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Corrupcion Venezuela Una Historia de Peculado.

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HUMÁNITAS.

Portal temático en Humanidades

EXTRAMUROS Nº 14. ARTÍCULOS

LA CORRUPCIÓN EN VENEZUELA
APUNTES PARA UNA HISTORIA DEL PECULADO

Bernardino Herrera
(Instituto de Investigaciones de la Comunicación / ININCO)

TABLA DE CONTENIDO

1. Resumen
2. Abstract
3. Teorizar el problema de la corrupción
4. La idea de la corrupción en el sistema republicano
5. El caos de la corrupción del régimen gomecista
6. La corrupción proyectada al siglo XX
7. Bibliografía
8. Notas a pie de página

1. Resumen

Partiendo de un perfil del régimen gomecista, época en la que el


tesoro público se confundía con el patrimonio personal de J.V.
Gómez, de sus familiares y epígonos, este ensayo propone la
necesidad de incluir algunos aspectos que definen la corrupción en
las esferas del Estado a lo largo de la historia de la República de
Venezuela, tomando en cuenta las herramientas conceptuales
disponibles en cada época para identificarla, condenarla y
combatirla.

Palabras clave: Historia y corrupción, Historia y peculado,


Patrimonios presidenciales.

2. Abstract

Starting from a profile on the Gómez regime, an epoch when the

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National wealth was mingle with the personal patrimony of General


Juan Vicente Gómez, his family and entourage, this essay
proposes the necessity to consider some aspects which define the
corruption in the spheres of state throughout the Republic of
Venezuela history, taking into account the conceptual tools at
disposal in every epoch in order to identify, condemn and fight
against such phenomenon.

Keywords: History and corruption, History and peculation,


Presidential patrimonies.

3. Teorizar el problema de la corrupción

A los efectos de este ensayo, se entiende por corrupción a toda


modalidad ilícita en el uso de los dineros públicos, en su sentido
más estricto, o toda forma en la que el Estado defrauda a la
Nación respecto al uso y destino de su hacienda pública, en un
sentido más amplio. Advertimos, sin embargo, que es un concepto
restringido, pues se excluye el peculado en sentido inverso, es
decir, como toda forma de fraude contra el Estado, cuya más
común manifestación es la evasión de impuestos, delito
ampliamente practicado en todas las naciones del mundo, sin
distingo de épocas ni clases sociales.

Se excluyen, además, modalidades de enriquecimiento personal


que no implican fraudes directos o indirectos sobre los dineros
públicos. Aunque las formas súbitas de enriquecimiento ocurren
generalmente como consecuencia del uso del poder político, otra
forma muy común en nuestra experiencia histórica, y que
actualmente se encuentra tipificado expresamente como
corrupción en el sistema legal venezolano vigente, más
concretamente, en la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio
Público.

El principio básico de esta ley se fundamenta en la riqueza que


ostenten los funcionarios públicos, antes y dos años después de
haber ejercido los cargos, de tal modo que aquellas riquezas que
no puedan explicarse por las vías lícitas, adquieren de inmediato la
condición de «enriquecimiento ilícito» (artículo 44), delito que no
sólo implica la manipulación de fondos públicos sino el uso del
cargo para obtenerlos. Amén de que la aplicación de este
principio requiere de una sofisticada capacidad del Estado para
detectar y diferenciar la riqueza razonable, y por tanto lícita, de la
que no lo es, este criterio es más consecuencia de la experiencia
histórica que de los requerimientos de la administración pública

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moderna. Una revisión superficial de los haberes testamentados


por algunos altos funcionarios públicos de la segunda mitad del
siglo XIX, comentados más adelante, pone en evidencia la
necesidad de establecer límites normativos al uso privado del
poder político como requisito indispensable del sistema liberal
republicano.

En efecto, la necesidad de restringir la corrupción en tanto delito


dentro del estricto funcionamiento del Estado, parece presentarse
como una constante histórica, al igual que ocurre con el delito de
atentar contra la propiedad privada. La humanidad, y más en
aquellas sociedades donde la propiedad constituye el eje central
de sus sistemas económicos, ha creado a lo largo de su existencia
una compleja red de normas en aras de contrarrestar el fraude en
todas sus modalidades.

Una revisión histórica del tema implica tomar en cuenta esta


premisa, puesto que el tema de la corrupción es muy susceptible
de ser influenciado por los determinismos de la actualidad,
inconveniente a los efectos de un análisis histórico. Se trata de un
principio general de la historiografía científica. Juzgar con los
instrumentos conceptuales del presente a los regímenes del
pasado relativamente remoto conlleva el riesgo de alejarse de la
raíz propia del fenómeno. Exigiríamos a los protagonistas de una
determinada época que dieran por «anormal» lo que entonces se
consideraba usual.

A Antonio Guzmán Blanco no se le juzgó en su época por el hecho


de haberse enriquecido durante el tiempo que se mantuvo o cerca
o a la cabeza del poder político en Venezuela. Por el contrario,
Guzmán consideraba que hacía lo que cualquiera en su lugar:
recibir el premio por concepto de sus servicios al país. Pero
llegado el tiempo de la entrada de la modernidad política
venezolana, tocó someter a juicio postmortem a Juan Vicente
Gómez, no sólo un juicio moral, lo cual constituía de por sí todo un
aporte al patrimonio ético de la república, sino además que el
fisco debía reponer parte de las inmenzas e incalculables riquezas
acaudaladas por el férreo gobernante a lo largo del más largo
régimen que haya conocido nuestra historia.

