le ofrecen, y le
pone mucha atención a la fuerza de voluntad. Se enamora perdidamente
de esa energía que contagian al hablar de sus metas; admira el trabajo duro
y a las mentes inquietas, aquellas que de una simple idea intentan mover al
mundo, gritando, corriendo, poniendo en marcha proyectos, animando a
otros a elegir el camino certero, guiando y ofreciendo ayuda para que todos
puedan cumplir sus sueños.
Una vez se enamoró de una persona heterosexual y se llevó una
ingrata sorpresa, porque aquella, actuando desde su incomodidad y desco-
nocimiento procedió de mala manera; y este ser enamorado del amor, luego
de ser rechazado, fue llamado raro, fuertemente insultado y para empeorar,
tratado de trastornado. Ante un golpe emocional de tal magnitud, su ego
quedó destrozado, su espíritu se fue apagando, mientras que su corazón
hecho pedazos, cayó al suelo completamente desconsolado.
Por un tiempo le duró la sensación de humillación de aquel re-
chazo; comenzó a reparar su pobre corazón roto, pegando los pedazos con
su amor propio. Dejó de prestarle atención a las personas de su alrededor,
conociendo más sobre ellos y aconsejándoles a todos, que se enamoren del
amor. Lo que no se imaginaban, y por lo tanto les resultaba ajeno, era que
el amor tiene muchas formas, y no se encuentra solamente en el mundo
externo.
En algún momento de su periodo de retracción, empezaron las

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

etiquetas, y le dijeron asexual por no elegir una pareja. Su cabeza estaba llena
de dudas debido a este cartel impuesto, por una sociedad que señala lo que
no tiene un patrón definido llamándole anormal. Le decían que era distante,
pero en realidad no era así, el amor no tiene forma y va mutando a cada
instante.
Se enamoraba repentinamente por algunos cortos periodos de tiempo,
para luego sentir como se esfumaba ese sentimiento. Buscando respuestas,
empezó a indagar, hasta que alguien pudo expresarle, que aquello que sentía
era lo que definía a un gris-asexual, explicándole que se refería a una per-
sona, que solo a veces, deseaba saciar su libido, pero únicamente cuando
quería y se presentaba la oportunidad.
Paulatinamente creció la confianza con una colega, y su amistad fue in-
tensificándose hasta amarla más allá de su amistad. Ese vacío existencial
que se apoderaba de su interior, apagándole su fulgurante luz interna, se
encendía nuevamente al verla pasar. Fue tan intenso y permanente ese deseo
de ser algo más, que contándole a un amigo de confianza, la angustia que
le generaba no saber cómo actuar, éste le dijo que quizás era demisexual.
Expresando que aquella orientación solo podía darse, cuando una persona
amaba a otra, antes de poder sentir algo más.
Una tarde en un café cercano, se encontró para conversar plácidamente
con esa mujer que le gustaba tanto. Con una bebida caliente y unas galletas
de por medio, para pasar un grato momento, esta persona enamoradiza le
admitió sus sentimientos más secretos: su amor y lealtad sin importarle nada
más que ellos.
Ella estaba visiblemente afectada, y acongojada, rechazó su declaración
de amor confesándole su inseguridad más marcada, revelando como sentía
a su cuerpo, una prisión que la amedrentaba.
Con lágrimas en los ojos le dijo que no despreciaba su amor, al con-
trario, se sentía enormemente halagada, pero sentía sensato contarle la
verdad del mundo que la rodeaba. Dolorosamente había perdido mucha
gente amada que no la comprendía en realidad. Le explicó que estaba en
una cárcel terrible de la que no podía escapar fácilmente, y que habiendo
nacido hombre, se identificaba como la mujer que luchó por aceptar y ser.
A veces le resultaba difícil admitirlo a sus conocidos cercanos, pero que no
quería que se llevara falsas ilusiones de aquel café, creyendo que la negativa
era culpa suya. Simplemente le costaba contar que nació en un cuerpo con

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

el que no se identificaba. Las personas la habían etiquetado transexual y se-


gregado de instituciones académicas y diversos trabajos. Por eso ella se hacía
un tratamiento hormonal, mientras juntaba el dinero para poderse operar.
Como cualquier persona enamorada del amor, espontáneamente secó
las lágrimas de su compañera, animándola con bellas palabras de amor y la
promesa de acompañarla en el camino de la aceptación. Le contó que tam-
bién se sentía diferente y creía que era bisexual, porque las pocas veces que
se sintió atraído a alguien, no tuvo en cuenta si era hombre o mujer; aunque
ella corrigiéndolo, le había aclarado que una definición más certera era la de
pansexual, debido a que no veía géneros en el amor que sentía y transmitía
a los demás.
El amor hizo lo propio curando viejas heridas, fortaleciendo la con-
fianza a una pareja que se amaba más allá de la vida, y devolviéndole los
colores al mundo gris que los había encerrado tanto tiempo, dentro de sus
prejuicios absurdos y odios infundados.
Con el tiempo hizo nuevos amigos que sin juzgar, aceptaban y com-
prendían sin incomodidad, que el amor era misterioso y a todos los atrapaba
por igual. No importaba la orientación sexual, de las tantas que existen y
surgen a diario, cuando los valientes salen del armario y empiezan a contar
sus vastas experiencias, que solo se conocen al permitirse hablar.
Sus nuevas amigas Luciana y Yamila, se casaron en enero, en una hu-
milde ceremonia de poquísimas personas. Curioseando como siempre, esta
personita especial, notó que no había familiares de esas mujeres a las que
apreciaba tanto, y fue a buscar respuestas con quien creía que podría expli-
carle. Le preguntó a su amada si conocía los motivos por los cuales no se
encontraba ningún familiar en un momento tan bello e importante, y ella le
respondió con tristeza, que no todos aceptaban a quienes a pesar de com-
partir sangre, resultan ser lesbianas.
Cuando comprendió que el amor no era aceptado por todos, comenzó a
asociar aquellas etiquetas que le habían puesto antes de conocer a su novia,
y las burlas detrás de comentarios que fingían ser amistosos. Entendió tris-
temente como las personas que apreciaba, se burlaban de sus inseguridades,
quizás por malicia o ignorancia, pero que no solo no intentaban ayudar a
que pudiera despejar sus dudas, sino que tampoco les interesaba.
Con el tiempo terminó por alejarse de esas personas desagradables, que
con miradas burlonas lo juzgaban por sus nuevas amistades, tan diferentes

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

a ellos. Sus amigos Bruno y Jorge le enseñaron a combatir la intolerancia


con indiferencia, amor y paciencia; mostrándole como no tomar en cuenta
la malicia de los agravios con una pizca de indiferencia, amarse más allá
de las diferencias que debían suavizarlas con respeto y cariño y sobre todo
paciencia; para convertir a ese amor pasional e impredecible a uno maduro,
sensato y eterno, transformando las inseguridades de la pareja en los ci-
mientos de una confianza más poderosa, para enfrentarse a cualquier acon-
tecimiento juntos y saliendo de la adversidad tomados siempre de la mano.
Bruno y Jorge habían sufrido mucho la discriminación de sus compa-
ñeros de escuela, e incluso de desconocidos que los atacaban al verlos en
una cita, porque en el mundo gris en el que se encontraban, dominado por la
frustración y el odio, les costó encontrar un lugar donde pudiera pertenecer
una pareja gay completamente enamorada. Sin embargo, tuvieron la suerte
de contar con una familia amorosa que los apoyaron a luchar por su libertad,
dándoles la fuerza para poder enfrentar a esas personas rotas que se encon-
traban dispersas en la ciudad, rompiendo a otras personas para sentirse bien
consigo mismos.
El amor motivó a esta persona a enfrentarse a su realidad, y aceptar
que estaba enamorada del amor en todas su formas, coloreando el mundo
desde su lugar; enseñando a amar con todas las fuerzas de su corazón y
comenzando una pandemia de afecto y comprensión hacia todos los que
tenía a su alrededor. Sus familiares no pudieron hacer otra cosa que respetar
las elecciones que lo acercaron a una felicidad plena, después de verlo con
una sonrisa enorme en el rostro, hablando del amor y de las pasiones que
lo mueven a luchar por un mundo con menos secretos y más alegría. Fue
imposible negarse a colaborar con la batalla que estaba desatándose en el
mundo exterior, buscando ser parte de una sociedad que, por alguna razón
inexplicable, comenzó a segregarlos como si se trataran de enfermos graves.
No todo era color de rosas, dentro de la comunidad que le había abierto
las puertas, invitándolo a salir de la oscuridad, también estaba lleno de in-
dividuos que no sabían respetar. Estaban tan rotos por el dolor que les
causaron personas malvadas que solo hacían daño; rompiendo a otros, se
sentían menos despreciados, transformándose así, en los mismos salvajes
irrespetuosos que los perseguían sin motivos, para castigarlos por no seguir
un estereotipo aceptado.
Esta persona especial transformó su mundo con el ejemplo, enamorán-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

dose del amor en vez de ver en ellos un simple cuerpo; un envase vistoso
para llamar la atención de personas ciegas, que no pueden ver en nadie, lo
valioso que esconden dentro.
El amor con el correr de los días se intensifica para atravesar el tiempo,
ser el pilar de la vida para no dejarse derrumbar; en todas sus formas es ma-
ravilloso y necesario para poder crecer, aprender y mejorar. En este mundo
descolorido, todavía falta mucho por colorear, con el color del amor en
mano, mucha paciencia, tolerancia y respeto, para enseñarle a los ignorantes,
la importancia de aceptar y amar.
Intercambiando con el otro experiencias, momentos y cariño podemos
cambiar al mundo podrido que conocimos; porque en ese vaivén de pala-
bras, que juegan en nuestros oídos, llevando y trayendo pensamientos dis-
tintos, se encuentra el secreto de la vida escondido. Aquel que nos permite
conocernos a nosotros mismos y a la realidad que nos envuelve desde dis-
tintas perspectivas, alimentando nuestra curiosidad, saciando nuestra nece-
sidad de aprendizaje, ampliando nuestros horizontes y expandiendo nuestra
mente para dejar de ver a las personas con etiquetas innecesarias; recono-
ciendo al amor, como lo único importante que necesitamos para vivir.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

La vida, la muerte y el tiempo


La muerte una vez estuvo enamorada del tiempo, manteniendo su sen-
timiento en el más hermético secretismo, para no perturbar la paz con la
que trabajaba junto al amor de su existencia. Él marcaba las creaciones de
la vida cuando ésta les daba origen, y la muerte cumplía con su trabajo en
el momento que el tiempo le advertía que habían terminado con su labor
en el mundo.
Durante milenios los tres obraron sus tareas en perfecta sincronía, hasta
que en una fría noche sin luna, bajo el manto de luz de las estrellas que cu-
brían el cielo, cuando la vida recorría el mundo continuando con su trabajo
incansablemente, el tiempo posó sobre ella todo su interés. Desde entonces,
el tiempo enamorado de la vida, le permitía a todo lo que de ella naciese una
larga presencia en el universo, para poder contemplar juntos, todo aquello
que germinaba de las bellas manos de su creadora.
La vida y el tiempo se veían siempre que podían, para profesarse amor
eterno mientras el tiempo detenía el transcurso de los segundos y así hacer
durar más cada encuentro; mientras la muerte los espiaba y sollozaba al
ver como su hermana había conseguido todo aquello con lo que ella había
soñado. La muerte se sentía traicionada y a la vez confundida, ¿Podría su
hermana haber aceptado la mano de su amado si hubiera advertido el amor
que sentía por el tiempo? Hubo de admitir que su amor no era ni sería co-
rrespondido, era todo lo que pudo hacer. No era justo truncarle la felicidad,
a ella quien nada sospechaba, solo por egoísmo y miedo. Ella no le había
quitado nada, había sido más valiente y admitido la atracción que él le ge-
neraba antes de que la muerte pudiera encontrar las fuerzas para aceptarlo.
La muerte soñaba con tomar al tiempo de las manos, y junto al
apoyo de su amado, brindarles a las criaturas lo necesario para poder realizar
la transición de mundo con tranquilidad, y con algo menos temor a lo des-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

conocido. Los ojos del tiempo emitían una hipnótica mirada que transpor-
taba a su receptor a un universo de paz inconmensurable, del cual la vida y
la muerte no estaban exentas.
La muerte se cortó con el filo de sus propias inseguridades, deján-
dose derrotar por el dolor que la consumió entre lágrimas de ácidas gotas de
sangre, que brotaban de sus ojos perlados. No había cura para ese mal, y el
tratamiento simplemente era actuar para no llamar la atención de los entes a
los que más amaba y odiaba a la vez en el mundo. Agotaba sus energías en
disimular, y esto era todo lo que podía hacer para mitigar el cansancio que
arrastraba, debido a las noches de insomnios y llantos. Llantos que surgían
desde las grietas de su pútrido y desgarrado corazón infectado, por deseos
de venganza y luego culpa, que fluía hasta un mar de tristezas que la aho-
gaban, cuando en su agonía intentaba nadar hacia la superficie, cargando
grandes y pesadas anclas que le impedían la salvación.
Mientras tanto, la vida gozaba del amor imparable entre ella y la eterna
llama del tiempo. El fuego de las pasiones del tiempo reducía a cenizas la
autonomía de la vida, quien acostumbraba a obrar sola y desordenadamente
en distintos momentos del día o la noche. El tiempo controlaba sus horarios
y organizaba su rutina para darse el lujo de aprovechar más y mejores ins-
tantes de goce terrenal, junto a la más perfecta, de las maravillas que había
en el universo. El placer se volvía efímero cuando la vida se escurría de las
manos del tiempo y escapaba jugueteando para que éste la alcanzara o bus-
cara, mientras ella se escondía entre los matorrales que crecían a la orilla de
los lagos o bajo los nidos de las aves, en las copas de los árboles más altos. El
paso del tiempo no era suficientemente rápido para evitar que la vida huyera
festiva, y se divirtiera a costa de su desesperada carrera por alcanzarla, entre
la fauna que crecía abundante y variada frente a sus ojos, que ella usaba de
telón para que él la perdiese de vista teniéndola enfrente.
El tiempo que estaba completamente enamorado de la vida, constante-
mente estaba buscándola y rodeándola con sus tórridos abrazos sorpresa,
esperando que la vida dejara sus tareas aunque sea un instante para darle uno
de esos besos que él tanto disfrutaba, paralizando al universo lo que durara
la muestra de afecto que le regalaba la vida. Tan fuerte era el sentimiento,
que le exigía a los mortales que la amasen como él lo hacía. Pedía que valo-
raran su labor tan importante en el mundo. Notaba que principalmente los
humanos la desafiaban y cuestionaban, y como castigo, les quitaba horas,

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

días o incluso años esperando que de alguna manera, entendieran que


debían apreciar el regalo que ella les ofrecía de existir. Asimismo, la
vida les hablaba y les transmitía el valor que tenía el tiempo para ellos y que
debían ser inteligentes en su uso, ya que no contaban con un tiempo
infinito y debían racionarlo viviendo a pleno cada segundo del día,
porque un día, se acabarían y los visitaría su hermana.
El tiempo fue intensificando sus demostraciones de amor, y la vida co-
menzó a rechazarlo; harta de sus abundantes regalos, halagos y abrazos que
no la dejaban trabajar tranquila. Se dio cuenta que solamente recreaba la
vida que ya había engendrado y no tenía tiempo para producir nuevos seres,
porque el tiempo le impedía avanzar en sus proyectos y truncaba su imagi-
nación cuando le exigía afecto. Ella lo amaba, pero él era muy demandante,
y cuantificaba los momentos de su día a día incomodándola. En cambio, el
tiempo consideraba que su amante era muy desordenada y no podía orga-
nizarse adecuadamente para trabajar y estar con él, entonces trataba de ayu-
darla con sus dones, y se esforzaba por demostrarle constantemente lo que
sentía por ella. Incluso el tiempo, celoso de los vivos, empezó a asignarles
menos años para poder estar más con la vida.
El tiempo y la vida comenzaron a discutir cada vez más seguido, pero
enseguida terminaban amándose y disculpándose por querer que el otro
cambiara para parecerse más a sus ideales. La muerte poco a poco comenzó
a recuperar su ánimo y decidió intervenir entre los amantes que le habían
roto el corazón hacia tantos siglos atrás.
La muerte creyó conveniente llevarse a su mundo aquello que unía a la
vida y al tiempo, cortar aquel hilo con el que debió coserse las heridas y darle
forma para despojarse de todo el desamor que sentía. Entre ellos, el amor
perjudicaba más de lo que otorgaba, y con el tiempo ocupado con la vida,
la agonía hacia estragos en su eterno corazón que no tenía descanso del su-
frimiento. Entonces, del mismo modo en cosió su amor a sí misma para no
sufrir el desamparo de sus sentimientos no correspondidos, una tarde que
encontró a su hermana distraída y perdida entre sus pensamientos, se acercó
con cautela para convencerla de hacer lo mismo.
Uno de sus pasos quebró una rama seca causando que su crujido perca-
tara a la vida de su presencia. La vida rápidamente se volteó sobresaltada, y al
ver a su hermana, relajó su expresión a una más amable, y fue a recibirla con
un fuerte abrazo, anunciándole en el acto su preocupación, al notar que no

