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Carrados Clark - Heroes Del Espacio 32 - La Ultima Barrera
Carrados Clark - Heroes Del Espacio 32 - La Ultima Barrera
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CLARK CARRADOS
La última barrera
Colección
Publicación semanal
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CAPÍTULO PRIMERO
Fulkmeister se interrumpió unos instantes, para recorrer con la vista los rostros de
los oyentes. El profesor era hombre de poco más de cincuenta años, bastante alto, un tanto
cargado de hombros y con dos ridículos mechones de pelo gris a ambos lados de su cabeza
casi completamente calva. Los ojos, agudos, vivaces miraban a través de unas gafas con
cristales de casi medio dedo de grueso. En su boca lucía una sarcastica sonrisa,
considerada por muchos como la expresión de superioridad que sentía Fulkmeister hacia
el resto de la humanidad.
En buena parte, con razón. Primero, le gustaba el contacto directo con el público.
Segundo, había estimado que el ofrecimiento era una burla, al considerar que debería
pronunciar su conferencia a la una del mediodía y no a las siete de la tarde, que era
cuando más gente había ante las pantallas.
Uno de los oyentes era Frederick Augustus Emory Keyton, alias Sonny. Sonny
Keyton era detective jurado con licencia del Consejo Mundial de Gobierno, cosa que no
muchos conseguían. Pero Keyton no se hallaba en el auditorio siguiendo una pista.
Aunque, en realidad, casi lo estaba haciendo. Keyton seguía los pasos de una rubia
despampanante, a la que había echado el ojo desde hacía algún tiempo. La rubia tenía una
silueta con innumerables atractivos y Keyton había considerado la posibilidad de
establecer un romance con ella. Por casualidad, la había visto entrar en la sala y había
decidido seguir sus pasos. Cuando terminase la conferencia, iniciaría los primeros
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contactos y...
—La primera barrera rota fue la del fuego, cuando el hombre aprendió a hacerlo
por sí mismo. La segunda, la rueda. La tercera, la imprenta. La cuarta, la pólvora. La
quinta, el vapor. La sexta, la electricidad. La séptima, la aviación. La octava, el submarino,
aunque quizá ésta debiera ser la séptima, porque el hombre aprendió antes a sumergirse
que a volar. La novena, los vuelos por el espacio. Pero falta la última barrera, la número
diez, y esa barrera es el tiempo... Sí, queridos amigos, el tiempo. El hombre está
condenado, desde que nace hasta que muere, a vivir en su época...
Keyton tenía los ojos clavados en la rubia. Estaba dos filas detrás de ella y a su
derecha. Veía su perfil, el rostro, gracioso y dulce al mismo tiempo, la curva del pecho, de
firmes contornos, la leve comba del vientre, los muslos, redondos, macizos, parte principal
de unas piernas largas y perfectamente contorneadas... De lo que Fulkmeister decía, no
tenía la menor idea.
—Sí, amigos míos; ha pasado ya la hora en que el hombre deba vivir encadenado en
su época. A partir de ahora, podrá viajar en el tiempo, al pasado o al futuro, a su elección,
ya no estará más encadenado al día en que vive, p o r q u e habrá roto esa última barrera: la
barrera del tiempo.
Sonaron unos corteses aplausos. Fulkmeister levantó una mano, como para
imponer silencio, sonriendo con virtuosa modestia.
—Y ahora, queridos oyentes, explicaré cómo se puede romper esa barrera, es decir,
cómo se puede viajar a través del tiempo…
Súbitamente, dos hombres entraron en la sala por una puertecita lateral, y treparon
al estrado en que Fulkmeister pronunciaba su conferencia. Todos los espectadores se
quedaron atónitos.
Los recién llegados eran hombres jóvenes, bien parecidos pero vestían unos extraños
ropajes, hechos de un tejido resplandeciente, que parecía tener brillo propio. Además,
llevaban unos cascos, con remate en cresta, ligeramente saledizo por encima de la frente,
del mismo color que sus ropas y tan brillantes como ellas.
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En el frontis de los cascos llevaban la más extraña insignia que Keyton había visto
nunca, como distintivo de un uniformé: una clepsidra o reloj de arena, en oro, sobre un
fondo circular en rojo oscuro, casi color vino.
Fulkmeister se asombró ante aquella inesperada interrupción, pero los dos hombres
no le dieron tiempo a formular objeciones. Casi en volandas, lo sacaron de la sala y
desaparecieron de la vista de los presentes.
—El profesor tiene muchos acreedores y se lo llevan a la cárcel, hasta que pague sus
deudas.
—Psé, no está nada mal —contestó ella—. Pero no ha dicho gran cosa.
—Debe de tener cuentas pendientes con la ley. Sin embargo, todo parecía apuntar a
que había conseguido resolver el mayor problema que tiene planteado el hombre desde
que supo encender el fuego por primera vez. Me refiero, naturalmente, a los viajes a través
del tiempo.
—Sí, sin duda alguna. Y me imagino le ha debido de costar una enorme cantidad de
trabajo, aparte de largos años de estudios y experiencias.
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lo ocurrido.
—No creo que sea una astronave; para mí, es un nuevo invento de la policía, para
llevarse a los arrestados sin problemas...
—En absoluto.
—¿En mi apartamento?
Por fin había caído la pieza, se dijo, juntando mentalmente las manos por encima de
la cabeza y saludando al inexistente público que aclamaba su victoria.
***
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unas horquillas y se había puesto una bata muy corta, que le llegaba apenas a medio
muslo.
—Descuida, encanto.
Tasia le entregó una tarjeta. Keyton se sentó en la cama, apartó con la mano un
mechón de cabellos castaños y leyó:
TASIA ABERDEEN
Consoladora profesional
Nota importante:
Terminantemente prohibidos
—Antes se os llamaba...
—Pero... tú, eres... o parece que lo eres, una mujer culta; incluso con título...
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—Lo tengo. Soy doctora en Física Superior. Pero no tengo trabajo y tengo que
comer. ¿Más café?
—Sí, gracias.
—Oh, hace un par de años. Conseguí el doctorado, pero nadie quiso darme empleo
—repuso ella, sin alterarse—. Vivimos en una época maravillosa. Este siglo XXIV, todo
resuelto, con los robots que trabajan por los humanos, bueno, en la mayor parte de las
tareas pesadas... Pero, en cambio, el gobierno no ha descubierto aún el modo de llenar el
estómago de las personas sin que éstas paguen por sus alimentos.
—Comprendo.
—No te preocupes. Ahora sólo es preciso hacer la cuenta de lo que te debo. Tienes
una tarifa alta, ¿eh? —comentó Keyton, sarcásticamente.
—Sí, es cierto —dijo él, ocultando el despecho y la decepción que sentía—. Bueno,
tenemos que empezar a contar el tiempo desde...
—Entramos en el apartamento a las seis cuarenta y cinco en punto. Son las nueve y
treinta minutos.
Se limpió los labios, entregó su tarjeta a la joven y ésta hizo las operaciones
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correspondientes. Luego, Tasia se la devolvió y sonrió.
—Bah, no te preocupes. De todos modos, no puedo negar que ha sido una velada
encantadora.
—Sí.
Keyton echó a andar hacia la puerta. Cuando ya iba a salir, Tasia llamó su atención.
—Sonny.
—Oh...
—Por supuesto.
—No me digas —se burló él. Luego añadió—: De todos modos, yo me encuentro
muy a gusto en mi época. Adiós.
—Adiós, Sonny.
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Cuando llegó a su apartamento, se encontró con una visita totalmente inesperada.
Era una muchacha, de poco más de veinte años, alta, espigada y de suave cabellera
dorada.
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CAPÍTULO II
AL
DIRECTOR SEGUNDO DE
AGENTES CIENTIFICOS.
A la recepción del presente, dispondrá usted sea enviado con la máxima urgencia,
un agente al siglo XIV, al objeto de localizar, y destruir en su caso, cuantos aparatos se
hayan podido construir en aquella época y mediante los cuales pueda viajarse a través del
tiempo.
K. U. Rormart,
PREFECTO
***
AL
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de que proceda en consecuencia.
T. K. BHINEX, DIRECTOR
2.° de V.T.
***
MENSAJE ORDINARIO
AL
Informaré a mi regreso.
E. LOMM
***
12
—Sí, gracias —aceptó Lilian.
Keyton trajo poco después dos tazas, una jarra con calentador incorporado y un
tubo de tabletas de café instantáneo.
—Hable —invitó.
—Le seré sincera, aunque sé que le va a costar mucho creerme —dijo la chica—. Mi
padre había inventado ya un cronomóvil. Y funcionaba.
—¿Un... qué?
—Exacto.
Keyton puso agua en una taza, añadió un terrón de azúcar y echó una tableta de
café. Luego repitió la operación para sí mismo.
—Les viajes que mi padre había realizado fueron, en realidad, muy cortos, de
apenas unos minutos de duración. La máquina tenía poca potencia, ¿sabe?
—Bien, la potencia no se necesita tanto para llegar a determinada época, como para
mantenerse en ella. En una ocasión llegó al siglo XXXVIII.
—Exacto. Pero su estancia en esa época duró poco más de dos minutos. Sin
embargo, tuvo que regresar inmediatamente. Problemas de energía, ya se lo he dicho.
Ahora bien, mientras realizaba sus trabajos, quiero decir, mientras comprobaba sus
experiencias, le pareció que era espiado.
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empezó a sentirse nervioso. Tenía el presentimiento de que iba a ser secuestrado y ese
presentimiento se cumplió ayer tarde.
—No los encontrarán. Eran viajeros del tiempo. Vinieron del futuro y se llevaron a
mi padre.
—No, no estoy loca —dijo Lilian, adivinando sus pensamientos—. Mi padre ha ido
a parar a un futuro indeterminado... y yo quiero que lo rescate.
