Los Muertos No Se Ahogan - Alberto Meneses PDF
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Alberto Meneses
ePub r1.0
Titivillus 17-09-2019
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Título original: Los muertos no se ahogan
Alberto Meneses, 2018
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A las gentes de Nueva de Llanes,
la villa más bonita de Asturias,
y a mis amigos de la infancia,
con los que pasé allí
momentos inolvidables.
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escuchó el sonido de su teléfono móvil, posado sobre la mesita situada al lado
de la cama.
—¡Mierda, se me olvidó apagarlo anoche! —protestó.
No esperaba ninguna llamada, y tampoco la deseaba, por eso se acercó
decidido a rechazarla, hasta que vio el nombre que se reflejaba en la pantalla.
A cualquier otro le hubiese colgado, pero a él no. Aun así, preguntó con cierta
desgana:
—¿Sí?
—Buenos días, Roberto. Necesito que vengas.
—Estoy suspendido. ¿Recuerda?
—Es importante, sino no te llamaría. ¿Puedes estar aquí en una hora?
—No he desayunado todavía.
—Lo haremos juntos. Nos vemos en la cafetería de enfrente, la de
siempre.
—Está bien —accedió—. Me visto y voy.
La voz se despidió de él con un «gracias», al que no respondió. No le
hacía gracia volver a acercarse a su antiguo lugar de trabajo, pero le debía
demasiado a aquella persona como para negarle nada. Y menos si le decía que
era para algo importante.
Él no solía frivolizar con esas cosas.
El tiempo en Madrid era frío y lluvioso, por eso decidió coger el metro. En
otras circunstancias Roberto habría ido andando, ya que su antiguo lugar de
trabajo se encontraba solo a media hora a pie de donde vivía en la actualidad.
Volver allí no era algo que le apeteciese mucho. Es más, en su momento
había estado a punto de largarse de Madrid, pero el hombre al que iba a ver le
había convencido para que se quedase, bajo la promesa de que las cosas al
final se arreglarían y que podría regresar de nuevo a la Unidad. No se habría
quedado de no confiar en él.
Llegó a la cita diez minutos antes de lo previsto, así que entró en la
cafetería y se sentó en una mesa situada junto al único ventanal del local.
Varias miradas se posaron en él de camino, aunque no les prestó atención.
Había agentes tanto de uniforme como de paisano, lo habitual en un día de
trabajo. Sabía de sobra lo que pensaban de él, por eso hizo como que no les
veía y centró su mirada a través de la ventana en el edificio situado al otro
lado de la calle, donde había trabajado durante los últimos tres años.
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Las palabras «Todo por la patria» situadas sobre la puerta de entrada, por
encima de la barrera, le resultaron irónicas en ese momento. Diez años de su
vida eran los que había dedicado a servir en la Guardia Civil, diez años
repartidos en diversos destinos después de un paso previo por el Ejército de
Tierra, y que al final no habían servido para nada. Quién le iba a decir a él que
todo acabaría así. ¡Y, precisamente, por servir a la patria!
Sus dos primeros años en la Guardia Civil habían transcurrido en costas y
fronteras, hasta que le llegó la oportunidad de ingresar en la Unidad Especial
de Intervención. Cinco años después fue reclutado por la UCO, la Unidad
Central Operativa, donde había permanecido hasta ese momento. Fue el
comandante Varela quien le llevó a la Unidad, la única persona que ahora
creía en su inocencia y que le había apoyado desde la suspensión. Por eso,
cuando le vio cruzar la calle en dirección a la cafetería, no pudo evitar dibujar
una sonrisa en el rostro. Era mucho lo que le debía a aquel hombre.
El comandante Varela tenía cincuenta y tres años, y vestía un traje
sencillo de calle, de color oscuro, con una corbata azul marino. Esa era una de
las ventajas de trabajar en la UCO: el uniforme se quedaba colgado en el
armario la mayoría del tiempo. En cuanto entró y se acercó a su mesa,
Roberto se puso en pie.
—Tienes una pinta horrible —fue lo primero que le dijo su antiguo jefe.
—A sus órdenes, mi comandante.
—Déjate de formalidades, Roberto —replicó acercándose a él y
estrechándole la mano—. Me alegro de verte.
—Yo también de verle a usted. Le veo muy bien.
—Ya sabes que el trabajo de oficina castiga poco. —El recién llegado
señaló la silla—. Siéntate, tenemos que hablar.
Mientras se sentaban, alzó la mano para llamar la atención del camarero.
—Cuéntame, ¿qué tal lo llevas?
—Aburrido —reconoció Roberto—. Me he cansado de ver películas, leer
libros y correr por la Casa de Campo. Ya ni siquiera me apetece entrar en
internet. Estoy cansado de leer tantas tonterías.
—Lamento lo que estás pasando.
—Usted no tiene la culpa. Bastante ha hecho con dejarme su piso para
vivir estos meses.
—Es lo menos que podía hacer. Además, desde que mi hijo se fue a
estudiar a Londres estaba vacío. Me viene bien que alguien lo ocupe.
El camarero se acercó para tomarles nota y ambos pidieron un café con
leche.
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—¿Qué tal las cosas por la oficina? —preguntó Roberto cuando se
quedaron a solas de nuevo.
—La caza de brujas parece que ya ha terminado.
—Lo suponía. El coronel Quesado ya tiene lo que quería: mi cabeza.
—No es seguro todavía. Falta el juicio y…
—Ambos sabemos lo que va a pasar. Al coronel no le basta con que me
suspendan seis meses. Convencerá al Tribunal Militar de que soy un peligro
para la Guardia Civil y logrará que me echen.
—No debes rendirte, no estás solo en todo esto. Además —dijo el
comandante bajando el tono de voz—, se avecinan cambios.
—¿Qué clase de cambios?
—Cambios importantes que no puedo comentar ahora, pero te pido que
confíes en mí.
—¿Tengo otra opción? —Lo dijo con resentimiento, aunque de inmediato
se dio cuenta de que no era justo tratar así a la única persona que le había
apoyado en aquel asunto—. Lo siento. ¿Para qué quería verme?
—Para algo ajeno a nuestro Departamento —comenzó a explicarle
sacando su teléfono móvil. Tras manejar la pantalla, le enseñó una imagen del
Google Maps—. Supongo que conoces este pueblo.
Roberto leyó el nombre y contuvo la respiración unos segundos antes de
responder.
—Sí, es el pueblo donde nací y me crie, hasta que me fui a vivir a Oviedo
cuando mis padres se separaron. Yo tenía diez años, aunque seguí pasando
allí los veranos y las vacaciones, hasta que cumplí los diecinueve.
—El año en que ingresaste en el ejército.
—Sí.
No le extrañó que Varela estuviese al corriente de su vida pasada.
—¿Has vuelto por allí?
—No desde hace quince años. Cuando me fui juré que no volvería jamás
—respondió sin explicar el motivo.
—Pues ahora necesito que vuelvas.
—No.
Su respuesta fue tan tajante que hasta él mismo se sorprendió, aunque el
comandante le miró con semblante relajado.
—Si no fuese importante no te lo pediría.
—Lo siento, pero…
Varela alzó la mano para acallar sus palabras.
—Escucha primero y luego decide.
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—Está bien. ¿Por qué quiere que vuelva?
—Necesito que ayudes a capturar a un asesino.
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—No me suena.
—Nació y se crio en tu pueblo.
—No es mi pueblo. Hace tiempo que dejó de serlo —dijo con evidente
resentimiento.
—Está bien, te explicaré cual es la situación. Hace una semana una joven
de dieciocho años apareció muerta en el fondo del llamado Acantilado de San
Antonio. Supongo que lo conocerás.
Roberto palideció al escuchar el nombre. ¡Qué clase de macabra
coincidencia era aquella!
—Sí, lo conozco —murmuró con dificultad.
—Desde el primer momento su entorno negó que se hubiese suicidado,
aunque en el lugar desde el que saltó no se encontraron signos de lucha ni
indicios que indicasen que alguien la había empujado. En cuanto a la
autopsia, no tenía marcas en el cuerpo ni restos de ADN bajo sus uñas que
demostrasen que había luchado por su vida.
—¿Y qué razón hay entonces para pensar que no se suicidó?
—La falta de un motivo para hacerlo, por ejemplo. Su familia y sus
amigos aseguran que estaba muy ilusionada con venirse a estudiar a Madrid y
que no tenía ningún problema personal.
—Era adolescente. A esas edades los jóvenes…
—También está lo del mensaje —continuó Varela sin darle tiempo a
terminar la frase—. Su móvil apareció en el lugar desde donde se supone que
saltó. Está claro que lo escribió alguien que no fue ella, probablemente el
asesino después de lanzarla al vacío. O puede que antes.
—Dice en el mensaje que ha matado a otras dos mujeres. ¿A quiénes?
—Los investigadores no están seguros. De hecho solo ha habido una
muerte violenta en ese pueblo en los últimos diez años, el año pasado, y el
autor ya está en la cárcel. Puede que solo se trate de una broma pesada, pero
no podemos arriesgarnos.
En ese momento, más que pesada, le parecía una broma macabra.
—Lo que no entiendo es qué pinto yo en todo esto.
—¿Quién puede desear que vuelvas al pueblo?
—Nadie, que yo sepa. No tengo familia allí y hace años que no he vuelto.
Varela le miró con gesto serio.
—Sé que no puedo ordenarte que lo hagas, pero necesito que vayas allí
durante un par de días. Tal vez eso aplaque al supuesto asesino, o al menos
haga que se dé a conocer. La situación en el pueblo es bastante tensa, sobre
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todo desde el asesinato del año pasado. Cuanto primero se resuelva este caso,
mejor, antes de que la prensa se entere y meta las narices.
Roberto negó con la cabeza. Tenía demasiados problemas encima en ese
momento como para enfrentarse de nuevo a su pasado y a todo lo que había
dejado atrás.
—No voy a ser de ninguna ayuda. ¿Acaso la UCO no tiene a nadie allí
llevando la investigación?
—La sargento Ruano, destinada en Oviedo. Investigó el asesinato que
hubo hace un año y se ha hecho cargo también de esta investigación, pero ella
no conoce a la gente que vive allí. No como tú.
—Yo tampoco. Hace quince años que me largué. Tal vez ya no quede
nadie de los que yo conocía.
El comandante asintió con la cabeza, como si comprendiese el motivo de
sus reticencias a regresar al pueblo.
—Sé que no puedo obligarte a ir, Roberto.
—Y yo soy consciente de que le debo mucho, pero no veo de qué puede
servir que yo vaya allí.
—Tómatelo como un fin de semana para desconectar de Madrid. Solo
necesito que te dejes ver por el pueblo. Charla con los viejos amigos que te
encuentres y cualquier cosa sospechosa que veas se la comentas a la sargento.
Puede incluso que el presunto asesino, si es que existe, se ponga en contacto
contigo.
—¿Y si no es así?
—Podrás regresar a Madrid el domingo si lo deseas, tienes mi palabra. —
Al ver que dudaba, el comandante le entregó un sobre que sacó del bolsillo
interior de su chaqueta—. Te he reservado una habitación en un bonito hotel
del pueblo, «El Llagar», con pensión completa para una semana, por si deseas
quedarte más tiempo. También tienes a tu disposición un vehículo oficial con
tarjeta de combustible. Está todo dentro del sobre, incluida la llave del coche
y el número de la matrícula. Lo tienes aparcado en esta misma calle.
—Da por hecho que voy a aceptar.
—Te conozco y sé que eres una persona entregada al trabajo, con
vocación. No puedo garantizarte que esto te lo devuelva, pero sí que será un
punto a tu favor cuando el coronel Quesado no esté.
—Dudo que eso ocurra alguna vez.
—Puede que antes de lo que piensas. Se avecinan cambios importantes en
la Guardia Civil y en la UCO. ¿Conoces al coronel Martín Lozano?
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—Personalmente no, pero he oído hablar de él. Tiene fama de ser un
oficial inflexible.
—Estuvo participando al inicio de su carrera en varias operaciones contra
el narcotráfico y luego en la lucha antiterrorista. Si alguien comprende por lo
que estás pasando, es él.
—No entiendo —dijo Roberto sin ver a donde quería llegar con esa
afirmación.
—Lo siento, pero no puedo contarte más. Las cosas ocurrirán a su debido
tiempo y sería importante para ti que, llegado el momento, el coronel Martín
Lozano viese tu compromiso con la Unidad, incluso estando suspendido de
empleo y sueldo.
Ante aquel planteamiento, estaba claro que no podía negarse.
—De acuerdo, lo haré.
Ambos apuraron el café y se despidieron, siguiendo caminos opuestos, el
comandante de regreso al cuartel y Roberto se fue en busca del coche que le
llevaría de regreso al lugar del que había huido quince años atrás. Después de
todo, tal vez no fuese tan mala idea regresar, así podría enfrentarse a los
demonios del pasado y demostrar a aquella gente que ya no era el muchacho
asustado que se había largado poco menos que con el rabo entre las piernas.
Ahora era un hombre de treinta y cuatro años con una vida demasiado
complicada como para permitir que nadie le intimidase.
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Los primeros años que Roberto estuvo en el ejército solo regresó a Asturias
en contadas ocasiones, y lo hizo para ver a su madre en Oviedo. Cuando ella
se fue a vivir a Torrevieja ya no volvió a Asturias, y mucho menos a Nueva
de Llanes. Ni siquiera estuvo presente para el entierro de sus abuelos, que
murieron con solo dos meses de diferencia cuando él estaba de misión en el
extranjero. Un hecho que le dolió en lo más profundo, ya que se había criado
con ellos, pero que le ahorró la mala experiencia de reencontrarse con su
padre en el funeral. Un tiempo después se enteró de que había vendido la casa
de los abuelos para irse a vivir a Cuba con una mulata, de donde esperaba que
no regresase jamás.
Eran las cinco de la tarde cuando llegó a Llanes, acompañado de un
tiempo primaveral espectacular. El cielo era azul y no había una sola nube en
él, lo que contrastaba con los verdes prados que se veían allí donde alcanzaba
la vista. Antes de abandonar la autovía vio una hermosa casa que siempre le
había llamado la atención, desde que era un crío. Se elevaba sobre una colina,
como un poderoso castillo que lo dominaba todo. Tras ella, a lo lejos, se
encontraba la Sierra del Cuera, que recorría la región como un robusto muro
paralelo al mar.
Ese era el principal motivo por el que la gente se enamoraba de Llanes:
tenía el mar y la montaña al alcance de la mano. Uno podía ir a los Picos de
Europa por la mañana para hacer montañismo y por la tarde tomar el sol en
cualquiera de las playas de la región. Pocos lugares podían presumir de ello,
aunque ninguno era tan hermoso como Llanes. Las playas tenían la arena fina
y el agua cristalina, y había casi tantas como kilómetros de costa, algunas en
lugares recónditos, casi salvajes. Crecer allí había sido una bendición para
Roberto, a pesar de que había épocas en las que la lluvia parecía no tener fin.
Era el precio a pagar para tener un paisaje tan verde y hermoso, aunque un
solo día soleado bastaba para compensar todos los demás.
El puesto de la Guardia Civil de Llanes estaba situado en la zona sur, así
que cogió la salida de la autovía y siguió las indicaciones que le marcaba el
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GPS del coche. Aunque de chaval había estado varias veces en Llanes, tuvo la
sensación de que se encontraba en un lugar desconocido. El pueblo había
crecido tanto que no reconocía casi nada de lo que tenía a su alrededor.
Ninguna de aquellas urbanizaciones de chalets y edificios de varios pisos de
altura existía la última vez que había estado allí.
En ese momento escuchó la melodía de su móvil, así que paró a la derecha
y respondió a la llamada.
—Sí, dígame.
—¿El cabo Fuentes? —preguntó una voz femenina.
—Sí, soy yo.
—Soy la sargento Ruano. Quería saber si te falta mucho para llegar.
Tengo que volver a Oviedo esta tarde y me gustaría verte antes de irme.
—Estoy entrando en Llanes. Llegaré enseguida a la casa cuartel.
—¿Qué te parece si mejor nos vemos en Nueva? Ahora mismo estoy en
Oviedo solucionando un asunto y me pilla mejor que nos veamos allí, así no
tengo que ir hasta Llanes.
Podías habérmelo dicho antes, pensó cabreado. Nueva estaba veinte
kilómetros atrás, entre Ribadesella y Llanes, con lo que ya podía haber
llegado allí.
—No hay problema, mi sargento —respondió con sequedad.
—Muy bien, entonces nos vemos en Nueva en una hora, más o menos.
Así tendrás tiempo de alojarte. Hasta luego.
La mujer colgó antes de que le diese tiempo a despedirse, algo que
tampoco le sentó bien. Lanzó el móvil al asiento del acompañante con gesto
de fastidio y maniobró para cambiar de dirección y regresar por donde había
llegado. Calculó que no tardaría más de veinte minutos en llegar a su destino.
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Tras abandonar la autopista en la playa de San Antolín, llegó a su destino
dejando atrás dos de los pueblos en los que había estado de fiesta en varias
ocasiones durante su juventud: Naves y Villahormes.
Entró en Nueva atravesando el eterno paso a nivel del tren regional y llegó
directo a la pequeña plaza en la que se encontraba el hotel «El Llagar»,
mientras sentía una extraña opresión en el pecho. Sus manos comenzaron a
temblar y su boca se secó; incluso sintió un frío helador recorriéndole la
espalda. No estaba preparado para volver. A pesar de que habían pasado
quince años, todavía tenía grabado a fuego en su mente todo lo ocurrido. Ni
siquiera se sentía capaz de enfrentarse a todo aquello de nuevo.
Aparcó justo en la puerta, en el hueco que había entre dos coches, aunque
en un primer momento no se bajó. Se quedó unos instantes pensativo,
luchando contra sus propios miedos, hasta que se convenció de que ya no
había vuelta atrás. Después de todo solo serían dos días y puede que incluso
nadie se acordase ya de él.
Por fin se armó de valor y descendió del vehículo. El lugar frente al que se
encontraba era la casa en la que antiguamente vivía Manolo «el de Pola», un
hombre ya mayor que tenía un llagar en la cochera. Hacía sidra casera, parte
de la cual vendía a algunos bares del pueblo, aunque su nieto solía cogerle
alguna botella de vez en cuando, a escondidas, para compartirla con sus
amigos de la pandilla. Ahora la fachada del edificio había sido remodelada
por completo, aunque manteniendo ese aire rural tan típico de las casas de la
zona. Estaba pintada de un color azul cielo, que contrastaba con los tonos
naranjas y salmón de las casas más cercanas.
Roberto se dirigió a la única puerta de entrada, accediendo a un pequeño
recibidor con un mostrador a la izquierda y una puerta a la derecha que
conducía a lo que parecía ser un comedor. Al fondo, frente a la puerta, estaba
la escalera de madera que llevaba al piso superior. El ambiente era muy
acogedor, con paredes de piedra y techos de madera en los que podían verse
las vigas que lo atravesaban de lado a lado. Identificó varios elementos
antiguos, como un viejo llagar de apretón en el rincón que había junto a la
escalera o un tonel junto a la puerta que servía ahora de mesa. La pared que
había a su derecha estaba adornada con al menos una docena de botellas de
sidra vacías, de color verde, colgando a diferentes alturas de un hilo casi
transparente.
—Bienvenido al hotel «El Llagar» —le saludó con una sonrisa la mujer
que se encontraba tras el mostrador. Aparentaba unos treinta años y tenía unos
rasgos faciales bonitos, aunque iba demasiado maquillada para su gusto. Las
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mechas rubias de su pelo hacían destacar unos ojos azules que le miraron con
un brillo especial—. Supongo que eres Roberto Fuentes González.
—Pues sí —respondió algo sorprendido, temiendo que le hubiese
reconocido.
—Es que tu habitación es la única que falta por ocupar —le aclaró ella—.
Con la llegada del buen tiempo el hotel está lleno. Incluso tengo lista de
espera por si falla alguna reserva. Por suerte ya estás aquí. Mi nombre es
Susana y soy la dueña del hotel.
—¿Eres de Nueva? —se atrevió a preguntar.
—Sí, esta era la casa de mi abuelo. Hace cinco años la arreglé y monté en
ella este hotel.
La respuesta hizo que la mirase desconcertado.
—¿Manolo era tu abuelo?
—Sí.
—Entonces tú eres…
—La hermana de Pedro, aunque entiendo que no te acuerdes de mí. La
última vez que estuviste en el pueblo yo tenía dieciséis años. Era una cría para
ti.
Roberto palideció. Si tenía alguna esperanza de pasar desapercibido, se
difuminó en ese mismo instante. Los reproches y las acusaciones no tardarían
en llegar, y no sabía si estaba preparado para enfrentarse a ellas.
—Me alegra mucho que hayas regresado al pueblo —prosiguió ella sin
perder la sonrisa— y seguro que mi hermano también se alegrará.
—¿Qué tal está Pedro? —se atrevió a preguntar Roberto.
—Bien, se casó y ahora vive en Naves, pero suele venir por aquí bastante
a menudo. Si quieres le llamo y le digo que se pase a saludarte.
—No hace falta. —Llevaba quince años sin verle, igual que al resto de la
pandilla, y no sabía cómo explicarle el motivo por el que había roto la
relación con todos ellos—. Solo voy a quedarme un par de días.
—Pues la reserva a tu nombre es para una semana —replicó Susana
sorprendida.
—Casi seguro que me iré el domingo —dijo de forma escueta, sin dar más
explicaciones.
—Anuncian muy buen tiempo para esta semana y la que viene. Deberías
quedarte.
—Lo pensaré.
—Como quieras. Lo único que si no vas a quedarte me gustaría que me lo
dijeses con tiempo, para poder avisar a alguno de los que están en lista de
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espera.
—No hay problema.
Susana tecleó en el ordenador que tenía bajo el mostrador.
—Necesito tu DNI.
—Claro.
Roberto sacó la cartera del bolsillo y le entregó el documento que le había
pedido.
—Veo que pediste pensión completa. Buena elección. Mi tía Rosario es la
cocinera y la verdad es que cocina muy bien. Hace la mejor fabada de
Asturias. Supongo que te acordarás de ella.
—No mucho, la verdad.
Tras anotar sus datos, Susana le devolvió el carnet.
—Las seis habitaciones del hotel están ocupadas, pero no te preocupes, no
oirás ningún ruido. Esta casa tiene las paredes de piedra —aseguró mientras
salía de detrás del mostrador—. Vamos, te acompaño a tu habitación.
Roberto siguió sus pasos escalera arriba. Llevaba puesta una minifalda
bastante corta que dejaba a la vista unas piernas perfectas, y una camisa azul
que, aunque cerrada en el cuello, permitía adivinar un pecho generoso.
Llegaron al primer piso, donde Susana le señaló la primera puerta a la
derecha.
—Esta habitación es muy tranquila. No da a la plaza, sino a la calle de
atrás, y en días con un poco de viento incluso se oyen las olas del mar. Espero
que te guste.
—Seguro que sí.
—Si necesitas cualquier cosa no tienes más que avisarme —dijo
entregándole un llavero de madera con la cruz de Asturias y la llave de la
puerta—, estoy en la recepción todo el día.
—¿No te turnas con nadie?
—Con mi primo, el hijo de mi tía Rosario, que vive aquí al lado.
Susana se despidió con una sonrisa cautivadora y Roberto entró en la
habitación mientras se decía a sí mismo: Mala idea, Rober, este es el último
lugar de la tierra en el que te interesa ligar.
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Roberto se reunió con la sargento Ruano en una cafetería situada justo frente
al hotel, al otro lado de la plaza, de ese modo se ahorró tener que recorrer el
pueblo y arriesgarse a que alguien pudiese reconocerlo. Ella le saludó con un
frío apretón de manos al que él respondió con un simple «a sus órdenes, mi
sargento». Una vez dentro, ocuparon una mesa situada al fondo del local,
apartados del resto de clientes, para poder hablar con libertad. Antes de
hacerlo, Roberto se tomó unos segundos para analizarla.
La sargento Ruano tenía el pelo castaño, muy corto, y unos ojos verdes
penetrantes. Los rasgos de su rostro eran suaves, destacando unos labios
carnosos, sin pintar. Quizás eso fue lo que más le llamó la atención de ella:
que la ausencia de maquillaje no desluciese un rostro que, sin ser
espectacular, le pareció atractivo. Lástima que su rictus fuese tan serio y, en
cierto modo, cortante. Supuso que era normal en una mujer que ejercía el
mando en un mundo integrado mayoritariamente por hombres. Su modo de
vestir también era serio: unos pantalones vaqueros y una sudadera negra sin
capucha. Calculó que sería de su edad, más o menos.
La actitud de Roberto al recibirla tampoco fue demasiado amistosa. No
terminaba de encontrarse a gusto en el pueblo, y durante la media hora que
transcurrió hasta que ella le llamó por teléfono para avisar de que estaba
entrando en Nueva no dejó de preguntarse qué hacía allí. No tenía
conocimientos para ayudar en la investigación y tampoco entendía en qué
podía ayudar su presencia allí. Es más, dudaba que nadie quisiese responder a
sus preguntas. Estaba seguro de que lo único que escucharía serían palabras
de rechazo, como en el pasado.
—Te agradezco que hayas venido —dijo ella al tomar asiento.
—No sé si seré de mucha ayuda, la verdad.
—Al menos espero que nos sirva para ganar tiempo. Supongo que no
sabrás quién pudo escribir ese mensaje dirigido a ti, ¿no?
—Ni idea.
—¿Conocías a la víctima?