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

podía continuar trabajando, siendo la razón de existir del tiempo. La muerte,


rápida y astuta, le ofreció la respuesta a su inquietud: quitarle aquellos sen-
timientos que tanto la hacían sufrir, pero permitiéndole que siga transmi-
tiéndolo a sus hijos por el mundo, atando ese amor, no al tiempo, sino a ella
misma. De pronto se escuchó al tiempo acercarse, y la vida, como siempre
burlona, se alejó a gran velocidad mientras el tiempo iba tras ella, guiñándole
un ojo a su hermana, le respondió afirmativamente su propuesta.
Esa misma noche, la vida impaciente, convocó al tiempo a su encuentro
bajo la luz de la luna quien sería testigo del despliegue de belleza y elegancia
que tanto caracterizaba a la vida y a su dulzura que encantaba al tiempo. A su
llegada, lo invitó a acercarse a sus brazos para amarlo por última vez.
Le propuso al tiempo que le diera un espacio de 10 años para poder
dedicárselo a ella, para poder idear nuevos seres y engendrar más hijos que
esparcir sobre la tierra; luego de aquello volverían a estar juntos tantos años
como habrían estado separados, pero que lo necesitaba para poder conti-
nuar con la misión que le fue otorgada desde su nacimiento.
El tiempo respetó la decisión de la vida con recelo. Confió en su pro-
mesa sospechando que el amor de ella se había desvanecido, pero como la
amaba con una intensidad sobrenatural, lo aceptó sin decir ni una palabra.
Disfrutó con profundo placer cada segundo que estuvo con ella, esa her-
mosa noche de verano.
Antes de despedirse, el tiempo le preguntó el motivo de su decisión
sin saber si deseaba oír la respuesta que le deparaba la vida, y fue en ese
entonces en que ella le reclamó que no sabía amarla libre y constantemente
se sentía encadenada con su libertad restringida. El tiempo le pidió entonces
que no volviera si así lo sentía, que su fría crueldad era más sincera que su
amor puro, pero que estaría esperando por su regreso si alguna vez ella
podía llegar a enamorarse de verdad.
La vida se sintió golpeada ante las palabras del tiempo, él no comprendía
a su corazón salvaje, y ella no podía corresponderle porque la calidez que de
él emanaba, la ahogaba con el deshielo de sus impulsos más mortales. La
vida tenía miedo de perder el tiempo y no aprovecharlo como él me-
recía, y él se sentía efímero e insignificante si la vida no podía darle
sentido a su razón de estar vivo.
Él esperó por muchos años a que ella viniera, con amor en el corazón
cálido y gentil, pero el tiempo terminó por entender que su amada no

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

regresaría, ocasionando que su amor lentamente enfriara hasta congelarse


como el de ella, su corazón se endureció por fuera, pero en su interior
seguía manteniendo las cálidas llamas que le dejó la vida en su recuerdo. Al
final, aquel amante leal murió por aquella ausencia. Sin embargo, ambos no
soportaban el dolor que sentían tras sus decisiones, que les provocaban una
agonía que no sabían manejar.
Tanto la vida como el tiempo recurrieron en algún momento a la muerte
pidiéndole que se lleve al otro mundo esos sentimientos que perturbaban
sus labores, y les condicionaban su existencia. La muerte realizó en ellos su
trabajo, con la misma habilidad con la que se extirpó las emociones en ella.
Fue unánime la decisión de permitirse estar juntos los tres y recuperar la
armonía con la que habían trabajado en equipo siempre.
Desde entonces, el tiempo no espera más a nadie, la vida no da segundas
oportunidades por falta de tiempo, y la muerte transporta a su mundo a los
seres vivos, aliviándolos del dolor que les provoca vivir como hizo oportu-
namente con ella y sus compañeros.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Secuelas
Te tengo presente todas las noches cuando en mis sueños apareces,
con esa mirada húmeda tan dolida y ojos hinchados, del cansancio y de los
golpes que te da la vida.
No me dejas descansar en paz y constantemente me persigues, profe-
sando un amor que ahora veo que está mal. No puedes amar a aquello que
le privas de libertad para manipularlo a tu antojo y maltratarlo, solo porque
piensas que es de tu propiedad.
Me dolés en lo más profundo del apellido, porque entiendo que esto
que haces, es menos de lo que hicieron contigo, y me lastima conocer tanto
sufrimiento, esta sensación de vacío y angustias, que ni siquiera menguan
con el tiempo.
Tus punzantes palabras hieren irreversiblemente a quien las oye, incluso
a ti. El veneno que llevas dentro emana por tus poros intentando salir en
busca de consuelo, pero por ahora no hay ninguno al que tengas acceso, al
menos no desde ese lugar.
Es inevitable no sentir dolor por tu recuerdo, por haberte idealizado
como algo que nunca existió, quizás la personificación del amor, la pro-
tección y también del miedo, creyendo que nunca ibas a soltarme la mano,
aunque lo hayas hecho antes de tiempo. Incluso creo que por haberme sol-
tado, debería darte las gracias, porque pude observar que había algo más
allá de tus palabras belicosas y ver en el horizonte, una vida digna a la que
necesitaba llegar.
Maldita palabra “tiempo” que no cura ninguna herida como dicen los
más viejos, y me obliga a continuar con esta amargura, hasta que se termine
el mío. Me condenaste a cargar parte de tu frustración, a tener problemas de
adaptación, miedo a las personas y volver siempre a los lugares donde me vi
deshecha, sola, abandonada y rota; buscando un invento de mi mente, que

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

no se puede hacer real, no porque no se pueda, sino porque no se quiere y


no depende de mí.
Me resulta terriblemente difícil liberarme de tus cadenas, y cuando creo
que las rompí todas, me encuentro con otras nuevas. Quizás el problema no
fueron tus acciones, tus errores, tus palabras hirientes; el problema es que
me creí por muchos años, que todo ese conjunto de actos era bueno y sano,
creí que era obediente por aceptar tus mandatos. Nunca me parecieron del
todo correctos, y aun así, lo normalicé tratando de autoconvencerme de
que me los merecía y de que mis pensamientos eran los equivocados. Tenías
razón, siempre fui desobediente, al intentar darme una vida completamente
diferente.
Hoy tengo que desandar mucho camino, volver sobre mis pasos, pedir
perdón por repetir aquello que al mismo tiempo me parecía terrible, y tratar
de recuperar la vida que hubiera tenido hace años, de no haberte seguido.
Hoy tengo que intentar formarme una vida normal, con las herramientas
que encontré por internet o en otras experiencias, porque no aprendí nada
bueno en casa. Tuve que desarmarme para reconstruirme, lo que tantas
veces rompieron a golpes, como un juguete que se le da a un niño que no
sabe cómo funciona, o que no tiene la capacidad para divertirse dejándolo
entero.
Me cuesta disfrutar el presente que obtuve, tras tantos años de esfuerzo
para construir los límites que me impiden convertirme en los despojos que
quedaron de ti, en tu inmensa e infinita miseria, repleta de desamor, aban-
donos y violencia. Me acongoja observarme en fotos, cuando era tan infeliz,
tratando de sonreír pese a todo y ahora que soy feliz, no dejo de llorar. Estoy
limpiándome de 20 años de errores. Ojalá pudiera lavar esos recuerdos de
otra forma más efectiva.
No puedo echarte la culpa de todo, yo también me equivoqué. No solo
no me fui antes sino que volví tantas veces como me rogaste, permitiendo
que entraras en mi cabeza y me rompieras el corazón reiteradas veces, du-
rante años, cada dos o tres meses. Lo que me permitió frenarte en tus in-
tentos de arrastrarme a tu oscuridad, es que me doliste tanto, tanto tiempo,
que me prohíbo terminantemente arrastrar a alguien más a mi infierno, es
decir, tu realidad.
Pero me dolés y me vas a doler siempre, no por lo que hiciste conmigo,
tus traiciones, tus intentos de impedir que mis sueños se cumplieran o por

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

mover cielo y tierra para cerrarme las puertas y ventanas, en tu tentativa


furtiva de convertirme en una marioneta. Sino porque no pude huir de ti
y de personas como tú, durante gran parte de mi vida; en quienes deposité
mi confianza, mi amor y dediqué hasta el tiempo del que carecía, con tal
de recibir una migaja de amor lastimero, con el que me conformaba. No
puedo perdonarme todavía el haberme confundido tanto, y lo peor es que si
vuelvo al pasado, aun creo que elegiría el mismo maldito camino porque fue
el único que tenía para poder alejarme de ti y aprender que el veneno que
corre por tu sangre es realmente muy toxico.
Me atormenta tu recuerdo y no puedo arrancarte de mí. Convivo con
un eterno, constante, e invariable dolor constrictor que tengo que mantener
controlado todo el tiempo para que no me aplaste con su fuerza arrasadora.
Asimismo trato de disfrutar, reír, divertirme, entretenerme con cualquier
cosa para no pensar en este calvario interminable hasta que no lo tolero más
y caigo rendida del agotamiento, siendo aplastada por este monstruo feroz y
paciente que no tiene problemas en esperar hasta encontrar una fisura en mi
estabilidad emocional, para filtrarse en mi cabeza y romper todo a su paso.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Marcas Invisibles
La hora de la comida era una pesadilla para Cecilia. Su hija se negaba a
probar bocado, nada le gustaba aunque nunca lo hubiera catado. Mia quería
vivir exclusivamente de golosinas, especialmente caramelos de frutilla y dis-
tintos tipos de chocolate, pero su madre no dejaba de repetirle que si engor-
daba nadie iba a quererla
“A las gordas no las quiere nadie”, eran las palabras que rebotaban en las
paredes de la casa a diario, desalentando las intenciones de Mia cuando se
disponía a comer galletas o postres que tanto disfrutaba. Tristemente eran
su alegría en una casa llena de restricciones y exigencias.
A medida que fue creciendo, la relación entre la comida y Mia se com-
plicaba. Si bien de mayor, ingería sin problemas casi cualquier alimento;
muchas veces comía solo por el placer que le generaba su sabor y no por
la necesidad física de consumirla, por lo que tenía épocas en las que ganaba
peso raudamente mientras que en su hogar, aumentaba la discriminación y
provocaciones maliciosas debido a los cambios en su cuerpo.
Mia se despertaba de noche a asaltar la heladera, escondía chocolates en
su habitación y, a escondida de sus padres, cuando sobraba comida, no podía
evitar terminarla mientras el resto de la familia dormía. Sus cambios físicos
eran demasiado evidentes, sus piernas se rozaban y le producían dolor al
usar faldas, vestidos y shorts por la fricción; transpiraba más que otras niñas
de su edad, generándole incomodidad y vergüenza, desanimándola cuando
se burlaban de ella y generando heridas incurables al llamarle “fea” por llegar
a la obesidad antes que a la adolescencia.
Cuando sus padres preocupados, le hicieron estudios médicos y deter-
minaron que no tenía ninguna enfermedad que justificara el cambio repen-
tino en su apariencia y deterioro de su salud; fue entonces que decidieron
vigilarla durante varios días hasta descubrirla comiendo a oscuras ocultán-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

dose de su familia y guardando golosinas en su habitación como si de ello


dependiera su supervivencia. La humillación generó una culpa intensa que
le cerró el estómago por varios días, indigestándose cuando probaba algún
bocado y nauseas que la hacían vomitar bilis, porque se impedía consumir
cualquier cosa que no fuera agua, a pesar del cansancio y los dolores provo-
cados por el hambre intenso.
Podía ganar 10 kilos en un mes o perderlos en menos tiempo, cuando
además del hambre, se exigía largas rutinas de ejercicios intensivos que la
dejaban exhausta e inconsciente, por el esfuerzo excesivo que su cuerpo
malnutrido no podía tolerar. Cambió de colegio y la anotaron a distintos
deportes en los que se le demandaba estabilidad en un peso bajo, dietas
hipocalóricas y ejercicios de alto impacto para mantenerse en forma y rendir
correctamente en los eventos. Aquello provocaba su obsesión por ser la
mejor en todo aquello que se proponía, autoexigiéndose más de lo debido
a cambio de frustraciones y deseos insaciables de cariño y aceptación de
quienes la conocían.
Al principio de su enfermedad, Mia solo buscaba el amor de unos pa-
dres ausentes, pero se encontró con la realidad de que ellos esperaban de
ella, más de lo que podía llegar a ofrecerles, remarcándole la obligación de
ser bella, para triunfar en la vida. Constantemente en su infancia y casi en-
trando a la adolescencia, le insistían con actividades que moldearan su figura
y nutrieran su cerebro, promoviendo dietas enfermizas aunque ya no tuviera
sobrepeso y exigiéndole un rendimiento ideal, tanto en el colegio como en
los clubes, imposible de saciar la necesidad de sus padres, de vivir a través
de ella.
En su cumpleaños 15, su padre ofreció a hacer una parrillada en el
enorme jardín de la casa, para festejar junto a sus amigos. Emocionada con
el evento, hizo a mano unas tarjetas coloridas llenas de brillos e ilusiones
para entregar a sus invitados. Su madre la llevó de compras para que resalte
en su día luciendo como la princesa que era, fomentando la idea de que
debía verse hermosa y llamar la atención de todos. Si bien era joven todavía,
sus años de danza, gimnasia y patín artístico, le habían moldeado un cuerpo
esbelto, con piernas estilizadas, y una marcada cintura que dejaba ver la tran-
sición de niña a mujer. No había dudas de que era una princesa de cuento
de hadas, con miles de oportunidades en la vida debido a su inteligencia y
capacidad para liderar.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

En los grupos con quienes entrenaba, preparándose para exposiciones


de sus actividades deportivas; o en el colegio, era siempre el centro de aten-
ción. Simplemente destacaba donde fuera, con su carisma y simpleza, pese
a los problemas de su vida, dirigida principalmente por rutinas inflexibles
que no le daban tiempo para conocerse o saber que era lo que quería hacer
con su existencia.
El día de la fiesta llegó. Mia relucía su belleza despampanante; sus ojos
brillaban de emoción más que nunca, y los invitados empezaban a llegar
con regalos, cartas y ganas de compartir con ella su alegría. Su madre la
importunaba de vez en cuando para acomodarle el cabello despeinado por
el viento, o indicarle que no ensuciara los zapatos que le había prestado para
la importante ocasión. El padre de Mía estaba sirviéndole a los invitados la
carne asada que sacaba de la parrilla con la intención de hacer espacio y con-
tinuar con el resto que mantenía cerca, preparada para cocinarla y deleitar a
los comensales.
Cuando su hija se acercó halagando la labor con la que se había compro-
metido, con una sonrisa enorme en sus labios le pidió a su padre que le sir-
viera un poco más en el plato, porque la voracidad de los inviados no le ha-
bían permitido degustar más de una pequeña porción de carne; recibiendo
como repuesta “No mi amor, vas a engordar aún más si sigues comiendo”.
Con la sonrisa al revés, sintió esas palabras como una bofetada en el ego,
mientras oía la risa de algunos invitados que habían escuchado la respuesta
a su petición. Con el corazón entumido por el estruendo que hizo al rom-
perse, se alejó rápido para encerrarse en su cuarto hasta el día siguiente. Al
rato de su desaparición, quienes la oyeron derrumbarse fueron a buscarla;
pero no quería ver a nadie. Las palabras de su padre “Vas a engordar aún
más” “AÚN MÁS” seguían golpeándole el autoestima.
Al día siguiente, la reprimenda por haberse ido tan dramáticamente de
su propia fiesta de cumpleaños fue brutal. No dejaron de herirle su corazón
destrozado, empujándola a un mar de angustia y desesperanza demasiado
profundo para quien no sabe nadar en aguas turbulentas; y por desgracia ese
fue el detonante que la hundió en la anorexia.
Mia sentía que la única forma de ganarse el amor de sus padres era
siendo delgada y estaba dispuesta a todo para que la quisieran, como sentía
que querían a su hermana; entonces dejó de comer luchando contra el
hambre que crecía cada vez más y frecuentemente la atacaba en sus pesa-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

dillas, destripando sus miedos con el dolor que le provocaba, saciándolo a


veces, con laxantes y un poco de agua.
Tanto se obsesionó con la descabellada idea de ser la hija perfecta, que
con la excusa de estar cuidando su figura, no paraba de leer la etiqueta de
las cosas que le obligaban a comer. Comenzó a dormir mucho, después de
llegar de la escuela, para que no pudieran exigirle ingesta de nada que aten-
tara contra su plan. De noche tiraba comida al inodoro y envoltorios a la ba-
sura, para que creyeran que se había levantado con hambre en la madrugada,
y no la molestaran con reprimendas por no cenar. No mentía, de hecho el
hambre se aferraba a ella con sus filosas garras cortándole las muñecas o las
piernas, con el fin de no sentirlo tanto en su estómago ocioso y marchito,
que gritaba en busca de socorro.
Cuando la pérdida de peso dejó entre ver sus huesos, camufló sus de-
fectos con maquillaje, aprendiendo así a esconder la palidez y fragilidad de
su piel de papel y sus ojeras de cansancio y malestar. Sus hombros se escon-
dían bajo pañuelos y ruanas coloridas sobre ropas anchas que ocultaban las
deformidades de su desnutrición y enfermedad.
Terminó abandonando sus actividades deportivas cuando notó que sus
compañeras la veían diferente, por temor a que expusieran su condición.
Las mallas que utilizaba en los espectáculos le quedaban sueltas, sus fuerzas
eran insuficientes para hacer piruetas o seguir coreografías, su atención se
perdía pensando en nuevas dietas nocivas para su salud, y su belleza desa-
parecía lentamente como las oportunidades de verla sonreír. Mia se estaba
apagando, y nadie era lo suficientemente cercano para darse cuenta; incluso
si notaban que algo sucedía, no era bastante para encender las alarmas y
ayudarla.
Una noche, se oyó un fuerte golpe proveniente del baño y la sangre
botaba por debajo de la puerta. Cecilia que lo escuchó estando cerca, corrió
para encontrarse con su hija inconsciente en el suelo, pero no pudo reco-
nocerla. Entró en pánico y los gritos despertaron a Jorge, su marido, quien
con visible dolor en su rostro, envolvió los huesos esparcidos en el suelo del
baño, y llevó a los despojos de su hija a urgencias donde estuvo en coma
varias semanas. Había perdido poca sangre, por la hipotensión que padecía
producto de la desnutrición que frenaba lentamente su pulso, hasta hacerlo
débil como ella y sus huesos de cristal.
Cecilia y Jorge no dejaron de llorar ni un solo minuto luego de la inter-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

