Tres Jinetes Del Norte - Silver Kane
Tres Jinetes Del Norte - Silver Kane
Tres Jinetes Del Norte - Silver Kane
Eran tres.
Los tres vestían de un modo muy parecido, con pantalones tejanos azules,
camisas negras o casi negras y pañuelos de un indefinible color que iba desde
el amarillo pajizo hasta el rojo. Sus sombreros habían sido blancos, pero
ahora tenían el mismo color del polvo de la llanura, y un cerco de sudor
señalaba su contorno.
Llevaban dos revólveres cada uno de ellos, un largo cuchillo y un rifle en
cada silla.
Sus nombres eran bien sencillos.
Jeremy.
Fulton.
York.
Venían del Norte, efectivamente, desde las heladas soledades del Canadá.
Habían atravesado la frontera meses antes, dirigiéndose al Sur sin prisa. Cada
vez que una población les gustaba, pasaban unos días en ella. Cada vez que
alguien les resultaba molesto, lo enviaban a un lugar donde ya no podía
molestar más.
No les importaba que se hablara de ellos, no temían que en los pasquines
fuera creciendo cada vez más la cifra que se leía debajo de sus cabezas.
Jeremy y Fulton eran rubios, pero York era moreno. Se les conocía
fácilmente a causa de esa particularidad. Dos rubios y un moreno que vestían
de modo muy parecido, eran como una señal de alarma.
Desde lo alto de la pequeña colina, miraron la ciudad que se extendía a
sus pies.
Jeremy extendió el brazo y susurró:
—Denver.
No hacía falta más palabras. Los tres sabían lo que aquello significaba.
Espolearon a sus monturas y descendieron a poca velocidad.
No podía decirse que Denver fuera entonces una ciudad bonita, pero era
bulliciosa y activa. Por todas partes se veían jinetes, tílburis tirados por
briosos caballos, damas elegantes y hombres con aspecto preocupado que
entraban y salían de los establecimientos bancarios. Había varios saloons, una
cárcel muy respetable y una iglesia. Todo daba la impresión de una ciudad en
pleno desarrollo, y que pronto se convertiría en la capital de un estado de
gran importancia.
Claro que eso a los recién llegados les importaba bien poco. Habían
viajado tanto que muchas veces no sabían bien en qué ciudad estaban.
De todos modos, no les pasó inadvertido el hecho de que allí se mascaba
la riqueza, y de ello dedujeron que los ranchos de las cercanías debían estar
bendecidos por todas las prosperidades.
Jeremy susurró:
—¿Qué notáis en la gente?
—Nos han reconocido.
—Sí… Yo diría que todos se apartan.
Fulton sonrió.
Tenía unos dientes bien formados, pero demasiado amarillos a causa de
su inveterada costumbre de mascar tabaco.
—No sé si es bueno eso de resultar tan conocidos, York.
—¿Es que crees que el sheriff va a venir a detenernos?
—No, pero sabrá bien pronto que estamos aquí.
—Mejor. Si se pone gallito, lo desplumamos.
Los tres lanzaron al unísono una carcajada.
Pasaban en aquel momento delante del saloon que estaba abarrotado de
público.
—¿Qué os parece si entramos ahí? Tengo sed.
—Ujú —gruñó Fulton.
Descabalgaron, amarraron sus caballos y entraron en el local con paso
lento y cadencioso.
Nadie pareció hacerles caso, lo que en el fondo les decepcionó bastante,
pero no hicieron ningún comentario. Había una mesa libre en un ángulo, y la
ocuparon inmediatamente.
Todas las mesas del contorno estaban ocupadas por gente que jugaba, al
parecer, con mucho entusiasmo. Podía decirse que en el saloon no había un
solo sitio, fuera del que ellos habían hallado.
Un mozo se acercó temblequeante.
—¿Qué van a tomar, ilustres caballeros?
—Whisky. Whisky en grandes cantidades para los tres.
—Enseguida, ilustres caballeros.
El mozo se alejó renqueando, y uno de los pistoleros, Jeremy, volvió la
cabeza hacia la izquierda.
—Diantre… —gruñó—. ¿No estaba ocupada esa mesa de ahí?
—Seguro…
—Pues ahora está vacía.
—No nos habremos fijado bien…
El mozo volvió con tres botellas.
—Aquí tienen, ilustres caballeros. Hay whisky hasta para sus caballos.
—¿Cuánto debemos?
—Un dólar por botella.
York depositó sobre la mesa un billete de cinco dólares.
—Enseguida les devuelvo el cambio, ilustres caballeros.
Cuando se alejaba, York miró hacia la derecha.
—¡Infiernos! ¡Ahora resulta que esta otra mesa también está vacía!
—¡La gente se está largando!
—No, no… Deben ser manías nuestras.
En aquel momento, el mozo volvió con los dos dólares de cambio.
—Tengan, ilustres caballeros.
—Quédate un dólar para ti —dijo Fulton.
—Gracias, señor. Le compraré unas muletas a mí mujer.
—¿Es que es coja?
—No, señor. Baila en el saloon.
Fulton por poco le atiza un puntapié.
—¡Lárgate de aquí! ¡Y como el whisky no sea bueno, ya puedes rezar por
tu alma!
El mozo volvió sobre sus pasos.
Y entonces, los tres hombres vieron, con asombro, que el saloon entero se
había quedado vacío.
No se veía un alma.
Ellos eran los únicos ocupantes del local, donde ya no quedaban ni los
naipes sobre las mesas.
Jeremy masculló:
—¡Todo el mundo se está escapando! ¡Son capaces de evacuar la ciudad!
—Eso indica que nos han reconocido.
—¿Y quién lo pone en duda? ¡Claro que nos han reconocido! ¡Ya
estamos acostumbrados! ¡Cuando nosotros llegamos a Chicago, la gente ya se
pone a correr en San Antonio de Texas, al otro lado del país!
—Bueno, eso no nos perjudica. Al contrario, nos ha permitido conseguir
muchas cosas sólo por el miedo que la gente nos tiene. Todo será más fácil
cuando Katty Farrell se entere de que estamos aquí.
Fulton bebió directamente de la botella un largo trago de whisky.
Sus compañeros le miraban.
—¿Cómo es el rancho de esa chica, Fulton?
—Fenomenal.
—¿Es cierto que su padre se lo robó al tuyo?
—Algo de eso hubo. Los dos se lo jugaron. Mi padre era el que hacía
trampas, pero perdió.
—Entonces no hubo robo.
—¿Quién dice que no lo hubo? Lógicamente, mi padre tenía que haber
ganado, y toda la vida dijo que aquello era un robo más grande que una
catedral. Desde entonces, me juré que ese rancho sería mío un día.
—Pero ahora la chica debe de ser la heredera. Seguro que su padre ha
muerto.
—¿Y eso a nosotros qué nos importa?
—¿Es que piensas convertirte en ranchero, Fulton?
—Ya hemos hablado otras veces de eso. ¡No pienso convertirme en
ranchero, claro que no! Pero si esa hacienda vale un millón, el millón será
para los tres una vez la hayamos vendido. La experiencia debía haberos
enseñado que es más fácil apoderarse de un rancho, que asaltar un Banco. Y
suele ser mucho más productivo.
Bebieron whisky silenciosamente, a grandes tragos, y luego miraron hacia
la barra.
Hasta el mozo que acababa de servirles se había largado. Ya no quedaba
nadie.
Nada se movía en el saloon, excepto la pianola que se deslizaba
silenciosamente hacia la puerta.
Los tres hombres tardaron un largo minuto en darse cuenta de que era el
dueño del saloon el que trataba de huir situándose debajo.
Jeremy, Fulton y York estaban tan asombrados que no acertaron a
reaccionar hasta que el mueble estuvo fuera del saloon.
Luego se oyó un fenomenal estrépito, seguido de roncas y estruendosas
maldiciones.
La pianola y su dueño acababan de caer del porche, rodando hasta el
centro de la calle.
York farfulló:
—Nunca había visto un caso igual. ¡Nadie se atreverá a entrar donde
estemos nosotros! ¡Nadie! ¡Somos los amos!
En aquel momento, los batientes del saloon fueron empujados desde
fuera, y un desconocido penetró en el local.
Era un tipo alto, fuerte, rubio, con las facciones lisas y ojos de asesino.
No parecía un pistolero, sin embargo.
Vestía como un gentleman. Su levita era inmaculada, y sus pantalones
parecían haber sido planchados muy recientemente. Llevaba bajo el brazo un
libro de espesas tapas negras, donde se leía, en letras grandes como puños:
Los tres pistoleros se miraron uno al otro, perplejos, sin saber qué postura
adoptar ante aquel extraño desconocido.
