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Premio Ensayo Méjico
Premio Ensayo Méjico
Premio Ensayo Méjico
literaria benévola
es un ensayo de Sor Juan Andrés de la Cruz
Decía Manuel Vicent (o por lo menos yo se lo leí a él…) que la cultura acaso no sea sino el
resultado de haber olvidado mil libros… Y de haber olvidado mil lugares, olvidado a mil
personas u olvidado mil proyectos, también. La literatura no es, hoy, un campo
especialmente enriquecedor de la vida personal, como se suele decir, o no más, desde
luego, que viajes, personas o proyectos, por ejemplo. Lo fue, sin duda, hasta bien entrado el
s. XX, pero desde entonces existen muchas otras formas de aprender sobre las vidas o las
costumbres ajenas y también de crecer moralmente en el trato teórico con el mundo sin
necesidad de experimentar tal incremento sumido en la soledad anti-social y un tanto
mostruítica de la lectura obsesiva. Es verdad que un libro es un artefacto perfecto, tal que,
como apuntó Alan Moore (o por lo menos yo se lo oí a él…), se trata de una entidad
semejante al tiburón, que no ha necesitado de evolución, ajuste o mejoramiento alguno en
millones de años. Pero también la bibliofilia tiene su enfermedad o su exceso
característico, que consiste en terminar prefiriendo, a la manera de un Borges, la
representación a la realidad, o, por decirlo de otra manera, la precisión de la palabra
escrita a la desazón de la acción incierta. Y no es eso, creo yo, lo que uno quiere para sus
hijos (uno se retrata en buena medida en lo que desea para sus hijos): a mí me gusta leer, y
amar los libros y todo eso, pero no me gustaría que mis hijos sustituyesen el protagonismo
real de su propia vida por el esplendor de los héroes de ficción, cuya grandeza es radiante o
pueril, pero de maravilloso a la vez que vulgar papel. Ni siquiera desearía, yendo más lejos,
que les diese por ser un gran carácter de la historia universal efectivamente acontecida,
como el Julián Sorel de Stendhal, que admiraba en demasía, como tantos en su generación,
a Napoleón Bonaparte. Cada uno tiene no diré que su destino, pero sí su excepcionalidad,
como tiene su rostro irrepetible, cada cual es un resumen y una perspectiva del universo en
sí mismo, al modo de la mónada leibniziana -esa grandísima idea, por cierto, merecería
una revisión contemporánea-, e implica grave traición a uno mismo travestirse en otro,
aunque el papel que te haya tocado en este cruel teatro sea el de bufón. Por eso me parece
que la literatura no es, después de todo (y aunque existan las novelas de Faulkner) tan
importante, que todo lo que había que de bueno y de malo -no se olviden las toneladas
cúbicas de cosas horribles que se han escrito- que decir ya ha sido dicho, y que la cuestión
del estilo tampoco va más allá, en la actualidad, de lo que escribiera Schopenhauer al
respecto, al señalar que la mejor manera de jactarse de verdadero estilo literario es
justamente esta: tener algo nuevo que decir…
No obstante, el Premio Nobel de Literatura se concede todos los años, y parece que este se
va a quedar desierto, a causa de los escándalos de índole sexual de la Academia Sueca.
Encuentro que se da una excelente ocasión para concedérselo a nadie, o sea, a la gente, en
vez de a la última estrella promocionada por una editorial, o al último tipo que ha acertado
a defender los Derechos Humanos mediante la ficción. La gente ha inventado durante
milenios los mejores chistes, las mejores frases hechas, las mentiras más flagrantes, los
dioses más absurdos, los apodos más hirientes, los giros idiomáticos más expresivos o
exactos, y, últimamente, los lemas de protesta política, los blogs más controvertidos y los
memes más oportunos e ingeniosos. En comparación con el genio anónimo de la gente, los
literatos son parásitos instruidos. A mí me admira, lo juro, lo sabroso de cualquier lengua,
lo desbordante de cualquier pragmática comunicativa, por elemental que se presente, una
capacidad rigurosamente popular de conjurar significados que ninguna academia de la
lengua nacional puede controlar ni filósofo idealista como Habermas delimitar. Las
“palabras de la tribu” de cualquier comunidad, por decirlo con Mallarmé, incluyen
palabrotas, blasfemias, valores, disvalores, amenazas, ruegos, etc., de una diversidad y
plenitud tan alucinante que haría palidecer a un Proust, o relamerse a un Cervantes. La
gente, hablando (y me apostaría algo a que no hay nada que nos guste más a los humanos
que conversar, aunque no le reconozcamos su tremendo valor por lo frecuente que
afortunadamente resulta todavía), ha creado todo eso, la gente es el Autor Máximo, la
gente es el puto Homero colectivo. Si la Academia Sueca no tuvo la lucidez, en su
momento, de otorgarle el Nobel a Tolstoi, que se olviden ahora provisionalmente de Javier
Marías, Murakami u otros y nos los den a nosotros, la gente de la calle (no me gusta decir
“el pueblo”: esto no pretende ser una reivindicación romántica), que nos pasamos el día
chismorreando, perorando, platicando, conspirando, suplicando, dándole la vuelta y
sacándole punta a las palabras, charlando y comentando esto y lo otro, y con ello
fabricamos el sustrato, el humus, de toda posible aventura literaria.
Toda literatura es literatura de fantasmas, todo personaje literario es un espectro, todo
enclave literario es fantasmal, y los sucesos de la narrativa son sucesos en cierto modo
sobrenaturales, lo que ocurre es que como la escritura los fija de manera tan indeleble, a
diferencia de las tradiciones orales de los mitos y las consejas arcaicos, parece que son más
reales que la misma realidad, parece que el Nueva York de Tom Wolfe es más Nueva York
que el de Rudolf Guiliani. Y está bien que sea así, las sociedades actuales necesitan de un
Dickens o de un Spielberg tanto o más que el mundo pre-moderno, precisamente porque la
conversación ya no mana tan sencillamente como antes, porque somos individuos
recelosos en un entorno complejo de ostentación y competitividad. En la Edad Media los
viajeros se reunían en mesas redondas que tenían habilitadas en las posadas o fondas del
camino y, sin conocerse de nada, intercambiaban noticias, se daba palique, compartían
fantasmas. Nadie se preguntaba, entonces, cual es la vida auténtica, o si ese de enfrente es
un ganador o un fracasado, simplemente se daba vía libre al impulso de no guardarse las
cosas para uno mismo, de soltarlo todo y hacer comunidad, tangible o intangible. Los
escritores, o los guionistas, hoy (que, por cierto, son infinitos: en los perfiles de Facebook
la mitad de la población mundial son escritores además de otra cosa), tienen la misión de
tratar de darnos explicado eso, o lo que ellos han averiguado sobre eso: cuál es la vida
auténtica y quién es fracasado o exitoso en las sociedades de masas. Bueno, pues hay que
decir que la gente habla de lo mismo, pero también de muchas cosas más, si se encuentra
en el bar, o en el chat, o en la terapia o en la reunión familiar adecuada. La conversación es
una manufactura de fantasmas, como diría Chesterton, a la vez que su exorcismo, no es
extraño que luego a mucha gente no le quede tiempo, ni cabeza, para ponerse a leer a la
firma literaria de turno. La cultura verbal sería, así, el resultado de haber olvidado mil
charlas, y si los animales tuviesen la facultad de envidiar, cosa que no les deseo, nos
envidiarían precisamente por eso...
Merecemos, pues, creo, un Nobel de Literatura como especie -que no sería lo mismo que
un Nobel de Física por simplemente movernos…-, y lo merecemos mucho más, desde
luego, que Trump el de la Paz.
Rubén Darío, poesía inactual...
El mundo, esencialmente, consiste en una plétora de problemas sin fin, más que en un
conjunto finito de hechos constatables, y deberíamos llamar "ricos" o "afortunados" no
sólo a aquellos que tienen mucho dinero, sino ante todo a esos que, del modo que sea, se
pueden permitir el lujo de vivir dulce y gratamente como si esos problemas no existiesen o
aún más: creándonos a los demás algunos nuevos por pura inquietud ociosa o
depredadora. El célebre poeta Rubén Darío fue un poco de los primeros, de los que juegan
a ignorar las dificultades, o por lo menos lo intentó toda su vida con denuedo, pero en
realidad las cosas de su verdadera existencia a menudo terminaban por salirle mal. No
obstante, ahí están sus libros de prosa y, sobre todo, los de poesía, en la trama intangible
de los cuales yació como un auténtico hombre acaudalado o como un sultán oriental en los
pocos ratos que le dejaron sus intentos por medrar y las canalladas que perpetró muy a
menudo en el plano familiar. Porque también en esto Darío se comportó como un niño
mimado de la vida: tuvo tres familias sucesivas, a las que iba abandonando una tras otra
mientras buscaba ocupar puestos elegantes (diplomático, secretario, director de revista,
poeta oficial, etc.) por ciudades de medio planeta. Esos libros, sin embargo, sin duda más
elegantes, pulcros y aéreos que cualquier desempeño cortesano imaginable en el áspero
reino de este mundo, hicieron entretanto su propio camino por el mundo para convertirle
en el emperador sin corona de las letras hispánicas de final del s. XIX y bien entrado el s.
XX, tal vez un poco hasta hoy. Este año 2016 que vamos mediando se cumple el centenario
de su muerte, y las anteriores y siguientes palabras van en su recuerdo y homenaje,
homenaje y recuerdo de alguien tan querido y respetado artísticamente en su tiempo que el
también poeta y ensayista Juan Larrea pudo decir en elogio de él algo desmesurado como
esto: "No conocí a Rubén Darío, pero me doy por sabido que entre su pecho y el horizonte
apenas cabía el canto de un pájaro..."
Francisco Umbral -Pacumbral…-, a quién he citado arriba, contaba en alguno de esos
volúmenes misceláneos suyos de cuyo nombre no puedo acordarme la anécdota,
seguramente apócrifa, que dice que cuando a Federico García Lorca le recitaron aquel
verso de Rubén, Que púberes canéforas te escancien el acanto, el andaluz replicó que de
toda la frase sólo había entendido el “que”. Y es que indudablemente hay algo de eso en
Rubén Darío, desde nuestra percepción actual y también desde la de su tiempo: un cierto
amaneramiento y un cierto culteranismo que es el que explica, en mi opinión, que la
llamada “Generación del 27” rindiese en un primer momento culto testimonial a Don Luís
de Góngora. Entre aquellos chicos todavía tan jóvenes y la intrincada álgebra mitológica de
Góngora se había tendido una suerte de puente que venía de Nicaragua y que el siglo
conoció como “Modernismo”. Sin embargo, Lorca y los demás pronto se distanciaron de
aquello a causa del magnetismo del bárbaro golpe de mano surreal, como muestra en parte
la dura anécdota de Umbral, y dejaron el -por comparación- tan civilizado y sofisticado
modernismo rubeniano para los más mayores, como Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán o
los hermanos Machado. A su vez, el Modernismo hispánico provenía de la asimilación
métrica de la sensibilidad francesa, que Rubén había tomado de los movimientos
parnasiano y simbolista y, sobre todo, de su adorado Paul Verlaine. Rubén Darío, sin
embargo, lo había formulado de modo original como un sortilegio que evocara una nunca
existida “Grecia francesa”, es decir, algo así como la elevación, la fantasía y la robustez de
la cultura griega fusionada con la gentileza, el refinamiento y hasta la frivolidad de la
Francia dieciochesca, como si se tratara de una representación del Partenón o de un
centauro trazada por el pincel de Watteau o Fragonard. Pero una Grecia francesa no existe
ni ha existido, ya digo, por eso es tan buena idea y tan buena invención, porque sirve de
refugio contra el mundo real y porque se puede llenar a placer de poesía. “Amo más que la
Grecia de los griegos la Grecia de la Francia, porque Francia, al eco de las risas y los juegos,
su más dulce licor Venus escancia”, escribió. Una Grecia francesa es un anacronismo
histórico, una matriz ideal de alta cultura, pero su propósito reside en resultar
encantadora, pura e inmortal y, en efecto, cuando Rubén se separa de este mundo estático
y meramente virtual para posar su pluma sobre asuntos sea más públicos o sea más
intimistas, pero en todo caso más reales, se la echa un poco de menos. Rubén Darío no fue
un pensador, en el sentido en que un pensador busca siempre probar antes o después su
discurso en la realidad de la que quiere ser expresión verdadera, sino que fue un soñador,
en el sentido, ahora, de que le bastaba con mencionar poéticamente una irrealidad que no
tenga justificación alguna en el mundo y justamente porque no tiene ni puede tener
justificación alguna en el mundo. A tal espíritu, muy de la época, tal filosofía:
FILOSOFÍA
Realmente, hay que tener un cierto valor todavía en estos años para rimar a Dios con un
plantígrado, como queriendo dar fe minoritaria de que a lo que se aspira no es a un cielo
religioso, sino a un cielo poético. De hecho, hablamos de Prosas deliberadamente profanas,
y, de hecho, es un cielo que admite el sexo en tanto potencia de atracción cósmica, como en
el erotismo preternatural de los tigres que luchan y copulan en aquel poema de Azul, y para
alcanzar el cual practicamos una huida, la huida entusiástica, programática y hedonista de
los siguientes versos…
PROGRAMA MATINAL
En la angustia de la ignorancia
de lo porvenir, saludemos
la barca llena de fragancia
que tiene de marfil los remos.
Epicúreos o soñadores,
amemos la gloriosa Vida,
siempre coronados de flores
¡Y siempre la antorcha encendida!
Dicen algunos que el cisne representa para el Simbolismo muchas cosas, entre ellas la
página en blanco que aterra y fascina a la vez al poeta. No importa mucho, pues, como
decía el primer poema que he transcrito, se trata de una forma, es decir, un enigma. ¿Se
tomaban radicalmente en serio a sí mismos aquellos poetas, se tomaban en serio el
Enigma, o todo no era más que un juego delicado y culto? Yo no lo sé, pero puede ser una
cuestión interesante a tratar para los especialistas que gusten de ello (y que tengan un
cierto prurito filosófico) con ocasión del presente centenario.
Una generación en (y de) sí mismo
Hablamos de Ramón Gómez de las Serna -sin "Don" que valga-, el payaso serio de
escritura compleja, el observador patológico e incesante, el galanteador de lo bonito
accesorio y psicólogo del corazón mágico de las cosas desechadas por los hombres graves,
en definitiva de "el bueno de Ramón" -pues por el nombre de pila a secas suelen ser
conocidos, como se sabe, los vates cercanos a la generación del 27, como si así se nos
transformasen en los familiares vecinos que vienen a pedirnos sal en rima asonante…
Aunque, propiamente, Ramón no pertenece ni a la nomina de hidalgos del 98 ni al
cenáculo gongorista y exquisito del 27, y por eso lo hacemos participe de los dos sin
adscribirlo a ninguno, ya que de él podemos decir aquello famoso que Groucho Marx decía
de sí mismo acerca de la pertenencia a los clubes. Porque lo cierto es que Ramón se
apuntaba en intención y lira a todos los clubes literarios nacionales y extranjeros de la
época, pero sin incorporarse realmente a ninguno ni acatar seriamente sus postulados sino
para tejer con ellos, al modo de hebras, la crisálida que habían de romper especies nuevas
de mariposas (a las que, por cierto, dedicó un delicado ensayo, y, al menos, la siguiente
greguería: los vasos colocados boca abajo parecen esconder la mariposa invisible…): el
lepidóptero de una imagen nunca vista, de una metáfora jamás aún oída, de un objeto
nunca así mimado y redescubierto para la palabra.
Ramón es, no obstante, también un hijo de la España resultante del 98, y eso se nota en su
interés por el regeneracionismo de las plazas y las calles, de las pequeñas cosas sepultadas
y de la emoción de a pie, en el empecinamiento a veces también de la mirada sobre lo local
y lo próximo y en el rechazo de las ciencias exactas por demasiado "generales" (para él,
seguramente, no más que un grado militar...) Pero, a la vez, Ramón se aparta del espíritu
del 98 en tanto que inyecta un instinto, una sensibilidad y una visión un tanto ácrata al
Regeneracionismo "civil" (de, p.e., un Joaquín Costa) o "naturalista" (de, p.e., un Baroja)
de sus tremendos mayores. Ramón, se mire como se le mire, y estableciéndose con ello -o
no- dudosas comparaciones entre estos u otros compañeros de generación, es también un
tremendo, sí, pero un tremendo.... informal, y es por esa fabulosa razón, además de por sus
méritos creativos propios, que evocamos aquí. Quizá esa formidable informalidad
(condición para engendrar nuevas formas y hasta deformidades…..) le vino a Ramón de la
infancia: el Año del Desastre, en efecto, contaba únicamente con 10 tiernos añitos, y tal vez
fue entonces cuando confundió indeleblemente el secular abandono patrio con el
abandono de los juguetes de esa edad, y, de esta manera, la causa de la patria con la causa
de un juguete más de añorada pero imposible recuperación.
En todo caso, el figurín que es Ramón debe hacernos recordar que no todo fue "figurón" y
"problematismo" y "morbo" autóctono en la España desposeída de comienzos de siglo
-como a menudo suele olvidarse en las crónicas, recapitulaciones y balances que nos
bombardean de cuando en cuando. Ramón no extendía recetas ni proponía antídotos o
reconstituyentes porque desestimaba la enfermedad y la congoja. Confiaba humildemente
en el trabajo descubridor de la imaginación libre, y únicamente redactaba analgésicos
contra el aburrimiento y la apatía personales y colectivas, en la convicción de que sólo
estos dos Jinetes conducen realmente al Apocalipsis. Ojalá que todavía hoy su prolífica
literatura nos asesore en la tan antigua como surrealista pregunta por la vida antes de -y
con- la muerte.
Bienvenido, Mr. Nadie
Al por todos querido y merecidamente honrado poeta Antonio Machado siempre le intrigó
grandemente el misterio de la persona como tal, como les ocurría a dos de sus maestros
filosóficos reconocidos: Miguel de Unamuno y Henri Bergson. Quién más quién menos
conoce como poco -aunque sea únicamente cantada por el inmenso Serrat- alguna celebre
letrilla suya sobre la condición y el discurrir del destino individual, pero las páginas tal vez
más curiosas y brillantes sobre este tan lírico como profundo asunto machadiano están en
su colección de prosas aforísticas atribuidas al profesor apócrifo Juan de Mairena. Allí, en
efecto, Machado propone un ejercicio a los irreales alumnos (y ensaya para ellos algunos
ejemplos…) que por sí solo constituiría toda una tarea de la máxima dificultad para el
filósofo aficionado: se trataría básicamente de intentar concebir primero en la imaginación
y luego poner detalladamente por escrito las andanzas de un tal Sr. Nadie, supuesto que en
efecto sería nadie -o “no sería nadie”, como lo expresamos pleonásticamente en
castellano-, y, sin embargo, no por ello sería nada, puesto que el estudiante debe hacerle
participe de ciertas situaciones en las que, como tal nadie, estuviese no obstante de alguna
manera integrado dinámicamente. Jugando este juego de Machado, enseguida se ve que
desde el momento en que probemos un “el Sr. Nadie aspiraba el perfume de un ramo de
flores”, o un “…y entonces el Sr. Nadie saludó mientras paseaba” (o si se quiere más
moderno, “cuando chatea el Sr. Nadie lo hace bajo pseudónimo”), ya lo tenemos
súbitamente delante, independientemente de que carezca todavía de todo: edad, raza, sexo
o condición. El Sr. Nadie, por tanto, no existe, de acuerdo, pero no porque sea una ficción o
un contrasentido, sino porque pensar en él es lo mismo que convertirle en alguien, un
“alguien” tan indefinido y borroso como, sin embargo, irremisiblemente vivo, dramático y
finito en nuestra cabeza.
De manera que, extrayendo la conclusión que el propio Machado no quiso dar en ese
momento, ningún hombre es capaz, de suyo, de manejar siquiera en abstracto la
especulación de que su prójimo está compuesto de una miríada de Don Nadie(s), lo cual
deja en muy mal lugar, ciertamente, a los que así pretenden hacerlo sea tácita o
expresamente, puesto que mienten conscientemente o bien se mienten a sí mismos
interesadamente –los adverbios pueden perfectamente intercambiar su puesto sin
menoscabo del sentido de la frase. Valiosa lección de metafísica poética, en mi opinión, que
tampoco debe llevarnos a creer que somos mucho más que una poquita cosa...
Pío Baroja / Woody Allen
Un poco forzado por las circunstancias, he leído hace nada un Baroja que tenía a mano,
después de veinte años o más de olvido del autor de la boina. No he recibido una impresión
muy distinta de la de entonces, en mis primeros años de la Facultad, cuando fui capaz de
encadenar 15 o veinte Barojas seguidos, sin demasiado entusiasmo, sólo porque eran de
una tristeza contagiosa, y también porque producían cierta atrayente sensación de lectura
adulta. Pío Baroja sigue teniendo su público, muy minoritario pero terriblemente fiel.
Recuerdo una librería, que no sé si seguirá existiendo, cerca de la Plaza de España de
Madrid, llamada así, “Baroja”. En ella, el dueño, un hombre no muy viejo con aspecto de
solitario, atesoraba todos los títulos del vasco en variadas ediciones (sobre todo, claro, la de
Caro Raggio, que tanto se adecúa en su diseño a la atmósfera rancia y letárgica de la
mayoría de las novelas), y además lo había leído todo, más de una vez; era como su
albacea, el guardián de la mazmorra barojiana y su fan número uno al mismo tiempo. El
mundo pintado por Baroja en su narrativa es tan amplio -son nada menos que 114 novelas,
si no recuerdo mal- y abigarrado, que si a uno no le ahuyenta el aburrimiento en un primer
abordaje, se podría pasar toda la vida regresando a los innumerables personajes barojianos
como quien tuviese a su disposición un círculo entre cosmopolita y provinciano de
conocidos pintorescos y cada semana acudiera a casa de uno a hacer la visita de rigor.
Además, Baroja no exige gran cosa del lector. Le pide, todo lo más, que se pasee por sus
paisajes y paisanajes, no tanto que los estudie o que se rompa la cabeza para seguir los
pequeños acontecimientos que a él le interesan, y que usualmente describe con
tranquilidad y sin florituras de una manera netamente lineal. Pío Baroja fue un novelista
atípico que únicamente cocinaba lentejas literarias: es lo que hay, o las comes, o las dejas.
Sin embargo, esta última lectura me ha traído a la cabeza una analogía quizá imposible.
Woody Allen como un Baroja neoyorkino, que hace cine en vez de emborronar páginas.
Naturalmente, solo el hecho de su distancia temporal y geográfica hace de la comparación
entre ambos un capricho absurdo, sin contar con que es del todo inimaginable que Allen
conozca ni de nombre a Pío Baroja, pero aún así creo que puedo establecer algunas
coincidencias curiosas de temperamento, sino de estilo, que hagan de esto un ejercicio no
del todo disparatado o impertinente. Son las siguientes (y doy por sentado que, a
diferencia de Pío Baroja, Woody Allen no necesita una presentación propia porque ya le
conocemos todos de sobra nos guste mucho o poco):
1- Tanto uno como el otro nos ponen ante personajes cultos, generalmente ociosos e
insatisfechos, que buscan el amor o buscan la aventura, pero que luego se pasan el tiempo
hablando más que actuando, y al hablar citan a sus maestros favoritos.
2- El culto a París como segunda ciudad, y ciudad de la oportunidad de reinventarse a
uno mismo, es también común. Hemingway, que acudió al lecho de muerte de Baroja, y
que se cuenta entre los referentes literarios de Woody Allen, podría funcionar como el nexo
que conecta a ambos mediante un “único grado de separación” que pasa por París. París
como la cuidad de la luz pero también como ciudad de las miserias…
3- La costumbre de instalar en la narración a un alter ego que, humilde pero
egolátricamente a la vez, ofrece el punto de vista del autor dentro del relato. Todos los
personajes opinan, pero el alter ego opina más que los demás, y el escritor a menudo se
propone a través de él vivir romances e incidentes que sueña para sí mismo.
4- Este propósito de vivir en la ficción lo que difícilmente se podría vivir en la vida real
es el motivo más profundo de sus respectivas caudalosas producciones. Baroja engendraba
más de una novela al año (además de cuentos y obras de teatro), y Woody Allen sigue
rodando todas las películas que le caben en el cuerpo, hasta el final, cada una de ellas más
pobre y más repetitiva, pero donde vierte todas sus fantasías privadas. Hay, pues, en
ambos, una voluntad incansable de generar un universo propio e inconfundible donde
poder vivir, y cada nueva obra ya reclama la siguiente…
5- Ellos mismos, y sus personajes, son individualistas, y tienen poco aprecio por los
sucesos colectivos, de los que son, en todo caso, meros espectadores. Baroja, pese a que
escribió algunas novelas de acción histórica, en el prólogo a la trilogía Las ciudades dejó
clara su perspectiva filosófica: sólo existe lo concreto, y lo concreto humano es el individuo.
Todo lo que sobrepase al individuo es abstracto, y seguramente falso. Los muchos
irrational men de Woody Allen profesan la misma fe, y la practican resueltamente, lo cual
conlleva un uso del humor que no es más que pesimismo embozado, puesto que el
individuo suele fracasar o resignarse. En Baroja ocurre casi lo mismo, pero el pesimismo es
más explícito y el humor más soterrado, como corresponde, en cierto modo, a los más
grises tiempos que le tocaron vivir.
Los paralelismos acaban aquí, o al menos yo no soy capaz de dar con ninguno más. Pero
son substanciosos, me parece, aunque no se trate aquí de jugar a los parecidos vitales como
en el modelo de Plutarco. No son, desde luego, vidas en absoluto paralelas, ni siquiera
obras paralelas, aunque podamos estar seguros de que los dos siguen siempre con lo suyo
en cada nueva producción al margen de lo que los lectores y espectadores podamos desear.
Por último, pienso que también se parecen en eso que decía Ramón sobre estética: se les
ve, tanto al viejo escribidor Pío Baroja, como al ya casi anciano cineasta Woody Allen, muy
preocupados por hacer las cosas un poco regular, sin esmerarse demasiado, no vaya a ser
que nos fijemos demasiado en la factura de su fábulas más que en ellos mismos, que han
tratado de reflejar su pequeña idiosincrasia para ejemplo de la humanidad.
Una década sin Francisco Umbral
Para los muertos también pasa el tiempo. No para ellos exactamente, no para la
conciencia-Umbral, que sigue ahí, transformándose y profundizando en su sueño vegetal, y
para el cual ya no queda de Francisco Umbral (Paco Umbral, Pacumbral) sino lo que tenga
de helecho arborescente. Pero sí para la figura-Umbral, el individuo social Umbral, que
condensa todo lo que sabemos de él antes y después de que cruzase eso, el último umbral.
Sabemos, por ejemplo, algo que él quizá apenas sabía: quién fue su padre y a qué se
dedicaba. Porque Umbral no se apellidaba Umbral, naturalmente. La partida de
nacimiento no está hecha para los artistas snobs, para el hijo único de Greta Garbo (ni su
propia madre, tan glosada, tiene nombre real), esa señora tan idealizaba que le recortaba
las garras en la niñez, como se cuenta en Los males sagrados. Umbral descreía de la vida
real, un coñazo pesado y pastoso, y sólo creía en la vida lírica, una vida que en su caso sólo
se podía expresar por escrito. Para la vida real, de hecho, sólo reservaba una pose entre
cachonda y cruel, mientras que para la vida lírica atesoraba todo lo demás: un manantial
inagotable de confesiones íntimas transfiguradas en mentiras líricas, en invenciones
melancólicas y fulgurantes. Nadie conoce a Umbral si sólo le ha visto en la televisión o en
la presentación de un libro, es imposible adivinar todo lo que cuenta de sí mismo en sus
numerosos textos siempre y cuando haya podido convertirlo en belleza reflexiva y prosa
luminosa.
Así, por ejemplo, en Las ninfas comienza refiriéndonos sus onanismos adolescentes en un
cuarto de baño, si no recuerdo mal, de baldosas azules. Pero lo hace tan bonito, tan
evocador, que expulsa todo lo sucio o impúdico que pudiera haber en contar algo así. Por
eso aquella frase suya que he reproducido en epígrafe es tan apropiada, no solo para
Ramón Gómez de la Serna, sino para él mismo, que la escribió. Casi resulta su divisa. Uno
(aprendí precisamente de Umbral el gusto por el uso del "uno" como sujeto de oración) lee
eso y entiende que todo el mamoneo que se traía Pacumbral con los famosos, las
tonadilleras y los políticos en las fiestas de alterne no era más que la ocasión de atrapar
observaciones que llevarse a la máquina de escribir. Él, con su whisky con agua y el
pañuelo-bufanda en ristre, diciendo chorradas con voz grave pero diseccionando material
con bisturí agudo. Volviendo, siempre, a la habitación de la pubertad en la que se fingía
escritor frente a un espejo luciendo aspecto de dandy con mitones. Umbral fue bastante
feliz, a su manera, puesto que no necesitaba salir, no necesitaba viajar, sólo necesitaba
lirificar todo lo que experimentaba en la soledad de su prosa. Eso y, claro, ser leído, había
que envenenar al mundo con el estilo de uno (porque el mundo sólo es objeto de
compasión en tanto que carece de espíritu, que es su verdadero alimento).
A mi el que más me impresionó fue El día que violé a Alma Mahler, donde Umbral daba
rienda suelta a su capacidad para crear párrafos brillantes a partir de la nada. Creo que
había, por ejemplo, algo así como una mudanza, pero era la mudanza más loca y des-
objetualizada, por decirlo así, de la Literatura. Los muebles fluían. Una libertad absoluta
para ir creando según se va escribiendo, por eso a Umbral se le daban mal las novelas, las
novelas había que prediseñarlas, seguir con ellas un plan previo, y Umbral era poco
disciplinado para planes. Juan Marsé llamó una vez a ese carácter improvisado y
filigranero "prosa sonajero", y no le faltaba razón. Sólo que el lector no es ningún bebé (de
hecho, Umbral escribía para un público que de antemano hubiese aceptado la amoralidad
baudeleriana del arte, y de ahí que hiciese cosas como colocar un "violé" en un título), al
contrario: el lector de Umbral asume lo imprevisible, la digresión y el goce del puro
transcurrir de la escritura. Hay demasiada ironía en los textos de Umbral, demasiada
ternura en algunos de ellos como para cautivar a lectores inmaduros -sin contar con sus
asiduas "memorias eróticas", mixtificadas todas de cabo a rabo.
En sus últimos años de columnista diario Umbral defendió a Rajoy como primera opción
de la baraja de Aznar para la sucesión. Hasta ese punto dominaba la ironía. Hoy opinaría
cosas muy distintas sobre él, lo cualo, como Paco diría, muestra también cómo pasa el
tiempo para los muertos...
Manuel Vázquez Montalbán como escritor de terror
Tengo una hipótesis de corte entre nietzscheano y darvinista (dos estilos ideológicos que
creo que no se parecen tanto como en muchos tratados se acostumbra a suponer). Dice así:
la cultura es una invención de los menos agraciados para acceder a las hembras de la tribu,
o del clan, una especie de trampa seductora de poder y reproducción con la que competir
con los individuos mejor favorecidos y darles en las narices cambiando el terreno de juego.
Parece una tontería, pero explicaría muchas cosas, desde la consagración urbi et orbe del
ciego Homero -debía ser terrible ser ciego en la sensual Grecia arcaica- hasta el
desproporcionado éxito con las mujeres de Jean Paul Sartre. ¿Quién sería el guapo (nunca
mejor dicho) que abandonaría las discotecas, los campos de deporte, o los escenarios en
general, para encerrarse a pintar un cuadro, componer una sinfonía o escribir un libro? De
ser así, este podría ser el caso de Manolo Vázquez Montalbán. Manolo era un tipo duro
pero sentimental, y para un carácter como ese, que ya no se estila, hace falta un físico como
el de Gary Cooper, o por lo menos como el de James Cagney. En cambio, Manolo era
rellenito, calvo y con gafas, maldita sea la suerte. Pero tenía una gran cabeza, también en
sentido figurado, es decir, una poderosa y amplia inteligencia. De ese mechinal bullente
podía sacar Manolo las armas que harían de él un hombre más que interesante, un hombre
al que había que guardar un gran respeto. Además, Manuel Vázquez Montalbán fue desde
muy temprano un guerrero, poseía alma de guerrero de las letras, lo cual le llevó a concebir
la escritura como un modo de la venganza. Como se sabe, él era comunista, pero con una
aguda conciencia de la ruina eterna del comunismo (solía decir que si había que abandonar
esa casa, él quería ser el último en apagar la luz), de manera que vengaba su memoria,
traicionada por sus adversarios pero también y no menos por sus partidarios, a golpe de
máquina de escribir…
Lo último que he leído de Vázquez Montalbán, después de toda una vida con sus
Carvalhos, ha sido Erec y Enide, que es, precisamente, la última de entre sus novelas no
dedicadas al detective barcelonés. En esta ocurre lo mismo: Manolo retrata a una familia
de la alta burguesía catalana sin ahorrar ningún detalle vergonzoso, y lo hace desde la
metáfora de una novela corta del viejo romancista medieval Chretien de Troyes. El
resultado es sorprendente, porque Manolo parece pensar, ya muy avanzada su vida y su
pensamiento -que es, siempre, pensamiento social-, algo como que hay gente heroica que
vive lo que piensa y actúa en consecuencia, y otros, parásitos pijos, que se pasean por el
mundo luciendo su vanidad y cosechando galardones vacíos. Estos últimos, en la novela,
son la gente de la cultura, justamente. Así que Manolo, en la más madura de sus versiones,
tal vez suscribiría mi hipótesis. Y lo haría vengándose de ese mundillo egoísta, falsamente
profundo, ciego y frívolo, en cada frase, en cada incidente y muy a menudo en cada adjetivo
–porque, por cierto, Vázquez Montalbán tiene ese defecto como escritor, producto de su
excesiva personalidad, que consiste en que todos sus personajes hablan como el narrador,
que a su vez es una entidad que juzga todo lo que cuenta con el tono reprobatorio e irónico
del propio Vázquez Montalbán: la venganza jamás cesa…
Ya antes Manolo en sus anteriores novelas, artículos y ensayos (apenas he leído la poesía…)
había fustigado a la cultura. Carvalho arroja sus libros a su chimenea de Valvidriera,
porque ya es capaz de creer en ellos, excepto en una ocasión, en la que dos versos le
impiden incinerar Poeta en Nueva York.O en Galindez, donde un agente de la CIA culto y
erudito es casi lo que más miedo da de aquella novela de terror político. Y es que eso era a
lo que se dedicaba Manolo antes de su Erec y Enide: a las novelas de terror. Pero, como
digo, de terror político. Su visión era la de un mundo que ya no tiene rescate ni esperanza
alguna, si es que el comunismo fue, efectivamente, su última esperanza a nivel global. Se
pasa mal en las novelas de Vázquez Montalbán, no están hechas para festejar la vida, en
ellas no existe el final feliz y todo transcurre en una confirmación morosa del espanto –a
veces la serie The Wire, con su cotidianización también detallada de un mundo de intereses
crueles y sibilinos vividos con normalidad por sus personajes, cada temporada un círculo
infernal dantesco, me recuerda el bisturí social de Manolo. Hemos permitido que nos
ganasen definitivamente la lucha de clases, parece pensar Manolo, y sólo cabe redactar
nuestra acta de defunción social, a la manera que lo hacía Leonardo Sciacia acerca de la
omnipresencia de la Mafia en Sicilia. Nos hemos quedado solos, pero con el enemigo
rodeándonos, libre al fin para dar rienda suelta a sus fastos y sus obras. Desde luego,
Manolo Vázquez Montalbán era un escritor de miedo, pero en el doble sentido del
término…
Sin embargo, en Erec y Enide Manolo pareció tomar partido por algo, en última instancia.