Se sabe que es inevitable la reflexión moralizante cuando se


evalúan históricamente las acciones de los hombres que ocupan
las listas protagónicas de los tiempos públicos pasados. Pero la
opción de la ciencia histórica debe ser fiel a un postulado básico
de su teoría general: cada tiempo histórico ofrece sus específicas
herramientas conceptuales, y con ellas debe razonarse el
comportamiento de los individuos y de las sociedades.

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A cambio de esta autoimpuesta incapacidad la ciencia social


ofrece descubrir, identificar, diferenciar y explicar los componentes
estructurales y coyunturales o específicos del fenómeno. La
corrupción, dentro de los límites arriba especificados, trae implícita
la compleja relación existente entre dos destacados arquetipos del
comportamiento humano en tanto ser social: la conducta
oportunista y el comportamiento altruista, los cuales operan dentro
de una compleja red de límites y permisividades éticas, que en
determinado momento regulan y/o estimulan la actitud de los
individuos hacia uno u otro comportamiento. Llámese a dicha
«red» ideología, representaciones simbólicas, sistema de
creencias, religión, sistema de valores, cuerpo moral, etc.

A medida que retrocedamos en el tiempo, las sociedades tienden


a la impermeabilidad social; dicho más sencillamente, en la
medida en que regresamos en el pasado será más probable que
un individuo pobre muera pobre, dada la rigidez de la
estratificación social en las sociedades antiguas y no tan antiguas,
con sus maravillosas y afortunadas excepciones. En considerable
medida esta condición de inamovilidad en la condición social y
disfrute de privilegios de las élites impulsa los conflictos sociales y
estimula el comportamiento oportunista de los individuos. La
guerra ofrecía las mejores posibilidades de romper el rigor de las
sociedades estamentizadas del pasado en comparación con el
riesgo del fraude y los delitos de propiedad, que solían ser
severamente castigados. La coyuntura bélica se constituía en una,
quizás la única, forma de romper el rigor social de los órdenes
preliberales. El historiador Manuel Caballero escribe, en algunos
de sus innumerables ensayos sobre la historia de Venezuela, que
sólo durante las guerras civiles de todas las escalas ocurrieron las
distribuciones de riqueza prometida en teoría por la sociedad
liberal republicana, porque no cabe duda de que dichos valores
republicanos del primer siglo de nuestra república reposaban en el
ideario de las élites y muy poco había percolado hacia el resto del
tejido social.

Pero este comportamiento oportunista no se limita a la condición


de clase desfavorecida. Las clases privilegiadas y las élites del
poder no estaban exentas de transitar los oscuros caminos del
provecho particular a través del fraude. Se supone que la
monarquía, como sistema político, resolvería el problema, toda vez
que la Hacienda Real se concebía como propiedad exclusiva del
rey. Aun así, el sistema requería de sofisticados mecanismos de
control sobre la administración de los fondos reales. La monarquía
española, que además de constituir un sofisticado modelo de
burocracia nos es más familiar, mantenía efectivos mecanismos
paralelos cuya única función consistía en el control del resto de los

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funcionarios reales. Fueron notables los «veedores», el sistema de


tres llaves del cofre de los tributos recaudados y los juicios de
residencia, entre otros mecanismos. El castigo sobre toda afrenta
contra la Real Hacienda se pagaba incluso con la vida, y la sola
sospecha conducía al descrédito, que equivalía a la muerte en una
sociedad donde el prestigio social era tan necesario como el
alimento.

Más allá de las consideraciones económicas y éticas, el problema


de la corrupción representaba, en primer lugar, una cuestión de
sobrevivencia de los sistemas políticos en los que se organizaba
el Estado, del mismo modo como la propiedad requería de
sistemas de castigo contra sus violadores. Sobre esta premisa, la
historia de la corrupción puede resultar tan antigua como el
Estado. Pero también ocurre que algunos sistemas políticos
pueden sobrevivir sobre la base de la corrupción y la complicidad,
incluso derivando de ello su poder. En Venezuela, el régimen de
Antonio Guzmán Blanco se caracterizó por convertirse en una
verdadera red clientelar, donde la política y los negocios
celebraron un próspero matrimonio, del cual se beneficiaron los
caudillos locales asociados al poder central.

Paradójicamente, la frágil estabilidad lograda por Guzmán sobre la


base de este mecanismo potenció un relativo crecimiento de la
inversión extranjera, como nunca antes se había operado en el
país. Pero el mismo exitoso sistema tenía sus límites, ya que la
llegada de inversiones operaba sólo en la medida en que así lo
permitiesen los prohombres del gobierno, y esta razón conlleva en
sí una considerable carga de incertidumbre. Fueron muchas las
concesiones revocadas por causa de enemistad con los caudillos.
Así pues la inversión debía ser un negocio de rápido retorno, tanto
como lo permitiera la efímera pasantía caudillesca.

Este enfoque sobre la corrupción supera al propuesto por Héctor


Malavé Mata en el capítulo Fenomenología de la corrupción
(Malavé, 1987), según la cual se sostiene que fue a partir del
advenimiento del capitalismo, como sistema organizador de la
economía, cuando sistema político y corrupción forman parte de un
mismo ser. En palabras de este autor: «La auscultación histórica
del capitalismo ha mostrado que la corrupción, en sus diversas
modalidades y manifestaciones, es un fenómeno consustancial
con el modo de producción y circulación del sistema [capitalista]»
(Malavé, 1987:427).

Una ley fatal emerge de este postulado: a mayor desarrollo de la


sociedad capitalista, mayor será el contagio del espíritu de lucro y
mayor el perfeccionamiento de los procedimientos, a través de los

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cuales se operan prácticas fraudulentas sobre la cosa pública.