Al fin decidieron no hacerle caso, puesto que el recién llegado se había
sentado tranquilamente a una mesa y esperaba que le sirvieran, con lo cual,
desde luego, iba listo.
Fulton dijo en voz baja:
—Tengo un plan de acción para lo del rancho.
—¿Sí?
—Katty Farrell tendrá algunos hombres, pero hay que demostrarle desde
el principio, que toda resistencia es inútil. Hay que aterrorizarla.
—¿Y cómo?
—No será difícil atrapar a su capataz. Seguro que vendrá a la población
con frecuencia, por asuntos del rancho.
—¿Y qué?
—Lo ahorcaremos.
Fulton dijo aquellas palabras con voz tan fría y cortante como un cuchillo.
Hasta sus propios compañeros, acostumbrados a actuar siempre de aquel
modo, sintieron un leve estremecimiento.
—Un acto así, desafiando a todos los poderes de la ciudad, hundirá a los
que protegen a Katty Farrell. Seguro que, una semana más tarde, el rancho
cae en nuestras manos como una fruta madura.
—De acuerdo —masculló Jeremy.
Los tres volvieron a beber silenciosamente, como si ya estuviera todo
tratado entre ellos.
Y en realidad, era así.
Habituados a que la gente temblara ante sus métodos expeditivos, todas
sus actividades habían venido hasta ahora señaladas por el éxito.
No había razón para que las cosas marchasen ahora de distinto modo.
Cuando habían bebido la mitad de sus botellas, pero no antes, se dieron
cuenta de que aquel whisky era infernal y resolvieron dejarlo.
Con pasos perfectamente seguros, como si no hubieran trasegado una sola
gota de licor, se dirigieron hacia la puerta.
Cuando ya estaban en ella, los tres se volvieron a la vez, como poseídos
por un mismo pensamiento.
El fulano de la levita continuaba allí. Estaba leyendo el librote sobre las
aplicaciones de la pena de muerte, y parecía como si para él, aquella lectura
fuese la más embriagadora del mundo.
Jeremy, Fulton y York se acercaron a la vez.
Era el único tipo que no se había ido al verlos. Debía ser un fulano con
nervios fuertes como cables de acero.
York hizo:
—Ejem…
El de la levita levantó la cabeza.
Sus ojos de asesino hubieran helado el agua de una fuente en el mes de
agosto, pero no impresionaron para nada a un tipo como York.
—¿Es usted el camarero? —preguntó el de la levita.
—¿Tengo cara de eso?
—Tiene cara de algo peor, pero me lo callo.
Las cejas de Fulton se arquearon ligeramente, lo cual era en él un síntoma
de pronóstico mortal.
—¿No sabe que es usted muy gracioso, amigo? Uno lo ve y se monda.
—Es lo mismo que decía mi padre. Quizá por eso se fue a reírse al
Uruguay, y mi madre no le ha visto más el pelo.
—Pues puede que a usted no se lo vean tampoco, amigo, si le esperan en
alguna parte.
Sus dos compañeros le tocaron suavemente en un codo.
—Vámonos, Fulton. Primero a lo nuestro. Luego ya nos divertiremos un
poco, si es necesario. Deja que ese tipo engorde unas libras antes de
liquidarlo.
Fulton comprendió que, al fin y al cabo, el deseo de sus amigos era
razonable. Se encaminó hacia la puerta, dirigiendo una última mirada al tipo
de la levita.
—Agradezca el poder seguir sentado ahí, a que estos dos amigos son unos
santos —murmuró con voz suave—. ¿Pero puedo saber al menos a quién he
perdonado la vida?
El de la levita, dijo:
—Al juez Bunsen.
Y siguió leyendo tranquilamente su librote sobre la pena de muerte.
CAPÍTULO III
El sheriff masculló:
—Saldrá de ésta, pero es un mal asunto para un hombre joven. Tardará
tiempo en reponerse.
—¿Lo ha dicho el médico?
—Sí.
El sheriff volvió la espalda, dejando de mirar a Dick, que estaba en una
cama del hotel Royal, inconsciente, y miró directamente al tipo que acababa
de hablarle.
El juez Bunsen, realmente, era un ejemplar digno de ser observado.
Alto, hercúleo, fuerte como un toro; tenía una sonrisa amable y cordial.
Pero tenía también uno ojos de asesino que tumbaban de espalda.
Fue el juez quien dijo:
—A ver, explíqueme lo que pasó, sheriff.
—Muy sencillo. Ese muchacho que está ahí al borde de diñarla, Dick
Leman, es un detective de la Agencia Pinkerton.
—Ya…
—Katty Farrell lo contrató a toda prisa para que la protegiera, al saber
que habían llegado esos tres jinetes del Norte. Daba la casualidad de que
Dick estaba trabajando en una cosa de escasa importancia a pocas millas de
aquí, por lo que pudo dejar el primer trabajo y ponerse enseguida a las
órdenes de Katty.
—Ya, ya.
—Cuando realizaba una primera exploración de los contornos, encontró a
una muchacha fugitiva. Lina chica descomunal que se llama June.
—Ya, ya, ya.
—Mire, juez, me está usted poniendo nervioso con tanto «ya, ya», cada
vez que yo cierro la boca.
—Es que yo digo «ya» cuando me entran ganas de ahorcar a alguien.
El sheriff tragó saliva bruscamente.
—Pues mejor que olvide esos deseos homicidas, juez. Por lo menos, no
me mire a mí mientras piense en hombres ahorcados. Me pone nervioso.
—Ya, ya, ya, ya.
Sintiendo que le temblaba la mandíbula, el sheriff siguió:
—Esa chica, June, está descomunal.
—Ya me lo ha dicho.
—Bueno, pues lo digo dos veces, porque de lo contrario, usted no se dará
cuenta de la clase de monumento que tenemos ahora en Denver. El caso es
que hay unos tipos, los Randall, que la persiguen.
—¿Con qué intenciones?
El sheriff se sonrojó.
—Imagíneselas usted, juez.
—¡Ya sé! ¡Piensan ahorcarla!
—¡Pero qué ahorcarla ni qué infiernos! ¡También es manía, juez! ¿Usted
cree que tipos grandes como castillos pueden perseguir a una mujer sólo para
eso?
—Bueno, a lo mejor, además, piensan descuartizarla. Antiguamente, la
pena de muerte se aplicaba así.
—¡Y dale con la pena de muerte! ¡Le he dicho que la chica está
fenomenal! ¿Imagina al fin para qué la querían esos tipos?
El juez, al fin, comprendió.
—Ya, ya, ya, ya, ya —dijo.
—Pero por lo visto no habían conseguido su propósito y estaban más
lejos que nunca de conseguirlo, cuando Dick la tomó bajo su protección.
Entonces pensaron asesinarlo y por eso se emboscaron junto a una de las
habitaciones del hotel. Eran los tres y un fulano al que contrataron para aquel
trabajo. Hubo el tiroteo y el lío que usted sabe, y Dick liquidó a uno de los
hermanos Randall. Los otros pudieron escapar, pero uno de ellos alcanzó a
rozar con una bala la cabeza de ese muchacho, y por poco lo deja más seco
que una momia. Menos mal que yo pude emplear el rifle a tiempo. Ya ve si
tenemos trabajo en la población, juez.
—Eso es lo que yo quería.
—Bueno, pues yo no. Pero hay una cosa que me tranquiliza.
—Esta fechoría, al menos, no la han cometido los tres jinetes del Norte.
—Los cuales, sin embargo, han ahorcado al capataz del rancho Farrell.
—Sólo para asustar a la dueña. A los pobrecillos no se les ha ocurrido
otra cosa.
—Desde luego. Otro día se les ocurrirá ahorcarle a usted, sheriff. ¿Y
dónde están ahora?
—Ni idea.
—¿Viven en la ciudad?
—¡Claro que no! ¡No se atreverán! ¡Yo represento aquí la Ley!
—¿Y si deciden hospedarse en Den ver, sheriff?
—Pues… en tal caso, dejaré de representar la Ley, juez.
Éste lanzó un gruñido.
—¡Vamos a ver! Estoy decidido a acabar con la situación por la vía
rápida. ¡Haré ahorcar a medio territorio, si es necesario! ¡No habrá árboles
suficientes en todo Colorado para sostener los cuerpos que penderán de ellos!
