Santa Anna
Santa Anna
Santa Anna
Y SU
FORMA
DE
GOBIERNO
¿Quién fue Antonio López de Santa Anna y cuál es su
biografía?
En 1821 Santa Anna se unió a los insurgentes del Plan de Iguala. Posteriormente
derrocó a Iturbide en 1823 con el Plan de Casamata. A partir de entonces tomó
parte en todos los acontecimientos políticos de la caótica vida independiente de
México.
Se unió sucesivamente a liberales y conservadores, en elogiado perseguido y sufrió
el destierro en varias ocasiones. En 1835 intervino en la guerra con Estados
Unidos al mando del ejército mexicano, pero fue hecho prisionero en San
Jacinto después de haber obtenido algunos triunfos militares (toma de El Álamo).
Santa Anna fue remitido a México donde lo recibieron con entusiasmo. En 1838 de
nuevo encabezó el ejército contra los franceses en la Guerra de los Pasteles. Ocupó
la presidencia de México en 11 ocasiones y se autonombró dictador en 1853 con el
título de Alteza Serenísima y Dictador Vitalicio.
Empero, el alza desmedida de impuestos y la venta a Estados Unidos de La Mesilla
(un millón de kilómetros cuadrados entre Sonora y Chihuahua) le valieron la
impopularidad y marcaron su decadencia. Un grupo de adversarios políticos lanzó
el Plan de Ayutla en 1854 por lo que Santa Anna renunció y se refugió en La
Habana.
Santa Anna regresó algunas veces tratando de recuperar el poder, incluso escapó a
la pena de muerte en 1867 después de haber estado recluido en San Juan de Ulúa.
Finalmente se estableció en las Bahamas y volvió a México al fallecer Benito Juárez.
Murió en la Ciudad de México el 11 de junio de 1876.
Antonio López de Santa Anna es sin duda el personaje más controvertido de la
historia de México en el siglo XIX.
Con toda razón, pues, se ha llamado Las revoluciones de Santa Anna a este periodo;
y en muchos aspectos, la biografía de Santa Anna es la historia de las primeras
décadas del México independiente. Ahora bien, si se piensa en los exiguos avances
políticos y económicos de aquellos años y en la pérdida de la mitad del territorio
nacional en la guerra contra Estados Unidos, el dilatado protagonismo de Santa
Anna en la historia mexicana arroja un saldo cuando menos deprimente.
Biografía
Nacido en Jalapa, Antonio López de Santa Anna se trasladó con su familia a
Veracruz cuando su padre, notario de profesión, recibió un nuevo destino. Ingresó
muy joven en el Ejército Real de la Nueva España, contrariando con ello los
designios paternos, y era capitán del ejército español cuando estalló en 1810 la
insurrección anticolonial liderada por Miguel Hidalgo. A lo largo de aquella década,
Santa Anna combatió a los independentistas desde el bando virreinal.
Antonio López de Santa Anna figuró entre los muchos que se adhirieron
tempranamente al Plan de Iguala. El apoyo a Iturbide de antiguos realistas no debe
sorprender, ya que ni siquiera las élites virreinales eran del todo reticentes: en
algunos de sus círculos se veía con buenos ojos el establecimiento de una
monarquía independiente como medio para eludir la implantación de un régimen
liberal y perpetuar el absolutismo.
Santa Anna encontró un terreno fértil para los negocios en un país en el que todo
estaba por hacerse y necesitado de obras públicas para que iniciara “su marcha
hacia la modernidad”. Pero ante los problemas financieros del gobierno ¿de dónde
se iban a obtener los recursos? El presidente otorgó concesiones, permisos,
licencias y “privilegios exclusivos”, sin licitación pública, para enajenación de
tierras, importaciones, líneas telegráficas, ferrocarriles, fábricas, construcción de
caminos, minas y aduanas.
Uno de los bienes más cuantiosos del Estado era el monopolio del tabaco –llamado
estanco desde el Virreinato–, que durante muchos años se había arrendado a un
consorcio de agiotistas para que lo administrara a cambio de otorgarle al gobierno
una renta. Se trataba –diríamos hoy– de una privatización.
