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Un Solo Ataúd - Silver Kane

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Trastornada por el dolor de la pérdida, Magda cree ver a su difunto

novio hablarle desde el ataúd. Su tía le procura el ingreso en el


Whortington College como profesora de francés para que allí,
apartada del bullicio de la gran ciudad, entre los vetustos muros la
escuela, trate de olvidar y rehaga su vida. Pero pronto empezarán a
suceder cosas…
Silver Kane

Un solo ataúd
Bolsilibros: Punto rojo - 1

ePub r1.0
Titivillus 26.07.15
Silver Kane, 1962

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Todos los personajes y entidades
privadas que aparecen en esta novela,
así como las situaciones de la misma,
son fruto exclusivamente de la
imaginación del autor, por lo que
cualquier semejanza con personajes,
entidades o hechos pasados o
actuales, será simple coincidencia
Primera Muerte
UNO

El hombre se acercó a la ventana y puso la mano derecha sobre


la cinta que servía para elevar la persiana metálica. Cerró los dedos
sobre ella, pero no llegó a tirar. La voz, a su espalda, dijo:
—Será mejor que no hagas eso.
El hombre se volvió. Vio a la mujer sentada en el brazo de una de
las butacas. Había cruzado las piernas y reposaba
descuidadamente. Tan descuidadamente que una carrera que llevaba
en la media izquierda casi se veía en toda su extensión.
Pero esas eran cosas que no importaban ahora, que pertenecían
al Más Allá.
Sobre el regazo de la mujer descansaba una taza de café
humeante.
—Será mejor que no lo hagas —repitió.
—¿Por qué? La ventana da al jardín.
—Pero no ha amanecido aún, y puede llegar gente todavía. Esta
es una de las pocas ventanas iluminadas. No hagas eso.
—Bien.
El hombre se sentó en uno de los brazos de la otra butaca, y la
miró fijamente.
—Me siento incómodo —dijo.
—Lo comprendo. Esta ropa… Siempre te ha sentado muy mal el
negro. Hace… No sé cómo decirte. Es horriblemente solemne. Es
funerario.
—Sí.
La voz del hombre vestido de negro era desmayada. Parecía
venir desde muy lejos.
—Es insoportable —susurró.
—Lo comprendo.
—Mejor lo comprendo yo, que estoy al otro lado de la frontera.
Las manos del hombre, muy blancas y delgadas, parecían
temblar.
—Ahora me fijo en tus manos —susurró ella—. Han cambiado en
poco tiempo. Son horribles…
—¿Te doy miedo?
—No, Percy. ¿Cómo vas a darme miedo tú? Pero creo que nunca
había visto unas manos tan extrañas como las que tienes esta noche.
—Es natural, ¿no? Llevo ahí un día entero.
Señalaba sin moverse, hacia el fondo de la habitación.
Sus ojos brillaban, quietos, extraños y lacerantes, a la luz
temblorosa de los cirios.
—Y yo llevo un día entero mirándote, Percy.
—Sí. Eres mi única compañía. Por eso necesito hablarte, estar
cerca de ti…
Fue a levantarse del brazo del sillón y a acercarse a la muchacha.
Ella hizo un vivo movimiento de retroceso.
—No, no te acerques…
—¿Será cierto que tienes miedo?
—Te juro que no lo tengo.
—¿Crees que, desde el sitio donde estoy, puedo creer ya en los
juramentos?
—Piensa lo que quieras.
—Yo ya no pienso.
—Percy…
Él se quedó quieto, mirándola.
Sus ojos extraños y lacerantes a la luz temblorosa de los cirios…
—Percy —continuó ella en voz baja—, no puedo creer que sea
cierto lo que ocurre. Que yo esté hablando contigo…
—En realidad, nadie lo creería.
Ella bebió un sorbo de café. Sus manos temblaban.
—Cuidado; vas a derramarlo.
—Siento no poder darte. En el otro lado de la frontera ya no lo
necesitas.
—No.
—Percy…
—No me nombres con esa voz.
—Es que estoy muy nerviosa… Tengo ganas de que amanezca.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro de la madrugada.
—No sé por qué lo he preguntado —susurró él, moviendo la
cabeza—. En realidad; ¿qué me importan a mí las horas?
—A mí sí. Porque cuando te lleven… será horrible.
—Esa palabra ya no tiene sentido para mí —dijo Percy.
Sus labios estaban un poco crispados. Sus manos, muy blancas,
temblaban.
—No tiene sentido —repitió.
Dio un cuarto de vuelta y regresó poco a poco al fondo de la
habitación, de donde había surgido poco antes.
Existía allí un lujoso ataúd de caoba con acolchados y almohadilla
de seda roja. Cuatro cirios encendidos parecían montar guardia en
los cuatro puntos cardinales de la caja.
Percy se introdujo en ella, cerró los ojos y cruzó las manos sobre
el regazo. Unos segundos después, su quietud era absoluta, mortal,
definitiva. La quietud que sólo existe al otro lado de la frontera, al
otro lado del Bien y del Mal, al otro lado del Más Allá. Su quietud y
su rigidez producían como una sensación de frío en la espalda.
Ella se lo quedó mirando, ensimismada, absorta, con los ojos
dilatados.
Nadie hubiera sido capaz de adivinar lo que pasaba por detrás de
aquellos ojos.
La puerta de la habitación se abrió poco a poco, con un chirrido, y
una mujer de mediana edad entró sigilosamente.
—Magda…
La joven que había estado hasta entonces en la habitación, la de
la extensa carrera en la media, se volvió a mirarla.
—¿Qué hay?
—Debes estar cansada. ¿Por qué no te vas a dormir?
—No tengo sueño.
—¡Pero si llevas casi veinticuatro horas a solas con el cadáver!
—No estoy cansada.
Hablaban sigilosamente, como se habla en presencia de los
muertos.
La mujer de media edad contempló el cuerpo yacente y luego a la
muchacha, a Magda. Sus ojos pequeños brillaban recelosamente
detrás de las gruesas gafas.
—Oye, Magda…
—¿Qué?
—No te sepa mal, pero deberías acostarte. Todo esto te
perjudica mucho, mucho. Enormemente.
—¿Por qué piensa eso?
—Perdóname, pero…, pero juraría que te he oído hablar hace
unos instantes. A la fuerza tenías que estar charlando sola.
Cuchicheabas con una voz extraña, silbante, que no parecía tuya.
—¿Por eso ha entrado?
—Sí, Magda. A ninguna mujer joven le conviene estar veinticuatro
horas encerrada con un muerto.
—Pero a mí no me ocurre nada. Me siento muy tranquila…
—Sin embargo, hablabas.
—Se equivoca. ¿Con quién iba a hablar? ¿Es que quiere
asustarme?
—Precisamente quiero todo lo contrario, Magda: tranquilizarte…
¿Por qué no vas a llevar a la cocina tu taza de café?
—No la he bebido aún.
—Mejor. El café en nada va a favorecerte.
—Bueno…
—Y haz una cosa: el doctor ha dejado en la cocina un tubo de
pastillas calmantes. Son unas pastillas en un tubo rojo. Tómate una y
siéntate en una butaca, con los otros, aunque no quieras dormir. Pero
no cometas más la locura de permanecer a solas con el muerto.
Magda se encogió de hombros débilmente, muy débilmente,
como si no tuviera fuerzas.
—Está bien —concedió—. Voy a la cocina.
Salió de la habitación y pasó a la contigua, una gran sala donde
había reunidas cuatro personas, dos mujeres y dos hombres. Los
cuatro presentaban ese aspecto silencioso y taciturno que suele
tenerse en los velatorios y en los depósitos de cadáveres.
Vieron pasar a Magda con miradas lejanas e indiferentes. Los
hombres ni desviaron los ojos, a pesar de que la chica llevaba ropas
ceñidas y exageraba más sus formas con aquel caminar indolente.
La mujer de media edad entró tras ella y se estuvo quieta hasta
que la vio desaparecer por la puerta que daba al pasillo y llevaba
hasta la cocina. Sus ojos seguían brillando tras los gruesos cristales
de las gafas.
—Es horrible —musitó—. Horrible…
Uno de los dos hombres que aguardaban en la sala levantó poco
a poco la cabeza.
—¿Qué es lo que es horrible, señora Fremont?
—Lo de esa chica.
—¿Qué le sucede?
—No me diga que no lo sabe. Es cosa que todas sus amistades
conocen.
—Yo no sé nada. ¿De qué se trata?
—Magda ha estado algún tiempo en una clínica mental.
—¿Por qué?
—Es una visionaria.
El hombre alzó un poco más la cabeza, aunque sin demostrar un
excesivo interés. O más bien hizo que ese interés quedara
disimulado, porque no es correcto interesarse demasiado por las
cosas terrenas cuando uno está velando a un muerto.
—No entiendo —susurró.
—Pues es sencillo. Visionaria. Cree ver cosas que no existen, y
oye palabras que no se han pronunciado jamás.
—¿Pero en la clínica mental no la curaron?
—Todos creíamos que sí. Sin embargo…
—Yo no he notado nada anormal —dijo el hombre.
Una de las mujeres que estaban sentadas en la sala, junto a él,
susurró:
—Las voces…
—¿Qué voces? —preguntó el hombre.
—Magda ha estado hablando sola —musitó la mujer de las gafas
gruesas—. Usted estaba distraído y no ha oído el susurro, pero
nosotras, sí. Por lo menos, ha hablado sola durante cinco minutos.
¿Y sabe lo que eso significa? Ahora debe estar perfectamente
convencida de que ha sostenido una conversación con el muerto.
—No diga cosas que no tienen sentido, por Dios.
—¿Cree que me divierto diciendo esto? Magda es mi única
sobrina… Mi única familiar, podría decir.
—Pero eso resulta horrible. ¡Sencillamente horrible! ¿No se
puede hacer nada en un caso así?
—Sencillamente, he intentado lo único que estaba en mi mano:
procurar sacarla de ahí para que no pase tantas horas a solas con el
muerto. No se movería de junto al ataúd. Parece hipnotizada.
—Yo —dijo otra de las mujeres, estremeciéndose— oí decir una
vez que los muertos hipnotizan.
—¿Pero no comprende? —susurró la de las gafas gruesas—.
Percy, el muerto, y mi sobrina Magda iban a casarse…
—No sé cómo ha podido resistirlo. Esos golpes son espantosos
para una chica tan joven.
—¿Pero de veras piensas que aún sufre alucinaciones? —
preguntó el hombre que había hablado en primer lugar.
Era un tipo joven, fuerte, rubio, de ojos azul gris, vestido con un
impecable traje color plomo.
—El susurro a través de la puerta no ofrece duda alguna. Yo
estaba asustada. No sé cómo he podido dominarme, porque tenía
ganas de gritar.
—Pues ella parecía perfectamente tranquila.
—No lo crea.
—Yo más bien diría que tenía miedo —susurró una de las
mujeres—. Un miedo horrible, que estaba más allá de sus sentidos.
¿Ustedes no han notado lo que ocurre cuando tenemos tanto pánico
que no podemos ni respirar? Entonces nuestros movimientos son tan
lentos que parece como si no nos ocurriera nada, aunque tengamos
las cuerdas de la garganta rotas de tanta fuerza que hacemos para
no gritar. Pues eso es lo que le ocurría a esa chica, a Magda.
Estaba obsesionada. Si la dejan demasiado tiempo sola en la cocina,
se volverá loca.
La señora Fremont suspiró:
—Dios mío…
Pero se advertía que era impotente para resolver de algún modo
aquella situación.
El hombre del traje gris plomo, dijo:
—¿Magda iba a casarse con Percy?
—Creí que lo sabía.
—No. ¿Cómo iba a saberlo? He estado dos años fuera de Nueva
York. Ni siquiera sospechaba que Percy pudiera tener novia. Y
ahora, al venir a verle, me encuentro con… Bueno, me encuentro con
que acaba de morir.
—Ustedes eran muy amigos, ¿no?
La que preguntaba era la señora Fremont, que continuó:
—¿Dónde se conocieron?
—En el perímetro de Fusán.
—Eso me suena a Corea.
—Y no se equivoca. El perímetro de Fusán fue el lugar situado al
sur de la península donde los del Norte acorralaron a los del Sur
durante una buena temporada. Percy y yo estuvimos allí, en los
servicios de munición de la flota. Más de una noche tuvimos que
dormir sobre montañas de obuses con la espoleta puesta.
—Entonces Percy era ya capitán de navío, ¿verdad? —siguió
preguntando la señora Fremont.
—Sí, y tenía por delante un brillante porvenir. Todos pensábamos
que llegaría a ser algo, y en efecto lo ha sido. Lo terrible es que
haya muerto cuando empezaba a triunfar de verdad. Ahora tenía el
grado de contraalmirante, ¿no es así?
—En efecto —musitó la señora Fremont—, lo cual resultaba
envidiable, a su edad.
—Y dígame, señora Fremont, ¿cómo es que vivía con usted?
Esta es una casa de huéspedes respetable, pero modesta, y Percy
debía ganar mucho dinero. ¿No estaba en los Servicios Especiales
de la Armada?
—Así es —dijo la mujer calmosamente—. Pero ¿dónde va a vivir
un hombre solo, hasta que se casa? Percy no tenía familiares, y
hubo de elegir entre un departamento en un cuartel de la flota y un
departamento en una casa de huéspedes donde le trataran bien. Él
se sentía a gusto aquí —añadió—, mientras esperaba casarse.
Estaba muy enamorado de Magda, naturalmente. Porque Magda es
una de esas mujeres de las que los hombres tienen que enamorarse
por fuerza.
E hizo un gesto apoyando sus palabras, como si ella supiera por
propia experiencia qué es lo que obliga a enamorarse a los hombres.
—¿Sabía que Magda había estado en una clínica mental por
visionaria? —preguntó la otra mujer.
—Claro que lo sabía.
—¿Y no le importó?
—¡Oh, no! Yo diría que, por el contrario, le gustaban esas cosas.
Frecuentemente hablaba del Más Allá y de lo que hay después de la
muerte. Decía que a veces los muertos pueden comunicarse con los
vivos. Sus conversaciones eran casi siempre así.
Y se estremeció, recordando de pronto que al otro lado de la
puerta había un muerto. Y maldita la gracia que les iba a hacer, si
éste se ponía en comunicación con ellos.
Se produjo un momento de tensión, de miedo invisible, que
pareció recorrerlos a todos, hasta que el hombre del traje gris plomo
lo rompió con su voz:
—¿No está Magda demasiado tiempo en la cocina?
—Puede…, puede que sí.
Pero nadie se levantó para ir a buscarla. Parecían darles miedo
las habitaciones vacías de la casa.
El hombre del traje gris plomo se puso en pie.
—No debe estar sola. La traeré y le haré beber algo fuerte. Creo
que lo necesita.
Fue hasta la cocina, que estaba al fondo del pasillo. Era una
pieza grande, muy limpia, muy cuidada, teniendo ese esmero en
todos los detalles que suelen poner las viudas como la señora
Fremont, que aspiran a ser limpias, ya que no pueden aspirar a ser
bonitas.
Pero el hombre del traje gris plomo no se fijó en eso, sino
solamente en la mujer.
La mujer lo llenaba todo.
Era extraño que no se hubiese dado cuenta antes de lo
endiabladamente joven, de lo endiabladamente bonita, de lo
endiabladamente tentadora que era. Había en ella algo de silvestre,
de puro, de natural, que llamaba a los sentidos directamente. Tenía
unos ojos de color gris claro sobre unos labios perversamente rojos.
Tenía unas líneas como para marearse dibujándolas. Tenía una
carrera en una media.
El hombre se detuvo en el umbral de la puerta.
—¿Quién es usted? —preguntó ella.
—Me llamo Clive.
—¿Clive qué más?
—Clive Sanders. Parece como si desconfiara de mí. ¿No me ha
visto antes? Estaba en la habitación contigua.
—¿Por qué está aquí?
—Yo era amigo de Percy.
—Ya.
Todos los sentidos de la mujer estaban alerta. Clive tuvo la
sensación de que gritaría, si él se acercaba un paso más.
—¿A qué ha venido? —preguntó Magda.
—No debe usted estar sola.
—¿Por qué no? Me he pasado casi veinticuatro horas a solas con
el cadáver, sin que me ocurriese nada.
—Claro —la tranquilizó Clive—. ¿Qué iba a ocurrirle? Pero debe
comprender que eso es perjudicial para una mujer joven. Su sistema
nervioso ha sufrido mucho.
—¿Es usted médico?
—No; soy marino, como Percy. Pertenezco a los Servicios
Especiales de la Armada. He estado dos años ausente de Nueva
York, y al venir a verle, me he enterado de su muerte.
Ella no contestó.
Clive no quería hacerlo, pero se estaba fijando en su rostro, en la
carrera de su media, en las líneas serenas y armoniosas de su
cuerpo.
—¿Iban a casarse pronto? —preguntó en voz baja.
—Sí; dentro de dos meses.
—Ha debido ser terrible para usted. Crea que lo siento.
Nuevo silencio por parte de la mujer, que parecía encontrarse
muy lejos de allí, en algún lugar remoto donde no podía acompañarla
nadie.
—¿Sabe usted dónde enterrarán a Percy? —preguntó,
despegando los labios al fin—. ¿Sabe qué harán con él?
—Percy no será enterrado, sino lanzado al mar dentro de su
ataúd, como se hace con los marinos.
—Es consolador —dijo ella en voz baja.
—Yo también lo creo así.
—El mar es inmenso, es puro. No resulta triste como la tierra,
que lo pudre todo. Yo sé que dentro de diez años, si vivo, miraré un
día el mar y pensaré: «Percy está ahí, ahí…», sin sentir el
estremecimiento de horror que siempre nos ocasiona una tumba.
Ahora fue Clive el que guardó silencio. La miraba. Se daba cuenta
de que en aquella mujer había algo que las otras no tenían. Se daba
cuenta de mil cosas que nunca podría confesar.
Y a continuación fue ella la que siguió hablando:
—De todos modos, yo veré a Percy —dijo con un soplo de voz—.
Lo veré… Todos los días él estará conmigo.
Clive Sanders sintió un estremecimiento.

