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Santa Anna

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SANTA ANNA

Y SU
FORMA
DE
GOBIERNO
¿Quién fue Antonio López de Santa Anna y cuál es su
biografía?

Antonio López de Santa Anna y Pérez de Lebrón nació el 21 de febrero de


1794 en Xalapa, Veracruz. Se trató de un político, militar y autodenominado como
dictador mexicano. Incluso, ocupó once veces la presidencia de nuestro país.
¡Conoce su biografía!
Siendo aún muy joven ingresó a las tropas realistas destacándose por su valor.

En 1821 Santa Anna se unió a los insurgentes del Plan de Iguala. Posteriormente
derrocó a Iturbide en 1823 con el Plan de Casamata. A partir de entonces tomó
parte en todos los acontecimientos políticos de la caótica vida independiente de
México.
Se unió sucesivamente a liberales y conservadores, en elogiado perseguido y sufrió
el destierro en varias ocasiones. En 1835 intervino en la guerra con Estados
Unidos al mando del ejército mexicano, pero fue hecho prisionero en San
Jacinto después de haber obtenido algunos triunfos militares (toma de El Álamo).

Santa Anna fue remitido a México donde lo recibieron con entusiasmo. En 1838 de
nuevo encabezó el ejército contra los franceses en la Guerra de los Pasteles. Ocupó
la presidencia de México en 11 ocasiones y se autonombró dictador en 1853 con el
título de Alteza Serenísima y Dictador Vitalicio.
Empero, el alza desmedida de impuestos y la venta a Estados Unidos de La Mesilla
(un millón de kilómetros cuadrados entre Sonora y Chihuahua) le valieron la
impopularidad y marcaron su decadencia. Un grupo de adversarios políticos lanzó
el Plan de Ayutla en 1854 por lo que Santa Anna renunció y se refugió en La
Habana.
Santa Anna regresó algunas veces tratando de recuperar el poder, incluso escapó a
la pena de muerte en 1867 después de haber estado recluido en San Juan de Ulúa.
Finalmente se estableció en las Bahamas y volvió a México al fallecer Benito Juárez.
Murió en la Ciudad de México el 11 de junio de 1876.
Antonio López de Santa Anna es sin duda el personaje más controvertido de la
historia de México en el siglo XIX.

Antonio López de Santa Anna

(Jalapa, 1795 - México, 1876) Militar y político mexicano. Desde la proclamación en


1821 de la independencia de México hasta el afianzamiento a partir de 1855 de los
liberales, Antonio López de Santa Anna fue la figura omnipresente en la turbulenta
vida política del país, unas veces en el poder (fue once veces presidente), y otras
detrás del poder o contra el poder, manejando a su antojo los relevos
presidenciales y promoviendo con sus intrigas golpes y revueltas de todo signo.

Con toda razón, pues, se ha llamado Las revoluciones de Santa Anna a este periodo;
y en muchos aspectos, la biografía de Santa Anna es la historia de las primeras
décadas del México independiente. Ahora bien, si se piensa en los exiguos avances
políticos y económicos de aquellos años y en la pérdida de la mitad del territorio
nacional en la guerra contra Estados Unidos, el dilatado protagonismo de Santa
Anna en la historia mexicana arroja un saldo cuando menos deprimente.

Desde el punto de vista ideológico, aunque apoyó en sus inicios a liberales y


federalistas, suele calificarse a Santa Anna de conservador, si bien es más exacto
definirlo como un demagogo oportunista carente de ideología. Ciertamente, su sed
de poder fue inversamente proporcional a su coherencia, y jamás ningún escrúpulo
le impidió cambiar de bando. En lo militar, suplió con el arrojo su limitada visión
geopolítica y estratégica, y supo relegar al olvido sus fracasos y extraer la máxima
rentabilidad política de sus victorias.

Biografía
Nacido en Jalapa, Antonio López de Santa Anna se trasladó con su familia a
Veracruz cuando su padre, notario de profesión, recibió un nuevo destino. Ingresó
muy joven en el Ejército Real de la Nueva España, contrariando con ello los
designios paternos, y era capitán del ejército español cuando estalló en 1810 la
insurrección anticolonial liderada por Miguel Hidalgo. A lo largo de aquella década,
Santa Anna combatió a los independentistas desde el bando virreinal.

La sublevación independentista parecía definitivamente sofocada cuando el


advenimiento en España del trienio liberal (1820-1823) dio un giro a la situación. En
1821 Agustín de Iturbide, que al igual que Santa Anna había combatido la
insurrección desde las filas realistas, acordó con el último de los rebeldes el
llamado Plan de Iguala, un programa político independentista que ganó
rápidamente adhesiones y le permitió formar un poderoso ejército.

Antonio López de Santa Anna figuró entre los muchos que se adhirieron
tempranamente al Plan de Iguala. El apoyo a Iturbide de antiguos realistas no debe
sorprender, ya que ni siquiera las élites virreinales eran del todo reticentes: en
algunos de sus círculos se veía con buenos ojos el establecimiento de una
monarquía independiente como medio para eludir la implantación de un régimen
liberal y perpetuar el absolutismo.

 Una de las imágenes más populares y recurrentes de Antonio López de


Santa Anna es la que dejó de su último gobierno (20 de abril de 1853 al 12
de agosto de 1855): la de un dictador que aumentaba los impuestos de
manera indiscriminada y absurda, de autoritario, “vendepatrias” y traidor.
Hay que agregar otras facetas del personaje que merecen atención: la del
gobernante que hizo negocios desde el poder y que otorgó concesiones,
permisos y licencias a discreción. Que ligó las finanzas públicas al tráfico de
influencias para favorecer a militares, políticos y empresarios-agiotistas
que le allegaban recursos a través de préstamos. El espacio de negociación
que abrió el Ejecutivo con los dueños del dinero permitió la corrupción.

Santa Anna encontró un terreno fértil para los negocios en un país en el que todo
estaba por hacerse y necesitado de obras públicas para que iniciara “su marcha
hacia la modernidad”. Pero ante los problemas financieros del gobierno ¿de dónde
se iban a obtener los recursos? El presidente otorgó concesiones, permisos,
licencias y “privilegios exclusivos”, sin licitación pública, para enajenación de
tierras, importaciones, líneas telegráficas, ferrocarriles, fábricas, construcción de
caminos, minas y aduanas.

Uno de los bienes más cuantiosos del Estado era el monopolio del tabaco –llamado
estanco desde el Virreinato–, que durante muchos años se había arrendado a un
consorcio de agiotistas para que lo administrara a cambio de otorgarle al gobierno
una renta. Se trataba –diríamos hoy– de una privatización.

En Veracruz declaró baldías algunas tierras bajo una ley de expropiación por causa
de utilidad pública, pero lo hizo de acuerdo con lo que “estimara conveniente” y se
las adjudicó a varios militares y políticos allegados a él, como Ignacio Esteva,
Vicente Filisola y Pedro Fernández del Castillo. A Jecker, el agiotista suizo, le otorgó
la concesión de grandes extensiones de tierra en Sonora y Baja California, donde
patrocinó la expedición del conde Gastón de Raousset-Boulbon, quien pretendió
formar un país independiente en esa región en enero de 1854, aunque ya no se le
confirmó por el estallido de la revolución liberal de Ayutla.

La compañía Barrón y Forbes era una de las más ricas del país y tenía excelentes
relaciones con Santa Anna; entre otras cosas, se dedicaba al “escandaloso”
contrabando. El gobierno le había dado el permiso para abrir varias fábricas textiles
e importaban la materia prima, aunque metían telas de contrabando de Inglaterra
sin pagar impuestos y las hacían pasar como producción nacional. Se supo del pago
de fuertes cantidades a funcionarios mexicanos para que destituyeran al jefe de la
aduana de San Blas, quien obstaculizó durante dieciocho meses su contrabando.