¡Un espeso olor a cadáver se extenderá por toda esta tierra! Los pocos
supervivientes tendrán que emigrar, los ríos se teñirán de sangre…
—¡Eh, pare juez!
—¿No me cree?
—Sí, pero estábamos hablando de los tres jinetes del Norte.
—Bueno, pues eso es lo que decía yo. ¡Haré ahorcar a quien sea para
acabar con ellos! ¿Usted los conoce?
—No.
—¿Cómo es posible? ¿No dice que se cruzó con ellos cuando usted
ascendía por la colina y ellos bajaban?
—Sí, pero no me fijé en sus caras, que es lo que ocurre a todo el mundo.
Sólo me di cuenta de que eran ellos, porque iban vestidos de un modo muy
peculiar, y porque eran dos rubios y un moreno.
—¿O sea, que, si se presentasen en Den ver, podría reconocerlos?
—¡Claro que sí!
—Bueno, pues ya es bastante.
El sheriff se pasó una mano por la mandíbula.
—¿Y qué debo hacer si los encuentro en Denver, juez?
—Detenerlos y traerlos a mí presencia, para que sean juzgados por la
autoridad legalmente constituida.
—¿A… los tres?
—Y debidamente esposados, para que no se insubordinen en el tribunal.
El sheriff, ahora, empezó a rascarse la barbilla con las dos manos.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso.
—Siento no poder rascarme la mandíbula con el pie, juez.
—¿Por qué?
—Porque sería lo último que me faltaría para convertirme en un mono.
El juez lanzó un gruñido:
—Bueno, detenga a esos hombres y tráigalos a mí presencia —decidió al
fin—. No es preciso hablar más. ¡Andando!
—¿Sabe que he querido reclutar una tropa de comisarios para que me
ayudasen a esa captura?
—Sí, claro. Lo supongo. Usted sólo no puede detener a tres asesinos que
disparan en cuanto ven la sombra de una estrella.
—¿Y sabe quién se ha presentado voluntariamente para ostentar la placa
de comisario? Sólo una persona.
—¿Quién?
—¡Mi mujer! Cree que eso de los tres jinetes del Norte es un cuento para
pasarme las noches fuera de casa.
—De todos modos, dele la placa —decidió el juez—. Seguro que, en
cuanto vean a su mujer, los tres jinetes huyen y no se les vuelve a ver más el
pelo.
—¡Cómo se ve que es usted soltero, juez! ¡Cómo se nota que no sabe lo
que son esas cosas!
—Sí, yo soy soltero, pero tengo familia muy molesta. Mi hermano, por
ejemplo, es un sujeto de alivio.
—Ya había oído hablar de él.
—Tiene una cara de acero blindado.
—Sí, ya me lo han dicho.
—Estafaría a su padre, si pudiese.
—Lo sé, lo sé. También me han dicho que no distingue los colores.
El juez arqueó una ceja.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Corre el rumor por ahí.
—¡Ejem! Sí que está la gente enterada de cosas…
—¿Y dónde para su hermano ahora, juez?
—En la cárcel. Le condené a cinco años.
El sheriff iba a gritar: «¡Qué bestia de tío!», pero se calló.
Vio que el juez iba hacia la puerta.
—Tengo que ir al Banco a recoger el importe de un préstamo que me
tienen concedido. Y ya lo sabe, sheriff. En cuanto aparezcan esos tres jinetes
por aquí… ¡me los empapela!
El sheriff sintió que la cabeza le daba vueltas, pero resolvió obedecer.
Si no era un héroe ahora, no lo sería en todos los días de su vida.
Salió él también a la calle, dispuesto a liquidar a todos los grupos de tres
hombres que se le pusieran delante de los ojos.
CAPÍTULO VI
Los dos hombres que en este momento paseaban por la calle Principal de la
floreciente y peligrosa ciudad, hubieran tenido que llamar por fuerza la
atención en cualquier parte.
Ambos eran altos, fuertes y con la piel agradablemente tostada por el sol.
Tendrían, como máximo, unos veintiocho años, o sea que estaban en muy
buena edad, según opinión de las mujeres, y además, iban irreprochablemente
vestidos, como dos auténticos caballeros.
Por encima de los chalecos de seda floreada, cruzaban gruesas cadenas
sosteniendo los relojes, y a cada movimiento, sus bolsillos sonaban
tenuemente, con un agradable ruidillo prometedor de monedas.
Cualquiera que los hubiese visto habría pensado inmediatamente: «He
aquí dos tipos con suerte. Deben tener los bolsillos repletos de oro y habrán
venido a Denver solo para divertirse, porque aquí están las mejores bailarinas
de todo el territorio».
Más de una jovencita habría suspirado al pasar junto a ellos, pensando:
«Uno de esos dos me convendría. Jóvenes, guapos, con dinero…»
Al pasar frente a los establecimientos, se daba el caso de que los dueños
salían a las puertas y los saludaban respetuosamente, señalando las
mercancías del interior.
—Tienen aspecto muy reflexivo, caballeros. Si desean comprar algo no
necesitan buscar más. Aquí está lo mejor de Denver.
Un armero les hizo la mejor propaganda también:
—No llevan ustedes revólveres, caballeros, y se exponen a serios
peligros. ¿Por qué no entran? Tengo aquí los mejores «Cok» de la ciudad.
Pero los dos hombres no hacían caso de aquellas sugerencias.
Eran como esos tipos con demasiado dinero en los bolsillos a quienes
todo les parece poco, y que no se dignan entrar en ninguna parte.
Pero si los que les envidiaban hubiesen podido oír su conversación, se
habrían quedado de piedra.
Porque los dos jóvenes reflexionaban sencillamente sobre cuál sería el
mejor procedimiento para ingresar en la cárcel.
—Te aseguro que no podemos seguir así —decía Len, uno de ellos—. El
invierno va a echarse encima, ya hay nieve en los puntos más bajos de las
Rocosas, y dentó de poco Denver quedará medio aislada. Empezará el
hambre, como es normal, para todos los que viven como nosotros. ¿Qué
haremos entonces? La cárcel es el único sitio donde uno está más o menos
abrigado y donde dan de comer todos los días.
—Muy bien, Len. Pero ¿cómo entras ahí justo para todo lo que dure el
invierno?
—Eso es lo difícil. Si cometemos una barbaridad demasiado grande, nos
ahorcan o nos encierran para muchos años.
Si lo que hacemos es una tontería, nos encierran durante una semana y
nos echan fuera justamente cuando empieza a nevar. Es muy difícil encontrar
el término medio.
Jim, el otro joven, se llevó una mano a la frente, dándose una palmada
que por poco le hace saltar el sombrero de copa.
—¡Pero qué idiotas somos, Len! ¿Por qué pensar tanto? Debemos ciento
cincuenta dólares en el hotel. Decimos que no tenemos un centavo y que no
podemos pagarles y seguro que nos meten en la cárcel.
—A propósito de esto, lamento comunicarte una mala noticia, Jim.
—¿Qué clase de mala noticia?
—Julia, la hija del dueño, se ha enamorado de ti.
—¿De… quién?
—De ti, imbécil, de Jim Mac Donald. Se ha enamorado como si fuese una
colegiala de dieciséis años.
—Bueno, ¿y qué? ¿Es que, acaso, porque me ama en silencio una mujer
llamada Julia, no voy a poder ir a la cárcel?
—No te he contado lo peor. No sabiendo cómo demostrar su cariño,
resulta que esta pobre muchacha ha puesto el «Recibí» en nuestra factura, y
esta mañana me ha pedido con voz muy emocionada que te dijera que no
debes ni un dólar.
—¡Diablo, pero eso es imposible!
—Me temo que ya sea una cosa irremediable.
—Muy bien, de todos modos, no hay por qué preocuparse. Cuando esta
noche llegue su padre de regreso del viaje, y encuentre a faltar los ciento
cincuenta dólares, decimos que los hemos robado nosotros.
—No podrás convencerle. Nos tiene por unos auténticos caballeros, y
además, Julia asegurará que los ha perdido. Lo único que podremos hacer,
porque no está bien seguir aprovechándonos de una situación así, es
marcharnos del hotel.
Y esto plantea todavía con más gravedad la pregunta: ¿Dónde diablos
pasamos el invierno?
Jim se acarició pensativamente la barbilla, como si todo aquello le
sumiera en un mar de confusiones.
—Desde que nuestras familias nos desheredaron rotundamente —dijo con
un suspiro—, hemos ido de tumbo en tumbo.
Len emitió una carcajada.
—Lo bueno fue el motivo por el cual nos desheredaron, ¿recuerdas?