Pero esta férrea «ley histórica» padece de muchos puntos débiles
si se contrasta con casos como los citados líneas arriba. El afán
de lucro es una condición precapitalista, como sin duda nos refiere
el sistema monárquico. Cuando el monarca constituía el Estado
mismo, el peculado se concebía como un fenómeno atentatorio
contra tal verticalidad, no así los negocios que los funcionarios
reales efectuaran en favor del rey y sus rentas, aunque en ello se
beneficiasen dichos funcionarios.

Sin embargo, es preciso reconocer que ha sido con el capitalismo


como sistema económico, sustitutivo no sólo de las economías
agrícolas, sino además de progresiva superación de laa
monarquías por sistemas liberales republicanos, cuando se
rompen los estrechos círculos de los privilegios de la nobleza y de
su servidumbre tecnoburocrática más allegada, entonces
poseedoras exclusivas de la opción de practicar la corrupción. El
capitalismo masifica el consumo de todos los bienes posibles
antes reservados a minoritarias aristocracias, y la corrupción no
tiene por qué ser la excepción.

4. La idea de la corrupción en el sistema republicano

El sistema republicano por su parte, nace concibiendo también


que la corrupción es un atentado contra su propia seguridad. La
evasión, omisión, desvío y robo de los tributos, fuente de
financiamiento fundamental de todo Estado, constituyeron una
preocupación constante de las nacientes repúblicas del siglo XIX,
y contra la cual se legisló tempranamente.

En la Venezuela colonial, el contrabando resultó ser la modalidad


más común de la corrupción «civil». Mediante este mecanismo la
sociedad civil (léase todo lo que no tenga que ver con el Estado),
se resistía a costear la burocracia real, asumiendo el riesgo penal
que, al decir de su masiva práctica, debió gozar de amplia
impunidad, ya sea por las amplias facilidades que ofrecía en
particular nuestra geografía para su amparo, ya sea por la
complicidad misma de los funcionarios reales, protegidos en
alguna medida por la distancia respecto a la Metrópoli. Si es cierto
que el valor de la práctica del comercio ilegal duplicaba
holgadamente las cifras del comercio legal en la Venezuela
colonial, debemos reconocer que la nuestra fue una sociedad
altamente corrompida. Y aún el capitalismo, al menos vestido con
su traje industrial, no había visitado nuestros predios sino en forma
de un modesto mercantilismo.

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El mismo Simón Bolívar se quejaba de que la economía, en la


naciente República de Colombia (Gran Colombia para
diferenciarla de la Nueva Granada de entonces), no sólo estaba
arruinada por la guerra, sino que «…la corrupción vino después a
envenenarle la sangre y a quitarnos la esperanza de mejorar»
(Bolívar, T. II. 105). El caso es que la guerra de independencia
misma, para poder financiarse, debía tener inevitablemente un
origen fraudulento: la incautación forzosa de propiedades, el
saqueo, la rapiña, el botín de guerra.

Al amparo de improvisados documentos en nombre del futuro


Estado, estas modalidades fueron ampliamente practicadas tanto
por la oficialidad como por los más rasos soldados. Si la guerra,
como expresa Caballero, fue el más democrático mecanismo de
distribución de la riqueza, también es la mejor vía para acabar con
ella. Bolívar no sólo conjuraba la persistencia de la corrupción
como la herencia jamás vencida por la administración colonial, ni
siquiera en los represivos tiempos de la Compañía Guipuzcoana,
sino también como el engendro de las nuevas modalidades de
corrupción sembradas por la guerra y destrucción de aquel orden,
sin que la nueva mentalidad social republicana haya concebido un
modo expedito para superarla. Debía comenzar a hacerlo.

Porque, en efecto, se observan esfuerzos por crear un nuevo orden


republicano no corrompido, proponiendo una nueva ética del
Estado: la hacienda ya no será personal del rey, sino de la nación y
sus ciudadanos. Lema que tardaría más de cien años en
convertirse en valor en los sistemas modernos. Dicho esfuerzo
inicial se corrobora en una lista de leyes, que desde 1813 hasta el
presente se suceden con el fin de establecer límites a la
corrupción, revelando una línea de preocupación constante de
nuestra vida republicana, sobre todo en las elites fundadoras.
Veamos la siguiente cronología de leyes:

• Septiembre de 1813: Ley contra los defraudadores de la renta


del tabaco.

• Octubre de 1819: Medidas para evitar malversaciones, fraudes


y extorsiones al cobrar un donativo.

• Enero de 1824: Aplicación de pena capital a los funcionarios


que hayan tomado el dinero de los fondos públicos.

• Mayo de 1824: Decreto sobre administración de justicia y


responsabilidad de funcionarios públicos.

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• Agosto de 1825: Orden contra el uso de los fondos públicos


para festejar recibimientos.

• Noviembre de 1826: Decreto para dar a la Administración de


Hacienda un movimiento activo y eficaz.

A partir de 1830, la República de Venezuela hereda estos


referentes, legislando más detalladamente en torno al peculado,
sobre sus modalidades y sus penalizaciones. Partiendo de las
experiencias con leyes promulgadas en 1837 y 1856, se
reglamentas 1861, mediante el Decreto de 20 de mayo, las
responsabilidades de los empleados de Hacienda, y se
establecen las modalidades de corrupción, que según su artículo
1º, mostraba ya algunas de las mil caras del fraude: 1) mal
desempeño de funciones; 2) abuso de autoridad; 3) malversación
de fondos públicos; 4) cohecho (complicidad); 5) delitos políticos
(rebelión); 6) delitos comunes y 7) mala conducta.