Huelga decir que el de San Blas no era el único donde se cometían tropelías, pues el
Estado era incapaz de mantener el control sobre sus autoridades portuarias, que
no atendían sus propias reglas, además de que en algunos puertos la
administración ni siquiera estaba en sus manos, sino en las de comerciantes
extranjeros.

El general presidente para todos tenía y a todos concedía y consentía. Algunos de


sus aduladores estaban a favor del prohibicionismo y de imponer aranceles, como
los textileros José Palomar, Garay y Cía., los hermanos Martínez del Río, Cayetano
Rubio, Esteban de Antuñano, Luis Haro y Tamariz (ministro de Hacienda que
finalmente decretó el arancel para proteger sus intereses y los de sus amigos), así
como su hermano Joaquín Haro y Tamariz y Manuel Escandón, quienes además
tenían fábricas de algodón, lana y lino.

Otros empresarios, entre quienes se hallaba Gregorio Mier y Terán (quien fue
diputado y era del grupo de comerciantes de Veracruz), en cambio, querían un
arancel moderado y prácticas antiproteccionistas que les permitieran la
importación de 2 500 quintales de algodón, lo cual estaba prohibido. A la Compañía
Restauradora del Mineral de Tlalpujahua (propiedad de especuladores como
Manning y MacKintosh, Martínez del Río, Nicanor Béistegui, Agüero, González y
Cía., y Francisco Iturbe) le permitió la importación de 100 000 quintales a cambio
de 300 000 pesos.
A su colaborador cercano el ministro Manuel Díez de Bonilla (involucrado en la
venta de La Mesilla a Estados Unidos) le otorgó la concesión de quince buques de
vapor que navegaban las lagunas y acequias del Valle de México. En
agradecimiento, uno de sus vapores llevaba el nombre de General Santa Anna. A
Lelong, Camacho y Cía. le dio la concesión para una línea de vapores entre El Havre
(Francia), Veracruz y Tampico, y a la compañía mixta de A. G. Sloo, representada
por Ramón Olarte, Manuel Payno y José Joaquín Pesado, la apertura del istmo de
Tehuantepec, que el gobierno consideraba no solo una exigencia comercial, sino
una necesidad política para conservar la integridad del territorio.

A Manuel Lizardi y al militar Francisco Mora se les concedió el privilegio exclusivo


de la explotación de guano. Lizardi, además, recibió dinero del gobierno para la
compra de unos vapores que servirían de transporte en el lago de Chalco. Los iban
a traer de Inglaterra, pero los buques nunca llegaron y lo único que se botó fue el
gran fraude perpetrado por funcionarios y amigos del presidente. Estos también
participaban en la renta del tabaco junto con Cayetano Rubio y Nicanor Béistegui,
que se encargaban de administrar y manejar el monopolio del Estado a cambio de
una cuota mensual. Rubio estaba bien posicionado con el general y obtenía
grandes negocios, como la compra de 16 000 toneladas de carbón piedra a un
precio más alto, que costaron “la friolera de cerca de millón y medio de pesos”, sin
darle utilidad alguna al gobierno.

Santa Anna favoreció a su yerno Carlos Maillard, a Enrique de Zavala y Eduardo L.


Plumb con la concesión del derecho exclusivo en la explotación de todas las minas
de carbón mineral y de fierro por cincuenta años, con la obligación de pagar un
peso por cada tonelada de carbón. A Félix Galindo le otorgó el privilegio para
explotar las azufreras de Baja California y a Sebastián Camacho (exministro de
Hacienda) el derecho para explotar los terrenos metalíferos en Guerrero.

La construcción de los “caminos de fierro” animaba la voracidad de los agiotistas-


empresarios mexicanos y extranjeros, por lo que el presidente otorgó varias
concesiones. Cuando Santa Anna preparaba el nombramiento de su gabinete, ya le
había otorgado la construcción del ferrocarril México-Veracruz a Juan Laurie
Rickards, comerciante inglés que, a cambio de una generosa contribución a la
tesorería, recibió la promesa de obtener terrenos nacionales, exenciones de
impuestos a las importaciones de insumos y protección especial; aunque la
concesión se derogó siete días antes de que Santa Anna y su gobierno salieran de la
capital. Como era su costumbre, obviamente no regresó el dinero.

En abril de 1855 había otorgado la concesión del ferrocarril México-Tampico (que


en aquel entonces se llamaba, casualmente, “Santa Anna de Tamaulipas”) a Mosso
Hermanos. En junio se anunció la inauguración oficial de los trabajos de la línea y el
acto lo apadrinó Su Alteza Serenísima, quien colocó la primera piedra y un riel. En
el solemne evento estaba James Gadsden, que había sido el negociante por
Estados Unidos en la compraventa de La Mesilla a finales de 1853 y ahora fungía
como ministro plenipotenciario de ese país. El periódico El Siglo XIX publicó: “¡Por
fin se colocaba la primera piedra para que México entrara a la modernidad!”. Los
hermanos Mosso otorgaron créditos al gobierno, adelantaron dinero por la venta
de La Mesilla y se llevaron cuantiosas ganancias en intereses.

En Ciudad de México había coches de alquiler y cocheros de sitio que abusaban y


cobraban lo que querían. En tiempo de lluvias cobraban el doble y exigían hasta
cuatro pesos por pasar una calle anegada. Coches, ómnibus, guayines y carretelas
estaban concesionados y no podían circular en días festivos, salvo los de Cayetano
Rubio, lo cual aumentaba el tráfico, pero de influencias.

La lista de permisionarios y concesiones es larga y solo hemos mencionado algunos


casos. En la prensa de la época, a pesar de la mordaza implacable, se mostraba el
impacto negativo que había reducido a la nación “al papel de una pordiosera que
tuviera que estar buscando el pan de cada día”.
Del Imperio a la República

En septiembre de 1821, al frente de su Ejército Trigarante (así denominado por su


compromiso con los tres principios del Plan de Iguala), Iturbide entró triunfalmente
en la capital mexicana, declaró la independencia y formó un gobierno provisional.
Pero en mayo del año siguiente, un Congreso Constituyente proclamó a Iturbide
emperador del nuevo Imperio mexicano, ganándose la animadversión tanto de los
monárquicos (que querían coronar a un príncipe español) cono de los republicanos,
nada dispuestos a permitir que México se convirtiese en una monarquía
hereditaria. A finales de 1822, Antonio López de Santa Anna encabezó la
sublevación republicana que derrocó al régimen autocrático de Iturbide y abrió el
proceso para convertir a México en una República federal, proceso que culminó en
1824 con la elección del presidente Guadalupe Victoria.

Desde entonces Santa Anna se convirtió en el «hombre fuerte» del país por espacio
de treinta años, si bien su presencia formal al frente del poder político fue
intermitente. Su prestigio militar se acrecentó cuando consiguió rechazar una
expedición enviada por España con intención de reconquistar México y restaurar el
régimen colonial; la victoria de Santa Anna sobre las tropas del general español
Isidro Barradas en la Batalla de Tampico (1829) le valió un ascenso a general de
división y la consideración de héroe de la patria.

Ya antes de ello se había dejado sentir el peso de la influencia de Santa Anna en el


devenir político del país. En 1828 se opuso a la elección de Manuel Gómez Pedraza
como sucesor del presidente Guadalupe Victoria (1824-1829) y aupó a Vicente
Guerrero a la presidencia (abril-diciembre de 1829). Ayudó luego al vicepresidente
de Guerrero, Anastasio Bustamante, a hacerse con la presidencia (1830-1832) y
negoció luego su renuncia en favor del aspirante al que se había opuesto cuatro
años antes, Manuel Gómez Pedraza (1832-1833). Este ininteligible reguero de
intrigas y traiciones acompañó a Santa Anna como una sombra y ha permitido
definir su trayectoria política como un mero arribismo sin ideología.

