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Carrados Clark - Heroes Del Espacio 32 - La Ultima Barrera

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1—

CLARK CARRADOS

La última barrera
Colección

HEROES DEL ESPACIO n.º 32

Publicación semanal

2
CAPÍTULO PRIMERO

—Y, a pesar de cuanto se diga, el hombre no es todavía auténticamente libre —dijo


el profesor Hans Peter Fulkmeister a su no muy numeroso auditorio—. En el transcurso de
su existencia, desde hace milenios, el hombre ha sido capaz de romper muchas barreras,
cada uno de cuyos actos ha sido un paso hacia la libertad. Pero aún no ha conseguido
salvar la última y, hasta ahora, totalmente infranqueable barrera. Sólo cuando lo consiga se
podrá considerar verdaderamente libre.

Fulkmeister se interrumpió unos instantes, para recorrer con la vista los rostros de
los oyentes. El profesor era hombre de poco más de cincuenta años, bastante alto, un tanto
cargado de hombros y con dos ridículos mechones de pelo gris a ambos lados de su cabeza
casi completamente calva. Los ojos, agudos, vivaces miraban a través de unas gafas con
cristales de casi medio dedo de grueso. En su boca lucía una sarcastica sonrisa,
considerada por muchos como la expresión de superioridad que sentía Fulkmeister hacia
el resto de la humanidad.

En la conferencia, pronunciada en un renombrado auditorio, no había más allá de


doscientas personas, cuando la capacidad de la sala era casi del triple. A Fulkmeister se le
había ofrecido un determinado espacio de tiempo en la televisión mundial, pero lo había
rechazado altaneramente.

En buena parte, con razón. Primero, le gustaba el contacto directo con el público.
Segundo, había estimado que el ofrecimiento era una burla, al considerar que debería
pronunciar su conferencia a la una del mediodía y no a las siete de la tarde, que era
cuando más gente había ante las pantallas.

—Aunque no tenga más que un solo oyente, daré la conferencia en el Citizen


Auditorium —había dicho, al conocer la respuesta del Comisionado Superior de Cultura.

Y allí estaba, recién iniciado su parlamento, delante de doscientas personas de las


más dispares condiciones, pero muy pocos científicos y menos periodistas todavía,
dispuesto a exponer sus teorías acerca de la última barrera, que nadie sabía cuál era ni
lógicamente cómo salvarla.

Uno de los oyentes era Frederick Augustus Emory Keyton, alias Sonny. Sonny
Keyton era detective jurado con licencia del Consejo Mundial de Gobierno, cosa que no
muchos conseguían. Pero Keyton no se hallaba en el auditorio siguiendo una pista.

Aunque, en realidad, casi lo estaba haciendo. Keyton seguía los pasos de una rubia
despampanante, a la que había echado el ojo desde hacía algún tiempo. La rubia tenía una
silueta con innumerables atractivos y Keyton había considerado la posibilidad de
establecer un romance con ella. Por casualidad, la había visto entrar en la sala y había
decidido seguir sus pasos. Cuando terminase la conferencia, iniciaría los primeros

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contactos y...

Fulkmeister continuó su discurso:

—La primera barrera rota fue la del fuego, cuando el hombre aprendió a hacerlo
por sí mismo. La segunda, la rueda. La tercera, la imprenta. La cuarta, la pólvora. La
quinta, el vapor. La sexta, la electricidad. La séptima, la aviación. La octava, el submarino,
aunque quizá ésta debiera ser la séptima, porque el hombre aprendió antes a sumergirse
que a volar. La novena, los vuelos por el espacio. Pero falta la última barrera, la número
diez, y esa barrera es el tiempo... Sí, queridos amigos, el tiempo. El hombre está
condenado, desde que nace hasta que muere, a vivir en su época...

Keyton tenía los ojos clavados en la rubia. Estaba dos filas detrás de ella y a su
derecha. Veía su perfil, el rostro, gracioso y dulce al mismo tiempo, la curva del pecho, de
firmes contornos, la leve comba del vientre, los muslos, redondos, macizos, parte principal
de unas piernas largas y perfectamente contorneadas... De lo que Fulkmeister decía, no
tenía la menor idea.

La rubia pareció notar su observación y se volvió un instante. Cuándo se cruzaron


las dos miradas, ella sonrió. El corazón de Keyton latió apresuradamente. «Está en el
bote», se dijo.

Y Fulkmeister seguía con su inagotable verborrea:

—Sí, amigos míos; ha pasado ya la hora en que el hombre deba vivir encadenado en
su época. A partir de ahora, podrá viajar en el tiempo, al pasado o al futuro, a su elección,
ya no estará más encadenado al día en que vive, p o r q u e habrá roto esa última barrera: la
barrera del tiempo.

Sonaron unos corteses aplausos. Fulkmeister levantó una mano, como para
imponer silencio, sonriendo con virtuosa modestia.

—Y ahora, queridos oyentes, explicaré cómo se puede romper esa barrera, es decir,
cómo se puede viajar a través del tiempo…

Súbitamente, dos hombres entraron en la sala por una puertecita lateral, y treparon
al estrado en que Fulkmeister pronunciaba su conferencia. Todos los espectadores se
quedaron atónitos.

Los recién llegados eran hombres jóvenes, bien parecidos pero vestían unos extraños
ropajes, hechos de un tejido resplandeciente, que parecía tener brillo propio. Además,
llevaban unos cascos, con remate en cresta, ligeramente saledizo por encima de la frente,
del mismo color que sus ropas y tan brillantes como ellas.

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En el frontis de los cascos llevaban la más extraña insignia que Keyton había visto
nunca, como distintivo de un uniformé: una clepsidra o reloj de arena, en oro, sobre un
fondo circular en rojo oscuro, casi color vino.

Los trajes eran de una sola pieza, relativamente holgados y, pendientes de su


cinturón, de material dorado flexible, llevaban lo que parecía la funda de una pistola.
Serios, impasibles, se acercaron a Fulkmeister ante la estupefacción general y lo asieron
cada uno por un brazo.

Fulkmeister se asombró ante aquella inesperada interrupción, pero los dos hombres
no le dieron tiempo a formular objeciones. Casi en volandas, lo sacaron de la sala y
desaparecieron de la vista de los presentes.

Alguien lanzó un comentario burlón:

—El profesor tiene muchos acreedores y se lo llevan a la cárcel, hasta que pague sus
deudas.

Sonaron algunas risitas. Como fuere, la conferencia se había terminado. De pronto,


sonaron algunos gritos en el exterior.

Keyton no les prestó la menor atención. La rubia estaba a punto de marcharse y no


quería perderla de vista otra vez. En cuanto la vio caminar hacia la salida, se lanzó en su
persecución, alcanzándola cuando ya estaba en la puerta.

—Interesante conferencia, ¿eh? —dijo.

—Psé, no está nada mal —contestó ella—. Pero no ha dicho gran cosa.

—No le han dado tiempo. Se lo llevaron esos policías...

—Debe de tener cuentas pendientes con la ley. Sin embargo, todo parecía apuntar a
que había conseguido resolver el mayor problema que tiene planteado el hombre desde
que supo encender el fuego por primera vez. Me refiero, naturalmente, a los viajes a través
del tiempo.

Keyton se quedó estupefacto.

—¿Usted cree? —dijo.

—Sí, sin duda alguna. Y me imagino le ha debido de costar una enorme cantidad de
trabajo, aparte de largos años de estudios y experiencias.

Ya estaban fuera del edificio. En la puerta, dos mujeres comentaban excitadamente

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lo ocurrido.

—Nunca había visto una cosa igual.

—Debe de ser una nave invisible.

—La vimos unos segundos, tú.

—Bueno, quise decir que puede hacerse invisible.

—ESO queda mejor. El caso es que se llevaron al profesor en esa nave...

—No creo que sea una astronave; para mí, es un nuevo invento de la policía, para
llevarse a los arrestados sin problemas...

Keyton oyó vagamente aquel diálogo. Su atención estaba concentrada en la rubia,


cuyo escote le fascinaba como nunca hasta entonces.

De pronto, pareció recordar algo.

—Oh, dispense... Soy Sonny Keyton.

—Tasia Aberdeen —dijo ella, con dulce sonrisa.

—¿Tiene algo que hacer, Tasia?

—En absoluto.

—Propongo tomar unas copas...

—¿En mi apartamento?

—Encantado —aceptó Keyton instantáneamente.

Por fin había caído la pieza, se dijo, juntando mentalmente las manos por encima de
la cabeza y saludando al inexistente público que aclamaba su victoria.

***

Keyton se desperezó voluptuosamente. Había sido una velada encantadora. Tasia


se había portado dulce y ardorosamente. Nunca había encontrado antes una mujer tan
apasionada ni tan experimentada. Sí, merecía la pena continuar el romance, se dijo,
mientras alargaba la mano en busca de un cigarrillo.

Tasia entró en el dormitorio, sonriendo encantadoramente. Tenía el pelo sujeto por

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unas horquillas y se había puesto una bata muy corta, que le llegaba apenas a medio
muslo.

—Tienes el baño preparado —dijo—. Cuando salgas, estará el desayuno.

—De acuerdo, preciosa.

—Ah, olvidaba darte algo. Lo comentaremos mientras desayunamos. No te


demores, Sonny.

—Descuida, encanto.

Tasia le entregó una tarjeta. Keyton se sentó en la cama, apartó con la mano un
mechón de cabellos castaños y leyó:

TASIA ABERDEEN

Consoladora profesional

(Licencia núm. 45-EYN-8301)

Tarifa: $2’50 por minuto

(Mínimo: Una hora)

Nota importante:

Terminantemente prohibidos

los actos sádicos y masoquistas.

A Keyton se le cayó la mandíbula inferior. Todavía no se había recobrado de la


sorpresa, cuando se sentaba a desayunar con Tasia.

—De modo que eres...

—Sí —admitió ella sin pestañear—. Ahora se nos llama así.

—Antes se os llamaba...

—Prostitutas, dilo sin miedo.

Keyton se pasó una mano por la cara.

—Pero... tú, eres... o parece que lo eres, una mujer culta; incluso con título...

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—Lo tengo. Soy doctora en Física Superior. Pero no tengo trabajo y tengo que
comer. ¿Más café?

—Sí, gracias.

Keyton tomó un par de sorbos. Luego hizo una pregunta:

—Tasia, ¿desde cuándo te dedicas a... a esto?

—Oh, hace un par de años. Conseguí el doctorado, pero nadie quiso darme empleo
—repuso ella, sin alterarse—. Vivimos en una época maravillosa. Este siglo XXIV, todo
resuelto, con los robots que trabajan por los humanos, bueno, en la mayor parte de las
tareas pesadas... Pero, en cambio, el gobierno no ha descubierto aún el modo de llenar el
estómago de las personas sin que éstas paguen por sus alimentos.

—Comprendo.

—Sobran doctores en Física Superior. Y no conceden permisos para sustituir a un


robot en su tarea. Entonces, hay que pagar un sueldo.

—Ya. Y por eso tú…

—No tuve más remedio. Sonny, siento haberte defraudado.

—No te preocupes. Ahora sólo es preciso hacer la cuenta de lo que te debo. Tienes
una tarifa alta, ¿eh? —comentó Keyton, sarcásticamente.

—Creo que lo valgo, ¿no?

—Sí, es cierto —dijo él, ocultando el despecho y la decepción que sentía—. Bueno,
tenemos que empezar a contar el tiempo desde...

—Entramos en el apartamento a las seis cuarenta y cinco en punto. Son las nueve y
treinta minutos.

—Por tanto, el total es...

—No te molestes. Ya he echado yo la cuenta. Ochocientos ochenta y cinco minutos,


a dos cincuenta el minuto suman, dos mil doscientos doce con cincuenta. Puedes
extenderme un cheque, pero también acepto tarjetas de crédito.

—Tarjeta de crédito —gruñó él.

Se limpió los labios, entregó su tarjeta a la joven y ésta hizo las operaciones

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correspondientes. Luego, Tasia se la devolvió y sonrió.

—Siento haberte desilusionado, Sonny.

—Bah, no te preocupes. De todos modos, no puedo negar que ha sido una velada
encantadora.

—Gracias. Recomiéndame a tus amigos. Soy muy discreta.

—Sí.

Keyton echó a andar hacia la puerta. Cuando ya iba a salir, Tasia llamó su atención.

—Sonny.

—Dime —se volvió él.

—A Fulkmeister lo raptaron. No eran policías.

—Oh...

—Y nadie sabe dónde está ni se ha pedido rescate por él.

—Bueno, ya está la policía para eso, me parece.

—Sí, claro, aunque creí que dada tu profesión...

—No puedo actuar si no me lo pide alguien con suficientes motivos y, en caso de


secuestro, por ejemplo, tiene que ser un familiar. Son las reglas de mi oficio, Tasia.

—Comprendo. ¿Puedo decirte otra cosa, Sonny?

—Por supuesto.

—Fulkmeister tenía razón. Se puede viajar a través del tiempo.

—No me digas —se burló él. Luego añadió—: De todos modos, yo me encuentro
muy a gusto en mi época. Adiós.

—Adiós, Sonny.

Keyton regresó a su casa. Sentíase un tanto decepcionado. No era por el dinero en


sí, sino porque había llegado a creer que Tasia...

Sacudió la cabeza. Bah, no merecía la pena pensar más en ella.

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Cuando llegó a su apartamento, se encontró con una visita totalmente inesperada.

Era una muchacha, de poco más de veinte años, alta, espigada y de suave cabellera
dorada.

—Soy Lilian Fulkmeister —se presentó la visitante—. Y quiero contratar sus


servicios, para que encuentre a mi padre.

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CAPÍTULO II

MENSAJE ESPECIAL Y URGENTE

DEL PREFECTO DE VIAJES TEMPORALES

AL

DIRECTOR SEGUNDO DE

AGENTES CIENTIFICOS.

A la recepción del presente, dispondrá usted sea enviado con la máxima urgencia,
un agente al siglo XIV, al objeto de localizar, y destruir en su caso, cuantos aparatos se
hayan podido construir en aquella época y mediante los cuales pueda viajarse a través del
tiempo.

Asimismo localizarán y destruirán toda clase de notas, escritas o grabadas en cinta


visual. Ese agente deberá sondear a las personas relacionadas con el caso, cuyo informe
detallado se adjunta al presente mensaje y, de ser necesario, borrará de las mentes de esas
personas cuantos conocimientos hayan podido adquirir sobre el asunto que nos ocupa.

La investigación tendrá carácter dé secreta y se realizara con absoluta prioridad


sobre cualquiera otra. Acuse recibo, comunique nombre del agente e informe al terminar
éste su misión.

En Capital Central, 5 de marzo de 3755.

K. U. Rormart,

PREFECTO

***

EL DIRECTOR SEGUNDO DE AGENTES CIENTIFICOS

AL

AGENTE CIENTIFICO DE 4.ª CLASE,

E. LOMM, núm. 32-1.

Se le traslada copia de la orden emitida por el Prefecto de Viajes Temporales, a fin

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de que proceda en consecuencia.

La presente orden servirá de autorización para que el Departamento


correspondiente le facilite el material necesario.

Se le aconseja, antes de su partida, un estudio de las costumbres del planeta en el


siglo XXIV. Este mismo documento servirá como autorización para estudios sobre el tema
en la Biblioteca Superior.

Acuse recibo y comunique fecha de partida.

En Capital Central, 6 de marzo de 3755.

T. K. BHINEX, DIRECTOR

2.° de V.T.

***

MENSAJE ORDINARIO

DEL AGENTE CIENTIFICO DE 4.ª CLASE,

E. LOMM, núm. 32-I

AL

DIRECTOR SEGUNDO DE VIAJES TEMPORALES.

Terminados los estudios correspondientes y provisto del material necesario, me


dispongo a cumplir la misión que me fue asignada en su comunicación de 6-III-755.

Informaré a mi regreso.

E. LOMM

En Capital Central, 29 de marzo de 3755.

***

La presencia de la hija de Fulkmeister hizo que Keyton olvidase por completo el


disgusto recibido al saber qué clase de mujer era la atractiva rubia a la que había
perseguido durante tantos días. Repuesto de su sorpresa, hizo que la muchacha se sentase
y le preguntó si quería un poco de café.

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—Sí, gracias —aceptó Lilian.

Keyton trajo poco después dos tazas, una jarra con calentador incorporado y un
tubo de tabletas de café instantáneo.

—Hable —invitó.

—Le seré sincera, aunque sé que le va a costar mucho creerme —dijo la chica—. Mi
padre había inventado ya un cronomóvil. Y funcionaba.

—¿Un... qué?

—Cronomóvil. Es el nombre que se aplica a una máquina capaz de viajar a través


del tiempo.

—Ah, comprendo... Derivado del griego «Chronos», que significa tiempo.

—Exacto.

Keyton puso agua en una taza, añadió un terrón de azúcar y echó una tableta de
café. Luego repitió la operación para sí mismo.

Lilian continuó poco después:

—Les viajes que mi padre había realizado fueron, en realidad, muy cortos, de
apenas unos minutos de duración. La máquina tenía poca potencia, ¿sabe?

—Sí, me lo imagino. Prosiga, por favor.

—Bien, la potencia no se necesita tanto para llegar a determinada época, como para
mantenerse en ella. En una ocasión llegó al siglo XXXVIII.

—¡Caramba, el año 3700! —se sorprendió Keyton.

—Exacto. Pero su estancia en esa época duró poco más de dos minutos. Sin
embargo, tuvo que regresar inmediatamente. Problemas de energía, ya se lo he dicho.
Ahora bien, mientras realizaba sus trabajos, quiero decir, mientras comprobaba sus
experiencias, le pareció que era espiado.

—Oh, el espionaje industrial empezó, en realidad, con la construcción de la primera


rueda, mediante la rodaja cortada del tronco de un árbol. Nada extraño, señorita
Fulkmeister.

—Eso es cierto —convino Lilian—. Pero como puede comprender, mi padre

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empezó a sentirse nervioso. Tenía el presentimiento de que iba a ser secuestrado y ese
presentimiento se cumplió ayer tarde.

—Estuve presente en la conferencia y vi a los secuestradores. La policía debe de


estar buscándolos, me imagino.

—No los encontrarán. Eran viajeros del tiempo. Vinieron del futuro y se llevaron a
mi padre.

Keyton miró a la muchacha con ojos de asombro.

—No, no estoy loca —dijo Lilian, adivinando sus pensamientos—. Mi padre ha ido
a parar a un futuro indeterminado... y yo quiero que lo rescate.

—Señorita...

—Lilian, por favor.

—Bueno, Lilian, yo sé hacer muchas cosas y, en general, bastante bien, pero lo que
no sé hacer de ninguna forma es viajar al futuro. Primero, no sé cómo se viaja; segundo...
no tengo «cornomóvil».

—Perdón, cronomóvil —corrigió ella.

—Disculpe, la palabreja me suena nueva —sonrió Keyton. De pronto, dio un


respingo—. ¡Tengo que ir al futuro! —gritó.

—Sí —confirmó Lilian, con dulce sonrisa.

—¿Y por qué no va usted?

—Porque no tengo su experiencia. De lo contrario, ¿cree que habría venido a


contratarle?

—Yo tampoco sé manejar ese cacharro y, en dos minutos, como comprenderá, poco
puedo investigar.

—Eso es cierto —admitió la muchacha—. Sin embargo, si consiguiéramos aumentar


la energía de la máquina...

