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Bloque 5. Epígrafe 5.1

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BLOQUE 5.

LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL (1833-1874)

TEMA 5.1.- ISABEL II: LAS REGENCIAS. LAS GUERRAS CARLISTAS. LOS GRUPOS
POLÍTICOS, EL ESTATUTO REAL DE 1834 Y LA CONSTITUCIÓN DE 1837
Al morir Fernando VII (1833), su esposa María Cristina asumió la regencia del país, ya que su hija y sucesora,
Isabel II, era menor de edad. Para defender el trono frente a las pretensiones de Carlos Mª Isidro, hermano del
rey, la regente recurrió al apoyo de los liberales, lo que provocó la Primera Guerra Carlista.

El carlismo era un movimiento diverso que luchó en defensa de la monarquía absoluta y de la religión
católica, la idealización del mundo rural frente como rechazo a la sociedad urbana e industrial y en contra del
modelo de Estado centralizado que defendían los liberales, pues ponía en peligro los privilegios forales. Su
ideología quedaba resumida en el lema “Dios, patria, rey”. Geográficamente el carlismo tuvo mucho
seguimiento en el norte y noreste de la Península sobre todo zonas rurales de las provincias vascas, Navarra,
Aragón, Cataluña interior y el Maestrazgo, y sus apoyos sociales fueron principalmente la pequeña nobleza, el
pequeño campesinado y parte del clero. Los liberales, que apoyaban a la regente, defendían los principios del
liberalismo político, con seguimiento en las capas medias urbanas y en el ejército y la administración. La
guerra, tuvo también una dimensión internacional: las potencias absolutistas (Austria, Rusia y Prusia) y el
papa apoyaron la causa carlista mientras que Inglaterra, Francia y Portugal secundaron a Isabel II, con la firma
del Tratado de la Cuádruple Alianza (1834).

La guerra atravesó por tres etapas: Durante la primera, el ejército carlista dirigido por Zumalacárregui se
afianzó en el territorio vasconavarro e incluso se fue extendiendo a Aragón, Cataluña y Valencia. El ejército
liberal tuvo que replegarse concentrándose en ciertos puntos. La táctica de Zumalacárregui se vio truncada por
la presión de la corte que deseaba el dominio de una gran ciudad. El fracaso del sitio de Bilbao y la muerte de
Zumalacárregui en 1835 cierran esta etapa. La segunda, el ejército liberal adopta una estrategia nueva basada
en una línea de contención cuyo objetivo es aislar al carlismo. Las expediciones carlistas de Gómez a
Andalucía en 1836 y el fracaso de la expedición real de don Carlos en 1837 que inexplicablemente no tomó
Madrid subrayan más aún la limitación geográfica del carlismo. En la tercera, el nuevo comandante en jefe
isabelino, Espartero dispondrá ya de medios suficientes para realizar una serie de campañas que unidas al
agotamiento en las filas carlistas provocó una división interna del movimiento en dos grupos: los
intransigentes, partidarios de continuar la guerra y los moderados, liderados por el general Maroto, partidario
de un acuerdo. Finalmente se firmó el Convenio de Vergara (30/8/1839) entre Espartero, general liberal, y
Maroto, general carlista, que puso fin a la Primera Guerra Carlista, con un compromiso de reconciliación por
el que éste acepta la incorporación de los oficiales carlistas al ejército isabelino y el respeto a los fueros y
privilegios vasconavarros. El 7 de julio 1840, con la toma de Morella, concluye también otro de los focos de
resistencia carlista en el Maestrazgo que dirigía Ramón Cabrera, "El tigre del Maestrazgo”. Con el llamado
“Abrazo de Vergara” se puso fin a la Primera Guerra Carlista, pasando D. Carlos a Francia el 14 de
septiembre de 1839.

La segunda guerra carlista, entre 1847 y 1849, tuvo como principal escenario el campo catalán (los matiners
o madrugadores), aunque hubo algunos episodios en otras zonas. El pretendiente era Carlos VI, Carlos Luis de
Borbón, duque de Montemolín, hijo de Carlos Mª Isidro en quien este había abdicado para propiciar el
matrimonio con Isabel. Pero al no producirse tal matrimonio, se cerró la vía pacífica para su acceso al trono
danto lugar a esta guerra. Derrotados los matiners, tuvieron lugar nuevas intentonas carlistas en 1855 y 1860.