La pérdida de Texas
Finalmente, en 1833 asumió personalmente por primera vez la presidencia de la
República y dio inicio a lo que podría llamarse sin rigor su primer mandato; de
hecho, entre 1833 y 1835 asumió y cedió el cargo en cuatro ocasiones. Carente de
ideas propias también en el poder, Santa Anna actuó como un demagogo
populista. Empezó gobernando con los federalistas anticlericales, permitiendo las
reformas liberales de su vicepresidente, Valentín Gómez Farías; luego se alió con
los conservadores, centralistas y católicos, con los que tenía mayor afinidad, y en
1835 suprimió el régimen federal, aplastando por la fuerza a sus defensores.

Pero este refuerzo del centralismo tendría funestas consecuencias. El estado de


Texas, territorio del extremo noreste de México con fuerte presencia de colonos
anglosajones, se opuso a reducir su autonomía a la mínima expresión y reclamó el
retorno a la constitución federal de 1824; rechazadas sus demandas, se
desencadenó la rebelión. Santa Anna atacó Texas con su ejército, lo que implicaba
enfrentarse también a los Estados Unidos, que prestaban apoyo a los rebeldes;
obtuvo una célebre victoria en El Álamo (marzo de 1836), pero apenas un mes
después sufrió una humillante derrota en San Jacinto.

El propio Santa Anna fue hecho prisionero, enviado a Washington y liberado por el
presidente Andrew Jackson tras entrevistarse con él; para ello hubo de aceptar un
tratado por el que reconocía la independencia de Texas y se comprometía a no
emprender ninguna acción militar contra el nuevo estado. A su regreso a Veracruz,
Antonio López de Santa Anna parecía militar y políticamente acabado; había
perdido su prestigio militar, la presidencia y su ya escasa popularidad.

La intervención francesa

Sin embargo, la primera intervención francesa en México (1838-1839), motivada


por una serie de reclamaciones económicas de Francia que había desoído el
gobierno mexicano, dio a Santa Anna la oportunidad de redimirse: luchando contra
la expedición militar que los franceses habían enviado a Veracruz, perdió una
pierna en el combate y recuperó su carisma de héroe nacional.

Aprovechando esa popularidad, Santa Anna asumió otra vez la presidencia durante
unos meses en 1839 (por ausencia del presidente Anastasio Bustamante) y volvió a
erigirse en dictador en 1841-1842, pero fue obligado a dejar el poder ante la
desastrosa situación económica que provocó su gobierno. Todavía ejerció la
presidencia durante unos meses en 1843 y en 1844, pero entonces optó por una
retirada interesada: los Estados Unidos planeaban la incorporación de Texas a la
Unión y no quería que se recordase su deslucido papel; la estratagema, sin
embargo, no pasó desapercibida, y el subsiguiente escándalo determinó su
embarco a Cuba.

La Guerra Mexicano-Estadounidense
Al estallar la guerra entre México y Estados Unidos por la anexión a este país de la
antigua provincia mexicana de Texas (independiente desde 1836), Antonio López
de Santa Anna fue llamado por el presidente Valentín Gómez Farías y regresó de su
exilio en Cuba para dirigir las hostilidades; durante la Guerra Mexicano-
Estadounidense (1846-1848) volvería a ostentar la presidencia en 1847, en dos
breves periodos.

Santa Anna, que se veía a sí mismo como el Napoleón de América, se negó desde el
principio a negociar con Estados Unidos a pesar de su situación de inferioridad; los
medios y organización del ejército mexicano eran obsoletos comparados con el
estadounidense. Incapaz de frenar los avances norteamericanos, y perdiendo una
batalla tras otra, provocó así la invasión estadounidense de Veracruz, Jalapa y
Puebla (1846). En septiembre de 1847 evacuó la capital y, completamente
derrotado, tuvo que aceptar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848), por el que
México perdió casi la mitad de su territorio: a la definitiva pérdida de Texas hubo
que sumar la de California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Colorado y Utah.

Entre las razones por las que Santa Anna no suele gozar del aprecio de los
historiadores mexicanos, el desastroso resultado de la Guerra Mexicano-
Estadounidense es la más insoslayable. Puede argumentarse que no disponía de
medios y que los norteamericanos hubieran practicado igualmente su política
expansionista sin mediar el episodio de Texas, pero es indudable que su negativa a
negociar revela una embotada percepción de sí mismo y una incomprensible
miopía frente al poderío real de los países en conflicto.

Último mandato
Santa Anna partió otra vez al exilio, dejando atrás un país más empobrecido y con
la misma inestabilidad política; los liberales ganaron posiciones, pero sus intentos
de reforma no llegaban a buen término; las luchas políticas y los conflictos
fronterizos se agudizaron. Llamado por los conservadores para hacer frente a la
caótica situación, en 1853 regresó al país e inició un último mandato presidencial
(1853-1855), que fue en realidad una dictadura personalista sin eufemismos: Santa
Anna se otorgó el tratamiento de Su Alteza Serenísima y se erigió en presidente
vitalicio por decreto. Dictó toda clase de impuestos en un vano intento de sanear
las arcas públicas, amparó las corruptelas y persiguió a los opositores.
Tan nefasta política tuvo la virtud de aunar en el Plan de Ayutla las voluntades de
los liberales, que derrocaron a Santa Anna en 1855. Exiliado en Colombia, Santa
Anna perdió definitivamente (aunque no tuvo conciencia de ello) toda su influencia
y poder político. Todavía volvió a México en dos ocasiones: la primera durante la
ocupación francesa y el Imperio de Maximiliano I de México (1864-1867), que le
hizo mariscal (también entonces intentó sin éxito recuperar el poder); y la última
en 1874, cuando, después de la muerte de Benito Juárez, el presidente Sebastián
Lerdo de Tejada autorizó su regreso a la patria. Pasó sus últimos años pobre, ciego
y olvidado por todos.

DICTADURA DE SANTA ANNA Y REVOLUCIÓN DE


AYUTLA (1853-1858)

A mediados del siglo xix, la situación de México era complicada debido a la


inestabilidad política y económica derivada de los problemas que surgieron al inicio
de la vida independiente, así como la constante lucha entre los partidarios de los
modelos políticos liberal y conservador. Todo lo anterior dificultó la aplicación de
medidas duraderas encaminadas a solucionar los conflictos de la nación. Este
contexto de inestabilidad fue aprovechado por el grupo conservador para
establecer una dictadura.

IDEAS Y REPRESENTANTES DEL PENSAMIENTO LIBERAL


Y CONSERVADOR HASTA MEDIADOS DEL SIGLO XIX

En el largo proceso de búsqueda y experimentación de proyectos nacionales


durante las primeras décadas de vida independiente, surgieron propuestas para
solucio nar los problemas de la nación. Las élites gobernantes discutieron sobre
cómo incorporar y adaptar modelos políticos, económicos y sociales a la realidad
del país. Los participantes de estos debates se agruparon en dos bandos de
pensamiento político: los conservadores y los liberales. Estos grupos
participaron en la implemen- tación de los proyectos que articularon la vida
política de México durante gran parte del siglo xix. Además, su rivalidad
evidenciaba un dilema, establecer un gobierno heredero de las desigualdades del
régimen virreinal o apostar por un régimen moderno.
Desde el inicio de la vida independiente en 1821, distintos modelos de
organización política se dirimieron en el terreno de las ideas, la política, la
economía, la sociedad y las armas. A partir de su afinidad ideológica, los
miembros de estas élites se agruparon en dos grandes bandos políticos: el liberal
y el conservador, y ambos difundieron sus ideas a través de periódicos y revistas.

