La Mansión Starling - Alix E. Harrow
La Mansión Starling - Alix E. Harrow
La Mansión Starling - Alix E. Harrow
MANSIÓN STARLING
Los tablones del suelo crujen y aúllan. Una puerta malhumorada se cierra
de golpe en algún pasillo distante.
Arthur avanza encorvado escaleras arriba y se deja caer en la cama
vestido, pero aún temblando y a la espera de que una cañería empiece a
dejar caer gotas vengativas sobre la almohada. O de que una contraventana
suelta golpee sin ritmo alguno contra un alféizar.
Pero, en lugar de eso, solo se topa con los sueños. Siempre esos malditos
sueños.
Tiene cinco años y la Mansión se alza robusta y perfecta. No hay grietas
en el yeso, ni balaustres rotos ni grifos que goteen. Para Arthur, más que
una casa es un país, un mapa infinito lleno de habitaciones secretas y de
escaleras rechinantes, tarimas a la sombra de las hojas y sillones
descoloridos a causa del sol. Todos los días va a explorar, fortalecido
gracias a los sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada que le
prepara su padre. Y todas las noches, los estorninos trinan hasta que se
duerme. Ni siquiera ha reparado en lo solo que está.
Tiene ocho años y su madre le coloca los dedos alrededor de la
empuñadura, le pone rectas las muñecas cuando amaga con doblarlas.
«Amas nuestra casa, ¿verdad?». Tiene gesto serio y cansado. Siempre está
cansada. «Pues tienes que luchar por aquello que amas».
Arthur se despierta en ese momento, entre sudores, y ya no logra
conciliar el sueño. Mira por la ventana redonda de la buhardilla y observa el
movimiento argénteo de los árboles mientras piensa en su madre, en todos
los Guardianes que la han precedido. En la chica.
El último pensamiento esperanzado que tiene antes del amanecer es que
le ha dado la impresión de ser lista, astuta, y solo el mayor de los imbéciles
se atrevería a regresar a la Mansión Starling.
3
Nunca jamás, sin importar lo sola o lo cansada que esté, sin importar lo
bonita que me parezca esa luz entre los árboles, volveré a la Mansión
Starling. Su voz me ha perseguido durante todo el camino de vuelta al
motel, y ha resonado en mis oídos como un latido ajeno: «Corre, corre,
corre».
Solo dejo de oírla cuando llego a la luz de la entrada de la habitación
doce, entre jadeos y temblores, con zapatos que llenan la moqueta de
aguanieve.
Jasper me saluda sin quitarse los auriculares, con la atención puesta en la
escala de grises de los fotogramas del vídeo que edita en ese momento.
—Tardabas mucho, así que me tuve que comer el último ramen de pollo
picante que quedaba. Eso te pasa por… —Alza la vista. Se quita los
auriculares y los deja caer en el cuello mientras el gesto engreído empieza a
desaparecer de su rostro—. ¿Qué te ha pasado?
Me apoyo en la puerta, con la esperanza de aparentar tranquilidad en
lugar de un inminente desmayo.
—¿De verdad creías que iba a dejar el último ramen de pollo picante a
simple vista? Tengo mis propias reservas.
—Opal…
—No pienso decirte dónde las guardo. Antes muerta.
—Que me digas qué te ha pasado.
—¡Nada! He vuelto a casa haciendo jogging.
—Has vuelto a casa… haciendo jogging. —Estira la palabra «jogging»
en dos sílabas llenas de escepticismo. Me encojo de hombros, pero me
dedica una mirada con los labios fruncidos y luego se fija en el suelo junto a
mí—. Y supongo que eso que gotea en la moqueta es kétchup, ¿no?
—Qué va. —Meto la traicionera mano izquierda en el bolsillo de la
sudadera y me dirijo hacia el baño—. Es salsa siracha.
Jasper da un pisotón, me llama y emite amenazas vagas contra mi
persona, pero yo enciendo el ventilador del techo y la ducha hasta que ceja
en su empeño. Me dejo caer en el retrete y espero a que los temblores pasen
de las piernas a los hombros, y de ahí a las puntas de los dedos. Supongo
que debería sentirme asustada o enfadada o confusa, al menos, pero lo
único que soy capaz de sentir es el leve agravio de que se han reído de mí y
no me ha gustado mucho.
El esfuerzo necesario para desvestirme y entrar en la ducha me resulta
abrumador, por lo que me quito la sudadera y meto la mano debajo del grifo
hasta que el agua cae transparente por el desagüe. No es una herida tan
profunda, en realidad: solo una raja irregular que cruza de manera aciaga las
líneas de la vida y del amor de la palma de la mano. (No es que crea en la
quiromancia, pero mi madre se tragaba todas esas tonterías sin pestañear.
Era incapaz de acordarse de las fechas de los juicios, ni de las reuniones con
los profesores, pero se sabía nuestras cartas astrales de memoria).
Me derramo medio bote de agua oxigenada sobre la herida y busco un
apósito con el que cubrirla. Al final me envuelvo la mano con jirones de
una sábana vieja, como hice con Jasper el año que se disfrazó de momia en
Halloween.
Cuando abro la puerta, la estancia está a oscuras y las paredes parecen la
piel a rayas de un tigre a causa de la luz del aparcamiento que se proyecta
entre las persianas. Jasper está en la cama, pero no se ha quedado dormido;
lo sé porque el asma lo hace roncar. Aun así, me meto en mi cama como si
lo estuviera.
Me quedo tumbada y escucho cómo él me escucha a mí, mientras trato de
obviar los latidos del corazón en la mano o recordar la negrura de esa
mirada que me ha taladrado.
—¿Estás bien?
La voz de Jasper suena temblorosa, tanto que me dan ganas de meterme
en su cama y dormir espalda contra espalda, como solíamos hacer cuando
aún éramos tres y solo teníamos dos camas. Y también más tarde, cuando
empezaron los sueños.
Pero me limito a encogerme de hombros sin dejar de mirar el techo.
—Siempre estoy bien.
El poliéster susurra cuando se da la vuelta para colocarse mirando a la
pared.
—Se te da muy bien mentir. —Se me da genial—. Pero hazlo con los
demás. No con la familia.
La inocencia del comentario hace que me entren ganas de reír. O puede
que de llorar. Las mayores mentiras son siempre para aquellos que más
quieres. «Cuidaré de ti. Todo irá bien. No pasa nada».
Trago saliva.
—Está todo bien. —La incredulidad que destila Jasper es palpable, un
frío que emana desde el otro rincón de la estancia—. Lo importante es que
ya ha pasado.
No sé si él se lo cree, pero yo sí.
Hasta que llega el sueño.
No es como los demás. El resto tiene una tonalidad lumínica suave y
sepia, como las cintas de vídeo caseras antiguas o los recuerdos más
queridos que casi has olvidado. Este es como hundirse en agua fría en un
día caluroso, como cruzar de un mundo a otro.
Estoy de vuelta junto a la verja de la Mansión Starling, pero en esta
ocasión el candado cae al suelo y se abre frente a mí. Camino por la entrada
estrecha y oscura mientras las espinas de las plantas se me clavan en las
mangas y los árboles me enredan sus ramas en el pelo. La Mansión Starling
surge de la oscuridad como un animal enorme lo haría de su guarida: con
gabletes que conforman su espina dorsal, alas de piedra pálida, una torre
con un único ojo ambarino. Escaleras empinadas que se enroscan como una
cola a sus pies.
La puerta delantera también está abierta. Cruzo el umbral a un laberinto
de espejos y ventanas, pasillos que se ramifican, se dividen y zigzaguean,
escaleras que terminan en paredes vacías o en puertas cerradas. Camino
cada vez más rápido, a empellones por las puertas, corriendo hacia la
siguiente como si buscara algo de manera desesperada.
El aire se vuelve más frío y más húmedo cuanto más me interno en ella.
Una niebla pálida se alza desde la tarima y se me enrosca entre los tobillos.
En un momento dado, reparo en que he empezado a correr.
Me tambaleo mientras cruzo una trampilla, bajo por unas escaleras de
piedra, y desciendo y desciendo. Las raíces se arrastran por el suelo como si
de venas se tratara, y me da la confusa impresión de que deben de
pertenecer a la mismísima casa, como si la madera muerta y los clavos
adquiriesen vida si les dieras el tiempo necesario.
No tendría que ser capaz de apreciar nada en la oscuridad, pero veo cómo
las escaleras terminan de forma abrupta en una puerta. Una puerta de piedra
lisa entrecruzada por cadenas de plata. Otro candado cuelga de ellas. La
cerradura está rota. La puerta está resquebrajada.
Una niebla fría sopla entre las grietas y sé, gracias a ese extraño fatalismo
de los sueños, que he llegado demasiado tarde, que algo terrible ya ha
ocurrido.
Extiendo el brazo hacia la puerta, asfixiada a causa de una angustia que
no alcanzo a comprender y mientras grito un nombre que desconozco…
Y, luego, me despierto y la boca me sabe a lágrimas. Debo de haber
cerrado los puños con fuerza, porque la sangre ha atravesado la venda y se
ha acumulado debajo de la mano izquierda.
Sigue oscuro, pero me pongo los vaqueros del día anterior, con el
dobladillo aún húmedo a causa de la aguanieve y los bolsillos llenos de
billetes de veinte robados. Salgo al exterior con un saco de dormir al
hombro. Me siento con la espalda apoyada en el hormigón y dejo que la
gata infernal se me suba al regazo entre ronroneos y gruñidos, mientras
espero a que salga el sol y el sueño se desvanezca como los demás.
Pero no lo hace. Permanece como un resfriado horrible que se instala en
las profundidades de mi pecho. Durante todo el día, siento la presión de
unas paredes invisibles contra los hombros, el peso de los travesaños sobre
la cabeza. Las hojas desperdigadas forman patrones parecidos a los de un
papel de pared en el pavimento, y el linóleo lleno de marcas del Tractor
Supply parece resquebrajarse bajo mis pies como madera vieja.
Esa noche me quedo despierta hasta más tarde de lo habitual leyendo una
novela romántica de la Regencia a la luz de las farolas del aparcamiento, y
trato de olvidarme de la casa, o al menos librarme de esa aflicción dolorosa
y sin sentido. Pero el sueño se apodera de mí tan pronto como cierro los
ojos, me arrastra por las mismas paredes retorcidas y escaleras
serpenteantes que terminan en la misma puerta abierta.
Biografía [editar]
No hay registros del nacimiento de Eleanor Starling[1]. Su primera aparición en los registros
históricos es con el anuncio de su compromiso con John Peabody Gravely, fundador y copropietario
de Gravely Bros. Coal & Power Co. (ahora conocida como Gravely Power)[2]. Se casaron en 1869,
pero John Gravely murió poco después, y la empresa quedó en manos de su hermano Robert Gravely.
La fortuna fue a parar a su esposa.
Starling, que nunca estudió literatura oficialmente, envió el manuscrito de La Subterra a más de
treinta editoriales. Julius Donohue, de Cox & Donohue, recuerda haber recibido un paquete con
veintiséis ilustraciones «tan terribles y poco profesionales» que las escondió en el fondo de un cajón
de su escritorio y se olvidó de ellas[3]. Unos cuantos meses después, cuando su hija de seis años le
pidió que le leyese «el libro de las pesadillas», se encontró con que alguien había descubierto dichas
páginas[3]. Cox & Donohue le ofreció a Starling un contrato modesto y publicó La Subterra en la
primavera de 1881.
Eleanor Starling nunca llegó a conocer a sus editores ni a sus lectores. Rechazó todas las entrevistas
que le propusieron, y toda la correspondencia dirigida a ella se devolvía sin abrir. Se declaró su
muerte en 1886. Los derechos de su obra quedaron en manos de otra persona hasta que pasaron a
dominio público en el año 1956. Su hogar en el condado de Muhlenberg está registrado en la
Sociedad Histórica de Kentucky.
La Subterra se considera un fracaso tanto de crítica como de ventas. Un reseñista del Boston Time lo
describió como «deliberadamente inquietante» y «una copia descarada del señor Carroll»[4],
mientras que la Unión de Niños Cristianos pidió al gobierno en varias ocasiones que se censurase el
libro por promover la inmoralidad. Donohue lo defendió en una carta pública y se cuestionó cómo
podía ser inmoral un libro cuando no contenía desnudos, violencia, sexo, alcohol o blasfemias. En
respuesta, la Unión de Niños Cristianos citó la «anatomía terrorífica» de las Bestias de la Subterra y
el «ambiente opresivo que lo permea todo»[5].
El libro tuvo un seguimiento discreto a lo largo de las décadas siguientes. A principios del siglo XX,
varios artistas y escritores afirmaban que E. Starling había sido una de sus primeras influencias[6].
Sus ilustraciones, que habían sido rechazadas en un primer momento por ser burdas e inexpertas,
fueron elogiadas por su escueta composición y por la intensidad que desprendían. Su historia de fama
discreta, protagonizada por una niña llamada Nora Lee que caía en «la Subterra», recibió alabanzas
por su compromiso con temas como el miedo, el aislamiento y la monstruosidad.
Desde entonces, La Subterra empezó a ganar notoriedad como una de las primeras obras de género
neogótico y del modernismo, y se la considera un punto de inflexión cultural en el que la literatura
infantil abandona la estricta nitidez moral del siglo XIX a favor de temas más oscuros y ambiguos[6].
El director Guillermo del Toro ha alabado la obra de E. Starling y le ha dado las gracias por enseñarle
que «el propósito de la fantasía no es hacer que el mundo sea más bonito, sino desentrañar sus
verdades»[7].
La Subterra se adaptó a obra de teatro del mismo nombre en el año 1932, en el Teatro Público de
Nueva York, y volvió a surgir en 1944 y en 1959. La producción de 1959 terminó tras tres funciones
y el Comité de Actividades Antiestadounidenses escribió un informe sobre ella por su «hostilidad
para con los valores estadounidenses, la familia tradicional y el comercio».
La Subterra también tuvo adaptación cinematográfica en 1983, pero nunca llegó a estrenarse. Un
documental sobre el rodaje de la película titulado Desenterrando La Subterra fue candidato a los
premios IDA en el año 2000.
En 2003, la canción «Nora Lee & Me» se lanzó como pista oculta en el tercer disco de estudio de
Josh Ritter, titulado Hello Starling. El grupo de blue grass Common Wealth también ha dicho que el
libro fue una gran influencia para su álbum de country alternativo de 2008 Follow Them Down.
El museo Norman Rockwell organizó una exhibición de arte en 2015 titulada «Herederos de los
Starling: una historia de las ilustraciones de la fantasía oscura», en la que se incluyen obras de
Rovina Cai, Brom y Jenna Barton.
Bibliografía [editar]
• Mandelo, L., «Apetitos bestiales: monstruosidad queer en los textos de E. Starling», Gótico sureño:
lecturas críticas, Salem Press, 1996.
• Liddell, Dr. A., «Del País de las Maravillas a la Subterra: feminismo blanco y la política de las
huidas», Historia de la literatura estadounidense, 2016, 24 (3), pp. 221-234.
• Atwood, N., Ejemplos de niños góticos, de Starling a Burton, Houghton Mifflin, 2002.
5
Esa noche, no sueño con la casa. Lo cierto es que no sueño con nada, lo
que me resulta muy raro. Suelo despertarme con el sabor del agua del río y
de la sangre en la lengua, con cristales rotos en el pelo, con un grito
ahogado en el pecho. Pero esa mañana, la primera después de poner un pie
en el terreno de los Starling, solo siento una tranquilidad profunda y
silenciosa, como las interferencias entre emisoras de radio.
Las verjas de entrada de la Mansión Starling me reciben con esos ojos
metálicos y vacíos. Noto una molestia en la mano izquierda, pero en esta
ocasión la llave me cuelga de un cordel rojizo que llevo al cuello. El ruido
ahogado del pestillo al abrirse me resulta mucho más dramático de lo que es
en realidad, como si fuera un movimiento tectónico que puedo sentir bajo
los pies. Después avanzo por la entrada mientras la llave me rebota contra
el esternón.
Aún me parece como si Dios hubiera construido la Mansión Starling a
imagen y semejanza de la cubierta de una novela gótica para soltarla allí, a
la orilla del río Mud. Y sigue gustándome mucho más de lo que debería. Me
imagino que los cristales rotos y aserrados de las ventanas son bocas que
me sonríen.
Arthur Starling abre la puerta; lleva un suéter arrugado que no es de su
talla, y tiene los ojos enrojecidos y amargados de alguien a quien no le
apetece en exceso estar consciente antes del mediodía.
Le dedico una sonrisa luminosa de miles de vatios y un despiadado
saludo:
—¡Buenos días! —Entorno los ojos para mirar el sol, que brilla a
regañadientes entre las ramas—. Dijiste que podía venir en cualquier
momento después de que amaneciera. —Sus ojos entornados son como dos
hendiduras afligidas—. ¿Puedo entrar? ¿Por dónde empiezo?
Cierra los ojos por completo, como si solo una ferviente oración le diera
fuerzas para evitar estamparme la puerta en las narices, y luego se aparta.
Cruzar el umbral de la Mansión Starling es como pasar del invierno al
verano: el aire es agradable, intenso y cálido. Se desliza por mi garganta y
me va directo al cerebro. Las paredes parecen inclinarse hacia mí. Siento
cómo los pies se enraízan en el suelo y me imagino enredaderas que rompen
la tarima para enroscárseme alrededor de los tobillos, clavos que me
atraviesan la piel blanda de los pies…
La puerta se cierra con fuerza cuando entro, como un tortazo. Las
paredes se enderezan de nuevo.
Me giro hacia Arthur, quien me mira desde la penumbra, con un gesto
inmutable e inescrutable. Tiene la palma de la mano apoyada en la puerta.
La parte del interior está tallada como la del exterior, con la salvedad de que
la prolija hilera de signos y símbolos queda interrumpida por un sombreado
de líneas cruzadas, profundas y aserradas, que parecen marcas de garras.
Cabeceo en dirección a la puerta y trato de aferrarme a la realidad.
—¿Tienes un perro?
—No. —Aguardo, con la esperanza de que añada una explicación por
completo razonable en la que aparezca un mapache rabioso o describa un
accidente con un hacha, pero se limita a decir—: Según mi madre, ya
teníamos suficientes cosas de las que preocuparnos como para encima
adoptar una mascota.
—La experiencia me ha enseñado que uno no adopta una mascota, sino
que las mascotas lo adoptan a uno. —Cuando he salido esta mañana, he
dejado a la gata infernal mirándome con esa intensidad perturbada desde
debajo del contenedor de basura—. ¿No hay por aquí ningún animal
callejero?
Hay muchos en Eden, gatos de ojos llorosos y perros cetrinos con
costillas como las púas de una horca.
—No. —Vuelve a girar la cabeza hacia mí y se queda mirando fijamente
los agujeros de mis vaqueros. Entonces frunce los labios—. No hasta hace
poco, al menos.
No se puede decir que yo tenga mal genio. La gente como yo aprende
pronto a reprimirlo y a contenerlo, a ocultarlo en un lugar donde no haga
que te despidan o que te detengan o que te insulten. Pero el ademán
arrogante de su boca hace que me hierva la sangre.
Estoy a punto de decir algo de lo que a buen seguro me voy a arrepentir,
algo que empezaría con un «Mira, gilipollas…», pero justo en ese momento
pasa a mi lado y avanza por el pasillo. Levanta una mano con gesto
indolente.
—Hay una escoba en el armario de la cocina y productos de limpieza
debajo del fregadero. Estoy seguro de que no te costará mucho ubicarte.
Los pasos crujen y se pierden en las sombras, y luego me quedo sola en
la Mansión Starling.
El ambiente está cargado y expectante a mi alrededor. Un espejo me
devuelve la mirada, de un gris espantado. Me pregunto de qué color tendría
los ojos Eleanor Starling, y también cómo murió, cómo murió su marido y
si los huesos de ambos estarán enterrados debajo de la tarima. Una puerta se
abre en mitad del pasillo con un chirrido propio de Hollywood, y contengo
la necesidad de salir corriendo entre gritos.
Levanto ambas manos.
—Mira, no quiero problemas. —No creo en fantasmas, demonios,
posesiones, astrología, brujería ni en vampiros, pero sé que todo aquel que
entra en una casa encantada y dice en voz alta que no cree en fantasmas es
el primero en ser asesinado de forma muy desagradable—. Solo estoy aquí
para limpiar, ¿vale?
La respuesta que obtengo es un gemido dócil de madera, como sonaría
una escalera cuando la pisan de puntillas. Decido interpretarlo como que me
acaban de dar permiso.
Paso la primera hora, puede que dos, yendo de aquí para allá. Las
habitaciones parecen brotar de los pasillos de forma casual, ramificándose y
dividiéndose como las raíces descontroladas de un árbol: comedores y
salones, despachos estrechos y baños alicatados, armarios debajo de
escaleras y salas de baile al otro lado de travesaños que bien podrían ser
costillas. Nunca me he perdido, pues hacerlo en Eden sería como perderte
dentro de tu propio pellejo, pero empiezo a desear haber llevado un ovillo
de hilo rojo y desenrollarlo a mi paso.
La casa está muy sucia, tanto que da la impresión de estar en ruinas. Es el
tipo de suciedad que emborrona la frontera entre el interior y el exterior. El
polvo se ha acumulado en el suelo hasta tal punto que este cede bajo mis
zapatos como si fuese tierra. El papel de pared está lleno de burbujas y
pelado. El moho brota como ojos negros en los dobleces de las cortinas y en
los rincones de los sofás. Algunas habitaciones se encuentran destrozadas:
los muebles están volcados y las alfombras arrugadas, han arrancado los
espejos de las paredes y los han dejado resquebrajados, rodeados por
esquirlas afiladas. Pero otras están engañosamente ordenadas. En el
segundo piso, me topo con un comedor con la mesa puesta para dos
comensales, con cucharas y tenedores sobre servilletas del color del liquen.
Unos huesos de pollo sonríen desde la vajilla, finos y amarillos.
Salgo en silencio de esa habitación, no sin antes hacer una pausa para
guardarme varias cucharas de plata deslustrada en el bolsillo de atrás.
Supongo que si llamas a alguien animal callejero, es normal que te esperes
las consecuencias.
Debajo de toda la basura hay problemas que una asistenta no puede
solucionar: ventanas rotas, cañerías que gotean, suelos tan inclinados que
estoy a punto de caerme. En una habitación, el yeso ha empezado a partirse
como si fuese un glaciar, por lo que se ven los montantes y los listones,
cañerías de metal aplastadas y unos avisperos enormes y desconchados.
Hay unas cuerdas blancas y extrañas que lo rodean casi todo, como si
fueran telarañas de tamaño desmesurado; tardo unos momentos en
comprender que son raíces. La madreselva parece haberse retorcido hasta
atravesar la piedra caliza.
La siguiente habitación es pequeña y reluciente, con papel de tonos pastel
y un sillón mullido. Hay retratos en las paredes, con rostros cubiertos de
polvo. Si entorno los ojos, podría parecer acogedora si no fuese por la tierra
y el moho y las montañas de mudas de cigarra que hay en los alféizares. El
sillón exhala un aire dulzón cuando me siento, como si recordase un tiempo
en el que las ventanas estaban abiertas y la brisa primaveral entraba por
ellas.
Tendría que haberme asustado este lugar inquietante e infinito, este
laberinto de podredumbre, pero lo cierto es que me da pena. La Mansión
Starling me recuerda a una mascota mal alimentada o a una muñeca rota,
algo a cuyo cuidado hubiera renunciado la persona que había prometido
quererlo.
Le doy unas palmaditas titubeantes al sillón.
—Lo vamos a arreglar. No te preocupes.
Seguro que es una casualidad que, justo en ese momento, una brisa
mueva las cortinas.
La cocina se encuentra al doblar la siguiente esquina: unas baldosas
sucias llenas de huellas que van desde el fregadero hasta el frigorífico, un
hornillo oxidado, un microondas del Paleolítico con la hora mal puesta. Los
productos de limpieza que me habían prometido consisten en una fregona
medio podrida que parece un nido de ratas y una caja de aerosoles que se
han fundido hasta convertirse en una masa digna de Chernóbil, por lo que
termino por hacer jirones unas cortinas y llenar un cubo en el fregadero. El
chorro es irregular, pero el agua sale limpia. Tal vez los Starling tengan un
pozo o un arroyo. El agua del condado sale de un gris salobre y deja marcas
circulares en la bañera.