La crítica a la “insoportable levedad del saber”, como él la llamaba, es más acusada, pero
no constituye un fin en sí mismo, como, por ejemplo, en El premio. Se trataba de mostrar
también que, más allá del fracaso del comunismo, todavía hay personas que actúan
conforme les dicta su conciencia. Para el nivel de desencanto y escepticismo alcanzado por
Manolo a lo largo de sus años, casi parece mentira que llegara a confiar, aún vicariamente,
en cosas como las ONGs que desarrollan sus actividades en Latinoamérica. Ya en un relato
anterior, concebido para lectores juveniles, El señor de los bonsáis, Manolo se había
agarrado a la ligera confianza de que tal vez el poder no sería tan insidioso, tan terrible (y
tan “microfísico”, pero no recuerdo ninguna alusión de Manolo a Michel Foucault), si le
obligásemos cuanto menos a ser transparente. El ominoso castillo de Kafka transparentado
ya no sería tan ominoso… En cualquier caso, me parece un buen final para Manuel
Vázquez Montalbán. Si no feliz, sí bueno. Debe ser agotador pasarse la vida escribiendo
acerca de que lo que vemos todos los días en las noticias es cierto, que nuestras intuiciones
más negras son reales, que el mundo está en unas manos pavorosas, pero si Manolo pudo
creer todavía en unas pocas personas casi al final de su obra, no todo estará perdido.
¿O sí?...
Savater entristecido
Dios es azul…
Juan Ramón Jiménez
Pontifica mi amigo Pelayo algo así como que España es un país que, en cuanto reverdece y
apunta a una primavera distinta, quizá moderna y europea, llegan las fuerzas de la reacción
y la matan, la escarchan y la pudren. El ejemplo histórico más reciente y simbólico de este
movimiento pendular por el cual el martillo español hace de cualquier flor yunque para sus
golpes es la conocida como Generación del 27, cuya foto emblemática cumple ahora 90
años. Como era un prodigio, un verdadero acontecimiento, que tantos excelentes poetas se
reuniesen bajo la insignia gongorina entre los muros de la Residencia de Estudiantes (que
visitó incluso Einstein, si no recuerdo mal) y la Institución Libre de Enseñanza, eso tenía
que desaparecer inmediatamente, tenía que ser borrado de la historia, primero bajo la bota
de Manuel Primo de Rivera y luego bajo el atroz golpe de estado de los generales
africanistas, que sumieron a la península en la oscuridad durante las siguientes décadas.
En realidad, la invocación de Góngora era más bien testimonial, puesto que ningún
miembro de esa pléyade (tal vez Gerardo Diego sí fuera el más gongorino…) fue en ningún
sentido culteranista, pero eso importa poco. La idea consistía más bien en que la atrasada y
descubanizada España volviera a tener quien la cantase, y no en vetustos himnos
patrióticos en recuerdo del periclitado imperio, que ya no venían a cuento, sino en
modestos trinos líricos a un sillón, a un billete de tranvía, a un gitano o a la mar gaditana.
De repente, el caudaloso y ramificado río de la vanguardia artística europea post-Primera
Guerra Mundial tenía un afluente en Iberia, y era un afluente rico y variado, calentado por
el sol. Antonio Machado se sintió demasiado mayor para pertenecer a esa alegría
generacional, pero lo mismo la saludó desde su rincón decimonónico y umbrío, como
quien ve pasar un coche repleto de jóvenes con guitarras camino de una fiesta a la que él,
respetado y querido, no estaba invitado.
Tuvieron, estos poetas, un cierto margen de actuación, antes de ser segados por el
asesinato, el exilio o el silencio, y lo emplearon bien, tan bien como para producir muchas
antologías de gran calidad de esas de las que leemos ahora en vez de tratarles directamente
(e incluso, más allá, para hallar un lugar algunos de ellos en la muy extensa y noble
antología de la poesía española de todos los tiempos, que no es cosa en absoluto pequeña
ni baladí a escala mundial). Don José Ortega y Gasset, alto mandarín intelectual de la
época, curiosamente nunca dijo nada de Alberti, Lorca, Salinas, Altolaguirre, Dámaso
Alonso, etc., ni en sus conferencias ni por escrito, ni particularizando ni en conjunto, él,
que fue el gran promotor del estudio de las generaciones en España. Parecían, supongo,
moda pasajera, flor de un día, subproducto de imitación (de imitación de Rubén Darío o de
Juan Ramón Jiménez, probablemente, sobre los que Ortega tampoco se pronunció), y, sin
embargo, la historia, o la nostalgia, los ha recordado y entronizado, precisamente en
cuanto símbolos de aquella España que estuvo a punto de ser y no fue, que debería haber
sido y que fue arrasada por el rodillo traidor de siempre. Dice Paco Umbral en su “Lorca,
poeta maldito” que Federico es el escritor más universal que se ha originado en España
después de Cervantes, y tiene razón. Lorca, por sí mismo, tomado aisladamente, es un
fenómeno artístico de envergadura mundial mucho más grande que sus amigos Buñuel o
Dalí, y al que le calza mal la crítica malvada de Borges, que en una ocasión dijo de él que le
parecía un “andaluz profesional” (si Lorca es andalucismo profesional… ¿No es el “Martín
Fierro” asimismo una gauchada profesional?). No es por la trágica muerte de Lorca por lo
que le tenemos en más alta estima que a otros compañeros suyos de generación, como
piensa Umbral, es porque ya ellos, en su momento, conociéndole tan de cerca también
acertaron a tenérsela...
Sin Lorca, seguramente esa etiqueta de la “Generación del 27” tendría una consideración
más baja, pero eso no significa que con Lorca todos los demás quedasen necesariamente
eclipsados. Lo que ocurre también es que a Lorca han venido a explicárnoslo algunos
historiadores ingleses e incluso a cinematografiarlo algunos directores americanos, y a los
demás no o todavía no. Miguel Hernández, que no estaba en aquella foto histórica, debería
ser el tercero de la lista de Umbral, y Luís Cernuda, tal vez, el cuarto. Pero eso ya no está en
la mano de nadie, eso es materia del futuro de la lectura en el mundo tecnificado. Quizá
ahora que leemos en soportes electrónicos pequeños, manejables y efímeros volvamos a
interesarnos por el poema a un sillón, a un billete de tranvía, a un gitano o a la mar
gaditana. Si no, de nada va a servir que obliguemos a nuestros hijos a conocerlos en un
plúmbeo y sádico libro de texto, al cual, por cierto, y no por casualidad, nadie le ha
dedicado todavía ni un triste poema…
"Madrigal al billete de tranvía"
Rafael Alberti
Joaquín Sabina y el largo adiós
Hay que ser un poco tarado, o un mucho envidioso, para que no te guste Joaquín Sabina.
Me refiero a él, en persona, no sólo a sus muchas canciones. Estoy convencido de que
Sabina puede ser muy borde para los desconocidos y seguramente a ratos insoportable
para los conocidos, porque parece un tipo muy centrado en sí mismo, caprichoso como un
adolescente pero sin el corsé que sujeta a estos, y muy pagado de sus propios placeres y
vicios, a los que intenta no renunciar por nada del mundo. Pero es también autoconsciente,
es decir, que sabe quién es y hasta donde llega, una forma de ser que no todo el mundo
alcanza con el paso de los años y que es la conditio sine qua non bajo la que puedo yo,
modestamente, empezar a respetar a alguien. Los autoconscientes son también, y por lo
mismo, autocríticos, e imagino perfectamente a Sabina habiendo pedido perdón por sus
excesos de personalidad y de los otros en innumerables ocasiones de su existencia. Porque
es esa clase de persona, intuyo (se me dirá que estoy presuponiendo demasiado, pero es
que todos sentimos que conocemos íntimamente a Sabina por lo que él ha revelado incluso
sin pretenderlo en sus letras), que como mete abundantemente la pata, comprende
humanamente que la metamos también los demás, y eso, creo, le honra. Además, a Sabina
a menudo le asoma en el rostro una expresión de buena persona que sonríe satisfecho con
los carrillos fruncidos que, en tanto inconsciente, no puede ser falsa o ensayada. Sabina es
nuestro hermano mayor golfo, que nunca se ocupó de nosotros pero nos mandaba
mensajes cifrados en sus discos, el tío al que una vez le oí decir en una entrevista a Jesús
Quintero que en su epitafio se leería “nunca dio la cara”, refiriéndose a su comportamiento
para con sus dos hijas perdidas y ahora recuperadas. De modo que es honesto, sabe que no
es Bob Dylan ni falta que hace y lo único que le pasa es nunca podrá acostumbrarse a los
estragos de la edad, que toda su alma le pide juerga continua y su cuerpo se la niega.
Hoy he leído que Sabina ayer abandonó otro recital, en lo que ya representa un camino de
declive que terminan por pagar sus fans. Me costaría mucho creerme que no afronta estas
giras sostenido por alguna sustancia que luego acaba por traicionarle, y es más eso que la
edad o un “Pastora Soler” lo que determina sus espantadas en directo. ¡Cuántas canciones
no habrá compuesto Sabina en el pasado para quitarse años y recordarnos que está mejor
que nunca, que le queda mucha carrera por delante y que nos olvidemos todavía de
construirle la caja de pino! La mejor, de tantas, fue aquella cañera con Rosendo, pero
ahora, claro, ya no las hace. Joan Manuel Serrat se cuida mucho mejor que Sabina,
siempre lo ha hecho, y el verdadero pájaro de cuenta de los dos no es el catalán,
precisamente. Sabina tiene la misma edad que Mark Knopfler, para que vayamos
haciéndonos una idea del espesor del tiempo transcurrido, y, en cierto modo, tiene mucho
menos de lo que quejarse que Mark, puesto que aunque no haya conocido un éxito tan
universal (y merecido) en los ochenta, ha sido después de entonces, en realidad, cuando
Sabina más ha brillado. Como sigo suponiendo cosas, sin que nadie me lo haya pedido,
pienso que fue el bombazo del álbum 19 días y 500 noches, frisando el cambio de milenio,
el que a la larga le ha perjudicado, impidiéndole hacerse cargo del inexorable gotear de los
años y de la desaceleración del ritmo vital que ello implica –ayer, por lo visto, dijo que
envejecer no es digno ni hostias, que es “una puta mierda”, y, claro, no, Joaquín, envejecer
no es más que envejecer, sin calificativos… Ocurrió algo extraño e insólito con 19 días y
500 noches, y fue que nos recordó que Sabina estaba ahí, que siempre había estado allí,
que parecía en plena forma y que llevábamos queriéndole toda la vida, pero sin darnos
cuenta. Entonces comenzó a tocarse con un bombín y decidió fomentar más que su nunca
su imagen de canalla trasnochador, cosa en la que no nos habíamos fijado tanto, o no, al
menos, más que en otros, y en ese empeño lleva enfrascado los últimos diecinueve años (¡y
quinientas noches!), pese al ictus, pese al pelo teñido y a la visible entrada en carnes, como
si no hubiera un ayer y desde luego tampoco un mañana…
En ese ayer, antes de la inflexión del 19 días y 500 noches, también Sabina había parido
estupendas canciones, un montón, que alguien debería mencionarle una a una porque
hasta a él parecen habérsele olvidado. Es tal la pasión de kamikaze que le ha entrado desde
ese 1999, que no se para a hacer balance, que no se ve a sí mismo como un señor rico en
experiencias que atesorar y compartir con los demás. Él intenta siempre tirar para
adelante, cumplir con el prototipo rockero de no rendirse nunca, quemarse mucho y morir
con las botas puestas. El presente texto lo escribo tan solo con el objetivo de decirle que a
su público no nos hace falta, que no nos van las inmolaciones en directo, que si quiere
seguir que lo haga por él mismo, pero que nosotros sí recordamos toda esa trayectoria y la
encontramos buena, bella y verdadera -los tres trascendentales del ser-, en su mayor parte.
No nos gusta tanto, en cambio, o por lo menos a mí, ponernos a distinguir si eso que
Sabina hace es poesía, música o autoficción. Me la trae al pairo que Sabina, mal o bien
aconsejado, últimamente se haya creído César Vallejo cuando es más François Villón. No
queremos, ni hemos querido de él nunca, versos sublimes o alta literatura (Sabina, por
cierto, tiene un ejemplar en su casa de primera edición del Ulises de Joyce que no es para
leer y que debe haberle costado una pasta gansa…), queremos únicamente que le nazcan si
acaso como siempre las memorias apócrifas de un vividor. Tampoco nos interesan
demasiado sus cambios de chaqueta en futbol o política, nos place que sea incoherente con
gracia e incluso que en su vanidad reciba a los Borbones en casa. Nos interesa que no se
rompa en pedazos pero aun con vida, que es una ingeniosa crueldad que oí el otro día en
un episodio de dibujos animados de mis hijos. Si Sabina se siente desgraciado sin subirse a
un escenario, o si se funde las ganancias en clásicos de la vanguardia, entonces que
aprenda a hacerlo sin ayudas artificiales; pero si tampoco el calor del público le hace ya
tanta ilusión, o le pone jodidamente nervioso, que lo deje de una maldita vez. Esto es como
la genial novela de Raymond Chandler, que fijo que él conoce, una especie de largo adiós
tras tantas copas y cigarros que nos hemos echado con él, pero que como despedida
comienza ya a ser agónica. A nosotros mismos, a mí mismo, también nos repatea
retirarnos de la juerga, sufrir gatillazos, tornarnos más sentimentales que impetuosos,
hacernos transfusiones de sangre como Keith Richards y descubrir que, en general, el
mundo pasa a manos de otros, pero habrá que joderse y acatar los consejos de la prudencia
que nos atizan nuestros allegados.
19 días y 500 noches fue el esplendor, el florecimiento, el acmé helénico, con el que
además coincidió por edad. El acmé es cojonudo, claro, un chute de vigor y clarividencia
traspasada ya ampliamente la mitad de la vida, pero hay que saber que lo que viene
después es la decadencia inexorable, excepto si eres Clint Eastwood, y habría que ver en
qué derrotas, en qué concesiones incurre Clint Eastwood. Yo creo que Sabina se ha sentido
más vivo que nunca desde entonces hasta ahora, y que su audiencia se lo hemos festejado
adecuadamente. Un músico bobito e inconsciente me dijo hace dos años que Sabina,
después de todo, es un machista, a lo cual tuve que responder que más quisiera cualquier
machista de mierda ser el puto Sabina. En Sabina ha habido mucho ripio, mucha
fanfarronada, mucho latiguillo y alguna cursilería, es verdad, pero todo eso con
temperamento, con estilo y echándole dos cojones –vaya, parece que se me ha pegado el
machismo lingüístico… Que continúe o que se retire, sus seguidores (entre los cuales, por
cierto, hay muchas mujeres…) se lo van a perdonar todo, incluso las espantadas. No
obstante, también tiene otra opción, que es recrearse en su legado, como un Abuelo
Cebolleta, no morirse nunca, como él desea siempre a su público, pasar de presionarse a sí
mismo, pasar de los críticos, pasar de los místicos, pasándolo bien…
Anochece que no es poco: un adiós a José Luís Cuerda
El cine español es una industria que sufre una excesiva dependencia no sólo de sus fuentes
de financiación, sino también de la personalidad cinematográfica de sus actores. Sale
Antonio Resines y ya sabes que todo el país se va a partir de risa; tienes a Lola Dueñas y
sabes que la cosa va de llorar mucho, o casi. Ciertos directores que todos conocemos
también han imprimido su sello particular, pero frecuentemente de un modo muy
solemne, muy desgarrado, como de cine acomplejado que busca volver al tremendismo de
Cela para parecer cine de verdad, cine de altura. José Luís Cuerda, en cambio, optó por la
comedia para gustar al público, tenía ese tipo de cabeza que le ve el patetismo chusco a las
cosas, a la manera de Berlanga o Azcona. Esa, sin duda, es una tradición también muy
hispánica, cuyos orígenes yo situaría en el esperpento de Valle-Inclán, más que en el
surrealismo (o “sur-ruralismo”: ya le encontró él el retruécano anti-tremendo) que decía el
propio Cuerda. El surrealismo en general es una cosa muy grave, muy adusta, muy poco
humorística, aunque la historiografía posterior haya querido hacernos pensar otra cosa. El
surrealismo era un método de conocimiento de lo inconsciente que se inspiraba en el
Psicoanálisis y la Fenomenología para excavar en la fosa de nuestra mente y exhumar
monstruos. El perro andaluz no tiene nada de cómico, a no ser que se tenga una versión
alexdelaiglesista de lo cómico…
Cuerda, ya digo, me parece más del lado del esperpento, modalidad amable, estrafalaria y
lúcida de Luces de Bohemia. Antes de estas navidades, hablando de cine con mi jefe (Jefe
de estudios, no se vaya a creer tampoco…), me enteré de que no sabía lo que era Amanece
que no es poco. El pobre es joven, 37 años, igual hasta se ha criado con Dragonball. Corrí a
bajármela esa misma tarde y al día siguiente se la llevé. No es cuestión de cultura o
incultura, es cuestión de que el que no haya visto esa película y no se sepa sus diálogos
prácticamente de memoria -como las canciones y las gracias de Les Luthiers-, que emigre a
Dinamarca, que se vive muy bien pero no cultivan el sinsentido jocoso. Yo lo pondría
incluso como prueba de hispanidad a los que quieran adquirir la nacionalidad española: ni
reyes godos ni bandera constitucional ni hostias. La familia de mis hijos por parte materna
es de Albacete, y en Albacete adoran esa película como si fuese Maradona en Argentina.
José Luís Cuerda era Dios, en su provincia natal, la de Joaquín Reyes y compañía. José
Luís Cuerda era allí necesario, y todos los demás contingentes. Yo vi Amanece… varias
veces seguidas, con diferentes grupos de amigos, a los 18 años, había que hacer campaña
de la película. Todavía hoy, si cualquiera de mis coetáneos o yo mismo llegamos a un sitio
en el que no hay ni un alma decimos aquello de Luís Ciges a Antonio Resines, “¿aquí es que
no aparece nadie o es que son todos unos hijos de puta?”, o, poco después, en la alcoba, el
“¿me respetaras, hijo? Que un hombre en la cama es un hombre en la cama…” Y tantas así,
más clásicas que la obra entera de C.J. Cela.
Pero es que la anterior, y la posterior, también son buenas, sin ser tan míticas. El bosque
animado tiene al pequeño gran hombre, Alfredo Landa, en vez de a Saza, Resines o Quique
San Francisco, pero también a Miguel Rellán, y se pasa muy buen rato. Así en la tierra
como en el cielo tampoco tiene a Resines, pero sí a Fernando Fernán Gómez haciendo de
Dios con bata de guata y leyendo a Nietzsche en el brocal de un pozo. Jesucristo le
pregunta que hace y responde algo así como: “pues nada, leyendo a este hombre que dice
que no existo, y la verdad es que no le falta algo de razón…” Si hubo un toque/Lubitsch y
seguramente también un toque/Azcona, sin duda hay que añadir a esta privilegiada lista de
genios de la irreverencia un toque/Cuerda. Con todo, José Luís Cuerda no solamente fue el
aligerador, por decirlo así (yo es que a Buñuel, en tanto surrealista, también le encuentro
muy serio, digan lo que digan, y a Almodóvar lo mismo, pero algo menos), del cine español
de las últimas décadas, también fue el que produjo las grandes películas jevis de Alejandro
Amenábar. Hay que valer para todo, y Cuerda lo valía, precisamente porque nunca se creyó
el dios en que le convirtieron en su pueblo, como sí le aconteció a Gil. Anochece, que no es
poco, pero anochece para todos, lo cual es consuelo de tontos, pero consuelo al fin y al
cabo. Ignoro si las películas tan nuestras de Cuerda habrán sido vistas en el extranjero y
habrán gustado a alguien. Me parece recordar que unos amigos alemanes conocían
Amanece…, la obra magna, esa obra magna que es magna porque es mínima, bella y
acogedora. Pero los alemanes es que son una raza aparte, no aria como pensaba aquel
mendrugo del bigotito, sino extrañamente interesada en los fenómenos culturales y
gastronómicos mediterráneos. Sea como fuere, señor Cuerda, me quito el cráneo…
Muerte de un eternauta: Juan Giménez
Yo, cuando era niño, quería ser dibujante de cómics. Tenía ese tipo de carácter que ya
presiente que la realidad no se le va a dar muy bien, que jamás hará dinero ni será un Don
Juan ni un líder carismático de nada. De ahí a la filosofía no hay más que un paso. Pero,
antes, entrené mucho como aprendiz de dibujante de cómics. El problema era que no tuve
maestros, de carne y hueso quiero decir, que me gustaban más los monigotes que las
ilustraciones para adultos y que se me daba de puta pena, por decirlo mal y pronto. Lo
segundo, no obstante, creo que fue lo decisivo para truncar mi carrera profesional, no mi
ineptitud para el empeño. Estaba incómodo con el mundillo de los monigotes de Bruguera,
me daba cuenta inconscientemente de que eso era de muy mala calidad, pero, a la vez, allí
donde estaba la verdadera calidad, que era en los álbumes europeos de temática adulta, me
echaba para atrás porque eran caros y porque yo era también un pánfilo. Por “temática
adulta” me refiero sobre todo a sexo y ciencia-ficción apocalíptica, casi siempre sabiamente
mezclados, lo cual me atraía como un pecado pero me repelía a la vez. El formato de las
revistas en las que se publicaba ese material tampoco ayudaba mucho. En 1984, Zona 84,
Víbora, Metal Hurlant, etc., troceaban los álbumes originales habitualmente extranjeros y
te ofrecían seis páginas de cada uno, que es como si ahora, en vez de ver un capítulo de una
serie antes de dormir, vieseis diez minutos de seis series, cortando abruptamente para
pasar a la siguiente. Una estrategia editorial desastrosa, seguramente idónea para un país
de lectores poco concienzudos como la España de la época que lo más que pedían era más
destape bajo la forma de heroínas tan futuristas como semidesnudas (y es que, claro, el
cómic es el único medio en que las mujeres pueden ser más explosivas que la más explosiva
actriz, un filón para el mercado de adolescentes calenturientos que también están sabiendo
explotar ahora en Japón en el llamado manga hentai…)
Juan Giménez, que murió anteayer del bicho que todos ustedes saben, participó en todas
esas revistas y era uno de esos ilustradores que es imposible no fijarte ni quedarte mirando
si ves cualquier creación suya. Fue, por decirlo así, un dibujante de impacto, el artífice
perfecto de esos mundos distópicos y bizarros en los que todo salía bastante mal, pero al
menos había aventura llevada hasta el límite. Lo que nos ocurre hoy en el llamado mundo
real, ese que ya de niño percibí que no era para mí, es que no es tan distópico, por el
momento (pero vamos adelantado…), como se vaticinaba en aquellos cómics, pero en él se
ha borrado completamente la posibilidad de aventura. Los adolescentes actuales se
percatan confusamente de ello, y por eso están tan desencantados con lo que les aguarda.
La aventura más grande que te puede prometer el mundo presente es ser un
“emprendedor”, si vives en la parte afortunada del mundo, o ser un espalda mojada o un
refugiado, si naciste en la parte desgraciada del mismo. No parece muy alentador, teniendo
en cuenta que la filosofía del emprendimiento consiste en fracasar en varios negocios
consecutivos hasta que suena la flauta o terminas por abandonar -¿para cuándo, por cierto,
un emprendedor que encargue varios millones de camisetas con la leyenda “Yo sobreviví al
Covid-19” y un puño aplastando al globito con púas?; ¡venga, que se acaba el tiempo!…
Ya entrados los dosmiles, mi amiga Carmen me regaló el tocho de La casta de los
Metabarones. Como el que tuvo, retuvo, yo aún tengo mucho de friki y me encantó.
Alejandro Jorodowsky podrá ser un charlatán, un místico de pacotilla y un chamarillero
del esoterismo, pero hay que reconocer que como guionista tiene talento. La historia es
como una herencia muy mejorada de aquellas revistas de los ochenta, una narración en
bucle que sin embargo en cada nuevo episodio se innova sobre el anterior. El dibujo, y el
estilo de colorear característico de Juan Giménez, que era argentino -de ahí mi alusión a El
Eternauta de Oesterheld y Solano-, le iban como anillo al dedo, y en conjunto el cómic goza
de una merecida fama. Es, desde luego, una historia trágica, la del linaje de los
Metabarones, como debe serlo para ser grandiosa. No nos quedan, ya, historias trágicas,
hoy hasta Chanquete se moriría de gripe atípica. A no ser, desde luego, que te gusten los
helicópteros y te estrelles con uno, pero eso no es muy frecuente. Del mismo bicho, ese
que, como dice Santiago Alba, ha convertido los teléfonos móviles de nuevo en fijos, ese
que ni siquiera está vivo, que es como un asesino biológico en serie pero sin siquiera mala
uva, ha fallecido también otro anciano, Bill Withers: que la tierra les sea leve...
Posguerra, El Guinardó, Juan Marsé
Tengo la misma edad que la segunda hija de Juan Marsé y debo reconocer que se me está
haciendo largo el posfranquismo. Cuenta más años ya que el propio franquismo, y sin
embargo rebrota, como el virus, con nuevos bríos en los últimos tiempos. El
posfranquismo consiste en no aceptar que Franco murió hace 45 años, y esa fase de
negación propia del duelo, primera etapa de cinco que deberían arribar en la aceptación,
sólo recientemente ha dado paso a la de ira y con ella a otra insólita, que retrasa el proceso
indefinidamente: la de un amago de sustitución. Terriblemente cansina, España, que diría
José Mota. Tal vez por eso Juan Marsé, que ha fallecido hoy a avanzada edad, prefirió
refugiarse siempre en la posguerra, que también duró un güevo, pero menos en su periodo
más crudo. Esa crudeza, esa Barcelona asándose entre los escombros y la tierra
apelmazada de la calle es la de El Guinardó de Juan Marsé, dos o tres grados de miseria
más abajo que la mierda mal encubierta del Nada de Carmen Laforet. Marsé comenzó su
carrera literaria dramatizando esa miseria, en sus primeras grandes novelas, aquellas tan
sociológicas y tan descarnadas a la vez. Algunas las hemos leído, de otras hemos visto las
películas que se rodaron al efecto. Porque aunque Marsé era un hábil y concienzudo
narrador (recuerdo a menudo el diálogo de El cónsul de Sodoma, en el cual un Gil de
Biedma apócrifo le pregunta a un Marsé apócrifo, “-oye, Juan, ¿qué hubiera pasado si
Pijoaparte se hubiera quedado con Teresa? -¡que la hubiera dado de hostias!, responde el
autor rápidamente; me pareció que sí, que eso hubiera pasado y que así de a fondo conocía
Marsé su historia y su realidad social), son novelas demasiado trágicas y morosas para el
lector poco disciplinado. Estoy seguro de que, pese a nuestra asombrosa incapacidad de
dejar aquello atrás, no todo lector está preparado para revivirlo con la agudeza y la parresía
con que lo recreara Marsé. La posguerra, El Guinardó, el infinito escarbar en los márgenes
desesperanzados y sucios de la implacable apisonadora franquista, cuyas secuelas no
remiten jamás: ese fue el escenario amado por Juan Marsé hasta el final, el sitio de su
recreo como diría Antonio Vega, el sólo juguete con el que se encerraba, que diría él
mismo...
Luego ya, a partir de los 80, o finales de los 80, la década prodigiosa (aquella en la que
muchos quisieron ser botes de Colón, y lo consiguieron, según asevera Jorge Martínez),
Marsé como que se suavizó. Lentamente, a regañadientes. En el 75 había publicado esa
colección de retratos como trazos caligráficos chinos que fue Señores y señoras, y que yo leí
mucho después pensando que eso era soltura, saber escribir y no cortarse un pelo. La
muchacha de las bragas de oro es del 78, según acabo de comprobar, y aunque un poco
sádico por parte de Marsé, era excepcional. Hace poco intenté bajarme la versión
cinematográfica, sólo por disfrutar un poco de Victoria Abril rubia y niña -esto me ha
quedado muy Umbral, rival de Marsé- torturando de encanto lolitesco a su tío putrefacto y
falsario en la ficción y no lo conseguí. Pero está claro que Marsé se lo paso de miedo
escribiéndolo, como en una especie de venganza en efigie del posfranquismo de postal
-Manolo Vázquez Montalbán también solía intentar eso, pero era demasiado honesto y
terminaba derrotado hasta en la imaginación. Ronda de Guinardó es breve y paisajístico,
por decirlo así, de paisaje urbano desolado, y es puro Marsé concentrado en pildorita
agridulce. El amante bilingüe (no confundir con El amante lesbiano de Sampedro, también
divertido pero más espeso) asentaba sus firmes en lo francamente divertido, dentro de la
atmosfera desangelada y caediza marsiana, y también El embrujo de Shanghai, que es por
donde habría que empezar a leer a Marsé. Con estos ganó premios y ganó lectores, que es
lo que supongo que pretendían él y su editor. En Rabos de lagartija volvía a las andadas de
Ronda del Guinardó, pero, además de otros méritos más vanguardistas, las conversaciones
entre el niño impertinente y el policía eran tan deliciosas y mordaces que la novela podría
durar eternamente. No le seguí después de esta. Pero atesoro una cita, una cita que no le
resume en absoluto, pero que da una pista de su carácter moral, si no artístico. Es, claro, de
Últimas tardes con Teresa... ¿Qué otra cosa podía esperarse de los jóvenes universitarios
en aquel entonces si hasta los que decían servir a la verdadera causa cultural y
democrática del país eran hombres que arrastrarían su adolescencia mítica hasta los
cuarenta años? Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la
mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, generoso y hasta premiado
con futuro político, y todos como lo que eran: señoritos de mierda
No soy de entonces, pero me siento algo descubierto (y también Pijoaparte, fifty-fifty).
Gracias Juan Marsé, y que la eternidad sea para ti como un beso en espiral no en el Otro
Barrio, sino en El Guinardó...
Hundert Jahre Benedetti
Che 1997
Benedetti fue el poeta más democrático del mundo, cualquiera lo entendería. Ni Borges le
aventaja en esto. Juan Gelman, que era argentino en vez de uruguayo, es casi igual de
accesible, pero trata temas un poco más escabrosos. No es de extrañar, por tanto, que
Benedetti fuera tan prolífico, puesto que no buscaba su inspiración en vetas demasiado
profundas o enigmáticas. Y todo lo que hizo está bien y da gusto leerlo. Pedro y el capitán,
de asunto, este sí, escabroso, es una obra de teatro que todos veríamos con gusto aun
sufriéndola un poco. Sales de la función emocionado, sin que hayas visto un Ibsen, y con
mucho de qué hablar, sin que te hayan atizado una conferencia. Gracias por el fuego, la
única novela suya que he leído (pero estoy seguro de que las demás son igual de buenas) es
un regalo que todo el mundo debería leer al llegar a la veintena. Lo tiene todo: es
conmovedora, política, personal, ágil, dulce y trágica. Yo diría que es el arquetipo de novela
que debería imperar en el s. XXI, ahora que hemos dejado definitivamente atrás los
grandes experimentos narrativos del s. XX. Para que la novela no muera, ni se confunda
con el cine o con las series, tiene que ser hoy como Gracias por el fuego, y las librerías
nunca cerrarían. También recuerdo haber leído el poema largo, de esos que ya no se
escriben porque asustarían en su formato de novela corta, El cumpleaños de Juan Ángel,
también político, también agradable en lo desagradable, terso y poroso, que lleva de la
mano al lector de principio a fin y sin obstáculos. Benedetti como el poeta del sentir
común, del guiño al lector culto y abrazo al lector nuevo, el tipo que se recitaba a sí mismo
en alemán (creo que también recita a Rilke, que fue el poeta opuesto a él) en el burdel de El
lado oscuro del corazón, esa película divertidísima y entrañable de 1992 que doró nuestra
juventud pedantuela y callejera y que no se sabe realmente si homenajea o parodia el
Rayuela de Julio Cortázar –supongo que las dos cosas: https://www.youtube.com/watch?
v=UibafktMuiw
Lo bueno de Benedetti, ahora que lo pienso, es que incluso cuando se ponía triste o
reivindicativo parecía alegre. Ese era su tono fundamental, su clave musical inalterable.
Hasta Gracias por el fuego, que termina como termina, se recuerda con calidez y alegría.
En muchos poemas y cuentos Benedetti jugaba a la ausencia de Dios, a que nada tenga
sentido, a que la injusticia venza, a que sentir sea absurdo, pero lo decía de una manera
pequeña en la que se notaba que no se lo creía ni él. A mí me parece de agradecer…
Currículum
usted sufre
reclama por comida
y por costumbre
por obligación
llora limpio de culpas
extenuado
hasta que el sueño lo descalifica
usted ama
se transfigura y ama
por una eternidad tan provisoria
que hasta el orgullo se le vuelve tierno
y el corazón profético
se convierte en escombros
usted aprende
y usa lo aprendido
para volverse lentamente sabio
para saber que al fin el mundo es esto
en su mejor momento una nostalgia
en su peor momento un desamparo
y siempre siempre
un lío
entonces
usted muere.
