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Juarez y Otros Maltrato y Abuso Sexual Infantil-2

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Neuropsicología del abandono

y el maltrato infantil
Ana Francia Iturregui
Assumpta Roqueta, Beatriz G. Luna, Rosa Mª Fernández García, Eduardo
Pásaro, Eduardo Barca, Josep Cornellà, Cristina Torres, Mª Elena Borrajo,
Natalia Barcons, Mireia Sala, Ignasi Ivern, Rosa Mora, Josep Ramón Juárez,
Esther Grau y Marga Muñiz. Coordinados por Rosa Mª Fernández García ‘
© Rosa Mª Fernández García (Coord.) et al.
Neuropsicología del abandono y el maltrato infantil
© Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
Hilo Rojo Producciones, S.L., C/ La Rasa 8, 08530 La Garriga (Barcelona)
www.hilorojoediciones.com
1ª edición: Marzo de 2014
ISBN: 978-84-941620-7-7
D.L.: B 4535-2014

Capítulo 12. Maltrato y abuso sexual infantil: evaluación,


secuelas y tratamiento

AUTOR: Josep Ramón Juárez. Doctor en Psicología por la Universidad de Girona.


Máster en Criminología y Ejecución Penal por la UAB. Psicólogo Forense del Departamento de
Justicia de la Generalitat de Cataluña. Desarrolla su labor docente como Profesor Asociado en
el Departamento de Psicología de la Universidad de Girona, desde al año 2002, impartiendo
diferentes materias relacionadas con el maltrato y el abuso sexual infantil.
Vicepresidente y Responsable Científico y de Comunicación de la Asociación de Psicólogos
Forenses de la Administración de Justicia (APF) de ámbito nacional. Sus últimas publicaciones
versan sobre ‘Credibilidad de las víctimas de violencia doméstica’, ‘Preescolares víctimas de
maltrato y/o abuso sexual’ y ‘Violencia sexual contra las mujeres, trauma psíquico y
revictimización’.

1. Evaluación de factores asociados al maltrato y abuso sexual infantil

Es comprensible y esperable que los niños y niñas víctimas de maltrato y


abuso infantil manifiesten una serie de sintomatología traumática como
consecuencia directa de la situación sufrida. Sin embargo, autores como
Echeburúa y cols. (2002, 2007a) nos hablan tanto de variables facilitadoras
del trauma (Tabla 1) como de factores de vulnerabilidad, por lo que no
siempre será así.
1
Tabla 1. Variables facilitadoras del trauma
(Echeburúa y Corral, 2007)

Factores Predisponentes (pre-trauma)


ƒ Psicopatología previa personal o familiar
ƒ Exposición previa a traumas
ƒ Personalidad vulnerable
ƒ Estrés acumulativo

Factores precipitantes (suceso traumático)


ƒ Tipo de suceso traumático (intencionalidad)
ƒ Gravedad del suceso traumático (modelo dosis/efecto
o modelo dosis/dependiente)
Factores mantenedores (post-trauma)

ƒ Anclaje en el pasado
ƒ Hacerse preguntas sin respuesta o buscar
explicaciones imposibles de obtener
ƒ Necesidad de buscar culpables
ƒ Negación cognitiva o emocional del suceso

Si nos fijamos detenidamente en estos 3 tipos de factores (predisponentes,


precipitantes y mantenedores) podemos obtener indicadores sobre cuál
debe ser nuestra acción evaluativa ante tal tipo de acontecimientos. Así, un
aspecto esencial en nuestra evaluación será conocer los antecedentes
psicopatológicos del menor y su familia, tanto para conocer su posible
incidencia en la presencia futura de diferentes cuadros psicopatológicos,
como en la valoración de su correcta terapéutica en el momento presente,
es decir, conocer si ahora ya ha sido tratado y elaborado cualquier síntoma
previo.

La construcción de la personalidad de los niños y niñas que han sido


expuestos a traumas previos, los cuales pueden haber ido acumulándose,
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conforman una visión particular y condicionada de la vida. Así, en el caso
del maltrato Espinosa, Ochaíta y Ortega (2003) nos refieren la agresividad,
falta de habilidades sociales, dificultades en las relaciones de afecto, de
vinculación y en el establecimiento de apego, inmadurez, tendencia a
interpretar de forma hostil la ayuda externa, falta de empatía, indefensión
aprendida y la tendencia a no enfrentarse a nuevas tareas por miedo al
fracaso y/o la frustración.

