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Hilary Mantel. Aprender A Hablar 2

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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prefacio
«King Billy Is a Gentleman»
Sacrificios
Curva es la línea de la belleza
Aprender a hablar
La rebelión de la tercera planta
Borrón y cuenta nueva
Los fantasmas de una vida
Referencias de las citas
Notas
Créditos
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Sinopsis

Aprender a hablar es una deslumbrante colección de relatos


de corte autobiográfico que retrata los momentos
transformadores de una infancia atormentada.
Agudos y cargaos del particular humor e ironía que
identifican a la autora, estos relatos basados en la vida de
Mantel comienzan en los años 50, en un aislado pueblo del
norte "azotado por vientos amargos y lenguas mordaces
que esparcen rumores". Para lo narradores, apenas unos
ñiños, la única forma de sobrevivir es levantarse, seguir
adelante y, tan pronto puedan, marcharse para no volver.
Con el estilo engañosamente liviano propio de Mantel, la
autora arroja luz a esas conmovedoras experiencias de la
infancia que nos cambian para siempre.
APRENDER A HABLAR

Hilary Mantel

Traducción de Albert Vitó i Godina


Una vez más, con cariño
para Anne Terese:
y para su hija:
y para su hija
Prefacio

Estos relatos son sobre la infancia y la juventud. Tardaron


muchos años en adquirir su forma definitiva; he elegido
esta expresión tan forzada porque, para mí, el proceso de la
narrativa breve está lleno de tensión y resistencia. El relato
llamado «King Billy Is a Gentleman» llegó en cuestión de
segundos con la primera y la última línea intactas, pero
tardé doce años en rellenar lo que sucedía entre ellas. Los
relatos transmutan y se convierten en historias distintas;
aunque no lo sepas, resulta que mientras los escribes no
son más que tanteos, narraciones provisionales.
Todos los cuentos surgieron a partir de preguntas que
me hice a mí misma durante mis primeros años de vida. No
puedo afirmar que convirtiendo mi vida en ficción estuviera
resolviendo ningún rompecabezas, pero al menos movía las
piezas. Crecí en el norte de Inglaterra, en un pueblo al
límite del Peak District, en Derbyshire, que también sirve
como ubicación para mi novela Fludd. Era un pueblo
industrial, con varias fábricas textiles ennegrecidas por el
hollín y calles empinadas bordeadas por frías casitas
apareadas. Como tanta otra gente del lugar, mis ancestros
habían llegado desde Irlanda buscando trabajo, y aunque
cuando yo nací ya no había enfrentamientos por las calles,
lo primero que preguntabas a alguien que acababas de
conocer era cuál era su religión. La moral de la minoría
católica romana se escudriñaba desde el púlpito y todos,
protestantes y católicos por igual, vivíamos bajo el yugo de
las habladurías.
A pesar de eso, cuando tenía unos siete años, el amante
de mi madre vino a vivir con nosotros. Durante los cuatro
años siguientes conviví con dos padres. Las circunstancias
exactas eran tan estrambóticas que, si las hubiera volcado
en un relato sin modificarlas, acapararían todo el interés.
Por eso en estas ficciones las visitas se convierten en
padres, los padres se esfuman, huyen, quedan olvidados;
existen en una especie de estado de fuga. Ninguno de ellos
son mis padres de verdad, y permiten que otros hilos
narrativos existan en el espacio del mismo relato. De
manera que no describiría estos relatos como
autobiográficos, sino más bien como autoscópicos. Desde
una perspectiva alejada, elevada, escribo contemplando mi
cuerpo reducido a un cascarón, con la esperanza de poder
encarnarlo a base de frases. Sus contornos se aproximan a
los míos, pero existe una penumbra que ofrece margen
para la negociación.
Cuando tenía once años y nos mudamos a otra ciudad,
perdí un padre y gané un nuevo apellido. El impacto de la
transición social se describe en el título del relato. Trata
sobre clases sociales, sobre esnobismo y sobre el derecho a
ser escuchada, y es cierto salvo por uno o dos detalles. «La
rebelión de la tercera planta» trata sobre mi madre y su
florecimiento profesional tardío, y creo que puede
describirse como biográfico. El relato «Borrón y cuenta
nueva» trata sobre una madre y una hija ficticias, aunque
desde el punto de vista geográfico es real. Unos parientes
de mi padre inglés, George Foster, vivieron en un pueblo
que quedó sumergido cuando se construyó un pantano para
suministrar agua a las ciudades del noroeste. Las historias
sobre el pueblo inundado, corrientes durante mi infancia,
fueron mi introducción al terreno pantanoso que hay entre
la historia y el mito: un cenagal por el que me he estado
moviendo desde entonces.

HILARY MANTEL
DICIEMBRE DE 2020
King Billy Is a Gentleman
Ahora mismo no puedo quitarme de la cabeza el pueblo en
el que nací, más allá del remolino de tentáculos de
Mánchester. Vivíamos demasiado cerca de la ciudad para
tener una vida propia. Había un servicio de trenes regular,
por lo que no hacía falta estar al acecho y estudiar sus
costumbres. Sin embargo, los mancunianos no nos caían
bien. «De ciudad, retacos y con maldad», supongo que esa
era nuestra actitud; nos burlábamos de su acento
concatenado y nos daba lástima su físico. Mi madre,
lamarckista acérrima, está convencida de que los
mancunianos tienen los brazos desproporcionadamente
largos por el tiempo que llevan trabajando con telares.
Hasta que (aunque esto fue más tarde) montaron una
urbanización rojiza y los trasplantaron a centenares, como
se hace con esos abetos que se arrancan por Navidad y a
los que les mojan las raíces en agua hirviendo; hasta
entonces, la verdad es que no tuvimos mucho que ver con
la gente de la ciudad. Y, sin embargo, si me preguntas si
era un niño de campo tendré que responder: no, no lo era.
Nuestro montón de piedras y pizarra, azotado por vientos
implacables y cotilleos hostiles, no tenía lugar en una
Inglaterra rural de bailes tradicionales y camaradería en la
que la cerveza fluía a raudales. Era un lugar roto, estéril,
desprovisto de árboles, una especie de campo de
refugiados; y, aun así, con la desesperada permanencia que
tienden a asumir los campos de refugiados. La nieve cubría
las colinas hasta el mes de abril.
Vivíamos en lo más alto del pueblo, en una casa que yo
consideraba encantada. Mi padre había desaparecido. Tal
vez era su presencia, larga y pálida, lo que pasaba por
detrás de la puerta aprovechando las corrientes de aire y le
erizaba los pelos del lomo al terrier. Era oficinista;
aficionado a los crucigramas, y un poco también a pescar
con caña: a los juegos de cartas simples y a coleccionar los
cromos que salían en los paquetes de cigarrillos. Se marchó
una ventosa mañana de marzo a las diez, con sus álbumes y
su abrigo de tweed, dejándose la ropa interior en casa; mi
madre lavó las prendas y las donó a un mercadillo benéfico.
No lo echamos mucho de menos, solo las pequeñas
melodías que solía tocar al piano: «Pineapple Rag» una y
otra vez.
Luego llegó el inquilino. Era del norte, un hombre de
vocales largas y lentas que se detenía a paladear palabras
que nosotros engullíamos en un abrir y cerrar de ojos. El
inquilino era colérico; explotaba a la mínima. Era muy muy
impredecible; si querías saber cómo estaría al cabo de un
rato tenías que fijarte mucho, sin moverte y sin hacer
ruido, recurriendo a todas tus intuiciones. Cuando crecí un
poco pasé a interesarme por la ornitología, y decidí aplicar
lo que había aprendido. Pero claro, eso fue más adelante,
ya que en el pueblo no había muchos pájaros, solo
gorriones, estorninos y una tribu denostada de palomas que
transitaban envanecidas por las estrechas calles.
El inquilino mostró interés por mí y me sacaba de casa
para que le pegara puntapiés a una pelota de fútbol. Sin
embargo, yo no era un niño robusto y, a pesar de mis ganas
de complacerlo, resultó que tampoco era muy hábil. La
pelota se escabullía entre mis pies como un animalito
asustado. Cada vez se alarmaba más por los ataques de tos
que me dejaban sin aliento; inútil, decía, pero lo decía con
temor en el rostro. Al parecer no tardó en darme por
imposible y empecé a sentirme como un estorbo. Me
acostaba temprano y me quedaba tendido en la cama
despierto, escuchando los golpes y gritos de la planta baja;
el inquilino necesitaba discutir como necesitaba desayunar.
El terrier empezaba a aullar y a gimotear, como si quisiera
hacerles compañía, hasta que más tarde mi madre subía al
primer piso, sorbiéndose la nariz y sollozando en voz baja.
Yo sabía que no dejaría al inquilino, que estaba decidida a
quedarse con él. En el sobre que él traía con la paga había
más dinero del que jamás habíamos tenido en casa, y
aunque al principio se limitaba a pagar el alquiler, con el
tiempo pasó a dejar el sobre entero encima de la mesa para
que mi madre lo abriera con sus dedos afilados y le
devolviera apenas unos cuantos chelines para cerveza y lo
que ella creyera que podía necesitar un hombre. Le habían
subido el sueldo, me contó mi madre, lo habían ascendido a
encargado. Era nuestra oportunidad en la vida. Si hubiera
sido una niña, mi madre me habría confiado más cosas;
pero yo las iba cazando sobre la marcha. Me quedaba
tendido en la cama, despierto incluso después de que los
pasos de mi madre subiendo la escalera dejaran de oírse y
el terrier dejara de gemir, cuando las sombras se
apoderaban de nuevo de los rincones de mi cuarto;
dormitaba, deseando que la casa no estuviera encantada,
que los años pasaran en una sola noche de manera que
cuando me despertara ya me hubiera convertido en un
hombre. Mientras empezaba a adormecerme, soñaba que
un día se abriría una puerta en la pared; que la cruzaría e
iría a parar a un país en el que yo sería el pequeño rey
asmático. Habría una ley contra las discusiones, en mi
reino. No obstante, en la vida real llegaba la luz del alba,
de un sábado tal vez, y no tenía más remedio que salir a
jugar al jardín.
Los jardines que había en la parte trasera de las casas
eran franjas alargadas y estrechas, desdibujadas por lo
destartaladas que estaban las verjas; tras ellos había unos
campos repletos de boñigas grises. Más allá de los campos
estaban los páramos, unos embalses que parecían espejos y
las pulcras franjas de coníferas verde claro y oscuro que
atestiguaban las funciones de la Comisión Forestal. En esos
jardines crecía poca cosa: hierba agreste, marañas de
arbustos atrofiados, postes devorados por las hormigas y
trozos de cable solitarios. Yo solía ir hasta el fondo del
jardín para sacar largos clavos oxidados de la cerca
desvencijada; arrancaba hojas del lilo y luego olía la sangre
verde que me quedaba en las manos mientras pensaba en
mi situación, que era bastante peculiar.
Resultaba que Bob y su familia se habían instalado en la
casa de al lado durante una de las primeras fases del
trasplante de gente procedente de la ciudad. Eso tal vez
había marcado su actitud respecto a su porción de terreno.
Nosotros observábamos con desconfianza el puñado de
frambuesas llenas de bichos que crecían solas en nuestro
jardín, los miserables lupinos que echaban semillas; los
últimos ruibarbos, que nadie cortaba ni llegaba a cocinar
nunca. Sin embargo, Bob había cercado su jardín como
quien protege lo más profundo de su alma: como si
custodiara el Santo Grial en su invernadero y los vándalos
estuvieran aullando, acuartelados en los campos repletos
de boñigas. El jardín de Bob era militar, era correcto; sabía
a quién servía. La vida crecía de forma ordenada; las
semillas llegaban al suelo procedentes de paquetes,
brotaban con puntualidad y crecían firmes para que Bobby
pudiera pasar revista. Las macetas vacías estaban apiladas
como cascos, y las cañas encrespadas parecían bayonetas.
Había conquistado y consolidado hasta el último centímetro
de terreno. Era un hombre flaco, de gran barbilla y con la
mirada azul y vacua; jamás comía azúcar blanco, solo
moreno.
Un día, por encima de la verja apareció Myra, su esposa,
criticando lo inmoral que era la manera de vivir de mi
madre; cotorreó una secuencia incoherente de exabruptos
sobre el ejemplo que estaba dando a sus hijos y a los niños
de los jardines de los alrededores. Yo tenía ocho años.
Clavé la mirada en ella mientras la boca se me llenaba de
palabras violentas que quedaron contenidas dentro,
salpicando sangre como si fueran dientes sueltos. Quería
decirle que, para los niños de esos patios, y sobre todo los
del suyo, no había ejemplos que valieran. Mi madre, la
destinataria de la diatriba, se levantó poco a poco de la silla
en la que había estado tomando el sol; le dedicó a Myra una
única mirada indiferente y entró en la casa sin mediar
palabra, dejando a su vecina cacareando como un periquito
desenfrenado posado sobre la cerca impecable de Bob.
Myra era menuda, anodina, tenía cara de ratón y era magra
como un corte sin nombre en el escaparate de una
carnicería en una zona de derribos. Según mi madre, los
brazos le llegaban por debajo de las rodillas.
Creo que antes de ese incidente las dos casas habían
mantenido una relación amistosa. A partir de entonces, no
obstante, Bob y sus preocupaciones (allí pondré nueve
hileras de alubias, una colmena para abejas) se
convirtieron cada vez más en objeto de nuestras burlas
secretas. Bob salía de noche al jardín para huir del corte
sin nombre que tenía por esposa. Cuando terminaba con
sus misteriosas excavaciones, perforaciones y arados, se
plantaba junto a la cerca y levantaba sus ojos deslucidos
hacia las colinas con las manos en los bolsillos; silbaba una
melodía, desentonada y lastimera. Solo podíamos divisarlo
desde la cocina, a través de las frías y húmedas neblinas
nocturnas que formaban parte del clima por aquel
entonces. Luego mi madre corría las cortinas, ponía la
tetera sobre los fogones y se lamentaba de su vida; también
se reía del pobre Bobby, y se preguntaba qué daños sufriría
su jardín antes de que volviéramos a divisarlo en el mismo
lugar al día siguiente.
Porque las cercas de Bob no eran seguras. Eran
elaboradas, eran refinadas, podríamos afirmar que estaban
bien enhebradas, aunque tal vez es un adjetivo extraño,
aplicado a una cerca. Eran como Stendhal en los estantes
de la biblioteca del pueblo: impresionaban, pero no se
adaptaban a ningún propósito que fuéramos capaces de
discernir. Las vacas entraban; las observábamos al
amanecer o al anochecer mientras se acercaban con
cautela y con la cabeza levantaban el pestillo que había
colocado Bobby; mientras lo pisoteaban todo, sorbiendo y
masticando sus suculentos productos, satisfaciendo todos y
cada uno de sus cuatro estómagos, con un leve regocijo en
sus ojos rumiantes.
Pero Bob tenía un concepto más bien bajo de la
inteligencia bovina, por lo que acusaba a su hijo Philip de
haber dejado la cerca abierta y lo azotaba. Desde nuestro
lado de los muros de piedra oíamos los arrebatos dementes
de Bobby, sus explosiones de aflicción y desesperación
cuando descubría los enrejados de los pepinos arruinados y
soltaba unos alaridos que le salían directamente de las
entrañas. Esa situación me proporcionaba cierta
satisfacción. Tenía unos cuantos amigos; o mejor dicho,
había otros niños de mi edad. Pero puesto que mi madre a
menudo me excusaba de ir a la escuela, siempre enfermo
de una u otra cosa, me veían como un objeto extraño y
decían que mi nombre, Liam, era ridículo. Eran niños
salvajes, con costras en las rodillas y fervor en el corazón,
de boca intolerante y ojos severos; tenían ritos, tenían
reglas, y me excluyeron de su tribu. Casi era mejor estar
enfermo; es algo que tienes que pasar solo.
Cuando iba a la escuela se notaba que me había
rezagado con las lecciones. Nuestra maestra era la señora
Burbage, una mujer de tal vez cincuenta años con el pelo
ralo y rojizo y las puntas de los dedos amarilleadas por los
cigarrillos. Una vez me obligó a ponerme en pie para
explicar el proverbio «Nunca arruines el barco por un
penique de brea». Así era como se educaba a los niños en
esos tiempos. Siempre llevaba una bolsa enorme de tartán
y cada mañana la descargaba en el suelo, junto a su
escritorio, de un pesado batacazo; al instante empezaban
los gritos y los golpes. Vivíamos sometidos a una tiranía y,
mientras soñábamos con vengarnos, un año entero de
nuestra infancia pasó sin que nos diéramos cuenta. Algunos
de los niños planeaban asesinarla.
Estudiábamos la naturaleza; sentados con los brazos
cruzados tras la espalda, nos leía sobre los hábitos del
verderón. En primavera tocaba el sauce ceniciento, que al
parecer está considerado de interés para los niños de todas
partes. Pero no es la primavera lo que recuerdo: más bien
esos días en los que teníamos las luces encendidas a las
once y los tejados y las chimeneas de las fábricas
temblaban tras una cortina de agua. A las cuatro de la
tarde la luz del día prácticamente se había desvanecido,
absorbida por un cielo oscuro; nuestras katiuskas
chapoteaban en contacto con el lodo y las hojas caídas, y el
aliento quedaba suspendido en el aire fresco como un
desastre inminente.
Los niños que habían estado escuchando a escondidas
los cotilleos de sus padres me preguntaban cosas, sobre
todo las niñas, intentando descubrir cómo dormíamos en
casa. Para mí esas preguntas no tenían ningún sentido,
pero aprendí a no responderlas. Hubo peleas: algún
forcejeo, algún arañazo, nada serio. «Te enseñaré a
pelear», dijo el inquilino. Puse en práctica sus consejos y
dejé un reguero de lágrimas y narices ensangrentadas. Era
el triunfo del conocimiento sobre la ignorancia, pero me
dejó un mal sabor de boca, un temor respecto al futuro.
Prefería huir a pelear, y cuando corría las cuestas se
volvían borrosas y líquidas ante mis ojos y las costillas me
dejaban el corazón atrapado como una langosta en una olla
de agua hirviendo.
No tenía muy buena relación con los hijos de Bob.
A menudo, cuando estaba jugando fuera, Philip y Suzy
salían a su jardín y me lanzaban piedras. Cuando lo
rememoro, no comprendo cómo podía haber piedras en el
jardín de Bobby; sin duda no había piedras tiradas por ahí
que pudieran utilizar como proyectiles improvisados.
Supongo que si encontraban alguna sabían que
tirándomela a mí le hacían un favor a su padre. Y cuando
este se volvió más raro y más huraño y empezó a comer
cosas cada vez más peculiares, sin duda tenían que
aprovechar la más mínima oportunidad de hacerle un favor.
Suzy era una mocosa despiadada, con la boca fina y
ancha como la de un buzón de correos; se colgaba de la
cerca y me provocaba. Philip era mayor que yo, unos tres
años, tal vez. Tenía la cabeza como un coco modificado y
una mirada gris y estrecha de puro desconcierto, y movía el
cuello hacia un lado como si se entrenara constantemente
para evitar los golpes que recibía por culpa de las vacas;
quizá fuera la consecuencia de alguna conmoción cerebral.
Respecto a los proyectiles que me lanzaba, no me costaba
mucho mantenerme alejado del limitado alcance de su
puntería; sin embargo, cuando conseguía esquivarlos con
demasiada frecuencia y me daba cuenta de que lo estaba
poniendo en ridículo, me encerraba en casa porque veía en
su rostro una especie de rabia destructiva latente, como si
en cualquier momento pudiera salir una criatura de su
interior, una bestia más salvaje; y lo cierto es que desde
entonces he vuelto a ver esa expresión en los rostros de
perros grandes e inteligentes cuando están atados. Y con
ello no quiero decir que considerara que Philip fuera un
animal, ni entonces ni ahora; lo que pensaba era que todos
tenemos una naturaleza oculta, una violencia secreta, y yo
envidiaba el poder evidente de sus brazos delgados y
nervudos, tan llenos de venas y nódulos como los de un
hombre adulto. Le envidiaba, detestaba su naturaleza
sometida y esperaba no ser como él. En una ocasión
respondí arrojándole terrones y palos, aullando como un
demonio todos los vituperios que fui capaz de recordar de
los libros que había leído: lacayo, cornudo, tunante y
villano.
A medida que pasaron los meses, la expresión de Bob se
volvió cada vez más vacua y sus exabruptos, más
peligrosos; incluso su ropa parecía compartir su
incoherencia, ondeando tras él alocadamente, como si
intentara regresar a la seguridad del guardarropa. Se
compró un escúter que se averiaba cada día en lo alto de la
colina, frente a la cola del autobús que llevaba al pueblo de
al lado. Cada día había la misma gente, y cada mañana la
misma gente esperaba aquel espectáculo con impaciencia.
Durante esa etapa, Philip a menudo se aproximaba a la
cerca y hablaba conmigo. Nuestras conversaciones eran
recelosas y elípticas. Una vez me preguntó si sabía los
nombres de los nueve planetas. Y sí, yo los sabía. Apuesto,
dijo Philip, a que solo conoces Venus y Marte. Yo se los
recité de corrido, los nueve. Los planetas tienen satélites,
le conté. Un satélite es algo pequeño que da vueltas
alrededor de algo más grande, le expliqué, sujeto a una
órbita por fuerzas que van más allá de sí mismas; por eso
Saturno tiene, entre otros, a Dione, Titán y Febe, mientras
que Marte tiene a Deimos y Fobos. Y cuando dije «Fobos»
noté que se me formaba un nudo en la garganta, ya que
sabía que la palabra significaba «miedo»; pronunciarlo
equivalía a sentirlo, y a evocar las preguntas incómodas, el
inquilino, la puerta en la pared y las sombras de la noche
que se avecinaba.
Entonces Philip me lanzó piedras. Entré y me puse a
dibujar sentado a la mesa de la cocina, pendiente del reloj
por si el inquilino volvía a casa.
El caso es que Philip y yo no íbamos a la misma escuela.
Nuestro pueblo estaba dividido, y aunque los mayores eran
tolerantes, o tal vez desdeñaban la religión, inmersos en
sus quinielas de fútbol y sus contratos de compra a plazos,
los niños seguíamos con nuestras riñas y nuestros cánticos,
la clase de cosas que podían oírse en las calles de Belfast o
de Glasgow. Suzy cantaba con su cacareo desafinado:

El rey Guille es un caballero


Lleva reloj con cadeneta.
El sucio papa es un pordiosero
Y pide por nuestra cuneta. 1
Cerdos irlandeses, decía Philip. Puercos de lodazal. Por
mis venas fluía la gasolina; los dedos me pedían pulsar
gatillos; las oficinas de correos quedaban fortificadas
detrás de mis ojos. Philip me tiraba piedras.
Mi territorio era cada vez más reducido: no podía contar
con la casa, ni con el jardín; ni con mi hogar, ni con mi
escuela. Lo único que me quedaba era el espacio que tenía
tras las costillas, y también era un campo de batalla lleno
de cicatrices, una zona de despliegues repentinos y
campañas invernales. No le conté a mi madre lo de las
persecuciones externas. En parte porque ella ya tenía
bastante con lo suyo; en parte porque una vaga sensación
de lástima invadía incluso mi duro corazón a medida que el
malentendido sobre las vacas iba agravándose y la cabeza
de Philip se encogía cada vez más, replegándose hacia el
cuello en actitud defensiva. Un día Bobby se llevó el
escúter detrás de la casa y lo pateó de un modo salvaje; ya
no sabíamos qué hacer.
Llegó un momento en el que nuestro vecino dejó de
seguir unos horarios fijos. Se dedicaba a pasear por su
finca con el ceño fruncido, torturado. Se tendía a esperar: a
que llegara Philip, a que llegaran los animales, la
Revelación. Se agazapaba tras su cerca en un rincón,
esquelético en su mono azul de trabajo. Las vacas no
acudían jamás, cuando las vigilaba. Mi madre miraba por la
ventana con los labios fruncidos. La suerte depende de
cada uno, decía. Los vecinos hablaban sobre Bobby. Ya no
estaban pendientes de si mi padre volvía; en comparación,
ese asunto ya no tenía ningún interés. Bobby desherbaba y
escardaba sin dejar de lanzar miradas por encima del
hombro. Nuestras circunstancias están mejorando, dijo mi
madre: si te aplicas lo suficiente, irás al instituto. El pelo
oscuro y brillante le rebotaba sobre los hombros. Podemos
permitirnos tu uniforme, me dijo; en otros tiempos no
habríamos podido. Entonces pensé que en el instituto me
seguirían haciendo preguntas incómodas.
—¿Dónde está mi padre? —le pregunté—. ¿Adónde se
fue? ¿Te ha escrito alguna carta?
—Qué sé yo, igual se ha muerto —dijo—. O está en el
purgatorio y resulta que allí no hay sellos de correos.
El año que me examiné para entrar en bachillerato
Bobby había plantado brezo en macetas. Estaba de pie
frente a la cerca de la fachada, intentando vendérselo a los
vecinos, insistiendo en lo nutritivo que era. A esas alturas
el estatus de Myra ya no era comparable ni al de la escoria
del asador del barrio; se volvió como una de las vainas o
cáscaras marchitas de los tarros de cristal polvorientos con
los que Bob se las arreglaba para ir tirando.
Llegó el cura para el Examen Religioso anual; era la
última vez, para mí. Ocupó la silla alta de la directora y
colocó sus anchos pies, enfundados en los zapatos de cuero
calado, sobre el escalón de madera. Era viejo, y le costaba
respirar; desprendía un olor extraño, una mezcla de lana
húmeda, cataplasmas, jarabe para la tos y devoción
religiosa. Al cura le gustaban las preguntas con trampa.
Dibújame un alma, dijo. Un niño de pocas luces aceptó la
tiza que le ofreció y trazó en la pizarra una forma que
recordaba vagamente a un riñón, o tal vez una suela de
zapato. Ah no, dijo el padre con un leve resuello; ah no,
pequeño, eso es el corazón.
Ese año, cuando yo tenía diez años, nuestra situación
cambió. Mi madre había acertado quedándose con el
inquilino colérico; resultó ser un tipo con ansias de
prosperar. Nos mudamos con él a una bonita ciudad donde
la primavera llegaba pronto, repleta de flores de cerezo, y
donde los tordos correteaban por el césped bien recortado.
Cuando llovía, la gente del lugar decía que era fantástico
para los jardines; en el pueblo solían tomárselo como un
lúgubre agravio más dentro de la serie que les ofrecía la
vida. En ningún momento dudé de que Bob habría perdido
la cabeza por completo entre las hileras saqueadas de
lechugas, superado por la aflicción, el desconcierto y la
deficiencia de hierro, con los huesos todavía sacudidos por
nuestras risas mientras nos marchábamos. No pensé en
absoluto en Philip. Lo borré de mi mente, como si nunca
hubiera existido. «No debes contarle a nadie que no
estamos casados», dijo mi madre, tomándose esa doble vida
con alegría. «No hables jamás con nadie sobre la familia.
No es asunto suyo.» No provoques a los que estén tras la
cerca del jardín, pensé. Y no pronuncies nunca la palabra
fobos.
Fue solo más adelante, al marcharme de casa, cuando
comprendí que la gente suele ser despreocupada, que
hablan con libertad, que viven con libertad. Que no hay
secretos en sus vidas ni veneno en sus raíces. La gente que
conocí entonces tenía una inocencia y una franqueza
absolutamente ajenas a mi propia naturaleza; o si algún día
había sido propia de mí, la había perdido mucho tiempo
atrás en la neblina nocturna, entre esa oscuridad que
llegaba a las cuatro, y que había quedado abandonada en
los jardines, entre las cercas y las matas de hierba.
Me convertí en abogado; de algo hay que vivir, como
suele decirse. Transcurrió la década de los sesenta entera y
mi infancia pasó a pertenecer a un mundo muy anterior y
mucho más gris. Era mi país interior, y a veces lo visitaba
en sueños que me ensombrecían el día. Estalló el conflicto
en Irlanda del Norte, mi familia empezó a discutir al
respecto y los periódicos estaban repletos de fotografías de
tenderos quemados con caras como las nuestras.