***

El día era brumoso y gris cuando el ataúd conteniendo a Percy


fue lanzado al agua desde la borda del destructor ZV-26, adscrito a
los servicios especiales de la Armada. Un grupo de «marines» formó,
en el puente, la guardia de honor. Cuando el ataúd fue arrojado,
varios fusiles crepitaron y las balas saltaron al aire. Algunas gaviotas,
que buscaban la carnaza, croaron, asustadas, alejándose.
Empezó a lloviznar.
Clive Sanders, de uniforme, saludó desde el puente. Él se había
encargado de todos los trámites y a él correspondía el último adiós.
El capitán del destructor cerró su libro de oraciones.
—Descanse en paz —dijo—. Asunto concluido.
En uno de los camarotes, mirando a través del ojo de buey, con
los ojos llorosos, estaba Magda.
—La va a desembarcar en seguida, ¿verdad? —preguntó el
capitán, mirando a Clive.
—Inmediatamente. Casi estamos a la vista de la estatua de la
Libertad. Dentro de una hora habremos regresado al puerto, y ella
desembarcará. Por cierto, le agradezco mucho que haya permitido a
la muchacha despedirse así de Percy.
—¿Por qué no iba a hacerlo? No tiene que agradecer nada.
Un teniente veterano, ascendido a fuerza de años, se acercó
pausadamente a ellos.
—Estaba bien lastrado ese ataúd, ¿eh? Se ha hundido como el
plomo. ¡Como que dentro llevaba un ancla!
Los dos miraron al teniente.
Sus palabras les parecieron una observación de mal gusto, pero
no dijeron nada.
Empezó a lloviznar.
DOS
La casa, situada cerca de Norwalk, al norte de Nueva York, tenía
un aspecto triste y solemne, bajo las ráfagas de lluvia.
Era un caserón enorme, construido a finales del siglo diecinueve,
y con el gusto recargado propio de la época. En los jardincillos
situados cara al mar, había docenas de estatuas: guerreros griegos,
ninfas de la mitología escandinava, mujeres de pétrea desnudez a las
que ya faltaba un pecho, un par de dedos, la nariz, a causa de los
estragos implacables del tiempo.
La lluvia parecía llenarlo todo, desde el horizonte marino a las
montañas bajas que había detrás de la casona.
El taxi se detuvo ante el sombrío edificio, en el patio sobre el que
repiqueteaban las gotas de agua.
La señora Fremont asomó levemente la cabeza por la ventanilla,
procurando no mojarse, y susurró:
—Aquí es.
Sobre la entrada principal del edificio, varias letras esculpidas en
piedra componían la siguiente frase: WHORTINGTON COLLEGE.
Magda, quieta en el interior del taxi, junto a la señora Fremont,
musitó sin mirar:
—¿Y el hospital dónde está?
—Allí —señaló la señora Fremont, indicando un punto lejano—.
Allí, tras las rocas. Un hospital junto a un cementerio. ¡Qué detalle de
mal gusto!
Magda miró a través del parabrisas, por encima de las espaldas
de los dos hombres que ocupaban el asiento delantero.
—Sí —dijo—; el hospital es también muy triste. Más triste que el
colegio.
—Todo parece triste bajo la lluvia —opinó la señora Fremont.
—¿Cómo se les ocurrió edificar un hospital aquí, tan cerca de un
colegio donde sólo se admiten niños menores de catorce años?
—El colegio es muy antiguo —explicó calmosamente la señora
Fremont—. No hay más que verlo; parece arrancado de una estampa
de la vieja Europa. ¡Ni que aún hubiesen vampiros en él! En cambio,
el hospital fue edificado durante la guerra. Necesidades militares,
¿sabes? En esa época nadie se detenía a pensar si había un colegio
cerca o no. A ese hospital eran traídos los marinos heridos en
combate, y como muchos de ellos terminaban muriendo, se les daba
sepultura en el cementerio cercano, cara al mar. Ahora el hospital
pertenece a una sociedad particular que lo adquirió en 1947. Ya no
hay marinos en él, sino enfermos de los nervios que necesitan largas
temporadas de reposo. Es un lugar agradable, te lo aseguro. Lo que
ocurre es que ahora todo lo estropea la lluvia.
Magda susurró, con los ojos perdidos en el vacío:
—Esos pobres marinos fueron sepultados en tierra. ¿Por qué?
¿Por qué no se les deja reposar bajo las olas, igual que Percy?
—No debes recordar tanto a Percy —dijo la señora Fremont,
mordiéndose los labios—, puesto que él ya no aparecerá nunca más
en tu vida, por desgracia. Y, en cuanto a esos marinos muertos hace
años y años, ¿crees que tiene mucha importancia para ellos reposar
bajo una losa, en vez de reposar bajo las olas? A Percy se le arrojó
al agua porque él tenía una alta graduación y lo pidió así antes de
morir. ¡Estaría listo nuestro país, si con cada marino hubiera que
hacer lo mismo!…
Y trazó un ademán de suficiencia con la mano, como si ella
supiera bien lo que costaba a los Estados Unidos cada entierro de
aquella clase.
El hombre que estaba sentado junto al chófer dijo, volviéndose:
—Tome mi paraguas, Magda. Si no, se va a poner usted perdida.
La joven obedeció, pero aún seguía sin mirar a ninguna parte.
—Gracias —contestó.
Salió del automóvil, abrió el paraguas y corrió hacia el enorme
portalón que daba entrada al colegio. Sus zapatos, de alto tacón, se
hundían en los charcos de lluvia, y ésta salpicaba sus medias. La
grácil figura de Magda pareció por unos instantes perdida ante el
enorme caserón. Luego, desapareció, tragada por la puerta.
La señora Fremont miró al hombre que estaba sentado junto al
conductor, un hombre todavía joven, pues no había pasado de los
cuarenta años, delgado, alto y tocado con gafas. La señora Fremont
encontraba a aquel hombre muy interesante, pues tenía un cierto
parecido con Arthur Miller, el autor teatral ex marido de Marilyn
Monroe. Pero sólo era un lejano parecido físico.
Aquel hombre era el doctor Kinsey.
—Le estoy muy agradecida, doctor —dijo con voz dulce—. Usted
era un gran amigo de Percy, y se ha portado muy bien con esa pobre
muchacha.
—No tiene importancia. Cualquiera hubiese hecho lo mismo.
—¡Oh, no! Ella necesitaba que alguien la ayudase, que le
impusiera casi a la fuerza el deseo de vivir. Usted ha conseguido ese
pequeño milagro.
—Repito que no tiene importancia. ¿Por qué dice eso? Magda
era una excelente profesora de enseñanza intermedia. No había
razón para que no estuviese en un colegio, y lo único que yo he
hecho ha sido animarla con un par de charlas.
La señora Fremont hizo un gesto confidencial.
—Ahora que ella no asiste a nuestra conversación, yo se lo diré
con toda franqueza, doctor: estaba muy preocupada. ¿Le conté lo de
su conversación cuando estaba a solas con el muerto?
—Algo me dijo —sonrió el doctor Kinsey—, pero perdóneme si
opino que sufrió usted una equivocación, señora.
—¡Doctor!…
—Los muertos crean en torno suyo una atmósfera especial —
susurró el doctor Kinsey, con una sonrisa triste y comprensiva a la
vez—. Se lo digo yo que, por desgracia, me he pasado la mitad de
mi vida en velatorios y depósitos de cadáveres. Cuando un muerto
está presente, uno se siente dispuesto a creer cualquier cosa.
—¿Pretende decir que yo no oí aquel susurro de voces?
—Por supuesto que debió oírlo, señora; pero seguramente
Magda estaba rezando.
—No lo parecía.
—Bien, dejemos eso ahora… Como le decía antes de dar este
paso, creo que Magda ha hecho muy bien solicitando una plaza en el
Colegio Whortington. Aquí hay un ambiente solitario, tranquilo… El
hospital, además, está muy cerca, y yo lo visito dos veces por
semana. Si Magda presentara alguna anormalidad, yo podría cuidar
de ella inmediatamente.
—No sabe lo que eso me tranquiliza. Quise a Percy, y la quiero a
ella también.
—Lo comprendo.
En aquel momento volvía Magda.
Volvía su cuerpo pletórico, curvilíneo, obsesionante,
balanceándose sobre sus tacones altísimos.
Introdujo medio cuerpo en la parte posterior del taxi, sin entrar del
todo en él.
—Ya está —dijo a la señora Fremont—. Me esperaban, y ya lo
tenían todo dispuesto. ¿No quieren ver mi habitación?
—Será mejor dejarlo para el domingo —musitó la señora Fremont
—. Ahora hace un día tan desapacible… El domingo, en cambio, te
haré compañía hasta el anochecer, y entonces lo veremos todo.
—Es cierto —susurró Magda, mordiéndose los labios—. Les he
hecho perder ya demasiado tiempo.
—Por mí no tiene importancia —dijo el doctor Kinsey—. ¡Ah! Yo
no podré venir a verla, pero si para algo me necesita, no vacile en
llamarme al hospital. Estaré allí dos días completos por semana,
generalmente, los lunes y los jueves.
—Gracias, doctor.
—¿De qué vas a dar clase? —preguntó a Magda la señora
Fremont—. ¿De francés, como habíamos acordado?
—Sí.
—¿Muchos alumnos?
—Unos treinta. Lo malo es que casi todos son retrasados, de los
que no superan fácilmente los cursos en una escuela normal. Pero
espero conseguir que aprovechen el tiempo. Tengo paciencia…
—¿Cuándo empiezas?
—Mañana mismo.
La señora Fremont dio un beso en la mejilla a Magda, y por la
mirada del doctor Kinsey comprendió que éste lamentaba mucho no
poder hacer lo mismo.
—Te estás mojando, chiquilla… —susurró la señora, como si
repentinamente se hubiera dado cuenta de eso—. Anda, vuelve al
colegio inmediatamente, y no estará de más que te abrigues.
Magda fue a devolver el paraguas al doctor Kinsey, pero éste lo
rechazó con un gesto amable.
—Lo va a necesitar todavía, y, en cambio, yo… Bueno, quiero
decir que se lo quede. Ya habrá ocasión para que me lo devuelva de
nuevo.
—Gracias.
El taxista hizo una señal, encendió las luces intermitentes y se
dispuso a dar la vuelta para regresar a Nueva York. Magda, con el
paraguas abierto, se quedó haciendo señas de despedida, sola bajo
la lluvia.
Entre las docenas de estatuas semi-rotas, ella era una cosa
cálida, viva, palpitante…
El taxista tuvo que tragar saliva.
—Diantre —dijo con voz inaudible—, en vez de en un colegio de
niños, ya podías estar en una escuela de conducir, nena…
La señora Fremont miraba amablemente al médico.
—Es usted muy listo, doctor Kinsey. ¡Muy listo! Con lo del
paraguas tendrá usted pretexto para ver a Magda otra vez y
asegurarse de que no sufre nuevas alucinaciones.
—¿Por qué iba a sufrirlas? Percy ya no existe, y este es un lugar
muy agradable…
—Sí, pero hay algo que no me gusta —dijo la vieja señora con un
mohín—. Que no me gusta nada, teniendo en cuenta la situación en
que ahora se encuentra Magda.
—¿Qué es lo que no le gusta?
La señora Fremont apretó los labios.
—El cementerio…

***

La chica tenía muy bonitas piernas, según dejaba que apreciaran


los ojos del hombre. Las mostraba con generosidad, a causa de la
falda estrecha y de aquella manera endiablada de sentarse. Por
encima de las piernas, todo lo demás era bonito también. Lo que se
veía —su rostro— y lo que se adivinaba bajo el ceñido jersey color
guinda.
La mujer tomó el alto vaso lleno de whisky y dijo:
—¿Gustas?
Él no miraba al vaso.
Miraba las piernas de la chica.
Pero no lo hacía con expresión admirativa, como seguramente lo
hubiese hecho otro. Su expresión, por el contrario, era concentrada y
recelosa.
Y eso que el tipo era joven, fuerte y soltero. Y ya se sabe que los
tipos jóvenes, fuertes y solteros se suelen derretir por las piernas de
las chicas.
Este, sin embargo, no. Este miraba únicamente un pequeño
cardenal que ella tenía por encima de la rodilla.
—¿Quién te lo hizo? —preguntó.
—Anda, no seas pesado y bebe.
—Pregunto que quién te hizo ese cardenal.
—¡Qué pregunta más idiota!
—¿Te lo hizo Quimby?
La chica se engalló:
—¡Oye, tú, mocoso! ¡He aceptado tu invitación para cenar y luego
hemos subido a mi departamento! Muy normal, ¿entiendes? Muy
normal. Hago esto muchas veces, puesto que una chica que trabaja
en los burlesque necesita de los hombres. Pero me estás resultando
un tipo extraño. No me has tocado ni la mano y ahora me hablas de
Quimby. ¿Qué sabes tú de Quimby? ¿De qué le conoces?
—Oí hablar de él.
—Oye, mocoso, si eres un policía, lárgate. Yo no quiero saber
nada con polizontes ni con hombres de virilidad dudosa.
Se había puesto en pie, derramando la mitad del whisky sobre la
mesa, a causa del impulso con que dejó el vaso. Había ahora
abandonado su actitud de muchacha más o menos dulce para
convertirse en una hembra agresiva, excitada, de ésas que han
tratado con hombres desde su niñez y ya no temen a nadie. El que
estaba sentado frente a ella se levantó también.
La estrechó con fuerza, dominando los gestos rabiosos de la
muchacha, y la besó en la boca.
Ella resistió al principio, dio patadas, taconazos y se hizo un par
de carreras en las medias. Pero luego se abandonó. Y se abandonó
de tal manera que el hombre tuvo que hacer un esfuerzo para
sostenerla.
—Retiro lo dicho —susurró la muchacha.
—¿Sí?
—Retiro, sobre todo, lo de la virilidad dudosa.
—Siempre es un consuelo.
—¿Cómo te llamas?
La chica le miraba con los ojos entornados y los labios
entreabiertos. Él la soltó.
Ella cayó de nuevo en su asiento y no se preocupó nada, pero lo
que se dice absolutamente nada, del modo como había quedado su
falda.
—¿Cómo te llamas? —repitió.
—Clive Sanders.
—Menos mal que te has atrevido de una vez a tocarme la mano,
chico.
—No he venido para eso.
—¿Que noooo…? Vamos, no hagas bromas. Conozco a los
hombres desde que era así, desde que tenía el tamaño de una uña.
Y ninguno de vosotros quiere perder el tiempo.
—Yo no he venido a perderlo, muñeca. Quería hablarte a solas
porque así tengo la seguridad de que vas a escucharme, pero por
nada más. Quiero darte un recado de tu amiga Norma.
La chica bebió todo el whisky que quedaba en su vaso y luego se
pasó el dorso de la mano por la boca.
—¿Norma? ¿La has conocido? Vaya, esa sí que hizo suerte,
chico… Se casó con un marino, un tipo la mar de serio y bien
plantado. Después de lo que ella había sido…
—Nadie tiene derecho a juzgar a nadie, muchacha. Si ese hombre
se casó con Norma, debió haberla respetado, aunque ella hubiera
sido antes… cualquier cosa. Repito que nadie tiene derecho a juzgar
a nadie. Pero ese tipo la despreciaba. Se casó con ella por un simple
capricho, y luego pensó que podría abandonarla como se abandona
un perro. Como ella se negaba a la separación, le propinaba brutales
palizas. A consecuencia de una de ellas, Norma murió.
Bajó la voz para añadir ante los ojos atónitos de la muchacha:
—Hace seis días…
Ella tenía la boca muy abierta, la mirada desviada
completamente. Parte de su belleza artificial parecía haberse
evaporado, y ahora era tan sólo una mujer asombrada que no sabe
cómo reaccionar. Tuvo que hacer un violento esfuerzo para
reponerse y decir:
—¿Cómo… sabes eso?
—Yo le cerré los ojos.
—¿A quién? ¿A Norma? ¿Por qué?
—Yo era uno de los superiores de su marido, y creí mi obligación
acompañarla hasta el fin. Fue entonces cuando me pidió una cosa
muy especial. Fue entonces cuando me rogó que viniera a verte.
—¿Para… qué?
—Para que su triste ejemplo te sirviera de algo. Ella conocía tus
relaciones con Quimby, y Quimby es un tipo caprichoso, brutal y
cínico, poco más o menos como el hombre que mató a Norma.
Basura con traje. Por eso me suplicó: «Vaya a buscar a Sally. No le
será difícil dar con ella porque es famosa en los “burlesque” de
Green Village. Dígale que se fije en mí. Que cambie de vida, que no
se case con Quimby, ni admita su compañía por un minuto más». Y
yo lo he hecho.
La muchacha, que seguía con la boca abierta, la cerró de golpe.
Sus ojos extraviados recobraron por fin la mirada normal, una mirada
que en esta ocasión fue fría y lejana. Por fin hizo un esfuerzo y trató
de volver a ser la que había sido siempre.
—De modo —dijo con desencanto— que eres un predicador.
—Nada de eso. Soy un tipo que se ha pasado la vida pudriéndose
en los servicios especiales de la Marina. Contraespionaje, instalación
de bases nucleares submarinas, y cosas tan divertidas como esas.
Pero lo que Norma me encargó es sagrado para mí. Si decirte eso
significa ser predicador, estoy dispuesto a seguir predicando siete
años seguidos.
Ella hizo un mohín de desagrado, cruzando las piernas con
fastidio.
—El marido de Norma, Quimby, tú… ¿Por qué seréis así los
hombres? ¡Qué asco!
—No te lo discuto. Los hombres damos tanto asco que te
conviene estar lejos de nosotros. Al menos de los tipos como
Quimby.
—Sois unos bichos que sólo servís para pagar las facturas. Pero,
eso sí, lo de pagar, no hay nadie que lo haga tan bien como
vosotros.
Clive Sanders se puso en pie.
—Aléjate de Quimby, muchacha. Déjalo y cambia de vida. Eres
demasiado joven para resignarte a terminar de cualquier modo, o
quién sabe si para tener el fin que tuvo Norma.
—¿Sabes que Quimby es un tipo violento? Lo del cardenal que
tanto te ha llamado la atención me lo hizo él.
—Lo suponía.
—No obstante, lo voy a enviar al infierno —dijo Sally, apretando
los dientes—. Lo voy a enviar al infierno con sombrero y todo.
—Harás bien.
—Sírveme otro vaso de whisky.
—¿Por qué no? Tú lo pagas.
Y Clive le dejó mediado el alto vaso que ella sostenía entre sus
manos trémulas.
—¿Qué ha sido de ese fulano? —preguntó ella con voz poco
firme—. ¿Qué ha sido de ese cerdo asqueroso que se casó con
Norma?
—Está en la cárcel.
—Muy poco. ¡Sólo la cárcel por matar a golpes a una mujer!
¡Merece la silla eléctrica!
—Desgraciadamente, no creo que le apliquen una pena tan alta
—dijo Clive calmosamente—, pero va a tener durante toda su vida
una serie de molestias bastante notables. Por ejemplo, le faltan
todos los dientes a consecuencia de la paliza que le di. A la mañana
siguiente, después de lavarme dos veces, aún tenía tiras de la piel
de ese hombre adheridas a las manos. Mi intención era acariciarle un
poco más, pero se me «acabó» muy pronto. Fue una pena.
Movió un poco las manos, y entonces ella se dio cuenta de que
aquellas manos daban miedo. Eran musculosas, grandes, y los
nudillos formaban en ellas como ocho mazas contundentes. Se dio
cuenta también de que el hombre era gigantesco, aunque hacía lo
posible por no llamar la atención. Pensó que era un milagro que el
viudo de Norma no fuese ya un cadáver.
Todo aquello, de una forma misteriosa, la hizo sentirse
nuevamente más mujer.
—Siento que no me hayas besado más que una vez… —susurró.
—He agotado mi ración, hermana. Y ahora no olvides lo que me
has dicho: vas a enviar al infierno a Quimby, con sombrero y todo.
Quizá no vuelvas a tener en toda tu vida una oportunidad como esta.
Dio media vuelta y salió de la habitación.
Sally se quedó mirando la puerta por donde él había
desaparecido, por donde se habían esfumado sus anchas espaldas,
sus puños de gigante, sus ojos de un inquietante color gris.
Sentía como un estremecimiento en todo su cuerpo de mujer.
«No tendré otra oportunidad como esta» —pensó—. «No, claro
que no tendré otra oportunidad como esta…»
Bebió todo su whisky y buscó en la guía telefónica el número de
un antiguo hospital de la Marina instalado en Norwalk, frente al mar,
cerca de un cementerio.
TRES
Desde la ventana se veía el mar, pero el mar estaba ese
anochecer más brumoso, quieto y gris que nunca. Visto desde allí,
desde el colegio, parecía un inmenso lago de tinta que por momentos
se fuera haciendo más negra. La perspectiva, a la izquierda, era
siniestra, teniendo como fondo los lejanos árboles del cementerio.
En el reloj de la clase dieron las siete.
Los alumnos que se habían quedado castigados con una hora
suplementaria de estudio, repetían uniformemente a media voz el
tema de francés:
«… Pierre le trouve astucieux, Sophie élégant. Jacques aprecie
sa solidité…»
El tono de su recitar era increíblemente monótono.
Magda miró por la ventana, respiró casi con angustia el aire
pesado, cargado de efluvios de tormenta, y dijo dando dos
palmadas:
—Basta…
Los alumnos se levantaron de golpe, todos a la vez. Dando gritos
y empujándose los unos a los otros, corrieron hacia la puerta. En un
santiamén la clase había quedado sola.
Fue entonces cuando los ojos de Magda dieron una vuelta por el
aula, se posaron en la pizarra negra y en las bombillas poco limpias
que apenas disipaban la oscuridad naciente.
«Esta clase es siniestra —pensó—, como lo es todo el colegio.
Cuando están los niños, esto cambia, pero cuando ellos se van… A
veces, en los largos corredores sin luz, creo estar viviendo una
pesadilla.»
Pero los gritos de los niños se escucharon en el patio. Todo
cambió de pronto.
Parece increíble cómo pueden transformar el ambiente las risas
de un par de niños.
Magda borró el texto francés escrito en la pizarra —tomado de un
simple anuncio para que los pequeños se acostumbraran al estilo
directo y comercial— y luego salió de la clase.
Tenía una hora libre, que podía aprovechar como quisiera.
Normalmente, iba a la biblioteca.
Pero esta noche no lo hizo, sino que, atravesando el patio, se
dirigió al sendero que llevaba al hospital, tras cruzar un difícil paso
por entre las rocas.
No llegó al hospital, sin embargo.
Bastante antes, a la derecha del sendero que Magda había
tomado, existía una desviación que llevaba hasta el cementerio.
La muchacha tragó saliva lentamente, mirando el horizonte que se
iba haciendo cada vez más negro, y tomó la desviación. Unos quince
minutos después, veía los cipreses y las viejas lápidas de las
tumbas, en las que desde hacía años no se enterraba a nadie.
Avanzó por entre ellas.