Los liberales se inclinaban por un proyecto de nación que siguiera los principios
de las filosofías políticas francesa y estadounidense. También, pretendían que
México fuera un país de individuos libres en donde todos fueran iguales ante la
ley; además, defendían al Estado laico, es decir, abogaban por separar la
influencia eclesiástica de las decisiones políticas.
También consideraban que la forma de gobierno más adecuada para el país era la
República, en la cual los poderes Ejecutivo, Legisla tivo y Judicial se separaran para
evitar abusos por parte de una persona o institución. Asimismo, se identificaban
con el federalismo, doctri na política que promovía la autonomía de cada uno de
los estados y territorios que conformaban la geografía nacional. Para lo grar un
Estado fuerte y con respaldo popular, los liberales im pulsaron un gobierno
democráticamente electo mediante el voto popular. Una primera generación de
liberales identificó los retos de la nueva nación y reflexionó ampliamente sobre
ellos. Dos personajes sobresalieron en esta tarea: el doctor José María Luis Mora
y Valentín Gómez Farías.

Por otro lado, los conservadores sustentaban sus ideas en la tradición y las
costumbres, y señalaban que México no debía cambiar un modelo político y
social vigente durante siglos al incorporar ideas novedosas que, desde su perspec
tiva, resultaban extrañas a la realidad y al contexto del país.
Por ello, proponían mantener la estructura política y social heredada del periodo
virreinal, argumentando que era conocida y que su funcionamiento había sido
probado. De acuerdo con ellos, no se debía ir en contra de cos tumbres tan
arraigadas, además se trataba de un tipo de régimen que garantizaba la
continuidad de sus privilegios.

La corriente conservadora estuvo impulsada y confor mada, en su mayoría, por


grupos cercanos a la Iglesia y al ejército. El conservadurismo justificaba los privi
legios de unos cuantos que se hacían llamar “hombres de bien”, quienes
contaban con un alto ingreso econó mico y propiedades. Para ellos, la religión
católica era el único elemento de unión en toda la nación, porque representaba
un rasgo de identidad que compartían to dos los habitantes, sin importar sus
diferencias sociales o geográficas. Debido a esto, deseaban mantener los
privilegios eclesiásticos porque, en su visión, defender la religión era defender la
unidad nacional. Además, consideraban favorable que la Iglesia tuviera a su
cargo la educación, pues formaría moral mente a los estudiantes en las
costumbres que cimentaban la identidad nacional.
El grupo conservador estuvo conformado, en su mayoría, por las éli tes de
empresarios, dueños de minas, comerciantes, clérigos, militares y algunos
extranjeros. Su proyecto buscaba establecer un gobierno fuerte, centrado en
una sola persona que tuviera la capacidad de disponer lo necesario para
responder a las necesidades del país. Tenía preferencia por un modelo
monárquico o centralista, es decir, una organización similar al antiguo orden
virreinal, y donde las diversas regiones estuvieran bajo el control del centro. Una
de las figuras más importantes de esta corrien te fue el empresario, escritor y
político Lucas Atamán.
El debate ideológico entre liberales y conservadores fue, a su vez, un conflicto
entre dos proyectos de nación, el cual es clave para enten der el desequilibrio
que se vivió durante las primeras décadas de gobierno independiente. El
resultado de dicha confrontación fue la inestabilidad política y económica que dejó
al país más vulnerable fren te a las amenazas de conflictos políticos y militares
dentro y fuera de las fronteras nacionales con el exterior.

LA DICTADURA DE SANTA ANNA

Hacia mediados del siglo xix, con el país en peligro de desarticularse por la notoria
falta de unidad nacional, emergió la figura política del general Antonio López de
Santa Anna. Respaldado por el grupo conservador, encabezó una dictadura militar.
Tras la derrota ante la invasión estadounidense (1846-1848), México intentó
reorganizarse en medio de múltiples dificulta des. Entre 1848 y 1853, los
presidentes José Joaquín Herrera y Mariano Arista tuvieron periodos de
gobierno caracterizados por la falta de recursos y respaldo social; ambos fueron
constante mente amenazados por levantamientos militares y conflictos sociales en
las entidades federativas.

En ese contexto, liberales y conservadores buscaban una figu ra política con la


fuerza y habilidad necesarias para hacer frente a la situación. Antonio López de
Santa Anna decidió apoyar al grupo conservador a pesar de que años antes había
estado en el bando liberal. Con el argumento de la situación de emergencia que
atravesaba el país, en 1853 se levantaron en armas en Guada- la jara para instalarlo
en el poder.
Este contexto permitió que los conservadores impulsaran una dictadura militar,
es decir, el gobierno de un hombre apoyado por el ejército. Se le otorgaron
facultades extraordinarias a Santa Anna, quien gobernó centralizando el poder
en sí mismo; además, dis puso a su criterio el poder político, económico y
militar sin opo sición ni contrapesos, argumentando que con ello se lograría la
unidad nacional y se aplacarían los conflictos internos.

En un principio, el consejero, impulsor y aliado de esta dicta dura fue Lucas


Alamán, quien murió poco tiempo después, en junio de 1853, dejando a Santa
Anna desprovisto de respaldo ideológico. Así, comenzó un periodo
caracterizado por constan tes abusos de poder justificados bajo el argumento de
las “circunstancias que atravesaba el país”. Las élites conservadoras, la Iglesia y el
Ejército Rieron los beneficiarios de este gobierno, por ser sus aliados.
Durante la dictadura de Santa Anna. Los excesivos impuestos, las libertades
limitadas y el régimen represivo provocaron descontento social a lo largo
del territorio nacional. Además, el gobierno de Santa Anna no logró solucionar las
problemáticas nacionales.

La dictadura de Antonio López de Santa Anna se caracterizó por sus excesos y


abusos, resultado de la centralización del poder en una sola persona, que gene ró
un gobierno sin contrapesos. La supuesta salida a un periodo de crisis abrió la
posibilidad al grupo conservador de implantar una dictadura cuyos resultados
fueron la represión, la dilapidación, el despilfarro y la frivolidad.

LA REVOLUCIÓN DE AYUTLA Y EL FIN DE LA DICTADURA

La política dictatorial del general Antonio López de Santa Anna creó un clima de
descontento que se cristalizó en la Revolución de Ayutla, la cual logró reunir a los
liberales y algunos sectores populares en contra del presidente y, con ello, marcar
un punto de quiebre en el desarrollo de la historia nacional.
A principios de 1854, en Ayuda, Guerrero, el antiguo insurgente Juan Álvarez se
rebeló contra la dictadura de Santa Anna.

Ignacio Comonfort junto con Florencio Villareal y Álvarez proclamaron el Plan


de Ayutla. Este pronunciamiento llamó a defender las libertades y terminar la
dictadura, entre otros aspectos. La trayectoria de Álvarez, durante la guerra de
Independencia en la década de 1810, le otorgó respaldo ideológico y
legitimidad política al movimiento de Ayutla, al cual se incorporaron jóvenes
liberales. El segundo al mando fue Ignacio Comonfort.

En Acapulco, Comonfort se puso al frente del ejército rebelde y se movilizó para


conseguir armas y recursos, incluso de Estados Uni dos. La respuesta del dictador
fue violenta: dio la orden al ejército de reprimir a la población para ahuyentar a
los simpatizantes y, con ello, detener este movimiento; sin embargo, lejos de
disuadir la participación, los excesos de la represión debilitaron el apoyo
santanista y favorecieron la causa rebelde.
Para mantenerse en la presidencia, Santa Anna lanzó un plebiscito con el que
pretendía justificar su permanencia en el poder, así como utilizarlo para
identificar a los opositores y encarcelarlos. Ante la amenaza hacia su persona, y al
ver que el apoyo a la rebelión de Ayutla crecía por todo el país, Santa Anna optó
por huir de México el 9 de agosto de 1855.