Ya era adulto, me había graduado y hacía tiempo que me


había marchado de casa cuando Philip apareció en mi vida
de nuevo. Fue en Pascua, en una mañana soleada. Las
ventanas del comedor que daba al jardín de césped y
rocalla estaban abiertas de par en par; yo era un visitante
en mi propio hogar, desayunando con la tostada sobre una
rejilla y la mermelada en un plato. Cómo se había visto
alterada la vida, ¡alterada más allá de lo imaginable!
Incluso el inquilino se había vuelto civilizado, a su manera;
vestía traje y asistía a las reuniones del Rotary Club.
Mi madre, ya más rolliza, estaba sentada delante de mí y
me tendió el periódico local doblado para mostrarme una
fotografía.
—Mira —dijo—, resulta que Suzy se ha casado.
Cogí el periódico y dejé la tostada en el plato. Examiné
esa cara y esa figura que formaban parte de mi infancia.
Ahí estaba ella, una novia radiante, blandiendo un ramo
como si fuera una porra. En su abultada barbilla se
dibujaba una sonrisa. A su lado tenía al que ya era su
marido; un poco por detrás, como si fueran trucos de la luz,
estaban las formas encorvadas e insustanciales de sus
padres. Busqué por detrás de ellos una forma conocida: la
de Philip agazapado, vagamente amenazador, solo medio
encuadrado.
—¿Dónde está su hermano? —pregunté—. ¿Estuvo en la
boda?
—¿Philip? —preguntó mi madre levantando la mirada. Se
quedó sentada un momento con los labios separados, una
imagen de incertidumbre, mientras desmigajaba un trozo
de tostada con los dedos—. ¿No te lo contó nadie? ¿Lo del
accidente? Creí que te lo había contado. ¿No te escribí para
ponerte al día? —preguntó mientras apartaba su desayuno
y me miraba frunciendo el ceño, como si la hubiera
decepcionado—. Murió —dijo.
—¿Murió? ¿Cómo?
Se quitó una migaja de la comisura de los labios antes de
responder.
—Se suicidó —me dijo; después se puso en pie, se acercó
al aparador, abrió un cajón y revolvió los manteles y
fotografías que contenía—. Guardé el periódico. Creí que te
lo había mandado.
Sabía que me había alejado, que me había estado
apartando físicamente, poco a poco, de la primera parte de
mi vida. Había echado muchas cosas de menos, por
supuesto, y aun así pensaba que no me estaba perdiendo
nada relevante. Pero Philip había muerto. Pensé en las
piedras que me lanzaba, en la bizquera desconcertada de
su mirada, en las magulladuras que se le veían en las
piernas nervudas por debajo de los pantalones cortos.
—Ya hace años de eso —añadió mi madre.
Se sentó de nuevo frente a mí, a la mesa, y me entregó el
periódico que había guardado. El papel de periódico
amarillea enseguida; podría haber salido de una biblioteca
pública victoriana. Le di la vuelta y leí que Philip había
muerto en una explosión. Todos los detalles del forense: y
el veredicto, muerte accidental.
Philip había construido, dentro del cobertizo de Bobby,
una bomba de azúcar y herbicida. Se había puesto de moda
en esos tiempos lo de fabricar bombas caseras; lo habían
popularizado los acontecimientos de Belfast. La bomba de
Philip (se desconoce el motivo por el que quiso fabricarla)
le había estallado en la cara. Me pregunté qué debía de
haberse llevado por delante con la explosión: me imaginé el
cobertizo hecho añicos, las macetas apiladas reducidas a
polvo, incluso las vacas del campo levantando la cabeza con
curiosidad al oír el estallido. Una idea irrelevante se coló
en mi mente, esa Irlanda había acabado siendo su
perdición; y mientras tanto yo seguía vivo, uno de los
Provisionales de la vida, uno de los que llevaban la boina
negra. Philip fue el primero de mis contemporáneos que
murió. A menudo pienso en él. Herbicida, me responde el
cerebro: como si eso requiriera una réplica. Mi mecha es
mucho más lenta.
Sacrificios
Cuando era muy pequeña, tanto que tropezaba cada vez
que intentaba sortear el bordillo elevado que había tras la
puerta trasera, el perro Victor me sacaba a pasear.
Avanzábamos con precaución por el patio, mi mano
hundida en la gorguera de pelo hirsuto que le crecía tras el
cuello. Era un perro anciano, y el cuero de su collar ya era
blando y delgado. Lo envolvía con los dedos mientras la luz
del sol caía sobre la piedra y la pizarra, los dientes de león
se abrían entre las losas del suelo y las ancianas salían a
tomar el aire en los portales, meciéndose sobre sillas de
cocina y alisándose las faldas por encima de las rodillas. En
algún otro lugar, en las fábricas, los campos y las minas de
carbón, Inglaterra seguía con su aburrida existencia.
Mi madre siempre decía que no hay sustitutos. Cada cosa
es intrínsecamente ella misma y distinta a cualquier otra.
Todo es tan solo una vez, y la felicidad no puede repetirse.
Los niños merecen que les pongan un nombre propio. No
deberían ponerles el nombre por otra persona. Eso no me
parece bien, decía.
Entonces ¿por qué lo hizo? ¿Por qué transgredió su
propia ley? Todavía le doy vueltas, de manera que mientras
tanto aquí va otra historia, una sobre perros, que tal vez
tenga algo que ver. Si consigo alguna prueba, ¿querrás ser
el juez?
Sin duda mi madre tenía una opinión tan firme al
respecto porque a ella le habían puesto el nombre de su
prima Clara, que había muerto en un accidente náutico. Si
Clara hubiera sobrevivido ahora tendría ciento siete años.
No era ningún rasgo de su carácter lo que explicaba que a
mi madre le enojara aquella sustitución, ya que a nadie le
constaba que Clara hubiera tenido carácter. No, lo que la
disgustaba era la manera que tenía la gente del pueblo de
pronunciar su nombre. Cl-o-ara: salía viscoso y prolongado
de sus bocas, como un hilillo de cola extrudido.
En esa época, primas, tías y tías abuelas vivíamos en la
misma hilera de casas. Entrábamos y salíamos por las
puertas de los demás como Pedro por su casa. Mi madre
decía que en el mundo civilizado la gente llamaba a la
puerta, pero a pesar de repetir el comentario una y otra vez
la gente se limitaba a dedicarle una mirada perdida y luego
seguían actuando como siempre. Había una gran
divergencia entre el efecto que mi madre creía tener sobre
el mundo y el efecto que realmente conseguía. De eso me
di cuenta más adelante. Cuando tenía siete años pensaba
que era el Sol y la Luna, que era como Dios, en todas
partes y siempre. Que te leía el pensamiento cuando tú
apenas sabías leer cuentos con letra ligada.
En la puerta de al lado vivía mi tía Connie. En realidad
era mi prima, pero yo la llamaba «tía» debido a su edad.
Todas las relaciones eran confusas, y tampoco era
necesario conocerlas al dedillo; solo que el perro Victor
vivía con Connie y pasaba la mayor parte del tiempo bajo la
mesa de su cocina. Se zampaba un pastel de carne cada
día, Connie se encargaba de comprárselo y tenía que subir
la calle expresamente para ello. También comía fruta; de
hecho, comía cualquier cosa. Mi madre decía que los
perros deberían comer comida de verdad, es decir,
enlatada.
Victor ya había muerto cuando yo tenía siete años. No
recuerdo el día de su muerte, solo una sorda sensación de
cataclismo. Connie era viuda. Yo pensaba que siempre lo
había sido. Tuve que crecer algo más para enterarme de
que viuda significaba que en algún momento había habido
un marido. Pobre Connie, decía la gente, la pérdida de su
fiel perro ha supuesto otro duro golpe.
Cuando cumplí siete años me dieron un reloj, pero a los
ocho me regalaron un cachorro. Cuando propuse por
primera vez la idea de tener un perro, mi madre dijo que
quería un pequinés. Todos la miraron del mismo modo que
cuando sugería que la gente civilizada llamaba a la puerta
antes de entrar. La idea de que alguien de nuestro pueblo
tuviera un pequinés era simplemente absurda; yo eso ya lo
sabía. Los lugareños lo habrían pelado y lo habrían asado.
—Es mi cumpleaños y me gustaría un perro como Victor
—dije.
—Victor era un perro mestizo —dijo ella.
—Entonces lo que quiero es un mestizo —dije.
Resulta que pensé que un mestizo era una raza. Tía
Connie me había dicho «los mestizos son muy fieles».
Me gustaba la idea de la fidelidad. Y eso que no tenía ni
idea de lo que implicaba.
Un mestizo, al fin y al cabo, era la opción más barata.
Cuando llegó la mañana de mi cumpleaños supongo que
estaba muy emocionada, no lo sé. Un joven trajo al
cachorro desde la granja de los Godber. Se quedó
parpadeando y temblando sobre la alfombra que teníamos
frente a la chimenea. Sus patitas diminutas parecían
huesos de pollo. Nací en invierno, por lo que ese día las
calles estaban heladas. El cachorro era blanco, como
Victor, y tenía la cola enroscada como la de Victor, y una
mancha marrón en el lomo que parecía una silla de montar
y le daba un aspecto útil y doméstico. Hundí la mano en el
pelo de su cuello y llegué a la conclusión de que algún día
sería lo suficientemente fuerte para poder aferrarme a él.
El chico de la granja de los Godber estaba en la cocina,
hablando con mi padrastro, aunque por aquel entonces me
obligaban a llamarlo «papá». Oí como el chico decía que
era una verdadera lástima, pero no escuché lo suficiente
para saber a qué se refería. El chico salió de la casa y mi
padrastro lo acompañó. Charlaban como si se conocieran.
En esa época no comprendía cómo llegaba a conocerse la
gente. Decían, la conoces, es esa que se casó con ese.
Antes de casarse con él se apellidaba Constant, o tal vez
Reilly. Hubo una época en la que no comprendía cómo se
podía cambiar de apellido, igual que no comprendía cómo
sucedían la mayoría de las cosas, en realidad. Cuando
alguien salía por la puerta, siempre me preguntaba si
volvería en forma de algo o de alguien distinto, o
simplemente si volvería. Cuando era pequeña no era tonta,
y no me gustaría que lo pareciera. En realidad, todo lo que
hacía tenía un motivo u otro. Creía que eran los demás, los
que vivían a merced de la suerte, sometidos a los caprichos
del destino. Yo era la única heredera de la lógica que
reinaba en mi cabeza: la única heredera y beneficiaria.
Mi padrastro salió y me quedé sola en el salón, frente al
fuego lento y las brasas de la chimenea; entonces empecé a
hablar con el cachorro Victor. Había leído manuales de
adiestramiento mientras me preparaba para su llegada.
Decían que a los perros les gustaba que les hablaran en
una voz baja, con calma, pero no sugerían qué había que
decirles usando ese tono. No me pareció que el cachorro
tuviera muchos intereses, al menos de momento, por lo que
decidí contarle las cosas que me interesaban a mí. Me puse
en cuclillas a su lado, para que no se sintiera intimidado
por mi colosal tamaño. Lo miré a la cara. Apréndete mi
cara, recé. Cuando ya llevaba un buen rato aburriéndome,
Victor se dejó caer al suelo como si le hubieran partido las
patas de repente, y durmió como un tronco. Me senté a su
lado para contemplarlo. Me puse un libro abierto sobre las
rodillas, pero no lo leí. Observaba a Victor, y creo que
nunca había estado tan quieta. Sabía que tenía el vicio de
no parar de moverme y había intentado combatirlo, pero no
sabía que fuera capaz de estar tan quieta, o tan tranquila
como durante la primera media hora que pasé mirando a
Victor.
Cuando mi padrastro regresó lo hizo con una expresión
preocupada en el rostro y algo oculto bajo el abrigo. Un
hocico zorruno asomó para husmear el aire de forma
audible.
—Este es Mike —dijo él—. Iban a sacrificarlo.
Dejó al nuevo cachorro en el suelo. Era moteado y
parecía de goma. Corrió hacia el fuego. Corrió hacia Victor
y lo olisqueó. Empezó a corretear en círculos y a lanzar
mordiscos al aire, jadeando con la lengua fuera. Saltó sobre
Victor y empezó a machacarlo.
Mike, que quede claro, no era un regalo extra para mí.
Victor era mi perro y mi responsabilidad. Mike era el otro
perro: responsabilidad de todos y de nadie. Victor, como se
demostró más adelante, tenía un carácter sosegado y
gentil. Cuando le pusimos la correa por primera vez,
caminó con delicadeza a mi lado como si lo hubieran
adiestrado para ello en una vida anterior.
Mike, en cambio, entró en pánico. Salió corriendo tanto
como se lo permitió la correa, soltó un gemido al verse
frenado de golpe, dio media vuelta en el aire y cayó a
plomo sobre un costado, revolviéndose como si estuviera a
punto de sufrir un ataque al corazón. Intenté agarrarlo por
el collar, desesperada por liberarlo; Mike tenía los ojos en
blanco y el pelo de la garganta empapado por las babas.
Inténtalo de nuevo cuando sea un poco mayor, sugirió mi
madre.
Todos dijeron que estaba bien que Victor tuviera la
compañía de su hermano, que se serían fieles y todo eso. Yo
no lo creía, pero cuando no creía algo me lo guardaba para
mí.
Los cachorros vivían bien excepto por las noches, cuando
los fantasmas de la casa salían de la despensa y bajaban del
armario grande que quedaba a la izquierda de la chimenea.
No eran goteos, ni señoritas, ni espectros corteses; no se
parecían en absoluto al fantasma ahogado de Clara, con la
blusa empapada y decorada con volantes en el cuello. Eran
fantasmas de dientes afilados. No se dejaban ver, pero
notabas su presencia cuando a los perros se les erizaba el
pelaje y los escalofríos les recorrían el espinazo. A Victor
empezó a crecerle el pelo largo en el cuello. A pesar de
todo lo que mi madre había jurado, no alimentaba a los
perros con comida enlatada. Les dábamos las sobras de lo
que tuviéramos. Las sustituciones eran constantes, en casa.
Por mucho que se dijera que nada podía compararse con
ninguna otra cosa.
—Intenta ponerle la correa al perro otra vez —me dijo mi
madre. Si alguien decía «el perro», sabías que se referían a
Mike. Victor estaba sentado en un rincón. No imponía su
presencia, se limitaba a parpadear con sus ojos pardos.
Intenté ponerle la correa de nuevo. Echó a correr por la
habitación, arrastrándome. Saqué un libro de la biblioteca
pública, 101 consejos sobre el cuidado de perros. Mike me
lo arrebató por la noche y lo estuvo mordisqueando hasta
que solo quedaron los cuatro últimos consejos. Mike te
arrastraba hasta un seto, te arrastraba hasta un canal, te
arrastraba hasta un lago navegable para que te ahogaras
como la prima Clara, cuando su descuidado novio la tiró de
un bote de remos. Cuando tenía nueve años, solía pensar
mucho en Clara y visualizaba su sombrero de paja flotando
entre los nenúfares.
Fue al nacer mi hermano Pegé cuando mi madre rompió
su propia regla. Oí a primos y tías hablando en voz baja
sobre el tema del nombre. No se preocuparon por saber mi
opinión, sin duda creyeron que recomendaría: Oh, ¿por qué
no lo llamamos Victor? Alguien propuso Robert, pero mi
madre dijo que no soportaría que lo llamaran Bob. Al
principio ya quedaron descartados todos esos nombres que
la gente suele convertir en otra cosa de forma natural.
Aunque eso restringió mucho las opciones. Al final, mi
madre se decidió por Peter, insistiendo en que las dos
sílabas se pronunciaran a rajatabla. ¿Cómo creía que lo
conseguiría cuando empezara a ir a la escuela, cuando
estuviera jugando al fútbol, cuando se convirtiera en
tejedor o en un soldado de chaqueta caqui? Me preguntaba
esa clase de cosas. Me encogí de hombros mentalmente.
—¡Solo era una pregunta! —exclamé con los dedos
extendidos y los ojos muy abiertos.
Pero había algo más respecto al nombre del bebé, algo
que querían ocultar. Tuve que escuchar tras las puertas,
pegarme a la pared y aguzar el oído para descubrirlo; que
al bebé le pondrían un segundo nombre, y que sería
George, el nombre del difunto marido de mi tía Connie. Oh,
Connie tenía marido, me dije a mí misma. Todavía pensaba
que viuda, igual que mestizo, era una categoría por sí
misma.
Peter George, me dije a mí misma, P. G., Pe Ge, Pegé.
Tendría nombre, y no sería ni Peter ni Pete. Pero ¿a qué
venía tanto secretismo? ¿Por qué lo decían encogiéndose de
hombros y bajando la voz? Pues porque Connie no podía
saberlo. Porque sería demasiado para ella, porque se
pondría histérica si llegaba a enterarse. Era un tributo
personal de mi madre hacia ese George que había sido
sacrificado tanto tiempo atrás, al que no había mencionado,
que yo supiera, hasta ese momento: un tributo por el que
estaba dispuesta a lanzar por la borda una de sus
convicciones más características. Imagínate, decía, si se lo
tomaba en serio.
Pero espera. Espera un momento. Apliquemos un poco de
lógica al asunto. Se trataba de Connie, ¿no? ¿De mi tía
Connie, la que vivía en la casa de al lado? ¿La misma
Connie que al cabo de tres semanas asistiría al bautizo?
Como católicos que éramos, bautizábamos pronto a los
bebés por miedo al diablo. Visualicé aquella palabra
terrible, George, pesándole en la lengua al cura,
obligándolo a agarrarse el pecho, reduciéndolo a un
gruñido hasta que por fin terminara saliendo, cayera sobre
el suelo de piedra y recorriera el pasillo central de la
iglesia; y luego a Connie levantando el brazo, la palabra
«¡Aa... ay!», escapando de su boca abierta mientras el
nombre la arrollaba. Qué muerte tan terrible, me dije a mí
misma. Y luego, con una sonrisa de satisfacción, me dije:
menudo sacrificio.
El caso es que Connie se enteró de lo del nombre antes
del bautizo.
—Se lo han contado en la carnicería —dijo mi madre con
el ceño fruncido—, y eso que la pobre no había hecho más
que entrar para comprar como siempre solo una loncha
de...
Abandoné su presencia. En la cocina, Victor estaba
sentado en un rincón, exhibiendo el borde de un labio de
color hígado. Me pregunté si algo lo había provocado. ¿Un
fantasma que había salido antes de tiempo? Tal vez, pensé,
es George.
Connie estaba en la casa de al lado, como de costumbre,
atareada en la cocina. Se oían los golpes del escurridor
contra el fregadero esmaltado, el chirrido de las patas de la
silla sobre el linóleo. Durante los días siguientes no dio
muestras de estar sufriendo ningún tipo de aflicción
histérica, ni siquiera nostalgia. Mi madre estuvo muy
pendiente de ella.
—Jamás deberían habérselo contado —decía mi madre—.
Una conmoción semejante podría haberle provocado daños
permanentes.
No obstante, por algún motivo me pareció decepcionada.
Yo no entendí por qué, ni lo entiendo ahora, ni tengo
claro si quiero entenderlo: fue solo una táctica que una
persona estaba probando con otra persona, y ese era el
motivo por el que no me gustaba jugar a cunitas, al
solitario, a recortar con tijeras o a cualquier tipo de juego
que pudiera jugarse dentro de casa. Me daba igual si era
invierno, yo prefería salir a jugar con Victor y Mike.
Era primavera cuando nació Pegé. Salí al patio trasero
para escapar de sus berreos, de sus vómitos y de esa
manera que tiene la gente de hablarles a los bebés. Victor
estaba sentado a mis pies, temblando. Mike corría como un
loco trazando círculos entre las margaritas. Me eché atrás
un sombrero inexistente para rascarme la cabeza como
solían hacer en las películas del Oeste y con acento
mexicano dije: «Loco».
Mi hermano todavía era muy pequeño cuando el carácter
de Victor degeneró claramente. Siempre tímido, de repente
se volvió taciturno y empezó a morder. Un día, cuando me
acerqué a él para ponerle la correa, saltó y me pegó un
mordisco en la mejilla. Creyéndome una belleza incipiente
y temiendo que me dejara el rostro marcado, me lavé la
herida y luego me apliqué Dettol, un producto de limpieza
desinfectante. El resultado fue peor que la mordedura,
hasta el punto que ensayé en voz alta la frase «Duele como
un demonio». Intenté no contárselo a mi madre, pero el
olor a desinfectante me delató.
Más adelante persiguió a Pegé e intentó morderle una
pantorrilla. Pegé marchaba al paso de la oca y gracias a eso
se libró por unos centímetros, tal vez incluso menos. Tuve
que quitarle a Victor un hilo del batín de toalla de mi
hermano, que se le había quedado enredado entre los
dientes.
En cambio, Victor no atacaba a los mayores. Le traían sin
cuidado.
—Solo va a por los niños —dijo mi madre—. Es que no lo
entiendo.
Y yo tampoco, no comprendía por qué me incluía con los
niños. Si pudiera verme el corazón, pensaba, sabría que no
entro en esa categoría.
Por aquel entonces ya teníamos a otro bebé en casa.
Victor ya no era de fiar y mi madre dijo que había que
encontrar una solución cuanto antes. Mi padrastro se lo
llevó bajo el abrigo, bien envuelto para evitar que
forcejeara. Nos despedimos de él. Tuvo que inmovilizarlo
para que pudiéramos acariciarle la cabeza. Él protestó, la
protesta se convirtió en un gruñido y enseguida se lo
llevaron hacia la puerta para sacarlo a la calle.
Mi madre dijo que le habían encontrado un nuevo hogar,
en casa de una pareja mayor sin hijos. ¡Qué triste! Me los
imaginé, visualicé sus rostros apenados iluminándose de
repente al ver al perro blanco con aquella práctica silla de
montar marrón. Sería el sustituto de los hijos que jamás
tuvieron. ¿Le hundirían los dedos en el pelaje del cuello y
se aferrarían a él igual que yo?
Era extraño, lo que me dio por creer por aquel entonces.
Pegé demostró ser más listo que yo. Sentado en un rincón,
estaba erigiendo una torre con bloques de construcción
azules, y encima del todo había colocado uno que tenía
dibujada una carita de perro. Al final, derribó la columna
de un golpe.
—Bum, muerto —dijo.
Más o menos un año después de eso nos mudamos a una
nueva ciudad y me cambiaron el apellido de forma oficial.
A Pegé y al bebé nuevo ya les pusieron ese apellido desde
el principio, por lo que a ellos no tuvieron que cambiárselo.
Mi madre decía que había que mantener a raya los cotilleos
y la malicia de la gente, que siempre había alguien
dispuesto a jugarte una mala pasada a la primera de
cambio. Connie y el resto de las tías y los primos venían a
visitarnos, pero no con mucha frecuencia. Mi madre decía
que no quería que se repitiera el mismo festival una vez
más.
De manera que empezaron los años en los que fingí ser
la hija de otra persona. La palabra hija es breve, suspirada,
triste; como si tuvieras que pronunciarla con la mano en la
mejilla. La palabra afligida de algún modo encaja con hija.
A veces pensaba en Victor y me sentía afligida. Me sentaba
en mi habitación con un compás y una libreta cuadriculada
y me dedicaba a bisecar ángulos, mientras fuera los niños
chillaban y jugaban con Mike. La verdad es que culpé a
Mike de haber apartado a Victor de su talante cariñoso,
pero culpar a un perro de las cosas es algo que solo puedes
hacer hasta cierto punto.
Cuando nos mudamos a la casa nueva, Mike experimentó
un cambio parecido en magnitud, aunque no en estilo, al
que había sufrido su hermano X años atrás. Digo X años
porque empezaba a perder la noción del tiempo en esa
parte de mi vida, y en el caso de los números las
sustituciones son admisibles. Recordaba los
acontecimientos bastante bien, pero había olvidado ciertos
sentimientos, como lo que sentí el día que Victor llegó de la
granja de los Godber, o cuando se lo llevaron a un nuevo
hogar. Me acordaba de su gruñido demente, que apenas
remitió mientras se lo llevaban. Si ese día hubiera podido
morderme, habría sangrado de lo lindo.
El problema con Mike era el siguiente: habíamos pasado
a ser de clase media, pero nuestro perro no. Hacía tiempo
que habíamos desistido de intentar sacarlo a pasear atado.
Pero hacía ejercicio, eso sí, correteaba a cualquier hora del
día y de la noche. Saltaba cercas y abría huecos en los
setos. Te lo encontrabas cerca de las carnicerías. A veces
paseaba por la calle principal y robaba paquetes de los
carros de la compra. Un día se zampó una hogaza de pan
blanco, escondido bajo un arbusto. Me fijé en lo entregado
e inocente que parecía mientras masticaba, rebanada tras
rebanada, sosteniendo el paquete con cuidado entre las
patas vueltas hacia dentro, como si estuviera rezando.
Cuando mi madre veía que los vecinos asomaban la
cabeza por encima de los alerces para dar consejos de
jardinería, pensaba que hablaban sobre Mike y la cara se le
contraía. Consideraba que estaba defraudando a la familia,
que traicionaba sus orígenes mestizos. A esas alturas yo ya
conocía el significado de la palabra. No me involucraba en
ninguna controversia que tuviera que ver con Mike. Me
agazapé en mi cuarto y tracé el continente de Sudamérica.
Pegué en mi libro de geografía una fotografía de Brasilia, la
blanca y resplandeciente ciudad de la jungla. Junté las
manos y recé, llévame allí. No creía en Dios, de manera que
de forma provisoria solo les rezaba a genios y fantasmas; a
una Clara empapada y a un George que llevaba mucho
tiempo muerto.
Mike no tenía ni cinco años cuando empezó a mostrar
signos de vejez. Al fin y al cabo, había vivido alocadamente.
Un año, era capaz de atrapar entre sus fauces las
manzanas que caían del árbol. Las que no conseguía
atrapar antes de que tocaran el suelo las recogían los niños
para lanzárselas como si fueran pelotas y él se abalanzaba
a por ellas, dejando marcas de derrapes en el césped cada
vez que cambiaba de dirección; luego, moviendo el cuello
hacia atrás arrojaba la fruta hacia el aire azul para
desafiarse a sí mismo de nuevo.
Un año más tarde, sin embargo, ya estaba hecho polvo.
No era capaz de atrapar ni una manzana al aire aunque le
llovieran sobre la cabeza, y cuando le lanzaban viejas
pelotas de tenis se limitaba a trotar hacia ellas vagamente,
con diligencia pero sin algarabías ni gritos, y luego daba
media vuelta y regresaba poco a poco y con las fauces
vacías. Le dije a mi madre, creo que a Mike le falla la vista.
Ella dijo, no me había dado cuenta.
No parecía que ese defecto lo afligiera en absoluto.
Continuó llevando una vida independiente; guiándose por
el olfato, supuse, a través de los huecos de la reja de
alambre y las puertas abiertas de los colmados y
carnicerías de postín. Pensé que de todos modos no le iría
nada mal un humano lazarillo. ¿Y si adiestraba a Pegé?
Intenté el experimento que llevaba años sin poner a
prueba: atarle la correa al collar. El perro se tendió a mis
pies y empezó a gimotear. Me di cuenta de que las manchas
del manto que le daban aspecto zorruno se le habían
aclarado, como si hubiera pasado demasiado tiempo
expuesto al sol y la lluvia. Le quité la correa y me la envolví
en la mano para luego guardarla en el fondo del armario
del vestíbulo. Me quedé allí, practicando maldiciones en
voz baja. Sin saber por qué.
El día de Año Nuevo, quince días antes de mi duodécimo
cumpleaños, Mike salió de casa de buena mañana y no
regresó jamás.
—Mike no ha venido a merendar —dijo mi padrastro.
—Mike no ve un carajo —repliqué.
Todos fingieron no haberme oído. Había un edicto que
prohibía las peleas durante las Navidades, y todavía
estábamos bajo su influencia, inmersos en esos días de
menús extraños previos a la Epifanía en los que los bebés
acaban con el pelo manchado de mermelada, echan El
prisionero de Zenda en la tele y nadie se da cuenta de qué
hora es. Por eso nos alarmamos menos de lo normal y
simplemente nos fuimos a la cama bostezando.
Pero me levanté muy temprano y me quedé temblando
junto a la ventana, envuelta en la cortina, mirando hacia
unas tierras que tuve que imaginar porque no había luz
para verlas: sin hojas, húmeda para la época del año. Si
Mike estuviera en casa lo acariciaría, pensé. Él gemiría y
zarandearía la puerta trasera, y alguien lo oiría, aparte de
mí. Pero tampoco lo sabía con seguridad. No podía confiar
en ello. Me pasé los dedos por el pelo para que me quedara
levantado como un penacho y regresé a la cama.
No soñé nada. Cuando me desperté eran las nueve en
punto. Me sorprendió la indulgencia. Mi madre necesita
dormir poco y lo considera un defecto moral en los demás,
de manera que normalmente ya habría empezado a
berrearme al oído a las ocho, inventando tareas para mí; la
tregua navideña no era vigente a primera hora de la
mañana. Bajé a la planta baja vestida con mi pijama de
topos, aunque tuve la ocurrencia de arremangarme las
perneras por encima de las rodillas.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó mi madre—. ¿Y
qué te has hecho en el pelo?
—¿Dónde está mi papá? —dije.
—Ha ido a comisaría, por lo de Mike —dijo.
—No —repliqué negando con la cabeza. Volví a
desenrollarme las perneras del pijama hasta los tobillos.
A la mierda, quise decir, me refiero a mi papá, no al
sustituto. «Responde a lo que te he preguntado.»
Al día siguiente salí a llamarlo por las arboledas que
envolvían los campos abiertos y por las orillas del canal.
Llovió durante parte del día, pero fue una precipitación
benigna, anodina. Todo parecía precoz, impropio para esa
época del año: la madera podrida de las cercas brillaba de
color verde. Me llevé a mi imponente hermano y no le quité
el ojo de encima a la borla amarilla que decoraba su gorro.
En cuanto la perdía de vista entre los matorrales o los
árboles, lo llamaba, ¡Pegé! Lo notaba antes de verlo,
correteando con grandes zancadas hasta que se pegaba de
nuevo a mí.
Me llené el bolsillo de caramelos baratos y le fui dando
uno de vez en cuando, para asegurarme de que continuara
andando.
—¡Mike, Mike! —gritábamos. Era domingo, el final de
unas largas vacaciones que se habían sumado a la
disrupción del Adviento. No nos encontramos a nadie,
mientras lo buscábamos. A Pegé empezó a gotearle la
nariz. Al cabo de un rato, al ver que el perro no respondía,
empezó a llorar. Creía que nos encontraríamos con Mike, al
parecer. Como si hubiéramos quedado en algún lugar
preestablecido.
Me limité a tirar de Pegé. Era lo único que podía hacer.
La palabra metomentodo circulaba por mi mente, y pensé
en lo bonita que era y en lo bien que describía al perro
Mike, siempre metiéndose en todas partes con grandes
zancadas y la lengua rosa colgando, mientras Victor se
quedaba tendido en casa, incubando su miedo; y yo no
podía ayudarlo, porque lo compartía y era lo único que
podía darle para comer.
En las orillas del canal por fin encontramos a un señor,
no muy mayor, con la chaqueta abierta y ondeando,
insuficiente incluso para ese día tan templado; llevaba el
pelo rapado, el bolsillo de la camisa de cuadros desgarrado
y las zapatillas deportivas cubiertas de barro. Nos preguntó
quién era Mike.
Le conté la teoría de mi madre, que a Mike lo había
atropellado algún conductor borracho. Pegé no paraba de
pasarse la mano por la nariz. El hombre prometió que
también llamaría a Mike y que lo llevaría a la policía o a la
protectora, si lo encontraba. Cuidado con las perreras de la
policía, me dijo, porque sacrifican a los perros al cabo de
doce días.
Le dije que al cabo de doce días nos aseguraríamos de
preguntarlo. Le dije, mi padras- mi padras- mi padre ya ha
ido a la policía: al final conseguí decir la palabra. Juro por
Dios Todopoderoso que el hombre dijo que se pasaría el día
y la noche entera llamando al pobre Michael. Eso me
alarmó. Me dio lástima su bolsillo desgarrado, me supo mal
no haber cogido aguja e hilo antes de salir de casa.
Me alejé, pero no había recorrido ni cien metros cuando
me di cuenta de que había habido un malentendido que era
necesario corregir. Mike solo es mi perrastro. Supongamos
que hubiera informado mal a ese desconocido. Si volvía
para contarle lo ocurrido de nuevo, tal vez solo serviría
para que lo olvidara. Ese hombre parecía haberlo olvidado
prácticamente todo. Había recorrido cien metros más
cuando me di cuenta de que era justo la clase de
desconocidos con los que nos advierten que no tenemos
que hablar.
Bajé la mirada hacia Pegé, alarmada por segunda vez.
Debería haberlo protegido. Esa misma semana Pegé había
aprendido a silbar, y en esos momentos silbaba y lloraba al
mismo tiempo. Silbaba la sintonía de El Gordo y el Flaco,
una melodía que no soporto. Sabía de sobra («de sobra» es
otra de las expresiones que utiliza mi madre) que Mike
estaría muerto en una cuneta hasta la que seguramente se
había arrastrado, tal vez cojeando, desde el vehículo que lo
había atropellado antes de llegar a verlo. Me había pasado
el día buscándolo, desafiando aquella realidad.
Estoy muy cansado, se quejó Pegé. Llévame en brazos.
Llévame. Miré hacia abajo y me di cuenta de que no podía,
y él sabía que no podía, porque ya había crecido tanto que
casi debería haber sido él quien me llevara a mí. Le ofrecí
un caramelo barato y me apartó la mano de una cachetada.
Llegamos a un muro y lo levanté para que pudiera trepar.
Podría haberme levantado él a mí. Nos quedamos allí
sentados, mientras el aire se iba ensombreciendo. Eran las
cuatro de la tarde, habíamos estado andando y llamando a
Mike desde primera hora de la mañana. Pensé, podría
ahogar a Pegé y echarle las culpas al tipo del bolsillo
desgarrado. Podría arrastrarlo por el camino de sirga
agarrándolo por la capucha del abrigo y hundirlo en la
maleza verde; y seguir empujando, presionando su cara con
una mano, hasta que el peso de la ropa lo hundiera todavía
más; y me vi a mí misma, con una belleza descuidada, otra
vida, nenúfar y gorrito flotando. Que yo supiera, nadie
había acabado en la horca por lo de Clara.
—¿Y mi merienda? —preguntó Pegé. Me vinieron a la
cabeza unas palabras de la obra de Shakespeare que
estábamos haciendo: «cuando se presentara el momento, el
cual de veras se presenta ahora...». La humedad me
provocaba dolor, como si fuera mi propia abuela. Pensé,
nadie escucha, nadie ve, nadie hace una mierda. Te quedas
ciega, pierdes la cabeza y ellos siguen preparando
bizcochos por Navidad y friendo huevos. A la mierda, le dije
a Pegé, para ver qué pasaba. A la mierda, repitió él. Mike,
Mike, gritábamos mientras recorríamos el camino de sirga,
y el anochecer empezó a caer sobre nosotros. Pegé deslizó
su mano dentro de la mía. Nos adentramos juntos en la
oscuridad, con las manos fusionadas y frías. Me dije, a mí
misma, no puedo matarlo, es la fidelidad en persona; sin
embargo, se me ocurrió que, si se ahogaba, bautizarían a
alguien con su nombre.
—Vamos, Pegé —le dije—. Pero deja de silbar de una vez.
Me coloqué tras él, metí mis frías manos en la capucha
de su trenca y empecé a guiarlo hacia casa.
El aire quedó cargado de reproches por el lugar en el
que habíamos estado, junto al canal, donde viven los
vagabundos y vete a saber quién más. Mi madre ya había
lavado los platos de Mike a fondo y los había puesto a
escurrir. Puesto que no destacaba por ser una gran ama de
casa, esa señal nos reveló que el perro no volvería, por la
puerta de casa no, al menos. Entonces lloré un poco, y no
por el agotamiento acumulado durante el día, sino que me
saltaron de los ojos unas lágrimas repentinas y abrasadoras
que borraron el dibujo del papel pintado. Vi que Pegé se me
quedaba mirando, boquiabierto, y me supo mal haberme
tomado la molestia de llorar. Me limité a secarme la cara
con el puño y seguí con lo mío.
Curva es la línea de la belleza
Cuando llegué a la mitad de mi infancia, mis coetáneos
empezaron a esfumarse. Desaparecían de las
conurbaciones industriales y de las afueras de Mánchester;
encontraban sus cuerpos (algunos de ellos, al menos)
enterrados en el páramo. Yo había nacido al límite de ese
camposanto y me habían enseñado lo que implicaba. El
páramo castigaba a quien se encontraba en el lugar
equivocado en el momento equivocado. Mataba a los
estúpidos y a los desprevenidos. A los domingueros de la
gran ciudad, a los niños inútiles con gorros de pompón que
se pasaban días caminando en círculos para acabar
muriendo víctimas de la exposición a los elementos. Los
equipos de rescate quedaban frustrados por la fría y
húmeda niebla, que se apoderaba del paisaje como las
sábanas cubrían los cadáveres. El páramo no tenía rasgos
característicos más allá de los crecimientos y remolinos, las
lentas oleadas de paisaje ascendente y descendente, las
lomas, los arroyos y los caminos de herradura que
transcurrían entre la nada y ninguna parte; la humedad del
suelo, las manchas escamosas de nieve tardía y las
borrascas de interior, que constituían el clima típico.
Incluso cuando hacía buen tiempo, el aire era disperso,
miásmico, como recuerdos que no pertenecen a nadie.
Cuando la llovizna y la niebla invadían las calles más
periféricas, enseguida tenías la sensación de que salir de tu
casa, de tu calle, de tu pueblo, constituía un riesgo; un
simple error podía ser tu perdición.
La otra forma de perdición, cuando era niña, era la
condena. Quedar condenada al infierno, o sea, para la
eternidad. Era algo que podía sucederte fácilmente, si eras
una niña católica en la década de 1950. Si un conductor
imprudente te atropellaba en el peor momento (digamos
que a medio camino entre las confesiones mensuales) tu
alma resecada podía desprenderse de tu cuerpo como una
ramita seca. La ubicación de nuestra escuela solo
contribuía a aumentar ese riesgo: estaba entre dos curvas
de la carretera. Siempre quedaba la posibilidad del
arrepentimiento en el último momento, y se hacía hincapié
en ello: podías salvarte si, ya convertida en un revoltijo de
vísceras y huesos triturados, recordabas la fórmula
apropiada. De manera que solo era una cuestión de
oportunismo. Yo no pensaba que pudiera ser una cuestión
de misericordia, ya que para mí no dejaba de ser una teoría
que no se aplicaba jamás. Lo único que veía era que los que
ostentan el poder sacan el máximo provecho de cualquier
situación. Las políticas del patio de recreo y de las aulas
son tan instructivas como las del patio de armas y el
Senado. Eso lo comprendía, y Tucídides más tarde me lo
confirmó: «Los poderosos hacen lo que les permiten sus
fuerzas y los débiles ceden ante ello».
En consecuencia, si el fuerte decía: «Nos vamos a
Birmingham», pues tocaba ir a Birmingham. Según mi
madre, íbamos a visitar a alguien. A quién, pregunté;
porque era algo que no habíamos hecho nunca hasta
entonces. A una familia a la que no conocemos, dijo, una
familia a la que todavía no conocemos. Durante los días
posteriores a ese anuncio me repetí a mí misma la palabra
familia muchas veces, con ese sonido suave como una
magdalena mojada en la leche, y me empapé en su aroma,
en la calidez humana de las mantas a cuadros y en el olor a
levadura de las cabezas de los bebés.
La semana previa a la visita repasé mentalmente las
circunstancias que la rodeaban. Me desafié con unas
cuantas contradicciones y adivinanzas motivadas por las
circunstancias. Analicé quiénes podríamos ser los que
íbamos a hacer la visita: porque el asunto no era ni
constante ni simple.
La noche previa a la visita me mandaron a la cama a las
ocho, y eso que eran vacaciones y al día siguiente era
sábado. Abrí la ventana de guillotina y me asomé hacia el
anochecer, esperando a que una serie solitaria de farolas
floreciera más allá de los campos, a la sombra de las tierras
altas. Me llegó una dulce fragancia herbaria, una neblina
crepuscular; la melodía del programa nocturno del doctor
Kildare flotaba en el aire procedente de un centenar de
televisores que se encontraban tras un centenar de
ventanas abiertas, en la colina, más allá del embalse, en el
páramo; y cuando me quedé dormida vi a los médicos en
sus poses congeladas: quietos, solemnes y glaseados, como
héroes en la curva de una vasija antigua.
Una vez leí que en una vasija había estos versos
grabados:

