Hilary Mantel. Aprender A Hablar 2
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Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prefacio
«King Billy Is a Gentleman»
Sacrificios
Curva es la línea de la belleza
Aprender a hablar
La rebelión de la tercera planta
Borrón y cuenta nueva
Los fantasmas de una vida
Referencias de las citas
Notas
Créditos
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Hilary Mantel
HILARY MANTEL
DICIEMBRE DE 2020
King Billy Is a Gentleman
Ahora mismo no puedo quitarme de la cabeza el pueblo en
el que nací, más allá del remolino de tentáculos de
Mánchester. Vivíamos demasiado cerca de la ciudad para
tener una vida propia. Había un servicio de trenes regular,
por lo que no hacía falta estar al acecho y estudiar sus
costumbres. Sin embargo, los mancunianos no nos caían
bien. «De ciudad, retacos y con maldad», supongo que esa
era nuestra actitud; nos burlábamos de su acento
concatenado y nos daba lástima su físico. Mi madre,
lamarckista acérrima, está convencida de que los
mancunianos tienen los brazos desproporcionadamente
largos por el tiempo que llevan trabajando con telares.
Hasta que (aunque esto fue más tarde) montaron una
urbanización rojiza y los trasplantaron a centenares, como
se hace con esos abetos que se arrancan por Navidad y a
los que les mojan las raíces en agua hirviendo; hasta
entonces, la verdad es que no tuvimos mucho que ver con
la gente de la ciudad. Y, sin embargo, si me preguntas si
era un niño de campo tendré que responder: no, no lo era.
Nuestro montón de piedras y pizarra, azotado por vientos
implacables y cotilleos hostiles, no tenía lugar en una
Inglaterra rural de bailes tradicionales y camaradería en la
que la cerveza fluía a raudales. Era un lugar roto, estéril,
desprovisto de árboles, una especie de campo de
refugiados; y, aun así, con la desesperada permanencia que
tienden a asumir los campos de refugiados. La nieve cubría
las colinas hasta el mes de abril.
Vivíamos en lo más alto del pueblo, en una casa que yo
consideraba encantada. Mi padre había desaparecido. Tal
vez era su presencia, larga y pálida, lo que pasaba por
detrás de la puerta aprovechando las corrientes de aire y le
erizaba los pelos del lomo al terrier. Era oficinista;
aficionado a los crucigramas, y un poco también a pescar
con caña: a los juegos de cartas simples y a coleccionar los
cromos que salían en los paquetes de cigarrillos. Se marchó
una ventosa mañana de marzo a las diez, con sus álbumes y
su abrigo de tweed, dejándose la ropa interior en casa; mi
madre lavó las prendas y las donó a un mercadillo benéfico.
No lo echamos mucho de menos, solo las pequeñas
melodías que solía tocar al piano: «Pineapple Rag» una y
otra vez.
Luego llegó el inquilino. Era del norte, un hombre de
vocales largas y lentas que se detenía a paladear palabras
que nosotros engullíamos en un abrir y cerrar de ojos. El
inquilino era colérico; explotaba a la mínima. Era muy muy
impredecible; si querías saber cómo estaría al cabo de un
rato tenías que fijarte mucho, sin moverte y sin hacer
ruido, recurriendo a todas tus intuiciones. Cuando crecí un
poco pasé a interesarme por la ornitología, y decidí aplicar
lo que había aprendido. Pero claro, eso fue más adelante,
ya que en el pueblo no había muchos pájaros, solo
gorriones, estorninos y una tribu denostada de palomas que
transitaban envanecidas por las estrechas calles.
El inquilino mostró interés por mí y me sacaba de casa
para que le pegara puntapiés a una pelota de fútbol. Sin
embargo, yo no era un niño robusto y, a pesar de mis ganas
de complacerlo, resultó que tampoco era muy hábil. La
pelota se escabullía entre mis pies como un animalito
asustado. Cada vez se alarmaba más por los ataques de tos
que me dejaban sin aliento; inútil, decía, pero lo decía con
temor en el rostro. Al parecer no tardó en darme por
imposible y empecé a sentirme como un estorbo. Me
acostaba temprano y me quedaba tendido en la cama
despierto, escuchando los golpes y gritos de la planta baja;
el inquilino necesitaba discutir como necesitaba desayunar.