En Veracruz declaró baldías algunas tierras bajo una ley de expropiación por causa
de utilidad pública, pero lo hizo de acuerdo con lo que “estimara conveniente” y se
las adjudicó a varios militares y políticos allegados a él, como Ignacio Esteva,
Vicente Filisola y Pedro Fernández del Castillo. A Jecker, el agiotista suizo, le otorgó
la concesión de grandes extensiones de tierra en Sonora y Baja California, donde
patrocinó la expedición del conde Gastón de Raousset-Boulbon, quien pretendió
formar un país independiente en esa región en enero de 1854, aunque ya no se le
confirmó por el estallido de la revolución liberal de Ayutla.
La compañía Barrón y Forbes era una de las más ricas del país y tenía excelentes
relaciones con Santa Anna; entre otras cosas, se dedicaba al “escandaloso”
contrabando. El gobierno le había dado el permiso para abrir varias fábricas textiles
e importaban la materia prima, aunque metían telas de contrabando de Inglaterra
sin pagar impuestos y las hacían pasar como producción nacional. Se supo del pago
de fuertes cantidades a funcionarios mexicanos para que destituyeran al jefe de la
aduana de San Blas, quien obstaculizó durante dieciocho meses su contrabando.
Huelga decir que el de San Blas no era el único donde se cometían tropelías, pues el
Estado era incapaz de mantener el control sobre sus autoridades portuarias, que
no atendían sus propias reglas, además de que en algunos puertos la
administración ni siquiera estaba en sus manos, sino en las de comerciantes
extranjeros.
Otros empresarios, entre quienes se hallaba Gregorio Mier y Terán (quien fue
diputado y era del grupo de comerciantes de Veracruz), en cambio, querían un
arancel moderado y prácticas antiproteccionistas que les permitieran la
importación de 2 500 quintales de algodón, lo cual estaba prohibido. A la Compañía
Restauradora del Mineral de Tlalpujahua (propiedad de especuladores como
Manning y MacKintosh, Martínez del Río, Nicanor Béistegui, Agüero, González y
Cía., y Francisco Iturbe) le permitió la importación de 100 000 quintales a cambio
de 300 000 pesos.
A su colaborador cercano el ministro Manuel Díez de Bonilla (involucrado en la
venta de La Mesilla a Estados Unidos) le otorgó la concesión de quince buques de
vapor que navegaban las lagunas y acequias del Valle de México. En
agradecimiento, uno de sus vapores llevaba el nombre de General Santa Anna. A
Lelong, Camacho y Cía. le dio la concesión para una línea de vapores entre El Havre
(Francia), Veracruz y Tampico, y a la compañía mixta de A. G. Sloo, representada
por Ramón Olarte, Manuel Payno y José Joaquín Pesado, la apertura del istmo de
Tehuantepec, que el gobierno consideraba no solo una exigencia comercial, sino
una necesidad política para conservar la integridad del territorio.
Desde entonces Santa Anna se convirtió en el «hombre fuerte» del país por espacio
de treinta años, si bien su presencia formal al frente del poder político fue
intermitente. Su prestigio militar se acrecentó cuando consiguió rechazar una
expedición enviada por España con intención de reconquistar México y restaurar el
régimen colonial; la victoria de Santa Anna sobre las tropas del general español
Isidro Barradas en la Batalla de Tampico (1829) le valió un ascenso a general de
división y la consideración de héroe de la patria.
La pérdida de Texas
Finalmente, en 1833 asumió personalmente por primera vez la presidencia de la
República y dio inicio a lo que podría llamarse sin rigor su primer mandato; de
hecho, entre 1833 y 1835 asumió y cedió el cargo en cuatro ocasiones. Carente de
ideas propias también en el poder, Santa Anna actuó como un demagogo
populista. Empezó gobernando con los federalistas anticlericales, permitiendo las
reformas liberales de su vicepresidente, Valentín Gómez Farías; luego se alió con
los conservadores, centralistas y católicos, con los que tenía mayor afinidad, y en
1835 suprimió el régimen federal, aplastando por la fuerza a sus defensores.