—Señorita...
—Bueno, Lilian, yo sé hacer muchas cosas y, en general, bastante bien, pero lo que
no sé hacer de ninguna forma es viajar al futuro. Primero, no sé cómo se viaja; segundo...
no tengo «cornomóvil».
—Yo tampoco sé manejar ese cacharro y, en dos minutos, como comprenderá, poco
puedo investigar.
—Dígame Sonny —gruñó él—. Es la hija de un famoso físico y no sabe nada de esos
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artefactos. Entonces, ¿a qué se dedica usted?
—Bordados.
Keyton abrió la boca, cerró los ojos, hizo unas cuantas muecas y acabó dándose una
palmada en la frente.
—Detesto la Física. Aunque claro, a fuerza de oírle hablar, conozco muchas cosas
sobre su trabajo. Eso podría ayudarle, me parece.
—Le aseguro que no son fantasías. Perdón, olvidé hablar de algo interesante para
usted. Le pagaré la tarifa ordinaria, por el tiempo empleado, más un quince por ciento más
por riesgos y una prima suplementaria de cíen mil. He traído un anticipo de cincuenta mil,
por si necesita hacer algún gasto previo.
—Sí, me lo imagino.
—Oh, no hay inconveniente. Le doy plena libertad de acción para hacer lo que le
parezca mejor, con tal de que consiga rescatar a mi padre y devolverlo a su época.
Keyton sonrió. Levantándose, fue al videófono y marcó una cifra. A los pocos
momentos, el rostro de Tasia aparecía en la pantalla.
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compromiso...
—Puede que ganes menos, pero será un sueldo decente. Oh, dispensa, no quise
ofenderte.
Ella sonrió.
—Tu sueldo corre desde este mismo instante. —Keyton le guiñó un ojo—. He
adquirido cierta experiencia en cuestiones económicas —añadió, jovialmente.
—Aguarda un momento.
Keyton se volvió hacia Lilian y le hizo una pregunta, que ella respondió de
inmediato. Luego se encaró de nuevo con el videófono:
—Avenida de los Cedros, ocho mil quinientos uno —indicó—. Toma un helitaxi; el
importe de la carrera va a la cuenta de gastos.
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—Ya tengo ayudante —sonrió.
—¿Quién es ella?
—Doctora en Física Superior, sin trabajo. Por eso obtuvo una licencia de
consoladora profesional.
—¡Una...! —El rostro de Lilian expresó la más viva repugnancia—. ¿Va a darle
trabajo a esa...?
—No, no tiene otro remedio, porque usted me dio plena libertad de acción. Y si no
va a ser así, renuncio desde este mismo instante.
—¡No! Quiero que lo haga usted. No hay otro detective con mejor reputación.
Nadie me habría creído y usted ha aceptado mi historia como sincera. Por eso deseo que
siga hasta el fin.
—Exacto.
***
El hombre leyó las noticias que traía el periódico y se quedó pensativo unos
momentos.
—¿Qué tiene que ser verdad, jefe? —preguntó Orrill Kutnan, sentado en un diván,
medio tumbado, mientras se entregaba a la apasionante labor de leer una revista ilustrada
de aventuras.
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—Eso, lo de la máquina del tiempo.
—Ah, un reloj.
—No seas imbécil, Orrill —gruñó Laird Luxley, mientras golpeaba el periódico con
el índice de la mano derecha—. Te aseguro que una máquina del tiempo sería algo
fantástico.
—No —contestó Kutnan, sin apartar su vista de las páginas ilustradas—. Pero sí sé
que tenemos que hacer algo pronto o Mess el Duro, nos ajustará las cuentas.
Luxley lanzó un gruñido. Debían varios miles a Mess el Duro y llevaban una
temporada «en seco». Las perspectivas no tenían nada de halagüeñas, reconoció para sus
adentros.
—¿Seguro?
Kutnan parpadeó.
—Creo que empiezo a comprender —dijo—. Pero, ¿es cierto lo de la máquina del
tiempo?
—Dijiste que entendías, pero no es cierto. «Iríamos» con la máquina al año próximo,
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«limpiaríamos» el Banco y volveríamos con la pasta a este año. Nadie nos podría acusar de
un robo que todavía tiene que cometerse, ¿comprendes?
—Tengo una idea, pero necesito averiguar más cosas del asunto —contestó Luxley
—. Mientras tanto, ¿por qué no vas a ver a Jerry el Lupa y le dices que averigüe todo lo que
sepa acerca de ese profesor?
—Descuide.
***
El agente número 32-I, E. Lomm, tenía el pelo de color castaño dorado, peinado en
melena corta, poseía una figura notables atractivos físicos y no había cumplido aún los
veinticinco años. Pero su fama como teórico era muy alta y gracias a ello se le había
encomendado la misión.
El agente Lomm, cuyo nombre era Eudora, parecía recién salido de una página de
modas. Cuando llegó al siglo XXIV, procedente del XXXVIII, lo primero que hizo fue
esconder el aparato que le había permitido viajar a través del tiempo, para lo cual le bastó
utilizar el aparato de control remoto que formaba parte de su equipo.
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A partir de este momento, debería comportarse como un ciudadano que viviese en
aquella época.
La ciudad había cambiado mucho en trece siglos, se dijo. El plano original podía ser
el mismo, pero los edificios eran absolutamente diferentes. En su época, ya no quedaban
edificios de más de cuatro o cinco plantas. En el siglo XXIV aún abundaban los rascacielos
de doscientos y más pisos.
Entonces se le ocurrió que debía preguntar a alguien por la residencia del profesor
Fulkmeister, y su suerte fue que la primera persona a quien se dirigió fuese un tal Johnny
Sherman.
Sherman estudió durante unos cortos segundos a la beldad. Vio su traje, de una
sola pieza, y de tejido que parecía hecho de hilos de oro, vio su cinturón, de cordones de
oro, muy flexible, contempló el abultado bolso que pendía de su hombro; vio los dos
espléndidos brillantes que pendían de sus orejas y se dijo que la suerte había sido benigna
con él aquel día. No era un primo, sino una prima, pero el botín prometía ser muy
sustancioso, que, a fin de cuentas, era lo que estaba buscando.
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ingenua como Blancanieves», se dijo.
—No se hable más, señora; ahora mismo iremos a ver a la hija del profesor.
Encantadora muchacha; tan amable y afectuosa... —Sherman agarró el brazo de Eudora—.
Tengo ahí mi coche y si no le importa, señora, iremos…
Entraron en el coche. Sherman no dijo que era de un ingenuo ciudadano que estaba
en el edificio, realizando una gestión. Tampoco la esplendorosa beldad que estaba a su
derecha tenía que saber que, cuando era necesario, Sherman sabía birlar el coche mejor
protegido, incluso con su dueño dentro y sin que éste se enterase
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saneada cuenta corriente en el Banco, cuenta que había descendido considerablemente
algunos días más tarde.
—¡Lilian! ¡Lilian!
—El profesor está ausente estos días y ella habrá salido a hacer algún recado
inevitable —dijo—. Pero, mientras tanto, podría esperarla... Es decir, si no tiene prisa.
No le habían fijado plazo límite para su misión y estaba dispuesta a esperar cuanto
fuese necesario.
Las horas fueron pasando y llegó la de la cena. Sherman no hacía más que
excusarse por la incomprensible ausencia de Lilian.
—No sabe qué disgustado me siento por lo que está pasando —dijo cuando ya
habían dado las diez de la noche—. Si no temiese ser indiscreto, me atrevería a ro garle
que se quedara aquí. Hay habitación para los huéspedes y a Lilian no le sentará mal; todo
lo contrario podría reprocharme no haber hecho los suficientes esfuerzos para que usted
pueda encontrarla apenas llegue.
Unos minutos más tarde, Sherman llamó a la puerta del dormitorio. Eudora abrió y
vio al hombre, con un vaso de leche sobre un platito.
—No sé cómo darle las gracias por su amabilidad Johnny. Realmente, ha sido una
suerte inmensa encontrarme con usted a las primeras de cambio.
—Sí, ha tenido usted mucha suerte —convino el truhan con la sonrisa que tantos
éxitos le había proporcionado en sus operaciones nada honestas.
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Eudora se fue a la cama y estuvo repasando por enésima vez las instrucciones
escritas que había llevado consigo. Luego se acordó de la leche y bebió medio vaso. A los
pocos momentos, apagó la luz.
***
—Será mejor que dejemos ciertos temas de lado ——propuso Lilian, heladamente
—. Señorita Aberdeen...
—Está bien, doctora. El señor Keyton me ha dicho que usted puede ser una valiosa
colaboradora de él. Supongo que está enterada de los motivos por los que ha sido
contratada.
—Si has oído hablar de los trabajos de Fulkmeister sabrás que es perfectamente
viable construir un cronomóvil. Es más, Fulkmeister lo había construido y hasta hizo
algunos viajes en el tiempo, aunque muy breves, no más allá de un par de minutos.
—Los viajes temporales han sido muy cortos, porque el aparato consume
demasiada energía y el profesor no ha hallado hasta ahora la forma de encontrar la
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propulsión económica, que le permita pasar mucho más tiempo en el futuro o en el
pasado. Pero antiguamente también se decía que el hombre no volaría jamás y, sin
embargo, se construyeron los aeroplanos. ¿Por qué, pues, no se pueden fabricar
cronomóviles?
—Se han construido ya. Y saben cómo utilizarlos. Por eso, alguien vino al pasado y
secuestró al profesor. Tú lo viste; recuerda aquellos dos tipos que parecían vestidos con
trajes de oro.
—Lo malo es —dijo Tasia— que desconocemos la época a que fue trasladado.
Tasia asintió.