Jim rió también.
—Tú tuviste la culpa. La idea de que nos desafiáramos a revólver, al fin y
al cabo fue tuya.
—Sí, pero tú fuiste el que, en una reunión, mientras jugábamos una
partida de cartas, empezaste a hablar mal de cierta dama llamada Elisa. Y yo
tuve que arrojarte el guante a la cara desafiándote a muerte, porque Elisa era
mi hermana.
—¡Imbécil! ¡Te equivocaste! ¡Era la mía!
—Fue divertido —dijo Jim—. No sabíamos que cada uno de nosotros
tenía una hermana llamada Elisa. Tú empezaste a criticar a la tuya, porque no
había querido hacerte un préstamo para jugar a los naipes, y yo creí que
conocías a mí hermana y que en mi presencia la estabas insultando. En el
desafío quedamos heridos los dos, y en nuestra maldita y puritana ciudad de
Boston, hubo un escándalo. La consecuencia fue que nos desheredaron
fulminantemente. Y fue entonces cuando nos enteramos de que habíamos
cometido un cómico error.
Len sacó su bolsa de tabaco, como si fuera a cargar la pipa, pero la bolsa
estaba vacía. Al guardarla, con un gesto de aburrimiento, tiró sin querer de la
cadena del reloj y ésta cayó al suelo. Pero al caer no produjo el sonido denso
y macizo del oro, sino el sonido hueco de latón abrillantado.
Además, a su extremo no había un reloj, sino una chapa de hierro.
Len recogió a toda prisa aquella prueba comprometedora, mirando a todas
partes por si alguien se había dado cuenta.
Afortunadamente, nadie había presenciado aquello.
—Lo curioso y triste es que nos habían enseñado en Boston unos oficios
muy bonitos —dijo Jim—. Yo era experto en joyas, y tú estabas a punto de
ser arquitecto. Unos oficios que podían servirnos de algo en Filadelfia y
Nueva York, pero no en el Oeste. ¡Y tanto tú como yo, queríamos llegar hasta
el borde de las Rocosas, para saber lo que era la libertad!
—Queríamos saber cómo era la libertad, y ahora resulta que estamos
haciendo esfuerzos para entrar en la cárcel.
—Lo mejor sería intentar llegar hasta Nueva York.
—¿Tú sabes lo que cuesta el viaje?
—No, pero lo imagino. Una porrada de dólares.
—¿Los tienes tú?
—Toda mi fortuna asciende a veinte centavos. Si ahora tuviera revólver,
no podría ni comprarme una bala.
—Al menos podíamos haber aprendido a jugar a los naipes. Hay mucha
gente que sólo con eso se hace rica aquí.
—¡Pero si no sabemos distinguir un repóker de un trío de sietes! ¡Si la
última vez que jugamos perdimos hasta la camisa!
—Podríamos intentarlo otra vez.
—¿Y qué apostaríamos? ¿La herencia de nuestro tío Jekyll, que fue el
único que no nos desheredó?
—No sé por qué dices «nuestro tío Jekyll» —cortó Jim—, si solamente es
tío tuyo.
—Recuerda que, cuando emprendimos esta nueva vida, acordamos poner
todas nuestras cosas en común, incluso a los odiados parientes. De modo que
tío Jekyll es tío de los dos, si no tienes inconveniente.
—Ninguno, hombre, ninguno, pero ahora hay que ingeniárselas para que
nos tengan en la cárcel, al menos los tres meses de invierno.
—Tengo una idea.
—¿Una idea tú? ¡Qué acontecimiento!
—¿No ves allí al sheriff?
—Sí, ¿y qué?
—Muy sencillo, voy y le atizo un tortazo, y luego tú lo echas del porche a
la calle. ¿Qué sucederá?
—Elemental: que nos meterá en la cárcel a los dos y nos tendrá allí tres
meses al menos. El sheriff es un tipo despistado, pero de malas pulgas. No
perdona a nadie.
—Pues creo que hemos dado con el procedimiento indicado. ¡Vamos allá!
Y los dos amigos, muy decididos, balanceando los brazos, se dirigieron
en línea recta hacia el sheriff.
Éste estaba quieto, dando rabiosas chupadas a una pipa que no quería tirar
y tenía un aspecto más enfurruñado que nunca.
Len se detuvo a unos cinco pasos de él.
Respiró con fuerza, tomó impulso y gritó:
—¡Allá voy sheriff! ¡Prepárese!
Saltó ágilmente los cinco pasos que le separaban del de la estrella y le
propinó un bofetón que resonó en toda la calle, haciéndole dar dos vueltas
sobre las tablas del porche.
En ese momento, viniendo desde la acera contraria, sonó un disparo y una
bala de rifle se clavó en la fachada de la más cercana casa, pero Len ni
siquiera le prestó atención.
Jim, que venía lanzado, levantó rapidísimamente al sheriff, que aún
rodaba sobre las tablas, y con las dos manos lo empujó como un tronco hasta
hacerlo rodar desde el porche al polvo de la calle.
Justo en ese instante, dos balas de rifle más se clavaron en las tablas del
porche.
Vieron que, en la acera contraria, un tipo con un «Winchester» se
disponía de nuevo a parapetarse tras la baranda, después de haber fallado los
tres disparos que acababa de hacer.
Al ver a aquel individuo, Len y Jim se quedaron con la boca abierta.
El sheriff, que era un tirador de categoría, se revolvió en el suelo, sacó su
«Colt» con un movimiento centelleante e hizo un solo disparo.
El del «Winchester» se quedó tieso, paralizado, y de pronto se empezó a
formar un botón rojo en el centro de su frente.
Lanzó un breve grito y cayó muerto.
Len dijo:
—Bueno, esto le habrá puesto de peor humor, aún. Seguro que nos
encierra.
Pero Jim gruñó:
—No sé por qué me parece que esto también nos ha salido mal.
Acababa de ver la cara radiante del sheriff, al levantarse, se había vuelto
hacia ellos.
—¡Genial! —gritó el representante de la Ley—. Nunca he visto una cosa
tan bien hecha y con tanta rapidez. Su maravillosa decisión me ha salvado la
vida. ¡Pero qué ojo tienen ustedes! ¿Cómo han podido ver que Kastell estaba
parapetado y que iba a acribillarme con su rifle?
Jim quiso reír, pero sólo le salió una risita de conejo.
—¡Huy! Si supiera usted la vista que tenemos, sheriff, se asombraría.
Donde ponemos el ojo, ponemos la plancha.
—Querrá decir la bala.
—Yo sé lo que me digo.
Len, quien no lo consideraba todo perdido, insistió:
—Pero de todos modos, usted tiene motivos para estar enfadado, sheriff:
Le hemos atizado muy fuerte.
—¡Qué cosas tienen ustedes! Lo que más me gusta es su buen humor,
amigos. ¿Creen que, si llegan a empujarme con un dedito, me hubieran
sacado tan velozmente de la línea de tiro? ¡Ni hablar! Hacía falta un sopapo
como el que me han dado, un sopapo que me hiciera rodar por el porche. No
saben ustedes lo traidorzuelo que era Kastell y lo bien que tiraba.
—Pero, verá, sheriff, nosotros…
—Sí, sí, ya sé lo que van a decirme, que no necesitan ninguna
recompensa en metálico porque son ricos. De acuerdo, yo mismo comprendo
que darles dinero sería casi una ofensa.
—Bueno, nosotros no nos ofendemos… —susurró Len—. ¡Si supiera!
Tenemos muy buen carácter.
—La modestia brilla en sus palabras —gritó el sheriff, contento al ver que
la gente iba apiñándose a su alrededor—. No les molestaré con una
recompensa en metálico, que sería lo adecuado para otras personas menos
distinguidas, pero sí les prometo que, ocurra lo que ocurra, ustedes no irán a
la cárcel, mientras permanezcan dentro de los límites de esta ciudad. ¡Es lo
menos que podemos hacer por dos auténticos caballeros!
Len y Jim sintieron que se les secaba la boca.
—Pero, sheriff, esto no es justo. Si nosotros cometemos un delito,
deberíamos pagar por él.
—Es ridículo pensar que personas como ustedes, que ni siquiera llevan
armas, pueden cometer un delito.
—Podríamos… ejem… podríamos entrar, por ejemplo, en el restaurante
de la señorita Rickett, que es el mejor de la ciudad, y después de comer,
negarnos a pagar la cuenta.
El sheriff lanzó una carcajada, que algunos de los testigos corearon
rápidamente.