El propio Santa Anna fue hecho prisionero, enviado a Washington y liberado por el
presidente Andrew Jackson tras entrevistarse con él; para ello hubo de aceptar un
tratado por el que reconocía la independencia de Texas y se comprometía a no
emprender ninguna acción militar contra el nuevo estado. A su regreso a Veracruz,
Antonio López de Santa Anna parecía militar y políticamente acabado; había
perdido su prestigio militar, la presidencia y su ya escasa popularidad.
La intervención francesa
Aprovechando esa popularidad, Santa Anna asumió otra vez la presidencia durante
unos meses en 1839 (por ausencia del presidente Anastasio Bustamante) y volvió a
erigirse en dictador en 1841-1842, pero fue obligado a dejar el poder ante la
desastrosa situación económica que provocó su gobierno. Todavía ejerció la
presidencia durante unos meses en 1843 y en 1844, pero entonces optó por una
retirada interesada: los Estados Unidos planeaban la incorporación de Texas a la
Unión y no quería que se recordase su deslucido papel; la estratagema, sin
embargo, no pasó desapercibida, y el subsiguiente escándalo determinó su
embarco a Cuba.
La Guerra Mexicano-Estadounidense
Al estallar la guerra entre México y Estados Unidos por la anexión a este país de la
antigua provincia mexicana de Texas (independiente desde 1836), Antonio López
de Santa Anna fue llamado por el presidente Valentín Gómez Farías y regresó de su
exilio en Cuba para dirigir las hostilidades; durante la Guerra Mexicano-
Estadounidense (1846-1848) volvería a ostentar la presidencia en 1847, en dos
breves periodos.
Santa Anna, que se veía a sí mismo como el Napoleón de América, se negó desde el
principio a negociar con Estados Unidos a pesar de su situación de inferioridad; los
medios y organización del ejército mexicano eran obsoletos comparados con el
estadounidense. Incapaz de frenar los avances norteamericanos, y perdiendo una
batalla tras otra, provocó así la invasión estadounidense de Veracruz, Jalapa y
Puebla (1846). En septiembre de 1847 evacuó la capital y, completamente
derrotado, tuvo que aceptar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848), por el que
México perdió casi la mitad de su territorio: a la definitiva pérdida de Texas hubo
que sumar la de California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Colorado y Utah.
Entre las razones por las que Santa Anna no suele gozar del aprecio de los
historiadores mexicanos, el desastroso resultado de la Guerra Mexicano-
Estadounidense es la más insoslayable. Puede argumentarse que no disponía de
medios y que los norteamericanos hubieran practicado igualmente su política
expansionista sin mediar el episodio de Texas, pero es indudable que su negativa a
negociar revela una embotada percepción de sí mismo y una incomprensible
miopía frente al poderío real de los países en conflicto.
Último mandato
Santa Anna partió otra vez al exilio, dejando atrás un país más empobrecido y con
la misma inestabilidad política; los liberales ganaron posiciones, pero sus intentos
de reforma no llegaban a buen término; las luchas políticas y los conflictos
fronterizos se agudizaron. Llamado por los conservadores para hacer frente a la
caótica situación, en 1853 regresó al país e inició un último mandato presidencial
(1853-1855), que fue en realidad una dictadura personalista sin eufemismos: Santa
Anna se otorgó el tratamiento de Su Alteza Serenísima y se erigió en presidente
vitalicio por decreto. Dictó toda clase de impuestos en un vano intento de sanear
las arcas públicas, amparó las corruptelas y persiguió a los opositores.
Tan nefasta política tuvo la virtud de aunar en el Plan de Ayutla las voluntades de
los liberales, que derrocaron a Santa Anna en 1855. Exiliado en Colombia, Santa
Anna perdió definitivamente (aunque no tuvo conciencia de ello) toda su influencia
y poder político. Todavía volvió a México en dos ocasiones: la primera durante la
ocupación francesa y el Imperio de Maximiliano I de México (1864-1867), que le
hizo mariscal (también entonces intentó sin éxito recuperar el poder); y la última
en 1874, cuando, después de la muerte de Benito Juárez, el presidente Sebastián
Lerdo de Tejada autorizó su regreso a la patria. Pasó sus últimos años pobre, ciego
y olvidado por todos.