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de aspecto completamente desconocido para los presentes. Había también un enorme
banco de trabajo, con infinidad de herramientas de todas clases, y una mesa con
numerosos papeles.
Tasia contempló todo aquello con ojos perspicaces. De presto, se descolgó el bolso y
lo colgó de un clavo que había en la pared más cercana.
—Bien —dijo—, dada la situación, lo mejor será que me ponga a trabajar cuanto
antes.
—Ha tenido suerte —dijo—. Creo que Tasia encontrará la solución al problema.
—Tal vez —-dijo Lilian—. Pero, ¿por qué ese otro trabajo?
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CAPÍTULO III
Eudora despertó y estiró los brazos voluptuosamente. Había dormido como nunca.
Miró con un ojo a la ventana y vio que el sol había salido ya hacía mucho rato.
Con ojos llenos de terror, contempló la muñeca, vacía del reloj de pulsera, un
aparato perfectísimo, con una pantalla que se iluminaba solamente mediante una señal
secreta y que permitía conocer los horarios simultáneos del tiempo futuro y del actual. La
caja y la pulsera eran de oro macizo, el metal más resistente a la corrosión, y valían una
pequeña fortuna.
—¡Johnny, Johnny!
Pero aún la pérdida de la ropa era algo de poca monta, comparado con lo que
contenía el bolso. Y, de repente, al recordar uno de los aparatos contenidos en el mismo,
sintió un terrible escalofrío.
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En el bolso había algo que, mal manejado, podría producir una espantosa
catástrofe. Ahora ya no le cabía la menor duda de que había sido víctima de un engaño y
que Johnny Sherman no era otra cosa que un vulgar ladrón, que se había aprovechado de
su ingenuidad.
Incluso estaba segura de que la leche contenía un sedante que la había hecho
dormir toda la noche de un tirón. Se preguntó si Johnny habría aprovechado su sueño
para...
Sacudió la cabeza. También era un detalle sin interés. Ahora, lo importante era
cómo encontrar a Johnny.
Le habían enseñado mucha teoría, pero nada práctico que le sirviera para vivir en
un mundo trece siglos más atrasado que el suyo. De lo contrario, no habría creído en
Johnny con tanta facilidad...
Subió al primer piso. Lo primero que tenía que hacer era salir de allí, aunque no se
le ocurría la manera de conseguirlo sin llamar la atención.
Tenía los ojos llenos de lágrimas, cuando se asomó a una ventana y miró a su
alrededor. A unos cien metros de distancia, divisó una casa de agradable aspecto, rodeada
de un frondoso jardín. El día era magnífico y tres personas parecían conversar en torno a
una mesa, situada bajo un emparrado.
Eudora pensó que serían buenas gentes y decidió pedirles ayuda. Poniéndose las
manos alrededor de la boca, para hacer bocina, tomó aire y lanzó un poderos: grito:
—¡Socorro!
***
—Tienes que tomar algo —dijo—. Te has pasado la noche en vela y no quiero que
caigas enferma.
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alimentarte.
Keyton la hizo sentarse y le puso delante un plato con huevos y jamón. Luego
empezó a untar una tostada con manteca.
—Casi —contestó Tasia—. Tengo que hacer los últimos cálculos. Su padre, señorita
Fulkmeister, dicho sea con los debidos respetos, estaba equivocado en alguno de los
aspectos del problema.
—¿Por ejemplo?
—¡Caramba! —se asombró Keyton—. Pensé que la velocidad debía de ser... no sé,
algo así como de una hora por año...
—El profesor quería viajar a razón de diez siglos por segundo. Es más, la máquina
estaba construida para esa velocidad. El generador, simplemente, no podía llevarle más
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lejos de la fecha contenida en los límites de ciento veinte segundos.
—Veinte segundos por siglo. Para trece siglos, se necesitarían, por tanto, cuatro
minutos y dos segundos. Naturalmente, una vez se conozca la fecha exacta, habrá que
poner en funcionamiento el contador de milisegundos.
—Sí, pero ahora, después de este desayuno, te meterás en la cama y dormirás por lo
menos hasta el mediodía. Es más, incluso puedes darme una lista de los aparatos que
necesitas y yo iré a comprarla.
—El viejo aforismo sobre la primera piedra sigue vigente todavía —dijo Keyton,
con sorna.
—Le ruego me dispense, doctora —murmuró Lilian, roja hasta el nacimiento del
pelo.
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—No se preocupe, ya lo he olvidado —sonrió Tasia—. Sonny, tienes razón; me
muero de cansancio. En cuanto termine, haré la lista y...
Tasia fue interrumpida súbitamente por una voz de mujer que sonaba en la casa
vecina;
***
Keyton contuvo una sonrisa. La víctima, apreció, era una mujer joven, sumamente
atractiva. Debía de haber caído en las redes de un conquistador profesional, que la había
desvalijado, después de una noche de amor. Incluso se habría llevado sus ropas para
demorar la posible persecución por más tiempo.
—Está bien, señora, no se preocupe —dijo—. Vamos a ayudarla a que salga de ahí.
Espere un momento, por favor.
—Hay allí una chica a la que han tomado el pelo —sonrió—. Le han llevado todo,
hasta la ropa.
—Sí, un gigoló. Debe de ser una chica con pasta, pero tonta. Lilian, ¿puede
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prestarme algunas prendas suyas?
—Por supuesto.
La joven entró en casa y salió a poco con un brazado de ropa. Keyton volvió sobre
sus pasos. Eudora seguía asomada a la ventana.
—Desde luego.
—Estoy aquí.
—Muchas gracias, caballero —dijo ella—. No sé qué habría sido de mí sin usted...
Me llamo Eudora Lomm.
—Suele suceder con más frecuencia de lo que cree —contestó Keyton—. ¿Tiene
familiares en alguna parte? Si es así, puede venir conmigo y avisarles para que acudan a
recogerla.
—No, no hará falta —dijo ella—. No... No quiero que sepan lo que me ha sucedido.
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Eudora se esforzó por sonreír.
—Venga —dijo él, con jovial acento, a la vez que la asía por el brazo—. Primero
debe comer algo; luego, si es preciso, la llevaré a su casa.
—Tasia se ha ido a dormir —dijo—. Está muy cansada y... Sonny, ¿puedo hacer
algo por esta muchacha?
—Sí, en efecto.
—Gracias, pero será mejor que me llame por el nombre, Eudora —sonrió Lilian—.
Atiéndala, Sonny; voy a prepararle algo de comer.
32
de ellos.
Era un extraño dibujo, impreso en relieve y en colores sobre el papel: una clepsidra
de oro, sobre un fondo circular de color rojo oscuro. Pensó que debía de ser la divisa de
alguna sociedad y le pareció que ya la había visto antes, aunque no conseguía recordar con
exactitud dónde ni cómo ni a quién.
Eudora tomó los papeles. Keyton la vio sumamente alterada. «¿Qué diablos le pasa
a esta chica tan guapa?», se preguntó, muy intrigado.
Lilian vino a poco con una bandeja en las manos. Eudora satisfizo su apetito y, al
terminar, dio nuevamente las gracias. Luego se volvió hacia el joven.
—Johnny Sherman. Es alto, bastante guapo, muy simpático. Tiene la cara como yo,
tostada; unos dientes perfectos...
—Sí, un poco.
—Me robó algunas cosas de gran valor. Además, no tengo dinero —dijo Eudora.
Keyton agarró el brazo de la otra joven y la empujó hacia el automóvil que tenía a
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pocos pasos de distancia. Instantes más tarde, arrancaba en dirección a la ciudad.
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CAPÍTULO IV
—Habla —pidió.
—¿Cómo lo consiguió?
—Se disfrazó de repartidor de la tienda de comestibles y llevó una gran caja repleta
de comida. El aparato es...
Kutnan se extendió en una serie de explicaciones que el otro escuchó con suma
atención. Luego quiso saber cuántas personas había en la casa.
Kutnan fue a otro cuarto y volvió con dos maletines de forma alargada, que
parecían contener instrumentos musicales. En realidad, lo que había allí eran dos ame-
tralladoras electrónicas, un arma que había permitido suprimir la pólvora impulsora de
los proyectiles, sobre los cuales actuaba ahora la repulsión electromagnética, con los
mismos efectos que la pólvora. Pero así, cada cargador, podía albergar hasta quinientos
proyectiles que salían a una velocidad de cincuenta por segundo, si lo deseaba el tirador.
—Un hombre y dos chicas —dijo Luxley, desdeñosa mente—. Eso es pan comido.
Luxley creyó que le habían dado una coz en el estómago. Sí, tenía un arma, pero
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cuando quisiera sacarla, los otros le habrían acribillado.
Delante de él estaban los dos famosos «mastines» de Hoagy Mess, alias el Duro.
Eran tipos que medían lo mismo: dos metros quince, y pesaban ciento veinte kilos. Mess
los había elegido especialmente hacía muchísimo tiempo y se sabía que le eran tan fieles
como perros de presa, de ahí el apodo que les había sido dado entre la gente del hampa.
Parecían pesados, pero más de uno había sufrido una grave decepción al intentar
huir a pie. Le habían alcanzado antes de recorrer cincuenta pasos, batiendo todos los
récords de velocidad. Nadie conocía sus verdaderos nombres. Para todos eran Telly y
Kittoe, y nada más.
Movió la cabeza hacia los maletines. Kittoe avanzó, abrió el primero y, asiendo el
cañón del arma con las dos manos, lo dobló en ángulo de 45”. Luego hizo lo mismo con la
otra ametralladora.
Luxley estaba a punto de desmayarse. Aquellos tipos actuaban sin apenas palabras,
serios, impasibles como robots. Telly hizo un gesto con el índice y Luxley avanzó como un
autómata.
—No nos has visto, nunca hemos estado aquí, no nos conoces ni sabes quiénes
somos. ¿Está claro?