John Fante o la lumpenliteratura
Mi problema con superventas como El infinito en un junco es que son libros que
contemplan y ejercen la literatura desde fuera. Desde fuera, en efecto, es fácil presentar la
historia de la literatura como la búsqueda de una suerte de tesoro de valor intangible, y la
propia lectura como un refugio de ensueño y cultura frente a las adversidades de la vida.
Como puedes contar con que tus lectores son lectores nuevos -al igual que los romanos
hablaban de nuevos hombres, homo novus-, ya que si no no estarían leyendo esa especie de
preparación a la lectura tuya, entonces puedes también confiar tranquilamente en que se
acercan a la literatura desde fuera, todavía más si les estás hablando de literatura
grecolatina -lo cual tiene cierto mérito por parte de Vallejo, desde luego, ya que es una
forma de literatura muy grande pero sin prácticamente novela, algo hoy inconcebible. Sin
embargo, esa perspectiva turística de la literatura no es, desde luego, la única, ni siquiera la
más originaria. Se puede, claro, ser un nativo de la literatura, por así decirlo, y entonces no
lees El infinito en un junco, lees directamente a Marcial en la edición de Gredos. Y esto es
lo que raramente suele ocurrirles a los lectores de Vallejo. Ellos, creo yo, adquirirán sin
duda el siguiente grueso ensayo de la filóloga (¿literaturas orientales medievales esta vez,
Historia de Genji y demás?), pero no acudirán a las fuentes, no preguntarán al librero por
la Anábasis de Jenofonte. Hacen bien, porque las fuentes son -no deben llamarse a
engaño-, enormemente más arduas que la versión edulcorada que Vallejo ofrece de ellas, y
cualquiera que se ponga a leer de manera desapercibida un diálogo breve de Platón bajo la
conseja biempensante de que el filósofo fue un gran escritor se va a encontrar con filosofía
de verdad, trabalenguas de verdad y ralladuras mentales de verdad. Si usted coge a
Marcial, Jenofonte o Platón como si yo abriera el capó de un coche dispuesto a perpetrar
una reparación conforme a las instrucciones de un tutorial de Youtube, mejor vuelva a
Vallejo, Reverte o Coelho, respectivamente.
Con la obra novelística de John Fante sucede exactamente lo opuesto, a mi juicio,
que consistiría en que es bastante mala, pero toda de verdad. Es literatura fácil de leer,
para lectores noveles, cortita y cortita, en los dos sentidos del término, pero es literatura
hecha desde dentro de la literatura, entrañada, envulvada, y no desde fuera. La tetralogía
de Arturo Gabriel Bandini es de los años treinta, y es la primera vez, hasta donde yo sé, que
en EEUU se practica la novela picaresca. Bandini no sólo es lo que después se ha llamado
un anti-héroe, es además el tipo más patético, cobarde, racista, misógino y despreciable
que haya protagonizado nunca una saga narrativa, puesto que no tiene ni siquiera los
mínimos arrestos para robar, estafar o engañar, así que ni para pícaro sirve. Bandini es el
“hombre del subsuelo” a la americana, lo cual resulta bien difícil, ya que ni posee la
verborrea del personaje de Dostoievski ni su guarida subterránea desde la que juzgar el
mundo visto en contrapicado, es decir, desde los pies. Intenta proferir, escupir, esa
verborrea, el pobre Bandini, pero se repite constantemente imitando mal al tridente
catacrocker alemán (Schopenhauer, Nietzsche, Spengler…) E intenta también reptar a un
piso cochambroso en Bunker Hill donde esconderse y lamer sus heridas -esa literatura
como refugio a lo Vallejo aquí no cobija lo más mínimo-, pero es que malvive en Los
Ángeles, y no hay bicho viviente que pueda resistirse a salir a penar bajo el sol de
California, el mismo sol que más adelante tostará la nuca descreída y alcohólica de Henry
Chinasky. De modo que Bandini no puede evitar exponer su pellejo y su cuarteada
personalidad en la calle, aunque sea para perder el tiempo, para sufrir humillaciones y
para acosar mujeres desde su invencible timidez (también para matar animales, que son
los únicos seres vivos que siente por debajo de él; el mejor episodio de la tetralogía, el
realmente magistral, es, para mí, la absurda matanza de cangrejos a tiros de Camino de
Los Ángeles, la primera en escribirse y la última en publicarse).
Es Los Ángeles, sí, pero de la Gran Depresión. El sol es un brasero inclemente, y Bandini
tan sólo frecuenta la hez de la sociedad y los trabajos más tirados, sucios y duros. De
Bandini salen de un tirón, como su progenie maldita y necia, “La senda del perdedor”,
como digo, Taxi Driver, John Cheever, Raymond Carver, J. Kennedy Toole, Richard Prior,
Bill Hicks, Michel Houllebecq y hasta Torrente el brazo facha de la ley. Bandini tiene
arrebatillos puntuales de delirios de grandeza, quiere ser escritor (no es un gran escritor,
como el propio Fante), pero esos momentos de euforia iracunda o de rabia desclasada
brotan en realidad de la conciencia de su propia estolidez, de su complejo de
italoamericano sin pedigrí ni porvenir, de una especie de bajo continuo de lo que
podríamos denominar ahora “delirios de bajeza” o “de pequeñeza”, que son mucho más
reales y constantes que los otros. Pero al menos Bandini sabe insultar con algún arte, muy
de vez en cuando, como en mi favorito, por ser el menos triste, Camino de los Ángeles…
Entonces volvió la chica. Venía sola. Pues no…, no venía sola. Detrás de ella, invisible
hasta que la chica se apartó, había un hombrecillo. Aquel hombre era Bajito Naylor. Era
mucho más bajo que yo. Era muy delgado. Las clavículas le sobresalían. No tenía dientes
que valiera la pena mencionar, sólo un par, que era peor que ninguno. Sus ojos eran como
ostras añejas en papel de periódico. En las comisuras de la boca tenía unos pegotes de
tabaco de mascar que parecían de chocolate seco. Tenía expresión de rata a la espera.
Ese mismo tono de cordialidad y cálida humanidad rige todas las relaciones de
Bandini con el mundo, con su mundo. Los críticos y las editoriales se pusieron después de
la guerra de acuerdo para vender esto como Dirty Realism, pero para “realismo sucio” el
Lazarillo de Tormes o el Buscón de Quevedo. Fante inaugura más bien la
literatura/lumpen, Bandini es un exhombre como los de Gorki, es literatura rusa en la
Costa Oeste de los triunfantes y podridos Estados Unidos de América. Si John Fante
escribiera bien, con estilo y sensibilidad, podría haber sido un Chéjov, pero como se las
bandea como puede, igual que su alter ego Bandini, es sólo el histrión doliente de sí
mismo, pero un histrión con una gran audacia literaria, a falta de la otra. Porque hay que
ser verdaderamente audaz para exhibirse de esta manera, en los años treinta, tiempos en
los que las guerras no nos habían enseñado todavía la desesperación, ni el métete-en-tus-
propios-asuntos que tanto gusta en Norteamérica; y, sin embargo, Fante hace esto,
denuncia esto:
Su piel era color castaño oscuro. Lo noté porque sus dientes eran muy blancos. Eran
unos dientes brillantes, como una fila de perlas. Cuando vi lo negro que era, supe de
repente qué decirle. Era algo que podía decírselo a todos. Cada vez que lo dijera sería una
humillación. Lo sabía porque también a mí me había humillado algo parecido. En primera
enseñanza, los chicos solían hostigarme llamándome espagueti y macarroni. Y siempre me
dolía. Era una sensación de infelicidad. Solía hacer que me sintiera despreciable e indigno.
Y sabía que al filipino también le haría daño. Era tan fácil de hacer y estaba tan a mano que
me reí en silencio de él, y me invadió una sensación de confianza y frescura, de gran
tranquilidad. No podía salirme mal. Me aproximé a él y acerqué mi cara a la suya,
sonriendo como él sonreía. Se dio cuenta de que iba a pasar algo. Su expresión cambió
inmediatamente. Se quedó a la espera.
—Dame un cigarrillo —dije—, negrito.
Le dio de lleno. Ah, y cómo le dolió el pepinazo. Inmediatamente se produjo un cambio,
una mutación de sentimientos, el paso de la ofensiva a la defensiva. La sonrisa se le
congeló en la cara y la cara se le petrificó: quiso mantener la sonrisa, pero no pudo. Ahora
me odiaba. Su mirada se intensificó. Era una sensación maravillosa. Cabía la posibilidad de
que disimulara la vergüenza. Estaba al alcance de todo el mundo. A mí me había pasado lo
mismo. Cierto día una niña me llamó macarroni en una tienda. Yo sólo tenía diez años,
pero al instante odié a la niña del mismo modo que el filipino a mí en aquellos momentos.
Había querido invitarla a un helado de cucurucho. No aceptó, alegando: mi madre me ha
dicho que no me junte contigo porque eres macarroni. Y resolví repetírselo al filipino.
—La verdad es que no eres un negrito —dije—. Eres un maldito filipino, que es peor.
Pero ya no tenía la cara ni castaña ni negra. La tenía morada.
—Un filipino amarillo. ¡Un maldito extranjero oriental! ¿No te resulta inquietante tener
blancos cerca?
No quería hablar de aquello. Negó rápidamente con la cabeza.
—La leche —dije—. ¡Mírate la cara! Eres amarillo como un canario.
Y me eché a reír. Me doblé por la cintura dando aullidos. Le señalé la cara con el dedo y
chillé hasta que ya no pude fingir que la risa era auténtica. Tenía la cara petrificada de
dolor y humillación, la boca abatida por la impotencia, como una boca empalada, insegura
y dolorida.
—¡Caray, chico! —dije—. Casi me la pegas. Desde el primer momento pensé que eras un
negrito. Y ahora resulta que eres amarillo.
Entonces se relajó. Aflojó el atasco de la cara. Esbozó una débil sonrisa de gelatina y
agua. Los colores desfilaban por su cara. Se miró la camisa y se quitó una mota de ceniza
de cigarrillo. Levantó la mirada.
—¿Mejor ya? —preguntó.
—¿Y a ti qué te importa? —dije—. Tú eres filipino. Los filipinos no os mareáis porque
estáis acostumbrados a esta guarrería. Yo soy escritor, hombre. Un escritor americano,
hombre. No un escritor filipino. Yo no nací en las Filipinas. Nací aquí, en la buena tierra
americana, al pie de las barras y las estrellas.
Se encogió de hombros, probablemente sin entender mucho de lo que le decía.
—Yo no escritor —dijo sonriendo—. No, no, no. Yo nací Honolulú.
—Ahí lo tienes —dije—. Ésa es la diferencia. ¡Yo escribo libros, hombre! ¿Qué esperáis
los orientales? Yo escribo libros en mi lengua materna, el inglés. No soy un oriental
pringoso.
—¿Mejor ya? —repitió.
—Pero ¿qué esperáis? —dije—. ¡Yo escribo libros, so panoli! ¡Mamotretos! No nací en
Honolulú. He nacido aquí, en la buena y querida California Sur.
Arrojó el cigarrillo hacia el mingitorio de enfrente. Dio en la pared y saltaron chispas,
pero no aterrizó en el mingitorio, sino en el suelo.
—Me voy —dijo—. Tú vienes pronto, ¿no?
—Dame un cigarrillo.
—No cigarrillo. —Se dirigió a la puerta—. No hay más. El último.
Pero del bolsillo de la camisa le sobresalía un paquete.
—Filipino amarillo y mentiroso —dije—. ¿Qué es eso?
Sonrió como un bendito, sacó el paquete y me ofreció uno. Era una marca barata, de diez
centavos. Aparté el paquete con la mano.
—Tabaco filipino. No, gracias. Yo no pruebo esas cosas.
Le pareció estupendo.
—Yo veo después a ti —dijo.
—No si te veo yo antes.
Se fue. Oí sus pasos alejándose por el sendero de grava. Ya estaba solo. La colilla que
había tirado el filipino seguía en el suelo. Le arranqué la parte mojada y me la fumé hasta
que me quemó los dedos. Cuando ya no pude sujetarla, la aplasté con el pie. ¡Toma ya! Y la
trituré hasta reducirla a un pegote marrón. No me había sabido como los cigarrillos
normales; en cierto modo, sabía más a filipino que a tabaco.
Un gran tipo, John Fante, pura literatura desde dentro, es decir, problemática,
cruda, huérfana y patéticamente desnuda. No la cantará, no, Irene Vallejo, así que se tiene
que conformar, John Fante, conmigo...
Lorca que te quiero Lorca…
Lorca viento, Lorcas ramas… Dicen que la primera víctima de una guerra es siempre la
verdad, menos en España, claro (Spain is different, acuñó Manuel Fraga), en España la
primera víctima de la Guerra Civil fue Lorca, a quien mataron hace hoy 85 años,
prácticamente al inicio de la carnicería, cuando todavía militares y paisanos pensaban que
el alzamiento iba a ser cosa de unos meses. Esta noche, de madrugada, cuando no podáis
dormir por el calor, imaginad que vienen a buscaros, que os sacan de casa a empujones y
que os arrastran por un tétrico bosque, del que sabéis -en esto a diferencia seguramente de
Miguel Ángel Blanco, que no lo tendría muy claro- que no saldréis vivos. Días antes, ese
asesino sin escrúpulos entorchado que fue el general Queipo de Llano había cursado la
sentencia de muerte del poeta, escupiendo por la radio que al maricón ese le iban a “dar
café”. Lo del “café” del generalote era peor que lo de “la oferta que no podrá rechazar” de
Vito Corleone: ese café iba bien cargado… de plomo, y en Andalucía todos iban pillándolo.
Ahora imaginad la desesperación, el llanto, las súplicas, que cuanto más desgarradas e
intensas más contraproducentes, porque confirmaban en la chata alma y la roma mente de
sus ejecutores que ese tío era un marica, alguien incapaz de afrontar como un hombre su
propia muerte, esa que ellos le iban a dar no como un destino intrínseco suyo, la “muerte
propia” de Rainer María Rilke, sino porque sí, porque rojo, maricón y genio no encajaba en
el Nuevo Orden. He leído que el disparo se lo metieron por el culo, para que se vea lo que
es la clemencia en España, para que se note cómo las gastan desde los carlistas hasta los de
Yunke en este desdichado país. Pero ese no es nuestro tema hoy, eso está más visto que el
tebeo. Lorca, que naturalmente era más hombre que sus verdugos, llevaba media vida
pensando en la muerte, de manera que la tenía más que afrontada y asumida, mucho más
que un chusquero que se complacía en dársela a los demás. Yo creo que Lorca era como
Sófocles, un tipo era que capaz de escribir las tragedias más escalofriantes y horrendas
pero alguien simpático, risueño y encantador en persona (tanto es así, que los griegos
contaban que Sófocles murió de un ataque de risa). Lo que se canaliza por un lado se
exorciza por el otro, y no hay nada mejor para apreciar esta vida que unas cuantas catarsis
poéticas bien sombrías…
Paco Umbral tuvo razón, y aunque recordemos a Lorca por sus alegres tardes al piano en la
Residencia de Estudiantes, en realidad fue un poeta maldito, de los pocos que hemos
tenido en España. La mayoría de las cosas que escribió Lorca eran terribles, agónicas,
negras, aunque él fuese el poeta y dramaturgo de la gran sonrisa. Lorca no quería venir a
Madrid porque le recordaba a las tristezas de Galdós y Baroja, pero tampoco le gustó nada
Nueva York, y eso que la conoció justo antes del crack (y durante el crack, todo hay que
decirlo). ¿A quién puede no gustarle Nueva York, por Dios, que ya entonces era la ciudad
de los rascacielos y la iluminación nocturna y Broadway y Coney Island y del The New
Yorker de Dorothy Parker y tal? Pues a un señorito de pueblo, como Lorca, que en Nueva
York sólo supo ver una infección de ventanas, una negritud humana reducida al Ello
freudiano y un pecado de dimensiones babélicas. No vio modernidad, para Lorca no existía
la modernidad ni el futurismo, lo dice muy claro en un verso de su Poeta en Nueva York
(que por cierto debiera haberse llamado Poeta contra Nueva York):No hay siglo nuevo ni
luz reciente. Sólo un caballo azul y una madrugada. Un caballo azul y una madrugada son
símbolos de lo atávico, de lo que ha estado ahí siempre, pero dicho en surrealista. El
surrealismo, en mi opinión, es una verdadera peste que consiste en creer tener permiso
para hacer la peineta a tus lectores y a continuación hacer pasar por arte tus secreciones
mentales más indignas, cutres y básicas, pero Lorca supo apropiárselo sin que le
estropeara demasiado la intuición poética. Así, un verso como “por los blancos derribos de
Júpiter donde meriendan muerte los borrachos” para referirse al cielo neoyorkino es
surrealista, pero a la vez una genialidad. O esto otro, que pone los pelos de punta:De la
esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso /que atraviesa el corazón de todos los niños
pobres.
Hay que ser muy bestia para someter al surrealismo en su propio terreno. Por eso yo
prefiero Romancero gitano, porque Lorca aún no se sentía tan en la necesidad de
expresarse como sus compañeros de generación, ni de seguir la estela estrafalaria de los
compinches Buñuel y Dalí –siempre dijo, de hecho, que El perro andaluz iba por él, que él
era el perro… De modo que Lorca visita Nueva York, la Atenas del s. XX y, contra todo
pronóstico, contra toda vanguardia, no le gusta, columbra allí el horror. Y versifica:
Si el mundo está sólo por el cielo, entonces a nada ni a nadie importa lo que suceda
bajo el cielo. Más bien al contrario: “¡Asesinado por el cielo!”. Recientemente han
aparecido traducciones nuevas del poemario al inglés, y, francamente, no sé como los
gringos se habrán tomado cosas como estas, he oído que les han gustado mucho, en un
ejercicio de masoquismo nacional muy loable y wishful-thinking:
Recuerdo una entrevista grabada en la que Juan Benet, mucho tiempo después de
muerto Lorca, cuando le pedían que formulase lo más feo e inmundo que le viniese a la
cabeza respondía “los Estados Unidos de América”. Los hispánicos hemos sido así,
igualmente haters de la modernidad comunista tanto como de la capitalista, como si eso de
levantar grandes imperios industriales o comerciales no fuera con nosotros, como si al
quererlo aceptáramos también renunciar a nuestro espíritu, mucho más elevado, al estilo
de la endechas teológicas de Unamuno, o mucho más orgánico, naturalista, como los
dramas rurales de Lorca. Así, por exceso o por defecto, nos hemos quedado siempre atrás,
o a un lado, pero a un lado tal que finalmente ha venido siempre alguien que ha hecho de
ese apartarse a un lado una cuneta. Lorca no creía en las grandes ciudades, las megalópolis
le empavorecían, encontraba en ellas artificialidad, maquinismo (en 1932 también Julio
Camba bautizaría a Nueva York como La ciudad automática, pero esta vez no
peyorativamente….), hýbris, babelismo, como he dicho, y sobre todo esa sensación de
Babilonia opresora y megalítica que la presencia suburbana de los negros viene a
corroborar. De modo que Lorca establece una pugna entre los símbolos del Nueva York
opresor, pesado como una prensa hidráulica, y el Nueva York oprimido, repleto de alaridos
animales y vegetales:
Nos han contado que los años veinte, Entreguerras, fueron el periodo feliz de alcohol y jazz
que festejó interminablemente el fin de la Primera Guerra Mundial, y nos lo siguen
contando hoy a ver si así nos creemos lo contentos que vamos a estar cuando amaine la
pandemia, pero no es verdad. La verdad es que en los años veinte todo el mundo se olía
que la guerra había quedado mal cerrada, que nadie había quedado satisfecho con el
Tratado de Versalles, y que eso estaba pidiendo a gritos una segunda parte y una revancha
aún más sangrienta. Que fue así lo muestra la persistente desolación del Lorca maduro,
que todavía en 1936, poco antes de ser apiolado malamente, escribía poemas muy de
inspiración surrealista, pero espantosos y geniales como este, que es el preferido de una
amiga entre los de El diván del Tamarit:
No, ciertamente no iban bien las cosas, allá en lo oscuro de la Historia y también del
corazón lorquiano. No iban bien o no hubiera escrito esto, en honor al más grande poeta de
la Gran Manzana…
Me ha sorprendido pero que muy gratamente y hasta me ha encantado el libro que Cristina
Morales (sospecho que se ha quitado el “García” de su nombre artístico tanto porque es
más común que el “Morales” como porque ya hubo una “García Morales” escritora, pareja
de Víctor Erice o Víctor Erice de ella) dedicó en 2015 por encargo de una comisión del
Quinto Centenario a Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, o sea, por alias
canónico Santa Teresa de Jesús. Había mirado por lo largo Lectura fácil y no me interesó
demasiado, porque no parecía más que infantilismo intelectual y “noche en la que todos los
gatos son pardos”, sobre todo si lo pones al lado de las declaraciones antisistema
habituales de su autora -servidor es de izquierdas, por la Gracia de Dios o porque Dios es
gracioso, pero pienso con Franklin Roosevelt que todos los radicales son gente que tienen
efectivamente los pies bien anclados… en el aire-, pero esto, en cambio, Introducción a
Teresa de Jesús, Últimas tardes con Teresa de Jesús, como se titula ahora en cacofónico
homenaje a Marsé, o Malas palabras, que es como se llamaba originalmente y se tenía que
haber quedado para siempre -Teresa de niña estaba muy obsesionada con el “para
siempre” de la eternidad, que es pavoroso se mire como se mire-, es un libro excelente,
bonito (cojonudo, en fin, por decirlo a la manera de la Cristina Morales del prólogo), muy
acertado en el tono y nada anacrónico ni distorsionador a mi juicio para con el carácter
histórico y verificable de la Santa. Hay que ser, realmente, muy buen escritor, pero que
muy bueno, para meterse en la piel de una monja del s. XVI cuya vida, entorno y
costumbres no te tocan en nada si eres una punki cabreada sin pelos en la lengua del s. XXI
y conseguir que te salga una Teresa tan honesta, tan estupenda y tan maja como le sale a
Morales aquí. Una vez que la escritora logra que cojas cariño a su personaje, algo que
sucede desde la primera línea, ya te muestras dispuesto a aceptar todas las hipótesis que
quieras colgar sobre ella, sea un feminismo intuitivo que jamás se volvió contra el orden
patriarcal/clerical/militar/estamental de su época (pero que sin duda pudiera haber
cargado aún más de razón a Teresa para alejarse de él a favor del otro, el de sus arrobos), o
sean los juegos eróticos más bien parafílicos que Morales hace -lo mejor está en torno a la
página 167- gozar a la Teresa niña con su primo.
Pero encaja, yo me lo creo, me creo todo en esta especie de artefacto novelístico simple y
complejo a la vez. Me creo, para empezar, el impresionante alegato de Teresa en defensa de
su difunta madre, una mujer instruida a la que su marido, es decir, el padre de la Santa,
trató según opina Morales haciendo de Teresa su muñeco de ventriloquía como un cacho
de carne con ojos y vagina sobretrajinada:
¿Ve vuestra paternidad cómo, estando mi madre recién parida de Juana, postrada y
haciendo testamento, aún fue mi padre a importunarla una última vez para
embarazarla de muerte? ¿Puede vuestra paternidad hacerse idea del estado de salud en
que mi madre se hallaba para hacer testamento nada más ver nacer al que creyó que
sería su último vástago? ¿Puede vuestra paternidad imaginarse a mi padre entrando a
la habitación de la desangrada, bajándose las calzas delante de la desangrada y
poniéndose en el lugar del escritorio portátil? ¿Puede ahora vuestra paternidad
imaginarse a la desangrada? ¿Puede ver su resignación, que no tiene nada de virtud
cristiana y mucho de primitiva barbarie? ¿Puede verla apretando los ojos, puede ver la
mueca de asco detrás del agotamiento, detrás de los brazos inertes con la pluma en la
mano todavía, detrás de las piernas en fino triángulo, de la fiebre otra vez subiendo?
Ahora, como vuestra paternidad es hombre, ¿puede explicarme lo que hacía mi padre?
¿Puede decirme si eso es amor del esposo hacia su esposa? ¿Es siquiera respeto? ¿Es
siquiera gusto? ¿Hallaba mi padre gusto en fornicar con una convaleciente? ¿Hallaba mi
padre gusto en la piel amarilla y en los genitales de mi madre nueve veces rajados y
cosidos y nunca bien cicatrizados? ¿Es que diez hijos le parecían pocos? ¿Por qué no se
iba mi padre con una meretriz? ¿Qué puede querer un hombre infligiendo semejante
amargura a una mujer, si en ello no existe ni la necesidad de un primogénito ni tan
siquiera el consuelo de la carne? Yo os lo diré: someterla es lo que quiere. Recordarle
hasta el último momento que ella es suya, es suya en la salud y en la enfermedad, es suya
su hacienda y son suyos sus hijos. Está a su disposición siempre que él quiera, da igual la
hora, da igual que ella consienta o no. Ella, de hecho, siempre consiente, porque le han
enseñado a no defenderse y a creerse aquello de que, cuanto más se resista, más la
someterán. Celoso de la honra como solo lo puede ser un converso, mi padre no podía
permitir que su mujer pareciera díscola ni un instante. Quería ser el más cristiano de
todos con la familia más cristiana de todas, el que gastaba sin miramientos, el que más
limosnas repartía, el que jamás iba a ser visto en casa pública. Lista Beatriz, que supiste
hacer valer tu sangre limpia ante el judío para que te dejara libros y habitación propia.
Pobre Beatriz, que con sangre tan limpia dejaste sábanas tan sucias.
(O respecto del ama rica de la que es confesora Teresa en los meses que abarca la novela,
Luisa de la Cerda, que narra de esta tremenda forma así sus primeras experiencias íntimas
dentro de matrimonio:
La forzó dos veces. La primera fue corta porque doña Luisa era doncella y, aunque el
violador se cuidaba de cuidarla, el caudal de lágrimas silenciosas de la niña doña Luisa
lo enfriaron. La segunda vez lloró menos, revelándose pupila aventajada en lo único que
le habían enseñado en su vida: a estarse quieta y callada. Se aplicó la lección y pronto
dejó de arrebujarse, liberó las piernas y aflojó los órganos que se empeñaban en cortarle
el paso a don Diego, cerró los ojos y rellenó la cavidad de sus pensamientos con ruidos
atronadores que le impidieron oír su respiración y la de él, sus jadeos y los de él; se
aplicó la lección de, en fin, morirse un rato para que doliera menos y se acabara antes,
en vez de matar al otro para que a ella no le doliera nada. Lo que más asco le dio a la
niña doña Luisa fue tener que limpiarse el suave vello del lametón de esperma, que creyó
suyo propio y no de él, tomándolo por una especie de disentería o de orina enferma.)
Aunque lo cierto parece ser que este Don Alonso no fue tan maltratador y ruin más tarde,
cuando hubo de pasearse por media Castilla con su hija adolescente a cuestas en busca de
remedio para sus extraños males. Eso no lo cuenta Morales, como no cuenta que Teresa le
devolvió el favor cuando se hizo viejo y le tuvo que asistir en su agonía. Tampoco cuenta,
pero es muy significativo saberlo, que esas enfermedades de la Teresa joven ya apuntaban
a lo que hoy denominaríamos causas psicológicas profundas, anómalas, que bien podrían
guardar relación con las visiones, éxtasis y trasportes de la madurez. Pero no hay que
malversar el concepto de causa, como hacen tantos científicos reduccionistas hoy: una cosa
es que la cabeza de Santa Teresa de Jesús estuviera ya predispuesta a la piradas de olla por
ciertos resortes fisiológicos suyos que jamás conoceremos, y otra afirmar que por tanto
esas alteraciones somáticas son la causa directa y completa de sus indiscreciones místicas.
“Causa” no es lo mismo que “ocasión”, y en una mujer que llevaba toda su vida
obsesionada con la santidad y el martirio, al que se veía dirigida desde siempre junto con
sus hermanos, es más fácil pensar que lo que tuviera en el cuerpo (incluidos quién sabe qué
impulsos sexuales sublimados, vamos a aceptarle esto al vienés) fue la “ocasión” de
manifestarse el genio religioso en el temperamento de Teresa, y no exactamente la “causa”
de ello. Otros enfermos mentales sufren lo que sufrió Teresa de Jesús -una vez fue un coma
de cuatro días-, pero ni escriben como ella, ni componen poemas tan expresivos y elevados
ni fundan conventos y monasterios con la energía de un huracán con hábito. Así, se puede
decir también que los Beatles compusieron muchas de sus mejores canciones bajo los
efectos de substancias psicotrópicas, entre ellas el recién sintetizado LSD, pero la
probabilidad de que usted o yo compongamos el Sargent Pepper´s por muchas pirulas que
nos comamos es tristemente reducida. De manera que Teresa de Jesús sin duda estaba
como las maracas de Machín, pero lo que la hacía levitar no era un trastorno mental, sino
su fe arrebatada en la divinidad única y misericordiosa. Y el cristianismo ha sido
fundamentalmente eso, sus herejías, aquellos chiflados o conjunto de chiflados que en
viendo osificarse y corromperse la institución eclesial la han renovado a base de
entusiasmo y fanatismo, que en el fondo es prácticamente lo mismo…
Morales también lo ha entendido así, he tenido yo la impresión, no se mete mucho en los
números de prestidigitación religiosa de Teresa pero les guarda respeto. Naturalmente, un
libro consagrado a la exaltación de la exaltada no era el mejor lugar para poner en duda
nada o desmitificar la parafernalia de su protagonista, pero es que además la propia
Morales tiene algo de exaltada también. Alguien que de verdad cree que el estilo de
existencia contemporáneo debería ser destruido entero y de un plumazo bajo la acusación
de patriarcal y capitalista es que anhela lo mismo que Teresa de Jesús, es a saber: vivir una
vida bajo el signo de la pobreza, la fraternidad (“sororidad” en ambos casos) y la perfección
moral. Y eso, señor@s, sólo se puede hacer llevando una vida apartada, léase monasterio,
convento, kibutz, falansterio o comuna anarcosindicalista. En la civilización no, la
civilización necesita comercio, leyes -muchas de las cuales con toda seguridad no aboliría
Morales-, policía y escuelas públicas, es decir, “eticidad”, como lo llamaba Hegel frente a la
“moralidad” de Kant. La moralidad es un derecho imprescindible del ser humano, no hay
que prestar ni medio segundo de atención a esos pseudoteóricos que desde las derechas
quieren convencernos de que la moral es un fruto podrido y prescindible de la evolución, y
de que todo moralista lleva un inquisidor dentro. Se es moral porque se quiere ser moral,
es así de simple, porque ser moral es más cívico y humano que no serlo, y porque la
mentira más grande que nos han colado es la de que todos llevamos en nuestro interior
una bestia insaciable. La moralidad es ese término medio, como ya dijera Aristóteles, en
que realizas tus actos teniendo por mira la justicia, sin que ello signifique caer en el
extremo de quedarse corto bajo el pretexto de que habrá que satisfacer también el egoísmo
irrenunciable de cada uno o caer, por el contrario, en el extremo de pasarse de largo
creyendo o haciendo creer que se puede reificar la “Justicia”, como si fuese una entidad
substantiva que está ahí exigiendo su sagrado cumplimiento. Si uno piensa de este último
modo, será estupendo que funde una cooperativa, o un convento, o que okupe una isla
desierta, pero que abandone de buenas maneras y por favor la civilización. La civilización
no puede y no debe ser moralmente perfecta, porque gracias a ello puede reunir recursos y
esfuerzos para mandar una sonda a Marte o inventar un nuevo estilo sexy de música.
La casi herejía de las Carmelitas Descalzas promovida por Teresa de Jesús eso es
justamente lo que hacía. Decía: “yo y cuatro amigas más, las que se apunten, nos
resolvemos a hacer vida contemplativa entre esas cuatro paredes, sin molestar a nadie, al
contrario: rezando por todos aquellos que no tienen ni el tiempo ni el recogimiento para
orar por sí mismos y por la comunidad, ya que están ocupados sembrando hortalizas,
criando hijos, enviando un robot a Marte o arrastrando al olvido definitivo al reguetón.
Una orden religiosa del Renacimiento no pretende acabar con el mundo terrenal, no desea
que todos seamos pobres, castos, indistintos y beatos, como parece interpretarlo Antonio
Escohotado, lo que quiere es garantizar que cierto estrato selecto de la comunidad labora
por la salvación escatológica del conjunto[3]. Esta idea, que desde luego encontramos hoy
tan estúpida -pero que se encarna mal que bien en la figura actual del “intelectual”- fue lo
que se cargó a gran escala el más grande y el más paradójico de los herejes, Martín Lutero,
y por eso Teresa de Jesús fue una monja revolucionaria pero a la vez perseguida por la
Iglesia, como todos los místicos posteriores. Una señora tan vivaracha, tan guapa -ella se
sabía guapa-, tan buena escritora[4] y tan emprendedora era para la Iglesia de la
Contrarreforma tanto una confirmación del catolicismo como un peligro de excesivo
individualismo religioso –como si con sus actos estuvieran los místicos queriendo
quedarse a Dios sólo para ellos, algo que en las religiones orientales no molesta en
absoluto, al contrario: en precisamente lo que se busca… Cristina Morales la hace sostener
una conversación con una discípula analfabeta, pero que es todavía más radical que ella…
Benditas sean por emparedadas. Pero lo serán porque tienen todo lo que necesitan
dentro de sus paredes.
Sin duda lo tienen, madre Teresa. Lo que tienen es nada, porque eso es lo que necesitan.
Unas uvas que nos dejaban los campesinos, que tanto tardábamos en recogerlas del
torno que nos las comíamos pasas. Una jarra de leche que nos bebíamos tapándonos las
narices porque se había puesto agria. Una manta cada cinco monjas, que teníamos que
dormir abrazadas las unas a las otras.
Esa pobreza no puede sino tener al alma preocupada por el cuerpo, y no al cuerpo
entregado a la elevación del alma.
Si el alma quiere la pobreza, el cuerpo no la sufre, la agradece. Cuánto tiempo estuvo
Cristo desnudo, sediento y hambriento, y sufriendo por nosotros, madre Teresa.
Cristo era hombre solo, y era Cristo. Nosotras seremos cinco mujeres llenas de pecados
contra Ávila entera. A Cristo podemos servirlo, podemos hablarle y, si Él quiere, puede
concedernos la gracia de Su voz o Su imagen. Pero imitarlo, madre, en Su divina
perfección, se me hace soberbia.
