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Natividad Del Señor

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Natividad del Señor (A)

DIOS ES GRATUITO

1. La encarnación de Dios trae gozo, paz y felicidad para cuantos sienten en el corazón el
eco alegre del mensaje de Dios que proclamaron los ángeles en la noche del nacimiento de
Jesús: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”. La alegría
es espontánea en Navidad; pero no debe ser el mero bullicio de una fiesta que forma parte
de nuestra cultura cristiana tradicional. Vayamos a las motivaciones profundas.

Si celebramos alegres el nacimiento de Dios, hemos de hacerlo desde una perspectiva de fe,
para que en medio del ruido, las alegrías de la mesa, el folclore y el romanticismo
sentimental de los villancicos no se nos escape lo más profundo y valioso del nacimiento de
Jesús.

La buena noticia de la Navidad es la encarnación de Dios en nuestra raza humana con una
finalidad muy concreta: la salvación, liberación y divinización del hombre. ¡Qué valor tiene
nuestra pobre condición humana para que Dios quiera asumirla! Si Dios nace humano se
concluye que vale la pena ser hombre, pero hombres y mujeres nuevos, renacidos a la
amistad, vida y gracia de Dios, así como a la fraternidad y solidaridad humanas.

¿Qué otra cosa es, en el fondo, ese júbilo que todos celebran en Navidad, aunque no tengan
una fe muy vigilante, sino el saber y sentir a Dios cercano, a nuestro lado, con su tienda
plantada en nuestro campamento? Felicidad que elimina el miedo a un Dios hierático,
intratable y perdido en la lejanía de los mundos mitológicos donde habitan los dioses
inaccesibles. No es así nuestro Dios. Él se nos acerca hoy en la sonrisa y ternura de un niño
encantador; y no viene de visita como un extraterrestre, sino para quedarse con nosotros.
Por todo eso, alegría y paz. “No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la
Vida” (San León Magno).

2. “Hoy os ha nacido el Salvador”. La narración del evangelio de Lucas (misa de


medianoche) con su magnífica escenificación contiene estas secciones:

a) El censo y empadronamiento. Precisando personajes y datos históricos, así como lugares


geográficos del nacimiento de Jesús, sitúa el evangelista Lucas la historia de la salvación
del hombre por Dios en el marco de la historia humana. Jesús es el hombre-dios que nace
como ciudadano de un país determinado. Y como mesías y descendiente de la estirpe
davídica, nace en Belén de Judá que es la ciudad de David.

b) Nacimiento de Jesús. Mientras José y María estaban en Belén, a donde habían ido a
empadronarse por ser José de la casa y familia de David, a María “le llegó el tiempo del
parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,
porque no tenían sitio en la posada”. ¡Paradojas de la historia! El que es rey descendiente
de David, mesías e hijo de Dios, nace en la más absoluta pobreza y entra en la larguísima
fila de los más pobres. Así quiso Dios iniciar la liberación del hombre: desde dentro de la
naturaleza del mismo, asumiendo Jesús nuestra condición humana, especialmente la
situación de los más humildes y marginados.
c) Anuncio del ángel a los pastores. Es el mensaje central, el verdadero evangelio, la
auténtica buena nueva de la Navidad. Siguiendo el género literario usual en la Biblia para
introducir la palabra de Dios dirigida al hombre, Lucas relata cómo “el ángel del Señor”
comunica la alegre nueva del nacimiento de Jesús a unos humildes pastores: “Os traigo una
buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido
un salvador, el mesías, el Señor”.

d) El canto de los ángeles. Por eso, “gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los
hombres que Dios ama”. El canto de los ángeles es la aclamación mesiánica de Jesús como
príncipe de la paz (1” lect.), es la interpretación teológica del anuncio que ha precedido, es
el pregón y constancia del universalismo de la salvación y del amor de Dios al hombre.