Recta es la línea del deber;


curva es la línea de la belleza.
Sigue la línea recta y verás
como la curva sigue detrás.
A las cinco en punto, un grito me despertó. Bajé vestida
con mi pijama azul de topos para lavarme con el agua
caliente de la tetera, y me vi el contorno de la cara
hinchado ante aquella luz que era como la sábana gris que
usábamos para cubrir la ventana en verano. Nunca había
estado tan lejos de casa; ni siquiera mi madre, según me
dijo, había estado tan lejos. Estaba emocionada, y la
emoción me hacía estornudar. Mi madre estaba de pie en la
cocina, bajo los primeros rayos de sol inciertos del día,
preparando bocadillos de panceta fría que envolvía con
papel encerado; en silencio, con una actitud sacramental.
Íbamos en el coche de Jack, que durante los últimos
meses había estado aparcado cada noche delante de casa.
Era un cochecito gris, como un molde de gelatina del que
un gigante habría podido sacar una jalea asquerosa de
profanidad y grasa. El coche tenía un carácter holgazán,
mezquino y furtivo. De haber sido un poni, le habrías
pegado un tiro. El motor tosía y humeaba, y las tripas le
traqueteaban; necesitaba pastillas de freno y un tubo de
escape nuevos. Se negaba a avanzar por las cuestas y
renqueaba hasta detenerse en las curvas. Trasegaba aceite,
y cuando necesitaba un neumático nuevo provocaba riñas
en casa porque no había dinero para pagarlo, hasta que
alguien acababa dando un portazo tan fuerte que los
cristales de los armarios de la cocina temblaban en las
ranuras.
El coche sacaba lo peor de quien lo veía. Fue uno de los
primeros que hubo en la calle, y los vecinos cometían el
error de envidiarlo. Aunque ya se mofaban de nosotros y
nos tenían tirria, el coche conseguía que su desprecio
llegara a otro nivel cuando nos veían salir de casa cargados
con mantas, teteras, hornillos de camping, chubasqueros y
katiuskas que nos llevábamos para pasar un día en la playa
o en el zoo.
A estas alturas ya éramos cinco. Mi madre y yo; dos
niños que mordían, gruñían y pellizcaban, y Jack. Mi padre
no nos acompañaba a esas excursiones. Aunque todavía
dormía en casa (en la habitación que había al fondo del
pasillo, la del fantasma), seguía sus propios horarios y
rutinas: su club de jazz de los viernes y sus sesiones
solitarias de síncopa, punteando el piano los fines de
semana al atardecer, con la mirada perdida. No siempre
había vivido así. En otros tiempos me llevaba a la
biblioteca. Salíamos de excursión y me dejaba llevar la red
de pesca. Me enseñaba juegos de cartas y a leer los
programas de las carreras; puede que no fuera una
actividad adecuada para una niña de ocho años, pero
cualquier habilidad era preciada, en ese mundo tan viejo y
tonto en el que vivíamos.
Sin embargo, esos días habían quedado atrás para mí.
Jack se había mudado con nosotros. Al principio solo venía
a visitarnos y luego, sin transición, simplemente parecía
estar siempre presente. Nunca llevaba bolsa ni deshacía
ningún equipaje; se limitaba a venir tal cual. Después de
trabajar conducía aquel maligno coche hasta casa y, en
cuanto subía los escalones y cruzaba la puerta, mi padre se
disolvía en sus sombrías ocupaciones nocturnas. Jack tenía
la piel bronceada y músculos bajo la camisa. Era la
definición de hombre, si un hombre era lo que causaba
alarma y destrozaba la paz.
Para distraerme, mientras mi madre me desenredaba el
pelo, un día me contó la historia de David y Goliat. Sin
mucho éxito. Y eso que puso mucho empeño, tanto como yo
para acallar mis chillidos. Mientras hablaba, su voz entraba
y salía de las entonaciones londinenses con las que había
nacido; los ojos le titilaban, pequeños y de color caramelo,
con el blanco amarillento. Le ponía voz a Goliat, pero, a mi
parecer, tenía carencias respecto a David.
Tras una media hora realmente larga, mi madre terminó
de peinarme. Con el peso enorme del pelo que todavía tenía
tachonado al cráneo con clips de acero, bajé de la silla de la
cocina, agotada, y Jack se puso en pie, supongo que tan
agotado como yo; no debía de tener ni idea de la frecuencia
con la que tenía que pasar por ese calvario. Le gustaban los
niños, o al menos imaginaba que le gustaban. Sin embargo
(debido a unos acontecimientos recientes y a cómo tenía
amueblada la cabeza), yo no era exactamente una niña, y al
mismo tiempo él también era muy joven, demasiado
inexperto para lidiar con el percal en el que se había
metido, de manera que siempre estaba de los nervios,
irritable, agitado y muy susceptible; como alguien sometido
a una gran presión. A mí me daban miedo su temperamento
enardecido y su irracionalidad: discutía con objetos toscos,
pateaba hierro y madera, maldecía el fuego cuando no se
encendía. Yo me estremecía al oír su voz, pero intentaba
que la procesión fuera por dentro.
Ahora, cuando echo la vista atrás, encuentro en mí
misma (en la medida en que puedo nombrar lo que
encuentro) una débil sensación de compañerismo que va
camino de la lástima.

Fueron el mal genio de Jack y su pasión por los


desamparados, los motivos del viaje a Birmingham. Íbamos
a ver a un amigo suyo, que era africano. Recordaréis que
acababa de empezar el año 1962, y yo jamás había visto a
ningún africano excepto en fotografías, pero la perspectiva
en sí misma me pareció menos emocionante que el hecho
de saber que Jack tenía un amigo. Yo creía que lo de tener
amigos era algo propio de los niños. Por lo visto, mi madre
pensaba que era algo que se pasaba con la edad. Los
adultos no tenían amigos: tenían parientes. Solo los
parientes venían a casa. Los vecinos también podían venir,
por supuesto. Pero no a nuestra casa. A esas alturas mi
madre era objeto de escándalo y no salía. En realidad todos
éramos objeto de escándalo, pero algunos debíamos salir.
Yo tenía que ir a la escuela, por ejemplo. Lo dictaba la ley.
Eran las seis de la mañana cuando nos apiñamos en el
coche, los dos niños medio adormilados a mi lado, sobre el
cuero rojo del asiento trasero. En esa época se tardaba
mucho tiempo en llegar a cualquier parte. Para empezar, no
había ni autopistas. Todavía había postes que indicaban
hacia varias direcciones y al parecer no teníamos mapas.
Mi madre no sabía distinguir la derecha de la izquierda,
por lo que gritaba «¡Por allí, por allí!» cada vez que veía un
poste indicador y le daba por leerlo. El coche entonces se
desviaba en cualquier dirección, Jack empezaba a soltar
tacos y ella respondía gritando. Nuestros viajes solían
terminar con el coche atascado en la arena de Southport, o
averiado junto al muro de piedra seca de algún paisaje
pintoresco de Derbyshire, con la tapa del vil motor
traqueteante abierta y mi madre dando consejos desde la
ventanilla bajada: consejos temerosos que no cesaban hasta
que Jack se ponía a bailar con rabia sobre la carretera o
sobre unas arenas traicioneras, imitando alaridos
femeninos; entonces ella recogía los últimos harapos de
autocontrol como quien recoge el ramo marchito de una
diva moribunda, bajaba la voz una octava y aseguraba: «Yo
no hablo así».
Pero ese día en concreto, el día que nos dirigíamos a
Birmingham, no nos perdimos ni una sola vez. Parecía un
milagro. A la espléndida hora de las diez de la mañana,
todavía con buen tiempo, nos comimos los bocadillos, y
todavía recuerdo ese primer bocado prolongado de grasa
salada, formando un tapón en el paladar: el sorbo de
Nescafé para hacerlo bajar, recién salido de un termo
humeante. En alguna ciudad nos detuvimos a repostar
gasolina. Eso también transcurrió sin incidentes.
Ensayé mentalmente el motivo que había tras esa visita.
El africano, el amigo, en esos momentos ya no, pero tiempo
atrás había sido compañero de trabajo de Jack. Y solían
hablar. Y se llamaba Jacob. Mi madre me dijo, no digas
«Jacob es negro», di «Jacob es de color».
¿Cómo? ¿De color?, dije. ¿De color o de colores? ¿Era a
rayas, como la toalla que en ese mismo instante estaba
colgada frente al fuego para que se secara? Me la quedé
mirando; las franjas se habían fundido hasta convertirse en
un gris violáceo irregular. La toqué; las fibras eran tan
duras como la hierba seca. Negro, según me dijo mi madre,
no es el término que utiliza la gente educada. ¡Y para ya de
manosear la toalla!
Y ahora el amigo, Jacob. En otro tiempo había vivido en
Mánchester y había trabajado con Jack. Se había casado
con una chica blanca. Habían intentado conseguir
alojamiento, pero los habían rechazado en cada portal. No
quedaban habitaciones en la pensión. Y eso que Eva estaba
embarazada. Sobre todo porque estaba embarazada.
Incluso la puerta del establo; les cerraron a cal y canto.
GENTE DE COLOR, NO, rezaban los carteles.
¡Oh, feliz Inglaterra! Al menos la gente sabía escribir,
por aquel entonces. No había faltas de ortografía en los
carteles ni se dejaban las comas. Eso es todo lo que puede
decirse al respecto.
Total, que Jacob le contó a Jack los apuros por los que
estaba pasando: lo de no tener casa, las notas con insultos,
el embarazo de Eva. Jack, enardecido al instante, escribió
una carta a un periódico sensacionalista. El periódico, que
enseguida detectó una causa, también se inflamó. Hubo
menciones y menoscabos; se montó una campaña. Se
escribieron cartas y se hicieron preguntas. Lo siguiente que
supieron era que Jacob se había mudado a Birmingham y
había conseguido un empleo nuevo. Ahora tenía casa y no
un bebé, sino dos. Su vida había mejorado. Pero Jacob
jamás olvidaría que Jack se había partido la cara por él.
Esa, dijo mi madre, era la expresión que había utilizado.
David y Goliat, pensé. Enseguida empezó a picarme el
cuero cabelludo y noté el frío de los clips de acero. La
noche anterior había tenido demasiado trabajo para
peinarme la melena. El pelo me caía suavemente por la
espalda, pero por encima de la nuca se ocultaba una
maraña secreta que, si dormía por segunda vez sobre ella,
requeriría una hora entera de aullidos para desenredarla.

