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Miethke, J. - Las Ideas Políticas en La Edad Media. Biblos, Buenos Aires (1993) - Selección

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Jürgen Miethke

Las ideas políticas


de la Edad M edia

Traducción del alemán


de Francisco Bertelloni

Editorial Biblos
La edición original alemana de este libro constituye una parte,
titulada “PolitischeTheorien im Mittelalter", de la obra colectiva a
cargo de Hans-Joachim Lieber, Politische Theorien von derAntike
bis zur Gegenwart, Bundeszentrale für politische Bildung, Bon.
1991.

Diseño de tapa: Horacio Ossanl


Coordinación: Ménica UrrestaraziL

© Editorial Biblos, 1993.


Pasaje José M. Giuffra 318, 1064 Buenos Aires.
Hecho el depósito que dispone la ley 11.723.
Prohibida su reproducción total o parcial.
Impreso en la Argentina.

ISBN 950-786-039-8
I

LA IMPORTANCIA DE LA IGLESIA

El Impulso inicial de los primeros desarrollos teóricos vincu­


lados con la tradición fue dado por los hombres de la Iglesia.
Ellos fueron los protagonistas individuales de ese fenómeno.
En rigor, actualmente sólo sabemos de monjes y clérigos que
participaron en esos desarrollos, pero nada sabemos de laicos
que hayan tomado parte en ellos. Los motivos de esta situación
residen, fundamentalmente, en el hecho de que la Iglesia
•especialmente al norte de los Alpes- administraba institucio­
nalmente y casi con exclusividad las tareas vinculadas con el
texto escrito. Ello significa que la Iglesia detentaba de manera
privilegiada el acceso a las tradiciones culturales de la antigüe­
dad y que estaba en condiciones, ella sola, de cultivar la tra­
dición en forma duradera y con éxito sostenido. Por ello la
Iglesia fue, durante largo tiempo, el más importante -sino el
único- custodio de la herencia de la antigüedad. A su vez, ella
heredó esta tarea de la Iglesia primitiva a través de los escritos
de autores de la época patrística y de los textos clásicos que
lograron introducirse en las vías de transmisión de la tradición
propias de la Iglesia.
Es evidente, sin embargo, que esa función de transmisora
de la tradición no fue ejercida por la Iglesia de modo neutral o
asumiendo el papel desinteresado de simple intermediaria. En
rigor la Iglesia cumplió esa tarea sin descuidar sus propias
funciones y atendiendo permanentemente a sus propias expe­
riencias y necesidades. Sin estos presupuestos, el dilatado y
paciente trabajo de apropiación y transmisión de los textos
antiguos habría sido sencillamente impensable. Puede com­
prenderse, en consecuencia, por qué los primeros desarrollos
( 13]
14 Jürgen Miethke

intelectuales del pensamiento político recibidos del mundo


antiguo por la Iglesia asumieron otra configuración, muy dis­
tinta de su configuración originaria; en efecto, en el nuevo
marco de recepción de los textos las condiciones eran total­
mente diferentes. De allí que esos primeros desarrollos se
vincularan necesariamente con la nueva coyuntura, alterando
en consecuencia radicalmente su forma primitiva. Con todo,
algo se conservó, y ello ofreció, en el nuevo contexto de recep­
ción, posibilidades de ulteriores desarrollos teóricos.
Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que en aquellos
años ni la Iglesia ni el Estado eran entendidos como institucio­
nes sociales de contornos definidos en sentido moderno. Ni
siquiera la Iglesia se concebía a sí misma como una organiza­
ción independiente en oposición al orden estatal, pues si bien
se consideraba distinta del dominio secular, al mismo tiempo
se sentía incluida con él dentro de un todo mayor. Así, en el
juicio de la época, Iglesia y Estado no estaban ni enfrentados
ni confrontados. Se trataba de dos instancias que se encontra­
ban una ju n to a la otra: “Son dos las instancias, augusto em­
perador”, escribía el papa Gelasio i, "que gobiernan este mun­
do: la sagrada autoridad de los obispos y el poder de los reyes.
Pero, de ellos, es tanto mayor el peso del sacerdocio, porque en
el Juicio divino él debe rendir cuentas también por los reyes de
los hombres. Tú sabes, hijo dilecto, que aunque en cuanto a tu
dignidad te encuentres por encima de todo el género humano,
inclinas piadosamente tu cabeza ante el dispensador de las
cosas divinas y le ruegas la justificación de tu salvación...”.1
Esta conocida formulación del papa Gelasio I estaba orientada
hacia la unidad del Imperio Romano, y consideraba la sagrada
autoridad de los obispos y el poder real del destinatario de su

