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Gonzales Faus S.J
Gonzales Faus S.J
Gonzales Faus S.J
de la liberación a la apocalíptica
Y sin embargo, ello no quiere decir que "no haya ocurrido nada". No cabe duda de que ha
tenido lugar en la historia un acontecimiento muy importante. Lo que ocurre es que hay que
saber discernirlo desde los ojos de Dios. Hay otra lectura posible, que es la que ha intentado
hacer el presente número de la revista «Sal Terrae». Por eso, antes de comenzar esta
conclusión, me permitiré resumir, por libre, los artículos anteriores, para situar el tema del
presente.
b) Queda Dios. Que no se ha revelado como "buena noticia para los intelectuales"
(aunque esto pueda ser lo que "se da por añadidura" cuando se busca el Reino de Dios y su
justicia), sino como Misericordia para los que carecen de ella. Y la puesta en acto de esa
Misericordia es el reinado de Dios: "convertíos porque la Misericordia de Dios está cerca"
(cf. Mc 1,15).
c) Quedan los pobres y la opción por ellos . No sólo como privilegio hermenéutico (cf.
a), ni sólo como amenaza, sino como inmenso clamor no escuchado (que provoca la
experiencia del Espíritu y la comprensión de la teología como "intellectus amoris"); y como
sacramento de lo que es todo ser humano ante Dios ("perdónanos como nosotros
perdonamos a ésos cuya sola existencia ya nos ofende").
Y, si queda todo eso, parece que queda también una nueva tarea que deriva del hecho de
que todo lo anterior vuelve la teología hacia la historia, como lugar privilegiado de la
revelación de Dios. He titulado esa tarea como paso "de la liberación a la apocalíptica",
para recuperar una constante repetida en las fuentes cristianas. Pero el título es un poco
críptico y necesita una mínima aclaración.
Según las fuentes cristianas, la revelación de Dios comienza con la experiencia del Éxodo,
como paso de la casa de esclavitud a la tierra de la promesa. ¿Quien no recuerda las
frecuentes alusiones al Éxodo en la primeriza TL de comienzos de los setenta? Pero el
Antiguo Testamento no se detiene ahí, y va a concluir en un género de literatura que suele
llamarse apocalíptica, y de la que bastará mencionar como ejemplo el libro bíblico de
Daniel.
Si del Antiguo pasamos al Nuevo Testamento, es fácil constatar que, en la disposición con
que ha llegado hasta nosotros, comienza con la "buena noticia" (evangelios), pero termina
con una obra extraña y tremendista, llamada Apocalipsis.
Y no sólo eso: aun ciñéndonos sólo a los evangelios y a la vida pública de Jesús, parece
innegable que ésta comienza con un anuncio de liberación1 , y termina con esos discursos
llamados también apocalípticos 2 que preceden a la pasión y que, en nuestro año litúrgico,
suelen ocupar los dos últimos domingos (antes de la fiesta de Cristo Rey), para
desesperación de muchos predicadores que no saben qué hacer con ellos. ¡Jesús también
parece haber ido de la liberación a la apocalíptica!.
Parece pues que -con el paso de la liberación a la apocalíptica- estamos ante un esquema
muy central en la visión cristiana de la Revelación de Dios, y de la historia. Ello aconseja
que nos detengamos un poco más en él.
Qué es la apocalíptica.
Es innegable, sin embargo, que los contenidos materiales de esa literatura parecen dar la
razón a quienes entienden la palabra apocalipsis como sinónimo de espanto y calamidad:
dragones, bestias, guerras, huidas, estrellas que caen... Mírese el lector el capítulo 13 de
Marcos, antes evocado, y comprenderá la perplejidad de tantos predicadores que tienen que
dar cuenta de él en diez minutos y para todos los públicos.
Sin embargo, hay que añadir que esos escritos no pretenden describir lo que va a pasar sino
lo que está pasando ya. Si se ponen en forma de profecía de futuro es para enseñar que, el
que esas amenazas se cumplan o no, depende exclusivamente de la vigilancia de los
hombres (cf Mc 13,35-37). No es que todas esas cosas tengan que pasar, pero sí pueden
pasar: que pasen o no seguirá estando en manos de los hombres, aunque se añada que los
hombres no suelen ser demasiado responsables y que, si aquellas cosas ocurren, la historia
seguirá estando en las manos de Dios. Lo que "revela" la apocalíptica es precisamente la
enorme densidad teológica de la historia.
