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El León y El Arcángel

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El león y el arcángel

Cuentos italianos del S.XX

Selección y traducción al español


Guadalupe Alonso Coratella

Este libro fue realizado gracias al apoyo del Fondo Nacional para
la Cultura y las Artes a través del Programa de Fomento a la
Traducción Literaria

1
INTRODUCCIÓN

“Cuando todos los engranajes del universo tengan un nombre, una función y una conciencia
de sí mismos, cuando la balanza de los derechos y los deberes esté en perfecto equilibrio para
todos, ¿quién podrá retornar a casa acompañado de un fantasma? ¿Quién podrá vencer el
horror de la soledad sin tener a su lado la protección de un monstruo angelical y barbudo?”

Quizá estas líneas de Eugenio Montale sean las que mejor resumen el verdadero impulso de
esta antología: el encuentro con una mirada al filo de la realidad y lo fantástico, a través de la
literatura italiana del siglo XX. El contraste entre ese registro y la magia que marcó a la
narrativa de aquella época en un momento histórico de grandes conflictos, fueron las claves
para entender un mundo, para acomodar las piezas de una historia familiar. Mi madre y mis
abuelos llegaron por mar, desde Roma al puerto de Veracruz, a principios de los años
cincuenta. Trajeron con ellos un par de baúles, unos cuantos libros y una lengua que sería,
para sus descendientes, el pasaje a un mundo inquietante. Italia se recuperaba apenas de la
Segunda Guerra Mundial, de la devastadora experiencia del fascismo. Las memorias estaban
vivas y el deseo de compartirlas tal vez no era sólo un ejercicio de evocación y nostalgia por el
país que dejaban atrás, sino también el modo de ajustar cuentas con aquel pasado.
Desde nuestra infancia escuchamos asombrados esos recuerdos en largas sesiones que,
a través de los años, se convertirían en una especie de ritual de sobremesa. Historias
fragmentadas que echaron a volar nuestra imaginación y la poblaron de fantasmas. Estos
espectros encarnaban en figuras y visiones confusas que alimentaban nuestras fantasías: la
entrada a Roma de Mussolini –imponente y rígido como un bloque de mármol--, aclamado por
las masas mientras avanzaba por la Via Cassilina, donde vivía nuestra familia; agentes de la
Gestapo que, vestidos de negro y armados con metralletas, cateaban el apartamento en busca
de mi abuelo, mientras él, en pleno invierno, se escondía en la azotea y permanecía inmóvil
dentro de un tinaco de agua helada; el ulular de las sirenas anunciando los bombardeos; el
llanto de los niños en los refugios antiaéreos; cadáveres colgados de los árboles en la campiña,
porque el mandato era fusilar a siete italianos al azar por cada soldado alemán muerto. Estas,
junto con otras imágenes perturbadoras, fueron los referentes, en aquellos años de la infancia,
de un país lejano, un territorio tendido en el mar.
Si bien la guerra había marcado sensiblemente a la familia, la vena mediterránea, tan
próxima a la ópera --estridente, apasionada y gozosa-- contrastaba con aquellas secuencias
trágicas que nos eran relatadas. Las heridas de ese pasado no eran un obstáculo para prolongar
esas cálidas reuniones cotidianas que al paso de las horas adquirían un tono festivo. Las voces
de Rita Pavone o Domenico Modugno, dos de los cantantes más populares de la época, se
mezclaban con el griterío y las conversaciones acaloradas. “Los italianos –como bien decía
Ungaretti, incluso cuando hablan de la muerte, celebrarán siempre la vida.”
A esa atmósfera de claroscuros, donde las fronteras entre la tragedia y la euforia se
diluían, se sumaba la presencia cotidiana del misterio. La religión ocupaba el centro, con el
consecuente fervor por vírgenes y santos milagrosos, presencias fantasmagóricas que podían
salvarnos o infligir los peores castigos. La pavorosa visión de los infiernos se complementaba
con la amenaza de fuerzas sobrenaturales que podían esparcir el mal. La abuela Vincenza,
mujer poderosa (y barbuda), jugaba el papel protagónico. Lo mismo se postraba de hinojos en
medio del patio implorando a Jesucristo que nos protegiera de los terremotos, que interpretaba

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los sueños, preparaba elíxires y repartía entre sus nietos una gran variedad de amuletos contra
el mal de ojo y otras infamias.
Al paso de los años, ese mundo espectral empezó a adquirir sentido. Si el cine
neorrealista italiano fue un espejo del microcosmos familiar, la literatura completó el mapa de
aquella imaginación fragmentada, es decir, situó a los fantasmas en su justa dimensión. La
Comedia fue un libro constantemente citado. En cualquier situación que ameritara el adjetivo
de apocalíptica, mi madre repetía la sentencia de Dante a las puertas del infierno: “Vosotros,
los que entráis, dejad aquí toda esperanza”. Pasarían muchos años antes de que Dante formara
parte de nuestras lecturas. Antes llegó Corazón, de Edmundo D’Amicis y, más tarde, La Piel,
de Curzio Malaparte y Los cuentos romanos, de Alberto Moravia. Estos dos autores serían la
puerta de entrada hacia el siglo XX. Con ellos comenzó un largo viaje por la literatura y la
historia de una civilización que había llegado a casa en un par de baúles, unos cuantos libros y
la lengua que nos trajo el mar.
Uno de los momentos más significativos de este trayecto literario ha sido precisamente
el del relato. Historias breves en las que coinciden una serie de registros característicos de la
literatura que se produjo en esa época y cuyo núcleo es la transposición de planos entre
realidad y fantasía. Ángeles, demonios y otras apariciones míticas, que desfilaron en mi niñez
al filo del ojo, se daban cita en esa región donde todo lo que atañe a la esfera de lo
sobrenatural alterna en el tiempo y espacio del día con día como una conciencia paralela.
Esta narrativa que dio vuelo a la imaginación y descubrió la magia en los detalles más
elementales de la vida, estuvo cimentada en un profundo conocimiento revelado por la antigua
mitología, las leyendas, la filosofía y las historias bíblicas, temas que, sin deslindarse de la
conciencia histórica, conviven en el trasfondo de estos cuentos. Una poética dotada de tanta
belleza no se habría producido sin esas claves que, a través del tiempo, han iluminado el
pensamiento sobre el origen y el espíritu del ser.

Un espejismo en el desierto

En contadas ocasiones la historia de la literatura ha registrado momentos tan excepcionales


como el de las letras italianas al inaugurarse el siglo XX. El Novecento, como se le conoce a
este período, marcó un cambio sustancial que ya se anunciaba desde finales del siglo anterior.
La tradición poética, herencia de los románticos, dio paso a una generación vanguardista que
surgía a la par de las transformaciones que se gestaban en el país. Los desequilibrios políticos
y económicos, el desarrollo tecnológico, la evolución de una sociedad de masas y la crisis de
los ideales y valores que habían prevalecido en las generaciones precedentes, provocaron un
movimiento de ruptura que se manifestó, sobre todo, en las artes y las letras.
La situación económica en Italia era alarmante, el gobierno se colapsaba, mientras que
una monarquía debilitada, en complicidad con la aristocracia, presagiaba su decadencia y
miraba con recelo el ascenso de la nueva burguesía. La revolución industrial fue el detonador
de un cambio en el orden político, social y cultural.
Los trágicos años de la primera guerra mundial y las consecuencias de la derrota,
convulsionaron al país y sus instituciones, recrudecieron el ánimo del pueblo y fueron la
plataforma para uno de los hechos más catastróficos en la historia de Italia: la llegada de
Mussolini al poder. Las esperanzas que desató su campaña, proclamada como un movimiento
revolucionario, arrastraron a gran parte de la población, incluso a un buen número de
intelectuales, que se afiliaron al partido y ofrecieron su apoyo incondicional a quien se

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convertiría en el gran dictador.
En aquellos años, la prensa vivía momentos de gloria, los diarios comenzaban a tener
mayor circulación. La población analfabeta era cada vez menor y el idioma, cruzado por
varios dialectos, tendía a unificarse, lo cual representaba un impacto considerable en el
número de lectores. Surgió así, una intensa vida intelectual. Fue una época en que proliferaron
diversas revistas literarias y los principales diarios inventaron la “tercera página”, un espacio
dedicado exclusivamente al periodismo cultural.
Los anhelos de renovación resonaron con las ideas fascistas que pretendían concederle
al arte un “rango de fuerza de Estado” más que protegerlo. Sin embargo, a la vuelta del
tiempo, el régimen reveló su verdadero rostro: la persecución, la censura y el racismo no se
hicieron esperar. Ante este panorama, muchos intelectuales renunciaron al partido, hubo
quienes fueron expulsados del país, otros tantos se exiliaron. El clima de tensión se agudizó
con la alianza entre Hitler y Mussolini. La amenaza de una segunda guerra mundial era
inminente. La patria se desplomaba y las promesas del futuro se perdían en un horizonte
desierto.
La actividad artística y literaria que se produjo en este período vivió, paradójicamente,
uno de sus momentos más deslumbrantes. Fue en la narrativa donde se manifestó de un modo
más visible. Un género que permitía, con mayor libertad, la experimentación, la variedad de
temas y la posibilidad de alcanzar a un público más amplio. El lector de entonces, enfrentado
con las tradiciones y mitos convencionales, abrigaba el deseo de identificarse con historias y
relatos más cercanos a su sensibilidad. No se trataba de la clase “culta”, ese pequeño grupo
privilegiado al que se dirigía la obra literaria, sino un público mayor y heterogéneo de
individuos que, sumidos en la desolación, la pérdida de identidad y la incertidumbre,
anhelaban aventuras fascinantes, fundadas en la imaginación. Ya no perseguían en la literatura
una experiencia estética, sino un vínculo con su realidad, pero a través de una alternativa más
acogedora, una realidad transfigurada por el arte.
Los intelectuales respondieron a este reclamo con la búsqueda de nuevas formas y
estructuras narrativas. Italo Svevo, Luigi Pirandello, Curzio Malaparte y Massimo
Bontempelli, entre otros, emprendieron una cruzada que sería fundamental para las letras
italianas. Una batalla a contracorriente de las disposiciones del Estado y de los grupos
reaccionarios, pero cuyos frutos transformarían, en definitiva, el concepto clásico de la
literatura italiana.
El resultado fue un ejercicio poético del más alto nivel. Temas como la máquina; la
industria y la tecnología; el mundo capitalista; la transformación de la ciudad; la alienación del
hombre moderno, sus inquietudes y contradicciones, fueron recurrentes en la novela y el
cuento. En muchos casos fue notoria la influencia de la filosofía de Nietzsche y las teorías
psicoanalíticas de Freud y Jung, que habían causado gran impacto. Se produjo así, una
narrativa que al indagar en la condición humana y adentrarse en la conciencia colectiva,
encontró, en el relato fantástico, una forma de penetrar el espacio más íntimo del ser y su
relación con el universo simbólico.
En palabras de Italo Calvino, uno de los herederos del Novecento, “el contenido del
cuento fantástico es “la relación entre la realidad del mundo que conocemos a través de la
percepción y la realidad del mundo del pensamiento que habita en nosotros y nos gobierna. El
problema de la realidad de lo que se ve --cosas extraordinarias que tal vez sean alucinaciones
proyectadas por nuestra mente; cosas usuales que tal vez esconden, bajo la apariencia más
banal, una segunda naturaleza inquietante, misteriosa y aterradora—es la esencia de la

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literatura fantástica”.1
Ese universo simbólico es precisamente el común denominador de los relatos que se
incluyen en este libro. Un mundo que oscila en el plano de lo onírico sin perder de vista la
realidad social, religiosa y moral, que sirve como telón de fondo a la narración, aderezada
siempre con una dosis de humor e ironía.
Los diez autores aquí convocados, son apenas una muestra de la riqueza que generó la
literatura fantástica en el siglo XX italiano. Una narrativa que refleja el profundo sentimiento
del tiempo que marcó a esa generación. De Italo Svevo (1861) a Elsa Morante (1912), un
período representativo de cincuenta años, cada uno de los escritores que confluyen en estas
páginas, optó por una misma vía: el arte como un reducto para enfrentar la desdicha.
“La paradoja de la poesía moderna, escribía Sergio Solmi, parece consistir en una
suprema ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas
las ilusiones. La fantasía resurge en el mundo destruido como un espejismo en el desierto.”2
En ese desierto se inicia esta antología. Ahí donde Massimo Bontempelli registra las
visiones intermitentes de un león y un arcángel; en ese desierto aparece también la imagen
protectora de un fantasma angelical y barbudo.

Guadalupe Alonso Coratella.

1
Calvino, Italo. Mundo escrito y mundo no escrito. Ediciones Siruela, 2006.
2
Petronio, Giuseppe. Historia de la literatura italiana. Ed. Cátedra, 1990.

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MASSIMO
BONTEMPELLI

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Massimo Bontempelli (Como, 1878-1960), estudió en la Facultad de Filosofía y
Letras en la Universidad de Turín. Fue profesor de literatura italiana y más tarde
se trasladó a Florencia, donde trabajó como editor y colaboró en diversas
revistas y diarios. En esa época publicó su primera obra narrativa Sette savi
(1912). Desempeñó una intensa labor periodística, inclusive como corresponsal
en el frente para Il Messaggero, de Milán, en la Segunda Guerra Mundial. A lo
largo de su trayectoria como escritor, cultivó diversos géneros, entre ellos, la
poesía y el ensayo, pero destacó, sobre todo, como dramaturgo y narrador.
La cruzada de Bontempelli, fundador, junto con Curzio Malaparte, de la
revista 900, fue vital para la renovación de la cultura y las artes al inaugurarse
el siglo XX. Su firme convicción de la necesidad de un cambio estructural en el
terreno literario, fue causa de fuertes polémicas que derivaron en la ruptura con
algunos de sus contemporáneos. Sin embargo, nada lo detuvo. Entre otras
acciones, el diálogo que propició con las vanguardias europeas fue fundamental
para abrir las puertas de Italia hacia la cultura universal.
Su actividad política fue motivo de críticas y enfrentamientos que
afectaron tanto su vida pública como literaria. Bontempelli estuvo afiliado al
partido fascista, pero su postura en contra del racismo, lo condujo al exilio
interno, a la censura de su obra, a la expulsión del partido y a una amenaza de
muerte por parte del gobierno. Años después, se unió al Frente Popular. Esta
inconsistencia en las ideas políticas marcó su trayectoria. Quizá por ello, nunca
recibió el reconocimiento que merecía.
Bontempelli es considerado padre del realismo mágico. Obras como El
tablero ante al espejo (1922), Gente en el tiempo (1937) y Octogenaria (1946),
son algunos trabajos representativos de su apuesta por un nuevo lenguaje, el de
la imaginación. Al referirse a la literatura que debía corresponderse con el
cambio de siglo, apuntaba: “El novecentismo vive en el sentido mágico
descubierto en la vida cotidiana de los hombres y de las cosas.” Aventura
desierta o el último de los romántcos, es una pequeña pieza maestra en la que
el autor describe un espejismo en el desierto. En esta travesía fantástica
intervienen el arcángel y el león del desierto, personajes bíblicos con quienes el
protagonista, el último de los románticos, emprende un viaje alucinante cargado
de misticismo. En Los peregrinos, una variación sobre el mismo tema, el autor
insiste en los misterios de la fe y la relación del hombre con lo sagrado. Una

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búsqueda espiritual que adquiere sentido en el contexto de un momento
histórico plagado de incertidumbre.
Tras una larga agonía, Massimo Bontempelli muere en Roma en 1960.

Aventura desierta o el último de los románticos

Una sola vez he visto el desierto. Era muy grande. Pero todos los
desiertos son muy grandes, creo: no se puede concebir un desierto
pequeño.
Y era verano, porque en todos los desiertos es verano. En el desierto
me encontré a un león solitario y a un arcángel.

Caminaba desde hacía un rato desierto adentro, es decir, lo necesario


para no ver, ni siquiera al volverme, más que el infinito alrededor, como el
mar en alta mar. Apenas me había internado en el desierto, cuando a lo
lejos vi aparecerse un león.
Lo reconocí por el aire tranquilo y la melancolía que distingue a ese
cuadrúpedo de todos los demás animales. (El perro es melancólico, pero
inquieto. El gato es sereno, pero acucioso. El tigre parece estar siempre a
punto de perder la luz de los ojos.)
El león solitario estaba muy lejos y avanzaba con lentitud.
A pesar de eso, me detuve de inmediato.
Miraba alrededor. Miraba por todas partes, en especial hacia donde
estaba el león. Sentí ganas de retroceder, pero me hubiera disgustado
mucho darle la espalda.
Así las cosas, decidí sentarme.
Me senté sobre la arena candente del desierto que, en torno a mí,
ondeaba e irradiaba hasta perderse.
Toda la superficie estaba envuelta en un vértigo luminoso; el
espacio, hasta el cielo, permanecía inmóvil, ardiente. La tierra era una

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inmensa espesura de tremolines brillantes: a partir de mí, a mi alrededor,
a lo lejos, desde el horizonte, hasta el león que caminaba ocioso y aún no
me había visto.
No era posible tomar provisiones. No era posible prever. Por lo
tanto, me abandoné. Poco a poco aquella luz que fluía bajo el bochorno
arenoso del aire, se disolvía ante mis ojos en una intensa niebla de
diamante.
De pronto, el bochorno fue interrumpido de arriba abajo por un
resplandor más poderoso que hirió mis ojos por dentro. Creo que los cerré
un instante. Al abrirlos deprisa, vi iluminarse una región del aire junto a
mí, de la tierra hacia las alturas. Levanté la mirada, luego me puse en pie
de un salto, mientras aquella luz se volvía más cándida y se impregnaba
de plata; di un paso atrás por asombro y respeto. Era mucho más alto
que yo, hermoso y erguido, con las grandes alas plegadas a lo largo del
cuerpo y todo él resplandecía, pero la cara era rosa.
--Ah --le dije-- usted es un ángel.
--Le ruego –respondió-- un arcángel.
--Discúlpeme.
--No hay de qué.
Entonces el arcángel tendió su mano sobre mi hombro y yo me
sentí pleno de luz. 18 Bajé la vista hacia la arena de fuego y le sonreí.
Alcé de nuevo la cabeza, fijé los ojos en el sol; él estaba blanquísimo en el
centro del cielo y me miraba con una alegría noble.
El arcángel retiró la mano de mi hombro, me habló:
--No pensaba encontrarte --decía. --Tengo cita con un león.
Yo había olvidado al león. Me volví. Estaba un poco menos alejado.
--¿Tal vez aquél que está allá?
--Claro-- respondió el arcángel --el león del desierto. Vayamos hacia
él.
Caminaba casi a su lado, un poco más atrás, no estaba seguro si lo
veía o lo sentía. Su ligereza tenía una gran dignidad. No sé cómo se

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desplazaba. Mi alma temblaba, y no comprendo por qué esa angustia
estaba tan llena de confianza. Él procedía como un surtidor de plata
deslizándose entre las llamaradas del aire.
Al llegar junto al león nos detuvimos. El león replegó apenas una
rodilla y de inmediato se incorporó. Me miró un instante como se mira
algo en la lejanía. Enseguida percibí una sonrisa de fraternidad en sus
ojos, pero giró de nuevo hacia el arcángel y éste ya se había movido.
El león comenzó a caminar a su lado. Así, con garbo, se alejaron
conversando intensamente y sin aspavientos. Yo, con mucha modestia,
me quedé aparte observándolos, y en mi asombro no había aspereza o
inquietud sino dulzura.
Los miraba. Se detuvieron. Ambos me daban la espalda. El león
alzaba la cabeza y el cuello hacia el arcángel para escucharlo.
En cierto momento, me di cuenta que de vez en cuando se volvían,
me miraban un instante y enseguida reanudaban su charla. Sin lugar a
dudas hablaban de mí. Jamás supe lo que el león del desierto y el
arcángel del cielo dijeron de mí; nunca tuve curiosidad de adivinarlo,
mucho menos en aquel momento. Entre la soledad ardiente del cielo y la
tierra, mientras la inmensidad me rodeaba por todas partes y las diáfanas
oleadas del aire y la arena me envolvían, a unos cuantos pasos, el león y
el arcángel todo luz hablaban de mí en secreto y yo no pensaba en nada
ni jamás mi corazón se sintió tan libre de orgullo.
Ahora mis ojos estaban deslumbrados. Mis pestañas, llenas de una
irresistible voluptuosidad de luz. Así, me parecía como si el oleaje ámbar
de la arena ascendiera un poco hasta moldearse en la grupa del león,
como si el resplandor del aire descendiera para condensarse en esa
columna de plata que era el arcángel, cuando la pareja se movió con
dulzura. Regresaban. Paso a paso se acercaron a mí. Nos miramos un
momento a los ojos con mucha paz.
El león, tal y como había llegado, con su andar solitario, partió hasta
perderse en la lejanía. Lo seguí un rato con la mirada. Después alcé los

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ojos hacia el arcángel. El arcángel se erguía, como si se hiciera más alto.
Toda la plata resplandeció en medio de aquella inmensa vibración de oro
que era la luz sobre la arena. Entre aquellos fulgores, me sonrió, abrió sus
grandes alas, se elevó y, tras dejar una larga estela azul en el aire, llegó a
las alturas y se diluyó en el cielo.
Miré un largo rato, miré el espacio removido a su paso, la claridad
del mundo que se recomponía.
Ahora me rodeaba de nuevo el desierto, ondas de sol casi infinitas
sobre la tierra, y mi alma estaba colmada de luz y de melancolía.

Los peregrinos

En uno de aquellos años inciertos cuando no se es ni joven ni hombre, fui


peregrino por una noche.
(Al menos así lo recuerdo, pero el recuerdo es un poderoso
transfigurador. Quiero decir, que las imágenes esparcidas de aquel
peregrinaje, se congregaron en un lapso que hoy me parece una noche,
una noche exacta, del crepúsculo al alba. Sin embargo, ciertas
incoherencias me hacen sospechar que el juego de la memoria logró
confundir algunos detalles, en especial sobre el paso del tiempo. De lo
único que estoy seguro es de la precisión de los hechos, los cuales hoy,
después de tantos años, aún me parecen dignos de narrarse. En cuanto a
mis vivencias después de esa aventura, hay un lapso del que no sé nada,
como si desde aquella noche hubiera vivido meses o quizá años en un
letargo.)

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Ocupaba una habitación amueblada en el cuarto piso de una de las
últimas casas de una gran ciudad. Mi ventana daba hacia la calle. Desde
ahí, mirando a la izquierda, veía, al fondo, flanqueada por dos álamos, la
gran puerta medieval que interrumpe el muro que rodea la ciudad. Estaba
solo, vivía con cuarenta y dos libros y un viejo piano, no conocía a nadie.
Hacia el final de un día de verano, estaba asomado, observando con
devoción cómo las puntas de mis dos álamos se abrazaban entre las
crecientes sombras del atardecer, cuando desde la ciudad, me pareció
escuchar un coro lejano y un lento fluir de numerosos pasos. Giré y me
asomé hacia el otro lado. El canto se apagaba mientras que los pasos se
hacían más claros. Por fin, vi que aparecía y se aproximaba una procesión
de gente morena que caminaba en silencio.
A medida que se acercaban, la sombra crecía sobre ellos. Me ganó
la curiosidad. Tenía puesta una bata porque no había salido en todo el
día. Era vieja, hacía tiempo que había perdido su hermoso cordón.
Encendí las luces y busqué por todos lados mi cinturón de cuero. Volé
escaleras abajo y cuando llegué a la calle, la cabeza de la procesión había
avanzado más allá de mi casa. La procesión no marchaba en orden, como
lo percibí al verla de lejos y desde lo alto. Pasaban frente a mí, muchos
conversaban en voz baja, pero en conjunto, generaban un murmullo que
no me permitía aferrar las palabras. Andaban sin prisa como si ya
hubieran caminado un trecho y tuvieran que seguir caminando quién sabe
cuánto, tal vez hasta el infinito. Hacia el final de la procesión, uno de ellos
me miró, se apartó de los otros y vino hacia el portón:
--¿Me podrías decir qué hora es, por favor?
Yo no tenía reloj. Miré al cielo y respondí con humildad:
--Es de noche.
--Gracias— respondió, tan cortés que me atreví a preguntarle:
--¿Qué son ustedes?
--Somos peregrinos.
--Ah, ¿vienen de muy lejos?

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--De allá –dijo, mientras volteaba hacia la ciudad alargando el brazo
--¿Y a dónde van?
Giró del otro lado y con el mismo ademán señaló más allá de los
muros:
--Hacia allá.
--Gracias-- respondí yo también.
--¿Por qué no vienes con nosotros?-- me invitó el peregrino.
De inmediato acepté:
--Con gusto—asentí con esa disposición de la juventud. Sin embargo,
enseguida me asaltó una duda:
--Un momento... no estoy vestido como ustedes.
Me miró de arriba abajo:
--¿Qué es esto?
--Alguna vez fue una bata.
La bata me llegaba casi a los pies. En la sombra, brillaba la hebilla
del cinturón.
--Está muy bien. Eres en verdad de los nuestros. Ven.
Alcanzamos la cola de la procesión que ya se alejaba y nos
mezclamos entre los últimos. Me di cuenta que, de hecho, no todos
estaban vestidos iguales, como lo había imaginado: batas, mantos,
túnicas, todas eran largas y oscuras, por eso daban la apariencia de
uniformidad.
No tuve más dudas sobre mi cualidad de peregrino. Me daba la
impresión de haber pertenecido a ellos desde tiempo atrás.
Ensimismado, trataba de elegir entre cientos de preguntas que se
me ocurrían, pero cuando encontré la más adecuada y estaba por
formularla, se alzó un coro desde la lejana vanguardia, el mismo que
había escuchado al principio, y de inmediato se extendió por toda la
procesión hasta llegar a nosotros. Mi amigo también cantaba, como los
demás, pero de pronto se interrumpió y giró hacia mí:
--¿Por qué no cantas?

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--No sé... no conozco la pieza que están cantando.
--No importa, tú canta como puedas.
Para complacerlo, comencé a cantar, concentrado en seguir la
melodía.
Así, cantando, llegamos a los muros. Saludé a mis álamos,
enseguida pasamos bajo la bóveda de la gran puerta y nuestros pasos
resonaron como si fueran un estribillo del canto. De repente, el estribillo
cesó, pues habíamos desembocado al aire libre por la gran avenida que
atraviesa el campo. El coro era dulce, una canción fúnebre de tonos raros,
sencilla.
La canción se hacía más clara bajo las estrellas que despuntaban a
lo largo del cielo. Detrás de una pequeña nube lejana, surgía un claro.
Luego, poco a poco se apartó la nube y apareció la luna. No estaba llena,
pero fue suficiente para que bañara la inmensa llanura de una tierna luz.
De un lado y otro, los prados pálidos acompañaban nuestro andar
tranquilo. El coro se apagó bajo una larga nota y, en el silencio, el aire se
sentía más limpio. Una infinita dulzura me sobrecogió, recordé que había
sido niño. Todas mis preguntas se esfumaron, mientras que aquel andar
bajo el cielo, con esa gente, me pareció natural.
Acá y allá, los peregrinos retomaron las conversaciones en voz baja.
Le pregunté a mi amigo:
--¿Cómo te llamas?
--Quintilio.
--Es hermoso. Nunca había conocido a nadie que se llamara
Quintillo.
Uno que iba delante de nosotros volteó hacia mí:
--Y yo me llamo Giovanni.
Mientras murmuraba mi nombre, le tendí la mano. Él la apretó con
fuerza.
En ese momento, la cabeza de la procesión se detuvo, todos se
detuvieron. Muchos fueron a sentarse sobre los resguardos o sobre las

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piedras que sobresalían a los lados de la calle. Permanecí de pie junto a
Giovanni y Quintilio. Dispersas, palpitaban las luces de las luciérnagas
vagabundas.
--¿No quieres sentarte con nosotros?
--Gracias, pero no estoy cansado, desde aquí veo muy bien--, y
miraba rápido a mi alrededor.
--¿Te gusta?
--Mucho-- exclamé.
La pequeña nube que antes había bajado y se asomaba por el
horizonte, subió a cubrir de nuevo la luna. Entonces el cielo se condensó y
las estrellas brillaron con más luz.
Desde la orilla de la calle, sin levantarse, Giovanni miró hacia lo alto
y comenzó a hablar:
--El cielo estrellado es hermoso y grande como el mar, pero al mar
hay que ir a buscarlo, en cambio, el cielo está por todas partes, con todas
sus estrellas. Hay países que no tienen mar, muchos, pero no puede
existir un país sin el cielo encima y sin sus estrellas por la noche. Un país
donde el cielo fuera espeso, daría miedo. Nadie podría dormir con aquella
bóveda como si fuera una lona. No se podría respirar en toda la noche.
Con un cielo sin estrellas, el hombre, por las noches, se sentiría como en
una cárcel.
En eso, uno a quien no había escuchado abrir la boca, gritó:
--¡Basta ya!
--¿Qué te pasa?
--Basta, malvado, lo dices para torturarme, porque sabes que estuve
veintidós años en prisión.
Y se lanzó furioso contra Giovanni porque había mencionado la
cárcel. Quintilio se levantó para interponerse, cinco o seis de los que
estaban cerca acudieron gritando, se desató un escándalo. Yo estaba muy
asustado. Todo el grupo aullaba, agolpándose en un nudo furibundo. Los
gritos desquiciados crecían. Tuve la impresión de que por fin se

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calmaban, pero no quise mirar. Ante aquel horror, me alejé. Avancé hacia
los demás que, al parecer, no se habían dado cuenta de la insólita riña.
Uno de ellos se me acercó:
--Estás pálido. ¿Eres nuevo? ¿Estás cansado?
Avergonzado, bajé la mirada y noté que aquel tenía los pies
desnudos. Sentí que me temblaba un poco la voz al responderle:
--No, gracias, señor.
--No me digas señor, llámame Martín. No era mi nombre de niño, lo
escogí después, por devoción.
Quise disculparme:
--Sabes, Martín, estaba muy a gusto con aquellos, con todos
ustedes, y me quedé perplejo cuando de repente los vi proceder de ese
modo.
--Lo sé, son los sobresaltos de la bestia escondida. Hay que
perdonarlos, también ellos se volverán buenos.
Detrás de nosotros, una voz apuntó:
--Nadie es bueno.
--No lo perturbes más, Fazio--, advirtió Martín, al tiempo que
volteaba y me señalaba. El otro estaba a punto de responder, pero
notamos que todos se levantaban, los que peleaban de pronto se
separaron y, al igual que los demás, corrieron a formar de nuevo la
procesión.
--Qué pasó? –pregunté.
Fazio vino hacia mí y dijo con tono severo:
--¡La orden!
No me atreví a insistir. Caminaba entre Fazio y Martín. Al fondo, la
calle y el campo se impregnaron de una negrura que se desbordaba. Bajo
la luna, la oscuridad creció con rapidez en medio de la selva. Era tan
espesa, que parecía como si la selva caminara a nuestro lado.
Cuando llegaron los primeros, se detuvieron. A lo alto se escuchó un
susurro, como el eco de una frase que de inmediato se repitió un poco

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más cerca, y una tercera vez más acá y así, de un eslabón a otro, como
se propaga de la cabeza a la cola el movimiento de un gusano, hasta que
llegó a nosotros. La frase era la siguiente: “La selva está muy
accidentada, por lo que es necesario dividirnos. Nos veremos todos en la
salida del poniente, frente a una colina en cuya cima hay un ciprés”.
Giramos para repetir la advertencia hacia atrás: “La selva se encuentra
muy accidentada”, etc. Mientras la frase alcanzaba a los últimos,
pregunté a mis vecinos:
--Pero, ¿quién da estas órdenes allá a la cabeza? ¿Quién ordenó el
alto, detuvo la riña, hizo comenzar y terminar el canto? ¿Quién nos gira
estas instrucciones y decide la ruta?
--Así es --respondió Fazio muy serio.
Martín levantó los ojos al cielo.
La selva empezaba a devorarnos. Con dificultad, logré distinguir a
Martín que se apartaba de nosotros y desaparecía mientras avanzaba
ligero. Me encontré en la tiniebla profunda. Tropecé con una gruesa raíz,
pero sentí, sobre el hombro izquierdo, el tirón de una mano vigorosa que
me sostuvo. De este modo, Fazio, unas veces empujándome y otras
arrastrándome, me ayudaba a continuar entre los grandes árboles, a
surcar o rodear montículos pedregosos y marañas de raíces. Me envolvía
el aroma de los musgos y las cortezas. De vez en cuando, alguno de los
compañeros se atravesaba en mi camino y se esfumaba. Mi vista, que
empezaba a acostumbrarse, distinguía formas de troncos inmensos. A lo
alto, escuchaba cómo se sacudía y bramaba el follaje. De pronto, la mano
de Fazio, que no había abandonado mi hombro, me detuvo. Con su voz
áspera me dijo:
--Hermano, ¿qué fue lo que abandonaste para venir con nosotros?
Se me figuraba la voz de uno de los troncos que, a través de él, me
inquiría. Como tardaba en responder, repitió la pregunta:
--¿Qué recuerdas haber dejado en tu casa?
Pensé un momento más:

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--Recuerdo haber dejado una luz encendida—dije.
--Nooo... tienes que decirme a quienes o a qué cosas estabas más
apegado.
--A mis cuarenta y dos libros y a un viejo piano.
--¿A qué más? –insistía.
--Nada más... Ah, sí: a recordar, cada noche, muchas cosas de
cuando era niño.
Su voz sonaba como un rugido sofocado:
--Olvida eso, sobre todo, eso: las gratas memorias. Evítalas, mátalas,
maldícelas.
Sentí un angustioso deseo de regresar a la niñez para echarme a
llorar. Él debió entenderlo, porque de inmediato me ordenó:
--Sé valiente.
Sentí el deseo de ser insolente para poder insultarlo. También lo
intuyó, porque al ofenderme, me desafiaba:
--Por lo menos habla, di algo.
Sentí, con más dolor aún, el deseo de ser fuerte para poder librarme
de él y huir, pero su mano abandonó mi hombro sólo para aferrarse con
más fuerza a mi brazo.
Mientras esto sucedía, retomamos la marcha. Yo siempre así,
sostenido o empujado por él.
Después de un rato, me detuvo otra vez. Ahora me hablaba al oído,
casi sin voz, de un modo terrible:
--¡Mira! Y con la mano libre señalaba: ¿Ves aquella forma larga y
negra, aquélla, allá, la que cuelga de un tronco y se inclina hacia la tierra?
--La veo, es una rama baja, tan grande como un árbol entero.
--¿No ves, baboso, que está liso? ¿No ves que se mueve, que se
retuerce en espiral, que tiene cabeza y silba?
Y yo veía la serpiente retorcerse, la escuchaba silbar y temblaba
como el agua bajo el viento.
--Eso es lo que nos hizo daño. ¿Y, ves allá, del otro lado, todas esas

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puntas...?
--Ramas aún más pequeñas.
--¡Cuernos! Cuernos y horcas. Allá también, y todavía más abajo,
cada árbol está lleno de demonios listos para cornear y ahorcar.
Miraba el aquelarre de los demonios entre las ramas, escuchaba
silbidos por todas partes.
Él siguió empujándome hacia adelante.
--Ahora viene lo bueno, mira-- y me torcía el brazo --más a la
izquierda, esos dos demonios allá arriba, ya agarraron algo al vuelo, algo
blanco, un hombre desnudo, el alma de un hombre que tenía “muchos
recuerdos”. Mira, se la avientan uno a otro como una pelota, uno la punzó
con el trinche, se ríen, él sangra. El otro... ah, se le acerca, sopla sobre la
sangre, la sangre se enciende, se convierte en una flama...
Miré la flama arder, arrollar al herido, después alargarse, tenderse,
oscilar por aquí y por allí, replegarse, tocar el follaje a lo alto y las
cortezas debajo. Uno que otro árbol estallaba. Me invadió un miedo
espantoso, me sacudió, me arrancó de la mano de Fazio que me
apretaba. Corrí. Me precipitaba desesperado, caí, me levanté, me estrellé
contra un tronco, de vez en cuando giraba y veía relámpagos, escuchaba
crujidos, me atasqué en una zona de terreno pantanoso, salí, seguí
huyendo hasta ver que se aclaraba; los troncos se dispersaron,
desemboqué fuera de la selva en una planicie de hierba en medio de la
luz. Caí de bruces sollozando, y me quedé ahí mucho tiempo, exhausto y
probablemente desmayado. No supe en qué momento me recuperé, mi
corazón ya estaba en calma, alcé la cabeza.
Frente a mí, más allá de los prados, se levantaba la colina, como un
hermoso cono tranquilo entre la luz de la luna. Y en la punta de la colina,
el sutil ciprés se erguía para punzar el cielo.
Me puse en pie, miré alrededor.
Muchos de mis compañeros dormían echados sobre la hierba. Desde
los árboles, detrás de nosotros, poco a poco aparecían los demás, que

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también se acurrucaban y se adormecían bajo la luna. En breve, me
pareció que ya estaban todos allí. Caminaba de un lado a otro, trataba de
distinguir si entre los que habían regresado estaba Fazio. No lo encontré.
Me invadió la angustia de que se hubiera quemado entre las flamas
diabólicas generadas por su amargura. Me volví para mirar si a lo alto, en
la selva, salía humo o algún indicio de incendio. El aire sobre la selva
estaba inmaculado y solemne. Sentí una gran pena por él.
En medio de estos apuros, mientras vagaba por el prado, mi pie
tropezó con algo. Bajé la vista: ¡Dios mío! Era otro pie, un pie descalzo.
Me incliné y reconocí a Martín, recostado a lo largo de un surco. No
dormía. Se incorporó para sentarse en la orilla del surco y me saludó con
una sonrisa.
--Martín, he visto cosas terribles.
--Lo terrible son nuestros pensamientos.
Me senté a su lado.
--Todos duermen-- dijo. --¿Alguna vez has visto a los ángeles?
--Nunca.
--Quiero que veas conmigo a los ángeles en el cielo. Si observas
bien, los verás detrás de esas colinas.
Miré con atención. Detrás de las colinas, a lo largo de la línea del
ciprés, se levantaban, en el aire azulado, formas blanquísimas, albas que
fluían y enseguida se delineaban en largas alas. En fila, volvieron al punto
más alto de la bóveda celeste, y lentas, descendieron de nuevo en largas
espirales, mientras una melodía aérea brotaba de su lento caminar.
Mientras tanto, llegaron otras blancuras, mas pequeñas y veloces,
saltaban y volvían a caer como cascadas, se mezclaban con las más
grandes y, al compás de las melodías, lanzaban vivaces campanillas. Por
fin, unas y otras se esparcieron en el aire, volvieron a juntarse, retozaban
en el cielo como los delfines en el mar.
--Sigue mirando, ahora se pueden ver las constelaciones, ahí está el
León, aquélla es la melena.

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Apacible, descubrí la melena, el dorso y al León entero, como un
altorrelieve cobrizo que respiraba en los confines del aire. Muchos de los
pequeños ángeles volaron sobre la grupa del manso León, los demás
formaron una corona que giraba alrededor de ellos.
--Ahí está, ahí está la Virgen.
La Virgen se apareció, dulce y remota, y se detuvo al lado del ciprés.
Los ángeles pequeños --los mayores habían permanecido en el cerco--
desde la grupa del León se plegaron y, arrodillados, con la cabeza
inclinada, parecían hacerle una reverencia.
--Junta las manos—me susurró Martín-- haz lo mismo que yo,
arrodíllate y reza.
Yo no sabía rezar, pero me arrodillé y junté las manos. No incliné la
cabeza, como mi compañero, porque entendí que todo aquello pronto
terminaría y no quise perderme un sólo instante de la dulce visión. Martín
murmuraba. Poco a poco, todo empalidecía y se disipaba en el cielo. El
León y la Virgen desaparecieron. Los Ángeles y los Arcángeles, en breve,
se convirtieron en una bruma plateada bajo el fondo azul, hasta que
fueron absorbidos por completo en el inmenso candor del aire.
--Todo es hermoso y bueno en el mundo-- dijo a mi lado Martín
mientras se ponía en pie.
Los demás también se habían levantado y, ordenados, comenzaban
a reunirse.
El andar prosiguió, mudo, igual. Llegamos más allá de los prados a
una avenida flanqueada por un río, poco después dimos vuelta. Allí, el
lejano horizonte se escondía tras un cordón de montañas. El río era largo.
Lo abandonamos un momento para atravesar un pueblo adormecido. En
la pequeña plaza nuestros pasos resonaron como lo habían hecho al salir
de la puerta de la ciudad. Ya no me quedaba siquiera una sombra de
aquella curiosidad que tuve al principio, la de saber si alguien dirigía todo
esto y de qué modo lo hacía. Es más, pensándolo bien, la juzgué una
frivolidad. Del otro lado del pueblo, encontramos la avenida y la riada que

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descendía junto con nosotros y murmuraba a lo largo de la ribera
pedregosa. La luna se ocultó detrás de los montes y, sólo entonces,
parecía haber calado realmente la noche. Lejanas luces surgieron del otro
lado del agua, y también una pequeña masa oscura que, poco a poco,
mientras nos acercábamos, descubrimos que era una casita con el techo
en punta y muchas ventanas iluminadas. Cuando estábamos casi de
frente y sólo la anchura del río nos separaba, desde las ventanas se
escucharon vertiginosos acordes de danza. Se asomaron cabezas
frondosas, hombros pálidos y brazos de mujeres que nos miraban. Detrás
de ellas, toda la casita estaba invadida de sonidos, de cantos y de luces.
Creo que en aquel momento, toda la procesión caminó un poco más
despacio. También sospecho que, una vez que nos alejamos, a todos les
dieron ganas de voltear para seguir mirando, pero ninguno se atrevió.
Caminábamos sólo bajo el brillo de las estrellas. Por momentos, la
procesión se ladeaba y parecía tambalearse.
¿Acaso seguiremos así por siempre? ¿Acaso, al igual que yo,
ninguno de mis compañeros sabe a dónde vamos y por qué? ¿Alguien
más, al partir, habrá dejado prendida una luz en su habitación? ¿Y acaso
los otros, como me sucedió a mí, dejaron de tener curiosidad? Pienso que
en un principio la curiosidad los incitó, pero una vez disipada, todos
seguimos adelante porque no encontramos una razón para volver atrás o
detenernos. Así pues, a nuestro andar, cada uno, en su conciencia, podrá
considerarlo una fatalidad. Y jamás sabremos si nuestro camino fue
peregrinaje o vagabundeo.
Estos pensamientos, así como algunos recuerdos fragmentados y
una turbulencia de imágenes fugaces, lejanas y cercanas, me indujeron a
una postración del alma que, en breve, se trasmutó en frenesí y pasó del
corazón a todos los demás miembros. Mis piernas, agitadas por una
ansiedad malsana de echarse a correr, temblaban. Con esfuerzos
sobrehumanos lograba frenarlas. Ah, maravilla, casi como si mi ansiedad
lo hubiera provocado, un gran murmullo se propagó a lo largo de la

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procesión y todos aceleraron el paso. Los que iban por delante y a mi
alrededor, yo entre ellos, se lanzaron en una carrera cada vez más rápida.
En un vuelo, llegamos donde comenzaba la calle, entramos a una ciudad
y, como una ráfaga de viento, devoramos avenidas entre montones de
casas inmensas que clareaban con el alba. Atravesamos plazas, distinguí
el perfil de altos monumentos empenachados, circundamos un parque,
nos internamos enardecidos a través de los últimos barrios, entre el
fragor indiscreto de nuestros pasos multiplicado por el silencio de las
calles, hasta que nos detuvimos de golpe.
Encontré a Fazio a mi lado y sentí una gran alegría. Me dio una
palmada en el hombro, señaló una luz a lo alto, en un cuarto piso, y me
dijo:
--¿Quién veló allá arriba toda la noche?
Miré, reconocí mi ventana, las grietas del muro desde el techo hasta
el suelo, mi casa, el portón.
--Allá estoy yo-- exclamé.
--Ve a apagar esa luz-- me ordenó Fazio con tono severo.
Subí las escaleras jadeando. Acalorado, entré en mi habitación,
aventé la bata sobre la cama, apagué la luz y me asomé por la ventana.
Miré a mis peregrinos alejarse lentamente hacia los muros de la
ciudad. Habían retomado el canto y así, cantando, llegaron a la gran
puerta flanqueada por los dos álamos. Ahí dentro, poco a poco
desaparecían bajo la aurora lánguida. El viento del amanecer me trajo,
por unos cuantos minutos, las últimas notas de su lejano coro.

