Duquesa Enamorada Eloisa James
Duquesa Enamorada Eloisa James
Duquesa Enamorada Eloisa James
Duquesa Enamorada
Punto de Lectura
Sinopsis
Gina se vio forzada a contraer matrimonio con el duque de Girton a una edad en la que mejor
hubiera estado en las aulas de una escuela que en los salones de baile. Después de la boda su
atractivo marido se fue volando al continente, dejando el matrimonio sin consumar y a Gina
bastante indignada.
Ahora ella es una de las mujeres más conocidas de Londres... viviendo al límite del escándalo,
deseada por muchos hombres, pero resistiéndose a todos.
Camden, el duque de Girton, ha vuelto a casa, para descubrir que su inocente mujer se ha
convertido en el centro del universo. Lo cual deja a Cam en la incómoda posición de darse cuenta
de que ha tenido la mala educación de enamorarse... ¡de su propia mujer!
De vuelta en Londres, Rounton se dirigió a su cómoda oficina en los interiores de la Corte, a pensar
durante largo tiempo la situación. Podía ver que el duque iba a anular su matrimonio para volver
corriendo a los lugares de entretenimiento lascivo de Grecia o a lo que fuera que hubiera estado
haciendo durante los últimos doce años de su vida. Hasta ahí iría el ducado de Girton.
Su padre y su abuelo habían servido a los duques de Girton, y Edmund Rounton estaría
condenado si permitiese que un arrogante vividor, al que solo le importaba moldear pedazos de
mármol y que no entendía la importancia de su título terminara con una tradición de generaciones.
—No puedo permitir que el joven haga esto —murmuró, mientras caminaba alrededor de su
escritorio. Que un antiguo y honorable ducado pasara a otras manos, dejando de pertenecer para
siempre a sus legítimos herederos, era un asunto muy serio y él no estaba dispuesto a consentirlo.
Naturalmente, Rounton podía entender por qué se había marchado el chico al extranjero. No
podía olvidar su cara, roja a causa de la ira, mientras pronunciaba sus votos cuando se casaba con
una joven que, hasta esa misma mañana, sólo había sido su prima. No se sorprendió cuando el novio
saltó por la ventana en el instante en que la ceremonia hubo terminado, para no regresar jamás. Ni
siquiera cuando su anciano padre estaba a punto de morir.
—Que Dios guarde su alma —dijo Rounton, reflexionando—. Ese viejo condenado...
Además, el único heredero de Girton era el conde de Splade, aunque como representante
conservador del distrito de Oxfordshire, Splade se había negado a usar su título. Pero eso no
importaba; Splade no era mejor que su primo: no se había casado y jamás lo haría; lo único que le
interesaba era la política. De todas maneras, era más viejo que Girton. Debía de tener treinta y seis
años. Cuando Splade cayera muerto en el suelo de la Cámara de los Comunes, Girton continuaría con
su feliz y divorciado libertinaje en Europa y el ducado se perdería para siempre. Quedaría
condenado al olvido, muerto.
Él mismo también había fallado en la tarea de producir un heredero, se dijo con amargura, de
modo que la antigua y honorable firma de abogados Rounton y Rounton estaba condenada a caer en
manos desconocidas cuando se retirara. Sintió una punzada de dolor en el estómago sólo de pensar
en eso. Suspiró. ¿Qué más le daba a él lo que Girton hiciera? Que tirara su linaje a la basura. No
importaba.
Abrió el periódico recién planchado que estaba esperando en su escritorio. El doctor había dicho
que actividades tranquilas tales como la lectura aliviarían sus recurrentes ataques de dispepsia.
Durante unos momentos, se quedó observando lánguidamente la sección «Observaciones generales
acerca de la ciudad», leyendo mecánicamente la lista de las frívolas actividades diarias realizadas
por las personalidades más frívolas. De repente, un párrafo llamó su atención:
«Nos encontramos confundidos por la reciente tendencia de los que están a la moda: la hermosa
duquesa de G, quien seguramente no podrá quejarse de aburrimiento, dado que recibe invitaciones
para cada evento de esta ciudad, ha llevado consigo a un tutor de historia a la famosa fiesta de lady
Troubridge. Hay rumores de que el tutor es un joven muy atractivo... esperamos que el duque regrese
pronto del extranjero para que él mismo entretenga a su esposa.»
Los ojos de Rounton se abrieron de par en par. Olvidó el dolor de estómago. La energía
circulaba por sus extremidades. No se retiraría hasta lograr salvar el linaje Girton. Sería su último
acto de lealtad: el último y mejor regalo que la leal familia Rounton haría a los duques de Girton.
Por lo menos él había hecho todo lo que había estado en su mano para producir un pequeño
abogado que heredara la firma. Él y su esposa Mary, a quien Dios tuviera en su gloria, fueron
incapaces de tener un hijo, aunque lo intentaron. El duque tenía una esposa perfectamente joven
andando por ahí, y no le costaría mucho trabajo engendrar un hijo antes de regresar al continente.
—Conseguiré que lo haga —dijo Rounton, para sí mismo. Su voz tenía el timbre del hombre que
está acostumbrado a lidiar con la ley en beneficio de sus clientes. Porque los intereses de sus clientes
eran lo primero para él—. De hecho, lo haré con un poco de tacto, de creatividad, como dicen.
Dios sabía que el viejo duque le había obligado a aprender las formas más creativas de
enfrentarse a la ley. No sería muy complicado hacer que el duque bailara al son que él tocase.
Capítulo 3
POLÍTICA familiar.
La Sonrisa de la Reina, Riddlesgate
El resultado de que el señor Rounton tomara la decisión de rescatar el linaje Girton del olvido
fue que tres hombres descendieron de un carruaje en la puerta principal de La Sonrisa de la Reina,
cerca de las seis, la tarde siguiente.
Cam enseguida reconoció a su heredero: Stephen Fairfax-Lacy, el conde de Splade.
—¡Stephen! —gritó, levantándose de su silla y arrastrando a su primo hacia sus brazos—. Es
increíble poder verte. ¡Han pasado ocho años desde tu visita a Nissos!
Stephen logró soltarse del abrazo y se sentó. Una leve sonrisa iluminaba sus ojos.
—¿Desde cuándo das abrazos? ¿Cómo debo llamarte? Excelencia es lo apropiado.
—Al diablo con eso. Aún soy Cam y tú aún eres Stephen. Ya no creo en toda esa podrida
formalidad inglesa en la que mi padre creía tanto. En Grecia, los hombres se expresan como quieren.
Rounton se aclaró la garganta discretamente antes de entrar en la conversación.
—Excelencia, estaba seguro de que no le importaría que le pidiera al conde de Splade que me
acompañara a venir.
Cam le sonrió inmediatamente a Stephen.
—Por supuesto que no, estoy encantado.
—Le presento a mi joven socio, el señor Finkbottle —dijo Rounton, presentando a un nervioso
hombre de unos veinte años—. Él actuará como intermediario entre usted y mi oficina.
—Un placer conocerlo, señor. ¿Nos sentamos? Hay bastantes sillas por aquí, y el dueño de la
posada tiene un excelente brandy.
Stephen se sentó y estiró las piernas. Medía casi dos metros y, después de más de una hora
sentado en el carruaje, tenía las piernas entumecidas.
—Has envejecido, Cam —dijo, abruptamente.
Su primo se defendió:
—La edad es una dolencia que todos padecemos. No he llevado precisamente la vida de un dandi
durante los últimos doce años.
El señor Rounton se aclaró la garganta y comenzó a dar un sermón quisquilloso acerca de los
obstáculos legales que traen consigo las anulaciones. Stephen probó su brandy y miró a su primo.
Para vivir en Grecia, Cam estaba extremadamente pálido. De hecho, a la parpadeante luz del fuego,
sus cejas parecían cuchilladas de carbón en el pergamino. Tenía una cara de ángulos difíciles e
impacientes reflejos de luz. Pero sus manos no habían cambiado, pensó Stephen con un poco de
nostalgia. Su niñez había estado animada por lo que esos largos dedos podían hacer con la madera.
—¿Qué es eso?
—Es un dardo —contestó Cam, dándole la vuelta. Le brillaban los ojos, como siempre que
hablaba de algo que tuviera que ver con su trabajo—. Se me ocurrió que si movía la trayectoria del
asta, el dardo llegaría más rápido al blanco.
Stephen tomó el delgado pedazo de madera en su mano. El dardo estaba perfectamente fabricado,
como todo lo que Cam hacía. Pero tenía un defecto, que Stephen detectó rápidamente.
—¿Qué opinas?
—Bajará en picado en cuanto le pongas un peso, por mínimo que sea. Podría volar más rápido,
pero cuando le pongas la aguja de la punta, la pluma no hará contrapeso —dijo Stephen, señalando
con el dedo—. ¿Ves? El dardo se irá para abajo, cayendo en espiral, en lugar de volar hacia el
frente. Podrías intentar hacer la punta más pequeña.
Cam lo miró con cierta obsesión.
—Probablemente estés en lo cierto —admitió.
—Siempre fuiste malo para los asuntos mecánicos —comentó Stephen—. ¿Te acuerdas de todos
los botes que tallaste?
—Se hundieron casi todos —dijo Cam, riendo.
—No se habrían hundido si los hubieras tallado de una manera convencional. Siempre tratas de
pasarte de listo.
El señor Rounton pensó que ya era hora de dirigir el tono de la conversación hacia temas más
delicados, teniendo en cuenta que el duque parecía estar en un estado de ánimo razonable.
—Su esposa se encuentra en este momento en una fiesta en una casa en East Cliff, a una hora de
aquí —declaró.
Los ojos de Cam descansaron en la cara del abogado por un momento para luego regresar al
dardo que sostenía en la mano.
—Qué lástima. Me habría gustado conocer a esa malcriada después de tantos años, pero no tengo
tiempo de salir de excursión por el país.
Rounton reconoció de inmediato la testarudez de su empleador; la había visto a menudo en el
viejo duque. Pero tenía planeada la revancha.
—Es absolutamente imposible preparar los papeles de la anulación en una semana —declaró.
—¿Podría sugerirle que lo intente con mucho, mucho empeño? —dijo el duque con tono amable.
«Parece hijo de su padre», pensó Rounton.
—Hay otro problema, excelencia.
—¿Sí?
El duque había sacado un pequeño cuchillo y había comenzado a pulir la punta del dardo.
—Estoy listo para iniciar los trámites de la anulación. Sin embargo, algo delicado le ha sucedido
recientemente a su esposa.
—¿Qué le pasa? —dijo el duque, levantando la mirada.
—La duquesa está... —titubeó Rounton—. La duquesa ha logrado ponerse en el centro de un
escándalo.
—¿Un escándalo? —El duque no parecía muy interesado—. ¿Gina? ¿En qué clase de escándalo
podría estar involucrada Gina? Si acaso, una tormenta en una taza de té, Rounton. Ella es una dulzura.
—Naturalmente. Estoy de acuerdo con usted en cuanto a las virtudes de la duquesa, mi señor. Sin
embargo, no todo el mundo es de la misma opinión que nosotros.
Cam movía el dardo de un lado para otro, buscando con sus dedos imperfecciones en la
superficie.
—Encuentro eso difícil de creer. Todos los ingleses que han llegado a Grecia, y debo decir que
han sido bastantes, han aplaudido las virtudes de mi esposa con mucho entusiasmo.
Rounton guardó silencio y Cam suspiró.
—Si usted quiere anular el matrimonio en este momento, estoy seguro que podrá hacerlo sin
problema, pero creo que su esposa, la duquesa, no saldría muy bien parada. La sociedad la
rechazaría, juzgándola culpable.
—Deduzco que la pequeña Gina ha estado «trabajando» de sol a sol —dijo Cam, mirando a
Stephen—. ¿Sabes tú algo de eso?
—No me muevo en esos círculos —contestó Stephen encogiéndose de hombros.
Cam esperó, moviendo la pequeña flecha de un lado a otro entre sus dedos.
—Bueno, he oído rumores —dijo su primo—. Gina tiene un grupo extravagante de conocidas,
todas jóvenes esposas...
—¿Casadas?
—Sus reputaciones no son precisamente inmaculadas —agregó Stephen de mala gana.
Cam apretó los dientes.
—En ese caso, si ya tiene mala reputación, la anulación de nuestro matrimonio no cambiaría nada
las cosas, ¿verdad?
El abogado se quedó boquiabierto, sin saber qué decir. Stephen habló por él:
—Rounton cree que deberías aparecer para apoyarla. Me ha pedido que te acompañe a su fiesta.
Cam miró el dardo con el ceño fruncido. ¿Qué se suponía que debía decirle a Gina? ¿Qué
importancia tenía que coqueteara con ese marqués? Después de todo iba a casarse con él cuando su
matrimonio estuviera anulado.
—Cuando Gina se case con Bonnington cesarán las habladurías.
—Lo dudo —dijo Rounton—. Puede que se calmen un poco las cosas si se casan, pero ¿qué
pasaría si el matrimonio no tiene lugar?
—Se rumorea que Gina ha pasado la noche con un hombre... un sirviente llamado Wapping —
dijo Stephen—. La gente se pregunta si el marqués de Bonnington querrá casarse con ella después de
semejante escándalo.
—Tonterías —dijo Cam—. Wapping es el tutor que le busqué. Lo conocí en Grecia.
Rounton asintió, diciendo:
—Ahora puede ver lo importante que sería que usted apoyara a su esposa, excelencia. Si fuera
usted a pasar unos días a la mansión donde se celebrará la fiesta y dejara claro ante todo el mundo
que Wapping es su sirviente y que usted confía plenamente en él, las sospechas terminarían y la
buena sociedad volvería a aceptar a la duquesa.
Cam apretó los dientes, de nuevo.
—Gina me escribió una carta llena de tonterías, diciéndome lo mucho que desea casarse con
Bonnington.
—Y así es, seguramente —dijo Rounton—. Estoy seguro de que eso es muy importante para ella;
por eso tiene usted que ayudarla. Cuando todos conozcan su opinión, volverán a aceptarla en
sociedad. Usted es su esposo, después de todo.
—No sé. Unos pocos minutos ante el altar hace doce años no alcanzan para hacer valer el título.
Ni siquiera me gusta referirme a Gina como mi esposa. Ambos sabemos que no somos realmente
marido y mujer.
—Sugiero que viajemos al Acantilado Este —dijo Stephen—. Puedo quedarme una o dos noches.
Ya sé que no te interesan estas cosas, Cam, pero el Parlamento no abrirá sesiones hasta primeros de
noviembre.
—¡Claro que lo sé, tonto!
Stephen se encogió de hombros, y dijo:
—Dado que no has mostrado interés en tomar posesión de tu escaño en la Cámara de los lores...
Cam sonrió.
—Podrás ser más viejo, Stephen, pero no has cambiado. Siempre fuiste el más responsable de
los dos. Yo, sin embargo, sigo huyendo de la responsabilidad —dijo Cam—. No encuentro razón
para alterar mis completamente cómodos hábitos en ese punto. Tengo cosas que hacer en casa.
—Creo que se lo debes a Gina —insistió su primo.
—No lo has entendido. Tengo mucho trabajo.
Stephen lo miró de reojo.
—¿Por qué no puedes trabajar aquí? Tenemos piedras, cinceles y hermosas mujeres que servirán
de modelos.
—Estoy trabajando en una hermosa pieza de mármol, del rosa más pálido. ¿Sabes cuánto tiempo
he perdido con este viaje?
—¿Tan importante es tu trabajo? —dijo Stephen con la insolencia de un político.
—Sí, por supuesto que importa —dijo Stephen, bruscamente—. Si no trabajo, bueno... es lo
único que importa.
—Vi tu Proserpina, la que Sladdington te compró el año pasado. Es muy bonita.
—Ah, sí. Es una propuesta un poco arriesgada, ¿verdad? Ahora estoy trabajando en Diana. Una
mojigata. Modelada en Marissa, por supuesto.
—¡Claro! —murmuró Stephen—. Creo que le debes algo a Gina. Ha estado casada contigo la
mayor parte de su vida. No puedes culparla por gozar un poco de la vida mientras tú no vivías en el
país. Pero cuando anuléis el matrimonio y deje de ser duquesa será marginada de la buena sociedad.
Dudo que ella sepa lo dura que puede ser la gente con una ex duquesa con mala reputación.
El cuchillo de Cam pasó por entre la madera y rompió la punta del dardo, haciéndolo caer al
suelo.
—¡Maldita sea!
—Iremos juntos —dijo Stephen—. Encontraré un pedazo de mármol y podrás llevarlo contigo.
Harás otra Proserpina.
—¿Es eso un comentario sarcástico, primo? ¿No te gustan las diosas romanas? —dijo Cam.
Stephen no contestó.
—Oh, está bien. Abandonaré a mi Diana. Sólo espero que Marissa no engorde mucho en mi
ausencia. Verás como cuando vuelva habrá engordado y tendré que obligarla a pasar hambre para
que recupere su cuerpo de diosa...
—Marissa es su amante —informó Stephen a Rounton y a Finkbottle.
—Es mi musa —corrigió Cam—. Una mujer hermosa. La estoy esculpiendo como a Diana
saliendo del agua.
Stephen le lanzó una mirada oscura.
—Piensas que todo esto son tonterías, ¿verdad? —dijo Cam, sonriendo con ironía mal
disimulada.
—Sí, lo creo —dijo su primo, sin rodeos—. Puesto que realmente son tonterías.
—A la gente le gusta. La estatua de una hermosa mujer puede hacer que tu jardín se convierta en
el paraíso. Te haré una.
—Tú no tienes respeto —dijo Stephen con resentimiento—. Eso es lo que menos me gusta de ti.
—En eso estás equivocado —respondió Cam, estirando las manos. Las miró: eran grandes y
poderosas, marcadas por pequeñas cicatrices—. Me siento orgulloso de mis diosas. He hecho mucho
dinero con ellas.
—Ésa no es razón suficiente para seguir imponiendo mujeres desnudas como si fuera la última
moda —dijo Stephen con brusquedad.
—Ah, pero ésa no es la única razón. Mi talento se expresa en las mujeres desnudas, Stephen. No
en los dardos, tampoco en los botes. No puedo fabricar objetos que no tengan valor. Pero puedo
crear la curva de una mujer de tal manera que te haga morir de deseo sólo de verla.
Stephen levantó una ceja, pero se quedó callado.
Cam les pidió disculpas a Rounton y a Finkbottle:
—Por favor, excusen la riña familiar, señores. Stephen es el regalo de nuestra familia al mundo,
¿quién lucharía por los veteranos de guerra y los niños alpinistas si no lo tuviéramos a él?
—Por lo menos yo hago algo útil. ¿Qué haces tú? Enriquecerte vendiendo mujeres desnudas y
rellenitas, moldeadas en mármol rosa, a señores como Pendleton Sladdington.
