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El Librero de Toledo - Manuel Peiteado

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La muerte violenta de su padre truncó su infancia y lo convirtió en un

psicópata asesino.
Doménico, el protagonista, nació en Toledo en 1950, lugar donde desarrolla
su actividad criminal y que, a través del relato, nos ayudará a entender mejor
la historia de esta ciudad milenaria, adentrándonos en sus túneles engarzados
unos con otros y todos abiertos a la ribera del Tajo. Personaje complejo, sus
continuos contrastes y pasiones inconfesables desembocan en esta novela
negra, que hará implicarse al lector en una vorágine con desenlace inesperado.
La muerte violenta de su padre y el hecho de que este sea un alcohólico que
maltrata a su madre, por la que siente una gran devoción, trunca su infancia
convirtiéndolo en un hombre frío, calculador, y carente de empatía hacia el
sufrimiento de sus víctimas. Defensor de los débiles, de los desamparados, de
las mujeres maltratadas harán de él el justiciero que todos llevamos dentro.
Así comienza una historia escrita desde el corazón del autor, con una fina y
desbordante imaginación que lleva al lector a las oscuras cavidades de las
entrañas de su protagonista.
Con esta obra se pretende mostrar la otra cara de la vida de un psicópata
asesino; sus sentimientos, su forma de amar, sus tórridas relaciones sexuales
que lo convertirán en todo un personaje, unas veces tierno y romántico, otras
juez y verdugo despiadado.

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Manuel Peiteado

El librero de Toledo
El librero de Toledo - 1

ePub r1.0
numpi 07.08.2020

Página 3
Título original: El librero de Toledo
Manuel Peiteado, 2014

Editor digital: numpi


ePub base r2.1

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ADVERTENCIA ACOSTUMBRADA
Los lugares que aparecen en este libro están inspirados en lugares reales,
aunque modificados al antojo e invención del autor. Por tanto, los hechos
narrados carecen de rigor histórico rayando la frontera entre lo real y la
ficción, siendo producto de la imaginación o recreación del escritor y no debe
inducir al lector a adjudicar acciones o palabras concretas a ninguna persona
real del pasado o presente.

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AGRADECIMIENTOS
A mi madre que tanto me dio, por lo poco que le devolví. A mis tres hijos
Óscar, Ramón y Alberto, en especial a este último por animarme a escribir y
proponerme historias diferentes. A mi mujer Isabel, por su paciencia.
A mi amigo Cristóbal Encinas Sánchez, con quien tanto compartí en
nuestra época en la Universidad Laboral de Córdoba y que ahora se ha
dedicado con esmero a ayudarme en la corrección.
A mis musas y hadas que tanto de día como de noche no han dejado de
inspirarme, sin ellas este sueño nunca se hubiera realizado.
A los doctores Macario Polo y María Antonia Carrasco de Ciudad Real,
ellos me ayudaron a entender que hay mucha vida antes que la muerte.
A todos aquellos que leyeron parte de la novela y me animaron a seguir
con el proyecto.

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PRÓLOGO
Me llamo Doménico Aspartana, soy licenciado en Filosofía y Letras. Nací
en la ciudad de Toledo allá por 1950 y libremente quiero confesar todos los
crímenes que he cometido y que hasta ahora la policía no ha sabido resolver.
Al principio los ejecutaba como un acto de justicia en defensa de aquellos
que sufren la opresión del cobarde que cree tener el máximo poder. Eran
fortuitos y toscos, típicos de un inexperto. Luego evolucionaron, los
perfeccioné y, como si de un juego de Dios se tratase, solo por pequeños
detalles, los mataba.

Así comienza una historia escrita desde el corazón del autor, con una fina
y desbordante imaginación que lleva al lector a las oscuras cavidades de las
entrañas de su protagonista. Con esta obra se pretende mostrar la otra vida
de un psicópata asesino; sus sentimientos, su forma de amar, sus tórridas
relaciones sexuales que lo convertirán en todo un «personaje», unas veces
tierno y romántico, otras juez y verdugo despiadado, en aquellos casos que
pueden quedar impunes ante la ley.
En una época, en la que coletean retazos de la posguerra, reflejados en
retratos de personajes avalados por el imperio heredado de oscuras logias
anónimas, que se debatían entre luchas de poder y vicios ocultos y que
convivían en la más absoluta impunidad.
En este caos el estado policial siempre está latente y camina en el borde
de la ilegalidad. La soledad de Doménico, su inteligencia enfermiza, la lucha
interior que le hace debatirse entre el amor y el resentimiento nos mostrará
sus más bajas pasiones sembrando la duda en el lector sobre el bien y el mal.
Su infancia, marcada por el desafecto equívoco hacia su padre y el
respeto compasivo hacia su madre, lo convertirá en un hombre frío,
calculador, y carente de empatía hacia el sufrimiento de sus víctimas.
Personaje complejo, sus continuos contrastes y pasiones inconfesables
desembocan en esta novela negra, que implicará al lector en una vorágine
con desenlace inesperado.

Pero lo mejor, para que se entienda por qué lo hice, será contarlo desde el
inicio, desde el mismo día en que uno tiene eso que se llama conciencia.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1

Sobre mi infancia

«Todo hombre tiene derecho a ser feliz»

Aristóteles

Nací fuerte y sano, la naturaleza me había dotado de un buen físico que


cultivé desde mi infancia haciendo deportes. Debido a mi carácter tímido solo
practiqué aquellos que no requerían esfuerzo colectivo; así me ejercité en
natación y atletismo. Los que me conocían pensaban y decían que podía haber
destacado en cualquier disciplina que hubiera elegido. Yo siempre les decía
que no entendía qué interés puede despertar en una persona el correr detrás de
un balón y darle patadas a este y al rival.
Hijo de un italiano que vino a España a luchar en la guerra civil y que, una
vez acabada la contienda nacional, se quedó a vivir en Toledo, donde conoció
a una bella mujer, de humilde cuna: mi madre.
Era mi madre natural de Toledo y de nombre María de la Vega, en
memoria del Cristo ante el cual se casaron mis abuelos. Se crio en tierras de
labor, pues mi abuelo era capataz de un cigarral. Nunca tuvo oportunidad de ir
a la escuela, por lo que podríamos considerar que era casi analfabeta: a lo más
que llegaba era a leer y a medio juntar letras para escribir.
Mi padre era un hombre raro, oscuro, al menos así lo recuerdo. Se alistó
voluntario al cuerpo de camisas negras de Mussolini, de lo cual le gustaba
presumir; bueno, de eso y de sus amistades con hombres fuertes del régimen
franquista. Una herida de metralla en la cabeza, durante el asalto al Alcázar,
le impidió incorporarse a lo que él llamaba la «gloriosa» División Azul.
Aquello cambió su vida, pues no había nada en la tierra que más placer le
hubiera dado que participar en la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, en el
frente ruso. Para él fue una pesada carga, que le hacía sentirse inferior y que
pagaba con su mujer.

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Recuerdo cómo el alcohol hacía de mi padre un hombre cada vez más
violento; cualquier excusa era buena para pegar a mi madre. Era esta mujer
fuerte, muy guapa y muy valiente, pero no podía separarse del hombre que
constantemente la vejaba y en la que limpiaba sus frustraciones con fuertes
palizas; su pasado en la guerra, en el bando vencedor, le otorgaba un estatus
diferente a los demás; era como una patente de corso para hacer cosas sin ser
juzgado.
Las leyes del Nuevo Orden imperante en España, de corte nacional
católico, eran una de las señas de identidad ideológica del franquismo,
impedían el divorcio. Los acuerdos con la Santa Sede conferían una posición
relegada a la mujer y supeditada al hombre; por tanto hacía inviable la
separación, así que, la pobre aguantaba aquellas situaciones y pedía a Dios
que nunca maltratara a su pequeño Doménico. Recuerdo acompañarla a la
comisaría para denunciar una agresión brutal, una más de tantas, y lo único
que consiguió fue salir humillada. Al cruzar la puerta me juró que si alguna
vez me tocaba le mataría, le abriría en canal como a un cerdo.
Fueron tiempos difíciles para los que perdieron; tiempos duros en donde
casi todo estaba prohibido: la gente se reunía clandestinamente para hablar —
no más de tres personas juntas al mismo tiempo era lo legal—, para tocar
instrumentos de música, oír canciones o leer libros que llegaban,
principalmente, de Francia. Desde allí, radio Pirenaica o radio París —que
fueron las principales emisoras— informaban a todos los españoles emitiendo
todos los días, salvo causas de fuerza mayor, por las noches entre las 23 y 24
horas. Los domingos se obligaba a la gente a ir a misa, en la que se debía
guardar un silencio absoluto. Nunca entendí por qué mi padre nos obligaba a
ir todos los domingos y por qué siempre besaba las manos de los curas. Luego
en casa, solos, los insultaba y les llamaba de todo. Pero aun así me gustaba ir
a misa. Mi madre me ponía mis zapatos de la marca Gorila y mis pantalones
«Santa Clara» —en eso me parecía a los niños ricos—. Una vez de vuelta, a
quitármelos, para que no se estropearan, y a revisar los algodones de la punta
de los zapatos, que al estarme grandes, siempre les ponía.
Yo era muy pequeño, pero aún recuerdo cómo antes de entrar al colegio,
en formación militar y el brazo en alto, cantábamos canciones de los
ganadores.
Mi padre andaba trapicheando con cosas de poco alcance y casi todo el
dinero se lo gastaba en vino. Raras ocasiones hubo en las que entregara dinero
a mi madre. Nunca contaba a dónde iba, cuando ella le preguntaba respondía
con un seco:

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—¡Mujer! Métete en tus asuntos y no preguntes por preguntar si no
quieres conocer la respuesta; pues sabes que voy a por dinero para
manteneros.
Ella sabía, por lo que le contaba un vecino que era policía municipal, que
marchaba con otros a hacer la ruta portuguesa atravesando los pasos de
Talavera y Badajoz sin problemas. Algunas veces lo hacían en coche y otras
vía Madrid. Una noche ya acostados, me despertaron unos fuertes golpes en la
puerta y escuché unas voces que me dieron mucho miedo. Venían buscando a
mi padre, gritaban:
—¡¡¡Eh!!! Italiano, sabemos que estás en casa, levántate y ábrenos.
Vino mi madre corriendo a por mí, para llevarme a su cama. Aún me dio
tiempo ver cómo mi padre se medio vestía y sacaba algo de un cajón,
guardándolo en la parte de atrás de los pantalones. Me escondí debajo de las
sábanas y sentí cómo latía mi corazón, mientras mi mamá me susurraba al
oído que no hablara, que no pasaba nada. Pero notaba en su voz el miedo.
Antes de abrir, mi padre les preguntó que quiénes eran y gritó que pararan
de dar golpes; oí como ellos decían:
—¿Eres tú, Salvatore, el italiano?
—Sí, soy yo.
—Pues abre de una vez, coño, que hace mucho frío aquí fuera.
Debió abrirles, pues los golpes y gritos cesaron. Saqué muy despacio la
cabeza del interior de las sábanas y vi, por la rendija de la puerta de la
habitación, a dos hombres con sombrero y abrigos largos. Creo que jamás
podré olvidar sus caras, sobre todo la de uno de ellos que llevaba un gran
bigote negro y no más pequeñas las cejas; el otro era delgado, nariz aguileña y
grandes patillas. No oía bien lo que decían; estuvieron hablando un rato, a
veces se enfadaban y volvían a gritar; mi padre también les gritaba.
—Pues ya lo sabes, quedas advertido. ¡Tú! Dedícate a lo tuyo y a
colaborar.
Entonces escuché a mi padre muy enfadado decirles.
—¿Me estáis amenazando?, ¿acaso no sabéis quién soy? ¡Yo os ayudé a
ganar vuestra guerra!
—No te amenazamos, Salvatore, ellos quieren que no pienses, no se te
paga por ello.
Mi padre comenzó a jurar en italiano mientras cerraba de un fuerte
portazo.

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Nunca se habló en casa, al menos delante de mí, de lo que aconteció
aquella noche. Y yo tampoco pregunté nada. Sería otro gran secreto.
Desde ese día mi padre estuvo más inquieto. Antes le gustaba cantar
canciones de ópera —de ahí mi afición musical—. Lo hacía mientras se
afeitaba con su gran navaja, mirándome y sonriendo. No siempre era tan malo
y al menos conmigo nunca lo fue. Jamás me pegó, pero eso no fue suficiente
para que lo perdonara por el maltrato que infligía a mi madre.
Ella me dedicó su vida. Trabajaba sin descanso, limpiando en casa de
unos militares y por su buen hacer, estos le procuraban uniformes para
arreglar, era una buena costurera. Se llevaba la ropa a casa y allí, sin luz ni
calefacción, quemándose los ojos, conseguía algún dinero que tenía que
esconder para que mi padre no lo requisara.
Gracias a la mediación de la señora Socorro, su marido el comandante
Figueroa consiguió colocar a mi madre en la Fábrica de Armas. Eran los dos,
el comandante y su mujer, buenas personas, no tenían hijos y siempre me
decían que estudiara, que era un chico esponja y que él me llevaría a la
academia militar cuando fuera mayor.
Vivíamos en una casa pequeña situada en la Vega Baja de Toledo, cerca
de la Fábrica de Armas; desde la cocina se veían las ruinas del viejo Circo
Romano. Cada mañana al levantarme, mientras desayunaba, oía los pajarillos
que cantaban y revoloteaban entre las ramas de los árboles que se erguían tras
los arcos del monumental circo.
Cerca de mi casa nacía un camino empinado que llevaba al Casco Antiguo
y que, a diario, tenía que recorrer hiciera frío o calor, lluvia o sol para ir a la
escuela.
La zona era tranquila, pocos coches y pocos vecinos. Los niños vivíamos
en la calle y esta paz solo era perturbada los domingos por algún grupo de
extranjeros, que en manada visitaban las tiendas del acero toledano. Estos
despertaban nuestro interés y los acosábamos para conseguir algunas pesetas.
En casa, la vida la hacíamos en la cocina alrededor de una estufa de
carbón o abrigados al cobijo de una mesa vestida con faldillas y un brasero de
picón[1]. Un día, al salir del colegio, decidí no quedarme con los amigos, pues
tenía que hacerle unos recados a mi madre; aquello salvó su vida y la mía.
Cuando entré en casa estaba tumbada en el suelo: temí lo peor. Por instinto,
comencé a abrir las ventanas y a agitar su cuerpo; por suerte aún estaba viva y
después de momentos de gran angustia me miró y comenzó a vomitar.

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Crecí fuerte, era inteligente y muy dado a ayudar a los demás. Era un líder
natural y arrastraba conmigo a los chicos de mi calle. Ellos siempre me vieron
como a un hermano mayor. Siempre estuve presto a ayudarlos, rehuía la
violencia y si podía todo lo arreglaba con la palabra. A ninguno le conté
nunca el hecho de que mi padre pegaba a mi madre, aunque sospechaba que
todos lo sabían. Era por ello por lo que no hacía grandes amistades y por
supuesto no los llevaba a mi casa. No quería que ningún niño presenciara
aquellos momentos tan dramáticos para mí.
Odiaba el momento en el que el sol se ponía, era el momento de la cruda
realidad. Cada noche, tanto mi madre como yo, rezábamos para que mi padre
no llegara borracho. Las noches eran muy duras, muy largas. Durante esas
horas me derretía como un helado y lloraba mi pena; juraba que nunca lo
perdonaría y que cuando fuera mayor le haría pagar por el daño que le estaba
haciendo.
Dicen que las malas noticias llegan pronto y aquella no tardó en llegar. Un
buen día, la policía acudió a mi casa para decirnos que mi padre había sido
encontrado muerto en la puerta de un tugurio. Por fin descansaríamos todos.
No dejaron ver el cuerpo a mi madre, así que le dimos sepultura sin saber
si el cadáver era de él o de otra persona. Esta noticia hizo que nunca pudiera
cobrar mi juramento y siempre que hablaba con Dios le preguntaba lo mismo:
¿Por qué no me dejó que me vengara? ¿Quién era él para hacer justicia por
mí?, y si de verdad era tan grande ¿por qué no evitó antes todas aquellas
palizas y malos tratos a mi pobre madre?
Años más tarde, los psiquiatras me dirían que mi vida estaba marcada
desde mi niñez. El haber sido hijo de un alcohólico maltratador y haber
presenciado situaciones de verdadera violencia forjaron mi compleja
personalidad.
Mi infancia fue pasando y los recuerdos sobre mi padre se iban
difuminando. Las noches ya no eran tan horribles y temidas. Mi madre cada
día estaba más radiante y sobre todo feliz. Yo comenzaba a disfrutar de mi
edad. Ya no tenía miedo a llevar a mis amigos a jugar o a merendar a mi casa.
Mi rendimiento escolar siempre fue bueno, pero conforme el tiempo pasaba
mis notas mejoraban.
El día que cumplí 14 años, recibí un sobre grande que venía a mi nombre.
Cuando el cartero nos lo dio, ni mi madre ni yo acertábamos a imaginar qué
había allí dentro, ni quién lo habría enviado.

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—Firma aquí chaval —me dijo el cartero, señalando con el dedo el lugar
en que debía hacerlo.
—Espera —dijo mi madre—. ¿Quién lo envía?
—No trae remite señora, pero por los sellos viene del extranjero.
—¿Y si no lo firmamos?
—Pues no se lo puedo dar.
—Mamá por favor, ¿qué malo puede ser?
Me miró y viendo mis ojos llenos de curiosidad y de alegría, dijo:
—Está bien, ¡hazlo!
Cerramos la puerta y pasamos rápidamente a la cocina, nuestro centro de
vida. Yo no soltaba el sobre y, nervioso, pensaba qué podría haber en su
interior. Pasaron segundos tan largos que a mi madre debieron parecerles
horas y sacándome de mis sueños, oí:
—¡Doménico! ¿Lo abres o no?
—Sí, sí, ahora mismo.
Con los nervios destrocé el sobre que venía muy bien pegado. En su
interior había otro más, este me costó menos abrirlo. Encontré unas llaves y
unas escrituras a mi nombre. Eran de una casa en la parte vieja de Toledo. Yo
no entendía nada y no reparé en que había una carta.
—Y bien, ¿vas a leerme lo que dice?
—¿El qué, mamá?
—La carta hijo, —señalando con el dedo una hoja doblada.
La cogí y comencé a leer:

¡Estimado Doménico!:
Felicidades. Hoy hace 14 años que naciste. Espero que sepas encontrar
sentido a tu vida, en el interior verás la verdad.

Ya no ponía nada más, estaba escrita con pluma y no sabíamos quién la


enviaba.
Estuvimos en silencio mucho tiempo, yo no hacía otra cosa que pensar en
quién me habría escrito esa nota y por qué me había regalado una casa. Como
siempre fue ella la que me despertó y me dijo:
—¡Vamos a ver esa casa ahora mismo!

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Hicimos el recorrido sin hablar. Se encontraba la casa en el Callejón de
los Muertos, curioso nombre como curiosa era la coincidencia con el nombre
de la calle que hacía esquina, Vida Pobre. Cuando llegamos, sin aliento, nos
encontramos con una casa de dos plantas. Allí no vivía nadie, mi madre
miraba a un lado y a otro, arriba y abajo. Por fin dijo:
—Probemos las llaves a ver si son de aquí.
La puerta se abrió, dimos la luz y pasamos. Yo fui a cerrar y me hizo un
gesto con la cabeza de que no lo hiciera. En el centro de la estancia había una
mesa y sobre ella un sobre abierto y dirigido a mí, al lado una caja metálica,
oxidada. De nuevo guardamos silencio, con un gesto de cabeza hacia adelante
comprendí lo que me quería decir. Así que tomé el sobre. Y dentro había una
carta manuscrita. Esta sí era la letra de mi padre. Comencé a leer:

Querido hijo Doménico:


Si estás leyendo esta carta es porque ya has cumplido catorce años.
Felicidades. Esta casa es para ti. En la caja encontrarás dinero, guárdalo y
úsalo bien, pues me gustaría que lo emplearas en pagarte una carrera.
Tu padre,
Salvatore Aspartana.

No sabía qué decir. Me quedé muy serio, cabreado más bien. ¿Por qué
tanto misterio? ¿Acaso no había muerto? Y si había muerto, ¿cuándo hizo
esto?
Abrimos la caja y dentro había una medalla de oro con una inscripción en
latín y dinero envuelto en un plástico. Mi madre me dijo que cerrara la puerta
y con la caja en la mano comprobamos que no había nadie, tanto en la planta
de abajo como en la de arriba. Sacó el dinero y dijo:
—Vamos a contarlo.
—No lo quiero mamá, lo odio y esto no hará que lo perdone.
—Mira, Doménico, esto demuestra que tu padre no era del todo un
animal; fue un mal esposo, enfermo, débil y por eso bebía y me maltrataba,
pero queda claro que sentimientos tenía, al menos hacia ti.
—No me convencerás, así que vámonos y déjalo todo.
—¡No lo haré! Y sobre esto guardarás silencio, no se lo contarás a nadie,
¿entendido?

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Agaché la cabeza asintiendo a sus órdenes; contó el dinero, todo estaba en
billetes de cien, de quinientas y de mil pesetas.
Estaba llorando, la miré y le pregunté:
—Mamá, ¿por qué lloras?
—¡Dios mío!, esto es una fortuna Doménico. Hay un millón de pesetas.
Podrás estudiar lo que quieras y ser un hombre de provecho el día de mañana.
—Pero yo no quiero ni el dinero ni la casa.
—Yo tampoco, pero es conveniente que te quedes con todo y esperar a
que el tiempo nos resuelva el enigma.
—Sí, mamá.
Cerramos la puerta y volvimos a nuestra casa, no miramos con detalle la
vivienda y lo dejamos todo tal y como estaba, salvo la caja y su contenido que
nos lo llevamos. Aún conservo las dos cartas entre mis cosas más
importantes, junto con la medalla.
Mi madre llevaba guardado el dinero en el pecho, el bolso en la mano
izquierda lo apretaba fuertemente sobre su corazón, que en este momento era
el guardián de mi fortuna, de mi futuro.
La vuelta fue rápida. Cansados y a la vez embargados por tanta emoción y
misterio, nos sentamos alrededor de la mesa, al calor del brasero; en el aire
había un silencio sepulcral. Fui yo quien lo rompió y con los ojos llorosos y la
voz entrecortada, pregunté:
—Mamá, ¿quién crees que me ha hecho este regalo? Porque papá murió,
¿verdad?
—Ya no estoy segura. Dimos sepultura a alguien que nos dijeron que era
tu padre, pero no llegué a verlo, no me dejaron. Me dijeron que estaba
destrozado y que era mejor no verlo. Pero ¿por qué habrían de mentirnos? Así
que lo tomaremos como que murió. Ahora debemos guardar silencio sobre
todo esto.
Pasaron los días y mi madre, que siendo casi analfabeta tenía la
inteligencia y sabiduría que proporciona la necesidad, abrió una cartilla a
nombre de los dos en la Caja Postal y allí iba haciendo pequeños ingresos.
Luego, los puso a plazo fijo.
La señora Socorro nos dijo que cerca de donde ellos vivían, los dueños de
un piso se marchaban de Toledo e iban a ponerlo en venta, si nos interesaba
ella podría hablar para conseguir un buen precio. Fuimos a verlo. Para
nosotros, comparado con nuestra vivienda, era un palacio. Tenía calefacción y

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agua caliente; desde el salón podíamos ver la Fábrica de Armas y la otra parte
del circo. Las habitaciones tenían ventanas y en el cuarto de baño había una
bañera que a mí me pareció una piscina.
Vendimos nuestra casa y compramos el piso, no sin grandes regateos.
Tanto el comandante como su mujer estuvieron en todo momento
asesorándonos.
—Se acabó pasar frío en estos largos inviernos de Toledo —exclamó el
comandante.

………………………………………
La primera vez que me metí en la bañera tuvo que pasar mi madre a por
mí creyendo que me había ocurrido algo. Salí del baño como los garbanzos
después de estar varias horas en agua. Se enfriaba, la tiraba y a llenarla de
nuevo todo lo caliente que podía aguantar.
—¡Sí ríase!, se nota que usted nunca fue pobre ni llegó a usar pantalones
con tronera[2], ni tuvo que hacerlo en la calle y limpiarse con piedras.
—Excúseme por favor, no pretendía ofenderle. Pero continúe si es tan
amable, tengo interés en conocer qué ocurrió con la casa que heredó y quién
escribió las cartas.
—De acuerdo. Pero permítame que le cuente acontecimientos que se
desarrollaron en mi juventud y que fueron, o pudieron ser, causa de mis
posteriores actos.
—Como prefiera.
………………………………………

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Capítulo 2

Mi primer amor

«El amor erótico es la forma de amor más engañosa


que existe, confundiéndole fácilmente con la
experiencia explosiva de enamorarse…».

Erich Fromm
El arte de amar

Con diecisiete años terminé PREU con buenas notas. Podía dirigir mis
pasos hacia cualquier carrera, aun habiendo hecho ciencias, tenía dudas de
qué quería estudiar. No tenía muy definido el camino a seguir, pero lo
importante es que por fin me llegó el momento de ir a la Universidad. Tendré
éxito —pensé—, sea lo que elija triunfaré, se lo debo a ella; sus esfuerzos por
criarme y educarme deberán dar su fruto.
Era yo alto y fuerte como un roble. Mis ojos azul verdoso me hacían tener
un atractivo especial. Un seductor nato que dominaba la palabra y los gestos,
detalles que no pasaban desapercibidos por las jóvenes y no tan jóvenes de mi
entorno.
Temprano conocí el amor, y fue el momento en el que dije «te quiero» por
primera vez.
Era una noche de verano, habíamos estado en la vega, cenando en un
merendero de esos que había a las orillas del Tajo. En menos tiempo que se
persigna un cura loco dimos cuenta de unas tortillas de patatas y de un plato
de magro con tomate acompañado de unas cervezas. No tardamos mucho en
pasar a las risas y fue cuando me di cuenta de que aquella chica rubia de
Madrid, que había venido de vacaciones, no dejaba de mirarme.
Pronto comencé a tener sensaciones extrañas, notaba que mi miembro
crecía y me daba vergüenza por ello, pues temía que los amigos se dieran
cuenta de lo que me pasaba.

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Sin saber cómo, la chica decidió pasar al ataque y alegó que se tenía que
marchar pues ya era tarde y solicitó, con una mirada cautivadora y sensual,
impropia de su edad, que la acompañara. Fueron instantes eternos, no sabía
cómo decir que sí, que lo deseaba, así que tuvo que terciar Rafa, un chico de
la pandilla y darme el empujoncito:
—Venga Doménico, ¡acompáñala! —me dijo, más como una orden que
como una petición.
—Sí, claro, iba hacerlo.
—No te preocupes por el tiempo, te esperamos aquí hasta que vuelvas, —
me espetó con un guiño de complicidad.
El camino, por una de esas calles tortuosas de Toledo, empinada y sin fin,
se hizo duro y largo, pues no hablamos ninguno de los dos. Fue en la
despedida cuando ocurrió el desenlace, y con él toda una explosión de
acontecimientos.
—Gracias por acompañarme, eres todo un caballero —me dijo la chica
rubia.
—Lo estaba deseando, pero no sabía cómo decírtelo, ni tampoco cómo
decirte que me gustas y que es la primera vez que estoy con una chica —
dicho esto me puse súpercolorado… No sabía qué más decir o hacer, así que
tragando saliva solté un seco:
—¡Me llamo Doménico! ¿Y tú?
—Lo sé —contestó la chica.
—¿Sabes qué?
—Tu nombre; sé que te llamas Doménico y es muy bonito. —Me ruboricé
de nuevo—. Me llamo Sonia y, aunque vivo en Madrid, mis padres son de
Toledo y venimos todos los años de vacaciones. Espero volver a verte.
—Sí, claro, será estupendo.
De nuevo el silencio se apoderó de la situación, no sabíamos qué hacer ni
qué decir. Quietos, uno frente al otro, nuestros ojos se buscaban y al mismo
tiempo querían huir para que el otro no se diera cuenta. Los labios se movían
despacio, como si un tic tuvieran; nos quedamos mudos, pero con los ojos
abiertos como si ninguno quisiera perderse nada de lo que allí podía ocurrir,
la respiración entrecortada, el latido de nuestros corazones podía oírse a
metros de distancia.
—No temas, no muerdo, —me dijo con toda naturalidad, acercándose y
con la mirada y maestría de quien ya había versado sobre estos temas, me

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tomó la cabeza con las dos manos, acercándola hacia ella con mucho mimo,
acariciando mis cabellos rubios y largos.
Le gustaba jugar con los lóbulos de mis orejas y me las encendió,
comencé a agitarme y a tener como espasmos, no sabía lo que me estaba
ocurriendo.
—¡Aire!, me falta aire —pensé.
Sonia comenzó a besuquearme por la comisura de los labios, del cuello;
yo, nervioso, abría la boca como los polluelos cuando sus madres le traen la
comida, pero la chica seguía jugando con mis labios y sus prisas eran otras, si
es que las tenía.
Con suavidad deslizó una de sus manos hacia abajo, hacia ese lugar que
hasta ahora consideraba tabú y que solo yo podía tocar. De repente el mundo
pareció pararse, sentí algo húmedo en el interior de mi oído, no había
terminado de saborear esa sensación cuando noté que Sonia había tomado mi
miembro y lo apretaba contra su mano y… se acabó.
Había tenido mi primer orgasmo. Ahora no sabía si había merecido la
pena tanto placer para pasar tanta vergüenza.
Pasaron unos segundos interminables, estaba confuso, mi mirada huidiza.
Fue Sonia la que, abrazándome, me dijo que no le diera importancia, que la
primera vez suele pasarle a todos los hombres. Cuando pude hablar le dije:
—¿Tú, cómo lo sabes?
Sin perder su sonrisa me respondió:
—Al novio de mi hermana le pasó lo mismo, por eso lo sé.
Mientras, abajo, en el embarcadero del río, mis amigos aún me esperaban
y gastaban bromas sobre cómo me estaría yendo con la chica rubia de Madrid,
como todos la llamaban.
—Venga otra jarra y nos vamos —dijo Pedro.
—Sí, la penúltima ¡bolo! ¡Paco!, pon otra jarra y una de bravas, hombre,
que parece que te duermes —dijo Rafa.
—¡Jajajaja!! —rieron todos.
—No, no me duermo, chavales y menos mientras me vayáis llenando la
buchaca —apuntilló el dueño del bar con ironía y continuó diciendo:
—¡Claro!, que el que estará en la otra orilla del cielo será vuestro amigo el
rubio.
De nuevo risas y cachondeos.

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—Mira el viejo —dijo otro de la pandilla—, parecía que se dormía y está
a todas.
—¡Nos ha jodío bolo!, ¿qué te crees?, ¿qué los pájaros maman?
—Vale ¡ya! Doménico es nuestro amigo y él no permitiría que nos
riéramos de ninguno que estuviera ausente; además es cochina envidia lo que
tenemos por no estar en su pellejo. Así que ¡a beber y a casa! —dijo Rafa
muy serio—, y usted a servir y a cobrar.
—¡Está bien!, por mí está bien —dijo el camarero.

………………………………………
—Disculpe que lo interrumpa, señor Aspartana.
—Sí, por supuesto, puede hacerlo.
—¿Dígame, cómo puede darme estos detalles si usted no estaba
presente?
—Tanto en este caso como en el resto de conversaciones que le relate en
el futuro, no serán producto de mi imaginación sino confesiones que me
hicieron alguna de las personas que estuvieron presentes.
—Espero que entienda mi pregunta, pues de lo contrario me vería
obligado a no dar demasiado crédito a su historia.
—Pues créalo, porque nada está sujeto ni a lo subjetivo ni a los sueños
del que aquí le habla.
………………………………………

Bien, como le contaba, aquella noche no pude dormir, entre el calor


sofocante y lo ocurrido. Imposible sobrevivir con normalidad ante tal cantidad
de acontecimientos. Mañana tendré que contarlo —me decía—. Sí pero ¿a
quién?, ¿cómo? y ¿qué? ¿Acaso alguno tiene más experiencia que yo? Juré no
hacerlo, sería otro de mis grandes secretos inconfesables hasta hoy.
Eran los últimos días de junio, aún no apretaba el sol por las tardes con la
furia con que lo hace, en esta tierra bañada por el Tajo, en pleno mes de julio.
Al atardecer bajábamos al río a bañarnos. Pronto encontramos un lugar de
difícil acceso, al que solo se podía llegar nadando, y tanto Sonia como yo
éramos buenos nadadores. Era un sitio en donde el río descansaba y formaba
una especie de cama con la orilla; fue allí donde hice el amor por primera vez.
Fue nuestro tercer encuentro. Todo comenzó en el agua, jugando. Nos

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tomamos y comenzamos a besarnos, a hacernos caricias. Yo más inexperto,
parecía un pulpo, solo quería tocar y tocar, ella más experta me paraba, solo
quería besos y permanecer abrazados. Sus besos me envolvían en un estado
de excitación cada vez más violento, sus caricias me embriagaban.
Lentamente, conseguí retirarle los tirantes del bañador y ante mis ojos
aparecieron sus pechos, nunca había visto nada semejante. Me dijo que los
besara despacio, con mimo, que no los mordiera. Mi impericia me hacía
querer llegar pronto al final, pasar por alto esos juegos preliminares que todo
buen amante debe conocer. Es esa sabiduría la que te permite marcar los
tiempos, cuestión esta que con el paso de los años aprendería y me haría sentir
el dueño de esos momentos y hacerlos únicos, de tal forma que ellas nunca
olvidaran nuestros encuentros.
Cuando mis manos tocaban, por fuera, su parte más reservada, su flor
guardada, para ese momento dulce que toda chica quiere y sueña con dar a su
verdadero amor, me daba en ellas y me las retiraba. Todo mi empeño era
quitarle el bañador, lo cual conseguí a golpe de besos y halagos. A media voz,
con susurros la convencí para que me dejara.
Sin saber cómo, mi bañador ya no estaba, mi cuerpo se le presentaba
completamente desnudo, mi sexo excitado solo trataba de buscar su parte más
intima y entrar en ella.
—¡Para!, ¡Paraaa!, ¿estás loco?, vas a dejarme embarazada —me dijo
preocupada.
—No temas, no pasará nada —le susurré al oído—. Por favor, déjame
hacerlo, es solo un poco, enseguida la saco —dije sin pensar lo que decía y
con la ansiedad propia del momento; es el momento del macho en estado puro
de excitación.
Gimiendo y con voz entrecortada, me hizo prometer que no pasaría nada y
que me echaría para atrás.
En esos momentos me acordé de los consejos que me dio el comandante
Figueroa, pues a la muerte de mi padre, se convirtió voluntariamente en mi
protector y maestro, lo cual yo agradecía. Me dijo que algún día me llegaría
ese momento y que debería estar mentalmente fuerte. Que cuando llegara la
ocasión, pensara que siempre, antes de llover, chispea y que una vez fuera
jamás volviera a introducirla.
Sonia estaba tan excitada como yo y, ante mi torpeza por encontrar la
gruta sagrada, decidió tomar mi ardoroso miembro con sus manos, de forma y

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manera delicada se acariciaba con él, hasta ajustarlo en el lugar adecuado. Al
principio tuve una sensación……

………………………………………
—Bueno, no sé cómo explicarlo, usted me entiende, ¿verdad?
—No hay nada que explicar, está todo muy claro. Todos tuvimos una
primera vez.
………………………………………

Luego, mi alma voló, mi sangre se dirigió hacia ese lugar y como un


demonio inicié unos movimientos rápidos de atrás hacia adelante, hasta que
noté que mi corazón se rompía, tuve como espasmos, fueron unos segundos
efímeros pero a la vez eternos y otra vez me acordé de lo que me dijo el
comandante y, rápidamente, me eché hacia atrás.
Mi cuerpo era como el de un poseso, y solo sabía moverme de forma
agitada sobre el cuerpo de ella. Cuando la paz llegó, me sentí como un ser
superior: por fin era un hombre —pensé.
Mientras, Sonia con la cabeza agachada, se disponía a ponerse de nuevo el
bañador.
Fueron quince días tan largos como largos son quince segundos, al menos
eso me parecieron. Viví en una nube sostenido por Sonia. Mi primer amor, mi
primera huella en el corazón.
Desde aquel día todas las tardes bajábamos al río, a nuestro lugar secreto
y allí nos entregábamos para convertirnos en un solo cuerpo. Poco a poco, me
fui apartando de la pandilla y todo mi tiempo, mis pensamientos, eran para la
chica rubia de mis sueños.
Pero los planes de Sonia no eran los míos, ella pretendía pasar unas
vacaciones estupendas y yo jurarle amor eterno. Lo que para ella era un
capricho para mí se convertiría en una obsesión.
Más tarde aprendí que a esa obsesión se le llama «encoñamiento». Palabra
que define muy bien ese estado, según mi criterio, y no quiero con ello crear
una corriente de opinión al respecto, en el que se halla aquella persona que
sexualmente conoce o practica, con asiduidad, algo hasta ese momento
desconocido. No es un estado que obligue a estar enamorado. Pienso que por
culpa de este episodio sexual nuevo, muchas personas han muerto o han
matado.

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En mi caso, era la primera vez que tenía relaciones íntimas con una mujer,
y ella sabía hacerme cosas que me tenían totalmente rendido a sus pies o
mejor a su cuerpo. Por eso a veces pienso que además de enamorado pudiera
estar encoñado.
Se acababa el mes de junio y eso significaba que tendríamos que
separarnos. Nos prometimos para siempre. Nos escribiríamos —nos dijimos
—, y al estudiar en Madrid, en invierno nos podríamos ver.
La última noche de sus vacaciones le preparamos una despedida en el
mismo lugar que la conocí. Yo estaba muy triste y a la vez nervioso pues me
parecía que ella no estaba tan afectada, al contrario, solo hacía que reír y
entonar una canción de Julio Iglesias, «La vida sigue igual». Todas las noches
Paco, el camarero, la ponía una y otra vez; acabé odiándola, pues su letra fue
el presagio de lo que ocurriría.
En boca de ella sonaba como que todo seguiría igual después de nuestra
despedida. Así que le dije al camarero que por favor cambiara de música y
pusiera otra más alegre y, como si lo presagiara, puso una casete de
Fórmula V. El primer tema que sonó fue «Tengo tu amor» que, lejos de
hacerme feliz, resultó lo contrario; Sonia me miraba y se reía, se burlaba de
mí y noté cómo jugaba haciendo muecas a un chico bastante mayor que
nosotros que estaba en otra mesa. Le hacía el mismo juego de miradas que me
hizo la noche que nos conocimos; lo miraba y cantaba para él.
Mi estado de celos me llevó a aislarme completamente del grupo. Observé
que en otra mesa un matrimonio discutía, bueno, más bien él, ella callaba y
lloraba; en un carrito se encontraba un bebé, el cual, asustado, comenzó a
llorar, quizás por esa unión, que no sé explicar, existente de por vida entre un
hijo y una madre y viceversa.
Aquella situación me estaba incomodando hasta tal punto que me olvidé
de Sonia y sus flirteos con el otro chico. De pronto, vi cómo propinaba un
golpe a su mujer, la cual, indefensa, solo supo callar y llorar. No pude más, y
como una pantera me levanté y veloz fui hacia él.
—¡No vuelva a pegarle!, eso es de cobardes.
—Hago lo que me sale de los cojones, es mi mujer y a esta puta le pego
cuando quiero. ¿Te enteras? Así que largo o cobrarás tú también.
—Si quieres pegar a alguien, hazlo a un hombre, ¡cobarde! —volví a
decirle.
Antes de que pudiera reaccionar se levantó de un salto y, cuando se puso
en pie, ya tenía una navaja abierta en la mano. Amenazándome con ella me

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dijo:
—¡Ven, cabrón!, ¡que te voy a abrir el gaznate, y así dejarás de rebuznar!
No llegué ni a pestañear, antes de que moviera un músculo ya me tenían
mis amigos apresado, apartándome del lugar. A distancia oía las voces entre
ellos y aquel hombre, pero yo estaba petrificado, quizás el miedo me llevó a
quedar totalmente bloqueado.
—¡Estás loco, Doménico! —me decía Rafa—. ¿No te das cuenta de que
está borracho?
—¿Pero qué te ocurre?, jamás te había visto así —aseveró Pedro.
No recuerdo bien cómo me sacaron de allí. El caso es que no me pude
despedir de Sonia, tampoco me preocupé de ello.
Como era habitual en mí, aquella noche no pude conciliar el sueño con
facilidad, tenía temblores y un sudor frío me recorría todo el cuerpo. Hacía
años que no tenía miedo a cerrar los ojos. Volvieron los fantasmas del pasado,
aquellos recuerdos que había conseguido aislar en no sé qué parte de mi
cerebro y que tenía de nuevo ante mí. Veía a mi madre llorando en un rincón,
con las manos tapándose la cabeza, mientras mi padre la golpeaba. Tardé en
dormirme, quizás por el cansancio, que a fin de cuentas puede con todo.
Al levantarme me dirigí a la cocina a desayunar; saludé a mi madre, pero
no como siempre, pues yo aún seguía recordando lo que había pasado en el
kiosco del río. Ella estaba muy sería, callada. No le pregunté qué le ocurría,
no hizo falta; dejó de fregar y se le cayó un plato al suelo, se hizo añicos.
Entonces levanté la cabeza y la miré; ella, con la cabeza gacha, me dijo:
—Doménico: ¡júrame que nunca más volverás a beber!
No supe qué decir, aquel comentario me sorprendió, pues no era yo de
beber, al menos hasta ese día. Entonces le dije:
—Mamá, no bebí, ni anoche ni nunca, debes confiar en mí.
—Anoche tuviste los mismos síntomas que tu difunto padre cuando se
emborrachaba y de eso sé mucho. Así que no me lo niegues.
No tenía palabras para aquella que tanto había hecho por mí, bajé la
cabeza y comencé a llorar, ella se me acercó y me acogió en sus pechos,
dándome el abrazo más tierno y dulce que jamás madre alguna hubiera dado.
Le conté todo lo que ocurrió y cómo en esos momentos podría estar
muerto.
—Eres muy bueno, pero debes tener cuidado.

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—Sí, lo tendré madre, no temas; seré más prudente en el futuro.
Se levantó, se limpió las lágrimas y, atusándome los cabellos, me dijo:
—Anda, desayuna, que el comandante vendrá a por ti.
—¿A por mí? —pregunté.
—Sí, a por ti. Quiere darte una sorpresa.

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Capítulo 3

Mi primer crimen

«Un manotazo duro, un golpe helado,


un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado».

Miguel Hernández
Elegía a Ramón Sijé

Serían las diez de la mañana cuando sonó el timbre. Con puntualidad


militar allí estaba el comandante Figueroa Iglesias. No le parecía mal que me
dirigiera a él como señor Figueroa y a su esposa como señora Socorro.
—¡Buenos días! Marí Vega.
—¡Buenos días! don Luis.
—¿Qué, se levanto ya el joven Doménico?
Eché la silla a un lado y, como si tuviera un resorte en ella, de un salto me
puse en la puerta.
—Sí, señor y esperándole estoy, pues mi madre me advirtió de su llegada
y expectante ando en ver cuál es esa sorpresa que me quiere dar.
El comandante sonrió y me hizo un gesto de que le acompañara. No tenía
escolta y cuando se la proponían siempre decía que peces más gordos que él
había en la compañía. Así que nos subimos a su coche y enfilamos por la
avenida Reconquista arriba. Al pasar por la puerta de Bisagra me preguntó si
sabía quién la construyó:
—Sí señor, aunque es de origen musulmán fue reconstruida por Alonso de
Covarrubias en el siglo XVI, durante el reinado del emperador Carlos V, como
principal entrada de la ciudad y es de estilo renacentista.
—Veo que tienes muy bien preparado tu papel de guía.
—Sí, y no crea que no me cuesta, aunque encuentro más dificultad con el
inglés. Pero, hasta que vaya a la universidad, es lo que toca y así podré

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ganarme unas pesetas.
Seguía manteniendo oculto lo del dinero y todo lo que encontramos en la
caja metálica, pues así me lo recordaba mi madre constantemente.
—Si quieres puedo hablar con el capitán Esteras para ver si su esposa te
puede ayudar con el inglés, pues ella era profesora en un instituto de Córdoba
y, si no recuerdo mal, también trabajó de guía por la zona de la Mezquita.
—Si a usted no le parece mal, a mí me parece una buena idea. ¡Claro,
habrá que ver cuánto me cobra!
—Eso, déjalo de mi cuenta.
—Sí señor, así lo haré, sabe que confío en usted y en su esposa, para mí
son como mis padres.
—Te conocemos casi desde que naciste, para nosotros también eres
alguien especial. Pero dejémonos de sentimentalismos, no nos vayamos a
poner a llorar y, cuéntame: ¿es firme tu decisión de hacer Filosofía?
—Sí, hay cosas de la existencia del hombre y su relación con Dios que no
acabo de entender.
—¿Y crees que estudiando esa mariconada entenderás algo? Escucha
Doménico, no te atormentes más por lo de tu padre. Respecto a la grandeza o
no de Dios, todo está envuelto en la fe, sin ella no te será fácil comprender
nada; la ciencia, la filosofía, llega hasta donde llega, después interviene Dios.
—No lo sé, pero he de buscar en algo más que en la fe, el entendimiento
del ser humano y su relación con el Todopoderoso.
Ambos guardamos silencio y supongo que, al igual que yo, él también se
refugió en sus pensamientos.

………………………………………
—Y, ¿qué fue de la chica?, esto, disculpe… ¿Cómo me dijo que se
llamaba?
—Sonia.
—Sí, Sonia. Es cierto, gracias.
—No recuerdo ni sé quién la llevo a su casa. Pero no era esa mi
preocupación, ni el eje de mis pensamientos.
—¿No?
—No, ¿acaso no me escucha?, ¿no se da cuenta de lo que le digo?; aquel
hombre, por culpa del alcohol, pudo haberme quitado la vida. Quizás ya lo

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hubiera hecho con otro, pues fue rápido sacando la navaja, está claro que no
era la primera vez. No me sería fácil olvidar su imagen, sus ojos rojos como
los del demonio, inyectados en sangre, infundían miedo. De nada me sirvió
mi estatura y mi fuerza. Es cierto que nunca tuve pelea alguna a lo más
empujones. Los chicos veían mi fortaleza y rehuían enfrentarse conmigo.
—Digamos entonces que tuvo suerte o que la vida ese día le concedió una
nueva oportunidad.
—Sí, digámoslo de esa forma.
—¿Café?
—¿Cómo?
—¿Le pregunto si quiere tomar un café?
—Sí, por favor, con leche. Gracias.
—…
El tintineo de una campanilla trajo a su despacho a un hombre con
andares toscos y mirada perdida. Gentil, pero con torpeza, nos sirvió el café.
—Bien, ¿me decía?
………………………………………

Un fuerte frenazo me devolvió a la realidad, enseguida descubrí adónde


nos dirigíamos; subiendo la cuesta que va al castillo de San Servando, al final,
solo se podía ir a un sitio, a la Academia Militar.
Al comandante le quedaba poco para jubilarse. Un soldado se dirigió al
coche y al ver quién era se puso en posición de firmes y nos hizo el saludo
militar. Una vez dentro, me llevó al bar de oficiales, él se pidió un carajillo y
yo un refresco. Me presentó como Doménico diciendo:
—Ya sabéis que no tengo hijos, Dios lo ha querido así. Pues bien, el
Señor ha querido que sea Doménico el que ocupe ese lugar, lo quiero como si
fuera ese hijo que nunca tuve. Os aseguro que es muy cristiano y noble y
algún día llegará a ser coronel de la Academia.
—Brindemos por ello mi comandante, dijo un capitán, al cual ya conocía
de sus visitas y paseos con el señor Figueroa. Agregando a continuación:
—¿Qué le parece, mi comandante, si le enseñamos la Academia para que
se vaya familiarizando?
—Pues por mí estupendo, Esteras, y de paso tratamos sobre un favorcillo
que me tienes que hacer.

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—Sabe usted mi comandante que me tiene a su disposición.
Un sargento entró en el bar y se hizo cargo de la tarea encomendada por el
capitán Esteras. Así que me fui con él y comenzamos una visita guiada, llena
de saludos militares. Me divertí mucho pues era un gaditano con mucha
gracia. Me llamaba pajarito. Pajarito, aquí hacemos esto, pajarito, aquí
hacemos lo otro y lo decía de tal forma que no me ofendía, aún así le
pregunté:
—Sargento, me llamo Doménico, ¿por qué me llama Pajarito?
—¡Pisha!, porque debes ser hijo de un pájaro muy grande para hacer una
visita, solo y sin uniforme.
—¡Ja, ja, ja!, no, no soy hijo de…, bueno, dejémoslo.
—¿No te habrás enfadado, verdad?
—No sargento, esté tranquilo y quedo muy agradecido por su amabilidad.
Una vez terminada «la visita» me llevó de nuevo al bar de oficiales
entregándome al comandante, eso sí, con un fuerte taconazo y un saludo de
esos que solo había visto en el cine. El aspecto del sargento había cambiado,
ya no se presentaba tan alegre y dicharachero, al contrario, daba la impresión
de ser un tipo duro.
De vuelta a casa, el señor Figueroa inició la conversación con una
apología mesurada pero llena de entusiasmo sobre el Ejército y la vida
castrense. Su idea era que me fuera a la Academia de Zaragoza e hiciera
carrera militar, y él trataría de facilitarme la entrada. Cuando terminó su
discurso, me preguntó:
—Y bien Doménico, ¿cuál es tu opinión?
No sabía encontrar las palabras adecuadas para no ofender a la persona
que tanto había hecho por mí; lo quería de verdad, a él y a su esposa, pero yo
odiaba todo aquello que me recordara a mi padre y estaba claro que los
uniformes militares lo hacían. No ingresaría en el Ejército.
—Usted sabe el respeto y el amor que le tengo, pero no puedo aceptar la
idea de ingresar en el Ejército. Pensar que puedo ser militar y comportarme
como lo hizo mi padre en su día, me pone enfermo. Lo siento señor Figueroa,
pero no seré militar.
Lejos de enfadarse se mostró generoso y con una gran sonrisa, que hacía
que el bigote negro y estrecho le diera un tono solemne, me dijo:
—Si hubiera sido padre, hubiera querido lo mejor para mi hijo y creyendo
que lo mejor es dar la vida a la Patria, habría tratado de convencerle y le

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habría aconsejado lo mismo que a ti. Pero ya soy mayor y la grave
enfermedad de mi mujer me hace ver las cosas de otra forma. Son muchas las
horas que paso con ella, sin hablar con nadie y eso me hace pensar si todo lo
que hemos hecho está del todo bien. Creo que debes hacer lo que más
felicidad creas que te reportará.
—Gracias, mi comandante, le dije sonriendo. Sonó una fuerte carcajada a
la cual yo también me uní.
Aquello me unió aún más al comandante. Fue una persona buena y muy
humana, nunca lo olvidaré.
Cuando dejamos de reír me dijo:
—Por cierto, Doménico, sabes que el capitán Esteras ha tenido a bien la
idea de que su mujer te enseñe inglés. Ya te diré cuándo comenzaréis las
clases. Su nombre es Julia y es una joven muy guapa.
—Gracias señor Figueroa y ¿cuánto me cobrará?
—¡Ah! No te preocupes, de eso ya me encargo yo.
—Muchas gracias.

Respecto de la chica de Madrid, Sonia, nos estuvimos escribiendo, yo lo


hacía casi todos los días. Estábamos muy ilusionados con que llegara octubre
y poder vernos en Madrid. Me decía que no había conocido a ningún chico
como yo y que lo que hice en defensa de aquella señora era de valientes y por
eso me quería más y que nunca me dejaría.
Avanzaba el verano y yo continuaba con mi trabajo y mis clases de inglés
en casa del capitán Esteras. Era efectivamente, su mujer Julia, muy guapa,
tendría unos treinta años y era de Córdoba. Sus ojos eran grandes y del color
de la miel; su pelo, hasta la cintura le llegaba, y era de color negro azabache.
Tenía la cara casi redonda y la piel se adivinaba suave y de color moreno.
Con todo, lo que más gustaba de ella era su eterna sonrisa.
Y así llegamos al día de la Virgen de la Ascensión. Amaneció nublado,
señal de que no pegaría tanto el sol, aunque seguro que la humedad me
afectaría.
Recogí a mi grupo en la Puerta Bisagra y entre explicaciones
arquitectónicas e historias de las Leyendas de Toledo se me fue la mañana.
Fue un grupo generoso, pues me dieron buenas propinas. Es verdad que ese
trabajo daba facilidades para conocer chicas y flirtear, pero estaba locamente
enamorado de Sonia, mi primer amor.

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Me despedí de ellos en la puerta de la catedral y marché a casa a comer; a
las cinco tenía otro grupo. Al pasar por la Plaza de Zocodover, me pareció ver
sentado en una terraza al chico con el que Sonia había tonteado la noche del
infortunio en el kiosco del río. Sentada frente a él y de espaldas a mí, había
una chica, con el pelo corto y pelirrojo, que por detrás parecía Sonia. La duda
me hizo jugar a detective, entré al bar por la primera puerta y desde allí pude
observar sin ser visto.

………………………………………
—A veces es mejor que las cosas te las den resueltas a comprobarlas tú
mismo; le aseguro que es una verdadera tragedia adelantarte a los
acontecimientos. No quiero con ello culpar ahora a esa chica de lo que pasó.
—Sí, es mejor que no lo haga. Dios escribe recto con renglones torcidos,
somos nosotros los que elegimos. Usted, por lo que le oigo, eligió el camino
del dolor y del odio a todo el mundo. ¿Quién era la chica?
………………………………………

Era Sonia, estaba radiante, unas grandes gafas de sol impedían ver sus
ojos. Se reían, miré sus manos y en ella tenía una carta; en la mesa había un
sobre. Era un sobre especial, con corazones pintados. Se lo envié yo, por lo
que supuse que la carta era mía, nuestra y se la estaba leyendo a un
desconocido. Se tomaron de la mano y él le hizo una caricia en la cara.
Me quedé completamente abatido, salí del bar con la rabia contenida y los
ojos anegados de lágrimas. Encaminé mis pasos hacia ninguna parte, quise
buscar refugio en la soledad a tanto dolor.
Llegué a casa, tuve suerte de que no había nadie. En una nota, mi madre
decía haber ido a visitar a la señora Socorro, pues estaba muy enferma.
Apenas pude probar bocado. Me eché un poco. De nuevo mi mundo se caía.
Me di una ducha y marché para la catedral, tenía otro grupo de visita. Decidí
cambiar el itinerario, aunque fuera más largo, y así evitar pasar por la Plaza
de Zocodover.
Pasé una tarde horrible, para nada acertado. Los guiris me miraban
asombrados, probablemente por la cantidad de tonterías que debí decir y el
poco ánimo que transmitían para convencer de lo que contaba. Lo noté en las
propinas o mejor en la escasez de estas.

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Serían las ocho y media cuando dejé el grupo, sin darme cuenta y aún
absorto en mis pensamientos, orienté mi destino hacia el Callejón de los
Muertos. Por primera vez en cuatro años había vuelto. No así mi madre que,
según me contaba, había ido en alguna ocasión.
Instintivamente llamé, pero no había nadie. Deseé tener las llaves y
encerrarme allí. Quería estar solo. Seguí deambulando por la zona. Nada me
era familiar, parecía que estaba en otra ciudad. Un bar me encontré y pedí un
cubata, me lo bebí de un trago. El camarero se dio cuenta y me comentó:
—Mucha sed, ¡eh, chaval! ¿Te pongo otro?
—Sí, por favor. Gracias —le dije cuando me lo sirvió.
Sería media noche, cuando vi pasar a alguien muy conocido para mí. No
llegó a entrar pues el camarero le dijo que allí no tenía nada que hacer.
Balbuceando, al darse la vuelta, le dijo algo parecido a ¡hijo de puta!
—¿Qué has dicho? Me cago en tu puta madre —respondió con mucha
agresividad el camarero. Otro cliente le dijo al camarero:
—Olvídalo Pepe, ese es un perdido y se ha ido.
Los pocos que había en el bar coincidieron con el comentario y él se
retuvo, tiró la bayeta contra la barra con tanta fuerza que estuvo unos
momentos pegada en un lateral. Pagué y me marché.
Una vez fuera, no me lo podía creer, el borracho era el mismo que un mes
antes me había sacado una navaja. Hay días que mejor uno no debería
levantarse, pensé. O, quizás fuese una señal para cobrar mi juramento. Sea lo
que fuere, eché a andar tras él hasta que lo vi, bajaba por la calle Miguel de
Cervantes, iba dando tumbos. Al oír mis pasos se paró y giró con rapidez.
—¿Tienes fuego? —acerté a oír.
—No señor, no fumo, —afirmé.
No me reconoció y eso me daba ventaja, mi plan ya estaba en marcha,
solo faltaba encontrar el momento. Las calles estaban vacías, así que le dije:
—¿Sabe dónde se puede tomar algo?
—Más allá, hacia la muralla, en el paseo del antiguo cementerio hay un
bar de putas. Si me pagas una copa te llevo.
—Por supuesto que le invito.
No le di tiempo a nada, al pasar por la parte alta del barranco, en el
mirador de la cuesta de los Doce Cantos, por donde Turriano elevó su artificio
para transportar agua desde el Tajo al Alcázar, lo cogí de la parte de atrás del

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pantalón con una mano y con la otra por el cuello de la camisa y con toda mi
fuerza lo levanté y lo lancé al vacío. Nadie me vio, así que me fui para mi
casa con la sensación del trabajo bien hecho.
Cené tranquilo. Besé a mi madre y antes de que me preguntara por la hora
le conté que me había entretenido con otros guías.
—Debes usar gafas de sol —me dijo—; traes los ojos muy rojos.
—Me compraré unas, tienes razón como siempre, mamá.
Intenté dormir pero no pude, fue todo tan violento, lo de Sonia y lo de ese
hombre. Estaba convencido de haber hecho justicia, ya no volvería a maltratar
a ninguna mujer. La viuda le echaría en falta, su hijo crecería sin padre, feliz,
al no ver cómo pegaba a su madre y quizás también a él. Con el tiempo ambos
darían gracias a Dios por habérselo llevado.
No había en mí ningún signo de arrepentimiento por haberlo ajusticiado a
mi manera. Pensé que Dios me había nombrado su brazo ejecutor. La justicia
humana no entraba en los malos tratos, las leyes protegían al hombre más que
a la mujer.

………………………………………
—Como le dije eran tiempos difíciles, así que había que buscar
soluciones por otros derroteros; si con algo no estaba conforme fue con
haberlo ejecutado sin haberle dicho por qué. Creo que es inhumano eliminar
a alguien sin decirle la causa de su crimen.
—Mata a un inocente, a un enfermo y lo único que le preocupa es no
haberle dicho el porqué. ¿Es eso lo que únicamente le provocaba malestar?
—Sí, solo eso. Usted no se entera de nada.
—¿¿¿……???
—Oiga, ¿por qué me mira así?
—Cálmese, ¿quiere? ¡Dios bendito!, continúe.
………………………………………

Días después leí la noticia en El Caso, un periódico dedicado a cubrir


noticias sobre todo tipo de sucesos, relacionados con muertes raras,
desapariciones, etc. Estaba en la segunda hoja, era una escueta y breve nota
de prensa: «Un hombre aparece muerto en Toledo, en el fondo de un

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barranco junto a la muralla. La policía cree que pudo haberse caído pues iba
totalmente ebrio. La familia…».

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Capítulo 4

Julia

«Hay siempre un poco de locura en el amor.


Mas también hay siempre un poco de
razón en la locura».

Friedrich Nietzsche

El dolor y el amor llegan juntos. Se cierra una ventana y se abre una


puerta.
Por la tarde mi madre llegó pronto a casa con lágrimas de verdadero
dolor, me abrazó y pude entender a duras penas que la mujer del comandante
había muerto.
—Dios se la ha llevado con él —me dijo.
Lloré como si fuera sangre de mi sangre, hizo mucho por nosotros y
gracias a ella nuestra vida fue un poco más fácil.
El funeral fue de lo más espectacular que yo hubiera visto nunca, tantos
militares vestidos de gala, con sus medallas y sables. Entre todos hacían que
aquello no pareciera un entierro. La catedral se quedó pequeña, los
extranjeros no sabían ni acertaban a entender qué ocurría. Yo iba vestido con
un traje negro que el comandante me había dejado, camisa blanca y corbata
negra. Mi madre se encargó de hacerme el nudo. Ella vestía de luto riguroso
con velo incluido. Tratamos de ponernos cerca del féretro, pero todo estaba
ocupado por las autoridades. Entonces el comandante se giró como si
estuviera esperándonos y nos hizo una señal para que nos pusiéramos a su
lado.
El oficio fue dirigido por el Arzobispo de Toledo; la señora Socorro era
muy conocida en esta Diócesis por su misericordia y espíritu religioso, no
había acto humanitario en la ciudad en el que ella no hubiera participado.
Fueron las palabras del capellán de la Academia las que nos hicieron llorar,
era muy amigo del comandante y de su esposa; la homilía fue solemne, sus

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palabras salieron de lo más profundo de su corazón, llorando, hizo que la
catedral enmudeciera.
El altar estaba repleto de flores y coronas de todas partes y estilos.
Desprendían olores unas y otras, que al mezclarse convertían la atmósfera en
una agradable explosión de aromas para los sentidos.
Marchamos hacia el cementerio y allí fue cuando el dolor y la rabia
afloraron a los ojos y el semblante del comandante, solo le oía decir:
—¿Por qué, Señor?. ¿Por qué a ella y no a mí?
Con las últimas paladas de tierra se agarró a mi brazo, yo le abracé y
juntos lloramos. Nunca pensé que un hombre de honor, tan digno, a la vez
fuera tan frágil. Balbuceaba a duras penas frases entrecortadas, la que más
repetía era:
—Gracias hijo, ella siempre te quiso como aquel que nunca tuvo.
Fueron muchas las personas que, al estar con el comandante, me hicieron
el saludo y dieron las condolencias; pensarían que era de la familia.
La mujer del capitán Esteras me abrazó y besó con dulzura, sentí como
sus pechos turgentes se hundían en mi cuerpo. Su aliento, su perfume, el
aroma de su piel me embriagaron; aun así, fueron sus palabras las que
desorganizaron mi cerebro; no era el momento pero me sentí turbado. No
alcanzaba a entender lo que me había susurrado al oído.
—No sufras mi niño, yo ocuparé su lugar y no olvides que mañana
tenemos clase.
Aquella noche, como casi todas, no me resultó fácil conciliar el sueño
entre el calor y todo lo vivido el día anterior. Me preguntaba por qué Julia me
habría abrazado y besado de esa forma, ella sabía que no soy familia de la
señora Socorro.
Puntual como siempre, pero nervioso y excitado como nunca, acudí a mi
cita con el inglés. Me recibió Julia. Me quedé mudo, ¡jamás la había visto tan
guapa! O, al menos, nunca me había percatado de ello.
Llevaba el pelo recogido en un moño, dejando libre el cuello más bonito
que haya visto; es elegante, poderoso, de piel suave y blanca. Su rostro es
todo amor, con esa sonrisa natural que transmite paz. Debió darse cuenta de
mi estado de aflicción y cogiéndome de la mano me dijo:
—¿Pero es que no piensas dar clases hoy? Anda, chiquillo, pasa que te he
preparado un café con hielo o ¿prefieres mejor un vaso de gazpacho de mi
tierra?

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—Café, gracias —atiné a decir sin dejar de mirarla, a la vez con timidez y
con deseo.
Estuvimos hablando un buen rato, unas veces en inglés y otras en español.
Me contó cómo había cambiado su vida. En Córdoba eran felices, se casó
plenamente enamorada y con la ilusión de tener hijos, pero poco a poco la
pasión de su marido por ella se fue perdiendo hasta el punto de pensar más en
el ejército y en sus soldados que en sus deberes como esposo.
—¿Qué echa en falta, de su juventud?
—Echo en falta tumbarme en la terraza, sobre mi toalla azul, un azul color
del mar. Recuerdo los baños de sol que me daba después de comer. Es en los
meses de junio y de septiembre cuando el sol abrasador deja paso a un calor
agradable. Me ponía boca abajo; soñaba que los rayos me acariciaban como si
de olas se tratasen. De fondo oía sinfonías de Mozart, mi padre las ponía antes
de quedarse dormido.
Me quedé mirándola, no entendía cómo alguien que lo tenía todo pudiera
echar en falta algo tan sencillo. Ese era su don, su sencillez. Traté de sacarla
de sus recuerdos y le dije:
—Usted es muy guapa y joven, seguro que pronto volverá a verla como su
esposa. Entonces volverá a por su toalla y podrá volver a soñar que el mar la
acaricia.
—Gracias Doménico, eres muy agradable. ¿De verdad me encuentras
joven?
—Sí, señora Julia. Ya quisieran muchas chicas de mi edad ser tan
elegantes como usted. Su sonrisa y la expresión de su cara son muy
especiales.
—¡Chiquillo, qué cosas dices para tu edad!, eres un perfecto adulador.
Otra vez mis mejillas cambiaron de color, volví a sentirme incómodo pues
pensé que podría haberla ofendido. Miré el reloj, ya habían pasado las dos
horas establecidas; me tenía que marchar y eso me aliviaba a la vez que
molestaba. Por nada del mundo quería irme; estaba en una nube, no sabía qué
me ocurría pero era excitante.
Oímos un ruido de llaves que abrieron la puerta, apareciendo el capitán
Esteras; observé el cambio de sonrisa en Julia, parecía más molesta que alegre
por la llegada de su marido. Venía con una cartera y vestido con el uniforme
de militar, pero no con el traje que llevó al entierro de la señora Socorro. Me
percaté que parecía muy mayor, su rostro severo y sus ojos vidriosos, nada

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tenían que ver con los del día que lo conocí. Esos ojos ya los había visto
antes. ¿Pegaría a Julia? Me planteé esta cuestión varias veces. Sonó su voz
fuerte, autoritaria, preguntándome:
—¿Aún sigues aquí? Espero que aproveches bien el tiempo; el
comandante está muy interesado en tu formación y supongo que ahora, que se
ha quedado solo, serás su única preocupación.
—Sí, señor, la señora me exige mucho y yo estoy muy agradecido. Ya me
iba… Hasta el martes, señora Julia. Adiós, señor Esteras.
Sin mirarme encaminó sus pasos hacia el dormitorio, cerró la puerta tras
él y sus órdenes llegaban secas, como las que emite un martillo golpeando
sobre el yunque.
—¡Julia!: prepárame la ropa de campaña. Parto mañana a unas maniobras,
serán de cuatro días.
—Prometiste llevarme a Madrid este fin de semana.
—¿Prometer?, un militar solo puede prometer su amor y entrega a la
patria.
La miré y estaba muy triste, había cambiado su sonrisa, la alegría de su
cara, por otra de pena. Me dirigí hacia la puerta y ella salió a despedirme, una
vez en el umbral me giré para decirle adiós y entonces me dio un beso en la
cara y creí morir, otra vez rojo por la situación. No acerté a decir nada y no di
ni un paso cuando me volví y allí estaba, mirándome, con esa sonrisa de
ángel, de nuevo transformada, y le dije:
—¿Puedo venir mañana? —¡Joder!, pero qué he hecho, estoy loco, qué
atrevimiento—. Discúlpeme, por favor.
—¡Claro que puedes!, te estaré esperando a la misma hora. Anda, vete que
tengo muchas cosas que hacer y pensar.
Me guiñó un ojo y volvió para adentro, oí desde el otro lado el correr del
cerrojo. Salí corriendo como alma que lleva el diablo. En la calle resoplé y
una sonrisa pícara se dibujó en mi cara, estaba feliz. Creo que me estoy
volviendo a enamorar —pensé.
No había pasado una semana desde que sorprendí a Sonia con otro y ya la
había olvidado o, al menos, eso creía.

………………………………………
Ya sabe el dicho: ¨Un clavo saca otro clavo¨ y he de confesarle que en mi
caso era cierto.

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………………………………………

Hacía calor, así que en vez de irme a casa decidí acercarme al parque a
tomar un refresco y disfrutar del momento. Estaba sentado en una terraza
cuando llegó Rafa, hacía tiempo que no lo veía y nos dimos un caluroso
abrazo. Me cuenta que trabaja en un taller de coches y que está muy
ilusionado.
—¿Y sigues saliendo con Alicia? —le pregunté.
—Sí, y eso que era para unos días, ¿te acuerdas?
—Sí —le dije moviendo la cabeza. Hubo un momento de silencio y
entonces me preguntó por Sonia.
—Dice Alicia que has desaparecido, que no has vuelto a escribirle.
Le conté lo que había visto en la Plaza de Zocodover y que lo tuve tan
claro que no necesité pedirle explicaciones.
—¡Joder! Qué fuerte, yo me hubiera acercado y le habría dicho de todo,
¡por puta!
—Rafa, las cosas no se hacen así, la gente es libre de ir con quien quiera,
no se puede retener a nadie contra su voluntad.
—Es que tú eres demasiado bueno y la gente se aprovecha de ti, debes
espabilar. Si yo tuviera tu cuerpo y tu fuerza, a más de uno le daría de hostias.
Respondí con una sonrisa sarcástica. Rafa es buen chaval, un poco bruto
pero de gran corazón y muy amigo de sus amigos. Nos conocemos desde
niños, vivía en mi calle y, en alguna ocasión, tuve que defenderle pues
enseguida tiraba de puños.

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Capítulo 5

El Diario de Julia

«En toda historia de amor siempre hay algo que nos


acerca a la eternidad y a la esencia de la vida, porque
las historias de amor encierran en sí todos los
secretos del mundo».

Paulo Coelho

—Días después de llegar a Córdoba, Julia me escribió una carta a modo


de diario en donde me escribía todo lo que va a escuchar.
—¿Y qué hizo al respecto?
—Nada, no pude hacer nada. Me la entregaron años después.

—¿Quién?
—No adelantemos acontecimientos.
—Me parece bien.
—Si me permite voy a leerle lo que escribió esa noche cuando me fui.
………………………………………

Querido Doménico: con tu marcha me he quedado triste y a la vez feliz.


Mientras preparo la bolsa de campaña, no puedo dejar de cantar, ¿cómo podía
imaginar yo, que a mis treinta años alguien tan joven me hiciera sentir
mariposas en el estómago? También sé que soy mayor, sin embargo me haces
sentir como una niña.
Preparé la cena como de costumbre. A la hora exacta tenía que estar todo
en la mesa. Pero mi cara no reflejaba la alegría de mi corazón; él cenó
leyendo el periódico, yo pensando en ti; «un mes ha pasado desde aquella
tarde en que te abrí la puerta por primera vez, ¿sabes? Nunca me gustaron
los chicos rubios de ojos azules. Nunca entenderé cómo alguien se puede

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enamorar por una simple mirada, por una sonrisa, por muy tierna que sea.
Pero ya da igual… hay algo especial en ti que me tiene atrapada y que forma
parte de mí».
Terminamos de cenar y recogí la mesa, lavé los platos y pasé a
despedirme de mi marido con un ceremonial:
—Estoy cansada, me voy a dormir. ¿Te quedas? —por primera vez fui
feliz con la respuesta que deseaba oír.
—Sí querida, aún tengo que revisar parte de las órdenes de intendencia.
—No tardes mucho cariño —me acerqué a él y le di un beso en la frente.
Feliz, muy feliz me fui a la cama, en mi pensamiento había otras cosas
que me hacían temblar, vibrar; mientras me desnudaba notaba cómo mis
pechos se endurecían. Cuando me desperté, mi marido ya no estaba; no lo oí
acostarse ni tampoco cuando se fue, de todas formas eso ya era rutina y poco
importaba.
Entre sueños mi mente te trajo a mí, amado mío y comencé a recordar
cómo me quedé dormida pensando en ti, vida mía. Todo fue rápido como casi
siempre. Esta vez no acaricié mis pezones. Estaba muy húmeda, y suave, muy
suavemente exploré cada milímetro de mi sexo; luego con toda mi energía,
hasta que mi corazón empezó a trotar y una inyección de calor recorrió mi
cuerpo hasta sentirlo en las mejillas. ¡Qué placer! Me quedé dormida en
cuestión de segundos no sin antes decirte en voz alta: «te quiero». ¿No me
oíste?
No, no estoy loca ¿o sí?, —me pregunto—. Y si lo estoy es de deseo, te
deseo tanto que me duele pensarlo. Y así, soñando contigo, volví a quedarme
dormida de nuevo.

………………………………………
—¿Está llorando Doménico?
—Sí, es una carta de amor sin límites y yo no la creí, de haberlo sabido
quizás hubiese podido evitar lo que le ocurrió.
—Tampoco lo sabía, así que no se culpe por ello.
—Gracias.
………………………………………

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Mamá Vega se alegró cuando llegué temprano a cenar, sobre todo por mi
sonrisa, llevaba días muy triste, preocupado. A ella no le hacía falta que le
contara nada pues como madre y como mujer, sabía que algo relacionado con
el corazón me ocurría.
Yo he sido siempre muy discreto y prudente, aunque bastante
extrovertido. De esta forma fingía ante los demás mi verdadero estado de
ánimo, por supuesto también ante mi madre, quizás más con ella que con
nadie pues no podía permitir que sufriera por nada. Así que ante ella todo iba
siempre bien. Decidí que por nada del mundo le contaría que me había
enamorado de mi profesora de inglés, no solo por su edad sino también por
estar casada, lo cual le daría a un plus de preocupación.
No me importaba que Julia me rechazara por ser demasiado joven o por
estar casada, solo quería volverla a ver y a soñar con esos besos que me había
dado. Esos momentos con ella nadie me los podría robar, eran míos y
conmigo irían siempre.
Curioso es que, según lo escrito por ella en su diario, conforme avanzaba
el día, cada uno por nuestro lado, estábamos igual de nerviosos. Casi a la
misma hora, ambos comimos por separado, pero en nuestro corazón
estábamos juntos.
Los mismos pensamientos que yo tenía se dibujaban en su cerebro y ella
también temía ser rechazada por mí.

………………………………………
Permítame leer lo que escribió ese día:
«Dios mío tú sabes que no es una aventura ni un capricho, es amor lo que
siento por Doménico y nada me importa en estos momentos que no sea el
saber que en horas lo tendré ante mí.
Cariño, después de arreglar la casa, me di una vuelta por el armario, —
me pregunto— ¿Cómo te gustaría verme?
Empiezo por el cabello, busco una imagen juvenil, abro cajones buscando
algo que no sea la ropa tipo lady inglesa que visto habitualmente para
parecer más mayor y así no hacer resaltar la diferencia de edad entre Jesús y
yo. Ahora en cambio, busco lo contrario para que me veas joven y alegre. Te
quiero».
………………………………………

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Julia recibió una educación religiosa muy austera y disciplinada en el
colegio Esclavas del Sagrado Corazón de Córdoba; era una entusiasta con los
deberes parroquiales, quizás influida por su educación ferviente en el amor a
Dios o en la amistad y el carácter de la señora Socorro. Siempre vestía de
modo recatado, faldas largas o trajes de chaqueta, con colores poco llamativos
y nunca usaba maquillaje. De ahí su entusiasmo e interés en buscar ropa
distinta de su fondo de armario.
Después de comer me duché y rasuré con la navaja que se dejó mi padre,
tiré de vaqueros y lo acompañé de una camisa azul; quizás usé demasiada
colonia, pues mamá Vega me dijo que con tanto perfume en vez de
conquistarla la emborracharía. Nos reímos y le dije:
—Que listas sois las madres.
Me respondió con una sonrisa de complicidad.
Antes de salir de la habitación me eché la última ojeada en el espejo del
armario y observé que el cuello lo llevaba desnudo y conociendo el carácter
religioso de Julia seguro que le gustaría verme con algún símbolo cristiano,
—acerté a pensar—. Eso me suponía un contratiempo pues no tenía ninguna
medalla, ni cruz, debido a que soy agnóstico, entonces me acordé de la
medalla que había en la caja metálica; dudé en ponérmela pues su
procedencia me resultaba desagradable. Tras un rato pensando decidí hacerlo.
Busqué en el fondo de mi armario y saqué la caja oxidada, con mucho recelo
la abrí y allí estaba envuelta, como oro en paño. La tomé y la miré por
primera vez con interés. Por una cara tenía una imagen de Santiago el
Apóstol. En una mano llevaba una cruz y en la otra una espada. El reverso
presentaba una frase en latín, por lo que di por hecho que sería un símbolo
cristiano y me la puse.
Al ir a despedirme de mamá Vega, se me quedó mirando y me dijo:
—¿Dónde vas Don Juan?, pensé que irías a la piscina, ¿hoy qué, no tienes
clases de inglés?
—¡Ya!, verás mamá… esto… he quedado con Rafa.
—¡Mmm!, muy guapo te has puesto para ver a tu amigo que está
trabajando y no termina hasta dentro de tres horas.
—¡Mamáa! —le dije en un tono burlón sacando los labios juntos hacia
afuera.
—Sé bueno y respétala.
—¡Sí!, lo haré.

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De mi casa a la de Julia no había ni dos minutos, así que crucé el parque
para despistar a mi madre, pues seguro que se asomaría a la ventana tratando
de ver hacia dónde dirigía mis pasos.
Una vez que entendí que había despistado a mi observadora especial, me
encaminé a casa de Julia. Ahora sí que estaba nervioso. Hacía mucho calor y
por la espalda me corría un sudor frío. Llamé con mucho miedo por si su
marido aún no hubiera partido de maniobras. Mis dudas y miedos quedaron
resueltos al momento. Se abrió la puerta y allí estaba ella, resplandeciente, su
mirada profunda, brillante; su sonrisa sincera, cautivadora, se dirigió a mí,
saludándome; su boca pareció dibujar un corazón; vestía una camiseta
ajustada que resaltaba sus pechos, una cruz de oro de fino grosor con un
Cristo colgaba de su cuello de cisne, unos pendientes pequeños de oro
adornaban el lóbulo de sus orejas, y unas manoletinas, del mismo color que
los vaqueros, cubrían sus pies.
—Pasa, Doménico ¡Pero qué bien hueles, chico!
—Gracias, y usted está muy guapa.
—¡Ay! Chiquillo, qué cosas me dices. Venga, vamos a tomar algo
fresquito, ¿qué te apetece?
—No lo sé, ¿qué beberá usted?
—Pues mira, prepararé algo que me recuerda a mis años de juventud.
—No diga eso señora Julia, usted es muy joven.
—Pues, si lo soy ¿por qué me hablas de usted?, deberías tutearme si de
verdad me ves joven. Además, somos amigos y los amigos no se hablan de
usted, ¿no crees?
—Sí, señora Julia, perdón Julia.
—Mejor así. ¿Entonces te apetece un refresco de mi tierra?
—¡Sí claro!, —dije nervioso con sensación de estar haciendo el gilipollas.
Me devolvió otra de sus sonrisas y marchó hacia la cocina. Aproveché
para relajarme, eran demasiadas sensaciones de torpeza en mi
comportamiento lo que me tenía en un estado de ansiedad. Di una ojeada
rápida por el salón, las ventanas abiertas y las persianas bajadas; un potente
ventilador hacía correr el aire y parecer que la sensación térmica fuese más
suave, menos sofocante; tranquilamente, fui adaptando la vista a la poca luz
que había en el salón.
Regresó con dos vasos llenos de hielo y del mueble bar sacó dos botellas.
Echó de la primera de ellas en los vasos hasta un tercio de su altura, y a

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continuación lo rellenó con la otra. Todo lo removió con una cuchara. Está
dulce, buenísimo, pensé.
—¿Qué es Julia?, —pregunté, diciendo su nombre con miedo.
—Vodka con granadina. ¿Te gusta?
—Sí —asentí con una sonrisa.
—Pues bebe, que voy a por más hielo y nos preparamos otro.
Antes de salir se dirigió al mueble y conectó el tocadiscos, miró los discos
que tenía y puso uno de Adamo.
—Espero que te guste, a mí me chifla. Ahora vuelvo con algo para picar y
más hielo.
Me bebí mi copa de dos tragos y ella tanto de lo mismo; preparó otra copa
y se sentó a mi lado en un sofá de tres plazas lleno de cojines, los tiró hacia el
sillón de enfrente, eran de color marrón con estampados de flores color
amarillo, a juego con las cortinas.
No paramos de hablar —más bien ella era la más habladora, pues yo solo
sabía mirarla, a veces a los ojos, cuando creía que no se daba cuenta, a los
pechos. Me contó lo poco que le importaba ya su marido, alegrándose que se
hubiera marchado y sobre todo que yo estuviera allí en esos momentos de
soledad. Se sentía muy sola y con la sensación de estar abandonada— me
siguió contando—. Yo no sabía dónde mirar ya, cuando sus ojos se me
clavaban; de improviso, tomándome del brazo me pidió que bailara con ella.
—No sé bailar —le dije con mucho miedo.
—¿No? Pues ya es hora que un chico tan guapo aprenda.
Rodeó mi cuello con sus brazos y yo su cintura con los míos, como decía
la canción:
—Ahora, déjate llevar —me dijo.
Su aliento fresco, el olor de su piel hidratada con aceite me llegaba hasta
lo más profundo; sus manos suaves, delicadas jugaban con mis cabellos.
Llevado por la inercia del momento acerqué mis labios a su cara, despacio
como si no quisiera tocarla, besé sus mejillas, sus oídos, lentamente fui hacia
el entorno de su cuello, dándole pequeños mordiscos con los labios, al mismo
tiempo mis manos apretaban su cuerpo contra el mío, notando cómo ella hacía
lo mismo; como si quisiéramos fundirnos en uno solo.
Sonaba la música, el tiempo se detenía y yo hacía mías las letras de las
canciones que oíamos:

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Y mis manos en tu cintura
pero mírame con dulzor
porque tendrás la aventura…

Me dejaba llevar, estaba en un estado de embriaguez por la atmósfera de


amor y sexo que había en el ambiente, parecía que estuviéramos flotando, era
un universo donde solo cabía el deseo, donde si nuestras fantasías se hacían
realidad, entonces estaríamos preparados a tener más y más imaginación para
que aquello no fuera una utopía.
De pronto nuestros labios se encontraron, la miré como pidiendo
autorización, ella me sonrió y cerró sus ojos, yo hice lo propio. Fue un beso
largo, con ímpetu, salvaje. Mis manos recorrían pausadamente su espalda,
nuestras bocas seguían pegadas y solo se separaban para tomar bocanadas de
aire caliente movido por el ventilador que, en su alocado girar, parecía estar
disfrutando también de ese momento mágico.
De pie, en el centro del salón, comencé a deslizar mis dedos por dentro de
su camiseta. Julia disfrutaba del momento, su respiración eran suspiros
entrecortados y mostraba el deseo de que continuara subiendo. Entonces
intenté quitarle el sujetador. Mi impericia hizo que me retirara las manos. Nos
separamos, se me quedó mirando y me dijo:
—¿No vas muy deprisa?, ¡por Dios, Doménico! ¿Qué estamos haciendo?,
estoy casada. Si se entera mi marido nos mata.
Me quedé petrificado, no había palabras, ni gestos, que pudieran sacarme
de esa situación de congoja. De nuevo me sentí turbado y con ganas de salir
corriendo, desaparecer.
—No, mi niño —me dijo, notando y viendo el estado en el que me había
quedado—. No te aturdas, he sido yo. En mi soledad, en mis sueños ocultos te
he empujado hacia una aventura, quizás solo deseada por mí. Me muero de
ganas de verte, tocarte, acariciarte. No he conocido otro hombre distinto a mi
esposo, pero en mis sueños, en mis fantasías, solo estás tú y ahora no se qué
hacer.
—Te amo Julia, no quiero que esto sea efímero, un simple calentón de
verano. Es una locura sí, pero de amor; no es solo sexo. Si lo deseas te
esperaré, sabré guardar silencio sobre lo nuestro. Nadie sabrá nunca nada,
antes morir que herir tu honorabilidad.
—Te adoro, mi niño precioso. Son las palabras más bonitas que jamás
haya oído ninguna amante.

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Dos segundos, tres quizás, y nos abrazamos con pasión y fuerza, pero mis
brazos y manos eran todo delicadeza cuando recorren su espalda. No había
luz en el salón, solo podíamos vernos con la que nos llegaba, de manera muy
tenue, a través de la ventana de la calle, colándose de forma furtiva por los
agujeros de las persianas bajadas. Solo podía ver nuestras figuras chinescas en
la pared, pero sentía que me miraba y nuestras bocas se deseaban. Cómo me
gustaba besarla, morderla, saborearla, beber de su boca.
Me cogió de las manos y me llevó a su habitación; no sé si me desnudó o
me desnudé. Desde el salón llegaban las melodías de Adamo
Tu amor de noche me llegó
Y un claro día se me fue
Maldigo el sol que se llevó…

—Ya solo lo escucharé contigo… —me susurraba Julia—. Eres especial,


quiero que me tomes por la cintura, que me muevas al compás de la música,
sentir que mi cuerpo es tuyo.
Aprecié cómo se desnudaba y se tendía sobre mí. Tan solo unas pequeñas
bragas tapaban su lugar más íntimo. Comencé a besar su cuerpo con frenesí,
como si se tratara de saber cuánto tiempo se tarda en besar un cuerpo desnudo
entero; poniendo su mano en mi boca, me dijo con voz ahogada:
—Quiero que me devores con ternura. Quiero sentir tu lengua en mis
pechos y me vuelvas loca. ¡Sí!, así, primero uno luego el otro. No corras, mi
niño. Tú los quieres y ellos te adoran. Sabes que ardo en deseos de que me
tomes, de que bajes a apagar mi fuego. Me duele tanto placer. Tu lengua es
como un bálsamo y no puedo reprimir más mis gemidos.
Yo solo hacía lo que ella me pedía. Con brusquedad me dio la vuelta y
sujetó los brazos por las muñecas, comenzó a besarme todo el cuerpo,
primero los ojos, cerrándolos con sus labios, sentí su alma en mi cerebro;
luego la boca, el cuello, la sangre fluía con vertiginoso ritmo; permanecí
inmóvil; sus manos en mi pecho, el vientre…, continuaba besándome,
mordisqueándome, siguió bajando, sentí la humedad de su lengua alrededor
de mi sexo, luego lo introdujo en su boca, sus labios lo retuvieron; mi corazón
latía, mi respiración quedó suspendida, por momentos creí morir, iba a
estallar. Se dio cuenta y la retiró, era como un castigo por mi precocidad,
cuando creyó que se habían apagado las ganas de eyacular, se subió encima
de mí, levantó sus caderas, las bajó; sus manos elevaban mi cabeza para que
besase sus pechos. Juntos iniciamos el trayecto final, aquel en el que los
amantes alcanzan el clímax al mismo tiempo. Sus gritos me llevaron hacia

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una situación en la que no sabía si ser delicado o salvaje. Sus uñas se clavaron
en mi pecho, llevándose jirones de mi piel.
Nos quedamos tendidos uno junto al otro, su cabeza recostada sobre mí;
desde mi posición, en penumbra, trataba de ver toda su figura desnuda, ya no
llegaba luz del exterior a través de los agujeros de la persiana, solo del salón
unos rayos de una lámpara que dejó encendida. El ventilador seguía con su
rotación monótona y el aire caliente que movía nos reconfortaba y se
agradecía.
Su mano jugaba con mi medalla, entonces encendió la lámpara de la
mesita. Ante mí, su cuerpo desnudo, era lo más bello. Inclinó su cabeza hacia
mi pecho, tomó la medalla y la miró…, miró el reloj y sin soltar la medalla
me preguntó:
—¿Quién te ha regalado esta medalla tan bonita?
Por ese instinto y esa desconfianza hacia todo, que ha ido creciendo en mí
desde mi más tierna infancia, respondí que me la había encontrado.
—¿Te la encontraste? O es un regalo de alguna chica que no me quieres
contar.
—No, en serio. La encontré un día cerca de la catedral.
—Creo que me estás ocultando algo. Esa medalla es especial, mi marido
tiene una igual.
—¿No pensarás que se la he robado?
—No, no te creo capaz de eso, Doménico. Es tarde, tienes que irte.
Procura no encender la luz de la escalera.

………………………………………
—Señor Aspartana, creo que se está desviando del asunto por el que nos
encontramos aquí, ¿de verdad cree necesario que me tiene que contar esta
parte íntima de su relación, para saber a cuántos y por qué los asesinó?
—Sí, lo creo y por eso se lo cuento, quiero que sepa que entre ella y yo no
era solo sexo sino que era amor lo que existía. Así que continúo. Se lo debo a
ella. Tenga paciencia.
………………………………………

Nunca hubiese pensado que Julia tuviera tanta experiencia en esta materia.
Quizás su forma de vestir o quizás por ser tan religiosa y educada, me

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llevaron a juzgarla antes de tiempo y de forma equivocada, de lo cual me
alegro.
Me vestí rápido y decidí salir, cuando ella, ahora cubierta por una sábana,
se me abrazó; me pidió disculpas por ser tan brusca.
—Te quiero mi niño —me dijo— pero ahora te tienes que marchar y por
favor no cuentes nada a nadie.
—No lo haré, queda tranquila.
Nos volvimos a besar y nos despedimos con un hasta luego.
Nadie me vio salir, así evité tener que dar explicaciones. Me fui feliz, muy
feliz. Creo que estaba locamente enamorado, sentía cosas distintas a las que
sentía con Sonia. No quería irme a casa, me hubiera gustado pregonarlo a los
cuatro vientos, es un decir, pues no había ni una brizna de aire. El calor en la
calle era sofocante. Me apetecía tomar algo. De repente en mi cerebro
apareció su silueta con los vasos en la mano, creándome la necesidad de beber
un vodka con granadina. De esa forma ella estaría a mi lado —me dije.