—¿Es que usted no sabe hacerlo?

—No, señor Keyton.

—Dígame Sonny —gruñó él—. Es la hija de un famoso físico y no sabe nada de esos

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artefactos. Entonces, ¿a qué se dedica usted?

—Bordados.

Keyton abrió la boca, cerró los ojos, hizo unas cuantas muecas y acabó dándose una
palmada en la frente.

—Tengo un taller de bordados de estilo antiguo, a mano, con una docena de


bordadoras, que dirijo personalmente. Se pagan muy bien —añadió la muchacha,
sonriendo.

—La hija de un científico se dedica a bordar... —gimió Keyton—. Yo creí que


ayudaría a su padre...

—Detesto la Física. Aunque claro, a fuerza de oírle hablar, conozco muchas cosas
sobre su trabajo. Eso podría ayudarle, me parece.

—No lo sé, aún no acabo de creer en tales fantasías.

—Le aseguro que no son fantasías. Perdón, olvidé hablar de algo interesante para
usted. Le pagaré la tarifa ordinaria, por el tiempo empleado, más un quince por ciento más
por riesgos y una prima suplementaria de cíen mil. He traído un anticipo de cincuenta mil,
por si necesita hacer algún gasto previo.

—Los bordados dan dinero, ¿eh? —comentó él, sonriendo.

—Más que la Física Superior.

—Sí, me lo imagino.

De súbito, Keyton recordó algo.

—Oiga, Lilian, si acepto el trabajo, ¿puedo emplear un ayudante?

—Oh, no hay inconveniente. Le doy plena libertad de acción para hacer lo que le
parezca mejor, con tal de que consiga rescatar a mi padre y devolverlo a su época.

—Muy bien, pero el salario de mi ayudante irá a la cuenta de gastos.

—No hay objeción —aceptó ella.

Keyton sonrió. Levantándose, fue al videófono y marcó una cifra. A los pocos
momentos, el rostro de Tasia aparecía en la pantalla.

—Oh, Sonny, cuánto lo siento —dijo la joven—. Acaban de llamarme; tengo ya un

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compromiso...

—Tasia, me parece que lo que tú estás haciendo no es precisamente por tu gusto.


Creo habértelo oído durarte el desayuno, ¿verdad?

—Si no lo hiciera, no habría podido desayunar, Sonny.

—Perfectamente. Tasia, desempolva tu título; vas a tener que emplear tus


conocimientos.

—Sonny, no digas tonterías...

—Puede que ganes menos, pero será un sueldo decente. Oh, dispensa, no quise
ofenderte.

—No te preocupes, estoy acostumbrada. Sonny, ¿qué clase de trabajo me estás


ofreciendo?

—El apropiado a una doctora en Física Superior. ¿Aceptas?

—¿No puedes darme más detalles?

—No, por videófono. Espero tu respuesta, Tasia.

Ella sonrió.

—De acuerdo. ¿Cuándo empiezo?

—Tu sueldo corre desde este mismo instante. —Keyton le guiñó un ojo—. He
adquirido cierta experiencia en cuestiones económicas —añadió, jovialmente.

Tasia se echó a reír.

—Conforme. ¿Voy a tu casa?

—Aguarda un momento.

Keyton se volvió hacia Lilian y le hizo una pregunta, que ella respondió de
inmediato. Luego se encaró de nuevo con el videófono:

—Avenida de los Cedros, ocho mil quinientos uno —indicó—. Toma un helitaxi; el
importe de la carrera va a la cuenta de gastos.

Cerró el contacto y se encaró otra vez con Lilian.

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—Ya tengo ayudante —sonrió.

—¿Quién es ella?

—Doctora en Física Superior, sin trabajo. Por eso obtuvo una licencia de
consoladora profesional.

—¡Una...! —El rostro de Lilian expresó la más viva repugnancia—. ¿Va a darle
trabajo a esa...?

Keyton se puso las manos en los costados.

—¿Quiere rescatar a su padre o prefiere dejarlo en la época a la que se lo llevaron


aquellos dos tipos?

Lilian inspiró con fuerza.

—Supongo que no me queda otro remedio que aceptar a esa...

—No, no tiene otro remedio, porque usted me dio plena libertad de acción. Y si no
va a ser así, renuncio desde este mismo instante.

—¡No! Quiero que lo haga usted. No hay otro detective con mejor reputación.
Nadie me habría creído y usted ha aceptado mi historia como sincera. Por eso deseo que
siga hasta el fin.

—Hasta encontrar a su padre.

—Exacto.

Keyton agarró a la chica por un brazo y la empujó hacia la puerta.

—Vamos a su casa; mi ayudante se reunirá allí con nosotros —dijo resueltamente.

***

El hombre leyó las noticias que traía el periódico y se quedó pensativo unos
momentos.

—¿Será verdad? —dijo al cabo.

—¿Qué tiene que ser verdad, jefe? —preguntó Orrill Kutnan, sentado en un diván,
medio tumbado, mientras se entregaba a la apasionante labor de leer una revista ilustrada
de aventuras.

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—Eso, lo de la máquina del tiempo.

—Ah, un reloj.

—No seas imbécil, Orrill —gruñó Laird Luxley, mientras golpeaba el periódico con
el índice de la mano derecha—. Te aseguro que una máquina del tiempo sería algo
fantástico.

—¿Para qué, jefe?

—A veces me pregunto si tengo subordinados humanos o son robots de séptima


categoría. Orrill, pareces tonto. ¿No eres capaz de imaginarte lo que podríamos hacer con
una máquina del tiempo?

—No —contestó Kutnan, sin apartar su vista de las páginas ilustradas—. Pero sí sé
que tenemos que hacer algo pronto o Mess el Duro, nos ajustará las cuentas.

Luxley lanzó un gruñido. Debían varios miles a Mess el Duro y llevaban una
temporada «en seco». Las perspectivas no tenían nada de halagüeñas, reconoció para sus
adentros.

—Eso, la máquina del tiempo sería la solución —insistió.

Kutnan se sentó normalmente en el diván.

—¿Seguro?

—Hombre, imagínate. Agarras la máquina, te vas al año pasado, limpias el Banco y


vuelves. ¿Quién te echará el guante?

—La policía —dijo Kutnan, sin vacilar.

—¿Por un atraco cometido el año pasado, cuando estábamos en chirona?

Kutnan parpadeó.

—Creo que empiezo a comprender —dijo—. Pero, ¿es cierto lo de la máquina del
tiempo?

—El periódico no miente, no habla de política —contestó Luxley, mordazmente—.


¿Y qué me dices si diéramos el golpe el año que viene?

—No podemos esperar tanto tiempo, jefe. El Duro nos desollaría.

—Dijiste que entendías, pero no es cierto. «Iríamos» con la máquina al año próximo,

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«limpiaríamos» el Banco y volveríamos con la pasta a este año. Nadie nos podría acusar de
un robo que todavía tiene que cometerse, ¿comprendes?

—La cosa empieza a gustarme —sonrió Kutnan—. ¿Y cómo...?

—Tengo una idea, pero necesito averiguar más cosas del asunto —contestó Luxley
—. Mientras tanto, ¿por qué no vas a ver a Jerry el Lupa y le dices que averigüe todo lo que
sepa acerca de ese profesor?

—Jefe, Jerry no trabaja si no cobra —dijo Kutnan, con acento pesimista.

Luxley suspiró. Haciendo un esfuerzo, metió la mano en el bolsillo y sacó unos


cuantos billetes.

—Regatea todo lo que puedas —aconsejó.

—Descuide.

—Y no menciones nada de mi idea.

—Hombre, qué cosas tiene...

Cuando su compinche se hubo marchado, Luxley se tendió en el diván, con el


periódico en la mano. La de cosas que se podrían hacer, si tuviera una máquina como la
que había inventado el profesor Fulkmeister. Robar hoy, esconderse en el mañana y
permanecer allí, hasta que se acabase el dinero y volver al presente, que sería pasado… ¿O
el pasado sería presente?

—Bueno, lo mismo da; nunca lograrían atraparnos —decidió finalmente, mientras


se sumía en un mar de felices sueños, en donde las olas eran miles y miles de billetes de
agradable color verdoso.

***

El agente número 32-I, E. Lomm, tenía el pelo de color castaño dorado, peinado en
melena corta, poseía una figura notables atractivos físicos y no había cumplido aún los
veinticinco años. Pero su fama como teórico era muy alta y gracias a ello se le había
encomendado la misión.

El agente Lomm, cuyo nombre era Eudora, parecía recién salido de una página de
modas. Cuando llegó al siglo XXIV, procedente del XXXVIII, lo primero que hizo fue
esconder el aparato que le había permitido viajar a través del tiempo, para lo cual le bastó
utilizar el aparato de control remoto que formaba parte de su equipo.

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A partir de este momento, debería comportarse como un ciudadano que viviese en
aquella época.

—Ciudadano hembra, por supuesto —se dijo, mientras, ajustándose


maquinalmente la correa del bolso que contenía sus objetos personales, echaba a andar
resueltamente en dirección al lugar donde suponía debía hallarse el estudio de trabajo del
profesor Fulkmeister.

Eudora no se fijó demasiado en el ambiente en que se movía, demasiado


preocupada por realizar, y concluir, cuanto antes, su misión, y con éxito. Cuando llevaba
caminando un cuarto de hora, se sintió repentinamente desorientada.

La ciudad había cambiado mucho en trece siglos, se dijo. El plano original podía ser
el mismo, pero los edificios eran absolutamente diferentes. En su época, ya no quedaban
edificios de más de cuatro o cinco plantas. En el siglo XXIV aún abundaban los rascacielos
de doscientos y más pisos.

Y no había propulsores individuales; sólo automóviles y helicópteros eléctricos que,


menos mal, habían eliminado por completo la contaminación. Aunque también había
ferrocarriles subterráneos y aceras deslizantes. Pero nada comparable a un propulsor
individual, se dijo, con un suspiro lleno de melancolía, al evocar la época tan dichosa en
que vivía y de la que sólo le había apartado el cumplimiento del deber.

Entonces se le ocurrió que debía preguntar a alguien por la residencia del profesor
Fulkmeister, y su suerte fue que la primera persona a quien se dirigió fuese un tal Johnny
Sherman.

Sherman estaba apoyado en la pared de un edificio, contemplando distraídamente


el tránsito de la multitud, y pensando a qué primo podía hacerle una jugarreta para
aliviarle los bolsillos, cuando de pronto vio que se le acercaba una beldad deslumbrante.

—Perdón, caballero —dijo Eudora—. ¿Podría indicarme dónde vive el profesor


Fulkmeister?

Sherman estudió durante unos cortos segundos a la beldad. Vio su traje, de una
sola pieza, y de tejido que parecía hecho de hilos de oro, vio su cinturón, de cordones de
oro, muy flexible, contempló el abultado bolso que pendía de su hombro; vio los dos
espléndidos brillantes que pendían de sus orejas y se dijo que la suerte había sido benigna
con él aquel día. No era un primo, sino una prima, pero el botín prometía ser muy
sustancioso, que, a fin de cuentas, era lo que estaba buscando.

Sherman era hombre de rápidas reacciones, además de un tipo apuesto, en cuyo


haber se contaban varias viudas ricas aligeradas de buena parte de su fortuna, mediante
hábiles trucos. Inmediatamente calificó a la beldad. «Provinciana rica, preciosa... y tan

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ingenua como Blancanieves», se dijo.

Además, había oído hablar algo de Fulkmeister. Sonriendo atractivamente, contestó


en sentido afirmativo.

—¡Pues claro que lo conozco! —exclamó—. El profesor y yo somos muy buenos


amigos, señora...

—¿De veras? —exclamó Eudora.

Sherman juntó el índice y el pulgar.

—Como la uña y la carne. La verdad es que yo no entiendo mucho de sus


experimentos, pero sí soy su hombre de confianza, en el sentido administrativo, claro.
Fulkmeister es una calamidad para los números ordinarios quiero decir, las cuentas de la
casa y demás. Yo me ocupo de todo eso... ¿De veras quiere verle?

—Bueno, a él, precisamente, no, pero sí a su hija. —Eudora ya sabía que


Fulkmeister tenía una hija—. Tengo que hablar con ella urgentemente.

—No se hable más, señora; ahora mismo iremos a ver a la hija del profesor.
Encantadora muchacha; tan amable y afectuosa... —Sherman agarró el brazo de Eudora—.
Tengo ahí mi coche y si no le importa, señora, iremos…

—Por favor, llámeme Eudora —rogó ella.

—Oh, sí, claro. Mi nombre es Johnny, Eudora.

Pero no añadió que en el mundo donde se desenvolvía habitualmente, era conocido


por el menos agradable sobrenombre de El Garrapata. No le gustaba y había tenido más de
una pelea por ese motivo. Y era fuerte y en una ocasión había enviado al hospital a un tipo
que se puso terco con el tema. Eudora no tenía por qué saberlo.

Entraron en el coche. Sherman no dijo que era de un ingenuo ciudadano que estaba
en el edificio, realizando una gestión. Tampoco la esplendorosa beldad que estaba a su
derecha tenía que saber que, cuando era necesario, Sherman sabía birlar el coche mejor
protegido, incluso con su dueño dentro y sin que éste se enterase

Durante el trayecto, Sherman se mostró amable, discreto y buen conversador. Casi


una hora más tarde, llegaron a una casa situada en las afueras.

Eudora ignoraba que, aunque la casa pertenecía legalmente a Johnny, éste no la


usaba sino en contadas ocasiones, cuando se le presentaba la ocasión de desplumara un
primo con la cartera bien repleta. También había llevado allí a más de una mujer con una

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saneada cuenta corriente en el Banco, cuenta que había descendido considerablemente
algunos días más tarde.

Entraron en la casa. Sherman, con toda frescura, llamó:

—¡Lilian! ¡Lilian!

Naturalmente, nadie contestó a su llamada. En vista del silencio, Sherman se volvió


hacia su acompañante con cara de circunstancias.

—El profesor está ausente estos días y ella habrá salido a hacer algún recado
inevitable —dijo—. Pero, mientras tanto, podría esperarla... Es decir, si no tiene prisa.

—Ninguna —sonrió Eudora.

No le habían fijado plazo límite para su misión y estaba dispuesta a esperar cuanto
fuese necesario.

Las horas fueron pasando y llegó la de la cena. Sherman no hacía más que
excusarse por la incomprensible ausencia de Lilian.

—No sabe qué disgustado me siento por lo que está pasando —dijo cuando ya
habían dado las diez de la noche—. Si no temiese ser indiscreto, me atrevería a ro garle
que se quedara aquí. Hay habitación para los huéspedes y a Lilian no le sentará mal; todo
lo contrario podría reprocharme no haber hecho los suficientes esfuerzos para que usted
pueda encontrarla apenas llegue.

—Me quedaré, no se preocupe, Johnny —contestó Eudora—. Bastará que me


indique dónde está mi habitación...

—Oh, sí, claro, inmediatamente.

Unos minutos más tarde, Sherman llamó a la puerta del dormitorio. Eudora abrió y
vio al hombre, con un vaso de leche sobre un platito.

—Ayuda mucho a conciliar el sueño de manera natural. —dijo—. Si no le apetece


ahora, tómesela más tarde.

—No sé cómo darle las gracias por su amabilidad Johnny. Realmente, ha sido una
suerte inmensa encontrarme con usted a las primeras de cambio.

—Sí, ha tenido usted mucha suerte —convino el truhan con la sonrisa que tantos
éxitos le había proporcionado en sus operaciones nada honestas.

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Eudora se fue a la cama y estuvo repasando por enésima vez las instrucciones
escritas que había llevado consigo. Luego se acordó de la leche y bebió medio vaso. A los
pocos momentos, apagó la luz.

Pasada la medianoche, Johnny Sherman entró en el dormitorio y empezó a operar.

***

Las dos mujeres se contemplaron unos segundos y Tasia notó en el acto la


hostilidad que había en las pupilas de Lilian Fulkmeister.

—Sonny, apuesto algo a que le has dicho quién soy —dijo.

—No podía ocultárselo —contestó Keyton—. Y no hay motivos para...

—Será mejor que dejemos ciertos temas de lado ——propuso Lilian, heladamente
—. Señorita Aberdeen...

—Doctora Aberdeen, por favor —corrigió Tasia, en un tono no menos glacial—. Mi


profesión actual no ha invalidado el título que me fue concedido con toda justicia, aunque
pueda sonar a inmodestia.

—Está bien, doctora. El señor Keyton me ha dicho que usted puede ser una valiosa
colaboradora de él. Supongo que está enterada de los motivos por los que ha sido
contratada.

—Aún no me has dicho nada, Sonny —manifestó la aludida.

Keyton movió la cabeza hacia Lilian.

—Su padre ha sido secuestrado, ya lo sabes. Alguien vino desde el futuro y se lo


llevó a esa época que aún está por llegar para nosotros.

—Bromeas, Sonny —dijo Tasia.

—Si has oído hablar de los trabajos de Fulkmeister sabrás que es perfectamente
viable construir un cronomóvil. Es más, Fulkmeister lo había construido y hasta hizo
algunos viajes en el tiempo, aunque muy breves, no más allá de un par de minutos.

—Fantástico —dijo Tasia—. Sigue, sigue, por favor; esto es terriblemente


interesante.

—Los viajes temporales han sido muy cortos, porque el aparato consume
demasiada energía y el profesor no ha hallado hasta ahora la forma de encontrar la

23
propulsión económica, que le permita pasar mucho más tiempo en el futuro o en el
pasado. Pero antiguamente también se decía que el hombre no volaría jamás y, sin
embargo, se construyeron los aeroplanos. ¿Por qué, pues, no se pueden fabricar
cronomóviles?

—Un argumento perfecto. Debo deducir, por tanto, que en el futuro se


construirán...

—Se han construido ya. Y saben cómo utilizarlos. Por eso, alguien vino al pasado y
secuestró al profesor. Tú lo viste; recuerda aquellos dos tipos que parecían vestidos con
trajes de oro.

Los ojos de Tasia se dilataron.

—¡Eran viajeros del tiempo! —exclamó—. No policías, como parecían.

—Justamente, doctora —corroboró Lilian.

—Y usted quiere que yo...

—Encargué al señor Keyton, investigue lo necesario para rescatar a mi padre. Pero


es obvio que no puede desplazarse al futuro, sin una máquina apropiada.

—Lo malo es —dijo Tasia— que desconocemos la época a que fue trasladado.

—Viajar es lo que interesa conseguir; del resto, me encargaré yo —aseguró Keyton


—. Tasia, tú tienes que encargarte de hacer que el cronomóvil del profesor pueda
funcionar tan indefinidamente como el más vulgar de los coches actuales. Entonces, yo
viajaría a distintas épocas y acabaría por deducir la correspondiente a los tipos que se
llevaron al padre de Lilian.

Tasia asintió.

—Ahora ya lo entiendo —contestó—. Pero antes de dar el primer paso, necesito


saber qué había llegado a conseguir el profesor. En una palabra: debe permitirme
averiguar a fondo, señorita Fulkmeister.

—Nada más justo —convino Lilian—. Por aquí, doctora.

Keyton y Tasia siguieron a la joven y llegaron a una espaciosa habitación, en cuyo


centro había una especie de burbuja transparente, con dos asientos, sobre un pedestal de
forma cilíndrica y de casi un metro de altura, por dos de diámetro.