—Marissa aún no está rellenita —observó Cam, ligeramente. Luego se levantó y aplastó a
Stephen por los hombros—. Es magnífico poder discutir contigo otra vez. Te he echado mucho de
menos, maldito viejo moralista.
Rounton se aclaró suavemente la garganta.
—¿He de tomar por hecho que acompañará al conde a la mansión Troubridge, excelencia?
Cam asintió.
—Acabo de recordar que tengo un regalo para Gina, enviado por su madre. Se lo entregaré en
persona, si Stephen me consigue un cubo de mármol en pocos días.
—Si lo conviertes en algo que no sea un cuerpo de mujer, sí —dijo, rápidamente.
—¡Un desafío! —dijo Cam, alegremente.
—Nada menos —contestó su primo—. Dudo que sepas moldear algo que no sean torsos de
mujeres desnudas.
—Acepto el reto. Pero prométeme que exhibirás en tu casa la pieza que haga para ti.
—Lo prometo.
Rounton suspiró. Ahora ya no dependía de él, sino de que la duquesa supiera ganarse el corazón
de su marido. Era lo mejor que podía hacer; lanzarlos juntos por un corto periodo de tiempo y dejar
que la naturaleza siguiera su curso. La joven duquesa era famosa por la belleza de su pelo rojo y sus
ojos verdes. Rounton esperaba que Girton no pudiera resistirse al encanto de su pelo, y algo más.
Stephen se hospedó en La Sonrisa de la Reina con su primo. Envió al empleado de Cam a
Londres a buscar a su ayuda de cámara, algo de equipaje y un bloque de mármol. Era confortable
estar sentado en una posada en medio de la nada, tomando brandy y discutiendo amablemente con el
único pariente que tenía.
Tuppy Perwinkle los acompañó mientras caía la tarde. Aparentemente, la persona que iba a
arreglar su carruaje no iba a poder reparar el eje hasta el día siguiente.
—¿Cómo está, señor? —preguntó Tuppy, estrechando la mano de Stephen.
Stephen miró inmediatamente los ojos de Tuppy.
—Muy bien —respondió—. ¿Reside usted por estas tierras?
—No molestes, Stephen —dijo Cam, tras lanzar su quinto dardo sin hacer diana—. Tuppy vive
en Kent, fuera de tu jurisdicción. No tienes su voto.
Stephen apretó los labios.
—Sólo era una pregunta amable, para romper el hielo —contestó—. Soy parlamentario por
Oxfordshire —agregó al ver que Tuppy los miraba sin comprender.
—Enhorabuena —dijo Tuppy, asintiendo.
Stephen se agachó levemente hacia su primo.
—¿Cómo estás enterado de mis progresos en política? ¡No me digas que el London Times llega
hasta Grecia!
—Sí, claro, se puede comprar en Grecia, aunque las noticias ya están muy pasadas cuando lo
recibimos... Pero no me enteré por el periódico —dijo Cam—. Gina me lo contó en una de sus
cartas. Me hizo tanta ilusión que hasta te conseguí un voto.
Stephen lo miró, incrédulo.
—¡Es verdad! —protestó Cam—. Conocí a un viejo maniático de Oxford. Lo invité a cenar y
prometió solemnemente votar por ti.
—Te lo agradezco. ¿Hay muchos ingleses por allí?
—Cada vez más —respondió Cam—. Van por curiosidad, supongo. No tienen que pagar para ver
al loco duque inglés. Y además, los que tienen el dinero suficiente para pagar el abusivo precio que
cobro pueden llevarse una estatua a casa para su jardín.
Stephen gruñó.
—¿Usas tu título para conseguir ventas?
—Por supuesto. Es para lo único que me sirve el título. Yo no voy a tener hijos, así que no tengo
por qué preservar el título para un heredero.
—Cásate de nuevo una vez que hayas conseguido anular este matrimonio —declaró Stephen.
—No lo voy a hacer —gruñó Cam. Como no dijo nada más, Stephen cambió de tema.
—¿Qué hace por estos lugares, señor Perwinkle? —preguntó.
—Voy a visitar a mi tía. Es una mujer muy particular, y siempre está de fiesta en su casa. Quiere
que la acompañe y que me muestre como su heredero, aunque yo no vivo a la altura de sus
expectativas —dijo Tuppy, riendo burlonamente—. Va a dar un alarido hasta quedarse azul cuando
me vea con esta ropa, a no ser que mi empleado me encuentre. Anda por ahí, persiguiéndome con mi
equipaje.
—¿Qué demonios tiene de malo tu ropa? —preguntó Cam.
Tuppy soltó una carcajada.
—Nada que no tenga de malo la tuya.
Cam llevaba una camisa blanca de lino metida dentro de unos pantalones grises. Ninguna de las
dos prendas estaba a la moda, ni tampoco eran nuevas. A cambio, eran cómodas y estaban
extremadamente limpias.
—¿Quién es tu tía? —preguntó Stephen.
—Lady Troubridge, del Acantilado Este.
—Te llevaremos nosotros mañana, si tu carruaje no está listo. Ésa es la casa en donde está tu
esposa, Cam. Ya sabes, la casa donde se celebra el baile del que te hablé.
Cam gruñó y no despegó sus ojos del dardo.
Tuppy tembló.
—Entonces ambos veremos a nuestras esposas.
Cam levantó la mirada.
—Pensaba que habías perdido a la tuya.
—Eso no significa que no la vea de vez en cuando. Generalmente la veo en esa fiesta. No puedo
perdérmela desde que mi tía me amenaza con desheredarme. Paso la mayoría del tiempo pescando.
Mi tía tiene un riachuelo con truchas.
—Y, ¿cómo es la fiesta? —Cam aún estaba tallando la pieza de madera.
—Una verdadera molestia. Mi tía se disfraza de una especie de anfitriona literaria. Hay una
tonelada de poetas malos y disolutos actores merodeando por ahí. Torpes chicas, aspirantes a
actrices, esperando a ser descubiertas. Y las amigas de mi esposa, por supuesto.
Como Stephen levantó las cejas, Tuppy prosiguió:
—Jóvenes y casadas, muertas de aburrimiento. Como no saben qué hacer con sus vidas se
dedican a exhibir sus pieles y sus joyas sin importarles nada más que su bienestar.
—¿Mi duquesa es una de ellas? —preguntó Cam.
Tuppy sonrió, arrepentido.
—Me temo que sí, excelencia. Creo que es una de las amigas más cercanas de mi esposa.
—No me llames así —dijo Cam, impaciente—. No aguanto esa formalidad. Llámame Cam, por
favor. ¿Por qué no me dijiste ayer que nuestras esposas eran amigas?
—No pensé que fuera relevante —respondió, sorprendido.
—Gina siempre fue una joven muy traviesa. Stephen, ¿recuerdas aquel día que nos siguió cuando
salimos a pescar? —dijo Cam, mirando a Tuppy—. No quisimos llevarla porque era una niña,
entonces se escondió detrás de nosotros y mientras pescábamos se llevó nuestro almuerzo.
Stephen soltó una carcajada.
—Había olvidado eso.
—¿Y qué hizo? ¿Lo tiró? —preguntó Tuppy, interesado.
—No, eso habría sido muy simple. Le habíamos dicho que no la llevábamos con nosotros porque
las niñas no pueden ver gusanos sin dar alaridos. Entonces, ella abrió cada pastel y cada tarta y puso
cuidadosamente gusanos entre la masa. Incluso metió gusanos en las cestas.
—Cuando nos repusimos del susto —continuó contando Stephen—, fue fabuloso. No teníamos
almuerzo, pero teníamos gusanos para pescar durante una semana.
Cam sonrió.
—Al día siguiente, la llevamos con nosotros.
—Pescó más peces que nosotros.
—Ahora que lo pienso —dijo Cam—, va mucho con el carácter de Gina llevar esa vida. Nunca
fue una chica convencional.
—Todo lo que puedo decir es que sus amigas y ella no hacen más que montar escándalos —dijo
Tuppy—. A veces creo que mi esposa me dejó sólo porque consideraba que vivir con su marido era
un aburrimiento.
Stephen lo miró con curiosidad.
—Ésa es una razón increíblemente frívola para terminar los lazos maritales —comentó.
Tuppy se encogió de hombros.
—Ninguna de ellas vive con su marido. Su esposa —dijo, mirando a Cam y asintiendo— lo tiene
a usted, y usted vive en el extranjero. Esme Rawlings tiene un esposo, pero hace décadas que no
viven juntos. Él hace alarde de sus amoríos. Y la última es lady Godwin.
—Oh —dijo Stephen—, la esposa de Rees Holland, ¿correcto?
—Su marido llevó a vivir a su casa a un cantante de ópera de Mayfair —agregó Tuppy—. Al
menos, eso se decía.
Stephen frunció el ceño.
—Entonces todas son huérfanas de esposo y libres para proceder a su antojo —dijo Cam,
pensativo.
El silencio cayó en el grupo, interrumpido tan sólo por el sonido del cuchillo de Cam contra la
madera.
Capítulo 4
PLACERES domésticos.
Mansión de los Troubridge, acantilado este
Emily Troubridge se consideraba una mujer muy afortunada.
Hacía aproximadamente veinte años tuvo la suerte de encontrar un hombre cuyas principales
características eran su avanzada edad y su enorme fortuna, cualidades que lo hacían enormemente
atractivo. Como le había comentado su primo segundo la mañana de su matrimonio, su esposo tenía
más arrugas que Matusalén y más dinero que Midas.
Aunque su edad no fue obstáculo para que se enamorara como un colegial. Después de que
Troubridge se declarara cautivado por la joven señorita Emily, la madre de la muchacha no tuvo
escrúpulos en señalarle a su hija las ventajas de semejante unión: Troubridge era viejo, ergo no la
molestaría durante mucho tiempo; era millonario, ergo tendría empleados en el campo y empleados
en la ciudad y más lacayos borrachos de los que pudiera contar.
Además, lord Troubridge recorrió rápidamente el sendero de la carne. Para alivio de Emily, su
anciano y fogoso marido sufrió un ataque al corazón tras dos intensos meses de dicha matrimonial. El
funeral estuvo seguido por una quincena de tensa espera, pues todos estaban interesados en saber si
la fogosidad del anciano marido había tenido consecuencias. Cuando el tiempo demostró que no, lady
Troubridge felizmente se tranquilizó y se dedico en cuerpo y alma a la tarea de gastar todo lo que le
fuera humanamente posible de sus saneados ingresos anuales.
Muy pronto la sedujo la idea de casarse de nuevo, pero después se dio cuenta de que no estaba
interesada en un compañero de cama a largo plazo ni tampoco, y eso era lo más importante, quería
que un hombre controlara su dinero. Entonces mandó llamar al heredero de su esposo, lord Peregrine
Perwinkle, también conocido como Tuppy, le aseguró que nunca se casaría y continuó gastando con
la mayor alegría la herencia de su queridísimo esposo.
Con el pasar de los años, Emily Troubridge se convirtió en una mujer que ni su difunto esposo
habría reconocido. Adoptó un aire de autoridad y orden que la hacía parecer muy respetable, a pesar
de que su forma de vestir resultaba algo excéntrica, un defecto que se perdona sólo a las mujeres muy
guapas o a las muy ricas, y Emily entraba con creces en la última categoría. En cuanto a su aspecto,
aunque no destacaba por su hermosura resultaba encantadora, gracias a una explosiva combinación:
su fuerza de voluntad y la habilidad de su criada, una experta en materia de cosméticos.
Las fiestas de lady Troubridge, especialmente las que se llevaban a cabo en los aburridos meses
de verano, después de cerrada la temporada y antes de la apertura del parlamento, eran muy
conocidas. De hecho, las invitaciones eran bastante codiciadas, dado que en aquellas reuniones, que
eran el paraíso de los casamenteros, se hacían y deshacían matrimonios: aquellos que buscaban
casarse y aquellos que buscaban separarse de su media naranja se encontraban en igualdad de
condiciones; y desde que lady Troubridge se convirtiera en una amante de la naturaleza y jardinera
experta, su casa era una excéntrica proliferación de templetes griegos y cenadores floridos que
aseguraban la intimidad necesaria para conseguir cualquier meta hacia la que se quisiera avanzar.
Los hombres jóvenes acudían en masa a cazar a los bosques llenos de follaje de lady Troubridge
y a coquetear con jóvenes casquivanas sin principios. Y a donde hombres solteros iban, mamás con
ganas de emparejar a sus hijas iban, con las niñas trotando a su lado, como perros entrenados.
A diferencia de la flor y nata de sociedad, lady Troubridge siempre invitaba a toneladas de
actores, músicos, pintores y artistas que acudían con la esperanza de encontrar un mecenas entre los
invitados. Por supuesto, la presencia de los artistas era a veces un inconveniente, pero lady
Troubridge nunca se quejaba. Como le decía a su amiga, la señora Austerleigh, los artistas no daban
más trabajo que los amantes, ni muchísimo menos. Y amantes tenía suficientes, al menos por ese
verano.
—Porque está Miles Rawlings y lady Randolph Childe —dijo, señalándolos con la mano—. Y
creo que la esposa de Rawlings anda detrás de Bernie Burdett, al menos está coqueteando bastante
con él, aunque, la verdad, no entiendo cómo puede aguantar su compañía.
—Bueno, yo sí —dijo la señora Austerleigh—. Es un hombre muy guapo, ¿sabes? Y Esme
Rawlings es débil ante la belleza.
Lady Troubridge no tenía tal debilidad. Suspiró apenas y continuó:
—El señor Rushwood, después de muchas dudas y rodeos, me dijo ayer que le gustaría
hospedarse en el mismo piso de la señora Boylen.
—Oh —titubeó la señora Austerleigh—. Querida, recuerdo cuando se casó con el señor Boylen;
corrió por todo Londres declarando que no había mujer más feliz que ella.
—Supongo que entonces aún no sabía lo que le esperaba. ¿Cuántos hijos tuvieron? ¿Cinco o seis?
Debió de ser traumático para esa pobre chica.
—Además está la querida duquesa, por supuesto —continuó la señora Troubridge.
En ese momento el señor Austerleigh se atrevió a intervenir en la conversación:
—¿La duquesa de Girton? Dime, ¿quién crees que es su amante?
—El marqués de Bonnington, por supuesto, querido. ¿No creerás esa tontería de que está liada
con el tutor, verdad?
—No veo por qué no. Willoughby Broke afirmó haber visto a la duquesa y a su tutor en el
conservatorio a altas horas de la madrugada.
—Ella dice que estaban observando una lluvia de meteoros.
—Eso es escandaloso —afirmó la señora Austerleigh, preguntándose si habría algo de comer por
algún sitio. El estómago le hacía ruiditos impertinentes y la pobre mujer necesitaba calmarlo antes de
que toda la reunión los oyera.
—La reputación de la duquesa no es peor que la de la señora Boylen.
—Claro que sí. La señora Boylen es discreta, pero la duquesa se ha paseado en público, y a altas
horas de la madrugada, con un hombre... Un hombre que, por si fuera poco, es un sirviente. —Era
difícil sorprender a la señora Austerleigh, pero, al parecer, esa noticia le había afectado bastante, o
ésa era la impresión que quería dar.
—Bueno —dijo la señora Troubridge—, simplemente no lo creo. El señor Wapping es un
hombrecillo muy extraño, después de todo. ¿Lo conocéis?
—Claro que no —afirmó la señora Austerleigh—. ¡Hace mucho que dejé de ir al colegio!
—La revista Tatler se tomó la libertad de llamarlo atractivo. Tiene barba por toda la cara, lo que
no es de mi agrado. Además, es un hombre muy pomposo, de modales muy afectados. Knole se queja
de que no conoce su lugar.
—Los mayordomos siempre dicen eso, ¿verdad? El mío, al menos, siempre lo está diciendo.
Lluvia de meteoros o no, la duquesa debería ser más discreta. El marqués de Bonnington es alguien
muy prudente para ser tan joven.
—¿Has oído el rumor que corre por ahí? Dicen que el esposo de la duquesa regresa a Inglaterra.
—¡No!
—De hecho, sí. Y sólo puede haber una razón para su regreso, en mi opinión. Que Bonnington ha
pedido su mano.
—Espero que se lo pidiera antes de ese asunto de Wapping —declaró la señora Austerleigh—.
La verdad, es todo muy raro. No me digas que es normal que haya traído a su tutor a tu fiesta,
querida.
—Hay algo bastante extraño en ese señor Wapping, es cierto —admitió lady Troubridge—. Tal
vez sea un hijo menor empobrecido, o algo así. Porque él...
Pero la frase murió en sus labios antes de ser pronunciada porque en ese momento la puerta se
abrió de par en par, dando paso a la señora Massey, el ama de llaves, que estaba horrorizada porque
acababa de descubrir que durante el invierno los ratones habían roído la ropa blanca... pero, ¿qué
podía hacer la señora?
La señora Austerleigh no era la única persona en la mansión de los Troubridge que pensaba que los
tutores no debían asistir a las fiestas.
—Quisiera que consideraras la idea de despedir a tu tutor, querida —le dijo el marqués de
Bonnington a su prometida, la duquesa en persona, mientras le pasaba una pera ya pelada—. No está
bien visto traer al tutor de historia a una fiesta.
Luego añadió, con poca sabiduría:
—No hay nada más aburrido que cortejar a una mujer culta.
Unos labios rozando su mejilla, con voz seductora le contestaron:
—¿Entonces, soy aburrida?
—No hagas eso, Gina.
—¿Por qué no? —lo persuadió—. ¿Sabes, Sebastian? Tu pelo brilla exactamente como oro de
Guinea, lanzando destellos con la luz del sol. Qué molesto es casarse con un hombre mucho más
guapo que una. ¿Sabes una cosa, querido? Tú habrías sido una mujer muy hermosa.
—Por favor, no te burles de mí —dijo—. Besarse en público es poco aconsejable.
—¡Estamos merendando en el campo! No hay un alma en kilómetros. Hawes está lejos, en la
posada. Nadie puede vernos. ¿Por qué no me besas?
—Este picnic es inapropiado —respondió él—. No me interesa andar por ahí besándote a
escondidas. Me parece antiestético, querida. Comportémonos como adultos.
—Nunca entenderé a los hombres —lamentó Gina.
—No es que no quiera besarte, lo entiendes, ¿verdad?
—No hay nada inapropiado en besar a tu futura esposa —resaltó.
—No eres mi futura esposa, dado que aún estás casada —dijo, frunciendo el ceño—. No debí
acceder a acompañarte a este picnic. Imagínate que tu madre se entera de dónde estás.
—No te engañes, Sebastian. No diría nada y lo sabes.
—Bueno, pues debería —dijo él.
—¿Sabes lo que les hacen a las adúlteras en China? —preguntó Gina, mientras cortaba puñaditos
de hierba y los sopesaba en sus manos.
—No tengo ni idea.
—Las apedrean —dijo, con placer.
—Bueno, puede que estés casada, pero no eres adúltera.
—Gracias a ti —dijo, sonriendo.
El marqués se puso a la defensiva.