36
***
Tenía amigos que sabrían hallarlo, se dijo. Eudora había quedado en un hotel, y él
había ordenado que cargasen todos los gastos en su cuenta de crédito. Incluso le había
prestado un billete de mil, para atender necesidades más perentorias, cosa que ella había
agradecido vivamente.
Terminó de hacer sus compras y pidió la factura, para unirla a la cuenta de gastos
que un día presentara a Lilian. Luego, un dependiente le ayudó a llevar todo hasta su
coche.
Arrancó. Un segundo después, sufrió tan fuerte sobresalto, que estuvo a punto de
irse de nuevo contra la acera. A duras penas consiguió dominar el coche y seguir la
dirección apropiada.
—Por todos los diablos, ¿cómo no lo supe ver antes? —se apostrofó a sí mismo.
Inmediatamente, aceleró todo lo que pudo. Media hora después, entró en casa de
Lilian.
—¿Muy grave?
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—¿Quién? ¿Un agente? ¿Para qué?
—No. Escucha. Eudora fue despojada de todo incluso de sus ropas. Pero Johnny le
dejó los documentos. Es su forma de operar; no quiere perjudicar a sus víctimas en ciertos
aspectos, que a él no le van a dar ganancias. Vi el membrete en uno de esos papeles; es
absolutamente idéntico al que llevaban los secuestradores en sus cascos.
Lilian asintió.
—No lo creo. Eudora es un agente enviado con alguna misión y tenemos que
averiguarlo.
—Se llevaron a tu padre, pero... —Keyton hizo un ademán circular con el brazo—.
Todo lo demás está aquí. Quizá quieran llevárselo o tal vez destruirlo, sin más. Sólo
podemos averiguarlo interrogando a Eudora.
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—Tú, al cronomóvil. Lilian, tú vigilarás. ¿Tienes armas en casa?
—No, Sonny.
—Es igual. Busca un buen garrote y tenlo siempre a mano. Yo me vuelvo. Buscaré a
Eudora y me la traeré aquí con cualquier pretexto. La haremos hablar v entonces sabremos
qué debemos hacer. Vamos, necesito ayuda para descargar el coche.
Seguido de las dos mujeres, Keyton salió al jardín. Un cuarto de hora más tarde,
emprendía la marcha nuevamente hacia la ciudad.
***
Luxley estaba sentado en una silla, a la cual había sido sujetado por una fuerte soga.
Sus pies estaban metidos en un barreño. Telly y Kittoe, impasibles, arrojaban cemento
rápido al barreño, cuyo borde superior quedaba al nivel de la pantorrilla.
Mess sostenía con los labios un cigarro que parecía una estaca. El grupo entero se
hallaba en la terraza de una lujosa mansión, provista de una enorme piscina, la cual estaba
rodeada de un elegante jardín. Los setos eran muy altos y ocultaban lo que sucedía a la
vista de posibles curiosos.
—Te envié muchos avisos y no hiciste ningún caso. Soy un hombre muy
bondadoso; me gusta prestar dinero a los amigos en apuros, pero no tolero las burlas. No
me devolviste el préstamo y tienes que pagarlo de alguna manera. Esto servirá de
escarmiento para otros morosos, ¿comprendes?
—Pero... yo... —De súbito, Luxley recordó algo. Sí, quizá pudiera salvar el pellejo, a
cambio de información—. ¡Aguarda, Hoagy! Voy a decirte algo que puede darte dinero a
carretadas. Pero tendrás que dejarme ir libre.
39
—Habla.
—No.
Telly y Kittoe habían suspendido su tarea unos instantes. Mess hizo un leve gesto y
los dos sicarios reanudaron la tarea de llenar de cemento el barreño.
—¡Te juro que es verdad! —En su desesperación, Luxley estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa, con tal de salvar la vida—. Escúchame, por favor. ¿Te gustaría asaltar un
Banco el año pasado?
—¿Me tomas por tonto? ¿Cómo voy a hacer una cosa en una fecha ya pasada? —
rugió Mess.
Mess frunció las cejas. Había oído hablar de tales artefactos. En el siglo XXIV, no
había asombro acerca re ningún invento humano.
—Quietos, chicos —ordenó—. Vamos a ver qué nos dice este bastardo.
—O robar el año que viene —sonrió Luxley—. Más seguro todavía, ¿no te parece?
—Sí, absolutamente seguro. Bien, ya sólo me resta darte las gracias y desearte buen
viaje.
40
Luxley se puso pálido.
—Sólo dije a los chicos que se estuvieran quietos. Y, descuida, no pondré tus pies en
el barreño.
Volvió a hacer una seña. Los gorilas ataron una cuerda a una de las asas del
barreño, en el que ya había fraguado el cemento. Luego, uno de ellos agarró el asa y el otro
el recipiente y se acercaron al borde de la piscina. Luxley chillaba frenéticamente, pero sus
gritos cesaron cuando las aguas se cerraron sobre su cuerpo, arrastrado al fondo por el
lastre del barreño.
Era un buen plan, se dijo. Ir al futuro, vaciar la caja fuerte de un Banco y regresar al
presente. ¿Quién podría acusarle del asalto?, pensó complacidamente.
41
CAPÍTULO V
—Hola —dijo—. Espera un momento; estoy probándome los vestidos nuevos que
me han traído de la tienda.
La puerta se cerró y volvió a abrirse medio minuto más tarde. Eudora se había
comprado ropas nuevas, aprovechándose de la tarjeta de crédito del joven. Keyton la
encontró sumamente atractiva.
—Desde luego.
Eudora metió algunas cosas en un bolso nuevo, que colgó del hombro instantes
después. Acto seguido, echó a andar hacia la puerta.
—No sabes cómo te agradezco lo que haces por mí, Sonny —dijo, cuando ya
embarcaban en el coche.
Una hora más tarde, cruzaban el jardín de la casa de Lilian. La muchacha salió a
recibirles en la puerta.
—Entrad. Tasia sigue trabajando. Dice que puede que lo termine esta misma noche.
—Sí, gracias.
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—Si no te importa... —De pronto, lo abrió y sacó los papeles. Sí, el membrete estaba
allí, con el emblema de la clepsidra.
—En esta casa se está construyendo un cronomóvil. Su autor fue secuestrado por
unos hombres que vinieron del futuro. Tú también has venido del futuro. ¿A qué, Eudora?
Keyton fue el primero en hablar y lo hizo, a la vez que golpeaba los documentos
con la uña de su índice.
—Este membrete tiene un dibujo igual a las insignias que llevaban los
secuestradores del profesor Fulkmeister —dijo—. Sin embargo, no entiendo la escritura.
¿Qué idioma emplean en el siglo XXXVIII?
—«Nova lingua», un idioma inventado en el siglo XXIX, con lo que se acabaron los
problemas de comunicación.
Eudora meditó un instante. Estaba, en una situación difícil. Si callaba, ellos la harían
hablar a la fuerza, era algo inevitable. Pero si se decidía a hablar por propia voluntad, tal
vez podría llegar a un acuerdo. Sobre todo, pensando en lo que se había llevado Johnny.
43
—Os propongo un trato —dijo.
—Tendréis que ayudarme después. Entre las cosas que me robó Johnny está el
aparato de control remoto de mi cronomóvil.
—Sí, tenías razón. Pero mi padre sigue en el siglo XXXVIII. ¿Cómo conseguiremos
devolverlo a su época?
—No. Pero yo no podré regresar y las líneas del tiempo quedarán alteradas de tal
manera, que es muy probable que desaparezca cuanto hay en Capital Central en este
momento..., incluyendo al profesor Fulkmeister.
***
Las luces del cuadro se encendieron en el acto. Sentóse en uno de los sillones,
contempló los instrumentos durante unos segundos y luego marcó unas cifras en el
indicador temporal. Volvió a dejar pasar cinco o seis segundos más y, al fin, presionó la
tecla roja., señalada bajo el título de ARRANQUE.
Todo lo que había ante sus ojos desapareció con gran rapidez. Durante unos
momentos, creyó viajar por un espacio totalmente vacío, a través de unos remolinos de
algo que parecía vapor o niebla matutina, que se agitaban y retorcían como gigantescas
serpientes, reales, pero impalpables. Sentíase presa de una enorme velocidad, pero al
44
mismo tiempo notaba la inmovilidad del aparato.
Volaba a través del tiempo, pensó. Cada segundo eran cinco años. La vida de una
persona podía transcurrir en sólo quince o veinte segundos. Era algo fantástico,
indescriptible, maravilloso...
Al cabo de un rato, los remolinos empezaron a disiparse. Las cosas que había en el
exterior empezaron a tomar forma. Tasia contempló la aguja de las fechas durante un
instante. Aún seguía moviéndose, pero con gradual lentitud hasta que, de pronto, se
inmovilizó y todo cuanto había a su alrededor se hizo visible.
Entonces, aturdida, paseó la vista por los alrededores de la burbuja. ¿Dónde estaba?
¿A qué remoto rincón de la Tierra había ido a parar?
Detrás de ella había una selva con árboles gigantescos y abundante vegetación. El
cronomóvil se hallaba en el medio de una extensa playa guijarrosa, en la que batían
mansamente las olas de un mar gris y sucio.
Casi maquinalmente, abrió la portezuela y puso pie en el suelo. El aire era denso,
pesado, casi sofocante. ¿Había ido a parar a otro planeta?, se preguntó, completamente
desconcertada.
En lo alto del cielo lucía un sol amarillento, sin demasiada fuerza, debido a una
neblina que velaba en buena parte su resplandor. El ambiente era, sin embargo, bastante
cálido.
Tasia empezó a sospechar que se había pasado de fechas. Pero antes de que pudiera
comprobarlo, oyó unos agudos gritos a su espalda.