1. El texto se encuentra en una carta dirigida al emperador romano oriental


Anastasio I, del año494: cf. E. Schwarz (ed.), Abhandlungen derBayerischen
AkademiederWissenschajten, Phílosophisch-historischeAbteilung, N F 10.
Munich, 1934, p. 20; también en H. Denzinger (ed.), Enchirídiumsymboiorum,
Friburgo i.Br., 1963,32 N 347y en C. Mirbt (ed.), fu ellen zur Geschichíe des
Papstums, Tubinga, 1967,6 p. 222 y ss. N 462; trad. cast. de la carta en E.
Gallego Blanco. Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media,
Madrid, Revista de Occidente, Madrid, 1973, p. 84.
La Importancia de la Iglesia 15

epístola más en términos de respectiva subordinación del uno


al otro que enfrentados entre sí. Pues si bien el Papa pretendía
que el sacerdote tuviera mayor “peso” que los reyes en virtud
de su responsabilidad frente al Juicio Final, al mismo tiempo
no osaba poner en duda la alta dignidad del imperio sobre la
tierra.
No podemos detenemos aquí a analizar este texto. Debe
tenerse presente, de todos modos, que la Edad Media si apoyó
en él durante mucho tiempo. Así lo hizo porque se trataba de
una formulación lo suficientemente imprecisa como para no
resolver el problema y lo suficientemente vaga como para pre­
sentar solamente un aparente equilibrio de poderes. Se trata­
ba, sin duda, de un texto de efectos puramente retóricos, que
incluso toleraba la mayor acentuación de uno u otro de los
términos a que se refería. El medioevo se aferró te] azm ente a
esa fórmula aún durante mucho tiempo después de que las
bases reales de la relación entre el poder espiritual y temporal
cambiaran radicalmente. Debe recordarse que la indecisión de
las frases de ese documento papal de ninguna manera forzaba
a los dignatarios eclesiásticos a oponerse al poder real, cosa
que, por otra parte, la Iglesia aún no estaba en condiciones de
hacer. El texto más bien estimulaba a ambas partes a la mutua
colaboración y mostraba al sacerdocio como una instancia
capaz de cooperación, pero que se presentaba ante el orden
político como independiente de él. Es verdad que el texto su­
gería que la dignidad sacerdotal tiene una cierta primacía
sobre la real, pero no sacaba ninguna conclusión de esa afir­
mación.
Por otra parte, para la posteridad fue muy importante que
de este texto no resultara una identificación absoluta y defini­
tiva entre el orden político temporal y la dignidad imperial. De
ese modo, no sólo el emperador aparecía como posible repre­
sentante del orden político temporal. Pues el texto sugería que
también el emperador-pero no sólo él- ejercíala regalispotestas
(poder real). Ello permitió que, posteriormente, el sacerdocio
expresara sus pretensiones de ejercer una corresponsabilidad
en el gobierno temporal también ante otros detentores -no
siempre imperiales- del poder temporal. De ese modo, la “sa­
16 Jürgen Mlethke