En el interior de la burbuja se divisaban dos asientos, frente a un cuadro de mandos

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de aspecto completamente desconocido para los presentes. Había también un enorme
banco de trabajo, con infinidad de herramientas de todas clases, y una mesa con
numerosos papeles.

Tasia contempló todo aquello con ojos perspicaces. De presto, se descolgó el bolso y
lo colgó de un clavo que había en la pared más cercana.

—Bien —dijo—, dada la situación, lo mejor será que me ponga a trabajar cuanto
antes.

—¿Necesitarás algo? —consultó Keyton.

—En tal caso, pídalo sin vacilar, doctora —añadió Lilian.

—Gracias. Lo haré, si lo estimo preciso —respondió Tasia.

Keyton hizo una señal a la joven y salieron del laboratorio.

—Ha tenido suerte —dijo—. Creo que Tasia encontrará la solución al problema.

—Tal vez —-dijo Lilian—. Pero, ¿por qué ese otro trabajo?

—Cuando el estómago está vacío, los escrúpulos se dejan de lado —contestó


Keyton, sentenciosamente.

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CAPÍTULO III

Eudora despertó y estiró los brazos voluptuosamente. Había dormido como nunca.
Miró con un ojo a la ventana y vio que el sol había salido ya hacía mucho rato.

—Se me han pegado las sábanas —murmuró, bostezando satisfecha.

De pronto, notó algo y se sentó en el lecho. Acababa de advertir que estaba


completamente desnuda.

Con ojos llenos de terror, contempló la muñeca, vacía del reloj de pulsera, un
aparato perfectísimo, con una pantalla que se iluminaba solamente mediante una señal
secreta y que permitía conocer los horarios simultáneos del tiempo futuro y del actual. La
caja y la pulsera eran de oro macizo, el metal más resistente a la corrosión, y valían una
pequeña fortuna.

En las orejas notó algo. ¡También le faltaban los pendientes!

Era una pequeña concesión a la coquetería femenina. Los llevaba porque le


gustaban, aunque no eran reglamentarios. Sin embargo, los directores solían hacer la vista
gorda en éste y otros detalles menudos de la indumentaria. Ejecutar la misión era lo que
importaba.

Apartó la ropa de la cama a un lado y se puso en pie. Terriblemente consternada, se


dio cuenta de que le faltaban sus ropas y el bolso. Sólo vio unos cuantos papeles encima de
la silla; ignoraba que Sherman era hombre al que no le gustaba perjudicar tanto a sus
víctimas, desposeyéndolos de documentos que para ellas podían ser más importantes que
los otros bienes materiales.

Ni siquiera le habían dejado los zapatos. Abrumada por el desastre, corrió a la


puerta, la abrió y lanzó un grito.

—¡Johnny, Johnny!

Pero Sherman no contestó. Temblando de pánico, Eudora recorrió la casa. No había


allí una sola prenda de vestir, ni siquiera un pijama masculino. Lo único que encontró
fueron toallas de baño, un mantel, servilletas… Se pondría un mantel en torno a la cintura
y dos servilletas para cubrirse los pechos.

Pero aún la pérdida de la ropa era algo de poca monta, comparado con lo que
contenía el bolso. Y, de repente, al recordar uno de los aparatos contenidos en el mismo,
sintió un terrible escalofrío.

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En el bolso había algo que, mal manejado, podría producir una espantosa
catástrofe. Ahora ya no le cabía la menor duda de que había sido víctima de un engaño y
que Johnny Sherman no era otra cosa que un vulgar ladrón, que se había aprovechado de
su ingenuidad.

Incluso estaba segura de que la leche contenía un sedante que la había hecho
dormir toda la noche de un tirón. Se preguntó si Johnny habría aprovechado su sueño
para...

Sacudió la cabeza. También era un detalle sin interés. Ahora, lo importante era
cómo encontrar a Johnny.

—Es el siglo XXIV y vengo del XXXVIII —se dijo, abatida.

Le habían enseñado mucha teoría, pero nada práctico que le sirviera para vivir en
un mundo trece siglos más atrasado que el suyo. De lo contrario, no habría creído en
Johnny con tanta facilidad...

Subió al primer piso. Lo primero que tenía que hacer era salir de allí, aunque no se
le ocurría la manera de conseguirlo sin llamar la atención.

—Vestida con una toalla y dos servilletas...

Tenía los ojos llenos de lágrimas, cuando se asomó a una ventana y miró a su
alrededor. A unos cien metros de distancia, divisó una casa de agradable aspecto, rodeada
de un frondoso jardín. El día era magnífico y tres personas parecían conversar en torno a
una mesa, situada bajo un emparrado.

Eudora pensó que serían buenas gentes y decidió pedirles ayuda. Poniéndose las
manos alrededor de la boca, para hacer bocina, tomó aire y lanzó un poderos: grito:

—¡Socorro!

***

A las nueve y media de la mañana, Keyton entró en el laboratorio, agarró por un


brazo a Tasia y la sacó a viva fuerza al jardín.

—Tienes que tomar algo —dijo—. Te has pasado la noche en vela y no quiero que
caigas enferma.

—Pero, Sonny, si casi lo he encontrado...

—Unos minutos de más no perjudicarán nada al profesor. Y tú necesitas

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alimentarte.

Lilian estaba ya junto a la mesa, en el emparrado. Sonrió al entregar una taza de


café a Tasia.

—Buenos días, doctora —saludó.

—Hola, —dijo Tasia.

Keyton la hizo sentarse y le puso delante un plato con huevos y jamón. Luego
empezó a untar una tostada con manteca.

—Lilian, dice que casi lo tiene resuelto —manifestó

—¿Es cierto? —exclamó la muchacha, ávidamente.

—Casi —contestó Tasia—. Tengo que hacer los últimos cálculos. Su padre, señorita
Fulkmeister, dicho sea con los debidos respetos, estaba equivocado en alguno de los
aspectos del problema.

—¿Por ejemplo?

—El consumo de energía. Según las teorías de Buschweiler-Virschoff, el consumo


de energía aumenta proporcionalmente al cuadrado de la velocidad del desplazamiento
temporal. El profesor, a juzgar por los apuntes que he podido examinar, desechó esa teoría
y hacía que su cronomóvil se desplazase en el tiempo a una velocidad casi instantánea, lo
cual, como es lógico, redundaba en el gasto de energía que, resultando exorbitante,
frenaba el viaje, por así decirlo, reduciéndolo a sólo unos pocos segundos.

Lilian se sentía pasmada. Keyton sonreía con cara de «Ya te lo dije.»

—Por tanto, si queremos que su cronomóvil funcione, es preciso que reduzcamos la


velocidad de desplazamiento temporal a sus justos límites, a la vez que, por precaución,
instalamos un generador más potente —añadió Tasia.

—¿Cuál sería la velocidad ideal de desplazamiento? —preguntó Lilian.

—Oh, yo diría que un segundo por cinco años.

—¡Caramba! —se asombró Keyton—. Pensé que la velocidad debía de ser... no sé,
algo así como de una hora por año...

—El profesor quería viajar a razón de diez siglos por segundo. Es más, la máquina
estaba construida para esa velocidad. El generador, simplemente, no podía llevarle más

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lejos de la fecha contenida en los límites de ciento veinte segundos.

—Entonces, si queremos ir al siglo XXXVIII, tendremos que viajar a razón de...

—Veinte segundos por siglo. Para trece siglos, se necesitarían, por tanto, cuatro
minutos y dos segundos. Naturalmente, una vez se conozca la fecha exacta, habrá que
poner en funcionamiento el contador de milisegundos.

—Una décima de segundo, equivaldrán a ciento ochenta y siete días y medio, es


decir, la décima parte de cinco años. La centésima de segundo serán dieciocho días y tres
cuartos. Y la milésima, casi dos días.

—Hay también contadores de tiempo inferiores a la milésima de segundo. Si


añadimos uno, podríamos precisar el tiempo con un error máximo tolerable de más o
menos treinta minutos.

—Y eso, ¿costaría mucho tiempo? —preguntó Lilian.

—Sería mucho mejor saber cuánto costaría en dinero —dijo Keyton.

—Ese no es problema —contestó la muchacha—. La doctora puede gastar todo lo


que sea necesario. El caso es que haga funcionar el cronomóvil.

—Lo conseguiré —afirmó Tasia.

Keyton le dio una palmadita en el hombro.

—Sí, pero ahora, después de este desayuno, te meterás en la cama y dormirás por lo
menos hasta el mediodía. Es más, incluso puedes darme una lista de los aparatos que
necesitas y yo iré a comprarla.

—Es una excelente idea —aprobó Lilian.

De pronto, miró a Tasia. La doctora devolvió la mirada.

—Sí, tuve que «abrazar» esa profesión, porque me moría de hambre. Y no es


metáfora, señorita Fulkmeister.

—El viejo aforismo sobre la primera piedra sigue vigente todavía —dijo Keyton,
con sorna.

—Le ruego me dispense, doctora —murmuró Lilian, roja hasta el nacimiento del
pelo.

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—No se preocupe, ya lo he olvidado —sonrió Tasia—. Sonny, tienes razón; me
muero de cansancio. En cuanto termine, haré la lista y...

Tasia fue interrumpida súbitamente por una voz de mujer que sonaba en la casa
vecina;

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Vengan a ayudarme!

***

Keyton se levantó instantáneamente. Las dos jóvenes miraron en aquella dirección.

—Algo sucede allí —exclamó Lilian.

El joven extendió una mano.

—Esto es de mi incumbencia —exclamó—. No se muevan.

Cruzó el jardín, atravesó el seto de separación y pasó al jardín de la casa contigua,


que apreció estaba notablemente descuidado. No tardó mucho en hallarse bajo la ventana
desde la cual se proferían las demandas de auxilio.

—Eh, oiga —gritó—. ¿Le sucede algo, señora?

—Me han robado. Estoy completamente desnuda... —sollozó Eudora—. Alguien


me trajo aquí con engaños.

Keyton contuvo una sonrisa. La víctima, apreció, era una mujer joven, sumamente
atractiva. Debía de haber caído en las redes de un conquistador profesional, que la había
desvalijado, después de una noche de amor. Incluso se habría llevado sus ropas para
demorar la posible persecución por más tiempo.

—Está bien, señora, no se preocupe —dijo—. Vamos a ayudarla a que salga de ahí.
Espere un momento, por favor.

—Gracias, gracias —contestó Eudora, mucho más aliviada.

Keyton fue hacia el seto y se asomó por encima.

—Hay allí una chica a la que han tomado el pelo —sonrió—. Le han llevado todo,
hasta la ropa.

—Algún donjuán —apuntó Tasia.

—Sí, un gigoló. Debe de ser una chica con pasta, pero tonta. Lilian, ¿puede

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prestarme algunas prendas suyas?

—Por supuesto.

La joven entró en casa y salió a poco con un brazado de ropa. Keyton volvió sobre
sus pasos. Eudora seguía asomada a la ventana.

—¿Puedo entrar por la puerta? —consultó él.

—Desde luego.

El joven abrió. La voz de Eudora llegó desde el primer piso.

—Estoy aquí.

Keyton subió la escalera. A través de una puerta entreabierta, asomó un brazo de


agradable color tostado y una pequeña parte de un rostro femenino.

—Muchas gracias, caballero —dijo ella—. No sé qué habría sido de mí sin usted...
Me llamo Eudora Lomm.

—Sonny Keyton —se presentó el joven—. La espero abajo, señora.

Regresó a la planta inferior y aguardó unos minutos. Eudora apareció a poco,


vestida con un traje de Lilian, los ojos bajos y una expresión de vergüenza en el rostro.
Llevaba unos papeles en la mano y se esforzaba por meterlos en uno de los bolsillos de los
pantalones.

—Debo admitir que me porté estúpidamente —declaró Eudora—. El hombre me


trajo aquí, asegurándome que encontraría a la persona a quien estoy buscando, y luego
debió de darme un narcótico. Así no me enteré de que me robaba todo cuanto tenía.

—Suele suceder con más frecuencia de lo que cree —contestó Keyton—. ¿Tiene
familiares en alguna parte? Si es así, puede venir conmigo y avisarles para que acudan a
recogerla.

—No, no hará falta —dijo ella—. No... No quiero que sepan lo que me ha sucedido.

Se estremeció al pensar en el director Bhinex. La enviaría a una unidad de limpieza


de cloacas, si llegaba a saber lo ocurrido.

—Entonces, ¿quiere regresar directamente a su casa? Por lo que he podido apreciar,


está en ayunas. ¿Por qué no viene a tomar algo con nosotros?

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Eudora se esforzó por sonreír.

—Es usted muy gentil, señor Keyton.

—Venga —dijo él, con jovial acento, a la vez que la asía por el brazo—. Primero
debe comer algo; luego, si es preciso, la llevaré a su casa.

Atravesaron el jardín y llegaron al emparrado. Lilian acogió amablemente a la


joven.

—Tasia se ha ido a dormir —dijo—. Está muy cansada y... Sonny, ¿puedo hacer
algo por esta muchacha?

—Sí, tráele de comer. A propósito, olvidé de presentarles... Eudora Lomm, Lilian


Fulkmeister.

—¿Qué tal, Eudora? —saludó Lilian, con cálida sonrisa.

Eudora se puso rígida.

—He oído Fulkmeister —dijo.

—Sí, en efecto.

—¿Familiar del profesor Fulkmeister?

—Su hija. Pero, ¿por qué lo pregunta?

—Oh..., es un hombre tan célebre... —Eudora no acababa de creer en su buena


suerte. Una increíble casualidad la había llevado precisamente al lugar deseado, aunque
i n m e d i a t a m e n t e se dijo que debía actuar con el máximo de discreción, a fin de no
comprometer la misión que le había sido asignada—. No sabe cuánto celebro conocerla,
señorita Fulkmeister —añadió.

—Gracias, pero será mejor que me llame por el nombre, Eudora —sonrió Lilian—.
Atiéndala, Sonny; voy a prepararle algo de comer.

—Siéntese, por favor, Eudora —dijo Keyton—. Luego hablaremos de la forma de


acabar este desagradable suceso. Precisamente, tengo que viajar a la ciudad y dejaré en el
sitio que me indique.

Eudora se sentó. Los documentos estaban en el bolsillo posterior, metidos de


cualquier forma, y cayeron al suelo al presionar sus caderas contra el asiento. Keyton se
inclinó rápidamente para recogerlos y devolvérselos a su dueña. Entonces vio algo en uno

32
de ellos.

Era un extraño dibujo, impreso en relieve y en colores sobre el papel: una clepsidra
de oro, sobre un fondo circular de color rojo oscuro. Pensó que debía de ser la divisa de
alguna sociedad y le pareció que ya la había visto antes, aunque no conseguía recordar con
exactitud dónde ni cómo ni a quién.

—Se le ha caído —dijo.

Eudora tomó los papeles. Keyton la vio sumamente alterada. «¿Qué diablos le pasa
a esta chica tan guapa?», se preguntó, muy intrigado.

Lilian vino a poco con una bandeja en las manos. Eudora satisfizo su apetito y, al
terminar, dio nuevamente las gracias. Luego se volvió hacia el joven.

—Sonny, ¿cómo podría encontrar al hombre que me robó? —quiso saber.

—Primero tendría que darme su nombre.

—Johnny Sherman. Es alto, bastante guapo, muy simpático. Tiene la cara como yo,
tostada; unos dientes perfectos...

—¡Ah, el Bello Johnny! —exclamó Keyton de inmediato—. Eso lo explica todo,


Eudora. Y no lo lamente, no es usted la única, sino, al contrario, una más de una larga serie
poco menos que interminable.

—¿Conoce al ladrón? —se sorprendió Lilian.

—Sí, un poco.

—Me robó algunas cosas de gran valor. Además, no tengo dinero —dijo Eudora.

—Por eso no debe preocuparse; yo le prestaré lo que necesite y ya me lo devolverá.


Y ahora, si no le importa, tengo que viajar a la ciudad a hacer algunas compras y, de paso,
intentaré localizar a ese rufián

Keyton se dispuso a marchar. Miró a Lilian.

—Volveré lo antes que pueda. Procure que Tasia no se fatigue demasiado; su


trabajo nos es enormemente útil.

—Cuidaré de ella —sonrió la muchacha.

Keyton agarró el brazo de la otra joven y la empujó hacia el automóvil que tenía a

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pocos pasos de distancia. Instantes más tarde, arrancaba en dirección a la ciudad.

34
CAPÍTULO IV

—Lo tengo —dijo Orrill Kutnan, después de abrir la puerta violentamente—. Sé


dónde vivía el profesor y muchas cosas más. Sí, es cierto que inventó uno de esos
cacharros.

Luxley se inclinó, vivamente interesado, hacia su compinche.

—Habla —pidió.

—Jerry el Lupa hizo un buen trabajo —manifestó Kutnan—. Se puede viajar


adelante y atrás en el tiempo

—Sí, pero, ¿dónde está el cacharro?

—Yo lo sé. Me lo dijo Jerry. Y hasta llegó a verlo.

—¿Cómo lo consiguió?

—Se disfrazó de repartidor de la tienda de comestibles y llevó una gran caja repleta
de comida. El aparato es...

Kutnan se extendió en una serie de explicaciones que el otro escuchó con suma
atención. Luego quiso saber cuántas personas había en la casa.

—Tres, dos chicas y un hombre. Nada de importancia, jefe —contestó Kutnan.

—Está bien. Iremos ahora mismo. Saca las «máquinas de coser».

Kutnan fue a otro cuarto y volvió con dos maletines de forma alargada, que
parecían contener instrumentos musicales. En realidad, lo que había allí eran dos ame-
tralladoras electrónicas, un arma que había permitido suprimir la pólvora impulsora de
los proyectiles, sobre los cuales actuaba ahora la repulsión electromagnética, con los
mismos efectos que la pólvora. Pero así, cada cargador, podía albergar hasta quinientos
proyectiles que salían a una velocidad de cincuenta por segundo, si lo deseaba el tirador.

—Un hombre y dos chicas —dijo Luxley, desdeñosa mente—. Eso es pan comido.

Kutnan abrió la puerta. Inmediatamente, levantó las manos y el maletín se le cayó


al suelo.

Luxley creyó que le habían dado una coz en el estómago. Sí, tenía un arma, pero

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cuando quisiera sacarla, los otros le habrían acribillado.

Delante de él estaban los dos famosos «mastines» de Hoagy Mess, alias el Duro.
Eran tipos que medían lo mismo: dos metros quince, y pesaban ciento veinte kilos. Mess
los había elegido especialmente hacía muchísimo tiempo y se sabía que le eran tan fieles
como perros de presa, de ahí el apodo que les había sido dado entre la gente del hampa.

Parecían pesados, pero más de uno había sufrido una grave decepción al intentar
huir a pie. Le habían alcanzado antes de recorrer cincuenta pasos, batiendo todos los
récords de velocidad. Nadie conocía sus verdaderos nombres. Para todos eran Telly y
Kittoe, y nada más.

Luxley tragó saliva.

—Escuchad, muchachos... Tengo que deciros algo importante...

—El jefe quiere verte —dijo Telly.

Movió la cabeza hacia los maletines. Kittoe avanzó, abrió el primero y, asiendo el
cañón del arma con las dos manos, lo dobló en ángulo de 45”. Luego hizo lo mismo con la
otra ametralladora.

Luxley estaba a punto de desmayarse. Aquellos tipos actuaban sin apenas palabras,
serios, impasibles como robots. Telly hizo un gesto con el índice y Luxley avanzó como un
autómata.