Estas referencias legislativas se amplían en 1869, en 1891 y en


1892, y se retoman en el siglo XX durante los gobiernos de Castro,
en 1906, y Gómez, en 1912. En otras palabras, ya existía, al
menos en el corpus teórico de las leyes, una sólida cultura contra
el peculado, donde se establecía un «deber ser». Aunque aún los
funcionarios podían enriquecerse sin necesidad de robar al tesoro,
sino aprovechándose del poder. Pero también hubo casos
ejemplarizantes de moralidad pública republicana: Santos
Michelena, entonces Secretario de Hacienda en 1832, negó al
mismísimo presidente José Antonio Páez un préstamo personal
que solicitara en calidad de adelanto de sueldo (Michelena, 1889),
respondiéndole que el tesoro público no es caja chica personal de
funcionario alguno.

A pesar de que el tiempo transcurría con su avanzada de


experiencias, y que en esa medida se ajustaban y enriquecían los
mecanismos jurídicos para reglamentar, controlar y combatir la
corrupción, las modalidades de enriquecimiento al amparo y uso
político del poder se ampliaron. El comercio con los haberes
militares permitió a Páez disfrutar de un tranquilo final de vida
aristócrata en los Estados Unidos. No constituyó peculado directo
al tesoro pero sí un claro uso del poder que dispuso por su alta
investidura.

José Tadeo Monagas, tan acusado de múltiples corruptelas,


convirtió legalmente las deudas privadas de muchos agricultores
en parte de la ya considerable deuda pública. Una manera de
granjearse el apoyo de tan importante sector de las clases
pudientes y evitarse conflictos con los acreedores comerciales, en

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buena medida de capital británico. Un abierto caso de disposición


de la hacienda pública para obtener dividendos políticos.

La casa que ordenara construir en Curazao Juan Crisóstomo


Falcón durante su presidencia, previendo un no lejano exilio,
¿cómo fue costeada? Las inmensas fortunas personales
acumuladas por Antonio Guzmán Blanco y Joaquín Crespo,
gracias a la legitimación del otorgamiento condicionado de
concesiones a inversionistas extranjeros. La incuantificable riqueza
acaudalada por Gómez, dueño absoluto e infaltable accionista de
todos los negocios que se acordaran en cualquier rincón de la
Nación. Todos estos casos comparten un mismo denominador
común: el ejercicio autocrático del poder, en el contexto de la
apariencia constitucional y demás cuerpo de leyes, en el contexto
de una República nacida con una fuerte dosis de discurso sobre la
moral pública republicana paralelo a una subterránea red de
complicidad bajo ésta.

El cuadro «Patrimonios legados en testamento de algunos


presidentes de Venezuela» que adjuntamos, habla prácticamente
por sí solo, a pesar de que la fuente sobre el que se basa refiere
sólo los bienes que quedaron a la muerte de los personajes en
cuestión, que además de otras consideraciones como los
disimulos contables para evitar impuestos, siempre referirán un
escenario modesto. En dicho cuadro contrastan las cifras de
Guzmán y Crespo con las de los otros presidentes, y su proyección
con el valor equivalente en el presente, por medio de la
comparación de los salarios mínimos oficiales de aquélla a ésta
época, completa un muy moderado estimado de lo que en la
actualidad resultarían las riquezas que ostentaron en vida.

La Venezuela del siglo XIX padeció, además de guerras e


inestabilidad política, de una pobreza estructural que sometía a la
mayor parte de su población a la más elemental subsistencia. La
corrupción estaba restringida a una élite censitaria primero, militar
agraria luego, familiar autócrata más tarde, y una combinatoria de
todas estas modalidades posteriormente, en las últimas décadas
del liberalismo amarillo. Pero ocurre que con Juan Vicente Gómez
aparece el petróleo como nueva fuente de riqueza, cuya cuantía
deja perplejas las ambiciones precedentes.

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Patrimonios legados en testamentos de algunos presidentes de Venezuela


Valor de bolívares

Guzmán Linares Andueza Joaquín Ignacio Cipriano


Rojas Paúl
Casas Blanco Alcántara Palacios Crespo Andrade Castro

2.687.000 534.200 — 192.000 4.098.207 2.500 102.000

Haciendas
1.814.650 420.000 140.000 — 2.902.894 86.786 35.542
y terrenos

Diversos 444.000 49.920 — — 485.000 — 70.000

Circulante — 34.000 * — — 58.000 154.599

Créditos
1.884.746 119.916 — — 138.691 115.352 16.000
Activos

Acreencias –83.737 (10.000) — — –1.000.688 –14.307 –27.000

Total
Patrimonio 6.746.659 1.148.036 140.000 192.000 6.624.104 248.331 351.141
legado

Proyección
patrimonio 6.381.974.730 1.085.980.341 132.432.432 181.621.622 6.266.043.851 234.907.703 332.160.405
legado

* Renta vitalicia por un monto de Bs. 16.800 anuales por cesión y venta de tres fincas.
** Sin cuantificar
*** Para proyectar los valores de la época (1870-1908) al presente se utilizaron los salarios
mínimos de ambos momentos, en una relación de Bs. 148 mensual (promedio entre
1870-1908) a Bs. 140.000 mensual actualmente establecido.
Fuente: Boletín del Archivo Histórico de la Contraloría de la República. Documentos
sobre el patrimonio de los presidentes de Venezuela 1870-1908, 1999.

5. El caos de la corrupción del régimen gomecista

Ni las más intransigentes versiones doradas del pasado


gomecista han podido negar, si acaso sólo eludir, el sofisticado
sistema de corrupción que legara aquel régimen a la historia
nacional. Y en efecto, la documentación publicada sobre los más
cercanos colaboradores del régimen, gracias al empuje
documental de la nueva historia, ponen al descubierto la
extraordinaria red de control y dominio de todo cuanto ocurriera a
lo largo y ancho de la nación, por parte de un ejercicio
gubernamental en absoluto vertical, con ejercicio ilimitado del
poder. La paz que tanto le agradeciera el país a Gómez, tras un
largo siglo de inestabilidad bélica, fue cobrada a muy alto precio.