—No hablas en serio, Gina. Sólo intentas escandalizarme hablando como tu amiga lady
Rawlings.
—Por favor, no critiques a Esme. Su mala reputación ha sido ampliamente exagerada. Sabes que
todos esos cursis están pendientes de ella, esperando a que dé un paso en falso.
—Sin duda. Después de todo, parece que a esa mujer no le importa nada su reputación, si no
procuraría no ser el centro de todas las habladurías.
—Esme es mi amiga más querida y, puesto que vas a casarte conmigo, tendrás que aprender a
ignorar los rumores que corren sobre ella —dijo Gina, muy seria.
—Eso será difícil —dijo él—. Por ejemplo, ¿qué me dices de lo que hizo anoche? ¿Cómo no va
a estar su nombre en boca de todos cuando desapareció del salón de baile con ese tal Burdett y
estuvieron ausentes durante más de una hora?
—No podría decir qué estaban haciendo, pero puedo asegurarte que no era nada indebido —
declaró—. Primero, Esme cree que Burdett es un pesado; nunca le permitiría ningún tipo de
familiaridad.
—Es un pesado muy guapo.
Gina entornó los ojos.
—Estás siendo muy insensible. Esme ha sufrido bastante a causa de su horrible esposo, ¡y es muy
cruel de tu parte que te dediques a inventar historias sobre ella!
—Nunca invento historias —replicó—. ¡Simplemente no puedo entender por qué tus amigas no
son tan decentes y recatadas como tú!
—Esme es muy decente —dijo Gina—. También es graciosa e inteligente y me hace reír.
Además, no importa lo que diga la gente sobre ella, ¡es mi amiga!
Sebastian frunció el ceño.
—Bueno, está bien. Vamos —dijo Gina, poniéndose de pie y sacudiendo su ligero vestido de
muselina—. Supongo que tienes razón con respecto a lo inapropiado de nuestro picnic, aunque todos
saben cuál es la situación con Cam.
—La única razón por la que he accedido a acompañarte es porque eres una mujer casada. Nunca
acompañaría a una damisela soltera a un picnic sin una dama de compañía.
—¿Sabes, Sebastian? —dijo Gina, pensativa mientras metía los platos en la cesta de mimbre—.
Estoy empezando a pensar que eres un mojigato.
—Respetar las normas sociales no es ser mojigato —contestó.
—Desde que heredaste el título —continuó Gina—, porque, cuando te conocí, hace años, no
podías estar menos interesado en las normas sociales... ¿Recuerdas la vez que me escapé de casa y
me llevaste a Vauxhall?
Sebastian se puso tenso. Era evidente que no le gustaba nada recordar ciertos episodios de su
pasado.
—Alcanzar la madurez no es lo mismo que ser mojigato. No quiero que la reputación de mi futura
esposa sufra ningún daño, ni que tu nombre esté en boca de todos. Al fin y al cabo, vas a ser mi
marquesa, tal vez antes de año nuevo.
Gina estaba perdiendo la paciencia, cosa que resultaba evidente con sólo fijarse en cómo metía
los platos en la cesta, pero él no dijo nada, limitándose a esperar a que pasara la tormenta. Se
mantuvo en silencio mientras ella recogía las horquillas que se había quitado y volvía a ponérselas.
—No quiero discutir contigo.
—Yo tampoco —dijo ella, rodeándole el cuello con las manos—. Lo lamento, Sebastian. Te amo
precisamente porque eres un hombre serio y respetable... y luego me enfado contigo por esa misma
razón.
Pero él no la besó.
—Yo creo que somos el uno para el otro, pero no entiendo cómo tienes esas amigas, de verdad.
Son todas unas inmorales... Apuesto a que ninguna de ellas vive con su marido.
—No son unas inmorales. Esme, Carola y Helena no han tenido suerte en lo que concierne a los
maridos. Pero podría decirse que gracias a ellas nosotros estamos juntos. Después de ver sus
matrimonios, supe exactamente qué buscaba en un esposo: a ti.
Su mirada se ablandó y le dio un beso en la frente.
—Lo paso mal cuando regañamos...
—Yo también —dijo Gina, mirándolo con un destello de malicia en los ojos—. ¡Fíjate,
discutimos como si lleváramos años casados! Parecemos un matrimonio de ancianos.
—Así es —dijo el marqués, contemplándola abatido.
Capítulo 5
Camdem William Serrard, el duque de Girton, entró en la sala de baile, acompañado de Tuppy
Perwinkle y su primo, Stephen Fairfax-Lacy. Miró a su alrededor con impaciencia, esperando ver a
Gina. Pero no había señal de ella. Una larga línea de bailarines estaba desplazándose en diagonal. En
ese momento, se abrió una brecha en la línea y pudo ver a una hermosa mujer riendo junto a su
esposo. Se la veía llena de deseo, su cuerpo se doblaba hacia el del hombre como un sauce hacia el
sol; la escena era tan conmovedora que Camdem sintió una chispa de calor en el pecho. Ella movía la
cabeza y su cabello parecía seda rosa sobre su espalda.
—Dios mío —dijo Cam, sorprendido—, ¿quién es esa hermosa mujer?
—¿Cuál?
—La que está allí, bailando con su esposo.
Stephen se inclinó hacia la izquierda para poder ver y sonrió.
—¿Por qué lo preguntas?
—Sería una Afrodita magnífica —dijo Cam, pensando en voz alta—. Pero es escandalosa,
¿verdad? Creo que se va a comer a su esposo ahí mismo, en la pista de baile.
Stephen se enderezó y el humor desapareció de su rostro.
—Ése no es su esposo —dijo, cortante.
—¿No lo es?
—No —dijo.
Tosió y se aclaró la garganta.
—Su esposo eres tú.
Capítulo 6
Edmund Rounton no estaba teniendo ningún problema en sus gestiones para anular el matrimonio del
duque de Girton. De hecho, estaba un poco horrorizado por lo fácil que le estaba resultando. Todos
los abogados con los que consultaba asentían con la cabeza e instantáneamente estaban de acuerdo
con que la anulación era, de lejos, la mejor solución y que debía hacerse efectiva lo más pronto
posible.
—Antes era mucho más complicado —comentó Don Howard Colvin. Colvin era la mayor
autoridad de Inglaterra en los asuntos de anulación—. Recuerdo una anulación que fue dificilísima, la
de la duquesa de Hinton y su esposo. El hombre era absolutamente inútil. Ni siquiera podía orinar en
la dirección correcta, si entiende lo que quiero decir. Tardamos meses... incluso hubo juicio; y no la
concedieron hasta que la pobre mujer demostró que era virgen. —El hombre estaba escandalizado—.
Claro, eso fue en el 89.
—Confío en que la duquesa no tenga que pasar por esa terrible experiencia.
—Claro que no. Ahora somos mucho más humanos. El Regente no es estricto con las anulaciones
porque cree que son menos escandalosas que los divorcios y no suele poner problemas. El año
pasado anulamos el matrimonio de los Meade-Featherstonehaugh. ¿Has oído hablar de ese caso?
Rounton negó con la cabeza.
—Lo mantuvimos en secreto por una buena razón —dijo Colvin—. ¡Meade-Featherstonehaugh
tenía tres esposas! Loco de remate; así está ese individuo. La mayoría de los hombres no quieren
tener ninguna esposa y a él le da por tener tres.
Rounton parpadeó.
—¿Cómo lo hizo?
—Las llevó a Escocia. De una en una, por supuesto. La segunda y la tercera no tenían ni idea de
lo que pasaba. Naturalmente, fue la primera, la legal, la que anuló el matrimonio. —Se levantó de la
silla de cuero—. No tiene que haber ningún problema con el matrimonio Girton. Aunque he oído que
la duquesa es un poco rebelde, ¿verdad?
Rounton lo miró fijamente a los ojos.
—La gente habla demasiado porque tiene celos de ella, señor. Es joven y muy hermosa.
—Debe de serlo, para casarse de nuevo.
—Creo que tiene muchos pretendientes —dijo Rounton, secamente.
—¡No se ofenda! Habla usted de ella como si fuera de su familia —dijo el hombre viejo,
sonriendo—. Tan sólo envíe los papeles a mi oficina, hijo, y lo tendré todo arreglado en poco
tiempo. Hablaré con el Regente en persona. Creo que, dadas las circunstancias, podremos prescindir
del trámite de la aprobación del Parlamento.
—Muchas gracias —dijo Rounton, haciendo una reverencia.
—De nada.
Rounton regresó a su despacho muy desanimado. La anulación no debería ser otro caso más de
divorcio, a su parecer. Si un hombre se casa con tres mujeres debería acabar en la cárcel.
Empujó la puerta para abrirla y llamó a su asistente, Finkbottle, sin darse cuenta de que estaba
sentado a su lado. El hombre saltó varios centímetros sobre el suelo. Su pelo insistió en quedarse
como si hubiera tenido una pelea con el cepillo. Ese color de pelo era culpa del ron, pensó Rounton.
—Ahora —dijo bruscamente—, te enviaré a Kent hoy mismo. Tengo los primeros papeles de la
anulación para los Girton, y el resto será enviado en pocos días. Tu trabajo, Finkbottle, es
retrasarlos. Retrasar. ¿Entiendes?
Una mirada familiar de pánico y confusión presidió el rostro de Phineas Finkbottle.
—Haz como si no tuvieras los papeles. Usa la sutileza —dijo Rounton, bajando la voz—: tengo
una tarea especial para ti durante tu estancia en Kent.
Capítulo 10
—Creo que podría ser mucho peor... —empezó a decir Gina, mientras se alejaban, pero Esme la
interrumpió.
—¿Podemos cambiar de tema, por favor?
—Claro. ¿Estás bien?
—Sí. El matrimonio es... difícil, eso es todo.
Gina asintió con la cabeza:
—Tú eres cuatro veces más guapa que ella —dijo firmemente.
—¿Eso debería importar, verdad?
Esme caminaba cada vez más deprisa, sus pasos cada vez más ligeros.
—Pero no importa. Y no quiero decir que lo desee. No es así. Decididamente no lo quiero en mi
cama, así que debería estarle agradecida a lady Childe.
Gina guardó silencio.
—La única razón por la que no estoy agradecida es porque soy una persona celosa y horrible —
dijo Esme con vehemencia.
—¡No, no lo eres!
—Lo soy. Está enamorado, ¿sabes?
—No es la primera vez que le pasa —señaló Gina.
—Ah, pero creo que será la última. Estoy convencida. Ha tenido la suerte de encontrar a alguien
a quien ama de verdad. Y si la sociedad fuera distinta, vivirían juntos el resto de sus vidas. De
hecho, no estoy segura de que no lo hagan de todos modos.
—Eso lo dudo —dijo Gina después de pensarlo un momento—. Los hijos de lady Childe
sufrirían mucho si su madre diera ese paso.
—Supongo que sí —acordó Esme tristemente.
—Querida, ¿qué pasa?
—Ella tiene hijos.
Gina no podía pensar en nada que decir a eso, de modo que pasó su brazo alrededor de la cintura
de su amiga y entraron juntas en el comedor. Carola estaba sentada ante una mesa, rodeada por su
habitual círculo de jóvenes.
—Carola necesita tu consejo.
—¿Mi consejo?
Esme se dejó llevar hacia la mesa.
En cuanto las vio, Carola se levantó y espantó a sus admiradores:
—¡Marchaos! Tengo que hablar con estas damas.
Se fueron tres gruñendo. Sólo se quedó Neville.
—¡Neville! —dijo Carola—. Bailaré contigo más tarde.
—No me iré —dijo, e hizo una reverencia a Esme y Gina—. Duquesa, lady Rawlings. —
Hábilmente las dirigió hasta dos sillas y se sentó de nuevo—. Me encantan los grupitos de brujas que
formáis, y ya sabéis, queridas, que siempre he deseado estar en uno de esos grupos.
Carola entornó los ojos. Pero Neville sonrió tan seductoramente que ella se rindió.
—Está bien, puedes quedarte. Pero ésta es una conferencia secreta, ¿entiendes? —dijo Carola, y
le lanzó una intensa mirada.
Él asintió.
—Que todo el almidón de Inglaterra se convierta en mantequilla antes de que yo diga una palabra
—dijo fervientemente.
Gina contempló el almidonado pañuelo que Neville llevaba al cuello con bastante interés:
—¿Sería eso tan terrible?
—No hay razón para vivir si uno no tienen cada mañana un pañuelo perfectamente almidonado
para ponérselo al cuello —contestó Neville.
Carola le dio un golpe en la mano con su abanico.
—Éste es un consejo de guerra, y si no puedes ser serio, es mejor que te vayas.
Neville se enderezó de inmediato.
—¡Guerra! ¡Siempre he querido participar en alguna! —gritó—. Estaría tan elegante vestido de
uniforme...
—No hay almidón en el campo de batalla —señaló Gina.
—Por favor, pongámonos serios —dijo Carola—. Esme, necesito tu ayuda. Tu ayuda en... en... —
parecía reacia a formular su petición.
—¿Puedo? —intercedió Gina.
Carola asintió.
Pero los ojos de Neville brillaban de afecto cuando miraba a Carola.
—Déjame adivinar. Mi lady Perwinkle quiere ganar de nuevo la mano de su mal vestido marido,
y por eso quiere contar con la ayuda de la deslumbrante y seductora lady Rawlings.
Carola tragó saliva.
—¿Tanto se me nota?
—¿Soy tu mejor amigo? —preguntó Neville.
Carola asintió.
—Además, nunca has demostrado ningún interés por mí —continuó Neville—, y sé que todavía
quieres a tu marido.
—Ay, Neville. —Carola sonrió.
—La cuestión es —interrumpió Gina— que Carola necesita cortejar a su marido. Es probable
que se quede en la casa de huéspedes dos o tres semanas, Esme, de modo que no tenemos mucho
tiempo.
—Yo no veo ningún problema en particular en cortejar a tu marido —dijo Esme.
—¿Tú puedes... podrías seducir a quien quisieras? —preguntó Carola, bastante sorprendida.
—Los hombres son como niños. No puedes tomar seriamente sus afirmaciones de independencia.
Neville rió:
—Sabía que encontraría alguna verdad si me quedaba.
Carola hizo caso omiso.
—Tengo que decirte que Tuppy no me presta atención en absoluto. De hecho, ni siquiera me
saludó cuando llegó anoche. No estoy segura de que recuerde que existo.
—Si no sabe que existes ahora, va a saberlo pronto —dijo Esme segura—. Lord Perwinkle
parece ser el tipo de hombre que responde a... bueno, para decirlo sin rodeos... a una mujer que lo
desee.
Gina asintió.
—Eso es lo que Carola y yo pensamos.
—No puedo hacerlo —susurró Carola—. ¡Sería muy humillante!
—No pasará nada. Él ni siquiera se dará cuenta —explicó Esme—. Bien, esto es lo que vamos a
hacer —se detuvo y miró a Neville—. ¡Vete! ¡Has oído suficiente!
Él obedeció a una autoridad mayor y se levantó de su asiento.
—Me marcharía aunque no me lo hubieras ordenado —dijo burlonamente—. Creo que vais a
tener una horrible conversación, que sumiría a cualquier hombre en la desesperación y el terror. —
Hizo una inclinación y besó las puntas de los dedos de Carola—. ¿El primer minueto?
Ella asintió y él se fue.
Capítulo 12
SABOREANDO la lluvia.
Una ligera lluvia de verano comenzó a caer justo cuando Gina y Sebastian salían por las puertas
del salón. Miraron por un momento cómo el agua oscurecía la terraza y hacía temblar a las robustas
rosas con pequeños ventarrones. Gina tomó aliento y trató de calmarse. Lógica era lo que se
necesitaba.
Sebastian cambió su peso de una pierna a la otra.
—Llueve —dijo.
«No está seguro de mí», pensó Gina. «Él sabe que he estado a punto de dejarlo.»
—Todavía quiero casarme contigo —dijo ella, yendo directamente al asunto. Aunque, para ser
honestos, no estaba tan segura de la verdad en esa afirmación.
Gina sintió una pequeña agitación en el brazo, una pequeña reacción instintiva.
—Es decir —añadió—, si todavía me quieres.
—Claro que sí —contestó él con rudeza.
Oyeron las voces de un grupo de personas que se acercaba a ellos y callaron. Se movieron para
permitir que un grupo de damiselas con vestidos transparentes miraran las gruesas gotas que caían al
suelo.
—¿No es una pena? —gritó una de las chicas—. ¡Está todo mojado!
Todas se rieron y se resguardaron rápidamente en la tibieza del salón, con sólo una o dos miradas
curiosas a la duquesa y su acompañante.
Gina escuchó una voz claramente, más alta que lo que pretendía quien hablaba.
—No es tan vieja, Augusta. No creo que tenga aún veinticinco años...
—¿Te gustaría ir a pasear? —preguntó Gina mirando a Sebastian.
Él frunció el ceño.
—Te resfriarías, así vestida.
—Oh, no, el aire está tibio. Te lo prometo, nunca me resfrío. De verdad, creo que no he estado
enferma ni un solo día desde que era niña.
Él la miraba con una preocupación especulativa que la ponía nerviosa.
—Está lloviendo, duquesa —dijo. Y luego, mirándola a los ojos, se corrigió y dijo—: Gina.
Ella abrió la boca pero él no había terminado.
—No saldremos con esta lluvia —dijo despaciosamente, pronunciando cada palabra con mucho
cuidado.
Gina sintió un impulso de rabia en su pecho y a punto estuvo de darle una bofetada. Él se quedó
allí quieto, bajo el brillo de las antorchas que iluminaban la terraza mojada, tan rígido, tan impávido;
a la mente de Gina acudió el recuerdo inoportuno del comentario de Cam.
Él intuyó sus pensamientos por la expresión de su rostro. Sebastian había extendido el brazo y en
su mano había dos, tal vez tres gotas de lluvia plateadas.
—Se te estropeará el vestido —dijo—. El agua mancha la seda.
Gina suspiró, resignada a no salir.
—Debería retirarme por esta noche. ¿Me acompañas a la biblioteca, Sebastian? Tengo que
recoger el libro para estudiarme la obra.
Él se volvió y le ofreció el brazo. Caminaron hacia la biblioteca sin decir palabra. Gina intentaba
pensar con lógica, una tarea difícil cuando uno quiere gritar su rabia al cielo.
Quería casarse con Sebastian. Él era un hombre tranquilo y estable. Había estado a su lado, le
había ofrecido consejos en los años difíciles cuando era una joven mujer casada sin marido. Él sería
un marido responsable y un excelente padre de familia. Y también era guapo, era un placer verlo.
Claro que quería casarse con él.
Pero era tan estricto, de una moral tan rígida... Y era tan absurdo que insistiera en que rechazara
el regalo de su madre... «Tal vez sea mejor que la condesa Ligny haya muerto antes de que me case
con Sebastian», pensó Gina, y recordó las cartas que había escrito con esperanzas y había enviado a
Francia. Ninguna de ellas había sido contestada. Pero ella había seguido escribiendo hasta el día en
que Rounton le informó de la muerte de la condesa.