Evidentemente, evaluar la naturaleza del propio maltrato y abuso es básica,


puesto que la sintomatología posterior será también de diferente naturaleza
si nos encontramos ante un niño o niña que sufre una situación puntual o
crónica (siendo ésta con peor pronóstico para el tratamiento terapéutico
posterior) además de tener en cuenta su gravedad e intensidad, sabiendo a
priori que el maltrato físico siempre comporta un componente psíquico de
carácter intrínseco, y por otro lado, que la asociación de la violencia y el
daño físico al abuso y agresión sexual comportan también un elemento
diferenciador que debemos poder evaluar para su posterior tratamiento.

Los factores mantenedores serán necesarios de evaluar, especialmente en


niños y niñas que presenten resistencia y sean refractarios a nuestra
intervención terapéutica. La necesidad de buscar culpables y/o obtener
explicaciones de las razones que llevaron a sufrir el maltrato y/o abuso,
pueden convertirse en una tortura que debemos detectar para manejar
terapéuticamente.

Estos factores explican como la vulnerabilidad de las víctimas a desarrollar


secuelas postraumáticas estará condicionada por variables como la
fragilidad emocional previa, posible historia anterior de sucesos

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traumáticos, existencia de una psicopatología familiar, presencia de
reacciones disociativas durante el suceso traumático y/o inexistencia de una
red de apoyo familiar y social, además del estilo de afrontamiento (junto
con la resiliencia) que son aspectos que también debemos tener en cuenta y
que tratamos al final de este capítulo. Antes de ello, vamos a presentar las
secuelas (daño psíquico) habituales en casos de maltrato y abuso infantil.

2. Secuelas psicopatológicas

De manera general, dentro de las secuelas psicológicas más comúnmente


asociadas al maltrato y abuso sexual encontramos: ansiedad, miedo,
depresión, intentos suicidas, disfunciones sexuales, dificultades en el
funcionamiento cotidiano y en las relaciones interpersonales y gran
cantidad de sintomatología somática (Schwartz, 1991).

El Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) está considerado como el


cuadro clínico más habitual tras sufrir incidentes que atentan a la integridad
física y/o psíquica de las personas, de hecho, si en general el TEPT es
experimentado por un 25% de personas que han sufrido cualquier tipo de
delito, según Echeburúa y cols. (1997a), este porcentaje puede verse
incrementado hasta el 50% o 60% cuando se trata de víctimas de maltrato
y/o abuso sexual. En el 2004, este mismo autor realiza de nuevo una
estimación añadiendo que, entre el 60% y 70% de las víctimas de una
agresión sexual o del terrorismo, sufrirán los efectos del trauma en su vida
cotidiana.

Echeburúa y cols. (2004) en una investigación llevada a cabo para evaluar


las implicaciones clínicas y forenses de víctimas de delitos violentos, entre

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los que se incluían las agresiones sexuales, mencionaron también tres fases
para referirse al curso que solía darse tras sufrir un suceso de tal magnitud.
Explicaron que, en una primera etapa, se produciría un embotamiento
general, caracterizado por lentitud, pensamientos de incredulidad y una
reacción de sobrecogimiento. A medida que el estado de shock se fuera
disipando, aparecería la segunda fase, más caracterizada por el dolor la
rabia, la indignación, la culpa y la impotencia, alternándose con momentos
de abatimiento. Finalmente, emergería una fase donde se tendería a re-
experimentarse el suceso, bien de manera espontánea o bien, asociado a
agentes externos que lo activaran.

Pasaremos a desarrollar las secuelas de mayor aparición en las víctimas de


maltrato y abuso sexual:

Secuelas inmediatas
ƒ Esfera emocional:
‐ Sensación de irrealidad: sensación de que el hecho no ha podido
sucederse, de que realmente no le ha podido pasa a ella,
acompañado de llanto y rabia, y en ocasiones de sentimientos de
vergüenza y culpa.
‐ Sentimiento de pérdida de control de la situación.
‐ Sintomatología psíquica: confusión, desorientación, pérdida de la
capacidad de concentración, etc.

ƒ Esfera cognitiva:
‐ Déficit en el procesamiento de la información, dificultad en la toma
de decisiones, percepción de profunda indefensión, etc.

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Si bien parte de la sintomatología mencionada puede terminar disipándose
transcurridas algunas semanas, se calcula que alrededor del 80% de las
víctimas puede también presentarla transcurrido un año. Asimismo, entre
los factores protectores del trauma, Fernández-Ballesteros en Soria, M.A. y
Saiz, M.D. (2006), nombra el apoyo social (y naturalmente, familiar) con el
que la víctima cuenta.