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En 1935, el régimen cierra en rojo la balanza social de la nación


con graves problemas de pobreza, salud, educación, distribución
de la tierra, desempleo, etc., mientras ostentaba paradójico la
contabilidad azul de sus cuentas fiscales, cancelando la deuda
pública que pesó extenuante sobre la República desde antes de
su propio nacimiento. Comenzaba a brotar el maná de la riqueza
petrolera. En sus tiempos iniciales, lejos de concebirse como una
vía para el desarrollo socioeconómico, atornilló aún más la élite
gubernamental anclada mentalmente en la Venezuela del siglo XIX.

Si no puede ponerse en duda que la creación castro-gomecista de


ese primer ejército nacional, disciplinado a la manera prusiana,
como bien lo describiera el historiador Ángel Ziems, se constituyó
en la plataforma visible sobre la cual se afianzó el dominio
absoluto de la más larga dictadura de la historia de Venezuela,
tampoco es menos cierto que el peculado funcionó como
mecanismo eficiente y cohesionador que garantizaba tal solidez.

Por ello, no es casual que el régimen de Gómez haya entrado a la


nueva historiografía nacional como uno de los períodos en donde
la corrupción fue la conducta más notoriamente descarada. Sin
oposición política, el régimen hacía lo que le viniera en gana. Uno
de nuestros más destacados historiadores sobre el siglo XX,
Manuel Caballero, caracteriza y subtitula dicho período como de
«torturas y peculado»; en cuyo proceso «…la confusión entre el
tesoro público y el de los Gómez no parece conocer límite alguno
[1]». A diferencia de otros regímenes de similar intensidad
autocrática obligado a rivalizar con fuerzas políticas pares, el
período gomecista merece sin dudas:

La clara alusión de historiadores como Caballero no viene


gratuitamente. La leyenda negra creada sobre el gobierno que
cómodamente ejerciera Gómez comienza a fraguarse desde
mucho antes de su muerte. Esencialmente en los escritos de los
enemigos políticos de su propia generación, cuyo más fiel
exponente lo fue José Rafael Pocaterra, en su Memorias de un
venezolano en la decadencia, al frente de una generación de
literatos como Cruz Salmerón Acosta, entre muchos otros. Este
mito oscuro de nuestra historia fue también abonado por la
generación estudiantil del 28, hábilmente resumido en el panfleto
«Tras las huellas de la pezuña», que escribieran Miguel Otero
Silva y Rómulo Betancourt, ya casi en el ocaso de la vida del
dictador.

Las nuevas ideas contagiadas durante el exilio forzoso de cientos


de jóvenes, las expresaba de tajo en una sola frase Mariano

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Picón-Salas, en el memorable primer gran mitin del Nuevo Circo


del primero de marzo de 1936: «el régimen estúpido».
Posteriormente, la literatura política postgomecista tratará de
desterrar todo halo dorado, que tan intensamente destellara
estando Gómez vivo, en las plumas de innegables y connotados
intelectuales, hasta llegar a la más obscena adulación. Por un lado,
los sucesores en el poder, permitiendo el juicio y confiscación de
los bienes de la familia Gómez y sus colaboradores [2] . Por el
otro, la gestión ideologizante de los nuevos partidos políticos
Acción Democrática, antes ORVE y PDN, y el Partido Comunista,
también con otras siglas, antes que fuese definitivamente
legalizado como tal al final del gobierno de Isaías Medina Angarita.
Esas nuevas fuerzas políticas abrazarán y arengarán por mucho
tiempo las banderas de la moral pública con las que se granjearon
masivas simpatías y adhesiones.

Seguirían, más recientes y con efecto masivo, los programas


oficiales de historia en la educación formal, escritos nada menos
que por quienes padecieron en carne propia aquel régimen. Y más
recientemente, el tema fue recreado por el género de la telenovela,
trasmitida a mediados de los 80, titulada Gómez, del fallecido
dramaturgo e intelectual José Ignacio Cabrujas, la cual causó gran
impacto en la teleaudiencia. Junta a otra telenovela, Estefanía, de
César Miguel Rondón, suman los productos mediales sobre
temática histórica más significativos que se hayan producido en el
país, donde el tema de la corrupción enriqueció esta vez los
argumentos de sus tramas.

Un acontecimiento editorial en 1985, deja descubierto de manera


más sistemática y científica, ya no bajo el calor de la discursiva
política, el carácter corrompido del sistema creado por Gómez. Se
trata de la compilación seleccionada del epistolario, hasta
entonces inédito, de los principales colaboradores de su gobierno;
se trata de Los hombres del Benemérito [3] , producto del
proyecto «Castro-Gómez» ejecutado por los investigadores del
Instituto de Estudios Hispanoamericanos (FHE-UCV). Este libro,
pese al reducido tiraje típico de los predios académicos, no deja
de resultar efectivo en su difusión docente y por el alcance de los
profesionales vinculados a los medios de comunicación. La obra
documental destaca por el desnudo a que expone la sofisticada
maquinaria de poder de Gómez, sacando a relucir el frágil límite
del que habla Caballero entre la actuación pública y el ámbito
privado de los funcionarios que sirvieron en dicho engranaje.