Kittoe se encaró con Kutnan, que estaba lleno de pánico.

—No nos has visto, nunca hemos estado aquí, no nos conoces ni sabes quiénes
somos. ¿Está claro?

Kutnan asintió, tragando saliva. Como recordatorio de lo que le podía pasar si se


iba de la lengua, Kittoe le dio un papirotazo en la nariz con su dedo índice. Kutnan creyó
que el apéndice nasal le salía por el cogote y se desmayó.

Kittoe cerró la puerta. Su compañero ya tenía a Luxley sujeto por un brazo. El


agarró el otro y, entre los dos lo llevaron en volandas hacia el ascensor.

—Si despegas los labios, te arrancaremos la cabeza a tirones —amenazó Telly.

—Callaré —prometió Luxley, que estaba muerto de miedo. Porque aquellos


mastines, él lo sabía muy bien, ya habían hecho en más de una ocasión lo que acababa
anunciar uno de ellos.

36
***

Era una tienda especializada en instrumentos de alta precisión, aunque tenía


también una sección para herramientas de todas clases. Mientras le despachaban el
pedido, Keyton pensaba en Eudora y el tipo que la había engañado, despojándola de todas
sus pertenencias y objetos de valor. Se preguntó dónde podría encontrar a Johnny
Sherman.

Tenía amigos que sabrían hallarlo, se dijo. Eudora había quedado en un hotel, y él
había ordenado que cargasen todos los gastos en su cuenta de crédito. Incluso le había
prestado un billete de mil, para atender necesidades más perentorias, cosa que ella había
agradecido vivamente.

Terminó de hacer sus compras y pidió la factura, para unirla a la cuenta de gastos
que un día presentara a Lilian. Luego, un dependiente le ayudó a llevar todo hasta su
coche.

Al terminar de cargar, dio las gracias al hombre. Sentado en el puesto del


conductor, lanzó una mirada maquinal al rótulo de la tienda. Tenía un título muy
sugestivo: «LA CLEPSIDRA DE ORO», y el símbolo era un reloj de arena, en oro, pero
sobre fondo azul fuerte.

—Lo mismo que los tipos que se llevaron al profesor —sonrió.

Arrancó. Un segundo después, sufrió tan fuerte sobresalto, que estuvo a punto de
irse de nuevo contra la acera. A duras penas consiguió dominar el coche y seguir la
dirección apropiada.

—Por todos los diablos, ¿cómo no lo supe ver antes? —se apostrofó a sí mismo.

Inmediatamente, aceleró todo lo que pudo. Media hora después, entró en casa de
Lilian.

—Tasia está en el baño. Acaba de levantarse y quiere empezar a trabajar cuanto


antes...

—Lilian, ocurre algo grave —dijo él.

La muchacha le miró alarmada.

—¿Muy grave?

—Han enviado un agente.

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—¿Quién? ¿Un agente? ¿Para qué?

—Ellos, los que raptaron a tu padre. Eudora es el agente.

—Sonny, estás loco —le tuteó ella inconscientemente.

—No. Escucha. Eudora fue despojada de todo incluso de sus ropas. Pero Johnny le
dejó los documentos. Es su forma de operar; no quiere perjudicar a sus víctimas en ciertos
aspectos, que a él no le van a dar ganancias. Vi el membrete en uno de esos papeles; es
absolutamente idéntico al que llevaban los secuestradores en sus cascos.

Lilian asintió.

—Sí, lo recuerdo —contestó—. Pero suponiendo que no se trate de una casualidad...

—¿Casualidad? ¿Por qué?

—Bueno, una casa comercial con ese distintivo.

—No lo creo. Eudora es un agente enviado con alguna misión y tenemos que
averiguarlo.

—¿Qué misión, Sonny?

—Se llevaron a tu padre, pero... —Keyton hizo un ademán circular con el brazo—.
Todo lo demás está aquí. Quizá quieran llevárselo o tal vez destruirlo, sin más. Sólo
podemos averiguarlo interrogando a Eudora.

—Al menos, sabes dónde está, supongo.

—Claro, yo mismo la acompañé al hotel.

Tasia apareció en aquel momento, atándose el cinturón de la bata que le había


prestado Lilian.

—¿Has traído todo lo que pedí, Sonny?

—Sí, lo tengo en el coche, pero han surgido complicaciones —contestó el joven:

—¿Qué complicaciones? —inquirió Tasia.

—Sonny dice que Eudora es un agente... del futuro —respondió Lilian.

—¡Cielos! —exclamó la doctora—. ¿Qué vamos a hacer, entonces?

38
—Tú, al cronomóvil. Lilian, tú vigilarás. ¿Tienes armas en casa?

—No, Sonny.

—Es igual. Busca un buen garrote y tenlo siempre a mano. Yo me vuelvo. Buscaré a
Eudora y me la traeré aquí con cualquier pretexto. La haremos hablar v entonces sabremos
qué debemos hacer. Vamos, necesito ayuda para descargar el coche.

Seguido de las dos mujeres, Keyton salió al jardín. Un cuarto de hora más tarde,
emprendía la marcha nuevamente hacia la ciudad.

***

Luxley estaba sentado en una silla, a la cual había sido sujetado por una fuerte soga.
Sus pies estaban metidos en un barreño. Telly y Kittoe, impasibles, arrojaban cemento
rápido al barreño, cuyo borde superior quedaba al nivel de la pantorrilla.

Delante de Luxley se hallaba Hoagy Mess el Duro. Era un sujeto de estatura


ridícula, gordo como una bola y con el cráneo completamente afeitado. Pero nadie se reía
de su aspecto físico.

Mess sostenía con los labios un cigarro que parecía una estaca. El grupo entero se
hallaba en la terraza de una lujosa mansión, provista de una enorme piscina, la cual estaba
rodeada de un elegante jardín. Los setos eran muy altos y ocultaban lo que sucedía a la
vista de posibles curiosos.

—Hoagy, no me hagas esto... Pégame un tiro —sollozó Luxley, sabiendo que su


suerte era ya irremediable—. Acabaré antes...

Mess sacudió displicentemente la ceniza de su cigarro.

—Te envié muchos avisos y no hiciste ningún caso. Soy un hombre muy
bondadoso; me gusta prestar dinero a los amigos en apuros, pero no tolero las burlas. No
me devolviste el préstamo y tienes que pagarlo de alguna manera. Esto servirá de
escarmiento para otros morosos, ¿comprendes?

—Pero... yo... —De súbito, Luxley recordó algo. Sí, quizá pudiera salvar el pellejo, a
cambio de información—. ¡Aguarda, Hoagy! Voy a decirte algo que puede darte dinero a
carretadas. Pero tendrás que dejarme ir libre.

—¿De qué se trata?

—Primero, quítame este maldito barreño de los pies

39
—Habla.

—No.

Telly y Kittoe habían suspendido su tarea unos instantes. Mess hizo un leve gesto y
los dos sicarios reanudaron la tarea de llenar de cemento el barreño.

—Me iré a la tumba y tú habrás perdido la mayor ocasión de tu vida, Hoagy. Yo sé


cómo limpiar un Banco sin riesgo, incluso a cara descubierta. Hasta podrías repartir
tarjetas de visita a los clientes y empleados, y no te podrían acusar de nada.

—No digas tonterías...

—¡Te juro que es verdad! —En su desesperación, Luxley estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa, con tal de salvar la vida—. Escúchame, por favor. ¿Te gustaría asaltar un
Banco el año pasado?

—¿Me tomas por tonto? ¿Cómo voy a hacer una cosa en una fecha ya pasada? —
rugió Mess.

—Con una máquina del tiempo.

Mess frunció las cejas. Había oído hablar de tales artefactos. En el siglo XXIV, no
había asombro acerca re ningún invento humano.

—Una máquina del tiempo —repitió.

—Sí. Yo sé dónde hay una..., pero si no me sueltas, no te lo diré.

Mess extendió la mano.

—Quietos, chicos —ordenó—. Vamos a ver qué nos dice este bastardo.

Luxley respiró, aliviado. El barreño estaba ya casi lleno y los mastines se lo


quitaron. Entonces, lo contó todo.

—Magnífico, es una idea maravillosa —exclamó Mess, cuando el prisionero hubo


terminado de hablar—. Confieso que no se me habría ocurrido nunca... Robar el año
pasado y disfrutarlo éste...

—O robar el año que viene —sonrió Luxley—. Más seguro todavía, ¿no te parece?

—Sí, absolutamente seguro. Bien, ya sólo me resta darte las gracias y desearte buen
viaje.

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Luxley se puso pálido.

—Hoagy, tú me habías prometido...

—Sólo dije a los chicos que se estuvieran quietos. Y, descuida, no pondré tus pies en
el barreño.

Volvió a hacer una seña. Los gorilas ataron una cuerda a una de las asas del
barreño, en el que ya había fraguado el cemento. Luego, uno de ellos agarró el asa y el otro
el recipiente y se acercaron al borde de la piscina. Luxley chillaba frenéticamente, pero sus
gritos cesaron cuando las aguas se cerraron sobre su cuerpo, arrastrado al fondo por el
lastre del barreño.

—A la noche lo sacaremos —decidió Mess—. Mientras tanto, vamos a estudiar el


plan que nos ha facilitado ese estúpido.

Era un buen plan, se dijo. Ir al futuro, vaciar la caja fuerte de un Banco y regresar al
presente. ¿Quién podría acusarle del asalto?, pensó complacidamente.

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CAPÍTULO V

Keyton llamó a la puerta de la habitación. Segundos después, Eudora asomó la


cabeza y sonrió al reconocerle.

—Hola —dijo—. Espera un momento; estoy probándome los vestidos nuevos que
me han traído de la tienda.

—No tengas prisa —contestó él.

La puerta se cerró y volvió a abrirse medio minuto más tarde. Eudora se había
comprado ropas nuevas, aprovechándose de la tarjeta de crédito del joven. Keyton la
encontró sumamente atractiva.

—Sé dónde está Johnny —dijo—. He conseguido localizarle y va a ir a casa de


Lilian dentro de dos horas. Convendría que estuvieses allí.

—Oh, sí, claro, inmediatamente. ¿Has hablado con él?

—No, lo ha hecho un amigo —mintió Keyton—. ¿Estás lista?

—Desde luego.

Eudora metió algunas cosas en un bolso nuevo, que colgó del hombro instantes
después. Acto seguido, echó a andar hacia la puerta.

—No sabes cómo te agradezco lo que haces por mí, Sonny —dijo, cuando ya
embarcaban en el coche.

—Es un placer —repuso él.

Una hora más tarde, cruzaban el jardín de la casa de Lilian. La muchacha salió a
recibirles en la puerta.

—Ya está aquí —dijo Keyton.

—Entrad. Tasia sigue trabajando. Dice que puede que lo termine esta misma noche.

—Buena noticia —sonrió el joven—. Eudora, ¿quieres sentarte?

—Sí, gracias.

Keyton alargó la mano y cogió su bolso.

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—Si no te importa... —De pronto, lo abrió y sacó los papeles. Sí, el membrete estaba
allí, con el emblema de la clepsidra.

Miró un instante a Eudora. La joven tenía el rostro encarnado como la grana.

—No creo que eso te interese, Sonny. No entiendes nada.

—En esta casa se está construyendo un cronomóvil. Su autor fue secuestrado por
unos hombres que vinieron del futuro. Tú también has venido del futuro. ¿A qué, Eudora?

Hubo un largo silencio. Lilian observaba atentamente a la joven, cuyas facciones


aparecían tensas y contraídas.

Keyton fue el primero en hablar y lo hizo, a la vez que golpeaba los documentos
con la uña de su índice.

—Este membrete tiene un dibujo igual a las insignias que llevaban los
secuestradores del profesor Fulkmeister —dijo—. Sin embargo, no entiendo la escritura.
¿Qué idioma emplean en el siglo XXXVIII?

—«Nova lingua», un idioma inventado en el siglo XXIX, con lo que se acabaron los
problemas de comunicación.

—Pero, naturalmente, tú hablas el idioma de este siglo.

—Eso parece, ¿no? —sonrió Eudora.

Lilian adelantó el busto.

—¿Dónde está mi padre? Soy su hija, tengo derecho a saberlo. Lo secuestraron


contra toda ley, violando las reglas.

—Lo siento, no puedo hablar —contestó Eudora.

Keyton se volvió hacia la muchacha.

—Tengo un amigo médico. Le diré que se venga con su maletín de instrumental.

—¿Vais a torturarme? —se alarmó Eudora.

—No. Simplemente, te someteremos a narcohipnosis y hablarás aunque no quieras.

Eudora meditó un instante. Estaba, en una situación difícil. Si callaba, ellos la harían
hablar a la fuerza, era algo inevitable. Pero si se decidía a hablar por propia voluntad, tal
vez podría llegar a un acuerdo. Sobre todo, pensando en lo que se había llevado Johnny.

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—Os propongo un trato —dijo.

—Veamos —contestó Keyton, sin comprometerse a nada.

—Tendréis que ayudarme después. Entre las cosas que me robó Johnny está el
aparato de control remoto de mi cronomóvil.

Keyton se volvió triunfante hacia Lilian.

—Acerté, es un agente del futuro —dijo.

—Sí, tenías razón. Pero mi padre sigue en el siglo XXXVIII. ¿Cómo conseguiremos
devolverlo a su época?

—Podemos colaborar recíprocamente —sugirió Eudora. A fin de cuentas, un día u


otro tendrían que soltar al profesor. Pero si no localizaban pronto el aparato de control
remoto, podía producirse una verdadera catástrofe.

—Muy bien. ¿Qué hemos de hacer nosotros, a cambio de información? —preguntó


Keyton.

—Johnny se llevó mi aparato de control remoto del cronomóvil. Desconoce lo que


es y, todavía peor, su manejo. Si lo utiliza inadecuadamente...

—¿Se producirá alguna explosión? —dijo Lilian, aprensiva.

—No. Pero yo no podré regresar y las líneas del tiempo quedarán alteradas de tal
manera, que es muy probable que desaparezca cuanto hay en Capital Central en este
momento..., incluyendo al profesor Fulkmeister.

***

Enormemente satisfecha, Tasia dio el último golpe de tornillo y luego accionó la


tecla de contacto.

Las luces del cuadro se encendieron en el acto. Sentóse en uno de los sillones,
contempló los instrumentos durante unos segundos y luego marcó unas cifras en el
indicador temporal. Volvió a dejar pasar cinco o seis segundos más y, al fin, presionó la
tecla roja., señalada bajo el título de ARRANQUE.

Todo lo que había ante sus ojos desapareció con gran rapidez. Durante unos
momentos, creyó viajar por un espacio totalmente vacío, a través de unos remolinos de
algo que parecía vapor o niebla matutina, que se agitaban y retorcían como gigantescas
serpientes, reales, pero impalpables. Sentíase presa de una enorme velocidad, pero al

44
mismo tiempo notaba la inmovilidad del aparato.

Volaba a través del tiempo, pensó. Cada segundo eran cinco años. La vida de una
persona podía transcurrir en sólo quince o veinte segundos. Era algo fantástico,
indescriptible, maravilloso...

Al cabo de un rato, los remolinos empezaron a disiparse. Las cosas que había en el
exterior empezaron a tomar forma. Tasia contempló la aguja de las fechas durante un
instante. Aún seguía moviéndose, pero con gradual lentitud hasta que, de pronto, se
inmovilizó y todo cuanto había a su alrededor se hizo visible.

Entonces, aturdida, paseó la vista por los alrededores de la burbuja. ¿Dónde estaba?
¿A qué remoto rincón de la Tierra había ido a parar?

Detrás de ella había una selva con árboles gigantescos y abundante vegetación. El
cronomóvil se hallaba en el medio de una extensa playa guijarrosa, en la que batían
mansamente las olas de un mar gris y sucio.

Casi maquinalmente, abrió la portezuela y puso pie en el suelo. El aire era denso,
pesado, casi sofocante. ¿Había ido a parar a otro planeta?, se preguntó, completamente
desconcertada.

En lo alto del cielo lucía un sol amarillento, sin demasiada fuerza, debido a una
neblina que velaba en buena parte su resplandor. El ambiente era, sin embargo, bastante
cálido.

Tasia empezó a sospechar que se había pasado de fechas. Pero antes de que pudiera
comprobarlo, oyó unos agudos gritos a su espalda.

Volvióse con gran rapidez. Inmediatamente se sintió llena de pánico.

Una turba de hombres semidesnudos, apenas cubiertas las caderas con pieles
andrajosas y malolientes, armados con garrotes y piedras, corrían furiosamente hacia ella,
a la vez que emitían unos aullidos espeluznantes.

Aterrada, Tasia quiso refugiarse en la cápsula, pero ya no tenía tiempo. Aquellos


salvajes cayeron sobre ella. Una docena de manos velludas la sujetaron por los brazos.
Luego, las mismas manos la alzaron sobre las cabezas greñudas y Tasia sintió que sus
captores emprendían una precipitada retirada hacia el bosque.

***

Keyton terminó de hablar y cortó la comunicación. Luego se volvió hacia las dos
mujeres, que le contemplaban expectantemente.

45
—Ya he localizado a Johnny —anunció.

Lilian respiró.

—Menos mal —dijo—. ¿Piensas ir a buscarlo?

—Ahora mismo —decidió el joven—. Eudora, tú me acompañarás; quiero que


identifiques tus objetos personales.

—Sí, desde luego.

—Lilian, quédate. Vigila la casa.

—Descuida, Sonny.

Keyton echó a andar. Una vez en el coche, empezó a hablar;

—Eudora, desconozco las costumbres de tu siglo, pero por favor, no hagas nada
que pueda estropear las cosas más de lo que ya están. ¿Entendido?

—Haré lo que tú me digas —contestó la joven.

—Muy bien. Y ahora, que ya estamos solos, quiero que me digas algo que no quise
mencionar en presencia de Lilian.

—¿De qué se trata, Sonny?

—El profesor. Dos tipos lo secuestraron...

—Eran agentes científicos, de la Prefectura Viajes Temporales. Como yo, claro.

—Es decir, en el siglo XXXVIII son corrientes los viajes en el tiempo.

—Bueno, no tanto como eso... Más bien se realizan con fines de investigación:
historia, arqueología, geología... Se necesitan muchos requisitos para obtener la licencia de
piloto de cronomóvil y más todavía para conseguir el permiso para un viaje en el tiempo.

—Me lo imagino, aunque, por lo que puedo apreciar, hay una especie de Policía
Temporal.

—Se podría definir así, si bien nosotros le damos otro nombre. Tratamos,
simplemente, de evitar cronoclismos.

—¿Qué? —respingó el joven.

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—Catástrofes temporales.

—Ah, ya entiendo... Un cataclismo es un terremoto catastrófico..., un cronoclismo...


Sí, la analogía es adecuada. Pero ¿es que consideran a Fulkmeister y sus trabajos como un
cronoclismo?

—Eso parece. Yo no estoy muy enterada; sólo soy un agente de cuarta clase y,
además, en mi primera misión.

—¡Jesús! —murmuró el joven, aterrado—. La que han organizado algunos


imbéciles... Pero, dime, ¿qué piensan hacer con el padre de Lilian? ¿Lo van a matar?

—No, no existe la pena de muerte en el siglo XXXVIII. Seguramente...

Eudora vaciló un poco. Keyton lo notó y se sintió muy aprensivo.

—Bueno, suéltalo de una vez. Estoy acostumbrado a las malas noticias —dijo.