Ortega y Gasset, en un viejo artículo titulado Defensa del teólogo frente al místico,
argumentaba que hay que estar siempre con los teólogos, porque aunque es cierto que el
objeto de su especulación es especioso y abstracto, al menos tratan de volcar su
conocimiento acerca de Él en términos alcanzables por todos, o al menos por los
instruidos, como en la actualidad la Economía. La mística, en cambio, decía Ortega, se te
hurta siempre, el místico no tiene palabras para explicártelo o hacértelo sentir, pero eso no
es lo peor, lo peor es que no se le nota. Ese individuo, o individua, asegura haber estado en
contacto nada menos que con el Absoluto Viviente, sea del credo que sea, y en vez de
pasearse por la vida con una imborrable sonrisa de oreja a oreja lo que hace es pedir dinero
a sus seguidores, vestir como Rappel y dar consejos buenrollistas de libro de Paolo Coelho.
Ortega tenía toda la razón: si has merecido los favores de Dios, no puedes parecer tan
vulgar e interesado como un simple mortal, debes irradiar luz, debes ser, yo qué sé, como
el español rancio que la noche anterior se ha acostado con la Pantoja y se dirige ufano al
bar a contárselo a los amigos o como el fan de los Gun N´Roses que acaba de salir del
camerino de Axl Rose. Pues bien: todos los testimonios vienen a señalar que Teresa de
Jesús era así, tenía siempre como esa alegría en el cuerpo. Fue monja, sí, pero porque no le
dio la santa gana casarse:
Pero, Diego, aquí estoy a mis anchas, leo y escribo y nadie me da órdenes. Salgo cuando
quiero y cuando quiero puedo verte. No tengo que andar con la honra encima todo el
tiempo. No tengo que soportar a mi padre. No tengo que esconderme con mi hermana
para enseñarle a leer. Y tú y yo apenas tenemos que escondernos. Te juro que nadie
sospecha, y rezo constantemente a Dios y me mortifico para que nos perdone por ser de
alma tan flaca. Me has visto las llagas.
(Por cierto, Morales hace soltar a la Santa un “carajo” en la página 179 de mi edición que
queda muy bien, lo reconozco, pero que quizá no sea muy del siglo…; y otra cosa, Cristina,
el acertijo punk que lanzas en el prólogo para ir haciendo argamasa de iniciadas lo he
pillado, se trata de Kortatu, “Don Vito y la revuelta en el frenopático”, tú ya me entiendes,
que te ha quedado muy bien también, pero considérame iniciada y admitida desde ya).
¿Para qué casarse, qué fatiga, qué poca ambición, qué afán de sepultarse en vida, si puedes
ser la “meretriz espiritual” de la cristiandad, como dice de sí misma esta Teresa
contestataria del s. XXI? Al fin y al cabo, una monja está casada con el único hombre
completamente intachable, con el verdadero Príncipe Azul, que ni te fuerza, ni se mete con
tu edad, ni te falla nunca, ni te hace trabajar ni se va con otras, puesto que siempre y desde
el principio es compartido con todas. Ese que, a poco que le supliques, hasta te lava los
pies… Cristina Morales nació al año siguiente de la magnífica serie que protagonizó Concha
Velasco sobre la Santa, magnífica pero un tanto demasiado larga, y que pueden encontrar
en los archivos de RTVE en Internet. Tal vez por ello, le llega algo de beatífico y tonificante
influjo, y habla tan bien en nombre de aquella lejana y extraña mujer…
Pero ah, padre, qué tiranía la vuestra y la del relato, que solo halláis sentido en el
avance, como si la escritura fuera un escuadrón y la escritora su capitana. Tiranos
borrachos, que mandáis cien soldados a la muerte por clavar una bandera cuatro leguas
más allá. Para mí no hay victoria en la conquista, padre, sino en que los cien soldados
lleguen vivos, en que ninguna de estas cien páginas ande con muletas, ni pierda un ojo, ni
entre en la palabra FIN con los pies por delante. Yo no quiero clavar una bandera sino
cien, y clavarla en el sitio, sin moverme, y ahí quedar. Quiero que este libro sea un campo
sembrado de banderas ondeantes, de sus alféreces emancipadas; la huella dejada por un
escuadrón desertor que ya no avanza, que solo permanece y silba con el aire que transita
sus mástiles, sus cuerdas y sus arandelas.
Resulta que hay una especie de Benedetto Croce español, hombre polifacético que como el
italiano se consagró a todo tipo de actividades públicas pero que reservaba un rincón en su
azacaneada vida para la filosofía, y ese hombre fue el almeriense Nicolás Salmerón,
presidente durante unas pocas semanas de la Primera República. La diferencia entre
ambos, al margen de que Croce fue más joven, es que también escribió inmensamente más
que Salmerón, mejor conocido por artículos cortos y por la transcripción de su oratoria
política. Por lo demás, ambos fueron idealistas, en el doble sentido de filántropos y de
cultivadores del espíritu -nunca mejor dicho- del Idealismo Alemán, del que bebieron más
del lado de la izquierda hegeliana que de la otra, la cual tal vez apenas alentó hasta que la
rehabilitó Francis Fukuyama (lo que estos meses estamos viviendo en el plano
internacional no es, por cierto, más que “el fin del fin de la Historia”, en mi opinión). En
concreto, Salmerón había abrevado el krausismo directamente de los labios de Sanz del
Río, y como escribió Quintín Racionero -La Filosofía en la España de hoy, inédito-, la
(…) filosofía de Krause era sometida a una crítica histórica en la que se intentaban fijar las
peculiaridades del acceso de España a la modernidad. Pero, en todos ellos también, se
valoraba el peso de sus proyectos y realizaciones prácticas, así como, sobre todo, el talante
pacífico y razonador de sus conductas, lo que, trasladado a la situación del presente (y este
es un punto, creemos, sobre el que se ha llamado poco la atención), terminaba
postulándose como una suerte de imperativo moral, capaz de instituir una atmósfera de
sensatez y cordura para las nuevas tareas que se esperaban de la filosofía.
Antonio Guerrero se inspira en Racionero entre otros para elaborar su tesis, que no es otra
que la de que Salmerón, en efecto, representa un jalón ineludible de la filosofía ibérica,
pero prácticamente desconocido como tal. Lo que se pretende, pues, en La obra no escrita
(editado en Edual Arte y Humanidades) es nada menos que reconstruir el texto virtual de
ese pensamiento salmeroniano que no llegó a obrar negro sobre blanco, pero que sin duda
guiaba y justificaba las acciones del prohombre del Sexenio Democrático. Fue una buena
etapa de nuestra historia, aquella, una de esas de la que casi no cabe avergonzarse, hasta el
punto de que el propio Ortega y Gasset se sentía décadas después en comunión con ella
promulgándolo en los siguientes términos (en Gumersindo Azcárate ha muerto, El Sol en
1917):
Así hemos habitado el mismo girón del tiempo los hombres de la República, los hombres
de la Restauración y los que aún tenemos blanco y sin armas el escudo. Pues bien, nada
acaso indica mejor cuál será el futuro español, como notar el hecho de que los hombres con
el escudo blanco sentíamos mayor afinidad con los hombres de 1869 que con los
restauradores. Y no era, ciertamente, su República lo que nos atraía, eran su sentido moral
de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Frente a ellos, los hombres educados en la
Restauración parecían desmoralizados y frívolos, exentos de curiosidad y de estudio.
Aquéllos fueron profesores, escritores, amigos del libro y la idea. Estos eran, y son,
abogados, negociantes, aficionados a mínimas intrigas.
El krausismo fue la importación de un Hegel aguado hacia España, un Hegel más místico y
sublime aún que el Hegel original y en cierto modo moralizado, como si Kant hubiese
tenido la oportunidad de apostillar a su formidable sucesor. Pero supuso para España una
cierta Ilustración, una Ilustración tardía, vicaria y casi espectral en su duración, pero lo
suficientemente fructífera como para retoñar en la Institución Libre de Enseñanza, la
Residencia de Estudiantes, el primer PSOE de Pablo Iglesias y, según Gustavo Bueno,
alcanzando incluso el “pensamiento/Alicia” (yo es que soy muy pensamiento/Alicia, qué le
voy a hacer....) del zapaterismo. No obstante, el krausismo tuvo sus detractores, como
Marcelino Menéndez Pelayo, el reaccionario más genial de la cultura hispánica. Menéndez
Pelayo había sido alumno directo en la actual Universidad Complutense de Salmerón, y
siempre opinó que el maestro no decía más que paparruchas y que el krausismo era -carta
de juventud a un amigo- “una especie de masonería en la que los unos se protegen a los
otros, y el que una vez entra, tarde o nunca sale. No creas que esto son tonterías ni
extravagancias; esto es cosa sabida por todo el mundo”. Pese a ello, Don Marcelino, en Los
orígenes de la novela, tomo 4, y ya curado de los furores de la insolente juventud, escribe
que Salmerón era “persona de noble corazón y de purísimas intenciones”...
De lo que se trataba, al fin y al cabo, en el krausismo español, era de la heroica empresa de
sacudirse de encima el que ha sido el gran baldón de la historia de España, es decir, la
Iglesia Católica. Hemos sido más fervorosos que nadie, y por ello mismo más atrasados
que nadie en Europa, digan lo que digan los buenistas. Ortega y Gasset, en su España
invertebrada, cuyo centenario se cumple este año, no mencionó este factor, para que se vea
hasta qué punto la santa institución ha sido siempre intocable por estas tierras. Sin
embargo, Castelar, Salmerón, Pi y Margall y unos cuantos más se atrevieron con ella,
trataron de “aplastar a la infame”, como rugía un siglo antes Voltaire. Guerrero refiere todo
esto con sumo respeto y afán didáctico, además de situar a Salmerón en tanto antecedente
de Antonio Gramsci (Salmerón, con gran anchura de miras, se propuso conceder validez a
la Primera Internacional), como defensor de la libertad de expresión y de la libertad de
cátedra, y como el hombre que osó predicar la moralización de las instituciones españolas
en el marco de una “ética civil” -dicho con otras palabras: kantianizar un tanto a Hegel,
como digo, anticipándose con ello a nuestro actual Estado de Derecho, me temo que ya en
trance de derribo. Guerrero cuenta como la Institución Libre de Enseñanza fue el embrión
del programa educativo de la Segunda República, y uno entiende al leerlo que algo como
eso en la muy católica España no podía durar. Y eso que la otra pata del krausismo
consistía en renegar también de la Revolución marxista, por tanto ni Iglesia ni Revolución,
ni Cielo ultramundano ni Cielo cismundano, tan sólo armonía construida paciente,
diligentemente, en el Espíritu Objetivo de Hegel, o sea, en el estado jurídico y moral (en el
sentido de costumbre cívica, de “eticidad”) real de las cosas político-sociales de un tiempo.
Salmerón llevó a cabo así un intervencionismo moderado, como expone Guerrero, una
ética del compromiso con la realidad de su entorno y una suerte de filosofía práctica que no
dejó apenas tiempo, ni lugar, para convertirse en escritura y publicaciones, como en el caso
de Croce, pero que halló un espacio de inscripción sumamente fecundo en la praxis pública
de su época.
Nicolás Salmerón fue, en fin, un hombre recto, alciónico y grave (tan recto que dimitió de
la jefatura de gobierno en gran parte por negarse a firmar sentencias de muerte) que quiso
realizar “la idea superior de la vida, que hace del hombre su propio Dios” -1902.
Naturalmente que este propósito es de una ingenuidad superlativa, como diría Ortega, o de
una santidad laica, casi naïveté, amén de totalmente blasfema desde el punto de vista
clerical, pero Salmerón era completamente consciente de ello, y, según parece, se
justificaba a sí mismo valiéndose de las palabras de su maestro Julián Sanz del Río, el
primer krausista hispánico, cuando dijo que “el filósofo es un loco pacífico, en paz consigo
y con todos; mas su locura de hoy para el mundo es la razón de este mundo mañana”
(1874: 71). O enunciado a la manera hegeliana, contra todos los sedicentemente “realistas”
y pesimistas que en el mundo han sido, incluido el sin par Gustavo Bueno: la filosofía, vista
desde fuera, parece en efecto el mundo puesto del revés, pero tal vez sólo poniendo el
mundo bajo una perspectiva inusual, casi contra-natura, como hiciera Galileo Galilei con la
Física, se halle la manera de ir poniéndolo al derecho... El estupendo libro de Antonio
Guerrero, explorando y exhumando esa “senda perdida” de la tradición española que es tan
nuestra, que forma parte de nuestra raíz tanto como las fuerzas restauracionistas que están
resurgiendo ahora, contribuye espléndidamente, a mi parecer, a una tal noble tarea, como
lo hubieran expresado a la sazón.
“¡Absalón, Absalón!”, William Faulkner
Charles Baudelaire.
Sí, para ellos: los de aquel día y los de aquel entonces, un tiempo acabado, concluido,
extinto, personas también como nosotros, víctimas como nosotros también, sólo que
víctimas de circunstancias distintas, más simples y por tanto integérrimas, de mayor
amplitud, más heroicas, y sus figuras más heroicas también, no concernidas, ni
empequeñecidas, ni complicadas, sino distintas, nítidas, sin pliegues, que poseían el don
de amar de golpe y morir de golpe en vez de ser criaturas difusas y desmadejadas y
aventadas, extraídas a ciegas y trozo a trozo de un bolso lleno de todo y de nada y
ensambladas de cualquier manera, autores y víctimas también de un millar de
homicidios de un millar de cópulas y divorcios.
“Los asquerosos” o del eremita ateo
La última novela de Santiago Lorenzo, que salió el año pasado, pero que sigue coleando en
este, es uno de los libros más deprimentes que he leído en mi vida. No era ese, sin duda, el
propósito del autor, ni mucho menos, se le nota a la legua que lo ha pasado teta
escribiéndolo, y seguro que hasta lectores hay que lo han encontrado divertido. En
realidad, yo también, casi siempre, puesto que pertenece a esa especie literaria -si es que es
literaria, y no más bien de monólogo del Club de la Comedia, pero esculpiendo las frases-
tan nuestra y tan actual en la que los recursos descriptivos se recrean onanísticamente en
sí mismos y terminan por importar más que lo descrito, y donde el reto parece consistir en
mostrar incesantemente musculatura léxica y, tirando de ella, si acaso golpear sin
clemencia a toda pobre criatura que se cruce por tu alcoba ficcional. El narrador, así, se
postula y se autoinviste como más listo y de mejor gusto que nadie, ya no narrador
omnisciente, como dicen los filólogos, sino narrador omni-irónico, omnisuperior,
omnifustigante (“omnívoros con el genital tapado”, denomina en cierto momento a sus
congéneres el narrador), y el juego literario al que se consagra es nada menos que el de
despellejar al mundo, mediante el uso armado y peligroso del adjetivo. Lorenzo en esto es
un campeón, sobre todo porque ha elegido una diana fácil, en mi opinión: ese colectivo que
llamamos despectivamente canis, chonis, los “chavs” de Owen Jones, la clase/mierda, esos
seres humanos peculiares y exclusivos de nuestro tiempo que, como dice Lorenzo en boca
de su protagonista, más que hombres son secuelas. Secuelas, claro, del consumo, de la
publicidad, de las modas esotéricas, de la charlatanería pseudocientífica, de la horterada
estética, de la idolatría tecnológica y ante todo de la religión terminal del “disfrute”, que es
lo que nos ha quedado de culto espúreo y mundano tras la muerte del Dios
nacionalcatólico. Santiago Lorenzo dedica muchas páginas verdaderamente desopilantes a
escarnecer la ordinariez y gregarismo de ese tipo de gente, párrafos y párrafos tan
conceptistas como duros en los que se ceba y se despacha a gusto, para los que a veces
hasta se inventa vocablos nuevos, inserta algunos cultérrimos o deforma los existentes a fin
de consumar hasta las heces el holocausto verbal de sus antagonistas, el muy sádico, o el
muy moralista. Busca con ello, por supuesto, la complicidad del lector, que si está como
está ante su libro, que es un tipo de libro distinto de los que te promocionan en la tele, se
supone que queda automáticamente exonerado de “mochufismo”, que es el nombre con
que se califica aquí el estilo vital de esa chusma, de esa plebe a la que Lorenzo execra
profusamente (porque, además, sabemos que el propio Lorenzo vive de modo semejante a
su protagonista, practicando soledades en una casa situada en un pueblo perdido donde se
hace sus cositas sin que nadie le moleste, entre ellas este libro atípico, casi más confesión
filosófica en clave de burlaveras que novela propiamente dicha, ya que, por ejemplo, tan
sólo tienen algún relieve tres personajes escasos).
Pero resulta deprimente, Santiago, coño, reconócelo. ¿Cómo se puede entonar el canto del
cangrejo ermitaño, del caracol en su concha, del Narciso perdido enteramente en su espejo,
sin ser un misántropo, sin entonar por antistrofa el odio a la humanidad, sin dinamitar los
cimientos del contrato social? Decía Aristóteles que aquel que vive fuera de todo contacto
social es una bestia o un dios, y este relato se decanta claramente por lo segundo. Manuel,
el Robinsón rural, anacoreta obseso, es como un dios indigente para su tío, que le observa y
sabe de él desde lejos. Como un dios o como un adorador de Dios, pero en este caso del
Dios espinosista, que no pide ni exige nada, pero tampoco da nada, excepto, si aciertas a
enfocarlo bien, beatitud… Pues bien, yo no me lo creo. No creo ni en la impasible beatitud
espinosista, ni en la recoleta Nada divina del Maestro Eckhart, ni en la vuelta al útero de
Santiago Lorenzo. Me creo mucho más, ya puestos, el tingladillo del famoso Thoreau: soy
un místico, voy a vivir al campo en completa soledad dos años, pero mientras me escribo
un libro muy cuidado, pasado ese tiempo me vuelvo y que se entere el mundo. Esto sí que
es reconociblemente humano, sin ser per se demasiado mochufo -aunque sí, desde luego,
fertilizador de futuras mochufadas-, y que es además lo que ha hecho, por cierto, el propio
Lorenzo. Kafka escribió una vez: “en la lucha entre el yo y el mundo, siempre termina por
vencer el mundo”. Aquí no, aquí vence el yo, un yo fanático de la soledad que no alberga
ninguna esperanza positiva en la compañía humana, para el que no sirve ya el retruécano
kantiano -y casi de Lorenzo- que dicta acerca de la “insociable insociabilidad” del hombre,
y que constituye sin haberlo buscado un avatar literario del Übermensch de Nietzsche,
nihilismo devastador incluido…
Rafael Sánchez Ferlosio o de la orfebrería de la verdad
Hace algunos años tuve un compañero de Lengua y Literatura, hombre muy letrado y con
alguna publicación en su haber (de la cual escribí reseña por amistad, pero sin haberla
leído: también la verdad se inventa…), que me confío fumando un cigarrillo a la salida del
I.E.S. correspondiente que una mañana de su juventud universitaria había acudido
nervioso al despacho de Agustín García Calvo con el pretexto de consultarle una duda
erudita. Allí se lo encontró platicando alegremente con Rafael Sánchez Ferlosio,
compañero de fatigas -y delicias…- filológicas y gramáticas, a lo que mi amigo reunió valor
y preguntó al segundo cómo es que no había continuado con su exitosa carrera literaria,
que tanta fama y premios le había reportado. Según parece -que lo mismo mi colega
también se inventa a su manera la verdad…-, Ferlosio respondió muy serio que había
dejado de interesarle la ficción, que ahora tan sólo se dedicaba a la verdad. Eso, dicho
delante de Don Agustín, al que la apelación a la verdad le parecía la típica mentira de
filosofantes, tuvo su mérito, su arranque de vanidad y hasta su puntito de desafío, o así me
lo imagine yo. Pero está bien, me gusta. Significa, creo, que la narrativa tiene mucho de
artificioso, de ejercicio de prestidigitación técnica, de señor que el domingo por la mañana
talla y pinta cada pequeña pieza de una maqueta hasta terminar con el paisaje entero
miniaturizado de una vía de ferrocarril atravesando un pueblo pintoresco rodeado de
montañas. En cambio, la verdad hay que investigarla, hay que rebuscarla entre los libros y
acuñarla en la cabeza, sin saber de antemano qué figura va a adoptar, que es exactamente
esa que luego va a modelar la prosa serpenteante en la página en blanco. La literatura
busca, así, como su máxima meta, lograr transmitir el efecto estético premeditado,
mientras que el ensayo, en cambio, reconstruye delante del lector el rastro sorpresivo de
un concepto. Y quizá sea por eso que Ferlosio dejó atrás experimentos tan dispares y
minuciosos como la paleta de color de Alfanhuí (donde, contra John Locke, uno llega a
imaginar tonalidades cromáticas inexistentes que jamás ha percibido previamente) y el
magnetofón indiscreto y trivial de El Jarama, para vestirse la toga de Michel de Montaigne
y hundirse en volúmenes y legajos como un monje trapense encerrado en su celda en pos
de la mejor glosa del fenómeno que se escurre, o de la palabra que clava la cosa al folio de
la propia mente.
Tuvo, en efecto, la vida de Rafael Sánchez Ferlosio, que hoy despedimos, algo de retirada
permanente al monasterio de sí mismo, de ese querer voluntariamente situarse en la
posición del espectador como decía su a menudo admirado Ortega, allí donde se observa a
los demás con un ojo, a los libros con el otro, y juntando ambos se va esculpiendo
pacientemente la verdad como quien labra casi sin respirar ni hacer ruido la imagen de un
santo. Ferlosio era más severo y profundo que Ortega, en el fondo un hombre de mundo
que se desvivía por gustar a su público, pero a la vez más ligero y sardónico que Rilke, que
parece estar siempre orando en el templo de la sagrada poesía. Recuerdo un artículo en
Homilía del ratón donde se trataba del terrorismo; Ferlosio era capaz de sacar los temas
más descabellados y rebuscados y darles una forma exacta y rigurosa, pero esta vez se
trataba de algo tan actual y omnipresente como el terrorismo, en ese momento
protagonizado de modo incansable en los informativos españoles por ETA. Pues bien:
Ferlosio le sacaba las entrañas al asunto, decía lo que se tenía que decir, con claridad y
desapasionamiento, y aquello todavía se podría seguir aplicando palabra por palabra hoy a
las nuevas modalidades actuales de terrorismo internacional. Es verdad que Ferlosio era
ese tipo de intelectual que parece venir de otro tiempo, sobradamente capaz de ponerse a
analizar Internet o el Hip-hop pero del que ya sabemos incluso antes de leer sus razones
que le van a gustar poco tanto Internet como el Hip-hop, porque él está hecho como de
otro material más antiguo y venerable, para el cual el mundo de sus nietos y bisnietos le va
a encontrar entre escandalizado y cauteloso. No por la mucha edad que llegó a acumular,
no porque la memoria de su padre nos retrotraiga a un universo que está en la forja misma
de la España triste que retorna ahora para desesperación e incredulidad nuestra, sino
porque Ferlosio era un hombre de Gutenberg, un devoto de la imprenta, un apasionado de
las letras que encontraba más placer en darle otra vuelta de tuerca al Quijote que en
criticar a Netflix o HBO.
Sin embargo, me temo que cosas como Netflix o HBO o Internet o el Hip-hop van ganar la
partida, que por su causa vamos a olvidar a estos hombres, estos peculiares morabitos de
vida privilegiada pero austera, estos viejos orfebres de la verdad pertenecientes a tiempos
en los que se respetaba el honor y se conocía el pudor, y que especialmente la obra de
Rafael Sánchez Ferlosio, tan rara, heterogénea y barroca como es se va a convertir
inexorablemente en pasto de tesis doctorales y homenajes póstumos, pero no de lecturas y
concepciones frescas para nuevos espectadores de las locuras humanas. El humanismo,
pues -lo proclaman ya por igual trashumanistas y antinatalistas-, como una antigualla, un
fósil, una reliquia y, en último término, y como diría Rafael Sánchez Ferlosio, como un
pecio, un pecio enorme y prestigioso, quizá, pero comido por los peces y la herrumbre. No
obstante, las humanidades existieron, y existieron precisamente como obsesión personal
de ciertos individuos extravagantes, casi autistas, que prefirieron el saber a la vida, la letra
impresa al trato humano y la libertad de criterio a la normalidad imperante. Ahora, como
ya no les comprendemos, esperamos a que se mueran y entonces les colocamos en el
pedestal que les teníamos reservado, pero, como se puede leer en Vendrán más años malos
y nos harán más ciegos (otro libro del todo inclasificable, en Destino, de 1993)…
O, dicho con otras palabras del mismo libro, más patéticas pero también más causticas…
Cuando hoy en nuestro país tanta gente ha acudido de nuevo al reclamo de la España pre-
democrática es porque tiene mala memoria o porque no tiene memoria en absoluto. En el
primer caso, se trata de aquellos que tal vez echen de menos su juventud, pero pasando por
alto cuánto les echaron a ellos mismos de esa juventud para hundirles en una vida de
conformismo y privaciones (si no materiales, a partir del abrazo de Eisenhower, de las
otras). En el segundo caso, se trata de adolescentes a los que, en mi opinión, la falta de
incentivos de una vida adulta en la que -como leímos en la prensa- el 98 % de su sueldo se
irá en el pago del alquiler les hace desear un padre fuerte, un padre renovado y con puño
de hierro que les infunda confianza y les diga algo así como “hijo, vas a salir adelante en
este mundo confuso, mestizo y globalizado aunque tengamos que abrirnos paso a
cuchilladas”. Ni unos ni otros van a realizar el auténtico ejercicio de anamnesis, que sería
leer la novela que Carmen Laforet, un genio de 23 años a la sazón, urdió en el año 1945,
uno de los ejes axiales del pasado siglo. Y no lo van a hacer porque “Nada” ya no es más
que un sepulcro cuya necrológica figura en los libros de texto de Lengua y literatura de la
Educación Secundaria Obligatoria, y además también porque resulta amarguísimo leerlo.
Yo nací cinco años antes de la muerte del dictador, y creo que todavía me alcanzó algo del
tufo de los años que describe, con el valor de quien abre y atisba al fondo una sentina, esta
escritora excepcional. Hay quien califica a “Nada” de novela existencialista, sobre todo por
los tiempos de su producción, pero me parece que eso no tendría mérito, como no lo
tendría si Franz Kafka fuera literatura fantástica: lo grande, lo pavoroso tanto de la una
como del otro estriba en que los interpretemos como hiperrealismo puro…
No pienso contar aquí ni una coma de lo que se relata en el libro, es cosa de cada uno
volver a él o interesarse por su trama, a la que encuentro un poco arbitraria y folletinesca al
final. Me absorbe y me acojona mucho más el ambiente, ese ambiente de puchero,
remiendos, mal humor y bajeza incluso en la gloria de un puerto de mar como lo es
Barcelona, me es incluso familiar tantas décadas después, como le es familiar a un preso
cierta peste contemplando el mar desde el muelle. Laforet comienza pintándolo así:
Con frecuencia me encontré sorprendida, entre aquellas gentes de la calle de Aribau, por
el aspecto de tragedia que tomaban los sucesos más nimios, a pesar de que aquellos seres
llevaban cada uno un peso, una obsesión real dentro de sí, a la que pocas veces aludían
directamente.
Yo lo llamaría mugre, la mugre de la España victoriosa, que todavía hay tantas personas
mayores aquí que portan carcomiéndoles el alma. Hace tanto de aquello y todavía les pesa,
les mina como a los personajes de Laforet. Ella lo denomina “tragedia”, pero ojala lo fuese
de verdad. No es una tragedia a la manera de Sófocles, que se eleva hasta oscurecer el cielo
y abochornar a los dioses, es una tragedia a lo Buero Vallejo, pequeña y triste, como una
zanja de obra que provoca un escape de gas (natural, como cantaba Antonio Vega).
Algunos aún la hemos visto, la hemos sufrido todavía de niños y seguimos advirtiendo sus
signos por aquí y por allí. Pero tampoco era sufrimiento, exactamente… ¿quién sufre de
verdad en el país del sol, de la palabrota fácil, del vino con tapa, de Berlanga y de Torrente
el brazo facha de la Ley? Los nórdicos sufren mucho más que nosotros, son unos expertos
en sufrir con entereza y abrigo de piel. Era más bien el mal, un mal asequible, doméstico,
ese que se puede hacer sin esfuerzo a alguien más débil que tú y que vive en tu misma casa
o en tu mismo vecindario sólo porque la vida ha sido injusta contigo, y hay que continuar
la cadena descendente de collejas (escuché eso cuanto era niño, precisamente, creo que fue
a un ex militar borrachín muy salao, en Bermeo o en el Puerto de Santa María, o sea,
también en un puerto de mar: cuando mandaba Franco, el tío Pacheco, las hostias caían
escalonadamente desde el caudillo hasta el soldado raso o al policía o al cura y de estos al
mero civil, que se las trasladaba generosamente a su mujer o a su hijo, y este al gordito de
la clase, etc.: había, pues, perfecto derecho y un timbre de gloria en cascar a tu inferior, y
nadie se lo tomaba a mal, siempre y cuando en su momento conquistase el privilegio a
hacer lo mismo sobre dos o tres víctimas inocentes, aunque fueran moscas o lagartos; algo
de esto todavía puede verse en las viejas Historias de la puta mili de ese muerto sin
homenajear y con nombre de impuesto, Ramón Tosas Ivá). Simone Weil lo decía mejor:
Si se le hace mal a alguien, el mal penetra verdaderamente en él; no sólo el dolor, el
sufrimiento, sino el horror mismo del mal. Igual que los hombres poseen el poder
transmitirse el bien los unos a los otros, poseen también el poder de transmitirse el mal.
Puede transmitirse el mal a un ser humano al adularlo, al proporcionarle bienestar y
placeres; pero lo más frecuente es que los hombres transmitan el mal a los hombres
haciéndoles el mal.
Yo -perdón por este segundo Ego de entrada que perpetro- lo tengo en mi sangre así, lo
huelo todavía así. Mis hijos, en cambio, no sabrán nunca nada de eso, a no ser que unos
malnacidos consigan que vuelva parcialmente. No sabría definirlo, es algo así como
envilecer al pueblo, tal vez para hacerlo cómplice, o en la misma operación en la que se le
hace cómplice. Como decir: han muerto un millón de compatriotas, también eres culpable
tú por asumirlo sin rechistar. Y, a partir de ahí, cómete con alegría a Manolo Escobar, a
Paco Martínez Soria y a la Ley de Vagabundos y Maleantes. Pues de eso va el “Nada” de
Laforet, si no me equivoco, engendrado justo en el filo que va del fin de la esperanza al
comienzo de la paz (Ha estallado la paz, como tituló Gironella: cosecha de grandes
escritores de ambos bandos, Barea, Aub…; Pero que tampoco leerán los patriotas, aunque
igual hasta sí…), de esto mismo que escribió ella:
Y los tres pensábamos en nosotros mismos sin salir de los límites estrechos de aquella
vida. Ni él, ni Román, con su falsa apariencia endiosada. Él, Román, más mezquino, más
cogido que nadie en las minúsculas raíces de lo cotidiano. Chupada su vida, sus
facultades, su arte, por la pasión de aquella efervescencia de la casa. Él, Román, capaz
de fisgar en mis maletas y de inventar mentiras y enredos contra un ser a quien afectaba
despreciar hasta la ignorancia absoluta de su existencia.
El tal Román ni siquiera se ampara en la virtud para hacer el mal, ese es si acaso el
subterfugio de las mujeres en “Nada”. Román es simplemente el resentido en una tierra de
resentidos, de modo que no tiene ni por qué disimularlo. Es la mugre, pero también es la
furia, como en el documental de Julen Temple del año 2000. La protagonista, Andrea,
detecta perfectamente el destino que la aguarda si se queda en esa casa, de la que poco a
poco termina por no soportar a nadie. Hay que romper, hay que marcharse, o bella ciao,
bella ciao, bella ciao, ciao, ciao. No para hacer vida de guerrillera, de partisana, sino
seguramente tan solo para olvidar la génesis de tanta roña aunque se siga construyendo
sobre ella, que es lo que ha hecho España desde entonces. La posguerra española fue
espantosa, pero muchos supieron aprovechar la oportunidad. Luego vino un largo periodo
de tranquilidad y penoso crecimiento, puesto que tranquilidad viene de tranca. La
población común se acostumbró a la desdicha, y, como dice de nuevo Simone Weil, ni las
personalidades ni los partidos conceden jamás audiencia ni a la verdad ni a la desdicha (las
dos citas son de La persona y lo sagrado). Desdicha que no es infelicidad -¿cómo se va a ser
infeliz de verdad en el país del sol, de la palabrota fácil, del vino con tapa, de Berlanga y de
Billy el niño el brazo fascista de la Ley?-, sino derrota interior irremisible. Bueno, pues
todo esto es quizá lo que no recuerdan bien nuestros mayores, y de lo que no saben nada
los adolescentes. El modesto libro (digo modesto porque no es trilogía ni pretende
aprehender la guerra como los mencionados antes) de Laforet sigue ahí, pero nadie lo va a
leer ni por mandato gubernamental. Total, ya lo tenemos prácticamente de vuelta…
110 años de Gonzalo Torrente Ballester, imaginación y lampreas
Este junio de caprichosas temperaturas, exactamente pasado mañana, se cumplen 110 años
del nacimiento de Torrente Ballester, historiador, filósofo, columnista, dramaturgo,
profesor, traductor, académico de la lengua, padre múltiple como Bach y literato español,
más los dos últimos ítems que todos los anteriores. Recibió infinidad de premios y
reconocimientos, no se podía quejar, y llegó hasta muy viejo, el hombre. Yo le vi a
principios de los noventa en la facultad de Periodismo, creo que era, en una especie de
mesa redonda en honor de Augusto Roa Bastos. Yo fui por él, no por Roa Bastos, del cual
no he leído nada, mientras que de Torrente (no confundir con el personaje de Santiago
Segura que anticipó a los cargos medios y base electoral de Vox) conocía más de la mitad
de su extensa producción. Estaba hecho un guiñapo, todo hay que decirlo. La “mala salud
de hierro”, que decía Voltaire. Le tuvieron que llevar en volandas hasta el estrado, como
costaleros: Torrente Ballester procesionado. Pero una vez allí, cabeza lúcida y cachonda,
con grandes lentes de concha. Presentó a Roa Bastos como “ese jodío que escribe
puñeteramente bien”. Luego contó que según se acercaba al solemne evento se había
cruzado con una mujer de bandera, de esas que taconean y tal y que tanto siguen gustando
a Javier Marías y Pérez Reverte, y que se había preguntado a sí mismo: “¡pero bueno!, ¿es
que esto nunca se acaba?...” Como la anécdota de Fontenelle, que llegó a los 100 años
-antes también se llegaba a los cien años, que nos engañan los Steven Pinker...-, y que
cuando tenía ochentaytantos se cruzó con una mademoiselle francesa dicieciochesca,
miriñaque y tal, y exclamó entusiasta un “¡me pilla esa a mí con veinte años menos!...”