En el estudio preliminar de la citada obra, a cargo de Elías Pino


Iturrieta, se esbozan dos características principales que permiten
expresar que, además del Ejército, el peculado resultó un

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mecanismo estabilizador del régimen: la posibilidad de una


riqueza súbita que se ofrece a los miembros de la jerarquía
gubernamental en sus distintas escalas, y la «legalidad»,
indiscreción y cotidianidad con que se actuaba en el provecho
personal. En cuanto a la primera característica, Pino Iturrieta, con
base en los documentos seleccionados, describe en detalle la
mecánica del poder gomecista:

El Presidente de Estado observa sobre el terreno las condiciones


del mercado y después propone una empresa que comparte con
algún representante del sitio y con una figura del poder supremo,
generalmente el propio Gómez, o un miembro del clan o del
Gabinete. Con semejante trinidad de accionistas las operaciones
originan monumentales dividendos que dan mayor asiento al
funcionario de turno, fortalecen los vínculos con los intereses
inmediatos y cancelan al Jefe, o a su parentela y allegados, un
generoso impuesto personal en atención a la licencia que les ha
concedido para administrar un pedazo de la nación. La
escrupulosa contabilidad ejercida por el Gobernador garantiza un
honesto balance al final del año. Un hato, una compañía de
transporte o el tráfago de solares urbanos, por ejemplo, son los
negocios sin riesgo de una trilogía que entonces se repite con
frecuencia en cualquier punto del mapa político. Mientras tanto se
distribuye entre la gente del Estado el manejo de las rentas
parroquiales, en torno a cuyos ingresos gira una clientela
controlada por el Ejecutivo regional. Así de nuevo aumenta su
bolsa el funcionario itinerante, pero, a la vez, acrecienta en la
comarca las deudas de gratitud hacia el régimen» [4] .

El descaro con que se efectuaba semejante comportamiento


oficial se amparaba en la legitimidad de un régimen sui generis.
Los funcionarios no servían directa sino indirectamente al país
mediante la más absoluta fidelidad al gran jefe. Ni el más bajo
rango de la pirámide oficial se hallaba fuera del dedo aprobatorio
de Gómez para su nombramiento, cuyo requisito era
prácticamente uno solo: ser fiel al Benemérito y estar atento para
informar de cualquier movimiento sospechoso del más simple de
los habitantes. En su análisis, Pino Iturrieta describe esta otra
característica del comportamiento de la maquinaria gubernamental
que, por insustituible, es preciso citarla en toda su extensión:

Todas son operaciones lícitas. Los detentadores del poder no


encuentran obstáculos a la hora de hacer dinero desde las plazas
oficiales. Entienden su ubicación como vehículo natural para el
desarrollo de evoluciones económicas que no ocultan. De allí su
abultada presencia en el epistolario. Desde la distribución de
alambiques hasta el tráfico de concesiones petroleras, todo se lo
permiten sin rubor en un país en el cual las diferencias entre el
erario y el patrimonio de los jefes no están establecidas
cabalmente. El disfraz para tapar los negocios no existe, como

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tampoco la simulación cuando se recomienda a los amigos con la


única credencial de la fidelidad al Benemérito. Venezuela, sin
controles institucionales ni partidos políticos, es el terreno
abonado para los compromisos individuales que producen
caudales y seguridad junto al gobierno. Todos saben de la
existencia de los negocios y las influencias, pero los ven como un
suceso corriente cuyas huellas pueden permanecer en la
superficie [5] .

De este modo, la concepción que sobre el desarrollo y fomento de


nuestra economía manejaban aquellos prohombres mezclaba con
suma ligereza el interés nacional con el engrosamiento de las
propiedades gomecistas. Es pues la hacienda privada lo que se
aprecia como sinónimo del progreso social. Los altos funcionarios
públicos carecen casi por completo de la autonomía que ofrece un
programa económico o una lógica determinada de Estado.
Cumplen si acaso una función de «relacionistas» entre el mundo
empresarial, generalmente extranjero, y el Jefe del Gobierno,
donde todo es escrupulosamente informado y consultado para dar
paso a la más estricta obediencia de las órdenes superiores. Son
apenas, como lo expresa Pino Iturrieta, una media docena de
personajes quienes generan propuestas, por demás siempre
beneficiosas al régimen y al peculio personal de Gómez, y hasta
se atreven a disentirle en alguno que otro detalle de tipo
administrativo, nada serio. Todo lo que pudiera ser plausible en las
iniciativas de aquel equipo gubernamental, como por ejemplo la
reforma y ordenación de las cuentas de la Hacienda Pública que
hiciera notoria la gestión de Román Cárdenas, o la solitaria
excepción de la defensa nacional frente a las compañías
petroleras de Gumersindo Torres, fueron progresivamente
distorsionándose ante la fundición de lo público con lo privado que
hicieron del gomecismo la imagen del peculado, haciendo
desaparecer este término de la mentalidad de su época, y que es
rescatado justamente por la generación estudiantil de 1928.

Si este epistolario no resulta suficiente para apoyar los


argumentos de análisis expuestos hasta ahora en este ensayo, una
revisión del recientemente abierto Archivo del general Ignacio
Andrade, sí. Los documentos de este archivo permiten redundar
sobre la observación del descrito perfil de comportamiento. En
efecto, las temáticas que alude la correspondencia privada de este
alto funcionario público, ex presidente de la República durante la
última década del siglo XIX, posibilitan confeccionar una abultada
lista: seguridad y espionaje político, gestión de concesiones
mineras a particulares, compra y venta de terrenos públicos y
privados, gestión a favor de familiares detenidos, solicitud de
influencias para obtener cargos públicos, búsqueda de mercados
de exportación para productos como manteca, reses, cerdos

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desde las haciendas de Gómez y familiares, préstamos de


particulares al gobierno, mediación en el asunto de la herencia de
la familia Castro-Guzmán, importaciones de maquinarias, entre
otros asuntos, destacan de este epistolario inédito de Ignacio
Andrade.