El terrier empezaba a aullar y a gimotear, como si quisiera
hacerles compañía, hasta que más tarde mi madre subía al
primer piso, sorbiéndose la nariz y sollozando en voz baja.
Yo sabía que no dejaría al inquilino, que estaba decidida a
quedarse con él. En el sobre que él traía con la paga había
más dinero del que jamás habíamos tenido en casa, y
aunque al principio se limitaba a pagar el alquiler, con el
tiempo pasó a dejar el sobre entero encima de la mesa para
que mi madre lo abriera con sus dedos afilados y le
devolviera apenas unos cuantos chelines para cerveza y lo
que ella creyera que podía necesitar un hombre. Le habían
subido el sueldo, me contó mi madre, lo habían ascendido a
encargado. Era nuestra oportunidad en la vida. Si hubiera
sido una niña, mi madre me habría confiado más cosas;
pero yo las iba cazando sobre la marcha. Me quedaba
tendido en la cama, despierto incluso después de que los
pasos de mi madre subiendo la escalera dejaran de oírse y
el terrier dejara de gemir, cuando las sombras se
apoderaban de nuevo de los rincones de mi cuarto;
dormitaba, deseando que la casa no estuviera encantada,
que los años pasaran en una sola noche de manera que
cuando me despertara ya me hubiera convertido en un
hombre. Mientras empezaba a adormecerme, soñaba que
un día se abriría una puerta en la pared; que la cruzaría e
iría a parar a un país en el que yo sería el pequeño rey
asmático. Habría una ley contra las discusiones, en mi
reino. No obstante, en la vida real llegaba la luz del alba,
de un sábado tal vez, y no tenía más remedio que salir a
jugar al jardín.
Los jardines que había en la parte trasera de las casas
eran franjas alargadas y estrechas, desdibujadas por lo
destartaladas que estaban las verjas; tras ellos había unos
campos repletos de boñigas grises. Más allá de los campos
estaban los páramos, unos embalses que parecían espejos y
las pulcras franjas de coníferas verde claro y oscuro que
atestiguaban las funciones de la Comisión Forestal. En esos
jardines crecía poca cosa: hierba agreste, marañas de
arbustos atrofiados, postes devorados por las hormigas y
trozos de cable solitarios. Yo solía ir hasta el fondo del
jardín para sacar largos clavos oxidados de la cerca
desvencijada; arrancaba hojas del lilo y luego olía la sangre
verde que me quedaba en las manos mientras pensaba en
mi situación, que era bastante peculiar.
Resultaba que Bob y su familia se habían instalado en la
casa de al lado durante una de las primeras fases del
trasplante de gente procedente de la ciudad. Eso tal vez
había marcado su actitud respecto a su porción de terreno.
Nosotros observábamos con desconfianza el puñado de
frambuesas llenas de bichos que crecían solas en nuestro
jardín, los miserables lupinos que echaban semillas; los
últimos ruibarbos, que nadie cortaba ni llegaba a cocinar
nunca. Sin embargo, Bob había cercado su jardín como
quien protege lo más profundo de su alma: como si
custodiara el Santo Grial en su invernadero y los vándalos
estuvieran aullando, acuartelados en los campos repletos
de boñigas. El jardín de Bob era militar, era correcto; sabía
a quién servía. La vida crecía de forma ordenada; las
semillas llegaban al suelo procedentes de paquetes,
brotaban con puntualidad y crecían firmes para que Bobby
pudiera pasar revista. Las macetas vacías estaban apiladas
como cascos, y las cañas encrespadas parecían bayonetas.
Había conquistado y consolidado hasta el último centímetro
de terreno. Era un hombre flaco, de gran barbilla y con la
mirada azul y vacua; jamás comía azúcar blanco, solo
moreno.
Un día, por encima de la verja apareció Myra, su esposa,
criticando lo inmoral que era la manera de vivir de mi
madre; cotorreó una secuencia incoherente de exabruptos
sobre el ejemplo que estaba dando a sus hijos y a los niños
de los jardines de los alrededores. Yo tenía ocho años.