nación de su hija mayor, mientras su hermana les alcanzaba dinero, comida


y ropa para que continuaran sus guardias a los pies de la cama, donde la
palidez de su hija moribunda se camuflaba entre las sábanas blancas.
Ninguno de los dos entendía cómo se les había escapado la vida de
su hija entre sus dedos. Los médicos pusieron toda su voluntad y conoci-
mientos en cuidar a Mia para salvarla de su condición, hasta que un día sin
previo aviso ocurrió lo inesperado.
Sus moretonados ojos por fin volvían a abrirse, con dificultad movía
los dedos de su mano sintiendo los cables que la conectaban a sofisticadas
maquinas que la mantenían con vida, y cruzó su mirada perdida con los
ojos rojos e hinchados de sus arrepentidos padres, quienes se reconocieron
culpables de cometer el grave error, de indicarle un camino equivocado a
alguien que buscaba en ellos amor, comprensión y ejemplo.
Fue el principio del final de Mia, a quien tuvieron que enseñarle a comer
de nuevo. Otra vez gruñía de disconformidad ante un plato de comida y
lloraba cuando la alimentaban por sonda o con suero. Entre su piel y sus
huesos recuperaba la carne que había perdido a cambio de energía para mo-
verse, y su corazón lentamente recuperaba su latido constante e imparable.
Fue duro para Mia perder la intimidad, ser vigilada por sus padres, her-
mana y amigos, que a partir de la noticia de su internación, se acercaron más
a ella y su familia con el objetivo de ofrecerse para colaborar en su recupe-
ración. Los médicos, psicólogos y nutricionistas no dejaban de hostigarla
según ella, para que comiera y aprendiera a cuidarse sanamente; pero lo más
doloroso fue no poder reconocerse en el reflejo que le devolvía el espejo. Su
propia figura le daba miedo y se encontró frente a frente con el monstruo
que la mataba en sus pesadillas de una manera agónica y lenta, con la dife-
rencia que esta vez notaba que estaba despierta.
El hambre fue su peor miedo, porque le atormentaba la idea de sentirlo,
pero también de saciarlo, la gente que pretendía ayudarla no hacía más que
engordarla, ella se había perdido y nadie más que ella misma podía rescatarla.
El peso de sus inseguridades comenzó a descender vertiginosamente
mientras su autoestima se recuperaba de las palizas que había recibido. Sus
padres arrepentidos comenzaron a sanar sus heridas y a ofrecer su cariño de
manera más sana, llenando sus vacíos para que no vuelva a intentar llenarlos
con ideas envenenadas de muerte y destrucción.
Mia pudo recuperarse, alcanzó su peso ideal y retomó una actividad

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

deportiva, pero esta vez eligió natación; le parecía más divertida y menos
agobiante que las que ya conocía. Tal fue el avance de su sanación, que
disfrutaba verse en malla en los vestuarios antes de ingresar a la pileta. Su
autoexigencia se enfocó en estudiar una carrera que le permitiera ayudar a
otros, para que nadie volviera a padecer los males que la atraparon siendo
aún joven y vulnerable a tales demonios internos.
Sabiendo lo difícil de la profesión elegida, y el odio que ella misma había
vociferado al inicio de su recuperación hacia los especialistas que deseaban
rescatarla de sí misma, Mia eligió dedicarse a la nutrición para salvar las vidas
de quienes creen en las promesas falsas, de las princesas Ana y Mia hasta el
final de sus días.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Amor propio
¿Como no enamorarme si cada vez que me siento acabada,
repentinamente aparecen fuerzas de no sé dónde para seguir con la travesía
en la que estoy aventurada; si a diario cuando quiero rendirme, aparece esa
imagen en mi mente saliendo triunfante de las llamas del infierno, saltando
vallas, creando caminos inciertos y cayendo siempre de pie tras cada
tropezón; si mi fe ha derrumbado muros, y está al borde de crear una nueva
religión, creyendo en mi interior y luchando por cumplir cada objetivo?
Me enamoro cada día de mí, porque en mí convivo y me necesito para
existir, para vivir y para soñar, aunque ninguno de los tres verbos es sinó-
nimo entre sí. Porque soy la única persona que me conoce lo suficiente
para saber si estoy mal, los motivos que me ponen así, y darme aliento para
volver a comenzar, para seguir.
Soy el único impedimento para cumplir mis sueños, porque el dinero se
junta en más o menos tiempo, porque la compañía se encuentra, porque los
objetivos se fijan; pero si yo no me animo a empezar un proyecto, así tarde
décadas en terminarlo, jamás voy a llegar al final, porque no va a existir si no
lo creo, porque no se puede finalizar algo que jamás inició.
Me enamoro de la luz que emano, de la angustia que exhalo, del estrés
con el que convivo, del amor que profeso, del orgullo que me inspira mi-
rarme al espejo. Por mis logros, que me enseñan a luchar por mis creencias,
aunque nadie crea en mí; por mis fracasos, que anuncian una lección que
deberé aprender para no repetir ese error; por mis dudas, que siempre tienen
una pregunta para cada respuesta y por mis respuestas astutas, por las estú-
pidas, por las que solo quieren ser una opción, o decir lo obvio.
Soy el conjunto de experiencias que me convierten en el ejemplo per-
fecto para ser o no ser lo que espero de mi realidad; el eslabón en la cadena
de acontecimientos que marcan mi vida a diario; el motivo de mi lucha por

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

sobrevivir en un mundo donde la selección natural juega un rol fundamental


en mi entorno, en mi cuerpo, en mi mente; donde batallo contra monstruos
inexistentes que se sienten tan reales como yo, o como el lector de este
escrito.
Solo yo puedo juzgar si mis acciones valen la pena, si mis decisiones
buscan mi bienestar o el de alguien más, si soy lo suficientemente fuerte para
levantarme tras un duro golpe, o dejarme morir en soledad; si castigarme
por un error vale la pena o no debería ser un asunto trascendental. Podría
enumerar más defectos que virtudes, más problemas que soluciones o más
miedos que talentos; sin embargo, me describen mi insistencia y perseve-
rancia mucho más que todo lo negativo que me compone.
Tengo todo para ser feliz y a veces me olvido de mi fortuna. Me
acostumbré a tener en mi vida amigos maravillosos que están presente
siempre, pero principalmente cuando más los necesito: cuando necesito una
segunda opinión, un llamado de atención, una respuesta a mis dudas, o me
dan el espacio para recapacitar en mi soledad; por eso no siempre recuerdo,
que en otra época no los tuve o que no tienen la obligación de estar en mi
vida, pero eligen presentarse en mayor o menor medida en mi día a día.
Tengo un lugar donde vivir, un techo que me resguarda del frio, de la lluvia,
del calor, del viento; que podría no tenerlo, pero doy por hecho que siempre
lo tuve y lo tendré, sin contemplar que la vida te quita todo lo que no se
aprecia como se merece. Tengo dinero suficiente para cubrir mis necesi-
dades básicas y darme algún que otro gusto, y no valoro lo que tengo pen-
sando en lo que me falta, en lo que deseo, en las cosas que me gustaría hacer
o poseer, para satisfacer las necesidades que me generan las publicidades de
una sociedad consumista, que solo vive para despilfarrar lo que no se tiene,
y obtener algo que te promete una felicidad que no brinda. Tengo la suerte
de tener una salud que no todos poseen, y que mi mayor problema sea una
semana de gripe o un dolor de espalda que se cura con reposo y algún que
otro relajante muscular, mi vida no tiene riesgo de muerte, o una esperanza
de vida menor a la media y eso es un tema en el que nadie se detiene a
pensar. Cuanta fortuna tiene el que se queja sin recapacitar.
También me deprimo, me frustro, me enojo, me castigo, me des-
ilusiono; y puede durarme semanas el malestar, pero no sería yo, si no resur-
giera de mis cenizas para volver a empezar un nuevo plan que me permitiera
triunfar y contagiar mi espíritu imparable a los demás.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Me conquisto cada día con una palabra cariñosa de mí para mí, admi-
rándome y buscando la manera de superarme, de mejorar, de crecer y sobre
todo de aprender para no permitir que mi ignorancia, funcione como un
ancla que me hunde y humille, antes de conseguir aquello que me propongo.
Puedo escuchar y leer miles de comentarios positivos, elogios, frases de au-
toayuda… pero la verdadera autoayuda es hablar conmigo misma y en vez
de creer en lo que otros dicen; animarme a creer en mí y mi capacidad para
cambiar cada vez que sea necesario, cuando algo no es lo que espero. Lo
malo que siempre está amenazando mi sonrisa y mi felicidad, merece que lo
aleje de mi vida y busque algo que me alegre de verdad.
No todo lo que me pasa en la vida será siempre producto de mis deci-
siones, a veces hay un factor externo que implica no poder controlar una de-
terminada situación; pero mientras esté viva, mientras pueda tener la capa-
cidad de pensar, de debatir, de plantearme una solución; indiscutiblemente
siempre habrá una posibilidad de dar vuelta el juego de la vida, y con las
peores cartas, barajar la mejor salida de una mala racha y empezar a jugar el
mismo juego con las reglas que yo imponga.
Ni vencida ni venciendo, he olvidado de dónde vengo, ni perdida entre
mis diversos sueños, olvidaré nunca a donde voy, porque todo lo que haga
en mi presente replicará en mi futuro y yo quiero tener la mejor vida posible,
dentro de los recursos con los que cuento, y de los que sé que voy a conse-
guir por jugar bien mis cartas.
Me amo principalmente porque sin mí, no sería yo.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Un día te encontré
-Me enamoré de tus errores, pero no puedo permitirme ese lujo- su-
surró mientras su cuerpo se apagaba lentamente, producto de una herida
mortal que la desangró rápido, provocando que su espíritu se escurriera
entre mis dedos sin posibilidad de socorrerla-
-Te buscaré tantas vidas como sean necesarias – le prometí mientras llo-
raba con amargura el dolor que nacía de la impotencia de no poder salvarla
sabiendo que fui yo el responsable de su muerte, así sea de forma accidental.
Acto seguido, apoyé con sumo cuidado al cadáver en el montículo de
paja, y corrí con todas mis energías hasta llegar a mi casa. Había un largo
camino entre el establo y mi habitación por lo que llegué agotado, agitado
y completamente alterado por lo sucedido. Las criadas que me vieron pasar
quedaron alarmadas, se notaba por el semblante que se le transformaba a
cada una, a medida que iban siguiéndome con sus miradas. Sin embargo
ninguna hizo nada para detenerme o ver que se me pasaba por la cabeza.
A ninguna le importaba realmente, me atendían porque ese era su trabajo.
Revolví los cajones y arrojé al suelo todo lo que me estorbase la bús-
queda del pequeño frasco de vidrio, cuya posesión atesoraba celosamente,
hasta que llegaba el día de ir de cacería al pie de la montaña. Pensaba que
era momento de usarlo, acontecía ir en búsqueda de mi amaba tras jurarle
encontrármela en otro momento. Hallé el frasco y bebí de su veneno. La luz
se apagó y mi cuerpo tocó el suelo.
Nací en un país frío donde los inviernos eran mortalmente helados. Vi
hermanos perecer antes de los 7 años y sufrí el insomnio a causa de los
cuentos de terror, que me contaban mis hermanos mayores, para revelarme
el futuro que podría acontecerme si elegía desobedecer, y adentrarme en los
bosques helados. Mi familia podía conseguir leña para la estufa y a veces,
cuando sobraba la bonanza en el hogar, mi madre regalaba uno o dos leños

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

a nuestros vecinos que rara vez podían darse el lujo de dormir abrigados. La
muerte me abrazaba y me perseguía a donde fuera, pero jamás me llevaba
con ella. Por el contrario, me obligaba a observar cómo esparcía su trabajo
sobre la nieve, cuando el frio quemaba hasta las entrañas, y dejaba un cas-
carón vacío de alma, olvidado en un desierto de escarcha y montañas de
hielo.
Cuando fui mayor me enteré de que el frío había comenzado poco des-
pués de mi nacimiento; que previamente existían veranos cálidos e inviernos
tolerables, cuyas tormentas no inundaban los cementerios haciendo flotar
los cadáveres, ni en sus otoños la niebla tapaba los ojos al asomarse por la
puerta, cubriendo a la muerte para que realice con completa confianza su
letal tarea en el poblado.
Decidí migrar y comencé mi viaje hacia el sur de mi pueblo natal, per-
mitiéndome explotar un mundo que me abría las puertas de par en par, con
la sensación de buscar algo que no podía recordar.
Semanas más tarde, cuando la comida escaseaba y el hambre atormen-
taba, en la lejanía oí una voz que me resultó familiar y corrí descuidadamente
hacia ella, con las pocas fuerzas que tenía reservadas y la esperanza encen-
diendo mi ilusión sobre buenos augurios; sin cuidado me adentré al bosque
congelado, tropezando con una raíz cubierta por la nieve y cayendo final-
mente sobre una trampa para osos, probablemente olvidada por un cazador
furtivo o dejada a propósito, en busca de osos pardos.
Mi grito de dolor atrajo a un hombre que rápidamente intentó soco-
rrerme, pero pese a liberarme, el daño ya estaba hecho. Si sobrevivía algunas
horas más, perdería la pierna y en la cirugía nadie podría asegurarme no
morir a causa de la infección; aunque estaba perdiendo tanta sangre que
brotaba raudamente, que difícilmente tendría fuerzas para reponerme luego.
El caballero me levantó en brazos y me prometió llevarme al pueblo
más cercano para salvarme. Sin entender cómo o por qué, solo alcancé a
responderle:
-Tengo que pagar mis errores con mi vida – dije mientras me desva-
necía; viendo desde las alturas como esa persona apoyaba mi cuerpo en la
nieve, y una voz familiar me decía “te estuve buscando siempre”-
Enceguecido por la nada, busqué consuelo en mis recuerdos. Extrañaba
a mis hermanos, comer frente a la estufa y la calidez del fuego cuando el frío
quemada. Me hubiera gustado tener más días soleados para recordar, pero

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

el invierno eterno que se vivía lo ocultaba tras las nubes, las montañas y la
nieve. Recordaba la nieve y la dicha de compartir trineo con mi hermano
mayor al ir de cacería para comer, o recolectar leña. La bondad de mi madre
era contagiosa cuando compartíamos nuestra suerte con los vecinos que
apenas podían sobrevivir y sus sonrisas agradecidas reconfortaban nuestros
estómagos vacíos y manos heladas. Ayudar a otros era significantemente
más valedero, cuando no nos sobraba la fortuna, pero igualmente satisfac-
torio cuando la abundancia nos permitía ofrecer más de lo habitual.
Volví a nacer en una tierra diferente, de vegetación abundante y es-
casas nubes. El frio casi no existía y la muerte no era tristemente solitaria
y agonizante.
Desde que era pequeño la calidez de mi tierra natal me resultaba ago-
biante. Cuando el Dios Yuí, desde las alturas, nos abrazaba con un fuerte
golpe de calor.
Prefería en esos momentos unirme al grupo de pesca y colaborar con
ellos antes de quedarme trabajando la cerámica en la aldea; si bien la acti-
vidad me relajaba y la disfrutaba, los días de calor intenso prefería estar más
en contacto con el agua sin dejar de colaborar con la familia, por el contrario
de algunos de mis hermanos, quienes optaban por quedarse en las chozas,
bajo la sombra de la paja.
Muchas veces miraba al horizonte pensando que los dioses me tenían
preparada una misión especial muy lejos de mi aldea natal, pese a que ese
sentimiento de necesitar buscar mi destino en otra parte no podía reprodu-
cirlo a nadie en voz alta; puesto que nunca sería aceptado y no me permiti-
rían seguir mi instinto.
Ya era un hombre viejo, cansado de la monotonía y la tranquilidad de
la vida que llevé desde mi nacimiento, cuando desde la orilla observé acer-
carse unas embarcaciones sumamente extrañas, dirigiéndose hacia nuestras
costas. De ellas descendieron hombres con una vestimenta exótica, sus ros-
tros no estaban decorados con las marcas distintivas de ninguno de nuestros
vecinos, portaban objetos que desconocíamos pero que indiscutiblemente
eran armas que no sabíamos utilizar; razón por la cual no tardaron mucho
en dominarnos y convertirnos en sus esclavos a pesar de nuestros duros
enfrentamientos y las múltiples bajas que sufrimos.
Pude escapar a con un grupo reducido de mis hermanos Arawaks, pero
no logramos irnos muy lejos. Luego de 12 noches de migración, trabajando