El ex presidente, y luego subalterno de Gómez, no sólo revela su


función de intermediario entre éste y potenciales negocios;
también expresa la existencia de una red horizontal de
complicidad interfuncionarios, como es el caso de su relación con
un general Pimentel, jefe de la guarnición militar de Puerto Cabello,
de cuyas cartas a Andrade extraemos unas impresionantes líneas
que producen estupor a cualquiera:

...si antes no le había escrito, ha sido, por lo muy ocupado que he


estado con tanto fusilamiento: no hai (sic) nada nuevo que
contarle, todo mui (sic) bien... Tengo un asunto famoso entre
manos, pero tan bueno y tan positivo como Ud. no puede
imaginarse, en él tendrá Ud. su participación para que salga de
penas; el asunto es colosal, al ir a esa hablaremos pues no quiero
confiarlo al correo, lo que sí puedo dar por seguro es que nos dará
resultado positivo y mui (sic) pronto...[6]

Así como también podemos obtener ejemplos de no-corrupción de


funcionarios que ocuparon altos cargos, no hay duda de que la
práctica de la corrupción durante Gómez adquiría el carácter de
sobrevivencia de su propio sistema de dominio como tal. Si
aplicamos esta perspectiva al tiempo postgomecista, e incluso a
nuestro sistema democrático, hallaremos denominadores
comunes expresivos de la depredación progresiva exponencial de
las fuentes de la riqueza petrolera. Los más recientes regímenes
acuden también a mecanismos fraudulentos, no sólo para el
exclusivo lucro personal, sino también para la permanencia de los
grupos élites detentadores del poder. Buena parte de nuestra élite
económica actual amasó fortunas gracias al «empujón inicial» de
los créditos oficiales que con tan buenas intenciones sostuvo la
nueva dirigencia como programa social del gran Estado. O
también mediante la misma línea concesionaria, o percibiendo en
favoritismo bien pagado los subsidios estatales que lentamente
abrían ventanas en los antes austeros presupuestos sociales.

6. La corrupción proyectada al siglo XX

Las mil caras de la corrupción, que apenas asomaba menos de


una decena de modalidades bien detalladas en las leyes
anticorrupción de mediados del siglo XIX, multiplica

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sofisticadamente sus rostros en este siglo inaugurado por Gómez


y el petróleo. Así, las más delicadas cuentas del sentido común no
logran explicar la fortuna que sostiene el dorado exilio de Marcos
Pérez Jiménez en un suburbio altamente cotizado en las afueras
de Madrid, suponiendo, ingenuamente, que sus ingresos de militar
y presidente se multiplicaran, pongamos, en alguna alza aleatoria
de la bolsa. Aún faltan por contabilizar las cuentas del decenio
dictatorial perejimenista, toda vez que hace poco tiempo sus
archivos se han abierto al público.

Si bien el financiamiento legal de los partidos políticos actuales,


mediante partidas otorgadas por la Ley del Sufragio, persiguen
evitar la búsqueda de los caminos oscuros, no es menos cierto
que las comisiones y la adjudicación de contratos se han
convertido en las modalidades democráticas del peculado, amén
de otras no menos graves y atentatorias contra la riqueza nacional.
Muchas de las más abiertas manifestaciones de corrupción de las
últimas décadas siempre estuvieron vinculadas al manejo
discrecional del poder: el otorgamiento de subsidios, controles de
cambio, distribución de concesiones, favoritismo político, red de
clientelismo partidista, entre otras, se muestran como parte de una
cultura profunda, cuyo impacto en el tejido social venezolano llegó
al extremo de convertirse en un eficiente mecanismo de campaña
electoral underground: la famosa conseja popular que llevó al
poder por segunda vez a Carlos Andrés Pérez, es un ejemplo: él
roba –comentaban descaradamente– pero también deja robar.

Tardíamente, la democracia que se instala a partir de 1961


promulga en 1982 la Ley Orgnánica de Salvaguarda del
Patrimonio Público, que constituye un considerable adelanto
sobre la concepción del fraude y la moral de Estado. Pero da la
impresión de que en las casi dos décadas que lleva disponible
este instrumento jurídico, poca ha sido su influencia sobre la moral
pública, aunque fue por su conducto de vigencia de que pudo
llevarse a juicio al presidente de la República, Carlos Andrés
Pérez, lo que acarreó su destitución constitucional. Un hecho sin
precedentes en nuestra historia nacional.

Ha sido justamente la condena y crítica a la corrupción, el


componente que más explotó el actual presidente Hugo Chávez
Frías, durante su campaña electoral. Pero a lo largo de estos dos
años cumplidos de su gobierno, el problema no parece haberse
superado, pues hasta ahora su gestión no ha implementado
mecanismos probadamente efectivos contra la corrupción,
quedándose en meras disertaciones discursivas moralistas, tan
abundante a lo largo de la República.

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Por el contrario, con sus actos de otorgamiento de favores


solicitados por miles de personas que se aglomeran para hacerle
llegar «papelitos» con peticiones personales, Chávez ha retomado
el mecanismo de corrupción más sofisticado, usado por sus
predecesores: el uso del poder para beneficiarse políticamente.
Esta modalidad ha sido formalizada con una oficina de atención al
público instalada en Miraflores, accesible sólo a través de largas
colas o de la aleatoria entrada de una llamada telefónica de
personas que abrigan la esperanza de que la bondad presidencial
les resuelva su problema. Se trata de un claro ejemplo de
corrupción puesto que ningún funcionario público, Presidente
inclusive, puede disponer discrecionalmente de los dineros
públicos para favorecer a particulares, sean personas desvalidas
o no. Con este comportamiento de corrupción «velada», además
de comportar un daño a la moral pública, además de pervertir la
relación entre los ciudadanos y el poder, además de promover la
mendicidad pública, se crea un enorme vacío en la tradición
histórica que sobre corrupción ha desarrollado el país. La década
de los noventa parecía advenirse como el inicio de la superación
del populismo como forma de administrar la riqueza pública. No es
así, no sólo no la estamos superando sino que parece tan fuerte
como siempre.