Secuelas a corto y largo plazo


ƒ Trastornos desadaptativos ansiosos y/o depresivos
‐ Trastornos con ansiedad: se suele caracterizar por un estado
de continua preocupación, asociándosele fatiga, dificultades de
concentración, irritabilidad y alteraciones del sueño.
‐ Trastornos con ánimo depresivo: caracterizados por una
pérdida de la autoestima, desesperanza, ausencia de
expectativas de futuro, disminución de las actividades
placenteras, cambios en el patrón de sueño y apetito, y en
ocasiones riesgo de suicidio.

ƒ Trastornos por Estrés


‐ Trastorno por estrés postraumático (TEPT): caracterizado por
una re-experimentación del acontecimiento traumático
(pesadillas, flashback, pensamientos o recuerdos), síntomas
provocados por el aumento de la activación (trastornos del
sueño, irritabilidad, estado de alerta excesiva y dificultades de
concentración) y comportamientos de evitación (esfuerzos por
evitar pensamientos o actividades que para la víctima puedan
guardar algún tipo de relación con el suceso).

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‐ Trastorno por estrés agudo: manifestaciones iguales a las del
TEPT pero cuya diferencia radica, tanto en el número de
criterios, como en la duración de la alteración (de 2 días a 4
semanas) y la relación temporal entre el suceso y el inicio de
la sintomatología (dentro de las 4 primeras semanas).

Si bien las consecuencias más comprensibles después de sufrir una


situación traumática sean toda la sintomatología que hemos nombrado,
autores como Pelechano, V. (2007) o Tedeschi y Calhoun (2004)
consideran que muchas víctimas pueden salir fortalecidas de situaciones
traumáticas, otorgando a su vida un nuevo significado.
Desde el punto de vista de la psicopatología de la víctima, sea cual fuere la
respuesta a esta cuestión abierta, lo que sí parece claramente definido es el
hecho de que el TEPT no “captura” ni mucho menos dicha psicopatología y
que, en consecuencia, los estudios sobre las víctimas han de dirigir su
atención y estar dotados de instrumentos que detecten un amplio espectro
de trastornos, y no deben focalizarse exclusivamente sobre el TEPT que, en
una parte sustancial de ocasiones, no va a ser siquiera la patología más
relevante que pueda presentar el sujeto afectado por la agresión (Baca
Baldomero, E. y cols., 2004).
Para Echeburúa y Corral (2007), de manera objetiva, una víctima será
siempre víctima del acontecimiento que la hizo convertirse en tal, pero, el
componente subjetivo y de mayor peso en todo el proceso, es el que debe
recuperarse. En palabras de los autores: “las víctimas deben dejar de ser
víctimas lo antes posible”. Rojas Marcos (2002) también hace referencia a
esta idea explicando que se trata de que las personas que han sufrido un
acontecimiento traumático comiencen de nuevo a vivir y no se conformen
con sobrevivir.

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La sensación de impotencia de la víctima ante la idea de “no haber hecho
más por evitarlo” hace a estos delitos característicos de un gran sentimiento
de culpa (Fernández-Ballesteros en Soria y Saiz, 2006). Esta idea parece
profundamente importante a la hora de llevar a cabo las terapias y
acompañamientos a mujeres víctimas de una violación u otro tipo de
agresiones, planteándose el reto de dotar de mecanismo de enfrentamiento
a las mujeres con el fin de darles la oportunidad de nuevo de recuperar el
control.
De alguna manera, lo que los autores nos quieren referir es que, el daño ya
está hecho, la situación se produjo y no se borrará, pero la decisión de vivir
convencidas de que son una mujer etiquetada como “violada”, o una mujer
que fue víctima de una violación, es muy diferente. La primera reflexión
obliga a cargar con la etiqueta de víctima para siempre, mientras que la
segunda refiere que padecieron un suceso en sus vidas que no se olvidará,
pero que no permitirán que marque su presente y futuro.

Secuelas emocionales
Este tipo de secuelas, según Echeburúa (2004), están referidas a la huella
más o menos permanente que el trauma psíquico puede dejar en la persona,
no remitiendo con el paso del tiempo ni habiéndose recibido el tratamiento
correspondiente. En este caso, lo más habitual serían cambios importantes
en la personalidad durante al menos 2 años después del suceso, y una
afectación en las funciones académicas, laborales y en las relaciones
interpersonales.
En el entorno familiar, este tipo de vivencia traumática puede suponer el
sentimiento de inseguridad del niño, y del entorno familiar cercano a la
víctima, quedando afectada parte de la estructura familiar. A nivel social es
necesario tener en cuenta los prejuicios a los que se enfrenta la víctima. El
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posible embotamiento afectivo, deterioro de las relaciones interpersonales y
a veces, un posible aislamiento tanto emocional como social. Finalmente, a
nivel académico es posible que baje el rendimiento, la concentración y la
motivación por ir a la escuela, deteriorando o empeorando con esto la
relaciones con los/as compañeros/as, faltando al centro escolar y que esto
contribuya más a bajar la autoestima.