Torrente también era así de mujeriego, con ese aspecto de alfeñique y ese rostro de mosca
Puk, pero, ojo, un respeto: once hijos en ristre. Johann Sebastian Bach era luterano de
escricta observancia, el Quinto Evangelista nada menos, ni se lo menciones; Torrente no sé
si es que estaba “a favor de la vida” o en contra del preservativo...
En sus novelas, de hecho, hay mucho diálogo y situación galante. Ya no recuerdo si es en
La isla de los jacintos cortados, o en La rosa de los vientos, ambas deliciosas, donde unas
mujeres como de el Sueño de una noche de verano conspiran para inventarse a Napoleón
Bonaparte. Únicamente le ponen un talón de Aquiles: gran conductor de hombres pero
gran torpeza con las mujeres. Para que luego digan que la política del fake news y del bulo
lo hemos inventado nosotros. Torrente Ballester a menudo hacía eso: no concebía a una
mujer protagonista (sus protagonistas eran varones atribulados y sensibles, un poco
barojianos), pero las mujeres eran coro imprescindible, inteligente y seductor, de la acción.
Incluso en algunas de las primeras novelas, divertidísimas las dos, El golpe de estado de
Guadalupe Limón y La Bella Durmiente va a la escuela, las dos féminas citadas eran menos
sujeto que sujetadas, por emplear el retruécano de Foucault. Está muy olvidado Torrente
hoy en día, como Roa Bastos, cuando sería la lectura ideal para los chavales de la ESO y
Bachillerato que tienen que comerse La Celestina, El árbol de la ciencia, La casa de
Bernarda Alba, Historia de una escalera o Crónica de una muerte anunciada, obras que son
excelentes, sin duda, pero sólo si tienes más de treinta años, y me quedo corto. O lo que es
peor: esa subclase de escritores que se han especializado en literatura juvenil -Dios sabrá lo
que es eso, habitualmente sucedáneos de Tolkien, Rowling o Salinger-, y que a los
profesores de Lengua y Literatura les caen la mar de simpáticos. ¡Almas de cántaro, no
sería más fácil encargarles algunos de los torrentinos antedichos, para que disfruten
leyendo, o, si hay que hacerles sufrir necesariamente, Don Juan o La saga/fuga de JB,
cuyas complicaciones técnicas y aquelarre interior están al servicio del gozo!
Torrente Ballester se preciaba (lo cuenta en Cuadernos de un vate vago, sus grabaciones
magnetofónicas del proceso creativo, a solas consigo mismo y con la luz apagada) sobre
todas las cosas de su imaginación. Las lecciones morales o políticas le parecían
secundarias, cuando no irrelevantes, una reacción previsible en alguien que a su vuelta a
España en plena Guerra Civil tuvo que afiliarse a la Falange, como quién se enrola en los
Boy Scouts pero blindando con ello socialmente a su familia. La imaginación era
precisamente lo que el Régimen no tenía, y escritores del realismo patrio había más que
olas en el mar. Críticos o conformistas, para cantar la situación presente no faltaban
aspirantes a poetas y novelistas, y por eso, estoy convencido, Torrente Ballester prefirió
soñar cualquier cosa menos España, y deleitarse en escenarios ficticios, en vez de en la
miseria moral del país. Incluso cuando escribió prosa realista, como en Off-side o la
trilogía de Los gozos y las sombras, había demasiada experimentación narrativa, en la
primera, o demasiado culebrón adictivo, en la segunda. Nada, por tanto, que tenga que ver
con Ignacio Aldecoa o Juan García Hortelano. Torrente era autor de frases como estas, que
podrían fascinar a un adolescente si es que algo fuera de un videojuego, un baile nuevo o
una película de miedo es capaz de hacerlo: A Zeus padre de todos, Dios le bendiga,
desparramando la mente por ese mismo infinito hasta sus mismos bordes, que es todo lo
que él puede alcanzar, y como más allá comienzan la eternidad y el misterio, que no le
caben en la cabeza, para ver si alcanza algo, mete la mano en aquel río oscuro y la saca
mordida de pirañas (El hostal de los dioses amables, cuento) ¿No es una genialidad, dicha
como de paso, con informalidad e ironía, algo que jamás encontrarás en las obras
completas de Antonio Buero Vallejo?
Dejo ahí la idea, como se dice ahora. Una greguería de Ramón Gómez de la Serna rezaba si
se pudiese aprovechar el aburrimiento, tendríamos el salto de agua con más millones de
caballos de fuerza. Propongo conectar cables al cuerpo de los estudiantes mientras que
tratan de exprimirle algún gustillo a Don Benito Pérez Galdós, que es muy grande, pero
cuya hondura no se aprecia tanto a esas edades. De poseer la tecnología, íbamos a
prescindir hasta de las placas solares. Que lean, los chavales, Las sombras recobradas, que
es otra compilación de relatos, relatos históricos de imaginación alegre y saltarina y de
alguna erudición que buena falta les hace. Y, luego, algo más mayores, Daphne y ensueños,
que es un delirio gallego, repleto de meigas, que haberlas haylas, y donde Torrente
enmienda la Batalla de Trafalgar a favor de la chapuza hispánica. Filosóficamente, me da la
impresión de que Torrente era orteguiano, pero no se metía mucho en esos embrollos.
Hacía unos prólogos geniales, de sus propias obras y de las de otros, muy personales -si no
eres personal para qué escribes- y cuajados de ideas. En sus últimos años, consiguió vender
bien Filomeno, a mi pesar, también algo barojiana en la caracterización de su protagonista
-una “sensualidad pervertida” como la de Carlos Deza- y la descripción de la vida de
provincias, y Crónica del Rey Pasmado, de la que se hizo película tan sólo porque tenían al
actor perfecto. Yo lo pasé muy bien leyendo quince o veinte novelas seguidas suyas, en
tiempos de mi carrera, me sacaban de ese aire cargado, enrarecido, siempre teologal, sub
specie aeternitatis, de las clases de Filosofía. Gonzalo Torrente Ballester sabía filosofía,
pero sólo la empleaba en ensayos y prólogos. Para la narrativa, mucha imaginación, urdida
en un cuarto a oscuras, lejos de esposa e hijos, y muchas lampreas, las lampreas
estructuralistas que surcan las riadas de texto imparable de la crónica de Castroforte de
Baralla. Era, creo, o las lampreas gallegas inexistentes, que se alimentan de muertos, o los
muertos reales de la dictadura, con los que se alimentaba la conformidad social, y Torrente
había nacido en Ferrol, igual que el generalísimo Franco...
Cuando Torrente volvió a España desde Paris tras enterarse del golpe de estado del ejercito
sublevado, vio desde su autobús cientos de cadáveres en las cunetas. No queriendo formar
parte de ellos, se hizo falangista junto con otros intelectuales de la época, como ya he
mencionado. Pero no le gustó la experiencia. En 1962 firmó un manifiesto a favor de los
mineros asturianos en huelga, lo que le costó la execración pública y la pérdida de sus
medios de vida profesionales. No obstante, la imaginación siguió ahí, intacta, y Torrente,
con tantos méritos académicos, fue unos años después invitado a varias universidades
norteamericanas. Desde allí, como antes Pedro Salinas o Luís Cernuda, se veían las cosas
de otra manera, se podían imaginar lampreas de laberíntica configuración y locas
consecuencias (Torrente, por cierto, negó siempre la influencia en La saga/fuga... del
llamado “realismo mágico”, pero no es muy de creer). Como dice su apologeta, Alicia
Giménez, en su aséptica biografía publicada en Barcanova: la Literatura dejará de reflejar
la realidad para transformarla incorporándole unos valores imaginativos, no moralizantes,
que en algún momento podrán representar la única vía transitable para el hombre: su
libertad de pensar y crear. Lean cualquier cosa de Gonzalo Torrente Ballester, olvídense de
la Falange, que son todas amenas, chispeantes, ágiles y nimbadas de un aura encantadora
de cultura sin pretenciosidad.
Los amores fallidos: Seth, Gopegui, McEwan...
El amor es como una goma elástica que dos personas sujetan cada una por un lado;
cuando una de las dos la suelta al otro le da en la cara.
Enrique Jardiel Poncela
La diferencia entre los amores que se te dan hechos y los buscados por uno mismo está en
que los últimos consisten en un juego, y en un juego mucho más duro que el rugby o el
poker. Uno deja de ser niño o niña el instante mismo en que activa el radar y se pone en
actitud de alerta para gustar o ser gustado. Antes de entonces, y si has tenido suerte, el
amor tan sólo era una piscina hospitalaria y tibia en que chapoteabas con tu familia,
algunos amigos, tres personajes de Pixar y Naruto Shippuden, por referirme a la
actualidad. Súbitamente, elevas la cabeza de ese caldo confortable como si fuera un
periscopio y empiezas a mirar fuera, con el hambre característica de aquel tipo de la
canción de Richard Thomson que salía de la cárcel dispuesto a romper corazones. Decía
Borges, con la ironía acre propia del feote -y en una reseña de juventud poco leída-, que el
amor consiste en la magnífica oportunidad de que dos seres se encuentren mutuamente
milagrosos. La pregunta es si el amor romántico, tal como lo hemos heredado y
practicamos fervientemente, consiste en encontrar lo sobrenatural en la persona del otro o
más bien en que él lo encuentre en tí. Mis alumnos piensan que es lo primero, pero yo me
temo que se equivocan de edad, y que si eso es también posible (el amor no correspondido,
por ejemplo, que elogiaba Rilke, o el llamado “platónico”, que no está así en Platón...) no lo
es desde luego en el teatro de la adolescencia. ¿Quién renunciaría al juego de ser
sumamente especial para alguien, aunque tú te conozcas bien, o medio bien, y en cualquier
caso seas tan especial para tí mismo como lo pueda ser una pantufla en tu dormitorio? (por
cierto, que los filósofos del Realismo Especulativo han descubierto toda una nueva
ontología a partir de las pantuflas...) Ya digo que en el momento en que pagas tu entrada
en ese baile, dejas de ser un niño para el cual el amor es un milieu, y pasas a ser un
mendigo tirado en la calle y sin blanca suplicando amor a la vez que un director de
recursos humanos del amor. El amor de pareja es peor que el rugby, peor que el poker,
peor que el bingo, si me apuráis, si acaso es una especie de strip-poker, ya que lo que te
juegas es la aceptación de los demás y con ella la de ti mismo en pelotas. La seducción
consiste, de hecho, en un jugar a las prendas, con el objetivo de quedarte finalmente sin
prendas. El sexo es lo menos importante, el sexo seguramente lo hagan cien veces mejor
que en las películas porno un matrimonio tradicional de pueblo cada sábado en la era
cuando los niños están dormidos y entran las ganillas y las gallinas, aunque tu cónyuge no
se depile y huela a establo. Lo que se viene a llamar un “caliqueño”, vamos, y no hay
caliqueño como Dios manda en la industria porno, hay como mucho fitness y
“masturbación asistida”, como decía el Conde Lequio, que de esto sabe un rato.
El amor, como el poder, son los dos juegos que te pueden destrozar, y por eso atraen a los
más audaces. La sabiduría, en cambio, que es el tercer gran juego antropológico, sólo te
destruye si eres un Hölderlin (cuyo 250 aniversario de nacimiento se cumple ahora, junto
al de Hegel), es decir, un serafín rubio cuyo reino no es de este mundo o un viejo taradillo
que adivina dioses hasta en los zaguanes oscuros. La sabiduría, de antemano, es botín de
escaqueados, de apocados, un juego más o menos garantizado en el que resulta difícil
perder, mientras que el poder, y el amor, establecen un certámen, sientan unas reglas, y
discriminan implacablemente entre el mejor y el peor. No todo el mundo se apuesta su
corazón en el amor, porque para ello primero hay que tenerlo, pero si no lo tienes, siempre
puedes adquirirlo en el mercado de la música pop, de las telenovelas de la tarde, del Meetic
o del Tinder/Sorpresa -y menudas sorpresas... Para colmo, como con todo lo que parece
prima facie lo más valioso y perdurable de la vida, que ya es para sospechar como nos lo
proclaman constantemente, el amor esconde una trastienda repugnante de explotación,
perversidades, degradación y muerte. A mi no me intriga tanto la pregunta de la Teodicea
en sí, eso típico de “cómo puede consentir Dios los males del mundo, eso va a ser que no
existe”, porque ya inventó Agustín el liber arbitrio humano para justificarlo, lo que me
extraña de verdad es cómo puede Dios, si existiera, haber diseñado sus más grandes y
admirables bienes sin un “password” que les impida ser revertidos y convertidos en los
más atroces males. Pongo otro ejemplo que no implique la carne pecadora, aunque
tampoco la expulse de su seno: existe la música, la gran música y la pequeña música, que a
pocos, muy pocos, les resulta indiferente, pero existe también la música de tufillo cervecero
que se escucha en un garito de neonazis antes de salir exaltados de caza. El amor es un
juego tan universalmente participado (y los que dicen no jugar, como el clero católico, son
los peores...) que nos olvidamos de que es sólo un juego y entonces deviene fácilmente
esclavitud y miseria. Como todo juego, el amor aplica normas idénticas y despiadadas a
personas desiguales y con dotaciones de entrada muy diferentes, no es justo ni ecuánime,
las cartas están trucadas, pero la realidad se abre paso igualmente, de manera que hasta el
más reticente -yo conocí sólo a uno, pero presiento que ya estará emparejado con otra
reticente y tenido ambos “reticentitos”...- a jugar termina por probar suerte.
El matrimonio es una institución que no engaña. Sólo con decir que es una institución ya
se ha dicho todo, y el que no lo entienda que se lo haga mirar. El matrimonio es el
“remedium concupiscentiae”, que junta a los rotos con los descosidos y vela porque a nadie
le falte el caliqueño del sábado a cambio de que frecuente lo menos posible los bares de
carretera, ellos, o las películas de Michael Fassbender, ellas. Yo no estoy en contra en
absoluto del matrimonio, y menos si segrega y acoge hijos. Los matrimonios a la antigua, o
sea, varón y hembra, no por ese orden -varón que decae gradualmente en gracietas o
exabruptos, y hembra que se desvive (en Antes del anochecer dan esa definición escueta y
certera de las mujeres: no el ser que menstrua de una pareja, como dicen hoy, sino, de los
dos, aquel que se desvive...)-, funcionan mil veces mejor que el poliamor, la anarquía
relacional, la agamia y la madre que los parió. Funcionan mejor, maquinalmente hablando,
lo cual no quiere decir que amen mejor, sentimentalmente hablando, porque nada resiste
el desgaste del matrimonio. Nadie puede seguir siendo el “milagro” que decía Borges
después de un año, nadie puede ser el “especial” que el adolescente busca y desea ser tras
calzar las pantuflas de que hablábamos antes. De hecho, parece que la única manera de
revitalizar un matrimonio es el adulterio, y por eso el adulterio es intrínseco a la
continuidad o la ruptura del matrimonio. Si tu pareja vuelve a ser un milagro, una persona
especial, en otro ámbito, para otra personilla, entonces también lo vuelve a ser para ti, en
una maniobra tan oligofrénica como humana, que sitúa al amor entre las estrategias
deseantes del mercado y lo ingresa en una suerte de índice de cotización variable como el
de una Bolsa de Valores. Aquellos que no tienen oportunidad o la temeridad de cometer
adulterio, se consuelan contemplando y degustando el adulterio de los demás, sea el de
Ulises entre los antiguos, el de la Bovary1 entre los modernos, o la explosión de cópulas
1 “La crítica literaria ha gastado mucha tinta intentando hallar una explicación coherente al principio de Madame
Bovary, a ese primer capítulo que se inicia con la entrada de Charles, niño, en el colegio y que está narrado en primera
persona del plural. ¿Quién es ese “nous” que habla? ¿Por qué relatar la infancia de “Chabovari”, como él mismo dice
con su acento campesino, si no es, ni mucho menos, el protagonista de la novela? Se ha dicho -¡Sartre, entre otros!- que
ese primer capítulo es un error de Flaubert, que “se releía mal” y no atinó a comprender que esas páginas iniciales
rompían el ritmo y la estructura del relato. En verdad es mucho suponer que a Flaubert, que podía pasarse un día entero
de trabajo buscando el ritmo de una frase, se le escapara el ritmo de toda la novela. ¿Por qué extrañarse del
protagonismo de “Chabovari” al inicio del relato si, precisamente, es el quien lo cierra? Porque la novela no termina con
la muerte de Emma Bovary, sino con la de su marido, ese ser tan “vulgar” que muere de tristeza sentado en el banco del
prohibidas y apetitosas del Sálvame Deluxe. No hay tema de conversación más apasionante
y absorbente que el amor, siempre que incluya picorcillo de cópulas eventuales o
prolongados en el tiempo. Todos somos patio de vecindad. De ahí que el colectivo LGTBI+
deba de poder garantizarse su rutina, su remedium, pero también su sobresalto, mediante
el matrimonio legalmente reconocido y la infidelidad potencial que le sustenta, haya o no
nidificación de hijos. Recuerdo una vieja camiseta que vi en la calle, en la cual salían unos
monigotes de videojuego retro, vestidos de boda de nuestros abuelos, y una leyenda:
“Game Over”. En cierto modo acierta, porque efectivamente la permutación de limitados
factores que fueron las relaciones previas encierra un juego fascinante pero peligroso que
por un tiempo va a ser cancelado. Pero en cierto modo miente, porque el juego se
reanudará años más tarde, justamente cuando se esté al borde mismo de pasarse de rosca
por edad, por eso de quemar el último cartucho y a ver qué cartas nos reparten en una
última y postrera partida...
Las novelas de amor son un género que vende muchísimo, seguramente el género que
ralentiza el cierre de todas las librerías del globo. Lo cual demuestra, creo, hasta qué punto
sobrevive la comezón de volver al juego al resultado más o menos óptimo del juego. Pero
entre el género “rosa” de Corín Tellado, la autora más prolífica, comprada y leída de todos
los tiempos, me parece, y la literatura del amor triste de Seth, Gopegui o McEwan, que
gustan lo justo como para seguir tirando, media un abismo. Cito esos tres autores porque
son los que más me han hecho sufrir, que yo recuerde, con la narración de las inevitables
heridas del amor. También se lo digo a mis alumnos, pero es tarde, porque ya tienen su
número en la lista de espera, de lo cual me alegro: el amor de verdad, no el cariño
matrimonial, es un día de algún gustillo por cada semana de franco disgustazo. Así debe
ser, el que quiera amor incondicional y de fácil acceso que se compre un yorkshire, que son
monísimos. Que no te vendan amor sin espinas, pero tampoco espinas so pretexto de
amor... Yo suelo fantasear con una pareja formada desde la niñez, que se conocen de toda
la vida, como si estuvieran hechos el uno para el otro, como el muro y la yedra, pero quién
sabe si eso no implica un montón de mierda tan solidificada ya entre ambos que apenas
suelta olor. Italo Calvino, gran escritor, tituló Los amores difíciles, buen título, pero
hubiera tenido mucho más mérito, incomparablemente más, imaginar unos amores
sencillos... Los amores sencillos son propios de eso, de infantes, mascotas y monjitas (que
precisamente se han casado con el hombre que, al no estar nunca en casa, jamás las fallará
lo más mínimo, como mi Ferrari Testarossa, que jamás se avería... 2) Virkham Seth escribió,
jardín, en el mismo banco donde la desquiciada esposa leía las cartas de amor de su amante”, Ana María Moix, en
Heroinas de ficción, VVAA, edición de Mónica Monteys, Ediciones del Bronce, Barcelona, Febrero 1999.
2 Este es, por cierto, el demoledor puñetazo de Kant contra el argumento ontológico de San Anselmo.
en el cambio de milenio, una novela de amor desgarradora, de sufrir como gorrinos, pero
para que no pareciese la Tellado la inundó de música clásica, en particular del cuarteto La
Trucha de Schubert. Sentimientos, por tanto, muy matizados, muy alambicados, llenos de
recovecos, que dan ocasión al escritor a lucirse y al lector a comerse las uñas. Se llama Una
música constante, y no sé si recomendarla. Naturalmente, la cosa tiene que terminar medio
mal, y es lógico, porque lo que los autores como Corín Tellado omiten contarnos es lo que
viene después de comerse las perdices. La novela del s. XXI ha roto definitivamente con los
cuentos de hadas y las comedias románticas, de modo que las perdices las mataron de un
tiro, se convulsionaron por un momento en el suelo y luego fueron metidas en un morral
revestido de plumas muertas. El amor de Una música constante está compuesto más de
ausencia que de presencia, como el de las monjitas, de ahí que sea el más elevado. Cosas
como estas, sacad el clinex...
Léanlo, porque está muy bien hecho, aún siendo extenuante, y porque el hombre es el
único animal que tropieza cien veces en la misma piedra por la sencilla razón de que lo
hacde enteramente aposta -eso explica tanto el vasto nicho electoral de las derechas como
el por qué los epicúreos y utilitaristas son los filósofos más burros que hayan existido.
Albert Camus no tenía razón en absoluto frente a un más perspicaz Unamuno: el ser
humano no se empeña en vivir pese a la ardua y absurda condena de Sísifo, al contrario,
querría ser inmortal para proseguir eternamente la bendita condena de Sísifo. Tú coge a un
octogenario y devuélvele sus veinte años: incurrirá en los mismos disparates, se lanzará a
las mismas vanidades, recogerá otra vez las mismas amarguras... Y lo hará con regocijo y
afán de empezar otra vez. “¿Era eso la vida? ¡Bien, venga otra vez!”, exclamaba Zaratustra
en su montaña. El protagonista de la novelita Chesil Beach, del británico Ian McEwan, que
no es escritor muy de mi gusto, en cambio, no tiene oído ni sensibilidad para la música
clásica, a diferencia del violinista romántico de Seth: para él, era mejor escuchada en el
trasfondo y a bajo volumen, una corriente de aullidos, raspaduras y pitidos indistintos, que
en general se consideraba que transmitía serenidad, madurez y respeto por el pasado, y
totalmente desprovistos de interés y de emoción. Sin embargo, como el amor es ciego en el
peor sentido posible, o sea, aquel en el que uno es ciego motu proprio (por lo demás, el
amor es totalmente clarividente en lo que se toca a la cotización bursátil de sus presas), se
casa con una violinista a la que le “ponen” los quintetos de Mozart, pero no la noche de
bodas con su recién estrenado marido. Pese a que escribe en 2007, McEwan es cruel, y la
llama “frígida”, bajo la acusación freudiana encubierta de sublimar el erotismo en formas
artísticas excelsas. A mi esto me parece absurdo, Auguste Rodin, por ejemplo, era un
escultor sublime y eso no le disuadía, si no al revés, de pasarse por la piedra -va doble
sentido- a sus modelos. Llega un punto del relato en que Mc Ewan sigue la vida de él, pero
abandona en la incertidumbre la de ella. No obstante, Chesil Beach es una gran novela
corta, estupendamente escrita y concebida. Con la objetividad de un forense, como dice su
protagonista, diseca una situación en la que el amor se torna torva abyección. No
abyección fácil, sádica, como en una película de Bergman, Von Trier o Haneke, sino
abyección desgraciada, no querida por nadie, en la se diría que no sólo el amor fracasa,
sino la Creación entera. McEwan lo atribuye a la coyuntura sociológica de los primeros
sesenta en Inglaterra, pero lo que sucede es la tragedia absoluta sin derramamiento de
sangre. A mi me ocurrió algo parecido una vez en un bungalow de Cabo de Gata, y eso que
ya había segregado y acogido con mi co-víctima y co-verdugo un par de mellizos como
soles. Ese horror es real, viene a decir esta estudiada trama, y no tiene nada que ver con
Alien o con El exorcista, pobrecitas...
La ira de Edward encendió la de ella, que pensó de pronto que comprendía el problema
común: eran demasiado educados, contenidos, timoratos, daban vueltas de puntillas
alrededor del otro, murmurando, susurrando, aplazando, accediendo. Apenas se
conocían, y nunca se conocerían por culpa del manto de cuasi silencio amigable que
acallaba sus diferencias y les cegaba tanto como les ataba.
McEwan no es ningún genio, en mi opinión, pero hace falta verdadera habilidad y oficio
para ir poniendo pacientemente los ladrillitos íntimos y colectivos que harán posible el
desastre final. Es como, con perdón del símil, si el escritor hubiera estado nutriendo al
relato de estupendas viandas para que al final evacuase una pequeña pero exquisita
cagada. Y es completamente cierto que a menudo la vida es así. Chesil Beach es una
ilustración del chiste más patético del mundo, ese que dice “-Eh, tío, ¿qué tal la luna de
miel?; -De puta madre, macho, dos días más y me la tiro...”; y es también una exposición
literaria del diktum presocrático que señala que “lo semejante va a lo semejante”, de modo
que si te aburre la música clásica no te juntes con una violinista. Esa idea de que es mejor
enamorarte de alguien distinto a ti porque si no no aprendes nada y es muy aburrido, es
algo adolescente, estúpidamente adolescente...
Entre una y otra, entre Seth y McEwan, entre el místico del amor desgraciado y el
develador del amor fallido, Belén Gopegui publicó El lado frío de la almohada. En esta, el
motivo de la disensión es la política. Ella es una revolucionaria cubana, él un espía
yanquee. Bueno, en realidad ambos son espías, y el conflicto excede la política real, la
Realpolitik de Bismarck, porque se trata de una colisión de ideales...
Gopegui, siento decirlo, es una gran escritora, pero algo ingenua políticamente. No es que
lo sea siempre, pero sí en una novela en la que trata de contar como termina por sucumbir
el amor que intenta erigirse por encima de una cierta post-guerra fría. Sucumbe, resulta
fallido, pero al fin y al cabo fue. Y fue perfecto mientras duró, tuvo algo de esa felicidad
pequeñoburguesa que se basa en un buen pasar desahogado y un amor que pacifica los
impulsos y apacenta el tiempo. Si el mundo no fuera tan injusto, tan irracional, parece
decir Gopegui, entonces aquel amor habría durado para siempre. Yo estoy más con
McEwan, aún sin McEwan: lo irracional acontece incluso en el interior del mejor de los
mundos posibles. Además, cuando mezclas el juego del amor con el juego del poder te sale
la muerte prematura de Marilyn Monroe, seguramente prostituida y asesinada por los
idealizados hermanos Kennedy. O aquella novia de Stalin que se suicidó al poco de llegar
su hombre a la cumbre. Incluso con todo a tu favor, como en la novela de Seth, todo el arte,
toda la belleza, y una mentalidad social menos arcaica que la de Chesil Beach, algo sucede
que termina por estropearlo todo. Pero hagan juego, señores, el show debe continuar...
La querella en torno a los garbanzos de Don Benito
Estuve tan ocupado escribiendo la crítica que nunca pude sentarme a leer el libro.
Groucho Marx
Desde luego que desde nuestra actual ironía y descreimiento3 siempre resulta de un cierto
amaneramiento rancio esos -me inventó el ejemplo- “sulfuróse grandemente Don Matías”
que leemos en las obras de Dickens, Gogol, Hugo, etc., sobre todo en traducciones viejas y
a menudo anónimas. Pero, lo siento por Cortázar y muchos otros ases de del rimbaudiano
changer la vie, lo cierto es que esa fraseología característica es el lenguaje de las mejores
novelas de todos los tiempos, aquellas que más y mejor conectaron con la gente corriente y
no con las Musas de la Revolución. Aquellos que, como Nabokov, Borges, Benet o ahora
Cercas (no pretendo situar a este último en la misma liga que los primeros) sostienen el
carácter enteramente artificial de la obra literaria, en un revival del viejo “el arte por el
arte”, me parece que incurren en una contradicción, puesto que atacan a los llamados
“realistas” o “costumbristas” o “naturalistas” -importa poco la denominación, tan útil a los
profesores- por algo que a la vez reputan de imposible: tratar de calcar el mundo tal más
allá de la literariedad. No, señores, si la “literariedad”, ese concepto crítico de Jakobson
existe, tiene sentido, y yo personalmente creo que sí, entonces Galdós, o Aub, o Barea,
todos lo que le han seguido, son tan poco garbanceros y tan estilistas como ustedes, de
modo que habría que aclarar de qué estamos hablando en realidad. Porque igual de lo que
hablamos es de que el Libro de Manuel o Los premios son relatos con los que uno se lo
3 Me recomiendan un libro, Permafrost, de Eva Baltasar, que parece que trata de una mujer que se pasa la narración
queriendo matarse, pero mientras tanto descubre los placeres de la masturbación. Naturalmente, esto hubiera
escandalizado a Don Benito, pero nunca se sabe: él fue capaz de escribir sobre sexo a través de la historia de una
prostituta -antes que Stephen Crane, un año después de Zola-, de manera que los temas entonces considerados sórdidos
no le eran ajenos, lo que pasa es que él los enfocaba desde la compasión y la desigualdad de clases, no desde el vacío y
la inanidad individual, además de ser, claro, menos explícito con el morbo venéreo. En el mundo de Galdós no se
suicidaría nadie.
pasa muy bien, pero que no tratan de nada. Yo los leí, y me encantaron, pero sólo recuerdo
gritos en un cine del primero, y conversaciones cultas en un barco del segundo. Personajes,
los de Cortázar, enteramente olvidables, puros intelectuales irónicos como los de Óscar
Wilde, mientras que Benina es de carne y hueso, aunque sea una señora que no sabe nada
de Fenomenología, y Marianela (que es lo que les obligan a leer a los pobres alumnos de la
ESO, justamente aquellos que deberían iniciarse en los cuentos de Cortázar…) una niña
conmovedoramente naif y sensiblera, de clara inspiración anglófila.
De modo que la diferencia entre cocinar un perolo de garbanzos y el Arte con mayúsculas
debe ser esa: lo vulgar de la materia literaria escogida. Los puñeteros garbanzos de Valle-
Inclán, entonces –pero ponte hoy a leer La lámpara maravillosa, que es de una
pretenciosidad insufrible…. Es decir, que mientras Galdós sería capaz de escribirte un
serial acerca de la tripulación de un transbordador espacial actual, Cortázar es el hombre
que de un viaje en furgoneta con su mujer saca Los autonautas en la cosmopista. Por lo
demás, Galdós no era menos políglota que Cortázar, ni menos traductor que Cortázar, ni
menos progresista que Cortázar, ni menos mujeriego que Cortázar, ni menos loco de los
gatos que Cortázar, ni menos melómano que Cortázar, y, desde luego, mucho más prolífico
y generoso que Cortázar –también personalmente: es conocido que en su vejez se le iba el
dinero en limosnas callejeras… Benito Pérez Galdós no supo nunca nada de La
deshumanización del arte, esa preceptiva que Ortega y Gasset urdió fijándose muy de cerca
en El gallo y el arlequín de Jean Cocteau el mismo año de la publicación de El Gran Gatbsy
o La metamorfosis, qué menuda puntería también el hombre… No lo supo, no, pero se
recorrió toda España en tren cuando era joven y durmió en las fondas más inmundas para
conocer bien qué era aquello de lo que sentía su misión escribir. Yo sólo he leído la primera
serie de los Episodios nacionales, y es cierto que la relación de su protagonista con sus
novias es empalagosa a más no poder, pero Zaragoza 4 y Gerona son dos relatos bélicos
escalofriantes, y el final de Juan Martín el Empecinado pone la piel de gallina. Quizá la
Maga no era tan tonta y sentimental, ni Oliveira tan inteligente y enrollado, quizá todo
consista en leer para intentar realmente comprender la vida del prójimo o leer para soltar
frases interesantes y desengañadas en torno a un asado porteño. Nabokov, Borges,
Cortázar, Benet… son sin duda escritores admirables, de los que ya no hay ni seguramente
4Ya he citado alguna vez este párrafo impresionante en el desenlace de esa novela devastadora: El resultado es que
España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena -de 1815-, desacreditada con razón por sus continuas
guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmortales partidos,
sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la
continuación de su nacionalidad; y aún hoy mismo, cuando parece que hemos llegado al último grado de
envilecimiento, con más motivos que Polonia para ser repartida, nadie se atreve a la conquista de esta casa de locos.
habrá, pero para seguir siéndolo en nuestra memoria lectora y sentimental no necesitan
hacerle una peineta a la estatua de un gigante literario, de un señor que quedó prendado y
luego preñado del mundo y no sólo del Arte, y que si se metía a reformista en política fue
porque resultaba más directo y franco que pasarse la vida mirándose en el espejo de la
Literatura Contemporánea preguntándose si uno es o no es la más bella del reino…
En este sentido, yo estoy con Antonio Muñoz Molina en la actual polémica en torno al
centenario de la muerte de Galdós, aunque sólo sea porque de él podemos garantizar que
ha leído al canario, que hay mucho Groucho Marx suelto en las grandes cabeceras de
España. Pero no importa: ya nos gustaría a muchos que siguiera habiendo más
controversias de interés cultural como esta, por lo cual en rigor deberíamos estar
agradecidos también a Javier Cercas y a Almudena Grandes.
“Los invictos”, William Faulkner
Walter Benjamin
Me estaba mirando.
-¿Por qué no quedarse despierta ahora? ¿Quién quiere dormir ahora que están pasando
tantas cosas, que hay tanto que ver? La vida era monótona, ya ves. Estúpida. Vivías en la
misma casa en la que había nacido tu padre, y a los hijos e hijas de tu padre los cuidaban
y los mimaban los hijos y las hijas de los mismos esclavos negros, y después te hacías
mayor y te enamorabas de un joven que era buen partido, y con el tiempo te casabas con
él, quizá con el vestido de novia de tu madre y recibiendo como regalo la misma plata que
había recibido ella, y después te establecías para siempre jamás mientras tu marido te
hacía hijos en el cuerpo para que tú los alimentaras y los bañaras y los vistieras hasta
que también ellos se hacían mayores; y después tu marido y tú moríais tranquilamente y
os enterraban juntos, quizá una tarde de verano poco antes de la hora de la cena.