Vuelvo a ese salón que casi resulta agradable y empiezo a pasar el trapo
por la madera. Con dos pasadas, el agua se queda negra y embarrada, llena
de alas de mosca y bichos bola que flotan en la superficie. La tiro y vuelvo
a ello. Una vez. Y otra vez. Y otra. Paso las horas con el frotar, el escurrir,
el tirar y el llenar, con el siseo del grifo y el golpeteo húmedo del trapo. Me
duelen las rodillas. Tengo las manos rojas de frotar. El corte de la palma
izquierda se reabre, y la sangre cae en la tarima antes de que pueda evitarlo.
Froto los cristales tambaleantes, el papel de pared, el suelo. Paso el trapo
con suavidad por los retratos, lo que deja al descubierto una gran cantidad
de rostros disparejos.
Ninguno de los cuadros está firmado o tiene nombre alguno.[8] Ninguna
de las personas que se ven en ellos parece compartir semejanza familiar
alguna; aun así, todas me parecen cortadas por el mismo patrón. Se debe a
la intensidad de sus miradas, la sensación de que los han interrumpido a
todos cuando llevaban a cabo una tarea importante. Es la espada de plata
desenvainada que hay en todos los retratos, acostada sobre sus rodillas o
colgando de la pared que tienen detrás, ajena al transcurrir del tiempo.
El retrato más antiguo es de una mujer victoriana de tez pálida y ojos
oscuros que debe de ser la mismísima Eleanor Starling, mucho más anciana
que en su imagen de la Wikipedia. También hay un joven con unas extrañas
marcas blancas en la piel, como un calicó humano; una pareja de hermanas
serias con el pelo negro y largo, con unas mantas a rayas sobre los hombros;
un adolescente negro que lleva un bombín típico de la Gran Depresión; dos
mujeres que se abrazan por la cintura; toda una familia con atuendos que sin
duda pertenecen a los años cincuenta. El más reciente es el de una pareja
blanca: una mujer ancha de hombros con un rostro rollizo que resulta
familiar, como si hubiese nacido con el doble de pómulos, y un hombre
larguirucho de sonrisa cordial.
Los retratos tienen algo macabro, la manera en la que los rostros de los
muertos están ordenados como si fuesen animales disecados en las paredes,
una exposición de museo de personas que no podrían recorrer con seguridad
las calles de Eden. Me pregunto cómo habrán terminado ahí. Cómo habrán
muerto.
Siento cómo me miran mientras trabajo.
El sol brilla grande y bajo cuando hago una pausa para crujirme los
huesos de la espalda y comer un Pop-Tart algo aplastado. Me sumo en la
desesperanza: podría decirse que menos de la mitad de la habitación está
limpia, y eso viene de labios de alguien cuya definición de la palabra
«limpia» es muy generosa. Me quedo allí de pie, mientras las sombras se
alargan detrás de mí y el brazo derecho me cuelga de la articulación
dolorida del hombro, y entonces llego a la conclusión de que lo que me han
dado no es un trabajo: me han encargado una tarea imposible, la que le
daría un rey a los pretendientes no deseados de su hija o un dios a un
pecador. Harían falta cantidades ingentes de profesionales, varios
vertederos industriales y puede que hasta un exorcista para convertir la casa
en un lugar habitable, y yo solo soy una chica que limpia las habitaciones
de un motel barato los días de fiesta, cuando Gloria y su madre vuelven a
Michoacán y Bev necesita que le echen una mano.
Debería dejarlo. Debería suplicarle a Frank que me permita hacer turnos
extra. Pero no puedo pagar Stonewood con el salario mínimo y noto la llave
de la verja de la entrada fría contra mi pecho. Además, tampoco puedo darle
al joven Starling la satisfacción de ver cómo huyo de él una segunda vez.
Le escribo un mensaje a Jasper: «Me voy a quedar trabajando hasta tarde,
escondí el último ramen picante en la caja de tampones que hay debajo del lavabo».
Y vuelvo a escurrir el trapo. La casa suspira a mi alrededor.
Justo antes del anochecer, Arthur está de pie y solo en la habitación favorita
de su madre.
No tenía intención de estar ahí. Había dejado la biblioteca en dirección al
baño del tercer piso y acabado en el primero, mirando el sofá hundido que
su madre había pedido por catálogo. No era una persona que se permitiese
muchos caprichos, pero a veces, después de una noche complicada, se
sentaba en ese sofá y esperaba a que el amanecer despejase la niebla. Arthur
sabía que no era guapa, pero esas mañanas, con el rostro dorado y agotado a
la luz del alba, con los nudillos cubiertos de sangre alrededor de la
empuñadura de la espada de los Starling, se convertía en una figura que
había superado la belleza y empezaba a rozar lo mítico.
Arthur había dejado que aquella estancia se pudriese durante casi una
década.
Ahora brillaba, prístina, como si la hubiesen frotado para limpiarle todos
esos años, como si su madre pudiese doblar la esquina en un momento
dado, dedicándole esa sonrisa marcial, y su padre estuviese a punto de decir
algo desde la cocina. Arthur da un paso atrás, y los ojos de los antiguos
Guardianes parecen seguirlo desde los marcos, juzgarlo, percibir sus
deseos.
El suelo chirría detrás de él y se da la vuelta de repente al tiempo que se
lleva una mano temblorosa a la cadera.
Opal está en el umbral de la puerta y lo mira. Tiene la sudadera hecha
una bola debajo del brazo y la camiseta manchada de suciedad. Alrededor
de la mano izquierda se ha anudado algo parecido a un jirón de la cortina de
la cocina, y el pelo se le riza alrededor de las sienes, oscuro como la sangre.
Opal fija la mirada en la mano de Arthur, abierta sobre la cadera, unos
instantes antes de apartarla. La chica señala con la cabeza al sol poniente.
—Me voy.
Él se mete la mano con naturalidad en el bolsillo y pone su tono de voz
más taimado.
—¿Qué te ha parecido tu primer día?
Una mueca irónica en los labios de la chica, un atisbo de sus dientes
descolocados.
—Creo que, después de esto, le preguntaré al señor Agujías si quiere que
le limpie los establos. Tiene que ser pan comido en comparación.
Arthur parpadea varias veces. No sabe qué decir, por lo que responde,
con voz fastidiosa:
—Se dice «Augías».
Ella le dedica una gran sonrisa falsa.
—¡Ah! Perdón. Creo que dejé el colegio antes de que llegáramos a las
clases de griego.
Se coloca bien la sudadera debajo del brazo. Se oye un traqueteo
metálico ahogado.
—No pretendía… Es que la mitología es como una… —vocación, deber,
obsesión— afición en mi familia. —Arthur se da cuenta de que no puede
mirarla. Saca un sobre pesado y lo extiende sin mirar en su dirección.
Opal lo dobla y se lo guarda en el bolsillo trasero. Luego saca la mano y
vuelve a extenderla.
—Voy a necesitar algo más para comprar productos de limpieza —dice
con una voz dulce como la mermelada.
—Vas a volver, entonces. Mañana. —Él intenta no sonar complacido ni
triste, y termina por parecer aburrido.
—Sí.
Arthur suelta un billete de veinte en la mano extendida. La mano no se
mueve. Añade otros veinte.
El dinero desaparece en otro bolsillo, y Opal le dedica una sonrisa afilada
como una navaja mientras se da la vuelta.
—Es lo que tienen los animales callejeros. —La voz llega hasta él
mientras ella le habla por encima del hombro—. Somos muy perseverantes.
Se lo había dicho porque creía que eran palabras crueles. Porque le iban a
hacer daño, y la gente odia que le hagan daño. Y, si conseguía que ella lo
odiase, quizá saldría corriendo antes de que le hiciesen más daño aún. Por
eso no tiene sentido ese arrepentimiento que nota en la garganta, no hay
razón para tragar saliva con dificultad y decir, en voz demasiado baja:
—Lo siento.
Tampoco hay razón para desear que ella lo haya oído.
Se queda por allí cuando ella se marcha, respirando el olor a jabón y a
madera limpia. La casa se agita con suavidad, la luz titila y el aire se enfría,
lo que le confiere a la habitación el aspecto que tenía aquel último día.
«Maldita seas», piensa. Pero el recuerdo ya ha empezado a apoderarse de él
y a atraparlo entre sus fauces.
Tiene catorce años. Su madre está tumbada en silencio en el sillón
amarillo, mientras su padre le cose con cuidado el cuero cabelludo. Ha sido
una batalla larga y cruel —¿siempre han sido tan terribles? ¿Acaso la niebla
se alzó más de lo que debería?—. Tiene la piel blanca sobre los pómulos.
Arthur los mira durante un rato. Las manos de dedos largos de su padre,
unas propias de un pintor o de un pianista, dedicadas a la tarea sangrienta e
interminable de mantener viva a su esposa. Su madre, una cicatriz nudosa
hecha mujer, volviéndose cada vez más gris. La mano derecha aún descansa
alrededor de la empuñadura, inquieta, presta.
Sin haberlo planeado siquiera, Arthur dice que se marcha.
Su madre abre los ojos.
«¿Cómo te atreves? —dice. Siempre ha sido severa, pero es la primera
vez que le habla así, con ese desdén fruto de la rabia—. Me arrebataron mi
hogar. ¿Crees que puedes abandonar así el tuyo? Es tu legado…».
Su padre pronuncia el nombre de su madre con amabilidad y la boca de
la mujer se cierra como si se la hubiesen cosido con unos puntos demasiado
tirantes. «No vas a ninguna parte», zanja.
Pero Arthur sí que lo hizo. Esa misma noche, bajó desde la ventana de la
biblioteca por una glicinia mientras la casa gemía y aullaba. Creyó que
intentaría detenerlo, pero al resbalarse, sus dedos se toparon con un
emparrado antiguo en el lugar preciso. Y, cuando se metió en la camioneta
de su padre, encontró allí una mochila llena de sándwiches de crema de
cacahuete y mermelada.
Condujo hasta la estación de autobuses, con un júbilo embriagador y
peligroso, como si fuese una cometa a la que se le ha roto el cordel.
La siguiente vez que vio a su madre había un cardo abriéndose paso poco
a poco por la cuenca de su ojo derecho.
La casa vuelve a agitarse y el recuerdo se desvanece. Arthur tiene
veintiocho años. Está solo, y da las gracias por ello.
6
La segunda mañana llego incluso un poco antes, con las muñecas marcadas
a causa del peso de las bolsas de la compra y los hombros doloridos por los
palos de la escoba y la fregona. Toco en la puerta más veces de lo
estrictamente necesario, lo bastante fuerte como para asustar a los
estorninos. Bev los odia porque se comen sus caquis y suenan como un
módem conectándose a internet, pero a mí siempre me han gustado. De vez
en cuando, se los ve durante el anochecer, volando arriba y abajo con esos
patrones amplios y retorcidos sobre las canteras y los pantanos hechos por
el Gran Jack, y se podría llegar a pensar que, si los miras durante el tiempo
suficiente, sería posible encontrarles sentido, desentrañar lo que quiera que
estén escribiendo en el cielo, pero nunca se da el caso.
Me sobresalto cuando Arthur abre la puerta. En esta ocasión, no se
molesta en hablar, sino que se limita a mirarme con triste resignación. Tiene
una hilera de costras recientes por la mandíbula y unas concavidades azules
debajo de los ojos, como si fuese la persona que menos duerme de todo
Eden.
Titubeo en el umbral mientras me pregunto si estaré a punto de caer en
un mundo onírico, de ser arrastrada por las corrientes extrañas de esta casa
asimismo extraña. En ese momento, Arthur suspira. Me dan unas ganas
tremendas de sacarle la lengua, pero me limito a darle las bolsas más
pesadas y paso junto a él de camino a la cocina. Doy un vergonzoso número
de giros de ciento ochenta grados y cambios de dirección antes de
encontrarla, mientras Arthur me sigue como una sombra burlona y las
bolsas no dejan de hacer ruido al rozarle las rodillas.
Las coloca sobre los fogones y mira con gesto casi temeroso las botellas
de lejía, bórax y limpiacristales de marca blanca. He robado la mayoría del
armario de la limpieza de Bev, ya que decidí agenciarme el segundo billete
que me dio Arthur como una propina por ser un borde, pero sí que compré
la fregona y la escoba en el Dollar General, así como un refresco y una
chocolatina para almorzar.
Arthur se va al piso de arriba a hacer lo que sea que haga durante el día,
lo que supongo que estará relacionado con un ataúd lleno de tierra de
tumba, y me preparo para seguir trabajando en el salón. Parece mucho
mejor de lo que lo recordaba, descuidado pero casi habitable. Paso el resto
del día quitando suciedad de los zócalos y limpiando el suelo con jabón de
aceite. Si es cierto que algo vive en la Mansión Starling, al menos parece
tener la decencia de dejarme trabajar en paz. Vuelvo a casa agotada,
orgullosa y con otro sobre en el bolsillo de atrás. Esa noche, envío por
correo el segundo pago a Stonewood.
El resto de la semana transcurre de la misma forma. El jueves lleno tres
bolsas de basura con sábanas mordidas por las ratas y avisperos, y las
arrastro detrás de mí hacia la entrada de la casa. El viernes meto en lejía
diez juegos de cortinas amarillentos y las tiendo en los respaldos de las
sillas del comedor, lo que refuerza la impresión de que una familia de
fantasmas ha venido a cenar. El sábado… no llegué a preguntar si trabajaba
los fines de semana, pero necesito el dinero y Arthur no parece saber en qué
día estamos; así que el sábado barro la despensa y encuentro una trampilla
mal escondida debajo de una alfombra.
El picaporte está al nivel del suelo, con una cerradura grande que parece
propia de los dibujos animados, y tiene símbolos tallados en la madera. Me
siento como si acabase de descubrir una pista en un videojuego, con una
flecha enorme y brillante que me indica que me acerque, que ahonde más,
que descubra más. Vuelvo a colocar bien la alfombra y dejo la despensa a
medio limpiar. Esa tarde, no dejo de pensar en sueños, en truenos, en casas
viejas que arden.
El domingo me dirijo al tercer piso en busca de una escalera de mano y
acabo en una estancia de techo alto llena de sillones, estanterías y más
libros que en la biblioteca pública.
Es el tipo de lugar que no sabía que pudiera existir fuera de las películas,
con ventanas con parteluces, panelado de madera de roble y libros con
lomos encuadernados en cuero. Veo ejemplares de folclore y mitología,
colecciones de cuentos de hadas e historias infantiles, novelas de terror,
libros de historia y enormes diccionarios de latín con la mitad de las páginas
dobladas por la punta. El estómago me da un vuelco a causa del anhelo, la
animadversión y el asombro.
Cojo uno de los libros de la estantería y ni siquiera me paro a leer el
título.
Es una edición muy antigua de Ovidio, escrita en un verso terrible donde
todo rima y se usan palabras antiguas. El libro se abre por una página con el
título «La Casa del Sueño», seguida de un párrafo muy largo sobre un dios
que dormita en una cueva. La palabra «Lete» está subrayada más veces de
lo que dictaría la cordura, tanto que la página se ha rasgado un poco. En el
margen junto a ella, alguien ha escrito una lista de nombres en latín:
«Aqueronte, Estigia, Cocito, Flegetonte, Lete». Y luego: «¿Un sexto río?».
Y sé, sin tener muy clara la razón (bien podría ser la caligrafía o la
negrura de la tinta), que es una nota escrita por E. Starling.
Alguien carraspea detrás de mí. Me llevo tal sobresalto que se me cae el
libro.
Arthur Starling me mira, con una villanía propia de los antagonistas de
James Bond, desde las sombras de un sillón orejero. Hay muchos libros
apilados a su alrededor, llenos de notas adhesivas, y también una pila de
archivadores bien catalogados. «Tsa-me-tsa y Pearl Starling, 1906-1929».
«Ulysses Starling, 1930-1943». «Etsuko Starling, 1943-1955».[9]
Arthur tiene un bloc de notas de hojas amarillas sobre la rodilla. El
meñique izquierdo se le ha manchado de gris a causa del grafito y tiene las
mangas recogidas hasta el codo. Las muñecas parecen mucho más fuertes
de lo que se podría esperar de alguien cuyas principales aficiones son
merodear y fruncir el ceño, con huesos cubiertos de músculos fibrosos y
piel llena de cicatrices.
—Ah, hola. —Vuelvo a colocar el libro de Ovidio en la estantería y le
dedico un saludo cargado de inocencia con la mano—. ¿Qué tienes por ahí?
Tuerce el gesto.
—Nada.
Ladeo la cabeza para ver mejor la página. Hay notas en la parte de arriba,
cuentas y fechas en su mayor parte, pero en la mitad inferior hay un
sombreado a rayas con grafito.
—Parece muy bueno desde aquí. ¿Es el sicomoro de fuera? —insisto.
Arthur le da la vuelta al bloc y me fulmina con la mirada—. ¿Eso son
tatuajes?
Tiene unas líneas oscuras de tinta que se cuelan por debajo de las mangas
recogidas de la camisa y que se entremezclan con las cicatrices irregulares.
No distingo imagen alguna, pero las formas me recuerdan a las tallas de la
puerta principal: ojos, palmas de manos abiertas, cruces y espirales.
Arthur se baja las mangas y se las abotona con gesto intencionado.
—Le pago para que haga algo muy específico, señorita Opal. —Tiene la
voz helada—. ¿No tendrías que estar limpiando algo?
Esa noche me voy de la Mansión Starling con un par de candelabros y
una pluma estilográfica envueltos en mi sudadera. Que le den.
Al menos no lo veo muy a menudo. Pasan semanas enteras sin que
intercambiemos más palabras que «buenos días», cuando me abre la puerta,
y «bueno, me voy» cuando me marcho. De vez en cuando, me equivoco de
camino y atisbo unos hombros encorvados y cabello despeinado, pero el
único indicio de que la casa está ocupada suelen ser los golpes y murmullos
ocasionales de la buhardilla que tengo encima, y el leve aumento de vajilla
en el fregadero. A veces me topo con una cafetera recién hecha o una olla
de sopa que burbujea en el fuego, con un olor rico y hogareño que me es del
todo ajeno, pero no toco nada de eso y pienso en montículos, madrigueras y
en lo que les ocurre a las idiotas que se comen la comida del rey de las
hadas.
El tiempo transcurre de forma extraña en la Mansión Starling. A veces,
las horas pasan junto a mí arrastrándose y me encuentro sumida en fantasías
infantiles para distraerme (soy Cenicienta y me han obligado a limpiar las
juntas de las baldosas de mi malvada madrastra; soy Bella y estoy atrapada
en un castillo encantado con una Bestia con un rostro similar al cráneo de
un cuervo). Otras veces, las horas se escabullen hacia los rincones
mugrientos y los zócalos sucios, y alzo la vista del cubo de agua turbia para
toparme con el sol a la altura del horizonte y darme cuenta de que la casa se
ha tragado entero otro día, otra semana.
La forma más fiable de medir el tiempo es el estado en el que se
encuentra el lugar.
A finales de febrero, el primer piso podría considerarse habitable. Aún
hay arañas y ratas que han sobrevivido, y no puedo hacer nada con los
pedazos de yeso que caen del techo a veces, ni con el hecho de que el suelo
parezca inclinado hacia algún punto central, como si la casa entera se
derrumbara sobre sí misma, pero cuando caminas por los pasillos ya no te
da la impresión de estar recorriendo una cripta. Las superficies de las mesas
brillan y los alféizares destellan. Las alfombras están rojas, azules y verde
fuerte, en lugar de grises; y el olor a lejía y a limpiasuelos ha acabado con el
hedor del moho.
Me llega a dar la impresión de que la casa aprecia tantos cuidados. El
exterior sigue sucio y plomizo, pero las enredaderas empiezan a parecer
más verdes, flexibles y vivas, y hay nuevos nidos de pájaros en los aleros.
El suelo no ha dejado de emitir esa sinfonía de chirridos y gruñidos, pero
juraría que ya no están en la escala menor.
A veces, me sorprendo tarareando al mismo tiempo, embargada por una
extraña satisfacción. En gran parte se debe al dinero, que la experiencia me
ha enseñado que resuelve un noventa y nueve por ciento de tus problemas,
pero también a la Mansión Starling: a la manera en la que las paredes
parecen brazos que me protegen, en la que los picaportes se adaptan a mis
manos, a la sensación absurda e infantil de pertenencia a ese lugar.
8
Arthur se repite, con firmeza, una y otra vez, que da igual, que es solo un
abrigo. Sí, era la última cosa que le había dado su madre. Sí, había
encontrado la carta en el bolsillo después del entierro, como si ella hubiese
salido de la tumba para guardarla allí.
(Sabía que eran los truquitos de la casa y, en ese momento, la habría
quemado hasta los cimientos por el mero hecho de existir, por no pelear con
uñas y dientes por aquello que amaba. En lugar de eso, se había limitado a
romper la carta en dos).
Aun así. Solo es un abrigo.
Sin embargo, una culpabilidad enfermiza se apodera de él durante toda la
noche y le remuerde la conciencia. Sabe muy bien qué hacer con esa culpa.
Lleva la espada hasta una estancia vacía y grande que solo parece existir
cuando se siente así: inquieto y tenso, como si los huesos le zumbaran
debajo de la piel. Hace los ejercicios con una eficiencia inflexible y sin
elegancia. Su madre tenía un don natural con la espada, como si hubiese
pasado su vida entera esperando a que alguien le pusiese la empuñadura en
las manos. Luchaba como un apocalipsis, como un final grandioso e
inevitable. Arthur pelea como un carnicero, rápido y de mala manera. Aun
así, entrena hasta que le tiemblan los hombros y los tendones de las
muñecas se le recalientan como si fueran cables eléctricos.
No es suficiente. Después se vuelca en los libros, se dedica a pasar las
vulgares páginas de una guía de los críptidos europeos. Se detiene para
hacer un boceto de una lápida mortuoria del siglo XVIII en la que aparece
tallada la imagen de un animal retorcido y sinuoso que, una noche
neblinosa, arrastró a una mujer hasta su muerte, en teoría. La guía afirma
que fue una nutria enorme y sedienta de sangre, pero los lugareños usaron
la palabra «beithíoch».
Arthur abre un diario encuadernado en cuero y escribe las coordenadas,
la proximidad del agua, la niebla, los símbolos que los nativos grababan
sobre los umbrales de las puertas para tener buena suerte. Hay cientos de
entradas más que llegan hasta los días de la mismísima Eleanor Starling,
generaciones de análisis frenéticos recogidas en un bestiario extravagante.
Pero Arthur ha añadido una nueva columna a sus páginas, con el
encabezado «Incidentes registrados». Empieza a mirar desde el principio de
la guía. El último ataque data de 1927.
«Ninguno», escribe, y siente un dolor extraño y agudo en el pecho que
bien podría ser esperanza. Incluso los cuentos horribles terminan.
Arthur abre el cajón del escritorio y saca un tarro de cristal con tinta, una
botella de alcohol isopropílico y un juego de agujas alargadas de punta
afilada. Se había hecho los primeros tatuajes con un bolígrafo y agujas de
coser, pero ahora tiene más cuidado.
Empieza a quedarse sin espacio. Tiene los brazos y el pecho cubiertos de
líneas punteadas, con la carne retorcida en los lugares donde hundió
demasiado la aguja. Pero, si se arremanga y se gira en la silla, llega a una
sección de piel del tamaño de la palma de la mano que queda entre un par
de urracas, justo debajo de dos espadas cruzadas.
En esta ocasión, elige un gorgoneion, con el rostro de una mujer rodeado
de serpientes.
Al principio, los tatuajes no eran más que algo premeditado y remoto,
una faceta lógica de sus planes, pero ha llegado a disfrutarlos. El chasquido
de la piel al partirse, el aguijonazo de la tinta, el alivio. La sensación de que,
poco a poco, elimina todo lo blando y vulnerable, y se forja a sí mismo para
convertirse en el arma que necesita.
Al cabo de un buen rato, se limpia las gotas de sangre y revisa el trabajo
en un espejo. Ha copiado bien el diseño, salvo por unos pocos cambios
accidentales en el rostro de la mujer. Tiene el mentón demasiado afilado y
los labios fruncidos terminan en un gesto torcido e irónico.