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ITALO SVEVO

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Aron Ettore Schmiz nació en 1861 en Trieste, por ese entonces provincia del
Imperio Austro-húngaro. A los doce años se trasladó a Alemania para aprender
el idioma y estudiar comercio. En aquella época, la lectura de Schiller, Goethe,
Shakespeare y Schopenhauer despertaron su pasión por la literatura. Más tarde,
regresó a Trieste y trabajó como empleado bancario. Tras la muerte de su
padre, en 1983, se dio a conocer en el mundo literario bajo el pseudónimo de
Italo Svevo. Antes, había firmado como E. Samigli sus colaboraciones en los
periódicos locales: L’Indipendente e Il Piccolo della sera.
Svevo fue un escritor tardío cuyos primeros libros, Una vida (1892) y
Senilidad (1898) resultaron un fracaso. “Senilidad, comentaba, no mereció una
sola palabra por parte de la crítica, ni a favor ni en contra. Me resigné ante un
juicio tan unánime (no existe unanimidad más perfecta que el silencio), y
durante veinticinco años me abstuve de escribir.” Sin embargo, nunca logró
apartarse de “esa cosa tan dañina y ridícula llamada literatura”.
En 1907 conoció a James Joyce, exiliado en Trieste. Un afortunado encuentro
del que no sólo surgió una profunda amistad sino una apasionante colaboración
literaria. Joyce reconoció el talento de Svevo y lo impulsó hacia una carrera de
éxito. La conciencia de Zeno (1923), su tercera novela, es hoy un clásico de la
literatura italiana.
Svevo mantuvo un diálogo constante con sus contemporáneos en un
momento histórico de grandes transformaciones. La filosofía de Nietzsche y las
teorías psicoanalíticas de Freud fueron determinantes en la generación
neovanguardista y en la llamada “literatura de la crisis”. Tal es el caso de Franz
Kafka, Marcel Proust, James Joyce y Robert Musil, escritores que reflexionaron
en torno a la desintegración de los valores, la identidad y las contradicciones del
hombre moderno. En esta línea, Svevo comparte la pasión analítica de su
generación y dirige su escritura hacia los resortes ocultos del ser humano. Así lo
muestran El mal de ojo y Una lucha, dos relatos incluidos en el libro I racconti,
que Svevo comenzó a escribir alrededor de 1925.
En septiembre de 1928, Italo Svevo perdió la vida atropellado por un
automóvil.

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El mal de ojo

Muchos hombres, entre los diez y los quince años de edad, sueñan con
una gran carrera, incluso como la de Napoleón. Por ello no era de
extrañar que a los doce años, Vincenzo Albagi pensara que si a los treinta
Napoleón había sido proclamado emperador, él podría serlo unos años
antes. Lo extraño, en cambio, era que aquel instante del sueño habría de
recordarlo toda su vida. Esto nadie lo sospechó, puesto que él no era más
que un buen muchacho, nada tonto, que cumplía muy bien con sus
deberes en el liceo y la secundaria. Era el orgullo de sus profesores por su
inteligencia y también --¡Ah! ¡Qué ojos de lince tienen los profesores!--
por su modestia. En casa, aceptaba la sencillez de la vida provinciana que
le había sido impuesta y toleraba, con una sonrisa y algo de piedad, el
orgullo de su padre, quien se sentía el Napoleón de los comerciantes de
vino en Italia. El viejo Gerardo, que en su juventud había trabajado el
campo con sus propias manos, era un hombre satisfecho y bondadoso. Al
paso del tiempo, había entendido que era mejor comprar y vender el
producto ajeno que producir el propio. Esto significó un gran esfuerzo
para su mediana inteligencia, pero tras haberlo conseguido, Gerardo vivió
bien tanto física como moralmente. Su mujer, a quien le había concedido
una empleada doméstica, dos o tres vestidos al año y una mesa
abundante, lo adoraba y lo admiraba. Gerardo hacía el bien a muchos y
no pretendía obtener reconocimiento. Andaba por la calle quizá con
demasiada arrogancia, pero todos lo apreciaban y pocos se sentían
amenazados por ese orgullo apacible del afortunado negociante de vino.
¡En este mundo había lugar para toda clase de orgullos, todos ellos

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legítimos! Por lo general, Gerardo, con un sincero tono de admiración,
reconocía los méritos de los demás. Al limpiabotas que se instalaba frente
a su casa le decía: “¡Eres el mejor lustrador de zapatos del mundo!” A la
cocinera: “¡Nadie sabe preparar el bacalao empanizado mejor que tú!” A
su mujer: “¡Yo sé hacer dinero y tú gastarlo!” Así que muchos
encontraban en la felicidad de Gerardo una gran satisfacción.
Vincenzo, en cambio, estaba absorto en la contemplación de su
futura grandeza. Su padre sólo había tenido una gran idea y a ella debía
la felicidad de su vida. Si ese padre no hubiera tenido aquella idea, sin
duda Vincenzo estaría, desde hace mucho tiempo, tirando del arado junto
a cualquier asno. Sin embargo, ya estaba harto de aquel orgullo, pues le
parecía un despropósito. Su padre, a menudo hablaba de la lealtad que le
tenían otros comerciantes o consumidores de vino: “Cuando el vino pasa
por mis manos, aumenta de sabor y de valor”. Por las manos limpias de
Vincenzo, al contrario, no pasaba nada y, por su cabeza, sólo su propia
imagen convertida en la de un célebre y admirable cacique. Mientras que
a Vincenzo el orgullo del padre no le provocaba más que una sonrisa
distraída y cansada, el viejo se complacía de los méritos de su hijo, tan
legítimos como los de un buen limpiabotas. Vincenzo era un estudiante
capaz. Pasaba con honores todas las clases. “Yo hago dinero, decía el
buen viejo, y tú, con toda seguridad, harás otras cosas.”
Los problemas comenzaron cuando Vincenzo abandonó la escuela.
Mientras tanto, quiso entrar a la Academia Militar. Era el camino más
corto para despojar al Rey del trono y ocupar su sitio. Lo curioso era que
el Rey se encontraba muy lejos de la Academia Militar. Vincenzo tenía que
ver con tenientes y subtenientes, los cuales, durante mucho tiempo, lo
apreciaron y estimaron tanto como los profesores del bachillerato. Pero
llegó el momento en que Vincenzo perdió la paciencia. La lucha por la
vida era importante. Ya no se trataba de aprender, era preciso alcanzar la
meta. Un buen día, le faltó al respeto a un teniente de un modo muy
grosero. Fue recluido y amenazado con los más graves castigos, pero se

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sintió feliz cuando su padre, como astuto vinatero que era, declaró que su
hijo era mentecato desde la juventud y así, pudo volver sano y salvo a
casa, despojado, además, del uniforme militar.
Vincenzo fingió demencia durante algunos meses. Los dos
provincianos temían que la autoridad militar los vigilase para reanudar el
proceso contra Vincenzo si resultaba que no era tan mentecato. Y así
como Vincenzo recordaba aquel primer sueño por el que se había sentido
llamado a convertirse en un Napoleón, de igual manera recordó el
sentimiento casi gozoso con el que aceptaba parecer lo más estúpido
posible. Se decía: “¡Mira nada más que situación! ¡Estar destinado a una
cosa y tener que aparentar la otra!”.
A quien conoce la naturaleza del hombre, no le resultará extraño
que tras ese par de años en la Academia Militar, concluidos con aquel
puntapié que lo devolvió a casa, Vincenzo no hiciera ningún esfuerzo por
conquistar el codiciado porvenir de Napoleón. Después de una breve
temporada en la universidad, permaneció en casa. Fue entonces cuando
se convenció de que los estudios no eran lo suyo. Comparado con sus
compañeros, ya era un viejo. El desprecio que sentía por todos los
hombres, se acrecentaba ante los más jóvenes y le repugnaba convivir,
de igual a igual, con personas que, en realidad, tendrían que haberse
sometido a él. Regresó a casa y su viejo padre, que no deseaba más que
tenerlo cerca, lo recibió con los brazos abiertos. “Yo te enseñaré el
comercio de vinos que, encaminado como está, no te representará
grandes esfuerzos”. Por fortuna, en esa ocasión, Vincenzo no contuvo el
rencor que se le acumulaba en el pecho, sino que lo desahogó. No quería
evitar los esfuerzos, al contrario, los buscaba. Es más, deseaba los
grandes y heroicos esfuerzos, sin embargo, para un hombre que había
estudiado como él, y siendo él, el comercio de vinos resultaba
desdeñable.
Después, sintió una gran paz, porque Gerardo era una persona que
se dejaba influir con facilidad y como era un hombre práctico, no

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aceptaba otras contrariedades más allá de las que le causaba el negocio
del vino.
En aquel tiempo, Vincenzo leyó mucho. Volúmenes y volúmenes.
Muchos de los que se dedican a la lectura adquieren sabiduría, otros
alimentan el espíritu. En cambio Vincenzo sólo encontraba motivos para
su rencor. Leyó largas historias del Consulado y el Imperio, y le
asombraba el hecho de que un gran hombre fuera capaz de cometer
tantos errores. Leía también los periódicos y, en cada ejemplar,
reafirmaba su convicción de que todas las personas de las que se hablaba
eran poco dignas o demasiado débiles.
Vincenzo se preocupaba por su aspecto. Llevaba un gran bigote
oscuro al que dedicaba muchos cuidados. Sin embargo, nada lo distinguía
del común de los mortales, salvo cierto aire fatal que adoptó su cara,
como una máscara. Lo cierto es que, cuando los otros se entusiasmaban,
él de inmediato se apartaba herido en su orgullo propio. En ese momento
adoptaba un gesto curioso: se llevaba la mano a la boca como para
ocultar un bostezo y su mirada se volvía torva, torva. Los párpados se le
contraían como para cubrir esos ojos que, sin embargo, permanecían
abiertos de tal modo, que dejaban entrar imágenes y salir una pequeña
flama amarilla en dirección a los cuerpos que las habían producido. Había
llegado a una época en la que tenía suficientes motivos para bostezar.
Bostezó, como para desencajarse las mandíbulas, al mirar las primeras
aeronaves, a las que reprochaba su poca estabilidad. Una observación
muy justa que enseguida derivó, de acuerdo con sus aires de grandeza,
en la esperanza de ser él quien descubriera el medio para hacerlas más
estables. Los dirigibles lo debilitaron hasta el punto de caerse de sueño,
pero contrajeron tanto sus ojos, que a través de la fisura que dejaban los
párpados, no se veía más que el blanco cubierto de una luz amarilla.
Después vino el Premio Nobel que a él nunca le tocó. Y en el fondo, la
nuestra le parecía una época de hipocresía que aparentaba no exigir sino
grandes caudillos, mientras que en realidad los evitaba y los sofocaba.

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Aún así, en el pequeño ámbito de su ciudad natal, Vincenzo era un
hombre afortunado y, por lo tanto, envidiado. Todos le decían que había
nacido de pie, pero él no lo creía y lo inundaba el rencor porque le parecía
que le hablaban así para inducirlo a pensar que tenía más de lo merecido.
Poseía todo el dinero que deseaba, los padres no hacían más que dárselo,
pero a él no le interesaba. Una joven rica y hermosa quedó hechizada con
sus ojos oscuros, en los cuales brillaban reflejos amarillos, y él consintió
en hacerla suya. No le importaba tanto el amor, pero le causaba
satisfacción tener cerca a una persona tan razonable como para adorarlo.
En vista de que no tenía deberes, podía reemplazar el tiempo libre con
sus sueños de emperador. Pensaba que eso le correspondía.
Su madre, que también esperaba con paciencia que de semejante
larva saliera el útil animal deseado, lo impulsó a tomar parte en la vida
política local. El ambiente era reducido, pero había manera de acceder a
uno mayor, es decir, en Roma… y de allí… Los sueños se animaban con la
intención de dar el primer paso, y lo dio, con aires altaneros y
desdeñosos, contra la administración local. Le pusieron el alto con un
manotazo. ¡Y qué manotazo! Una mano gruesa y poderosa había
abrazado incluso una parte de su atildada cabeza y se desplomó sobre
ella con tanta fuerza, que el cuello cedió y no logró detener el golpe.
También las piernas cedieron, al grado que Vincenzo terminó con la nariz
en el suelo. Se levantó rápido y miró a su adversario. No entendía nada,
salvo que le habían hecho una grave ofensa. ¡Aquél bárbaro, nada menos
que un gusano, lo había confrontado, era demasiada osadía! Lo miró
inerme, pero sólo aparentemente, porque su odio alimentó la flama
amarilla que le vibraba en los ojos. Así nació su mal de ojo, motivado por
su coraje de bestia abatida, por su deseo de venganza ante el grave daño
que le habían hecho. Un retroceso para su futuro ascenso. Se levantó, y
fue el otro quien le entregó primero su tarjeta. A Vincenzo le pareció una
burla y miró, ¡miró! La mejilla se le había hinchado, un ojo se le hizo
pequeño y se obstinaba en no cerrarse.

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Antes de llevarse a cabo el duelo, su adversario enfermó a causa de
una picadura de insecto y a los pocos días murió.
En realidad, Vincenzo no tenía la más mínima idea de que él lo había
matado. No le costó ningún esfuerzo fingir que lo lamentaba. Vincenzo no
era un hombre malo, y para que se produjera ese mal de ojo, que ya se
perfilaba en su destino de holgazán ambicioso, era necesaria su voluntad
y su inquina. La inquina está presente en todos aquellos que reciben una
bofetada, pero mientras los otros responden con más bofetadas y
puñetazos, al pobre Vincenzo le originó la única arma que sabría manejar.
Un arma que iba a herir a muchos, tanto como a él mismo.
Poco después, se casó con la muchacha que lo amaba. Lo tomó
como el sacrificio de un buen hijo para complacer a su padre, a su madre
y a la joven que tanto lo quería. En fin que, aun sin amor, el matrimonio
no es un obstáculo para las grandes empresas, como suele creerse.
Fue en los primeros meses de su matrimonio cuando sospechó cuál
era el poder infernal que se alojaba en sus ojos. Caminaba solitario por los
campos en las afueras de la pequeña ciudad donde se había exiliado.
Quería estar solo para reencontrarse. El afecto de la joven esposa le
provocaba tedio. Tenía necesidad de estar solo. Guardaba en su bolsillo el
último volumen de Thiers y le complacía leer el modo como Titán se había
hundido tras cometer tantos errores. Titán estaba ciego. Había visto
funcionar un modelo de ferrocarril y no fue capaz de aprovechar la
oportunidad que le habría permitido apoderarse el mundo.
En ese momento vio a una gran multitud salir de la ciudad, un
griterío de gente entusiasmada. Los hombres se habían quitado el
sombrero y lo agitaban saludando a lo alto; las mujeres sacudían sus
pañuelos. Vincenzo también miró hacia arriba. A cientos de metros de
altura y contra el viento, avanzaba un dirigible. Bajo el sol del mediodía,
brillaba como un enorme cilindro de metal. Los constantes estallidos de
su motor colmaban el aire. Era la evidencia misma de una gran victoria y
Vincenzo miraba, miraba y pensaba en los defectos de aquel artefacto. En

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primer lugar, veía el peligro de esa enorme cantidad de gas inflamable
que lo sostenía. La multitud aplaudía, y a lo alto se alcanzaron a ver unas
figurillas minúsculas asomándose desde la cabina para responder a los
saludos que llegaban de los campos y las colinas lejanas. Se creen
triunfadores, pensó Vincenzo, mientras torcía la boca disgustado. Fue
entonces cuando notó que de sus ojos había salido algo semejante a un
dardo disparado por el arco tenso. Sintió con claridad ese disparo. Se
pasó la mano por los ojos para protegerlos, le pareció como si su órgano
hubiera sido lastimado por objetos provenientes del exterior. De
inmediato se disiparon sus dudas. Allá arriba, y en inmediata
correspondencia con la sensación que él tenía, se produjo un grave
fenómeno a la inversa. Una llamarada enorme envolvió al habano volador
y a la cabina que estaba debajo. Poco después se escuchó la terrible
explosión y los gritos de la multitud aterrorizada. En el aire sólo quedó
una nebulosa que continuaba elevándose. La cabina se precipitó y
aumentaba de tamaño mientras se venía abajo cargada del motor y los
aeronautas. Cuando cayó al suelo, se escuchó el estruendo. El primer
impulso de Vincenzo fue acudir al lugar de aquel desastre involuntario.
Después se detuvo, porque comprendió que él lo había provocado y temía
que los demás adivinaran la realidad de su conciencia. Corrió hasta su
mujer, que en vísperas de dar a luz, había permanecido en casa. Le contó
del terrible espectáculo que acababa de presenciar, pero a menudo,
confuso, interrumpía el relato y cambiaba de color. Esa agitación que le
ahogaba la garganta, no era producto del dolor que sentía por las
víctimas, como pensaba su mujer, sino porque se veía a sí mismo como
un ser perverso y malvado. Al principio trató de persuadir a su mujer de la
admiración que le había provocado aquél portento, pero de inmediato su
lengua, más honesta que su propósito, habló sobre las imperfecciones de
la máquina. A pesar del desastre ocurrido y de la sincera compasión que
sentía hacia las pobres víctimas, al describir aquella magnífica victoria
humana, sintió que renacía en él todo el rencor y comprendió que de no

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haberse producido la catástrofe, sus ojos habrían disparado de nuevo. Esa
visión tan exacta de su malignidad le resultaba insoportable, así que
interrumpió el relato y se tiró sollozando sobre la cama, al tiempo que
presionaba sus terribles ojos con las manos. Su mujer, colmada de
compasión ante semejante muestra de dolor, lo consoló amorosamente.
Más adelante, él se negó todo a sí mismo y lo olvidó sin problemas.
Aquello había sido producto de su imaginación. Si hubiera pretendido que
los demás creyeran esa historia, jamás lo habría logrado. ¿Por qué,
entonces, habría de creerla él? Él que se sabía tan bueno como el ser
superior que en realidad era. Ahuyentó esa pesadilla y volvió a
imaginarse transportado al trono que lo esperaba. Cuando hablaba del
desastre que había presenciado, encontraba las más nobles palabras de
arrepentimiento. Evitaba decir, sin embargo, que había previsto la
desventura debido a las imperfecciones de la máquina. En cierta ocasión
se tocó el tema frente a su mujer. Ella, para mostrar su admiración, quiso
que todos supieran que su esposo había comprendido que un artefacto así
construido no podía sostenerse; pero él lo negó y se escabulló. Por
supuesto, todos sabían que en el mundo había muchos dirigibles que
volaban seguros. El problema para esos aparatos tan delicados era
mantenerse lejos de influencias malévolas.
Pocas semanas después, los ojos de Vincenzo dispararon de nuevo y
atacaron a la persona que creyó haber amado más que a nadie en este
mundo. Su madre era una mujer ambiciosa y hubiera querido impulsarlo
de nuevo a las campañas locales. El pueblo era un caos debido a las
próximas elecciones y ella anhelaba que él cediera al deseo de varios
amigos y presentara una candidatura. A Vincenzo no quiso saber nada de
eso y, por la confianza que tenía en el cariño de su madre, le dio a
entender que se consideraba con demasiada altura como para dignarse a
luchar en un ambiente tan miserable. En un principio, ella creyó que así
era y durante muchos años había esperado ver a su leoncito lanzarse a la
conquista del mundo. Más tarde, comprendió que el mundo era muy vasto

33
para él y cuando vio cómo, en el primer enfrentamiento, Vincenzo se
había retirado a su ostracismo de villano para continuar con sus benditos
ocios, lo comprendió todo. Lo primero que hizo fue hablar con su marido
que, ocupado como siempre, no tenía tiempo de atender lo que sucedía a
su alrededor:
--Sabe tanto y no tiene ganas de hacer nada. ¿Cómo terminará?
Después habló con la nuera:
--¿Por qué permites que tu marido pase los días sin hacer nada? ¿No
ves que empiezas a traer hijos al mundo y él ni siquiera se da por
enterado?
Gerardo le dio poca importancia a las palabras de su mujer y
enseguida se volteó del otro lado de la cama y comenzó a roncar. En
cambio, la amada esposa se rebeló: Vincenzo era un hombre que pensaba
y estudiaba y no tenía necesidad de que lo urgieran a trabajar. Su padre
ya se había encargado lo suficiente del dinero y habría sido una
mezquindad pretender acumular más. Por el momento, Vincenzo pensaba
y estudiaba.
Su madre, quien había dedicado toda su vida a ese hijo, se sintió
herida al darse cuenta de que alguien lo defendía en su contra y
reaccionó con violencia. Fue una desgracia que Vincenzo apareciera en
ese momento, pues la vieja mujer se excitó aún más ante a la odiosa
alianza del hijo y la nuera. Entonces profirió los peores juicios sobre su
hijo. Quería herir y podía hacerlo con facilidad, pues era la única persona
a quien Vincenzo, desde la infancia, le había confesado su deseo: --
Anda, sigue estudiando la vida de Napoleón, sigue. Así, cuando te
tropieces con alguno que se le parezca, te dará permiso para atarle los
zapatos. Con la ira, manifestaba el profundo desprecio hacia ese
vanidoso al que tan íntimamente conocía y, aunque siempre supo que así
era, en otro momento hubiera podido compadecerse y consolarlo.
Vincenzo estaba sofocado por la sorpresa y la ira. Nadie se había
atrevido jamás a hablarle de esa manera. ¡Y frente a su mujer! Buscó

34
palabras, pero no le llegaban. ¿Cómo encontrarlas? No podía revelar que
se sentía capaz de compararse con Napoleón. Su misma pereza le había
impedido ostentarlo. Su exigua ambición se filtraba por algún resquicio de
los pequeños ojos, pero no de la gran boca. Negárselo a ella, a quien él
mismo, entre susurros, le había confesado tantas veces su ambición en el
saloncito de la casa paterna, donde antes de acostarse habían soñado
juntos, era imposible. Por eso y sólo por eso, en su organismo inerte se
encendieron los ojos.
La madre se marchó y los cónyuges lloraron solos. Ella, feliz de
conocer por fin el secreto:
--¡Ah, hacía tiempo que lo había adivinado! ¡Tú mereces algo
grandioso!
Él, satisfecho, pues no acababa de perder la fe de la madre cuando
ya había encontrado con quien reemplazarla, así que se calmó de
inmediato.
Sintió el disparo de sus ojos, pero ya no creyó en eso. Además, la
madre se había retirado erguida e iracunda, llena de salud, no como el
dirigible, que con sólo mirarlo se desplomó. Nunca pensó que el cuerpo
humano está hecho de otro modo y no contiene un gas inflamable. El
dardo produce una pequeña grieta y, a través de esta, ataca al complejo
organismo. Es necesario un poco de tiempo para lograr su destrucción.
“Le ofreceré una disculpa a mi madre”, pensó Vincenzo, a quien las
caricias de su mujer le habían devuelto la bondad.
Nunca más pudo hablar con ella. Pocas horas después, encontraron
a la anciana inconsciente en el suelo. Cuando Vincenzo volvió a verla, ya
la habían acostado: boca arriba, inmóvil, parecía envuelta en un sueño
pesado, con la respiración regular pero ruidosa. Su padre le dijo que la
había visto cuando regresó de visitar a la nuera. Le parecía que estaba
bien. Al volver, la encontró tendida sobre la alfombra, tal y como ahora
yacía en la cama, con la misma respiración fuerte y uniforme. Sólo que la
cabeza se veía mal, un poco inclinada hacia el hombro.

35
--¿Habrá tomado algún somnífero?, preguntaba el viejo, inquieto.
Vincenzo –más culto- enseguida percibió la verdad y de inmediato
recordó también su mirada mortal. ¡No quiso admitirlo! Su madre debía
estar borracha. ¿No lo revelaba aquel sueño tranquilo y pesado? Fue un
hipócrita con él mismo y con los demás. Preguntó a su padre si le
constaba que la vieja señora no era aficionada al vino. A pesar de que el
padre le respondió que ella era la sobriedad personificada, no se resignó a
abandonar su idea: “Con mayor razón le habrá hecho efecto el licor que
probablemente había bebido.”
Pero el doctor, que llegó poco después, lo despejó de cualquier
duda: se trataba de una parálisis. Vincenzo seguía sin creerlo: ¿Una
parálisis? Con aquel sueño de respiración regular, con aquel semblante…
que era normal en su madre. Y rió, rió con una risa estridente, afectada.
El joven doctor no se ofendió. Comprendía que se encontraba en medio
de un gran dolor y fue moderado. Confirmó su diagnóstico, pero añadió
enseguida que se trataba de una enfermedad que con frecuencia podía
curarse a través de una reabsorción lenta, muy lenta. El tiempo curaba
tantas cosas. Sólo era necesario darle tiempo. Y se marchó con esa frase
misteriosa que lo deslindaba de la responsabilidad que asumía con la
promesa de recuperación.
Aquella frase maduró poco a poco en la mente de Vincenzo. Primero
corrió a la cama de la madre para vigilar que se cumplieran las
prescripciones, en verdad muy inocuas, del doctor. Sin embargo, cuando
todos excepto él, sintieron la necesidad de irse a reposar y se encontró
solo frente al lecho de la madre, supo que estaba moribunda como
resultado de la herida que él le había causado. Miraba con ojos
suplicantes el pobre cuerpo abatido. Le parecía que sus ojos, que habían
recobrado la bondad, podrían curar el mal que él mismo había provocado.
Luego se arrodilló frente a la cama, rezó como si estuviera ante una
divinidad y lloró.
Hacia el amanecer, la respiración de la madre se hizo más ruidosa. A

36
veces se detenía, hacía una pausa y regresaba, pero con fatiga. ¿Aquel
cambio era bueno o malo? ¿No estaría próximo el despertar?
El doctor volvió y encontró –así lo dijo- un leve deterioro.
Consideraba que había tenido demasiadas consideraciones con el hijo y
que ya era hora de hablar claro. La enfermedad en sí era grave y al haber
empeorado un poco desde la noche anterior, se convertía en algo mortal.
El extraordinario hijo se volvió loco de desesperación y el doctor comentó
que nunca había visto nada semejante. Se arrancaba los pelos, se tiraba
al suelo con un grito ininterrumpido: ¡Pobre de mí, pobre de mí! Tiempo
después, cuando el doctor hablaba con otros pacientes, les decía: “Fue
curioso, la madre se le moría y toda la compasión que sentía la volcó
hacia él mismo”. En su desesperación se acusaba de una grave culpa. Por
fortuna, nadie le creía.
Murió la madre y se la llevaron. Vincenzo daba la impresión de estar
más tranquilo. Había pasado el día mirando el cadáver de la madre. Era
tal su deseo de verla viva, que esperaba que sus ojos, los mismos que le
habían provocado la muerte, la hicieran resucitar. Sus esfuerzos cesaron
cuando la vio encerrada en el féretro. Habría sido terrible que ahora
volviera en sí.
Pronto dejó de acusarse por el terrible crimen. En ese entonces,
Gerardo, que ya sospechaba de la grave desventura que lo había azotado,
daba señales de comenzar a creerlo. Se enteró de la violenta riña entre
madre e hijo y consideró que la congestión cerebral por la que había
muerto la vieja, había sido causada por el coraje que le provocó la disputa
con su hijo, el cual, por tanto –creía Gerardo-, se sentía culpable.
Vincenzo, que no soportaba la deshonra de semejante acusación,
comenzó a disculparse. Así, cubrió de nuevo su conciencia con una densa
capa bajo la cual se calmó y engañó a todos. Además, sus ojos habían
cometido ya el peor delito, por lo que podía herir al resto del mundo sin
ningún remordimiento. Continuó estudiando la historia de Napoleón y
sabía que aquello que lo impulsaba a estudiar no era el amor, sino la

37
envidia y el odio. Estaba consciente de cómo se había generado aquella
vida especial de sus ojos. Napoleón la activaba de un modo
extraordinario. Por suerte, el Emperador yacía tranquilo en los Inválidos, a
salvo de los dardos de Vincenzo.
El único dolor que le provocaba su extraña enfermedad, era cierto
desprecio de sí mismo. Sabía que todas las cosas significativas de este
mundo las destruía. Para apaciguar su alma, se decía que hubiera querido
realizar algo excelso, pero que al impedírselo el destino, su grandeza se
había convertido en un poder infernal. Y el hecho de que ese poder no
dependiera de su voluntad, no disminuía aquel desprecio. En efecto, no
dependía de su voluntad. En una ocasión miró con sus ojos malévolos a
un perro que lo atacó, no obstante, el perro logró morderlo y seguir por la
vida sin problemas, con una salud óptima. Era necesario que le tocaran
ciertos puntos morales de su organismo para que los ojos dispararan. Los
aeroplanos y los dirigibles que pasaban por su ciudad natal, se caían
todos. Vincenzo trataba de frenar la actividad de sus ojos. Miraba a lo alto
y se forzaba a pensar en las mujeres y madres de aquellos héroes para
obligarse así a la compasión, pero enseguida, al ver a aquellas esposas y
madres esperando el regreso triunfante de sus seres queridos, su destino
oscuro resurgía en su memoria y de inmediato los ojos se volvían
mortales. Así pues, la actividad de los ojos no dependía de su arbitrio,
estaba seguro que la dirigía un íntimo estado de ánimo, un “yo” que le
parecía distante de él mismo. Por ello, en las noches de insomnio a las
que a veces estaba condenado, se decía: ¡“Soy inocente”!, y miraba
intensamente en la oscuridad para ver mejor y con mayor exactitud la
imagen de su propia inocencia. ¡Pero no encontraba en su naturaleza
aquella imagen! ¿Acaso era como la serpiente cuyo veneno se acumula
en los dientes sin que el animal se dé cuenta? ¡No! La serpiente mordía,
mientras que él miraba; era muy distinto. Su profunda miseria no la
sospechó ni siquiera su mujer, que dormía a su lado.
Ella también fue víctima de aquel ojo. ¿Cómo pudo herir a esa pobre

38
mujer que no vivía sino para amarlo? ¡Había dado a luz a un niño tras
largas horas de intenso sufrimiento! Exhausta, miró al marido en espera
de su apoyo. Él no tuvo para ella sino la misma compasión de siempre.
Consideraba vano e inútil todo aquel dolor. Y ella, para explicar mejor lo
que quería, se traicionó:
--¡Mira! Tú podrás volverte tan importante como quieras. Yo poblaré
tu casa de hijos que, tal vez, en el futuro, lleguen a ser alguien.
Al día siguiente, se le manifestó una fiebre que en pocos días la
arrastró a la tumba.
La pobre conciencia de Vincenzo aún estaba sacudida por aquel
delito cometido por su otro “yo”, cuando en la pequeña ciudad corrió el
rumor de que había llegado un célebre oculista. En poco tiempo había
hecho milagros en el pueblo. Le devolvió la vista a un viejo que la había
perdido hacía treinta años. Vincenzo miraba en el espejo sus ojos negros
y hoscos: “¿Y si todo el mal estuviera ahí?” Y, a decir verdad, mientras se
dirigía al oculista, le pareció que cometía un acto heroico. Estaba
sacrificando un poder que tenía en el cuerpo y lo sacrificaba sin exigir
nada a cambio. Lo hacía por puro altruismo.
El viejo doctor recibió a Vincenzo y le preguntó cuál era su
problema. Un súbito pudor impidió a Vincenzo confesar el motivo de su
visita, no obstante que el aspecto del doctor, un viejo fuerte y barbudo de
expresión bondadosa, le inspiró confianza. Luego pensó que si el doctor
sabía curar el mal de ojo, se lo diagnosticaría él mismo, y le dijo:
--Me duelen los ojos cuando miro hacia arriba.
--¿Sólo cuando mira hacia arriba? --preguntó el doctor en un tono
que a Vincenzo le pareció irónico.
El doctor le pidió a Vincenzo que se sentara en un amplio sillón y lo
obligó a apoyar la cabeza en el respaldo. Con unas lámparas eléctricas le
iluminó los ojos hasta la raíz. Observó por largo rato las dos pequeñas
cavernas, sede de tanta maldad, y se mostró asombrado al constatar que
esos ojos gozaban de perfecta salud. Después miró y adivinó. Fue serio,

39
huraño, de ninguna manera irónico:
--Yo no puedo curar su enfermedad. Sólo curo ojos buenos,
inocentes, lacrimosos, lesionados por infecciones o heridos por otros
cuerpos. Pero usted tiene los ojos, es decir, el mal de ojo perfecto. Puede
mirar y puede también herir. ¿Qué más quiere?
Con gran esfuerzo, Vincenzo murmuró:
--Me gustaría que usted me ayudara para que mis ojos ya no
tuvieran el mal de ojo. Soy un hombre bueno y no quisiera hacerle más
daño a mis semejantes.
Antes de responder, el doctor tomó un objeto que apretó fuerte con
la mano para protegerse del mal de ojo de Vincenzo. Después habló sin
temor:
--Usted no puede ser un hombre bueno desde el momento en que
tiene debajo de las cejas esos dos dispositivos. Usted es un vulgar
envidioso que se fabricó las armas idóneas para sus propios fines.
Los ojos de Vincenzo dispararon, pero esta vez no sirvió de nada
porque el doctor se había prevenido. Entonces el doctor sonrió:
--¿Se fijó cómo logré descargar su arma? Sólo hay que saber tocar
ciertos puntos y usted hiere. Váyase a casa que me hace daño mirarlo.
Vincenzo quiso defenderse:
--Pero si estoy aquí dispuesto a someterme a cualquier tratamiento
que usted deba imponerme. ¿No quiere decir eso que no quiero los ojos
que tengo?
Entonces el doctor dijo:
--Si es tan bueno como dice, siéntese en esta silla y permítame
sacarle los dos ojos malvados.
Al oír esa propuesta, Vincenzo no quiso escuchar más y salió
corriendo. Subió las escaleras de cuatro en cuatro, seguido de la risa
irónica del doctor.
Poco después murió el padre de Vincenzo, él sí, de muerte natural.
En su funeral, Vincenzo estaba tranquilo, no tenía nada que ver con

40
aquella muerte.
Siguió una semana de cierta actividad para Vincenzo. Quiso
deshacerse de inmediato del negocio de vinos. Así, se encontró de nuevo
sin ocupaciones. En casa, una mujer de plena confianza atendía al niño.
Y de este modo pasaron los años.
Una tarde de verano, mientras esperaba la hora de la cena,
Vincenzo bostezaba en la terraza de su casa. Su aburrimiento lo
sorprendía. “Otros estarían felices sin hacer nada, en cambio, yo sufro”.
Había encontrado también, la manera de complacerse y alardear de su
mal de ojo: “Muchas de las grandes fuerzas que hay en la naturaleza
pueden ser benéficas, pero abandonadas a sí mismas, producen
calamidades”. Tal vez habría recurrido más a su mal de ojo si este
hubiera estado realmente a su disposición y de no haber temido ser
descubierto.
Alguien o algo se había trepado en su sillón. Era su hijo, que ya tenía
seis años. Volteó con rencor y el niño huyó. El miedo del pequeño Gerardo
lo hizo sonreír. Era gordito, blanco, rubio como su difunta madre. Vestía
una playera azul y unos pantaloncillos cortos que le dejaban las rodillas al
desnudo, ya había crecido demasiado para ese traje, por lo que daba la
impresión de una gran robustez. En la pequeña ciudad, Vincenzo era
considerado un buen padre. El niño gozaba de todas las comodidades que
se pueden tener a esa edad: numerosos juguetes y el cariño que
necesitaba, porque la mujer a quien se lo habían encargado, ella sí era en
verdad buena y dulce y lo cuidaba como una madre. También el niño
creía tener un buen padre, es más –así le habían enseñado- el papá era el
representante de la bondad sobre la Tierra, y cuando le preguntaban:
-¿Quién es bueno?
Respondía:
--Papá.
Vincenzo llamó al pequeño. Con él acudió la institutriz que, un poco
asustada por el insólito suceso, se detuvo en la puerta de la terraza. El

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niño no tenía miedo. Se paró frente a Vincenzo y apoyó los brazos en su
regazo. Vincenzo le sonrió y lo acarició. Después pensó en aquello que
habría podido decirle. Le podría haber dicho algo gracioso, tan gracioso
como1

Una lucha

Una mujercita que vive sola y recibe, con toda libertad, a los hombres en
su casa, pertenece a quien quiera tomarla. Al menos, así pensaban Arturo
Marchetti y Ariodante Chigi. El primero, un célebre poeta de N., el otro,
1
El relato se interrumpe en esta palabra, al igual que otros cuentos de Svevo.

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también célebre, pero como luchador, esgrimista y apasionado del
deporte. Y precisamente así pensaban la primera vez que fueron admitidos
en casa de Rosina, una hermosa rubia que había llegado a N. hacía poco.
Una conquista fácil, pero que a nuestras dos celebridades se les dificultó
por el hecho de que fueron presentados al mismo tiempo.
Desde la primera noche, Rosina procedió a modo de no agraviar a
ninguno de los dos. Sin duda, se dio cuenta de la facilidad de palabra y la
elocuencia del poeta, de su espíritu, de la belleza de su rostro, sin pelo, por
desgracia, pero con un par de ojos azules tan expresivos como sus
palabras. Sin embargo, también le atrajo la belleza viril del moreno
Ariodante, su gesto sereno, aunque a veces enérgico, su voz, hermosa y
sana. Las virtudes de uno, iban en detrimento del otro.
Ambos salieron al mismo tiempo de la casa de Rosina y en la calle,
antes de separarse, el poeta, que no resistió la tentación de indagar sobre
las intenciones del gigantesco rival, le preguntó:
--¿Es simpática, no es cierto?
--¡Muy simpática!—repitió Ariodante con indiferencia--. Pero camina
un poco encorvada. Lástima. Se vería mejor si llevara su rubia cabecita en
alto.
Esta observación crítica, alivió el corazón de Arturo: “Parece que no
le gusta, pensó. Seduce a tantas mujeres, que una más o una menos no
altera sus cuentas.”
En cambio, el pobre de Arturo se había pasado la vida leyendo y
escribiendo. Cuando su juventud agonizaba, a los treinta y cinco años,
apenas se había decidido a introducir un nuevo elemento en su vida: una
mujer. Hasta entonces, había soñado con la mujer ideal como el objetivo
de la vida y, si perseveraba en este objetivo, deseaba ofrecerle a su mujer
un corazón joven, intacto. Esa mujer a quien él soñaba y soñaba, debía ser
alguien muy especial, con una cabecita digna de llevar la corona de laurel
que quería colocarle. Pero esa mujer nunca llegó. Y cuando creyó
encontrarla, ella rechazó la corona de laurel ofrecida a cambio de unas

43
flores artificiales de metal o puro carbón cristalizado. Cansado de esperar,
se acercó a Rosina pensando: “Por lo menos quiero divertirme. Si
encuentro algo mejor, la dejo. De lo contrario, haré la novela de mi vida.”
Para su sorpresa, al día siguiente también se encontró con Ariodante
en casa de Rosina. Parecía que aquel gigante no tenía nada que hacer para
dedicarle su tiempo a una mujer que caminaba tan mal.
Arturo encontró el momento propicio para lanzar su declaración,
quería anticiparse a Ariodante. Sus palabras fueron cálidas, como de una
vieja pasión, mientras que estaban dirigidas a una mujer que había
conocido apenas el día anterior. Sin embargo, no era la mujer quien había
despertado ese amor, sino un viejo amor que se revertía hacia una mujer.
La mujercita parecía conmovida, tras haberse dejado convencer por
el elocuente Arturo de que un amor podía nacer, crecer y agigantarse en
veinticuatro horas. Pero fue tan vulgar que, interrumpiendo al poeta
mientras señalaba a Ariodante, dijo:
--Él también me ha dicho hoy las mismas cosas.
Las cuestión no podía ser más clara, hubiera sido lo mismo que
decirle:
--Yo lo amo a usted, pero él también me ama.
Arturo se ruborizó, y es preciso confesar que el sentimiento más
profundo que tuvo fue de consternación. Sabía que Ariodante era un
hombre que con su enorme puño podía aplastarlo de tal manera, que la
única huella que habría quedado de su paso por esta tierra hubieran sido
sus versos, tanto los editados como los inéditos. Aquella noche estuvo
taciturno y Rosina, que se dio cuenta, fue aún más dulce con él, temerosa
de haberlo ofendido. Él acogió aquellas gentilezas con timidez y con los
ojos puestos en Ariodante, para prevenir agresiones repentinas. Pero
Ariodante no se movía, charlaba, con mucho conocimiento, de perros y
caballos, y miraba a los dos jóvenes con la bondad de un perro que se deja
jalar las orejas por los niños, sabiendo que no le pueden hacer mucho
daño.

44
Se encontraron de nuevo en la calle. Arturo temblaba en la
oscuridad, tanto, que Ariodante lo notó. Con sutileza, le preguntó si sufría
de los nervios y al dejarlo, le aconsejó que bebiera suficiente vino y
montara a caballo. Arturo se quedó tranquilo.
--Es muy fuerte—pensó—mas no violento.
Jamás había oído decir que Ariodante golpeara, pero al día siguiente,
averiguando, supo que le había dado una bofetada a alguien y que el
abofeteado padeció durante un mes. Le contaron que Ariodante se había
lastimado un pie y que, sin querer, lo había pisado un amigo, quien en una
cena quiso chocar su vaso con el suyo. En medio de aquel dolor, Ariodante
le aventó a la cara el líquido que aún tenía en el vaso, después el vaso
mismo y, al final, le dio aquella célebre bofetada.
“Hay que mantenerse alejado de esos pies”, pensó el poeta y creyó
que podría olvidarse de cualquier otra preocupación. Estaba consciente de
que, en teoría, el principal elemento para triunfar en cuestión de amores,
es el valor, y que cualquier titubeo, equivale a la renuncia.
Iba varias veces al día a casa de Rosina y casi siempre se encontraba
a Ariodante, así que no tuvo el valor de preguntarle si le gustaba la
mujercita. El gimnasta era muy cortés con él, lo dejaba que hablara e
invitaba también a Rosina a escucharlo. Pero aquel también quería lucirse,
así que Arturo se veía obligado, a su vez, a oír y admirar proezas, marchas
forzadas, aspectos de su fuerza muscular. Lo toleraba con gentileza, por su
natural cortesía, por temor, pero también porque esperaba que a Rosina le
aburrieran, tanto como a él, las palabras de Ariodante. Sin embargo, para
el poeta, Ariodante seguía representando una gran muralla entre él y
Rosina. Cuando Ariodante estaba presente, él tenía que tragarse las bellas
frases que ya había preparado, y estas frases, al encontrar cerrada la
válvula de seguridad, se quedaban atrapadas y hervían en la mente que
las había producido. Cuando el poeta notó que su amor era apasionado,
comprendió --gracias a sus estudios de filosofía-- que su amor era irascible:
amaba a Rosina porque ahí estaba Ariodante.