***

Percy estaba allí.


En la vieja casa donde años atrás vivió el guardián del
cementerio, y donde ahora ya no habitaba nadie, estaba Percy,
Magda lo vio quieto junto a la ventana, o mejor dicho vio su silueta
inconfundible, estática, rígida, cara a las sepulturas.
La muchacha se detuvo a unos ocho pasos.
La última luz del crepúsculo le sirvió para ver sus facciones
rígidas, exactamente las mismas facciones que tenía en el ataúd.
Sus ojos quietos estaban clavados en ella. Sus labios insinuaban —
insinuaban solamente— una sonrisa que tenía algo de satánica.
La muchacha le miró muy fugazmente, y de pronto tuvo un
estremecimiento.
Fue hasta la puerta de la casa, que esperaba estuviese abierta.
Pero se sorprendió al empujarla y comprobar que no cedía.
Entonces, justamente cuando la oscuridad se hacía completa en
torno a ella, golpeó con los nudillos suavemente.
¿Tenía miedo?
Magda no sabía lo que era aquel sentimiento que parecía rizarle
la piel, que hacía su respiración más cortada y difícil. No, no lo sabía
ni lo sabría nunca porque estando Percy allí, ella ya era incapaz de
pensar. Sólo que el estremecimiento se repitió al oír el ruido de sus
propios nudillos en la puerta.
La voz pareció llegar desde las entrañas de la casa. Era la voz de
Percy, la inconfundible voz que Magda conocía tan bien. Aquella voz
advirtió con lentitud:
—No entres, por favor, no entres… Hay peligro… Quédate donde
estás y no entres… Ya me pondré en contacto contigo.
La muchacha se quedó quieta, muy quieta, como si obedeciera un
mandato de ultratumba.
Su respiración se hacía más difícil, cada vez. Su pecho subía y
bajaba desacompasadamente.
Tenía la boca abierta y le era imposible cerrarla.
Volvió la espalda y se alejó de la casa poco a poco, sintiendo
clavada en su nuca la mirada de Percy. Quiso volverse dos veces y
no pudo; sus músculos parecieron no obedecerla, Luego, de pronto,
como si un ciego terror la dominase, echó a correr hacia el camino,
por entre las lápidas del cementerio.
La oscuridad ya había cerrado por completo, pero las lápidas
blanqueadas aún arrojaban un espectral resplandor.

***

—¿No se encuentra bien, Magda?


La directora la miraba a través de sus gafas de una manera que
quería ser amable, pero sus ojos chispeaban, grises y metálicos,
detrás de los cristales.
Magda se estremeció otra vez.
—¡Oh, me encuentro muy bien, señorita Ulster!
—Como no ha cenado nada…
—No tengo apetito.
—¿Alguna dificultad con sus alumnos? Si en su clase hay algo
que no sea normal, debe decírmelo, máxime siendo usted nueva.
—No ha ocurrido nada anormal, señorita Ulster. Mis alumnos son
excelentes, por ahora.
—¿Ya sabe que mañana le corresponde el turno de cultura
física? A primera hora debe acompañar un grupo al campo de
deportes.
—Sí, señorita Ulster.
—No sé, pero esta noche me parece que está usted rara…
En su bolsillo, la vieja directora tenía una carta de la obsequiosa
señora Fremont, carta recibida aquella misma tarde. En ella, la
señora Fremont le suplicaba: «Tenga mucho cuidado con Magda,
pobrecilla… Hubo un tiempo en que sufrió alucinaciones, y no estoy
muy segura de que no las sufra aún. Sobre todo, procure que no se
encuentre en habitaciones oscuras, y no la deje a solas»…
—Me siento perfectamente —decía Magda con voz cansina—.
Perfectamente, se lo juro…
—¿No querría usted cambiar de dormitorio?
—No comprendo, señorita Ulster…
—Quiero decir que me parece que se encuentra usted siempre
demasiado sola… ¡Este caserón es tan grande, tan descuidado!
Incluso a mí, a veces, me parece siniestro, y eso que llevo más de
cinco años viviendo en él. ¿Dónde da su dormitorio, Magda? ¿Da al
cementerio, verdad?
—Sí…
—A una, a veces, la deprimen esas cosas —dijo cautamente la
señorita Ulster— y por ese camino se llega a sufrir de los nervios.
¿Sabe lo que voy a aconsejarle? Trasládese usted al dormitorio de
su compañera, la señorita Poincaré, la francesita. En su habitación
hay dos camas, y ella tiene un carácter muy agradable. Seguro que
se sentirá usted más acompañada.
Magda cerró un momento los ojos.
—Gracias, señorita Ulster. Voy a aceptar.
—Claro. ¿Ve como lo estaba deseando? —la directora perdió
todo su tacto, recordando las advertencias de la carta de la señora
Fremont—. Una no tiene que estar sola cuando en épocas anteriores
sufrió pesadillas. Ande, vaya a ver a la señorita Poincaré.
Magda seguía con los ojos cerrados, y ahora tenía los labios
apretados en una extraña mueca.
—Gracias, señorita Ulster.
Terminó de beber su taza de café, que le pareció amargo y
desabrido, y con una extraña mirada contempló a la directora
mientras ésta se alejaba por entre las mesas. Las bombillas
derramaban sobre éstas una luz triste y plúmbea, y una de ellas, al
oscilar, hizo que surgieran sombras fantasmales en los rincones.
Magda, por cuarta o quinta vez desde hacía unas pocas horas, se
estremeció.
Poco a poco, fue hacia la mesa de la señorita Poincaré.
Esta era una linda francesa con permiso temporal de residencia
en los Estados Unidos. Daba clases de todos los idiomas latinos, sin
excepción, y mientras tanto practicaba el inglés a fondo. Estaba
escribiendo un grueso libro de gramática comparada, con el que
esperaba situarse como una verdadera especialista en la materia.
Pese a ello, Jacqueline Poincaré era una joven agraciada, de
esas a las que siempre se vuelven a mirar los hombres.
Claro que su belleza resultaba pálida, si se la comparaba con la
de la mujer que estaba sentada junto a ella.
Era una mujer joven, muy bien vestida —excesivamente bien
vestida— y muy bien retocada —excesivamente bien retocada—.
Tenía un arte especial para cruzar las piernas, ese arte que sólo
suelen tener las mujeres que de un modo u otro están
acostumbradas a exhibirse.
La señorita Poincaré las presentó:
—Hola, Magda. Celebro que haya venido a acompañarme un
rato; estaba usted muy sola. Esa dichosa costumbre del colegio de
que el profesorado coma en mesas separadas… Por cierto, le
presento a la señorita Sally Reynolds.
Sally sonrió encantadoramente, con una sonrisa profesional que ni
pintada para un anuncio.
—¿Qué tal?
—Esta es Magda, profesora de francés —siguió diciendo
madeimoselle Poincaré—. Lo habla tan bien como yo, de modo que
a veces parecemos francesas las dos… ¡Vaya! —sonrió—. Parece
que nos hemos reunido aquí los únicos elementos jóvenes…
En efecto, el resto del profesorado, formado por vetustas damas
y un par de venerables maestros, miraban hacia aquella mesa con
una mezcla de asombro y desaprobación.
—No les gusta —dijo Jacqueline Poincaré en voz baja—. Los
viejos siempre sienten envidia de los jóvenes. Y se encuentran
molestos a su lado. Están deseando que nos marchemos.
Magda miraba fijamente a Sally Reynolds.
—¡Ah! —exclamó Jacqueline con la alegría que parecía ser
habitual en ella—. Quizá usted se extrañe de que Sally, que no
pertenece al cuadro de profesores, esté aquí esta noche. Pero hoy
es lunes jubilar, es decir, último lunes de mes. Hoy se permite que
nuestras amistades convivan con nosotros.
—Comprendo. Pero ignoraba esta costumbre del colegio.
—¡Oh, es una norma muy sana! —dijo volublemente la Poincaré
—. Ya que nosotros no vamos a la montaña, la montaña tiene que
venir a nosotros, siguiendo el ejemplo de Mahoma. Cuando lleve dos
meses sin ir a Nueva York, y sin ver más caras jóvenes que las de
sus antipáticos alumnos, comprenderá lo agradable que es tener
durante un día entero la compañía de un vieja amistad. Sally y yo nos
conocemos desde hace mucho tiempo.
—Pues son las dos muy distintas —dijo Magda, con franqueza.
—Seguramente es eso lo que más nos une —musitó Sally.
—Lo comprendo. ¿Va usted a quedarse también a dormir, Sally?
—¡Oh, no! El lunes jubilar no permite tanto. Después de la cena,
debo abandonar el colegio. Tengo mi coche ahí fuera.
—Yo… —susurró Magda lentamente—. Bueno, creo que deberé
trasladarme a su habitación, Jacqueline. La señorita Ulster opina que
estoy deprimida y que no debo seguir demasiado tiempo sola. ¿No le
molestara el cambio, verdad?
—¿Molestarme? ¡Ni soñarlo! Ahora mismo le decía a Sally que el
sueldo en el colegio es bueno, y que en cuanto a comida y trato no
se puede desear más, pero que el caserón es siniestro. Debieron
construirlo en una época en que todavía existían los fantasmas, digo
yo. ¿Y qué pensar de todas esas horribles estatuas que pueblan el
jardín? De noche parecen muertos que la estén aguardando a una. Y
esos pasillos tan largos, tan rectos, con las bombillas que apenas
disipan las sombras… No. Magda, no. Para mí es un notición eso de
que voy a compartir el dormitorio con una compañera. Traslade sus
bártulos ahora mismo, si puede.
—Me alegra oírle hablar así. Yo temía serle molesta.
—¡De ningún modo!
Sally descruzó las piernas.
—Bueno, me parece que todos siguen mirándome como a un
bicho raro —declaró—. Debo ir demasiado bien vestida, o qué sé
yo… Lo mejor será que me vaya cuanto antes.
—No tengas prisa, Sally —pidió Jacqueline.
—Es ya tarde…
—Desde aquí a Nueva York no hay más que un soplo.
—Sí, pero…
Magda, que mantenía los ojos fijos sobre la mesa, vio que
Jacqueline Poincaré tenía un libro depositado junto a uno de los
bordes, cuidadosamente alejado de todo lugar donde pudiera
mancharse.
—Mañana precisamente tengo que ir a cultura física —dijo
Magda—. ¿Por qué no me deja su Manual, Jacqueline? Usted lo
tiene ahí, y el mío ha quedado en clase.
—¡Oh, claro! Pero tenga cuidado de que no se manche, no es
mío, sino de la biblioteca.
Magda lo tomó con cien precauciones.
—No se preocupe; sólo quiero repasarlo un momento. Yo…
Vio que Sally Reynolds le tendía un periódico doblado, a través
de la mesa.
—Sería una lástima que eso se le ensuciase, querida. Viendo el
comedor de este viejo caserón, me imagino cómo será la biblioteca.
Un sitio ideal para cazar murciélagos. Envuelva en el periódico ese
sagrado libro.
—¿Ya lo ha leído usted?
—Pero hija mía, ¿qué valor tendrá un periódico? Además, es
retrasado. De hace varios días…
Se lo tendió. Mientras lo hacía, estaba mirando con indiferencia
los labios de Magda.
—¿Qué le pasa?
Los labios de Magda temblaban. Sus ojos estaban fijos,
espantosamente fijos, en la página doblada del periódico.
—Nada, no me ocurre nada… Perdón.
En aquella página había un recuadro con la fotografía de Percy.
El titular, en letra no demasiado grande, decía: «Fallece uno de los
oficiales más jóvenes y distinguidos de nuestra Flota». Y debajo
venía una pequeña crónica en la que se daba cuenta del fallecimiento
de Percy, a causa de un ataque al corazón.
—Bueno, pero… ¿de veras no le ocurre nada?
Era la voz de Sally.
Parecía llegar desde muy lejos, muy lejos…
—No me siento del todo bien… Debe ser eso. Perdón.
Se puso en pie. Las otras dos mujeres la imitaron.
—¿Le acompaño? —preguntó Jacqueline—. Aunque en realidad
ya sabe dónde está mi dormitorio, ¿verdad?
—Sí, por supuesto… Despida a su amiga. Gracias.
Dio media vuelta y se alejó nerviosamente entre las mesas.
Notaba fijas en sus caderas las miradas de los profesores, incluso de
los más viejos. Una sensación de angustia que no era capaz de
dominar le oprimía el corazón. No supo si ella avanzaba hacia la
puerta o la puerta avanzaba hacia ella. Hasta las imágenes más
usuales del mundo parecían haberse invertido.
El dormitorio de Jacqueline era más alegre que el suyo, y las dos
ventanas daban a un gran patio donde a la hora de recreo jugaban
los niños. Pero estaba al final de un pasillo interminable, alumbrado
sólo por débiles bombillas. Algunas puertas mal cerradas gemían
lúgubremente a impulsos de la brisa.
Magda encendió la luz, destapó la cama que le correspondería y
fue luego a su dormitorio, situado en un pasillo perpendicular a aquel.
Puso nerviosamente todos sus objetos es la maleta y la cerró.
Volvió al dormitorio de Jacqueline.
En los interminables pasillos todo era silencio. Los profesores
debían estar repartidos entre el comedor y la biblioteca, fumando
cigarrillos baratos y enfrascándose en charlas interminables sobre la
política de Kennedy y sobre si eran o no auténticas todas las obras
de Shakespeare. Las puertas mal cerradas seguían crujiendo
lentamente, a impulsos de la brisa.
Magda se detuvo en el centro del dormitorio, sintiendo que a su
alrededor el aire se hacía más pesado, que era imposible respirarlo.
Percy muerto… Percy, Percy…
La cabeza le daba vueltas. Tenía la sensación de que las venas
de sus sienes iban a estallar.
De pronto, oyó unos pasos al final del corredor. Eran unos pasos
lentos, suaves, y correspondían a una mujer que llevara altos
tacones. No era Jacqueline puesto que ésta usaba zapatos ingleses,
casi de suela plana.
Magda, conteniendo la respiración, abrió la puerta un poco. El
pasillo, lleno de sombras que se extendían hasta el infinito, parecía la
entrada de un monumento funerario. Al fondo se distinguía, vacilante
la figura de una mujer que iba avanzando poco a poco.
Era Sally.
«De modo que no se ha marchado»… —pensó Magda—. «De
modo que aún está aquí… ¿Por qué?»
La cabeza seguía dándole vueltas. Sentía una angustiosa
sequedad en la boca.
Pero aquella sequedad se convirtió en una crispación de la
garganta entera cuando oyó a Sally decir con voz lejana, profunda…
—Percy… ¿Estás ahí, Percy?
***

