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Vallejo

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UN EXTRAÑO PROCESO CRIMINAL

Por César Vallejo.

Este es un hombre de unos cuarenta y cinco años. Su perfil no es ingrato y simula


esos dibujos, un poco lordbyreanos, que los dibujantes futuristas de modas
masculinas exponen en los halls de los teatros de París. De frente, este es un
hombre que viene; por detrás, se queda. Es tuerto del ojo derecho y tiene el
párpado de este ojo malo, tal como Andreiev atribuye a Iscariote. Guyot es este
hombre, que dentro de pocos días va a ser guillotinado, por haber estrangulado o
quemado viva a su querida, a quien en horas del beso y la ternura Guyot llamara
“Malou”.

Gastón Guyot, aparte de ser un bravo jugador de millones en la bolsa y en extremo


tenorio, es, en síntesis, un hombre trascendental. La noche del trece de agosto del
año pasado mató, según afirma, a Malou, en una solitaria parva de trigo de Melun
y ocho días anduvo después paseándose por París, muy orondo, sin que la policía
pudiese dar con él. La diestra aún impregnada del sudor de la agonía de Malou,
Guyot volvió, al amanecer, a su casa, se miró en el espejo, como el desmesurado
Jannings en el film Varieté, tragó saliva y se echó de nuevo a la calle. Sin mostrar
el menor signo de temor, sin siquiera disfrazarse, Guyot siguió viviendo
tranquilamente, a la vista de todo el mundo. Lejos de esconderse, como lo habría
hecho cualquier matador ramplón, anduvo por todas partes. La policía no podía
encontrarle, justamente, porque él no se había escondido. Conocimiento tan
agudo y sorprendente, como este que Guyot mostraba de la psicología policial, le
valió, aparte de una libertad de ocho días, el que su caso adquiriese un brillo
insólito y el que tuviera, en los primeros días de su pesquisa, buena prensa. Guyot
ponía por primera vez en juego un audaz recurso al servicio de la técnica de
impunidad de los delitos. El eminente criminalista Henri Robert declaraba que,
en efecto, la mejor manera de huir de la policía consiste en no ocultarse de ella.

Guyot, pues, entraba y salía de su casa, almorzaba con amigos en los grandes
bulevares, asistía cotidianamente a las sesiones de la bolsa, iba al teatro, se
bañaba, y la policía seguía ignorando totalmente sus trazas y su pista. Todavía
más. La audacia de Guyot le llevó a iniciar y sostener por correo nutrida
correspondencia con la policía de París. “Señores –decía en una carta de sus
epístolas a la policía–, no hay tal crimen en lo de la parva de trigo de Malou. Esa
niña se ha suicidado. De ustedes muy atentamente, un hombre honrado”.
“Señores –decía más tarde en otra carta–, veo que se está persiguiendo a M.
Guyot, como posible matador de Malou. No es tal. Soy yo quien ha estrangulado
a esa muchacha: un chauffeur”. La policía se quemaba de cólera. Un día, al sexto
del crimen, los periódicos anunciaron que Guyot había estado a punto de caer en
manos de la policía a las nueve y media de la mañana, hora en que el delincuente
abandonaba su casa. Por la noche, Guyot escribía lo siguiente a sus perseguidores:
“Señores: Se me persigue, en verdad, injustamente. Confieso ante Dios y los
hombres que soy inocente. ¿Qué podré hacer para probarlo? Si no lo logro, me
arrojaré al Sena. Gastón Guyot”. En fin, a los ocho días, se le apresó en un hotel
de Montparnasse, a las cinco de la tarde. Pero, de todos modos, el precedente
quedaba sentado de que para no caer en manos de la policía, no hay que ocultarse
de ella ni de nadie. Tal es el aporte de Guyot a la psicología policial.

Guyot, a pesar de su propósito de sostener hasta el fin su inocencia, a la primera


interrogación de los jueces, declaró ser el estrangulador de Malou. Y, a pesar
también de haberse propuesto arrojarse al Sena en el caso de no poder hacer valer
su inocencia, no lo hizo. Y ayer, después de un año de proceso, el jurado de Sena
y del Marne le ha condenado a perder la cabeza por asesinato premeditado.