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Esperó y creyó que podría vencer en la lucha a la que se había
entregado. Sabía hablar, conmover. Se encontraba, por así decirlo,
ejerciendo su oficio. ¿Por qué no habría de vencer en la confrontación con
Ariodante, que era la ineptitud personificada? Pensaba que quizá Rosina no
era muy perspicaz y que por esa extraña ilusión que se hacen los amantes
sobre las virtudes intelectuales de la amada, él exageraba en cuanto a las
de la suya, pero no se engañaba con la idea de que ella, por sus propias
inclinaciones, lo preferiría a él sobre Ariodante. A ella le complacía la
conversación, el buen humor, el juego de palabras, demasiado fino para el
cerebro enmohecido de Ariodante.
Se condujo con habilidad. Rosina conversaba de buena gana y,
aunque es difícil para un literato, seguido la dejaba hablar, mientras fingía
escucharla con atención religiosa. La vio sonrojarse de placer tras haberla
elogiado por la originalidad de sus ideas y, con otras adulaciones por el
estilo, no fue parco. Antes de publicar un poema, se lo llevó para que lo
revisara.
Pasado un mes, constató que había ganado mucho terreno sobre su
adversario. Le besaba ambas manos a la amada y en una ocasión la pudo
besar en la cara. Entre otras señales evidentes de que él era el favorito,
ella le contaba todo lo que Ariodante hacía para corromperla y se reía
junto con él.
Por muy poco tiempo, Arturo se sintió satisfecho de sus triunfos, es
decir, mientras le pareció que avanzaba. Sin embargo, cuando dejó de
progresar, se irritó como si hubiera retrocedido. Quería que Rosina se
convirtiera en su amante, tanto de hecho como de título, y se encontró con
una resistencia que le pareció grave. Le exigía a Rosina que evitara las
visitas de Ariodante y Rosina se negó con el pretexto de no podía echar de
su casa a quien siempre se había comportado como una persona educada.
Arturo había tratado a Ariodante con espléndida cortesía antes de
que éste lograra atraer a Rosina. Lo adulaba como lo saben hacer los
poetas, con adulaciones tan grandilocuentes que, cualquier rasgo de

46
originalidad en la forma, daba la impresión de sinceridad, si no es que de
verdad. Elogiaba la figura de Ariodante, su agilidad, aquella fuerza que
tanto odiaba. Por su parte, Ariodante recibía estas adulaciones con la
benevolencia de quien acepta los elogios que cree merecerse. Estaba
acostumbrado a ellas, pero más vulgares, porque el fervor de Arturo, les
otorgaba un valor que él mismo apreciaba. Sentía gratitud hacia su rival y
se la manifestaba, afable, también a Rosina:
--¡Es muy ingenioso! --seguido le comentaba, con un aire de quien
sabe de lo que habla.
Al verse favorecido por la simpatía de la Dulcinea, la conducta de
Arturo se modificó bastante. Sus expresiones de admiración por Ariodante
fueron más moderadas. A veces se permitió, incluso, dejar traslucir su
menosprecio, pero con palabras veladas que sorprendían a Ariodante y lo
dejaban dubitativo, sin la certeza de la ofensa y, por tanto, sin derecho a
reaccionar. Arturo no sentía la necesidad de ofender a su rival, ya que
seguía siendo el vencedor. Más bien el que debía odiarlo y agredirlo era
Ariodante. Pero Ariodante no se preocupaba, le seguía haciendo la corte
como si no se diera cuenta de la suerte del poeta. Ariodante sentía un
profundo desprecio por las mujeres a las que cortejaba. Rosina le gustaba,
pero no tanto como para ofender a alguien. Quizá el poeta lo aventajaba
en cuanto a los favores de la mujercita, sin embargo, él se conformaba con
el segundo lugar. No le perturbaban ninguna de las necesidades psíquicas
que le angustiaban a Arturo. Siempre estaba ahí, presente, aunque no
como enemigo. Hacía la corte a conciencia, pero sin esperar un resultado
inmediato.
No obstante la posición de ventaja que había conquistado, Arturo fue
quien se impacientó por la espera.
Un día, Rosina le enseñó, elogiándolos, algunos versos que Ariodante
le había dedicado. Estaban copiados de algún manual de poesía amorosa,
pero Arturo no lo sabía y se vio obligado, debido al entusiasmo de Rosina,
a considerarlos hermosos. No quería entrar en un argumento que diera la

47
impresión de envidia.
Este hecho le causó tal ira, que más adelante, él mismo la calificó de
irracional. ¿Así que la causa de Ariodante no estaba tan perdida como
pensaba? Y aquella calma, aquella resignación de Ariodante, ¿no daba a
entender que también a él se le había concedido algún pequeño favor? Su
fantasía, que se excitaba con facilidad, acrecentaba sus sospechas --como
si en muy pocas horas hubieran sucedido otras cosas que se lo
confirmaran—y le desplegaba imágenes, entre las cuales, la última, fue la
de Rosina y Aiodante besándose. ¿Sería posible que Rosina lo traicionara
con Ariodante y a Ariodante con él, conteniéndose de un modo tan hábil,
que uno no sospechara de los favores concedidos al otro? Unos celos
agudos le atravesaron el corazón. Sentía un dolor tan intenso, que casi le
parecía originarse de alguna causa física.
Decidió despejar sus dudas. Aquellos dos creían que lo engañaban
que se burlaban de él, pero no sabían con quién se metían y muy pronto lo
iban a descubrir. Él, por su parte, cortaría el nudo gordiano, ya que no le
era posible desatarlo. Colocaría a Rosina en tal situación, que se vería
obligada a decidirse entre él y Ariodante, pero de una manera palpable. Si
se decidiera en su favor, tendría que probarlo, antes que nada, echando
por la puerta a Ariodante y, en caso de que se rehusara, consideraría que
su decisión se inclinaba hacia su rival y la abandonaría. ¡Sí, la
abandonaría! Un hombre como él no podía permitirse la burla. No
necesitaba a Rosina. Tenía su arte, su diosa, con eso debía bastarle.
Recorrió el camino entre su casa y la de Rosina con paso acelerado,
como quien tiene prisa, pero con la cabeza agachada, de soñador.
Algo muy extraño, tal vez derivado de sus simpatías artísticas, lo
hacía sentirse muy bien en el papel de la víctima. ¡Ah, pero si Rosina se
decidiera en favor de Ariodante, él encontraría magníficas líneas en el acto
de abandonarla, exclamaciones de tormento y de afecto bajo la apariencia
de espontaneidad. No la odiaría, al contrario, del afecto que le había
entregado le quedaría una gran compasión hacia ella por haber preferido a

48
Ariodante. No se explayaría en sus pensamientos, a menos que ella se lo
pidiera. Y, entonces, con toda sinceridad, le diría lo que pensaba de
Ariodante, de sus músculos, de sus versos.
Al entrar en la pequeña sala de Rosina, al primero que vio, aunque
estaban uno junto a la otra, fue a Ariodante. Luego, apenas, a Rosina.
Arturo hizo como si se retirara. La escena que había soñado se esfumaba.
¿Qué tenía que hacer un tercero en esa habitación?
Ariodante lo detuvo:
--¡Pero, Señor Arturo, adelante!
Arturo entró y con paso inseguro se acercó a Rosina.
--Temía molestar—dijo.
Su voz sonó tan quebrada por la conmoción que él mismo se
sorprendió.
--Usted no molesta a nadie--, le respondió Ariodante.
¿Se trataba de una ironía o la voz estaba alterada por los labios que
detenían con negligencia un habano? Ante la duda, Arturo se limitó a
mirarlo con aire desafiante. Sin comprometerse ni ofenderse en caso de
haber sido ofendido. Ariodante no tuvo la intención de ironizar, pero
entendía el significado de una mirada desafiante mucho mejor que el de
una palabra ofensiva. Respondió a esa mirada con otra, seria y
amenazante.
Rosina monologaba con propiedad. Hablaba del calor, de la lluvia y
no lograba arrancarles a los dos hombres más que monosílabos.
“No se da cuenta de mi coraje”, pensó Arturo, con la amargura del
amante que siempre quiere ser observado y estudiado por la amada. Ya ni
siquiera sentía el deseo de llevar a cabo la escena de la despedida; quería
vengarse y abandonarla sin explicaciones.
En voz baja y a bocajarro, le dijo que venía a despedirse. Era
necesario ser breve, en virtud de que tenían tanta dificultad para
entenderse.
--¿Acaso molesto?—dijo Ariodante mirando con curiosidad a Rosina,

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que ante la sorpresa había perdido el color.
Arturo se indignó por aquella interrupción. No lo dejaba en paz ni
siquiera ahora que deseaba abandonar el campo con honor. Miró de frente
a Ariodante y le dijo con los ojos encendidos de ira:
--¡Usted siempre molesta o al menos a mí siempre me molesta!
Ariodante palideció. El ataque brutal e inesperado lo dejó sin
palabras. Tomó el habano y le lanzó una mirada siniestra.
--Ah, ¿sí?-- E insistió: --¡No lo sabía! ¿Así que molesto?
Arturo no alcanzaba a distinguir las palabras, como si a Ariodante no
le importara que lo escucharan y sólo moviera la boca para acompañar su
pensamiento y darle cauce. El sonido que emitía era como el ladrido
amenazante de un enorme perro que no quiere espantar al enemigo antes
de hincarle los dientes y no sabe dominarse hasta permanecer del todo
callado.
Arturo no pensó en esta similitud. Consideró, más bien triunfador,
que Ariodante estaba a punto de hacer el ridículo. En una discusión,
quedaría demostrada toda su ineptitud. Para prolongar la disputa, pensó
que sería bueno formularla de nuevo, conducirla hacia un tono más
amigable. Antes de reanudar, le sonrió a Ariodante con un guiño que no
sólo intentaba ser gracioso, sino pedir y conceder compasión. Fue un gesto
muy desagradable.
Pensó expresar frente a Rosina su opinión sobre los versos de
Ariodante. Una discusión en presencia del autor, siempre debía
permitírsele a un crítico imparcial.
Quería salir victorioso de la discusión, así que empezó con violencia,
para desconcertar a Ariodante.
--¿Por qué escribe versos?—le gritó. ¿No se da cuenta de que son
horrendos y que es una indecencia darlos a leer?
“Indecencia” es una expresión crítica, pero Ariodante, que no lo
sabía, saltó como si lo hubiesen abofeteado.
--¿Quién le da derecho a decirme estas insolencias?—Había

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avanzado dos pasos hacia Arturo.
Las hostilidades se rompieron y Arturo, pálido en exceso,
comprendió que ya no había lugar para las discusiones críticas.
Comprendió, además, que ya no podía pensar en la retirada y él también
dio un paso hacia Ariodante.
Fue Rosina quien aceleró el desarrollo de la crisis. Se aventó entre
los dos rivales y, dirigiéndose hacia Ariodante, gritó:
--¡Ah, no le haga daño!
Al poeta se le ruborizó el rostro, hasta entonces lívido.
--¿Hacerme daño?—gritó--. ¡Que el señor se pruebe!
Tomó a Rosina por los hombros y la apartó de un empujón. Ella fue a
sentarse sollozando.
Los contendientes se encontraron cara a cara. Arturo había
adoptado, instintivamente, una postura de esgrimidor. Se apoyaba por
completo sobre el pie derecho que había adelantado. El izquierdo, recto y
rígido, parecía un puntal, de madera, por desgracia. Ariodante había
recuperado la calma. ¡Ya no se trataba de buscar palabras! Estaba parado,
con negligencia, sobre sus gruesas piernas; la espalda inclinada, los brazos
colgando a los lados como si no tuvieran vida propia; el rostro tranquilo, a
punto de sonreír y, además, sin ironía. “¿Y si le diera una bofetada?”—
pensó el poeta, mientras notaba que su adversario se dejaba,
aparentemente, indefensa la cara. Una bofetada lo pondría en ventaja.
Sabía que una bofetada era lo único que podía atreverse a hacerle a
Ariodante, ¡no dos! Recordaba, además, algunas leyes de honor que su
adversario tal vez conocía y respetaba. Por lo que una bofetada no podía
estar precedida de otra, sino que para desagraviar la ofensa era necesaria
la sangre… o las disculpas.
Tomó impulso con la mano izquierda, pero a medio camino, la
derecha de Ariodante, que de pronto se reanimó, la aferró. En el primer
choque, Arturo perdió la posición de ventaja. El pie izquierdo había
avanzado y él vacilaba.

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--Suélteme. ¿Quiere soltarme?
Sentía que le dolían los huesos de la mano que le detenía Ariodante.
Gritaba y amenazaba como un niño. Trató de liberar su mano con la que
tenía libre, pero la derecha de Ariodante intervino y le agarró también esa
mano. Ariodante estaba más tranquilo que nunca y se reía con descaro.
¡Era demasiado! Con la rabia de la impotencia, al ver a su lado, ya
inmóvil, el brazo derecho de Ariodante, Arturo le enterró los dientes. Sintió
liberadas las manos, pero de inmediato recibió un golpe en la cabeza que
lo dejó aturdido.
Tambaleándose, dio dos pasos hacia atrás. Frente a sus ojos velados,
todo lo que había en la habitación giraba infernalmente. “Aquí no se
respetan las leyes espaciales”, pensó mientras veía dos objetos en el
mismo lugar. Su memoria flaqueaba. Vio a Ariodante avanzar hacia él,
majestuoso, con el pecho erguido, casi elegante, los puños cerrados, los
ojos en llamas, y todavía se sintió un artista admirable, por lo que no tuvo
temor. No obstante, por instinto, bajó la cabeza frente al puño cerrado y, al
recibirlo, se desplomó en el suelo como un trapo.
Este segundo golpe le devolvió, por un instante, la memoria. Se
acordó de Rosina y de la lucha, y pensó, también, que una vez
recuperadas las fuerzas, estaría obligado a desafiar a Ariodante. Después
se desvaneció.
Cuando volvió en sí, Arturo se encontró en su cama. Sintió un fuerte
dolor en la cabeza y al tocarse con la mano, advirtió que la tenía vendada.
“¿Cómo diablos vine a dar aquí?” Le parecía haber recibido ese tremendo
puñetazo sólo media hora antes. La claridad de esa impresión aumentaba
con el fuerte dolor de cabeza.
Supo, a través de su sirviente, que lo había llevado a casa un
hombre alto y fuerte. Con esos mínimos datos, Arturo reconoció de
inmediato a Ariodante. El sirviente añadió que aquel señor lo había
ayudado a recostarlo en la cama y que, después de haberlo ayudado,
había permanecido ahí durante toda una hora. El sirviente tenía la

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impresión, incluso, de que aquel señor había llorado.
--Rosina lo habrá echado--pensó Arturo.
Anochecía. En la pequeña habitación de Arturo, casi oscura, reinaba
la calma. El sirviente estaba sentado en medio de la habitación, inmóvil;
evitaba respirar para no causarle molestias al patrón, a quien creía
dormido.
En cambio, en la oscuridad de la alcoba, el poeta tenía los ojos
abiertos de par en par. Yacía boca arriba con los cobertores estirados
hasta el mentón y soñaba. Veía siempre las mismas figuras: la de Rosina,
que lo miraba dulce y afligida, y le lanzaba besos de una nobleza
amenazadora contra Ariodante. Ariodante, lloroso, como lo había visto el
sirviente. Por último, se veía a sí mismo, abatido, pero noble, con los
músculos débiles, pero con la luz de la inteligencia en los ojos.
En su mente, compuso versos sobre estas tres apariciones. Para la
tercera, creó un soneto en el que la comparaba con la de un profeta
desarmado que podría ser quemado vivo, pero cuya influencia sobrevive.
Al salir del sueño, sonrió. Creyó haber actuado con habilidad sin siquiera
saberlo. La paliza recibida debía servir para cerrar la puerta de Rosina en
la cara de Ariodante. Ahora pensaría en alcanzar a la meta.
Así pasó la noche, con estos…dulces sueños y despertó por la
mañana casi reestablecido por completo.
Apenas había despertado, cuando el sirviente le entregó dos cartas.
Le impresionó la forma idéntica que tenían, en su exterior, los dos
pliegues.
Una de las cartas era de Ariodante. Le pedía disculpas por el exceso
al que se había dejado arrastrar. Estaba dispuesto a complacerlo de
cualquier manera, pero esperaba que aquella disculpa por escrito fuera
suficiente. Arturo aventó la carta lejos de él, con desprecio.
La segunda era de Rosina. Aunque era breve, al leerla, Arturo tuvo
tiempo de sonrojarse diez veces. Después, cayó jadeante sobre la
almohada. Ella le anunciaba que se marchaba, y se marchaba con

53
Ariodante, quien había prometido nunca más hacerle daño al “genial
poeta”. Arturo admiró a Ariodante como lo había hecho cuando este lo
golpeaba.
--Debí haberlo previsto—murmuró.

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LUIGI PIRANDELLO

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“Soy hijo del caos”, así se definía Luigi Pirandello, quien nació en 1867 en
un pequeño pueblo de Agrigento, Sicilia: Villaseta de Càvusu, llamada
actualmente Xaos y que, según el mismo Pirandello, deriva de la palabra
griega Kaos.
Pirandello fue el dramaturgo más importante del período de
entreguerras en Italia. A través de sus propuestas, consiguió revolucionar
el teatro y sentó los cimientos que más adelante servirían de plataforma
a Ionesco y Beckett, entre otros autores. Alcanzó la fama con la
publicación de la obra Seis personajes en busca de autor (1921). Más
adelante destacó por novelas como El difunto Matías Pascal (1904) y La
excluida (1908). En 1922 publicó Cuentos para un año, veinticuatro tomos
que reúnen trescientos sesenta y cinco relatos.
La relación entre vida y arte, la muerte, la decadencia, la locura y lo
grotesco, fueron temas sobre los que reflexionó en su obra. El profundo
pesimismo que lo embargaba ante la condición confusa y dolorosa de la
humanidad, lo expresó a través del humor. Un humor macabro y
desconcertante del que se sirvió para subrayar los aspectos absurdos de
la existencia. A pesar de que fue un hombre exitoso, sus constantes
temores y una soledad que rayaba en la desesperación, marcaron su vida
y fueron el motor que animó gran parte de su producción literaria.
Miembro y presidente de la Academia de Italia, Pirandello mantuvo
una actitud crítica hacia las convenciones sociales, esa prisión que sofoca
la libre expresión del hombre. La necesidad de indagar en el inconsciente
y una aguda sensibilidad hacia los misterios que descifran el destino del
hombre, alimentaron su narrativa. Sobre esto, dan cuenta los relatos La
virgencita y Un día.
En 1934, Pirandello recibió el Premio Nobel de Literatura. Falleció en
Roma dos años más tarde, el 10 de diciembre de 1936.

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La virgencita

Una caja de juguetes, de esas con arbolitos coronados de viruta y un


disco de madera incrustado bajo el tronco para que se tengan en pie;
casitas hechas con dados; una iglesita con su campanario y todo lo
demás. Imaginen, pues, una de estas cajas en manos del Niño Jesús y que
el Niño Jesús se hubiese divertido construyéndole de ese modo, su
pequeña parroquia al padre Fiorica: en el frente la pequeña iglesita
dedicada a San Pedro; más allá, la casa del párroco con tres ventanas
protegidas por cortinas de muselina almidonada, de modo que revelaran,
a trasluz, el candor y la calma de unas habitaciones pobladas de silencio y
de sol; a un lado, el jardín con su veranda, nísperos del Japón, una
granada, naranjos y limones; alrededor, las humildes casitas de sus
parroquianos divididas por callejones y callejuelas, con muchas palomas
volando de alero en alero; multitud de conejos hurgando al ras de los
muros, replegados y temblorosos; gallinas pendencieras en engorda y los
cerditos, como siempre, un poco angustiados y casi irritados por el exceso
de grasa.
En un mundo así dispuesto, ¿cómo podría imaginar el padre Fiorica
que el diablo pudiera colarse por alguna parte?
No obstante, el diablo se aparecía cuando lo deseaba, cada vez que
le daban ganas, a hurtadillas y con gran facilidad, seguro de que se haría
pasar por un buen hombre o una buena mujer y, en ocasiones, hasta por
un objeto cualquiera. De hecho, se podría decir que el padre Fiorica
estaba todo el santo día en compañía del diablo y ni cuenta se daba. No
podía darse cuenta porque, habría que agregar, ni el mismo diablo sabía
cómo ser malo con él. Se divertía haciéndolo caer en pequeñas

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tentaciones que a lo mucho, cuando las descubría, no le ocasionaban
mayor daño que la burla de sus fieles parroquianos y de sus colegas y
superiores.
Una vez, por sólo mencionar una, ese maldito diablo convenció a
una vieja dama de la parroquia, quien había ido a Roma para las fiestas
del jubileo, de que le trajera al padre Fiorica una hermosa tabaquera de
hueso con la imagen del Santo Padre pintada en esmalte sobre la tapa.
Pues bien, no lo van creer, se alojó ahí dentro, no obstante la custodia de
aquella imagen, y por más de un mes, en las vísperas, mientras el padre
Fiorica les daba un simple y pequeño sermón a los devotos antes de la
bendición, se puso a tentarlo desde la tabaquera:
--¡Vamos, una pizquita, vamos! Que vean la hermosa tabaquera…
Para complacer a la dama que te la regaló y que te está mirando… ¡Una
pizquita!
Y dale y dale, con tanta insistencia, que al final, el padre Fiorica
--quien nunca había probado el rapé y comenzó a hacerlo con timidez a
partir del día en que recibió el regalo--, tuvo que ceder. Extrajo de su
bolsa la tabaquera y un pañuelo de algodón floreado. Como consecuencia,
el sermón fue interrumpido por una serie de cuando menos cuarenta
estornudos y unos estrepitosos resoplidos de nariz que causaron la risa de
toda la iglesita.
Sin embargo, lo peor de todo sucedió cuando ese maldito diablo se
le insinuó a una tal Mariaestela, una pobre enferma mental. A los treinta
años era todavía una niña, bellísima y querida por el vecindario entero,
aunque todos se burlaban de su inverosímil ingenuidad, ya que siempre
estaba como pasmada en un ansioso y perpetuo asombro. Se insinuó,
pues, en el corazón de Mariaestela y la hizo enamorarse coram populo del
padre Fiorica, quien tenía cerca de sesenta años y los cabellos blancos
como la nieve.
La pobrecita, al verlo en la iglesia o en el altar durante el oficio
divino o en el púlpito mientras predicaba, no cesaba de exclamar,

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mientras lloraba gruesas lágrimas de ternura y se golpeaba el pecho con
las dos manos:
--¡Ay, María, qué hermoso es! ¡Boca de miel! ¡Ojos de sol! ¡Mi
corazón, cómo habla y cómo mira!
Se pudo haber desatado un escándalo, de no ser porque,
conociendo la pureza del padre Fiorica y la inocencia de la pobre
demente, a todos les ganó la risa. Pero un día Mariaestela, al ver al padre
salir de la iglesia, se arrodilló en medio de la placita, le tomó la mano y
comenzó a besársela perdidamente, mientras se la pasaba por el cabello
y por toda la cara hasta el cuello, al tiempo que gemía:
--¡Ay, padre mío, libéreme de este fuego, por caridad! ¡Por caridad,
libéreme de este fuego!
El pobre padre Fiorica, inclinado sobre la pobrecilla, confuso y
aturdido, sin atreverse siquiera a retirar la mano, le preguntaba:
--¿Qué fuego, Mariaestela, qué fuego, hija mía?
Y tal vez seguiría sin entender nada, de no ser porque los vecinos de
todas las casas de alrededor se dieron cuenta y corrieron a levantar del
suelo a la demente con actos y palabras tan claros que el padre Fiorica,
pálido, estupefacto y tembloroso, huyó haciendo la señal de la cruz con
las dos manos.
Ahora sí, el diablo se había excedido. Todos reconocieron su obra en
la locura de Mariaestela. Entonces, urdió otra maldad que tendría que
costarle al padre Fiorica el más grande dolor de su vida: la pérdida de
Guiducho. Escuchen esto.

Guiducho era un niño de nueve años, único hijo varón de la familia más
conspicua de la parroquia: la familia Greli.
Desde hacía años, el padre Fiorica tenía una espina en el corazón a
causa de esta familia que se había mantenido alejada de la iglesia. No
porque fueran verdaderos enemigos de la fe, sino porque ella, la iglesia,
según el señor Greli --que había sido partidario de Garibaldi, guardia civil

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genovés en la campaña de 1860 y herido en un brazo en la batalla de
Milazzo--, ella, la iglesia, se obstinaba en declararse enemiga de la patria,
razón por la que un patriota como el señor Greli consideraba que no debía
poner un pie allí.
Ahora bien, el padre Fiorica jamás se había interesado en la política
y, por lo tanto, no lograba comprender cómo el amor por la patria podría
ser suficiente razón para que la madre y las hermanas mayores de
Guiducho, y Guiducho mismo, no acudieran a la iglesia por lo menos los
domingos y los días de fiesta a escuchar la santa misa. No pedía que se
confesaran, no pedía que comulgaran, pero ¡al menos la santa misa del
domingo, bendito sea Dios! Y, tentado como de costumbre por ese
diablillo que siempre lo seguía por detrás como si fuera su sombra,
buscaba la manera de agradarle al señor Greli.
--¡Mira, ahí va pasando! No finjas que no lo ves. ¡Salúdalo tú
primero: una caravana humilde, pero con dignidad!
El padre Fiorica obedecía de inmediato a la sugerencia del diablo y
se inclinaba sonriente, pero el señor Greli, con el ceño fruncido, apenas
respondía, rígido y petulante, a la caravana y a la sonrisa. El diablo, por
supuesto, se regocijaba.
Pues bien, una tarde de verano, en la víspera de una fiesta solemne,
el diablo, consciente de que el señor Greli se había retirado a su casa muy
cansado del trabajo y reposaba en su cama para recuperar las fuerzas con
unas cuantas horas de sueño, ¿qué fue lo que hizo? Subió a escondidas,
junto con algunos pillos, al campanario de la iglesita de San Pedro y desde
allí, dale que dale a tocar las campanas. Dale que dale a tocar todas las
campanas, con una furia tan irreverente, que el señor Greli, quien era
muy impulsivo y se dejaba llevar fácilmente por la ira, en cierto momento
ya no pudo más y, saltando de la cama tal y como se encontraba, en
mangas de camisa y calzoncillos, corrió a la terraza armado con un fusil y
–sí señores— cometió el sacrilegio de disparar contra las santas
campanas de la iglesia.

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De las tres, le pegó a la de la derecha, la más estridente. ¡Ojo de
viejo guardia genovés! Pero pobre campana, parecía como si una perrita
hubiera sido sorprendida por una piedra mientras le hacía fiestas efusivas
a su amo y, de repente, sus entusiastas ladridos se transformaran en
agudos aullidos. Todos los parroquianos, congregados para la fiesta frente
a la iglesia, se sublevaron en tumulto, furibundos, contra aquel sacrilegio.
Sólo por gracia de Dios, el padre Fiorica se dio cuenta y, aturdido, con los
ornamentos sacros aún en las manos, logró impedir, con su autoridad,
que la violencia de sus fieles indignados prorrumpiera y se volcara sobre
la casa de los Greli. Los detuvo a tiempo y los aplacó. Les garantizó que él
mismo se encargaría de que el señor Greli donara una nueva campana a
la iglesia y que harían otra fiesta más solemne para bautizarla.

Entonces, por primera vez, Guiducho Greli entró a la iglesita de San


Pedro.
En realidad, el padre Fiorica hubiera querido que la madrina de la
campana fuera la señora Greli o, por lo menos, una de sus hijas, la mayor,
que tenía casi dieciocho años. Pero, al ver el milagro que el bautizo de la
campana había obrado en el alma del chiquillo, agradeció, desde el fondo
de su corazón, que el señor Greli no hubiera condescendido a sus deseos.
Pudo haber sido por la excitación de la fiesta o tal vez por la
simpatía que le mostraron todos los fieles de la parroquia, o más aún, por
la voz que él mismo hizo surgir de aquella campana bendita desde la cima
del campanario en el luminoso azul del cielo, el hecho es que a partir de
ese día, cada mañana, la voz de aquella campana llamó a Guiducho a la
iglesia para la primera misa. Al escuchar esa voz, brincaba de la cama y
corría, a escondidas, en busca de la vieja sirvienta de la casa para que lo
acompañara.
--¿Y si tu padre no quisiera? --le decía la sirvienta.
Pero Guiducho insistía, sacudido por un escalofrío, cada vez que
escuchaba el repicar de la campana que todas las noches, sigilosa, lo

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llamaba. Así, por la angosta callejuela, invadida aún por las tinieblas
nocturnas, se abrazaba, estremecido, a la vieja sirvienta y, al llegar a la
placita de la iglesia, levantaba los ojos hacia el campanario. Y a la
misteriosa angustia que lo asaltaba, no menos misterioso respondía el
consuelo que, apenas entraba a la iglesia, sentía con los tenues cirios
encendidos sobre el altar, en la frescura de la solemne sombra
impregnada de incienso.
La primera vez que el padre Fiorica volteó del altar hacia los fieles y
lo vio arrodillado en el reclinatorio con sus enormes ojos, entre los rizos
castaños, bien abiertos, embelesados y con un resplandor casi de locura
divina, sintió que el corazón se le hundía en un largo espasmo de ternura.
Tuvo que contenerse para resistir la tentación de descender del altar y
acariciar aquel rostro de ángel y aquellas manitas unidas.
Al terminar la misa, le hizo señas a la vieja para que llevara al niño a
la sacristía. Ahí lo abrazó, le besó la frente y el cabello, le mostró uno por
uno los atuendos y ornamentos sagrados: las túnicas bordadas, las bruzas
de oro, las albas, las estolas, las mitras, los manípulos con aroma de
incienso y cera. Luego, con dulzura, lo persuadió de que le confesara a su
madre que aquella mañana había ido a la iglesia por el llamado de su
santa campana y de que le rogara para que le permitiera volver. En fin, lo
invitó –por supuesto con el permiso de su madre—a la casa del párroco a
ver las flores del jardín, las viñetas de colores de los libros, los santitos, y
a escuchar uno que otro de sus cuentos.
Guiducho fue todos los días a la casa del párroco, ávido de los
relatos de la historia sagrada. El padre Fiorica, al ver aquellos ojos
desorbitados, atentos y fervorosos en ese rostro pálido y audaz, temblaba
de emoción por la gracia que Dios le concedía de regocijarse con el
asombroso florecer de la fe en aquella inocente alma infantil. Y ante el
más bello de los relatos, cuando Guiducho no podía contener la exaltación
interior y le echaba los brazos al cuello y se le abrazaba con furia al
pecho, experimentaba, al mismo tiempo, tal gozo y consternación, que

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casi sentía que se le quebraba el alma. Así, mientras lloraba y estrujaba
con sus manos la espalda del niño, exclamaba:
--¡Ah, hijo mío! ¿Y qué querrá Dios de ti?

Pero claro, mientras tanto, el diablo estaba al acecho detrás del sillón en
el que se sentaba el padre Fiorica con Guiducho sobre las rodillas. Y el
padre Fiorica nunca se daba cuenta. Habría podido notar, santo Dios, una
sombra que de vez en cuando pasaba sobre la cara del niño y lo hacía
fruncir el ceño. Sin embargo, pensaba que aquella sombra, aquel ceño
fruncido, eran provocados por la bondadosa indulgencia con la que él
ocultaba y absolvía ciertos pasajes de la historia sagrada. Bondadosa
indulgencia que perturbaba, en lo más profundo, el alma resentida del
muchacho. Sin duda, por la desconfianza que le tenían en casa y también
por el escarnio de su padre y sus hermanas.
Fue así como el diablo la libró. A partir de estas y otras pequeñas
señales que le pasaban desapercibidas al padre Fiorica.
En el mes de mayo, dedicado a la Virgen, después dar el sermón y
rezar el rosario, tras haber impartido la bendición y cantar a coro las
alabanzas a María al compás del órgano, en la iglesita de San Pedro se
sorteaba, entre los devotos, una Virgen de cera custodiada por una
campana de cristal. Mujeres y niños, mientras cantaban de rodillas,
fijaban la vista en esa virgencita, colocada sobre el altar, entre los cirios
encendidos y las rosas ofrecidas en abundancia. Cada uno deseaba, con
vehemencia, que le tocara la suerte de llevarse a la virgencita. Sin
embargo, no pocas mujeres, admiradas ante el fervor con el que
Guiducho rezaba frente a todos, habrían preferido que, en lugar de a
cualquiera de ellas, le tocara en suerte a él. Y quien más lo deseaba era,
por supuesto, el padre Fiorica.
Los volantes de la rifa costaban un centavo cada uno. El sacristán se
había encargado de venderlos durante la semana y en cada volante
apuntaba el nombre del comprador. Los domingos, todos los volantes se

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recolectaban en una urna de cristal. El padre Fiorica metía una mano, la
removía un poco y, ante el silencio ansioso de todos los fieles arrodillados,
extraía una, la mostraba, la desenrollaba y, a través de los lentes,
enganchados en la punta de la nariz, leía el nombre. La virgencita,
entonces, era conducida en procesión hasta la casa del afortunado.
El padre Fiorica se imaginaba el júbilo que le daría a Guiducho si su
nombre saliera de la urna y, al verlo ahí, arrodillado frente al altar,
hubiera querido que al removerla, un milagro provocara que sus dedos
adivinaran cuál era el volante que tenía su nombre. Casi, casi le
molestaba la generosidad del niño, quien habiendo podido comprar diez
volantes con la lira que cada domingo le daba su mamá, se conformaba
con uno sólo para no aventajar a los demás muchachos, a quienes,
además les compraba volantes con lo que le sobraba. ¡Y qué tal si aquella
virgencita, al entrar en casa de los Greli en medio de tantos festejos,
tuviera el poder de reconciliar a toda la familia con la iglesia!
Así tentaba el diablo al padre Fiorica, pero no se detuvo ahí. El
último domingo, cuando llegó la hora del solemne sorteo, lo vio subir al
altar a un lado de la urna donde estaba la virgencita de cera. Calladito,
calladito se colocó detrás de él y, sí señores, le sugirió que leyera, en el
volante que había extraído, el nombre de Guiducho Greli. Cuando estalló
el júbilo de todos los devotos, Guiducho, que al principio se había
sonrojado, de inmediato se puso pálido, pálido, frunció el ceño sobre los
ojos desorbitados, comenzó a temblar, escondió la cara entre los brazos y
se escabulló para zafarse de la multitud de mujeres que querían besarlo
para celebrar. Escapó de la iglesia y corrió a refugiarse a su casa, donde
se echó en los brazos de su madre y estalló en un llanto frenético. Poco
después, cuando escuchó por la callejuela el redoblar del tambor y el coro
de los devotos que le llevaban a casa la virgencita, comenzó a patalear, a
contorsionarse entre los brazos de su madre y de sus hermanas y a gritar:
--¡No es cierto! ¡No es cierto! ¡No la quiero! ¡Llévensela! ¡No es
cierto! ¡No la quiero!

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Había sucedido lo siguiente: de los diez centavos que la mamá le
daba cada domingo, Guiducho ya les había regalado nueve a los niños
pobres de la parroquia para que entraran al sorteo. Al llegar a la sacristía
con los últimos centavos que le sobraban, se le acercó un pequeño todo
desaliñado y descalzo que, como había estado enfermo desde hacía tres
semanas, no había podido participar en la fiesta ni en el sorteo de las
virgencitas anteriores. Al ver a Guiducho con esos últimos centavos en la
mano, le había preguntado si no eran para él, por lo que Guiducho se los
dio.
Muchas veces, en casa, el señor Greli, bromeando, le había
advertido a su hijo:
--¡Ten cuidado, Ducho! ¡Ya te veo con la sotana! ¡Ducho, ten
cuidado, ese padrecito tuyo te quiere atrapar!
Y en efecto, ¿por qué le tocó a él la virgencita si ningún volante
llevaba su nombre ese último domingo?
Para terminar con la ansiedad de su hijo, la señora Greli ordenó que
devolvieran de inmediato la virgencita a la iglesia y, desde entonces, el
padre Fiorica no volvió a ver a Guiducho Greli nunca más.

Un día

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Sacudido del sueño, quizá por error, fui arrojado fuera del tren en una
estación de paso. De noche; sin nada.
No logro recuperarme del impacto. Lo que más me asombra es que
no encuentro señales de la violencia que sufrí. Y no sólo eso, sino que no
guardo una sola una imagen, ni siquiera la sombra confusa de un
recuerdo.
Me encuentro tirado en el suelo, solo, en la sordidez de una estación
desierta. No sé a quién dirigirme para indagar qué me sucedió, dónde
estoy.
Lo único que distinguí fue a un farolero ciego que acudió a cerrar de
nuevo la puerta del tren de donde fui expulsado. El tren partió de
inmediato, así como de inmediato desapareció, al interior de la estación,
aquel farolero con el reflejo delirante de su vana luz. En medio de la
confusión, ni siquiera se me ocurrió seguirlo para reclamarle y exigir
explicaciones.
Pero, ¿qué podría reclamar?
Me doy cuenta, consternado, de que no tengo la más mínima idea
de haber hecho un viaje en tren. No recuerdo de dónde salió, hacia dónde
se dirigía y si en realidad, al partir, llevaba algo conmigo. Tal parece que
nada.
En el vacío de esta horrible incertidumbre, me acosa el terror ante el
espectro de aquel farolero ciego que se retiró de inmediato, haciendo
caso omiso de mi expulsión del tren. ¿Será, quizá, de lo más normal que
en esta estación descienda uno de ese modo?
En la oscuridad, no alcanzo a distinguir el nombre. Desde luego, la
ciudad me resulta desconocida. Bajo los primeros destellos sutiles del
alba, parece que está desierta. En la inmensa plaza, lívida frente a la
estación, todavía hay un faro encendido. Me aproximo, me detengo y, sin
atreverme a levantar la vista, aterrado como estoy por el eco de mis
pasos en el silencio, me miro las manos. Las observo por un lado y por el

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otro, las cierro, las abro de nuevo, me palpo con ellas, me examino para
sentir de qué estoy hecho, pues ni siquiera de eso estoy seguro: de que
yo exista y todo esto sea real.
Poco después, mientras avanzo hasta el centro de la ciudad,
observo, a cada paso, cosas que me habrían confundido, de no ser porque
una confusión mayor me vence cuando noto que todos los demás, mis
semejantes, se mueven sin inquietarse, como si a ellos todo les pareciera
de lo más natural y cotidiano. Siento como si me arrastraran, aunque esta
vez, también, sin percibir ninguna violencia. Sólo que por dentro, ajeno a
todo, estoy casi paralizado. No obstante, considero que, aunque no sé ni
cómo ni de dónde ni por qué estoy aquí, debo ser yo quien está
confundido. Todos los demás tienen razón, pues no sólo aparentan
saberlo sino que saben muy bien lo que hacen, están seguros de que no
se equivocan, no tienen la más mínima incertidumbre. Se conducen de
manera tan natural, tan convencidos de cómo proceden, que me verían
con asombro, reprobación o incluso indignación si me ganara la risa o me
mostrara desconcertado a causa de su aspecto o de cualquiera de sus
actos y expresiones. En mi profundo deseo por descubrir algo sin que se
den cuenta, seguido me veo obligado a eliminar de mis ojos esa
suspicacia de la huida que con frecuencia posee la mirada de los perros.
Soy yo quien está confundido, soy yo, mientras no comprenda nada,
mientras no logre recuperarme. Es necesario que haga un esfuerzo para
fingir que yo también estoy convencido y que me las ingenie para actuar
como los demás, a pesar de que carezca del criterio y la noción práctica
aun para las cosas más comunes y corrientes.
No sé hacia donde dirigirme, qué camino tomar, qué hacer.
¿Será posible que a estas alturas todavía me conduzca como un
niño? ¿Como si nunca hubiera hecho nada? Será que he trabajado en
sueños. No sé cómo, pero seguro que he trabajado. He trabajado siempre
y mucho, mucho. Por lo demás, parece que todos lo saben, pues algunos
voltean a verme e incluso más de uno me saluda sin que yo sepa quién

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es. De momento me quedo perplejo cuando descubro que el saludo se
dirige a mí. Miro alrededor, miro detrás. ¿Me habrán saludado por error?
No, me saludan a mí. Lucho, avergonzado, con cierto aire de vanidad que,
aunque quisiera, no logra engañarlos. Sigo adelante como si estuviera
suspendido y no consigo liberarme del extraño pudor que me provoca --lo
reconozco-- algo muy mezquino: no estoy seguro del traje que llevo
puesto, me extraña que sea mío. Me asalta la duda de que los demás me
saluden por este traje y no por mí. De cualquier manera, no tengo más
que este, ningún otro.
Me reviso de nuevo. Me llevo una sorpresa. Palpo algo que parece
una cartera de cuero escondida en el bolsillo de la chaqueta. La extraigo,
seguro de que no me pertenece a mí, sino a este traje que no es mío. En
efecto, es una vieja cartera de cuero, amarillenta, descolorida, deslavada,
como si hubiera caído al agua en un arroyo o en un pozo y la hubieran
recuperado. La abro, o más bien despego la parte adherida, y miro
dentro. Entre unos cuantos papeles plegados, ilegibles a causa de las
manchas provocadas por el agua al diluir la tinta, encuentro una pequeña
imagen sagrada, desvaída, de esas que les regalan a los niños en las
iglesias. Junto a esta, hay una fotografía más o menos del mismo formato,
también desteñida. La separo, la observo. Ah, es la fotografía de una
hermosa joven en traje de baño, casi desnuda, con la cabellera al viento y
los brazos extendidos, vivaces, en el acto de saludar. Mientras la admiro,
incluso con cierto pudor, tengo la impresión, si no justamente la certeza,
de que el saludo de esos brazos elevados al viento de un modo tan
entusiasta, se dirige a mí. Pero por más que me esfuerzo, no logro
reconocerla. ¿Será posible que una mujer tan bella se me haya borrado de
la memoria? ¿Que haya sido arrastrada por todo ese viento que le
alborota la cabeza? Desde luego, en el interior de la cartera de cuero que
alguna vez se cayó al agua, esta fotografía, a un lado de la imagen sacra,
ocupa el lugar que se le concede a una prometida.
Busco de nuevo dentro de la cartera. Con más desconcierto que

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placer, pues dudo que me pertenezca, encuentro, en un escondite
secreto, un billete grande doblado en cuatro. Quién sabe desde cuándo
estuvo ahí olvidado, viejo y todo raído, con los bordes de los pliegues ya
deteriorados.
Tal y como estoy, desprovisto de todo, ¿podré ayudarme con eso?
No sé a través de qué poder de convicción, la imagen retratada en la
pequeña fotografía me asegura que el billete es mío. Pero, ¿se podrá
confiar en una cabecita tan alborotada por el viento? Ya pasa del
mediodía. Muero de hambre. Es necesario que coma algo, así que me
dirijo a un restaurante.
Con asombro, también ahí me reciben como a un cliente respetable,
privilegiado. Se me asigna una mesa y alguien retira una silla para
invitarme a tomar mi lugar, pero cierto escrúpulo me detiene. Le hago
señas al patrón y, llevándomelo aparte, le muestro el gran billete
estropeado. Lo mira sorprendido. Lo examina cauteloso debido al estado
en el que está. Luego, me dice que sin duda debe ser de mucho valor,
aunque desde hace tiempo está fuera de circulación. “Pero no se
preocupe, si lo presenta en el banco alguien como usted, seguro lo
aceptarán y se lo cambiarán por moneda corriente.”
Así, mientras continúa hablando, el patrón del restaurante sale
conmigo a la calle y me indica el edificio del banco que está a un lado.
Me dirijo hacia allá y en el banco también se muestran
entusiasmados de hacerme este favor. Su billete --me dicen-- es uno de
los pocos que ya no se imprimen en el banco. De un tiempo a la fecha
sólo circulan billetes de muy baja denominación. Me entregan tal cantidad
de dinero que me quedo perplejo, casi abrumado. Sólo tengo esa
náufraga bolsita de cuero. Sin embargo, me ayudan a salir del apuro. Para
todo hay remedio. Puedo depositar mi dinero en el banco, en una cuenta.
Finjo haber comprendido, guardo en la bolsa algunos de los billetes, una
libreta que recibo a cambio de todos los que dejo y regreso al
restaurante. No encuentro comida de mi gusto, temo no poder digerirla.

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Sin duda, ya se habrá esparcido el rumor de que si no soy del todo rico,
tampoco soy pobre. De hecho, al salir del restaurante, me encuentro con
un auto que me espera y un chofer que con una mano se quita el
sombrero y con la otra abre la portezuela para dejarme entrar. No sé
hacia dónde me lleva, pero como poseo un automóvil, es muy probable
que, sin saberlo, también tenga una casa. Claro, una bellísima casa
antigua que ha sido habitada por muchos antes que yo y otros tantos que
la habitarán después. ¿Serán míos todos estos muebles? Me siento
extraño, como un intruso. Del mismo modo como me sucedió esta
mañana en la ciudad al rayar el alba, tengo la impresión de que la casa
también está desierta. Otra vez siento miedo del eco que harán mis pasos
al desplazarme entre tanto silencio. En el invierno anochece muy
temprano, tengo frío y me siento fatigado. Me armo de valor, me muevo,
abro una de las puertas, me quedo perplejo al ver la recámara iluminada
y, sobre la cama, a ella, la joven del retrato, viva, con los brazos desnudos
extendidos con entusiasmo, pero en esta ocasión para invitarme, gozosa,
a correr y acogerme entre ellos.
¿Será un sueño?
Claro, como en un sueño: ella sobre la cama, después la noche, el
amanecer y se acabó. Ninguna señal de ella. Y la cama, tan cálida de
noche, ahora está helada como una tumba. En toda la casa se siente ese
olor que impregna los lugares donde se acumula el polvo, donde la vida
se marchita con el tiempo, con esa sensación de tediosa fatiga que, para
sostenerse, necesita de la útil y bien regulada rutina. A mí siempre me ha
causado terror. Quiero huir. No es posible que esta sea mi casa. Es una
pesadilla. Sin duda, tuve uno de los sueños más absurdos. Para
comprobarlo, me miro ante un espejo colgado en la pared y de inmediato
tengo la impresión de que me sumerjo, aterrado, en una confusión
infinita. ¿Desde qué lejanía mis ojos, aquellos que creí haber tenido de
niño, miran ahora, despavoridos, sin poder creerlo, este rostro de
anciano? ¿Yo, viejo? ¿Tan rápido? ¿Cómo es posible?