Clavé la mirada en ella mientras la boca se me llenaba de
palabras violentas que quedaron contenidas dentro,
salpicando sangre como si fueran dientes sueltos. Quería
decirle que, para los niños de esos patios, y sobre todo los
del suyo, no había ejemplos que valieran. Mi madre, la
destinataria de la diatriba, se levantó poco a poco de la silla
en la que había estado tomando el sol; le dedicó a Myra una
única mirada indiferente y entró en la casa sin mediar
palabra, dejando a su vecina cacareando como un periquito
desenfrenado posado sobre la cerca impecable de Bob.
Myra era menuda, anodina, tenía cara de ratón y era magra
como un corte sin nombre en el escaparate de una
carnicería en una zona de derribos. Según mi madre, los
brazos le llegaban por debajo de las rodillas.
Creo que antes de ese incidente las dos casas habían
mantenido una relación amistosa. A partir de entonces, no
obstante, Bob y sus preocupaciones (allí pondré nueve
hileras de alubias, una colmena para abejas) se
convirtieron cada vez más en objeto de nuestras burlas
secretas. Bob salía de noche al jardín para huir del corte
sin nombre que tenía por esposa. Cuando terminaba con
sus misteriosas excavaciones, perforaciones y arados, se
plantaba junto a la cerca y levantaba sus ojos deslucidos
hacia las colinas con las manos en los bolsillos; silbaba una
melodía, desentonada y lastimera. Solo podíamos divisarlo
desde la cocina, a través de las frías y húmedas neblinas
nocturnas que formaban parte del clima por aquel
entonces. Luego mi madre corría las cortinas, ponía la
tetera sobre los fogones y se lamentaba de su vida; también
se reía del pobre Bobby, y se preguntaba qué daños sufriría
su jardín antes de que volviéramos a divisarlo en el mismo
lugar al día siguiente.
Porque las cercas de Bob no eran seguras. Eran
elaboradas, eran refinadas, podríamos afirmar que estaban
bien enhebradas, aunque tal vez es un adjetivo extraño,
aplicado a una cerca. Eran como Stendhal en los estantes
de la biblioteca del pueblo: impresionaban, pero no se
adaptaban a ningún propósito que fuéramos capaces de
discernir. Las vacas entraban; las observábamos al
amanecer o al anochecer mientras se acercaban con
cautela y con la cabeza levantaban el pestillo que había
colocado Bobby; mientras lo pisoteaban todo, sorbiendo y
masticando sus suculentos productos, satisfaciendo todos y
cada uno de sus cuatro estómagos, con un leve regocijo en
sus ojos rumiantes.
Pero Bob tenía un concepto más bien bajo de la
inteligencia bovina, por lo que acusaba a su hijo Philip de
haber dejado la cerca abierta y lo azotaba. Desde nuestro
lado de los muros de piedra oíamos los arrebatos dementes
de Bobby, sus explosiones de aflicción y desesperación
cuando descubría los enrejados de los pepinos arruinados y
soltaba unos alaridos que le salían directamente de las
entrañas. Esa situación me proporcionaba cierta
satisfacción. Tenía unos cuantos amigos; o mejor dicho,
había otros niños de mi edad. Pero puesto que mi madre a
menudo me excusaba de ir a la escuela, siempre enfermo
de una u otra cosa, me veían como un objeto extraño y
decían que mi nombre, Liam, era ridículo. Eran niños
salvajes, con costras en las rodillas y fervor en el corazón,
de boca intolerante y ojos severos; tenían ritos, tenían
reglas, y me excluyeron de su tribu. Casi era mejor estar
enfermo; es algo que tienes que pasar solo.
Cuando iba a la escuela se notaba que me había
rezagado con las lecciones. Nuestra maestra era la señora
Burbage, una mujer de tal vez cincuenta años con el pelo
ralo y rojizo y las puntas de los dedos amarilleadas por los
cigarrillos. Una vez me obligó a ponerme en pie para
explicar el proverbio «Nunca arruines el barco por un
penique de brea». Así era como se educaba a los niños en
esos tiempos. Siempre llevaba una bolsa enorme de tartán
y cada mañana la descargaba en el suelo, junto a su
escritorio, de un pesado batacazo; al instante empezaban
los gritos y los golpes. Vivíamos sometidos a una tiranía y,
mientras soñábamos con vengarnos, un año entero de
nuestra infancia pasó sin que nos diéramos cuenta. Algunos
de los niños planeaban asesinarla.