Después del trabajo, tendría que haber vuelto a casa, pero decido
mandarle un mensaje a Jasper: «Me voy a quedar trabajando hasta tarde otra vez».
Y giro a la derecha justo antes de llegar al puente del ferrocarril. Es un
lugar con vistas privilegiadas a la central eléctrica, con esas torres alineadas
por el río como si perteneciesen a un castillo y el depósito de cenizas de
carbón como un foso negro y alquitranado. La rodea una extensión de tierra
llena de maleza y agujeros donde no crece gran cosa.
Bev dice que es el lugar donde enterraron al Gran Jack, porque iba en
contra de veinte o treinta normas hacerlo en los terrenos de la empresa.[12]
Llego a la biblioteca pública de Muhlenberg una hora antes de que cierre.
Charlotte está inclinada sobre los ordenadores, con el pelo rubio recogido
en una trenza que le cuelga de un hombro y las gafas sobre la cabeza
mientras le explica a un usuario que las fotocopias a color cuestan
veinticinco centavos por página. El tono de la voz da a entender que ya se
lo ha explicado varias veces, y espera tener que explicárselo varias veces
más, por lo que me cuelo en la sección de novedades hasta que veo que se
dirige a la recepción.
Me saluda arrastrando las palabras:
—Vaya. Mira quién ha venido.
No hay malicia alguna en ella, porque Charlotte es del todo incapaz de
albergar malicia. Perdona las multas por retraso en las devoluciones antes
siquiera de que se envíen los avisos y nunca llama a la policía cuando los
borrachos se quedan dormidos en los sillones de la biblioteca. Fue profesora
particular de Jasper antes de que este hiciese las pruebas de aptitud, y
también una de las que entraron en el despacho del director cuando uno de
sus compañeros de clase le dijo que volviese a México. Hasta Bev se sienta
más erguida y se pasa los dedos por el pelo en presencia de Charlotte.
—Hola, Charlotte. ¿Cómo va todo? ¿Te va bien con las clases?
Charlotte lleva años continuando sus estudios por internet, a saber por
qué. La contrataron, cuando solo tenía un título de Lengua y Literatura de la
Universidad de Morehead State. Y, después de llevar más de una década en
Eden, no parece muy probable que vayan a despedirla, a pesar de todos los
imbéciles que se quejan de su decoración con arcoíris siempre que llega
junio.
—Lo suficiente. ¿Dónde te has metido?
Me coloco un mechón detrás de la oreja.
—Muchas horas extra últimamente, sin más.
—¿Y cómo está Jasper?
—Bien. Genial.
Decido no contarle que ha estado un poco raro, ni que el nuevo inhalador
aún no ha llegado y a veces se despierta asfixiado a las dos o las tres de la
mañana, lo que me obliga a usar agua salada en el nebulizador hasta que
consigue volver a respirar. A veces no puede volver a dormirse, y yo me
despierto por la mañana y me lo encuentro con ojeras y demacrado,
inclinado sobre el portátil. Aún no me ha dejado ver en qué trabaja ahora.
—Pero bueno, quería comentarte una cosa…
Paso los dedos por el escritorio y empiezo a juguetear con la grapadora.
Charlotte la coge y la aparta de mis manos.
—¿Sí?
—¿Tienes por ahí algo de los Starling? En la historia de Eden o algo así.
Lo cierto es que espero que se desmaye de la alegría, pues lleva años
investigando sobre la historia de Eden y ha pasado fines de semana enteros
viendo microfilmes y haciendo fotos a tumbas viejas, pero le aparecen un
par de arrugas alrededor de la boca.
—¿Por qué lo preguntas?
—Bev me contó una historia y me entró la curiosidad.
Me encojo de hombros con naturalidad. Ella se fija en el abrigo caro de
Arthur, y a las arrugas de su boca se les une una tercera entre las cejas.
Después le toca el hombro a una compañera de trabajo.
—Morgan, ¿me cubres? Sígueme, Opal.
La sigo hasta el armario enorme al que suele referirse, no sin cierta
pretenciosidad, como los archivos. Hay material de papelería y donaciones
de libros apilados entre cajas de cartón, números antiguos de la The
Muhlenburger y el Leader-News de Greenville.
Charlotte pasa el pulgar por una pila de bolsas de plástico etiquetadas
como «Propiedades de los Gravely».
—¿Recuerdas cuando murió el viejo Leon Gravely? Han pasado diez u
once años… Un problema hepático, según se dice. Muy repentino. Bueno,
el caso es que su hermano se hizo cargo de la empresa y cedió todos los
documentos a la Sociedad Histórica, y también hizo una generosa donación.
Si tenemos algo sobre los Starling, tiene que estar por aquí. Son apellidos
muy relacionados.
Echo un vistazo a las bolsas y luego miro otra vez a Charlotte.
—Vale. ¿Me echas una mano? O me das algún consejo, al menos.
—No sé, Opal. ¿Me vas a contar por qué has estado trabajando tanto que
no has podido ni pasarte a saludar? ¿Y por qué apareces por aquí con un
abrigo de hombre y empiezas a preguntar por los Starling?
Charlotte es tan amable que a veces me olvido de que también es muy
lista.
Me lo pienso.
—No.
Me devuelve la mirada y, para tratarse de una bibliotecaria que acaba de
entrar en la mediana edad y que lleva gafas con montura color salmón, se
parece demasiado a un muro de hormigón.
—Pues buena suerte. —Me da la espalda—. Vuelve a ponerlo todo en su
sitio cuando termines.
Cuando pasan los primeros cinco minutos, ya sé que no voy a encontrar
nada. La primera bolsa parece contener lo que habría en el escritorio de un
anciano, pero organizado sin ton ni son en carpetas. También hay muchas
facturas y cartas entre abogados y contables. Botones sueltos, álbumes de
fotos familiares y corchos que aún conservan un ligero olor a Wild Turkey.
Algunas de las fotos están enmarcadas: son de integrantes de la familia
Gravely inaugurando cosas y estrechando manos a alcaldes, hombres con el
pelo del color de la carne cruda y mujeres con sonrisas malvadas. En
ninguna de ellas veo a una niña pálida de ojos claros.
La segunda bolsa contiene lo mismo, y también la tercera. Ni siquiera me
molesto en revisar la cuarta. Mientras lo guardo todo, me siento estúpida y
hambrienta, pero en ese momento veo algo por el rabillo del ojo: un pedazo
de papel que sobresale de las páginas de una Biblia. Es un recibo de la
licorería de Elizabethtown. Lo cojo y ladeo la cabeza mientras me pregunto
por qué haber visto algo así ha hecho que un escalofrío me recorra todo el
cuerpo. Después me fijo en el número de teléfono que hay escrito en la
parte superior con caligrafía trémula: «242-0888».
Conozco ese número.
Empiezo a oír cómo se me acelera la respiración. Suena como un río
agitado.
Doblo el recibo dos veces y me lo meto en el bolsillo trasero del
pantalón. Después, de repente, como si acabara de recordar una cita muy
importante, me marcho. Cierro el armario y dejo las bolsas abiertas y
desordenadas, y después me afano con el pomo de la puerta que da a la sala
de personal. Noto las manos entumecidas y muy frías, como si las hubiese
metido en agua helada.
—¿Ya has terminado? —Charlotte está de pie y pulsa varios botones del
microondas. Me mira con el ceño fruncido. Me siento como un animal al
que hubiesen pillado escapando de una trampa, con los ojos desorbitados—.
Opal, cielo, ¿qué ocurre?
—Nada.
Noto el aire denso y húmedo en la boca. Es como si no consiguiese
llenarme los pulmones.
—Yo diría que sí que te pasa al… —El microondas resuena detrás de ella
y yo me llevo un enorme sobresalto. Nos quedamos mirando durante un
rato largo y tenso, pero Charlotte termina por decir, con más amabilidad aún
—: Siéntate.
Me siento. No aparto la vista de los pósteres de Reading Rainbow
mientras Charlotte mete en el microondas una segunda taza de café. Es una
situación muy normal: el tintineo de la cucharilla en el tarro de azúcar, la
mesa un poco pegajosa…, por lo que empiezo a sentir que vuelvo a tener el
control de mi cuerpo. Coloca una taza frente a mí y la rodeo con ambas
manos. El calor me abrasa la punta de los dedos.
Charlotte se sienta al otro lado de la mesa. Me mira con esos ojos grises y
apacibles.
—Mira. Sé muchísimo sobre la Mansión Starling. Puedo contarte lo que
quieras, pero me gustaría saber qué pasa aquí.
Le dedico mi mejor sonrisa de arrepentimiento, para hacerle ver que me
ha pillado, pero noto la voz un tanto temblorosa al hablar.
—La verdad es que he estado dando clases online y quería escribir mi
trabajo final de arquitectura sobre la Mansión Starling, así que necesito tu
ayuda.
La mentira es buena, porque sé que es lo que Charlotte quiere oír.
Siempre me está insistiendo en que me saque el graduado escolar o que
estudie algo.
Coloca las cejas muy rectas y se le pone acento de la región oriental de
Kentucky.
—Ya veo. Así que ahora las dos contamos cuentos.
—No, señora. No pretendía…
Charlotte levanta un único dedo a modo de advertencia, como hacía
siempre que me pillaba robando del frigorífico de la sala de personal
cuando era niña. Significa: «Última oportunidad, chica».
Me froto el canto de las manos contra la frente, pero, por primera vez, no
se me ocurre una mentira mejor.
—Vale. Me han contratado para limpiar la Mansión Starling, y resulta
que da mucho miedo, aunque eso no es asunto mío porque solo lo hago por
dinero, pero ahora me he topado con alguien que ha empezado a hacer
preguntas sobre ella… —Charlotte abre los ojos más y más con cada pausa
que hago—. Y quería saber exactamente dónde me estoy metiendo.
No estoy acostumbrada a decir la verdad, sin medias tintas, sin pensar y
sin filtrar. Podría seguir. Podría decirle que Arthur Starling me ha dado el
abrigo, que tiene símbolos extraños tatuados por los brazos y que a veces
me pregunto hasta dónde llega la tinta, que Elizabeth Baine sabía mi
nombre.
Que acabo de ver el número de teléfono de mi madre escrito en el recibo
de un hombre muerto.
Pero me muerdo el labio, con bastante fuerza como para que me duela.
Charlotte me mira con gesto tranquilo. De haberle contado a Bev todo lo
que le he dicho a Charlotte, me daría una charla de diez minutos sobre las
malas consecuencias que trae el dinero rápido, y luego me dejaría sin
internet durante una semana, pero Charlotte le da otro sorbo al café y se
relame el azúcar de los dientes antes de hablar.
—¿Qué historia de la Mansión Starling te contó Bev?
—Me dijo que Eleanor Starling había venido al pueblo y se había casado
con un rico…
—John Peabody Gravely.
—Sí, y que luego lo había asesinado por su dinero, o algo así. Y que
después había construido una casa y había desaparecido.
Charlotte asiente y mira la taza.
—Yo también oí esa cuando me puse a preguntar por los Starling. Pero
no es la única. En otra, adoraban al diablo y robaban niños pequeños.
También he oído que la casa está encantada y que ningún Starling ha
muerto de viejo. Incluso he llegado a oír que tienen lobos en su propiedad,
blancos y enormes.
Siento que una sonrisa empieza a torcerme el gesto.
—Creía que eran tigres siberianos.
—Bueno, Bitsy no tiene muy claro cuál de los dos da más miedo.
—No crees ninguna de esas historias, ¿verdad?
Charlotte encoge un hombro.
—Soy de las que opinan que, cuando alguien es ligeramente diferente de
los demás, la gente se inventa todo tipo de tonterías. —Le cambia la cara y
se pone más seria—. Pero… ¿recuerdas cuando hice todas las entrevistas
para mi libro? Pues al final hablé por teléfono con una mujer llamada
Calliope Boone que me comentó que su familia había tenido relación con
los Gravely.
—¿Qué tipo de relación?
Cierto atisbo de incomodidad se refleja por un instante en la cara de
Charlotte.
—La señorita Calliope es negra. —No cuenta nada más al respecto, como
si quisiera que fuese yo quien aventurase qué tipo de relación podía tener
una familia negra con una de ricos al sur de la Línea Mason-Dixon.
—Ah.
—Sí.
—¿Es familia de los Stevens?
Solo conozco a una familia negra en Eden. La hija estaba en mi mismo
curso antes de irse a la Universidad de Kentucky.[13]
Charlotte niega con la cabeza.
—No. Los Boone ahora están en Pittsburgh. Se marcharon de Eden
mucho antes de la Primera Guerra Mundial. Creía que había sido por culpa
de Jim Crow, pero la señora Calliope comentó que había más razones.
—¿Qué más dijo?
Charlotte se quita las gafas y se frota los ojos con fuerza.
—Me contó una historia diferente sobre la Mansión Starling. O puede
que sea la misma, pero desde un punto de vista distinto. No lo sé. —Saca el
teléfono y empieza a trastear con él mientras mira la pantalla con el ceño
fruncido—. Me dejó grabarlo. Tengo una transcripción, pero no es lo
mismo.
Coloca el teléfono entre ambas, con la pantalla mirando hacia el techo, y
luego la pulsa para empezar a reproducir la grabación.
Lo primero que oigo es la voz de Charlotte.
«Señora Calliope, ¿está lista? Vale, pues cuando quiera. Dijo que tenía
una historia que contarme, ¿no es así?».
«No. —La voz suena quejumbrosa y muy mayor—. Yo no cuento
historias. Solo la verdad».
Gracias por su solicitud para formar parte de la familia Gravely Power. Nos encantaría
Respiro hondo dos veces. Puede que tres. Pienso en la explosión sísmica
de la turbina al reventar en la central eléctrica. Pienso en el depósito de
cenizas de carbón que se filtra poco a poco en el río, razón por la que las
autoridades sanitarias afirman que solo es seguro comer siluro una vez al
año. Pienso en el polvo negro y grasiento que cae a veces, los días
encapotados y sin viento, y también en los ataques de asma de Jasper, que
cada vez son más frecuentes. En los días oscuros y en las noches
desafortunadas, en los finales malos que nos esperan a ambos en el
horizonte.
Después pienso en que Jasper sabe todo eso y que, aun así, ha presentado
la solicitud.
Justo ayer, Stonewood me envió una carpeta enorme llena de
formularios, comunicados y folletos orientativos desconcertantes. En uno
de ellos aparecía un grupo de chicos que remaban en un barco extraño y
plano, con los uniformes planchados a la perfección y el pelo rubio con la
raya a un lado. Tenían esa confianza y esa vitalidad que ambos odiábamos y
ansiábamos al mismo tiempo. Intenté imaginarme a Jasper sentado entre
ellos, moreno, larguirucho y asmático, y sentí un primer atisbo de ansiedad.
Por alguna razón, oí mi voz en mi cabeza, a la defensiva: «Solo intentaba
ayudar».
Pero no lo iba a permitir. Yo solo hacía lo correcto.
Rellené y envié los formularios, tal y como me habían pedido, con la
firma perfecta y falsificada, y luego guardé todo lo demás en una bolsa de
regalos brillante que aguardaba el decimoséptimo cumpleaños de Jasper,
que sería en junio. Solo me quedaba pagar una cuota, lo cual no sería un
problema mientras Arthur no me despidiera y Baine no me saboteara.
Arrastro el correo de Gravely Power a la papelera de reciclaje y la vacío.
Tardo un rato en buscar en Google cómo bloquear una dirección de correo,
pero también consigo hacerlo.
Después cierro todas las pestañas y envío un mensaje con dos letras para
responder a Baine: «Ok».
Más tarde, mucho más tarde, después de que el vapor del baño se haya
disipado y convertido en una humedad fría que cubre toda la habitación,
cuando Jasper y yo ya estamos en la cama haciendo como si durmiéramos,
vuelve a vibrarme el teléfono. Doy por hecho que es la respuesta de Baine,
pero no.
Dice: «Buenas noches, señorita Opal».
Al día siguiente, espero hasta que oigo los pasos de Arthur en las escaleras.
El zumbido taciturno de la cafetera, el chirrido de los goznes, el chapoteo
de las botas en el suelo húmedo. Después suelto la brocha, vuelvo a tapar la
pintura, aprieto con la parte trasera de un destornillador, y subo a la
buhardilla.
Me da la impresión de que tardo mucho tiempo en llegar: la escalera se
extiende ante mí sin que pueda vislumbrar su fin, se alarga de una forma
que no me parece estrictamente lógica, y me equivoco en media docena de
ocasiones al girar en el tercer piso. La quinta vez que termino en la
biblioteca, exhalo un profundo suspiro y digo, a nadie en particular:
—Estás siendo una cabrona.
Cuando me vuelvo a dar la vuelta, tengo delante de mí la escalera
angosta. Acaricio el papel de pared; es mi manera silenciosa de
agradecérselo.
La habitación de Arthur no está tan desordenada como creía. Está
reluciente, limpia y cálida, con la tarima caliente a causa de la generosa luz
del mes de mayo. Hay un escritorio debajo de la ventana y una cama debajo
de los aleros, con la colcha bien ceñida al colchón porque, como era de
esperar, hace la cama todas las mañanas. Me planteo arrugarle las sábanas
con la única finalidad de chincharlo un poco, pero el solo hecho de pensarlo
hace que empiece a sudar y que me ponga muy nerviosa. Además, la gata
infernal está acurrucada en medio de la cama y me fulmina con un único
ojo. Le saco la lengua y miro a cualquier otra parte.
En la pared contra la que está la cama, colgando de un soporte de aspecto
sólido, hay una espada. No parece un juguete ni utilería sacada de una feria
medieval. La hoja está moteada de óxido, mellada y rota, pero el borde está
tan afilado que cuesta verlo, como la punta del colmillo de una serpiente.
Hay símbolos que van desde la empuñadura hasta la punta, grabados en
plata, y llego a la conclusión, con una certeza que me hace estremecer, de
que a Elizabeth Baine le daría un ataque si viese una foto del arma. Me giro
hacia el escritorio.
La superficie está fatigosamente ordenada, con todos los bolígrafos con
la punta hacia abajo dentro de una taza de café, todos los libros apilados y
lleno de notas adhesivas. El cajón superior contiene una gran cantidad de
agujas y de tarros de tinta, así como algunas servilletas manchadas de un
rojo aguado. Tendría que haber pensado antes que el salón de tatuajes más
cercano está en Elizabethtown, que seguro que se sienta aquí remangado y
con el pelo cayéndole frente a los ojos mientras presiona la aguja contra la
piel una y otra vez.
Cierro el cajón con demasiada fuerza, irritada y acalorada.
El siguiente está lleno de virutas de lápiz y pequeños pedazos de
carboncillo. El tercero está vacío a excepción de un juego de llaves. Solo
hay dos llaves en el llavero, viejas y ornamentadas.
Cuando mis dedos tocan el metal, oigo un golpe sordo detrás de mí. Me
encojo, pero no es más que un pájaro negro y moteado en la ventana. Aletea
quejumbroso, como si le ofendiera haberse topado con una casa tan grande
en los cielos, y luego desaparece. Me deja con el corazón latiendo
desbocado contra las costillas y los ojos todo lo abiertos que pueden estar.
Cada centímetro de la pared que rodea la ventana está lleno de folios y de
chinchetas, como si se hubiese metido a presión todo un museo de arte en la
buhardilla. Al principio, me da la impresión de que son bocetos primerizos
de las ilustraciones de La Subterra y el estómago me da un vuelco, pero no.
Eleanor Starling trabajaba en un tosco blanco y negro, con trazos que
parecían morder la página, y estos dibujos son de un gris amable con
sombras suaves. Hay Bestias que acechan desde esas páginas, pero son un
poco diferentes. Las Bestias de Arthur tienen una elegancia inquietante, una
belleza terrible que nunca han tenido las de Eleanor. Cruzan con
tranquilidad bosques apacibles y campos vacíos, oscurecidas en ocasiones
con cúmulos de carboncillo que representan zarzas y madreselvas.
Los dibujos son buenos, tanto que casi siento el batir del viento a través
de las ramas y cómo cede bajo mis pies el suelo franco. Pero la perspectiva
es extraña y parece estar inclinada en lugar de recta. Tardo unos segundos
en darme cuenta de que es la manera en la que se ve el mundo desde las
ventanas de la Mansión Starling.
De repente, empiezo a recordar cómo era yo hace no mucho tiempo:
caminando sola por la carretera del condado con el delantal de Tractor
Supply, alzando la vista hacia la ventana de luz ambarina y ansiando un
hogar que nunca había tenido. Ahora sé que Arthur estaba sentado aquí, al
otro lado del cristal, igual de solo, soñando con el mundo del exterior.
Se me hace un nudo en la garganta. Trato de convencerme de que es por
el polvo.
Hay un pequeño boceto clavado justo debajo de la ventana, más irregular
y hecho con más prisa que los demás. Es del bosque en invierno, de los
troncos pálidos de los sicomoros, de los surcos dobles del camino de
entrada. Una figura femenina emerge de entre los árboles, con un abrigo
que le queda grande y el rostro alzado. Los demás dibujos de la pared están
hechos a lápiz y a carboncillo, pero este contiene una inesperada chispa de
color, lo único que reluce en un mar de grises: un trazo de rojo intenso y
arterial. Su pelo.
Algo delicado y diminuto se me estremece en el pecho. Cojo las llaves y
salgo corriendo.
Bajo las escaleras a toda prisa y vuelvo al pasillo, sin pensar en las llaves
que tengo en la mano, ni en el teléfono sofisticado que llevo en el bolsillo ni
en la cara que habrá puesto él mientras me dibujaba: medio irritado y medio
algo más, con una determinación peligrosa.
En el primer piso, me doy la vuelta y me encuentro en el frío vestíbulo
que hay detrás de la cocina, y tropiezo entre botas de goma resquebrajadas,
y la siguiente puerta que abro me lleva al exterior, a la húmeda luz
primaveral.
El cielo es de un azul brumoso y el aire reluce con tonos dorados, como
si el sol brillase en todas partes a la vez. Me quito las zapatillas, aunque me
quitaría la piel si pudiera, y me alejo de la sombra de la casa sin saber muy
bien adónde me dirijo.
Camino por un tenue sendero de hierba estropeada mientras examino el
patrón carente de sentido de las enredaderas por las paredes de piedra. Ya
tienen hojas, aunque translúcidas y de aspecto húmedo, y también empiezan
a apreciarse los capullos de las flores. La madreselva del motel ya es de un
verde feroz capaz de comerse a una persona, pero aquí está diferente.
Doblo una esquina y me detengo de pronto, pasmada por la explosión
repentina de color. Flores. Un círculo improbable de lirios y margaritas,
estallidos color lavanda de achicoria y constelaciones pálidas de zanahoria
silvestre. Un revoltijo rojo intenso de amapolas, tremendamente fuera de
lugar entre la piedra gris y las sombras de la Mansión Starling.
Arthur está arrodillado entre ellas. Hay una pila de hierbas verdosas junto
a él, y tiene las manos llenas de tierra. A su alrededor destacan unas hileras
de piedras grises, inhóspitas y siniestras entre las flores desenfrenadas. Solo
comprendo lo que son cuando leo el nombre STARLING repetido en ellas.
Arthur está arrodillado junto a la mayor y la más reciente de todas. Tiene
dos nombres, dos fechas de nacimiento y una sola fecha de defunción.
Debería decir algo, carraspear o arrastrar los pies descalzos por la hierba,
pero me abstengo de hacerlo. Me limito a quedarme allí en pie, sin apenas
respirar y mirándolo mientras trabaja. Ya no frunce el gesto, ha relajado la
frente y el ceño, y también ha dejado de apretar los labios. Las manos
trajinan con cuidado entre las raíces frágiles de las flores. La Bestia
taciturna y fea que conocí al otro lado de la verja ha desaparecido por
completo, reemplazada por un hombre que se dedica a cuidar la tumba de
sus padres con manos amables, plantando allí flores que nunca verá nadie
más.
La casa exhala a mi espalda. Una brisa dulzona agita el aire detrás de mi
oreja y mueve las amapolas. Arthur alza la vista en ese momento y sé que
justo cuando me vea su rostro se retorcerá y se deformará, como si alguien
hubiese girado una llave en su carne para encerrarlo lejos de mí. Pero no lo
hace.