Los labios de Magda se entreabrieron. Fue a gritar, pero la


misma sequedad de su garganta se lo impidió. No pudo ni siquiera
pronunciar el nombre de Sally.
Esta, al llegar al pasillo perpendicular que conducía al dormitorio
de Magda, torció por él.
No llegó a darse cuenta de que había sido observada.
Las sombras se la tragaron. Fue perdiéndose poco a poco en el
pasillo el sonido mortecino de sus pasos.
Y de pronto, lo increíble ocurrió. Magda se dio cuenta de que los
pasos se habían detenido, se dio cuenta de que el aire se había
cargado de electricidad y de que la tensión le hacía daño en el fondo
de los ojos. Se dio cuenta también de que a Sally le estaba
ocurriendo algo parecido. No se oían sus pasos, no se oía nada.
Sólo un sonido ronco, quizá el de la respiración de la joven, llegaba
desde el fondo del pasillo.
De pronto aquella exclamación:
—¡Percy!…
Y el grito ahogado, el grito ronco de agonía. Un ruido sordo de
cuerpos que chocan, y en seguida un estertor. Magda se llevó las
manos a la garganta, como si temiera que ésta fuese a romperse, y
en seguida corrió a lo largo del pasillo.
No necesitó ver apenas para comprender lo que había sucedido.
Era todo tan horrible, tan palpable, que entraba por los ojos con la
rapidez de un rayo.
La luz del dormitorio de Magda, encendida aún, proyectaba un
rectángulo es el pasillo. Sobre ese rectángulo, estremeciéndose aún
con los espasmos de la agonía, estaba Sally.
Magda no lo pensó; no tuvo ningún miedo en ese instante; corrió
hacia ella como una loca.
Corrió y otra vez tuvo la sensación de que no era ella la que
avanzaba hacia la puerta, sino la puerta hacia ella. Todo el mundo
parecía girar, enloquecido, y hasta la luz quemaba en sus ojos…
Ahogando un gemido, Magda se dejó caer de rodillas junto a Sally.
Esta vivía aún, pero aquella vida efímera, que se le escapaba por
instantes, era cien veces más horrible que la muerte. Un espantoso
tajo en la garganta le había cortado la yugular, y por ella escapaba la
sangre con una rapidez estremecedora, alucinante… Los ojos de
Sally giraron poco a poco, giraron lentamente en sus órbitas, y se
posaron en los de Magda. Esta se dio cuenta repentinamente de que
tenía los puños metidos en la boca, ahogándose casi. Los retiró con
un espasmo, y entonces comprendió que Sally acababa de morir.
Acababa de morir con un estremecimiento, y sus ojos
espantosamente quietos estaban posados en los ojos de Magda.
Esta se volvió poco a poco, incapaz de soportar aquella mirada
fija. Sus labios temblaban tanto, tanto, que oía el entrechocar de sus
propios dientes. Un espasmo recorría su cuello, haciendo subir y
bajar sus músculos.
No podía creer que Sally estuviera muerta allí. Y para acentuar la
sensación de irrealidad, el silencio era completo, absoluto y
aplastante dentro de la casa.
Esta parecía vacía.
Hasta que de pronto, al volver Magda la cabeza cómo un animal
acosado, vio en el suelo muy cerca de ella, muy cerca del cadáver
de Sally, los pies de un hombre.
CUATRO
Tampoco esta vez Magda pudo gritar. Todas sus fuerzas y todo el
flujo de la sangre en su cuerpo parecían haberse paralizado.
Poco a poco, con una lentitud terrible, sus ojos fueron subiendo
desde los zapatos, que casi tocaban la sangre, hasta las rodillas del
hombre, elevándose por unos pantalones de buena tela y de
excelente corte. Más arriba, la americana era incapaz de disimular un
cuerpo hercúleo, vibrante de juventud y de fuerza. Dos puños
crispados quedaban cerca de sus ojos, pero en esos puños no había
ningún arma. Un rostro, de líneas duras, como talladas a cincel,
destacaba entre las sombras.
Magda conocía aquel rostro, aunque no fue capaz de decir dónde
lo había visto antes.
Y, cosa extraña, aunque lo más razonable hubiera sido suponer
que aquel hombre era el asesino. Magda no se asustó. Había algo
tranquilizador en los ojos grises, duros. Los puños grandes como
mazas parecían estar allí para proteger, no para amenazar.
—Lo siento, Magda —susurró él.
—¿Cómo… sabe mi nombre?
—Nos conocemos.
—No lo recuerdo. ¿Cuándo me conoció? ¿Quién es usted?
Su voz se iba alterando. El miedo subía ahora lentamente hasta
los labios de la joven, como una columna de mercurio.
—Aquella noche que usted pasó entera velando el cadáver de
Percy. ¿No lo recuerda? Hablamos largo rato.
—Percy…
—No piense ahora en él. Percy está muerto. Trate de
recordarme, y tranquilícese. Y apártese de la sangre.
—Usted es…
—Clive Sanders. Cálmese… Usted vino con nosotros cuando
arrojamos al mar el cadáver de Percy. Nadie va a hacerle daño.
La tomó suavemente por un brazo y la hizo ponerse en pie,
apartándola de la sangre.
—Entre en esa habitación…
—¿Qué hace usted aquí? ¿Qué busca?
—No busco nada. O, mejor dicho, lo que buscaba no lo voy a
encontrar ya.
Magda se estremeció. Él seguía sosteniéndola por el brazo.
Daba en sus ojos grises la luz espectral de la habitación.
—¡No le entiendo…!
—Buscaba a Sally.
—¿Sally?
—Es la muerta. Sally trabajaba en un espectáculo alegre en
Nueva York, en el barrio bohemio. Pero éste no es momento de
hablar. Por favor, entre en la habitación.
Magda se dejó conducir. Sin saber cómo, se vio en su propia
habitación, bajo la luz espectral de la bombilla, de cara a la ventana,
a través de la cual se divisaba el lejano cementerio. El hombre entró
poco a poco tras ella y cerró la puerta.
—¿Hay alguien que tenga una habitación muy cercana a la suya?
—interrogó él.
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque si no hay nadie que deba acercarse aquí, no se verá el
cadáver con las puertas cerradas.
—Esta es la habitación del fondo del pasillo. Nadie se acerca.
—¿Tiene algo de beber?
—No sé… Tal vez un poco de «brandy» en esa botella chata. Lo
uso para prepararme un ponche a media tarde. Usted no puede
imaginarse lo que es la soledad de esta habitación.
—Lo comprendo. No es difícil.
Clive vio la botella chata que ella le señalaba, situada entre unos
libros, y la tomó, destapándola y oliéndola. Era brandy bueno,
seguramente importado de Europa. Como el mismo tapón servía de
vaso, lo llenó hasta los bordes y se lo tendió a Magda. Ella bebió sin
respirar, de un solo trago, con la vana pretensión de que la bebida la
ayudara a evadirse de aquel horrible mundo. Luego miró a Clive con
ojos extraviados.
—¿Qué va a hacer? —preguntó.
—¿Qué voy a hacer con qué?
—Con el cadáver. No pretenderá dejarlo así… a menos que sea
usted el asesino.
—No lo soy, hermanita. Si lo fuera, no me habría presentado tan
tranquilamente ante sus ojos.
—Eso es lo primero que he pensado, y lo único que me
tranquiliza.
Con voz poco segura, insistió:
—Pero… ¿qué va usted a hacer?
—Naturalmente, dar cuenta de lo que ha ocurrido, pero cuando
todos los alumnos estén durmiendo y se produzca el menor
escándalo posible. No podemos olvidar que esto es un colegio.
Ninguno de los pequeños tiene que saber lo que ha sucedido aquí.
—Claro que no. Sería… horrible.
—¿Quiere más brandy?
—¡No, gracias! Me siento algo mejor. Muy poco, pero, al fin y al
cabo, algo mejor.
—Entonces, explíqueme de una forma breve qué es lo que ha
ocurrido con esa muchacha.
—¿Es usted un policía?
—¡Qué voy a serlo! —él alzó la mano e hizo un gesto de fastidio
—. Entré como grumete en la Armada, y todavía no he salido de allí.
Pero conocía a Sally, y quiero saber quién la mató. Hable.
—Ella estaba con Jacqueline Poincaré, una profesora joven,
porque hoy es lunes jubilar. El lunes jubilar coincide siempre con el
último de mes, y durante el mismo los profesores podemos convivir
con amigos o familiares. Una manera de mitigar la soledad del
internado.
—Muy bien. Sally estaba con Jacqueline Poincaré. ¿Había venido
otras veces?
—Lo ignoro. Soy nueva en el colegio.
—Pero los visitantes del lunes jubilar, ¿se quedaban a dormir
también?
—Eso no. Sally debía haberse marchado ya. En realidad, hasta
se había despedido.
—¿Y por qué estaba aquí?
Magda se llevó las manos a los ojos, dejándose caer sentada en
un borde del lecho.
—No lo sé. ¡Por Dios, no lo sé! ¿Cómo quiere que yo lo
comprenda? La vi avanzar por el pasillo como una sombra, como un
fantasma. Y sus labios decían, mientras tanto, algo sin sentido, algo
horrible, algo que nunca podré comprender…
—¿Qué es lo que decía?
—Llamaba a Percy.
Clive torció los labios en un gesto raro, aprovechando que Magda
no le veía. Aquel gesto fue mitad de irritación mitad de pena. La
muchacha volvía a tener sus famosas alucinaciones. Seguía viendo a
Percy en todas partes, seguía creyendo que todo el mundo
pronunciaba su nombre.
Ella levantó los ojos al fin.
—¿No me cree?
—Claro que la creo, muchacha.
—Ella llamaba a Percy. Lo oí perfectamente. ¿Por qué tenía que
hacerlo? ¡Y llevaba un periódico donde se publicaba la noticia de su
muerte!
Se lo tendió. Clive no tuvo más que ojearlo para darse cuenta de
que ella decía la verdad.
—Me lo entregó para envolver este manual de educación física —
susurró Magda, con los ojos llenos de lágrimas—. Fue una
casualidad.
—¿Cómo vive usted en este colegio? ¿Qué hace?
—¿Por qué pregunta eso?
—¡Por Dios, todas las cosas del mundo tienen una razón, una
causa! ¡Si Sally, una chica que se ganaba la vida enseñando las
piernas a los hombres, ha venido a morir a un sitio donde se enseña
el latín a los niños, tiene que existir alguna razón! ¿Qué sucede en
este colegio? ¿Qué cosas raras ha podido observar usted, desde
que está aquí?
—Ninguna… ¿Qué quiere decir?
—Si vienen personas extrañas, si la enseñanza no es normal, si
durante la noche se acercan a la playa buques que pudieran ser de
contrabando… ¡En fin, algo! ¡Cualquier cosa que usted haya
observado, por mínima que sea, puede tener aquí un terrible interés!
¡Recuerde!
Magda cerró los ojos, intentando concentrar sus ideas, y al fin
hizo un gesto de desesperanza.
—¿Qué he de recordar? Nada… Todo es normal aquí,
absolutamente normal. Se enseña a los niños decentemente, se les
respeta y se les cuida. Los profesores estamos bien tratados, y
todos son personas honestas. El colegio tiene fama desde hace más
de un siglo. ¿Cómo quiere que yo lo relacione con esa horrible
muerte? Nadie tiene la culpa aquí, nadie… Todo ha sido por la
muerte de Percy.
Él hizo un gesto de atención.
—¿Por la muerte de Percy? Concrete sus pensamientos, por
favor.
—Nada… No he querido decir nada.
—Si usted no da una justificación a sus palabras, creeré que son
alucinaciones. Que cree ver a Percy vivo en todas partes, cuando en
realidad está descansando bajo las olas, en un ataúd lastrado con un
ancla. ¿No se da cuenta de que todos tenemos derecho a creer que
es una alucinada? Y yo no quisiera creerlo. Explíquese mejor.
—No tengo nada que explicar. Piense lo que quiera.
El gesto de atención de Clive Sanders se convirtió ahora de nuevo
en un gesto de pena. No había duda de que la chica estaba
avergonzada de sí misma, de que luchaba contra sus propias
sensaciones. Una de las características de los visionarios es,
precisamente, la de encerrarse, como avergonzados, en su propio
mundo, sobre el que no quieren dar explicaciones a nadie. Ese
mundo llega a ser cada vez más compacto, más extraño cada día,
hasta que los enloquece del todo y los ahoga. Y Magda era
demasiado joven y demasiado bonita para tener que terminar así.
La miró.
Miró sus piernas bien torneadas, sus caderas juveniles y prietas,
la masa dulce de su pelo sobre el rostro ligeramente crispado, donde
los labios, las mejillas y los párpados eran una tentación. Miró todo
eso y sintió dolor, un dolor y una impotencia como quizá no los había
sentido nunca.
—Todo esto es demasiado triste para usted. No debe estar sola.
—No iba a estarlo ya más. La directora también opinó así. Esta
noche pensaba ocupar la segunda cama en el dormitorio de
Jacqueline Poincaré.
—Y entonces, mientras cambiaba los objetos de habitación, fue
cuando ocurrió todo.
—Sí.
—Está bien. Usted no haga nada. Magda, absolutamente nada.
Supongo que la policía les molestará lo menos posible para no crear
un ambiente de terror en el colegio. Incluso les interrogarán a todos
ustedes fuera de aquí, supongo. Conserve usted la calma y piense
sobre todo que de nada pueden acusarla. ¿Por dónde se va al
despacho de la directora?
—¿Piensa usted… explicarle… lo que hay aquí?
—A menos que quiera usted guardarlo debajo de la cama, no hay
otro remedio.
E hizo girar el pomo de la puerta. Magda se levantó de golpe,
estremeciéndose, al darse cuenta de que él iba a salir.
—¿Va a dejarme sola?
—Será por unos minutos nada más; luego, por desgracia, esto se
llenará de gente. Pero no tema al asesino, muchacha. Ha logrado dar
su golpe, y ya no lo volverá a repetir. Acabar con Sally era lo único
que quería.
Magda entreabrió los temblorosos labios.
—Habla con tanta seguridad… como si le conociera. ¿Es que
imagina usted quién es?
Clive abrió del todo la puerta, teniendo cuidado de no pisar la
sangre que se deslizaba bajo el cadáver de Sally.
—Puede —dijo con un soplo de voz.
Y salió de la habitación, cerrando la puerta a su espalda y
dejando a Magda con la sensación de que acababan de encerrarla
dentro de su propia tumba.
CINCO
La sala era pequeña, cuadrada. Cabían en ella unas veinticinco o
treinta butacas.
Todo estaba oscuro, a excepción de la pantalla donde se
proyectaba la película.
Clive Sanders entró, después de haber depositado, en la mujer
que le abrió la puerta el exorbitante importe de una localidad.
Previamente había tenido que franquearse otras dos puertas;
diciendo quién le recomendaba y dejándose examinar bien por si era
reconocido como policía.
La improvisada sala de cine estaba en el interior de un piso de
Greenwich Village, el barrio favorito de la ex hermosa Sally. Se
proyectaban allí películas rigurosamente prohibidas, películas
pornográficas, cuyos personajes fijos eran siempre parejas que
sostenían relaciones extraordinariamente amistosas. Un público
formado casi exclusivamente por jovenzuelos y por viejos perversos
que estaban de vuelta de todo, asistía, babeante, al espectáculo
proyectado en la pantalla. A Clive le repugnó pensar que por el solo
hecho de entrar allí pudiesen tomarle por uno de aquellos
degenerados de siete ojos. Pero no tenía otro remedio.
Desde la última fila, contempló a los espectadores. Sus ojos
metálicos se habituaron pronto a la oscuridad. Vio a Quimby muy
cerca de él, a la derecha, embebido en la contemplación de la
película.
Se puso en pie y se le acercó sigilosamente, colocándose a su
espalda, entre la butaca de Quimby y el departamento de cristal
contra incendios, donde había una manguera y un hacha.
Recordó un crimen que había tenido lugar en Nueva York, allá por
los años del Sindicato. Un tipo «marcado» había sido abatido a
hachazos en el interior de un cine, tal como estaba ahora Quimby. A
él no le hubiera costado ningún esfuerzo sacar el hacha, levantarla y
hundir la hoja hasta el cuello de Quimby, partiéndole la cabeza en
dos.
Pero no era eso lo que pretendía. Se limitó a poner una mano
sobre el cuello del hombre.
—Vamos —susurró.
Quimby casi dio un salto en la butaca.
—No hagas idioteces porque te estoy apuntando, pichón. Sal en
seguida.
Quimby no veía nada, no sabía si era cierto que le estaban
apuntando o no. Decidió no arriesgarse.
Abandonó la fila, sin intentar ninguna jugarreta. Era valiente con
las mujeres, pero se convertía en una cosa babeante y tierna cuando
un hombre le amenazaba. Sus aires de matón y su sonrisa cínica a lo
Robert Mitchum se desvanecían inmediatamente.
Salieron los dos. En la sala nadie se dio cuenta porque
precisamente entonces la película estaba en lo peor.
Quimby se fijó en la mano que Clive llevaba cuidadosamente
introducida en el bolsillo.
—No le conozco. ¿Quién es usted?
—Un amigo de Sally.
—¿Sally?
—Cállate o te descerrajo una bala aquí mismo, hijo de perra.
Pasa delante mío.
Aquel lenguaje que sólo se usaba en los suburbios, hizo palidecer
al apuesto Quimby.
—¡Yo no he visto a Sally hace tiempo! —gimió—. ¡No la he visto!
—Hablaremos de eso en mi automóvil.
Clive tenía su cacharro, un «Chevy» blanco, estacionado a menos
de diez yardas de distancia. Abrió a la vez dos puertas del mismo
lado, hizo introducir a Quimby en el asiento delantero y él se
acomodó en el posterior.
—¿He de conducir yo? —gimoteó Quimby, sin comprender aún—.
¿Qué clase de broma es esta?
—Has de conducir tú, efectivamente. Ahí tienes las llaves. Pero
no te ensucies en el asiento.
A Quimby no le gustaba tratar con tipos así, con fulanos que
hablan igual que si le fueran a degollar a uno, sólo por divertirse. A él
le gustaban las chicas finas y blandas, como Sally. Pero aquel tipo y
Sally no se parecían en nada.
—¿Hacia dónde conduzco? —preguntó.
—A Long Island.
—¿Sabe que puedo detenerme ante cualquier Precinto de
Policía? —galleó Quimby por fin—. Esto es un secuestro. ¿Con
cuántos años de cárcel piensa salirse, amigo?
—Muy bien, prueba a detenerte ante un Precinto. En cuanto lo
hayas hecho, te clavo una bala en la nuca. Llevo silenciador.
Clive no hubiera empleado normalmente aquel lenguaje que le
parecía arrancado de una novela de Mickey Spillane, pero
comprendía que con tipos como Quimby aquellas frases eran las
más certeras. Quimby no se hubiese intimidado ante un tipo que
hablara de otro modo, mientras que ahora estaba hecho un flan,
estaba hecho un gusano tembloroso aguardando que alguien lo
aplastara.
Rodaron largo rato en dirección a Long Island. Cada vez que
Quimby hacía una maniobra poco normal o aumentaba la velocidad,
Clive le disuadía con una seca advertencia. Al llegar a Long Island, le
hizo rodar hacia una zona arenosa, rodeada de dunas. Quimby
conducía de una forma cada vez más insegura. La presencia del
enemigo allí, quieto a su espalda, le producía un erizamiento en la
nuca. Se dijo cien veces que se había dejado atrapar como un
imbécil y cien veces se contestó que, de otro modo, aquel tipo le
hubiera clavado sin compasión una bala.
—Detente.
Las ruedas del automóvil patinaron sobre la arena. Quimby quiso
frenar y caló el coche.
Fue entonces cuando se puso a chillar como una rata.
—¡Yo no lo conozco! ¡Hace tiempo que no veo a Sally! ¡No sé qué
quiere usted! ¡No sé qué quiereeee…!
Clive lo sacó a empujones del automóvil y luego lo hizo rodar a
puntapiés por la arena.
La luna, la misma luna que debió contemplar Sally a través de las
ventanas, antes de morir, alumbraba a los dos hombres. El primero,
en pie; el segundo, rodando sobre la arena y chillando
histéricamente.
—Levántate.
Quimby, temblorosamente, se puso en pie.
—¡No me pegue! ¡No me pegue más! ¡Si le gusta Sally,
quédesela, pero no me pegue!…
Clive sintió asco, un asco tan grande que le impidió pensar.
Movido por un ciego impulso, movió ambos puños y clavó tres
alucinantes golpes al compás de uno-dos, con cruzado de propina,
que enviaron a Quimby otra vez por tierra, gimiendo y llorando.
—¡Tengo derecho a saber por qué me pega! —chilló.
—¡Tienes derecho a defenderte antes de que te entregue a la
Brigada de Homicidios, cobarde!
—¿La Brigada… de… Homicidios?
La voz de Quimby reflejaba un asombro tan sincero, que Clive se
sintió vacilar.
Iba ya a golpear con los pies al enemigo caído, pero se detuvo
de pronto.
—¿Homicidios? —preguntó Quimby desde el suelo, con un soplo
de voz—. ¿Por qué?
—Por el asesinato de Sally.
—¿Ase… si… na… to?
—¡Tú la mataste, canalla! ¡La mataste porque no podías
explotarla más! ¡Porque se había alejado de ti!
—¿Yo?
Incluso a la débil luz de la luna se advertía que las facciones de
Quimby se habían vuelto terrosas.
—¿Cómo me ha conocido usted? —jadeó—. ¿Cómo…?
—Sally llevaba encima un retrato con tu asquerosa cara.
—¿Y dice… que Sally está muerta?
Clive dio un puntapié a Quimby, lanzándolo otra vez de cabeza
sobre la arena y haciéndolo rodar.
—Tú manejas el cuchillo bien. ¿Por qué no me haces a mí en el
cuello un tajo como el que le hiciste a ella?
Y le arrojó un estilete secamente, dejándolo clavado, al alcance
de las manos de Quimby. Este lo sujetó febrilmente, con ojos donde
chispeaba el odio.
Pero vio a su enemigo frente a él, con las piernas entreabiertas y
los puños preparados. Tuvo miedo de aquellos puños de gigante y de
aquella sonrisa despectiva que había en los labios de Clive. Supo que
su enemigo esperaba que él atacase para matarle a golpes. Clive
ansiaba matar.
Soltó el estilete.
—Yo no soy capaz de apuñalar a nadie… —gimoteó—. ¿Cómo
iba a asesinar a Sally? ¡Tiene que creerme! ¡Llevo un mes sin verla!
¡Los tipos como yo no matamos! ¡Se lo juro! ¡Créame!
Los puños se abrieron y cerraron espasmódicamente un par de
veces. Por fin quedaron abiertos.
—He estado detenido por vagancia hasta ayer… —susurró
Quimby, abatido—. No sé a qué hora ni dónde murió Sally, pero lo
que le digo puede comprobarlo…
Clive se estremeció.
—¿Hasta ayer?
—¡Puede comprobarlo! ¡Hasta ayer! ¡Se lo juro!
Una vorágine de pensamientos pasó por la mente de Clive
Sanders. Repentinamente, él, que creyó verlo todo claro, no entendía
nada. Todo aquello era imposible, absurdo… Si Quimby no había
matado a Sally…, ¿quién lo había hecho?
Quimby, vacilante, se puso en pie. Por su rostro resbalaba la
sangre.
—Ni siquiera puedo darle una pista… —dijo, jadeando—. Había
otro hombre, pero ya está muerto… Ella se hizo un hartón de llorar el
día que la diñó un tipo llamado Percy…
Clive sintió como un mazazo en el cráneo.
Poco a poco, sin mirar, sin preocuparse del estilete que aún
estaba al alcance de Quimby, subió al automóvil y lo puso, en
marcha. Quimby corrió hacia él.
—¡Eh, no me deje aquí! ¡Tendré que dormir en la playa! ¡No me
dejeee…!
Clive masculló:
—¡Púdrete!
Su mirada se extraviaba. Al cruzar por entre las dunas creía estar
pasando por entre panteones.
SEIS
La señora Fremont apretó nerviosamente la empuñadura de su
paraguas y dejó que en su frente se marcaran unas arrugas que le
daban un aspecto de terrible vejez.
Había bolsas bajo sus ojos, y daba la sensación de no haber
dormido en toda la noche.
—Estoy muy preocupada, doctor —susurró.
El doctor Kinsey retiró lentamente de sus labios el cigarrillo que
estaba fumando.
Su mirada era fría, gris, como esas miradas que a veces vemos
en los cuadros de personajes célebres, esos personajes que parecen
no haber existido nunca, que parecen no mirar a ninguna parte.
—¿Tanto le inquieta lo de Magda?
—Es que he llegado a quererla como a una hija.
—En apariencia, no le sucede nada grave. Habla como una
persona normal y tiene un magnífico aspecto.
—¿Cómo puede decir eso, doctor? ¿Acaso no ha leído las
últimas ediciones de los periódicos?
—Confieso que no. Siempre estoy muy ocupado, y apenas leo la
Prensa. Durante la última semana, no conecté la televisión más que
una sola vez. No obstante —añadió—, conozco por encima la horrible
noticia de que quiere usted hablarme.
—Sí —dijo la señora Fremont, entrecerrando los ojos—, me
refiero al crimen ocurrido en el colegio. Aquella mujer, aquella
escandalosa artista de variedades con el cuello partido en dos. —Su
voz se hizo profunda, densa, como si brotara de una gruta—. Aquella
mujer degollada en un sitio donde los niños aprenden a vivir… Pero
no fue eso lo más horrible, doctor Kinsey. Lo terrible fueron las
declaraciones de Magda, esa pobre muchacha, cuando aquello se
llenó de policía, durante la noche. No todos los periódicos han
publicado eso, sino sólo unos cuantos; pero es cierto.
—¿Qué quiere decir, señora Fremont? ¿Qué es lo que es cierto?
—Las declaraciones de Magda a los policías. Ella dijo que a
aquella muchacha tenía que haberla matado Percy.
—¿Quiéeeeeen?
—Percy, el que ahora yace bajo las olas. El que tenía que
haberse casado con ella.
—¿Eso dijo?
—Sí, doctor Kinsey. Desgraciadamente, cada vez tenemos más
motivos para pensar que se trata de una visionaria.
—Es necesario que alguien la atienda, Si esa muchacha sigue
así, morirá de terror. Puede parecer una tontería en estos tiempos,
pero yo he visto gente que ha muerto de miedo.
La señora Fremont se estremeció. De repente, una cosa fría,
movediza, recorrió su espalda.
—Por eso he venido a verle, doctor Kinsey. Por esa le estoy
robando unos minutos de su precioso tiempo.
—Veamos. La situación, tal como usted la plantea, es muy grave
para esa mujer. Ella no se da cuenta, ella vive en un mundo irreal
donde los muertos salen de sus ataúdes y hablan durante las
noches, pero nosotros tenemos la obligación de salvarla. ¿Sabe
usted dónde puedo encontrar su ficha médica? ¿En qué sitio estuvo
internada antes?
—En el «Mental Institute» de esta misma ciudad. Unos pocos
meses, pero fue bastante. Sufría alucinaciones.
—¿Sabe usted dónde podría hallar su ficha médica? —repitió el
doctor Kinsey.
—Magda siempre tuvo una copia del diagnóstico, o mejor dicho la
tuvo Percy, que entonces era su novio y como es lógico se interesó
por ella. La copia quedó entre los papeles de Percy, cuando éste
murió. Yo la he recogido y la tengo aquí.
Tendió al doctor Kinsey una cuartilla mecanografiada sobre papel
amarillento, con membrete. Este la desdobló con cuidado y la leyó
atentamente, sin hacer un gesto, con cara de esfinge.
Luego se la devolvió a la señora Fremont.
—¿Y bien?… —preguntó ésta.
—Se trata de una afección de tipo delirante, no hay duda. Esa
muchacha ha estado al borde de la locura, sin darse cuenta. Ahora
creo lo que no creí al principio: lo que me dijo usted de una supuesta
conversación con el muerto. Es necesario que Magda sea atendida
inmediatamente.
—Pero no la internará, ¿verdad? Es imprescindible que no la
internen. Yo he venido a verle a usted como amigo del difunto Percy.
¡Es imprescindible que Magda viva su vida normal, que no la
sumerjan aún más en ese mundo de pesadilla!
El doctor Kinsey volvió a fumar su cigarrillo pensativamente,
mirando hacia un punto impreciso de la estancia.
—Cuando llevamos a Magda al colegio para que volviera a
dedicarse a la enseñanza, yo prometí que les ayudaría, si era
preciso —dijo al fin—. Eso va a serme muy fácil, puesto que dos
veces por semana voy al hospital. Allí podré someterla a un
reconocimiento discreto, sin que ella se asuste.
—Eso es imprescindible, doctor. ¡Es absolutamente necesario
que ella no se dé cuenta de que vuelve a sufrir pesadillas! Sería
horrible que, para defenderse, afirmara haber visto a Percy
realmente. Y eso es lo que sucederá, si cree que empezamos a
considerarla una loca.
—Un loco y un visionario no son la misma cosa —precisó el
doctor Kinsey.
—Lo comprendo, pero yo sólo sé que Magda está en peligro y no
tiene a nadie, en el mundo.
—¿Peligro? No puede usted imaginarlo bien. Los visionarios,
aunque tengan visiones horribles, no suelen asustarse ante ellas,
porque esas visiones pertenecen a su mundo, porque ellos ven, por
ejemplo, un vivo donde nosotros sólo veríamos un muerto. Pero de
pronto, sin que se sepa por qué, el equilibrio se rompe, y entonces el
muerto aparece verdaderamente ante sus ojos, y lo ven tal como es,
y tienen la misma reacción de horror que tendría una persona normal.
Es entonces cuando el verdadero peligro empieza. Es entonces
cuando algunos de esos visionarios mueren de miedo.
La señora Fremont volvió a estremecerse, y otra vez sintió en la
espalda aquella cosa movediza y fría.
—¿Cómo va a ayudarla, doctor? —preguntó—. ¿Cómo la
convencerá para que vaya al hospital? No es aconsejable que usted
la recoja en el colegio. Quizá se niegue a acompañarle.
—Lo comprendo.
—Además, la policía estará ojo avizor. No quisiera que usted se
viese mezclado en un asunto desagradable.
—Pero… ¿es que no tienen ninguna pista?
—Ninguna absolutamente. Sólo lo que ella ha dicho… Que oyó
cómo la víctima, antes de ser asesinada, llamaba a Percy.
El doctor Kinsey dejó maquinalmente en el cenicero los restos de
su cigarrillo.
—En tal caso, haré una cosa muy simple para que Magda vaya al
hospital —decidió—. No fallará, porque lo he empleado otras veces
en clínicas mentales. Le enviaré una nota citándola por la noche… y
fingiré que la ha enviado el mismo Percy.
La señora Fremont sintió aquella cosa en la espalda. Era la
tercera vez.
Segunda Muerte
SIETE