Los liberales se inclinaban por un proyecto de nación que siguiera los principios
de las filosofías políticas francesa y estadounidense. También, pretendían que
México fuera un país de individuos libres en donde todos fueran iguales ante la
ley; además, defendían al Estado laico, es decir, abogaban por separar la
influencia eclesiástica de las decisiones políticas.
También consideraban que la forma de gobierno más adecuada para el país era la
República, en la cual los poderes Ejecutivo, Legisla tivo y Judicial se separaran para
evitar abusos por parte de una persona o institución. Asimismo, se identificaban
con el federalismo, doctri na política que promovía la autonomía de cada uno de
los estados y territorios que conformaban la geografía nacional. Para lo grar un
Estado fuerte y con respaldo popular, los liberales im pulsaron un gobierno
democráticamente electo mediante el voto popular. Una primera generación de
liberales identificó los retos de la nueva nación y reflexionó ampliamente sobre
ellos. Dos personajes sobresalieron en esta tarea: el doctor José María Luis Mora
y Valentín Gómez Farías.
Por otro lado, los conservadores sustentaban sus ideas en la tradición y las
costumbres, y señalaban que México no debía cambiar un modelo político y
social vigente durante siglos al incorporar ideas novedosas que, desde su perspec
tiva, resultaban extrañas a la realidad y al contexto del país.
Por ello, proponían mantener la estructura política y social heredada del periodo
virreinal, argumentando que era conocida y que su funcionamiento había sido
probado. De acuerdo con ellos, no se debía ir en contra de cos tumbres tan
arraigadas, además se trataba de un tipo de régimen que garantizaba la
continuidad de sus privilegios.
Hacia mediados del siglo xix, con el país en peligro de desarticularse por la notoria
falta de unidad nacional, emergió la figura política del general Antonio López de
Santa Anna. Respaldado por el grupo conservador, encabezó una dictadura militar.
Tras la derrota ante la invasión estadounidense (1846-1848), México intentó
reorganizarse en medio de múltiples dificulta des. Entre 1848 y 1853, los
presidentes José Joaquín Herrera y Mariano Arista tuvieron periodos de
gobierno caracterizados por la falta de recursos y respaldo social; ambos fueron
constante mente amenazados por levantamientos militares y conflictos sociales en
las entidades federativas.
La política dictatorial del general Antonio López de Santa Anna creó un clima de
descontento que se cristalizó en la Revolución de Ayutla, la cual logró reunir a los
liberales y algunos sectores populares en contra del presidente y, con ello, marcar
un punto de quiebre en el desarrollo de la historia nacional.
A principios de 1854, en Ayuda, Guerrero, el antiguo insurgente Juan Álvarez se
rebeló contra la dictadura de Santa Anna.
PLAN DE AYUTLA
Para mediados del siglo XIX, la figura de Antonio López de Santa Anna era
sinónimo de poder y corrupción en México, de un gobierno lleno de favoritismo
y autoritarismo, donde el gobernante incluso se había hecho llamar “Su Alteza
Serenísima”. Muchos de quienes en un inicio se habían aliado a él, ahora lo
veían con miedo y desconfianza. Esta fue una de las causas de la proclama de
Ayutla, a la cual se sumaron otras: la venta a los Estados Unidos del territorio de
La Mesilla, de 76.845 km2, por diez millones de dólares en diciembre de 1853; la
mala distribución y administración de los recursos económicos; la carga excesiva
en impuestos a la población; la inestabilidad política nacional y la persecución a
la oposición estuvieron entre las más destacadas .[3]
Esta situación llevó a un profundo descontento popular, junto al cual actuaron
las fuerzas liberales para combatir al dictador. Así, el 1 de marzo de 1854,
Florencio Villarreal, joven militar, se congregó con Juan N. Álvarez, el destacado
guerrillero de la Independencia de México, e Ignacio Comonfort, antiguo aliado
de Santa Anna cuando éste luchaba por la causa republicana en la década de
1930. Comonfort modificó el plan el 10 de marzo de 1854, respaldándolo desde
ese momento [4]. Dividido en dos partes, el documento solicitaba la destitución
de Santa Anna y señalaba principalmente lo siguiente:[5]
Se adhirieron a este Plan la mayor parte de las poblaciones del sur de México,
principalmente de Guerrero, siendo secundados poco después por los de
Michoacán. Al ser adoptado el Plan, el general en jefe convocó a un
representante por cada Estado y Territorio, quienes elegirían al presidente
interino .[6]
Después de poco más de un año de lucha, el plan triunfó y prevaleció el interés
del pueblo de organizar al país como una nación libre, autónoma e
independiente, bajo el régimen de Republica soberana.