Se queda muy quieto, como haría cualquiera al ver a un zorro durante el
anochecer y no quisiera espantarlo. Abre la boca. Sus ojos me parecen
enormes y negros y, que el cielo me ayude, reconozco la expresión que veo
en ellos. He pasado hambre demasiadas veces como no para reconocer a un
hombre famélico cuando se arrodilla ante mí en la tierra.
No soy guapa. Tengo los dientes torcidos y la barbilla hacia fuera, y
además llevo una de las camisetas viejas de Bev con las mangas rotas y
manchas de color cáscara de huevo antiguo por delante, pero Arthur no
parece fijarse en nada de eso.
Me mira lo bastante como para que piense, entre comillas desesperadas:
«Joder».
Después cierra los ojos con demasiada determinación, un gesto que
también reconozco. Es el de cuando te tragas el hambre, cuando ansías lo
que no puedes tener y lo entierras como un cuchillo entre las costillas.
Arthur se pone en pie. Los brazos le cuelgan rígidos y desmañados a los
costados, y sus ojos parecen un par de sumideros. La luz aún reluce cálida y
suave, pero ya no parece alcanzarlo.
—Qué haces aquí.
Lo dice sin signos de interrogación, como si toda la puntuación de la
frase se hubiese calcificado en puntos finales.
—No quería… ¿Eso son…? —Dirijo la vista hacia las tumbas que tiene
detrás y luego la aparto—. Me he perdido por la casa y he terminado aquí,
no sé muy bien cómo.
La carne de su rostro se retuerce, estirada sobre los huesos. Es la misma
rabia cargada de amargura que he visto tantas veces, pero ya no estoy
segura de que esté dirigida a mí.
—Ah…
La verdad es que no sé qué es lo que trato de decir. «Ah…, lo entiendo»,
o «Ah…, no lo entiendo», o quizá «Ah…, lo siento». Pero da igual, porque
él pasa junto a mí a toda prisa para marcharse. Hace una pausa en el muro
de la Mansión Starling, y el reflejo de su silueta ondea en la ventana.
Después, con un gesto breve y desapasionado, atraviesa el cristal con el
puño.
Me estremezco. Arthur retira el brazo por el agujero aserrado. Después,
dobla la esquina con los hombros encorvados y la mano izquierda
convertida en un revoltijo de sangre y tierra. Se oye un portazo, y el viento
sopla con tristeza entre los dientes rotos del cristal.
No lo sigo. No soporto la idea de estar en la misma habitación, de
encararlo con el recuerdo de su mirada sobre mi piel y el peso de las llaves
que le he robado en el bolsillo. La traición funciona mejor cuando no le das
muchas vueltas, pero ahora yo no soy capaz de pensar en otra cosa.
Vuelvo a entrar para coger mis zapatos y luego voy a la camioneta.
Aprieto la frente con fuerza contra el volante y me clavo el plástico en el
cráneo y me recuerdo que hago esto por el dinero. Arthur Starling, sus
misterios y sus ojos estúpidos, por muy apasionados y hambrientos que
sean, no están en mi lista. Me recuerdo que es viernes y que Elizabeth
Baine espera una respuesta.
Saco el teléfono y abro el último correo electrónico. Escribo: «Perdón. ¡He
hecho lo que he podido! Pero no ha habido suerte». Añado un emoji triste nada
sincero y, antes de pensármelo dos veces, o incluso de pensármelo solo una,
lo envío.
Esa noche no me responde. Y, durante un rato, me engaño a mí misma y
pienso que ya no volverá a escribirme.
14
Conduzco muy deprisa y aparco fatal; dejo la camioneta cruzada entre dos
plazas del motel. Me quedo sentada y oigo el chasquido del motor y el grito
ahogado de los grillos, que se estremecen ligeramente. Luego digo, en voz
baja:
—Qué cojones. —Me siento tan bien al hacerlo que lo repito varias
veces, y pongo un énfasis diferente en cada ocasión—. ¿Qué cojones? ¡Qué
cojones!
—¿Todo bien ahí dentro?
Es Bev, que da unos golpes en el capó, ataviada con unos pantalones
cortos y una camiseta de tirantes. La niebla, cada vez más densa, le lame los
tobillos.
Me planteo decirle la verdad, en serio, pero haría falta una lista
demasiado larga para describir todas las movidas de mierda que he hecho, y
también las que he soportado, durante las últimas ocho horas.
1) Mi hermano pequeño me gritó, lo que resultó ser una mierda. Pero
tenía razón, así que fue más mierda aún.
2) Fracasé a la hora de cumplir la tarea que Baine me había
encomendado, lo que significa que:
a. Va a hacer algo rastrero y terrible que tal vez me haga perder la
custodia de Jasper, lo que a su vez conllevaría que:
i. Por si no tuviera suficiente con lo que tengo, ahora me va a tocar
planear un asesinato.
3) Arthur Starling casi me mata, y luego casi me besa, y después me ha
tirado por ahí como un chicle usado, y no sabría decir cuál de esas
cosas me molesta más.
En vez de todo eso, le digo:
—Sí, todo bien. Vuelve a la cama.
Por un momento, Bev me fulmina con la mirada desde el otro lado del
parabrisas.
—Vale. —Otra vez le da un golpe al capó—. Aprende a aparcar, idiota.
Una caja de plástico me espera frente a la puerta. En la parte superior
tiene un pósit que dice «Colección de los Gravely, #1», con la caligrafía
perfecta de Charlotte. Abro la puerta y la empujo con el pie para meterla en
el apartamento.
El ambiente de la habitación doce está sobrecargado y mohoso. Hay un
ligero tufo hormonal en la estancia que me deja claro que Jasper ha pasado
por aquí en algún momento, bien para hacer las paces o bien para coger sus
cosas, pero yo estaba demasiado preocupada allanando una casa, dejándome
pillar por el dueño y, probablemente, perdiendo mi trabajo. Esa última idea
repentina me deja sin aliento. ¿Cómo va a seguir pagándome Arthur
después de que le haya robado las llaves y lo haya espiado? ¿Cómo va a
dejarme siquiera poner de nuevo un pie en la Mansión Starling?
Me doy cuenta de que una persona normal no tendría tantas emociones,
ni tan intensas, respecto a perder un empleo como asistenta. Trato de
convencerme de que me siento así solo porque estaba bien remunerado y
ahora no sé cómo voy a pagar la matrícula de Jasper del año siguiente. Es
solo porque iba a limpiar los escalones y a podar las enredaderas, a colgar
cortinas nuevas y a arreglar las partes rotas de las molduras del techo. Es
solo porque voy a echar de menos la calidez de las paredes que me
rodeaban y el sonido irritante de los pasos de Arthur en las escaleras.
Quiero volver a toda prisa a la Mansión Starling y golpearle la cabeza de
Arthur contra la pared hasta que me perdone, se disculpe, o ponga su boca
contra la mía solo para hacerme callar. Quiero conducir hasta la casa de
Logan y tener una pelea tremenda y llena de gritos con Jasper, a ojos de
Dios y de todos los demás. Quiero apoyar la frente en el esternón de mi
madre y llorar, y sentir la laca lisa de sus uñas contra las mejillas mientras
me miente: «Todo va a ir bien, pequeña».
En lugar de eso, abro la caja de la biblioteca y saco cosas al azar. De
alguna manera, termino con las piernas cruzadas y el álbum de fotos
familiar de los Gravely sobre el regazo. Paso las páginas despacio y noto
una sensación intensa y verde en la garganta. Puede que envidia. Yo nunca
he tenido un álbum de familia. Solía revisar a escondidas el teléfono de mi
madre y pasar las fotos hasta las más antiguas, pero no había de antes de
que yo naciese. Era como si ella hubiera nacido del cráneo del mundo, ya
crecida y riendo, una mujer sin pasado.
Los Gravely sí que tienen pasado. El pueblo entero aún cuenta historias
sobre ellos, y el álbum de fotos muestra toda una ristra de perros de la
familia y árboles de Navidad y pasteles de cumpleaños. Primos y tíos y
abuelos de aspecto adusto, todos de pie frente a esa casa nueva y enorme.
La última fotografía muestra a una joven adolescente apoyada en un
coche color cereza. Tiene las piernas largas y pecosas, cruzadas por los
tobillos. Su rostro es diferente, más joven y amable de lo yo jamás lo vi,
pero su sonrisa tiene un deje descarado y temerario que conozco como la
palma de mi mano, y su cabello… Sería imposible olvidar un pelo como el
suyo. Es más rojo que el coche, con un halo dorado a causa del sol que la
hace parecer una mujer cubierta de fuego.
Mamá. Mi madre. Junto al Corvette del 94 que siempre fue demasiado
elegante para ella.
Después del funeral, tardé un par de semanas en sacar fuerzas para ir al
desguace a recoger sus cosas. Para entonces, el interior del coche estaba
negro a causa del moho y a los asientos les habían salido pelillos. Salió
agua marrón y grasienta de la guantera cuando la abrí. Cogí el atrapasueños,
y firmé para declarar el resto como basura.
Me doy cuenta, para mi sorpresa, de que estoy moviendo las manos. Las
deslizo sobre la foto para sacarla y luego darle la vuelta. Alguien ha escrito
en el reverso: «Delilah Jewell Gravely, 16» con un bolígrafo azul.
Pienso: «Yo siempre he odiado mi segundo nombre». Luego dejo de
pensar.
Sin embargo, sigo moviéndome. Estoy arrodillada en la moqueta del
motel, justo en el sitio donde se posan mis pies todas las mañanas. He
extendido los brazos debajo de la cama, en dirección a algo que llevaba sin
tocar once años y… no sé cuántos días. ¿Cuándo he perdido la noción del
tiempo hasta estos extremos? ¿Cuándo se ha reducido mi vida a poco más
que una larga sucesión de días?
Las bolsas de plástico se han vuelto quebradizas. El atrapasueños está
resquebrajado y roto, sus cuentas cuelgan de hilos sueltos. El libro no se
parece en nada al que yo recordaba; ahora se ve más pequeño y deteriorado.
Hay varios brotes de moho de un negro amoratado por la cubierta y las
páginas tienen ese olor a podrido propio de las alcantarillas. Sin embargo, el
título sigue grabado en el lomo en un color argénteo y reluciente: La
Subterra. Y las iniciales de la portadilla aún son las mismas: «DJG».
En una ocasión, le pregunté a mi madre si ella era DJG. Se rio y luego me
llamó señorita Enciclopedia Brown, que es el nombre que usaba cuando me
metía donde no me llamaban. Le pregunté cuáles eran sus iniciales
verdaderas, y se limitó a responderme: «Las que a mí me dé la gana», con
un tono tan cortante que me callé.
Ahora estoy allí, arrodillada en el suelo con nombres sucediéndose en mi
cabeza como fichas de dominó o como genealogías del Antiguo
Testamento. John Peabody Gravely era el hermano de Robert Gravely,
quien engendró a Donald Gravely sénior, quien engendró al Viejo Leon,
quien engendró a Don júnior, hermano de Delilah Jewell Gravely, quien me
engendró a mí, Opal Delilah…
Me niego. No soy una Gravely.
Soy una tramposa y una mentirosa, una embaucadora y una estafadora,
una chica que no ha podido nacer en un lugar más bajo. No soy nadie, igual
que mi madre antes que yo.
Pero ese apellido nos convertiría en alguien. Siento cómo mi historia
cambia en un abrir y cerrar de ojos, cómo el arco que es mi vida se dobla a
causa de la verdad.
Tal vez por eso paso la página. O tal vez lo haga por la necesidad de
encontrar una historia que me resulte familiar, o tal vez por un mero acto
reflejo.
La página siguiente está en blanco, con la única salvedad de la
dedicatoria, que siempre me había parecido un mensaje en clave, una carta
escrita para mí y solo para mí:
Para todos los niños que necesitan encontrar la entrada de la Subterra. Haceos
amigos de las Bestias, niños, y seguidlas bajo tierra.
Paso la página, y otra más, y leo hasta que lo único que veo son
monstruos dibujados en tinta garabateada, hasta que lo único que oigo es la
voz de mi madre, suave y cálida como la ceniza de un cigarrillo.
Había una vez una niña llamada Nora Lee que tenía unas pesadillas
horribles. Sus sueños estaban llenos de sangre y de dientes, y le daban
muchísimo miedo, pero os contaré un secreto: a ella le encantaban, porque
en sus sueños esos dientes le pertenecían.
Veréis, habían abandonado a Nora Lee en los bosques cuando era un
bebé, y un zorro malvado la había encontrado. El zorro la había llevado a su
hogar y la había alimentado con dulces mientras la contemplaba con ojos
hambrientos. Ella sabía que un día él terminaría por comérsela.
Nora Lee les suplicó a los demás animales que la ayudasen, pero ninguno
le hizo caso. El zorro siempre llevaba su pelaje y sus colas cuando salía de
la casa, y sonreía a menudo, por lo que nadie iba a creer que el propietario
de un pelaje tan lustroso y una sonrisa tan amplia ocultara esos apetitos tan
indecorosos. Le dijeron a Nora Lee que se callase y que fuera buena.
Así que, como Nora Lee no era buena, se escapó.
Corrió hasta llegar a un río ancho y verde. No sabía nadar, pero pensó
que un río ancho y verde era mejor que un zorro. Justo cuando estaba a
punto de entrar en el agua, una liebre pasó por allí.
—Jovencita —dijo el animal—. ¿Qué haces?
Así que Nora Lee le contó todo sobre sus sueños y aquel zorro malvado.
Resultó que a la liebre tampoco le gustaba mucho el zorro, y le habló de
un lugar, secreto y oculto en las profundidades del mundo, donde hasta los
sueños más siniestros podían hacerse realidad. Lo llamó la Subterra.
Ella le preguntó a la liebre cómo encontrar la Subterra, y el animal le dijo
que siguiese el curso del río.
—Síguelo más allá de la madriguera más profunda —le explicó—, hasta
dejar atrás la raíz más larga del roble más antiguo.
Así que Nora Lee siguió el río hasta el lugar donde desaparecía debajo de
la tierra, y luego lo siguió más allá. Y, en algún lugar alejado de todo, más
abajo que el sótano más meridional, más profundo que el gusano que vivía
en lo más hondo, encontró la Subterra, que la esperaba.
Por unos instantes, creyó que se había quedado dormida, porque a su
alrededor encontró las criaturas terribles de sus pesadillas, monstruosas y de
formas extrañas. Las bestias de sus sueños no eran reales, pero las Bestias
de la Subterra lo eran tanto como los huesos, la tierra o los zorros.
Una niña buena tendría que haberse asustado. Tendría que haber salido
corriendo de allí.
Pero Nora Lee, que no era una niña buena y que nunca lo sería, no salió
corriendo. Contó su historia entre susurros a las Bestias de la Subterra, y
ellas partieron entre aullidos a la noche en busca de sangre.
Cuando Nora Lee salió de la Subterra a la mañana siguiente, descubrió
que lo único que quedaba del zorro malvado era un cráneo de un blanco
inmaculado que aún conservaba esa amplia sonrisa. Y, por primera vez, ella
se la devolvió.
Nora Lee supuso que aquel era el momento de la historia en el que viviría
feliz para siempre, pero lo cierto es que no se le daba muy bien. Lo intentó,
de verdad que lo intentó. Se mantuvo en silencio y se preocupó por sus
buenos modales. Construyó una enorme casa de piedra con una gran puerta
de piedra. De la Subterra cerró la entrada, y dejó la llave junto al sicomoro
enterrada.
Aun así, no dormía bien. Siempre ansiaba que otro zorro volviese a
encontrarla.
Y, cuando llegara ese día, sabía lo que tenía que hacer: desenterraría la
llave y abriría la puerta para regresar, al fin, a la Subterra.
Las Bestias la acogerían como a una de ellas, una criatura con dientes, y
la envolverían con su abrazo. Y entonces ella dormiría, y soñaría sueños
horribles, y sería feliz para siempre.
16
La cosa es que ya lo sabía. Tal vez no supiera adónde iba mi madre esa
noche ni quién era en realidad, pero sí sabía que no lo había hecho a
propósito. Yo había visto algo blanco y de forma extraña a la luz de los
faros. «Un ciervo —les había dicho a los agentes—. O puede que un
coyote». Pero sabía que no era ninguna de esas cosas. Sabía que era la mala
suerte a cuatro patas, una pesadilla que el dios negligente e insignificante
que controlaba Eden había dejado escapar.
Lo que no sabía era que llevaba cuatro meses limpiando su puta casa. No
sabía que lo había traicionado, que había sangrado por él y que lo había
besado, que un día lo vería de rodillas, con la cabeza gacha y los ojos
cerrados, hablando con una voz que bien podría haber sido una pala que
cavara poco a poco en la tierra.
Así que echo a correr. Tal y como él me ha pedido.
El pasillo es corto y recto, pero la puerta delantera está cerrada con llave.
Me peleo con el pomo y la casa cruje a mi alrededor.
—No. —Mi voz suena densa y húmeda. Debo de estar llorando—. Por
favor.
La puerta se abre.
Bajo los escalones a la carrera y recorro el camino de entrada mientras
me duelen las costillas, mientras la gravilla me deja marcas de dientes en
los pies. Salgo por la verja delantera y rodeo su camioneta. No quiero
pensar en ella ni en el número de teléfono, en el sueldo demasiado alto ni en
el abrigo demasiado sofisticado; hay demasiadas cosas que creía que eran
regalos, pero que ahora me parecen intentos desesperados por saldar una
deuda de sangre. Sin embargo, va a tener que joderse, porque mi madre
valía más que todo lo que él pueda llegar a permitirse. Era inútil y alocada y
guapa, bebía y mentía y tenía una risa que me recordaba al Cuatro de Julio,
yo la necesitaba desesperadamente.
Nunca he dejado de necesitarla. Intenté tacharla de mi lista esa noche en
el río, pero si paso los dedos por la página aún noto el tacto de su nombre,
indeleble.
Cuando llego al motel, el cielo es del color de unos vaqueros viejos, y las
estrellas son marcas desteñidas de lejía. Los grillos se han hartado de gritar,
y el único sonido es el del río, una estática entre emisoras de radio.
Me duelen los pies. Me duele el pecho. Me duelen los ojos. Siento algo
parecido a una herida abierta, un moretón.
La Subterra sigue abierto sobre mi cama, lleno de fantasmas y Bestias,
por lo que me echo en el colchón de Jasper.
Vuelvo a soñar con la Mansión Starling, un mapa arterial e interminable
de pasillos y puertas abiertas, de escaleras y balaustradas, y me siento
agradecida. Al menos no sueño con el río.
La tarjeta termina con una sentida petición para que llame al director en
persona si Jasper o yo necesitamos algo, y una firma ostentosa. Tengo que
leerla varias veces antes de comprender qué es lo que debe de haber
sucedido, y luego varias veces más antes de comprender quién lo habrá
hecho.
La tarjeta se me arruga entre los dedos.
—¡Será gilipollas!
He empezado a hacer todo lo posible por regresar a la aciaga realidad,
por olvidarme de él, de su rostro retorcido y del frío sabor del río en la
boca. He empezado a intentar despertarme de los descabellados sueños que
la primavera trae consigo porque los sueños no están hechos para gente
como yo…
—¿Estás bien?
Bev me mira con ojos entornados desde debajo de la lata de refresco.
Me muerdo la lengua, con fuerza, y le dedico la sonrisa más grande y
mezquina de que soy capaz.
—Perfectamente.
—Pues no pareces estar bien.
—Te diría lo mismo, pero prefiero callarme.
—Mira. —Bev golpea el mostrador con la lata—. Sé que tuvo que ser
impactante descubrir quién era tu madre, pero hace demasiado tiempo que
te comportas como si tu mejor amiga hubiese atropellado a tu perro y ahora
te has puesto a llorar por una tarjeta de agradecimiento…
—Dios, ¡métete en tus asuntos!
Cierro de un portazo al salir, porque si vas a actuar como una adolescente
a rebosar de hormonas, lo mejor que puedes hacer es ceñirte al guion.
Doy dos pasos en el exterior antes de que me empiecen a temblar las
piernas. Me siento en la acera y contengo las lágrimas con el borde de las
manos mientras me pregunto por qué Arthur aún trata de saldar una deuda
que no se puede pagar, y por qué me duele tanto que lo intente. Y por qué
me alivia tanto que no se haya perdido en la Subterra, de momento.
Veo un zapato a mi lado y me llega un olor a tabaco y a ambientador. Bev
se sienta en la acera junto a mí, con el aspecto estresado de alguien cuyas
articulaciones ya no aprecian tanto los asientos bajos.
Nos quedamos sentadas en sudoroso silencio durante un buen rato, antes
de que ella diga, con voz ronca:
—¿Recuerdas cuando nos conocimos? —Me encojo de hombros sin dejar
de mirar el asfalto—. Te picó una avispa, de esas rojas y asquerosas.
¿Cuántos años tenías? ¿Siete?
Me quito las palmas de las manos de la cara.
—Seis.
—Pero no lloraste. Te quedaste allí sentada, mordiéndote el labio
mientras esperabas a que se te pasase. —El hormigón del bordillo resuena
contra los vaqueros cuando Bev se gira hacia mí—. Ni siquiera se te ocurrió
pedir ayuda.
—Era una niña independiente.
—Eras una niña estúpida y ahora eres una mujer estúpida. —Bev me ha
llamado estúpida unas dos veces por semana desde que me conoce, pero
nunca lo había hecho con los dientes apretados y mirándome tan fijamente
—. ¿Cómo cojones te va a ayudar la gente si no lo pides?
«Pedir cosas es peligroso», podría decirle. Porque pedir algo siempre
implica que tienes la esperanza de que alguien responda, y duele mucho
cuando no es así. En lugar de decir eso, me pongo rígida.
—Soluciono mis propios problemas, ¿vale? No necesito caridad.
Bev frunce los labios.
—Ah, ¿no?
—Pues no.
Resopla como si le hubiese dado un puñetazo y pienso: «Al fin». No
puedo gritarle a Arthur Starling, pero una buena y clásica pelea a tortazos
con Bev parece una alternativa decente.
Estoy envarada, ansiosa y dispuesta a entrar en acción, pero Bev se limita
a mirarme con una aversión que denota un profundo cansancio.
—¿Aún crees, con casi veintisiete años —pregunta, y creo que nunca la
había oído hablar con semejante tono de extenuación—, que permito que os
quedéis aquí porque perdí una apuesta?
Si esto era una batalla, acabo de perderla. Me quedo sin nada que decir,
intentando recuperar el aliento, rabiosa, avergonzada y de todo menos
sorprendida. Porque supongo que esto es otra cosa que ya sabía. Ya sabía
que Bev no me dejaba quedarme porque tuviese que hacerlo. Lo hace por la
misma razón por la que me cubrió la picadura de la avispa con tabaco
húmedo cuando era niña: porque yo necesitaba ayuda aunque no la pidiera
nunca.
Me inclino hacia delante, con los brazos cruzados sobre el pecho, como
si me fuesen a estallar las costuras que me mantienen de una pieza en caso
de no retenerlas.
—¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué no me dijiste que mi madre era
una Gravely?
Mi voz suena muy aguda, muy joven. Bev suspira a mi lado y se encoge
de hombros al hablar:
—No lo sé. Supongo que nunca encontré un buen momento para hacerlo.
—Se limpia el sudor del labio superior—. O puede que no quisiera
decírtelo. Tu madre era la única Gravely que merecía la pena, y la
repudiaron. Y también a ti. Yo os acogí. —Me arriesgo a mirarle la cara y
descubro que tiene el mismo gesto rígido y mezquino de siempre. Pero ha
acercado uno de los pies a los míos y ahora nos rozamos con el borde de las
zapatillas—. Y el que lo encuentra se lo queda.
Una extraña calidez se transmite desde su pie al mío, y luego asciende
por mis extremidades y se asienta en mi pecho. Soy consciente de que Bev
jamás nos ha dejado de lado. Nos ha ayudado a pesar de que nunca se lo
pedí. Si un hogar es un sitio donde se te quiere…
No termino el pensamiento.
Bev vuelve a hablar.
—Tengo que contarte una cosa. El día antes de que tu madre…, el día de
Nochevieja se pasó por aquí. Nos tomamos algo juntas y me contó que su
padre se estaba muriendo. Me dijo que iba a ir a hablar con él para arreglar
las cosas, para que Jasper y tú tuvieseis un futuro. Me dijo que me iba a
pagar todo lo que me debía por los años que había pasado en la habitación
doce.
