FICHA DE TRABAJO_DISCURSO
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Contexto
Destinatario
Elementos Describe
¿Cómo presenta el saludo?
¿Cómo concluye?
Elementos Describe
Hechos relevantes para su gusto por
la lectura en la escuela
Familiares que lo apoyaron y cómo
Influencia de la Ficción
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia).
Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa
magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del
espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan,
Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme
por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas. La lectura convertía el
sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi
madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba
que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo:
prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación
y de aventuras. Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de
Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos,
y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir, aunque la literatura, en aquel tiempo y
lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me
contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido
dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde
refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos,
embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero. No era fácil escribir historias. Al
volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos?
Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento
es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece
o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la
ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las
palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores
opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana
y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la
Ilíada. Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en
la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los
abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los
animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale
la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias. Algunas veces me pregunté
si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio
de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre
escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que
hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la
libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las
conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una
bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la
vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos
inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar
contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera
saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición
humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que
quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola. Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la
importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un
tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza
y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en
controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura
para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que
corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector
coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el
mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando
que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si
echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras
de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor. La buena
literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de
las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán
Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary
se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor
Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos
los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector
que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La
literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y
mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez. Como todas las épocas han tenido sus
espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando
se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad
sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes
se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la
convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos,
genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas
por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo
de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos.
No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las
pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos
ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus
limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a
la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida
feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura,
aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas
defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.