En este sentido, más que de "calamidad" la palabra apocalipsis debería ser sinónimo de
encrucijada, como llamada a la responsabilidad humana4 . Y ¿quién podría negar que este
planeta del capitalismo triunfante se encuentra hoy ante una encrucijada decisiva, y que el
anunciado "fin de la historia" podría llegar no por la implantación universal de la
democracia, sino por alguna catástrofe armamentista, ecológica, o de desesperación de los
miles de millones hambrientos de la tierra?5 .
Y con esta aclaración creo que hemos encontrado un punto de partida desde el que
comenzar a caminar. Intentémoslo.
Suele ser característico de la irresponsabilidad humana el cerrar los ojos ante esas
encrucijadas, desautorizándolas como lamentos de alguna Casandra aguafiestas, y
limitándose como máximo a repetir con don Juan Tenorio: "¡cuán largo me lo fiáis!". Esa
irresponsabilidad es la que convierte las encrucijadas en amenazas. La humanidad del s.
XX ha reconocido tardíamente su ceguera ante el peligro de Hitler y todo lo que ese peligro
supuso (holocaustos y segunda guerra mundial, incluidas las criminales bombas atómicas).
Por ello puede ser bueno recordar que fueron precisamente unos "teólogos de la liberación",
los entonces llamados "socialistas religiosos"6 quienes reconocieron y avisaron del peligro
nazi, siendo desautorizados y ridiculizados como sus sucesores latinoamericanos de hoy. Y
luego, cuando la humanidad reconoció su ceguera de entonces, ya no fue para enmendarla
sino para servirse de ella: para justificar una absurda cruzada en defensa del petróleo de
Kuwait, que permitió a EEUU seguir dando pasos adelante en su superioridad tecnológico-
militar (cuando el final de la guerra fría aconsejaba más bien dar marcha atrás en el loco
camino emprendido), y que "facilitó un polígono de pruebas para el armamento y fuerza
aérea de la más avanzada tecnología"7 , convirtiendo además la atrocidad de la guerra en
un interesante espectáculo televisivo.
La historia humana está llena de estas lecciones no aprendidas. Y la historia bíblica todavía
más. En los tiempos del lujo de Salomón parecía desautorizada toda aquella teología del
profeta Samuel que veía en la monarquía una infidelidad a Dios y -por ello- una
autodestrucción del pueblo: la monarquía se presentaba más bien como la realización de la
promesa, como un "fin de la historia". Nadie hubiera aceptado entonces que a aquella
situación le iba a seguir la división del pueblo y el destierro. Como nadie hubiera
convencido a los sacerdotes que, ante la cruz de Jesús, se gloriaban del triunfo de Dios y de
la Ley (que era el triunfo propio), de que pocos años después Jerusalén y el Templo iban a
ser destruidos por los romanos: ¡exactamente lo que ellos creían haber evitado matando a
Jesús! (cf. Jn 11, 49-50). Como nadie hubiese creído verdadero aquel aviso del
Apocaplipsis contra la "gran Babilonia" y prostituta (Ap 14,8), si le hubiesen dicho que
pocos siglos después todo el inmenso imperio romano quedaría hecho añicos...
Por supuesto: no puede mostrarse una evidente concatenación causal entre estas dos clases
de acontecimientos; y siempre quedará la duda de si además de haber venido uno después
del otro, sobrevino también uno como efecto del otro: si "aquellos polvos trajeron esos
lodos", o si lo ocurrido podía explicarse de otro modo (por ejemplo como castigo por el
abandono de los dioses paganos del imperio). La historia humana es necesariamente
ambigua, incluso como manifestación de Dios: porque sólo a El corresponde el juicio sobre
la historia. Pero ello no quita para que la vinculación entre la liberación negada y la
encrucijada apocalíptica sea un dato decisivo, que la TL ha de asumir como tarea futura
para ella.
Pues bien: en este carácter de encrucijada histórica puede haber una convergencia entre la
TL y muchas voces críticas de la Europa de hoy. Decía en su artículo G. Gutiérrez que,
desde la irrupción del pobre, se pasó a la búsqueda de las causas de la pobreza. Pues bien:
cuando se descubre que ellas son también causas no sólo de la pobreza del Tercer Mundo
sino de la amenaza del Primero, se pasa de lo profético a lo apocalíptico: es el aspecto de
Gracia del kairós presente. De la antigua sociedad "de clases" se ha pasado a lo que U.