—Lo devolverán a su época, desde luego —contestó Eudora por fin—. Pero... antes
borrarán de su mente todos los conocimientos relacionados con el tema... y no es una tarea
fácil ni que se haga en cinco minutos.

Keyton se dio una palmada en la frente.

—Refinados o no, los hombres siguen siendo tan salvajes en el siglo XXXVIII como
cuando pintaban bisontes en las cavernas —masculló—. Rectifico: los pintores rupestres
sólo mataban para defenderse, pero no alteraban las mentes de sus adversarios. ¿Y os
llamáis civilizados en el siglo XXXVIII?

—Yo no he hecho las leyes, Sonny —se defendió Eudora.

—Sí, seguro —dijo él de mal talante—. Como pueda trasladarme a tu siglo, ese
Prefecto de Viajes Temporales me va a oír unas cuantas palabritas, tenlo por seguro.

***

Cuando era necesario, Keyton empleaba ciertos colaboradores que solían


proporcionarle valiosas informaciones. De este modo había podido localizar a Sherman.

Era casi de noche cuando llegaron a la puerta de un apartamento, situado en un


lujoso edificio residencial. Keyton sacó del bolsillo un juego de ganzúas, pero casi en el
acto se dio cuenta de que la cerradura funcionaba solamente por la voz del ocupante del
piso.

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—¿No llamas? —preguntó Eudora.

—Quiero sorprenderle. Perderá la iniciativa.

Guardó las ganzúas y sacó del bolsillo una especie de lápiz, que situó a diez
centímetros de la cerradura. Apretó un botón y un haz de luz blanquísima brotó en el acto
de la punta del lápiz.

El rayo luminoso tenía escasamente dos milímetros de grosor. Eudora vio salir un
poco de humo de la cerradura y luego gruesos goterones de metal fundido, que se
escurrieron hacia abajo. Un minuto después, Keyton empujaba la puerta con el hombro.

La cerradura había sido destruida. Sherman tendría que poner otra nueva y no eran
baratas, pensó Keyton, con perversa satisfacción. Al abrir, se oyeron voces y risitas que
procedían del interior del apartamento.

—Le gusta vivir bien —comentó a media voz, al observar el lujo del piso.

Las voces procedían de alguna estancia interior. Eudora, conteniendo el aliento,


avanzó detrás del joven. Keyton llegó ante una gran cortina. Una mujer, al otro lado, lanzó
una risita.

—Eres muy malo, Johnny. Me estás perturbando demasiado y yo soy una mujer
decente...

—Sí, sí, decente —dijo Keyton, con sorna.

Y, de repente, descorrió la cortina.

Un singular espectáculo apareció ante sus ojos. Johnny y la mujer estaban en la


cama, casi desnudos. Ella era una cincuentona casi obesa, muy pintada y sin ninguna cana,
gracias al tinte generosamente aplicado en su cabellera.

La mujer chilló. Keyton la reconoció en el acto. Era Magda Penryder, una millonaria
que gustaba mucho de figurar en la alta sociedad. Magda era famosa por sus fiestas y por
el derroche de dinero y de joyas que hacía constantemente.

Sherman se sentó en la cama.

—¿Qué hacen aquí? —rugió.

Keyton señaló a sus espaldas.

—¿La conoces, Johnny?

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—¡Eudora!

El nombre explotó en los labios del rufián. Magda, sentada en la cama, trataba de
cubrirse los pechos mantecosos con una sábana.

—Señora Penryder, vístase y abandone esta casa —dijo el joven—. Descuide,


seremos discretos y no mencionaremos lo que hemos visto.

—Oiga, Johnny es un buen amigo mío —protestó la mujer.

—¿Sí? ¿No le ha pedido un centenar de miles para algún negocio que sólo existe en
su imaginación? Señora Penryder, mire a la muchacha que traigo conmigo. Ella puede
contarle lo que le hizo Johnny aún no hace veinticuatro horas.

—Me robó todo, me dejó sin ropas siquiera —dijo Eudora.

Magda lanzó un chillido.

—¿Es cierto, Johnny?

Sherman emitió una maldición.

—Magda, deja que te explique...

La señora Penryder abandonó la cama y empezó a vestirse precipitadamente.

—Me está bien empleado, por haber creído en un granuja como tú —dijo, rabiosa.
Miró a Keyton—. Iba a darle un cuarto de millón —añadió.

—Acaba usted de ganar un cuarto de millón —dijo el joven, impasible.

Sherman se sentía aturdido y enojado a un tiempo, pero también incapaz de


reaccionar. La señora Penryder demostró que tenía su genio y agarrando un valioso jarrón,
se lo tiró a la cabeza. Sherman esquivó el proyectil por centímetros y lanzó un aullido,
porque el jarrón era pieza única, porcelana de Sèvres del siglo XIX auténtica y le había
costado una pequeña fortuna. Pero en cuanto se hubo marchado Magda Penryder, saltó de
la cama y se fue hacia el inoportuno visitante.

Keyton le recibió con un izquierdazo al hígado y un golpe de derecha al mentón, no


demasiado fuertes, aunque sí lo suficientes para frenar los ímpetus del donjuán
profesional. Luego, malignamente, le aplastó la nariz y le hinchó el ojo izquierdo,
finalizando con un venenoso rodillazo a la entrepierna, que lo dejó tendido en el suelo,
emitiendo lastimeros quejidos.

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A continuación, buscó el bolso de Eudora. Lo encontró antes de un minuto y se lo
enseñó a su dueña.

—Mira a ver si te falta algo —dijo.

—Está todo, salvo los pendientes —contestó ella, pasados unos segundos.

—El aparato de control remoto está.

—Sí.

Keyton cerró el bolso.

—Volvamos a casa de Lilian —dijo—. Allí discutiremos el plan definitivo de


operaciones.

—Pero...

—No se hable más —cortó él, secamente—. En estos momentos, lo importante es


conseguir la forma de rescatar al profesor y ya hemos dado el primer paso.

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CAPÍTULO VI

Eran casi las diez de la noche y Tasia no había salido aún del laboratorio. Lilian
pensó que la joven doctora trabajaba con exceso y pensó en que convenía llevarle algo de
alimento.

Por tanto, preparó una bandeja con bocadillos y café y, cargada con ella, se
encaminó al laboratorio. Abrió a puerta y dio unos pasos en el interior.

—Tasia, descansa un momento; te he traído algo de comer...

Lilian se calló antes de terminar la frase. Luego hubo un gran estruendo: el de la


bandeja al caérsele de las manos y estrellarse contra el suelo.

Las piernas le temblaron convulsivamente. Afloraron las lágrimas a sus ojos.

—No..., no es posible —gimió.

El cronomóvil había desaparecido.

Era una estructura demasiado voluminosa y pesada para ser sacada a través de una
puerta. Al menos, por una sola persona y sin derribar antes un lienzo de la pared. Lilian
empezó a comprender lo que sucedía, y en aquel momento oyó voces en la casa.

Giró sobre sus talones y corrió hacia la sala. Keyton y Eudora acababan de llegar.

—Hemos recuperado el bolso con todo su contenido —dijo el joven alegremente.

—Faltan los pendientes, pero eso no tiene importancia —sonrió Eudora.

De pronto, Keyton se dio cuenta de que Lilian no parecía contenta en absoluto.

—¿Qué te sucede? ¿Algo anda mal?

Lilian lanzó un gemido.

—Tasia... Ha desaparecido...

—¿La han raptado? —rugió el joven.

—No... Creo que... hizo funcionar el cronomóvil...

Keyton se precipitó hacia el laboratorio. Desde el umbral, pudo apreciar en el acto


la falta del aparato.

51
—Por todos los... ¿Es que esa mujer se ha vuelto loca?

Eudora se había asomado también, no menos perpleja que el joven.

—Es una imprudencia terrible utilizar un cronomóvil sin que antes haya sido
revisado a fondo por los expertos —dijo.

Keyton se volvió hacia ella.

—¿Qué puede sucederle? —preguntó.

—Bien, tanto puede regresar indemne... como quedarse para siempre en el «no-
tiempo».

—¿Cómo?

—Ya te he dicho que es un aparato nuevo, no probado y, por lo que he podido


apreciar, de un tipo muy anticuado. Si le falla algún mecanismo, no concluirá su viaje
temporal, cualquiera que sea la fecha a la que se haya dirigido. Entonces se quedará en lo
que nosotros llamamos «no-dimensión», el «no-tiempo»; ni en el futuro ni en el presente...
Bueno, si fue al futuro, claro; pero lo mismo puede sucederle si se dirigió al pasado.

—Es como intentar atravesar el océano en barca y quedarse para siempre en mitad
del camino.

—Sí, algo por el estilo.

—Pero un bote se puede localizar, aunque cueste. Por tanto, un cronomóvil


extraviado en el no-tiempo se podrá localizar también...

—No —contradijo Eudora—. Un cronomóvil sólo se puede localizar cuando ha


concluido su viaje. No puedes localizar algo que no existe momentáneamente,
¿comprendes?

—Me parece que os olvidáis de algo muy importante —dijo Lilian, de repente—. La
vida de Tasia puede tener interés para ciertas personas —añadió, mirando al joven con
impertinencia—. ¡Pero a mí me interesa sobre todo rescatar a mi padre y esa zorra lo ha
estropeado todo! —chilló, frenética de ira.

—No te pongas así —contestó Keyton—. Eudora dice que «tal vez» Tasia esté en el
no-tiempo, pero no es seguro.

—Probable y hasta posible, pero no definitivamente —puntualizó la aludida.

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Keyton chasqueó los dedos.

—Lilian, no te preocupes —dijo—. Creo que tenemos el medio para rescatar a tu


padre.

Eudora le miró, alarmada.

—Sonny, si piensas en mi cronomóvil, no...

—Oh, sí, claro que lo usaremos —sonrió el joven—. Tanto si te gusta como si no,
vamos a emplear ese aparatito en el que viniste, para ir en busca del profesor Fulkmeister.

—No veo cómo —dijo Eudora.

—Piénsalo bien. No te gustaría que tus jefes se enterasen de tu fracaso apenas


llegada a este siglo, ¿verdad?

—¿Y cómo se lo dirías, Sonny?

—Es bien sencillo. Tasia volverá, estoy seguro de ello. Ha cometido una
imprudencia, que achaco al afán de viajar a través del tiempo. Pero volverá. Y si no
accedes, nosotros iremos al siglo XXXVIII y lo contaremos todo.

—Si lo hago, incumpliré...

—Si vas a mencionar una posible violación de las leyes, empecemos por el secuestro
del profesor. ¿Con qué derecho unos hombres del futuro pueden venir a nuestro presente,
que es su pasado, y raptar a una persona, sólo porque les moleste o sabe Dios con qué es-
peciosos pretextos? ¿Quién les ha autorizado a ellos para actuar contra nosotros, si no
viven en nuestra época? Aunque pudiéramos, no tendríamos derecho a viajar al siglo XX y
alterar la historia, evitando una guerra mundial, por ejemplo. ¿Lo has comprendido?

—Sí, pero...

—Tu cronomóvil —repitió Keyton, inflexible.

—¡Aguarda un momento! —exclamó Eudora—. Hagamos un trato.

—¿Qué clase de trato? —preguntó Lilian, ávidamente

—Tengo un rastreador en mi equipo. Dejad que trate de seguir el rastro temporal


del cronomóvil de Tasia... Si... si veo que no va a volver, traeré mi cronomóvil.
¿Entendido?

53
Keyton se volvió hacia la muchacha.

—De acuerdo —accedió Lilian.

—Muy bien, empieza «ya» —ordenó Keyton.

Eudora descolgó su bolso y extrajo una caja de forma oblonga y que tenía un
tamaño aproximadamente la mitad de una de cigarros. Extrajo una antena, que se
subdividió automáticamente en una docena de brazos muy delgados, semejantes al
esquema de un árbol de ramas rectas, y puso la caja en posición vertical, sostenida por
cuatro minúsculas patas que se desplegaron automáticamente.

Eudora presionó un botón y una pantalla se iluminó en una de las caras. Luego
movió una ruedecita, la ajustó mediante el giro de otra interior y las primeras cifras
aparecieron en el cuadrado iluminado.

—Al menos, en el siglo XXXVIII no habéis cambiado; seguís utilizando las cifras
arábigas —dijo Keyton.

Eudora asintió mientras situaba el aparato en la fecha en que se hallaban. Movió


una segunda rueda presionó dos teclas más y los números empezaron a cambiar en
sentido ascendente.

Estaban en el año 2377 y las cifras se movieron con vertiginosa rapidez. Pronto
llegaron a las decenas de miles. Keyton empezó a preocuparse.

—¿Adónde diablos habrá podido viajar esa chiflada? —masculló.

El número 99.999 apareció en la pantalla y cambió al 100.000. Y las cifras seguían en


aumento.

Cuando Keyton vio el número 199.999 empezó a temblar.

—Dios mío se ha ido al siglo MMC...

—¿Cómo? —exclamó Lilian.

—Año «doscientos mil» para que lo entiendas.

—Y sigue —dijo Eudora.

El indicador rebasó la cifra 250.000. Un minuto más tarde se paró en el número


253.664. Al lado derecho empezó a centellear una minúscula lamparita roja.

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—Ya se ha acabado la exploración —dijo Eudora—. Tasia está en el año que se ve en
la pantalla.

—Se ha ido a un cuarto de millón de años en el futuro —clamó Keyton.

—Sí.

—Bueno, al menos, sabemos dónde está. Si no vuelve, iremos a buscarla en tu


cronomóvil, Eudora —dijo Lilian.

—Temo que eso no va a ser posible —contestó la aludida.

—¿Por qué? —preguntó Keyton—. No debe de haber límites para el viaje a esas
fechas tan remotas...

—Teóricamente, no; y en realidad, se efectúan algunos viajes a fechas superiores al


año doscientos cincuenta mil. Sin embargo, mi cronomóvil sólo puede moverse en el plazo
comprendido entre este siglo y el XXXVIII. Para llegar a la época en que se encuentra Tasia
se debería utilizar un cronomóvil especial y no creo que nos lo permitieran.

—¿Hay alguna razón grave que lo impida?

—Sí. Cuando alguien comete un delito muy grave, es enviado a fechas superiores al
año doscientos cincuenta mil y abandonado allí. La utilización del cronomóvil que efectúa
ese viaje es altamente fiscalizada y controlada con el máximo rigor. Comprenderéis que no
iban a dejarnos un cronomóvil para buscar a una mujer perdida en esa época. Lo menos
que pensarían es que queríamos liberar a algún criminal... y puede que a mí me costase la
deportación al siglo dos mil quinientos y pico.

Keyton se sintió abrumado por aquella respuesta. Apreciaba a Tasia, aunque


también pensaba que había cometido una gravísima imprudencia al manejar el cro-
nomóvil de forma tan disparatada. Pero el asunto principal, el rescate de Fulkmeister,
continuaba todavía en pie.

—Eudora, ¿qué hay allí, en el siglo dos mil quinientos? —preguntó, lleno de
curiosidad.

—No lo sé. Los que efectúan esos viajes pertenecen a una división muy
especializada y de actuaciones secretas. Sin embargo, estoy en condiciones de afirmar que
nadie que fue condenado a deportación a esa época ha vuelto para contar lo que vio allí.

—Eso es una condena a muerte lenta, una tortura sádica e inhumana —calificó
Lilian, con vehemencia—. Mejor pegarle un tiro y acabar de una vez...

55
—Lo siento. Es la ley del siglo XXXVIII —contestó Eudora.

—Se suponía que en el futuro, el hombre sería mucho más civilizado —dijo Keyton,
sarcásticamente—. En algunos aspectos, y pese a la tecnificación, ha retrocedido a las
épocas más oscuras de la Edad Media.

—Bien, eso es algo que no podemos evitar —intervino Lilian—. Pero sí podemos
hacer algo para rescatar a mi padre. Eudora, tu cronomóvil...

Keyton alargó la mano y se apoderó del bolso de Eudora.

—Un momento, por favor. —Hurgó en el bolso y extrajo un objeto—. ¿Es éste el
aparato de control remoto, Eudora?

—Sí.

Keyton volvió el aparato al bolso y apretó éste contra su pecho.

—Hemos llevado un día muy movido. Todos necesitamos descansar y no creo que
el profesor padezca mucho más porque vayamos al rescate mañana por la mañana.
Eudora, supongo que si ahora es noche aquí, también lo será en tu siglo.

—Sí, las líneas diurnas y nocturnas son paralelas. Sólo cambian las fechas —
contestó la interpelada.

—Muy bien. En tal caso, a cenar y a la cama. Mañana, a las siete, empezaremos a
preparar el viaje. —Keyton miró oblicuamente a Eudora—. Perdona la desconfianza, pero
no me gustaría que nos dieras esquinazo.

Eudora se encogió de hombros.

—Estoy en vuestras manos —contestó, resignada.

Keyton se puso el bolso bajo la almohada y, además, lo ató con una cuerda a su
brazo. Cuando cerraba los ojos, no pudo evitar dirigir sus pensamientos hacia Tasia.

—¿Qué diablos habrá encontrado esa estúpida en el siglo dos mil quinientos? —
masculló.

56
CAPÍTULO VII

Sin ningún miramiento y después de una frenética carrera que había durado una
hora larga, Tasia fue arrojada al fondo de una maloliente cueva, cuya boca fue tapada a
continuación con un rústico enrejado de troncos de notable grosor, unidos por cuerdas
hechas de simples fibras vegetales. Tasia se sentó en el suelo, frotándose las caderas, a la
vez que pronunciaba unas cuantas frases nada amables para sus captores.

Entonces, en el fondo de la cueva, sonó una voz humana.

—Eh, ¿quién anda ahí?

Tasia se volvió en el acto.

—Menos mal que oiga hablar en cristiano —dijo, sin perder su buen humor—.
Acérquese, amigo, y nos contaremos mutuamente nuestras cuitas.

Un hombre se acercó a ella, con paso inseguro. Tasia vio que era joven, aunque
parecía tener muchos años, debido a la larga y revuelta cabellera negra, y a la frondosa
barba, que le llegaba holgadamente al pecho. Había sido muy fuerte, pero ahora los
huesos parecían estar a punto de romper la piel por algunos lugares.

La única vestimenta del sujeto consistía en una andrajosa tela que cubría apenas sus
caderas. En los ojos del hombre se advertía un brillo febril, como si estuviese enfermo.

—Soy Tasia Aberdeen —dijo ella—. ¿Quién es usted, amigo?

El hombre se dejó caer sobre sus rodillas.

—Heno Dorro —contestó—. ¿También a usted la has deportado?

—¿Cómo?

—A mí me juzgaron y me condenaron a deportación perpetua —dijo Dorro—.


Cometí el gravísimo delito de pensar de forma distinta a los que nos mandan y acabé aquí,
en el siglo dos mil quinientos veintidós.

Tasia se espantó.

—¿Cómo? ¿Estoy en el año doscientos cincuenta y dos mil?

—Sí. Oiga, su lenguaje es muy diferente al mío, aunque nos entendemos bastante
bien. ¿De qué época viene usted?

57
—Yo vivo en el año dos mil trescientos setenta y siete. Estoy probando un
cronomóvil..., pero me asaltaron unos tipos barbudos, que parecen hombres de las
cavernas.