………………………………………
Del diario de Julia.

Hola cariño: Ya te has ido pero noto que estás aquí conmigo, me he dado
una ducha y aún sigue tu olor en mi piel. Es tarde, cerca de las diez, intentaré
dormir, pero no sola, estarás conmigo. Soy muy feliz, lo noto en mi cara, ante
el espejo, mañana te escribiré más.
Anoche llamó Jesús, mi marido, me despertó, creí que serías tú. Me
asustó, tengo miedo. Te escribiré todo por si algún día lo necesitas. Esta fue
la conversación que tuvimos:
—¡Sí, dígame!
—Soy yo, ¿has averiguado algo?
Vacilé un momento en responder.
—No gran cosa, quizás en otra reunión. Estuvo poco tiempo, había
quedado con la pandilla. Me percaté de que llevaba colgada la medalla de la
Hermandad, me dijo que se la había encontrado. Al contrario que las
vuestras lleva una inscripción por detrás.
—¿Una inscripción? ¿Y qué decía?
—No pude leerla, estaba en latín y no quise agobiarle.

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—Te tenía por mejor actriz, debes leerla y averiguar dónde está su padre.
—Lo haré, no te preocupes, pero me consta que el chico cree que está
muerto.
—Puede fingir el muchacho; nos queda poco tiempo y la organización no
quiere errores.
—Entiendo, ¿algo más?
—No, ya te llamare. ¡Adiós!
—¡Adiós!
………………………………………

Mientras eso había ocurrido en casa de Julia, yo continuaba relajado en el


parque, saboreando mi copa, ajeno a todo, pensando en ella, en mí, en los dos.
Cogí una servilleta para limpiarme el sudor del cuello y reparé en la cadena y
a continuación en la medalla. Me la quité y la miré despacio, intentando leer
la inscripción pero no tenía ni pijotera idea de latín para ese nivel, lo aprobé
para salir del paso y punto. Siempre fui de ciencias.
En cualquier caso, me llamó poderosamente la atención la observación de
Julia; palabras como «es especial», «mi marido tiene una igual», «me ocultas
algo», resonaban en mis oídos. ¿Qué habría querido decirme? ¿Por qué de
repente tanta prisa porque me marchara? Pienso que estuve acertado en no
confiar mi secreto, si la medalla escondía algún turbio desenlace mejor callar
su procedencia. Pagué y marché a dormir, ya era tarde.
Me desperté todo empapado en sudor, el aire que entraba por las ventanas
era caliente, de bochorno; puse el ventilador y al menos noté una pequeña
mejoría en el ambiente seco de mi habitación, provocado por falta de
humedad tanto dentro como fuera. De la calle me llegaban ruidos emitidos
por los últimos en recogerse. Temía esos momentos de soledad; cuando
cerraba los ojos mi mente se llenaba de recuerdos de mi infancia. Lloraba en
silencio por mí y por mi madre y desafiaba a Dios por permitir el mal contra
los inocentes. Ponía en duda su existencia y le retaba a que me mostrara un
simple acto de su bondad.

………………………………………
Leo del Diario de Julia.

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Son las cinco de la tarde y ya estoy preparada para recibirte, mi niño, mi
amor secreto, mi único gran amor. Te retrasas. Miro de nuevo el reloj,
¿sabes?, es un regalo que me hicieron mis padres el día de mi licenciatura,
me trae recuerdos de una etapa en la que era feliz, compruebo que va bien
comparándolo con el de pared del salón. Ha pasado una hora y pierdo toda
esperanza de oír el timbre que me haga pensar que eres tú el que está al otro
lado de la puerta. Intento recordar qué ocurrió para que no hayas vuelto ¡Sí!,
quizás fui muy brusca al decirte que te fueras. Ahora recuerdo que no
quedamos ¡Maldita sea! Lo que prometía ser otro encuentro de amor se
convierte en una tarde intranquila de dudas, de dudas de ti hacia mí.
Me he cambiado de ropa y me tumbo en la cama, pienso en ti, escribo,
proyecto todo el aire del ventilador hacia mi cuerpo semidesnudo. Antes de
quedarme dormida mi mente te habla, mis pensamientos están contigo y con
ellos me dormiré, a ti te hablo como si estuvieras oyéndome…
Mi niño, mi querido Doménico estoy sola en casa, no sé por cuánto
tiempo. Te he extrañado mi amor. Deseo que me dejen estar contigo el tiempo
suficiente para decirte eso que hace tiempo quiero que sepas…
Me quedé dormida pensando en ti, en mi niño hombre, hablándote. Sonó
el teléfono, salté de la cama con una agilidad increíble, pensaba que eras tú.
—¡Sí!; —mi voz era dulce, un susurro de amor para ti.
—¿Dónde estabas que has tardado tanto en descolgar?
—¡Ah! Eres tú. —Dije totalmente desilusionada y a la vez con miedo.
—¡Sí, soy yo!, —sonó la voz áspera y seca de mi marido—. ¿Acaso
esperabas oír otra voz?
—No mi señor, quién va a llamarme si no eres tú.
Demasiado bien sabía que mis padres no podían llamarme. Es otra de las
causas de mi dolor.
Ya más calmado, al captar mi sumisión cambió el tono de su voz.
—¡Bien!, cuéntame qué has investigado.
—Nada, no lo he visto. Hasta el martes no vendrá.
—¡¡Nadaaa!! ¿Y te quedas tan tranquila…?
Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos, empañándolos de unas
gotas cristalinas que iban cayendo hacia mis mejillas. Un golpe seco al otro
lado me hizo entender que había colgado.
………………………………………

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Ajeno a todo pasé el día con los amigos, bajamos al río a coger cangrejos
y comernos unas tortillas de patatas, por la noche salimos de copas.
Al día siguiente era domingo, me levanté con una enorme resaca. Mamá
Vega me tenía preparado un zumo de tomate con pimienta y un café fuerte
con leche. No hablamos, ella no necesitaba preguntarme para saber, entendía
que era joven y que la noche es larga, su confianza en mí era inquebrantable.
Llevaba una camiseta de tirantes y pantalón corto; noté cómo me miraba con
orgullo de madre. Sonó el teléfono, mamá Vega lo descolgó y me lo pasó.
—Toma es para ti, —me dijo.
—¡Holaa!, —dije.
—¡Buenos días, Doménico!
Era ella, mi amor prohibido, me alegraba oír su voz, mi corazón latía más
deprisa.
—¡Hola Julia! —dije—. ¿Qué tal estás? ¿Te ocurre algo?
—Estoy bien, gracias. Me preguntaba si estabas enfadado.
—¿Por qué había de estarlo?, al contrario.
Me percaté que mi madre estaba pendiente de la conversación y con una
mirada le pedí que me dejara solo. Accedió, aunque no de buen grado. Julia
continuaba hablándome, su voz me sonaba a música con ese acento andaluz
tan lleno de ritmo:
—Como ayer no viniste a verme; te estuve esperando. Hice gazpacho para
ti. ¿Vendrás hoy?
—Sí, si tú quieres.
—¡Claro!, quiero y deseo que vengas, mi niño. ¿A la misma hora te viene
bien?
—¡Sí! ¡sí! —respondí muy nervioso y excitado—. Hasta ahora.
—¡Hasta ahora!
Volví a sentarme para terminar de desayunar y noté seriedad en el rostro
de mi madre. ¡Ven aquí! le dije; sacando las piernas de debajo de la mesa le
hice una señal para que se sentara encima.
—A ver qué te ocurre, ¿estás celosa?
—Anda deja de decir tonterías, solo que no me ha parecido bien que me
dijeras que me fuera, nunca antes lo hiciste, ¿acaso ya no confías en tu
madre?

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—No es eso mamá, siempre serás mi preferida y nunca iré con ninguna si
no es mejor que tú.
—Pero qué adulador eres. Es ley de vida que formes tu propia familia y
que seas feliz. Pero esta relación es muy peligrosa.
—¿De qué hablas? Es mi profesora de inglés, solo es eso.
—¿Acaso crees que no me he dado cuenta cómo has cambiado la voz
cuando sabías que era ella la que estaba al otro lado? Hay cosas que no se
pueden ocultar y el estar enamorado es una de ellas. Te repito que es muy
peligroso, eres muy joven y ella muy mayor para ti y lo peor es que está
casada; casada con un militar, y eso te traerá consecuencias si este se entera, y
no tienes a nadie que te proteja. Si al menos estuviera tu padre.
—No temas, mi amor, —le dije—. Creo que he sido un poco impetuoso,
quizás llevado por la curiosidad y el morbo que me produce la situación. Esta
tarde le diré que no podemos vernos más. ¿Qué has querido decir con «si
estuviera tu padre»?
—Nada, han sido palabras liberadas por el corazón y no por el cerebro.
—Lo dicho, mamá, esta tarde será la última vez.
—Gracias, hijo. Sabes que confío en tu sensatez y sentido común.
Nos abrazamos y nos comimos a besos; qué lindos y apacibles son los
besos entre un hijo y su madre.
Continué desayunando pero mi cerebro no cesaba de dar vueltas a todo.
Las palabras de mamá Vega me hacían pensar si acaso mi padre no estuviera
muerto y, si fuera así, ¿por qué me habían hecho creer toda la vida que sí lo
estaba? Por otro lado, Julia y su interés por la medalla. ¿Acaso lo de ella no
era amor y escondía algo? Sea lo que fuere —me dije—, iría y trataría de
averiguarlo.
Me di una ducha con agua fría, intentando recomponer las piezas del
puzle que se me presentaba. Luchaba por creer en el amor de Julia, en sus
besos, en sus caricias, comenzaba a tener dudas, infundadas, pero dudas al fin
y al cabo.
Frente al espejo me atuso el cabello y refresco todo el cuerpo con colonia
de baño. Vuelvo a mirarme y observo la imagen de la medalla, es austera a la
vez que rica en simbología.
Tenía ganas de volver a ver a mi princesa de ojos color de miel, así que
salí rápido de casa; mamá estaba echada disfrutando la siesta. Con las prisas
me olvidé guardar discreción, aunque creo que no me vio nadie. Cuatro pisos,

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subí los escalones de tres en tres. Ya en la puerta me retuve. Sin llamar, esta
se abrió. No estaba Julia. No había nadie. Toqué con los nudillos, no hubo
respuesta y decidí pasar. La puerta se cierra y noto cómo Julia me toma por
detrás; todo está a oscuras y en silencio, solo oigo el ruido familiar del
ventilador; puedo oír su respiración, sentirla en mi cuello. Pausadamente me
giré, percibiendo que sus ojos miraban hacia el suelo; acaricié su cuerpo; le
susurré palabras que nunca antes había dicho, nos besamos con salvaje
pasión, por sus mejillas resbalaban gotas, que al principio creí eran de sudor,
se las limpié con mis manos, con suavidad y noté que estaba llorando, le
pregunté sin que me oyera:
—¿Por qué, mi amor?, ¿por qué lloras?
—Es por ti, por tu amor. Necesito respirar con fuerza, revolverme, oler,
tocar, sentir, vivir… y descansar. Quiero que me lleves a la cama y me hagas
el amor, a tu manera. Deseo ser tuya.
La llevé en brazos hasta la cama; me despojé de mis ropas con rapidez e
hice lo mismo con las de ella; nuestros cuerpos estaban desnudos, sudorosos,
húmedos de tanta secreción; me eché al lado de ella y comencé a besarla
despacio, sin prisas; oía sus susurros, no aguanté más y entré suavemente en
el interior de su cuerpo; sentía sus gemidos, de dolor, de placer. Su cuerpo
inició movimientos desde dentro de su vida, sentía sus contracciones como un
abrazo intermitente que no quieres que acabe nunca; fue maravilloso. Sus
brazos se aferraron a mis hombros como si no quisiera que me fuera nunca de
allí, clavando sus uñas en ellos. Gritaba y gritaba henchida de placer…
Nos besamos y quedamos totalmente rendidos el uno al lado del otro.
Después de estos besos de reconocimiento de amor mutuo, Julia encendió
la lamparita de la mesita y se sentó sobre la cama preguntándome:
—¿Quieres un refresco o un reconstituyente? —mientras esto me decía
me guiñaba un ojo.
—Lo que creas que más necesito.
Mientras se alejaba, con su cuerpo sin cubrir, me quedé mirando su silueta
con una sonrisa de enamorado.
Julia regresó con dos vasos de gazpacho; me incorporé sentándome en un
lado de la cama y ella a mi lado, me ofreció uno. Estaba frío, riquísimo, y en
verdad que me dio nueva energía.
No dejamos de mirarnos, posamos los vasos en el suelo, nuestros cuerpos
desnudos sin ningún rubor, el sexo flotaba en el ambiente, se respiraba. Tenía

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la sensación de llevar toda una vida con ella. Me puso los dedos en la boca
empujándome hacia atrás, dándome la espalda y acomodó su cuerpo al mío en
posición fetal. Volvió la cabeza y me susurró muy lento, con una gran
sensualidad:
—Ahora, mi niño, te quiero dar lo que nunca di a nadie. Quiero que sea
para ti. No temas está incólume; quiero ofrecerte mi dolor, sé que serán los
segundos más maravillosos de mi vida. Son míos y tuyos, de nadie más.
Se quejó por el dolor. Eran quejidos ahogados por la espera de un enorme
placer. Fue algo mágico. Los dos gritamos, yo de placer; ella de rabia, de
dolor y de tanta felicidad contenida. Nos quedamos quietos, abrazados,
sudando, jadeando. Poco a poco fuimos recuperando el aliento. Volvió a
encender la poca luz que daba la lamparita, sin pausa me dijo:
—Anda ve a ducharte, tengo que hablar contigo algo muy serio.
Me levanté sin preguntar; por momentos la magia desapareció, no dejé de
pensar qué sería lo que me querría desvelar. Quizás en su mente estaba el
ronroneo de que esta historia se acababa. Sea que lo fuere, —me dije— el
desenlace sería en breve, así que me duché rápido y agradecí el agua fría pues
me aclararía las ideas. Me esperaba en el salón, tensa, su semblante había
cambiado, la dulzura de su sonrisa no destacaba en su rostro.
—¿Y bien? —pregunté dando a mi voz la entonación de gravedad que ella
estaba pidiendo con su mirada.
—Siéntate, por favor. Antes de que oigas todo lo que te voy a decir,
quiero que sepas que te amo como nunca antes había amado a nadie. Eres
genial. No sé qué voy a hacer para aprender a vivir sin que me atormente tu
ausencia.
—Gracias, pero supongo que ahora vendrá la parte dura —la interrumpí
sin darle pausa de continuidad— así que, por favor, vayamos al grano.
—Doménico, he de preguntarte dos cosas, ¿quién te dio la medalla? Y
¿qué sabes de tu padre?
Me quedé mirándola con rabia contenida. El hecho de que me preguntase
por mi padre, sabiendo que estaba muerto, me sacó de mis casillas.
—Respecto de la medalla, ya te lo conté el otro día y sobre mi padre, me
molesta no solo que me preguntes por algo que ya sabes sino por traer
recuerdos nada agradables para mí.
Su cuello se endureció y por él aparecieron venas que hicieron
desaparecer aquella imagen altiva y elegante que recordaba. Ya no me parecía

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un cuello de cisne, toda ella se asemejaba más a una gárgola enfurecida.
—Lo que te estoy preguntando me viene impuesto por mi marido. Le
tengo miedo a él, y a ti porque decidas no volver a verme después de hoy, y
pensar en esto me rompe el corazón.
La intensidad de su voz subió muchos decibelios, las lágrimas brotaban de
sus ojos y recorrían su cara perdiéndose entre sus manos, que usaba como
pañuelos.
—Mi marido —continuaba con sus explicaciones envueltas en sollozos—
pertenece a una hermandad prohibida, donde el símbolo es esa medalla; tu
padre tenía una. Era un miembro de la Hermandad, ¿lo entiendes?
—Así que me has mentido, me has adulado, seducido y metido en tu
cama; me has prometido amor y todo era para sonsacarme como una vulgar
Mata Hari; eres despreciable, te odio —levanté mi mano para pegarla pero me
contuve.
—Créeme, mi vida.
—No vuelvas a hablarme así o no respondo, mereces ser castigada y
quiera Dios que pagues por ello.
—Tu padre era un problema para la Hermandad, tenían miedo que los
delatara y decidieron eliminarlo. Una noche dos hombres fueron a por él, uno
apareció flotando en el río con marcas de una pelea y heridas de arma blanca
y del otro nunca se encontró el cadáver. El cuerpo que encontró la policía, en
la parte de atrás de un bar, estaba completamente irreconocible, la cara la
tenía desfigurada y creyeron que era tu padre por la ropa y la documentación.
La Hermandad sospecha que el cuerpo encontrado en el bar era el de uno de
los suyos y que tu padre logró escapar.
—¡Es mentira!, mientes tú y quien te envía.
—¡Nooo! —gritaba y lloraba, apenas podía entender lo que me decía—.
Dios sabe que no miento ni ahora ni cuando digo que te amo. Debes apartarte
de mí, son poderosos. Asesinos sin piedad.
—¿Poderosos? ¿Qué he de temer?, cuéntamelo todo. ¿Qué es la
Hermandad?
—La fundaron oficiales que estuvieron en la defensa del Alcázar, se
juramentaron para vengar la muerte de todos los que allí cayeron y sobre todo
por la memoria de Luis, el hijo del General Moscardó. Al inicio buscaban
rojos para encarcelarlos o eliminarlos, su lema era proteger a España del
comunismo y salvaguardar la fe en Cristo Rey.

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No entendía nada de lo que me contaba, nunca nadie habló delante de mí
de esos temas.
—¿Y mi padre qué tenía que ver con todo esto?, él no era oficial español,
ni estuvo en la defensa del Alcázar. Participó, pero fue en su liberación.
Pertenecía a las tropas italianas al mando del General Varela, de eso tengo
constancia y también de las heridas que sufrió y que le dejaron secuelas.
—Sí, por lo que sé fue condecorado por su valor; fue entonces cuando
hizo amistad con los principales instigadores de la Hermandad. De hecho fue
uno de sus fundadores.
—¿Y tú como sabes toda esta historia?
—Jesús, mi marido, es uno de los hermanos mayores a pesar de su
juventud. Su padre, el comandante Esteras era el asistente de Moscardó.
Estaba presente el día en que Cándido Cabello (socialista y jefe de las milicias
de Toledo) le ofreció rendir el Alcázar a cambio de la vida de su hijo Luis.
Aquello fue el detonante que dio lugar al nacimiento de ese grupo secreto y
opaco. Años después, antes de su muerte, confió la suerte de su hijo a la
Hermandad haciéndole entrega en ese acto de la medalla. Al cumplir los
dieciochos años se fue a la academia militar de Zaragoza y de allí destinado a
Córdoba con el grado de teniente. Lo conocí en una fiesta que dábamos en los
bajos del Hotel El Cordobés, junto a la Facultad de Veterinaria. Nos casamos
antes de coger nuevo destino en la Academia de Toledo. Una noche me dijo
que iba a recibir a unos amigos, indicándome que me acostara y no saliera
para nada de la habitación. Al levantarme por la mañana y aprovechando que
él dormía, abrí su cartera, en ella había documentación aclaratoria de todo lo
que te he contado.
—Sí, ¿pero qué tiene que ver todo esto con mi padre? ¿Por qué quisieron
matarlo?
—Por lo que pude leer, levantaban acta de todas las reuniones. Tu padre
pasó de miembro activo a tomar conciencia facinerosa de los actos que hacía
la Hermandad. Tenían miedo de que los delatara.
—Entonces, ¿por qué durante estos años no lo han buscado?
—Nunca creyeron la teoría de la policía, así que os han tenido vigilados, a
ti y a tu madre, por si se comunicaba con vosotros. Piensan que huyó a Italia,
pero tampoco han dado con él.
Me quedé callado, pensativo, en mi mirada había odio. Siendo verosímil
cuanto me había contado, me costaba creer que mi padre no hubiera muerto.
Todos mis principios se derrumbaban, si eso era cierto había muchas

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preguntas que hacer a mamá Vega, pero antes quería saber lo máximo
posible; estaba indefensa, entregada, así que aproveche la ocasión para
interrogarla con más fiereza, a su yugular me tiré de nuevo sin darle respiro,
clavando mi mirada en lo más profundo de sus ojos, le dije:
—Una última pregunta, ¿a quién más conoces de la organización?
—A nadie, todo es secreto.
—Pero me has dicho que se levantan actas de todas las reuniones.
—Sí, es cierto. Pero no hay nombres y los que hay son en clave. El único
símbolo de identificación que tienen es la medalla.
—Entonces ¿quién te ha contado lo de mi padre?
—Él aparece como el italiano.
—No terminas de convencerme, me ocultas cosas. ¿A quién proteges?
—A nadie. Te lo prometo. Te he contado todo lo que sé.
Hice unos gestos con la cabeza desaprobando todo lo que había dicho,
negando que lo hubiera oído, no queriendo creer nada. Volví a mirarla
desafiante, imperturbable, con los puños cerrados. Me di la vuelta, me quedé
pensando; decidí irme. No me despedí, salí corriendo. Se quedó tumbada en el
sofá llorando.
No volví a verla. No al menos como la conocí.

………………………………………
Lo que ahora le relataré, permítame que continúe leyendo, forma parte
del diario de Julia y quiero que sea lo más real, es su testimonio. Es lo que
escribió después de irme aquel fatídico día; de haberlo sabido nunca la
hubiera dejado sola.

«Me he quedado abatida, rota, he perdido mi gran amor, mi único amor.


Tu ausencia es lo único que llena el vacío de mi corazón; tu espíritu, tu
aroma ha quedado impregnado en el aire que respiro. Todo lo que veo y
siento eres tú.
Mi querido Doménico, cuando esto escribía no podía presentir que mi
sufrimiento acaba de empezar.
Esa noche Jesús llegó tarde, muy tarde. No le fue necesario despertarme,
me fue imposible conciliar el sueño; venía en traje de campaña, amargado
como siempre y no se anduvo con florituras. Entró en la habitación, lugar

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sagrado para mi, en donde te amé con toda mi alma, y sentí que no me diera
tiempo a convencerte de que era cierto. Hizo que me levantara, me llevó al
salón, encendió un cigarro y preparó una copa de whisky con hielo. Mientras
echaba el humo a mi cara, me preguntaba:
—¿Cuéntame qué has conseguido averiguar del crío?
Sacando entereza de donde no había y tratando de disimular para que no
se diera cuenta de mi tristeza, le respondí:
—No sabe nada. Insiste en que se encontró la medalla y que su padre
murió.
—¿Y la inscripción?
—No lo sé, hoy no la ha traído. Se fue pronto, había quedado con los
amigos para ir al río.
Me miró incrédulo, con desdén, y se alejó en dirección al dormitorio.
Abrió un cajón de su mesita cogió ropa interior y fue a darse una ducha.
Salió del baño veloz, se dirigió al dormitorio, encendió las luces de un fuerte
puñetazo. Mirándome me dijo con autoridad:
—¡Ven aquí!, ¡ya!
El miedo me aprisionó, conocía esa forma de hablar, de ordenar, no era
la primera vez. No reaccioné; entonces Jesús me agarró, tiró de mí con
fuerza, caí al suelo. No sabía qué ocurría, me hice daño al caer, lloré; la
cadera me dolía y no soportaba el dolor. Tu pensamiento me daba fuerza.
Él miraba con cuidado entre las sábanas, en la almohada; olía como un
sabueso ofuscado. Encontró lo que buscaba, se vino hacia mí y con la mano
vuelta me dio un bofetón, luego una patada en el cuerpo; estaba loco, no
miraba dónde me golpeaba. Me gritaba, me insultaba; proclamaba que nos
mataría. Adúltera, me llamó. Yo callaba. Continuaba gritándome, estaba
fuera de control:
—Podías, al menos, haber limpiado las huellas de tu crimen, todo está
lleno de pelos de ese bastardo, mis sábanas huelen a él.
Me cogió por el pelo y me levantó, echándome sobre la cama boca abajo,
rompió mi ropa interior.
—Ahora, zorra cogeré lo que con tanto celo has guardado, te follaré
como a una perra, lo que eres.
Intenté zafarme de él, no pude; era más fuerte que yo, estaba aterrada,
apenas salían gritos de mi garganta. Solo pronunciaba tu amor, tu nombre y
súplicas a Dios.

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Dicen que Dios aprieta pero no ahoga. El caso es que la violación no la
pudo realizar, en su ira no consiguió la erección, y le fue imposible consumar
el acto más mezquino. Eso lo convirtió en una animal sin piedad, volvió a
golpearme hasta que se cansó.
Yo era un muñeca en sus puños, como el saco de un boxeador, solo sabía
o podía taparme la cara y llorar, llorar de pena, de dolor; de dolor por
tantas cosas, por ti, por mí, por los dos, por nuestro amor.
Le oí decirme:
—Mañana te irás a Córdoba con tus putos padres, no quiero volver a
verte más. ¿Lo has entendido?
—Sí, sí. No me pegues más, por favor. Haré todo lo que me pidas.
—Claro que lo harás y si de tu sucia boca sale algo, acabaré contigo y
con tu familia.
Sabía que no mentía y juré no contarlo, no denunciaría, temía por la vida
de mi familia, por la tuya, y no me fiaba de nadie.
Con toda tranquilidad, sabiendo que no podía moverme, fue a ducharse, a
quitarse la sangre de las manos, pero ese tipo de sangre nunca debería
desaparecer. Ha de quedar grabada como un fatal recuerdo y, en algún
momento de su vida, alguien se lo hará pagar.
Una vez vestido y con firmeza descolgó el teléfono, marcó el número
deseado y, a pesar de lo intempestivo de las horas, consiguió lo que se
proponía. Volviéndose a mí, me dijo:
—Prepara tus cosas, coge todo lo que puedas llevarte. Aquí ya no
volverás. Mañana a las ocho vendrán en un coche a por ti.
Ya no lloraba, no tenía fuerzas ni ganas de mostrarme hundida. Me
incorporé y metí todo lo que pude en mis viejas maletas. Cuando terminé él
ya no estaba, así que volví al dormitorio y olí, respiré el aroma que buscaba y
me lo llevé conmigo.
Con puntualidad militar, a las ocho de la mañana sonó el timbre, abrí la
puerta y mi verdugo me miró por última vez, con él iba un hombre mayor, de
aspecto desagradable y mal oliente. En su rostro se dibujaban las penurias de
una vida dura, le faltaba un trozo de oreja y una gran cicatriz recorría su
mentón. Jesús se dirigió a él y le ordenó:
—Ya sabes lo que tienes que hacer. No pares. Una vez en Córdoba
recibirás instrucciones.
—Sí, señor.

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—Y ahora, en marcha. Quítala de mi vista».
………………………………………

Según su diario, una vez en Córdoba, Julia le contó a su familia lo que


había ocurrido, no mostró en ningún momento acto de arrepentimiento y
seguía pregonando el amor que sentía hacia mí. Les puso en antecedentes
sobre las vejaciones y palizas a las que continuamente le había sometido su
marido y de cómo, poco a poco, día a día, esa relación se fue deteriorando.
Jesús, su marido, la había ignorado, la tuvo recluida y solamente podía salir a
actos eclesiásticos.
Escribía que sus padres, ya mayores, no atinaban a encontrar palabras para
entender lo que hizo. Su educación era conservadora, por tanto la conducta de
su hija la veían como un pecado execrable, así que dieron por bueno el castigo
de su marido en repudiarla pues pensaban que llevaba el demonio dentro.
Pasaban los días y ella iba todas las tardes a buscar consuelo al Cristo de
los Faroles. Una vez llegaba a la Plaza de los Capuchinos, como penitencia,
se descalzaba y andaba sobre el empedrado de la calzada hasta llegar a la
imagen erguida sobre un pedestal de granito, encendía un cirio por cada ser
amado, en total tres, se arrodillaba sobre la dura piedra y oraba. Oraba por
ella, por su familia, por su amor, por su niño hombre, por aquellos que le
dieron la vida y por aquel que se la devolvió, por él y por ellos pedía a Dios
que los protegiera.
Al no encontrar paz ni consuelo entre los suyos, se planteó ingresar en un
convento. La recibió la madre abadesa, hablaron de lo humano y lo divino, se
confesó allí mismo con el sacerdote que regía el convento. Cuando se
disponía volver a su casa, a contar la decisión tomada a sus padres, tanto el
padre Francisco como la madre abadesa la propusieron que se quedara.
Dios tenía otros planes para ella, así que decidió irse y volver por la
mañana temprano, quería despedirse de su padre, de su madre; de su único y
gran amor no podría, no estaba, pero ella lo llevaba en su interior, respiraba
hondo y allí aparecía en el aire su aroma, su sabor, él estaba siempre presente
—así lo escribía en su diario, Córdoba treinta y uno de agosto—, ponía al
final de la hoja.
Por la mañana temprano salió sola de su casa, con el dolor de no haber
encontrado perdón en sus padres. Su madre, sumisa, mujer comprometida con

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las prédicas del régimen franquista, no fue capaz de derramar ni una sola
lágrima de dolor por su niña en ese adiós definitivo.
Antes de partir hacia el convento, escribió sus últimas líneas en su diario,
esta vez lo encabezó con la fecha: mañana del uno de septiembre; después de
escribir cómo se sentía, de la soledad en la que se encontraba, se despidió de
sus padres, de mí y se entregó a Dios con un ¡Todopoderoso, protégeme! Fue
lo último que anotó en su libro de amor y de desdicha. Buscó un buzón de
correos donde echar la carta, la sacó del pequeño bolso que llevaba a modo de
hatillo, la retuvo entre sus manos por un momento, la apretó contra su
corazón, la besó y suspirando susurró: adiós, mi amor, mi señor.
Se dice por Córdoba que fue una desgracia, un coche la atropelló cuando
cruzaba por un paso de cebra, dándose a la fuga. No se movía, en su cuello
una cruz de oro, de fino grosor, con un Cristo que sujetaba firmemente con
sus manos. Fue lo último que hizo. Ingresó en coma en el Hospital General.

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Capítulo 6

Intra moenia veritatem invenias

«Temprano levantó la muerte el vuelo,


temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo».

Miguel Hernández
Elegía a Ramón Sijé

Como le contaba, antes de leer este documento-denuncia de Julia,


abandoné su casa con una rabia contenida a punto de salir y provocar un
desenlace fatídico. No sabía adónde ir, me puse a caminar y llegué al casco
viejo, sin darme cuenta estaba en las puertas de la catedral, entré y miré
desafiante la figura de Jesús en la Cruz. Le pregunté qué quería de mí. ¿Por
qué tanto castigo con quien era inocente? Las lágrimas caían de mis ojos
como torrentes, al igual que estos se forman ante un aluvión de agua por una
tormenta no esperada.
Un sacerdote se me acercó y me pidió que me sosegara, me invitó a
confesarme y así mi alma se limpiaría y me iría feliz y tranquilo de la casa de
Dios. Lo miré y le dije que no había lugar para el perdón para quien ningún
delito había cometido.
—Mis pecados son heredados, padre.
—Hijo mío, Dios lo ve todo y en su infinito amor está su perdón.
—Yo no busco su perdón, sino su luz para mi venganza, su fortaleza para
mi brazo.
—Pero eso que pides, Dios no lo puede hacer.
—Entonces buscaré mi camino por otra senda.
Me marché dejándolo pensativo y, antes de que pudiera reaccionar, ya
estaba fuera de la catedral. Entonces pensé ir a la casa que me dejó mi padre y

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tratar de encontrar allí la respuesta a mis muchas dudas. De nuevo iba sin
llaves, así que me dije que en cuanto llegara a casa las cogería para siempre.
Era tarde, ya estaba más calmado. Decidí ir a dormir, de vuelta observé a
los pocos turistas que quedaban por la zona, un par de cervezas en el bar El
Greco me calmaron la garganta y la rabia. Decidí no decirle nada a Mamá
Vega.
Aquella noche cogí la caja metálica y volví a sacar la medalla, la apreté
fuertemente entre mis manos como si quisiera romperla, decidí ponérmela y
no quitármela nunca. También saqué las llaves y las uní a las de casa en el
mismo llavero.
Antes de dormirme repasé todo lo acontecido desde que conocí a Julia,
buscaba cabos sueltos. Trataba, sin conseguirlo, apartar el grano de la paja; es
decir, pensar solo en aquello que me llevaría a descubrir si verdaderamente
murió mi padre, y si murió ya sabía quién lo había matado, al menos como
ejecutor intelectual, los otros eran unos mandados, pero no por ello escaparían
a su suerte; por lo que solo me quedaba fijar un plan vengativo que no dejara
impune las fechorías de esos desalmados.
El amor a Julia, las escenas de pasión vividas entre los dos, para mí fueron
únicas, no lograban apartarse de mi pensamiento por lo que me resultaba más
difícil concentrarme. ¿Cómo pudo fingir esos momentos de verdadero amor?,
me preguntaba sin obtener respuestas.
Serían las ocho de la mañana cuando me levanté; me apetecía ir a correr
por el parque del Circo Romano y así quemar energías. De vuelta a casa vi al
capitán Esteras hablando con un hombre cuyo aspecto me era muy familiar.
Este callaba y movía la cabeza con gestos de aprobación; el capitán, por el
contrario, gesticulaba y marcaba con sus brazos, una y otra vez, en dirección a
su hogar.
Decidí ocultarme y pasar desapercibido, desde mi ventana podía
examinarlos sin ser visto. Un día juré que nunca olvidaría aquella cara y no lo
hice, pertenecía al hombre que en compañía de otro se presentó una noche en
nuestra casa amenazando a mi padre.
Su gran bigote ya no era tan negro, el paso del tiempo le había dado un
toque blanquecino, amarillento por el abuso del tabaco, pero las cejas gruesas,
juntas sin nacimiento ni separación, pobladas de unos pelos negros, largos,
colocados sin orden, cumplían de más para que no lo hubiera olvidado.
Esto era nuevo, y por tanto, daba carácter de verisimilitud a lo contado por
Julia. Ahora me preguntaba si él me reconocería. Si quería averiguar la

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verdad, debía jugar y arriesgar —pensé—. Así que tomé una botella de agua,
me aposté detrás de las persianas y seguí vigilando a los dos. No podía oírles
nada. Pero el señor Esteras estaba cada vez más agitado. Por fin se dieron la
mano y se despidieron, decidí seguir al acólito del capitán, pues de este ya
sabía casi todo.
Bajé raudo y veloz, casi topándome con él a la salida del portal, no me
reconoció, así que decidí seguirle a distancia.
Sus pasos eran cansinos, lentos, quizás por la edad o por los rayos de sol
que comenzaban a levantar vapores del alquitrán de baja calidad echado sobre
el asfalto. Cruzó hacia el parque, no debía ser amigo de muchas palabras, ni
tampoco de persona alguna pues durante el recorrido no percibí que saludara
a nadie. Entramos por los arcos de la Puerta Bisagra, de vez en cuando se
paraba a echar un respiro, sacaba del bolsillo de su sahariana un pañuelo
blanco mugriento y limpiaba su cuello sudoroso primero y luego hacía lo
propio con la frente, así fue cómo acometió la subida de la cuesta que llevaba
a la Plaza de Zocodover; buscaba la sombra como los perros lo hacen en
verano, parando para descansar y limpiarse primero el cuello y luego la frente
con su pañuelo ya no blanco sino de color sucio de grasa sebácea. Su olor
corporal me llegaba, cruzó hacia los soportales, dando un rodeo para coger la
calle que lleva a la cuesta del Alcázar. Ni una sola vez miró hacia atrás para
ver si le seguían, lo cual me daba a entender que estaba muy seguro de sí y
que no cabía en su mente que nadie sospechara de sus fechorías. Para mi
sorpresa entró por una puerta pequeña del Alcázar, abriéndola con una llave.
Tomé asiento en una terraza que había junto a una tienda de antigüedades y
me dispuse a esperar por si salía pronto, al fin y al cabo mi tiempo no era
importante, no tenía otra cosa mejor que hacer.
Mientras, en la espera, recuerdos reales e imaginarios sobre la batalla que
se libró allí treinta años antes, venían a mí. Recordaba las historias que me
había contado mi padre, de cómo los moros entraron a tiro limpio y de cómo
aguantaban los milicianos la refriega. Eran unos bárbaros estas fuerzas de
mercenarios bereberes traídos de África, muy valientes cuando estaban en
grupo, pero en la lucha cuerpo a cuerpo eran cobardes y traicioneros. A
Franco le temían más a que a una vara verde, siempre había arrestos y
castigos ejemplarizantes en sus filas, probablemente para tenerlos contentos y
disciplinados se les permitía el saqueo y las violaciones.
Perdido en estos recuerdos y sueños imaginarios, apareció mi hombre por
detrás de la puerta y esta vez acompañado de un militar, no pude moverme,
antes de reaccionar se sentaron a mi lado. No hizo ningún gesto sobre mi

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presencia, así que tomé la decisión de seguir bebiendo mi café con hielo
tranquilamente.
No era una conversación que me instruyera sobre el asunto que me traía
de cabeza, al contrario, me cansaba de oír los mismos tópicos sobre el calor.
De repente la conversación dio un giro de 180 grados al preguntar mi hombre
al militar por las maniobras.
—Un poco agotadoras —dijo este—. Gracias a Esteras pudimos reunirnos
y tratar el plan previsto para que no quedaran cabos sueltos, y eso hizo que
nos librásemos del tiro a campo abierto a más de cuarenta grados.
—Sí, es un hombre muy organizado. Aunque a veces surgen problemas
imprevistos que uno no puede controlar.
—¿A qué te refieres?
—Veo que no sabes nada, así que creo es mejor continúes en la ignorancia
sobre este asunto. Ya te informará él si lo cree conveniente.
—Sí, estoy de acuerdo.
Advertí en el pecho, un poco descubierto del militar, una medalla igual a
la mía, también el hombre de cejas grandes y pobladas llevaba otra. Por tanto,
deduje que ambos pertenecían a la dichosa Hermandad o como se llamara.
Ahora solo me faltaba averiguar sobre esos planes secretos y qué tenía que
ver mi padre con ellos.
Acabaron su tinto con gaseosa y se despidieron; el militar volvió a las
dependencias y mi hombre inició su recorrido con sus andares cansinos,
serpenteando por las calles empinadas de la ciudad. Para mi estupor al
principio y alegría después, sus pasos nos llevaban hacia mi casa, ¿qué
sorpresas tiene la vida?, —pensé—. Por fin, detuvo sus pasos en la calle Ave
María; era una casa antigua, reformada y por las manchas de los escalones
indicaba que vivía solo o su mujer se cansó de limpiar al cerdo de su marido.
Pasé junto a él, rozándole; sentí su piel sudorosa en mi brazo, olía mal. De
lo cansado que iba ni se molestó en mirarme —mejor, pensé—. De la casa de
enfrente sonó una voz llamándolo por su nombre, ni se inmutó, entró y cerró
tras él la gran puerta de hierro que hacía de guardián.
—¿Has visto qué poca vergüenza? —me dijo la señora de mediana edad
que había interpelado a mi hombre segundos antes—. Es un guarro. Mira
cómo tiene la puerta, parece que viva en una pocilga, no es de extrañar que
viva solo.

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No le dije nada, pero ella me dijo todo. Pensé en hacerle un seguimiento
más exhaustivo y si podía, ganarme su confianza y poder hablar con él.

Unos días después, un afamado empresario de Madrid, salió con toda


urgencia desde su domicilio a la N-V. Su coche, un mercedes negro, ya no
estaba para muchas carreras pero él lo conservaba. Fue su primer coche
después de una buena operación económica y como buen napolitano sabía
respetar la amistad y respondía a ella conservando el coche que le regaló la
persona que le ayudó en sus inicios empresariales.
Se desvió de la nacional y se dirigió, vía Navalcarnero, a un pueblo
pequeño en las faldas de la sierra de Gredos; es un bonito paraje y desde allí
se divisa la sierra de Guadarrama.
El pueblo se llama Villamanta y ya los romanos estuvieron asentados por
allí. Hace años compró una finca toda rodeada de pinos y encinas; en el centro
tenía la vivienda principal, era una construcción de tres plantas y arriba un
torreón desde el cual se divisaba y controlaba todo el valle y, por tanto, los
accesos a la finca; allí vivía una lechuza a la que oían por las noches y les
alertaban cuando había movimientos. Como buen italiano disponía de cinco
ocas, los mejores guardianes pretorianos para la vigilancia. Más incluso que
los perros, le decía el guardés.
También estaba la casa de los guardeses, la de los útiles de labranza y en
la parte más alejada de la finca había unos gallineros y el palomar.
Al no tener familia, el guardés permitió que un joven y su esposa vivieran
allí con él.
Había una piscina grande con una caseta que hacía las veces de vestidor y
debajo un sótano donde estaba la depuradora.
Toda la finca estaba bordeada por un arroyo que en primavera se
desbordaba por los deshielos. Había dos pozos de donde sacaban el agua para
regar.
La finca estaba a un kilómetro, aproximadamente, del pueblo y en el
camino había una ermita.
Proliferaban huertas por allí cerca, y pasaban por delante con los burros y
además aperos de labranza los campesinos de la zona.
El viaje no duró ni una hora, se le hizo corto el trayecto pensando. Ahora
lo que le llevaba a la finca no era grato para él; todo aquello era gracias al
guardés que tenía contratado.

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Le recibió José, un joven toxicómano al que un día encontró medio
muerto el guardés, en una carretera a la salida de Madrid.
—Buenos días, don Giovanni —saludó a su jefe con mucha educación y
respeto.
—Buenos días, José, ¿cómo va todo por aquí?
—Muy bien, señor, pronto comenzaremos la vendimia. Dice el guardés
que este año será de una buena añada y que sacaremos un vino excelente.
—¿Dónde está ahora?
—En la ermita señor; todos los días que puede va a estas horas a rezar.
—Pues ve a buscarlo y dile que he venido.
—No hace falta, te oí llegar. Ese coche deberías cambiarlo, hace mucho
ruido.
Quien así hablaba era un hombre de unos cincuenta años, delgado, con
una larga melena rubia recogida por detrás a modo de coleta. El rostro lo tenía
cubierto por unas barbas grandes sin recortar, como abandonadas a su suerte.
Era delgado y fibroso, se veía que el tiempo, exteriormente, no lo había
castigado demasiado. Sus ropas eran desaliñadas.
Ambos hombres se fundieron en un fuerte y caluroso abrazo.
—¿Cómo estás amigo mío? —dijo el guardés a don Giovanni.
—Bien, muy bien. A ti ni te pregunto, solo hay que verte. Cualquier día
de estos me abandonas para irte a la montaña como Jesús el Nazareno.
Los dos hombres echaron a reír con ganas, a lo que el guardés le
respondió.
—No lo descartes Gio, no lo descartes. Pero dime, ¿has desayunado?
—¡Noo!, cómo hacerlo, sabiendo que venía a verte.
—Pues no hablemos más y vayamos dentro.
Dirigiéndose al joven José le dijo:
—¡Ve y dile a tu mujer que nos prepare café y unos huevos fritos con
jamón!
El chico no respondió de palabra pero si mostrando sus dientes
ennegrecidos, quizás por la toma de sustancias tóxicas en otro tiempo, en
señal de sonrisa, y atendió la orden de su jefe con total inmediatez. Al
momento se presentaba allí su bella esposa con todo lo pedido y además con
una botella de vino, de ese que preparaban ellos de su propia cosecha. Una

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vez los dejó solos, el guardés miró a don Giovanni y, sin dejar de mojar el pan
en los huevos, le preguntó:
—¿A qué has venido?
—Es mi casa, recuérdalo, puedo venir cuando quiera a ver a mi amigo.
—Nos conocemos, así que, como presumo de su gravedad ve al grano y
no recortes nada.
Don Giovanni se dio un respiro, echó al gaznate un buen trago del vino de
su propia cosecha, era un tinto de buen color. El guardés lo miraba con
impaciencia, dejó de comer y clavó sus ojos azules, grisáceos de un día
nublado, en los de su amigo.
Por fin y ante la ansiedad del guardés comenzó:
—Tenemos un problema que tendrás que resolver. Esteras ha descubierto
que su mujer lo ha mancillado con el chico, al cual le daba clases de inglés.
Pidió una reunión de urgencia, en ella pidió la eliminación de los dos; como
primera medida desterró a su mujer a Córdoba. Cree que la medalla que lleva
Doménico al cuello fue entregada por su padre y que este está vivo.
El guardés no podía dar crédito a lo que oía. Don Giovanni continuó con
su relato.
—De momento la idea de eliminar al chico no fue aprobada, alguien dijo
que bastante daño se le había hecho ya, al fin y al cabo era hijo de uno de los
nuestros y su inocencia estaba fuera de toda duda. Respecto del adulterio, se
culpó a la mujer pues era ella la que tenía que guardar el respeto a su marido,
él al fin y al cabo era un joven que se dejó engatusar por ella. Así que le
dieron carta blanca para que solucionara el tema de su mujer como mejor
creyera, pero que al chico, de momento, lo dejara en paz y que se continuara
con la vigilancia por si aparecía su padre.
El guardés continuaba escuchando con la paciencia del que ya ha estado
en trincheras esperando el momento preciso para saltar.
—No sé por cuánto tiempo podrá mantenerse esta tregua con Doménico.
Esteras cada vez es más fuerte, no solo goza del apoyo de los jóvenes sino
también con el de los hermanos mayores más reticentes a los cambios.
—Comprendo —atinó a decir el guardés.
—Eso no es todo. Alguien me preguntó por esta finca, por dónde se
encontraba. También se me recordó nuestra antigua amistad. Creo que en
cualquier momento vendrán a hacerte una visita, debes ponerte a cubierto.
Tengo dinero, armas. Pídeme lo que necesites.

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El guardés se recogía en su silencio, su mente trabajaba. Sabía que estos
momentos eran muy importantes en la toma de decisiones, un error podía
costarle caro. Al igual que el felino permanece inmóvil esperando un error de
su presa, el guardés miraba a su amigo y callaba. Esa quietud ponía nervioso a
don Giovanni, lo conocía desde la guerra, sabía de su sangre fría y su
ferocidad en el ataque. Era valiente y un experto luchador en el cuerpo a
cuerpo. Su mayor habilidad era el uso del cuchillo, siempre lo llevaba con él.
—Ve a Toledo, protege al chico y a su madre. Yo prepararé mis cosas y
me iré.
—¿Qué le cuento?
—Lo que quieras, que no nos ponga en peligro, ni a nosotros ni a ellos.
—Así lo haré, amigo mío.
Terminaron de desayunar, se dieron un fuerte abrazo y se desearon suerte.
Ambos la necesitarían.

Serían las cuatro de la tarde cuando llamaron a casa, aún no habíamos


terminado de comer. Salí a abrir; frente a mí, un señor bien vestido, de
elegante porte, vestía pantalón azul, chaqueta clara con rayas verticales
negras, camisa blanca y corbata negra con un gran nudo; del bolsillo de la
chaqueta sobresalía un pañuelo azul. Venía acompañado de otro hombre más
joven, también de buenas maneras. Antes de que yo pronunciara cualquier
sonido, el señor mayor me habló de forma amistosa, cariñosa como si me
conociera de toda la vida:
—Buongiorno bambino, tu sei il piccolo Doménico immagino?
—Sí, soy yo —respondí en español, aunque entendí perfectamente lo que
me decía—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
—No te asustes, somos amigos de tu padre. Queremos hablar contigo y
con tu madre.
—Buenas tardes Giovanni, ¿qué te trae por aquí?, no te había visto desde
el entierro de la señora Socorro —sonó la voz de Mamá Vega detrás de mí.
—Hola Vega, vengo a haceros una visita. ¿Nos invita a pasar?
—Doménico, es Giovanni Chiabrera amigo de tu padre. Y él ¿quién es?
—dijo mamá señalando al acompañante.
—Es Alberto La Rosa, viene conmigo.

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—¡Buenas tardes! Señora encantado de saludarles; pueden llamarme
Berto si lo prefieren.
—Pasad —dijo mi madre.
Mamá les ofreció de comer, pero dijeron que ya lo habían hecho.
Entonces les preparó café. Nos sentamos juntos, alrededor de la mesa del
comedor. Iniciaron la conversación hablando de recuerdos, de lo bien que le
iba en los negocios. Solo hablaba mamá y el señor Giovanni. Yo los miraba,
escudriñaba cada movimiento que hacían, cada palabra la medía
cumplidamente. Deseaba preguntarle cosas sobre mi padre, sobre su pasado,
su familia, mis abuelos, su infancia, en fin todas esas cosas que nunca me
preocuparon y que cada día que pasaba tomaban más fuerza en mí. Desde que
Julia me alertó de que pudiera no estar muerto, de su arrepentimiento, su
figura, sus recuerdos, me creaban ilusión por saber sobre él.
Estando abstraído en mis pensamientos fue mamá la que apuntó directo:
—Supongo que no habéis venido desde Madrid a tomar café con nosotros,
así que, si te parece bien, puedes soltar tu mensaje.
Berto me preguntó si me apetecía salir a dar una vuelta y le enseñaba el
Circo Romano, pues tenía interés en conocerlo. No me dio tiempo a
responder; mi madre atajó el tema con un rotundo: «Doménico se queda
conmigo, no irá a ninguna parte sin mi». «Como quieras», le respondió el
señor Giovanni.
—Vega —dijo el señor Giovanni, después de un suave carraspeo—,
Doménico ha cometido una falta grave, ha mancillado el honor del capitán
Esteras; ha cometido adulterio con su mujer.
Mi madre se quedó muda, me miró, asentí con la cabeza, dando a entender
que era cierto. De sus ojos ya cansados y agotados volvieron a salir lágrimas,
yo la acompañé. Berto, gentilmente, nos dio un pañuelo, de esos de papel, a
cada uno, para secar nuestras lágrimas. Yo no sabía el alcance de lo que
podría ocurrir, mi madre lo presentía; no lloraba por mí sino por ella. Y me
preguntaba cómo se podría haber enterado su marido, ¿acaso se lo habría
dicho Julia?
—¿Y ahora qué va a pasar? —preguntó mi madre angustiada, con miedo,
con ese miedo que se queda reflejado en el rostro, en la mirada. Su voz era un
hilo débil, roto.
—Salvatore tenía buenos amigos, sé que contigo no se portó muy bien,
quizás encontró refugio demasiado fácil en el alcohol y se transformaba en un
animal maltratándote, —le dijo el señor Giovanni.

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Mi madre lo miraba y callaba, y lloraba. Yo trataba de desaparecer por un
agujero que tenía la silla de escay de color rojo burdeos que compramos con
los muebles del salón, a plazos, hacía ya cuatro años, cuando nos mudamos a
la avenida Reconquista con el dinero que nos dejó mi padre. El señor
Giovanni volvió a tomar la palabra, era serio en su exposición, hablaba
castellano muy bien pero tenía acento italiano muy marcado. Estaba sentado
totalmente recto; aunque iba con traje apenas sudaba, no así su joven
acompañante que pidió permiso para despojarse de su chaqueta y aflojarse el
nudo de la corbata.
—¿Confiáis en alguien?
—Sí, —respondió mi madre al momento, sin titubear—. En el
comandante Figueroa, desde que murió Salvatore él se hizo cargo de
Doménico en el sentido de consejero.
Observé lo incómodo que resultó para el señor Giovanni oír ese nombre;
entonces con gesto marcial, rápido en la acción, sacó el pañuelo que llevaba
doblado en el bolsillo superior de su chaqueta, a modo de adorno, para
limpiarse el sudor de la frente, con la misma marcialidad lo devolvió a su sitio
y quedó doblado de la misma forma, como si no lo hubiese tocado. Continuó
hablando sin preguntar ni objetar nada al respecto.
—Será suficiente si el capitán Esteras decidiese hacer algo contra el
bambino. También quiero ofrecerte mi casa en Madrid para protegerlo. Sería
conveniente que se viniera conmigo hasta que pasen estos días.
—¿Y después?, —interrumpió mi madre.
—Tengo entendido que el mes que viene irá a la Universidad y por la
decisión que tiene tomada la Facultad de Filosofía. Vivo a cinco minutos de la
Plaza de Moncloa, en la calle Isaac Peral, allí para el autobús que lo llevará a
la Ciudad Universitaria. Podrá quedarse con nosotros hasta que acabe la
carrera.
Me quedé asombrado de las cosas que sabía y el dominio que tenía sobre
la situación.
—No os abandonaremos, os ayudaremos. Sois la familia de un camarada
y él lo haría por los nuestros.
Nos quedamos callados, nunca me había fijado en los cuadros que tenía
mi madre en el salón comedor. En la pared de mayor superficie un relieve del
Sagrado Corazón de Jesús, en la pared frente a la mesa un cuadro en el que se
refleja una cacería, donde una jauría de perros cobran una pieza de caza
mayor, probablemente un ciervo, hombres a caballo y uno con cornetín; al

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lado un bodegón. Cuando me disponía a contar los cuadros de las cortinas,
noté que los tres me miraban. Yo, los miré uno a uno y luego volví y paré mis
ojos en los de mi madre, estaban irritados, las pestañas pegadas de dos en dos
o de tres en cuatro qué más da, el caso es que su cara reflejaba ausencia, se
había entregado a mi futura decisión, o a la que tomara por nosotros don
Giovanni. Pregunté:
—¿Y el comandante Figueroa no puede mediar?, estoy arrepentido y solo
fueron unos besos, —mentí—. Además no siento nada hacia ella, —volví a
mentir—, de hecho no la he vuelto a ver y no pienso hacerlo.
—De eso puedes estar seguro. Ella se ha marchado de la ciudad y sería
conveniente que por tu seguridad nadie conozca nuestros planes.
—¿Tú qué opinas, mamá? —dije llorando.
—¿Qué garantías tengo de que no es una trampa? —preguntó mi madre
sin fuerza, sin querer saber la respuesta.
—Ninguna —respondió, el hombre que acompañaba a don Giovanni y
que hasta este momento había permanecido en silencio—. Salvatore fue
camarada de mi padre, le salvó de una muerte segura y yo tengo contraída una
deuda con él. Su única garantía, señora, será mi vida.
Don Giovanni se hizo el dueño de la situación y me dijo que por la
mañana partiríamos, le supliqué dos días. Aseveró con la cabeza y se
levantaron, me abrazó, me besó y me dijo que tenía su bendición y
protección. Berto me dijo que estaría en el hotel de la Plaza de Zocodover y
que en dos días vendría a por mí. Si ocurriera algo, que lo llamásemos a la
hora que fuese. Mamá le ofreció una habitación, se miraron don Giovanni y él
y sin hablar declinaron la invitación con un movimiento de cabeza y un gesto
facial. Se marcharon como vinieron; Berto volvió a colocarse su americana y
ajustarse el nudo de la corbata; por su parte don Giovanni solo se ajustó sus
pantalones a la cintura, tendría unos cincuenta años, pero no los aparentaba,
aunque ya comenzaba a tener barriga. Ambos se pusieron sus gafas contra el
sol, las de Berto me llamaron la atención, eran de espejo, nunca las había
visto, eran chulas o al menos eso me pareció en aquel momento. Al decirme
adiós me guiñó un ojo, eso me dio confianza y le respondí con una sonrisa.
Mi madre lloraba, continuaba sin hablarme, —repetía. ¿Por qué señor?
¿Por qué?—, me abracé a ella y le pedí perdón, mil veces, mil besos le di; y
se nos fue la tarde entre lágrimas y sollozos.
Ya en la cama juré vengarme y actuar rápido; juré que sería más listo y
cauto a partir de ese día. Tendría que adelantar los planes trazados en mi

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mente.

Agosto se marchaba, atrás dejaba un rastro de dolor salpicado por el


quebranto que había infligido a mi joven corazón. No conseguía dejar de
pensar en Julia, la odiaba, odiaba a Sonia, empecé a sentir desprecio por las
mujeres. Me decía que nunca más volvería a enamorarme.
La misoginia se acentuaba en mí conforme pasaban los días. Leía a los
clásicos, desde Aristóteles a Nietzsche y con ellos compartía la opinión de
que eran unos seres biológicamente inferiores, nada servibles salvo para
hacerlas madres. Eran parte de nuestros problemas, por eso nada bueno se
podía esperar o encontrar en ellas. Alfonso X el Sabio escribió:
«La mujer es la confusión del hombre,
bestia que nunca se harta,
peligro que no guarda medida».

La última mañana de agosto me levanté temprano, abandonando a su


suerte a mis pensamientos sobre ellas y sobre todo de Julia, lo negaba,
renunciaba a ello, pero continuaba enamorado. Me vestí de forma deportiva y
corriendo subí hasta mi casa en el Callejón de los Muertos, llegué cansado,
entré y bebí agua, hacía calor fuera, dentro se estaba bien, olía a humedad.
Después de varios días de seguimiento por fin realizaría mi plan, en
realidad no lo tenía todo dispuesto, tuve que adelantar mis planes por la visita
de don Giovanni, me marcharía el día siguiente a Madrid. Durante los días
pasados había averiguado cómo se llamaba aquel hombre que una noche se
presentó en mi casa de madrugada; sabía a qué hora se levantaba y lo que
hacía; sabía del tráfico de los vecinos a esas horas, solo quedaba esperar a que
saliera. Desde la puerta podía observar la actividad en su vivienda.
Un chirrido de goznes oxidados me alertaron; momentos después apareció
él, cerró y se disponía a realizar su rutina diaria cuando me acerqué.
—Perdone, señor, ¿es usted D. Antonio Corrochano?
—Sí, soy yo. Y ¿tú quién eres?
—Ayer recogí un paquete que venía a su nombre, no trae remite, pero
viene lacrado con un sello raro y pensé que sería importante para usted.
—¿Y se puede saber dónde está?
—Lo tengo en mi casa, allí —dije señalando hacia el lugar—. Si quiere
puede venir a por él antes de que me vaya a trabajar.

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—De acuerdo, vamos.
No había nadie en la calle, todas las persianas estaban bajadas y presumo
que las ventanas cerradas, pues ya refrescaba por las noches. Me siguió con su
paso cansino, el hedor que desprendía su cuerpo seboso daban ganas de
vomitar. Tendría cincuenta y tantos años, peor llevados que don Giovanni, un
metro setenta de estatura y unos cien kilos de peso. Al llegar a la puerta le
invité a que entrara, cediéndole el paso, nada más cruzar el umbral cogí un
palo a modo de porra que tenía estratégicamente colocado al lado del marco,
y le propiné un fuerte golpe en la cabeza cayendo fulminado al suelo.
Rápidamente, cerré la puerta y lo até a una silla.
Le arrojé encima un cubo de agua y se fue recuperando lentamente;
cuando lo hizo del todo, intentó levantarse con el mismo ímpetu que un
cochino cuando sabe que lo conducen al sacrificio, después de que el matarife
lo sujete con un gancho de acero por la mandíbula. Tenía sangre por toda la
cara; la camisa faldón tipo guayabera ya no era azul conductor de autobús,
sino roja a rayas.
Volví a darle con la porra uno o dos golpes más, hasta que entendió que lo
mejor era estarse quieto. Le tenía puesta una mordaza, así que le dije que me
escuchara, podría salir vivo si me respondía sinceramente a todo lo que le
preguntase. Movió la cabeza haciendo gestos de entendimiento y
colaboración.
—Muy bien, te quitaré la mordaza. Al menor grito te volveré a dar y se
acabó el interrogatorio. ¿Me entiendes?…
Estaba quieto, no hacía gestos, la sangre le corría por la frente, me pidió
agua y mojé sus labios.
—Soy Doménico Aspartana, hijo de Salvatore Aspartana. ¿Quién dio la
orden de matar a mi padre y por qué?
Sus ojos, su cara eran un poema, presentaban la muestra del desconcierto,
del miedo. Adquirió conciencia de que sus horas estaban contadas.
—No me mates, te ayudaré en lo quieras. Tengo amigos poderosos, me
echarán en falta, me buscarán, no pararán hasta encontrarte.
—Sé de sobra quien eres, así que no me hagas perder el tiempo. Eras un
matón que ingresó en la Falange, hiciste carrera durante la guerra sirviendo de
espía y delatando a vecinos honrados cuyo único delito era tener distintas
creencias políticas o religiosas que tú. Una vez acabada la guerra, entraste a
formar parte de esa asociación criminal a la que llamáis Hermandad. Has
seguido delatando y robando, eres un borracho sin escrúpulos, frecuentas los

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clubes de alterne y no dudas en presumir de tu posición para que te ofrezcan
chicas y fiestas sin pagar, a cambio de no cerrarles el negocio. Nunca
estuviste casado y no tienes familia ni perro que te ladre. Y ahora llevas el
archivo de la documentación de la Hermandad. Como ves, lo sé casi todo de
ti. Nadie te buscará, al contrario, serás un recuerdo pestilente como tu apodo,
«el gocho».
Ya no estaba tan bravo, lloraba; se meó encima. Su imagen era patética.
Suplicaba.
—Por favor, perdóname.
—Quiero respuestas.
—Tu padre en sus últimos días —comenzó su monólogo—, ponía en tela
de juicio la existencia de la Hermandad, decía que ya no tenía sentido
continuar. Era absurdo luchar contra fantasmas del pasado. España estaba
cambiando y ya no era necesaria una cruzada contra el comunismo. Le dieron
un aviso y no atendió los mandatos de la Hermandad, una noche enviaron a
dos hombres a por él. Su cuerpo apareció, según la policía, en la puerta de un
bar totalmente desfigurado. Con él se fue su secreto y muchos documentos
sobre la Hermandad que nunca aparecieron. Se registró vuestra casa y allí no
había nada. Ahora tengo la certeza de que están aquí. He tenido ante mis
narices, durante estos años, el secreto y no lo vi.
—¿Aquí?, ¿dónde? He registrado esta vivienda y no hay nada.
—Estas casas están comunicadas, mediante túneles con la parte exterior
de la muralla. Por ellos entraban y salían de la ciudad, desde hace más de
quinientos años, los judíos.
Le conté cómo había heredado la vivienda, el dinero y la medalla. Me
pidió ver la medalla, era como la suya, se percató de la inscripción, la leyó en
voz alta, lo repetía una y otra vez hasta que la memorizó:
—Intra moenia veritatem invenias.
—¿Sabes Latín?, —le pregunté.
No me respondió, tan solo repetía una y otra vez:
—Intra moenia veritatem invenias.
Su tono de voz era como si estuviera invocando al diablo, aquella escena
me estaba poniendo nervioso. Por fin dijo:
—Busca algún saliente por los muros de la casa.
—¿Por qué he de hacerlo?

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—Intramuros encontrarás la verdad, es la traducción de la inscripción, —
me decía con voz lastimera.
Me quedé mirando aquel rostro de dolor, apenas si le podía ver los ojos, la
sangre seguía emanando de su cabeza. Entonces entendí lo que me quería
decir, por fin atendí a entender tanto misterio. Me separé de él y acometí la
tarea que ese hombre moribundo me había encomendado. No había llegado a
la pared que había frente a él, cuando se levantó con virulencia y arremetió
contra mí, en la espalda sentí un golpe tan fuerte como si fueran astas de toro
entrando con fiereza en el cuerpo del matador, me empotré contra el muro y
quedé un poco aturdido. Él cayó al suelo, tumbado, de lado, no podía
moverse, pero sí gritar, gritaba, pedía ayuda. Reaccioné, sujeté la porra con
fuerza, la abatí sobre su cabeza una y otra vez, hasta que dejó de gritar, de
moverse: estaba muerto.
Acabé exhausto, dubitativo. Ya no se podía hacer nada, así que lo mejor
era pensar cómo deshacerme del cadáver. Volví a la pared, toqué con
suavidad piedra a piedra, no hallé nada, ninguna puerta se abría. Otra pared y
lo mismo, y una tercera igual que las anteriores, al llegar a la cuarta tenía
sobre ella apoyada una mesa, la levanté y aparté, mis manos iniciaron el ritual
y cuando creí que el «Gocho» se habría equivocado noté que una piedra se
movía hacia dentro, la empujé, metí la mano y una palanca a modo de gancho
me sugería que esa sería la llave. La apreté con fuerza hacia abajo, hacia
arriba, hacia atrás, hacia adelante, entonces un ruido chirriante dio entrada al
movimiento de una parte de la pared hacia dentro. Allí estaba el secreto mejor
guardado de mi padre, de su interior salía un olor nauseabundo, estaba todo a
oscuras. Encendí la luz de la estancia, las encendí todas por si alguna de ellas
tenía el secreto de dar claridad a ese espacio que tenía delante de mí; nada,
ninguna llave estaba conectada al interior de ese misterio que tenía delante, —
pensé que no sería nada fácil encontrarla, a mi cabeza vinieron recuerdos de
esas películas de misterio, así que me dije «a buscar».
Fui a la planta de arriba y repetí la acción de conectar todos los
interruptores, bajé a comprobar si alguno de ellos era el que daría luz, seguía
todo conforme lo había encontrado, entonces reparé que había un interruptor a
mitad de la escalera, no tenía sentido —me decía—, solo son catorce
escalones y desde abajo se enciende la parte de arriba y viceversa. Un fuerte
escalofrío me recorrió el cuerpo, si esa era la llave no tendría que ir a buscar
una linterna y dejar mientras allí el cuerpo sin vida de aquel hombre, ya no
gritaría, es cierto, no iría a ninguna parte pero entendía que no sería bueno
dejarlo en medio de la casa, allí a la vista durante mucho tiempo. Tomé la

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decisión, subí un par de veces los escalones y pulsé la llave, se encendió una
pequeña bombilla en el cuarto que acababa de descubrir.
Ante mis ojos una habitación de unos doce metros cuadrados, estanterías
y polvo, mucho polvo y telas de araña. Una mesa pequeña, una silla y un
flexo. Lo encendí, ya tenía más luz o toda la luz que necesitaba, el cuarto era
de piedra de abajo a arriba, el suelo del mismo material, la estanterías repletas
de carpetas marcadas con su contenido, detrás de la mesa se adivinaba otra
puerta, empujé y esta se abrió, no era de muro como la primera sino de
madera; una puerta antiquísima, de cuarterones, sólida. Retiré la mesa para
ver mejor lo que tenía delante, tomé el flexo y apunté hacia la oscuridad;
hasta donde llegaban los haces de luz pude ver un pasillo largo, sombrío, con
agua corriendo por el suelo, el techo de bóveda, en las paredes había cadenas
con argollas, de esas que antiguamente se usaban para encadenar a los presos,
un fortísimo hedor ahogaba mis entrañas; no pude aguantar y vomité, lo que
allí había era dantesco, no lo podía creer, aquello que se presentaba ante mis
ojos deslumbrados por tanta emoción era horrible.
Cerré la puerta y apagué el flexo, estaba atónito por lo que había visto, no
podía dar crédito a todo lo que allí pudo haber ocurrido desde no sé cuánto
tiempo.
Una vez repuesto decidí llevar hasta allí al «Gocho» y volver para otra
inspección con toda suerte de herramientas que me facilitaran la visita al
túnel, estudiaría qué hacer con el cadáver pues no lo podía dejar allí. Ya había
pasado una hora desde que murió, no se podía tentar tanto a la suerte, me puse
manos a la obra.
¡Cómo pesaba el condenado!, cogerlo de los hombros y arrastrarlo era
dificultoso, las patas de la silla chocaban una y otra vez con los salientes de
las piedras del suelo colocadas a modo de losetas. Tomé la decisión de cortar
las cuerdas y separarlo de la silla y así arrastrar solo su cuerpo. Cuando las
cosas se ponen mal acaban poniéndose peor, miré y no tenía navaja o cuchillo
con qué cortar, —pensé que aquello era una soberana chapuza.
Volví a registrar la casa, los cajones de la cocina uno a uno y no hallé
nada, entonces quité una manta y la tendí en el suelo y sobre ella eché el
cadáver atado a la silla, no sin gran dificultad. Junté los picos de la manta y
tiré con fuerza hasta que conseguí pasar el cuerpo al pasadizo.
El suelo del salón estaba lleno de sangre, lo limpie todo lo mejor que pude
y decidí marcharme.

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Era una calle tranquila, nadie me vio salir. Dios está conmigo, —pensé—.
Miré mi camiseta y tenía bastantes restos de sangre, decidí quitármela; la
espalda comenzó a dolerme, no sé si me habrá roto una costilla aquel cabrón
en su última embestida —murmuré, mientras ponía mis manos sobre la parte
dolorida—. Me puse a correr ora cuesta abajo, ora cuesta arriba, intentaba
apartarme de las calles céntricas; el dolor me dificultaba la respiración, paré
una vez y otra más, hasta que por fin di con mis ojos en el paseo del Cristo de
la Vega. De allí a casa ya quedaba poco.
Decidí parar, descansé un rato, continué hasta la avenida Carlos III, ante
mí el Circo Romano, ya estaba cerca, podría darme alguna pomada en cuanto
llegara a casa, —pensaba, me daba ánimos como si estuviera en una
competición—. No podía más me senté en un banco a la sombra, sentía como
me mareaba, cerré los ojos y descansé.
Cuando los volví a abrir estaba en mi casa, en mi cama, todo el pecho
vendado, a los pies de la cama dos caras muy conocidas, mi madre y Berto.
Me contaron que una vecina que paseaba me vio tumbado en un banco en el
parque y llamó a mi madre y esta a Berto. Entre los dos me llevaron a casa y
me curaron.
A duras penas comenzaba a recordar cómo la señora Carmen me despertó
y preguntaba qué me había ocurrido, le dije que me había caído; murmuró que
lo mejor era llamar a mi madre, yo la animé a que lo hiciera. Entre los dos me
llevaron a casa y dijeron que allí me desvanecí. Berto tenía conocimientos de
medicina, y en Italia se había dedicado a dar masajes en un club de fútbol
antes de venirse a España, para trabajar con don Giovanni.
Entonces se inició el interrogatorio por parte de Berto.
—¿Cómo te lo has hecho?, tienes toda la espalda marcada por un fuerte
golpe.
—Estaba corriendo y me caí.
—Esa respuesta es buena, incluso creíble, —dijo Berto—, sino fuera por
la sangre que llevas en la camiseta y en el pantalón. Te hemos lavado y no
tienes muestras de herida en todo el cuerpo. Si quieres que te ayude, desde
ahora debes ser sincero conmigo.
Los miré a los dos y rápidamente tuve que trazar una estrategia, por
mucho que me ofreciera su ayuda no creo que quisiera ser cómplice de un
crimen y tampoco tenía intención de contárselo a mi madre, bastante tenía ya.
—Tuve una pelea con dos que querían robar a unas guiris.

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Berto sonrió, no así mamá Vega. No se lo creyeron, aun así el italiano
dijo:
—Bueno, esto es más creíble, por si viniera la policía a indagar. Mañana
nos vamos, recoge tus cosas. He hablado con tu madre y está más convencida.
Me pasó la mano por la cabeza y se fue. No habían pasado ni diez minutos
cuando llamaron a la puerta, mi madre se sobresaltó, el pánico hizo mella en
mí, no sabíamos qué hacer; de repente una voz conocida se oyó al otro lado
de la puerta.
—¡Vega, abre! Soy Luis Alfonso.
El que así se identificaba era el comandante Figueroa. Mamá abrió. Yo
continuaba en la cama, ya no me dolía tanto, pero incluso así no podía
incorporarme, hice un esfuerzo y me levanté, me puse una camisa y me dirigí
hacia el salón justo en el momento en el que los oí hablar.
—¡Buenas tardes señor Luis!, ¿qué se le ofrece?
—Acabo de enterarme de lo de Doménico, ¿qué ha ocurrido? ¿Cómo está
el chico?
—Bien, dentro de lo que cabe muy bien, —respondí acercándome a la
puerta con más dificultad de lo esperado.
—Gracias a Dios, señor Luis, que estos chicos no paran de darte
disgustos.
—Veo que estás vivo, Doménico, —murmuró el señor Figueroa con una
sonrisa, a la vez que extendía la mano para saludarme, la cual yo cogí y noté
que era el único músculo que no me dolía.
Me era muy reconfortante tener cerca al comandante. Sentía hacia él un
gran respeto y admiración, su figura representaba al padre que nunca tuve en
la adolescencia. Podría contarle la verdad pero en mi cerebro retumbaban las
palabras tanto de don Giovanni como las de Berto, así que volví a mentir en la
exposición de los hechos, cuando hube terminado se puso serio, muy serio,
me miró, miró a mamá y soltó:
—Me asusté cuando me lo contaron, temí que fuera algo más grave.
Últimamente las cosas se están complicando, se están descuidando la
observancia de valores que creíamos que estaban entendidos, los comunistas
nos acechan, el gobierno es débil, los sindicatos están tomando las empresas,
la universidad revuelta, en el norte esos terroristas de ETA comienzan a echar
un pulso al Estado. Hace menos de un mes que mataron a uno de los nuestros
en Irún, ¿os imagináis?, fue en la puerta de su casa; carniceros de la peor

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calaña eso es lo que son esos animales, ¡pobre Melitón! Y ¿qué hace el
gobierno?, nada, no hace nada y así no podemos continuar.
Yo no entendía de lo que estaba hablando, solo pensaba en que se
marchara pronto, pues los calmantes estaban dejando de hacer efecto,
entonces me vino a la cabeza el «Gocho», lo dejé allí abandonado, bueno
muerto, pero sin enterrar. Pensé, en cuanto se vaya el comandante, subo y lo
hago desaparecer.
El comandante seguía hablando, mamá Vega lo miraba y de vez en
cuando decía: —sí Luis Alfonso, tiene usted razón—. Yo continuaba en mis
pensamientos y entonces se dirigió a mí preguntándome si los reconocería, si
fueron a buscarme de forma y manera premeditada.
—No, señor Figueroa, todo fue fortuito —le dije mintiendo—. Volvía de
correr y al pasar por la Puerta del Cambrón observé cómo dos hippies
intentaban robar a unas turistas y salí en su ayuda, forcejeamos y nos dimos
una serie de golpes, al ser dos me sujetaron, caí al suelo y me dieron patadas
en la espalda y conforme se fue enfriando el dolor se me hacía difícil respirar,
si a eso sumamos que me fui sin desayunar pues digo yo que de ahí viene mi
mareo. Pero ya estoy mejor, mucho mejor.
—Eres fuerte, pero imprudente. No debes abusar de tu suerte, así que en
el futuro piensa las cosas antes de hacerlas pues ya eres mayorcito.
Aquellas palabras me las dijo más como regañina que como consejo, más
como aviso a navegantes que como un simple tirón de orejas.
Se levantó de manera enérgica y secamente se despidió con un conciso y
escueto mensaje:
—Doménico, ten cuidado con lo que haces y tú, Vega, vigílale.
—Sí, señor, pero estos chicos de hoy no ven peligro en nada.
—Pues lo hay, Vega, lo hay. Ahí fuera existe el peligro, nos acecha
constantemente y no hemos de provocarlo, bastante con el que nos manda
Dios, como para tentar al demonio.
Mi madre y yo nos miramos sin articular palabra ni gesto. Se marchó el
comandante, nos sentamos y nos preguntamos a qué se habría referido con
aquellos mensajes. Lo que parecía evidente es que sabía lo de Julia, la simple
idea de que estuviera al tanto de la situación me producía zozobra. Gracias a
su hacer, a su nombre, a su posición, Julia y su marido accedieron a abrirme
su casa, a tratarme con respeto, a instruirme en esa lengua tan necesaria para
ganarme unas pesetas y todo ello gratis.

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Mi actitud no había sido correcta, lo había defraudado y con ello quizás
perdería para siempre su confianza en mí. Si los mensajes que lanzó de forma
sibilina eran para decirme que lo sabía todo y que estaba malhumorado, muy
cabreado, tenía toda la razón y yo había captado el mensaje.
Mi madre que era más sabia que yo, dijo que era posible esa teoría, pero
que me había perdonado pues de lo contrario no hubiese ido a interesarse por
nosotros.
Lentamente se fue la tarde, ya no hacía aquel calor desesperante de días
atrás, seguía tumbado en el sofá, sonó el teléfono, era Berto. Parecía buena
gente, tenía interés en saber cómo me encontraba. Mamá me ponía paños con
hielo en la espalda, la hinchazón iba remitiendo no así el color, era morado
como las túnicas de los nazarenos de la cofradía del Santo Sepulcro.
Debí quedarme profundamente dormido, no recuerdo si cenamos o no, si
mi madre se acostó diciéndome adiós o no. En fin, eran las tres de la mañana
o al menos era la posición de las agujas del reloj viejo de la cocina, cuando
me levanté a beber agua. Comprobé que mamá estaba en su cama, me quedé
contemplándola, llevaba un camisón negro de tirantes, resaltaba sobre su
blanca piel, apenas le cubría las piernas, me acerqué, la besé y tapé con la
sábana, que bien doblada, estaba a sus pies.
La mañana siguiente me levanté con bastantes molestias, pero muy
mejorado, se apreciaba la buena mano de Berto. Me dispuse a desayunar, aún
medio dormido, con la firme idea de subir a ver qué hacía con el cadáver de
aquel hombre.
No se me ocurría nada, no podía concentrarme, así que decidí que me
pasaría por alguna ferretería y compraría alguna bolsa, linterna o cuerdas o lo
que se me ocurriera por el camino y sobre todo alguna navaja, pues tan solo
tenía la que heredé de mi padre y esta la usaba para afeitarme.
Debería explorar el túnel y quizás allí encontraría la solución para
deshacerme del cuerpo, en estas andaba mi pensamiento, cuando, de pronto,
un ruido ensordecedor de sirenas me terminó de despertar, me asomé a la
ventana y aquello era un venir y correr de gentes en todas direcciones, gritos,
policía, más policía y por fin el ejército. Vi bajar de un coche al comandante
Figueroa muy serio, todos le saludaban, la policía acordonó la zona, una
señora con sangre en las manos seguía gritando, estaba histérica. Alguien
gritó ¡asesinos!, otro decía, ¡han sido los comunistas!, cada uno daba su
opinión de forma más estruendosa; yo seguía allí, mirando, sin entender nada.

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La radio daba sus primeros informes, «…sobre las ocho de esta mañana
en la ciudad de Toledo, en una de sus avenidas principales acaban de asesinar
a un militar…».
El militar se encontraba en la parada del autobús cuando un motorista se
detuvo ante él y le descerrajó dos tiros, uno en el pecho y otro en el cuello.
Según la policía se cree que es obra de «ETA».
No me lo podía creer, «ETA» había matado a un militar enfrente de mi
ventana, en plena avenida de la Reconquista, a mis oídos volvían las palabras
del comandante doce horas antes. El timbre de casa sonaba con insistencia,
golpes en la puerta, me alarmé, miré por la mirilla y allí estaba Berto ¡Abre,
Doménico!, gritaba a la vez que aporreaba la puerta.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tantas prisas?, —pregunté a la vez que abría.
—¡Vístete!, nos vamos ahora, —me dijo muy exaltado y nervioso, antes
nunca lo había visto así.
—¿Ahora? Si quedamos en que nos iríamos por la tarde, —dije en tono
elevado.
—Sí, ahora. Prepara tus cosas y date prisa, acaban de matar al capitán
Esteras y esto se complica.
—¿Al Capitán?, ¡joder! ¿Y qué tengo yo que ver con esto?
—De momento nada, tu madre está enterada. Ella irá a verte a Madrid.
Mientras hacía la maleta, recordaba todo lo ocurrido. No había pasado ni
media hora desde el atentado y aquel hombre ya sabía que el muerto era
Esteras, le había dado tiempo de hablar con mi madre. Maldije mi mala
suerte, unas lágrimas empañaron mis ojos, miré al salón y Berto estaba
nervioso, dando paseos de aquí para allá, se iba hacia la ventana, volvía, de la
calle subían gritos, las sirenas dejaron de sonar, de pronto la gente «cantaba el
cara al sol», terminada la canción entonaban un grito de esperanza, de
venganza. Como si fueran un coro y dirigidos por un director de orquesta, los
que allí se encontraban agolpados, al unísono vociferaban: «Franco,
Franco…», me asomé y estaban con el brazo en alto. Berto me apartó y
volvió a urgirme prisas.
—¡Bambino!, ahora cuando bajemos no corras, no te pares, si hay gritos
tú gritas lo mismo, pero no te pares, sígueme ¿Tú, capisci?
—Ho capito tutto, —respondí, sin darme cuenta que lo hacía en italiano.
Me miró y emprendimos la marcha. Antes de salir miré hacia dentro,
volví a llorar, atrás dejaba mis cosas, a mi madre sin despedirme, una nota en

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la mesa del comedor diciéndole cuánto la quería fue lo más que pude hacer,
me dije que volvería. Cerramos la puerta y me dispuse a seguir a Berto. En
ese momento, muerto de miedo, era el único que podía ayudarme, por tanto
decidí pegarme a él y seguir sus órdenes.
En la calle cada vez había más gente, gentes de lo más variopinto; turistas
entregados a sus máquinas de fotos, gentes con traje de mal pelo, lo cual daba
a entender que eran de la secreta, el tráfico cortado, fotógrafos, televisión y
militares, muchos militares. La Policía Nacional tenía desplegada a su gente
por los aledaños de la zona, sus uniformes grises destacaban del color caqui
del ejército.
Antes de perdernos hacia la Avenida Barber pude ver al comandante
Figueroa, su rostro adusto, circunspecto, difundía a las claras el aprecio que
sentía hacia el capitán Esteras y de cómo le había afligido su pérdida.
Berto tenía aparcado el coche en la calle División Azul, lo cual nos
permitió salir con rapidez de Toledo. Tomamos la carretera que va hacia
Ávila, así evitaríamos controles. Por el camino escuchamos la radio y la
policía descartó que lo hubiera matado ETA, pues los casquillos de las balas
encontradas no eran del mismo calibre que los usados en atentados anteriores.
Nos refugiamos cada uno en nuestras cosas, él conducía y no hablaba,
circulábamos despacio, encendía un cigarro tras otro, de vez en cuando me
ofrecía, yo le recordaba que no fumaba. Las ventanillas las llevábamos
abiertas, el viento entraba y con él se llevaba el humo.
Me quedé adormilado a pesar de lo incómodo que iba, a mi mente vino el
«Gocho», se había quedado allí, en el pasadizo, atado a la silla, no tuve
tiempo ni de rezarle un Ave María o de haberle tapado. Tuvo una muerte tan
mala como la vida que había llevado, al igual que él, el capitán Esteras se fue
de este mundo sin que se les rezase un mal réquiem por su alma. A todo cerdo
le llega su San Martín, —pensé.
Un bache me devolvió a la realidad, la espalda volvía a dolerme con
virulencia, apenas podía respirar. Berto se dio cuenta y paramos en la cuneta,
me hizo unos ejercicios y mejoré un poco; no obstante, me hizo tender en el
asiento de atrás, no sin dificultad pues yo era mayor que la anchura del coche,
entonces saqué los pies por las ventanas traseras y así pude llegar hasta
Madrid.
Subimos por el paseo de Santa María de la Cabeza, Atocha, el Escaléxtric
de la Plaza Carlos V, giramos hacia la calle José Antonio, todo vacío, nada
comparado con el bullicio que otra vez vi en una excursión con el colegio.

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Berto me dijo que los madrileños en agosto se iban de Madrid y yo me
preguntaba: ¿adónde podría irse tanta gente?
Por fin llegamos a nuestro destino. Eran bloques de viviendas muy
parecidos a los que yo dejé en Toledo. No tuve que preguntar; por el ir y venir
de militares, coches oficiales, soldados haciendo guardia, me di cuenta que
eran edificios destinados a viviendas para el ejército.
Don Giovanni vivía enfrente, era un bloque antiguo, tenían portero.
Descargamos mi pesada maleta y una bolsa de Berto. El conserje salió a
recibirnos, no nos preguntó a dónde íbamos, ni quiénes éramos. Pasamos,
subimos andando, —es el segundo susurró Berto—. El suelo del portal de la
entrada así como las escaleras hasta el segundo piso eran de mármol, desde
este hacia arriba de madera. Llamamos al timbre, nos abrieron sin preguntar.
Salió a recibirnos una señora de unos setenta años, muy ágil en sus
movimientos, se dirigió a nosotros en italiano, Berto se puso a hablar con ella,
pasados unos minutos le dio dos besos y se dispuso a irse.
Al pasar a mi lado requirió información sobre mi espalda, una vez se dio
por enterado se despidió con un «mañana temprano vendré a verte», y me
quedé callado, asustado, igual que se quedan los niños cuando los dejas en el
colegio la primera vez. No me lo esperaba, me hubiera agarrado a su pierna
llorando, pataleando, se percató de la situación; tanto de lo mismo ocurrió con
la señora mayor, la miré, no encontré en su mirada ningún signo de debilidad,
al contrario, parecía como si despreciara esa debilidad en un hombre. Una voz
fuerte, conocida, sonó por un pasillo que comunicaba con la entrada.
—¡Bambino! Bienvenido a tu casa. Valentina —dijo, apareciendo en el
hall y dirigiéndose a ella en italiano—, es Doménico, el hijo de Salvatore,
viene a quedarse una temporada muy larga con nosotros. ¿Berto, habéis
comido?
—No, don Giovanni. No he creído prudente parar, además el chico está
malherido y lo más sensato era traerle a descansar.
—Bien hecho, como siempre estás en todo. Te quedas a comer con
nosotros, —aquello era una orden, no una pregunta—. Ven conmigo
Doménico, te mostraré tu habitación.
Le seguí con mi maleta, dejamos atrás el salón, más grande que nuestro
piso de Toledo. Este se separaba del hall por una gran puerta corredera de
doble hoja, y a su vez se dividía en dos por otra puerta de igual forma y
tamaño de tal forma que cerradas daban lugar a tres estancia diferentes. En el
hall había unos ventanales de madera con las vidrieras de dibujos, como las

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usadas en las catedrales, con ello se pretendía conseguir no solo intimidad
sino también reducir la excesiva luminosidad; daban a un patio de luces,
debajo de esta había un diván y una pequeña mesa, escoltadas por dos sillones
pequeños. En un rincón, una armadura de un caballero ataviada con toda
suerte de detalles, daba a entender del poderío militar de la familia de don
Giovanni. El salón tenía los ambientes separados, en uno de ellos en el centro
había una mesa tan grande y suficiente como para sentar a su alrededor a
veinticuatro comensales; de la única pared colgaba un enorme tapiz con
grabados representando una gran comida en la Edad Media. En la otra parte
se adivinaba lo que nosotros llamábamos la salita, en ella, en una esquina, un
gran televisor hacía que todos los muebles de esa estancia gravitasen a su
antojo; sofás, mesas, sillones, muebles, todo preparado para contemplarla.
Sonó su voz con tono musical y comenzó su descripción sobre las
estancias que había delante de nosotros, a izquierda o derecha en un pasillo
largo; esta la de la Mamma Valentina, aquí duermo yo con mi mujer Manuela,
esta es la habitación de mi hija Isabella, esto es un baño, la de enfrente es la
tuya, el baño de al lado lo tendrás que compartir con Isabella, —yo escuchaba
con atención todo lo que me iba relatando—. Al fondo está la cocina, la
puerta cerrada junto a ella es un aseo, es de uso principal para la asistenta que
vive con nosotros, aunque para un alivio puede usarlo cualquiera. Su
habitación es la que está frente a él; su nombre es Prado y forma parte de
nuestra familia.
—Ahora, deshaz tu maleta y date una ducha. Berto te volverá a manipular
la columna para ver cómo van esas contusiones, luego comeremos.
—Gracias por todo don Giovanni. Espero no defraudarle.
Se marchó dejándome solo en mi nueva habitación, era mayor que la mía,
disponía de estanterías sujetas en la pared, un armario de dos puertas, una
mesa y una silla. En la mesa había un flexo y una máquina de escribir,
también un paquete de folios. Me senté en la silla, me acomodé, puse un folio
en el carro, me disponía a tocar las teclas cuando un ¡toc, toc! sonó en la
puerta.
—¿Sí?, —dije sorprendido.
—¿Puedo pasar?
Era una voz de mujer.
—Un momento, por favor.
Resoplé y me levanté a abrir. Ante mí, una chica de mi edad, rubia,
delgada, llevaba gafas y unos ojos verdes, grandes, que querían verlo todo.

