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Un Mundo Sin Novelas

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UN MUNDO SIN NOVELAS

Muchas veces me ha ocurrido que un señor se me acerque con un libro mío en las
manos y me pida una firma, precisando: "Es para mi mujer, o mi hijita, o mi madre.
Es una gran lectora". Yo le pregunto: "Y a usted, ¿no le gusta?" La respuesta rara
vez falla: "Si, claro, pero soy una persona muy ocupada". Ese señor, esos miles de
miles de señores iguales a él, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones
y responsabilidades, que no pueden perder su tiempo con una novela.

Para ellos, la literatura es un entretenimiento que pueden permitirse quienes


disponen de mucho tiempo libre. Me propongo formular aquí algunas razones
contra esta idea, y a favor de considerarla, además de uno de los más
enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremplazable para la
formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, y que, por lo
mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos
los programas de educación.

Vivimos en una era de especialización debido al prodigioso desarrollo de la ciencia


y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimientos.
La especialización trae muchos beneficios, pues permite profundizar en la
exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero también va
eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales
podemos coexistir, comunicarnos y sentirnos solidarios. Conduce al cuarteamiento
del conjunto de seres humanos en guetos de especialistas a los que un lenguaje,
unos códigos y una información sectorizada confinan en aquel particularismo
contra el que nos alertaba el refrán: no concentrarse tanto en la hoja como para
olvidar que es parte de un árbol, y éste, de un bosque.
De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida
el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social. Ciencia y técnica,
pues, no pueden cumplir esa función integradora.
La literatura, en cambio, es un denominador común de la experiencia humana. Los
lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos
y nos sentimos miembros de la misma especie porque en sus obras aprendimos
aquello que compartimos como seres humanos, sin importar las ocupaciones, los
designios vitales, las geografías, las circunstancias y los tiempos históricos.
Y nadie defiende mejor contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la
xenofobia, del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes,
como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la
igualdad esencial de todos los hombres. Nada enseña mejor que las buenas
novelas, a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio
humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad.
Leer buena literatura es también aprender qué y cómo somos en nuestra
integridad humana, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra
conciencia. Este conocimiento sólo se encuentra en el novela. Ni siquiera las otras
ramas de las humanidades -como la filosofía, la historia o las artes- han podido
preservar esa visión integradora y un discurso asequible al profano, pues han
sucumbido también al mandato de la especialización.
Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el
espacio es el más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en
cada generación como la literatura.
Ahora bien, ¿qué ha dado a la humanidad la literatura?
Uno de los primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una
comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de
matices, claridad, corrección, profundidad y rigor que otra que ha cultivado los
textos literarios. Una humanidad sin novelas se parecería mucho a una comunidad
de tartamudos y de afásicos. Esto vale también para los individuos. Una persona
que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho, pero dirá siempre
pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo de vocablos para
expresarse.
No es una limitación sólo verbal; es al mismo tiempo, una limitación intelectual,
una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos
mediante los cuales nos apropiamos de la realidad no están disociados de las
palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia.
Ninguna disciplina puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje. Los
manuales científicos y los tratados técnicos no enseñan a expresarse con
propiedad. Al contrario, a menudo están muy mal escritos, porque sus autores, a
veces indiscutibles eminencias en su profesión, no saben comunicar sus tesoros
conceptuales.
Otra razón para dar a la novela una plaza importante es que, sin ella, el espíritu
crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de la libertad, sufriría una
merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical
del mundo en que vivimos. En ella alienta una predisposición sediciosa, insumisa,
revoltosa e incorformista.
La literatura es un refugio para aquel al que sobra o falta algo para no ser infeliz.
Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los
descampados de la Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el
capitán Ahab o convertirnos en insecto con Gregorio Samsa es una manera astuta
de desagraviarnos de las imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser
siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos.
La novela sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero en ese
milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida, somos otros. Más
intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos. La literatura nos
permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que
transcurre la vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la
impunidad para el exceso y dueños de una soberanía sin límites. ¿Cómo no
quedar defraudados, luego de leer La guerra y la paz o En busca del tiempo
perdido, al volver a este mundo de pequeñeces, de limitaciones y servidumbres,
de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que a cada paso