—Lo son —dijo Dorro—. La humanidad ha vuelto a retroceder decenas de miles de


siglos. Hace unos cincuenta mil años se produjo una terrible devastación, consecuencia de
una guerra total, y quedaron muy pocos supervivientes. Todo el saber, toda la ciencia,
toda la técnica, desaparecieron y volvió la barbarie. Estos hombres que nos han capturado
son los salvajes descendientes de aquellos escasos supervivientes.

—Caramba, vaya futuro desde mi presente... que es ahora nuestro pasado —


comentó Tasia, irónicamente—. De modo que vivías en el siglo XXXVIII y te enviaron a
éste... por disidente político o algo parecido.

—Sí. Hay unos cuantos que, desdichadamente, tienen el poder y que tratan de
influir en el pasado para moldear el presente a su gusto. Yo, y unos cuantos más, éramos
de la opinión de que el pasado no se puede tocar; que es preciso dejarlo tal como está,
como fue, bueno, malo, regular, positivo, negativo... Como actué con demasiada
vehemencia, me apresaron, juzgaron y sentenciaron a deportación perpetua en esta época.

—¿A ti solo?

—No. Nos enviaron a cinco.

—¿ Dónde están los otros cuatro?

—En los estómagos de los salvajes.

Tasia sintió que le subía una náusea a la garganta.

—Glubbbbbb...

Luego, rehaciéndose, miró a Dorro y meneó la cabeza.

—Pues, hijito, si no te dan más de comer, no serás precisamente un plato para llenar
el estómago —observó, mordaz—. ¿No has intentado escaparte de aquí?

—Me vigilan constantemente. Además, no estoy muy fuerte...

Tasia entornó los ojos.

—Habría que hacer algo —murmuró—. Yo tengo el cronomóvil a cierta distancia de


aquí.

58
Dorro le señaló los dos salvajes que estaban ante la verja de troncos, armados con
enormes garrotes.

—¿Podrías luchar contra ellos?

La joven meditó unos instantes. De pronto, sintió deseos de fumar y,


maquinalmente, hurgó en sus bolsillos en busca de tabaco y fuego. Se puso un cigarrillo en
los labios y encendió el mechero.

Repentinamente, al ver la llamita del encendedor, se le ocurrió una idea y lo apagó


en el acto.

—Heno, ¿cómo se han comido a tus compañeros?

—Muertos, pero crudos. No conocen el fuego, salvo cuando cae algún rayo y arde
un árbol o algún matorral reseco. Pero ni siquiera tienen el cacumen suficiente para
conservar las brasas. Están mil veces peor que los hombres que construyeron las primeras
hachas de sílex —dijo Dorro, amargamente.

—Sí, eso estoy viendo —convino ella—. Heno, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

—Prisionero, unas dos semanas, calculo. Deportado, algo más de cuatro años. El
que es enviado a esta época, se queda aquí para siempre.

—Eso no sucederá con nosotros —dijo Tasia, resueltamente.

Había paja seca en el fondo de la cueva y reunió dos grandes manojos, uno de los
cuales entregó a Dorros.

—Heno, tendrás que hacer un gran esfuerzo —sonrió—. En cuanto te lo diga,


echarás a correr detrás de mí y no te pararás hasta que lleguemos a mi cronomóvil.
¿Entendido?

—Haré un esfuerzo —prometió Dorro.

—Si caes te comerán, y piensa en que yo no podré quedarme rezagada para


ayudarte.

—Descuida. ¿Cuál es tu plan?

—Ahora verás.

Tasia sacó el encendedor y prendió fuego al manojo de paja de Dorro. Luego hizo lo
mismo con el suyo.

59
—Ven.

Echaron a andar hacia la reja. De repente, Tasia alzó el pie y golpeó un tronco con
todas sus fuerzas.

Dorro la ayudó de la misma manera. La reja cayó con gran estrépito y los vigilantes
se volvieron, chillando frenéticamente, ciegos de furia por la acción de sus prisioneros.

Pero entonces vieron las improvisadas antorchas y escaparon, lanzando gritos de


terror.

Otros salvajes acudieron y escaparon al ver el fuego. Tasia se echó a reír.

—¡Vamos, Heno, démonos prisa!

Unos pasos más adelante, se dio cuenta de que la vegetación aparecía muy reseca.
Sin duda, era época de estiaje. Arrojó la antorcha a unos arbustos y tuvo la satisfacción de
ver que se encendían casi instantáneamente.

Dorro hizo lo mismo. Quinientos metros más adelante, se volvieron para


contemplar la formidable barrera de llamas que se alzaba entre ellos y los salvajes

Tasia lanzó una estentórea carcajada.

—¡A casita!

***

Eudora se mostraba un tanto irresoluta.

—No sé qué dirán...

—Déjame que yo me ocupe de las explicaciones —dijo Keyton—. Cuando


lleguemos allí, me tocará el tumo de hablar.

—Sí, pero a mí me encargaron...

—Oh, basta ya de dudas —terció Lilian, con hastío—. Trae acá el cronomóvil y deja
que nos encarguemos del resto.

—Y si ves que te va a suceder algo, siempre tienes el recurso de volverte a esta


época —añadió el joven.

—Me localizarían...

60
—No, si me dejabas a mí que me preocupase de borrar tu pista —sonrió Keyton—.
Vamos, Eudora, decídete de una vez.

La joven suspiró y aceptó el aparato que le tendía Keyton. Con gesto concentrado,
empezó a manejar en los controles y, al final, apretó un botón.

—El espacio interior es demasiado pequeño —explicó—. Dentro de treinta


segundos llegará al jardín.

—Entonces, salgamos fuera —propuso Lilian.

Desde la puerta, contemplaron la llegada del cronomóvil, un aparato que parecía


un cajón algo alargado, con cuatro asientos y una base de las mismas dimensiones que la
caja que en ella se apoyaba. Las aristas del aparato eran redondeadas y el morro algo
inclinado.

—Este es un modelo infinitamente superior al del profesor —dijo Eudora—. El que


construyó tu padre —se dirigió a Lilian—, sólo puede moverse en el tiempo. Este se
mueve también en la dimensión espacial y, como habéis visto, puede ser manejado por
mando a distancia.

—Maravillas de la ciencia en el siglo XXXVIII —exclamó Keyton—. Muy bien, ha


llegado la hora de emprender el viaje...

—Eso mismo es lo que estaba diciendo yo en estos momentos —sonó de pronto una
voz desconocida.

***

Enormemente sorprendidos, Keyton y las dos mujeres se volvieron en el acto. Mess,


seguido por sus dos fieles gigantes, que empuñaban sendas pistolas y ametralladoras
electrónicas, avanzaban sonriendo a lo largo del sendero central del jardín.

—Será mejor que no se muevan, muchachos —añadió el gordito, que ofrecía un


aspecto ridículo, flanqueado por dos individuos que le pasaban al menos sesenta
centímetros—. Las «maquinitas de coser» funcionan con gran facilidad, ¿comprenden?

Keyton, con las manos en alto, dio un paso hacia adelante.

—¿Qué es lo que quiere, Hoagy Mess? —preguntó.

El gordo levantó una ceja.

—Me conoce, creo —dijo—. ¿Quién eres, chico?

61
—Sonny Keyton, detective jurado.

—Oh, un amigo de meter las narices donde no le importa. ¿Las niñas?

—Lilian Fulkmeister y Eudora Lomm.

—Guapas —calificó Mess—. Y muy apetitosas, aunque en estos momentos no


estamos para ciertas diversiones.

—¿Qué es lo que busca, Hoagy? —preguntó Keyton.

El grasiento índice de Mess señaló el aparato.

—Eso —contestó.

Lilian respingó.

—Oiga, usted no puede...

—¿Telly? —dijo Mess.

El gigante le entregó la metralleta. Luego se acercó a la muchacha y, agarrándola


por la cintura, la levantó sobre su cabeza, lanzándola a continuación a enorme distancia.

Lilian chilló y pataleó furiosamente mientras viajaba por el aire, aunque tuvo la
suerte de caer en el centro de la piscina, en donde se sumergió, con gran explosión de
espumas. Keyton hizo un gesto con la cabeza.

—Una magnífica demostración de potencia muscular —dijo sonriendo—. Con lo


cual quieren probamos que no debemos oponemos a sus pretensiones.

—Así es —sonrió Mess, a la vez que devolvía el arma a su satélite—. Nos vamos a
llevar ese cacharrito.

—Pero ustedes no saben manejarlo —protestó Eudora.

—No es tan difícil —contestó el gordito—. He hablado con un científico amigo y me


ha explicado lo más importante de ese chisme. Además, no hay que correr por las calles ni
volar por los aires... ¿No tiene un indicador de fechas?

—Sí, claro.

—Y un botón de arranque, ¿verdad?

—Sí.

62
—Es suficiente. ¡Todos a bordo, muchachos!

Keyton miró hacia la piscina con el rabillo del ojo. Lilian salía del agua en aquel
momento, empapada de pies a cabeza y con el pelo pegado a las sienes.

Contuvo una sonrisa. La situación, se dijo, venía a complicarse de la forma más


inesperada. ¿Adónde diablos pensaba dirigirse aquel granuja?

La portezuela del aparato había sido ya abierta y Mess estaba en el puesto del
piloto. Kittoe estaba a su derecha y Telly en uno de los asientos posteriores, detrás de su
jefe.

—Eh, Hoagy —dijo el joven—. ¿A qué época se van?

—Al año próximo —rió el gordo—. Atracaremos un Banco y volveremos a esta


época. ¿Quién podrá acusarnos de haber robado en una fecha que todavía no ha llegado?

—De modo que para eso quieren el cronomóvil...

—Sí. ¿No es maravilloso?

—Por supuesto. Pero ¿no teme que nos chivemos?

Mess emitió una siniestra risotada.

—Para evitarlo tengo yo un método que nunca falla. ¡Kittoe, acribíllalos!

La ametralladora del gigante vomitó un largo sonido, semejante a un sonido de


tonos muy graves. Keyton y Eudora cayeron instantáneamente por tierra.

Y en el mismo momento, el cronomóvil se desvaneció en la nada.

63
CAPÍTULO VIII

Lilian corrió, chillando agudamente, estremecida de horror al ver caer a Keyton y


Eudora. Sorprendentemente, Keyton se sentó en el suelo y se palpó el cuerpo.

—Por todos los diablos... No tengo ni un solo agujero en el pellejo. ¿Qué milagro es
éste?

Eudora se había sentado también y enseñaba el telemando del cronomóvil.

—Aquí está la explicación —sonrió.

Lilian llegó en aquel momento y, arrodillándose junto a Keyton, le abrazó con gran
vehemencia.

—¿Estás bien? ¿No tienes ninguna herida? —dijo ansiosamente.

Keyton la miró sorprendido.

—Pero, Lilian, qué modales...

—Está preocupada por ti —sonrió Eudora.

Lilian se sentó sobre sus talones.

—Se han llevado el cronomóvil —dijo afligidamente.

—Sí, eso es lo malo —convino Eudora, con rostro preocupado—. Y lo peor de todo
es que no puedo hacer lo volver.

—¿Por qué? —preguntó Keyton.

Ella volvió a enseñar el aparato de control remoto.

—Al hacerlo funcionar, se crea una cápsula intemporal, un glóbulo de no-tiempo,


que rodea por completo al cronomóvil —explicó—. Por tanto, los proyectiles que
dispararon quedaron en ese glóbulo de no-tiempo. Pero, a pesar de todo, eran muchos,
creo que dispararon más de cien, y uno de ellos logró traspasar esa barrera y me destrozó
el aparato de control remoto.

Keyton se sentía atónito, lo mismo que Lilian.

—Una bala traspasó...

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—Sí. Fueron demasiados impactos en un mismo sitio. La barrera cedió. Pero el
aparato había emitido ya los impulsos de traslación temporal.

—Se van a robar un Banco el año próximo —dijo Keyton.

—No. Cuando me di cuenta de que no podría evitar la pérdida del cronomóvil,


empecé a manejar disimuladamente el telemando. Y en el momento oportuno, cuan do ya
el matón disparaba, los envié a...

—¿Adónde? —preguntó Lilian, ávidamente.

Eudora sonrió de una forma especial.

—Les van a hacer un buen recibimiento —contestó—. Van a mi época.

Keyton soltó una atronadora carcajada. Lilian rió también, pero se puso seria en el
acto.

—Está bien, pero nosotros nos quedamos aquí, sin poder intentar siquiera el rescate
de mi padre...

—Vendrán a rescatarme a mí —aseguró Eudora—. Y entonces nos apoderaremos


del otro cronomóvil.

—Vaya, parece que has cambiado de modo de pensar —observó Keyton.

—He estado pensando mucho —confesó la joven—. Ahora mismo ya no podría


cumplir la orden que me dieron.

—¿Por qué?

Eudora se lo explicó. Keyton hizo repetidos gestos de asentimiento.

—Absolutamente lógico —convino—. Bien, supuesto que no podemos hacer nada,


propongo que entremos en casa a tomar un poco de café.

Abandonaron el jardín y pasaron al interior. De pronto, oyeron voces en el


laboratorio.

—Bueno, Heno, no te lo tomes así; a fin de cuentas, estamos a salvo.

—Pero no en mi época...

—¿Y qué más da? Los salvajes no te van a comer ni los jefazos del siglo XXXVIII te
van a desterrar de nuevo, me parece. El caso es que hemos salvado el pellejo...

65
Keyton miró sucesivamente a las dos mujeres. Lilian lanzó una exclamación:

—¡Es Tasia!

—Y no viene sola —añadió él.

—Si es Tasia, habrá traído el cronomóvil, ¿no? —dijo Eudora.

Keyton echó a correr, pero se detuvo en el acto al ver a la doctora Aberdeen, que
entraba en la sala, sosteniendo con ambos brazos a un hombre que parecía a punto de
derrumbarse de debilidad.

—Por todos los... —exclamó el joven—. ¿De dónde ha sacado a ese sujeto?

Eudora lanzó un agudo grito:

—¡Dorros! ¡Heno Dorro!

Tasia miró a los tres atónitos espectadores y sonrió.

—Hola a todos —saludó jovialmente.

***

El estómago de Dorro parecía un saco sin fondo. Lilian iba y venía continuamente
de la cocina a la sala, cargada con platos llenos de comida. Al fin, Tasia tuvo que intervenir
y cortó el aflujo de provisiones.

—Basta, Heno —dijo—. Ya has comido bastante y puede hacerte daño. Ahora lo
que te conviene es un buen baño y un aligeramiento de tus greñas...

—Espera un momento —pidió Keyton—. Antes de nada, vienen las explicaciones;


el baño puede esperar.

—Sí, necesitamos saber qué ha pasado —convino Eudora.

—Es bien sencillo —dijo Tasia—. Terminé el aparato, me dispuse a probarlo, lo


puse en funcionamiento y acabé en el siglo dos mil quinientos y pico.

—¿Es que te dirigiste allí intencionadamente?

—No. Sucedió algo raro. Yo había situado la fecha de destino muchísimo más cerca,
en el año dos mil quinientos cincuenta, aproximadamente. Sólo quería ver cómo serían las
cosas dentro de un siglo.

66
—Deberías examinar los contadores de tiempo —sugirió Eudora—. Hay un defecto
en ello y marcan cifras cien veces superiores.

—Sí, eso debe de ser, porque yo estoy segura de haber señalado la fecha
mencionada. Y, sin embargo, aparecí en el siglo dos mil quinientos. Bueno, la experiencia
ya ha sido realizada y, salvo ese pequeño error, bastante satisfactoriamente. El cronomóvil
funciona, que es lo importante, y ahora podremos ir a rescatar al padre de Lilian.

—Hay algunos problemas que debemos resolver antes —dijo Keyton—. Hemos
tenido varios contratiempos y nada agradables. Eudora trajo su cronomóvil, pero nos lo
robaron.

—¿Qué? —gritó Tasia.

—El robo de un cronomóvil es un delito muy grave —intervino Dorro.

—Sí, en tu época. Aquí puede resultar muy distinto. Nadie conocía la existencia de
ese vehículo, no estaba registrado.

—¿Quiénes fueron los ladrones?

—Unos tipos que... Eso precisamente, ladrones; pero Eudora los envió a vuestra
época.

Dorro se volvió hacia la aludida.

—Tienes un telemando, supongo.

—Está averiado. Completamente inútil —dijo Eudora.

—Si me permites examinarlo...

Tasia se puso en pie y agarró a Dorro por un brazo.

—Vamos, al baño —exclamó—. Lilian, supongo que por alguna parte habrá ropas
de tu padre.

—Sí, es cierto. Te daré un traje...

—En el baño encontraremos útiles de afeitar. Lilian, necesitaré unas tijeras; quiero
esquilar a este buen mozo.

Lilian sonrió y proporcionó a la joven todo lo necesario. Luego, Tasia se llevó a


remolque al hombre que había rescatado de su exilio en el futuro.

67
—Me parece que yo también tengo un papel que desempeñar —sonrió Eudora.

—¿Sí? —dijo Keyton.

—Las indicaciones de fechas del cronomóvil del profesor resultan falseadas. Me


gustaría rectificar los instrumentos.

—Por mí no hay inconveniente. Pero, ¿podrás hacerlo?

—No se llega a agente científico en el siglo XXXVIII, sin antes obtener el doctorado
en Ciencias Temporales, lo que implica un conocimiento absoluto sobre cro-nomóviles. Lo
cual significa que puedo montar y desmontar perfectamente cualquier máquina del
tiempo, máxime una de tipo tan anticuado como la del padre de Lilian.

—Es un prototipo y todos los prototipos suelen ser aparatos muy burdos, aunque
funcionen.

—Lo sé, pero tengo la seguridad de poder conseguirlo.

—Un momento —dijo Lilian.

Eudora se volvió hacia la muchacha.

—¿Sucede algo?

Lilian vaciló.

—Bueno, supongamos que reparas la avería. ¿Y después?

—¿Qué quieres decir? No te entiendo...

—Eudora, Lilian quiere saber si no estás pensando en damos esquinazo, dicho sea
con claridad —terció Keyton.

Eudora apretó los labios.

—Si no confías en mí, encárgaselo a Tasia —contestó.

Keyton dio una palmadita en la espalda a la muchacha.

—Vamos, vamos, Lilian, no seas tan recelosas ¿Acaso no confías en Eudora?

—Sonny, la vida que está en juego es la de mi padre.

—No pretenden asesinarle.

68
—No lo sabemos. Pueden matarlo, pueden deportarlo al siglo dos mil quinientos...
Y una cosa es segura: tratan de intervenir en su mente para que olvide cuanto sabe
respecto a cronomóviles.

—Está bien —dijo Eudora—. Si desconfías de mí, puedes permanecer todo el rato
en el laboratorio, mientras reviso los instrumentos.

Lilian vaciló.

—Bueno —contestó al fin, un tanto avergonzada—. Eudora, trata de ponerte en mi


situación... Además, tú misma has confesado que viniste aquí para destruir el cronomóvil
y todas las notas y grabaciones relacionadas con el asunto.

—Sí, pero su forma de pensar ha cambiado radicalmente —dijo Keyton—. Y no


hará nada de lo que le ordenaron.

—Así es —confirmó Eudora.

Keyton sonrió, a la vez que empujaba a Eudora hacia el laboratorio.

—Anda, trabaja sin miedo y procura hacerlo cuanto antes —dijo con acento
persuasivo.

Eudora echó a andar. Cuando iba a entrar en el laboratorio, Keyton le hizo una
pregunta:

—Enviaste a esos granujas a tu época. ¿Qué les harán cuando lleguen allí?