La luz roja en la fachada sur del hospital, de espaldas al mar,


iluminaba un descolorido mármol en el que estaba grabada la
siguiente inscripción: «No admitance. Mortuary Hall».
Magda la leyó con ojos un poco extraviados, mientras el viento
ululante de la noche hacía oscilar la lámpara de cristal rojo.
«Prohibida la entrada. Depósito de Cadáveres».
Una ráfaga de viento más intensa que las anteriores hizo oscilar
peligrosamente la lámpara, y ésta se apagó, dejándolo todo sumido
en tinieblas. Magda contuvo un grito.
Instantáneamente, sin embargo, sus ojos se habituaron a la débil
claridad de la luna en cuarto menguante. La puerta marrón del
depósito de cadáveres arrojaba un débil brillo. Todos los cristales de
las ventanas de aquella zona brillaban también levemente.
Aquella nave debía estar vacía, porque no se veía signo alguno
de vida en derredor. El hospital debía llevar más bien una existencia
agonizante, como una vieja ruina que se resiste a perecer del todo.
Construido para más de mil enfermos, no albergaría ahora ni la
décima parte.
Magda siguió caminando.
Sabía que cien yardas más allá del Mortuary Hall estaban los
quirófanos. Era fácil reconocerlos, porque formaban como un
pabellón aparte, con mucha luz cenital. Vistos desde fuera, parecían
tan vacíos y tan abandonados como el depósito de cadáveres.
Era allí, en los quirófanos, donde tenía la cita con Percy.
Tocó el papel que llevaba doblado en el bolsillo y suspiró
profundamente, haciendo acopio de fuerzas.
Una de las puertas estaba entornada. A través de ella no se veía
más que una rendija de tinieblas.
Magda la empujó. La puerta chirrió levemente, como si llevara
docenas de años sin ser abierta.
Más allá había una gran nave de techos abovedados, con una luz
amarilla que apenas disipaba las tinieblas del fondo.
Magda entró.
El pasillo era interminable, angustiosamente estrecho, como los
del colegio. Daba la sensación de que a una podían atraparla desde
cualquiera de las puertas. La luz amarilla, al fondo, parecía un ojo
que escrutase las tinieblas. Los pasos de Magda resonaron,
parecieron repercutir uno tras otro en las cerradas puertas y en el
alto techo que la vista no podía distinguir.
La hoja de madera que daba al exterior crujió otra vez al ser
cerrada lentamente.
Magda volvió a rozar el papel guardado en su bolsillo. Estaba
escrito con letras recortadas de los periódicos, pero todas eran
letras cursivas, como le había dicho Percy que las emplearía. El
mensaje era bien sencillo: «Ven esta noche, a las diez, a los
quirófanos del hospital. Estaré en el número tres. No faltes». Magda
hubiera sido capaz de repetirlo palabra por palabra después de
leerlo una sola vez.
Los quirófanos estaban numerados y venían en orden: «Uno»,
«Dos», «Tres». Todos estaban oscuros. En el «Tres» no había el
menor resquicio de luz.
Magda contuvo la respiración y se acercó a la puerta. No tenía
miedo, puesto que sabía que detrás de ella iba a encontrar a Percy.
Ningún temor la asaltaba, ninguna duda. El siniestro crujido de la
puerta al abrirse tampoco la hizo vacilar.
De pronto se detuvo, con todos los nervios en tensión, sintiendo
que se erizaban de repente los cabellos de su nuca.
Acababa de oír pasos.
Nada más natural, en cierto modo, puesto que por fuerza tenía
que haber en el hospital algún vigilante. Pero Magda supo desde el
primer momento que aquello no era natural, que no era lógico.
De pronto, los pasos cesaron, y unos segundos después volvieron
a oírse, ahora en otra dirección.
¡Eran pasos de mujer!
Magda empujó la puerta del quirófano con más fuerza de la que
hubiera deseado. Esta chirrió bruscamente otra vez, de una forma
extraña, y por unos segundos pareció como si hubiera gemido un ser
humano. Magda se encontró en el quirófano, sin saber cómo,
mientras los pasos se oían, quedos, al otro lado del pasillo.
Daba la sensación de que la mujer que producía aquellos pasos
andaba sin rumbo, se había perdido.
Esto era lo que había dado a Magda la sensación de cosa ilógica.
Una enfermera habría andado con seguridad, sin ninguna clase de
vacilaciones.
Vio la gran lámpara del quirófano colgada sobre la mesa. Ahora
esa lámpara estaba apagada, pero la luz de la luna penetraba
débilmente a través de los cristales. Era posible distinguir el brillo de
los instrumentos metálicos que había en el armario, el tenue
resplandor de los mármoles, el reflejo mate que despedían las
paredes pintadas con esmalte. Pero en todo el quirófano no se
advertía el signo de ninguna presencia humana. Magda, tras
contener la respiración, llamó en voz baja:
—¡Percy! ¡Percy!
Nadie contestó.
Fue entonces cuando ella miró hacia la mesa de operaciones. No
lo había hecho antes por impedírselo no sabía qué extraño impulso,
qué raro temor al que no sabía dar nombre. Y fue entonces cuando
lo vio a él.
Percy estaba quieto, rígido, igual que cuando se lo llevaron en el
ataúd, igual que cuando ella lo vio a través de la ventana del
cementerio. Estaba tendido bajo la lámpara apagada, bajo la débil
luz lunar que entraba por los cristales, y su inmovilidad era tan
espantosa, tan definitiva como la misma inmovilidad de la muerte.
A pesar de la escasa luz que apenas permitía descubrir sus
facciones, Magda lo reconoció al instante. Era Percy, un Percy
extraño, inalcanzable y lúgubre, pero tan real como si lo estuvieran
tocando sus propias manos.
¿O quizá no?
¿O quizá todo aquello era una horrible pesadilla, algo que no
tenía sentido, algo que había nacido exclusivamente en el mundo
cerrado de su cráneo? ¿Era tal vez… una alucinación?
¡No! ¡Percy estaba allí!
Magda entreabrió los labios.
—¡Percy! ¡Percy!
Se adelantó hacia la mesa de operaciones, tendió los brazos y
fue a tocarlo. Pero en aquel momento los pasos resonaron muy
cerca, casi junto a la puerta.
Los extraños pasos de mujer.
Magda tuvo tiempo justo para apartarse y situarse muy cerca de
una de las vitrinas con instrumentos quirúrgicos, donde apenas era
visible. La luz lunar, en aquellos momentos, se hizo menos intensa, al
ocultarse el astro de la noche. La puerta de cristales del quirófano
fue empujada desde el exterior, abriéndose.
Los pasos de mujer parecieron llenar la ancha sala vacía, resonar
en los armarios, en los mármoles…
Y entonces ocurrió algo que hizo recordar a Magda el
escalofriante crimen del colegio. Al igual que había hecho Sally antes
de morir, la desconocida que estaba en la puerta, susurró:
—Percy… Percy…
¡Llamaba a Percy! ¡Estaba susurrando su nombre, como lo había
susurrado Sally entes de morir!
Magda conocía aquella voz. ¡La conocía!
La puerta se abrió del todo, y entonces Magda pudo ver a la
extraña visitante del quirófano. Era una mujer joven, bien vestida, a la
que había visto todos los días y todas las noches desde tiempo
atrás. Era su propia compañera de habitación: ¡Jacqueline Poincaré!
La sorpresa dejó sin habla a Magda, mientras mil atropellados
pensamientos acudían a su cerebro. ¿Qué hacía Jacqueline allí?
¿De qué conocía a Percy? ¿Por qué pronunciaba su nombre?
Los ojos de Jacqueline Poincaré fueron a la mesa del quirófano
en último lugar, como había sucedido con ella. Se dilataron de
asombro, mirándola. Jacqueline lanzó un grito ahogado.
Mordiéndose sus propios dedos para no gritar más, la joven salió
bruscamente y cerró tras ella la puerta del quirófano.
Magda sintió que sus rodillas vacilaban. Haciendo un esfuerzo,
corrió ella también hacia la puerta, abriéndola. Los pasos se perdían
al fondo del pasillo. La luz amarilla seguía allí como un ojo que lo
avizorase todo, pero no disipaba las sombras.
Con un repentino gesto. Magda miró hacia atrás, hacia el
quirófano. Estaba vacío, a excepción de Percy. Las manos de Percy,
unas manos muy grandes y muy blancas, recibían ahora
directamente la luz de la luna. Destacaban, junto a las mangas
negras. Estaban allí, quietas, solemnes y temibles bajo la luz de la
luna.
Sintiendo un repentino vacío en torno suyo —como lo que
sentimos cuando vamos a caer a un pozo o a un abismo—, Magda
cerró la puerta y salió del todo al pasillo. Los pasos de mujer se
habían perdido ya entre las sombras. Al fondo, Magda vio moverse
algo blanco, como el sudario de un fantasma.
Algo que avanzaba poco a poco…
Un grito horrible estuvo a punto de brotar de su garganta, pero se
dio cuenta a tiempo de que el que avanzaba no era un fantasma, sino
uno de los enfermeros del hospital. La muchacha tuvo tiempo justo
de pegarse a uno de los ángulos del pasillo y evitar que la viese. La
bata blanca del enfermero —un tipo alto y grueso— se movía
exactamente igual que esas sábanas de los fantasmas que vemos en
las pesadillas.
Sobre la bata, al pasar tan cerca de ella, Magda pudo leer incluso
la inscripción: «Mortuary Hall». Era un empleado del depósito de
cadáveres. Por allí, por aquellos pasillos interminables y mal
iluminados, se dirigía a la Casa de los Muertos.
Magda contuvo la respiración.
Le hacía daño el pecho.
Vio perderse la figura blanca al fondo del pasillo y dejó transcurrir
unos segundos más para tranquilizarse y ordenar sus pensamientos.
Era extraño que Percy no hubiera salido, que no se hubiera dado
cuenta ya de su presencia. Y la muchacha iba a entrar de nuevo en
el quirófano cuando oyó otra vez los pasos de mujer.
Era Jacqueline Poincaré, sin duda. Volvía por el fondo del pasillo,
después de haber desorientado al hombre de la bata blanca.
No supo bien por qué, pero Magda no se movió, ni se hizo visible
tampoco. Quiso dejarla actuar a ella.
Jacqueline llegó de nuevo junto a la puerta del quirófano. Sus
labios se entreabrieron para musitar:
—Percy…
Y la puerta se abrió de pronto. No del todo. Se abrió sólo lo
suficiente para que por el hueco pudiera aparecer la mano derecha
de Percy armada con un cuchillo.
Era un cuchillo largo, de forma curva, igual que el que debía
haber servido para matar a Sally.
Jacqueline lanzó un aullido al verlo, e intentó huir, pero fue
alcanzada. El brazo, muy rígido, como el de un muñeco mecánico, se
abatió dos veces sobre ella. La hoja de metal le rasgó el cuello.
Brotó un angustioso surtidor de sangre.
El grito de agonía de Jacqueline se mezcló al grito de horror, de
angustia, de incomprensión, lanzado también por Magda. Vio a
Jacqueline caer, y notó que la puerta del quirófano se abría un poco
más. El cuchillo ensangrentado brilló ante sus ojos. Y, entonces, sí
que el grito agónico, infrahumano, partió de la garganta de Magda.
Echó a correr y notó a su espalda el sonido de la puerta del
quirófano al abrirse del todo. En seguida ruido de pies, ruido de
alguien que la seguía…, ¡el ruido de la propia muerte que iba tras sus
pasos!
Otra vez Magda gritó, otra vez su garganta pareció romperse en
el gemido agónico, y entonces tropezó con una puerta cerrada. Los
pasos llegaron más cerca. Se dio cuenta de que estaba encerrada,
de que había caído en una trampa. Fue a volverse para ver la muerte
cara a cara, y entonces una mano cayó sobre ella.
OCHO
—¿Qué ocurre?
Los pasos cesaron de pronto. Se hizo en el pasillo, en todo el
edificio, un espantoso silencio.
Más que nunca, aquello tenía todo el aspecto de una pesadilla.
Magda volvió la cabeza poco a poco, como un muñeco
automático estropeado, temiendo verse cara a cara con el extraño
ser que había degollado a Jacqueline Poincaré.
Sus ojos extraviados tropezaron con la inscripción sobre la bata
blanca: «Mortuary Hall».
—¿Qué ocurre?
El empleado alto y grueso, el tipo que antes se había dirigido al
depósito de cadáveres, la miraba con expresión perpleja. Magda se
dio cuenta de que aquel individuo tenía tanto miedo como ella, y eso
por extraño que parezca, la tranquilizó. Dirigió una rápida mirada al
pasillo y se convenció de que éste se hallaba desierto.
Ni rastro del extraño ser que la había perseguido. Ni rastro
tampoco del cadáver de Jacqueline Poincaré.
La mano del hombre de la bata blanca, temblaba.
—¿Quién es usted?
—Soy… profesora del colegio.
—¿Qué hace aquí?
—Tenía… una cita.
Los labios del hombre se distendieron en una sonrisa, mitad
comprensiva mitad burlona.
—¿Una cita? Una cita sentimental, naturalmente. ¿Y aquí? ¿Es
que no podían elegir otro sitio mejor?
—Me he perdido…
—¡Es usted una puerca! —gritó de pronto el hombre, apretándole
el brazo furiosamente—. ¡Seguro que encandila a uno de nuestros
enfermos! ¿Es que no hay bastantes hombres sanos por ahí, para
que tenga que perseguir a un pobre hospitalizado? Yo sé un sitio
donde tendrían que estar todas las mujeres como usted, que luego
se las dan de morales: ¡la cárcel!
A Magda se le contrajo la garganta.
Jamás la habían insultado de aquel modo, y jamás habían
supuesto de ella cosas tan horribles. ¡De modo que aquel tipo la
consideraba la «novia» de uno de los enfermos! ¡Y quién sabe si algo
peor, quién sabe si creía que ella estaba sacando dinero a un
hospitalizado! Su primer instinto fue abofetearle, y su dignidad de
mujer ofendida fue a saltar ante aquellas palabras brutales.
Pero inmediatamente se dio cuenta de que eso la favorecía. Al fin
y al cabo, era una explicación de su presencia allí. Aquel hombre no
la suponía ligada con Percy, y mucho menos ligada con un crimen.
Pero ¿y el cadáver de Jacqueline? ¿Dónde podía estar el
cadáver de Jacqueline Poincaré?
El hombre notó las vacilaciones de Magda.
—Diga: ¿a qué enfermo pensaba ver usted? ¡Pediré que lo
trasladen inmediatamente!
—Se llama… Henry.
—¿Henry qué más?
—Henry Larness.
—No lo recuerdo… Claro que yo sólo soy un empleado de la
parte más tétrica, un empleado del depósito de cadáveres. ¿Por
dónde ha conseguido entrar usted?
—Por los quirófanos. La puerta estaba abierta.
—Es extraño. Hubiera tenido que estar cerrada. ¿Y dónde tenía
que encontrarse con ese tal Henry Larness?
Magda decidió jugárselo todo a una carta. No podía marcharse
sin ver de nuevo el quirófano. Aunque el asesino estuviese todavía
allí no podría hacerle nada al verla con aquel hombre.
—En el quirófano número tres —dijo con un soplo de voz.
—Vamos allá.
Avanzaron. La luz amarilla del fondo, ya antes muy débil, parecía
haberse debilitado más aún. Junto a la puerta del quirófano había
unas manchas de sangre, pero el hombre de la bata blanca no
reparó en ellas, aunque estuvo a punto de pisarlas y resbalar.
Empujó la puerta.
Magda miró en seguida hacia la mesa, hacia el lugar donde había
estado antes Percy. ¿Sería tan estúpido como para permanecer aún
allí? ¿Se delataría él mismo?
Pero no. Percy ya no estaba. El hombre de la bata blanca lanzó
un gruñido sordo al ver lo que había encima de la mesa.
¡El cadáver de Jacqueline!
Alguien lo había puesto allí, con la cabeza inclinada hacia abajo
en la mesa de operaciones, de modo que se veía perfectamente el
horrible tajo que le había segado la vida. Las manos de Jacqueline
aún estaban crispadas en un último espasmo de horror. La luz de la
luna iluminaba claramente las manchas de sangre que había ido
goteando hasta el suelo.
Magda sintió que se le doblaban las rodillas. Para no caer, tuvo
que apoyarse en la puerta. Esta cedió, y, sin saber cómo, la
muchacha se encontró fuera del quirófano.
El hombre de la bata blanca, dominado por un oscuro instinto
profesional, se había acercado al cadáver. Sus ojos expertos
recorrieron la herida, tratando de adivinar el instante exacto en que
se había producido la muerte. Una mueca de estupor le hacía abrir la
boca.
No se dio cuenta de que la muchacha acababa de desaparecer.
El movimiento de Magda había sido rápido, precisamente porque fue
instintivo. Se vio sola otra vez, en el largo pasillo, únicamente
alumbrado por la luz amarilla, y de nuevo la acometió un sentimiento
de terror.
El asesino tenía que hallarse aún allí. ¡El asesino de Jacqueline
todavía debía estar acechando!
Una mano suave se posó entonces en su espalda.