3. Dios es gratuito y sin complicaciones. Celebrar en cristiano la Navidad es abrir el


corazón al gozo de Dios y de los hermanos. Gozo y dicha sobre todo para los humildes del
pueblo. Porque son los sencillos y pobres de corazón quienes mejor captan las señales de
Dios y a quienes más ama el Señor. Por eso los primeros destinatarios de esa gran noticia
no son los jefes religiosos del pueblo, ni los especialistas de la ley mosaica, ni los expertos
en tradiciones judías, ni los sacerdotes del templo de Jerusalén, sino unos humildes
pastores. La Navidad no es alborozo de una élite poderosa o de intelectuales y científicos
autosatisfechos que no saben hacerse niños, sino alegría popular según el mensaje del ángel
a los pastores.

Dios es gratuito y sin complicaciones; por eso lo captan mejor los sencillos, los que son
capaces de amar al hermano, los que tienen mayor disponibilidad para recibir y compartir el
don de Dios. Necesitamos alma de pobre para que, vacíos de nosotros mismos, podamos ser
llenados por Dios. Así sabremos agradecer, disfrutar y compartir con los demás el mejor
premio de esta lotería navideña, que es la paz y el amor del Señor.

Hoy es y debe ser Navidad para todos; pero ¿cómo? No infantilicemos la Navidad, ni nos
contentemos con una imagen barata de la misma. No habrá Navidad verdadera mientras no
se realice la liberación que trae Jesús a nuestro bajo mundo; mientras haya hambre, dolor,
explotación, miseria, opresión y marginación; mientras tantos hermanos nuestros sigan
viviendo en condiciones que hieren la dignidad humana; mientras sean los niños de la gran
masa de los pobres de la tierra las víctimas preferidas de la muerte prematura. Todo eso es
la anti-Navidad, porque en ese submundo y desierta soledad no ha nacido todavía Dios.

Celebraremos en cristiano la Navidad si construimos la paz en nuestro ambiente de familia,


vecinos, amigos y compañeros de trabajo; si repartimos amor a los demás sin esperar nada a
cambio; si acogemos al pobre como a Cristo; si los ancianos y los niños, los enfermos, los
que están solos y cuantos sufren por cualquier motivo, sienten una mano amiga en el
hombro, una sonrisa afectuosa y calor humano en nuestra mirada. Porque el amor es el
clima cristiano; si estamos dentro de esa atmósfera ambiental, por fuerza amaremos; si no
amamos es que estamos fuera.
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Gloria a Dios y paz a los hombres

Una antigua costumbre prevé tres misas para la fiesta de Navidad, llamadas
respectivamente «de la medianoche», «de la aurora» y «del día».

En cada una, a través de las lecturas, que varían, viene presentado un aspecto diferente del
misterio, de tal manera de tener de él una visión por así decirlo tridimensional. La Misa de
la medianoche nos describe el hecho del nacimiento de Cristo y las circunstancias, en que
acontece. La Misa de la aurora, con los pastores que van a Belén, nos indica cuál debe ser
nuestra respuesta al anuncio del misterio: andar sin retardo igualmente nosotros a adorar al
Niño. La Misa del día, teniendo en el centro el prólogo de Juan, nos revela quién es en
realidad aquel que ha nacido: el Verbo eterno de Dios existente antes de la creación del
mundo.

La Misa de la medianoche, decía yo, se concentra en el acontecimiento, en el hecho


histórico. Éste está descrito con desconcertante simplicidad, sin aparato alguno. Tres o
cuatro líneas dispuestas de palabras humildes y acostumbradas para describir, en absoluto,
el acontecimiento más importante de la historia del mundo, esto es, la venida de Dios sobre
la tierra:

«Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo
envolvió en pañales y lo acosté en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada».