—Probablemente, los deportarán al siglo dos mil quinientos —respondió Eudora.

Keyton meneó la cabeza.

—No les envidio en absoluto —declaró.

69
CAPÍTULO IX

La nube grisácea en que habían estado envueltos durante algunos minutos se aclaró
gradualmente y volvió el resplandor. De pronto, Mess y sus acólitos se encontraron en un
lugar desconocido.

Telly y Kittoe estaban acostumbrados a las rarezas de su jefe y jamás hacían


comentarios a sus acciones, por extravagantes que fueran. Una vez más, se mostraron
impasibles ante el paisaje que se ofrecía a su vista, mientras que Mess lo contemplaba con
ojos casi fuera de las órbitas.

—Pero ¿adónde diablos hemos ido a parar? —barbotó.

Aquélla, no era la ciudad que él conocía, de rascacielos superaltos, helitaxis y aceras


deslizantes, hirviente de actividad y rebosante de gentío por todas partes. Muy al
contrario, en aquella urbe parecían reinar una calma y una paz muy poco comunes.

Los edificios eran bajos; ninguno pasaba de las cinco plantas y, además, estaban
separados entre sí o por anchas avenidas, llenas de árboles y trozos con césped, o por
atractivos jardines. Apenas si se veían personas a pie.

La mayoría, y no eran muchos, volaban individualmente en unos aparatos que


parecían más bien sillones corrientes, muy cómodos y a escasa velocidad. Uno de ellos
tocó tierra a pocos pasos del cronomóvil y su ocupante se levantó y caminó apaciblemente
hasta la casa frontera, en cuyo interior desapareció ante los asombrados ojos de Mess.

—Me parece que nos hemos equivocado de lugar, jefe —dijo Kittoe, sin alterar el
tono de su voz. Y dijo «hemos», a fin de no provocar la cólera del «Duro», compartiendo
con él el posible error en el viaje temporal.

—No, no hemos sido nosotros —contestó Mess, con voz crispada—. Fue esa
maldita mujer. Tenía un chisme en la mano y manipulaba en él.

—Deberíamos largamos, ¿no cree? —sugirió Telly.

Entonces, Mess dirigió la vista al indicador de fechas y lanzó un aullido:

—¡Estamos en el siglo XXXVIII!

—¿Qué? —se asombraron los dos esbirros, que ya empezaban a perder su flema.

—¡Mirad! Aquí dice 6 de abril de 3755.

70
—Rayos —juró Telly—. En esta época, no podremos «limpiar» un Banco. Los
billetes no servirán.

Mess se sentía irresoluto. Empezaba a darse cuenta de que la idea de Luxley, que él
había llevado a la práctica, no era tan buena como parecía.

—Tenemos que volver allí —dijo, muy aprensivo—. Esto no me gusta nada.

De repente, Kittoe lanzó un chillido:

—¡Jefe, mire! ¡Vienen a por nosotros!

Un grupo de hombres descendía de lo alto. Todos ellos llevaban unos extraños


uniformes, con la divisa de la clepsidra en el casco, y portaban una especie de fusiles,
conectados por un tubo a unos depósitos situados en la espalda.

—Tenéis armas —gritó Mess—. Vamos, usad las ametralladoras...

Por primera vez, Kittoe y Telly desobedecieron a su jefe. Las ametralladoras


salieron a través de la puerta y cayeron al suelo. Luego, los dos gorilas alzaron los brazos a
un tiempo, mientras su jefe, lanzando espumarajos de rabia, les apostrofaba
enloquecidamente.

Uno de los guardias hizo señas de que salieran. Kittoe y Telly obedecieron. Mess,
ebrio de ira, desafiando el riesgo de aquellos extraños fusiles, empezó a manipular en el
tablero de instrumentos y luego pulsó el botón de arranque.

Entonces, el cronomóvil se elevó unos metros. Mess miró hacia abajo y sacó la
lengua burlonamente a los asombrados espectadores.

Repentinamente, brilló un vivísimo relámpago y sonó una tremenda explosión. El


cronomóvil se desintegró literalmente en millares de fragmentos. Un bulto cayó al suelo.
Ya no parecía un cuerpo humano. Era una cosa totalmente negra, espantosamente
mutilada. Era todo lo que quedaba de un hombre violento y ambicioso.

Telly y Kittoe cambiaron una mirada.

—Hemos salvado el pellejo —dijo el primero.

—Siempre es lo más importante —convino Kittoe. Miró a los guardias y añadió—:


Nos rendimos, caballeros.

Entonces, dos parejas de soldados avanzaron hacia los rufianes y, cogiéndolos por
los brazos, se elevaron en el aire y emprendieron vuelo rápidamente hacia un lugar

71
desconocido para los prisioneros.

***

Lilian y Keyton se habían acomodado ya en el cronomóvil. Desde sus asientos,


contemplaron a los tres espectadores de la escena.

El aspecto de Dorro, libre ya de penalidades, con el pelo cortado normalmente y sin


barba y vestido con ropas limpias, era muy distinto. Resultaba un hombre atractivo y
Tasia lo miraba embobada, como si se hubiese enamorado súbitamente de él. Eudora, por
su parte, parecía más preocupada por el buen funcionamiento del cronomóvil que por otra
cosa.

Cuando el joven se disponía a arrancar, abrió la portezuela y se inclinó hacia él.

—Olvidaba una cosa, Sonny —dijo—. Cuando llegues a Capital Central, busca a
Brunn Shuro. Es el Prefecto de Ética. Dile que vas de mi parte. Puede ayudaros mucho.

—Prefecto de Ética —repitió el joven, atónito.

—Bueno, aquí se le llamaría Ministro del Interior. Ganas de llamar a las cosas con
nombres raros —sonrió Eudora.

—Tendrá un despacho...

—Cualquiera os indicará el camino. Aunque el profesor está en manos de los


«temporales», Shuro puede ayudaros mucho. No es partidario de sus métodos,
¿comprendes?

—Gracias, lo tendremos en cuenta.

—La Prefectura de Ética está en el Subcentro número tres. Es fácil de encontrar.

—Muy bien. ¿Algo más?

Eudora sonrió.

—Suerte —les deseó.

Cerró la portezuela y se retiró unos pasos. Keyton pulsó la tecla de arranque y el


cronomóvil desapareció casi instantáneamente.

Entonces, Durros avanzó unos pasos.

—Eudora, dame tu telemando —dijo—. Voy a repararlo.

72
—Sí, pero ¿qué conseguiremos con ello, Heno? —preguntó la joven.

Durros sonrió.

—Soy especialista —contestó—. Puedo manipular en ese aparato lo suficiente para


traer un cronomóvil a esta época.

—Ah, quieres volver a la nuestra —sonrió Eudora.

Durros se volvió hacia Tasia.

—Me parece que voy a quedarme en el siglo XXIV —repuso—. Con todas sus
limitaciones, lo encuentro infinitamente mejor que el mío. —Pasó un brazo por la cintura
de Tasia—. Sin duda alguna —añadió.

—No se vive tan mal en esta época —rió la doctora Aberdeen.

—Pero, además —continuó Durros—, Keyton y Lilian pueden encontrarse en


apuros y nosotros podríamos acudir a rescatarlos.

—En tal caso, ¿cómo lo sabríamos? —preguntó la otra joven.

—Eudora, temo que, como muchos, eres una engañada de nuestro gobierno.
Disponen de una cantidad de medios inimaginables y que no han querido hacer jamás
públicos. Uno de esos medios es la cronovisión y yo puedo, con tu telemando, construir un
aparato que nos permita ver lo que está sucediendo en el siglo XXXVIII. Así podremos
seguir los pasos de nuestros amigos y ayudarles si es preciso.

—Fantástico —exclamó Tasia—. Heno, creo que he hecho un hallazgo contigo.


¿Cuándo empezamos a trabajar?

—Ahora mismo, sin perder un solo minuto. ¿De acuerdo, Eudora?

—De acuerdo, Heno —contestó la mencionada.

***

Brunn Shuro contempló especulativamente a la pareja de jóvenes que tenía ante sí y


que se le habían presentado de forma inopinada unos minutos antes.

—Conque ustedes vienen a rescatar al profesor Fulkmeister —dijo.

—Sí, excelencia. Creo que su detención fue algo ilegal.

—Los hombres de esta época no tienen derecho a viajar al pasado para secuestrar a

73
las personas que no actúan como ellos desean —exclamó Lilian, apasionadamente.

—Estoy completamente de acuerdo con ustedes —repuso Shuro—. Sin embargo, no


va a ser fácil. El caso escapa por completo a mi jurisdicción. —Sonrió tristemente—. Mi
cargo es casi decorativo. Soy una especie de guardián del orden público... y la paz es casi
absoluta en las calles y en todos los lugares. Sin embargo, formo parte del gabinete y algo,
creo, podré hacer.

—A mí me parece que los que dispusieron el secuestro de Fulkmeister cometieron


un error —dijo Keyton.

—¿Por qué? —preguntó Shuro.

El joven se lo explicó. Shuro se tiró del labio inferior, mientras parecía considerar el
problema.

De repente, antes de que tuviera tiempo de darles una respuesta, varios hombres
irrumpieron en la estancia.

—¡Aquí están! —gritó uno de ellos—. ¡Arrestadlos!

Shuro se puso en pie.

—¿Qué significa esto, Prefecto Rormart? —preguntó.

—Es bien sencillo, Prefecto Shuro. Hemos localizado unos viajeros ilegales, que han
llegado de otra época, y los arrestamos para que sean sometidos a juicio. El caso entra en
mi competencia y estoy actuando dentro de la legalidad vigente.

Keyton se sentía atónito. Miró a Shuro y sus esperanzas se desvanecieron en el acto.

—Acepto su decisión, Rormart —contestó Shuro, mansamente—. Puede llevarse a


los viajeros.

—Gracias, Shuro. —Rormart sonreía satisfecho—. Llévenselos —ordenó a sus


acompañantes.

Los guardias, vestidos con el uniforme que Keyton había visto en una ocasión,
avanzaron unos pasos y asieron a los prisioneros por ambos brazos.

—El plan seguirá adelante, Shuro —dijo Rormart.

Shuro guardó silencio. Keyton y la muchacha se sentían abrumados por aquel


inesperado desastre.

74
Y cuando quisieron darse cuenta, estaban encerrados en una habitación, situada a
gran distancia del lugar en que habían sido arrestados.

Pero con gran sorpresa por su parte, vieron que había otros dos individuos en aquel
calabozo. Y los conocían.

Kittoe y Telly no se sentían menos asombrados.

—Usted debería estar muerto —dijo el primero, dirigiéndose a Keyton.

—Pero estoy vivo —sonrió el joven.

De pronto, Lilian, moralmente derrumbada, se sentó en el suelo y rompió a llorar


amargamente.

—¿Qué le pasa? —preguntó Telly.

—Su padre fue secuestrado. Vinimos a buscarlo y hemos fracasado.

—Ah, es la hija de Fulkmeister.

—Sí. Por cierto, ¿dónde está Hoagy?

—Ha muerto —contestó Kittoe.

—Quiso escapar con ese cacharro y explotó. No sé por qué, pero así fue —agregó
Telly.

—El mundo ha perdido un granuja —comentó Keyton, ácidamente.

Luego examinó el lugar en que se hallaban.

Carecía de toda comodidad. Era relativamente amplio, unos seis o siete metros de
lado, por cuatro de alto, pero estaba absolutamente desprovisto de muebles, con las
paredes completamente desnudas.

—No es un sitio demasiado acogedor —murmuró.

—Tengo entendido que van a juzgamos pronto —dijo Kittoe.

—Por eso no estiman necesario damos siquiera una silla —añadió el otro.

—¿Juzgar? —se extrañó Keyton.

—Sí. Hemos oído algo sobre viajar ilegalmente...

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—Creo que nos van a deportar a alguna parte, aunque no sé exactamente el lugar —
manifestó Telly.

A Keyton se le pusieron los pelos de punta, porque inmediatamente pensó en


Durros y la época a la que había sido enviado.

—No dejaré que me deporten al siglo dos mil quinientos —masculló.

—¿Cómo? —preguntó Kittoe.

Keyton volvió los ojos hacia Lilian. La joven parecía recuperarse un tanto.

—Lilian, si no actuamos pronto, nos deportarán, como hicieron con Heno —dijo.

Ella alzó los ojos, todavía húmedos.

—Sí, pero, ¿qué podemos hacer?

Keyton trató de rememorar el camino que habían seguido hasta llegar a aquel
calabozo. Entornó los ojos unos instantes y luego decidió que había una posibilidad.

En el piso inmediatamente superior había un gran vestíbulo, por el que habían


pasado en su viaje hacia el sótano. Keyton recordaba haber visto abrirse una puerta, de la
que salían dos hombres.

La visión había sido muy rápida, pero había podido captar la imagen de un
cronomóvil. Si pudieran llegar hasta allí...

Lentamente, se acercó a la puerta y tanteó su pulida superficie con ambas manos. Al


cabo de unos momentos, se volvió hacia los dos «mastines»».

—Hemos sido enemigos —dijo—, pero ahora debemos olvidarlo, si queremos


volver a nuestra época.

Telly asintió.

—Estoy de acuerdo —contestó—. ¿Qué hemos de hacer?

El joven consultó su reloj de pulsera.

—Faltan todavía cuatro horas para que se haga de noche —dijo—. Entonces,
empezaremos a actuar. Y os diré cómo...

76
CAPÍTULO X

Era fantástico, pensó Tasia, mientras Durros y Eudora daban los últimos toques a
su trabajo. Habían hecho ya unas pruebas, pero Durros había encontrado ciertos defectos
en el aparato y quería corregirlos, antes de ponerlo definitivamente en funcionamiento.
Tasia se maravillaba de los adelantos técnicos del siglo XXXVIII, aunque en su fuero
interno se decía que era un mundo casi completamente deshumanizado.

El siglo XXIV era mucho mejor, se dijo, a pesar de las serias restricciones que
existían en algunos aspectos de la vida. Ella misma, para dedicarse a tan poco honesta
profesión, había tenido que superar ciertos requisitos que se le habían antojado absurdos.
Y, sin embargo, prefería mil veces vivir en su época.

Pero ahora no se trataba de su problema personal, sino de ayudar a unos amigos en


apuros. Keyton le había proporcionado una ocasión de cambiar de vida y debía
corresponder de alguna manera.

—Bueno, ya está —dijo Durros, de pronto—. Eudora, cuando quieras.

La joven empezó a manipular en el telemando. A los pocos segundos, se iluminó


una pantalla de televisión que habían instalado en el laboratorio.

Durros afinó los controles. Las imágenes se hicieron más claras. De pronto, la
pantalla permitió ver una sala en la que había un par de cronomóviles.

Durros estudió las indicaciones del aparato.

—El de la izquierda está en revisión —dijo—. Fíjate en la etiqueta que tiene en el


cristal delantero.

—Es cierto —convino Eudora.

—El otro aparece listo para su empleo. Podemos traerlo aquí cuando queramos.

—Un momento —intervino Tasia—. ¿Puedo hacer una sugerencia?

—Sí, claro —accedió Durros.

—Esperemos a la noche —propuso la doctora.

—No es mala idea —murmuró Eudora—. Heno, ¿puedes localizar a nuestros


amigos?

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—Lo intentaré.

Las imágenes se borraron y aparecieron confusas durante unos momentos. Luego


se hicieron nuevamente claras.

Y entonces vieron algo sorprendente.

Keyton y Lilian eran conducidos por unos guardias uniformados, que los llevaron a
un calabozo, en el que había ya dos hombres. La puerta de la celda se cerró y pudieron ver
a Lilian que se derrumbaba hecha un mar de lágrimas.

—¡Los han arrestado! —exclamó Eudora.

Tasia se sintió muy preocupada.

—¿Qué pueden hacerles? —preguntó.

—Lo mismo que a mí, con toda seguridad —dijo Durros—. Los deportarán al siglo
dos mil quinientos...

—Bonito panorama —masculló Tasia—. Heno, dijiste que podías traer un


cronomóvil.

—Sí, por supuesto.

—En esos trastos caben cuatro personas. Uno de nosotros podría ir, libertarles y...
Pero no debemos olvidarnos del profesor.

—Voy a ver si lo localizo —dijo Durros.

Unos minutos más tarde, vieron a Fulkmeister.

El padre de Lilian estaba en una habitación, confortablemente amueblada y vestido


con un mono de color blanco. Parecía muy irritado y se paseaba por la estancia como un
león enjaulado.

—No parecen haberle hecho graves daños —observó Tasia.

—El proceso de acondicionamiento de la mente, para olvidar determinados temas,


es muy largo —explicó Eudora—. Tienen que hacer que olvide todo lo referente a los
cronomóviles, pero nada más, y eso resulta enormemente complicado, porque deben
empezar a partir del momento en que Fulkmeister conoció lo que eran las cifras,
separando de sus recuerdos todo lo que no tenga relación con las máquinas del tiempo.
Pueden pasar meses enteros antes de que consigan los resultados apetecidos.

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—Bueno, eso nos da un margen de tiempo muy apreciable. Heno, ¿cuándo nos
traemos el cronomóvil?

—A la noche —contestó el aludido—. Ahora hay todavía movimientos de técnicos


en ese departamento y, si notaran la falta del cronomóvil, darían la alarma in-
mediatamente. Entonces, usarían el rastreador temporal y nos localizarían en el acto.

—Por la noche, el lugar queda desierto —dijo Tasia.

—Exactamente.

—Entonces, aguardaremos a que llegue la noche. ¿Alguna objeción, chicos?

—Sí, una —dijo Durros—. Estoy desfallecido de hambre.

Tasia se echó a reír. Luego, mirándole de reojo, hizo una pregunta:

—Heno, ¿puedes quedarte en esta época?

***

Keyton consultó su reloj de pulsera y luego miró a los dos gigantes.

—Es la hora —dijo—. ¿Listos?

Telly y Kittoe contestaron con sendos movimientos afirmativos. El joven se apartó a


un lado y agarró la mano de Lilian.

—Lo harán —murmuró.

Los dos gigantescos individuos retrocedieron hasta situarse en la pared opuesta.


Inspiraron con fuerza varias veces. Luego, Telly dijo:

—¡Ahora!

Inmediatamente, se lanzaron hacia adelante a velocidad. Eran doscientos cuarenta


kilos de huesos y músculos, una irresistible catapulta, cuya masa se veía lógicamente
incrementada por la velocidad. Cuando se produjo el impacto, el peso conjunto superaba
la tonelada.

Se oyó un tremendo estrépito. Parte de la pared se derrumbó, mientras la puerta


volaba en una sola pieza hasta el muro opuesto. Kittoe y Telly rodaron por tie rra, entre
una nube de polvo, pero se recuperaron de inmediato.

Fuera, en el corredor, había un guardia armado, que se sentía estupefacto por algo

79
que no le cabía en la mente. Aún tenía la boca abierta, cuando Telly le hizo volar hasta el
fondo del corredor de un tremendo derechazo.

Mientras, Keyton empujaba a Lilian. A través de las ruinas, llegaron al corredor y se


lanzaron hacia la escalera que conducía al piso superior.

—¡Seguidme! —gritó el joven.

Los dos gorilas no se hicieron de rogar. En pocos instantes, llegaron al vestíbulo.


Había allí un soldado, que parecía desconcertado por lo que sucedía, pero no se atrevía a
tomar una determinación.

—Este es mío —dijo Kittoe.