***

Magda se volvió esta vez directamente, sin vacilar, sintiendo ya el


frío de la muerte en su garganta.
La mano que había rozado su espalda cayó entonces sobre su
boca. La muchacha quiso gritar y no pudo, porque aquella mano
férrea se lo impedía. Fue arrastrada a lo largo del pasillo por unos
brazos hercúleos.
No supo cómo, se vio en el exterior. El viento fresco de la noche
fue como una caricia en su piel. Pero no comprendía por qué el
asesino la había arrastrado hasta allí para matarla.
De pronto, los brazos hercúleos la soltaron. Una voz suave dijo a
su lado:
—Pronto. Tengo ahí un coche.
Magda sintió que sus rodillas se doblaban otra vez.
—Es usted…
—¿Tanto le extraña?
Clive Sanders la empujaba hacia el coche. Era un «De Soto»,
seguramente alquilado, y de color negro para que se confundiese
fácilmente con las sombras de la noche,
—Vamos, suba.
Magda subió, o mejor dicho se dejó caer sobre el asiento
delantero, al abrirle él la puerta. Clive entró rápidamente por el otro
lado y puso el «De Soto» en marcha.
Se encendieron, de pronto, varias luces en la parte del hospital
donde estaban los quirófanos.
—¡Se han dado cuenta de que huyo! —gimió Magda—. ¡Dentro
de un minuto nos perseguirán!
—No tema —dijo Clive—. Afortunadamente, esto es un hospital y
no una cárcel. No hay ahí sirenas ni timbres de alarma. Al fulano que
ha descubierto el cadáver no le quedará más remedio que avisar a la
Dirección por el teléfono interior, y eso requerirá un tiempo.
—¿Cómo sabe usted que han descubierto un cadáver?
—Lo he visto yo mismo cuando empujaban la puerta del quirófano
para entrar, hermana. Tengo ojos.
—¿Estaba allí?
—En el recodo del pasillo, casi frente al quirófano.
—Entonces, ¿habrá visto?…
—¿Quiere decir si he visto al asesino? Desgraciadamente, no. He
llegado por un extremo del corredor mientras usted se acercaba por
el otro con el sujeto de la bata blanca.
Clive conducía con seguridad y muy rápidamente. Su traje oscuro
casi le hacía invisible en la oscuridad del coche, y era muy fácil que
le hubiera hecho pasar inadvertido en el corredor mal iluminado. De
todos modos, Magda tenía un pensamiento en la cabeza.
Tenía un horrible pensamiento clavado allí, como un hierro al rojo
vivo.
—Si usted no ha visto al asesino, es que el asesino es usted —
jadeó.
—¡Hum! —dijo él, sin ofenderse—. El trabajo del tipo que ha
matado a Jacqueline ha sido chapucero y poco limpio. Seguro que se
ha puesto las manos perdidas de sangre, y en los pocos instantes
transcurridos no ha tenido tiempo de lavárselas aún. Mire mis manos
—encendió la luz interior del coche—. ¿Tienen alguna señal de
sangre? Véalas bien.
Magda las miró, a pesar suyo. No, no había señales de sangre.
No obstante, la mano derecha, grande y fuerte, parecía la misma
que había surgido por la puerta del quirófano empuñando el cuchillo.
Clive usaba traje oscuro, como Percy. Resultaba muy difícil distinguir.
Era como para volverse loca.
—Cuando mataron a Sally, usted fue la primera persona a la que
vi después de descubrir el cadáver —jadeó Magda—. Ahora han
asesinado a Jacqueline, y el primer hombre que veo sigue siendo
usted.
—No le extrañe.
—¿Es que le parece normal?
—Lo es, puesto que la sigo desde hace tiempo.
Magda tragó saliva penosamente.
—¿Me sigue?
—Desde que sepultamos a Percy bajo las olas
Magda volvió a tragar saliva. Se notó de una forma casi
angustiosa la crispación de los músculos de su garganta.
—No le gusta recordar eso, ¿verdad? —preguntó Clive sin mirarla
—. No le gusta recordar el ataúd ni el ancla.
—No.
—Sin embargo, debe convencerse de que todo ha pasado ya.
Trate de reflexionar serenamente. Es usted una mujer joven y libre.
En mi opinión, debería cambiar de aires; debería irse, incluso, de los
Estados Unidos.
—¿Por qué?
—Fuera estaría más segura.
—¿Es que cree que alguien pretende asesinarme?
—Esta noche pudieron hacerlo.
—Y si usted estaba allí, ¿por qué no lo impidió?
—No estuve allí desde el primer momento. Desconocía el
hospital. Di un par de vueltas inútiles hasta llegar, y para entonces
todo había sucedido ya,
Pasaron de largo ante el colegio. Los sombríos edificios parecían
esfumarse en la noche. Magda se estremeció.
—¿A dónde me lleva?
—A Nueva York.
—Pero… ¿no se da cuenta de que es peor? Me buscarán. Dije al
hombre de la bata blanca que yo era una profesora de este colegio,
aunque no me creyó. Sin embargo, ahora recordará ésa frase.
Descubrirán que Jacqueline Poincaré también era una profesora, y a
partir de ese momento todas las pistas llevarán al colegio. Le
aseguro que dentro de media hora la policía estará ahí…, para
encontrarse con que yo, precisamente yo, he desaparecido.
—Lo sé.
—¡Entonces, no me meta en este lío! ¡Sáqueme de este maldito
automóvil y déjeme en el colegio!
Clive seguía sin mirarla. Su voz era tranquila cuando preguntó:
—¿Qué va usted a explicar?
—Pues… pues…
—No tiene ninguna explicación, ¿verdad? O quizá sí que debe
tenerla, pero no quiere confiarse a nadie.
—No me haga preguntas. Yo no le he preguntado nada a usted.
—Es terca —dijo Clive—. ¿Sabe? Yo siempre he admirado a las
mujeres tercas, porque tienen más personalidad. Pero al no querer
hablar con nadie, usted trabaja contra sí misma. Todo el papel que
ha jugado esta noche tiene una explicación. Pero si usted no ofrece
esa explicación a nadie, la solución que hallará la policía será sólo
una: usted estaba allí para cometer el crimen. Al fin y al cabo, fue la
última persona que vio viva a Jacqueline Poincaré. La única que pudo
arrastrarla a ese lugar siniestro, donde le sería fácil acabar con ella.
Aquellas palabras hubieran asustado a cualquier otra mujer, pero
dejaron insensible a Magda.
—¿Por qué fue allí? —preguntó Clive—. ¿Quién la citó? Usted no
hubiese ido si no la hubiera citado alguien.
Ella se mordió los labios.
—Dejemos eso.
—¿Por qué? Es importante, lo más importante de su vida. ¿Quién
la citó allí? ¿A quién tenía que ver?
—A Percy.
Los labios de Magda temblaron al pronunciar aquel nombre.
También temblaron los labios de Clive.
—¿Lo vio?
—Sí…
Él se mordió el labio interior, hasta destrozárselo. Ya estaba allí
el problema, ya estaba el obsesionante enigma. ¿Por qué aquella
muchacha aseguraba haber visto a Percy, el hombre sepultado bajo
las aguas? ¿Hasta qué extremo llegarían sus increíbles pesadillas?
NUEVE
Magda se llevó la mano derecha a la frente, abrumada, sintiendo
que toda la habitación daba vueltas alrededor suyo.
No hacía ni veinte minutos que estaba allí. Clive Sanders la había
hecho penetrar hasta el corazón de Nueva York, dejándola luego en
casa de la señora Fremont. Dijo que aquel era un lugar seguro,
donde nadie vendría a molestarla.
Y, en efecto, todo parecía tranquilo.
Todo estaba tan tranquilo como una tumba. Todo recordaba la
invisible presencia de Percy.
La señora Fremont entró. Portaba una bandeja con un plato, una
servilleta y una taza de té.
—Toma; esto te sentará bien.
Magda se sobresaltó. Miró las mil diminutas arrugas en el rostro
de la señora Fremont. Quizá nunca hasta ahora se había fijado en
aquellas arruguitas, en la expresión extraña que daban a sus
facciones. Repentinamente, le pareció una persona distinta.
—Esta taza de té te calmará —repitió la dueña de la casa—.
Necesitas dormir, Magda. Necesitas dormir como sea…
—¿Qué le ha dicho Clive?
—Que estarías unos días aquí y que te cuidara mucho. Dice que
mañana por la mañana vendrá a verte.
—¿No habrá puesto ningún somnífero en este té?
—¡Cielos! ¿Cómo puedes pensarlo?
Magda bebió. El té estaba bueno y reconfortaba, puesto que la
señora Fremont le había añadido un chorrito de anís. Al terminar el
contenido de la taza, se sintió mucho más aliviada, aunque un
cansancio que parecía llegar hasta el fondo de sus huesos se
apoderó de ella.
—¿Quieres que te ayude a desvestirte? —preguntó la señora
Fremont.
—No, gracias… Me tenderé un momento en la cama, sin quitarme
las ropas. Gracias…
Se tendió en el lecho al salir la señora. Una sensación de estupor,
de aturdimiento, la invadía por segundos. Pero era un estupor
agradable, como el que uno siente cuando por fin va a descansar
después de largas horas de trabajo. Magda cerró los ojos.
El pensamiento penetró entonces, sinuoso, a través de las
paredes de su cráneo:
«Me ha puesto un narcótico en el té… Me ha puesto un narcótico,
a pesar de decirme que no lo había hecho…»
Intentó abrir los ojos, pero no pudo. La piel de sus párpados
parecía estar pegada. Logró al fin alzarlos un poco, con un violento
esfuerzo de voluntad, y vio, o creyó ver, a la dueña de la casa que
entreabría la puerta para mirarla fija, muy fijamente…
Luego, Magda quedó profundamente dormida.