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

en equipo para cazar, armar trampas, recolectar agua y frutos silvestres, poco
a poco cada uno de nosotros empezamos a sentirnos adoloridos, cansados,
sin fuerzas para continuar nuestra travesía hacia otras tierras menos hos-
tiles. Unas manchas coloradas empezaban a hacerse visible en nuestra carne
para llenarse de un líquido amarillento con una pestilencia muy particular.
Tuvimos que acampar lejos de la costa, con pocas herramientas y casi nada
de comida, puesto que con las energías mermando, se hacía difícil reponer
los alimentos consumidos; sintiéndonos muy enfermos conforme pasaban
las horas y viendo con preocupación como íbamos muriendo lentamente.
Finalmente el hambre y la enfermedad me permitieron descansar y dejar
de lado el sufrimiento que nos trajeron los hombres de tez clara. Aunque
nunca pude desembarazarme de la sensación de que había algo que no pude
encontrar en mi hogar.
Volví a verme en medio de la nada, rodeado de una tranquilidad in-
efable cuando los recuerdos brotaron de mí, como una fuente de discerni-
miento y nostalgia que empapaba mis ojos. ¿Qué habría sido de mi familia?
Mis amigos, mis hermanos, mis hijos, el resto de la comunidad… Pescar
en las mañanas calurosas, fabricar las vasijas, platos y ollas; los rituales, las
ofrendas, la sensación de estar buscando algo que no encontré nunca, un
vacío inexplicable que jamás me permitió ser completamente feliz ¿Por qué?
Viví rodeado de personas maravillosas a las que amaba, me sentí amado, útil,
comprendido, acompañado, nunca sufrí enfermedad alguna hasta el final
de mi vida, nunca carecí de alimento o bebida; ¿Entonces por qué me em-
bargaba la idea de estar preocupado por algo que no tenía? ¿Qué me estaba
faltando en la vida? - me pregunté antes de regresar al mundo. -

Volví a nacer en otra tierra, donde las calles destilaban un olor pesti-
lente: el olor de la muerte y del hambre. Donde la pobreza era una condi-
ción social más cruel que cualquier otro padecimiento, porque a menudo
las personas no se volteaban a ver a los niños, que crecimos en las calles
mendigando pan duro o las sobras de la cena de algún hogar pudiente. Las
personas desechaban su comida escondida entre la basura para que no la en-
contráramos sin deshumanizarnos, en vez de ofrecernos un día sin el dolor
de las entrañas rogando algo que calle sus quejas.
Recuerdo que lo último que le oí decir a mi abuelo era que pronto nos
volveríamos a encontrar, mientras el destino jugaba caprichoso con las ti-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

jeras que cortaron los hilos que nos conectaban a la misma realidad. En
ese momento no le creí, pensaba que estaba alucinando por el hambre y
la muerte que se sentaba a su lado desde temprano para recordarle su cita
con ella.
Mi madre, mi abuelo y yo éramos toda la familia que teníamos; mi
abuelo fue lo que nos aliviaba el corazón de la incertidumbre que nos gene-
raba no saber si íbamos a comer ese día o al día siguiente, traía calma cuando
el miedo a más pérdidas nos acechaba, cuando la inseguridad del barrio se
hacía presente o si necesitábamos conversar con alguien, él se volvía un
buen confidente.
Mi padre había fallecido en la guerra contra la miseria, la hambruna y
las pestes; mi abuelo lo cubrió para que no nos hiciera tanta falta en la casa,
y me reconfortaba con historias para que pudiera tener presente mis raíces.
A veces por las noches, escuchaba a mi madre llorar y lamentarse el dolor
que le generaba la carencia. Me sentía una carga en mi hogar y pese a vagar
por las calles en búsqueda de alguien que me pudiera dar un trozo de pan,
difícilmente hallaba entre los desechos de las casas, algo para comer. Las
calles con frecuencias estaban manchadas con sangre, especialmente la
plaza principal donde las ejecuciones eran el recordatorio constante de que
había cosas peores que morir de hambre: incomodar a la monarquía.
Mi abuelo envejecía. Mejor dicho, todos estábamos creciendo y él no era
la excepción. Mi madre preocupada por mi bienestar me ofreció al artesano
para que lo ayudase con sus labores a cambio de enseñarme un oficio para
subsistir. El hombre era muy gruñón pero aceptó luego de la insistencia
de mi madre que lo visitaba a diario y volvía una o dos horas más tarde,
cansada, golpeada y adolorida por permitirle que la humillase a cambio de
darme una herramienta para trabajar.
Con lo que iba aprendiendo del hombre, recorría las calles hasta lograr
cambiarlo por comida o dinero para poder pagar los servicios de alguien que
pudiera ayudar a mi abuelo. Sabía que no podría pagarle nunca a un médico,
pero me sentí sumamente esperanzado cuando finalmente encontré unos
sacerdotes; ellos recorrían la ciudad ayudando a las personas que vivíamos
en la miseria de una sociedad que nos había olvidado, pero fue demasiado
tarde; los sacerdotes solo alcanzaron a brindarle la unción de los enfermos
mientras mi abuelo fallecía a causa de la desnutrición.
Los clérigos me dieron su pésame y me dejaron solo, con el corazón

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

partido pensando en las falacias de la iglesia y la estúpida fe en un Dios que


se burlaba de nuestro sufrimiento. No solo no tenía nada, sino que además
de padecer el hambre, el miedo y la angustia de la pobreza más cruda, debía
sumarle el calvario de vivir sin la guía y la contención de la única persona
que supo escucharme.
Yo era joven en ese entonces y creía que mi madre había quedado loca
después de tantas pérdidas tan cercanas, tan seguidas e infinitamente dolo-
rosas en su vida. Su hermana de tuberculosis cuando tenía 6 años, su madre
a los 16 años, el gran amor de su vida a los 20. Mi abuelo y yo lo éramos todo
lo que le quedaba. Poseía la suntuosa habilidad para hacer malabares con el
tiempo y poder regalarnos un poquito de ella a todos sus afectos; desprendía
de su cuerpo calidez y amor que no dudaba en esparcir al mundo, con la
esperanza de hacerlo más ameno para los demás. Sin embargo, su luz se
apagaba y yo solo podía ser espectador de aquella obra tan sombría.
Una mañana mientras me encontraba en el mercado vendiendo mi tra-
bajo, vi pasar a una mujer cuya magnificencia no podía ocultarse bajo los
jirones de tela, que alguna vez pertenecieron a un bello vestido. Su esplen-
dorosa caminata y la delicadeza de sus facciones me atrajeron inexplicable-
mente hacia su camino; y ella extraordinariamente se volteó a verme, como
si supiera que me encontraba detrás suyo, siguiendo el rastro que dejó la
estela de su perfección en las sucias calles de esa ciudad en ruinas. Hipnoti-
zados el uno por el otro, nos acercamos como si estuviésemos llegando a un
encuentro arreglado pero cuando estábamos lo suficientemente cerca para
iniciar una conversación, un hombre que ignoró por completo mi presencia,
la tomó del brazo llevándosela rápidamente de allí.
Solo pude pensar “Todavía no es momento” ¿Momento de qué? Me
pregunté; sorprendido por mis pensamientos. ¿Hay un tiempo determinado
para algo? ¿Cuándo sería el momento oportuno para encontrar respuesta a
mis por qué?
Cuando quise volver a la realidad, descubrí con horror como una dis-
puta se había convertido en una riña general donde todos estaban peleán-
dose contra cualquiera que estuviera cerca. Antes de poder alejarme, alguien
me agarró por detrás y sentí el filo de un cuchillo cortar mi garganta.
Me sentí en paz por algunos momentos hasta que comencé a pensar. Me
daba vueltas por la cabeza la idea de que estuve cerca, a punto de encontrar
algo que se me había perdido en algún momento, pero no podía recordarlo.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Debía averiguarlo cuando regresara. ¿Qué estaba buscando en este mundo?


-No se te perdió algo- Oí una voz indescriptiblemente bella, serena y
contenedora a mis espaldas; pero al voltearme no había nadie, permitién-
dome contemplar el vacío a mi alrededor. La nada misma- Estás buscando
una compañía en particular. Te encuentras en un proceso de aprendi-
zaje, buscando un alma perdida a la que has amado incluso más que a la
existencia misma, por lo que has elegido adentrarte en este camino de es-
pejos y bifurcaciones sin salida, con el fin de encontrarla una vez más. A
medida que aprendes a ser mejor vida tras vida, enfrentándote a las
distintas dificultades, repudiando el egoísmo, la opulencia que ofrece
el poder y la avaricia, la apatía ante el sufrimiento ajeno; mientras
aprendes sobre el amor, la misericordia, el compañerismo, el dolor,
y te conectas con las emociones marchitas que poseía tu alma; serás
digno de compartir nuevamente una línea de tiempo exacta con el alma que
te cautivó hace siglos, y te ha empujado al sendero de ser una mejor persona.
Dentro de ti se encuentra todo el conocimiento de tus vidas pasadas y
seguirás ampliando esa sabiduría a medida que crezcas y fortalezcas
tus virtudes. Sin embargo, no puedo permitirte recordarlo todo, porque
la capacidad de la mente humana almacena muy poca información y no
tiene espacio para tanto conocimiento. Deberás regresar y aprender algo
más sobre la humanidad antes de encontrar lo que deseas- Sentenciando así,
mi nuevo nacimiento-

Esta vez nací en una familia muy trabajadora, que vivía con lo justo. No
nos sobraba nada, pero por fortuna tampoco nos faltaba. Siempre dispuesta
a dar una mano a quien lo requiriera. Era apreciada por los vecinos, no me
faltaba amor en el hogar y tenía todas mis necesidades cubiertas en una
linda y cómoda casa con una habitación propia para mí. A diferencia de
otras vidas, está vez era una mujer soñadora con la necesidad de alcanzar
todas las metas que me proponía. Sentía como el universo me mostraba el
sendero que debía seguir y yo cumplía con mi parte, recorriendo esas calles,
resaltando por mi carácter, luchando por hacerme un lugar en el mundo.
Buscaba constantemente encontrarme con algo que sacudiera mis emo-
ciones y me permitiera sentirme completa finalmente. Mi alma era inquieta
y encontraba en las adversidades la oportunidad de florecer y resaltar por su
intensa luz, mientras que en la bonanza se regodeaba de la cosecha de los

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

frutos de su esfuerzo.
Una tarde en la que me dirigía hacia el trabajo, en la lejanía, veo pasar el
transporte que me acercaría a mi destino, entendiendo así, que ese día lle-
garía tarde a mi lugar de trabajo. Cambié la ruta que habitualmente utilizaba
doblando mal en una calle y perdiéndome en otra que no conocía, el celular
no tenía señal, el GPS no prendía, y enojada por el estrés que me generaba
saber que nada me estaba saliendo según lo planeado para el día, casi paso
por alto los gritos desesperados de una madre asustada. Sus alaridos disi-
paron mi enojo y corrí hacia esa dirección para brindar socorro a lo que
sea que sucedía. En ese instante noté como la cabeza de un infante estaba
trabada en una puerta giratoria de un hotel lujoso, mientras que su mochila
estaba trabada en otro compartimiento de la puerta giratoria. Nadie podía
mover la puerta sin correr el riesgo de cortarle la cabeza y el niño era tan
pequeño y tenía tanto miedo que no podía reaccionar ni seguir las instruc-
ciones para liberarse de la mochila.
El destino me había empujado a esa situación, debía ayudarlo. Empujé
al niño dentro del compartimiento de la puerta y abrí cuidadosamente para
darme espacio suficiente para entrar con él y sacarle la mochila que tenía
atorada. Él me abrazó y dejó de llorar; mientras duró el abrazo el mundo se
había esfumado y solo éramos nosotros dos, su llanto se había convertido
en balbuceos inentendibles pero encontré en esos sonidos un intento de
comunicación que no pude responderle. Fue sumamente extraño porque
sentía que ese pequeño entendía mejor que yo lo que me generaba vacío y
tenía las respuestas que respondían aquellas preguntas que nunca me había
hecho en voz alta. Recuerdo que le dije que se quedara tranquilo que había
llegado a sacarlo del peligro que corría. Con dificultad giré la puerta lo su-
ficiente para volver a la calle con el chico en brazos sintiéndolo tan familiar
como podría sentir los abrazos de mi hermano pequeño. La madre lloraba
histérica mientras un guardia de seguridad, luego de notar que la puerta no
giraba debido a la mochila del infante trabada entre la pared y el vidrio de
un compartimiento de la puerta, impidiendo el correcto funcionamiento
de ésta, rompió los vidrios para permitirle a esa madre aterrorizada reen-
contrarse con su hijo, que pese a las magulladuras que ya se habían hecho
visibles en su frágil cuerpo, se encontraba a salvo.
Entregué al niño que no quería soltarme y le prometí reencontrarme
con él algún día para consolarlo. Pasaron los años, conocí otras personas,

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

cambié de trabajo y siempre miraba a mi alrededor con la esperanza de ver


algún indicio que me encontrara con una situación similar, o con ese chico
que de alguna forma estaba conectado a mi destino.
Exceptuando ese acontecimiento que me marcó toda la vida, llegué a la
vejez sin pena ni gloria. Luego del cumpleaños de una de mis sobrinas nietas,
siendo una anciana afortunada rodeada del amor de una familia abundante
y compañera, me despedí de mis afectos para irme a dormir y permitirle a
mi alma salir de esa cárcel de piel y carne que no le permitía moverse libre.
Estaba esperando en alguna parte del universo, la señal para regresar
a vivir nuevas experiencias, cuando por fin lo sentí. Estaba muy cerca mío
aquella alma familiar y conocida, haciéndome compañía en la inmensidad
del vacío. Quise disculparme por arrebatarle la vida en un trágico descuido,
cuando solo me preocupaba por mi egoísta narcicismo, mi pedante perso-
nalidad y mi asquerosa manera de vivir utilizando a los demás para mi bene-
ficio. Quise explicarle cuanto la amaba desde que la había conocido, contarle
que fue por su causa el repentino cambio del rumbo de mi destino y que me
adentré en su búsqueda apresurando el paso, para no perder el rastro que
dejaba la estela de su perfección, guiando mis pasos para encontrarme con
sus pies danzantes y su alma escapista.
“Te amo” le dije, sin saber si me estaba prestando atención o estaba en
trance recordando situaciones, experiencias y personas que había conocido
anteriormente. Dicho esto regresamos a la vida y nos separaron al nacer
nuevamente.
Miraba sin ver olvidándome torpemente de recordar lo que buscaba,
quizás lo hacía adrede para no generarme más ansiedad de la que ya tenía,
quizás era sabiendo que pronto tendría la oportunidad de encontrar algo
que superaba notoriamente mi capacidad de entendimiento. Quizás era mi
imaginación y no había nada allí para mí, o quizás sí, solo que todavía no
era momento de verle. Quizás pensar en esa palabra que tan torpe me hacía
sentir al evocarla en mis ideas, era la llave que abriría la puerta de la incer-
tidumbre que me acechaba, para descubrir la certeza que escondía en las
dudas que pronunciaba.
Pasaron muchos años en los que sin sentido buscaba a mi alrededor
alguna señal mística que me explicara que estaba esperando que pasase;
porque hasta cuando me dirigía a comprar comida, ropa, o maquillajes, mi-
raba a las personas a mi alrededor tratando de encontrarme con una en