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Tocan a la puerta. Me espanto. Alguien me anuncia que han llegado
mis hijos.
¿Mis hijos?
Me resulta aterrador que yo haya engendrado hijos. ¿Cuándo? ¿Los
habré tenido ayer? Ayer todavía era joven. Es justo que hoy, de viejo, los
conozca.
Entran. Llevan de la mano a niños que nacieron de ellos. De
inmediato acuden a sostenerme. De un modo amoroso, me reprenden por
haberme levantado de la cama y con premura me sientan para que
recupere el aliento. ¿Extenuado, yo? Claro, ellos saben muy bien que no
puedo estar de pié, que estoy muy, muy mal.
Sentado, los miro, los escucho, y tengo la impresión de que me
están haciendo una broma mientras duermo.
¿Ha terminado mi vida?
Mientras los observo a todos inclinados a mi alrededor, con cierta
malicia, casi sin que debiera darme cuenta, miro cómo se asoman de sus
cabezas, justo frente a mis ojos, y crecen y crecen, no pocos, no pocos
cabellos blancos.
--Miren si no es una ironía. Ustedes ya tienen también el cabello
blanco.
Y miren, miren a los niños que acaban de entrar por la puerta:
apenas se acercaron a mi sillón y se hicieron mayores. Y una, aquella, es
ya una jovenzuela que quiere abrirse paso para ser admirada. Si el padre
no la contiene, se me sienta sobre las rodillas y me abraza el cuello
mientras reposa la cabeza sobre mi pecho.
Tengo el ímpetu de levantarme, pero reconozco que, en verdad, ya
no puedo hacerlo. Y con los mismos ojos que tenían hace un momento
esos niños que ahora han crecido tanto, me quedo mirando hasta que
puedo, con mucha, mucha compasión, detrás de estos jóvenes, a mis
queridos hijos ya ancianos.

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72
GRAZIA DELEDDA

Escritora autodidacta, Grazia Deledda (Nuoro, 1871-1936) retrató en su


obra la complejidad de la vida y los conflictos emocionales de los
habitantes de su natal Cerdeña. Comenzó a escribir poemas a los ocho
años. A los diecisiete ya había publicado sus primeros cuentos en revistas
de la época. Fue una lectora precoz. Entre sus autores más cercanos
estuvieron Dostoievski y D’Annunzio.
En el ámbito de la narrativa italiana, a Deledda se le reconoce una
fisonomía, sin lugar a dudas, entre las más originales. Al recibir el Premio
Nobel de Literatura en 1926, Henrik Schück, Presidente de la Fundación

73
Nobel, apuntó: "En las novelas de Grazia Deledda, más que en las de
cualquier otro autor, el hombre y la naturaleza están fusionados. La
mayoría de sus personajes son simples campesinos, de sensibilidad y
pensamientos elementales, pero en lo más profundo respira la grandeza
del paisaje natural de su tierra.”
Deledda optó por una vida sencilla, al margen de los círculos
literarios e intelectuales de su generación. Si bien el matrimonio la obligó
a dejar el campo para trasladarse a Roma, su obra refleja la cercanía que
mantuvo con su pueblo y su gente. En sus textos, se adivinan los
fantasmas y obsesiones que la rondaban. La mujer juega un papel
protagónico, amenazada siempre por el pecado, la culpa y el
remordimiento. Los amores prohibidos e interesados son un tema del que
la autora se ocupa con frecuencia, siempre ante la complicidad de la luna.
El destino fatal y la muerte, van de la mano con sus personajes, muchas
veces impulsados por fuerzas misteriosas. En el transcurso de su vida,
esta escritora fecunda publicó alrededor de cincuenta libros, entre los que
destacan Elías Portolu (1903), Cenizas (1904) y La madre (1920).
El Ángel y Fuerzas ocultas, forman parte de la publicación póstuma
El cedro del Líbano, editada en 1939. Estos relatos dan cuenta de la
importancia que otorgó a los problemas del alma, a las vivencias
espirituales y a los dramas de la vida cotidiana. Situaciones que se
reflejan en el dolor interno de sus personajes, siempre sostenidos por una
profunda intimidad religiosa.
Grazia Deledda murió en Roma el 15 de agosto de 1936.

El ángel

La cita era a las cinco en la punta del muelle. Hacia finales de octubre, el
sol de las cinco ya toca el horizonte sobre el pinar púrpura y rojo del
atardecer. Sin embargo, había tiempo suficiente para dar un paseo por

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aquellos pinares o procurarse cualquier otro modo de estar juntos cuando
menos un par de horas. Juntos, en un encuentro sobre la superficie
inocente y luminosa, como ese mar tranquilo y frío donde las balandras
que habían salido del puerto se reflejaban como en un verdadero espejo.
En la superficie, pero, ¿en el fondo? Así como el más celestial de los
mares resguarda abismos y monstruos infernales, así es un amor que no
tiene desahogo sino en el pecado. ¿Y qué otro desahogo podría tener la
relación entre una obrera y un joven señor acaudalado? Él era sensual,
frívolo y de momento estaba enamorado, mientras que ella tenía el don
de la belleza y la fuerza de la ambición.
Al salir de la pequeña fábrica de textiles donde trabajaba a
destajo, descendió por el camino solitario que conduce al mar. Llevaba
una imitación de zorro negro alrededor del cuello, sobre un vestido oscuro
y entallado que dejaba entrever las hermosas piernas y revelaba las
líneas de un cuerpo perfecto. Intentaba ocultarse cubriéndose la cara con
el zorro y caminaba deprisa, como para fingir que regresaba a casa, a la
humilde aldea de pescadores donde vivía con la abuela desde que el
padre había muerto en un naufragio y, poco después, la madre
destrozada de dolor. En realidad le había dicho a la vieja que se quedaría
hasta tarde en la fábrica y se dirigió entonces a la playa. Era más segura
la playa que, a esas horas y en esa época del año, se encontraba
absolutamente desierta.
Todos los veraneantes se habían marchado. Las casas estaban
cerradas excepto aquella que tenía forma de castillo, la del joven señor
que se había quedado solo y en las hermosas mañanas de octubre
--cuando el murmullo de las conchas en la marea baja acompañaba los
cantos de los viejos colectores de almejas y, en la lejanía, desde los
viñedos azules y los campos arados, llegaban las voces de campesinos
que arriaban a los bueyes— solía asomarse al balcón en su pijama de
seda azul celeste, como el príncipe de la leyenda.

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La muchacha sabía que él estaba ahí por ella, que la deseaba, que aquel
día la esperaba para “concluir” algo. ¿Qué se podía concluir? Todo y nada.
Quizá dependía de ella, de su voluntad, pero también de la pasión
malsana en la que estaba enredada. Además, no es que el hombre le
gustara tanto, pero le atraían sus millones. Y después de todo era libre.
Estaba la abuela, hosca y humillada como una escoba vieja. Estaban
algunos parientes, todos hombres de mar, estatuas de harapos y de sal,
enfrentados siempre con la pobreza y la muerte. ¿Qué podían hacerle? Tal
vez hasta alegrarse de su fortuna. Procedía cautelosa, mientras recordaba
muchos ejemplos, vivos y cercanos, de relaciones similares a la suya, si
no es que peores, ah, mucho peores. Aún así, el mundo seguía su curso y
ella estaba cansada de su vida miserable, y ya que se le había
presentado la ocasión, después de muchas otras oportunidades modestas
o hasta mezquinas, quería aprovecharla. La playa estaba desierta; el
arenal, duro como una calle aplanada. A lo lejos, sobre la punta del
muelle, se dibujaba con nitidez la figura sombría de un hombre. Ella apuró
el paso, ligera y temerosa. Tenía la impresión de que volaba sobre la línea
nacarada del mar, como una golondrina que sigue a su compañero.
De pronto se sintió perseguida, alguien la alcanzó, caminaba a
su lado sin rebasarla. Más que a un paso, a un soplo, precisamente como
de alas. Sintió un sobresalto cuando a su derecha, a poca distancia, vio a
una muchachita, casi una niña, con el cabello corto y lacio, de un rubio
cobrizo, atado con una cinta azul. El vestido, aún veraniego, también era
azul. El perfil, los brazos delgados y desnudos, las piernas desnudas,
sutiles como de cera, las sandalias de piel blanca, tenían, asimismo, un
resplandor azul, como si toda su figura estuviera impregnada de mar. No
se trataba de una veraneante o una asidua de la playa, porque bajo
aquella ligereza etérea, su piel era blanca, casi tan transparente como el
alabastro. Sus miradas no se cruzaron, pues ella la evadía escondiendo la
cara tras su zorro tenebroso. Por lo demás, aunque la muchachita
caminaba a poco más de dos metros de distancia, parecía no verla: a

76
veces se agachaba para recoger alguna concha o una jibia que dejaba
caer de nuevo sobre la arena, entonces parecía en verdad una niña.
Comenzó a fastidiarse. Había llegado a la última casa, ya
estaba cerca la duna que precedía a los peñascos y servía de sostén al
muelle. Sobre el cielo azul plata, ahora se distinguía con claridad la figura
ingenua del joven con su atuendo deportivo, también la de un perro que
llevaba sujetado a una correa. Atraído por la mirada de la muchacha, se
movió para ir a su encuentro, pero cuando llegó a la mitad de la valla se
detuvo, indeciso, y esperó a que ella subiera la duna y avanzara hacia el
muelle. Por supuesto, alcanzaba a ver a la muchachita del vestido azul,
que parecía acompañar a la otra amigablemente, entonces se detuvo con
prudencia. Después de todo, él tampoco quería que la gente chismosa del
pueblo murmurara sobre sus cosas y que luego estas llegaran a oídos de
sus padres. De un salto, enojada, la muchacha del zorro subió la duna y
se dirigió hacia las piedras del muelle. Esperaba que la intrusa volviera
atrás, pero la vio subir a la pequeña duna, mucho más ligera que ella,
balanceándose sobre el borde de la valla, azul sobre el azul del mar, casi
irreal.
¿Qué hacer? No se le podía restringir su libertad, el camino era
de todos. Un grupo de jóvenes también irrumpió desde la calle arbolada
que iba hacia la aldea de los pescadores, pero ante ellos la muchacha no
sentía temor, estaban demasiado concentrados en sí mismos como para
ponerle atención. En cambio aquella, la intrusa, permanecía siempre a su
derecha, sobre el borde del muelle. Se le figuraba como una espía de
cuidado, casi una rival celosa que la seguía, quizá para hacer un
escándalo en el momento propicio. Sin embargo, el joven parecía más
preocupado por los muchachos de la aldea que por la señorita de azul, ya
ni siquiera alcanzaba a verla, pues estaba un poco inclinado, como si
mirara a los alegres pececillos que brotaban del agua transparente, bajo
una red de oro que flotaba a su alrededor sin intentar pescarlos. El perro,
pequeño y tieso, también los miraba, pero en sus ojos se reflejaba el

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resplandor del agua y, tras el antifaz café que los circundaba, parecían
atónitos y tristes como los del zorro de la muchacha.
De golpe, desesperada, se arrancó el zorro y lo sacudió. Luego
se sentó sobre uno de los troncos que rodeaban la orilla del muelle y
levantó la cara con aire desafiante, más aún, con un poco de desfachatez.
La otra también se sentó, a dos troncos de distancia, y le dio la espalda
mientras miraba hacia el horizonte. En aquel fondo ardiente donde se
delineaba el perfil dentellado de los pinares, ella parecía dibujarse sobre
una lámina de oro con el borde azul del vestido disuelto en el azul del
mar. Los ojos nunca se le veían, incluso ahora que ella los buscaba,
codiciosos y ávidos de pecado, de desprecio, bajo el reflejo del sol que
parecía inyectarlos de sangre. ¿Y por qué aquel bodoque permanecía
tieso allá en medio de la valla, deteniendo la cadena del perrito faldero
con los dedos entrelazados en la cinta de su chaqueta, que además tenía
un corte femenino? Tuvo ganas de acercarse, ir hacía él, pero de pronto
sintió vergüenza y humillación, quizá también algo de orgullo. Le parecía
como si la otra lo supiera todo, tanto de ella como de sus malos
propósitos y que, en el fondo, se burlaba. Esto, más que el ambiguo
proceder del joven, la irritaba y la humillaba. Pero esa misma
contrariedad provocó que, por un instante, se le apareciera la imagen gris
de la casucha donde la abuela, pobre y hosca como una vieja bestia de
carga, limpiaba el pescado para la cena: pobre y hosca, sí, pero con el
peso de los años y de las grandes penas, con el peso de la paciencia y el
amor sobre la espalda, como una paca de trigo sobre la grupa del asno.
Mientras tanto, el sol descendía al rojo vivo. El mar también
enrojecía y el vestido azul brillaba, pero desvanecido por el resplandor
que emanaba del cuerpo de la desconocida. Con la seguridad de que la
otra no se iría, se volteó de espaldas y miró las balandras que ondeaban
entre el mar y el cielo, sobre el trémulo fuego de sus reflejos. Allá estaban
los hombres de su raza, las estatuas de harapos y de sal, luchando
siempre contra la pobreza y la muerte, pero en ese momento también

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ellos resplandecían como estatuas de oro. La sobrecogió una especie de
hechizo, recordó la noche cuando su padre fue devorado por el mar. Algo,
sin embargo, la devolvió de inmediato del espantoso abismo de ese
recuerdo. Sintió que se caía, como sucede en las pesadillas, y que
despertaba de un sobresalto con el alivio de comprobar que sólo se
trataba de un sueño. Entonces giró, y al ver que el hombre se había ido,
sintió cierto disgusto, un profundo desprecio por él, pero también la
embargó una sensación de felicidad, pues había podido constatar a
tiempo aquella cobardía.
Se levantó, miró de frente a la muchacha que aún estaba en
su lugar, pero que al fin había vuelto los ojos hacia ella. Aquellos ojos
también eran azules, del azul que se ve en los cielos.

Años después, en la punta del muelle, le relató, a su modo, la aventura al


marido, un hombre rudo y perspicaz, dueño de un hermoso par de
balandras. Él sonrió y le dijo:
--Era el ángel de la guarda.

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Fuerzas ocultas

Inclinada sobre su pequeña libreta de registros, la señorita Giovanna,


partera, hacía las cuentas de sus ingresos mensuales. En aquel pedregoso
pueblo en la montaña, era la única mujer, además de la maestra de la
escuela, que ganaba dinero. De hecho, era la que más ganaba. Era
hermosa, joven, fuerte y, sobre todo, muy honesta, lo que también debe
tomarse en consideración. Sin embargo, su prometido la había plantado
porque la familia, si bien era pobre y dependía de él, es decir, de su
exiguo sueldo como secretario del Ayuntamiento, no sólo se había
opuesto a sus proyectos amorosos, sino que lo había persuadido de
casarse con una prima --ella también sin dote y por lo demás enfermiza—
para salvar así el honor de la casta. Además, la señorita Giovanna, quien
venía de otro pueblo, era hija, se comentaba, de un domador de caballos.
Corría el mes de junio, un período de mucho trabajo para ella. Casi
todos los paisanos del lugar se casaban en septiembre, quizá porque daba
inicio la temporada fresca, quizá porque había terminado la cosecha y los
viñedos no arraigaban en los terrenos aledaños o quizá porque se
celebraban las fiestas del pueblo. Giovanna había asistido a dos
primerizas y a una matrona en su décimo parto, pero había otras mujeres
y, entre esas otras, la esposa de su traidor. Sin embargo, aún no la habían
llamado para pedirle que la atendiera y era muy probable que no lo

80
hicieran, preferirían consultar al médico que, en casos de gravedad, hacía
las veces de obstetra y cirujano.
--Mejor— se dijo en voz alta la joven mujer, pero su voz retumbó,
cercana y lejana, como un eco, desde la muralla de rocas que se erigía
sobre el sendero a un lado de su casa. Era una casa extraña, grande, sólo
ella y su sirvienta la habitaban. Durante un tiempo fue la sede del
Ayuntamiento, pero años después, cuando se construyó el nuevo
Municipio, la ofrecieron gratis a quienes dependían de este. No obstante,
nadie la quería, ni siquiera la maestra, pues las habitaciones eran
enormes y en el invierno estaban heladas, llenas de ratas y cucarachas.
La sirvienta no pegaba los ojos cada vez que la señorita salía por la noche
a su trabajo. Por su parte, Giovanna, si bien era valiente y sin prejuicios,
poseía un revólver y cierto porte de armas.
El revólver está ahí, incluso esta noche, sobre la mesa del comedor
que hace las veces de escritorio, del mismo modo que la gran estancia de
la planta baja es habilitada como sala de estar y, de ser necesario,
también como consultorio. Una lámpara de gas ilumina la habitación. Las
ventanas están cerradas a pesar de que afuera la noche ya es cálida,
plena de luna y estrellas.
Sin embargo, Giovanna le temía más a las estrellas, al perfume del
tejo y al lamento del búho sobre el filo del árbol, que a los maleantes
nocturnos. El peligro, el verdadero peligro de muerte y de otras cosas más
terribles que la muerte, estaba en el silencio de aquellas noches de junio
cuando se asomaba por la ventana. Entonces, el enemigo saltaba de lo
más profundo de su espíritu, como desde un matorral, y el revólver no era
suficiente para defenderla, es más, pasaba a manos del asesino y se
convertía en un arma demoníaca. Además, ya estaba destinado a la
venganza y Giovanna sólo esperaba el momento propicio para asesinar al
hombre que la había traicionado.
La ocasión se presentó justo aquella noche, pero de un modo tan
favorable que más bien parecía un sueño. Como no había ninguna

81
probabilidad de que la patrona saliera, la sirvienta se había ido a la cama.
Giovanna terminaba de hacer las cuentas en la pequeña libreta de
registros, cuando uno de los cristales en el borde de la ventana pareció
agrietarse. Alguien había arrojado una piedrecilla. La leve vibración del
golpe resonó en la sangre de Giovanna con una violencia casi de terror.
Reconocía aquella señal, aquella señal que jamás creyó que volvería a
escuchar en su vida, a pesar de que en los sueños crueles la hiriera como
una flecha envenenada.
Incluso ahora, le parece que está soñando. Bajo el arco sombrío de
las cejas varoniles, los ojos se abren con tal firmeza que espantan. La
señal se repite. Es él, que como solía hacerlo antes, le advierte su
presencia.
Después del primer sobresalto, pensó que podría ser alguien más,
tal vez un muchacho que daba un paseo en aquella noche veraniega. Pero
el corazón no la engañaba. El golpe se repitió por tercera vez, nada más.
Era la señal que habían convenido entre ellos y la cual nadie conocía. Se
rió con sarcasmo al recordar que se veían a escondidas por miedo a la
familia de él, incluso era él quien jugaba la parte femenina. En efecto,
tenía algo de femenino: una dulzura, una pasión exangüe, un aire de
inconciencia, casi de abulia. Había crecido siempre en medio de mujeres:
la madre, las tías, las hermanas, las primas, de ahí le venía la parte débil
de su carácter y también por eso se había sentido atraída: fuerte de
cuerpo y de espíritu.
De pronto, recordó las promesas que él le hacía en los momentos de
mayor abandono: que la amaría por siempre, incluso si los obligaban a
separarse, aún si ella lo hubiera rechazado o pisoteado y, sin embargo,
ahora, quizá Dios le estaba mandando la oportunidad de una venganza
mucho más cruel que la que había concebido.
Se levantó y miró a través de los cristales de la ventana, sin
persianas, pero reforzada con herrería. Ahí estaba él, en el callejón, bajo
un muro sobre el cual descendía la luna. Vestía de negro, el sombrero

82
deslizado hacia los ojos y la cara en la sombra. Pero sus manos, blancas
como de amanuense, iluminadas por la luna, se veían fosforescentes. De
no ser por la argolla matrimonial que ostentaba para mostrarle a
Giovanna la distancia que los separaba, habría tenido la apariencia de un
fantasma. Esa fue su impresión. Entonces, un cúmulo de odio, de rabia,
de desprecio ante aquella presencia ofensiva, la arrojó y volvió a arrojarla,
como una ola malvada, de la ventana a la mesa, de la mesa a la ventana,
una y otra vez, haciendo que aferrara, soltara y volviera a tomar el arma.
La soltó de nuevo y, como el hombre no se marchaba, abrió los
postigos con rabia para fingir que no lo reconocía. Él levantó la cara, la
luna le bañaba de luz el mentón, pero el resto parecía como si estuviera
envuelto en una máscara de carnaval. No habló, sin embargo, ella notó
claramente cómo le temblaba aquella barba partida y se tranquilizó, casi
burlona. Su voz vibró en medio del silencio, forzada, como si quisiera
espantar a un bribón fastidioso.
--Y bien, ¿qué quiere?
Él avanza dos pasos, se quita el sombrero y los anteojos. Su cabello
negro brilla con la luna. Mantiene las manos escondidas, temerosas.
--Señorita-- dice en voz baja como si repasara una lección –necesito
que venga a mi casa. El doctor tuvo una emergencia y la cosa llegó de
improviso, antes de tiempo.
Ella comprende muy bien de qué se trata y quisiera reír, gritar: “Y a
mí qué me importa. Váyase.” Pero él se arma de valor, levanta la voz, no
teme que lo escuchen.
--Es necesario que venga. De prisa. Hay peligro.
Le pareció el grito de alguien que está en peligro de muerte y pide
ayuda. No obstante, quien lo escucha, no puede, sin traicionar las leyes
humanas y divinas, negárselo. Por otra parte, ella estaba obligada, según
el contrato del Ayuntamiento, a brindar asistencia a quien lo requiriera.
Una cosa era la venganza y otra, cumplir con el deber civil. En el fondo,
sin embargo, murmuraba el demonio. ¿Peligro? ¿Para quién? ¿Para la

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madre o para el hijo? En cualquier caso, la verdadera venganza estaba a
sus pies. Mientras tanto, sin abrir la boca, buscó su maletín de primeros
auxilios y por un momento dudó si tomar o no el revólver. No lo tomó.
Tocó a la puerta de la sirvienta para avisarle que saldría y siguió al
hombre en silencio.
La casa no estaba lejos, a orillas de un callejón solitario, iluminado
por el resplandor líquido de la luna. Si Giovanna hubiera querido
vengarse, nadie se habría dado cuenta. En esos momentos no la aturdía
ese pensamiento, pero cuando vio la casa con las ventanas alumbradas,
la sobrecogió un dolor casi bestial, y los pensamientos malvados, el odio
flamígero, el deseo de sangre y de muerte, la paralizaron a un costado de
la calle. Sintió miedo, miedo de ella misma, de entrar en aquella casa y
hacerle daño a una mujer inocente.
El hombre debió notar su indecisión porque se giró para mirarla y de
un golpe cayó de espaldas con los brazos abiertos, negro sobre el polvo
blanco, crucificado en su propia sombra.
--Un infarto, sufría del corazón—dijo más tarde el médico.
Luego, con malicia agregó:
--La preocupación por la esposa y algo más, le provocaron el ataque.
Algo más, sí, y Giovanna sentía, en el nido intrincado y espinoso de
su corazón, la víbora del remordimiento y el terror de las fuerzas ocultas
con las que la voluntad del hombre puede, a través de su odio,
desencadenar el mal.

84
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GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA

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Giuseppe Tomasi, Duque de Palma y Príncipe de Lampedusa, nació en Palermo
el 23 diciembre de 1896, único hijo varón de una antigua familia de la nobleza.
Estudió en la Facultad de Derecho en Roma, pero no consiguió titularse.
Participó en las dos guerras mundiales y fue hecho prisionero en la primera, de
donde logró huir atravesando una buena parte de Europa a pie. En 1925
abandonó el ejército y se retiró en Sicilia. Allí vivió casi aislado y en contadas
ocasiones dejó la ciudad para viajar en compañía de su madre. Estos recorridos
le permitieron acercarse a las letras inglesas y francesas, narrativa por la que
mostró especial interés y que derivó, más tarde, en diversos ensayos.
A Lampedusa se le recuerda como un hombre taciturno y huraño: “Fui un
joven a quien le gustaba la soledad, quien prefería estar más con las cosas que
con las personas.” Su vida fue una aventura espiritual intensa, refugiada en la
meditación y los libros.
De su biografía se conoce poco. Se ha destacado su presencia en el
Congreso Literario de San Pellegrino en 1954, al que asistió para acompañar a
su primo, el poeta Luigi Piccolo. Allí conoció a varios escritores, entre ellos, a
Eugenio Montale y Giorgio Bassani. Al parecer fue un momento decisivo que lo
impulsó a la escritura de la que fuera su única novela: El Gatopardo (1956), con
la cual alcanzó la fama sólo después de su muerte, ya que en vida le fue negada
su publicación.
Su biógrafo, el inglés David Gilmour, apunta que escribió este libro
movido por el sentimiento de ser el último descendiente de una familia noble
ancestral próxima a extinguirse, por lo que sólo en él se concentraban los
‘recuerdos vitales’ y, por lo tanto, nadie sino él sería capaz de evocar un ‘mundo
siciliano único’ antes de que desapareciera. Tomasi di Lampedusa murió en
Roma en julio de 1957, un año después de haber escrito El Gatopardo, a la edad
de sesenta años. Fue una muerte similar a la del protagonista de su novela: en
una modesta habitación de un hotel en Roma, lejos de casa, mientras viajaba
para recibir atención médica.
Entre los pocos relatos que escribió, destaca La sirena (1956-57). Aquí,
Lampedusa juega con guiños que aluden a El Gatopardo y vuelca su pasión por
Sicilia en imágenes que la sitúan como la morada de los dioses. Los encuentros

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de Paolo, el personaje principal, con el anciano helenista La Ciura, son un viaje
iniciático hacia la revelación del conocimiento. Una historia que se sitúa en los
límites de lo real y lo sobrenatural.

La Sirena

A fines del otoño de 1938, me encontraba en plena crisis de misantropía.


Radicaba en Turín y, mientras yo dormía, la “tota”1 No. 1, esculcando
entre mis bolsillos en busca de algún billete de cincuenta liras, descubrió
una carta de la “tota” No. 2 que, a pesar de los errores ortográficos, no
dejaba dudas acerca de la naturaleza de nuestras relaciones.
Mi despertar fue inmediato y borrascoso. El pequeño refugio de la
calle Peyron retumbó con estertores vernáculos. Hubo, además, una
tentativa de sacarme los ojos que logré evitar torciendo un poco la
muñeca del brazo derecho de la querida chiquita. Esta acción defensiva
plenamente justificada, puso fin a la furia, pero también al idilio. La chica
se vistió deprisa, echó en la bolsa una borla, el lápiz labial, un pañuelo, el
billete de cincuenta “causa de tantos males”, me lanzó a la cara un triple
¡puerco! y se fue. Nunca había estado tan hermosa como en esos quince
minutos de furia. Desde la ventana la vi salir y alejarse en la neblina del
amanecer, alta, esbelta, ostentando su reconquistada elegancia.
Nunca más volví a verla, al igual que no he vuelto a ver un “pulóver”
de cachemir negro que me costó un ojo de la cara y que tenía la funesta
cualidad de ser una prenda que se adaptaba tanto a hombres como a
mujeres. Sobre la cama sólo dejó dos de esas horquillas enroscadas, a las
que llaman “invisibles”.
Esa misma tarde tenía una cita con la No. 2 en una pastelería de la
Plaza Carlo Felice. En la mesita redonda de la esquina oeste del segundo
salón, que era la “nuestra”, no vi la melena castaña de la chica a quien
deseaba más que nunca, sino la cara astuta de Tonino, su hermano de

1
Tota: muchacha, señorita, en el dialecto piamontés.

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doce años, que apenas había terminado de engullir un chocolate con
doble crema. Cuando me acerqué, se levantó con la habitual urbanidad
de los turineses.
--Señor --me dijo-- mi hermana Pinotta no vendrá, me pidió que le
entregara este mensaje. Buenas noches, Señor.
Y salió, llevándose dos pastelillos que se habían quedado en el plato.
Por medio de la tarjeta color marfil se me notificaba una rescisión
absoluta, motivada por mi infamia y mi “deshonestidad sureña”. Quedaba
claro que la No. 1 había rastreado e instigado a la No. 2 y que yo me
había quedado como el perro de las dos tortas.
En doce horas había perdido a dos mujeres que se complementaban
de maravilla, además de un “pulóver” al cual estaba apegado y, además,
tuve que pagar la cuenta del endemoniado Tonino. Mi siciliano amor
propio fue humillado. Me habían visto la cara de tonto, por lo que decidí
abandonar, por un tiempo, el mundo y sus derroches.

Para ese período de retiro, no podía encontrarse un sitio más apropiado


que el café de la calle Po, donde ahora, solo como un perro, me refugiaba
en mis ratos libres y, sin falta, todas las noches después de mi trabajo en
el periódico. Era una especie de Hades poblado de las sombras exangües
de tenientes coroneles, magistrados y maestros pensionados. Esas figuras
etéreas jugaban a las damas o al dominó inmersos en una luz que de día
era opacada por los portales y las nubes y, de noche, por las enormes
pantallas verdes de los candelabros. Nunca alzaban la voz, temerosos
como lo estaban, de que un ruido demasiado fuerte alterara la débil
trama de su apariencia. Un Limbo muy adecuado.
Como el animal de costumbres que soy, me sentaba siempre en la
misma mesita de la esquina, diseñada con el propósito de ofrecer la
máxima incomodidad al cliente. A mi izquierda, dos espectros de oficiales
superiores jugaban al “tric-trac” con dos larvas de consejeros de la corte.
Los dados militares y judiciales resbalaban sordos del cubilete de cuero. A

89
mi izquierda, también se sentaba siempre un señor de edad muy
avanzada, envuelto en un abrigo viejo con cuello de astracán raído. Leía
sin tregua revistas extranjeras, fumaba puros toscanos y seguido escupía.
De vez en cuando cerraba las revistas y en cada bocanada de humo
parecía perseguir algún recuerdo. Después, volvía a su lectura y a
escupir. Tenía unas manos muy feas, rugosas, rojizas, con las uñas
cortadas al ras y no siempre limpias, pero cuando en una ocasión se
encontró la fotografía de una estatua griega arcaica, de esas con los ojos
muy separados de la nariz y la sonrisa ambigua, me sorprendí al mirar
cómo sus deformes dedos acariciaban la imagen con una delicadeza por
demás solemne. Se dio cuenta de que lo había visto, gruñó iracundo y
ordenó otro café.
Nuestras relaciones habrían permanecido en aquel plano de
hostilidad latente de no ser por un episodio afortunado. Yo siempre me
llevaba de la redacción cinco o seis periódicos, entre ellos, en una
ocasión, el Diario de Sicilia. Eran los años en los que el Miniculpop
(Ministerio de Cultura Popular) ejercía la censura con más rigor y todos los
periódicos eran idénticos. Aquel ejemplar del diario de Palermo era más
banal que nunca y nada lo distinguía de un periódico de Milán o de Roma,
de no ser por las imperfecciones tipográficas. Mi lectura, por lo tanto, fue
breve y pronto abandoné el legajo sobre la mesita. Apenas había
comenzado a contemplar otra encarnación del Miniculpop cuando mi
vecino me dirigió la palabra:
--Disculpe, señor, ¿le disgustaría si echo una ojeada a su Diario de
Sicilia? Soy siciliano y desde hace veinte años no leo un periódico de mi
tierra.
La voz sonaba cultivada. El acento, impecable. Los ojos grises del
viejo me miraban con profunda indiferencia.
--Por favor, adelante. Sabe, yo también soy siciliano y si usted lo
desea, puedo traerle aquí el periódico todas las noches.
--Gracias, pero no creo que sea necesario, la mía es sólo una

90
curiosidad física. Si acaso Sicilia todavía es como en mis tiempos, me
imagino que nunca sucede nada bueno, como desde hace tres mil años.
Hojeó el pliego, lo acomodó de nuevo, me lo devolvió y se internó en
la lectura de un opúsculo. Cuando se retiró, era evidente que se quería
escabullir sin despedirse, pero yo me levanté y me presenté. Murmuró
entre dientes su nombre, mismo que no comprendí. No me dio la mano,
sin embargo, en la puerta del café, se volvió, alzó la cabeza y gritó a voz
en cuello:
--Adiós, paisano.
Desapareció bajo los portales dejándome atónito y provocando
gemidos de desaprobación entre las sombras que jugaban.
Cumplí con los rituales de magia necesarios para que se
materializara un mesero y, mostrándole la mesa vacía, le pregunté:
--¿Quién era ese señor?
--Ese, respondió, es el senador Rosario La Ciura.
El nombre me decía mucho a pesar de que mi cultura periodística
estaba llena de lagunas. Era el de uno de los cinco o seis italianos que
poseen una reputación universal e indiscutible, el del más ilustre
helenista de nuestros tiempos. Eso explicaba las gruesas revistas y las
secciones acariciadas. También el hermetismo y el refinamiento velado.
Al día siguiente, en el periódico, indagué entre el singular fichero
que contiene las necrologías “en espera”. Ahí estaba la ficha de “La
Ciura”, aceptablemente redactada de una buena vez. Decía que el gran
hombre había nacido en Aci-Castello, Catania, en el seno de una modesta
familia de la pequeña burguesía. Explicaba cómo, gracias a una
extraordinaria aptitud para el estudio del griego y, a través de becas y
publicaciones eruditas, obtuvo, a los veintisiete años, la cátedra de
literatura griega en la Universidad de Pavía. Más tarde fue invitado a la de
Turín donde permaneció hasta su jubilación. Impartió cursos en Oxford y
Tubinga, realizó múltiples y largos viajes, ya que además de senador pre-
fascista y miembro de la Academia de los Linces, era doctor “honoris

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causa” en Yale, Harvard, Nueva Delhi y Tokio, entre otras ilustres
universidades, desde Upsala hasta Salamanca. La lista de sus
publicaciones era larga y muchas de sus obras, en especial sobre dialecto
jónico, se consideraban fundamentales. Baste decir que había recibido el
encargo, como único extranjero, de curar la edición teubneriana de
Hesíodo que había prologado con un texto en latín de insuperable
profundidad científica. En fin, que esta gloria máxima, no era miembro de
la Academia de Italia. Aquello que lo distinguió de otros colegas también
eruditos, fue el sentido vivaz, casi carnal, de la antigüedad clásica,
manifestada en una reunión de ensayos italianos: Hombres y dioses, una
obra considerada no sólo de gran erudición sino de poesía viva. En suma,
era “la honra de una nación y faro de todas las culturas”. Así concluía el
compilador de la ficha. Tenía setenta y cinco años y vivía alejado de la
opulencia, aunque con decoro, gracias a su pensión y al subsidio
senatorial. Era soltero.
Es inútil negarlo, nosotros los italianos, hijos --o padres-- en línea
directa del Renacimiento, estimamos al Gran Humanista como superior a
cualquier otro ser humano. La posibilidad de encontrarme ahora, en una
cercanía cotidiana, con el más digno representante de esta delicada
sabiduría casi nigromántica y poco redituable, me halagaba y me
inquietaba. Experimenté casi las mismas sensaciones que tendría un
joven estadounidense al ser presentado ante el señor Gillette: temor,
respeto y una forma particular de envidia nada mezquina.

Esa noche descendí al Limbo con un espíritu muy distinto al de los días
anteriores. El senador ya estaba en su lugar y respondió a mi saludo con
un gruñido apenas perceptible. Sin embargo, cuando terminó de leer un
artículo y completar algunos apuntes en su libreta, se volvió hacia mí y
con una voz extrañamente musical me dijo:
--Paisano, por el modo como me saludaste tengo la impresión de
que alguna de las larvas aquí presentes te ha dicho quién soy. Olvídalo, y

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si aún no lo has hecho, olvida también los aoristos que estudiaste en el
bachillerato. Dime más bien cómo te llamas porque anoche te presentaste
mascullando y yo no cuento, como tú, con el recurso de preguntarles tu
nombre a los demás, porque aquí, claro, nadie te conoce.
Hablaba con una indiferencia insolente, se notaba que para él yo era
poco menos que una cucaracha, una de esas partículas de polvo que
vagan sin sentido entre los rayos del sol. Pero la voz pausada, la palabra
precisa, el “tú”, daban la sensación de serenidad de un diálogo platónico.
--Me llamo Paolo Corbera, nací en Palermo, donde me gradué en
leyes. Ahora trabajo aquí en la redacción de La Stampa. Para
tranquilizarlo, senador, agregaré que en mi examen obtuve una
calificación de “cinco más” en griego y que tengo razones para pensar
que ese “más” debió ser agregado para que se me pudiera entregar el
diploma.
Sonrió a medias.
--Gracias por habérmelo dicho, es mejor así. Detesto hablar con
gente que cree que sabe y que, al contrario, es ignorante, como mis
colegas de la Universidad que en el fondo no conocen más que las formas
externas del griego, sus extravagancias y deformidades. El espíritu vivo
de esta lengua, a la que de un modo tan estúpido se le ha considerado
como “muerta”, no les ha sido revelado. Por lo demás, nada les ha sido
revelado. Pobre gente: ¿Cómo habrían podido descubrir el espíritu del
griego si nunca tuvieron la oportunidad de escucharlo?
No tengo nada contra el orgullo, es preferible a la falsa modestia,
pero me parecía que el senador exageraba. También se me ocurrió la idea
de que los años habían reblandecido bastante ese cerebro privilegiado.
Sus colegas, aquellos pobres diablos, habrán tenido la oportunidad de
escuchar el griego antiguo tanto como él, es decir, nunca.
El senador proseguía:
--Paolo… Tienes la fortuna de llamarte como el único apóstol que
poseía un poco de cultura y alguna noción de buenas letras. Jerónimo, en

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todo caso, hubiera sido mejor. Los demás nombres que llevan ustedes los
cristianos son en verdad despreciables. Nombres de esclavos.
Continuaba decepcionándome, parecía el típico come-curas
académico, además con un toque de fascismo nietzscheano. ¿Cómo era
posible?
Seguía hablando con su voz cautivadora y con el ímpetu de quien
seguramente había estado mucho tiempo en silencio.
--Corbera… ¿Me equivoco o acaso no es este uno de los célebres
apellidos sicilianos? Recuerdo que mi padre pagaba por nuestra casa de
Aci-Castello un pequeño interés anual a la administración de una familia
Corbera de Palina, o de Salina, ya no recuerdo bien. Es más, siempre
bromeaba y decía que si de algo podía estar seguro, era de que aquellas
pocas liras no iban a terminar en los bolsillos del “dominio directo”, como
lo llamaba él. ¿Pero, tú eres uno de esos Corbera o sólo el descendiente
de algún campesino que tomó el nombre de su señor?
Confesé que era un verdadero Corbera de Salina, es más, el único
ejemplar sobreviviente de esa familia, y que todas las hazañas, todos los
pecados, todos los intereses inexactos, todos los tributos no pagados, en
suma, todas las Gatoparderías estaban concentradas en mi persona.
Paradójicamente, el senador se mostró satisfecho.
--Bien, bien. Yo les tengo mucho aprecio a las viejas familias. Poseen
una memoria, mínima es cierto, pero de todos modos superior a la de los
demás. Es lo máximo a lo que ustedes pueden aspirar en lo que a la
inmortalidad física se refiere. Piensa en casarte pronto, Corbera, puesto
que ustedes no han encontrado nada mejor para sobrevivir que dispersar
su simiente en los lugares más extraños.
En definitiva, me impacientaba. “Ustedes, ustedes.” ¿Ustedes
quiénes? ¿Todo el vil rebaño que no tenía la suerte de ser el senador La
Ciura? ¿Acaso él había alcanzado la inmortalidad física? No se echaba de
ver, a juzgar por la cara arrugada, el cuerpo pesado…
--Corbera de Salina –proseguía impasible. ¿No te ofenderás si

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continúo hablándote de tú como si fueras alguno de mis estudiantillos que
son jóvenes sólo por un instante?
Le dije que no sólo me sentía honrado sino feliz, como de hecho lo
estaba. Una vez superadas las cuestiones de nombres y de protocolo,
hablamos de Sicilia. Hacía veinte años que él no la pisaba y la última vez
que había estado allá abajo --así lo decía, a la manera de los
piamonteses--, sólo había permanecido cinco días en Siracusa, para
discutir con Paolo Orsi algunos asuntos sobre la alternancia de los
semicoros en las representaciones clásicas.
--Recuerdo que quisieron llevarme en auto de Catania a Siracusa.
Acepté cuando supe que en Augusta la carretera pasa lejos del mar,
mientras que la línea ferroviaria bordea el litoral. Cuéntame de nuestra
isla, es una hermosa tierra, aunque poblada de ignorantes. Los Dioses
estuvieron allá una larga temporada y es posible que todavía se detengan
ahí durante el interminable mes de agosto. Sólo que no me vayas a
platicar de los cuatro templos que tienen ahora, porque estoy seguro que
de eso no entiendes nada.
Así, hablamos de la eterna Sicilia, de su naturaleza, del aroma del
romero en los Nébrodos; del sabor de la miel de Melilli; de cómo puede
verse el ondear del trigo desde el Enna, en esos días de mayo cuando
sopla el viento; de las soledades alrededor de Siracusa; de las ráfagas de
perfume que, según cuentan, derraman los cítricos sobre Palermo en
ciertos atardeceres de junio. Hablamos del encanto de algunas noches de
verano frente al golfo de Castellammare, cuando las estrellas se reflejan
en el mar adormecido y el espíritu de quien está tendido de espaldas
entre los lentiscos, se pierde en el torbellino del cielo, mientras el cuerpo,
tenso y alerta, teme la cercanía de los demonios.
Tras una ausencia de casi cincuenta años, el Senador conservaba un
recuerdo bastante preciso de algunos detalles mínimos.
--El mar, el mar de Sicilia posee el color más intenso, el más
romántico de cuantos he visto. Será lo único que no conseguirán destruir,

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no como a las ciudades, por supuesto. ¿Y en las fondas de la playa se
siguen sirviendo los “erizos” espinosos partidos por la mitad?
Se lo aseguré, y añadí que ya son pocos quienes los comen por
temor a la tifoidea.
--Sin embargo, son lo mejor que tienen allá, esos cartílagos
sangrientos, esos simulacros de órganos femeninos perfumados de sal y
de algas. ¡Qué tifoidea ni qué tifoidea! Serán peligrosos como todos los
dones del mar, que provocan la muerte al mismo tiempo que la
inmortalidad. En Siracusa los mandaba a traer de Orsi con apremio. ¡Qué
sabor, qué aspecto divino! ¡El recuerdo más agradable de mis últimos
cincuenta años!
Me sentía confundido y fascinado. ¡Un hombre como él
abandonándose a metáforas casi obscenas y exhibiendo una glotonería
infantil por las delicias, después de todo mediocres, de los erizos de mar!
Conversamos un buen rato y cuando se fue, insistió en pagarme el
café, no sin manifestar su singular aspereza: “Ya se sabe, estos
muchachos de buena familia, nunca traen un peso en la bolsa.” Nos
despedimos como amigos, sin tomar en cuenta los cincuenta años que
nos separaban y los millones de años luz que había entre su cultura y la
mía.
Seguimos encontrándonos todas las noches y, si bien los humos de
mi furia contra la humanidad comenzaban a disiparse, me obligaba a no
perderme un sólo encuentro con el senador en los Infiernos de la calle Po.
No platicábamos gran cosa. Él leía, tomaba notas y sólo de vez en cuando
me dirigía la palabra, pero cuando hablaba, era siempre un armonioso
fluir de orgullo e insolencia, entreverado con alusiones disparatadas y
líneas de poesía incomprensible. Continuaba escupiendo y al fin me di
cuenta de que lo hacía sólo durante la lectura. Supongo que él también
comenzó a sentir cierto afecto por mí, aunque no me hago ilusiones: si
algún cariño había, no era aquel que uno de “nosotros” --por adoptar la
terminología del senador-- sentiría por un ser humano. Más bien se

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parecía al que una vieja solterona puede sentir hacia su jilguero, vanidoso
e ignorante, pero cuya presencia le permite, por lo menos, expresar en
voz alta sus amarguras. Y, aunque al animalito no le incumben, si éste no
existiera, ella sentiría cierto malestar. De hecho, empecé a notar que
cuando me demoraba, los altivos ojos del viejo se quedaban fijos en la
entrada del café.
Pasó casi un mes para que de las consideraciones, siempre
originales pero muy genéricas de su parte, se pasara a los temas
indiscretos que son, en última instancia, lo que distingue las
conversaciones entre amigos de aquellas de los simples conocidos. Yo
mismo tomé la iniciativa. Su frecuente escupir me molestaba --había
fastidiado también a los guardianes del Hades que terminaron por colocar
junto a él una escupidera de latón--, así que una tarde me atreví a
preguntarle por qué no se curaba su constante catarro. Hice la pregunta
sin reflexionar, de inmediato me arrepentí de haber tomado el riesgo y
esperé a que la ira senatorial hiciera caer sobre mi cabeza los estucos del
techo. Sin embargo, con la voz bien modulada respondió pausadamente:
--Pero, querido Corbera, yo no tengo ningún catarro. Tú que eres tan
observador, debiste notar que no toso antes de escupir. Mis flemas no son
signo de enfermedad sino de salud mental: escupo debido a las tonterías
que leo. Si quieres tomarte la molestia de examinar ese trasto que está
ahí --y señalaba la escupidera-- te darás cuenta de que contiene muy
poca saliva y ningún rastro de moco. Mis esputos son simbólicos y
altamente culturales. Si no te agradan, regresa a tus salones nativos
donde no se escupe por la sencilla razón de que nada les provoca
náuseas.
La extraordinaria insolencia se atenuaba sólo por la mirada lejana,
no obstante, me dieron ganas de levantarme y dejarlo ahí. Por suerte,
alcancé a darme cuenta de que todo aquello había sido causado por mi
impertinencia. Me quedé ahí, y el impasible senador se lanzó al
contraataque.