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Sus dientes eran blancos, perfectos en su colocación, deslumbraban con su
sonrisa pícara que esgrimía sin cesar desde que aparecí frente a ella.
—¡Hola!, soy Isabella y tú debes ser Doménico. Solo quería saludarte, no
te entretengo más ¡Ah!, papá me dijo que Berto te espera.
—Gracias, nos vemos luego.
Continuaba sonriendo y se marchó, antes de dar tres pasos se giró y volvió
a sonreírme.
Saqué las cosas de aseo y pasé al baño que don Giovanni me había
designado. Todo estaba perfecto, salvo un pequeño detalle, no tenía ni un
hueco libre para dejar la brocha. Cremas para el cabello, cremas para la piel,
perfume, colonia de baño, gel, champú, acondicionador, rulos, secador, unas
medias colgando de la barra de las cortinas. Otro resoplido y decidí
ducharme, pensé que eso tendría arreglo después, fue una ducha rápida; me
vestí y dirigí al salón, allí estaban todos esperándome.
—¡Hola a todos! Soy Doménico y estoy feliz por la acogida que me han
dado todos ustedes, espero no ser una carga difícil de soportar.
—Seguro que no lo serás. Soy Manuela la encargada de que todo esto
funcione y tenga un sentido. Aquella es Prado, trabaja con nosotros y es
manchega, como el buen queso. A los demás ya los conoces.
Se adelantó y me dio dos besos y un abrazo que agradecí.
—¿Has hablado con tu madre?
—No, señora.
—Pues antes de que Berto te haga llorar, habla con ella. Para su
tranquilidad dile que todo está bien y que eres muy feliz.
—Sí, señora, gracias de nuevo.
Después de hablar con mi madre, Berto me dijo que me tumbara en el sofá
boca abajo, me quité la camisa y todos alrededor como si fueran médicos de
un hospital, en la hora de la consulta.
—¿Pero habéis visto qué chico más fuerte?, —dijo la esposa de don
Giovanni.
—Sí, es igual que su padre, —respondía en italiano.
—Papá, ¿cómo se ha hecho esos moratones?
—Retiraros y dejad a Berto.
Berto me retiró las vendas y me untó un ungüento aceitoso que me daba
calor y, con sus manos inició un masaje suave, al principio como si estuviera

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buscando algo, debió encontrarlo porque a partir de ese momento sus manos
apretaban de abajo a arriba, luego en círculos, repetía, subía hasta las
cervicales, jugaba con ellas, sentía el cric-crac de las mismas, luego bajaba
hacia los hombros; repetía los movimientos una y otra vez, el dolor era
intenso, por fin terminó como inició sus movimientos, de forma suave. Llamó
a Prado, la asistenta, y le pidió envolviera hielo en un paño y se lo trajera. Me
dijo que me incorporara, puso el paño con hielo sobre el sofá y me pidió que
me tumbara encima boca arriba.
—¿Cómo está?, —preguntó don Giovanni.
—Muy bien, mañana podré llevármelo como teníamos previsto. Es fuerte.
—Y, ¿adónde iréis?, —requirió Isabella.
—A Villamanta.
—Me voy con vosotros.
—Tú no irás a ningún sitio, —le espetó su madre de manera seca.
—Abuela, por favor. Papá, no me pasará nada —Isabella buscó el apoyo
de los que creía más condescendientes a sus caprichos.
Todos miramos a Manuela, la gran jefa de la familia.
—He dicho que no y punto pelota.
Isabella juntó los labios y simulando estar muy triste se dirigió hacia su
madre, con los hombros caídos y el cuerpo encorvado, poniéndose frente a
ella la ronroneó.
—¡Anda mami!, que eres la más buena del mundo, que te quiero mucho,
¡porfa!…
La abrazó y le propinó todo tipo de besos y caricias y tal como si fuera un
perrillo, con su lengua, limpió el rostro de su madre. Nadie de los de allí
presentes pudo contener la risa, incluido yo. Su madre bajó la guardia y
accedió a las pretensiones de Isabella.
Por primera vez en mucho tiempo me sentía feliz. Alguien puso música,
sonó María Callas, La Mamma Morta de Umberto Giordano, nacido en
Foggia, Italia. Estudió en Nápoles y eso hacía que la familia de don Giovanni
se sintiera más que atraída por sus arias. Doña Valentina cantaba…

……
Io son l’amore!
Tutto intorno è sangue e fango?
Io son divino! Io son l’oblio!

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Io sono il dio che sovra il mondo scendo da l’empireo, fa della terra
un ciel!
Ah! Io son l’amore, io son l’amor, l’amor.
……
¡Yo soy el amor!
¿Todo lo que te rodea es sangre y barro?
¡Yo soy divino! ¡Yo soy el olvido!
Yo soy el dios que bajó del cielo para convertir la tierra en un
paraíso.
¡Ah! Yo soy el amor. Yo soy el amor, el amor.

Isabella se sentó a mi lado, me cogió de la mano. Al otro lado su madre


doña Manuela, hizo lo propio; me besó en las sienes y me dijo:
—Eres tan guapo, tan bueno, que no es justo que sufras tanto, ahora estás
con nosotros.
La Callas calló, doña Valentina también, los aplausos y vítores de los
presentes no cesaban. Isabella me explicaba que su abuela fue cantante de
ópera, llegó a conocer personalmente a María Callas. Me hizo señas con la
cabeza para que buscara en una vitrina del salón, allí estaba ella con la
Divina, una fotografía inmortalizó el momento.
Una gran emoción me embargó, volví a llorar, mi mente seguía trabajando
con aquellos versos de la pobre chica que yo convertía en mi vida, los hacía
escritos para mi tragedia. Dios estaba conmigo, bajó del cielo para pedirme
que hiciera justicia en su nombre, Él era el amor, yo su más fiel arcángel
vengador en la tierra.
A la mañana siguiente nos levantamos al alba, nos fuimos Berto, Isabella
y yo.
Conocí a José y a su esposa, era muy guapa. Me presentaron como el
sobrino de Don Giovanni. Nos establecimos en la segunda planta, Isabella
pidió la habitación que estaba más próxima a la mía.
Después de deshacer las maletas nos reunimos en la cocina, nos tenían
preparado un desayuno de lo más variado. Come de eso, me decía Berto, son
chorizos de ciervo, aquello lomo de venado, los huevos son de nuestras
gallinas, comentaba Isabella. Me sirvieron vino, Berto miró a Isabella con
desagrado cuando se disponía a servirse una copa, esta le dijo:
—No, si no quiero, era para Doménico.

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Las risas eran constantes, percibía que me lo pasaría bien. Una vez dimos
cuenta de casi todo lo que nos había servido la joven esposa de José, Berto me
dijo que me tumbara en un banco corrido que había en la estancia a modo de
sofá.
Para él era un ritual, primero se concentraba controlando la respiración,
luego se frotaba las palmas de la mano una contra la otra, las posaba sobre mi
espalda, aún amoratada y dolorida, las untaba de crema e iniciaba el masaje;
al principio lentamente de abajo arriba, de adentro hacia afuera, después hacía
círculos, era en ese momento cuando me temía lo peor. Sus manos ejercían
presión y fuerza sobre mis músculos, de tal forma que sentía cómo estos se
aplastaban contra las vértebras de mi maltrecho cuerpo. Cuando terminaba me
ponía hielo. Así, hasta que nos fuimos, todos los días se repetiría la misma
acción.
Pasados los minutos que él creyó convenientes que tuviera el paño con el
hielo en la espalda nos llevó a conocer la finca.
Tenían de todo lo que alguien pueda necesitar para subsistir, campos de
trigo, olivos, plantaciones de frutales, huerta y otra parte destinada a vides.
Ya de vuelta, el graznido de las ocas alertó a José de nuestra presencia.
No tanto por mis dos acompañantes, a los que se apreciaba habían
reconocido, sino por mí, incluso amenazaban con atacarme. Di un paso atrás
refugiándome tras la sombra de Berto. Isabella reía con la situación y a ella se
unieron los dos. Entonces comprobé la dentadura medio podrida de aquel
chico, le faltaban piezas y las que le quedaban tenían un aspecto nada
agradable.
Berto nos contó una historia en la que el Capitolio se salvó de un ataque
de los galos gracias a los graznidos de las ocas sagradas del Templo de Juno;
en cambio, los perros allí apostados para la vigilancia nocturna no ladraron.
Los romanos, al escuchar tal ruido ensordecedor, despertaron y pudieron
repeler el ataque.
Fueron diez días los que pasé allí, intensos, llenos de vida. Todos
pendientes de que estuviera lo más cómodo posible. Durante ese tiempo
aprecié y quise a Isabella como a una hermana. Me enseñó a montar a caballo,
era una amazona; yo correspondí formándola en la técnica de la natación. No
se despegaba, se acostaba cuando yo, al levantarme antes de llegar a la cocina
a desayunar ya la tenía gastándome bromas o saltando sobre mi dolorida
espalda y me picaba como si fuera su caballo.
De Berto aprendí a amar el silencio, a respirar, a controlar las emociones.

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Salvo el primer día, el resto, lo primero nada más levantarnos era saludar
al dios sol, era un auténtico experto en artes marciales. Todo el poder se
encuentra en la mente, me repetía.
Me instruyó en defensa personal, dando con mi cuerpo en el suelo una y
otra vez; en usar el cuchillo, en inmovilizar a uno o dos atacantes; me enseñó
a matar partiendo el cuello con un simple giro de cabeza o rompiendo la
tráquea con un solo golpe. Con el tiempo aprendí a ejecutarlo con gran
maestría.
Yo preguntaba por todo y él gustoso respondía, sentado sobre sus piernas,
entrelazadas entre sí, el cuerpo erguido, el estómago metido hacia dentro y los
brazos caídos sobre las rodillas; los ojos cerrados le permitían ver a través del
sonido emitido por cualquier movimiento, su concentración era total, no se le
oía respirar.
En esa postura, de Loto —me dijo que se llamaba—, su cuerpo aparecía
musculoso, todo fibra, no tenía ni un gramo de grasa en el abdomen. Era
capaz de estar un tiempo infinito en esa posición. Isabella y yo lo imitábamos,
nos convertimos en sus alumnos de forma voluntaria, era gratificante, mis
dolores remitían. Descubrí que aquello me gustaba, me encontraba en paz
conmigo. Decidí que el Yoga sería mi forma de entender la vida: sin saberlo,
aquellas clases, aquellos conocimientos de principiante marcarían mi futuro.
Ayudé en la recogida de la uva, a separarla, a cortarla y a pisarla.
Por las noches la temperatura bajaba, el aire que venía de la sierra era frío,
alguna vez vimos algún ciervo bajando al arroyo a por su ración de agua.
Una mañana haciendo ejercicios, la ocas se pusieron nerviosas, su forma
de graznar sacó de su concentración a Berto, quedó quieto, en tensión, saltó
hacia el brocal del pozo y en sus manos apareció una pistola. Por instinto
aparté a Isabella protegiéndola con mi cuerpo, ella se abrazó.
Era un lugareño que dijo haberse equivocado de camino, no llegó a ver la
pistola, José lo reconoció. Ahí quedo todo.
Una vez las aguas volvieron a su cauce, Isabella pidió a Berto que nos
enseñara a disparar y a manejar un arma. Yo no decía ni que sí ni que no,
guardaba silencio, miraba a los dos. Pasaron unos segundos, no hubo
palabras, solo hablaron con la mirada. Por fin, Berto accedió a formarnos.
Entendí que Isabella era la que mandaba, su fuerte personalidad en su frágil
cuerpo me hicieron entender que el verdadero poder no siempre está a la
vista.

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Aquella noche, después de cenar y al calor de una hoguera que había
levantado José, hablamos de la familia, de la Familia con mayúsculas. Cada
uno contó sobre los suyos, yo no quise hablar aunque era consciente que los
dos sabían todo sobre mí.
—¿Entonces no conoces a la familia de tu padre?, —me preguntó Berto.
—No, no la conozco. Ni quiero, —aseveré con gravedad en el tono de mis
palabras.
—Deberías intentar acercarte a ellos, forman parte de tu esencia, es tu
pasado y no debes renunciar, —susurró Isabella, como si supiera que sus
palabras pudieran herirme.
—¿Acercarme?, ¿a quién?, acaso se han preocupado de mí en estos
dieciocho años. No tengo ni una mala felicitación sea por Navidad o por mi
cumpleaños y me habláis de que los busque, que vaya a verlos ¡Por favor!,
dejémoslo estar, esta situación me incomoda.
Los tres callamos, sus miradas iban desde la hoguera a mi rostro
desencajado por la rabia y el odio hacia mi padre y todo aquello que él
representaba. Sus cabezas inclinadas hacia el suelo, me permitían ver más el
blanco de sus ojos que sus pupilas cuando trataban de ver en mí un gesto de
paz; me observaban pidiendo, suplicando para que recapacitara.
—Lo siento, —dije—, no tengo ningún derecho a tratar así a quien tanto
amor y amistad me ha dado.
—Viven en Lucca, cerca de Pisa. Te puedo acompañar, tomate tú tiempo,
—musitó Berto.
No respondí y decidí irme a dormir. Aquella noche, como todas, ese joven
simpático y decidido al apagarse las luces y cerrar los ojos, se refugiaba en
sus miedos, en sus debilidades. Como cada noche rumiaba lo acontecido
durante el día, lo desmenuzaba y en silencio pedía perdón a los que había
herido. Tomé una decisión, por la mañana les diría que aceptaba su propuesta
y me iría con Berto a Italia, al fin y al cabo si no me aceptaban, siempre lo
tendría a mi lado como apoyo.
Me levanté con ganas, con energía, los saludé con mi alegría
acostumbrada y respondieron con cariño. Practicamos los rutinarios ejercicios
de calentamiento, pasamos a ejercicios prácticos de defensa personal y de
ataque, corrimos, nadamos y terminamos con yoga; estirando, recuperando y
dando gracias al sol.

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Como cada día, después del entrenamiento casi militar, después de sus
masajes particulares a mi ya casi curada espalda, nos esperaba un suculento
desayuno preparado por Almudena, la joven esposa de José. Era en ese
momento cuando hablamos de lo nuestro, del presente o de lo que estaba por
llegar; mas nunca me gustaba tocar nada relacionado con el pasado. Las risas
y la camaradería embargaban el buen ambiente que allí había. Entonces les
conté la decisión que había tomado, se alegraron, Isabella me abrazó y me
llenó de besos; Berto me guiñó un ojo y prometió no dejarme solo.
Salimos a dar un paseo, era nuestro último día. Volvimos a repasar todo,
las huertas, los frutales, la sierra que por su cara norte aún conservaba el color
inequívoco de la nieve, el agua fría del arroyo en donde los animales saciaban
su sed y los campos con su arboleda alargaban sus raíces para tomar su
alimento. Entonces me quedé parado, quieto, cerré los ojos y percibí un ruido
ajeno al de los pájaros, perros, ocas e incluso el que hacen las hojas de los
árboles cuando el viento las balancea.
—¿Qué ocurre?, —musitó Berto, mirándome inquieto.
—Nos están observando, —dije en voz baja como si no quisiera que me
oyeran—, tengo la sensación de que estamos siendo vigilados.
—No he oído nada, —susurró Isabella.
Berto levantó el brazo con signo de mandar silencio. Sacó de la funda su
cuchillo. Ya no se oía ni nuestra respiración; de pronto, a unos cincuenta
metros de donde estábamos, las ramas de los arbustos se movían con estrépito
apareciendo ante nosotros un guarro jabalí, y venía en nuestra dirección.
Berto levantó los brazos y comenzó a gritar logrando hacer que el animal
cambiara de opinión y tomara otro camino en su huida.
—Era eso lo que habías oído, —aseveró Berto.
—No, estoy seguro de que era una persona.
—Quizás te confundiste por la tensión de tanto entrenamiento y carga
emocional de ayer —dijo Isabella.
—Sí, quizás haya sido eso, —apostillé.
Seguimos nuestra ruta, pero en mi interior aún perduraba la duda, juraría
que estábamos siendo observados por alguien.
Al terminar el paseo hicimos el equipaje y nos pusimos en ruta hacia
Madrid.
A don Giovanni no le contrarió que fuese a conocer a mi familia, no
obstante y para evitar imprevistos, decidió que llamaría para comunicarlo y

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ponerlos en aviso.
Isabella se sumó al viaje y así vería a sus tíos y primos, hacía un par de
años que no los veía y Nápoles no quedaba muy lejos. Pedí permiso a mi
madre y también dinero; para mi sorpresa don Giovanni se negó a cogerlo.
—De acuerdo —le anuncié—, será un préstamo, con fecha de cobro con
mi primer salario.

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Capítulo 7

Lucca, tierra de mis ancestros

«No te preocupes por las personas de tu pasado, hay


una razón por la que no llegaron a tu futuro».

Paulo Coelho.

Embarcamos en el aeropuerto de Barajas, vía Florencia. Del pasaporte se


encargó Don Giovanni, sus contactos en el ministerio del interior hicieron que
la cuestión burocrática fuera acelerada.
Una vez en Florencia alquilamos un vehículo y nos dirigimos a Lucca,
conforme nos íbamos aproximando mi tensión y ansiedad iban en aumento. Si
en ese momento hubiera podido dar marcha atrás, lo habría hecho.
Tanto Isabella como Berto se dieron cuenta y se esforzaron en darme
ánimos y consejos, cosa que agradecí. Durante todo el trayecto su máximo
interés era que aprendiera todo el italiano que pudiera y a decir verdad no me
costó gran trabajo hacerlo; luego con el tiempo llegué a dominarlo
perfectamente, al igual que el inglés.
Por fin llegamos a Lucca en la Toscana, mis abuelos residían en vía
Roma, cerca de la iglesia de San Michele. Nos estaban esperando gracias a las
gestiones de Don Giovanni. Eran, o mejor habían sido, una de las familias
nobles de la ciudad. Mi abuelo Salvatore estaba muy débil y el verme le
reconfortó; mi abuela Rafaella se mantenía en mejor estado que él, aun así, el
tiempo y la pérdida de su hijo mayor, les supuso a ambos un golpe brutal del
cual no se habían recuperado.
Todo lo que hablamos giró sobre la muerte de mi padre, también me
contaron que en alguna ocasión les habían visitado españoles y preguntaron
por él. Querían saber si lo habían visto y ellos no alcanzaban a entender el por
qué de esas preguntas sabiendo que estaba muerto.
De mi cartera saqué una foto en la que estábamos los tres, mi padre, mi
madre y yo, nos la hicieron en las fiestas del Corpus, fue la última. La

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abrazaron, le pasaban los dedos por la cara, y de sus ojos salía una pena y una
tristeza difícil de explicar. Me dijeron que mi madre era muy guapa. Les hablé
de ella, de mí, de mis proyectos de futuro, de que quería ser profesor de
Filosofía. Vinieron mis tíos, mis primos, sus mujeres, sus novias. Todos me
abrazaban, me besaban; todos me hablaban; unas veces Berto, otras Isabella
tenían que poner orden y rescatarme.
Por fin, mi abuelo habló; les dijo a todos que se marcharan excepto a los
dos hermanos de mi padre y a Berto.
Mi abuela trajo, con la ayuda de uno de mis tíos, una especie de cofre, se
veía muy antiguo. De él extrajo documentos y fotografías de mi padre, las
cuales me las dieron. En un doble fondo había una bolsa de Judas, de cuero ya
desgastado por el paso del tiempo, antigua, cerrada por la boca con un doble
cordón también de cuero.
—Es la parte de tu padre, a ti te corresponde por ser su único hijo, —dijo
mi abuelo con voz emocionada y entrecortada—; miré a Berto, a mis tíos, a
mi abuela; conforme los miraba, todos y cada uno de ellos hicieron el mismo
gesto de aprobación.
—Yo no quiero nada, no he venido a eso. Estoy aquí para conoceros y
haceros saber que tenéis un nieto, un sobrino, uno de los vuestros en España.
—Lo sabemos —dijo mi tío Andrea, el mayor de los dos—. Giovanni nos
tiene al tanto de todo.
—Debes cogerlo, Doménico —me susurró Berto que estaba detrás de mi
—, el no hacerlo será como una ofensa para él.
La cogí y me fundí en un abrazo con cada uno de ellos, especial fue con
mi abuela.
Nos fuimos a dar una vuelta por la ciudad.
—Esto es la plaza del Anfiteatro —me decía Berto—. En esta casa nació
Puccini, aquello es el Duomo; mira esta es la iglesia de San Frediano; ¿ves
aquello?, le llaman la torre del reloj.
Yo iba ensimismado, de nada me daba cuenta, estaba en una nube. Cada
monumento, cada calle estrecha lo comparaba con Toledo, llegué a pensar
que era tan bonito como Toledo pero en llano. Berto, en cambio, estaba en
otras cosas, no solo hacía de guía sino también de verdadero guardaespaldas.
De pronto, al torcer una calle, me tomó del brazo y me dijo.
—¡Presto! Coge a Isabella de la mano y no te separes de ella, sigue esa
calle recta y al final gira a la derecha, llegarás de nuevo al Duomo, toma la

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primera a la izquierda y te encontrarás con un parque, una vez en él busca un
bar llamado Pizza Lucca y dile al camarero que quieres una pizza Aspartana.
—¿Y tú?
—No preguntes, ya nos encontraremos.
Hice todo lo que me había dicho; pero antes de torcer hacia la Piazza del
Duomo miré hacia atrás, vi como Berto sentaba a un hombre en un banco, en
su mano ensangrentada aún permanecía su cuchillo.
—¿Qué ocurre?, —preguntó Isabella muy asustada.
—Nada, no te pares.
Ya era de noche, aun así me dio tiempo a fijarme bien en un hombre que
frente a nosotros se echaba la mano hacia la parte interior de la chaqueta, en
ella pude ver la culata de una pistola, antes de que reaccionara y sacara el
arma, me abalance sobre él, le propiné una fuerte patada en los testículos y a
la vez que caía le asesté un golpe seco en la garganta, quedó tumbado,
inmóvil.
A cien metros estaba la Piazza de Napoleone, era el parque que nos había
dicho Berto, busqué rápido con la mirada la pizzería, allí estaba; de mi mano
continuaba Isabella sin rechistar. Pasamos al interior, un hombre mayor en
una mesa se despachaba con apetito un trozo de pizza; su aspecto era de un
bohemio, uno de esos músicos que todos los años van a la ciudad de Lucca,
un hippy que había abandonado a su familia y se había quedado en la ciudad
absorbido por su historia. En el suelo la funda de una guitarra, en la frente un
pañuelo con las palabras «peace and love», unas gafas de sol de cristales
redondos tapaban sus ojos. Al otro lado de la mesa, en el suelo, un chucho de
no sé qué raza era su compañía; colgada al cuello, una funda a modo de
bandolera era tapada por la axilas, en ella debería llevar una flauta, pensé.
Todo esto lo convertía en un personaje pintoresco.
En la barra, un camarero, de espaldas a la puerta, se volvió y no pude
gesticular palabra alguna, era mi tío Paolo, el menor de los hermanos de mi
padre. Como si no me hubiera reconocido me preguntó:
—¿Qué van a tomar?
Me quedé en silencio, no entendía que pasaba, ¿me habría equivocado de
Pizzería? Ante mi silencio y cara de asombro volvió a repetirme:
—Señor, ¿qué van a tomar?
—Una…, sí, una pizza Aspartana, por favor.
Todo fue muy rápido, detrás de mi oí una voz en perfecto castellano.

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—¡Quietos todos!, al menor movimiento me cargo a la chica.
Volví la cabeza por inercia a ver quién, así, daba esas órdenes de
intimidación; un fuerte golpe en la cara me aventuró a pensar que no estuvo
bien por mi parte el haber girado la cabeza. Antes de caer sobre una mesa
pude ver que era aquel, al que momentos antes creí haber dejado muerto en
las cercanías del Duomo. En su mano derecha blandía un cuchillo apretándolo
sobre la garganta de Isabella.
El hombre mayor, el hippy, se levantó con torpeza a ayudarme. Su perro
ladró solo una vez, se quedó quieto frente al hombre que empuñaba el
cuchillo, de su garganta salía un gruñido furioso, atemorizador; de su boca
unos colmillos deseosos de clavarse en el cuello de alguien, por su hocico
caía una rabiosa baba viscosa. Mientras me limpiaba la sangre de la boca,
miré a Isabella, el miedo la paralizaba, sus ojos habían perdido toda su luz; el
camarero, al que confundí con mi tío Paolo, estaba muy tranquilo, el que más.
—Viejo no te muevas, vuelve a tu sitio —seguía dando órdenes el hombre
del cuchillo— y calma al perro.
—I don’t understand, —gritó el hippy en inglés.
—Vuelve a tu sitio, —le respondió con voz pausada y haciéndole gestos
para de que se sentara.
—I don’t understand you.
—Cálmese señor, o llamaré a la policía, —intervino el camarero, con las
manos dentro del mostrador.
Mi inexperiencia pudo haber acabado con la vida de Isabella.
Sigilosamente, Berto apareció en escena, el hombre del cuchillo debió verlo
en mi mirada y se giró, en su giro arrastró a Isabella con él y el cuchillo inicio
su camino asesino. Sonó un disparo, la cabeza del hombre quedó destrozada:
sus sesos desparramados por todas partes, la sangre lo cubrió todo, cayó al
suelo, también Isabella, y Berto con los dos; fue este el primero en moverse,
en su mano, el cuchillo que consiguió parar en su letal recorrido, con su ágil
salto.
Luego reanimó a Isabella, le limpiamos la cara y curamos un pequeño
corte en el cuello; estaba bien. Berto me la entregó con la mirada y
volviéndose al camarero le dijo:
—¿Por qué disparaste Paolo?, lo tenía controlado, —gritaba y gesticulaba,
dejando claro que era mi tío.

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Mi tío le respondía y se gritaban el uno al otro. Así estábamos, que no nos
percatamos de la salida de escena del hippy, de su guitarra y de su perro.
—¡Callad!, —les dije—, el viejo se ha ido.
Ninguno de los dos dijo nada, como si lo tuvieran ensayado uno fue a por
agua, trapos y jabón para limpiar aquel escenario. Mientras, el otro recogió las
mesas de la terraza, cerrando las puertas y apagando las luces del exterior.
Nadie pensaría lo que allí había ocurrido minutos antes.
Una vez todos dentro y todo cerrado, Berto volvía a la carga. Pude
entender que recriminaba a Paolo que si no lo hubiera matado ahora
podríamos saber quién lo enviaba a eliminarme.
—No venían a matarlo, —dijo mi tío.
—¿Cómo estás tan seguro?, —preguntó Berto.
—Llevan unos días por aquí, buscan a otro. El chico es el señuelo para
encontrarlo, lo necesitan vivo.
—A ¿otro?, ¿quién es el otro?, —grité, mientras seguía mimando a
Isabella, muy asustada.
—Creen que tu padre no murió, creen que está aquí, en Lucca. Sabían que
vendrías y por eso os han seguido, a la espera de que tu padre se acerque a ti,
—dijo mi tío.
—Pero eso es una estupidez, ellos lo mataron. ¿O no ha muerto?, necesito
saberlo, tengo derecho a saber si mi padre está muerto o vivo.
—Doménico, el cuerpo de tu padre no apareció nunca.
—Mi madre y yo lo enterramos, tío Paolo.
—¿A él?, estás seguro de que enterraste a mi hermano o lloraste en la
tumba por otro.
—¿Entonces?, si no fue su padre al que enterraron, ¿dónde está? —dijo
Isabella.
Era la pregunta más repetida y siempre ofrecía el mismo efecto: silencio.
Envolvieron el cadáver en una bolsa, mi tío se fue al lugar donde el
teléfono colgaba de la pared, era negro pero se podía apreciar lo sucio que
estaba. Llamó una vez. Volvió a hacer otra llamada. Después miró a Berto y
este, sin decir nada, movió la cabeza con un gesto de aprobación. Entonces se
dirigió a nosotros y nos dijo:
—Es peligroso que permanezcáis aquí, debéis partir esta noche. No os
preocupéis por el equipaje, os lo traeremos todo.

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—¿Adónde iremos?, —preguntó Isabella.
—Volvéis a España, estaréis más seguros que aquí, tu padre podrá
protegeros mejor que nosotros.
—Pero yo quiero ir a Nápoles, quiero ver a mi familia.
—No es seguro, Isabella, debemos hacer lo que dice Paolo —sentenció
Berto.
—Ahora os haré mi mejor pasta, mientras tanto descansad un poco.
Mientras mi tío preparaba la cena, Berto revisaba la documentación del
hombre que yacía envuelto al fondo de la pizzería, como si formara parte del
mobiliario. Una escena macabra, nadie se preocupaba de su presencia.
—Se llamaba Jorge Javier Vilaseca Bonet y natural de Vilafranca del
Penedés —interrumpió Berto—. Tenía su domicilio en Madrid. No lleva con
él más documentos.
A mi mente volvieron las palabras de Julia y las del «Gocho», las
recordaba como si me las estuvieran diciendo en ese momento «todos los
miembros de la Hermandad tienen una seña de identidad, la medalla». Raudo
me levanté y me dirigí al cadáver de aquel hombre, si me teoría era acertada
en su cuello debería llevarla.
—¿Qué haces Doménico? —preguntó Berto.
No respondí, abrí la bolsa con un cuchillo, apareciendo aquel hombre con
la cabeza totalmente destrozada. Oí como Isabella vomitaba. Mis manos
separaban ropa y trozos de huesos y demás partes de la cabeza. Mi
recompensa estaba allí, de un tirón rompí la cadena que llevaba en su cuello,
en ella iban dos medallas. Las lavé, una era de la Virgen de Monserrat, la otra
era igual que la que yo llevaba en mi cuello. Me volví y con una gran sonrisa,
como si mostrara el mayor de los tesoros, les dije:
—Pertenece a la Hermandad, ha sido enviado por ellos.
—¡Bravo! —dijo Berto—. Eres muy bueno, has aprendido muy rápido.
Tu padre estará orgulloso de ti.
—¿Estará?…¿Qué has pretendido decir?…
—Estará o estaría, qué más da.
—Sí que da, estará… es que ¡está vivo! Estaría es que murió.
—Doménico, por favor. Berto no habla español como nosotros, no
busques tres pies al gato, —dijo Isabella, ya repuesta.
En ese momento golpearon a la puerta, seguido de un pitido de silbato.

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—Ya están aquí, dejad de discutir y abrid, —ordenó mi tío desde la
cocina.
Eran dos hombres fornidos, vestidos con monos de trabajo blanco,
manchados de sangre.
—Son los carniceros, —dijo mi tío.
Con ellos traían un cajón sobre una base con ruedas. Se saludaron, se
hicieron las presentaciones. Con una seña, mi tío indicó hacia dónde estaba el
hombre de Barcelona. Se dirigieron al lugar, abrieron el cajón, cogieron el
cuerpo inerte; uno por los hombros y el otro por los pies, lo metieron doblado,
no sin el uso de la fuerza, de tal forma que se oyó el crujir de los huesos.
Una vez cumplida la tarea a la que vinieron y de la misma forma en que
llegaron se marcharon, ni una sola palabra dijeron.
El silencio envolvía la pizzería; por la claraboya se apreciaba la luz
emitida por un relámpago, acto seguido se oía tronar.
—No os preocupéis, no es presagio de nada; es el saludo al otoño, —dijo
mi tío Paolo ahuyentando los malos augurios que pudiéramos tener.
Todos asentimos con la cabeza. Mi tío salió de la barra con platos en una
mano; en la otra; una perola llena de pasta.
—¿Y bien, no pensáis ayudarme a poner la mesa?
Los tres nos levantamos, y sin hablar, sin mediar negociación alguna, cada
uno cogió y puso en la mesa aquello que creía sería necesario para comer
como personas.
Nos preparó una cena a base de pasta con salsa boloñesa, una pizza y un
poco de carne, al centro unos tomates en rodajas con aceite y orégano; de
beber preparó un vino espumoso.
Una vez la mesa estuvo dispuesta para servirse la cena, habló mi tío de
nuevo.
—¡Ahora, cenad! Tenéis poco tiempo y sería conveniente que
descansarais algo; os aguarda una larga noche. Vendrán a recogeros en unas
horas. Cuando esté todo dispuesto partiréis en barco desde Livorno hasta un
puerto seguro, probablemente hacia el norte. Una vez en tierra os recogerá un
coche y os llevará hasta España.
Sobre las dos de la mañana el timbre del teléfono nos despertó. Habló
Paolo:
—Ha llegado el momento —nos dijo después de colgar—. Ahora
esperemos que todo salga bien. La policía está inquieta, han encontrado el

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cadáver de un hombre degollado, aparentaba estar dormido, sobre un banco.
Nos despedimos con un fuerte abrazo entre mi tío y yo.
—No te preocupes Doménico, te despediré de tus abuelos; ellos sabrán
entenderlo, los italianos somos fuertes.
—Diles que me los llevo en mi corazón y que siento todos los problemas
que os he causado.
Hacía mucho tiempo que no mostraba mis emociones en público. Tanto
Isabella como Berto me abrazaron. Al momento golpearon la puerta, volvió a
sonar el pitido de un silbato. Era el momento esperado.
Abrimos y tras ella apareció mi tío Andrea, con su barba bien arreglada,
daba una imagen de aquellos gladiadores que habíamos visto tantas veces en
las películas de romanos. Era alto, delgado, de anchas espaldas. Vestía con un
chusbasquero amarillo.
—Nos vamos —dijo con autoridad—. Todas vuestras pertenencias están
en el coche; menos esta —me mostró la bolsa de cuero—. Guárdala, es tuya.
Salimos y en la puerta había dos coches, pasamos por la parte de atrás de
la ciudad, bordeando unas murallas. En cincuenta minutos llegamos al puerto
de Livorno, había dejado de llover. En un banco vi al hippy, eran cerca de las
tres de la madrugada; con la guitarra en bandolera, fumaba. Su perro ladraba,
nervioso, quizás por la tormenta con la que habíamos salido de Lucca y que
seguro que allí también había habido. Me di cuenta que nos alejábamos del
puerto, mi tío aceleró. El otro coche paró, le adelantamos, miré por la luna
trasera y había hecho un movimiento quedando cruzado en la calzada, de tal
forma que no pudiera pasar nadie.
—¿Algún problema?, —musitó Berto.
—No, todo sigue según lo previsto. Iremos al puerto de Viareggio, será
más seguro; los Mancini nos prestarán su barco.
—¿Y el hippy?, —pregunté.
—¿Qué hippy?, —respondió mi tío.
—Estaba en el puerto, era el mismo que esta tarde vio lo que ocurrió en la
pizzería.
—No me fijé, —dijo mi tío.
—Yo tampoco, —apostilló Berto.
Me quedé dubitativo, no alcanzaba a creer que no lo hubieran visto.
Isabella quedó dormida sobre mis hombros. Volvía a llover con fuerza, era

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una tormenta con gran descarga eléctrica. Cada relámpago iluminaba la
campiña de la Toscana y era seguido por un desgarrador fuerte trueno. Vi un
cartel que indicaba: Lucca 25 Km. No entendía nada.
—¿Volvemos a Lucca? —pregunté.
—Dios está con nosotros —dijo mi tío. Si alguien nos seguía lo hemos
despistado.
—Primero íbamos al sur y hemos dado la vuelta, ¿por qué?, ¿no hubiera
sido más fácil ir directamente a Viareggio?
—Temíamos que si esos dos hombres no habían venido solos, sus
acompañantes esperarían a que saliéramos hacia Florencia, también podría
estar implicada la policía, por lo que sacar el cadáver resultaría peligroso. Al
tomar la ruta del sur, si nos seguían, el furgón con el cajón tendría vía libre
para dirigirse a Viareggio —el que así hablaba era mi tío Andrea—. Berto, en
aquello que yo no entendía ejercía de intérprete.
Agradecí el que se me dieran todo lujo de detalles, yo no estaba en
condiciones de participar en la organización de la fuga, al fin y al cabo ellos
tenían más experiencia que yo.
Cuando llegamos al puerto todo estaba a oscuras, la noche era negra, todo
el suelo estaba formado por balsas de agua. La luz de un farol, que se
encendía y apagaba, guio el coche hacia nuestro destino.
—Rápido, subid a bordo, no disponemos de mucho tiempo —se oyó
desde la borda del barco.
Se abrió el portón trasero del coche y recogimos nuestros enseres; nos
despedimos. Mi tío me dijo al oído que no perdiera la fe. Una vez en el barco
observé el cajón de madera que habían utilizado en la pizzería los carniceros
para meter el fiambre.
—Bajad a los camarotes y no hagáis ruido —volvió a ordenar el mismo
hombre que nos recibió.
Pronto abandonamos la costa, no pasó ni media hora cuando sentí que
algo pesado había caído al mar. Estaba amaneciendo, subí a cubierta y vi que
no estábamos solos; varios barcos pesqueros, como el nuestro, volvían a
puerto a presentar el pescado que habían recogido de las entrañas del Mar de
Liguria; las gaviotas no cesaban de volar y caer en picado alrededor de los
barcos, les estábamos dando su desayuno; en su alegría no cesaban de graznar
como forma de agradecernos el manjar que de forma fácil les ofrecíamos.
El capitán del barco me vio y me dijo:

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—Recoged vuestras cosas ya hemos llegado. Una vez estéis en tierra, os
mezclaréis con los turistas. Seguid andando, vuestro enlace se pondrá en
contacto con vosotros cuando crea que no hay peligro.
—¿Dónde estamos? —preguntó Berto en italiano—. Me alegró notar su
presencia detrás de mí, no me había enterado de gran cosa. Aquel hombre
hablaba un italiano con un acento raro y me costaba entenderlo. Es
Napolitano, me dijo Berto.
—En Marina di Pietrasanta, ciudad turística, famosa por sus balnearios, os
será fácil pasar inadvertidos.
Bajamos y accedimos a la calle principal, para sorpresa mía allí estaba el
hippy, cantando, con su guitarra entre las manos, ya no la llevaba en
bandolera; una bandera a sus pies con monedas, su fiel perro al lado,
tumbado. Ya no parecía aquel perro furioso y temible que vi la noche anterior.
Isabella le echó unas monedas, nos miró y dio las gracias. Dijo algo en
italiano a Isabella que la ruborizó. Berto le respondió y el hombre de barbas
blancas, gafas de sol con cristales redondos, volvió a hablar. Continuamos
nuestra marcha, él se quedó cantando, volví la cabeza y ya estaba recogiendo
sus cosas.
Apenas habíamos andado unos metros, cuando una chica se nos acercó
para darnos publicidad de restaurantes, hoteles, balnearios y alquiler de
coches.
—Gracias, muchas gracias —dije.
—Deben ir por aquí, encontrarán más cosas para llevarse de recuerdo —
susurró la chica.
Miramos hacia arriba, en dirección a la calle que nos decía y al fondo
estaba el hippy. Entonces Berto dijo:
—Sí, vayamos por aquí.
Conforme andábamos, observé que de un Fiat gris salía un hombre y abría
el portaequipajes, al llegar a su altura se dirigió a Berto y le dijo:
—Guarden su equipaje, por favor, y suban.
La chica de la publicidad estaba mirándonos desde donde nos abordó; el
hippy continuaba en la otra esquina al final de la calle.
Cerramos el portaequipajes, subimos al coche y ya no estaba ninguno de
los dos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Berto.
—A Génova. Una vez allí tomaréis un avión a Madrid.

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………………………………………
La vuelta fue en silencio, por mi mente giraba todo rápido. No acababa
de entender el porqué de tanta violencia, aunque he de confesarle que no me
sentía ajeno a ella, al contrario, comenzaba a disfrutar en ese ambiente y
admirar a Berto. Soñaba si algún día llegaría a su altura.
—¿Y lo consiguió?
—……
—Sí, creo que al menos estuve a su nivel. No fue nada fácil, pero en
algunas cuestiones quizás lo superé.
—¿Por ejemplo?
—En la seducción. Nací con ese encanto, ese don capaz de atraer a todo
tipo de mujeres, en alguna ocasión lo utilicé para mis fines espurios.
………………………………………

Cuando llegamos a Barajas nos esperaba don Giovanni, estaba al corriente


de todo. Sus gestos no dejaban lugar a dudas, abrazó a su hija Isabella y se
tornó tierno con ella, se unieron en un fuerte y cálido abrazo y aquel hombre
tan grande comenzó a llorar y a decirle, a pedirle mil veces perdón por haber
permitido lo que ocurrió. Como si él hubiera tenido culpa de algo.
Por el camino, él y Berto fueron repasando todo el proceso, tratando de
averiguar quiénes habían tenido acceso a la información. Llegaron a la
conclusión de que la noticia se filtró en el ministerio del interior a la hora de
pedir los pasaportes. Alguien en la sección de extranjería se habría dirigido a
la Hermandad para comunicar nuestra salida a Italia. No obstante, don
Giovanni pidió cautela y exigió que cada uno de nosotros reflexionara y
tratara de acordarse a quién contó el asunto del viaje.
Por mi parte estaba tranquilo pues solo se lo dije a mi madre; le pregunté
y me refirió que lo habló con el comandante Figueroa, al cual alejé de toda
sospecha por motivos obvios.
Isabella no contó nada a nadie, tampoco lo hizo Berto. Don Giovanni hizo
la petición expresa al jefe del negociado, el cual le estaba agradecido por
ciertos favores que recibió para el tratamiento médico de su hijo. Hablaría con
él para conocer cuántas personas supieron o manejaron los documentos de
petición del pasaporte a mi nombre.

Página 106
SEGUNDA PARTE

Página 107
Capítulo 8

La Hermandad del Alcázar. Su origen

«Los que abandonan la tradición de la verdad no


escapan hacia algo llamado libertad. Solo escapan
hacia otra cosa…».

Gilbert Keith Chesterton.

Por fin llegó el día de mi incorporación a la facultad. Traté de olvidar todo


lo ocurrido y centrarme en mis estudios. De vez en cuando venía a mi mente
el día que di muerte al «Gocho», cómo lo deje tapiado, sin enterrar. A veces
me despierta su voz suplicando que lo deje descansar en paz.
En Navidad volví a Toledo y entre mis asuntos principales estaba el de
enterrar a aquel hombre. No sabía cómo hacerlo, desconocía en qué estado se
encontraría su cuerpo.
A lo lejos, asomado a la ventana, de pie en el pasillo, podía contemplar
Toledo. El Alcázar sobresalía de manera majestuosa, parecía que quisiera
besar el cielo; una densa niebla ocultaba toda la ciudad.
En la estación, en un andén estaba ella. Mamá Vega había cambiado su
aspecto, estaba más jovial. Cuando me vio fue a recibirme, bajé del tren y allí
se encontraba parada, peinada de peluquería, el pelo recogido en un moño.
Los labios pintados y subida en unos tacones de punta fina.
—Mamá, qué guapa estás —le dije.
—La ocasión merecía la pena, ¿te gusta hijo?
—Sí, mucho. Deja que te mire. La tomé de la mano y levanté su brazo
girándola por completo. Estaba guapísima, elegante. Tenía clase, mucha
clase. Nos abrazamos y comenzamos a llorar de emoción. Pocas palabras
dijimos; cuando nos separamos aprecié la figura de un rostro conocido. Nos
miramos, sonreímos.
—¿No piensas saludarme, Doménico?

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—Sí. Por supuesto que sí, comandante Figueroa.
—Puedes llamarme Luis Alfonso o Luis a secas pues ya no soy militar, y
si te parece bien me puedes tutear.
—Supongo que podré hacerlo —dije asintiendo con la cabeza y
estrechando su mano.
Fuimos en su coche, un Renault 12. Lo había cambiado por un Seat 850,
matrícula de Zaragoza, que a mí me gustaba mucho. Apenas lo había usado
pues siempre iba en coche oficial. A mi mente regresaron recuerdos de ayer y
que parecía que hubiesen pasado años. Fue en ese coche en el que me llevó a
la Academia Militar.
No hablamos durante el trayecto. Mi madre y yo montamos en la parte de
atrás, nos cogimos de la mano y cerré los ojos por un momento. Con rapidez,
como un flash, pasaron imágenes de Sonia, de Julia, el entierro de la señora
Socorro, de cómo maté a mi primera víctima, de Corrochano «el Gocho».
Solo habían transcurrido cuatro meses desde que salí de allí como si fuera un
proscrito. Mis últimos recuerdos: la muerte del capitán Esteras, la policía, el
gentío gritando, sirenas aullando. La policía no encontró al asesino, culpaban
a un grupo anarquista o quizás, apuntaban a que hubiera sido el «GRAPO».
Fue la voz del comandante la que me devolvió a la realidad.
—Pues ya estáis en casa, mejor os dejo solos, tendréis que hablar de
muchas cosas.
—Como quieras Luis Alfonso —le dije.
Bajamos y cargué con mi pesada maleta llena de libros y algunos regalos
que había traído a mi madre. Mi habitación permanecía igual que la
recordaba; sobre la cama puse la maleta negra atada con cuerdas para que no
se abriera. Los cierres habían saltado. Me quedé en silencio mirándolo todo,
percibí que alguien estaba observándome, me giré lentamente.
A contraluz contemplé la figura de una mujer, sus brazos cruzados y el
cuerpo apoyado en el quicio de la puerta; llevaba un vestido suelto con un
cinturón a las caderas, que realzaban su esbelta silueta. Ambos guardamos
unos segundos sin pestañear, mirándonos el uno al otro; por fin sonrió. La
sonrisa más dulce que se pueda contemplar, cuánto amor había en aquella
mirada, en su sonrisa se dibujaba un corazón llamándome a unirme a él.
Avancé los pocos pasos que me separaban, sus brazos se abrieron como los de
una gran águila cuando se dispone a volar. Me refugié en ellos, nos
abrazamos. Sus dedos recorrieron mi cabeza, entrelazándose con mis cabellos
con la misma suavidad que el aleteo de una mariposa. Solo atendí a decir:

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—Siento haberte abandonado; cada noche antes de dormir estabas
conmigo, dormías conmigo, como cuando era pequeño, a mi lado, mi
almohada eran tus pechos.
—Lo sé mi niño del alma, te fuiste adolescente y has vuelto hombre. Te
quiero tanto. A veces creí morir, aquel viaje a Italia. Doy gracias a Dios por
cuidar de ti y rezo para que a la familia de don Giovanni no le ocurra nada.
—Ya pasó todo mamá, abrázame fuerte, te quiero mucho.
Permanecimos así un tiempo hasta que rompí a llorar, pero con el
consuelo de tenerla a mi lado. Preparó café y estuvimos charlando sobre todo
aquello que nos había pasado durante esos meses. De lo bien que me trataba
la familia de don Giovanni, de mis días en Villamanta, de Berto al que
consideraba mi hermano mayor, de cuanto me había enseñado y a la vez
protegido.
Volví a la habitación y terminé de abrir mi vieja maleta y saqué sus
regalos, un broche para lucir en la solapa con una piedra agua marina
incrustada sobre un fondo marfil. Le mostré las fotos de la familia de mi
padre, de él y su niñez. Y por último el regalo especial, la bolsa con monedas
de oro que me dio mi abuelo.
Se quedó callada, las soltó enseguida como si quemaran, me miró, las
miraba, no atinaba a articular palabras o hacer gesto alguno. Quieta, nerviosa.
Por fin, metiéndolas de una en una en la bolsa, la cerró, las puso en el centro
de la mesa.
—Esto es una fortuna Doménico, eres rico. ¿Qué piensas hacer con ellas?
—Son para ti mamá, yo para nada las quiero. Busca cómo cambiarlas y
cómprate lo que quieras, compra aquello que hayas deseado tener y no pudiste
hacerlo nunca.
—Gracias hijo, pero es tu herencia. Has de guardarlas y usarlas como
mejor creas.
—De acuerdo, mamá, yo veré cómo satisfacer tus necesidades y cómo
guardarlas para que no nos las roben.
Sonó el teléfono. Las noticias en las ciudades pequeñas corren con la
misma celeridad que las hojas en otoño a merced del viento. Al otro lado
estaba Rafa, mi amigo de juventud. Lo dejé siendo aprendiz de mecánico, no
había vuelto a saber de él, desconocía los cambios que se habían producido en
esos tres meses. Quedamos para tomar unas copas. Antes de irme, mamá

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Vega y yo acordamos no contar a nadie lo de mi viaje a Italia y la suculenta
fortuna que había heredado de mis abuelos.
Por la mañana amaneció lloviendo, me dirigí a una ferretería que había
cerca de la Plaza de Zocodover; después, desde allí, hacia una droguería para
comprar útiles de limpieza. Desde que me levanté una obsesión me perseguía,
como fuera tenía que ir a mi casa y tratar de dar sepultura a aquel hombre.
Aún se paseaban por mi cerebro recuerdos muy duros. Sin prisas, pero sin
pausa. Cargado con todo lo que había comprado, completamente empapado,
llegué al inicio de la calle.
Serían las diez de la mañana, no me extrañó que nadie hubiera por allí, ni
el repartidor de leche, ni señoras hechas al duro trabajo de la limpieza diaria
de su puerta y mitad de su trozo de calle. ¿Quién iba a estar en la calle con lo
que llovía, salvo un loco como yo? —me dije.
Dejé atrás la casa del «Gocho», una rápida mirada panorámica me hizo
entender que nada se había tocado. Llegué a mi casa, tampoco había signos de
que hubiera habido movimientos. El umbral estaba sucio, las ventanas llenas
de polvo. La tormenta lo limpiará todo, pensé. Miré a un lado y a otro, nada
sospechoso. Dubitativo, decidí abrir, entrar y solucionar cuanto antes la
cuestión que me tenía absorbido.
Una vez dentro encendí las luces, me quedé mirando el salón. Mi corazón
se encogió, allí había estado alguien. Mi madre no pudo hacerlo, las llaves
siempre las tuve yo. Me dirigí a la sala oculta, aquella donde dejé a aquel
hombre; abrí la entrada secreta. Mi sexto sentido me decía que alguien estaba
detrás de mí, no me dio tiempo a reaccionar, el sonido inconfundible de una
pistola al quitarle el seguro sonó a mis espaldas.
—Si haces un solo movimiento será el último que hagas en tu vida —sonó
una voz ronca a mi espalda, su acento era del sur, quizás de Sevilla.
—Tranquilo, no tengo dinero —atiné a decir.
La voz de un segundo hombre, apartándome de la puerta, me hizo
comprender que la situación se podría complicar.
—Quietecito ahí, no juegues a ser héroe.
Me aparté a un lado, dejé la entrada franca, me sentaron en una silla que
había junto a la pared. Un tercer hombre cerró la puerta que yo había dejado
abierta. Maldije mi torpeza, guardé silencio, entonces comprendí el porqué de
tanta quietud en la calle, me habían estado esperando. Las buenas gentes, al
igual que los sabuesos saben distinguir cuándo puede haber problemas. Estaba

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claro que estos malhechores de tres al cuarto habían conseguido infundir
miedo en los corazones de los honrados vecinos.
El primer hombre que entró en la antesala de la cueva salió desconcertado,
el otro me seguía encañonando. Le hizo un movimiento con las manos al
tercer hombre, entró, abrieron la puerta que daba al pasadizo. Yo no entendía
nada, temblaba y me decía que o actuaba rápido o en cuanto vieran el cadáver
del «Gocho» mis días estaban contados.
El silencio duró breves momentos, segundos eternos para mí, sabiendo
que la suerte estaba echada; de repente el silencio fue sustituido por voces,
uno de los hombres, el tercero, salió del pasadizo y me propinó un fuerte
golpe en la cabeza: salí expulsado de la silla en donde me había sentado. Unos
fuertes brazos me levantaron al mismo tiempo que me preguntaba ¿quién era
yo?, ¿qué hacía allí?
—Me llamo Doménico Aspartana, soy de Toledo y estudio en Madrid,
esta casa es de mi madre. He venido de vacaciones y pasé a limpiar para hacer
alguna fiesta en Nochevieja.
—¿Dónde está Antonio Corrochano? —volvió a preguntarme seguido de
un bofetón.
No entendía nada, sus preguntas me parecían de lo más estúpidas,
requerían respuestas de algo que estaban viendo. El de la pistola me golpeó
con la culata, quedé aturdido. A empujones me metieron dentro de la pequeña
habitación. No había nada, ningún legajo, ni un solo papel. Todo había sido
limpiado. Tampoco estaba el cadáver, no acertaba a comprender nada de lo
que allí había ocurrido.
Alguien había estado limpiándolo todo, era claro, ¿pero quién? No me
dejaron pensar más.
—Escúchame bien, chaval —me dijo el que parecía el jefe. Tendría unos
cuarenta años, vestía traje gris de poco pelaje, camisa blanca y corbata negra,
su cara era ancha como sus espaldas, sus manos grandes, pero no presentaban
huellas de haber trabajado nunca en labores de campo, por lo que deduje sería
funcionario o militar o de alguna oficina del gobierno—. Haz memoria, una
vecina lo vio entrar aquí en agosto y ya nunca hemos vuelto a saber de él. Por
lo que probablemente el último en verlo fuiste tú. Así que ponte las pilas y
habla o yo haré que hables —volvió a golpearme.
—Quizás se refieran a un señor que vino a verme este verano, quizás sea
el mismo que se interesó por quien vivía en esta casa. Entró sin llamar, la
puerta estaba abierta. Nunca la cierro, no me da miedo, ustedes han podido

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comprobarlo. Se marchó enseguida, tenía prisa. Y yo me fui a Madrid a
estudiar. Creo que están confundidos.
El de la pistola dijo:
—Está mintiendo, démosle «matarile» —esa frase ya la había oído antes.
—No podéis hacerlo —les dije tratando de ganar tiempo o una posición
de ventaja, eran tres pero no se lo vendería fácil.
—¿Por qué?, ¿acaso has recuperado la memoria? —dijo el primer
hombre, que no pasaría de los treinta, de mal aspecto, obeso y con el cuello
pegado a los hombros.
—Os repito que estáis equivocados, que no sé nada y además soy uno de
los vuestros.
Se miraron entre sí, alguno rio, el de la pistola se relajó no pudiendo
contener la risa.
—¿Puedo? —dije señalándome el cuello.
Asintieron con la cabeza, les mostré la medalla. Entonces el hombre de la
pistola, de ancha nariz y labios ocultos por un gran mostacho, tiró de ella con
fuerza, sentí como si me hubiera arrancado una parte de mi alma. Todo fue
rápido, visto y no visto.
Tomé su brazo, lo giré y me coloque detrás de él. Mi brazo izquierdo
abrazaba su garganta con fuerza, el hombre que estaba dentro de la pequeña
habitación disparó, sus balas hicieron blanco, pero no el deseado: impactaron
en el cuerpo de aquel al que yo tenía como protección. Antes de que cayera al
suelo, con su pistola hice dos disparos certeros al corazón y cayó de rodillas;
un tercer disparo atravesó su cabeza.
El que presumiblemente era el jefe, consiguió parapetarse detrás de una
mesa, la cual había derribado con gran maestría.
Sonó un disparo, un cuerpo cayó pesadamente al suelo. Debajo de la mesa
corría un reguero de sangre. Miré a la puerta de entrada y un hombre, cuya
figura no me era desconocida, estaba allí. No pude reconocerle, la luz exterior
cegaba mis ojos. Pero en mi interior sabía que lo conocía. Me hizo un gesto
con los brazos de que era amigo; señaló hacia la mesa y haciéndose una
marca sobre el cuello me dio a entender que el hombre de la mesa estaba
muerto.
Me mantuve alerta y fui a comprobarlo, tenía un cuchillo clavado en el
cuello. Estaba agonizando. De una patada aparté la pistola de su mano
caliente. Traté de hablar con él. Ya era tarde. Dirigí la vista hacia aquel que

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me había ayudado y ya no estaba. Salté como un gamo hacia la calle, solo
pude ver una sombra; no había nadie, la misma calma. Por suerte las pistolas
llevaban silenciador por lo que era posible que las detonaciones no se
hubieran oído, todo el Callejón de los Muertos, nunca mejor dicho,
permanecía sereno y desde ese momento en paz.
Una vez dentro, cerré la puerta y la atranqué con una silla, no quería más
sorpresas. Fui a dar sepultura a un hombre y ahora tenía cuatro.
Busqué en sus bolsillos, uno era policía de investigación. Dos de ellos
llevaban colgadas sus medallas al cuello. Estaba claro que eran de la
Hermandad.
Mil preguntas vinieron a mi cabeza, mientras arrastraba sus cuerpos, uno a
uno, al fondo del pasadizo, aquello parecía el corredor de la muerte. Al final
del mismo había un pozo y allí los eché. Lo limpié todo con lejía, recogí los
casquillos y me deshice de sus documentos, arrojándolos al mismo lugar en el
que yacerían sus dueños eternamente.
Encendí la chimenea y me tumbé. Al calor del fuego me quedé dormido.
Soñé que estaba en las puertas del mismísimo Averno y que una mano fuerte
me sujetaba y tiraba para sacarme de allí. Me desperté, miré el reloj, habían
pasado dos horas desde que aquella sala se había convertido en un infierno.
Me dolía la cabeza, fui al baño y el ojo derecho presentaba una inflamación.
Decidí marcharme.
Nada más llegar a casa de mi madre, llamé a Berto. Le informé de todo lo
que creí conveniente que debería saber. Se quedó desconcertado y a la vez
feliz por haberme salvado. Se preguntó al igual que yo quién sería mi amigo
invisible.
Después de una buena ducha mi aspecto ya no era tan calamitoso, tan solo
era evidente el moratón en el ojo, los chichones los taparía el pelo.
Me senté a esperar a mamá, eran muchas las dudas que se me presentaban,
ya no sabía ni contra quién luchaba ni qué quería. Decidí poner en orden todo
lo que me había ocurrido. En un primer plano apareció Julia, nunca la pude
olvidar. En cuanto llegara mi madre abordaría ese tema y trataría de averiguar
qué fue de ella. Otra cuestión importante era saber por qué buscaban tan
empecinadamente a mi padre, probablemente fuera por la documentación que
estaba en la vivienda que heredé de él. Pensar que tuve las respuestas ante mí
y no reparé ni un solo momento en leerlas, me producía desesperación. Las
cosas habían cambiado, ahora ya no buscaban a mi padre, ahora pretendían

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eliminarme. ¿Y si alguien sabía que los hombres que me acababan de asaltar
habían ido a verme?
Estando con estas dudas la puerta se abrió, para mi sorpresa y la de ellos,
pues no me esperaban. Entraron mi madre y el comandante en una
conversación demasiado amistosa.
—¡Hola, mamá! ¡Hola, Luis Alfonso! —les dije mientras observaba sus
caras enrojecidas.
—Doménico, hijo, estás aquí. El señor Luis Alfonso, muy cortés, se ha
tomado la molestia de acompañarme.
A veces damos explicaciones que no se nos piden y eso, en vez de
despistar, lo que hace es sentenciar con más firmeza los hechos de los que
sospechamos.
—Por favor, Vega, no es ninguna molestia —dijo el comandante en su
tono cortés y de superioridad ya aprendida y que, a veces, suena ya como algo
natural—. Por cierto, le venía diciendo a tu madre que he pensado, si tú
quieres, en regalarte mi coche, el 850. ¿Te acuerdas de él?
—Sí, claro que me acuerdo. Pero no tengo dinero…
—Tú de eso no te preocupes —me interrumpió—. ¿Lo primero será
sacarte el carnet?
—Eso no es problema, me lo he sacado en Madrid.
—¿Lo oyes, Vega?, este chico es un portento.
Mi madre permanecía en silencio, tratando de ser invisible, percibía que
me había dado cuenta que entre ellos había algo. Su forma de sonreír y de no
mirarme la delataba.
—Doménico, si te parece bien esta tarde nos vemos y vamos a una
gestoría a poner el coche a tu nombre. ¿Qué dices? —terció de nuevo el
comandante.
—¿Que qué digo?, que sí, digo que gracias.
Me sonrió y mirándome, sabedor de que la escena la tenía dominada, me
preguntó:
—Vaya, para ser tu primer día, se ve que ya le has enseñado los puños a
alguien.
—¡Oh! ¿Lo dice por lo de la ceja?, no es nada grave. Fui a jugar un
partido de fútbol y como soy un poco torpe, el portero tomó mi ojo por el
balón.

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—Celebro que no haya sido nada más que eso. Vega, ahora que recuerdo,
tengo cosas que hacer, así que os dejo.
—Adiós Luis Alfonso —dije yo. Mi madre continuaba muda.
Mientras se colgaba el abrigo entre los hombros, reparó en mi medalla con
la cadena rota, la había dejado sobre la mesa. Se quedó mirándola para
después de unos instantes afirmar:
—El partido debió ser de gran dureza, no solo tomaron tu ojo, sino que,
por lo que veo, también lo hicieron con la cadena de tu medalla.
—No importa, carece de valor. Me la encontré y la uso de amuleto.
—No la pierdas, te ha traído suerte. ¿No crees?
—Sí, desde que la encontré es mi talismán de la suerte —le dije en tono
jocoso.
Acto seguido sus pasos se encaminaron hacia la puerta, se despidió con un
hasta luego. Esperé a oír sus pasos y me dirigí a mi madre que aún estaba
envuelta en una nube de rubor y desconcierto.
—Mamá, tenemos que hablar.
—No es lo que piensas.
—¿Y qué se supone debo pensar?
—Tú estás fuera y los dos estamos solos, únicamente nos damos
compañía. Hablamos, me visita, pero es todo un caballero. Aún está caliente
el recuerdo de su mujer.
—Es una apreciación muy interesante, pero no quiero hablar sobre lo que
haces y menos juzgarlo.
—¿Entonces? —me dijo aliviada y con una sonrisa de agradecimiento.
—He decidido volver a Madrid, después de Navidad. Aquí ando
desconcertado y tengo que estudiar. Espero que no te incomode demasiado.
Mañana iremos a un banco y abriremos una cuenta con caja de seguridad y
depositaremos las monedas, luego don Giovanni me ayudará a venderlas por
el mejor precio. También quiero preguntarte, y esto es lo más importante, por
todo lo que sepas sobre mi padre y que nunca me has contado. Es cierto que
nunca quise saber nada de él y, por tanto, te preguntarás a cuento de qué viene
este interés repentino.
Mientras yo hablaba ella permanecía en silencio, asombrada y expectante
por saber a dónde la conduciría mi monólogo improvisado.

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—Como te decía, fue en Italia donde mis sentimientos hacia él
comenzaron a cambiar. Fueron los relatos de los abuelos y sus hermanos,
sobre su vida allí. No dejaban lugar a dudas de que era un hombre íntegro,
soñador y lleno de ideas. Esas ideas le hicieron venir a España a una guerra
que no era la suya ni la de nadie. Luego sus ideales fueron rotos por la
fantasiosa persecución de todo aquel que no siguiera la doctrina de ellos, la de
los vencedores. España se rompió en dos, no hubo paz para los vencidos. A
todo aquel que no llevaba camisa azul o mostraba sus simpatías por el nuevo
régimen se le perseguía. Llenaron las cárceles de comunistas, anarquistas,
masones y de gentes sospechosas a su criterio. Y ahí fue donde mi padre
comenzó a erosionarse en sus principios. No le protejo, ni le pienso perdonar
el daño que te hizo; del maltrato que te dio, tratándote como a una bestia y no
como a una igual, nunca lo olvidaré. Pero permíteme que busque quién está
detrás de su muerte para vengarle.
Guardé silencio por un momento, ella permanecía impasible. Tomándola
de las manos, con cariño, la miré a los ojos y le dije:
—Ayúdame a encontrar a los que le mataron, solo así encontraré la paz y
quizás él también.
—Doménico, me das miedo, ¿en qué te has convertido hijo mío?,
oyéndote me recuerdas la parte destructiva que había en tu padre.
—No temas madre. Ahora, ¡ayúdame!, por favor. Cuéntame qué sabes de
la Hermandad, ¿por qué y quién mató mi padre?, ¿quiénes eran sus contactos,
sus amigos?
Lentamente fue apartando sus manos de las mías, en su cara había pánico.
Llorando me dijo:
—Por última vez, Doménico, ¡olvídalo!… Sí. Vuelve a Madrid es lo
mejor y olvida esta historia, te matarán como hicieron con tu padre.
—Ya lo han intentado, primero en Italia y esta mañana aquí, en el mismo
Toledo. No quiero cargar sobre ti aquello que pueda hacer contrario a lo que
me has enseñado. Me iré a Madrid, vendré a verte y fijaré mi residencia en la
casa del casco viejo, así no te harán nada.
Se levantó y marchó hacia la cocina, me indicó con las manos que la
siguiera. Las lágrimas caían de sus ojos.
Abrió las puertas del fregadero, sacó cacharros, útiles de limpieza,
bayetas, un sin fin de cosas que parece imposible cupieran en espacio tan
pequeño. Levantó una tabla y pegada a ella había una bolsa de plástico, me la
dio, en ella había documentos.

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—Úsalos, dáselos a don Giovanni y entregadlos a la policía, ellos
acabarán con esto. No te enfrentes o te perderé y no lo podré soportar, eres lo
único que tengo.
—¿Cómo han llegado a ti?
—Los descubrí haciendo limpieza, después de la muerte de tu padre.
Nadie sabe que los tengo.
Me encerré en mi habitación y me dispuse a leerlos. Lo que ante mis ojos
se presentaba, eran las pruebas concluyentes de la creación y constitución de
la Hermandad del Alcázar. Se inspiraban básicamente en los principios por
los que se creó la Santa Hermandad siglos atrás, allá por el siglo XV.
La muestra de identidad de cada individuo perteneciente a ella, de forma y
manera voluntaria, consistiría en una medalla, la cual llevaría la imagen de
Santiago Apóstol, la cruz de madera de la Inquisición y una espada como
símbolo de poder y de justicia.
Destacable en el acta fundacional es la presencia de grandes jefes de los
distintos cuerpos del Ejército y Guardia Civil de Toledo, también se habla de
la presencia de responsables militares de otras Capitanías. A esta primera
junta asistió el coronel Moscardó, el cual agradeció la invitación, juró guardar
silencio sobre lo allí acontecido y declinó cualquier cargo o pertenencia a la
recién nacida Hermandad. Una vez terminada su alocución, abandonó la sala
de juntas seguido de varios oficiales.
Fue, la primera, la más multitudinaria. Mi padre relata en su crónica la
asistencia de un grupo bastante heterogéneo, desde falangistas hasta militares,
guardias civiles, personal civil o voluntarios extranjeros que habían venido a
luchar en la guerra civil. Entre ellos aparece el nombre de Giovanni Chiabrera
como responsable del cuerpo de voluntarios de las camisas negras de
Mussolini.
El cuerpo principal de la mesa de dirección lo formaban seis miembros
más el Prior o Gran Maestre, en total siete, como siete eran los Varones que
designó Santiago el Apóstol para continuar con la expansión del Cristianismo
por Hispania. De los asistentes a la asamblea únicamente se comentaba el
número de los que estaban presentes.
De las primeras actas de constitución pasé a leer las actas que se
levantaban en cada junta que hacían. Estas tenían una frecuencia de unos seis
meses. Había nombres en clave, sobre todo los de aquellos que formaban la
mesa. En todas, mi padre hacía de secretario.

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Su lectura me sobrecogió, se me abrían las carnes por la crudeza y
sanguinarias propuestas, de cómo se delataba a comerciantes, empresarios,
trabajadores, maestros. No había escapatoria para aquel que estuviera en el
ojo de cualquiera de los allí presentes. Mucho leí sobre Torquemada y sus
trabajos en la Inquisición, pero estos no le quedaban a la zaga.
En las asambleas se exponía la causa por la que se denunciaba a alguien y
allí mismo se dictaba la sentencia, lo anotaban todo. De tal forma, que
presentada la acusación contra alguien, se estudiaba el asunto y según el
criterio de los presentes se le daba carácter de grave o de delito contra la
sociedad. Los considerados graves significaban la muerte de esa persona y los
otros eran comunicados a la Brigada Político Social sin más, actuando estos
contra ellos, sus familias o sus bienes, indistintamente. Tuvieron éxito pues
muchos de sus miembros pertenecían a la Hermandad. No había ningún juez
que se opusiera a sus peticiones o informes.
A finales de los cincuenta, son muchos los que creen que aquello ya no
tiene sentido y piden su derogación. Entre las voces más sobresalientes en
contra de su continuidad destacaba la de mi padre. Su oponente principal era
uno de los siete miembros de la dirección. Su nombre en clave era J. E., es
decir, Jesús Esteras.
Por tanto me atrevo a afirmar que creo que fue uno de los que instigaron y
dio las órdenes para que lo mataran y posteriormente iniciar mi persecución.
Tan inmerso estaba en la lectura de aquellos documentos que no me di
cuenta de que habían llamado y que tenía visita.
Oí unos golpes en la puerta de mi habitación. Era mi madre,
advirtiéndome de que Luis Alfonso estaba allí esperándome.
—Un momento, mamá —respondí mientras con gran presteza, procedí a
recoger todos aquellos documentos y a guardarlos debajo de la cama.
—Buenas tardes, Luis Alfonso, discúlpame. Estuve estudiando y se me
fue el santo al cielo.
—No te preocupes hombre —me dijo sonriente—. Por un momento pensé
que se te había olvidado o que ya no estabas interesado.
—No señor, de ninguna manera, no se puede imaginar la alegría e ilusión
que me hace tener un coche a mi edad.
—Pues si estás listo, nos vamos. Solo necesitarás el D. N. I.

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Esa noche llovió en Toledo más que el día que enterraron a «Bigote»,
muchas fueron las casas que se inundaron, no solo de la Vega, sino también
del casco viejo. El nivel del Tajo subió varios metros, los desagües se
atascaron, las alcantarillas se levantaron. Todo Toledo era un río, los viejos
recordarían por la mañana que nunca habían visto llover así.
Yo, la noche la pasé entré mi cama y la ventana, mirando a la calle,
contemplando mi coche color verde, mi primer coche, temiendo que los
arroyos que se habían formado en la avenida lo arrastrasen y me quedara sin
él antes de haberlo disfrutado. De todos los gastos se había encargado el señor
Figueroa. Cuánto afecto me guardaba y yo a él le correspondía con los
mismos sentimientos.
Al día siguiente decidí independizarme. Lo primero que había que hacer
era limpiar la casa, pintarla, algunos retoques y comprar muebles.
Por indicación de mi madre me dirigí a un hombre que vivía en el casco
viejo, ella lo conocía de la Fábrica. Era buen albañil y pintor y lo más
importante persona de fiar.
No así su mujer, sobre la cual advertía el mismo marido, por sus ideas
falangistas. Defensora a ultranza de los principios de la Sección Femenina,
una de las responsables del reclutamiento y formación de las mujeres en
Toledo para su adoctrinamiento político, religioso y de obediencia sumisa al
esposo.
Esta organización, en su ideario, consideraba a la mujer incitadora del
pecado original. A tal efecto escribieron, tanto su fundadora Pilar Primo de
Rivera como Dionisio Ridruejo, unos principios por los que la mujer se
consideraba inferior física e intelectualmente al hombre, donde su papel sería
ser el de la fecundidad y en ellas residía la voraz tarea de sumisión,
procreación y docilidad hacia su marido y a ello deberían entregarse en
cuerpo y alma.
Después de hablar con él, decidí pasar primero por la casa y ver cómo
estaba. Seguía lloviendo pero ya era más un calabobos que un aguacero. Lo
que más me preocupaba era el túnel, pues ya me había enterado del daño que
había provocado la subida del río en muchas casas de esa zona.
Abrí la puerta y salió un fuerte olor a lejía, entorné todas las ventanas para
que el aire limpiara y oxigenara el ambiente. Cerré la puerta por dentro y dejé
la llave puesta, no quería más sorpresas. A simple vista no había humedad ni
salida de agua.

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Giré el mecanismo escondido, un simple empujón hizo que la pared se
abriera hacia dentro.
No. No había signos de agua, tampoco en la pequeña habitación que hacía
de antesala al túnel del diablo. Decidí continuar con la inspección, encendí la
linterna y fui bajando por el pasadizo, los escalones estaban cubiertos de un
moho amarillento, bastante húmedo. Resbalé una vez. Volví a resbalar y esta
vez casi doy con mis huesos en el frío y húmedo suelo. La luz tenue de la
linterna mostró ante mis ojos uno de los cadáveres, flotando, la crecida lo
había expulsado desde el fondo de lo que yo había presumido que era un
pozo.
El agua había subido hasta apenas cinco metros de la entrada al pasillo. A
un ruido estruendoso, le siguió una rápida succión de toda el agua allí
estancada. Me asusté, tuve miedo de ser arrastrado. Me sujeté a un saliente de
la pared. Fueron segundos. Cuando todo acabó, no quedaba ni rastro del
cadáver, ni de nada, únicamente barro. El mismo río se llevó con él lo que por
naturaleza le correspondía.
Pasados los primeros momentos de asombro y estupor, pensé que lo que
era un aparente pozo, en realidad era una salida o entrada más allá de las
murallas. Con los años se había ido tapando, hasta quedar invisible para el ojo
humano El río con la crecida hizo que subiera el nivel freático, rompiendo
aquellos puntos ocultos por el barro, hasta el punto de expulsar uno de los
cuerpos.
Cuando el Tajo disminuyó su nivel, se produjo un vacío, provocando
aquella succión. Gracias al desnivel del pasadizo, el agua no llegó hasta la
vivienda y con ella su carga mortal. Esto hubiera sido un gran problema.
Días después apareció el cadáver del inspector de policía. El río lo había
devuelto de sus entrañas para que volviera a la tierra. Lo encontraron unos
pescadores atrapado entre las ramas y raíces de la ribera, a unos diez
kilómetros de Toledo. De los otros dos cuerpos nunca tuve noticia de su
aparición.

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Capítulo 9

Sagrario

«El tiempo es demasiado lento para aquellos que


esperan… demasiado rápido para aquellos que
temen… demasiado largo para aquellos que sufren…
pero para aquellos que aman, el tiempo es eterno».

Henry Van Dyke.

Con la ayuda de una manguera terminé de limpiar el pasadizo; un cepillo


me sirvió para empujar el barro y restos de ramas hacia lo que creí, en un
principio, era un pozo. Conforme limpiaba, más largo aparecía el pasadizo. La
longitud de la manguera me impidió continuar la limpieza por arrastre. La
dejé y continué bajando escalones, con mucho cuidado, hasta que llegué a una
gran sala. Tenía cuatro entradas, todas selladas. Con distinta piedra, que la
utilizada en la construcción de ese laberinto de túneles que un día serviría
para no sé qué causa. En el centro una gran mesa de granito en forma de altar.
En las paredes, quedaban las marcas de barro y del agua que tantos años
había estado allí, empozada, mal oliente; como si de huevos podridos se
tratara.
Al fondo, un hueco derruido, apreciaba que en su día tuvo escaleras y que
era el paso desde el más allá. Las distintas puertas debían ser entradas de
viviendas próximas o colindantes a la mía. Parecía ser una red de canales y
pasadizos que, otrora, gozaran de gran utilidad y servicio, debajo de la gran
ciudad de Toledo.
La pureza del aire no era la mejor para estar allí más tiempo. La luz de la
linterna tampoco ayudaba, comenzaba a amenazar con apagarse.
Sí. Decidí volver. Pero antes eché la última mirada para ver cómo el agua
de la manguera que había dejado atrás se hacía paso por el hueco derruido.
Dejé la manguera colgando de una de las argollas, junto a la puerta, allí
aguardaría hasta otra embestida del río.

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El resto de cosas las llevé a la cocina. Sonó el timbre; parecía una
chicharra en pleno éxtasis, reclamando la atención de la hembra al anochecer
en verano. Era un ruido molesto, ruidoso; quien quiera que fuese parecía que
se le había adherido el dedo al pulsador. Me puse en alerta. Esta vez no me
pillarán desprevenido, murmuré:
Vi que la porra con la que golpeé al «Gocho», estaba junto al marco de la
puerta. El cuchillo con el que mi anónimo amigo cercenó la vida del inspector
de policía, lo llevaba en mi mano. Me acerqué con sigilo hacia una de las
ventanas entreabiertas y allí estaba una mujer de unos cuarenta años, toda de
luto. El pelo recogido y pegado completamente al cuero cabelludo, con jabón,
por detrás lo terminaba en un coleta sujeta con un pasador de conchas.
—¿Quién es? —pregunté con voz grave.
—Me llamo Sagrario y soy la mujer de Miguel, el albañil. ¿Es usted el
hijo de María Vega?
—Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece?
Guardó unos segundos en silencio para, a continuación apostillar.
—No gran cosa. Miguel me dijo que íbamos a limpiar la casa y a hacerle
unos arreglos y, como vivo cerca, al ver las ventanas abiertas pensé en
saludarle.
—Muy bien, gracias. Ahora tengo que dejarla pues tengo cosas que hacer.
—¿No prefiere que le ayude?
—No, por favor. Gracias. Yo les aviso cuando tenga claro lo que quiero
hacer.
No sé por qué le mentí, ella sabía perfectamente que había quedado esa
tarde con su marido.
—Bien, pues me marcho. Adiós.
—Adiós, señora, que tenga un buen día.
La estuve observando hasta que la abertura de la ventana me impidió
continuar viendo su figura. Era de mediana estatura, gruesa. Aun así, se
apreciaba que las carnes las tenía prietas, se movía con agilidad. Las ropas no
eran caras pero sí limpias. El rostro era dulce pero denotaba tristeza en sus
bellos ojos grises llenos de agua. De un gris igual al de las olas de un mar
bravo después de abrazarse con frenesí a las rocas de un acantilado. Su cara,
pálida, estaba marcada por las huellas del sufrimiento. De la parte inferior de
los ojos salían varías líneas, como si fuera la desembocadura de un río en
forma de delta.

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Quizás fue el hambre de la posguerra, pues no parecía tan mayor como
para haber participado en ella de forma activa. Quizás fuese por la pérdida de
seres queridos e irreemplazables por el bando contrario. Quizás fue por tantas
cosas que ocurrieron en aquella maldita guerra entre hermanos, lo que marcó
a cada uno de los que vivieron aquel momento.
El caso es que cualquiera de ellas serviría para justificar su afinidad
política, y gracias a ella pudo colocar a su marido en la Fábrica.

………………………………………
—Sea cual fuere la verdad, todos tenemos un inicio que nos marca para
siempre. Aquella mujer sería muy importante en mis averiguaciones sobre la
Hermandad.
—Desconocía que pertenecieran mujeres a ese grupo de marcado aspecto
masculino.
—En sus inicios todos sus miembros eran varones. Con el devenir de los
tiempos y las vicisitudes que sufrieron, se vieron obligados a reclutar mujeres
o, al menos, a servirse de ellas para sus fines.
—Veo que hizo muy bien sus deberes.
—No crea, a veces cuando la noche llega y con ella los demonios, los
recuerdos vuelven a mi cerebro. Es en esos momentos cuando noto que algo
pude haber hecho mal. Pero continúo si le parece.
—Sí, por favor. Quedo impaciente por saber la influencia de esta mujer
en sus investigaciones.
………………………………………

Como le decía, una vez se marchó Sagrario decidí medir las distintas
habitaciones, también la sala oculta. Tiraría las estanterías, la mesa y las sillas
—pensé.
En el pasadizo pondría luz. Quizás una reja o mejor sellaría la salida de la
antesala, tal y como hicieron otros en su día. Dejando en paz, en su secreto, la
historia de ese túnel para siempre. Pero todo eso sería después de acometer la
restauración de la vivienda principal, pues nadie debería saber de su
existencia.
Ahora debía limpiar de muebles, utensilios, cortinas, electrodomésticos,
en fin…, debía tirarlo todo y reponerlo a mi gusto. También arreglaría la
cocina, pondría muebles nuevos. En el salón pondría esto y quitaría aquello.

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En aquella habitación irían bien unas cortinas hasta el suelo. Así me pasé casi
toda la mañana, ilusionado con mi nueva vida.
Miré por la ventana de la planta superior y me di cuenta que no era nada
discreta, desde la casa de enfrente tendrían, si quisieran, controlado todos mis
movimientos. Contemplé desde el pequeño balcón toda la calle abajo, y me
asaltaba el entusiasmo al pensar en la historia que se almacenaba en cada
piedra, en cada cueva. En mi imaginación, me preguntaba, si fueron los
caballeros templarios los que habrían construido esas cuevas ocultas o fueron
los judíos para poder escapar del furor y persecución de los cristianos o tal
vez, las sectas secretas para la iniciación en el esoterismo o realizar ritos
satánicos.
Desde allí podía contemplar el Alcázar, la cúpula de la catedral o el
campanario de la iglesia de San Andrés.
Ensimismado en contemplar tanta historia, no me percaté de que alguien
hacia lo mismo conmigo, hasta que oí:
—¿Aún por aquí?
No me lo podía creer, era la mujer del albañil.
—Sí, ya me iba.
Bajé todo lo rápido que pude. Al salir, allí me estaba esperando, como un
sargento cuartelero, con su bolso de mano y su crucifijo de oro colgando del
cuello, descansando sobre sus exuberantes pechos. Lo primero que hizo fue
darme dos besos, seguido de un caluroso piropo.
—¡Pero qué buen mozo eres! ¡Pobrecito con lo que habrás sufrido! Tú
eres Doménico, ¿verdad? Tu madre habla muy bien sobre ti. Como te decía,
yo soy Sagrario, la mujer del albañil. Ya verás qué bien te vamos a dejar la
casa, mi marido es muy apañado y yo muy hacendosa y pulcra. Te la voy a
dejar tan limpia como los chorros del oro.
—Gracias, señora Sagrario.
—¿Tienes novia?, no traerás aquí a ninguna chica, es pecado contra Dios.
—¡Nooo! No señora, quede tranquila. Si me disculpa, me tengo que
marchar.
—¡Ah! Por mí no te preocupes. Me bajo contigo y así te hago compañía.
No paró de hablar hasta que llegamos a la puerta de la catedral. Quedamos
en vernos por la tarde, cuando su marido saliera de trabajar. Pensé que sería
buena idea hacer partícipe de mis proyectos a mi madre.

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Aquella mujer parecía una erudita en todo lo relacionado con las artes
ocultas. Me dijo que desde la antigüedad, en Toledo había existido una
tendencia hacia la práctica de la magia negra y la brujería. Que en esa parte de
la ciudad fue donde más ritos satánicos se hicieron. Que, a veces, en
determinadas fechas, en el Callejón de los Muertos, se oyen ruidos del más
allá, que son las almas de los herejes que se quemaron siendo justos, sin
juicio.
También me habló de que la orden de carácter religioso-militar más
importante de la Europa medieval, estuvo establecida por esa zona, hasta que
fueron perseguidos, torturados y quemados por herejes un viernes trece, por
orden de un rey francés. Se refería a los Caballeros Templarios. También me
contó que aquellas noches en las que cae la niebla en Toledo y coincide con
viernes trece, es fácil distinguir los espíritus de estos y el chirriar de sus
espadas por el suelo de piedra.
Me recordó que, en ese barrio, muchas casas tenían túneles que
comunicaban con el exterior de las murallas, preguntándome si la mía
también lo tenía.
—Pues no que yo sepa —le dije sin titubear—. La mentira se había hecho
parte de mí, y seguí contándole que el suelo era todo de piedra y las paredes
de ladrillo macizo de color rojo, salvo en el salón que también hay una pared
de piedra.
Ambos, por un momento, guardamos silencio. No tardó en apostillar.
—Tú, por si acaso, pon doble cerradura y rejas en todas las ventanas.
—Sí, me parece buena idea, gracias señora Sagrario, lo tendré en cuenta.
—Puedes llamarme Sagrario a secas, lo de señora, que lo soy a Dios
gracias, me hace sentirme mayor.
Interesante mujer, me dije, una vez nos despedimos para vernos horas
después. Lo que sí tenía claro es que no la dejaría sola en casa ni por un
momento.
Una vez solo, encaminé mi rumbo por la calle Comercio, intuí cómo
alguien me seguía. Lo detecté gracias a unos trucos que me enseñó Berto.
Traté de asegurarme. Así que entré en una tienda que hacía esquina, me oculté
tras un expositor móvil fingiendo ver tarjetas postales. Lentamente, sin prisas,
mi perseguidor se paró frente a la puerta, extendió un mapa entre sus manos y
simuló mirarlo.

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En un descuido salí por la otra puerta. Ahora, el que observaba era yo.
Allí estaba, haciendo como que algo le interesaba de un mapa abierto. Ahora
la ventaja estaba a mi favor. No debía verme, así crearía confianza en mi
observador para que no se diera cuenta de que el espiado era él.
Su cara, su aspecto no me era desconocido, pero no encontraba con qué
relacionarlo. Llevaba una cicatriz en la cara que apenas podía ocultar con la
barba, la frente por ese lado de la cara se le metía hacia dentro, un trozo de
oreja le faltaba. Al ver que yo no salía, se puso nervioso, haciendo gestos de
querer ver si yo aún continuaba dentro. Se ponía de puntillas sobre sus
zapatos con la suela desgastada. Como quiera que tardara yo en salir, tiró el
mapa. Entró a buscarme, lo cual aproveché para irme por pies de allí.
Volví a contactar con Berto, le describí al hombre que me seguía.
—No te aburres por lo que me cuentas —me respondió entre risas.
A continuación, con tono más grave, me dijo que era un matón de la
Hermandad y que tuviera mucho cuidado.
—Sí, lo tengo. Pero desconozco cuánto durará mi suerte.
—Vente con nosotros Doménico —me dijo—. Aquí podremos protegerte.
Desde la muerte del capitán Esteras, están muy nerviosos. Son muchos los
que se están retirando y pidiendo el final de la Hermandad. Los más viles
tienen miedo y quieren continuar huyendo hacia adelante, eliminando todo
aquello que pueda ser un peligro para ellos. No pararán hasta que no haya
ningún cabo suelto.
—Berto, aún hay más cosas que contarte. Mi madre me entregó unos
documentos muy importantes sobre la Hermandad, sobre su fundación. En
ellos se habla de sus miembros y de todo tipo de felonías que cometieron en
su nombre. ¿Qué hago con ellos?
—Tráelos a Madrid, Giovanni sabrá qué hacer. Buscará una salida para
todos y tú te quedarás en paz, dejarás de ser perseguido.
—Berto, don Giovanni está en las actas de fundación, llegó a formar parte
del consejo en sus inicios. Él también corre peligro.
—Es conocedor de su situación, pero no teme por su vida. Fue de los
primeros en irse. Ha seguido perteneciendo, pero más de una forma
testimonial que activa.
Guardé silencio, con otro hubiera cortado la comunicación. Con Berto no.
Me salvó la vida en Italia, significaba mucho para mí. Era más que un amigo.
Entonces le pregunté:

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—¿Sabes si don Giovanni tiene algún plan?
—Desconozco cómo lo hará, pero no te dejará solo. Tratará de contactar,
aunque muy pocos conocen el nombre del Gran Maestre. Si pudiéramos llegar
a él, lo eliminaríamos. Una vez cercenada la cabeza de la serpiente, las ratas
huirían.
—De acuerdo, mañana tomaré un tren y os llevaré los documentos —
sentencié.
—Ten cuidado bambino, avisaré de tu llegada.

Por la tarde nos vimos mi madre, Miguel, su mujer y yo. Con la


aquiescencia de mamá Vega decidimos qué muebles sobraban y cuáles no. De
su salida y acomodo se encargarían tanto el albañil como su mujer. A esta
todo le venía bien, así que ellos los llevarían a su casa y los de su casa a la
basura.
Nos emplazamos para el fin de semana. Yo aprovecharía el viernes para ir
a Madrid, y el sábado a las nueve de la mañana nos veríamos en mi casa.
Sagrario insistía en que les dejara la llave, pues ellos se encargarían de
todo. De ninguna manera —les dije—. Quiero estar presente, no tengo más
cosas que hacer.
Después de cenar, conté a mamá Vega que por la mañana volvería a
Madrid. Iría a entregarle la documentación que ella me confió a don
Giovanni. También le llevaría la bolsa con las monedas de oro, él conocía a
alguien que me las podría ir cambiando según nuestra necesidad económica.
—Me parece bien, Doménico. Tengo mucho miedo, no por mí sino por ti
—me dijo mi madre con voz apagada. Nuestra relación estaba tensa desde que
le dije que me iría a vivir solo. A continuación, mirándome con dureza
apostilló:
—Respecto del dinero yo no tengo ninguna necesidad, es tuyo.
—Pero mamá yo quiero que sea tuyo y mío, que sea nuestro.
—No. Es de tu padre para ti. No es mi deseo contrariarte y que te enojes
conmigo, hijo, pero debes guardarlo y controlarlo tú. Con lo que gano en la
fábrica tengo de sobra.
—Pero mamá, ¿qué estás diciendo? ¿Qué tontería es esa?
Subió el tono de voz, el ambiente se llenó de energía negativa. Despacio,
casi gritando, volvió a apostillar:

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—¡Es tuyo! Y no se hable más.
Quedé mirándola sorprendido, mis párpados subían, bajaban, descansando
en su posición a cada movimiento. La respiración era profunda, con dolor.
Se levantó, marchó a su dormitorio, por el camino la oí llorar con pena. A
su paso cerró la puerta con un gesto de rabia, con tanta furia que chocó contra
el marco, quedándose entreabierta. Se tumbó en la cama. Lloraba y
balbuceaba palabras sin sentido.
Así como la dejé por la noche estaba por la mañana cuando me levanté,
tumbada en la cama, encogida, en posición fetal. La cubrí con una manta.
Cerré la puerta y me fui.
En una bolsa de deportes metí los documentos y la bolsa con las monedas
de oro. Las saqué, até una cuerda al extremo y la colgué en mi cuello.
Pensaban —pensé— que más pesaría mi preocupación si en la bolsa las
dejaba.
Decidí hacer el viaje con mi coche. Subí hasta la Puerta de Bisagra. Allí
paré un momento. Entonces cambié de idea y bajé a la estación, me iría en el
tren —decidí.
Saqué el billete. Hasta las nueve y media no partiría. Tenía media hora de
espera. Fui a tomar un café y de paso unas porras.
Salí fuera. Ya, con la luz del día miré mi coche allí aparcado. Me giré,
observé la estación. Recordé los panfletos de las guías del Ministerio de
Información y Turismo. Allí estaba, delante de mis ojos. Tantas veces
estudiada y pocas visitada —pensé.
La fachada principal era de un claro estilo neomudéjar. Las obras se
iniciaron allá por 1917, siendo dirigidas por el arquitecto Narciso Clavería.
Muy criticada su construcción, pues su diseño se apartaba del estilo sobrio y
funcional del resto de estaciones que se construían en esos momentos en
España.
El arquitecto Clavería utilizó como materiales fundamentales hierro,
piedra, yeso, cerámica y madera. Todo ello combinado en sus formas, daban
una imagen clásica y a la vez modernista.
Destacaba desde el exterior la torre del reloj, pareciendo más el
campanario de una iglesia que el de una estación. Para su acceso, desde fuera,
dispuso el diseñador que tuviera cinco puertas. Ya en su interior una única
sala, grande, de una sola planta, serviría para la espera y tránsito de los
viajeros.