grada autoridad" del obispo podía colocarse Junto a -y por


encima de- cada poder temporal que, como tal, permanecía en
principio incuestionado.
Así este famoso texto logró mantener abierto el futuro. Pero
no solamente por ese motivo el texto tuvo el valor de una
auctoritas y pudo ser utilizado como tal en diversas circuns­
tancias. Además, su repercusión resultó favorecida por el hecho
de que presentaba a las esferas religiosa y temporal, no como
instituciones de perfil delimitado enfrentadas entre sí, sino
como personas encargadas del ejercicio de una función. Así el
obispo y el rey eran concebidos como portadores de diferentes
cargos dentro de un todo mayor constituido por el pueblo
cristiano.
Debe tenerse en cuenta, además, que dentro de un contexto
en el que las estructuras de las instituciones eran más bien
débiles -situación que predominó durante toda la Edad Media-
Ios funcionarios eclesiásticos difícilmente podían escapar al
orden político. Muchas veces, frente a las pretensiones de los
gobernantes temporales. los hombres de Iglesia debieron ejer­
cer esas funciones en forma aún más intensa de lo que real­
mente deseaban. En un mundo que solamente conocía puntos
de apoyo institucionales extremadamente frágiles, cuya fragi­
lidad afectaba especialmente las formas grupales que iban
más allá de las formas primarias de la vida social -la gran
familia, la parentela-, cada forma de organización con poder de
cohesión propio debía ofrecer posibilidades adicionales para
autoafirmar su propia posición. De allí que la Iglesia se encon­
trara casi forzosamente implicada en las confrontaciones
institucionales que se verificaban en tom o de la autoafirmación
y de la extensión del poder. Y en las relaciones entre la Iglesia
y el Estado no se planteaba tanto el problema de si debía
intentarse hacer prevalecer esas posibilidades de auto-
afirmación, sino el de cuándo, a través de quién y de qué
manera esas posibilidades podían ser exitosas.
La historia constitucional de los reinos de la temprana Edad
Media muestra que, en toda Europa, el poder que la Iglesia
presentaba potencialmente por el hecho de su simple existen­
cia era considerado por los gobernantes de suma importancia
La Importancia de la Iglesia 17

y casi imprescindible. En efecto, el monopolio eclesiástico de la


interpretación de las alusiones contenidas en la Biblia referidas
a los gobernantes y a su cargo actuaba, en virtud de su enorme
importancia para la legitimación del poder, como causa de un
permanente avance de los gobernantes sobre la Iglesia. Las
formas y caminos de esta convergencia de intereses no serán
presentados aquí en detalle. Pero debe tenerse presente que fue
decisivo para la historia del pensamiento y de la teoría política el
hecho de que, a través de esas formas y caminos, se establecieran
las condiciones bajo las cuales se desarrollaría posteriormente la
reflexión teórica sobre los fenómenos políticos.
Las cortes fueron el lugar donde se verificaron con más
facilidad los primeros conatos de teorías políticas. Ello tenia
lugar en el elogio de la tarea gubernamental, en la exhortación
al señor a ejercer correctamente su tarea de gobierno y, final­
mente, en los intentos de determinar una conducta política
concreta.
II

LOS "ESPEJOS DE PRÍNCIPES” DE


LA ÉPOCA CAROLINGIA

El papa romano Zacarías apoyó con éxito la maniobra del


mayordomo franco Pipino cuando éste, en el siglo VIII, quiso
transformarse en una instancia política independiente en el
reino franco. En efecto, ante una consulta que se le formuló,
el Papa hizo saber a los carolingios que “es mejor que sea
llamado rey aquél que detenta el cargo real que aquél que se
ha quedado sin él. Para que el orden [mundial) no fuera alte­
rado, el Papa ordenó, en virtud de su autoridad apostóli-ca,
que Pipino fuera rey”.2 En esta contribución a la conservación
del recto orden, el Papado no solo actuó como oráculo norma­
tivo. En efecto, en el año 751 los obispos francos ungieron rey
al carolingio Pipino y tres años después fue nuevamente un
Papa -esta vez Esteban II- el que repitió esa ceremonia de
coronación real de Pipino ante sus hijos en el monasterio de
San Dionisio. G ratínDeiRexFrancom m , "rey de los francos por
gracia de Dios” fue el título que Pipino ordenó usar en su
cancillería como consecuencia del acto eclesiástico de unción
real. Ese acto ofrecía una expresión de utilización fácil y, sobre
todo, efectiva. No disponemos actualmente de otros datos de
la época que puedan esclarecer el problema referido a los
recursos a que la Iglesia podía haber apelado para fundamen­
tar su derecho de gobernar. Incluso la coronación de Carlomagno
como emperador por parte del Papa en la Navidad del año 800
muestra que estos problema permanecen aún sin aclarar.

2. Cf. Anales regníJrancontm, ad armum 749, en R. Rau (ed.), Quellen zur


karolingischen Reichsgeschichte, t. 1, Darmstadt, 1956, p. 14.