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—No. —Roberto se dio cuenta de que estaba siendo demasiado cortante,
así que decidió mostrarse algo más comunicativo—. El comandante me dijo
que tenía dieciocho años y yo hace quince que no vengo por aquí.
—Es verdad, lo siento —dijo con gesto de cansancio—. Hoy llevo un día
complicado y ya no pienso con claridad. ¿Quieres tomar algo?
—Una cerveza.
Ruano alzó la mano y llamó la atención del camarero, que estaba
atendiendo a otra mesa.
—Una cerveza y una cola, cuando puedas.
—¡Voy, guapa! —respondió el aludido.
—La verdad es que estoy bastante perdida —reconoció Ruano retomando
la conversación— y cualquier ayuda me vendría bien. La gente del pueblo no
quiere hablar conmigo.
—¿Y eso?
—Hace un año se produjo aquí un asesinato. No sé si lo sabrás.
—Sí, el comandante Varela me lo comentó.
—La cuestión es que el caso casi se convirtió en una caza de brujas. La
gente del pueblo acusándose los unos a los otros, sacando a la luz viejas
rencillas que lo único que hicieron fue entorpecer la investigación. No era
raro el día en que alguien me paraba para decirme que fulanito o menganita
estaban implicados en el asesinato. Todo el mundo tenía su propia teoría
sobre el crimen.
—Aquí la gente siempre ha sido muy cotilla —recordó en voz alta.
—Menos mal que logramos resolverlo antes de que esto fuese a más,
aunque creo que el daño ya estaba hecho. Ahora me he encontrado con que
casi nadie quiere hablar conmigo. Por eso, cuando averigüé que tú habías
nacido aquí y que, además, eras guardia civil no dudé en pedir tu ayuda.
—Escuche, mi sargento —comenzó a decir Roberto con gesto serio—,
para mí no es agradable estar aquí. He venido porque el comandante Varela
me lo pidió, pero dudo que le pueda ser de ninguna ayuda.
—Si lo dices porque no tienes experiencia en investigación criminal, no
importa. Lo único que necesito es que hables con la gente del pueblo, con tus
viejos amigos, para ver qué saben ellos del asunto.
—Precisamente ese es el problema. Cuando me fui de aquí juré que no
volvería jamás y lo he cumplido. No he vuelto a mantener contacto con nadie,
ni siquiera con mis amigos de la infancia. Y en cuanto al resto de la gente del
pueblo… —Roberto hizo una pequeña pausa para mirar de reojo y asegurarse
de que nadie le escuchaba—. Por mí pueden irse todos al infierno. Bastante
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daño me hicieron en el pasado como para que ahora tenga ganas de verles la
cara a ninguno de ellos.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Es un tema del que no me apetece hablar ahora. Lo único que puedo
decirle es que no voy a quedarme aquí más de lo imprescindible. He venido
por deferencia al comandante, pero no me pida que la ayude en la
investigación porque no pienso hacerlo.
La sargento Ruano apretó los labios con gesto de cabreo y clavó la mirada
en Roberto, como si se sintiese profundamente contrariada. No obstante, él no
se amedrentó. Creía en cada una de las palabras que acababan de salir de su
boca y no pensaba echarse atrás. Desde el mismo momento en que había visto
el cartel de «Nueva de Llanes» tuvo claro que no iba a quedarse ni un minuto
más de lo necesario.
El camarero trajo en ese momento las bebidas y ambos tomaron un trago,
como si necesitasen tomarse una pequeña pausa. Fue la sargento quien, tras
unos segundos de reflexión, retomó la conversación.
—El comandante me ha dicho que estás de baja. —Roberto respondió
asintiendo con la cabeza. Era mejor eso que tener que explicarle que estaba
suspendido de empleo y sueldo—. Sé que no puedo pedirte que te impliques
en el caso, pero…
—Supongo que tendrá un equipo de gente más preparada que yo a su
lado, ¿no? —la interrumpió con gesto serio. Llegado a ese punto, estaba
decidido a no darle ninguna concesión.
—La verdad es que no, precisamente por eso me he pasado casi todo el
día en Oviedo. Mi comandante quiere que lleve esto con discreción, tanta que
solo cuento con la ayuda de mi compañero, el cabo Hinojosa, que ha tenido
que quedarse en Oviedo. Por cierto, me ha dicho que te mande recuerdos.
Dice que coincidisteis en el mismo destino hace unos años.
Sus palabras despertaron por primera vez el interés de Roberto.
—¿Eusebio Hinojosa?
—Sí.
Una tímida sonrisa asomó en su rictus serio.
—Coincidimos en la Academia y en nuestro primer destino, en Coruña.
No tenía ni idea de que estuviese destinado en Asturias.
—Lleva tres años conmigo, en Oviedo.
—Supongo que seguirá perdiendo pelo. Cuando le conocí ya estaba medio
calvo.
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—¡Qué va! Hace dos años se fue a Turquía a hacerse un injerto de esos de
pelo y ahora tiene flequillo.
—¡No me joda! —Roberto soltó una carcajada, que ahogó tapándose la
boca con la mano para no llamar la atención de los que estaban en el bar—.
No me imagino la pinta que debe de tener con pelo.
—Pues su éxito entre las mujeres ha subido. ¡Y mucho!
—¡Qué cabrón! Siempre fue un bala perdida —dijo provocando la risa de
la sargento.
—Es cierto, pero también es un investigador muy bueno. Sin su ayuda no
habría resuelto muchos de los casos.
El recuerdo de su compañero de Academia hizo que Roberto suavizase el
tono de su voz.
—Hinojosa siempre fue un coco, no me extraña que esté en Investigación
Criminal.
—Tú estás en Anticorrupción, ¿no?
—Sí —respondió Roberto sin entrar en detalles de su situación actual.
—Tengo entendido que es bastante duro, sobre todo porque es un trabajo
en el que se echan muchas horas.
—Demasiadas. No hay tiempo para tener una vida privada.
—¿Y tu mujer cómo lo lleva?
—Lo llevaba mal, por eso nos separamos.
—Lo entiendo. Compaginar una vida laboral como la nuestra con la
pareja es muy difícil. Todos lo hemos sufrido.
Roberto la miró con interés.
—¿También está separada?
—No, yo no llegué a casarme nunca. No he encontrado a nadie dispuesto
a compaginar su vida con la mía. Me tomo muy en serio mi trabajo, sin
importar las horas que deba dedicarle, y pocas parejas entienden eso.
Roberto se sintió identificado con sus palabras, aunque en su caso esa
implicación iba a hacer que perdiese su trabajo.
—¿Puede hablarme del caso? —preguntó dispuesto al menos a darle la
oportunidad de explicarle por qué le necesitaba.
Ella asintió agradecida, antes de responder.
—Hace una semana un pescador encontró el cadáver de Diana Cuesta
González al pie del Acantilado de San Antonio. Está cerca de la playa de San
Antonio, junto a la ermita.
—Lo sé, lo conozco.
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—Los agentes que lo investigaron dijeron en su informe que parecía un
caso claro de suicidio. No había signos de lucha ni nada que indicase que
alguien la había arrojado por el acantilado. Como mucho, que hubiese caído
accidentalmente, aunque nadie logró explicar qué hacía allí sola, por eso se
mantuvo la hipótesis del suicidio. Hasta que hace tres días el pescador que
había encontrado el cuerpo entregó el teléfono de la víctima a una de las
patrullas rurales de la zona.
—Pensé que el móvil había aparecido en el lugar desde el que se supone
que saltó la chavala.
—Sí, allí fue donde lo encontró el pescador antes de avisar al ciento doce,
pero luego el muy imbécil se lo quedó para él y no dijo nada. Alegó que el
suyo era muy viejo y que pensó que nadie lo echaría en falta, pero cuando vio
que tenía huella dactilar y que no iba a poder usarlo nos lo entregó.
—¿Y quién es ese lumbrera? —preguntó Roberto con ironía.
—Uno del pueblo que se dedica a la pesca furtiva y trabaja en un bar de
Llanes. Un tal Juan Cuetos Ruiz.
—¿Juanín? ¡Ostia, lo conozco! —dijo esbozando una sonrisa—. Siempre
fue muy buen chaval.
—Pues se pasó un día en el calabozo por esa tontería, hasta que
comprobamos que estaba cenando en Llanes con unos amigos la noche de la
muerte de Diana. Aun así, le va a caer una buena multa por llevarse el móvil.
—En ese mensaje se habla de tres asesinatos —comentó Roberto, a lo que
ella correspondió moviendo la cabeza en sentido afirmativo—. ¿Cuáles son
los otros dos?
—Eso es lo que nos trae de cabeza. El único asesinato en esta zona se
produjo hace un año. Vanesa Tamargo Fernández apareció muerta en la playa
de Cuevas del Mar, pero detuvimos a su asesino.
—¿Quién era?
—Gustavo Villar García, marido de Susana, la dueña del hotel en el que te
hospedas.
—¡Joder! —exclamó sorprendido—. No tenía ni idea.
—Todas las pruebas le señalaban a él, incluida el arma del crimen con sus
huellas, pero ahora su abogado sabe lo del mensaje en el móvil y quiere
reabrir el caso, por eso mi comandante quiere verme en Oviedo antes de
terminar el día. Quiere saber cómo coño se ha filtrado esa información.
—Si las pruebas están tan claras dudo que su abogado pueda hacer nada.
—Yo creo que es para forzar al juez a que le conceda la libertad bajo
fianza hasta la revisión del caso.
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—Pero en el mensaje no menciona a qué dos asesinatos se refiere. No
tiene por qué ser el de esa tal Vanesa.
—Lo mismo le dije yo, pero se ve que el juez duda y mi comandante
quiere revisar conmigo el caso mañana por la mañana.
—¿Y hubo algún otro asesinato en esta zona?
—Ninguno. Creo que en realidad ese mensaje lo escribió alguien que
encontró el móvil al pie del acantilado y que quiso exculpar a Gustavo.
—¿Su mujer, tal vez?
—No, ella no —respondió negando con la cabeza—. Su marido
aprovechaba que ella estaba trabajando en el hotel para irse de fiesta y tirarse
a todas las que podía, a la víctima entre ellas.
—Quizás la mató ella, por celos —dijo sin pensar.
—Esa noche trabajaba. Además, todas las pruebas demostraron que había
sido Gustavo, aunque él lo negase. Te aseguro que Susana es la última
persona que quiere ver a su marido fuera de la cárcel.
—¿Y si no fue ella, quién entonces?
—Juan Cuetos es el candidato número uno, aunque de momento no hemos
podido demostrarlo. Es amigo de Gustavo y encontró el móvil, quedándoselo
durante cuatro días. En ese tiempo pudo encontrar a alguien que lo
desbloquease para escribir la nota. No me creo esa gilipollez de que se lo
quedó para él y al ver que estaba protegido por huella dactilar decidió
devolverlo.
—Aun así, un mensaje no creo que sea prueba suficiente para soltarlo.
—Lo sé, pero en Oviedo están bastante nerviosos. Quieren resolver esto
antes de que alguien de la prensa se entere. Ese «seguiré matando» es algo
que no podemos pasar por alto, por eso pedí que vinieses. —La sargento echó
mano de un bolsillo de su pantalón y sacó de él un objeto—. Aquí tienes la
información de las dos muertes, la de Vanesa Tamargo y lo que tengo hasta el
momento sobre la muerte de Diana.
Roberto cogió en su mano el pendrive que le ofrecía, aunque torció algo el
gesto. Ella debió adivinar lo que iba a decir porque se apresuró a continuar:
—Solo te lo doy para que estés al día, no te pido que te impliques en la
investigación. Si ves en el informe algo que te llame la atención o, por lo que
sea, alguien te comenta durante el fin de semana cualquier cosa que confirme
o contradiga lo que pone en él te agradecería que me lo dijeses. Me basta con
eso. No voy a pedirte que te quedes más de lo que tenías previsto.
—Gracias. —Fue lo primero que salió de los labios de Roberto—. Le
echaré un vistazo.
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La sargento apuró el refresco de un solo trago y luego se puso en pie.
—Te llamaré cuando vuelva mañana por la tarde e iremos juntos a ver a
Juan Cuetos. Tal vez a ti te diga algo que no nos ha dicho a nosotros. ¿Te
parece?
—No hay problema.
—Hasta mañana, entonces.
Roberto la observó mientras salía del local, no sin antes pagar las dos
consumiciones.
—Bueno, por lo menos me ha invitado —murmuró entre dientes, tomando
a continuación un sorbo.
Al posar la cerveza en la mesa una voz poco amistosa captó su atención.
—¿Y tú qué cojones haces aquí?
Cuando levantó la mirada y reconoció al hombre que le hablaba, sintió un
escalofrío recorrerle la espalda.
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Miró la cerveza que tenía delante, de la que quedaba más de medio vaso,
y pensó en dejarla allí. Incluso se planteó coger el coche y largarse en aquel
mismo momento de Nueva para no volver jamás. No le importaba
decepcionar al comandante Varela, ni siquiera dejar vendida a la sargento
Ruano. Después de todo, tampoco se había comprometido a nada con ella. Él
no tenía culpa de lo que estaba pasando y si el asesino volvía a matar no sería
por culpa suya. Cada uno era responsable de sus actos. Nadie más.
Sintió que la rabia crecía en su interior, así que decidió calmarla de un
trago. Sí, lo mejor era largarse para siempre y volver a Madrid. Incluso dejó
de importarle que pudiesen echarle de la Guardia Civil. Todavía era joven
para buscar otro trabajo. Tal vez incluso podía irse al extranjero. Sus
conocimientos de inglés eran aceptables y había muchas empresas de
seguridad en las que podía conseguir un empleo, tanto en Europa como en el
resto del mundo.
Estaba tan imbuido en esos pensamientos que no se dio cuenta de que
alguien se plantaba delante de él.
—¡Pero qué cabrón! Estás igual que siempre, no has cambiado nada.
Un hombre de su edad, de pelo rubio y barba de un par de días le miraba
sonriente.
—¿Pedro? —intuyó.
—Pues claro, tío. ¿Es que no te alegras de verme?
—Sí, claro, perdona —Roberto se puso en pie algo desconcertado y alargó
la mano hacia el recién llegado—. ¿Qué tal estás?
—¿Que qué tal estoy? —Pedro se abalanzó sobre él y lo abrazó con tal
fuerza que casi le dejó sin respiración—. ¡Alucinado de verte!
—Yo también me alegro —dijo Roberto sin mucha efusividad.
Su amigo le soltó y por fin pudo recuperar el aliento.
—¡Joder, Rober, no sabes cuánto me alegra verte aquí! Paré por
casualidad para saludar a mi hermana, y cuando me dijo que estabas en Nueva
no me lo podía creer.
—Solo estoy de paso. No me quedaré mucho.
—No importa, me alegro de que hayas venido.
Pedro no dejaba de sonreír y de mirarle con ojos brillantes, señal
inequívoca de que estaba emocionado por el reencuentro. Sin embargo,
Roberto no le correspondió de igual modo, al menos en un primer momento.
En cierto modo se sentía avergonzado. Ambos habían sido muy amigos, casi
desde que tenía uso de razón, y el día que decidió no volver al pueblo ni
siquiera le llamó para despedirse de él. Tampoco lo hizo del resto de la
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pandilla, aunque con Pedro siempre había tenido una relación muy especial.
Por suerte, no parecía que estuviese molesto por ello.
—Me pareció ver salir de aquí a Toño, el padre de Miriam —dijo Pedro
señalando con la mirada la puerta del bar—. ¿Te dijo algo?
—Nada que no me dijese antes.
—No le hagas caso, en el pueblo nadie lo hace ya. —Pedro posó una
mano sobre su hombro y le miró como años atrás—. Todos sabemos que tú no
tuviste la culpa de lo que pasó.
Aquellas palabras y el modo que tuvo de decirlo hicieron que se sintiese a
gusto por primera vez desde que había puesto el pie en Nueva.
—Gracias —acertó a decir.
—No tienes que dármelas. Y, en cuanto a Toño, pasa de él. Lleva años
criticando a las chavalas del pueblo. Que si son unas provocadoras, que si
visten como putas… Incluso llegó a amenazar a una de ellas una noche en la
puerta de un bar. Suerte que el novio de la chavala lo vio tan borracho que
pasó de él, pero cualquier día alguien le dará una paliza. En fin, hablemos de
cosas más alegres. ¿Hasta cuándo te quedas?
—Hasta el domingo.
—¡Estupendo! ¿Por qué no hacemos una cosa? Mañana es sábado y no
trabajo. ¿Qué te parece si nos vemos de tarde y nos ponemos al día?
—Como quieras.
—Me quedaría ahora, pero le prometí a mi mujer que cenaríamos en
Llanes y ya llego tarde.
—No te preocupes. Tu hermana me dijo que estabas casado y que vivías
en Naves.
—Sí, tío, desde hace ya ocho años.
—Me alegro por ti.
—Tengo un par de críos, pero mejor te lo cuento todo mañana. ¿Te parece
que te recoja después de comer, a eso de las cuatro?
—Claro —respondió incapaz de negarse.
—¡No sabes cuánto me alegro de verte, Rober! —dijo abrazándole de
nuevo.
Esta vez Roberto sí que le correspondió al abrazo, incluso esbozó una
sonrisa al despedirse de su amigo. Quizás no había sido tan mala idea volver
al pueblo.
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Tal y como había asegurado Susana, la comida del hotel «El Llagar» era
excelente, quizás demasiado. Roberto ya no estaba acostumbrado a ingerir tal
cantidad de comida, y menos para cenar, así que regresó a su habitación con
tal empacho que no tardó en sentir que le invadía el sopor. Aun así, antes de
quedarse dormido tuvo tiempo de leer el informe de la sargento Ruano,
aunque llegó a las últimas líneas a duras penas.
Por primera vez en mucho tiempo durmió como un bebé, gracias también
a que la pesadilla que le había acosado las siete últimas noches no se repitió.
Eso hizo que se levantase de buen humor a la mañana siguiente y se animase
incluso a salir a correr un rato para deshacerse de la pesadez que todavía
sentía. Por suerte, había metido en la maleta unas zapatillas de deporte y un
pantalón corto, por si hacía buen tiempo, así que se vistió, cogió unos
auriculares para escuchar música a través del teléfono móvil y salió de la
habitación. Al bajar al piso inferior se encontró con que Susana no estaba en
la recepción. En su lugar había un chaval de no más de veinte años, con gafas
redondas, el pelo rizado y algunos granos en la cara; el típico empollón.
—Buenos días.
—Buenos días —le respondió Roberto—. ¿Susana no está hoy?
—Viene más tarde, a los desayunos —dijo el joven.
—Muy bien, hasta luego.
—Ta luego.
Roberto salió a la calle y miró su reloj. Eran las ocho de la mañana y a esa
hora la temperatura era ya bastante agradable, con un cielo completamente
azul que presagiaba un buen día, sobre todo para los que quisiesen acudir al
mercado que en ese momento se estaba montando en la plaza.
No tuvo que pensar mucho para decidir cuál sería su destino: la playa de
Cuevas del Mar. Puso en el móvil una sesión titulada «Retrodisco Mix» y se
colocó los auriculares, dejándose envolver a partir de ese momento con
aquellas melodías que tan buenos recuerdos le traían. Realizó un trote
tranquilo, deseoso más de disfrutar del recorrido que de mejorar ninguna
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marca personal. Pasó junto a una urbanización que no conocía, situada en una
finca donde años atrás se celebraba una de las fiestas del pueblo en verano y
luego giró a la derecha para tomar la carretera que llevaba a la playa.
De inmediato comenzaron a invadirle los recuerdos. Pasó junto a la pista
de futbito en la que jugaba con sus amigos de crío, el puente sobre el arroyo
en el que se había declarado a su primera novia o la gran roca en la que se
sentaban a descansar todos los de la pandilla cuando volvían de la playa.
Llevaba quince años sin volver por allí y de pronto era como si no se hubiese
ido nunca. Aquel era el lugar que le había visto crecer, donde había pasado
buena parte de su niñez y adolescencia, quizás por eso no podía evitar sentir
que había regresado a casa.
Mientras escuchaba un tema tras otro, recorrió la carretera que llevaba
hasta la playa, en la que apenas se cruzó con coches. No tardó más de veinte
minutos en llegar a su destino y contemplar después de tantos años la playa de
Cuevas del Mar. Era tal y como la recordaba.
La marea estaba baja, así que recorrió las piedras que el río Ereba
acumulaba siempre en la entrada de la playa y luego, tras descalzarse y
quitarse los calcetines, pisó la arena húmeda, la misma en la que cada verano
jugaba al fútbol con sus amigos. Caminó hasta el arco de piedra situado en el
lado derecho de la playa, el elemento más característico y llamativo de
Cuevas del Mar, que salía en la mayoría de fotos que había en internet.
A pesar de que era una playa bastante resguardada, de crío siempre le
había dado mucho respeto bañarse en ella. Nunca se había atrevido a meterse
más allá de donde el agua le alcanzaba la altura del pecho, estuviese la marea
alta o baja, por miedo a que la corriente del mar le arrastrase fuera del
resguardo que proporcionaban las paredes de roca. Resultaba irónico pensar
cómo años más tarde, en el ejército, tuvo que recorrer a nado kilómetros y
kilómetros de mar abierto con la única protección de un neopreno y unas
aletas.
Sus pies tocaron el agua, algo fría, aunque no le importó. El día era tan
soleado que incluso sintió deseos de darse un baño. Dado que no tenía toalla
decidió dejarlo para otro momento, aunque se quedó un buen rato mirando
cómo las olas rompían con suavidad a pocos metros de la orilla, mientras el
aroma del mar impregnaba hasta el último poro de su piel.
—Debería haber vuelto antes —murmuró melancólico.
Pasado un tiempo que no supo precisar, algo en su interior le dijo que
debía ponerse en marcha, como una suave voz susurrándole al oído. Se alejó
de la orilla para dirigirse a «la playina», la pequeña zona de arena próxima al
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arco de piedra, situada en el extremo opuesto al acceso a la playa y a la que
solo se podía acceder cuando la marea estaba baja. Desde ella podía llegar a
su destino sin tener que coger el camino alternativo que bordeaba la playa por
un recorrido más largo. Se calzó de nuevo, no sin antes sacudirse la arena, y
cogió el camino que llevaba a la playa de San Antonio.
Mientras ascendía por la ligera colina trató de recordar lo que la sargento
Ruano decía en su informe.
Diana Cuesta González, una adolescente de dieciocho años residente en
Nueva, había aparecido muerta en el lugar al que se dirigía. No existían
pruebas de que nadie la hubiese empujado, ni siquiera en la autopsia, y solo el
mensaje aparecido en su teléfono móvil daba a entender lo contrario. En
cuanto a las declaraciones de su entorno, tanto familiares como amigos
cercanos coincidían en que no tenía enemigos ni nadie que pudiese desear su
muerte. Tampoco encontraban un motivo o una explicación para que hubiese
decidido suicidarse. Meses atrás había roto con el único novio serio que había
tenido, aunque varias amigas coincidieron en que no fue una ruptura
traumática.
Teniendo en cuenta que la habían visto viva por última vez el viernes a las
dos de la madrugada y que a esa hora la marea estaba alta, supuso que habría
llegado por el camino más largo, aunque también podría haber llegado desde
Picones. Desde que la playa de San Antonio se había hecho famosa años
atrás, se había autorizado a los coches a entrar por el pueblo de Picones,
cercano a Nueva, por una pista de tierra que no llegaba hasta la misma playa
pero que permitía dejar el vehículo a unos trescientos metros de ella. Aunque
en esa época el camino estaba menos transitado, solían utilizarlo tanto
pescadores como excursionistas, por lo que no era fácil saber cómo había
llegado la víctima hasta el acantilado.
El informe lo completaba la declaración de sus padres, que hablaban de lo
bien que se portaba su hija y que nunca salía hasta tarde, por eso se alarmaron
cuando esa noche vieron que no regresaba.
Mientras ascendía por el sendero, Roberto vio claro, según los datos del
informe, que Diana no tenía un motivo para suicidarse, aunque eso no
significaba que no lo hubiese hecho. Tal vez alguien la acosaba, bien en las
redes sociales o en el instituto. O quizás había sufrido un desengaño amoroso
del que nadie sabía nada y que no había sido capaz de superar. A veces las
adolescentes se veían al borde del abismo y, en vez de pedir ayuda, decidían
arrojarse a él.
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En cuanto al asesinato que se había producido en el pueblo un año atrás, la
víctima era Vanesa Tamargo Fernández, de diecinueve años. El informe que
le había entregado la sargento era en este caso mucho más detallado.
Su cadáver había aparecido precisamente en la playa de Cuevas, en la
zona de piedras más cercana al río. La autopsia desveló que la habían
golpeado doce veces con un martillo en la parte posterior de la cabeza, hasta
fracturar el cráneo. Su sangre solo mostró un nivel bajo de alcoholemia,
aunque lo más llamativo fue que estaba embarazada de tres meses. Tras
numerosas declaraciones de la gente del pueblo, que no hicieron otra cosa que
enredar la investigación, los investigadores pudieron acceder a los mensajes
de Whatsapp del iPhone de la víctima, que desvelaron que se veía a
escondidas con un hombre casado, Gustavo Villar García. En el último de
ellos la citaba en la playa de Cuevas la noche de su muerte, a las dos de la
madrugada. Eso y las huellas en el arma del crimen, que encontraron en un
registro de su coche, fueron suficientes pruebas para arrestarle.