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Así, en su contemplación y repaso de las guías que estudié meses atrás,
llegó la hora de salida.
Una vez en Madrid y tomadas todas las precauciones, pedí a un taxi que
me llevara al domicilio de don Giovanni. Allí me sentía bien, me estaban
esperando. Habían pasado unos días y nos parecía a todos que hubiera
transcurrido un siglo.
Espectacular, por su naturalidad, fue el salto de Isabella a mi cuello, por la
espalda. Tomándome por un potro, inició sus gritos, a la vez que con sus
talones daba en mis ancas.
—¡Arre, caballo! —gritaba loca de contenta.
—¡Bájate, Isabella! —le decía su madre fingiendo seriedad. El resto no
podíamos contener la risa.
Pasados los momentos dulces del reencuentro, don Giovanni me dijo que
le acompañara a su despacho. Al momento llamaron a la puerta. Era Berto, le
acompañaba un señor bajito, calvo, con un bigote muy fino y estilizado. Unas
gafas redondas, descansando en una nariz larga, aguileña, tapaban sus ojos.
Pasamos los cuatro. Nos sentamos en dos sofás separados por una mesa.
Prado, la asistenta, nos trajo café, leche y unas pastas. Una vez salió de la
sala, don Giovanni fue al grano.
—Berto me tiene al corriente de todo lo que te ha ocurrido, ahora quiero
oírte a ti y saber qué ideas tienes. Te daré mi consejo, la decisión final ha de
ser tuya. ¿Me entiendes?
Guardé silencio, miré a don Giovanni que estaba frente a mí, miré al
hombrecito que se sentaba junto a él.
—Entiendo —dijo don Giovanni mirando a aquel que se sentaba a su lado
al borde del sofá, así los pies podrían llegarle al suelo cómodamente y
echándole una mano sobre la pierna, espetó:
—Es de mi entera confianza. He aprovechado su presencia en Madrid
para que viniera a ver las monedas y asesorarnos. Es Giorgio Ferruchi,
director de la prestigiosa Galería de Arte y Antigüedades Roma, en Nápoles.
Su prestigio es de reputada solvencia a nivel internacional en temas sobre
numismática.
—Entonces, si le parece mejor, comenzamos por el asunto de las
monedas, el otro asunto que me trae, para mí es más comprometido y cuantas
menos personas lo conozcan mejor. Mejor para ellas y mejor para todos.
—Que así sea, joven cachorro —espetó don Giovanni.

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Hacía años, muchos años, que nadie me llamaba así. El último y único
que así se dirigía a mí fue mi padre.
—No problema —asintió el señor Ferruchi.
—Yo mejor me voy —dijo Berto levantándose.
—No. Tú eres mi hermano ¡Quédate! —ordené cogiéndole de la mano.
Me despojé del jersey y desabotoné la camisa. Saqué el saquillo de cuero,
contenedor de las monedas de oro que había heredado de mi padre.
Lentamente las puse sobre la mesa. Habría unas cincuenta.
Todos sin excepción cogieron una. Y, así, mientras las examinaban,
procedí a relatarles su corta historia.
—Son herencia de mi padre. Me las entregó mi abuelo, hace tres meses.
Van acompañadas de un título de propiedad. Pertenecieron a mis ancestros.
Hace años nobles del Ducado de Lucca.
—Creo que acerté al pedirte que vinieras —dijo don Giovanni al
hombrecillo. Este no habló. Alcanzó su maletín, se encontraba con él, a su
derecha. Lo abrió y sacó lupas y una especie de bisturí. Rasgó una al azar. Las
miró todas. Las amontonó según su criterio. Total, cinco montones.
—Quiero ver los títulos de propiedad. ¿Puedo? —pidió sin dejar de mirar
las monedas y los montones.
—Sí, claro. Aquí los tiene —dije sacándolos de mi carpeta y alargando el
brazo. Como quiera que no me miraba, los dejé lo más cerca de él que pude,
evitando impedir su campo visual sobre mi pequeño tesoro.
Cuando creyó oportuno, dejó las monedas. Allí estaban, amontonadas, en
cinco montones. Unos eran mayores que otros, por lo que entendí que las
monedas serían de distinta época o conservación.
Leyó detenidamente la documentación. Paraba y volvía hacia atrás, para
continuar donde lo dejó la última vez. Por fin terminó. Se ajustó las gafas,
guardó el monóculo de aumento, las lupas y el bisturí. Lo guardó todo en
silencio y con solemnidad. Cerró su maletín. Miró a don Giovanni, que al
igual que nosotros se encontraba expectante. Dirigió su rostro enjuto, ahora
sonriente, hacia mis ojos y dijo despacio, midiendo cada palabra:
—Lo que aquí me has enseñado es una verdadera fortuna. Los títulos
hacen que sean más valiosas, pues demuestran su legalidad cara al mercado
internacional. Unas son del Medievo, de cuando Lucca fue ocupada por los
Lombardos y acuñaron sus propias monedas; otras de la época napoleónica,
en concreto de Elisa Bonaparte nombrada por su hermano como gran

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Duquesa de la Toscana. Estas de aquí también son de esa época, y el último
montón lo hice aglutinando el resto son de distintas épocas de la gran Lucca.
¿Qué deseas hacer con ellas?
—No lo sé. De momento, recogerlas.
—Sí, claro. ¿Y luego? ¿Mañana? —continuaba hablándome el señor
Ferruchi, yo ya no le oía.
—¡Doménico!, espabila hombre. ¿Quieres guardarlas o venderlas? —
espetó don Giovanni.
—Quizás, lo mejor, será saber su valor y luego decidir. ¿No creen? —dije
más seguro y tranquilo.
Los tres miramos al señor Giorgio Ferruchi, ahora grande. En estos
momentos, él sabía de su poder. Esa es la paradoja de la vida, nadie vale por
lo que vemos, sino por lo que es. Y él, ahora, era el más grande para mí.
—Su valor es incalculable —sentenció.
—¿Entonces qué coño hacemos Giorgio? —inquirió don Giovanni.
—Sacarlas a subasta pública.
—¿Todas? —pregunté.
—Depende del dinero que quieras tener a tu disposición.
—De acuerdo —apostilló don Giovanni—. Luego las llevaremos al Banco
Central y las confinaremos en una caja de seguridad. Gracias, amigo Giorgio,
por tu ayuda. Te necesitaré. Ve haciendo los movimientos que creas
oportunos, el bambino nos dirá cuántas quiere vender.
—¡Ciao!, —saludó a modo de despido don Giovanni.
—¡Arrivederci!, —respondió él.
—¡Arrivederla! Señor Ferruchi, —dijimos Berto y yo al unísono.
Me adelanté un paso y cogiéndole la mano le dije:
—Moltissime grazie, egregio signore don Giorgio Ferruchi.
—Bene signore Aspartana, bene.
Quedamos en silencio mientras contemplábamos la figura de aquel
hombrecillo abandonar el despacho de don Giovanni. Quedaba claro que sus
conocimientos me servirían para sacar el mayor rendimiento a la herencia de
mi padre.
—Y ahora, sin más premura, cuéntame todo aquello que no has querido
hacer delante de un amigo. Espero sepas valorar lo que hago por ti y que
nunca más me vuelvas a contradecir en público. ¿Entendiste?

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No alcanzaba, en esos momentos, a entender el por qué de su enojo. Lo
que hice simplemente fue para reservarme aquello que creí era muy íntimo y
que debía contarle solo a él y a Berto y a nadie más. Como quiera que fuese,
le pedí disculpas y comencé a hablar.
—He decidido abandonar la casa donde vivo con mi madre e irme a vivir
solo. Durante el curso seguiría aquí con ustedes, salvo que les incomode mi
presencia. Sí me gustaría contribuir económicamente, pues ahora voy a tener
dinero, mucho dinero parece ser.
Mientras hablaba hacía pausas y miraba a don Giovanni. Su rostro
permanecía impenetrable. Ni un movimiento, ningún gesto. Yo continuaba
con mi monólogo.
—El motivo principal es que alguien va a por mí, desconozco qué quieren
de verdad, todos preguntan lo mismo, ¿dónde está mi padre? El caso es que
unos me dicen que en Italia, otros en Toledo, y al final, todos acaban muertos
y yo continúo con la duda de saber si murió o no.
—Bien, ¿no piensas volver nunca a Toledo, a ver a tu madre? —
interrumpió don Giovanni.
—Sí, pero iré a mi casa.
—¿A tu casa?
—Sí, a mi casa —apostillé de manera seca.
—¿Hay algo que debería saber y que no me has contado?
—Probablemente —dije, sereno, seguro de mí. Tomé un trago de café, ya
frío, como el alba de cualquier mañana de invierno. Levanté la cabeza, miré a
través de los cristales de la ventana que tenía enfrente, estaba nevando.
Proseguí:
—Al cumplir catorce años recibí una carta de felicitación, con ella venía
una llave y una dirección de una casa de Toledo, en el casco viejo. Allí
encima de una mesa había otra carta, esta con la letra de mi padre. También la
escritura de propiedad a mi nombre.
—Vaya con Salvatore, siempre sorprendiéndonos. ¿Quién es conocedor
de esa vivienda? —requirió don Giovanni.
—En teoría, mi madre y yo.
—¡En teoría! ¿Qué quieres decir?
—Hace unos días fui a hacer limpieza y fui sorprendido por tres hombres,
uno de ellos inspector de policía. Buscaban documentos y a mi padre. Me
golpearon, iban con pistolas. En un descuido arrebaté el arma a uno de ellos,

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hubo un tiroteo, cayeron dos. El tercero se resguardó detrás de una mesa, de
pronto de las sombras apareció alguien y le lanzó un cuchillo al cuello. Murió
en el acto. Corrí tras el encapuchado, desapareció calle abajo. Era rápido, muy
rápido. No obstante, su silueta me era familiar, aunque no atino a saber quién
es.
—Supongamos que te estaban vigilando, te siguieron y tú les condujiste a
tu escondite. Esa podría ser una justificación, ¿no? —apuntó Berto.
—Y si esta hipótesis la damos por buena, quiere decir que cometiste un
gran error Doménico —señaló don Giovanni.
—¿Un error?
—Sí. Un error grave que te pudo costar la vida. Olvidaste todo lo que te
enseñé.
—¿A qué te refieres, Berto?
—A estar constantemente en guardia sobre todo lo que te rodea. Debes
aprovechar la ayuda de los espejos de los coches, de las lunas de los
escaparates de cualquier comercio. La gente que va y que viene.
—Sí. Tenéis razón. Pero ¿y el misterioso encapuchado?, ¿en qué estadio
lo contempláis?
—Habrá que estar alerta. Pudiera ser uno de tantos buenos amigos que
tuvo tu padre. Fue un gran camarada para muchos de nosotros —dijo don
Giovanni.
—¡La gloria para él! —exclamó Berto.

………………………………………
—Como habrá podido observar, no les dije toda la verdad. Les oculté que
en realidad iban buscando saber sobre el «Gocho», al que di muerte meses
atrás.
—¿Por qué lo hizo? Suponía que eran su familia, en los únicos que
confiaba.
—Es cierto, pero de ellos aprendí a guardarme cartas en la manga. Me
enseñaron que un hombre siempre debe tener un secreto. Me enseñaron a ser
discreto, a que mi mano izquierda nunca sepa todo lo que hace la derecha.
—Entonces, ¿a mí tampoco me contará todo?
—Sí, y sabrá tanto como yo, y su vida correrá peligro.
—No me importa, es un riesgo que asumo por el puesto que tengo.

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—Pero no se inquiete por favor. Es mi deseo no hacerle daño.
—¿Por qué me eligió a mí?
—Lo sabrá en su momento. Ahora continuaré…
………………………………………

—También le traigo estos documentos que tenía mi madre guardados. Los


he leído todos.
Don Giovanni tomó el sobre, sacó de ellos los documentos que en él
había. Los leyó, algunos detenidamente, otros a vista de pájaro. Cuando
terminó, su rostro impávido, me miró. Sereno, tranquilo, me habló.
—¿Qué quieres que haga con ellos?
—Quiero que lo arregle todo. Deseo la paz. Que nos dejen tranquilos
tanto a mi madre como a mí.
—¿Y tú qué harás a cambio?
—Guardaré silencio y olvidaré que los leí. Mi padre será vengado si la
Hermandad se extingue. Al fin y al cabo ese fue su deseo y por eso ordenaron
su muerte.
Miró a Berto. Permanecía en silencio. Nos ofreció sus manos abiertas en
señal de asentimiento al acuerdo al que habíamos llegado. Tomó la palabra
don Giovanni.
—Que así sea.
De allí marchamos al Banco Central Español. Hicimos apertura de una
cuenta corriente y contratamos una caja de seguridad. Dejé depositadas las
monedas. Guardé la clave en mi memoria y destruí el papel donde venía
impresa. Berto, como siempre, daba su toque de precaución. Sacó un
encendedor y quemó todas las virutas de papel que yo había dejado en un
cenicero.

Al día siguiente, tanto Miguel como su mujer estaban esperándonos con


un carromato para llevarse los muebles y enseres que no quisiéramos. Todos
fueron escrutados en la búsqueda de algo que estuviera oculto. Algunos se
quedaron; mi madre decía que eran antiguos y sería una pena desprenderse de
ellos. No puse objeción a sus deseos.
Las obras de remodelación y pintura fueron rápidas. Antes de acabar el
mes de enero ya tenía toda la vivienda reformada, pintada y limpia. La mayor

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parte del mobiliario que encargué estaba entregado.
Miguel se ayudó de dos hombres. Uno de ellos expresidiario. Buena
gente. Aun así en ningún momento los dejé solos. No quería que descubrieran
el túnel.
Sagrario se encargó de limpiarlo todo. Peleaba con los montadores de las
cortinas, con los fontaneros. Amenazó al instalador de la cocina con echarlo a
él y a sus muebles, le gritaba que era un chapucero.
Quedé contento de cómo quedó todo. Hablé con Sagrario, le dije que
cuando volviera para el verano la contrataría, si le parecía bien, para limpiar
la casa una vez por semana.
—Encantada —me dijo—, lo haría gratis si no fuera por la necesidad de
dinero que todos tenemos.
Volví a Madrid contento, todo se había dado bien. En el camino de vuelta
pensé en la evidencia de que aquellos versos de Quevedo, dedicados al poder
del dinero, tenían vigor en cualquier momento pasado o futuro. El dinero todo
lo puede, todo lo mueve, gracias a él todo va más rápido.
Acabé con buenas notas mi primer año de carrera. Regresé a Toledo. Lo
deseaba. Desde Semana Santa no había vuelto. Extrañaba a mi gente, a mi
madre. Echaba en falta el bullicio de turistas al llegar los autobuses, que como
hormigas subían unos y bajaban otros desde la Puerta Bisagra a la catedral y
viceversa. Ellos con cámaras al hombro; ellas con paraguas para evitar que el
sol les hiciera daño. No pasaban desapercibidos a la mirada criticona de los
toledanos por sus sandalias con calcetines blancos.
Con todo lo contado, lo que más en falta echaba era aquello que aún no
conocía: mi emancipación.
Respecto de las monedas, el señor Giorgio me tenía al tanto de cada paso
que daba. Su última llamada fue para comunicarme que se celebraría una
subasta al mejor postor. Me envió un catálogo con las monedas que saldrían a
subasta. París fue la ciudad elegida, sería a finales de verano. ¡Perfecto! —le
respondía siempre—. Era amigo de don Giovanni y esa era su credencial. A
cuenta me entregó un millón y medio de pesetas.
Hice que mamá fuera a verme a Madrid, la llevé a las mejores boutiques.
Nos acompañaron Isabella, su mamá Manuela y el omnipresente Berto. Le
regalé un sombrero, no quiso nada más.
Recuerdo que para don Giovanni eligieron unos tirantes y una corbata a
juego. Isabella, mi linda y querida hermana, eligió un abrigo rojo y un gorro

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tipo boina. La señora Manuela se decidió por un traje de chaqueta de
cachemir tirando a verde, para cuando acompañara a su marido a cazar.
Mamá se oponía a cualquier compra, la pobre. Se probaba algo, miraba el
precio y rechazaba comprarlo. Al final las chicas la convencieron. Con todo
lo que le compré cambió su fondo de armario para muchos años. La vuelta a
Toledo la hizo en taxi, para así poder llevar, de una forma cómoda, su nuevo
vestuario. Por fin vi en su cara, en sus ojos, luces de felicidad.
En cuanto a la Hermandad, don Giovanni organizó una reunión con los
miembros de más alto rango. Les entregó todos los documentos que yo le
conferí en depósito para salvaguardar mi vida y la de mi madre, a cambio
deberían olvidarse de mí y extinguirse. Parece ser que este fue el tema más
candente. Don Giovanni recalcó que eran dos peticiones innegociables e
inseparables, o se aceptaban o se entregarían los documentos a la policía.
Después de un amplio debate se aceptó por mayoría. Los más enconados en
continuar no eran ni militares ni gente de bien, sino delincuentes que se
introdujeron para hacer fortuna. De esta forma, con la entrega de los
documentos que buscaban, se dio por finalizada una, otra, fea etapa del
franquismo. Pero como dijo don Giovanni, habría que estar alerta durante un
tiempo.

Nada más pisar la casa de mi madre, ya tenía al otro lado del teléfono a
Sagrario, recordándome si seguía en pie mi oferta. Quedamos para el día
siguiente.
Aproveché la cita para llevar en el SEAT 850 parte de mis pertenencias.
Al no ser gran cosa, en unos viajes me las llevé todas. Lo más pesado, los
libros.
Como era un coche pequeño entró bien en el callejón. Allí me estaba
esperando Sagrario. La vi más delgada. El pelo más corto. Llevaba un vestido
negro, cuello a la caja y manga corta. Zapatos negros, con hebilla dorada, de
anchos tacones. Pendientes de perlas colgaban de sus orejas, a juego con un
collar del mismo estilo. Un cinturón ancho ceñido a la cintura resaltaba sus
pechos.
Me ayudó gentilmente a descargar el coche. Mientras yo rellenaba las
estanterías con libros y adornos, ella se encargó de colocar la ropa en los
armarios y distribuir los útiles de aseo por el baño. No me consultaba nada,
tan solo me informaba en voz alta de donde iba dejando cada cosa. Yo la oía
pero no le prestaba atención.

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—En la cómoda te dejo las sábanas. En el altillo las mantas. Los jerséis en
los cajones de abajo, en los de arriba los polos de verano —así estuvo
cantando y contando todos sus movimientos.
Conocía la casa mejor que yo. Terminó y no me di cuenta, ni siquiera por
el silencio. Se tomó la libertad de preparar un café, me di por enterado cuando
me dijo:
—Doménico, he preparado un café, vamos a desayunar y luego
continuamos. Pero antes déjame que abra las ventanas que aquí empieza a
hacer calor.
—Sí, vamos —le respondí— pero antes subiré a cambiarme.
Me puse una camiseta y un pantalón de deporte corto. Bajé y ya tenía las
tazas preparadas; en un plato unas galletas que había traído ella. No me
preguntó si me gustaba con mucho o poco café, si lo prefería dulce o amargo.
También se ocupó del reparto de las galletas. Me situé enfrente de ella, no le
hice ninguna observación, le di las gracias. Se me quedó mirando. Me hizo un
escáner completo.
—Anda, siéntate y come que ese cuerpo tan grande necesita de mucho
alimento.
Me reí. Fingí timidez, al fin y al cabo a ella le hacía feliz hacer el papel de
madre.
—Y ándate con ojo que hay mucha lagartona por aquí. Ya te espabilaré yo
—me decía con gracejo.
Terminamos y me dispuse a portar los desayunos a la cocina.
—¿Pero qué haces, chiquillo?, esto es cosa de mujeres. ¡Anda, déjame!,
que ya los quito yo y los lavo en un periquete.
—Como quiera, pero le aseguro que es un error pensar que estas cosas son
solo de mujeres.
—Pues sí, lo son —exclamó Sagrario un poco enfadada—. Tú ve a
colocar tus cosas, o a casa de tu madre y terminas de traerte todos tus enseres,
tus recuerdos. Mientras, yo remataré la cocina y el baño.
Me quedé mirándola y sonreí de nuevo. Todo lo que me había enseñado
mi madre iba en contra del pensamiento de esta mujer.
Miré que el resorte que había en la pared no estuviera a la vista. Había
colocado delante un mueble cargado de libros, así que sería difícil verlo sin
retirarlo.

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—De acuerdo, voy a por más cosas. Tardaré poco, lo tengo ya preparado
en cajas.
—Muy bien, Doménico —me dijo—, ve tranquilo.
—¡Ah! Y no deje pasar a nadie.
Allí la dejé canturreando canciones de Antonio Molina.

Cuando volví se había cambiado de ropa. Se había quitado el vestido


negro. Ahora lucía falda y camisa. Tapándolo todo, un delantal blanco. Seguía
entonando la misma canción. En falsete, repetía una y otra vez:
—Soy mineroooo… tirititititiritititi
Y al compás del marro quiero
Decirte yo, cuánto te quiero
Lalala ralalaralala
Y solo quiero el sonido ¡¡deeeeeeeeeeeeeeeeeee!! ¡Una tarantaaaaaaaaaa!
—¿Sagrario, por favor, no sabe otra canción? —le pregunté.
—Sí, la del Emigrante. ¿Es que esta no te gusta?
—Sí, claro que me gusta. Lo que ocurre es que no se la sabe entera y
siempre repite lo mismo.
—¡Ay hijo!, es que es la parte más bonita. Es de Antonio Molina. La
cantó en las minas del pueblo de mi Miguel, le gusta mucho, dice que le
recuerda a su pueblo.
—¡Ah! Y ¿de dónde es tu marido?
—De Puertollano, en la provincia de Ciudad Real.
—¿Y cómo os conocisteis?
—Pues por las vueltas que da la vida. Te cuento. El ejército republicano lo
alistó a la fuerza, bajo coacción. Era muy joven, apenas había cumplido los
diecisiete años. Fueron reclutados de toda España unos treinta mil jóvenes, les
pusieron el nombre de la leva del Biberón o más comúnmente llamada la
quinta del Biberón. La orden fue firmada por el mismísimo Manuel Azaña.
Participó en la batalla del Ebro, aunque no es de mucho hablar de estas cosas.
Cuando acabó la guerra lo trajeron preso a Ocaña a participar en los
batallones de trabajadores. Allí fue donde lo conocí. Nos enamoramos. Yo ya
pertenecía a la sección femenina de la Falange y lo ayudé para que lo dejaran
en libertad. Pudo volver a Puertollano a trabajar en las minas y así librarse del

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servicio militar. Decidió quedarse aquí conmigo, luego se colocó en la
Fábrica de Armas.
—Esa maldita guerra cuánto daño nos hizo a todos los españoles, ¿verdad
Sagrario?
—Sí, mucho. Tardaremos una eternidad en cerrar las heridas que se
abrieron y que cicatrizaron con odio en su interior —dijo ella con amargura.
—Bueno mujer, ya sabes lo que se dice, «quien canta su mal espanta».
Así que canta que a mí no me molesta.
—Pues eso.
Me dispuse a colocar lo que había traído, miré que el mueble no se
hubiera movido, como señal dejé una tira de papel y allí seguía. Mientras, ella
continuó con su minero del alma.
Me acerqué a la cocina a por un poco de agua. Sagrario estaba pingada
sobre una silla limpiando los muebles, miré hacia arriba, y entonces,
pendiendo de su cuello, al aire, como si un péndulo fuera, se movía una
medalla al compás del movimiento del brazo. No me lo podía creer. Era la
maldita insignia de la Hermandad. Creí que mi pesadilla acabaría desde que
entregué los documentos a don Giovanni. Este me dijo que en reunión
extraordinaria habían decidido su disolución.
Guardé silencio y decidí reflexionar. Al fin y al cabo esta mujer merecía
el beneficio de la duda.
No necesité pensar durante mucho tiempo. Una vez terminó de limpiar la
cocina Sagrario vino hacia donde yo estaba y me preguntó:
—¿Es muy bonita Italia? Cuánto me gustaría ir a Roma. La siempre
eterna.
Aquella pregunta me entró al corazón como el cuchillo del cazador sobre
la pieza abatida. Debía pensar rápido si quería averiguar a qué nivel estaba
implicada. Tenía que mostrarme cercano a la vez que astuto. Se sentó en el
sofá, traía con ella dos vasos, sirvió vino de una botella que me había traído
de casa de mi madre.
—Anda deja eso y tomemos un aperitivo mientras me lo cuentas —dijo
haciéndome un hueco a su lado. La miré, me senté cerca de ella, olía bien.
Tomando el vaso dije:
—Más que bonita, Roma es la expresión por antonomasia de la historia, el
arte y la cultura de la Europa occidental. Ninguna ciudad posee tanto
patrimonio artístico como ella. Paseando por Roma puedes imaginar por un

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momento cómo vivían nuestros antepasados hace casi tres mil años. Es la
cuna del cristianismo.
—Qué bien hablas Doménico, cuánto me hubiera gustado poder estudiar.
Cuando esta historia le relataba, yo no había visitado Roma, todo lo que le
contaba era producto de los recuerdos, que en mi mente guardaba, de mi
época de estudiante de bachiller. Al oír sus piropos me crecí y continué
contándole cosas como si yo fuera romano de nacimiento.
—Creo que Roma te gustaría. Siendo tan católica, allí en el Vaticano
creerías estar ante las mismas puertas del cielo.
—No creas que soy tan católica. A menudo tengo dudas. No llego a
entender por qué hay tanta riqueza en la Iglesia y por el contra, tanta miseria
entre sus fieles y que Dios lo permita.
—Lo decía por la medalla que llevas al cuello.
—¿Esta? —dijo cogiéndola y enseñándomela.
—Sí —dije mostrando poco interés.
—Es un adorno. Es el signo de identidad de un grupo al que pertenezco.
—¿De la Falange? —pregunté haciéndome el inocente.
—No, es otra cosa.
—¿Y quién te dijo que yo había ido a Italia? —decidí cambiar de tema.
—La mujer de uno que trabaja de funcionario en el CGP.
—¿El CGP, qué es?
—El Cuerpo General de Policía.
Puse cara de bobo y volví a la carga.
—¿Es que viven en Toledo y coincidieron conmigo en el avión?
—No, bolo. Él pertenece al mismo grupo que yo, al de la medalla, ¿sabes?
Y ella participa en labores de formación en la Sección Femenina y un día,
hablando, me dijo: ¿a que no sabes quién se ha sacado el pasaporte para ir a
Italia? Pues no —la respondí—. El hijo del italiano. Su madre trabaja en la
fábrica, con Miguel.
—¡Ah!, vaya qué interesante —volví a hacerme el disimulado—. ¿Y la
conoce mi madre? —pregunté.
—Supongo que sí, la llaman Maribel y es de armas tomar.
—El mundo es un pañuelo, —añadí.

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—Pues sí que lo es. Y si no ¿quién me iba a decir a mí que cuidaría de un
joven tan guapo y tan educado? Escucha bien lo que te digo Doménico algún
día serás un hombre importante en este país. Y más estando protegido por don
Luis Alfonso.
—Gracias, Sagrario, es usted muy buena persona. Me alegra mucho
haberla conocido.
Mirándose el reloj, dijo que se le había hecho muy tarde. Se levantó y fue
a cambiarse, antes de hacerlo se asomó y me dijo en plan burlón:
—No te asomes ¡eh!, que soy casada. ¡Jajajaja! Aunque ya sabes lo que se
dice, la gallina vieja es la que mejor caldo hace. Pero qué cosas digo, debe ser
el vino.
—Ande tranquila que soy todo un caballero. Aunque nunca hay que fiarse
que, a veces las buenas armas las carga el diablo.
—Qué bromista eres, si puedo ser tu madre.
—Pero no lo es, y usted sabe que aunque buena mujer, despierta suspiros
a los hombres cuando pasan a su lado.
No respondió. Apareció con el mismo vestido con que se presentó por la
mañana. El vestido negro con cuello a la caja, sus zapatos horribles. Me miró
como si de nada hubiéramos hablado.
—Pues me marcho. ¿Cuándo vuelvo?
—Creo que una vez por semana sería suficiente.
—De acuerdo, ¿a la misma hora te parece bien?
—Sí, por mí, perfecto.
Cuando ya marchaba le sugerí que cambiara el negro por colores más
vivos, estaría más juvenil. Hizo un gesto de comprensión y se marchó.
Me quedé pensando. Llegué a la conclusión que aquella mujer era
inocente, no encontraba atisbos de maldad en su comportamiento. A lo más,
su participación en la Hermandad sería como mera informadora. No obstante,
estaría alerta.
Bajé a comer con mi madre, desde allí llamé a casa de don Giovanni.
Hablé con él y se lo conté todo.
—Averiguaremos quién es el marido de esa mujer. Está claro que fue él
quien dio el chivatazo y eso os pudo costar la vida —dijo muy enfadado.
—De todas formas trataré de sacar la mayor información posible. No la
encuentro excesivamente inteligente, más bien un poco bobalicona.

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—Teniendo en cuenta que desde hace años, su organización es piramidal,
creo que a lo más que puedes llegar es a saber quién es su jefe o contacto
inmediato. Este, a su vez, se reúne con otro jefe, el cual no conoce ni es
conocido por los miembros de esa célula y, así hasta llegar a lo alto de la
pirámide o hermanos mayores. Dicho esto, en este momento solo tres o cuatro
personas conocen el nombre del prior o máximo dirigente.
—¿Ni siquiera usted? —pregunté.
—Ni siquiera yo. Conozco a tres de ellos, darían su vida antes de delatar
al Prior. Cuando me reuní con ellos para el fin de la Hermandad, la mesa la
presidian cuatro personas, una de ellas con la cara tapada, intuyo que sería el
cuarto y que el prior no estaba presente.
Nos despedimos, marchaban de vacaciones. Me facilitó el teléfono de
Berto por si tuviera problemas.

………………………………………
Mientras llegaba mi madre tomé un cuaderno y anoté todo aquello que
me había ocurrido y que aún estaba sin resolver.
La primera duda era saber quién me había hecho llegar la carta de
felicitación de mi padre para mis cumpleaños. Evidentemente sería la misma
persona que se hizo cargo de mantener la casa en buen estado durante esos
años. Probablemente fuese la misma que hizo desaparecer el cuerpo del
«Gocho» y limpió de carpetas y legajos la habitación oculta tras la pared.
Por tanto podría ser el mismo que lanzó el cuchillo al inspector de policía.
—¿Y qué le hacía pensar que solo era una persona?
—Bueno, en realidad no descartaba que hubiera una contra organización
de la Hermandad. Gentes afines a mi padre y que antes de su muerte juraran
darse protección entre ellos y a sus familiares.
—Tengo una seria duda sobre su historia, si me permite.
—Por supuesto, adelante.
—Si usted no asesinó, perdón, ejecutó al capitán Esteras, ni tampoco fue
ETA ¿quién lo hizo? Podríamos pensar que fueron los mismos o el mismo que
lo protegía a usted.
—¿…? Pudieran ser.
—Es decir, que aún no logró averiguarlo.

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—No. Pero estoy cerca de conseguirlo. Cuando decidí hablar con usted
para contarle mi historia, traía muchos cabos sueltos. Cuando termine mi
relato espero, con su ayuda, unirlos todos.
Es evidente que había alguien ahí fuera, cerca de mí, que velaba por mi
seguridad. También que tenía llave de la casa, digo tenía pues cambié la
cerradura con la reforma y aún así notaba su presencia. Presiento que
entraba y salía cuando quería.
—Como no fuera por el túnel.
—Las tres entradas a la sala central estaban selladas. Con ayuda puse
una reja en el límite del túnel, lo iluminé. Estudié palmo a palmo la sala, la
limpié de restos de lodo, hice grandes descubrimientos, mas nunca vi otra
entrada que no fuera la que salía de mi casa.
—¿Entonces por dónde entraban?
—Esos son los flecos que tenemos que ajustar para dar carpetazo a esta
historia. Por supuesto con su ayuda.
—Creo que se ha equivocado de persona.
—¿Usted cree? ¿Tiene miedo?
—¿Debo tenerlo?
—Ha muerto mucha gente para que esto se quede en un misterio. Mejor
bajemos la intensidad y continúo contándole.
—De acuerdo. Llevamos con esta tres reuniones y hemos avanzado muy
poco. Observo que hoy no trajo ningún documento, ¿acaso no tiene más
pruebas que mostrar?
—No le responderé a esa pregunta.
………………………………………

El ruido de la puerta al abrirse me devolvió a la realidad. Arranqué la hoja


del block donde había hecho mis conjeturas y la siguiente, como me había
enseñado Berto, porque siempre queda huella calcada de lo escrito.
Apareció mi madre, venía acompañada de Luis Alfonso. Ya no era un
niño, me di cuenta de que había algo más que protección o amistad entre
ellos. No me pareció mal, si acaso cuestionaba algo, era la diferencia de edad.
A ella la veía tan joven, tan guapa, tan llena de vida.
Él en cambio mantenía el porte, pero interiormente su aspecto era el de un
hombre cansado de dar vueltas. La guerra, la pérdida de su mujer, su

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compañera en los momentos más duros.
Y sí. Él buscaba en mi madre sosiego, compañía para los momentos de
soledad. Buscaba un refugio para que, en las largas noches, cuando
aparecieran sus monstruos del pasado en forma de pesadillas, no le
encontraran solo. Egoístamente buscaba a alguien que lo cuidara, a alguien a
su lado, para cuando la muerte le llegara y le cerrara los ojos.
No hacían mal a nadie, los dos viudos, los dos libres. Se complementaban.
No hice ningún comentario ante su presencia, al contrario, le pedí que se
quedara a comer con nosotros.
La comida transcurrió con toda normalidad. Les puse al corriente de la
mudanza, de cómo Sagrario era muy trabajadora, de sus cánticos y que
vendría una vez por semana a limpiar.
—¿Y cuánto piensas pagarle hijo? —preguntó mi madre.
—No lo hemos hablado —respondí.
—Cuando se contrata a alguien es de lo primero que hay que hablar —
terció Luis Alfonso—. Aunque con Sagrario no tendrás problemas, seguro
que llegáis pronto a un acuerdo.
—¡Ah!, mamá, ¿tú conoces a una mujer que se llama Maribel?
—No, no me suena.
—Sí, es de la Sección Femenina. Se fueron a vivir a Madrid, su marido es
funcionario del Ministerio del Interior —apostilló Luis Alfonso—. Muy
buenas personas y muy católicas.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Nada importante Sagrario me dijo que nos conocía. A propósito, mamá,
estas judías están buenísimas —dije tratando de desviar el tema.
Terminamos de comer y, con la excusa de colocar mis cosas, les pedí
permiso para irme.
—Ya me invitarás algún día a verla —dijo Luis Alfonso.
—Pues en cuanto tenga la nevera cargada te aviso.
—Hecho, te tomo la palabra.

Pasé mi primera noche, en la que pensé sería mi nuevo hogar, entregado a


la lectura y habituándome a estar solo.
Temprano me levanté, no hizo falta el tañido de las campanas de
cualquiera de las iglesias que por allí cerca había para que me despertara.

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Cuando el gallo hizo su canto de saludo al nuevo día, ya llevaba tiempo
levantado.
Saludé al dios Sol y me sometí a dos horas de yoga. Así lo hice durante
muchos años. Aprendí artes marciales. Cada día me sentía más atraído por la
cultura oriental.
Leí a Confucio. Ahondé en la obra esencial del pensamiento filosófico de
Lao Tse, el taoísmo. Su manera de ver el cosmos, la idea que tenía sobre la
armonía y el equilibrio en el Universo calaron en mi espíritu. A través del
Tao, el individuo se acerca a la sabiduría y a su plenitud espiritual. Es un
acercamiento a la naturaleza, al devenir natural de los acontecimientos, donde
laten con fuerza el yo y su opuesto, el Yin y el Yang.
Me adiestré en el yoga sexual, donde se disciplinan las relaciones sexuales
como práctica fundamental para la salud y una vida longeva. En él se
introducen técnicas de meditación y rituales a través del acto sexual,
uniéndose las energías de ellas y de ellos para obtener un placer total.
Según Wu Hsien, gran taoísta, los hombres somos el Yang, nos excitamos
fácilmente y de manera rápida nos retiramos.
Las mujeres son el Yin, su excitación es más lenta y por tanto tarda más
en saciarse.
El verdadero placer, el más intenso, se producirá provocando deseos en
nuestra pareja. El hombre debe aprender a no tener prisa, a crear un ambiente
cálido donde satisfaga la necesidad de la mujer, con besos, con caricias.
Ambos llegarán al clímax en buenas condiciones, sin pérdidas de energía por
parte del varón. El hombre deberá aprender a eyacular interiormente. A esta
forma de hacer sexo los occidentales llamaron el nuevo Tantra o sexo
Tántrico.

No habían pasado ni tres días desde que Sagrario se marchó. Los pasé
entregado al estudio, apenas comí. Una mañana llamaron a la puerta, abrí la
mirilla que había dispuesto en la nueva puerta, era ella. Estaba diferente, su
aspecto físico era el de una mujer más joven, con vida. Dejó el negro por
colores vivos, ajustó el talle. Los labios los traía pintados de rojo carmesí. El
pelo suelto, los ojos grises aguamarina parecían más alegres, las pestañas se
abrían y cerraban para dejarlos respirar. No parecía la misma.
Abrí, la miré con una sonrisa arqueando las cejas. Con mis labios juntos
hacia afuera, mi cabeza se movía dando el sí a ese cambio, sin que ella me lo
pidiera.

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—Buenos días, Sagrario, cómo por aquí tan de buena mañana, ¿acaso ya
ha pasado una semana?
—No, tan solo tres días. Pasaba por aquí. Compré unas porras por si aún
no habías desayunado.
—Tomé un café bien temprano y yo… —iba a decirle que en mi dieta no
figuraban las porras, ni exceso de alimentos grasos, tan solo los suficientes
para equilibrar la energía desgastada, pero no me atreví. Entendí que sería una
falta de respeto a quien se había molestado por satisfacerme. Así que le dije:
—Me tomaré con mucho gusto esas porras con una condición.
—Si no es muy perversa la aceptaré —dijo toda exultante y picarona.
—Que me acompañes a desayunar y mi propuesta es innegociable —dije,
mientras me echaba a un lado, con una reverencia, invitándola a entrar.
—¡Ay! ¿Qué pensará quien me vea? —dijo entrando, como vulgarmente
se dice, hasta la cocina.
—Nada Sagrario. No dirá nada porque la envidia la dejará muda y hoy
estás para enmudecer a las lenguas viperinas. Esta tarde cuando te vea Miguel
puede morir de emoción.
—Pero qué dices chiquillo, si Miguel y yo ya no… ¿no ves que somos
muy mayores para esas cosas? Bueno él más que yo —mientras decía esto
soltó una gran carcajada a la que yo me uní. Se dispuso a preparar café.
Al cerrar la mirilla recordé cómo me hice con la puerta. La encontré en
una casa vieja, casi destruida. Llamé a Miguel para que la trasladara a una
carpintería que había junto a la iglesia de San Andrés. Tuvieron que cortarla
por abajo. Decidí dejarle la parte superior, era de arco ojival, de madera
maciza, antigua, tallada. Del centro para abajo cuatro grandes cuarterones en
forma rectangular, cinco remaches negros en cada rectángulo. La parte
superior tenía tres escudos tallados, el de la Orden de Santiago, el de
Calatrava y en el centro el de los Caballeros del Temple. En el centro, a la
altura de los ojos, dispuse que se abriera una mirilla a imitación de las que
tenían las puertas de los antiguos conventos. Soñé en la historia que encerraba
cada trozo de astilla de la puerta. Mi mente voló al pasado. Dejé trotar mi
fantasía. Me convertía en un caballero del Medievo, entrando en secreto por
el túnel a una reunión de grandes nobles. Allí, en la gran sala, decidiríamos la
suerte de los malhechores.
La voz de Sagrario me trajo al presente.

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—Venga, Doménico vamos a desayunar que como no me preocupe de ti
te vas a quedar en los huesos —le oí decir.
Me cubrí el torso con una camiseta; un pantalón corto y unos calcetines
era todo lo que me tapaba. Observé cómo me miraba. Lo que en un primer
momento me pareció molesto, más tarde lo canalicé para mis fines espurios,
debía conseguir que Sagrario me diera el nombre del prior, y así cerrar el gran
misterio que se había cernido sobre mi vida, arrebatándome a mi padre.
Me dejé adular, saqué de mi interior la parte más dulce que uno pueda
tener. La miraba, la escuchaba, la hacía entender que era la mujer más
importante, bella e inteligente que hubiera conocido.
Terminamos de desayunar. Le ayudé a recoger las tazas. Esta vez no me
dijo nada pues estaba ensimismada con mis palabras. Ahora era yo el que la
miraba y apartaba mis ojos cuando ella se volvía a mirarlos.
Se dispuso a fregar los desayunos. De espaldas a la puerta de la cocina,
sus brazos al descubierto, media melena dejaba a la vista un cuello largo de
piel suave, blanco, como los brazos. Me acerqué por detrás, no nos separaba
ni una cuarta, dejé que sintiera mi aliento sobre su piel. Dejó de fregar,
permaneció quieta, impasible. El agua corría libremente directamente a su
destino. Levanté un brazo pasándolo entre su hombro y la cabeza, pude rozar
sus cabellos, noté cómo un ligero rubor azotaba su cara. Cogí un vaso y
lentamente bajé el brazo, lo puse debajo del grifo, lo llené. Ella permanecía
inmóvil, su respiración se oía más apresurada. Bebí, dejé el vaso dentro del
fregadero, tomé su mano y suavemente la mantuve con la mía unos segundos,
efímeros quizás, pero suficientes para notar la inquietud interna de aquella
mujer. Después la subí y junto a la mía cerramos la salida de agua.
Me aparté de ella, salí de la cocina como si nada hubiera ocurrido. Tardó
en reaccionar, por fin volví a oír el chapotear del agua contra los vasos y
platos.
Una vez todo recogido abandonó la cocina, no dijo nada. Se dirigió hacia
la puerta, con esta entreabierta y el pomo en la mano, se volvió, me buscó. Yo
estaba sentado en el suelo, fingiendo ignorarla. Entonces me dijo:
—No vuelvas a hacerlo, ¿me oyes?, puedo ser tu madre y estoy casada.
—Puedes serlo, pero no lo eres. Respecto a tu estado civil, eres tú la que
debe decidir si vivir o morir en vida.
—Me has puesto la miel en los labios y la has retirado, eres cruel, ¿lo
sabías? —dijo muy enfadada.

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Atiné a decir:
—Lo siento, no quería hacerlo. Fue instintivo. Ha sido una estupidez por
mi parte. —Mentí, cada movimiento que hice fue estudiado y premeditado.
—No volveré más —apostilló muy enojada.

Pasaron los días y solo salía para ir a ver a mi madre, su relación con Luis
Alfonso era más íntima.
El día previsto para que Sagrario viniera pasó sin que esta diera señales.
Medité sobre ello. Llegué a la conclusión de que quizás actué demasiado
rápido dejándome llevar por el ardor de sus miradas, quizás los dedos se me
hicieron huéspedes ante un simple detalle. Como siempre, no hubo en mí
rasgo de arrepentimiento.
Serían las diez de la mañana del octavo día, me encontraba meditando.
Sonó el timbre; pude escuchar el golpeo de la mano sobre la puerta maciza de
roble. Oí la voz rota por el llanto de Sagrario.
Estaba desnudo, un fundoshi de algodón ocultaba mis partes íntimas. La
barba rala se expandía por mi cara; el pelo, desaliñado, llegaba a mis
hombros.
Me levanté, abrí y allí estaba ella. No me dejó articular palabra alguna.
Entró, se abalanzó sobre mí. Abrazó mi cuerpo, se aferró a él. No lo
acariciaba, lo apretaba contra el suyo, no dejaba de llorar. A duras penas pude
oír el porqué de su congoja.
La tumbé sobre el tatami. Presioné sobre sus sienes, se relajó. Una vez
calmada, me contó que el marido de Maribel se había suicidado.
—¿Cómo ha sido? —pregunté.
—Se ha arrojado al vacío desde la terraza de su casa. No ha dejado ni
siquiera una nota a su pobre mujer, —musitaba, ahogando su voz entre
lágrimas.
—¿Tenía problemas de dinero? —requerí, a sabiendas de que aquello no
había sido un suicidio.
—No. No tenía enemigos, era un siervo de Dios. La pobre ahora tan sola
con sus dos niñas. Toda su familia está en Bilbao.
La dije que se quedara allí tumbada. Me levanté. Volví con una toalla de
baño, otra pequeña y aceite.

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—Ahora date la vuelta, boca abajo, pon la cabeza sobre esta toalla a modo
de almohada. Voy a darte un masaje para relajarte. Confía en mí, no ocurrirá
nada de lo que te tengas que avergonzar.
Hizo lo que le pedí. Retiré sus zapatos. Separé sus brazos del cuerpo y con
suavidad separé sus piernas. Froté mis manos, sobre la palma vertí aceite. Con
suavidad moví mis dedos entre los dedos de sus pies, presioné con los
pulgares cada milímetro de sus plantas. Percibí que había dejado de llorar, su
respiración era más pausada.
Primero una pierna, luego la otra. Mis manos se deslizaban hasta más
arriba de sus rodillas. Instintivamente cerró las piernas. Las volví a separar sin
encontrar gran resistencia. Paré. Descubrí su espalda sacando la camisa
metida dentro de la falda. Hizo intento de levantarse. La susurré que se
relajara y viviera el momento, la experiencia.
Una y otra vez untaba las manos en pequeñas cantidades de aceite, subí
hasta el cierre del sujetador, bajando por los laterales de su espalda. Unas
veces en vertical y otras en círculos. Una ligera presión sobre el sacro y subir
por cada vértebra, sin apenas tocarlas con las yemas de los dedos. La
desabroché el sujetador. Masajeé sus brazos, el cuello, podía tocar sus pechos
fuera del sujetador, con mimo como si no quisiera hacerlo.
De fondo llegaba una melodiosa y relajante música de ópera, eran arias.
Con suavidad volteé su cuerpo, tenía los ojos cerrados, no quería ver lo
que pasaba, estaba totalmente relajada.
Acaricié sus sienes, su rostro entero, me entretuve en los lóbulos de sus
orejas.
Puse la toalla sobre su cuerpo y desabotoné su camisa, ahora jugaba con
su estómago, se encogía. Me senté sobre los talones. Mis manos llegaron a
sus pechos, los apretaba con mesura, sus pezones estaban duros.
No aguantó más. Noté como su brazo se movía reptando por mi pierna,
buscaba mi sexo. La dejé hacer. Dejé que jugara un rato con él. Luego la
retiré y le dije susurrando:
—Hoy no. Quiero que disfrutes y que esto que deseas lo sacies luego con
tu marido.
—Por favor, no me dejes así —musitó inclinándose.
La toalla resbaló dejando ante mis ojos sus pechos, su boca deseosa de
placer, sus ojos limpios, transparentes sí querían ver, a través de las pestañas
pegadas, a aquel que le había roto todos sus principios. Ya no le importaba

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nada. La tomé por el cuello, dejé que se abrazara. Su piel caliente, húmeda,
sintió mi piel. Su boca buscó mis labios. Con ternura la aparté. Cubrí su
desnudez con la toalla, antes observé que no llevaba puesta la medalla.
—¿Por qué no la llevas puesta? —pregunté, casi en susurro.
—Me la has abierto tú o ¿he sido yo?
—Pregunto por la medalla, la llevabas el otro día.
—¡Ah!, ¿era eso? Como tantas cosas, ya no tiene sentido. La organización
a la que representaba se extinguió hace unos meses. Me enteré hace unos días
y por casualidad.
Fingí no estar demasiado interesado. Ella se abotonó su camisa y puso los
zapatos. Propuse hacer té y tomarlo frío. Te gustará —le dije.
Me cubrí con una camiseta. Ya más relajados, serví el té. Charlamos sobre
su vida, su matrimonio, su pasado, sobre el suicidio del marido de su amiga,
de sus pobres niñas Belén y Beatriz. Cuando creí que estaba despistada y
podría sonsacarla, le pregunté:
—Y esa organización a la que pertenecías, ¿a qué se dedicaba?
—En realidad no tengo gran información.
—Entonces —pregunté perplejo—. ¿Qué sentido tenía tu pertenencia?
—Por lo que me contó la persona que me captó, era una organización
secreta que trabajaba en paralelo con la policía. Mi misión era informar de los
hechos o personas raras que viera dentro de mi puesto en la Sección
Femenina. Y si ellos lo creían conveniente o interesante, hablaban con esas
personas para convencerlas de su error ante Dios y la Patria.
—Qué suerte tienes, Sagrario. A la de personas que habrás ayudado.
—Pues sí, a muchas. Aunque no pienses que yo estaba de reuniones con
ellos. Es más, nunca fui invitada. Una vez recuerdo que se lo pedí a la mujer
del Gran Mayordomo, así le llaman, y me dijo que solo iban hombres. Me
regaló la medalla haciéndome jurar guardar el secreto y que la llevara siempre
puesta, pues si alguna vez me ocurría algo siempre habría alguien que me
podría ayudar. De hecho, ellos colocaron a Miguel en la fábrica. De todo esto
que te he contado él no sabe nada y tú debes olvidarlo, al igual que lo que ha
pasado esta mañana entre nosotros.
—Queda tranquila. De lo que en esta casa ocurra entre tú y yo, nadie, por
mi parte, se enterará. Pues no es de caballeros contar lo que sucede entre dos
amigos y menos si uno de ellos es mujer de principios y valores como tú lo
eres.

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—Sí, como yo lo soy, —dijo con ironía— hoy he tirado por la borda toda
una vida de entrega a mi marido y a Dios.
Me acerqué a ella acariciando sus cabellos, le pedí que volviera, no una,
sino cuantas veces quisiera. La casa necesitaba de su orden. Me ofrecí a
enseñarle yoga e incluso le daría una llave.
—Una condición te impongo, nunca vengas por la tarde y antes de abrir,
llama —le dije.
—No volveré más, Doménico. Me he sentido vieja y despreciable por tu
rechazo. Más tarde, cuando lo piense, quizás te lo tenga que agradecer.
—No lo tomes como desprecio sino como respeto, lo contrario hubiera
sido aprovecharme de una situación ventajosa. Acepta mi mano, coge la llave
y vuelve cuando quieras. Por favor.
Hizo un mohín con la cabeza. Se levantó y dijo:
—Lo pensaré. No te garantizo nada.

A cada paso que daba tenía la sensación de retroceder dos. La


conversación que mantuve con Sagrario me aportó el hecho cierto de la
muerte de aquel que nos delató. Ahora faltaba saber si don Giovanni
consiguió averiguar a quién confió la información.
También avancé en la presunción de inocencia de Sagrario, lo cual he de
decir, me llenó de gran satisfacción.
Respecto de la Hermandad, cada día que pasaba tenía el convencimiento
de que ya no era un grupo cerrado y bajo un único mando. Aquello se había
convertido en una hidra con muchas cabezas. Algún grupo más fanático
seguiría por la senda del crimen, otros se apagarían lentamente y el resto
tomaría por buena la decisión del Gran Mayordomo. Curiosa forma de
llamarle.
En el Medievo, esta figura recibía el nombre de Senescal, refiriéndose al
mayordomo mayor de la casa real. El cargo solía recaer en el noble de mayor
edad. Llegó a tener un gran poder sobre todo en la época de los Carolingios.
Alcanzó su máximo esplendor en la Casa de los Anjou, haciéndolo
hereditario. Fue un miembro de esta dinastía, el rey Felipe Augusto, quien lo
suprimió en el siglo XII.
Tenía conferidas muchas atribuciones, una de ellas era la de administrar
justicia en nombre del rey. Es quizás por esto, por lo que intuyo, que fue
adoptado el nombre para el cabeza visible de la Hermandad.

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Llegado a este punto, el dilema estaba en cómo conquistar la confianza de
Sagrario para que me diera el nombre. Varias opciones se me ofrecían pero
pocas me convencían, debía encontrar una que no significara su muerte o
dolor físico por tortura. Estaba plenamente convencido de su inocencia y que,
como ella me relató, de buena fe, lo único que hacía era informar sobre
aquellas personas que encontraba sospechosas, sin imaginar ni saber qué
suerte les acontecía con posterioridad. Por tanto decidí no contarlo ni a Berto
ni a don Giovanni, pues temía que si lo hacía su suerte estaba echada.
Opté por jugar con sus sentimientos. La seduciría. Ahora faltaba saber
cómo hacer para que se enamorara de mí.
Traté de convertir mis días en «El santuario» —así decidí llamar a la casa
del Callejón de los Muertos— en cualquier cosa menos en monotonía, mas no
lo conseguí.
Antes del alba, cada día, ya estaba meditando. Hice del yoga mi vida.
Descuidé mi aspecto físico, apenas comía. Abandonaba la soledad y el estudio
para ver a mi madre, siempre a la misma hora y los mismos días. Por las
tardes bajaba por el túnel a la gran sala, cada día limpiaba un trozo de pared y
descubría figuras talladas sobre la piedra. Iluminé el largo túnel y la sala con
teas, creando un halo de misterio. Era mi lugar secreto, mi santuario, nadie
debería entrar nunca allí, me dije. Algunas tardes, ya pasado el soporífero
calor, daba un paseo por los anexos a la catedral.
Sagrario volvió. Portaba una mochila. Era distinta a la mujer que vi la
última vez. Gafas oscuras, una falda negra con vuelo dejaba libre sus rodillas.
Una diadema floreada le sujetaba el pelo hacia atrás dejando libre su cara,
venía bronceada. Una camisa roja ajustada resaltaba sus pechos. Con delgado
cinturón blanco sujetaba la falda a la cintura.
—¿Puedo pasar? —dijo muy segura de sí.
Percibí por su forma de mirarme, de hablar, que había cambiado. No sabía
si eso modificaría mis planes.
—Adelante, sabes que esta es tu casa y yo tu humilde servidor.
Una vez dentro se quitó las gafas, pude ver sus lindos ojos grises. Se giró,
introdujo una patilla de las gafas en su boca. Sus labios pintados de rosa
fucsia se cerraron, hicieron una ligera presión sobre el objeto de plástico.
Retiró las gafas de la boca y me dijo:
—Cuando marché el otro día me pusiste una condición, ahora seré yo
quien te ponga otra a ti.

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Asentí con la cabeza, levanté los brazos a media altura y extendí las
palmas de las manos con signos de aprobación.
—Adelante, es justo.
—¿Todavía no me has oído y consideras que es justo? ¿Qué escondes
Doménico? ¿Cuáles son tus pecados?
Guardé silencio.
—Quiero que me enseñes a ver la vida de otra forma, ¿podrás?
—Lo intentaré sin que ninguno salga dañado, —le dije con pasmosa
frialdad. Entiendo que quieres que te enseñe a hacer yoga.
—Entiendes bien y también quiero que me enseñes a dar masajes a un
hombre. Si en mí despertaste la vida, quiero hacer lo mismo con Miguel.
—Deberás aceptar que grandes cambios en tu forma de pensar se van a
producir. Lo que yo te voy a enseñar va en contra de todo aquello con lo que
has vivido hasta ahora. Los días que vengas a practicar yoga deberás
concienciarte en no hablar, entre otras cosas.
—¿Cuándo comenzamos? —me interrumpió—. Si quieres puedo
quedarme.
—De acuerdo, pero la ropa que llevas no es la más apropiada.
—No te preocupes, vengo preparada.
Se retiró a un dormitorio, salió con chanclas, una camiseta azul que, con
grandes letras, anunciaba una discoteca y unos pololos negros hasta media
pierna.
La primera semana vino dos días. Ella con su atuendo, yo con el mío. Las
miradas al frente y la tensión bajaron al finalizar el segundo día. A pesar de su
esfuerzo, presentí que nunca conseguiría que la filosofía del yoga calara en su
interior.
Mis sospechas se confirmaron en la tercera sesión. Apenas habíamos
comenzado a estirar, Sagrario se paró. La miré por si algo le ocurría.
—No me ocurre nada —me dijo.
—Si no te apetece hacer ejercicio podemos charlar, también es bueno —le
respondí sin abandonar mi posición.
—Doménico tengo que decirte que lo que ocurrió el otro día, lo que sentí
en mi interior, nunca lo había experimentado. Quiero a mi marido, pero con él
jamás tuve ese calor interno. No he dejado de pensar en él, en mí y en ti. Sé

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que es una locura, nos separan años pero, paradojas de la vida, tú eres el
maestro y yo quiero ser tu alumna.
—¿Qué te ocurre con Miguel, acaso no encuentras el placer con él cuando
haces el amor?
—Te juro que hace años que no hago el amor con él. Es más, ni lo
recuerdo. Lo único que hacíamos era fornicar. Él lo necesitaba a menudo
como una necesidad fisiológica. Yo gemía haciéndole creer que todo era
perfecto y así satisfacía su ego y acababa antes.
—¿Hablas en pasado, por qué?
—Porque Miguel, ya ¡nooo!… ¿Me entiendes?
—Entiendo. Pero debes aprender a hablar con naturalidad, sin necesidad
de caer en un lenguaje grosero o chabacano. Quieres decir que tu marido es
impotente, ¿es eso?
—Sí, eso es —respondió ruborizada.
La tomé de las manos, me coloqué con las rodillas abiertas y los talones
juntos, me senté sobre ellos. La atraje hacia mí, acaricié su cara, sus labios. Su
mirada era cristalina, limpia, temblaba. Susurrando me dijo:
—Deja que te ame, Doménico. No te pediré reciprocidad. Necesito tus
caricias, tu cariño. Lo último que podía imaginar es que podría conocer a
alguien que me hiciese sentir viva de nuevo, ilusionada, querida… Desde que
te conocí ¡SIEMPRE pienso en ti!, ¡SIEMPRE! Ese es mi tormento. Pídeme a
cambio lo que quieras, seré sumisa contigo, tu esclava si lo deseas.
—¡Shhh!… No hables. Libera tu mente. Siente el deseo de ser amada,
deja que dicte tu corazón, que tu alma vuele. Algún día te pediré que hagas
algo por mí, ¿lo harás?
—Lo que me pidas, haré todo lo que quieras.
La tumbé sobre el tatami, ahora serviría para dar a Sagrario el placer que
nunca tuvo. Con su ayuda quité sus pololos; allí estaba ella ante mí, asustada
como un pajarillo, anhelante como la joven esposa en su noche de bodas.
Besé con dulzura sus labios carnosos. Nerviosa intentó despojarme de mi
fundoshi, sujeté sus manos, las separé de mi cuerpo. Deslicé las mías dentro
de su camiseta, jugué con sus pezones. Continué acariciando su piel, sudaba,
gemía. Llegué al portal de Jade, allí paré mis movimientos. Mi mano quedó
quieta sobre el monte de Venus, con una ligera presión sobre su clítoris. Quité
sus bragas, acaricié sus genitales.

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—Hazlo ya, por favor —musitó, intentando tocarme, rozarme—.
¡Tómame!, quiero tenerte dentro de mí.
—Aún no. Debes aprender a gozar solo con el deseo. Cierras los ojos y
siente —susurré en sus labios.
—Te quiero. Yo solo quiero tenerte cerca y besar tu boca. Desnudarme a
tu lado y que tus manos busquen mis pechos, mi vientre y mi sexo mientras
las mías abrazan tu cuello y surcan tu espalda. Dios mío, siento vergüenza de
lo que digo, pero me sale de dentro.
Las persianas estaban bajadas. Una luz tenue, proveniente del piso
superior, iluminaba el recodo de la escalera. La despojé de su camiseta. En
penumbra pude ver su figura, estaba bien formada, había adelgazado. Sus
pechos voluminosos mantenían su tersura. Su piel era suave y sensible al
tacto.
Le cogí una mano, la llevé a su estómago. Con la mía encima acariciaba
su vientre, luego la llevé más arriba.
—Ahora te enseñaré a conocer tu sexualidad —le dije, sin dejar de
acariciarle el pecho con su mano—. Si no conoces tu cuerpo, si no sabes darte
placer, difícilmente sabrás dárselo a otro.
En susurros le iba diciendo lo que ella notaba en su cuerpo.
—Primero he cogido uno, después el otro, presionándolos con toda tu
mano, con ansia, como te gusta que lo haga yo. He retirado tu camiseta para
que veas tus pezones erguidos y tus dedos rozarlos y puedas jugar con ellos.
Primero coge uno, luego el otro, luego junta tus pechos y con la mano estirada
los dos a la vez. ¿Te gusta?, presiento que esto llega a su fin.
—¡Síii! —apenas pude oírla. Sus contracciones eran cada vez más fuertes
—. ¿Te gusta cómo lo hago? —me preguntaba—, me haces perder la
vergüenza, Doménico.
—Debes perderla si pretendes darte placer a ti y a Miguel. Ahora, retira la
toalla de tu cuerpo —le ordené.
—¿Me quedo completamente desnuda? —la oí decir tímidamente,
nerviosa.
—Sí, vas a excitarte tu sola.
Tomé de nuevo su mano, su piel estaba sudorosa. Cada vez que la tocaba,
ella se aferraba a alguna parte de mi cuerpo, intentando acariciarme. No la
dejaba, quería enseñarla a satisfacerse por sí misma. Bajé con su mano hasta

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el mismo jardín de Jade. Con sus dedos separé sus labios. Tomé su dedo
corazón y lo posé sobre su clítoris.
—Intenta mover tu mano y tu dedo. Despacio, juega con él, luego haz lo
que tu corazón te pida. Mientras, con la otra mano, pellizca tus pezones
sonrosados hasta hacerlos erguirse más.
Se retorció de placer hasta alcanzar el clímax; no pudo contenerse y con
su boca casi cerrada comenzó a gritar. Eran gritos ahogados, aún reprimidos
por una mala educación. La oí decirme con medias palabras:
—Cariño, ¡te quiero, te quiero… te… quiero!
La dejé que tuviera su intimidad. Fui a preparar té. La vi dirigirse al baño.
Cuando salió sus ojos miraban al suelo. Ven aquí le dije. Le tomé la cabeza
por el cuello y la besé, primero despacio y luego de manera salvaje. La separé
y la invité tomar una taza de frío té. En su cara el estupor, no sabía qué hacer
ni qué decir. Por fin me dijo:
—¿Por qué me haces esto?, ¿qué pretendes?
—Ya lo sabrás.
—Miedo me das.
—Vete e intenta amar a tu marido. Yo seguiré aquí hasta que vuelvas.
—¿No tienes sentimientos?,… ¡respóndeme, Doménico! —gritó de
manera colérica.
Sin inmutarme por sus gritos y lágrimas, le dije:
—Una vez amé. Amé con todo mi corazón. Era un amor prohibido, como
este. Ella se llevó mi alma, se llevó la luz de mis ojos. Desde entonces para mí
el amor es arte y el arte, en cualquiera de sus expresiones, es belleza.
—Perdóname, no lo sabía.
Me levanté para despedirla. Quedó quieta, la cabeza agachada, lentamente
fue subiéndola, apenas se atrevía a mirarme, temía que aquella historia
acabara antes de nacer. Desde su lugar y antes de darse media vuelta y
marcharse, me dijo:
—Yo a ti no te pido nada, solo espero lo que me quieras dar. Te quiero.
Cada día que estábamos juntos trataba de enseñarle con más profundidad
el conocimiento erógeno de su cuerpo y el mío. La enseñé cómo debía hacer
la felación.
—A Miguel le gustará —le dije.

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Era feliz, muy feliz me decía. Feliz por ella, por estar junto al hombre que
amaba. Feliz por Miguel, pues aunque no podía tener relaciones con él, la
ausencia de estas ya no eran motivo de malestar ni de abandono.
—Ahora, cuando cansado viene de trabajar, me baño con él, lo acaricio, lo
mimo, le hago sexo oral. Lo miro a los ojos y sé que es muy feliz, no me
pregunta nada, pero en su interior sabe que algo hay en mi vida que me ha
cambiado.
—¿Piensas contárselo? —le pregunté.
—No. No debe saberlo. Será mi secreto.
—Creo Sagrario que tienes muchos secretos en tu interior y que deberías
ir soltando lastre.
—Yo no tengo más secreto que tu existencia en mi vida —me respondió.
—Creo que guardas más, como el nombre del presidente de tu
Hermandad.
—¿Y a quién le interesa saberlo?
—A mí por ejemplo —apostillé, serio.
—Desconozco tus motivos Doménico, pero de mi boca no saldrá, así me
maten.
Una mañana, nunca lo hubiese imaginado, apareció sin ropa interior.
Como siempre la esperaba sobre el tatami. Como cada día, esperaba su
posición frente a la mía o a mi lado para comenzar el ritual. Aquella mañana
fue diferente porque ella quiso que así fuese. Se situó frente a mí, de pie,
inmóvil. Manejaba los tiempos. Yo guardaba silencio y la observaba. Se
despojó de la camiseta, luego de la falda y tal como la Venus encontrada en la
isla de Milo, que posó en su día para el escultor que la inmortalizó, ella hizo
lo mismo para mí.
Avanzó hacia mi posición y me ordenó que me tumbara boca abajo.
Acarició mi cuerpo semidesnudo como yo la había enseñado. Solo oía frotar
el aceite en sus manos. Cuando hubo terminado me ordenó me diera la vuelta,
retiró mi taparrabos. Noté, como alas de mariposa, sus pechos recorrer todo
mi cuerpo. Se puso detrás de mí, extendía sus brazos desde mi cabeza hasta el
estómago, con sus pezones acariciaba mis labios. Entonces en un susurro
musical me dijo:
—Estoy deseando hacer el amor contigo, que me acaricies todo el cuerpo
y saborearte entero, tu boca, tu piel y lamerte muy despacio hasta oír tu llanto
de placer, mientras depositas tu miel en mis labios.

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Acaricié sus pechos, traté de besarlos, me apartó de ellos. Cambió de
posición. Ahora se puso en mis pies y repetía los mismos movimientos, pero
de abajo hacia arriba. La iniciativa seguía siendo suya. Se montó encima, todo
era lento, con armonía.
—Pídeme lo que quieras, por ti lo haré —me repetía en susurros, mientras
su cuerpo continuaba el vaivén sobre mi miembro.
—Quiero el nombre del presidente, del prior, del Senescal o como quiera
Dios que le nombres. Entonces seré tuyo.
Cejó en sus movimientos. Se apartó de mí. Sin ningún rubor se fue
desnuda a ducharse. Ya no era la misma, había vencido a una educación
hipócrita. Era más fuerte.
Salió del baño y con el pelo aún húmedo y a medio peinar me dijo con
sorna:
—¿Todavía no has preparado el té?… maestro y señor.
No avanzaba en mis pretensiones. La dejé claro que no la haría mía hasta
que no me dijera el nombre. Las sesiones se dilataban, ya no venía todos los
días. La veía triste. Hablábamos, me confesaba su intimidad, sus sueños
siempre conmigo. No me perturbaba, al contrario, me mantenía inflexible. La
conversación al final acababa en lo mismo, en su desesperanza. Decía que
notaba cómo me perdía.
—Pero no me niegues que necesitas, como yo, escuchar constantemente
esas palabras: ¡te quiero! No me niegues que te asalta, como a mí,
constantemente la duda. Yo creo que tengo tanto miedo a perderte que veo
fantasmas por todas partes. Es parte de mi inseguridad.
—Nada te prometí, solo mostrarte tu cuerpo y el del hombre al que debes
amar. Prometiste darme lo que quisiera. Y no lo has cumplido.
—Hazme tuya solo una vez y dime que me quieres, porque sé que me
quieres. Noto cómo me miras, detrás de esa fachada de hombre duro veo amor
y respeto hacia mí.
—Tú no ves nada mujer, porque nada hay. Y ahora te pido, por favor, que
no volvamos a hablar más de este tema, hasta que me concedas ese nombre.

Dos días después, por la tarde, en uno de esos paseos que daba frente a la
explanada de la catedral conocí a Mency, era holandesa, estaba de turismo y
me preguntó si sabía dónde estaba la Sinagoga.

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La acompañé, congeniamos y tomamos unos vinos. El alcohol cambia las
voluntades del ser humano. Me prometí que nunca llevaría a nadie a mi
santuario y sin saber cómo allí estaba ella, desnuda, en mi cama. Se había
quedado dormida mientras yo me duchaba.
Antes del alba, como cada día, ese reloj biológico que a todos nos
acompaña me despertó. Las ventanas estaban abiertas y las persianas subidas,
los rayos suaves del sol madrugador comenzaban a llenar de luz la habitación,
de nuevo contemplé su cuerpo joven, su larga melena rubia cubría media
espalda.
Sin poder contenerme toqué aquellos cabellos dorados descansando sobre
una piel suave y bronceada. Se despertó, retiré mis dedos avergonzado, me
miró y sonrió. Alargó sus brazos hasta mis cabellos, los abría con sus dedos.
Nos besamos.
No oí el timbre si acaso sonó, la vi mirando a hurtadillas detrás de la
puerta que estaba entreabierta. Su imagen se reflejaba en el espejo que tenía
mi alcoba y que ella colocó. Era la parte central de un biombo.
Observé cómo acariciaba sus pechos, subió su falda y sutilmente se
entregaba a las caricias de su sexo.
Me aparté de Mency y fui a por ella, al oírme quiso salir corriendo. No
pudo llegar a la escalera, la tomé por detrás.
—Sagrario no te vayas, te quiero a ti —le dije.
—¡Déjame!, ¡eres un monstruo!
—Ven, te haré mía. Ahora o nunca —susurré en sus labios.
La conduje al dormitorio. Con pocas palabras Mency lo entendió pero en
lugar de irse decidió quedarse, unirse a aquel banquete de amor y sexo. Era
mi primera vez, una locura para Sagrario y nada nuevo para Mency.
Mency cubrió los ojos de Sagrario con una gasa, quiso atar sus manos al
cabecero, le permití que lo hiciera solo en una.
—Debes confiar en mí —le susurré—. Déjate llevar por los sentidos. Si
no puedes, te dejo una mano libre.
No permití que Mency la besara. Sí la dejé que la acariciara donde
quisiera.
No. No quise que me tocara, ni yo a ella.
Y sí, en ese momento me di cuenta de que algo había en mi interior, que
me decía que Sagrario era algo más que una mujer manipulada para conseguir
mis fines. Parecía enloquecer de tanto placer, por fin me tenía dentro de ella,

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gemía, gritaba. Me tomó con fuerza de los cabellos, me acercó a su boca y me
gritó el nombre que tanto deseaba saber.

Aún retumban en mis oídos las palabras de Sagrario. Nunca imaginé que
aquel que tanto había hecho por mí fuera mi enemigo.
Él, que me dio protección, ordenó matar a mi padre.
En ese momento estaba perdido. Mi cabeza estaba loca, era como si
dentro tuviera una serpiente con el más mortal de los venenos, moviéndose en
zigzag, pidiendo a gritos ¡venganza!, por otro lado, juré a Sagrario que no lo
mataría.
Fue mi primer brote psicótico. Estuve varios días sin ver a nadie. La
oscuridad era mi luz. Solo permitía la entrada a Sagrario.
Perdí el apetito, el sentido de la realidad. Apenas probaba bocado. Solo
agua y alguna fruta que Sagrario me obligaba a tomar. Ella también se
abandonó, perdió peso. Me pasaba todo el tiempo sobre el tatami. Ella lavaba
mi cuerpo y secaba mis heridas cicatrizadas con caricias y ternura. Son esas
heridas, las del corazón, las de los sentimientos, las que más hemorragias nos
provocan.
Decidí cargar con el secreto, no desvelarlo y actuar como si nada supiera.
Sagrario volvió a ser feliz, o al menos, eso parecía oyéndola cantar de
nuevo. Poco a poco, en días, recuperó su alegría.
Se había convertido en mi madre, mi amiga, mi amante. No solo me lavó,
también me afeitó y cortó los cabellos. En una ocasión me dijo:
—Doménico, ya lo he conseguido casi todo de ti; tus manos, tu boca, tu
cuerpo, tu piel… solo me falta una cosa: tus ojos. ¿De quién son tus ojos
cariño?
Ella era consciente, cuando me miraba, de que mi espíritu pertenecía a
otra. No sabía su nombre ni quién era, pero tampoco le importaba. Solo yo la
nombraba en mis recuerdos. Julia quedó registrada en mi cerebro.

………………………………………
—¿Cree que llegó a enamorarse de ella?
—No. No me enamoré de ella. Conforme pasaban los días sentía que la
quería pero no la amaba. Desde Julia aprecié que era incapaz de tener eso
que llamamos tener mariposas en el estómago. La acariciaba con el placer

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que le reporta a un artista hacerlo sobre su obra. Es como cuando el
compositor interpreta aquello que con tanto mimo y celo ha compuesto, yo
tenía esa sensación. Más que amarla, al igual que cualquier artista,
interpretaba sus sentimientos. Sagrario era mi obra, fui su creador sexual.
—¿Por qué le dijo Sagrario en ese momento el nombre que tanto
anhelaba conocer?
—Las mujeres son distintas a nosotros, están revestidas de capas y capas
de sensibilidad, de amor, de ternura. Nosotros, los hombres, nunca
llegaremos a entenderlas ni a comprenderlas, pues Dios no nos confirió ese
don. Somos demasiado superficiales, demasiado egoístas para apreciar tan
rico manjar.
Sagrario se dio cuenta, cuando entré en su interior, que me había
conseguido, aunque solo fuera en ese instante. Por eso confió en mí y deshizo
su juramento. Esa sensación de tener mi amor y respeto la tendrá toda la
vida.
………………………………………

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Capítulo 10

Lobo con piel de cordero.

«Lo que me preocupa no es que me hayas mentido,


sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en
ti».

Friedrich Nietzsche

Un atardecer, ya recuperado, llamaron a la puerta. Tomé mis precauciones


antes de abrir. Era Miguel, el marido de Sagrario. Desde enero no lo había
vuelto a ver. Me pidió permiso para entrar; necesitaba hablar conmigo.
Era un hombre tosco, pero educado y respetuoso. En alguna ocasión
Sagrario me comentó que era muy dado a leer y que en el frente se hizo de la
CNT, que aunque poco hablador, ella sabía que fue en la batalla del Ebro
donde se afilió.
Accedí a que pasara. Todo estaba oscuro, subí una persiana aunque los
rayos de sol me molestaban. Le indiqué que se sentara y declinó mi
invitación. Yo sí tomé asiento.
—Pues usted me dirá qué se le ofrece —le pregunté.
Carraspeó, estaba nervioso, pero no tenso ni agresivo. Las manos en todo
momento a la vista, en reposo sobre los laterales de los muslos.
La cabeza la tenía medio humillada, no atreviéndose a mirarme.
Lentamente la levantó, fijó su mirada en mis ojos y comenzó su exposición.
—Iré al grano. Sé lo de mi mujer contigo o al menos lo intuyo. Nada me
ha contado ella ni yo le he preguntado. Es duro soportarlo, máxime teniendo
en cuenta la diferencia de edad entre vosotros. Pero por muy raro que parezca,
vuestra relación ha dado vida a nuestra monótona existencia. Mi amor hacia
ella en vez de apagarse ha brotado con más energía.
Yo, por una enfermedad, no puedo copular desde hace tiempo. Pero todo
ha cambiado desde que viene a esas clases que dice son de yoga. Cuando

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vengo de trabajar se baña conmigo, acaricia y da crema a mi cuerpo,
haciéndome sentir sensaciones que nunca había conocido. Ella es muy feliz y
yo también. Sé que te ama pero eso no le impide quererme.
Hace unos días cambió, ya no me tocaba. Donde había alegría ahora su
lugar lo llenaba la tristeza y el llanto. Me contó que estabas enfermo, entonces
fue cuando me di cuenta de lo que sentía hacia ti.
Yo permanecía quieto, tranquilo, pero en guardia. Era joven y no daba
crédito a lo que oía. Le interrumpí en una de las pausas que hizo y le dije:
—Es muy duro lo que me cuenta. Entiendo mi falta de respeto hacia
usted. No diré a Sagrario que vino a verme, inventaré alguna excusa decente y
dejaremos de vernos. ¿Le parece bien?
—Sí, es muy fuerte para un hombre soportar esta carga, pero no me has
entendido; si no te importa quiero, te pido, que continúes con esta relación
hasta que vuelvas a la universidad y ella se dé cuenta que no tiene sentido
continuar.
A cambio —continuó hablando—, yo seguiré guardando tu secreto y
podré ayudarte a acondicionarlo.
Me levanté, avancé hacia él y le dije:
—No sé a qué secreto se refiere, pero no me gustan los tratos. Eso sí,
antes de dejarle ir deberá contármelo.
—Puedes acabar conmigo, sé de tu fuerza y de tus conocimientos en artes
marciales. Nadie sabe que estoy aquí. No pretendo ser un problema sino la
solución. Con mis conocimientos de albañilería, electricidad y fontanería
puedo ayudarte al acondicionamiento del túnel que tienes detrás del muro.
Ambos guardamos silencio, ya no me miraba humillado, tampoco
desafiante. Me tenía desconcertado, lo reconozco.
—¿Desde cuándo lo sabe? —le pregunté—, sin dejar de mirarle con
firmeza.
—Fue durante la obra. Únicamente lo sé yo.
—¿Llegó a entrar?
—Podría decir que no. Pero no tengo miedo. Ahora tú decides qué
hacemos.
—¡Ahora siéntese y no se mueva! Tengo que pensar —le ordené.
¡Joder! —pensé— el tío qué huevos tiene. Viene a mi casa, me cuenta lo
de su mujer, me pide que no la deje y a cambio me ofrece ayuda para

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acondicionar el túnel. ¿Cómo dejarle vivo una vez que ha entrado en mi
«santuario»?
Antes de que pudiera, sin tan siquiera pestañear, estaba detrás de él con el
filo de mi cuchillo sobre su garganta. Era de acero damasquino fabricado en
Toledo; su alma de hierro pura, templada en las aguas del río Tajo, la
convertía en un arma poderosa, comparándola con otras de su igual. La parte
externa estaba pulida como un espejo, así pude percibir la imagen de su
rostro. El filo por las dos caras podía cortar un velo tirado al aire.
—Puedo matarte. Eres consciente de ello, ¿verdad? Conoces mi secreto, si
alguien más lo supiera yo estaría acabado. No temo a la muerte, ese ángel
oscuro vestido de negro y que tarde o temprano a todos nos visita, pero aún
no quiero que me lleve con ella.
Me escuchaba en silencio. No se movió, ningún gesto hizo que me hiciera
sospechar de su miedo. Hacía calor, sobre la hoja afilada que blandía en su
yugular cayeron gotas de sudor.
Tranquilo, pausado me dijo:
—Te seré fiel. Sé que no entiendes nada. Algo en mi interior me dice que
te siga. Puedes matarme, sí. Pero ¡hazlo rápido! No me dejes ir sin aceptar mi
ayuda, eso sería una muestra de desprecio y como ser humano no lo
aguantaría.
—Desprecio dices, ¿por qué? ¿Por no confiar en ti?, ¿cómo confiar en
alguien que no valora la deslealtad de su mujer?
—Ella no es mi mujer, es mi compañera. El matrimonio no te otorga
ningún título de propiedad sobre tu pareja. Es un vínculo de unión no de
posesión. Ella, como ser humano libre, es portadora de unos derechos; es su
voluntad la que decide si está conmigo o contigo o con quien quiera.
Lentamente retiré el acero que le producía zozobra. Su respiración se
tornó profunda, un hilo de sangre se deslizaba por su garganta.
—Toma, límpiate —le dije dándole un paño—. Si me traicionas tu muerte
será lenta. Mientras, verás cómo le arranco el corazón a tu compañera.
—No lo haré. Y tú nunca olvides que vine de forma voluntaria.
Me dirigí hacia el muro, retiré el mueble que ocultaba el resorte que abría
la puerta oculta. Sin mirarle, le ordené que me siguiera.
Una vez abierta la puerta, tomé una linterna que tenía en la sala.
Avanzamos por el túnel, de vez en cuando tenía que parar para esperarle.
—¿Por qué tarda tanto? —le requerí.

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—Discúlpame, voy tomando nota de todo.
Llegamos a la sala grande, al quedar el agujero abierto había entrado aire
y el olor no era tan nauseabundo. Unas ratas intentaban adueñarse del
entorno. Iluminé el techo, las paredes. Miguel estaba alucinado.
—Nunca sospeché que esto fuera así. Esto es la Historia de Toledo.
—Me dijiste que habías entrado.
—No. No lo dije. Solo que descubrí la entrada, no pasé de la puerta.
—¿…? Es cierto —le dije un poco desconcertado.
—Doménico, debemos esmerarnos para recuperarlo. Trabajaremos por las
tarde si te parece. No cobraré nada. Pero de los gastos de materiales te
ocuparás tú.
—De acuerdo. Aunque no sé el porqué de su altruismo ni su entusiasmo y
tampoco se meta en muchos berenjenales que de dinero ando justo.
—Es una aventura fascinante, es el sueño de cualquier niño hecho adulto.
Verás, lo primero que haremos será tapar el agujero para evitar que entre
cualquier tipo de alimaña, que como verás las ratas ya se han hospedado.
Pensaré cómo conseguir crear una corriente de aire limpio desde el exterior.
Por el dinero no se preocupe, serán cuatro duros.
Le dejé hablar y hablar, sus palabras ya no me llegaban. Presentía que
alguien o algo nos estaba observando. Le hice un gesto para que callara, moví
la linterna con rapidez de un lado a otro, a lo alto, hacia el medio. Nada. No
había nadie. Era la misma sensación que en Villamanta.
—Vámonos, por hoy ha sido suficiente —le dije de forma tajante.

………………………………………
Dos días después de esto que le he contado, apareció Miguel con su 4L
cargado de materiales. Los gastos me los presentaba, al igual que hacía su
mujer, con la comida que me compraba, en simples notas. Ella las del
mercado, a veces en papel de estraza.
Acondicionó el túnel; colgó de las paredes porta teas hechas de forja.
Instaló la red eléctrica tanto en el pasadizo como en la sala. Cerró el agujero
derruido y se las ingenió para que pareciera que nunca hubo tal agujero.
Para ello se fue a ver a un amigo que tenía en una cantera y trajo piedra
parecida a la que había en las paredes.

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Montó andamios, con mimo limpiamos la bóveda; aparecieron frescos en
la bóveda casi en buen estado.
Su proyecto me ilusionó tanto que estuve en todo momento involucrado.
Me convertí en el mejor ayudante. Así, por las mañanas atendía mi
preparación tanto física como intelectual, dejando un poco al lado las clases
de yoga con su mujer.
Descubrimos las paredes de la Gran Sala, sobre ellas talladas las figuras
de caballeros de época medieval.
Se me iba el verano, pero al igual que las tormentas de agosto preceden,
según las cabañuelas, a un otoño pluvial, con un anónimo llegó el caos,
destruyendo todo. A su paso solo quedó muerte y dolor. Pudo ser el principio
del fin.
………………………………………

Una mañana, al alba, llamaron. Dos golpes oí. No hice intención alguna
por saber quién era. A mis oídos, acostumbrados al silencio, llegó un sonido
especial; alguien estaba tratando de introducir algo por debajo de la puerta,
entonces abandoné mi posición y, en alerta, fui a ver qué o quién era. No
pudieron hacer lo que pretendían, entonces levantaron una persiana, giré
rápido y vi un sobre caer al interior. Presto abrí para intentar sorprender a mi
cartero o carteros en pleno trabajo.
Como siempre no había nadie. La calle desierta. Esta vez elegí correr
hacia abajo, debió perderse en el laberinto de vías y travesías formado por las
calles Plegadero y Vida Pobre.
Desafortunado, volví pensativo. Recogí y abrí el sobre; en su interior, una
nota manuscrita de excelente caligrafía denotaba haber sido escrita por
persona culta. No más de tres líneas, pero suficiente para entender el alcance
de la situación a la que me condujo mi inconsciencia.
La tuve entre mis dedos mucho tiempo, la leía y releía; letra a letra,
palabra por palabra. Memoricé cada rasgo, cada coma, cada punto. La quemé
y volví a mi postura de meditación.
Horas después, a la hora prevista, como cada día, llegó Sagrario. Al verme
concentrado pasó a la cocina, dejó las bolsas que traía, colocó su contenido;
no se oía nada, solo veía una silueta moverse. Abrió puertas, sacó cajones,
depositó en ellos los alimentos; cerró cajones, cerró las puertas y todo en el
más absoluto silencio.

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Aquel día su visita era laboral. Cuando inició la subida a la planta superior
la llamé.
—Ven —le dije—. Hoy no trabajarás. Hoy necesito tus caricias, tus besos.
Me miró, aunque había poca luz, pude adivinar su sonrisa de satisfacción.
Se colocó frente a mí, sentada sobre sus talones, de tal forma que sus brazos
pudieran tocar mi cuerpo sin abandonar la postura.
Iniciamos el ritual de concedernos caricias mutuas.
—Intenta cerrar los ojos —le susurré—. Extiende tus brazos y acaríciame
con suavidad, despacio. Solo quieres rozarme, sentir mi piel. Respira
profundo. Siente cómo tu abdomen se distiende; ahora expira lentamente,
mientras observas como se contrae. Yo haré lo mismo.
Las yemas de mis dedos dibujaban su cara, sus labios húmedos; podía oler
su piel, oír su respiración, sus pequeños gemidos al rozar sus pechos.
La tendí de lado, en posición fetal; coloqué mi cuerpo detrás del suyo.
Inicié la penetración con suavidad, le pedí que no se moviera. Pasé un brazo
entre sus pechos hasta sujetar su garganta, sin apretar.
—Ahora quiero que me cuentes, sin interrupción, toda la vida de tu
marido —susurré.
—No entiendo —me dijo.
—Te estoy compartiendo, creo justo saber con quién.
—Estás loco, ¿lo sabes?
—Sí, lo sé. Pero creo que tú te acabas de enterar.
Hicimos el amor hasta que el cansancio nos pudo.
Antes, entremedias, me contó que Miguel era hijo de un minero que
emigró desde Peñarroya a Puertollano. Que con 12 años entró a trabajar al
interior de una mina de carbón, luego la guerra lo arrancó de las entrañas de la
mina y fue en Ocaña donde ella lo vio por primera vez. También que al
principio se negó a participar en labores de información para la Hermandad
pero que, ante el temor de ser despedido, accedió a colaborar. Desde entonces
se volvió huraño y muy reservado.
Al contrario que a ella, nunca le dieron la medalla. Que desde hace unas
dos semanas llega tarde a casa, cansado y no le cuenta dónde va ni ella quiere
preguntar, pero que sospecha que se trae algo gordo entre manos pues le ha
encontrado planos y dibujos hechos por él.

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Comimos algo, ligero. Eran cerca de las tres de la tarde y no quería llegar
a su casa después de Miguel. Mordisqueándome los labios me dijo:
—Estás loco, pero me gustas. Acabarás conmigo como no me
desintoxique pronto de ti.
—¿Es eso lo que quieres?
—No. Tu locura es ahora mi vida y desconozco si mañana será mi
perdición. Así que viviré el presente. Te quiero niño malo.