Beck llama "la sociedad del riesgo": las armas con que una clase privilegiada agredía a la
clase baja, provocan aquello que el refrán castellano describe como salir el tiro por la
culata: "La novedad radica aquí: la ciencia, la técnica, la economía, la burocracia, se están
convirtiendo en peligros para la sociedad moderna misma. El crecimiento de estos factores
de la modernización, lejos de mejorar la situación de la modernidad la empeora: producen
unos riesgos crecientes en la misma medida en que aumentan sus posibilidades de
dominio"8 .
Y todo esto, -que quede bien claro- no como venganza de la TL, pero quizá sí como
vindicación de los pobres y de los injustamente oprimidos y excluidos. Porque si algo no
puede dejar de seguir diciendo la TL es que, si la frase "Dios existe" y la frase "los hombres
sufren injustamente" se pueden pronunciar una al margen de la otra, independientemente de
la otra, y sin que tenga nada que ver con la otra, entonces la frase "Dios existe" se convierte
en blasfema, y la frase "los hombres sufren injustamente" se convierte en desesperante o en
totalmente intrascendente y carente de importancia. Pero si ambas frases se pronuncian
juntas, uno no puede dejar de tener la impresión de que al pronunciarlas todo este mundo
nuestro salta como hecho añicos, desde sus mismos cimientos: todo él y no sólo una u otra
ala de él. Este es el sentido de todo ese extraño lenguaje apocalíptico.
Las concreciones puede buscárselas cada uno. Es llamativa por ejemplo la tranquilidad con
que hablamos laudatoriamente de "moderación" salarial (que se refiere no sólo pero sí
sobre todo a los salarios más bajos), y de "incremento" de beneficios (referido sobre todo a
los capitales más amplios). Esos dos nobles eufemismos constituyen los mejores síntomas y
la mejor receta de una buena salud económica. Y sin duda que lo son. Pero eso sólo quiere
decir que, en nuestro sistema, la buena salud económica se apoya sobre una mala salud
social: que el capital tiene toda la primacía sobre el trabajo, y que lo de "ricos cada vez más
ricos a costa de pobres" cada vez más pobres va a misa y es intrínseco al sistema. Que todos
debamos aceptarlo como inevitable (sobre todo porque sólo podría ser evitado a nivel
mundial y muy difícilmente en situaciones particulares), no quiere decir que no deba ser
puesto constantemente en evidencia.
En la España de los siglos XV-XVI, la ironía popular ya había compuesto aquella copla
mordaz tantas veces citada: "El señor don Juan de Porres / de caridad sin igual / por amor
hacia los pobres / les construyó este hospital. / Pero antes... hizo a los pobres". No costaría
mucho modernizar la ironía, cantando por ejemplo que "Don Armando Capital / financiero
y empresario / de caridad sin igual / creó puestos de trabajo / para miles de parados. / Pero
antes... los mandó al paro". Esa es exactamente nuestra situación.
Quizá recordará el lector que, en el pasado debate sobre el estado de la nación, Felipe
González, con su innegable capacidad pedagógica para profetizar más de lo que dice (un
poco como decía san Juan del sumo sacerdote judío), le respondió por dos veces a Julio
Anguita que sus propuestas le parecían simplemente "de otra galaxia". Por dos veces si no
recuerdo mal; y como expresión de una desautorización que no podía ser más definitiva.
Curiosamente, el discurso de Anguita no había caído aquella vez en esos visionarismos
poco matizados de cuando se deja llevar por la agresividad. Anguita se había limitado a
pedir mayor solidaridad con los peor tratados y primacía del trabajo sobre el capital,
apelando para ello a nuestra Constitución. Reconocer que sus propuestas eran "de otra
galaxia" era sencillamente reconocer la contradicción intrínseca de nuestro sistema: en él
no caben ni nuestra Constitución ni esos dos principios éticos fundamentales. Y estoy
seguro de que el presidente del gobierno hablaba con la mejor buena voluntad y con toda la
razón del sistema. Pero también como el prisionero, a quien las posibilidades de la libertad
le parecen cosas "de otra galaxia".