***

La señora Fremont, caminando de puntillas cerró la puerta del


dormitorio y se acercó el teléfono de pared que estaba en el pasillo.
Marcó un número nerviosamente,
—Doctor Kinsey…
Alguien respondió al otro lado del hilo.
—Siento molestarle a estas horas, doctor —dijo la señora
Fremont temerosamente—, pero lo que pensábamos ha vuelto a
ocurrir. Tengo aquí a Magda. Me la ha traído un hombre, un antiguo
amigo de Percy. Ella asegura que ha visto a Percy otra vez. Otra
alucinación.
La voz se alteró al otro lado del hilo:
—Ya son demasiadas veces… Esa muchacha va a acabar loca
perdida, si no se pone remedio… Ha tenido usted suerte al
encontrarme, porque esta noche no me he movido de Nueva York.
Mañana vendré a buscarla y solicitaré consulta para conocer la
opinión de varios colegas.
—Doctor Kinsey…, ¿hizo usted lo que acordamos? ¿La citó
usted?
—Sí. La cité para mañana.
—Ella ha ido esta noche.
—¿Esta noche? ¿Por qué? ¡Es increíble!
—Alguien que no es usted la citó para hoy. Es algo terrible,
doctor, algo terrible… Ella no hubiese ido, caso de no creer que la
cita era del mismo Percy.
—¡Pero si Percy no existe! ¡Es ridículo!
—No sólo es ridículo, doctor, sino angustioso… El último boletín
de noticias locales de la televisión acaba de decir que se ha
cometido un crimen en el hospital… Sí, una muchacha apuñalada,
igual que en el colegio… Y lo terrible es que han hallado el arma
homicida con huellas digitales… No sé si será fantasía del
comentarista, pero dice que ya han hecho averiguaciones en esos
gigantescos ficheros de huellas que tiene la policía…, y que las
huellas del puñal coinciden con las de Percy, el hombre cuyo cadáver
yace bajo las aguas…
DIEZ
El doctor Kinsey consultó su reloj y dijo quedamente:
—Lamento haber llegado con un poco de retraso, señora
Fremont. Y lo lamento doblemente porque tengo gran interés en
hablar con usted, antes de reconocer a la enferma.
La señora Fremont parpadeó, y sus labios temblaron un poco.
Tenía otra vez aquella mirada extraña, aquella mirada lejana y fría
que había inquietado a Magda.
—¿Quería hablar expresamente conmigo? ¿Por qué? —preguntó.
—Usted me engañó anoche, y ha llegado el momento de poner
las cosas en claro. Como médico no quiero responsabilidades,
señora Fremont. ¿Qué juego se trae usted con esa muchacha?
¿Qué es lo que oculta?
—¿Ocultar?…
—Sí. He leído los periódicos, y por lo que éstos afirman hay una
mujer envuelta en el crimen. Puede que la policía aún no sepa
exactamente quién es, pero nosotros dos sí que lo sabemos: se trata
de Magda. Y sepa usted que una visionaria es una persona
respetable e inofensiva hasta que se ve envuelta en un asesinato. A
partir de ese momento, se convierte en un barril de dinamita que
puede estallar en cualquier instante.
—¿Qué quiere usted decir?
—No estoy dispuesto a seguir atendiendo a esa muchacha, sin
antes advertir a la policía. La sola sospecha de que yo estoy
envuelto en ese sangriento asunto, arruinaría mi carrera. Usted debió
contarme anoche todo lo que había sucedido.
—Pensé que sería mejor decírselo hoy. No me gusta hablar por
teléfono de cosas escabrosas… ni de cosas increíbles.
—¿Se refiere a lo de Percy?
—¿A qué otra cosa podría referirme?
—Lo que dijo la televisión acerca de las huellas tiene que ser
fantasía del comentarista o pura coincidencia. Hay una cosa evidente
y que nadie puede negar; usted vio el cadáver de Percy. Yo certifiqué
su defunción. Sus propios compañeros de la Marina le ataron un
ancla al ataúd y enviaron éste a hacer compañía a los tiburones. Que
luego Percy cometa crímenes en los colegios y los hospitales me
parece demasiada broma. En fin —añadió, encendiendo un cigarrillo
con gestos maquinales—. Ya conoce mi posición. Y permítame que
le diga que la suya no me parece nada clara, señora Fremont.
La vieja dama no se inmutó.
Seguían marcándose en su rostro mil arrugas diminutas. El doctor
Kinsey también tuvo la sensación de que se fijaba en ellas por
primera vez.
—¿Quiere ver a la enferma? —preguntó en tono glacial la señora
Fremont—. Le puse un narcótico anoche, pero hace unos cinco
minutos ya se estaba recuperando.
—Le diré con toda claridad que tiene que volver al colegio —
aseguró enérgicamente el doctor Kinsey.
—Puede decirle lo que crea justo.
—¿Sabe también que podría verse envuelta en este feo asunto,
señora Fremont?
—Vivo aterrorizada por lo que sé, doctor Kinsey. Los ojos de esa
muchacha han visto cosas que nosotros no podemos ni siquiera
imaginar, y eso hace que tenga que morderme los labios durante las
noches para no lanzar alaridos. Temo que mis ojos puedan ver lo que
han visto los suyos. Percy murió en esta casa…
—Haré una copia fotográfica del certificado de defunción y se lo
plantaré a usted en un marco —dijo Kinsey.
—Eso es lo que me hace temer. Que se trata de un muerto.
—¿Quiere callarse ya?
El doctor Kinsey había apretado los puños de repente. Parecía a
punto de sufrir un ataque de nervios.
—¡Cállese! —repitió—. ¡Conseguirá usted hacerme creer que
esta casa huele a muerto!
—Aquí no se ha cometido ningún crimen.
—¡Pero se cometerá, si esto sigue así!
Kinsey avanzó hacía la habitación donde estaba Magda,
siguiendo la muda indicación de la dueña de la casa. Avanzó por el
largo pasillo, cuyas paredes estaban cubiertas de cuadros de los
antepasados de la señora Fremont, cuadros de seres que ya no
existían, que habían atravesado muchos años antes las fronteras del
Más Allá. La invisible presencia de aquellos muertos hacía que
Kinsey odiara aquella casa.
Pero evitó mirarlos y entró, sin llamar, en la habitación de Magda.
La joven se había sentado ya en el lecho. Sus ojos desorbitados
miraban al vacío. Estuvo a punto de lanzar un grito al ver abrirse de
pronto la puerta de su habitación.
El doctor Kinsey la tranquilizó con un gesto.
—No se inquiete; he venido a visitarla. Sé que ayer recibió usted
un rudo golpe, y que se encuentra en un apuro.
Magda no contestó.
Miraba a todas partes como si se sintiese acorralada, como si
aún temiera ver aparecer por cualquier lado aquella mano fantasmal
que acabó con la vida de Jacqueline Poincaré.
—Parece que ha descansado usted —dijo el doctor Kinsey,
sentándose en un borde del lecho—. Su aspecto es magnífico, a
pesar de todo. ¿Qué tal se ha sentido durante la noche?
Magda habló como si su voz llegara desde muy lejos.
—La noche ha estado… llena de pesadillas.
—¿Vio en ellas a alguna persona concreta?
—Prefiero no hablar de eso, doctor. ¡No quiero hablar de eso!
El doctor Kinsey tuvo una sonrisa comprensiva para la muchacha.
—Me hago cargo, me hago cargo… Debe procurar no excitarse.
¿Quiere unas pastillas calmantes?
—No quiero más somníferos. La señora Fremont me engañó
anoche.
—No se trata de un somnífero, sino de un simple calmante. Pero
no quiero obligarla; tiene usted ya el suficiente criterio para saber lo
que le conviene. Por cierto; no habrá leído los periódicos de hoy…
—No —dijo Magda con un soplo de voz.
Y hundió la cabeza sobre el pecho, como si ya conociera de
antemano todo el horror que aquellos periódicos contenían.
—La situación es confusa y muy molesta para todos —dijo
tranquilizadoramente el doctor Kinsey—, pero debemos afrontarla.
Quiero decir, que si usted fue testigo de algo que pueda interesar a
la policía, no puede andar escondiéndose toda la vida y jugando al
ratón y al gato. Darán con usted en cuanto se lo propongan, y
entonces será mucho peor. Yo opino que debe tomar una decisión.
—¿Qué clase de decisión, doctor?
—Tiene usted que adoptar una actitud natural y correcta. Es
imprescindible que vuelva al colegio.
Los párpados de Magda sufrieron una sacudida.
—¿Cree que puedo volver allí? ¿Cree que puedo acostarme de
nuevo en la habitación de… de…?
—Me hago cargo —atajó rápidamente el médico—. No debo
ocultarle que yo tampoco tendría valor. Pero, al menos, yendo allí, no
podrán acusarla de haberse fugado. También, y esto es muy
importante, estará protegida por la policía.
—Por la policía, ¿contra quién?
Kinsey hizo una mueca y miró significativamente a la señora
Fremont.
—Contra… muchas cosas.
La señora Fremont se mordió los labios y estuvo a punto de
contestar algo, pero el médico se lo impidió con un suave gesto.
—Yo sólo pretendo ver a Magda rodeada de policías por todas
partes. Todo su mal viene de la soledad. En cuanto se sepa segura,
en cuanto se convenza de que ningún enemigo puede atacarla, todas
sus pesadillas desaparecerán.
—¿Pesadillas? ¿Cree que he sufrido pesadillas? —gritó Magda,
mientras sus uñas arañaban el cobertor, sin que ella misma se diera
cuenta.
—No quiero dar un diagnóstico ahora —dijo Kinsey, pretendiendo
no discutir—, pero lo evidente es que necesita no estar sola.
Arréglese y vuelva cuanto antes al colegio. Vaya usted a los policías
antes de que los policías vengan a usted; créame que la situación es
muy distinta. Además, es seguro que allí no estará sola.
Magda susurró casi sin voz:
—Lo haré…
Salieron de la estancia, Magda fue al cuarto de baño contiguo, se
arregló presurosamente y momentos después salía al hall donde ya
la aguardaba el doctor.
La muchacha no miraba a ninguna parte. Daba la sensación de
pertenecer a otro mundo. De estar viviendo una alucinación.
La señora Fremont se la quedó mirando mientras las mil arrugas
diminutas volvían a surcar su rostro.
El doctor Kinsey ayudó a subir a la muchacha a su automóvil, un
«Cadillac» bastante ostentoso, color negro. Magda se sentó ante el
parabrisas y tuvo que cerrar los ojos.
Sentía que todo daba vueltas en derredor suyo.
Inmediatamente, apenas el «Cadillac» se hubo puesto en marcha,
otro automóvil arrancó suavemente tras ellos.
ONCE
El teniente Madison, de la Brigada de Homicidios, se frotó los
ojos y dijo con desgana:
—La noche pasada no pegué un ojo, hermanita, y ésta lleva
camino de ocurrir lo mismo. Firme de una vez su condenada
declaración y déjeme ir a descansar; es un favor que le pido.
Magda contempló el papel mecanografiado que tenía a su
alcance, sobre la mesa.
A la derecha, por la ventana, penetraban las primeras luces
violeta del crepúsculo.
—¿Puedo leerla otra vez? —preguntó con voz inexpresiva.
—¡Pero si la ha leído ya una docena de veces! —gritó Madison
—. No me exaspere, por favor. Tiene que estar conforme con todo
esto porque lo ha dicho usted misma. ¡Fírmelo de una vez y permita
que me vaya a dormir, al menos esta maldita noche!
—Si supiera lo confundida que estoy, si supiera usted que…
—Está bien, le resumiré lo que hay aquí escrito —suspiró
Madison—. Usted recibió un recado de Percy, su ex prometido, para
que fuese a verle a los quirófanos del hospital. Incluso nos ha
entregado la nota que él le envió y cuyas letras pudo haber recortado
y pegado cualquier persona. Fue allí, lo encontró descansando sobre
una mesa de operaciones y, aunque la luz era escasa, pudo
reconocerlo perfectamente. Acto seguido, oyó unos pasos de mujer y
vio entrar a su compañera Jacqueline Poincaré, la cual había
pronunciado antes el nombre de Percy. Sin embargo, cosa extraña,
pareció como si ella se asustase mucho al verlo allí. Jacqueline salió,
usted también, y perdió contacto con ella a causa de pasar por el
corredor uno de los empleados del depósito de cadáveres. Cuando
éste ya estaba lejos, Jacqueline se acercó de nuevo a la puerta del
quirófano. En ese momento apareció una de las manos de Percy, la
cual empuñaba un gigantesco cuchillo. Jacqueline fue degollada, y
usted huyó, siendo alcanzada por el empleado del depósito de
cadáveres. En un momento de distracción de éste, la ayudó a
escapar un oficial del Servicio de Inteligencia de la Marina llamado
Clive Sanders. ¿Es todo eso cierto?
Magda dijo con un soplo de voz:
—Sí…
—Pues firme y acabemos.
Magda firmó.
Su mano temblaba al hacerlo.
—Parece usted muy asustada —dijo Madison—. ¿Por qué
estarlo? Nadie se la va a comer. Aquí está segura. Procuraremos
que los chicos no lo noten, pero hay policías detrás de cada puerta.
—No estoy asustada por eso —susurró Magda.
—¿Entonces por qué?
—No puede usted imaginarlo.
—Claro que no, nena, y menos hoy. Tengo sueño.
—Estoy asustada porque no me han detenido ustedes.
Madison parpadeó.
—¡Vaya! Es usted la primera mujer que se disgusta de que no la
encierren. ¿Qué pasa? ¿Es que se sentiría más segura allí?
—No es eso. Usted sabe que no es eso. El que no me hayan
detenido indica que no me han tomado en serio. Para usted, mi
declaración ha sido perder el tiempo desde el principio al fin. Me
toman por una visionaria; archivarán este papel y en paz. En mejor
de los casos lo pasarán a un médico siquiatra. Tampoco han
detenido a Clive Sanders porque suponen que lo de su intervención
también son imaginaciones mías. Piensan que él jamás estuvo allí,
¿no es cierto?
—No tengo inconveniente en decirle que en su declaración así lo
afirma —suspiró cansadamente Madison—. Según él, no ha estado
jamás en ese hospital tan bonito que se ve desde el colegio. ¿A
quién creemos de los dos? —hizo un saludo y se guardó el papel en
el bolsillo—. La solución la próxima semana, hermanita.
Salió de la habitación.
Magda, al verse sola, sintió que se le erizaban los cabellos de la
nuca. Pero fue sólo un momento. Inmediatamente la luz violeta del
crepúsculo la tranquilizó.
No sabía decir por qué, pero aquella luz funeraria calmaba poco a
poco sus nervios.
Miró su reloj. Las ocho.
Hacía ya horas que el doctor Kinsey la trajo allí. Horas que la
puso en manos de la policía y dijo que él no quería responsabilidades
en aquel enojoso asunto. Y parecía haber transcurrido un siglo desde
que ella empezó a contar aquella historia en la que nadie creía.
Magda, con dedos temblorosos, intentó encender un cigarrillo,
pero no pudo. La llamita del fósforo empezó a oscilar ante sus ojos.
Al fin tuvo que dejarlo caer.
Fue entonces cuando escuchó el primero de aquellos golpecitos.
Eran unos golpecitos bien claros, bien distanciados, y subían por
el tubo de desagüe del lavabo. Magda sabía que aquel tubo
terminaba en los sótanos del colegio, y que el que daba los
golpecitos sobre el metal tenía que estar allí. Sus oídos,
acostumbrados, distinguieron con claridad: Punto-Raya… Raya,
Punto, Raya, Punto… Un mensaje completo en Morse. Un extraño
mensaje que le llegaba desde las entrañas tenebrosas del edificio.
Los ojos de Magda se fueron volviendo vidriosos mientras
descifraban. Sus labios temblaron un momento, mientras captaba el
mensaje.
¿De modo que no la creían? ¿De modo que todo lo que había
dicho a la policía eran las declaraciones de una loca?
Los puntos y rayas dejaron de ser transmitidos. Con la misma
rapidez con que había empezado, el mensaje cesó.
Los labios de Magda temblaban aún.
La puerta se abrió poco a poco.
—¿Qué quiere usted, Clive?
La voz de la muchacha había sido lejana e indiferente, como si
llegara de otro mundo.
—Necesitaba asegurarme de que está usted bien.
—¿Quiere hacerme creer que eso le importa?
—Lo que a usted pueda ocurrirle, es en estos momentos lo más
importante para mí. ¿Puedo entrar?
—¿Y por qué no?
Clive se apoyó en la pared, frente a ella. Su alta estatura
dominaba la pieza. Sus ojos grises tenían un extraño reflejo a la luz
violeta del crepúsculo.
—¿Un cigarrillo?
—Gracias; he intentado fumar hace un momento y no lo he
conseguido.
—¿Estaba intranquila?
—¿Por qué había de estarlo?
—La policía no ha creído su declaración.
—Pero sí la suya —dijo ella, mirándole a los ojos—. Al parecer,
nuestras declaraciones son distintas. ¿Qué pretende usted? ¿Que
me tomen definitivamente por una loca?
—Si yo fuera el asesino, tendría un gran interés en eso —dijo
calmosamente Clive.
—Pero usted no es el asesino.
—¡Vaya! —sonrió él sin ganas—. Me tranquiliza.
—El asesino es…
—No diga su nombre —musitó él—. Nadie la creerá.
—¿Ni usted?…
—¿Por qué había de creerla precisamente yo?
Los ojos grises de Clive seguían teniendo extraños reflejos a la
luz violeta del crepúsculo. Aquella tranquila habitación, donde hasta la
noche anterior aún durmió Jacqueline Poincaré, parecía guardar la
quieta presencia de la muerta.
—Usted vio todo lo sucedido —dijo Magda.
—Yo vi las cosas cuando ya estaban terminadas; de otro modo,
el asesino no hubiera podido cometer su crimen. Pero dejemos eso
ahora, Magda. ¿Va a dormir aquí?
—¿Y usted? ¿Cómo le permiten seguir en el colegio? ¿Se ha
matriculado, acaso, para el primer curso de Gramática?
—No le parezca extraño —suspiró Clive—. Soy, en cierto modo,
un «polizonte» más. No olvide que pertenezco a los Servicios de
Información de la Marina de Guerra. Algo así como un servicio de
contraespionaje, si le parece mejor. Me permitirán quedarme.
—Le advierto que no voy a sentirme más tranquila por el hecho
de que vigile usted. Si no pudo impedir dos crímenes, tampoco
podría impedir el tercero.
Clive sonrió. Su sonrisa era cansada, un poco amarga. Y cuando
aquella sonrisa cesó, sus labios se desplegaron otra vez para hacer
la pregunta más extraña del mundo:
—¿Quería mucho a Percy, Magda?
—¿Por qué me pregunta eso?
—No sé; pienso a veces que debe sentirse muy sola.
—Eso no le importa, Clive.
—Yo, a veces, me siento muy solo también, y eso sí que me
importa.
—Váyase.
Clive Sanders volvió a sonreír. Fue hasta la ventana y la cerró
suavemente.
—Así se sentirá más segura. Buenas noches.
Y salió de la habitación, cerrando cuidadosamente la puerta.
Instantes después se había perdido como una sombra más por el
pasillo interminable.
DOCE
Magda aguardó.
Es terrible aguardar con todos los nervios en tensión, en un gran
edificio silencioso, sabiendo que todas las puertas están guardadas y
que los que las guardan la consideran a una perdidamente loca.
Magda pensaba eso.
Llegaban hasta ella, con nítida claridad, los sonidos más vulgares,
en los que antes nunca se fijó: el gotear de los grifos mal cerrados,
los pasos del jardinero sobre la gravilla del jardín, el chirriar de las
lejanas puertas al final de los pasillos. A través de los cristales de la
ventana cerrada penetraba la luz lívida de la noche. Esta noche había
luna, una luna espectral que dibujaba extraños reflejos en el fondo de
las habitaciones.
Magda estaba con todos los nervios en tensión. Aguardaba.
En su rostro juvenil se marcaban mil extrañas y diminutas arrugas,
como las que se formaban a veces en el rostro de la señora
Fremont.
Un observador imparcial hubiera creído incluso notar una cierta
semejanza entre las dos mujeres, aunque la belleza y la juventud de
Magda convertían en insignificante a la vieja señora Fremont.
De pronto, la muchacha escuchó.
Volvían a repetirse los golpecitos, en el tubo del desagüe. El
mensaje llegaba a través de la cañería desde los sótanos del
edificio, como una serpiente que surge de las profundidades, de un
pozo. Las rayas y los puntos formaban un mensaje de nítida claridad
para Magda, acostumbrada al alfabeto Morse: «Estoy en el segundo
almacén del sótano, ala derecha. Puedes bajar, no hay peligro.
Percy…»
La firma se repitió dos veces, para dar mayor expresión al
mensaje: Percy…
Magda se puso en pie.
Parecía una autómata, un ser sin voluntad propia, una máquina
que se guía por transmisiones eléctricas desde un lugar lejano.
Abrió en silencio la puerta. No había nadie en el pasillo
interminable. Ella sabía que la zona estaba vigilada al menos por un
agente, pero quizá éste se había desplazado unos segundos, a
causa de cualquier sonido sospechoso. De un modo u otro, el camino
estaba libre.
Avanzó por él.
Se oían a través de la distancia gritos y alboroto en un lejano
dormitorio colectivo. Seguramente los alumnos de primero habían
organizado una batalla de almohadas. Magda imaginó al preceptor
de turno corriendo de un lado para otro, lanzando amenazas e
imponiendo castigos. Si el preceptor era el viejo Home, del que nadie
hacía caso, la batalla no terminaría hasta la madrugada.
Magda incluso sintió deseos de sonreír.
Le gustaba aquel ambiente, le gustaban aquellos menudos
sucesos que formaban la vida y el alma del colegio. Parecía increíble
que allí, precisamente allí, uno tropezara en todos los rincones con la
sombra siniestra de la Muerte.
La muchacha dobló el recodo del pasillo.
Al fondo, iluminadas apenas por una bombilla de poca potencia,
estaban las escaleras que descendían a los sótanos.
No se veía a nadie. La vigilancia no debía ser tan estricta como
ella había sospechado: seguramente, para no inquietar a los niños,
había un par de agentes en todo el colegio, y nada más.
Empezó a descender. Puso los pies en el primer peldaño, en el
segundo…
Llegó al descansillo. En el descansillo había una puerta. Magda
fue a gritar al ver que esa puerta se abría poco a poco.
Pero no pudo llegar a hacerlo. De pronto, con una rapidez
increíble, esa puerta se abrió del todo. Una mano surgió, tapándole
la boca, mientras un brazo hercúleo la sujetaba férreamente. Magda,
mientras se debatía, vio oscilar sobre su cabeza una de aquellas
horribles bombillas amarillas del colegio. Luego fue arrastrada, y la
puerta se cerró tras ella.