corrompen nuestras ilusiones?
Es decir, la vida soñada de la novela es más bella, diversa, comprensible y
perfecta que la real. Esa es, acaso, la mejor contribución de la literatura al
progreso: recordarnos que el mundo está mal hecho y que podría estar mejor, más
cerca de los que nuestra imaginación es capaz de inventar.
Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables, críticos,
independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual,
conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo para
tratar de acercarlo a aquel en que quisiéramos vivir. Sin esa insatisfacción y
rebeldía, viviríamos todavía en estado primitivo, no habría nacido el individuo, ni la
ciencia, ni la tecnología hubieran despegado, ni los derechos humanos serían
reconocidos, ni la libertad existiría.
Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando una
humanidad que no hubiera leído novelas. En aquella civilización, en la que
prevalecerían acaso sobre las palabras los gruñidos simiescos, no existirían
ciertos adjetivos formados a partir de las creaciones literarias: quijotesco, kafkiano,
orwelliano, sádico, masoquista y muchos otros. Habría locos, víctimas de
paranoias y delirios de persecución, y bípedos que gozarían recibiendo o
infligiendo dolor, ciertamente. Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas
conductas aspectos esenciales de la condición humana, algo que sólo el talento
creador de Cervantes, Kafka, Sade o Sacher-Masoch nos reveló. Cuando apareció
el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante. Ahora
sabemos que todos los disparates que hace son una manera de protestar contra
las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones mismas de ideal
y de idealismo no serían lo que son sin haberse encarnado en aquel personaje
con la fuerza persuasiva que le dio Cervantes.
El adjetivo Kafkiano viene a nuestra mente cada vez que nos sentimos
amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y
destructivas que tanto dolor, abusos e injusticias han causado en el mundo
moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias
intolerantes, los burócratas asfixiantes. Sin los cuentos y novelas de ese
atormentado judío de Praga que vivió siempre al acecho, no hubiéramos sido
capaces de entender con la lucidez que hoy es posible hacerlo el sentimiento de
impotencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas,
ante los poderes que pueden pulverizarlos sin que los verdugos tengan siquiera
que mostrar la cara.
El adjetivo orwelliano, primo hermano de kafkiano, alude a la angustia opresiva y a
la sensación de absurdidad extrema que generan las dictaduras totalitarias del
siglo veinte, las más refinadas, crueles y absolutas de la historia, en su control de
los actos, las psicologías y hasta los sueños de los miembros de una sociedad. En
Rebelión en la Granja y 1984, George Orwell describió, con tintes pesadillescos,
una humanidad sometida al control de Big Brother, amo absoluto que, mediante la
eficiente combinación de terror y moderna tecnología, ha eliminado la libertad, la
espontaneidad y la igualdad y convertido la sociedad en una colmena de
autómatas.
Es verdad que la profecía siniestra de 1984 no se materializó y que el comunismo
totalitario desapareció pero el vocablo orwelliano sigue vigente, como recordatorio
de una experiencia político-social y devastadora sufrida por la civilización, y que
los textos de Orwell nos ayudaron a entender.
De donde resulta que las invenciones de los grandes creadores literarios nos
abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de la condición humana. A
veces el semblante que se delinea en el espejo que las novelas nos ofrecen de
nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes
carnicerías sexuales fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas
dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de Sacher-Masoch. Y,
sin embargo, lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las torturas;
es descubrir que esa violencia y desmesura no nos son ajenas, que esos
monstruos ávidos de trasgresión y exceso se agazapan en lo más íntimo de
nuestro ser y que aguardan una ocasión propicia para imponer su ley.
Bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, el mundo
sin novelas de esta pesadilla tendría, como su rasgo principal, el conformismo.
También en este sentido sería un mundo animal. Los instintos básicos decidirían
las rutinas cotidianas de una vida lastrada por la lucha por la supervivencia, el
miedo a lo desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, la monotonía
aplastadora y el pesimismo, la sensación de que la vida es lo que tenía que ser y
que nada ni nadie podrá cambiarlo.
Cuando uno imagina un mundo sí, tiende a identificarlo de inmediato con lo
primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades mágico-religiosas que
viven al margen de la modernidad en América Latina, Oceanía y África.
La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales, que de un
lado, ha revolucionado las comunicaciones y, de otro, monopoliza cada vez más el
tiempo que dedicamos al ocio y a la diversión, arrebatándoselo a la lectura,
permite concebir, como un posible escenario del futuro mediato, una sociedad
modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes, y sin libros. Ese
mundo cibernético, me temo, sería profundamente incivilizado, sin espíritu, una
resignada humanidad de robots.
Desde luego, es más que improbable que esta perspectiva se llegue jamás a
concretar. No hay un destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que
vamos a ser. Depende de nuestra visión y voluntad que esta macabra utopía se
realice o eclipse. Si queremos evitar que se realice, hay que actuar. Hay que leer
buenos libros e incitar a leer.

Mario Vargas Llosa. “Un mundo sin novelas”, Letras Libres, México, num 22,
octubre de 2000.

http://www.letraslibres.com/index.php?art=6536
Consultado el 4 de abril de 2011.

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