Por la tarde, además de la visita de Miguel recibí otra, que no por


inoportuna era desagradable. Se trataba de mi madre y Luis Alfonso. Pedí a
Miguel que se metiera en el túnel y no hiciera mucho ruido.
Era la primera vez que venía mi madre después de la reforma. Luis
Alfonso quedó sorprendido del tatami y de la barra de hierro que tenía entre
dos esquinas para hacer flexiones.
Mamá se preocupó por mi blanca palidez, por mi delgadez. Luis Alfonso
dijo que me veía bien, quizás para su gusto con demasiado pelo.
—No os preocupéis que me encuentro muy bien. Debería salir un poco a
tomar el sol, tenéis razón. Pero no me apetece, prefiero leer y escribir —les
dije para tranquilizar a mamá Vega.
Tomé las manos de mi madre, las besé y colmé de caricias. Me encantaba
la suavidad de su piel. La veía feliz. Entonces les pregunté:
—¿Qué tal estáis vosotros?
Tomó la palabra mi madre, sin soltar mi mano. Antes de hablar, miró a
Luis Alfonso y este, con la mirada, la animó a hacerlo.
—Doménico hijo, queremos tu aprobación.
—¿Mi aprobación? —respondí a la vez que les preguntaba—, ¿para qué
necesitáis mi favor?
—Verás, ¿…? —Guardó silencio, hizo una pausa larga y, de repente,
como el agua que sale de una presa al abrirse la compuerta, y como si no
quisiera que me enterara, de su boca brotó una frase corta, pero inmensa—.
Hemos pensado casarnos.
No pude contenerme la risa. Luego la besé. A Luis Alfonso le extendí la
mano. Me pidió un abrazo y nos lo dimos.
—Iremos a vivir a mi casa, si no te parece mal.
—No. No me parece nada mal. Soy feliz si vosotros lo sois.

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—Podrás venir a verme cuando quieras, ¿verdad Luis Alfonso? —terció
mi madre.
—Pues claro, Vega. Quiero, si él me lo permite, decirle que ahora tendrá
tres casas.
—Gracias. Muchas gracias.
En un momento todo cambió. Mi madre pasó de las risas, de los besos, a
las lágrimas. Como si se tratara del peor de los virus conocidos, nos lo
contagió a los dos.
Nos despedimos, besos para unos y abrazos para todos. Luis Alfonso me
despidió con un:
—Cuídate Doménico y no descuides tu atención sobre lo que te rodea, lo
más insignificante puede llegar a ser mortal. Si me necesitas no dudes en
llamarme.
—Lo haré y vosotros cuidad el uno del otro. Por cierto, espero me invitéis
a la boda.
—¡Ja, Ja, Ja! —reímos los tres.
—Tú ve preparando el traje, pues queremos que seas el padrino.
—No te preocupes mamá, no faltaré a mi cita con vuestra felicidad.

Regresé al túnel. No se me había olvidado que Miguel llevaba allí casi


tres horas.
Antes, me coloqué el cuchillo en la parte de atrás del pantalón. En las
manos mi nunchaku, fue otro regalo de Berto. Los palos medirían unos treinta
y cinco cm y los unían una cadena con eslabones de acero inoxidable. Desde
que Miguel llegó nunca me separaba de ninguna de las dos armas. Es cierto
que a veces no me las apañaba para poder ayudarle sin soltar el nunchaku; me
miraba y con ironía me decía:
—Piensas matar ratas con esos palos. Ya veremos si el día que tengas que
utilizarlos no te rompes los dedos.
Yo no entraba en su juego. Siempre daba la callada por respuesta.
Estaba todo iluminado, pero no se oía nada. Me preocupé al pensar que le
hubiera podido ocurrir algo. Lo sorprendí cavando en el suelo. Trabajaba con
una camiseta de tirantes; pude apreciar su fuerte musculatura, hasta ese
momento no me había percatado de ello.

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—¿Qué hace Miguel? —le pregunté. ¿Por qué levanta las losas que hay
junto al altar?
—Me has asustado —me dijo—. Trato de buscar por dónde filtra el agua
cuando sube el nivel del río.
—Pienso que está cavando muy lejos del hueco que cerró. Creo que me
tiene que contar algunas cosas.
Se quedó callado, quieto. En sus manos mantenía el pico con el que
cavaba.
—Despacio, deja caer el pico al suelo —le ordené.
—¿Si no lo hago me matarás?
—Es una posibilidad, un riesgo que debes valorar si merece la pena
correr.
Giró el cuerpo, con rapidez, al mismo tiempo lanzaba el pico hacia donde
yo estaba. No pude esquivarlo. Me golpeó entre la cabeza y los hombros. Caí
al suelo del impacto.
Todo fue muy rápido, antes de reaccionar estaba encima de mi cuerpo;
una lluvia de fuertes golpes castigaba mi cara.
Lo último que vi antes de despertarme atado con cuerdas a una argolla,
era su cara golpeando mi cabeza contra el suelo. Intenté liberarme; todo
estaba en la más absoluta oscuridad. Me dolía la cabeza, sentía calambres en
los brazos de tenerlos en alto. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Estaba
sentado en el suelo, las piernas atadas. Di un fuerte tirón con los brazos, no
conseguí romper las cuerdas; tanto tensé que se clavaron en mis muñecas
hasta hacerlas sangrar, sentí un gran dolor. Al menos, pensé, pude ampliar la
longitud de las mismas y podré descansar los brazos.
Traté de hacer una composición de la situación. Estaba vivo, pudo
matarme y no lo hizo. Cuando me descubrieran, si alguna vez lo hacían,
nunca sospecharían de él, nadie sabía de nuestra relación. ¿Qué buscaba? ¿Por
qué no me había matado?
Sí. Tenía miedo, estaba muy asustado; por primera vez sentía esa
sensación. Por mi cabeza dolorida saltaban las dudas y preguntas. Trataba de
buscar algo que me diera esperanza de salir vivo de mi propia trampa.
Desde el primer momento que Miguel llegó a casa lo infravaloré. Me dejé
engañar por sus adulaciones y falso respeto a mi fuerza. Me engañó como
Ulises hizo con Polifemo.

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Mi posible salvación estaba en manos de mi amigo invisible, aquel que
me salvó con la visita del inspector de policía y sus dos adláteres, el que hizo
desaparecer el cuerpo de Corrochano, ¿acaso sería el mismo que escribió el
anónimo? ¿Dónde estaría ahora?
Me quedé dormido, antes recordé el anónimo:

«Te has descuidado. ¿Desde cuándo el lobo con piel de cordero cuida de
las ovejas?».

Un chorro de agua me despertó, era Miguel. A mi lado, también reducida,


estaba Sagrario. Tenía las manos atadas a la espalda, presentaba síntomas de
haber sido golpeada. Estaba tranquila, no lloraba. Me miró. La sonreí. Asintió
con un leve movimiento de los labios.
—Si pensabais que no me importaba vuestro adulterio, os equivocabais.
Qué pena no tener una cámara para haceros una foto; así, juntitos, como
tantas veces habéis estado.
—Perdóname, Señor —dijo Sagrario—. Déjalo ir Miguel, es solo un niño,
yo fui la que lo indujo.
—¡Cállate! Vas a morir con él, por adúltera y traidora.
—Eres un asesino, cobarde, solo te atreves con mujeres —le grité.
—Respecto a ti, maldito arrogante hijo de puta, te mataré como debí hacer
con tu padre. ¿Crees que un hombre de verdad permite que su mujer aprenda
a joder con otro sin matar a los dos? Todo estaba planeado, pero ella tuvo que
estropearlo enamorándose de un niño. Dejó de informarme y por eso tuve que
adelantar los acontecimientos.
Conforme hablaba Miguel más bajo caía yo, pasé de creer ser Dios al más
idiota de los mortales.
—¿Qué pretendes?, ¿qué quieres de mí? —dije avergonzado de mi
excesiva petulancia. Más fatuo y torpe no podía haber sido; justo era
reconocerlo antes de morir.
Me acordé de mi padre, de las pocas veces que había jugado con él; de
cómo me empujaba hacia el cielo y me cogía casi a ras de suelo y yo gritaba:
¡más, más, papá! No, cachorro —me respondía él— que alguna vez te irás
volando y no te volveremos a ver. Veía el gesto alegre de mamá Vega cuando
volaba y asustada cuando bajaba, riéndose cuando me veía protegido en los
fuertes brazos de mi padre.

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No entendía nada; dio luz a todo el túnel, iluminó la sala, limpió con
mimo todas las paredes, cerró la única entrada que había, sellando el hueco
derruido. Miré al techo de la bóveda, en unas imágenes poco claras percibía
que eran las risas de burla de los ángeles. Las lágrimas comenzaban a correr
por mi cara. Notaba que Sagrario, con sus gimoteos me estaba mirando. ¿A
quién miraba, al hombre o al niño que tenía antes sus ojos?
Miguel me observaba. De lo que quisiera hacer con nosotros no tenía
dudas. Sus ojos se abrieron, se acercó a mí y cogiéndome por el mentón trató
de empotrar mi cabeza contra la pared; me hacía daño. Entonces me dijo:
—En realidad contra ti no tengo nada. Es tu padre el que te trae todo el
mal. Tengo una historia que contarte. Éramos un grupo de cinco,
pertenecíamos a la Hermandad, a veces hacíamos la guerra por nuestra
cuenta. Uno de nosotros había trabajado para un masón rico. Nos contó que
sabía dónde tenía una caja fuerte en la que guardaba una fortuna. Nos
inventamos una historia cargada de mentiras contra él, lo delatamos y la
policía lo detuvo. Antes de que la policía registrara su casa, nos adelantamos,
abrimos la caja fuerte y nos llevamos todo el dinero, las joyas y el oro que allí
guardaba. Hasta ahí, todo era correcto. Pero tu padre, «el honrado camisa
negra», quiso entregar todo a la Hermandad y que esta lo repartiera entre las
viudas de los más necesitados.
Como era el jefe del grupo, se lo quedó en custodia. Nos concedió dos día
para pensarlo y así actuar como equipo. Los otros cuatro miembros tuvimos
una reunión y decidimos quedárnoslo.
Dos de ellos fueron la noche siguiente a por él. Le tendimos una trampa,
pero algo falló. Tu padre fue dado por muerto y los otros dos compañeros por
desaparecidos. El tercero fue asesinado en la puerta de su casa por un
motorista, aún hoy no se sabe quién fue y cuál el móvil.
Esta historia —prosiguió hablando— no hubiese tenido nunca un final si
tu madre no hubiera contactado conmigo para la reforma de la casa.
Dejó de apretar mi cabeza contra la pared. No sé de dónde saqué las
fuerzas para no desmayarme. Se apartó, tomó aire y prosiguió con su
monólogo.
—En ese momento los viejos recuerdos aparecieron. Entonces pensé: ¿y
si el italiano murió de verdad y lo escondió aquí?
—¿Es que acaso lo dudas?, sois una banda de asesinos sin escrúpulos —
atiné a decirle sin saber si me oía.

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—¿Sabes lo más gracioso? Que nunca di con la entrada. Te mentí, todo
Toledo sabe que la mayoría de las casas de esta zona estaban conectadas por
túneles y que los que estuvieran abiertos necesitarían restauración. Maquiné
un plan, para ello debía introducir una rata que te espiara. El resto ya lo sabes.
He de confesarte que nunca creí que sería tan fácil descubrir la entrada, te
tendí una trampa y tu soberbia me condujo hasta aquí. ¿Recuerdas?, abriste la
puerta y me dijiste, «sígueme». ¡Ja, ja, ja!
Se acercó y me dio una fuerte patada en un costado.
—Esto por acostarte con mi mujer —me dijo colérico.
Volví a perder el conocimiento. De nuevo me despertó echándome agua
con la manguera.
—Despierta, no quiero que te mueras todavía. Yo te avisaré cuando llegue
tu momento. Antes tendrás que responderme a una pregunta. ¿Dónde está el
botín?
—No lo sé. Si lo supiera te lo diría para que te fueras tranquilo con tu
codicia.
—Tienes de vida hasta que levante la última losa, después, aquí mismo os
enterraré a los dos.
Se puso a cavar. Cada vez que la parte puntiaguda del pico chocaba contra
el suelo, el ruido provocado entraba en lo más profundo de mi cabeza. Un hilo
de sangre no dejaba de correr por mi cara. Me acordé del cuchillo, presioné el
cuerpo contra la pared y noté que aún lo llevaba conmigo. Miré a Sagrario,
llamé su atención. Él, de espaldas a nosotros, continuaba picando.
—El cuchillo —musité a Sagrario—, tengo el cuchillo en la espalda,
dentro del pantalón. Acércate.
Estaba asustada, no sabía qué hacer. Yo no tenía claro si me ayudaría,
pero era mi única opción en ese momento.
Cavaba rápido, la humedad y los años desde su construcción habían
deteriorado el material que unía las losas, el tiempo se me acababa. Contra
todo lo imaginable Sagrario me mostró sus manos libres, había conseguido
quitarse las ataduras. La requerí para que se diera prisa y cogiera el cuchillo.
Miguel dejó de picar, se volvió hacia nosotros y en plan grosero dijo:
—Con vuestro permiso voy a mear.
Creí morir de angustia, se dio la vuelta para satisfacer su necesidad
fisiológica. Sagrario se acercó, me cacheó y sacó el cuchillo. Cortó mis

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ligaduras, pensé que tenía los brazos rotos. Lo mismo hice con las de los pies
y, de un salto, con el cuchillo en la mano, me lancé a clavárselo.
Me escurrí; me oyó, se apartó. Caímos juntos al suelo. De su hombro salía
sangre y de su boca todo tipo de blasfemias. Yo estaba muy débil; de un
fuerte golpe me desarmó. Se echó sobre mi cuerpo, sus rodillas sobre mis
hombros muy doloridos, su brazo derecho elevado con el cuchillo empuñado;
el otro, el izquierdo, sobre mi garganta, era un placaje perfecto, ya no tenía
fuerzas ni interés en defenderme. Vi cómo el arma asesina bajaba directa a mi
corazón. Cerré los ojos. Un ruido extraño llegó a mis oídos, seguido de un
alarido seco de Miguel. Se desplomó encima de mí.
Como pude lo aparté. Sagrario le había clavado una piqueta en el cráneo.
Estaba muerto.
Se quedó paralizada. La mirada fija en el cuerpo inerte de su marido. Lo
miraba sin verlo, estaba como en trance. Me acerqué, la zarandeé, rompió a
llorar; entonces la abracé.
—Ya ha pasado todo, tenías que hacerlo ¿me entiendes? —le decía
mientras trataba de consolarla. No reaccionaba; sus lágrimas, mezcladas con
el rímel de sus ojos y mi sangre, dieron un color de terror a su cara.
—He matado a mi marido. ¿Qué va a ser de nosotros, Doménico?
—No te preocupes. Lo hecho, hecho está. Ahora lo enterraremos donde él
quería enterrarnos a nosotros. Sé fuerte y ayúdame a hacerlo.
—¡No puedo! —gritó.
La llevé hasta el escalón donde nos había tenido atado, le dije que se
sentara, yo lo haría.
Hasta ese día todo me había salido bien. No conocía la palabra miedo,
pero en ese momento lo tuve. Temía por mí, por mi madre. Temía que la
policía me cogiera y me encerrara de por vida. Más mal que bien, el cuerpo de
Miguel quedó enterrado fuera de la vista de Sagrario.
—Vámonos de aquí —le dije.
—¿Irnos?, ¿a dónde? —me dijo angustiada con las manos cubriendo su
cara.
—Tú a tu casa y nunca contarás a nadie lo que aquí ha pasado.
—¿…?
Me miró perpleja con los ojos abiertos como platos. Intentó hablar pero no
pudo emitir sonido alguno. Volví a preguntarle:

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—¿Tenía Miguel por costumbre ausentarse sin tu conocimiento?
—Últimamente no mucho. Lo más un día o dos, me decía que iba de caza,
pero sé que era mentira pues no tenía escopeta. Creo que iba a Puertollano.
—¿Qué día es hoy?
—Hoy es sábado.
—Perfecto, el lunes llamarás a la Fábrica preguntando por él. Después irás
a la policía a decir que desde el viernes no lo has vuelto a ver.
—Y nosotros, Doménico, ¿qué será de nosotros?
—Deberás olvidarme, olvidar todo. —Volvió a mirarme, no dijo nada. Su
mirada fue bastante elocuente y expresiva. Inicié mis pasos para acompañarla
hasta la puerta.
—No hace falta —me dijo—, conozco la salida.
Marchó con la poca dignidad que creía le quedaba. Cogió el pomo y antes
de girarlo para abrir, se quedó quieta, dio media vuelta y me dijo:
—¡Oh! Dios mío, las llaves.
—¿…? ¿Y? —le pregunté, sin entender a qué se refería.
—Las tiene él.
—Olvídalo, a dónde ha ido ya no le servirán.

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Capítulo 11

El infierno puede esperar.

«El alma desordenada lleva en su culpa la pena».

San Agustin.

Cuando desperté, estaba postrado en una cama. Miré hacia la luz de una
ventana que me cegaba los ojos y los cerré.
Lentamente volví a abrirlos, entonces me di cuenta de que el brazo
izquierdo lo tenía inmovilizado, pegado al cuerpo con un fuerte vendaje. Me
toqué la cara, la cabeza. También estaba vendada. Me dolía el alma.
Traté de hacer un hueco en mi dolorida cabeza que me hiciera ver cómo
llegué hasta allí. Resultó inútil no recordaba nada, todo esfuerzo era vano.
Únicamente aparecía la cara de un hombre con barbas blancas, delgado, de
ojos claros. Intentaba traer a mi memoria dónde lo había visto antes. Su
imagen siempre aparecía en mis sueños. Sí —me dije—, es el rostro de Jesús
que ha venido a por mí. Oía que me hablaban, abrí los ojos y allí estaba ella.
Era el rostro más bello que había visto nunca, sonriéndome, sin duda era la
Virgen, la Madre de Dios.
—¡Madre!, he pecado, no soy merecedor de estar en el cielo —musité.
—Ni estás en el cielo ni yo soy la Virgen. Ahora vendrá un médico a
verte.
—No puede ser, esto es un error —dije intentando levantarme sin poder
conseguirlo, un gran dolor en el abdomen me lo impidió. Me sujetaron varias
manos, sentí un pinchazo en el hombro y volví a dormirme.

Recuerdo vagamente que en una ocasión pregunté, en la clase de


catequesis a Don Antonio, cómo se sabía que estabas en el cielo cuando
morías. —Don Antonio era el cura párroco de nuestra iglesia, fue el que nos
preparó para recibir nuestra primera comunión. Lo sabrás —me respondió—

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cuando veas un camino sobre una luz brillante y a ambos lados los ángeles
que te guíen hasta Dios nuestro padre.
Los primeros días de mi hospitalización creía estar muerto. Tenía la
certeza de que mi alma estaba vagando por las puertas del cielo, a la espera de
que alguien viniera y me condujera dentro. A la vista de lo que nos contaban
de pequeños, en algunas ocasiones vi el camino del que nos hablaba
D. Antonio sobre la luz brillante. Si bien es cierto que en sus flancos no había
ángeles, sí lo era que Jesús venía con sus brazos abiertos a recibirme.
Durante los días que estuve hospitalizado frecuentemente se repetía el
mismo sueño en mi cerebro. Soñaba que Jesús, el hijo de Dios, me velaba
cada noche y, muy a menudo, durante el día.
Aquella mañana, quizás fuese la segunda de mi estancia, sentí unas
palmadas en la cara y a alguien que me hablaba; entreabrí los párpados y vi a
un hombre —no era el de mis sueños—, tenía una linterna enfocándome a los
ojos, intenté abrirlos pero no podía, tenía miedo. Quizás el miedo era
provocado por la desorientación, no sabía dónde estaba, me encontraba
perdido. Fue su voz ronca la que me despertó:
—¿Es usted Doménico Aspartana Chamón? —el que así me hablaba era
un señor mayor con el pelo cano, bien cortado, mostraba entradas bastante
pronunciadas. Vestía traje claro con corbata negra y zapatos de rejillas del
mismo color. Con un movimiento de cabeza asentí a su pregunta.
—Soy el inspector de policía Trebujillo, él es mi compañero, el inspector
Campos. Queremos hacerte unas preguntas, ¿puedes responder, por favor, si
me entiendes?
Volví a hacer el mismo gesto.
—A ver si espabilas, que no tenemos todo el día. Te ha preguntado el
señor inspector que respondas, si le entiendes. Responder es hablar. ¿Puedes
hablar?
—Sí señor, puedo hablar —respondí.
—¡Pues habla, coño! —ordenó, con mal carácter el inspector Campos.
Era bastante más joven que el otro, su aspecto era desaliñado, para nada
cuidaba su imagen y por lo visto tampoco lo preocupaba en exceso. No solo
parecía desaliñado sino también sucio. Iba sin afeitar, el sudor había dejado su
marca en las axilas, como las que dejan las mareas en su ir y volver en las
arenas de la playa. Un olor desagradable, a rancio, brotaba de su cuerpo
voluminoso. Llevaba sobre el antebrazo una americana color azul. El pantalón

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blanco que lucía y que parecía estar sujeto a su suerte en no sé qué parte de su
cadera, dejaba al descubierto su prominente vientre. Por encima del pantalón
le salía un faldón de la camisa color azul, que llevaba remangada sin seguir
una estética o un orden, pues una manga iba por encima del codo y la otra
hecha un barullo sobre el brazo. El pantalón debió ponérselo a principios de
verano pues el color blanco se le presumía pero no era predominante; algunas
manchas campeaban a lo largo de las piernas. Sobre su fea camisa azul añil
puso una corbata de cuero, color gris, con el nudo deshecho.
En ese instante entró un médico acompañado de una enfermera y una
auxiliar, empujando un carrito para curas.
—Buenos días —dijo la enfermera, dirigiéndose a mis interrogadores—.
El doctor va a pasar visita. Tienen que salir fuera por favor, ya les avisaremos.
—¿Es necesario que salgamos?
—Y yo les pregunto, ¿es necesario que se queden? —quien así habló fue
la señora que me dijo que no era la Virgen.
Se volvieron hacia ella y el inspector de pelo cano cortado a ras, tal y
como si llevara un cepillo sobre la cabeza, fue el que habló:
—Buenos días, hermana. Somos…
No dejó que terminara su frase, muy seria y cortante les dijo:
—Sé quiénes son. Pero si este chico no está detenido y solo quieren hablar
con él, tendrán que esperar a que los doctores pasen la visita.
Con ella estaba otro hombre, también con bata blanca, por lo que deduje
que sería otro médico.
Los policías se miraron.
—De acuerdo, esperaremos fuera —dijo el inspector gordo.
—Doctores, cuando terminen su visita nos gustaría saber en qué estado se
encuentra el chico, ¿les importaría? —dijo el otro, el del pelo de cepillo.
Por la forma de mirarse entre ellos daba la sensación de ser el jefe.
—No habrá inconveniente en hacerlo pero les adelanto que, debido a los
golpes que recibió en la cabeza, padece amnesia, no recuerda nada y tiene
delirios —respondió el primer médico.
—Bien, esperaremos fuera —volvió a hablar el del pelo cano.
Uno de los médicos, con la ayuda de la enfermera, me quitó las vendas de
la cabeza, luego las de las muñecas. Me curaron y volvieron a vendar.
—No tiene fiebre —dijo la enfermera.

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—¿Y la presión? —preguntó el doctor, mientras me curaba la cara y las
manos.
—Normal, doce-siete.
—Hola Doménico, soy el doctor Cuesta. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —respondí, sin apenas poder abrir la boca por el dolor que me
provocaba cualquier movimiento de los músculos de la cara.
—Hemos tenido que arreglarte un poco la cara, traías un severo
traumatismo cráneo facial con fracturas del hueso frontal, los huesos propios
de la nariz y los pómulos. La operación se dio bastante bien. Mañana volveré
a verte. He creído conveniente que te vea el doctor Merino. Me preocupa tu
desorientación y pérdida de memoria en relación a los hechos por los que
estás aquí. En alguna ocasión has entrado en trance y entiendo necesaria su
opinión.
Se volvió y dictó órdenes a la enfermera. Luego habló en voz baja con el
otro médico y la monja.
No podía mantener los ojos abiertos. Los cerré y por mi mente se
pasearon los recuerdos de Julia, mi madre, Berto…
—Así que te llamas Doménico —oí que volvían a hablarme. Yo
continuaba con los ojos cerrados, soñaba despierto, soñaba que era pequeño y
que iba de la mano de Cristo en la procesión del Corpus y no quería que esos
pensamientos se fueran de mi mente. Veía en mi sueño cómo todos los
ángeles nos saludaban y comentaban: «que niño más mayor, pronto vendrá
con nosotros».
—Doménico, despierta chico —me dijo la voz dulce que me habló la
primera vez que abrí los ojos—. Soy sor Blanca y el doctor Merino quiere
hablar contigo.

………………………………………
Como usted bien sabe, en aquellos años el doctor Merino era el Jefe del
Departamento de Psiquiatría del Hospital Virgen de la Salud.
—Sí, lo recuerdo. Como también quiero recordar que usted ya había
tratado antes con él y con la doctora Hortaleza.
—No, está en un error lamentable. Fue posteriormente a que fuera
reconocido e intervenido por el doctor Cuesta, y por indicación de este,
cuando el área de psiquiatría se interesó por mi estado postraumático. Fue

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después de varias sesiones cuando el doctor Merino tomó interés por mi
estado mental en general. ¿Sorprendido?…Veo que sí.
—¿Desde cuándo conoce mi relación con el doctor Merino?
—No mucho. Lo vi junto a él en un funeral.
—Entonces su presencia aquí no es casualidad, ¿cierto?
—No. …No lo es. Digamos que forma parte de un plan. Continúo si no le
importa.
………………………………………

—¡Hola Doménico! A ver, abre los ojos y sigue la luz de la linterna, si te


portas bien seré breve y te dejaré descansar, —me habló por vez primera el
doctor Merino.
—¿Sabes dónde estás?
—Sí, en un Hospital.
—Muy bien; me ha contado sor Blanca que creías estar en el cielo. Eso
nos alegra, significa que el trato que te damos es de tu gusto.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Quién me ha traído? ¿Qué me ha pasado?
—Llevas dos días. Ya han avisado a tu familia, y hasta aquí puedo hablar.
El resto de tus preguntas te las aclarará la policía.
—¿Por qué no recuerdo nada?
—Recibiste golpes en la cara y en la cabeza, eso te ha provocado una
Amnesia Postraumática Selectiva.
—Y… ¿eso en qué consiste?
—Básicamente, en que en una parte de tu cerebro se han borrado
recuerdos del día que sufriste los daños. Es una pérdida transitoria de tu
memoria. Con el tiempo, de manera progresiva, irás recordando lo sucedido.
Les conté que soñaba que estaba en el cielo, que Jesucristo me cuidaba
por las noches y algunas veces también por el día. Les pregunté si ellos
también lo veían, no me respondieron.
A cada pregunta que yo hacía me encontraba casi siempre sin respuestas,
en cambio ellos me hacían preguntas raras a las cuales yo no sabía que
contestar. Se marcharon. Los párpados me pesaban; cerré de nuevo los ojos
intentando encontrar en mi cerebro algo que me dijera qué me había ocurrido.
En mi mente se repetía una y otra vez una imagen en la que yo empujaba
un mueble y luego me tendía a descansar en el suelo. Allí fue la primera vez

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que Jesucristo se acercó y me habló. Lo recuerdo igual que lo representan en
todos los cuadros de las iglesias de Toledo. Pelo largo color plata, ojos azules,
barba poblada entre rubia y canosa, muy alto y delgado. Yo ya lo había visto
antes, pero tampoco era capaz de recordar dónde.
Recuerdo que le pregunté:
—¿Eres Jesús, verdad? ¿Y… has venido a por mí?
Él me habló con el cariño y ternura de un padre a su niño malherido:
—Yo te ayudaré hijo mío. Ahora no hables.
—¿Estoy muerto?
—No. Aún no ha llegado tu hora.
Durante todo el tiempo estuvo a mi lado. Me mojaba los labios, no soltaba
mi mano. De nuevo me soltaba y yo lo veía marcharse.
—Volveré —me decía siempre.
¡Doménico, despierta!, estos señores quieren hablar contigo. Abrí los ojos
lentamente. Allí estaba de nuevo el doctor con su pequeña linterna, sor Blanca
y los dos policías.
Me ayudaron a incorporarme. Después se dirigió a los inspectores
Trebujillo y Campos.
—Por favor, sean breves.
El doctor y la monja se apartaron al final de la habitación, junto a la
puerta. Los inspectores se acercaron hasta mí, uno a cada lado de la cama. Yo
estaba muy nervioso, tenía palpitaciones, la boca seca; pedí agua. Levanté la
cabeza y miré al frente. Allí estaba Jesús, al otro lado de la puerta; podía verlo
a través del cristal. Me sonrió, eso me calmó. Pedí un sacerdote, quería
confesarme. Estaba seguro de que pronto moriría, por eso Jesús estaba
siempre a mi lado. No podía llevarme con Él hasta que no me confesara.
Me habló el inspector Trebujillo, el del pelo cano y voz ronca.
—¿Dónde vives, Doménico?
—En la avenida Reconquista, junto a los pabellones militares.
—¿Quién te agredió?
—No lo sé.
—¿Quién te trajo aquí?
—Creí que me lo contarían ustedes.
—¿A qué te dedicas?

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—Estudio Filosofía y Letras en Madrid.
—¿Puedes explicarme cómo sabes quién eres y dónde vives y en cambio
no te acuerdas qué te ha ocurrido? —su tono de voz subió, sonaba más áspera.
Intervino el doctor:
—Ya les advertí de esta situación. No le presionen o se encerrará más en
olvidarlo. Si persisten en su actitud intimidatoria los resultados serán
totalmente adversos a sus pretensiones.
—¿Cómo sabemos que no está mintiendo? —preguntó amenazante el
inspector Campos limpiándose el sudor de su frente con el reverso de la mano
—. Porque esto lo arreglo yo con dos hostias, y ya verá cómo se acaban las
tonterías.
—No sería buena idea inspector.
Todos volvieron su mirada hacia la puerta. Era Luis Alfonso y mi madre.
El inspector Trebujillo se cuadró. El otro se quedó despistado, dudando de
qué actitud tomar.
—¿Qué tal inspector? —saludó el comandante.
—¡Bien señor! Hacía tiempo que no lo veía, sigue en buena forma.
—Inspector Trebujillo, siempre es un placer saludarle —dijo el
comandante dándole un abrazo.
—Campos, te presento a Luis Alfonso Figueroa, comandante jefe de la
Academia Militar.
—Es un honor conocerle comandante —se adelantó Campos
estrechándole la mano.
—Por cierto, ya soy coronel. Pasé a la reserva. Aunque cuando se jura
defender a la patria ya se sabe, uno nunca abandona sus deberes para con ella,
ustedes ya me entienden.
—Sí señor —asintió el inspector Trebujillo.
—¿Y qué les trae por aquí? A propósito, ella es Vega, la madre del chico
y mi futura esposa.
—Disculpe señor, no sabíamos que el chico fuese pariente suyo. El
sábado lo trajeron al Hospital, quien lo hiciera ha desaparecido.
Desconocemos qué le ocurrió y dónde.
—Entonces, ¿por qué lo interrogáis vosotros y no la guardia civil?
—El veintidós de diciembre desapareció el inspector Jaramillo, adscrito a
nuestra unidad, aquí en Toledo. Su cadáver fue encontrado días después en la

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ribera del río a unos kilómetros de Toledo. Presentaba varios hematomas por
todo el cuerpo, pero esa no fue la causa de su muerte, tampoco por
ahogamiento. Una vez hecha la autopsia, se comprobó que la muerte se la
produjo un arma cortante en el cuello; murió por hemorragia masiva.
También tenemos en la comisaría otra denuncia por desaparición, se trata de
Antonio Corrochano, al cual usted conocía y probablemente recuerde.
—Sí, claro. Era muy amigo del capitán Esteras, que Dios tenga en su
gloria. Pero aún no entiendo qué tiene que ver Doménico en todo esto.
—El caso es que Corrochano vivía cerca de la casa que tiene el chico en el
Callejón de los Muertos. Una vecina, a preguntas del inspector Jaramillo, dijo
que lo había visto en compañía de un joven entrar en la casa abandonada. Esa
casa abandonada es propiedad del joven, aunque nos acaba de contar que es
de su madre.
El comandante guardó silencio. Mi madre, sentada en un lado de la cama,
me miraba, lloraba y me besaba con mucho mimo y tiento para no hacerme
daño. Los inspectores que se habían ido turnando en las explicaciones
miraban de soslayo, uno al comandante y el otro a mí. En la puerta
permanecían impertérritos tanto el doctor como la monja. Fue el doctor
Merino el que rompió el hielo.
—Les recuerdo que el chico no se encuentra en condiciones, fue operado
ayer. Sería conveniente que terminaran y lo dejaran descansar. Si no nos
necesitan, nosotros nos retiramos. Gracias.
—Serán solo dos preguntas más doctor, si no le importa mi coronel —
habló el inspector Trebujillo, al cual se le notaba que la situación ya
comenzaba a resultarle incómoda.
—Continúen con sus pesquisas señores. No molestaremos —les dijo Luis
Alfonso.
—Perfecto. Sería conveniente que tanto su madre como usted esperaran
fuera —apostilló el inspector Campos sin dejar de mirarme.
—¡Pero qué dices Campos!, seguro que el coronel querrá quedarse, ¿o no?
—habló muy enojado el inspector Trebujillo, volcando una mirada cortante y
fría hacia su compañero.
—Como prefieran —volvió a hablar Campos.
Se acercó al lado donde estaba mi madre.
—¿¡Me permite señora!? —preguntó a la vez que se acercaba esta vez de
forma educada.

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—Sí, por supuesto —respondió mamá Vega levantándose y retirándose
hacia donde estaba Luis Alfonso; este reflejaba en su rostro la severidad de
los jueces en el momento de dictar sentencia al criminal más cruel por el
crimen más execrable.
Campos soltó la americana sobre la cama, de uno de sus bolsillos sacó un
sobre, lo abrió y extrajo unas fotografías. Al igual que los chavales con los
cromos de su colección preferida, empezó a verlas y a situarlas una detrás de
otra. Supongo que buscaba la mejor para iniciar el interrogatorio o para
ponerme nervioso. Desde el principio supe que a él le había correspondido el
papel de poli malo.
Por fin me las mostró. En un par de ellas estaba yo —me habían estado
siguiendo hacía tiempo, fueron hechas en invierno—, en otras había gente que
no conocía. También había de Corrochano y del inspector Jaramillo. Negué
conocerlos, solo reconocí las mías.
—Estás seguro —me preguntó hasta dos veces más.
—Ya le ha dicho que no reconoce ninguna fotografía, —terció Luis
Alfonso con aplomo, sabedor de su poder otrora y quizás aún no perdido.
—Sí, mejor nos vamos —dijo Trebujillo—. Volveremos cuando el chico
esté en condiciones de responder.
El inspector Campos, lejos de amilanarse por la graduación del militar allí
presente, se giró en redondo desde la puerta, avanzó hasta poner su sudorosa
cara frente a la mía y espetarme a bocajarro:
—¿Recuerdas dónde estuviste el día veintidós de diciembre? Será fácil,
fue el día siguiente al de la gran tormenta.
—Lo pasó conmigo y con su madre. Lo recuerdo perfectamente, porque
ese día fue cuando le regalé un coche. Se puede comprobar consultando la
documentación entregada en la Dirección Provincial de Tráfico. El cambio de
titularidad la hicimos en la Gestoría Laguna. Ellos podrán corroborar este
dato. Los días siguientes al de la tormenta estuvimos juntos haciendo
prácticas con el coche. Y ahora, si me lo permite, el que pregunta soy yo, ¿por
qué tratan de incriminar al chico en esas dos desapariciones? —así habló el
comandante, ejerciendo su experiencia en el mando e improvisando como
abogado en mi defensa.
—Días después de la desaparición del inspector Jaramillo, haciendo un
registro en sus pertenencias, encontramos una libreta con unas notas escritas
sobre una investigación que estaba llevando a cabo, en ellas se detallaban los
datos sobre los que hemos preguntado al joven. También en un sobre, estaban

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las fotografías mostradas antes. Desconocemos por qué lo tenía en vigilancia.
Por parte de la comisaría nadie había dado orden de que se le siguiera, se ve
que era un trabajo por su cuenta —volvió a responder Trebujillo, siendo
bastante visible su contrariedad con la situación.
—¿Algo más señores? —preguntó el comandante Figueroa.
—Sí, una última petición —replicó Campos— ¿podríamos visitar la casa
del chico? Perdón, de su madre. Ya sabe, la del Callejón de los Muertos. Es
simple rutina y al mismo tiempo comprobaremos por qué aparecía esa
dirección subrayada como algo importante en la libreta de nuestro compañero
Jaramillo. Y quién sabe si una vez allí, descubrimos algo de luz sobre todo
este asunto.
Luis Alfonso miró a mi madre; inclinó su cabeza hacia mí. Ni mi madre ni
yo hicimos pronunciación alguna al respecto.
Entonces Luis Alfonso aseveró.
—Cuando quieran.
—Muy bien, estaremos en contacto —habló Campos triunfante—.
Esperaremos a que salga el chico y todos juntos iremos a visitar el lugar.
Espero que no vaya ninguno de ustedes, eso podría levantar sospechas por
ocultación de pruebas.
—Disculpe señor, es simple formalidad —dijo Trebujillo.
—No se preocupe inspector, lo entiendo. Cumplan con su deber.
Salieron, primero Campos y detrás su compañero. El comandante llamó a
este último, lo cogió del brazo y al oído le transmitió alguna confidencia.
Ninguno de los allí presentes pudimos oír de qué hablaron.
Por el día era mamá la que me cuidaba. Quiso quedarse conmigo por las
noches, yo me negué y le conté que no estaba solo ni un momento, que se
fuera tranquila que me cuidaba el Único, el Omnipresente. Mamá no lo
entendía y lloraba. Una noche le pregunté a Él:
—¿Por qué siempre vas de blanco?
—Para que los ángeles vean mi luz y sepan siempre dónde estoy.
—Tú, Señor, que todo lo sabes, ¿podrías decirme por qué ha venido la
policía a verme?, dicen que quieren ver mi casa.
—¿Y no quieres?
—No, no quiero. Es mi santuario y allí escondo horribles secretos;
secretos que solo sabemos tú y yo.

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—Ahora descansa hijo mío, yo te velaré —le oía decir cada noche, antes
de quedarme dormido, al mismo tiempo que posaba sus manos sobre mi
cabeza.

Cerca de dos semanas permanecí ingresado. No fue hasta el quinto día


cuando me percaté de la gravedad del asunto. Como por arte de magia fui
recuperando la razón sobre lo acaecido una semana antes. Entonces comencé
a hilar la visita de los policías Trebujillo y Campos. Me acordé de Sagrario,
¿cómo estaría?, ¿habría denunciado la desaparición de su marido?
Respecto de la visita a la casa del Callejón de los Muertos, los inspectores
decidieron que se hiciera en mi presencia. El doctor Merino lo creyó oportuno
pues podría servir para rescatar parte de esos archivos de mi cerebro que se
habían cerrado. No me parecía bien que alguien visitara mi Santuario, la
simple idea me sacaba de quicio.
Antes de darme el alta recibí la agradable visita de mi otra familia. Venían
cargados de ramos de flores, bombones y cajas de zumos. La primera en pasar
fue Isabella, entró sonriente, al verme cambió su sonrisa por lágrimas. Detrás
de ella entró su madre, don Giovanni y en último lugar Berto. Tuvieron que
separar a Isabella de mí, lo agradecí, su abrazo me hacía daño en la espalda;
estaban todos rabiosos de dolor. Berto era el que más frialdad mostraba, eso
me hizo tener conciencia de mi estado.
Verdaderamente Miguel me propinó una soberana paliza, en el fondo me
vino bien, aprendí humildad y respeto a mi enemigo cual fuere su tamaño.
Hasta ese momento todo había ido rodado y creí que todo sería igual. Me vi
fuerte, intocable, desde ese día bajé a la tierra, era humano y para nada
inmortal.
—¿Quién ha sido, bambino? —me preguntó don Giovanni—, te juro que
pagará por ello.
Le dije que se acercara, apenas podía hablar, tenía la sensación de tener
cosida la boca y, por la nariz taponada, no podía respirar. Una vez estuvo a mi
lado le hice un gesto para que se acercará más. Entendió lo que le pedí y pegó
su oído a mis labios todo lo que pudo. Entonces le dije:
—Quien lo hizo ya pagó por ello. Los médicos dicen que padezco
amnesia, la policía está encima de mí, sospechan que di muerte a un inspector
de policía y a otro hombre que está desaparecido. Cuando me den el alta
quieren llevarme a mi casa nueva, allí escondo muchos secretos sobre las
desapariciones. Sería conveniente que alguien lo limpiara todo, intuyo que la

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policía tendrá vigilada la casa. Yo les seguiré el juego, fingiré que padezco
amnesia sobre lo ocurrido.
Me pidió que no dejara nada en el olvido. Le conté todo. Una vez terminé
de hablar don Giovanni se incorporó con gesto grave en su cara. Se apartó al
otro lado de la habitación, se quedó pensativo. Ninguno de los presentes pudo
oír nada de lo que le referí en mi confesión. Pasados unos minutos, encaminó
sus pasos hacia un lado de la cama y desde allí, y poniendo su mano sobre una
de mis piernas, dijo:
—Bravo e imprudente muchacho. Yo me encargaré de todo. Nada cuentes
a nadie.
Entró una enfermera y pidió que por favor se marcharan. Mis ojos, una
vez más, se humedecieron; poco a poco iba recuperando la visión al igual que
la memoria. Se despidieron de uno en uno, cada cual en su forma me hizo
sentir cosas distintas, pero en conjunto notaba que su presencia me fortalecía,
su marcha me hacía sentir débil. Mi amigo Jesús también hacía días que no se
me aparecía. Esa ausencia me hizo pensar que todo pudieran ser sueños y
como dijo Calderón, «los sueños son una ilusión, una sombra, una ficción… y
que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son».

El equipo maxilofacial del doctor Cuesta se mostró feliz sobre cómo había
quedado la intervención. Era una disciplina de reciente implante en España y
hacía pocos meses que se había instaurado en Toledo. Me dieron el alta
hospitalaria a los quince días pero me fijaron un calendario de visitas.
Más grave parecían, a juicio de los psiquiatras, las lesiones del cerebro
pues estas tardarían más en curar que las de la cara.
El día del alta fue muy ajetreado, primero me visitaron los «máxilos» y
luego los de psiquiatría. Acompañaba al doctor Merino una doctora muy
joven: ojos verdes melados y color de oro sus cabellos rizados. Era una chica
menuda, muy tímida, apenas fue capaz de mirarme.
—Buenos días, Doménico —habló el doctor Merino—, parece ser que tus
heridas han cicatrizado correctamente y que te han dado el alta. Por mi parte
no tengo inconveniente; eso sí, deberás seguir el tratamiento que te doy y
venir a consulta cuando se te cite. ¿Te parece bien?
—Sí doctor —musité.
—Ahora pasarán a verte unos señores que creo que ya conoces y tu
familia.

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No pasaron ni dos minutos desde que se despidió, cuando por la puerta
entraron los inspectores Trebujillo y Campos seguidos de mi madre, Luis
Alfonso y mi hermano Berto. Quizás fue su presencia la que más me
reconfortó. Se puso a mi lado, me guiñó un ojo y me dijo al oído:
—Estate tranquilo, todo está en orden. Yo te acompañaré.
Tomó la palabra el inspector Trebujillo.
—Una vez te entregue la enfermera los informes pertinentes nos
acompañarás a la casa de tu madre. Por deferencia hacia el coronel Figueroa,
ellos podrán acompañarte, pero tú vendrás en el coche con nosotros.
Asentí con la cabeza. Berto me ayudó a vestirme. Me puse de pie y abracé
a mi madre.
—No tengas miedo hijo, no has hecho nada, es un error pero debemos
colaborar.
Salimos todos juntos. Berto pidió acompañarme en el coche y la policía se
lo denegó. Me sentaron en la parte de atrás. No esperaron al coche donde iba
mi madre con Luis Alfonso, a Berto no lo vi. Al volante el inspector
Trebujillo, el otro en el asiento del copiloto. Lo primero que hizo el inspector
Campos, nada más cerrar las puertas, fue hacerme una serie de advertencias.
—Mantente quieto y en silencio o me obligarás a esposarte. Queremos
encontrar al canalla que te propinó la paliza, para ello deberás ayudarnos.
¿Recuerdas dónde estabas ese día?
—Sí señor. En mi casa.
—Entonces, ¿puedes contarnos quién te lo hizo?
—No señor. No lo sé —fingí pena y dolor, comencé a gimotear, las
lágrimas corrían por mi cara, los ojos me los limpiaba con los nudillos de las
manos irritándolos más—. Ante ese estado teatralizado, sonó fuerte y seca la
voz ordenante de Trebujillo:
—¡Déjalo, Campos!
Este asintió con la cabeza, no de buen grado por la mirada lacerante que
me brindó.
Cuando llegamos a la puerta aquello parecía una feria, una pareja de
policías nacionales mantenían a raya a los presentes.
Yo no llevaba las llaves. Así que hubo que esperar a que llegara mi
madre. Un miedo súbito se apoderó de mí, las piernas me temblaban.
Trebujillo se dio cuenta y volvió a meterme en el coche. Campos echaba
veneno por los poros de su piel, mezclado con el olor insoportable de su

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sudor. Apenas serían las doce de mediodía y aquel hombre no podía con el
calor. Se volvió a Trebujillo e irónicamente le soltó:
—¿Si quieres le damos un biberón?
—No me toques más los huevos o te mando al País Vasco.
Sus miradas se cruzaron y quedaron firmes una con la otra. Fue Campos
el que rindió armas, si así se puede decir, y al ver llegar a mi madre, dijo:
—Por fin están aquí, veremos qué más sorpresas nos trae la familia del
militar.
El inspector Trebujillo cerró los puños con fuerza, lo miró desafiante, de
arriba abajo, apretó el labio inferior contra los dientes próximos, sacó la punta
de la lengua y la chocó contra la parte exterior de los dientes de arriba, respiró
profundo y sin responderle me dijo:
—A ver si tenemos suerte y recuerdas algo ¡Vamos chaval, sal ya!
Requirieron a mi madre para que abriera la puerta. Pasamos los dos
inspectores, un policía nacional, Luis Alfonso y yo. Tanto mi madre como
Berto se quedaron fuera por decisión policial.
El policía subió las persianas. Yo me quedé inmóvil a un metro de la
puerta. De reojo miré a la parte de pared en donde se encontraba el
mecanismo que abría la puerta al túnel. Nada estaba igual a como lo dejé
hacía ya casi un mes. Alguien había movido el mueble tapando por completo
la entrada, en su hueco un pedestal con una figura de mármol, de casi un
metro de altura. Era la diosa de la mitología romana Mana Genita, con una
leyenda tallada en latín que decía: «Nihil enim nascitur in hocmoriar».
Recordaba haberla visto en casa de mis abuelos en Italia; quedé
sorprendido al verla, más no mostré gesto alguno que pudiera interpretarse
como un guiño al desconcierto. La diosa Mana Genita, según Plutarco, era la
protectora en los partos de los recién nacidos y a ella se le pedía por la
protección de los neonatos.
El inspector Trebujillo quedó un tiempo observándola, desde su posición
volvió la cabeza hacia el lugar donde nos dijo que nos quedáramos quietos,
bajo la presunta vigilancia del policía. Elevando el tono de su voz, me
preguntó:
—Doménico, ¿naciste aquí, en esta casa?
—No señor. Nací en el barrio de la Fábrica de Santa Bárbara.
—Nada de lo que nazca en esta casa puede morir, ¿te suena de algo esta
frase?

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Me fascinó descubrir el conocimiento del latín por parte del inspector.
Desconozco si sería una pregunta trampa, pero anduve rápido de reflejos y
respondí:
—Sí señor, está escrita a los pies de la estatua que usted ha contemplado
con tanto interés.
Y antes de que lanzara su siguiente pregunta me adelanté a sus
intenciones y proseguí:
—Me la regalaron mis abuelos el verano pasado cuando fui a conocerlos
—mentí con descaro. Ni por un momento temí que el comandante Figueroa
me delatara, sin saber por qué él ya había mentido en el hospital
encubriéndome.
Trebujillo debió quedar conforme con mis respuestas, abandonó la
contemplación de la figura y pasó al estudio de la robustez de la pared
golpeando con los nudillos de la mano cerrada en un puño.
La apariencia descuidada en el inspector Campos no era reflejo de la
realidad, se mostraba como un buen sabueso husmeando cualquier pista que
lo condujera a su presa. Se paró ante el tatami, vio la cantidad de velas que
había, las contó y en su block pequeño anotaba todo aquello que le parecía
susceptible de su interés. Midió con los pies la dimensión del tatami, con los
brazos estirados hizo lo propio con la barra de hierro que tenía para hacer
flexiones. Entró en la cocina, miró la chimenea. Se dirigió a la planta de
arriba y cuando ya estaba al final, se detuvo, volvió a bajar y paró su mano
sobre la llave que estaba en el centro de la escalera y pulsó el interruptor.
Campos encorvó el cuerpo para ver si se encendía alguna lámpara del
salón, levantó las cejas y giró su cuerpo volviendo hacia arriba, imagino que a
comprobar si encendía alguna de la planta superior.
Desde mi posición observaba a uno y a otro. El policía permanecía junto a
mí, encendía un cigarro tras otro, desprendía un olor a menta. Piper
mentolado, con sabor a menta, era el nombre que llevaba inscrito la cajetilla.
Trebujillo se dirigió a él y le bramó:
—¿Quiere dejar de fumar esa mariconería y quitarse las gafas? No creo
que le moleste el sol aquí dentro.
El agente pidió disculpas, se quitó sus gafas de sol y echó el cigarro al
suelo pisándolo. Tanto Luis Alfonso como yo lo miramos desafiante. El
inspector abandonó su tarea de encontrar una oquedad en la pared y volvió
hacia él.

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—Por Dios, me está poniendo nervioso, ¿en su casa también tira los
cigarrillos al suelo? ¿Dónde hay un cepillo?
—En la cocina, señor —respondí.
—Pues vaya y bárralo —ordenó al agente. Mientras el policía recogía los
cigarros del suelo, bajó Campos y llamó a su compañero; hablaron los dos
con discreción, de tal forma que no pude oír de qué trataban. Trebujillo tomó
la palabra:
—Ahora te toca a ti… Doménico, ¿te llamas así, verdad?
—Sí, señor inspector.
—Bien, dejaremos que te des una vuelta por la casa. Mira si recuerdas que
todo está como tú lo dejaste. No tengas prisa, tómate tú tiempo. Luego cuando
termines, te haremos unas preguntas.
Quedé quieto, no sabía hacia dónde dirigir mis pasos. En mi interior, una
fuerza me obligaba a moverme y fingir que todo estaba igual, esa misma
fuerza me decía que dijera a los inspectores que alguien había hecho cambios
en la planta de abajo. Aún me quedaba por revisar la planta superior, mas no
me producía desaliento, pues en esa zona de la casa no se fraguó gesta alguna
que pudiera inquietarme.
Fue Luis Alfonso el que me dio una palmada en el hombro, dándome
ánimos para que iniciara mis pasos por la cámara. Al silencio de los allí
presentes lo sustituyó el ruidoso cantarín de todas las campanas de todas las
iglesias de Toledo. Repicaban con furia, anunciando a todo aquel que no fuera
sordo que la hora del Ángelus había llegado.
Una dicotomía se mecía en mi mente, por un lado pensaba: ¿Y si era una
trampa que me estaban tendiendo y habían sido ellos los que habían hecho los
cambios? ¿Por qué el inspector Trebujillo dejó de buscar en la pared la
oquedad que daba acceso al túnel? ¿Por qué Luis Alfonso no decía nada? Él
estuvo allí no hacía ni un mes y vio toda la casa, le sería fácil recordar que la
estatua nunca estuvo en ese lugar. El papel de Luis Alfonso era el que más
intrigado me tenía, jugarse su prestigio, su honor, por mí, por un asesino sin
escrúpulos, carecía de toda lógica. ¿Qué papel jugaba él en todo esto?
Por otro, ¿y si no era una trampa y todo lo había arreglado la gente de don
Giovanni? Parecía esta suerte la más factible, pues la estatua era la misma que
vi en Lucca, recuerdo haberla contemplado y leer la inscripción; recuerdo que
nadie estaba junto a mí y recuerdo no haber hecho ningún comentario sobre
ella ni a Isabella ni a Berto… ¿Entonces, quién sabía que sentía admiración
por Mana Genita?, ¿quién la trajo y cuándo?, ¿por qué no me la dieron antes?

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¿Acaso era un mensaje subliminal? De ser así, mejor callar. Sí, pensé, esa será
la estrategia, me valdré de mi presunta amnesia y alegaré creer que todo está
igual sin mostrar seguridad en mi pronunciamiento.
Tardé poco en examinar la planta de arriba, me permití el lujo de
contemplar el campanario de la iglesia de San Andrés. En lo más alto, un nido
de cigüeñas austero, vacío, esperaba en silencio el regreso de sus moradoras.
Miré hacia abajo, a la calle, busqué y, resignada en la sombra, acompañada de
Berto, encontré a mi madre. Abatida, recogiendo el poco aire que podía
proporcionarle un abanico. Delante de ella, casi ocultándola, los desocupados
agrupados en corros, chismorreando sobre cualquier cosa, o de todo, menos
de lo que en la casa de enfrente se cocía. Bajé y me enfrenté a aquellos que,
por el ministerio de la ley y la justicia, se les confió el esclarecimiento de un
crimen, una desaparición y una fuerte agresión.
El griterío entraba y permanecía entre nosotros, no era fácil distinguir
unas palabras de otras. Un murmullo incesante provenía del tumulto formado
por las decenas de curiosos arremolinados en los aledaños de la puerta. El
inspector Trebujillo ordenó al agente que saliera a prestar ayuda a su
compañero y mandar a la gente que se dispersara.
Se me preguntó cuánto tiempo llevaba viviendo allí, si había notado que
faltara algo. Me preguntaba uno y antes de terminar me repreguntaba el otro;
cuando parecía que todo el interrogatorio se daba por finiquitado, el inspector
Campos me lanzó su pregunta guardada desde el inicio. Antes se regodeó con
un resumen sobre mi declaración.
—Así que vives aquí desde principios de verano, que nunca recibiste
visitas, salvo la de tu madre y el coronel días antes del incidente, del cual no
recuerdas nada. Que tu tiempo lo consumías en el estudio y en la práctica del
yoga. Que solo salías al anochecer a correr o a pasear y que reconoces no
tener enemigo alguno. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor inspector.
—Declaras también que, a veces comías en casa de tu madre y te traías de
allí lo necesario para desayunar o cenar. Siendo cierta tu declaración, aun
dando por bueno que no recuerdes nada en los días previos a la agresión,
podemos establecer inequívocamente que conoces cada rincón de esta casa.
¿O me equivoco?
—No señor. No se equivoca, todo lo que ha relatado es cierto.
—Bien, le pregunto. ¿Tiene conocimiento de la existencia de algún túnel
al que se tenga paso franco desde algún sitio de la vivienda?

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—No señor, desconozco si existe sótano o túnel o como se le quiera
llamar.
—¿Me puede explicar para qué sirve el interruptor del centro de la
escalera?
Le brillaron sus ojos no demasiado grandes, aunque al momento de hacer
su pregunta se le abrieran del tamaño de las puertas del mismísimo infierno.
Su mirada color acero intentó amilanarme, su papel de poli malo lo hacía a la
perfección.
—No sirve para nada, está por estar. Cuando hicimos la reforma
comprobamos que no tenía ninguna utilidad. Pensamos retirarlo. Quedó así de
forma temporal y, ya sabe el dicho: «no hay nada más eterno que lo
provisional».
Terminó de acuchillarme clavándome su mirada desafiante. Sacó del
bolsillo una navaja multiusos y se dirigió hacia la escalera, usó la parte
destinada a destornillador y quitó los tornillos que sujetaban la caja del
interruptor en la pared. Retiró la carcasa, se volvió hacia donde estábamos y
me buscó —adivino que esperando hallar en mi mirada, o en el color de mi
semblante, algún signo que lo salvara de su desazón al no encontrar algo con
que incriminarme y que esperaba estuviera detrás de la caja—.
—¿Qué ocurre, Campos? —le requirió su compañero.
—Nada, no hay ni un puto cable. Están cortados —exclamó muy enojado.
—Todo es muy extraño o quizás tan sencillo que no atinamos a verlo —
filosofó el inspector Trebujillo mirando a su compañero, luego a Luis Alfonso
y por último a mí—. Tenemos como hecho cierto lo que el chico dice: que
aquel sábado se fue a correr, que no se encontró con nadie y que después de
ducharse se fue a la cama, despertando en el hospital con las agresiones
manifestadas por los servicios de urgencia.
—Si me permiten —interrumpió Luis Alfonso—, creo que el chico ha
sido objeto de una agresión por parte de alguien que viniera, bien a robar o a
cobrarse deudas pendientes por algún lio de faldas, y que de momento no es
capaz de recordar. Respecto al asesinato de vuestro compañero y la presunta
desaparición del señor Corrochano, todo son conjeturas sin ningún criterio
probatorio que en manos de cualquier abogado de oficio lo dejaría en simples
fuegos artificiales.
La exposición realizada por el comandante, ya coronel, como bien dijo
por pasar a la reserva —cuestión que no pienso rebatir, si se me permite—
nos dejó a todos boquiabiertos. Presumo que en distinta forma según fuesen

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los receptores de su locución. En lo que a mí respecta, sin comentarios, pues
no creo hubiera encontrado mejor abogado. Al inspector Trebujillo, por la
forma de mover la cabeza, le pareció más que convincente y satisfactoria la
línea de defensa argumentada; El tercer elemento, es decir, el inspector
Campos, frunció el ceño a la vez que juntó los labios, sacándolos hasta
parecer un niño haciendo pucheros. Creo que su contrariedad radicaba en su
sorpresa por no haber encontrado nada de lo que buscaba. Evidenció que era
un buen sabueso, frustrado porque la pieza descubierta fue más un señuelo
que una pista que le llevara a descubrir la entrada a alguna sala secreta dentro
de la vivienda.
Afuera, en la calle, los agentes trataban de hacer que la gente regresara a
sus casas; desde dentro podíamos escuchar algunos vocablos subidos de tono
y amenazantes hacia aquellos, que haciéndose los remolones, se negaban a
abandonar su sitio ante lo que les parecía un espectáculo morboso y gratuito.
El inspector Trebujillo se dirigió a su colega Campos y por deferencia a
nosotros, sentenció:
—Creo que de momento no hemos encontrado ningún indicio que pueda
esclarecer los hechos por los que iniciamos la línea de investigación. Deberás
pasarte por la comisaría a firmar tu declaración y a formular denuncia por las
agresiones que has sufrido, si lo consideras oportuno. En mi opinión creo que
es conveniente que lo hagas.
Estrechó con ambas manos las de Luis Alfonso. A mí me dijo: tú chaval
ten cuidado y no andes como los gatos por los tejados.
—Campos, ¿nos vamos?
—Sí, vámonos. Al parecer aquí está todo el pescado vendido —guardó
una pausa no muy larga, pero sí lo suficiente como para hacer notar que no
estaba conforme con el resultado de las pesquisas llevadas a cabo,…para
terminar apostillando—, de momento.

Al día siguiente, en compañía del señor Figueroa me personé en la


comisaría, todo fue rápido. El inspector Trebujillo me dio lectura del informe
sobre la agresión, lo firmé.
Mientras ellos departían sobre cosas triviales —dando por hecho que su
amistad venía de lejos y por lazos que aún no conocía—, yo me entretuve en
olisquear la oficina a pie firme. Observé que las paredes estaban decoradas
con fotografías de los miembros de ETA más buscados, salvo la pared que

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estaba enfrente de la puerta, justo detrás de la mesa del Inspector, en la que
había una gran foto enmarcada del Generalísimo.
La mesa del inspector tenía dos portarretratos en uno, presumo que de su
esposa con sus dos hijos y, en el otro, un joven uniformado de cadete. Quedé
absorto contemplando la fotografía, la miré con descaro, mi mente se puso a
trabajar y voló hacia el otro portarretratos, vi que la señora llevaba una
medalla, lo levanté y acerqué para contemplarla mejor y… ¡Eureka!, era la
misma que yo tenía. Quedaba evidente su pertenencia a la Hermandad. Ahora
entendía el porqué de la desidia, por parte de Trebujillo, en el caso. Ambos
formaron parte de ese entramado político, en sus inicios, y mafioso y criminal
al final. De ahí podía venir su amistad con el comandante Figueroa, me dije.
Ninguno de los dos, creo, se dio cuenta de mi acción. Continuaban en
animosa charla. Entonces traté de poner atención sobre las confesiones del
uno para el otro. Figueroa le dio las gracias muy efusivamente al inspector
Trebujillo. Le dijo que, sin su ayuda, yo hubiera tenido serios problemas; le
recordó que le gustaría fuese a su boda, que estuviera tranquilo con la
graduación y destino del futuro teniente Trebujillo. Se despidieron con un
fuerte abrazo, dándose palmadas en la espalda.
Al salir nos dimos de bruces con el inspector Campos, nos saludamos de
manera efímera y cuando nos disponíamos a bajar las escaleras oí que me
llamaba:
—¡Aspartana!
Me detuve en seco, con brusquedad; me pregunté qué querría si ya había
prestado mi conformidad a la denuncia. Desde el principio supe que su papel
era distinto al de su compañero y jefe.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.
Ya no vestía con los pantalones mugrientos que le acompañaron todo el
verano. Pero daba igual lo que llevara, su aspecto continuaba siendo serio y
circunspecto. Su imagen desaliñada no le impedía ser un buen policía. Era un
amante empedernido de las motos, en la puerta de la comisaría, y sobre el
caballete, descansaba su Sanglas 400T.
—Mejor, señor Campos —respondí de mala gana.
—Me alegro. ¿Dónde estarás? Tengo algunas preguntas que hacerte y me
gustaría, en unos días, hablar contigo.
—Disculpe inspector, si tiene algo contra él lo encontrará en casa de su
madre. Creí que Doménico estaba libre de toda sospecha.

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—Aún no, por mi parte el asunto de Jaramillo y Corrochano no está
cerrado. Tengo dudas razonables sobre la implicación del chico en esas
desapariciones.
—Nos parece muy bien. Cuando tenga algo serio estaremos encantados de
responder a sus preguntas —volvió a hablar el señor Figueroa—, ahora si nos
lo permite tenemos asuntos propios que hacer.
—Por supuesto comandante, perdón, coronel.
—En verdad que es usted, señor Campos, un poco tocapelotas —farfulló
el señor Figueroa, casi al oído del inspector.
—No lo sabe bien —le respondió sin sentirse intimidado por la mirada o
rango del que le hablaba.
—¡Vámonos, Doménico!
En el viaje de vuelta, desde la comisaría a casa, no cruzamos palabra. Al
despedirme le di las gracias por toda la ayuda que me estaba dispensando. No
es nada —me dijo—, simplemente cumplo con mi deber.

Había pasado una semana cuando acudí a mi primera cita, en consulta,


con el doctor Merino. Las sesiones con los psiquiatras pueden ser aburridas o
interesantes pero nunca te resultan indiferentes. Preguntan poco y de todo y
escriben todo lo que les cuentas. En las primeras sesiones yo estaba bastante
receloso. Me preguntaba qué hacía allí, pues sabía perfectamente cuál era mi
problema, mi enfermedad. No había recuperado el lapsus mental, por más
esfuerzo que hiciera no era capaz de recordar quién o quiénes me llevaron al
Hospital. Me diagnosticó un trastorno de doble personalidad y me atiborró de
pastillas; por supuesto no tomé ninguna.
Nunca le conté las muertes de las que fui artífice, al menos estando
despierto. Recuerdo que en alguna ocasión me hizo entrar en trance;
libremente me dejé hipnotizar. Supongo que en ese estado en el que no eres
dueño de tu conciencia confesaría mis crímenes. Jamás me dijo nada al
respecto.

Ya iniciado el curso retomé las clases en la Universidad, bajo la atenta y


mimada supervisión de la familia de don Giovanni.
A principios de diciembre volví a Toledo, era mi segunda cita con el
doctor Merino. Nunca podré olvidarlo, fue el día después de Santa Bárbara.
Eran las fiestas del barrio del mismo nombre. Un hombre bebido que

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conducía un camión, se salió de su carril en una curva y se llevó por delante,
arrastrándolo hasta la muerte, a un joven motorista. El conductor del camión
era mecánico de profesión, empleado de la Fábrica de Armas y vecino del
mismo barrio. El grave accidente aguó las fiestas a los vecinos y también a los
trabajadores de la Fábrica, que celebraban, con gran júbilo, la onomástica de
su patrona.
El accidente fue en la carretera que enlaza Toledo con Ciudad Real, casi
en el mismo barrio. El motorista era don Tertuliano Campos Oller, natural de
Candeleda (Ávila), 35 años, inspector de policía destinado en la comisaría de
Toledo. Descanse en paz, decía la esquela aparecida en los periódicos.
La noticia me la dio mi madre nada más llegar a casa. Han pasado años y
muchos pasarán, y nunca creí, ni creeré que aquello fuera un accidente.
Me atrevería a jurar que aquella muerte benefició mis intereses; pero de
igual manera digo que nada tuve que ver en ella. El inspector Campos, a pesar
de ese aire de duro, pertenecía ya a una nueva escuela de policías que
comenzaban a emerger, fuera del contexto de aquellos que participaron de
una u otra manera en aquella guerra fratricida. Nunca sabré qué averiguó;
pero bien seguro estoy que sus pesquisas iban encaminadas a deshacer los
hilachos —aun formando parte de fuertes maromas en algunas de sus
ramificaciones—, de la Hermandad del Alcázar.
Su muerte me dejó libre de toda sospecha. No me atrevería a acusar
abiertamente a nadie, pero entre mis sospechosos estaban tanto su compañero
Trebujillo como el que sería el marido de mi madre, el comandante Luis
Alfonso Figueroa Iglesias, al que apodaban el de «arriba» por ser del norte.
Después de mi visita al doctor Merino, volví a Madrid. Mi vida
transcurría entre la Universidad y el deporte. No tenía contactos con el mundo
exterior. Mi círculo lo abría y cerraba la familia de don Giovanni y Berto; mi
amigo, mi hermano del que tanto aprendí. Cada día, cada momento estar a su
lado era una clase de supervivencia.
Hasta la víspera de las vacaciones, por Navidad, no se había tocado el
tema sobre lo que me ocurrió en la casa del Callejón de los Muertos. Esa
noche después de cenar, nos quedamos tomando un café don Giovanni, Berto
y yo.
La velada se hizo larga. Don Giovanni me preguntó si aún tenía
alucinaciones, si había vuelto a ver al Hijo de Dios. Hablamos y hablamos e
hice confesiones y pedí respuestas tanto a él como a Berto.

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El primer zarpazo me lo dio don Giovanni cuando aseguró que no
pudieron entrar en la casa pues estaba completamente vigilada de día y de
noche.
—Entonces, si no fuisteis vosotros, ¿quién movió el mueble y puso en su
lugar una estatua?
Ambos se miraron, no encontré respuestas en sus ojos cuando volvieron
su cabeza hacia mí. Tampoco las tuve cuando les conté que no era una estatua
cualquiera, que era la misma que vi un año antes en Lucca, en casa de mis
abuelos. En el momento que la vi quedé totalmente abstraído contemplándola.
—Leí la leyenda inscrita sobre el pedestal; una letra, por el paso del
tiempo, no era reconocible. Por eso sé que era la misma estatua. No había
nadie a mi alrededor y a ninguno os conté que me gustara o lo contrario.
—Quizás estés equivocado, sufriste daños en el cerebro por los golpes que
te dieron y no recuerdes que te la hubieran traído por petición tuya —atinó a
decir despacio don Giovanni.
—Desconozco las secuelas que me han quedado, pero sí puedo aseguraros
que recuerdo todo lo que pasó aquel día y los anteriores. Recuerdo que dije a
Sagrario que se marchara a su casa y que el lunes denunciara la desaparición
de su marido. Recuerdo haber recogido todo, para no dejar huellas y por
último, recuerdo haberme sentado a descansar.
—Sí, ya veo. Pero hay una laguna en tu cerebro, un espacio vacío, que va
desde que te sientas hasta que despiertas en el hospital. En ese intervalo de
tiempo ocurrieron muchas cosas que, de saberlas, tendríamos la respuesta a
muchas de tus dudas —concluyó Berto.
—Volvamos atrás, Doménico, ¿quién es Sagrario? —inquirió don
Giovanni bajando sus lentes y perfilándome con sus ojos redondos cansados y
secos.
Su pregunta entró como un punzón en mi cerebro, mis neuronas actuaron
como un látigo, me puse en guardia, mas ya era tarde. Acababa de implicar a
quien quise, la que salvó mi vida condenando la suya. Hice gestos de no
entender sobre qué me hablaba, entonces con esa forma de hablar tan paternal
que él tenía, lenta pero intimidatoria, me reformuló la pregunta.
—Acabas de citarla, has contado que le pediste que el lunes denunciara la
desaparición de su marido. Era la mujer del hombre con el que peleaste y al
que diste muerte, ¿cierto?

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—¿…? Sí. Ella no contará nada a nadie. No debéis temer —dije, con el
claro temor del que sabe que nada bueno le devendrá a la pobre por culpa de
mi ingenuidad—. Prometedme que no le haréis nada.
Ambos guardaron silencio.
—Berto, eres mi hermano, prométeme que no le causarás daño.
—No puedo prometer tal cosa.
—Prométemelo, ¡joder!
—Doménico, estás llamado a hacer grandes cosas. Ya eres un hombre.
Has cometido errores, todos los hemos cometido alguna vez, pero ha llegado
el momento de separar el trigo de la paja. De ti empiezan a depender
personas. A partir de ahora tu corazón debe separarse de tu conciencia, no
deben mezclarse. Debes devolver todo lo que se te ha dado, la familia lo es
todo y tu familia no es solo tu madre, es más profundo, es más amplia. Si yo
muero, quién cuidara de los míos, de Isabella. El ungido eres tú, por eso
tenemos que limpiar tu camino. Nada puede quedar que te pueda incriminar.
—¡No! —Grité amargamente—, no debe morir, es inocente. Fue ella la
que mató a su marido, clavándole una piqueta en la cabeza, de no haberlo
hecho, él me hubiera matado a mí. Estoy cansado de tantas muertes, esta
espiral de violencia debe parar.
—Lo entiendo, nadie desea vivir en un mundo sin vida, sin amor, sin
ilusiones. Son ellos o nosotros y no tengo nada más que decir —concluyó don
Giovanni bajo el silencio cómplice de Berto.
Me despedí con un seco hasta mañana, sabiendo que la suerte de Sagrario
estaba echada. Tarde o temprano acabarían con ella. Fui un cobarde o quizás
un egoísta o probablemente ambas cosas por no ponerla en alerta y que
salvara su vida.
No tardó mucho en visitarla la muerte asesina, la muerte dada por una
mano homicida, a una persona cuyo único delito fue jugar, de manera
inocente a detective y después enamorarse de un jovenzuelo loco.
Horas más tarde saltó la noticia, nada sorprendente para mí. Toledo es
muy pequeño y las malas noticias corren de boca en boca como una epidemia.
Una mujer se suicidó la noche de Navidad, dejándose caer al río en el puente
de Alcántara. Dejó en su casa una nota manuscrita en la que decía que no
podía vivir sin su marido, el cual la había abandonado por otra. No necesité
averiguar el nombre.
Mi madre me preguntó si yo sabía que el albañil la engañaba con otra.

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—¿Por qué habría de saberlo?
—¡Huy hijo no te pongas así!, te pregunto porque estuvo trabajando en tu
casa.
—Pues no, no sabía nada.
La dejé hablando sola y me retiré a mi habitación a estudiar. Me resultó
imposible concentrarme, los recuerdos de Sagrario, así como los de Julia, me
invadieron e inundaron de pena mi corazón. Juré que nunca más volvería a
estar con ninguna mujer. Mi gran amor fue Julia; a Sagrario no la amé pero
llegué a quererla. Su muerte, al igual que la desaparición de Julia me dejó
huérfano de los pocos sentimientos que me quedaban. No tener quien te ayude
a cicatrizar las heridas, te convierte en un lobo solitario que huye, más que ir
en busca de caza, por las estepas de los desolados campos de las relaciones
entre personas, destinadas a encontrarse y amarse. Entonces, forjas una capa
de titanio alrededor de tu corazón hasta convertirte en un hombre duro, sin
sentimientos, deshumanizado. Esa amargura me acompañaría para siempre o
mejor dicho hasta que conocí a la que sería mi último y gran amor.

Después del día de Navidad el señor Giorgio Ferruchi se puso en contacto


conmigo para comunicarme que la salida de las monedas en el mercado
internacional y de forma legal, había sido todo un éxito. Eres millonario, me
dijo. Le di las gracias y sin mostrar júbilo por tan grata noticia, le pedí me
enviara la factura.
—No te preocupes por pagar mis servicios, ya los he cobrado. Te haré
llegar una relación detallada con todos los gastos. Respecto de tu dinero lo
tienes ingresado en la cuenta que me diste ¡Feliz Navidad!
—Gracias, señor Ferruchi ¡Feliz Navidad!
Pasaron los días sin nada importante que resaltar. Todos los meses acudía
un día a Toledo. Mi cita con el doctor Merino servía para desahogarme. A
partir de la cuarta cita, creyó conveniente verme pasados tres meses, entendía
que iba mejorando y que la ansiedad y los delirios de justiciero se iban
atenuando, no siendo necesario verme todos los meses. Respecto al lapsus no
lograba recordar nada pero tampoco preocupaba al doctor —ya recuperarás
esos momentos cuando tu otro yo lo crea necesario, me apuntaba el doctor
Merino.
Mi madre y Luis Alfonso seguían con sus preparativos de boda. Él
pretendía celebrarla en la catedral, mamá Vega quería algo más sencillo.
Llegaron a un punto de equilibrio, tendría lugar en la catedral, sí, pero un

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sábado por la mañana y a primera hora. Sin muchos invitados y sin lujos ni
ostentaciones. Sería un día para ellos y sus más íntimos.
Conocí a mi madrina Carmen, hermana de mi madre, y a su marido.
Acabada la guerra se marchó a vivir a Roa, un pequeño pueblo de Burgos.
Nos trajeron unas botellas de vino, de buen vino, el mejor del mundo, me dijo
él.
Entre los invitados, la familia de don Giovanni al completo, incluido
Berto; el inspector Trebujillo y esposa; algunos militares que yo no conocía y
uno, con el pelo muy engominado, que decían había sido ministro. Todos
cumplieron con la petición hecha por mi madre; ninguno debería ir vestido de
militar.
Ofició la ceremonia el capellán de la Academia, muy amigo del novio.
Todo se desarrollaba con normalidad. La tía Carmen, como gustaba y pidió
que la llamara, hizo de madrina, el puesto de padrino recayó sobre mí. Ante el
altar de la capilla de Santa Marina, mi madre cogía mi mano, la apretaba con
fuerza; estaba radiante de felicidad y a la vez nerviosa. Varias veces tuve que
tomar con mis dos manos la suya, acariciarla y decirle lo guapa que era.
—Tranquilízate mamá, todo saldrá bien —le susurré al oído.
Me miraba y asentía con una sonrisa, regalándome un ligero movimiento
de sus párpados. Era una señal de que, estando a su lado, todo iría bien. Luego
juntaba sus labios y me enviaba besos; besos que solo yo podía percibir y que
solo a mí podía enviar. Son esos besos que solo existen entre una madre y el
ser al que dio vida un día.
De pronto lo vi. Rompió ese momento mágico. Allí estaba, en un ángulo
oscuro de la catedral, vestido de sacerdote. Un rayo de sol entró por las
vidrieras en su búsqueda, transfiriéndole un haz de luces de colores, creando
sobre su figura un aura hermoso, misterioso; fue fugaz, no más de lo que
tardamos en pestañear, no más de lo que tardamos en repetirlo tres veces. Una
nube debió cubrir de nuevo el sol y entonces Él desapareció. Un ataque de
ansiedad se apoderó de mí, comencé a sudar. El capellán fue el primero en
darse cuenta, me hizo una seña preguntándome si estaba bien; asentí. Pero
Luis Alfonso con su olfato militar, rápidamente se percató de la situación, en
un movimiento rápido trató de sujetarme por la espalda, en el preciso instante
en el que mi cuerpo se disponía a caer sobre las losas sagradas de la casa de
Dios; al ser mi peso mayor que su fuerza lo arrastré conmigo, impactando los
dos sobre las húmedas y duras piedras.

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Por suerte el comandante cayó encima de mi dolorido cuerpo. Sentí un
gran dolor en la frente y percibí cómo un fuerte chichón trataba de hacerse un
hueco en mi cabeza.
Los murmullos y las carreras por auxiliarnos se hicieron los dueños de esa
ocasión tan especial para mi madre. A preguntas de ellos no quise responder
con la verdad y pedí continuar con el acto. Mi pensamiento ya no podía
controlarlo. Me negaba a creer que lo que había visto fuera el Hijo de Dios.
No. No podía ser que yo fuera el elegido para transmitir su voluntad.
Y sí, me cuestionaba esa aparición, alguien más de los presentes tuvo que
verlo. Así que cuando todo el ceremonial hubiera concluido, el capellán los
nombrara marido y mujer y el ágape diera fin al oficio divino para el que se
había preparado, yo volvería a la catedral y no pararía hasta descubrir el
misterio de esas apariciones.
No fue un día aburrido. Una vez terminadas las bonitas palabras del
capellán, mamá y Luis Alfonso se dieron un beso; más de padre a hija que de
apasionados amantes.
Mientras todos los invitados felicitaban a los novios y por extensión a mí,
percibí al fondo de la catedral, en la puerta de salida, junto a la pila bautismal,
la figura de un personaje siniestro, era aquel que un día me siguió por Toledo
y conseguí dar esquinazo. Le miré desafiante y él no rehuyó el reto;
desconocía el motivo verdadero que lo había conducido aquella mañana a
personarse en nuestra fiesta íntima, pero estaba seguro que su presencia allí
era provocada por mí. Tanto don Giovanni como Berto percibieron la furia en
mis ojos.
—¿Qué te ocurre, bambino? —farfulló el hombre que me acogió en su
casa hacía ya dos años, escrutando, buscando con su mirada el lugar donde yo
tenía clavada la mía.
Cuando concluyeron la búsqueda, ni él ni Berto vieron nada, se esfumó
entre las sombras de los fieles y turistas que abandonaban o accedían a la
catedral por la Puerta del Perdón en la Plaza del Ayuntamiento.
—¿Quién era? —preguntó de forma expeditiva Berto.
—El «Cara Doblá», del que te hablé hace un año, no lo había vuelto a ver.
—¿Fue eso el motivo de tu síncope?
—No. No lo fue. Ya te contaré.
Creo que Berto no escuchó el final de mi frase, como un espectro
desapareció; fue en su búsqueda. Luego me contó que no lo vio, pero que no

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pararía hasta darle caza. Me volvió a advertir que era muy peligroso.
No hablamos más sobre lo ocurrido. Fue una comida sencilla a la vez que
entrañable. Todos hicimos un esfuerzo para que resultara lo más agradable
para los novios. Observé que don Giovanni conocía al inspector Trebujillo y
que entre ellos no había una buena relación, tampoco era muy del agrado del
comandante su presencia. Fui yo quién lo invitó y ninguno objetó nada. En su
saludo de felicitación existían más recuerdos negativos que efusivos por el
reencuentro, mas ninguno hizo gesto alguno para que el resto de asistentes
vieran la frialdad con la que se trataron.
El día siguiente a la ceremonia se fueron de viaje a Canarias. Era una
preciosa mañana de primavera, así que después de dejarlos en la estación
decidí salir a ver la procesión del Domingo de Ramos. Un gentío enorme
bullía por la calles del casco viejo. Opté por hacer mi primera visita a la
catedral, y así resolver ese misterio que llevaba dentro desde hacía casi un
año. Olía a incienso. Lentamente me fui abriendo paso entre los turistas y
cofrades hacia el Altar Mayor. Me postré con gran devoción y fervor a los
pies de Jesús crucificado. Oré, rogué a Dios me diera una señal para no creer
estar loco y si lo estaba, no me alejara de esa bendita locura, disfrazada de
cordura ante los ojos de los demás.
Encontré paz interior en mis oraciones. Cuando las daba por terminadas, y
aún con los ojos cerrados dentro de mi recogimiento, me percaté que alguien
me estaba espiando. Lentamente fui abriéndolos, era una mañana de abril en
la que el sol no quiso faltar a la fiesta en honor de Jesús de Nazaret. Estaba en
lo más alto y sus rayos daban luz, calor y color al templo, haciendo visibles
sobre las paredes y columnas las figuras de los caballeros del Medievo
grabados sobre las vidrieras.
De reojo miré a izquierda y derecha y no vi nada que llamara mi atención.
Al levantarme y dar gracias a Dios, allí, de pie ante mí, vestido de nazareno,
con una palma en la mano a modo de cayado, estaba él.
Tenía los ojos vidriosos, de cerca su rostro era más imperfecto. Debió ser
un trozo de metralla lo que impactó sobre su cabeza arrancándole un trozo de
cara y parte del hueso temporal, también le faltaba parte de la oreja, una barba
negra, tupida, no impedía ver su gran cicatriz en el mentón. Era el «Cara
Doblá».
Se trataba de un hombre alto, fuerte. Adiviné debajo de la túnica la culata
de una pistola. Yo tenía en la espalda, debajo de la cazadora, mi cuchillo. Allí,
delante de cientos de personas, en la casa de Jesús, no debíamos hacer nada;

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ni él ni yo. Así que el primer enfrentamiento se saldó con un duelo de
miradas, ante la impasibilidad de la Virgen, rodeada de ángeles formando
parte del retablo; imposible describir cuánto odio por su parte y cuánta
incertidumbre, y reticencia por la mía.
Dios había escuchado parte de mis plegarias, me había enviado al
mismísimo hijo de Lucifer para que saldáramos cuentas. Las mías referentes a
saber por qué me seguía, las suyas vendrían en respuesta a las pretendidas en
mi caso.
Alguien se acercó, lo tomó del brazo y le dijo:
—Vamos Juan, te estamos esperando.
—Sí, vámonos.
Cercó su presencia ante mis oídos y me susurró:
—Buscaba a un hombre y encontré a un niño asustado.
No respondí, cerré los puños con excelsa brutalidad, clavándome las uñas
en las palmas de las manos. No sentí el dolor, la ira enajenó cualquier
sensación que no fuera la de acabar allí con aquel individuo. Le seguí con la
mirada, lo perdí entre la maraña de gentes que entraban y salían después de
haber entregado el paso a la Catedral.
Una vez recuperé el control decidí marcharme, sabía que tarde o temprano
aquel enigma se resolvería, esperando se hiciera a mi favor.
Salí por la Puerta de los Leones a la calle del Cardenal Cisneros; tomé la
dirección hacia la plaza de Zocodover por la calle de Sixto Ramón Parro.
Trataba de evitar el gentío acumulado en la Plaza del Ayuntamiento. En la
esquina de la calle la Hermandad oí que alguien me espetó:
—Quédate quieto o te pego un tiro aquí mismo.
Instantes después, esa misma voz, aullaba de dolor. Giré y en el suelo,
sentado, estaba el «Cara Doblá»; sujetándole por detrás, de rodillas, un
sacerdote. Sin levantar la cabeza me ordenó que me fuera de allí.
—¿Quién eres? —le pregunté.
—Yo soy el que soy —me dijo, levantando su cabeza para mirarme.
Ante mi intención de acercarme comenzó a gritar como un poseso:
—¡Ayuda! ¡Socorro!, este hombre se muere. Llamad a la policía.
Pronto se vio rodeado de gentes que se acercaban hacia él y el «Cara
Doblá». Corrí calle arriba perdiéndome entre la muchedumbre que aquella

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mañana soleada de abril decidió contemplar el paso de Jesús de Nazaret en su
entrada triunfal en Jerusalén hacía ya dos mil años.

………………………………………
A veces los acontecimientos nos reportan a situaciones irónicas. Pienso
que el señor como se llamara —al que bauticé con el sobrenombre de «Cara
Doblá» por la forma que tenía su cara, hundida por una parte, con tan solo
una oreja y un trozo de la otra—, nunca esperó morir ese día, de la forma
como le ocurrió y mucho menos en la calle La Hermandad.
—¿No se preocupó nunca de saber su nombre?
—No. No tuve tiempo, los acontecimientos me desbordaban, iba de un
suceso a otro sin pausa. Ya no sé si yo los buscaba o el destino hacía que
ellos vinieran por mí.
Tampoco yo esperaba descubrir que aquel que me ayudaba no era el hijo
de Dios, sino un mortal vestido de sacerdote.
—¿Por qué se fue huyendo?, pudo saber quién era uno y otro.
—Si hui fue por temor a tener que dar explicaciones a la policía sobre mi
relación con el «Cara Doblá», no sabría justificar el porqué me apuntaba
con una pistola con la intención de darme muerte.
Respecto al falso sacerdote, volví a verlo alguna vez de manera fugaz.
Siempre tuve la sensación de estar vigilado y dirigido por él. Dejó el hábito,
pues sabía que lo descubriría; modificó su aspecto y aunque se me
presentaba disfrazado, sus ojos lo delataban. Años más tarde lo volví a ver en
un funeral, junto a usted; volvió a desaparecer. Luego vino la muerte de don
Giovanni, pero mejor se la cuento, aunque me temo, si no estoy equivocado,
que usted conoce esta historia muy bien.
—¿Dónde va?, ¿damos por terminada la reunión de hoy?
—No, aún no. Voy a cerrar la puerta para que no seamos interrumpidos.
—No tiene por qué echar la llave.
—… ¡Sí, lo creo necesario!, es mejor cerrar.
………………………………………

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TERCERA PARTE

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Capítulo 12

Bolivia tierra de libertad

«No creo que seamos parientes, pero si usted es capaz


de temblar de indignación cada vez que se comete una
injusticia, somos compañeros, que es más
importante».

Ernesto «Ché» Guevara.

La muerte de Giovanni Chiabrera, don Giovanni como era conocido, nos


dejó a todos consternados, fue un crimen sin sentido, irracional como todos
los que se cometen por ideas fundamentalistas.
Fue una mañana de otoño, fría como la misma muerte; hacía tiempo que
Valentina, la «mamma» se encontraba enferma, se negaba a salir de casa,
estaba, según ella, en ese momento de espera, de tranquilidad con sus
recuerdos esperando la muerte. Giovanni y todos los miembros de la familia
se oponían a dejarla a su suerte, así que decidió sacarla a dar un paseo para
que respirara ese viento que viene del norte de Madrid, gélido pero limpio. No
anduvieron mucho, se agotaba, pidió a su hijo que se sentaran en un banco de
un parque pequeño que había al lado de donde vivían, su mirada estaba
perdida, caída al igual que las hojas de los árboles. Se sentaron al calor del
sol, la abrigó con una pequeña manta y se sentó a su lado. Tomó su mano, la
acarició y llevó a la boca para besarla.
Eran las doce de la mañana cuando sonó un ruido, como si de un petardo
se tratara; él se quedó quieto, giró la cabeza y la apoyó en el hombro de
Valentina, un hilo de sangre caía por sus labios, no soltó la mano de su
«mamma», aquella que le dio la vida. Cuando la sangre caliente, en su caída
al vacío, topó con la mano de Valentina, esta presintió lo peor, un grito
ahogado salió de su garganta.
—¡Gio!, figlio mio per cuala —gritó la pobre mujer— l’hanno accis’.

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Los transeúntes se acercaban tratando saber qué ocurría, ella continuaba
gritando, llorando, con las manos de su hijo ensangrentadas aferradas a su
corazón.
Mirando al cielo, desafiando a Dios o quizás implorando su misericordia,
repetía:
—¡Matre mia! Hann accis’o figlio mio Gio.
Por su mente aparecieron recuerdos de su Nápoles añorado, ya había visto
esto otras veces, ahora le tocaba vivirlo en primera persona, con su único y
amado hijo muerto en sus brazos.
Los testigos describieron a la persona que lo hizo, pero cada uno aportaba
datos distintos, solo coincidían en que era blanco, de mediana estatura.
Fue un revuelo pues se pensó que podría haber sido un atentado por las
cercanías a los pabellones militares de la zona.
La policía no tenía ninguna pista clara, pensaban que podría ser un ajuste
de cuentas por el negocio de don Giovanni. Tenía una concesión de algunos
ministerios para retirar toda la chatarra de informática que se producía en
ellos, a cambio le pagaban una suculenta fortuna. Él debía destruirla pero, en
vez de eso, la revisaba y todo lo que era válido lo volvía a vender en unas
tiendas de electrónica e informática que abrió para lucrarse más. El negocio
era redondo, nadie sospechaba. Por tanto, la teoría de la policía no nos
convenció pues ya se encargaba él de agasajar a aquellos que le firmaban las
facturas.
Sospechamos que fue algún grupo activo de la Hermandad quien dio la
orden, pero desconocíamos al autor material, solo era cuestión de tiempo
averiguarlo y vengar su muerte.
Por fin una llamada anónima nos puso en camino. Quedamos en ir a verlo
Berto y yo. La cita en el parque de la Plaza España. Nos sentamos donde nos
dijo y de la forma que creyó conveniente para poder reconocernos. Hacía frío,
era un domingo de principios de diciembre; el lugar estaba lleno de militares
paseando con su novia, chiquillos corriendo de un lado a otro, ancianos
echando de comer a las palomas, alguien haciendo juegos de malabarismos
para ganarse unas pesetas. Unos tunos pasaban por allí con más pena que
gloria, en sus caras se notaba el cansancio de una larga noche de ronda. No
faltaba ni siquiera el señor que vendía globos y modelaba con ellos distintas
figuras que hacían que los niños lo rodearan. Nos llamó la atención sus
zapatos, bueno a Berto.
—¿Ves al de los globos?