La casa de Jacob estaba construida con ladrillos de un


discreto color marrón, tenía una cerca pintada de blanco y
un árbol en un cubo fuera. Una ventana enorme daba a un
margen de césped en el que había un arbolito; y la calle se
curvaba, bordeada por casas parecidas, todas con sus
respectivos jardines cuadrados. Salimos del calor del coche
y nos quedamos con las piernas hechas un flan en el arcén.
Tras la luna de cristal detectamos un movimiento y Jacob
nos abrió la puerta mientras una sonrisa se abría paso en
su rostro. Era un hombre alto y esbelto, y me gustó el
contraste de su camisa blanca con el leve brillo de su piel.
Me esforcé en no decir, incluso en no pensar, el término
que no utiliza la gente educada. Jacob, me dije a mí misma,
es de un color lavanda oscuro que podría tender a púrpura
en los días nublados.
Eva salió detrás de él. Su palidez era compensatoria, y
cuando extendió la mano para acariciar vagamente a mis
hermanos pequeños, lo hizo con unos dedos que parecían
de masa enrollada. Vaya, vaya, dijeron los adultos. Qué
bonito todo esto. Encantador, Eva. Y alfombras a medida.
Sí, dijo Eva. ¿Queréis que salgamos a gastar un penique?
Yo no conocía esa frase. Lávate las manos, me dijo mi
madre. Eva me dijo, sube arriba, cielo.
En lo alto de la escalera había un baño, algo que yo no
tenía motivos para dar por supuesto. Eva me hizo entrar
con una sonrisa y cerró la puerta tras ella. De pie frente al
lavamanos, mirándome en el espejo, me lavé las manos con
esmero usando jabón Camay. Quizá estaba deshidratada
por el viaje, porque al parecer no necesitaba nada más.
Tarareé en voz baja la sintonía del anuncio, «cada día... un
poco más hermosa... con el fabuloso Camay rosa». No me
detuve a fisgonear mucho. Ya podía oírlos en la escalera,
gritando que les tocaba a ellos. Me sequé cuidadosamente
las manos con la toalla que había detrás de la puerta. Vi
que había un pestillo y por un momento me pasó por la
cabeza la posibilidad de encerrarme dentro. Pero
empezaron aquellos golpes tan familiares, un cabezazo, un
golpe seco y unas risitas; abrí la puerta para que mis
hermanos pudieran entrar en tromba y bajé a la planta baja
para enfrentarme al resto del día.
Todo había ido bien, hasta la última hora del trayecto.
—No falta mucho —había dicho mi madre, tras lo que se
volvió de repente en su asiento. Se nos quedó mirando en
silencio, estirando el cuello. Luego añadió—: Cuando
visitemos a Jacob no digas «Jack». No es apropiado. Quiero
que digas —entonces empezó a forcejear con varias
palabras— «papá»... o «papá Jack».
Su cabeza quedó mirando al frente de nuevo. Estudiando
la línea de su mejilla, me pareció que estaba mareada.
Había sido una actuación muy poco convincente. Casi sentí
vergüenza ajena.
—¿Solo hoy? —pregunté con una voz que sonó fría.
No me respondió a eso.

Cuando volví a bajar al salón estaban haciendo desfilar a


los hijos de Eva, un niño pequeño y un bebé, mientras
comentaban que era curioso cómo habían salido, uno de
color mantequilla y el otro azulado, y Jacob también decía
que era curioso cómo habían salido y que nunca se sabía,
en realidad, y que seguramente no estaba al alcance de la
ciencia actual. El sonido de una sartén sobre un fogón
encendido llegó desde la cocina, y también un estallido de
vapor y un ruido metálico; Eva dijo, las zanahorias, tengo
que echarles un vistazo. Secándose las manos en el
delantal, fue hacia la puerta y se fundió con el vapor. Mis
ojos la siguieron. Jacob sonrió y dijo, ¿cómo está el hombre
que se partió la cara por mí?

Los niños comimos en la cocina; los de mi familia, claro,


porque los dos bebés se sentaron en sus tronas junto a Eva
para engullir papilla a cucharadas. Había una mesita roja
con un ala abatible, y Eva dejó la puerta abierta para que
entrara la luz del sol desde el jardín. Nos sirvieron unas
lonchas enormes de cerdo asado con una salsa beige tan
espesa que quedaba marcada por las pasadas del cuchillo.
Para ser sincera, creo que lo que recuerdo con más nitidez
es la textura de la salsa, densa como un caramelo de
mantequilla; la recuerdo más incluso que el pánico
asfixiante de la tarde, aquellas lágrimas y oraciones para
las que ya solo quedaba una hora, más o menos.
Después de cenar llegó Tabby. No era una gata, sino una
niña, la sobrina de Jacob. ¿Te gusta dibujar?, me
preguntaron. Tabby había traído una gran bolsa de la que
sacó toscas hojas de papel coloreado y un juego completo
de lápices de colores afilados por los dos extremos. Me
dedicó una sonrisa fugaz y modesta, y también un
pestañeo. Nos instalamos en un rincón y empezamos a
retratarnos mutuamente.
En el jardín, los chicos se dedicaron a desenterrar
lombrices, chillar, forcejear por el césped y pegarse
puñetazos. Pensé que los dos bebés, en esos momentos
sumidos en un sueño láctico, no tardarían en comportarse
del mismo modo. Cuando uno de los niños le pegaba al otro
un tortazo más fuerte de lo habitual, la víctima gritaba:
«¡Jack, Jack!».
Mi madre se quedó un buen rato contemplando el jardín.
—Qué arbusto tan bonito, Eva —dijo. Pude verla a través
del ángulo que formaba la puerta abierta de la cocina, con
sus sandalias de tacón plantadas de lleno sobre el linóleo.
Era más bajita de lo que yo creía, cuando la vi junto a la
mole harinosa que era Eva, y me di cuenta de que tenía los
ojos clavados más allá del arbusto en cuestión: en el día en
el que dejaría atrás el pueblo del páramo y ella también
tendría su propio arbusto. Incliné la cabeza sobre el papel e
intenté dibujar la línea borrosa de la mejilla de Tabby, el
ángulo del cuello respecto a la barbilla. Pero fui incapaz de
plasmar la curva de la carne y su sutil vellosidad; apoyé la
punta del lápiz en el papel con delicadeza, aunque en
realidad me apetecía enrollarlo en nata, o en algo de una
suavidad vegetal pero maleable, como un pétalo de rosa
caído. Ya me había fijado, con interés, en que los crayones
de Tabby estaban afilados como los que yo tenía en casa.
No utilizaba mucho el color salsa de carne, y todavía menos
el ne**o. Casi igual de impopular era el crayón de doble
punta de color malva mórbido/rosa oscuro. El más popular
en su caso era el dorado/verde: y a mí me ocurría igual. En
aquellos días, cuando me cansaba de pintar con los
crayones y me ponía a jugar con ellos simulando que eran
soldados, tenía que imaginar que el dorado/verde era un
simple tamborilero, ya que era el más corto de todos.
El lápiz no fluía bien sobre ese papel tan tosco; de golpe,
mi ensoñación quedó interrumpida. Tomé aire. Me mordí el
labio. Noté que el corazón se me aceleraba: flotaba en el
aire una ofensa inextricable, un rastro sutil como el olor a
hortalizas viejas en el agua. Este papel es para niños,
pensé; es para bebés que no saben dibujar. Mis dedos se
aferraron al crayón, sosteniéndolo como si fuera una daga.
La mano se me cerró para asirlo. Tan rápido como pude,
empecé a dibujar personajes de dibujos animados, con
extremidades rectas y sin articulaciones, y Oes marrones
en lugar de cabezas, con amplias caras sonrientes y orejas
que parecían asas de jarrón; Goliats insignificantes de
bocas fileteadas y cinco huesos extendidos a partir de la
muñeca.
Tabby levantó la mirada. Shh shh..., me dijo, como si
intentara apaciguarme.
Dibujé niños retozando por el césped, niños formados
por dos círculos y una tercera O para esas bocas que no
paraban de gritar.
Jacob entró, riendo, hablando con Jack por encima del
hombro, «... y le digo, si quieres a un delineante por seis
libras a la semana, tío, ¡tendrás que pintártelo al óleo!».
Pensé, no llamaré a Jack de ningún modo, ni diré su
nombre. Asentiré hacia él para que sepan a quién me
refiero. Si hace falta, lo señalaré, aunque la gente educada
no señala. ¡Papá Jack! ¡Papá Jack! ¡Tendrán que pintárselo
al óleo!
Jacob se plantó detrás de nosotras con una leve sonrisa.
El pliegue marcado del cuello de la camisa y el último
botón desabrochado revelaban su garganta aterciopelada y
de color oscuro.
—Qué niñas tan lindas —dijo—. ¿Qué tenemos aquí? —
preguntó cogiendo mi papel—. ¡Menudo talento! —exclamó
—. ¿Lo has hecho tú solita, cielo? —preguntó observando
los hombrecitos que había dibujado y no el retrato de
Tabby, esos trazos indefinidos en la esquina de la página;
no se fijó en la inclinación de su barbilla, que parecía una
nota musical—. ¡Eh, Jack! —gritó—, mira qué bueno, no
puedo creer que haya hecho esto siendo tan pequeña.
—Tengo nueve años —susurré como si quisiera alertarlo
del verdadero estado de la situación. Jacob agitó el papel,
entusiasmado.
—Te lo digo de verdad, es un prodigio —comentó. Yo
volví la cabeza. Me pareció indecente mirarlo. En ese
momento en concreto me pareció que el mundo estaba
perdido, y que todas las gargantas adultas bullían, como un
cubo de basura en el mes de agosto, macerando el jarabe
de las mentiras podridas.

Ahora los observo desde la ventanilla del coche, unos niños


cualesquiera en un día cualquiera, en cualquier calle; niños
yendo a alguna parte, desconectados de las rutas de los
propósitos adultos. Van de dos en dos, de tres en tres, en
combinaciones improbables; a veces son una pareja con un
pequeño acompañante, a veces es un niño con dos niñas.
Llevan lo que podría ser una bolsa de plástico con algo
secreto dentro, o un palo o una caja, pero en cualquier caso
nada tan obvio como un juguete; en ocasiones, un perro
andrajoso cierra la procesión. Las caras son de
determinación y sus misiones permanecen ocultas para los
ojos adultos; poseen una geografía propia, urbana o rural,
que no tiene nada que ver con los marcadores o los postes
indicadores que usan los adultos. El país por el que se
mueven es más antiguo, más íntimo que el nuestro, solo
ellos lo conocen. Y no es de esperar que ese conocimiento
falle.

No había necesidad alguna de preguntar si Tabby y yo ya


éramos íntimas, mientras caminábamos por el estrecho
sendero embarrado que transcurría paralelo al agua. Puede
que fuera un canal, pero era el primero que veía en mi vida
y me pareció más bien un plácido arroyo de interior, de
color gris plateado, sin mareas pero en absoluto inmóvil,
bordeado por juncos y hierba alta. Llevaba los dedos bien
resguardados por la palma de Tabby, y había una curva de
luz en el estrecho dorso de su mano. Era una cabeza más
alta que yo, esbelta, fresca al tacto, incluso al término de
aquella cálida tarde. Ella tenía diez años y cuarto, según
me dijo; a la ligera, casi como si no tuviera interés. En la
mano libre llevaba una bolsa de papel, y en la bolsa (que
había sacado de su cartera, con la mirada gacha y modesta)
había ciruelas maduras.
Eran (por su perfecta turgencia bajo las puntas de mis
dedos, por su frío rubor púrpura) tan jugosas que hundir
los dientes en su piel equivalía a convertirte en caníbal
temporal, en vampiro por un día. Yo llevaba mi ciruela en la
palma de la mano y la iba acariciando, la hacía rodar como
un ojo desahuciado mientras notaba que iba calentándose
por el contacto con mi piel. Estuvimos paseando, pues, en
abstinencia; hasta que Tabby tiró de mi mano, me detuvo y
me volvió hacia ella como si requiriera un testigo. Cerró la
mano. Hizo rodar la oscura fruta en el puño sin quitarme
los ojos de encima. Luego la levantó hasta su boca de color
sepia. Sus dientecitos se hundieron en la pulpa madura y el
jugo empezó a gotearle por la barbilla. Se la limpió con
desenfado, volvió la cara para mirarme de frente y por
primera vez vi su sonrisa franca, sus labios separados, el
espacio que tenía entre los incisivos. Me dio un ligero
toquecito en la muñeca con el dorso de los dedos; noté la
dureza de sus uñas.
—Vamos al desguace —dijo.
Eso implicaba atravesar una valla. Por un hueco. Yo sabía
que era ilícito. Sabía que me dirían que no: pero, al fin y al
cabo, ¿qué me importaba eso aquella tarde? Bajo la
alambrada, por un agujero que ya habían ampliado las
manos de nuestros predecesores, seguramente protegidas
por manoplas de lana gruesa, para evitar los arañazos en la
piel. Una vez atravesada la alambrada, Tabby soltó un grito
de alegría.
Al cabo de un momento estaba brincando, bailando en el
reino de los coches muertos. Se alzaban por encima de
nuestras cabezas apilados de tres en tres. Tabby extendía
las manos para golpear los capós y guardabarros oxidados.
Sabíamos si en algún momento habían tenido cristal en las
ventanillas porque los añicos habían quedado esparcidos a
nuestros pies. Se veían restos de pintura en los coches:
beige, plátano, un escarlata descolorido. Entusiasmada,
golpeé el metal con los dedos; se descascarillaba, podía
atravesarlo. En ese momento tal vez me reía solo yo,
aunque no lo creo.
Me guio por los pasillos hasta que llegamos al corazón
del desguace. Jugaremos aquí, me dijo mientras me
remolcaba. Nos detuvimos para comernos una ciruela cada
una. Nos reímos.
—¿Eres demasiado pequeña para escribir cartas? —me
preguntó. Yo no respondí—. ¿Has oído hablar de los amigos
por correspondencia? Yo ya tengo uno.
A nuestro alrededor, el desguace mostraba sus huesos.
Los coches siniestrados se distinguían con claridad,
apilados unos sobre otros, recortados frente a una luz
amarilla cada vez más baja. Cuando levanté la mirada, esas
carcasas parecían escorzarse, como si pudieran aplastarme
en cualquier momento; ventanas abiertas allí donde en su
día hubo caras mirando hacia fuera, cavidades de motores
donde el aire era azul, neumáticos sin relieve, pasos de
rueda embobados, maleteros boquiabiertos y sin equipaje,
muelles desnudos donde había habido asientos; y algunos
coches estaban retorcidos, como si el fuego los hubiera
devastado, enne**ecido. Caminamos con aire sombrío, las
mejillas abultadas, por los pasillos intermedios. Cuando nos
hubimos adentrado ya muchas hileras, por esquinas ciegas
y virajes impuestos por la blanda corrosión de las
inestables pilas, quise preguntar, ¿por qué jugáis aquí y a
quién te refieres? ¿Tú y quién más? ¿Puedo ser amiga tuya
o me olvidarás?, y también, ¿podemos marcharnos ya, por
favor?
Tabby desapareció de mi vista, escondida tras un montón
de chatarra. Oí que se reía en voz baja.
—¡Te tengo! —exclamé.
—¡Sí! —respondió, y se agachó para rehuirme, pero mi
hueso de ciruela le dio de lleno en la sien, y cuando entró
en contacto con su carne saboreé el seductor veneno que
notas en la lengua cuando abres un hueso de ciruela. Luego
Tabby se puso a trotar y yo fui tras ella: cuando pegó un
derrape usando las sandalias planas de color marrón a
modo de frenos, yo también me detuve y miré hacia arriba,
y vi que habíamos llegado a un lugar en el que apenas
divisaba el cielo. Toma una ciruela, me dijo. Tendió la bolsa
hacia mí. Me he perdido, dijo. Nos, nos hemos perdido.
Y siento decirlo.
Como comprenderéis, lo que vino a continuación no
puedo describirlo a partir de un reloj. Desde entonces no
he vuelto a perderme, no del todo, sin el santuario del
raciocinio; sin la esperanza razonable de que me acabarán
salvando, porque es posible salvarme y merezco que me
salven. Pero esa vez, esa hora siguiente que pasé perdida y
que me pareció un día entero, un día con anochecer
incluido, la pasamos corriendo como conejos: de pila en
pila, de chatarra en chatarra, los siniestros amontonados
cada vez más altos a medida que nos adentrábamos más y
más, hasta seis metros por encima de nuestras cabezas. No
podía culparla. Y no lo hice. Pero tampoco se me ocurrió
nada que pudiera servirnos de ayuda.
Tenía la sensación de que, si nos hubiéramos perdido en
el páramo, alguna virtud ancestral me habría impulsado
hacia la carretera de grava, hacia una rivera o una nube
que me habría conducido, empapada o agotada, hacia la
A57, hacia el santuario que supondría el coche de algún
desconocido; y el húmedo aliento del interior de ese
vehículo me habría parecido, tanto da de quién fuera, como
el húmedo aliento protector del vientre de la ballena. Sin
embargo, allí no había vida por ninguna parte. No podía
hacer nada, porque no había nada natural. El metal
estirado, desmenuzable, ne**o ante la luz del anochecer.
Tendremos que sobrevivir a base de ciruelas por siempre
jamás, pensé. Y es que la sensatez me decía que la única
incursión posible en ese lugar sería la de la bola de
demolición. Allí no había carne para salvar; no entraría
ningún equipo de rescate. Cuando Tabby me cogió la mano,
noté las puntas de sus dedos frías como los rodamientos de
un cojinete. Hasta que oyó que nos llamaba alguien. Eran
voces de hombre. Eso dijo. Yo solo oí gritos lejanos,
indescifrables. Nos están llamando por el nombre, dijo. Tío
Jacob, papá Jack. Nos están llamando.
Empezó a moverse, por primera vez, en una dirección
intencionada.
—¡Tío Jacob! —gritó. En sus ojos brillaba la luz esquiva
de la falta de convicción que ya había visto en el rostro de
mi madre, ¿esa misma mañana, tal vez?—. ¡Tío Jacob!
Dejó de llamarlo un momento, respetando mi turno, pero
yo no grité. ¿No grité o no pude gritar? Dos lágrimas
brotaron hirviendo de mis ojos. Para asegurarme de que
vivía, me toqué la masa de pelo enredado, el secreto que se
alzaba sobre mi nuca: mis dedos la frotaron una y otra vez.
Si sobrevivía, tendrían que desenredármelo y sería una
tortura. Aquello parecía militar contra la vida; y entonces
tuve la sensación, por primera vez y ni mucho menos por
última, de que la muerte al menos es directa.
—¡Tío Jacob! —gritó Tabby. Se detuvo con el aliento
acelerado y entrecortado, y me ofreció el último hueso de
ciruela, ya sin rastro de pulpa.
Se lo quité de la mano sin sentir el más mínimo asco. Los
ojos afligidos de Tabby lo miraron. Quedó sobre mi palma,
el cerebro marchito de algún animalito. Tabby se inclinó
hacia delante. Todavía tenía la respiración acelerada. Con
el borde de la uña del meñique, señaló las
circunvoluciones. Se llevó la mano a las costillas.
—Es como el mapa del mundo.
Hubo un intervalo de oración. No lo ocultaré. Fue ella
quien lo propuso.
—Me sé una oración —anunció. Yo me limité a esperar—.
«Jesusito de mi vida, eres niño como yo...»
—¿De qué sirve rezarle a un niño? —pregunté.
Tabby echó la cabeza hacia atrás, con las narinas
hinchadas. Las oraciones empezaron a brotar de su boca
sin control.
—«Oh, Señor Todopoderoso, concédenos una noche
tranquila...»
Para, le dije.
—«... y al final de la vida...»
Antes de que pudiera darme cuenta, mi puño impactó
contra su boca.
Al cabo de unos momentos levantó la mano para
tocársela. La punta de uno de sus dedos tembló en contacto
con la comisura del labio, la carne aplastada como el
terciopelo. Sacó el labio como si hiciera pucheros, de
manera que por un momento reveló la membrana interior,
oscura y magullada. Ni rastro de sangre.
—¿No piensas llorar? —le dije.
—¿Y tú? —replicó.
No podía decirle, yo nunca lloro. Porque no era cierto y
ella lo sabía. En voz baja, me dijo: no pasa nada si tienes
ganas de llorar. Eres católica, ¿no? ¿No conoces ninguna
oración católica?
Ave María, dije. Enséñamela, me pidió, y me di cuenta
del porqué: porque estaba anocheciendo: porque el sol
proyectaba furiosas franjas de luz entre las cimas más
alejadas del desguace.
—¿No tienes reloj? —me susurró—. Yo tengo uno, un
Timex, pero lo tengo en casa, en mi dormitorio.
Yo dije: tengo un reloj, un Westclox, pero no me permiten
que le dé cuerda, Jack es el único que puede darle cuerda.
Quise decírselo, y también que a menudo está cansado, es
tarde y mi reloj se está quedando sin cuerda, se está
parando, pero no me atrevo a pedirle que le dé cuerda, y
cuando al día siguiente se haya parado habrá gritos, soy el
único capaz de hacer una mierda en esta mierda de casa.
(Portazo.)
Hay una oración en concreto que nunca falla. Se le reza
a san Bernardo; o se la inventó él, nunca me quedó claro.
Acordaos, ¡oh estimadísima Virgen María!, que resulta
inaudito que quien haya suplicado vuestra protección,
implorando auxilio, haya quedado desamparado. Creí que
la recordaba bastante bien, tal vez no eran las palabras
exactas, pero ¿realmente eran tan importantes unos
cuantos errores cuando llamabas a la puerta de la
mismísima Inmaculada en persona? Estaba dispuesta a
implorar, a suplicar: y sabía que esa oración era la mejor y
la más poderosa que se había inventado jamás. Era una
declaración manifiesta dirigida al cielo, ¡ayúdame o vete al
infierno! Era una provocación, un desafío, a santa María,
Madre de Dios. ¡A ver si lo arreglas! ¡Ahora! ¡Es inaudito!
Pero justo cuando estaba a punto de empezar, me di cuenta
de que era mejor no recitarla, después de todo. Porque si al
final resultaba que no funcionaba...
Tenía la sensación de estar perdiendo la fuerza de los
brazos y las piernas. Me senté entre las profundas sombras
de la chatarra, cuando todo indicaba que debíamos seguir
trepando. No estaba dispuesta a apostar por la oración de
san Bernardo y luego vivir toda la vida sabiendo que no
servía para nada. Podía llegar a ser una vida larga, muy
larga. Supongo que pensé que tarde o temprano me toparía
con circunstancias peores y valía la pena guardarse ese
último as en la manga.
—¡Trepa! —dijo Tabby, y yo trepé, sabiendo (¿y ella?) que
el óxido podía desmoronarse bajo nuestro peso y que
podíamos caer justo en medio de la chatarra. Trepa, me
dijo, y yo obedecí: tanteando cada paso, poniendo a prueba
la resistencia del metal podrido, el juego que permitía y el
punto hasta el que cedía bajo mis pies, el patetismo de su
tos y su resuello, su abandono y su desesperanza mineral.
Tabby trepaba. Con pasos apresurados, ligeros, dando
saltitos, las suelas de sus sandalias raspando y arañando
las superficies como lo harían las ratas. Y entonces, como
el fornido Cortés, se detuvo y señaló un punto con la
mirada fija.
—¡Las pilas de leña! —exclamó. Levanté la mirada hasta
su cara. Se balanceaba y temblaba, dos metros por encima
de mí. La brisa del anochecer le azotaba la falda alrededor
de las piernas de alambre—. ¡Las pilas de leña! —repitió
mientras su rostro se abría como una flor.
Lo que decía no tenía ningún sentido para mí, pero
comprendí el mensaje. ¡Estamos fuera!, gritó. Su brazo me
hacía señales para que me acercara. ¡Vamos, vamos! Me
estaba gritando, pero yo lloraba demasiado para oírla.
Trepé hacia ella: brazos de cangrejo, patas de cangrejo, dos
pasos hacia el lado por cada paso hacia delante. Estiró la
mano hacia mi brazo, me acabó agarrando por la ropa y
tiró hasta que quedé a su lado. Me zafé de ella. Retiré la
manga estirada de mi cárdigan y saqué la mano de nuevo
por la abertura. Vi la luz sobre la reposada masa de agua y
el sendero embarrado que nos había llevado hasta allí.