En octubre de 1855, Juan N. Álvarez asumió la presidencia interina, integrando
en su gabinete a Ignacio Comonfort (Ministerio de Guerra), Melchor Ocampo
(Relaciones Exteriores), Guillermo Prieto (Hacienda) y Benito Juárez (Justicia), un
excepcional equipo comprometido con el liberalismo y muy capaz de desarrollar
un proyecto de país con base en sus principios. Las llamadas Leyes de Reforma
son un modelo de los alcances de esta batalla que, finalmente, en 1856 llevó al
asentamiento de los principios liberales y redacción de la Constitución de
1857 . [7]
5º. A los quince días de haber entrado en sus funciones el presidente interino,
convocará el congreso extraordinario, conforme á las bases de la ley que fue
expedida con igual objeto en el año de 1841, el cual se ocupe exclusivamente de
constituir á la nación bajo la forma de República representativa popular, y de
revisar los actos del ejecutivo provisional de que se habla en el artículo 2º[3].
Con la revolución convocada por el Plan de Ayutla, finalizó el dominio del
conservadurismo sobre las instituciones del entonces endeble Estado mexicano,
para dar paso a una serie de proyectos políticos y jurídicos de carácter liberal; los
cuales fueron plasmados en las primeras Leyes de Reforma –la Ley Juárez, la Ley
Lerdo y la Ley Iglesias—así como en el proyecto constitucional aprobado en 1857.
No hay lugar a dudas de que la realidad social siempre influirá en el derecho, el cual
se ve forzado a adaptarse para satisfacer las verdaderas necesidades sociales del
momento. Sin embargo, ante un cambio de los denominados factores reales de
poder, generará, a su vez, la necesidad de modificar o en su caso sustituir por
completo el sistema jurídico-político. Esto fue justo lo que sucedió en 1854, cuando
para combatir y eliminar el régimen de López de Santa-Anna, diversos líderes
militares como el coronel Florencia Villareal acordaron en el Plan de Ayutla
diversos puntos que, a la postre, fungieron como puntos esenciales en la
Constitución Política de la República Mexicana de 1857.
Es así que la situación antes descrita, aunado al resentimiento que existía frente a
su régimen por virtud de la venta de los territorios del norte, dio origen a un
movimiento contra el régimen centralista que en ese momento imperaba en
nuestro país.
Sucede que se insiste, por un lado, el gran logro del texto fundamental en
mención es precisamente el reconocimiento de ciertos derechos fundamentales y,
a su vez, el otorgamiento de garantías para su protección. Por otro lado, además,
es importante tomar en consideración que esta carta fundamental también logró la
abolición del régimen absolutista de Antonio López de Santa-Anna, estableciendo,
de nueva cuenta, una república federal.
En ese orden de ideas, sucede que esta situación relativa a la protección de los
derechos fundamentales y el fortalecimiento de la democracia como forma de
gobierno se ha reproducido casi en su entereza por la Constitución de 1917 (que
actualmente nos rige), incluyéndose en esta última ciertos principios del corte
social que, como se verá más adelante, fueron la consecuencia del régimen
completamente liberal-individual de la otrora Constitución Política de la República
Mexicana.
Como es bien sabido, nuestro país actualmente se rige por la Constitución Política
de los Estados Unidos Mexicanos, publicada el 5 de febrero de 1917 y en vigor
desde el 1o. de mayo de ese mismo año. Debemos tomar en cuenta que este texto
fundamental se origina de un largo proceso revolucionario cuyo origen fue la
exigencia del reconocimiento de ciertos derechos fundamentales de índole social,
como los inherentes al ámbito laboral, agrario y de seguridad social.
No obstante lo anterior, tal como se verá más adelante, tenemos que el gran logro
de la Constitución de 1857 es la inclusión y regulación a nivel constitucional del
juicio de amparo: herramienta de control constitucional y de protección a los
derechos fundamentales que, al día de hoy, continúa siendo la más importante de
las herramientas jurídicas que están a la mano del individuo y también de los
grupos sociales.