El guardia quedó fulminado un segundo después. Mientras, Keyton se había


acercado a la puerta que había visto antes y forcejeaba con la cerradura.

Lanzó una maldición.

—Han echado la llave.

—Déjelo de nuestra cuenta —pidió Telly—. ¿Compadre?

—Sí, ahora mismo —dijo el otro.

Por segunda vez, los dos gigantes cargaron contra otra puerta. Esta era de madera y
quedó literalmente convertida en astillas.

—Ah, ahí está —gritó Keyton jubilosamente, señalando al cronomóvil.

—Sí, está ahí —convino Lilian—. ¿Y mi padre?

—Mira, lo primero es que vuelvas a casita. Luego regresaré yo y trataré de


rescatarle, ¿comprendes?

—No sé qué decirte...

—Vamos —gruñó Telly—, no perdamos el tiempo en discusiones. Salgamos de aquí


cuanto antes. Y si ustedes se quieren quedar...

El sujeto se calló bruscamente.

Lilian lanzó un grito. Kittoe emitió una sonora maldición. Keyton se dio una
bofetada en la cara.

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¡El cronomóvil había desaparecido!

Había otro, pero pronto vieron que sus mecanismos estaban en reparación. Keyton
maldijo aquellos breves segundos de discusión, causantes de un inoportuno retraso que
podía costarles muy caro.

De todos modos, no podían seguir allí por más tiempo.

—Vamos, salgamos —gritó.

Agarrando la mano de la muchacha, echó a correr, seguido por los dos gigantes.
Encontraron una escalera y se metieron por ella sin vacilar. Al final, había una puerta, que
Kittoe hizo saltar de un brutal puntapié.

Entonces se encontraron en una estancia, en la cual había un hombre dormido.


Lilian lo reconoció y lanzó un agudo grito:

—¡Papá!

***

El profesor Fulkmeister despertó en el acto, enormemente sobresaltado por aquella


inesperada llamada. A tientas, buscó sus lentes, se los puso y, sentándose en la cama,
contempló absorto el pequeño grupo de personas que habían invadido su dormitorio.

—¡Cielos! ¿Qué sucede aquí? —dijo. Luego reconoció a la muchacha y sonrió—:


Lilian, hija...

Ella corrió hacia su padre.

—¿Estás bien? ¿No te han causado daños en el cerebro? Sabemos que te van a
someter a un tratamiento para que olvides todo lo referente a los cronomóviles.

—Hasta ahora, no han hecho más que interrogarme, aunque, eso sí, sin apenas
interrupción. Pero el trato ha sido bastante correcto, si bien se han negado en todo
momento a admitir mis protestas. Parece ser que quieren...

—Yo sé bien lo que quieren, profesor —intervino Keyton, a la vez que asía el brazo
de Fulkmeister—. Y no es éste el momento de explicaciones, sino hora de escapar cuanto
antes. Vamos, vístase, pronto. Vosotros dos —se dirigió a los mastodontes—, vigilad por si
viene alguien.

Kittoe y Telly se situaron en la puerta. Fulkmeister abandonó la cama y empezó a


vestirse.

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—Lilian, al menos podías ocuparte de las presentaciones, me parece —dijo.

—Este es Sonny Keyton, detective jurado, al que contraté para encontrarte. Hemos
pasado mil apuros, pero al fin hemos conseguido dar contigo.

—¿Vais a volverme a mi época, muchachos?

Keyton torció el gesto.

—Teníamos un cronomóvil, pero nos lo quitaron. Me refiero al suyo, profesor; una


amiga mía encontró el fallo y vinimos hasta este siglo. Nos encerraron, conseguimos
escapar y encontramos otra máquina del tiempo, pero desapareció inexplicablemente
cuando nos disponíamos a utilizarla.

—Entonces, ¿no podemos regresar al siglo XXIV? —dijo Fulkmeister, decepcionado.

—Tendremos que buscar a Shuro. Él puede hacer algo por nosotros —contestó el
joven—. ¿Listo, profesor?

—Sí, cuando quieras, muchacho.

Corrieron hacia la puerta.

—El camino está despejado —informó Kittoe.

—Muy bien, larguémonos.

Descendieron la escalera a todo correr. De repente, cuando estaban a mitad del gran
vestíbulo, oyeron voces destempladas que se filtraban a través de una puerta situada a la
derecha de la escalera.

—¡Me opongo a lo que propone el Prefecto Shuro! —vociferó alguien—. Es


absolutamente ilegal...

—Puede que sea ilegal, pero la ley que contraviene mi propuesta puede ser
modificada y entonces desaparecerá esa ilegalidad —respondió otro hombre, en cuya voz
reconoció Keyton a Bruhn Shuro—. Pero incluso dejando de lado los aspectos legales de la
propuesta que he formulado, es preciso tener en cuenta los aspectos prácticos y éstos son
fundamentales para la supervivencia de nuestra época. O se deroga esa ley o, de seguir
adelante con el plan del Prefecto Rormart, corremos el riesgo de perder cuanto hemos
conseguido hasta ahora.

Keyton se detuvo e hizo señas a los otros de que se callasen. Luego, muy despacio,
se acercó a aquella puerta y la abrió un poco más. Entonces contempló un espectáculo

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inusitado.

83
CAPÍTULO XI

Había una docena de hombres, congregados en torno a una gran mesa circular,
todos ellos vestidos de idéntica manera y con el emblema de la clepsidra en el lado
izquierdo de sus uniformes. Uno de ellos parecía presidir la reunión y su insignia era algo
mayor que las restantes.

—Prefecto Rormart, como Presidente del Consejo de Prefectos, creo que sería
conveniente escuchar los alegatos de nuestro colega. No olvidemos que estamos aquí para
gobernar el planeta en esta época y que cada uno de los presentes tiene derecho absoluto a
expresar sus opiniones, aunque no nos gusten. Que se aprueben o no las propuestas que se
puedan formular, es ya otra cuestión. Pero nadie tiene derecho a hacer callar a otro, sólo
porque detesta su forma de pensar o no le gusta lo que pretende que se haga.

«¡Bravo!», aprobó Keyton mentalmente.

El tipo le había caído simpático, se dijo. Desde el umbral, pudo ver el rostro de
Rormart, deformado por la rabia que le producía la decisión del presidente.

—A pesar de todo, opino que nuestro colega Shuro se dejó influenciar por los
viajeros que llegaron del siglo XXIV—dijo Rormart, rencorosamente—. Al recibirlos, se
había tomado atribuciones que no le competían.

—Creo que eso no es relevante ahora, señor presidente —se defendió Shuro.

El presidente Queldon hizo un leve ademán.

—En todo caso, discutiremos más adelante si el comportamiento del Prefecto de


Ética puede ser objeto de censura. Ahora, lo que conviene es escuchar sus propuestas. ¿O
no nos hemos reunido aquí con ese único motivo?

Sonaron algunas voces de aprobación. Queldon hizo gestos con las manos.

—Por favor, dejemos que hable nuestro colega Shuro. Permitamos que exponga sus
argumentos. Luego someteremos su propuesta a votación. ¿De acuerdo, caballeros? —
Queldon esperó un instante y movió la cabeza afirmativamente—. El Prefecto Shuro
puede continuar —indicó.

—Gracias, presidente. A decir verdad, yo no había reparado en un argumento tan


simple como el que me plantearon los dos viajeros que llegaron del siglo XXIV.
Francamente, los viajes temporales no son mi fuerte y aunque he realizado algunos, no he
entrado nunca ni en su mecánica ni en sus aspectos legales ni mucho menos en las posibles
consecuencias psíquicas o físicas que pudieran derivarse para los que realizan tales viajes.
Cada uno en su esfera y... —Shuro sonrió—. Antiguamente se decía algo parecido: «Cada

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uno en su casa y Dios en la de todos.» Las cosas, en este asunto, son un poco distintas.
Todos debemos estar un poco en casa de todos.

—Será mejor que no divague y vaya derecho al grano —refunfuñó Rormart.

—Un poco de explicación nunca estorba, colega —dijo Shuro, sin inmutarse—. El
Prefecto de Viajes Temporales, estudiando los asuntos de su departamento, decidió un día
que en el siglo XXIV había un tipo chiflado, cuyas acciones podían ser perjudiciales para
nuestra época. En consecuencia, y decidiendo por sí mismo y sin someter la operación a
estudio por parte de este consejo, envió a varios de sus agentes a secuestrar a aquel sujeto
y traerlo a nuestra época, para hacer que olvide todo cuanto había hecho sobre
cronomóviles.

Rormart golpeó la mesa con fuerza.

—Los trabajos de Fulkmeister eran erróneos. De haberle permitido seguir con sus
experimentos, nuestra época podía haber padecido terribles alteraciones...

—Temo que el Prefecto de Viajes Temporales no ha estudiado bien la historia —


contestó Shuro, cáusticamente—. No digo que no actuase creyendo lo hacía en bien de
todos, pero estaba equivocado...

—¡Demuéstrelo! —rugió Rormart.

—Claro. Es bien fácil. Voy a proponer a mi colega que haga un viaje al pasado más
remoto de la Tierra, cuando el hombre apenas sabía encender el fuego. Propongo a
Rormart que busque al primer constructor de la rueda y que se lo traiga aquí, porque al
inventar la rueda, puede perjudicar esta época. Luego puede ir en busca del que inventó el
arco y la flecha, y la lupa de aumento, y la imprenta, y la propulsión por vapor, y los
motores de combustión interna... En todo invento hubo siempre un primer inventor o
constructor, tanto da. Y todo lo que tenemos ahora, incluyendo los cronomóviles, es el
resultado y la suma de todos aquellos inventos: el fuego, la rueda, el arco y las flechas, el
primer microscopio, la imprenta... y el primer crono- móvil, «precisamente» el del profesor
Fulkmeister.

Hubo una pausa de silencio. Once rostros estaban vueltos hacia Shuro, con absoluta
concentración.

—Sí —continuó Shuro—, nuestro colega no ha estudiado bien la historia. De lo


contrario, sabría que Fulkmeister fue el primer constructor de un cronomóvil operativo, el
cual, como todas las máquinas que se construyen por primera vez, habrá tenido sus fallos,
pero es la base de los cronomóviles actuales. Por tanto, si se destruyen los trabajos de
Fulkmeister, corremos el riesgo de una alteración de las líneas temporales, que podría
incluso afectar a aspectos muy importantes de nuestra actual civilización. De la primera

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rodaja de un tronco de árbol, se derivaron las ruedas de los trenes y de los automóviles.
De los primeros tipos móviles de imprenta, se derivaron las linotipias y las rotativas. Del
primer fuego, encendido mediante la fricción de dos palitos, se derivaron los hornos de
fundición... ¿Es necesario que siga, queridos colegas?

Queldon levantó una mano.

—Votemos la propuesta del Prefecto de Ética —dijo—. Los que estén en favor de
suspender las operaciones contra el profesor Fulkmeister y su devolución a su época,
pueden levantar la mano. Los que estén en contra, permanecerán inmóviles.

El presidente mantuvo su mano en alto. Diez manos más se alzaron. Sólo Rormart,
hirviendo de furia, quedó en su sitio, con los brazos cruzados.

—De todos modos, tenía la razón —vociferó súbitamente—. Y aunque no lo


quieran, yo iré al siglo XXIV y destruiré...

—Rormart, usted ya no hará nada. Está destituido —dijo el presidente.

Hubo un instante de silencio. De pronto, Rormart pareció perder el dominio de sí


mismo y sacó algo de su bolsillo.

—¡Están locos, locos! —aulló.

Aquella especie de tubo disparó un rayo de luz que alcanzó de lleno a Queldon,
atravesándolo de parte a parte y chamuscando la pared que tenía a sus espaldas. Queldon
se irguió convulsivamente, estuvo así un instante y luego se derrumbó de bruces sobre la
mesa.

Entonces, Keyton se lanzó hacia adelante con tremendo ímpetu. Rormart apuntaba
ahora con el arma a su colega de Ética.

—Tú seguirás su camino —barbotó—. Ahora yo seré el presidente y el consejo hará


lo que yo diga...

En aquel instante, Keyton cayó sobre él y lo aplastó contra la mesa Rormart lanzó
un corto aullido El arma dé luz sólida saltó de sus dedos y resbaló sobre la pulida
superficie de la mesa Shuro se apoderó de ella en el acto.

Rormart chillaba como un poseído. Keyton, en medio de la sorpresa general, agarró


al sujeto por el cuello de su uniforme, le hizo ponerse en pie y luego le arreó un tremendo
derechazo en el mentón, que acabó con la enloquecida resistencia del prefecto.

Keyton sonrió.

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—Lamento la interrupción, pero creo que lo he hecho en un momento muy
oportuno —dijo.

Shuro volvió los ojos hacia el inmóvil cuerpo de Queldon y meneó la cabeza.

—Sí, ha actuado con gran oportunidad —contestó—. Lo lamento por Queldon; no


se merecía acabar de esa manera, pero había concedido a Rormart demasiadas iniciativas.
En el fondo, tenía buena parte de la culpa de todo lo ocurrido.

—¿Qué harán ahora con el asesino? —preguntó Keyton.

—Lo deportaremos más allá del siglo dos mil quinientos.

—Se lo merece.

—Usted también se merece nuestra gratitud. Me suministró los argumentos que


expuse ante el consejo...

—A mí me los dio un agente enviado a nuestra época, para completar la tarea de los
dos primeros —sonrió Keyton—. Pero son unos argumentos absolutamente lógicos. No se
pueden corregir los errores del pasado, viajando desde el futuro. Lo que fue y se hizo, su-
cedió y hecho está y estará.

—Sí, es cierto —convino Shuro—. Tendremos que ocupamos del asesino —agregó
—. Le cegó el orgullo. Estaba poseído por un amor propio insano, casi anormal…

—En resumen, loco de remate.

Shuro asintió.

—Ahora sólo me falta compensar a ustedes por todo lo que han pasado por nuestra
culpa. ¿Qué podemos hacer en su favor, señor Keyton?

El joven suspiró.

—Devuélvanos a nuestra época —solicitó.

En aquel instante, se oyó un fuerte alboroto en el vestíbulo.

Keyton corrió hacia la puerta y se quedó atónito. Tasia y Eudora estaban en la sala
de cronomóviles, agitando las manos con vivos gestos.

—¡Vamos, aprisa, antes de que sea demasiado tarde! Tenemos un cronomóvil


dispuesto...

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Keyton sonrió.

—Apuesto a que alguna de vosotras dos se llevó el cronomóvil, cuando nos


disponíamos a utilizarlo —dijo.

Shuro salió al vestíbulo. Eudora lo vio y se puso rígida.

—Señor —saludó.

—Agente, estos viajeros del tiempo deben volver a su época. Ocúpese de todo lo
necesario.

Eudora asintió.

—Con mucho gusto, señor.

Shuro se volvió hacia Fulkmeister.

—Haré que le devuelvan su cronomóvil, profesor. Sin él, los nuestros no existirían
—sonrió.

Fulkmeister hizo un gesto con la mano.

—Tendré que continuar la conferencia en el punto donde fue interrumpida —dijo


jovialmente.

Eudora se dispuso a volver a la sala de cronomóviles. Shuro la llamó:

—Agente Lomm, cuando haya terminado esta misión, venga a verme. Tengo un
puesto para usted en mi nuevo gabinete.

Eudora sonrió.

—Lo haré con mucho gusto, señor —contestó.

Keyton empujó a la muchacha.

—Lilian, a casita —dijo.

Kittoe y Telly estaban ya impacientes por regresar también. Keyton pensó que los
perdería de vista muy pronto. Si contaban lo ocurrido, nadie los creería.

De pronto, Keyton alargó la mano y agarró a Tasia por un brazo.

—Eh, ¿dónde está Heno? —preguntó.

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—Allá, esperándome —contestó la doctora, con una gran sonrisa.

Keyton arqueó las cejas y se volvió hacia Eudora.

—¿Es posible?

—En el caso de Heno, sí. Es soltero; si estuviese casado y tuviese un hijo, no podría
hacerlo, para no alterar las líneas del tiempo a partir de su época. No habiendo dejado
rastro tras sí, es posible ir a vivir al pasado. Al que le guste, claro.

—A ti no te gusta.

Eudora sonrió.

—Esta es mi época —respondió significativamente.

***

De nuevo estaban en el Citizen Auditorium. El profesor ocupaba el estrado de


oradores.

Tasia y Heno asistían a la conferencia. Keyton, situado en un discreto rincón, se dijo


que el ambiente había variado un poco desde la última vez.

Sonrió para sí. En la anterior ocasión, había esperado a Tasia, y se había ido con ella
a su apartamento. Dos hombres habían llegado del futuro, llevándose al profesor...

Fulkmeister iba a construir un nuevo laboratorio. Necesitaría ayudantes. Tasia y


Heno habían sido contratados ya.

Heno parecía encontrarse muy a gusto en el siglo XXIV. Claro que, pensó Keyton,
Tasia tenía una notable parte en aquella decisión.

—Se lo merecen —murmuró.

Fulkmeister continuaba hablando:

—Mencioné las diez barreras vencidas por el hombre. La última, decía, era la
barrera del tiempo. Es rigurosamente cierto, es la última barrera que se puede vencer.
Porque aún queda otra y ésa no se podrá vencer jamás y, por tanto, no pudiéndose
rebasar, no se puede considerar como tal barrera. Me refiero a la muerte, hecho al que
todos los humanos hemos de inclinamos resignadamente, aunque nuestra existencia
llegue algún día a durar centenares de años Porque no sobrepasaremos jamás esa barrera,
ya que nunca seremos inmortales.

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Fulkmeister acabó su disertación. Sonaron aplausos. Tasia y Heno se levantaron
para felicitarle. En aquel momento. Keyton vio que Lilian entraba en la sala.

—Me he retrasado —dijo la muchacha.

—Demasiado trabajo —sonrió él.

—Un poco, es cierto. Veo que están aplaudiendo a mi padre...

—Han quedado plenamente convencidos. Por cierto, ¿cómo va tu negocio de


bordados?

—Oh, magníficamente. No puedo quejarme; cada día tengo más pedidos. La gente
vuelve a las cosas antiguas...

—Sí, ocurre cada cierto tiempo —sonrió él—. ¿Puedo encargarte un traje de novia
bordado?

Lilian respingó.

—¿Para quién es? —preguntó.

—¿Interesa mucho ese detalle?

—Hombre, si hemos de hacerlo en mi taller, necesito los datos de la novia, las


medidas, sus gustos... Averigua todo eso y ven a verme y entonces discutiremos el asunto.

—No será necesario. Para las medidas y demás, bastará con que te mires al espejo.

Lilian calló un instante. Luego sonrió.

—Hace años que lo tengo preparado —contestó—. Sólo faltaba el hombre.

—Pues ya lo tienes —dijo él, agarrándola por el brazo—. Ha llegado la ocasión de


que utilices ese traje de novia.

—Por cierto, ¿tienes alguna idea de adonde ir en viaje de luna de miel? ¿Tal vez al
siglo XXXVIII, para ver cómo van las cosas ahora?

—Lilian, ¿tienes ganas de poner el traje en alcanfor?

—Oh, no, claro. Quiero usarlo cuanto antes...

—Entonces, no me arranques de mi época. Que es la tuya. Aquí estamos bien para


siempre. ¿Entendido?

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Lilian sonrió.

—Sí, es lo mejor. Es nuestra época y procuraremos que sea la más feliz de todas —
contestó.

FIN

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