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--Y tú, además, ¿por qué frecuentas este Erebo lleno de sombras y,
como dices, de catarro, este lugar geométrico de vidas fracasadas? En
Turín no faltan esas criaturas que a ustedes les parecen tan deseables, un
simple paseo por el Hotel del Castillo, en Rivoli, o por los baños de
Moncalieri, y sus placeres lascivos se cumplirían de inmediato.
Me dio risa escuchar de una boca tan sabia, información tan precisa
sobre los lugares de placer en Turín.
--¿Y cómo es que usted conoce todos estos lugares, Senador?
--Los conozco Corbera, los conozco. Cuando se frecuentan los
Senados Académicos y políticos se aprende eso y nada más que eso. Me
harás el favor, sin embargo, de convencerte de que esos sórdidos
placeres de ustedes nunca han sido asunto para Rosario La Ciura.
Se notaba que decía la verdad. En la contención, en las palabras del
senador, se percibía el signo inequívoco --como se decía en 1938-- de un
recato sexual que nada tenía que ver con la edad.
--La verdad, senador, es que comencé a venir aquí en busca de un
refugio temporal alejado del mundo. Tuve algunos líos con dos de estas
mujeres que usted ha estigmatizado de un modo tan preciso.
La respuesta fue fulminante y despiadada:
--¿Cuernos, eh, Corbera? ¿O enfermedades?
--Ninguna de las dos cosas, peor aún: abandono.
Y le platiqué los ridículos sucesos de hacía dos meses. Los narré de
manera jocosa porque la úlcera que provocaron en mi amor propio ya se
había cicatrizado. Cualquier otro que no fuera ese helenista del demonio,
se habría burlado de mi o, excepcionalmente, compadecido. Pero el
temible viejo no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que se indignó.
--Eso sucede, Corbera cuando se aparean seres enfermos y
escuálidos. Lo mismo les diría de ti a las dos mujerzuelas si tuviera el
disgusto de encontrármelas.
--¿Enfermas, senador? Estaban de maravilla las dos, había que ver
de qué manera se alimentaban cuando comíamos en Los Espejos; y

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escuálidas, no, eran dos ejemplares magníficos y, además, elegantes.
El senador lanzó uno de sus desdeñosos esputos:
--Enfermas, así es, enfermas. Dentro de cincuenta o sesenta años
reventarán, porque desde ahora están enfermas. Y también escuálidas:
qué clase de elegancia es la de ellas, hecha de baratijas, de “pulóvers”
robados y de zalamerías aprendidas en el cine. Y vaya generosidad,
buscando billetes pringosos en los bolsillos del amante en lugar de
regalarle, como lo hacen otras, perlas rosadas y ramilletes de coral. Eso
les sucede por enredarse con esos esperpentos maquillados. ¿Y no les
repugnaba, tanto a ellas como a ti, besuquear sus futuros vejestorios
entre sábanas malolientes?
Respondí a lo estúpido:
--¡Pero si las sábanas siempre estaban muy limpias, senador!
Se enfureció:
--¿Y qué tienen que ver las sábanas? El de ustedes era el inevitable
hedor de los cadáveres. Repito: ¿Cómo pueden armar orgías con gente de
su ralea, de tu ralea?
Yo, que ya tenía puesto el ojo en una deliciosa cousette para la
aventura, me ofendí:
--Pues vaya, ¿qué no puede uno irse a la cama más que con las
Altezas Serenísimas?
--¿Y quién ha hablado de Altezas Serenísimas? Esas son carne
mortecina al igual que las otras. Pero tú no lo puedes entender, jovencito,
me equivoqué al decírtelo. Es fatal que tú y tus amigas se revuelquen en
los repugnantes pantanos de sus placeres inmundos. Son muy pocos los
que saben.
Con la mirada fija en el techo, sonrió. Su rostro estaba extasiado.
Después, me tendió la mano y se marchó.

No se le vio los siguientes tres días. Al cuarto, recibí una llamada


telefónica en la redacción.

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--¿El señor Corbera? Soy Bettina, el ama de llaves del señor senador
La Ciura. Le manda decir que tuvo un fuerte resfriado, que ahora se siente
mejor y que quiere verlo esta noche después de la cena. Venga a la calle
Bertola 18, a las nueve; segundo piso.
La comunicación se interrumpió, por lo que la cita era inapelable.
El número 18 de la calle Bertola era un viejo edificio maltratado,
pero el departamento del senador era amplio y estaba en buenas
condiciones, supongo que gracias a la persistencia de Bettina. Desde el
vestíbulo comenzaba la hilera de libros, esos libros de aspecto modesto y
encuadernación barata típicos de las bibliotecas vivas. Había miles a lo
largo de las tres habitaciones por las que pasé. En la cuarta, estaba
sentado el señor senador, envuelto en una amplísima bata de pelo de
camello, fina y suave como no las había visto jamás. Después supe que
no era de camello sino de una lana preciosa de cierto animal peruano y
que había sido un obsequio del Consejo Académico de Lima. El senador no
se levantó cuando entré, pero me recibió muy cordial. Se encontraba
mejor, es más, del todo bien, y se pondría en circulación apenas se
mitigara la onda fría que azotaba a Turín en aquellos días. Me ofreció un
vino resinoso de Chipre, obsequio del Instituto Italiano de Atenas, unos
atroces lukums rosados que le había ofrecido la Misión Arqueológica de
Ankara y otros dulces turineses más razonables, adquiridos por la
previsora Bettina. Estaba de tan buen humor, que se rió dos veces con
toda la boca y ofreció disculpas por sus exabruptos en el Hades.
--Lo sé, Corbera, fui tan excesivo en los términos, créeme, como
moderado en los conceptos. No lo tomes en cuenta.
Yo ni siquiera había pensado en el asunto, de hecho sentía un gran
respeto por aquel viejo que, a pesar de su carrera triunfante, me parecía
muy desdichado. Él devoraba los abominables lukums:
--Los dulces, Corbera, deben ser dulces, eso es todo. Si tienen otro
sabor, se vuelven como los besos perversos.
Le daba a comer grandes pedazos a Eaco, un enorme boxer que

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había entrado poco antes:
--Este, Corbera --señalando al perro--, para quien sabe entenderlo,
se asemeja más a los Inmortales, a pesar de su fealdad, que tus garritas.
Se rehusó a mostrarme la biblioteca:
--Hay sólo obras clásicas que no pueden interesarle a alguien como
tú, moralmente reprobado en griego.
Pero me hizo recorrer la recámara en la que estábamos y que hacía
las veces de su estudio. Había pocos libros, entre ellos distinguí el Teatro
de Tirso de Molina, la Undine, de Lamotte-Fouqué, el drama homónimo de
Girardoux y, para mi sorpresa, las obras de H. G. Wells. Para compensar
esto, en las paredes había enormes fotografías, en tamaño natural, de
estatuas griegas arcaicas. No se trataba de las fotografías ordinarias que
cualquiera puede conseguir, sino de ejemplares estupendos,
evidentemente solicitados con toda autoridad y enviados con devoción
desde museos de todo el mundo. Ahí estaban todas: el Jinete del Louvre;
la Diosa sentada de Taranto, que está en Berlín; el Guerrero de Delfos; la
Koré de la Acrópolis; el Apolo de Piombino; la Mujer Lapita; el Febo de
Olimpia, el celebérrimo Auriga… Todo el salón resplandecía con esas
sonrisas extáticas y al mismo tiempo irónicas, exaltado por la serena
altivez de su presencia.
--Lo ves, Corbera, quizá estas sí; las “totas”, no.
Sobre la chimenea había ánforas y cráteras antiguas: Odiseo atado
al mástil de la nave, las Sirenas que, desde lo alto de las rocas se
estrellaban sobre los escollos como expiación por haber dejado escapar a
la presa.
--Son mentiras, Corbera, mentiras pequeño burguesas de los poetas.
Nadie consigue escapar de ellas, e incluso si alguno se salvara, las
Sirenas no morirían por tan poca cosa. Además, ¿cómo podrían morir?
Sobre una pequeña mesa, en un marco modesto, había una
fotografía vieja y desteñida. Un joven de veinte años, casi desnudo, con
los rizos alborotados y la expresión audaz en unas facciones de

101
extraordinaria belleza. Perplejo, me detuve un instante. Creí
comprenderlo todo. Pero no, en absoluto.
--Y este, paisano, este era, es y será --subrayó contundente-- Rosario
La Ciura.
El pobre senador vestido con su bata, había sido un joven dios.
Conversamos de otras cosas y, antes de partir, me mostró una carta
en francés del Rector de la Universidad de Coimbra que lo invitaba a
formar parte del comité de honor del congreso de estudios griegos que se
llevaría a cabo en el mes de mayo en Portugal.
--Estoy muy contento. Me embarcaré en Génova, a bordo del Rex,
junto con los congresistas franceses, suizos y alemanes. Al igual que
Odiseo, me taparé los oídos para no escuchar las estupideces de esos
majaderos y serán hermosos días de navegación: sol, cielo azul, aroma de
mar.
Al salir, pasamos frente al estante en el que estaban las obras de
Wells y osé sorprenderme al verlas ahí.
--Tienes razón, Corbera, son un horror. Hay una novelita que si
volviera a leerla me provocaría deseos de escupir durante todo un mes. Y
tú, como eres un perrito de salón, te escandalizarías.

Después de aquella visita, nuestras relaciones se volvieron mucho más


cordiales, al menos de mi parte. Hice cuanto pude para que trajeran
desde Génova unos erizos de mar bien frescos. Cuando supe que llegarían
al día siguiente, compré vino del Etna, pan campesino y, temeroso, invité
al senador a visitar mi pequeño apartamento. Para mi alivio, aceptó muy
contento. Lo fui a recoger en mi auto Balilla y lo llevé hasta la calle
Peyron, que queda en el quinto infierno. Una vez en el auto, el senador
tenía un poco miedo, pues no confiaba en mis habilidades de conductor.
--Ahora te conozco, Corbera. Si tenemos la desgracia de
encontrarnos con alguno de tus esperpentos en faldas, eres capaz de
volcarte y terminaremos ambos con la cara embarrada en una esquina.

102
No encontramos ningún engendro en faldas digno de atención y
llegamos ilesos.
Por primera vez, desde que conocí al senador, lo vi reír. Fue cuando
entramos en mi dormitorio.
--Así que este es el escenario de tus asquerosas aventuras, Corbera.
Examinó mis escasos libros:
--Bien, bien. Quizá eres menos ignorante de lo que aparentas. Éste –
añadió tomando mi Shakespeare—éste algo entendía. “A sea-change into
something rich and strange. ¿What potions have I drunk of Siren tears?”1
En la sala, cuando la amable señora Carmañola entró con la bandeja
de erizos, el limón y lo demás, el senador se quedó pasmado:
--¿Cómo? ¿Pensaste en esto? ¿Cómo sabes que es lo que más
deseo?
--Puede comerlos con toda confianza, senador, esta mañana estaban
todavía en el mar de la Riviera.
--Sí, sí, ustedes serán siempre iguales, con su servilismo decadente,
putrefacto. Todo el tiempo con las orejas largas, dispuestas para acechar
el traqueteo de los pasos de la Muerte. ¡Pobres diablos! Gracias, Corbera,
has sido un buen famulus. Lástima que estos erizos no sean del mar de
allá abajo, que no estén envueltos en nuestras algas. Sus aguijones nunca
han derramado sangre divina. Claro, hiciste todo lo posible, pero estos
son erizos casi boreales que dormitaban sobre las frías escolleras de Nervi
o de Arenzano.
Se notaba que era de uno de esos sicilianos para quienes la Riviera
Ligure, región tropical para los milaneses, era una especie de Islandia. Los
erizos, partidos, mostraban sus carnes heridas, sangrantes, extrañamente
subdivididas. No me había fijado hasta ahora, pero después de las
extravagantes comparaciones del senador, estos me parecían, en verdad,
una incisión hecha en quién sabe qué delicados órganos femeninos. Él los
degustaba con avidez, pero sin alegría, recatado, casi compungido. No
1
“El mar lo cambia todo en un bien maravilloso. ¡Qué brebajes he bebido de lágrimas de Sirenas!” N. del T.

103
quiso exprimirles limón encima.
--¡Ustedes siempre con sus sabores mezclados! ¡El erizo debe saber
también a limón; el azúcar a chocolate; el amor, a paraíso!
Al terminar, bebió un trago de vino y cerró los ojos. Poco después,
noté que bajo los párpados ajados le escurrían dos lágrimas. Se puso en
pie, se acercó a la ventana, se enjugó los ojos con disimulo. Luego volvió:
--¿Has estado alguna vez en Augusta, Corbera?
Le dije que había estado tres meses como recluta. En las horas
libres, dos o tres compañeros y yo, salíamos en una barca y paseábamos
en las aguas transparentes de los golfos. Tras mi respuesta guardó
silencio. Luego, con la voz irritada dijo:
--¿Y alguna vez ustedes los novatos, fueron a ese pequeño golfo
interior más allá de Punta Izzo, detrás de la colina que se alza sobre las
salinas?
--Claro, es el sitio más bello de Sicilia. Por suerte, aún no ha sido
descubierto por los vacacionistas. Es una costa salvaje, ¿verdad senador?
Completamente desierta, no se ve una sola casa. El mar es del color de
los pavorreales y, justo al frente, más allá de las olas inquietas, surge el
Etna. Desde ningún sitio es tan hermoso, sereno, imponente, divino. Es
uno de esos lugares donde se ve el lado eterno de esa isla que de un
modo tan estúpido le ha dado la espalda a su vocación: la de servir de
prado a los rebaños del sol.
El senador callaba. Después me dijo:
--Eres un buen muchacho, Corbera. Si no fueras tan ignorante se
hubiera podido hacer algo contigo.
Se acercó y me besó la frente:
--Ahora ve por tu carcacha. Quiero irme a casa.

Volvimos a vernos durante las siguientes semanas, como de costumbre.


Hacíamos caminatas nocturnas, por lo general a lo largo de la calle Po.
Atravesábamos la marcial Plaza Vittorio hasta ver el río presuroso y la

104
Colina, allá donde éstos intercalan una pizca de fantasía al rigor
geométrico de la ciudad. Comenzaba la primavera, la apasionante
estación de la juventud amenazada. A orillas del río brotaban las primeras
lilas, las más apremiantes, a falta de refugio, desafiaban la humedad de la
hierba.
--Allá abajo el sol ya quema, las algas florecen, los peces emergen a
la superficie del agua y en las noches de luna se distinguen sus cuerpos
deslizándose entre la espuma luminosa. En cambio, nosotros aquí, frente
a esta corriente de agua insípida y desierta, entre estos cuarteles que
parecen soldados o frailes alineados, escuchando los lamentos de sus
coitos agonizantes.
Le alegraba, sin embargo, pensar en la próxima travesía hasta
Lisboa. Se acercaba el día de la partida.
--Será placentera. Deberías venir tú también, lástima que no sea una
comitiva para ignorantes del griego. Conmigo aún se puede hablar en
italiano, pero si con Zuckmayer o Van der Voos no demostraras conocer
los optativos de todos los verbos irregulares, estarías frito. Aunque es
posible que tú estés más consciente de la realidad griega que ellos. No
por tu cultura, claro, sino por tu instinto animal.

Dos días antes de salir hacia Génova, me dijo que al día siguiente no iría
al café, pero que me esperaba en su casa a las nueve de la noche.
El protocolo fue el mismo que la vez anterior: las imágenes de los
dioses de hace tres mil años irradiaban juventud al igual que una estufa
irradia calor. La fotografía desteñida del joven dios, cincuenta años atrás,
parecía abismada en la contemplación de su propia metamorfosis, llena
de canas y hundida en el sillón.
Una vez que bebimos el vino de Chipre, el senador llamó a Bettina y
le dijo que podía retirarse.
--Yo mismo acompañaré al Señor Corbera cuando se vaya, le dijo.
--Pues bien, Corbera, si te pedí que vinieras esta noche a riesgo de

105
frustrarte alguna de tus fornicaciones en Rivoli, es porque te necesito. Me
voy mañana y, a mi edad, cuando uno se marcha, nunca sabe si se alejará
para siempre, en especial cuando atravesamos el mar. Sabes, en el fondo
te quiero. Tu ingenuidad me conmueve, tus evidentes maquinaciones
vitales me divierten. Además, me parece haber comprendido que tú,
como sucede con algunos sicilianos de la mejor cepa, has logrado realizar
la síntesis de los sentidos y la razón. Mereces que no te deje en ascuas,
sin explicarte los motivos de algunas de mis extravagancias, de algunas
frases que he pronunciado frente a ti y que seguro te habrán parecido
dignas de un loco.
Protesté con debilidad:
--No he comprendido muchas de las cosas que ha dicho, pero
siempre lo he atribuido a la incapacidad de mi mente, jamás a una
aberración de la suya.
--Está bien Corbera, da lo mismo. A ustedes los jóvenes, los viejos
les parecemos locos, pero muchas veces resulta ser todo lo contrario.
Para explicarme, sin embargo, tengo que narrarte mi aventura que es
insólita. Sucedió cuando yo era aquél jovencito que está ahí –y señaló su
fotografía. Es necesario remontarse a 1887, tiempo que te parecerá
prehistórico, aunque para mí no lo es.
Se levantó de su sitio detrás del escritorio y vino a sentarse conmigo
al sillón.
--Discúlpame, pero sabes, tendré que hablar en voz baja, las
palabras importantes no pueden aullarse. El ‘grito de amor’ o de odio se
encuentra sólo en los melodramas o entre la gente más inculta, que, al
cabo, son lo mismo. Así pues, en 1887 yo tenía veinticuatro años. Mi
aspecto era el mismo de la fotografía. Me había graduado en letras
clásicas, había publicado dos breves ensayos sobre dialectos jónicos que
tuvieron cierta resonancia en la Universidad. Desde hacía un año, me
preparaba para concursar por una cátedra en la Universidad de Pavía.
Además, nunca me había acercado a una mujer. A decir verdad, nunca

106
me he acercado a una mujer, ni antes ni después de aquel año.
Yo estaba seguro de que mi cara había conservado una
impasibilidad marmórea, pero me engañaba.
--Es muy ofensivo que parpadees, Corbera. Lo que digo es la verdad
y a mucho orgullo. Sé que nosotros, los de Catania, tenemos fama de
preñar a nuestras nodrizas y puede que sea cierto. No es mi caso. Cuando
día y noche se frecuentan diosas y semidiosas como lo hacía yo en
aquellos tiempos, te quedan pocas ganas de subir las escaleras de los
prostíbulos de San Berilio. Por lo demás, en aquel tiempo mis escrúpulos
religiosos me lo impedían. Corbera, deberías aprender a controlar tus
cejas, te traicionan una y otra vez. Dije escrúpulos religiosos, sí. También
dije: “en aquellos tiempos”. Ahora ya no los tengo, aunque para el caso,
de nada me ha servido.
--Tú, Corberita, que seguramente conseguiste tu empleo en el
periódico gracias a los favores de algún jerarca, no sabes lo que es
concursar para obtener una cátedra universitaria de literatura griega. Hay
que extenuarse dos años hasta el límite de la demencia. Por fortuna,
conocía bastante bien la lengua, tanto como ahora; y sabes, no lo digo
por decir… Pero el resto: ¡Las variantes alejandrinas y bizantinas de los
textos; los fragmentos citados --siempre mal-- por autores latinos; las
innumerables conexiones de la literatura con la mitología, la historia, la
filosofía, las ciencias! Repito, puedes enloquecer. Por tanto, estudiaba
como una bestia y además daba lecciones a algunos reprobados del liceo
para poder pagarme la renta. Puede decirse que me alimentaba sólo de
aceitunas negras y café. Encima de todo esto, sobrevino la catástrofe de
aquel verano de 1887, que fue una de aquellas realmente infernales,
como a veces suceden allá abajo. Por las noches, el Etna vomitaba el
ardor del sol almacenado durante las quince horas del día. Si al mediodía
uno tocaba un barandal de hierro, había que correr al hospital de
urgencias; los adoquines de lava parecían a punto de volver al estado
líquido; y casi todos los días el siroco te azotaba la cara con sus alas de

107
murciélago viscoso. Estaba a punto de reventar. Un amigo me salvó. Me
encontró mientras erraba por las calles, trastornado, balbuceando versos
griegos que ya no comprendía. Mi aspecto lo impresionó. ‘Escucha,
Rosario, si te quedas aquí vas a enloquecer y adiós concurso. Yo me voy a
Suiza --el muchacho tenía dinero--, pero en Augusta tengo una casita con
tres cuartos a veinte metros del mar, en las afueras del pueblo. Empaca
tus libros y ve a quedarte allá todo el verano. Pasa por mi casa en una
hora, te daré las llaves. Ya lo verás, ahí todo es distinto. Al llegar a la
estación pregunta por la casa Carobene, todo mundo la conoce. Pero
márchate, de verdad, márchate esta misma tarde.’
--Seguí su consejo, me fui esa misma tarde. Al día siguiente cuando
desperté, en lugar de las cañerías de los retretes que me saludaban al
alba, me encontré frente a una extensión de mar. Al fondo el Etna, ya no
despiadado, sino envuelto en las brumas del amanecer. El lugar estaba
completamente desierto, como me dijiste que aún está, y era de una
belleza inusitada. Lo único que había en los cuartos maltratados de la
casita, era un sofá en el que pasé la noche, una mesa y tres sillas. En la
cocina, una que otra cazuela de barro y una lámpara vieja. Detrás de la
casa, había una higuera y un pozo. Un paraíso. Fui al pueblo, localicé al
campesino encargado de las tierras de Carobene, convine con él que cada
dos o tres días me llevara pan, pasta, algunas verduras y petróleo. Aceite
ya tenía, el nuestro, que mi pobre madre me había mandado a Catania.
Alquilé una barca ligera que el pescador me llevó por la tarde junto con
una red y un anzuelo. Estaba decidido quedarme allí por lo menos dos
meses.
--Carobene tenía razón, en verdad era algo distinto. En Augusta el
calor también era violento, pero como ya no reverberaba en los muros, no
producía aquella postración bestial, sino una especie de euforia tranquila.
El sol, despojado de su tiranía, se conformaba con ser un alegre, aunque
brutal, proveedor de energía, como un mago que incrusta diamantes
animados en los sutiles pliegues del mar. Los estudios ya no eran

108
fatigosos: en el vaivén ligero de la barca donde, permanecía largas horas,
los libros ya no eran un obstáculo a superar, sino una llave que me abría
el pasaje hacia un mundo del cual tenía ya, ante mis ojos, uno de los
escenarios más cautivadores. Con frecuencia declamaba en voz alta
versos de poetas, y los nombres de aquellos dioses olvidados o ignorados
por muchos, rozaban de nuevo la superficie de aquel mar que alguna vez,
al sólo escucharlos, se sublevaba tumultuoso o se aplacaba.
--Mi aislamiento era absoluto, interrumpido sólo por las visitas del
campesino que cada tres o cuatro días me llevaba las escasas
provisiones. No se detenía más de cinco minutos, porque al verme tan
exaltado y desaliñado, debía considerarme al borde de una peligrosa
locura. Y, a decir verdad, el sol, la soledad, las noches bajo el girar de las
estrellas, el escaso alimento, el estudio de temas remotos, tejían a mi
alrededor una especie de hechizo que me predisponía al prodigio.
—Este vino a cumplirse la mañana del cinco de agosto a las seis.
Había despertado poco antes y subí de inmediato a la barca. Unos
cuantos golpes de remo fueron suficientes para alejarme de los guijarros
de la playa. Me detuve bajo una enorme roca cuya sombra me protegía
del sol que despuntaba y, henchido de furia, transformaba en oro y azul el
candor del mar en la aurora. Estaba declamando, cuando sentí por detrás,
a mi derecha, que el borde de la barca se sacudía con brusquedad, como
si alguien se apoyara para subir. Giré y la vi: era el rostro terso de una
joven de dieciséis años que emergía del mar, sus dos pequeñas manos se
aferraban al entramado. Aquella adolescente sonreía, un ligero pliegue
separaba sus labios pálidos y dejaba entrever los dientecillos blancos y
afilados, como los de los perros. No era, sin embargo, una de aquellas
sonrisas como las que se ven entre ustedes, corrompida por una
expresión accesoria, de benevolencia o de ironía, de piedad, crueldad o lo
que sea; se expresaba sólo a sí misma, es decir, casi con una bestial
dicha de existir, con un regocijo casi divino. Esa sonrisa fue el primer
sortilegio que me subyugó, revelándome paraísos de una serenidad

109
olvidada. De los desordenados cabellos color sol, el agua del mar se
filtraba en sus ojos verdes, muy abiertos, sobre rasgos de una pureza
infantil.
--Nuestra ofuscada razón, por muy dispuesta que esté, se eleva
frente al prodigio y, cuando lo descubre, trata de apoyarse en el recuerdo
de fenómenos banales. Como cualquiera, quise creer que me había
encontrado con una bañista y, moviéndome con precaución, me dirigí
hacia ella, me incliné y le tendí las manos para ayudarla a subir; pero ella,
con un vigor asombroso, emergió del agua hasta la cintura, rodeó mi
cuello con sus brazos, me envolvió en un perfume nunca antes percibido y
se deslizó sobre la barca. Bajo las ingles, bajo los glúteos, su cuerpo era
como el de un pez, cubierto de diminutas escamas nacaradas y azules, y
terminaba en una cola bifurcada que golpeaba lenta el fondo de la barca.
Era una sirena.
--Tendida de espaldas, apoyaba la cabeza sobre las manos
entrelazadas. Mostraba, con apacible impudicia, los delicados vellos bajo
las axilas, los senos separados, el vientre perfecto. Exhalaba lo que
confundí con un perfume. Era un olor mágico de mar, de voluptuosidad
jovencísima. Estábamos a la sombra, pero a veinte metros de nosotros el
mar se abandonaba al sol y se estremecía de placer. Mi desnudez casi
total, no ocultaba mi propia emoción.
--Ella hablaba. Así, después de la sonrisa y el olor, me abismé en el
tercer sortilegio, el más grande, el de la voz. Era un poco gutural, velada,
en ella resonaban innumerables armonías. En el fondo de sus palabras, se
advertían las resacas perezosas de los mares, el roce de las últimas
espumas sobre las playas, el paso del viento sobre las olas lunares. El
canto de las Sirenas, Corbera, no existe: la música de la que no podemos
escapar es tan sólo la de su voz.
--Hablaba griego, pero me costaba mucho entenderla. ‘Escuché que
hablabas solo, en una lengua similar a la mía. Me gustas, tómame. Soy
Lighea, hija de Calíope. No creas en las fábulas que han inventado sobre

110
nosotras: no matamos a nadie, solamente amamos.’
--Comencé a remar con la mirada fija en sus ojos risueños. Llegamos
a la orilla, estreché entre mis brazos aquel cuerpo aromático. De la
intensa luz, pasamos a una sombra densa. Su boca me instilaba esa
voluptuosidad que es, a vuestros besos terrenales, como el vino al agua
insípida.
El senador narraba su aventura en voz baja, y yo, que en el fondo
había contrapuesto mis desvariadas experiencias femeninas con las suyas
--que me parecían mediocres-- y por ello tenía la estúpida sensación de
que la distancia que nos separaba había disminuido, ahora me sentía
humillado. Hasta en materia de amores nos separaban abismos
insuperables. Ni por un instante sospeché que estuviera mintiendo y
cualquiera que hubiese estado presente, incluso el más escéptico, habría
advertido la verdad más pura en el tono del viejo.
--Así comenzaron aquellas tres semanas. No es justo y, por otro
lado, sería una crueldad hacia ti, entrar en detalles. Baste decir que en
esos abrazos gozaba, al mismo tiempo, de la más alta forma de
voluptuosidad tanto material como espiritual, al margen de cualquier
resonancia social; la misma que experimentan nuestros solitarios pastores
cuando se unen a sus cabras en los montes. Si la comparación te
repugna, es porque no eres capaz de comprender la transposición
necesaria del plano bestial al sobrehumano, planos, en mi caso,
superpuestos.
--Piensa en lo que Balzac no se atrevió a expresar en Passion dans le
désert. De sus miembros inmortales, emanaba tanto potencial de vida,
que la energía perdida de inmediato se compensaba, es más, se
acrecentaba. En esos días, Corbera, amé como lo habrían hecho cientos
de vuestros Don Juanes en toda una vida. ¡Y qué amores! Más allá de
conventos y delitos, del rencor de los Comendadores y la trivialidad de los
Leporello; lejos de los caprichos del corazón, de los falsos suspiros, de las
delicuescencias ficticias que inevitablemente manchan vuestros

111
miserables besos. A decir verdad, un Leporello nos molestó el primer día,
fue la única vez. A eso de las diez de la mañana, escuché el ruido de las
botas del campesino por el sendero que llevaba al mar. Apenas me dio
tiempo de cubrir con una sábana el insólito cuerpo de Lighea, cuando él
ya estaba en la puerta. Como la cabeza, el cuello y los brazos de ella,
estaban descubiertos, el Leporello creyó que se trataba de un vulgar
amorío, lo cual le infundió un repentino respeto. Se detuvo menos que de
costumbre y al irse, me guiñó el ojo izquierdo mientras se frotaba el
pulgar y el índice de la mano derecha, fingiendo que se enrollaba un
bigote imaginario en el extremo de la boca. Luego remontó el sendero.
--Te he hablado de que pasamos veinte días juntos. No quisiera, sin
embargo, que imaginaras que en esas tres semanas ella y yo llevamos
una vida ‘marital’, como suele decirse, compartiendo el lecho, el alimento
y los quehaceres. Las ausencias de Lighea eran muy frecuentes. Sin
avisarme, se zambullía en el mar y desaparecía, a veces por muchas
horas. Cuando regresaba, casi siempre al amanecer, me encontraba en la
barca o, si estaba todavía en la casucha, se arrastraba sobre los guijarros,
con el cuerpo mitad dentro y mitad fuera del agua, haciendo fuerza con
los brazos y llamándome para que la ayudara a subir la pendiente.
“Sasá”, me llamaba, pues le había dicho que este era el diminutivo de mi
nombre. En este acto, paralizada justo de esa parte de su cuerpo que le
confería agilidad en el mar, adquiría el aspecto triste de un animal herido,
pero el brillo de sus ojos suprimía de inmediato esa impresión.
--Ella comía tan sólo cosas vivas. A menudo la miraba emerger del
mar con el delicado torso radiante bajo el sol, mientras destrozaba con los
dientes un pez plateado que aún se retorcía. Hilos de sangre le escurrían
por el mentón y después de unos cuantos mordiscos, la merluza o la
dorada desgarradas eran devueltas al mar. Las arrojaba hacia atrás, por
encima de sus hombros que, al quedar manchados de sangre, se
sumergían en el agua mientras ella gritaba como una niña y se limpiaba
los dientes con la lengua. Una vez le di a probar vino. Le fue imposible

112
beber del vaso, lo tuve que verter en la diminuta palma de su mano que
tenía un ligero tono verde. Lo bebió chasqueando la lengua como un
perro, mientras en los ojos se le dibujaba la sorpresa del sabor
desconocido. Dijo que estaba bueno, pero después lo rechazó siempre. De
vez en cuando llegaba hasta la playa con las manos cargadas de ostras,
de mejillones, y mientras yo batallaba para abrir las conchas con un
cuchillo, ella las azotaba con una piedra y sorbía los moluscos palpitantes
junto con fragmentos de concha que no le importaba tragarse.
--Te lo he dicho, Corbera, era una bestia, pero al mismo tiempo un
ser Inmortal, y es una lástima que al ponerlo en palabras no se pueda
revelar esta síntesis tal y como ella la expresaba, con absoluta sencillez,
en su propio cuerpo. No sólo en el acto carnal manifestaba una felicidad y
una delicadeza opuestas a las de un animal en brama, sino que su modo
de hablar era de una inmediatez tan potente como sólo la he descubierto
en algunos grandes poetas. No se es hija de Calíope en vano. A la sombra
de todas las culturas, ajena a cualquier sabiduría, desdeñosa de las
represiones morales, ella formaba parte del manantial de toda cultura, de
toda sabiduría, de toda ética, y sabía expresar su primigenia superioridad
en términos de una belleza pura. ‘Lo soy todo porque solamente soy
corriente de vida, libre de accidentes. Soy inmortal porque todas las
muertes confluyen en mí, desde aquella de la merluza de hace un
momento, hasta la de Zeus, y reunidas en mí son devueltas a la vida, no
individual y determinada, sino pánica y, por tanto, libre.’ Luego decía: ‘Tú
eres joven y hermoso. Deberías seguirme ahora mismo hacia el mar y
evitarías el dolor, la vejez; vendrías a mi morada, bajo los altísimos
montes de aguas inmóviles y oscuras, donde todo es calma silenciosa, tan
connatural que quien la posee ni siquiera la advierte. Yo te he amado,
recuérdalo, y cuando estés cansado, cuando ya no puedas más, sólo
tendrás que asomarte al mar y llamarme. Estaré siempre ahí, porque
estoy dondequiera, y el sueño de tu sueño eterno se realizará.’
--Me contaba de su existencia bajo el mar, de los Tritones barbudos,

113
de cavernas glaucas; pero decía que éstas también eran falsas
apariencias y que la verdad se encontraba más al fondo, en el oculto y
silente palacio de aguas informes, eternas, sin resplandores, sin
murmullos.
--Una vez, me dijo que se ausentaría por un tiempo, hasta la noche
del día siguiente. ‘Debo ir lejos, allá donde encontraré un regalo para ti.’
--Regresó con un estupendo ramo de corales púrpuras, incrustado
de caracolillos y lamas marinas. Lo conservé por mucho tiempo en un
cajón y cada noche lo besaba ahí donde se habían posado los dedos de la
Indiferente, es decir, de la Benéfica. Tiempo después, María, el ama de
llaves que precedió a Bettina, se lo robó para dárselo a un rufián. Lo volví
a encontrar con un joyero del Puente Viejo, desacralizado, pulido y alisado
hasta dejarlo casi irreconocible. Lo recuperé y, una noche, lo arrojé al
Arno. Había pasado por demasiadas manos profanas.
--Me hablaba también de los no pocos amantes humanos que había
tenido durante su adolescencia milenaria: pescadores y marineros
griegos, sicilianos, árabes, sardos, incluso algunos náufragos a la deriva,
flotando sobre restos de madera podridos, a quienes ella se les había
aparecido un instante, entre los relámpagos de la tormenta, para
transformar en placer sus últimos estertores. ‘Todos aceptaron mi
invitación, regresaron a buscarme, algunos de inmediato, otros, después
de haber transcurrido lo que para ellos era mucho tiempo. Sólo uno no
volvió. Era un joven bello con la piel muy blanca y el cabello rojo. Con él
me uní en una playa lejana, allá donde nuestro mar se vierte en el Gran
Océano. Su olor era más fuerte que aquel vino que me diste el otro día.
Creo que si no regresó, no es porque haya sido infeliz, sino porque cuando
nos encontramos estaba tan ebrio que no entendió nada, le habré
parecido una pescadora cualquiera.’
--Aquellas semanas de verano transcurrieron tan veloces como si
hubieran sido una sola mañana. Cuando pasaron, tuve la impresión de
haber vivido muchos siglos. Esa niña lasciva, esa fierecilla cruel, era

114
también una Madre sabia, cuya sola presencia había erradicado de mí
toda fe, disipado toda metafísica. Con los dedos frágiles, a menudo
ensangrentados, me mostró el camino hacia el verdadero descanso
eterno y hacia un ascetismo de vida que no se derivaba de la renuncia
sino de la imposibilidad de aceptar placeres inferiores. No seré yo, sin
duda, el segundo en no acudir a su llamado, no rechazaré esta especie de
Gracia pagana que me ha sido concedida.
--Aquel verano, por su propia violencia, fue breve. Poco después del
veinte de agosto, aparecieron las primeras nubes tímidas, llovieron unas
cuantas gotas aisladas, tibias como la sangre. En el lejano horizonte, las
noches fueron una concatenación de relámpagos lentos, mudos, que se
desprendían unos de otros como las elucubraciones de un dios. Por la
mañana, el mar color tórtola, se lamentaba como una tórtola por sus
inquietudes arcanas y, al atardecer, se encrespaba sin que se advirtiera la
brisa, degradándose del gris-humo al gris-acero, al gris-perla, todos
suaves y mucho más dulces que el primer fulgor. A lo lejos, jirones de
niebla rozaban las aguas. Quizá sobre las costas griegas ya llovía. El
humor de Lighea mudaba del resplandor a la dulzura del gris. Se quedaba
callada, pasaba horas tendida sobre un escollo mirando el horizonte, ya
no inmóvil sino que poco a poco se alejaba. ‘Quiero quedarme todavía
contigo. Si me adentrara ahora, mis compañeros del mar no me dejarían
volver. ¿Los escuchas? Me llaman.’ A veces, en efecto, me parecía
escuchar una nota distinta, más baja que el agudo graznido de las
gaviotas, y vislumbraba turbulencias amenazadoras entre escollo y
escollo. ‘Tañen sus caracolas, llaman a Lighea para las fiestas de la
tormenta.’
--La tormenta se desató al alba del día veintiséis. Desde el peñasco
vimos cómo se aproximaba el viento que agitaba las lejanas aguas. Cerca
de nosotros, oleadas plúmbeas se exaltaban vastas y perezosas. Pronto
la ráfaga nos alcanzó, silbó en nuestros oídos, dobló los tallos de los
romeros secos. El mar rompió a nuestros pies, la primera oleada avanzó

115
cubierta de blancura. ‘Adiós, Sasá. No lo olvidarás.’ La ola reventó contra
el peñasco. La Sirena se arrojó en el surtidor iridiscente. No la vi caer. Fue
como si se desvaneciera entre la espuma.

El senador partió a la mañana siguiente. Fui a la estación a


despedirlo. Estuvo huraño y cortante como siempre, pero cuando el tren
comenzó a moverse, se asomó a la ventanilla y sus dedos rozaron mi
cabeza.
La mañana del día siguiente, llamaron desde Génova al periódico:
por la noche, el senador La Ciura había caído al mar desde la cubierta del
Rex, que navegaba hacia Nápoles y, aunque de inmediato habían lanzado
los botes al mar, el cuerpo no fue encontrado.
Una semana más tarde se abrió su testamento: a Bettina le dejó el
mobiliario y el dinero que tenía en el banco. La biblioteca fue heredada a
la Universidad de Catania. En un pequeño apéndice de fecha reciente, fui
nombrado heredero de la crátera griega con figuras de Sirenas y de la
enorme fotografía de la Koré de la Acrópolis.
Ambos objetos fueron enviados a mi casa en Palermo. Después vino
la guerra y, mientras sobrevivía en Marmárica con medio litro de agua al
día, los “liberators” destruyeron mi casa. Cuando volví, habían cortado la
fotografía en tiras que sirvieron como antorchas a los saqueadores
nocturnos. La cratera estaba hecha añicos. En el fragmento más grande
se alcanzan a ver los pies de Ulises atado al mástil de la nave. Aún lo
conservo. Los libros fueron depositados en el sótano de la Universidad,
pero como hacen falta fondos para las estanterías, estos se van pudriendo
lentamente.

116
EUGENIO MONTALE

117
Eugenio Montale (Génova, 1896) es considerado uno de los poetas más
notables del siglo XX. Su primer contacto con las artes fue a través de la
música. Durante muchos años estudió canto pero al morir su mentor, el
Maestro Sivori, desistió de su futuro como barítono. En aquella época,
frecuentaba las bibliotecas genovesas y mantenía un diario de lecturas,
apuntes y ejercicios líricos que más tarde serían reunidos bajo el título de
Cuaderno genovés.
A partir de su primera publicación, Huesos de sepia (1925), se dio a
conocer como un escritor que buscó nuevas formas en la poesía e indagó
en los problemas del hombre y su relación con el mundo contemporáneo.
Crítico y ensayista, destacó por la claridad con la que comprendió el
pensamiento de su época y supo interpretar los cambios que se
generarían en el arte y la sociedad de cara a la inminente penetración de
la cultura de masas.
Su intensa actividad periodística lo llevó, como corresponsal, a
varios países de Europa, América y el Medio Oriente. Colaboró por más de
treinta años en Il Corriere della Sera, donde publicó artículos y relatos que
más tarde recogería en los libros Mariposa de Dinard (1956) y Auto de fe
(1966). La postura radical que Montale mantuvo contra el fascismo, su
tormentosa relación con la literatura, así como la soledad, la evocación de
la infancia y la nostalgia del pasado, fueron temas recurrentes que
alimentaron tanto su prosa como su poesía.
Los cuentos Mariposa de Dinard y La mujer barbuda, muestran la
riqueza del lenguaje montaliano, una poética musical en la que alternan
fantasía y realidad.
Eugenio Montale recibió el Premio Nobel en 1975. Murió el 12 de
septiembre de 1981, un mes antes de cumplir ochenta y cinco años.

118
Mariposa de Dinard

La mariposa color azafrán que venía a encontrarme todos los días al café
de la Plaza Dinard y me llevaba (así me parecía) noticias tuyas, ¿habrá
vuelto, después de mi partida, a esa placita fría donde soplaba el viento?
Era improbable que el álgido verano bretón suscitara en los huertos
congelados tantos destellos, todos iguales, del mismo color. Tal vez había
descubierto no a las mariposas sino a la mariposa de Dinard y el punto a
resolver era si la visitante matutina venía sólo por mí, si pasaba por alto,
con toda intención, los otros cafés porque en el mío (en Cornouailles)
estaba yo, o si aquella esquina simplemente se hallaba inscrita en su
mecánico itinerario cotidiano. ¿Paseo matutino, entonces, o mensaje
secreto? Para resolver la duda, en la víspera del regreso, decidí dejarle a
la camarera una buena propina y mi dirección en Italia. Tendría que
escribirme un sí o un no: si la visitante se hacía presente después de mi
partida o no volvía más. Esperé, pues, a que la mariposa se posara sobre
un florero y, mientras sacaba un billete de cien, un trozo de papel y un
lápiz, llamé a la muchacha. En un francés más atropellado que de
costumbre, balbuciendo, le expliqué el caso. No todo el caso, sino una
parte. Me hice pasar por un entomólogo diletante, deseaba saber si la
mariposa habría vuelto, hasta cuándo resistiría aquel frío. Después callé,
sudoroso y aterrado.
“¿Una mariposa? ¿Una mariposa amarilla?”, preguntó la graciosa
Filli, abriendo un enorme par de ojos a la Greuze. 1 “¿En aquel florero?
Pero yo no veo nada. Fíjese bien. Merci bien, Monsieur.”
1
Pintor francés cuyos retratos son notables por su fuerza expresiva. N. del T.

119
Guardó el billete de cien y se retiró con la cafetera en las manos.
Incliné la cabeza y cuando la levanté de nuevo, vi que sobre el florero de
las dalias ya no estaba la mariposa.