I. Por leyes ó actos de cualquiera autoridad que violen las garantías individuales.
II. Por leyes ó actos de la autoridad federal que vulneren ó restrinjan la soberanía
de los Estados.
III. Por las leyes ó actos de las autoridades de éstos, que invadan la esfera de la
autoridad federal.
Artículo 102. Todos los juicios de que habla el artículo anterior se seguirán, á
petición de la parte agraviada, por medio de procedimientos y formas del orden
jurídico, que determinará una ley. La sentencia será siempre tal, que solo se ocupe
de individuos particulares, limitándose á protegerlos y ampararlos en el caso
especial sobre que verse el proceso, sin hacer ninguna declaración general respecto
de la ley ó acto que la motivare.
Derivado de lo anterior, podemos afirmar que aun y cuando la Constitución de
1857 previó por primera vez el juicio de amparo a nivel federal, sucede que éste,
por sí mismo, no es apto para proteger al texto fundamental de todo acto o ley que
atente contra sus principios y, derivado de ello, se causa que los principios
protegidos por dicha Constitución no encuentran una debida protección frente a
actos que atenten en su contra. Esto es así en virtud del denominado principio de
relatividad, el cual es en realidad el principio general conocido como res inter alios
judicata, el cual se refiere a que los alcances protectores de la sentencia definitiva
que se llegaran a dictar estarían limitados a proteger únicamente a quien hubiera
ejercido dicha acción constitucional situación que se explica por la tendencia
liberal-individual del propio texto constitucional.
Ahora bien, resulta ser que los principios fundadores básicos de una sociedad son
la libertad, la justicia y la protección a la dignidad humana. Esto es: no es factible
hablar de un Estado constitucional cuando las instituciones y procesos constituidos
no procuran alguno de los elementos en mención. En ese entendido, cuando las
instituciones constituidas por la propia Constitución con la finalidad de llevar a
cabo la obra por ésta encargada son omisas en lograr tal cometido, podemos
afirmar que éstas han fallado y que, por ende, se hace necesario su cambio o
remplazo. Es esto justo lo que sucedió con la Constitución de 1857: únicamente se
señalaron una serie de principios abstractos e individuales, pero no se crearon
de acuerdo con el discurso de inauguración del Congreso Constituyente del 1o.
de diciembre de 1916 las instituciones necesarias para su protección general a
tal grado que incluyera la protección a los grupos sociales más desfavorecidos;
además de ello según se afirma por dicho discurso, el juicio de amparo no fue
utilizado para proteger los limitados principios contenidos en la hoy abrogada
Constitución de 1857, sino que, desafortunadamente, fue utilizado como
mecanismo de control por parte del poder central dentro de las entidades
federativas.4
Así, ante el liberalismo exacerbado en nuestro país a finales del siglo XIX, la falta de
justicia social, de instituciones tendientes a garantizar la dignidad humana de
ciertos grupos sociales desprotegidos y el hartazgo social manifestado en las
huelgas de Cananera, Sonora, y Río Blanco, Veracruz, en 1906 y 1907,
respectivamente, se generó el estallido de una revolución que, al finalizar, tuvo
como efecto el cambio radical de los factores reales del poder. Es gracias a este
cambio cuando vemos en nuestra nación el establecimiento del Constituyente de
Querétaro que se encontraba socialmente obligado no sólo proteger los derechos
individuales, sino también a garantizar una verdadera justicia social, la cual se
lograría mediante el reconocimiento de ciertos principios de corte social, como la
redistribución obrera y agraria, así como el reconocimiento a la seguridad social,
entre otros.
Por esta razón, lo primero que debe hacer la Constitución política de un pueblo es
garantizar, de la manera más amplia y completa posible, la libertad humana, para
evitar que el gobierno, a pretexto del orden o de la paz, motivos que siempre
alegan los tiranos para justificar sus atentados, tenga alguna vez de limitar el
derecho y no respetar su uso íntegro, atribuyéndose la facultad exclusiva de dirigir
la iniciativa individual y la actividad social, esclavizando al hombre y a la sociedad
bajo su voluntad omnipotente.