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

particular que no conocía y no sabía si iba a poder distinguir entre la muche-


dumbre cuando por fin la encontrase.
En unas vacaciones, la playa que había visitado cobró vida en una ce-
remonia religiosa en las que los devotos, pidiéndole deseos a la diosa del
mar, ofrecían a cambio bellos decorados con la imagen de la deidad, frutas
tropicales, cartas, flores y velas. Yo me encontraba mirando con curiosidad y
dejando a un lado mi cuaderno con dibujos de paisajes repetidos y aburridas
escenas de películas, para observar mejor el ritual que se estaba presentando
frente a mi mirada curiosa y llena de expectativa.
Una niña que pasaba corriendo con sus trenzas despeinadas, la cara
sucia por la arena, y una sonrisa alegre pese a la piel colorada después de
muchas horas de jugar bajo el sol refulgente que miraba desde lo alto, me
entregó en la mano un ramillete de flores silvestres que sacó de un árbol
cercano a la costa. Uno de aquellos árboles que decoraban la zona los días
de primavera. Le di las gracias, pero no contenta con mi respuesta me dijo
que no eran para mí, que debía dárselo a la diosa y me señaló el mar antes de
salir corriendo a recoger más flores.
Me acerqué lo suficiente a la orilla para permitirle al mar acariciarme los
pies con sus olas, y luego de un rato de disfrutar las caricias frías del agua,
me adentré un poco más para poder lanzar el ramillete lo más lejos de la
costa que me permitía mi fuerza. Grité “deseo encontrar lo que busco” y las
palabras “un alma inquieta” se posaron en mi mente, que hacía esfuerzos
por recordar una canción o poema que había escuchado con esas palabras, o
una conversación que había tenido. De alguna manera tenía la sensación de
que había olvidado algo y estaba haciendo esfuerzos terribles para intentar
recordarlo, porque me resultaba demasiado familiar y a la vez desconocido.
Días después, cuando regresé a mi rutina diaria, me encontré con un alma
amiga que me enamoró pronto, a los pocos minutos de conocerlo otra vez;
porque en el fondo, mi alma sabía que ya había vivido con él alguna
experiencia de amor y pasiones fugaces. Estaba pensando las palabras per-
fectas para dedicarle mientras acariciaba su rostro somnoliento y cansado,
cuando él pronunció en un susurro, antes de quedarse dormido a mi lado,
las que yo tenía en la punta de la lengua “Por fin te encontré, después de
tantas vidas de buscarte”.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Monstruos
Hola, me presento:
Soy el monstruo que se esconde en tus pesadillas, que te observa desde
el armario y sientes moverse en la penumbra de tu habitación cuando la
noche está en calma. Soy el silencio que invocas cuando la desesperación
ensordece tus ideas, cuando la angustia estrangula tus ganas de seguir de pie
luchando por cumplir un objetivo, y quien aprieta fuerte los grilletes que te
anclan a un malestar constante, en lo más profundo de tu espíritu.
No temas, no podrás escapar. Soy una parte de ti y no te liberaré
de mi presencia hasta que me enfrentes y ganes la lucha interna que llevas
desde siempre contra tus propios miedos. Huir solo prolonga los problemas
y dilata el dolor que se esparce hacia la gente que amas, envenenando todo a
tu alrededor con pensamientos negativos y actitudes desagradables; hazme
frente, encuentra pronto tu valor para acabar de una vez con la maldición
que cargas a tus espaldas.
Hay carencias desesperantes que se traducen en enfermedades de
todo tipo; “monstruos” como tú le llamas, que se esconden bajo la piel y
desgarran las entrañas, de un alma cobarde y sometida por los golpes que
le propician sus malas decisiones, y las de las personas que permites que se
acerquen a ti.
La vida se compone de causas y consecuencias que te indican el
camino a seguir para aprender lecciones. Debes asumir la responsabilidad
que te corresponde ante tus actos, y aprender a instruir las enseñanzas que
vayas adquiriendo, conforme la vida te ponga a prueba, y crezcas en base
a tus propias experiencias. También existen momentos maravillosos e irre-
petibles en tu corta existencia, que no puedes apreciar como se merecen
por estar concentrado en la falta material, de objetos que no necesitas para
ser feliz; aunque estés demasiado ciego para verlo. El resultado de tus de-

107
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

cisiones, siempre serán quienes juzguen tus actos y debes ser hábil, para
utilizar las cartas que te tocaron y crear una jugada maestra que te posicione
en la meta que deseas alcanzar.
Mírate al espejo y mírame a los ojos, déjame que me justifique antes
de que me condenes; solo deseo protegerte de tu ignorancia. No soy tu
enemigo ni un ser inferior dentro de tus pensamientos, yo soy tan poderoso
como me lo permitas y controlaré tu cuerpo tanto como te aten tus miedos
y rencores, a una existencia vacía donde siempre te falte el aliento y autoes-
tima. Te obligo a cambiar para adaptarte mejor a la adversidad huracanada
que se encuentra allí fuera para derribar a Atlas, y dejar caer sobre ti, el peso
infinito del mundo con el que cargarás pesaroso, tantas veces como sea
necesario, hasta que descubras la manera de dejar ir aquellas cargas que no
aportan nada positivo en tu vida, y se agrupan entre los de su misma clase,
para generar el caos que tienes dentro.
Valórate lo suficiente para demostrarle a todos cuanto vales, amándote
como nadie podría hacerlo y dándote el lugar que mereces dentro de tu
círculo íntimo. Sé mi amigo en vez de negar mi existencia, para que juntos
podamos apoderarnos de este cuerpo de carne, que se pudre lentamente
mientras estemos en conflicto, sin aportar nada interesante a una existencia
efímera. Las tragedias que a tu vida hostigan, se repetirán en tanto no me es-
cuches; porque puedo predecirlas si me lo permites, y ahorrarte la tristeza de
un momento evitable, si te acostumbras a la turbulencia y a la opulencia que
se turnarán para tocar tu puerta, llegando inoportunamente y dándote una
sorpresa que sacudirá tus días. En la vida todo es cíclico, variable y fugaz.
¿A que le temes? No soy más monstruoso de lo que tú eres, y allí fuera
no hay nada que de tanto miedo, como lo que escondes bajo ese corazón
palpitante y pasional; no existe nada en este mundo que genere tanto pavor,
como mirar adentro de tu alma y dejar al descubierto tus verdades más
secretas.
Vivo en tu imaginación e invado tus pesadillas, quiero hacerte entrar en
razón cuando el miedo te mortifica. Nunca te paras a escucharme; corres y
gritas para evitarme, aunque no intente lastimarte. Te equivocas conmigo,
no pierdo la fe que deposito en tu capacidad de leerme los labios las palabras
de auxilio; siento lo que tu sientes y herirte es mi castigo. Sufro tu vergüenza
cuando intentas hablar con soltura, tu incomodidad al verte en el espejo, al
comer con culpa o luchar con la adicción que controla tu mente. Pierdes

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

la cordura, los sueños y el control de tu vida cada noche de insomnio, tras


cada sustancia consumida, por intentar olvidar un recuerdo reprimido que
ni siquiera sabes que ocultas. Intentas dormirme con pastillas, callarme con
ruido, aplastarme con las personas y objetos que buscas, para llenar un agu-
jero negro insaciable e inasible, que cuando menos te lo esperes, escupirá
sobre ti la soledad que tratas de sofocar.
Te mientes repitiéndote que no eres la misma persona, pero sé de buena
fuente que no has cambiado en realidad; de hecho creo conveniente remar-
carte, que no has salido del infierno, solo cambias de verdugo cuando se
asoma el bienestar. No te haces responsable de tus actos y culpas a quienes
tienes alrededor, pero tampoco te alejas de aquellas personas que dices que
sacan de ti lo peor. Te quejas todo el tiempo de las cosas que no posees y de
las metas no alcanzadas, pero dime con sinceridad ¿Realmente te esfuerzas
lo suficiente para ser merecedor de algún sueño? Si tu respuesta es sí, cambia
la táctica para obtener ese objetivo, o ármate de paciencia y continua tu ca-
mino sin envidiar a los demás.
Te conozco mejor de lo que quisieras y sé perfectamente cuanto te mo-
lesta que sepa tanto de ti y tú tan poco sobre mí, pero si haces un esfuerzo
para mirarte dentro con humildad y sinceridad; podrás escucharme decirte
cuanto te echo de menos, desde que me condenaste a la oscuridad por no
querer aceptar tus defectos.
No entres en pánico. El miedo te paraliza, déjame ser parte de tu vida,
acéptame para que puedas sanar aquellas heridas abiertas que se infectan
con tu rechazo, y te impiden quererte de verdad. La perfección es apreciar
las diferencias como virtudes que dan independencia e identidad. Conviér-
tete en amante de tus defectos y con un amor paciente, transfórmalos en
herramientas para cosechar los frutos de la vida que mereces en realidad.
Las decisiones manejan tu existencia. Eliges a diario como actuar o qué
decir, te enfocas en ser víctima o victimario, cambiar el rumbo que tus pies
han transitado o en quedarte inmóvil en donde te encuentras, quejándote
de las consecuencias de tus propios actos. Está bien sentir miedo, pero no
miento si te digo que al enfrentarme, podrás atravesarlo y conocer la verdad
detrás de la incertidumbre. Quizás detrás de mí, se encuentra la respuesta
que estás buscando hace añares y no te atreves a visualizarla por no querer
cruzar tu mirada conmigo.
Yo no tengo la culpa de tu amargura; podrías ser más feliz si aceptaras

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

que es perfectamente normal y saludable estar angustiado, enojado, triste o


avergonzado. Conéctate con tus emociones y verás que todos nosotros, a
quienes evitas a diario, escondes, niegas y juzgas; estamos cumpliendo una
función indispensable en tu vida: Te hacemos humano.
No somos monstruos, estás muy equivocado con nosotros. Somos sen-
timientos, somos recuerdos, somos parte de tu esencia, de tu historia, de
cada una de las experiencias que componen tu realidad. Somos la angustia
que sientes al recordar con triste nostalgia, un momento feliz que sabes que
no se repetirá; o porque las personas que hicieron de ese momento algo
único ya no están en tu mundo, o porque no tienes la posibilidad de volver
a aquel lugar.
Las personas cambian, los lugares no son los mismos cada vez que pasas
por allí, los factores que hicieron de esa experiencia insuperable hoy no se
cumplen y ni siquiera reuniéndote con las mismas personas, podrás repro-
ducir ningún recuerdo exactamente igual. Podrás crear otros nuevos, pero
esforzarte por copiar el pasado, es una perdida absoluta de tu valioso
tiempo.
Tu percepción no es una realidad absoluta, y si no pudieras encon-
trarnos en la oscuridad de tu mente, no podrías sentir el alivio que la luz del
conocimiento, la certeza o la ilusión despiertan en tus palpitaciones frené-
ticas, debido al rechazo que te generamos. No siempre tendrás días buenos,
volveremos a ti para recordarte que nada es eterno y tu tiempo es limitado;
para que valores realmente cada minuto de bienestar, cada gesto sincero
por más simple que éste sea, cada palabra amable de aliento y apoyo por tus
sueños, y cada acto desinteresado repleto de cariño, que las personas que se
preocupan por ti te demuestran en cada oportunidad que les nace, por el
simple hecho de sentir algún tipo de interés por las vivencias que atraviesas.
Estar en constante compañía con cualquiera de nosotros es una expe-
riencia desagradable; es verdad, como así también lo es no poder expresar
otro sentimiento diferente a la risa histérica, sin filtros, ni limite; aquella que
te deja sin respirar y te asfixia por la falta de aire cuando no puedes hacer
otra cosa que desesperarte por la falta de oxígeno. Ningún extremo es salu-
dable y lo que tienes que aprender es a convivir con nosotros en equilibrio y
armonía. Insisto, no somos enemigos aunque nos demonices. Somos total
y completamente necesarios para tu crecimiento, en cada etapa de tu vida
sin excepción. A pesar de que te disguste admitirlo, a veces la incomodidad

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que te generamos es lo que utilizas de motor para tomar las riendas de tu


vida. La alegría es muy bonita y se pasea alegremente estando algunas veces
ausente, dejándote solo con tu miseria a cuestas, y es por ello por lo que apa-
recemos para obligarte a moverte de ese lugar en el que eres infeliz. Nada
sabrías de la vida si no aprendes antes a vivirla, y la mejor forma de educarte,
es empujándote a recorrer este camino para que conozcas la mayor cantidad
de alternativas posibles.
Enojarse es sano si puedes hablarlo, transmitir tu enfado y encontrar
solución con lo que sea que te haya generado daño. Al esconderlo, solo
produces que ese monstruo te devore por dentro y lo incentivas a saciar su
hambre incontrolable con la energía que dejas de utilizar para ser feliz, con
tal de mantenerlo ocupado y que no te mate en el corto tiempo. ¿Sabes que
sucede luego? Una vez alimentado con la represión que te impones, sale
expulsado de tu cuerpo de manera tosca e inoportuna, y se lleva por delante
todo tu esfuerzo y lucha. Puede enfermarte y susurrarte al oído maldiciones
para que le hagas daño a la gente que amas. Es un monstruo muy explosivo
pero dócil, si entiendes como dominarlo, con algo de paciencia y práctica.
La tristeza es un monstruo sigiloso devora almas. Se instala en lo más re-
cóndito de tu interior mientras te consume lentamente, llenando los huecos
que te deja con reproches, culpas, angustias y malos recuerdos. Cuando
menos te lo esperes saldrá hacia afuera para que te auto flageles o acabes
con el dolor que te produce a diario del modo fácil, empujándote al suicidio
o a situaciones extremas, que en el mejor de los casos, te harán tocar fondo
y elegir otro camino a seguir para salirte de aquel pozo. No le des la satis-
facción de vivir cómodo, haz tanto ruido como necesites para sacarlo de su
zona de confort y pedir ayuda a otros si crees que eres incapaz de vencerle.
Es un ser débil pero se hará tan fuerte como se lo permitas, a medida que
crece.
¿Ves? Soy la representación de tus miedos más irracionales y si pudieras
prestarme atención no serías tan “cobarde”, como te etiquetas. No creo que
tengas razón pero ¿Acaso importa lo que pueda decirte? Si en más de una
ocasión te he cerrado las puertas para que no puedas seguirme y tú las has
abierto encontrándote con opciones mejores a las antes propuestas.
Somos lo que tú eres, y hacemos de tu vida un lugar mejor. Te empu-
jamos a descubrirte poniéndote metas, corriéndote las vendas para que nos
mires y luchando a tu lado para convertirte en una persona mejor.

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Relato de una jaula vacía

Querido diario, sé qué hace mucho no te escribo, pero sucedieron…


cosas.
Un día me encontraba bajo un árbol espléndido, disfrutando de su
sombra, mientras cantaba y jugaba con los diferentes tonos a los que podía
llegar mi voz. Estaba tan distraído y concentrado en mi canción, que no
noté cuando aquel horroroso monstruo apareció detrás de mí, atrapándome
con una red, como si fuera un pez.
Asustado, torpemente traté de huir, pero no podía escapar por mucho
que lo intentase, no podía romperla tampoco, y como si fuera poco, con sus
enormes manos me envolvió y me metió en una caja con agujeros sin nin-
guna delicadeza. No sé qué hizo con la caja, pero ésta no dejaba de moverse
bruscamente y yo me golpeaba con todas las paredes, una y otra vez. Pensé
que moriría, el dolor, desde que se hizo presente, era cada segundo más
intenso. ¿Cómo había ocurrido esto? ¿Cómo pasé de estar disfrutando una
preciosa tarde soleada cantando en la plaza, sin preocupaciones, a pensar
que podría morir en las manos de una criatura tan espantosa?
Cuando llegamos a destino, no podía moverme. Ese ser malvado me
encerró en una jaula muy lejos del suelo, ¡como un criminal! Sin embargo,
dentro del horror que estaba viviendo no todo fue tan terrible, tenía una
compañera de celda que me ayudó a no sufrir tanto la soledad y a quien
ayudé a sobrellevar su pérdida.
Cuando la vi por primera vez, mi mundo paró de girar. Era la criatura
más perfecta que había visto en mi vida, y yo que siempre había sido libre,
como las hojas de otoño que pasean acompañadas del viento, entendí que
no me importaría morir en cautiverio, siempre y cuando fuera a su lado.
Noté que estaba gravemente herida; intenté sin éxito hablarle y ofrecerle

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

mi ayuda, pero con su orgullo me echó de su lado e ignoró mis peticiones


de amistad. Me sentía solo y rechazado. Una combinación tan triste como
dolorosa.
El gigante regresó tiempo después a nuestra prisión, esta vez acompa-
ñado de otro, que vestía un uniforme azul, y se llevó a mi compañera. A
pesar del dolor de mis magulladuras, peleé para que no se la llevaran, no
podía permitir que le hicieran daño. Grité, insulté y mordí al atacante con
todas las fuerzas que me quedaban mientras él sacaba de la jaula a su prisio-
nera. Ella estaba tan resignada a su destino, que ni siquiera había intentado
luchar, y antes de salir por completo de aquella prisión, me dedicó un débil
“gracias” y no despegó sus ojos de mí, hasta que la perdí de vista.
La jaula vacía en ese momento me parecía más grande, la soledad y la
tristeza se materializaron en ese lugar y me asfixiaban con sus manos, me
hablaban con sus labios envenenados, me provocaban nauseas con el olor
a miedo que se extendía en tan oscura celda. Oía los susurros del viento
pidiéndome que volviera, que escapara y regresara a jugar con él en libertad,
y aunque hubiera podido hacerlo si intentaba abrir la puerta, aprovechando
que el demonio no se encontraba cerca, no quería irme sin ella. La vida
había dejado de tener sentido allí fuera si no podía compartirla.
En algún momento indefinido me quedé dormido, y al despertar, ella
había regresado a su rincón, con vendas ensangrentadas y con ungüentos
con un fuerte hedor, distribuidos en distintas partes de su delicado cuerpo.
Adolorida, se acercó a mí, con evidente dificultad mientras me despabilaba,
y en silencio me agradeció con su dulce mirada.
Con el transcurso de los días nuestras heridas iban sanando lentamente,
y una tarde, sin darnos cuenta, nos encontrábamos cantando la misma can-
ción improvisada, dándonos amor y apoyo para soportar el encierro. Solo
después de eso, ella me contó que esa bestia la había secuestrado con sus
hijos, pero que ninguno había sobrevivido el viaje. Eran demasiado jóvenes
para aguantar los golpes dentro de la caja. Decidimos escapar cuando se
recuperara completamente de sus heridas; mientras tanto, barajaríamos las
distintas opciones que teníamos, con las cartas que nos habían tocado en
este juego macabro.
El uniformado regresó tiempo después y se la llevó durante horas. La
desesperación me consumía, necesitaba sentir su compañía, y para no extra-
ñarla tanto, comencé a cantar nuestra canción. Vi como el gigante se acer-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

caba sonriente y feliz a verme y me alentaba a continuar. Yo era su diversión,


por esa simple y egoísta razón, me arrebató la libertad.
Nos alimentaba con migajas y nos ofrecía algo de agua para no morir;
limpiaba la jaula algunos días y en el proceso nos encerraba nuevamente
en una caja pequeña donde apenas podíamos movernos. Todo esto con el
objetivo de divertirse con nuestro llanto y sufrimiento. Yo que siempre había
sido bueno, ¿Por qué debía estar en cautiverio? ¿Qué había hecho tan malo
para merecer tal castigo? Mi libertad me esperaba al otro lado de la jaula y
me pedía a gritos, que fuera a buscarla.
Cuando mi compañera se recuperó del todo, yo ya me encontraba en
perfecto estado de salud y con energía de sobra, sentía que podía volar alre-
dedor del mundo si me abrían la puerta de la celda.
Al llegar el día de la limpieza, atacamos juntos las manos de nuestro
captor, haciendo que éste tirase la jaula al suelo. El impacto nos dejó un
poco desorientados, pero no teníamos tiempo que perder, y nos pusimos
en marcha lo más rápido posible, hacia el camino de nuestra amada libertad.
Nuestro secuestrador intentó sin éxito detenernos, sin saber que ahora que
estábamos juntos; unidos, éramos invencibles e imparables.
Volamos tan alto como pudimos y tan rápido como nos permitieron
nuestras alas, alejándonos todo lo posible de ese lugar. Construimos nuestro
nido en la copa del árbol más alto, construyendo un hogar para criar a nues-
tros polluelos, y no volvimos a tocar el suelo si no era de extrema necesidad.
Ahora al ver humanos cerca, nos alejamos raudamente; nunca sabemos en
cual se puede confiar. Verdaderamente son una especie incomprensible que,
siendo libres, buscan encerrar a otros seres vivientes, porque por sí solos no
pueden conocer la libertad.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Luna sin luz