La tercera guerra carlista Esta nueva guerra fue un importante factor de desestabilización de la
monarquía democrática de Amadeo y de la Primera República. La oposición carlista había renacido
con la caída del régimen isabelino. Su auge fue paralelo a la tensión en las relaciones Iglesia-Estado.
Con la esperanza puesta en la posibilidad de alcanzar el poder, se perfiló en su seno una tendencia
parlamentaria frente a la línea tradicional de la insurrección armada. En las elecciones de 1871
consiguieron un relativo éxito (52 diputados y 28 senadores). Pero en 1872 solo obtienen 38 escaños
y se vuelve al enfrentamiento armado (1872-1876). En 1872, se produjo una insurrección en el País
Vasco que se extendió a Navarra y Cataluña, pero ejército liberal, al mando de Serrano, derrotó a los
carlistas. Se firmó el Convenio de Amorebieta poniendo fin al conflicto, pero l os levantamientos
carlistas se reproducirían con éxito durante la I República, que aceleró el conflicto carlista. En julio de 1873 se
extendió por Cataluña, y se consolidó en las provincias vascas y el Maestrazgo. Algunos éxitos militares de
las tropas gubernamentales impidieron la extensión del movimiento a las ciudades, pero no acabarían con el
conflicto que se prolongaría hasta 1876 cuando será definitivamente derrotado en el periodo de la
Restauración durante el reinando Alfonso XII.

Las consecuencias de las guerras carlistas fueron: el triunfo de las ideas liberales, el prestigio de
militares que alcanzarán protagonismo político (Espadones) que recurrirían a los pronunciamientos
como fórmula para promover cambios en los gobiernos y enormes pérdidas humanas y económicas.

Con el trasfondo de la Guerra Carlista, la regente María Cristina tuvo que contar con los liberales en
el Gobierno, lo que permitió desmantelar el Antiguo Régimen y sentar las bases de una monarquía
parlamentaria y constitucional, de una economía de signos capitalista y de una nueva sociedad de
clases.

Los liberales se dividirán en dos partidos: el partido moderado, cuyo principal líder sería el general
Narváez, que defendía una soberanía compartida, un sufragio muy censitario, un estado centralizado,
confesional, y que sería apoyado por la nobleza y la alta burguesía; y el partido progresista, dirigido
por Espartero, que defendía la soberanía nacional, un sufragio más amplio – aunque censitario-,
mayor autonomía municipal, un estado confesional pero que permitía otros cultos, y que era apoyado
por las clases medias y capas populares.

Al principio la regente se apoyó en los moderados y promulgó el Estatuto Real de 1834, una carta
otorgada que significaba una muy tímida apertura al liberalismo, lo que provocó revueltas y una
sublevación de la Guardia Real en el Palacio de la Granja (Sargentada de la Granja), lo que llevó a
los progresistas al poder. Se restablece la Constitución de 1812 hasta que se promulga la
Constitución de 1837, que establecía la soberanía nacional, aunque con amplias atribuciones al rey,
bicameralismo (con un Congreso de Diputados elegidos mediante un sufragio censitario muy
limitado, Senadores elegidos por el rey), derechos individuales, libertad de prensa y libertad
religiosa, pero con el compromiso del estado de mantener el culto y el clero católicos. Además, se
emprendieron importantes medidas de liberalización económica, como la desvinculación de
mayorazgos, la abolición del régimen señorial y la desamortización de bienes eclesiásticos de
Mendizábal.

Las diferencias entre la reina y los progresistas, unido a problemas de índole personal, forzaron a la
reina María Cristina a abandonar el país, y se nombró regente al general progresista Espartero (1841-
1843). Espartero gobernó con mano dura, reprimió los pronunciamientos moderados, suspendió la
ley de Ayuntamientos, y aplicó una política librecambista, que perjudicaba a la industria catalana al
rebajar la política arancelaria. Su autoritarismo, evidenciado en el bombardeo de Barcelona,
provocaron una amplia oposición en su contra que le obligó a dimitir en 1843 tras el
pronunciamiento encabezado por el general Narváez que puso fin a su regencia y dio paso al reinado
efectivo de la reina, Isabel II, y a una década de gobiernos moderados.

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