Así pues, la corrupción es un fenómeno que traspasa los tiempos,


una condición de complejidad que amerita estudiarse con similar
criterio. Todo parece indicar que el período gomecista funge de
recolector de las tradiciones de peculado que le precedieron, al
mismo tiempo que gestor del peculado postcedente, reforzadas
con un escenario de ingresos fiscales sorprendentes que no
tuvieron los antecesores, y que se mantuvo creciendo
ininterrumpidamente, hasta 1982, cuando la pendiente de la
riqueza petrolera cambió a negativa. La tradición gomecista del
uso personal del poder rompió los márgenes del régimen
autocrático para democratizarse posteriormente, en forma de
populismo doctrinario, que adquiere nuevo rostro con el actual
gobierno.

Este boceto reflexiona en proponer la necesidad de revisar y


construir una historia del peculado público, poco estudiado desde
un enfoque histórico. No pueden despacharse de manera simple, o
a través de solitarias teorías económicas, las sentencias acerca
del origen, modalidades y consecuencias de la corrupción como
fenómeno, y con las especifidades de nuestro país. La Historia
como disciplina de conocimiento no puede limitarse a señalar cuál
de los gobiernos ha sido el más o el menos corrompido, pues no
se trata sólo de cifras, ya que la moral pública, tan cara y esencial
para el funcionamiento de cualquier nación, no tiene manera de ser

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cuantificada. La Historia debe hurgar en los mecanismos que la


hacen posible, y en consecuencia detectar aquellos que también
hagan posible, y sostenible, preverla y combatirla hasta su mínima
expresión.

No bastan, en suma, las lecciones moralizantes sobre ética


pública. No bastan los discursos renovadores de una nueva e
insurgente clase política, que predica una fe gracias a los malos
actos de sus antecesores. Requerimos de memoria crítica para
evitar percibir, como lo hacemos ahora, que nuestros gobiernos
contemporáneos son y serán siempre más corrompidos que los
anteriores. Lejos de buscar soluciones, la desmemoria alimenta el
criterio de que de nada vale el esfuerzo, y que más vale sumarse a
la complicidad, es decir, sucumbe la ideología ante la conducta
oportunista.

La mentalidad autoritaria aún se mantiene firme en materia de


corrupción. Tanto los dirigentes como los dirigidos, aún creen en la
llegada de un mesías político, fuerte, bondadoso y honesto.
Mentalidad que aún sobrevive en el sustrato de nuestra joven pero
muy criticada democracia, y frente a la cual puede oponerse una
racionalidad de sistema que propicie la vigilancia ética y
participativa de los sistemas abiertos y no-discrecionales. De no
ser así, de ser cierto que la tradición todavía no cesa, entonces ni
el régimen de Gómez, ni el de muchos de sus antecesores, aún no
han muerto.

7. Bibliografía

Academia Nacional de Ciencias Políticas y Sociales (1982).


Leyes y Decretos de Venezuela.. Caracas.

Andrade, Ignacio. Archivo Confidencial. Instituto Autónomo de


Biblioteca Nacional, Biblioteca Arcaya
[Documentos en proceso de ordenación].

Caballero, Manuel (1997). De la «Pequeña Venecia» a la «Gran


Venezuela». Caracas, Monte Ávila Editores
Latinoamericana-Vicerrectorado Académico-UCV.

Contraloría General de la República (1999). «Documentos sobre


el patrimonio de los presidentes de Venezuela
1870-1908». Boletín del Archivo Histórico , Nº 4.

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Instituto de Estudios Hispanoamericanos-FHE-UCV. Los


hombres del Benemérito. Caracas, UCV, 1985, II
tomos.

Malavé Mata, Héctor (1987). Los extravíos del poder. Euforia y


crisis del populismo en Venezuela. Caracas,
UCV, 1987.

Michelena, Tomás (1889). Reseña biográfica de Santos


Michelena. Parte histórica, administrativa y
política de Venezuela desde 1824 a 1848.
Curazao, Publicaciones de A. Bethencourt e Hijos.

Procuraduría General de la República. Defensa del Dr. Pedro


Manuel Arcaya en los juicios civiles que contra él
y otros intentó el Procurador General de la
Nación. Caracas, Lit. y Tip. del Comercio, 1939.

8. Notas a pie de página

[1] CABALLERO, Manuel. De la «Pequeña Venecia» a la «Gran


Venezuela». Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana,
Vicerrectorado Académico-UCV, 1997, p. 64.

[2] En contrapartida con el proceso de juicio a los funcionarios


públicos gomecistas, resulta interesante un documento que
consideramos poco citado, como lo es el libro publicado por la
Procuraduría General de la República en el año 1939, titulado
Defensa del Dr. Pedro Manuel Arcaya en los juicios civiles que
contra él y otros intentó el Procurador General de la Nación.
Archivo General de la Nación, Caracas, Lip. y Tip. del Comercio, y
que puede consultarse en la Biblioteca Nacional, Publicaciones
Oficiales bajo la cota B4701, 1939.

[3] Instituto de Estudios Hispanoamericanos-FHE-UCV. Los


hombres del Benemérito. Caracas, UCV, 1985, II tomos.

[4] Ibidem, pp. 21-22.

[5] Ibidem, p. 22.

[6] Biblioteca Nacional, Biblioteca Arcaya. Archivo Confidencial del

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General Ignacio Andrade: «Carta del Gral. Pimentel a Ignacio


Andrade, 2 de febrero de 1915» (Archivo aún sin catalogación).

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