El deber de esclarecer el significado y el alcance de este acontecimiento es confiado por el


evangelista al canto, que los ángeles entonan después de haber facilitado el anuncio a los
pastores:

«Gloria a Dios en el cielo, yen la tierra paz a los hombres que ama el Señor».
A este breve canto angelical, desde el siglo II, le fueron añadidas algunas aclamaciones a
Dios («Te alabamos, te bendecimos...»), seguidas, un poco más tarde, por una serie de
invocaciones a Cristo («Señor Dios, cordero de Dios...»). Así, ampliado, el texto fue
introducido primero en la misa de Navidad y después en todas las misas de los días
festivos, como acontece también hoy. El Gloria, cantado o recitado al inicio de la misa,
constituye por ello un anuncio de la Navidad, presente en toda Eucaristía, casi para
significar la continuidad vital, que hay entre el nacimiento y la muerte de Cristo, su
encarnación y su misterio pascual.

La aclamación angélica está compuesta por dos tramos, en los que cada uno de los
elementos se corresponden entre sí en perfecto paralelismo. Tenemos tres parejas de
términos en contraste entre sí: gloria-paz; a Dios-a los hombres; en los cielos-en la tierra.

Se trata de una proclamación gramaticalmente en indicativo, no en optativo; los ángeles


proclaman una noticia, no expresan sólo un deseo y un voto. El verbo sobreentendido no es
sea, sino es; no «haya paz», sino «es paz». En otras palabras, con su canto los ángeles
expresan el sentido de lo que ha acontecido, declaran que el nacimiento del Niño realiza la
gloria de Dios y la paz a los hombres. Así interpreta las palabras de los ángeles la liturgia,
que en el canto de introducción de esta misa repite: «Hoy, desde el cielo, ha descendido la
paz sobre nosotros».

Intentemos ahora recoger el significado de cada uno de los términos del cántico. «Gloria»
(doxa) no indica aquí sólo el esplendor divino, que forma parte de su misma naturaleza,
sino también y más aún la gloria, que se manifiesta en el actuar personal de Dios y que
suscita glorificación por parte de sus criaturas. No se trata de la gloria objetiva de Dios, que
existe siempre e independientemente de todo reconocimiento, sino del conocimiento o de la
alabanza, de la gloria de Dios por parte de los hombres. San Pablo habla, en este mismo
sentido, de «la gloria de Dios, que está en la faz de Cristo» (2 Corintios 4,6).

«Paz» (eirene) indica, según el sentido pleno de la Biblia, el conjunto de bienes mesiánicos
esperados para la era escatológica; en particular, el perdón de los pecados y el don del
Espíritu de Dios. El término es muy cercano al de «gracia», al que está casi siempre unido
en el saludo, que se lee al inicio de las cartas de los apóstoles: «A vosotros gracia y paz, de
parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (cfr. Romanos 1,7). Indica mucho más
que la ausencia o eliminación de guerras y de confrontaciones humanas; indica la
restablecida, pacífica y filial relación con Dios, esto es, en una palabra, la salvación.
«Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos en paz con Dios» (Romanos 5,
1). En esta línea, la paz vendrá identificada con la misma persona de Cristo: «porque él es
nuestra paz» (Efesios 2, 14).

En fin, el término «beneplácito» (Eudokia) indica la fuente de todos estos bienes y el


motivo del actuar de Dios, que es su amor. El término, en pasado, venía traducido como
«buena voluntad» (pax hominibus bonae voluntatis esto es, paz a los hombres de buena
voluntad) entendiendo con ello la buena voluntad de los hombres o los hombres de buena
voluntad. Con este significado la expresión ha entrado en el cántico del Gloria y ha llegado
a ser corriente en el lenguaje cristiano. Después del concilio Vaticano II se suele indicar
con esta expresión a todos los hombres honestos, que buscan lo verdadero y el bien común,
sean o no creyentes.

Pero, es una interpretación inexacta, reconocida hoy como tal por todos. En el texto bíblico
original se trata de los hombres, que son queridos por Dios, que son objeto de la buena
voluntad divina, no que ellos mismos estén dotados de buena voluntad. De este modo el
anuncio resulta aún más consolador. Si la paz fuese concedida a los hombres por su buena
voluntad, entonces sería limitada a pocos, a los que la merecen; mas, como es concedida
por la buena voluntad de Dios, por gracia, se ofrece a todos. La Navidad no es una llamada
a la buena voluntad de los hombres, sino un anuncio radiante de la buena voluntad de Dios
para con los hombres.