Estúpida, ya ves. Pero ahora puedes ver tú mismo cómo es, ahora está bien; ya no tienes
que preocuparte de la casa y de la plata porque la queman y se la llevan, y no tienes que
preocuparte de los negros porque vagan toda la noche por las carreteras esperando la
oportunidad de ahogarse en el Jordán casero, y no tienes que preocuparte por que te
hagan en el cuerpo hijos que tengas que bañar y alimentar y cambiar porque los jóvenes
se pueden ir cabalgando y hacerse matar en las bonitas batallas y tú ni siquiera tienes
que dormir sola, ni siquiera tienes que dormir en absoluto, y así lo único que tienes que
hacer es enseñar el palo al perro de vez en cuando y decir “gracias a Dios” por nada.
Como no han tenido en cuenta cuando Bill señala que “ahora los de la partida de Papá y
todos los demás hombres de Jefferson eran enemigos de hecho de la tía Louisa y la señora
Habersham y de todas las mujeres de Jefferson, por el motivo de que los hombres habían
cedido y habían reconocido que pertenecían a los Estados Unidos, pero las mujeres no se
habían rendido”. Faulkner no tenía ni un pelo de pacifista, todo lo contrario, y también lo
dice aquí por boca del joven Sartoris, pero tampoco de racista, como cuando él evoca que
“(…) Ringo y yo habíamos mamado del mismo pecho y habíamos dormido y comido juntos
tanto tiempo que Ringo llamaba a la Abuela “Abuela” como la llamaba yo, hasta puede que
quizá él ya no era negro, o quizá yo ya no era un chico blanco, ninguno de los dos ni
siquiera personas ya: los dos supremos, invictos como dos polillas, como dos plumas que
flotan sobre un huracán”. Cabezota, Bill. Ni cuando se perdió una guerra da la guerra por
perdida, siempre y cuando existan las porfiadas gentes que él presenta o se imagina en
estos relatos. Viene a decir algo así como que la derrota es una actitud mental, no la
adoptes. De ahí el título del libro, que no es irónico, sino asertivo.
La muerte no está tan mal pensada como creemos. Sirve para que si algún día te entra la
pereza por existir la escapatoria sea peor, o más incierta, que ser algo decidido un rato
más. Creo que la novelística de Faulkner trata sobre eso, a través de un millar de sucesos,
de personajes, de mulas, de algodón y de experimentos técnicos: de que el ideal de “vivir
tranquilos” que nos ofrecen ahora como mejor opción es un asco, es el No surprises de
Radiohead. Porque si la vida fuera tan dura, pero también tan intensa como la de
Yoknapatawpha, merecería la pena empeñarse en este mundo aun sin conseguir “resolver”
nada…
Grande Delibes
Un buen amigo me pasó el otro día por WhatsApp un párrafo de Bernard Henry-Levy
donde el filósofo y periodista francés, del que sé apenas nada, mencionaba que a
Aristóteles no le gustaba despedirse con un “cuídate”, sino con un “cuida del mundo”. Me
conmovió, y aunque seguramente sea apócrifo, está a la altura del talante de El Filósofo,
como lo llamaban en la Edad Media con razón. Que el mundo existe debería ser el primer
axioma de una ética entendida, al modo de Emmanuel Lévinas, como filosofía primera.
Descartes fue un buen hombre, un gran científico y un notable espadachín, pero su “pienso
luego existo” nos condujo por muy mal camino. Está muy bien que usted, yo y Descartes
existamos como conciencias además de como cuerpos semovientes 5, pero está claro que
ninguna filosofía que se precie puede construirse a partir de tan parco cimiento. Querer
dar razón de la realidad y empezar hablando de la propia capacidad de pensar es de una
petulancia y una desproporción semejantes al chiste aquel de Patxi que entra en una
papelería a comprar el mapamundi de Bilbao. Pero claro, así es como se entiende que
cuidemos ya únicamente de nosotros mismos, y no del vasto y abigarrado mundo. Miguel
Delibes, que nació hace cien años, no sólo era un escritor excepcional, también era de esas
personas singulares a las que preocupaba el mundo como tal mucho más que su
percepción de él. Delibes era cristiano, o por lo menos creía en Dios, ignoro si en un Dios
personal y trascendente, pero sí en que la misericordia, la bondad y el humanitarismo
tienen que tener sentido, un sentido que no consista únicamente en una proyección de la
debilidad humana como pensaba, por ejemplo, Baruch Spinoza.
Delibes extendía esa hipotética protección del bien sobre la tierra incluso a la naturaleza y
la vida animal, precisamente por ser cazador, no pese a ello. Rascas un poco y existen más
5Por cierto, desde la obra de Foucault, sobre todo, generaciones de filósofos hablan de los humanos como cuerpos,
como queriendo con ello desprenderse definitivamente de la teología o de cualquier otra forma de espiritualidad, pero
me parece que usan mal el concepto. Si yo digo que la biopolítica consiste en la inscripción en nuestros cuerpos de los
discursos del poder entonces no me estoy refiriendo al organismo viviente que somos todos, sino al alma en sentido
aristotélico, es decir, a la psyché. Es en tanto “forma del cuerpo” que el poder social puede o no modelarme, mi cuerpo
como tal sólo es transformado por la alimentación, el deporte, la medicina, el desgaste o una infinidad posible de
accidentes. Si una chica se hace anoréxica a causa del imaginario sexual contemporáneo, es su psyché la que ha sido
trastornada. Lo que ocurre es que resulta mucho más epatante decir “cuerpos” (no digamos ya “cuerpos sin órganos”),
parece como que la maldad tentacular de las relaciones de poder omnímodas se metiera hasta en tus entrañas para
obligarlas a vomitar. La verdad es que no entiendo que se gana metiendo miedo y rabia en tus lectores de esta manera.
personas cultivadas y célebres que sienten o han sentido también ese impulso a creer en
alguna suerte de dimensión divina por amor al mundo: Andréi Tarkovsky, Sinéad O
´Connor, Nick Cave o Kevin Smith. Miguel Delibes era eso, y no lo era por haberse tragado
enterito el nacionalcatolicismo franquista, lo era de corazón. Empezó a escribir casi por
casualidad, por un reto con un amigo, y en consecuencia La sombra del ciprés es alargada
exuda un barojismo funeral que no volvió a repetir. El camino, en cambio, es un pequeño
Edén con el que han atormentado inmerecidamente a los chicos en la escuela, igual que
con ese malabarismo del punto de vista, Cinco horas con Mario, que también es una joya,
pero para adultos. Viejas historias de Castilla la Vieja roza el realismo mágico, como la
metedura de pata de Parábola de un náufrago, que fue el intento de Delibes de hacer
literatura experimental y que le salió completamente insufrible. Tampoco lo volvió a
repetir, pero había que intentarlo. Las guerras de nuestros antepasados es una maravilla
lingüística intraducible a cualesquiera otras lenguas, quizá por ello el Nobel se lo robaron
otros más intrigantes, que con su pan se lo coman. Pero el mejor, en mi opinión, es La hoja
roja, una novela modesta y deliciosa que no tiene parangón en tratar maravillosamente los
temas más impopulares del mundo, la rutina y la muerte. El disputado voto del señor Cayo,
ese cuentecito roussoniano, no ha perdido tanta actualidad como parece, además de
recordarnos, como Cinco horas con Mario, que Delibes no se dejó apropiar tanto por la
derecha española por muy cazador y laureado que fuese. Siempre quise ser ese niño de Las
ratas que con ver cruzar una nube adivinaba el número de la Primitiva de ese día -esto es
broma, pero no que ya me gustaría para mí, y para el mundo entero, que esas sabidurías no
se perdieran. La obra de Delibes es ante todo eso, el constante esfuerzo por homenajear
una forma de vida enraizada en la tierra que se está perdiendo, y a la que quién sabe si
vamos a tener después de todo que retornar, pero con internet, satélites, placas solares,
geografías agrietadas por el calor y locuras climáticas imprevisibles.
Siendo estrictos, Los santos inocentes no necesitaba película, porque es también un texto
experimental, pero todo lo que ésta tiene de obra maestra indiscutible se debe a Delibes y
al reparto: Mario Camus no tenía que hacer mucho más para perfilar una pieza redonda.
Delibes hubiese suscrito el lema helenístico, ese lema que lo mismo parecía valer para el
estoicismo, el epicureísmo y el cinismo antiguos, y que dice que “no es más rico quién más
tiene sino quien menos necesita”; de hecho, la mayoría de sus personajes “de pueblo” se
sienten inmensamente ricos con sus intuiciones elementales acerca del tiempo
atmosférico, la fauna local y el prójimo humano, a los que dejan ser como son -esto tal vez
sea algo ingenuo referido a las relaciones sociales, sabiendo como sabemos de la afición de
los lugareños de enclaves pequeños a entrometerse en la vida de los demás-, y para los que
muestran un respeto en el uso y un uso del respeto realmente envidiable. Esto cambia
substancialmente, no obstante, en Los santos inocentes. Porque en Los santos inocentes
los refinados señoritos de la ciudad someten a su yugo a los sencillos habitantes del campo,
en un juego dialéctico de dueño o sirviente o de Amo y Esclavo muy del gusto de Hegel y
que en la novela termina abocando a la tragedia. Delibes, que nunca había planteado ni por
lo más remoto la lucha de clases, al menos que yo sepa, encona aquí el enfrentamiento por
motivos novelescos y de él resultan al menos dos víctimas directas, aunque netamente
individuales.
El título mismo de la novelita también resulta esclarecedor. Precisamente porque Delibes
circunscribe el conflicto a unos señores poseedores y a una familia y una tierra poseída, la
solución que ofrece es más bien religiosa que social, como apuntaba antes. De estos “santos
inocentes”, parece decir, será el Reino de los Cielos, como en las Bienaventuranzas. No en
vano, el señorito Iván, epítome de tirano del quiero-y-no-puedo, a menudo alude en el
relato al “dichoso Concilio”, refiriéndose al Concilio Vaticano II, que había enfocado la
vocación del papado de Juan XXIII hacia la redención de los pobres y los desfavorecidos.
Todavía en 1980, cuando redacta Los santos inocentes, Delibes pone su fe en estas ideas
pese a que el ascenso al trono de Roma de Károl Wojtyla las está enterrando a pasos
agigantados. Así, ocurre que la familia de Paco, el bajo (por cierto: Delibes se pasó por el
rodaje de la película y afirmó que Alfredo Landa era el mismísimo Paco el bajo encarnado,
aunque en realidad lo mismo se podría decir de Paco Rabal o de Juan Diego: están todos
excelentes) apenas intenta escapar de su condición, y sólo tímidamente prueban a pedir
que se enseñe las primeras letras a su hija, con el resultado previsible de tristeza y fracaso.
Casi podríamos pensar que a Delibes esa familia le gusta tal y como son, inocentes, aunque
al tiempo y sin contradicción no le guste nada la actitud de los caciquillos de ciudad ni el
entramado estamental del franquismo. En cualquier caso, se trata de una novela
espléndida, desgarrada, insustituible, que aporta un testimonio válido para toda la
humanidad y que a la vez recrea un mundo que “engancha” al lector como enganchan
ciertas pesadillas emocionalmente muy convincentes.
Los libros de crónicas escritos por Delibes -las políticas, como el análisis de la Primavera
de Praga, o los muy personales, como Mi vida al aire libre- se leen con muchísimo gusto,
como también el hoy ya ingenuo panfleto ecologista Un mundo que agoniza. También es
excelente, aunque muy distinto, Señora de rojo sobre fondo gris, sobre el que
afortunadamente cierto feminismo hipercrítico no ha puesto aún sus zarpas. Diario de un
cazador, sin embargo, es bastante rollo, qué le vamos a hacer. O eso o es que el contexto en
que transcurre es ya tan rancio que yo no pude sentirme cómodo en él, pese a que es
prácticamente el mismo que el de La hoja roja, le chef-d'œuvre inconnu de Miguel Delibes.
Colocó a su hijo biólogo de gerifalte en Doñana, y me temo que ese es todo el futuro que le
aguarda a Miguel Delibes, un grande de la literatura, pero también del humanismo
hispánico. ¿Quién va a leer nunca más a ese señor antiguo, que hablaba de cosas antiguas
que a nadie le importan ya un bledo? En la llamada España vacía, o vaciada, quedan muy
pocas personas, y ninguna como el señor Cayo. Paco Umbral le escribió a Delibes en carta
fechada el 16 de mayo de 1968 lo siguiente: “Te reprochan ser un reaccionario porque
defiendes al hombre de campo frente a la civilización industrial y Marcuse y otros vienen a
darte la razón. Lo tuyo no es una vuelta al arado romano, sino a la persona, que en el
campo se perfila y en las grandes ciudades se pierde”. Delibes respondió en carta remitida
ese mismo mes: “Tu teoría respecto a la intención de mi obra, el retorno del hombre a la
naturaleza para reencontrarse, es una teoría inteligente y además es cierta”. Pues eso,
léanme La hoja roja y cuídense un poco del hermoso mundo, por el amor de Dios...
Quino, el evangelista argentino
Ya no tenemos ni la menor idea de lo que fue antaño la poesía, y como cuando digo
“tenemos” me incluyo el primero a mi mismo, no voy a intentar ofrecer aquí explicación de
mi cosecha alguna, porque no la tengo. Hoy, por “poesía” entendemos una de tres cosas: o
frases cortas que riman para halagar a algo o a alguien con ocasión de alguna
conmemoración, o la letra de las canciones inclusive de la música Rap, o eso que hace
Elvira Sastre para conjugar de mil formas ingeniosas y lacrimógenas que “sin ti no soy
nada”. No tengo nada en contra de ninguna de las tres, se puede disfrutar lícitamente de
cada una de ellas. Pero convengamos en que antes de la televisión y los electrodomésticos,
(e incluso todavía unos años más, que nada desaparece de la noche a la mañana, pongamos
de ejemplo los poemarios de Philip Larkin, Sylvia Plath o Ángel González) la poesía era
algo muy distinto. Tan distinto que sus autores creían que podía servir incluso para la
guerra. Miguel Hernández, que ya le había cantado maravillosamente al amor en El rayo
que no cesa (al amor de verdad, que “engendra en la belleza”, como quería Platón) y a la
propia forma poética en Perito en lunas (vaya dos títulos, por cierto: sólo ellos ya ameritan
atención verbal), con el comienzo de la Guerra Civil se lanzó a componer estrofas que
enardecieran al bando republicano y que luego fueron recogidas en Viento del pueblo.
Hernández es un poeta realmente extraordinario, a la altura de Lorca, aunque de modo
muy diverso, casi opuesto. A Lorca hay que leerlo en voz baja, como un rito iniciático,
como un Eleusis andaluz, con recogimiento mistérico -o, como el decía: “pena que no es
dolencia de ánimo, pena andaluza que es una lucha de la inteligencia amorosa con el
misterio que la rodea y que no puede comprender”. A Miguel Hernández, en cambio, hay
que recitarlo, declamarlo, y especialmente en Viento del pueblo incluso gritarlo, como
hacía él subiéndose a un cajón entre los soldados del frente. Hoy sabemos que Miguel
Hernández jamás fue exactamente un pastor autodidacta, a la manera de Virgilio, como se
nos ha hecho creer, al igual que sabemos que en su triste muerte tuvieron algo que ver,
aunque fuera por omisión dolosa, ilustres amigos suyos que se decían tan comunistas y tan
combativos como él. Pero el karma en el que me gustaría creer es implacable: aquellos
nunca fueron tan buenos poetas como él. Hoy, 28 de marzo, se cumplen 79 años de su
muerte por consunción en una miserable celda. Si alguien todavía sigue leyendo poesía de
la que se hacía antes, “antes de los dolores” quiero decir, pero cuando esos dolores dolían
profundamente, tienen el núcleo más esencial de Viento del pueblo en la siguiente página
web: pueblo.PDF (ayto-sanfernando.com). En el encontraréis prodigios poéticos como el
siguiente, una suerte de mapa o recuento de nuestras regiones e idiosincrasias en “Vientos
del pueblo me llevan”:
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los dos últimos versos, que se refieren a que van a caer los yugos antedichos, son
realmente increíbles, sin más, o es que yo soy un pésimo lector. Pero lo son más todavía los
versos que en “Los cobardes” se emplean para insultar de modo más sublime, pero más
escatológico a la vez (recurso que continuaría Rafael Alberti en sus burros explosivos 6):
Es en este tipo de imprecaciones donde yo encuentro que Miguel Hernández pisó esa
delgada línea roja que te conduce de la exhortación a la lucha al odio fratricida, y de hacer
amigos y grandes camaradas con tus creaciones a terminar olvidado de todos en una cárcel
con los ojos abiertos y devorado por la enfermedad. Y no por el valor que exhibió el poeta
al comprometerse tan explicita y casi violentamente con la causa republicana (y “en última
instancia”, como diría Althusser, revolucionaria), que me parece admirable sin reservas,
sino porque esa misma clase de versos podrían cumplir perfectamente la función contraria
a aquella para la cual fueron concebidos, quiero decir: que lo mismo podrían haber sido
utilizados por el bando nacional, si ellos hubieran contado entre sus filas con algún poeta
del calibre de Miguel Hernández -que nunca es el caso en los fascismos, por motivos que se
pueden intuir pero imposibles de verificar. Pongo más ejemplos, todos de estrofas
realmente geniales, pero que, si se miran bien, serían igualmente válidas en manos del
enemigo, al que le gustaba lo mismo o más cantar al valor y al honor en la batalla:
(En “Visión de Sevilla”). No se puede escribir mejor, pero como si la furia y la rabia de
Miguel Hernández en estas palabras fuese, ya digo, idéntica en ambos lados del frente,
como si definiera la forma misma y la razón de (no-)ser de la guerra, de la española y de la
mundial que vendría justo a continuación. Lo que he llamado “la delgada línea roja” es (no
la famosa batalla que lleva ese nombre, sí un poco más la película de Terrence Malick...)
ese momento de la civilización europea en que el ansia de matar brotaba de todas partes, y
entonces ya daba igual a quién pertenecieran estos versos, que nada tienen que envidiar a
los de los poetas antibelicistas (Sasson, Owen, etc.) de la Primera Guerra Mundial:
Con todo, Miguel Hernández creía en la revolución inminente, que parecía que la guerra
venía justamente a propiciar, y esa revolución se diferenciaba de la revolución fascista -que
también consistía en una movilización total de las fuerzas humanas y de la industria al
servicio del estado totalitario-, en los agentes económicos que se tenían detrás:
(En “Jornaleros”). Pero tal vez la expresión más acabada y explícita de lo que Miguel
Hernández quiso denunciar, así como de su inquina sin límites, esté en el magnífico “Canto
de independencia”, del cual doy aquí, y para concluir, tan solo cuatro estrofas:
1) Los héroes -que lo serán, ciertamente, por poco tiempo, condenados como están a la
locura o a la aniquilación por la naturaleza de sus descubrimientos-, son casi siempre
hombres doctos o de formación u oficio científico, generalmente bibliómanos (pronto se
hallaran frente al espantoso y legendario Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred), y
habituales de las bibliotecas de la universidad de Miskatonic, situada en Arkham,
Massachussets, lúgubre páramo donde suelen irrumpir los secretos. Los protagonistas, por
tanto, están relacionados siempre de alguna manera con el saber, de manera que presumen
pisar el suelo real de la vida corriente reforzados además por la incredulidad hacia lo
sobrenatural que les concede su bagaje científico.
2) El modo en que llegan a la revelación de la insignificancia del hombre y la mentira e
irrelevancia de las concepciones del universo en las que se mueve reviste el carácter de una
cierta “violencia semiótica”, es decir: deambulan por las brechas, las galerías y los signos
de una verdad superior, inmensa, remota, abyecta, pero cuya certidumbre insoslayable en
raras ocasiones llegan a encarar frente a frente. Las meras pistas e indicios de esa verdad,
por inconcebibles y arcaicos que fueren, producen pavor, confirmándola y otorgándola su
valor supremo incluso en ausencia de las realidades teratológicas, absolutamente obscenas,
que convocan.
y 3) Los horrores insinuados en tales huellas pertenecen a otros mundos que representan a
su vez otras existencias, otros órdenes, otras escrituras e incluso otras transcendencias
radicalmente extrañas (aunque a veces emparentadas para el lector con las llamadas
“civilizaciones de la pirámide”) y radicalmente ancestrales, de las cuales los minúsculos y
débiles hombres son sólo efímeras presas -y no sólo ellos: el ciclo de los seres es, en la
narrativa de Lovecraft, ilimitado, pluriforme, y todo en el universo está animado,
envenenado de espíritu.
Para aquellos que gustan de especular sobre el futuro, el relato de horror sobrenatural
proporciona un campo interesante. Combatido por una ola creciente de tedioso realismo,
cínica petulancia y sofisticado desencanto, recibe el aliento, sin embargo, de una
corriente paralela de misticismo cada vez mayor, debida tanto a la reacción cansada de
los “ocultistas” y los defensores de los fundamentos religiosos frente a los
descubrimientos materialistas, como a la estimulación del asombro y la fantasía a causa
del ensanchamiento de las perspectivas y la ruptura de barreras que la moderna ciencia
ha provocado.
Volver a sentir esto, volver a creer algo así hoy quizá sea lo más fascinante de la estética
gótica.
Breve teoría (a propósito) de Borges
I- Decía una vez Woody Allen, cuando hacía gracia -y zanjando con ello, además, la
cuestión predilecta de un sinfín de debates televisivos- es cierto que el sexo sin amor es
una experiencia vacía, pero de todas las experiencias vacías, es la mejor...
Parafraseándole, podría yo repetir ahora como lema del asunto que, a propósito de Jorge
Luis Borges, traigo aquí a estropear esta vez: “la lectura sin aprendizaje es una experiencia
seguramente vacía, pero de toda la plétora de experiencias vacías que propone al individuo
la actual civilización digital, sin duda es la mejor”. Lo que la consideración del bibliófilo
argentino da que pensar versa acerca del estatuto mismo de las letras en nuestro tiempo y
más específicamente acerca del vacío creado progresivamente en torno a ellas justamente
desde el nacimiento de Borges allá por el penúltimo año del siglo diecinueve. Porque,
dejando al margen la influencia de las otras muchas cosas que han cambiado el mundo y la
cultura a partir de entonces, no me parecen desatinados ni deliberadamente agoreros los
diagnósticos que, desde diferentes posiciones teóricas, certifican hoy en día la crisis
interna de la literatura contemporánea desde la gran aportación del cuartero sagrado
Proust/Kafka/Joyce/Faulkner. Precisamente la obra de Borges es la representante
ejemplar de una reflexión única -y probablemente inconsciente para él- acerca de la
tensión entre "peligro" y "oportunidad" que dicta al respecto el ideograma chino. Y no sólo
una reflexión, también una singular resolución del dilema: lo verdaderamente
sorprendente es que para nosotros los aficionados del siglo XXI -crítica actual y simples
lectores en una misma pieza-, la fórmula de Borges para “ser absolutamente moderno”,
conforme al imperativo estético-moral de Arthur Rimbaud, nos cautiva por su renuncia a
excluir lo antiguo y aún una fértil síntesis entre lo antiguo y lo moderno. Para él (o “con”
él) los géneros y las actitudes se mezclan y entrecruzan, y, así, la faena del crítico coincide
con la del poeta y ésta con la del narrador de cuentos, el reseñista y el filósofo.
Contemplado desde este punto de vista, se comprende el puesto de taumaturgo de las
letras que poco a poco le ha sido siendo concedido a Borges unánimemente por la
posteridad, más allá incluso de los hechos puramente superficiales del gusto por su faceta
de escritor “fantástico”, por su personalidad supuestamente “homérica” o por su “irónico”
mordiente crítico. En realidad, en ninguna de esas facetas por separado destaca
demasiado, o no mucho más que tantos otros. Borges no es exactamente un
experimentador literario bajo ninguno de sus muchos aspectos, y en cuanto a la
popularidad de su literatura fantástica, tampoco guarda, a mi juicio, las proporciones
justas con respecto a otros autores muchos menos difundidos (o difundidos por él mismo)
que nuestro anglófilo bonaerense. Por otra parte, no es esta una opinión mía que no
coincida con el explícito y reiterado criterio de propio interesado, el cual siempre se tuvo
por mejor lector que creador...
Todo ello sugiere que el fenómeno Borges (que, como indicó una vez Vargas Llosa, en
su aspecto editorial es un producto de hechura francesa) es un fenómeno cultural relativo a
la escritura, es decir, algo que afecta a nuestra noción de lectura y consecuentemente de lo
que significa escribir y cuál sea la función de la literatura. Alguien no especialmente
dotado, como Borges, que no obstante se convierte en síntoma de la cultura al ser capaz de
sostener reiteradamente el carácter artificioso, ficticio de toda literatura -incluso la que se
dice de origen popular, como la argentina-, y, que, sin embargo, en el trato asiduo y
apasionado con los misterios de la palabra, redescubre o libera importantes intuiciones
acerca del carácter simbólico-mítico (o mitopoyético) de la misma, es desde luego un
personaje cuya obra merece toda nuestra atención. Las preguntas son, entonces… ¿qué ha
sucedido con la escritura ante nuestras mismísimas narices en los últimos tiempos, que,
habiéndose vaciado del sentido social o ritual de antaño, se nos ha tornado un tanto
inexplicable...? ¿y qué ha aportado, en segundo lugar, en este proceso la irrupción del
gesto característico borgiano?
No puede nada, pero se trata hoy de un caso entre un millón. En conclusión, personal y
colectiva…
Y III- El bibliotecario deambula entre anaqueles, examina este volumen, acaricia aquel
códice, lee títulos, acaso ojea y hojea índices... El número de los libros parece infinito, y el
placer solitario que pueden proporcionarle, interminable. Algunos remiten a otros, todos
encierran secretos, el tiempo de una vida es breve, y eso que se trata de una biblioteca
pequeña, una entre miles. Por tanto, es necesario ahogar la avaricia de sabiduría libresca
mediante una filosofía concreta, sea la de Arthur Schopenhauer o la del obispo Berkeley,
también durmientes en sus correspondientes tomos, y que acierten a reducir ese vértigo a
mera y desinteresada representación, ilusión, superficie, decorado, ennui, infelicitá,
taedium vitae, etc...
El hombre de acción anhelado se resigna a su mera condición contemplativa: todos los
libros son el libro, y libro es ficción, no refiere realidades, o la realidad misma sería
inabarcable, abismática, exponencial, y él se la estaría perdiendo. Él y toda su época,
millones de espectadores silenciosos cuya única pasión residual, con suerte, sería no más
que la curiosidad -en otro caso, Borges no quiere ni pensarlo… ¿en qué malgastarán su
tiempo los que no leen, no escriben, no saben? La vida debiera ser escalofriante, intensa,
pura; sin embargo es decepcionante, aburrida, pobre. El libro custodia aquella emoción
heroica bajo la forma de su invención poética. El bibliotecario revisa, clasifica, desclasifica,
lee, y en ocasiones escribe. Escribe sobre lo revisado, clasificado, desclasificado, leído.
Escribe, si hace falta, sobre la propia escritura, pero jamás, por nada del mundo, trasciende
los límites de la biblioteca. A su vez, los lectores de Borges están cautivos de la misma
biblioteca, que no por nada él imaginó laberinto. El que entra no sale... Y ese es, creo yo, el
secreto de Borges: la literatura como muro que separa y delimita un interior infinito de un
exterior finito. Una bonita y agustiniana paradoja en la que se halla desde entonces la
conciencia culta, o sea, en la que, como escribió Pablo de Tarso, vivimos, nos movemos y
somos.
En el último prólogo que leí de Alan Moore en su enésima edición de Wachtmen decía
temer que tal vez aquello que engendró no fuera sino un "puré semiótico". Pues, aunque
genial, hay que decir que lo era ciertamente. En Wachtmen todo es palimpsesto, cada signo
remite a otro dentro de la obra, se complica con él, y todos ellos a textos anteriores,
quedando poco para el comentario del mundo real -de hecho, el propio Moore se arrepintió
de la deriva oscura que aquella obra y su From Hell originaron para el cómic posterior,
pero siguió cocinando puré, más luminoso y festivo pero si cabe aún más denso. Lo mismo
sucede con la vieja serie Lost, cuyas alusiones carecen de referencia final, por no hablar de
lo que queda de la música culta actual o de la pintura enfocada como abstracción. Parece
que nuestra tarea, la de los intelectuales de hoy, sea de la perdernos una y otra vez en esa
marca arcana del pasado. En filosofía, a ese trabajo sobre la huella de la huella se le
denomina Deconstrucción. En paladar literario, yo lo llamaría, tranquilamente, con toda
admiración y respeto, Borgianismo. No pasa nada: la literatura se cierra sobre sí misma y
nos ofrece eso: mundos imaginarios por saborear. No pasa nada: lo conocido ha de dar
lugar a perspectivas desconocidas, pero difícilmente al revés, porque poco es nuevo ya bajo
el sol de la ficción…
Mi impresión, pues, es que habitamos la claustrofilia cultural, si se puede expresar así.
Algunos prefieren hablar de posmodernidad, otros de la liberación del significante. Pero yo
creo que no se trata de “o el mundo o la escritura”, sino de volver a resignificar el mundo
en la escritura y reconstruir -no deconstruir- la escritura para el mundo. Quizá no quede
mucho por decir del mundo, a estas alturas, pues, como escribía André Gide, todo ha sido
dicho ya, pero como nadie estaba escuchando, habrá que volver a decirlo. Y esto, qué duda
cabe, sería verdadera acción, no soñar con repartir mandobles al prójimo en un marco
wagneriano no se sabe muy bien por qué. En caso contrario, nos recluimos en ese
borgianismo tan agustinista para el cual la cultura termina por ser para nosotros lo que el
propio Borges, ya muy mayor, estableció sobre Sherlock Holmes:
Cuando Vargas Llosa, Mario I, puso prólogo a la edición de los cuentos completos de Julio
Cortázar en Alfaguara, me parece recordar -como si fuese un relato más- que insinuaba
entre líneas lo buena chica que fue con el argentino una tal Aurora, y lo mal que la había
tratado él al destituirla o postergarla por otra. Quizá lo interpreté mal (no pienso
consultarlo: prefiero los cuatro pequeños volúmenes de Alianza por pura nostalgia), pero
me dio la impresión de que el inconsciente del novel Nobel creyó más apropiado salir en
defensa de aquel encanto de novia antes que del propio escritor a cuya memoria dedicaba
esas líneas. Y es que menudo tipo debía de ser el tal Cortázar. Hay que imaginar a alguien
convencido de ser el más enrollado política y artísticamente hablando en exclusión del
prójimo vivo, sintiéndose siempre el más niño de todos los viejos (que lo era, pues empezó
a publicar muy tarde), y con el misterio fascinante pero imaginario de un París
vanguardista enredándole incluso la lengua. Supongo que pondría a todo el mundo a
prueba constantemente, como hacía con los personajes de sus cuentos, sólo que estos
últimos lo pagaban bien caro -a menudo con la muerte, salvo Rocamadour, un bebé que
muere únicamente para dar lugar a una escena filosófico/delirante en Rayuela-, mientras
que en la realidad tan sólo recibirían un frío desprecio de cara y apodos jocosos por la
espalda. No son, es cierto, más que suposiciones mías (quede claro que no he leído ninguna
biografía, en las que, de todos modos, esta clase de cosas raramente figuran), pero se dejan
adivinar en la escritura, que está recorrida de punta a cabo por una repugnancia tan
ostentosa hacia la gente corriente (esa que hace cosas) -la excepción, de nuevo, está
en Rayuela: aquel arrepentimiento por cómo trataba a su madre Horacio Oliveira-, y hasta
hacia el artista corriente (ese que narra cosas), que al lector experimentado y no exaltado
no le queda otra que devolvérsela cerrando de golpe el libro tal vez con una carcajada
compasiva.
Donde más se nota esta actitud de altanería personal disfrazada de dolor humanitario es,
creo, en los tomitos de “caprichosas genialidades” titulados La vuelta al día en ochenta
mundos y Último Round. La disyuntiva es: o entiendes que una performance callejera
extrañísima es el último grito en materia de revolución y liberación humanas o caes del
lado de los “famas”, o sea, rancios cómplices agusanados de los dictadores más horribles.
De hecho, Cortázar tramó una filosofía para su propio uso fictivo que compuso con muchos
hilos distintos (entre ellos Ortega y Gasset), y que prefiguraba Matrix en el siguiente
sentido: la Gran Costumbre te posee, lucha por liberarte de ella y pasarás al otro lado
-Break on through, que diría el malogrado Morrison. Es cierto que eso místico que hay del
otro lado no te hará más feliz, como no se lo hace en absoluto al pájaro de El perseguidor,
pero sí te sentirás más vivo, más real, más profundo, no sé… Cómo perdimos ese
privilegiado contacto para suplantarlo por la reaccionaria rutina Julio el gurú nunca nos lo
explica -porque él únicamente apunta, alude, no hay palabras para ello, etc…-, pero digo yo
que tendrá que ver con descorrer el Velo de Maya o alguna doctrina cosmitrágica
orientaloide semejante de las que estaban en boga entonces. En los alrededores de Mayo
del ´68 uno se podía creer cualquier cosa, eso se disculpa, y personalmente no dudo de la
sinceridad de Cortázar, sólo de la seriedad con que afrontó su formación intelectual sin
cuestionarse siquiera la moralidad necesariamente elitista que se desprendía de ella. De
hecho, sus protagonistas están hiperculturizados, y así no es de extrañar que añoren ese
contacto íntimo, directo, con la realidad que sí tienen los demás.
Sin embargo, y en fin, es cierto que sus cuentos y su gesto (realmente, no hay diferencia
entre los unos y el otro) impresionan, en ocasiones hasta ponen la piel de gallina y, sin
duda, constituyen toda una escuela de inventiva para jóvenes inquietos que ha producido
probablemente millares de nuevas promesas de la literatura. Pero si tras disfrutarlo a
fondo te pones a leer otras cosas, oye, lo mismo creces y traspones sosegadamente los
traumas del siglo XX hacia las nuevas responsabilidades del siglo XXI: no es más que una
idea.
Apunte sobre la "inquietud fáustica"
Para la interpretación de “lo fáustico” como tal, en tanto categoría del espíritu humano,
hay que acudir, naturalmente, al propioGoethe, o a Hegel, pero no -¡por Dios!- al filósofo
directamente, sin conocer el resto de su obra. En tres parcas palabras, y suponiendo que el
lector ha leído al “viejo pagano”, voy a arriesgaruna interpretación aquí rapidísimamente
del texto de Goethe con relación al estatuto del saber que espero no sea irrelevante. Fausto,
en efecto, quiere saberlo todo, pero esa es una tarea árida, sembrada de dudas y finalmente
vacía...