Dicho lo anterior, podemos entender por qué la Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos que actualmente nos rige (aquélla publicada el 5 de febrero de
1917) reconoció, en su artículo 103, la necesidad de proteger al individuo lo cual
luego cambia para incluir también a los grupos sociales como sujetos de protección
constitucional, por ende la reciente inclusión del amparo colectivo frente a:
c) Por último, la protección del individuo frente a normas generales o actos de las
autoridades de los estados o del Distrito Federal que invadan la esfera de
competencia de la autoridad federal.
Cabe destacar, sin embargo, que el reconocimiento de marras que efectuó nuestra
actual Constitución en los términos previamente señalados ya había sido
previsto por el régimen constitucional de 1857. Esto es: a pesar del debate del
Constituyente de Querétaro en el sentido de que las instituciones que habían sido
creadas por el texto fundamental de corte liberal de 1857 no habían tenido el
alcance para verdaderamente proteger los principios tutelados por dicha
Constitución (la carta magna que actualmente nos rige), al momento de ser
promulgada, irónicamente no amplió el ámbito de protección del juicio de amparo
ni creó otras instituciones o herramientas jurisdiccionales tendientes a
salvaguardar la integridad constitucional del corte social, sino que adoptó un
mismo juicio de amparo de naturaleza completamente individualista como,
prácticamente, el único mecanismo de defensa de la Constitución.
Efectivamente, de un análisis comparativo entre los preceptos constitucionales de
1857 señalados en líneas anteriores con los diversos arábigos 103 y 107 en su
redacción original de la Constitución de 1917, 7 podemos advertir que tanto las
bases como la regulación de la institución del juicio de amparo quedaron
básicamente intocados:
II. Por leyes o actos de la autoridad federal que vulneren o restrinjan la soberanía
de los Estados.
III. Por leyes o actos de las autoridades de éstos que invadan la esfera de la
autoridad federal.
Artículo 107. Todas las controversias de que habla el artículo 103, se seguirán a
instancia de la parte agraviada, por medio de procedimientos y formas del orden
jurídico que determinará una ley que se ajustará a las bases siguientes:
.
Esta situación, sumada al hecho de que no existía mecanismo alguno que pudiera
proteger de manera jurisdiccional y efectiva a la nación frente a los actos y leyes
que atentaran contra los principios constitucionales tal como la acción de
inconstitucionalidad, dejó en las manos del Poder Legislativo el verdadero
control de la constitucionalidad de las normas generales. No obstante ello, debido
al ámbito meramente político en el que se desarrolla el legislador, se corría el
riesgo de que este poder constituido, al ejercer su función legislativa, pasara por
alto las disposiciones y principios establecidos por el Constituyente, con la
posibilidad, inclusive, de sucumbir éste frente al poderío del Ejecutivo. 8
Es por ello que podemos afirmar que a pesar que nuestra actual Constitución
cuenta con un mecanismo jurisdiccional de control de la constitucionalidad, éste no
era óptimo por carecer de remedios con efectos generales.
Tomando en consideración que el Poder Legislativo, en uso de sus facultades
político-constitucionales, era el único ente habilitado para establecer los límites de
la legislación secundaria frente a la Constitución, y que sus determinaciones se
veían determinadas por virtud del clima político imperante en un determinado
momento, entonces podemos arribar a la conclusión que el producto legislativo
entendido como las normas de carácter general no se derivaría de los
principios constitucionales, sino de los factores reales de poder. La situación
descrita genera el riesgo de que, ante el clima político, se dejen de observar los
principios constitutivos de nuestro sistema político-jurídico, dejándonos a los
gobernados ante la tiranía del legislador, como marioneta del Ejecutivo.
Este nuevo paradigma abre las puertas al acceso de una verdadera justicia social,
dignidad humana y libertad, ya que con los cambios en mención se permitió que
determinadas colectividades compuestas por grupos sociales que se encuentran
en un mismo supuesto de afectación acudieran al amparo; por otro lado, por fin
se abrió la posibilidad de obtener una declaratoria general de inconstitucionalidad
derivada de la promoción y resolución de amparos contra leyes.