—¿De verdad esperas que rechace el regalo de la condesa Ligny? —preguntó.
Ahora estaban en la biblioteca. El fuego se había apagado. Tomó una baraja de naipes y le dio un
golpe a los palos negros.
—Vergonzoso. Los sirvientes de lady Troubridge se están aprovechando de ella porque es viuda.
—¿Sebastian?
Dejó la baraja sobre la repisa de la chimenea.
—Pienso que sería lo mejor —parecía preocupado—. Sin embargo, era tu madre, Gina. Y está
muerta. Tal vez no haya nada malo en que aceptes su último regalo.
Gina emitió un suspiro de alivio.
—Gracias —dijo.
—Estoy disgustado porque tu marido sacara esa conversación en público. —Sebastian tenía una
mirada de desdén, casi de desprecio—. Es una situación muy delicada y a él parece que no le
importa.
—Cam siempre dice lo que piensa —explicó Gina—. Es una cualidad que heredó de su padre.
Él asintió.
—Por lo que yo sé, el duque actuaba exactamente como debía en cada situación.
Gina se acercó a su prometido y alzó las manos para posarlas ligeramente encima de su abrigo
negro.
—Y tú, Sebastian, ¿actúas siempre como deberías?
La miró como si le hubiera preguntado una obscenidad.
Las esperanzas que aún albergaba se extinguieron de repente. Dejó que sus brazos se deslizaran
del pecho de él.
—Gina, ¿te sientes bien? —preguntó, finalmente. No había nada más que amabilidad y afecto en
su mirada.
—Creo que sí.
—Desde que tu marido regresó no has sido la misma.
—Cam llegó ayer.
Asintió.
—Y no has sido la misma: no eres la Gina que yo conozco.
Y el amor entre ellos quedó suspendido en el aire.
—Quieres decir que te he provocado para que me beses —dijo con fuerte y clara para ocultar las
lágrimas que se aglomeraban en su garganta—. Pero intenté arrastrarte a un comportamiento feo antes
de que Cam llegara, ¿no lo recuerdas? Así lo llamaste: «comportamiento feo».
Él vaciló y miró rápidamente sobre su hombro.
—Estamos solos —dijo ella con un toque de desdén en su voz—. No hay razón para que te
preocupes por tu reputación.
—Me preocupo por tu reputación, Gina.
Lo que vio en sus ojos la desarmó e hizo que su rabia se disolviera.
—Tu reputación es frágil, siendo una mujer casada. Odiaría verte castigada por la sociedad por
la infantil falta de consideración de tu marido.
—¿Así piensas de Cam? —preguntó sobresaltada.
—Es lo que pensaría cualquier hombre cuerdo. Ese tipo es un canalla irresponsable que te
abandonó y te ha dejado sola durante años a merced de cualquier libertino que pasara por delante de
ti. Si no fueras una mujer tan virtuosa, no sé qué habría pasado... Una mujer tan joven, sola, viviendo
sin la guía de un marido...
—¡No tuve necesidad de una guía masculina!
—Estoy de acuerdo —dijo él, y sus ojos azules miraron firmemente los de ella—. Eres una mujer
inusual. De verdad. Muchas mujeres no tienen ese aire inocente y puro que tú tienes. Cualquier otra,
en tu lugar, habría acabado en la cama de algún hombre; Mira a lady Rawlings.
Lo último que Gina quería era otra discusión sobre su amiga.
—La situación de Esme es completamente...
Sebastian la interrumpió.
—Yo culpo a Rawlings. Si los rumores son ciertos, él abandonó la cama de ella un mes después
de su matrimonio. Él es responsable de dejar a una hermosa y joven mujer a merced de frívolos como
Bernie Burdett.
—No estoy segura de que éste sea un tema apropiado —dijo Gina.
Los ojos de Sebastian brillaban, mostrando mucha más pasión de que la que había visto nunca en
él.
—Rawlings debería ser colgada en la horca —gruñó. Luego pareció recordar dónde estaba y
miró a Gina a los ojos—. Sólo una mujer con tu extraordinaria castidad habría podido preservar su
virtud intacta.
Gina suspiró. Al menos comprendía más por qué Sebastian repudiaba cada esfuerzo que hacía
para avanzar en su intimidad.
—Por eso no me preocupa —dijo y bajó la voz— que tu madre no estuviera casada. Y por eso no
presto atención a los rumores sobre tu tutor. Eres una verdadera dama, por lo que no te afectan las
bajas y disolutas emociones que gobiernan a tantas mujeres. Estaré orgulloso de hacerte mi
marquesa.
—No tengo ninguna virtud extraordinaria —dijo Gina—. Simplemente nunca he querido
parecerme a mi madre.
—Claro, eso es muy lógico —dijo Sebastian.
Gina tocó la manga de su chaqueta.
—¿Pero tú me amas, Sebastian? ¿Me amas a mí o amas la idea que tienes de mí?
Él la miró.
—Claro que te amo. ¿No lo he dicho siempre? —sus ojos brillaron—. ¿Ése es el problema? ¿Has
estado preocupándote de que no te ame? Pues sí que te amo. —Sonrió y la miró como si fuera a
entregarle la luna y las estrellas.
Luego la tomó del brazo.
—¡Eso es! —dijo—. Ahora podemos estar cómodos otra vez.
Gina subió las escaleras sin decir nada. Lord Bonnington claramente sintió el alivio de un
soldado que es liberado de la batalla y habló alegremente de planes para el día siguiente. Se
detuvieron en la entrada de la habitación de Gina. Él hizo una inclinación y le besó una mano cubierta
por un guante.
Gina trató de sonreír, pero falló. Él no pareció darse cuenta.
—Me siento mejor después de esta pequeña discusión —dijo él—. Debes perdonarme por mi
falta de comprensión. Había olvidado cuán sentimentales y nerviosas sois las mujeres. De ahora en
adelante me aseguraré de que mis sentimientos por ti estén absolutamente claros y no te avergüences
en el futuro.
Y Gina, recostada en la puerta de su habitación, no tuvo duda de que él iba a hacer exactamente
eso. Cuando se casaran, le diría que la amaba cada mañana antes del desayuno para preservar la
armonía conyugal. Porque estar casado con una mujer tan sensible y nerviosa iba a ser difícil.
Se quitó el guante y lo tiró sobre la cama. El segundo guante se atascó, se lo quitó de un tirón y lo
puso al lado del gemelo. Un botón de perla salió volando y cayó al suelo, creando un contrapunto con
las salpicaduras de lluvia que golpeaban las ventanas.
Por un momento pensó en llamar a Annie. Pero estaba tan nerviosa en ese momento que podría
gritarle a la pobre chica en un ataque de nervios.
Sentía una presión en el pecho, una extraña emoción que la sacaba de sí y le impedía relajarse lo
suficiente como para dormirse, así que se resignó a estar despierta durante un buen rato. Estaba
comprometida con un impávido marqués que hacía precisamente lo que debía en cada situación. Y
continuaría actuando exactamente igual cuando estuvieran casados.
¿Qué había estado pensando? Caminó hacia la ventana y cerró las pesadas cortinas de terciopelo.
¿Que Sebastian se volviera afectuoso una vez que el anillo estuviera en su dedo? Quitó el pasador.
«Él es afectuoso», pensó. «Es sólo que no es... no es apasionado.» Pasión era lo que ella veía en los
ojos de Esme cuando hablaba del brazo musculoso de Bernie. Con pasión era como el marido de
Esme tocaba la mejilla de lady Childe.
Sin embargo, ella iba a recibir afecto en vez de pasión, eso estaba claro. Sebastian era
responsable, sensato; y no la deseaba. Se pararon sobre sus hombros como un ángel bueno y un ángel
malo: Deseo y Responsabilidad; Cam y Sebastian.
«Podría cortejarlo», pensó Gina de repente. «Carola está cortejando a Perwinkle; yo podría
hacer lo mismo.» Un golpe de emoción bajó por su espalda: cortejar a Cam, a ese hombre de ojos
oscuros y fuertes manos. Cortejarlo, ¿para qué? Para que la llevara a la cama: eso seguro que lo
haría. Para que la amara: eso lo dudaba mucho. Para que viviera con ella y tuvieran hijos y fuera el
duque de su duquesa: nunca. Mejor quedarse con Sebastian y tratar de atraerlo hacia el deseo.
El jardín respiraba un aroma soñador de rocío sobre las rosas y la tierra mojada. La lluvia estaba
cayendo de una forma tan perezosa, tan ligera, que el aire ya se había enfriado. Gina se echó encima
su chal de cachemira y se paró en la ventana.
«Creo que quiero tener el regalo de mi madre», pensó. Por supuesto, siempre lo había querido,
sin importar lo que su futuro esposo pensara. La pregunta era: ¿cómo encontrar a Cam?
Annie entró como una flecha en la habitación antes de que ella tuviera tiempo para cambiar de
opinión.
—¡Buenas noches, señora! —dijo—. ¿Quiere retirarse ya?
—Todavía no —respondió Gina—. Me gustaría visitar a mi esposo. ¿Podría averiguar dónde se
encuentra su habitación?
Los ojos de la criada se abrieron como platos.
—Tenemos algunos asuntos legales que discutir —le dijo a Annie.
—Por supuesto, señora. ¿Quiere que vaya a ver si su señoría sigue abajo? Creo que la mayoría
de las damas y caballeros ya se han retirado a sus habitaciones —dijo y fue hacia la puerta—. Si no
está abajo, le preguntaré a Phillipos dónde está.
Gina miró a Annie con curiosidad.
—Phillipos es su criado —explicó la joven con una sonrisa traviesa en su rostro—. Es griego,
¡todo un personaje! Un ser encantador, cree él.
Gina se sentó y esperó pacientemente el regreso de Annie. Había sido muy doloroso pensar que
no le importaba a su madre y que ni siquiera le había dejado una nota en su lecho de muerte.
Seguramente el regalo quería decir que a la condesa Ligny sí le importaba su hija. Tal vez sí había
leído las cartas. Tal vez la quería... aunque sólo fuera un poco.
«Me gustaría que fuera una carta», pensó Gina. «O un retrato. Una carta sería maravilloso»,
pensó de nuevo. «Una carta personal de mi madre.»
Annie reapareció.
—Su señoría se ha retirado hace unos minutos, señora. Es la cuarta puerta a la izquierda.
Phillipos ya estaba abajo. Aparentemente, su señoría nunca requiere asistencia para prepararse para
ir a la cama.
Gina alzó una ceja y miró las mejillas rosadas de su criada.
—Espero que Phillipos no haya cobrado una cuota por esta información.
La joven rió.
—Una cuota es una buena manera de decirlo, señora.
—Volveré en cinco minutos, Annie. No tienes que esperarme. Iré directamente a la cama cuando
vuelva.
Respiró hondo y salió de la habitación.
El largo pasillo estaba oscuro, iluminado únicamente por candelabros que colgaban de la pared.
Gina sintió cómo se aceleraban los latidos de su corazón a medida que contaba las puertas. ¿Y si
Annie había cometido un error y la puerta de Cam era la tercera y no la cuarta? ¿Podría haber mayor
humillación que golpear en la puerta equivocada? Su buena reputación moriría irremediablemente.
Llegó a la cuarta puerta y tocó con suavidad. Oyó unos pasos que se acercaban a la puerta. Se
quedó sin aliento. La puerta se abrió.
Allí estaba él.
El temor de Gina desapareció y sonrió con genuino placer.
—¡Hola, Cam!
—¡Por Dios! —dijo toscamente y miró hacia ambos lados del pasillo. Luego la tomó del brazo y
la metió en la habitación—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
Gina sonrió de nuevo.
—He venido a hacerte una visita.
Para alivio de Gina, él todavía estaba vestido. Habría sido bastante embarazoso encontrarlo en
pijama.
La habitación de Cam estaba decorada con flores y seda, como la de ella. Evidentemente, lady
Troubridge había decorado todas las habitaciones de huéspedes igual. Sin embargo, había algo
diferente. Descansando en un rincón había un trozo de piedra. Resultaba fuera de lugar, un
polvoriento y grueso bulto sobre la delicada alfombra de flores.
—¿Qué rayos es eso? —dijo, caminando hacia la piedra—. ¿Vas a hacer una escultura en tu
habitación?
Se volvió y lo encontró inclinado sobre la pared. Experimentó un sentimiento de peligrosa
intimidad... Sí, era peligrosamente íntimo estar sola con un hombre que vestía solamente una camisa
de lino blanco y pantaloncillos.
—¿Es eso? —preguntó traviesa.
—No, yo no cincelo piedra en mi habitación. Gina, ¿por qué estás aquí?
Se detuvo y tocó una parte recortada de la piedra con la punta rosada de su dedo.
—¿Entonces qué hace aquí esta piedra?
—Stephen me la dio. Probablemente tenga que cortarla en varios trozos, el mármol de ese tamaño
es muy difícil de moldear. Estaré de vuelta en Grecia mucho antes de que la piedra esté preparada.
—¿Es agradable vivir fuera de Inglaterra? —Tocó otra vez la piedra, con miedo de que él viera
envidia en sus ojos.
Cam caminó por la habitación.
—¿Sin guantes, Nina? Desde que entré en esta casa, había olvidado cómo son las manos de las
mujeres.
Tomó una de las manos de Gina y la miró especulativamente. Los dedos de Gina eran largos y
muy delgados.
—Tal vez haga una escultura de una de tus manos —dijo.
Gina trató de hacer caso omiso del cosquilleo que sintió en las manos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió.
Ella había estado mirando la pesada y sensual línea de sus labios y perdió el hilo de la pregunta.
Los ojos de Cam se estrecharon.
—¿No habrás confundido mi habitación con la de Bonnington, verdad?
Desconcertada, simplemente lo miró y su boca formó una pequeña «o».
Cam la soltó y se llevó la mano hacia su grueso cabello negro.
—Perdóname. Por supuesto, Bonnington nunca estaría dispuesto a hacer tonterías con la esposa
de otro hombre.
—No —dijo Gina—. Además, según Sebastian, tengo una rara y extraordinaria virtud para ser
una mujer —dijo despreocupadamente.
La mirada de Cam hizo que su piel se calentara como por los rayos del sol.
—No te conoce muy bien, ¿cierto?
—Claro que me conoce. ¡Hace años que somos muy buenos amigos!
Cam la tomó del mentón.
—¿Ha sido tan difícil para ti vivir sola, sin marido? Cuando oigo hablar a Bonnington me siento
como un verdadero villano. La verdad es que yo pensaba que tu madre te estaba cuidando... Bueno,
lo cierto es que no he pensado mucho en ello.
Gina se encogió de hombros. Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Para una mujer de tan extraordinaria virtud como yo, estar casada y abandonada por su marido
no representa ninguna tentación.
—Arpía. —Sus manos se deslizaron desde su barbilla hasta su cuello, sus largos y callosos
dedos, extrañamente suaves. Gina tembló, pero no lo miró a los ojos—. Te preguntaré otra vez,
esposa. ¿Por qué has venido a visitarme en mitad de la noche? Estoy seguro de que Bonnington no lo
aprobaría si lo supiera.
—No, no lo aprobaría. —Por un momento no podía recordar por qué estaba allí—. He venido a
buscar el regalo de mi madre.
—Ah. —La miró por un momento y luego fue hacia el armario—. Aquí está.
Era una caja de madera, maciza y bien hecha, pero sin elegancia. Una caja de madera con un
cerrojo normal y corriente.
Gina tomó la caja.
—Pesa mucho.
—Yo no la he abierto.
—Lo sé. —Cam nunca abriría un regalo de otra persona.
Gina respiró profundamente y abrió el cerrojo. Todo lo que podía ver era un satén color rojo
amapola, un trozo arrugado de tela.
Cam se acercó a mirar.
—Bastante chillón —dijo.
Gina parecía haberse congelado mirando al brillante trozo de tela. Entonces Cam dijo:
—¿Puedo? —Y al asentir ella, tiró de la capa de satén.
Dentro había una estatua.
Gina la sacó. Era una mujer. Sus manos automáticamente rodearon la cintura desnuda de la mujer
para protegerla de la vista de Cam.
—Es un alabastro muy fino —dijo, y quiso cogerla, pero los dedos de Gina se apretaron sobre la
estatuilla impidiéndoselo. Cam no podía ver más que la cabeza y las piernas de la estatua—. Podría
ser Afrodita —dijo curioso—. El rostro se parece a un pintura de Tiziano, de Afrodita emergiendo
de las olas. ¿Está vestida?
—No —susurró Gina—. Está bastante, bastante desnuda. He heredado de mi madre una estatua
desnuda.
Para consternación de Cam, Gina parecía estar a punto de llorar.
—No es sólo una estatua desnuda —dijo rápidamente—. El alabastro rosa es muy valioso.
Gina se mordió el labio y volvió a poner la figura boca abajo en su cama carmesí.
—Parece que Sebastian estaba en lo cierto —dijo con voz fuerte—. ¿Mi madre creía que me
sentiría agradecida por tener una figura de una mujer desnuda en mi habitación? —Cerró la tapa de
un golpe y la puso a un lado.
Cam había visto mujeres enfurecidas antes, pero la que estaba ante él destilaba rabia.
—Voy a dar un paseo —dijo.
Cam carraspeó.
—Está lloviendo.
—No importa. —Se dirigió hacia la puerta—. ¿Vienes? —dijo con voz impaciente.
—Por supuesto.
Cam esperó mientras Gina llevaba la estatua a su habitación. Se fue sólo un segundo.
«Probablemente la ha tirado a la chimenea», pensó. Era una lástima: le habría gustado examinar la
figura más de cerca.
Caminaron por el oscuro y vacío salón hacia el jardín mojado sin decir una palabra. Una suave
brisa esparcía con indolencia gotas de lluvia un lado a otro.
Gina deseó que se levantara una fuerte ventisca: cualquier cosa para calmar la agitación en su
pecho. Su madre era justo como Sebastian había imaginado, una mujer perdida, una degenerada. La
clase de mujer que manda a su hija a un país extranjero sin pensar si el padre la aceptará. No era de
extrañar que creyera que una estatua lasciva era un regalo apropiado. Gina le dio un golpe a la rama
caída de un manzano.
Cam, que caminaba detrás de ella, maldijo en voz baja.
—¿Qué te pasa? —dijo ella, con desinterés en su voz.
—Me has empapado.
El vestido de Gina estaba salpicado de oscuras manchas, visibles gracias a la luz de la luna.
—Escucha...
Gina se detuvo por un momento y escuchó el trino líquido de un pájaro.
—Un ruiseñor —dijo él.
El ruiseñor continuó cantando; un sonido triste y melancólico, como si cantara sobre el amor
perdido y la vida impura. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—¿Estás llorando? —dijo Cam, ligeramente alterado, con la voz de un hombre que odia las
lágrimas femeninas.