Estudiábamos la naturaleza; sentados con los brazos
cruzados tras la espalda, nos leía sobre los hábitos del
verderón. En primavera tocaba el sauce ceniciento, que al
parecer está considerado de interés para los niños de todas
partes. Pero no es la primavera lo que recuerdo: más bien
esos días en los que teníamos las luces encendidas a las
once y los tejados y las chimeneas de las fábricas
temblaban tras una cortina de agua. A las cuatro de la
tarde la luz del día prácticamente se había desvanecido,
absorbida por un cielo oscuro; nuestras katiuskas
chapoteaban en contacto con el lodo y las hojas caídas, y el
aliento quedaba suspendido en el aire fresco como un
desastre inminente.
Los niños que habían estado escuchando a escondidas
los cotilleos de sus padres me preguntaban cosas, sobre
todo las niñas, intentando descubrir cómo dormíamos en
casa. Para mí esas preguntas no tenían ningún sentido,
pero aprendí a no responderlas. Hubo peleas: algún
forcejeo, algún arañazo, nada serio. «Te enseñaré a
pelear», dijo el inquilino. Puse en práctica sus consejos y
dejé un reguero de lágrimas y narices ensangrentadas. Era
el triunfo del conocimiento sobre la ignorancia, pero me
dejó un mal sabor de boca, un temor respecto al futuro.
Prefería huir a pelear, y cuando corría las cuestas se
volvían borrosas y líquidas ante mis ojos y las costillas me
dejaban el corazón atrapado como una langosta en una olla
de agua hirviendo.
No tenía muy buena relación con los hijos de Bob.
A menudo, cuando estaba jugando fuera, Philip y Suzy
salían a su jardín y me lanzaban piedras. Cuando lo
rememoro, no comprendo cómo podía haber piedras en el
jardín de Bobby; sin duda no había piedras tiradas por ahí
que pudieran utilizar como proyectiles improvisados.
Supongo que si encontraban alguna sabían que
tirándomela a mí le hacían un favor a su padre. Y cuando
este se volvió más raro y más huraño y empezó a comer
cosas cada vez más peculiares, sin duda tenían que
aprovechar la más mínima oportunidad de hacerle un favor.
Suzy era una mocosa despiadada, con la boca fina y
ancha como la de un buzón de correos; se colgaba de la
cerca y me provocaba. Philip era mayor que yo, unos tres
años, tal vez. Tenía la cabeza como un coco modificado y
una mirada gris y estrecha de puro desconcierto, y movía el
cuello hacia un lado como si se entrenara constantemente
para evitar los golpes que recibía por culpa de las vacas;
quizá fuera la consecuencia de alguna conmoción cerebral.
Respecto a los proyectiles que me lanzaba, no me costaba
mucho mantenerme alejado del limitado alcance de su
puntería; sin embargo, cuando conseguía esquivarlos con
demasiada frecuencia y me daba cuenta de que lo estaba
poniendo en ridículo, me encerraba en casa porque veía en
su rostro una especie de rabia destructiva latente, como si
en cualquier momento pudiera salir una criatura de su
interior, una bestia más salvaje; y lo cierto es que desde
entonces he vuelto a ver esa expresión en los rostros de
perros grandes e inteligentes cuando están atados. Y con
ello no quiero decir que considerara que Philip fuera un
animal, ni entonces ni ahora; lo que pensaba era que todos
tenemos una naturaleza oculta, una violencia secreta, y yo
envidiaba el poder evidente de sus brazos delgados y
nervudos, tan llenos de venas y nódulos como los de un
hombre adulto. Le envidiaba, detestaba su naturaleza
sometida y esperaba no ser como él. En una ocasión
respondí arrojándole terrones y palos, aullando como un
demonio todos los vituperios que fui capaz de recordar de
los libros que había leído: lacayo, cornudo, tunante y
villano.