FAUSTO: “Ahora ya, ¡ay!, he estudiado a fondo filosofía, jurisprudencia, medicina y, por
desgracia, también teología, con ardoroso esfuerzo. Y ahora me encuentro, ¡pobre de mí!,
sin saber más que al principio.” Fausto, 1ª Parte, Escena I.
Por otra parte, Mefistófeles, un lacayo del Diablo, aquel "espíritu que siempre niega"
(pues dice "no, no es suficiente aún", I can´t get no... como los Rolling Stones, que tienen
otra canción sobre apariciones diabólicas, inspirada en El maestro y Margarita, de Mijail
Bulgakov: Sympathy for the Devil), entiende que lo que realmente desea es hacer la
experiencia humana integral vivencialmente hablando, y le ofrece la eterna juventud hasta
que la logre, momento en que morirá habiendo vendido su alma al diablo. Pero a
Mefistófeles le conviene que Fausto descrea del saber, que es el que le ha dejado
mortalmente insatisfecho...
MEFISTÓFELES: “Estudiaréis el mundo grande y el pequeño para dejar al cabo seguir las
cosas como Dios quiere que vayan.” Fausto, 1ª Parte, Escena IV.
MEFISTÓFELES: “El pequeño dios del mundo sigue siendo siempre del mismo jaez, y es
tan raro como el primer día. Algo mejor viviría si no le hubieras concedido ese destello de
la celestial luz, que él llama razón, y la que sólo usa para portarse más animalmente que
cualquier animal" Fausto, Preludio, Escena I.
Por tanto, Fausto termina por aferrarse al hecho que hay que usar de la razón, pero no
para aprender pasivamente, sino para actuar, y este el fragmento más célebre al
respecto:
FAUSTO: «Escrito está. Al principio era el Verbo.» ¡Aquí me paro ya! ¿Quién me ayudará a
seguir adelante? No puedo hacer tan imposiblemente alto valor del Verbo; tendré que
traducirlo de otro modo, si el espíritu me ilumina bien. Escrito está: «En el principio era la
mente.» Medita bien esta línea, de suerte que tu pluma no se precipite. ¿Es en verdad la
mente la que todo lo hace y crea? Debiera decir: «En el principio era la fuerza.» Pero, no
obstante, al escribirlo así, algo me advierte que no me quede en ello. Me socorre el espíritu.
De pronto veo claro y osadamente escrito: «En el principio era la acción.» Fausto, 1ª Parte,
Escena III.
El problema está, pues, en que cuando la razón actúa transforma el mundo (quitar
terrenos al mar es el ejemplo de Goethe), tanto para bien como para mal... La idea fáustica
es la de una fuerza sin cesar en acción contra los obstáculos, la lucha se convierte en la
esencia misma de la vida; sin ella, la existencia personal está desprovista de sentido, y
sólo pueden ser alcanzados los valores más ordinarios; el hombre fáustico se forma en el
enfrentamiento y sus aspiraciones rechazan los límites, son infinitas. [BALANDIER,
1988: 226].
Esa infinitud es la de las experiencias posibles del hombre, que son inagotables porque
siempre puede seguir actuando -colonizando Marte, por ejemplo: ejemplo neutro mío, por
descontado-, de manera que la satisfacción nunca se alcanza, y así Occidente es una
maquina terrible de transformación incesante sin ningún objetivo tácito o expreso. Si yo
soy guitarrista, podría morir insatisfecho de no tocar todavía mejor que Jimi Hendrix, y
esta frustración no tendría remedio a no ser que la acción se mida por su intensidad y no
por su crecimiento. Fausto, Occidente, deben reconciliarse con el hecho de que la infinitud
no es alcanzable, pero sí la intensidad, de manera que el mejor pianista del mundo no hace
música más intensa que un niño africano aporreando un bongo, aunque sea
incomparablemente más compleja. Hay que comprender por fin que la vida, toda vida, es,
en efecto, finita, pero que en ella cabe una intensidad que la razón puede potenciar. Ni
Fausto ni nadie puede saberlo todo extrayéndolo de los libros, porque el mundo no habla
por sí mismo, y por tanto no nos muestra sus grandes principios mediante el estudio.
Finalmente, en los libros no hay más que pasado congelado. Por consiguiente, para que el
mundo "hable" de verdad hay que sonsacarlo, y en eso consiste específicamente la
experiencia (no en vivir algo y luego otro algo sin más, lo cual no es decir nada; ha de ser
experiencia de la conciencia, como lo llama Hegel). El hombre se "ensucia" con las
dificultades del mundo real y de este contacto surgen leyes, estética, ciencia, etc.
Pero el problema reside en que ningún individuo particular puede ingerir toda la
experiencia posible de la humanidad, porque es demasiado amplia y porque aún continua
formándose, de modo que sólo podría darse el "lleno completo" que Fausto busca en caso
de haberse terminado la Historia -comprendida, así, no como paso del tiempo, que nunca
acaba, sino como el acervo completo de lo que la especie humana puede entresacar
(dramáticamente, por cierto, puesto que hay que bregar duramente para conseguirlo) al
Mundo en forma de discurso definitivo, inapelable. De ahí que la insaciabilidad de Fausto
no podrá encontrar nunca sosiego por razones constitutivas: no es posible que muera
habiéndolo hecho todo y habiéndolo sabido todo, que viene a ser lo mismo. Por ello debe
aprender a hallar satisfacciones finitas en lo posible vivible, y en consecuencia cambiar
terminantemente el enfoque. La intensidad no da saber enunciativo, pero tampoco es
cuantificable, de modo que puede tenérsela toda en un instante sin ansiedades; no se
"ingiere", no se acumula, no nos sirve de arma o de equipaje, pero, sin embargo, cuando se
escapa sabemos que suele volver (no se puede retener como pretendía Fausto, "quiero
tener todas las experiencias", y por ello mismo se escurre de cualquier posesión y vuelve).
Así que no solamente Fausto va a morir porque su tiempo tiene un final, como el resto de
los mortales, sino que también aprende que hay que aceptar la muerte en lo que tiene de
límite necesario de nuestro conocimiento del mundo -que siempre será fragmentario y
parcial en el plano cuantitativo, pero al que no tiene por qué faltarle nada en términos de
intensidad cualitativa, puesto que tan real es una experiencia pequeña como otra...
El sueño de la experiencia total cuantitativa consumada es una peligrosa quimera que
mueve a muchos hombres y pone en marcha muchas empresas, y si uno quiere ponerse
crítico debe sácale jugo al nombre preciso que lleva hoy, y que no ya es más Dios, sino
Capital.
Clasicismo Literario, I : Orígenes griegos
(...) Hay un tercer estado de posesión y de locura procedente de las Musas que, al
apoderarse de un alma tierna y virginal, la despierta y la llena de un báquico transporte,
tanto en los cantos como en los restantes géneros poéticos, y que, celebrando los mil
hechos de los antiguos, educa a la posteridad. Pues aquel que sin la locura de las Musas
llegue a las puertas de la poesía convencido de que por los recursos del arte habrá de ser
un poeta eminente, será uno imperfecto, y su creación poética, la de un hombre cuerdo,
quedará oscurecida por la de los enloquecidos.
Existe, como se ve, una cierta incoherencia en Platón, que, por un lado, acusa a los poetas
-aedos- de inmoralidad y del fomento de una educación cívica malsana, y, sin embargo,
reconoce, por otro lado, que la buena poesía es contraria al control racional de sus
producciones, y, por tanto, incompetente en lo que se refiere a cuestiones de moralidad e
inmoralidad o educación sana o nociva. Parecida inconsistencia, por cierto, se percibe
entre su teoría de la ciencia, que propugna la estabilidad y fiabilidad de los conocimientos
-de tal modo que, una vez sabido de verdad algo, esto puede ser afirmado para Platón a lo
largo de la eternidad del tiempo y de la entera extensión del espacio-, y su, no obstante,
confesada (en la famosa Carta VII) aprensión hacia la fijación de los saberes en el formato
mudo y hierático de un libro. Ya insinuaba Ortega y Gasset que la doctrina de Platón no es
una filosofía, sino tan sólo un proyecto de filosofía, algo que, desde luego, no puede
aseverarse de Aristóteles, el cual sí que diseño verdaderamente -aún in pectore- un
esquema de filosofía sistemática en la que cabían holgadamente las consideraciones acerca
del lenguaje propiamente literario. Más del filósofo de Estagira no se han conservado
desdichadamente Sobre los poetas y Problemas homéricos, y aún de la Poética no tenemos
más que un conjunto incompleto de anotaciones realizadas en torno a 334 a.C.; a este
respecto, puntualiza David Viñas Suñer: “De hecho, en el estado mutilado en el que nos ha
llegado, la Poética es, fundamentalmente, un riguroso análisis de la tragedia. Estos y otros
detalles -como el hecho de que Diógenes Laercio hable de los dos libros de la Poética-
hacen sospechar que se ha perdido al menos otro libro de la Poética en el que estarían
explicados todos esos temas que Aristóteles dice haber explicado” (Aristóteles, en efecto, lo
menciona como ya expuesto por él en la Política y otros textos...) Lo que es claro, en
cualquier caso, es que para Aristóteles la poesía y el arte en general sontechnai -o sea, unas
técnicas o artes transformadores- dirigida por un télos -es decir una finalidad-, y, por
consiguiente, todo lo contrario del rapto místico incontrolable e irresistible aducido por
Platón ¿Que es, pues, para Aristóteles, más concretamente, la praxis artística
específicamente literaria?
Para empezar, hay que contestar que primero de todo es mimesis -o sea: justamente la
bestia negra de Platón-, es decir, imitación transfiguradora de la realidad mediante un
proceso real de producción -poiésis en griego- que está regido por una serie no cerrada de
leyes internas que el tratado de la Poética trata de estudiar (al menos, en lo que hemos
podido conservar, para la tragedia ática), y cuyo origen y motivaciones íntegramente
humanas son muy claras: si imitar es algo inherente al hombre, y, además, es fuente de
placer, se explica fácilmente el origen de la poesía: era algo prácticamente inevitable,
según Viñas Suñer. En segundo lugar (y simplificando, como se imaginará, terriblemente
las cosas), la poética es búsqueda de la verosimilitud, siempre y cuando no se entienda por
ello burdo y craso realismo; de nuevo conforme a Viñas Suñer: Aristóteles llega incluso a
afirmar que el poeta debe preferir los hechos naturales imposibles si éstos devienen
verosímiles a los hechos naturalmente posibles pero que comprometen en cierto modo la
verosimilitud. Claro está que Aristóteles entiende que el drama no es la única modalidad
literaria posible, y por eso distingue entre aquellos modos de enunciación que pueden ser
calificados de “diegéticos”, y aquellos otros meramente narrativos, y que se diferencian
principalmente en consistir o bien en la relación de hechos anímicos en nombre propio
-como en el ditirambo-, o bien en la alternancia entre éste y la narración en nombre de otro
-paradigma incontestable de ello es la épica. Aristóteles, desde luego, prefiere la mimesis
pura a la expresión personal (al contrario, también en esto, que su maestro Platón), puesto
que encuentra la dramatización de hechos reales de acuerdo con unas reglas determinadas
más cercano a la esencia del fenómeno poético que se quiere describir. Esto hace que sea
también, naturalmente, opuesto a Platón en lo que atañe a la inteligencia de la tragedia, en
la que halla una finalidad que nada tiene que ver con la verdad o la mentira de lo que llama
la fábula o núcleo argumental del drama -se trata de la célebre catarsis-, aunque especifica
ciertas restricciones en lo que toca a los rasgos caracterológicos apropiados para los
personajes: éstos, en efecto, han de estar caracterizados por la bondad (o benevolencia en
sentido moral, un residuo platónico), por la conveniencia a su statu social (el esclavo debe
aparecer, hablar y actuar como esclavo), por la semejanza (que significa no más que
fidelidad a la tradición literaria), y, por último, por la constancia en su carácter y acciones a
lo largo de la obra (las bruscas variaciones de ánimo y carácter que, por ejemplo, un
Dostoievsky imprimirá en el futuro a sus protagonistas no serían de recibo aquí, pese a que
a menudo tal recurso impida su conversión en marionetas estereotipadas). En cuanto a la
duración del drama, Aristóteles propone la extensión justa para que, de forma siempre
verosímil y a través de la crisis desencadenada por algún tipo de acción grave, se pase de la
desdicha a la felicidad o de la felicidad a la desdicha (Poética, 1451a).
En resumidas cuentas, no resulta del todo desacertada, como puede comprobarse por lo
visto hasta ahora, la aserción de Alfonso Reyes cuando sostiene quelos filósofos buscaron
y encontraron todo en Homero, menos la poesía, aunque lo cierto es que la propia
sofística, que potenciaba en una medida considerablemente mayor que la filosofía el nervio
literario de la educación (pero de la cual, a causa de criba realizada posteriormente por el
cristianismo sobre la tradición griega, hemos conservado muchos menos testimonios
relevantes), se interesaba también más por la enseñanza cívica que pudieran procurar las
letras que por su valor estético o religioso intrínseco. De cualquier forma, no resulta
extraño que, refiriéndose a la totalidad del esfuerzo artístico y cultural griego en el curso de
unos pocos siglos, pensadores de la talla de Hegel o Marx (y, en otro sentido, Schiller o
Hölderlin), tan cercanos relativamente a nosotros, se hayan interrogado perplejos por la
causa de una eclosión tan asombrosa de perfección en todos los campos -campos que
Grecia misma ha definido y delimitado en su forma actual para la posteridad- en un
momento tan temprano de la experiencia humana. El problema del legado heleno, en
resumidas cuentas, puede abreviarse en estos términos: ¿cómo es posible que el Arte con
mayúsculas (no sólo lo que hoy conocemos como literatura, lo cual incluye prosa, lírica,
tragedia, comedia, historia -denominaciones todas ellas, por cierto, que Occidente seguirá
nombrando en griego hasta nuestros días, como “oda”, “ditirambo”, “égloga”, “elegía”,
“fábula”, etc.-, sino también arquitectura, filosofía, escultura, artes plásticas, e incluso
técnica política) aparezca, como Atenea de la cabeza de Zeus, perfectamente armado y
acabado, adulto y maduro, en su mismo nacimiento? O, dicho con otras palabras... ¿Cuál
es el secreto de la clasicidad? ¿Cuál la naturaleza (intacta, imperecedera, siempre joven...)
de lo que llamamos clásico -y de lo cual el legado griego es paradigmático, clasicidad
elevada a enésima potencia? Todavía el norteamericano Ralph Waldo Emerson describe
entusiásticamente, en pleno siglo XIX (y por tanto a una distancia estremecedora de
milenios y océanos) y en estos elocuentes términos el encanto recurrente del mundo
griego:
¿De dónde nace el interés que sienten los hombres de todos los tiempos acerca de la
historia, las letras, el arte y la poesía griegas, desde la época heroica u homérica hasta la
vida cotidiana de los atenienses y espartanos, cuatro o cinco siglos más tarde? No puede
ser más que el hecho de que todo ser humano atraviesa en su vida por un período griego.
El estado griego es la era de la naturaleza corpórea, de la perfección de los sentidos, de la
vida espiritual que se despliega en armonía con el cuerpo. En ella habitan todas las
formas humanas que proporcionan al escultor los modelos de Hércules, Febo y Zeus. No
son como las formas que inundan las calles de cualquier ciudad moderna, en las que el
rostro es un puñado de rasgos confusos, sino que sus facciones son incorruptas, claras y
simétricas; las cuencas de los ojos son tan perfectas que parece imposible que los ojos
mismos puedan bizquear o que puedan mirar de reojo, sino que han de girar toda la
cabeza. Las costumbres de la época eran tan simples como indomables. Exhiben gran
reverencia hacia las cualidades personales, tales como el valor, la sinceridad, la
autoridad sobre uno mismo, la justicia, la fuerza, la presteza, la voz elevada o la anchura
de pecho. Desconocen el lujo y la elegancia. Una población reducida quiere convertir a
cada individuo en su sirviente, cocinero, carnicero y soldado, de modo que el hábito de
tener que suplir tales necesidades educa su cuerpo para acciones hermosas. Así sucede
con los personajes homéricos de Agamenón y Diomedes, y lo mismo puede decirse
también del autorretrato de Jenofonte y los suyos durante la retirada de los Diez Mil:
«Después de que el ejército cruzase el río Teleboas en Armenia, nevó con tal intensidad
que las tropas andaban tiradas lastimosamente en el suelo. Desnudo, Jenofonte se levantó
y, hacha en mano, comenzó a talar el bosque. Al instante, otros se incorporaron e hicieron
lo mismo». Su ejército estaba recorrido por una total libertad de comunicación. Se pelean
por el botín, discuten con los generales a cada orden nueva, y Jenofonte tiene la lengua
tan afilada como cualquier otro, quizá más, y por eso da todo lo que tiene. ¿Quién no ha
visto todo esto en las bandas de grandes personajes, el mismo código de honor férreo y la
misma disciplina relajada que tienen las grandes figuras?
El encanto fatal de la tragedia antigua (y de toda la literatura antigua) reside en que los
personajes hablan con naturalidad, como personas que, sin saberlo, poseen un gran
sentido común, esto es, antes de que en sus mentes predomine el hábito de la reflexión. La
admiración que sentimos hacia lo antiguo no es admiración hacia lo viejo, sino hacia lo
natural. Los griegos no son reflexivos, antes bien, son perfectos en sus sentidos y su
lozanía, y tienen la mejor constitución física que haya visto el mundo. El adulto actuaba
con la sencillez y gracia de un niño. Fabricaban jarrones, tragedias y estatuas a partir de
sentidos frescos, esto es, con buen gusto. Eso mismo se ha seguido haciendo en las demás
épocas, incluso hoy día, siempre que ha habido un intelecto saludable. Sin embargo,
como clase, la superior organización de los griegos nos ha superado a todos. Mezclan la
energía de la madurez con la siempre curiosa conciencia del niño. Lo atractivo de sus
costumbres reside en que pertenecen al hombre, pero el hombre las conoce porque una
vez fue niño. Aparte de eso, siempre queda algún individuo que retiene esas
características. Una persona de genio infantil y con energía en su interior es todavía un
griego, y en él revive nuestro amor por la musa de Hellas. Yo admiro el amor a la
naturaleza que profesa Filoctetes. Cuando leo sus preciosas llamadas al sueño, a las
estrellas, las rocas, las montañas y las olas, no puedo sino sentir el paso del tiempo como
si fuese la corriente marina. Siento la eternidad del ser humano, la identidad de su
pensamiento. Parece que los griegos y yo teníamos los mismos compañeros. El sol y la
luna, el agua y el fuego llegaron a su corazón de la misma manera que llegan al mío. Es
entonces cuando la tan comentada diferencia entre griegos e ingleses, o entre clásicos y
románticos, se revela superficial y pedante. Cuando uno de los pensamientos de Platón se
convierte en un pensamiento mío, cuando una de las verdades que se encendieron en el
alma de Píndaro se enciende en la mía, el tiempo deja de existir. Cuando percibo que
ambos se unen en una única visión, cuando dos almas tienen un mismo color y, por así
decirlo, se funden en una, ¿qué hago yo midiendo grados de latitud o contando años
egipcios?
Naturalmente que el ensayista Emerson presenta en este largo pasaje una visión
completamente idealizada, exenta de problematización alguna, de la esencia de la relación
entre vida y literatura helenas, pero no otra ha sido la interpretación predominante de lo
griego en la cultura europea a lo largo de siglos, desde la propia decadencia de la polis en el
contexto del internacionalismo abierto por las conquistas de Alejandro Magno, pasando
por la admiración reticente de la Edad Media (Agustín de Hipona, San Isidoro de Sevilla,
San Bernardo…) y el fervor e imitación renacentistas (Bramante, Miguel Ángel,
Maquiavelo…), hasta el romanticismo y el neoclasicismo de los tiempos modernos, sin
olvidar la enorme influencia directa que sobre la propias letras de todos los tiempos ha
ejercido el ejemplo greco/romano –Dante convierte a Virgilio en cicerone de su Comedia,
renacimiento y barroco retoman el carpe diem de Horacio (o lo que casi lo mismo: el
Collige, virgo rosas de Ausonio), Lord Byron admira a Catulo, Keats celebra poéticamente
la traducción coetánea de Chapman de la Ilíada, Joyce recrea en su Ulysses el relato
homérico en clave vanguardista, y un larguísimo etcétera. El propio Psuedo-Longino, que
más tarde hechizaría al romanticismo, dejó escrito: Sucumbir a los antiguos no deja de
comportar un timbre de gloria (Sobre lo sublime, XIII, 4). Los clásicos griegos ya eran,
pues, archi-clásicos a principios de la era romana, y eso sólo era el principio de una
dilatada y vasta tradición.
Clasicismo Literario, II: La incorporación romana
Cuenta Plutarco (en De los oráculos, 17) que al fin del s. I d.C. un aullido de dolor habría
resonado misteriosamente en el aire a lo largo de Paxos, y que en su herido rumor se
dejaba distinguir el ulular de estas palabras: ¡El Gran Pan ha muerto!. Simultáneamente,
una enigmática voz habría encargado al piloto Tamos gritar idéntica noticia donde quiera
recalase su nave, hecho lo cual levantó gran tumulto de lamentaciones y gritos de estupor
de una multitud invisible. El prodigio, que aconteció bajo el reinado de Tiberio, emperador
del mundo civilizado en los años del apostolado y crucifixión de Cristo, encierra un sentido
a medias velado y a medias transparente. El dios Pan del culto naturalista griego era una
deidad en figura de fauno que tocaba su caramillo en lo más profundo del bosque, y que
con su grito era capaz de producir un terror insuperable a cualquiera que tuviera la
desdicha de oírlo. Pan -“todo” en griego-, representaba también, por añadidura, la
infinidad de la naturaleza tanto en extensión como en profundidad, y por lo tanto la frase
Pan ha muerto simboliza de manera indirecta la caída en desgracia del mundo natural
mismo en sus aspectos de divinidad inmanente, habiendo sido derrocado en la
consideración y la estima de los hombres por la égida de un nuevo Dios que se reclama a sí
mismo en primer lugar “único”, y, en segundo lugar, “trascendente” a la propia naturaleza
para erigirse en Señor de un ultramundo superior y extraño a ella al que hemos dado en
denominar “Paraíso” o, mejor, “Reino de los Cielos”. Con el declive de Pan, en
consecuencia, lo que se juega en realidad es el eclipse de la reverencia hacia la naturaleza
en su dimensión mágica, creativa, sacral en definitiva, y con ello la extinción histórica del
paganismo a gran escala sobre la faz de occidente.
Pero el paganismo no abandonó la escena histórica sin dejar tras de sí importantes minas,
por decirlo así, bajo los pies del nuevo poder, cargadas hasta rebosar de dinamita cultural.
En primer término, arrojó al seno de la nueva era su literatura, siempre bajo la autoridad
de las Sagradas Escrituras pero siempre también sobresaliendo por encima de ellas por su
variada temática e inigualable calidad. Y, en segundo término, inoculó su filosofía, que
impregnará de arriba a abajo el pensamiento cristiano de modo tal que, desde el siglo
segundo hasta hoy, es prácticamente impensable y, sobre todo, ilegible -pensarlo y leerlo
fue la empresa ensayada por Martín Lutero- un cristianismo exento de codificación
filosófica griega o un Theos sin Theo-logos. Tanto es así, que, en realidad, el balance
general de la filosofía y las letras en la baja Edad Media ofrece un saldo negativo: digamos,
por seguir el símil económico, que tiene menos ingresos en su “haber” que deudas en su
“debe”. Y es que la Edad Media nunca pretendió ser original, antes al contrario: la
originalidad, virtud tan romántica (y, paradójicamente, los románticos van a adorar la
Edad Media), hubiese parecido abominable a un bardo irlandés o a un cronista franco.
¿Acerca de qué, y cómo, y -antes todavía-, qué es eso de innovar, cuando los antiguos ya lo
han escrito todo de un modo excelso y pese a ello no fueron capaces de descubrir a Dios?
Señalaba Hippolyte Taine, filósofo e historiador del s. XIX, que, por sus características
sociológicas y materiales, las catedrales son la obras paradigmáticas de la mentalidad
medieval: son obras colectivas, en las cuales están implicados de una manera u otra todos
los estamentos sociales, su construcción supone el trabajo de varias generaciones, originan
a su sombra durante ese tiempo toda un microcosmos de artesanos, feriantes, agricultores,
aguadores, etc.; y, una vez erigidas, centran la vida de la comunidad alrededor suyo como
un pastor a su rebaño, y la protegen y guían como un pararrayos de la Providencia. Nadie
firma personalmente una catedral, ni tan siquiera una vidriera o el grabado del pórtico. En
la Edad Media no se escribe, no se pinta, no se crea para el porvenir (los antiguos agotaron
la literatura, Dios consumó de una vez para siempre la creación...), nadie se compromete
especialmente con el futuro, sencillamente se vive... Por estas razones, los géneros
predilectos del medioevo temprano son las crónicas (señoriales, poco o nada útiles o
creíbles como fuentes históricas por cuanto que son testimonio de la lealtad del escritor a
la nombradía de un linaje), y las hagiografías o “vidas de santos”. Una literatura local,
escuela de prudencia y de piedad, ceñida a los arquetipos lejanos o recientes, subordinada
a la gramática, música o lógica del esquema de las Siete Artes Liberales, estrictamente
privada (el libro no es del autor, sino de quién lo encarga o le es dedicado, lo cual da lugar a
manipulaciones constantes de extensión, forma y contenido imposibles hoy de deslindar),
que produce como consecuencia de ello formas híbridas y de difícil clasificación..., pero por
todo ello mismo una literatura completamente impersonal, abierta, la forma de escritura
perfecta para una cultura que, a cambio de asegurarse la inmortalidad el día del Juicio
Final, ha apartado su vista de la naturaleza -repetimos: Pan ha muerto- y, en
consecuencia, ha declarado “pecados capitales” a nada menos que el Mundo, el Demonio y
la Carne. El demonio: la naturaleza en la plenitud de sus manifestaciones; la Carne: el
cuerpo y sus demandas, castigado en penitencias y torneos; el Mundo: la iniciativa
individual y participación activa en la vida sociopolítica de la comunidad, es decir, “el
mundanal ruido” de Fray Luís de León. Estamos muy lejos ya de la polis griega, que se ha
elevado al empíreo celeste, pero estos valores rechazados por el medioevo profundo son
justamente los que van a ser reivindicados gradualmente al término de los llamados siglos
oscuros por una nueva sensibilidad, denominada por ello mismo Renacimiento.
Cuando se inventa la imprenta se consolida efectivamente el renacimiento, que “renace”
sobre todo porque se vuelve a la gracia, claridad y serenidad clásicas, transmitidas por
medio del redescubrimiento y revitalización de las letras greco/latinas (y, en menor
medida, próximo/orientales). Alguien tan mordaz y poco sospechoso de docilidad y
mansedumbre gregarias como lo fue François Rabelais en el s. XVI, lo enuncia
meridianamente por boca -o, mejor dicho: pluma- del gigante Gargantúa (obra
homónima) en carta a su descomunal hijo Pantagruel:En mi juventud, el tiempo era
todavía de tinieblas y se experimentaba la infelicidad y calamidad de los godos, quienes
destruyeron toda buena literatura; pero, por la bondad divina, la luz y la dignidad
fueron devueltas a las letras en mi madurez... Ahora todas las disciplinas han sido
restituidas y las lenguas instauradas: la griega, sin cuyo conocimiento es vergonzoso que
una persona se llame sabia; la hebrea, la caldea, la latina; las ediciones de uso tan
elegantes y correctas, que han sido inventadas en mi tiempo por inspiración divina...[8]
En otro sentido, la decisiva función social de teatro renacentista -por ejemplo, Juan de
Encina en España- corrió pareja al auge de las ciudades: frente a la fachada de catedral, en
el centro urbano, se improvisaban representaciones y la parroquia miraba o participaba en
lengua vulgar. En general, la transposición entre las ideas y motivaciones fundamentales
del Renacimiento se realiza fluidamente al siglo Barroco, sin quiebra ni ruptura deliberada
alguna por parte de éste último, hasta el punto de que podemos decir que el s. XVII profesa
una fe idéntica a la de sus abuelos renacentistas en lo que respecta al credo humanista. La
imitatio por variato -imitación por variación: lo diferente en lo mismo- de los clásicos
renacentista permanece intacta en el barroco, aunque punteada con la pequeña salvedad
de un prurito mayor, por parte del hombre de letras del s. XVII, de intervención
imaginativa en sus creaciones. Las nociones rectoras de los Poetices libri septem de
Escalígero, de 1561, summa literaria del renacimiento, se hallan reproducidas casi punto
por punto y sin discusión alguna en toda las demás preceptivas aparecidas en el siglo
posterior. Según Scalígero, la imitatio debía dominar perfectamente al menos cuatro
códigos básicos de los que se había nutrido la tradición poética que lo precedía: el de la
mitología grecolatina, el del neoplatonismo, el de la geografía poética y el de los bestiarios
medievales. Otra de las distintas interpretaciones que se realiza de la mimesis de la
naturaleza en el siglo XVI -y, de hecho, la versión más frecuente-, fue la que sostenía que
había que inspirarse, sí, en la naturaleza, pero no para realizar un copia servil de ella, sino
para llevar a cabo con ella una recreación artística singular. Puede decirse, pues, que no
había que imitar tanto a la naturaleza en sus producciones concretas -natura naturata-,
como en su fuerza creadora misma -natura naturans-, es decir: había que imitar la
capacidad creativa que se advertía en la naturaleza. Probablemente fuera esta la versión de
la mimesis más cercana a la propuesta por Aristóteles, pero pronto Ludovico Castelvetro
acuño en 1570 la famosa teoría de las tres unidades dramáticas aduciendo vulgarizar con
ello al filósofo. Son estas tres unidades (tiempo, acción y lugar) convertidas en canon
teatral inamovible aquellas contra las que protesta Lope en epígrafe y protestarán muchos
otros; ya apuntaba en entregas anteriores que el neoclasicismo teatral es menos obra de la
concepción aristotélica de la función dramática de lo que la interpretación del Aristóteles
teórico de la función teatral es obra del neoclasicismo. En cualquier caso, según Wellek,
bajo el término “imitación de la naturaleza” podían albergarse en definitiva casi todas
las variantes del arte: desde el naturalismo estricto a la más abstracta idealización, con
todos los grados intermedios. Lo que en cada caso concreto se recomendaba dependía,
además de las predilecciones particulares del crítico, del supuesto de que los diferentes
géneros requieren diferentes modos de imitación.
Pero el diferencial estético e histórico lo marca en la segunda mitad de la centuria barroca
la gran tragedia francesa de Pierre Corneille, Molière, y Jean Racine, que irradió por toda
Europa alcanzando incluso Rusia. Comienza así un segundo periodo del barroco dominado
por el clasicismo académico de la Francia de Luis XIV: El arte poético de Nicolás Boileau,
escrita contemplando retrospectivamente a los clásicos del Grand Siècle -en defensa de los
mismos y contra lo que entiende un gusto degenerado entonces de moda-, apareció en
1674 y ya en el año 1683 tenía una traducción inglesa. La influencia clasicista de Boileau
está presente en Racine (que decía que el gusto de París coincidía con el de la Atenas
clásica), en Jean de La Fontaine, en los “cuadros morales” de Jean de la Bruyère, y en las
obras pedagógicas de François de Fenelón. Para la conciencia contemporánea, el
clasicismo francés se hace cargo de la herencia de las literaturas clásicas antiguas y la
lengua francesa sustituye gradualmente a la latina como lengua universal de cultura. Esta
nueva situación origina una peculiar dialéctica -conocida como la controversia entre
antiguos y modernos (querelle des ancienes et modernes)-, en la que lo que se ventila es ya
la contextura espiritual y literaria de un tiempo nuevo, apoyada a su vez por los avances de
la erudición y la ciencia moderna. Así, Charles Perrault y Bernard Fontenelle son decididos
partidarios de lo moderno, mientras que Boileau y La Bruyère afirman categóricamente los
clásicos. Ya en el primer barroco, predominantemente español, brillaba el “concepto”, es
decir, la expresión aguda o el pensamiento ingenioso, atemperados ambos por la cordura,
según preconizaba Baltasar Gracián. Se trataba de un búsqueda afanosa de lo nuevo, de un
cultivo deliberado de la estética del efecto (en palabras del preceptista Giambattista
Marino: El objetivo del poeta es (...) lo prodigioso; quién no sepa causar asombro, que se
dedique a almohazar caballos), en una tentativa característicamente barroca de lograr una
armonía entre l´esprit (el espíritu, la “chispa”) y la raison (la razón, el juicio recto), cuyo
precario equilibrio bascula en el alto barroco mayormente hacia el primero, mientras que
después, en el bajo barroco francés auspiciado por Boileau, tiende más bien, como estamos
viendo, a afirmarse hacia la segunda. Pero pronto se descubre que la idea de progreso
importada de las ciencias experimentales no resulta adecuada para comprender la
invención literaria, que es, pese a todo, marcadamente individual y dependiente del genio
singular de cada autor, y, por tanto, equivalente en todas sus formas desde un criterio
estricto de raison. Como consecuencia inevitable de ello, la polémica entre antiguos y
modernos se torna así en último término irresoluble, materia nada más que de
preferencias críticas, lo cual da lugar al planteamiento que triunfará finalmente en el s.
XVIII, y que será la normativa neoclásica de la ilustración europea y después también
norteamericana, que es de lo que estamos hablando.