La mujer barbuda

El señor maduro, vestido correctamente de gris, que acudía a la salida del


colegio de niños de los Barnabiti, no había despertado ninguna sospecha
entre los pocos adultos que esperaban afuera. Sólo el portero refunfuñó:
--Nunca lo había visto aquí. ¿A qué viene?
Los niños salían en grupos de dos o tres, o también solos; pocos se
encontraban con algún “adulto” que los tomara de la mano. Pero entre
esos adultos, el señor maduro, desilusionado, no vio a ninguna sirvienta.
Un par de criados con sombrero, tal vez, pero sirvientas, ninguna.
El señor maduro –llamémoslo el señor M. para abreviar—se dijo
entre dientes: “Me lo esperaba”, y se dirigió con parsimonia a los portales
de la Avenida XX de septiembre. Los portales eran casi los mismos de
hacía cuarenta años y el edificio de la escuela tampoco había cambiado
tanto. El señor M. había cambiado mucho y lo sabía, pero como evitaba
mirarse en las vitrinas de los comercios, podía incluso olvidar que
cuarenta años no habían pasado en vano para él. Por eso, le tendió la
mano a la mujer que venía a buscarlo, le entregó el cesto en el que
guardaba su almuerzo del mediodía, el paquete de libros envuelto en
plástico, atado con una liga, y se dejó conducir hasta el difícil cruce de la
avenida Hugo Foscolo, un tramo muy congestionado por el que
transitaban carros y automóviles que no respetaban las indicaciones del
bastonero, así se le llamaba en la ciudad al encargado del tránsito: el
hombre del bastón. Luego, donde daba inicio la solitaria y sinuosa
pendiente consagrada al poeta de las Gracias, el señor M. soltó la mano

120
de la anciana y corrió por su cuenta. La anciana lo seguía, encorvada. El
cesto y el paquete de libros se tambaleaban entre sus manos, poco a
poco la distancia aumentaba, no era posible aguantar el paso de aquel
bribón.
El señor M. sabía muy bien que ya no era un bribón (un pícaro),
tampoco ignoraba que la vieja María había muerto treinta años antes en
el hospicio donde fuera recluida cuando en casa ya no era posible acoger
a una ochentona en plena ruina, por no decir en putrefacción. Lo sabía,
pero en vista de que las calles y las viviendas del trayecto entre el
Instituto Barnabiti y su casa de hacía cuarenta años eran casi las mismas,
pensó que no había sido una locura de su parte haber evocado en cuerpo
y espíritu a la difunta guardiana de sus paseos infantiles. ¿Por qué quiso ir
a la salida de los niños de la primaria, precisamente de aquella escuela, si
no para encontrarla? Los lugares donde habría podido materializar a
María, se reducían a dos: aquel trayecto y la cocina de la casa paterna en
Montecorvo, donde el señor M. no había puesto un pie desde hacía
muchos años. En las demás casas destruidas u ocupadas por otros
inquilinos, ni pensarlo.
El señor M. se detuvo bajo los murallones de Acquasola y se sentó
en un resguardo de la acera: “Hay que esperarla, se repetía, se quedó
muy atrás”.
Vieja de nacimiento, analfabeta, jorobada y barbuda desde siempre,
pero tenaz custodia de las fortunas de los M. mucho antes de que el pater
familia se casara propagando vástagos no indignos, María había sido,
entre los quince y los ochenta años, árbitro y gobernante de aquel nuevo
hogar. Tenía su propia casa, claro está, sin embargo, para desplazarse,
debía esperar a que llegara el verano en Montecorvo y después, andar a
pie unas diez horas. Durante los primeros años, en dos o tres temporadas,
se había entregado a esa empresa, pero cuando se dio cuenta de que allá
no la recordaban más o la consideraban una fuereña, una intrusa, María
se apartó por completo de las casuchas de sus lares. Se puede decir que

121
tenía dos casas como si fueran suyas, en la ciudad y en el campo; hijos a
quienes llevar a la escuela como si fueran suyos, hijos que estaban bien
espaciados en el tiempo: de dos a quince años y luego un punto y aparte
lleno de alentadoras promesas. El placer de vivir nace de la repetición de
ciertos gestos y ciertos hábitos, de la capacidad de decir: “Haré de nuevo
lo que ya hice y será más o menos lo mismo, pero no exactamente igual”.
En lo idéntico está la diversidad, y esto aplica tanto para el analfabeta
como para el letrado.
“Ahí está”, dijo el señor M. al ver que se acercaba, y se alejó dando
pequeños saltos hacia la calle Serra, mientras afrontaba con un poco de
asma la cuesta de los Capuchinos. Al llegar a la cima, buscó la vaquería
donde tiempo atrás paraba a tomarse un vaso de leche y desgranar dos
galletas de Lagaccio. También esta vez se sentó en el jardín, pero le
causó una desagradable sorpresa encontrarse con un moderno café
donde se esparcía un acre olor a exprés, en lugar de la leche fresca recién
ordeñada. Dudó un instante. Luego, cuando el mesero se acercó, le dijo
muy serio: “Me equivoqué”, y salió deprisa ante el asombro de algunos
clientes.
María lo alcanzó, jadeante, y caminaron juntos un trecho. Se divertía
provocándola con bromas inocentes, sólo que después fueron subiendo
de tono: En el Valle de Levante pasaban las tropas de Napoleón cuando
ella era aún muy joven. ¿Cómo había podido defenderse? ¿No era una
farsa aquella pureza de la que siempre se ufanaba?
Por supuesto, María había nacido después del paso de esas tropas,
pero ignoraba este hecho y se limitaba a protegerse con negaciones
tenaces e infundadas. Decía que no recordaba nada, ni soldados ni
oficiales; había tenido un novio, pero nunca dejó que le tocara un dedo.
Salió del pueblo en busca de trabajo y jamás tuvo noticias de él. Quién
sabe desde hace cuántos años habrá muerto.
El señor M. no deseaba enfrentarse a un argumento que no
encontrara compatible con los diez años de edad que se había atribuido,

122
pero casi ningún otro tema le venía a la mente. Una vez que retrocedía a
la primera infancia, no lograba despojarse de la parte de sí mismo que
había llegado después. Evocaba a María en el asilo --incapaz ya de
sostenerse, pero siempre alegando con las compañeras y con las monjas
que eran tan avaras con el azúcar—y releía la esquela de su muerte que
recibió años después de que abandonara la casa paterna. ¿Dónde estaría
sepultada la vieja? Quién sabe, jamás había visitado la tumba. Casi nunca
recordaba a María, sólo en destellos le regresaba su imagen en las horas
más oscuras de su vida. Una existencia inútil, sin sentido y sin rumbo, la
de María, aquella anciana andrajosa y analfabeta. El señor M. era, sin
duda, la única persona en el mundo que conservaba un atisbo de
recuerdo. Algunas veces luchó contra esa memoria, quiso deshacerse de
ella como se tiran los trapos viejos. En todas las casas que no han
cambiado de patrones, existe todavía algún frasco vacío, alguna baratija,
que ninguno de los que sobrevivieron osaría tocar. En la vida del señor M.,
que ya no tenía casa, ningún trasto antiguo podía aspirar a ser tabú. Le
quedaba aquella sombra trémula y afanosa que desde hacía años quería
eludir y que ahora caminaba junto a él, bufando, para aguantarle su paso
de gacela.
¿Una existencia inútil? Qué error, se decía el señor M. Cuando todas
las viejas sirvientas hayan desaparecido del mundo, cuando todos los
engranajes del universo tengan un nombre, una función y una conciencia
de sí mismos, cuando la balanza de los derechos y los deberes esté en
perfecto equilibrio para todos, ¿quién podrá retornar a casa acompañado
de un fantasma? ¿Quién podrá vencer el horror de la soledad sin tener a
su lado la protección de un monstruo angelical y barbudo?
El señor M. se había asomado por el barandal y miraba, hacia abajo,
la inmensa planicie de techos grises, el puerto, la Linterna, el mar azotado
por el vendaval más allá de los diques. Se podía llegar hasta arriba por
medio de un ascensor que se elevaba desde el corazón de la ciudad. Así,
de vez en cuando, llegaba la cabina del ascensor y un grupo de personas

123
atravesaba la pequeña plaza sin reparar en aquel paisaje tan habitual.
Una voz lo llamó por su nombre, lo espantó.
--¡Mira nada más a quién veo de nuevo! ¿Qué haces aquí solo? Hará
unos diez años que no nos encontrábamos.
Era un viejo compañero de la escuela, no de la primaria, sino un
hombre de su edad, un rostro insignificante. Trató de recordar el nombre
hurgando entre las sombras de la memoria. ¿Burlamacchi? Tendría que
ser de cuatro sílabas…
--Sí, claro —dijo-- es un grato encuentro. Estaba dando un paseo por
aquí… solo… y me detuve un momento….
Tartamudeaba. ¿Acaso aquél no se había dado cuenta de nada? Se
volvió y observó junto al barandal a dos o tres ancianas y a unos cuantos
niños que parecían no reparar en él, pero María no estaba, aún no llegaba
o habría continuado por su cuenta.
--Tengo que bajar enseguida—dijo, mientras se encaminaba hacia la
garita del ascensor. –Adiós. Nos vemos pronto… tarde… no sé…
Desapareció en una cabina que cerró sus puertas y descendió
deprisa. El otro continuó su camino meneando la cabeza.

124
DINO BUZZATI

125
Dino Buzzati nació en Belluno, provincia de la región del Véneto, en
1906, en el seno de una familia acomodada. Estudió leyes y obtuvo el
título de Licenciado en Derecho. Tras haber cumplido con el servicio
militar, trabajó como cronista de IL Corriere della Sera, diario en el que
colaboró hasta el final de sus días.
El universo fantástico que recorre su obra, comenzó a gestarse a
partir de sus vivencias en la casa de la infancia. Una espléndida biblioteca
y una finca misteriosa habitada por el espíritu de un viejo granjero,
marcaron el rumbo de su temática.
Buzzati fue un escritor fecundo que destacó en la poesía, la
dramaturgia, la novela, el cuento y la crítica. En el relato, encontró un
terreno fértil para desplazarse, con toda libertad, por las atmósferas
mágicas que distinguen su narrativa. Historias alucinantes en las que
intercala el misterio, los enigmas del azar, las paradojas del destino y se
adentra en la esfera de lo sobrenatural .
En 1940 publicó El desierto de los tártaros, considerada su novela
más importante. Con el libro Sesenta cuentos, obtuvo el Premio Strega en
1958. Buzzati exploró también la pintura. Además de la obra plástica que
produjo, ilustró algunos de sus libros, entre ellos, La famosa invasión de
los osos en Sicilia y Poema en viñetas, una novela gráfica: “Para mí,
pintar y escribir son, en el fondo, lo mismo. Al pintar o escribir persigo un
sólo objetivo: contar historias.”
El saco embrujado y Jorobas en el jardín, forman parte del libro La
boutique del misterio, colección de cuentos fantásticos publicada en
1968. En estos relatos destacan los temas predilectos de Buzzati: la
angustia, la derrota, la muerte, la memoria y los misterios que subyacen
en la aparente normalidad que nos rodea.
Dino Buzzati murió en Milán en 1972.

126
El saco embrujado

Si bien yo aprecio la elegancia en el vestir, no suelo fijarme si los trajes de


mis semejantes están o no cortados a la perfección. Cierta noche, sin
embargo, durante una recepción en una casa en Milán, conocí a un
hombre que aparentaba alrededor de cuarenta años, el cual literalmente
resplandecía por la belleza definitiva y pura de su traje.
No sé de quién se trataba, era la primera vez que lo veía y cuando
nos presentaron, me fue imposible comprender su nombre, como siempre
sucede. Sin embargo, en un momento de la noche coincidimos y
comenzamos a charlar. Daba la impresión de ser un hombre educado y
con garbo, aunque con cierto halo de tristeza. Tal vez, en un abuso de
confianza –Dios me hubiera disuadido- lo halagué por su elegancia y me
atreví, además, a preguntarle quién era su sastre.
El hombre esbozó una sonrisa curiosa, como si esperara la pregunta.
--Casi nadie lo conoce, dijo, pero es un gran maestro. Y trabaja sólo
cuando quiere. Para unos cuantos iniciados.
--¿De modo que yo…?
--Ah, pruebe, pruebe. Se llama Corticella, Alfonso Corticella. Calle
Ferrara número 17.
--Me imagino que será muy caro.
--Supongo, pero le juro que no lo sé. Este traje me lo hizo hace tres
años y aún no me manda la cuenta.
--¿Ha dicho Corticella? ¿Calle Ferrara 17?
--Exactamente, respondió el desconocido. Y se apartó de mí para
unirse a otro grupo.

127
En la calle Ferrara 17 encontré una casa como muchas otras. El
taller de Alfonso Corticella era como el de muchos otros sastres. Él mismo
me abrió. Era un viejito de cabello negro, seguramente teñido.
Para mi sorpresa, no se hizo del rogar. Es más, parecía ansioso de
que me convirtiera en su cliente. Le expliqué cómo había obtenido la
dirección, adulé su trabajo y le pedí que me hiciera un traje. Elegimos un
lino gris, tomó las medidas y se ofreció a ir a mi casa para la prueba. Le
pregunté el precio. Respondió que no había prisa, que ya nos pondríamos
de acuerdo. Qué hombre más simpático, pensé en un primer momento.
No obstante, más tarde, mientras descansaba, me di cuenta de que, en el
fondo, el viejito me había dejado cierto malestar (seguramente por sus
melosas e insistentes sonrisas). En suma, no tenía ningún deseo de volver
a verlo, pero el traje ya había sido ordenado. Más o menos veinte días
después estaba listo. Cuando lo trajeron, me lo probé unos segundos
frente al espejo. Era una obra de arte, aunque no sé bien por qué, quizá
por el recuerdo del desagradable viejito, no tenía ganas de usarlo.
Pasaron muchas semanas antes de que me decidiera.
Aquél día lo recordaré siempre. Era un lluvioso martes de abril.
Cuando me puse el traje –saco, pantalones y chaleco- comprobé con
placer que no me apretaba ni me oprimía por ningún lado, como suele
suceder con los trajes nuevos. De hecho, me ajustaba a la perfección.
Por lo general, no guardo nada en la bolsa del lado derecho del saco,
los papeles los meto en la bolsa del lado izquierdo. Esto explica por qué,
al cabo de un par de horas, mientras estaba en la oficina, por casualidad
deslicé la mano en la bolsa de la derecha y me percaté que dentro había
un papel. ¿Quizá la cuenta del sastre?
No. Era un billete de diez mil liras.
Me quedé aturdido. Por supuesto, no fui yo quien lo había metido
ahí. Por otro lado, era absurdo pensar en un regalo de la mujer de
servicio, la única persona que, después del sastre, tuvo la oportunidad de
acercarse al traje. ¿O que fuera un billete falso? Lo miré a contraluz, lo

128
comparé con otros. Más auténtico no podría haber sido.
Una distracción de Corticella, era la única explicación posible. Tal
vez se presentó un cliente a saldar una deuda, el sastre en aquel
momento no tenía consigo la cartera y, por no dejar el billete suelto, lo
metió en mi saco que estaba colgado en un maniquí. Suelen ocurrir esas
cosas.
Toqué la campanilla para llamar a la secretaria. Le habría escrito
una carta a Corticella devolviéndole el dinero que no era mío, si no
hubiera sido porque –no sabría decir cuál fue el motivo-- deslicé de nuevo
la mano dentro de la bolsa.
--¿Qué le pasa, doctor? ¿Se siente mal?, me preguntó la secretaria
que entraba en ese momento. Me debí haber puesto pálido como la
muerte. En la bolsa, mis dedos encontraron los extremos de otro billete
que poco antes no estaba allí.
--No, no, nada, dije. Un leve mareo. Me sucede desde hace algún
tiempo. Quizá estoy un poco cansado. Puede retirarse señorita, pensaba
dictarle una carta, pero lo haremos más tarde.
Cuando la secretaria se fue, me atreví a extraer el papel de la bolsa.
Era otro billete de diez mil liras. Entonces probé una tercera vez y un
tercer billete apareció.
Comenzó a saltarme el corazón. Me sentí como si estuviera
implicado, por razones misteriosas, en la trama de una de esas historias
que les cuentan a los niños, pero que todos saben que no son verdaderas.
Con el pretexto de no sentirme bien, salí de la oficina y me fui a
casa. Tenía necesidad de estar solo. Por suerte, la mujer del servicio ya se
había ido. Cerré las puertas, bajé las persianas. Comencé a extraer, uno
tras otro, a toda velocidad, los interminables billetes de aquella bolsa que
parecía inagotable.
Trabajaba con los nervios de punta, temeroso de que el milagro
terminara de un momento a otro. Hubiera querido continuar toda la tarde
y la noche hasta acumular millones, pero llegó un momento en que ya no

129
tuve fuerzas.
Tenía frente a mí un montón impresionante de billetes. Ahora, lo
primordial era esconderlos para que nadie sospechara. Vacié un viejo baúl
lleno de mantas y en el fondo deposité el dinero que iba contando,
ordenado en montoncitos. Eran cincuenta y ocho abundantes millones.
La mañana siguiente me despertó la mujer del servicio, sorprendida
de encontrarme acostado en la cama aún vestido. Traté de reír, mientras
le explicaba que la noche anterior había bebido de más y me había
ganado el sueño.
Una nueva angustia se me presentó: la mujer me proponía que me
quitara el traje para darle al menos una planchada.
Respondí que debía salir de inmediato y que no tenía tiempo de
cambiarme. Después, fui deprisa a una tienda de trajes a comprar uno
similar. Dejaría ése al cuidado de la camarera. El “mío”, el que en pocos
días me haría uno de los hombres más poderosos del mundo, lo ocultaría
en un lugar seguro.
No entendía si estaba viviendo un sueño, si era feliz o me estaba
ahogando bajo el peso de una inmensa fatalidad. Mientras iba por la calle,
palpaba una y otra vez la bolsa mágica a través del impermeable. En cada
ocasión respiraba con alivio. Bajo la tela respondía el chasquido del papel
moneda.

Sin embargo, una singular coincidencia congeló mi gozoso delirio. En los


periódicos matutinos circulaba la noticia de un robo ocurrido el día
anterior. La camioneta blindada de un banco que, tras haber hecho la
ronda por las sucursales, llevaba a la oficina central los depósitos del día,
había sido asaltada y desvalijada por cuatro bandidos en la Avenida
Palmanova. Entre el correr de la gente, uno de los gangsters, por darse a
la fuga, se puso a disparar. Un transeúnte había muerto. Lo que me
sorprendió, sobre todo, fue el monto del botín: exactamente cincuenta y
ocho millones (como los míos). ¿Podría existir una relación entre mi

130
riqueza improvisada y el golpe de vandalismo ocurrido casi al mismo
tiempo? Parecía insensato pensarlo, y eso que no soy supersticioso. No
obstante, el hecho me dejó perplejo.
Mientras más se tiene, más se desea. Ya era rico, habida cuenta de
mis modestas costumbres, pero me invadía la ilusión de una vida de lujos
desenfrenados. Esa misma noche volví al trabajo. Ahora procedía con más
calma y menos destrozado por los nervios. Otros ciento treinta y cinco
millones se añadieron al tesoro anterior.
Aquella noche no logré cerrar los ojos. ¿Sería el presentimiento de
un peligro? ¿O la atormentada conciencia de quien obtiene una fortuna
sin méritos? ¿O una especie de remordimiento confuso? Con la primera
luz me paré de la cama, me vestí y corrí en busca de un periódico.
Mientras leía se me fue la respiración. Un terrible incendio, originado
en un depósito de combustible, había destruido parte de un edificio en la
calle central de San Cloro. Entre otras cosas, las flamas habían devorado
las cajas fuertes de una gran empresa inmobiliaria que contenían
alrededor de ciento treinta millones en efectivo. En el incendio, dos
bomberos habían muerto.

¿Debo enumerar, ahora, mis delitos uno por uno? Sí, porque ya sabía que
el dinero que me procuraba el saco venía del crimen, de la sangre, de la
desesperación, de la muerte, venía del infierno. Pero dentro de mí estaba
también la insidia de la razón, la cual, contradiciéndome, se negaba a
imputarme cualquier responsabilidad. Entonces la tentación recurría,
entonces la mano –¡era tan fácil!- se deslizaba dentro de la bolsa y los
dedos, con acelerada fruición, apretaban los bordes del siempre nuevo
billete. ¡El dinero, el divino dinero!
Al poco tiempo me compré una casa enorme, pero sin abandonar el
viejo apartamento (para no levantar sospechas). Poseía una preciosa
colección de cuadros, me paseaba en un automóvil de lujo y habiendo
dejado la empresa por “motivos de salud”, viajaba por el mundo de arriba

131
abajo en compañía de mujeres maravillosas.
Sabía que cada vez que recolectaba dinero del saco, algo
repugnante y doloroso sucedía en el mundo. Pero esa conciencia era
vaga, pues no se sustentaba en pruebas lógicas. Mientras tanto, con cada
nueva recaudación, mi conciencia se degradaba y se hacía cada vez más
vil. ¿Y el sastre? Lo llamé para pedirle la cuenta, pero nadie contestó.
Cuando fui a buscarlo a la calle Ferrara, me dijeron que había emigrado al
este, no sabían a dónde. Todo pues, se conjuraba para demostrarme que,
sin saberlo, había hecho un pacto con el diablo.
Hasta que una mañana, en el edificio que habitaba desde hacía
muchos años, encontraron a una sesentona asfixiada con gas. Se suicidó
por haber perdido las treinta mil liras que había retirado de su pensión el
día anterior (mismas que terminaron en mis manos).
¡Ya basta, ya basta! Para no hundirme hasta el fondo del abismo
tenía que deshacerme del saco. No se lo podía dar a alguien más, porque
la infamia habría continuado (¿quién podría resistirse a tanta riqueza?).
Era indispensable destruirlo.

Subí al auto y llegué hasta una recóndita cuenca en los Alpes. Dejé el
coche en un terreno espeso y me encaminé por un bosque. No había un
alma viva. Al rodear el bosque llegué hasta los pedregales del glaciar. Ahí,
entre dos rocas gigantescas, saqué del morral el saco infame, lo rocié de
gasolina y le prendí fuego. En pocos minutos no quedaron más que las
cenizas.
Pero en el último fulgor de las flamas, detrás de mí –como a dos o
tres metros de distancia- resonó una voz: “¡Demasiado tarde, demasiado
tarde!” Aterrado, giré, como una serpiente al acecho. No se veía nadie.
Exploré alrededor, saltando de una roca a otra para descubrir al maldito.
Nada. No había más que piedras.
A pesar del miedo, bajé de nuevo hasta el valle con un sentimiento
de alivio. Al fin libre. Y rico, por suerte.

132
No obstante, en el terreno espeso, ya no estaba mi auto. Al volver a
la ciudad, mi suntuosa casa había desaparecido. En su lugar, había un
terreno baldío con unos palos que sostenían un anuncio: “Terreno
municipal en venta”. Y los depósitos bancarios, no sé cómo, estaban
completamente vacíos. Y los enormes paquetes de acciones guardados en
mis numerosas cajas de seguridad, desaparecidos. Y en el viejo baúl,
polvo, nada más que polvo.
He vuelto al trabajo con desgano, sobrevivo a duras penas y nadie
parece asombrarse de mi improvisada ruina.
Y sé que esto aún no ha terminado. Sé que un día sonará el timbre
de la puerta, que iré a abrir y encontraré frente a mí, con su descarada
sonrisa, exigiendo el último ajuste de cuentas, al sastre del demonio.

Jorobas en el jardín

Cuando cae la noche, me gusta dar un paseo por el jardín. No vayan a


creer que soy rico. Cualquiera puede tener un jardín como el mío. Más
adelante comprenderán por qué.
En la oscuridad, aunque no está por completo oscuro, ya que desde
las ventanas encendidas de la casa llega un vago reflejo, camino sobre el
prado y, mientras mis zapatos se hunden un poco en la hierba, pienso, y
así, pensando, alzo los ojos para ver si el cielo está sereno. Si hay
estrellas, las observo y me pregunto muchas cosas. Sin embargo, ciertas
noches no me hago preguntas, las estrellas permanecen allá arriba y las

133
muy estúpidas no me dicen nada.
Aún era joven, cuando al salir a dar mi paseo nocturno, tropecé con
un obstáculo. Como no veía, prendí un cerillo. Sobre la superficie plana
del prado, había una protuberancia, algo muy extraño. Quizá el jardinero
hizo algo, pensé, mañana temprano se lo preguntaré.
Al día siguiente llamé al jardinero, se llamaba Giacomo. Le dije:
--¿Qué hiciste en el jardín? Hay una especie de joroba en el prado,
anoche me tropecé y esta mañana la vi cuando amaneció. Es una joroba
estrecha y alargada, parece un ataúd de muerto. ¿Me puedes decir qué
sucede?
--No es que parezca, señor --dijo Giacomo el jardinero-- es un ataúd
de muerto. Y es que ayer, señor, murió un amigo suyo.
Era cierto, mi querido amigo Sandro Bartoli, de veintiún años, había
muerto en las montañas con el cráneo destrozado.
--¿Y quieres decir-- le pregunté a Giacomo-- que mi amigo está
sepultado aquí?
--No --respondió--. Su amigo, el señor Bartoli —así hablaba porque
pertenecía a las viejas generaciones y, por lo tanto, todavía era
respetuoso-- fue sepultado al pie de la montaña, como usted sabe. Pero
aquí en el jardín, el prado se levantó por sí solo debido a que este es su
jardín, señor, y todo lo que suceda en su vida, señor, tendrá
repercusiones precisamente aquí.

Después de lo cual, no sucedió nada. La joroba se quedó allí y yo


continué paseando por el jardín todas las tardes en cuanto caía la noche.
En ocasiones me tropezaba con la joroba, aunque no tan seguido, puesto
que el jardín era bastante grande. La joroba medía setenta y tres
centímetros a lo ancho y un metro noventa a lo largo. Como encima
crecía la hierba, la altura sobre el nivel del prado debió ser de unos
veinticinco centímetros. Por supuesto, cada vez que tropezaba con la
joroba, pensaba en él, en la pérdida de mi querido amigo. Sin embargo,

134
podía suceder al revés, es decir, que me estrellara con la joroba porque
en ese momento pensaba en mi amigo, pero este asunto es más bien
difícil de comprender.
Pasaban, por ejemplo, dos o tres meses sin que, en la oscuridad,
durante el paseo nocturno, tropezara con aquel pequeño relieve. En este
caso, el recuerdo de él volvía. Entonces, me quedaba inmóvil en el
silencio de la noche y preguntaba en voz alta:
--¿Duermes?
Pero él no respondía.
En efecto, dormía, pero lejos, bajo las rocas, en un cementerio en la
montaña. Y al paso del tiempo, nadie lo recordaba, nadie le llevaba flores.
Pasaron todavía muchos años y sucedió que una noche, en el curso
del paseo, justo en el ángulo opuesto del jardín, tropecé con otra joroba.
Por poco me caigo. Pasaba de la medianoche, todos se habían ido a
dormir, pero yo estaba tan irritado que comencé a gritar: Giacomo,
Giacomo, con el afán despertarlo. De hecho, se encendió la luz de la
ventana y Giacomo se asomó.
--¿Qué demonios es esta joroba?—gritaba--. ¿Excavaste algo?
--No, señor. Sólo que, entre tanto, se fue uno de sus compañeros del
trabajo—dijo--. Su nombre es Cornali.
Resulta que tiempo después choqué con una tercera joroba y, si
bien ya había caído la noche, llamé otra vez a Giacomo que estaba
durmiendo. Sabía muy bien lo que significaba aquella joroba, pero las
malas noticias no me habían llegado, así que estaba ansioso por saber.
--¿Quién es?—pregunté. --¿Alguien ha muerto?
--Sí señor—respondió--. Se llamaba Giuseppe Patané.
Pasaron, pues, algunos años de mucha tranquilidad, pero llegó un
momento en que la multiplicación de las jorobas reanudó en el prado del
jardín. Algunas eran pequeñas, pero también surgieron otras,
gigantescas, que no se podían franquear con un paso sino que
verdaderamente había que subir por un lado y descender por el otro

135
como si fueran pequeñas colinas. Entre las de gran tamaño, crecieron dos
a poca distancia una de la otra, y no hubo necesidad de preguntarle a
Giacomo qué había sucedido. Allá, abajo, en aquellos dos cúmulos altos
como un bisonte, estaban enterrados fragmentos de mi vida que me
habían sido arrancados del modo más cruel.
Es por ello que cada vez que me encontraba con estos dos
montículos en medio de la oscuridad, se removían dentro de mí muchos
recuerdos dolorosos. Yo me quedaba ahí como un niño asustado y
llamaba a los amigos por su nombre: Cornali, lo llamaba; Patané, Rebizzi,
Longanesi, Mauri, los llamaba; a quienes habían crecido conmigo o que
por muchos años habían trabajado conmigo. Luego, alzaba más la voz:
¡Negro! ¡Vergani! Como si los convocara, pero ninguno respondía.

Así pues, poco a poco mi jardín, que durante un tiempo había sido plano y
agradable para caminar, se transformó en un campo de batalla. La hierba
crece todavía, pero el prado sube y baja en un laberinto de montículos,
jorobas, protuberancias, relieves, y cada una de estas excrecencias
corresponde a un nombre, cada nombre corresponde a un amigo, cada
amigo corresponde a una tumba lejana y a un vacío dentro de mí.
Este verano, además, creció una tan alta que cuando me acerqué,
su perfil tapaba la vista de las estrellas. Era grande como un elefante,
como una casa, hasta daba miedo subirse, casi se tenía que escalar, de
modo que convenía evitarla dándole la vuelta.
Ese día no recibí ninguna mala noticia, por lo que aquella novedad
en el jardín me asombró mucho. Sin embargo, esta vez también me
enteré enseguida: el más querido de mis amigos de la juventud había
muerto. Entre él y yo hubo tantas intimidades. Juntos descubrimos el
mundo, la vida y las cosas más bellas. Juntos exploramos la poesía, la
pintura, la música, las montañas, y era lógico que para contener todo ese
abundante material, aún si se resume y se sintetiza en la más mínima
expresión, era necesaria una gran montaña, verdadera y propia.

136
A esas alturas, tuve un impulso de rebelión. No, no puede ser, me
decía asustado. Y una vez más llamé a mis amigos por su nombre: Cornali
Patané Rebizzi Longanesi Mauri Negro Vergani Segála Orlandi Chiarelli
Brambilla. En ese momento, en plena noche, se produjo una especie de
murmullo que me respondía que sí. Juraría que una voz me decía que sí y
venía de otros mundos, pero quizá era sólo la voz de un pájaro nocturno
porque a los pájaros nocturnos les agrada mi jardín.
Ahora bien, por favor no me digan: por qué hablas de estas horribles
tristezas, de por sí la vida es tan breve y difícil, que amargarse a
propósito es una necedad. A fin de cuentas, esas tristezas no nos
incumben, te incumben sólo a ti. No, les respondo, por desgracia les
conciernen también a ustedes --aunque sería bueno, lo sé, que no fuera
así-- porque resulta que este asunto de las jorobas en el prado les sucede
a todos. Así pues, he llegado a la conclusión de que cada uno de nosotros
es propietario de un jardín donde ocurren estos fenómenos dolorosos. Es
una vieja historia que se ha repetido por los siglos de los siglos y se
repetirá también para ustedes. Y no se trata de un juego literario, de
hecho, así son las cosas.
Por supuesto, también me pregunto si algún día, en un jardín
cualquiera, surgirá una joroba que me pertenezca. A lo mejor una jorobita
de segunda o tercera clase, apenas un pliegue en el prado que, de día,
cuando el sol pega desde las alturas, ni siquiera podrá verse. Como sea,
una persona en el mundo, cuando menos una, se tropezará.
Puede ser que como consecuencia de mi mal carácter, yo muera
solo, como un perro, al fondo de un viejo y solitario corredor. No obstante,
esa noche, una persona tropezará con la joroba elevada en el jardín y se
volverá a tropezar la siguiente noche y --perdonen ustedes mi ilusión--
una y otra vez pensará, con un suspiro de nostalgia, en cierto tipo que se
llamaba Dino Buzzati.

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ALBERTO MORAVIA

138
“Son privilegiados aquellos que, en el sentido creativo o cognoscitivo, están
vinculados con el arte. Lo digo porque, no obstante haber padecido una larga
vida llena de dificultades, al final me considero privilegiado por el hecho de ser
un artista...”
Alberto Moravia nació en Roma el 28 de noviembre de 1907. Cumplía
apenas los nueve años, cuando una tuberculosis ósea lo obligó a interrumpir sus
estudios y permanecer en cama durante casi cinco años. Este período de
convalecencia marcó su vida. Moravia se refugió en la lectura de los clásicos:
Dostoievski, Shakespeare, Molière. En esa época empezó a escribir poesía, al
tiempo que estudiaba la lengua alemana.
Publicó su primera novela: Los indiferentes, en 1929. Más tarde trabajó
como corresponsal para La Stampa y La Gazetta del Popolo, viajó a Estados
Unidos, China, Polonia y México, ente otros países. A mediados de los años
treinta vuelve a Italia. La tensión política y social se había apoderado del país.
Moravia, de ascendencia judía, vivió algunos de los momentos más difíciles de
su vida. Sus obras fueron censuradas por Benito Mussolini y quedaron
registradas en el Index de los libros prohibidos del Vaticano. El control del
Estado y la censura de la que fue víctima, lo obligaron a escribir en los diarios
bajo el seudónimo de “Pseudo”. Fue entonces cuando se dedicó a escribir
cuentos surrealistas y satíricos.
En 1943 huyó de Roma con su mujer, la escritora Elsa Morante, para
volver después de la ocupación alemana.
Su obra, despojada ya de los arquetipos tradicionales y del lenguaje
dialectal, retrata una ciudad inmersa en la modernidad, plena y vital. La fama de
Moravia, intelectual comprometido con la izquierda, alcanzó la cima tras la
publicación de La Romana (1947). Después vendrían otros dos grandes éxitos:
Nuevos cuentos romanos (1959) y El aburrimiento (1960).
Tabú y Un día negro, se inscriben dentro de la vasta creación de historias
cortas en las que el autor intercala el misterio, la magia y el azar. A través de
escenas y personajes comunes, Moravia logra desentrañar el sentido fantástico,
otorgándole a la vida cotidiana otra dimensión.
Alberto Moravia muere en Roma el 26 de septiembre de 1990.

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Tabú

Alejandro me hizo un escándalo en un restaurante, pero dos semanas


después, mientras corría en su motocicleta por la avenida Cassia, chocó
contra un camión y murió al instante. Julio me agarró a cachetadas a la
salida del cine, pero sólo tres días después, en los baños del Tíber,
contrajo esa terrible enfermedad que causan los drenajes y en pocas
horas falleció. En la calle Ripetta, Remo me dijo: “Puerco imbécil, estúpido
e ignorante”, pero al poco tiempo, al doblar por la avenida de la Oca, se
resbaló en un bache y se rompió el fémur. Mario me hizo una señal
obscena en un partido de fútbol y casi de inmediato se dio cuenta de que
le habían robado la cartera. Estos cuatro casos, y otros que ya no
mencionaré para no volverme monótono, me convencieron, en aquel año,
de que estaba protegido por una fuerza misteriosa, la cual provocaba la
muerte o al menos castigaba a quien atentara en mi contra. Nótese que
no se trataba del mal de ojo. El mal de ojo hace daño sin motivo, al azar,
esparciendo desgracias, más o menos como una bomba automática
esparce el agua: al que le toca, le toca. No, yo sentía que, como hombre
ordinario: ni guapo, ni fuerte, ni rico (soy empleado en una tienda de
telas), en fin, ni siquiera dotado de nada en particular, estaba protegido
por una fuerza sobrenatural, por lo que nadie podía hacerme daño
impunemente. Dirán que es presunción, pero entonces, les ruego que me
aclaren cuál es la relación de aquellos muertos y de las desgracias que
sufrieron todos los que quisieron hacerse los prepotentes conmigo.
Explíquenme por qué, cuando estuve en apuros e invoqué a esa fuerza,
ésta se apresuraba como un perrito y castigaba al imprudente que había
osado molestarme. Explíquenme, finalmente… está bien, dejémoslo así.

140
Me basta con que sepan que en aquel tiempo me metí en la cabeza que
estaba hechizado, como por un sortilegio.
Uno de aquellos días de verano, Gracia y yo decidimos pasar el
domingo en Ostia. En la tienda de telas éramos tres empleados: Gracia,
yo y uno nuevo que se llamaba Hugo. Este último era un tipo que, a decir
verdad, no me caía bien: alto, atlético, seguro de sí, con cara de
boxeador, la nariz chata y la quijada prominente. Hugo tenia un modo de
tirar el retazo sobre la mesa, desenvolver la tela y hacerla chasquear
entre los dedos, que me ponía los nervios de punta. No volteaba a ver al
cliente, sino que, a través de los cristales de la puerta, miraba a los
transeúntes que pasaban por la calle. Cuando el comprador expresaba
alguna duda, en lugar de persuadirlo, adoptaba un aire de poder, es decir,
guardaba un silencio desdeñoso y reprobador. Por si fuera poco, también
decía con frialdad: “La señora necesita un artículo más corriente”, y
devolvía la pieza a su lugar. Trataba, en suma, de intimidar al comprador.
Y de hecho, éste casi siempre lo llamaba de nuevo, arrepentido,
examinaba la tela una vez más y la compraba. Sin embargo, como yo no
tenía la presencia física y el descaro de Hugo, cada vez que intentaba
imitarlo me sentía un maleducado y me decía que la gerencia habría
hecho bien en despedirme y otras cosas por el estilo. Por ello, después de
algunas tentativas infructuosas volví a mi manera que, al contrario, era
escurridiza, melosa, pura insinuación y complacencia.
A Gracia no le gustaba Hugo o al menos eso me aseguró muchas
veces: “¡Ese… por caridad… qué horror! Parece un negro.” Pero luego de
que hicimos arreglos para ir a Ostia, Hugo se acercó a preguntarnos con
su voz arrogante:
--¿Qué van a hacer de bueno el domingo?
Entonces, ella, enseguida le respondió, mientras se contoneaba,
sonriendo y rebosante de coquetería:
--¿Por qué no viene usted también, Hugo?
Habría que imaginarse a Hugo: de inmediato aceptó y, además dijo,

141
con aires de protector, que había previsto llevar a una chica, para que
cada uno tuviera la suya. Lo dijo con el afán de provocar confusión, como
para dar a entender que su chica era Gracia y que a la otra la llevaría
para mí.
El domingo nos encontramos a la hora fijada en la estación de San
Paolo en medio de una marabunta de no creerse. Gracia estrenaba un
vestido azul que combinaba con su cabello rubio. Yo, cargado de
paquetes, había hecho la compra para el desayuno. Hugo, vestido de
galán, color penicilina, y la chica de Hugo, una tal Clementina. La
sospecha que tuve en la tienda se confirmó cuando Hugo, con autoridad,
tomó del brazo a Gracia y nos dijo a Clementina y a mí:
--Eh, ustedes dos, no se dispersen… no se vayan a perder de vista al
momento de la salida.
Gracia reía y se le abrazaba, feliz. Miré a Clementina. Era justo lo
que yo necesitaba de acuerdo con la idea que Hugo tenía de mi persona:
una buena chica, blanca y gorda, con las caderas y los pechos de vaca. La
cara de tonta, también bovina, sólo le faltaba la campana en el cuello.
Mientras miraba a Gracia y a Hugo, me dijo con una sonrisa:
--Cómo se ve que esos dos se quieren, ¿no es cierto?
Seguro se trataba de una invitación a que nosotros hiciéramos lo
mismo, sin embargo, respondí con frialdad, manteniendo la distancia:
--Ah, es verdad… mira nada más… y yo que no me había dado
cuenta.
Llegó el tren y, por supuesto, Hugo fue el primero en subirse, quién
sabe cómo logró hacerlo entre la muchedumbre que gritaba y se
desgreñaba. También fue el primero que asomó su cara antipática por la
ventanilla para gritar:
--Tengo cuatro lugares, suban con calma.
Subimos. Nos sentamos, pareja frente a pareja y el tren partió.
Durante todo el trayecto no le quité los ojos ni un sólo momento a
aquellos dos, no lo podía evitar. Hugo ya se había apoderado de Gracia, a

142
veces le hablaba al oído, la hacía reír y sonrojarse. A veces, como en
broma, la abrazaba; a veces, como si nada, le hacía alguna caricia.
Gracia, una verdadera desvergonzada, se lo permitía, no hacía sino
contonearse como una anguila y se le restregaba. Pero lo que más me
ofendió fue que se comportaran como si yo no existiera, ignorando mi
presencia. Si por lo menos hubiera podido entenderme con Clementina
para equilibrar la conducta de Hugo, las cosas habrían sido diferentes,
pero además de que no me gustaba, a Clementina no parecía interesarle
que le hiciera la corte. Dormía, con el cuello hacia atrás, la boca abierta y
las manos en el regazo.
Ya en Ostia, nos dirigimos a los vestidores y tomamos turnos para
cambiarnos en la cabina. Una vez que los cuatro estuvimos en traje de
baño, las diferencias se magnificaron. Gracia tenía un cuerpo bello,
esbelto, con las piernas largas y fuertes, el pecho turgente. En cambio,
Clementina, parecía un almohadón plegado por la mitad, toda ella
caderas y pecho, sin cintura ni cuello. Entre Hugo y yo la distancia era
aún más visible. Él tenía cuerpo de luchador: musculoso, sólido, moreno,
las espaldas anchas y las caderas estrechas, el traje de baño pegado a las
nalgas y los muslos peludos, ardientes. En cambio yo era pequeño, con la
piernas flacas, el cuerpo sin músculos, los brazos escuálidos: un arácnido.
Hugo, por supuesto, tomó de inmediato a Gracia de la mano y corrieron
por la arena candente hacia el mar, donde se zambulleron de cabeza los
dos juntos.
--Qué bonita pareja --dijo Clementina, como si quisiera envenenarme
a propósito.
En el mar, aquellos dos se salpicaban agua, se empujaban, luego,
Hugo tomaba a Gracia entre sus brazos y Gracia se le colgaba del cuello y
reía. Le pregunté a Clementina si quería nadar y me respondió que lo
haría con gusto, pero que prefería quedarse en la orilla porque no sabía
nadar. Así que nos metimos en medio metro de agua sucia y caliente,
entre los niños que lloraban, gritaban y se aventaban los balones, las

143
nanas y las mamás que los llamaban por su nombre, y el radio que
aullaba sin parar una vieja cancioncilla: “El mar siempre es azul… como
cuando estabas tú…”. Mientras tanto, Hugo y Gracia nadaban lejos, como
verdaderos deportistas, ya casi no se veían.
En ese momento, sin quererlo, sino del modo más natural, me
imaginé que Hugo se iba a ahogar. Lo pensé sin hacer ningún esfuerzo,
como algo inevitable y justo: me había hecho una ofensa, por lo tanto,
debía morir. Este pensamiento me devolvió de inmediato la tranquilidad.
Me acerqué a Clementina, que estaba de pie en el agua, aferrada de la
cuerda salvavidas con las dos manos, y le dije:
--Hugo es uno de esos bravucones a los que de repente les da un
calambre y se ahogan… y luego los traen desmayados a la playa y les dan
respiración artificial.
Ella me miró sin comprender y dijo:
--Pero si nada muy bien.
Respondí moviendo la cabeza:
--Sí, nada muy bien, no lo niego, pero de que es del tipo que termina
el domingo tendido sobre la arena mientras le dan respiración artificial, lo
es… te lo digo.
Poco después, Gracia y Hugo regresaron, dijeron que iban a correr
por la playa para secarse. Se perseguían, se manoseaban, se arrojaban
puñados de arena, se tiraban juntos al suelo. Clementina seguía aferrada
a la cuerda y yo, junto a ella, los observaba e imaginaba cómo Hugo se
metía al mar, le venía un calambre, comenzaba a manotear, se ahogaba y
luego, lo traían a la orilla y le daban respiración artificial. No estaba
seguro de que debiera morir, pero no me disgustaba pensar que, al
menos por una hora, estuviera, como quien dice, entre la vida y la
muerte. Mientras tanto, Hugo y Gracia terminaron de secarse. Hugo nos
propuso dar un paseo en barca. Clementina declaró de inmediato que ella
no subiría a la barca porque no sabía nadar, así que salimos nosotros tres:
yo en el remo, y Hugo y Gracia sentados uno junto al otro en la popa.