Era el primer día de clases y estaba tan aburrida de escuchar una presen-
tación extensa, que me parecía tan semejante a tantas otras que ya había oído
en otros momentos, que terminé por desconectarme. Me encontraba muy
concentrada mirando a través de la ventana, las piruetas de una hoja movida
por el viento; con mi cabeza apoyada sobre la palma de mi mano y el codo
firme sobre el escritorio. Empecé a dibujar con la mente, el recorrido de la
hoja en el aire y a imaginarme lo que se sentiría ser libre para correr con el
viento en el rostro. Correr tanto como me permitieran mis piernas y huir
para siempre de ese infierno al que tenia que regresar cada tarde después de
asistir al colegio. Soñarlo era hermoso.
Abruptamente se interrumpieron mis fantasías cuando la cam-
pana del recreo sonó estridente y puntual. Miré como mis compañeros de
clases salían por la puerta para reencontrarse con sus amigos de otras clases,
ponerse al corriente de las anécdotas vividas en el verano o comprar algo de
comida. Rápidamente me paré de mi asiento y me preparé para salir del aula,
pero recordé que tampoco había nada afuera de ella que estuviera esperán-
dome, así que me senté pesadamente. Era tedioso estar ahí, pero no tanto
como estar en otro lugar.
Comencé garabateando las hojas de mi cuaderno, y luego empecé
a dibujar corazones rotos, cuchillos, sangre, ojos con lágrimas entre otras
cosas; hasta que noté la gravedad de lo que estaba bocetando. Cambié de
disciplina intentando hacer algo que me dejara conforme, buscaba men-
talmente palabras que pudiera combinar en un verso corto, pero ninguno
de los que imaginaba sonaba convincente en mi cabeza y no valía la pena
transcribirlos en papel, a menos que fueran lo suficientemente buenos como
para convencerme.
Entretanto me sumergía en mis fantasías oscuras, otro timbre en-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

sordecedor anunció la vuelta a clases. “Ojalá pudiera sonar una campana


cuando pasamos momentos desagradables para regresarnos a una realidad
distinta” - pensé resignada. Fue en ese momento que la vi, entró al aula una
mujer menuda de sonrisa amable, apurada caminando hacia el escritorio.
Su luz me iluminó de tal manera, que me vi hipnotizada por sus maneras y
presté atención a lo que tenía para decir. Nos dijo que, aunque no la cono-
cíamos hasta ese momento, ella nos adoptaría como si fuéramos sus hijos,
y la calidez de sus palabras reconfortó mi corazón. ¡Cuánto añoraba yo una
madre!
Entonces decidí escribirle una carta a mi ángel de la guarda:
“¡Bendita sea mi suerte por haberte conocido! Entraste refulgente por
aquella puerta, con tu sonrisa cálida y ese amor viral que contagiabas con
entusiasmo, a tus hijos de corazón, como llamabas a tus alumnos. Ense-
ñaste más de lo detallado en un programa educativo, fomentaste nuestra
imaginación y nos alimentaste el ego con tu cariño.
Te recuerdo con mucho afecto, porque fuiste el ángel que me en-
contré en medio de mi tormento, en cuya sabiduría me apoyé y aprendí a
escribir los remedios que curaron las alas gastadas, rotas y adoloridas, que
tenía a mis espaldas. Tu magnificencia me brindó un lugar en donde refu-
giarme cuando la tormenta no amainaba y fueron tus esplendorosas alas, las
que me protegieron momentáneamente del calvario que me hacían sentir las
quemaduras del fuego infernal que me acechaba.”

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Perdón

Tengo que pedirte que dejes de llorar, que entiendas de una vez que
lo he dado todo con tal de mantener tu integridad. He luchado contra los
más peligrosos monstruos que hemos conocido, he salido muy golpeada de
cada batalla, de cada abandono a nuestra suerte y nunca te dejé morir en la
oscuridad.
¿Recuerdas cuando por las noches te consolaba prometiéndote que
nuestro calvario no duraría para siempre? Cumplí mi promesa. Hoy solo
quedan las secuelas de tanta tortura y las cicatrices de las que me apoderé
para que a ti, nadie pudiera alcanzarte en tu escondite.
Recuerdo que me mirabas desesperada, aterrorizada, rogándome al otro
lado del espejo que acabara pronto toda esa agonía que nos provocaban las
personas que debían protegernos, cuidarnos, amarnos y procurar nuestro
bienestar. Hice todo lo que pude, perdóname por no poder escapar a tiempo
antes de que el daño fuera irreversible. Juro que pedí ayuda, a los vecinos,
en el colegio, a mamá, a mis amigos y a sus padres; peleé cuerpo a cuerpo
contra todos los que querían quebrarte la voluntad, matarte y reducirte a un
montón de nada que vagaría hasta el final de mi vida, como un ente que solo
me recordaría lo inservible que había sido por dejarte morir, provocándoles
a otros el mismo dolor que nos causaron para no sentirnos tan mal.
Nadie se interesó en nosotras, lamentablemente estábamos juntas y
solas contra el mundo. Traté de levantar muros invisibles para evitar que se
acercaran desconocidos a dañarnos, repetí erróneamente aquella violencia
que me enseñaron como estilo de vida, en un intento de proteger mi inte-
gridad, purgué tu dolor escribiendo nuestra historia, quise borrar los malos
recuerdos con el ácido amargo que salía de nuestras lágrimas, llorando más
noches de las que puedo recordar; pedí clemencia y negocié como mínimo
algunos descansos del maltrato diario, para darte tiempo a escapar a una

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

realidad diferente; a pesar de que no funcionara, al menos tuviste tiempo de


esconderte detrás de mi orgullo y desobediencia para que no te lastimaran
tanto y solo recibiste el trauma de verme devastada, casi rendida a los pies de
la vida, queriendo acabarla. Hoy entiendo que no tenía más herramientas
y lo dejé todo en la guerra que se desataba. Tus sueños subestimados, me
mantuvieron en vela cuando me costaba enfrentar las situaciones más difí-
ciles y fue por ellos que decidí vivir y cumplirlos. Tu presencia salvó mi
vida y no hay día que no piense en ello.
Confié en malas personas que disfrutaban maltratándonos, te llamaban
estúpida por creer que el amor de las películas y de los cuentos era real, por
tener la sensación de que en alguna parte una vida mejor era posible, por
imaginar un futuro ideal rodeada de todo aquello que entendías merecer, por
ser fiel a tus ideales, creer en ti misma y dejarte llevar por tus pasiones. Esas
personas quisieron que cambiaras de opinión y coincidieras con ellos para
permitirles generar más daño del que hicieron y convirtiéndome en un ser
infeliz que sintiera verdadera satisfacción al provocar en otros el mismo su-
frimiento, pero me enorgullece reconocer que no lo lograron, no pudieron
someterte. Los daños físicos no fueron tan graves como los emocionales y
aun hoy me resulta difícil tomar decisiones que me acerquen a la felicidad,
por culpa del recuerdo de sus voces gritándote los defectos que inventaron,
para que no pudieras continuar sin ellos. Ellos buscaban constantemente
la forma de generarme una dependencia total y yo buscaba las llaves de las
cadenas, que a la fuerza, me trataban de colocar; tristemente perdí libertad
pero nunca dejé de intentar escapar, aun sin saber muy bien de qué huía.
Perdón por no darme cuenta de que no debía darle mi corazón a per-
sonas tan despreciables; fueron ellos quienes sin querer me enseñaron a
no relacionarme con personas que actúan de una manera diferente a la
que dicen desenvolverse, no creer en las promesas incumplidas y no darles
el cariño que exigen los violentos y manipuladores, a cambio de fingir un
amor inexistente. Es terriblemente difícil recordar eso como algo tan lejano,
y tenerlo tan presente, al punto de continuar dañándome.
Descubrí que contar mi desventura servía para sentir cada vez menos
angustia al recordar los hechos que me llevaron a este barranco emocional,
aceptar que sucedió y que la tormenta había acabado hacía tiempo; sin
embargo no entiendo como pude permitirme llegar a relacionarme con
gente que decía amarme tanto, si tanto disfrutaban de mi sufrimiento. Me

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

cuesta perdonarme por haberme confundido garrafalmente, por eso le pido


perdón a esa personita que fui hace tanto tiempo atrás, tan vulnerable y
necesitada de amor. Tenías razón, eso no era vida. Vivir no consiste en tan
solo respirar. Tenías razón, perdóname por favor, que quizás solo así pueda
encontrar mi propia redención.
No encuentro forma de consolarte, intento por todos los medios ha-
certe feliz, darte la vida que siempre has deseado; rodearte de personas que
de verdad te aman y constantemente te lo demuestran compartiendo ale-
grías y consolándote en las penurias, quienes nos recuerdan el potencial que
tenemos, lo fuerte que somos cuando el mundo se tambalea bajo nuestros
pies y exponiendo todos los logros que obtuvimos a causa de nuestra fe y
trabajo en conjunto. Tus sueños de aquel entonces son hoy mi realidad.
Quisiera poder viajar en el tiempo y abrazarte fuerte, decirte a ciencia
cierta de que todo va a estar bien, que lo vas a lograr, que no escuches a
aquellos infelices que solo buscaban dañarte, que tenías razón y entendías
más de la vida de lo que te hacían creer, que seas fuerte, tan fuerte que los
hicieras dudar de si tu alma estaba hecha de obsidiana, advertirte que todo
iba a empeorar pero que no te desesperes, todo ese sufrimiento tendría un
final y lo necesitabas atravesar para convertirte en lo que hoy eres.
Soy tu mayor sueño cumplido, la esperanza al rescate de tu vida. Tuve
que aprender a relacionarme nuevamente con el mundo que me rodeaba y
dejar las extravagancias un poco de lado, pero muy poco, para no olvidar
que gracias a eso existo. Soy diferente a las personas de mi entorno, como
ellos lo son de otras personas y eso no me hace especial en absoluto; lo que
me hace especial es ser la protagonista de esta historia que escribo con la
tinta de mi sangre, de nuestra sangre, usando las cicatrices como pluma.
Siento que las personas que tuvieron una vida más o menos tranquila, con
problemas normales como discusiones con sus padres imponiendo limites,
desenlaces amorosos por traiciones o carencia de amor, malos cálculos fi-
nancieros que desembocaron en caos económicos en sus hogares; no me
entenderían y de hecho más de uno se ríe porque no entiende que detrás de
mi sonrisa estás tú llorando desconsolada y aterrorizada.
Necesito que dejes de gritar, que ya no llores. Así no puedo avanzar y
encuentro el límite de mis posibilidades. Son tus lagrimas las más fuertes
de mis cadenas, y la condena de mi trágico pasado (tu presente) no me deja
dormir por las noches ni concentrarme durante el día. Quiero pensar que si

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

pudiera encontrarme conmigo en tu momento más difícil, estarías orgullosa


de lo que soy, ya que no solo me fui del infierno en el que habitabas, encontré
el amor que juraste convencida de que existía en alguna parte, y lo descubrí
en ti, en nuestro interior, amancillado a golpes, pero ahí estaba; tardé bas-
tante en ponerlo en forma, pero está bien y es mi mejor aliado contra los
recuerdos dolorosos. Escribí nuestra historia y te hice inmortal, al menos en
el recuerdo de las personas que te amaron y me aman, dándole forma a tu
dolor y transformándolo en hermosos versos que más tarde decoré con un
poquito de mi color, mostrando la evolución que nos distanció un tiempo.
Cumpliendo siempre la promesa de no abandonarte en el olvido.
Y no puedo explicarte lo que me emociona que te hayas posicionado
frente a la realidad a la que te enfrentabas a diario, con la esperanza en un
futuro mejor y aferrándote a esa ilusión para impulsarte lejos, lo más lejos
que te permitían tus sueños. Si no hubieras actuado de esa manera, yo no
existiría.
Mis pesadillas en los tiempos más oscuros de tu realidad siempre consis-
tieron en recibir ataques de monstruos asesinos, zombies agresivos, robots
disfrazados y personas crueles con sed de sangre y un gusto infinito por la
tortura más sanguinolenta posible. Hoy simplemente paseo por los cemen-
terios asustada con la sensación de recibir una emboscada, de ver resurgir
aquellas pesadillas en algún instante de guardia baja, observando a mi alre-
dedor una necrópolis metamorfoseándose en un lúgubre laberinto al caer
el atardecer y asomarse la luna, cuyos pasillos lo único que hacen es aden-
trarme aún más en mi más profundos traumas. Los zombies y fantasmas
que suelen aparecer simplemente me persiguen o me enfrentan, gritan, se
retuercen, o atrapan a otras personas, desconocidas; pero tú estás en algún
lugar de la escena, asustada, pidiendo a gritos que te rescate de monstruos
que ya no pueden lastimarte de ninguna manera, e incluso a veces llorando
desconsolada por el pavor que te generan.
Aunque cueste reconocerlo, dejaste de ser esa pequeña niña temerosa e
indefensa a quien golpeaban e insultaban por negligencia y problemas sin
resolver de las personas que tenían que cuidarte y decían quererte; siempre
fuiste valiente y le hiciste frente a las dificultades que se interponían en tu
camino. A veces te veo huyendo raudamente ante el reflejo de un recuerdo
doloroso, donde el abandono y el maltrato se hacen presente, pidiendo
ayuda a gritos literalmente mientras la gente te mira confundida sin saber

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

que decirte o qué hacer para ayudarte, sugiriéndote que te escapes para
evitar las violentas reprimendas, de los malditos que quisieron arruinarte
por completo la vida. Ya no son parte de tu mundo, son solo personajes
de tu historia.
Permíteles a los ignorantes hablar mal de ti por pedir ayuda, por no
querer a las personas que te lastimaron tanto, por burlarse de tus miedos y
tu dolor, que el karma golpea fuerte y ellos recibirán su merecido por todo
lo que hacen. No olvides que le cerraste la boca a todos, los que te quisieron
cerrar las puertas.
Te vi los pies cortados, las cicatrices de tus manos y las lágrimas en tus
ojos ciegos, a causa de la angustia que te los inunda cuando me encuentras
en sueños; me persigues cuando quiero huir de los recuerdos y me abrazas
cuando te necesito y prometo que nunca nadie va a llevarte lejos.
Te amo tanto que no voy a permitir que tu dolor sea en vano y juro
hacer todo lo posible por desembarazarte de esos hilos que te atan. Mi lucha
no culmina y no olvido los motivos de ésta, que son en parte, darme la vida
que deseaste cuando yo era pequeña.
No puedo olvidar las veces que te encerraste más de una vez con la
cuchilla o miraste con esperanza, las pastillas para dormir; imaginando que
esa era la única salida de esta pesadilla de la cual no ibas a despertarte más
de lo que ya estabas. Cuando tu única amiga era una perra, que te lamia el
brazo tratando de hacer menos pesada la carga de tu amargura, como si
pudiera desintegrarla con sus besos. Yo también la extraño, ella fue mucho
más compañera que los humanos que compartían tu sangre y los amigos
que solo te buscaban para contarte sus problemas. Tampoco me saco de la
cabeza cuando le rogabas a Dios pararte el corazón, envidiando la suerte de
los muertos que ya no sufrían más padecimientos. Yo te grité que no era
la respuesta que buscabas, que no iba a ser eterno, que todo iba a cambiar
cuando lograras irte de ese lugar tan repleto de recuerdos tristes; y estoy
segura de que la cicatriz de tu muñeca es la muestra de que me escuchaste
en el momento preciso. Me horrorizo al mirar hoy, la fragilidad de los chicos
que tienen la misma edad que tenías al comenzar a vivir esas experiencias
en medio de tu infancia, y que soportaste con una fuerza sobrenatural hasta
alcanzada la adultez.
Quiero pedirme perdón por los errores cometidos, me quiero hacer res-
ponsable de los actos realizados y los corazones partidos, necesito que en-