—¿Que ustedes se negarían a pagar la cuenta? ¡Pero si Julia, la heredera
del hotel donde se hospedan, va asegurando por ahí que a ella han querido
pagarle anticipadamente! No digan tonterías, caballeros, ni hablen de cosas
que no pueden suceder.
—Todo es posible en el este mundo —dijo Jim, con una luz de esperanza
en los ojos.
—¡Pues bien —gritó el sheriff, lanzando otra carcajada—, si cometen un
delito tan idiota como ese del que están hablando, les meto en la cárcel sin
remisión y no vuelven a salir hasta la próxima primavera! ¡Ufff! ¡Qué
absurdo! ¡Pensar que ustedes puedan negarse a pagar una cuenta!
Len, casi con lágrimas de alegría en los ojos, musitó:
—Gracias, sheriff. ¡Qué bonita debe resultar la primavera, después de un
invierno metidos en la cárcel!
—¡Eso no lo sabrán ustedes nunca!
Y lanzando otra carcajada, hizo un alegre saludo con el brazo, antes de
dirigirse a la acera contraria, donde aún estaba el cadáver de Kastell, el que
había intentado asesinarle, sin que nadie le hubiera hecho maldito caso.
El sheriff no podía negar que Denver se estaba convirtiendo en una
ciudad divertida.
CAPÍTULO VII
Caso de tener revólveres, los hubieran sacado, porque aquella voz había
sonado de un modo muy poco tranquilizador, pero ni Len ni Jim disponían de
armas.
Al volverse, se encontraron con un tipo alto, más bien delgado, fuerte y
joven, pero con una cara de asesino que tumbaba de espaldas.
Lo curioso era que no tenía una cara patibularia, sino más bien elegante.
Pero la frialdad de sus ojos llegaba a helar la sangre en las venas de quien los
miraba mucho rato.
Jim se dio cuenta de que aquel tipo iba bien vestido y no llevaba armas
visibles, lo cual le tranquilizó.
—¿Qué quiere?
—Me he dirigido a ustedes porque son las únicas personas decentemente
vestidas que he visto en la calle Principal de esta cochina ciudad.
—Se nota que es usted un hombre de gusto.
—Deseo hablar con ustedes. ¿Quieren que entremos en ese saloon?
—No tenemos costumbre de beber con desconocidos… ni invitarles —se
apresuró a decir Len.
—Yo no soy un desconocido, o al menos no pienso serlo dentro de unos
minutos. ¿Qué inconveniente hay en que les invite a un trago?
—Uno —dijo Jim.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Que no bebemos sin comer antes algo. Nos sienta mal.
—Muy bien, en ese caso, les invitaré a comer algo. Tiene gracia. Son
ustedes un par de millonarios y hablan como si fuesen unos muertos de
hambre.
—Es que uno, en la vida, se lleva cada sorpresa que es como para caer
sentado —sentenció Jim.
—Bueno, pues pasemos, si no tienen inconveniente.
Los tres se adentraron en el saloon, donde imperaba un ambiente
magnífico, es decir, la gente bebía —y algunos comían— a más y mejor.
—¿Qué quieren ustedes?
—Dos buenas chuletas y dos buenas jarras de cerveza.
—¡Caray!
—Naturalmente, luego le invitaremos a usted —dijo Jim, temblando—.
Esto es sólo para entrar en ambiente.
—No, no… Tengo mucho gusto en ser yo el que pague, puesto que al fin
y al cabo voy a pedirles un favor. Se ve de sobras que son millonarios.
—En efecto —dijo Len, disciplente—, y nuestro tiempo es precioso.
Usted dirá…
—Necesito que me ayuden.
—¿A qué?
El desconocido no pudo decirlo, porque en aquel momento se presentó el
mozo y encargaron lo que deseaban.
Después de alejarse el mozo, los tres se inclinaron sobre la mesa, como
unos conspiradores.
—Creo que sólo en ustedes puedo confiar —cuchicheó el desconocido—.
Se nota a la legua que son unos caballeros.
—Desde luego. Tiene usted vista.
—Estoy en un apuro.
—¿Sí?
—Sólo unas personas sensatas y educadas como ustedes podrían
escucharme. Sé que si voy al sheriff no me creerá, y es muy capaz de
meterme en la cárcel.
—¿Por qué?
—Hay alguien en la ciudad que dice que soy yo.
—¡Caramba!
—¿Me han entendido?
—Ni jota.
—Sencillamente, tengo un hermano que tiene la cara más dura que los
huesos de un bisonte, y se ha presentado aquí diciendo que soy yo y
ocupando mi puesto. Ya ha hecho incluso una estafa al Banco, según acabo
de saber. ¡Y las que hará!
—¿Qué podemos hacer nosotros?
—Orientarme sobre cómo es la gente de esta ciudad y prepararme, en
todo caso, una entrevista con el sheriff.
—¿Pero, por qué? ¿Qué hemos de decir a ese fulano de la estrella?
¿Quién es usted?
Y el desconocido, inflando el pecho, declaró:
—Soy el auténtico juez Bunsen.
CAPÍTULO IX
Lo mismo Len que Jim quedaron un momento sin respiración, ante aquella
declaración inesperada, pero al fin Len pensó que, si ellos eran unos
embusteros, también podía serlo el tipo a quien tenían delante.
—¿Cómo sabremos que dice la verdad? —Gruñó—. ¿Cómo sabremos
que usted es verdaderamente el juez Bunsen?
—Llevo documentos.
Y puso sobre la mesa un nombramiento en papel sellado que acababa de
extraer de uno de sus bolsillos.
—Ese documento podría ser falso.
—¿Y mi cara? ¿También mi cara es falsa? ¿No basta mirarme para darse
cuenta de que soy un tipo con una mala uva que corta la respiración?
Len y Jim le miraron.
Y se dieron cuenta de que sí, de que si aquel tipo no había matado a
media humanidad, le faltaba muy poco.
—¿De modo que es el juez Bunsen? —preguntaron a la vez, un poco
temblorosos, porque pensaron que a lo mejor aquel tipo los condena a muerte
por no pagar el hotel.
—¡Justo! Acertaron.
—¿Y qué es lo que pretende?
—Desenmascarar al granuja de mi hermano, porque si no lo hago a
tiempo se va a meter en el bolsillo a media ciudad de Denver. Saqueará el
Banco, los almacenes y hasta los cepillos de limosnas de la iglesia.
—¿Y por qué no lo desenmascara de una vez? ¿Por qué no se presenta al
sheriff y le cuenta lo mismo que nos ha contado a nosotros?
—Porque mi hermano es un comediante de primera categoría, y el sheriff
es capaz de creerle a él y no a mí. Ya ven que mi nombramiento no lleva a
ninguna clase de retrato. En este caso yo iría a parar a la cárcel y mi propio
hermano sería capaz de condenarme a ocho años.
—¡Diantre! No diremos que no lo tenga bien merecido, en cierto modo.
¿Y qué piensa hacer?
—Ustedes me parecen los únicos caballeros que hay en esta maldita
ciudad.
—Eso ya nos lo ha dicho, aunque no sabe hasta qué punto ha metido la
pata, amigo. Bueno, ¿y qué?
—Quiero que me den alojamiento en su casa mientras me preparan una
entrevista con el sheriff, tanteando su opinión, para que yo me presente ante
él con menos riesgos. Mientras tanto, yo vigilaré al sinvergüenza de mi
hermano, que por cierto se ha alojado en el hotel dándose más importancia
que si fuera el presidente de los Estados Unidos.
Hizo una pausa y añadió:
—¿Cuál es su residencia, señores?
—¿Nuestra quéee…?
—Su palacio, su mansión… Quiero decir el lugar distinguido y señorial
en donde habitan.
Jim sintió que unas gotas de sudor helado empezaban a resbalar por su
frente. No se podía gastar bromas con un tipo como Bunsen, aunque de
momento estuviera en un apuro.
De pronto Len tuvo una inspiración. Señaló el almacén que se distinguía
desde las ventanas del saloon.
—Vivimos ahí, en el piso superior.
—¿En un almacén?
—Oh, por supuesto. El almacén es nuestro, y habitamos en el piso
superior, mientras nos adornan nuestra suntuosa mansión. Los pintores los
hemos hecho venir de Nueva York, los tapiceros de San Francisco, y hasta ha
llegado un fontanero de Filadelfia.
Bunsen se quedó boquiabierto.
—¿Tendrían inconveniente en que yo viviese con ustedes solo un par de
días, señores? —preguntó tímidamente.
—Oh, ninguno, salvo que…
—¿Qué?