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Remé despacio, bajo el sol ardiente, en aquel mar quieto y tedioso.
No dejaba de mirarlos, deseaba que todo el veneno que guardaba en mis
ojos los hiciera avergonzarse y ser más discretos. El esfuerzo fue en vano.
Retozaban y bromeaban, tal y como lo habían hecho hacía poco en el
tren, como si yo fuera el lanchero. Es más, Hugo quiso subrayar la
situación diciéndome en tono de burla:
--Si no le molesta, buen hombre, reme por la izquierda, de lo
contrario vamos a estrellarnos contra aquella balsa.
Esta vez perdí la paciencia y respondí:
--Dime una cosa, Hugo, ¿alguna vez alguien te ha dicho que eres un
gran maleducado?
Él se enderezó para sentarse y preguntó:
--¿Queeeeeeé?, alargando la e, como para dar a entender: “¿Qué
estoy oyendo? ¿Escuché bien?”
Insistí, mientras seguía remando:
--Sí, un maleducado y un ignorante… ¿Nadie te lo ha dicho?
--¿Qué te pasa?, preguntó él alzando la voz.
--Me pasa --dije con cinismo-- que eres un desgraciado de primera.
--Mira nada más cómo hablas.
--Hablo como se me da la gana, eres un desgraciado y un rufián.
--Óyeme, ten cuidado, que conmigo no se juega.
Y mientras lo decía, se puso en pie y me dio un golpe fuerte en el
pecho. Dejé los remos, me levanté y traté de devolverle el golpe, pero él,
de inmediato me apretó la muñeca con dos dedos que parecían de hierro.
Ahora luchábamos, los dos de pie, mientras Gracia, sentada, gritaba y
pedía ayuda. En un movimiento más brusco, la barca, que era estrecha y
baja, se volteó y todos caímos al agua.
No estábamos lejos de la orilla y juro que, mientras caía al agua,
pensé feliz: “Ahora le agarra un calambre, se ahoga… y muere como
Alejandro y como Julio”. La barca se alejaba, de cabeza, los remos
flotaban sobre el agua. Los tres salimos nadando.

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--Imbécil --me gritó Hugo.
Gracia, como si nada, siguió hacia la playa.
--Imbécil eres tú. Y también un bribón --respondí.
Y mientras lo decía, me entró agua en la boca. Pero Hugo ya no se
ocupaba de mí, nadaba para alcanzar a Gracia. Yo también nadé hacia la
orilla y, mientras pensaba en el calambre que dentro de poco lo haría
clavarse a pico, de pronto sentí un dolor agudo del lado derecho, desde la
espalda hasta el pie, y comprendí que el calambre, en lugar de a él, me
estaba dando a mí. Fue un instante, pero en ese instante perdí la cabeza.
El dolor no cesaba, comencé a manotear, me faltaba la respiración, tenía
un miedo terrible, solté un grito y el agua se me metió a la boca. Grité:
“Auxilio”, y de nuevo tragué agua. El calambre continuaba, me sumergí y
volví a salir, grité de nuevo “auxilio” y me sumergí otra vez, mientras
tragaba agua todo el tiempo. Total, que me hubiera ahogado si,
finalmente, una mano no me hubiera aferrado del brazo, mientras que
una voz, la de Hugo, me decía:
--Cálmate, que te llevo a la orilla.
Entonces cerré los ojos y creo que me desmayé.
Volví en sí, no sé cuánto tiempo después, y bajo la espalda sentí la
arena ardiente de la playa. Alguien, aferrándome de las muñecas, me
alzaba y me bajaba los brazos. Otro, inclinado, me daba masaje con las
manos en el pecho y la panza. El aire estaba cargado de una polvareda
espesa, el sol deslumbraba y a mi alrededor había una selva de piernas
peludas y bronceadas. Toda la gente que me veía morir. Escuché que
alguno decía:
--Para mí que ya se nos fue.
Y algún otro que observaba:
--Se hacen los valientes y luego ahí está: se ahogan.
Me sentía inflado de agua y la cabeza me pesaba, mientras que mis
brazos iban de arriba abajo como las palancas de un fuelle. Entonces lleno
de rabia traté de zafarme y dije:

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--Déjenme… váyanse al infierno. Luego, volví a desmayarme.
De aquel maldito día no quiero decir nada más. Una semana
después, en la tienda, en un momento en el que Hugo estaba alejado,
Gracia me dijo en voz baja: --¿Sabes por qué el domingo pasado en
Ostia te estabas ahogando?
--No, ¿por qué?
--Me lo explicó Hugo… dice que hay una fuerza misteriosa que lo
protege: a quien lo ofende, puede incluso morir… en suma, dice que él es
tabú… pero ¿se puede saber qué significa tabú?
--Tabú --respondí tras un momento de incertidumbre-- quiere decir
cuando una cosa o una persona es sagrada.
Ella no dijo nada porque en ese momento Hugo se acercó cargando
una pieza de algodón en los brazos con el mismo chasquido de siempre y
dijo:
--Esto es lo que usted necesita, señora.
Pero por la mirada de Gracia, comprendí que realmente estaba
enamorada. ¡Caramba!, un hombre hermoso, fuerte, joven y, por
añadidura, también tabú.

Un día negro

Cuando se menciona el mal de ojo, la mayoría de la gente no lo cree, sin

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embargo, yo tengo las pruebas. ¿Qué día fue anteayer? Martes diecisiete.
¿Qué me sucedió por la mañana antes de salir? Mientras buscaba el pan
en la despensa, se me cayó la sal. ¿Qué encontré al salir a la calle? Una
mujer, a quien nunca había visto en el barrio donde los conozco a todos,
jorobada y con una verruga peluda en la cara. ¿Qué hice al entrar al
garaje? Pasé por debajo de la escalera de un obrero que reparaba una
marquesina de neón. ¿Quién fue el mecánico que habló conmigo, antes
que nadie, en el garaje? Fulano, a quien no voy a nombrar porque todos
saben que con su cara torcida y sus ojos biliosos trae mala suerte. ¿No les
parece suficiente? Pues he aquí el colofón: De camino al sitio de taxis, no
sé de dónde salió un gato negro que se me atravesó en la calle. Tuve que
frenar de golpe con un chirrido del demonio, pues por poco lo atropello.
En la parada de la plaza Flaminio, a pocos pasos de la estación de
ferrocarril de Viterbo, no tuve que esperar mucho. Serían las siete cuando
llegaron apresurados y caminando como si bailaran la tarantela, dos
genuinos pueblerinos del campo. Él, chaparro y tosco, con pantalones
negros, una faja que le rodeaba la barriga, chaleco, camisa sin cuello, la
cara chata y sucia por la barba, tuerto, con un ojo cerrado y el otro
abierto de par en par. Ella, acaso la madre, vestida como una gitana, con
falda negra, chalina negra, la cara como de boje amarillo, toda arrugada,
y con unas arracadas de oro en las orejas. Iban cargados como burros,
con envoltijos, paquetes, manojos de lechuga y trapos repletos de
tomates. Sin hablar, él me extendió un pedazo de papel sobre el cual, con
letras disparejas que parecían notas musicales, estaba escrita la
dirección: Plaza Pollarola, a un lado del mercado de Campo dei Fiori.
Mientras tanto, ella, muy apurada, cargaba todos aquellos dones de Dios
en el taxi. Me volví para verlos y comenté:
--Vaya, ¿acaso me han tomado por el camión de la verdura?
Él respondió entre dientes, sin mirarme:
--Es mercancía buena… apúrate, anda, que tenemos prisa.
Encendí el motor y arranqué. Mientras avanzaba, escuché que él le

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decía a la mujer:
--Fíjate dónde metes los pies… ya aplastaste un tomate.
De inmediato pensé que ya me habían ensuciado el taxi. De hecho,
al llegar a la Plaza Pollarola, me asomé y me di cuenta de que habían
hecho un desastre: hojas de lechuga, tierra, agua y varios tomates
aplastados, no sólo uno. Enojado, les dije:
--¿Y ahora quién me va a reponer el cuero de los asientos?
--No es nada-- dijo él, mientras sacaba un trapo y limpiaba la parte
más sucia.
Respondí con encono:
--Es inútil que trates de secarlo, me has hecho un daño de millones
de liras.
Pero él no me hacía caso. Ayudaba a la mujer a descargar los
paquetes y repetía:
--Anda, apúrate… bájalos.
Entonces le grité:
--Oye, nada, nada, además de tuerto, ¿resulta que también eres
sordo?... Te estoy hablando a ti… ¿Quién me va a reponer el cuero de los
asientos?
Volteó y dijo impaciente:
--Espera, ¿no ves que estoy descargando?
--Pero yo quiero que me pagues el daño.
Una vez que terminó, me dijo:
--Ten—me dijo, y me puso el dinero del viaje en la mano. --Tómalo y
vete.
--¿Estás idiota? ¿Qué hago con esto?
--¿No te parece suficiente?
--Esto es por el viaje, está bien… ¿pero el daño?
Ya estábamos frente a frente él y yo. La mujer se quedó aparte,
inmóvil y tranquila entre sus envoltorios.
–Ahora mismo te pago.

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Y tras mirar alrededor de la plaza, que a esa hora estaba desierta, se
metió la mano a la bolsa. Pensé que iba a sacar el dinero, sin embargo,
era una navaja:
--¿Ves esto?
Salté hacia atrás. Él cerró la navaja y añadió:
--Entonces ya nos entendimos.
Subí de nuevo al taxi hirviendo de rabia, encendí el motor, le di la
vuelta a la plaza y, a toda velocidad, me le fui encima a la mujer que
seguía parada junto a los bultos. La libró de milagro. Seguí de frente con
el taxi haciendo estragos entre todas aquellas verduras. Él gritó no sé qué
cosa y saltó sobre la banqueta. Saqué la mano, le di un golpe en la cara
que lo obligó a descender, pero perdí la dirección y me fui a estrellar
contra un muro. Logré tomar el control del auto y giré. En el Puente
Vittorio, por fin me detuve a revisar: además de la mugre, la defensa
estaba desvencijada y torcida, un verdadero daño de millones de liras.
Comenzaba bien el día.
De muy mal humor, mientras insultaba al campo y sus campesinos,
hice otros cinco viajes menores, de doscientas a trescientas liras. A las
dos, me encontraba en la Estación Central detrás de una fila de taxis.
Llega el tren, la gente se dispersa, los taxis avanzan uno atrás del otro,
me toca el turno, se sube un señor alto y gordo, con lentes sobre una cara
redonda y afeitada. Traía un maletín y me dijo a secas:
--Calle Macchia Madama.
Ahora bien, nadie puede conocer todas las calles de Roma, pero más
o menos, con olfato, se adivina. Sin embargo, era la primera vez que
escuchaba nombrar la calle de Macchia Madama. Le pregunté:
--¿Dónde está?
--Vaya hasta el Foro Itálico… luego yo le digo por dónde.
No dije nada y arranqué. Corrí, corrí y corrí, por la calle Flaminia, por
el Puente Milvio; salí del Puente Milvio y tomé por el río Tiber hacia el
Foro. Él me gritó:

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--La primera a la derecha y luego otra vez a la derecha.
Estábamos bajo la pendiente de Monte Mario. Me fui por detrás del
estadio que tiene las estatuas desnudas, llegué a una calle empinada y
empecé a subir. A mitad de la cuesta, entre la maleza, había un cartel
colgado en la punta de un palo con un letrero: “Calle de Macchia
Madama”. Pero no era una calle, más bien un sendero en el campo, lleno
de piedras y polvo. Le pregunté:
--¿Tengo que entrar ahí?
--¡Seguro!
--Pero vive justo en la selva negra-- se me salió decirle.
--No se haga el gracioso… es una calle como todas las demás.
Fue suficiente. Me la tragué, como suele decirse, y aceleré el auto
hacia el sendero. Había innumerables baches y piedras. De un lado
estaba el borde del monte, repleto de maleza y retamas; del otro, un
abismo y, al fondo, el panorama de Roma. Subí y subí. Las curvas eran
tan cerradas que tenía que meter la reversa. Por fin, en la cima de la
última subida apareció una reja. Entré por la reja, giré por una llanura de
grava sin árboles y me detuve frente a un albergue blanco. Él descendió y
me entregó deprisa el dinero del viaje. Protesté:
--Esto fue por el viaje de ida… ¿Y la vuelta?
--¿Qué vuelta?
--Estamos fuera de Roma… tiene que pagar el regreso.
--No le pago nada… Nunca he pagado la vuelta y no voy a empezar
a pagarla ahora.
Dicho lo cual, se apresuró hacia el albergue. Le grité, exasperado:
--Pues no me muevo de aquí hasta que no me pague el regreso…
aunque tenga que esperar a que anochezca.
Noté que encogía los hombros y, cuando se abrió la puerta, alcancé
a ver a un hombre con bata blanca. Observé el albergue: todas las
persianas estaban cerradas y en la planta baja las ventanas tenían
barrotes. Yo también encogí los hombros, volví al taxi que ya ardía bajo el

151
sol, me senté al volante, saqué de la bolsa el emparedado del almuerzo y
me lo comí despacio en medio de aquel silencio profundo, mientras
miraba el talud del barranco y el panorama de Roma. Luego, me invadió
el sueño. Me quedé dormido casi una hora en aquel calor ardiente.
Desperté de un sobresalto, atontado, sudoroso, y me di cuenta de que
todo estaba igual que antes: la plaza desierta, el albergue con las
persianas cerradas, el sol, el silencio. Agitado, comencé a tocar la bocina
al tiempo que pensaba: “Alguien tendrá que venir”.
En efecto, ante el escándalo de la bocina, alguien llegó. Un
hombrecillo negro que parecía un sacristán, vestido de seda cruda, se
apareció por detrás del albergue, atravesó la plaza trotando y se
aproximó:
--¿Libre?
--Sí.
--Bien, llévame a San Pedro.
Pensé que no hay mal que por bien no venga. San Pedro era un viaje
hermoso y, además, hasta había conseguido pasaje de regreso. Encendí
el motor y arranqué. Mientras salía de la reja, me pareció ver que alguien
me hacía señas desde una ventana, pero no hice caso. Descendí despacio
por aquél sendero, vuelta tras vuelta, unos cincuenta metros. Después, en
un recodo más estrecho, di marcha atrás. De pronto, vi que dos hombres
muy altos, con bata blanca, bajaban apresurados por el declive,
aferrándose a las matas y agitando los brazos:
--Detente, detente.
Me detuve. Uno de ellos abrió la portezuela y le dijo sin
consideraciones al hombrecito que estaba agazapado en el fondo del taxi:
--Vamos, cariño, baja… y nada de historias.
--Pero el Papa me está esperando.
--Bueno, ya será en otra ocasión… anda, baja.
Por fin se bajó y uno de los hombres lo agarró rápidamente del
brazo, mientras el otro me explicaba:

152
--Siempre ha sido muy tranquilo, por eso lo dejamos libre… pero con
los locos nunca se sabe.
--¿Pues qué era aquello? ¿Una clínica para locos?
--Claro, ¿no te habías dado cuenta?
No, no me había dado cuenta y, en resumen, había perdido todo el
tiempo que estuve parado allá arriba más el regreso. Ya caía la tarde y la
mañana había sido realmente negra. Me fui al sitio de la Avenida
Pinturicchio y allí, quizá no me lo van a creer, esperé cerca de cuatro
horas. Por fin, al caer la noche, llegó un joven moreno, con una playera
debajo del saco, los cabellos largos, un verdadero chulo, del brazo de una
muchachita exuberante y torneada.
--Llévanos al Gianícolo—me dijo. Y se subieron.
Corrí como desesperado y de vez en cuando miraba por el espejo
retrovisor. A la altura del Tíber y Falminio, en un punto desierto, él tomó a
la muchacha por los cabellos, le tiró la cabeza hacia atrás y la besó en la
boca. Ella gemía:
--No, no, malvado.
Pero luego, por supuesto, le tendió un brazo alrededor del cuello y
se rindió al beso. Entre beso y beso, no terminaban nunca. Por lo general,
no soy severo con las parejitas, pero aquel día, después de tantas
desgracias, me asaltó una especie de furia. Frené, apagué el auto de
golpe y les anuncié:
--Hemos llegado.
--¿Ya estamos en el Gianícolo? --preguntó ella, al tiempo que se
desprendía del abrazo con todo el colorete corrido y los cabellos
desordenados.
--No, no es el Gianícolo… pero si ustedes no se comportan, no sigo.
Y él, como un verdadero chulo, dijo:
--¿Y a ti qué te importa?
--El taxi es mío… si quieren hacer el amor, vayan a los matorrales de
Villa Borghese.

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Me miró un momento y después dijo:
--Está bien, dale gracias a Dios que estoy con la señorita… Llévanos
al Gianícolo.
No dije nada y los llevé al Gianícolo. Ya era noche, se bajaron y me
pidieron que esperara. Se acercaron al barandal y miraron un buen rato el
panorama de Roma. Después regresaron y él me dijo:
--Ahora vamos a los Caballeros de Malta.
--Pero ya son mil liras.
--Anda, no tengas miedo.
Del Gianícolo a los Caballeros de Malta es todo un viaje. Supongo
que seguían besándose en el taxi, pero ya no me importaba, sólo quería
el dinero. Al llegar a los Caballeros de Malta, en esas calles desiertas, me
hicieron parar en Santa Sabina. Ahí hay una plaza por donde se entra a un
jardín rodeado de muros que mira hacia el Tíber. De nuevo me pidieron
que esperara, descendieron y entraron al jardín. Estaba oscuro, el aire era
dulce, las últimas golondrinas alzaban el vuelo antes de irse a dormir, el
perfume de las magnolias era tan fuerte que aturdía. Un lugar mandado a
hacer para enamorados. Y así, mientras pensaba que, después de todo,
aquellos dos tenían razón de besarse y que yo en su lugar habría hecho lo
mismo, los esperé con gusto. Estuve allí una media hora, reposando en la
sombra fresca y silenciosa. De pronto, mis ojos se fijaron en el taxímetro,
me di cuenta de que marcaba dos mil liras. Me levanté, bajé y entré al
jardín. Un vistazo fue suficiente para darme cuenta que estaba desierto,
con todas las bancas vacías bajo los árboles. Había otro acceso que daba
a la calle de Santa Sabina y, claro, por ahí habían salido para descender
luego, entrelazados, como verdaderos enamorados, hasta el Circo
Máximo. Ni hablar, me la habían hecho.
Furioso, maldiciendo mi desgracia, descendí bajo el claro de luna. En
el obelisco de Aksum me detuvo un guardia:
--Está cometiendo una infracción… ¿No sabe que no se puede
circular de noche con las luces apagadas?

154
Pero, en el Coliseo, por fin apareció un cliente a mi medida: un
jorobado en camisa blanca, el cuello abierto a la robespierre, el saco
debajo de la axila, la joroba más alta que la cabeza, sin cuello.
--Demasiado tarde--, murmuré entre dientes.
--¿Qué dice?-- preguntó al subir.
--Nada. ¿A dónde vamos?
Me dio la dirección, encendí el motor y arranqué.

ELSA MORANTE

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La vocación literaria de Elsa Morante (Roma, 1912-1985) se manifestó
desde muy temprano cuando comenzó a escribir cuentos y poesías para
niños. “Mi intención de ser escritora, afirmaba, nace, por así decirlo, al
mismo tiempo que yo.” Siendo muy joven, a sus veinte años, la pasión y
la necesidad la impulsaron a colaborar en diversos diarios y revistas
populares como Corriere dei Piccoli, Oggi y Meridiano di Roma.
Gran parte de su trabajo lo dedicó a temas como la infancia, la
inocencia perdida, la adolescencia, la libertad, la esperanza. Desde esta
mirada, retrató lo que consideraba una realidad aparente y misteriosa, un
mundo de sueños, fantasmas y sombras. No fue casual que en una
sociedad tan llena de contrastes, su escritura se definiera entre la
polaridad de dos registros: el realismo y la fantasía.
El talento narrativo y la vena poética presente en sus textos, la
colocaron entre los grandes representantes de la literatura de la
posguerra. De ello dan cuenta novelas como Mentira y sortilegio (1948) y
La isla de Arturo (1957).
Una anécdota frívola en torno a la gracia y El alma forman parte de
la publicación póstuma Cuentos olvidados, material escrito entre 1930 y
1941, que reúne algunos relatos escritos por Morante en su juventud:
anécdotas infantiles e historias sobre la naturaleza humana, algunos de
ellos inéditos o que omitió publicar en las dos ediciones que recogen sus
cuentos: El chal andaluz y Juego secreto.
Elsa Morante murió de infarto en una clínica romana el 25 de
noviembre de 1985.

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Una anécdota frívola en torno a la Gracia

Esta es la ley: hay quienes sudan y se sangran los pies para alcanzar la
Gracia. Suelen quedarse afónicos de tanto llamarla, pero es inútil, porque
la Gracia los desdeña. En cambio otros que viven abstraídos y errantes,
como las hojas sobre el agua, y no se preocupan por la Gracia, sino que
incluso la rechazan, son cobijados y tocados por ella en todo momento y
se la encuentran hasta en el lecho de muerte.
Se cuenta de un hombre que desde pequeño estuvo siempre
acompañado por su Ángel de la Guarda. No podía mirar atrás sin advertir
su figura alta y pálida, sus ojos llenos de bendiciones y melancolía, la
expresión cándida de sus manos. Cuando se convirtió en un hombre
maduro, se rebeló:
--¿Así que nunca podré ser dueño de mí mismo y hacer lo que me
plazca? -exclamó--. Y echó fuera al Ángel.
Éste se escondió bajo sus alas, como cuando ocultamos el rostro
tras las manos para llorar, y desapareció ligero como el vapor.
--¡Ya era tiempo! --suspiró el hombre.
Para demostrar su independencia, alquiló un elegante apartamento
de soltero y se dedicó a buscar un ama de llaves. Se presentaron muchas.
Él las formó en fila para observarlas una por una. La primera, tenía la cara
colorada y salvaje, los ojos mezquinos, arrogantes; la otra reía con una
malicia descarada y sus dientes parecían de perro; la tercera, servil e
hipócrita, con los cabellos lacios y erizados, tenía el mentón rígido y la
boca fruncida, sin labios:
--No funciona, no funciona.
Pero había una con el rostro ovalado, el cuello terso y los ojos
diáfanos, que por timidez, parecía perderse tras el delantal. Esa le gustó y
la contrató a su servicio.

157
Jamás se verá, amigos, un ama de llaves semejante. El patrón no
tenía necesidad de dar órdenes o manifestar el más mínimo deseo,
cuando ya se le había cumplido. En las noches de invierno, al regresar a
casa, encontraba junto a la cama un vaso de vino caliente endulzado con
ciruela pasa y hierbas aromáticas. Además, en cualquier situación de la
vida doméstica, el ama de llaves daba pruebas de una genial imaginación.
Por ejemplo, todas las mañanas al sentarse a la mesa, el patrón hallaba la
servilleta plegada de diferentes maneras: en forma de alas, de abanico o
de lirio. De modo que cada día era una sorpresa, y el patrón les repetía a
sus amigos que, en definitiva, un hombre sólo podía considerarse
afortunado cuando contaba con un ama de llaves como esa.
Una mañana, el patrón se levantó temprano, vio que la puerta de la
recámara donde dormía el ama de llaves estaba entreabierta y se asomó
de puntitas a espiar. El ama de llaves ya había despertado, se estaba
vistiendo, cubierta apenas con un ligero camisón y a punto de amarrarse
una faja alrededor de la cintura. Pero --el patrón estuvo a punto de lanzar
un grito—justo en ese momento iba a replegarse poco a poco dos grandes
alas que llevaba en la espalda, sutiles como papel de seda, para
esconderlas con cuidado dentro de la faja ceñida.
Al sentirse descubierta, se sonrojó y, temblando de vergüenza, giró
con la mirada perdida y llena de angustia. Cualquiera habrá comprendido
que ella no era sino el Ángel de la guarda, que había inventado aquel
modesto truco para no abandonar a esa alma encomendada a su
custodia.

158
El alma

Un viejo señor hizo amistad con un alma. Una noche, mientras regresaba
a casa, solo y medio borracho, como era su costumbre, lo escoltó por las
escaleras de la iglesia. Al principio creyó que se trataba de una mendiga y
como era muy caritativo, de inmediato metió la mano en la bolsa, pero los
dedos confusos de ella, que no retenían las monedas y temblaban como
flamas o hilos de hierba al viento, lo iluminaron. Se trataba de un alma
recién nacida que nunca se había alojado en un cuerpo. ¡Un inesperado y
feliz encuentro!
Los pocos transeúntes, al ver que gesticulaba y hablaba solo --eso
creían--, pensaron que estaba borracho y lo dejaron en paz. Por lo demás,
si hubieran encontrado cualquier cosa que objetar, él habría sabido como
responderles: “Ahora resulta –habría dicho— que desde hace setenta años
me esfuerzo por ser cortés con ustedes, trato de agradarles y ninguno
quiere saber nada de mí. Dicen que soy antipático, que tengo la voz
desagradable, mal aliento y me rechazan como si fuera un leproso. Nadie
quiere ejecutar mis poemas sinfónicos, nadie se detiene a platicar
conmigo. Soy medio ciego y, al fin y al cabo, hago amistad con quien me
da la gana. No se metan en lo que no les importa”.
Por fortuna, siendo el alma invisible, nadie sospechó de su
existencia ni nadie se interpuso, así que el viejo señor pudo gozar a
plenitud de un libre comercio con ella. Como nunca había conocido el
angustiante peso del cuerpo, tenía intacta la gracia de la desnudez, la

159
inconsciente libertad de los cielos de donde venía. Ignorante del pudor y
la malicia, lo acompañaba mientras se vestía, acurrucada sobre su cama
como una maravillosa ave del Paraíso. Con la ligereza propia de su niñez,
de su móvil transparencia, seguido se escabullía, quién sabe por dónde,
pero el viejo señor entendía que en el fondo de aquella alma no había sino
un ardiente fuego de amor y confiaba en su regreso. De hecho, de pronto
se aparecía de la nada, frente a él, como un milagro vegetal de cándidos
colores. Para deleitarlo, se sentaba al piano a tocar la música que él
componía, mientras meneaba, al ritmo, su cabecita de hilos plateados. Sin
embargo, sus dedos, que estaban más allá del tiempo y del espacio,
animaban, sobre las teclas, notas eternas, infinitas como el más puro
Silencio. Con ellas, el viejo señor se complacía.
A su vez, él le enseñaba los nombres de las cosas:
--¿Qué es esto? – preguntaba ella.
--Zapatos-- respondía él.
--Qué asco--, balbucía ella. –Qué aparatos más horrendos--. Y
rebosante de gloriosa ingenuidad, se acariciaba los pequeños pies
desnudos.
Con asombro, observaba el paraguas y el sombrero, pues para ella
la lluvia era una cosa ligera e impalpable como la luz. Para provocar al
viejo señor y jugar con él, mientras este, inseguro, subía a duras penas
por una calle enlodada, ella, canturreando, chapoteaba en los charcos y
salía cándida como un cisne. Entonces, el viejo señor y el Alma se
detenían bajo la lluvia y se reían fuerte, como dos colegiales. Si acaso la
gente lo miraba curiosa, el viejo señor gritaba:
--Sí, estoy loco y qué. ¿Qué quieren de mí? ¿Acaso les debo algo?-- Y
el Alma asentía y le daba cuerda.
En fin, que una noche la encontró de nuevo en la misma escalinata
de la iglesia donde, apenas recobrado el aliento vital, se le había
aparecido. Pero en esta ocasión, ella temblaba toda, temerosa y con
fiebre, bajo sus cabellos sedosos y húmedos, como hilos recién

160
desprendidos del capullo. Lo miró con dos grandes ojos lánguidos en los
que palpitaba el horror.
--Me estoy muriendo-- murmuró con la voz débil y empañada. --Todo
ha terminado para mí--. Y se diluyó como una vela en el alba.
El viejo señor se estremeció:
--No, dicha, infancia mía --le dijo—no, mi única amiga de la vejez, el
último poema de mi inspiración. Pero el Alma gimió con un pequeño
estertor:
--Seré prisionera de un cuerpo: es necesario.
--¡No es posible!—gritó el viejo señor. –¡Tú, la inocencia y la libertad
en persona! Estamos frente a la Catedral, oremos juntos para que no
suceda--. Y el viejo comenzó a hacer la señal de la Cruz.
Pero en ese preciso momento pasaba una jauría de perros y el Alma,
con un bizarro grito famélico, se echó entre ellos y desapareció.
El viejo señor se tambaleó como si lo hubiera golpeado un rayo, pero
uno de aquellos perros ya se le había acercado, cabizbajo y meneando la
cola. Entonces, al inclinarse sobre el hocico húmedo y sumiso, el viejo
señor reconoció dentro de esas pupilas, como un lejano faro en la
tempestad, al Alma, que humillada, temblaba en el fondo y, en vano, le
pedía ayuda.

161
162
CURZIO MALAPARTE

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A Curzio Malaparte, se le ha considerado uno de los escritores italianos
más independientes del siglo XX. Nació en Prato de Toscana en 1898, de
padre alemán y madre italiana. Fue un hombre apasionado que apostó
por la libertad: la libertad de pensamiento y de expresión necesarias para
encontrar la verdad a través de la literatura. “Esperemos, decía, que
estos tiempos sean realmente nuevos, que no limiten el respeto y la
libertad a los escritores, pues la literatura italiana necesita tanto respeto
como libertad.”
Malaparte tuvo una participación activa en la vida política de su
país, sin embargo, fue objeto de severas críticas debido a sus constantes
cambios ideológicos: pasó de la república al fascismo, del antifascismo al
comunismo y al final de su vida se convirtió al catolicismo.
Colaboró en los principales diarios italianos y fue asignado
corresponsal de Il Corriere della Sera en el frente ruso durante la Segunda
Guerra Mundial. Una experiencia que marcaría su vida y, por tanto, su
creación literaria. En esta veta, destacan las novelas Kaput (1943) y La
Piel (1949).
En Malaparte la literatura es un espejo de su espíritu aventurero, de
su cinismo y su peculiar sentido del humor. Así lo muestran algunos de
sus relatos semiautobiográficos, entre ellos, Sodoma y Gomorra (1931),
un viaje deslumbrante por Tierra Santa en compañía del filósofo Voltaire.
Este escritor toscano, dotado de una inteligencia excepcional,
tachado de incoherente y extravagante, se distinguió como un hombre de
gran elegancia y refinamiento. Un ególatra en toda la extensión del
término. En Capri, su casa roja, a la que llamó: “Casa como yo”, pende de
un acantilado y resalta por su irreverencia frente a la línea arquitectónica
de la isla.
Malaparte murió en Roma el 19 de julio de 1957.

164
Sodoma y Gomorra

Al menos una vez en la vida, las trompetas de Jericó han sonado recias y
matinales en el corazón de todos los hombres. De pequeño, en la
Toscana, de pronto despertaba, en las noches de primavera, escuchando
entre sueños un clamor de trompetas que venía del valle de Bizancio. La
noche era dulce y el silencio profundo y claro como un lago. Hace tiempo,
en París, en la Salle Gaveau, dos negros de América, relucientes y
protestantes, cantaban el spiritual ante un público arrobado de spleen y
remordimientos eróticos. Uno de ellos, el más negro, tenía la voz de bajo,
ahogada en el vientre, hueca y vengativa; el otro, una voz de contralto,
apasionada y lánguida, como la voz de Andrómeda encadenada al
peñasco. Las palabras del spiritual celebraban las virtudes de Josué y sus
trompetas bajo las murallas de Jericó. Los dos negros cantaban con los
ojos hacia el cielo y las manos unidas, como los pastores de Belén
arrodillados bajo la cauda del cometa. Sus uñas pálidas sobre los dedos
de carbón, parecían flamas de gas, el fuego de San Telmo. Las mismas
flamas que debían tener Santa Teresa y Santa Catalina en la punta de los
dedos mientras oraban. Sin duda, los dos cantores experimentaban, con
los ojos en blanco, un vuelo de ángeles negros, con los cabellos crespos y
los labios turgentes, suspendidos en la nube de polvo que se alzaba sobre
la ruina de las murallas de Jericó. Los negros ven a los ángeles a su
manera: la Patrona de los negros es como la Virgen polaca de
Czestochowa, ahumada por los incendios del cerco de las tropas suecas.
El eco de aquel spiritual me acompaña esta mañana mientras
cabalgo por la calzada de Jerusalén hacia la ribera del Mar Muerto. El cielo
de marzo, inquieto sobre el Monte de los Olivos, estriado de ráfagas claras
como el espejo de un golfo marino, se hace de un azul más intenso en la
cima y abajo, donde la línea del horizonte se desliza sinuosa entre las
montañas de Moab, las nubes henchidas de viento reflejan el ámbar de

165
los prados áridos y las soledades pétreas de la tierra de Lot. Alrededor, el
pueblo está cubierto de cipreses y olivos. De vez en cuando, la línea
tenue de una colina evoca la provincia toscana trazada por Giotto. Así,
miro y pienso, abandonadas las amarras, cuando a mis espaldas me
sorprende el estruendo de una trompeta.

Había pasado la noche en la hostería del Buen Samaritano, sobre una


estera tendida en el suelo, en una habitación atestada de monturas y
cestas vacías, arrumbadas en desorden a lo largo de los muros. Salí de
Jerusalén al alba, cabalgando por los declives frondosos que de pronto se
precipitan sobre el valle del Jordán. Hacía calor y el viento primaveral
acarreaba, desde el desierto, el presagio de las primeras nubes de
langostas. Tras haber recorrido durante el día las colinas y valles que al
oriente del Monte de los Olivos se prolongan hasta el Monte de la
Cuarentena --cortado a pico sobre Jericó, ahí donde Jesús hizo penitencia
y fue tentado por el demonio--, y reposar algunas horas en el convento
griego de Koziba, suspendido como una jaula en los flancos rocosos del
monte sobre el abismo de El Kelt, me encaminé hacia el Nebi Musa,
donde los musulmanes suponen que fue sepultado Moisés. Ya era de
noche, el caballo estaba fatigado y me pareció prudente detenerme a
mitad del camino para pasar la noche en la Hostería del Buen Samaritano.
Frente a la puerta de la posada, famosa en las crónicas por aquel gesto
de misericordia que todos conocen, estaba parado un pequeño Ford, gris
a causa del polvo y cargado de valijas de cuero. Mientras bajaba de la
montura, salió de la hostería y vino a mi encuentro, con el aire de quien
está cansado de esperar, un viejito delgado y ágil, de piernas cortas y
cabeza pequeña. En su rostro vivaz, desnudo y ajado, se esbozaban unos
labios sutiles y sonrientes. Me estrechó la mano con la cordialidad de un
viejo amigo y, tomándome del brazo, me dijo:
--Disculpe que me presente de este modo, soy Francisco María
Arouet, señor de Voltaire.

166
--¿Precisamente él? --exclamé.
--Precisamente él, el patriarca de Ferney, el Voltaire de Cándido, de
Sottisier, de las Cartas filosóficas y de muchas otras cosas.
--Una verdadera fortuna --dije-- que debo más al azar que a mi
previsión. Y añadí las típicas frases de cortesía que suelen usarse en tales
encuentros.
Extraordinarios encuentros que tendrían un aire de milagros en
cualquier lugar excepto en Palestina, a orillas del Jordán, donde los
milagros, de acuerdo con la tradición antigua, son hechos tan comunes
que nadie les presta atención. Mientras tanto, un árabe se había
encargado de mi caballo y lo liberaba de la silla y las riendas.
--Me causa gran placer --respondió Voltaire, mientras me
acompañaba del brazo hacia la entrada de la hostería-- encontrarme con
un civil que no sea ni un hebreo ni un árabe ni un inglés. Y se mostró
maravillado cuando supo que era italiano, que viajaba por placer y, sobre
todo, que no era un peregrino.
--Estoy convencido --continuó-- que debemos optar por la fe que
mueve montañas más que por aquélla que mueve a los hombres.
Luego agregó que tras una experiencia de tantos años, después de
todas las desilusiones a las que lo había conducido su filosofía, sobre todo
en este principio de siglo, y los desengaños que le debía a la moral
europea, esa moral moderna de la que se consideraba juez y único
responsable --y aquí, en voz baja, me dijo que aún no lograba renunciar al
orgullo que sentía, tanto de los errores de los otros como de su propia
inteligencia-- había elegido, para sobrevivir, una profesión que,
considerando los prejuicios de estos tiempos, le permitía gozar de una
reputación mucho más digna que la de filósofo.
--De mis amigos de América –concluyó--, entre quienes mi antigua
benevolencia por el buen hurón de El Ingenuo me permite gozar todavía
de un poco de prestigio, acepté la representación general para Francia,
así como para sus colonias y protectorados, de los automóviles Ford. Y

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algún día espero descubrir su funcionamiento incluso mejor que como mi
discípulo el Algarotti1 adivinó el mecanismo de mi filosofía.
--Nadie en París --lo interrumpí-- puede ufanarse de haber tenido
mejor destino que el suyo. ¿No se ha convertido, de algún modo, en el
representante de la filosofía americana, es decir, de la menos volteriana
del mundo, en el país más volteriano de la tierra?
--Y quién le dice --replicó el patriarca de Ferney-- que la América del
Ford es menos volteriana que Francia? ¿Cómo se explica, entonces, que
haya sido justamente la Ford quien se encargara de cumplir el milagro de
conducir a Voltaire a Tierra Santa?
--He ahí un milagro --dije-- que ni el mismo Moisés soñó realizar,
incluso si hubiera recibido una educación burguesa.
Ante estas palabras, Voltaire me miró con una sonrisa y comenzó a
decir:
--En cuanto a Moisés... Pero en eso, el hostelero, un árabe barbudo
con el galabia corto y las piernas desnudas, se acercó a la mesa que
estaba en medio del salón, esperó a que nos sentáramos, dispuso platos y
vasos, una garrafa de vino, algunas viandas en una vasija de terracota y
salió mirándonos de reojo.
--Ahora comprendo --dijo Voltaire con una sonrisa-- por qué la
hostería del Buen Samaritano se llama también Khan el Hatrour, que
significa posada de ladrones.
Enseguida me contó que esa clase de posadas, si bien no del mismo
nombre, se encontraban por toda Siria, lugar que había recorrido a lo
largo y ancho casi por un mes para estudiar de cerca las condiciones del
mercado y darse cuenta de las posibilidades de conciliar la filosofía del
Ford con la pereza de los sirios.
--Un buen mercado --agregó-- para los autos de bajo precio. Pero la
política francesa en Siria no favorece la buena marcha de los negocios.
Y en este punto, al verme sonreír, exclamó:
1
Algarotti, Francesco. Venecia, 1712-1764. Escritor, poeta, ensayista y divulgador científico. N. del T.

168
--¿Quién se habría imaginado encontrar un día al autor de Cándido al
volante de un Ford sobre la ruta de Damasco?
De la política de los franceses en Siria, la conversación pasó a la de
los ingleses en Palestina. Voltaire no se resignaba ante la idea de que a
los ingleses les hubiera sido asignada la custodia de los Lugares Santos y
la administración de una tierra tan fértil en milagros.
--El pueblo británico sí que sabe administrar los milagros. En toda la
historia de Inglaterra no se tiene registro de ningún milagro. No quiero
decir que no exista gente que de vez en cuando haya tratado y que, en
caso necesario, no lo supieran hacer, sin embargo, hasta ahora no he
conocido a ninguno. Y los santos ingleses, los pocos cuyos nombres
aparecen en el santoral, son demasiado gentlemen para ser santos y
obrar milagros. En cuanto a mí...
Quizás quería agregar que él no creía en los milagros, pero lo
previne con una sonrisa discreta:
--Está claro --dije-- que usted no cree en los milagros puesto que no
sabe hacerlos.
--Nunca lo he intentado --replicó Voltarie-- pero tampoco creo en la
naturaleza, como Rousseau, ni en los automóviles, como Ford, hasta el
punto de considerarme negado para esas artes. Un francés de nuestro
tiempo no puede hacer milagros.
Aquí la plática derivó hacia diferentes temas milagrosos: los
misterios de la magia, los antiguos egipcios y las leyendas en torno a la
civilización de aquel pueblo. Había llegado a Jerusalén tras una larga
estancia en el Valle del Nilo que recorrí en todos sentidos, desde
Alejandría hasta Assuan, y aún estaba viva en mí la desilusión por la que
guardo la más profunda ingratitud a Egipto. He ahí un país que a mis ojos
no tiene nada de misterioso ni de mágico. Una civilización de cuyo
testimonio sólo han quedado las tumbas, no puede suscitar más que una
impresión de gran tedio. Me reanimaba, por suerte, el recuerdo de las
momias, que los antiguos egipcios rellenaban de cebollas para

169
conservarlas. También Voltaire coincidía: ¿Acaso no escribió en Princesa
de Babilonia, que los egipcios “si fameux par de monceaux de pierres, se
sont abrutis et déshonorés par leurs superstitions barbares”?1 El autor de
Cándido no paraba de reírse ante el hecho de que las momias de aquellas
reinas de rostro sereno, ojos dulces, labios sutiles y sonrientes, y de
aquellos reyes de aspecto noble y soberbio, yacieran en sus sarcófagos
de oro con el estómago y el vientre repleto de cebollas. ¿Y qué decir de
los cocodrilos, los topos, los perros, las serpientes, los gatos
embalsamados que acompañaban a reyes y reinas en el fondo de sus
tumbas?
El vino era claro y dulce, y la sangre lo fermentaba con placer.
Conversamos largo tiempo sobre los egipcios y sus “montones de
piedras” --para Voltaire, inclusive las pirámides, no eran más que
monceaux de pierres--, sobre los ingleses modernos, sobre su paciencia
frente a la inmortalidad y su libertad frente al cielo. ¿Acaso no había
escrito Voltaire que cada inglés comme homme libre, va au ciel par le
chemin qui lui plâit?1. Y poco a poco la plática se desplazó hacia las
razones que me habían traído a Tierra Santa. El autor de Sottisier me
preguntó si iba a permanecer en Jericó o si tenía la intención de proseguir
más allá del Jordán, y se ofreció a acompañarme en su automóvil hasta
Sodoma.
--Supe, por el patriarca latino de Jerusalén, un italiano –añadió--, que
fueron descubiertas las ruinas de esa ciudad tan importante en la historia
de los pueblos civilizados. No quisiera regresar a París sin poder decir que
pasé una noche en Sodoma.
Le respondí que deseaba terminar mi viaje en Palestina, tal y como
lo había comenzado, es decir, a caballo. Que con gusto aceptaba su
compañía, pero que nos podríamos citar en Jericó y en Sodoma, donde lo
alcanzaría lo antes posible.
1
“tan famosos por sus montones de piedras, se embrutecieron y cayeron en desgracia debido a sus
supersticiones bárbaras.” N. Del T.
1
…que cada inglés como hombre libre, va al cielo por el camino que más le complace. N. del T.

170
--Además, le advierto --concluí-- que no es prudente pasar la noche
en Sodoma, es una ciudad en la que conviene mantener los ojos bien
abiertos.
De hecho, las autoridades inglesas en Jerusalén me habían
aconsejado no confiar en los árabes que acampaban en la ribera del Mar
Muerto. El Valle del Jordán aún estaba en plena ebullición y no podía
descartarse el peligro de una nueva revuelta contra los hebreos.
--Nos cuidaremos las espaldas el uno al otro --dijo Voltaire riendo.
Y luego de otros consejos en el mismo tono, nos fuimos a dormir. Yo
partiría a caballo al alba y el autor del Diccionario filosófico, con su Ford,
me alcanzaría en Jericó.
En el sueño todo fue un resonar de trompetas y un derrumbar de
muros. Enseguida venía Josué, pequeño y delgado, me acogía con fiestas
y abrazos y me estrechaba la mano como si el héroe de aquélla gran
ruina hubiera sido yo. Tras abrazarme una vez más, Josué se subió en un
Ford, se alejó dando trompetazos y desapareció en la polvareda.