—No —dijo Gina temblorosa—. Es sólo lluvia en mis mejillas.
—Lluvia tibia. —Se paró frente a ella y le tocó la mejilla con el dedo—. ¿Por qué estás tan
alterada? —Parecía perplejo.
—Mi madre me envió una estatua desnuda —dijo, tragándose el tono histérico de su voz.
Todo su cuerpo resonaba con confusión.
—Era una sinvergüenza —dijo Gina de manera estridente—. Una mujer de placeres —casi
escupió las palabras—. ¡Y pensaba que yo era así también!
—¿Una mujer de placeres? ¿La condesa Ligny?
—Una ramera. ¡Una prostituta, por lo que yo sé!
—Eso es un disparate —dijo Cam—. Tuvo una hija fuera del matrimonio, pero eso no la
convierte en una ramera.
Gina empezó a caminar de vuelta por el camino oscuro, arrastrando la seda mojada contra sus
piernas.
—¿Qué tiene de disparate? No tuvo sólo un hijo ilegítimo. Tuvo dos.
—¿Dos? —Cam la alcanzó.
—Supongo que mi madre no te ha contado que ha recibido otra carta chantajeándola.
Él tomó el brazo de ella y la detuvo.
—¿Qué dices?
—Que tengo un hermano —explotó.
Cam se paró en el camino y bloqueó el paso de Gina hacia la casa.
—¿La carta pedía dinero? ¿Se la has mostrado a Rounton?
—No pedía dinero. La carta fue enviada a la casa de mi madre y Rounton no la ha visto todavía.
—Hablaré con él —dijo Cam—. Tendré que contratar un detective. Maldición. Siento que esto
haya pasado otra vez.
—Creo que tu padre se lo comunicó a la policía la otra vez.
—¿Había algo en la carta que pueda servir de pista? ¿Estaba escrita en francés?
—No, en inglés.
—Qué curioso —dijo él—. La primera carta estaba escrita en francés.
Gina frunció el ceño.
—La redacción era muy extraña, pero decía claramente que tengo un hermano.
Cam arqueó las cejas. Había envuelto sus manos alrededor de los antebrazos de Gina, justo
donde sus pequeñas mangas terminaban. Empezó a frotar sus dedos en suaves círculos sobre la fría
piel de ella.
—Tal vez la redacción era extraña porque la escribió un francés.
—No lo creo, pero ¿quién sino un francés podía saber tantas cosas de la condesa? Quiero decir,
que tenía otros hijos.
Cam todavía estaba acariciando los brazos de Gina, y eso estaba causando temblores en todo el
cuerpo de la joven. Él se quedó parado en el camino, bajo un peral. Había luna llena y brillaba a
través de las hojas. La luz bailaba en sus hombros.
De repente, ella cayó en cuenta de la inquietante presencia de Cam, su cuerpo tan cerca del de
ella...
—Siempre quise tener un hermano —dijo él.
—¡Ésa no es la cuestión! —dijo ella irritada—. ¿Quién querría tener un hermano ilegítimo?
—Tú eres ilegítima, Gina —señaló.
Gina trató de no pensar sobre ella misma en esos términos y lo consiguió.
—Sí —dijo en un tono poco animado—. Por supuesto.
—No he querido ser grosero —dijo Cam—. Pero nunca he visto mucho sentido en preocuparse
por los errores de los padres de uno. Sabe Dios lo que yo descubriría si me diera por eso.
—El duque era muy correcto. Estoy segura de que no tienes hermanos ilegítimos.
—Tal vez. Pero se consideraba más allá de la ley —señaló Cam—. Tenía alrededor de quince
años cuando descubrí en cuántos asuntos ilegales estaba metido. Es un milagro que lograra morir sin
ser descubierto.
Gina estaba muy sorprendida.
—Ah, sí —dijo él—. ¿Nunca te preguntaste de dónde venía todo ese dinero que gastábamos en
casa?
Ella negó con la cabeza.
—De las apuestas. No era jugador, no se metió en el infierno del juego, pero sí jugó, y fuerte, en
los negocios. Y sólo apostaba cuando sabía que podía hacer una pequeña fortuna, generalmente
porque lo había arreglado para que eso pasara.
—Ah.
—Dinero ganado por usar su título para atraer a inversores en planes fraudulentos, cobrando
antes de que las empresas pudieran sospecharlo siquiera. —Soltó las manos de los brazos de Gina
—. Como comprenderás, en esas circunstancias algunos hermanos ilegítimos no me habrían
molestado.
—Lo siento —dijo Gina, mirándolo.
Cam se encogió de hombros.
—No somos los guardianes de nuestros padres.
Una gruesa gota de agua aterrizó en la espalda de Gina, y tembló. Una gran mano reemplazó el
frío sendero de agua con un roce embriagador. Arriba, en la curva de su blanco hombro, que brillaba
con la luz de la luna como el alabastro más fino que pudiera haber.
Cuando Cam se agachó, ella sintió su aliento.
Pero él no paró. Sus manos apretaron los hombros de Gina y sus labios tocaron los de ella.
No hubo reverencia. No hubo dulce encuentro de labios, agradable, placentero y en general
acordado.
En cambio, los labios de Cam rozaron los de ella, una vez, dos veces, duros y exigentes. Gina
abrió la boca para protestar y él, descaradamente, tomó lo ofrecido: ella lo saboreó y lo olió de
inmediato.
La boca de Cam era salvaje, estaba mojada y hambrienta. Ella estaba conmocionada y en
silencio, y ciegamente consciente cuando las manos de Cam se deslizaron por su espalda desnuda
hasta la cintura. Ni siquiera se dio cuenta cuando sus propios brazos alcanzaron el cuello de su
esposo para agarrarlo e impedirle escapar.
No estaba besando a Sebastian. Estaba besando a su marido, y no tenía la sensación de estar
haciendo nada inconveniente. Podía sentir el fuerte cuerpo de Cam contra el suyo. Seda, la seda azul
de su vestido era muy suave, no era barrera para sentir.
Sus lenguas y corazones cayeron en un ritmo que latía a través de la sangre y el hueso y
enceguecía sus sentidos a cualquier cosa excepto la intoxicación de sus brazos y sus labios.
Él respondió a su suspiro con una especie de gruñido satisfecho y la atrajo más estrechamente
hacia su cuerpo. Ella se acercó, saboreando el calor, la necesidad y el hambre que latía entre ellos.
La lengua de Gina encontró la de él, tímidamente. Él emitió un sonido ronco.
Entonces se apartó.
El corazón de Gina latía con más fuerza en su pecho. Finalmente, tuvo que abrir los ojos.
—Dios —dijo con voz ronca, y pareció perder el hilo de su pensamiento—. ¿Eran tus ojos así de
verdes cuando me casé contigo?
Gina abrió la boca para contestar, pero él se entregó al instinto de nuevo. Sus labios eran
carmesí, lascivos, suyos. Estaba robando algo que sólo a él le pertenecía.
Las manos de Cam moldearon las esbeltas curvas de Gina hacia su cuerpo, presionaba cada
curva contra el movimiento brusco con el que respondía su cuerpo.
Gina se soltó.
Sus labios estaban manchados por los besos. Cam miró, embrujado, cuando la lengua de ella
tocaba su labio inferior.
—Te he saboreado. —Se meció hacia Cam y puso sus brazos en torno a su cuello—. Sabes
maravillosamente bien —le susurró en la boca.
Cam tomó los labios de Gina con la crudeza de un hombre que saborea agua en el desierto.
Cuando ella alejó su cabeza, la soltó.
—No me gustan los besos mojados —dijo Gina dudosa. Sus brazos todavía estaban alrededor del
cuello de Cam.
Cam miró sus ojos verdes. Ahora estaban más oscuros, del color del pino.
—¿No? —preguntó. Luego lamió los labios de Gina descaradamente. Eran más tentadores que
cualquier cosa. La abrazó con más fuerza—. Yo creo que sí te gustan —dijo, su voz estaba llena de
necesidad y diversión.
Ella intentó hablar y su voz salió ronca.
—¿Decías algo, esposa? —dijo una voz.
—¿Me estás lamiendo la oreja? —preguntó Gina, conmocionada.
—Mmm —dijo Cam—. ¿Sabes?, me encantan los besos mojados. Mojados —dijo, y lamió la
curva de su delicada oreja—. Mojados —dijo, y lamió la curva de cisne de su cuello—. Mojados —
dijo, y lamió su mejilla mojada por la lluvia hasta su boca abierta.
Ni una palabra salió de esa boca que indicara disgusto por los besos mojados. El placer ardía en
las entrañas de Cam mientras una lengua inocente y fogosa se encontraba con la de él. Ardía por sus
piernas mientras las manos de Gina sujetaban su rostro y lo acercaban a ella. Su pecho rugía mientras
ella temblaba contra su cuerpo, mientras respondía a la arrogancia de sus labios con una pequeña
ondulación que revelaba su inocencia, pero mucho más su deseo.
Sin embargo, algo molestaba a Cam. Una voz irritante, molesta y machacona martilleaba en su
cabeza, repitiendo una y otra vez: «Ella es tu esposa. Ella es tu esposa.»
—Tú eres mi esposa —repitió, y la besó en los ojos.
Gina no estaba escuchando. Estaba descubriendo precisamente por qué los ojos de Esme
brillaban cuando la veía en los brazos de Bernie. Cuando pasaba sus manos por el pecho de Cam,
podía sentir sus músculos bajo el delgado lino: calor, vida, fuerza embriagadora bajo las yemas de
sus dedos.
Pero Cam, al decirlo en voz alta, la había despertado a la verdad.
—Ay, Dios —dijo, y alejó sus manos como si hubiese tocado hierro caliente—. Eres mi esposa.
Cam se hizo a un lado y se pasó las manos por la cabeza. El pelo se le puso de punta.
—No me parece que ésta sea la forma más adecuada de llevar nuestra separación —dijo
secamente.
Ella sonrió.
—Yo la encuentro muy placentera. Y, después de todo, no hay nada de malo en besarse. Besarse
no es, no es...
—Tener relaciones sexuales —dijo Cam.
A la luz de la luna, las mejillas de Gina se ruborizaron, adquiriendo un color que nunca podría
ser reproducido por pinturas al óleo, un traslúcido color rosa que había visto solamente en el interior
de una gran concha de mar. Pero mantuvo la compostura.
—Besarse es sólo besarse. Y a mí me ha gustado —dijo, y miró a Cam con la cabeza en alto—.
He besado a otros hombres. He besado a Sebastian muchas veces. Después de todo, soy una mujer
casada.
—¡Casada conmigo! —ladró Cam. La idea de Bonnington besando a Gina lo llenó de rabia.
—¡Y has sido un magnífico esposo! —dijo Gina y echó a andar en dirección a la casa. Su
corazón latía con fuerza en su pecho y le resultaba difícil pensar con coherencia.
Gina miró atrás y vio que él no se había movido del camino. Se había quedado quieto, iluminado
por la luz de la luna, mirándola con sus ojos negros e inescrutables.
—Tengo frío —afirmó Gina.
Él se pasó la mano por el pelo una vez más y empezó a caminar.
—No más besos —dijo. Su voz estaba peligrosamente baja.
Gina se llevó un mechón de pelo mojado detrás de la oreja. Los dedos le temblaban, pero pudo
controlarse para tener la voz firme. No le demostraría ninguna reacción.
—Sólo nos hemos dado un beso —dijo Gina, con apenas el toque justo de impaciencia en su voz
—. El hecho de que estemos casados no cambia la situación. Sólo ha sido un beso.
Él la miró de reojo bajo sus largas pestañas. Tenía una mirada irónica en sus ojos. La tocó y ella
se detuvo.
—Un beso mojado, Gina —dijo suavemente.
Ella no respondió. Parecía triste e indefensa. Cam inclinó la cabeza y deliberadamente rozó con
su lengua los bellos labios color cereza oscura de Gina. Se abrieron, sólo un par de centímetros, y él
aceptó la invitación. Finalmente, cuando alzó la cabeza, la sangre le latía por todo el cuerpo a un
ritmo vertiginoso.
—No más besos —dijo Cam. Tenía la voz ronca.
Esta vez ella no parecía tan desinteresada. Lo miró y asintió.
Caminaron juntos hacia el salón. Cam se reprochaba sus palabras, que le sonaban como burdas
mentiras. No más besos: era como si su padre le prometiera no engañar a nadie.
Dejaría de besar a su esposa... cuando no fuera su esposa. Después de todo, un beso no es más
que un beso, como muy bien había dicho Gina.
De alguna manera pudo controlar sus deseos de besarla de nuevo.
—Buenas noches —dijo, indiferente.
Le pareció ver un destello de decepción en su rostro.
—Su señoría... —dijo ella.
Él hizo una reverencia. Al bajar la cabeza, su rostro quedó a la altura del escote de Gina y pudo
ver sus pezones, fríos y perceptibles a través de la delgada seda. La mano se le movió como si
tuviera voluntad propia.
—Es mejor que te vayas a tu habitación —dijo.
Un brillo de diversión iluminó el rostro de Gina.
—No lo olvidaré —dijo dulcemente y le tocó la barbilla con un dedo—. No más besos; de mi
marido, por lo menos.
Gina se sintió muy complacida, pues fue evidente que sus palabras molestaron a Cam.
—Buenas noches, Cam —repitió ella. Y cerró la puerta de su habitación en la cara de su esposo.
Capítulo 14
Durante el almuerzo, su esposa se sentó al lado de su prometido. Sólo para entretenerse, Cam había
empezado a confeccionar una lista de epitafios para el marqués. «Impávido», ya lo había usado.
Necesitaba uno más vulgar para impresionar a Gina. «Presumido» sonaba casi como un cumplido.
«Estrafalario» era bueno. Tenía un aire pedante aunque aburrido. Estrafalario Bonnington. Le
gustaba. Fue tranquilamente hacia la mesa donde estaban sentados; tuvo suerte, pues la silla que
había al lado del seductor amigo de Gina estaba desocupada.
—Hola, lady Rowlings —dijo con un atisbo de placer mayor de lo que pide la cortesía.
—Bonnington —le saludó, con una inclinación de cabeza—. Me temo que no he sido consciente
de su presencia inmediatamente —dijo y sonrió con una especie de sonrisa indolente.
El Estrafalario se puso tieso pero se limitó a asentir fríamente como respuesta.
—¿Cómo está la histérica de su amiga? ¿La que le ha dado una paliza a Perwinkle? —preguntó
Cam mirando a su esposa al otro lado de la mesa.
—No le ha dado una paliza —dijo Gina bruscamente—. Carola está bien.
Cam le sonrió y se aproximó a lady Rawlings. Se sentía más alegre al sentarse al lado de un
pecho tan encantador como el de ella. Para su sorpresa, encontró una feroz mirada del marqués.
Interesante, pensó Cam. A Bonnington no le gusta que los hombres lancen a Esme miradas lujuriosas.
Decidió hacer un pequeño experimento. Se inclinó sobre la mesa y le dedicó a su esposa la
sonrisa que reservaba para sus encuentros ocasionales con una bailarina exótica llamada Bella, que
vivía en la villa vecina a la suya. Era una sonrisa lenta y calurosa, muy acogedora.
Para su conmoción, Cam se dio cuenta de que ciertas partes de su cuerpo se despertaron con una
atención ardiente, un nivel de atención que la lujuriosa Bella nunca había recibido. Miró
apresuradamente los ojos sobresaltados de su esposa.
Un leve rubor color cereza cubría sus mejillas. Por un momento, esos ojos en forma de almendra
se encontraron con los de él y se tornaron de un verde más oscuro y ardiente.
Cam se sentó, sintiéndose intimidado. Luego se acordó de mirar al prometido de Gina. El viejo
Estrafalario estaba muy tranquilo y parecía que no se había dado cuenta de nada.
Lo que debería hacer ahora era mirar el pecho de lady Rowlings, pero por alguna oscura razón
necesitaba un respiro. Su esposa no llevaba ni la mitad del escote que la señorita de al lado y sin
embargo... sin embargo...
Se acercó a Esme. Llevaba un perfume picante que le sentaba muy bien a su aire sensual. Tomó
aliento, se acercó aún más y dibujó en sus labios la sonrisa que reservaba para Bella. No tuvo mucho
éxito. Por un lado, en comparación con Gina, su pecho era demasiado carnoso, le dio una sensación
de vértigo, como cuando uno se lanza a un abismo. Y cuando sus ojos se encontraron con los de ella,
no había ningún brillo invitador en ellos, como sí había sucedido con Gina. Era un poco aburrido, la
verdad.
Esme se inclinó y le preguntó con voz ronca:
—¿Se está divirtiendo, señoría?
Él parpadeó y recordó mirar a Bonnington. Ciertamente, Estrafalario parecía estar a punto de
explotar de ira. Estaba rojo y apretaba los dientes.
Si Sebastian hubiera visto la muerte en los ojos de otro hombre, habría sido en los ojos del
marqués. En los civilizados ojos de Estrafalario había una promesa de asesinato: rápido y sin
remordimiento.
—Eso creo —dijo Cam, y se alejó un poco de lady Rowlings. Aunque no pensaba dejarla, pues
tenía una o dos preguntas que hacerle.
Pero Esme se le adelantó antes de que pudiera formularle la pregunta que quería hacerle.
—¿Cómo vas con la obra? ¿Te has aprendido ya tu papel? —Había calidez en el tono.
Obviamente, ella sabía qué estaba pensando Cam, pero no iba a admitirlo. Una buena chica, pensó de
repente. Leal a Gina. Y también muy hermosa.
—¿Me harías el honor de permitirme hacerte una escultura? —preguntó impulsivamente.
Ella se quedó muy sorprendida.
—¿Esculpes a gente de verdad? He oído hablar de tu trabajo, es muy conocido en Londres. No
sabía que esculpías gente de verdad en lugar de figuras mitológicas.
—No lo hago. Probablemente te esculpiría como Diana —decidió de repente.
—¿Diana? ¿No es ésa la diosa que odiaba a los hombres?
Él reflexionó.
—Pienso en ella como la diosa que tentaba a los hombres bañándose en el bosque y los convertía
en animales si sucumbían al impulso de la carne.
Había más que un reflejo de risa en sus ojos.
—Tú no eres tan ciego como la mayoría de los hombres, ¿verdad? —dijo en voz baja para que no
la oyeran.
Cam sonrió. Le gustaba la lujuriosa, bueno, no tan lujuriosa amiga de Gina.
—¿Te gustaría que te esculpiera en mármol rosa? —se ofreció—. Te garantizo que causarías
sensación. La buena sociedad se escandalizaría.
Esme levantó una ceja.
—¿Y por qué estaría yo interesada en ser el centro de un nuevo escándalo? Te aseguro que para
eso me basto y me sobro, y no sé si al final compensa.
Cam se acercó.
—Yo creo que al marqués estrafalario no le gustaría nada la idea.
Esme le lanzó una mirada vigilante.
—Shhh.