Exhalo, un sonido cercano a una risa.
—Ya, decía muchas cosas.
Recuerdo toda las exageraciones y las promesas rotas que venían
después. Se me ocurre, sin venir a cuento, que Arthur nunca ha roto
ninguna de las promesas que me ha hecho.
—Lo sé, pero esa vez parecía diferente. —Bev niega con la cabeza y se
pone en pie. Las rótulas le suenan como pistolas de fogueo—. No sé qué te
pasa, niña, pero si alguna vez… —Termina la frase con un suspiro, como si
acabase de superar su cuota anual de emociones en público.
Extiende el brazo hacia la puerta de la oficina, con la cabeza gacha y los
hombros hundidos, y me doy cuenta de que hace mucho tiempo que no la
veo con la barbilla en alto. El rapado de los laterales de su pelo se ha
convertido en una maraña despeinada y las sombras de debajo de los ojos se
le han oscurecido hasta alcanzar un tono malva fruto del insomnio. No me
había dado cuenta porque estaba demasiado ocupada regodeándome en mis
propias desdichas.
—¿Y qué me dices de ti?
Hace una pausa con la puerta entornada.
—¿Cómo que qué te digo de mí?
—¿Tú pides ayuda, acaso?
Casi se le escapa una sonrisa.
—Métete en tus asuntos. Idiota.
El cartel de CERRADO se balancea contra el cristal cuando la puerta se
cierra detrás de ella.
Me quedo sentada en la acera y dejo que el sol temple el odio que siento
en mi interior, como si fuese una alfombra que han sacado para airear.
Vuelvo a leer la tarjeta unas cuantas veces más y trato de imaginarme a
Jasper con un uniforme propio de la Armada, sentado en un pupitre sin
insultos tallados en la madera, respirando aire que no contiene polvo de
carbón. Jasper, bien cuidado y zarpando como un navío por los mares
procelosos en dirección a un mundo mejor.
Quiero que sea así, de verdad, pero no me veo a mí misma en ese futuro.
Estoy en otra parte, fuera del encuadre o debajo del agua, a la deriva en el
abismo que la espera a una cuando ya no queda nada en su lista. Me
pregunto si estoy enfadada o asustada.
Saco el teléfono del bolsillo de atrás y escribo: «Por qué lo has hecho».
Puede que no responda. Puede que finja no saber a qué me refiero. Puede
que haya hecho añicos su teléfono para embarcarse en una guerra infernal,
porque es un imbécil histriónico. Pero aguardo, sudando en la acera y con el
teléfono bien alto.
«Porque no quería que volvieras».
Escribo la respuesta, pero no la envío. Se parece demasiado a una
petición, y pedir algo implica tener esperanza.
Pero más tarde, cuando despierto de una pesadilla enmarañada de niebla
y sangre, con sabor a agua de río en la garganta y la lengua a punto de
pronunciar su nombre, pulso el botón de enviar.
«Creo que sí que quieres».
No responde.
Tardo tres días en dejar de revisar los mensajes cada diez minutos, y ni aun
así paro de hacerlo del todo. Guardo el teléfono en el mostrador de Tractor
Supply, detrás de un rollo de servilletas, y el corazón me da un vuelco cada
vez que se enciende la pantalla. (Suele ser Jasper, que me envía fotos de
perros graciosos o de lirios atigrados que han florecido antes de tiempo.
Parece saber que necesito que me animen).
No sé siquiera qué es lo que espero: una disculpa, una súplica, una
excusa para plantarme en su puerta delantera y preguntarle cómo narices
pudo haberme dejado trabajar en su casa durante cuatro meses sin
mencionar los monstruos que había bajo el suelo, que además eran los
responsables de la muerte de mi madre.
Pero supongo que no tiene nada que decirme, al fin y al cabo. Vuelve a
estar solo en la Mansión Starling, como un caballero demente que se
prepara para una batalla que está destinado a perder.
A decir verdad, tengo suerte de no tener nada que ver con él. Vuelvo a
mirar el teléfono.
—¿Estás esperando un mensaje? —pregunta Lacey a mis espaldas.
—Dile a Frank que me he ido a comer antes.
Me guardo el teléfono en el bolsillo trasero y salgo de detrás de la caja
registradora.
Antes solía cogerme los descansos con Lance para colocarme y liarnos
detrás de los contenedores de Tractor Supply, pero resulta que la
disponibilidad de la hierba estaba ligada al hecho de liarnos, por lo que
ahora me paso los descansos dando vueltas por el pueblo, inquieta. Ese día
paso por el instituto mientras los chicos salen en tromba a la cafetería,
susurrando, refunfuñando y ligando.
Técnicamente, se supone que tienes que firmar en secretaría para que te
den un pase de visita, y todo eso, pero de todas formas Jasper no va a estar
en la cafetería.
Cruzo las líneas blancas recién pintadas del campo de fútbol, sudando y
enfrentándome a la sensación mareante de regresar a tu antiguo instituto:
una succión pegajosa en las plantas de los pies, como si caminara sobre
arenas movedizas, y la molesta sospecha de que nunca me marché de allí y
nunca lo haré.
Todos los que iban a mi clase o bien están casados y ahora tienen dos
hijos, o bien se han largado hace mucho tiempo, y yo estoy aquí, pasando la
pausa de la comida con mi hermano, que no se quedará mucho más tiempo
en este lugar, mientras me persiguen unas Bestias hambrientas y espero un
mensaje que no me enviarán jamás y que no debería anhelar recibir. No me
extraña que no haya dejado de soñar con la Mansión Starling; incluso una
pesadilla es mejor que nada.
Jasper está solo con una bandeja de plástico azul junto a él en la hierba.
Tiene pinta de estar adelantando algo de tarea (¡empollón!) porque tiene el
portátil abierto y mira con el ceño fruncido un cuaderno amarillo lleno de
garabatos.
Miro muy fijamente el cuaderno y noto que mis neuronas empiezan a
gritar. Sé muy bien a quién pertenece, pero a mi cerebro le cuesta aceptar su
existencia en este lugar y en este momento. Es como ver a un profesor en el
supermercado o un gato con una correa: algo ajeno al orden del universo.
—¿Jasper?
Se sobresalta, me mira y se sobresalta aún más. Guarda el cuaderno en la
mochila, siglos demasiado tarde.
—¿De dónde has sacado eso? —lo pregunto con una voz que me suena
ominosa incluso a mí, como una brisa fría antes de una buena tormenta
veraniega.
Jasper adopta varias expresiones: culpa, negación, el pánico más puro, y
luego se decide por una sinceridad fruto del agotamiento.
—¿Y a ti qué te parece?
—Pero nunca has ido. No te habrías… Quizá… ¿Te lo ha dado él?
Porque de ser así, te juro que…
Jasper niega con la cabeza una vez.
—No me lo ha dado él —dice, y recalca el pronombre más de lo normal
—. Lo robé.
—¿Por qué?
En algún lugar debajo de los aullidos aterrados de mi cabeza, a una parte
de mí más ajena a lo que ocurre también le gustaría saber «cómo» lo ha
hecho. (Una parte aún más ajena quiere saber si ha visto a Arthur, si se le
están curando bien las heridas y si ha preguntado por mí, pero esa parte la
asfixio con una almohada).
Jasper, en cambio, no da la impresión de que algún rincón de su cerebro
haya empezado a aullar o esté asustada. Parece resignado.
—Porque quería saber qué te pasaba y qué narices hay en esa casa.
—Y por eso has decidido cometer un crimen y ocultar las pruebas en tu
mochila. ¿Tienes idea de la clase de personas que vigilan la Mansión
Starling? ¿Sabes lo que te harían? ¿Te habías planteado contármelo o…?
—Estoy convencido —por primera vez en el transcurso de la
conversación noto cierto atisbo de rabia en su voz, una aridez muy peligrosa
— de que ni siquiera tú crees que tienes la superioridad moral ahora mismo.
Hago una pausa de medio segundo mientras recompongo las defensas
que me acaba de destrozar. Vuelvo a lo mismo de siempre, a la frase que
podría decir hasta dormida:
—Todo lo que he hecho ha sido por ti.
Me mira con una transparencia inquietante, como si analizase un mapa de
mí, que mostrase todas las grietas y fisuras de mi personalidad claramente
marcadas.
—Vale —responde, tan amable como desganado.
Pienso, sin venir a cuento, en ese vídeo que ha hecho, el de la niña de
manos ensangrentadas que articulaba un «te quiero» mientras miraba a
cámara.
—Vale —repite. Vuelve a observar el portátil y sigue haciendo clic y
mirando páginas—. Pero ¿no te gustaría saber lo que he descubierto?
Me cruzo de brazos y noto debajo de la camiseta cómo se me empieza a
erizar el vello del cuerpo.
—Arthur ya me lo ha contado.
—¿Y de verdad crees que te lo ha contado todo? —pregunta Jasper, en
voz baja.
Titubeo. No es más que una fracción de segundo, pero se da cuenta.
Sonríe, sin dar la menor muestra de felicidad, y luego señala con la barbilla
la hierba junto a él.
Más que sentarme, me derrumbo a su lado. Él contempla el maizal, las
hileras de brotes retorcidas al sol del mediodía y luego me cuenta una
historia.
P.D.: Tu padre quiere que te recuerde que podes las rosas antes de la helada y que
les pongas estacas a las dedaleras en junio. Le he dicho que no ibas a volver y me
ha asegurado que no pasa nada, pero que te lo comente por si acaso.
P.P.D.: Vayas adonde vayas, espero que no estés solo. Si he sido fuerte, si he hecho
algo bueno o valiente en toda mi vida, es porque os tenía a tu padre y a ti para
obligarme a serlo.
Jasper y yo solíamos saltar del viejo puente del ferrocarril cuando éramos
niños. Todo el mundo lo hacía, aunque la mitad de las veces el agua te
dejase la piel roja y llena de sarpullidos. Era el único final satisfactorio a un
juego veraniego de retos, ya que tenía altura suficiente para asustarte, pero
no tanta como para que te hicieras daño. Además, estaba lo bastante cerca
de la Mansión Starling como para que se erizase el vello del cuerpo, aunque
no tanto como para dejarte paralizada.
Solía gustarme la experiencia: enroscar los dedos de los pies en el borde,
la brisa, el chapoteo de la piel contra el agua y el silencio repentino que
sobrevenía al zambullirme. Era como caer a otro mundo, como escapar de
la ruidosa gravedad de la realidad durante un rato. Era como soñar.
No lo he hecho desde el accidente, claro. Me he remangado los vaqueros
para vadear el río alguna que otra vez, pero nunca durante mucho tiempo, y
solo hasta los tobillos. El agua siempre está demasiado fría, incluso en
verano, y tengo la estúpida convicción de que voy a resbalarme y a
hundirme y ya no volveré a salir. «El típico síndrome postraumático»,
supongo.
Pero, de vez en cuando, vengo a sentarme en el puente. Este es un buen
momento para hacerlo: esa hora velada justo antes del anochecer, cuando el
calor empieza a atenuarse y las sombras se estiran por el suelo como perros
agotados. Las primeras luciérnagas titilan sobre el río, visibles solo gracias
a su reflejo en las aguas oscuras, y el vapor de las chimeneas dibuja lazos
en el cielo. No miro la central eléctrica, porque no quiero pensar en a quién
pertenece.
En su lugar, contemplo las antiguas minas, casi invisibles debajo de las
vides kudzu y de los tablones negros a causa de la podredumbre, antes de
llegar a la conclusión de que son propiedad de la misma familia: la mía.
Me sobreviene una oleada de algo parecido a las náuseas. Me pregunto si
Nathaniel Boone excavó esa mina y si de verdad encontró una entrada al
Infierno para escapar de mis tataraloquefuesen. Me pregunto si Eleanor
Starling odiaba a su marido, o si lloró por él. Me pregunto por qué se metió
piedras en los bolsillos, o si eso es simplemente lo que ocurre cuando se te
acaban los sueños y ya solo te quedan pesadillas.
Esa es la razón por la que sé que mi madre no se lanzó al río a propósito,
sin importar lo que pensara el agente Mayhew: tenía sueños para repartir.
Era la voracidad hecha persona, siempre de una estratagema en otra. En
lugar de leernos cuentos, nos echaba la buenaventura, con ojos relucientes y
la convicción de una niña haciendo un comecocos de papel. Predijo que iba
a casarse con un farmacéutico y que viviríamos en una gran casa de
ladrillos con dos bañeras. Que iba a ganar los rasca y gana y que nos
compraríamos una cabaña junto a la costa. Que iba a convertirse en una
gran estrella de la música y que sus canciones sonarían en la frecuencia
94.3 (El Lobo: «música country que te hará aullar»), y los tres nos
mudaríamos a uno de esos barrios elegantes donde las puertas de entrada se
abren con un código.
Supongo que eso es lo que estaba haciendo el día en que murió: tirar los
dados, probar suerte y perseguir un sueño. Nos había contado que estaba a
punto de conseguir que cambiasen nuestras vidas, y supongo que lo decía
en serio, que iba a convencer a su padre para que la acogiera de nuevo y nos
diera un apellido y una fortuna familiar que nos convertirían en alguien
después de tantos años siendo donnadies. Pero, en aquel momento, no la
creí. Lo último que me dijo, antes de que las ruedas chirriasen sobre el
asfalto, fue: «Ya verás».
Y vaya si lo vi. Vi la niebla condensarse. Vi el río abalanzarse sobre
nosotros. Vi que los sueños eran peligrosos, así que doblé los míos y los
guardé debajo de la cama junto con el resto de mi infancia.
Ya casi no recuerdo qué sueños eran. Cierro los ojos y dejo que el
murmullo del río fluya por mi cráneo mientras trato de imaginarme lo que
deseaba antes de obligarme a dejar de desear. Al principio, pienso en sueños
típicos de una niña pequeña: tartas llenas de glaseado, sábanas a juego, esa
muñeca de bebé que comía cerezas de plástico de una cuchara de plástico.
Y luego: una casa que considerase mi hogar. Un chico arrodillado entre
las flores.
Un chico que creció con prisa, como yo, que se ha pasado toda la vida
haciendo lo necesario en lugar de lo que le apetecía. Un chico que me
necesitaba (lo sé, ¿vale?), pero no tanto como necesitaba mantenerme a
salvo.
Intento recordarme con firmeza que Arthur Starling también es un
mentiroso y un cobarde, el responsable de la muerte prematura de mi
madre, etcétera, etcétera, pero ¿a quién quiero convencer? Tendría unos
dieciséis o diecisiete años cuando ocurrió. Y estaba solo, acompañado
únicamente del peso de sus terribles decisiones, de los pasillos
interminables de su laberinto.
Fue un accidente, simple y llanamente, y se culpaba de manera tan
vehemente que al final incluso yo lo había creído culpable. Y, ahora,
mientras estoy aquí sentada, sumida en mis anhelos y regodeándome en la
pena, él va a seguir a las Bestias hasta la Subterra. Va a convertirse en el
último Guardián, y en la más reciente de las tumbas.
A menos que yo haga algo.
Saco el teléfono del bolsillo trasero y paso el pulgar por la pantalla
resquebrajada. Primero, le envío un mensaje a Jasper, porque todos tenemos
que poner orden en nuestras vidas antes de cometer una auténtica estupidez
y no quiero que las últimas palabras que nos hayamos cruzado sean
mentiras y reproches. «Oye, tenemos que hablar».
Me he pasado todo el tiempo tratando de convencerme de que estaba
salvándolo, protegiéndolo de la sombra inclemente de la Mansión Starling,
pero al parecer ya estaba metido en esto hasta el cuello y la única persona a
la que estaba salvando era a mí misma. No quería decirle que en realidad
era un Gravely ni que iba a ser alumno de la academia Stonewood, siquiera.
No quería que fuese de nadie más, solo mío.
Supongo que alcanzo a comprender, aunque sea un atisbo, por qué Bev
nunca me contó la verdad.
Espero mientras escucho el susurro verde de los árboles y el sonsonete
acelerado del río. El sol desaparece detrás del meandro occidental, y el
viento sopla con fuerza y me eriza el vello de la nuca, me enfría los nudillos
hinchados.
Jasper no me responde, aunque no me cabe duda de que está con Logan y
no está ocupado, porque el curso acaba la semana que viene y él ya ha
entregado todos los trabajos.
Lo llamo, no sin sentirme un poco cruel porque solo solemos llamarnos
cuando hay una emergencia médica legítima, pero la culpa es suya, por
pasar de mí. No lo coge. Espero un poco más.
La noche empieza a cerrarse. Las estrellas se iluminan. La central
eléctrica reluce con un naranja intenso. El ambiente empieza a condensarse,
como si fuese a llover, como si las consecuencias de mis actos vinieran
directas a por mí.
Llamo de nuevo a Jasper y cuento cada uno de los tonos antes de que una
voz fría me diga que el titular de la línea no ha configurado el buzón de voz.
Trato de convencerme de que no tengo motivo alguno para entrar en pánico,
de que no hay nada de lo que preocuparse. Y justo en ese momento la veo:
una voluta de niebla que empieza a alzarse del río.
Se me entumecen los pies, como si caminara por el agua fría. Veo otra
voluta lechosa que se alza en espiral en dirección a mis tobillos.
Vuelvo a llamar. El agua me llega al vientre, y un escalofrío enfermizo se
apodera de mí.
Una y otra y otra vez, siento cómo me hundo.
22
Llamo a Jasper nueve veces más de camino al motel. Cuelgo justo antes
de que empiece el mensaje del contestador automático y me obligo a dar
diez pasos antes de volver a llamar. No responde.
No tengo el número de Logan en la agenda del móvil, por lo que llamo al
orientador del instituto para que me lo proporcione. El señor Cole me dice
que no puede hacerlo debido a la ley de protección de datos, así que hago
que se me quiebre la voz, cosa que no me cuesta mucho, y digo:
—Por favor, señor. Estoy muy preocupada por Jasper.
Al cabo de diez segundos, Logan responde a su teléfono.
—¿Hola? —dice con el asombro alelado de un adolescente que ha pasado
la última semana entre hierba y videojuegos.
—Hola. ¿Podrías decirle a mi hermano que me coja el teléfono?
—¿Opal?
—No, soy Dolly Parton. —Me parece como si oyera el restallar de los
engranajes de su cerebro, como nachos en una batidora—. Sí, Logan. Soy
Opal. Quiero hablar con Jasper.
—Pero… No está aquí.
No suena muy seguro. Suelto el aire a través de la nariz.
—Logan Caldwell, ¿me estás mintiendo?
Oigo el chasquido de su garganta al tragar saliva.
—No, señora.
—Bueno, pues dime. ¿Dónde está?
—Supongo que en su casa. Dijo que tenía que prepararse para esa
entrevista, pero se suponía que iba a pasarse más tarde. Mi madre está
preparando alitas…
Cuelgo antes de decir algo de lo que me arrepienta, como: «¿Qué
entrevista?» o «¿Cómo es que te lo ha dicho a ti y no a mí, mierdecilla?».
Seguro que los de la compañía eléctrica se han puesto en contacto con él de
alguna manera y no ha tenido las agallas de contármelo. Me sobreviene un
acceso de culpabilidad al recordar la carpeta con el mensaje de admisión de
Stonewood esperando debajo de mi cama, en esa bolsa de regalo brillante.
Empiezo a caminar un poco más rápido.
Puede que Jasper haya apagado el teléfono para la entrevista y se haya
olvidado de volver a encenderlo. Puede que se haya quedado dormido con
los auriculares puestos. Puede que Arthur blanda la espada de los Starling
en este preciso instante, interponiéndose entre las Bestias y mi hermano.
O puede que esté a punto de hacerse amigo de ellas, con las manos vacías
y abandonando a Eden a su suerte. Aprieto el paso un poco más.
Cuando ya estoy cerca, empiezo a oír el sonido de las sirenas,
estruendoso y distante, aullando cada vez más cerca.
Alzo la vista al cielo y comprendo que lo que flota en las alturas y
bloquea los últimos rayos de luz no son nubes de tormenta, sino humo.
Desisto de llamar a Jasper. Corro y mi calzado repiquetea contra el
asfalto al tiempo que me duelen los pulmones. El cielo se oscurece. El
humo se condensa, se acumula y revolotea sobre la niebla. No tiene nada
que ver con el gris honrado de las chimeneas, ni siquiera con las nubes
blancas de la central eléctrica. Es negro y agrio, lleno de copos grasientos
de ceniza y de los restos químicos de cosas que no tendrían que haber
ardido. Se entremezcla con la niebla y forma unas siluetas oscuras que
hacen que me escuezan los ojos.
Todos los niños de los Gutiérrez están en la cerca, frente a Las Palmas,
tosiendo en la cara interna de los codos y con los rostros cubiertos de
neblina y humo. Una de sus tías los azuza para que vuelvan a entrar en casa
mientras paso junto a ellos, y luego se pone a mirar hacia atrás. Su rostro
aparece en la ventana del viejo autoservicio; no ha dejado de contemplar el
cielo. Se saca un colgante de debajo de la blusa y lo besa tres veces.
Cuatro camiones de bomberos pasan a toda prisa junto a mí, abriéndose
paso entre la neblina. Los miro fijamente y deseo con todas mis fuerzas que
sigan de largo, como si mi voluntad importase, como si, para variar, algo
pudiera ir bien en este maldito pueblo por una vez.
Los camiones giran hacia el aparcamiento del motel. Me tiembla la
mandíbula, como suele ocurrirme cuando estoy a punto de vomitar.
Corro más rápido.
Doblo la última esquina y noto el impacto del calor. Brota del motel en
una oleada agria que me seca los ojos y me resquebraja los labios, que hace
arder la neblina. Me abro paso entre grupos de mirones, cuyos teléfonos tiro
a empellones mientras recibo algún que otro codazo en la boca. Pero no me
importa. Ni lo siento siquiera. Me tropiezo con una manguera plana y
vuelvo a levantarme, mientras toso con fuerza y me engaño con toda mi
energía.
Puede que Bev haya vuelto a intentar recalentar la pizza en la tostadora.
Puede que a un cliente se le haya caído una colilla encendida en el colchón.
Puede que solo sea mala suerte, en lugar de una Bestia en busca de la
sangre de los Gravely.
Todo irá bien. No ha ocurrido nada malo.
Después paso junto al último de los coches y veo que nada va a ir bien,
que puede que nunca vuelva a ir bien, porque el Jardín del Edén está en
llamas.
El Jardín del Edén está en llamas, el fuego revolotea por los tejados y
derrite las tejas, que gotean en el asfalto, mientras los clientes se acurrucan
bajo relucientes mantas de emergencia. Y no sé dónde está mi hermano
pequeño, y todo esto ha sido por mi culpa.
Alguien empieza a gritarme. No presto atención y entorno los ojos para
ver entre el aire tóxico, cegada por las luces azuladas y estroboscópicas de
la policía y del humo. Busco el número doce metálico de la habitación, esa
que no es del todo un hogar, ese lugar seguro, pero no lo encuentro. No hay
más que un agujero donde antaño estaba la puerta, una garganta renegrida
de la que no deja de brotar humo. La ventana también ha desaparecido, y la
acera de debajo reluce a causa de los cristales rotos. Las llamas se relamen
en el alféizar y llegan hasta los aleros.
Corro. Una mano me agarra por el hombro y la muerdo, rápido y con
saña. La mano desaparece. Saboreo la sangre de otra persona.
Empiezo a gritar y mi voz queda ahogada por el rugido hambriento del
fuego, que está lo bastante cerca como para haber empezado a sentir el
mordisco de las llamas en los vaqueros. Alguien me agarra justo antes de
que me lance a las fauces ardientes de la puerta.
Forcejeo sin parar. Hacen falta dos bomberos y un agente de la policía
estatal para detenerme y ponerme las esposas, y ni siquiera eso basta para
que deje de dar patadas y arañar, porque sé que en cuanto pare de moverme
empezaré a gritar.
Tendría que haberlo sacado de Eden. Tendría que haber sido consciente
de que un centavo de la suerte y un Guardián zumbado no bastaban para
mantenerlo a salvo. Y ahora, mientras me retuerzo sin parar sobre el asfalto
caliente, comprendo hasta qué punto seguía confiando en Arthur Starling.