La palabra-clave para entender el sentido de la proclamación angélica es, por lo tanto, la


última, la que habla del «querer bien» de Dios hacia los hombres, como fuente y origen de
todo lo que Dios ha comenzado a realizar en la Navidad. Nos ha predestinado a ser sus
hijos adoptivos «según el beneplácito de su voluntad», escribe el apóstol (Efesios 1,5); nos
ha hecho conocer el misterio de su querer, según cuanto había preestablecido «según el
benévolo designio (Eudokia)» (Efesios 1,5.9). Navidad es la suprema epifanía, de lo que la
Escritura llama la filantropía de Dios, esto es, su amor por los hombres:

«Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres» (Tito 3,4).

Hay dos modos de manifestar el propio amor a otro. El primero consiste en hacerle regalos
a la persona amada. Dios nos ha amado así en la creación. La creación es toda ella un
dádiva: don es el ser que poseemos, donde las flores, el aire, el sol, la luna, las estrellas, el
cosmos, en el que la mente humana se pierde. Pero, hay un segundo modo de manifestar a
otro el propio amor, mucho más difícil que el primero, y es olvidarse de sí mismo y sufrir
por la persona amada. Y éste es el amor con el que Dios nos ha amado en su encarnación.
San Pablo habla de la encarnación como de una kenosis, de un despojarse de sí mismo, que
el Hijo ha realizado al tomar la forma de siervo (cfr. Filipenses 2,7). Dios no se ha
contentado con amamos mediante un amor de munificencia, sino que nos ha amado
también con amor de sufrimiento.

Para comprender el misterio de la Navidad es necesario tener el corazón de los santos. Ellos
no se paraban en la superficie de la Navidad, sino que penetraban lo íntimo del misterio.
«La encarnación, escribía la beata Ángela de Foligno, realiza en nosotros dos cosas: la
primera es que nos llena de amor; la segunda, que nos hace seguros de nuestra salvación.
¡Oh caridad que nadie puede comprender! ¡Oh amor sobre el que no hay amor mayor: mi
Dios se ha hecho carne para hacerme Dios! ¡Oh amor apasionado: te has deshecho para
hacerme a mí. El abismo de tu hacerte hombre arranca a mis labios palabras tan
apasionadas. Cuando tú, Jesús, me haces entender que has nacido para mí, ¡cómo está lleno
de gloria para mí entender un hecho tal!» Durante las fiestas de la Navidad, en que tuvo
lugar su tránsito de este mundo, esta insuperable escrutadora de los abismos de Dios, una
vez, dirigiéndose a los hijos espirituales, que la rodeaban, exclamó: «El Verbo se ha hecho
carne!» Y después de una hora, en que había permanecido absorta en este pensamiento,
como volviendo desde muy lejos, añadió: «Cada criatura viene a menos. ¡Toda la
inteligencia de los ángeles no basta!» Y a los presentes, que le preguntaban en qué cosa
cada criatura viene a menos y en qué cosa la inteligencia de los ángeles no basta, respondió:
«¡En comprenderlo!»

Sólo después de haber contemplado la «buena voluntad» de Dios hacia nosotros, podemos
ocuparnos también de la «buena voluntad» de los hombres, esto es, de nuestra respuesta al
misterio de la Navidad. Esta buena voluntad se debe expresar mediante la imitación del
misterio del actuar de Dios. Y la imitación es esta: Dios ha hecho consistir su gloria en
amarnos, en renunciar a su gloria por amor: también nosotros debemos hacer lo mismo.
Escribe el apóstol:

«Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor » (Efesios 5, 1-2).