Cam miró hacia arriba para encontrar a su esposa y a su prometido contemplándolos con el ceño
fruncido.
—Lady Rawlings acaba de aceptar ser la modelo de mi próximo trabajo —dijo.
Algo brilló en los ojos de Gina, pero enseguida desapareció.
—Esme será una diosa magnífica.
Cam asintió. ¿Qué significaba esa mirada? ¿No estaría celosa? Maldición, probablemente
debería haberlo pensado antes de haber hecho una oferta tan precipitada. Hacía sólo una hora había
decidido esculpir a Gina como Afrodita, y allí estaba, en cambio, con Diana.
Bonnington parecía más almidonado que nunca. Estaba esperando a regañar a lady Rawlings,
pero en cambio se volvió hacia Cam.
—Pensaba que era usted especialista en estatuas poco respetables. ¿Ha decidido ampliar su
repertorio? —el tono indicaba que no lo creía posible.
—No. De hecho —dijo Cam—, lady Rawlings será una estupenda Diana.
Bonnington resopló de una forma muy poco elegante.
—Estoy emocionada —dijo Esme, y se inclinó hacia delante hasta que su pecho rozó el brazo de
Cam—. El duque me ha sugerido Diana en el baño... pero pienso que sería demasiado escandaloso,
¿usted no, lord Bonnington?
Cam pensó que, si las miradas mataran, la mitad de la mesa estaría tratando de enterrarlo.
—En absoluto —gritó el marqués—. Me parece muy apropiado. Vi una pieza suya en la entrada
de Sladdington, señora —miró a Esme—. Estoy seguro de que disfrutará le encantará ser esculpida
en mármol. Sladdington usa la estatua para dejar los sombreros. Sería maravilloso que lady
Rawlings pudiera convertirse en algo tan... útil.
Cam sintió el cuerpo de Esme rígido a su lado. Le dio un codazo para animarla.
—¡Touché! —susurró—. Tu turno.
Pero antes de que pudiera hablar se oyó el agudo chirrido de una silla deslizándose por el suelo.
Cam miró hacia arriba donde estaba su esposa; parecía que a Gina todo aquello la había tomado por
sorpresa pues miraba a todos con cara de no creerse lo que estaba pasando.
—Por favor, discúlpenme —dijo, parecía mareada—. Ha debido sentarme mal algo, tengo
náuseas. —Se dio la vuelta y se fue. Bonnington se fue detrás de su prometida.
Esme gruñó.
—¡Touché! Tu turno.
Cam miró a su compañera de mesa con una ceja levantada.
—Estás jugando con fuego, ¿sabes?
Cogió el tenedor y revolvió la fricasé de champiñones.
—En realidad no —dijo—. Lo que pasa es que... Bueno, esta conversación no me parece nada
apropiada.
—¿Estás casada? —preguntó Cam, con algo de curiosidad. Como llevaba tanto tiempo fuera,
toda aquella gente era nueva para él.
—Oh, sí —dijo Esme con una sombra de amargura en la voz.
—¿Está aquí?
—Naturalmente. —Hizo un gesto con la cabeza señalando la mesa de la izquierda.
—¿Cuál es?
—Aquel de allí... el que tiene el pelo castaño —dijo, desanimada.
—Querrás decir el que tuvo el pelo castaño.
—Bueno, todavía tiene un poco —dijo y miró por encima del hombro—. Es el que está roncando
sobre el hombro de lady Childe.
—Roncando es una palabra que define perfectamente lo que está haciendo —dijo Cam pensativo
—. ¿Quieres que le llame la atención y luego ronque en tu hombro?
—No, gracias —dijo Esme y comió una cucharada de fricasé.
Cam pensó que podía haberle hablado con más coquetería. Pero tenía la impresión de que el
público que Esme quería que presenciara sus coqueteos ya no estaba allí, por lo que ella había
perdido todo el interés.
—En ese caso, ¿me ayudarías a memorizar mi papel? —preguntó en un tono patético. No tenía
sentido dejar que la mujer se pusiera melancólica.
Esme suspiró y estuvo de acuerdo.
Y así fue como Gina los encontró, treinta minutos después cuando entró buscando a Esme. Su marido
y su mejor amiga estaban muy juntitos frente a la chimenea en la biblioteca, con los ojos sobre una
edición de Shakespeare. Los rizos negros de Esme parecían seda brillante al lado de los mechones
despeinados de Cam.
Ella se estaba riendo.
—Para de reírte, jovencita —dijo Cam—. Recitaré esa frase de nuevo: ¿Qué, mi adorada lady
Disdain, todavía vives?
Gina salió de la biblioteca sin molestarlos. El señor Wapping la estaba esperando. Y el hecho de
que de repente le doliera la cabeza no tenía nada que ver con lo que acababa de presenciar.
«Esme merece algo de felicidad», pensó.
«Cam no merece nada», se dijo a sí misma igual de segura.
Cuando llegó al tercer piso, dispuesta a aprender todo lo que pudiera sobre las ciudades en el
siglo XIII, estaba segura de que no había sufrido un dolor de cabeza tan terrible en toda su vida.
También sabía con absoluta seguridad de quién era la culpa.
Su degenerado marido había decidido seducir a su mejor amiga. Sin importarle que Esme estaba
casada y que, además, ya se había metido en suficientes escándalos. Aunque Gina sabía que el
desparpajo de su amiga era una pose y que Esme no solía irse a la cama con los hombres con los que
coqueteaba, por eso ninguno de sus difamadores había probado sus acusaciones y lo único que
enturbiaba la reputación de su amiga eran habladurías sin fundamento.
Cam no tendría tal problema. Cualquier mujer sucumbiría a su bien formado cuerpo y a sus ojos
risueños y seductores a los que tan difícil era resistirse. ¿Cómo sería la escultura? ¿La representaría
desnuda?
El señor Wapping se limpió el bigote y la barba y puso un montón de libros sobre la mesa.
—Tengo información muy emocionante que compartir hoy con usted, duquesa —dijo
pavoneándose—. Creo que mi investigación va a aportar un nuevo e interesante enfoque sobre el
papel de Maquiavelo en el gobierno florentino. ¿Recuerdas lo que hablamos la semana pasada,
verdad? —A veces el señor Wapping olvidaba que no estaba dando una clase de párvulos y la
tuteaba olvidándose de su rango.
—Sí, por supuesto —dijo Gina obediente—. Los Médicis tomaron Venecia y Maquiavelo fue
exiliado.
—Venecia no, Florencia —dijo el señor Wapping con un tono reprobatorio.
Abrió los libros de un golpe.
—Ahora estoy seguro de que encontrará la discrepancia entre la hipótesis de Sandlefoot y Simon
sobre el intento de Maquiavelo por ganar un lugar en el concejo de Médici tan interesante como yo,
su señoría.
Gina asintió. Estaba teniendo problemas para respirar, y no por culpa de Maquiavelo. Era porque
no quería que su mejor amiga cayera en la trampa del primer duque perezoso y degenerado que
llegara.
Ésa era la única razón.
—¿Señoría? ¿Señoría? ¿Se siente bien?
—Por supuesto —dijo Gina bruscamente.
El señor Wapping parpadeó.
—Es que hoy la noto como ausente. —Luego fue consciente de a quién le estaba hablando—.
¿Retomamos el tema? Maquiavelo, por supuesto, era un gran estratega, especialmente cuando se
refería a la guerra. Estaba a favor de un acercamiento indirecto, lo que él denominaba «llamamiento
indirecto de seda». Pero claro que también señalaba que algunas situaciones requieren un ataque
fuerte y contundente.
Gina sonrió débilmente. Tenía oscuros pensamientos sobre su marido.
—¿Le gustaría recapitular la hipótesis de Sandlefoot sobre Maquiavelo?
—De momento no.
Entonces Wapping lo hizo él mismo, que era hasta el momento su método favorito de enseñanza.
Ella necesitaba estrategia. Nada le venía a la cabeza más que el ataque. «Iré a su habitación y lo
golpearé con el pedazo de mármol», pensó. Contundente, fuerte y efectivo. El pensamiento hizo que
se sintiera mejor y lo contempló durante la hora siguiente hasta perfeccionar finalmente su estrategia
en un plan para matar a su marido con la Afrodita rosa. El ataque tenía una resonancia suave e
indirecta que encontraba inmensamente tranquilizadora.
—Señor Wapping —dijo, interrumpiendo al hombre en lo más interesante de su discurso—, ¿qué
sabe usted de Afrodita?
A él le salió un sonido ahogado.
—Lo siento —gritó Gina—. No era mi intención interrumpirlo, señor Wapping. Simplemente
estoy preocupada por algo.
—En absoluto —dijo—. Afrodita. —Hizo una pausa, se arregló el bigote y se echó para atrás—.
¿Qué quieres saber?
—¿Es una diosa casada?
—Exactamente. Afrodita estaba casada con Hefesto.
—¿Y era infiel?
—Homero dice que Afrodita se acostó con Ares, dios de la guerra, en la cama de su marido. Pero
tuvo otros amantes, incluyendo dos mortales, Adonis y Anquises. ¿Hay alguna razón particular por la
cual le interese Afrodita?
Gina negó con la cabeza.
—¿Entonces Afrodita no es una diosa muy respetable?
Wapping sonrió. Tenía una sonrisa secreta e irritante; Gina se había dado cuenta antes.
—En eso tendría que estar de acuerdo con usted, su señoría. Afrodita es la diosa de eros, del
amor físico, a menudo confundida por académicos insulsos con la diosa romana Venus. De ninguna
manera es respetable.
Más tarde, Gina envió sus disculpas al comedor y comió en su habitación. Carola tampoco fue al
comedor. Había declarado que prefería morir antes que sentarse al lado de su marido, aunque no le
diría a Gina qué había dicho Tuppy para llevarla a la violencia. Y Gina no tenía deseos de ver a Cam
lanzándole sonrisitas tontas a Esme.
Tomó un baño y se sentó en una silla cerca de la chimenea con un montón de periódicos que
habían repartido esa tarde. Después de una hora tomó la Afrodita de la caja. La estatua era sin duda
hermosa, de una manera lasciva y depravada.
Estaba empezando, apenas empezando, a renunciar al sueño de matar a su marido. «No vale la
pena», se dijo. «Deja que se vaya a su isla a esculpir estatuas desnudas durante el resto de su vida.»
Ella iba a ser una marquesa y criaría cientos de niños que tendrían cabello rubio, dorado como el
sol, y una belleza de dioses. Ninguno de ellos tendría el pelo alborotado y ojos negros y brillantes.
Cuando un golpe sonó en la puerta, se apresuró a meter la Afrodita en el borde arrugado de la
silla. Era inusual que Annie volviera una vez que se había retirado, pero tal vez había olvidado algo.
Gina se levantó y dijo: «Entre.»
En el momento en que vio quién era, su cuerpo entero quedó invadido por una ola de sensaciones
tan calientes como una llamarada y tan vergonzosas como calientes. Alargó la mano para ponerse la
bata, pero se dio cuenta de que la había dejado en la cama.
Él carraspeó.
—¿Puedo entrar?
Hubo un silencio mientras ella contemplaba su plan de golpearlo con la Afrodita. Él era un
hombre demasiado atrevido y dulce para vivir. Sería injusto para las mujeres casadas de todo el
mundo. Gina tomó otro trago de brandy.
—¿Gina? —dijo—. Estoy en el pasillo, ¿puedo entrar?
Ella se echó para atrás.
—Si tienes que hacerlo... —dijo, antipática. Después de todo, ella no podía hacerle ningún daño
a su marido, aunque lo golpeara con todas sus fuerzas. Y no tenía a mano la Afrodita.
Era el mismo razonamiento complicado que Maquiavelo habría deplorado. Lo decía bien claro
en el capítulo diez de su obra El príncipe. Uno debía confraternizar con el enemigo solamente bajo
condiciones de extremo peligro, dado que en ese caso podía producirse un ataque por sorpresa.
Desgraciadamente, con el tumulto de los últimos días, la duquesa de Girton no había podido leer
más que hasta el capítulo cinco, «Las virtudes del ataque contundente».
Capítulo 15
UN abogado escandalizado.
—Olvide lo que ha visto —le aconsejó Cam al abogado. El mayordomo de lady Troubridge
había abandonado la escena.
Parecía una antorcha. Rojo como un tomate, sin saber qué decir ni cómo reaccionar.
—Regresaré en un... un momento más conveniente.
Gina quería que se la tragara la tierra, como castigo o, al menos, caer muerta al suelo. Pero su
corazón, desobediente, continuó latiendo con pulso firme.
Cam, sin embargo, estaba tan tranquilo.
—Disculpe, señor —dijo, haciendo una inclinación—. Pero he olvidado por completo su
nombre. Debe de ser la excitación del momento.
—Mi nombre es Finkbottle —dijo el abogado—. Soy el aprendiz del señor Rounton. Tuvimos el
placer de conocernos la semana pasada en La Sonrisa de la Reina.
—Bueno, señor Finkbottle —dijo Cam—. ¿Puedo tener el placer de presentarle a mi esposa?
Gina hizo una extraña reverencia. Las rodillas aún le temblaban.
—Discúlpeme, no estaba avisada de su llegada —dijo ella. Sus palabras sonaron como si lo
estuviera culpando, algo que una verdadera duquesa jamás haría. Insistió en sus disculpas para no
dar una mala impresión—. Por favor, discúlpenos.
—¿Quieren que regrese en otro momento?
—No, no. Me imagino que ha venido a hablar sobre... nuestra anulación. Por favor, tome asiento.
—El señor Rounton quería que le informara de que su plan de quedarse sólo una semana en
Inglaterra no es aconsejable.
—¿Pero por qué están tardando tanto en darnos la anulación? La duquesa quiere casarse por
segunda vez inmediatamente. Y yo necesito regresar a Grecia —dijo Cam.
—El señor Rounton está, por supuesto, al tanto de que usted necesita seguir con los asuntos que
dejó pendientes en Grecia —murmuró Phineas Finkbottle. No era bueno para adornar la verdad. Los
papeles de la anulación del matrimonio del duque y la duquesa estaban haciendo un hoyo en su pecho
mientras hablaban. Pero la orden del señor Rounton había sido clara: retrasarlo todo lo posible—.
Estoy esperando un comunicado del señor Rounton que no tardará en llegar. Me hospedo en la aldea
más cercana y estaré...
—Oh, no —dijo Gina—. Lady Troubridge estaría encantada de tenerlo aquí. No nos gustaría que
se hospedara ni un minuto más en una aburrida posada por nuestra culpa. Insisto —dijo, poniéndose
de pie—. Hablaré con lady Troubridge ahora mismo, señor Finkbottle.
Atravesó la habitación sin cruzar la mirada con ninguno de los dos caballeros, y salió a un paso
que ella pensaba que era digno, en lugar de un trote indecoroso.
—¿Dónde estudió? —preguntó Cam—. ¿En Lincoln?
—Por desgracia no —respondió el señor Finkbottle, pero parecía no querer continuar con la
conversación.
—¿Sergeant?
—En el continente. Estudié en el continente.
—Ah —exclamó Cam. Miró el pelo rojo de Finkbottle, especulando.
—¿Por casualidad es francés?
—Entre mis antepasados hay franceses, sí.
—¿Y trabaja con Rounton hace mucho tiempo?
—No, no mucho —respondió Finkbottle muy cortésmente.
Cam lo vio partir con el ceño fruncido. Había algo en ese hombre que no encajaba con su atuendo
de abogado. Había algo extraño en la manera en que se movía, como si estuviera a punto de
tropezarse con sus propios pies.
Esme no estaba particularmente feliz de que la hubieran sentado junto a su esposo a la hora de la
cena. Lady Troubridge le pidió disculpas al explicar que estaba teniendo serios problemas para
acomodar a sus invitados.
—Lo bueno de usted y lord Rawlings —le confió a Esme—, es que son asombrosamente
civilizados. Por eso los he sentado juntos.
—No tengo ningún problema en sentarme junto a Miles. Después de todo, es mi esposo.
—Es usted muy amable —dijo lady Troubridge, dándole palmaditas en el brazo—. Pero no
quiero que se encuentre incómoda.
—Por favor, no se preocupe por mí —le aseguró Esme.
Entonces, se encontró codo a codo con su esposo.
—Buenas tardes —le dijo, aceptando una toalla caliente que le alcanzaba uno de los sirvientes
—. ¿Cómo estás?
Él le sonrió. No se podía decir que Miles fuera guapo o particularmente dotado, pero tenía un
aspecto muy agradable. No hubo señales de vacilación en su rostro cuando vio junto a quién lo
habían sentado.
—Me encuentro muy bien —respondió—. Ahora mejor, por verte a ti, querida. De hecho, quería
preguntarte lo que piensas sobre lo que debemos hacer con la iglesia local. El vicario me ha escrito
que el campanario se está cayendo a pedazos.
—Ay, querido —dijo Esme—. Creo que el año pasado le dimos ochocientas libras para
reconstruir la pared del cementerio.
—¿Tanto? Sabía que era una suma sustancial, pero no podía recordarla con exactitud.
¿Deberíamos arreglar el campanario, entonces?
—Yo creo que sí. Sería una pena que el campanario desapareciera —recalcó Esme.
Era un ejemplo de la bondad innata de Miles que se hubiera tomado la molestia de preguntarle su
opinión. De hecho, era todo un detalle que siguiera casado con ella. Cualquier otro ya le habría
pedido el divorcio.
—¿Te encuentras bien, Esme? —preguntó—. Tú siempre estás animada, pero hoy pareces
decaída.
—Oh, estoy bien. No te preocupes.
En realidad, Miles tenía los ojos más bondadosos que ella jamás hubiese visto. Las lágrimas
asomaron a sus ojos.
Él le tomo la mano por debajo de la mesa.
—Puede que no haya sido el mejor de los esposos, pero te tengo mucho cariño. ¿Hay algo que
pueda hacer por ti?
—Tengo una pregunta —dijo ella. Aunque sabía cómo abordar el tema, no sabía cómo continuar;
hacer una pregunta tan delicada allí, rodeados de gente... Pero con una mirada rápida pudo darse
cuenta de que nadie les estaba prestando atención. Después de todo, no hay nada menos interesante
que una pareja de casados manteniendo una conversación civilizada.
—Estoy para servirte —le aseguró, dándole golpecitos en la mano.
Ella bajó la voz hasta susurrar.
—¿Todavía quieres tener un heredero, Miles?
Los ojos de Miles se abrieron ampliamente y comenzó a balbucear.
—Pero... tú... tú... tú estabas...
—Lo sé, dije muchas cosas. Pero era muy joven cuando nos casamos, Miles. Ahora, tengo diez
años más y soy más consciente de mis responsabilidades.
—¿Estás segura, querida?
Cuando lo miró y vio su cara y su cuerpo regordetes se dijo que no estaba nada segura. ¿Pero
cuántas veces serían necesarias? Seguramente no harían falta más que dos o tres encuentros
incómodos y luego ella tendría un hijo.