Le falló a mi madre, pero nunca llegué a creer que también me fallaría a mí.
—Soltadme, ¡soltadme! ¿Dónde está? ¿Lo habéis sacado?
No responden. Alguien sale del humo y me mira desde arriba, con los
pulgares colgando de la trabilla del pantalón, y como era de esperar se trata
del agente Mayhew. Como era de esperar, el testigo de dos de los peores
momentos de mi vida tenía que ser ese anciano flácido que viste como un
extra de un telefilme del Oeste, con su sombrero de ala ancha sostenido por
sus sorprendentemente pobladas cejas.
Me río al verlo y me percato de que más bien parece un sollozo.
Me señala con la punta encerada de su bigote.
—¿Es ella?
Estoy tan aturdida que tardo un buen rato en comprender que no habla
conmigo.
Habla con el hombre que está justo detrás de él, una mole que lleva un
traje negro e impoluto. Tiene un rostro que me resulta incómodamente
familiar. Recuerdo cómo esos ojos me miraban desde la superficie inclinada
de un espejo retrovisor.
Llego a la conclusión de que no todas las Bestias vienen de la Subterra,
que algunas de ellas viven entre nosotros y llevan trajes caros y faldas de
tubo.
Que Arthur no es quien nos ha fallado, al fin y al cabo.
—Sí, señor —responde el tipo, con tono serio. Tiene un acento de la
zona, pero exagerado, a un paso de resultar caricaturesco—. Esta tarde
empezó a actuar de forma extraña. La he visto tirando esto al suelo.
Le entrega al agente algo pequeño y cuadrado, y Mayhew entorna los
ojos para mirarlo. Es una caja de cerillas vieja con algo escrito en la parte
delantera, con letra azul y cursiva. No leo bien las palabras debido al
resplandor y al titilar de las llamas, pero no tengo por qué hacerlo. Ya sé lo
que dicen.
«Mi viejo hogar en Kentucky».
24
No sé cómo me las arreglo para ponerme en pie con cara de pocos amigos
y seguir a Elizabeth Baine por el pasillo. Puede que sea el golpeteo
indiscreto de sus tacones y las costuras planchadas de su falda; la manera en
la que se mira el reloj que tiene virado hacia dentro de la muñeca, como si
solo dispusiera de unos pocos minutos para lidiar con nuestra estupidez
colectiva. Lo único que desentona es su labio superior, que está hinchado y
reluciente, partido justo en el lugar donde mi puño chocó contra sus dientes.
Me imagino que los nudillos aún me dolerían si fuera capaz de sentirme las
manos.
Me guía hasta una habitación con una placa que dice SALA DE
CONFERENCIAS C, y luego se sienta en la otra punta de una mesa muy larga y
me indica que tome asiento junto a ella. Paso de largo y me siento en el
extremo opuesto. Hago todo lo posible por encorvarme con gesto insolente,
pero tengo los hombros envarados.
Baine me examina con educación, con la barbilla apoyada en las manos
entrelazadas.
Me dan ganas de escrutarla de arriba abajo, pero abro sin querer la boca y
oigo cómo mi voz hiende el aire que nos separa:
—¿Lo sabías? ¿Sabías que él no estaba allí?
Ella se lo piensa.
—Sí.
La respuesta suena como si acabara de sacarla al azar de un sombrero.
Me imagino acercándome a ella y dándole un cabezazo en la nariz.
Ella suspira, como si supiese exactamente lo que estoy pensando.
—Siempre piensas lo peor de mí. Hal revisó la habitación antes del
incidente. Sabíamos que tu hermano no estaba ahí dentro.
—¿Y las demás habitaciones? ¿Y la oficina? ¿Evacuasteis las
instalaciones antes de provocar un incendio?
Por primera vez, no hay ni el más ligero titubeo en su voz al hablar.
—No queríamos que esto llegase a tanto. Hal es un operario muy
experimentado… —Se encoge de hombros, como si todo esto le afectase—.
Dice que las llamas se extendieron más rápido de lo que deberían, y que los
detectores de humo no funcionaron bien.
Pienso en la niebla mezclada con el humo, en las siluetas oscuras que vi
en el lugar. Había más de un tipo de bestia suelta esta noche. Le sonrío, un
gesto agresivo y retorcido con los labios.
—Pues qué mala suerte.
Los ojos de Baine relucen al mirarme.
—Sí. —Después saca un cuaderno de hojas amarillas con renglones.
Alisa las páginas sobre la mesa—. Hal recuperó varios documentos muy
interesantes de la habitación doce. Antes del incendio. ¿Son tuyos o de
Jasper?
Cierro la boca, con fuerza.
—Mira, Opal. Lo único que queremos es un poco de ayuda. No queremos
que nadie salga herido, pero hay muchos grupos interesados en la propiedad
de los Starling. Nos han contratado para obtener resultados y no quiero
defraudar sus expectativas. Lo entiendes, ¿verdad?
Arthur y todos sus predecesores habían luchado y sucumbido durante
generaciones para no dejar que las Bestias anduviesen sueltas por ahí.
Elizabeth Baine se haría a un lado y se limitaría a mirar, con una sonrisa en
el gesto y un portapapeles en las manos.
—No sabes con quién te estás metiendo —digo. La típica frase hecha.
—¿Y tú sí? —responde ella, rápido y con rabia.
—¿Por qué no me dejas en paz?
La sonrisilla perpleja me deja claro que la pregunta carece de sentido
para ella. Es la misma expresión que habría puesto un Gravely si alguien les
hubiese pedido que dejasen de excavar cuando sabían que había carbón
debajo de Eden.
Baine vuelve a mirar el reloj.
—Voy a dejarte bien clara tu situación. Ha habido un incendio provocado
esta noche, y un testigo presencial muy fiable, que no tiene motivo alguno
para mentir y carece de antecedentes penales, jura que te vio y que eres la
responsable.
—Dale las gracias a Hal de mi parte.
Hace como que no me ha oído.
—Si al incendio le añadimos suplantación de identidad, está claro que
ningún juez te considerará una buena tutora para tu hermano.
El pánico se retuerce en mis entrañas, familiar como un dolor de muelas.
Me dan ganas de gritar: «No puedes hacer eso» o «Me necesita», pero oigo
la voz de Charlotte en mi oído: «¿Estás segura?». También oigo a Jasper:
«Y tampoco soy tu trabajo». Puede que sea el momento de confiar un poco
más en él, de dejar de vender mi alma por algo que nunca me ha
pertenecido.
Trago saliva.
—¿Y? Ya es mayorcito y tiene el futuro resuelto.
Baine ladea un poco la cabeza.
—¿Y si sus nuevos tutores escogieran un futuro diferente para él?
—¿Qué nuevos tutores?
Baine ha empezado a trastear con el teléfono.
—Su familia, claro está.
—Yo soy su familia, pedazo de…
Y, en ese momento, se abre la puerta y el director general de Gravely
Power entra por ella.
La última vez que lo vi, Don Gravely no tenía nada que ver conmigo. No
era más que un apretón de manos sudoroso y un traje de poliéster. Lo único
que me había llamado la atención de él era la manera en la que se había
estremecido ante mi presencia. Recuerdo que lo fulminé con la mirada, no
porque me hubiese hecho sentir molesta, sino por solidaridad con Bev y sus
mariposas luna.
Ahora me fijo bien y pongo todo mi empeño en que sus facciones
encajen en algo o en alguien que me resulte familiar. Pero no hay nada de
mi madre en ese hombre, a excepción quizá de los ojos: de un gris gravilla
y de mirada impasible.
Saca una silla de debajo de la mesa y se sienta con un suspiro ausente.
Me da la impresión de que ni siquiera me ha visto.
—Mira, Liz —el rostro de Baine se retuerce de manera casi
imperceptible—, no puedes tenerme de un lado para otro. Soy un hombre
ocupado.
—Gracias por su paciencia, señor Gravely. —Baine sonríe, y él no parece
reparar en la malicia de su gesto—. Solo hablaba con su sobrina nieta
acerca de su futuro.
Gravely me mira por primera vez desde que entró en la habitación. Se le
retuerce todo el cuerpo y hunde la cabeza en el cuello de la camisa. Tengo
la necesidad infantil de darle una patada, solo para ver cómo se cae de la
silla.
Me dedica una sonrisa que me recuerda a un perro callejero lamiéndose
los colmillos.
—La hija de Delilah. ¿Cómo estás?
Así que es cierto. Este hombre forma parte de mi familia, de mi historia,
de mis raíces, y lo sabía todo el mundo menos yo. Me embarga la
vergüenza, la sensación de que seguro que todo el pueblo empezará a reírse
de mí tan pronto como doble la esquina.
Me esfuerzo por mantener la compostura:
—He estado mejor.
Hago resonar las esposas contra el respaldar de la silla.
—Ah, sí. —Don Gravely ha dejado de mirarme—. Siempre tuvimos
presente que debíamos ponernos en contacto contigo, claro, desde lo que le
ocurrió a Delilah. A nosotros, a mi esposa y a mis hijos, nos encantaría
pasar un tiempo contigo de vez en cuando. Podrías conocer al resto de la
familia. Podríamos hacernos cargo de ti. —Baine abre los ojos un poco
mientras lo mira y Don añade—: Y del chico, tu hermano. A fin de cuentas,
ambos sois Gravely.
Unas imágenes me cruzan la mente, un montaje de vídeos caseros de
mala calidad con escenas que nunca llegaron a ocurrir: Jasper y yo
comiendo pollo en un patio enorme en las afueras, sentados frente a varios
primos rubios con ropa de marca. Mi foto en el álbum de familia junto a la
de mi madre. Un regalo debajo del árbol de Navidad con mi nombre en una
etiqueta con caligrafía impecable: «Opal Delilah Gravely».
Imágenes de lo más normales. Tentadoras. Todo lo que siempre he
querido, la lista que creía haber quemado hacía mucho tiempo: un hogar, un
apellido, una familia. Sé que todo esto tiene truco, que hay que pagar un
precio, que nada es gratis para la gente como yo, pero por un momento me
quedo paralizada, sin poder respirar, ansiosa.
Baine interrumpe en ese momento, en voz baja.
—Lo hará cuando acabemos con esto, claro.
Muestro los dientes para hablar.
—¿A qué te refieres con «esto»?
Gravely gesticula, como si hubiese mosquitos en la habitación.
—Todo esto de la propiedad de los Starling. Has oído lo de la expansión,
¿no? Bueno, pues depende de un nuevo yacimiento de carbón que queremos
abrir. Imagínate: una mina de verdad en Eden, de nuevo, por primera vez
desde que enterramos al Gran Jack. Mis prospectores me han dicho que hay
una veta muy prometedora debajo de la propiedad de los Starling. Tenemos
los derechos de explotación, siempre los hemos tenido, desde el siglo XIX,
pero los Starling no ceden. Liz, aquí presente —cabecea en dirección a
Elizabeth Baine, a quien vuelve a darle un tic en un párpado—, es experta
en resolver este tipo de situaciones.
Baine me mira con frialdad, y sé que si ahora mismo dijese que en
realidad investigaba una entrada al Infierno, lo negaría de manera harto
convincente.
—Y, por eso, todos estaríamos agradecidos, muy agradecidos —concluye
Gravely—, si pudieses ayudarla.
Y ahí está el precio que debo pagar. Parece un trato justo, en realidad.
Les entrego la Mansión Starling, dejo que maltraten una casa vieja que no
es mía y que nunca lo será, traiciono a un hombre estúpido y valiente, y a
cambio consigo lo que siempre he querido.
Un hogar, un apellido, una familia.
La palabra «familia» activa otro de esos montajes de imágenes en mi
mente, pero este no es inventado. Veo a Bev al señalar al agente Mayhew a
la cara, a Charlotte al pedirme que me vaya con ella, a Jasper al fingir que
duerme para que yo haga lo propio. El abrigo de Arthur doblado a la
perfección en el sillón. Las manos de Arthur entre las achicorias y la
zanahoria silvestre. El rostro de Arthur al girarse hacia el mío mientras las
amapolas se agitan a nuestro alrededor.
Ladeo la cabeza y analizo a Don Gravely, mi tío abuelo, supongo. El
hombre que no nos hizo ni puñetero caso durante los once años en que
vivimos a base de ramen, el que habría seguido sin hacernos ni puñetero
caso de no ser por su cuenta bancaria y por sus planes de negocio. Es
normal, ¿no? Compartimos linaje, puede que una maldición, pero nunca se
ha quedado en el pueblo el tiempo suficiente como para saber lo que ocurre
cuando se alza la niebla. No hay ningún vínculo que nos una a excepción de
un apellido que yo ni siquiera sabía que fuera el mío.
Al mirarlo a los ojos, impasibles como la piedra caliza, llego a la
conclusión de que tal vez los Starling estén en lo cierto, de que el único
apellido que merece la pena tener es el que tú elijas.
Gravely empieza a impacientarse, a rumiar y a tamborilear en la mesa. Le
sonrío y, a juzgar por la manera en la que se estremece, me da la impresión
de que tiene que haber sido mi sonrisa de verdad, mezquina y retorcida. Me
inclino sobre la mesa y notó cómo me arden los hombros.
—Vete a pastar, imbécil.
El cambio no tarda en hacerse visible: Gravely abandona el aire de tipo
simpático. Deja las manos muy quietas y empieza a levantar el labio
superior.
—Dios, eres igual que ella. Leon la consintió lo indecible, le dio todo lo
que quería y, aun así, no fue suficiente.
Para mi madre, nada era suficiente. Era ansia pura, una necesidad
insaciable. Ese apetito era algo que siempre he odiado de ella, solo un poco,
pero ahora me resulta extrañamente adecuado. Al parecer, yo también lo
tengo.
El rostro de Gravely empieza a hincharse y a ponerse morado.
—Se queda preñada y encima insiste en que quiere tenerte, se niega a
casarse, mancilla el apellido de los Gravely… —Empieza a perder el hilo
conductor, como si se resquebrajara bajo el peso de veintiséis años de
rencor—. Y luego, para colmo, después de todos esos años, después de todo
lo que había hecho, Leon iba a dárselo todo. No se había esforzado por ello,
no se lo merecía…, yo era quien…
—¿Qué iba a darle?
Lo pregunto con tono impasible, en voz baja. No hay razón para justificar
el silencio que sobreviene a continuación. Gravely vuelve a encogerse,
como una tortuga, y parece como si Baine hubiera conseguido no poner los
ojos en blanco gracias a años y años de entrenamiento en condiciones
adversas.
Gravely empieza a respirar más rápido, prácticamente a jadear.
—Eso ya da igual. Yo mismo quemé el testamento. Y tu mamaíta se tiró
al río antes incluso de saber lo que iba a pasar.
—Sí que lo sabía.
Saboreo la verdad de mis palabras. «Ya verás», me había dicho mi madre.
Y luego le había comentado a Bev que iba a arreglar las cosas, y creo que lo
decía en serio. Creo que iba a dejar de ser una cabezota y reclamar la
herencia que le había ofrecido su padre, para que tuviésemos un futuro
mejor.
Pero los sueños no suelen durar mucho en Eden. La niebla se alzó bien
alta, las ruedas se separaron del asfalto y, para cuando el agente Mayhew
me compró el Happy Meal, mi futuro ya se había desvanecido.
Me lo habían robado, me lo había robado aquel cabrón de ojos grises
como la piedra.
Un acceso de rabia hace que me ponga en pie.
—Pedazo de…
—Ya basta. —La voz de Baine resuena imperturbable, como si empezara
a aburrirse—. Lo pasado, pasado está. Además, no tienes pruebas de nada,
¿verdad?
Abro la boca y la vuelvo a cerrar. La única prueba que tenía era el
número de mi madre escrito en el recibo de un muerto, su foto en el álbum
familiar. Y lo único que queda de todo eso son rumores y cenizas.
—Hablemos del futuro —continúa Baine—. Creo que es seguro dar por
hecho que los jueces le otorgarán la custodia de Jasper a su tío abuelo, sobre
todo después de comprobar el… comportamiento de su hermana.
Me mira, esposada, jadeando y apestando a humo.
—No lo ves desde ahí, pero quería que supieras que te estoy haciendo un
corte de mangas.
Baine no parece afectada.
—Y no creo que el señor Gravely quiera que vaya a Stonewood. Al fin y
al cabo, le han ofrecido un puesto en la empresa familiar. ¿Por qué no iba a
aceptarlo?
—Porque tiene asma, pedazo de engendro.
El padre de Lacey trabaja en la central y me ha dicho que el capó del
coche siempre está cubierto de un hollín fino y negro. Un turno de trabajo
muy largo, un inhalador roto, una caminata hasta el motel durante una
noche neblinosa bastarían para…
El pánico se apodera de mí y hace que mi voz suene como una súplica.
—No sobreviviría ni un año.
Gravely parpadea rápido. Baine se levanta y encoge un hombro, con
gesto delicado y exasperante.
Me humedezco los labios y comento, con la mayor naturalidad posible:
—Voy a matarte.
—Difícil lo veo. Vas a ir a la cárcel por el incendio.
Me está provocando. Me mira con esos ojos azules e inexpresivos
mientras pone patas arriba toda mi vida. Estoy harta.
—Dios, déjanos en paz. Ya ni siquiera trabajo para Arthur. ¡Gracias a ti!
Baine se reclina en el cuero falso.
—Lo sé.
—Y, aunque aceptara, aunque suplicara… —Una imagen de Arthur
irrumpe en mis pensamientos, tal y como lo vi la última vez: de rodillas,
con los ojos cerrados, como un penitente ancestral. Trago saliva—. Él no
me dejaría las llaves.
Noto un cambio en su gesto.
—¿No?
—No. —Puede que le guste a Arthur, pero he visto cómo rompe una
ventana con el puño para evitar entregarse a sus deseos. No titubeará, no se
doblegará. Vuelvo a tragar saliva y miro a Baine a los ojos—. No puedo
ayudarte.
—Lo sé.
No puede estar más tranquila.
—¿Hemos terminado, entonces?
Me dedica una sonrisa breve y condescendiente.
—No.
—¿Por qué no? ¿Qué hacemos aquí, exactamente?
Baine gira la muñeca para volver a mirar la hora.
—Esperar.
Un estremecimiento de inquietud me recorre el cuerpo. No le presto
atención.
—Estarás esperando tú. Yo me largo.
Antes de que me dé tiempo a rodear la mesa siquiera, alguien llama a la
puerta con tono respetuoso.
—¿Señorita Baine?
—¿Agente Mayhew?
—Ha llegado otro visitante.
Mayhew parece aliviado en su papel de mera comparsa.
Baine me sonríe mientras dice:
—Al fin. Que entre.
El tintineo metálico de las llaves, una voz grave. Después se abre la
puerta, y Arthur Starling entra en la sala de conferencias C del centro de
detención del condado de Muhlenberg.
Las noto, de igual manera que se notan las patas de las moscas al
repiquetear en las sábanas. En esta ocasión, hay más de una Bestia, y
todas ellas han salido de la Mansión. Noto pezuñas que dejan podredumbre
a su paso, garras hechas de vapor y odio. Siento unos deseos irrefrenables
de salir y luchar contra ellas, como han hecho todos los Guardianes
anteriores, pero me contengo. Arthur se ha pasado toda la vida protegiendo
esta ciudad horrible e ingrata. Esta noche, los habitantes de Eden tendrán
que esperar su turno.
Dejo el testamento de Arthur sobre el escritorio y corro escaleras abajo
mientras sostengo con torpeza la espada con la mano derecha. Las luces se
encienden a mi paso, como si una hilera invisible de mayordomos pulsase
los interruptores, y la Mansión se reconfigura para hacerme llegar a la
cocina.
Aquí dentro ha pasado algo. Los armarios están torcidos, las puertas
cuelgan abiertas y hay platos rotos en las encimeras. El suelo está más
inclinado de lo habitual, hacia abajo, y las grietas que se han formado en los
azulejos son lo bastante grandes como para tragarse entera a la gata
infernal. La niebla brota por ellas como si de vapor se tratara, se acumula en
el techo y se desliza hasta el pasillo.
En la despensa encuentro la trampilla abierta de par en par y con la
cerradura rota. Me lanzo hacia abajo con la extraña sensación de estar
interpretando una escena que ya he vivido, aunque en esta ocasión soy yo
quien blande la espada. Soy yo quien persigue a alguien que ha tomado una
decisión estúpida, mientras albergo la esperanza imposible de que no sea
demasiado tarde.
El aire se vuelve caliente y acre, como si fuese la mañana después del
Cuatro de Julio, cuando todavía se puede saborear la pólvora en la garganta.
El polvo hace que me lloren los ojos y me forma una pátina gris y sudorosa
en la piel. Llego al último escalón y me tropiezo con una pila de piedra y de
yeso. El sótano parece el típico edificio bombardeado cuya foto se ve en los
libros de ciencias sociales: las vigas del techo están resquebrajadas y
cuelgan en ángulos extraños, y las paredes muestran una peligrosa curvatura
hacia dentro. El suelo está renegrido, de una manera que me recuerda la
intensa detonación que me ha despertado.
—Arthur, serás imbécil.
¿Cómo se puede ser tan estúpido, tan noble y altruista como para tratar
de hacer estallar tu propio sótano en lugar de correr el riesgo de pedirle
ayuda a alguien?
Su plan ha funcionado a medias. Trepo entre las rocas y aparto una viga
de la puerta. La pared entera parece a punto de derrumbarse, de caer hacia
el Infierno que yace debajo de la Mansión, pero la puerta propiamente dicha
sigue en pie.
Y sigue cerrada. Si Arthur ha llegado a encontrar la cuarta llave y
descendido a la Subterra, como siempre ha deseado y como sé que ha
hecho, tiene que haberla cerrado al pasar.
Tengo miedo desde el momento en el que me he despertado, desde el
momento en el que he extendido el brazo y no he encontrado nada más que
frío junto a mí. Se me da muy bien bloquear aquellas emociones que no me
conviene sentir, por lo que hasta ahora lo único que he sentido es un
zumbido amortiguado en la parte de atrás de la cabeza. Pero el ruido se
vuelve más intenso y se extiende por mi cuerpo. ¿Y si aquí se acaba todo?
¿Y si Arthur se ha ido de verdad, perdido en un lugar al que no lo puedo
seguir? Me imagino sola en esta casa grandiosa, maldita y de ensueño, otra
Starling más condenada a pasar la vida entera descubriendo la enorme
distancia que separa una casa de un hogar.
Tanteo el suelo en busca de una piedra para golpear los goznes, a
sabiendas de que va a ser en vano pero demasiado enfadada como para no
intentarlo. Ni siquiera consigo hacerles un arañazo. Después lo intento con
mi sangre y apoyo la mano húmeda sobre la madera. La puerta permanece
inmóvil y cerrada.
Noto un tirón desagradable, como si un desconocido me quisiera arrancar
un mechón de pelo. Una llave gira en la cerradura de mi verja. Los pistones
se resisten, los goznes gritan, pero no resisten durante mucho tiempo.
Pronto siento los pasos de unas botas en la entrada y la nauseabunda certeza
de que en mis tierras hay alguien que no tendría que estar ahí.
Nadie que haya nacido y se haya criado en Eden pondría pie en la
propiedad de los Starling antes del alba, sobre todo en una noche como esta,
cuando la niebla se ha alzado y no hay luna en el cielo. Eso significa que sé
quién ha venido. Eso significa que ahora sé cuáles eran los términos del
trato de Arthur. Le ha dado a Elizabeth Baine las llaves de la Mansión
Starling y le ha puesto en bandeja todos los secretos que sus ancestros
lucharon por proteger. Por mí. Cuando lo vea, lo voy a estampar contra la
pared y lo pondré verde a insultos y, luego, rojo a besos.
Siento que Baine avanza y otros la siguen. Mis tierras intentan apartarse a
su paso: la entrada se retuerce sobre sí misma, se alarga y se divide hasta
que hay muchos senderos que cruzan los bosques, y ninguno lleva hasta la
Mansión. Los árboles se estrechan y se inclinan, como amantes, y las zarzas
se afilan aún más para convertirse en púas verdes de alambre de espino. Las
bestias de hierro forjado de las verjas delanteras lamen sus labios de metal
y, en el bosque, las Bestias de verdad levantan la cabeza.