El primer día de audiencia ante el tribunal, Guyot ha aparecido ante los jueces
muy erguido y muy dueño de sí mismo. Su ojo sano ha trazado, al entrar a la sala,
diez paralelos en torno suyo, sobre los miembros del tribunal, sobre los jurados,
los guardias, los testigos, la parte civil, los abogados, los representantes de la
prensa y el enorme público, compuesto en su mayor parte de damas elegantes de
la buena sociedad parisiense. Fueron diez vistazos generales, plenos de confianza
que parecía cinismo y de aplomo que parecía inconsciencia.

Mas cuando se inició el interrogatorio, Guyot dio su primera respuesta dirigiendo


una larga mirada sobre los miembros del tribunal. Uno de estos, el sustituto
Mhilad, tenía un parecido asombroso con Guyot. La misma edad, el mismo ojo
derecho mutilado, el corte y el color del bigote, la línea y el espesor del busto, la
forma de la cabeza, el peinado. “¡Un doble absolutamente extraordinario!”,
comenta L’œuvre. El procesado vio a su doble y algo debió cambiar en su reino
interior. Guyot hizo girar extrañamente su ojo izquierdo y muerto, extrajo su
pañuelo y se enjugó el sudor de sus duras mejillas de patíbulo. La primera
pregunta de fondo formulada por el presidente del tribunal decía: “A usted le
gustaban las mujeres y, además de Malou, tuvo usted a su doméstica, a su cuñada
y dos queridas más…”.

Guyot comprendió el alcance procesal de la pregunta. De esta dependía el curso


de toda la acusación. Guyot, confuso, fue a clavar su ojo sano, como una bala, en
el sustituto Mhilad. “Me gustaban las muje- res –respondió filosóficamente–
como gustan a todos los hombres”.

Guyot sentía un nudo en la garganta. Le Figaro opina que la presencia de su doble


empezaba a causar un visible y misterioso malestar, un gran miedo tal vez. A
partir de ese momento, siempre que se formulaba a Guyot una pregunta grave y
tremenda, miraba con su único ojo sano a su doble y respondía cada vez más
vencido. La presencia de Mhilad le hacía, sin duda, un daño creciente, influyendo
funestamente en la marcha de su espíritu. Al final de la primera audiencia, Guyot
sacó su pañuelo y se puso a llorar.

En la tarde de la segunda audiencia, Guyot se ha mostrado más abatido aún. Y


ayer, día de la sentencia, era, antes de la condena, un guiñapo de hombre, un
desecho, un culpable irremediablemente perdido. Casi no ha hablado ya. Al leerse
el veredicto de muerte, Guyot estuvo hundido en su banco, la cabeza sumergida
entre las manos, insensible, frío, como una estatua. Cuando, en medio del
alboroto y los murmullos de la multitud emocionada, le sacaron los guardias,
Guyot solo miraba fijamente a la cara de Mhilad, su doble, el sustituto del
presidente del tribunal.

Y era este el aporte del caso de Guyot al estudio de la psicología del delincuente.
Existe, a veces, al lado del criminal, otro hombre, su doble, que está en el secreto
de la conducta y de la conciencia del acu- sado. Cuando este doble está presente,
su presencia es una conminatoria, tácita e ineludible, para que el acusado diga la
verdad. El doble juega entonces el múltiple rol de un juez severo, de un testigo
terrible, de un acusador implacable.

Guyot es, en síntesis, un hombre trascendental.


Revista Mundial N° 376. Lima, 26 de agosto de 1927
Los funerales de Isadora Duncan

Por César Vallejo.

A esta hora están quemando en el Columbarium de París un cuerpo natural.

Mientras cuarenta mil unidades de la Legión Americana, desfilan del Arco del
Triunfo al Hotel de Ville, están a esta hora quemando en el cementerio del Pére
Lachaise, las últimas falanges y los postreros carpos del cuerpo, mediano y
regular, de Isadora Duncan. Suenan, por el anverso de la vida, del lado de los
cowboys, vencedores de Verdún, bombos de primera y tibias bárbaras y resuenan,
por el reverso de la vida, del lado de la artista caída, las sinfonías de duelo de
Chopin y de Beethoven. La orquesta de Valvé está a esta hora acompañando al
cuerpo de la mujer más rítmica del mundo a danzar, entre llamas verdaderas, el
número más rojo y más cordial de las esferas. Raf Lawton ejecuta luego el
Concierto en Re de Bach…

Son los funerales, castos y sonrosados, de Isadora Duncan. La pira griega recibe
alegremente un leño antiguo, familiar por la estatura, rico en esencias
combustibles. Son los funerales, castos y dionisíacos, de Isadora Duncan.