Imitar el misterio, que celebramos, significa abandonar todo pensamiento de hacernos


justicia por sí solos, cada recuerdo de ofensa recibida, cancelar del corazón cualquier
resentimiento, incluso justo, hacia todos. No admitir voluntariamente ningún pensamiento
hostil contra nadie: ni contra los cercanos, ni contra los lejanos, ni contra los débiles, ni
contra los fuertes, ni contra los pequeños, ni contra los grandes de la tierra, ni contra
criatura alguna, que exista en el mundo. Y esto para honrar la Navidad del Señor; porque
Dios no ha guardado rencor, no ha mirado la ofensa recibida, no ha esperado que los demás
dieran el primer paso hacia él. Si esto no es siempre posible, durante todo el año,
hagámoslo al menos en el tiempo navideño. No hay modo mejor de expresar la propia
gratitud a Dios que imitándole.

Hemos visto al inicio que el Gloria a Dios no expresa un deseo, un voto, sino una realidad;
no supone un haya, sino un hay. Sin embargo, nosotros podemos y debemos hacer de él
igualmente un deseo, una plegaria. Se trata, en efecto, de una de las más bellas y completas
plegarias que existen: «Gloria a Dios en lo alto del cielo» acumula la mejor plegaria de
alabanza y «paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» recoge la mejor plegaria de
intercesión.

En el cántico de los ángeles el acontecimiento se hace presente, la historia se hace liturgia.


Ahora y aquí, por ello, viene proclamado y es para nosotros para lo que viene proclamado
por parte de Dios: ¡Paz a los hombres que él ama! Que de lo más íntimo de la Iglesia este
anuncio dulcísimo llegue hoy al mundo entero al que está destinado: ¡Paz en la tierra a los
hombres que ama el Señor!
La liturgia de la Palabra en el tiempo de Navidad

1. El misterio de Navidad en el corazón del hombre de hoy

El hombre se plantea muchas preguntas sobre sí mismo, sobre Dios, sobre el mundo, sobre
la historia. La llegada de la Navidad puede evidenciar al menos dos de ellas.

La primera pregunta se refiere al hombre mismo, a su cuerpo, a su posibilidad de renacer,


de hacerse nuevo, de imprimir un sentido positivo a la historia.
El mundo occidental está envejeciendo. Quien ya no es joven sabe que no se puede cambiar
el curso de la propia vida. El único modo que se conoce para interrumpir el proceso de
envejecimiento es la hibernación, hacerse de hielo, en espera de que se encuentre alguna
solución a la muerte inexorable. Renacer parece imposible. Algunas filosofías piensan en la
transmigración de las almas o en la reencarnación.

En el tiempo de Jesús un maestro religioso se interrogaba: «Cómo puede un hombre nacer


cuando es viejo? ¿Puede, quizá, entrar por segunda vez al seno de su madre y renacer?» (Jn
3,4). Frente a esta declaración de imposibilidad, Jesús, en réplica y de modo perentorio,
respondía que el renacer no es sólo un deseo del hombre, sino una necesidad: «En verdad,
en verdad te digo: si uno no renace de lo alto, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3,3). En
otra ocasión dijo también a aquellos que le eran más cercanos: «En verdad, en verdad os
digo: si no os convertís y no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos»
(Mt 18,3). Sobre la aventura humana, ligada al cuerpo, recae la perspectiva ineludible del
fin: ‘<Todo cuerpo envejece como un vestido. Es decreto eterno: has de morir» (Edo
14,17). Para huir de ella los antiguos egipcios elaboraron complicados ritos que llevaban
sólo hasta la momificación.

La segunda pregunta se refiere a la relación del hombre con Dios: ¿Es posible ver a Dios,
hablarle cara a cara? «Busco tu rostro, Señor», decía ya entonces el salmista, «no me
escondas tu rostro!» (Sal 26,9). Pero Dios parece repetir: «Mi rostro no lo verás» (Ex
33,23).