Ella estrechó su mano debajo de la mesa.
—Quisiera reparar el daño que te hice con mis payasadas hace mucho tiempo, Miles. No tengo
derecho a negarte un heredero.
Sus mejillas se sonrojaron un poco.
—A decir verdad, querida, ése ha sido mi deseo más profundo. Durante estos últimos años he
sentido con amargura la ausencia de un hijo. Excepto que —dijo, mordiéndose los labios—... Tendré
que discutir este asunto con lady Childe.
Ella se estremeció.
—¿Es necesario?
—Un hijo cambiaría mucho nuestras vidas. Tú y yo tendríamos que vivir juntos, por ejemplo.
Tendría que dejar mi casa de Porter Square.
—¿No podemos seguir viviendo como ahora?
—Oh, no —dijo Miles—. Tendré que vivir en la casa y dar un buen ejemplo. Ambos tendremos
que ser más discretos. No estaría bien para la criatura.
Esme no era de esas personas que dejaban pasar el absurdo, y claramente podía verlo en esa
conversación.
—Tal vez si conservamos la casa de Porter Square, tú podrías... mmm... visitar a lady Childe
allí. Así podrías vivir en casa sin renunciar a ella.
—Sería una situación delicada. Lady Childe es una mujer increíble. De hecho, ella ha cambiado
mi vida. Nunca llego tarde, nunca, a ningún lado. ¿Por qué? ¡Di un discurso en el Parlamento el año
pasado! Ella lo escribió, por supuesto. Tendré que mencionarle el tema con mucha delicadeza —
dijo, y sin pensarlo comenzó a apretar la mano de Esme tan fuerte, que le hizo daño.
—Estoy segura de que lady Childe lo entenderá —dijo Esme—. Ella también tiene hijos y debe
saber lo importante que esto es para ti.
—Aunque me abandone, eso no será nada comparado con la felicidad de formar una familia —
dijo Miles.
—Dios mío —dijo Esme, mirando a su esposo más de cerca—. No tenía idea de lo mucho que te
gustaba la idea de tener hijos.
—Cuando nos casamos me daba igual —admitió—. Pero ahora que estoy envejeciendo, querida,
cada vez lo deseo más.
De repente, la besó en la mejilla.
—Esto significa mucho para mí.
Esme sonrió, consciente de que su vida había cambiado. Ya no sería una mujer casada
escandalosa, estaba a punto de ser un ama de casa, incluso sería una matrona. Viviría con su esposo y
sería un buen ejemplo para la juventud.
—¿Dentro de dos días? —preguntó Miles.
Por un momento, Esme no tenía idea de lo que su esposo estaba hablando.
—Así tendré tiempo de discutir el asunto con lady Childe.
Finalmente, entendió el significado de sus palabras. Aparentemente, la vida doméstica
comenzaría cuando lady Childe hubiera dado su aprobación.
—Eres una buena persona, Miles —dijo ella—. Es increíble que seas tan sincero con lady
Childe.
Miles se puso rojo y murmuró algo. Esme dejó que sus ojos vagaran por la larga mesa.
Sebastian estaba sentado al lado de su prometida, por supuesto. Ella reía deleitada.
Y Sebastian... por un momento, ella se dio el lujo de mirarlo. Estaba doblando la cabeza para
escuchar algo de lo que Gina estaba diciendo. Su pelo brilló a la luz del candelabro.
Su corazón latió con fuerza.
Suspiró y volvió su mirada hacia Miles, que la contemplaba con ojos angustiados.
—Lo siento mucho, querida —dijo silenciosamente.
Odiaba el hecho de que Miles no sólo fuera extraordinariamente amable, sino que también fuera
perceptivo. Muy perceptivo, para ser un hombre.
Ella logró sonreírle débilmente.
—Eres una buena mujer —le dijo él—. Y no creas que no lo sé.
Le hizo sonreír con ese comentario.
—Dudo que alguien en esta mesa esté de acuerdo contigo.
—Entonces es que todos están equivocados —dijo, sonriéndole otra vez y dándose la vuelta
hacia su abandonada compañera de la derecha.
Esme se volvió hacia Bernie. Pero ni siquiera el hombro de Bernie tenía algún atractivo.
—¿Qué tal ha estado la cacería hoy? —preguntó, formando con los labios una sonrisa.
Mientras le oía hablar sobre la desaparición de tres gansos, una gallina y dos conejos, Esme
intentaba imaginarse en la cama junto a Miles. Era imposible. Era literalmente imposible de
imaginar. Hacía diez años que estaban casados y sólo durmieron juntos la primera semana... ¿Qué
había hecho? ¿Por qué había sido tan impulsiva?
Sabía por qué. Quería tener un bebé más de lo que quería seguir siendo la escandalosa Esme
Rawlings. Quería un bebé a quien mimar, acunar, abrazar y besar. Estaba cansada de brazos
musculosos y miradas seductoras.
La verdad era que cambiaría todo eso por una cabeza dulcemente suave. Pensándolo bien, le
sonrió a Bernie de tal manea que el joven olvidó su recién descubierta creencia de que lady
Rawlings tan sólo estaba jugando con él.
—¡Lo digo! —dijo él, presionándole la mano.
Esme se estremeció. Esa mano había acabado de ser aplastada por su esposo.
—¿Podré tener el primer baile de esta noche?
Una imagen fugaz de la última vez en la que ella y Miles habían bailado juntos cruzó por su
cabeza. Él había luchado para mantenerse a flote en la pista de baile, como un pez a punto de morir.
Ella sacudió la cabeza para dejar a un lado el evidente paralelo.
—Estaré encantada de bailar con usted. También el segundo baile, si usted quiere.
Bernie brilló. Últimamente había tenido la idea de que lady Rawlings era mucha mujer para él;
obviamente, se había equivocado.
Capítulo 22
Gina entró en la biblioteca con la firme convicción de que no habría más coquetería con su marido.
Ya había tenido suficiente. Lo que más la mortificaba era que los besos de Cam habían resultado ser
irresistibles. Pero ella no había pasado la mayor parte de su vida esperando ser una verdadera
esposa y ser parte de una gran familia, para caer presa de unos pocos besos. La idea de volver a la
casa Girton sola mientras su esposo navegaba por los mares, la aterraba. No podría hacerlo. No
podría vivir esa vida solitaria de duquesa, sin un esposo y sin hijos ni un día más. Quería lo que
Sebastian le ofrecía: una familia, estabilidad, lealtad y amor.
Después de todo, ya había visto muchos matrimonios que comenzaban llenos de pasión y
terminaban con nada. Helena y su esposo eran el ejemplo perfecto. Recordaba cuánto había
envidiado a su amiga cuando Helena se fugó a Gretna Green con un apuesto noble. Gina alimentó esa
envidia durante al menos un año, hasta que la condesa se mudó de la casa de su esposo y él la
reemplazó rápidamente por un grupo de cantantes y bailarinas rusas.
Cam la esperaba en la mesa. Tenía un poco de carboncillo en las sienes.
—¿Has estado dibujando de nuevo? —le preguntó.
Él asintió.
—He tenido unas cuantas ideas para el mármol de Stephen.
No dijo nada más y Gina no le preguntó. Después de todo, estaba esculpiendo a Esme. Ella no
sabía si realmente quería que Cam le siguiera contando cosas sobre su trabajo.
Cam revolvió los papeles que Gina dejó sobre la mesa.
—¿Preguntas de Bicksfiddle?
Ella asintió.
—Algunas son preguntas de otros, otras son de él. Las he ordenado en dos grupos —levantó un
tercio de los papeles del montón—. Éstas son preguntas sobre el cuidado de la tierra y la granja,
éstas tienen que ver con la casa y éstas son de variada índole.
—Revisemos las de variada índole primero —dijo Cam. Acercó una silla para ella, se sentó a su
lado y tomó una de las cartas—. ¿Por qué quiere cortar los setos? ¿Por qué no dejarlos crecer?
—Los campos están separados por setos —explicó Gina—, y si van a ser sorteados por los
cazadores de lobos, deben ser bajos.
Cam frunció el ceño.
—¿Quién caza en nuestras tierras?
Gina levantó una ceja.
—¿Tú?
—¡Yo no salgo de caza!
—Ay, tu padre era...
—Ya lo sé —dijo con tono cansado—. Mi padre era un gran cazador. Lo disfrutaba más si podía
pisotear los jardines de la cocina de alguien mientras perseguía a alguna pequeña y salvaje criatura.
¿Los setos han sido cortados para permitir a los cazadores pasar por encima de ellos?
Gina dudó por un segundo y luego dijo, serenamente:
—Permití que los setos crecieran después de que tu padre quedara postrado en cama, en 1802.
Bicksfiddle está en desacuerdo con esa medida, y por lo tanto envía una petición anual para cortar
los setos.
Su sonrisa hizo que ella parpadeara y luego pasara a la siguiente hoja rápidamente.
—Éstas son plantas para la cosecha en la aldea.
—No recuerdo ninguna cosecha —dijo Cam.
—Bueno, 1803 fue un año terrible para las cosechas —dijo Gina—. Entonces instituí los
comedores y abrí las salas de juego; supongo que Bicksfiddle se quejará la próxima vez que hables
con él.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Bicksfiddle tiene ideas claras sobre el papel de un duque —explicó Gina—. Nunca le agradó
que yo permitiera que los guardabosques se fueran. Pero, en realidad, no había ningún motivo para
retenerlos puesto que yo no pensaba permitir las fiestas de caza en nuestras tierras.
La sonrisa de Cam hizo que ella sintiera calor hasta en los pies.
—Déjame adivinarlo —dijo él, poniéndole un dedo en la nariz por un instante—. Los
guardabosques se fueron en 1802, que casualmente fue el año en el que mi padre cayó enfermo.
La intimidad de la situación estaba poniendo nerviosa a Gina. Podía sentir que un pequeño rubor
le cubría las mejillas.
—Comencemos con la casa.
Cam la miró por un momento y luego asintió.
—Por supuesto —dijo.
Y se sentaron juntos, el duque y la duquesa, a revisar una larga pila de papeles. En algún punto,
un sirviente les llevó té; ellos continuaron trabajando. Finalmente, Cam se puso en pie y estiró los
músculos.
—Por Dios, Gina. Tengo la espalda hecha puré. Deberíamos continuar con esto mañana.
Ella levantó la mirada, y se sorprendió al ver que los pequeños halos de luz que entraban por los
parteluces de las ventanas habían desaparecido.
—Aún no puedo creer que la casa consuma tanto aceite —resaltó Cam—. Seiscientos galones me
parece excesivo.
—Hay muchísimas lámparas de aceite —dijo Gina—. Podríamos considerar la posibilidad de
poner lámparas de gas en la casa de la ciudad. Las salas de banquetes del pabellón Brighton son de
gas pero, ¿qué pasaría si explotaran? Alguien me dijo que el gas era extremadamente peligroso.
—No sé nada de esas cosas —dijo él.
—¿Qué usan como luz en Grecia?
—Velas... el sol... la piel de una hermosa mujer.
Se dobló hacia delante para besarle la mejilla con tanta rapidez que ella casi no sintió la huella
de sus labios.
Gina se miró las manos por un momento. Se las había arreglado para mancharse con tinta la
muñeca.
—Cam —dijo suavemente—. Debemos ponerle fin a... este comportamiento.
—¿Qué comportamiento?
—Besarnos.
—Ah, pero me encanta besarte —dijo su réprobo esposo.
Gina tembló. Eso terminaría en una cama vacía, atendiendo a todas las cartas de Bicksfiddle
mientras su esposo se bañaba en los océanos griegos. Miró hacia otro lado, apretando los labios
cuando vio que él se acercaba.
Pero él se estaba moviendo, atrayéndola hacia sí.
—Gina... —Su voz era profunda llena de pasión.
La besó en la boca y su cuerpo tembló.
—Gina —repitió—, ¿podría acompañarte a tu habitación?
Ella tembló en sus brazos como un pájaro atrapado después de su primer vuelo. Él arrastró su
boca, dándole besos por las mejillas.
—Te deseo —le dijo, con una voz pulida y oscura; una voz que hablaba de risas,
irresponsabilidad, estatuas desnudas y el sol griego.
Todo estaba mezclado en la cabeza de Gina: las estatuas, las mujeres desnudas, Marissa
esperándolo...
Ella se empujó hacia atrás con las manos. Sus mejillas estaban sonrojadas, sus labios
temblorosos. Pero su voz era firme.
—No es una buena idea.
Cam se puso serio.
—¿Por qué no? Podemos tener placer siendo prudentes.
Ella lo miró con desdén.
—Tú quieres obtener placer y partir sin daños. Eso es típico de ti, Cam.
—No le veo nada malo a eso —peleó por mantener su posición.
—Tal vez no haya nada malo en eso —dijo ella—, desde tu punto de vista.
—Ésa es una afirmación un poco moralista. —Su voz fue cruelmente amable—. ¿Puedo
recordarle, señora esposa, que tengo todas las oportunidades, y los derechos legales, de tomar su
cuerpo cada vez que se me antoje? Pero he escogido ignorar las señales de su tan dispuesto carácter,
aunque he tenido la impresión de que...
Ella lo interrumpió. Las duquesas nunca interrumpen, pero ésta estaba perdiendo la paciencia
Estaba sonrosada de vergüenza.
—Me gusta besarte —dijo, con voz agitada—, me gusta cómo me... cómo...
Él la miró fijamente, silenciado por su sinceridad.
—Pero sólo hablas de placer y de nada más —dijo ella, encontrando su mirada.
—¿Qué más quieres? —preguntó él, sinceramente desconcertado.
—Soy una mujer de veintitrés años. Quiero vivir junto a mi esposo y tener hijos con él, cosa
bastante natural. Lo que me ofreces es sólo placer. Eres muy bueno para ignorar las verdades
desagradables, como que tuviste una esposa sentada en casa durante doce años mientras perdías el
tiempo con tu amante griega.
Cam frunció el ceño.
—Nunca dijiste que te importara dónde estuviera. Nunca me pediste que regresara a casa hasta
que pediste la anulación.
—¿Habrías regresado si te lo hubiera pedido? —Esperó, pero no hubo respuesta—. ¿Habrías
dejado a Marissa si te lo hubiera pedido?
Él tan sólo la miró, boquiabierto.
—Creo que el matrimonio no está en mi naturaleza.
Cam siempre había dicho que no era del tipo de los que se casaban. Siempre hacía el chiste de
ser el que se había casado temprano entre los destinados a no casarse. Pero ahora ya no estaba muy
seguro de nada... salvo de que la deseaba.
Se repuso rápidamente, veterano de un centenar de desagradables batallas familiares.
—Esto no tiene nada que ver con el matrimonio —recalcó, bajándose las mangas y arreglándose
la chaqueta—. Es simplemente un asunto de deseo. Como has sido honesta, yo también lo seré: te
deseo, Gina.
Ella miró hacia otro lado para escapar a la intensidad de sus ojos negros. Él la tomó de la
barbilla, forzándola a mirar hacia arriba.
—Y sé que tú también.
Gina no contestó, incapaz de soportar la humillación que sentía al reconocer para sí la verdad de
lo que él estaba diciendo.
—El deseo es una emoción humana normal —dijo Cam—. Lo entenderé si me dices que prefieres
esperar para hacerlo con tu futuro esposo...
No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que ella y Sebastian jamás compartirían tal
sentimiento.
—Pero no es necesario que me insultes. A los dieciocho años no tenía deseos de casarme
contigo, Gina. Si algún día tengo una verdadera esposa, una esposa escogida por mí, no la dejaré
durante doce años ni tendré una amante. No es justo que me critiques por romper los votos que hizo
mi padre.
Dejó caer las manos.
Ella sintió una oleada de culpa.
—Lo siento —susurró.
—No hay nada por lo que debas disculparte. Ambos somos víctimas de mi padre, entre mucha
otra gente.
Gina lo miró y supo, en ese instante, que lo amaba. Él estaba de pie frente a los últimos rayos de
sol y tenía carboncillo en el pelo. Estaba de pie con esa sonrisa ladeada tan suya, y ella no quería
nada más que estar entre sus brazos decirle: «Ven. Bésame. Ámame. Llévame a tu habitación.»
Esas palabras vagaron por su boca, pero no pudo pronunciarlas.
Él encontró su mirada.
—Marissa está casada con un pescador —dijo él—. Fue mi amante, pero bailé en su boda hace
unos tres años. Pasamos ratos agradables, pero nuestra amistad no repercutió significativamente en
ninguno de los dos.
—Oh —suspiró ella. Y sabía que lo importante era el amor, su amor por él. No el futuro; sólo el
presente.
Él la había tomado de las manos otra vez.
—No tengo derecho a preguntar, pero yo... podríamos...
Parecía no saber lo que decía, o cómo decirlo. Se aclaró la garganta.
—Seré un esposo de medio tiempo, Gina. Pero me gustaría ser tuyo. ¿Podría llevarte a tu
habitación?
Gina respiró profundamente.
—Me temo que puedes hacerlo —dijo ella. Su tono fue bajo pero claro.
La miró por unos segundos y luego se inclinó para besarla. El cuerpo de Gina cantó cuando él la
tocó. Él pasó un brazo por su cintura y caminaron hacia las puertas de la biblioteca.
Capítulo 25
Era la segunda vez que Phineas Finkbottle veía al duque y a la duquesa enredados en un abrazo
apasionado. Un momento antes de irse observó la espalda blanca y delgada de la duquesa y las
manos del duque en su curva inferior. Phineas puso en el piso su linterna para irse sin hacer ruido.
No podía permitir que sus testigos vieran a la duquesa desnuda. Pero su corazón se llenó de regocijo.
Él, Phineas Finkbottle, había evitado que la anulación se llevara a efecto.
—Lo siento —dijo, cerrando la puerta a su espalda y observando el círculo de matronas a la que
les habían prometido escoltar hacia el baño de inmersión—. Me temo que éste no es el momento
apropiado para visitar las instalaciones.
—¿Y por qué no? —chilló la señora Flockhart—. Por todos los cielos, ¿qué nos los impide?
Estuvo a punto de echarse a temblar, pero enderezó los hombros y se calmó un poco. Él era un
hombre de recursos, un hombre que llevaba las cosas a cabo.
—He visto una rata —dijo tembloroso—. No es un lugar apropiado para unas damas tan
delicadas como ustedes.
La señora Flockhart dijo lo que muchos estaban pensando:
—¡Bueno!, espero que lady Troubridge, pobre, ¡se horrorice al saber que ha estado compartiendo
su baño con ratas! ¡Insiste tanto en los beneficios de bañarse a diario! —se rió.
Capítulo 28
Al cabo de tres horas Esme se despertó. ¿Había hecho Miles algún sonido? No, respiraba fuerte,
pero regularmente, lo que era buena señal, porque en cierto momento su respiración se había vuelto
tan forzada que ella había pensado que iba a darle algo.