Al resplandor del fuego en que ahora está ardiendo el cuerpo, humano y regular,
de Isadora Duncan, vemos con nuestros ojos, humanos, regulares, que es carne y
nada más cuanto ha sido la bailarina de los pies desnudos. Ni figura de los vasos
griegos ni estatua de Tanagra. Ni velos ligeros ni arabescos. Tampoco bajorrelieve
antiguo ni la musa que juega a los huesecillos sobre los arenales de Salamina.

La bailarina de los pies desnudos fue sólo carne viva, acto caminante y orgánico
del universo. ¿A qué más sino a carne puede aspirar el ritmo universal? La más
dinámica estatua del friso más perfecto, no vale en euritmia una corriente de
sangre que riega la segunda cabeza de un monstruo de carne y hueso. Y en Isadora
Duncan fue la carne más carne, el hueso más hueso, el dolor más dolor, la alegría
más alegre, la célula más dramática: todo para violentar la inquietud del ser
humano y para hacer la vorágine vital más dionisíaca.

Isadora Duncan fue la bailarina más grande de la época y la mujer más trágica de
todas las mujeres. “La prodigiosa aventura de esta joven americana -dice André
Levinson- misionera de una estética nueva, no admite rival en la historia de la
danza y aún del teatro. La venida al mundo de Isadora Duncan fue como la
realización de uno de esos sueños que a menudo consuelan a los hombres, en las
horas sombrías de la historia: el retorno a la edad de oro, la promesa del paraíso
recuperado, en fin, aquel “estado de naturaleza” que Juan Jacobo Rousseau había
imaginado.

Ella venía a liberar al instinto de las trabas que le opone la civilización y a hacer
triunfar la emoción espontánea de la convención razonada”. Y Fernand Divoire
añade refiriéndose a la vida circunstancial de la artista: “En verdad, Isadora
Duncan, para todos los que la conocieron, estaba desde hacía tiempo muerta. Esta
mujer, cuya voluntad y aspiración no fueron sino un inmenso impulso hacia la
belleza, hacia la Libertad y hacia la Juventud, había visto quebrarse de un solo
golpe todas las fuerzas de su vida, el día que un automóvil cayó en el Sena,
ahogando a sus tiernos hijos, Patricky Deardree. Desde aquel día, la vida de la
Gran Bailarina no fue más que un suicidio largo, voluntario y tenaz…”

Estos dos párrafos de Divoire y levinson sintetizan lo que ha sido Isadora Duncan:
la creadora de la danza moderna y la mujer dramática por excelencia.
Norteamericana de San Francisco, penetró en el espíritu dionisíaco de la danza
pagana, bailando al pie del mismo Acrópolis. Al presentarse, por la primera vez,
en París, en 1903, predicó toda su estética en estas breves palabras: “lo que es
contrario a la naturaleza no es bello”.

Su aparición en el Theatre Sarah Bernhardt revolucionó la plástica y el


movimiento académico. Casó con Mr. Singer, el célebre fabricante de máquinas
de coser. Atacó, en la persona de las bailarinas de corset, a todo lo que es artificio
elaborado. Dirigió a Maeterlinck una carta, invitándole exabrupto a crear con ella
un hijo, que tuviese el genio de sus dos procreadores.
Bailó por primera vez lo que antes se creyó que no era bailable: las sinfonías de
Beethoven, de Brahms y Chopin y los lieder de Wagner. (Yo la ví en su último
recital del Teatro Mogador, en julio de este año, bailar -con ya moribundo brillo-
la Sinfonía Inacabada de Schubert y Tannhauser). Luego viajó por Viena, Berlín,
Budapest, Moscú, donde se casó con Sergio Essenin, el poeta comunista, que
después suicidóse en 1925.

Todos sus hijos perecieron ahogados en el Sena. Murió ahorcada por un velo,
recorriendo en automóvil y a ciento veinte caballos de fuerza, la luminosa Costa
Azul, una tarde de estío de 1927. Su cuerpo, envuelto en una túnica violeta, fue
quemado en el Columbarium de París, entre lises, rosas y margaritas y a los sones
de un coro de canéforas. Biografía, como se ve, digna de una tragedia de Esquilo.

Isadora Duncan acaba, de este modo, en un poco de humo ligero y otro poco de
ceniza. Pero la tierra retiene para siempre el latido de sus pies desnudos, que
ritman el latido de su corazón.

Revista Mundial, N° 385. Lima, 28 de octubre de 1927.

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