2. El misterio de Navidad proclamado en la liturgia

La Palabra que escuchamos durante la liturgia de Navidad nos “toca” y trata de iluminar
estas preguntas; primero nos anuncia que todas las promesas y las esperas del adviento se
están realizando. Al fin el lector puede proclamar el hoy de su cumplimiento:

«Hoy os ha nacido un Salvador» (misa de medianoche). «Hoy resplandece la luz sobre


nosotros» (misa de la aurora).
«Se ha hecho visible la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres» (Tit
2,11; misa de medianoche). «Tú eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy» (Heb 1,5 misa del
día).

En la Navidad de Jesús nace el Hombre nuevo y en él nosotros encontramos a Dios. El que


lo acoge renace como hombre nuevo.

El leccionario dominical y festivo

El leccionario del Tiempo de Navidad no tiene una estructura unitaria, está fragmentado en
muchas festividades. Hay en él acumulación y yuxtaposición de temas. Parece que quien lo
ha redactado no haya querido perder nada de lo que tal acontecimiento significa y que la
tradición le ha transmitido.

Continúan las profecías sobre el Mesías, en las que se subraya la alegría que señala su
venida, la salvación ofrecida a todos los pueblos, el tema de la luz (primera lectura). Los
evangelios narran el hecho del nacimiento de Jesús y hechos pertenecientes a su infancia.
Algunos textos invitan a reflexionar sobre el «sentido» de este acontecimiento: de modo
particular el Prólogo de Juan, leído en la misa del día de Navidad y repetido en el segundo
domingo después de Navidad asociándolo con Edo 24,1-4.8, 12 y también con las segundas
lecturas.

La solemnidad de Navidad comprende las lecturas de la vigilia y de las tres misas: «de
medianoche», «de la aurora», «del día». Esta denominación nos indica que las lecturas
están dispuestas en un simbólico y gradual itinerario de las tinieblas a la plenitud de la luz;
por eso se leen progresivamente. Al tiempo que se narra el acontecimiento de Navidad en
fragmentos sucesivos (evangelio) viene explicitado gradualmente su sentido (lecturas y
evangelio «del día»). La Navidad es como un misterio nupcial (vigilia), misterio de luz
(primera misa) y de salvación universal (segunda misa) que alcanza hasta los confines de la
tierra (tercera misa).

El nacimiento del Hijo de Dios entre nosotros «en la humildad de la naturaleza humana» y
en la pobreza de la gruta de Belén nos trae el don de una vida nueva y divina: del
nacimiento de Jesús, nacido de mujer y de su descubrimiento en la fe por parte de los
pastores (segunda misa) se llega al nacimiento de aquellos que son engendrados no de
«carne y sangre», sino de Dios por la fe en Cristo, Hijo de Dios que se ha hecho hijo del
hombre (tercera misa). El evento de la natividad de Cristo implica también al hombre e
ilumina y da sentido a su existencia.

El domingo entre la octava de Navidad es la fiesta de la Sagrada Familia. El evangelio se


refiere a la infancia de Jesús; las otras lecturas, a las virtudes de la vida familiar. Nos
recuerda que el amor con el que el Dios Padre ha amado al mundo —hasta enviar a su
propio Hijo para salvarlo— se manifiesta y se refleja en el amor que debe reinar en cada
familia cristiana. El nacimiento de Jesús en una familia humana ilumina y fundamenta
también este aspecto de la vida del hombre.
La octava de Navidad celebra la memoria de María, Madre de Dios, al mismo tiempo que
glorifica el nombre de Jesús. En este nombre, que quiere decir “Dios salva”, se condensa
todo el misterio de la encarnación. Cuando cae en el primer día del año, la liturgia se abre
con la bendición de Aarón al pueblo que entra en la Tierra Prometida (Nm 6,22-27: primera
lectura) y la invocación por la paz: «El Señor te bendiga y te proteja... El Señor te muestre
su rostro y te conceda la paz».