A medida que pasaron los meses, la expresión de Bob se
volvió cada vez más vacua y sus exabruptos, más
peligrosos; incluso su ropa parecía compartir su
incoherencia, ondeando tras él alocadamente, como si
intentara regresar a la seguridad del guardarropa. Se
compró un escúter que se averiaba cada día en lo alto de la
colina, frente a la cola del autobús que llevaba al pueblo de
al lado. Cada día había la misma gente, y cada mañana la
misma gente esperaba aquel espectáculo con impaciencia.
Durante esa etapa, Philip a menudo se aproximaba a la
cerca y hablaba conmigo. Nuestras conversaciones eran
recelosas y elípticas. Una vez me preguntó si sabía los
nombres de los nueve planetas. Y sí, yo los sabía. Apuesto,
dijo Philip, a que solo conoces Venus y Marte. Yo se los
recité de corrido, los nueve. Los planetas tienen satélites,
le conté. Un satélite es algo pequeño que da vueltas
alrededor de algo más grande, le expliqué, sujeto a una
órbita por fuerzas que van más allá de sí mismas; por eso
Saturno tiene, entre otros, a Dione, Titán y Febe, mientras
que Marte tiene a Deimos y Fobos. Y cuando dije «Fobos»
noté que se me formaba un nudo en la garganta, ya que
sabía que la palabra significaba «miedo»; pronunciarlo
equivalía a sentirlo, y a evocar las preguntas incómodas, el
inquilino, la puerta en la pared y las sombras de la noche
que se avecinaba.
Entonces Philip me lanzó piedras. Entré y me puse a
dibujar sentado a la mesa de la cocina, pendiente del reloj
por si el inquilino volvía a casa.
El caso es que Philip y yo no íbamos a la misma escuela.
Nuestro pueblo estaba dividido, y aunque los mayores eran
tolerantes, o tal vez desdeñaban la religión, inmersos en
sus quinielas de fútbol y sus contratos de compra a plazos,
los niños seguíamos con nuestras riñas y nuestros cánticos,
la clase de cosas que podían oírse en las calles de Belfast o
de Glasgow. Suzy cantaba con su cacareo desafinado:
En los días en los que aún tenía siete años, tras la confesión
y la primera comunión, volvía a casa de la escuela por
Woolley Bridge Road, con el seto tiznado a mi izquierda y el
muro a mi derecha, y tras el muro estaba la fábrica de
envasados, en la que se procesaban y enlataban papillas de
carnes inimaginables. Me seguía de cerca mi ángel de la
guarda, siempre en mi hombro izquierdo, justo detrás de
mí para que no lo viera. Y Dios también me acompañaba,
realmente estaba convencida de ello. Podrías imaginar que
le pedí que se manifestara y pusiera fin a lo que ocurría en
Brosscroft: los portazos en plena noche, las rachas de
viento que recorrían las habitaciones. Pero mi idea de Dios
era distinta. No era un mago y no debía ser tratado como
tal; no se le tenía que pedir que alterara y arreglara cosas
como si fuera un fontanero o un carpintero, como mi abuelo
con las herramientas guardadas en un rollo de lona. Había
llegado a comprender a mi manera la gracia, ese canal con
filtraciones entre las personas y Dios: ese canal lento,
verde y lodoso que transcurría entre una persona y el Dios
que llevaba dentro. Todos los sentidos son graciosos,
agentes de la gracia: el tacto, el olfato, el sabor. La gracia
de la música no es para una niña que se pasa el día
diciendo «¿qué?». Mi madre ya nunca toca el piano; mi
padre, casi nunca. A Jack no lo he visto nunca sentarse
frente a él, sin duda porque es anglicano. Y yo soy incapaz
de afinar; me lo hacen saber de un modo cruento. No sé
cantar fa sol la si do sin desafinar. Puedes rezar para
obtener la gracia, pero es algo que llega de forma
inesperada, como una sequía. Es algo que no puedes
planificar. Si no la pides, la consigues. Pasé un año
convencida de esto, reservando un espacio simple para
Dios en mi interior: un espacio irregular rodeado de luz, un
espacio de espera recortado en mi plexo solar. Subsistí
esperando con atención, con buena disposición. Pero lo que
llegó no fue Dios ni mucho menos.