Una turba de hombres semidesnudos, apenas cubiertas las caderas con pieles
andrajosas y malolientes, armados con garrotes y piedras, corrían furiosamente hacia ella,
a la vez que emitían unos aullidos espeluznantes.
***
Keyton terminó de hablar y cortó la comunicación. Luego se volvió hacia las dos
mujeres, que le contemplaban expectantemente.
45
—Ya he localizado a Johnny —anunció.
Lilian respiró.
—Descuida, Sonny.
—Eudora, desconozco las costumbres de tu siglo, pero por favor, no hagas nada
que pueda estropear las cosas más de lo que ya están. ¿Entendido?
—Muy bien. Y ahora, que ya estamos solos, quiero que me digas algo que no quise
mencionar en presencia de Lilian.
—Bueno, no tanto como eso... Más bien se realizan con fines de investigación:
historia, arqueología, geología... Se necesitan muchos requisitos para obtener la licencia de
piloto de cronomóvil y más todavía para conseguir el permiso para un viaje en el tiempo.
—Me lo imagino, aunque, por lo que puedo apreciar, hay una especie de Policía
Temporal.
—Se podría definir así, si bien nosotros le damos otro nombre. Tratamos,
simplemente, de evitar cronoclismos.
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—Catástrofes temporales.
—Eso parece. Yo no estoy muy enterada; sólo soy un agente de cuarta clase y,
además, en mi primera misión.
—Bueno, suéltalo de una vez. Estoy acostumbrado a las malas noticias —dijo.
—Lo devolverán a su época, desde luego —contestó Eudora por fin—. Pero... antes
borrarán de su mente todos los conocimientos relacionados con el tema... y no es una tarea
fácil ni que se haga en cinco minutos.
—Refinados o no, los hombres siguen siendo tan salvajes en el siglo XXXVIII como
cuando pintaban bisontes en las cavernas —masculló—. Rectifico: los pintores rupestres
sólo mataban para defenderse, pero no alteraban las mentes de sus adversarios. ¿Y os
llamáis civilizados en el siglo XXXVIII?
—Sí, seguro —dijo él de mal talante—. Como pueda trasladarme a tu siglo, ese
Prefecto de Viajes Temporales me va a oír unas cuantas palabritas, tenlo por seguro.
***
47
—¿No llamas? —preguntó Eudora.
Guardó las ganzúas y sacó del bolsillo una especie de lápiz, que situó a diez
centímetros de la cerradura. Apretó un botón y un haz de luz blanquísima brotó en el acto
de la punta del lápiz.
El rayo luminoso tenía escasamente dos milímetros de grosor. Eudora vio salir un
poco de humo de la cerradura y luego gruesos goterones de metal fundido, que se
escurrieron hacia abajo. Un minuto después, Keyton empujaba la puerta con el hombro.
La cerradura había sido destruida. Sherman tendría que poner otra nueva y no eran
baratas, pensó Keyton, con perversa satisfacción. Al abrir, se oyeron voces y risitas que
procedían del interior del apartamento.
—Le gusta vivir bien —comentó a media voz, al observar el lujo del piso.
—Eres muy malo, Johnny. Me estás perturbando demasiado y yo soy una mujer
decente...
La mujer chilló. Keyton la reconoció en el acto. Era Magda Penryder, una millonaria
que gustaba mucho de figurar en la alta sociedad. Magda era famosa por sus fiestas y por
el derroche de dinero y de joyas que hacía constantemente.
48
—¡Eudora!
El nombre explotó en los labios del rufián. Magda, sentada en la cama, trataba de
cubrirse los pechos mantecosos con una sábana.
—¿Sí? ¿No le ha pedido un centenar de miles para algún negocio que sólo existe en
su imaginación? Señora Penryder, mire a la muchacha que traigo conmigo. Ella puede
contarle lo que le hizo Johnny aún no hace veinticuatro horas.
—Me está bien empleado, por haber creído en un granuja como tú —dijo, rabiosa.
Miró a Keyton—. Iba a darle un cuarto de millón —añadió.
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A continuación, buscó el bolso de Eudora. Lo encontró antes de un minuto y se lo
enseñó a su dueña.
—Está todo, salvo los pendientes —contestó ella, pasados unos segundos.
—Sí.
—Pero...
50
CAPÍTULO VI
Eran casi las diez de la noche y Tasia no había salido aún del laboratorio. Lilian
pensó que la joven doctora trabajaba con exceso y pensó en que convenía llevarle algo de
alimento.
Por tanto, preparó una bandeja con bocadillos y café y, cargada con ella, se
encaminó al laboratorio. Abrió a puerta y dio unos pasos en el interior.
Era una estructura demasiado voluminosa y pesada para ser sacada a través de una
puerta. Al menos, por una sola persona y sin derribar antes un lienzo de la pared. Lilian
empezó a comprender lo que sucedía, y en aquel momento oyó voces en la casa.
Giró sobre sus talones y corrió hacia la sala. Keyton y Eudora acababan de llegar.
—Tasia... Ha desaparecido...
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—Por todos los... ¿Es que esa mujer se ha vuelto loca?
—Es una imprudencia terrible utilizar un cronomóvil sin que antes haya sido
revisado a fondo por los expertos —dijo.
—Bien, tanto puede regresar indemne... como quedarse para siempre en el «no-
tiempo».
—¿Cómo?
—Es como intentar atravesar el océano en barca y quedarse para siempre en mitad
del camino.
—Me parece que os olvidáis de algo muy importante —dijo Lilian, de repente—. La
vida de Tasia puede tener interés para ciertas personas —añadió, mirando al joven con
impertinencia—. ¡Pero a mí me interesa sobre todo rescatar a mi padre y esa zorra lo ha
estropeado todo! —chilló, frenética de ira.
—No te pongas así —contestó Keyton—. Eudora dice que «tal vez» Tasia esté en el
no-tiempo, pero no es seguro.
52
Keyton chasqueó los dedos.
—Oh, sí, claro que lo usaremos —sonrió el joven—. Tanto si te gusta como si no,
vamos a emplear ese aparatito en el que viniste, para ir en busca del profesor Fulkmeister.
—Es bien sencillo. Tasia volverá, estoy seguro de ello. Ha cometido una
imprudencia, que achaco al afán de viajar a través del tiempo. Pero volverá. Y si no
accedes, nosotros iremos al siglo XXXVIII y lo contaremos todo.
—Si vas a mencionar una posible violación de las leyes, empecemos por el secuestro
del profesor. ¿Con qué derecho unos hombres del futuro pueden venir a nuestro presente,
que es su pasado, y raptar a una persona, sólo porque les moleste o sabe Dios con qué es-
peciosos pretextos? ¿Quién les ha autorizado a ellos para actuar contra nosotros, si no
viven en nuestra época? Aunque pudiéramos, no tendríamos derecho a viajar al siglo XX y
alterar la historia, evitando una guerra mundial, por ejemplo. ¿Lo has comprendido?
—Sí, pero...
53
Keyton se volvió hacia la muchacha.
Eudora descolgó su bolso y extrajo una caja de forma oblonga y que tenía un
tamaño aproximadamente la mitad de una de cigarros. Extrajo una antena, que se
subdividió automáticamente en una docena de brazos muy delgados, semejantes al
esquema de un árbol de ramas rectas, y puso la caja en posición vertical, sostenida por
cuatro minúsculas patas que se desplegaron automáticamente.
Eudora presionó un botón y una pantalla se iluminó en una de las caras. Luego
movió una ruedecita, la ajustó mediante el giro de otra interior y las primeras cifras
aparecieron en el cuadrado iluminado.
—Al menos, en el siglo XXXVIII no habéis cambiado; seguís utilizando las cifras
arábigas —dijo Keyton.
Estaban en el año 2377 y las cifras se movieron con vertiginosa rapidez. Pronto
llegaron a las decenas de miles. Keyton empezó a preocuparse.
54
—Ya se ha acabado la exploración —dijo Eudora—. Tasia está en el año que se ve en
la pantalla.
—Sí.
—¿Por qué? —preguntó Keyton—. No debe de haber límites para el viaje a esas
fechas tan remotas...
—Sí. Cuando alguien comete un delito muy grave, es enviado a fechas superiores al
año doscientos cincuenta mil y abandonado allí. La utilización del cronomóvil que efectúa
ese viaje es altamente fiscalizada y controlada con el máximo rigor. Comprenderéis que no
iban a dejarnos un cronomóvil para buscar a una mujer perdida en esa época. Lo menos
que pensarían es que queríamos liberar a algún criminal... y puede que a mí me costase la
deportación al siglo dos mil quinientos y pico.
—Eudora, ¿qué hay allí, en el siglo dos mil quinientos? —preguntó, lleno de
curiosidad.
—No lo sé. Los que efectúan esos viajes pertenecen a una división muy
especializada y de actuaciones secretas. Sin embargo, estoy en condiciones de afirmar que
nadie que fue condenado a deportación a esa época ha vuelto para contar lo que vio allí.
—Eso es una condena a muerte lenta, una tortura sádica e inhumana —calificó
Lilian, con vehemencia—. Mejor pegarle un tiro y acabar de una vez...
55
—Lo siento. Es la ley del siglo XXXVIII —contestó Eudora.
—Se suponía que en el futuro, el hombre sería mucho más civilizado —dijo Keyton,
sarcásticamente—. En algunos aspectos, y pese a la tecnificación, ha retrocedido a las
épocas más oscuras de la Edad Media.
—Bien, eso es algo que no podemos evitar —intervino Lilian—. Pero sí podemos
hacer algo para rescatar a mi padre. Eudora, tu cronomóvil...
—Un momento, por favor. —Hurgó en el bolso y extrajo un objeto—. ¿Es éste el
aparato de control remoto, Eudora?
—Sí.