I 19 1
20 Jürgen Miethke

Recién mucho después este acto seña interpretado. Aparente­


mente el mismo Carlomagno nunca llegó a vincular inmedia­
tamente la legitimidad de su gobierno con su coronación en el
año 800. Por otra parte, queda fuera de toda duda que, con­
siderado en sí mismo, aquel procedimiento de la Iglesia de
ninguna manera podía constituir unafundamentación del de­
recho a gobernar. Las complicadas fórmulas implicadas en el
modo de autotitularse del monarca revelan que tenía una
autoconciencia teocrática y de dependencia inmediata respec­
to de Dios. El 11 de setiembre del año 813, cuando Carlomagno
transfirió en Aquisgrán a su hijo Luis el nombre y la dignidad
imperiales, el emperador actuó por sí mismo y sin recurrir a
la colaboración eclesiástica y, menos aún, al apoyo papal.
Si examinamos ahora la relación entre “Estado’’ e “Iglesia",
no se percibe en ella ningún tipo de oposición. La Iglesia seguía
siendo el orden universal en el que estaban integrados los
gobernantes temporales y el sacerdocio, si bien los primeros
podían pretender una indiscutida soberanía en el orden ecle­
siástico. Utilizando categorías modernas podemos caracteri­
zar la posición de los carolingios dentro de su reino y en rela­
ción con el sacerdocio como una masiva estatización de la
Iglesia. El gobernante franco disponía en forma inmediata no
sólo de todos los recursos de los obispados, claustros y conven­
tos sino también de todos los medios militares y económicos.
Pero esta situación no significaba que el “Estado” tuviera en
sus manos a la “Iglesia” , sino que el gobernante imperaba
sobre los funcionarios eclesiásticos que, considerados social­
mente, provenían de los mismos estratos de la sociedad a que
pertenecía la élite gubernamental de la nobleza real.
Este tipo de relación se mantiene aún durante largo tiempo.
Pero fue casi inevitable que los funcionarios eclesiásticos co­
menzaran a interrogar a los gobernantes acerca del sentido de
su obra de gobierno y que lo hicieran a la luz de la tradición
cristiana. El viejo estilo del elogio al gobernante fue el comien­
zo. Rápidamente se asoció a él la igualmente antigua exhorta­
ción al gobernante. En resumen, por una parte los llamados
“espejos de principes" de la época carolingla fueron un impor­
tante paso en el camino hacia la elaboración de la teoría política
Los “espejos de príncipes” 21

que habría de desarrollarse bajo las condiciones que ofrecía la


temprana Edad Media. Y por la otra, esos tratados cultivaron
una forma literaria, es decir, un género que permitió que la
herencia de los Padres de la Iglesia se transmitiera en forma
peculiar junto con las exigencias de la época.

SMARAGDUS DE SAN MIHIEL

No fue Carlomagno, sin embargo, quien contribuyó a dar


vida a este género, por más que también él se vio enfrentado por
los teólogos de la corte con las exigencias provenientes del cris­
tianismo. En rigor fue la corte de Luis, hijo de Carlomagno, en
Aquitania, el lugar en el que apareció el primer “espejo de prín­
cipes”3 carolingio. Su autor, Smaragdus de San Mihiel -monje,
director de escuela y abad de su convento desde aproximada­
mente el año 805-, aparentemente perteneció al círculo de
reformadores monásticos que se había formado en Aquitania
alrededor de Benito deAniane. Éste, en 816, apoyado por Luis
el Pío, quiso someter a todo el monacato del reino franco a una
rigurosa regla: la norma rectitudinís.
Smaragdus apoyó literariamente estas aspiraciones redac­
tando un comentario a la regla de Benito. Pero ya antes se había
mostrado como un escritor inquieto. Su fama literaria se basa
sobre todo en la Via regia (Camino real).4 Este escrito, redac­
tado en tom o del 810, señala a sus destinatarios -aparente­
mente Luis, señor en Aquitania- las obligaciones que -para
Luis, y en general, para todo cristiano- se originan en el bau­
tismo. Es notable que, poco más tarde, el mismo Smaragdus