Len había calculado que, si ahora ayudaban al juez, éste les ayudaría más
tarde, cuando se descubriese todo el pastel que habían estado armando con
sus deudas. Por eso dijo:
—Tendremos que vestir de otro modo, juez. Más sencillamente. Van a
venir a vernos dentro de un par de días unas señoritas.
—¿Sí?
—Probablemente nos casaremos con ellas.
—¿Sí? Vaya, lo siento. Digo… Les felicito.
—Como es natural, no queremos que se casen con nosotros sólo porque
somos millonarios.
—Deben querernos por nosotros mismos, deben creer que somos pobres
—dijo Jim, que ya empezaba a darse cuenta del juego de su compañero.
—Y por tanto, nos vestiremos muy sencillamente.
—Estoy de acuerdo —dijo el juez—. Me parece una excelente idea.
En aquel momento vieron por la ventana que los empleados del almacén
daban por terminado su trabajo y que sólo quedaba guardándolo un viejo
borrachín, que muchas veces no sabía si estaba en un almacén o a bordo de
un barco de cabotaje.
—Vamos —decidió Len.
Entraron en el almacén, en compañía del juez, dándose importancia.
Como iban tan bien vestidos y además el borrachín había oído hablar que
eran gente rica de la ciudad, no sólo les dejó pasar, sino que además les hizo
una reverencia.
Debió pensar que iban a comprar el almacén y a él le nombrarían jefe de
personal.
Acto seguido se largó del saloon a celebrarlo.
Los tres amigos, pues ya se les podía llamar así, subieron al piso superior,
donde, cosa que de ningún modo esperaban, encontraron en el suelo tres
jergones de paja.
¡Y tres equipos completos de vaquero, limpios y en buen uso!
Len farfulló al oído de Jim:
—¿Pero… pero quién habrá dejado eso ahí?
—Nuestra hada madrina.
—No digas animaladas, hombre.
—Bueno, las haya dejado quien las haya dejado, estas ropas están ahí y
nos vienen que ni pintadas. Nos las ponemos y mañana mismo podemos
buscar trabajo en un rancho.
El juez miró de reojo aquellas prendas.
—¿Yo también tengo que ponerme eso?
—Como usted quiera. No está obligado.
—Yo hago lo que mis amigos hacen. Si ustedes se visten de vaquero, yo
me visto de vaquero. Si se visten de vaca, yo me visto de vaca.
—Así se habla, amigo. Vamos a probarnos esto.
Las prendas les iban bien, porque debían corresponder a tres tipos (ellos
aún no sabían quiénes eran) que tenían sus mismas medidas. Incluso Len
observó:
—Tiene gracia. Somos dos rubios y uno moreno.
—Cierto. ¡Formamos un magnífico trío! —rió el juez, a quien la situación
debía parecerle divertidísima—. ¡Salgamos a la calle!
Salieron, y apenas habían puesto el pie en las tablas del porche… ¡cuando
el mundo entero pareció desplomarse sobre sus cabezas!
CAPÍTULO X
El sheriff acababa de ver a aquellos tres tipos saliendo del almacén más
importante de la calle Principal.
En el primer momento pensó que sufría una alucinación.
Luego estuvo a punto de lanzar un grito.
¡Iba a convertirse del golpe en el sheriff más famoso de todo Colorado!
Ni siquiera se dio cuenta de que aquellos tres tipos no llevaban armas.
¡Eran tres asesinos y estaban paseándose tranquilamente por las calles de su
propia ciudad!
O ajustaban cuentas ahora, o no las ajustarían nunca.
Se puso a lanzar plomo como un torbellino, pero como estaba tan
nervioso, por poco envía al valle de Josafat a siete señoras que iban a visitar
en procesión al pastor de almas. Otro plomo entró en la barbería y cortó
cabellos a un cliente, antes de que el barbero hubiese podido mover las
tijeras.
Los tres tipos que el sheriff tenía enfrente, se movieron con velocidad de
gamos. Ni uno solo estuvo en su sitio más de un par de segundos.
El juez atravesó la calle como un bólido, y entró en el hotel por una de las
ventanas.
Jim saltó hacia atrás y entró en la barbería, quedando sentado en las
rodillas de un cliente.
Len atravesó también la calle como un bólido, mientras el plomo aullaba
a su alrededor, y entró por la puerta de la única casa de modas que había en la
ciudad de Denver.
Aterrizó a los pies de una chica que estaba probándose un nuevo modelo
de corsé recién llegado de Baltimore.
La chica le atizó un puntapié con su zapato de alto tacón, pero Len ni
llegó a enterarse.
El panorama era tan interesante, que no se hubiera dado cuenta ni aun en
el caso de venírsele encima una locomotora.
La chica bramó:
—¿Qué hace aquí, sinvergüenza?
—Permita que me presente. Me llamo Len.
—¡Y yo me llamo Katty Farrell!
—Diablos, la del rancho.
—¿Qué rancho?
—He oído decir que tres individuos desalmados pretenden arrebatárselo.
¡Qué equivocados están, los pobres!
—¡Cierto! ¡No me lo arrebatarán nunca! ¡Están muy equivocados!
—No lo digo por eso.
—¿Por qué lo dice, entonces?
—Porque hace falta ser un rato imbécil para querer llevarse un rancho y
no querer llevarse a la ranchera.
Katty Farrell le atizó otro taconazo que por poco deja tuerto a Len.
Y eso sí que supo mal al muchacho. Porque para ver lo que estaba viendo
necesitaba los dos ojos.
—Cuente con mi protección, señorita Farrell.
—¡Y usted cuente con…!
Iba a propinarle un nuevo punterazo, éste al otro ojo, pero en aquel
momento se interrumpió porque acababa de entrar en el saloncito una
segunda muchacha.
Ésta también llevaba encima un corsé última creación y poca cosa más.
—¿Qué te parece, Katty? —empezó a decir.
De pronto lanzó un gritito y fue a alejarse, pero no pudo.
Alguien embistió con la cabeza contra la puerta e hizo saltar lo poco que
de ésta quedaba. Aquel alguien era Jim, a quien seguía persiguiendo un
huracán de plomo.
—¡Muchacho, estaba en la barbería, pero por poco me afeitan en seco!
¡Eh! ¿Qué es esto?
Acababa de ver a las dos mujeres y no podía creer que dos beldades
semejantes se pudieran encontrar allí, en el Oeste central, donde el único
artículo que las mujeres empleaban para embellecerse, era la pólvora.
De pronto, Katty gritó:
—¡Vamos, June!
Y la otra aulló:
—¡Vamos, Katty!
Las dos muchachas desaparecieron como una exhalación. Vistas y no
vistas. Jim y Len se quedaron boquiabiertos.
—¡Di… diablos!
En aquel momento un huracán de plomo penetró en la tienda, que era a la
vez casa de modas y corsetería, haciendo polvo los cristales. Los dos amigos
no encontraron sistema mejor que salir volando por el mismo sitio por donde
habían salido las muchachas.
Encontraron una ventana y saltaron por ella.
Sus pies se hundieron en la tierra blanda de un pequeño prado donde
había un pozo, una valla y un vejete que cargaba una pipa.
—¿Has visto a dos chicas, abuelo?
—Ujú.
—¿Y por dónde se han ido?
—Yo les he dicho que fueran a mí casa, pero por poco me rompen la
crisma. Una de ellas era Katty Farrell.
—¿Y qué?
—Tiene mucho carácter. Es una mujer que nunca se da por vencida. Le
juro que es la primera vez que la veo escapar.
—¿Y la otra chica? ¿Quién es la otra chica?
—Se llama June. Es nueva en la población.
—Pues yo creo que deberían haber declarado festivo el día en que llegó.
Bueno, iremos al rancho de Katty Farrell, ya que las cosas se han puesto de
esta manera. Ella no se negará a escucharnos, y a lo mejor hasta nos ayuda.
—Sí, yo creo que un buen puntapié nadie se lo quita, amigos —dijo el
vejete.
—¿Y esa June? ¿Por qué está aquí?
—La trajo un agente de la Pinkerton llamado Dick.
—¡Vaya! ¡Qué suerte tiene el tal Dick!
—No lo crea. A ella la persiguen unos fulanos llamados Randall. Ahora
son dos. La chica les parece guapa y piensan decírselo de cerca.
—¿Y Dick la ha tomado bajo su protección?
—Dick y Katty Farrell, puesto que la chica está viviendo en su rancho.
Dick, el de la Agencia Pinkerton, tiene por misión proteger a las dos, contra
los Randall y contra esos tres jinetes asesinos que han venido del Norte.