—Hemos llevado un día muy movido. Todos necesitamos descansar y no creo que
el profesor padezca mucho más porque vayamos al rescate mañana por la mañana.
Eudora, supongo que si ahora es noche aquí, también lo será en tu siglo.
—Sí, las líneas diurnas y nocturnas son paralelas. Sólo cambian las fechas —
contestó la interpelada.
—Muy bien. En tal caso, a cenar y a la cama. Mañana, a las siete, empezaremos a
preparar el viaje. —Keyton miró oblicuamente a Eudora—. Perdona la desconfianza, pero
no me gustaría que nos dieras esquinazo.
Keyton se puso el bolso bajo la almohada y, además, lo ató con una cuerda a su
brazo. Cuando cerraba los ojos, no pudo evitar dirigir sus pensamientos hacia Tasia.
—¿Qué diablos habrá encontrado esa estúpida en el siglo dos mil quinientos? —
masculló.
56
CAPÍTULO VII
Sin ningún miramiento y después de una frenética carrera que había durado una
hora larga, Tasia fue arrojada al fondo de una maloliente cueva, cuya boca fue tapada a
continuación con un rústico enrejado de troncos de notable grosor, unidos por cuerdas
hechas de simples fibras vegetales. Tasia se sentó en el suelo, frotándose las caderas, a la
vez que pronunciaba unas cuantas frases nada amables para sus captores.
—Menos mal que oiga hablar en cristiano —dijo, sin perder su buen humor—.
Acérquese, amigo, y nos contaremos mutuamente nuestras cuitas.
Un hombre se acercó a ella, con paso inseguro. Tasia vio que era joven, aunque
parecía tener muchos años, debido a la larga y revuelta cabellera negra, y a la frondosa
barba, que le llegaba holgadamente al pecho. Había sido muy fuerte, pero ahora los
huesos parecían estar a punto de romper la piel por algunos lugares.
La única vestimenta del sujeto consistía en una andrajosa tela que cubría apenas sus
caderas. En los ojos del hombre se advertía un brillo febril, como si estuviese enfermo.
—¿Cómo?
Tasia se espantó.
—Sí. Oiga, su lenguaje es muy diferente al mío, aunque nos entendemos bastante
bien. ¿De qué época viene usted?
57
—Yo vivo en el año dos mil trescientos setenta y siete. Estoy probando un
cronomóvil..., pero me asaltaron unos tipos barbudos, que parecen hombres de las
cavernas.
—Sí. Hay unos cuantos que, desdichadamente, tienen el poder y que tratan de
influir en el pasado para moldear el presente a su gusto. Yo, y unos cuantos más, éramos
de la opinión de que el pasado no se puede tocar; que es preciso dejarlo tal como está,
como fue, bueno, malo, regular, positivo, negativo... Como actué con demasiada
vehemencia, me apresaron, juzgaron y sentenciaron a deportación perpetua en esta época.
—¿A ti solo?
—Glubbbbbb...
—Pues, hijito, si no te dan más de comer, no serás precisamente un plato para llenar
el estómago —observó, mordaz—. ¿No has intentado escaparte de aquí?
58
Dorro le señaló los dos salvajes que estaban ante la verja de troncos, armados con
enormes garrotes.
—Muertos, pero crudos. No conocen el fuego, salvo cuando cae algún rayo y arde
un árbol o algún matorral reseco. Pero ni siquiera tienen el cacumen suficiente para
conservar las brasas. Están mil veces peor que los hombres que construyeron las primeras
hachas de sílex —dijo Dorro, amargamente.
—Sí, eso estoy viendo —convino ella—. Heno, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—Prisionero, unas dos semanas, calculo. Deportado, algo más de cuatro años. El
que es enviado a esta época, se queda aquí para siempre.
Había paja seca en el fondo de la cueva y reunió dos grandes manojos, uno de los
cuales entregó a Dorros.
—Ahora verás.
Tasia sacó el encendedor y prendió fuego al manojo de paja de Dorro. Luego hizo lo
mismo con el suyo.
59
—Ven.
Echaron a andar hacia la reja. De repente, Tasia alzó el pie y golpeó un tronco con
todas sus fuerzas.
Dorro la ayudó de la misma manera. La reja cayó con gran estrépito y los vigilantes
se volvieron, chillando frenéticamente, ciegos de furia por la acción de sus prisioneros.
Unos pasos más adelante, se dio cuenta de que la vegetación aparecía muy reseca.
Sin duda, era época de estiaje. Arrojó la antorcha a unos arbustos y tuvo la satisfacción de
ver que se encendían casi instantáneamente.
—¡A casita!
***
—Oh, basta ya de dudas —terció Lilian, con hastío—. Trae acá el cronomóvil y deja
que nos encarguemos del resto.
—Me localizarían...
60
—No, si me dejabas a mí que me preocupase de borrar tu pista —sonrió Keyton—.
Vamos, Eudora, decídete de una vez.
La joven suspiró y aceptó el aparato que le tendía Keyton. Con gesto concentrado,
empezó a manejar en los controles y, al final, apretó un botón.
—Eso mismo es lo que estaba diciendo yo en estos momentos —sonó de pronto una
voz desconocida.
***
61
—Sonny Keyton, detective jurado.
—Eso —contestó.
Lilian respingó.
Lilian chilló y pataleó furiosamente mientras viajaba por el aire, aunque tuvo la
suerte de caer en el centro de la piscina, en donde se sumergió, con gran explosión de
espumas. Keyton hizo un gesto con la cabeza.
—Así es —sonrió Mess, a la vez que devolvía el arma a su satélite—. Nos vamos a
llevar ese cacharrito.
—Sí, claro.
—Sí.
62
—Es suficiente. ¡Todos a bordo, muchachos!
Keyton miró hacia la piscina con el rabillo del ojo. Lilian salía del agua en aquel
momento, empapada de pies a cabeza y con el pelo pegado a las sienes.
La portezuela del aparato había sido ya abierta y Mess estaba en el puesto del
piloto. Kittoe estaba a su derecha y Telly en uno de los asientos posteriores, detrás de su
jefe.
63
CAPÍTULO VIII
—Por todos los diablos... No tengo ni un solo agujero en el pellejo. ¿Qué milagro es
éste?
Lilian llegó en aquel momento y, arrodillándose junto a Keyton, le abrazó con gran
vehemencia.
—Sí, eso es lo malo —convino Eudora, con rostro preocupado—. Y lo peor de todo
es que no puedo hacer lo volver.
64
—Sí. Fueron demasiados impactos en un mismo sitio. La barrera cedió. Pero el
aparato había emitido ya los impulsos de traslación temporal.
Keyton soltó una atronadora carcajada. Lilian rió también, pero se puso seria en el
acto.
—Está bien, pero nosotros nos quedamos aquí, sin poder intentar siquiera el rescate
de mi padre...
—¿Por qué?
—Pero no en mi época...
—¿Y qué más da? Los salvajes no te van a comer ni los jefazos del siglo XXXVIII te
van a desterrar de nuevo, me parece. El caso es que hemos salvado el pellejo...
65
Keyton miró sucesivamente a las dos mujeres. Lilian lanzó una exclamación:
—¡Es Tasia!
Keyton echó a correr, pero se detuvo en el acto al ver a la doctora Aberdeen, que
entraba en la sala, sosteniendo con ambos brazos a un hombre que parecía a punto de
derrumbarse de debilidad.
—Por todos los... —exclamó el joven—. ¿De dónde ha sacado a ese sujeto?
***
El estómago de Dorro parecía un saco sin fondo. Lilian iba y venía continuamente
de la cocina a la sala, cargada con platos llenos de comida. Al fin, Tasia tuvo que intervenir
y cortó el aflujo de provisiones.
—Basta, Heno —dijo—. Ya has comido bastante y puede hacerte daño. Ahora lo
que te conviene es un buen baño y un aligeramiento de tus greñas...
—No. Sucedió algo raro. Yo había situado la fecha de destino muchísimo más cerca,
en el año dos mil quinientos cincuenta, aproximadamente. Sólo quería ver cómo serían las
cosas dentro de un siglo.
66
—Deberías examinar los contadores de tiempo —sugirió Eudora—. Hay un defecto
en ello y marcan cifras cien veces superiores.
—Sí, eso debe de ser, porque yo estoy segura de haber señalado la fecha
mencionada. Y, sin embargo, aparecí en el siglo dos mil quinientos. Bueno, la experiencia
ya ha sido realizada y, salvo ese pequeño error, bastante satisfactoriamente. El cronomóvil
funciona, que es lo importante, y ahora podremos ir a rescatar al padre de Lilian.
—Hay algunos problemas que debemos resolver antes —dijo Keyton—. Hemos
tenido varios contratiempos y nada agradables. Eudora trajo su cronomóvil, pero nos lo
robaron.
—Sí, en tu época. Aquí puede resultar muy distinto. Nadie conocía la existencia de
ese vehículo, no estaba registrado.
—Unos tipos que... Eso precisamente, ladrones; pero Eudora los envió a vuestra
época.
—Vamos, al baño —exclamó—. Lilian, supongo que por alguna parte habrá ropas
de tu padre.
—En el baño encontraremos útiles de afeitar. Lilian, necesitaré unas tijeras; quiero
esquilar a este buen mozo.
67
—Me parece que yo también tengo un papel que desempeñar —sonrió Eudora.
—No se llega a agente científico en el siglo XXXVIII, sin antes obtener el doctorado
en Ciencias Temporales, lo que implica un conocimiento absoluto sobre cro-nomóviles. Lo
cual significa que puedo montar y desmontar perfectamente cualquier máquina del
tiempo, máxime una de tipo tan anticuado como la del padre de Lilian.
—Es un prototipo y todos los prototipos suelen ser aparatos muy burdos, aunque
funcionen.
—¿Sucede algo?
Lilian vaciló.