Siguiendo las premisas del Plan de Ayutla, se restauraron las libertades y


garantías individuales y comenzó un proceso de reconstruc ción nacional. Juan
Álvarez se convirtió en presidente interino de la República en octubre de 1855»
pero renunció en diciembre del mismo año y Comonfort asumió la presidencia.
Con la Revolución de Ayutla, como respuesta al fracaso de la dictadura de Santa
Anna, se logró reorganizar y re configurar al grupo liberal, así como reunir a la
oposción del régimen en una nueva generación. El bando conser vador, la Iglesia y
el Ejército perdieron el poder, pero no desaparecieron; es decir, tuvieron
nuevamente un peso importante en los años posteriores.
Como respuesta al régimen dictatorial de Antonio López de Santa Anna, se logró
consolidar un grupo político que, con su triunfo, marcó un momento definitorio
para establecer un proyecto liberal de nación. Tras el triunfo de la Revolución de
Ayutla co menzó un proceso de transformación profunda, que incluiría, finalmente,
la creación de una nueva constitución promulgada en 1857.

PLAN DE AYUTLA

El 1 de marzo de 1854 se firmó en la ciudad de Ayutla, Guerrero, un acuerdo


liderado por Florencio Villarreal cuya finalidad era quitar de la presidencia de
México a Antonio López de Santa Anna, quien se había prácticamente
apoderado de ella. Por el lugar donde fue firmado, este tratado es conocido
como el Plan de Ayutla, soporte ideológico que dio sentido a la revolución que
puso fin a la dictadura de Santa Anna y convocó al Constituyente que formuló la
Constitución de 1857 [1], dicho documento fue redactado en la Hacienda “La
Providencia”, por Juan Álvarez, Ignacio Comonfort, Trinidad Gómez, Diego
Álvarez, Tomás Moreno y Rafael Benavides.[2]

Para mediados del siglo XIX, la figura de Antonio López de Santa Anna era
sinónimo de poder y corrupción en México, de un gobierno lleno de favoritismo
y autoritarismo, donde el gobernante incluso se había hecho llamar “Su Alteza
Serenísima”. Muchos de quienes en un inicio se habían aliado a él, ahora lo
veían con miedo y desconfianza. Esta fue una de las causas de la proclama de
Ayutla, a la cual se sumaron otras: la venta a los Estados Unidos del territorio de
La Mesilla, de 76.845 km2, por diez millones de dólares en diciembre de 1853; la
mala distribución y administración de los recursos económicos; la carga excesiva
en impuestos a la población; la inestabilidad política nacional y la persecución a
la oposición estuvieron entre las más destacadas .[3]
Esta situación llevó a un profundo descontento popular, junto al cual actuaron
las fuerzas liberales para combatir al dictador. Así, el 1 de marzo de 1854,
Florencio Villarreal, joven militar, se congregó con Juan N. Álvarez, el destacado
guerrillero de la Independencia de México, e Ignacio Comonfort, antiguo aliado
de Santa Anna cuando éste luchaba por la causa republicana en la década de
1930. Comonfort modificó el plan el 10 de marzo de 1854, respaldándolo desde
ese momento [4]. Dividido en dos partes, el documento solicitaba la destitución
de Santa Anna y señalaba principalmente lo siguiente:[5]

 Primera parte: En ella se expusieron las causas del levantamiento.


Mencionadas previamente, éstas se resumían en tres puntos: la figura de
Santa Anna como permanente amenaza a la democracia; graves pérdidas
territoriales para México durante distintas etapas de su gobierno, con su
saldo económico y social, y falta de garantías civiles y políticas, pues
Santa Anna tomaba decisiones en forma unilateral.

 Segunda parte: Aquí se establecieron los compromisos y propuestas de


los firmantes. La principal era la entrega inmediata del poder por parte de
Santa Anna, pero no eran menos relevantes el compromiso a llevar la
lucha hasta las últimas consecuencias —la muerte— y el planteamiento
de una trasformación de la dictadura hacia el sistema republicano, con un
plazo de 15 días para establecer un nuevo gobierno capaz de avanzar en
este sentido.

Se adhirieron a este Plan la mayor parte de las poblaciones del sur de México,
principalmente de Guerrero, siendo secundados poco después por los de
Michoacán. Al ser adoptado el Plan, el general en jefe convocó a un
representante por cada Estado y Territorio, quienes elegirían al presidente
interino .[6]
Después de poco más de un año de lucha, el plan triunfó y prevaleció el interés
del pueblo de organizar al país como una nación libre, autónoma e
independiente, bajo el régimen de Republica soberana.
En octubre de 1855, Juan N. Álvarez asumió la presidencia interina, integrando
en su gabinete a Ignacio Comonfort (Ministerio de Guerra), Melchor Ocampo
(Relaciones Exteriores), Guillermo Prieto (Hacienda) y Benito Juárez (Justicia), un
excepcional equipo comprometido con el liberalismo y muy capaz de desarrollar
un proyecto de país con base en sus principios. Las llamadas Leyes de Reforma
son un modelo de los alcances de esta batalla que, finalmente, en 1856 llevó al
asentamiento de los principios liberales y redacción de la Constitución de
1857 . [7]

El 1 de marzo de 1854 se Proclamó el Plan de Ayutla, el cual persiguió, en buena


medida, regresar al régimen constitucional establecido por la primer Carta Magna
de nuestro país, sancionada y aprobada en 1824, la cual había sido abrogada
durante el régimen de Antonio López de Santa Anna.

A la muerte de quien fuera el ideólogo más importante del conservadurismo del


siglo XIX, Lucas Alamán, Santa Anna asumió el poder sin contrapesos con un
carácter dictatorial, lo que lo llevó a autoproclamarse “Alteza Serenísima”[1] en su
afán de alimentar su vanagloria y un halo místico de su figura.
El Plan de Ayutla, redactado por el Coronel Florencio Villareal y secundado por el
veterano insurgente de la Independencia Juan Álvarez e Ignacio Comonfort,
advirtió en sus primeras líneas del riesgo que implicaba que el país virara hacia un
gobierno de carácter absolutista[2], por lo cual convocó a los opositores
del santanismo a adherirse a la insurrección para remover del poder a tan singular
personaje.
El propósito de la revolución, de acuerdo con el artículo 5 del Plan de Ayutla, era
derrocar el gobierno conservador para poder reestablecer el orden republicano
constituido en 1824, al término del efímero intento de Imperio de Agustín de
Iturbide. Dicho artículo a la letra dice:

5º. A los quince días de haber entrado en sus funciones el presidente interino,
convocará el congreso extraordinario, conforme á las bases de la ley que fue
expedida con igual objeto en el año de 1841, el cual se ocupe exclusivamente de
constituir á la nación bajo la forma de República representativa popular, y de
revisar los actos del ejecutivo provisional de que se habla en el artículo 2º[3].
Con la revolución convocada por el Plan de Ayutla, finalizó el dominio del
conservadurismo sobre las instituciones del entonces endeble Estado mexicano,
para dar paso a una serie de proyectos políticos y jurídicos de carácter liberal; los
cuales fueron plasmados en las primeras Leyes de Reforma –la Ley Juárez, la Ley
Lerdo y la Ley Iglesias—así como en el proyecto constitucional aprobado en 1857.