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—Sí —musité para que no me oyera nadie más que él.
—Es nuestro hombre.
—¿Por qué lo sabes?
—Sus zapatos… son caros, impensables con lo que gana vendiendo
globos.
Hice un gesto de asombro, abriendo los ojos de par en par y a la vez
subiendo las cejas, como si quisiera pasarle una seña del mus. No habían
pasado ni diez minutos, cuando el señor de los globos nos pidió, por favor,
que le dejáramos sentarse a nuestro lado en el banco pues estaba cansado. Nos
hicimos a un lado para facilitarle su asiento.
—Iré al grano, así que prestad atención. Disponemos de poco tiempo —
inició su conversación de una forma segura—. Su nombre es Patricio Sánchez
Pérez, alias «el Indio» y también «Patri», un falangista renegado, que no tardó
mucho en olvidar sus orígenes políticos y abrazar el nacional catolicismo
como idea política basada en los principios franquistas. Casado con una
súbdita boliviana a la que conoció, cuando a través de una empresa
americana, experta en extracción de estaño, estuvo trabajando en ese país; en
realidad su trabajo era de agitación y detención de líderes indígenas ante la
emergente implantación del comunismo en los departamentos mineros.
Fue allí —prosiguió con su exposición— donde conoció a su mujer, era
de Chapare, del departamento de Cochabamba, en el interior del país; creo
que ha huido a Bolivia; refugiarse en aquella zona es lo más fácil.
—¿Por qué, allí?, interrumpió Berto.
—Es una tierra de clima tropical, con selvas profundas entre el Parque de
Carrasco y el de Isiboro Secure, zona inhóspita para los extranjeros, pero fácil
para ocultarse si se dispone de una buena guía y su mujer es nativa, indígena
de la etnia Quechua y conoce la selva como la palma de su mano.
—¿Cómo llegar? —pregunté. Berto me miró muy serio y con dedo
acusador me dijo:
—Tú estás fuera de esto, ¿entiendes? Mantente al margen.
—Desde que fuisteis a mi casa, me separasteis de mi madre y me distéis la
oportunidad de formar parte de otra familia sin pedir nada a cambio, estoy
dentro.
—No tienes experiencia, es muy peligroso.
—Déjate de tonterías Berto, —apostillé— yo estoy limpio, se lo debo a
don Giovanni, a la familia y en especial a Isabella. Tú me has preparado para

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este momento y creo que lo estoy.
—Creo que el joven tiene razón.
—¿Y si es una trampa? ¿Por qué he de creerte? Convénceme para que no
acabe contigo aquí y ahora —dijo Berto en tono seco, amenazante y en voz
baja.
—Tienes que creerme, es cuestión de confianza mutua, yo era amigo del
padre del chico, siempre me opuse a su muerte. También de don Giovanni,
pero ya no pude hacer nada para evitar su sentencia pues llevo fuera más de
un año y, por tanto, perseguido por ellos.
Se levantó y me regaló un globo, en su interior había algo doblado.
Dejamos que se marchara y nosotros tanto de lo mismo. Sin hablar y con mi
globo hinchado, sujeto a mi mano y a merced del viento, emprendimos
nuestro camino de vuelta sin hablar nada. Eso ya lo me había enseñado Berto,
siempre decía que después de conversaciones o situaciones difíciles mejor
pensar, meditar antes que hablar.
No habíamos andado ni cien metros cuando Berto me dijo:
—Pínchalo.
—¿Pinchar qué?
—El globo, ¡joder Doménico!, el globo.
Dentro había una foto doblada en forma de canuto; pensamos que sería
nuestro hombre. Su cara llena de socavones producidos seguramente por la
viruela lo hacía inconfundible, no sería difícil reconocerle. Su tez era pálida,
por lo que no entendía el porqué de su apodo, pregunté a Berto y este me
miró; no me respondió, era otra de sus claves, así que la respuesta debía
encontrarla en mi interior.
Era mi tercer año de carrera, aún vivía con ellos durante el curso. Por mi
cabeza pasaban todos los buenos momentos que había pasado con la familia
de don Giovanni. Nunca dejaría de estar agradecido por lo que hicieron por
mí. No me importaba su implicación en la Hermandad ni las ordenes que
diera para que otros murieran. Solo recordaría que me trató como a un hijo.
Decidimos que la operación se haría en Navidad, así no levantaría
sospechas, eran fechas de mucho movimiento de personas yendo de aquí para
allá y todos con prisas. Iría solo, pero al llegar a Bolivia alguien se me
acercaría para facilitarme armas y hacer de guía.
Llegué al aeropuerto de La Paz y allí hice escala, tras unas largas horas de
espera, al aeropuerto Internacional Jorge Wilstermann de Cochabamba.

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Estaba agotado, era un aeropuerto pequeño pero bullicioso; hacía casi un
día que salí de Madrid. Una vez pasada la aduana me dirigí a la salida. No vi a
nadie con signos de estar esperándome, así que me senté encima de mi
mochila a esperar. Me quedé dormido. Por fin me despertaron.
—Señor, un taxi, ¿quiere que lo lleve a algún sitio?
Abrí los ojos y delante de mí tenía a un hombre de unos cuarenta años,
con barba de mil días pero llena de calvas, una camisa blanca mugrienta y con
las marcas del sudor en las axilas. Su cabello era negro, largo, recogido en
una coleta.
—No, gracias —decliné con la cabeza.
—Puedo llevarle a conocer el Chapare —me susurró.
Me quedé mirándole y asentí, era mi enlace. Le seguí, me abrió las
puertas de un Datsum 1000, viejo, abollado, descuidado. Dentro olía a todo lo
malo que uno se pueda imaginar. Costó ponerlo en marcha pero después de
unos intentos sonó el motor y nos pusimos en camino.
Nuestro destino era Villa Tunari, la puerta de entrada al Chapare, zona
famosa por sus plantaciones de hoja de coca y situada a unos 150 km de
Cochabamba.
Bruno, como así se presentó, no paraba de hablar. Él era oriundo de La
Paz; en su día fue policía gubernamental y abandonó su puesto ante la
corrupción que había en todos los cuerpos del Estado. Ahora se dedicaba a
prestar ayuda a organismos internacionales que luchaban contra el hambre y
el analfabetismo en Bolivia. Era su forma de prestar un servicio digno a su
gente —me decía.
Conforme ganábamos km a una carretera infernal de caminos polvorientos
y llenos de piedras, Bruno seguía poniéndome al tanto del lugar al que nos
dirigíamos. Yo le dejaba hablar, Berto me había instruido muy bien. Cuanto
menos hablara de mi misión, menos errores cometería. Me presenté como
estudiante de antropología que iba a hacer un estudio sobre los indígenas de la
zona del Chapare; ese era el motivo de mi visita a la selva boliviana.
Me contó que hacía poco que en esa zona se habían asentado los mineros;
hasta que las minas dejaron de ser rentables y las cerraron. Entonces
empezaron a dedicarse al negocio de la hoja de coca. Tras ellos rápidamente
creció un nuevo negocio: el tráfico de cocaína. Los narcos llegaron y junto a
los mineros, empujaron a los nativos hacia el interior, a la selva. El gobierno
boliviano levantó una serie de pueblos para eliminar los asentamientos y
hacer que los indios nativos volvieran.

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La oferta de los narcos era más ventajosa económicamente para sus
familias que las del gobierno, así las cosas, dejaron de trabajar la tierra y se
dedicaron, junto a los mineros a la elaboración y mayor producción de la hoja
de coca; el dinero fácil los compró y fueron enganchados por las redes de los
narcotraficantes. Los mineros aprendieron pronto a sacar de la tierra nuevos
frutos, la mano de obra era barata y el beneficio cuantioso.
Un importante movimiento económico surgió ligado al tráfico de cocaína:
avionetas que aterrizaban en medio de las carreteras, gente que salía del
monte para cargar la droga; mucha corrupción, pues parte del dinero que
circula es para callar bocas, cerrar ojos e infundir miedo.
Por un momento Bruno guardó silencio, su semblante cambió y
mirándome me dijo:
—Los narcos han convertido esta zona en tierra de nadie, no hay leyes,
impera el caos y sus pistolas; debe tener mucho cuidado, no debe preguntar ni
mirar a ningún narco, ellos son la ley; han montado un mercadillo abierto de
cocaína donde llegan de todas partes al objeto de consumir y a comprar. Han
levantado burdeles con mujeres traídas de todas partes para animar tanto a los
mineros como a los indígenas, aquello se ha convertido en un lugar muy
peligroso.
Yo resoplaba y pensaba que no sería nada fácil cumplir con mi misión.
Bruno se dio cuenta y prosiguió con sus consejos.
—No se preocupe joven señor, me dieron órdenes y plata para ayudarle en
todo lo que necesite. Seré su sombra; tengo amigos que nos prestarán
colaboración si fuese necesario.
—Gracias —le dije—, la necesitaré.
Traté de dormir un poco, pero era tarea ardua difícil, demasiados botes, en
uno de ellos di con mi cabeza en el techo y desperté. Entre mi enfado por el
golpe y las sonoras carcajadas de Bruno, decidí no intentar más dormirme.
Pasamos por una zona altiplánica donde se superaban los 2800 metros de
altitud, con una naturaleza seca, escasa y gris que luchaba por sobrevivir al
frío.
Después empezamos a descender y el panorama cambió de repente. Ante
nosotros vida pura, limpia, sin apreciarse la existencia del ser humano,
parecía como si por allí nunca hubiese pasado el tiempo ni el hombre desde su
creación. Era precioso.

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—Esto es el Trópico —le oí decir, mientras yo contemplaba ensimismado
aquello que el Creador hizo para que viviéramos sin guerras, sin odios, en
perfecta armonía con la madre naturaleza—. Observe cuánta luz, abra la
ventana si puede y respire, notará que hasta el aire es diferente.
Continuábamos contemplando la hermosura del paisaje cuando nos dimos
de bruces con un cartel de madera, pintado a brocha: «Bienvenidos a Corani».
Una laguna artificial al pie de dos montañas llenas de pinos. Eran todo un
espectáculo para nuestros ojos. Bruno paró en la estrecha cuneta que había; el
paisaje inspiraba para realizar cualquier acto. Bajamos y me puse a meditar;
mientras hacía ejercicios de estiramientos y saludaba al sol, una suave
nieblina comenzaba a emerger desde el centro de la laguna cubriéndola por
completo.
La laguna de Corani presentaba una impresionante imagen, era como si se
hubiera puesto un espejo gigante, dando la sensación óptica de tener ante
nosotros un mar encima de otro.
A distancia de mí, Bruno, con su machete, la emprendía contra la rama de
un árbol, batiéndola de un solo tajo. La limpió con mimos y cuidado de ramas
pequeñas y demás hojarasca. Daba vida a una lanza mientras yo continuaba
en posición del Loto, meditando y tratando de abstraerme de todo lo terreno.
Él me miraba y a golpe de machetazos continuaba con su trabajo.
Cuando yo terminé, y solo entonces, se levantó y con la lanza en la mano
avanzó hacia donde yo estaba, pasó a mi lado sin pronunciar palabra, sin
mirarme, se dirigió a la laguna, se introdujo en ella hasta que el agua le cubrió
las rodillas. Ahora el que meditaba era él, primero levantó la lanza con los dos
brazos y miró al cielo, pasados unos minutos volvió la lanza y poniéndola
frente a sus ojos, con la punta hacia el agua, permaneció quieto; sus pies
parecían estar clavados en el fondo de la laguna, inmóvil, formaba parte del
paisaje, como si allí hubiera estado desde el principio. Un golpe seco, y
violento hacia abajo, fue todo lo que hizo. Después sacó la lanza y, en su
punta, un hermoso pez coleando y sangrando. Se le iba la vida; tomó el
machete y le cortó la cabeza. Dejó de sufrir.
Bruno miró al cielo y salió del agua, pasó a mi lado de nuevo, sin
mirarme, como si estuviera en trance; preparó una pequeña hoguera recogida
entre piedras. Cuando las llamas se extinguieron, en las brasas que habían
quedado, colocó el pez ensartado en la lanza, envuelto en hojas que había
recogido del bosque; con maestría lo rotaba. El color plata del pez

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desapareció para dar entrada a un dorado apagado, sin brillo, entonces lo
retiró y abrió en dos, separando con cuidado la espina central.
—Cenemos lo que el agua nos ofrece —me dijo Bruno, ofreciéndome una
de las dos mitades.
—Gracias —susurré.
Aquello era un manjar, estaba claro que aquel hombre conocía bien el
medio donde vivía. No me dejó saborearlo. Una vez terminó, se levantó.
Apagó la hoguera con tierra y agua traída en unas hojas gigantes que preparó
para retener el líquido elemento y que no se derramara mientras lo
transportaba.
—Ahora pongámonos en marcha, pronto se hará de noche y es peligroso
estar a la intemperie.
—Como tú digas —le dije, asintiendo con la cabeza, dándole a entender
que tenía mi confianza y me encontraba a gusto bajo su protección.
Recogimos y subimos al coche. Después de dos horas de viaje, Bruno
salió de la carretera y se adentró en un camino que apenas estaba marcado, la
maleza comenzaba a recuperar su terreno, creciendo libremente por el
estrecho paso que un día alguien robó a la naturaleza para hacerlo transitable.
Avanzamos hasta un punto en el que, mirando hacia atrás, nada se veía y,
hacia adelante, tampoco. Sin darme cuenta nos habíamos metido en la selva
tropical. Había mucha humedad, la camisa se me pegaba al cuerpo. Bruno
sacó su machete y me dio otro a mí.
—Cortemos unas ramas y hagamos una tienda para poder guarecernos,
pronto lloverá y de noche es peligroso estar al descubierto —me dijo sin dejar
de dar machetazos aquí y allá—. Recoge las ramas pequeñas y ponlas todas
juntas, nos servirán para hacer fuego.
Yo atendía y obedecía cuantas órdenes me daba. No llevábamos ni diez
minutos sentados en la tienda que habíamos hecho, cuando comenzó a llover.
Los dos estábamos en silencio, fui yo el que se dirigió a él:
—¿Dónde vamos y cuánto nos falta?
—Si no ocurre ningún contratiempo llegaremos a media mañana; cuando
más bullicio haya, así nos será más fácil pasar inadvertidos y hacer nuestro
trabajo. Nos ubicaremos en Villa Tunari. Hay cuatro pueblos juntos en esa
zona, en uno de ellos está el indio. Debemos buscarlo sin llamar la atención.
Por la mañana te traerán ropa y podrás caracterizarte.
—¿Quién es el indio? —le pregunté sin haber salido aún de mi asombro.

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—Como te decía antes de que me interrumpieras, puede encontrarse en
cualquiera de ellos, es conveniente que te los aprendas por si te paran y
preguntan. El más importante es Villa Tunari, los otros giran alrededor de él y
son: Shinahota, Puerto Villarroel, Chimoré y Entre Ríos. Respecto de tu
pregunta te diré que lo sé todo, el señor Berto me puso al corriente. Tú debes
seguir, en tu mente, con el plan que has traído de estudiante de antropología.
—Entiendo —le dije—. Y pensé, ¿cómo pude creer que Berto me dejaría
solo?
—El pueblo es bonito, predomina el color verde de la vegetación y los
puestos ambulantes de fruta y comida. Hace mucho calor y se siente la
humedad, por lo que la ropa que te daremos te vendrá bien. Y si no tienes
nada más que preguntar será conveniente que nos echemos a descansar. Deja
tu machete en tus manos, no sabemos lo que nos puede deparar la noche en la
selva.
Asentí de nuevo y usé la mochila como almohada, me acomodé y dispuse
a cerrar los ojos.
Creo que no llegué a dormirme y, si lo hice, el tiempo pasó volando. Me
despertaron unas voces desconocidas, abrí los ojos lentamente, tomé el
machete y me puse en guardia. Estaban cerca, el sol entraba por las rendijas
de la lona que Bruno había usado como techo y paredes. Miré a mi alrededor,
él no estaba. No distinguía bien el idioma en el que hablaban pero sí supe que
uno de ellos era Bruno. Era una conversación cordial, así que decidí salir.
—Buenos días —dije.
—Buenos días —me respondieron Bruno y los dos hombres que le
acompañaban. Uno de ellos semidesnudo, el otro vestía pantalón y camisa que
una vez fueron blancas. Los pantalones estaban llenos de jirones.
—Ellos son de aquí, nos acompañarán y serán tus guías. Ponte esta ropa,
espero que no te esté pequeña.
—¿De qué estabais hablando?, no logré enterarme de nada.
—Es quechua, el idioma de los indígenas, aún lo siguen hablando por esta
zona. Han pasado cerca de quinientos años desde que estuvisteis aquí los
españoles y ellos siguen confiando en sus raíces. Por mucho que el Estado ha
intentado romper sus tradiciones, ellos más arraigo tienen hacia ellas. Ahora
odian a los señores de la coca, su pueblo pasa hambre, están enfermos,
alcohólicos por culpa de esta gente. El gobierno los tiene abandonados y
esperan a un líder que algún día les guíe.

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—Comprendo. ¿Hacia dónde vamos?, quiero terminar pronto lo que he
venido a hacer. ¿Tienes alguna pista?
—No, aunque no será difícil dar con él, si la foto que muestras es de fiar.
Lo que ya desconozco es el grado de implicación que tenga con las mafias
aquí instaladas o si simplemente está escondiéndose.
—Pronto lo sabremos, pongámonos en marcha —dije mientras me trataba
de poner la ropa que me habían traído. Bruno me miró sorprendido, era la
primera vez que yo ordenaba algo. Debió notar mi fortaleza, pues su rostro
delataba fidelidad al líder.
Llegamos sobre las doce del mediodía, apenas podía respirar por la
humedad, el calor, la altitud. Bruno pensó en que nos instaláramos en el único
hotel de Villa Tunari. Me opuse por razones obvias, no quería levantar
sospechas. Lo mejor sería parecer una sombra, que nadie me viera. Sobre la
marcha lo arregló llevándome a dormir a casa de unos nativos, parientes del
indio que conocí por la mañana.
—Allí en el suelo, sobre esas pajas dormirás —me dijo Bruno después de
hablar con ellos.
—Gracias, es todo cuanto necesito. Bruno, dígales que está todo bien y
que trataré de estar poco tiempo.
Bruno se dirigió a ellos y se lo explicó, ellos me miraron, hicieron gestos
con los brazos de aceptarme y ser felices con su hospitalidad. Desconozco qué
les contaría Bruno sobre mi misión allí, en aquella tierra maravillosa
convertida ahora en el mismísimo Infierno por el hambre voraz y codiciosa de
los señores de la droga.
Me despojé de la camisa que me habían dado, estaba chorreando, la
escurrí y la puse a secar. Una señora mayor comenzó a dar gritos hacia mi
comportamiento, no entendía bien qué quería decirme, en qué la había
ofendido. Bruno habló con ella y me tradujo.
—Debes ponértela aunque esté mojada, evitarás las picaduras de
mosquitos y otros bichos que probablemente te causarían alguna enfermedad
contagiosa.
—Gracias de nuevo —asentí.
Salimos de aquella casa y torcimos a la derecha, avanzamos unos
cincuenta metros, ahora lo hicimos hacia la izquierda y nos dimos de bruces
con una calle principal. No existían las aceras, ni las calles estaban
pavimentadas, barro y lodo era lo que pisábamos. Como me dijo Bruno,

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mirando hacia el norte estaban los puestos de verduras, frutas y de la misma
coca. Las mujeres te llamaban para, a cambio de unas monedas, darte un
momento de placer. Todo era bullicioso, un ir y venir de gentes. Tumbados,
con sus gorros típicos, se veían a los indios borrachos, a otros los echaban a
empujones de los bares.
Había una pequeña iglesia; decidí hacer una visita al párroco para
presentarme, siempre se piensa que en esos lugares una de las autoridades es
el sacerdote. Me acompañaba Bruno y uno de los nativos, el otro se quedó en
la puerta. Luego me enteré que sus dioses no tenían templos, estaban en la
Tierra, en la Madre Naturaleza, en el Cielo, siendo su máximo exponente el
Sol.
Por fuera no era uno de esos templos magnánimos que hay por Europa;
era una casa con una cruz de hierro, ya oxidado, en la parte superior; debajo
había una campana pequeña de la cual salía una cuerda soltada libremente y
sujeta a la pared, cerca de la puerta. En el interior no había imágenes ni
estatuas, un pequeño altar y sillas. Un cartel en un lateral indicaba que no era
una iglesia católica, «Iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días».
Nos recibió un anciano con la Biblia en la mano.
—Pasad hermanos —nos dijo.
—Buenos días, padre —dije con gran respeto—. Acabo de llegar de
España, soy estudiante de antropología y quiero estudiar la influencia del
hombre blanco sobre la cultura y costumbres del indio quechua.
—Veo que viene bien acompañado hijo —señalando con la mirada a
Bruno y a Ramón, que así se llamaba uno de mis acompañantes nativos—.
Sois bien recibidos, soy el Yatiri y también el Jampiri, mi poder viene dado
por la naturaleza. En mi casa, en la casa de Dios, no hacen falta las armas y
ellos lo saben. ¿Acaso venís a por mí?
—Lo siento padre, no lo sabía —dije consternado—. Bruno, ¿podéis
esperarme fuera, por favor?
Automáticamente y sin hacer ningún comentario o gesto, dieron media
vuelta y salieron del templo. Yo estuve tentado de sacar el cuchillo que me
regaló Berto y dárselo a Bruno, me contuve. Volvió a tomar la palabra el
anciano.
—Dime hermano, ¿qué es lo que verdaderamente te trae a estas tierras?,
no creo que un simple estudio de etnias necesite de guardaespaldas o quizás
vengas a otros asuntos y quieras poner antes tu alma en manos de Dios.

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Tuve que pensar rápido, aquel anciano por un momento me dejó
desarmado.
—No le he mentido padre, créame. No busco confesión y tampoco puedo
dejar pasar por alto su observación, le diré que soy hijo de un hombre con
poder allá en España, el cual se preocupó, quizás en exceso, de velar por mí.
A través de la Universidad contactó con una ONG y esta le puso en manos de
Bruno que, por lo que veo, le conoce y, espero sea para bien.
—Ellos quieren levantar a mi pueblo contra el diablo blanco por medio de
la violencia, apartándolos de la voluntad de Dios y convirtiéndolos en
asesinos proscritos.
—¿Y usted padre, qué pretende?
—Yo busco lo mismo pero dentro del diálogo y la fe en Dios. Él, que está
arriba y todo lo ve nos enviará a su ejército y aliviará a mi pueblo. Debemos
trabajar la tierra, conseguir sus frutos pero no para los señores de la coca. La
Pachamama (la madre tierra), hará que broten tallos y de ellos los frutos que
mi pueblo necesita para su felicidad. Somos creyentes y trabajadores, ellos
han traído el vicio y la corrupción.
Un fuerte golpe abrió las puertas de par en par, cuatro hombres entraron,
dos se adelantaron. El que habló llevaba en sus manos un látigo, el otro, con
barba negra cerrada y el cabello recogido atrás con una coleta, me miraba.
Detrás de ellos, de los cuatro, tres hombres pasaron y tomó asiento uno y de
rodillas se pusieron los demás. Eran mis hombres, qué tranquilidad me dio ver
a Bruno.
—¡Anciano!, si vuelves a decir a tus indios que no trabajen para nosotros,
te azotaré, como los romanos hicieron con tu Cristo.
—No me dais miedo, sois el azote de mi pueblo. El dinero que les pagáis
se lo quitáis en la venta de productos que necesitan para comer.
—Maldito viejo, ahora verás.
Levantó su brazo y con él, el látigo que empuñaba, echándolo hacia atrás
y con ánimo de golpear a aquel pobre hombre. Di un salto y me puse delante.
—No lo hagas, al menos en la casa de Dios —le dije con mi brazo
derecho en la espalda y empuñando el cuchillo. Al mismo tiempo, tanto
Bruno como los dos indígenas se levantaron de su posición y tomaron partido
en la reyerta.
—¿Tú quién eres, carajo? —me preguntó sin bajar el brazo.
—No es de aquí, es español —dijo el hombre de la coleta y barba negra.

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—Malditos españoles. ¿Eres federal? ¿Patricio, lo conoces?
—No —respondió—, pero su acento es castellano.
—Señor, soy estudiante, he venido a hacer un estudio sobre la tierra y me
iré tan rápido como lo termine.
Se me quedó mirando con furia, con soberbia. Era alto, cuerpo
voluminoso, el pelo largo canoso, la frente despejada le llegaba casi hasta
media cabeza, en su cara destacaba un bigote caído hacia los labios, mitad
blanco mitad amarillo, probablemente por consumo de tabaco. Sus
expresiones denotaban que nunca nadie se había opuesto a sus deseos, aunque
fuesen sanguinarios como el que pretendía realizar.
—Soy Javier Velásquez y en estas tierras mando yo. Él es Patricio
Sánchez, español como tú y mi contable. Espero que tu estancia sea corta
como dices y no te metas en problemas o la próxima vez no tendrás otra
oportunidad.
—Sí señor, lo tendré en cuenta.
—Y tú anciano, estás avisado.
Recogió el brazo y con él, el látigo. Se dio media vuelta y salió del
templo, seguido por sus adláteres. Mi corazón palpitaba, Dios había puesto al
hombre que buscaba delante de mí. No dije nada a Bruno. El anciano me dio
las gracias. Salimos de la iglesia.
Una vez fuera nos dirigimos a la casa donde me hospedaría. El trayecto de
vuelta fue rápido, no hablamos nada. Ramón y el otro nativo, de nombre
Sacha Mamani, iban muy alterados. Volvían a hablar en quechua. No
pregunté, presentía que su odio hacia Javier Velásquez era el centro de su
conversación, nunca pude sospechar el porqué de ese odio. Pensaba si estos
hombres sabían cuál era mi misión y si debía mantenerlos al margen, al fin y
al cabo yo me marcharía y ellos se quedarían allí. Pronto mis dudas quedaron
resueltas, nada más cruzar el dintel de la puerta Bruno habló:
—Ese hombre es el mismo diablo, no tiene el menor respeto por la vida.
¡Ramón, quítate la camisa! —ordenó.
Ramón tuvo reticencia a hacerlo, cuando se despojó de ella lo que ante
mis ojos apareció era más propio de cine que de algo real. Su espalda
presentaba las huellas, mal cicatrizadas, de haber sido azotado sin compasión.
—¿Quién te hizo eso?, te juro que pagará por ello, aunque eso suponga
apartarme de mi cometido —pregunté iracundo a un hombre humillado, pero
altivo en su temple. Eran pequeños de estatura pero fuertes, lo cual me daba a

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entender lo que tuvo que sufrir. No era fácil, de hombre a hombre, infligir ese
daño.
—Fue Javier Velásquez; sus hombres me ataron a un árbol y delante de
mi mujer, de mi pueblo, me azotó. Me culpó de haberle robado un caballo. No
hubo juicio. Él es la ley aquí.
—¿Dónde viven?, ¿dónde comen? Quiero saberlo todo. Tú, Bruno, ten el
coche preparado para irnos de madrugada, si fuese necesario. Sacha, Ramón,
vosotros id prestos a averiguar sin levantar sospechas. Quiero saberlo todo de
los dos. También del contable. Si lo eliminamos les haremos un gran daño a
sus finanzas y entresijos.
—El contable es tu hombre, ¿cierto? —preguntó Bruno.
—Sí, su nombre lo ha delatado. He de confesar que la barba cubre sus
profundas huellas en la cara y me hubiera costado reconocerlo.
—¿Y si no es él?
—Lo afeitaré antes de matarlo.
—¿Matarlo?, ¿tú?… ¿Quién eres?
—Soy aquel que Berto te pidió dieras cobertura, protección. No debes
saber más. Y ahora poneros en marcha. Si es posible esta noche acabará todo.
Los tres se fueron. Entonces entró una mujer de frágil figura, pelo negro,
fuerte, cara pequeña y ojos chinescos, su piel mostraba las inclemencias del
clima, estaba tersa pero a la vez envejecida. Sus manos pequeñas estaban
llenas de cicatrices. Me traía agua para saciar mi sed, salió y volvió con otro
balde con agua para que me lavara. Le di las gracias, bebí su agua y retiré mi
camisa para lavarme. Me miraba. Quedé parado, mirándola, repetí mi
agradecimiento y le dije que se podía marchar. Ella continuaba quieta
mirándome, a veces a los ojos, a veces al suelo.
—Y bien, ¿qué ocurre? ¿Deseas algo? —le pregunté.
—Señor, soy la mujer de Ramón. Es bueno, trabajador y honrado, solo
que a veces es impetuoso, orgulloso de ser lo que es. Sus antepasados fueron
grandes guerreros. Solo lo tengo a él, prométame que no le pasará nada.
—Te lo prometo, nadie de tu tribu correrá peligro. Y ahora vete, tengo
cosas que hacer.
Asintió, agachó su cabeza e hizo un gesto con el cuerpo a modo de
reverencia.
Una vez acometí las tareas de higiene, abrí la mochila y de ella saqué un
frasco que me dio Berto, contenía un veneno mortal y rápido. Preparé y afilé

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el estilete, lo unté bien del líquido asesino y justiciero. Lo mismo hice con el
cuchillo. Me tumbé en el suelo y comencé a ejercitarme, tanto física como
mentalmente. Mis músculos estaban preparados, ¿pero, y mi mente?, ¿sería
capaz de matarlos de manera rápida o la venganza haría que se me nublara la
vista y me recreara en el acto final? Dios está conmigo, reflexioné, soy su
mejor soldado en la Tierra y la prueba está en que me los llevó a su casa, me
los puso delante y me dijo: «Hijo mío acaba con ellos».

………………………………………
—¿De verdad cree esa historia que me cuenta, sobre sus relaciones con
Dios?
—Sí, así lo creía entonces y así lo sigo creyendo. Dios, en su infinito
poder, nos pone a prueba. Nos envía señales; a veces las queremos ver y
otras cerramos los ojos y miramos hacia otro lado.
—Doménico, ¿alguna vez fue a ver a un psiquiatra, distinto del doctor
Merino?
—Sí, y no estoy ni más loco ni más cuerdo que el resto, incluido usted.
………………………………………

No tardaron en volver los tres. Según la información recabada se


hospedaban en el hotel. Velásquez solo, aunque siempre acompañado de
mujer distinta. Patricio, con su mujer. Este se recogía pronto, pero Velásquez
gustaba de beber y fanfarronear en el bar hasta emborracharse. Estaban en la
segunda planta, no había escalera de emergencias.
Necesitábamos a alguien que estuviera en el bar y que no despertara
sospecha y nos avisara. Sacha dijo que el chico que ayudaba al barman era
pariente y no sería difícil pedirle colaboración.
Bruno consiguió unos bidones de gasolina y llenó el depósito, lo sobrante
lo dejó en el coche por si acaso.
Llegó la noche, pensé que la luna brillante nos dificultaría la entrada. Les
dije que se fueran al bar del hotel cuando empezara el asalto, sería
conveniente que todos los allí presentes los vieran y que no buscaran pelea si
no los provocaban.
Sacha vino a buscarme, Patricio Sánchez «el Indio» se había retirado del
bar y subido a su dormitorio. Estaba en la habitación 203.
—De acuerdo —les dije—. ¡Hagámoslo!

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—Tenga cuidado —me dijo Bruno—. No dudarán en matarlo.
—Ese es el juego Bruno, morir o vivir. Ellos o nosotros.
Salimos los tres, Ramón nos esperaba dentro del bar. No fue difícil pasar,
el pariente de Sacha estaba de recepcionista, con un golpe de cabeza me
indicó dónde estaban las escaleras. A la izquierda, flanqueado por una puerta,
estaba el bar. Se adivinaba lleno por el alboroto y risas de las chicas. Bruno y
Sacha pasaron a juntarse con Ramón.
Mientras subía las escaleras y me dirigía a dar sentencia a aquel que había
matado a don Giovanni, me acordé de mi madre, de mi infancia con ella, los
dos solos y de cómo el destino te cambia la vida.
Delante de mí tenía la puerta que daba cobijo al cobarde asesino que un
día mató a un hombre en brazos de su enferma madre. Nunca una madre
debiera dar sepultura a un hijo, es lo más cruel que puede hacer el ser
humano.
Di unos golpes suaves a la puerta.
—¿Quién es? —oí al otro lado, era la voz de una mujer.
—Traigo un mensaje del señor Velásquez para don Patricio.
—Un momento —sonó su voz. El ruido al girar la llave me decía que
pronto tendría que actuar. Llevaba un pasamontañas y lo bajé, dejando a la
vista solo mis ojos. Nada más abrir me abalancé sobre ella, le tapé la boca con
una mano, la otra sujetaba el cuello por detrás. No fue difícil, un giro rápido y
violento de los brazos sobre su cuello dejó a aquella mujer muerta en mis
brazos. Con una mirada comprobé la estancia, él no estaba. Su voz sonó
detrás de una puerta, estaba en el baño. Me aposté cerca de ella. En cuanto la
abrió, lo golpeé en el cuello, lo tomé del brazo y lo empujé contra la cama.
—¿Quién eres? —me preguntó.
—No, ¿quién eres tú? —le dije, blandiendo mi cuchillo sobre su cuello
desnudo.
—El señor Velásquez te matará. Si te marchas ahora no diré nada.
—Te repito, dime. ¿QUIÉN ERES?
—Soy español y me llamo Patricio Sánchez.
—Eso ya lo sé. Dime una cosa, no llevas ningún crucifijo ni medalla, ¿por
qué?
—¡Ah! Eres un ladrón. Es eso, buscas oro. Tengo dinero, mucho dinero
en la caja fuerte, permite que me vista y te lo subo.

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Aquel hombre estaba a punto de morir y me tomaba por tonto, le di un
golpe en la nariz, sangraba y gritaba de dolor; otro más le di en la cara, al
mismo tiempo que le preguntaba quién le ordenó matar a don Giovanni.
Gemía como una puta plañidera, aquello me puso nervioso y comencé a
pegarle y a preguntarle lo mismo:
—¿Quién te ordenó que dieras muerte a Giovanni Chiabrera?
—¡La Hermandad!
—La Hermandad hace años se extinguió, dime, ¿quién te dio la orden?
—El Gran Senescal.
—Mientes, sé que él no lo hizo. Su nombre, ¡quiero su nombre!
No pude enterarme, todo fue muy rápido. Su mano alcanzó una pistola
que tenía debajo de la almohada. Antes de que la disparara, de un tajo le
seccioné la yugular.
Dios volvía a estar conmigo. Se desató una fuerte tormenta tropical, como
si del mismísimo Infierno viniera para dar acogida a su próximo inquilino.
Ahora me tocaba hacer justicia a Ramón y a todos los de su pueblo que
habían sufrido la tiranía de Javier Velásquez. Se abrió la puerta; antes de que
entrara, de un salto lo tomé por el pecho, mi cuchillo estaba presto en su
estómago. La luz de un rayo iluminó la estancia permitiéndome ver la cara
aterrada de Bruno. Lentamente lo solté y aparté el cuchillo, lo enfundé.
—Tenemos que actuar con premura, la tormenta nos puede ayudar a
escapar o a impedirnos salir de aquí. Pronto los caminos serán torrentes de
agua imposibilitando cualquier tipo de avance —dijo Bruno mirándome a los
ojos, exigiéndome tranquilidad.
—Estos ya están despachados, ahora queda Velásquez, te confundí.
Bruno asintió con la cabeza. Me dio dos palmadas en el hombro y me
espetó de forma seca:
—Pues habrá que hacerlo en el bar, delante de todos.
—Si no hay otra forma, así se hará —musité, mientras le daba la espalda y
tomaba la puerta para salir.
Bruno cerró tras sí y me siguió. Unas voces al final del pasillo nos
alertaron. Se oían con claridad las voces de dos mujeres y un hombre
subiendo las escaleras. Era Velásquez. Por el tono de sus voces se notaba que
habían bebido bastante. Hice una señal con la mano a Bruno para que se me
acercara.

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—Es él, viene borracho. Las chicas son inocentes. No hagas nada. Déjame
actuar. Cubre tu rostro —susurré lentamente—, ¿de acuerdo?
—Sí, estoy contigo.
Si en el lado derecho llevaba envainado el cuchillo, en el izquierdo lo
estaba el estilete. Lo saqué y metí por la bocamanga de la camisa. Apagué las
luces del pasillo.
Juntos llegamos todos al rellano. Tomé a Bruno y lo empujé contra ellos,
al mismo tiempo que le clavaba mi arma en el hígado a Velásquez, el cual no
sentiría más dolor o sensación que la de un pinchazo.
—Perdone señor —le dije— este indio torpe está borracho.
—Pendejo, cabrón. ¿Qué me has hecho?
—Nada señor, que pase buenas noches y disfrute de las señoritas.
Bajamos raudos las escaleras. Bruno le dijo al recepcionista que indicara a
Ramón y a Sacha que todo había acabado.
Seguía lloviendo, si teníamos suerte podríamos salir de aquella zona en
una horas. Nadie pensaría que la muerte de Velásquez fue provocada hasta
que no le hicieran la autopsia. Ese tiempo sería vital para nuestra huida, con
suerte llegaría al aeropuerto y regresaría a España.

Bruno me abrazó y me dio las gracias, mi avión estaba a punto de salir.


Me contó que habló con Ramón y que nadie sospechaba de nosotros,
culpaban a otros cárteles que querían hacerse con el sabroso y sanguinario
negocio de la droga. La historia volvería a repetirse, para ellos nada
cambiaría, su felicidad estribaba en saber que un día lograron vengarse de
aquel que les humilló y que, si se hizo una vez, podrían hacerlo de nuevo.
Uno de los recuerdos más bonitos de Villa Tunari es el cielo nocturno
completamente despejado, nunca he visto las estrellas como las vi en ese
lugar, un cielo limpio, precioso.

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Capítulo 13

Córdoba

«Por el llano, por el viento,


jaca negra, luna roja.
La muerte me está mirando
desde las torres de Córdoba».

García Lorca
Canción del jinete

Por fin terminé, con sobresaliente, la licenciatura en Filosofía y Letras. El


señor Figueroa me preguntó qué quería hacer y respondí que trabajar.
Atrás quedaron mis sesiones de psiquiatría con el doctor Merino. La
muerte de don Giovanni me convirtió en el guía de su familia. Yo, un
psicópata iluminado por la gracia de Dios, sirviendo de faro al que todos
debían seguir.
Meses después de la muerte del que fue el jefe del clan, dimos entierro a
Mamma Valentina. Antes de morir mandó llamarme, cogió mi mano, me miró
y miró a todos los presentes. Paró su mirada en Isabella, su única nieta; sus
otros hijos murieron jóvenes. Cuánta pena y angustia no habría tenido esa
mujer. Qué dolor más grande para una madre dar sepultura a tu misma carne.
De sus ojos secos brotaron lágrimas suaves que apaciblemente se
desplegaron por los surcos de su cara. Si difícil era mirar aquellas gotas que
comenzaban a secarse sin que tus ojos no escupieran, por la rabia contenida,
otras más fuertes con sabor a sangre, más difícil era no contemplarlas en su
último brote a la vida. No trató de aferrarse, su último hilo de respiración se
fue, dejando sus ojos abiertos hacia los míos. Adivino que implorándome,
mejor ordenándome, pues aquella mujer enjuta, de apariencia débil, no creo
que en toda su vida se hubiera doblegado ante nada ni ante nadie.
Cerré sus ojos y juré en voz alta lo que ella no dijo con su apagada voz,
pero que supo transmitirme con los latidos de su corazón a través de su mano,

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apretada a la mía.

Pasaron los meses y, poco a poco, todos fuimos recuperando la vida. Lo


cotidiano se hacía normal en nuestra sencilla forma de vivir. En lo que a mí
respecta, con parte del dinero de las joyas compré un local cerca de la Puerta
Bisagra en la calle Real del Arrabal. Constaba de planta baja y sótano de
iguales dimensiones. La parte de arriba era una vivienda segregada del local;
según sus dueños, en su día, todo formaba parte del mismo edificio. Tuvieron
que venderla para hacer frente a la crisis de la posguerra. Necesitaba de una
reforma. Sus dueños, una familia de judíos establecidos en Toledo desde
hacía siglos, al no tener descendencia, decidieron ponerla en venta y
marcharse a Israel.
Como un gran clan, y como el día que formalizamos las escrituras, me
acompañaron a la entrega de llaves. No faltó ninguno de los que me
importaban. Mi madre y su marido Luis Alfonso, Isabella y su madre
Manuela y, por supuesto, mi hermano Berto.
Cada cual vertió su opinión sobre lo que habría que hacer o lo contrario;
Isabella pensó que lo mejor sería poner una cafetería; mi madre dijo que
estaba loco, que para qué complicarme la vida; Luis Alfonso dijo que era una
buena oportunidad por el buen precio que conseguí; sería una buena inversión
—apostilló—. Manuela creyó que lo más conveniente sería invertir en una
boutique.
Berto, como siempre, esperaba al último momento para opinar. Cuando
todos hicieron sus observaciones me preguntó en voz baja qué había decidido
hacer.
—Nada —le dije sonriendo.
—¿Nada?, venga ya, Doménico, te conozco y no das puntada sin hilo.
—Una librería —farfullé.
—¿Qué?, una librería y ¿para qué quieres tú una librería? —soltó en voz
alta—. Dándose todos por enterados por su indiscreción. Al darse cuenta, se
ruborizó. No pasa nada, no te preocupes hombre —le dije apoyando mi mano
sobre su hombro.
Casi al unísono me llegaban los ecos de su cacofonía:
—¿Una librería?
—Sí, es una idea que me persigue hace tiempo. Pero no te angusties
mamá, no será ahora. Primero quiero encontrar trabajo. El local se puede

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quedar cerrado, no pide pan y como bien dice Luis es una oportunidad de
negocio.
Días después el señor Figueroa, o Luis como gustaba que lo nombrara, me
dio una gran sorpresa. Me había conseguido un puesto de profesor de
Filosofía en Córdoba —es en una Universidad Laboral— me anunció.
—¿Eso qué es? —inquirí.
—Son centros orientados a la formación educativa de los hijos de los
obreros. Fueron creadas por José Antonio Girón de Velasco, uno de los pocos
falangistas buenos.
—¿Hijos de obrero como yo? —le interrumpí.
—Sí, como tú —me miró condescendiente con una sonrisa burlona.
—Tengo curiosidad por saber algo bueno del Régimen, así que, si te
parece bien me puedes contar su historia.
—El Régimen, como tú lo llamas, hizo muchas cosas buenas y también
malas. Es verdad que Girón era un falangista convencido y, por tanto, no
podemos alejarnos de la teoría de que, en sus inicios, los fundamentos
ideológicos de las universidades laborales fueran falangistas. Luego, cuando
ya estaban consolidadas, esos principios fueron atenuándose. Hoy es el mejor
centro educativo de toda España, y gracias a este sistema, miles de hijos de
obrero pueden estudiar y aprender un oficio u obtener un título universitario.
Eso no lo debes olvidar, gracias a las Universidades Laborales está
aumentando el nivel académico de la clase obrera. Así que cuando te dirijas a
tus futuros alumnos, hazlo con respeto.
—Lo haré, no le defraudaré.
—De eso estoy seguro —apostilló, dando así por terminada su alocución.

El verano había llegado con todo su esplendor, la furia de sol en este mes
de julio no cesaba, sus rayos derretían el asfalto de las calles de Toledo,
levantando nubes de vapor, creando espejos de alquitrán. Habían pasado tres
años desde aquel fatídico día que casi me cuesta la vida.
Probablemente debido a las altas temperaturas que me impedían descansar
por las noches, retornaban a mi mente, cada vez con más frecuencia, los
recuerdos vividos en la casa del Callejón de los Muertos. En su momento juré
que no volvería nunca más por allí, pero en mi interior se desarrollaba una
fuerza superior a mi voluntad que me empujaba a volver.

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También es cierto, que mientras me tomé la medicación prescrita por el
doctor Merino conseguí apartar de mi pensamiento cualquier vestigio sobre lo
acontecido aquellos días.
Hacía tiempo que abandoné el tratamiento, siempre fui reacio aunque, por
insistencia del doctor, algunas pastillas tomé por periodos largos. Quizás los
efectos tranquilizadores y relajantes de la medicación comenzaban a dejar de
surtir efecto; la angustia de aquellos días y los recuerdos de mi infancia,
acudían con más frecuencia a mi memoria o todo era más sencillo de lo que
yo pensaba y se debía simplemente a la falta descanso. El pequeño
termómetro, que colgaba de un clavo en la pared, del salón, marcaba 29ºC a
las doce de la noche. El ambiente era agobiante, los ventiladores ya no eran
suficientes para aliviarnos, el aire quemaba. En esas condiciones no era nada
fácil conciliar el sueño.
Durante esas largas horas de vigilia conseguí unificar criterios respecto de
un personaje que, a lo largo de esos años, por una cosa u otra, siempre estaba
a mi lado. Estaba completamente seguro que el hombre que me salvó la vida
vestido de sacerdote, dando muerte al «Cara Doblá», era el «hippy» que
presenció lo que ocurrió en Lucca; también podría asegurar haberlo visto en
Bolivia y, por supuesto, era aquel al que confundí con Jesús, el hijo de Dios,
el mismo que se me apareció en la catedral el día de la boda de mi madre; el
que me cuidaba cada noche en el hospital y el que me volvió a salvar
llevándome a urgencias. Su imagen, su figura no lograba apartarlas de mi
cabeza.
En mi locura le hablaba, le suplicaba que me dejara en paz. Alguna vez,
en mis delirios, le dije que sabía quién era, que lo buscaría y le daría muerte;
él me respondía con una sonora carcajada.
En ese estado las dudas me empujaban cada vez con más virulencia a un
retroceso, las mismas dudas me forzaban a visitar de nuevo «mi santuario»,
los efectos de la tristeza y la melancolía eran mi mejor acompañante. Lo más
patético es que me daba cuenta y en vez de reaccionar me decía a mi mismo:
tranquilo, esto es pasajero, saldremos de esta.
Serían las nueve de la mañana de un día cualquiera del verano más tórrido
que jamás había vivido, cuando llamaron al timbre. Creo que en ese momento
comenzaba a dormirme después de una noche larga, como largos son los días
para aquel que tiene tiempo para esperar y contar cada minuto que pasa.
Eran Berto e Isabella. Con su visita me impregné de alegría y optimismo.
Ambos, con su presencia, supieron regalarme altas dosis de autoestima.

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Isabella, después de comerme a besos, me transmitió su loca alegría por
sus buenos resultados académicos. También había aprobado PREU y con
nota. Haría Derecho, en memoria de su padre; él siempre soñó que su niña,
algún día, sería juez.
Estuvieron casi todo el mes de julio y agosto conmigo, sus ánimos y su
compañía fueron la mejor medicación que tomé. Pero era consciente de que
tarde o temprano recaería; entonces mi otro yo saldría de nuevo y ejecutaría a
alguien. La acción por la muerte, para vengar a un inocente, la tenía próxima.

A principios de septiembre debía llegar a Córdoba; tenía una entrevista


con el jefe de estudios. Luis Alfonso me dijo que estuviera tranquilo que todo
estaba arreglado. Berto se empecinó en acompañarme, así también conocería
la ciudad sultana por excelencia. El viaje fue entretenido, cruzamos el corazón
de La Mancha. Paramos a comer en Almagro, nos prepararon una mesa en la
Plaza Mayor, frente al Corral de Comedias. Degustamos con exquisito placer
unos platos típicos de la zona regados con un buen vino de Valdepeñas. Berto
decidió comprar berenjenas para llevárselas a Manuela y a Isabella. Después
del buen yantar reiniciamos nuestro viaje cruzando el desfiladero de
Despeñaperros, enclave montañoso de Sierra Morena que separa la Meseta de
Andalucía.
Berto al volante; serio, apenas pronunció más de dos frases después de
atravesar Santa Elena, pensé que los carteles de bienvenida a Andalucía le
infundieron miedo y temor por nuestra separación. Yo entendía que no podía
cuidar de mí, ahora su preocupación era Isabella y por qué no, también
Manuela, la mujer de don Giovanni. No me había pasado desapercibido cómo
la miraba desde la muerte de su marido. Le pregunté la causa de su
preocupación, su respuesta fue rápida, es como si la estuviera esperando, no
así yo la respuesta que me espetó a bocajarro:
—Dime, Doménico, ¿qué sientes cuándo matas a alguien?
Me sorprendió, esa pregunta. No la esperaba, apenas atiné a decir nada
inteligible, balbuceando solté:
—No lo sé. Nunca me paré a pensarlo. ¿Y tú?
—Yo me siento como una mierda. Quitar la vida a una persona es lo más
abominable que puede hacer la raza humana, te conviertes en el peor de los
animales. En cambio tú, y eso me preocupa, disfrutas con ello, lo pude
apreciar en tu mirada cuando volviste de Bolivia.

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—Nosotros somos simples brazos ejecutores del deseo del desamparado.
Eliminamos a asesinos, a maltratadores de mujeres y niños indefensos. Donde
la ley de los hombres no es capaz de llegar, allí aparecemos nosotros. No me
vale que me digas que es un enfermo, que es un alcohólico. ¿Quién se lo
explica a un niño que ha perdido a su madre? No Berto, Dios nos ha elegido;
a través de nosotros hace justicia. Es la ley divina sobre la de los hombres con
poder no otorgado ni concedido por nadie; un poder que emana de su carácter
enfermizo, débil y de baja autoestima —aduje convencido.
—Por eso que has dicho estoy preocupado, nada de lo que experimentas
es cierto ni sostenible, Doménico. Dios, si existe, no desea que nos matemos
unos a otros. Tienes un grave problema, debes abandonar ese camino. Es
cierto que yo te enseñé a matar, pero en defensa de tu vida, de tu familia. No
por un simple acto de justicia. Debes dejar que actúe la ley, nosotros no
podemos ni debemos sustituirla, no podemos convertirnos en el paladín de los
derechos del débil, al menos no de esa manera —concluyó sin dejar de mirar
la carretera temiendo encontrarse con mi mirada inmisericorde.
Antes de cruzar el puente de Alcolea, divisamos el campanario de la
iglesia que el señor Figueroa me relató antes de partir. —A unos kilómetros
antes de llegar observarás una torre muy alta y coronando su cima una cruz,
esa será la señal de tu destino— regresaron a mi mente sus palabras. Al llegar
al centro, la iglesia queda a la derecha. Es una edificación oval gigantesca y a
un lado, emerge como el brazo de Dios, una torre muy alta.
Cuando entramos al recinto, el edificio que teníamos de frente era el
paraninfo, en el cual me sorprendió una leyenda sobre la fachada principal,
atribuida a Séneca, que decía: «Para el bien de todos, trabajan y combaten
los mejores». Una frase corta pero a la vez muy profunda, me impactó y me
hizo ver que todas las acciones que yo había acometido en el pasado, y las
que devinieran en el futuro, tenían relación con ella. Yo era el que trabajaba y
combatía por los demás, por los humildes y desprotegidos ante la Ley.
Me recibió el rector don Santiago Rey Agra, sacerdote de la Orden de los
Dominicos. Me dijo que impartiría clases de Filosofía en sexto de bachiller,
en el colegio Luis de Góngora, y de Lengua Española a los chicos de tercero
de oficialía, en el colegio Gran Capitán. Me presentó al jefe de estudios,
también dominico; en realidad la Universidad Laboral estaba dirigida por la
Orden de Predicadores Dominicana fundada en 1216 por Domingo de
Guzmán, y algunos de ellos también se dedicaban a labores de enseñanza. El
resto de profesores eran laicos. Me ofrecieron vivir en una zona residencial
para profesores, lo cual acepté y agradecí.

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El jefe de estudios era un dominico sensato y liberal, amante del fútbol y
apasionado disertador. Eran memorables las tertulias que manteníamos. Su
conocimiento sobre los clásicos y su forma de entenderlos causó mella en mi
formación como profesor. Como buen gallego, el padre Óscar Maiz concluía
cada tertulia con una frase que me provocaba la duda sobre si estaba a favor o
en contra de lo tratado.
En pocos días fragüé una enriquecedora amistad con un profesor de
Matemáticas, que se llamaba Cristóbal Encinares. Desde el principio se unió a
nuestras tertulias. Joven y dinámico, reflexivo al hablar. Sin vehemencia nos
exponía que todo el universo giraba alrededor de las Matemáticas, incluso las
relaciones afectuosas. Gran amante del arte. Su amistad produjo un giro en mi
vida.
Las clases dieron comienzo el veintiséis de septiembre. Durante los dos
días anteriores cientos de chavales llegados de toda España, en decenas de
autobuses, salían de su interior con ímpetu y cada uno sabía adónde tenía que
ir. Los veteranos, a sus colegios correspondientes, los novatos eran dirigidos
al rectorado y desde allí se les remitía a su destino que casi siempre eran los
colegios Juan de Mena y San Rafael, dependiendo si estudiarían Formación
Profesional o Bachiller.
Muy distinto era instruir a los alumnos de bachillerato o a los de oficialía.
El curso al que impartiría Lengua era tercero de oficialía de la rama de
Soldadura y Chapa. Mi asignatura llegaba a continuación de las clases de
taller y acudían cansados, sudorosos y por qué no, también malolientes.
Fueron sus ganas de aprender, de llegar a ser algo diferente a lo que fueron
sus padres, lo que hizo que aquellas manos sucias, aquellos cuerpos fatigados
formaran parte de mi esencia espiritual; la mayoría provenía de familias
humildes como yo.
La Universidad Laboral, estaba a siete kilómetros de Córdoba. Llevaba
dos meses y apenas habría ido un par de veces a visitar la ciudad. Un día don
Cristóbal me comentó que en un colegio de monjas de la capital necesitaban
cubrir una vacante por las tardes. No me lo pensé pues en la Universidad
Laboral solo daba clases por la mañana; tendría tiempo y saldría del pequeño
gueto en el que me ubiqué desde el inicio. Sería en el colegio la Milagrosa, en
pleno centro de la ciudad; así que tuve que abandonar la residencia para
profesores e irme a vivir a Córdoba.
Alquilé un pequeño apartamento en la calle Conde de Gondomar, muy
cerca del colegio y de una librería la cual visitaba casi diariamente; trabé

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amistad con los dependientes, eso me permitió conocer más de cerca ese
mundo, arreciando en mí las ganas por tener algún día la mía propia. La
establecería, ahora sí, en el local que compré, meses antes, cerca de la Puerta
de Bisagra. Por las mañanas tomaba un autobús que partía de la plaza de
Colón, a escasos metros de la plaza de los Capuchinos, que me conducía
directamente a la Universidad Laboral.
La persona a la que sustituí en el colegio era mayor; sus métodos de
enseñanza en nada se parecían a los que yo acababa de implantar con éxito en
la Universidad Laboral. Tuve suerte, los alumnos apostaron por el cambio, les
sedujo mi idea y mostraron desde el principio ganas de aprender, de trabajar.
Aquí todos mis pupilos eran féminas. Les propuse trabajar en grupos,
elegiríamos un autor y sobre él cada grupo esgrimiría, en buena lid, los
argumentos que creyeren convenientes. Destacaba una chica rubia, tez
morena, ojos grandes como olivas, arabescos y de un color verde trigo. Silvia,
como así se llamaba, tenía una sonrisa preciosa, que regalaba a todo el
mundo, quizás para ocultar su excesiva timidez; de figura menuda pero bien
proporcionada. Su excelente oratoria hacía que todos la escucháramos con
atención cuando exponía sus trabajos como líder del grupo, ruborizándose y
bloqueándose cuando la otra parte rebatía alguno de sus argumentos.
Antes de las vacaciones de Navidad advertí ligeros cambios en su
conducta, descuidó su imagen. No le di más importancia que la provocada por
su propia edad. Aun desaliñada en su vestir, seguía siendo brillante en sus
trabajos y estaba perdiendo la timidez. Ya no se ruborizaba y, a veces, se
comportaba de manera agresiva con la palabra cuando alguien no compartía
sus ideas.
Después de Navidades la situación empeoró; faltaba a clase, apenas
participaba en los trabajos de grupo; permanecía ausente. Aquellos ojos
verdes, antes tan dulces, aparecían ahora tristes y apagados; en su cara pálida
resaltaban unas profundas ojeras negras. Las ausencias se hicieron cada vez
más frecuentes, hasta que un día ya no volvió; encontraron su cuerpo en un
jardín del parque de la Victoria. Murió por sobredosis de heroína, un opiáceo
no muy conocido en España en aquellos días.
Era mi primer año como profesor y no era consciente de lo que pasaba.
Las compañeras de Silvia me contaron que salía con un chico muy moreno a
quien conoció en una discoteca situada en el barrio de Cañero. Un día, a la
salida de clase, una alumna me buscó y me dijo entre susurros:

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—Profesor he visto al chico que salía con Silvia, está en la puerta del
teatro con otros chicos.
—¿Quieres venir conmigo y me lo señalas?
—Sí, aunque me da un poco de miedo.
—No temas, nada te pasará. Solo tienes que describirlo.
Cuando llegamos a su altura, aquella chica, sin mirarlo me dijo:
—Es el moreno con pelo largo y cazadora militar. Se llama Rafael
Vargas. Me lo presentó Silvia.
—Muy bien, sigue andando y no mires. Si lo veo en la puerta del colegio
lo denunciaremos.
La chica me miró; en sus ojos pude leer el desánimo y la desesperanza,
entonces le dije:
—¿Crees en Dios?
—Sí —me dijo.
—Pues Él lo arreglará todo. Es cuestión de que tengamos fe y confiemos
en su poder.
Volvió a mirarme y me dijo:
—Si usted lo dice. Me tengo que marchar, hasta mañana.
—Hasta mañana.
Di un paseo y volví por la acera dónde estaba el individuo que
presuntamente indujo a drogarse a Silvia. Seguía allí, de risas con sus colegas;
lo miré y grabé su cara en mi retina.
Continué andando, pensando, ausente, y mis pasos me llevaron ante el
Cristo de los Faroles. Después de cinco meses en Córdoba era la primera vez
que lo visitaba. Encendí unas velas, me arrodillé y le pedí me enviara una
señal. Por un lado deseaba hacer justicia a Silvia por otro mi cerebro me hacía
pensar en las palabras de Berto: debía permitir que la policía hiciera su
trabajo, acto seguido un buen abogado se encargaría de dejarlo libre, pero
esas son las reglas de las sociedades civilizadas y yo debía respetarlas.
Sin levantar la cabeza, observé a mi izquierda dos monjas que con gran
fervor encendían velas al Cristo y, arrodillándose, se pusieron a orar.
Contemplé las manos de la que estaba más próxima a mí; eran pequeñas pero
con los dedos muy largos, una cicatriz se ocupaba de distraerme de la belleza
de su tez con matices de bronce, se percibía suave. Si la piel de sus manos es
así —pensé— la de su cara no lo será menos. Lentamente, no niego que con

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lascivia o morbo, fui recorriendo con mi mirada, oculta tras unas gafas de sol,
sus brazos, su cuello y así hasta ver su cara.
No podía ser, ¿era esa la señal que Dios me enviaba? Era el rostro más
bello que nunca había visto, no me era desconocido. Tenía una pequeña
cicatriz en la barbilla y una ligera deformación en uno de sus ojos.
Mi corazón comenzó a galopar, y como si una carrera de sprinter se
tratara, bombeaba sangre a mi cabeza. Por fin me atreví a decir en voz alta —
con miedo a importunar y cometer un error que estaba dispuesto a asumir, no
me podía quedar con la duda:
—¡Julia! —dije sin vacilar—. ¿Eres Julia?
—Se equivoca señor, es sor Inés —respondió su compañera.
—Disculpen hermanas, me habré confundido —les dije poniéndome
respetuosamente de pie. Ellas hicieron lo mismo y se dispusieron a marcharse.
En ese momento volví a dirigirme a ellas y mirando a Sor Inés les dije:
—Me llamo Doménico y soy de Toledo.
Ninguna respondió; no pude ver bien su semblante pues en ningún
momento ella levantó la cabeza. Las seguí con la vista en su lento caminar,
sor Inés sufría de una pequeña cojera que le impedía andar con marcialidad. A
pocos metros, ambas se detuvieron en seco; la otra monja se volvió hacia mí y
me dijo:
—Espérenos mañana a las seis de la tarde en la Iglesia de San Nicolás, sea
puntual por favor si de verdad quiere hablar con sor Inés.
—Sí, hermana, allí estaré —atiné a decir.
—Espere dentro —concluyó la hermana.
De la misma forma que se acercó, se retiró. No me percaté cuando sor
Inés desapareció. Esa noche fue difícil dormir; estaba seguro que podría ser
Julia, mi gran y único amor y, si no lo era, sor Inés la conocía. Que ironías
nos presenta la vida, yo que la abandoné, ahora moría por saber de ella.
Habían pasado cinco años y nunca me preocupé de saber sobre su existencia
y, de repente, Dios me la trae. ¿Sería esa la señal que le pedí?
Al día siguiente me levanté pronto. La noche fue muy larga. De ningún
modo abandoné de mi pensamiento a Silvia, necesitaba justicia, no estaba
seguro de lo que quería Dios que hiciera, si vengarla o dejar que los
acontecimientos siguieran su curso.
Al no tener clases esa mañana y sin saber bien lo que hacía, me fui dando
un paseo hasta la plaza de la Corredera, allí vendían atuendos militares;

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compré unas botas y una cazadora, la decoré con signos del movimiento
hippie. Una vez en el apartamento me lo probé y dije: —«visto como el señor
Rafael Vargas, ahora a por él»—.
Después de comer, fui a dar la clase de filosofía al colegio. Sonreí con
complicidad a Mariajo, la chica que a distancia me describió al asesino de
Silvia. Sonó el timbre; la clase había terminado. Miré el reloj y me dije que
«aún me quedaba hora y media». Bajé a la plaza de las Tendillas y me tomé
dos cafés en una de sus terrazas, bajo la atenta mirada del Gran Capitán a
lomos de su caballo. Miraba el reloj una y otra vez, mientras examinaba la
estatua ecuestre del «Gran Capitán» y me preguntaba qué hubiera hecho él.
Llamé al camarero, aboné las treinta pesetas que me pidió y lento, nervioso,
me dirigí a mi encuentro con Julia.
Las puertas estaban abiertas, tomé asiento en un lateral; no había
sacerdotes en los confesionarios, ni tampoco nadie en el interior de la iglesia.
De la sacristía, al fondo, salieron dos monjas; por la forma de andar, una era
sor Inés. Se acercó al lugar donde yo estaba, se sentó a mi lado. La otra me
dijo:
—Tenéis dos horas.
Se fue hacia atrás y oí cómo cerraba las puertas, después pasó a nuestro
lado sin mirarnos; siguió de largo dirigiéndose hacia el lugar de donde había
salido.
—Buenas tardes tengas, Doménico —me dijo entregando por primera vez
su mirada a la mía.
—¡Eres tú, Julia! Perdóname por lo que te dije —traté de coger sus
manos, pero con su mirada me hizo comprender que no lo hiciera.
—No, perdóname tú. Te he estado esperando durante todos estos años,
cada día he pedido a Dios Nuestro Señor que te protegiera. Temí por tu vida,
has tardado mucho en venir, aunque nunca es tarde.
Entonces, con lágrimas en aquellos bellos ojos y, voz entrecortada, me
contó lo que le pasó el día que la dejé. Me dijo que me envió su diario donde
me explicaba todo. Me dio todo tipo de detalles de la persona que la trajo a
Córdoba y que sospechaba que fuera la misma que la atropelló. Era el «Cara
Doblá».
Le conté que nunca recibí ninguna carta o paquete, que fui un cobarde por
huir, que necesitaba su perdón, y que viniera conmigo.

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—No, ya no puedo. Vuelvo a estar casada y este matrimonio no lo
romperé. Rezaré por ti cada día, como he hecho hasta hoy. Ayer cuando te vi,
pedía a mi Cristo por ti, que me dejara verte antes de morir. Él te trajo a mí.
Ahora debes seguir tu camino e intentar olvidar. Yo seguiré el mío. He
encontrado la paz en la oración y en la entrega a los más necesitados.

………………………………………
Las dos horas pasaron muy rápido, demasiado. Julia, o sor Inés como así
se llamaba ahora, me contó que estuvo a punto de morir. Solo la oración y la
fe en Dios la salvó.
—¿La dejó marchar?
—Sí. A cambio juré, ante el Calvario del Altar Mayor, poniendo por
testigo a San Nicolás de Bari con sus protectores, los Arcángeles Rafael y
Miguel, que juntos compartían el retablo, que lo desafiaba por habérmela
robado.
—¿No le dijo nada sobre la Hermandad?
—No. No me dijo nada al respecto. Sí me dijo antes de marchar, que su
diario lo debería tener mi madre pues fue enviado a mi dirección. Le prometí
que lo encontraría y le conté que el hombre que la atropelló había muerto.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se despidió diciéndome:
—Que Dios te perdone tus pecados, yo ya lo hice hace mucho tiempo.
La contemplé con éxtasis hasta que desapareció al fondo del altar. Sus
andares eran torpes, no podía simular una cojera en la pierna derecha, más
que andar la arrastraba, quizás un buen cirujano podría encontrar la
solución y yo tenía dinero.
—¿Se lo dijo a ella?
—No, ese día no. Antes de reaccionar a su marcha llamó mi atención la
otra hermana, que gentilmente me acompañó hacia la salida.
………………………………………

Abandoné la iglesia cabizbajo con todos los demonios del submundo


dentro de mí. Subí al apartamento y me cambié de ropa. Tenía una misión que
cumplir, vengar la muerte de Silvia. Después volvería a Toledo e indagaría
quién se apropió de aquella carta dirigida a mí y que no me fue entregada.

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Ahora quedaba ganarme la confianza del tal Rafael, acercarme a él.
Comencé a seguirle y a frecuentar los sitios por donde se movía. Pensé que si
iba vestido con las prendas que había adquirido pasaría inadvertido en su
círculo. No fue difícil, era un vulgar trapichero, hijo de una familia
acomodada. Le compré pequeñas cantidades de hachís; el primer cigarro casi
me hace vomitar. Así que le conté que no era para mí.
—Mientras me pagues, como si te meas encima —me dijo en tono
chulesco.
Le invité a varias cervezas. Una noche, tomando unos finos por la judería,
quisieron robarle. Todo ocurrió de forma vertiginosa; entré al baño y al salir
lo encontré arrinconado contra el chaflán de una esquina, dos individuos le
impedían moverse. En el instante en el que me acercaba uno de ellos le
sacudía un rodillazo en la entrepierna. Rafael gritó, retorciéndose de dolor.
Antes de llegar a ellos les llamé la atención para que dejaran de agredirle.
—¡Eh, dejadlo en paz! —les previne.
—No te acerques o cobrarás por lo suyo y por lo tuyo —replicó el más
alto, el que lo tenía sujeto por las axilas para que no se cayera.
—Desconozco el motivo por el cual tratáis de saldar cuentas con él. Esta
noche está conmigo y nunca permito que se pegue a quien me acompaña a
tomar vinos —les apercibí.
—Tú lo has querido —apuntó el de la chupa de cuero, más bajo pero en
apariencia más fuerte que su compañero; su cuello era grueso y corto, parecía
más de un toro que de una persona.
No le permití que se acercara, no le dio tiempo a ver por dónde le había
entrado mi pierna en su cara. Fue un golpe seco, lo desplacé hacia atrás,
contra la pared. La cinta que llevaba en la frente salió volando. El otro quedó
inmóvil por un momento, luego hizo intención de buscar algo en uno de los
bolsillos de su chaqueta militar, como la que yo llevaba.
—Yo en tu lugar lo dejaría estar, cogería a tu amigo y me iría. La cuenta
entre vosotros tres queda pendiente, pero te repito que hoy no es un buen día
para cobrarla —le anuncié con firmeza y voracidad en mi mirada.
Ayudó a su amigo —aún aturdido y confuso sentado en el suelo con la
cabeza caída, la barbilla clavada en el pecho— a levantarse. La imagen que
ofrecía con el pelo largo sobre los hombros, la barba crecida y descuidada,
con un hilo de sangre cayendo por su cara proveniente de dos cauces
distintos, uno de una herida en la frente y el otro de la boca, parecía una de
esas imágenes que tanto hemos visto del «Ecce Homo». Al tener la barba

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espesa y larga, la sangre se le pegaba formándosele hilachos pringosos, y sus
labios iniciaban un proceso de inflamación acorde al golpe recibido.
A duras penas consiguió levantarlo. Llevaban unos metros andados,
cogido uno al otro, cuando se volvió el de la cazadora militar y me espetó:
—Esto no quedará aquí, sé quién eres, —me dijo en tono amenazante,
levantándome una mano con el puño cerrado y luego estirando los dedos
índice y meñique—. Así te mueras cabrón —concluyó con mucho
convencimiento, mientras yo atendía a Rafael, el cual había permanecido más
como un espectador que como un personaje de reparto. Viendo que los dos se
alejaban y en un alarde de valentía, propia en los cobardes, les gritó:
—Venid aquí si tenéis huevos que os voy a rajar.
—¿Es que usas navaja? —le murmuré.
—Sí, siempre la llevo conmigo. Me cogieron a traición y no pude sacarla
—adujo.
—Terminemos nuestros vinos y vayámonos, no quiero problemas —
sugerí.
—Domingo —le dije que me llamaba así, no se me ocurrió otro nombre
—, lo que has hecho esta noche por mí es de verdadero amigo, nunca lo
olvidaré. Desde hoy lo mío es tuyo.
Conforme avanzaba la noche en busca del bar que nos sirviera el último
fino, aquel hombre abyecto se entregó completamente. El consumo de hachís
mezclado con el alcohol y la euforia por lo vivido horas antes desató su
lengua, de sus labios salían las palabras en tropel, era un torrente soltando
historias sobre su vida. Me contó que iba de drogas más duras que el hachís;
había probado el LSD y el rollo que le producía era demasiado fantasioso; en
cambio, con la heroína, era otra cosa.
—¡Escucha, Domingo!, para mí la heroína es algo fundamental para
entender lo que ocurre a nuestro alrededor. Deberías probarla, es una
experiencia sin límites. Te conduce a un mundo de paz, a un mundo donde no
hay guerras, solo amor, un mundo donde el sexo es libre, ¿entiendes?,
deberías probarla —me dijo haciendo un ademán señalándose al interior de su
cazadora.
—No, gracias. No creo que la solución de los problemas de cualquier
sociedad, cual sea su manera de gobernar, esté en las drogas y en escondernos
como hace el avestruz —objeté sin vislumbrar en él ni un ápice de sensatez.

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—Con nuestro rechazo libertario a los regímenes dictatoriales en donde
no reconocen la democracia del pueblo y solo saben expresarse con su
autoritarismo, les haremos ver nuestra indiferencia, les convenceremos para
cambiar sus fusiles por flores —adujo con una voz cada vez menos
inteligible. Farfullaba más que hablaba.
—Eso es una verdadera estupidez y una utopía —protesté enérgicamente.
Por un momento dejó de hablar, se preparó con toda desfachatez otro
porro, pidió otros dos vinos. Yo, como todas las noches que alterné con él,
cuando no se daba cuenta, derramaba el contenido de mi vaso. Poco le duró el
silencio, se relamía hablando. Me contó que estaba matriculado en medicina,
pero que no le atraía demasiado; que sus padres estaban demasiado ocupados
en sus trabajos, que estaba a favor de la paz y en contra del régimen de
Franco; por fin me contó que tenía una chavalita a la que indujo en las drogas.
Reconoció que la dejó sola la noche que se inyectó y de una subida se quedó
tiesa en el parque. En ese momento lo hubiera matado allí mismo. Pero yo
tenía otros planes para él. Le haría probar su propia medicina. Por eso, solo
por eso, impedí que los de su calaña ajustaran cuentas con él.

El profesor Encinares tenía un amigo que era médico y daba clases en la


Facultad de Medicina. Alguna vez nos habíamos juntado a tomar algún fino.
Así que le dije:
—Oye, Cristóbal, ¿qué te parece si el viernes quedamos a tomar algo y te
traes a Tomás, el médico?. Tengo el placer de invitaros por el trabajo que me
buscaste en el colegio.
—¡No! —protestó—. Que la excusa para vernos y tomar unos vinos sea
esa lo acepto; pero de pagar tú, nada, hacemos unas medias.
—De acuerdo. Cuando quedes con Tomás me dices la hora y el sitio —
sugerí de buen grado.
Quedamos para el viernes. Nos dimos una buena zurra de fino y cenamos
rabo de toro ¡Exquisito manjar! Les conté que en Toledo tenía un buen amigo
al que la droga le había cogido bien, era heroinómano. Me mostré
compungido por no poder ni saber cómo ayudarle.
—¿Sabes si quiere dejarlo? —me preguntó Tomás.
—Sí claro, pero no sabemos cómo hacerlo.
Entonces me dijo que me conseguiría un producto que usaban los
americanos como sustituto de la heroína; que ahora se comercializaba en

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Alemania y que debía advertir a mi amigo del peligro de mezclarla con
alcohol o con drogas pues sus efectos podrían ser mortales.
—Si ocurriera algo y dieras mi nombre me buscarías un gran problema —
me anunció preocupado.
—Puedes estar tranquilo, Doménico es de ley —apuntó Cristóbal—,
además si se lo administra su hermana, que es enfermera, no creo que haya
problemas, vamos digo yo.
—De acuerdo. Te lo haré llegar a través de Cristóbal. Se comercializa con
el nombre de Metadona.
—¿Y por qué dices que no se puede mezclar con alcohol? —inquirí con
verdadero afán de que mi plan no fallara. No sabía gran cosa ni de la
metadona ni de la heroína. Recuerdo de mi paso por la facultad que se
empezaba a usar como sustituto del cannabis, sus efectos eran devastadores y
tenían preferencia en su consumo los hijos de las nuevas clases acomodadas
que comenzaban a emerger.
—Si tomas alguna bebida alcohólica (incluida la cerveza) estando en
tratamiento de metadona, los efectos de las dos aumentan. Así, si bebes en
exceso, estarás demasiado atontado y dormido, pudiendo incluso entrar en un
estado de pérdida de conciencia y llegar a morir. Por eso, tu amigo debe tener
mucho cuidado de no mezclar las dos cosas —concluyó Tomás.
—Entiendo, házmelo llegar y se lo daré a su hermana que, como bien
apuntó Cristóbal, es enfermera y sabrá inyectárselo con precaución.
Mi plan estaba en marcha. Una vez Cristóbal me hiciera llegar la
metadona debería encontrar el momento para administrársela y cumplir con
mi deber para con Silvia y con todos aquellos que fueron inducidos a tan
mortal droga.
¡Cuántas veces deseé contarle a Cristóbal el sufrimiento que tenía por
haber perdido a Julia, ahora que la había encontrado! No obstante, no me di
por vencido; una ligera esperanza apaciguaba mi ira y me aferraba a la letra
de un tango que escuché en alguna ocasión: «Siempre se vuelve al primer
amor». Así que cada tarde acudía a mi cita con el Cristo de los Faroles, en la
plaza Capuchinos, y allí esperaba a que pasara; entonces como cada atardecer
la saludaba y ella, como siempre, me sonreía.
Una de esas tardes, estando postrado, no me apercibí de su presencia hasta
tenerla a mi lado. Se arrodilló junto a mí, no la miré, no hizo falta, sabía que
era ella, mi corazón batía con fuerza. El color de mi cara se transformó, mis
manos temblaban.

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—¿Tantos pecados tienes que has de venir todas las tardes a postrarte ante
Él? —oí la dulce voz de Julia.
—Sí, mi señora. Mas, el peor de todos fue no creerte y abandonarte, de no
haberlo hecho hubiera evitado tu sufrimiento. Si Él me permitiera volver
atrás, yo te protegería con mi vida si fuera necesario.
—No debes mantener esa pena en tu alma Doménico, yo te creo y te
perdono. Los momentos vividos contigo serán eternos, duraderos como la fe
en Cristo. No te pido que olvides, que borres de tu pensamiento nuestro amor.
Busca mi diario, en él encontrarás la paz. ¿Lo harás?
—Sí. Si lo haré —musité con los ojos turbios por la emoción—. Julia, yo
te quiero, te amo. Vuelve conmigo, comencemos juntos una nueva andadura,
tengo mucho dinero, te llevaré a los mejores cirujanos.
—No me tientes, Doménico —me replicó—. Si estás aquí es porque Él
oyó mis plegarias y te condujo ante mí. No turbes mi corazón ajado y ve en
paz.
Tomó mis manos entrelazadas con las suyas, las acarició. Sentí, Dios me
perdone, una pequeña erección. Me ruboricé, dejé que continuara con sus
caricias. Fue un instante, pero quedé atrapado. Me retuve de la idea de coger
sus manos, de besar sus labios carnosos, húmedos, sin pintar. El color pálido
de su piel se confundía con la toca que cubría su cabeza.
—Debo marchar al convento, no dejes de rezar por ti, por mí, por los dos
—murmuró a la vez que se levantaba.
—Lo haré. Haré todo lo que me pidas menos olvidarte.
—No te lo pido, te lo exijo —me dijo, dando así por concluido nuestro
efímero encuentro.
No atiné a decir palabra alguna ni vi atisbo de que renunciaría a los
hábitos por mí.

Mayo avanzaba y Córdoba se engalanaba con macetas llenas de flores, de


infinitos colores, en todos sus patios. En todas sus plazas se levantaban
cruces.
Córdoba, en primavera, huele a jazmín y a geranio, a rosas y a claveles.
Cada flor exporta sus fragancias al aire cálido del Sur y este, como por
embrujo, lo expande por todas sus callejuelas morunas.
Pero en Córdoba también hay muerte. El aire caliente del día, lleno del
rico olor de sus flores, se mezcla con el pagano del vicio. La noche viene fría,

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no trae buenos augurios, el viento húmedo del río te cala y se disipa el
embrujo que te subyuga durante el día. Ves la muerte venir, la presientes; no
lo has leído en ningún libro, ni oído en ninguna parte, pero temes ese
momento. Y lo que se teme se mastica entre dientes, y entonces te das cuenta
que eres el elegido para hacer que impere el orden y la justicia. Es entonces
cuando sin haberlo oído ni leído, sabes que ocurrirá.
Rafael Vargas tenía los días contados, su muerte era inevitable, como
también lo era su encuentro con Lucifer. A él y solo a él debería dar
explicaciones de sus hechos en la Tierra.
No elegí el día, se lo concedió el azar. Fue un sábado por la noche, como
pudo haber sido un viernes o cualquier otro día de la semana o del siguiente
mes. Esa tarde, como todas, acudí con fe a rezar al que ya era la luz que me
guiaba en mis pensamientos y oraciones hacia Dios.
Encendí cuantas velas pude, no me importó que el sol aún mostrara su
poder sobre la plaza. Me arrodillé. Su sombra me protegía de los ocho faroles
que le acompañaban noche y día; se desprendía un fuerte olor a aceite y a vela
derretida. Llevaba dos días sin ver a Julia, la incertidumbre por saber si la
habría ocurrido algo me producía inquietud. Un fraile franciscano se arrodilló
a mi lado.
—¿Eres Doménico? —me preguntó.
—Sí, soy yo —respondí con miedo a lo que me pudiera decir.
—Te traigo un mensaje de sor Inés. Soy su confesor —puntualizó
secamente.
—Le escucho —dije sin mucho convencimiento, mientras un ligero
temblor se apoderó de mis piernas.
—Es breve, hijo, sor Inés te ruega que vuelvas a Toledo y pongas tu alma
en manos de Dios. Ella hará sus votos solemnes y perpetuos de pobreza,
castidad, obediencia y clausura. Tomará el silencio como oración continua de
fe y espiritualidad y se entregará a Dios de forma mística y simbólica.
También quiere que sepas que hasta su muerte te tendrá presente en sus
oraciones y pedirá a Dios que te haga cambiar —concluyó con el mismo tono
de voz.
Me quedé pensativo, triste, aturdido, fue un duro golpe de digerir. No
encontraba ninguna palabra para asumir la decisión de Julia. Contuve mi
rabia, cerré los puños alrededor de los barrotes, que me separaban del Cristo
sobre la cruz, con tanta fuerza que sus aristas cortaron mis manos. Un hilo de
sangre bajaba por mi puño al suelo coincidiendo con una de las velas,

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apagándola. El calor sofocante dio paso a una tormenta de primavera, a lo
lejos se oían truenos, el cielo comenzó a perder su azul mar, densos y oscuros
nubarrones taparon la luz del sol.
—¡Vaya! Parece que va a llover —atiné a oír al fraile. No respondí,
lentamente fui cesando la presión sobre los barrotes. Miré al fraile de soslayo,
hice una mueca, me levanté y le dije:
—Gracias por todo. Dígale, por favor, que no rece por mí, Dios no la
escuchará.
—Así lo haré. Una última cuestión, ¿deseas confesar tus pecados?
Podemos hacerlo aquí mismo.
—Yo no tengo pecados, quizás sea la respuesta al pecado heredado de
otros —espeté mirándolo con frialdad—. Y ahora tengo que irme, Él me ha
vuelto a abandonar.
Un fuerte aguacero cayó en un momento, dirigí mis pasos hacia ninguna
parte. No sé cuánto tiempo estuve deambulando por las calles bajo la lluvia.
Llegué a casa completamente mojado, decidí darme una ducha. Sonó el
teléfono, era Luis Alfonso. Me dijo que, si quería, había una vacante en la
Universidad Laboral de Toledo para el próximo curso.
—Sí, señor, acéptela. Aquí se me acabó el tiempo —aduje con lágrimas a
punto de recorrer todo el mentón.
Luego, mi madre me contó que Luis estaba muy enfermo, que no me
habían dicho nada para no intranquilizarme.
Serían las doce de la noche, olía a mojado, presentía la muerte de Rafael
como un sacrificio al Dios de Julia. Lo encontré en el parque La Victoria,
bebía cerveza y en la otra mano un porro. Me dirigí a él y le anuncié:
—Vargas hoy será tu gran noche, bailarás con la más guapa hasta el
Infierno.
—No entiendo nada de lo que me dices, Domingo —me dijo riéndose.
Cristóbal me había hecho llegar la metadona, solo faltaba comprobar si era
cierta su fama de letal.
—¡Vámonos de aquí! —le ordené.
Tomamos dirección al barrio judío, dejamos a nuestra izquierda el
hospital de la Cruz Roja. Procuré buscar las zonas oscuras del parque, durante
todo el trayecto yo iba delante y el detrás, trataba de que nadie se percatara de
mi presencia junto a él. De vez en cuando le oía quejarse de mi rapidez; otras,
le oía reírse, con esa risa tonta característica de los que están bajo los efectos

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de las drogas. Dejamos atrás la sinagoga y allí, junto a las murallas
construidas en épocas romanas y convertidas en muralla de protección de la
Medina califal que dan acceso a la Puerta de Almodóvar, había una zona sin
iluminar, con un pequeño jardín dentro del cual se encontraba una estatua en
recuerdo de Averroës.
No fue al azar, elegí este lugar para que Averroës fuera testigo de la
justicia que iba a impartir a un desalmado al que no le importó nada destruir
la vida de una cría ni el daño que hizo a sus padres. Fue cadí, juez, de
Córdoba y seguro que el fallo de su sentencia hubiera sido la muerte del
asesino de Silvia.
—Descansemos —le dije cuando llegó hasta mí.
—¡Joder, tío! Espero merezca la pena lo que me vas a dar, me traes con
los huevos en la boca —farfulló.
—Ya lo verás, me la han traído de Alemania, dicen que la tomaba el
mismísimo Jimmy Hendrix.
—¡Puff!, ¿no me matará a mí también?
—No. No fue esta la que lo mató. Anda, mientras la preparo, ve a buscar
unas cervezas al bar de Ibrahim —le dije dándole un billete de cien pesetas—.
Y no tardes o no la comparto contigo.
—Vale, tronco, tú espera que Varguitas siempre vuelve.
No tardó, la adicción le podía. Le pregunté si había algún colega en el bar
y me replicó que solo estaba el viejo. Trajo cuatro cervezas.
—Me ha dicho que le devuelva los cascos y que, por si acaso no volvía,
me los cobraba. Qué cabrón el viejo, es un auténtico judío —adujo, echándose
a reír. Pronto dejarás de hacerlo, pensé.
—Siéntate ahí, junto al pedestal de la estatua —le dije—. Toma, póntela
tú y no seas cabrón y deja para mí.
Se bebió dos cervezas de un trago. Lo miré y me dijo:
—No te enfades hombre, es que tengo mucha sed. Luego vuelvo a por
más.
Era un arte ver cómo se preparaba el brazo, fueron unos segundos. Tal y
como me imaginaba se metió toda la jeringa en vena. Le puse otra cerveza al
lado, la cogió y trasegó su contenido al fondo de la garganta. La luna brillaba
y una luz tenue sobre la muralla, cuya finalidad era no dejar solo por las
noches a Averrroes. Serían los únicos testigos mudos del desenlace que en
breves momentos ocurriría.

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—¿Has bebido antes? —inquirí.
—Varguitas,…siempre… —se echó mano al estómago, un sudor frío se
apreciaba en su cara ya pálida. Su respuesta fue un eructo estruendoso. Las
pupilas se le dilataron puntiformes. Vomitó.
—Domingo, llama a una ambulancia, estoy muy mal, tengo frío —
mascullaba, apenas podía hablar. No podía respirar, jadeaba. Las piernas le
temblaban, convulsionaba.
—No llamaré a nadie, morirás solo. ¿Recuerdas a Silvia? —Asintió con
un movimiento de cabeza—. La dejaste sola y huiste, ahora te toca a ti
caminar por caminos angostos, como angosta y ruin ha sido tu vida. Con tu
muerte eliminamos de esta sociedad a un asesino silencioso. Silvia descansará
en paz y, mañana cuando sus padres se enteren de tu muerte, también
descansarán, pues se ha hecho justicia.

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Capítulo 14

El librero de Toledo

«En la ley de la muerte es que ninguna creatura


viviente permanezca por siempre».

Anónimo

No creo que Rafael Vargas terminara de oírme, sus labios y uñas se


tornaron azules; a un espasmo siguió otro más fuerte hasta que entró en
coma; abrió los ojos, me miró, el iris y la pupila habían desaparecido, todo el
ojo era ahora de color azul. Dejó de moverse, su cabeza se ladeó.
La justicia había imperado por el bien del orden social. Murió como
vivió: solo; la heroína lo había convertido en un ser introvertido y solitario.
Ya no haría más daño a nadie, ni siquiera a quienes le dieron la vida.
—Dices que sus padres dejaron de sufrir, ¿cómo puedes saber eso si
nunca has tenido hijos?
—No he hablado de sufrimiento, sino de que ya nunca más les haría
daño. Y ahora te pregunto yo: ¿acaso crees que por el mero hecho de ser
padres se sufre por los hijos?
—En cierto modo sí.
—¿Sí?, pregúntales a aquellos que son abandonados por sus
progenitores, o a los que sufren de su violencia o abusos sexuales, o a los que
ven cómo se maltrata a su madre. En cualquier caso, no estamos aquí para
defender o acusar a los padres, sino para que oigas mi historia y me ayudes a
resolver las dudas que tengo pues, a buena fe, que confío en que sabrás
hacerlo y contarlo después.
………………………………………

El saber que nunca más volvería a ver a Julia precipitó los


acontecimientos sobre la muerte de Vargas, quizás si ella hubiera vuelto

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conmigo lo habría podido perdonar.
Volví a Toledo al acabar el curso académico; en septiembre iniciaría mi
segundo año como profesor en otra Universidad laboral. Pero antes debía
averiguar quién recibió la carta-diario de Julia y decidió ocultarla. Tenía
razonables dudas sobre quién podía ser y también el porqué de no dármela
nunca.
No fue nadie a recibirme. El andén estaba bullicioso de gentes que iban y
venían; padres despidiendo a sus hijos que marchaban a la mili; jóvenes
guapas besándose con sus novios que volvían de estudiar en Madrid. Para
todos había alguien esperando; para todos menos para mí. Esos momentos te
generan sensación de soledad, al fin y al cabo no debería preocuparme pues
fui yo quien decidió, con mi aislamiento, apartarme de todos, de todos menos
de ella.
Después de un año creí que mamá Vega iría a recibirme mas no lo hizo.
Tras unos instantes de melancolía egoísta, busqué en mi interior mi karma,
llené de energía positiva mi ego y entonces otra sensación negativa ocupó el
espacio de la anterior. Algo le pasaba a mamá para que no hubiera ido a por
mí. Salí con rapidez de la estación y me dirigí a casa de Luis. Abrió mi madre
llorando; me dijo que no pudo ir a recogerme porque Luis Alfonso estaba
muy grave.
—Se muere, hijo —me susurró con gran pena.
—¿Qué le ocurre? —inquirí a sabiendas de que mi pregunta no la
consolaría.
—Dicen que es cáncer, no le queda mucho tiempo. Un mes, quizás tres.
Ahora está en manos de Dios. Todo fue repentino.
La abracé y desazonada lloró sobre mi hombro. Hablaba y lloraba,
balbuceaba palabras que apenas podía entender.
—Desde la muerte de tu padre siempre estuvo pendiente de nosotros,
sobre todo de ti —me musitaba entre sollozos.
—Tranquila, lo sé todo —traté de consolarla. Espero estar a la altura y, en
estos sus últimos días, pagarle lo que le debo con mi gratitud.
—Gracias, hijo. También quiero decirte que nunca hubo otro hombre que
no fuera tu padre.
—Mamá, no creo que este sea el momento —protesté, no muy seguro de
que me hiciera caso.