—Vamos a ver, chicas —dijo Jacob—, ¿no sabéis que hemos


venido a llamaros? ¿No nos oíais?
Bueno, supongamos que sí, pensé. Supongamos que ella
tenía razón. Solo me oigo a mí misma, gritando, ¡aquí, papá
Jack, estoy aquí! ¡Ven a salvarme, papá Jack!
Eran las siete. Habían estado preparando bocadillos y
Jacob había ido a comprar helado y barquillos. Aunque se
habían dado cuenta de que no estábamos, tampoco
habíamos provocado ninguna crisis. Lo principal era que
deberíamos haber estado allí para comer lo que tocaba a la
hora que tocaba.
Los niños durmieron durante todo el camino de vuelta a
casa, y supongo que yo también. Del día siguiente, de la
semana siguiente, de los meses siguientes, no recuerdo
nada de nada. Lo que me sorprende es no recordar cómo
me despedí de Tabby, ni en qué momento de la noche se
esfumó, con los lápices de colores en la bolsa y los
recuerdos en la cabeza. De algún modo, con la buena
suerte de mi lado por una vez, mi familia debió de volver a
casa; y pasarían unos cuantos años antes de que me
aventurara a alejarme tanto de nuevo.
El miedo a perderme ocupa una posición más bien baja en
la escala de miedos con los que vivo actualmente. Intento
no pensar en mi alma, esté o no perdida (aunque deben de
haber pasado treinta años desde la última vez que me
confesé), y por lo general no tengo que recurrir a ese
susurro encubierto con el que algunas mujeres le dan la
vuelta al mapa para contar las intersecciones del camino.
Dicen que las mujeres no saben leer mapas y que nunca
saben dónde están, pero en el año 2000 una mujer ocupó la
dirección del Instituto de Estadística por primera vez, de
manera que supongo que esa calumnia en concreto no
puede tomarse en serio. Me casé con un hombre que se
dedica profesionalmente a estudiar la configuración de
terrenos, y que prefiere que le dé indicaciones a partir de
túmulos, riveras y monumentos antiguos. Pero me basta
con seguir las rutas principales con un dedo, y me limito a
decir, nerviosa, «Faltan tres kilómetros para la salida, o tal
vez no, claro». Porque no paran de cargarse las curvas de
nivel, sepultando el mapa, convirtiendo en un infierno la
cartografía que el año anterior te vendieron como el último
grito.
En cuanto al paisaje del páramo, ahora sé que lo dejé
atrás. Incluso esos niños con los que me apretujaba en el
asiento trasero del coche comparten mi aprecio por los
arcenes con flores silvestres y las hectáreas de cultivo
exuberantes. Es posible, me imagino, construir un hogar
sobre tierra firme, un hogar con largas vistas. No sé qué
fue de Jacob y de su familia: ¿me dijeron que se marcharon
a África? Tampoco sé nada de Tabby, no volví a oír hablar
de ella. Pero en los últimos años, desde que Jack merodea
por el reino de los difuntos, vuelvo a ver su piel morena, su
mirada errante de color caramelo, la rabia que sentía
contra el poder y sus abusos: y creo que tal vez pasó la vida
entera perdido, buscando una casa de justicia, un lugar
seguro en el que poder refugiarse.
A corto plazo, no obstante, continuamos viviendo en una
de esas casas en las que nunca había dinero y las puertas
se cerraban con contundencia. Un día, el cristal acabó
saltando del armario de la cocina, y eso que solo lo toqué
con la punta de los dedos. Levanté las manos de repente
para protegerme los ojos. Entre mis dedos, durante años,
quedaron visibles las delicadas cicatrices, como fantasmas
de guantes de encaje, que me habían dejado los cortes.
Aprender a hablar
De pequeña iba a la escuela en un pueblo industrial de
Derbyshire, a la misma escuela en la que mi madre y mi
abuela no habían aprendido gran cosa y donde los inviernos
peninos alimentaron sus incipientes sabañones. De ahí
pasaron a trabajar en la fábrica de algodón, pero yo nací en
tiempos mejores y cuando tenía once años mi familia se
mudó de casa y me convertí en alumna externa de un
convento de Cheshire. Tenía ciertas habilidades que
resultaban útiles durante el recreo, como el insulto y la
agresión, además de un buen conocimiento del catecismo,
pero nunca aprendí historia ni geografía, ni siquiera
gramática inglesa. Y por encima de todo, no había
aprendido a hablar con corrección.
La distancia entre las dos escuelas era solo de unos
nueve o diez kilómetros, pero el golfo social era tan amplio
como el océano. En Cheshire, la gente no vivía en casas
adosadas, sino tras fachadas enguijarradas o de falso estilo
Tudor. Cuidaban el césped y los árboles frutales, y tenían
comederos para los pájaros. Las familias tenían coche, pero
lo llamaban «popó». Almorzaban ligero y cenaban a la hora
de merendar. Se lavaban en el baño, pero lo llamaban
«aseo».
Era 1963. La gente era muy esnob, aunque tal vez no
más que ahora. Más adelante, cuando me marché a
Londres, algunos acentos de provincias pasaron a
considerarse aceptables e incluso elegantes, pero los de mi
parte del noroeste no se encontraban entre ellos. Los
últimos años de la década de 1960 fueron una época de
igualdad y se suponía que la gente no tenía que
preocuparse por sus acentos, pero a la hora de la verdad se
preocupaban e intentaban adaptar sus voces: de lo
contrario se los trataba con un alborozo consciente, como
si acabaran de perder a un ser querido o como si fueran
ligeramente deformes. Cuando empecé en la escuela nueva
no sabía que eso me convertiría en el blanco de las burlas.
Grupos de chicas se me acercaban para hacerme preguntas
estúpidas, con el único objetivo de hacerme pronunciar
ciertas palabras que indicaran mi origen; luego se
marchaban pavoneándose y riendo a carcajadas.
A los trece años ya había modificado mi acento hasta
cierto punto, y gracias a mi voz me había ganado cierta
mala fama. Me daba miedo casi todo, excepto hablar en
público. Nunca había experimentado la angustia
entumecedora del pánico escénico y, encima, me gustaba
discutir. Podría haberme ganado la vida como delegada
sindical en una fábrica especialmente ruidosa, pero
tampoco es que te ofrecieran esa clase de oportunidades en
las sesiones de orientación profesional que se celebraban
cada año. Creyeron que sería una buena abogada, o sea
que me mandaron con la señorita Webster, para aprender a
hablar con corrección.
La señorita Webster no era solo profesora de elocución;
también era dependienta. Su tienda, a pocos minutos a pie
de la escuela, se llamaba Gwen & Marjorie. Vendían lana y
ropa para bebés. La señorita Webster era Gwen. Marjorie
era una mujer corpulenta; se movía despacio entre las
madejas, tras un mostrador acristalado. Llevaba puesto un
gran cárdigan que se habría tejido ella misma. En unos
estantes de alambre circulaban los ejemplos de prendas de
punto, con modelos que mostraban en todo momento sus
dientes perfectos: esbeltas señoritas con chaquetillas de
encaje y caballeros de mentón rasurado con jerséis
trenzados. La señorita Webster tenía una placa junto a la
puerta para exhibir sus cualificaciones profesionales. A las
cuatro en punto la puerta se dejaba entreabierta, de
manera que los alumnos de las dos escuelas locales
pudieran entrar sin molestar a Marjorie y acceder al pasillo
que llevaba a la parte trasera de la tienda, que era donde
estaba el salón en el que impartía sus clases.
Esa sala daba a un jardincillo cuadrado en el que los
arbustos se iban marchitando; el cielo norteño del
atardecer pasaba como una exhalación por encima de
nuestras cabezas, y la estufa de gas parpadeaba y
chisporroteaba. Las niñas (debía de haber seis o siete,
todas en etapas de aprendizaje distintas) se colgaban de los
brazos de las sillas y se sonaban la nariz, y las del convento
teníamos que encontrar un rincón en el que apilar las
carteras y los sombreros de velvetón. No había chicos. Si
no hablaban con corrección, supongo que tenían otras
maneras de ganarse la vida.
La señorita Webster era una mujer menuda como un
gorrión, con el pelo blanco encrespado, tibias prominentes
y gafas de ojo de gato. Es casi cierto que no se puede ser ni
demasiado rica ni demasiado delgada, pero la señorita
Webster sí era demasiado delgada; lo pensaba incluso
siendo delgada yo misma y a pesar de que en aquellos años
se puso de moda ese aspecto de residir en el monumento
de los Capuleto. Solo tenía un pulmón, y solía contárselo a
la gente, tal vez por eso su voz no destacaba en absoluto.
Su acento era precariamente refinado, mancuniano con
algo de guarnición. Había sido actriz en compañías de
reparto norteñas. ¿Cuándo? ¿En qué época?
—Interpreté a Lady Macbeth en Oldham cuando Dora
Bryan barría los escenarios.
La señorita Webster nos enseñaba a recitar poesía y
pasajes de Shakespeare: nos enseñaba métrica y las formas
de los versos, así como la mecánica de la respiración y la
articulación; también nos preparaba para los exámenes, de
manera que pudiéramos obtener los certificados
correspondientes. La mayoría de sus alumnas llevaban con
ella desde los siete u ocho años y progresaban con una
lentitud dolorosa por los distintos grados. Puesto que
acababa de empezar, el primer día me convocó con las
alumnas más pequeñas que tenía; tristemente gigantesca y
enfundada en unos leotardos acanalados, leí en voz alta un
verso breve sobre duendes a modo de prueba. Dijo que a la
próxima sesión sería mejor que volviera con las mayores.
Que había chicas de trece años y chicas de trece años, dijo,
y que cómo podía saber ella de antemano la clase de chica
que era. Me gustó que, justo cuando terminaba de recitar,
apareciera una grieta perceptible en uno de los jarrones de
cristal azul que había en un estante sobre la chimenea. Me
senté en el suelo, abrazándome las rodillas, esperando a
que me liberaran. La señorita Webster me dio un diagrama
del tracto respiratorio: no era el suyo, por supuesto, sino
uno más completo e ideal. La mascota de Gwen y Marjorie
entró en la sala: era una yorkshire terrier que correteó
entre nuestras piernas y carteras. Llevaba un lacito rosa a
modo de copete, y mentalmente se lo transferí a la señorita
Webster. La perrita y ella se parecían mucho: eran
quebradizas, estridentes y no muy avispadas.
La señorita Webster al menos sabía cómo había que
sonar. Los ejercicios semanales eran rimas que
incorporaban algún sonido complicado. Siempre
constituían trampas, tendidas por los gobernadores del
cuerpo profesional de la señorita Webster para atrapar
cualquier acento regional:

Father’s car is a Jaguar,


And Pa drives rather fast,
Castles, farms and drafty barns,
We go charging past...
Mis hermanos y yo a menudo nos habíamos quedado
desconcertados las primeras veces que nos tradujeron al
dialecto de Cheshire.
—¿A qué se refieren —preguntó en una ocasión el
pequeño, que por aquel entonces iba a una escuela
anglicana— cuando hablan del reino, el par y la gloria?
De hecho, durante años pensé que se podía ganar un
punto jugando a tenis con un buen parsing shot. 1
Yo todavía no había estado jamás en el sur de Inglaterra;
no se me había ocurrido la posibilidad de que me
estuvieran enseñando los provincialismos de otra parte del
país. El objetivo era hablar de un modo estándar, pero con
cierto tono sureño. En algún lugar del West Country, tal vez
una colegiala como yo se embarrancaba en otros escollos:

Roy’s employed in Droitwich


In a first-class oyster bar;
Moira tends to linger
As she sips her Noilly Prat... 2
Asistí a las clases de la señorita Webster todos los martes
de los tres cursos siguientes. Después de la lección,
arrastraba los pies por las calles cada vez más oscuras,
pasando frente a otras tiendas que ofrecían lana y ropa
para bebés en los escaparates, frente a charcuterías de
pueblo con pálidos surtidos de embutidos y frente a
carteles pegados en el tablón de anuncios del parque,
anunciando partidas de bridge y tiendas de segunda mano
con fines benéficos. Solía fingir, para aliviar el aburrimiento
del trayecto, que era una espía en tierras extranjeras, una
mujer que se hacía pasar por otra en un país que pronto
entraría en guerra, donde los artículos no tardarían en
desaparecer de los escaparates de las tiendas y se
impondría la austeridad; y lo que alimentaba mi fantasía
era el puente de hierro sobre el viejo canal, y el corte
anticuado del chubasquero de la escuela, así como la fatiga
patente en los rostros de los viajeros que bajaban la
escalera de la estación para regresar a casa cuanto antes y
poder instalarse por fin en sus salones. Cuando entraba en
una tienda justo antes de que cerrara con la lista que mi
madre me había dado, fingía que estaba adquiriendo
provisiones en el mercado negro y que llevaba la cartera
repleta de secretos atómicos. No sé por qué fantaseaba de
ese modo, aunque sé que la totalidad de la transformación
no quedaba arruinada por el hecho de que en mi vida como
espía a menudo tuviera que cargar, según la época del año,
con mi raqueta de tenis o el palo de hockey. Era un sueño
más bien solitario, motivado por el tedio y la aversión.
Debería haber grupos de apoyo, una especie de programa
de doce pasos, para los jóvenes que odian ser jóvenes.
Puesto que estaba a merced de otra gente, no me
importaba lo que hacía, me daba igual si tenía que ir a las
clases de la señorita Webster o a cualquier otro sitio. Es
más adelante, cuando piensas en los años perdidos; puestos
a tener juventud, ahora me gustaría haberla derrochado.
Pronto hube llenado dos cuadernos con diagramas,
versos y los campos de minas rimados de la señora
Webster. La mayoría fue en vano. Dadme un norteño con
siete años cumplidos y habrá sonidos del sur que jamás
podrá imitar de forma convincente. Desde entonces he
conocido a personas que ocultan ser norteñas, pero se
delatan en cuanto mencionan el polvo negro que atasca las
chimeneas, «soot», o cuando piden en un restaurante esa
ave de corral que solía prepararse a la naranja, «duck». La
señorita Webster tenía una rima que incluía las palabras
«push» y «bull», y a alguien en una trascocina cortando
«bread and butter». No la recuerdo entera, porque era
menos interesante y narrativa que la de Roy y Moira, pero
sí recuerdo que era posible sufrir un ataque de nervios
entre sílaba y sílaba cuando intentabas pronunciarla. La
gente bien del norte dice «catting bread and batter». ¿Por
qué se toman esa molestia? ¿A quién pretenden engañar?
Incluso si vieran a su madre por la calle y decidieran
cruzar, «crawse», para saludarla, su acento natural los
delataría.
Los exámenes, para los que teníamos que aprender de
memoria una serie de fragmentos, tenían lugar en el
Methodist Central Hall de Mánchester. En mi época había
dos examinadores: un hombre y una mujer; nunca sabías,
en el momento de entrar en la sala, cuál de los dos te
tocaría. La mujer tenía una voz chillona que se quebraba a
media frase, como si la conmoción le impidiera continuar.
El hombre tenía setenta años, tal vez ochenta, o noventa, y
lucía con orgullo la cadena de su reloj de bolsillo. Era un
hombre rubicundo que siempre miraba al frente y a veces
se inclinaba hacia delante en su silla, temblando debido al
esfuerzo contenido, como si hubiera estado acostumbrado a
más actividad en la vida y se negara a admitir en qué se
había convertido. Parecía como si a lo largo de su vida
hubiera sido testigo de cómo iban achicándose los valores.
La forma en la que debían recitarse los fragmentos del
examen no tenía nada que ver con lo que nos enseñaba la
señorita Webster. Era algo que las alumnas resolvíamos
entre nosotras, con la ayuda invisible de las generaciones
que nos habían precedido. Mientras esperabas para
recitarle tu fragmento de Shakespeare a la señorita
Webster, escuchabas cómo lo hacía otra alumna que se
preparaba para un grado superior al tuyo. Así pues, si una
niña sin fuelle tomaba aire en el momento equivocado, o si
fruto de la ignorancia o del aburrimiento incorporaba
alguna inflexión sin sentido, las demás lo aprendíamos
hasta consolidarlo y tardábamos años en librarnos de ello.
A la señorita Webster nunca la oí sugerir variantes; creo
que en realidad no comprendía a Shakespeare y debió de
aprender el papel de Lady Macbeth mediante el
equivalente teatral de pintar por números. La elección de
los fragmentos no era responsabilidad suya; los estipulaba
el consejo examinador. Para un examen (el del grado VII,
creo) fue necesario recitar las partes tanto de Oswaldo
como de Gonerilda, saltando de un lado a otro para
confrontarte a ti misma, alterando el tono de voz y
haciendo, en ambas direcciones, El Gesto.
Según la señorita Webster, cuando se recitaba a
Shakespeare un solo gesto bastaba, e incluso era el único
permisible. Era un barrido completo del brazo, con la
palma en dirección al público; los tres dedos de abajo
pegados, el pulgar hacia arriba y casi vertical, y el índice
bisecando el ángulo. Cualquier pasión, cualquier júbilo o
desaliento podía reducirse a ese único gesto; servía tanto
para Tito Andrónico como para Carmión y para Dogberry.
Yo debía de ser lenta, o tal vez me frenaba la incredulidad,
pero el caso es que la señorita Webster tenía que
agarrarme los dedos con una mano fría y moteada por la
edad, y colocármelos en esa dramática forma de V.
Normalmente, cuando entraba en la sala del examen
recitaba los fragmentos tal como a mí me gustaba, y mi
originalidad debía de rechinar en los oídos de los
examinadores porque, a pesar de lo bien que se me daba,
nunca conseguí las mejores notas; y encima me quedaba
con la sensación de ser una hipócrita. Tenía diecisiete años
cuando acudí al Central Hall por última vez, para
examinarme y conseguir el diploma. Era el mes de
noviembre, una mañana fría y muy húmeda, y llegué con
mis botas de agua, el chubasquero de la escuela y la falda
azul marino y la blusa a rayas del uniforme; sin embargo,
me tomé la libertad de entrar en el baño de mujeres de la
estación de Piccadilly para soltarme el pelo de las gomas
elásticas de las que se servían las normas de la escuela
para mantenerlo confinado. Me lo cepillé frente al espejo.
Tenía la melena muy larga, lisa y pálida, igual que yo, y la
imagen que ofrecía cuando me volví de aquel espejo
demacrado era extraña; como si la dama de Shalott hubiera
dejado el telar y se hubiera convertido en guardia de
tráfico. Las formas empapadas de los mancunianos se
abrían paso a empujones en Oldham Street, y cuando por
fin me resguardé en el edificio noté el olor a linóleo y
desinfectante, así como la esencia de leves plegarias
metodistas.
La señorita Webster me estaba esperando; ansiosa y con
los labios bastante azulados. Se llevó un buen susto cuando
me vio las botas. Que esa no era manera de vestirse, me
dijo, que al examinador no le gustaría, y que no podía
entrar con esas botas. Yo no tenía nada que decir, en
realidad. Me quité la bufanda y la dejé colgada en el
respaldo de una silla. Las candidatas de los diversos grados
estaban sentadas con sus maestras, dando golpecitos en el
suelo con los pies, con las manitas mugrientas
entrelazadas, muertas de miedo. Yo ya había hecho el
examen escrito; había sido muy fácil. ¿Podía presentarme
con los pies descalzos, si llevaba medias?, pregunté. ¿Sería
mejor así? Una iluminación institucional desprendía una luz
tenue procedente de globos blancos. Los coches
chapoteaban en el exterior, con los faros encendidos, en
dirección a Oldham Road y a los barrios tiznados de la
periferia. Mis botas de goma dejaron charcos de agua
sobre el linóleo. Me las quité y me encogí unos cuantos
centímetros. Eso no serviría de nada, dijo la señorita
Webster, tras lo que decidió que me dejaría sus zapatos.
Los zapatos de la señorita Webster eran dos tallas y
media mayores que los míos. Eran zapatos de corte, de piel
falsa de cocodrilo; tenían unas puntas feroces delante y
unos tacones de aguja de nueve centímetros detrás.
Supongo que serían zapatos de actriz retirada, pero la
verdad es que no comprendí el dramatismo del momento.
Metí los pies en ellos y di unos cuantos pasos tambaleantes,
apoyándome en los respaldos de las sillas. ¿Por qué accedí
a ello? En esa época no pensaba nunca a corto plazo. Me
había acostumbrado a actuar con aquiescencia; creía que, a
la larga, dejaría en ridículo a todo el mundo.
Cuando oí mi nombre entré dando tumbos en la sala de
examen. Me tocó el señor. Ni él ni su compañera hicieron
jamás el más mínimo intento para que una candidata se
sintiera cómoda. Eran como examinadores de conducción;
hacían preguntas, pero sin soltar prenda, y reducían las
cortesías al mínimo, aunque el hombre en una ocasión me
comentó con aire sombrío que ceceaba. Ese día parecía
algo sonrojado, en su habitual estado de tensión contenida,
y aun así tenía aspecto de ser aburrido y de aborrecer a los
jóvenes.
Mi fragmento era un extracto de Enrique VIII. Fue una
suerte que solo tuviera que interpretar a un único
personaje, porque si hubiera tenido que maniobrar de un
lado a otro habría terminado cayéndome. Elegí un punto y
me limité a quedarme allí, balanceándome. Me veía a mí
misma como una percha para el uniforme, con la mancha
de tinta en el puño, la cara de niña blanquísima y los
zapatos de cocodrilo falsos de la señorita Webster. No sabía
que la parte más excepcional de mi interpretación de la
reina Catalina sería desde los tobillos hacia abajo. Era el
discurso con el que Catalina, a punto de ser repudiada, le
suplica al monarca que recuerde la vida que han pasado
juntos, y en las primeras fases de mis ensayos había sido
incapaz de terminarlo sin deshacerme en lágrimas, por lo
que tenía que reunir toda mi voluntad para no llorar; al fin
y al cabo, el examinador querría oír el verso. Ya había
decidido que no haría El Gesto. Si el examinador pensaba
que yo no conocía El Gesto, solo tenía que suspenderme.
Había ciertas líneas que me parecían cargadas de emoción,
como un explosivo; la única manera de superarlo consistía
en pronunciar todo el discurso mientras pensaba en otra
cosa.
Nada más empezar, los ojos del examinador se deslizaron
por mi cuerpo hasta terminar clavados en mis pies. «Soy
una pobre mujer, y extranjera además / nacida fuera de
vuestros dominios...» De algún modo había ido
deslizándome dentro de los zapatos, de manera que ya
tenía los dedos aplastados contra las puntas. «Que aquí no
tiene ni juez imparcial...», intenté atrasar los pies un poco.
«Ay, Señor, ¿en qué os he ofendido?» Mantuve la voz baja,
procurando imitar el tono de una mujer de mediana edad,
extranjera y confusa, sometida a una gran tensión y a
mucho estrés; las manos entrelazadas, como tratando de
mitigar el desastre. Luego, de repente, el examinador se
inclinó hacia delante y encorvó los hombros, levantándose
un poco de la silla para mirarme fijamente los pies. Me
tambaleé y, sin proponérmelo, acabé acercándome un poco
más a él mientras intentaba continuar con lo mío... «¿Es
que acaso mi comportamiento / os ha dado algún motivo de
disgusto / para que decidáis descartarme así / y retirarme
vuestro favor?»
—Hasta aquí, es suficiente —dijo el examinador.
Pero tomé aliento y le pregunté:
—«¿Cuándo sucedió / que contradijera vuestros deseos?»
Me dolían los tobillos. No sé cómo es posible andar con
semejantes tacones. Era como llevar zancos. ¿Y por qué esa
mujer tan menuda tenía los pies tan estrechos y largos?
—«Tomad nota, señor, de que con esta obediencia he sido
vuestra esposa por más de veinte años...»
El examinador levantó la cabeza y me miró, perplejo.
Y entonces, de repente, cuando llegué a la línea en la que
decía «por más de veinte años», me sentí abrumada: por el
contenido del discurso, por los cocodrilos falsos, por lo de
aprender a hablar. Rompí a llorar sin tapujos y me quedé
ahí plantada un buen rato, balanceándome frente al
examinador, pensando con cierto anhelo en esos niños
abandonados, que crecen amamantados por lobas y
permanecen mudos toda la vida. ¿Seguro que era necesario
hablar para sobrevivir? ¿No sería posible mantener la boca
cerrada y, tal vez, escribir las cosas?
Encontré un pañuelo en la manga del jersey de la
escuela. El examinador me hizo señas en dirección a una
silla. Pasó las hojas que tenía delante, cuidando de
mantener la mirada gacha, luchando claramente contra las
ganas de clavar la mirada en mis zapatos. Quizá más tarde
pensaría que todo había sido un sueño. Entonces me hizo
unas cuantas preguntas; pero ninguna de ellas era la que
quería hacerme de verdad. ¿Pensaba, me preguntó, que la
capacidad de analizar la métrica contribuía a comprender
la poesía inglesa? Me sorbí la nariz y respondí: ni mucho
menos.
Ese fue mi último examen. Le devolví los zapatos a la
señorita Webster, me puse las botas de nuevo y volví
andando a la estación, con los ojos enrojecidos, bajo la
lluvia. Sabía que una fase de mi vida estaba llegando a su
fin y que pronto podría marcharme. Unas cuantas semanas
más tarde recibí el diploma, decorado con floridas volutas.
Gracias a mi recitación pude añadir un título a mi nombre.
Hace poco regresé a casa y pasé por delante de mi
escuela y de la puerta de la señorita Webster. No había
cambiado nada, pero todo era distinto. La casa de lanas
seguía allí, vendiendo mantones y gorros con pompón. En
el rótulo solo pone MARJORIE, y la placa ha desaparecido de
la puerta. Las tiendas de los alrededores han cerrado; los
escaparates están sucios; la pintura, descascarillada. Las
viviendas de protección oficial que hay al otro lado de la
calle, en otros tiempos respetables, ahora tienen un
aspecto sórdido; sus muros están llenos de cicatrices, como
si hubiera habido tiroteos hace poco. Esa pequeña ciudad
que había sido próspera, engreída y rolliza ha perdido su
opulencia y ha pasado a compartir la decadencia
generalizada del noroeste; y por un misterioso proceso de
igualación por abajo, sus vocales se han vuelto más
amplias; su gente, más taciturna, y su clima, creo, es algo
más frío de lo que solía ser. El océano que separaba mi
infancia de mis años de adolescencia se ha secado: o al
menos estamos todos en el mismo barco. No tiene sentido
tomárselo con amargura. Las expectativas se inflaron
durante unos años, y ahora han pinchado, la vida de la
gente se ha vuelto incómoda e insegura y les han
arrebatado el futuro. Es curioso lo mucho que se parecen
los lugares en los que la gente no habla correctamente;
conduciendo por el siempre suave manto gris de lluvia no
me cuesta imaginar que estoy en las afueras de Belfast. Me
alegro de no vivir allí, en el vivero de mis vocales. Nunca
acabé de resolverlas, en realidad. Pero conozco El Gesto; y
es sorprendente, de vez en cuando, lo mucho que puede
llegar a consolar.
La rebelión de la tercera planta
El verano en el que cumplí dieciocho años conseguí mi
primer empleo. Sirvió para llenar el tiempo entre mi
graduación del instituto y mi partida a Londres para
estudiar en la universidad. El verano anterior ya tenía la
edad necesaria para trabajar, pero tuve que quedarme en
casa para ocuparme de los niños mientras mi madre seguía
con su meteórica carrera.
Durante la mayor parte de los años hasta que cumplí los
dieciséis, mi madre se había dedicado a cuidar a algún hijo
enfermo. Al principio era yo, hasta que empecé el
bachillerato. Entonces mejoré bruscamente, por un acto de
voluntad de mi madre. Dejé de tener fiebre, o dejé de
notarla, o si la notaba dejó de resultar interesante. Mi
hermano menor, sus dificultades para respirar y su tos
nocturna fueron los elegidos para ocupar mi antiguo puesto
en la economía doméstica. En mi caso, mi asistencia a la
escuela había sido esporádica, pero mi hermano
directamente no iba nunca. Jugaba solo en el jardín bajo un
cielo de peltre, con el brillo fugitivo de la nieve de fondo.
Se tendía en el sofá cama del salón con la televisión a todo
volumen e iba pasando páginas de un libro. Una noche
estábamos viendo las noticias cuando la habitación se llenó
de una luz blanca terrible y un rayo le arrancó las ramas
inferiores al álamo y destrozó el cristal de la ventana; bum,
el puño de Dios. Las esquirlas quedaron esparcidas por su
manta de ganchillo, el perro empezó a aullar, la lluvia entró
en la habitación arrasada y los vecinos se pusieron a chillar
y a farfullar desde las calles.
Poco después de ese incidente, mi madre respondió a un
anuncio para trabajar como vendedora en la planta de
moda de Affleck & Brown, unos grandes almacenes de
Mánchester, atiborrados, estrechos y bastante anticuados.
Tenía que caminar hasta la estación y luego tomar el tren,
para seguir a pie de nuevo hasta Oldham Street. Y eso me
parecía asombroso, porque ya creía que no volvería a salir
de casa jamás. Para trabajar necesitaba blusas blancas y
faldas negras. Se compró unas cuantas en C&A, y eso
también me sorprendió, porque en casa solíamos conseguir
la ropa por medios no tan directos como la simple
adquisición: por un proceso de transmogrificación
mediante el cual los cárdigan se deshacían y volvían a
aparecer convertidos en gorros de lana, los cuellos se
arrancaban para alargar los dobladillos y lo que habían sido
sisas para corpulentos se convertían en los agujeros por los
que los delgados pasaban las piernas. Cuando tenía siete
años me hicieron un abrigo para el invierno a partir de dos
que habían pertenecido a mi abuela. Los bolsillos, las
solapas, todo era en miniatura: excepto los botones, que
eran los originales, y destacaban como platos de banquete
o dianas para flechas en mi pecho de paloma.
Mi madre había ido a la escuela en una época en la que
la mayoría de la gente no se examinaba, por lo que no pudo
poner gran cosa en el impreso de solicitud. Aun así,
consiguió el empleo, y muy pronto la gente que la había
contratado empezó a sufrir desastres personales; ya sin
esas personas de por medio, primero la ascendieron a
adjunta y luego a gerente del departamento. Pasó a
decolorarse el pelo hasta un tono rubio blanquecino
parecido al del merengue y se ponía zapatos de tacón alto y
plataforma. Desarrolló una manera airosa de hablar y
gesticular; y empezó a animar a su plantilla a mentir acerca
de la edad, lo que parecía sugerir que ella también mentía
respecto a la suya. Volvía a casa tarde y con ánimo
combativo, y siempre con algo inverosímil dentro del bolso
de cocodrilo. Podía ser una bolsa de patatas onduladas que
sabían a grasa y aire, o un paquete de hamburguesas
congeladas que dejaban en la parrilla unas manchas
aceitosas de ese característico color amarillo grisáceo que
tenía la contaminación en Mánchester. Con el tiempo,
prohibió freír patatas en casa, para no dañar la pintura y
como muestra de distinción, pero por aquel entonces yo ya
vivía algo más arriba en la misma calle, con mi amiga Anne
Terese, y lo que les tocara comer a los demás era algo en lo
que prefería no pensar.
Cuando tenía diecisiete años estaba tan poco preparada
para la vida como si me hubiera pasado la infancia entera
cuidando cabras en las montañas. Me gustaba contemplar
la naturaleza, pasear por bosques y campos. También ir a la
biblioteca de Stockport y sacar siete libros a la vez, bien
gordos, sobre las revoluciones en Latinoamérica; esperaba
una hora bajo la lluvia a que llegara el coche de línea para
volver a casa, moviendo los libros que tenía a mis pies y a
veces cogiéndolos con expectación a la espera de un
autobús, meciéndolos en mis brazos, saboreando sus
páginas públicas de bordes mugrientos, ansiando encontrar
dentro notas urgentes de obsesivos provincianos:
«¡¡¡¡Guatemala NO!!!!» escrito a lápiz en el margen; mejor
dicho, grabado en la página con los restos de grafito que
habían quedado en el borde rasgado del cedro. En casa
tampoco tuvimos nunca sacapuntas. Si querías afilar el
lápiz ibas a mi madre y ella le sacaba trozos de madera con
el cuchillo del pan sosteniendo el lápiz con el puño.
Mi formación no fue la culpable de tanta ingenuidad,
porque la mayoría de mis contemporáneas eran normales
para su época, su lugar y su clase social. Sin embargo,
parecían hechas de una sustancia más densa y afelpada
que yo. Te las imaginabas convertidas en mujeres, con
tapicerías y armarios aireados para secar la ropa. Yo, en
cambio, tenía aire en el espacio que me quedaba entre los
huesos, humo entre las costillas. Las aceras me dañaban
los pies. La sal me provocaba úlceras en la lengua. Tendía a
vomitar profusamente sin motivo. Tenía frío cuando me
levantaba y pensaba que seguiría teniéndolo, siempre. Por
eso más tarde, cuando ya con veinticuatro años me
ofrecieron la posibilidad de emigrar a los trópicos,
aproveché la oportunidad pensando, por fin, al menos así
no volveré a pasar frío jamás.
Sabía que conseguiría ese trabajo temporal para las
vacaciones antes incluso de presentarme a la entrevista;
¿quién, en Affleck & Brown, habría rechazado a la hija de
mi siempre tan popular madre? Sin embargo, tuve que
cumplir con esa formalidad: el apacible encargado de
personal con su traje de color pardo, en un despacho tan
marrón que llegué a pensar que no había visto aquel color
hasta entonces, en todas las variedades posibles de esputo
de tabaco e ictericia, en todas las texturas posibles de la
baquelita y la fórmica. Ahí fue donde entré, con mi vestidito
de tubo de algodón; acabábamos de estrenar el año 1970 y
fui transportada directamente a los cincuenta, al mundo
marrón de la tarjeta de la Seguridad Social y el aviso
amarillento del Consejo de Salarios medio despegado de
aquel frágil tabique. Me desearon buena suerte y salí a la
alfombra, al mundo público.
—Esta alfombra hará que te suden los pies —dijo una voz
entre los percheros.
Procedía de una cara blanca y agitada, de unos carrillos
temblorosos, de una masa de carne en lenta ondulación,
ferozmente encorsetada por un vestido de poliéster negro
muy tensado: encorsetada en forma de florero bulboso y de
una piel que lucía el brillo turbio del agua en la que los
claveles llevan ya dos días. El tufo a axilas, la tos
estertórea; esas eran mis compañeras de trabajo. La vida
en la tienda las había destruido. Sufrían de un moqueo
crónico debido al polvo, e infecciones de vejiga por la
suciedad endémica en los baños. Tenían las venas
hinchadas a pesar de las medias de compresión. Vivían con
quince libras a la semana. No trabajaban por comisión, de
manera que jamás vendían nada si podían evitarlo. Ante
semejante malicia reumática, las clientas buscaban
enseguida las escaleras mecánicas para salir de nuevo a la
calle.
El encargado de personal me puso a trabajar en el
departamento contiguo al de mi madre. Eso me permitió
verla en acción, deslizándose por la planta enfundada en la
creación que hubiera elegido ese día; ya no iba vestida
como una camarera, sino que escogía las prendas entre lo
que tenía en existencias. Su actitud allí era amable, por no
decir condescendiente, y la combinaba con una coquetería
que ponía a prueba con gays marchitos, ya que eran casi
los únicos hombres que entraban en la tienda; caía bien a
sus empleadas (sus chicas, como solía decir ella) por su
belleza y por su buen ánimo.
Esas chicas no parecían tan decrépitas como las que
trabajaban en mi departamento, aunque no tardé en
descubrir que tenían una serie de problemas personales
intratables, lo que hacía las delicias de mi madre a falta de
otro tipo de delicias, ya que se había propuesto mantener
una talla diez y fingir que era una ocho para dar ejemplo al
resto de las féminas. Las chicas se divorciaban,
acumulaban deudas, sufrían deficiencias vitamínicas,
tensión premenstrual y tenían hijos con deformidades y
propensos a todo tipo de ataques. Sus casas tendían a
hundirse y derrumbarse, a sufrir inundaciones y llenarse de
moho, y me daba la impresión de que estaban
especializadas en enfermedades obsoletas como la viruela o
síntomas como la tembladera, que en esa época solo
conocía gente de mente morbosa como yo. Cuanto peor
estaban, cuanto más caóticas y desesperadas eran sus
vidas, más las consentía mi madre. Todavía hoy, treinta
años después, muchas siguen en contacto con ella.
—Ha llamado la señora D —dirá mi madre—. El IRA ha
bombardeado su casa otra vez y su hija ha sido engullida
por un maremoto, pero me ha preguntado por ti y te manda
recuerdos.
En Navidad, y con motivo de sus falsos cumpleaños, esas
chicas le regalaban a mi madre adornos de cristal de
colores y complementos de la buena vida, como sifones de
soda. Eran mujeres del centro de la ciudad, con acento de
Mánchester, mientras que mi madre y el resto de las jefas
de departamento hablaban de una forma peculiar, con los
labios fruncidos para no exhibir sus vocales.
No me contrataron en la tienda en sí, sino en una «tienda
dentro de la tienda» que se llamaba English Lady. Había
mujeres, más bien señoras, que buscaban justo lo que la
tienda ofrecía: conjuntos de vestido y abrigo que bauticé
como «uniformes de boda», vestidos de verano y «prendas
separadas» en tejidos artificiales y colores pastel, lavables
y fáciles de planchar. En esa época la gente todavía salía en
abril en busca de un abrigo de verano de popelina rosa
impermeable, o de lana ligera a cuadros, y se compraban
blazers, chaquetillas y blusas, así como conjuntos de largas
túnicas y pantalones bajo los que llevaban medias y tirantes
que el poliéster no conseguía cubrir del todo. En invierno
English Lady estaba especializada en abrigos de pelo de
camello, y las clientas solían renovarlos religiosamente al
cabo de pocos años esperando encontrar justo el mismo
estilo. También había (puesto que la ropa de invierno
empezó a llegar mucho antes de que yo me marchara a
Londres) unos abrigos que denominábamos «llamas», de un
gris plateado malsano y aspecto raído; parecían cilicios
colocados del revés, pero cilicios con bolsillos, al fin y al
cabo. Para el otoño también había tweeds erizados y pieles
de oveja apestosas que encadenábamos a los percheros,
porque English Lady temía por su seguridad. Arrearlas era
un trabajo pesado; exhalaban con un gruñido cuando las
tocabas, y luchaban por su espacio vital imponiendo su
volumen y poniendo a prueba sus límites centímetro a
centímetro.
No tuvimos mucha clientela, ese verano. Una vez
terminada la limpieza matutina y ya puestas al día sobre el
estado de las varices, había que superar un verdadero
desierto temporal: días de un calor increíble, sed y
aburrimiento, sin aire y sin luz natural, apenas una tenue
fluorescencia cenital que aportaba un tinte cadavérico
incluso a la piel más fresca y joven. A veces, mientras
estaba de pie, pensaba furiosamente en la Revolución
francesa hasta un punto preocupante. A veces mi madre
tropezaba con la alfombra, me hacía señales con los dedos
y mantenía la sonrisa ante sus empleadas.
Mi jefa se llamaba Daphne. Llevaba unas gafas enormes,
de colores, como dictaba la moda, y tras ellas nadaban
unos ojos vacuos y pálidos. En teoría ella y mi madre eran
amigas, pero no tardé en darme cuenta, con cierta
conmoción, de que mi madre era objeto de envidia y de que
habría sido víctima de un sabotaje secreto si las demás
encargadas hubieran tenido las luces suficientes para
iniciar una conspiración. Daphne me hizo trabajar sin
descanso durante esas semanas de verano, encontrando
para mí tareas que nadie había desempeñado durante años:
limpiar los polvorientos almacenes plagados de ratones,
empaquetar grandes remesas de perchas de alambre que
saltaban de los fardos para arañarme los brazos, como
ratas escapando de una tienda de animales. El noroeste era
un lugar mugriento por aquel entonces, y las salas que
quedaban entre bastidores en Affleck & Brown eran un
aspecto oscuro y secreto de esa mugre. Las alfombras que
hacían sudar los pies, el grueso polietileno en el que
llegaba envuelta la ropa, la urdimbre y trama descuidadas
de las prendas que no se vendían y quedaban bastilladas en
almacenes remotos: todo ello atraía una especie de pelusa
pegajosa que atraía como un imán las partículas de la
atmósfera de Mánchester, que te acababa recubriendo las
manos y te manchaba la cara, de manera que a menudo
más que una «vendedora júnior» debía de parecer una
esquirola en una huelga de mineros, ya que los ojos me
recorrían con recelo cada vez que salía a la superficie con
las manos contaminadas, apartándolas de mi cuerpo en un
gesto diseñado tanto para apaciguar como para ahuyentar.
A veces, tras un perchero repleto de calicó cada vez más
amarillento, tras un montón de cajas de etiquetas ilegibles
de tan descoloridas, notaba un movimiento, unos pasos
arrastrados, un murmullo:
—¿Señora Solomons? —llamaba—. ¿Señora Segal?
No obtenía respuesta: solo la exhalación susurrada del
hilo de lana y la angora: el profundo rechinar intestinal del
ante y del cuero: el débil chirrido de las ruedas metálicas
sin lubricar. ¿Tal vez era Daphne, espiándome? Pero a
veces a las cinco y media, cuando había que vaciar los
probadores, me encontraba una cortina corrida al fondo de
una fila y decidía dar media vuelta y alejarme sin apartarla,
afligida por una timidez repentina o por el miedo a ver algo
que no debería. Resulta fácil imaginar que la tela colgada
queda abultada por la carne, o que la puntada y la costura
ensayan, una vez cerrada la tienda, una forma humana sin
huesos.
Mis compañeras, exhalando sobre mí el leve aroma
mentolado de sus remedios contra la indigestión, me
recibieron con una amabilidad sin límites. Mi palidez
provocó chasqueos de lengua reprobatorios, y me
recomendaron que consumiera la carne roja que jamás
pasaba por sus labios. Tal vez mi actitud las alarmaba,
puesto que a veces me quedaba embobada entre los
gabanes; luego salía de mi ensimismamiento y vendía algo,
lo que también las alarmaba. Me gustaba el desafío que
suponía adaptar las prendas a las mujeres que las
codiciaban, ajustárselas, gratificar ese deseo inofensivo.
Me gustaba arrancar las etiquetas de un vestido cuando lo
vendía, y colgar la bolsa con cuidado en una muñeca
artrítica. A veces las clientas más ancianas intentaban
darme propina, pero me sabía mal.
—Ya no vengo tanto —me dijo una viejecita encorvada y
amable—. Pero cuando vengo, siempre doy propina.
Al término de cada jornada, mi madre y yo íbamos
cogidas del brazo hasta la estación de Piccadilly y subíamos
la cuesta desde Market Street, pasando frente a las
cafeterías grasientas y la clínica de la Seguridad Social con
anuncios que pedían a la gente que entraran a donar
sangre. (Entré nada más cumplir los dieciocho, pero me
hicieron dar media vuelta y salir otra vez por donde había
entrado.) Me parecía que mi trabajo tan solo consistía en
permanecer de pie, que me pagaban por eso y que era
absolutamente innecesario: tenía que estar de pie hora tras
hora, incluso cuando no había clientas a la vista, a pesar
del calor viciado que hacía desde las nueve de la mañana
hasta las cinco y media de la tarde, con una hora para
almorzar en la que salías del edificio y caminabas para
absorber todo el aire posible. Permanecías de pie mucho
después de que los pies te palpitaran y las pantorrillas te
dolieran, y a la mañana siguiente el dolor no había
desaparecido, pero tenías que permanecer de pie de nuevo.
Puede que a mi madre le fuera mejor que a mí, porque
tenía un despacho diminuto con una silla en la que podía
sentarse. Pero luego estaban sus zapatos, mucho más
perniciosos que mis pequeñas sandalias de ante; toda su
existencia era mucho más elevada.
Algunas tardes, tal vez dos veces por semana, había
problemas con los trenes. Una vez se retrasaron una hora.
El hambre nos mantenía a flote: hablábamos alegremente
sobre las numerosas catástrofes que habían asolado a las
chicas de mi madre ese día, mordisqueábamos por turnos
una manzana verde que sacaba de su bolso. No estábamos
enfadadas ni nos sentíamos culpables por llegar tarde,
porque tampoco había nada que hacer al respecto y
nuestro humor era más bien inocente, jovial, hasta que nos
encontrábamos acorraladas de nuevo en el vestíbulo de
casa con los gruñidos de mi padrastro. En ese momento
parábamos de reír: a menudo me ha parecido brutal el
borde de la mano humana, tenso, a modo de cuña,
preparado para golpear como un hacha. Entonces ocurrió
algo. No tengo claro lo que fue. Y no es cierto que la rabia
te dé fuerzas. Cuando estás muy enfadada, la cabeza te da
vueltas y te flaquean las extremidades, pero lo haces de
todos modos, haces algo que no habías hecho jamás,
sueltas una maldición, te mueves, te apoyas en la pared,
sueltas una determinada fórmula mortal y lo que dices lo
dices en serio; el efecto es proporcional a la conmoción que
provoca, como si justo después del Sermón de la Montaña
los mansos hubieran barrido los caminos con fuego de
ametralladora.
Después de eso, estuve un tiempo viviendo fuera de casa.
Mi madre y yo nos separábamos cada tarde al final de la
calle. Ella estaba más apenada que enfadada, pero a veces
también estaba enfadada; ahora me doy cuenta de que mi
intervención había interrumpido una especie de juego
conyugal. Cuando nos acercábamos al término de la
jornada, dejaba de charlar sobre las chicas y se trasladaba
(a menudo tuve la sensación de que lo hacía a
regañadientes) a algún territorio desdeñoso y remoto,
poniendo una distancia deliberada entre nosotras. Yo subía
la cuesta hasta el piso al que me había mudado con Anne
Terese. Ella vivía sola en casa de sus padres, ya que se
habían separado ese verano y por algún motivo no se
habían puesto de acuerdo; en lugar de marcharse uno y
quedarse el otro, se habían largado los dos. No
comparábamos mucho nuestras familias; nos dedicábamos
a probarnos ropa de los armarios y a cambiar los muebles
de sitio. La casa era peculiar, prefabricada, contingente
pero acogedora, con una chimenea en el salón y un
profundo fregadero esmaltado, y ninguno de los
electrodomésticos, ni siquiera un frigorífico, que la gente
daba por supuestos en 1970.
Anne Terese trabajó ese verano en una fábrica de
zapatillas con suela de goma. Era un trabajo duro, pero su
cuerpo también lo era, y además era eficiente. Por la
noche, mientras yo me desplomaba débilmente sobre una
silla de la cocina, ella empanaba chuletas y cortaba tomate
y pepino para presentarlos en un plato de cristal, o
preparaba un pastel polaco con muchos huevos y cerezas
maduras. Al anochecer nos sentábamos en el porche con el
leve aroma de las rosas viejas. La esperanza, tenue como
las telarañas, cubría nuestros brazos desnudos y nos
arropaba los hombros, cada hebra temblando de un azul
crepuscular. Cuando salía la luna, entrábamos y nos
retirábamos a nuestras camas, donde seguíamos
murmurando, adormiladas. Anne Terese pensaba que
quería llegar a tener seis hijos. Yo pensaba que estaría bien
poder parar de vomitar.
A veces, mientras vagaba por la planta de English Lady,
fingía que era la supervisora de un campo de refugiados y
que los vestidos eran los internos. Cuando cogía uno, le
arrancaba la etiqueta y lo metía en una caja, me decía a mí
misma que lo había reubicado.
Cada día empezaba y terminaba con el recuento.
Tomabas una hoja de papel y la dividías en columnas para
los distintos tipos de prendas, de manera que los
«conjuntos de dos piezas» no se mezclaran con los
«vestidos y chaquetas», a pesar de que también constaban
de dos piezas. Tenías que crear categorías para las prendas
que carecían de nombre, como los artículos que habían
mandado por error desde la oficina central varias
temporadas atrás; confeccionados con un tweed peludo de
color gris azulado, eran como trajes de aviador. Cuando
llegaban las rebajas, Daphne siempre los reducía de precio,
pero seguían en los percheros con las mangas tiesas
extendidas y las perneras enrolladas alrededor del cuello
para que no se arrastrasen por la moqueta.
Una vez formadas las categorías, ibas pasando por los
percheros y contabas, y nunca cuadraban los números.
Entonces te tocaba patrullar por la planta, buscando
modelos de English Lady que se hubieran refugiado entre
los de Eastex o Windsmoor. Te los llevabas de nuevo
agarrados por el cuello y volvías a colgarlos en el perchero
que les correspondía. Sin embargo, aunque era fácil ver
por qué el recuento podía salir mal después de una jornada
de trabajo, era algo más difícil comprender por qué el
inventario se movía también de noche.
—Fantasmas —sentenciaba yo con firmeza. Pensaba que
debían de bajar de la tercera planta, donde estaba la ropa
de cama (y por tanto las sábanas) y se probaban nuestra
ropa, siseando con un entusiasmo espectral y deslizando
sus extremidades incorpóreas por las perneras y las
mangas.
Así pasé el verano, hablando con los vagabundos de los
jardines de Piccadilly; comprando fresas maduras a los
vendedores ambulantes para mi almuerzo; refrescándome
la frente apoyándola en la rejilla de la puerta del
montacargas. Cuando Daphne me regañaba por algo,
suspiraba un «mejoraré», pero más tarde dirigía patadas
secretas a los trajes de aviador y los torturaba
envolviéndoles el cuello con las piernas y anudándolos tras
la percha. Delante de Daphne, yo era la conformidad en
persona. No quería que mi madre fuera blanco de un odio
femenino todavía más rancio, uno que gruñera invisible por
sus esbeltos tobillos para engancharse en sus tacones
felinos cuando yo ya llevara tiempo recorriendo las calles
de Londres.
Pero entonces, a medida que se acercaba septiembre,
descubrí que el único objetivo de esos ejercicios de
recuento era inquietarme. La única manera de cuadrar el
inventario pasaba por escribir «quince en la parte de atrás»
al final de la columna de «vestidos y chaquetas», y no
dejaba de sorprenderme que, por mucho que me arrastrara
y que escarbara, ni en una sola ocasión me había topado
con aquellos remanentes.
—¿Sabe donde siempre escribimos «quince en la parte
de atrás»? —le dije a Daphne—. ¿Dónde están?
—En la parte de atrás —me respondió ella. Estábamos en
su despacho, una partición minúscula en forma de cuña en
la planta de rebajas.
—Pero ¿dónde? —insistí—. No las he visto nunca.
Daphne se puso un cigarrillo en la boca. Con una mano
hojeó la lista de existencias mientras con la otra sostenía
un bolígrafo que goteaba. Una fina columna de humo
escapó entre sus labios.
—¿Todavía no fumas? —me preguntó—. ¿No te tienta?
Me había preguntado en una o dos ocasiones por qué la
gente intentaba atraparte en nuevos vicios. En casa éramos
acérrimos militantes antitabaco.
—No me lo había planteado, la verdad... Supongo que
no... Bueno, como mis padres no fuman... Y de todos modos
en casa no me dejarían fumar, le sentaría fatal a mi
hermano.
Daphne se me quedó mirando. Soltó una pequeña
carcajada, como un hipo, y luego una risotada burlona.
—¿Qué? ¡Pero si tu madre fuma como una chimenea! ¡En
cada descanso! ¡A la hora del almuerzo! ¿No la has visto?
¡Seguro que la has visto!
—No —respondí—. Jamás.
No podría haber quedado más decepcionada.
Un gotarrón de tinta cayó desde el bolígrafo de Daphne
sobre la hoja.
—¿He dicho algo que no debía?
—No pasa nada —repuse.
Me dije a mí misma que toda información era bienvenida,
fuera cual fuese la fuente.
Daphne me dirigió una mirada gélida.
—Sea como sea —dijo—, ¿por qué tendría que sentarle
mal a tu hermano?
Consulté mi reloj.
—Es la hora del almuerzo de la señora Segal —indiqué,
tras lo que esbocé una sonrisa y regresé a la planta de
rebajas. Me dije a mí misma que no importaba, que no eran
más que mentirijillas domésticas. Mentiras pragmáticas.
Divertidas, probablemente: con el tiempo. Triviales: como
cuando la aguja desgarra un poco la piel de los dedos al
bordar.
Pero al cabo de un rato, por la tarde, busqué las quince
en la parte de atrás. Me abrí paso por huecos sin luz donde
los dedos de los pies se me atascaban contra grandes cajas
destartaladas. Las cajas de cartón las había armado yo
misma y las había atado con cordel, pero Daphne no las
había despachado y las había dejado allí apiladas de
cualquier manera. Las perchas de alambre que sobresalían
me arañaron las pantorrillas. Empujando el voluminoso
ganado invernal a un lado y alejando las llamas a porrazos,
me abrí paso hasta el rincón más alejado. «Alcánzame la
azada y la palanca.»
Nada. Nombré cada prenda que veía, rebuscando entre
las capas: levantándolas por el cuello para revisar sus
etiquetas o, si no conseguía levantarlas, desmenuzando sus
volantes de plástico hasta convertirlos en gorgueras. Vi
cosas que podrían haber sido «vestidos y chaquetas» y vi
etiquetas, pero no vi «vestidos y chaquetas» con las
etiquetas que buscaba. Las quince no estaban por ninguna
parte. Luché para volver a un lugar donde hubiera aire. Sin
mirar atrás. Lo garabateé en mi libreta: cero, nada, nulo.
Un pepino, como decían los hombres. «Vestidos y
chaquetas», ni una. Si en algún momento había constado su
existencia, las prendas no eran conscientes de ello. Me di
cuenta de cómo funcionaba la cosa; había que conjurar a
las quince para cubrir un gran bochorno, una negligencia
espectacular o un robo, algo que había dejado al recuento
farfullando de rodillas. Eran una ficción; tal vez antigua; tal
vez más que Daphne, incluso. Eran una adaptación a la
realidad. Era un cuento contado por un idiota: al que yo
había añadido una o dos frases.
Emergí a la planta de nuevo. Eran las tres. Una de esas
tardes muertas, letárgicas, amodorradas: ni una sola
clienta a la vista. Debilitadas por la falta de atención, las
existencias quedaban colgadas como simples trapos. Un
largo espejo me reveló una mancha oscura en la mejilla.
Tenía las sandalias recubiertas de una mugre envenenada.
Cojeé hasta la cómoda destartalada en la que guardábamos
los duplicados de los libros y los botones sueltos, y saqué
un plumero del cajón. Me limpié el polvo de arriba abajo y
luego avancé por la planta, entre los percheros, sacando el
polvo acumulado entre las prendas: apartando las perchas
y puliendo el acero de los espacios que había entre ellas.
De algún modo acabó pasando la tarde. Esa noche me
negué a escribir «quince en la parte de atrás» al término
del recuento: hasta que mis compañeras se alteraron hasta
un punto insoportable y una de ellas dio señales de estar
hiperventilando. De manera que al final accedí a escribir la
frase, pero lo hice en lápiz, con un trazo débil y añadiendo
signos de interrogación con trazos todavía más débiles, si
cabe.
Cuando empezó el nuevo curso, resultó que a mi
hermano ya no le pasaba nada. Ya tenía once años y estaba
en condiciones de ir a clase. Todos asimilamos ese hecho
sorprendente, pero sin alegrarnos tanto como habría sido
de rigor. Al cabo de unos meses, varias empresas se
interesaron por mi madre: proveedoras de impermeables y
concesiones de género de punto; pudo elegir entre varios
empleos y pasó a trabajar para tiendas de mayores
dimensiones, volviéndose más y más rubia con cada año
que pasaba, ascendiendo como una burbuja de champán,
para supervisar a un número cada vez mayor de chicas,
hacer recuentos cada vez más ingentes y atraer cada vez
más animadversión y rencor. En casa seguía improvisando
las tareas domésticas, fregando el baño con detergente en
polvo para lavadoras y, cuando la lavadora se estropeaba,
cubriéndola con un mantel para utilizarla como una especie
de mesita auxiliar mientras enseñaba a mis hermanos cómo
tenían que ir a la lavandería.
Al cabo de unos años, Affleck cerró y todo el distrito que
lo rodeaba se echó a perder. Quedó copado por pornógrafos
y por esa clase de negocios en los que se venden cestas de
plástico para la colada, chimeneas eléctricas de mala
calidad y objetos de decoración navideña fabricados con
moldes, como tartaletas de goma y querubines con flautas.
El edificio lo alquiló una tienda de alta costura que operó
brevemente desde ese cascarón ruinoso. Ya hacía tiempo
que yo me había marchado, por supuesto, pero seguí
teniendo amigas en el norte, y entre mi cadena de
conocidas había una chica que trabajaba los sábados para
los nuevos ocupantes. Solo utilizaban los pisos inferiores; a
partir de la segunda planta, el edificio había quedado
clausurado. Las puertas cortafuegos quedaron cerradas con
llave, quitaron las escaleras mecánicas y las escaleras de
servicio terminaban en paredes ciegas. Sin embargo, al
personal le molestaban los ruidos que llegaban desde la
cavidad tapiada que tenían por encima de la cabeza: pasos,
y los chillidos de una mujer.
Cuando me lo contaron, noté un escalofrío y una
sensación de mareo en la boca del estómago, porque sabía
que era una historia de fantasmas verdadera, tanto como
pueden serlo esa clase de cosas. No había sido un diablillo
atolondrado que bajaba y arrancaba botones de los
vestidos, o que caminaba por la planta y dejaba prendas
desordenadas. Era algo más rancio, más serio,
tremendamente siniestro y perverso. Aunque solo llegué a
entenderlo en retrospectiva. Cuando lo recordaba y
contemplaba mis dieciocho años habiendo cumplido ya,
digamos, los veintitrés, me daba cuenta de que durante
esos años todo había sido mucho peor de lo que me había
parecido en su momento.
Borrón y cuenta nueva
Más o menos a las once de la mañana, después de que las
enfermeras la hubieran «adecentado», tal como solían decir
ellas, y de que se hubiera maquillado los ojos, me senté
junto a la cama de mi madre y la convencí para que me
ayudara a completar el árbol genealógico. Teniendo en
cuenta lo egocéntrica que es, la verdad es que salió
sorprendentemente bien. Ella quería escribir VERONICA en el
centro de la hoja y trazar líneas de fuerza hacia fuera,
partiendo todas de sí misma. Sin embargo (por mucho que
ella piense que eso ofrece una imagen rigurosa del mundo),
no acaba de comprender cómo se hacen estas cosas. Ha
visto la genealogía de los reyes y reinas de Inglaterra, los
radiantes retratos espurios junto a cada nombre, del
tamaño de un sello y en colores de vitral; con trenzas de
pelo rubio y groseras coronas medievales, decoradas con
gemas que parecen caramelos chupados.
Lo ha visto en los libros que finge leer. De manera que ha
llegado a la conclusión de que también se puede hacer un
árbol genealógico de nuestra familia, aunque no seamos
más que chusma de infantería.
Las imágenes que aparecerán junto a los nombres serán
igual de espurias. En una ocasión, una mujer me contó que
a finales del siglo pasado no había ninguna familia tan
pobre como para no haberse hecho fotos. Probablemente
sea cierto. En ese caso, alguien quemó las nuestras.