Aunque la prueba definitiva llegó unos días después. Hasta ese momento
los investigadores sabían que había utilizado un martillo para acabar con su
vida, y que esa noche se había visto con ella. Faltaba el motivo y ese se
conoció con los resultados del ADN del feto que la víctima llevaba en su
interior: Gustavo era el padre del niño.
Al conocerse ese último dato su abogado intentó llegar a un acuerdo de
rebaja de condena a cambio de una declaración de culpabilidad, algo que el
fiscal, con buen criterio, no aceptó. Fue condenado a veinte años de cárcel.
Por eso a Roberto le llamaba poderosamente la atención que ahora, tras
conocerse el mensaje aparecido en el móvil de una víctima de suicidio, su
abogado intentase reabrir el caso. Aquello tenía pinta de ser un montaje,
aunque comprendía que los investigadores quisiesen asegurarse de que no
había un asesino tras la muerte de Diana.
A la vista del informe que la sargento Ruano le había pasado, Roberto
veía claro que la muerte de Vanesa Tamargo y Diana Cuesta no estaban
relacionadas. Seguro que si investigaban en el pasado de Diana encontrarían
el motivo por el que se había suicidado. Y, en cuanto al mensaje, estaba casi
seguro de que Juanín era el autor. El día anterior, mientras hablaba con la
sargento, no había caído en ello, pero, cuando tuvo tiempo para pensar,
recordó un detalle importante: Juanín siempre había sido un bromista, desde
crío. Le gustaba gastar bromas, a veces pesadas y otras divertidas, como
cuando habían asustado a unas turistas francesas una noche cuando
regresaban de una fiesta, usando sábanas y linternas. A pesar de ser el más
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pequeño de la pandilla, era capaz de convencer a sus amigos para participar
en sus bromas, lo que les había proporcionado momentos muy divertidos y
alguno que otro más bien complicado.
¿Y si aquella era una broma de las suyas? Sin duda era muy macabra, pero
un par de porros y unas cervezas seguro que eran capaces de hacer volar la
imaginación de su amigo. De cualquier modo, esa tarde podría salir de dudas
cuando hablase con él.
Sus pensamientos se difuminaron cuando se dio cuenta de donde se
encontraba. Le faltaban menos de cincuenta metros para llegar a la Ermita de
San Antonio, un pequeño edificio de piedra con una llamativa fachada frontal
que le daba el aspecto de un muro de castillo y que estaba situado en lo más
alto de esa parte de la costa. Cien metros a su izquierda estaba el Acantilado
de San Antonio, una pared de piedra vertical de ochenta metros de altura que,
cuando la marea estaba baja, dejaba al descubierto un curioso lecho de piedras
oscuras. De niño su padre solía ir allí con un amigo a coger percebes. Era tan
inaccesible que solo se podía llegar abajo descolgándose con una cuerda, lo
que aseguraba coger los mejores percebes de toda la costa de Llanes.
Roberto decidió no acercarse, y no porque le diese miedo el acantilado.
Lo que realmente le asustó fue ver que el lugar era exactamente igual a como
lo había vivido en sus sueños las últimas noches. Solo faltaba ella.
Incapaz de enfrentarse a sus recuerdos, se dio media vuelta y regresó a
Cuevas.
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Roberto regresó una hora después al hotel, donde se dio una ducha y
desayunó en el comedor que había junto a la recepción. Allí charló durante
unos minutos con un belga de unos cincuenta años al que acompañaba una
mujer mucho más joven que él. Al igual que otros belgas que solían veranear
en el pueblo, era hijo de emigrantes, uno de aquellos jóvenes de la región que
en la década de los cincuenta y sesenta habían emigrado a Francia, Bélgica o
Suiza. Sus hijos acompañaban desde pequeños a sus padres cada verano para
visitar a la familia que habían dejado en el pueblo, y ahora de mayores
muchos regresaban a la que consideraban su segunda tierra.
Tras reponer fuerzas, Roberto volvió a su habitación y llamó por teléfono
a la sargento Ruano, cuyo número tenía grabado en la memoria de su móvil
desde el día anterior. Si Juanín era el autor de la nota, no tenía sentido seguir
con la investigación.
—Mi sargento, soy el cabo Fuentes —dijo cuando ella respondió a su
llamada.
—Dime, Fuentes.
—No sé si la pillo muy ocupada.
—No, tranquilo. De momento sigo en Oviedo. ¿Qué pasa?
—Creo que la nota es una broma —le soltó a bocajarro, explicándole acto
seguido por qué había llegado a esa conclusión.
Ruano no le interrumpió. Dejó que hablase y, cuando terminó, dijo con
voz seca:
—Me cuesta creer que alguien pueda bromear con una cosa así, a no ser
que esté enfermo de la cabeza.
—Juanín no está enfermo, solo le gusta gastar bromas y esta puede que se
le haya ido de las manos.
—Por su bien espero que no sea así, porque pienso meterle en un calabozo
y tirar la llave.
Su tono de voz indicaba que no estaba para bromas.
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—Al menos así sabría que no existe ningún asesino —trató de suavizar las
cosas.
—¿Ya has hablado con el capullo de tu amigo?
—De momento no. Pensaba esperar a esta tarde e ir juntos, como
habíamos hablado.
—No estoy segura de poder llegar a tiempo. El cabrón del abogado de
Gustavo ha conseguido que el juez medite reabrir el caso y tendré que revisar
todas las pruebas que presentamos contra él.
—Pensé que estaba claro que él era el asesino.
—Lo está, pero quiero comprobar que no hay ningún cabo suelto. El
anterior juez no tuvo dudas de su culpabilidad, a pesar de no poder situarle en
la escena del crimen.
—No entiendo.
—En todo homicidio hay cuatro preguntas claves que los investigadores
debemos responder: dónde, cuándo, cómo y por qué —comenzó a explicarle
—. O, dicho de otro modo, necesitamos identificar el lugar en el que se
cometió el crimen; la hora exacta a la que murió; el modo en que la víctima
fue asesinada; y qué motivo tenía el asesino para acabar con su vida. Las
respuestas a esas preguntas deben dar como resultado su identidad. Si,
además, logramos situar al presunto asesino en la escena del crimen la
condena está asegurada.
—¿Y en este caso no fue así?
—No exactamente. Vanesa Tamargo no tenía restos de ADN del asesino
bajo sus uñas, por lo que no se pudo demostrar que hubiese luchado contra él,
y tampoco encontramos ropa de Gustavo con sangre de la víctima. En el lugar
del crimen, la playa de Cuevas del Mar, tampoco encontramos pruebas que
demostrasen que Gustavo estuvo allí, excepto el mensaje de Whatsapp en el
que quedó en verse con ella. —Aunque Roberto ya había leído todo eso en el
informe, no quiso interrumpir a la sargento—. Por eso digo que no pudimos
situar a Gustavo en la escena del crimen, aunque sí lo identificamos como
autor material cuando encontramos un martillo con la sangre y el ADN de la
víctima, y sus huellas en él.
—Esa parece una prueba definitiva.
—No si Gustavo hubiese demostrado que a la hora de la muerte de la
víctima estaba en otro lugar, algo que no pudo hacer. Declaró que esa noche
se había quedado solo en casa, tomando unas cervezas y viendo el fútbol, y
que luego se quedó dormido en el sofá, donde despertó a la mañana siguiente.
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Su mujer tenía turno de noche en el hotel, por lo que no pudo certificar que se
encontraba allí. Ni ella ni nadie.
—No tenía coartada —dedujo Roberto.
—Hasta ese momento sabíamos dónde habían matado a la víctima, a qué
hora y con qué —prosiguió ella con su explicación—. No tardamos en
averiguar por qué.
—Estaba embarazada de Gustavo.
—Así es. Eso bastó para que el juez le condenase.
—Entonces no entiendo por qué ahora otro juez puede reabrir el caso.
—No lo hará. Le presentaremos de nuevo las pruebas y seguro que nos da
la razón. Lo único que quiere ese abogado es tocarnos los cojones dando a
entender que hay un asesino en serie suelto por Nueva.
—Si Juanín nos confirma que el mensaje es solo una broma pesada ese
abogado no tendría a qué agarrarse. Tal vez sería mejor que hablase con él lo
antes posible.
—No, quiero estar presente para dar validez a su declaración. Si esto se
alarga y no puedo volver hoy estaré ahí por la mañana, para que así puedas
irte de tarde a Madrid. Espero que no te importe.
—Aguantaré, no se preocupe —dijo medio en broma.
—Muy bien, Fuentes. Si no te llamo, nos vemos mañana.
Roberto dejó el teléfono sobre la mesita y se tumbó en la cama para leer
un rato. Necesitaba ocupar la mente en algo que no fuesen asesinatos, así que
sacó de la mochila su Kindle y lo encendió. Desde que le habían suspendido
solía leer al menos un par de libros por semana, sobre todo de ciencia ficción.
Le encantaba viajar con la mente a otros planetas y a otros universos, a
mundos en los que solía encontrarse más cómodo que en el mundo que le
rodeaba.
Pasó el tiempo sin que fuese consciente, absorbido por la historia de un
mundo a punto de extinguirse por el impacto de un asteroide, hasta que sonó
el teléfono fijo que había en la habitación, sobre la mesita.
—¿Sí? —preguntó sorprendido de que alguien le llamase.
—Roberto, soy Susana. Mi hermano Pedro está aquí y pregunta por ti.
Miró su reloj y vio que era ya la una y media del mediodía.
—¿Tu hermano? Pensé que habíamos quedado por la tarde.
—Ni idea, pero dice que bajes.
—Muy bien, ahora voy —dijo colgando el teléfono.
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—Mejoró la decoración, ahora es más tipo años ochenta, con música
ambiente durante el día y música italodisco por la noche. ¿Te acuerdas de la
música que escuchaba cuando estábamos con él, la que le grababa su hermano
mayor?
—Sí, claro. Pet Shop Boys, Bananarama, Depeche Mode, Madonna…
Todavía la sigo escuchando. ¡Me encanta la música de esa época!
—Pues no eres el único. En verano hay días que no cabe más gente
dentro.
—¡Me dejas alucinado!
No tardaron en llegar al «Dolce Vita», una casa aislada situada un par de
calles detrás del hotel, con un amplio aparcamiento delante en el que en ese
momento había una docena de coches. La fachada estaba pintada de amarillo
chillón, lo que contrastaba con la piedra vista de las ventanas.
En cuanto puso los pies dentro, Roberto se dio cuenta de que se respiraba
aire ochentero por los cuatro costados. En las paredes había carteles
enmarcados de películas como «Arma letal» o «La jungla de cristal».
También había una foto enorme de Michael Jordan machacando la canasta a
una mano y fotos más pequeñas de actores y grupos musicales de los ochenta.
Tras la barra del bar había varios estantes con objetos tales como un cubo de
Rubik, un radiocasete de doble pletina, una cámara de fotos Polaroid o un
teléfono antiguo con marcación de disco. Aunque lo que más le llamó la
atención fue que el suelo de la pista de baile, situada al fondo del local,
estuviese pintada como una pantalla del juego «Come cocos».
—Mira, ahí está —dijo Pedro tocándole el hombro y señalando el extremo
de la barra—. ¡Quique, mira a quien te traigo!
Roberto sintió de pronto cómo los nervios le atenazaban el estómago.
Después de tantos años sin saber nada de él, desconocía qué recibimiento le
daría su amigo. Tal vez le echase en cara haber cortado la relación con todos
los amigos de la pandilla, o simplemente le ignoraría. De cualquier modo, no
tardó en salir de dudas.
—Hola, Quique —le saludó con una tímida sonrisa cuando posó los ojos
en él.
El aludido le miró algo desconcertado, hasta que se llevó las manos a la
cabeza.
—¡Ostia, no me jodas! ¿Rober? —Acto seguido rodeó la barra y salió al
encuentro de su amigo, abrazándose a él—. ¿De dónde coño sales?
—He venido a pasar el fin de semana.
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—Joder, tío, no sabes lo que me alegro de verte después de tanto tiempo
—dijo soltándole y dando un paso atrás para mirarle emocionado.
—Y yo a ti.
—¡Qué cabrón, estás como siempre! No has cambiado nada. Bueno, sí,
llevas el pelo mucho más corto. ¿Qué pasó con aquel flequillo?
—Me lo cortaron cuando entré en el ejército.
—Sí, algo de eso escuché cuando murieron tus abuelos. ¿Sigues en el
ejército?
—No, lo dejé hace unos años. Por lo que veo te va bien —dijo mirando a
su alrededor y cambiando de tema para ahorrarse más explicaciones.
—Ya ves, me da para vivir.
—Sí, para vivir —comentó Pedro con una carcajada—. ¡Te estás
forrando, cabrón!
—No es para tanto —respondió Quique sin darle importancia—. Supongo
que habréis venido para tomar algo, ¿no?
—Sí, pero en la terraza de arriba. Hoy hace buen tiempo y quiero que
Rober vea lo bien que te lo has montado.
—¿Qué os subo?
—Un par de vermuts.
—Yo prefiero una cerveza, si no te importa —le corrigió Roberto—. El
vermut se me sube a la cabeza enseguida.
—El de aquí es casero.
—Peor me lo pones.
—¡Qué cabronazo! —exclamó el dueño del bar riéndose—. ¡Cómo te
acuerdas!
—Un día tu padre nos invitó porque habíamos ganado un partido de fútbol
contra los de Naves y terminé tumbado en el arroyo que hay aquí detrás.
¡Menos mal que no tenía agua!
Pedro le dio una palmada en la espalda, mientras soltaba una carcajada.
—Venga, vamos p’arriba. Tenemos mucho de lo que hablar.
Al fondo, muy cerca de la pista de baile, había una escalera que subía al
piso superior, una terraza muy acogedora con una docena de mesas y sillones
de mimbre, cubierta por un tejado de cristal. A través de varios altavoces
repartidos discretamente por la terraza sonaba el tema «Drive», de The Cars.
A Roberto le llamó la atención que hubiese tanto gente joven como gente más
mayor, que rondaban los cincuenta, aunque en el caso de estos últimos era
comprensible, dado que era la música que escuchaban en su juventud.
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—Ya veo que Quique se lo ha montado bien —comentó Roberto mientras
ocupaban una de las mesas próximas a la escalera.
El dueño del local no tardó ni un minuto en presentarse con dos cervezas
y un vermut de color, que entregó a Pedro.
—Pensé que ibas a tomarte un vermut conmigo —protestó este.
—Lo siento, pero tengo que trabajar. Me tomo esta cerveza para charlar
un ratín con vosotros y vuelvo abajo.
—Como quieras, pero yo pienso tomarme un par más de estos. ¡No sabéis
lo que es comer con mi madre!
Sus amigos soltaron una carcajada, que dio pie a una serie de divertidas
anécdotas de su época de adolescentes, relatadas casi siempre por Pedro y
encabezadas por la frase ¿Os acordáis cuando…?
Ninguno de los dos preguntó a Roberto sobre el motivo por el que había
dejado de ir al pueblo, lo que ayudó a que cada vez se sintiese más cómodo en
la conversación. Quique le contó que la gran mayoría de amigos de la infancia
se habían ido a vivir lejos de Nueva. En su caso había vuelto para trabajar en
el bar de su padre después de cinco años estudiando y trabajando en Gijón, y
seguía soltero. Pedro, por su parte, relató cómo su mujer le había «cazado»
con solo veintidós años, casándose un par de años después. En la actualidad
trabajaba para el Ayuntamiento de Naves por las mañanas, y por las tardes
haciendo pequeñas obras en los pueblos de alrededor.
—Trabajé de albañil hasta hace seis años, y la verdad es que me pagaban
una pasta —explicó Pedro con cierta añoranza—, pero luego la cosa se puso
muy jodida con lo de la crisis del ladrillo, así que decidí asegurar. Saqué una
plaza fija en el ayuntamiento y de vez en cuando me gano un dinerillo
haciendo algunas chapuzas. Por suerte, con eso nos llega para vivir bien.
—¡Serás cabrón —se burló Quique—, pero si hace un año te compraste
un todoterreno Range Rover de esos nuevos!
—Sí, bueno, eso fue porque ella heredó una finca y la vendimos.
—Anda, que no vacilas poco con él cada vez que vienes al pueblo. Incluso
le has puesto una pegatina atrás que dice «poderío asturiano».
—¡Ye[1] lo que hay! —exclamó orgulloso Pedro antes de soltar una
carcajada.
—¿Y tú qué? —preguntó Quique mirando a Roberto—. ¿Qué has hecho
estos últimos años?
—Estuve en el ejército —respondió de manera escueta.
—Sí, eso nos lo contaron. ¿Pero qué hiciste allí?
—Pues… estuve de misión un par de veces.
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—¿Dónde?
—Una en Kosovo y otra en Irak.
—¡No jodas! ¿Cuando la guerra?
—Más o menos.
—¿Y cómo era aquello? ¿Tuviste que pegar tiros?
—No fueron unas vacaciones —dijo forzando una sonrisa que de
inmediato comprendió que no engañaría a sus amigos—. La verdad es que fue
duro, pero prefiero no hablar de ello, si no os importa.
—Claro, tío, lo entiendo. ¿Estás casado? ¿Tienes hijos?
—Lo estuve, pero la cosa no funcionó. No consigo encontrar a ninguna
que me aguante lo suficiente —bromeó.
—Y no la busques —aseguró convencido Pedro poniendo cara de agobio
—. No tientes al demonio dos veces.
Su comentario provocó nuevas carcajadas que inundaron la terraza y que
llamaron la atención del grupo de personas que en ese momento accedió a
ella. Eran cuatro hombres y seis mujeres, todos con pinta de latinoamericanos,
excepto uno que llevaba puestas unas gafas de sol y que al pasar al lado de
ellos dibujó una sonrisa estúpida. Aunque no podía verle los ojos, Roberto
supo que le miraba a él. Caminó con sus amigos hasta una mesa situada al
fondo, donde se sentaron.
—¿Ese de las gafas de sol no es Diego «el baboso»? —preguntó después
de unos segundos.
—Sí —le respondió Quique.
—¿Y sigue siendo tan gilipollas como antes?
—Más o menos.
—¡Qué asco le tuve siempre!
—No sé por qué, a mí nunca me cayó mal —aseguró Pedro.
Roberto reflejó una mueca de disgusto.
—¿Sabéis que una vez Oscar y yo estuvimos a punto de pegarle?
—¿Y eso?
—Nos tenía hasta los cojones. Siempre que nos veía por ahí nos
menospreciaba y se metía con nosotros, sobre todo si estábamos con alguna
chavala. Un día que estaba borracho empezó a vacilarnos, así que nos
armamos de valor y nos enfrentamos a él. Solo teníamos dieciséis años, diez
menos que él, pero no nos importó. Le dijimos que le íbamos a partir la cara
allí mismo, y os juro que estábamos decididos a hacerlo, hasta que apareció
Jandrín «el de Villanueva». Era amigo de Diego y dijo que no veía justo que
fuésemos dos contra uno. Aseguró que si empezábamos la pelea se pondría de
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parte de él, y respetábamos demasiado a Jandrín como para seguir adelante,
así que lo dejamos. Nos quedamos con las ganas.
—Jandrín siempre fue muy buen tío —aseguró Pedro.
—Por eso lo dejamos correr. No queríamos pegarnos con él.
—Y Diego siempre fue un gilipollas —puntualizó Quique—. Lo sigue
siendo.
—Recuerdo que en aquella época andaba trapicheando con chinas de
costo —prosiguió Roberto—, hachís del malo que él decía que era marroquí y
que para mí que era goma de neumático. A más de uno le tomó el pelo.
—En eso no ha cambiado. Ahora anda con esos colombianos trapicheando
con cocaína que según él es colombiana, pero para mí que tiene de
colombiana solo el color. ¡Incluso presume de que conoció a Pablo Escobar!
Roberto soltó una carcajada al escuchar eso.
—¡Pero cómo puede ser tan fantasma! Pablo Escobar debió morir cuando
él tenía… ¿cuántos? ¿Quince años?
—Alguno más, pero dudo que se acercase alguna vez por Colombia. No
creo que haya salido de España nunca.
—No levantéis la voz que os va a oír —les rogó Pedro haciendo gestos
con las manos para que bajasen el volumen.
—¿Y qué va a hacernos? Sabe que se la juega si se mete en otro lío —le
replicó Quique con cierto desdén.
—¿Y eso por qué? —preguntó Roberto interesado.
Quique se inclinó hacia delante para decir en voz baja:
—Está en libertad condicional por lo de Vanesa, la chavala esa que murió
el año pasado. —Un profundo silencio siguió a sus palabras, hasta que
continuó mirando a Pedro con cara de circunstancias—. Lo siento, tío,
perdona. No debería mencionar ese tema.
—¿Qué tema? —insistió Roberto.
Fue el propio Pedro quien respondió.
—Mi cuñado… bueno, más bien mi «excuñado» —dijo remarcando esa
última palabra—. Está en la cárcel por matar a una joven del pueblo.
—¡Joder, no tenía ni idea! —mintió Roberto de forma convincente.
—Fue un golpe bastante duro para la familia, sobre todo para mi hermana,
pero por suerte ya lo hemos superado.
—¿Y Diego estaba implicado?
—No, pero le detuvieron como sospechoso porque había estado acosando
alguna vez a Vanesa —le explicó Quique—. Bueno, más que acosar,
«babeaba» a su alrededor. Lo típico en él de siempre, vamos.
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Roberto recordó que Diego se había ganado a pulso el apodo de «el
baboso» años atrás. En aquella época era muy pesado con las mujeres, sobre
todo con las que no pasaban de los veinte años. Presumía de que le gustaban
«muy tiernas», aunque en realidad las que tenían más de esa edad ya le
conocían y no le hacían ni puñetero caso. Parecía que eso no había cambiado
con el paso de los años.
—Cuando le detuvieron para interrogarle por la muerte de Vanesa llevaba
encima varios gramos de coca —prosiguió Pedro—. Por suerte para él no
tardaron en pillar al asesino y se libró de la cárcel, pero está en libertad
condicional por lo de la droga.
—Y el gilipollas sigue trapicheando —se burló Quique—. Nunca fue muy
listo. Veremos si lo de la otra chavala no termina salpicándole.
—¿Qué chavala? —preguntó Roberto.
—La que saltó desde el acantilado. Lo vi varias veces aquí poniéndose
muy pesado con ella, invitándola a copas y ofreciéndole droga. De hecho le
amenacé con no volver a dejarle entrar si le veía trapicheando dentro del bar.
—Es un fantasma, nada más —le defendió Pedro—. No es mal tío.
—Pues más le vale que no saltase por estar drogada, porque se metería en
un buen lío.
Roberto sabía que no era así. En el informe que la sargento Ruano le había
pasado se mencionaba que en la autopsia no se habían encontrado rastros de
drogas y una cantidad de alcohol que no era excesiva.
Un camarero entró en ese momento en la terraza y llamó la atención del
dueño del bar.
—Pedro, está aquí uno de los proveedores. Quiere hablar contigo.
—Voy —respondió poniéndose en pie y despidiéndose de sus amigos—.
Me tengo que ir, pero espero veros esta noche. Estáis invitados a las copas
que queráis. Hay que celebrar tu regreso, Rober.
—Bueno, tampoco te vengas arriba, que este antes bebía mucho —replicó
Pedro riéndose.
—Mucho más que ahora, te lo aseguro —respondió Roberto.
Cuando se quedaron a solas, Pedro no tardó en decir:
—No hagas mucho caso de lo que dice Quique de Diego. Ya sabes que no
lo puede ver delante.
—¿Y eso?
—Joder, ¿no te acuerdas de aquella novia que tenía Quique y que la dejó
porque una noche se enrolló con Diego?
—¡Ostia, sí! ¿Cómo se llamaba? —trató de recordar.
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—Noelia.
—¡Eso! Debíamos tener diecisiete o dieciocho años, de aquella.
—La tía era un putón que se cepillaba a todo el que podía, aunque Quique
no se enteró hasta después. En cierto modo, Diego le hizo un favor, aunque
desde entonces lo odia.
—Normal.
La melodía de un móvil interrumpió la conversación.
—Perdona —dijo Pedro sacando su teléfono del bolsillo y respondiendo a
la llamada—. Dime, cari… Sí, estoy con mi amigo… Lo sé, pero… Está bien,
voy ahora.
Pedro puso cara de circunstancias.
—Mi mujer —aseguró tras colgar—. Dice que los críos están dando
guerra y que si puedo ir ya a comer. Lo siento, tío.
—No te preocupes. Nos vamos cuando quieras.
Los dos apuraron sus bebidas y se encaminaron a la escalera que bajaba al
interior del pub, aunque, antes de salir, Roberto miró de reojo a la mesa en la
que estaba sentado Diego. Este le miró de nuevo con aquella falsa sonrisa, lo
que le confirmó que le había reconocido.
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estaba más allá de Llanes, y una mujer mayor supo de qué familia era
asegurando lo mismo: «saquete pola pinta». Al parecer Roberto se parecía
mucho a un tío de su padre que la mujer conocía.
—Así que eres el hijo de Servando.
Al escuchar ese nombre, Roberto sintió que se le erizaba la piel.
—Sí —respondió con timidez.
—Hacía mucho que no se te veía por aquí.
—He estado fuera.
—¡Y tanto! Perdiste hasta el acento, aunque es normal. Me acuerdo yo
cuando…
La mujer comenzó a relatarle que con quince años se había ido a trabajar a
Bélgica, con una tía suya que vivía allí, y lo duro que había sido para ella
estar tan lejos de su querida «tierrina». Le explicó que había vuelto diez años
después para pasar el verano, pero que conoció al que luego sería su marido y
ya se quedó para siempre.