3. Las estrategias de afrontamiento y la resiliencia

Las secuelas anteriormente presentadas no son más que la respuesta del


organismo ante una amenaza de dimensiones tan intensas que el niño/a
manifiesta en forma de síntomas psíquicos. Teniendo en cuenta que cada
individuo desarrollará individual y específicamente las secuelas
(presentándolas todas o incluso ninguna) es conveniente comentar también
las posibles estrategias de afrontamiento que puedan desarrollar en
respuesta a la victimización sufrida, así como el concepto de resiliencia.

Lazarus y Folkman explicaron en 1986 como se producía el proceso de


valoración psicológica ante el suceso estresante. Los autores desarrollaron
dos instancias principales y decisivas a partir de las cuales, a persona
generaba unas estrategias de afrontamiento y sufría o no, unas reacciones
“esperables” en respuesta al estresor: la valoración primaria y la valoración
secundaria. En la primaria, la persona valora si el suceso es positivo o
negativo y las consecuencias actuales y futuras de estas, en la secundaria,
se valoran las propias capacidades de uno/a mismo/a para hacerle frente.

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Las reacciones al estrés se presentan de tres maneras (Solís, C. y Vidal, A.,
2006) que guardan además una relación directa con las correspondientes
secuelas anteriormente mencionadas.
A. Fisiológicas: son las respuestas asociadas al sistema nervioso
autónomo y tiene que ver con toda la sintomatología somática:
dolores de cabeza, problemas estomacales, aumento de la presión
sanguínea, sequedad de boca, etc., (Cassaretto, 2003).
B. Emocionales: son las respuestas subjetivas asociadas al malestar
emocional, como el miedo, la ansiedad, la ira, la excitación, etc.
(Taylor, 1999).
C. Cognitiva: son las repuestas de preocupación, negación y pérdida de
control, que pueden ir además acompañadas de bloqueos mentales,
pérdidas de memoria, sensación de irrealidad, etc. (Sandín, B. 1995).

Lazarus y Folkman (1986) plantearon dos estilos de afrontamiento:


focalizado en la solución de problemas (situaciones en las cuales se puede
hacer algo constructivo) y focalizadas en las emociones (situaciones en las
que lo único que se puede hacer es aceptar la situación). De estos dos
estilos aparecen las ocho estrategias de afrontamiento siguientes (Lazarus,
1985):

1. Confrontación: intentos de solucionar directamente la situación


mediante acciones directas, agresivas, o potencialmente arriesgadas.
2. Planificación: pensar y desarrollar estrategias para solucionar el
problema.
3. Distanciamiento: intentos de apartar el problema, no pensar lo, o
evitar que le afecte a uno/a.

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4. Autocontrol: esfuerzos por controlar los propios sentimientos y
respuestas emocionales.
5. Aceptación de responsabilidad: reconocer el papel que uno/a haya
tenido en el origen o mantenimientos del problema.
6. Escape-evitación: uso del pensamiento irreal improductivo o de
estrategias como comer, beber, utilizar drogas o tomar
medicamentos.
7. Re-evaluación positiva: percibir los posibles aspectos positivos que
tenga o hay tenido la situación estresante.
8. Búsqueda de apoyo social: acudir a otras personas (amigos,
familiares, etc.) para buscar ayuda, información o también
comprensión y apoyo emocional.

Cohen y Edwards (1989) explicaron que el resultado final de un


afrontamiento se ve modificado por muchas variables. Así, el impacto de
un estresor se verá modulado, de manera positiva o negativa, por factores
tanto internos (estilos habituales de afrontamiento y algunas variables de
personalidad) como externos (recursos materiales, apoyo social y la
actuación de otros factores estresantes simultáneos), siendo además el
apoyo social una de las variables que más peso recibe, y que puede ser una
de las que más se esté viendo afectada dado el tipo de respuesta que da la
sociedad ante el maltrato y el abuso sexual.
Autoras como Peroni y Prato (2012) cuando abordan el tratamiento y la
intervención sobre el maltrato y abuso infantil, priorizan la orientación
preventiva poniendo especial atención en intervenir mediante la promoción
de aquellos factores que favorezcan el bienestar psicosocial y el freno o la
disminución de las condiciones que lo vulneren, sustentándose en una
orientación centrada en las fortalezas psicológicas o competencias, por lo

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que este modelo también puede ser entendido como el desarrollo de las
resiliencias.