El segundo domingo después de Navidad prolonga la meditación del misterio de la


encarnación, con el que el Verbo pone entre nosotros su tienda (evangelio), la Sabiduría
habita en medio de su pueblo (primera lectura). Cuando Dios se hace hombre, el hombre
accede a la filiación divina por medio de la adopción (segunda lectura). El nacimiento del
Hijo de Dios que viene a vivir según la condición humana, inaugura el nacimiento de todos
los hombres a la vida de “hijos de Dios”. Esta es la vida nueva cuyo regalo nos ha hecho
Jesús con su nacimiento.

En la solemnidad de la epifanía la luz de Cristo resplandece y se manifiesta a los ojos de


todos. Los Magos, que siguen el “signo” de la estrella, representan la humanidad entera,
llamada a reunirse en torno a Jesús en la fe.

En el domingo después de epifanía se celebra el bautismo de Jesús: la voz del Padre y la


fuerza del Espíritu lo invisten oficialmente de su misión de Salvador. En este evento, que
cierra el ciclo de Navidad y abre el del tiempo ordinario, reside el fundamento del nuevo
nacimiento de los cristianos del agua y del Espíritu Santo.

El leccionario ferial

En los días feriales se escucha la primera carta de san Juan, escrito en el que el Apóstol ha
condensado lo esencial de su experiencia religiosa. El discurso gira en torno a temas tan
caros a Juan como la luz, la justicia, el amor, la verdad, desarrollados en paralelo, para
mostrar la riqueza sobrenatural de la situación de aquellos que han nacido como «hijos de
Dios». La contemplación del misterio del Hijo de Dios, que en María se hace hijo del
hombre, se prolonga en la del hombre que nace como hijo de Dios. Juan continúa el tema
mostrando sus implicaciones morales: el «hijo de Dios» adopta un estilo de vida que basa
todo sobre la fe en Cristo y sobre el amor a los hermanos.

Las perícopas evangélicas están elegidas entre las que ilustran la “manifestación” del
misterio de Dios en la humanidad de Cristo: los acontecimientos de la infancia descritos por
Lucas; el gran prólogo y el comienzo de la misión de Jesús según el evangelio de Juan;
varios episodios epifánicos tratados por los sinópticos (multiplicación de los panes, caminar
sobre las aguas, etc.).

Inmediatamente después de Navidad se celebran algunas fiestas de santos: san Esteban, san
Juan evangelista, los Santos inocentes. Son el fruto del nacimiento de Cristo, aquellos que
«no de la sangre, ni del querer de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios han sido
engendrados» (Jn 1,13). María los presenta con Cristo al mundo como sus hijos,
manifestándose como Madre de Dios y de los santos.
3. El misterio de Navidad celebrado en la liturgia

El anuncio que resuena en Navidad no es sólo una buena noticia. Es proclamación


admirada de un evento que se cumple hoy, en la celebración, un evento de nacimiento: de
Jesús, del cristiano, de la Iglesia.

La celebración de la Navidad no es un «jugar a Cristo que nace», o una representación


sagrada. No es un recuerdo vacío, una nostalgia del pasado, una fantasía poética, un juego
de sentimientos. La liturgia ambrosiana y la romana se expresan así: «Aquel que tú, Padre,
engendras fuera del tiempo, en el secreto inefable de tu vida, nace en el tiempo y viene al
mundo»; «Hoy celebramos el nacimiento del Salvador y el nacimiento de nuestra
salvación».

Junto con el nacimiento de Cristo, la Iglesia celebra el suyo y el de todo cristiano. No


somos espectadores de un acontecimiento sino que lo vivimos, tomamos parte en él. san
León Magno enseña:

Al adorar el nacimiento de nuestro Redentor, descubrimos que con él celebramos nuestros


propios orígenes. La generación de Cristo es, en efecto, el origen del pueblo cristiano; y el
aniversario del nacimiento de la cabeza es también el aniversario del cuerpo. Aunque cada
uno sea llamado en su orden, todos los hijos de la Iglesia se diferencian en la sucesión de
los tiempos; sin embargo, la totalidad de los creyentes engendrados en la fuente bautismal
(...) son co-engendrados con él en este nacimiento.