—Debimos irnos juntos a Bélgica —se lamentó con pesar—. Puede que
así mi nieta estuviese viva ahora.
—¿Su nieta? —se interesó Roberto.
—Diana, mi pequeña —dijo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas
—. Dicen que se tiró por el Acantilado de San Antonio, pero yo no lo creo.
Iba a marcharse a Madrid para ser doctora. Ella no saltó, la empujó alguien.
—¿Quién?
—No lo sé, pero anduvo con el hijo del alcalde y a mí ese chaval nunca
me gustó. ¡Y su padre menos!
—¿Cree que el chaval tuvo algo que ver en su muerte?
La mujer no dijo nada más. En ese momento un muchacho de unos quince
años salió del interior de la casa y le gritó:
—¡Güelita[2], dice mamá que entres a tomar tu manzanilla!
Ella asintió conforme y comenzó a recorrer los cincuenta metros que la
separaban de la casa, aunque se detuvo a mitad de camino para decir:
—El padre nunca quiso que saliesen juntos.
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conductor debido a que tenía las lunas tintadas, echó un vistazo a las mesas
que había fuera del bar, todas ellas ocupadas. En un principio no reconoció a
nadie. La mayoría era gente mayor que él y con pinta de «veraneantes»,
expresión utilizada por los del pueblo para referirse a quienes pasaban en él
las vacaciones, tanto de verano como el resto del año.
No obstante, en una mesa identificó una cara conocida. Tenía mucho
menos pelo en la cabeza de lo que recordaba, con dos visibles entradas a cada
lado de la frente. Vestía una camisa azul con finas rayas blancas y un pantalón
vaquero de color rojo, junto con un chaleco acolchado de color azul oscuro
sin abrochar. En el cuello llevaba anudado un fular de hombre de color
blanco.
Cuando sus miradas se encontraron, él pareció sorprenderse, y de
inmediato se puso en pie para saludarle. A pesar de los años transcurridos, vio
en su mirada ese aprecio que sentían el uno por el otro.
—Hola, Rober.
—Hola, Santi.
Primero se dieron la mano y luego se fundieron en un abrazo.
—¡Has vuelto! —dijo Santi sonriente—. ¿Cuánto hace que no nos vemos?
—Quince años, por lo menos.
—¿Tanto? ¡Qué cabrón, no has cambiado nada!
—Tú tampoco.
—¡Ya me gustaría! —aseguró pasándose la mano por la cabeza—. ¿Te
acuerdas del pelazo que tenía en aquella época? Ya ves, la mitad se perdió por
el camino.
Roberto soltó una carcajada, y aceptó la invitación de su amigo para
sentarse a su mesa. Con un gesto llamó al camarero, que tomó nota de los
cafés que pidieron.
—No esperaba encontrarte aquí —dijo Roberto—. ¿Estás de vacaciones?
—¿De vacaciones? ¿Qué pasa, tengo pinta de veraneante?
—Pues…
Sus dudas provocaron la risa de Santi, que se acarició el chaleco antes de
responder:
—Ahora tengo que dar buena imagen, es mi trabajo.
—¿Y eso?
—Soy el alcalde de Nueva.
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otros amigos por Llanes y el siguiente verano solo lo vio en un par de
ocasiones. Luego no supo más de él.
—¿Recuerdas cuando jugábamos al fútbol en esta playa? —preguntó
Santi devolviéndole al presente, con una sonrisa que aparentaba ser sincera.
—Eras como un muro cuando jugabas de defensa.
—Por culpa de mi barriga. Como ves, no conseguí deshacerme de ella —
dijo acariciándosela por encima de la camisa—, y si tuviese que jugar ahora
no aguantaría más de diez minutos. A ti, en cambio, se te ve en buena forma.
—No creas, los años se van notando.
—Al menos sigues teniendo todo el pelo. ¡No sabes cómo te envidio!
¿Cómo lo haces?
—No tomándome las cosas muy en serio.
—Ya me gustaría a mí poder hacer lo mismo.
Roberto intuyó que hablaba de su trabajo.
—¿Cómo has terminado de alcalde de Nueva?
—De rebote. Me metí en política hace unos años en Madrid, ocupando
pequeños cargos en el partido, pero escalando poco a poco —dijo con orgullo
y cierta suficiencia—. Hace cuatro años el partido me preguntó si me
interesaba asumir la dirección aquí. Al alcalde socialista que había en ese
momento acababan de pillarle robando dinero del Ayuntamiento, así que no
me costó ganarme a la gente. En las elecciones del año siguiente fui elegido
alcalde.
Viendo su forma de vestir y conocedor de que su familia siempre había
sido de derechas, Roberto imaginó a qué partido pertenecía.
—¿Y qué tal lo llevas como alcalde?
—Bastante bien. A pesar del dinero que se llevó de la caja el anterior
alcalde, estamos haciendo bastantes cosas en el pueblo y mejorándolo, aunque
el último año ha sido duro. El asesinato de una chavala aquí, en esta playa, no
fue la mejor publicidad para Nueva —dijo con pesar.
—Al menos cogieron al asesino, según tengo entendido.
—Sí, menos mal —afirmó Santi asintiendo con la cabeza—. ¿Y tú qué
haces por aquí? ¿Vienes a quedarte?
—Solo unos días, me apetecía salir de Madrid y desconectar.
—¡No jodas que vives en la capital! Normal que necesites largarte unos
días.
—Es probable que no tarde en largarme a vivir a otro sitio —dijo de
manera inconsciente, dada la alta probabilidad que había de que le echasen de
la Guardia Civil.
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—¿Y a qué te dedicas? Tal vez tenga trabajo para ti.
—Trabajaba en una empresa de seguridad —aseguró improvisando sobre
la marcha.
—¡Qué bien! Necesito un policía local. De momento no hay presupuesto
para pagarte un sueldo, ni a ti ni a ningún otro, pero todo se andará —dijo
soltando una carcajada a continuación.
—Agradezco la oferta. Miraré mi agenda —respondió Roberto, riendo a
su vez—. Por cierto, ¿quién es la mujer a la que mataron? ¿La conozco?
—Lo dudo, era Vanesa, una chavala de diecinueve años. Su padre,
Belarmino, murió hace unos años de cáncer y su madre, Marimar, vive en la
plaza de la Blanca.
—No me suenan.
—Ese verano estuvo trabajando en el Ayuntamiento para pagarse los
estudios, como ayudante de secretaria. Ya sabes, haciendo fotocopias,
recogiendo el correo y echando una mano en lo que hiciese falta. No merecía
morir así —dijo sin mucho convencimiento.
—Pero no ha sido la única muerte violenta en el pueblo, ¿no?
Roberto notó que su amigo se ponía tenso.
—¿Por qué lo dices?
—De la que venía andando hacia aquí estuve hablando con una mujer que
me dijo que su nieta había muerto hace poco. Una tal… Diana, creo que me
dijo. ¿La conocías?
Santi se tomó unos segundos para responder.
—Sí, una tragedia —dijo con sequedad—. Se suicidó en el mismo sitio
que Miriam.
Roberto contuvo el aliento, pero acto seguido continuó hablando como si
no le hubiese molestado la comparación.
—Dijo que era novia de tu hijo. No me imaginaba que tuvieses un chaval
tan grande.
—Tiene dieciocho años, pero no eran novios. Tonteaba con él… y con
otros. Ya sabes que a esa edad los tíos somos bastante tontos y nos dejamos
manipular por cualquier par de tetas. —Roberto intuyó que lo decía por su
mala experiencia de chaval, aunque, aun así, le pareció un comentario poco
afortunado—. No pongas esa cara. Las mujeres siempre han sido más listas
que nosotros y esta era demasiado lista. De todas formas, si saltó no creo que
fuese por culpa de él. Hacía tiempo que no salían juntos.
—¿Y por qué crees que lo hizo?
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—Ni idea. Las chavalas a esas edades son imprevisibles, tú lo sabes mejor
que nadie.
Fue un golpe bajo, su modo de decirle «cambia de tema si no quieres que
remueva la mierda del pasado», así que Roberto lo hizo.
—Por suerte esas cosas no afectan al turismo —dijo mirando a su
alrededor—. El pueblo está muy animado.
—En estos últimos años hemos apoyado a los pequeños empresarios para
mejorar sus negocios —presumió Santi orgulloso—. No tenemos dinero para
subvenciones, pero hemos hecho una importante rebaja de impuestos y
publicidad gratuita en todos los medios a nuestro alcance. ¿Has entrado en la
web del Ayuntamiento?
—No.
—Pues hazlo. Podrás ver todos los eventos que hemos organizado desde
que estoy en la alcaldía.
Santi miró entonces su lujoso reloj de pulsera y torció el gesto, apurando
el café de un solo trago.
—Tengo que volver al pueblo. ¿Quieres que te lleve?
—No, gracias, me apetece andar.
—Si sales esta noche podemos tomar algo juntos, como en los viejos
tiempos.
—Me encantaría.
—Hasta entonces. Me alegro de haberte visto, Rober.
Santi se despidió con un apretón de manos y una sonrisa que parecía
ensayada, la típica sonrisa del político que busca votos. Al menos esa fue la
impresión que tuvo Roberto. Poco después le vio alejarse con su flamante
Audi Q7 blanco.
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—No, nada me ata ya a este pueblo.
—¿Y entonces por qué has venido?
Roberto se dio cuenta de que no iba a ser fácil improvisar una respuesta
convincente.
—Quería comprobar si las cosas habían cambiado, pero veo que todo
sigue igual.
—¿A qué te refieres?
Roberto le contó su incidente con las ancianas del parque.
—No les hagas caso —le aconsejó Susana—, son gente mayor
acostumbrada a cotillear desde que nacieron.
—En Madrid no me tengo que preocupar por lo que la gente diga de mí.
—¿Te espera alguien allí?
—No, pero…
—Entonces quédate unos días más. Algunos de tus amigos siguen por
aquí y seguro que se alegrarán de verte.
—Lo siento, pero prefiero largarme —dijo sin más explicaciones.
Susana pareció decepcionada, pero no insistió. Volvió a su puesto de
trabajo tras el mostrador, aunque, antes de que él se perdiese escaleras arriba,
dijo:
—Si cambias de opinión con lo de la copa, avísame. Estaré por aquí hasta
la hora de la cena.
Pero Roberto no cambió de opinión. Se pasó el resto de la tarde viendo
una película, y después de cenar estuvo leyendo hasta que el sueño le venció.
Aunque no volvió a tener la misma pesadilla, sí que estuvo inquieto toda la
noche, despertándose en varias ocasiones. Cerca de las seis de la mañana
consiguió quedarse profundamente dormido, hasta que le sobresaltó el sonido
de su teléfono móvil.
—Fuentes, soy la sargento Ruano —sonó su voz nada más descolgar.
—¿Ya ha vuelto de Oviedo? —preguntó mirando su reloj. Eran las ocho y
diez de la mañana.
—No, voy a salir ahora, pero necesito que me hagas un favor. Tienes que
ir ahora mismo a la playa de Cuevas del Mar.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Acaban de encontrar un cadáver allí.
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acceder a la playa.
—Soy el cabo Fuentes. Me han pedido que venga.
—¡Ah, sí! Mi compañero habló con una sargento de Oviedo que nos avisó
de que vendrías. ¿Puedes enseñarme tu documentación?
—Claro —respondió sacando la cartera y mostrándole su tarjeta de
identificación.
—Gracias —dijo tomándose unos segundos para leerla. Acto seguido se la
devolvió—. Puedes pasar. Mi compañero está más adelante, acordonando la
zona.
Sorteó el todoterreno por su izquierda y condujo unos cincuenta metros,
hasta llegar al único bar, situado al final de la carretera que transcurría
paralela a la playa. Delante de él había dos coches aparcados y un pequeño
grupo de gente rodeando a un guardia civil. Si algo estaba claro es que no
había acordonado ninguna zona. No se veía ninguna cinta de balizar ni
varillas que la sujetasen. Es más, las tres personas que le acompañaban
parecían mantener con él una charla amistosa. Cuando vio el coche
aproximarse y aparcar a veinte metros de ellos se separó del grupo para
recibir al recién llegado. Roberto descendió y le abordó con gesto serio.
—¿Quién es esta gente?
El guardia civil arrojó al suelo el cigarro que estaba fumando y se acercó
con cierta parsimonia. Tenía unos veinticinco años.
—¿Y tú quién eres?
—Cabo Fuentes, de la UCO. Me manda la sargento Ruano.
No supo si fue la frialdad con la que lo dijo o el mencionar que iba de
parte de ella, pero el guardia tragó saliva y se mostró mucho más colaborador.
—Son el dueño del bar, uno de los camareros y un pescador de la zona,
que fue quien encontró el cuerpo —justificó la presencia de los civiles.
Roberto les miró con detenimiento y de inmediato reconoció a uno de
ellos, aunque él no reparó en su presencia. La charla con los otros dos le
mantenía entretenido, por eso decidió dejar para más tarde hablar con él.
—¿Dónde está el cadáver?
—Allí, sígueme.
El guardia se encaminó hacia la playa seguido por Roberto. Recorrieron
primero la carretera de vuelta casi hasta el principio de la playa, y luego se
adentraron en ella, caminando sobre los cantos rodados que arrastraba el río y
que se amontonaba en esa zona, hasta un metro por encima del nivel de la
arena. Eso impidió que pudiesen ver el cuerpo hasta estar a menos de veinte
metros. Estaba tendido justo donde empezaba la arena, cubierto por un
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chubasquero amarillo. A un par de metros, sobre las piedras, había
amontonadas algunas prendas de ropa. Roberto le ordenó detenerse.
—Estábamos de patrulla cerca de aquí cuando nos dieron el aviso —
explicó el guardia—. Hemos llamado al cuartel de Llanes para pedir
refuerzos, pero tardarán un poco en llegar.
Roberto comprendió por qué la sargento Ruano le había pedido con tanta
urgencia que se personase en el lugar. Aunque no tuviese experiencia como
investigador criminal, sí sabía cómo preservar la escena del crimen hasta que
llegasen los de criminalística, y no contaminarla con ningún elemento
externo, como el chubasquero que tenía el cadáver encima.
—¿De quién son esas huellas? —preguntó señalando las que llegaban
hasta el cadáver desde el otro lado de la playa.
—Del pescador. Volvía de pescar cuando vio el cuerpo.
—Hay más huellas alrededor del cadáver. ¿Son del pescador o de alguno
de vosotros?
—Nuestras no. Ni nos hemos acercado. Supongo que son de él.
—¿Y el chubasquero?
—Se lo puso el pescador. Sí, lo sé —se apresuró a decir al ver su gesto
contrariado—, no debió hacerlo, pero es que la mujer está desnuda y le dio
apuro dejarla así. No quise volver a acercarme para quitárselo.
—Hiciste bien. —Eso dibujó una sonrisa de satisfacción en el guardia—.
Ahora hay que acordonar la zona. ¿Tenéis cintas de balizar y piquetas?
—Sí, lo siento —se disculpó con voz nerviosa—. Es que me lie a hablar
con los civiles y…
—No pasa nada. Vete a por ellas y las ponemos juntos —dijo consciente
de la importancia de balizar la zona lo antes posible.
Poco más podía hacer. Hasta que llegasen los de criminalística y el juez
para el levantamiento del cadáver había que intentar mantener inalterable la
escena, y a los posibles curiosos alejados del lugar, en especial la prensa,
aunque esperaba que tardasen en enterarse.
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—Pues no muy bien, tío. Parece que me ha mirado un tuerto.
—¿Y eso?
—Hace un semana encontré a una chavala muerta al pie del Acantilado de
San Antonio y ahora me encuentro con esta otra chavala —dijo señalando con
el dedo la dirección de la playa en que se encontraba el cadáver.
—¿La conocías?
—Muy poco, solo de vista. Ahora vivo en Llanes y trabajo en un bar del
puerto.
—¿Y cómo es que andas por aquí?
Juanín dibujó una sonrisa pícara.
—Conozco esta costa como la palma de mi mano. Sé donde están los
mejores puestos para pescar y donde se cogen los mejores percebes.
—Escuché que eras pescador furtivo.
—Ahora lo llaman así —dijo soltando una leve carcajada—. Cuando
éramos guajes[3] lo llamábamos «sacar un dinerillo para vivir». Por cierto, no
me has dicho qué haces aquí.
—Soy guardia civil.
—¿Picoleto? ¡No jodas! —exclamó con voz nerviosa dando un paso atrás
y perdiendo la sonrisa—. Oye, ¿no irás a denunciarme por lo que acabo de
decirte, no?
—Tranquilo, estoy aquí por la muerte de esa joven.
—¡Pobre chavala! —se lamentó un poco más tranquilo.
—¿Cuando la encontraste?
Juanín miró el reloj antes de responder.
—A eso de las siete y cuarto, más o menos. Vine de madrugada para ver
si pescaba algún congrio. Hay un paisano que tiene un bar en Posada y que
me los compra a buen precio. —Posada era un pueblo situado entre Nueva y
Llanes, en la zona interior—. Sé de un sitio cerca de San Antonio donde
suelen sacarse bastante bien, aunque hoy no tuve suerte.
—¿A qué hora llegaste aquí, a la playa?
—Debían ser las cuatro o así.
—¿No es un poco tarde para ir a por congrios? Pensé que solían pescarse
al oscurecer.
—Sí, pero me gusta más pescar al alba. Suelo tener más suerte que por la
noche.
—¿Qué hiciste al llegar a la playa para ir a pescar?
—Aparqué junto al bar —dijo señalando un viejo Peugeot 206 gris,
aparcado más allá del bar— y subí por el camino de atrás. A la vuelta, como
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la marea estaba baja, vine por «la playina» y vi el cuerpo a lo lejos. No es
normal encontrarse a alguien en esta época del año tumbado en la playa a esas
horas, y menos desnudo, así que decidí acercarme.
—¿Tocaste el cadáver?
—No, para nada —respondió algo nervioso—. Estaba claro que estaba
muerta, así que me limité a taparla con mi chubasquero.
—¿Y cómo sabías que estaba muerta?
—Pues… —Dudó unos segundos—. Porque estaba tumbada bocarriba
con los ojos abiertos y la cabeza empapada de sangre. Además, no tenía
pulso.
—¿No decías que no la habías tocado? —Su amigo se quedó petrificado
al darse cuenta de su error—. No pasa nada porque lo hayas hecho, es normal
que quisieses saber si estaba viva, pero debes decírmelo.
—Lo siento, tío, perdona.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Busqué el pulso en… en su muñeca —dudó— y no lo encontré.
—¿Seguro? No es fácil para alguien inexperto buscar ahí el pulso.
Tras dudar de nuevo, negó con la cabeza.
—La verdad es que puse la mano sobre su pecho para ver si le latía el
corazón —dijo bajando la voz—. ¿Esto puede quedar entre tú y yo? No
quiero que nadie piense que soy un degenerado por tocar el cadáver. Ya me
metí en un lío con tus compañeros cuando encontré el cadáver de la otra
chavala.
—¿Y eso? —preguntó Roberto como si no supiese nada del tema.
—Porque soy imbécil. Ese día libraba, así que vine por la mañana a ver si
pescaba algo. Al pasar junto al acantilado vi un móvil tirado en el suelo y fui
tan tonto como para guardarlo en la mochila. La verdad es que acababa de
fumarme un porro, así que no pensaba muy bien. Busqué un buen puesto
donde pescar y entonces fue cuando vi el cuerpo de la chavala al fondo del
acantilado, así que llamé al ciento doce desde mi móvil.
—¿Y qué hiciste con el de la chavala?
—No me acordé más de que lo tenía hasta que llegué a casa. Como nadie
me había preguntado por él pensé en quedármelo, pero era de esos de huella
dactilar y… —Se encogió de hombros antes de continuar—. El caso es que
mi novia me convenció para llevárselo a la Guardia Civil.
—¿Y qué pasó?
—Al principio solo me echaron la bronca, pero luego una pareja de
guardias se presentó en mi casa y me llevaron al cuartelillo. Al parecer
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alguien había escrito un mensaje en el móvil y querían saber si había sido yo.
Les aseguré que no, pero me tuvieron detenido hasta que al día siguiente
comprobaron que a la hora de la muerte de esa chavala yo estaba cenando con
mi novia y unos amigos en un bar de Llanes.
—¿Y qué decía el mensaje? —preguntó para ver su reacción.
—Ni idea, no me lo dijeron, pero te juro que yo no escribí nada en ese
puto móvil. Ni siquiera fui capaz de desbloquearlo antes de que se quedase
sin batería.
—Está bien, volvamos a lo de este cadáver. ¿Qué hiciste después de
comprobar que estaba muerta?
—Le coloqué encima el chubasquero y me alejé un poco para llamar a
emergencias. Entonces escuché llegar un coche al bar, así que me acerqué y le
conté a estos dos lo que había encontrado —dijo señalando con la mirada a
los dos civiles que acompañaban al guardia—. Entonces llamamos a
emergencias.
—¿Alguno de ellos se acercó al cadáver?
—No, ninguno.
—¿Seguro?
Esta vez Juanín no dudó.
—Ninguno. Nos acercamos un poco, pero nos quedamos en la carretera,
sin bajar a la playa.
—Está bien. Vas a tener que declarar luego en el cuartelillo y contarles lo
mismo que a mí.
—Lo sé, ya me conozco la rutina. ¿Les dirás a tus jefes que yo no tuve
nada que ver con su muerte?
—Eso tendrán que demostrarlo los expertos, pero no te preocupes, si todo
sucedió tal y como me lo has contado no tienes nada que temer.
—Eso espero, porque no quiero meterme en más líos.
Roberto le aconsejó que se tranquilizase y se sentase en cualquiera de las
mesas que había en el exterior del bar hasta que llegasen los investigadores.
Luego habló con el dueño y el camarero del local. Ambos confirmaron la
declaración de Juanín. Habían llegado un poco antes de las ocho de la mañana
en coche para limpiar el bar, después de haber cerrado la noche anterior a la
una y media de la madrugada.
—En esta época la gente no suele venir de noche, así que cerramos
temprano —declaró el dueño del bar, un hombre que sobrepasaba los cuarenta
años—. En verano es raro que cerremos antes de las cuatro de la mañana,
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pero ahora todavía refresca por las noches y la brisa marina no anima a la
gente a quedarse en la terraza hasta muy tarde, aunque sea sábado.
—¿Quedaba gente en la playa cuando os fuisteis? —preguntó Roberto.
—Nadie, ni coches ni gente, al menos que yo viese. En verano a las
parejas les gusta venir a echar un polvo en el coche mirando al mar, pero en
esta época es raro ver a alguien a esas horas.
El camarero corroboró las palabras de su jefe, aunque sí que recordó algo
más.
—Anoche conducía yo cuando volvíamos a Nueva, y poco antes de llegar
al puente que cruza el río tuve que meterme a la cuneta porque me crucé con
un cabrón que iba por el centro de la carretera, en dirección a la playa.
—¿Te refieres al puente que hay antes de llegar a Nueva?
—Sí.
La carretera que salía de Nueva no solo iba a la playa, sino que existía un
desvío a mitad de camino que subía al pueblo de Picones y otro más adelante
que llevaba a los pueblos de Villanueva de Pría y Garaña.
—¿Qué coche era? —preguntó consciente de que no tenía por qué
dirigirse a Cuevas del Mar.
—Un todoterreno, grande… blanco. No me dio tiempo a ver el modelo.
Al igual que a su amigo Juanín, les pidió que esperasen allí hasta que
llegase la sargento Ruano para tomarles declaración, aunque les permitió
esperar dentro del bar mientras limpiaban. Luego se acercó a los guardias
civiles que vigilaban el acceso a la playa y estuvo charlando con ellos de
temas intranscendentes hasta que, media hora después, apareció un Citröen
C4 berlina metalizado, como el suyo, al que seguían una furgoneta Mercedes
Vito negra, un Audi A4 azul oscuro y dos Nissan Patrol más de la Guardia
Civil Rural. Tras sortear el cordón de seguridad aparcaron en la cuneta.
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Roberto acudió al encuentro del vehículo que iba en cabeza y del que
descendieron la sargento Ruano y una cara que reconoció de inmediato.
—¿Qué pasa, Hinojosa?
—¡Rober! —exclamó antes de que ambos se fundiesen en un abrazo—.
¡Cómo me alegro de verte!
—Y yo a ti.
—Desde que me fui de Coruña no habíamos vuelto a coincidir.
—Pues sí, ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¡Vaya pelazo que
tienes! —exclamó Roberto soltando una carcajada.
—Lo sé —dijo Hinojosa pasándose la mano por su pelo engominado—.
Mi dinero me ha costado.
—Ya me imagino.
—¿Qué es de tu vida? ¿Te has casado?
—Me casé después de que tú te fueras, pero la cosa no salió bien.
—¿No sería con la hija de aquel Teniente Coronel?
—Pues sí.
—Mal asunto aquella tía. Se veía venir.
—Ya. Yo lo vi demasiado tarde.
—Por eso yo no pienso dejar que ninguna zorra me atrape —le replicó
con una sonrisa sarcástica.
—Siento interrumpir tan interesante conversación, pero esta zorra necesita
que nos pongamos manos a la obra —intervino la sargento Ruano mientras se
colocaba un chaleco verde oscuro con la inscripción «GUARDIA CIVIL
UCO», tanto en el pecho como en la espalda. En la mano llevaba otro que
ofreció a Roberto—. Toma, te encontrarás más cómodo con él puesto.