En palabras de estas mismas autoras, la teoría de las resiliencias ha


facilitado un cambio sustancial en la manera de explicar y pensar la
conducta humana, pasando de centrar nuestra atención de los déficits hacia
los recursos, las potencialidades y los aspectos protectores, poniendo en
primer plano la calidad de las relaciones, generando la necesidad de
reconocer el problema, pero también de detectar y desarrollar las
capacidades y potencialidades del sujeto, la familia, la institución o la
comunidad. El psiquiatra Rutter (1998) explicaba que la resiliencia
integraba un conjunto de procesos sociales e intrapsíquicos que posibilitan
tener una vida sana, viviendo en un medio insano. Procesos que tendrían
lugar a través del tiempo, dando afortunadas combinaciones entre factores
del niño/a y su ambiente familiar, social y cultural, fruto de proceso
interactivo (construyéndose) entre estos y su medio.
Peroni y Prato (2012) describen como podremos construir esta resiliencia
en los niños y las niñas si construimos formas de relación recíprocas,
respetuosas, nutricias, entre los adultos y los niños: lo fundamental es la
calidad de la relación.

Por ello, de acuerdo con las citadas autoras, consideramos especialmente


importante en este capítulo tratar el tema de la resiliencia familiar:
propiedades o características de una familia que hacen que, a pesar de las
experiencias traumáticas vividas por alguno de sus miembros, ésta tenga las
capacidades potenciales para abordarlas sin dañar el su desarrollo
psicoemocional junto con la comprensión y asimilación de las experiencias
traumáticas vividas.

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Estamos plenamente de acuerdo que a partir de esas características
familiares podemos inferir cómo promover o facilitar estos factores
protectores, además de poder evaluar y diagnosticar de forma más
constructiva, el fenómeno del maltrato y abuso infantil.

Para finalizar, deseamos referir un aspecto esencial, en el que insiste


Barudy (2006) y referido por Peroni y Prato (2012) es que al hablar de
intervenciones terapéuticas es importante recordar que en los casos de
violencia intrafamiliar nuestro sujeto de intervención no es el niño solo sino
también su familia o su entorno significativo. Además, destacar que
cualquier profesional (no solo los «psi») puede entablar una relación
terapéutica con el niño y su familia, o sea, una relación que promueva, a
diferentes grados, cambios en la estructura de las interacciones con y en las
familias. Sabiendo ya que una de las consecuencias del maltrato para el
niño es la incapacidad para apegarse a los adultos, el desafío de los
terapeutas es ofrecer un vínculo de respeto, autenticidad y empatía, que
facilite las experiencias de apego seguro al niño o a la niña. Así, las
características principales de una relación terapéutica serían:

1. Respeto y consideración por el otro: (niña, niño, adolescente y


cada uno de los miembros familia).
2. Respeto y tolerancia de las diferencias.
3. Amor: sentir un cuidado especial y genuino y con un compromiso
real.
4. Límites claros y firmes (no dejarse abusar, ni abusar de nuestro
poder).
5. Valoración y reconocimiento mutuos.

También de acuerdo con Barudy (2006) para lograr ambas cosas, los
profesionales deberán desarrollar algunas capacidades básicas, como son:
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1. Capacidad de vincularse como personas, no solo desde el rol o la
función, sino implicarse emocional y afectivamente, pero
estableciendo límites claros.
2. Capacidad de facilitar conversaciones: facilitar el espacio de
diálogo que determine el origen y dé un sentido al sufrimiento.
Esto con todos los miembros de la familia.
3. Capacidad de trabajar en red para proporcionar apoyo a todos los
implicados.
4. Capacidad para elegir el espacio relacional adecuado para
intervenir: la familia como sistema, un espacio conjunto, y las
personas que componen la familia, un espacio diferenciado para
cada una.
5. Capacidad de autocuidado: para ello la metodología de
intervención en red es un instrumento útil y un antídoto para el
burnout.

Es muy importante la formación interdisciplinaria y los consensos en el


enfoque y objetivos del abordaje terapéutico, porque no solo las terapias
son terapéuticas, una intervención puntual, hecha por cualquier profesional,
también puede cumplir también esa función.

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