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—Sí lo es. Luis nunca dejó de amar a su Soco, como a ella le gustaba que
la llamase. El casarnos fue idea suya para que nos diéramos compañía el uno
al otro; siempre me decía que estábamos muy solos; él presentía que su
muerte sería más pronto que tarde. Como buen hombre de carrera lo tenía
todo pensado. Tú heredarás todo su dinero y propiedades.
Aquello me dejó impresionado, sin palabras. ¿Por qué a mí? ¿Qué extraña
deuda querría pagar con este gesto? Dice la Biblia que los caminos del Señor
son inescrutables y que escribe recto con renglones torcidos para que
podamos cambiar o modificar aquellas cosas que hicimos mal y que aún
estamos a tiempo de corregir en esta vida.
—¿Y a ti qué te deja? —inquirí secamente a mi madre, retirándola de mis
hombros para poder ver sus ojos.
—¿A mí? —farfulló de manera inteligible.
—Sí, mamá, a ti, al fin y al cabo tú eres la que lo ha cuidado.
—La pensión de viudedad —musitó sin mostrar gesto alguno que me
hiciera concebir algún atisbo de alegría o malestar.
El muy hijo de puta lo tenía todo estudiado, hasta el mínimo detalle. Hasta
ese momento, nunca hubiera creído que el ser humano fuera tan minucioso
con las cosas terrenales sabiendo que su muerte estaba cercana. Estaba claro
que mi capacidad de aceptación de actos locos de los humanos, no era muy
boyante que digamos. Siempre pensé que sus conductas eran más simples,
estaba claro que con el comandante me había equivocado.
—De acuerdo, no volveré a hablar más de este tema. ¿Puedo pasar a
verlo?
—Sí, te está esperando. De lo hablado entre nosotros ningún comentario
—concluyó mamá Vega.
Ante mí se encontraba un simulacro de ser humano, nada que ver con
aquel hombre alto y fuerte que yo conocí. Aquel cuya presencia intimidaba;
sí, aquel cuya mirada hacía que el más rudo de los militares se cuadrara y no
se atreviera a mirarle. Solo habían pasado seis meses desde la última vez que
lo vi, apenas se pudo levantar a saludarme, si lo consiguió fue por esa pasta
especial que moldea a las gentes de honor. Lo que estaba dentro del pijama
era un cuerpo enjuto, encorvado. Me afectó el verle así, en mis alforjas
llevaba desde hacía tiempo preguntas que hacerle. No pude acometer tal tarea.
Habría sido inhumano, pensé.

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—Don Luis, ¿cómo se encuentra? —le saludé con una perogrullada pues a
la vista de cualquier mortal, con dos dedos de frente, quedaba evidente el
estado físico y anímico del Comandante.
—No muy bien, Doménico, pero no me quejo. Pedí a Dios me dejara vivir
para despedirme de ti y pedirte perdón por todo el año que te hicimos entre
todos.
—No debe pedirme perdón, yo no soy el que debe perdonarle. Si algo
debe, será Él quien tenga que darle la absolución y la penitencia.
Ambos guardamos silencio. No debí hablarle así, al momento me estaba
arrepintiendo de lo dicho. Aún con porte y dignidad no pudo evitar que sus
ojos se humedecieran. Cuando pudo rehacerse de ese golpe bajo, alzó el
cuerpo con marcialidad y levantando la testa me miró y sin pestañear me
anunció:
—Yo soy… el gran Senescal de la Hermandad, aquel al que llevas tiempo
buscando.
—Lo sé desde antes que pidieras en matrimonio a mi madre. Me lo contó
Sagrario, que en paz esté —le repliqué.
—Lo sabías y lo permitiste.
—Sí. Y desde ese día esperé este momento. Y ahora dígame: ¿ordenó la
muerte de mi padre?
—No. No lo hice. Cuándo me enteré, me di cuenta que habíamos violado
los principios por los que fundamos la Hermandad del Alcázar. Fue una
acción individual de Esteras en confabulación con sus acólitos. Entonces
como mal menor decidí protegeros a ti y a tu madre. Luego tras tu romance
con su mujer, los acontecimientos nefastos se sucedieron a gran escala.
Esteras quiso eliminarte y se lo impedí permitiendo el destierro de Julia; el
mismo día que lo asesinaron trataron de hacer lo mismo con ella. No tuve
nada que ver con ninguno de los dos. Las noticias me llegaron a modo de
hechos consumados.
—¿Qué sabe del diario que Julia me envió? —inquirí.
—Mira aquella caja —me dijo señalando a la librería—. ¡Ábrela!, en su
interior está lo que buscas. Es un sobre grande.
Nervioso fui hasta donde me indicó, con cuidado retiré las carpetas que
tenía encima. Aparté la tapa, en su interior documentos agolpados y sujetos
por gomas, despacio los fui levantando de uno en uno, hasta que un sobre
blanco descolorido se puso en mi camino visual. Iba dirigido a mí, estaba

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cerrado. Lo cogí con mimo, durante un tiempo permanecí inmóvil con el
sobre entre las manos. Oí a Luis decirme:
—Nunca lo abrí. Llegó dos días después de la muerte del capitán. Tú
desapareciste en busca de la protección de Giovanni. Después no consideré
procedente dártelo, quise evitar hacerte más daño. Quizás me equivoqué.
Mientras me hablaba, y sin prestarle demasiada atención a lo que me decía
aquel hombre en los umbrales de su muerte, mis ojos se encharcaban de un
líquido acuoso. Decidí abrirlo, eran nueve cartas como nueve son los meses
de gestación de una nueva vida en el vientre materno. En cada sobre unos
folios escritos con exquisita caligrafía. No pude contener las lágrimas
conforme iba leyendo con ternura cada letra, cada palabra. Al fondo vi cómo
su sombra se acercaba al sillón orejón y se acomodaba en él. Besé una a una
cada hoja, mis lágrimas se fundían con las que ella depositó los días que las
escribió, así la tinta se desparramó mezclando las palabras de un reglón con
las del otro. Nuestro amor permanecería de por vida.
Traté de doblarlos tal y como ella lo hizo, volví a introducir cada folio en
su carta y todas ellas en el sobre. Avancé hacia donde Luis permanecía
impasible, en espera del golpe de gracia.
—No tenías ningún derecho para secuestrar mi futuro. Mi rabia me pide
que ajuste cuentas contigo. Pero mi mente me dice que te deje morir solo, con
tu pena y sin mi perdón —le espeté apuñalándolo una y mil veces con mis
ojos, clavados como dagas, sobre los suyos.
Mi mirada asesina, desalmada, no consiguió amilanarlo, al contrario, un
aura brillaba en su rostro con más energía que cuando nació, emergía desde su
interior a pesar de su estado y la edad que tenía; en su semblante sin odio
percibí una ligera sonrisa. Probablemente la confesión le liberó.
—Me hubiera gustado morir con tu perdón —me dijo. Se detuvo unos
instantes para toser, se tapó la boca con un pañuelo y al retirarlo observé
grumos de sangre—. Antes de irte, antes de que me vaya, quiero decirte que
estés alerta, el peligro para ti aún no ha terminado; creen que sabes, que tienes
la clave del oro que robaron tu padre y los otros. La solución a tanto misterio
está en tu casa del Callejón de los Muertos.
—¿Por qué mintió a la policía? —le pregunté.
—Creo que estás implicado en todas las muertes y desapariciones por las
que te preguntaban. Pero no podía dejar que te hicieran nada. Trebujillo lo
entendió, su compañero Campos no, por eso tuvo que morir.
—¿Qué es lo que el inspector Campos no entendió? —repliqué.

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—Él no era de los nuestros, Trebujillo lo fue y tenía que colaborar
conmigo, aún le quedaban obligaciones de honor por saldar. Tú eres parte de
la Hermandad, estábamos en deuda contigo. Tus actos son nuestra
responsabilidad, eres el resultado del daño que entre todos te hicimos.
—¿Fue usted el que corrió el mueble del salón y llevó la estatua, verdad?
—musité con un tono de voz suave, tratando de acercarme a su corazón.
—No. No lo hice ni ordené que se hiciera. Traté de localizar a Sagrario
por si ella sabía algo sobre lo que te había ocurrido. No la encontramos hasta
el día de su muerte —la expresión de su mirada denotaba abatimiento y dolor
—. ¿Era necesaria su muerte? —inquirió, dando así por concluida la
conversación.
—No. No lo creo, ni tampoco la de don Giovanni —repliqué.
Abandoné la estancia y lo dejé sepultado entre sus recuerdos. Al salir mi
madre esperaba sentada con la cabeza al regazo de sus manos, sollozaba. Me
oyó salir y entre lágrimas me dijo:
—¿Tanta crueldad era necesaria con un moribundo?, ¿en qué te has
convertido?, no te reconozco hijo mío.
Volví sobre mis pasos y le dije:
—Don Luis, quiero que sepa que le estoy agradecido por lo que hizo por
nosotros y le pido perdón por haberle defraudado, he sido un estúpido ingrato.
Asintió. Un golpe de tos le obligó a abandonar su postura marcial.
Después de tanto tiempo esperando ese encuentro, mi sensación no era la de
un ganador, sino la de un vulgar justiciero. Mamá Vega tenía razón al
preguntarme en qué me había convertido. Ahora sí, con la carta de Julia entre
mis manos, me fui; necesitaba soledad para leerla y encontrar mi karma.
Deambulé por las callejuelas de la ciudad y de repente allí estaba delante
de ella. Aún continuaba la cinta de plástico de la policía prohibiendo el paso.
Estaba todo sucio, descuidado. Del alfeizar del único balcón colgaban ramajes
secos con olor a muerte, delataban el abandono dando una imagen tétrica y
siniestra. El moho se había adueñado de la pared que un día fue mi santuario.
Abrí la puerta con no poca inquietud. Después de conocer por boca del
mismísimo Senescal que nada tuvo que ver en lo que allí ocurrió, ya no me
sentía seguro. Todavía el sol daba bocanadas antes de irse a dormir. Los
últimos suspiros de su ocaso daban luz suficiente para poder ver en su
interior.

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Cerré la puerta y abrí las ventanas para que entrara aire limpio. Me planté
frente a la estatua de Mama Genita a la cual agradecí su ayuda. Todo lo que
sobre ella se decía se había cumplido. Su leyenda se magnificaba. Dios me
hizo ver su poder a través de ella.
El alba me sorprendió meditando. Sus tenues rayos rojizos se aferraban a
mis ojos cerrados queriendo entrar en ellos a la fuerza. Sentado sobre mis
piernas enlazadas, con el cuerpo erguido y su carta de amor en mis manos.
Los dedos los tenía juntos para evitar que ninguna letra se escapara entre
ellos. No pude evitar que los sonidos de la mañana me interrumpieran. El
tañido de las campanas anunciaba un nuevo día; un gallo hacía tiempo que se
le adelantó. De mis ojos cansados caían gotas húmedas de amor, que se abrían
camino entre cada palabra que Julia escribió para mí. La luna, por fin, se dio
por vencida de esperar a su amante y se retiró a dormir. Yo también estuve
toda la noche en vela, velando por mis sueños, por mis recuerdos más eternos.
Juré que nunca entregaría mi alma a ninguna mujer. Juré perdonar a Luis
Alfonso, al fin y al cabo él nada tuvo que ver con mi tragedia. Cuando tienes
el corazón abatido por la fatalidad del destino es difícil no jurar venganza, y
por ello volví a jurar que no descansaría hasta saber qué le pasó a mi padre
aquella noche. Una noche transgresora que me robó la vida, arrojándome al
crepúsculo de una infancia feliz como la de cualquier niño.
Aparté la estatua y corrí el mueble para poder entrar al pasadizo. Pensé
que habían pasado unos años desde la última vez que estuve en su interior.
Allí me encontraría con el polvo de lo que un día fue el cuerpo de un hombre.
Conforme iba bajando hacia la sala, los recuerdos venían a mi mente como
corceles desbocados. No tenía miedo. Sí tenía encogido el aliento por lo que
allí ocurrió un día.
El pavimento de la sala continuaba levantado. No. No había restos de
Miguel. Empecé a gritar, a gritar cada vez con más fuerza, doblé las rodillas y
golpeé el suelo no una, sino mil veces; los nudillos me dolían, brotaba la
sangre. Lloré amargamente mi desesperanza, no entendía nada.
Desperté bañado en sudor y sangre. Entonces miré despacio, sin prisas.
Paré el tiempo sabiendo que en esa sala estaba la clave de todo. Miré al techo
y adiviné que en su día alguien retrató su momento de gloria con las pinturas
más puras que tuviera entre sus manos. Eran unos frescos muy antiguos,
quizás de la época bizantina. No recuerdo que Miguel hubiera limpiado con
tanta pulcritud y esmero. De haberlo hecho él, sería con piqueta y maza.

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En la gran sala oval donde me encontraba, podría distinguir pegadas a la
pared las figuras de caballeros armados. Eran siete, pero no mantenían una
distancia equidistante entre ellas. Algunas estaban juntas y entre unas y otras
aparecían un hueco o dos, en donde fácilmente, en sus inicios, se pudo
incrustar otra imagen. Ahora quedaba el hueco.
Me levanté y mentalmente fui pegando una estatua a la otra en los huecos,
procurando mantener una distancia razonablemente igual entre todas.
Conseguí sumar once, ¿por qué once?, —me pregunté—, ¿qué representa el
once? Nada, el once no es nada, respondía yo una y otra vez.
Cuánta historia y enigma tenía ante mí y no atinaba a entender su
significado. La clave estaba en la persona que me ayudaba: en mi protector
anónimo. Él entraba y salía de allí cuando quería, a veces tenía la presunción
de estar espiado constantemente. Él cambió la imagen inicial de la sala,
cuando años atrás logré llegar a ella y percibir que disponía de cuatro
entradas. Ahora no eran cuatro, sino once posibles entradas.
Llegué a la convicción que perdería el juicio si no salía de allí, debía
buscar ayuda.
Decidí ir de nuevo a la consulta del doctor Merino. Sí —me dije—, él
encontrará la forma de que mi mente inquieta deje de maquinar. Llamé a su
consulta y su secretaria me dio cita. En la sala de espera había cambiado la
decoración, pero seguía siendo un lugar triste, apenas entraba la luz del sol
por los dos grandes ventanales que tenía. Unas enormes cortinas, pesadas,
bajaban desde el techo hasta el mismo suelo. Las paredes estaban pintadas
hasta un metro de altura, como de un gris acero de baja calidad, destacando
los tonos marrones que se generan cuando el acero se oxida, creando ese color
característico. Un perfil de madera cubría todo el perímetro de la sala. Desde
ahí al techo, toda la pared forrada de madera, me pareció de mal gusto y
tétrico, para nada acorde con su finalidad, es decir, la de generar optimismo y
felicidad a cuantos acudíamos a las sesiones de psiquiatría.
Láminas de Goya, aquellas en las que retrató los horrores de la guerra,
adornaban las paredes. Aquello parecía más una sala de iniciación a la locura
que a la cura de enfermos. De pronto sonó mi nombre. Una mujer joven,
tímida, escondida detrás de unas grandes gafas y protegida por una bata
blanca, con manchas de tinta de todos los colores alrededor de su bolsillo
superior, fue la responsable de tan linda sonoridad. Creo que jamás había oído
mi apellido de forma tan sensual:

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—Señor Aspartana, el doctor Merino espera para atenderle —anunció, sin
apenas mirarme.
—Sí, gracias —mascullé, pasando por un pequeño espacio entre su cuerpo
y el marco de la puerta. Su aroma me embriagó, el olor de su piel me
proporcionó una ligera erección de vergonzoso calado, pues no era el
momento ni el lugar para esa sensación.
—Doménico, hombre, ¿cómo te encuentras? Me alegra verte, aunque no
por aquí —oí la voz grave del doctor Merino, tratando de hacerse un hueco
entre sus dientes amarillos producto de lo mucho que fumaba.
—Bien —le respondí—. Yo también me alegro de verle doctor.
Me pidió que me sentara, hablamos de lo efímero y de lo eterno. He de
decir que el doctor sentía cierta empatía hacia mis desórdenes psíquicos. Le
conté lo que me interesó que supiera sobre la casa del Callejón. Me aconsejó
realizara actividad distinta a lo que venía haciendo y volvió a recomendarme
consumo de medicamentos. Le pareció genial la idea de abrir una librería,
pues permitiría que mi mente volara hacia otro tipo de problemas. Me pidió
que no volviera a mi santuario.
—Probablemente esa casa esté endemoniada y te produzca efectos
negativos —me sugirió—. Mantente firme en la idea de abrir la librería,
aunque no será un negocio para hacer dinero. Seguro estoy que sabrás
enfocarla y serás conocido como «el librero de Toledo».
Ambos nos reímos, me hizo gracia su profecía. Pasados esos instantes le
pregunté:
—Doctor, ¿cree en los fenómenos paranormales?
—Como hombre de ciencia no descarto nada, como hombre de fe
creyente, si existe un Dios único y verdadero ¿por qué no ha de existir el mal?
Pero en tu caso, puede que todo esté en la crisis de falta de identidad que
padeces —replicó con una sonrisa, volviendo a mostrarme una panoja de
dientes abandonados al sarro.
—¿Y el número once?
—¿El número once? —replicó—. El once no es nada, salvo el número que
llevaba Paco Gento en su camiseta —terminó de decirme con una risa
estruendosa.
—No entiendo —dije poniendo cara de asombro.
—No pongas esa cara hombre, sé que no te gusta el fútbol, pero Gento es
el único que ha ganado seis copas de Europa y un poco de conocimiento

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general tampoco va mal —guardó silencio y mostró su imagen más
circunspecta, cruzó los dedos de sus manos, me miró y, a bocajarro, me
repreguntó:
—¿Acaso sueñas con ese número? ¿Tienes pesadillas y aparece de alguna
forma en tus sueños?
—No, no es nada de eso, es curiosidad —mentí, formando la mentira
parte de mi forma de ser habitual, la había convertido en un arte y las echaba
como algo natural cada vez que hablaba.
Nos despedimos y me dio cita para septiembre. Cuando ya estaba casi
fuera le oí decir:
—El doce.
Me paré en seco. Tardé en reaccionar, cuando lo hice me volví y pegunté:
—¿Cómo dice?
Él ya no me esperaba, había vuelto sus ojos hacia sus informes y anotaba
en ellos, quizás las observaciones sobre mi visita. Carraspeé para llamar su
atención, se quitó sus grandes gafas y al fondo de ellos pude ver sus pequeños
ojos negros, escondidos detrás de una gran nariz que se apoyaba sobre un
bigote canoso y a la vez amarillento. En sus cejas descuidadas, había más pelo
que en su frente.
—¿Le preguntaba qué quiso decir con el «doce»?
—¡Ah! Doménico, siempre alerta. Te decía que el doce es la clave para
entender las distintas etapas de la humanidad civilizada. Sobre todo, la
relacionada con la cristiandad. Doce eran los frutos del árbol de la vida.
Estuviste en Italia, ¿cierto?
—Sí, en Lucca —apunté.
—En el pórtico de la catedral de San Martín hay una columna tallada
representado el árbol de la vida, data del siglo XIII.
—Pero sigo sin entender nada.
—Ya eres profesor, debes buscar por ti mismo la solución a tu problema.
Yo, al fin y al cabo, soy lo que soy y debo dejarte a ti el estudio y
conocimiento del número doce, ese es tu dilema —concluyendo de esta forma
el enunciado del misterio del número doce.

Seguí los sabios consejos del doctor Merino y dirigí toda mi energía hacia
la consecución de mi nuevo proyecto. Tanto Berto como Isabella se

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mostraron entusiasmados y dejaron todo para ayudarme. Nos instalamos en
casa de mi madre en la avenida Reconquista. Acondicionamos el local en
menos de dos meses, ellos se dedicaron a las tareas de la restauración,
mientras yo hacía lo propio en busca de proveedores.
Como bien dijo el doctor, no sería un negocio para hacerme rico, tampoco
me importaba pues ya tenía dinero suficiente. Tampoco era un riesgo
empresarial con pérdidas, el beneficio era de un 30 % sobre ventas, lo cual
tampoco estaba mal teniendo en cuenta que las editoriales me permitían
devolver aquellos libros que no vendiera; algunas me hicieron un depósito y
cobraban según se vendían sus libros. En la visita a una de ellas me animaron
a extender el negocio a la campaña de libros de texto para escolares.
—Escuche Doménico, en España se lee poco, pero en cambio existe la
obligación de que los padres compren los libros de texto a sus hijos al inicio
del curso. Su comisión es menor, un 25 % pero si vende podrá dedicar esos
beneficios a otras tareas de su proyecto.
A la vuelta de cada visita nos reuníamos los tres y estudiábamos cada
catálogo, cada iniciativa. Nos pareció buena la sugerencia de entrar en el
mercado de los libros de texto y fijamos como estrategia hacer un 10 % de
descuento a todos los que adquirieran su material escolar en nuestra librería.
Éramos conocedores de que la información sobre qué libros se utilizarían en
cada colegio sería difícil de obtener, pues la mayoría se la facilitaban a ciertas
librerías ya existentes. Otro problema lo encontraríamos en bachilleres, donde
la lectura obligatoria de determinadas novelas, tan solo la conocía el profesor
y algunos de estos solo la facilitaban a una librería conocida por ellos.
Conforme aparecían dificultades, estas nos fortalecían. Algunos
problemas burocráticos surgidos con la administración, nos los solucionó
rápidamente Luis Alfonso; cada día más lejano a la vida, pero sabiendo que
podía morir tranquilo pues mi corazón lo había perdonado.
A mediados de agosto nos trajeron el rótulo. «Librería Papelería
Toletum» fue el nombre que elegimos.
Con tanto trajín mi otro yo se había calmado, dejé a un lado los recuerdos
del Santuario, de mi padre, de la Hermandad. Incluso llegué a olvidarme de
Julia.
Los albañiles descubrieron tras un muro la entrada a un semisótano. Berto
no les dejó descubrir más y les ordenó taparlo con rapidez. Su silencio nos
costó mil pesetas y su mirada intimidatoria. Ellos entendieron rápidamente
que tras aquellos ojos amenazantes no había farol: la mirada fija de Berto era

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la de un auténtico depredador, procuraba hacerlo siempre desde una posición
más alta que sus oponentes, no les miraba de frente sino con unos grados de
inclinación sobre su perfil. Cerraba los puños y entreabría un poco los labios.
Daba miedo, imposible permanecer impasible ante esa mirada, mejor
retirarse, opinaba todo aquel que era destinatario de ella.
—¿Qué haremos en la zona oculta, Doménico? —me preguntaron Isabella
y Berto.
Les sonreí y abracé. Nos separamos y les dije:
—Por ahora nada, pero Dios proveerá, tenedlo por seguro amigos míos.
—Dios no está para estas pequeñeces, Doménico, lo que nosotros no
dejemos atado, Él no lo tocará —replicó Berto con esa forma que tenía de
sentencia, dando por sentado que ya lo haría él.
—De acuerdo, Berto, pero si haces algo, mantenme informado —atajé la
conversación sin observar obediencia a mi petición.
El local quedó formado por dos plantas abiertas al público. Al principio
solamente abriríamos la parte de abajo.

En el primer día de septiembre, una noche torrencial nos trajo la muerte


de Luis Alfonso. La última tarde de agosto empeoró y en la más absoluta
intimidad su vida se fue apagando.
Apenas le quedaban unas migajas de aliento que robarle a la muerte, y aun
así tuvo fuerzas para volver a pedirme perdón.
—Nunca pensé que te dolería tanto no recibir aquella carta. Fue una grave
ofensa con la que te falté al respeto como persona —me decía apareciendo
unas gotas en su lagrimal, que ni fuerza tenían para salir de las cuencas de sus
ojos ya secos.
—Muera en paz —le sugerí—. La ofensa no ha de medirla quien la hace
sino el que la recibe y yo la doy por cobrada con su arrepentimiento.
—No abandones la librería, en ella encontrarás la paz que tu alma
peregrina necesita. Trata de olvidar todo lo concerniente a la Hermandad,
pero mantente siempre alerta pues aún quedan caimanes ansiosos de cobrar la
pieza de tu padre. A él nunca lo olvides y siéntete orgulloso de ser su hijo, fue
un hombre de honor.
Un último suspiro le sirvió para dejarle una sonrisa burlona a la muerte.
Nada quedó de aquel cuerpo que en vida pateó montes y vadeó ríos y lagos en
busca de la gloria. El cáncer se lo había ido llevando día a día. Bajo el pijama

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de cuadros tenues y tonos vivos, que mamá Vega le había comprado aquel
día, no quedaba nada de carne, solo huesos. Ante mis ojos se presentaba un
cuerpo enjuto, con las venas color morado queriendo huir de sus manos
huesudas. Sobre él, a modo de cabecero un cuadro de Jesús en la Cruz, de
Velázquez. Es una pintura cruda —pensé—, donde se apreciaba la violencia
de su muerte y la paz en su rostro. Creo que Velázquez quiso plasmar que la
muerte, si te reúnes con el Creador, es dulce y hermosa. Y así fue la última
imagen que el Coronel nos dejó antes de partir a la búsqueda de su amada
esposa.
Miré a mamá Vega y vi cómo lloraba, tanta emoción embargó mis
sentimientos y me dejé llevar. Cerré los ojos de un cuerpo consumido por la
enfermedad. Mamá Vega puso en su pecho un crucifijo, al igual que los
griegos hacían con sus muertos disponiendo unas monedas en los ojos y otra
bajo la lengua para pagar a Caronte, el barquero del mundo de los muertos,
que con su barca transportaba a las almas de orilla a orilla del río Aqueronte
hasta el reino del inframundo gobernado por Hades.
Quiso que nadie se enterara públicamente de su final. Renunció a sus
honores, en la muerte, como militar de carrera. Nos pidió que lo enterráramos
con su mujer. Después vinieron los de la funeraria y cerraron el ataúd.
Luis Alfonso murió con honor y con todo mi respeto. Alguien escribió
una vez: «Todo ser humano tiene el derecho natural al debido respeto de su
persona» —y yo añadiría— «tanto en la vida como ante la muerte. Descanse
en paz».
Dos días después, y en su memoria, inauguramos la librería. Fue todo un
éxito, conseguimos superar las previsiones de venta que nos habíamos fijado
como objetivo. Cada día nos quedábamos sin libros de texto. Cada mañana
antes de que el sol despertara de sus noches locas de amor con la luna,
hacíamos un viaje a Madrid a comprar el material agotado. Antes de abrir, y
con gente esperando ante la puerta, ya habíamos vuelto y repuesto las
estanterías.
En uno de esos viajes, el jefe de administración de una importante
editorial me presentó al responsable del almacén.
—López —gritó su nombre—. ¡Ven!, quiero presentarte a un nuevo
cliente al que, a partir de ahora, servirás directamente mediante albarán, ya no
hará falta que pague por adelantado.
López se acercó inmediatamente. Era una persona corriente, ni alta ni
baja, ni gordo ni flaco, con un rostro de lo más común, pero se le notaba

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bondad y buen hacer. Excelente memoria la suya, me comentó hasta el
mínimo detalle de mi primera visita.
—Hola, encantado de verle de nuevo —me dijo, extendiendo su mano con
firmeza hacia la mía.
—¡Vaya! Veo que le conoces —apuntó el jefe de administración no de
buen grado, pues le hubiera gustado quedar como aquel que me descubrió y
me dio cancha.
—Sí, claro que le conozco, es… es el librero de Toledo.

Tres semanas después me incorporé a mi puesto de profesor de Filosofía


en la Universidad Laboral de Toledo. En mi primera reunión de profesores,
me llamó poderosamente la atención la presencia de un profesor metido en
años. Sus ideas y su forma de hablar me recordaban a tiempos de plena
efervescencia fascista del régimen que agonizaba. Tenía a todos los
profesores, jóvenes y mayores, sometidos a sus improperios. Era delgado y
fuerte como una caña de bambú, su nariz aguileña y grandes patillas me
recordaba más a un bandolero de Sierra Morena que a un docente. Con el
tiempo descubrí que, al igual que esos personajes de principios del siglo XIX
que campaban por las Sierras de toda Hispania en su lucha contra el invasor
francés, él también era un personaje de la Hermandad y que se quedó en eso,
en un vulgar matón.
Reconvertido de profesor de Formación del Espíritu Nacional a preparar a
nuestros jóvenes en Educación Física, mostraba altanería ante el resto de
compañeros.
—Disculpe, ¿podría ser un poco más amable al dirigirse a cualquiera de
los aquí presentes? —le sugerí con la convicción de estar seguro de que mis
palabras agrietarían su poder.
—¿Cómo dices? —me replicó en tono chulesco.
—Por si no me hubiera explicado bien, se lo repetiré —mientras esto le
decía, yo permanecía tranquilo, casi de espaldas a él con una taza de café
entre las manos. Lentamente me giré hacia donde se hallaba mi interlocutor y
proseguí—. Le digo que su forma de dirigirse a determinados miembros de
este claustro no parece propia de alguien que está destinado a formar a futuros
caballeros.
Era un bravucón del tres al cuarto, trató de intimidarme con su mirada de
hiena. Como no lo consiguió, avanzó hasta colocarse a un metro de mí. Vi las

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caras de los presentes, todos aterrados. Entonces intuí, que pasara lo que
pasara, estarían conmigo, así que decidí seguir adelante sin dar un paso atrás,
ni tan siquiera para tomar impulso.
—Óyeme bien, rojo de mierda, eres insignificante y tus días aquí están
contados. Ya te observé desde que entraste a la sala, mas en ningún momento
me dirigí a ti —me replicó con furia, soltando al mismo tiempo palabras y
perdigonadas de saliva, que se fueron hacia mi oído y las otras a mi cara.
—Debe calmarse y procurar no amenazarme más, ni en público ni en
privado. Es cierto que a mí no se ha dirigido en sus monsergas caducas, pero
hace unos años, no muy lejanos en el tiempo, un pueblo fue cobarde y su
cobardía acabó con la vida de millones de personas.
Guardé unos segundos de silencio antes de proseguir. El silencio se hizo
solidario entre todos los presentes. Levanté mi mano y señalándole con el
dedo índice, le dije:
—Ahora le daré una cita, que es una adaptación de una poesía de Martin
Niemöller, aplicada a mi comportamiento, en referencia a su conducta para
con sus compañeros. Quizás un poco burda, aun así espero que la sepa
entender.
«Primero vinieron a buscar a los que tenían miedo y no dije nada porque
yo no tenía miedo.
Luego vinieron a por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie al que
le importara yo ni que quisiera hacer nada por mí».
¿Me he explicado mejor?, por cierto, me llamo Doménico Aspartana e
impartiré Filosofía a los chicos de BUP[3].
Como dos trenes fuera de control, nuestras miradas y muescas chocaron.
Fueron segundos. Alguien aplaudió; desde ese momento sabía que había
ganado la partida y a la vez un enemigo del cual sabía poco. El jefe de
estudios proclamó al instante un receso y nos pidió calma y cordura.
Mientras, nosotros como dos gallos de corral, continuábamos mirándonos,
midiendo nuestras fuerzas, marcando el territorio. Lentamente, con desprecio,
me fui girando hacia mi posición inicial, sin dejar de mirarle de soslayo, tal
como hace el torero, cuando abandona su última suerte al toro.
—Esto lo pagarás caro. No sabes en qué partida te has metido y en la
primera mano has apostado todo. Acabaremos contigo, italiano —me musitó.
Al oírlo, mi cuerpo quedó tenso tal y como si hubiera recibido una
descarga eléctrica. Aguanté la embestida y reconduje mi ira. Aquellas

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palabras me sonaron conocidas. Mi mente viajó en el tiempo, a mi infancia, a
una noche de invierno.
—¿Acaso sabes quién soy? —inquirí en un estado de máxima tensión.
—Sí, eres hijo de Salvatore, el italiano —me replicó con desprecio.
Ya sabía quién era, ni más ni menos que el que acompañaba al «Cara
Doblá» aquella noche, que de madrugada, furtivamente, se presentaron en mi
casa. Para cerciorarme, le pregunté:
—Una noche, hace muchos años, fuiste a mi casa a amenazar a mi padre,
¿cierto?
—Sí, fui yo —susurró para que nadie lo oyera—. Debimos acabar con
todos vosotros, pero nunca es tarde para acabar el trabajo. Con la muerte del
Coronel ya no tienes quién te proteja.
Se apartó de mí y abandonó la sala de profesores, dejando a su paso una
serie de amenazas a todos los presentes y, clavando en mí su mirada, hizo un
gesto con la mano hacia el cuello.
Una vez se marchó, los profesores que estaban dentro se acercaron hasta
donde yo estaba, unos a felicitarme por mi valentía, otros a recriminarme por
mi osadía. Alguno me reconoció y preguntó si era yo el que había abierto una
librería y roto el monopolio de las existentes.
A veces la fama te viene por el camino menos esperado. Tanto mi suerte
como la de Eufemiano, así se llamaba el cara de lápiz, —fue el seudónimo
que le puse—, ya estaba echada. Dejó de asistir a las reuniones de profesores,
su poder nacía de la todavía moribunda Hermandad y hacía lo que le venía en
gana. Alguna vez nos vimos por los pasillos o en la cafetería. A su mirada
desafiante yo respondía con una sonrisa. Mi actitud lo alteraba, mas yo no
entraba en su desafío. Frente a los que nos rodeaban, yo dejaba entrever que
era persona de paz. No obstante, permanecía en alerta, sin descuidar por un
momento sus movimientos.
Tanto Berto como yo decidimos darle un crédito a su vida, para que
cuando ocurriera nuestro encuentro nadie sospechara. La venganza se sirve en
plato frío, no tenía ninguna prisa por terminar con algo que comenzó hace
veinte años.

La campaña del libro de texto en nuestro primer año fue todo un éxito.
Compañeros del profesorado de la Universidad Laboral recomendaban mi
librería al alumnado.

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Las editoriales de prestigio quisieron trabajar con nosotros. Ya no era
necesario que pagara al contado. Isabella se incorporó a la Facultad de
Derecho, no sé si a cumplir sus expectativas o a satisfacer el deseo en vida de
su padre.
Pasaron los meses y el éxito me acompañaba. Abrí la planta de arriba.
Eran casi cien metros cuadrados. Creé un espacio para tertulias, para ello
dispuse sillones y sofás. Discutíamos sobre el contenido de tal o cual obra. De
vez en cuando colgaba algún cartel para llamar la atención de aquellos que
nos visitaban, les invitaba a opinar y a asistir a nuestras reuniones o
coloquios. Recuerdo con especial interés uno que decía: «Muéstrame un
matrimonio que no discute y te señalaré dos personas que no se prestan
atención». Nunca esperé que aquellas líneas trajeran tanta polémica. Quiero
acordarme que vino un sacerdote a visitarme y a pedirme que lo retirara pues
su significado iba en contra de lo proclamado por la Iglesia a favor de la
familia.
Me sonrojaba, cuando alguien solicitaba mi opinión sobre qué tipo de
enciclopedia o colecciones debían comprar para su salón decorado de esta o
aquella forma. Sin ningún atisbo de vergüenza me facilitaban las dimensiones
del hueco. A ser posible —me decían— nos gustaría que los lomos fueran de
un determinado color. Sin importarles el autor, la obra o la editorial.
Al principio trataba de convencerles, de asesorarles. Era en vano, no me
oían, no les importaba el precio ni la calidad de la obra. Sabían lo que
querían, aunque yo no lo aprobara. Claudiqué, era una lucha perdida en la
mayoría de las situaciones. Comoquiera que me proporcionaba pingües
beneficios y estos los podía dedicar a cuestiones sociales importantes, me dejé
llevar y acepté sus pretensiones.

Como siempre, los estados de ánimo me empujaban a olvidar el


tratamiento. Eran momentos de júbilo y felicidad, arropados, sin saberlo, por
la medicación que me daba el doctor Merino. Craso error por mi parte, y la de
aquellos que sufren algún tipo de disfunción mental, pensar que estamos
curados y abandonamos el tratamiento. Lentamente volví a mi estado de
pesadillas llenas de recuerdos. Alguna noche me desperté soñando que el
«Cara Lápiz» nos degollaba a mamá Vega y a mí.
Me entregué al estudio del número doce tratando de encontrar alguna
relación con la gran sala del santuario en el Callejón de los Muertos. Descubrí
que, ya desde el Antiguo Testamento, sobre este número giraban situaciones

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que marcarían el devenir de la humanidad. Reparé en que doce eran los hijos
de Jacob y doce las Tribus de Israel. Advertí que desde hace milenios de años
doce son los meses y dos veces doce las horas de cada día; que doce son los
signos del Zodiaco. Que doce fueron los astronautas que pisaron la luna. Pero
ninguna de estas observaciones revelaba nada sobre la incógnita de por qué en
la gran sala había once esculturas y no doce.

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Capítulo 15

María. Mi bella hurí.

«Nos enamoramos simultáneamente, de una manera


frenética, impúdica, agonizante».

Vladimir Nabokov
Lolita

Era una tarde de invierno triste y gélida. Un viento desagradable


empujaba la puerta una y otra vez haciendo chirriar los batientes. Olía a
humedad, se avecinaba tormenta. Le había dado el día libre a Patricia, la
joven estudiante que tenía contratada. Quería ser profesora de Historia y la
involucré en los hallazgos del número que me tenía totalmente abstraído. Me
dejó unos folios manuscritos contándome las excelencias y paradojas del
número doce con las matemáticas, química, astronomía,…etc., mas nada de
esto me servía para mis pretensiones de encontrar una relación coherente con
las figuras encastradas sobre las paredes de la sala.
Estaba alicaído, desganado, pensativo. No reparé en la presencia de quien
me hablaba delante del mostrador, hasta que una nueva oleada de aire entró
por la puerta y cambió el olor de humedad reinante por otro embriagador.
Entonces la oí:
—Perdone, ¿podría, por favor, aconsejarme sobre un libro para un niño?
Quien así me hablaba se ocultaba tras unas grandes gafas negras. Vestía
vaqueros y botas de alta montaña, qué tontería, eso me llamó la atención y me
hizo pensar que era diferente, tenía algo misterioso que la hacía distinta a las
demás. El cuello lo cubría con un foulard y todo su cuerpo lo abrazaba un
anorak azul cielo, el forro interior era de color beige.
Era joven, morena. No más de treinta años —pensé—. Se quitó las gafas y
las utilizó a modo de diadema. Entonces vi que sus ojos, tenían la tonalidad
del vinagre y que dependiendo de la luz se le tintaban a verde miel;

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desprendían una mirada hipnótica, eran grandes y rasgados. Solo una palabra
los definiría: preciosos.
Quizás un poco delgada para mi gusto. El olor de su piel mezclado con los
aromas del perfume que llevaba me dejó en estado de catarsis. Iba
acompañada de un niño y otra mujer.
—Buenas tardes —le dije, sin poder mirarla de frente. Estaba ruborizado,
y traté de disimularlo esquivando su mirada. Volví a sentir su voz melosa,
acariciando mi cara.
—¡Hola!, querría un libro sobre Dinosaurios para el niño.
—No tengo en estos momentos —mentí intencionadamente para volverla
a ver, era un viejo truco—. Puedo pedírselo si lo desea y en veinticuatro horas
lo tendremos. Por supuesto sin gastos añadidos y sin ningún compromiso, si
lo que le ofrezco no le gusta —mientras esto le decía, mi cabeza no era capaz
de subir la vista más arriba de sus labios—. Solicitaré me envíen varios
ejemplares distintos para que tenga donde elegir.
—Perfecto, gracias —sus labios, que cubiertos por una crema le conferían
un suave brillo, se entreabrieron para mostrarme una sonrisa limpia.
—¿A qué nombre quiere que haga la reserva, por favor? —le pregunté
como si eso fuera necesario. Me sentía torpe pero al mismo tiempo feliz por
ese juego juvenil en el que solo yo participaba.
—María, me llamo María Ruiz.
Al oír su nombre creí que mi corazón se desbocaría, como lo hace un
joven potrillo cuando le abren la puerta del corral.
—Bien, María, mañana sobre esta hora puede pasar a recogerlo —le dije
esquivando una vez más su mirada.
—Gracias —me respondió, obsequiándome con una sonrisa turbadora,
mientras del bolso sacaba un lápiz y lentamente, con él, humedecía y protegía
sus labios.
Había algo en ella que me hacía pensar que ya la conocía. Hasta que logré
conciliar el sueño permaneció en mi mente; la imaginé dando un paseo por un
parque en otoño, las manos entrelazadas; las hojas caducas, caídas,
convertidas en una cálida alfombra que envolvía nuestros pies al pisarla.
Imaginé cómo serían sus besos. Furtivamente la besé varias veces, despacio.
Recordé sus labios, su mirada y me atreví a desnudarla. No hay pecado en las
fantasías que uno crea, pero tampoco es muy honesto andar desnudando a la
gente aunque sea en sueños. En esas fantasías la lívido se derrama por todos

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los poros de tu piel, es libre, no conoce de prejuicios, pero es difícil hacerlas
realidad sin contar con la otra parte y sin herir sentimientos.
Al día siguiente por la mañana estuve algo inquieto, por un lado deseaba
volver a verla pero, al mismo tiempo, mi inseguridad me provocaba temor.
Ya, a última hora, y cuando no tenía esperanza en encontrarla de nuevo, me
llamó la atención una señora preguntando por una reserva sobre un libro de
dinosaurios.
—Perdone, ¿cómo dijo? —le pregunté, dudando de la impostora que tenía
ante mí. Como si todos los días alguien reservara libros sobre dinosaurios.
Había planificado una estrategia para verla, pero a veces jugamos a que las
cosas sean como soñamos y no pensamos que el destino cambia, hace y
deshace nuestras vidas cómo y cuando quiere.
—Le decía que ayer usted nos hizo una reserva de un libro sobre
dinosaurios para niños y nos dijo que hoy viniésemos a por él.
¡Cuánto dolor puede producir la desilusión! Con el paso del tiempo llegué
a pensar que mi corazón había sido inoculado con alguna sustancia que me
hizo inmune a cualquier tipo de sentimiento. Creí que después de Julia
ninguna mujer me haría temblar solo con mirarme. Por fin la bella María
estremeció los cimientos de mi sensibilidad. Quizás fuese un hechizo. Quizás
me hubiera curado y esa pena que se va reproduciendo en el interior por haber
tenido, desde la más tierna infancia, solo soledad, se habría convertido en
caridad hacia los demás. Quizás aquellas heridas producidas en el interior
ante todo lo vivido, habrían cicatrizado. Quizás el odio y ganas de venganza
ante todo aquel que se confabula con otros, o bien lo hace solo, para hacer el
mal a los débiles y que nacieron en mí por las situaciones vividas en mi
hogar, conseguirían que estuvieran muertas. Quizás sin la ausencia de un
padre que te guíe en el camino, no habría desencadenado en mí tanto
desapego por la humanidad. Quizás en estos momentos estuviese curado… y
todo gracias a una simple sonrisa.
—¡Ah! Sí, es cierto —murmuré—. Discúlpeme, cuál es su nombre.
—La reserva se hizo a nombre de María Ruiz.
—Un momento, por favor.
Me encontraba azorado y torpe como una mula. Abrí el cuaderno por
donde sabía que no lo había escrito, trataba de ganar tiempo y comprobar si
mi cerebro era capaz de ayudarme a encontrar un camino para averiguar por
qué ella no había venido. No fue necesario, la voz grave y autoritaria de mi

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interlocutora me despejó la pista para así poder estrellarme plenamente. Se
dio cuenta de que no buscaba donde debía y me interrumpió:
—Lo apuntó en aquel cuaderno —se atrevió a corregir mi rumbo, ¿acaso
era vidente?, me pregunté—, a lápiz. —Terminó de apuntalar sus palabras,
por si me quedaba alguna duda.
—Sí, es cierto, aquí está. Discúlpeme, la recordaba de otra forma.
—No fue a mí a quien atendió, yo estaba con el niño. La señora no pudo
venir, me ha pedido que le dé las gracias por las molestias.
Me dirigí a la estantería que estaba frente a mí. De mala gana separé los
libros de su hueco, los retuve un momento como si quisiera impregnar parte
de mi alma en ellos para que, cuando ella tuviera en sus manos el elegido, se
acordara de mi mísera existencia.
—Ya estoy aquí —cualquiera pensaría que me había ausentado unas
horas, me sentía atribulado por no tenerla allí, delante de mí, embriagándome
con su aroma—. Me he atrevido a pedirle varios ejemplares para que pueda
hacer mejor su elección.
—Gracias, ¿pero cuál elijo?, la verdad es que a mí estos bichos no me
gustan.
—Pues…, le recomiendo este —señalando un ejemplar y poniéndoselo
ante sus ojos.
—Y ¿de qué trata?
—Son respuestas a cientos de preguntas que los niños se hacen sobre la
vida y extinción de los dinosaurios.
—De acuerdo, espero que llame la atención de Nacho. Nacho es el niño,
¿sabe?, aunque en realidad se llama Ignacio —no pudo por menos que
esbozar una sonrisa, tímida eso sí, para proseguir—, desde que sus padres se
separaron el chico está un poco perdido.
—Vaya, cuánto lo siento. Estoy seguro que a Nacho le apasionará saber
cómo lo hice yo la primera vez que lo leí. Si por cualquier motivo no le
gustara, pueden volver a cambiarlo por otro, bien para él o para su madre o
incluso para usted —me miró con sorpresa—, estoy seguro de que algo tengo
en la librería que le guste.
Mientras envolvía el libro en un bonito papel de regalo, traté de entablar
conversación, con la cuidadora de Nacho, con el único fin de averiguar quién
sería la bella hurí que en un solo instante se había convertido en la dueña de
mis pensamientos. Me contó que era psiquiatra y que estaba en Madrid en un

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simposio sobre Psiquiatría. Que su exmarido era constructor y muy conocido
en Toledo. A borbotones soltaba intimidades de la que era su jefa. Así, de
golpe, me enteré de que mi mirlo blanco, mi diosa, era separada, pues el
divorcio no estaba legalizado, que tenía un hijo, al menos, y que era
psiquiatra.
Cuánto hubiera dado para que toda esa información me la hubiera
suministrado ella, envueltos en suaves y acaloradas gotas de sudor,
provocadas por la entrega, sin condiciones, de la pasión y el amor que llevan
los primeros encuentros. Entonces aquella mujer parlanchina entendió que
cuanto me contaba no era de mi interés y procedió a apremiar mi lento
envoltorio.
—Disculpe, ¿podría terminar? —le dediqué mi mejor sonrisa y dejé que
entreviera que su información moriría en mí.
—Sí, claro, perdóneme, es que se me fue el santo al cielo. Al oír esa
historia, no he podido por menos que abstraerme y recordar…, yo también me
crie sin padre. Pero no dude de mi silencio y discreción —ella me
correspondió con una sonrisa y, algo ruborizada, me dijo que se llamaba
Mayte, lo cual agradecí pues de esta forma le pude dar mi nombre—. Ya está.
Son trescientas veinticinco, que con el descuento por la tardanza se quedan en
trescientas pesetas. Dígale a la doctora que también tenemos libros de ciencia,
no solo novelas y cuentos.
—Se lo diré, no se preocupe.
—Pues que tenga un buen día, Mayte, y ya sabe que si necesita
asesoramiento para algún libro no lo dude, estaré gustoso en ser su cicerón.
Aunque no creo que necesite mi ayuda, pues denota ser mujer instruida y muy
culta.
—Muchas gracias, Doménico, ¿es así como se llama, no?
—Sí, es de procedencia italiana.
Se despidió con un adiós muy seco, sonó como la salva de un cañón.
Quizás motivado por mi torpeza en envolver el libro o tal vez por no prestarle
la suficiente atención y pensar más en María, mientras aireaba las intimidades
de aquellos que le habían confiado la seguridad de las mismas. Pues sabido es
que, para estas cosas, las mujeres tienen un sentido especial que las convierte
en un arma letal a la hora de percibir si estamos con ellas o fingimos.
Probablemente eso haría que no volviera a ver a María. Maldije mi suerte por
estúpido.

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………………………………………
—¿Por qué tenía el presentimiento de no volver a verla?
—Soy de la opinión que las oportunidades hay que aprovecharlas cuando
se te ofrecen. Y si no causé impacto en Mayte, difícilmente podría hablar bien
de mí y hacer que María volviera.
—¿Y volvió?
—No. No lo hizo.
………………………………………

Comencé a recibir llamadas anónimas amenazándome con quemar la


librería o acabar con mi vida. No tomaba en cuenta ni las unas ni las otras, el
régimen de Franco estaba agonizando, al igual que él, y eran los últimos
coletazos de los pequeños tiburones que veían que su reinado en la charca se
acababa. Me acusaban de rojo y pornográfico, por lo que entendía que los
insultos eran motivados por el contenido literario de la librería y no como
algo personal.
Un domingo por la mañana me llamó la policía municipal, solicitaban mi
presencia para reconocer los daños. Habían hecho pintadas e intentado
prenderle fuego. Hubo un mensaje especial que delató a uno de los
participantes o al que lo indujo a ello, decía: «Salvatore vas a morir».
La policía no se percató de este detalle ni yo se lo advertí, era un asunto
personal y sabía con quién lo tenía que litigar. Desde ese día extremé las
precauciones y me puse en alerta para evitar que me sorprendieran. Traté de
no pensar demasiado en el «Cara Lápiz», había cometido un error y sus cartas
ya no eran de farol; él no sabía que las mías tampoco y eso me daba ventaja.

Pasaron los días y su ausencia me provocaba ansiedad. El no saber dónde


o cómo encontrarla me generaba una angustia gratuita. Hacía tiempo que
había abandonado el tratamiento del doctor Merino. Volví a pensar en ella, en
su hijo Nacho. No entiendo a esos padres que ponen un nombre a sus hijos
cuando nacen y luego los llaman por otro. Yo en eso tuve suerte —pensé—
desde siempre me llamaron Doménico, incluso en el colegio.
Busqué su nombre en la guía telefónica y no aparecía. Los días pasaban y
nada sabía de mi bella hurí, esa muchacha de labios voraces, de ojos grandes
del color del dátil cuando alcanza su estado caramelizado como el ámbar;
esos ojos a los que el tono, al igual que ocurre con la miel, por efecto de la

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luz, se transforma en multitud de matices distintos, todos ellos acordes con el
color de su piel.
Como cada noche, antes de dormir, pensaba en ella. La traía a mi regazo y
la amaba en silencio. Como cada noche, me preguntaba, ¿cómo amaría una
psiquiatra: se entregaría o estudiaría tu conducta? Todas las noches recordaba
mi pasado con otras mujeres; después de Julia no volví a amar a ninguna,
aunque con todas me ilusionaba hasta que conseguía satisfacer mis instintos
más primarios; luego, lentamente, al igual que aparecían se iban diluyendo,
con la misma frialdad y rapidez que un cubito de hielo en una copa de ron. Y
todas las noches me decía que ella sería distinta, había entrado en mi corazón
con fuerza, como un tsunami que no me dejaba pensar en otra cosa que no
fuera su forma de mirarme, de hablarme. Recordaba el momento en el que me
dijo su nombre acariciando cada letra hasta formar la palabra María. Era
mayor que yo, pero todas las noches la veía como una ninfa y así me quedaba
dormido, con su nombre en mis labios.
Irremediablemente los días transcurrían y no tenía noticias de ella. Sentía
que agonizaba y traté de buscar algún antídoto que me curara de tanto
desamor. Me refugié en tratar de descifrar el enigma de las once figuras de la
sala. Respecto de la librería, puse rejas para disuadir a los enemigos de la
cultura. Fui apartando a mi mirlo blanco de la mente, hasta conseguir que
fuera un fugaz recuerdo.
Mi obsesión por María desapareció, creando una nueva en mi cerebro; la
sustituí al mismo tiempo que me apasionaba por averiguar el enigma de la
gran sala. Una noche, ya sin su recuerdo martilleando mi cabeza, me percaté
de que no eran once figuras las que se construyeron sino doce. El espacio de
la número doce había sido ocupado por la puerta que daba acceso desde mi
casa, lo cual me llevó a la inequívoca convicción de que la causa por la que
faltaban cada una de las figuras, era el haber sido cambiadas, en su día, por
entradas de pasadizos secretos desde distintos lugares.
¿Pero por qué doce?, —me preguntaba una y otra vez—. Cansado, de
madrugada, recordé que todos los hallazgos que había hecho en el «santuario»
formaban parte de un rompecabezas, de aparentes asuntos dispersos, pero que
si conseguía descifrarlos y unir el punto que los unía daría un sentido a todo
aquello.
Entonces después de muchas cavilaciones, uniones de puntos y deshechos
de otros, reparé en que doce son las figuras que guardan al gran Napoleón
Bonaparte en su mausoleo de Les Invalides, en París. Como doce son las

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puertas de la Jerusalén celestial. Al igual que fueron doce los frutos del Árbol
de la Vida. También fueron doce los apóstoles que eligió Jesús para que le
siguieran. Pero aquellos que construyeron, siglos atrás, este laberinto de
pasadizos tenían que haberse basado en algo que los motivara a memorar su
recuerdo. Recordé que en la facultad leí «Naturalis Historia», una obra de
Plinio el Viejo, que hacía una referencia a una cofradía sacerdotal dedicada a
la defensa y protección de la tierra formada por «doce» miembros o Flamines,
se les conocía como los Hermanos Arvales. Consulté varios libros y
enciclopedias que versaran sobre este hecho y descubrí que había relatos
rayando la leyenda y que era tal su poder que, incluso Rómulo fue uno de
ellos, y más tarde, también el emperador Augusto.
Quiero pensar que los que construyeron en su día una ciudad debajo de la
gran Toletum, fueron caballeros templarios a su vuelta de Jerusalén. No es
descabellado, por tanto, atribuirles el sentido de los doce pasillos y que por
cada uno entraba y salía el mismo caballero y con él, los de su casa. También
que se reunían en el centro de la gran sala y ofrecían sus sacrificios en el altar,
que estaba en el punto geométrico exacto equidistante de cada puerta, como
así lo indicaba una inscripción grabada en el centro de la losa de mármol
blanco, ahora gris, sobre el pedestal de granito, y llena de moho por el paso
del tiempo y exceso de humedad. Esta inscripción era una circunferencia
divida en doce partes y de cada una de ellas salía un vector señalando hacía
cada figura.
Pensé que allí, en esas reuniones, argumentaban sus razones de existencia
y de defensa del cristianismo contra los herejes. Al igual que las distintas
tallas, en forma de canales, y que convergían en el punto más bajo, me
hicieron creer que allí mismo hicieron ritos y sacrificios a no sé qué
divinidad.
Las figuras eran del mismo tamaño, pero ni el rostro ni el armamento que
cada una tenía era idéntico. Tampoco lo eran los emblemas de sus escudos.

………………………………………
—Me parece un descubrimiento magistral, diría que muy interesante su
observación, sobre todo a efectos arqueológicos. Pero discúlpeme si no atino
a entender adónde conduce tal elucubración.
—Desde que entré allí sabía que era espiado. La desaparición de los
cadáveres del «Gocho» y de las demás personas que allí murieron, eran unas
pruebas irrefutables de que alguien lo hacía desde dentro. Con este

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descubrimiento solo me quedaba averiguar qué puertas aún seguían abiertas
y, a través de ellas, dar con aquellos que operaban bajo el anonimato de la
oscuridad. Gracias por sus aplausos y vítores, pero no estamos ante una obra
de teatro sino ante una organización criminal que ha estado operando en la
clandestinidad y que no sé por qué me ha utilizado.
—Yo diría que, más que utilizado, protegido.
—¿Protegido?, he matado como consecuencia de su despiadada
protección. Soy lo que ellos han querido que sea, un asesino sin escrúpulos.
El o los que descubrieron estos túneles averiguaron su sentido, igual que
hice yo, y eso les condujo a convertirse en uno de aquellos sacerdotes
Flamines encargados de velar por el fuego sagrado y luchar contra la
corrupción de la pureza de la Humanidad.
Se refugiaron allí y, desde las sombras mistéricas, tramaron la
destrucción de la Hermandad, creando otro grupo igual de siniestro aunque
sus motivos y fines fuesen distintos.
—¿Entonces cree que existen doce Flamines sacerdotales contrarios a la
Hermandad operando desde los túneles?
—Estoy convencido de ello. No así del número de sus miembros. Estos
bien podrían haber sido doce o seis, o solo uno.
………………………………………

Una vez puesta en marcha la librería, Berto regresó a Madrid. Sus visitas a
Toledo cada vez eran más distantes en el tiempo. Desde la muerte de don
Giovanni se ocupó de la protección de Isabella y de su madre, la señora
Manuela. Día a día, su relación con doña Manuela fue estrechándose, hasta
que los sentimientos de ambos se cruzaron, naciendo el amor entre ellos. Es
cierto que los separaban unos diez años, pero no fue motivo para que ese
pequeño obstáculo los hiciera desistir. Tanto Isabella como yo aprobamos y
apoyamos las buenas intenciones de Berto para con doña Manuela. De tal
forma que dejaron de ser clandestinos en sus pasiones y deseos.
Atrás quedaban los meses de frenesí y entusiasmo con que acometimos la
reforma y puesta en marcha de la librería. Al mismo tiempo acondicionamos
el piso en la avenida de la Reconquista. Desde el primer momento tuve clara
la idea de involucrarlos en mi proyecto, así que cada uno diseñó y amuebló su
espacio. El toque final en el piso lo dio Isabella mientras que en la librería fue
Berto. Tanto uno como otro conservaban sus llaves, pues mi idea inicial era la

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de formar una familia. Sí, esa era mi obsesión: tener una familia, quizás fue
por eso por lo que no quise que me devolvieran las llaves. —Así tendréis
libertad para volver cuando queráis, les dije una vez—.
Respecto de mamá Vega, a la muerte de Luis decidió quedarse a vivir en
su casa. Al fin y al cabo ya formaba parte de sus recuerdos y no tenía
intención de cambiarse. Yo siempre que podía comía o cenaba con ella.
En cuanto a la casa del Callejón de los Muertos, seguía siendo mi refugio,
mi santuario. Nadie tenía llaves excepto yo, aun a sabiendas de que había
alguien que entraba y salía de allí cuando y como quería. Me sentía espiado
pero no tenía miedo ni me producían inquietud sus miradas oscuras. En la
búsqueda de mi yo, en la soledad más íntima, me repetía que tarde o temprano
los descubriría, pues estaba seguro que mi teoría sobre el número doce era
cierta.
En vísperas de mi cumpleaños, y con claros síntomas de haber recaído en
mis neuras, recibí, y como casi siempre sin previo aviso, la grata visita de
Berto.
Me despertó. Oí como descorría las gruesas cortinas de mi habitación,
subía las persianas y abría las ventanas al mismo tiempo que vociferaba:
—¡Venga, holgazán!, ¡levántate! que no todos los días se cumplen
veinticinco años.
—¡Joder, Berto!, vete a la mierda. No quiero ver a nadie, ¡déjame en paz!
Me acosté muy tarde y tengo sueño.
—¿Acaso no te enseñé que dormir más de lo necesario es tiempo que
restas a tu vida? —dijo al mismo tiempo que tiraba hacia atrás de sábanas y
cobertores, dejando mi cuerpo desnudo a la luz, encogido, en posición fetal,
con las manos cubriendo mi rostro—. ¿Pero qué cojones te ocurre,
Doménico? Has vuelto a recaer. Venga vamos al baño, el hedor que expele tu
cuerpo es nauseabundo.
Me sacó a empellones de la cama, no oía cuántas letanías y exabruptos
soltaba por su boca, ora en italiano, ora en castellano. Su acento las hacía
poco inteligibles. Creo recordar que fue él quien me ducho y afeitó. Yo no
soltaba prenda; una vez presentable preparó el desayuno y me dijo:
—Cuando terminemos te daré tu regalo, espero te saque del estado en que
te encuentras.
—Dámelo ahora y vete. Hoy no quiero ver a nadie, ni siquiera a ti —le
dije con la amargura de saber que le haría daño.

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—No está aquí, te lo dejé esta madrugada en la librería. Vine anoche a
conseguírtelo. Una vez lo veas, tú decides qué hacer con él. Y mañana ya
estás yendo a ver a tu psiquiatra o te llevaré yo de los huevos.
Caminamos, no hacía frio. El sol comenzaba a dar vida al parque; el
follaje de la arboleda iniciaba su canto a la vida; los pájaros, cuando algún
viandante se aproximaba a ellos, revoloteaban de árbol en árbol. Berto
mostraba su inquietud por el estado ruinoso y lamentable de mi aspecto. No
me hablaba, aun implorándole saber sobre mi regalo.
—¿No será una fiesta?, de sobra sabes que las aborrezco. —Protesté sin
esperanza de ser atendido.
—Lo sé y te aseguro que no es una reunión sorpresa con gentes
escondidas para cantarte el cumpleaños feliz. Solo estaremos nosotros dos y
tu regalo, así que ten paciencia.
Yo mostraba nerviosismo, respiraba hondo y tenía taquicardias. Pensé que
era un claro síntoma de ansiedad y me dije que al día siguiente, sin falta,
acudiría a mis sesiones con el doctor Merino. Mientras, Berto abría las
puertas de la librería y me invitaba a pasar con rapidez. Una vez dentro,
volvió a echar los cierres de seguridad, era domingo por la mañana; una
expedición de japoneses había atravesado la Puerta Bisagra, debieron vernos
pasar, alguno se adelantó y pidió con su sonrisa —no sé de qué coño se ríen
siempre— que les abriéramos. Berto les dijo que estaba cerrado y los ignoró.
Me hizo una seña y le seguí. Fuimos hasta el final de la librería, de una
estantería retiró unos libros y apretó con ambas manos sobre la pared,
deslizando un panel de madera. Me quedé atónito pues desconocía ese detalle,
más fuerte fue mi sorpresa al ver que el panel escondía un mecanismo. Era
una pequeña cabeza de león, en bronce, sujeta a una cadena. Tiró de ella y la
estantería se abrió.
Entró el primero y encendió la luz. Ante mí se mostraba una sala. Era la
misma que descubrieron los albañiles y que pedí que dejaran oculta. Era
evidente que Berto abusó de mi confianza y tomó sus propias decisiones.
—¿Por qué? —Uno a veces hace preguntas dudando si en verdad quiere
conocer su respuesta por el triste desenlace que pueda acarrear. Dicen que la
verdad nos hará libres, pero también daño; dependiendo de su respuesta,
nuestra amistad podría acabar en ese momento, a ese daño me refería—.
Dime, Berto, ¿por qué no me obedeciste y por qué no me informaste después?
—Eso luego, ahora pasa y mira tu regalo —zanjó la conversación sin
mirarme y haciéndose a un lado para que pudiera entrar.

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Cuando me dijo que mi regalo sería una gran sorpresa nunca hubiera
imaginado que fuera como las muñecas matrioskas, una tras otra, de mayor a
menor tamaño, a cual más grande, y todas encajadas.
—¿Quién es?
Tumbado en el suelo, la cabeza cubierta por una capucha, manos y pies
amarrados a la espalda con ataduras de cuero, la ropa manchada de sangre y
por la pernera exudando un líquido viscoso de olor pestilente. Sus alaridos,
ahogados probablemente por tener taponada la boca, eran débiles. No eran
gritos en busca de auxilio, seguro estaba de que nadie vendría en su ayuda,
sino de dolor.
—Es tu regalo, deberías abrirlo —acertó a decirme con mirada maliciosa,
al mismo tiempo que hacía un gesto sobre su cabeza, señalando al
desgraciado que yacía tumbado a escasos metros de nosotros—. ¡Habla con
él!, tiene cosas muy interesantes que contarte.

Al día siguiente pedí cita, para esa misma tarde, a la secretaria del doctor
Merino. Me dijo que no sería posible pues estaba ausente.
Me propuso, ante mi insistencia, que me viera la doctora Hortaleza,
aunque no me lo garantizaba pues ella tenía su agenda completa.
Dos horas después me llamaron de la consulta del doctor Merino para
decirme que la doctora Hortaleza me vería a última hora de la tarde, sobre las
ocho.
—Nada es perfecto —le dije contrariado. Esa misma tarde descubrí cuán
equivocado estuve en mi comentario.
Tenían la consulta en el mismo piso, compartían la misma sala de espera,
triste y oscura. Del bolsillo del abrigo saqué un libro. Apenas había leído las
primeras líneas cuando entró la secretaria y amablemente me dijo que en
breve me atendería la doctora. Me formuló una serie de preguntas sobre qué
estaba tomando y con el mismo gracejo se retiró.
No pude evitar observar sus botas de piel, negras, hasta la rodilla. Las
punteras desgastadas denotaban el uso diario y la falta de limpieza. Sus
cabellos rubios hacía tiempo que reclamaban una nueva mano de tinte. En
cambio, su falda era corta, quizás demasiado para sus gruesas piernas.
—¿Doménico? —oí decir mi nombre. Era la misma voz que tiempo atrás
me dijo que el doctor Merino me recibiría. Me ruboricé al oírla pues pensé
que me había pillado escudriñando a su secretaria. El aire de la sala se llenó

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de una fragancia cautivadora, una mezcla entre su perfume y los efluvios de
su piel.
—Sí, soy yo —dije sintiéndome un estúpido, ante la creencia de haber
sido cazado en mi impúdica mirada, mientras me levantaba. Me quedé
estupefacto, viendo que detrás de unas grandes gafas estaban enjaulados los
ojos más lindos que jamás había visto nadie. Era ella, María, mi bella hurí.
Aquella que me robó largas noches de sueño. Mi amor prohibido.
—Pase, por favor —musitó mientras me flanqueaba el paso hacia su
despacho. Estaba desconcertado. María Ruiz, mi mirlo blanco, la chica de
ojos del color que toma el trigo semanas antes de ser separado del tallo, de un
golpe seco de hoz empuñada por la mano ruda del segador. Era la doctora
Hortaleza.
Tomé asiento donde me dijo, tras esperar a que primero lo hiciera ella.
—¿Contrariado por no poder atenderle el doctor Merino?
—No, en absoluto —balbuceé—. Estoy seguro de que todo irá bien.
Acogió mi comentario con una sonrisa. Su tez era pálida, tenía ojeras.
Abrió la carpeta que tenía sobre su escritorio y mientras leía con detenimiento
los informes del doctor Merino, con suavidad se apartaba una y otra vez el
cabello de su cara, una frondosa melena azabache que descansaba sobre sus
hombros.
Unos golpes suaves, sobre la puerta de entrada, nos alejaron a cada uno de
nuestras encomiendas; la suya sobre mi informe, la mía sobre ella. Aún me
dio tiempo de fisgonear por el botón no abrochado de su camisa, dejando a la
imaginación todo aquello que uno quiera recrear para sus sentidos más
íntimos; a través del poco espacio, pude ver la conjunción de sus senos
separados por una línea, se vislumbraban unos senos blancos no demasiado
voluptuosos, prisioneros de un sujetador blanco de fina lencería.
—Doctora, si no desea nada más, ¿me puedo retirar? —inquirió la
auxiliar. Preguntaba o pedía permiso para hacer algo premeditado, pues entró
con su abrigo puesto y la bufanda caída por el pecho. En la mano derecha
llevaba un juego de llaves para mostrar claramente su finalidad, colgando del
brazo opuesto un bolso desgastado, las asas se mostraban ajadas, con hilachos
desparramados a su suerte, esperando que su dueña un día se apiadara de ellos
y con una tijera les diera el descanso merecido. Siempre me pregunté sobre el
misterioso contenido del bolso de mano de una mujer y si era necesaria tan
copiosa carga.

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—Sí, puede marcharse. No se preocupe, tengo llave —respondió María
levantando la cabeza levemente, pero inclinándola lo suficiente para no
encontrarse conmigo.
—Hasta mañana.
—Adiós —dijimos los dos al unísono. María dejó de leer, retiró sus gafas
e introdujo una patilla en su boca, mordisqueándola. Entonces levantó la
cabeza, fijó sus ojos entre mi cara y ese espacio libre en el que nos
escondemos cuando no queremos mostrar ningún punto de debilidad ante la
persona que tenemos enfrente y me preguntó:
—Cuénteme, Doménico, ¿cómo se encuentra?
—Tengo problemas para dormir y para relacionarme con la gente. No me
apetece ir a trabajar.
—¿Por qué ha abandonado lo que le prescribió el doctor Merino?
—Creí encontrarme bien y veo que me equivoqué.
—¿Tiene problemas con alguien en especial?
—No y sí. Me atormenta mi pasado. Cuando cierro los ojos para dormir,
acuden malos recuerdos a mi mente, me despierto excitado, empapado en
sudor. Siempre aparece la imagen que tengo del hombre que me salvó. El
consuelo lo encuentro cuando pienso en ella.
—¿Quién es ella?
—Ella es la mujer más bella del mundo. Su mirada llena de ternura me
reconforta y me ayuda a salir de mi paranoia. Atusa mis cabellos, me besa,
coge mi mano y me lleva volando a su reino.
Se lo dije despacio, mirando a veces su cara, a veces solo sus labios. Noté
cómo sus ojos se humedecían y sus párpados me ofrecían un ligero tic.
—¿Y esa mujer tiene forma?, quiero decir ¿es real?
—Sí. Desde que la conocí no he vuelto a ser el mismo.
—No nos consta que estuviera casado, es más en su última visita el doctor
reflejó su misoginia, acentuada por causa de un desamor. ¿Es Julia la mujer
que lo rescata? —su pregunta me la hizo en un tono de voz distinto, con
dudas, con miedo a saber que no era ella la que me dormía cada noche, en mis
sueños, entre sus brazos.
—Julia pertenece al pasado —al oírme decir esto, sus ojos crecieron y la
poca luz de la habitación se bañó en ellos, explosionando al momento todas
las tonalidades, pasando del color de la miel al verde apasionado, apagado por

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la humedad segregada por el aleteo de sus pestañas. Una sonrisa se dibujó en
su boca, dejándome ver sus dientes perfectos. Pero al igual que ella, es un
amor prohibido, aunque no imposible. Sé que me ama como yo a ella— le
regalé mi sonrisa. Sus mejillas se ruborizaron, sus manos temblorosas
volvieron a coger las gafas y torpemente trató de ocultar sus ojos.
Guardó unos segundos de silencio, podía oír su corazón; con un suspiro
tomó la palabra, al mismo tiempo que garabateaba sobre un talonario de
recetas.
—Voy a recetarte un nuevo tratamiento. Lo necesitas y no lo abandones.
Si ves que te encuentras mal, tienes nuestro teléfono, puedes llamarnos. Te
daré fecha para otra cita, espero que el doctor Merino se encuentre en
disposición de poder atenderte —observé cómo me tuteaba.
—María, ¿puedo tutearla? —asintió con una sonrisa, por supuesto, la oí
musitar—. Quiero que seas tú la que me cure de esta locura que me trastorna.
Sí, locura de amor y locura por no saber qué hacer ante el desconcierto que
me provoca mi pasado y tu presencia.
—Yo… yo no puedo ser. Eres paciente del doctor, no sería ético. No
puedo ser imparcial, por tu bien, por mí, debes continuar con él.
—María, te amo desde que entraste en la librería. No me alejes de ti o
moriré —bajó la cabeza escondiendo su rostro entre el pelo, los codos
clavados en la mesa levantaban los brazos para que sus manos sujetaran su
frente.
—Márchate, por favor, ahora mismo —me dijo, siguiendo escondida entre
sus manos. Sus palabras me decían que me marchara pero su voz quebrada,
gimoteando, me pedía que no lo hiciera.
Sí. Me levanté pero no para irme. Rodeé la mesa que nos separaba, me
acerqué y suavemente acaricié sus manos, sus hombros, su pelo. Sus labios
buscaron mis dedos, los rozó. Sus manos cogieron las mías, limpié sus
lágrimas.
—Hoy me vas a permitir que comparta mis lágrimas contigo —susurraba
entre sollozos—. Mañana te prometo sonreír, pero esto no puede tener buen
fin. Mejor dejarlo aquí.
—Hace tiempo que olvidé a Julia, ahora llegas tú, rabiosa y deseosa de
mí. Te quiero a voz llena y lucharé por nuestro amor —fui dejando que mis
dedos resbalaran sobre su fina piel, al igual que hace el agua cuando se
desliza por las piedras de un río manso.

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María advirtió que me iba, sujetó mis manos sobre las suyas, y las besó.
Se levantó y pude ver de nuevo la belleza de aquella pequeña mujer de
grandes ojos, piel suave y cabello negro. La liberé de la tiranía de sus gafas,
mis grandes manos recogieron su pelo dejando al descubierto sus hombros, el
rojo de sus orejas se perdía en el laberinto en forma de caracol. Su cuello era
delgado, de color más pálido que su rostro. Nuestros labios se buscaron. Se
juntaron nuestros cuerpos.
Apenas dejamos paso a la desnudez. Sus manos presurosas intentaron
bajar mis pantalones, sentí como sus uñas abrían mi piel conforme las
deslizaba por la parte interna de mi muslo, con el mismo ímpetu las subió
introduciéndolas por la parte de atrás de mis calzoncillos clavándolas con
saña. Ahora no eran cinco sino diez las cuchillas con las que me dejó su
marca. Fue un instante pero tanto frenesí me excitó sobremanera. Sobre la
mesa la tomé de una forma rabiosa y apasionada.

Miré la hora en el viejo reloj de oro que heredé de Luis Alfonso. Eran las
ocho de la tarde, el sol aún entraba por las grietas de las cortinas de la sala de
espera de la consulta de los doctores Merino y Hortaleza.
Había pasado una semana de todo cuanto ocurrió en la trastienda de la
librería. Entonces recordé las palabras de Berto animándome a descubrir
quién estaba debajo de la capucha. Avancé, casi de puntillas, hacia el paquete
sospechoso que me había regalado. No adivinaba a entender el contenido
macabro de su regalo. Me paré a un metro, aproximadamente, de aquello que
parecía un ser humano. Los olores pestilentes de sus excrementos hacían
difícil la aproximación. Volví la cabeza hacia el punto donde dejé a Berto:
—¡Vamos, ábrelo! —Contuve mi rabia y no le dije nada, golpeé con una
patada en la suela de uno de sus zapatos para que me oyera:
—¡Eh!, ¿puedes levantarte? ¿Me oyes? —le pedí que hiciera algo
imposible, olvidé que aquel hombre no podía atender mi orden, no sé por qué
extraña razón se lo pregunté.
—No puede —sonó la voz cabreada de Berto—. Si no lo haces tú lo haré
yo.
—Creo que ya es demasiado tarde para abandonar este infortunio y no te
lo digo porque tenga ningún tipo de sentimientos hacia este desgraciado, sino
porque no me gusta cómo has llevado este asunto.
Volví a darle la espalda, aguanté la respiración como pude y le despojé de
la capucha. No pude por menos que quedar magnetizado al reconocer a la

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persona que hasta hacía unos segundos era mi regalo sorpresa. Ambos nos
miramos y seguro estoy que por diferentes motivos la sorpresa fue igual para
los dos.
—¿Así que eres tú? —exclamé. No me respondió. No podía hacerlo. Tan
solo emitía sonidos guturales; se revolvía intentando romper sus ataduras,
cuanto más tiraba de los brazos o piernas más oprimían estas su cuello, pues
Berto dispuso con maña la unión de unos miembros con otros.
En la boca un lío de trapos haciendo de tapón. Sobre estos, sujetándolos
para que no salieran, una vuelta o dos alrededor de la cabeza y boca con cinta
de embalar cajas.
—Destápale solo la boca, será suficiente —dijo Berto—. No te fíes, es
duro de pelar.
Tras esa información no me quedaban dudas: si algo le había contado le
fue difícil obtenerlo. Ya no podíamos dar marcha atrás.
—Voy a quitarte la mordaza, parece ser que tienes cosas importantes que
contarme. Primero te ayudaré a incorporarte, para que permanezcas sentado y
podamos hablar. Espero te portes bien, no tienes salida.
Retiré de un tirón la cinta que le tapaba la boca, sus ojos se agigantaron,
amenazando con salirse de las orbitas, se encogió por el dolor, gruñó. La cinta
arrancó vello del bigote, barba y cabeza. En el interior de la boca, un tapón de
trapos hacía imposible que pudiera hablar.
Cuando el dolor por la pérdida de pelo y piel se mitigó, le liberé del tapón.
Lo primero que dijo fue: Agua.
—Piedad, por favor. Ten piedad. Tu padre la tendría. En un tiempo
fuimos camaradas. Por él, por su nombre, libérame.
Ya no era el momento de temblar, ni dejarse arrastrar por las lágrimas y
súplicas de alguien que simulaba bondad y arrepentimiento.
—Si tuviera piedad contigo, si me temblara la mano, si mi compasión
llegara a mostrarme débil, entonces tú ocuparías mi lugar y no das ninguna
muestra de santidad. Al contrario creo que me matarías en cuanto pudieras
como hicisteis con mi padre.
—Si no me matas te contaré todo lo que sé sobre la Hermandad, sobre tu
padre. Puedes confiar en mí.
Permanecí callado, ensimismado con lo último que había dicho. El tiempo
se detuvo. De una fuerte patada, Berto lo tiró al suelo.

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—¡Escúchame! —le dijo—. Si vuelvo a oírte suplicar te mataré a golpes.
Es el hijo de Salvatore, tiene derecho a saber de su padre, sin condiciones.
Hice un gesto a Berto para que le ayudara a incorporarse. Continuaba
maniatado con las manos en la espalda, las piernas dobladas en cuclillas
atadas y, a su vez, manos y piernas unidas por un mismo cordel alrededor del
cuello.
Cogí una silla y me senté frente a él, le animé a que me contara, desde el
principio, todo que sabía y que yo pudiera desconocer.
—Como sabes me llamo…

Totalmente absorto en mis recuerdos, no me apercibí que era observado


hasta que volví a oír mi nombre.
—¡Doménico!
—¡Oh!, disculpa estaba embelesado.
Era María, aún más bella que cuando la vi por primera vez. Me puse de
pie y la sonreí. Mi corazón latía como si nunca hubiera pasado nada, como si
fuese la primera vez que le hablaba. Ella permanecía al otro lado de la puerta,
su sonrisa no era de amor, era obligada; nerviosa me hizo un ademán para que
pasara. Entré y me giré, dejé que cerrara la puerta y puse mis manos en su
cintura. Permaneció inmóvil, la abracé, besé su cuello sobre la abundante
cabellera.
—No sigas, por favor. Esto no puede continuar, lo del otro día fue un
error, no puedo permitir se repita, acabará con mi carrera. Existe un código
deontológico que me obliga a no tener relaciones íntimas con mis pacientes.
No quise oír lo que me había dicho, mis manos acariciaron su estómago;
sus pechos oprimidos bajo un sostén con aros metálicos. Podía sentir sus
latidos. Sus reproches para que me apartara cada vez eran más lejanos. Besé
cada milímetro de su cara, sus labios una y otra vez, hasta que se juntaron con
los míos. Rompió a llorar:
—¡Vete por favor! Estoy casada, si se entera me hará mucho daño, me
quitará a mi hijo. Me matará. Vete y olvida todo. Sé que podrás perdonarme.
Te admiro, eres duro o lo has sido, pero de gran corazón. Gracias a ti, yo
también sigo adelante. Te amo desde que te conocí en el hospital.
—¿En el hospital? —murmuré—. Qué extraño, nunca hubiera olvidado tu
cara, tus ojos, tu pelo.

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—Entonces yo tenía el pelo tintado de color rubio. Ahora eso es
intrascendente. Será mejor que siga todo como antes. Serás mi amor secreto,
te amaré en silencio. Podrás tener a otras, besar a otras.
Puse mis dedos sobre su boca para que callara, sellé sus labios con los
míos mientras le susurraba:
—A pocas mujeres he besado, a ninguna con la pasión y ardor que a ti.
Una sola vez el alma de una mujer humedecí con mis labios. No quiero de
ninguna lo que contigo hago y de lo que de ti bebo. A veces sueño, fantaseo y
anhelo llevarlo a realidad pero te veo, te siento y todo lo olvido. Solo tú, solo
tú y siempre tú. Si me dejas será una locura, no lo soportaré.
—¿Locura?, locura es cuando te tengo en mi boca. Cuando te escucho y
miro tu cuerpo, tus ojos cerrados, tus manos que cubren mi cara, mis ojos que
se nublan de amor.
No hablamos más. Esta vez no rasgó mi piel, nos amamos hasta que el
teléfono sonó. Era Mayte, había acostado al niño y su marido había llamado
varias veces preguntando dónde estaba.
—¿Si estáis separados por qué te controla? —pregunté cuando colgó el
auricular. No le dio tiempo a responderme, volvió a sonar el timbre del
teléfono. Era su marido, o lo que fuera. Las respuestas de María eran evasivas
justificando su tardanza, llenas de miedo, entonces me fijé en su cara, el
maquillaje había desaparecido con el sudor y dejaba a la vista un leve color
morado, en uno de sus pómulos. Dejó de hablar y me miró:
—Tenemos que irnos, es muy tarde. No podemos vernos más aquí.
—Tienes un moratón en la cara —le dije acariciándolo. Se ruborizó y
nerviosa me dijo:
—Ha sido… Déjalo, no tiene importancia. Sí, ha sido Nacho. Jugando con
él me dio un golpe sin querer. No debes venir más aquí.
—De acuerdo, nos veremos en mi casa. Te quiero y lucharé por ti —
escribí los números de teléfono de la librería y de mi casa—. Toma, podrás
llamarme cuando quieras, estaré siempre esperando.
—¿Prométeme que siempre me esperarás, que nunca dudarás de mi amor?
Nos besamos y quedamos en que me llamaría el viernes. Le dije que tenía
que contarme qué clase de relación mantenía con su «marido».
—Lo haré, mi amor, debes darme tiempo. Créeme cuando digo que solo te
amo a ti. Ahora vete y confía en mí.

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Abandoné la consulta, no sin extremar mis precauciones, y aunque María
me dijo que su marido estaba en Madrid, no debía fiarme. Tenía la sensación
que me ocultaba muchas cosas en su relación con José Ignacio, su marido,
aunque él prefería que le llamaran Iñaki. Era de Bilbao, tenía una pequeña
empresa de construcción, que según averigüé más tarde le servía de tapadera
para cubrir otros asuntos turbios que desarrollaba en Madrid. Descubrimos
que tenía una amante en la calle Alberto Alcocer.
Ya en casa tuve dudas sobre seguir el tratamiento prescrito por María.
Preparé un vaso de leche con cacao y me eché en la cama, pensé que era un
hombre afortunado por estar enamorado de un ser tan maravilloso y, a la vez,
correspondido. Tanta excitación vivida hacía unas horas impedía que
durmiera; entonces, su imagen, su olor, su amor se confundían con lo ocurrido
en la librería. Cada vez era más intensa la presencia de lo allí vivido,
sustituyendo los momentos llenos de amor en la consulta. Me levanté y tomé
una de las pastillas que me había recetado para dormir.

Volví a recordar el instante en el que me dijo que se llamaba Eufemiano


Gutiérrez Landa y que, como bien sabía, era compañero mío en la
Universidad Laboral. Le pedí que me contara cosas que no supiera. Berto
volvió a patearlo, la lengua se le aflojó, el remedio fue eficaz.
—Conocí a tu padre hace casi treinta años —comenzó su monólogo, que
con los golpes ya no tenía la cara tan afilada, por lo que el apodo de «Cara
Lápiz» no le hacía justicia—, juntos formamos parte, desde su inicio, de la
Hermandad. Al principio, quizás debido a nuestra juventud, nos movía el
espíritu por la defensa de los valores de Occidente. Conseguimos detener y
poner en manos de la justicia a falsos patriotas que jugaban a ocultar su
verdadera identidad, infiltrándose como falangistas. Algunos eran masones,
otros buscados por sus crímenes de guerra; otros, simples delincuentes.
Logramos recuperar bienes robados a la iglesia o a aquellos que para ellos
eran fascistas. Todo lo confiscado se devolvía a sus dueños debidamente
reseñados. Tu padre era el encargado de llevar el archivo y control de nuestro
grupo.
Aprendimos a movernos por lugares pantanosos, en los que un traspié
podía llevarnos al borde de una cuneta y quedar olvidados allí con un tiro en
la cabeza. Pasados los años cincuenta ya quedaba poco por hacer, algunos
como Salvatore se plantearon dejarlo.

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—Fue por lo que fuisteis a mi casa de madrugada, como vulgares
matones, a amedrentar a mi padre, haciéndole ver que o cambiaba o su familia
correría peligro.
Su mirada estaba llena de cinismo y una falsa esperanza se vislumbraba
en su cara.
—Sí. Esa fue la orden, pero yo era su amigo, solo pretendía advertirle,
nunca os haría daño.
Esta historia, con más o menos detalles, ya la conocía por boca de Miguel,
así que decidí atajar por el frente y comprobar la veracidad:
—¿Quién os dio la orden?
—Fue Esteras. Tu padre estaba creando un grupo importante afín a sus
ideas y que no eran otras que las de dar por finalizada la Hermandad.
Berto debió percatarse de mi hastío por la misma cantinela de siempre,
situado detrás de mí se dirigió a Eufemiano y le ordenó:
—¡Ve al grano y deja de ganar tiempo!
El saber que mi padre no era un canalla, como yo había estado creyendo
durante tantos años, hizo que por primera vez afloraran sentimientos que
vencían a mis más bajas pasiones con las que me desenvolví durante años.
Llegó un momento en el que sentí empatía por las fechorías cometidas por el
«Cara Lápiz», contadas como si fueran actos de gloria. Traté de exonerarle de
cuantos crímenes realizó en nombre de Dios y de su lealtad a los movimientos
de la Hermandad.
Justifiqué las explicaciones presentadas por las violaciones y robos
perpetrados hasta que, en su creencia de percibir en mí entrega por sus
tropelías, confesó haber dado muerte a dos niños, solo porque no los delataran
por la violación y ejecución de sus padres. Su pecado ser maestros y
republicanos.
—¿Y mi padre participó en estos crímenes?
—No. Cuando se enteró quiso denunciarnos. Nos dijo que éramos unos
asesinos y que hasta ahí habíamos llegado. Una semana antes habíamos
robado y delatado a un masón. Era una fortuna, tu padre, como jefe del grupo
propuso entregar todo a la Hermandad. Votamos y decidimos repartirlo entre
los cinco, él se negó. La noche del robo, Salvatore escondió el botín, solo él
sabía dónde estaba. Una noche le tendimos una trampa y se le dio por muerto,
pero yo siempre dije que era muy listo y no era ninguno de los cadáveres que
encontró la policía, pero nadie me creyó.

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—Has vivido toda tu vida en el Infierno, has transitado por él
convirtiéndolo en tu hábitat. Eufemiano Gutiérrez, por tus crímenes, yo te
condeno a morir —sus ojos se abrieron incrédulos, pensó que había
conseguido despertar en mi corazón algún tipo de sentimiento—. Acaba con
esto, no quiero volver a verlo —le dije a Berto dándole la espalda a los dos.
—¡Espera! —me gritó—, concédeme una muerte digna y rápida y te daré
algo por lo que pagarías una fortuna.
—¡Habla!, tienes mi palabra.
En ese momento, al que se le abrieron los ojos de par en par fue a mí al oír
su última confesión. Después, Berto acabó de una certera punzada en el
corazón con su vida.