La entrada en vigor del proyecto de Estado liberal, plasmado en la Constitución de


1857, ocasionó una nueva crisis de gobernabilidad en el país durante los siguientes
diez años[4], en los cuales hubo una invasión extranjera y un último intento del
conservadurismo por establecer un imperio mexicano.

No hay lugar a dudas de que la realidad social siempre influirá en el derecho, el cual
se ve forzado a adaptarse para satisfacer las verdaderas necesidades sociales del
momento. Sin embargo, ante un cambio de los denominados factores reales de
poder, generará, a su vez, la necesidad de modificar o —en su caso— sustituir por
completo el sistema jurídico-político. Esto fue justo lo que sucedió en 1854, cuando
para combatir y eliminar el régimen de López de Santa-Anna, diversos líderes
militares —como el coronel Florencia Villareal— acordaron en el Plan de Ayutla
diversos puntos que, a la postre, fungieron como puntos esenciales en la
Constitución Política de la República Mexicana de 1857.

De acuerdo con los puntos considerativos de este plan, en el régimen de Santa-


Anna no existía el mínimo respeto a las libertades individuales, sino que, debido al
poder exacerbado que la abolición de la Constitución de 1824 y el establecimiento
de Santa-Anna como dictador bajo el mote de Su Alteza Serenísima, éste abusaba
del individuo, negándole todo tipo de derechos fundamentales o garantías. Es
decir, en México no reinaba la democracia, sino los deseos tiránicos de su
gobernante sin límite alguno.

Es así que la situación antes descrita, aunado al resentimiento que existía frente a
su régimen por virtud de la venta de los territorios del norte, dio origen a un
movimiento contra el régimen centralista que en ese momento imperaba en
nuestro país.

En relación con lo anterior, es conveniente leer la parte que se considera esencial


del Plan de Ayutla, a saber:

“Considerando: Que la permanencia de D. Antonio López de Santa-Anna en el


poder es un amago constante para las libertades públicas, puesto que con el mayor
escándalo, bajo su gobierno se han hollado las garantías individuales que se
respetan aun en los países menos civilizados;

Que los mexicanos, tan celosos de su libertad, se hallan en el peligro inminente de


ser subyugados por la fuerza de un poder absoluto, ejercido por el hombre á quien
tan generosa como deplorablemente se confiaron los destinos de la patria;

Que bien distante de corresponder á tan honroso llamamiento, solo ha venido á


oprimir y vejar los pueblos recargándolos de contribuciones onerosas, sin
consideracion á la pobreza general, empleándose su producto en gastos superfluos,
y formar la fortuna, como en otra época, de unos cuantos favoritos”.

De lo anterior podemos inferir que en el régimen de López de Santa-Anna, el poder


fue ejercido en demasía; entiéndase que éste no tenía límites por cuanto hasta
dónde éste podría interferir en las vidas de los individuos. Pudiera haber sido que
el retorno del Serenísimo ante la petición del sector conservador en 1853 alimentó
el ego de este sujeto y, por ende, ejerció sin limitante alguna el poder en él
investido en su calidad de dictador de la nación. La falta de límite alguno al poder
llego, incluso, a permitir que Su Alteza Serenísima readoptara instituciones de
carácter imperialista, como la Orden Mexicana de Guadalupe (la cual consistía en
una especie de orden de Caballeros), situación que hizo temer a la población que el
dictador impondría una nueva monarquía.

Es en respuesta a dicho poder tiránico que López de Santa-Anna se había otorgado


a sí mismo —en pocas palabras— el Plan de Ayutla, que dio origen a la
Constitución de 1857. Derivado de la falta de protección a derechos
fundamentales, el referido Plan creó las bases o principios que habrían de ser
incluidos en el texto constitucional de 1857, situación por la cual se consagraron
diversos principios tendientes a la protección de los derechos o garantías
fundamentales de los individuos y para el control del poder mediante el
establecimiento de diversas instituciones y herramientas jurídicas.

Debido a la tan lamentable situación que imperaba en el régimen de López de


Santa-Anna —mediante la promulgación del Plan de Ayutla de 1854 y el triunfo de
la Revolución de Ayutla, culminando en el nombramiento de Juan Álvarez como
presidente interino del país—1 se logró convocar a un Congreso Constituyente en
1856, ello con la tarea de recoger las demandas sociales vigentes en ese momento,
relativas al reconocimiento de la existencia de derechos individuales frente al
poderio del Estado.

Es así como obtuvimos la Constitución de 1857, siendo éste el primer texto


fundamental en nuestro país que no sólo reconoce la existencia de ciertos
principios constitucionales en beneficio de la población, sino que además otorga un
mecanismo para su protección: el juicio de amparo.

Sucede que —se insiste—, por un lado, el gran logro del texto fundamental en
mención es precisamente el reconocimiento de ciertos derechos fundamentales y,
a su vez, el otorgamiento de garantías para su protección. Por otro lado, además,
es importante tomar en consideración que esta carta fundamental también logró la
abolición del régimen absolutista de Antonio López de Santa-Anna, estableciendo,
de nueva cuenta, una república federal.

En ese orden de ideas, sucede que esta situación relativa a la protección de los
derechos fundamentales y el fortalecimiento de la democracia como forma de
gobierno se ha reproducido casi en su entereza por la Constitución de 1917 (que
actualmente nos rige), incluyéndose en esta última ciertos principios del corte
social que, como se verá más adelante, fueron la consecuencia del régimen
completamente liberal-individual de la otrora Constitución Política de la República
Mexicana.

Como es bien sabido, nuestro país actualmente se rige por la Constitución Política
de los Estados Unidos Mexicanos, publicada el 5 de febrero de 1917 y en vigor
desde el 1o. de mayo de ese mismo año. Debemos tomar en cuenta que este texto
fundamental se origina de un largo proceso revolucionario cuyo origen fue la
exigencia del reconocimiento de ciertos derechos fundamentales de índole social,
como los inherentes al ámbito laboral, agrario y de seguridad social.

Si bien es cierto que la Constitución de 1857 —de corte liberal— ya reconocía y


protegía ciertos derechos fundamentales, también incluyó en nuestro sistema
jurídico el juicio de protección de derechos fundamentales y, a su vez, de la
constitucionalidad: el juicio de amparo; no menos cierto es que la misma
Constitución no concebía una protección completa a los principios esenciales de
todo Estado constitucional-democrático, al no proveerse cuestión alguna sobre la
redistribución económica y el reconocimiento cultural y, en su ejecución, al no
permitirse la inclusión política (basta con ver el periodo porfirista), negando así la
justicia social2 y, como consecuencia de ello, minando el acceso a la dignidad
humana y la libertad.

No obstante lo anterior, tal como se verá más adelante, tenemos que el gran logro
de la Constitución de 1857 es la inclusión y regulación a nivel constitucional del
juicio de amparo: herramienta de control constitucional y de protección a los
derechos fundamentales que, al día de hoy, continúa siendo la más importante de
las herramientas jurídicas que están a la mano del individuo y también de los
grupos sociales.

Así, a pesar de las omisiones relativas a la justicia social en la Constitución Política


de 1857, vemos en este texto un gran avance en la protección de la
constitucionalidad con la inclusión, en sus artículos 101 y 102 —en el ámbito
privado o particular—, del juicio de amparo como mecanismo jurisdiccional de
protección de “garantías individuales” frente al poder arbitrario, así como del
reconocimiento en el artículo 98 de dicho texto fundamental de lo que hoy
conocemos como controversias constitucionales.