Voltaire detuvo el auto:


--Si no me equivoco –exclamó-- ya casi hemos llegado.
Tanto como haber llegado, no, aunque tampoco estábamos lejos. Ya
se distinguía Jericó a un par de millas, con sus casas blancas, rodeada de
huertos, palmeras y sicómoros.
--Quién sabe --dije-- si no está vivo aún el sicómoro en el que
Zaqueo el publicano se encaramó para ver pasar a Jesús.
--Y quién sabe --agregó el patriarca de Ferney-- si de la ventana de
Rahab, la meretriz, no pende aún el harapo rojo que la salvó de la
masacre.
Emparejé mi caballo al paso, junto al Ford que procedía lento y así,
mientras conversábamos, seguimos rumbo a Jericó.
Se habló de ángeles y milagros. Todo es posible en Jericó, y podría
asegurarse que los milagros han sido, desde hace siglos y hasta ahora, la

171
única moneda de curso legal en la historia de esa zona. Ya no son los
tiempos de Josué o de Eliseo, cuando los ángeles se paseaban por el
pueblo vestidos de lino cándido, con los cabellos sueltos sobre la espalda
y las manos luminosas, brillantes como la plata y escurridizas como
peces. Sin duda, esa especie rara de hombres alados no desapareció. Hoy
sobrevive escondida en los valles y cuevas, y desciende de vez en cuando
a tocar las puertas de los conventos y las casas de los campesinos,
disertar en la fuente de Eliseo, bañarse en el Jordán o intercambiar
algunas palabras con los mendigos y peregrinos que, en ciertas
temporadas, abundan por las calles de Jerusalén. Desde pequeño soñé
con ver a un ángel, hablarle. Recuerdo haber leído, algunos meses antes
de la guerra, que un ángel se apareció en la placita de un pueblo en Rusia
para advertir a los campesinos que se cuidaran de comer pichones por
respeto al Espíritu Santo. Los mugiks se sorprendieron con aquélla
advertencia, puesto que, según su memoria, en toda Rusia, y en especial
en ese pueblo, nunca se había comido carne de paloma precisamente
para no morder al Espíritu Santo. Pero parece que el ángel estaba mejor
informado que ellos, tan era así, que habló a solas con el starosta en un
tono más bien brusco y se retiró a pie, moviendo con lentitud las alas y
agitando la cabeza en señal de amenaza. De hecho, como castigo por
aquél sacrilegio, pocos meses después estalló la guerra. Siempre pensé
que la aparición del ángel en el pueblo ruso había sido realidad y, desde
entonces, muchas veces he creído reconocer en alguna u otra persona,
entre las tantas que he encontrado en la vida, a un ángel, un ángel con
alas. Pero en cada ocasión me quedé con la duda de haberme engañado.
Estoy convencido, aún, de que los ángeles no son tan raros como se
cree. Supe, a través de un testimonio fidedigno, que durante la guerra, en
1917, un oficial inglés, herido en Palestina mientras combatía por la
conquista de Jerusalén, cada noche recibía, en un hospital de Londres, la
visita de un joven con el rostro pálido y casi luminoso. El desconocido
entraba por la ventana, se dirigía a la cama del herido y se tendía a su

172
lado. Se retiraba al alba, igual que como había entrado: ligero y
silencioso, rozando el alféizar. Todos pensaron que aquella insólita
aparición no era sino un sueño de los mismos testigos, por lo que nadie se
atrevió a hablar de ello la primera vez. Sin embargo, al repetirse el acto,
algunos se dieron cuenta de que el joven llevaba algo que resplandecía
en su espalda, algo así como dos alas plegadas. Un ángel, sin duda. Y por
el modo como caminaba, balanceando las caderas, en el breve trayecto
de la ventana al lecho del enfermo, los demás heridos, que dormían en
esa misma galería y podían observar de cerca al extraño visitante,
juzgaron que era un ángel hermafrodita. Una enfermera, al enterarse de
aquél increíble caso, decidió cerrar la ventana. A pesar de que era verano
y hacía un calor sofocante, nadie se quejaba, todos estaban alertas en la
penumbra de la crujía. Entonces, el ángel apareció en el alféizar y golpeó
con dulzura los cristales. El oficial herido se levantó, se dirigió de puntillas
a la ventana, la abrió y caminando como un sonámbulo, se acostó de
nuevo. Sonreía como un niño que sueña. El ángel entró ligero, sigiloso, y
se recostó a su lado. Al despuntar el alba desapareció y durante algunos
días no volvió. Pero una noche, algunos creyeron ver al ángel entrar,
acercarse al lecho del herido, inclinarse a besarlo y desaparecer. A la
mañana siguiente, el oficial fue encontrado muerto con una larga pluma
plateada hundida en el corazón. La pluma era transparente, con reflejos
azules y apenas una enfermera la rozó con los dedos, se quebró en miles
de astillas invisibles, como si fuera de cristal.
Voltaire esbozaba una sonrisa ante aquellas fantasías. Él no se fiaba
de los ángeles y sólo apreciaba a los profetas, tanto por su auténtico
humanismo como por su humor implacable.
--¡Aquéllos sí que eran hombres! --señalaba.
Además, reconocía que el tiempo de los profetas había terminado y
que para nuestra fortuna, hoy era más fácil encontrar a un ángel que a un
profeta: hombres que gobernaban a los pueblos con amenazas y a la
naturaleza con milagros.

173
--Hace algunos años --añadió-- leí una historia similar a la que me ha
contado. En la de usted hay un ángel que mata a un oficial inglés y en
cambio, en la mía, hay un profeta que resucita a un niño muerto. Un día
Eliseo, el mismo que en Betel hizo que dos osos devoraran a cuarenta y
dos niños que se habían burlado de su calvicie, fue llamado por la
Sunamita, a quien se le había muerto un hijo. Eliseo entró a la habitación
donde estaba tendido el muertito, se encerró con llave, luego se subió a
la cama, se acurrucó sobre el pequeño y acercó su boca a la de él. De vez
en cuando descendía de la cama, daba vueltas por la habitación y volvía a
recostarse sobre el hijo de la Sunamita, hasta que el niño resucitó. Como
se puede ver, Eliseo tampoco bromeaba. En aquellos tiempos los ángeles
entraban a las casas, se sentaban a la mesa y los campesinos les servían
la cena. Los trataban con naturalidad, sin asombrarse de aquellas visitas
imprevistas. Los ángeles, tras haber comido y bebido, predecían el futuro;
revelaban los secretos de Dios; anunciaban a las mujeres de la casa que
en el lapso de un año quedarían preñadas; jugaban a las escondidas con
los niños, desapareciendo y apareciendo de una esquina a otra en un
abrir y cerrar de ojos, como una llamita que se apaga y se enciende de
nuevo; después, se despedían de todos y se marchaban a pie, tal y como
habían llegado. Ni qué decir de lo que hacían los profetas, y no sólo en
vida, sino muertos: toda clase de milagros, juegos sorprendentes, trucos e
inventos prodigiosos. Pensemos en Eliseo, de quien veremos enseguida la
famosa fuente. Resulta que en una ocasión, algunos sepultureros se
disponían a enterrar a un muerto en una fosa justo a lado de la tumba de
Eliseo, cuando vieron venir a un grupo de bandoleros moabitas, de los
que en aquel tiempo estaba plagado el pueblo. Ante aquella amenaza,
tomaron al muerto, lo echaron a la tumba de Eliseo y se escaparon
deprisa. El muerto rodó, cayó sobre la osamenta del profeta y, apenas la
tocó, volvió a la vida. Se puso en pie con los cabellos erizados y corrió a
pierna suelta detrás de los sepultureros. Son las historias que se leen en
la Biblia, y existen razones para pensar que si en aquel entonces eran

174
ciertas, hoy también lo son. Admito que no quisiera regresar a París sin
haber visto a un ángel o por lo menos a un profeta.
Mientras tanto, habíamos llegado a Jericó y nos detuvimos a un lado
de la fuente de Eliseo, al pie de un montículo desde el que se ven
despuntar, acá y allá, los restos de los muros que Josué derribó a son de
trompeta. Ese montículo es una especie de muro de terracota y abundan
los fragmentos, pero en cuanto a ruinas auténticas, no se ven más que
los cimientos del doble cerco de los muros, con la base de piedras
dispuestas en desorden. Esta minúscula ciudad, la famosa Jericó, de hace
casi tres mil años, es tan grande como la acrópolis de Alatri en Ciociara o
la Plaza Colonna. El gigante Goliath la habría sujetado en un puño. Al ver
aquellos ladrillos despedazados, aquellos restos de arcilla cocida, las lozas
vencidas de las casuchas, se entiende cómo tan pocas trompetas
causaron tanta ruina: una flauta habría sido suficiente. El lugar es triste y
los restos de los muros parecen aun más miserables si el ojo gira
alrededor para contemplar el escenario bíblico de las montañas de Moab,
el Valle del Jordán, el Monte de la Cuarentena, la extensión azul del Mar
Muerto y el inmenso arco del lejano horizonte.
El joven arqueólogo americano, de nariz aguileña y orejas
prominentes, que hurga entre las ruinas de la antigua Jericó por encargo
de un comité sionista de Filadelfia, nunca perdonará a los soldados turcos,
que en 1917 acamparon junto a la fuente de Eliseo, haber derribado los
pocos muros de Jericó que no pudo tirar Josué y que el profesor Sellini de
Viena había recuperado en 1909. Él siente gran admiración por la
seriedad y exactitud histórica de la Biblia.
--Piensen –dice-- que esta fuente es la misma que Eliseo purgó
con sal: los huertos, los viñedos, los jardines poblados de rosas --las
célebres rosas de Jericó--, se nutren desde hace miles de años de esta
fuente que todavía hoy, como en los tiempos de Eliseo, irriga los campos
alrededor de la ciudad maldita. A propósito de maldiciones, les diré que la
Biblia es de una exactitud milagrosa. Cuando Josué cumplió, al son de su

175
trompeta, las proezas de las que vemos los rastros, congregó al pueblo y
les hizo decir bajo juramento: “Maldito aquel que intente reedificar Jericó;
él echará los cimientos sobre su hijo mayor y asentará las puertas del
pueblo sobre su hijo menor.” Lo cual significaba que sus hijos habrían de
morir y que la ciudad sería construida sobre sus tumbas. Tiempo después,
cuenta el Libro de los Reyes, un tal Hiel, de Betel, reconstruyó Jericó. La
erigió sobre Abiram, su primogénito, y situó las puertas sobre Segub, su
hijo menor. Pues bien, concluyó el arqueólogo, las excavaciones del
profesor Sellini descubrieron, bajo el suelo de las casas, numerosas
tumbas de niños. Este impresionante hallazgo fue ilustrado por el mismo
Sellini en la Revista Bíblica de julio de 1910.
--¿Y los ángeles? –pregunté-- ¿Todavía se les ve por aquí?
--Depende de la temporada --respondió el arqueólogo. Los ingleses
los cazan sin piedad y en los últimos años han matado a muchos. Ahora
es raro verlos, sin embargo este año, quizá por la bondad excepcional del
invierno, hay gran abundancia en toda la región.
Habíamos terminado el recorrido por los muros y retomamos la
avenida hacia la Fuente de Eliseo.
--Le aconsejo --dijo el arqueólogo a Voltaire tras haberse despedido
y deseado buen viaje-- no pasar la noche en Sodoma, no es prudente,
podrían encontrar... Pero en ese momento, el ruido del motor ahogó sus
palabras.
Mientras giraba sobre la silla para escuchar mejor --ya estaba
montado en el caballo y me encaminaba junto al Ford--, vi al arqueólogo
americano correr hacia una banda de maleantes que nos perseguía. Eran
pequeños hebreos, polacos y húngaros, de la colonia sionista de Jericó.
Tenían los ojos negros, los cabellos brillantes y crespos, y las caras
quemadas por el sol. Al frente caminaba un chiquillo, enano, feroz y
arrogante como un Josué. Soplaba a todo pulmón una trompeta de
hojalata cuyo sonido era tan estridente que casi perforaba los oídos. En
un dos por tres, el arqueólogo alcanzó al inesperado Josué, le arrebató la

176
trompeta de la boca y la lanzó a la Fuente de Eliseo.
--Justa precaución --observó Voltaire. Nunca se sabe el daño que aún
puede causar una trompeta.

Ya no hacen falta milagros para atravesar el Jordán.


--No logro entender --dijo Voltaire cuando estábamos en medio del
puente-- cómo en toda la Biblia no hay siquiera rastros de un puentecillo
de madera. El Dios de Moisés prefería recurrir a los milagros que a los
ingenieros. Para cruzar el Mar Rojo o para el primer paso del Jordán,
queda claro que había que recurrir a un milagro. Se trataba transportar
hacia la otra orilla a una inmensa multitud de gente y carretas, aunque
para el profeta Elías o para su discípulo Eliseo, habría bastado una simple
pasarela. No cabe duda que los milagros no le cuestan nada a quien sabe
hacerlos.
Yo no coincidía con el autor de Cándido. En un pueblo como ese,
resulta más fácil hacer milagros que construir un puente, sin mencionar
que al Dios de Moisés no le gustaba desperdiciar tiempo y energía.
Además, si hubiéramos intentado atravesar el Jordán, ¿quién nos asegura
que el agua no se hubiera retirado también frente a nosotros, tal y como
sucedió con Elías y Eliseo?
--Si quiere --propuso Voltaire-- podemos intentarlo.
Ya estábamos en la otra orilla y acordamos que haríamos el intento
a nuestro regreso.
--No quiero ser injusto --siguió el patriarca de Ferney-- pero me
parece que ustedes confían demasiado en los milagros. Dado que es un
italiano, se comprende. Los italianos creen con mucha facilidad en las
cuestiones milagrosas, así lo demuestra la historia de sus hazañas y sus
victorias. Gracias a Dios, nosotros los franceses somos más prudentes,
más apegados a la tierra, a lo concreto. Y aunque estamos
acostumbrados a ser traicionados, solemos defendernos más con la razón
que con la fantasía.

177
Aquí se interrumpió y miró hacia el Mar Muerto que se extendía
frente a nosotros, turquesa y opaco bajo el sol oblicuo. La avenida
doblaba a la izquierda, hacia el oriente, entre el mar y una desolada
llanura tupida de matorrales, esparcida acá y allá de manchas arenosas y
piedras blancas, como una inmensa cabeza tiñosa.
--¿Se ofendería --prosiguió Voltaire-- si le dijera que los italianos son
como el Capitán del Mar Muerto?
Antes de llegar al puente del Jordán, nos detuvimos en la hostería de
Spiriotikès, un griego de gruesos bigotes negros y encerados, cuyos ojos
de pedernal irradiaban con el sol cada vez que movía la cabeza. Ahí
encontramos a un personaje muy engreído, panzón y barbudo,
concentrado en sorber el café de una diminuta taza de cobre. Era el
famoso Capitán del Mar Muerto, el Cristóbal Colón del bote enmohecido
que da servicio continuo entre la desembocadura del Jordán y la ribera de
Kerak. Ahí, un castillo construido por los cruzados recuerda las hazañas
de Renaud de Châtillon y, desde hace siglos, las zarzas y la arena asedian
los muros roídos por los topos. Sentado junto al lobo de mar, bajo la
enramada, Spiriotikès nos escuchaba sin chistar. La sombra se
interrumpía a pocos pasos de nosotros, en una franja azul y oro que
jugaba con el agua fangosa sobre la orilla del Jordán. Este es justamente
el sitio donde Juan bautizó a Cristo. El hostelero griego lo resguarda tan
bien, que ningún Josué y ningún Elías podrían cruzar sin darle una buena
propina.
Cuando Spiriotikès nos había aconsejado regresar o pasar la noche
ahí si no queríamos enfrentar el temporal que se anunciaba sobre las
montañas de Moab, del lado de Sodoma --“Agua, fuego o cenizas, en
Sodoma siempre llueve lo que sea”--, el Capitán del Mar Muerto levantó
de inmediato la cabeza y gritó con voz grave:
--¡No llueve nunca, aquí no llueve nunca!
Luego se inclinó y, más apacible, agregó:
--No es necesario espantar a estos señores. Ya se sabe, los

178
temporales son temporales, pero debo decirles que no es necesario
temerle a la tempestad. Yo no tengo miedo de nada, y hace cuarenta
años que estoy a flote sobre estos mares. No hay mejor marinero que yo
en todo el Mar Muerto.
--Sobre todo --lo interrumpió Voltaire-- que no deben haber otros.
¿No es usted el único marinero en los alrededores?
--El único y el mejor --respondió el Capitán--. ¡Podrá hundirse toda la
tierra que yo no me ahogo!
Enseguida, en un tono más dulce agregó:
--Desde luego es un milagro, un verdadero milagro, que todavía esté
a flote. Imagínense, en cuarenta años no me he ido a fondo ni una sola
vez.
Ahora Voltaire comparaba precisamente a ese lobo de mar con los
italianos.
--¿Por qué debería ofenderme? –respondí. Ese valiente capitán me
parece un caballero.
--Sin duda --rebatió el autor de Sottisier--, pero un caballero que cree
en los milagros. Su fe es tan ciega y su conciencia está tan tranquila, que
confía más en las virtudes milagrosas de su nave que en la composición
química de las aguas del Mar Muerto. El hecho de que su bote no se vaya
a pique, no debe atribuirse a un milagro, sino a la extraordinaria densidad
de esas aguas. Los análisis del Profesor Lortet, revelan la presencia de tal
cantidad de cloruros y bromuros de magnesio, que ningún organismo
podría sobrevivir. Piense que en setenta partes de agua hay treinta por
ciento de partículas de cloruro de sodio, de calcio, magnesio, potasio,
bromuro de magnesio y sulfato de calcio. Trate de tirar a un niño de pocos
meses. No podrá hundirse. Es un mar en el que todo flota. Un naufragio
sería imposible. El Capitán del Mar Muerto, por más que se esforzara, no
podría irse a pique, su bote no puede naufragar. He ahí un marinero que
no debería jactarse de los milagros mientras esté a flote. Un verdadero
milagro sería que se ahogara.

179
--No comprendo --dije sonriendo-- por qué los italianos tienen que
parecerse a ese valiente Capitán...
Pero en ese instante sopló un fuerte viento y una nube verde que
estaba suspendida desde hacía una hora sobre nuestras cabezas, de
repente se precipitó e innumerables langostas cayeron como lluvia
crepitante. De inmediato una polvareda rojiza se levantó de la llanura
tiñosa y, en breve, nos encontramos en medio de un torbellino. La
tempestad de langostas golpeaba sobre la hojarasca, sobre los
manchones de arena y sobre el mar, con un rumor como de hojas secas
heridas por el granizo. Aquéllos terribles devoradores se aferraban a los
cabellos, a la cara, a la ropa. Millones de ellos cubrían el terreno, el aire
centelleaba, zumbaban las alas plateadas y el mar profundo se agitaba.
Me faltaba la respiración, los ojos me ardían. La grupa del caballo era un
hervidero de pequeños monstruos amarillos y verdes con mandíbulas
feroces. Un tufo de sudor, un acre olor a hormigas se desataba de aquel
enjambre vivo, ensordecedor.
Clavé las espuelas al caballo, que corrió a galope tras el Ford.
--¡Dentente! ¡Detente! --gritaba Voltaire agarrado al volante, con la
cabeza gacha, cegado por aquella impresionante lluvia que le golpeaba la
cara y lo hería hasta sangrar. Parecía una especie de Rey Lear corroído
por el remordimiento y las langostas. Por fin salimos al sereno, fuera de la
nube y, bajo el cielo despejado, miramos alrededor jadeantes y contentos.
Y he aquí que dos hombres vestidos a la usanza de los árabes, sentados
en la orilla de la calle, como si esperaran a alguien, alzaron la cabeza y
nos saludaron en inglés.
--Buen día --respondió Voltaire-- y les preguntó si Sodoma estaba
lejos.
--Sodoma está allí --dijo uno de ellos, mientras alargaba el brazo con
gesto solemne hacia una colina que surgía a poca distancia. Al pie de la
colina se veían las tiendas, algunas casuchas y un poco de humo que se
elevaba desde las faldas del terreno.

180
Los desconocidos no aparentaban más de treinta años y, si bien
eran altos y fuertes, de espaldas amplias y cuellos musculosos, tenían las
manos pequeñas y blancas. Sus rostros infantiles, casi de jovencitos,
estaban rematados por dos franjas de cabellos rubios, partidos en medio
de la frente, que caían sobre sus hombros como los ángeles que pintara
Benozzo Gozzoli.1
--Si ustedes también van en aquella dirección --continuó el
desconocido tras habernos examinado un buen rato-- podemos hacer
juntos este último trayecto.
--Suban --propuso Voltaire con gentileza-- no sé si estarán cómodos,
pero no puedo ofrecerles más.
--Es suficiente para considerarlo un gentilhombre --dijo el que aún
no había abierto la boca—a pesar de que ya estamos cerca de Sodoma.
En el camino, los desconocidos preguntaron al patriarca de Ferney si
no habíamos encontrado un poco antes, sobre el puente del Jordán, a los
ingenieros del Comisariado Inglés de Jerusalén. Y añadieron que
pertenecían a la Policía de Caminos, que tenían órdenes de ir a Sodoma
para investigar los graves acontecimientos del día anterior y que estaban
asombrados de vernos solos y desarmados en un país tan inseguro. La
noche anterior, en Sodoma, un arqueólogo americano que venía de
Boston para rastrear las ruinas de la casa de Lot, fue agredido por
algunos árabes que acampaban en los alrededores. Le propinaron una
santa paliza que sólo se salvó de milagro, como Lot.
--No tengo ninguna intención --dijo Voltaire-- de terminar como ese
arqueólogo. Si fuera el caso, espero que ustedes cuiden mis espaldas de
los sodomitas. Y comenzó a canturrear a media voz, con una sonrisa
maliciosa, sus versos a la memoria de Lot:

Lot but

1
Gozzoli, Benozzo, 1420 -1497. Pintor florentino discípulo de Fra Angelico. N. del T.

181
et devint tendre
et puis il fut
son gendre.2

--Ustedes los ingleses-- dijo cuando terminó la redondilla --son


grandes conocedores de la historia antigua, pero en lo que se refiere a la
historia sagrada, su ignorancia es más clásica que la de Rousseau.
--Le daría la razón-- replicó el que parecía más autorizado-- si
fuésemos ingleses, como usted dice. Pero somos de estas tierras y la
historia sagrada es un poco como la crónica de nuestra familia.
--¿Entonces son hebreos? --preguntó el patriarca de Ferney.
--Ni hebreos ni árabes --respondió aquel-- somos ángeles.
--Me lo esperaba --dijo Voltaire tranquilo-- si bien hasta hoy había
dudado de su existencia. Pero en este país todo es posible y su Dios
siempre ha sido un hacedor de ángeles. Sin embargo, espero que no me
obliguen a luchar contra ustedes para convencerme de su existencia,
como lo hizo aquel otro ángel con Jacob.
--No estamos aquí para agredir a la gente --respondió el otro-- sino
para protegerla. Y se levantó los bordes de la gran capa blanca para
mostrarnos el uniforme inglés color tabaco que llevaba debajo. Después,
relató su historia y la de su compañero, que era, más o menos, la historia
de casi todos los ángeles de Palestina.
Tras la expulsión de los turcos, los ingleses se apoderaron de todo el
país y, desde los últimos meses de 1918, comenzaron a reclutar soldados
y trabajadores entre la gente del lugar: árabes, griegos, hebreos, ángeles;
algunas veces con dinero y promesas, otras por la fuerza. Una verdadera
leva. Los pocos ángeles que se salvaron de la guerra, las persecuciones,
la carestía y la peste que sacudieron durante siglos la Tierra Santa, se
vieron obligados a abandonar sus campos y sus casas para abrirle paso a
los hebreos que, como consecuencia de la política de Balfour, eran traídos
2
Lot bebió/y se volvió tierno/y después fue/su yerno. N. del T.

182
de todas partes del mundo hacia Palestina, o bien, tuvieron que
someterse a la voluntad de los nuevos patrones. Pero no todos lograron
cruzar a tiempo la frontera para refugiarse en Siria o en Turquía. Muchos
fueron prendidos por las plumas a mitad de la calle o atrapados al vuelo
por las escuadrillas del campo de aviación de Jerusalén o bien, pillados en
las cavernas de las montañas de Moab. A los ángeles prisioneros les
cortaron las alas para que no huyeran.
Nuestros dos compañeros sufrieron la misma suerte, se vieron
obligados a usar el uniforme inglés, aceptar un sueldo y prestar servicios
en la Policía de Caminos de su Majestad Británica. Se sabe que en la
Administración de las Colonias Inglesas abundan los ángeles desde los
tiempos de Gladstone, quien decía estar inspirado por Dios.
--Es una verdadera lástima --dijo Voltaire-- que ya no se les pueda
ver alzando el vuelo con las grandes alas de plata abiertas. Pero estoy
seguro de que en París habría sucedido lo mismo.
--¡Nos hubieran dejado, aunque sea, un mordisco de ala --exclamó el
ángel-- suficiente para levantarnos un palmo de la tierra!
--Los ingleses –observé-- no admiten que los hombres y los pueblos
sometidos confronten, en modo alguno, la política británica.
--No por nada se ufanan de ser filántropos --dijo al ángel sonriendo.
Sólo la filantropía es capaz de conservar los imperios.
Habíamos llegado al pie de la colina. Algunos árabes dormitaban
tendidos delante de las tiendas y casuchas de caña y fango esparcidas
sobre el espeso declive donde pastaba un rebaño de ovejas flacas. Más
lejos, hacia el Mar Muerto, se distinguían, a ras de tierra, algunos restos
del muro, asfixiado por la arena y la maleza.
--Ahí están las ruinas de Sodoma --dijo el ángel-- y más allá, las de
Gomorra. La colina que se alza frente a nosotros, y a la que los árabes del
lugar llaman Gebel Usdum o Monte de Sal, es la estatua de la mujer de
Lot.
--Si no tuviera miedo de convertirme yo también en estatua de sal

183
--observó el autor de Cándido-- me regresaría antes de que anocheciera.
Pensándolo bien, no me parece prudente pasar la noche en estos lugares.
--¿Y quién les puede hacer daño estando con nosotros? --dijo el
ángel. Yo me llamo Artajerjes, y en el valle del Jordán me conocen hasta
las piedras. Todos saben que conmigo no se juega.
Después, mientras miraba a su alrededor, agregó:
--No muy lejos de aquí, hay una antigua torre en ruinas donde los
turcos, durante la guerra, establecieron un puesto de guardia. Estaremos
al pendiente. ¿Acaso temen que los modernos habitantes de Sodoma
sean como sus antecesores?
--Nunca se sabe --respondió Voltaire. En todo caso, es mejor
permanecer de espaldas al muro.
--Si les causa desconfianza quedarse en Sodoma --propuso
Artajerjes--podemos ir a Gomorra, que está sólo a dos millas de aquí.
--Prefiero pasar la noche entre los sodomitas --dijo Voltaire--.
Conozco sus costumbres y me puedo cuidar. Además, todos saben lo que
se hacía en Sodoma. ¿Pero en Gomorra? ¿Qué diablos se hacía en
Gomorra?
--Lo mismo me pregunto yo --respondió Artajerjes.
Mientras tanto, llegamos a la torre. El ángel no añadió más.

Sentados dentro de la torre en ruinas, con los brazos alrededor de las


rodillas, los dos ángeles cantaban. Las voces sonaban fatigadas y dulces.
Las palabras suaves. La melodía, triste y monótona, como las arias de los
galeones de Volterra. Cantaban en una lengua desconocida, armoniosa,
como el murmullo de un ala. Intenté, después, con la ayuda de Artajerjes,
traducir al italiano esas palabras tan azules y aéreas, pero el azul se
volvió gris, opaco y lleno de sombras terrenales:

El ángel Anadiomene,
con la boca aún dulce

184
de sueño, sale al encuentro de la aurora.
El ala apenas lo sostiene.

Artajerjes cantaba con los ojos vueltos hacia el cielo. El otro parecía
dormir con la cabeza sobre el pecho, apenas movía los labios, como en un
sueño:

Mueve casto las caderas


el ángel hermafrodita,
la mirada lánguida,
el rostro apacible,
las manos blancas.

De vez en cuando mi caballo --atado a una estaca detrás de la torre


junto al Ford-- relinchaba y golpeaba el suelo con el zoclo, inquieto e
impaciente. Un viento cálido y pesado soplaba desde el mar, era el viento
oleaginoso del Mar Muerto que sabe a sal y asfalto.
--Si los ingleses entendieran el lenguaje de los ángeles --dijo Voltaire
cuando Artajerjes y su compañero terminaron de cantar-- creo que
podrían dormir tranquilamente en Palestina.
--Y no sólo en Palestina --observé. La causa de la crisis que sufre
desde hace tiempo la política imperial británica, se debe al hecho de que
los ingleses, al igual que los antiguos romanos, nunca han sido capaces
de comprender el lenguaje de los ángeles.
--Inglaterra --dijo Artajerjes-- cometió el mismo error que los
historiadores le reprochan a Roma. No es suficiente con apoderarse de
Palestina, ombligo de la tierra y del cielo, para poder dominar el mundo.
Es necesario aprender el lenguaje de los ángeles para entender el de los
hombres y conocer sus secretos, es decir, para dominar a los pueblos. La
misma Roma, al no comprender el significado de nuestras palabras, cobró

185
venganza cortándole las alas a los ángeles, sometiéndolos a su política,
reduciéndolos a una condición de esclavos y usándolos como
instrumentos de los empleos más despreciables. Aquel Judas que
traicionó a Jesucristo, era un ángel embrutecido por la esclavitud y la
servidumbre. De hecho, Judas colaboraba con el Servicio de Inteligencia
de aquella época. Era un agente provocador, como se diría hoy. Todo
aquello sumió a los romanos en la desgracia y claro, no podrá traerles
fortuna a los ingleses.
--Menudo consuelo --exclamó el compañero de Artajerjes.
--Es inútil que tú, Lucía, hables de consuelo --rebatió Artajerjes.
Tienes un carácter demasiado agresivo y no te consolarías aunque te
crecieran las alas, ni siquiera si Londres fuera roída por los ratones.
--¿Quiere decir que su compañero --preguntó Voltaire-- es un ángel
femenino, puesto que se llama Lucía?
--Para nosotros --respondió Artajerjes-- los nombres no cuentan. Mi
compañero tiene un nombre femenino, pero es un ángel.
--La cuestión no es tan sencilla como parece --dijo Lucía. Todos los
ángeles son hermafroditas, pero tienen cuidado de ocultar, quizás por
pudor, la parte femenina. De hecho, los pintores nos representan siempre
como ángeles masculinos. Sólo en una iglesia en Roma, que yo sepa, hay
un célebre fresco que los registra de sexo femenino. Son los únicos
ángeles de los que tienen noticia los profanos.
--No entiendo –observé-- por qué se ruborizan. No tiene nada de
malo ser como son. Según afirman algunos historiadores modernos,
Napoleón también era hermafrodita.
--No cabe duda --agregó Lucía-- que Napoleón fue macho en
Austerlitz y hembra en Waterloo.
--Se dice, además --proseguí-- que él creía en los ángeles.
--No tanto en los ángeles --dijo Artajerjes-- más bien en el Papa.
Stendhal recuerda que Napoleón, en pleno Consejo de Estado, durante
una discusión sobre las relaciones con el Vaticano, exclamó: “Si el Papa

186
me cuenta que el arcángel Gabriel se le apareció y le dijo esto y lo otro,
estoy obligado a creerle.
--Me gustaría saber --preguntó Voltaire-- si los ingleses se sirven de
ustedes como si fueran ángeles masculinos o femeninos.
--Es imposible indagar sobre las intenciones de la política británica
--respondió Artajerjes-- muchas veces ni nosotros mismos la entendemos.
Lo cierto es que los ingleses emplean con mucha astucia los instrumentos
de su política. En Palestina, por ejemplo, siguen fielmente las tradiciones
bíblicas. Tomemos como ejemplo nuestro caso: ¿Con qué intención nos
han traído a Sodoma? Para restablecer el orden público perturbado por los
delitos y las rebeliones que desde hace tiempo se repiten con frecuencia
inquietante. También los dos ángeles que menciona la Biblia fueron
enviados a Sodoma a restablecer el orden público. El fuego y el azufre
que el Señor hizo llover sobre la ciudad, no será nada comparado con lo
que el Comisario británico de Jerusalén ha prometido a los sodomitas
modernos si continúan perturbando la tranquilidad pública.
--Todavía –observé-- hay alguna diferencia entre los vicios y delitos
de los sodomitas antiguos y los modernos.
--En efecto, los antiguos ciudadanos de Sodoma --dijo Voltaire-- no
se interesaban en cuestiones de política o de raza. Si bien tenían la
costumbre de golpear al enemigo por la espalda, no se puede afirmar que
tal costumbre fuera de naturaleza política. Es verdad que desde entonces
odiaban a los extranjeros, que su odio por Lot no provenía de un amor
despechado, sino por el hecho de que Lot no era sodomita, quiero decir,
ciudadano de Sodoma: era extranjero, hijo del hermano de Abraham y
apenas hacía pocos años que se había establecido en esa ciudad. Tenía el
defecto de ser altanero, de tiranizar, de darse aires de hombre virtuoso.
Pero la auténtica razón de la ruina de Sodoma fue el nefasto vicio, no el
odio hacia Lot por ser extranjero. En suma, una razón de naturaleza
moral, no de naturaleza política.
--No quiero ofenderlos --replicó Lucía—pero, ¿no les parece que, en

187
sus tiempos, Lot debió ser como un inglés? No cabe duda que la historia
se repite.
--Esperemos que no --exclamé. No quisiera verme involucrado ahora
en acontecimientos como los de aquélla famosa noche.
--Yo pienso --dijo Voltaire con una sonrisa-- que podemos dormir
tranquilos. La historia no concede, como en el teatro, el bis.
--No obstante --advirtió Artajerjes-- esta noche las cosas se van
cumpliendo tal y como las narra la Biblia. También en aquélla época dos
ángeles fueron enviados a Sodoma para restablecer el orden público.
--La Biblia --agregó Lucía-- cuenta que aquella noche, mientras los
dos gendarmes, quiero decir los dos ángeles, se preparaban para irse a
dormir, los hombres de la ciudad rodearon la casa de Lot. Jóvenes y
viejos, o sea, todos los habitantes de Sodoma excepto las mujeres,
llamaron a Lot a voz en cuello. Nótese que las mujeres sodomitas no se
interesaron en la faena. “¿Dónde están, gritaba la multitud, dónde están
los dos hombres que has acogido en tu casa? ¡Salgan, salgan, los
queremos ver!” ¡Qué riesgo para los pobres gendarmes, de no haber sido
porque eran ángeles y la lluvia de fuego y azufre los salvó a tiempo!
--Esperemos --dijo Voltaire-- que los árabes de Sodoma nos dejen
dormir en paz esta noche. Me aferro más a esta esperanza que a vuestra
protección, pues sólo un milagro podría salvarnos en caso de peligro.
Además, a ustedes los tengo en muy buena estima como para creer que
todavía son capaces de hacer milagros.
--Es ya un milagro --respondió Artajerjes-- que nos hayan
encontrado. Aun si el cielo no estuviera dispuesto a salvarlos con una
lluvia de fuego, pueden estar seguros --agregó mientras mostraba la
pistola que le colgaba del cinturón de cuero-- estén seguros de que con
nosotros es suficiente.
En ese momento, un gran clamor se alzó alrededor de la torre.
Voltaire palideció:
--¡Ahí está! --exclamó, mientras me aferraba el brazo.

188
Miré a Artajerjes y a Lucía. Los dos ángeles se habían levantado y se
encaminaban lentamente hacia la salida con los ojos en alto y las manos
abiertas en actitud de éxtasis. Parecía como si escucharan voces y cantos
celestiales. Afuera los gritos, el estrépito, los golpes, ascendían hasta las
estrellas.
--Si esperan órdenes del Paraíso --exclamó con ira Voltaire-- estamos
perdidos.
--No perderemos nada --dije riendo --como no sea el honor.
--¿Y le parece poco? --rebatió el autor de Cándido. ¿Le parece poco?
¡Terminar en manos de los sodomitas a mi edad! ¿Qué diría Rousseau?
¿Qué diría Algarotti? ¡Toda París se mofará a mis espaldas!
--No hay que tomarlo como una tragedia --respondí. Ya verá que
nuestros ángeles de la guarda nos salvarán.
--¿Y usted se fía de esos traidores? ¿Se fía usted de los ángeles?
¿Qué no entiende que serán los primeros en asaltarnos? ¿No entiende que
hemos sido traicionados?
--Ya veremos --repliqué. Para mí son dos hombres de bien.
--Si fueran hombres de bien, a estas horas ya nos habrían salvado.
--También Lot fue salvado en el último momento. Tenga un poco de
paciencia, un milagro puede producirse al instante.
Mientras tanto, Artajerjes y Lucía habían salido y se les escuchaba
hablar en voz alta, en tono de mando. Ante las palabras de los ángeles, el
clamor de pronto se apagó. Afuera, alguien tosía con la boca pegada al
muro: una tos continua, seca, insistente, sonaba como el golpe de un
zapapico tratando de abrir un boquete en la torre. Un perro ladraba a lo
lejos, hacia Gomorra. De vez en cuando los ángeles bajaban la voz, un
largo murmullo recorría la oscuridad.
--Temo que estén poniéndose de acuerdo --me susurró Voltaire al
oído.
En ese momento entró Lucía. Los árabes del lugar nos habían
confundido con dos hebreos y amenazaban con incendiar la torre si no

189
salíamos de Sodoma antes del alba. En todo el valle del Jordán, tras los
incidentes que unos meses antes habían ensangrentado las calles de
Jerusalén, el rencor contra los árabes no parecía sosegarse y en los
últimos tiempos, sobre todo a lo largo de la ribera del Mar Muerto, los
motines y las agresiones se acrecentaban. Incluso el arqueólogo
americano que había llegado desde Boston para proseguir con las
excavaciones de los turcos y rastrear entre las ruinas de Sodoma la casa
de Lot, tuvo la desgracia de ser confundido con un hebreo y, la noche
anterior, fue golpeado por los árabes hasta sangrar.
--Y fueron precisamente los mismos --agregó Lucía-- que en este
momento rodean la torre.
El arqueólogo americano que en realidad era hebreo, pagó de este
modo los abusos y la prepotencia --misma que los árabes de Jerusalén
consignaron día con día a los pies del famoso Muro de los Lamentos-- de
sus correligionarios.
--Pero nosotros --protestaba Voltaire-- ¿qué tenemos que pagar? Por
nuestras venas no corre una gota de sangre hebrea. ¿O acaso somos
ingleses? Nos cuidaremos bien, en especial esta noche. En todo caso, si
queremos ser justos, la paliza no me la deberían dar los árabes sino los
hebreos, por todas las calumnias, las maldiciones y las infamias que he
escrito, dicho y callado contra el pueblo de Israel.
--No esperará usted --señalaba Lucía riendo-- que los sodomitas
hayan leído sus libros, ¿verdad?
En ese momento, encendido de rabia y con el rostro sombrío,
Artajerjes entró.
--No hay nada qué hacer --dijo en voz baja, sin despegar los ojos de
la puerta--. Estos bárbaros no quieren entender razones: si antes del alba
los dos malditos hebreos no se marchan, los sodomitas no respetarán ni a
los ángeles. Les aconsejo que se vayan lo más rápido posible --concluyó
Artajerjes--. Somos muy pocos para oponer resistencia a un centenar de
árabes fanáticos. Pero si quieren permanecer aquí, si les da miedo

190
fugarse, yo estoy listo para defenderlos.
--Yo también --exclamó Lucía-- hasta la muerte.
--Tendrán que esperar un buen rato --dijo Voltaire con ironía-- si es
que en verdad son inmortales.
--¡Ay de mí!, desde que los ingleses ocuparon Palestina --murmuró
Lucía volviendo los ojos al cielo-- nuestra inmortalidad se convirtió en una
inmortalidad provisional...
--Ya basta de discursos inútiles --la interrumpió Artajerjes--, no hay
tiempo que perder. Les aconsejo que se vayan de inmediato, antes de
que los sodomitas se arrepientan de sus palabras. Pueden atacarnos de
un momento a otro.
--Vamos --exclamó Voltaire-- y que los parta un rayo.
Abrazamos a los dos ángeles en silencio. Lucía me estrechó fuerte y
me besó. Sentí en mi mejilla la humedad de sus lágrimas. También
Artajerjes parecía conmovido. La noche era oscura, no se veía a un paso
de distancia. Un rumor de voces ásperas descendía de la alta Montaña de
Sal, la colina cristalizada que se yergue sobre las ruinas de Sodoma. En
ese momento recordé que la Montaña de Sal era la estatua de la mujer de
Lot. Tuve la impresión que desde la profunda oscuridad, miles de ojos nos
espiaban. De vez en cuando escuchaba el ruido de una piedra que caía,
un crujir en la hierba, un jadear sofocado. Inquieto, mi caballo golpeaba el
suelo con el zoclo, giraba la cabeza, bufaba. Ya había montado en la silla
y Voltaire había puesto en marcha el Ford, cuando Artajerjes corrió a
alcanzarnos:
--¡Pase lo que pase, no volteen –gritó-- no miren atrás!
El ruido del motor ahogó las palabras del ángel. Voltaire alzó la
mano en un gesto de despedida y desapareció en la penumbra.
En ese momento, una llamarada estalló sobre la Montaña de Sal,
otros fuegos prendieron acá y allá incendiando la noche y un clamor se
elevó por todas partes. Apreté las espuelas en los flancos del caballo y
corrí a galope hacia la ribera del Mar Muerto, detrás del Ford que huía a lo

191
lejos frente a mí. Al fondo, en el horizonte, sobre las colinas de Jerusalén,
el fulgor desgarraba de vez en cuando el cielo oscuro, extraños reflejos
rosados se precipitaban sobre las riberas del Jordán y el trueno
retumbaba como un golpe de gong hasta las Montañas de Moab. De
pronto, al girar en una calle, entre el resplandor del fuego, distinguí el
auto parado en medio de un grupo de sombras que gesticulaban.
--¡Lo atraparon! --pensé.
Un hombre descendió del Ford y corrió a mi encuentro seguido de
una turba de sodomitas. Ya había detenido al caballo y me agachaba para
cargar al fugitivo en la silla, cuando Voltaire aflojó el paso, tropezó dos o
tres veces y se paralizó con los brazos extendidos, inclinado hacia
delante.
--¡Auxilio! ¡Auxilio! –gritó.
Trató de liberarse, abrió la boca haciendo un último esfuerzo y
permaneció ahí, clavado al suelo en el acto de correr, con los ojos
muertos, el rostro pálido y la boca abierta. Mudo e inmóvil como una
estatua.

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AGRADECIMIENTOS

SEALTIEL ALATRISTE
ANDREA ALI
ROSA BELTRÁN
ALEXANDRA DÉLANO
WILLIAM DÉLANO
JOSÉ GORDON
GERARDO JARAMILLO
BRAULIO PERALTA
JOSÉ QUIROGA

193
BIBLIOGRAFÍA

BONTEMPELLI, MASSIMO. Opere Scelte. Ed. Arnoldo Mondadori,


Milán,1978.
BUZZATI, DINO. La boutique del mistero. Ed. Arnoldo Mondadori, Milán,
1968.
DELEDDA, GRAZIA. Racconti sardi. Ed. Ilisso. Nuoro, 1996.
ITALO, SVEVO. I racconti. Ed. Garzanti. Milán, 1985.
MALAPARTE, CURZIO. Sodoma e Gomorra. Ed. Oscar Mondadori, Milán,
2002.
MONTALE, EUGENIO. Prose e racconti. Ed. Arnoldo Mondadori, Milán,
1997.
MORANTE, ELSA. Racconti dimenticati. Ed. Einaudi, Turín, 2002.
MORAVIA, ALBERTO. Racconti romani. Ed. Bompiani, Milán, 1954.
PIRANDELLO, LUIGI. Il meglio dei racconti. Ed. Arnoldo Mondadori, Milán,
1993.
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MACCHIONI JODI, RODOLFO. Scritori e critici del novecento. Ed. A. Longo.


Rabean, 1968.
LAMBERTI, MARIAPIA; BIZZONI, FRANCA. La Italia del siglo XX. UNAM.
México, 2001.
CALVINO, ITALO. Mundo escrito y mundo no escrito. Ed. Siruela. Madrid,
2006.
PETRONIO, GIUSEPPE. Historia de la literatura italiana. Ed. Cátedra.
Madrid, 1990.

194
ÍNDICE

MASSIMO BONTEMPELLI
Aventura desierta o el último de los románticos
Los peregrinos

ITALO SVEVO
El mal de ojo
Una lucha

LUIGO PIRANDELLO
La virgencita
Un día

GRAZIA DELLEDA
El ángel
Fuerzas ocultas

GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA


La sirena

EUGENIO MONTALE
Mariposa de Dinard
La mujer barbuda

DINO BUZZATI
El saco embrujado
Jorobas en el jardín

ALBERTO MORAVIA
Tabú
Un día negro

ELSA MORANTE
Una anécdota frívola en torno a la gracia
El alma

CURZIO MALAPARTE
Sodoma y Gomorra

195
196

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