3. Sobre el género “espejo de principes” , véase H.H. Antón, fttrstensptepel


und Herrscherethos in der Kamlingerzeit, Munich, 1968, y O. Eberhard, Via
regia. Der Fürstenspiegel Smargds vori St. Mihiel und seíne Uterartsche
Geltung, Munich, 1977.
4. Smaragdus de San Mihiel, Via regia, en J.P. MIgne, Patrología latina, t.
102, París, col. 931-970.
22 Jurgen Miethke

vuelva a utilizar pasajes enteros de su “espejo de príncipes” en


otro tratado, titulado Diadema monacñorum (corona de mon­
jes), una especie de "espejo de monjes”. Allí sostiene que las
obligaciones que en cuanto cristiano tiene un gobernante se
diferencian de las obligaciones que en cuanto cristiano tiene
un monje sólo en algunos detalles específicos propios de cada
uno de los casos. La Via regia es para el rey -como lo es en
última instancia para todo cristiano- el camino de la práctica
de la virtud que debe conducir a todos los cristianos al reino
celestial por obra del sacerdocio recibido en el bautismo.
Las virtudes específicas del gobernante aparecen en estos
textos sólo marginalmente. No sorprende que esas virtudes
sean derivadas por Smaragdus de las virtudes del cristiano,
del amor de Dios, del amor al prójimo y de la justicia. El camino
real es el camino de cada cristiano hacia la perfección. Pero
este camino compromete en mayor medida al rey, porque éste
debe conducir a otros por el mismo camino. El Antiguo Testa­
mento ofrece ejemplos ilustrativos de este señorío cristiano del
gobernante cuando menciona a Salomón, a Job y, reiterada­
mente, a David.
El rey, como cristiano ejemplar y como miembro sobresa­
liente de la Iglesia, se orienta con sus propias intuiciones. Por
ejemplo, puesto que el rey reconoce que la esclavitud no tiene
su origen en la naturaleza sino que fue instituida como conse­
cuencia del pecado original, debe liberar a los esclavos (seruO
acreditándose así como cristiano.5Es verdad que la esclavitud
que trata el autor es sobre todo la esclavitud “por cautiverio”
de los sometidos en la guerra y no -o por lo menos no en la
misma medida- la esclavitud implicada en la servidumbre y en
la dependencia que se verificaba “normalmente” en la socie­
dad. Pero este anacronismo permite agudizar la atención sobre
el tratado, pues al mismo tiempo que señala la importante
fuerza con que la tradición cristiana se imponía en las circuns­
tancias de la época, muestra que el propósito del autor era,
fundamentalmente, desarrollar una teoría general del cristia­
no que culminara en el rey. Ello favoreció el éxito de la obra que

5. Ibid., cap. 30, col. 967 s.


Los “espejos de príncipes” 23

podía ser consultada aún cuando quien lo hiciera no fuese el


rey. Y aunque en el texto no se encuentren reflexiones
específicamente políticas, se percibe en él el intento de someter
toda la vida cristiana a la ley evangélica y, consecuentemente,
de colocar también al rey bajo esas exigencias. No se encuen­
tran todavía en esta época conatos de oposición entre los go­
bernantes y la Iglesia. Al contrario, la época está dominada por
la concordia y la armonía.

JOÑAS DE ORLEANS Y WALA DE CORBIE

La desarticulación de la organización del imperio, que per­


sistió hasta la época en que reinó Luis el Pío, hizo que la Iglesia
tomara cada vez más conciencia de sí misma y de sus propios
intereses. Textos surgidos menos de una generación después
de Smaragdus permiten percibir claramente esa situación.
Jonás de Oleáns también provenía de Aquitania. Después de
ingresar muyjoven al monacato fue designado obispo de Orleáns
en 818 por Luis el Pío. Jonás conservó esa dignidad hasta su
muerte acaecida entre 842 y 843, y durante su desempeño
mostró continua lealtad y fidelidad hacia Luis. Mientras
Smaragdus de San Mihiel fue un autor que en su obra procuró
transferir la tradición de la regla de vida monástica al rey
cristiano, Jonás en cambio, aunque estaba bien familiarizado
con la tradición monacal, se ocupó principalmente de introdu­
cir en los debates los problemas relativos a la situación y a las
necesidades del episcopado franco. En el año 825 viajó a Roma,
enviado por el emperador, para explicar al Papa la posición de
los francos en el conflicto de las imágenes. Y alrededor de 828
escribió para el conde Matfrido de Orleáns un “espejo de lai­
cos”, el De ínsíitiitione íaicaíi, en el que se propone señalar al
laicado el camino hacia la perfección cristiana.
En esos años y en distintos sínodos la Iglesia intentaba
superar la crisis general que sufría el imperio mediante el
análisis de la situación y de los comportamientos de cada una
de las instancias que formaban parte de aquél. Sobre el tema
se discutía a diario, casi febrilmente, en reuniones y sínodos.
24 Jürgen Miethke