—Eudora, Lilian quiere saber si no estás pensando en damos esquinazo, dicho sea
con claridad —terció Keyton.
68
—No lo sabemos. Pueden matarlo, pueden deportarlo al siglo dos mil quinientos...
Y una cosa es segura: tratan de intervenir en su mente para que olvide cuanto sabe
respecto a cronomóviles.
—Está bien —dijo Eudora—. Si desconfías de mí, puedes permanecer todo el rato
en el laboratorio, mientras reviso los instrumentos.
Lilian vaciló.
—Anda, trabaja sin miedo y procura hacerlo cuanto antes —dijo con acento
persuasivo.
Eudora echó a andar. Cuando iba a entrar en el laboratorio, Keyton le hizo una
pregunta:
—Enviaste a esos granujas a tu época. ¿Qué les harán cuando lleguen allí?
69
CAPÍTULO IX
La nube grisácea en que habían estado envueltos durante algunos minutos se aclaró
gradualmente y volvió el resplandor. De pronto, Mess y sus acólitos se encontraron en un
lugar desconocido.
Los edificios eran bajos; ninguno pasaba de las cinco plantas y, además, estaban
separados entre sí o por anchas avenidas, llenas de árboles y trozos con césped, o por
atractivos jardines. Apenas si se veían personas a pie.
—Me parece que nos hemos equivocado de lugar, jefe —dijo Kittoe, sin alterar el
tono de su voz. Y dijo «hemos», a fin de no provocar la cólera del «Duro», compartiendo
con él el posible error en el viaje temporal.
—No, no hemos sido nosotros —contestó Mess, con voz crispada—. Fue esa
maldita mujer. Tenía un chisme en la mano y manipulaba en él.
—¿Qué? —se asombraron los dos esbirros, que ya empezaban a perder su flema.
70
—Rayos —juró Telly—. En esta época, no podremos «limpiar» un Banco. Los
billetes no servirán.
Mess se sentía irresoluto. Empezaba a darse cuenta de que la idea de Luxley, que él
había llevado a la práctica, no era tan buena como parecía.
—Tenemos que volver allí —dijo, muy aprensivo—. Esto no me gusta nada.
Uno de los guardias hizo señas de que salieran. Kittoe y Telly obedecieron. Mess,
ebrio de ira, desafiando el riesgo de aquellos extraños fusiles, empezó a manipular en el
tablero de instrumentos y luego pulsó el botón de arranque.
Entonces, el cronomóvil se elevó unos metros. Mess miró hacia abajo y sacó la
lengua burlonamente a los asombrados espectadores.
Entonces, dos parejas de soldados avanzaron hacia los rufianes y, cogiéndolos por
los brazos, se elevaron en el aire y emprendieron vuelo rápidamente hacia un lugar
71
desconocido para los prisioneros.
***
—Olvidaba una cosa, Sonny —dijo—. Cuando llegues a Capital Central, busca a
Brunn Shuro. Es el Prefecto de Ética. Dile que vas de mi parte. Puede ayudaros mucho.
—Bueno, aquí se le llamaría Ministro del Interior. Ganas de llamar a las cosas con
nombres raros —sonrió Eudora.
—Tendrá un despacho...
Eudora sonrió.
72
—Sí, pero ¿qué conseguiremos con ello, Heno? —preguntó la joven.
Durros sonrió.
—Me parece que voy a quedarme en el siglo XXIV —repuso—. Con todas sus
limitaciones, lo encuentro infinitamente mejor que el mío. —Pasó un brazo por la cintura
de Tasia—. Sin duda alguna —añadió.
—Eudora, temo que, como muchos, eres una engañada de nuestro gobierno.
Disponen de una cantidad de medios inimaginables y que no han querido hacer jamás
públicos. Uno de esos medios es la cronovisión y yo puedo, con tu telemando, construir un
aparato que nos permita ver lo que está sucediendo en el siglo XXXVIII. Así podremos
seguir los pasos de nuestros amigos y ayudarles si es preciso.
***
—Los hombres de esta época no tienen derecho a viajar al pasado para secuestrar a
73
las personas que no actúan como ellos desean —exclamó Lilian, apasionadamente.
El joven se lo explicó. Shuro se tiró del labio inferior, mientras parecía considerar el
problema.
De repente, antes de que tuviera tiempo de darles una respuesta, varios hombres
irrumpieron en la estancia.
—Es bien sencillo, Prefecto Shuro. Hemos localizado unos viajeros ilegales, que han
llegado de otra época, y los arrestamos para que sean sometidos a juicio. El caso entra en
mi competencia y estoy actuando dentro de la legalidad vigente.
Los guardias, vestidos con el uniforme que Keyton había visto en una ocasión,
avanzaron unos pasos y asieron a los prisioneros por ambos brazos.
74
Y cuando quisieron darse cuenta, estaban encerrados en una habitación, situada a
gran distancia del lugar en que habían sido arrestados.
Pero con gran sorpresa por su parte, vieron que había otros dos individuos en aquel
calabozo. Y los conocían.
—Quiso escapar con ese cacharro y explotó. No sé por qué, pero así fue —agregó
Telly.
Carecía de toda comodidad. Era relativamente amplio, unos seis o siete metros de
lado, por cuatro de alto, pero estaba absolutamente desprovisto de muebles, con las
paredes completamente desnudas.
—Por eso no estiman necesario damos siquiera una silla —añadió el otro.
75
—Creo que nos van a deportar a alguna parte, aunque no sé exactamente el lugar —
manifestó Telly.
Keyton volvió los ojos hacia Lilian. La joven parecía recuperarse un tanto.
—Lilian, si no actuamos pronto, nos deportarán, como hicieron con Heno —dijo.
Keyton trató de rememorar el camino que habían seguido hasta llegar a aquel
calabozo. Entornó los ojos unos instantes y luego decidió que había una posibilidad.
La visión había sido muy rápida, pero había podido captar la imagen de un
cronomóvil. Si pudieran llegar hasta allí...
Telly asintió.
—Faltan todavía cuatro horas para que se haga de noche —dijo—. Entonces,
empezaremos a actuar. Y os diré cómo...
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CAPÍTULO X
Era fantástico, pensó Tasia, mientras Durros y Eudora daban los últimos toques a
su trabajo. Habían hecho ya unas pruebas, pero Durros había encontrado ciertos defectos
en el aparato y quería corregirlos, antes de ponerlo definitivamente en funcionamiento.
Tasia se maravillaba de los adelantos técnicos del siglo XXXVIII, aunque en su fuero
interno se decía que era un mundo casi completamente deshumanizado.
El siglo XXIV era mucho mejor, se dijo, a pesar de las serias restricciones que
existían en algunos aspectos de la vida. Ella misma, para dedicarse a tan poco honesta
profesión, había tenido que superar ciertos requisitos que se le habían antojado absurdos.
Y, sin embargo, prefería mil veces vivir en su época.
Durros afinó los controles. Las imágenes se hicieron más claras. De pronto, la
pantalla permitió ver una sala en la que había un par de cronomóviles.
—El otro aparece listo para su empleo. Podemos traerlo aquí cuando queramos.
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—Lo intentaré.
Keyton y Lilian eran conducidos por unos guardias uniformados, que los llevaron a
un calabozo, en el que había ya dos hombres. La puerta de la celda se cerró y pudieron ver
a Lilian que se derrumbaba hecha un mar de lágrimas.
—Lo mismo que a mí, con toda seguridad —dijo Durros—. Los deportarán al siglo
dos mil quinientos...
—En esos trastos caben cuatro personas. Uno de nosotros podría ir, libertarles y...
Pero no debemos olvidarnos del profesor.
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—Bueno, eso nos da un margen de tiempo muy apreciable. Heno, ¿cuándo nos
traemos el cronomóvil?
—Exactamente.
***
—¡Ahora!
Fuera, en el corredor, había un guardia armado, que se sentía estupefacto por algo
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que no le cabía en la mente. Aún tenía la boca abierta, cuando Telly le hizo volar hasta el
fondo del corredor de un tremendo derechazo.
Por segunda vez, los dos gigantes cargaron contra otra puerta. Esta era de madera y
quedó literalmente convertida en astillas.
Lilian lanzó un grito. Kittoe emitió una sonora maldición. Keyton se dio una
bofetada en la cara.
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¡El cronomóvil había desaparecido!
Había otro, pero pronto vieron que sus mecanismos estaban en reparación. Keyton
maldijo aquellos breves segundos de discusión, causantes de un inoportuno retraso que
podía costarles muy caro.
Agarrando la mano de la muchacha, echó a correr, seguido por los dos gigantes.
Encontraron una escalera y se metieron por ella sin vacilar. Al final, había una puerta, que
Kittoe hizo saltar de un brutal puntapié.
—¡Papá!
***
—¿Estás bien? ¿No te han causado daños en el cerebro? Sabemos que te van a
someter a un tratamiento para que olvides todo lo referente a los cronomóviles.
—Hasta ahora, no han hecho más que interrogarme, aunque, eso sí, sin apenas
interrupción. Pero el trato ha sido bastante correcto, si bien se han negado en todo
momento a admitir mis protestas. Parece ser que quieren...
—Yo sé bien lo que quieren, profesor —intervino Keyton, a la vez que asía el brazo
de Fulkmeister—. Y no es éste el momento de explicaciones, sino hora de escapar cuanto
antes. Vamos, vístase, pronto. Vosotros dos —se dirigió a los mastodontes—, vigilad por si
viene alguien.
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—Lilian, al menos podías ocuparte de las presentaciones, me parece —dijo.
—Este es Sonny Keyton, detective jurado, al que contraté para encontrarte. Hemos
pasado mil apuros, pero al fin hemos conseguido dar contigo.
—Tendremos que buscar a Shuro. Él puede hacer algo por nosotros —contestó el
joven—. ¿Listo, profesor?