***

La joven sabía que el que la sujetaba no podía ser Percy, por dos
razones: primera porque Percy no la hubiera tratado así, y segunda
porque estaba en el segundo almacén del sótano, ala derecha, y no
en las escaleras, tan cerca de su dormitorio.
En el cuarto donde ahora se hallaba tan sólo penetraba la luz de
la luna a través de una de las ventanas. Pero esa luz fue suficiente
para que Magda, al quedar libre de la presión de aquellos brazos,
pudiera reconocer a Clive Sanders.
—¿Por qué ha hecho usted esto? —jadeó—. ¿Qué quiere?
—Creí que habíamos acordado que no saldría usted de su
habitación —dijo calmosamente.
—Yo no he acordado nada con usted.
—Se entendía que estaba usted sujeta a vigilancia. No nos crea
tan ingenuos como para dejarla ir a donde quiera.
—Usted no es nadie para someterme a vigilancia a mí.
—Soy un amigo.
La muchacha contempló aquellas facciones viriles, tal vez un poco
rudas, contempló los ojos grises de extraños reflejos, y sonrió
sarcásticamente.
—Yo no tengo amigos, señor Clive Sanders,
—Sin embargo, en este momento iba usted al encuentro de uno
de ellos.
Magda parpadeó, confundida.
—¿Qué quiere decir?
—No ha salido de su habitación por capricho. Iba a encontrarse
con alguien. Y para que usted se haya arriesgado a salir, ese alguien
tiene que ser un amigo muy importante, alguien en quien usted confía
ciegamente… o con el que desea tener una explicación que aclare
todas sus horribles dudas.
Magda temblaba.
Los ojos grises y metálicos de Clive escrutaban implacablemente
su rostro.
—¿Es Percy? ¡Hable de una vez! ¡Usted va al encuentro de
Percy!
—Déjeme…
—Le estoy hablando por su bien. Magda… Métase en la cabeza
esta idea: ¡sólo quiero su bien! ¿Qué pretende con esta actitud?
¿Ser asesinada igual que Sally e igual que Jacqueline?
—Déjeme… Repito: ¡déjeme! No hay razón para que usted tenga
alguna clase de interés hacia mí.
Se hicieron pequeños y penetrantes los ojos de Clive. Por ellos
pasó como una luz lejana y triste.
—No lo comprenderá nunca —susurró—. Nunca sabrá por qué
siento ese interés hacia usted, por qué desde el primer momento he
sentido que su vida estaba unida a la mía. ¡No lo sabrás nunca! —
añadió, cambiando de pronto el tono de su voz—. Pero lo habrías
comprendido en seguida, si supieras leer en los ojos de un hombre…
Magda parpadeó, confusa.
—No me vas a decir que estás enamorado de mí. No le creería,
ni es este el momento.
—Nunca había querido a una mujer —susurró Clive—. Nunca
hasta el instante en que te vi a ti, hasta el minuto preciso en que supe
que existías y que todo lo que había soñado en mis años de soledad
podía realizarse. Pero tienes razón —reconoció—; no es este el
momento para hablar de lo que un hombre piensa al ver a una mujer.
Ahora sólo podemos hablar de una cosa, y es de salvar tu vida.
—Mi vida no corre ningún peligro.
—¿Por qué has salido de tu habitación? ¿A quién buscas?
—A nadie…
—No es este el momento de andar con adivinanzas, Magda.
¡Háblame con claridad! ¡Tú has salido a buscar a alguien que está
oculto en algún lugar del colegio! Con Sally ocurrió lo mismo. ¡Iba,
sencillamente, buscando a alguien, y se encontró con un cuchillo en la
garganta! ¡E igual Jacqueline! Jacqueline también buscaba a alguien
entre las sombras…, ¡y de las sombras surgió la mano que había de
degollarla!
—Tú mismo te lo estás explicando todo… —dijo Magda, sin
atreverse a mirarle
—Sí, yo mismo me lo estoy explicando todo. Sólo me falta
pronunciar un nombre. Sólo me falta añadir que ambas buscaban a
Percy.
—¿Y qué voy a decirte yo? —susurró Magda—. Si yo te dijese
que busco a Percy, no me creerías.
—Sería muy difícil. Percy está muerto.
Los músculos del cuello de la muchacha se pusieron tensos al
gritar:
—¡Percy vive!
—Estás loca…
—Tienes razón —musitó ella con cansancio—. Estoy loca. No
debí haberte hablado de eso.
—¿Cómo sabes que Percy vive?
—Yo lo he visto.
—No voy a ocultarte que la señora Fremont cree que eres una
visionaria. El doctor Kinsey también. La policía también. Quizá soy el
único que piensa que tus palabras no son producto de una mente
enferma. Pero hay un hecho innegable, y es que tú padeciste
alucinaciones y estuviste recluida por eso durante un tiempo en una
clínica mental.
—Aquello ya pasó… ¡Por Dios, aquello ya pasó! Tienes que
creerme… Hubo un momento en que yo padecí alucinaciones, pero
de eso hace ya tiempo y, además, salí completamente curada… Lo
que ahora veo, lo veo con completa claridad. ¡Y te juro que Percy
vive!
—¿Cómo puedo creerlo? ¿Hablaste con él mientras estaba en el
ataúd? ¿Vivía va entonces?
—Sí.
Las manos del nombre apretaron sus brazos con fuerza.
—Magda, a ti no te conviene explicarme eso. Si ha de
perjudicarte, no lo hagas. Prefiero averiguarlo por mí mismo.
—Estoy asustada, terriblemente asustada… No puedo hablar con
nadie, y durante estos últimos días mi horrible secreto se me ha
hecho agobiante… Si al menos hubiera podido hablar con el propio
Percy, como él me había prometido que haríamos… Pero ha sido
imposible. Siempre que estaba junto a él, sucedían esos horribles
crímenes.
Clive comprendió que la muchacha estaba asustada y que había
llegado a ese momento de insoportable tensión nerviosa en que una
persona necesita confiarse a alguien, sea quien sea, para no morir,
víctima de sus propias pesadillas. Él tenía su propia idea sobre todo
aquello, una idea fantástica e increíble; pero ahora, casi sin
proponérselo, guiada por su propio miedo, la muchacha se la iba a
confirmar.
—Habla —susurró—. ¿Cuál era el plan de Percy? ¿Por qué fingió
su muerte?
—Percy, por su situación en la Marina, conocía diversos secretos
militares relacionados con Cabo Cañaveral. Unos secretos tan
importantes que su venta podía convertirle en un hombre rico. Pero
necesitaba salir del país, necesitaba ponerse en contacto con los
agentes extranjeros, precisamente fuera de los Estados Unidos.
Cuando un secreto de gran importancia sale al exterior, los del C.I.A.
en seguida se enteran y el hombre que ha organizado el complot es
detenido, si se encuentra en el país, e incluso si está fuera. Pero hay
un modo absolutamente seguro de que a uno no le capturen nunca:
estar muerto…
Clive no dijo palabra. Sus ojos eran fríos e inexpresivos como dos
láminas de acero.
—Percy lo preparó todo bien —musitó ella con acento
desfallecido—. Durante semanas enteras practicó la técnica del yoga
indio, la técnica de la inmovilidad absoluta y de reducir al mínimo las
necesidades vitales. Necesitaba estar veinticuatro horas, como
mínimo, quieto en un ataúd, sin poder moverse más que en aquellos
momentos en que estuviera junto a él la única persona en quien
podía confiar. Esa persona era yo.
—Hay un problema que no acierto a comprender cómo resolvió —
dijo Clive en voz baja—: Su certificado de defunción. Si uno ve un tipo
quieto en un ataúd, supondrá inmediatamente que está muerto, y no
se fijará en detalles que pudieran hacer sospechar lo contrario, sobre
todo si el rostro del yacente está algo retocado. Pero un médico,
¿cómo se va a engañar? El corazón del tipo que está en el ataúd
latiendo, sus reflejos siguen funcionando. Hasta un estudiante de
primer curso de Medicina notaría el engaño.
—Pero no si el médico forma también parte del plan —susurró
Magda.
—¿Quieres decir que el doctor Kinsey?…
—El doctor Kinsey es un pobre hombre que ahora está
aterrorizado por lo que hizo. Percy le explicó su plan porque no tenía
otro remedio; o al menos le explicó una parte importante. El único
trabajo de Kinsey consistiría en certificar la defunción; y como al
mismo tiempo es médico forense, todas las formalidades legales
quedarían resueltas inmediatamente. Kinsey aceptó a regañadientes
cuando Percy le ofreció diez mil dólares por sólo ese trabajo;
empezó a entusiasmarse cuando le ofreció quince mil; y juró fidelidad
eterna a Percy cuando éste le entregó veinte mil dólares y le
apercibió de que cualquier traición por su parte sería castigada con
la muerte por los agentes de la potencia a la cual se iba a vender el
secreto militar. En apariencia, para Kinsey todo iba a resultar
sencillo, pero ahora está aterrorizado. Teme que se descubra su
relación con el asunto, y por eso intenta convencer a todo el mundo
de que lo de Percy es pura fantasía y yo soy una visionaria. Si
pudiera, me pondría en manos del verdugo para tranquilizar su
miedo, Teme que yo lo eche todo a rodar, y tiene razón. Pero es que
ni él ni yo contábamos con esos horribles crímenes…
—Hablaremos de los crímenes dentro de un instante —susurró
Clive—. Vayamos ahora por orden. ¿Quién diablos iba a sacar a
Percy de un ataúd lastrado, en una zona donde cualquiera puede
encontrarse con una manada de tiburones?
—Era muy sencillo, y todo estaba calculado. La almohadilla del
ataúd contenía en realidad una botella de goma llena de oxígeno, la
cual le bastaría para respirar más de un hora, cuando estuviese en el
agua con el ataúd cerrado. Antes de ese tiempo, un submarino
extranjero lo recogería. Ese submarino había de seguir a gran
distancia al buque de guerra que transportaba el ataúd, fijándose
bien en el punto de lanzamiento. Una hora de búsqueda era más que
suficiente para sacar a Percy de allí. Y como él llevaba encima los
planos secretos, todo se habría resuelto de la manera más limpia.
Parece un plan complicado y, en el fondo, era maravillosamente
sencillo.
—Hasta aquí está bien —musitó Clive—, pero luego empieza el
reino de lo absurdo. ¿Qué tienen que ver con esto Sally y
Jacqueline? ¿Por qué Percy ha aparecido en esta zona, en lugar de
largarse con el submarino?
—Sí —musitó Magda, con la cabeza hundida sobre el pecho—, el
reino de lo absurdo empieza aquí, aunque la intervención de Sally y
de Jacqueline era lógica. Para que nada fallase en el plan, estaba
previsto, incluso, que el submarino fuera localizado y hundido, cosa
muy probable, sobre todo en aguas jurisdiccionales de los Estados
Unidos. O que fuera simplemente avistado, con riesgo de detención.
En tal caso, Percy debería ser desembarcado al norte de Nueva
York, precisamente en esta zona, y el submarino seguiría su curso.
Los secretos que Percy transportaba eran demasiado importantes
para exponerse a perderlos en un submarino localizado. Y eso es lo
que, sin duda, ocurrió. El sumergible fue descubierto por los
Servicios de Seguridad, y el capitán creyó más prudente
desembarcar a Percy, antes de intentar zafarse de la persecución
que se avecinaba.
—¿Por qué se eligió esta zona?
—Porque es accesible a los submarinos, con aguas profundas en
todo el litoral. Y porque, además, sólo hay dos edificios: este colegio
y un hospital semiabandonado. Dos sitios donde a nadie se le
ocurriría buscar.
—¿Qué tenía que hacer Percy, luego?
—Ocultarse y esperar que un agente extranjero le ayudara a
pasar la frontera del Canadá.
—Sally y Jacqueline ¿eran enlaces?
—Exactamente. Ambas pertenecían a los servicios de espionaje
de la potencia que estaba en tratos con Percy, aunque su categoría
era insignificante; simples aprendices de espía, por decirlo así. No
obstante, podrían realizar bien la misión de enlace. Jacqueline, por
su cargo en el colegio, podía ocultar perfectamente una persona
dentro del edificio. La presencia de esa persona, es decir Percy,
tenía que serle advertida por Sally, quien sabría que las cosas no
habrían marchado bien si no aparecía en el New York Herald un
determinado anuncio. Como ese anuncio no apareció, ella fue al
colegio y se puso en contacto con Jacqueline. La misión de Sally
terminaba al localizar a Percy, y eso fue lo que trató de hacer la
noche en que la mataron. Es ahí, precisamente, donde empieza el
reino de la locura.
—¿No se asustó Jacqueline?
—Claro que debió asustarse, pero ella tenía que acabar de
cumplir su misión. Percy debió advertirle de algún modo que estaba
en el hospital, y ella fue. Entonces la mataron…
—¿Qué intervención tienes tú en todo esto? ¿Hasta qué punto
conocías el plan?
—Yo lo conocía hasta en sus menores detalles.
—¿No te dio Percy demasiadas explicaciones? Los espías no
suelen ser tan confiados.
—Percy me quería… Deseaba que nos casáramos poco
después, cuando él hubiera cambiado de nombre en el extranjero.
Yo… yo sabía que todo aquello estaba mal, pero Percy fue el único
hombre que me ayudó, el único que creyó en mí cuando yo salí de la
clínica mental, encontrándome sin trabajo y con fama de ser una
trastornada… Yo creía en él, creía en sus palabras. Hubiese
rechazado, horrorizada, el plan, si en éste hubiera tenido que haber
una sola víctima, pero no debía derramarse ni una gota de sangre…
Además. Percy me decía que todo aquello ayudaba a la paz, y yo
comprendía que era cierto. La paz se mantendrá mientras los dos
grandes bloques que hoy dominan el mundo estén equilibrados.
Cuando uno de ellos se sienta superior al otro, puede dejarse llevar
por la locura de la guerra. Me convenció… No tenía que derramarse
una gota de sangre, Clive, te lo juro… ¡Dios mío! Tuve interés en
entrar en este colegio porque así estaría cerca de Percy. Kinsey me
ayudó. En realidad, lo que quería era que le dejásemos en paz. Pero
no empezó a estar realmente aterrorizado hasta que sucedió el
primero de esos espantosos crímenes…
Clive se mordió el labio inferior. Pareció vacilar unos segundos, y
luego apretó con más fuerza los brazos de la muchacha.
—Magda… Esto es una confesión completa. No voy a utilizarla
contra ti porque conozco la intención que te llevó a este momento
trágico que los dos vivimos. Pero tú sabes que Percy está en el
colegio… Y tú sabes que esos crímenes sólo pudo cometerlos él…
¡ÉL!
La voz de Clive había sido ronca. Sus manos estrujaban los
brazos femeninos. Magda se estremeció.
—Él no puede haber sido. Percy, aun cuando no lo creas, es una
buena persona. Es incapaz de matar a un insecto.
—Lo conozco desde hace muchos años, Magda, y sé que en el
fondo tiene un gran corazón. Me parece increíble que él pueda
asesinar a sangre fría a dos pobres muchachas. Pero es que un
hombre puede volverse loco, Magda. ¡Puede volverse loco! ¿Sabes
tú lo que significó para él la prueba terrible del ataúd? ¿Sabes tú las
nubes de sangre que pudieron pasar por su mente torturada? ¡El
Percy que nosotros conocimos ya no existe, Magda! Ahora es… ¡un
asesino!
—Aun cuando lo fuera… a mí no me haría daño. Pudo matarme
dos veces y no lo hizo. Una en el cementerio abandonado de los
marinos. Fui allí porque habíamos acordado que ese sería un punto
eventual de reunión, y lo vi a través de una ventana, aunque me fue
imposible hablar con él. En cambio, él sí que me habló. Me dijo que
me alejara porque había peligro. ¿Crees que no hubiera podido
matarme entonces, si lo hubiese querido? ¡Estábamos solos en el
cementerio los dos!
—Puede que quisiera advertirte contra sí mismo —musitó Clive—.
Puede que él sintiera la nube de sangre pasar ante sus ojos, pero
conservase aún un atisbo de razón… y quisiera saberte lejos cuando
sus manos empuñaran el cuchillo.
—No es posible… No es posible y te diré por qué. Percy y yo
estuvimos solos otra vez en el quirófano número tres del hospital. Él
estaba quieto en una de las mesas, parecía dormir… Pero tuvo que
darse cuenta de mi presencia. Si hubiese querido entonces…
también habría podido matarme.
—Es posible que no te viera, Magda. Entra dentro de lo posible
que estuviera dormido, sabiéndose seguro allí. Los hombres que han
de vivir ocultos no duermen ni comen cuando quieren, sino cuando
pueden… Es posible todo esto, Magda. Pero ahora Percy no podrá
perdonarte. Si te atrae hasta los sótanos del edificio es para
matarte… ¡para realizar contigo el horrible trabajo que realizó con
Jacqueline y con Sally!
Magda se estremeció otra vez. Su estremecimiento se transmitió
a las manos del hombre.
—Necesito hablarle… Percy sólo puede confiar en mí. Deja que
le hable, y entre los dos encontraremos una solución.
—Deja que le hable yo. Yo soy su amigo.
—Pero eres también un hombre encargado de perseguirle.
—Sólo en cierto modo, Magda. No hay ninguna acusación contra
Percy, puesto que se le supone muerto. Aún estamos a tiempo de
remediarlo todo, si me dejas hablar con él. Tú sabes dónde está.
¡Dímelo y le salvarás! ¡Por Dios, habla!
Magda le miró. Había sinceridad en los ojos grises, pero ella
sabía que la Ley es implacable, aunque los hombres sean
comprensivos. Sabía que Clive iba a ayudar a Percy, pero primero
tenía que ser ella quien le hablase. Tenía que ser ella la que trazase
un plan con él, aunque corriera un peligro de muerte.
Sabía que Percy estaba en el segundo almacén del sótano, ala
derecha. Sus labios tuvieron una sonrisa imperceptible al decir:
—Está en el primer almacén del sótano, ala izquierda.
Era el otro lado del colegio. Ella podría hablar tranquilamente con
Percy mientras Clive lo buscaba. Estarían solos, absolutamente
solos los dos…
—Aguárdame aquí… —susurró Clive—. Aguárdame aquí y no te
muevas. ¡Por Dios, no te muevas!
Magda seguía sonriendo imperceptiblemente.
En sus ojos serenos había como un recóndito dolor.
—No me moveré —mintió.
Clive le acarició nerviosamente el cabello durante un segundo, un
febril, extraño e interminable segundo. Luego salió de la habitación y
se oyeron sus pisadas suaves descendiendo hacia los sótanos.
Magda, al cabo de unos instantes, cerró los ojos, tragó saliva y
salió también.
TRECE
La puerta del segundo sótano estaba entornada. Una luz débil,
muy débil, brillaba en el interior.
Magda se acercó, sintiendo resonar sus propios pasos en la
parte posterior del cráneo.
No quería confesárselo ni darse cuenta de ello, pero estaban
erizados los cabellos de su nuca. Empujó la puerta.
Poco a poco.
Muy poco a poco.
La luz fantasmal —una de las eternas luces amarillas— iluminaba
los cien cachivaches que se guardan en un colegio, por si alguna vez
vuelven a ser útiles: bancos a medio reparar, pizarras rotas, globos
terráqueos despintados… Y sillas, varias sillas puestas en círculo,
como para una sesión espiritista. En una de esas sillas, sentado,
estaba Percy.
De espaldas a ella. De espaldas a la luz, que alumbraba
directamente sus cabellos y su nuca.
Magda jadeó:
—Percy… Percy…
Se ahogaba. Era lo mismo que habían dicho Sally y Jacqueline
antes de morir. Sus labios temblorosos repitieron una sola vez:
—Percy…
Estaba junto a él.
Hizo un gesto, volvió el sillón rotatorio donde él descansaba, y
entonces la luz dio en su rostro: dio en sus ojos, en su boca. Lo vio
como no lo había visto ni en el cementerio tenebroso ni en el
quirófano a oscuras. Lo vio claramente, como se ven las pesadillas.
Y Magda lanzó un angustioso grito de horror.

***

La luz amarilla daba sobre la boca exangüe, sobre los ojos


vidriosos. Sobre su rostro ya apergaminado y sobre su cuello, que
había sido disecado a toda prisa. Era el mismo que ella vio las dos
veces anteriores, pero no era el mismo porque ahora estaba bajo la
luz. Su horror tenía mil reflejos, mil detalles estremecedores que sólo
la luz podía revelar. Porque lo que ahora tenía Magda ante los ojos
era una momia de varios días.
¡Una momia!
¡Un cadáver embalsamado y preparado para que su rostro
durase años enteros!
Su garganta se rompió en un sollozo, en un estertor. Sus labios,
que de pronto habían quedado sin sangre, sólo pudieron pronunciar
un nombre:
—Percy…
¡Y de pronto Percy habló!
Su voz llenó la habitación, repitiendo las palabras que ella oyera
en el cementerio, a través de la puerta. «No te acerques… Hay
peligro… No te acerques…»
Magda quedó tan aterrorizada que ni siquiera pudo lanzar un
grito.
¡Aquella voz tan semejante a la de Percy estaba grabada en cinta
magnetofónica! ¡Percy ya era un cadáver cuando ella lo oyó!
Una risita queda, silenciosa, se escuchó a su espalda.
Magda se volvió poco a poco, con una exasperante lentitud,
sintiendo el horror como una mano fría en su nuca. No necesitó mirar
el monumental cuchillo para sentirlo ya casi en su carne. No necesitó
fijarse demasiado en aquel rostro, contraído satánicamente, para
reconocer al doctor Kinsey.
—Bonita sorpresa, ¿verdad? —jadeó Kinsey con voz ronca—.
¿No imaginabas que esto pudiera llegar a suceder? Yo era el pobre
cómplice a quien se despacha con un puñado de dólares…
¡Imbéciles! Conocía todo el plan de Percy y quise llevarme yo la
parte del león… Sólo necesité alquilar una lancha motora, un equipo
de buzo y un ayudante al que luego eliminé de una cuchillada al
corazón… Llegué antes que los imbéciles del submarino, quienes no
pensaban más que en no ser localizados… Saqué a Percy del ataúd,
le corté el cuello antes de que pudiera moverse, y envié la caja de
nuevo al fondo. En un bolsillo de Percy estaban los documentos…
Obtendría por ellos lo que quisiera. Los mismos que estaban
dispuestos a comprárselos a él, me los comprarían a mí… —jadeó
de nuevo, su voz más ronca—. Tenía que llevarme el cadáver para
que cuando los del submarino abrieran el ataúd creyeran que Percy
les había engañado. Lo transporté al cementerio abandonado, lo
embalsamé valiéndome de mis conocimientos de médico forense, y
me dispuse a emplearlo para crear el terror… Los extranjeros tenían
que creer que Percy se había vuelto loco, que eliminaba a sus
propios cómplices… Y eso me daría un margen de seguridad de un
par de semanas, hasta que pasara el momento de efervescencia de
los agentes extranjeros, que querrían averiguar lo que había detrás
de aquella burla. Cuando más desorientados estuviesen, trataría con
ellos e impondría mis condiciones… Por eso no te oculté la presencia
de Percy…, ¡un Percy que ya no podía verte! Tú dirías a todos que
él había cometido los crímenes, y el hecho de que tuvieras fama de
visionaria aún complicaría más las cosas, alejándome a mí de toda
sospecha ¡También quedarían eliminadas Sally y Jacqueline, dos
mujeres que un día podrían delatarme! Y ahora sólo faltas tú… Tú
eres la única persona en el mundo que ahora sabe que yo estaba
relacionado con el caso Percy…
Levantó el cuchillo. Llevaba un traje oscuro, igual que el del
cadáver. Tras su mirada vidriosa palpitaba la muerte. La hoja de
acero brilló bajo la luz amarilla…
CATORCE
Fue en aquel momento, cuando el puñal iba a descender sobre el
cuello de Magda, cuando todo pareció desmoronarse.
La luz osciló a causa de una brusca corriente de aire. Se oyó un
rugido en la habitación. Kinsey se volvió con la velocidad de un reptil,
y dos puños de acero se abatieron entonces sobre su cuerpo.
Los impactos resonaron en el sótano como dos detonaciones.
Kinsey lanzó un grito de dolor. Un tercer golpe, ahora al mentón, lo
envió contra una de las paredes.
Magda se llevó los puños a la boca, ahogando un grito de
sorpresa al ver que era Clive Sanders el que le había salvado la vida.
Kinsey se revolvió. No era flojo, y ahora le dominaba una rabiosa
desesperación. Avanzó, moviendo el cuchillo en zigzag, y Clive hizo
una hábil finta, sujetándole la mano derecha. Intentó retorcérsela y
Kinsey le aplicó un traicionero rodillazo en el bajo vientre.
Clive se estremeció de dolor, ahogando un gemido. Tuvo que
soltar su presa.
Fue ese el momento que Kinsey eligió para su ataque definitivo.
Con la velocidad del rayo, alzó su cuchillo. Clive lo vio venir sin un
parpadeo, sin una vacilación. Detuvo el golpe con su antebrazo, le
propinó uno con el canto de la mano al cuello de Kinsey y lo hizo
doblarse, estremecido de dolor. Un segundo después, le aplicaba el
más definitivo que le habían enseñado en la Marina: el golpe con
ambas manos unidas bajo el tabique nasal. El terrible impacto que
repercutía en el cráneo de cualquier hombre, causándole la muerte.
Kinsey se estremeció al recibirlo. Aulló de una manera gutural,
extraña. Pareció durante unos segundos como si tuviera en la boca
un burbujeo de agua. Luego quedó rígido, inmóvil.
Definitivamente inmóvil.
Clive recibió en sus brazos a Magda, que por fin podía llorar. Una
Magda estremecida, que sollozaba angustiosamente.
—Supe que no me decías la verdad, muchacha… —susurró él—,
y que me enviarías al lado opuesto de donde estaba Percy. Por eso
vine aquí, aunque el no conocer perfectamente el edificio estuvo a
punto de hacerme llegar un segundo demasiado tarde… Pero ahora
todo ha terminado, Magda. Todo quedará aclarado dentro de unos
instantes. Y una nueva vida se abrirá para los dos.
Salieron, subiendo poco a poco por las escaleras. Magda lloraba
aún.
—Una nueva vida para los dos —dijo Clive, acariciando sus
cabellos—. Todo empezará de nuevo cuando tú aprendas otra vez a
sonreír, Magda…
Ella le miró.
Estaban en el piso superior, y se oía el estrépito en el dormitorio
colectivo de los alumnos de primer curso.
—Van a acabar con el preceptor… —susurró Clive—. Pobre
hombre, tendrá que pedir el retiro…
Magda pensó en los muchachos batiéndose hasta el alba en una
terrible batalla de almohadas, mientras el viejo preceptor, sentado en
el suelo, rendido, era incapaz ya de hablar, limitándose a tragar las
plumas que volaban por el aire.
Y Magda volvió a sonreír…

FIN

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