En 828-829 Wala, abad de Corbie,6 presentó en Aquisgrán un


programa de reformas7 para cambiar la situación. Lo mismo
hizo el sínodo de París en 829. Aparentemente el redactor del
sínodo de París fue el mismo obispo Joñas de Orleáns quien,
cuando tuvo que documentar por escrito el programa de refor­
ma, acuñó las actas de la reunión con un sello marcadamente
personal.
Ambos programas, el del abad Wala y el del obispo Jonás,
apuntan a un objetivo común. Ambos intentan poner limites
a la superioridad del gobernante temporal en el ámbito ecle­
siástico garantizando de ese modo a la Iglesia una mayor liber­
tad de movimientos. No puede hablarse todavía de una oposi­
ción entre ambas esferas. Más que “uno contra otro” , Iglesia y
gobernantes temporales estaban “uno frente al otro” .
Pero ya el mismo hecho de que se aspirara a colocar
institucionalmente a cada una de esas instancias contiguamente
a la otra significaba un paso adelante. En Aquisgrán, Wala de
Corbie había querido atribuir a los obispos -además de la
oración, la prédica y la administración de sacramentos- la
tarea de asumir la administración del patrimonio de la Iglesia
como derecho propio e indiscutido. Para ello definió a la Iglesia
como una respüblica espiritual entendida como ámbito de
gobierno que se encuentra -bajo el gobierno del mismo Cristo-
fre n te ” a la respüblica terrena gobernada por el rey. De ese
modo, las exigencias de mutua cooperación y de delimitación
de ámbitos hicieron necesaria la aparición de una explícita
reflexión sobre el problema. Si anteriormente se había reflexio­
nado sobre los distintos objetivos que correspondían a cada
una de las partes, ahora Wala empieza a pensar en su compe­
tenciajurídica. Asi comienzan a buscarse fórmulas que expre­
sen la jurisdicción de cada una de ellas. Al rey se le reconoce
el derecho de designar rectores en la Iglesia que deben gober­

6. Véase L. Weinrich, Waío, Grqf, Mónch und Rebell Lübeck, 1963, pp. 60-
62 y 92 ss., y H,H. Antón, ob, cit., pp. 22 ss.
7. Las actas del sínodo se encuentran en la obra de A. Werminghoff, Conciífa
aeui Carolint t. 2 (Monumenta Germaniae Histórica, Concilla 2/2), Berlín,
1908, pp. 606-680. Véase especialmente H.H. Antón, ob. cit., pp. 204-211,
Los “espejos de príncipes” 25