Descendieron la escalera a todo correr. De repente, cuando estaban a mitad del gran
vestíbulo, oyeron voces destempladas que se filtraban a través de una puerta situada a la
derecha de la escalera.
—Puede que sea ilegal, pero la ley que contraviene mi propuesta puede ser
modificada y entonces desaparecerá esa ilegalidad —respondió otro hombre, en cuya voz
reconoció Keyton a Bruhn Shuro—. Pero incluso dejando de lado los aspectos legales de la
propuesta que he formulado, es preciso tener en cuenta los aspectos prácticos y éstos son
fundamentales para la supervivencia de nuestra época. O se deroga esa ley o, de seguir
adelante con el plan del Prefecto Rormart, corremos el riesgo de perder cuanto hemos
conseguido hasta ahora.
Keyton se detuvo e hizo señas a los otros de que se callasen. Luego, muy despacio,
se acercó a aquella puerta y la abrió un poco más. Entonces contempló un espectáculo
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inusitado.
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CAPÍTULO XI
Había una docena de hombres, congregados en torno a una gran mesa circular,
todos ellos vestidos de idéntica manera y con el emblema de la clepsidra en el lado
izquierdo de sus uniformes. Uno de ellos parecía presidir la reunión y su insignia era algo
mayor que las restantes.
—Prefecto Rormart, como Presidente del Consejo de Prefectos, creo que sería
conveniente escuchar los alegatos de nuestro colega. No olvidemos que estamos aquí para
gobernar el planeta en esta época y que cada uno de los presentes tiene derecho absoluto a
expresar sus opiniones, aunque no nos gusten. Que se aprueben o no las propuestas que se
puedan formular, es ya otra cuestión. Pero nadie tiene derecho a hacer callar a otro, sólo
porque detesta su forma de pensar o no le gusta lo que pretende que se haga.
El tipo le había caído simpático, se dijo. Desde el umbral, pudo ver el rostro de
Rormart, deformado por la rabia que le producía la decisión del presidente.
—A pesar de todo, opino que nuestro colega Shuro se dejó influenciar por los
viajeros que llegaron del siglo XXIV—dijo Rormart, rencorosamente—. Al recibirlos, se
había tomado atribuciones que no le competían.
—Creo que eso no es relevante ahora, señor presidente —se defendió Shuro.
Sonaron algunas voces de aprobación. Queldon hizo gestos con las manos.
—Por favor, dejemos que hable nuestro colega Shuro. Permitamos que exponga sus
argumentos. Luego someteremos su propuesta a votación. ¿De acuerdo, caballeros? —
Queldon esperó un instante y movió la cabeza afirmativamente—. El Prefecto Shuro
puede continuar —indicó.
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uno en su casa y Dios en la de todos.» Las cosas, en este asunto, son un poco distintas.
Todos debemos estar un poco en casa de todos.
—Un poco de explicación nunca estorba, colega —dijo Shuro, sin inmutarse—. El
Prefecto de Viajes Temporales, estudiando los asuntos de su departamento, decidió un día
que en el siglo XXIV había un tipo chiflado, cuyas acciones podían ser perjudiciales para
nuestra época. En consecuencia, y decidiendo por sí mismo y sin someter la operación a
estudio por parte de este consejo, envió a varios de sus agentes a secuestrar a aquel sujeto
y traerlo a nuestra época, para hacer que olvide todo cuanto había hecho sobre
cronomóviles.
—Los trabajos de Fulkmeister eran erróneos. De haberle permitido seguir con sus
experimentos, nuestra época podía haber padecido terribles alteraciones...
—Claro. Es bien fácil. Voy a proponer a mi colega que haga un viaje al pasado más
remoto de la Tierra, cuando el hombre apenas sabía encender el fuego. Propongo a
Rormart que busque al primer constructor de la rueda y que se lo traiga aquí, porque al
inventar la rueda, puede perjudicar esta época. Luego puede ir en busca del que inventó el
arco y la flecha, y la lupa de aumento, y la imprenta, y la propulsión por vapor, y los
motores de combustión interna... En todo invento hubo siempre un primer inventor o
constructor, tanto da. Y todo lo que tenemos ahora, incluyendo los cronomóviles, es el
resultado y la suma de todos aquellos inventos: el fuego, la rueda, el arco y las flechas, el
primer microscopio, la imprenta... y el primer crono- móvil, «precisamente» el del profesor
Fulkmeister.
Hubo una pausa de silencio. Once rostros estaban vueltos hacia Shuro, con absoluta
concentración.
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rodaja de un tronco de árbol, se derivaron las ruedas de los trenes y de los automóviles.
De los primeros tipos móviles de imprenta, se derivaron las linotipias y las rotativas. Del
primer fuego, encendido mediante la fricción de dos palitos, se derivaron los hornos de
fundición... ¿Es necesario que siga, queridos colegas?
—Votemos la propuesta del Prefecto de Ética —dijo—. Los que estén en favor de
suspender las operaciones contra el profesor Fulkmeister y su devolución a su época,
pueden levantar la mano. Los que estén en contra, permanecerán inmóviles.
El presidente mantuvo su mano en alto. Diez manos más se alzaron. Sólo Rormart,
hirviendo de furia, quedó en su sitio, con los brazos cruzados.
Aquella especie de tubo disparó un rayo de luz que alcanzó de lleno a Queldon,
atravesándolo de parte a parte y chamuscando la pared que tenía a sus espaldas. Queldon
se irguió convulsivamente, estuvo así un instante y luego se derrumbó de bruces sobre la
mesa.
Entonces, Keyton se lanzó hacia adelante con tremendo ímpetu. Rormart apuntaba
ahora con el arma a su colega de Ética.
En aquel instante, Keyton cayó sobre él y lo aplastó contra la mesa Rormart lanzó
un corto aullido El arma dé luz sólida saltó de sus dedos y resbaló sobre la pulida
superficie de la mesa Shuro se apoderó de ella en el acto.
Keyton sonrió.
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—Lamento la interrupción, pero creo que lo he hecho en un momento muy
oportuno —dijo.
Shuro volvió los ojos hacia el inmóvil cuerpo de Queldon y meneó la cabeza.
—Se lo merece.
—A mí me los dio un agente enviado a nuestra época, para completar la tarea de los
dos primeros —sonrió Keyton—. Pero son unos argumentos absolutamente lógicos. No se
pueden corregir los errores del pasado, viajando desde el futuro. Lo que fue y se hizo, su-
cedió y hecho está y estará.
—Sí, es cierto —convino Shuro—. Tendremos que ocupamos del asesino —agregó
—. Le cegó el orgullo. Estaba poseído por un amor propio insano, casi anormal…
Shuro asintió.
—Ahora sólo me falta compensar a ustedes por todo lo que han pasado por nuestra
culpa. ¿Qué podemos hacer en su favor, señor Keyton?
El joven suspiró.
Keyton corrió hacia la puerta y se quedó atónito. Tasia y Eudora estaban en la sala
de cronomóviles, agitando las manos con vivos gestos.
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Keyton sonrió.
—Señor —saludó.
—Agente, estos viajeros del tiempo deben volver a su época. Ocúpese de todo lo
necesario.
Eudora asintió.
—Haré que le devuelvan su cronomóvil, profesor. Sin él, los nuestros no existirían
—sonrió.
—Agente Lomm, cuando haya terminado esta misión, venga a verme. Tengo un
puesto para usted en mi nuevo gabinete.
Eudora sonrió.
Kittoe y Telly estaban ya impacientes por regresar también. Keyton pensó que los
perdería de vista muy pronto. Si contaban lo ocurrido, nadie los creería.
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—Allá, esperándome —contestó la doctora, con una gran sonrisa.
—¿Es posible?
—En el caso de Heno, sí. Es soltero; si estuviese casado y tuviese un hijo, no podría
hacerlo, para no alterar las líneas del tiempo a partir de su época. No habiendo dejado
rastro tras sí, es posible ir a vivir al pasado. Al que le guste, claro.
—A ti no te gusta.
Eudora sonrió.
***
Sonrió para sí. En la anterior ocasión, había esperado a Tasia, y se había ido con ella
a su apartamento. Dos hombres habían llegado del futuro, llevándose al profesor...
Heno parecía encontrarse muy a gusto en el siglo XXIV. Claro que, pensó Keyton,
Tasia tenía una notable parte en aquella decisión.
—Mencioné las diez barreras vencidas por el hombre. La última, decía, era la
barrera del tiempo. Es rigurosamente cierto, es la última barrera que se puede vencer.
Porque aún queda otra y ésa no se podrá vencer jamás y, por tanto, no pudiéndose
rebasar, no se puede considerar como tal barrera. Me refiero a la muerte, hecho al que
todos los humanos hemos de inclinamos resignadamente, aunque nuestra existencia
llegue algún día a durar centenares de años Porque no sobrepasaremos jamás esa barrera,
ya que nunca seremos inmortales.
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Fulkmeister acabó su disertación. Sonaron aplausos. Tasia y Heno se levantaron
para felicitarle. En aquel momento. Keyton vio que Lilian entraba en la sala.
—Oh, magníficamente. No puedo quejarme; cada día tengo más pedidos. La gente
vuelve a las cosas antiguas...
—Sí, ocurre cada cierto tiempo —sonrió él—. ¿Puedo encargarte un traje de novia
bordado?
Lilian respingó.
—No será necesario. Para las medidas y demás, bastará con que te mires al espejo.
—Por cierto, ¿tienes alguna idea de adonde ir en viaje de luna de miel? ¿Tal vez al
siglo XXXVIII, para ver cómo van las cosas ahora?
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Lilian sonrió.
—Sí, es lo mejor. Es nuestra época y procuraremos que sea la más feliz de todas —
contestó.
FIN
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