El neoclasicismo procede de la revisitación arqueológica de la ornamentación, la
arquitectura y el urbanismo griegos, pero rápidamente se expandió a la literatura, la
escultura, la pintura, la música y otras artes. Representa la síntesis más o menos
afortunada de toda la tradición clasicista europea desde el renacimiento, recogiendo
especialmente las teorías y el estilo del clasicismo barroco francés ya comentado, y
mediante tal síntesis la Europa ilustrada cree haber recuperado y culminado a la vez los
ideales clásicos antiguos. El orden, la lógica, la corrección, el buen gusto, la armonía, el
dominio de la emoción, etc., rigen para el neoclasicismo en términos de norma intemporal
una creación artística que aspira tanto a deleitar como a instruir -en el espíritu horaciano-
al hombre social y cívico de la ilustración. El arte, pues, en todas sus formas, concebido
como una parte sumamente relevante de la filosofía moral, a la que provee de ejemplos y
modelos de conducta vehiculados por la sensibilidad y el gusto. Frente a esta concepción
que pretende una fijeza y validez universales se levanta precisamente el Romanticismo,
que representa su contrafigura casi detalle a detalle; mejor que yo lo enunciaRobert
Barnard:
Al lector actual le resulta fácil ver contra qué reaccionaban los poetas románticos; y a
pesar de que su condena fue demasiado general, podemos comprender la crítica que les
merecía la tradición neoclásica, agotada, baldía, reducida a la repetición y el mero
cliché. Reaccionaron vigorosa y radicalmente contra las ideas dominantes de escritores y
filósofos del siglo XVIII. Si sus predecesores veían al hombre como animal social,
relacionado con su prójimo en una dinámica cotidiana, los románticos lo veían
esencialmente en su estado de soledad, en comunicación consigo mismo. Si los clásicos
enfatizaban los rasgos que comparten las personas, los intereses que los aúnan, los
románticos hacían hincapié sobre los rasgos diferenciadores de cada individuo;
alababan lo atípico, lo extraño, incluso; rendían culto al eremita, al marginado, al
rebelde. Si para los clásicos la literatura representaba una actividad comunitaria,
propensa a florecer en el entorno urbano, para los románticos era algo esencialmente
solitario o, todo lo más, el encuentro entre dos almas desamparadas, inevitablemente
vinculado a entornos abiertos y alejados de la ciudad.
Barroco literario: el "Siglo de Oro"
Los años a los que se da nombre entusiasta de Siglo de Oro, en atención a sus buenos
versos y su arte de hacer novelas, comedias, dramas y tragedias con la que miraba su
historia y su religión con algún asombro y para transcender la idea de la muerte en un
lenguaje bello, ha tenido otros nombres menos gratos por parte de los historiadores y los
economistas: sobre todo, de sus propios contemporáneos. La edad de la Decadencia, la
de la Crisis; la Pequeña Edad de Hielo (H.H. Lamb), y alguno ha rimado “Siglo de oro,
siglo de lloro” (Pedro Voltes Bou). Fue el “mundo caduco”; la Edad Conflictiva (...)
Algunos veían la honda tragedia. Una frase que muestra y define el pensamiento de
amargura y sinsentido –además de la tristísima sonrisa del largo itinerario de
Cervantes-, que refleja y compendia lo que es el Barroco literario, filosófico –y pictórico-
español, la escribió Mateo Alemán en Guzmán de Alfarache:
“Este camino corre el mundo, no comienza de nuevo, que de atrás le viene el garbanzo y
el pico. No tiene medio ni remedio, y así lo hallamos, así lo dejaremos y no se espere
mejor tiempo ni se espere que lo fue el pasado. Todo ha sido, es y será una misma cosa. El
primer padre fue alevoso. La primera madre mentirosa. El primer hijo ladrón y
fraticida. ¿Qué hay ahora que no hubo? ¿O qué se espera del porvenir?”
Efectivamente, el siglo XVII o siglo Barroco destrozó Europa con sus terribles guerras de
religión, pero también la creo tal cual es, empezando por la fragua decisiva que esos años
realizaron del sentido literario moderno. Porque, como dice acertadamente Jean
Baudrillard, la modernidad no es sólo la realidad de las conmociones técnicas, científicas
y políticas desde el siglo XVI, también lo es el juego de signos, de costumbres y de
culturas que traduce esos cambios de estructuras en el plano del ritual y del hábito social.
En este sentido, la mencionada función social de teatro renacentista en España sería
secundada por grandes autores como Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca, o Agustín
Moreto. La producción de Lope, vastísima -se ha calculado que tuvo que escribir al menos
cien versos diarios ¡desde el día de su nacimiento!-, no fue impedimento para una vida
plena:
Lope gozó hasta su muerte de galardón público, que mereció su numen fecundísimo, su
invención inagotable, la galanura de sus versos; conoció y saboreó la gloria hasta
saciarse de ella. Y pudo vislumbrar los reflejos de su fama en la posteridad, vivió
aplaudido y celebrado por sus coetáneos, festejado del vulgo, bienquisto de la nobleza,
disfrutó plenamente de cuantos placeres ofrece la existencia humana al que sabe
buscarlos; ortodoxo, correctísimo y dogmático intachable, fue un amoral decidido en la
incierta religión de las costumbres de aquel tiempo; se divirtió, gozó y triunfó cuanto
quiso, con indecible donaire y sutileza, pues nadie le igualó en urbanidad, en gracia y
elegancia.
(Benito Pérez Galdós, extracto de la conferencia Guía espiritual de España, Madrid 1915).
A su muerte, Calderón domino el escenario teatral durante la casi totalidad del siglo,
siendo considerado ulteriormente como el genio absoluto de la dramaturgia por Goethe, y
el filósofo más grande y profundo de todos los tiempos por Schlegel. Agustín Moreto (El
lindo don Diego o El desden por el desden) era discípulo suyo. También Miguel de
Cervantes -del cual lo único que se sabe con absoluta certeza es que era manco- hizo sus
pinitos en el teatro, pero aquí el romanticismo consagró sobre todas las cosas su “ingenioso
hidalgo” Don Quijote de la Mancha, brillante y divertidísima novela cuyo secreto quizá
haya sido apuntado por Rafael Sánchez Ferlosio:
Personajes de destino de la cabeza los pies eran sin duda los puestos en escena por la
compañía -The Globe- de William Shakespeare, dramaturgo y sonetista capaz de todos los
registros de la tragedia y la comedia, versificador diestro y originalísimo -aunque sus
argumentos solían ser tomados de leyendas ancestrales- y talento fértil que no precisa de la
religión para aportar tensión a sus dramas. Cervantes y Shakespeare, murieron ambos en
la misma fecha, 1616, coincidencia que ha dado lugar a conjeturas y refutaciones de varía
brujería y ocultismo de modo semejante a las que dio lugar el nacimiento en Inglaterra de
Isaac Newton el mismo año del fallecimiento de Galileo Galilei. Tres cuartos de siglo
después del proceso histórico de Galileo, la vanguardia científica representada por la obra
y figura de Sir Isaac Newton ya no solo no sufría en absoluto la desconfianza de los poderes
e instituciones de su tiempo (es sabido que Galileo, que había sido el físico-matemático por
excelencia del Renacimiento, padeció en prisión los efectos de la censura intelectual
eclesiástica, condenado por afirmar las consecuencias heliocéntricas de lo que el telescopio
llevaba fácilmente a pensar a cualquiera que dirigiese su mirada hacia las estrellas), sino
que comenzaba ella misma a consolidarse como un poder, a afianzarse como una
institución y a erigirse como la nueva y emergente ortodoxia que hoy triunfa sobre las
anteriormente dominantes. El poeta Ángel Crespo escribió: seguiré creyendo en el sistema
astronómico de Ptolomeo hasta que el de Copérnico inspire una obra poética como el
Paraíso de Dante. Pues bien: esa obra pudo haber sido El paraíso perdido de John Milton,
en la cual el poeta y erudito se proponía justificar los caminos de Dios hacia el hombre.
Milton acomete en esta obra una amplia descripción de ambos sistemas -heliocéntrico y
tradicional-, decidiéndose finalmente por este último por ofrecerle más ventajas
“escenográficas”, por decirlo así, a la hora de ubicar el cielo y el infierno. Parecida postura
acomodaba a John Donne, seductor Don Juan en Elegías, elegante en Canciones y
sonetos, y, posteriormente, convertido al misticismo en lo que Dryden denominó después
poesía “metafísica”, un nuevo estilo de concebir la poesía que alcanzo incluso a la primera
poetisa del Nuevo Mundo, Sor Juana Inés de la Cruz. Nueva era también la utilización en
prosa de trucos -emblemas, acrósticos, figuras- como los desarrollados en el Urn burial
(decenio de 1650) de Thomas Browne. Pero, en nuestras tierras, es la poesía barroca de
Francisco de Quevedo (y prosa: El Buscon sigue de cerca al Lazarillo de Tormes de 1554),
Luis de Góngora y muchos otros, la que proporciona una pujanza incomparable a las letras
españolas sobre las del resto de Europa (realmente inigualada hasta la cosecha de la
Generación del 27). El juego de espejos barroco, la confusión de planos entre apariencia y
realidad -que atormentó el siglo pero embelleció las artes-, queda excelentemente
ejemplificado bajo un punto de vista humorístico en este pasaje calderoniano de La Dama
duende:
En forma de una doncella
aseada, rica y bella
a un pastor se apareció;
y él, así como la vió,
se encendió en amores della.
Gozo a la diabla, y después
con su forma horrible y fea
le dijo a voces: "¿No ves,
mísero de ti, cual sea,
desde el copete a los pies,
la hermosura que has amado?
Desespera, pues has sido
agresor de tal pecado."
Y él, menos arrepentido
que antes de haberla gozado,
le dijo: "Si pretendiste,
oh sombra fingida y vana,
que desesperase un triste,
vente por aquí mañana,
en la forma que trujiste
verásme amante y cortés
no menos que antes, después;
y aguardarte he, en testimonio
de que aún horrible no es
en traje de hembra, un demonio.
Aquí, como Gras Balaguer, voy a considerar al romanticismo como un estado del alma y un
momento de la crítica literaria que se manifiesta en obras de arte, más que como un
repertorio de formas métricas o prosísticas innovadoras, para lo cual, además, apenas
habría espacio suficiente. En términos generales, lo que luego se ha dado en llamar pre-
romanticismo surgió en Alemania en 1770 de la mano del movimiento literario Sturm und
Drang (“Tormenta y brío”) liderado por los hermanos Schlegel y enseguida apoyado y
fortalecido por la obra de teóricos y creadores de la talla de Novalis, Friedrich Gottlieb
Klopstock y su cenáculo poético, Johann Georg Hamann, apodado “El mago del norte”,
Johann Gottfried Herder o Friedrich Schiller. Contaban, mirando un poco más atrás en el
tiempo, con el respaldo teórico y práctico de un auténtico precursor, Jean-Jacques
Rousseau, sin olvidar la extraordinaria contribución poética, gráfica y especulativa del
mirífico visionario William Blake, pionero apóstol de una religión sin creyentes (o
misticismo romántico) y diseñador gótico de la abadía de Westmister -de la cual realizó los
dibujos-, moda arquitectónica rápidamente exportada a la sazón a países como Alemania y
Francia. Ahora bien: ¿Qué es lo que se cocía en las mentes calenturientas de estos dignos
caballeros -una auténtica pléyade de talentos sin par? Pues nada más y nada menos que un
verdadero brainstormig, que dirían algunos hoy, de creencias, pasiones y contradicciones,
las cuales dieron lugar en su choque a la gran polisemia que encierra todavía hoy el
término “romanticismo” (y que, en principio, proviene sencillamente de roman, esto es:
“novela” en sentido medieval).
El pistoletazo de salida lo dió la aparición de Las tribulaciones del joven Werther de
Goethe en 1774, novela epistolar de un romanticismo profundamente doliente de la que el
propio autor se arrepintió no mucho después. Ya era tarde: tras Werther, que se convirtió
en un fenómeno literario de una envergadura desconocida hasta entonces, los jóvenes
románticos (también el propio joven Goethe de camino a Suiza) empezaron a vestirse igual
que su héroe cuando éste vio por primera vez a su amada Carlota, es decir, con un frac
azul, chaleco amarillo y botas altas de charol con vueltas oscuras; asimismo, la emulación
llegó hasta el punto de que aumentó considerablemente el número de suicidios en nombre
del sagrado amor. Desde entonces el romanticismo, por influencia de Rousseau o después
de George Sand, que habrían de hacer del amor la suprema moralidad, vuelca su interés
hacia aquellos reductos adonde no alcanza la sombra del buen burgués, enamorándose una
y otra vez, a partes iguales, del amor mismo (supremo, eterno: Es el amor, y no la
metafísica alemana, lo que mueve el mundo, hizo decir todavía a fines del s. XIX Óscar
Wilde a un personaje de sus dramas), y de la naturaleza (estilizada, virginal, prístina: la
naturaleza en la que habita el “buen salvaje” dieciochesco, y que entendían que el
neoclasicismo había perdido en su imitación de los clásicos). Como apunta certeramente
acerca de ésta última Robert Barnard:
Aparte la naturaleza, el peculiar Yo soy el que soy (Éxodo, 3:14) romántico no conoce más
límites que los impuestos por la sublimidad de sus intuiciones, que tienen como objeto un
deseo infinito e irrealizable en las condiciones históricas de la realidad. Se trata de lo que
los primeros románticos alemanes denominaban Weltschmerz o “dolor del mundo”: el
individuo encara el mundo como el caballero andante se enfrentaba a un malvado dragón,
a fin de hacer cumplir en él o acaso fuera de él su destino, el cual coincide punto por punto
con su libertad. El romántico es un dios caído; la vida, “una pasión inútil” -como más
adelante señalará, generalizando a la totalidad de la condición humana, el existencialismo,
otro criptoromanticismo- que se substancia en una lucha contra los demás, contra uno
mismo y contra la inmisericorde fortuna, la cual termina de un modo u otro venciendo
siempre. Esta actitud les lleva a un gran confusionismo -a veces, autoengaño-, en lo que se
refiere a ideario literario y también político; tal y como indica una vez más Barnard:
La primera generación había abrazado con entusiasmo las aspiraciones de los primeros
años de la Revolución Francesa: “Fue una bendición estar vivo en este despertar”, decía
Wordsworth. La generación más joven, sobre todo Shelley y Byron, estaba
estrechamente unida a grupos radicales, muy perseguidos en Inglaterra, y apoyaban los
movimientos nacionalistas de quienes se oponían a las chirriantes tiranías que se habían
reinstaurado por toda Europa tras la caída de Napoleón. Ser radical para ellos
representaba con frecuencia una postura vaga, utópica, más cargada de idealismo que
de espíritu práctico, lo cual entraba en conflicto con su experiencia real. Las historias del
matrimonio de Coleridge y de la segunda fuga de Shelley están ya inscritas en los libros
de la alta comedia humana, y por la actuación que tuvieron Robert Southey en el primer
caso y William Godwin en el segundo, podemos comprobar que el doble rasero no es
patrimonio exclusivo de las clases conservadoras. Con todo, cuando esta radicalidad nos
muestra su lado más positivo, cuando, por ejemplo, leemos en England in 1829, obra en
la que Shelley expresa su más profundo desprecio por las instituciones políticas del
Estado, o cuando vemos el entusiasmo con que Byron contempla la idea de Grecia,
comprobamos que esta postura recorre la poesía romántica como brisa fresca en un
museo.
Desde entonces se formaron, como si dijéramos, dos campos: por un lado, los espíritus
exaltados, doloridos, todas las almas expansivas que anhelan el infinito, inclinaron sus
cabezas llorando; se envolvieron en sueños enfermizos, y en este océano de amargura no
se vieron más que unos frágiles tallos. Por otro lado, los hombres de carne
permanecieron en pie, inflexibles, en medio de los goces positivos, sin más preocupación
que la de contar el dinero que tenían. Un sollozo y una carcajada; aquél procedente del
alma, ésta, del cuerpo.
Cuentan fuentes fidedignas que cuando Edgar Allan Poe deambulaba inquieto y mohíno
por la calles de Boston, Filadelfia, Baltimore o cualesquiera otras de las muchas ciudades
en las que residió, los niños se acercaban presurosos a él y le chillaban alborotados
“nevermore”, el pie de verso que había popularizado poco antes en el lúgubre poema El
Cuervo -“The Raven”-, y cuya lectura pública supuso el mayor éxito de su carrera como
escritor de ficción. Entonces Poe se daba la vuelta con gesto fingidamente amenazador y,
agitando sus brazos hacia el corrillo de chiquillos como si fuese la estremecedora ave de su
famosa composición, accionaba a diestro y siniestro con rostro feroz para gran alborozo de
los rapazuelos que echaban a correr riendo como ahuyentados por la grotesca silueta de un
patético demonio. Vaya por delante esta pequeña pero simpática anécdota para capear
antes de nada el vendaval de malditismo, espeluzno y negra tenebrosidad que acompaña
como una sombra la figura de Poe por culpa de la leyenda romántica adherida al efecto de
sus geniales relatos. Su vida fue ciertamente triste, angustiada, mísera y cuajada de
terribles desgracias -como se sabe, prácticamente todos sus seres queridos fueron cayendo
como moscas a causa de la tuberculosis-, pero nada de eso nos da razón para cubrirle con
un manto de inhumanidad teratológica y menos aún para abrir sobre él cualquier clase de
expediente psiquiátrico. Prueba de ello son los muchos ensayos, artículos y escritos de
variada índole donde Poe razona con cordura y diligencia acerca de lo humano y lo divino,
los cuales demuestran que puede sacarse también alguna enseñanza estética o histórica del
maestro del escalofrío. En el más difundido de ellos, el célebre ensayo Filosofía de la
composición, Poe había analizado El Cuervo bajo el criterio del efectismo puramente
cerebral y sensorial producido por la disposición fonética y semántica del poema. Charles
Baudelaire recogió entusiasmado la idea: la Belleza es un efecto, no una esencia ni una
cualidad, bueno para transportar del spleen al éxtasis y sumergir al poeta en un abismo
-gouffre, escribía el francés- innombrable y delicioso. El simbolismo, que es la estética
resultante de ello (y cuyos predecesores en Francia son principalmente el malogrado
Gérard de Nerval, y, al menos en una primera etapa, Víctor Hugo, afirmando la aptitud del
poeta como vidente), ocuparía el espacio que va desde la crisis del romanticismo hasta bien
entrado el s. XX, agudizando ad nauseam las pulsiones más herméticas y paralizantes de
aquel -esto es: sus paraísos trucados, así como los mixtificados fuegos fatuos y el teatral
olor a azufre desprendido por sus infiernos artificiales...
No obstante, existían causas históricas subyacentes: en 1848, la burguesía francesa ya no
reconocía el derecho a la “resistencia a la opresión”, y, así, en 1851, la Guardia Nacional
francesa, supuesta depositaria de la tradición emancipadora de 1789, causó una espantosa
y memorable masacre entre los trabajadores que desvaneció definitivamente la confianza
en la herencia ilustrada de los nuevos poderes fácticos. Pero la crisis en la estética era ya
anterior: cogido en una tenaza cuyas pinzas eran la École du Bon Sens (Escuela del buen
sentido) de los años 30, por un lado, y el arte para la educación cívica -promovido por los
socialistas utilitarios-, por el otro, la poética insurrecta del lirismo oscuro y urbano
encabezada por Baudelaire mueve a Jean Morèas a redactar el “Manifiesto Simbolista” en
la revista Figgaro litteraire, donde se ataca igualmente la novela naturalista en boga y el
romanticismo de los abuelos en pro de una bohemia artística sin más esperanza práctica
que la de abrir las puertas -y aún esto ocasionalmente- al inframundo del genio. El dandy,
en efecto, no abriga tan siquiera demasiadas esperanzas de reconocimiento presente o
futuro; el “dandysmo” consiste, de hecho, en hacer de la necesidad virtud y mediante un
ingenioso subterfugio atribuir a la propia altivez lo que es una situación de facto: la de su
propia e inevitable marginalidad social. De este modo, a los salones del romanticismo
suceden los cafés bohemios de la rive gauche, donde se consume desmedidamente el hada
verde -o sea: la absenta-, las cofradías poéticas gustan de autobautizarse con nombres
colectivos a cual más epatante, y la plática gira frecuentemente en torno a las bondades del
fracaso, los encantos del mal y la inmoralidad o supramoralidad del arte. A este respecto
escribe Baudelaire en Mon coeur mis à nu:
Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras “Inmoral, inmoralidad,
moralidad en el arte” y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedeu, una puta de a
cinco francos que una vez me acompaño al Louvre, donde no había estado nunca, empezó
a sonrojarse y a taparse la cara, y tirándome a cada momento de la manga me
preguntaba ante las estatuas y los cuadros inmortales cómo podían exhibirse
públicamente semejantes indecencias (...) La voluptuosidad única y suprema reside en la
certeza de hacer el mal. El hombre y la mujer saben de nacimiento que en el mal se halla
toda voluptuosidad.
La estética los dividía, la ética los unía -estaban de acuerdo en su resolución común de
renuncia al sufragio del número; celebraban las obras que crean a su propio público (...)
Lo que fue bautizado como simbolismo se resume muy sencillamente en la común
intención de varias familias de poetas (por los demás enemigas entre sí) de “apropiarse
de los bienes de la Música”. El secreto de este movimiento no es otro. La oscuridad, las
rarezas que tanto se les reprochó, la apariencia de relaciones demasiado íntimas con la
literatura inglesa, eslava o germánica, los desórdenes sintácticos, los ritmos irregulares,
las curiosidades de vocabulario, las figuras continuas... Todo se deduce fácilmente en
cuanto se reconoce el principio. En vano los observadores de estas experiencias y los
mismos que las practicaban la emprendían con esa pobre palabra de “símbolo”. Contiene
todo lo que se quiera: si alguien le atribuye su propia esperanza, ¡en ella la encuentra!
-Pero nos habíamos alimentado de música, y nuestras mentes literarias sólo soñaban con
extraer del lenguaje casi los mismos efectos que las causas puramente sonoras producían
en nuestros seres nerviosos.
Puede apreciarse, en fin, que el todo conjunto de la aspiración simbolista tiene algo de loco
ensueño, de delirio sacrílego y sobrehumano (curiosamente, Valéry dijo a Mallarmé al
mostrarle éste el Coup de Dés: ¿No cree usted que es un acto de demencia?), pero, pese a
todo, no puede negarse que Le Bateau Ivre de Rimbaud, el Tombeau d´Edgar Poe de
Mallarmé, La Jeune Parque de Verlaine y tantos otros son a un tiempo geniales poemas y
formidables reflexiones sobre la poesía. En cuanto a la vida ordinaria, ese burdo embutido
engullido indiscriminadamente por el vulgo profano, oigamos a la opinión de Villiers d
´Isle-Adams en la novela Axel, de 1890:
Los criados vivirán con intensidad, sí, pero como criados; el señor languidecerá
lentamente, pero como señor. A los primeros corresponde la ignorancia, al segundo el arte,
pero un arte que de poco le servirá ya, pues, como se señala en el prefacio a los Poémes
antiques de 1852: La poesía ya no engendrará acciones heroicas ni inspirará virtudes
sociales, porque ahora, lo mismo que en todas las épocas de decadencia literaria, la
lengua sagrada sólo puede expresar mezquinas impresiones personales... y ya no es apta
para enseñar al hombre. Dirigiéndose a los poetas, Leconte de Lisle dice que el género
humano sabe ahora más que ellos, que en un tiempo fueron sus maestros. El papel de la
poesía consiste ahora en “dar vida ideal a quien ya no tiene vida real”. Estas dos
importantes citas muestran a las claras que nunca ha sido de tanta aplicación la definición
del “genio” de Hegel, cuando dice que se trata deuna hermosa alma muriendo de hastío, o
cuando explica muy sartreanamente que, porque la conciencia es su propio concepto para
sí, sufre una violencia que procede de si misma y por la cual se echa a perder toda
satisfacción limitada (…) Esta angustia no puede sosegarse; en vano quiere fijarse en
una inercia sin pensamiento, en vano se aferra a una forma de sentimentalidad que
asegura que todo es bueno en su especie. El romanticismo, en sus últimos estertores,
consiste, en fin, en una “deshumanización del arte”, como diría después Ortega y Gasset,
en un culto al lenguaje purificado en analogía con la música, en esa “especie de brujería
evocativa” que mencionaba Gauthier, a la que se alinearon nombres como los de Jules
Laforgue, la dramaturgia expresionista de Maurice Maeterlinck y August Strindberg, la
fábula católica de Paul Claudel y George Bernanos, la poesía de Rainer M. Rilke o Leopoldo
Lugones, e incluso nuestros Ramón María de Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez -algunos
incluyen en esta galaxia a André Gide y a Marcel Proust. Modernismo, Decadentismo,
Parnasianismo, Poesía pura... Son otros tantos avatares del temperamento simbolista, un
temperamento forjado, una vez más, en feroz oposición a la moral utilitaria del burgués
(ese espantajo de mediocridad que blandía todo artista finisecular como pretexto para
convertirse él mismo en un nuevo espantajo, pero, eso sí, favorito de las musas...), anejo a
un desprecio por el calificado como taedium o fastidium de la vida ordinaria compartido
en las primeras décadas del siglo XX por el expresionismo, el psicoanálisis de Freud, la
escuela formalista rusa, el dadaismo, el surrealismo, el creacionismo, el ultraismo, el
existencialismo de pre- y postguerra, la novelística del premio Nobel Hermann Hesse, el
movimiento Beatnick, etc., etc.
En el terreno crítico, debemos al romanticismo la cancelación de la posibilidad de
considerar como tarea de la estética la fijación de cánones, reglas y modelos, pues si el arte
es histórico, lo que vale como modelo para una época no puede valer igualmente para otra
distinta, y cada una debe ser ponderada en su singularidad. Ya en Francia, como precisa
Hans Robert Jauss, en el cambio de época entre el clasicismo y la ilustración, y como
balance final de la querelle, había empezado a reconocerse que las obras de los antiguos y
los modernos se habían de juzgar como el producto de épocas históricas diferentes, es
decir, en función de una medida relativa de lo bello, y no como un concepto absoluto de lo
perfecto. El propio Schlegel lo decía con espíritu fundador en el Dialogo sobre la poesía de
1800, cuando escribía que hay que dejar toda creación en su esfera de origen para
enjuiciarla exclusivamente de acuerdo con su ideal propio. Y, también en ese tratado,
aventuraba: El poeta moderno tiene que buscar sus recursos en su interior y muchos lo
han hecho maravillosamente, pero hasta ahora cada uno por su cuenta, siendo cada
obra como una creación de la nada. Voy al grano. De lo que carece nuestra poesía, ésta
es mi tesis, es de un centro de gravedad como el que constituía la mitología para la
poesía antigua, y lo esencial de la inferioridad de la poesía moderna frente a la antigua
se puede resumir en pocas palabras: no tenemos mitología. Pero añado: estamos
próximos a recibir una, o, mejor dicho, ya es hora de que colaboremos al advenimiento
de una mitología. Excepto en el -extravagante, pero único- caso de Lovecraft, podemos
afirmar que esa mitología ha sido más la de los propias biografías de los creadores
románticos que la que pudiera desprenderse de una explanación de la intertextualidad de
sus obras, en un giro él mismo muy moderno que, por su propia naturaleza, desmiente la
posibilidad de una auténtica mitología anónima y colectiva como la que acaeció en la
antigüedad.
Muchas son, pues, las caras del romanticismo, y no todas enteramente conscientes de sí
mismas. Para concluir, diré que me parece justa la apreciación de Thomas Mann -autor, no
obstante, de La Muerte en Venecia y Doktor Faustus-, cuando expresa que (…) Lo
romántico es la canción de la nostalgia que anhela lo pasado, la canción mágica de la
muerte(en Schopenhauer, Nietzsche, Freud), aunque encuentro también valiosa la
recuperación de un cierto ideal de individualismo y de honor personales -cuando no de
mera excepcionalidad y altura espiritual- para tiempos de homogeinización y efervescencia
de las masas como fueron los de la primera revolución industrial. El romanticismo supuso
asimismo la puesta de manifiesto de la insoportable raíz común entre el malestar y la
belleza característica del mundo moderno, y con ella entraño también la complementaria
inyección de un acusado escepticismo con respecto a los ideales del progreso:Las cosas de
las que uno está completamente seguro nunca son verdad. Esa es la fatalidad de la fe y la
lección del romanticismo, escribe Óscar Wilde en 1890. Una incredulidad que se quedó en
buscar, mediante los sueños, las drogas y el sortilegio de la escritura, espadas en el cielo,
flores en el infierno -Swords of Heaven, Flowers of Hell, conforme al título de la novela
gráfica inspirada en la literatura fantástica de Michael Moorcock.
Cinco máximas a priori acerca de la naturaleza de la lectura que tal vez sólo
pueden ser reconocidas a posteriori…
Decía Goethe que leer un libro es tan difícil como escribirlo, y todos le agradecemos la
gentileza, aunque sepamos que no es así. Cierto que existen libros realmente enmarañados,
duros, en los que su autor puso casi más de lo que sus pobres lectores serán capaces de
asimilar, pero esos son los menos, pese a que esos “menos” son tantos ya por mor de la
mera acumulación de los siglos que llevaría toda una vida leerlos todos. La lectura es sin
duda una forma de canibalismo, un canibalismo civilizado que consiste en tratar de hacer
de los sesos de nuestros antepasados carne y sangre nuestra, como esas tribus primitivas
que se comían a sus familiares mayores recién muertos para adquirir su experiencia y
sabiduría. Lamentablemente, el rito no tiene por qué funcionar, y un amplísimo porcentaje
de lectores entiende mal su afición, confundiéndola con una suerte de familiaridad con los
datos personales de los grandes genios de la literatura que les faculta para sentirse por
encima de su prójimo promedio. No es eso, claro, o al menos no es sólo eso. “Subirse a
hombros de gigantes”, por usar la expresión de Newton, sirve para algo más que para
contar después que estuviste allí, encaramado en la testuz de Tolstói; sirve también para
mirar hacia donde él miraba en el tiempo que dedicó a escribir Anna Karénina. Si sólo te
subiste a Tolstói como quien se sube a un funicular pero te perdiste las vistas, ciertamente
ya no te queda otra opción que presumir del viaje, puesto que se te escapó su fruto. Para
esosin duda habría sido mucho mejor haberse trepado a los hombros de Megan Maxwell,
que yacen a una altura mucho más asequible, y desde allí no perderse ni un átomo del
paisaje. Si yo tuviera que dar alguna suerte de consejos para lectores iniciados, de esos en
los que no “todo es subjetivo” ni “todo depende de la persona”serían los siguientes:
-Leer es cultura, no actualidad. Desde luego que la actualidad tiene completo derecho
a suscitar todo nuestro interés, como “vida viviente” que es (tomo la expresión del
Dostoyéski de Apuntes del subsuelo), pero a lo que no tiene derecho es a condicionar
nuestros apetitos culturales. Uno lee, o acude a un museo o a un auditorio para contemplar
la actualidad bajo el prisma de la cultura, no para circunscribir su cultura a los temas de
actualidad. Por ello mismo, me parece, el lector jamás debe restringir sus exploraciones a
lo que hoy se publica, hoy se lee u hoy recibe premios y está de moda.
-Umberto Eco, en su libro sobre cómo hacer tesis doctorales, afirmaba que lo más
inteligente era coger un tema diminuto y leer toda la bibliografía existente sobre él. Yo creo
que es preferible la estrategia contraria: escoger un tema inmenso y leer poco y escogido
sobre él. De nada sirve saberlo todo sobre un pueblecito de Sicilia de principio de siglo a la
manera de Leonardo Sciascia si careces de la menor noción de la Revolución Francesa
contada por, por ejemplo, Thomas Carlyle. O interesarse por los usos amorosos de la
posguerra española con Carmen Martín Gaite si antes no has leído sobre la mecánica de los
celos en el Otelo de Shakespeare. De lo grande a lo pequeño parece una estrategia mejor
que la contraria, de lo pequeño a lo grande, sobre todo en el s. XXI, que se ha escrito
mucho de todo.
-En un mundo es que todo está traducido, publicado, reseñado y criticado, y en el que
hay más escritores que lectores, es imposible que una miríada de perspectivas minúsculas
de una cuestión aporten visión de conjunto alguna. Y hay que tener una visión de conjunto,
por mucho que se seas consciente de que es una entre muchas posibles, o leer no será más
que vana diversión y jactancia. El lector debe ver las cosas, el destino del hombre, un poco
como escribía, en un arrebato de pasión, William James: “Si esta vida no es una verdadera
lucha en la que el universo gana eternamente algo por su éxito, entonces no es mejor que
un juego de representaciones teatrales del que podemos retirarnos cuando nos dé la gana”.
-El diktum romántico de la indistinción entre forma y contenido -peraltando siempre
la forma, puesto que hablamos de arte- es una falacia interesada. Coge algo como la
Segunda Guerra Mundial, piensa a fondo lo que semejante acontecimiento supuso para la
humanidad y deja que la forma se proponga sola. Si no tienes algo así entre los dientes,
relee a los maestros del decir, Joyce o Proust, o a diaristas tipo Cartarescu, pero que sepas
que pasas por alto Los desnudos y los muertos de Mailer. El contenido es la forma: ya
señaló Schopenhauer que el estilo escrito no es más que tener algo que decir…
-Por último, prioriza aquellas obras que intenten desentrañar la esencia de cosas, y no
tanto de las personas. Cosa es, digamos, la corrupción, como expuso Chirbes en
Crematorio. Para el estudio psicológico ya tenemos todos la vida real, la nuestra, en la que
siempre hay que preferir, claro, a las personas.
165
“Puedo pensar que Dostoievski, Faulkner y García Márquez escriben
porque Cervantes fundó la novela moderna y nos dio a todos -autores y
lectores- una manera nueva de ver el mundo. Nos enseñó a recordar y a
desear a partir de una libertad nueva, la del renacimiento europeo, y a
pesar de antiguas opresiones, la del dogma autoritario. Cervantes unió
todos los géneros literarios previos -épica, picaresca, novela de amor,
relato pastoral, novela morisca- para crear un género de géneros abarcador,
incluyente, en el que tuviesen cabida todos los sueños, las memorias, los
deseos, las imaginaciones, las debilidades y las fortalezas del ser humano.
No un ser humano liberado a la anarquía, sino capaz de ejercer la libertad
contra el orden de ser necesario -y eso sería lo más fácil- o en el orden
-para ser más difícil-.
Cervantes nos dio una voz, es la voz que nos une a todos los
hispanoparlantes. Pero Cervantes también nos dio una imaginación. Una
imaginación del mundo en la que se reconocen autores y lectores de todos
los países y de todas las lenguas. Prueba suficiente, es la obra del más
grande novelista latinoamericano del siglo XIX, el brasileño Joaquim
Machado de Assis, Machado de la Mancha le llamo yo, el fabulador de un
mundo manchado, impuro, sincrético, barroco, que es el nuestro. Machado
es el milagro de la literatura decimonónica de Latinoamérica. Y los
milagros, le dice Quijote a Sancho, son cosas que rara vez suceden. No
obstante, milagro dado, ni Dios lo quita”.