nar al pueblo de Dios piadosa y desinteresadamente. Pero el


rey no debe inmiscuirse en lo que concierne al patrimonio
eclesiástico. Su tarea es practicar la justicia y conducir a los
súbditos por el recto camino haciendo uso de la facultad
correctiva (correctio) del gobernante secular; y en esa tarea es
apoyado por los obispos. Eventualmente el rey también puede
utilizar el patrimonio eclesiástico en caso de que necesite de­
fender la m ilitia real. Del mismo modo los obispos deben res­
petar la separación de esferas.
Este intento de atemperar toda excesiva injerencia del go­
bernante secular en la Iglesia mediante la descripción de las
funciones del obispo y del rey es retomada, en forma aún más
decidida y con pretensiones de mayor alcance, por las actas del
sínodo de París redactadas poco más tarde por Jonás de Orleáns.
Este texto -que se presenta más como un intenso programa de
reformas que como un escrito de carácter resolutivo- debía
servir para separar las funciones eclesiásticas de las secula­
res, para apartar a los funcionarios eclesiásticos de las contro­
versias mundanas y para recordar a los gobernantes seculares
sus obligaciones como cristianos. Así dice el texto que la tarea
del obispo es utilizar todo su poder apostólico para señalar a
los piadosos principies el camino recto, para lo cual goza del
derecho a exhortarlos a ello. Además el texto contiene una
reflexión más general sobre la constitución de la Iglesia; fun­
damentándose en textos paulinos, ella es definida como un
cuerpo colocado bajo la cabeza de Cristo. Pero este cuerpo
único no tiene sólo una cabeza. A través de una cita literal de
la ya mencionada epístola de Gelasio8el texto establece que la
Iglesia reconoce dos diferentes y eximias personas (exímíae
personas), una sacerdotaly otra real. En su esfera propia, cada
una de ellas asume la posición más elevada. Pero tampoco en
este caso se coloca al obispo por encima del gobernante secu­
lar. En especial frente a las crecientes pretensiones del gober­
nante secular, los obispos quieren garantizar su -a pesar de
todo- limitada libertad. Reconocen que la Iglesia ha sido con­
fiada al gobernante temporal para que la guie y la proteja, pero

8. Ibid, cap, 3, pp. 610 ss.


26 Jürgen Miethke

al mismo tiempo no permiten una injerencia absoluta del go­


bernante en la esfera espiritual.
Por ello el escrito realiza una detallada descripción de la
personaregalis, es decir de la persona real dentro de la dualidad
del cuerpo de la Iglesia. A lo largo de ocho densos capítulos, al
mismo tiempo que describe la función real sobre la base de un
abultado repertorio de autoridades en el que predominan citas
de la patrística, el texto no solamente confronta al rey con un
largo catálogo de vicios y de virtudes sino que procura, ade­
más, vincular inmediatamente al gobernante con una ética de
gobierno. Para ello recurre, desde el primer capítulo, a Isidoro
de Sevilla; lo hace para recordar al rey que el concepto de rex
recién logra su perfecta realización cuando éste gobierna pía,
justa y misericordiosamente. También le recuerda que, de lo
contrario, no será rey sino tirano. De ese modo, no sólo la
conciencia individual del rey queda vinculada a las obligacio­
nes de su función, sino que, en última instancia, esa función
termina dependiendo del cumplimiento de las obligaciones de
la función. Asi, toda la actividad gubernamental es sometida
a una consideración de carácter ético. Mediante el recurso al
concepto de tirano -que en el mal uso de la función abusa del
derecho a gobernar que le es concedido directamente por Dios-
el rey es enérgicamente colocado frente a una posible falta,
pero sin pretender desarrollar aún una teoría de la resistencia
al tirano. Más bien parece haber servido aqui como fuente la
distinción de Isidoro de Sevilla, según la cual Dios no otorgaa
los tiranos el gobierno sino que sólo se los permite.
No es necesario reconstruir aquí el fracaso que en la prác­
tica tuvo este intento de reforma. Basta comprobar que en
estos sínodos del episcopado franco es continua la referencia
a las exigencias planteadas por la ética gubernamental en
relación con la delimitación de la tarea de gobierno. Este pro­
yecto es llevado adelante poco después, en el 831, por Jonás
de Orleáns en un espejo de principes titulado De institutione
regia9(Sobre la institución real), escrito paraPipinode Aquitania,

9. Editado por J, Revirón en Les idees potííÉque-reiígiíeuses d'un éueque du


IXe. siécle: Joñas d'Orleáns et son "De institutione regia”. París, 1930, pp.
119-194.
Los “espejos de príncipes” 27

hijo de Luis el Pío. En este escrito se acentúa la función de los


obispos (ordoepíscopalis), descripta como exhortación, control
y vigilancia por parte del clero, de modo tal que también este
texto se revela como expresión de la nueva autoconciencia del
episcopado franco durante la crisis del imperio carolingio.
Por otra parte, se sobreentiende que en el curso del siglo IX
no faltaron otros intentos de aplicación de la ética política a
objetivos políticos concretos. En este tipo de proyectos no
participó solamente el clero de Aquitania. También las zonas
occidentales y centrales del imperio ofrecieron un aporte de
fundamental importancia para la realización concreta de esos
esfuerzos.

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