Noto cómo me recorre una especie de entusiasmo tenebroso (que me
encuentren y descubran qué les pasa a los que allanan el territorio de los
Starling, que sus huesos se pudran en mi bosque), pero luego comprendo
algo: si aún hay Bestias allí arriba, es porque aún hay una manera de cruzar
la puerta. Si Arthur ha podido hacerlo, ¿por qué no iba a poder yo?
Ya voy por la cocina, corriendo hacia la puerta trasera, cuando empiezan
a oírse los gritos.
Nunca se me dio bien nadar, y han pasado once años desde la última vez
que me sumergí en aguas profundas. Bev dice que antes había una piscina
pública en Bowling Green, pero que la llenaron de cemento en lugar de
abolir la segregación, y ahora la mayoría de los niños saben poco más que
bracear al estilo perro y mantener la barbilla por fuera del agua.
Ni siquiera llego a eso esta noche. Dejo que la corriente me arrastre, que
mis pies se topen de vez en cuando con algas y con piedras, que la boca se
me llene del sabor metálico del agua. Saco la cabeza del agua tres veces
antes de ver la orilla que hay debajo de las minas. No estoy segura de cómo
me las arreglo para reconocerla en la oscuridad, pero lo hago al ver la
inclinación tan particular de un roble, la curvatura de un meandro. Al
parecer, nunca llegamos a olvidarnos del todo de los mapas que hacemos de
niños; solo los doblamos mentalmente y los guardamos hasta que volvemos
a necesitarlos.
Nado a duras penas hasta la orilla y luego me arrastro a cuatro patas. El
cieno que se me mete entre las uñas hace que me suba bilis por la garganta
y malgasto cinco respiraciones en recordarme que no tengo quince años y
que ningún Corvette rojo se hunde a mis espaldas. Me pongo en pie, con
piernas que bien podrían ser dos cerillas, frágiles y sin articulaciones.
Oigo voces que vienen desde el puente, sobre mí, que rebotan en el agua
y resuenan río abajo. Oigo las palabras «dónde» y «Dios». Un haz de luz
penetra a través de la niebla y señala hacia el lugar donde me he sumergido
bajo el agua. Me imagino al agente Mayhew negando con la cabeza,
cabizbajo y mojigato, mientras masculla: «Igual que su madre».
Puede que tenga razón. Mi madre se resistió, luchó y mantuvo la
esperanza hasta el mismísimo final, y eso es lo que pienso hacer yo.
Avanzo a duras penas por la orilla mientras la tierra se desliza bajo mis
pies. No veo la entrada de la galería a causa de los matorrales oscuros, así
que golpeo hasta que suena hueco. Arranco las enredaderas como un animal
que escarbase para horadar una madriguera, rompo grandes tallos de kudzu,
arranco las raíces de la hiedra a tirones irregulares, hasta que el ambiente
empieza a oler a verde y hace que se me humedezcan los ojos, hasta que
tengo las manos pegajosas a causa de la savia. Gracias al resplandor azul y
rojo de las luces alcanzo a ver un trozo de madera antigua y los restos
oxidados del cartel que avisaba del peligro de la entrada. Los tablones están
cubiertos de podredumbre y la neblina se desliza entre los orificios y luego
fluye hacia el río. Casi me siento aliviada al verlo, porque eso significa que
tenía razón y que hay otra entrada a la Subterra.
La madera se desmorona entre mis manos, me caen tierra suelta y bichos
bola por los brazos. El aire que brota de la entrada huele fatal y a rancio,
como una habitación de motel que alguien hubiese dejado sin aire
acondicionado y con las ventanas cerradas durante todo el verano. El
agujero que acabo de hacer solo da paso a un negro del todo vacío, a una
oscuridad tan total que parece casi sólida.
Pateo los últimos tablones y entro en las minas. No tengo luz, ni mapa ni
plan alguno, así que apoyo una mano en la piedra húmeda y camino, como
una niña que ha hecho una apuesta que no debería y a la que no le apetece
nada estar ahí.
El suelo es blando hasta extremos incómodos. Los dedos de los pies se
me hunden primero en montones aluviales de tierra y hongos, después en
montículos de rocas afiladas y por último en piedra caliza pegajosa. Me
golpeo la tibia en un árbol caído y paso como buenamente puedo, a ciegas.
En algunos lugares, las paredes se han derrumbado, por lo que tengo que
arrastrarme por los escombros y arañarme la espalda contra el techo. El aire
es frío y nauseabundo. En ocasiones, la pared desaparece bajo mis manos
cuando un túnel se bifurca, pero en ningún momento titubeo demasiado.
Elijo cualquier dirección que me ayude a internarme más y más.
Me adentro. Cada vez más. Me imagino el peso de todo lo que se
acumula sobre mí: la tierra y las raíces de los árboles, el asfalto de los
aparcamientos, los enormes huesos de metal del Gran Jack.
El túnel se estrecha y hay árboles que crecen de tanto en tanto, pero son
cada vez menos. La galería no tarda en estrecharse hasta casi rozarme los
hombros, como una ratonera excavada en la tierra. Recuerdo la historia que
reprodujo Charlotte en la biblioteca, cómo la voz de la anciana se
estremecía a causa de un miedo que había pasado generación tras
generación en su familia como un veneno muy lento. Debajo de la palma de
mi mano, que ahora me escuece y tengo en carne viva tras arrastrarla por la
piedra, siento las cicatrices desesperadas que han dejado los picos y los
taladros, las marcas de arañazos de hombres que llegaron al límite, a la
locura.
Pienso en los Gravely y en su casa de grandes columnas, en sus cenas de
los domingos, rodeados por todo un pueblo que los admira, les guarda
rencor y depende de ellos, que nunca piensan durante un solo segundo en
este lugar. En esta mina, enterrada bajo su propiedad como un cadáver,
como un pecado oculto bajo un colchón. Me asalta la sensación repentina y
ominosa de que Eden se ha merecido cada año de mala suerte, cada
pesadilla y cada Bestia que ha recorrido sus calles.
Veo una luz frente a mí. Se trata de una fosforescencia tenue, similar a la
de las últimas horas de una varita luminosa. Después de haber pasado tanto
tiempo en la oscuridad, no confío en ella, pero desaparece cuando cierro los
ojos y regresa cuando vuelvo a abrirlos.
La luz se vuelve más resplandeciente. La galería se estrecha aún más. El
aire se me atasca en la garganta, denso y húmedo, y un ruido empieza a
alzarse entre las piedras, un batir incesante. Piso algo suave y hueco, algo
que se quiebra como la cáscara de un huevo. A la luz tenue e inquietante
distingo una cuenca vacía, una media sonrisa, un cúmulo de vértebras y de
falanges. Parecen muy pequeñas. Desde algún lugar lejano, muy por encima
de mí, siento el impulso demencial de hacer una foto y mandársela a Lacey
para demostrarle que no sacrificaron a Willy Floyd en un ritual satánico.
Paso por encima de los huesos de Willy y me pongo de lado para
arrastrarme por el último recodo, me contorsiono a través de una grieta final
y desesperada, y luego termino en un espacio abierto. Me golpeo las
rodillas contra la piedra y levanto los brazos, como si esperase el ataque de
unas garras o de unos dientes, la ferocidad de lo que quiera que viva en este
infierno debajo del mundo.
Pero no es un infierno. No es más que una caverna alargada que se pierde
en la oscuridad en todas las direcciones. En la pared opuesta hay una
entrada en forma de arco enclavada en el muro y unas escaleras que
ascienden hacia la negrura. Los escalones tiran de mí de esa manera
extrañamente familiar, y sé que conducen a una puerta cerrada y a un sótano
lleno de escombros, a una casa que se derrumba como un soldado anciano
después de una guerra interminable.
Y entre las escaleras y el lugar donde me encuentro, fluyendo como un
lazo plateado en mitad de la cueva, hay un río.
Pienso con frialdad que tendría que habérmelo imaginado, que tendría
que haberlo sabido por los sicomoros que recorren la entrada de la Mansión
Starling, por las glicinias que cubren sus paredes. Plantas que prefieren los
arroyos y los pantanos, los huecos y los valles que nunca se secan del todo.
Sus raíces llegan hasta aquí abajo, se deslizan por el techo de la cueva y se
hunden como dedos blancos en este río subterráneo para beber de él.
La corriente es rápida, pero me resulta extrañamente glutinosa y densa.
El agua es de un gris enfermizo, como el río Mud después de una gran
tormenta, cuando la empresa de servicios públicos tiene que alertar por la
contaminación del agua. Hay una ligera capa de niebla sobre la superficie y
gracias a la luz pálida y onírica que desprende distingo dos siluetas en la
corriente.
Cuerpos. Con los ojos cerrados y las extremidades a la deriva.
Uno de ellos es el de una mujer de mediana edad, un poco fea y ataviada
con un vestido largo y descolorido que parece un disfraz, uno de esos que
usan para hacer fotos de estilo antiguo en Gatlinburg. Pero sé que no lo es,
en realidad, porque la reconozco. Tiene la boca tensa y pequeña como una
manzana que acaba de brotar, el rostro alargado y las mangas manchadas de
tinta. Tengo su foto guardada en el portátil de Jasper, copiada y pegada de
su página de la Wikipedia.
Eleanor Starling tendría que ser poco más que polvo a estas alturas. Tal
vez podrían quedar de ella algunos molares y metatarsos, acaso la mitad del
cráneo, pero tiene la piel tersa y maleable debajo del agua, como si solo
estuviese durmiendo.
La otra persona es, como no podía ser de otra manera, Arthur Starling.
Me cuesta más vislumbrar sus rasgos porque el agua fluye con más fuerza
sobre él, como si su cuerpo fuese una piedra afilada. Es como si hirviese a
su alrededor y, debajo de ese torrente, los tatuajes parecen ampollas en
carne viva, como si al río no le gustasen los signos que se ha grabado en la
piel y quisiera eliminarlos.
Me meto en la corriente sin pensar. El agua tiene justo la misma
temperatura que mi piel, por lo que aunque la veo ascender por mis piernas,
por los tobillos, las tibias, las rodillas, los muslos, apenas la siento.
Extiendo el brazo en dirección al cuello de la camisa de Arthur, mantengo
la barbilla sobre la superficie y tiro con fuerza.
No se mueve. Es como si sus bolsillos estuviesen llenos de piedras, como
si tuviese las manos enterradas en el lecho del río y no quisiera soltarse. Lo
intento con Eleanor, ¿por qué no? En un momento como este, haría lo que
fuera. Me da miedo que su carne se desintegre cuando la toque, como una
de esas momias expuestas a la luz después de miles de años, pero su cuerpo
tiene un tacto muy parecido al de Arthur, blando y vivo, y también anclado
en el sitio.
Grito un «¡No!» desesperado y doy un puñetazo al agua. Me salpica en la
cara, se desliza por mi boca. Tiene un sabor raro. Dulce, intenso y metálico,
como a miel y a sangre. La trago sin querer y el río desciende por mi
garganta dejando un rastro aceitoso.
Noto cómo un sueño enfermizo se apodera de mí. Me entran ganas de
tumbarme en el agua, cálida como mi piel, y dormir. Me resisto y pienso en
Dorothy, en Rip van Winkle y en todos los imbéciles que se han quedado
dormidos dentro de un círculo de las hadas.
Pero luego pienso en historias más antiguas. Me vienen a la mente los
cinco ríos del inframundo: el del olvido, el de la aflicción, el de las
lamentaciones, el del odio y el del fuego. Pienso en esa nota ológrafa que
encontré hace tanto tiempo en los márgenes de aquel volumen de Ovidio:
«¿Un sexto río?».
La única manera de llegar al inframundo es cruzar un río, y la única de
alcanzar el reino de las hadas es dormirse. Aún no estoy en la Subterra, pero
sé cómo llegar allí.
Recojo un poco de agua con las manos, me lleno las palmas de plata, y
me la bebo a tragos.
El sueño se apodera de mí como una marea inexorable. Me tumbo y
siento que el pelo flota lejos de mi cuero cabelludo y a mi alrededor como
un halo sangriento. Cierro los ojos y abro la boca, y dejo que el río entre.
Me llena la boca, se desliza entre mis dientes y llega hasta mis pulmones
como si de un sirope cálido se tratara.
Mi mano encuentra la de Arthur. Me tumbo junto a él en el lecho y me
duermo.
Estoy despierta. (Sigo durmiendo).
Estoy de pie frente a la Mansión Starling. El cielo es del color del
esquisto y el aire está caliente e inmóvil. (Aún sigo tumbada en el lecho del
río. Hay cieno bajo mi espalda y agua en mi garganta).
Arthur también está allí. No lo está. Sé que no lo está. Todavía puedo
sentir sus dedos entre los míos en ese lugar más arriba, pero aquí, en la
Subterra, está despierto.
Me da la espalda, un poco más arriba en el camino de entrada a la casa.
Solo consigo distinguir su silueta, pero sé que es él por esa mata de pelo
demasiado largo, la forma en la que aprieta la mandíbula, entierra los
talones en el suelo y cuadra los hombros. Parece una persona que ha elegido
un camino y no tiene intención de cambiar de parecer.
Entre Arthur y la Mansión, mirándolo con esos pozos negros que tienen
por ojos, están las Bestias. Son más sólidas aquí abajo, más reales y, a causa
de ello, más terribles. No están hechas de niebla, sino de carne: veo
tendones que se mueven bajo piel lechosa, bultos de huesos en todas las
articulaciones, garras que aplastan la hierba alta. Ninguna se mueve, pero
todas vigilan al hombre que está en pie frente a ellas.
—¡Arthur!
Su postura me recuerda a la que mostraba aquella noche horrible cuando
lo vi enfrentarse a la Bestia. Aunque no se estaba moviendo, una quietud
nueva y aterradora se apodera de él al oírme. Cuando gira la cabeza hacia
mí, lo hace de una forma que parece antinatural, como un lento rechinar,
como una estatua que mirase hacia atrás. Mueve los labios, y me da la
impresión de ver articulada la palabra «cómo», aunque también podría ser
mi nombre. Llego a la conclusión de que no importa.
Corro hacia él, y me tropiezo en el camino de entrada oscuro. Me agarra
con torpeza contra su pecho, con una sola mano, ya que en la otra blande
una espada. Una vieja y abollada, con incrustaciones de extrañas formas
plateadas que brillan con luz muy tenue: la espada de los Starling, la misma
que yo he abandonado en el mundo de la superficie.
Arthur se aparta y me agarra el hombro con fuerza.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo has…? Me aseguré de que…
—Cállate. ¡Cállate!
Todo el miedo, el pánico y el dolor, todo lo que he sentido desde que lo
busqué con la mano en la cama y no encontré más que sábanas frías, brota
de mi interior. Sé que estamos en una realidad onírica e inquietante en la
que hay monstruos preparados para atacarnos, pero estoy tan enfadada que
por un instante siento cómo el pulso me late en el cráneo. No puedo hablar,
así que le doy un puñetazo, con fuerza, justo en el centro de las costillas.
—¡Ay!
—¡Te lo mereces! Me dejaste sola ahí arriba, después de que…, justo
cuando creía que había encontrado a alguien a quien le importo un poco…
—Claro que me importas, por eso…
—¿… vas y me abandonas? ¿Sola con una espada y un puto testamento?
—Intentaba… No quería que…
Pero no quiero que me explique nada ni que me pida perdón, porque sigo
muy enfadada. Y, si se me pasa el enfado, aunque solo sea durante un
segundo, empezaré a llorar.
—Pues no lo quiero. Nunca lo he querido. Te quería a ti, maldito imbécil,
¡pedazo de estúpido! Y, si no querías que te siguiese aquí abajo, pues no
haberte largado.
Arthur renuncia a darme explicaciones y me besa. Empieza con
brusquedad, una colisión violenta entre labios y dientes, sabor a sangre y
rabia y metal caliente, pero luego me desliza la mano por el hombro hasta
llegar a la nuca y recorre mi mandíbula con el pulgar. Sus labios se suavizan
contra los míos.
Cuando se aparta, habla con voz ronca:
—No quería que me siguieras. —Apoya la frente con fuerza contra la
mía y posa las siguientes palabras contra mi piel—: Pero gracias a Dios que
lo has hecho.
Reparo en que he cerrado las manos alrededor de la tela de su camisa.
Las abro y las coloco sobre el lugar en el que le he dado el puñetazo, sin
remordimientos.
—¿Dónde estamos?
Miro las Bestias, que aún están inmóviles, que aún nos contemplan como
aves rapaces que aguardan a que un par de ratones salgan al campo abierto.
—No lo sé. —Arthur se gira de nuevo para plantar cara a los animales—.
Creía que, si descubría de dónde venían, podría acabar con ellas, como
quien pisa un avispero. Creía que iba a encontrarme con otro mundo, no
con…
Levanta la vista a la silueta familiar de la Mansión Starling, que se alza
acechante detrás de las Bestias.
Sigo su mirada y veo algo pequeño y pálido en una de las ventanas. Un
rostro. Una joven.
Tiene un aspecto frágil y demacrado, con la piel tan pálida que parece
translúcida y los hombros tan afilados que bien podrían ser las alas plegadas
de un pájaro pequeño y negro. Lleva un vestido pasado de moda, de cuello
alto, y nos mira con gesto completamente inexpresivo.
Busco a tientas la muñeca de Arthur y se la aprieto. Me percato del
momento en el que ve a la chica, porque se le estremece todo el cuerpo.
—¿Qué pasa si te acercas a la casa? —pregunto.
—Que atacan.
Arthur señala con la barbilla a una de las Bestias, una criatura
emplumada con demasiados dientes. Tiene una de las patas recogida entre
el plumaje blanco del pecho. La sangre es de un rojo que contrasta de
manera inquietante en este lugar descolorido.
—Ah —respondo. Miro con fijeza a la chica de la ventana y alzo la voz
para aventurar un nombre—: ¿Nora Lee?
Lo grito, pero ella no hace gesto alguno. Sin embargo, sé que tengo
razón. He visto esa cara pequeña y angulosa en las páginas de La Subterra,
he soñado conmigo misma ataviada con ese vestido antiguo y desfasado,
corriendo hacia las profundidades para alejarme de todo.
La miro hasta que su rostro empieza a emborronarse. Se mezcla con la
cara que me observaba desde los retratos de los Starling, la cara que vi
durmiendo en el río. Sé que las historias de ambas son dos reflejos
distorsionados, como el de una niña en un espejo resquebrajado. Las letras
de su nombre bailan en mi cabeza, hacen piruetas gráciles para recolocarse.
—¿Eleanor?
En esta ocasión, no grito, pero tampoco es necesario. La joven da un
respingo en la ventana y me mira a los ojos.
30
Esta es mi historia.
Nadie la ha oído antes y, en caso de que sí la hayan oído, no se la han
creído; y en caso de que se la hayan creído, no les ha importado. Estoy
segura de que a ti te ocurrirá lo mismo, pero te la contaré de todos modos,
porque ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hubo alguien a
quien contársela.
Mi historia comienza con la historia de mi madre, como nos sucede a
todos. Dice así: érase una vez una chica rica que creía que estaba
enamorada. Pero, tan pronto como se firmó el acta de matrimonio, o, para
ser más específicos, tan pronto como todas sus cuentas se pusieron a
nombre de su marido, el hombre desapareció. La dejó sola, convertida en un
hazmerreír y en un estado mucho más avanzado del que debería.
Yo nací la primavera de 1851. Me llamó Eleanor, como ella, y nunca
pronunció nuestro apellido en voz alta.
Mi madre murió joven. Los médicos dijeron que la mató el cáncer, pero
yo creo que fue la amargura, y el juez me mandó a vivir con la única familia
que me quedaba. Cogí el tren a Bowling Green y una barcaza hasta Eden.
Mi padre jamás me había visto, por lo que permaneció en la orilla mientras
los pasajeros bajaban por la rampa. Cada vez que se le cruzaba una mujer,
preguntaba: «¿Eleanor Gravely?». Fue la primera vez que oí mi apellido en
voz alta.
Mi padre vivía muy bien gracias al dinero de mi madre. Él y sus dos
hermanos menores (mis tíos) habían creado una empresa, Gravely Brothers
Coal & Power, y ahora eran propietarios de unas cuantas hectáreas de
terreno, una docena de hombres, cinco aves cantoras negras importadas de
Europa y una casa grande y blanca en la colina. Al principio creí que podría
tener una vida tolerable en esa casa, que podría pasar los días cosiendo,
leyendo y enseñándoles nuevas canciones a los pájaros, pero mis tíos y mi
padre eran hombres muy malos.
(Quieres saber más. Quieres que te cuente cada detalle deprimente,
escabroso y cotidiano, pero sin duda alguna puedes imaginarte la multitud
de pecados que se esconden bajo la palabra «malos» como larvas debajo de
una piedra. Sin duda alguna, la forma precisa de las heridas es menos
importante que el dolor que provocan y las manos que las infligen).
Eran hombres malos y se volvieron peores conforme la guerra empeoró y
el carbón empezó a agotarse. Consumieron sus beneficios y recurrieron a
las arcas de mi madre. Bebieron más y durmieron menos. Llegaron a
ofenderse por el más mínimo bocado que probaba bajo su techo, cada miga
rancia que metía con disimulo en la jaula de los pájaros, y me castigaron
por ello.
Mi padre era el peor de los tres, supongo que porque era el mayor y había
tenido seis años más para practicar la crueldad. Empecé a dormir todo lo
que podía, a envolverme en sueños en los que aparecían dientes y sangre,
filos y arsénico. Estaba durmiendo cuando mi tío vino a contarme que mi
padre se había ahogado.
No fui yo. La mitad del pueblo sospechaba de mí, y yo llegué a desear
que estuvieran en lo cierto, porque te aseguro que se lo merecía, pero la otra
mitad de Eden culpaba a los mineros. La niebla se había alzado esa noche y,
cuando se despejó, mi padre estaba muerto y ya no había esclavos en Eden.
Huelga decir que no lloré por mi padre. Mi tío John se colocó junto a mí
en el cementerio y me retorció con tanta fuerza la carne de detrás de los
brazos que al día siguiente la tenía morada y verde, pero me negué a
derramar una sola lágrima por él. Puede que fuese entonces cuando
empezaran los rumores sobre esa joven Gravely extraña y fría: «Me han
contado que lo mató ella —susurraban—. Me han contado que solo ha
sonreído una vez en toda su vida, cuando la primera palada de tierra cayó
sobre el ataúd de su padre».
Puede que sonriera entonces, pero no tardé en dejar de hacerlo. En
ausencia de un testamento, fui yo quien heredó la fortuna restante de mi
padre, que había pertenecido a mi madre, y que tendría que haberme
pertenecido a mí. Pero, como aún no había alcanzado la mayoría de edad,
mis circunstancias apenas cambiaron, con la salvedad de que mi tutela pasó
de un hombre a otro.
John Gravely era el siguiente hermano en términos de edad y también en
cuanto a maldad. Creí que tal vez a él también le sobreviviría, pero poco a
poco me di cuenta de que me miraba con más detenimiento que antes. Me
estudiaba como si fuese una ecuación complicada que necesitara resolver.
Me preguntó en dos ocasiones cuándo era mi cumpleaños, y tamborileó con
los dedos con impaciencia cuando le respondí ambas veces.
Esa noche, conté con los dedos y me percaté de que iba a cumplir
dieciocho años en veintitrés días. En ese momento mi dinero pasaría a ser
mío, y a mis tíos solo les quedarían unas pocas minas en declive, una
pajarera sucia y una sobrina muy rica que ya no les pertenecería. Era un
pájaro en una guarida de zorros, y estaban muy hambrientos.
Creí que su plan era envenenarme o ahogarme. Creí que quizá iba a
encerrarme hasta que lo pusiera todo a su nombre y al de su hermano, o que
me internaría en un manicomio. Ni siquiera habría tenido que sobornar a los
médicos; para entonces yo ya estaba muy mal. Me mordía los labios hasta
que me salían costras, nunca me cepillaba el pelo, había dejado de cantarles
a las aves negras y solo hablaba con ellas con susurros graves y delirantes.
Dormía y dormía, porque incluso las pesadillas eran preferibles a la
realidad.
Mi tío John no me envenenó ni me encerró. Optó por una solución
diferente, una que me decepcionó profundamente no haber anticipado. Al
fin y al cabo, era la misma que se le ocurrió a mi padre cuando conoció a mi
madre. Era un hombre pobre y malo, y ella, una mujer rica y débil. ¿Había
algo más sencillo, más obvio?