Pero no quiero caer ahora en una ironía fácil. Ninguno de los defensores de esa especie de
"GAL económico" en el que nos movemos tiene la culpa; y lo que dicen es coherente desde
su óptica. El problema viene de mucho más lejos, no de ellos. Lo que ocurre simplemente
es que nuestra humanidad ha progresado dañinamente desde hace mucho tiempo. No
porque el progreso en sí no sea bueno, sino porque se ha progresado no teniendo en cuenta
a los pobres y a costa de ellos9 . En este sentido nuestro progreso ha ido demasiado rápido:
ha mordido la fruta prohibida.
Y sin embargo, ese progreso empecatado juega hoy el mismo papel que la religión en la
Edad Media: aglutinador de la sociedad civil, justificador de todo lo que se hace en su
nombre, dador de sentido último a la vida, y dotado de una autoridad tal que todo el mundo
se le somete acríticamente. De tal modo que estar contra esa idea es más o menos como ser
hereje en la Edad Media... Pero hoy nos encontramos con que esa forma de progresar no
sólo ha dañado a una parte importante del género humano, sino que ha dañado
alarmantemente al mismo ecosistema indispensable para todos. Justicia y ecología se
hermanan aquí, como se besan la justicia y la paz en la oración del salmista.
Pero hay aún más: porque la justicia y la ecología se besan también con la paz. La
humanidad podría tener milagrosamente los enormes medios que se requerirán para
enderezar nuestro progreso y la marcha del planeta, si renuncia con decisión a esa loca
carrera de las armas, que se emprendió sólo con el afán de defender lo ganado
insolidariamente, y de negociar con las pasiones de los pueblos pobres, despertadas por su
misma miseria. Pero que hoy amenaza también indistintamente a todo el planeta.
Invirtiendo el dicho del profeta bíblico, la justicia y la ecología pueden ser ahora "fruto de
la paz" (o del desarme). Esta curiosa unidad de las tres grandes tareas y las tres grandes
amenazas, es lo que puede hacer que la actual hora crítica de nuestro planeta se convierta
en hora de gracia, en el sentido bíblico de la palabra krisis, y de acuerdo con la lectura
esperanzada que hemos hecho de la apocalíptica.
Precisamente por eso la TL, también como Jesús, ha de saber vivir la historia no sólo como
Promesa sino también como abandono (L. Boff ya habló hace mucho tiempo de
"cautiverio"). Así cumplirá aquellas palabras tan olvidadas de D. Bonhoefer que son, en mi
opinión, de las más importantes que ha dicho la teología en nuestro siglo:
"¿No habéis podido velar una hora conmigo? pregunta Jesús en Getsemaní. Esto es la
vuelta del revés de todo lo que el hombre religioso espera de Dios. El hombre es llamado a
compartir el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios... No es el acto religioso lo
que constituye al cristiano sino la participación en el dolor de Dios en la historia del
mundo... Jesús no llama a una nueva religión sino a la vida" (WuE, 180ss, carta del
18.VII.1944).
"Sigue siendo una experiencia de incomparable valor el que de una vez hayamos aprendido
a ver los grandes acontecimientos de la historia mundial desde la perspectiva de los
excluidos, de los sospechosos, de los mal tratados, de los que carecen de poder, de los
oprimidos y escarnecidos" (Gesammelte Schriften II, 441; con el título bien significativo de
"mirar desde abajo": Der Blick von unten)).
Ello no es fácil, evidentemente. Para nosotros, teólogos del primer mundo, es prácticamente
imposible. Pero por eso es más de agradecer. Y ese será para siempre el gran legado de la
TL. Ahora es ya el momento de resumir y concluir.
Conclusión
Una teología de la historia que intente incluir todos los elementos que aporta la Biblia
(desde la liberación hasta la apocalíptica), incluiría en mi opinión las siguientes tesis:
En este esquema global, la mística ha de ser de una radicalidad absoluta; pero la acción
intrahistórica (política, económica, cultural, social, personal), ha de ser de un realismo
posibilista. Y la fe es la que hace que esa distancia entre la radicalidad y el posibilismo no
agoste la mística, ni agote al sujeto humano que necesita tanto esfuerzo para dar tan
pequeños pasos.