Los santos que son celebrados en el Tiempo de Navidad son los signos de esta participación
en este misterio. Dice un responsorio:

Ayer nació Jesús en este mundo para que hoy Esteban naciese a la vida del cielo; vino a la
tierra para que Esteban entrase con él en la gloria. Nuestro Rey, vestido de carne humana,
salió del vientre de la Virgen y vino al mundo para que Esteban entrase con él en la gloria.

Navidad es un misterio de renacimiento universal. En la noche santa tiene comienzo una


nueva creación:

«Hoy en Cristo, tu Hijo, también el mundo renace» (liturgia ambrosiana); «El Verbo
invisible comenzó a existir en el tiempo para reintegrar el universo en tu diseño, oh Padre»
(Prefacio II de Navidad).

En la Navidad de Cristo tiene lugar un admirable comercio, un intercambio:

Hoy resplandece con plena luz el misterioso intercambio: el Verbo se hace débil, hijo del
hombre; el hombre mortal es ensalzado a la dignidad de Hijo de Dios; (...) de una
humanidad vieja surge un pueblo nuevo (Prefacio III de Navidad).
Y más aún: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios» (san Ireneo); «Se
ha hecho lo que somos para hacernos partícipes de lo que él es» (Cirilo de Alejandría); por
eso, «al adorar el nacimiento de nuestro Salvador, celebramos nuestra misma generación»
(san León Magno).
4. El misterio de Navidad en la vida de cada día

Juan, en el Prólogo a su evangelio y en su primera carta, anuncia nuestro devenir hijos de


Dios por la fe en
Cristo:

Mirad qué gran regalo nos ha hecho el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos
realmente! (...). Amigos míos, hijos de Dios lo somos ya, aunque todavía no se ve lo que
vamos a ser. Pero sabemos que cuando Jesús se manifieste y lo veamos como es, seremos
como él (1 Jn 3,1-3).

Celebrar la eucaristía en este período de Navidad significa entrar en un nuevo estilo de


vida, es decir, en la vida de los hijos de Dios. Implica:

- Comportarse como él: «Quien dice que permanece en Cristo, ha de comportarse como él
se ha comportado» (1,6).
- Romper con el pecado: «todo el que tiene puesta su esperanza en él se purifica a sí mismo,
como él es puro» (3,3).
- Practicar la justicia: «En esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos del diablo: quien
no practica la justicia no es de Dios, ni lo es quien no ama a su hermano» (3,10).
- Observar los mandamientos, sobre todo el del amor: «Hijitos, no amemos de palabra ni de
boquilla, sino con obras y de verdad. En esto conoceremos que hemos nacido de la verdad y
podremos pacificar ante Dios nuestro corazón aunque nuestra conciencia nos condene (...).
Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos
unos a otros según el precepto que nos ha dado. El que guarda sus mandamientos habita en
Dios y Dios en él. Y en esto conocemos que habita en nosotros: por el Espíritu que nos ha
dado» (3,18-20.23-24).

La aparición de la «gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres, nos
enseña a renegar de la impiedad y de los deseos mundanos y a vivir con sobriedad, justicia
y piedad en este mundo, aguardando la dichosa esperanza y la manifestación de la gloria
del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,11-13: segunda lectura de la misa de la
noche).

Para vivir la Navidad necesitamos, como María, concebir y engendrar a Cristo en nuestro
corazón: «qué me ayuda a mí, dice Orígenes, que el Verbo haya venido a este mundo si no
nace en mí?».

Cada día Cristo nace en quien lo acoge en la escucha y la obediencia; por eso reza así la
liturgia:

Oh Dios, que elegiste el seno purísimo de María para revestir de carne mortal al Verbo de
la vida, concédenos también a nosotros engendrarlo con la escucha de tu Palabra, en la
obediencia de la fe.
De este modo, la Navidad ya no está ligada a un día, y la historia entera del hombre se
convierte en un tiempo de gestación que culmina con el nacimiento del Cristo total.

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