Supongo que, a los diecisiete años, aún tenía una fe infantil y ridícula en
las normas sociales. Sí, eran hombres malos. Sí, había oído los llantos en las
minas y visto a mis tíos volver de las cabañas bien entrada la noche. Pero
eso era diferente, eso estaba permitido. Yo era una chica blanca de buen
linaje, y creía en la existencia de líneas que no serían capaces de cruzar.
Por ese motivo, cuando mi tío John me mandó llamar para desayunar una
mañana y me contó que iba a tener que dejar de llamarlo tío, no entendí de
qué me hablaba. Me cogió la mano izquierda y me puso un anillo barato de
hojalata en el dedo anular. Aun así, seguí sin entender nada. Me sentí rara y
lánguida, como si estuviese durmiendo. Miré a mi tío Robert, el más joven
y menos cruel de los Gravely, y vi un atisbo de aversión en su gesto, y solo
entonces lo comprendí todo al fin.
Nuestro compromiso se anunció en tres periódicos. Mi apellido apareció
de forma diferente en cada uno de ellos. Eleanor Grand, Eleanor Gallow,
Eleanor Gaunt. Puede que mis tíos creyesen que así ayudarían a la gente a
convencerse a sí misma de que habían oído mal mi nombre. «Esa chica
nunca fue una Gravely —podrían decir—. Seguro que era una expósita, una
huérfana, una desconocida a la que hemos acogido entre nosotros».
Y funcionó, claro. Nadie vino a nuestra gran casa blanca para arrastrar a
las calles a mi tío John. Nadie lo maldijo ni lo castigó, ni siquiera se le quitó
su lugar en la primera fila de bancos de la iglesia. Se limitaron a creerse una
historia diferente, una que fuese más fácil de digerir porque ya la habían
oído antes: érase una vez una mujer mala que arruinó a un buen hombre.
Érase una vez una bruja que maldijo un pueblo. Érase una vez una niña fea
y rara a la que odiaba todo el mundo, porque odiarla era lo más fácil.
Aunque albergué la esperanza de que alguien pusiera objeciones, lo único
que conseguí fue una mirada compasiva de la criada de los vecinos y una
mueca de incomodidad por parte de mi tío Robert. Todos los demás se
alejaron de mí, como manos que se retiran de unas brasas de carbón.
Apartaron la mirada del mal y, al hacerlo, se volvieron cómplices. Vi cómo
el pecado de mi tío se extendía por el pueblo igual que la noche al caer, y al
final asumí que nadie iba a salvarme.
Por eso, la mañana de mi boda, llevé la jaula de mi padre al bosque que
había detrás de la mansión de los Gravely y la abrí. Los pájaros
desaparecieron con el batir de sus alas iridiscentes, una mirada de sus
inteligentes ojos negros y unos pocos gorjeos agudos. No sabía si
sobrevivirían en libertad, pero les tenía demasiado cariño como para
dejarlos solos con mis tíos.
Escogí dos piedras lisas y pesadas y me las metí en los bolsillos de la
falda. Luego me dirigí al río.
Habría llevado a cabo mis planes de no haberme topado con el barquero.
Más tarde lo presentaría como una liebre, porque el tipo tenía una manera
furtiva de parecer una persona, como si lo hiciera de soslayo. Me detuvo y
me escuchó, y después me dio un regalo aún mejor: me dijo cómo había
muerto mi padre. Me contó que el Infierno era real y que también lo eran
sus demonios.
Ese día no me adentré en el río, después de todo. Volví a la gran casa
blanca de la colina y dejé que me pusieran un vestido blanco con lazos y
encajes. Permití que mi tío Robert me llevara al altar de la iglesia vacía. No
fui capaz de pronunciar las palabras, pero permití que mi nuevo marido me
besara, con esos labios húmedos y estrechos.
No recuerdo el resto del día, pero sí que recuerdo la luz cambiar del
mediodía al atardecer y del atardecer al crepúsculo y del crepúsculo a la
noche. Mi tío John se levantó de la mesa tras la cena y extendió la mano,
como si fuera a cogérsela, como si fuera a seguirlo a la cama como una
cerda a la que llevan al matadero.
Corrí. Él me siguió.
Me siguió hasta su mina y titubeó al borde de la oscuridad. Oí cómo me
llamaba, engatusándome, suplicándome, insultándome y exigiéndome, pero
no me detuve. Bajé y bajé y bajé.
Encontré el río. Bebí el más ínfimo de los tragos, como me había dicho el
barquero, y caí en la Subterra. Y aquí encontré a las criaturas de mis
pesadillas, animales hechos de dientes y de garras, de rabia y de justicia.
Me miraron como si me aguardasen desde hacía tiempo. Lloré de júbilo y
de miedo, sobrecogida de amor. Les hablé de mi tío y les mostré el anillo
que me había puesto en el dedo, y entonces salieron corriendo hacia la
oscuridad. Al regresar, tenían los hocicos húmedos y rojos. Se los limpié
con el dobladillo lleno de barro de mi vestido de novia. Y después dormí,
en paz.
Me desperté en el fondo del río. Me arrastré hacia la orilla, entre toses y
arcadas. Estaba demasiado asustada como para volver a las minas. ¿Y si no
había sido más que un sueño maravilloso? ¿Y si mi tío estaba vivo y seguía
llamándome? Pero el barquero me había dicho que había otra salida, una
cueva natural que ascendía en espiral hasta un socavón en el extremo
meridional del pueblo. Más adelante supe que el terreno en el que se
encontraba también pertenecía a los Gravely.
El ascenso a la superficie fue duro. Cuando volví a ver el sol, tenía las
palmas de las manos en carne viva y el vestido rasgado. Salí arrastrándome
a la luz del atardecer y me quedé tumbada en la hierba húmeda. Vi a cinco
aves que cruzaron el cielo sobre mí. Todos los pájaros son negros a esa
hora, pero me convencí de que se trataba de los míos. Mi padre había dicho
que eran estorninos, y los había comprado porque le gustaba el aspecto que
tenían las cosas enjauladas. Pero ahora eran libres, y yo también.
Dijeron que reía y reía sin parar cuando me encontraron. No lo recuerdo.
Tampoco recuerdo mucho del juicio. Me pareció todo un proceso místico,
como una serie de rituales que llevaron a mi metamorfosis. Había sido una
joven sin apellido y ahora era una viuda rica. Había estado atrapada y ahora
no lo estaba.
Podría haberme ido a cualquier parte del mundo, ¿sabes? Podría haber
escapado de Eden y haber vivido de la fortuna robada de mi madre hasta
olvidarme del murmullo del río de arriba y del sabor del río de abajo. Pero
me quedé. Que Dios me ayude, me quedé.
Al ser la viuda de mi tío, tenía derecho al terreno de los Gravely. Dejé
que mi tío Robert se quedara con la mitad más valiosa, las minas y la casa
grande, pero reclamé todas esas hectáreas que había al norte del río. Al
principio prepararon la escritura con mi nombre de casada, pero no
soportaba verlo, así que la rompí y los obligué a poner otro. «Que figure mi
apellido de soltera —dije—. Eleanor Starling». Cuando lo pronuncié, el
nombre me supo a limpio.
Contraté a un arquitecto tan pronto como firmé la escritura. Verás, es que
yo nunca había tenido un hogar de verdad. Mi madre y yo vivimos entre
habitaciones alquiladas y residencias, evitando los rumores y sobreviviendo
con lo poco que nos había dejado mi padre, y la casa blanca de la colina era
simplemente un lugar del que no me podía marchar. Así que construí para
mí todo lo que siempre había soñado tener: salas de estar y salones de baile,
bibliotecas y comedores, pasillos llenos de puertas que solo yo podía abrir.
Era más que un hogar, claro. Era un laberinto en cuyo centro se
encontraba la entrada a la Subterra, rodeada por altos muros de piedra. No
sabría decir si me atemorizaba más que alguien encontrara la manera de
llegar a las profundidades o que algo escapara de ellas. Lo único que sé es
que soñaba con las Bestias, con sus dientes manchados de la sangre de mi
tío, y que a menudo me despertaban los sonidos que escapaban de mí por
las noches. Nunca llegué a saber si eran risas o gritos.
Creí que sería feliz en aquel lugar. Ahora tenía un apellido y un hogar
propios, y dinero suficiente como para poder quedarme con ambos durante
toda la vida. Sin embargo, me convertí en un fantasma que atormentaba mi
propia casa. A veces me preguntaba si en realidad me habría ahogado
aquella noche y simplemente aún no me había dado cuenta.
Creo que era por la soledad. El pueblo siempre me había odiado y seguía
odiándome, con una intensidad fruto de la vergüenza. La única compañía
que tenía eran los estorninos, que criaron y se multiplicaron hasta alzarse de
los sicomoros en grandes nubes negras. Me dedicaba a contemplarlos desde
la ventana de la buhardilla mientras la bandada se alzaba y descendía, se
retorcía como una cinta oscura por los cielos, y pensaba en mis pobres
Bestias, atrapadas bajo la tierra.
Estaba demasiado asustada como para regresar a la Subterra y
encontrármelas de nuevo, pero las amaba demasiado como para irme. Así
que me dediqué a estudiarlas. Tenía el privilegio de contar con tiempo y con
dinero, y consagré ambos a la Subterra. Pedí libros de historia y de
geografía, de mitología y de monstruos, de folclore y de fábulas. Aprendí
latín y me familiaricé con el silabario cheroqui. Guiada solo por mitos y
misticismo, fabriqué amuletos y protecciones, y forjé cuatro llaves y una
espada. No había en mi biblioteca nada que hablase de la Subterra o de las
Bestias, pero encontré retazos de sus sombras en cada cuento sobre
demonios y monstruos, en cada relato sobre dientes que aguardan en la
noche.
Sin embargo, la naturaleza de su origen seguía siendo un misterio. ¿De
dónde habían salido? ¿Cómo había sido capaz de soñar con ellas antes de
saber siquiera que existían? Pasó mucho tiempo hasta que comprendí que
solo existían porque las había soñado, y que todos mis estudios no eran más
que una serpiente que se mordía la cola.
Empecé a dibujar por las noches bocetos oscuros y espantosos de una
joven con sueños oscuros y espantosos. Escribí mi historia, si bien la
suavicé un poco, consciente como era de que nadie querría la cruda
realidad. No recuerdo tomar conscientemente la decisión de publicarla, pero
metí el manuscrito en un sobre y lo mandé por correo al norte. Puede que
estuviera ligeramente orgullosa de mi obra. Puede que quisiera ver cómo mi
nombre, el que yo había elegido, quedaba inmortalizado en la cubierta de
un libro, y con ello borrar el que me había tocado, como si de un error
escrito con tiza en una pizarra se tratara. Puede que mi única aspiración
fuese que la gente supiera la verdad, aunque la confundiesen con un libro
infantil.
Pero nadie quiso mi historia, ni siquiera después de que le arrancara los
dientes. El último correo que recibí de mi editor fue una notificación: iban a
destruir mis libros para dejar espacio en los almacenes.
No me sorprendió. Mis estudios prosiguieron como siempre, con la
salvedad de que dejé de dibujar por las noches.
El correr de los años me volvió más inquieta y extraña. Empecé a llevar
la espada conmigo, de habitación en habitación, como si creyese que las
Bestias pudieran venir a por mí a cualquier hora del día.
Y, luego, una noche, alguien llamó a mi puerta. Esta Bestia iba trajeada y
lucía una sonrisa amplia, pero la conocía demasiado bien como para
dejarme engañar: era el hermano menor de los Gravely, el último de mi
linaje, y al fin había venido a por mí.
Mi tío Robert me informó de que había llegado el momento de que
Gravely Brothers Coal & Power reclamara los derechos de explotación
minera de mi propiedad. Yo me había quedado con la fortuna y con la tierra,
dijo, pero la compañía era propietaria del carbón.
Ya no era una chica asustadiza. Le dije que lucharía con uñas y dientes
antes que permitirle poner un solo dedo sobre mis tierras.
Y mi tío, el más amable de los Gravely, el que me pasaba miguitas de pan
a escondidas para que se las diera a los pájaros, aquel a quien casi se me
había olvidado temer, me sonrió. Luego me dijo todas las cosas que podría
hacerme, con solo compartir una copa y un apretón de manos con la
persona adecuada.
Amenazó con decirle al sheriff que me había visto asesinar a sus
hermanos a sangre fría. Con decirle al predicador que era una bruja que
practicaba magia negra. Con decirle al juez que estaba loca y que tenían que
encerrarme.
Iban a creerlo a él. Imagínate cómo sería vivir un mundo que se
doblegaba a tu voluntad, donde todo lo que cuentas se convierte en realidad
solo porque tú lo has dicho.
Sentí que el suelo se resquebrajaba bajo mis pies, que las paredes se
abombaban como si estuvieran hechas de papel mojado. Iban a arrebatarme
todo aquello que consideraba mío, todo aquello por lo que había sufrido,
por lo que había matado. Mi apellido, mi casa, mi dinero, mi seguridad.
Nadie iba a escucharme. Nadie iba a salvarme. Estaba condenada de
verdad.
Pero me lo llevaría al Infierno conmigo. Le di a mi tío una última
oportunidad. Le dije que podía marcharse y jurarme que no volvería a sacar
el tema, porque, de lo contrario, moriría como sus hermanos. Se le
desdibujó la sonrisa, pero solo durante unos instantes. A los depredadores
les resulta difícil imaginarse unos dientes que se cierran alrededor de su
garganta. Carecen del instinto necesario para ello.
En cuanto se marchó, hice tres cosas sin demora y de manera
consecutiva. Primero, escribí el borrador de un pequeño apéndice a La
Subterra y se lo envié a mi editor, en caso de que se reeditase alguna vez.
En segundo lugar le escribí una carta al barquero, pues de todo Eden, era el
único que no se merecía lo que iba a ocurrir.
Y en tercero, desenterré la llave que había ocultado junto a las raíces del
sicomoro. La había enterrado unos años antes, quizá con la idea de evitar la
terrible tentación de regresar a la Subterra. Pero, al final, la necesidad
siempre se impone.
Volví al río que fluía en las profundidades. Bebí y bebí y bebí, para
dormir y no despertar jamás.
Las Bestias estaban aguardándome. Habían experimentado algunos
cambios sutiles, y ahora se parecían más a los dibujos infantiles de mi libro
que al recuerdo que tenía de ellas. Supe entonces que eran creaciones mías,
nacidas de mis pesadillas desesperadas. Ya no las temía, sino que las amaba
como una madre quiere a sus hijos, por muy monstruosos que sean.
En ocasiones las dejo sueltas por el mundo de la superficie. Cuando
siento la niebla alzarse sobre el agua, cuando noto una grieta en las defensas
de esa maldita casa y de sus Guardianes. Cuando pienso en mi padre y en
mis tíos y en los pecados que cometieron contra mí, y en el pueblo que me
dio la espalda en lugar de ayudarme a vengarme de ellos.
Creía que la Mansión Starling era mi hogar, pero estaba equivocada. Este
lugar, donde nunca estoy sola, donde nadie puede hacerme daño, donde la
verdad es lo que yo sueñe que sea, es mi verdadero hogar y siempre lo será.
31
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[1] Según Lyle Reynold, el aparcacoches de Gravely Power que trabajó
desde 1987 hasta 2017, la Mansión Starling nunca ha estado conectada a
la red eléctrica ni al suministro de aguas municipales. La empresa
telefónica interpuso un pleito para conseguir el derecho a plantar postes
en territorio de los Starling en el año 1947, pero el proyecto se abandonó
tras una serie de accidentes horripilantes que acabaron con tres
empleados en el hospital.
[2] Esto es mentira. Entre 2006 y 2009, Opal usó la impresora del personal
de la biblioteca pública para imprimir varios relatos cortos. En 2008
recibió un rechazo personal de una revista literaria que decía que, por
desgracia, no publicaban fantasía, terror o «lo que quiera que sea esto».
[3] Willy Floyd, de tres años, desapareció el 13 de abril de 1989. La antigua
galería de la mina se tapió cuatro años antes del nacimiento de Opal.
Puede que lo hubiese soñado y que confundiera el sueño con un recuerdo.
[4] Lynn y Oscar Starling murieron en algún momento de octubre de 2007.
El forense no fue capaz de determinar la fecha de la muerte con más
exactitud. El informe de autopsia hablaba de un desafortunado retraso y
del «estado tan espantoso en el que se encontraban».
[5] Las imágenes por satélite de la propiedad son muy poco fiables. Si
escribes la dirección en el teléfono, lo único que se ve son tejados y un
verde borroso y recalcitrante que nunca llega a volverse nítido.
[6] A Odessa y Madge Starling, que vivieron en la casa entre 1971 y 1989,
se las vio con vida por última vez detrás de la antigua escuela. El
conserje le contó al sheriff que las había visto perseguir algo. Un perro,
había comentado la primera vez, pero en una declaración posterior eran
Willy y sus amigos. Nadie volvió a ver a Willy ni a las Starling, aunque,
con arreglo a algunos informes, se oyen gemidos que resuenan en la
entrada de la galería de la antigua mina.
[7] Opal se refiere a la canción «Paradise» de John Prine, de 1971,
perteneciente a su álbum de debut. Gravely Power se ofendió mucho con
la estrofa «Pues lo siento, hijo, pero la pregunta llega muy tarde. / El tren
de carbón del viejo Gravely ya ha partido», lo que condujo a varios
pleitos y un panfleto llamado Hechos y Prine. «Irónicamente —
empezaba dicho panfleto—, es probable que hayamos suministrado la
electricidad con la que se llevó a cabo esa grabación que nos difama».
[8] A pesar de haber llevado a cabo una investigación exhaustiva, que
incluyó reuniones con historiadores del arte y conservadores, ha
resultado imposible determinar la identidad de los artistas originales de
los retratos. No hay registro alguno de encargos, ni estilo reconocible ni
pigmentos identificables. Es como si se hubiesen manifestado, sin más,
uno a uno, en las paredes de la Mansión Starling.
[9] Ninguna de las personas mencionadas nació con el apellido Starling,
pero todas lo tenían al ser enterradas. A pesar de no existir relación de
consanguinidad, compartían la tendencia de llevar unos registros
excelentes, a los que el alcaide de la Mansión Starling actual ha tenido a
bien darme acceso.
[10] Además de estar varios grados más frío que otras masas de agua de la
zona, el condado aconseja de manera expresa no nadar en el río Mud. La
recomendación se fundamenta en la presencia de mercurio y de arsénico,
pero también tiene en cuenta los ahogamientos que se registran todos los
años, que alcanzan unas cifras estadísticamente improbables. Un
superviviente afirmó haber sentido una mano que lo agarraba por el
tobillo y tiraba de él hacia abajo. Añadió que tenía los dedos pequeños y
frágiles, como los de una niña.
[11] La mansión original de los Gravely estaba muy cerca de la central
eléctrica. Quedó abandonada tras la muerte del menor de los hermanos
Gravely en 1886 y se prendió fuego poco después. Ningún miembro de la
familia Gravely vive en Eden desde aquel incidente, y son pocos los que
visitan el lugar durante más de un par de días.
[12] Todos los testigos aseguran que el entierro fue un acontecimiento
frustrante. El sepulturero estaba preocupado porque el sustrato era poroso
y friable, lo que provocó una serie de pequeños corrimientos de tierra que
obligaron a rellenar el agujero una y otra vez. Los reporteros se quejaron
por la espera y por el clima. La niebla no les venía nada bien a las
cámaras.
[13] El hecho de que solo haya una familia negra no debe considerarse un
accidente demográfico. Kentucky, la decimotercera estrella de la bandera
confederada, el lugar de nacimiento de Davis y Lincoln y el hogar de más
de doscientos mil hombres, mujeres y niños esclavos, no se mencionó en
la Proclamación de Emancipación y más tarde quedó excluido de la
Reconstrucción. Muchos libertos escaparon y consiguieron borrar sus
huellas a la perfección. Sus nombres se olvidaron y sus hogares se
derrumbaron; sus cementerios quedaron abandonados, enterrados bajo
hiedras venenosas y vernonias, hasta que asfaltaron sobre ellos para
construir aparcamientos o centros comerciales. Su recuerdo solo perdura
en las mentes de sus familiares, en las historias que cuentan aquellos que
se quedaron y aquellos que se marcharon.
[14] El psiquiátrico Gravely se construyó en 1928 gracias al señor Donald
Gravely, en un intento infausto de beneficiarse de las minas en desuso
que había en Eden. Después de que varios médicos amables afirmaran
que la vida subterránea podría tener propiedades curativas, se trasladaron
a la mina quince pacientes de tuberculosis, donde vivieron hacinados en
cabañas bajo tierra. Ninguno de ellos sobrevivió al invierno, pero Donald
Gravely nunca lo consideró un fracaso, ya que luego empezó a ofrecer
visitas guiadas por los túneles encantados a un módico precio de
veinticinco centavos por persona. Algunos turistas afirmaron que aún
alcanzaban a oírse las toses en las minas y también respiraciones
quejumbrosas y jadeantes.
[15] En 1970, por ejemplo, un joven llamado Steve Burroughs estaba
convencido de que la Mansión Starling era un lugar con una «energía
espiritual muy significativa». Después de haber sido repelido por la verja
delantera, intentó excavar un túnel por debajo del muro oriental. Se
perdió durante tres semanas. A su regreso, cumplió el mayor deseo de su
madre y pasó a engrosar las filas del clero. Cuando le preguntaron la
razón, comentó que, después de haber visto el Infierno, el siguiente paso
tenía que ser ver el cielo. La entrada pertinente en el diario de Eva
Starling rezaba: «Mansión: 1, Imbéciles: 0».
[16] En realidad, Jasper estaba en quinto cuando se derrumbó un pedazo de
techo de la escuela primaria de Muhlenberg. El Estado llevó a cabo una
auditoría que no llegó a ninguna conclusión. Se comentó que cabía la
posibilidad de que quizá un animal hubiera muerto sobre el aula de
quinto de primaria, dado el grado de podredumbre y de moho presente
entre los escombros.
[17] «Sipapú» es una palabra hopi que podría traducirse por «lugar de
aparición» y suele representarse con un agujero en la tierra o una cueva
profunda.
[18] Es muy probable que el tío de la señora Caldwell se refiriese a Etsuko y
a John Sugita, japoneses estadounidenses de primera y segunda
generación que se hicieron Starling en 1943. Etsuko se ahogó en 1955 y
el resto de su familia se mudó a una modesta casita de campo en la costa
de Maine. Sus hijas, que ahora son septuagenarias, recuerdan la casa con
cariño, pero nunca se han atrevido a regresar. «Ninguna casa debería
tener un precio tan alto», me dijo una de ellas.
[19] En la topografía kárstica destacan grandes depósitos de piedra caliza,
que favorecen en gran medida la aparición de cuevas y socavones. Nunca
se han descubierto cuevas significativas en Eden, pero la propietaria de
un motel del lugar no alberga dudas al respecto de su existencia: «Entre
las cuevas y las minas, si gritas en uno de los extremos de Kentucky,
seguro que se oye desde el otro».
[20] El cuñado de la señora Gutiérrez consiguió recuperarse por completo.
Atribuye su supervivencia al crucifijo de su abuela, que lleva debajo del
cuello de las camisas colgando de una fina cadena de oro.
[21] El cazador, Dennis Roark, afirmó más tarde que le había disparado a
una garza y había errado el tiro, y luego remató con que había sido culpa
de Jasper por salir en temporada de caza sin llevar prendas de color
naranja. La madre de Dennis, la señora Roark, comentó que le había
dicho a su hijo que no saliese a cazar en una noche tan neblinosa.
[22] Hay un caso en curso y extremadamente polémico en el que se debate
si Opal tiene algún derecho legal sobre el apellido de los Gravely. Por
una parte, Jewell Gravely nunca usó el apellido después de abandonar la
casa de su padre (el Corvette estaba registrado a nombre de Jewell Wild,
y la habitación de motel se alquiló originalmente al de Jewell Weary) y
firmar la partida de nacimiento de Opal. Por otra parte, como han
afirmado varios testigos: «Es una Gravely. ¿No veis ese puñetero color
de pelo?».
Índice
La mansión Starling
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Epílogo
Bibliografía
Agradecimientos