—Gracias.
—A ti por venir hasta aquí. No quería llamarte, pero, en cuanto me
comunicaron desde Llanes que había aparecido otro cadáver, decidí que
necesitaba a alguien que se asegurase de que nadie accediese a él.
—Ya había una patrulla de rurales cuando llegué.
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—Lo sé, pero no es la primera vez que se cargan una escena por ser
demasiado curiosos.
—Yo tampoco es que sepa muy bien lo que había que hacer. Balicé la
zona con la ayuda de uno de los guardias y luego hablé con los testigos. Uno
de ellos es Juanín.
—¿Tu amigo el pescador furtivo? —preguntó sorprendida, a lo que
Roberto respondió asintiendo con la cabeza—. ¡Qué casualidad!
—Según él, vino antes del amanecer porque es la mejor hora para pescar
congrios y encontró el cadáver cuando volvía al coche.
—¿Pescó algo?
—No. Me contó que tocó el cadáver para ver si tenía pulso y luego lo
cubrió con su chubasquero.
La sargento torció el gesto.
—Habrá que esperar a ver qué dicen los de criminalística, pero tu amigo
se está metiendo en un follón de los gordos. Es el segundo cadáver que
encuentra y su actitud la anterior vez fue cuando menos sospechosa. Solo falta
que el teléfono de esta víctima tenga también un mensaje.
—Hablé con él y no me pareció que fuese el autor de la nota dirigida a mí
que apareció en el teléfono de Diana.
—¿No le habrás dicho lo que ponía?
—Claro que no, pero ni siquiera sabía que yo era guardia civil. No creo
que fuese él.
—Espero que tu amistad con él no te nuble el juicio. —Roberto se
encogió de hombros como única respuesta—. De todas formas los de
criminalística nos sacarán de dudas.
Vestidos con el mono de trabajo de color blanco, mascarilla y guantes,
tres agentes salieron de la furgoneta Mercedes y se acercaron a la zona
acordonada. Solo uno de ellos la traspasó, avanzando con cautela y lentitud en
dirección al cadáver mientras inspeccionaba el suelo que pisaba. Los otros
dos no tardaron en seguir sus pasos.
—Esto va a ser lento —aseguró la sargento mirando a Hinojosa—, así que
creo que podemos aprovechar para tomar declaración a los testigos.
—Me parece buena idea —la secundó su compañero.
Roberto decidió quedarse. Por un lado prefería no inmiscuirse en el
trabajo de los dos investigadores, y por otro lado tenía curiosidad por ver
trabajar a los de criminalística. Hasta ese momento no había tenido la suerte
de coincidir con ellos.
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Nada más llegar al cadáver, dos de ellos comenzaron la minuciosa labor
de toma de pruebas, mientras el tercero inspeccionaba los alrededores
buscando indicios y colocando pequeños letreros amarillos numerados allí
donde creía conveniente. Fue una labor que les llevó más de media hora, hasta
que uno de ellos se acercó al Audi A4 azul oscuro que acompañaba a la
comitiva y de cuyo interior no había salido nadie hasta el momento. A los
pocos segundos de llegar a su altura dos personas salieron de la parte trasera.
—Es el juez instructor del caso —dijo la sargento Ruano a su espalda,
regresando de la toma de declaraciones—, un hombre muy peculiar. Supongo
que en cuanto el brigada Padilla le explique la escena del crimen podrán
levantar el cadáver.
Eso requirió una espera de quince minutos más, durante los cuales la
sargento explicó a Roberto lo que habían declarado los tres testigos, que era
básicamente lo mismo que le habían dicho a él, en especial Juanín.
—¿Le han comentado lo del coche que vieron los del bar?
—Sí, me dijeron que seguramente se dirigía a la playa.
—Puede, pero la carretera no solo viene hasta aquí —le aclaró Roberto—.
Teniendo en cuenta el punto de la carretera donde se cruzaron con él, puede
que fuese a Picones o a Villanueva.
—Bueno, al menos es una pista que podemos seguir. A ver si los de
criminalística nos dan algo más.
Poco después, el brigada al frente del equipo científico se acercó a ellos
llevando en la mano una pequeña bolsa transparente con un teléfono móvil
dentro que mostró a la sargento Ruano. Roberto contuvo al aliento. Si tenía
alguna esperanza de que aquella muerte no tuviese nada que ver con él se
difuminó en cuanto comenzó a hablar.
—El móvil no está bloqueado —comenzó a decir el recién llegado. Tenía
la máscara quitada, dejando a la vista un rostro marcado de arrugas—. Hay un
mensaje de texto.
—¿Y qué dice?
El brigada le entregó el teléfono a la sargento, que tocó la pantalla por
encima del plástico, iluminándola. Tras unos segundos, levantó la mirada y la
posó en Roberto.
—¿Qué dice? —preguntó él con el corazón a mil por hora.
—Si él se va, volveré a matar.
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—De todas formas tenemos que hablar con ella y averiguar si le comentó
a alguien que tenías intención de irte —dijo Ruano convencida—. Lo que está
claro es que ahora ya no puedes volver a Madrid. Tienes que quedarte en
Nueva hasta que encontremos al asesino.
—¡No lo entiendo! —exclamó Roberto cabreado—. ¡Menuda mierda!
¿Qué cojones tengo que ver yo con todo este asunto?
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
—¡Que le den por el culo al que escribió la nota! —dijo en un arranque de
rabia, incapaz de dominar su frustración—. Voy a largarme, y punto. ¡Puta
mierda de pueblo y de gente!
Roberto se dirigió al lugar donde había aparcado su coche sin mirar atrás,
mientras se quitaba el chaleco que llevaba puesto. Solo cuando llegó al coche
se tomó unos segundos para coger aire y reflexionar, con las manos apoyadas
en el capó. Su cabeza no dejaba de repetirle: No tenías que haber vuelto, no
tenías que haber vuelto.
Una voz femenina a su espalda le devolvió al presente.
—Fuentes, ¿estás bien?
Se tomó unos segundos antes de volverse para mirar a la sargento.
—Sí, no es nada. Perdone.
—Perdona tú, no pensaba que pudiese afectarte tanto investigar un
asesinato. Quizás no debí pedirte que vinieses aquí.
—No es por eso.
—¿Entonces qué te ocurre?
—Es por este pueblo de mierda. Juré hace quince años que jamás volvería
a él. Si lo he hecho es porque me lo pidió el comandante Varela y porque
pensé que ya no me afectaría, pero está claro que me equivoqué. Todavía no
he superado lo ocurrido.
La sargento Ruano le miró con preocupación.
—¿Perdiste a alguien importante aquí?
—No exactamente. Fue el modo en que la gente me trató después de
aquello. —Al ver que ella le miraba con cara de no entender nada, decidió
sacar lo que llevaba guardado dentro desde hacía quince años—. Yo tenía
diecinueve años y Miriam dieciocho. Empezamos a salir a principios de
verano y la verdad es que nos llevábamos muy bien, al menos las primeras
semanas, pero luego empezamos a discutir cada vez con más frecuencia, la
mayoría de veces por tonterías. Que si llegaba tarde a buscarla, que si pasaba
más tiempo con mis amigos que con ella, que si siempre íbamos a los mismos
sitios… Luego ya empezamos a discutir por auténticas chorradas, a diario.
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Las reconciliaciones no estaban mal, pero llegó un momento que me
encontraba agotado mentalmente.
—Una relación bastante tóxica, por lo que cuentas.
—La verdad es que sí. Lo hablé con Pedro y me aconsejó que rompiese
con ella antes de que la cosa se complicase más. Quedaba poco para terminar
el verano y era el mejor momento para hacerlo —dijo con voz apagada—. El
caso es que ella se lo tomó bastante mal. Estuvo tres días sin salir de casa,
llorando sin parar, hasta que la llamé y le dije que quería verla. No es que
quisiese volver con ella, pero sí que al menos quedásemos como amigos. Ella
accedió a verme esa noche, pero ya no volví a verla.
—¿Qué ocurrió?
—La mañana siguiente encontraron su bicicleta al pie del Acantilado de
San Antonio y su cuerpo en el fondo.
—¿No es el sitio en el que…?
—Sí, donde también murió Diana Cuesta.
—¡Dios, lo siento! Esto tiene que ser muy duro para ti.
—La Guardia Civil dijo que Miriam se había suicidado —prosiguió con
su relato—, pero yo siempre me negué a creerlo. Cuando hablé con ella por
teléfono aquella tarde para quedar la noté más tranquila y con ganas de
hablar, pero la gente me echó a mí la culpa de su muerte. Se corrió el rumor
por el pueblo de que se había suicidado porque yo la había dejado, y ya sabe
lo que ocurre en estos casos: las cosas comenzaron a exagerarse. Primero
dijeron que era yo quien siempre discutía con ella y que la tenía agobiada.
Luego que si le ponía los cuernos con otras cuando no me veía. Al final
incluso hubo quien dijo que me había visto maltratarla en varias ocasiones.
Todo era mentira, pero nadie quiso escuchar mi versión ni creer en mi
inocencia. Bueno, sí, mis amigos de verdad, con los que había crecido, sí lo
hicieron, pero el resto del pueblo me condenó sin un juicio de por medio.
—La gente de los pueblos es así.
—No he conseguido olvidar todavía las miradas de odio y los murmullos
a mi espalda —dijo Roberto con evidente rencor—. No podía salir a la calle
sin que la mayoría de la gente me mirase como a un criminal.
—¿Y tu familia?
—Solo mis abuelos dieron la cara por mí al principio, aunque luego poco
pudieron hacer. Después de todo este era su pueblo y no podían enfrentarse a
los vecinos. Y de mi padre mejor no hablamos. Siempre fue un borracho y un
putero al que jamás le importé —afirmó con evidente rencor—. Después de
aquel verano vine a Nueva varios fines de semana, pero la situación no
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cambió, así que al final decidí no volver más. Regresé a Oviedo y poco
después entré en el ejército como soldado profesional, lo que me alejó durante
mucho tiempo de aquí.
—Lo siento, no tenía ni idea de lo que te había pasado.
—No es algo que vaya contándole a la gente.
—Entiendo que te sientas así. Yo… —La sargento dudó si continuar—.
No sé qué decirte que hagas, la verdad.
Roberto resolvió la duda por ella.
—Está claro que tengo que quedarme, aunque me joda. No puedo irme
hasta que cojan al cabrón que está haciendo esto.
—¿Estás seguro?
Por mucho que le cabrease, Roberto sabía que era la única salida que le
quedaba. Si moría alguien más por su culpa no se lo perdonaría nunca.
—Odio a la gente de este pueblo —dijo convencido—, pero no quiero que
muera nadie más. Después de todo soy guardia civil.
—Eso te honra.
—De todas formas, quiero pedirle algo, mi sargento. Si me quedo aquí es
para participar en la investigación en la medida de lo posible.
—Por supuesto, no hay problema.
—Espere, antes de aceptar tiene que saber algo. Ahora mismo estoy
suspendido de empleo y sueldo, y es probable que después del juicio que me
espera me expulsen del Cuerpo.
—Ya lo sé.
—¿Lo sabe? —preguntó sorprendido.
—Esta mañana, de camino a aquí, hablé con el comandante Varela para
preguntarle si podías unirte a la investigación, en caso de que decidieses
quedarte, y me habló de tu situación. Oficialmente no puedes formar parte de
la investigación como agente de la autoridad, eso está claro, pero me dijo que
sí puedes hacerlo como testigo colaborador.
—No entiendo.
—Dado que el asesino parece tener una fijación contigo, toda la
información que aportes al caso será incluida en el informe judicial. Es decir,
conversaciones que tengas con testigos o posibles sospechosos, hechos que
observes a tu alrededor… lo que sea. —La sargento hizo una pequeña pausa y
sonrió—. En la práctica trabajarás con nosotros casi codo con codo. Estarás
presente en los interrogatorios y nos acompañarás durante la investigación. El
comandante Varela no ha puesto impedimento alguno en ello y mi
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comandante en Oviedo tampoco. En la capital lo único que quieren son
resultados, y más después de lo que acaba de ocurrir.
Roberto asintió con la cabeza conforme. Si el asesino quería que se
quedase en el pueblo lo haría. Eso sí, tenía claro que no iba a marcharse hasta
atraparle.
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—No me compete a mí averiguar por qué actuó así. Tendréis que hablar
con un criminólogo.
—Conozco uno muy bueno en la Policía Nacional. Puedo llamarle cuando
tengamos el informe final —sugirió Hinojosa.
—Para eso necesito al menos un día más —dijo el brigada—. El forense
tiene que hacer la autopsia y hay que mandar varias pruebas a Valladolid para
que las analicen. Aunque haya Servicio de Criminalística en Oviedo, todavía
no disponemos de laboratorios para ciertas cosas. Llevamos pocos meses
funcionando.
—Lo sé, mi brigada. Esperaremos.
—Una cosa más, Eva. Hemos encontrado varias evidencias en un
perímetro de veinte metros con respecto al cadáver, pero siendo esta una
playa tan concurrida en verano es probable que ninguna tenga que ver con el
caso. Por lo demás, tendréis que esperar a obtener los resultados de huellas y
ADN de su ropa y objetos personales, además del teléfono móvil que apareció
en su bolso con esa nota escrita.
—Hinojosa, hay que tomar las huellas a los tres testigos —sugirió Ruano.
—Podemos hacerlo nosotros antes de irnos —propuso el brigada Padilla,
mirando acto seguido a la sargento Ruano—. El juez quiere hablar contigo
antes de irse.
—Lo suponía.
Los cuatro abandonaron el vehículo y, mientras ellos dos iban a reunirse
con el juez en su coche, Roberto e Hinojosa se quedaron junto a la furgoneta.
—¿Un cigarro? —preguntó Hinojosa.
—No, gracias, no fumo.
—Nunca es tarde para empezar.
—Ni tampoco para dejarlo.
—Yo ya paso de intentarlo, tío. Me he puesto parches, he hecho terapia,
acupuntura… Nada, no hay forma de dejar este puto veneno —dijo
encendiendo a continuación un pitillo.
—La mejor forma de dejarlo es no empezar nunca.
Hinojosa dio una calada y luego miró a su alrededor.
—Ahora entiendo por qué llaman a Asturias el paraíso natural. Este sitio
es precioso, lástima que ocurran cosas tan desagradables como esta.
—De niños siempre veníamos a jugar al fútbol y luego nos dábamos un
baño —dijo Roberto con cierta melancolía—. Nunca imaginé que algún día
me encontraría aquí con un cadáver.
—No te preocupes, cogeremos al que lo hizo.
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—¿Qué tal es la sargento Ruano?
—Muy competente en su trabajo —aseguró Hinojosa convencido—.
Lleva varios casos resueltos desde que llegó a Oviedo hace dos años. Los
mandos la tienen bien considerada.
—¿Tiene pareja?
La pregunta arrancó una sonrisa en el rostro de su amigo.
—¿Qué pasa, estás interesado en ella?
—No, ni de coña. Ya sabes lo que dice ese refrán: Donde tengas la olla no
metas la…
—Sí, sí, lo conozco de sobra —replicó Hinojosa soltando una carcajada
—, y por experiencia te digo que es cierto.
—¿Te refieres a lo que te sucedió en Coruña con aquella teniente de
tráfico?
—A eso y a la sargento que conocí en Burgos al año siguiente —dijo con
una sonrisa malévola—. En cuanto a Eva, no está casada y tampoco sé que
haya estado saliendo con nadie desde que trabajamos juntos. Me da que le van
más las tías.
—¿De dónde sacas eso?
—Por sus gestos, su forma de vestir y por cómo mantiene las distancias
con los tíos. ¿A ti no te parece un poco machorra?
—Pues no. Lo que me parece es que no es fácil ser mujer en un cuerpo
como la Guardia Civil, y mucho menos siendo sargento y ejerciendo el
mando. Es normal que actúe así, tan fría.
—Como quieras, pero yo sigo diciendo que le tiran más unas faldas que
unos pantalones.
El regreso de la sargento hizo que guardasen silencio de golpe.
—El juez se larga —dijo con gesto serio—, así que aquí ya no pintamos
nada.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Hinojosa.
Ella se tomó unos segundos para responder.
—No sé si la joven que inició este caso se suicidó o la asesinaron, pero lo
que sí está claro es que a esta víctima la han matado. A partir de este
momento vamos a centrar nuestros esfuerzos en encontrar al asesino que ha
cometido este crimen. Y esperemos que sea el mismo que escribió el primer
mensaje.
—Si puedo ayudaros en algo… —sugirió Roberto dejando el final de la
frase en el aire.
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—Pues la verdad es que sí. Quiero volver a Nueva para hablar con
Susana, la dueña del hotel, y me gustaría que estuvieses presente. Aunque
mantengo una buena relación con ella desde que detuvimos a su marido el año
pasado, prefiero que estés conmigo. Hay que averiguar lo que hizo anoche y
con quien habló.
—Muy bien.
Roberto regresó a su coche, mientras los dos agentes se dirigían al suyo
para poner rumbo al pueblo. Dejó que ellos saliesen en cabeza, para que
abriesen paso entre el grupo de curiosos que se habían arremolinado tras el
balizamiento montado por la Guardia Civil en el acceso a la playa. Habría al
menos veinte personas, entre ellos un fotógrafo de la prensa que sacó fotos a
los dos coches al pasar a su lado. No obstante, lo que más le llamó la atención
a Roberto fue ver una cara conocida entre ellos, hablando con uno de los
guardias civiles.
Era Santi, el alcalde de Nueva.
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Llegaron a Nueva cinco minutos después y, tras aparcar los coches en la plaza
en la que se encontraba el hotel, entraron en su interior con gesto serio.
—Hola, Susana.
—Hola, Eva —respondió con expresión sorprendida al ver a la sargento
encabezando el grupo—. ¿Qué ocurre?
—Necesitamos hablar contigo.
—Claro.
En ese momento no había ningún huésped en la recepción, por lo que
Roberto no dudó en preguntarle:
—¿Le dijiste a alguien que me iba a marchar esta tarde?
La sorpresa de Susana se convirtió en desconcierto.
—No entiendo.
—Necesito que me digas si le comentaste a alguien que hoy tenía pensado
volver a Madrid.
—Pues… la verdad es que sí. Fui al «Dolce Vita» a tomar algo y allí me
encontré con mi hermano. Me preguntó por ti y le dije que suponía que
estabas en el hotel descansando, para tu viaje de vuelta a Madrid hoy. Creo
que también lo comenté con Quique. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—¿Estabas sola?
—¿En el bar? No, había más gente a mi alrededor. Anoche estaba a tope,
como si fuese verano.
Roberto torció el gesto contrariado.
—¿Conoces a Ana María García Montes? —preguntó la sargento
tomando el mando de la conversación—. Pelo moreno, diecinueve años, que
vive en…
—Piñeres —dijo Roberto al ver que no recordaba el nombre del pueblo.
—Sí, la conozco. Estuvo saliendo con mi primo una temporada.
Precisamente ayer la vi en el «Dolce Vita».
—¿A qué hora fue eso? —se interesó la sargento.
—No sé, a la una o una y media.
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—¿La viste irse con alguien?
—No, estaba sola. Hablé con ella cinco minutos y luego me fui a casa.
—¿Qué coche tienes, Susana?
La mujer arrugó el entrecejo ante la pregunta de Roberto.
—Un BMW Serie 3 Touring, azul oscuro. ¿Alguien va a decirme lo que
pasa?
Fue la sargento Ruano quien respondió.
—Ana María ha aparecido muerta en la playa de Cuevas del Mar.
—¡Virgen de la Blanca! —exclamó llevándose las manos a la cara—.
¿Qué le pasó?
—Alguien la ha asesinado.
—¡Dios bendito, pobre chavala! Mi primo Nico estuvo muy enamorado
de ella.
—¿Te refieres al que te ayuda aquí en el hotel? —preguntó Roberto.
—Sí.
—¿Y por qué lo dejaron? —inquirió Ruano.
—Lo que suele ocurrir en estos casos. Eran demasiado jóvenes para una
relación seria.
—Necesitaríamos hablar con tu primo.
—No hay problema. Supongo que estará en casa descansando, porque se
quedó toda la noche aquí, en la recepción.
—¿A partir de qué hora?
—Desde las nueve de la noche de ayer hasta que vine esta mañana, a eso
de las nueve menos algo. En todo ese tiempo no se movió de aquí —afirmó
convencida.
—Tendremos que hablar con él. ¿Dónde podemos encontrarle? —
preguntó Hinojosa, que hasta ese momento había permanecido en silencio.
—Aquí cerca. La casa de mi tía está después de pasar la tienda de
dietética en dirección a la playa, en el número treinta.
La sargento le dio las gracias y salió del hotel seguida por sus dos
compañeros. No fue hasta estar en la calle que Roberto dijo:
—He visto a su primo y no tiene pinta de asesino. Más bien parece un
empollón con problemas de acné.
—Te sorprendería ver el aspecto de algunos de los asesinos más crueles
—aseguró ella.
—Tal vez, mi sargento, pero en este caso se equivoca.
—Ahora lo veremos —dijo comenzando a caminar calle adelante—. Ah,
por cierto. Si vamos a trabajar juntos deja de llamarme «mi sargento». Mi
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nombre es Eva y me gusta que la gente que trabaja conmigo me llame por él.
Roberto miró a Hinojosa, extrañado, como si no terminase de entender el
motivo.
—A mí no me mires. Ya te acostumbrarás a trabajar con ella y a sus
manías.
—Y tú espabila —dijo ella fingiendo estar cabreada—, que llevas
empanado desde que salimos de Oviedo.
—¡No haberme levantado de la cama un domingo a esas horas!
Llegaron a la casa, una vivienda de dos plantas con la fachada pintada de
azul claro y la puerta a pie de acera. Pulsaron el timbre que había junto a ella
y a los pocos segundos les abrió una mujer mayor con rulos en la cabeza.
—¿Qué queréis? —preguntó intrigada, mirando primero a la sargento y
luego, por encima de su hombro, a Roberto. Lo hizo de un modo que él no
supo interpretar.
—Señora, soy la sargento Ruano, de la Guardia Civil. Queremos hablar
con su hijo Nico. ¿Está en casa?
—Está durmiendo —respondió con sequedad. No parecía que la visita le
agradase.
—Pues necesito que le despierte.
—¿Por qué, ha hecho algo?
—No, pero necesitamos hablar con él para que nos confirme dónde estuvo
anoche.
—Trabajando en el hotel, como siempre.
—Necesito que me lo diga él, si no le importa.
Tras unos segundos de duda, la mujer se hizo a un lado.
—Está bien —dijo con gesto contrariado—. Entren, voy a avisarle.
Eva entró en cabeza, seguida de Hinojosa y por último de Roberto. Al
pasar junto a ella, la mujer murmuró algo entre dientes que él no fue capaz de
escuchar, pero que no le pareció para nada amistoso, a tenor de la mirada
cargada de rencor que le lanzó. En ese momento se dio cuenta de que era una
de las mujeres que había visto en el parque al regreso de la playa el día
anterior. Le extrañó que una mujer tan agria fuese capaz de hacer una fabada
tan buena.
Accedieron a un estrecho pasillo en el que había una puerta a la derecha
que daba a la cocina y otra a la izquierda que llevaba a una pequeña sala de
estar, con dos butacones y un sofá de dos plazas. Mientras la sargento y
Roberto entraban en el interior, el cabo Hinojosa se quedó en el pasillo,
bloqueando la salida por si al tal Nico le daba por intentar escapar. El joven
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no tardó más de un minuto en aparecer con el pijama puesto y cara de sueño.
Su madre seguía sus pasos diciéndole en voz baja:
—¿No te habrás metido en algún lío?
—Que no, mamá, ya te lo dije. No he hecho nada.
—Pues la Guardia Civil quiere hablar contigo.
Al entrar y ver a Roberto dibujó una mueca de sorpresa.
—¿Eres guardia civil?
—Sí. Necesitamos hacerte unas preguntas.
—Claro, no hay problema.
—¿Conoces a Ana María García Montes? —preguntó Eva.
—Sí, estuvimos saliendo juntos hace año y medio. ¿Por qué? ¿Le ha
pasado algo?
—Ha aparecido muerta esta mañana en la playa de Cuevas del Mar.
El joven palideció y necesitó apoyarse en uno de los butacones para no
venirse abajo.
—¿Muerta? —balbuceó mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Sí. Necesitamos hablar con todas las personas relacionadas con ella
para averiguar lo que le pasó.
—No entiendo.
El chaval tenía la mirada perdida, como si estuviese a punto de
desmayarse, por eso Roberto le agarró del brazo.
—Es mejor que te sientes.
—¿Cómo… murió? —acertó a decir mientras tomaba asiento.
—Creemos que fue asesinada —dijo Eva.
Se hizo el silencio en la sala, hasta que Nico levantó la mirada con los
ojos llenos de lágrimas.
—Sabía que algún día terminaría así.
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La madre de Nico trajo de la cocina una bandeja con varios cafés y un plato
de pastas que posó en la pequeña mesa de cristal que había en el centro de la
sala. Hasta ese momento los agentes habían dejado que el chaval se
desahogase en un llanto silencioso que reprimió cuando su madre regresó a la
pequeña salita.
—Ya te dije en su momento que esa chica no te convenía —murmuró
entre dientes, posando la bandeja sobre la mesa—. No sé por qué lloras por
ella.
—Mamá, por favor, déjanos solos.
La mujer salió refunfuñando palabras ininteligibles.