No obstante tal significativo avance, vemos que el juicio de amparo previsto en la


Constitución de 1857 no protegía a grandes grupos sociales y, además, generaba
declaraciones generales de inconstitucionalidad sobre los actos o leyes que
pudieran haber sido objeto de impugnación por virtud de la interposición de un
juicio de tal naturaleza (situación que hoy en día es factible efectuar mediante el
amparo colectivo y la figura llamada declaratoria general de inconstitucionalidad).
A pesar de la limitante en mención, es de destacarse que en el referido texto
fundamental se establecieron los principios básicos o presupuestos procesales del
juicio de amparo, tal como los supuestos en los que el mismo procede.

En relación con lo anterior, al día de hoy podemos ver en la regulación del


moderno juicio de amparo mexicano ciertas regulaciones constitucionales que
continúan vigentes; tal es el caso del principio de “instancia de parte agraviada” y
el diverso de “relatividad”, que en realidad, por lo que respecta al primero, es el
reconocimiento de la legitimación en la causa, y, en cuanto al segundo, al de res
inter alios judicata.

Dicho lo anterior, es conveniente analizar los artículos 101 y 102 de la Constitución


de 1857,3 puesto que de los mismos se desprende lo descrito en líneas anteriores.
Veamos:

“Artículo 101. Los tribunales de la federación resolverán toda controversia que se


suscite:

I. Por leyes ó actos de cualquiera autoridad que violen las garantías individuales.

II. Por leyes ó actos de la autoridad federal que vulneren ó restrinjan la soberanía
de los Estados.

III. Por las leyes ó actos de las autoridades de éstos, que invadan la esfera de la
autoridad federal.

Artículo 102. Todos los juicios de que habla el artículo anterior se seguirán, á
petición de la parte agraviada, por medio de procedimientos y formas del orden
jurídico, que determinará una ley. La sentencia será siempre tal, que solo se ocupe
de individuos particulares, limitándose á protegerlos y ampararlos en el caso
especial sobre que verse el proceso, sin hacer ninguna declaración general respecto
de la ley ó acto que la motivare.
Derivado de lo anterior, podemos afirmar que aun y cuando la Constitución de
1857 previó por primera vez el juicio de amparo a nivel federal, sucede que éste,
por sí mismo, no es apto para proteger al texto fundamental de todo acto o ley que
atente contra sus principios y, derivado de ello, se causa que los principios
protegidos por dicha Constitución no encuentran una debida protección frente a
actos que atenten en su contra. Esto es así en virtud del denominado “principio de
relatividad”, el cual es en realidad el principio general conocido como res inter alios
judicata, el cual se refiere a que los alcances protectores de la sentencia definitiva
que se llegaran a dictar estarían limitados a proteger únicamente a quien hubiera
ejercido dicha acción constitucional —situación que se explica por la tendencia
liberal-individual del propio texto constitucional—.

Ahora bien, resulta ser que los principios fundadores básicos de una sociedad son
la libertad, la justicia y la protección a la dignidad humana. Esto es: no es factible
hablar de un Estado constitucional cuando las instituciones y procesos constituidos
no procuran alguno de los elementos en mención. En ese entendido, cuando las
instituciones constituidas por la propia Constitución con la finalidad de llevar a
cabo la obra por ésta encargada son omisas en lograr tal cometido, podemos
afirmar que éstas han fallado y que, por ende, se hace necesario su cambio o
remplazo. Es esto justo lo que sucedió con la Constitución de 1857: únicamente se
señalaron una serie de principios abstractos e individuales, pero no se crearon
—de acuerdo con el discurso de inauguración del Congreso Constituyente del 1o.
de diciembre de 1916— las instituciones necesarias para su protección general a
tal grado que incluyera la protección a los grupos sociales más desfavorecidos;
además de ello —según se afirma por dicho discurso—, el juicio de amparo no fue
utilizado para proteger los limitados principios contenidos en la hoy abrogada
Constitución de 1857, sino que, desafortunadamente, fue utilizado como
mecanismo de control por parte del poder central dentro de las entidades
federativas.4

Así, ante el liberalismo exacerbado en nuestro país a finales del siglo XIX, la falta de
justicia social, de instituciones tendientes a garantizar la dignidad humana de
ciertos grupos sociales desprotegidos y el hartazgo social manifestado en las
huelgas de Cananera, Sonora, y Río Blanco, Veracruz, en 1906 y 1907,
respectivamente, se generó el estallido de una revolución que, al finalizar, tuvo
como efecto el cambio radical de los factores reales del poder. Es gracias a este
cambio cuando vemos en nuestra nación el establecimiento del Constituyente de
Querétaro que se encontraba socialmente obligado no sólo proteger los derechos
individuales, sino también a garantizar una verdadera justicia social, la cual se
lograría mediante el reconocimiento de ciertos principios de corte social, como la
redistribución obrera y agraria, así como el reconocimiento a la seguridad social,
entre otros.

La confluencia entre derechos de tipo liberal-individuales con el reconocimiento de


aquéllos de naturaleza social se logró debido a que, según el maestro
Zagrebelsky,5 en la Constitución deben tener cabida todos los puntos de vista
existentes dentro de la sociedad que pretende ser regulada por el texto
fundamental, buscándose así la mayor aceptación posible entre las facciones que
se agrupan en el Congreso Constituyente. En este entendido, es una aberración
político-jurídica que en dicho texto únicamente se tome en consideración la
opinión o posición de un grupo en particular, ya que ello causaría la exclusión de
todos aquellos que no fueron escuchados y, como consecuencia, la negación de los
principios concernientes a su protección.

Sucede que la inclusión de los principios de índole social al debate del


Constituyente de 1916-1917 creó un nuevo enfoque para la defensa de la
Constitución: la protección de los derechos fundamentales, los cuales —en el texto
constitucional original, influido por ciertas reminiscencias del corte liberal del texto
fundamental de 1857— fueron denominados “garantías individuales”. Mejor dicho
de otra forma, el nuevo paradigma de protección a la Constitución se centró en el
“enaltecimiento” del juicio de amparo y su uso casi exclusivo durante gran parte
del siglo XX como mecanismo jurisdiccional de protección constitucional.

No obstante el enfoque individual del juicio de amparo en el texto fundamental de


1917, tenemos que, de acuerdo con el nuevo paradigma constitucional vigente a
partir del 2011, este juicio fue reformado a efecto de ser ajustado a los principios
sociales contenidos en la carta magna, extendiéndose su ámbito protector a los
grupos sociales vulnerables, además de que los beneficios de éste se logran
socializar de forma general o erga omnes gracias a la figura de la declaración
general de inconstitucionalidad, que más adelante será analizada.

Dejando de lado el adelanto hecho en el anterior párrafo, tenemos que la


influencia liberal o individual de la que se vio afectada nuestra actual Constitución
puede ser verificada en la siguiente transcripción, relativa al propio discurso de
inauguración del Congreso Constituyente de Querétaro:6

“Por esta razón, lo primero que debe hacer la Constitución política de un pueblo es
garantizar, de la manera más amplia y completa posible, la libertad humana, para
evitar que el gobierno, a pretexto del orden o de la paz, motivos que siempre
alegan los tiranos para justificar sus atentados, tenga alguna vez de limitar el
derecho y no respetar su uso íntegro, atribuyéndose la facultad exclusiva de dirigir
la iniciativa individual y la actividad social, esclavizando al hombre y a la sociedad
bajo su voluntad omnipotente.

La Constitución de 1857 hizo, según antes he expresado, la declaración de que los


derechos del hombres son la base y objeto de todas las instituciones sociales; pero,
con pocas excepciones, no otorgó a esos derechos las garantías debidas, lo que
tampoco hicieron las leyes secundarias, que no llegaron a castigar severamente la
violación de aquéllas, porque sólo fijaron penas nugatorias, por insignificantes, que
casi nunca se hicieron efectivas. De manera que sin temor de incurrir en
exageración puede decirse que a pesar de la Constitución mencionada, la libertad
individual quedó por completo a merced de los gobernantes”.