Empecé todo esto porque quería descubrir algo sobre unos


ancestros que vivieron en un pueblo sumergido. Pensé que
tal vez encontraría una razón para el miedo que le tengo al
agua: algo que me sirviera para hacer sentir mal a la gente
cuando me recomiendan la natación porque es un buen
ejercicio para alguien de mi edad. Por otra parte, pensé
que sería un tema que podría acabar siendo lucrativo.
Podría ir a Dunwich, pensé, y escribir sobre un pueblo que
se hundió en el mar. O a Norfolk, y hablar con gente que
tenga casas hipotecadas al borde de los acantilados. Podría
convertirlo en un tema de portada del suplemento
dominical. Tal vez enviarían a un fotógrafo y podríamos
balancearnos al borde del acantilado de Overstrand, con
solo un alambre oxidado entre nosotros y la infinita luz
azul.
Pero Veronica no estaba interesada en los sumergidos.
Empezó a tirar de las cintas que tenía en el pecho (todavía
firme, por cierto) e intentó acomodarse sin éxito en las
almohadas. Tenía las venas de las manos muy marcadas,
como si llevara zafiros bajo la piel. Apenas escuchaba mis
preguntas, y cuando por fin habló lo hizo en un tono
enfurruñado.
—La verdad es que no sabría contarte gran cosa sobre
eso, lo siento.
Los del pueblo sumergido eran del lado paterno de su
familia, y eran ingleses. A Veronica le interesaban los
matriarcados, los matriarcados irlandeses, y revivir
grandes momentos vitales de esos matriarcados repitiendo
las mismas viejas historias de siempre: las bromas que han
perdido la gracia, las réplicas y desaires ingeniosos que
han quedado desvinculados de sus orígenes. Quizá no
debería culparla por ello, pero la culpo. No me fío de las
anécdotas. Me gusta entender la historia mediante cifras y
porcentajes de esas cifras, a partir del precio del carbón y
del precio del maíz, y del precio de una hogaza de pan en
París el día que cayó la Bastilla. Me gusta mantener a raya,
en la medida de lo posible, la tiranía de la interpretación.

El pueblo de Derwent empezó a hundirse en el agua


durante el invierno de 1943. Sucedió varios años antes de
que yo naciera. La joven Veronica sin duda estaba
pensando ya en los hijos que tendría y en cómo quería que
acabaran siendo. Tenía la piel blanca y los ojos verdes, y se
teñía el pelo de un rojo poco natural. En realidad, no
importaba con quién se casara, puesto que el hombre en
cuestión no sería más que un vehículo para sus ambiciones
dinásticas.
La madre de Veronica (mi abuela materna) se llamaba
Agnes. En su familia eran doce. No te preocupes, no me
dedicaré a enumerarlos a todos. No podría, aunque
quisiera. Cuando le pido a Veronica que me ayude a
rellenar los datos que me faltan me cuenta alguna historia
que tiene que ver consigo misma, y luego insinúa (como si
quisiera volver al tema sobre el que le he preguntado) que
hay cosas que es mejor no mencionar.
—Sobre eso no llegó a contarse todo lo que sucedió ni
mucho menos —me decía. Yo descubrí unas cuantas cosas
sobre la generación previa: ninguna de ellas era agradable.
Que un hermano acabó en la cárcel (voluntariamente) por
un robo que había cometido otro. Que una hermana tuvo un
bebé que murió sin bautizar pocos minutos después de
nacer. Era una hija cuya existencia titiló brevemente en
algún lugar entre las guerras; no tiene nombre, y su
hermano menor todavía hoy en día ignora su existencia. En
realidad, no llegó a ser una persona: más bien un negativo
que nunca llegó a revelarse.

El pueblo de Derwent no murió debido a un accidente, sino


a una política. El agua era necesaria para abastecer los
núcleos urbanos de Mánchester, Sheffield, Nottingham y
Leicester. Por eso en 1935 empezaron a construir una
presa en el río Derwent. La llamaron Ladybower.
Cuando lo inundaron, el pueblo ya estaba demolido y
desierto. Sin embargo, cuando yo era niña no lo sabía.
Tenía claro que la gente se había marchado antes de que
inundaran el lugar, pero me los imaginaba siguiendo con su
vida hasta el último momento: atentos a la llegada de una
señal, de algo parecido a una sirena antiaérea, y me
figuraba que, sin importar lo que estuvieran haciendo, el
agua empezaría a fluir de inmediato. Los visualizaba
encogiéndose de hombros, enfundados en sus robustos
abrigos de lana, abotonando a los niños hasta la barbilla,
cargando con maletas y paquetes envueltos con papel
marrón, andando hasta los puntos de encuentro con
pesadez y con esa resignación tan propia de Derbyshire en
el rostro. Los veía dejando las labores a medio tejer, los
guisantes a medio desvainar en el colador: plegando el
periódico matutino sin terminar de leer la frase, una elipsis
que perduraría hasta el final de sus días.

—¿Leicester, has dicho? —preguntó Veronica con una


sonrisa—. La última vez que vieron a tu tío Finbar fue en
Leicester. Tenía un puesto en el mercado.
Acerqué el sillón del hospital un poco más a mi madre.
—Tu tío —la corregí—. Era mi tío abuelo.
—Sí —repuso ella, incapaz de comprender por qué
insisto en precisar tanto: lo que es suyo es mío.
—¿Qué vendía?
—Ropa vieja —respondió Veronica riendo con
complicidad—. Al menos eso decían.
No mordí el anzuelo. Lo único que quiero es que me
proporcione unas cuantas fechas. Le gusta sonar
misteriosa, insinuar que conoce secretos. No quiere revelar
el año en el que nació y ha mentido descaradamente sobre
su edad cuando la han ingresado, lo que por supuesto
podría poner en peligro su reclamación al seguro. Además,
estoy afiliada al mismo plan de seguro, y podrían empezar a
preguntarse cosas sobre mí, si les da por comparar
expedientes y ven que según los registros mi madre solo
tiene diez años más que yo.
Un hombre me contó en una ocasión que puedes
ponerles edad a las mujeres mirándoles la parte posterior
de las rodillas. Ese delta de carne blanda y venas rotas, me
aseguró, es la única parte que no puede mentir.
—Mira que eran salvajes tus tíos —dijo Veronica—.
Recuerda que eran irlandeses.
No, no lo eran. Irlandeses sí, eso lo reconozco. Pero no
eran unos salvajes ni mucho menos, estaban muy lejos de
serlo. Bebían cuando tenían dinero y rezaban cuando les
faltaba. Trabajaban expuestos al calor sofocante de las
fábricas, y cuando por fin salían, al término del turno, el
frío les roía la ropa y les agrietaba los huesos como si los
tuvieran de porcelana. Se podría pensar que habían
procreado, pero no es así. Algunos no tuvieron hijos, otros
solo uno. Seguramente pensarás que esos hijos únicos
debieron de ser adorados, ¿verdad? Sin embargo, uno de
ellos no llegó a casarse jamás y otro pasó buena parte de su
vida en un manicomio.
Hasta aquí, todo bien: ¿cómo esperabas que sería mi
familia? ¿La flor y nata de la sofisticación? Sabías que
serían tuberculosos, con toda probabilidad sifilíticos,
dementes, disléxicos, paralíticos, circuncidados,
circunscriptos, blanco de confusiones en ruedas de
reconocimiento, mutilados por maquinaria pesada,
decapitados por carretillas elevadoras, mellados,
sodomitas, cegados por el sarampión, asolados por la
asbestosis y domiciliados a sotavento de Chernóbil. Asumo
que habrás leído mi nueva novela, Borrón y cuenta nueva.
Estaba trabajando en el primer borrador cuando decidí
abordar a Veronica. Yo tenía la teoría de que nuestra
familia estaba empeñada en liquidarse a sí misma a base de
divorcios, celibatos voluntarios y toda una serie de
catástrofes ginecológicas.
—Pero yo tuve hijos —dijo Veronica desconcertada—. Te
tuve a ti, ¿no?
Sí, doña Chaquetillas, claro que sí.

Supongo que lo único que no podías adivinar es que


procedo de un pueblo sumergido. Cuando era pequeña,
apenas me daba cuenta yo misma. La sobrecarga de
presagios no es cualquier cosa y, por supuesto, yo los
entendí todos mal. Los malinterpreté, y encima tenía
tendencia a creer cualquier tontería que me soltaran.
Supongamos que Pompeya hubiera recibido una alerta:
tienen tiempo, aunque no mucho. ¿Habrían dejado caer —
qué— las ánforas de aceite, las lanzaderas para tejer, las
vasijas de vino, goteando de cualquier manera? La verdad
es que no me lo imagino. Nunca he estado en Italia.
Supongamos que habrían hecho caso al aviso y se habrían
marchado. Así es como me imaginaba lo que sucedió en
Derwent: una Pompeya, un Mary Celeste.
Pensaba que el nivel del agua ascendería, al principio
centímetro a centímetro, colándose por debajo de las
puertas cerradas. Y que luego se iría arremolinando, sin
rumbo durante un tiempo, contenida por el linóleo. Lo
primero que cedería serían las alfombras a rayas que la
gente solía tener por todas partes por aquel entonces. Eran
artículos baratos que quedaban empapados enseguida.
Bajo el linóleo habría losas de piedra que contendrían el
agua, como una especie de madrastra reticente dando un
abrazo gélido: sería necesaria una generación entera para
desgastarlas...
Y así, frustrada, el nivel del agua va creciendo, como las
hijas o la ira de los campesinos menoscabados, y hunde sus
dedos ávidos en los armarios en los que se guardaban el
azúcar y la harina. El colador, abandonado en el fregadero
de piedra, empieza a flotar mientras el agua recircula por
sus orificios. Los guisantes a medio desvainar cabecean y
las hueveras, sartenes y orinales se unen a la flotilla a
medida que el agua asciende hasta los alféizares. La calle
entera en infusión. Barras de jabón dan vueltas a cuatro
metros de altura, como si Dios se estuviera dando el baño
semanal.
Con el cotorreo de una merienda de cotillas, el agua
crece más de un palmo cada hora, subiendo por la escalera
y lavando las prendas íntimas de la gente de Derbyshire,
pololos almidonados flotando cada vez menos rígidos, el
chapoteo de las ondículas convirtiendo los bordadillos en
blondas deshilachadas. Las sábanas de franela quedan
empapadas y las mantas de lana aplastan los colchones
como el peso de un pecado calado: hasta que la alocada
alegría de las aguas se apodera de ellos y los saca a flote
con elegante desenvoltura. Las camas salen a navegar, las
butacas se convierten en ligeras embarcaciones; los
calzoncillos de cuerpo entero amarillentos mueven los
brazos y las piernas, liberados por fin de arreglos
conyugales, y nadan como el capitán Webb, hacia la
libertad y hacia Francia.
Eso es lo que yo imaginaba. Pensaba que se abría una
especie de válvula más arriba en el río y empezaba la
inundación.
Sin embargo, en realidad la presa de Ladybower estaba
más abajo en el valle que el pueblo de Derwent. No fue una
inundación programada. Derwent murió gota a gota.
A medida que iba cayendo la lluvia, iba quedando
embotellada. Los arroyos fluían y quedaban allí contenidos.
Ladybower cerró las compuertas río abajo y poco a poco se
fue llenando el valle, siguiendo el curso de la naturaleza,
gracias a los arroyos de la ladera y a los chaparrones que
caían en los Peninos. Se llenó lentamente: del mismo modo
que puedes terminar llenando un cuenco con tus lágrimas
si lloras lo suficiente.

Veronica ya es vieja. Esto en parte lo entiende y en parte


no. Siempre ha contemplado la idea de lo que ella llama
«discontinuidades». Es decir, deslices en el tiempo o en el
raciocinio, fisuras entre causa y efecto. También es capaz
de mentir hasta la saciedad, normalmente para
desconcertar a la gente o para quedar bien. No puedo
contarte la de veces que me ha engañado de ese modo.
Saco el mapa del valle de Derwent a la luz. Vuelvo a mirarla
tendida en la cama. Me sabe mal, ojalá pudiera decir otra
cosa, pero el plano de las presas parece una representación
en forma de diagrama del aparato reproductor femenino.
Aunque no muy detallado: simplemente el que mostrarías a
estudiantes de medicina de primer año, o a niños que
insisten en preguntar. Un ovario es la presa de Derwent,
mientras que el otro es la de Hogg Farm. Este segundo
ramal desciende por Underbank hasta Cocksbridge. El
otro, por Derwent Hall, pasando por la escuela y la iglesia,
a través del pueblo inundado de Ashopton hasta el cuello
del útero, en Ladybower House y Ladybower Wood: desde
ahí hasta la presa de Yorkshire Bridge y el gran mundo que
se extiende más allá.
Ahora también sé algo más: demolieron el pueblo antes
de inundarlo. Lo derruyeron piedra a piedra. Esperaron a
que el vicario hubiera muerto antes de derribar la casa
parroquial. Pienso en el consistorio de Derwent y en el río
poco profundo que fluía al lado, en el puente para los
caballos de carga y el camino de herradura. Arrasaron el
edificio y vendieron lo que pudieron. Por el suelo del salón,
que era de roble, se pagaron cuarenta libras. Cada metro
cuadrado de los paneles de madera se vendió por una libra
y seis peniques.
El pueblo de Derwent tenía una iglesia, la de Saint James
& Saint John. Había una patena de plata y una pila antigua
que los paganos del ayuntamiento llegaron a utilizar como
maceta. Había un reloj de sol y cuatro campanas, además
de doscientos ochenta y cuatro cuerpos enterrados en el
cementerio. No encontraron a nadie que quisiera llevarse
esos huesos sin nombre, y la Comisión Hidrográfica decidió
enterrarlos en tierras de su propiedad. Sin embargo, el
propietario de la única casa del vecindario puso tantas
objeciones que el proyecto terminó cancelándose. Al
parecer, los muertos de Derwent tendrían que quedar bajo
el agua.
No obstante, el cementerio de Bamford se ofreció para
alojarlos en el último momento. Los cadáveres fueron
exhumados uno a uno y se registró el estado en el que se
encontraban: «esqueleto completo», junto con la naturaleza
del subsuelo, el estado del ataúd y la profundidad a la que
se encontraron. La Comisión Hidrográfica pagó quinientas
libras y el asunto quedó zanjado. Un obispo se encargó de
las oraciones.
El nivel del agua no paró de subir durante todo el año
1944. Hacia el mes de junio de 1945, solo quedaban
visibles unas cuantas jambas de piedra y el chapitel de la
iglesia.
Cuando era niña, la gente me contaba que en los veranos
calurosos el chapitel de la iglesia se erigía por encima de
las aguas, inquietante y desolado bajo el sol abrasador.
Eso tampoco es cierto.
El campanario fue volado en 1947. Tengo una fotografía
que lo confirma, donde aparece derrumbándose tras la
explosión, justo en el instante en el que las piedras se
reunieron con las ruinas que quedaban a sus pies. Pero
Veronica no me creería aunque se la mostrara. Se limitaría
a decir que solo intentaba fastidiarla. Le traen sin cuidado
las pruebas, por lo visto. Tiene su propia versión del pasado
y su propia manera de defenderla.
A veces, para pasar el rato, Veronica teje algo. Y digo
«algo» porque no estoy segura de que nada de lo que teje
pueda tener futuro como prenda, o de que llegue a
ponérsela en algún lugar que no sea este. Mueve los codos
de tal manera que las agujas de tejer siempre quedan
apuntando hacia mí. Cuando entra la enfermera, deja caer
las armas sobre las sábanas y sonríe mostrando su cara
más afable.

Los sábados por la noche, en el pueblo en el que creció


Veronica, los ingleses luchaban contra los irlandeses en
una calle en concreto, llamada Waterside. De pequeña yo
solía jugar en ese lugar tan desolado. Juncos, espadañas,
barrizales. (Te quiero en casa a las siete y media, me decía
siempre Veronica.) Espero que no fueran luchas serias. Que
fueran más bien minuetos con botellas rotas. Al fin y al
cabo, el sábado siguiente tenían que volver a luchar.
No; yo creo que eran la gente de Derbyshire, los salvajes.
Dos hermanos solían rondar por los pubs, anunciándose
entre sí: mi hermano luchará, correrá, saltará, jugará al
cricket o cantará contra cualquier hombre del condado. El
jugador de cricket acabó derribando al árbitro de un golpe
en el único partido que jugó en primera división. Otro
hermano, mientras regresaba a casa bajo la luz de la luna,
mató a una persona, la arrojó por encima de un muro y se
embarcó rumbo a América. Otro recorrió el camino de
herradura desde Glossop hasta Derwent acompañado de un
hombre que se describía a sí mismo como médico, pero que
posteriormente se descubrió que era un lunático homicida
fugitivo.
Me gusta imaginar interconexiones. Tal vez ese
«médico» era pariente mío, un irlandés psicótico que había
sido confinado a un manicomio. Intenté contarle mi teoría a
Veronica para ver si las fechas encajaban. Me dijo que no
sabía nada sobre el camino de herradura ni sobre el
lunático. Estaba a punto de creérmelo cuando una
enfermera asomó la cabeza por la puerta.
—Ha llegado el doctor —dijo, por lo que tuve que
levantarme y salir al pasillo.
—¿Café? —me preguntó un imbécil, señalando cinco
centímetros de agua sucia que llevaba en una bandeja. Me
limité a ignorar la pregunta. Apoyé la cabeza en un trozo
de pared despejado, sobre el yeso limpio; estaba pintada en
un tono neutro, como si lo hubieran hecho a propósito.
Al cabo de un rato, salió un médico y se me plantó al
lado. Se aclaró la garganta de forma ostensible para llamar
mi atención, y al ver que continuaba con la cabeza apoyada
en la pared me dio unos toquecitos en el hombro hasta que
miré a mi alrededor. Era un hombre de corta estatura,
airado y con el pelo canoso. Era más bajito que yo y, de
hecho, intentó comunicarme algo que sin lugar a dudas era
malo. Mientras escribo esto, la altura media de una mujer
inglesa está un poco por debajo del metro sesenta y cinco.
Yo apenas llego al metro sesenta, y aun así soy claramente
más alta que Veronica. Una lágrima me pica en el ojo. Es
tan pequeñita. En el espacio de un suspiro soy testigo de mí
misma: la lágrima queda procesada, marcada y derramada.