—¿Qué quisiste decir antes con eso de que sabías que terminaría así? —
preguntó Eva.
El joven no dijo nada, al menos en un primer momento. Cogió una de las
tazas, se echó tres cucharadas de azúcar y luego tomó todo el contenido de un
solo trago.
—¡Era tan guapa! —dijo con melancolía, posando la taza sobre la mesa.
—¿Dónde estabas anoche a eso de las dos? —preguntó Hinojosa.
—En el hotel.
—¿Estás seguro?
—Sí —dijo Nico asintiendo con la cabeza—. Entré a trabajar a las nueve
y no me moví de la recepción hasta que mi prima llegó esta mañana.
—¿Alguien puede confirmarlo?
—¿Cómo?
—¿Que si alguien puede confirmar que estabas a las dos en tu puesto?
—Pues… sí. Bueno, en realidad estuve jugando a las cartas con tres de los
huéspedes, entre la una y las tres y media de la madrugada. Querían jugar al
tute y les faltaba uno.
—¿Dónde jugasteis?
—En el comedor.
—Pensé que no te habías movido de la recepción.
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—Desde la mesa se veía la entrada, así que era como si estuviese en la
recepción.
—¿Puedes decirme el nombre de esos huéspedes?
Hinojosa sacó una pequeña libreta y tomó nota de los nombres que le dio
y sus habitaciones.
—Nico, necesito que me digas por qué pensabas que podían matar a Ana
María —insistió Eva con voz suave.
El aludido torció el gesto, como si se hubiese arrepentido de hacer el
comentario.
—¿Cuántos años tienes, Nico? —preguntó entonces Roberto.
—Veinte. Casi veintiuno.
—Un año más que ella.
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo estuvisteis saliendo juntos?
—Unos meses. Rompimos una semana antes de mi cumpleaños, cuando
cumplí los diecinueve.
—Tu prima Susana dice que lo pasaste bastante mal.
Nico tragó saliva antes de responder.
—Sí, yo la quería mucho.
—¿Y qué pasó?
—Me dijo que era demasiado crío para ella, que conmigo se aburría.
Quería que la llevase a cenar a sitios caros, y que nos fuésemos juntos de
vacaciones, pero yo no me lo podía permitir. Dejé los estudios con dieciocho
años y desde entonces nunca he tenido un trabajo fijo. Luego me enteré de
que llevaba tiempo saliendo con otros a mis espaldas.
—Eso debió cabrearte —intervino Eva.
—Me pasé una semana en casa, sin querer salir. Mi prima fue la que me
ayudó a superarlo. Ella me quiere mucho. Me dio un trabajo en el hotel y se
ocupó de mí. Gracias a ella me olvidé por completo de Ana María.
—No del todo, a tenor de cómo te afectado su muerte. Lo entiendo, de
verdad, hay relaciones que se te quedan dentro y son difíciles de olvidar. —El
joven asintió con la cabeza ante las palabras de Eva—. ¿Qué vida llevaba ella
para que algo así pudiese ocurrirle?
—No quiero ensuciar su recuerdo.
—Nosotros tampoco. Queremos atrapar a su asesino y para eso necesito
que me cuentes todo lo que sepas de su vida.
—Tengo un amigo que trabaja en el hotel Las Olas y me dijo que la había
visto varias veces allí cenando en el restaurante con hombres mayores y
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poderosos, semanas antes de romper conmigo.
—¿Poderosos?
—Supongo que quiso decir «gente de pasta».
—¿Puedes decirnos el nombre de tu amigo? Tendremos que hablar con él.
—Se llama Julio.
—¿Volviste a ver a Ana María después de que rompiese contigo?
—Un mes después me la encontré en el «Dolce Vita» y le eché en cara lo
que me había contado Julio. No lo negó. Es más, me dijo que eran amigos que
la trataban muy bien y que le hacían regalos caros. Que le encantaba salir con
ellos.
—¿Y después de eso?
—Yo no salgo mucho por el pueblo. La vi este año en Semana Santa en el
bar de Cuevas, aunque no me atreví a acercarme a saludarla. Estaba hablando
con Diego y sus amigos colombianos, supongo que trapicheando con drogas.
—¿Qué quieres decir?
—Vi cómo se metía en el bolso un par de bolsitas pequeñas que le dieron
y ella les entregaba un sobre. Esos colombianos son mala gente —aseguró
Nico meneando la cabeza—. Hace poco le dieron una paliza a un chaval de
Naves que les debía pasta y lo dejaron medio muerto.
—¿Y no les detuvieron?
—El chaval no recordaba nada, solo discutir con ellos en un bar y luego
despertarse en el hospital, así que no pudo acusarles.
—¿Y cómo supo que habían sido ellos?
—Diego se encargó de que se supiese lo que le pasaba a la gente que no
liquidaba sus deudas.
Roberto no supo disimular su sorpresa. Quizás Diego ya no era un
camello de mala muerte como en el pasado.
—¿Ana María les debía pasta? —preguntó interesada Eva.
—No tengo ni idea.
—¿Y sabes de algún lío en el que estuviese metida? ¿Alguien con quien
tuviese problemas o discutiese?
—No, ya os dije que no venía mucho por el pueblo, aunque… —dijo
mirando al techo como si tratase de recordar algo—. No hace mucho la vieron
discutir con alguien en la farmacia. Creo que me lo contó mi madre.
—¿Con quién discutió?
—Con la mujer del alcalde. Por lo visto le dijo que no quería volver a
verla cerca de su marido y que si lo hacía se iba a arrepentir.
Eso despertó el interés de Roberto.
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—¿Santi tenía un lío con ella?
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo a él.
—Lo haremos —aseguró Eva—. ¿Recuerdas alguna otra cosa?
—Ahora mismo no.
—De todas formas, si te acuerdas de algo ponte en contacto con nosotros.
Tu prima Susana tiene mi teléfono.
Los agentes abandonaron la casa y se encaminaron de vuelta al hotel.
—Quizás debía pasta a esos colombianos y la mataron —sugirió
Hinojosa.
—Eso no explica la nota de su móvil —dijo Eva mirando acto seguido a
Roberto—. ¿Ese tal Diego tiene algún motivo para querer que volvieses al
pueblo?
—No que yo sepa. Siempre pensé que Diego era un gilipollas que vendía
costo del malo.
—Pues le pillamos con varios gramos de coca encima cuando le
interrogamos por la muerte de Vanesa Tamargo, la chavala a la que mató
Gustavo.
—Sí, me lo han dicho.
—Sospechamos que él y sus amigos colombianos trapichean con coca por
esta zona —aseguró ella.
—¿Y por qué no están detenidos?
—Por falta de personal para investigar sus actividades. En Llanes no
tienen gente suficiente para ocuparse de estas cosas y digamos que se hace la
vista gorda hasta tener pruebas de que trafiquen a una escala mayor. ¡Ye lo
que hay!, como decís por aquí.
—De cualquier modo, yo creo que habría que investigar a Diego, ¿no os
parece?
—¿Y qué me decís de la mujer del alcalde? —propuso Hinojosa—. Si
Ana María se estaba cepillando a su marido, tal vez se la cargó en un ataque
de celos.
—Eso sigue sin dar una explicación para la nota aparecida en el móvil —
apuntó Roberto.
—Tal vez esto no tiene nada que ver contigo y solo es una forma de
desviar la atención —dijo Eva—. No puede ser una casualidad que tu amigo
el pescador encontrase los dos cadáveres con un mensaje en su móvil.
—Hay una forma de saberlo —reflexionó Hinojosa en voz alta—. Si sus
huellas aparecen en el teléfono de Ana María es porque lo cogió para escribir
el mensaje.
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—De todas formas quiero hablar con él en el cuartelillo de Llanes —
aseguró la sargento— y con ese amigo de Nico que trabaja en el hotel «Las
Olas».
—También sería bueno averiguar quiénes eran esos hombres mayores con
los que se citaba y charlar con ellos. Y yo no descartaría a Nico como
sospechoso.
—Parece que tiene coartada —apuntó Roberto.
—Eso no quiere decir que él no lo hiciese. Tal vez contrató a alguien para
que se la cargase o se lo pidió a un amigo. Quizás a su madre —aseguró
Hinojosa con una sonrisa malévola.
—Creo que ves mucho cine policiaco —dijo Eva.
—Soy un Colombo frustrado, te lo aseguro.
—Sí, solo te falta la gabardina gris —bromeó Roberto—. Incluso tienes el
mismo pelazo que él.
—¡Muy bueno! —dijo Eva conteniendo la risa—. De todas formas estás
en lo cierto. Tenemos varias líneas de investigación que deberíamos ir
analizando ya. Hay que hablar con esos huéspedes para confirmar la coartada
de Nico y ya que estamos aquí interrogar a la mujer del alcalde.
—Conozco a Santi, así que puedo acompañaros —se ofreció Roberto—.
Creo que vive en una casa a la entrada del pueblo, aunque no sé si estará allí o
en la playa. Lo vi en ella cuando veníamos hacia aquí.
—Vendrás conmigo mientras tú te encargas de hablar con los huéspedes
—dijo señalando a Hinojosa.
—De acuerdo.
—Podemos parar en su casa y si no está seguir hasta la playa —propuso
Roberto.
—Me parece bien —aceptó Eva—. Iremos en mi coche.
Al llegar a la plaza se separaron y, mientras Hinojosa entraba en el hotel,
Eva y Roberto montaron en el coche y pusieron rumbo a la salida del pueblo.
—¿Tienes experiencia en interrogatorios? —preguntó ella mientras
conducía.
—En homicidios, no. Estuve en varios relacionados con temas de
corrupción, pero nunca llevando el peso del interrogatorio.
—Pues lo has hecho bastante bien en casa de ese chaval.
—Gracias, aunque está claro que la experta es usted. Yo prefiero
mantenerme en la sombra.
—En esta ocasión quiero que empieces tú. Si el alcalde es amigo tuyo se
sentirá más cómodo si las preguntas provienen de ti. Yo intervendré cuando lo
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crea necesario.
—Lo intentaré, mi sargento.
Ella desvió un instante la mirada hacia él, antes de fijarla de nuevo en la
carretera.
—Fuentes, hablaba en serio cuando te dije que me llamases Eva.
—Entendido, y yo prefiero que me llames Rober. Es como me llaman mis
amigos.
—No hay problema. Hay gente como Hinojosa que prefiere que les
llamen por el apellido.
—Eso es porque no le gusta nada que le llamen Eusebio. Dice que suena a
pueblerino. En la Academia le tomábamos el pelo diciéndole: ¿Ande andará el
Eusebio?
Llegaron entre risas a las puertas que daban acceso al interior de la finca,
aunque tuvieron que detenerse al encontrarlas cerradas. Roberto se bajó para
llamar al telefonillo y, tras un breve cruce de palabras, las puertas se abrieron
para darles acceso al interior.
Un camino empedrado les guio hasta la entrada de un lujoso chalet de una
sola planta con amplias cristaleras y una piscina en el lado derecho de la
finca.
—Una piscina en Asturias —murmuró Roberto con ironía—. ¡Qué
manera de tirar el dinero!
Aparcaron junto al Audi Q7 de color blanco perteneciente al alcalde y se
dirigieron a la entrada de la casa, aunque antes de llegar la puerta se abrió y su
amigo salió a recibirles.
Roberto observó que tenía los ojos enrojecidos y comprendió de
inmediato que había estado llorando.
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—¿Y eso?
—Solemos dar trabajo a las chavalas del pueblo y de la zona.
—¿Como Vanesa Tamargo? —recordó Roberto.
—Sí. En verano se ganan un dinerillo para los estudios y de paso saben lo
que es trabajar.
—¿Con que edad las contratáis?
—Con diecisiete o dieciocho años, normalmente.
—Sabemos que su mujer discutió no hace mucho con Ana María —
intervino Eva—. ¿Tiene idea de por qué?
Santi miró a su amigo antes de responder.
—Ya sabes cómo son las mujeres y las películas que se montan en la
cabeza. Se pensó que tenía un lío con ella.
—¿Y no era así? —preguntó él.
—¿Estás de coña? Yo no me enrollo con crías.
—Tampoco era tan cría —sugirió Eva, lo que hizo que el alcalde se
mordiese el labio inferior, como reprimiendo las ganas de rebatirle—.
Además, sabemos que salía con gente mayor.
—Yo de eso no sé nada —respondió rotundo—. Trabajó un verano en el
Ayuntamiento, nada más. Después de eso apenas la vi.
—¿Y entonces por qué pensó tu mujer que tenías un lío con ella? —
preguntó Roberto.
—Porque la vio un día saliendo de mi despacho y se montó una película
en la cabeza —respondió de forma escueta—. Ana María vino para hablarme
de una prima suya que quería trabajar este verano en el Ayuntamiento, como
había hecho ella. Nada más.
—¿Cuando vuelve tu mujer de Londres?
—Este mediodía. De hecho, tengo que irme ahora a Avilés, al aeropuerto,
a recogerla.
—¿Como se llama?
—Carlota.
—Nos gustaría hablar con ella —aseguró Eva con gesto serio—. También
me gustaría tener un listado de la gente que trabaja o ha trabajado en el
ayuntamiento estos últimos años.
—¿Y eso por qué?
—Puede que su asesino la conociese en el trabajo. Tenemos que explorar
todas las vías posibles.
—Pero…
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—En este tipo de asesinatos, el autor suele ser una persona cercana, como
amigos o compañeros de trabajo —le aclaró.
—Entiendo, pero hoy es domingo y el Ayuntamiento está cerrado.
—No hay problema. Esperaré a mañana.
—Por cierto, Santi, ¿anoche andabas por aquí? —preguntó Roberto—. En
Nueva, me refiero.
—¿A qué hora?
—De noche.
—Estuve en Llanes, en una cena del partido. Llegué a casa cerca de las
tres y media.
—¿Dónde fue la cena?
Su amigo torció el gesto, intuyendo el motivo de la pregunta.
—¿Qué pasa, no me crees?
—Santi, te aseguro que te interesa que comprobemos tu coartada.
Él asintió de mala gana antes de responder.
—En el hotel «Las Olas».
—Muy bien.
—¿Le parece que vayamos mañana a primera hora a por ese listado de
trabajadores? —preguntó Eva, mientras sonaba la melodía de su teléfono.
—Sí, claro —respondió el alcalde con gesto distraído.
Ella respondió a la llamada y, tras unos segundos de charla, colgó.
—Tenemos que irnos, Rober. Gracias por todo, señor alcalde.
Los dos agentes se despidieron de él de forma breve y regresaron al
coche, cruzándose en la puerta con un joven que ni siquiera les miró a la cara.
Tenía pinta de volver a casa después de una noche de juerga, en un Audi A3
de color blanco que había aparcado fuera del camino, sobre el jardín.
No fue hasta abandonar la finca para coger la carretera de vuelta al centro
del pueblo, que Eva comentó:
—Tu amigo parecía afectado. No me creo que tuviese los ojos así por una
alergia.
—Yo tampoco. ¿Sabes que Diana Cuesta, la chica que se suicidó hace
unos días, salía con su hijo?
—No tenía ni idea.
—Debe ser ese con el que nos cruzamos al salir. Diana vivía en la casa
que hay frente a la suya, al otro lado de la carretera, y, por lo que me dijo ayer
su abuela, a Santi no le hacía gracia que saliesen juntos.
—¿Y eso?
—Ni idea.
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—¿Piensas que tuvo algo que ver con su muerte?
—Espero que no. El Santi que yo conocí no era capaz de matar ni a una
mosca, pero el de ahora no lo sé. La gente cambia con el paso de los años,
¿no?
—Lo investigaremos y comprobaremos su coartada. Está claro que quien
mató a Ana María tenía un motivo para hacerlo, pero también debemos
situarle en la escena del crimen. Si encontrásemos la piedra con que la
mataron y las huellas de su asesino en ella resolveríamos el caso. Como no es
así, tendremos que averiguar quién tenía un motivo para acabar con su vida.
—¿Qué me dices de Nico?
—¿El exnovio? Los celos son el principal motivo por el que se asesina en
España, pero, si su coartada es cierta, no pudo ser él, aunque sí cabe la
posibilidad de que le encargase el trabajo a alguien, como decía Hinojosa.
Investigaremos sus cuentas a ver si encontramos algún movimiento
importante, pero lo dudo. —Eva reflexionó unos segundos en silencio y luego
sacudió la cabeza—. No, me decanto más por alguien que estuviese anoche
con ella o que se cruzase en su camino.
—Susana dijo que la había visto en el «Dolce Vita», entre la una y la una
y media.
—Habrá que hablar con los clientes que estuvieron allí anoche.
—El dueño es amigo mío. Puedo hablar con él y preguntarle si la vio
hablando con alguien —propuso Roberto.
—Me parece buena idea. Yo tengo que ir a Llanes ahora para realizar el
informe previo y mandarlo a Oviedo. La prensa ya se ha hecho eco del
asesinato, por eso mi comandante me llamó cuando estábamos en casa del
alcalde. De paso aprovecharé para comprobar su coartada y hablar con ese tal
Julio que conocía a Ana María.
—De acuerdo.
Se detuvieron frente al hotel, en cuya puerta ya estaba esperándoles
Hinojosa, que se acercó de inmediato para hablar con la sargento.
—He hablado con dos de los huéspedes y lo que dijo el chaval es verdad
—aseguró cuando ella bajó la ventanilla—. Estuvieron jugando a las cartas
con él hasta pasadas las dos y media de la noche.
—Eso en principio le descarta, al menos hasta tener la autopsia definitiva
y conocer la hora exacta de la muerte de Ana María —comentó Eva—. Sube,
nos vamos a Llanes.
Roberto bajó del coche y lo rodeó para despedirse.
—Iré a ver a mi amigo al «Dolce Vita». ¿Nos veremos luego?
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—Sí, aunque no sé cuándo —respondió ella—. Ya te llamaré al móvil.
El coche arrancó y Roberto se encaminó al local de Quique. Eran las diez
de la mañana, así que no sabía si ya estaría abierto, aunque tampoco tenía
nada mejor que hacer. Por un momento había dudado si pedirle a Eva que le
permitiese acompañarles a Llanes, pero luego se dijo a sí mismo que les sería
de más ayuda si se quedaba en el pueblo investigando por su cuenta.
Se metió por la calle que estaba pegada al hotel y callejeó en dirección al
«Dolce Vita», aunque hubo algo que le hizo detenerse. Una anciana, que
estaba barriendo la calle delante de la puerta de su casa, le señaló con el dedo
con expresión desangelada.
—¿Sabes que están matando a las guajas[4] de este pueblo?
—Sí —respondió con sorpresa.
—Acaban de decirlo en la radio, y yo sé de quién es la culpa. ¡De la
droga! —exclamó con un gesto de rabia—. Salen de noche, se endrogan y
luego no saben lo que hacen. La droga las está matando. —Y acto seguido
siguió barriendo murmurando palabras ininteligibles entre dientes.
Roberto siguió su camino pensando que la mujer no estaba muy bien de la
cabeza, aunque al cabo de unos segundos se preguntó si no tendría razón.
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La puerta del local estaba cerrada, pero dentro parecía haber algo de luz, así
que Roberto golpeó la puerta justo cuando comenzaban a caer las primeras
gotas de lluvia. Mala señal. Si una cosa recordaba de Asturias era que cuando
empezaba a llover ya no paraba hasta pasados dos o tres días.
Golpeó un par de veces más en la puerta, hasta que por fin se abrió y
apareció el rostro sorprendido de su amigo.
—¿No es un poco pronto para tomarte algo? —preguntó Quique.
—¿Tienes un minuto? Quiero hablar contigo.
—Claro, pasa. No abrimos hasta las doce, pero tengo que rellenar las
neveras de bebida y limpiar esto un poco —aseguró mientras le dejaba paso y
cerraba de nuevo la puerta—. Anoche esperaba que vinieses por aquí. Esto
estaba a tope.
—Necesitaba descansar.
—Es verdad, hoy vuelves a Madrid.
—Ya no. —Roberto echó un vistazo a su alrededor y vio algo que le
llamó la atención en el rincón del local cercano a la puerta, algo que le había
pasado desapercibido en su anterior visita: una mesa con tres ordenadores de
sobremesa y un monitor CRT cada uno—. ¿Y eso?
—Los puse el verano pasado. Son unos ordenadores Pentium que compré
por internet tirados de precio. ¿Te acuerdas del Pc Fútbol 4?
—¿Bromeas? —dijo Roberto dibujando una sonrisa melancólica—. Nos
pasamos todo un verano en tu casa jugando a ese juego, en el ordenador de tu
hermano. ¿Cuantos años teníamos?
—Doce como mucho.
—¿No irás a decirme que tienes el Pc Fútbol instalado en esos
ordenadores?
Quique dibujó una sonrisa maliciosa antes de responder.
—Pc Fútbol, Indiana Jones y la última cruzada, Príncipe de Persia, Sim
City, Wolfenstein, Lemmings… Y así hasta cuarenta juegos de MS-DOS y
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Windows 95. No te imaginas cómo le mola a la gente jugar a ellos mientras se
toman una cerveza. ¡Sobre todo los cincuentones!
Ambos rieron mientras se acercaban a la barra.
—¿Quieres tomar algo?
—No, gracias, Quique. Necesitaba hablar contigo —comenzó a decir sin
saber muy bien cómo afrontar el asunto—. Ayer no os dije nada, porque en
teoría estaba fuera de servicio, pero tienes que saber que soy guardia civil.
—Ya lo sabía.
—¿Lo sabías? —preguntó sorprendido.
—Me lo dijo Pedro anoche.
—¿Y él cómo lo sabe?
—Su madre siempre fue muy amiga de la tuya.
—Es cierto —recordó.
—Por lo visto suelen hablar de vez en cuando por teléfono. Ella se lo
contó hace tiempo.
—¿Y por qué…?
—No te dijimos nada porque supusimos que no te apetecía hablar de ello
—se adelantó a su pregunta—. Además, se supone que estás de vacaciones,
¿no?
—Lo estaba. Hoy ha aparecido un cadáver en la playa de Cuevas y me he
unido al equipo de investigación.
Como explicación, le pareció bastante creíble, y se ahorró hacer referencia
a los mensajes aparecidos en los móviles de las dos fallecidas.
—Espero que no hayan matado a otra chavala —reflexionó en voz alta su
amigo.
—¿Por qué dices eso?
—Hace un año… cuando murió Vanesa… —Quique torció el gesto en
señal de disgusto—. No te imaginas cómo fue esto. Vecinos acusándose los
unos a los otros, sospechando de todo el mundo. Menos mal que atraparon al
asesino, porque sino no sé cómo habría acabado esto. La gente de Nueva no
está preparada para pasar otra vez por lo mismo.
—Pues me temo que va a ser así. ¿Conocías a Ana María Montes García?
—¿Ana… María? —preguntó con voz entrecortada.
—Sí, una chavala de Piñeres.
—¡Joder, no me lo puedo creer! —exclamó con total desconcierto—.
Anoche estuvo aquí.
—¿La viste?
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—Sí, incluso hablé con ella. —Se notaba que la noticia le había afectado
bastante. Incluso se apoyó en la barra a la vez que hablaba—. ¡Pobre chavala!
—¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo hablaste con ella?
—No sé… a la una o así. Me pidió que le pusiese una canción.
—¿La viste hablar con alguien?
—No sabría decirte —respondió su amigo sacudiendo la cabeza—. Joder,
no me lo puedo creer. ¡Con lo feliz que estaba ayer!
—¿Y eso?
—Me dijo que se iba a vivir a Madrid después del verano.
—¿La conocías mucho?
—Charlábamos alguna vez que otra. Era muy alegre y simpática. Y
además guapa, lo que despertaba bastantes envidias.
—¿Qué quieres decir?
—¡Ya sabes cómo es la gente en este puto pueblo! El deporte número uno
es despellejar a los demás y ella se convirtió en objetivo de muchos. Bueno,
más bien de muchas. Hace unos meses me la encontré aquí en la barra
llorando, precisamente por ese motivo, y estuvimos charlando un buen rato.
Solo estuve cinco años en Gijón, pero te aseguro, Rober, que cuando sales de
aquí ves las cosas de un modo diferente. En la ciudad cada uno va a lo suyo,
no se ocupan de lo que hace o deja de hacer el vecino. —Roberto no dijo
nada, pero hacía ya mucho tiempo que se había dado cuenta de ello—. Ese día
estuvimos hablando un buen rato. Ana también quería largarse de aquí,
empezar de nuevo como hice yo en su momento. La pena es que yo tuve que
volver a hacerme cargo del bar cuando mi padre enfermó del corazón y lo
jubilaron antes de tiempo. Ella quería irse para no volver más.
—¿Qué sabes de su vida amorosa? ¿Salía con alguien?
—No, que yo sepa. Las últimas veces que la vi por aquí venía sola.
—Al parecer la vieron por Llanes con gente de pasta.
—Ni idea.
—¿Sabes si tenía algún problema con alguien?
—No.
Aquello no parecía llevar a ninguna parte.
—Tengo entendido que la mujer del alcalde la amenazó no hace mucho
para que no se acercase a su marido.
—¿Esa pija estirada? —Soltó una carcajada—. ¡No se entera de nada!
—¿Por qué lo dices?
—Su marido es el que andaba detrás de Ana y no al revés.
—¿Estás seguro de eso?
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—Ana era muy guapa. Con dieciséis años ya tenía tíos de veintitantos
detrás de ella, incluso los casados se giraban para mirarla cuando pasaban al
lado de ella. ¡Y Santi ni te hablo!