121
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

tiendas que soy la consecuencias de tus decisiones y te agradezco de corazón


tus aciertos. Te perdono por haberte confundido tantas veces, y no quiero
estar enojada con vos porque eso me daña a mi y no cambia la historia.
No te escondas de mí, quiero abrazarte. Quiero explicarte que todas tus
reacciones, a pesar de no haber sido las más adecuadas, fueron las correctas;
y tu instinto de supervivencia fue lo que te mantuvo viva a la defensiva. Hoy
ya no es necesario que ataques o que te preocupes por los pensamientos
de personas que sabes de sobra, están enfermas. El daño que te hicieron
no debe repetirse y todo lo malo termina acá, con nosotras. Nuestra des-
cendencia no va a vivir este calvario y vamos a sanar estas heridas que
parecen cicatrices que a veces se abren y pronto cerraremos, cosiendo con
cuidado los pedazos de alma rota y procurando que no vuelvan a emerger, si
evitamos que la infección nos envenene de tragedias. Suena imposible, pero
escaparse del infierno también lo parecía.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

El silencio NO sana

Quise gritar pero no pude hacerlo, tenía una de sus manos tapándome
la boca, acallando mis gritos; mientras la otra se deslizaba por mi cuerpo y
su lengua saboreaba mi cuello indefenso. Quise huir pero sus pies se cru-
zaron con los míos, tirándome al suelo. Fue un juego para él subirse sobre
mi para coronarse ganador de mi cuerpo, como trofeo. Su asqueroso tacto
manchaba mi inocencia con la mugre de sus fantasías más perversas, y esos
fantasmas quedaron dando vuelta alrededor de mi cama para siempre, no
importaba donde durmiera.
Nunca más encontraría seguridad bajo las sabanas, porque mis mons-
truos ya no se limitaban a mirarme desde la puerta. Desde entonces en-
traban a mi habitación y se introducían en mi interior.
Dormir resultó una misión casi imposible desde entonces, sabiendo
que mi piel estaba sucia y que no había exfoliante que pudiera limpiar esa
mancha inmunda, que tatuó a mis espaldas, al terminar de perpetrar el acto.
No entendía que sucedía, pero terminó por asustarme. El dolor penetró
para jamás volver a abandonarme. Escuché que decía que yo había deseado
que eso sucediera desde el primer día que lo vi en la calle, que me iba a
gustar aunque en ese momento estaba haciéndome la difícil, imponiendo
un límite que ya había permitido antes que se traspasase. No entendía y juro
que no mentí, cuando dije que no había deseado nunca, terminar en una
situación así, de verdad no se lo deseo a nadie.
Cuando se cansó de violar mi cuerpo y corromper mi alma, limpió las
pruebas de su crimen con un trapo sucio y mojado, mientras me amenazaba
de matarme a mí y a los que amaba si abría la boca alguna vez, para otra
cosa que no fuera complacerle sus caprichos. Nadie volvería a creerme si
contaba esas mentiras, ya que eran mías las intenciones y que no era suya

123
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

la responsabilidad de las atrocidades que me hacía. Me asusté pensando en


conocer a la muerte con tan solo 9 años. Él me repetía que ya no era una
niña, que me hizo un favor en convertirme en mujer.
El día que lo vi por primera vez, fue cuando con mi papá salimos a
tomar un helado.
Fuimos a un edificio grande y frío, donde mi papá conoció a este
hombre quien con el tiempo se hicieron amigos. Siempre preguntaba por
mí y le pedía que me llevara de visita para verme; me compraba golosinas,
halagaba mi vestimenta, me abrazaba y me besaba en las mejillas y a veces
demasiado cerca de los labios. Íbamos a su casa o venía a visitarnos a la
nuestra, salíamos de campamento, mirábamos televisión, me sentaba sobre
sus piernas, me hacía regalos; era un segundo padre para mí. Su amor se em-
pezó a intensificar cuando salía a solas conmigo para ir a comer o al cine,
con la excusa de darles un tiempo a mis padres para disfrutar su relación.
El día que comenzaron los ataques, me encontré con una mezcla de senti-
mientos que no pude comprender; él decía que me amaba y le debía permitir
que me hiciera lo que quisiera, porque lo provocaba y era mi obligación
generarle placer y dejar que lo disfrutara. Así se demostraba el amor. Si les
decía a mis padres destruiría a mi familia, ellos se pelearían y yo tendría la
culpa porque no les dejaba ser feliz. Así que manteniendo en secreto nues-
tros juegos, intenté protegerlos.
Intenté contar la historia con disimulo, mostrándole a mamá mis dibujos
más oscuros, pero lejos de llamarle la atención me decía “que lindo” y los
pegaba en la heladera. Con papá la cosa era diferente, era su amigo y me
daba vergüenza decirle lo que pasaba con ese hombre, pero cuando avisaba
que él venia yo me encerraba en mi habitación, o me enfermaba.
Realmente escucharlo nombrar me causaba nauseas, a veces hasta vo-
mitaba a causa de tanto llanto. Los médicos no me encontraban ninguna
enfermedad y mi madre consideraba que era algo propio de la edad, ya
estaba entrando a la adolescencia y de verdad que me adolecía mucho vivir
con miedo. La última vez que lo vi, fue cuando cumplí 14 años. En la fiesta
de mi cumpleaños me dijo que ya estaba vieja y que me ponía cada vez más
fea con los años, que estaba gorda y le causaba asco.
Después de ese día empecé a comer con culpa, a mirarme con repulsión
al espejo. Lloraba durante horas en silencio, en la oscuridad de mi cuarto.
Escondía la comida cuando nadie me veía y se la daba al perro o la regalaba

124
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

en la calle a personas sin hogar que me cruzaba al ir a la escuela. Cuando


iba a reuniones comía bajo la presión de las miradas de las personas que me
rodeaban y en privacidad vomitaba hasta el último bocado. Lugo de la inter-
nación y de verme obligada a curar mis trastornos alimenticios a la fuerza,
comencé a cuidarme con la comida pero a cumplir con el consumo de las
cantidades correspondientes, y en los horarios indicados.
No volví a disfrutarlo. A los profesionales que me atendieron les dije
que me sentía gorda y fea pero nunca ahondé en los detalles del motivo, lo
había olvidado por completo para protegerme de los recuerdos dañinos.
Fumaba dos atados de cigarrillos por día para calmar la ansiedad y tuve
una etapa de mi vida atada a la drogadicción y al alcoholismo. Mi madre
murió sin haber ni siquiera sospechado por el calvario al que me habían
condenado cuando era pequeña y mi padre no me creyó cuando se lo conté
más tarde el día del funeral, me censuró finalizando la conversación, senten-
ciando que no había que hablar de esos temas.
Con la venida de los años, las relaciones, los desamores y experiencias;
bloqueé de mi recuerdo esas imágenes y llegué a dudar de si en verdad suce-
dieron. Hoy parecen una lejana pesadilla con tintes de realidad.
Me enamoré a los 21 años del padre de mis hijos, sintiéndome el ser más
repugnante que existía, sucio, deformado, asimétrico, distorsionado. Pero
él con su amor y su paciencia fue transformando ese odio que me tenía, en
un amor creciente que fue de alguna manera, mitigando el sufrimiento que
sentía sin razón aparente.
Las marcas que me dejaron los abusos fueron irreversibles y aun así pre-
ferí quedarme con esa maraña de sentimientos en privado; consideré que
no era necesario ensuciar el presente que tenía por una mala experiencia
que deseaba con todo mi ser olvidar. Sin embargo las cicatrices se abrieron
cuando descubrí con horror, que mi hijo se había vuelto un violador y que
le hacía a mi hija las mismas cosas que el amigo de mi padre me hacía a
mí cuando tenía su edad. Ahí recordé todo lo que me esforcé por borrar y
lo negué con toda la fuerza que aún me quedaba. Mejor tener una familia
enferma que perderlo todo. Los monstruos no se habían ido de mi vida,
estaban en todas partes, hasta en mi propia casa. Si no podía evitarlos, al
menos evitaría mencionarlos para que no volvieran a fijarse en mí, entonces
elegí guardar silencio.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Eugenia a veces sentía que no podía con la responsabilidad de madre y


dejaba a su hijo con su padre, quien era un abuelo muy cariñoso y dulce
con sus nietos a la vista de todos, pero no era consciente de que ella no era
la única que guardaba un secreto familiar.

Odiaba que me llevaran a su casa a quedarme los fines de semana porque


mi abuelo quería verme. Respiraba con miedo a que aquello fuera motivo
suficiente para que me desnudara y me obligara a mirarlo masturbarse como
castigo, y acabara por eyacular en mi cara antes de festejar que había llegado
la hora del baño.
Mentiría si dijera que recuerdo como comenzó, tengo recuerdos poco
nítidos al respecto, solo recuerdo la forma de sus manos y su lengua que des-
lizaba en mi panza hasta mi cuello, cuando me ayudaba a bañarme, y proba-
blemente antes también, cuando me cambiaba los pañales. Me mostraba sus
partes y tenía genitales parecidos a los míos, pero más grandes y sentía cierto
placer es pasármelos por la cara y despertarme con su pene en mi boca.
A veces, por derramar un poco de la bebida de mi vaso en la mesa, pro-
nunciar mal alguna palabra, o por equivocarme al hacer la tarea; mi abuelo
se deleitaba castigándome. Metía sus gruesos, sucios y asquerosos dedos en
mí, y decía satisfecho que mi castigo había terminado, pero si seguía portán-
dome como lo hacía, repetiría la acción.
Me alegró enormemente saber que había muerto, debido a una enfer-
medad crónica que lo había dejado incapacitado durante largos años; pero
brotó dentro de mí la necesidad de experimentar ese mismo placer, siendo
ahora yo, quien posea el poder de someter a mi antojo, a quien tuviera a
mi alcance.
Claro que nunca supe exactamente qué era lo que hacía hasta que una
mañana, a los 15 años, mi padre me reprendió por repetir esa experiencia
con mi hermana. Entre lágrimas y sollozos, tanto mi mamá como mi papá
me explicaron que aquello, era una monstruosidad. Entonces entendí que
ese miserable, me había convertido en una aberración como él lo era, y ya
no había nada que hacer al respecto. Había condenado mi vida entera, y si
me había transformado en aquello que tanto detesté, a partir de entonces,
sería el peor de todos, buscando vengarme de todos los que no fueron
capaz de frenarlo. Mis padres lo supieron y no me protegieron, no hicieron
nada para rescatarme y encima ahora me etiquetaron como al más malvado

126
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

de la familia.
Mi hombría estaba en peligro si alguien se enteraba de los abusos que
había sufrido en mi niñez, pero eso sería un secreto que me llevaría a la
tumba. ¿Qué pensarían de mí si contaba como entraba mi abuelo a mi
cuerpo, desgarrándome, obligándome a tocarlo, a pasarle la lengua por las
partes de su cuerpo que le producían tanto placer?
Decía que me había convertido en hombre y debía agradecerle por eso.
Me mostraba videos donde esos actos los practicaban hombres a una, o
varias mujeres, entre varios hombres y hasta con animales. Que difícil fue
entender de mayor, las cosas que me había hecho y la exposición a la que me
había sometido de niño. Me cambió el modo de ver la vida.
No pude volver a vivir en paz nunca más, ni siquiera después de su
muerte encontré alivio. Necesitaba recuperar lo que me habían quitado, de-
mostrar lo fuerte que me había vuelto y que yo era un hombre que podía
vivir libremente bajo sus propias reglas. Las drogas que compartía con mis
amigos en las largas noches de los fines de semana eran lo único que en-
contraba como distracción para que mi cabeza no recordara tanto; pero ni
de ese modo podía eliminar esa pesada carga de mi alma. Mi adicción a la
cocaína adormecía mi cerebro y me permitía atender otros asuntos de mi
vida cotidiana pero nunca me sofocaba del todo la sensación de vacío y
desolación.
Mis padres, principalmente mi madre, ya que era su propio padre el que
me había violado tantas veces, tenían que vivir con el mismo dolor que me
generaban los recuerdos de mi infancia. Desde entonces, la tengo a merced
de mis caprichos, defendiéndome hasta de las recriminaciones de mi her-
mana cinco años menor, que nunca admitió que le encantaba que la tocara
y le producía placer pasar las noches conmigo. Nadie debía enterarse de mi
secreto mejor guardado. El silencio era mi mejor amigo.
Con mi hermano nos llevamos cinco años, en nuestra más lejana e
inocente niñez éramos muy unidos y nos amábamos. Peleábamos por ser
hermanos, a veces porque no queríamos jugar juntos o compartir nuestras
cosas pero casi siempre terminábamos resolviendo nuestras diferencias y
disfrutábamos de la compañía del otro.
Él con sus muñecos de super héroes, autos y camiones y yo con mis
muñecas, bebotes y maquillajes para niñas; inventábamos historias de prin-
cesas secuestradas por villanos y rescatadas por príncipes o superhombres

127
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

con poderes inhumanos; jugábamos a la papá y a la mamá en una casa de


plástico que compartíamos en la habitación, donde mis bebés eran nues-
tros hijos; inventábamos historias de acción inspiradas en las películas que
veíamos o que veían nuestros padres.
Por alguna razón él estaba más interesado en jugar a que éramos una
pareja con hijos. No sé cómo fue que empezó pero empezamos a jugar a
que él volvía del trabajo y me besaba en la boca, arropaba a los bebés en su
cama y nos quedábamos a solas en nuestra casa, donde en algún momento
empezó a acariciarme y a pedirme que me sacara la ropa, después de todo
estábamos casados. A veces el juego era interrumpido por alguno de nues-
tros padres que entraba a la habitación al escuchar nuestro silencio, pero
nunca nos hicieron una llamada de atención las veces que nos vieron en una
situación comprometedora. Si lo hicieron, no tuvo mucha repercusión y lo
normalizaron completamente.
Llegó un momento en que ya estaba tan normalizada aquella situación,
que mi hermano con 15 años no me daba privacidad al cambiarme y se que-
daba mirándome mientras me desnudaba para luego ir a bañarme o al po-
nerme el pijama antes de acostarme a dormir y era completamente normal
para ambos.
No me acuerdo puntualmente cuando, pero una noche se metió en mi
cama, con una excusa que no recuerdo, pero como no me resultó particu-
larmente extraña, le hice un lugar para que durmiera a mi lado, y le di la
espalda. Sus caricias me despertaron entrada la silenciosa y oscura noche, y
me tapó la boca diciendo que las personas que se quieren se acarician cuando
están juntos en la cama. Empezó a explorar mi cuerpo con sus manos, ha-
ciéndome cosquillas, callando mi risa diciendo que no hiciera tanto ruido
porque podría llamar la atención de nuestros padres y nos castigarían por
estar despiertos tan entrada la noche. Hizo movimientos extraños detrás de
mí, se refregaba contra mi cuerpo y me apretaba contra el suyo. Fue extraño
porque sentía que no era correcto sin entenderlo y a la vez se sentía bien y
no me incomodaba. Él me amaba y yo a él.
Las noches siguientes fuimos repitiendo lo sucedido hasta que un día él
entró en mi cuerpo con sus dedos mojados. Ya no me parecía divertido y
lo que me hacía, lejos de gustarme como sí lo hacían sus caricias, me pro-
vocaba ardor y miedo. Quería que le diera la espalda, y subiéndose sobre mí,
se refregaba contra mis glúteos y me exigía que me quedara quieta y callada,

128
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

mientras yo sentía su piel transpirada pegándose a la mía. Durante el día


hacíamos vida normal, fingiendo que durante la noche no había sucedido
nada. Fueron pasando los meses y del simple roce y manoseo nocturno él
pidió algo más y exigió que lo tocara; cuando me negué amenazó con con-
tarle a todos que le permití introducir sus dedos en mí y eso generaría que
les causara asco a mis padres y odio a todo el mundo; me despreciarían por
siempre. Cuando él me empezó a parecer desagradable, con sus amenazas
comenzó a tratarme mal y asustarme; sus acciones eran muy agresivas y se
ponía en evidencia que tenía mucha más fuerza que yo. No era suficiente
para él penetrarme con los dedos, entonces me desvirgó una tarde que lo
dejaron a mi cuidado en casa, mientras yo lloraba y gritaba porque me dolían
sus pellizcos y golpes. Terminó cuando dejé de llorar y me quedé quieta,
adolorida en la cama con la sensación de estar viéndome desde el aire, fuera
de mi cuerpo, sin poder creer lo que había pasado, mientras él se limpiaba
mi sangre de su piel y me limpiaba las piernas de su pecado. Él se veía total-
mente complacido y continuó divirtiéndose conmigo a espaldas de nuestros
padres.
Una tarde me forzó a acercarme hacia sus genitales y una vez arrodillada
a la altura de sus partes íntimas, me obligó a besárselos hasta metérmelos en
la boca con suma violencia.
Después de unos días, lloré mucho a escondidas, protegida en la oscu-
ridad de mi cuarto que tenía las ventanas cerradas y las cortinas gruesas,
impidiéndole a la luz entrar a invadirme con su calidez; en parte por la ver-
güenza que sentía, y por la respuesta que me habían brindado cuando quise
develar el secreto macabro que guardaba. Mi madre no me creía y a mi padre
no me animaba a mirarlo a la cara. Recién en ese momento noté el terrible
parecido que tenían los hombres de mi casa.
Mientras crecíamos, mi hermano ya no se contentaba con mirarme des-
nuda y tocarme en la privacidad de nuestra casa, y empezó a invitar amigos
para que hicieran lo mismo conmigo. En una oportunidad, mi madre abrió
la puerta encontrándose con los dos chicos contemplándome sin ropa; y si
bien no recuerdo bien que sucedió, todo continuó igual a pesar de haber
descubierto a su hijo con otro puberto, desnudando y ultrajando la ino-
cencia de su hija de 11 años.
Una noche, cansada de las atrocidades que me hacia mi hermano, lo
levanté a mi papá llorando, pidiéndole que me escuchara, que quería ha-