—Sí, también he oído hablar de esos tres jinetes —musitó Len.
Pero ni por asomo se le ocurrió pensar que, después del cambio de ropas,
pudieran haberles confundido con ellos.
A todo esto, el tiroteo seguía en la calle Principal. El sheriff debía creer
que la guerra entre el Norte y el Sur había estallado nuevamente.
—Vamos al rancho de Katty Farrell —decidió Jim.
Salieron a toda prisa y en las afueras de la población se encontraron con
el juez Bunsen, que también iba disparado con la velocidad de un obús.
—¿Qué ha pasado, muchachos? ¿Por qué nos bombardean?
—Lo primero que hay que saber es quién lo hace. Yo no he visto nada. Al
primer fogonazo me ha lanzado de cabeza contra lo que tenía más cerca.
—¡El que nos tiroteaba es el sheriff! —bramó Bunsen.
—¡No puede ser!
—¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡Y creo adivinar por qué lo hace!
—¿Por qué?
—¡Mi hermano debe haberle dado la orden de que nos cace vivos o
muertos! ¡Todo es culpa mía! ¡Yo les he comprometido a ustedes,
muchachos!
—Esto habrá que aclararlo —dijo Jim—, pero no ahora. Ahora
buscaremos pasar la noche en un sitio seguro.
—¿Cuál?
—El rancho de Katty Farrell.
—No sé quién es —gruñó el juez—, pero su nombre me gusta. ¡Vamos
allá!
Y los tres salieron disparados, corriendo como gamos, siguiendo una
senda, que por las huellas que presentaba, debía llevar al rancho más
importante de la comarca, que no era otro que el de Katty.
Estaban bien lejos de imaginar que allí les aguardaba otra violenta
sorpresa.
Los hermanos Randall habían logrado derribar al suelo a June. Los dos
maniáticos estrujaban materialmente a la muchacha, ante los gritos de
impotencia de Katty y la sonrisa complacida de Jeremy, Fulton y York, a los
que la situación parecía divertir realmente.
De pronto, una bala silbó sobre sus cabezas.
Los tres se arrojaron inmediatamente a tierra, como un solo hombre,
mientras los hermanos Randall soltaban a su presa para extraer los revólveres
inmediatamente.
Vieron a tres individuos, vestidos de modo exactamente igual, que se
acercaban corriendo.
Jeremy, Fulton y York parpadearon asombrados, negándose a creer lo que
estaban viendo.
¡A aquella distancia hubieran jurado que los tres que se acercaban eran
ellos mismos!
Dos rubios y uno moreno, vestidos con sus ropas y empuñando cada uno
de ellos un revólver.
Aún no sabían que aquellos revólveres procedían de los cadáveres de los
empleados del rancho que ellos habían asesinado poco antes, dejándolos en
las cercanías.
A pesar de su asombro, comprendieron que aquél no era momento para
estarse parados, y por consiguiente, no perdieron un segundo. Extrajeron sus
armas y tiraron a matar.
Pero los tres recién venidos tampoco eran tontos. Pareció como si,
bruscamente, se los hubiera tragado la tierra. Se habían parapetado tras
algunos carros diseminados frente al rancho y desde allí enviaban fuego
graneado aunque no debían ir sobrados de municiones.
Los tres norteños no tuvieron más remedio que parapetarse también. Uno
de los Randall fue a imitarlos, y una bala le alcanzó en mitad de la cabeza.
Lanzó un rugido gutural, como el de un lobo herido, y pareció quedar
materialmente empotrado en una de las paredes del edificio desde la que fue
resbalando al suelo lentamente.
El juez Bunsen, que era el que le había acertado, sopló en el cañón de su
revólver.
—¡Sentencia cumplida! —bramó—. ¡A por otro!
Jim, entretanto, se había dado cuenta de que podían faltarles las
municiones, pues no llevaban más que los tambores de sus revólveres, y
decidió hacer algo. Desde su escondite, podía ver el cadáver de Dick,
parcialmente cubierto por la puerta de la cuadra. Fue hacia él en zigzag,
mientras sus compañeros hacían fuego para cubrirle.
Sus disparos eran tan certeros, que ninguno de los cuatro tipos que tenían
enfrente se atrevió a hacer un solo movimiento.
Jeremy, con el rostro pegado al suelo, farfulló a Fulton, que era el situado
más cerca:
—¿Crees que esos tipos son sólo tres?
—¿Por qué?
—No sé, vienen demasiado decididos…
—¿Quieres decir que…?
—Exactamente. O son unos chiflados, o están encargados de
entretenernos mientras unos amigos suyos nos acribillan por la espalda.
Aquél sólo pensamiento hizo que los cuatro hombres se estremecieran a
la vez, como si tuviesen un solo cuerpo.
—Hay que largarse de aquí.
—Cuanto antes.
—¿Adonde?
—De momento, a Denver. Luego, ya veremos.
York fue a disparar contra las dos muchachas antes de emprender la
retirada, pero lo mismo Katty que June habían podido penetrar en el rancho,
poniéndose a cubierto por el momento. Ninguno de los cuatro facinerosos se
atrevió a seguirlas.
Retrocediendo como gatos, sin dejar de disparar, lograron llegar a un
recodo del edificio, tras el que tenían sus caballos, y saltaron sobre ellos. En
aquel momento, notaron que sus enemigos dejaban de disparar.
Sin duda se acercaban corriendo para perseguirlos. No querían dejar
escapar su presa.
Esta idea les hizo convencerse más aún de que no eran perseguidos por
sólo tres hombres, sino por una auténtica patrulla. Picaron espuelas y salieron
al galope, como si sintieran sobre sus nucas el aliento del mismísimo diablo.
Y, en efecto, una especie de diablo era ahora el juez Bunsen, quien
después de haber despachado a un granuja con su primera bala, pensaba —y
deseaba— acabar con la Humanidad.
Penetró en las cuadras como un poseso, montó en el primer caballo que
pudo hallar y, puesto que iba vestido de vaquero, las ropas no le estorbaban y
no tuvo dificultad alguna para lanzarse a un rabioso galope.
Los cuatro hombres estaban a no demasiada distancia, y el juez calculó
que podría alcanzarlos.
Jamás había sentido tantos deseos de administrar justicia directa y rápida.
Jamás había sentido con tanta intensidad y tanto orgullo que él era el juez
supremo e inapelable de la ciudad de Denver.
Len, desde la esquina de la cuadra, bramó:
—¡No sea imbécil, juez! ¡Ellos son cuatro! ¡Son cuatro asesinos!
Pero Bunsen ya no le oía; y la verdad era que tampoco tenía el menor
interés en oírle.
Los cuatro jinetes se dieron cuenta de que les seguía un solo hombre.
Inmediatamente pensaron que los otros debían haberse quedado para ayudar a
las muchachas. Pensaron también que, puesto que era un solo hombre el que
los perseguía, allí no había ninguna encerrona.
Sin dejar de huir, porque se sentían más seguros en la ciudad de Denver
que en mitad de la llanura, hicieron que sus caballos aminoraran el galope.
De este modo su perseguidor pronto los tuvo a tiro, y naturalmente, estuvo
también a tiro de los revólveres de los fugitivos.
Jamás había visto a un hombre tan obstinado y tan poco prudente como
aquél. Iba a meterse él mismo en la boca del lobo.
De pronto, los cuatro jinetes se volvieron.
Sus ojos brillaban como llamas. Y en los cañones de sus revólveres
brillaron las llamas también.
El juez Bunsen lanzó un grito.
No fue al percibir el silbido de las balas, que habían salido ligeramente
desviadas, sino porque alguien saltó sobre él, como si acabara de brotar de la
tierra.
Hasta que rodó por el suelo no se dio cuenta el juez de que era su
hermano, el cual se había ocultado en unos matorrales contiguos a la senda.
Su intención era bien clara. Al arrojarle del caballo le había salvado la vida.
La segunda andanada de los cuatro asesinos salió también ligeramente tita.
El juez bramó:
—Pero ¿qué haces, imbécil?
—Salvarte la vida, carcamal.
—¿Tú a mí?
—Hasta un sinvergüenza puede servir para algo, ¿no?
Los cuatro jinetes se habían dado cuenta de la situación.
Volvían grupas, llevando en las manos sus revólveres humeantes.
El juez Bunsen se dio cuenta de que aquello era el final. Quiso morir de
pie.
—¡Aparta!
Pero su hermano no se lo consintió. Se puso delante.