La presa de Ladybower tiene una superficie de 204


hectáreas. Su perímetro es de aproximadamente veinte
kilómetros. La profundidad máxima es de cuarenta metros.
Para construirla fueron necesarias cien mil toneladas de
hormigón y un millón de toneladas de tierra. No me fío de
unas cifras tan redondas, y estoy segura de que tú
tampoco. Pero ¿te las puedo ofrecer como base para el
debate? Cuando la gente habla de «enterrar el pasado» y
dicen que algo es «agua pasada», estas son la clase de
cifras a las que se refieren.
Los fantasmas de una vida
Hilary Mantel, conocida durante sus primeros años de vida
como «Ilary», contó la historia de su infancia y
adolescencia en sus memorias, Los fantasmas de una vida.
Nació en 1952 en un pueblo industrial de Derbyshire, y
pasó cuatro felices y provechosos años bajo el techo de sus
abuelos, preparándose para las carreras que pensaba
emprender como guardia ferroviario, caballero errante,
entrenador de camellos egipcios y cura católico. Una vez
cumplidos los cuatro años tuvo que ir a la escuela; no
estuvo de acuerdo con la decisión, pero sabía que la
dictaba la ley. A los seis años se mudó con su madre, su
padre y su cada vez más numerosa familia a una casa
encantada que quedaba a pocos minutos a pie. Un nuevo
«padre» se unió al hogar poco después. Aunque llegado el
momento Ilary llegaría a cruzar continentes, no solo no
dejó atrás sus fantasmas, sino que con el tiempo se les
unieron otros: los espectros anhelantes de los hijos que
nunca tuvo. En sus memorias cuenta como, tras una
infancia extraña, perdió la capacidad de engendrar, y como
esos hijos que jamás llegó a dar a luz la persiguieron
durante años y se convirtieron en parte de su vida y de su
ficción.
Llegas a este lugar en la mediana edad. No sabes cómo has
llegado hasta aquí, pero de repente te enfrentas a los
cincuenta. Cuando te das la vuelta y miras atrás,
vislumbras los fantasmas de otras vidas que podrías haber
vivido. Todas tus casas están encantadas por la persona
que podrías haber sido. Los espectros y los espíritus se
arrastran bajo las alfombras y entre la urdimbre y la trama
de las cortinas, merodean por los roperos y se tienden en el
fondo de los cajones. Piensas en los hijos que podrías haber
tenido y no tuviste. Cuando la partera dice «es niño»,
¿adónde va a parar la niña? Cuando piensas que estás
embarazada y resulta que no lo estás, ¿qué le ocurre a ese
bebé que ya se ha formado en tu mente? Lo dejas archivado
en un cajón de tu conciencia, como un relato corto
inacabado que al cabo de pocas líneas supiste que no iba a
ninguna parte.
En febrero de 2002, mi madrina Maggie se puso enferma
y las visitas al hospital me obligaron a regresar a mi pueblo
natal. Murió tras una breve enfermedad a la edad de casi
noventa y cinco años, y tuve que volver de nuevo para
asistir a su funeral. Había acudido varias veces a lo largo
de los años, pero en esa ocasión tuve que seguir una ruta
concreta: por la calle sinuosa que había entre los setos y el
muro de piedra, y luego subir por un sendero sin asfaltar al
que, cuando yo era pequeña, la gente llamaba «el camino
de carro». Ese camino sube por una cuesta hasta la vieja
escuela, ahora en desuso; luego hasta el convento, en el
que ya no quedan monjas, y finalmente hasta la iglesia.
Cuando era una niña este era mi recorrido diario, una vez
por la mañana para ir a la escuela y otra después del
almuerzo. Siguiendo de nuevo esa ruta ya como adulta y
vestida de negro para el funeral, sentí una opresión
poderosa y familiar. Justo antes de la intersección de la
carretera con el camino de carro me sentí superada por el
miedo y la angustia. Miré de reojo, atemorizada, hacia la
vegetación fría y húmeda, hacia las marañas de helechos:
quería decir, alto, no sigamos. Recuerdo que cuando era
niña solía pensar en salir corriendo de nuevo hacia la
seguridad (relativa) de mi hogar. El punto en el que el
miedo me superaba era cuando no había vuelta atrás.
Cada mes, desde los siete años hasta que me marché con
once, subíamos la colina en fila india hasta la iglesia para
confesarnos y para que nos perdonaran los pecados. Salía
de allí sintiéndome, como es de esperar, limpia y liviana.
Ese periodo de gracia nunca duraba más allá de los cinco
minutos que tardaba en entrar de nuevo en el edificio de la
escuela. Más o menos a los cuatro años había empezado a
creer que había hecho algo malo. La confesión no afectaba
a algún tipo de pecado esencial. Había algo en mi interior
para lo que no había remedio ni redención posible. En la
escuela la censura era constante, destrozaban de forma
sistemática cualquier atisbo de espontaneidad. Nos
imponían reglas que jamás habían sido articuladas, y que
cambiaban en cuanto creías que por fin las habías
aprendido. Desde la primera clase del primer día, fui
consciente de que tenía que resistirme a lo que me
encontrara allí. Cuando conocí a mis compañeros de clase y
oí la tonada de aire tirolés («Buenos dí-i-as, señorita
Simpson»), pensé que estaba rodeada de lunáticos; y las
maestras, malignas y estúpidas, me parecían las
guardianas de esos lunáticos. Sabía que no tenía que
sucumbir ante ellas. Que no debía responder a sus
preguntas sin respuesta, o que las guardianas las
formulaban solo para divertirse y pasar el rato. Que no
debía aceptar que las cosas estaban fuera de mi capacidad
de comprensión solo porque me lo hubieran dicho; tenía
que seguir intentando entenderlas. Y así empezó un estado
de lucha interna. El gasto de energía que requería
mantener tus ideas intactas era extraordinario. Pero si no
hacías al menos ese esfuerzo, te aniquilaban.
La historia de mi infancia es una frase complicada que
siempre intento terminar, terminarla y dejarla atrás. Se
resiste a que la termine, y en parte es porque las palabras
no bastan; mi primer mundo era sinestésico, y estoy
poseída por los fantasmas de mis impresiones sensoriales,
que resurgen cuando intento escribir y se desvanecen entre
las líneas.
Nos enseñan a recelar de nuestros primeros recuerdos.
A veces los psicólogos falsifican fotografías para que la
persona en cuestión, durante la infancia, aparezca en un
escenario desconocido, en lugares o en compañía de gente
a la que jamás ha visto en la vida real. Los sujetos al
principio se asombran, pero luego (de un modo
proporcional a sus ganas de complacer), acceden a fabricar
un «recuerdo» que cubra esa experiencia que nunca
tuvieron en realidad. No sé qué demuestra eso más allá de
que algunos psicólogos pueden llegar a ser muy
persuasivos, ciertos sujetos muy imaginativos y de que se
nos invita a confiar en lo que percibimos por los sentidos, y
nosotros, en efecto, nos dejamos llevar: confiamos en la
prueba objetiva de la fotografía, no en nuestra perplejidad
subjetiva. Es un truco, no es ciencia; se trata de nuestro
presente, no de nuestro pasado. Aunque mis primeros
recuerdos son dispersos, creo que no son ninguna
confabulación, al menos no del todo, y lo creo por su
abrumador poder sensorial; porque son completos y no
formulaciones aproximadas, surgidas de generalizaciones
sobre los sujetos engatusados por una fotografía. Cuando
digo que «noté el sabor», lo noto, y cuando digo que «oí
algo», lo oigo: no hablo sobre un momento proustiano, sino
sobre una filmación proustiana. Cualquiera puede
proyectar esos noticiarios cinematográficos antiguos, con
un poco de preparación, con un poco de práctica; quizá
resulte más sencillo para quien se dedica a escribir que
para la mayoría de la gente, pero tampoco estoy muy
segura de ello. Tampoco me atrevería a afirmar que no
importa lo que recuerdas, sino lo que crees recordar. Yo
invierto en precisión; jamás diría «no importa, ya es
historia». Por otro lado, sé que un niño pequeño percibe el
tiempo de un modo extraño, de manera que un año parece
una década y todo el mundo por encima de los diez años
parece adulto y de la misma edad; así pues, pese a estar
segura de lo que ocurrió, no estoy tan segura de la
secuencia y de la cronología de los hechos. Asimismo, sé
que cuando en una familia se impone el secretismo los
recuerdos empiezan a distorsionarse, porque sus miembros
confabulan para cubrir las lagunas de los hechos; tienes
que encontrar algún sentido a lo que ocurre a tu alrededor,
de manera que improvisas una narración lo mejor que
puedes. Añades cosas y razonas al respecto, y las
distorsiones engendran más distorsiones.
Aun así, creo que la gente es capaz de recordar: un
rostro, un perfume: una o dos cosas ciertas. Los médicos
solían decir que los bebés no sentían dolor; ahora sabemos
que se equivocaban. Nacimos con sensibilidad; tal vez
incluso nos conciben así. Parte de nuestra dificultad para
confiar en nosotros mismos consiste en que cuando
hablamos sobre los recuerdos tendemos a utilizar
metáforas geológicas. Hablamos de las partes enterradas
de nuestro pasado y asumimos que las más lejanas en el
tiempo son las más inaccesibles: que hay que emprender
una prospección para encontrarlas con la ayuda de un
profesional de la hipnosis o un psicoterapeuta. No creo que
los recuerdos funcionen de ese modo: creo más bien que se
asemejan al «santuario amplio y sin fronteras» que
describe san Agustín. O una gran llanura, una estepa, en la
que todos los recuerdos se disponen uno junto al otro, a la
misma profundidad, como las semillas en la tierra.
Hay un color de pintura que al parecer ya no existe, un
pigmento característico de mi infancia. Es un carmesí
atenuado, empapado por la lluvia, como el de la sangre
seca. Lo veías en las puertas de paneles de las casas, y en
los marcos de las ventanas de guillotina, en las verjas de
los molinos y en esos altos portales de los pasajes entre las
tiendas, por los que podías acceder a los patios traseros.
Todavía se puede ver en los edificios más tiznados y
desvencijados, en los que la limpieza por abrasión aún no
ha descubierto el color miel en la piedra ennegrecida por el
hollín: se puede detectar algún rastro, algún rasguño. Los
restauradores de grandes casas utilizan vestigios de
pintura para identificar la paleta de colores original de los
salones antiguos, salas de estar y huecos de escalera. Yo
utilizo esos vestigios de pintura (digamos que del color de
la sangre de buey) para renovar las estancias de mi
infancia: luego fueron verde oscuro, crema y, más adelante,
de un amarillo turbio que desaparecía a la altura de los
hombros, como las secuelas de un incendio.

Cuando tengo seis años me acuestan en el dormitorio de


mis padres en Brosscroft. De momento solo hay un
dormitorio habitable en la casa. El catre del bebé está junto
a la pared de la ventana, mientras que la cama de
matrimonio ocupa el centro de la estancia y mi cama
pintada de color crema es la que queda más cerca de la
puerta. Estoy tendida bajo una manta de tartán y mis dedos
retuercen y trenzan los flecos; trenzar, deshacer y trenzar
otra vez: noto la aspereza de la lana en los dedos. Me
esfuerzo en soñar; pienso en los indios americanos y en
Jesús, porque Jesús es algo en lo que estoy obligada a
pensar, por eso lo intento, lo intento de verdad. Pienso en
mi tipi, en mi tomahawk, en el fornido alazán que me
espera con una manta a rayas sobre el lomo, listo para salir
a galopar por las praderas, hacia el rojo y polvoriento
oeste. Luego pienso en que, en el piso de abajo, tal vez en
este mismo instante, mamá se está poniendo el abrigo y
está cogiendo el bolso.
Estoy convencida de que se marchará de noche, de que
me abandonará. No deberíamos haber venido jamás a esta
casa; deberíamos habernos quedado donde estábamos, con
la abuela y el abuelo, en Bankbottom. Todo ha salido mal;
tanto que no sé cómo expresarlo o comprenderlo; sé que
cualquiera que pueda huir de un desastre debería hacerlo,
aun si eso implica abandonar a los débiles, los viejos y los
bebés entre los escombros. Mi madre es lista y está en
forma, y pienso que saldrá corriendo y aprovechará la
oportunidad que tiene de empezar otra vida, una vida
mejor en otro lugar: un lugar digno de una princesa, donde
vive su verdadera familia. Con sus sonrisas complacientes y
el pelo de crepúsculo en llamas, no pertenece a este lugar,
a estas sombras que la encierran: a estas habitaciones que
se han llenado en silencio de observadores invisibles y
hostiles.
Mi padre acuesta al bebé; ahora que está en el piso de
arriba con el bebé y conmigo, parece el momento más
adecuado para la huida. Creo que, aunque esto casi podría
matarme, lo soportaré mejor si sé en qué momento se
marcha, si oigo que la puerta se cierra tras ella. Pero no lo
soportaré si bajo por la mañana y me encuentro la cocina
vacía y fría, calentada solo por el rostro de Elvis, ese rostro
hinchado y reluciente como el sol naciente.
Por eso me quedo tendida y despierta, aguzando el oído,
mucho después de que mi padre haya bajado, escuchando
el zumbido de la luz nocturna y los sonidos de la casa. Por
la mañana estoy demasiado cansada para levantarme, pero
tengo que ir a la escuela si no quiero ir a juicio.
Me duelen los brazos y las piernas. El médico dice que
son dolores del crecimiento. Un día me doy cuenta de que
no puedo respirar. El médico dice que es porque pienso en
ello, que si no pienso en respirar podré hacerlo sin
problemas. En realidad, está harto de que le pregunten qué
diantres me ocurre. Me llama «la pequeña Nuncabién». Me
enfado. No me gusta que me pongan motes. Demuestra que
tienen demasiado poder sobre mí.
La gente no debería poner motes. Ruidoquedito.

Jack viene a visitarnos. Viene a merendar. Estas meriendas


parecen comidas aparte, extraordinarias, y tienen lugar en
la gran cocina cuando las luces están encendidas y los
jardines agrestes se sumen en la penumbra florida.
Preparamos platos extraños y frívolos: sumergimos huevos
en grasa borboteante, para que siseen como criaturas
marinas y se hinchen hasta formar perlas con patas
translúcidas de un color blanquecino. ¿Jack vendrá hoy?,
pregunto. Ah, qué bien. Busco a alguien con quien casarme.
Es algo que quiero dejar resuelto. Espero que Jack sirva,
aunque es una lástima que no seamos parientes. Solo es
alguien a quien conozco.
En Bankbottom están hablando sobre las últimas
novedades de Roma: ¡el papa dice que puedes casarte con
un primo segundo! Eso significa, según la gente, que Ilary
podría casarse..., si quisiera, claro..., y luego empiezan a
salir nombres de personas sobre las que nunca había oído
hablar. Y me habría gustado: me interesa conocer a esos
candidatos; soy, ahora ya lo sé, el tipo de persona que se
casaría con alguien de mi propia familia solo para
conservarla unida, para asegurarme de que tendré
suficiente gente conocida, tíos abuelos que necesiten queso
de Cheshire, tías abuelas con sombrero discutiendo en voz
baja y blandiendo cucharas sobre cuencos de melocotones
en almíbar. Tengo un tío abuelo que estuvo en una prisión
militar, «nuestro Joe es un laborista de los buenos», dice mi
abuela; tengo una tía abuela que a cambio de dinero vendió
la melena rubia. ¿Por qué son tíos abuelos y tías abuelas?
¿Dónde está la siguiente generación? ¿Dónde están sus
hijos? Nunca nacieron, o murieron cuando todavía eran
bebés. De pobreza, según mi madre, de neumonía. Escribo
«neumonía». No sé que es una enfermedad, creo que no es
más que un viento frío.
Un día Jack viene a merendar y no vuelve a su casa.
—¿No se marchará más? —pregunto.
Cae la noche en esta nueva dispensación; cae una y otra
vez sobre mí. Durante las semanas siguientes me pongo
furiosa y me confinan al cuarto acristalado. Jack y mi
madre están sentados en la cocina. Salto a la ventana de la
cocina y les hago muecas. Corren las cortinas y se ríen.
Intento derribar la puerta trasera, pero la han cerrado con
el pestillo.
Pataleo enfurecida desde el frío exterior. Me llamo
Ruidoquedito.
No deberías juzgar a tus padres. En la mayoría de los casos
(esa es la naturaleza de los padres), lo hicieron lo mejor
que pudieron. Estaban desconcertados y sin blanca, y no
podían permitirse pagar a un abogado, eran todos contra
ellos y, si echas cuentas, adviertes que eran patéticamente
jóvenes. Los árboles no les dejaban ver el bosque, por
decirlo de alguna manera. Estaban enamorados o
enfurecidos, se sentían traicionados o decepcionados de un
modo amargo e, igual que nuestra generación, se aferraban
a cualquier opción de mejorar, de cambiar, de conseguir
una segunda oportunidad: se libraron de los grilletes de la
lógica y, a pesar de la debilidad y de la desesperación,
reunieron el coraje necesario para escupirle a la cara al
destino. Eso es lo que hacen los padres. Creen que el amor
puede conquistarlo todo, de lo contrario, ¿por qué habrían
tenido hijos, por qué te habrían traído al mundo? No
deberías juzgar a tus padres.
Cuando tienes seis, siete años, esto no lo sabes. Yo
también tengo la sensación de haber sido juzgada: de haber
cometido una afrenta sin nombre: de haber sido
sentenciada, y de verme obligada a cumplir una pena
inconcreta sin previo aviso.

En una mañana de sábado en Brosscroft, bajo temprano y,


para mi sorpresa, allí está mi abuelo. Está en la despensa
de estantes de piedra, donde el aire es frío incluso en
agosto. Tiene las herramientas esparcidas porque ha
estado ayudando a reparar algo de la casa, pero ahora ya
las está limpiando y guardando en su estuche de lona.
—¿Qué haces, abuelo? —pregunto.
—Estoy recogiendo esto y me voy a casa, cariño —me
responde.
Me alejo con un pesar en el corazón.
En la cocina, mamá me coge en brazos.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada.
—¿Qué?
Está ardiendo, tiene las mejillas coloradas, el pelo en
llamas.
—¿Nada? ¿Quieres decir que no te ha dirigido la
palabra?
Veo que se prepara otra bronca furiosa. Respondo sin
ánimo, refugiándome en lo literal: como el mensajero
estúpido que trae malas noticias dos veces.
—Me ha contado lo que hacía. Me ha dicho «Estoy
recogiendo esto y me voy a casa, cariño».
El abuelo se marcha de nuevo a Bankbottom, con la
columna firme y el cuello tieso. En algún lugar de la casa
suena un portazo. Los cristales tiemblan en los marcos. Los
armarios crujen, la cadeneta que sostiene el nuevo espejo
del salón tiembla contra la alcayata. El descansillo de la
escalera no tiene luz, está en el centro de la casa. Creo que
veo a alguien doblando la esquina, por el pasillo que va al
dormitorio en el que mi padre Henry está durmiendo en
una cama individual. Las paredes son amarillas, en ese
cuarto, y las cortinas están medio corridas.
¿Qué ocurre ahora? Se habla de nosotros por la calle. Se
han roto ciertas reglas. Una oscuridad se cierne sobre
nuestra casa. El aire se vuelve amargo, espeso, y se
acumula formando nubes gaseosas en las habitaciones. Me
parecen tan densas que temo golpearme la cabeza contra
ellas.
Ya tengo otro hermano; ¿de dónde salen? Los dos chicos
duermen en el dormitorio principal, el mayor en mi cama
de color crema y el pequeño en su catre. A mí me trasladan
a la habitación de mi padre, que es el cuarto amarillo que
hay al fondo del pasillo. En el pasillo no hay luz natural,
solo una bombilla que, en lugar de alumbrarlo, arroja
sombras que lo vuelven más lúgubre todavía. Nunca
camino entre el descansillo superior de la escalera y mi
cama, siempre paso corriendo. Nuestros dos cachorros
lloran durante la noche. Tienen miedo. El hombre que viene
a pintar el descansillo está asustado, pero se supone que yo
no debería estar escuchando cuando lo comentan.
Se ha perdido la llave de la puerta. Ponemos la casa
patas arriba para encontrarla. Comprobamos hasta la
última superficie, hasta el último cajón. Rastreamos el
suelo palpando con las manos y las rodillas. Todos los
visitantes (aunque no sean muchos) se estrujan el cerebro y
sus movimientos son interrogados a conciencia. Pasan un
par de días y la llave vuelve a aparecer sobre el armario de
la vajilla, justo en el centro.
Mi madre deja de ir a comprar a las tiendas. Mi abuela
es la única que viene y va entre nuestra casa y Bankbottom.
En la escuela los niños me preguntan cómo vivimos, quién
duerme en cada cama. No comprendo por qué quieren
saberlo, pero no les cuento nada. Odio ir a la escuela. Me
pongo enferma a menudo, por culpa de esos dolores cada
vez más frecuentes, de esa respiración en la que se supone
que no tengo que pensar, de la fiebre como la que tuve en
Blackpool y de los intensos dolores de cabeza que me dejan
ojerosa. Cuando vuelvo a la escuela al cabo de unos días
nadie parece conocerme y, aunque nadie me había dicho
nada, resulta que he pasado de curso. La nueva maestra es
la señorita Porter. No comprendo cómo escribe la
aritmética. Me he perdido algo. Levanto la mano y le digo
que no lo entiendo. Se me queda mirando con incredulidad.
¿Que no lo entiendo? ¿No lo entiendo? ¿Qué clase de
rebelión es esa? ¿Por qué no me limito a copiar lo que
escribe el niño que tengo al lado, como el resto de los
tontos?
La señorita Porter dura muy poco en la escuela. Pero mi
ignorancia se queda.
Una vez al año, en la escuela y la iglesia, teníamos
Domingo de Misiones y cantábamos sobre africanos e
indios. Los llamábamos «negritos», y recaudábamos dinero
para ellos. Si conseguías una buena colecta, te permitían
tener uno. Durante la semana anterior al Domingo de
Misiones cantábamos himnos especiales de melodías
indistinguibles y letras apasionantes. «Por las esposas y
viudas de los niños, bebés que se apresuran hacia sus
tumbas...» ¿Qué edad debías tener para que te
consideraran una esposa siendo una niña? ¿Cómo debía de
ser la viudez a esa edad? Y los «bebés que se apresuraban
hacia sus tumbas», ¿eran las propias esposas o sus hijos?
Lo más probable es que no acabara de comprender bien
las letras; puede que mi versión no fuera más que una
parodia de lo que ponía en la hoja de cantos. A los ocho
años, pierdo el oído. Cuando alguien me habla, digo
«¿qué?». Mientras repiten lo que ya me han dicho una vez,
me recompongo y me recuerdo a mí misma que debo
ordenar las piezas dispersas de mi atención. Las palabras
me suenan borrosas; como el ala de una polilla,
revoloteando alrededor de una lámpara de significado. Mis
pensamientos no se mueven a la misma velocidad que las
conversaciones humanas, lo hacen dos veces y media más
rápido, más o menos, de manera que siempre tengo que
estar recogiendo cable por lo que dice la gente, para
descubrir a qué parte de qué pregunta se supone que estoy
respondiendo. Continúo con mi costumbre de mirar a
hurtadillas, de reojo, y empiezo a dominar el arte de notar
las cosas a través de las puntas de los dedos. Las piezas de
ajedrez ahora se mueven siguiendo mis órdenes. Henry y
yo estamos sentados junto a la lámpara encendida, en el
salón de la casa de Brosscroft. Los bebés están arriba,
durmiendo como lirones, y mi madre y Jack se han
marchado. ¿Adónde? ¿Han salido a bailar? No lo sé. Mi
largo padre queda doblado en la silla cuando se sienta, y
empuja un peón con gesto cansado; hasta que, en una
noche inspirada, «lo enroco» desplazando el rey dos
casillas y colocando una de las torres en una jugada
poderosa, amenazadora, que me deja en una posición
aventajada en la partida; él se inclina hacia delante,
fascinado, y dice, ¿sabías que podías hacer eso? La verdad
está entre el sí y el no. Tengo ocho años y no soy tan tonta
como parezco. Apenas soy capaz de estudiar la partida, de
estudiarla en secreto, para confundir a mi padre; aunque
preferiría que pensara que el movimiento me ha salido solo,
y sonrío con deslumbrada sorpresa cuando mi torre salta
de su esquina, moviéndose como un tanque campo a través
para acabar con sus mejores defensores. Es importante no
intentar ganar; mostrarme despreocupada. Por su parte,
con la misma despreocupación, él va dejando por la casa
libros de la biblioteca para que yo pueda leerlos: libros de
la editorial Gollancz, de cubiertas amarillas. Leo a Arthur
Koestler, Reflexiones sobre la pena de muerte. Y aprendo
cosas; las incorporo a mis sueños. Sueño que he asesinado
a alguien. Es mejor saber lo que me espera que ignorarlo.
Todos se ríen de mí porque no oigo las cosas, porque
digo «¿qué?». Mi madre apuesta dinero a un caballo
llamado Señor Qué. Gana el Grand National.

En los días en los que aún tenía siete años, tras la confesión
y la primera comunión, volvía a casa de la escuela por
Woolley Bridge Road, con el seto tiznado a mi izquierda y el
muro a mi derecha, y tras el muro estaba la fábrica de
envasados, en la que se procesaban y enlataban papillas de
carnes inimaginables. Me seguía de cerca mi ángel de la
guarda, siempre en mi hombro izquierdo, justo detrás de
mí para que no lo viera. Y Dios también me acompañaba,
realmente estaba convencida de ello. Podrías imaginar que
le pedí que se manifestara y pusiera fin a lo que ocurría en
Brosscroft: los portazos en plena noche, las rachas de
viento que recorrían las habitaciones. Pero mi idea de Dios
era distinta. No era un mago y no debía ser tratado como
tal; no se le tenía que pedir que alterara y arreglara cosas
como si fuera un fontanero o un carpintero, como mi abuelo
con las herramientas guardadas en un rollo de lona. Había
llegado a comprender a mi manera la gracia, ese canal con
filtraciones entre las personas y Dios: ese canal lento,
verde y lodoso que transcurría entre una persona y el Dios
que llevaba dentro. Todos los sentidos son graciosos,
agentes de la gracia: el tacto, el olfato, el sabor. La gracia
de la música no es para una niña que se pasa el día
diciendo «¿qué?». Mi madre ya nunca toca el piano; mi
padre, casi nunca. A Jack no lo he visto nunca sentarse
frente a él, sin duda porque es anglicano. Y yo soy incapaz
de afinar; me lo hacen saber de un modo cruento. No sé
cantar fa sol la si do sin desafinar. Puedes rezar para
obtener la gracia, pero es algo que llega de forma
inesperada, como una sequía. Es algo que no puedes
planificar. Si no la pides, la consigues. Pasé un año
convencida de esto, reservando un espacio simple para
Dios en mi interior: un espacio irregular rodeado de luz, un
espacio de espera recortado en mi plexo solar. Subsistí
esperando con atención, con buena disposición. Pero lo que
llegó no fue Dios ni mucho menos.

A veces te topas con algo que no puedes escribir. Has


escrito todo lo que se te ha ocurrido para evitar que la
historia llegue hasta aquí. Sabes que, técnicamente, tu
prosa no está a la altura. Y entonces dices, muy bien: al
menos conozco mis limitaciones. O sea que elegiré palabras
simples; poco a poco. Pero luego eres consciente de que los
lectores, los que todavía hayan decidido quedarse contigo,
se están preparando para una revelación de abusos
sexuales. Ese es el horror habitual. El mío es más difuso.
Envolvió mi vida con una mano asfixiante y no sé cómo, ni
tampoco qué era.
Referencias de las citas

Capítulo «Kill Bill Is a Gentleman»: Verso del poema «The


Old Vicarage, Grantchester», de Rupert Brooke.
Capítulo «Sacrificios»: William Shakespeare, Antonio y
Cleopatra; acto 4 escena 14. Traducción de María
Enriqueta González Padilla en Tragedias, Penguin
Clásicos, Barcelona, 2016.
Capítulo «Curva es la línea de la belleza»: Tucídides,
Historia de la guerra del Peloponeso, Editorial Crítica,
Barcelona, 2013. Traducción de Francisco Rodríguez
Adrados.
Capítulo «Aprender a hablar»: William Shakespeare,
Enrique VIII, acto 2 escena 4. Traducción de Carlos
Gamerro en Dramas históricos, Penguin Clásicos,
Barcelona, 2016.
Capítulo «La rebelión de la tercera planta»: William
Shakespeare, Romeo y Julieta, acto 5, escena 3.
Traducción de Josep Maria Jaumà en Tragedias, Penguin
Clásicos, Barcelona, 2016.
Notas
1. «King Billy is a gentleman. / He wears a watch and chain. / The dirty
Pope’s a beggar / And he begs down our lane.» Canción popular de Belfast de
carácter independentista. (N. del t.)
1. En el poema anterior son relevantes la pronunciación de «a» y «ar»,
distintas según la región, lo que queda claro durante la audición. En el párrafo
siguiente, el niño entiende «el par y la gloria», pero lo que se quiere decir es
«el poder y la gloria». El «parsing shot» es un «passing shot», pero la
narradora entiende «parsing», analizar algo gramaticalmente. (N. del t.)
2. En este poema la dificultad consiste en la pronunciación similar de las
sílabas «oi» y «oy». (N. del t.)
Aprender a hablar
Hilary Mantel

La lectura abre horizontes, iguala oportunidades y construye una sociedad


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272 04 47.

Título original: Learning to Talk

Diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño


© de la fotografía de la portada, ©Martin Parr / Magnum Photos /
ContactoPhoto

© Hilary Mantel, 2003

© de la traducción del inglés, Albert Vitó i Godina, 2024

© Editorial Planeta, S. A., 2024


Ediciones Destino, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
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ISBN: 978-84-233-6526-5 (epub)

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