No había estado tan mal, se dijo a sí misma. Lo habían superado con un mínimo de gracia y con
mucho humor. Ella podría hacerlo de nuevo, de ser necesario. Bueno, seguramente tardaría algún
tiempo en quedarse embarazada. Quizás tendría que hacerlo cuatro o cinco veces.
De pronto le pareció oír un ruido. Se levantó, pero las cortinas aún estaban cerradas y no podía
ver nada. Sí; decididamente había alguien en la habitación; se oía un ruidillo, como si alguien
arrastrara los pies.
Luego, con un tremendo vacío en el estómago, recordó la estatua que Gina le había dado. La tenía
en su mesilla de noche, a la vista del intruso.
Acercó la boca al oído de Miles.
—¡Despierta!, ¡hay un ladrón en la habitación!
Él se despertó sin hacer sonido alguno y la empujó hacia atrás. La cama rechinó cuando se sentó,
pero el ladrón no pareció darse cuenta. Silenciosamente, Miles se levantó.
Cogió la Afrodita, que aún estaba en la mesilla, y comenzó a caminar de puntillas alrededor de la
cama. Esme oyó un ruido y asomó la cabeza entre las cortinas. El fuego ya se había apagado, y todo
lo que ella podía ver desde donde estaba eran dos sombras peleando en la oscuridad. Podía escuchar
a Miles gruñir con esfuerzo.
De repente gritó.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! —Esme tiró del cordón de la campana con todas sus fuerzas—. ¡Que
alguien nos ayude! ¡Hay un ladrón en la habitación!
Un segundo después se escuchó un sonido confuso a través del pasillo. Pero todo ocurrió tan
rápidamente que ella no pudo describir bien lo que había sucedido. Los dos hombres luchaban y el
más grande se tambaleó y cayó de rodillas, agarrándose el pecho.
—¡Miles! —gritó, corriendo hacia él.
Extrañamente, el ladrón no huyó de inmediato. Ella le señaló la Afrodita.
—Te romperé la cabeza con esto si te acercas. —Luego miró más de cerca a su esposo y arrojó
la estatua, que cayó al suelo con un sonido pesado—. ¿Miles, estás bien?
Él estaba desmayado. Hizo un extraño sonido.
Con un movimiento suave el ladrón se arrodilló a su lado.
—¡Oh, Dios mío! ¡Sebastian!
Capítulo 35
Algún tiempo después, cuando lady Childe y ella se las habían arreglado para ponerle a Miles sus
pantalones y su camisa, alguien llamó a la puerta. Lady Childe estaba sentada en el suelo,
arreglándole el pelo a Miles. Esme caminó hasta la puerta y la abrió ligeramente. Sebastian seguía
allí. La miró sin decir palabra. Lady Troubridge y un caballero de edad se pararon a su lado.
—Este es el doctor Wells —dijo lady Troubridge en voz baja.
—Me temo que es muy tarde.
Ella asintió.
—¿Puedo hablar con Lucy?
Esme se dio cuenta entonces de que no conocía el nombre de pila de lady Childe. Lady
Troubridge debía ser una amiga cercana, para referirse a ella por su nombre, pensó.
El doctor se inclinó sobre Miles un segundo, habló brevemente con Esme y lady Childe y se fue.
Esme salió al corredor y se enfrentó a Sebastian.
—¿Tú?... ¿Todos te han visto?
—Sí. ¿Cómo debo proceder, lady Rawlings?
—¿Proceder? ¿Qué quieres decir?
—Sé que no es el momento ideal para una propuesta de matrimonio, pero...
—¿Estás loco? ¿Crees que me casaré contigo? ¿El hombre que ha asesinado a mi esposo? —
Habló desde las profundidades de su ira y su odio.
Él se quedó completamente quieto.
—Me disculpo desde lo más profundo de mi corazón. Sólo puedo ofrecer...
—¡Tu mano! —bufó ella—. ¡No aceptaría tu mano en matrimonio ni aunque dejaras de ser un
pesado, aburrido y virgen!
Ella no se habría imaginado que fuera posible que Sebastian se pusiera más blanco, pero lo hizo.
—No quiero que tu reputación...
De nuevo ella lo interrumpió.
—Vete. Quiero que te vayas. Lo único que puedes darme es la promesa de no volverte a ver.
Jamás. ¿He sido clara?
Sus ojos buscaron los de ella.
—Muy clara —dijo él.
Ella dio un paso atrás y esperó a que se fuera, y después de un rato, lo hizo. Regresó a su
habitación y se sentó al lado de su difunto esposo. Pero ella no debía estar allí. Ése era el lugar de
lady Childe.
De todas formas, se sentó. Era lo último que podía hacer por Miles, a pesar que de que era muy
poco y muy tarde. Se sentó, retorciendo las manos sobre su regazo, y su estómago daba vueltas por el
odio que sentía por sí misma.
Después de una hora, más o menos, lady Troubridge miró a Esme y dijo:
—¿Te molestaría pedirle a un sirviente que llame a mi criada, querida?
Esme regresó al corredor y casi se estrella con Helena.
—¿Lo sabe ya todo el mundo? —preguntó, sin ceremonia alguna. Tenía que obligar a las palabras
para que salieran, pues tenía los labios rígidos.
Helena era conocida en la ciudad como una mujer de mucha compostura. Enfrentada a las peores
depravaciones de su marido, nunca había demostrado una pizca de emoción. Pero su rostro la
delataba ahora.
—Bonnington estaba parcialmente vestido —dijo ella—. Se había quitado la camisa cuando
Miles lo atacó. Al parecer iba a meterse en tu cama.
—¿Lo sabe Gina? —susurró Esme.
Helena la llevó a través del corredor a su habitación.
—¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerle esto a Gina?
—Jamás lo habría hecho si pensara que Gina estaba enamorada de Sebastian, pero anoche ya
estaba muy claro que Gina iba a volver con su marido... Sebastian sabía que me estaba reconciliando
con Miles, pero se fue antes de que pudiera decirle que mi esposo iba a visitar mi habitación esta
misma noche...
—No deberías haberlo hecho —dijo Helena—. Y el tonto de Bonnington; ¡los hombres son tan
tontos!
—Todo es culpa mía —dijo Esme, débilmente—. He matado a mi esposo. He matado a Miles
porque soy una prostituta.
—Bonnington está protegiendo tu reputación —dijo Helena—. Ha dicho que se equivocó de
habitación.
—¿Qué?
—Está diciendo a todo el mundo que iba a la habitación de su esposa.
—¿Su esposa? —dijo Esme en voz alta.
Helena asintió.
—Le ha dicho a todo el mundo que Gina y él se habían casado ayer por la tarde, por medio de
una licencia especial, y que iba a la habitación de su esposa. Salvo que contó mal el número de
puertas y terminó en tu habitación por equivocación. ¡Esme! ¿No te vas a desmayar, verdad?
—Nunca me desmayo —murmuró. Pero sí tomó asiento—. ¿Dices que le ha dicho a todo el
mundo que él y Gina se han casado?
Helena también se sentó.
—Sí.
—¡Eso es imposible! Gina sigue casada con su marido.
—No. Ya les han concedido la anulación.
—Pero ella está enamorada de su esposo.
—No tengo idea de sus sentimientos —la voz de Helena había recobrado el tono plano—. Aún
no han negado la versión de Bonnington. Hay, por supuesto, una gran especulación con respecto a la
presencia de tu esposo en tu habitación.
Esme hizo un gesto impaciente.
—Que los buitres piensen lo que quieran. ¿Dónde está Gina?
—No la he visto. Supongo que está abajo aceptando felicitaciones por su boda. Naturalmente,
todos están horrorizados por la muerte de tu esposo. Muchas personas se están marchando de la casa
por respeto.
Hubo un ruido en la puerta y entró Gina.
Esme se puso de pie.
—Lo siento —dijo ella con voz entrecortada—. Sé que no hay nada que pueda decir, pero lo
siento mucho. Nunca debería... —su voz se cortó.
Por un instante, Esme y Gina sólo se miraron.
—No puedo decir que no me importa —dijo Gina finalmente—. Porque sí me importa. ¿Deseas
casarte con Sebastian?
Una mirada de asco se asomó en al rostro de Esme.
—Absolutamente no. Debí de estar loca para acostarme con él.
Gina se hundió en su silla.
—Ahora todos piensan que estoy casada con él —dijo con un tono austero—. Entonces deduzco
que seré yo la próxima que duerma a su lado.
—No debes permitir ser parte de esa historia —sentenció Helena.
—Si no lo hago, la reputación de Esme estará acabada —dijo Gina—. Si saben que Sebastian
venía a su habitación será expulsada de la sociedad.
—La reputación de Esme ya está hecha un asco de todos modos —señaló Helena.
—¡Y no me importa! —dijo Esme—. Traicioné tu confianza y me acosté con tu prometido. ¿Por
qué estás siquiera pensando en mi reputación?
Los ojos de Gina estaban tirantes y grises.
—La mayoría de los esposos tienen una amante —dijo ella—. Supongo que debo acostumbrarme
a compartir a Sebastian.
Esme tragó saliva.
—Él no es de ese tipo —comenzó a decir, pero Helena puso una mano sobre su brazo.
—¿Dónde está el duque?
—Está en Londres aunque es probable que regrese pronto, porque piensa que estrenaremos la
obra hoy. No nos despedimos en los mejores términos. De hecho, le dije que planeaba casarme con
Sebastian. —Luego, Gina agregó, más bien tristemente—: Y a él no pareció importarle.
—Todo es culpa mía —gritó Esme—. He sido yo. Yo he asesinado a Miles, y....
—Tonterías —dijo Helena con voz sofocante—. Miles ha muerto de un ataque al corazón. Lady
Troubridge me ha dicho que ya había sufrido dos ataques muy fuertes esta semana. Ella le había
dicho que fuera al médico... Habría podido suceder en cualquier momento. Él no estaba bien.
—No lo sabía. Soy su esposa y ni siquiera sabía que estaba enfermo.
Nuevamente rodaban las lágrimas por la cara de Esme y su voz era áspera.
—Nadie cree que lo quisiera, pero sí lo quería. Era tan bueno y verdadero, y nunca debí hacer
que se fuera. Debería haberme quedado con él, y ahora tendríamos hijos. Él quería un bebé pero no
lo tengo. —Se desplomó en sollozos compulsivos—. ¡Si no hubiera sido tan estúpida!
Helena le dio unas palmaditas en el hombro. Gina estiró la mano y ella la tomó.
El rostro de Esme estaba enrojecido e hinchado. En ese momento, estaba lejos de ser la mujer
más hermosa de Londres.
—Sebastian debe decir la verdad —dijo ella—. Así lo haré yo tan pronto como baje las
escaleras. Me importa un pepino mi reputación. Me retiraré al campo.
—¿A hacer qué? —dijo Helena cariñosamente—. ¿Cultivar judías?
—Estaré de luto. Por favor, Gina dile a Sebastian que sea sincero. Pretendo abandonar la casa de
inmediato. No me importa lo que la gente piense de mí.
Gina tragó saliva.
—La sociedad te crucificará, Esme. Debe de haber otra forma.
—No la hay. Me importa un bledo lo que la gente piense de mí. Nunca, nunca volveré a dormir
con otro hombre, Dios no lo permita. Todo lo que quiero es que me dejen en paz. Sebastian y tú
tenéis mi bendición... Solo quiero que sepas, Gina, que no lo habría hecho si no hubiera pensado que
querías seguir casada con Girton.
—Es precisamente eso —gritó Gina—. ¡No sé qué es lo que quiero! A veces, quiero estar casada
con Sebastian y otras quiero estar casada con Cam.
Se oyó un ruido en el pasillo y Esme abrió la puerta justo a tiempo para ver a cuatro hombres
sacando a su esposo de la habitación. Se quedó de pie en el umbral de la puerta, con la mano en el
corazón. Helena fue detrás de ella.
—¿Saben adónde llevarlo? —preguntó Esme—. Miles debe ir a su casa, en el campo. Él querría
ir a su casa.
—Hay tiempo suficiente —dijo Helena—. Lo llevarán a la capilla por el momento. El coche
saldrá esta tarde.
—El coche... —Se tropezó al ponerse de pie.
—Seguirás el coche de tu marido. ¿Tienes un traje negro?
Esme no respondió.
—Te acompañaré, si así lo quieres.
—Sería muy amable de tu parte —dijo débilmente. Caminó a través del pasillo y se dirigió a la
habitación. Al entrar, dio una patada a algo—. La Afrodita —la levantó—. Está rota. Ha debido de
romperse cuando la he tirado. Lo siento... Acabo con todo lo que toco.
—No te preocupes —dijo Gina—. Me la llevaré, tengo que dársela a mi hermano.
—¡Tu hermano!
Gina miró los ojos asombrados de sus dos amigas.
—El señor Wapping —dijo, con una sonrisa inconstante y tomó de las manos de Esme la
Afrodita—. ¿No os había dicho que el señor Wapping también es hijo de la condesa Ligny?
—¿El señor Wapping es tu hermano? —preguntó Esme.
Gina sacó un rollo de papel del centro de la Afrodita.
—Es mi medio hermano, de hecho. Solo hay papel aquí —dijo—. Sólo papel, nada de joyas.
—¿El señor Wapping? —repitió Helena, sorprendida—. ¿Tu tutor? ¿Te dio él la estatua?
—No, la estatua es un legado de la condesa Ligny —dijo Gina al tiempo que desataba el cordón
que sujetaba el rollo de papel—. ¡Vaya, vaya! ¡Qué peculiar!
Las dos miraron sorprendidas.
—Son mis cartas. Las cartas que le escribí. Aquí está la primera, y la segunda. La última carta
que escribí antes de que muriera. ¿Por qué me devuelve mis cartas?
—¿Hay algún mensaje?
Gina negó con la cabeza, mirando el pequeño paquete de papeles nuevamente.
—Quizá olvidó que las cartas estaban dentro —sugirió Helena.
—El señor Wapping va a llevarse una gran desilusión —dijo Gina—. Él esperaba que fueran
esmeraldas.
—¿Cómo rayos sabía tu tutor, tu hermano, que tenías la Afrodita? —preguntó Helena.
—La condesa le contó que la Afrodita contenía su más importante posesión —respondió Gina,
interrumpiéndose con un pequeño suspiro.
Una sonrisa pasó por la cara de Esme.
—Su posesión más preciada —dijo suavemente, alzando las cartas—. Eso es encantador.
Gina se mordió el labio.
—No lo diría en serio.
—Sí, lo hizo —dijo Helena.
—¿Y entonces por qué nunca me escribió?
—¿Quién sabe? —dijo Esme—. Pero tus cartas eran su bien más preciado.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo.
—Jamás lo pensé. —Gina armó de nuevo la Afrodita y la observó—. Pensaba que me había dado
una estatua desnuda porque creía que yo era una mujer fácil cómo...
—Te envió la estatua porque era hermosa y porque quería que supieras que tus cartas eran
preciosas —dijo Esme.
La boca de Gina tembló.
—Pensaba que era como Cam.
—¿Qué pasa con Cam?
—Él también me envió una estatua desnuda. Cuando cumplí veintiún años me envió un Cupido
desnudo. Al principio estaba agradecida... pero luego sentí rabia. Era tan diferente a mí...
—Supongo que el Cupido es muy hermoso, ¿no es así? —dijo Esme—. Ciertamente la Afrodita
lo es.
Todas miraron la Afrodita. Los dedos de Gina la sujetaban por la mitad. Ahora soltó su mano y
levantó a la diosa con la otra mano.
—Es hermosa, ¿verdad?
La Afrodita permaneció en lo alto con el brazo extendido sobre la cabeza, mirando hacia atrás
con miedo, pena, tristeza o amor.
Cada mujer vio algo diferente en su rostro.
Capítulo 36
Media hora más tarde, la escandalizada criada hablaba con otros sirvientes:
—Me dijo que era una arpía. ¡Una víbora! Mi señora está mejor sin ese gigantón griego.
—El duque de Girton no es griego, sólo vive en Grecia. Su madre era una de las hijas de lord
Fairley —dijo una criada de la casa, haciendo alarde de ser una lectora ávida de los ecos de
sociedad.
—Vivir en Grecia ya es bastante raro, ¿no es cierto? Allí son todos unos asesinos. El duque me
miró como si fuera a matarme, sólo porque le dije que mi señora se había casado con otro hombre.
Todos sabían que su matrimonio estaba anulado. ¿Entonces por qué estaba tan sorprendido? Si yo
hubiera sabido esto hace quince días...
—¿Hace quince días? ¿Llevan casados quince días? —preguntó la criada, ahogada.
—Casados no, comprometidos —dijo Annie, asintiendo con la cabeza en medio del círculo de
caras alrededor de la mesa del mayordomo.
Estaba disfrutando del poder que le daba tener noticias de primera mano, al ser la criada de la
notoria duquesa de Girton, ahora la notoria marquesa Bonnington.
—El duque tiene derecho a enfadarse —afirmó el ama de llaves, la señora Massey—. Lady
Bonnington era su esposa, después de todo. Debió decirle que pensaba casarse de nuevo.
—Creo que él no quería anular el matrimonio —dijo Annie.
—Bueno, pues su ayuda de cámara está haciendo el equipaje en este momento —recalcó el
mayordomo—. Supongo que el duque va a regresar a Grecia inmediatamente. Ordené a los sirvientes
quitaran el escenario, ya no se puede hacer la representación, con lady Rawlings de luto...
ELOISA JAMES
Autora de cinco series galardonadas y número uno en la lista de ventas del New York Times con
regularidad, es catedrática de Literatura Inglesa y vive con su familia en Nueva Jersey. Ha debido de
escribir todos sus libros mientras dormía, pues durante el día está ocupada cuidando de sus dos
hijos, que no dejan de lloriquear, de su cerdo vietnamita, su apestosa rana y de su desastrosa casa.
Las cartas de sus lectores son una buena vía de escape para Eloisa.
Puedes escribirle a: eloisa@eloisajames.com o visitar su página web: www.eloisajames.com.
Duquesa enamorada
La retirada del duque... Gina se vio forzada a contraer matrimonio con el duque de Girton a una
edad en la que mejor hubiera estado en las aulas de una escuela que en los salones de baile.
Directamente después de la boda su atractivo marido se fue volando al continente, dejando el
matrimonio sin consumar y a Gina bastante indignada.
Una mujer en el centro de todo... Ahora ella es una de las mujeres más conocidas de Londres...
viviendo al límite del escándalo, deseada por muchos hombres, pero resistiéndose a todos.
La duquesa enamorada... Finalmente, Camden, el duque de Girton, ha vuelto a casa, para
descubrir que su inocente mujer se ha convertido en el centro del universo. Lo cual deja a Cam en la
incómoda posición de darse cuenta de que ha tenido la mala educación de enamorarse... ¡de su propia
mujer!
Cuarteto duquesas
1. Duchess in Love — Duquesa enamorada
2. Fool for Love
3. A Wild Pursuit
4. Your Wicked Ways
***