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

blar con él de algo importante, y cuando se despertó lo suficiente para ir al


comedor a hablar a solas conmigo, le conté lo que mi hermano me hacía
y desde ese entonces, nunca más volvió a suceder nada. Y ahí quedó todo,
como un secreto familiar del cual estaba prohibido volver a hablar.
Con el correr de los años, experimenté muchos problemas con la co-
mida, sufrí anorexia nerviosa y tuve una época en la que la tristeza se con-
virtió en depresión. Pasé de pensar distintos métodos de suicidio, a terminar
internada y medicada en una clínica.
Me sentía insegura en mi propia casa, estaba rodeada de personas que
me hacían daño o encubrían a mi abusador. Los veía abrazarlo, preocuparse
por él, sobre todo brindarle un amor y protección que a mí me negaron.
Seguí con mi vida como pude, haciendo mucho esfuerzo para no co-
lapsar nuevamente. En una etapa tenía sexo casual a diario, en un intento
de redescubrir mi sexualidad sanamente, intentando apreciar un poco mi
cuerpo en el proceso; Aunque también transitaba épocas en las que me re-
traía, me tapaba hasta el cuello, usaba ropa holgada y me molestaba la aten-
ción que me brindaban las personas, que anteriormente buscaba para mis
relaciones relámpago.
Exploté una tarde en el departamento de uno de mis compañeros se-
xuales de la época, en pleno coito. Me lo tuve que sacar de encima porque
rompí en llanto por el ataque de pánico más fuerte que sufrí en mi vida.
Recordé aquel trauma reprimido y redescubrí el asco que me generaba mi
cuerpo. En ese instante sentí el roce del cuerpo de mi hermano y reaccioné
de forma instintiva. Había tardado muchos años en encontrar la forma de
responder ante los abusos, pero ese instinto se despertó en el momento
menos esperado, 10 años más tarde.
La persona que me acompañaba no entendí, asustado entró en crisis
preguntando repetidamente qué me sucedía si podía ayudarme, si podía
llamar a alguien que me ayudara a calmarme o me fuera a buscar; él no
supo cómo responder, como consolarme o entender qué había hecho mal
para que mi reacción fuera tan tosca y ruda. Yo no podía parar de llorar y a
gatas brotaban las palabras que buscaban huir de mí, necesitaban salir de mi
cuerpo después de tantos años de mutismo, pero mis gritos eran mudos y
se dirigían a los oídos más sordos.
Las palabras no salían, perdí la habilidad de comunicarme.
La atmósfera se había tensado tanto que le conté todo lo que recordé en

130
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

ese momento. Fue la primera persona a la que le pude transmitir parte de


mi dolor, de mis miedos y mi vergüenza, después de haber buscado ayuda
en mis padres. Me abrazó consolándome y lloró a la par mía. Esa noche
aprendí que el sufrimiento es un virus contagioso y que romper el silencio
era el camino para la sanación. Volví a sentirme viva al romper el silencio.
Empecé a leer sobre la problemática y descubrir que no estaba sola, se-
guir páginas de internet relacionadas al abuso sexual infantil, conocí a otras
personas cuyas historias se relacionaban con la mía por haber sido abu-
sadas; en su mayoría mujeres pese a que también había un par de hombres
valientes que no perdieron su hombría al hacerle frente a su realidad. Una
realidad que nos incluía a todos por igual, siendo infinitamente angustiante
y dejando marcas irreversibles en nuestro ser.
De a poco comencé cursos relacionados al arte para volcar mi sufri-
miento en algo que me permitiera purgarlo de mi alma, permitiéndome
poner en palabras mi experiencia y transformarla. Me iba animando a en-
frentarme a mis monstruos antes de que terminaran de devorarme la razón
y las ganas de vivir. Recibí ayuda, escucha y apoyo, de personas que no es-
peraba, simplemente a cambio de mi valentía y gratitud. Debido a esto, de-
cidida a terminar de una vez por todas con mi autocompasión y culparme
por las consecuencias de las acciones de malas personas, abordé la terapia,
de la mano de una profesional, para que me ayudara a desenredándome de
la angustia que me había amarrado con el transcurso de las experiencias y
los años.
Mi padre envuelto en llanto contó la realidad que yo había callado, y dejó
en claro que como padres, habrían creado a un monstruo que no supieron
controlar.
A pesar de evitar a mi hermano lo máximo posible, toda aquella pantalla
de familia normal era insostenible.
Afronté mi realidad con mi mamá, más tarde ese mismo día. La rabia
me había invadido, y con el subidón de adrenalina, odio, bronca, tristeza,
angustia y todas esas emociones que estuve reprimiendo toda mi vida, la
enfrenté.
En el camino me encontré con mi hermano que me siguió corriendo a
mi habitación, y como si me pudiera leer la mente, me encaró preguntán-
dome cual era mi problema con él.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Mis demonios internos gritaron mi verdad mirándolo a los ojos. Le res-


pondí que mi problema era él, sus perversiones y todos los años de sufri-
miento que me causaron sus violaciones. Finalmente todas las cosas que me
había hecho que mantenía atragantadas se amontonaron en la punta de mi
lengua, y saltaron al exterior para romper con el silencio.
Mi mamá, que desde el patio escuchaba indignada, ni siquiera se acercó
para preguntar que sucedía; así que me dirigí hacia ella, impulsada por una
fuerza descomunal que manejaba mi cuerpo, y le repito “Tu hijo es un vio-
lador, no mires más para otro lado” y me fui corriendo de allí para siempre,
solamente con la ropa que tenía puesta.
Le conté a un amigo lo que aconteció un momento antes mientras co-
rría hacia ningún lugar con el atardecer de fondo. Dentro de mi corazón
sentí un pequeño triunfo, porque después de años de lucha, había podido
enfrentar a mis más terribles demonios.
Viví un tiempo en la casa de mi amigo. Conocidos, amigos y familiares
de todos ellos me ayudaron a empezar de nuevo, alejada de esa casa repleta
de recuerdos tristes y personas enfermas por un veneno que intentaron in-
yectarme para pudrirme por dentro; el veneno del secreto doloroso, de la
mentira sostenida, de la traición como forma de mitigar un dolor producto
de otro enfermo.
Mi familia me pedía que olvide; y olvidar, es algo imposible más si se
desea curar una herida infectada por el silencio como lo era aquella que
tenía en carne viva; pero ese fue el impulso para poder salir de ahí y elegir
no regresar.
Darte cuenta, indagar, pedir ayuda y dejarse ayudar; son procesos su-
mamente difíciles, en cuyo curso se remueve hasta la miseria más oculta, en
las profundidades de nuestro ser. El pasado no lo vamos a cambiar, pero
podemos empezar a construir algo nuevo transformando nuestro invierno
interior en una cálida primavera, para florecer con esplendor.
Elegí cambiar de camino, aprender a curarme y ayudar a sanar, como
me ayudaron a mí.
No deseo que nadie pase por lo mismo y participo activamente en cam-
pañas para brindar apoyo a otras personas que vivenciaron la misma des-
gracia. Fomento que se hable del tema, que griten, que insulten, pero que
no se lo guarden, porque los que no aceptan el pasado que vivieron, se con-

132
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

denan a repetirlo y a esparcir malestar. El mutismo solo genera dolor, y


de él, solo surge la miseria y la enfermedad. La palabra sana y hablar
es el mejor remedio para purgar la infección de una herida envene-
nada, realmente comenzar el proceso de rehabilitación y transitar la
tan preciosa curación. El silencio no sana y el transcurso del tiempo
no permite olvidar.

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Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

Para mis amigos

Esto quizás no sea relevante pero me veo en la necesidad de transmitir


una verdad absoluta, la única que conozco y en la que confío plenamente.
La energía que transmitimos se expande a nuestro alrededor y regresa,
dependiendo únicamente de nosotros, aquello que queremos reflejar y per-
mitiéndonos acercarnos a personas maravillosas o a algunas que es mejor
olvidar.
Bueno, esto no es no es un cuento ni una narrativa; mucho menos la
introducción a un mensaje suavizado para dejar ver una realidad cruel y
triste. Es una carta de agradecimiento. Una simple, eterna e invariable carta
de agradecimiento a las personas maravillosas que amo o amé en algún mo-
mento, cuya amistad ha conseguido sacar lo mejor de mí hasta en medio
del caos y la tempestad.
Para empezar, lo primero que tengo para decir es ¡GRACIAS! con letra
poco
clara, bastante desprolija, lo más grande que se me permita y en ma-
yúscula por supuesto. La más sincera y emocionante de mis intenciones es
agradecerle a cada uno de ustedes, desde lo más profundo y recóndito de
mi alma, por haber hecho de mi vida, hasta en mis momentos más tormen-
tosos, digna de ser vivida.
He tenido amigos, que se convirtieron en hermanos y luego en desco-
nocidos, pero no he olvidado cada momento feliz que me regalaron mien-
tras fueron tan íntimos y cercanos, en el momento en que me adentraba al
ojo del huracán de caos y destrucción que me succionó en una época oscura;
como me ayudaron a crecer y a transformar mis pesadillas en cuentos de
final feliz, brindándome amor y contención (dentro de lo posible, con las

134
Celeste Irupé Sánchez Di Giorgio

herramientas que teníamos en ese entonces), risas, consejos, anécdotas que


atesoro celosamente y con mucha nostalgia, noches de alcohol, tardes de
meriendas, paseos y cumpleaños. No soy la misma persona que se aferró
a ustedes con la férrea necesidad emocional, terriblemente asfixiante, que
terminó matándonos, pero tampoco serán ustedes los mismos adolescentes,
con carencias afectivas y tristeza contenida con los que nos quisimos con
tanta intensidad para luego despegarnos con el paso de los años, una vez
venida la madurez de una adultez que nos replanteaba muchas cosas que no
teníamos en común.
Rompieron duramente mi corazón con su partida, y desde entonces he
dejado de buscar hermanos por el temor a perderlos como ya los he perdido
a ustedes.
He tenido amigos que me acompañaron largo tiempo siendo quienes
secaron mis lágrimas cuando todo iba mal y festejaron conmigo cada pe-
queño logro, desde una buena nota en el colegio hasta la oportunidad de
cumplir un sueño, amigos que con el tiempo dejaron de serlo pero sin per-
derse para siempre, permitiéndome tener al menos breves conversaciones
triviales con la sola intención de sentir cerca, aquellas amistades alejadas que
por algún motivo fueron importantes en alguna etapa de mi antigua vida.
Quizás por acompañarme en la infancia o en la transición de la adolescencia,
pero no continuaron en mi camino, eligiendo otro sendero al presentarse la
bifurcación. Sin embargo en mi cabeza quedaron las grabaciones de tardes
divertidas, de escapes y risas irrepetibles y del amor infinito que guardé por
si algún día es necesario devolver.
De cada uno me he llevado buenos recuerdos, olvidándome de todo lo
malo que pudo haberse encargado de distanciarnos en el pasado, pero por
alguna razón, no hubo forma de escapar al destino. Cumplieron un ciclo y
me alegra haberlos conocido.
Tengo amigos que desde el momento en que los conocí, por carta o
chat, se volvieron omnipresentes. Quizás la distancia no nos ha permitido
tener muchos recuerdos juntos, o fotos que podamos mirar en un futuro
recordando viejas anécdotas, pero el poder de las palabras es inmenso y
destruyen las barreras del tiempo y del espacio, sobre todo cuando quedan
escritas, para acompañarnos en este camino de ida, donde a veces nos per-
demos un poco para reencontrarnos de nuevo algún día.
Las amistades mutan, maduran, crecen, se vuelven intimas, distantes,

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o pese al tiempo, constantes; y me encanta poder compartir de alguna ma-


nera momentos tan valiosos para ustedes y para mí en los procesos que nos
convertimos en mejores personas, en profesionales, padres, emprendedores
o simplemente amigos presentes en cada etapa de nuestras vidas, sin darle
importancia a ninguna en particular. Ustedes están para mí y yo para ustedes
las 24 horas del día y desde cualquier lugar del planeta para festejar las ale-
grías y acompañar en las penurias. En cualquier caso me siento privilegiada
de poder compartir con ustedes conversaciones infinitas sobre amor, tra-
bajo, familia, negocios, filosofía, ética, sueños y saber que del otro lado de
la pantalla, en alguna parte, tengo amigos que siempre tienen una palabra
de apoyo, mucho cariño y miles de horas para seguir alimentando nuestra
amistad con el único fin de seguir acrecentándola y fortaleciéndola con el
correr de los días.
Algunos amigos me han abierto las puertas a otro mundo, regalándome
la posibilidad de ver el mundo con otros ojos, desde sus perspectivas perso-
nales, con sus experiencias, sus anécdotas, sus ilusiones, sus afortunadas de-
cisiones y sus malas acciones. Me ayudaron mucho a abrir la cabeza a nuevas
realidades que nunca podría haberme imaginado si no fuera por personas
maravillosas que me han dado la posibilidad de conocer nuevas historias
para escribir, contar y admirar por la valentía que demuestran al ser dife-
rentes con orgullo, porque es eso lo que los hace tan especiales e increíbles.
No puedo mentirles, hay personas que me resultan indispensables, y
después de tantas tormentosas situaciones vividas, tantos problemas cuya
solución nunca pude encontrar si no fuera por estos amigos tan increíbles
que tengo, que siempre están en los peores momentos, siento que jamás
hubiera aprendido a cambiar mi forma de ver el mundo. No me alcanzarían
las palabras para describir el eterno agradecimiento que deseo transmitirles,
porque mi vida cambió gracias a su amor y consuelo, a las lecciones que me
enseñaron y a su solidaridad en mis peores momentos, porque de verdad,
aprendí a confiar gracias a estas personas.
Hace unos años no hubiera podido imaginarme teniendo la vida tan
maravillosa que tengo, gracias en parte, a toda la sabiduría que adquirí de
ustedes, y aun así, no puedo acostumbrarme a todo el amor que me dan a
diario en sus mensajes, saludos, llamadas, visitas, regalos e interés en lo que
me sucede, pienso y sobre todo porque me apoyan en mis sueños y me dan
respaldo cuando no puedo sobrellevar alguna situación, que para ser sincera,

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muchas veces me superan.


Algunos aparecieron un día que no recuerdo, de una forma inesperada
que tampoco me resulta importante resaltar, pero por lo que atesoro su
amistad de un modo indescriptible, es porque hoy están presentes en mi
día a día de alguna manera. Quizás no hablamos ni nos vemos a diario,
pero están ahí con una sonrisa y una palabra amigable cuando el mundo se
pone hostil, ofreciéndose como refugio cuando todo se derrumba y se cae
a pedazos amenazando con acabar con mi cordura, secándome las lágrimas
cuando la angustia me ahoga y compartiendo mi felicidad para multiplicar
mi alegría.
Creen y confían en mis habilidades en cada sendero que atravieso y me
dan fuerzas para seguir cuando el miedo me paraliza. Es impagable todo lo
que hacen, aunque parezca poco, porque siento que es mucho más de lo que
creo haberles ofrecido en algún momento.
No entiendo cómo puede caber tanto amor en un corazón tan chico
y hambriento de cariño y afecto. Siempre creí que las caricias eran caras,
carísimas y que su precio era incalculablemente alto, alejándome de la posi-
bilidad de recibir alguna; pero ustedes me acarician el alma con tanto des-
interés, que a veces no comprendo cómo puede ser que algo tan difícil de
encontrar en la cotidianidad. Además sería inimaginable pensar que algo tan
difícil de encontrar se pueda obtener gratis; ahí es donde se demuestra pal-
pablemente lo increíbles que son, porque nadie puede entregar aquello de lo
que carece, mientras que ustedes me regalan un amor que no se encuentra
en cualquier lugar, ni todos los días.
Me siento enormemente afortunada de contar con aquellos que saben
que están cuando los necesito, son todo lo que necesito en la vida,
prácticamente la única familia que tengo y me acompaña en cada
travesía que emprendo.

Gracias a cada uno de ustedes por ser una parte tan fundamental
y necesaria de cada sueño, proyecto y aprendizaje. Los Amo con el
alma.

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