—Tu vida es más necesaria que la mía, muchacho.
En aquel momento, desde el rancho, Jim también se había dado cuenta de
la situación, a pesar de la distancia y de ser casi de noche. No estaba
dispuesto a tolerar que se cometieran impunemente dos asesinatos más.
Ya no podía llegar hasta los jinetes, pero al menos podía intentar cazarlos
con el arma que llevaba entre las manos. Aquel arma la había encontrado en
el vestíbulo del rancho —donde por cierto estaba sin sentido un hombre al
que Len trataba de reanimar ahora— y era un «Winchester» de repetición
último modelo.
Disparó.
La bala se llevó el sombrero de la cabeza de Randall, que era el jinete
situado más cerca. La impresión fue tan brusca, que el asesino estuvo a punto
de perder el sentido. El juez y su hermano creyeron que eran atacados por la
espalda. Se separaron unas pulgadas, mientras los tres jinetes del Norte
disparaban a la vez contra el bulto que ambos formaban unos segundos antes.
El juez recibió el plomo en su pecho y su hermano quedó levemente
herido en una cadera. Los dos rodaron por el suelo, lanzando a la vez un seco
y breve grito.
Jim, desde el terreno del rancho, disparó otra vez. Los jinetes estaban a
unas seiscientas yardas. Logró llevarse por delante media oreja derecha de
Jeremy.
Éste aulló:
—¡Vamos! ¡Infiernos, larguémonos de aquí!
No volvieron a disparar contra los dos hombres caídos en el suelo, uno de
los cuales se desangraba velozmente.
El falso juez levantó la cabeza del auténtico, del verdadero juez Bunsen.
Hacía años, muchos años, que en sus ojos no brillaban las lágrimas, y sin
embargo, ahora lloraba como un niño. Sus dedos temblorosos se enredaron
entre los cabellos del moribundo.
—¡No debes morir! ¡Debieron matarme cien veces a mí! ¡Cien veces a
mí…!
El juez Bunsen sonrió benévolamente por primera vez en su vida. No
sabía bien por qué, pero se sentía lavado de sus culpas. Sentía como si ahora
todo fuera más sencillo, más humano, más limpio. Ahora se daba cuenta de
que la Ley, el único amor de su vida, no tenía quizá tanta importancia como
una mano amiga.
—Siempre… valiste… más… que yo —farfulló—. Celebro… ser yo
quien muera…
—No puedes decir eso… ¡No he sido más que un granuja! ¡Un granuja
toda mi vida!
—Pero fuiste generoso mientras yo fui mezquino. Muchacho… Ciérrame
los ojos tú… Hazlo tú por el amor de Dios… y que El me perdone.
Tuvo un último estremecimiento y quedó quieto, espantosamente quieto,
sobre el polvillo blanco de la llanura. Su hermano, llorando aún, le cerró los
ojos.
De pronto todo le parecía gris, oscuro siniestro. Le parecía como si la
vida, de entonces en adelante, ya no valiera la pena de ser vivida.
Una sombra alta se proyectó sobre su cabeza, recortada por la luna
naciente. Bunsen, el único que ahora quedaba vivo, alzó la cara.
Hasta entonces no se había dado cuenta de que un jinete había llegado
hasta allí. Aquel jinete era Jim, en cuya mano derecha relucía el
«Winchester» automático.
—Lo siento, muchacho —fue todo lo que pudo decir—. Tú eras su
hermano, ¿verdad?
—¡Ha muerto! ¡Ha muerto, cuando debieron terminar conmigo!
—Quizá tu hermano, en el fondo, deseara esa muerte. Su valentía le ha
lavado de todos los errores que en otro tiempo pudo cometer. Le daremos
sepultura entre los dos… —Descendió del caballo y pasó un brazo por los
hombros abatidos de Bunsen—. Trata de olvidar… Todo el que pisa el Oeste
está expuesto a esta especie de fin.
Bunsen se llevó una mano a los ojos. Sí, comprendía que tendría que
olvidar… Tendría que olvidar, pero eso iba a ser lo más difícil de su vida
entera.
—¿Qué ha ocurrido en el rancho? —Logró farfullar.
—Uno de los hombres que formaban ese grupo ha muerto. Tu hermano lo
eliminó de un balazo en la cabeza.
—¿Pero no se había hablado de los tres jinetes del Norte? ¿Cómo es que
luego fueron cinco?
—Se les unieron los Randall, dos auténticos maniáticos, que perseguían a
una muchacha llamada June. Ella está en el rancho también.
Mientras hablaban, los dos hombres iban caminando hacia los edificios
que se divisaban en la lejanía. Necesitaban herramientas para abrir la fosa del
juez Bunsen, y sólo allí podían hallarlas.
—Oí decir que habían contratado a un detective de la Pinkerton para
proteger el rancho —susurró el hermano del juez.
—Sí, pero ha muerto. Hemos encontrado su cadáver semioculto tras la
puerta de las cuadras. Los otros tres hombres que quedaban vigilando el
rancho habían sido asesinados también, uno de ellos por la espalda. Sólo
hemos encontrado a una persona con vida, aunque inconsciente.
—¿Quién?
—Un hermano de Katty Farrell.
—¿Tenía ella un hermano? Yo llevo muy poco tiempo en Denver, pero se
oían comentarios sobre ella en todos los rincones de la ciudad, por lo que no
me ha quedado más remedio que enterarme. Y se decía que Katty Farrell
vivía sola en el rancho.
—Cierto, su hermano vivía en San Francisco, pero vino a hacerle una
visita. Y el tipo eligió un momento tan afortunado, que por poco se lo cargan.
Le atizaron un culatazo y lo dejaron tendido. Sin duda creyeron que estaba
muerto, porque de lo contrario, lo hubiesen baleado como a los otros.
—¿Qué tal tipo es? —preguntó Bunsen, deseando ante todo olvidarse de
la muerte de su hermano.
—Un petimetre. No vale para nada. De esos tipos que creen que vestir
una buena levita es lo principal en un hombre. Claro que… —añadió con
pesadumbre—, hasta hace poco mi amigo Len y yo creíamos lo mismo. Es
ahora cuando hemos empezado a aprender de verdad lo que cuesta ser un
hombre.
Hizo un gesto, como si quisiera espantar sus pensamientos, y añadió:
—Voy a pedir a Katty y a June que vuelvan a Denver, pero nosotros
también vamos a ir allí. Esta cuestión se resolverá en la ciudad… a ser
posible esta misma noche.
—¿No les importa que vaya un sinvergüenza con ustedes? —preguntó
humildemente Bunsen.
—¿Qué clase de sinvergüenza?
—Uno que tiene que devolver cuatro mil dólares y a quien, por lo demás,
no le importa demasiado morir…
CAPÍTULO XIII
El sheriff de Denver quedó boquiabierto cuando supo que los hombres contra
quienes había disparado no eran los tres jinetes del Norte, y que además,
aquél a quien él consideraba como el juez Bunsen, había devuelto cuatro mil
dólares al director del Banco.
—¡O sea, que lo que yo ahora tendría que hacer sería detenerle! —bramó.
—No detenga a nadie, sheriff —pidió Jim.
—¿Por qué no?
—Porque Bunsen va a ser padrino de una doble boda.
—¡No me diga!
—Sí. Hemos descubierto que somos unos sentimentales. Yo me caso con
Katty Farrell, y mi amigo Len se casa con June.
—¡Ah! ¿Y cree que las cosas van a quedar así? ¿Qué va a pasar con mis
hombres, los que están heridos?
—Usted tuvo la culpa, sheriff, por meterse en líos sin preguntar antes.
Pero en todo caso, no se preocupe demasiado. Los invitamos también a la
boda; sus hombres tendrán un sitio de honor junto a la ventana por si quieren
saltar por ella cuando usted entre.
—¿Y por qué habían de saltar?
—¡Porque cualquiera se fía de usted, sheriff!
El de la estrella lanzó un gruñido, pero no pudo hacer gran cosa más.
Sabía que había metido ya la pata demasiadas veces.
—¿Cuándo es la boda? —se atrevió a preguntar, tras una pausa.
—Sólo dentro de un par de días. Pero antes hemos de regalar estas ropas a
alguien que las quiera. Precisamente hemos conocido a unos forasteros,
acabados de llegar a la ciudad a los que les vendrán estupendamente. Son tres
tipos que se dedican a comprar y vender ganado y siempre van juntos. Dos
rubios y un moreno.
El sheriff gritó:
—¡Noooo…!
Y cayó sin sentido a tierra.
FIN