—¿Qué quieres decir?
—¿Has estado con él desde que llegaste?
—Sí, ayer en la playa.
—¿Y qué opinas?
—Lo veo como siempre. Con menos pelo, eso sí.
—Llegó aquí al pueblo hace cuatro años prometiendo que iba a limpiarlo
de corrupción y convertirlo en el reclamo turístico número uno de Llanes.
—¿Y lo hizo?
—Al principio. Consiguió rebajas en los impuestos para los negocios,
entre ellos el mío. Gracias a eso pude techar la terraza de arriba. Pero al final
se volvió como los demás. Mucha cena de partido, mucho aparentar que se
preocupa por la gente, pero ya le han pillado en un par de renuncios. Dio una
concesión a un amigo suyo de Madrid para construir un spa en Cuevas,
aunque, por suerte, un juez paralizó las obras antes de que empezasen. Y
luego está lo de la denuncia por acoso. Una chavala lo denunció porque le
ofreció un empleo fijo en el ayuntamiento a cambio de que le hiciese un
«Mónica Lewinsky».
—¡No jodas! —dijo Roberto con fingida sorpresa. Desde que estaba
destinado en el Departamento de Anticorrupción de la UCO había visto cosas
más graves que esa.
—Al final tuvo suerte —prosiguió Quique—, porque la denuncia no llegó
a juicio.
—¿Y eso?
—La chavala que le denunció fue Vanesa, la que mataron el año pasado.
—¡No me jodas!
—Todo se tapó con su muerte, aunque si tus compañeros de la Guardia
Civil no llegan a trincar tan rápido a Gustavo creo que Santi habría terminado
en el calabozo. —Al ver la cara de desconcierto de su amigo, Quique sonrió
—. Ya te dije que es como los demás políticos.
—Ya lo veo. Y con respecto a Ana María, ¿qué relación tenía Santi con
ella?
—Cuando trabajó para él en el Ayuntamiento lo vieron varias veces
llevándola en coche. Y no fue la única. Hizo lo mismo con otras chavalas que
trabajan en verano para él. Me da que a ese cerdo le gustan tiernas.
—Nunca lo hubiese imaginado de él.
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—Ya ves. Bueno, tío, me encantaría seguir charlando contigo, pero tengo
que abrir en un par de horas y todavía tengo que limpiar todo esto.
—Claro, no hay problema.
—Supongo que te quedarás unos días más por aquí.
—Seguramente.
—Estupendo, pues ven cuando quieras y seguimos charlando.
—Lo haré.
Ambos se despidieron, y Roberto regresó al hotel con la extraña sensación
de estar entrando en una cueva en la que no sabía lo que se iba a encontrar.
Estaba claro que Nueva de Llanes no era el idílico pueblo que creía de
pequeño.
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Lo bueno de vivir en ciudades como Oviedo, Coruña o Madrid era que
nadie se ocupaba de lo que hacía el vecino. Uno podía pasear por la calle sin
que decenas de ojos se fijasen en si vestía bien o siquiera si se había peinado.
Todo lo contrario que en Nueva, donde el mero hecho de colgar en el tendal
un tanga se convertía en la comidilla y tema del día de los corrillos del
pueblo. Por eso no comprendía que algunas jóvenes como Susana prefiriesen
vivir en el pueblo. La única explicación que encontraba era que tuviesen
miedo a lo desconocido, a aventurarse en un mundo que no eran capaces de
controlar y en el que se encontraban indefensas.
—Estás muy pensativo —dijo ella con una cierta preocupación—. ¿Es por
lo de Ana María?
—No, pensaba en lo poco que ha cambiado el pueblo en estos años.
—¿Poco? —replicó sorprendida—. ¿No viste la cantidad de chalets
nuevos que hay?
—Sí, pero no me refería a eso. Pensaba más bien en la gente.
—Esto es un pueblo y la gente de los pueblos ya sabes cómo somos. Eso
no lo cambia el progreso.
—Pues debería. Hay un mundo más allá del cartel de entrada a Nueva de
Llanes.
Ella soltó una carcajada.
—No todos podemos elegir donde vivir, como tú. Seguro que en tu
trabajo has conocido muchos lugares de España.
—Sí, pero eso puede hacerlo cualquiera. Tan solo hay que coger la maleta
y subir a un autobús para salir de aquí.
—No es tan fácil. A veces la familia te ata y otras es el dinero el que no te
permite irte.
—¿Eso es lo que te ocurrió a ti? —se atrevió a preguntar Roberto.
—En mi caso fue la estupidez. Me enamoré de la persona equivocada y
me quedé aquí atrapada.
—Nueva no es una cárcel de la que uno no pueda escapar.
—Lo sé, pero ahora es lo que me da de comer. De todas formas, estoy
dispuesta a largarme en cuanto me surja una buena oferta —dijo con una
sonrisa.
Roberto también sonrió, aunque de forma tímida.
—Yo no creo que fuese capaz de vivir aquí de nuevo —aseguró
convencido.
—Tampoco es tan malo, te acostumbras. Muchos jóvenes quieren irse,
pero las cosas están tan jodidas por ahí fuera para encontrar trabajo que al
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final prefieren asegurar y quedarse.
—Aquí tampoco debe ser fácil encontrar trabajo.
—No te creas, lo único que hace falta es que la gente cambie la
mentalidad. Nuestros padres y nuestros abuelos vivían del campo. Ahora eso
ya no es posible, pero a cambio tenemos una fuente de ingresos que antes no
había: los turistas.
—Siempre hubo turistas.
—Pero no tantos como ahora. El turista que viene aquí está deseando
gastar su dinero. Quieren comer bien, hacer excursiones y disfrutar de la
playa con todas las comodidades posibles. Esa es una fuente de ingresos
importante para quien sepa explotarla.
—El problema es que no hay turistas todo el año.
—No te creas. Hay unas épocas mejores que otras, eso está claro, pero da
para vivir todo el año. Por eso no entiendo que haya jóvenes que renieguen
del pueblo y que quieran largarse pensando que se van a comer el mundo. No
se dan cuenta de que fuera de aquí la vida es mucho más dura de lo que
piensan.
—Es normal que los jóvenes quieran irse. Algunos lo hicimos y no nos
fue tan mal.
—¿Ahora vas a negarme que no sentiste algo especial al volver al pueblo?
Seguro que te alegraste de venir después de tantos años.
—En parte sí. No te voy a negar que tengo buenos recuerdos, después de
todo me crie aquí, pero pesan más los malos recuerdos.
—No tenías que haberte ido cuando ocurrió aquello. —Su tono de voz
sonó a reproche, aunque a continuación lo suavizó—. La gente olvida y las
cosas pasan con el tiempo.
Roberto no se molestó en llevarle la contraria. Estaba convencido de que
no era así. Al menos era lo que había apreciado en la mirada de algunas
personas con las que se había cruzado desde que estaba allí. Sabía que
seguían culpándole de la muerte de Miriam, como si él la hubiese empujado
desde el borde del acantilado.
—¿Qué puedes decirme de Ana María? —preguntó cambiando de tema.
—No mucho. La conocía de cuando salía con mi primo, pero no hablamos
demasiadas veces.
—Tengo entendido que era muy guapa.
—Tampoco tanto —dijo sacando a relucir esa habitual rivalidad entre
mujeres—. Era una cría con sueños fantasiosos, que pensaba que se iba a
comer el mundo.
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—¿Te dijo algo anoche cuándo hablaste con ella?
—No, me preguntó por mi primo y por cómo le iban las cosas. Yo creo
que fue más bien porque nos encontramos codo a codo en la barra y no supo
cómo reaccionar. Tampoco hablamos mucho.
—¿Sabes si luego estuvo charlando con alguien más?
—Ni idea, después de verla me fui a casa. Estaba cansada y había
demasiada gente en el «Dolce Vita» como para sentarme tranquila en una
mesa a tomar una copa.
—¿Estabas sola?
—Sí. Te estuve esperando, pero no apareciste, así que al final me fui a
casa.
Roberto la miró sorprendido.
—¿Hablabas en serio con eso de invitarme a una copa?
—¡Pues claro, que te creías! —exclamó Susana riendo—. Aún estás a
tiempo de aceptar la invitación, si decides quedarte en Nueva.
—De momento tengo que quedarme, al menos unos días más —afirmó
con algo de pesar.
—No parece que te guste la idea de quedarte.
—No por el motivo que lo hago, créeme.
—Ya me imagino. No tenía ni idea de que fueses guardia civil. ¿Llevas
mucho tiempo?
—Diez años.
—Supongo que en ese tiempo habrás visto muchas cosas. Me refiero a
asesinatos y eso.
—He visto un poco de todo.
—La verdad es que últimamente parece que el pueblo esté maldito. Entre
muertes y desapariciones…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Roberto interesado.
—Supongo que sabrás que la semana pasada se suicidó una chavala en el
Acantilado de San Antonio.
—Sí.
—Y ya te habrán contado lo que hizo Gus, mi marido. Bueno, exmarido
desde hace tres meses.
—Sí, la sargento Ruano me lo contó. Lo siento. Imagino que fue muy
duro para ti.
—Para mí y para todo el pueblo, aunque por suerte lo detuvieron y pagará
por lo que hizo. ¡Menudo cabrón! —dijo con rabia—. Mientras yo trabajaba
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aquí como una burra para levantar el negocio, él andaba por ahí tirándose a
todas las que podía.
—¿Y no te enteraste?
—¡Ojalá! Si me hubiese enterado me habría separado antes de él y esa
pobre chavala igual estaría viva todavía.
—Se me hace raro que nadie te lo dijese, con lo pequeño que es este
pueblo y lo que le gusta a la gente cotillear.
—Normalmente, el cornudo es el último en enterarse. ¿No lo sabes?
—Sí, lo sé —admitió Roberto sin querer ahondar más en el tema—. Pero
de ahí a matar a alguien…
—Supongo que ella le confesó que estaba embarazada y amenazó con
decírmelo, o algo parecido. Solo te puedo decir que él estaba muy nervioso
los días anteriores, aunque no quiso decirme lo que le pasaba. Supongo que
estaba buscando el modo de salir del lío en el que se había metido.
—Pues eligió la peor solución.
—Lo sé. Por suerte la gente se compadeció de mí cuando todo salió a la
luz y nadie me señaló con el dedo.
—No como a mí —dijo Roberto sin ocultar su resentimiento.
—Aquello no estuvo bien. Tú no tuviste la culpa de que Miriam decidiese
saltar —aseguró convencida.
—Antes has hablado de muertes y desapariciones —continuó para
reconducir la conversación y evitar así hablar del pasado—. ¿Qué
desapariciones?
—Hace años desapareció una cría belga que veraneaba con sus padres en
Villahormes. Salió en todas las televisiones. ¿No te acuerdas?
—¿Cuando fue?
—Pues… creo que el mismo verano que murieron tus abuelos.
—Entonces estaba de misión. No me enteré de nada.
—Tenía dieciséis años y vino a Nueva a la fiesta de San Juan con unos
amigos. Durante la noche se separó de ellos y no volvieron a verla más. La
Guardia Civil la buscó por todas partes, durante semanas, pero nunca
apareció. Conociste a su padre el día que llegaste.
—¿El belga que estaba con una mujer mucho más joven que él?
—Sí. Se separó de su mujer después de aquello, pero él sigue viniendo
todos los años para buscar a su hija. Piensa que en algún momento encontrará
a alguien que le diga lo que pasó con ella o tal vez incluso la encuentre viva.
—No me imagino el infierno por el que está pasando desde entonces.
Roberto dedicó las dos horas siguientes a buscar noticias por internet
relacionadas con desapariciones o secuestros. El buscador le mostró un
montón de ellas de diversos lugares de España, algo con lo que ya contaba.
Cada año desaparecían decenas de personas, aunque solo tenían repercusión
social un mínimo porcentaje de ellas. No obstante, no encontró ninguna
desaparición en esa zona de Llanes, aparte de la desaparición de la
adolescente belga. Tuvo que ampliar la búsqueda a otro tipo de fallecimientos
para encontrar algo que llamase su atención: el ahogamiento de una turista
francesa en la playa de San Antolín dos años atrás.
La playa de San Antolín, situada muy cerca de Naves y pegada a la
autovía, era una playa muy larga y muy abierta al mar, motivo por el cual casi
todos los años se ahogaba en ella algún imprudente bañista. Solía suceder
cuando había resaca. En ese caso, si uno se alejaba demasiado de la orilla, la
corriente podía arrastrarle mar adentro, sin posibilidad de volver a tierra
firme. El esfuerzo de nadar contracorriente presa del pánico terminaba
provocando el cansancio y el consecuente ahogamiento de ese bañista.
La muerte de la turista francesa había sido accidental, eso estaba claro,
pero le dio la idea de buscar otros ahogamientos en la zona. Encontró dos: un
pescador que había muerto cogiendo percebes cerca de la playa de
Villahormes, y una joven de veintidós años ahogada en la playa de Canal, en
Villanueva de Pría, diez años atrás. Aquello llamó de inmediato su atención.
Conocía la playa de Canal, ya que alguna vez había ido hasta allí en bici con
sus amigos, de chaval, y sabía que era muy difícil ahogarse en ella. Era una
playa situada en una entrada del mar que tenía una longitud de unos
doscientos metros y una anchura de no más de veinte. Tal y como indicaba su
nombre, se trataba de un canal a resguardo del mar abierto donde el oleaje era
mucho menor.
El sonido del teléfono móvil le obligó a dejar de lado la tablet.
—Dígame, sargento. Perdón, dime, Eva —rectificó.
Eran las siete de la tarde cuando salió del hotel, no sin antes prometerle a
Susana que tomarían esa copa juntos después de cenar. Parecía bastante
ilusionada con la cita, si es que podía denominarse como tal, y Roberto no
dejaba de sentirse halagado por el interés que ella mostraba en él. Ni se le
pasaba por la cabeza complicarse de nuevo la vida con una relación, pero
tenía que reconocer que Susana le atraía físicamente, más que otras mujeres
que había conocido en los últimos años.
Aunque no llovía en ese momento, la tarde amenazaba lluvia, por eso
decidió bajar en coche hasta la playa de Cuevas, más que nada por dar una
vuelta y que la tarde le pasase más rápido. El acceso a la misma ya estaba
permitido, con una única patrulla de la Guardia Civil que vigilaba la zona
balizada, donde había aparecido el cadáver. Al pasar al lado hubo algo que le
llamó la atención, así que aparcó el vehículo y se acercó.
En el suelo, justo en el borde de la zona balizada, había al menos media
docena de ramos de flores y un par de coronas, así como un oso de peluche
con un lazo rosa al cuello. El lugar parecía haberse convertido en un
improvisado homenaje a la fallecida. En ese momento, dos jóvenes de la edad
de la víctima se acercaron y posaron sendos ramos de flores junto a los
demás. Parecían bastante afectadas, sobre todo una de ellas, que no dejaba de
llorar.
—Espero que no tardéis en coger al asesino —sonó una voz a su espalda.
Roberto giró la cabeza y vio acercarse a él a uno de los dos guardia civiles
que vigilaban el lugar. Era el mismo con el que había hablado esa mañana a
su llegada a la playa.
—Lo intentaremos —respondió—. ¿Sigues aquí?
—Sí, aunque vendrán a relevarnos enseguida.
—Parece que la gente la quería mucho.
—Sí, todo el día estuvo viniendo gente para dejar flores, desde que
abrimos el acceso a la playa.
—¿Alguien sospechoso? —dijo medio en broma.
Aunque el Ayuntamiento abría a las diez, tuvieron que esperar media hora
más a que llegase Santi. El alcalde les recibió en su despacho, una habitación
no demasiado grande y con muebles de oficina modernos y funcionales. En la
pared, detrás de su mesa, había una foto del presidente del Gobierno y otra del
Rey de España.
—Siento que hayáis tenido que esperar.
—No pasa nada —aseguró Eva mientras se sentaba en una de las dos
sillas que el alcalde les ofreció delante de su mesa. Roberto se sentó en la otra
e Hinojosa se quedó de pie.
—Supongo que venís a por los listados de los trabajadores del
Ayuntamiento. Ya le he dicho a la secretaria que os los prepare, así que no
tardará mucho.
—Hay otra cosa de la que tenemos que hablar —dijo la sargento con
rictus serio.
—¿De qué se trata?
—De su coartada.
—¿Mi coartada? —preguntó Santi desconcertado.
—Nos dijo que la noche de la muerte de Ana María estuvo en una cena
del partido, en Llanes.
—Así es, en el hotel «Las Olas».
—Y que no regresó aquí hasta las tres y media de la madrugada.
—Más o menos.
—Tengo un testigo que afirma que le vio irse del hotel a la una con dos
personas y regresar un par de horas después con ellos.
Santi palideció al instante. Eso y su silencio fueron prueba irrefutable de
que era cierto.
—¿Dónde fuiste esas dos horas? —preguntó Roberto.
—No fui a la playa de Cuevas, si es lo que preguntas, te lo juro. Podéis
mirar el GPS de mi coche.
—¿Ese cabrón se acostaba con ella? —dijo Hinojosa abriendo los ojos de
forma exagerada—. ¡Menudo cerdo! Seguro que se la cargó para que su mujer
no se enterase.
—No saquemos conclusiones precipitadas —le corrigió Eva—. Que
estuviese con ella no quiere decir que la matase.
—Además la amiga de Ana María dijo que la había visto feliz —comentó
Roberto—. Y Quique dijo que estaba muy contenta esa noche en el «Dolce
Vita». Puede que estuviesen liados, pero dudo que la matase él.
—Pues a mí me parece el típico político que se cree que está por encima
de los demás. ¿Os fijasteis cómo hablaba de ese club? ¡Es para gente
importante! —dijo en tono de burla Hinojosa—. Se creen que pueden hacer lo
que les dé la gana sin que les pase nada. Lo siento, sé que es tu amigo, pero es
lo que pienso de él.
—Sé de sobra de lo que son capaces los políticos, créeme —le replicó
Roberto—. No es algo que vaya a ignorar por muy amigo mío que sea, pero
no deberíamos detenerle hasta estar seguros.
—Podemos volver al Ayuntamiento y sacarle la verdad. ¡A hostias, si
hace falta!
—No vamos a volver a hablar con él hasta que tengamos alguna prueba
sólida en su contra —aseguró Eva— y de momento el informe de
criminalística no señala ninguna.
—¿Ya tienes el informe? —preguntó Roberto interesado.
—Sí, lo recibí ayer a última hora, por eso al final no fuimos a hablar con
los padres de Ana María —dijo Eva mientras sacaba su teléfono móvil, un
Galaxy Note, cuya pantalla comenzó a leer—. La autopsia fija la muerte entre
la una cincuenta y las dos de la madrugada, lo cual ya nos da un punto claro
de referencia a la hora de investigar a los sospechosos.
—A esa hora el capullo del alcalde estaba en Nueva, así que pudo matarla
—la interrumpió Hinojosa apretando los dientes. La mirada que le lanzó su
jefa le hizo rectificar—. Perdona, lo siento. Sigue.
A la salida del pueblo, Roberto se cruzó con dos vehículos de la prensa: una
furgoneta de la Televisión de Asturias y un coche de la Cope, que parecían
dirigirse a Nueva. Aquello estaba empezando a llenarse de periodistas, lo que,
en su opinión, no iba a ayudar nada a la investigación.
Tomó la carretera que entraba en el pueblo por la parte alta y la recorrió a
poca velocidad en busca de la casa que le había comentado Julio. No tardó en
encontrarla, una preciosa casa de dos plantas, no muy grande, pintada en color
verde manzana y con las puertas y ventanas blancas. Tenía un precioso jardín
delante, con hortensias, calas y alguna planta más cuyo nombre desconocía.
Aparcó en la cuneta y se acercó a la puerta, que tuvo que golpear con los
nudillos dado que no tenía timbre. No tardó en abrir una mujer mayor, de
unos setenta años.
—¿Sí? —preguntó.
—¿Está Laura en casa?
—¿De parte de quién?
—Soy el cabo Fuentes, de la Guardia Civil, y quiero hacerle unas
preguntas sobre Diana Cuesta.
—Está estudiando. La semana que viene tiene los exámenes para entrar en
la universidad.
—Por favor, solo serán cinco minutos —le rogó con voz suave.
La mujer asintió con la cabeza y le hizo un gesto para que la siguiese.
—Entra, voy a preguntarle a mi nieta.
Roberto esperó en el pasillo de entrada a la casa, mientras la mujer subía
las escaleras que llevaban a la planta superior. No tardó mucho en regresar.
—Dice que baja ahora. ¿Por qué no la esperas en el jardín de atrás?
Roberto siguió sus pasos hasta el final del pasillo y atravesó la puerta que
daba al jardín situado en la parte trasera de la casa, en el que había una larga
mesa de madera y varias sillas de plástico alrededor.
—¿Quieres tomar un café? —preguntó la mujer—. ¿O prefieres una
botella de sidra?
Contra todo pronóstico, las nubes del cielo desaparecieron, dejando que
brillase un sol poderoso, tanto que la temperatura alcanzó los veintiséis
grados. Salieron del pueblo en dirección a Piñeres y una vez allí tomaron la
autovía hacia Llanes.
—Estás muy callado —dijo Susana al cabo de unos minutos.
—Me gusta mucho la canción que está sonando.
Era el tema «Killer», de Adamski.
—A mí también. En general me gusta mucho la música de los ochenta.
Recuerdo que mi hermano y tú escuchabais esta música cuando bajabais a la
playa.
—Quique fue quien nos la metió en la cabeza. Su padre la ponía siempre
en el bar, aunque también escuchábamos música de nuestra época.
—La de los ochenta tiene algo especial.
—Sí, eso es cierto.
Pasaron junto a la playa de San Antolín, donde al menos había media
docena de surferos cabalgando sobre las olas.
—¿Vas a decirme ya donde me llevas? —preguntó Roberto.
—A un lugar que no creo que conozcas.
—¿Cuál?
—Una playa que está tierra adentro.
—¿Gulpiyuri?
—No, esa playa la conoce todo el mundo. Estuve el verano pasado
acompañando a unos huéspedes y había más gente que en las rebajas. —La
comparación le arrancó una carcajada a Roberto—. No había donde poner la
toalla y los alrededores estaban llenos de gente. Andaban hasta por encima de
las rocas, como si fuesen cabras.
—¡No me digas!
—Como te lo cuento.
—¿Y si no vamos allí, adónde vamos?
—¿Conoces la playa de Cobijeru?
Roberto abrió los ojos y lo primero que percibió fue que todo estaba borroso a
su alrededor. No era capaz de centrar la visión y los sonidos que le rodeaban
le llegaban como si estuviese en lo más profundo de una cueva. Poco a poco
sus sentidos fueron recuperando la percepción y lo siguiente que notó fue una
mano acariciando la suya. La calidez del tacto le reconfortó, haciendo que
dibujase una ligera sonrisa.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó una voz femenina.
No respondió en un primer momento. Era como si a su mente le costase
recuperar la actividad y tuvo que pasar un tiempo que no supo precisar hasta
que sus labios preguntaron:
—¿Dónde estoy?
—En el hospital.
—¿Un… hospital? —preguntó confuso ladeando la cabeza para mirar a la
persona que estaba a su lado. Era Susana.
—Me alegro de que te hayas despertado —dijo ella sonriendo emocionada
—. Llevabas dos días inconsciente. ¿Cómo te encuentras?
—No siento nada.
—Es por la medicación. Voy a avisar a la enfermera.
—Espera —le rogó él al dejar de notar el contacto de su mano—. ¿Qué ha
pasado?
Susana le miró con preocupación.
—¿No recuerdas nada?
—No. —Roberto trató de acceder a sus recuerdos, pero era como si su
mente estuviese cubierta por una niebla que le impedía ver nada.
—Te dieron una paliza.
—¿Quién? —preguntó intentando incorporarse. De inmediato una intensa
punzada le recorrió el costado arrancándole una mueca de dolor.
—No te muevas, necesitas descansar. —Roberto se recostó de nuevo y
Susana prosiguió con gesto triste—. Alguien te golpeó hasta dejarte medio
Al abrir los ojos vio que estaba de nuevo en la habitación del hospital y que
Susana ya no estaba a su lado, aunque sí había una enfermera a los pies de la
cama observándole sonriente.
—Por fin ha despertado. ¿Cómo se encuentra?
—Mejor, creo —dijo no muy convencido.
—Voy a buscar al médico.
—¿Mi amiga no está?
—Se fue a descansar. Llevaba aquí desde que le trajeron. No quiso
separarse de su lado hasta que despertó por primera vez ayer por la tarde.
—¿Cuánto tiempo llevo ingresado? —preguntó confuso.
—Le trajeron el lunes de madrugada y hoy es jueves.
—Tres días —murmuró a la vez que sentía una punzada en el pecho que
apagó su voz.
Cerró los ojos de nuevo y no los abrió hasta que el médico entró en la
habitación. El diagnóstico no fue muy alentador, aunque sí optimista.
—Pudo ser peor —comenzó a explicarle—. Tiene dos costillas fisuradas y
un fuerte neumotórax que ya está estabilizado. Sufrió un traumatismo craneal
que por suerte no causó daños importantes y numerosos hematomas en cara,
El calor en el coche era agobiante, por eso Susana puso el climatizador, algo
que Roberto agradeció aunque les quedase poco para llegar a Nueva de
Llanes. Habían pasado ya ocho días desde que se había despertado en el
hospital, tiempo durante el cual se había ido recuperando poco a poco de sus
heridas. Todavía estaba lejos de encontrarse en buenas condiciones, pero al
menos había recibido el alta médica para poder largarse de aquella habitación
que, aunque acogedora, le hacía sentirse como en una cárcel.