Me despertó el sonido brutal del teléfono, no recordaba en qué momento


me había quedado dormido ni qué hora era.
—¿Sí? —pregunté aún bajo los efectos de los comprimidos que me había
tomado.
—Buenos días, ¿aún duermes? —era María, su voz estaba llena de
timbres melosos, de enamorada.
—Creo que tardé en dormirme.
—¡Humm!, cuánto me gustaría que fuese pensando en mí. Yo también
tardé en hacerlo; tenía miedo, miedo de que todo fuera un sueño y entonces
tomé mi blusa impregnada de tu olor; abrazada a ella, a ti, me quedé dormida.
Miré el reloj, eran las diez de la mañana. A las once tenía clases.
—Es maravilloso, placentero, despertarse oyendo tu voz acariciando mi
corazón de enamorado —le susurraba, besando cada palabra que salía de mi
garganta—. Lo de ayer no fue un sueño, es el inicio de algo que nos estaba
reservado y esperando, se llama amor y nos conducirá a la felicidad.
—¡Ay, Doménico, qué cosas me dices! Quiero más, quiero todo de ti.
Ayer fue breve pero intenso. Muy intenso… Y como siempre el tiempo vuela.
Hora y media que me parecieron cinco minutos. Es increíble lo que siento
cuando tus manos me tocan, tus labios me rozan, tu aliento me muerde. No lo
quiero ni pensar, ayer creí que me volvía loca. Loca de placer y de amor.
—Quiero verte hoy, amarte despacio, sin que el tiempo robe la felicidad
que me provoca tu presencia.
—Mi niño bonito, hoy no puedo. Mañana sí, toda la tarde para ti. Estoy en
el hospital, tengo consulta que atender. Antes de irme te digo que te quiero,

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mi príncipe de ojos azules.
—Yo más, mi bella hurí —oí como me enviaba besos y yo le
correspondía, aún después de haber colgado ella.
Me di una ducha rápida henchido de felicidad. Desayuné, decidí ser un
buen paciente y seguir el tratamiento prescrito por mi señora de ojos verdes.
Con excelsa satisfacción me dirigí a impartir docencia. Estaba radiante,
crecido por tanta dicha. Antes de pasar al aula, el jefe de estudios me informó
de la desaparición de Eufemiano. La policía había estado preguntando a
profesores. Nadie lo había visto desde el sábado por la noche en la fiesta de
veteranos de la defensa del Alcázar.
Berto me contó que había recibido una llamada anónima dándole todos los
detalles de su persona y dónde lo encontraría. Nuestro amigo anónimo le dijo
que Eufemiano disponía de una información muy valiosa para mí. Le acechó
cerca de su coche, apareció solo, tambaleándose. Su estado de embriaguez y
el efecto sorpresa hizo que todo fuera más fácil. Usó el lazo metálico. Una
pulsera en la muñeca de su mano derecha, de la que sale una anilla, que al
tirar de ella desenrolla un cable acerado de unos cuarenta centímetros, en un
solo movimiento rodeas el cuello de la persona a la que pretendes inmovilizar.
Berto conocía bien su arte y sabía que, antes de morir, el que sufre la lazada
se desvanece si el que realiza el gesto técnico es un experimentado. En ese
momento lo llevó a su coche y de allí a la librería. El silencio de la noche fue
su mejor aliado.
Al terminar las clases, dos policías de paisano me esperaban en el
despacho del jefe de estudios, y fui advertido por este de su presencia.
Alguien les había contado de mi enfrentamiento con él, también estaban al
corriente de su fuerte carácter y enemistad con casi todos los profesores. Me
preguntaron dónde estuve ese sábado por la noche:
—Creo recordar que en casa leyendo —les respondí.
—¿Puede alguien corroborarlo?
—No creo. No me encontraba bien, no tenía ganas de ver a nadie, a veces
sufro episodios de ansiedad, entre otras cosas, y encuentro refugio en la
soledad. Ese fin de semana lo pasé encerrado en casa, el lunes acudí a la
consulta de mi psiquiatra, el doctor Merino y me atendió su sustituta la
doctora Hortaleza, ella podrá informarles mejor de mi estado anímico en esos
días.

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—Su familia está preocupada, ¿podría darnos alguna pista que nos ayude
en su búsqueda?
—Sé lo que es perder un ser querido en extrañas circunstancias. Mi
solidaridad para con ellos, pero creo que no soy su hombre, inspector. Si no
tienen más que preguntarme, les agradecería me dejaran marchar, estoy
cansado y tengo hambre.
Me despedí de ellos con cortesía y antes de abandonar el despacho recibí
la pregunta esperada del policía que había permanecido en silencio. Digo
esperada, no por su contenido sino por el estilo utilizado, del «poli» bueno y
el «poli» malo, que ya conocía tras mi estancia en el hospital.
—¿Cree que en las pintadas a la librería tuvo alguna participación directa
o indirecta don Eufemiano? —antes de volverme, sonreí, luego me giré y con
gesto serio le respondí:
—Deberían preguntarle a él cuando lo encuentren. No obstante, nunca
hubiese imaginado que él tuviera un gesto tan bellaco, pensé que sería obra de
jóvenes afines a Cristo Rey. Quizás la policía municipal pueda darles más
información al respecto.
—Gracias. Es suficiente por hoy. Quizás necesitemos volver a hablar con
usted.
—Adiós, y ya saben dónde encontrarme.
Salí del pabellón, los alumnos estaban revolucionados por la noticia.
Mostraron alegría al verme, me rodearon, cada uno de ellos quería hacerme su
pregunta sobre qué estaba ocurriendo:
—Escuchad un momento, por favor —les dije—. Ha desaparecido el
profesor don Eufemiano, su familia como es lógico está preocupada, si alguno
de vosotros tiene conocimiento de su paradero o algún dato relevante que
pueda ayudar a la policía, por favor, colaborad con ellos. Y ahora idos a
comer u os cerrarán el comedor.
Me dirigí al aparcamiento y puse en marcha el coche, un SEAT 1500 me
obstaculizó la salida. Con su aire de suficiencia y poder, los dos policías se
retiraron de la Universidad Laboral, y ni se preocuparon de que deberían
haberme cedido el paso. No me atreví a protestar, ni siquiera a mirarles; pensé
que era mejor dejarles marchar.
Camino a casa medité en que la última confesión de Eufemiano
desmoronó todas las certidumbres que habían mantenido en pie mi castillo de

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esperanzas de poder desvelar si el hombre al que dimos sepultura era mi
padre.
Recordé cómo antes de abandonar la librería miré a Berto y este asintió.
Como en él era habitual, en un simple gesto podrían caber varias acciones.
Así interpreté que daba por cierto todo lo dicho por el «Cara Lápiz» y que se
desharía del cuerpo.
El trayecto desde la Universidad a mi casa era relativamente corto,
aparqué en la misma avenida. Por el retrovisor observé el SEAT de la policía
estacionado, solo estaba el conductor. Antes de cruzar el portal vi cómo el
otro policía disimulaba que compraba prensa en un kiosco. No me desalentó
la idea de tenerme entre los sospechosos, al contrario, lo acepté como algo
natural. Entonces me dirigí a una cabina de teléfono y llamé a Berto para, con
brevedad, explicarle la situación. Colgué y realicé una segunda llamada, esta
vez a mi madre. Le dije que estaba cansado y que no iría a visitarla. Como
intuí, insistió en verme. Decidí ir a comer con ella.
Apenas me dio tiempo de saludar a mamá Vega cuando sonó el teléfono.
Lo cogió ella y tras varios intentos por saber quién estaba al otro lado,
colgaron. Desde la ventana del salón presencié cómo los hombres del «mil
quinientos» hablaban entre ellos; el de fuera abrió la puerta, se sentó, y
continuaron hablando. Pasados unos minutos decidieron irse. Probablemente
también tendrían hambre y decidieron calmar su voraz apetito, sobre todo el
gordito, por decirlo de una forma sensible.
Ya de vuelta, y por efecto de las pastillas, me quedé completamente
dormido en el sofá. Me despertó el zumbido repetitivo y molesto del teléfono.
Adormilado, desorientado, descolgué el auricular al mismo tiempo que tiraba
del cable, lanzándolo al suelo:
—¿Sí? —pregunté mientras intentaba recoger el teléfono que había
impactado sobre el duro terrazo.
—¿Doménico?, ¿te ocurre algo?
—¿Eres tú, María?
—¡Sí, claro! ¿Quién va a ser? No me digas que esperabas a otra.
No tenía noción del tiempo, todo estaba a oscuras. A tientas encendí la
lámpara que estaba sobre la mesita, en la que, hasta hacía unos minutos, se
encontraba el teléfono. Miré el reloj de pared, marcaba cerca de las ocho y
media.

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—No seas boba, solo te espero a ti. Solo te tengo a ti en mi pensamiento.
Me quedé dormido, esas pastillas que me has dado me tienen aturdido.
—No dejes de tomarlas, te harán bien. Pronto estarás mejor. ¿Tienes
ganas de verme?
—Sí. Tu presencia, tu aliento es mi mejor medicina.
—Mañana sobre las siete podríamos vernos y tomar un café, ¿te viene
bien?
—Sí. Si no te doy miedo podríamos quedar en mi casa. Vivo solo.
—No sé si sabrás preparar el café como a mí me gusta.
Ambos nos reímos, le di mi dirección. Antes de despedirse me dijo:
—Se me había olvidado contarte que ha llamado el comisario de policía,
Trebujillo creo que me dijo que se llamaba. Preguntó por el doctor Merino y,
al no estar, habló conmigo sobre tu estado, quería determinada información.
¡Ay! Mi gitano de ojos azules, en qué lío estarás metido ahora.
No pierde el tiempo la policía, pensé, ni tampoco el inspector Trebujillo
que en poco tiempo se había encaramado a lo más alto del escalafón. Tenía
que tener cuidado con él, sabía demasiado sobre mí y ya no estaba Luis
Alfonso para protegerme.
—Es sobre la desaparición de un compañero de trabajo —le dije—. Mejor
te lo cuento mañana.
—De acuerdo, pero prométeme que será después de tomar el café —me
susurró con un tono muy sensual.
—Sí, será después. Mucho después —le dije con voz picarona.
Llamé a la librería y hablé con Gloria, la empleada. Le comenté que hacía
días que no me encontraba bien y que estaría unos días sin ir.
Me asomé por el gran ventanal del salón, la calle estaba mojada, se veían
charcos por doquier. Durante el tiempo que permanecí dormido debió haber
caído una de esas tormentas de primavera, miré al cielo y aunque encapotado
aposté porque no llovería más y decidí salir a dar un paseo por el parque. Con
una cinta me hice una coleta y me enfundé un anorak.
Una vez fuera y de forma disimulada, comprobé si era vigilado. Me dio
tranquilidad el no observar nada inquietante. Una ligera bruma se había
apoderado de la copa de los árboles amenazando con bajar hasta el suelo. La
noche se estaba cerrando, no había ninguna estrella y la luna se negaba a salir
de entre las nubes, hacía frío y me cubrí con la capucha.

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Fui al parque del Circo Romano, los árboles estaban repletos de
minúsculos huéspedes silenciosos. De vez en cuando se les oía trinar en su
intento por coger una mejor posición para dormir. Eran tantos que las ramas
se blandían a su peso y formaban arcos a uno y otro lado del camino. Cuánta
historia guardaba el polvo de las pocas paredes que quedaban en pie. Y pensar
que esos caminos, hacía dos mil años, habían sido testigos de intrigas,
apuestas y muerte. Cuenta la historia que, primero los árabes y luego en la
Edad media, lo utilizaron como cementerio.
Oí unos gemidos y el ruido de un forcejeo me alertó, con sigilo me
acerqué al lugar de dónde provenían. En el suelo tumbada una mujer, las
faldas levantadas dejaban al aire sus blancas carnes, sobre ella un hombre con
pantalones bajados, una de sus manos trataba de que la mujer no gritara
pidiendo auxilio tapando su boca. Con la otra sujetaba sus débiles brazos
asidos por encima de su cabeza. Con rapidez me lancé sobre él derribándole
de una fuerte patada en uno de sus costados, separándolo de ella. Como pudo
gateó hasta donde tenía un cuchillo de grandes dimensiones, y de uso muy
frecuente por los carniceros. Debió usarlo para intimidar a su víctima. Estaba
junto a ella, trató de asirla de nuevo y forzar mi huida. La mujer más por
miedo que por valentía, se giró lo suficiente para zafarse del brazo asesino de
su agresor, lo cual aproveché para volver a patearlo. Con el barro resbalé y caí
dándole ventaja a levantarse y mostrarme su cuchillo con ánimos poco
amistosos.
No era nada habilidoso; pero sí violento y nervioso, en ese estado era
patente su debilidad. Me lanzó una tarascada por allí, otra por allá, hasta que
le así el brazo que portaba el arma. De un fuerte cabezazo en la cara lo dejé
aturdido, tomé su brazo con mis dos manos con fuerza hasta doblarlo y
dirigirlo, junto al cuchillo, hasta clavárselo en lo más profundo de su corazón.
Era tal mi ira que pensé arrancarlo y cortarle los testículos, los sollozos de
la mujer me hicieron desistir. Estaba recogida en sí, en posición fetal, me
acerqué a ella y acaricié sus cabellos para calmarla, si es que tiene cura tan
alta humillación. La cogí en brazos y anduve con ella hasta un banco
iluminado por una farola. Esperé a que reaccionara y le dije:
—Ahora debes salir del parque y pedir auxilio —entonces vi su cara, no
tendría más de veinte años.
Allí la dejé y abandoné el parque por la otra punta; antes me dirigí hacia
donde estaba el fiambre y limpié las posibles huellas del cuchillo. Al irme, me

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di la vuelta y me dije: «No sin propinarle una fuerte patada en los huevos, por
cabrón».
Conforme andaba le di la vuelta al anorak y solté el pelo. Antes de llegar a
casa oí el zumbido de la sirena de una ambulancia.
Limpié las zapatillas del barro y, junto a toda la ropa, las metí en la
lavadora. Una ducha de agua fría y un vaso de leche con cacao fue lo último
que hice esa noche. Con la ayuda de las píldoras dormí placenteramente.
Por la mañana todas las emisoras de la ciudad, prensa y el rumor de la
gente hablaban de la aparición del justiciero del circo romano.
En la Universidad Laboral, una señora de la limpieza me dijo que ella
conocía una leyenda sobre un gladiador cuya alma vagaba por las noches por
el Circo, en busca de justicia por la muerte de su amada, esclava como él y
que estaba segura de que había sido él quien mató al violador.
Sonreí y pensé que en realidad las leyendas solo existen en la imaginación
de los necesitados de ilusión, ellos las cuentan y el rumor las transforma en
verdad.
El comisario jefe de la policía de Toledo, el señor Trebujillo, en una
conferencia de prensa manifestó que la búsqueda se centraba en una persona
de entre treinta a cuarenta años, de unos dos metros de altura, de fornida
complexión. También, a las preguntas de los medios, dijo que la joven no
pudo aportar datos sobre su rostro pues iba cubierto por una capucha y un
antifaz. No obstante, tenían un sospechoso pues había dejado pistas, tras las
cuales estaban trabajando.
Terminó diciendo que entendía el entusiasmo de la ciudadanía cuando
hablaban de él como un héroe anónimo, pero que era un asesino y había
actuado al margen de la ley. «No pararemos hasta ponerlo a disposición
judicial» —apostilló—. Animó a la colaboración de los vecinos de esta
ciudad gloriosa y a que se entregara voluntariamente el presunto homicida.

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Capítulo 16

Locura de Amor.

«Aprendemos a amar no cuando encontramos a la


persona perfecta, sino cuando llegamos a ver de
manera perfecta a una persona imperfecta».

Sam Keen

Repasé con cuidado hasta el último detalle, en breve llegaría María. Todo
el piso debería estar a oscuras, por expreso deseo de ella. En mi cabeza aún
sonaba una de sus frases que tenía que respetar sí o sí. «No hay nada más feo
que un cuerpo desnudo», solía repetirme.
Puse velas en la habitación, en el baño y en la bañera. Compré rosas rojas,
quemé incienso con distintos aromas y preparé el casete, en su interior una
cinta de noventa minutos con las mejores baladas.
Sonó el timbre, ojeé por la mirilla, era María. Mi corazón latía de nuevo
como si fuera la primera vez que la veía.
Todo apagado, desde el fondo del piso se vislumbraban unas luces tenues.
Entró, no le di respiro ni ella a mí. No recuerdo habernos saludado, ni
preguntado por nuestro estado, nos entregamos, una vez más, a besarnos con
pasión, con ardor. Allí mismo, junto a la puerta de la entrada, nos desnudamos
el uno al otro.
La empujé contra la puerta, besé sus pechos, su cuello, su boca de nuevo.
Contra la puerta bebí de su alma. De pie ella, de rodillas yo. Así hasta que no
pudo más y cogiéndome de la cabeza me estrechó entre sus piernas, gritando
de placer.
La levanté por la cintura y a besos la llevé hasta mi cama. Tendida,
ardiente, húmeda musitó:
—Me enseñas algo cada día, me demuestras tu amor cada momento. Me
alegro tanto de haberte conocido que nunca hubiera soñado con un hombre
como tú. Te quiero, mi niño hombre.

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Simulé no haberla oído, puse los dedos en su boca para que callara, los
besó y succionó. Me dio la vuelta y se subió sobre mis muslos. Cubrió mi
estómago con el pelo, con la lengua mordisqueaba mis pezones, jugaba con
ellos. Mientras, sus manos me acariciaban la entrepierna rozando mi
miembro, haciéndome desear que lo cogiera. Lo mejor quedó para el final, sus
labios ardientes lo tomaron hasta que el néctar salió a borbotones.
Nos besamos y juramos amor eterno.
—¿Aún te acuerdas de ella? ¿La comparas conmigo? —me dijo en el
instante más dulce. Nunca entenderé a las mujeres y ese juego de celos que
manejan solo para oír: «Tú eres mi amor, mi único y gran amor. Aquello ya
pasó, es historia». No obstante me atreví a responder:
—No. Son recuerdos que no podré borrar, pero solo eso, recuerdos.
—¡Ay, Doménico!, perdona mis celos, no sé si me ofusca más pensar que
la acaricias o que ella se acerca a ti en tus pensamientos. Al menos, dime que
solo me besas a mí con ardor y pasión. Supongo que vencer la tentación no es
fácil y que te gustaría hacer con ella, en tus sueños, lo que hacemos los dos,
pero no quiero saberlo.
—Eres sublime, como lo es la felicidad que me procuras sabiendo que soy
tuyo y tú, mía —volví a sellar sus labios con los míos.
Nos dimos un respiro, la invité a darle un baño con espuma y sales. Lavé
sus piernas a la vez que las masajeaba, se echó hacia atrás y cerró los ojos. Su
estómago se contraía, sentía su respiración, sus pechos tornaron duros
asomando los pequeños pezones fuera de la balsa de espuma que formé en la
bañera. Levanté uno de sus brazos y me quedé quieto, dubitativo, tenía
cardenales. El otro presentaba los mismos síntomas de haber sido sujetada por
alguien con fuerza. Callé, me tomó por la cabeza y me besó. Ahora fue ella la
que me invitó a bañarme. Decliné la invitación con la excusa de que era su
momento y de que mi anhelo era satisfacerla.
Quedó exhausta y feliz. Yo en cambio tenía preguntas sin respuesta en mi
interior. Preparé dos combinados y esperé a que viniera.
—Te quiero, loco mío —me dijo—. Por cierto, no te he contado la
conversación con el comisario de policía Trebujillo, creo recordar que me dio
ese nombre. Es amigo de mi jefe, ¿lo sabías?
—No, ¿por qué habría de saberlo? ¿Qué quería?
—Preguntó por Merino. Le dije que estaría fuera unos días y entonces me
dijo que eran amigos desde hacía mucho tiempo, que llamaba para saludarle y

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preguntarle por un paciente suyo. Me ofrecí a ayudarle.
Interesante amistad —pensé—. Cuán callado lo habían tenido. Pues si
Luis Alfonso era amigo de Trebujillo y este de Merino, probablemente fueran
los tres amigos por esa relación matemática de las probabilidades. En cambio,
en el hospital todos mantuvieron dicha relación oculta.
—El paciente eras tú —prosiguió con su relato—. Le interesaba saber si
continuabas en tratamiento con nosotros. Respondí afirmativamente,
concretando que sufriste una crisis hacía días y acudiste de urgencia a la
consulta. Me dio las gracias y pidió que saludara al doctor de su parte. ¿En
qué lío andarás metido? ¿Me lo contarás algún día? —pasó su boca sobre mi
espalda con un cubito de hielo.
—Sí, cuando tú me cuentes quién te hizo esos moratones en los brazos. El
otro día era en la cara, ¿qué será lo próximo que veré?
Como si mis palabras la hubieran quemado se apartó. Salió de la cama y
me dijo:
—No tienes ningún derecho a dudar de mí.
—Ni tú a mentirme. En el fondo eres igual que las otras. ¡Vete!
—No me hagas esto, por favor. ¡Tú, al menos no! No me hables de ese
modo te lo ruego. Tu comportamiento es de un adolescente al que se le quita
su juguete —rompió a llorar—, te amo como no creí se podía amar a nadie.
Te contaré todo si tú me lo pides.
Introdujo la cabeza entre las manos, lloraba con pena, con dolor. Me
acerqué y le pedí perdón, pero insistí en querer saber quién le hacía esos
moratones.
—Estoy casada con un monstruo —me dijo ocultando su mirada entre las
manos, luego se secó los ojos. Ante mí tenía una persona derrumbada. Por un
momento me miró, fue fugaz, enseguida los volvió a ocultar, ahora
enjaulándolos dentro de los párpados, las pestañas pegadas y el rímel corrido,
le conferían un aspecto inusual. Aun así era bella. Tenía el pelo recogido con
una pinza a un lado de la cara, el cuerpo desnudo lo cubría con una toalla.
Acaricié sus piernas y animé para que prosiguiera. Tomó aire de un fuerte
suspiro, tragó saliva y atropelladamente continuó.
—Vivimos separados. Un día decidió que viviría en Madrid. Se había
cansado de mí, me dijo. Entra en casa cuando quiere y me toma si le apetece.
Dice que ante los ojos de Dios soy su mujer y me debo a él. Antes le dejaba
hacer con la esperanza de recuperarlo, luego ante los abusos que me infligía

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fui odiándolo y negándome a sus prácticas sádicas. Entonces se ponía
violento, me maltrataba, me insultaba. Yo callaba y aguantaba por el niño.
Muchas veces quise tirar la toalla, creí que nunca vería su fondo. Pero ahora
has entrado en mi corazón, tengo una ilusión, una esperanza. Día a día me
siento más fuerte, me rebelo, pero no sé qué hacer. Me siento violada cada
vez que me toca, cierro los ojos y espero que termine pronto ese momento.
—Le mataré —dije furioso, fuera de mi.
—¡No, por Dios, Doménico!, prométeme que no le harás nada —me
imploró.
—Si tú no sabes qué hacer y yo no puedo hacer nada, debemos dejarlo, es
mejor ahora. Más tarde será más doloroso para los dos. No puedo permanecer
impasible mientras él va a tu lecho y tú no haces nada por evitarlo. Creí que
esta situación en una persona de tu posición no se podría dar. Debes huir de
él.
Entonces hacia mi mente volaron recuerdos de imágenes nunca
presenciadas, ahora fantaseadas y recreadas a mi antojo. Supuse que lo que
María me describía debió haberle ocurrido a mi madre algún día. En mi
cabeza irrumpieron, como un huracán, los fantasmas del pasado.
Permanecía junto a mí. Oí su voz lastimera pero firme, con miedo, pero
llena de valor me dijo:
—No puedo. Eso que me pides es una locura —murmuró—, mi sitio está
aquí. No me dejes, dame tiempo. Te miro a los ojos y pierdo la cabeza. A
veces lo que veo me da miedo.
—¿Qué ves en ellos para sentir tal locura?
—En tus ojos veo amor, ternura, luz. También la muerte. No quiero
perderte. Él es poderoso. Me hará mucho daño si huimos, me acusará de
adúltera y me quitará a mi hijo.
—¿Luz en mis ojos?, creí que decías que eran tristes, impenetrables.
—Hoy la he visto. Han sido más azules y transparentes que nunca.
Contigo volveré a ser yo. Él representa la oscuridad, el miedo. Si no
existiera… Si desapareciera… Todo sería más fácil.

Ha pasado un año desde que la vi entrar en la librería. Mi amor hacia ella,


mi compromiso es cada día más fuerte. Seguimos viéndonos como amantes, a
escondidas, dos veces por semana. Le prometí que no le haría nada a su

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marido, que la esperaría. Aguardaría hasta que él se marchara y la dejara en
paz.
En mi cabeza pesan como losas sus palabras: «Si no existiera», «Si
desapareciera, todo sería más fácil». Quizás ella nunca quiso decir lo que
siento en mi interior, ese deseo fatídico de acabar con él.
Cuando se marcha de mi cama, deja un hueco difícil de ocupar. Una fuerte
obsesión me embarga, siento celos. Tomo la almohada donde sus cabellos aún
dejaron restos, huelo su perfume. Desplazo mi cuerpo por las sábanas donde
su cuerpo y el mío se unieron, se amaron una vez más. Sus efluvios dejan
constancia de la batalla de dos amantes enloquecidos. Cada vez que la veo
cerrar la puerta, me siento embargado por la misma duda, una nube de gotas
de lágrimas inunda mis ojos.
Los celos me hacen ver situaciones diabólicas entre ella y su marido. Él
sometiéndola a todo tipo de vejaciones sexuales, ella sin oponerse por miedo.
Pero no veo lágrimas en sus ojos. En mis alucinaciones la siento disfrutar,
gozar con la sodomía que practica con él.
Despierto encharcado en un sudor frío, un despertar precoz me reconduce
al ronroneo de si ella estará con él como conmigo. Mil preguntas cada noche,
mil respuestas sin dar. Todo son porqués sin encontrar razón que calme mi
ansiada ira. Sus palabras vuelven a mi mente, siento entonces un deseo
irrefrenable por matarlo y así permitir que ella y yo, juntos, seamos felices.
Por fin es martes, suena el timbre. Es María, lo olvido todo, incluso mis
fantasías más lujuriosas y nos sometemos el uno al otro sin decir palabra. La
fogosidad, la pasión con que la que nos entregamos me hace imposible pensar
que sienta lo mismo con él.
Le susurro mi amor en sus labios, es tanto el placer que siente en ese
momento que sus gemidos le impiden responderme. Le digo que me gustaría
gritar su nombre a los cuatro vientos. Entonces, cuando su cuerpo delgado
deja de temblar, cuando desaparecen los espasmos entre el estómago y su
sexo, me dice:
—¡Oh!, qué bonito…, ¡cuánto amor! Gracias cariño. No hace falta que
nadie lo oiga, solo tú y yo.
Como si estuviera hipnotizado, dejé que sus manos empujaran mi cuerpo
fuera del suyo. Tomó mis brazos y los subió por encima de mi cabeza,
después cogió el pañuelo de seda que traía puesto y ató mis manos a los
barrotes de hierro del cabecero de la cama. Me pidió que las dejase ahí. Es un

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nudo débil, fácil de deshacer, presiento que sé lo que quiere y me dejo llevar.
Cierro los ojos.
—Déjame apartar tus manos de mí y bajar lentamente rozando mi cara por
tu cuerpo hasta llegar allí —siento sus susurros—…Y saludarla con mi lengua
y meterla poco a poco en mi boca, saborear tu primera miel y sentir su calor
en mi garganta. Y hacerlo despacio, muy despacio… y besarla y volverla a
besar…
Dejé de pensar, mi alma voló, mi mente se nubló. De rodillas entre mis
piernas, de vez en cuando volvía su cabeza hacia mí, subía lentamente por mi
cuerpo acariciando con su cabellera suave toda mi piel; entonces me permitía
que me bañara en los surcos de sus pechos y que abriera mi boca para tomar
aire en sus pezones rosados.
Me cosió la boca a besos, taponó mis oídos con las caricias de su lengua,
impidió una y otra vez que mis manos la tocaran, le dije que la amaba y le
pregunté con miedo si ella sentía lo mismo. Tomó mi cabeza con sus manos y
ahogándome en el mar carnoso de sus senos turgentes, me silabeó:
—Si tú tienes fe, yo más; si tú me quieres, yo más. Si tú me amas, yo
siempre te amaré más.
—¿Por qué esa tormenta que hay en mí? ¿Por qué esta maldición? ¿Quién
eres? ¿Qué quieres de mí? Pídemelo y lo haré —susurré mientras limpiaba
mis lágrimas en su cuerpo sudoroso, fundidos en uno solo.
Abrió sus piernas, a horcajadas se sentó sobre las mías y me introdujo
dentro de ella.
—Soy una mente inquieta con un corazón grande que me manda y me
pierde, prisioneros en un cuerpecito pequeño. Yo no te pido nada, solo espero
lo que me quieras dar y de lo que me des lo quiero todo —arrulló con la voz
entrecortada.
Con un golpe seco liberé mis ataduras. Mis dedos acariciaron sus pezones
erguidos que me buscaban, mi mente me recordaba sus susurros y sin darme
cuenta como fue, ahora, estaban impregnados de humedad y deseo de ella.
Sus caderas se balanceaban, mis dedos, todo mi ser, se unieron a su danza
mientras desaparecían en el fondo de su sexo hambriento de mí.
Oí que me decía:
—No te escucho, no te siento, te llamo… no estás.
Entonces me agité y los agité con rabia, la busqué y me estremecí.

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—Vuelves a mí…, —gritó—, el placer me recuerda que soy tuya, solo tú
puedes hacerlo, solo tú… —y grita mi nombre y exclama poseída: ¡Te quiero!
¡Te… qui… e… ro!

………………………………………
—¿Por qué llora?
—Lloro por ella, lloro por nuestro amor. La amé hasta hacerme daño, sin
medida.
—¿La amó?, insinúa que todo acabó.
—Tengo dudas de que cuando salga de aquí todo siga igual. Pero mejor
aparcamos este tema y le sigo contando.
—Como quiera, pero hay un par de preguntas que tengo que hacerle y
que ha pasado de puntillas sobre ellas.
—De acuerdo, dispare.
—¿Qué ocurrió con Eufemiano y con el violador del Circo Romano?
—Respecto de Eufemiano, su cuerpo apareció en el río semanas después
de su desaparición. Su cuerpo estaba desnudo y desfigurado en estado de
descomposición. Su familia lo reconoció por una medalla que llevaba al
cuello. En los análisis forenses que le practicaron encontraron altas dosis de
alcohol.
En una ocasión fui requerido por el comisario Trebujillo para que
libremente me personara en comisaría. Una vez en su despacho fui
interrogado personalmente por él. No tenía pruebas y me dejó libre de
cargos, mi coartada fue ratificada por la doctora Hortaleza.
Después, tomando un café en plan amistoso, me mostró un cuchillo de
enormes dimensiones. No mostré interés que despertara sospecha y a su
pregunta de si tenía alguno parecido en casa o si había visto algo igual, le
respondí: «Soy profesor, anhelo la paz entre los hombres. Lo mejor sería
preguntar a un matarife, él sabrá si pertenece a alguien en especial». Nos
despedimos y al salir de su despacho, allí, de pie quieto, estaba la joven. Me
miró, le sonreí y pasé a su lado. Entonces sonó la voz ronca de Trebujillo:
«Doménico, ¿le gusta la caza?». «No», —le respondí secamente—. «Era por
si querría acompañarme alguna vez. En mi pueblo se pueden cazar osos»; no
entendía por qué la policía no cambiaba esos trucos. Decidí volverme y
acercarme a su posición y así estar más cerca de la joven, pues entendía que
era lo que él pretendía. «¿Osos?, ya no quedan en España» —le objeté—. «Sí

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quedan, no solo en las montañas de mi pueblo, también en las ciudades y
siempre los acabamos cogiendo». «Interesante, ¿y cómo se llama su pueblo?,
más que nada por no ir, no me vayan a confundir y me disparen». Guardó
silencio, di media vuelta y le oí refunfuñar: «Brañosera, mi pueblo es
Brañosera. Tierra de gentes tenaces que no dan nada por perdido».
Abandoné la comisaría pero en mi interior circulaba la duda de que no les
había convencido, estaba seguro que mi suerte acabaría por darme la
espalda y que al primer error me atraparían. Es cierto que la joven no me
reconoció y si lo hizo, en agradecimiento, guardó silencio.
—¿Por qué mató al marido de María, quizás por celos?
—No, ya no eran celos. Yo estaba seguro de que ella me amaba. Él
seguía maltratándola, ese fue el motivo.
………………………………………

Cuando los amantes cesan y calman sus pasiones, debería haber un tiempo
para hablar, nosotros apenas disponíamos de ese momento. El reloj, maldito
sea, marcaba nuestros instantes y nos alertaba de que María tenía que partir.
Entonces todo eran prisas por vestirse, lo hacía en silencio, yo, desnudo, la
contemplaba desde la cama. Unos besos de despedida y un recordarnos:
—Hasta el martes, te quiero, seme fiel —le repetía yo, sabiendo que era
imposible que ella pudiera cumplir con mis deseos. Ella siempre me miraba y
decía:
—Te amo, y siempre estás conmigo. Te llamaré.
A veces lo hacía nada más llegar a su casa, tras comprobar que él no
estaba ni lo esperaba. La niñera ya tenía al niño acostado. Otras veces lo hacía
nada más despertarse para contarme sus sueños, sus ilusiones, sus deseos para
conmigo. No le importaba la hora, lo sentía y lo hacía. Yo, aún dormido,
permanecía en silencio, pues antes de ir a la cama tenía que tomar
barbitúricos para poder conciliar el sueño. Su monólogo aceleraba mi sangre
y me hacía participe de ese sueño. Era la dueña de mis pensamientos y yo de
los suyos.
—¡Hola, Doménico! Esta noche, amor mío, sin tu permiso… he cerrado
los ojos, he descubierto mi cuerpo y entregado al deseo de tenerte cerca. Te
busqué y estabas en mi boca, en mis dedos. Soñé que acudía a una cita con un
señor interesante que me esperaba a oscuras detrás de la puerta de su casa.
Soñé que me recibía con unos besos dulces y suaves que aún estoy
saboreando. Si cierro los ojos aún puedo sentirlos sobre la piel y los labios.

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Me hizo el amor como solo mi señor sabe hacerlo. Me volvió loca una vez
más. Lo escuché respirar durante horas hasta que me venció el sueño. Soñé
que nos despertamos y nos acariciamos antes de preparar nuestra despedida al
amanecer.
—Esto que me dices es muy bonito, creo que es una expresión inmensa de
nuestro amor —le respondí ya despierto y hormonalmente alterado—. Quizás
un día, no muy tarde en el tiempo, podamos dar cumplimiento a nuestro sueño
y consigamos despertar juntos el resto de nuestra vida.
—¿Sabes? —me susurró con su dulce voz excitante—. No pude aguantar
y volé, sin ti, pero contigo.
—Espérame, que el próximo lo tendremos juntos —le respondí mientras
mi mano hurgaba en el interior de mi ropa interior.

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Capítulo 17

La Apocalipsis.

«Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con


amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges,
corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con
amor»

Cayo Cornelio Tácito.

La relación con María no solo era sexo, era un estado de catarsis que nos
envolvía en una nube de amor.
Era mayor que yo y además tenía un hijo y un marido, decía mamá Vega.
También decía de ella, que era muy inteligente y mujer de su casa pero que
veía la muerte y la desolación en su mirada. Tampoco le pasaron
desapercibidas las marcas en las muñecas o las que, en otra visita, le vio en el
cuello, muy disimuladas por María con uno de sus pañuelos.
Mamá Vega me preguntó con miedo si yo le pegaba. Ante mi respuesta
negativa, murmuró:
—¡Doménico, hijo mío, a mi no me puedes engañar!
—Pero mamá, ¿de qué estás hablando? —Repliqué con genio—. ¡Habla
claro, por favor!
—Pues eso, que esas marcas son de una pelea y si no son tuyas serán de
otro, así que ándate con ojo no te vayan a endosar el muerto a ti.
Guardé silencio, no quería entrar en cavilaciones que siempre me
conducían al mismo puerto. Seguro que mamá Vega tenía razón, ella lo veía
desde un prisma distinto al mío. Yo, como enamorado, estaba ciego y esa
ceguera me impedía ver más allá de mis narices. Mi madre, en cambio, lo
contemplaba desde la experiencia y la posición que le daba no estar dentro.
Los celos afligían mi alma, quizás encontrase sosiego dando
cumplimiento a lo soñado por María: «Sin él sería feliz», recordaba

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constantemente sus palabras. Sí, quizás su mensaje fuera que la liberara de su
opresión.
Me acerqué a la ventana, corrí las cortinas, fuera el cielo se oscureció.
Nubes negras impedían ver el sol escondido tras ellas, quizás presagiando la
tragedia que se mascaba en mi cerebro.
No me di cuenta de la proximidad de mi madre. Sentí sus cálidos brazos
rodeando mi cintura a la vez que me anunciaba:
—Va a llover y sabes que me dan miedo las tormentas, ¿por qué no te
quedas a dormir esta noche conmigo?, al fin y al cabo mañana no tienes que
madrugar para trabajar.
Como siempre cuando te pedía algo ya había pensado en tus posibles
respuestas negativas, no dejándote opción a declinar su invitación.
—Mamá, no te dan miedo las tormentas. ¿Qué es lo que te causa ese
temor?
—Tú, tú eres mi única fuente de sentimientos. Me aterra que hagas algo
de lo que te tengas que arrepentir. Esa mujer te ha hechizado, te conduce a la
locura por el camino de la ceguera.
—Olvídala, olvídalo todo o me acabarás perdiendo —retiré sus manos
aferradas a mi cuerpo, la besé y abracé con fuerza—. Lo que haya de pasar,
pasará. Nuestro destino no nos pertenece, solo Dios maneja los tiempos y solo
a Él debemos rendir cuentas.
Con todo el dolor de mi corazón la dejé allí, junto a la ventana; las nubes
negras se abrieron dejando entrar la luz de un rayo que iluminó todo el cielo
toledano. A lo lejos se podía distinguir el cimborrio de la Catedral, era una
imagen tétrica, anunciaba muerte y dolor.
Ya en casa me sumí en un estado de ansiedad y decidí tomar un
ansiolítico, mejor dos —me dije.
Me planteaba una y otra vez cómo curarme de esa manía persecutoria. Era
evidente que yo no podía. Necesitaba ayuda, ¿pero de quién?, si mi psiquiatra,
la mujer a la que tanto amaba, me confesaba que se sometía a él. El muy
canalla que ejercía sobre ella un derecho de pernada caduco y desvirtuado.
¿Y si María no era la causante de esos celos?, ¿y si era víctima de esa
lenta agonía que me estaba consumiendo?

Pudieron ser días maravillosos, de hecho casi lo fueron; siempre hay un


instante, un momento negativo que estropea todo lo bueno y pervive en

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nuestros recuerdos por una eternidad. Fue una de esas tardes que teníamos
previstas para nuestros encuentros. Era la primera vez que no era puntual.
Con el paso de las horas la incertidumbre de no saber qué le ocurriría produjo
un caos en mi cerebro. Nunca quise saber su número de teléfono, así evitaría
la tentación de llamarla, pero sí conocía su domicilio.
En diez minutos estaba aparcando frente a su casa. En ese momento se
encendió la luz del portal. Al otro lado un hombre alto, fornido, se ajustaba la
zamarra, de uno de sus bolsillos sacó un puro y se lo llevó a la boca. Era
Iñaki, su marido. Subió a un coche aparcado frente a la puerta, abrió la
ventanilla y por ella salió una bocanada de humo. Se alejó dejándome en la
duda de no saber qué hacer.
Decidí seguirle. Fue corta la persecución, aparcó cerca de una discoteca,
entró. Pasados unos minutos opté por pasar. No había mucha gente en su
interior. Pegado a la barra, aún con el puro entre los dientes, soltando humo
como una locomotora, estaba él. Una chica pelirroja le acompañaba, se reían
y brindaban. Me fui al otro lado y pedí un whisky. No era mi bebida habitual,
de hecho desde que inicié el tratamiento apenas tomaba alcohol. Mi punto de
observación era estupendo, una columna evitaba que pudiéramos vernos si no
lo deseábamos.
De repente, y sin motivo aparente, agredió a la chica que estaba con él. La
empujó mientras se limpiaba su zamarra de ante. El camarero y yo
observamos los acontecimientos. Apareció un señor todo vestido de blanco, el
pelo canoso y le pidió que se calmara. Tenía pinta de macarra salido de una
de esas películas americanas de gánsteres horteras.
—Ya estoy bien, la culpa la tienes tú por dejar entrar aquí a putas baratas
—protestó muy malhumorado Iñaki.
La chica se levantó como pudo y le lanzó todo tipo de exabruptos. Se
quedó mirándola, continuó sacudiéndose la ropa con las manos, tratando de
quitarse el líquido derramado sobre el gabán. Aún con los últimos retazos del
puro en la boca, la miró despectivamente, lo cogió entre el dedo corazón y el
pulgar y se lo tiró con la misma chulería que el que lanza una canica al hoyo,
a la vez que le decía:
—No quiero volverte a ver, eres una zorra borracha.
Luego dirigiéndose al macarra de blanco le anunció:
—Si vuelvo a ver a esta puta aquí no vuelvo más.
—No se preocupe don Ignacio, no la dejaremos pasar más —miró al
camarero que me atendía y le ordenó:

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—¡Sácala de aquí!
La chica herida en lo más profundo de su dignidad le espetó:
—Ha sido sin querer. Eres un hijo de puta, chulo de mierda —mientras
por su boca salían todo tipo de insultos a la misma velocidad salían lágrimas
de sus ojos manchados.
El camarero salió de la barra y fue a pedirle cortésmente a la joven que se
marchara, por su bien. Esta se revolvió y levantando el dedo índice hacia
Iñaki, lo amenazó:
—Eres un cornudo y lo sabes bien, pagarás por esto.
—¿Habéis oído lo que me ha dicho esta puta? ¡Me cago en la hostia, pues!
Apartó al camarero de un fuerte empellón, cogió a la chica pelirroja como
si fuera un muñeco de trapo y la arrastró por toda la barra, llevándose a su
paso vasos, ceniceros, botellas, bolsos y todo cuanto se cruzaba con la cabeza
de la joven. Cuando llegó al final, la tiró como si fuera una bayeta.
—Maldita zorra —fueron sus palabras cuando terminó de hacer su gran
gesta. Yo permanecí, al igual que los pocos que allí había, impasible. Por
dentro la sangre me hervía, pero debía esperar para conseguir mi propósito.
La chica fue sacada de la discoteca, el bravucón de Iñaki pidió que se
sirviera una copa al que la quisiera tomar.
—Pon de beber y cárgalo en mi cuenta —dijo mirándonos con una
sonrisa. Yo hacía tiempo que había abandonado mi posición de detrás de la
columna y me encontraba a un escaso metro de donde él estaba. Me sirvieron
otro whisky.
No pasó ni media hora cuando la chica pelirroja, despeinada, con el
vestido manchado de sangre y sin zapatos, volvió a entrar. No venía sola. Dos
hombres la acompañaban; uno de unos cincuenta años, el otro tendría mi
edad, por lo que deduje que serían el padre y el hermano.
Todos dejamos de beber. Todos no, Iñaki en su euforia no se dio cuenta,
estaba de espaldas a la puerta hablando con el hombre de blanco,
presumiblemente el dueño.
El más joven, más bragado, sacó una navaja. Su acero brilló con los
destellos emitidos por la bola de cristales que colgaba del centro de la pista.
El mayor, el presunto padre, a su paso, cogió un vaso de una mesa y lo
estampó en la cabeza de Iñaki. Cuando este se volvió hacia su cuerpo,
cabalgaba la mano justiciera del joven, brazo firme, puñal en mano, la hoja
afilada, quizás de acero toledano.

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Actué rápido, de una fuerte patada en la mano desarmé al joven, un golpe
en la cara con el antebrazo le hizo retroceder. Camareros, propietario, clientes
y el mismo Iñaki, lograron ponerlos en fuga.
Debí dejar que el brazo del joven acabara lo que yo buscaba, pero no sería
justo darle ese honor a otro. Quizás sí la gloria, pero en estos casos la gloria
trae la perdición.
Intuí que la noche sería larga. Iñaki me dio las gracias, me invitó a otra
copa la cual decliné. Minutos después decidí marcharme. Antes de subir a mi
coche quise descargar mi rabia. Pinché las ruedas de su vehículo. Si era
rápido, cuando volviera, podría servirme de tal argucia para mi plan.
Puse rumbo a mi casa a por el cuchillo y a por un jueguecito que me
regaló Berto. Sonó el teléfono, era María.
—¿Dónde has estado?, me tenías intranquila —en su voz había pena,
tristeza. Su tono denotaba que había llorado y, aun disimulando, podía
percibir que aún lo hacía—. Llevo más de dos horas llamándote.
—¿Sí? —respondí sarcásticamente—. Pues hace cuatro que te espero y no
me llamaste. Fui a tu casa y lo vi salir todo arrogante, puro en mano.
Rompió a llorar. Esperé a que pudiera hablar.
—Intenté llamarte, vino sobre las seis y no me dejó hacerlo —rompió a
llorar de nuevo.
—¿Pero estás bien? —inquirí.
—Sí, ahora sí ¡Quiero verte! ¿Dónde estás?
—¿Cómo que dónde estoy? ¿Pero qué coño te ocurre? El loco soy yo, no
tú. Estoy en casa, me has llamado.
—No te muevas, voy hacia allá.
—No, esta noche no vengas. He tomado pastillas para dormir a un toro y
no tengo ganas de ver a nadie. Mañana sí, mañana nos veremos.
Colgué y al momento volvió a sonar, dejé que sonara mientras cogía mis
cosas.
Por el camino hacia la discoteca me encontré con el coche de la policía.
Me dio alegría comprobar que el coche de Iñaki aún estaba allí, en el mismo
sitio que lo dejó.
Dentro, la música se oía de fondo. En la barra hablaban Iñaki, el hombre
de pelo cano, ya sin la americana blanca pero con su camisa negra de seda y

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sus pantalones de campana que impedían se vieran los zapatos blancos y un
par de clientes, en distendida conversación.
Llamaron mi atención y me invitaron a unirme a ellos. No rechacé la
oferta pues deseaba ganarme la confianza del vasco. Iñaki dijo que tenía que
irse ya que tenía una partida de jiley.
—¿De qué va eso? —preguntó uno de los hombres de la reunión. Por la
forma de mirarlo, el vasco no debía ser amigo suyo.
—Es un juego de cartas donde, si no andas listo, te dejan vacía la cartera
en unos minutos —respondió Iñaki.
Yo aproveché para adelantarme en la salida, tenía la corazonada de que
Iñaki saldría solo. Mientras, los otros se quedarían dentro, recreándose en
todo tipo de comentarios sobre lo acontecido horas antes.
No tuve que esperar mucho, miré el reloj de oro que me regaló Luis
Alfonso. Eran las doce y media. Se dirigió a su coche y se percató de que
tenía las cuatro ruedas pinchadas. Unos truenos en la lejanía trajeron un poco
de lluvia.
—¿Qué te pasa? —le pregunté, acercándome a él.
—Que estos hijos de puta me han pinchado las ruedas. Eso es lo que me
pasa.
—Parece que va a llover —le dije—, si quieres tengo mi coche ahí al
lado. Te puedo llevar.
—Gracias, llego tarde. Con que me dejes en la plaza de Zocodover, está
bien. Mañana enviaré a una grúa a recoger el coche. Por cierto, me llamo
Ignacio, aunque por aquí todo el mundo me conoce como Iñaki el vasco.
Le dije que no se abría la puerta del copiloto.
—Tendrás que montar atrás, espera, te abro, es que a veces se atranca.
—¡Joder, chaval! Ya puedo yo.
—No, espera, que eres muy fuerte, no vayas a arrancarla. Ya la abro, es
con un poco de maña. Ves, ya está. Puedes subir.
Abrí la puerta y dejé que pasara a ocupar su asiento. Al mismo tiempo que
entraba yo le clavaba la aguja de una jeringa con su carga. Le inyecté un
sedante suministrado por Berto capaz de dormir un elefante. La tormenta de
primavera la teníamos encima, arreciaba con violencia. En la calle no había
nadie. En la puerta de la discoteca un hombre con un vaso en la mano
disfrutaba del momento.

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Miré a mi pasajero, dormía plácidamente. Antes de ponerme en marcha le
observé: el muy cabrón mantenía sus cabellos engominados como si no
hubiera ocurrido nada. A la zamarra de ante, forrada con piel de borrego,
apenas se le notaban las manchas causantes de la trifulca con la pobre chica
de los cabellos rojos. Vestía pantalón de pana verde de canutillo ancho, y
unos botos camperos que abrigaban sus pies.
Puse en marcha el coche, los limpiaparabrisas no daban abasto en retirar
el agua. Tomé la carretera hacia Madrid, a la izquierda quedaba el Palacio de
Tavera, más adelante la Plaza de Toros; un kilómetro después me desvié y
tomé el camino del cementerio. Era un barrio humilde, no habría nadie por la
zona y menos aún con la que estaba cayendo. Debía darme prisa no se fuera a
despertar mi ilustre huésped.
Ante mí, por fin, y antes de llegar al cementerio, una casa semiderruida.
En su tiempo sería aprovechada por labradores para guardar los aperos y,
quién sabe, sino también para vivir.
Bajé del coche, y vi clavada a la pared una anilla que en su día tuvo el
oficio de hacer de amarre de las caballerías. Saqué del coche a Iñaki, ¡cómo
pesaba la mala bestia!, pensé. Y lo até bien fuerte de manos y pies. Le despojé
de su zamarra y me la puse, diluviaba y a él no le haría falta. También le
desprendí de sus pantalones de pana y arranqué su ropa interior. Esperé a que
se despertara. No tenía por costumbre ejecutar a nadie, ni siquiera al más vil
delincuente, sin anunciarle su sentencia.
No tuve que esperar mucho. Le oí removerse, tirar con fuerza de sus
ataduras al igual que hace un morlaco cuando está en el cajón de salida. Por si
la anilla clavada a la pared no resistía por el paso del tiempo, le golpeé varias
veces conminándole a que cejara en su intento. Le hablé:
—Soy Doménico Aspartana y vengo a hacer justicia por tus desmanes.
Antes te relataré tus pecados por los que la ley de los hombres no puede
condenarte debido a tu poder en la tierra. Después de hablar te retiraré la cinta
de la boca, y así podré oírte en confesión. Si gritas te la volveré a tapar, ¿me
has entendido? Desde hace poco más de un año, María y yo tratamos de
conocernos y formar una familia, como la que tú tenías y que deshiciste para
irte con una puta a Madrid. Desde ese instante ella fue libre y su conducta
irreprochable. Pero no te conformaste con abandonarla, tenías que volver a la
que era tu casa y vejarla. La has humillado, has hecho uso de tu fuerza física
para violarla y cuando se te ha opuesto, la has golpeado. Esta noche he visto

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lo que eres capaz de hacer a una pobre mujer. Por todo esto yo te condeno a
morir, pero antes quiero oírte pedirle perdón.
Retiré de su boca la cinta y le concedí la palabra. El furor de la tormenta
se fue aplacando, todo era negro como su alma. De vez en cuando la luna
soltaba un fogonazo de luz que me permitía ver su cara.
—No me mates, por favor —suplicó—, todo lo que has dicho está
manipulado. María está enferma, es una pervertida. Sus gustos sexuales la han
desviado de una conducta normal. Me pide que la ate y que la pegue. Otras
veces es ella la que en su furia me causa dolor. Te está utilizando para
conseguir sus fines. ¡Mírame!, por favor, digo la verdad.
—Nunca pensé que llegaras tan lejos en tu felonía para con ella. Tus más
bajas y réprobas pasiones te convierten en un hombre sin escrúpulos. Ella no
es así. Nunca me mentiría, me ama, ¿lo entiendes? Somos amantes. Ayer por
primera vez faltó a su cita conmigo. Fui hasta vuestra casa para ver qué le
podía ocurrir. Te vi salir contento, repeinado. Luego te seguí, ella me llamó
llorando y me contó lo que le habías hecho. ¿Acaso lo niegas?
—No, entrégame a la policía, confesaré lo que tú quieras, pero no me
mates. Últimamente no era la misma, antes no se oponía, incluso a veces me
llamaba. Ayer se me fue la cabeza y… sí, ayer sí la forcé, solo ayer. ¡Por
favor, no lo hagas! Habla con ella, te dirá que no miento.
Volví a poner la cinta sobre su boca y en el mismo momento que levanté
el brazo sujetando con firmeza el cuchillo, un rayo descargó su ira cegadora
cerca de nosotros.

Llegué a casa, serían las dos de la mañana. Tomé pastillas suficientes para
no morir y las mezclé con alcohol. Dejé toda la documentación en casa y
escribí una nota, la guardé en un bolsillo. Me dirigí al hospital y en la puerta
me derrumbé.
Cuando desperté estaba enganchado a un bote de suero.
—¿Dónde estoy? —pregunté a la enfermera que celosamente retiraba un
termómetro de mi axila. Hice intención de quitarme el catéter del brazo.
Rápidamente la enfermera me apartó las manos y me tranquilizó.
—No te muevas, estás en el hospital. Ahora aviso a los doctores.
Acudieron el doctor Merino y María. Su rostro demacrado no podía
ocultar su belleza ni tampoco, por mucho maquillaje que llevara, la tristeza en
sus ojos.

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—¡Buenos días, Doménico! —me saludó el doctor Merino—. No para de
darnos sustos, dígame, ¿por qué esa urgencia con querer morir?
María estaba escondida detrás de él.
—No me encontraba bien, no era capaz de dormir y salí a dar un paseo
por ver si me tranquilizaba —mascullé, apenas podía hablar, tenía la boca
seca—. ¿Pueden darme un poco de agua por favor?
El doctor miró el reloj y pidió a la enfermera que lo hiciera. A
continuación me dijo:
—Si hubiera tardado en llegar, a estas horas estaría muerto. Debe dar las
gracias a la doctora Hortaleza que rápidamente acudió a su llamada.
—No recuerdo haber llamado a nadie —objeté.
—Usted no lo hizo. Vino sin documentación ¡Pero hombre de Dios!,
¿cómo en su estado puede salir sin un solo documento que lo identifique? —
protestó de manera airada—. Gracias a que llevaba una nota y nos pudieron
llamar.
Ante mi cara de asombro, abrió la carpeta que llevaba, presumiblemente
con mi historial, y me mostró una cuartilla con unas líneas manuscritas.
—¿Es esta su letra? —miré y asentí, entonces la leyó—: «en caso de
urgencias llamar al doctor Merino o a la doctora Hortaleza». Esto que
parece una tontería es lo que le ha salvado.
—¿Cuándo me dará el alta?
—Si no hay contratiempos podrá irse mañana, pero antes deberá pasar por
la consulta. No quiero más tonterías de este tipo, ¿entiende?
—Sí, le prometo que no volverá a ocurrir —concluí.
Apenas una mirada fugaz, alguna sonrisa cómplice con María, fue lo
máximo que pude obtener de ella. Nadie conocía nuestra relación, salvo
mamá Vega, y así debería seguir siendo pues ella estaba casada.
De pronto, una voz familiar antecedía al hombre con el que mi destino se
cruzaba una y otra vez.
—¡Buenos días!, ¿la doctora Hortaleza? —preguntó de forma solemne el
comisario Trebujillo.
—Sí, soy yo. ¿Puede esperar fuera, por favor?, estamos pasando consulta.
El comisario miró al doctor, debían conocerse muy bien pues no hubo más
gesto que el de mirarse y, entonces, el doctor dijo:
—María, es el señor Trebujillo comisario de policía. Ve con él.

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Salió detrás de María. Antes me enfiló, clavando sus ojos de águila sobre
mi mirada perdida; después, muy serio, saludó al doctor Merino. No hablaron
más de dos minutos. Entendí a oírle: «Lo siento».
Cerró la puerta tras su salida. Los gritos desgarradores de María
rompieron el silencio del hospital. El doctor Merino se asomó a la ventana,
apoyó el antebrazo sobre el cristal y dejó caer, con desgana, la cabeza sobre
él. Luego comenzó a golpearse. La enfermera, presente en la sala, le cogió por
los hombros y le preguntó:
—¿Qué ocurre doctor?
Entre sollozos pude escuchar que habían encontrado muerto al marido de
María. La noticia corrió como un reguero de pólvora por toda la ciudad,
donde los dos eran muy conocidos.
Durante ese día no supe nada de María, el dolor me consumía por no
poder estar a su lado en esos momentos tan duros para ella.
Recibí el alta al día siguiente, de manos del doctor Merino, y apenas hubo
el más ligero comentario sobre lo sucedido. El hombre estaba muy afectado.
Le pregunté si sabía algo sobre lo ocurrido.
—No gran cosa. Parece ser que anoche tuvo una discusión en una
discoteca con unos delincuentes, la policía según comentario de alguno de los
testigos cree que, como no se dejó intimidar, lo esperaron y llevaron a un
descampado cerca del cementerio y allí vaciaron su odio en sus entrañas.
—Espero que los cojan pronto, la doctora no merece ese sufrimiento. ¿Si
puedo ayudarles en algo?
—Gracias, Doménico, por tu generosidad. Pero la mejor ayuda es la que
hagas contigo. No me gustaría verte más por aquí en estas condiciones; así
que, por favor, sigue el tratamiento que se te prescribe a rajatabla, y no lo
mezcles con alcohol.
—De acuerdo, doctor, seguiré sus instrucciones.
En los aledaños del hospital había un quiosco de prensa. Tanto El Caso
como el diario Pueblo ofrecieron en su portada el suceso. También la prensa
nacional le dedicó algunas líneas a la noticia.
En las escaleras del portal de mi casa me encontré con mamá Vega, estaba
muy impresionada por la noticia.
—Llevo toda la mañana llamándote. Temí que te hubiera ocurrido algo.
Acabo de bajar y no has dormido en tu casa, la cama está sin deshacer. El
coche está en la puerta desde ayer.

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—¡Shh!, para de hablar. Estás nerviosa. No me ocurre nada. ¿A qué tanto
revuelo?
Me cogió del brazo con fuerza y no habló hasta que estuvimos en casa,
nada más pasar me espetó:
—Han matado al marido de tu doctora, que en gloria esté —murmuraba al
mismo tiempo que se santiguaba—. Lo han encontrado atado de pies y
manos, en el camino del cementerio. Dicen que ya los han cogido. Los muy
canallas, eran el padre y el hermano de una de esas, tú ya sabes. Querían
sacarle las perras al pobre. Claro, que digo yo que muy bueno no sería cuando
se juntaba con esa clase de gente y pegaba a su mujer.
—Olvídalo, mamá. Ahora, déjame tengo que ducharme. Esta tarde tengo
que hacer cosas en la librería.
—Esa es otra, no sé por qué la montaste si no vas nunca por allí. A saber
quién se lleva las ganancias, ¿es que tú no sabes que el ojo del amo engorda al
caballo?
La abracé, la llené de besos y le dije:
—Anda, vete a casa y no pienses tanto, que vas a envejecer y no te
asomes tanto a la ventana que te veo a través de los visillos.
El sonido inesperado del teléfono nos dejó a los dos en silencio. Hice
ademán de ir hacia a él, al mismo tiempo que pedía a mamá Vega que se
marchara. Antes descolgar me di la vuelta, y mamá Vega estaba detrás de la
puerta con el oído aguzado intentando enterarse de quién podría ser.
—¡Mamá, por favor! ¡Cierra y vete a casa!
—¡No!, si ya me iba. ¡Adiós! —cerró dando un portazo, con tanta fuerza
y mal genio que el Cristo que tenía encima del marco se cayó; aún así se
podía leer: «Dios bendiga…», (era una tabilla de cerámica de Talavera que mi
padre trajo de unos de sus muchos viajes a aquella zona).
Descolgué el teléfono, después de la pregunta de rigor por saber quién
estaba al otro lado, y respondió María.
—¿Ya estás en casa? —masculló cada letra—. ¡Ven, por favor!, ¡te
necesito!, ¡estoy sola! ¡Solo quiero verte a ti!
—Tranquilízate, María, me ducho y en veinte minutos estoy contigo.
En Toledo, como en cualquier pueblo o ciudad de Castilla, la primavera
comienza a ser motivo de alegría. Enseguida el bullicio de los chavales ocupa
la melancolía que deja el invierno.

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Para evitar problemas de aparcamiento decidí tomar un taxi. A esas horas
Andrés «el Moro» paraba en el bar de la esquina a echarse un botellín y un
pincho de tortilla.
—¡Buenos días Andrés!
—¡Hola, Doménico! ¡Cuánto tiempo, chaval! —Soltó un ligero eructo al
mismo tiempo que, de un trago, se sopló el último sorbo de cerveza—. Juan,
pon al chico lo que quiera y apúntamelo.
—Gracias, no se moleste. Llevo prisa. Venía a pedirle que me llevara
cuando termine.
—¡Pues vámonos!, que ya he llenado el buche, hasta las tres que mi santa
me ponga las habichuelas.
El sol en todo lo alto, soberbio, nos sorprendió cruzando la avenida.
Andrés había dejado el coche fuera de cualquier sombra. La más de media
hora que tardó en su tentempié particular, convirtió su habitáculo en un
pequeño horno. Me desprendí de las prendas de abrigo que llevaba. Las
ventanillas abiertas permitieron que el aire fresco nos aliviara del soporífero
calor del interior del vehículo.
—Este tiempo cabrón no hay quién lo entienda —dijo entre una mezcla de
moruno y español mal aprendido.
No tenía ganas de hablar. Mientras me llevaba a casa de María, pensé que
atrás quedaba otra muerte más, otra muesca en mi palmarés. Rogué a Dios
que no me pidiera más pruebas de mi fe y que la muerte de Ignacio fuera la
última.
Andrés llamó mi atención. Habíamos llegado. Le di una dirección
próxima a la de mi destino. Quería seguir siendo discreto.
—¿Cuánto te debo, Andrés? —le pregunté sin reparar en él, absorto en
mis rogatorias a Dios.
—¿Te ocurre algo? No me debes nada. Además me pillaba de paso al
Alcázar.
—Estoy bien, gracias. Pero debe cobrarme, tengo un trabajo y un negocio,
puedo pagar.
—¡Que no chaval, no me jodas! Si mi Rafa o su madre se enteran que te
he traído y te he cobrado, me devuelven a Nador. Saluda a la señora Vega de
mi parte.
—¡Lo haré, Andrés!

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María vivía en el centro del casco viejo. Era una casa de dos plantas
completamente rehabilitada en la calle Hombre de Palo. Habían mantenido la
fachada y restaurado los blasones que la ornamentaban.
Durante mi época de guía, en infinidad de ocasiones había merodeado por
esa calle y sus alrededores, incluso alguna vez había reparado en tan sobria
portada.
La puerta se abrió, todo estaba oscuro. Por un momento dudé en cruzar el
umbral de la puerta. Era de dos hojas, que, salvando las diferencias, se parecía
a la que Miguel adquirió para mi casa en el Callejón de los Muertos.
María permitió que viera en la penumbra su frágil cuerpo, invitándome a
pasar. Yo permanecía quieto en el mismo sitio que vi salir la noche anterior a
Iñaki. Extendió sus brazos indicándome que entrara. Cerré y abracé su cuerpo
tembloroso, mis manos recorrieron su espalda para darle calor y hacerle sentir
mi afecto y amor.
—Ya ha pasado todo, debes ser fuerte y preocuparte por ti, por tu hijo, por
nosotros —le besé la frente, los ojos ya sin lágrimas y continué abrazado a
ella, acariciando cada milímetro de su espalda.
—¡Oh, Doménico, qué tragedia! ¡Tengo unas ganas terribles de llorar!,
pero ya no puedo, y esas lágrimas ahogadas se transforman en cristales que
me desgarran por dentro. ¡Cuánto dolor!, mi pobre hijo sin su padre.
Bajo su supervisión le preparé una manzanilla y un café para mí. No había
desayunado, hice unas tostadas y unos huevos fritos con beicon para los dos,
acompañados de un tomate y anchoas. Durante la comida su mirada estaba
ausente. Terminamos y la llevé al salón, masajeé sus sienes y se quedó
dormida en mis brazos. De vez en cuando sonaba el teléfono. Reparé en una
esquela mortuoria que estaba en la mesa; el entierro sería al día siguiente a las
doce, en la Catedral.
Me pidió que pasara la noche con ella, no quería quedarse sola. Iría a la
morgue a darle la última despedida a Ignacio, al fin y al cabo, a la vista de
todo el mundo, era su marido y había que cubrir las apariencias; pero volvería
a dormir conmigo. Le ofrecí mi casa y rechazó la idea; me dijo que en esos
momentos tan delicados no debía levantar ningún comentario. Yo debería
irme de madrugada.
En su ausencia decidí dar un paseo por la casa, más como curiosidad que
por cotilleo. Era una casa con todas las comodidades, no había hueco que no
estuviera ocupado por cuadros, muebles y jarrones de todo tipo. Me llamó la
atención la variedad de relojes de pie y de pared que por doquier había. En el

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salón, cabezas de animales disecados cubrían las paredes, signo inequívoco de
la afición de Ignacio por la caza. Portarretratos de todos los tamaños con
recuerdos de los tres.
Entré en el despacho de María. Las estanterías color wengué estaban
repletas de libros en un desorden total. Me senté en su sillón, era un orejón en
donde presumí echaría, de vez en cuando, un coscorrón. Frente a la mesa, en
un rincón, un diván; no pude reprimir el deseo por tumbarme en él. Cerré los
ojos y puse las manos sobre el pecho imaginándome ser psicoanalizado por
ella. De mi bolsillo cayeron al suelo unas monedas.
Aparté el diván para recogerlas. Del lado pegado a la pared colgaban unas
alforjas de cuero negro. Disponía de tres compartimentos. Bien sabe Dios que
fisgoneé porque sobresalía de uno de ellos la pluma de una fusta. Sería de
unos cincuenta centímetros, y pensé que por su status social las usaban para la
monta. Volví a colocarla, pero ya no entraba igual. Así que decidí sacar lo que
había en una bolsa y colocarlo bien para que María no se diera cuenta (a mí
me hubiera molestado que alguien, sin mi permiso, invadiera mi intimidad).
Nunca debí sentarme en el maldito diván, descubrí cosas, artilugios
inimaginables y fotos de ella y de Iñaki.
Me encontraba en el salón pensando en lo que había ocurrido, en mi
descubrimiento y en el porqué de tanta mentira. Ahora todo sería distinto.
Eran muchas las respuestas que tendría que darme.
—¿Cómo es que no te has ido a la cama? María entró con sigilo para no
despertarme. Traté de ocultar mi estado, eran las dos de la mañana y no era el
momento de hacer preguntas.
—No podía dormir sabiendo que no estabas a mi lado. ¿Quieres que te
prepare algo?
—Estoy cansada, agotada. Vámonos a la cama, necesito de la fuerza de tu
corazón para sentirme bien.
Apenas se tumbó se quedó dormida. Igual que un fugitivo, evitando hacer
ruidos, trastabillándome con muebles dispuestos a entorpecer mi salida, a
oscuras, abandoné su estancia al alba. La calle estaba vacía. En la fachada una
esquela necrológica anunciaba a familiares, amigos, vecinos y curiosos el
nombre, la edad y la causa de la muerte de Ignacio Aguirre Arteta.
En la plaza de Zocodover los camareros comenzaban a montar las
terrazas. Tenía hambre y tomé un café con leche con un par de croissants. No
necesité preguntar, ni tan siquiera hablar. La de camarero, al igual que la de
peluqueros o los taxistas, son de esas profesiones que se encargan de, además

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de su servicio, ofrecerte otro totalmente gratis. Ellos te informan de las
últimas noticias de la ciudad o de España entera. Son los mejores
entrenadores de fútbol, los mejores abogados, incluso los que más saben de
construcción. Dan oficialidad a cualquier rumor.
—Los huevos les cortaba yo a los muy cabrones. Destrozar una familia
como lo han hecho y todo por dinero —comentaba el camarero sin que
ninguno de los tres clientes hubiéramos pedido su opinión.
Le miré y seguí ajeno a sus comentarios, embutido en mis quehaceres, en
no saber cómo resolver lo que había descubierto. Fuera lo que fuere, decidí
darle una oportunidad a María y permitir que me diera su explicación.
Entonces el camarero se dirigió a uno ellos y le preguntó:
—¿Ha leído la prensa de hoy, don Servando? —este encendió un
cigarrillo rubio y movió la cabeza. El camarero, diligente, fue al otro lado y se
la puso junto al café.
—¡Este no, Paco!, a mí me das el Marca, que bastantes sinsabores tengo
que ver y tragar a lo largo del día.
Paco, un hombre mayor, muy educado, fue a por el periódico solicitado y
se lo ofreció acompañado de una sonrisa.
Cuando terminó su cigarrillo y agotó hasta el último poso de café de la
taza, se puso en pie. Cogió, no sin esfuerzo, un gran maletín abierto como si
fuera un acordeón. No preguntó cuánto debía. De un bolsillo del pantalón
sacó el dinero justo y luego hizo lo mismo en otro de la americana y echó
unas pesetas de propina. Paco muy agradecido, tiró de una cuerda y sonó la
campana, exclamando:
—¡Bote! Gracias, don Servando —no debió gustarle el gesto y lo miró
con desaprobación. Se puso colorado y cuando marchó, concluyó:
—Hoy es un mal día, se dice que tiene que interrogar a los asesinos de
don Ignacio.

Cuando llegué a la Catedral, en la puerta de entrada había un gentío


clamoroso. La gente formaba corros, conforme avanzaba hacia el interior y
pude oír todo tipo de comentarios o risas provenientes de conversaciones
ajenas al hecho luctuoso que nos había reunido. Algún comentario me chocó
por extravagante: «A ver si termina pronto el cura para que nos vayamos a
tomar unos vinos y así ayudar al muerto a subir al cielo».

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No me inmiscuí en ninguno de los comentarios y ocupé mi sitio en el
tercer banco, al otro lado del pasillo.
Vi llegar a María vestida de luto riguroso, el pequeño Nacho iba de su
mano. Detrás o al lado, sus familiares. Los amigos de Iñaki pasaron el féretro
a hombros con digna marcialidad.
El silencio se cortaba, el ambiente era de recogimiento y rabia. Cuando
acabó el sacerdote la homilía, María y los familiares más íntimos ocuparon el
primer escalón que separa la planta principal de la Catedral con el altar y se
dispusieron a recibir las condolencias de los allí presentes.
Es un trance muy doloroso, todos los que pasan dicen un frasecita o te dan
un beso o un abrazo. A la mayoría no los conoces y si es lo contrario en ese
momento no deseas otra cosa que desaparecer de allí cuanto antes.
Noté cómo María barría con su mirada la planta y las naves de la Catedral,
hasta que me vio. Una sonrisa de dolor se le escapó. No pude por menos que
devolverla con unas lágrimas deseosas de salir; tanto tiempo dentro, estaban
como emponzoñadas de tanto dolor y rabia como había en mis más adentros.
Vi al doctor Merino muy efusivo con María, a su lado iba aquel que tantas
veces me salvó la vida y otro señor que no había visto nunca. Detrás de ellos
el comisario Trebujillo con el traje de gala, gorra en mano, y el pecho de la
casaca con medallas supuestas al honor, a la lealtad y al valor.
Quise actuar con rapidez pero no pude. Al elegir mi posición me había
aislado. Todos los pasillos estaban repletos, imposible salir. Tampoco me
preocupó demasiado, iba con el doctor Merino, este le conocería y también
María pues le dedicó unas palabras de consuelo.
El ambiente en la ciudad estaba calmado, pero tenso, pues los rumores del
populacho divulgaban que la policía no tenía excesivas pruebas sobre los
autores. Tenían una coartada contrastada, que hacía que fuera imposible que
esa noche se volvieran a ver con Iñaki.
No fue hasta el tercer día del entierro cuando vi a María; hasta entonces
habíamos estado en contacto solo por teléfono. Fui a su casa sobre las once.
Nacho estaría durmiendo. Llevé una botella de buen vino y un ramo de rosas
rojas y blancas, con ellas quería mostrarle el amor y pasión que sentía, al
mismo tiempo decirle que creía en su inocencia.
Nos abrazamos y besamos con el ardor acostumbrado, al menos ella sí lo
hizo, y si cabe, con más fiereza, pues era seguro que liberaba toda la tensión
acumulada. María se dio cuenta de que algo había en mi, algo que me hacía
distinto a otras veces.

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Me separó de ella, me llevó a la cocina y abrió la botella. Tomó de una
vitrina dos enormes copas de vino, sirvió y exclamó:
—¡Por nosotros!, ¡por la vida!, ¡por el amor! —repetí sus palabras sin
conseguir que sus ojos dejaran de perseguir los míos.
Volvió a llenar y bebió, y yo tanto de lo mismo. Entonces me dijo:
—¿Y ahora, cuéntame qué ronda por esa cabecita? Noto que tu mirada es
esquiva, temerosa por no saber qué hacer o decir.
—¿Es una pregunta o una afirmación? Dices que algo hay en mis ojos que
me delata. Pero aún queda agua y se refleja el estado de mi alma enamorada.
—Sin embargo son turbios. Por más que los miro, no consigo ver nada.
Incluso tienen un color que antes no había visto. Recuerdo cuando te conocí.
Me llamó la atención la tristeza que escondían, pero era una mirada limpia,
sincera. Me gustaría que algún día fueran míos, ¿acaso dudas de mi amor por
ti?
Volvió a llenar las copas. Bebió y me besó despacio, trasegando el vino
desde su boca a la mía. Incliné su cuerpo, se dejó caer sobre la mesa de la
cocina arrojando frenéticamente al suelo cuanto se encontraba debajo o al
lado de su cuerpo. Estaba fuera de control, nunca la había visto así. Ella
misma se arrancó las bragas, enlazó sus piernas alrededor de mi cuerpo
invitándome a que la penetrara. Copulamos una vez, y no permitió que me
apartara de ella. Al contrario que otras veces, no gemía, gritaba y gritaba,
palabras soeces. Cogió una de mis manos y las puso sobre su garganta, con
las piernas me agitaba contra ella con furia. Besé sus pechos, apretaba su
cuello contra mi mano.
—Búscalos son tuyos, ¡muérdelos! ¡Muérdelos!, el dolor es mi mayor
placer. —Me uní a sus gritos, a su forma de hacer sexo, tan distinta a la mía,
pero no por ello menos placentera.
Nos dimos un respiro, encendió dos pitillos y nos fuimos al salón.
—Y bien, ¿me contarás qué te preocupa? —me soltó a bocajarro sin
apenas darme tiempo a recuperarme. Me volví hacia ella pensativo, con dudas
sobre cómo iniciar mis preguntas ávidas de respuestas convincentes.
—La noche que fuiste a la morgue, entré en tu despacho. Tenía curiosidad
y admiración por ver dónde trabajabas. Me senté en el sillón y también me
tumbé sobre el diván. Te juro que fue cosa del destino, unas monedas se me
cayeron al suelo, fui a recogerlas y tuve que mover el diván.

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Su rostro iba cambiando, bien por el color o por las formas en que
gesticulaba. Fumaba con ansiedad, en su interior mascaba lo que había
descubierto. No me dejó terminar.
—No debiste registrar, si tenías dudas haberme preguntado. No me gustan
los que husmean… —me replicó en tono despectivo.
—Disculpa, María, enfádate, ruge si quieres por las formas en que he
averiguado tu otra vida, pero no te apartes del fondo de la cuestión. No
permitiré que las hojas de los árboles me impidan ver el bosque de tu
perversión. Me has mentido, me has usado, me has empujado contra un
inocente.
Sus ojos se abrieron de par en par, como una leona herida saltó sobre mí
clavando las uñas en mi cara. Sentí como pequeños cuchillos que se
incrustaban en mi piel. Separé sus manos, pataleaba y gritaba histérica:
—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?
Intenté reducirla y conminé a que se calmara. Daba alaridos y dentelladas
en donde podía, y me obligó a darle un golpe seco en la frente y dejarla
semiinconsciente.
Nacho dormía en la planta superior. Si no se había despertado, en otro
ataque de histeria lo haría. Me levanté y cerré la puerta del salón. La ayudé a
que poco a poco fuera recuperándose del golpe; la puse en la frente un paño
con hielo. Ya, más calmada, lloró y refugió su cara en un cojín. Levantó la
cabeza, con los ojos inyectados en sangre perforó los míos, desafiante, altiva,
exclamó:
—Eres un asesino, un psicópata. Has matado al padre de mi hijo. Nunca
podré perdonarte ¡ojalá te pudras en la cárcel!
Me quedé bloqueado, no entendía nada de lo que me decía. Había
conseguido dar la vuelta a la situación, sin duda era una mujer inteligente,
fría, calculadora y más sanguinaria que yo. Encendí un cigarrillo, absorbí
todos sus venenos de una calada, apuré la copa de un sorbo y volví a verter de
la botella, en la copa, lo poco que quedaba. Mientras, mi mente trabajaba, no
podía entender tanta perfidia en la persona de la que me enamoré ciegamente.
—He hecho lo que me has pedido, para lo que me buscaste. Sabías quién
era yo. Dispusiste a tu capricho de mi historial. Marcaste los tiempos a tu
antojo y ahora ¿me llamas asesino?
—¡Pero qué me estás contando! ¿De qué cojones estás hablando? —ahora
su mirada era de incredulidad.

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—Te hablo, de que me vendiste que Iñaki te pegaba, te humillaba, te
violaba. Te hablo de tus palabras, aún grabadas en mi cerebro, decías que: «Si
no existiera», «Si desapareciera, todo sería más fácil». Dime, ¿a qué te
referías? ¿Cuál era el mensaje que yo debía captar? —Calló y se echó hacia
atrás, la mirada perdida, el verdor de sus ojos había desaparecido, ocupándolo
una tonalidad blanca con fuerte acentuación roja.
—¿Dios mío, qué he hecho?, ¿cómo pude ser tan estúpida? ¡Has matado
por mi culpa al padre de mi hijo!, yo le quería.
Yo no entendía nada.
—Entonces, ¿no le odiabas, no querías su muerte? —repliqué.
—¿Cómo querer la muerte de quien tanto quería? Fuimos felices, tuvimos
un hijo. Tan solo una vez me levantó la mano, fue la noche de su muerte.
Algo en mi interior me decía que iba a ser la última vez que lo vería. Por eso
te llamé, quise ir a verte para que no hicieras nada. Pero ya era tarde todo
estaba en tu cabeza y fingiste tu suicidio como coartada.
—Pero yo vi los golpes en tu cara, las marcas en tus muñecas. Tus
palabras, tus deseos pesaban sobre mi cabeza. Y ahora me dices que nos
amabas a los dos, ¡eso es imposible! No se puede amar a dos personas a la
vez.
—No, Doménico. A él le quería, a ti te amo, te amo con mayúsculas.
—Yo no veo la diferencia.
—La hay y es muy grande la distancia entre un sentimiento y otro.
Respecto de los golpes y marcas, ya lo has visto, es mi forma de entender la
sexualidad. Tu forma de amar es distinta, me has enseñado a conocer otra
manera de hacerlo y me gusta, me gusta más que la otra.
Ahora, el derrumbado era yo. Y era ella la que me consolaba. Me
acurrucó en su pequeño cuerpo y me susurró:
—¿Qué hemos hecho? Estaré contigo hasta el final. Te protegeré con toda
mi alma, sin ti moriría. Me costará olvidarlo, pero tendré que convivir con
ello toda la vida.
Convinimos hacer vida normal, si eso era posible. Ambos volveríamos a
nuestro trabajo. Respecto a nuestra relación a partir de ahora deberíamos ser
más discretos, si cabía, que antes de tan luctuoso suceso.

Al día siguiente del asesinato del doctor Merino fui detenido y acusado
por la muerte de Ignacio Aguirre Arteta. En ningún momento reconocí las

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imputaciones vertidas contra mí por la policía de Toledo. Como prueba tenían
la huella de uno de mis zapatos en el lugar del crimen, así como las de los
neumáticos de mi coche. También el polvo encontrado en el guardabarros y
en las ruedas, era el mismo que el del camino del cementerio.
Para mis abogados no era suficiente pues no tenían ni el arma homicida,
ni testigos, ni móvil por el que yo pudiera haberme movido para ese acto
execrable. Además contaban con el informe que hizo el doctor Merino el día
que ingresé en urgencias por ingesta de barbitúricos y alcohol. Esenciales
fueron los informes de la doctora Hortaleza, hechos a posteriori a la muerte
de su marido pero con fecha anterior, de tal forma que pareciera que los hizo
en los días en que asistí a sus consultas.
En todo momento tuve la ayuda y compañía de mamá Vega, de Berto, de
mi hermana Isabella y de otros muchos. Isabella se convirtió entonces en mi
enlace celestinesco con María.
La prensa recogió en primera página el acto. El Caso, más sensacionalista,
lo tituló: «Detenido el librero de Toledo por asesinato».
Fui condenado a diez años de cárcel. Por indicación del departamento de
Psiquiatría del hospital de Toledo se hacía aconsejable fuera internado en una
institución mental, siendo recomendable mi ingreso en el centro Virgen de los
Desamparados que, aunque de carácter casi privado, mantenía estrecha
vinculación con los ministerios de Justicia y Gobernación.
Con la muerte de Ignacio, el marido de María, se cerraba una etapa negra
de mi vida, pero aún quedaba echar la llave como broche final.

………………………………………
Durante el responso que los curas dedican a los muertos para
prepararlos a ser recibidos por Cristo Rey o perderse en el camino y reunirse
con Lucifer, fijé mi mirada en alguien que me era conocido. Él también se dio
cuenta de que lo observaba y como siempre se hizo invisible. Esta vez no
corrí tras él, no hacía falta, lo había visto hablar con el doctor Merino y dar
el pésame a María.
—¿A quién se refiere?
—A aquel que durante muchos años me protegió en las sombras del
anonimato e incluso me salvó la vida en varias ocasiones.
—¿Sí?, ¿y llegó a saber quién era?

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—Como le he dicho se escabulló. Habían pasado muchos años desde que,
vestido de sacerdote, lo vi dando muerte al «Cara Doblá». Su aspecto había
cambiado, ya no era tan delgado, los cabellos tornaron su color oro, en el
plateado de la edad. Pero había algo que no pudo disfrazar, sus ojos. Su
mirada limpia seguía teniendo el mismo brillo que cuando lo conocí.
—Me sorprende por su astucia y sagacidad. Su padre estaría orgulloso
de usted.
—¿Le sería difícil no nombrarlo, por favor? Se lo ruego. Y de paso
coloque sus manos sobre la mesa, me pongo nervioso cuando no veo las
manos o los ojos con quien hablo. Muchas gracias.
—Doménico, tranquilícese y hagamos un receso.
—Créame, señor, estoy muy relajado.
—Perfecto, continúe, por favor. Me decía que lo reconoció por la mirada.
—Sí, solo tenía que jugar mis cartas sin levantar sospechas en aquellos
que lo conocían y con paciencia ir tejiendo el cerco, creando una sólida tela
de araña de donde no pudiera escapar y, frente a frente, a solas, sin riesgos a
que nadie nos interrumpiera, preguntarle: ¿por qué?
—¿Y consiguió dar con él?
—En cierto modo sí. Pero una vez más la suerte me fue esquiva.
—No entiendo.
—Mi detención por la muerte del marido de María, así como la muerte
inoportuna y estúpida del doctor Merino, complicaron un poco las cosas.
María no era capaz de recordar quién era ni quién le acompañaba. La
mañana en que se celebraron los actos por la muerte de su marido, fueron
muchas las personas que se acercaron a darle el pésame. Por tanto solo me
quedaba hablar con el doctor Merino. Monté vigilancia para abordarle a la
salida de su consulta, secuestrarlo y si no conseguía información eliminarlo.
—Que insensatez, es usted el mismo demonio. ¿Matarlo?, era un buen
hombre, ¿qué conseguiría con su muerte? Por Dios, cuánta locura. Necesita
nuestra ayuda Doménico, déjenos que lo hagamos.
—Ya es tarde para que me ayude, ¿no cree? Matarlo era el medio para
conseguir el fin y en este caso sería justificado, porque el fin era verle de
nuevo. Con su muerte me garantizaba su presencia en el funeral.
—Pero usted no le mató; como ha dicho antes, fue una muerte estúpida.
Su muerte la cobró un paranoico al que no consiguió curar. No debe
martirizarse por ello.

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—No lo estoy, se lo aseguro. La policía me detuvo antes de su entierro
como presunto sospechoso de la muerte del marido de María. Dios volvía a
ponerme a prueba, me reservaba para otra misión y alargaba mi agonía. Al
no asistir al entierro del pobre doctor no pude verle.
Y como nadie sabía de nuestra relación, no fue difícil que con su informe
convenciera a jueces y fiscales sobre mi inocencia y estado mental. Ella
maquinó mi ingreso en este psiquiátrico. Me dijo que conocía al gerente,
íntimo amigo del doctor Merino y, mientras esto me contaba, sonrió y
entonces me dijo: «creo que es uno de los que buscas».
—¿No dudó de ella en algún momento? ¿No le pareció todo muy fácil?
Ella jugaba con la ventaja de conocerle desde su ingreso en el hospital,
podría haberlo urdido todo. Era sabedora de su historial clínico, pudo
haberlo manipulado desde el principio para conseguir sus fines espurios y no
ser casual el encuentro en la librería.
—Sí, es posible que así fuera al principio. Pero creo en su inocencia y en
su amor.

Al otro lado de la puerta del despacho donde estábamos se oían ruidos y
gritos preguntando por él.
Están llamando, dígales que está bien. Si intentan derribar la puerta
moriremos los dos.
—…De acuerdo… ¿De dónde ha sacado ese cuchillo?
—Dígales que está bien y no juegue conmigo.
—¡Sí! ¡Yo soy, estoy bien! ¡Nada de Guardia Civil, avisad al guardés!

—Y ahora, ¿dígame, quién es el hombre que busco? ¡Dígamelo!, abriré
la puerta y volveré a mi celda.
—No puedo ni debo. Cuando él lo crea conveniente lo hará
personalmente.

Detrás de mí se oyó un ruido sordo, se corrió una de las estanterías y allí
estaba él. Sereno, con lágrimas en sus azulados ojos. Cerró la puerta falsa de
la biblioteca y anduvo un par de pasos, advirtió mi gesto con la mano y se
paró. Entonces me dijo:

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—Aquí me tienes, ¿qué quieres saber? Aparta el cuchillo de su cuello,
esto es entre tú y yo, no lo compliquemos más.
—Me protegiste por orden del Senescal y mataste a don Giovanni porque
era el único que conocía a todas las víboras de esa maléfica organización de
asesinos. ¿Por qué diste orden de matar a don Giovanni, y a tantos como
eliminaste?, ¿cuál fue el motivo de ordenarlo y no hacerlo con tus propias
manos?
—¡Bravo!, diría que excelente tu trabajo si no fuera porque yo no maté a
Gio ni ordené tal acto.
—¡Gio! ¿Por qué lo llamas así?
—Éramos más que amigos. Entre nosotros había un pacto de sangre.
Sentí su muerte como si fuera la de un hermano.
—¡Cobarde!, ¿piensas que voy a creerte?
—Debes hacerlo… ¿Puedo?… Si voy a morir, déjame tomar un último
café y prométeme que a él lo dejarás libre.
—Tómatelo antes de que se enfríe pues a donde vas no encontrarás nada.
—¿Vas a matarme, de verdad? No puedes hacerlo.
—¿No puedo? ¿Por qué?
—No puedes matarme, porque cerrarías un círculo en falso, porque yo
soy la luz que ilumina tu camino, soy la sombra que te oculta. Soy tu
procreador. ¡Porque soy tu padre, Doménico! Por eso no puedes matarme.
………………………………………

Página 324
MANUEL PEITEADO (Puertollano, España).
Formado académicamente en las Universidades Laborales de Córdoba y
Huesca. En su primera novela, El Librero de Toledo nos sorprende por su
audacia y poderosa imaginación. El Guardés Silente, es la segunda parte de la
trilogía El Librero de Toledo, que al igual que en la anterior, nos adentrará en
la oscura y sórdida etapa vivida durante el régimen franquista. En Toledo,
amor y muerte, se cierra un círculo sangriento y tenebroso de nuestro más
reciente pasado. Encuadrada en el género de novela negra y de suspense, con
unos diálogos bastante bien planteados, y vocabulario exquisito, harán que
sea una propuesta convincente consiguiendo que el lector no se sienta ajeno a
las revelaciones que en ella se manifiestan. El autor nos describirá con
sensibilidad el amor entre personas sin importar ni la edad ni el sexo.

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Notas

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[1]Es el picón un carbón vegetal muy usado en aquella época. Su combustión,
al ser lenta, si es incompleta genera una cierta cantidad de CO2 y de
monóxido de carbono, gas muy tóxico, silencioso y asesino que puede
producir la muerte al que lo respire en elevadas concentraciones. <<

Página 327
[2]Dícese en Roa (Burgos) de la abertura realizada en el pantalón con objeto
de no tener que bajárselo para hacer las necesidades fisiológicas de cada uno.
<<

Página 328
[3]Bachillerato Unificado Polivalente (B. U. P.) era la denominación oficial
de la enseñanza secundaria en España, regulada por la Ley General de
Educación de 1970. Empezó a implantarse en el curso académico 1975-76
con 1.º de BUP, y se extendió hasta 3.º en el curso 77-78 (Nota del Editor).
<<

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