Dicho lo anterior, podemos entender por qué la Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos que actualmente nos rige (aquélla publicada el 5 de febrero de
1917) reconoció, en su artículo 103, la necesidad de proteger al individuo —lo cual
luego cambia para incluir también a los grupos sociales como sujetos de protección
constitucional, por ende la reciente inclusión del amparo colectivo— frente a:

a) En un primer término, evidentemente, tenemos la protección individual frente a


los actos de autoridad o leyes generales que violen las “garantías individuales”;

b) En un segundo aspecto, la protección del individuo frente a los actos de la


autoridad federal o leyes que vulneren o restrinjan la soberanía de los estados o la
esfera de competencia del Distrito Federal, y

c) Por último, la protección del individuo frente a normas generales o actos de las
autoridades de los estados o del Distrito Federal que invadan la esfera de
competencia de la autoridad federal.

Cabe destacar, sin embargo, que el reconocimiento de marras que efectuó nuestra
actual Constitución —en los términos previamente señalados— ya había sido
previsto por el régimen constitucional de 1857. Esto es: a pesar del debate del
Constituyente de Querétaro en el sentido de que las instituciones que habían sido
creadas por el texto fundamental de corte liberal de 1857 no habían tenido el
alcance para verdaderamente proteger los principios tutelados por dicha
Constitución (la carta magna que actualmente nos rige), al momento de ser
promulgada, irónicamente no amplió el ámbito de protección del juicio de amparo
ni creó otras instituciones o herramientas jurisdiccionales tendientes a
salvaguardar la integridad constitucional del corte social, sino que adoptó un
mismo juicio de amparo de naturaleza completamente individualista como,
prácticamente, el único mecanismo de defensa de la Constitución.
Efectivamente, de un análisis comparativo entre los preceptos constitucionales de
1857 —señalados en líneas anteriores— con los diversos arábigos 103 y 107 en su
redacción original de la Constitución de 1917, 7 podemos advertir que tanto las
bases como la regulación de la institución del juicio de amparo quedaron
básicamente intocados:

“Artículo 103. Los tribunales de la Federación resolverán toda controversia que se


suscite:

I. Por leyes o actos de la autoridad que viole las garantías individuales.

II. Por leyes o actos de la autoridad federal que vulneren o restrinjan la soberanía
de los Estados.

III. Por leyes o actos de las autoridades de éstos que invadan la esfera de la
autoridad federal.

Artículo 107. Todas las controversias de que habla el artículo 103, se seguirán a
instancia de la parte agraviada, por medio de procedimientos y formas del orden
jurídico que determinará una ley que se ajustará a las bases siguientes:

I. La sentencia será siempre tal, que sólo se ocupe de individuos particulares,


limitándose a ampararlos y protegerlos en el caso especial sobre el que verse la
queja, sin hacer una declaración general respecto de la ley o acto que la motivare.

”.

Esta situación, sumada al hecho de que no existía mecanismo alguno que pudiera
proteger de manera jurisdiccional y efectiva a la nación frente a los actos y leyes
que atentaran contra los principios constitucionales —tal como la acción de
inconstitucionalidad—, dejó en las manos del Poder Legislativo el verdadero
control de la constitucionalidad de las normas generales. No obstante ello, debido
al ámbito meramente político en el que se desarrolla el legislador, se corría el
riesgo de que este poder constituido, al ejercer su función legislativa, pasara por
alto las disposiciones y principios establecidos por el Constituyente, con la
posibilidad, inclusive, de sucumbir éste frente al poderío del Ejecutivo. 8

Es por ello que podemos afirmar que a pesar que nuestra actual Constitución
cuenta con un mecanismo jurisdiccional de control de la constitucionalidad, éste no
era óptimo por carecer de remedios con efectos generales.
Tomando en consideración que el Poder Legislativo, en uso de sus facultades
político-constitucionales, era el único ente habilitado para establecer los límites de
la legislación secundaria frente a la Constitución, y que sus determinaciones se
veían determinadas por virtud del clima político imperante en un determinado
momento, entonces podemos arribar a la conclusión que el producto legislativo
—entendido como las normas de carácter general— no se derivaría de los
principios constitucionales, sino de los factores reales de poder. La situación
descrita genera el riesgo de que, ante el clima político, se dejen de observar los
principios constitutivos de nuestro sistema político-jurídico, dejándonos a los
gobernados ante la tiranía del legislador, como marioneta del Ejecutivo.

Ahora bien, retomando la línea argumentativa desde la óptica de la Constitución de


1857, podemos afirmar que gracias a ella el día de hoy los individuos y grupos
sociales podemos acceder al mecanismo de control constitucional por excelencia.
Es decir, el único mecanismo de control de la constitucionalidad que los
gobernados tenemos a nuestro alcance; así, el juicio de amparo es la gran creación
y legado de la Constitución Política de la República Mexicana de 1857, el cual, a
través de los cambios constitucionales y democráticos, ha ido variando en su
regulación y alcance protector.

Como consecuencia de la apertura democrática que nuestro país había estado


experimentando desde a finales de la década de los ochenta, en 2011, mediante
reformas constitucionales publicadas el 6 y 10 de junio, se gestó un cambio de
paradigma en materia de protección a los derechos fundamentales. Este cambio
estableció como máxima de nuestro sistema jurídico la protección a los derechos
humanos, imponiéndoseles a todas las autoridades de la nación la obligación de
ajustar su actuar a los principios constitucionales, y a los jueces, la obligación de, en
casos en concreto, inaplicar normas en caso de que consideraran que la misma
atenta contra los principios constitucionales; este mecanismo se asemeja al control
difuso de la constitucionalidad que países de tradición anglosajona como Estado
Unidos ejercen.

Este nuevo paradigma abre las puertas al acceso de una verdadera justicia social,
dignidad humana y libertad, ya que con los cambios en mención se permitió que
determinadas colectividades —compuestas por grupos sociales que se encuentran
en un mismo supuesto de afectación— acudieran al amparo; por otro lado, por fin
se abrió la posibilidad de obtener una declaratoria general de inconstitucionalidad
derivada de la promoción y resolución de amparos contra leyes.

Es posible considerar que esta apertura en el juicio de amparo no es compatible


con el espíritu individualista de éste conforme a su regulación en la carta
fundamental de 1857; sin embargo, es evidente que una institución tan importante
y poderosa para el control del poder, como el juicio de amparo, no podía
mantenerse estático frente a los cambios reales de la sociedad, así como a las
necesidades de ésta.

Por tanto, a pesar de que el juicio de amparo que tenemos actualmente no se


encuentra en estrecha sintonía con su regulación original de 1857, se insiste en que
es gracias a esa Constitución que tal mecanismo de control fue incluido en el
sistema jurídico nacional; reviste tal grado de importancia y trascendencia que es
imposible imaginarnos, como sociedad, sin dicha herramienta de control frente al
poder del arbitrario.

Así las cosas, a manera de conclusión, independientemente de la restauración de la


república federal en la Constitución de 1857 —lo cual resulta ser de gran
importancia ya que actualmente nuestro régimen de gobierno es el mismo—, el
gran logro de tal documento fue, como hemos visto, la inclusión y regulación del
juicio de amparo. Aunado a que el referido procedimiento judicial resultó ser clave
para la protección de los derechos fundamentales, también el mismo fortaleció el
régimen democrático-constitucional, al permitir el sometimiento al escrutinio
judicial de los actos de autoridad que se consideren violatorios de la carta magna,
situación que no solo fue reconocida en la Constitución de 1917, sino que se ha ido
ampliando junto con el crecimiento democrático de nuestro país.

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