—¿Seguro que no quieres quedarte en casa de mi madre?
—No, prefiero quedarme en el hotel. Así no molesto a nadie.
—No molestas, te lo aseguro. Además, podría cuidar de ti si lo necesitas.
—En el hotel también.
—Eso es cierto —reconoció ella con una sonrisa.
—Al menos así puedo devolverte parte del dinero que tú te has gastado en
mí.
—Tampoco gasté tanto en ir a Oviedo.
—Has estado una semana yendo a diario a verme. Eso no sale gratis,
Susana.
—No tiene importancia.
—Nadie hasta ahora se había preocupado tanto por mí —aseguró Roberto
con una sonrisa.
Los tres primeros días Susana había estado pegada día y noche a la cama
de Roberto, hasta que recuperó la consciencia. Luego, regresó a Nueva para
retomar el mando del hotel, que había dejado durante ese tiempo en manos de
su primo y de su tía, aunque fue a verle todos los días al hospital de Oviedo.
—Lo he hecho con gusto —aseguró Susana—. Es lo que hay que hacer
por un amigo, y más si está solo. ¿Por cierto, hablaste ya con tu madre?
—Sí, ayer, y me echó una buena bronca.
—Normal, deberías haberla llamado antes.
—Estaba de crucero por el Mediterráneo. Además, si se lo digo antes
hubiese venido y no quiero que me vea con esta pinta —dijo señalándose el
Miriam ladeó la cabeza y le miró con sus intensos ojos color miel. De nuevo
sus labios se movieron pronunciando unas palabras que, por más que lo
intentó, no alcanzó a escuchar. Quiso pedirle que lo repitiese, pero antes de
hacerlo se despertó con el corazón golpeando con fuerza contra su pecho.
¿Qué es lo que quieres decirme?, murmuró mientras se incorporaba para
ir al baño.
Al regresar al hotel apenas se paró a hablar con Susana. Le dijo que estaba un
poco cansado y que quería dormir la siesta, así que subió a su habitación. Una
vez allí buscó su tablet y se conectó a internet. En el buscador puso una única
palabra: burundanga, y no tardó en encontrar toda la información que
buscaba.
«La llamada burundanga es en realidad escopolamina, una droga muy
común entre violadores y ladrones, ya que anula la voluntad de las víctimas y
hace que ejecuten órdenes sin oposición. También provoca amnesia».
Roberto notó cómo se le aceleraba el corazón conforme iba leyendo los
distintos artículos. En uno de ellos, incluso encontró declaraciones de
personas que habían sido drogadas con burundanga.
«Ligué con una chica en un bar, la invité a una copa y salimos a bailar.
Ya no recuerdo más. Me desperté horas después en mi casa. Me habían
robado la cartera, el portátil, la tele y todos los objetos de valor que tenía».
«Recuerdo estar en el cajero sacando dinero mientras me acompañaba
una persona a la que no conocía y entregarle el dinero sin ser capaz de
negarme. Le entregué quinientos euros».
«Desperté en un portal desnuda de cintura para abajo y con un escozor
en la entrepierna».
«Estaba mirando los movimientos de mi banco cuando vi que faltaban
tres mil euros de mi cuenta de ahorros. Fui a mi banco y la cajera me dijo
que dos días antes había ido con un amigo a sacar dinero. Yo no recordaba
nada de aquello».
Como esos había una veintena de testimonios solo en España.
Roberto se centró entonces en la procedencia de la escopolamina. Lo
primero que encontró fue que era una droga cuyo uso se había extendido en
Colombia y desde allí había llegado a España. También leyó que se absorbía
rápidamente por el tracto gastrointestinal y que se ponía en circulación a
través del torrente sanguíneo, desde el hígado. De ahí llegaba al cerebro,
La mujer tenía cuarenta años, pero aparentaba más de cincuenta. Tenía unas
profundas ojeras bajo los ojos, el pelo sucio, recogido en una cola de caballo
mal atada, y una evidente palidez.
—Perdona que te moleste, pero no sabía a quién acudir —comenzó a decir
la mujer con voz nerviosa y atropellada—. Acabo de estar con Lucía, la
madre de Diana Cuesta, y ella me dijo que tú eras el único que había
mostrado interés por la muerte de su hija. Y que además eres del pueblo.
—Lo fui. Ahora vivo en Madrid.
—Pero conoces Nueva. Seguro que tú sabrás encontrar al que mató a mi
hija.
Su tono de voz era desesperado, aunque no lo elevaba más de lo
necesario.
—Lo siento, ya no investigo el caso. Además, yo…
—Por favor —le interrumpió ella—, al menos escucha lo que tengo que
contarte y luego decide.
—Está bien —accedió—. Vamos a un sitio donde podamos hablar a solas.
Una mujer, que se presentó como la mujer de Santi, le abrió la puerta. Era
seca, altiva y con el gesto torcido, como si acabase de abrirle la puerta a un
vagabundo. Tenía los labios inflados de botox y un exceso de maquillaje que
no dejaba adivinar su edad, aunque parecía que estaba más cerca de los
cuarenta que de los treinta.
—Soy guardia civil y tengo que hablar con él de un asunto oficial —dijo
Roberto al comprobar que presentarse como su amigo no había surtido el
efecto esperado. Acto seguido se dio cuenta de que el aspecto amoratado de
su cara no ayudaba a generar demasiada confianza.
—Está en el salón —respondió ella haciéndose a un lado y abandonando
la casa en cuanto él entró. Por un momento estuvo a punto de pedirle que se
quedase, pero finalmente dejó que se alejase en un Mercedes Clase C en
dirección al pueblo. Ya hablaría con ella más adelante si era necesario.
Roberto se encontró a su amigo sentado en el sofá con un portátil sobre el
regazo. Levantó la mirada y al verle dibujó una mueca de sorpresa.
—Rober, tío, tienes una pinta horrible.
El hecho de que no se levantase siquiera para recibirle hizo que el recién
llegado le mirase con dureza.
—Estoy bien, es menos de lo que parece. ¿Interrumpo algo? ¿Estás
trabajando?
—Sí, el año que viene hay elecciones y ya estoy preparando cosas.
—Entiendo. La vida del político siempre es ajetreada.
—Solo descansas cuando la dejas —dijo el otro cerrando el portátil y
dejándolo a un lado.
—Hay un tema del que quiero hablar contigo, Santi, relacionado con la
investigación que estamos llevando a cabo.
—¿De qué se trata?
—Del Club Sella y de las chicas que participan en esas fiestas.
El otro dibujó una sonrisa que a todas luces resultó forzada.
Esa noche Roberto cenó con Susana en el comedor del hotel, una cena en la
que la mayor parte del tiempo estuvo ausente. Ella llevó el peso de la
conversación, mientras él no dejaba de repetir en su cabeza la conversación
que había mantenido con Santi y de analizar cada una de sus palabras. No era
casualidad que Diana y Ana María estuviesen muertas después de trabajar en
el Club Sella. El problema era averiguar el motivo que había provocado su
muerte, sobre todo porque sería muy difícil traspasar las puertas del Palacio
del Conde para averiguar lo que sucedía dentro.
Después de la cena, y tras pedirle disculpas a Susana por estar tan poco
comunicativo, se acercó al «Dolce Vita» para hablar con Quique. Era
imposible que nadie en el pueblo supiese de la existencia del Club Sella, y un
bar como ese era el lugar ideal para que uno se enterase de lo que ocurría en
el pueblo. A la gente se le soltaba la lengua en cuanto bebía más de la cuenta
y seguro que Quique había escuchado miles de conversaciones que no se
escuchaban en ningún otro lugar.
En el local había muy buen ambiente para ser un viernes por la noche.
Cinco parejas bailaban en la pista, mientras una veintena de personas
ocupaban la mayoría de mesas de la planta baja. No vio a su amigo en ese
momento, sino a una chavala de unos veinte años de rostro agradable que se
dirigió a él en cuanto se acercó a la barra.
—Muy buenas, ¿qué vas a tomar?
—¿No está Quique?
—Hoy vendrá un poco más tarde —respondió ella con una sonrisa—. ¿Te
pongo algo?
—¿Tienes algo sin alcohol?
—Claro, lo que tú quieras.
—No sé —dudó él. Lo cierto es que le apetecía más una cerveza que otra
cosa, pero no quería mezclarla con los antiinflamatorios que estaba tomando
cada ocho horas—. Algún zumo o algo así.
Miriam seguía tumbada bocarriba sobre el manto de finas piedras, con su pelo
rojizo extendido a lo largo de él. Era la misma imagen que había visto en
anteriores sueños, y al igual que en ellos llevaba puesto el vestido blando y el
colgante con símbolos celtas. Sin embargo, esta vez había algo diferente. De
fondo podía escuchar el sonido de las olas acariciando las rocas, como una
suave melodía que activó todos sus sentidos. Miriam ladeó la cabeza para
mirarle con sus preciosos ojos marrones y movió los labios pronunciando
unas palabras que esta vez sí logró escuchar.
—Los muertos no se ahogan.
Roberto se despertó de golpe con Susana abrazada a su pecho. Eso hizo que
su corazón, que en ese momento latía a mil por hora, se calmase. La luz que
entraba por la ventana indicaba que ya hacía rato que había amanecido.
—¿Estás despierto? —susurró ella.
—Sí.
—Me quedaría aquí contigo para siempre.
—¿Y qué te impide hacerlo?
—El negocio que tengo que atender —respondió incorporándose para
mirarle—. Mi primo estará ya subiéndose por las paredes.
Roberto besó sus labios y luego dijo con una sonrisa seductora:
—Seguro que puede esperar una hora más.
—De eso nada —dijo ella incorporándose y saltando de la cama entre
risas—. Voy a darme una ducha antes de bajar.
Él contempló maravillado su cuerpo desnudo mientras se dirigía al baño.
Observó sus redondeados glúteos, esos que había disfrutado tanto acariciando
la noche anterior, y se fijó en que tenía un tatuaje justo encima de ellos, donde
terminaba la espalda. Siempre le habían atraído las mujeres que llevaban un
tatuaje discreto en alguna parte de su cuerpo y ese, aunque no pudo verlo
Media hora después Roberto y Eva estaban sentados frente a Diego en la sala
de interrogatorios. No parecía estar nervioso, sino más bien todo lo contrario.
Estaba apoyado en el respaldo de la silla con las manos en la nuca y una
sonrisa complaciente que Roberto sintió deseos de arrancarle de un guantazo.
—Pareces demasiado tranquilo para estar a punto de ingresar en la cárcel
una buena temporada —comenzó a decir Roberto. Había acordado con Eva
que en principio tomaría el mando del interrogatorio, ya que conocía al
detenido.
—Nadie va a encerrarme. Yo no he hecho nada.
—Tengo que reconocer que siempre me pareciste un fantasma, un narco
de chiste —prosiguió ignorando sus palabras—. Nunca imaginé que
estuvieses traficando a gran escala. Doscientos kilos de coca es mucha coca.
—No sé nada de esa cocaína. No estaba en mi coche ni en mi casa, así que
no es mía.
—Nuestro equipo de criminalística ha encontrado restos de ella en tu yate
y varios tipos de huellas dactilares en los paquetes —intervino Eva—,
incluidas las tuyas.
—Esta vez no te han pillado con una par de papelinas, capullo —dijo
Roberto con gran satisfacción al ver que se le borraba de la cara aquella
estúpida sonrisa—. ¿Qué pasa, ya no te hace gracia?
—Esa droga era de los colombianos, no mía.
—Pues ellos dicen que es tuya —aseguró consciente de que le estaba
mintiendo. Todavía no habían interrogado a los colombianos, pero Diego no
lo sabía, ya que le habían mantenido aislado hasta el momento—. Ya ves, no
han tenido reparos en cargarte el muerto, aunque también es normal. Aunque
bailes su mierda de música no eres uno de los suyos.
—¡Que te den por el culo!
—No, gracias, pero a ti en la cárcel seguro que sí te darán. ¡Te vas a poner
las botas!
Diego apretó los dientes en señal de rabia y no dijo nada más.
Las siguientes horas no fueron fáciles para Roberto. Del desconcierto por la
detención de su hermano, Susana pasó a la rabia cuando le contó que era él
quien había descubierto que estaba descargando la droga en la playa y
cargándola en su coche. Por un momento pensó que la perdería para siempre.
Susana no quiso seguir hablando con él y entró con su madre a ver a Pedro a
la celda de la Comandancia en la que estaba detenido. Solo cuando salieron,
volvió a hablar con él.
—Mi hermano dice que le salvaste la vida, que ese colombiano iba a
dispararle en la cabeza y que tú disparaste antes. —Tenía los ojos enrojecidos,
de haber llorado.
—Siento que Pedro esté detenido.
—Él se lo ha buscado —afirmó su madre con rabia y los ojos llenos de
lágrimas—. Debió pensarlo antes de meterse en esa porquería de la droga.
—¿Cuantos años de cárcel le van a caer a mi hermano?
—No lo sé, pero que haya colaborado con nosotros es un punto a su favor.
Si sigue haciéndolo la condena podría ser mucho menor. Cinco años, tal vez
menos.
—¡Cinco años! —exclamó su madre rompiendo a llorar.
—Tranquila, mamá —dijo Susana abrazándola—. No conviene que te
disgustes.
—Yo no tuve un hijo para verlo en la cárcel.
—Vamos, voy a sacarte de aquí.
—¿Queréis que os acerque a algún sitio? —preguntó Roberto—. ¿Tenéis
hotel ya?
—Quiero irme a casa —aseguró la mujer entre lágrimas—. Llévame a
casa, hija.
—Claro, mamá.
—Puedo llevaros —se ofreció él. Susana parecía bastante nerviosa y no la
veía muy capaz de conducir en ese momento.
—Sería un detalle, pero no quiero interrumpir tu trabajo.
La tarde en Nueva era gris y amenazaba lluvia, como un reflejo de los sucesos
que estaban ensombreciendo el pueblo. Eran las ocho de la tarde, pero parecía
que estaba a punto de oscurecer. Roberto decidió dar una vuelta antes de
cenar. Susana necesitaba pasar un rato a solas, así que recorrió las calles del
pueblo sin una dirección concreta. El costado le dolía bastante menos y sus
piernas le pedían movimiento, tras tantos días sin hacer ejercicio. Llevaría
media hora callejeando, inmerso en sus pensamientos, cuando se encontró
frente a una casa que le resultó conocida. Ni siquiera supo cómo había llegado
hasta ella, aunque en un primer momento no logró identificarla. Fue al abrirse
la puerta y ver a la joven salir que recordó de qué le sonaba: era Laura, la
amiga de Diana Cuesta.
—Hola, Laura.
—Ah, hola. ¿Qué tal?
—Bien, estaba dando un paseo.
—Yo también voy a dar una vuelta. Necesito airear un poco la cabeza
después de estudiar toda la tarde. ¿Ya se sabe algo de la muerte de Diana?
—De momento nada. Creo recordar que me dijiste que solo salió con
Borja, el hijo del alcalde, ¿no?
—Sí.
—¿Tú no sabrás si conocía a Nico?
—¿El primo de Susana? —Roberto asintió con la cabeza—. Sí, claro que
lo conocía. ¡Menudo pesado!
—¿Por qué lo dices?
—Anduvo una temporada colgado de ella.
—¿De Diana?
—Sí, incluso le mandó flores una vez. No es mal chaval, pero se
encaprichó con Diana este invierno, cuando estuvo dándole clases particulares
de matemáticas. Diana tuvo que cortarle el rollo porque veía que él se estaba
ilusionando demasiado, así que le dijo que como amigos bien, pero que nada
más.
Esa noche Roberto cenó en el comedor del hotel con Susana. Lo hicieron
cuando ya no quedaba nadie en él, pasadas las diez de la noche. Ella estaba
bastante tocada por el asunto de su hermano, así que no se lo mencionó.
Tampoco le contó nada de la posibilidad de regresar a Madrid, dado que no
era el momento oportuno. Ella era el único motivo por el que podía plantearse
no aceptar la oferta del comandante Varela, de ahí que todavía no hubiese
tomado una decisión en firme. Le atraía la idea de meter en la cárcel a todos
aquellos a los que había estado investigando los últimos años, pero lo que más
le apetecía en ese momento era quedarse en Nueva con Susana. Separarse de
ella podía echar por tierra una relación que acababa de empezar y con la que
estaba muy ilusionado. Siempre podía pedir destino a Llanes o Ribadesella, y
asegurarse así estar cerca de ella.
—Estás muy callado —dijo Susana cuando casi habían acabado de cenar.
—Lo siento, tengo muchas cosas en las que pensar.
—Yo también.
—¿Qué vas a hacer esta noche? ¿Trabajas?
—No, mi primo se ha ofrecido a quedarse para que descanse.
—Parece buen chaval.
—Es un cielo.
—Qué pena que sea tan dependiente de su madre.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Susana mirándole extrañada.
—Porque me recuerda mucho a un amigo que conocí en Oviedo, que tenía
a su madre todo el día encima de él —improvisó una historia sobre la marcha
Pocas horas después se reunieron con Eva, a quien Hinojosa había puesto ya
en antecedentes y que se personó en la playa de Cuevas cuando el reloj
marcaba las seis y media de la tarde. Llegó acompañada de dos Nissan Patrol
de la Guardia Civil que esperaron pacientes mientras ellos tres se reunían
dentro del coche de ella.
—Cuéntame primero cómo sospechaste de ella —se dirigió en primer
lugar a Roberto.
—No sospeché de ella, en realidad mis sospechas iba encaminadas a Nico.
Cuando Laura, la amiga de Diana Cuesta, me dijo que Nico había andado
detrás de ella vi la relación que él tenía con las dos víctimas. Primero salió
con Ana María y, cuando ella le dejó, se encaprichó con Diana, que también
lo rechazó. Creo que eso despertó su odio hacia ellas.
—Pero él no pudo matar a Ana María —intervino Hinojosa—. Tiene
coartada. Estuvo jugando a las cartas con varios huéspedes.
—No digo que las matase él. Digo que Nico fue el desencadenante.
—Explícate —le pidió Eva.
—Las mató alguien cercano a él, alguien que no soportaba verle sufrir así
y que deseaba castigar a las dos chavalas por lo que le hicieron.
—¿Y por qué crees que pudo ser su prima? —preguntó Eva.
—Susana estuvo con Ana María poco antes de su muerte en el «Dolce
Vita», discutiendo con ella —respondió notando cómo algo se le desgarraba
Susana les recibió con una sonrisa, que se borró casi de inmediato cuando vio
la seriedad que reflejaban sus rostros.
—¿Pasa algo? —intuyó.
Eva dejó que fuese Roberto quien hablase en primer lugar, tal y como
habían acordado de vuelta a Nueva.
—Susana, necesito preguntarte algo —comenzó a decir con voz temerosa
—. ¿Alguien más usa tu coche?
—¿El BMW?
—Sí.
—Suelo dejárselo a mi primo, y a veces a mi hermano, si lo necesita.
—¿Recuerdas si la noche anterior a encontrar el cadáver de Ana María en
Cuevas lo usaste?
—Esa noche fui al «Dolce Vita» para ver si salías y tomar una copa
juntos, si mal no recuerdo. No, no cogí el coche. De allí me fui directa a casa
andando. Me apetecía tomar un poco el aire.
—¿Alguien pudo coger tu coche? —intervino Eva en la conversación.
—No lo sé. Las llaves siempre están aquí colgadas —dijo señalando el
tablero que había a su espalda—. Cuando mi primo lo necesita, me avisa y las
coge.
—¿Y tu tía?
—¿Mi tía? —preguntó extrañada—. No sé… Normalmente es mi primo el
que la lleva a los sitios cuando lo necesita. Antes tenía coche, pero se le
estropeó hace cinco o seis años y no quiso comprar otro. Usa a Nico de
chófer.
—Muy bien, gracias por todo —se despidió Eva, tras lo cual salió del
hotel.
Roberto se disponía a seguir sus pasos cuando Susana le preguntó
preocupada:
—¿Qué ocurre?
Mientras los rurales cortaban la calle en ambos sentidos, Eva llamó a la puerta
de la casa en la que vivían Rosario y Nico. Fue precisamente él quien abrió la
puerta.
—Buenos días —saludó con timidez.
—Buenos días. ¿Está tu madre en casa?
—Sí, en la cocina.
—Muy bien, quiero que salgas y acompañes al cabo Hinojosa al coche. —
Tanto él como Roberto se encontraban a su espalda, a un par de pasos de
distancia.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Luego te lo explico. Ahora, por favor, sal —le ordenó haciéndose a un
lado para que pudiese pasar.
El joven obedeció con cara de desconcierto y, mientras Hinojosa se lo
llevaba cogido del brazo, Eva y Roberto entraron al interior de la vivienda.
Encontraron a la mujer en la cocina, lavando unos platos en el fregadero.
—Señora, tiene que acompañarnos —aseguró la sargento.
La aludida les miró de medio lado y continuó con su labor.
—¿Por qué? ¿Se me acusa de algo?
—De la muerte de Diana Cuesta y de Ana María Montes.
—Pensé que Diana se había suicidado —dijo con una frialdad que
sorprendió a los dos guardias civiles. Se la veía demasiado tranquila.
—Yo también lo pensaba —aseguró Eva—, pero tenemos pruebas de que
alguien la empujó.
La mujer dejó dentro del fregadero el plato que estaba lavando y cerró el
grifo.
—¡Qué curioso! —dijo volviéndose para mirar a Roberto mientras se
secaba las manos con un trapo—. ¿Eso no te recuerda a nadie?
—Yo no maté a Miriam —se defendió él de inmediato, al entender el
sentido de la pregunta.
Cuando Roberto tuvo de nuevo percepción del entorno que le rodeaba vio que
se encontraba en su habitación, en el hotel. Estaba sentado en la cama, y
delante de él, a dos pasos, le observaba Hinojosa con cara de preocupación.
—¿Qué hago aquí? —preguntó Roberto desconcertado.
—¡Menos mal, tío! —le respondió su compañero aliviado—. ¿Estás bien?
—Creo que sí. —Roberto miró la estancia que le rodeaba y trató de
recordar—. ¿Cómo he llegado a la habitación?
—Susana te lo ordenó. ¿Qué es lo último que recuerdas?
—Pues… estaba en el comedor… tomando un café con ella. ¿Qué ha
pasado?
—Debió echarte la burundanga en el café porque, en cuanto lo probaste,
empezaste a obedecer todas sus órdenes.
—¿En serio?
—Sí. Primero te dijo que bebieses todo el café y luego que le dieses las
llaves del coche. Cuando lo hiciste te dijo que subieses a la habitación y te
acostases, y tú lo hiciste sin rechistar. Eras como un zombi.
—¿Y tú dónde estabas?
—Aquí en la habitación, escuchándolo todo a través del micro que llevas
puesto —aseguró señalando su camisa.
Roberto la tocó y notó que tenía un cable bajo ella, recorriéndole el pecho.
—No lo recuerdo.
—Contábamos con ello. Ahora lo importante es que te recuperes del todo.
Roberto se esforzó por acceder a sus recuerdos, pero todo lo ocurrido
después de terminar de cenar había desaparecido, como borrado de un disco
duro. Lo que sí recordó fue la conversación que había mantenido esa misma
mañana con Hinojosa y Eva, en la que habían trazado un plan para
desenmascarar a la asesina de Ana María.
—¿Dónde está Eva?
—La última vez que me comuniqué con el agente que está cerca de ella
me dijo que estaba en el «Dolce Vita», hablando con Susana. No te
Para Roberto fue muy duro empatizar con Susana, mucho más que fingir el
beso con Eva o la discusión posterior. Sabía que era necesario hacerlo para
que lo confesase todo, pero cada minuto que compartían en aquella sala
aumentaban sus ganas de salir corriendo.
—Quizás no fue tan buena idea quedarte con Gustavo, a tenor de lo que
ocurrió después —arrancó a decir decidido a acabar lo antes posible con
aquello—. No quiero ni imaginarme lo que sufriste estando casada con él.
Que te dejase sola en el hotel para irse de fiesta con sus amigos y liarse con
todas las que quería no debió ser fácil de soportar.
—La verdad es que no.
—Está claro que tanto Gustavo como Vanesa te obligaron a actuar así.
—Te aseguro que intenté arreglar las cosas —aseguró ella—. Hablé con
Gustavo, pero poco menos que se rio de mí. No lo sabe nadie, pero un día me
dijo que si le pedía el divorcio se quedaría con la mitad del hotel y me
obligaría a venderlo.
—¡Qué hijo de puta!
—A partir de ese momento tuve muy claro que solo tenía una salida. —
Bajó la mirada y a los pocos segundos la levantó dibujando una sonrisa de
orgullo—. Eva no se equivocó. Le eché a Gus la cantidad justa en la bebida
para que se quedase sentado en el sofá durante varias horas. Luego cogí su
móvil y le mandé un Whatsapp a Vanesa para quedar con ella en la playa de
Cuevas. El martillo lo cogí de su caja de herramientas, la que llevaba siempre
en el coche, y me puse unos guantes para no dejar huellas.
—¿Sabías que ella estaba embarazada?
—Sí. Unos días atrás escuché a Gus hablar con ella de ese tema por
teléfono, por eso decidí zanjar el asunto de una vez por todas.
—Lo hiciste bien. Acabaste con ella y conseguiste que le colgasen la
muerte a él.
Susana sonrió agradecida.