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Tres Jinetes Del Norte - Silver Kane

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CAPÍTULO PRIMERO

El sheriff de Denver señaló a los dos ahorcados.


—Que los descuelguen.
Se atusó los solemnes bigotes y volvió la espalda. No le gustaba, a pesar
de su cargo, ver gente colgando de una cuerda. Oyó a su espalda la voz de
uno de sus ayudantes:
—Ya era tiempo, ¿no?
Otro de ellos suspiró:
—Llevaban ahí veinticuatro horas sirviendo de adorno…
—No sé cómo se están poniendo las cosas en esta ciudad…
El sheriff se volvió de pronto y rugió:
—¡Pues esto no es nada!
Sus dos ayudantes quedaron más callados que los hombres a los que iban
a descolgar. En silencio, cortaron las cuerdas y los pusieron tendidos sobre el
suelo del patíbulo, levantado en el centro del pequeño patio de la cárcel de
Denver. Luego esperaron a que llegasen unas parihuelas en las cuales habían
de trasladarlos.
Uno de los ayudantes se rascó pensativamente detrás de la oreja.
—Oye, tú, ¿y los ataúdes?
—¿Los ataúdes? No los han traído aún. También es descuido, ¿no? Uno
no puede ni morirse.
—Entonces, ¿dónde los llevamos?
—Al despacho del juez. A ver si así se le ocurre hacer algo.
El juez de Denver ocupaba provisionalmente un despacho en la parte
trasera de la prisión. Precisamente el sheriff entraba allí en aquellos
momentos.
—Malos días, juez.
—Malos, sheriff. ¿Ya ha ordenado que descolgaran a aquellos dos tipos?
—Sí. Los he tenido de adorno veinticuatro horas para que la gente se
entere y escarmiente, pero no sé si va a dar resultado.
—Pues es lo único que se me ocurre —gruñó el juez—. Que la gente se
de cuenta de que aquí aplicamos la Ley con mano dura.
—Sin embargo, dicen que somos crueles. Que no hay necesidad de hacer
de las ejecuciones un espectáculo.
—Ja, ja —el juez rió de una forma chirriante y metálica, como una
máquina oxidada—. Pues esto es sólo el principio.
—Es lo que he dicho yo. Mis ayudantes son unos flojos. Y les he
advertido que lo ocurrido hasta ahora no es nada, lo que se dice nada.
El juez tomó unas cuantas cosas que tenía sobre su mesa y empezó a
meterlas apresuradamente en un maletín de piel negra, dejándolas tal como
iban cayendo. Luego cerró de un seco golpe.
El sheriff, con una torva mueca de asombro, le miraba hacer.
—¿Es que se larga, juez?
—Me largan, que no es lo mismo.
—¿Cómo?
—El gobernador dice que yo soy una hermanita de la caridad.
—¿Qué?
—Que no hago ahorcar a nadie.
—¡Atiza!
—Y que aquí hace falta mano dura.
—¡Atiza dos veces!
—Por tanto, ha nombrado a otro juez.
—¡Tres veces!
—Dicho juez tendrá un nombramiento especial y también poderes
especiales.
—¡Cuatro veces!
El juez miró de reojo.
—Mire, deje de contar, sheriff, o me va a coger la gripe.
—A mí me ha cogido ya. ¿De modo que le echan?
—Hombre, tanto como echarme no. Me invitan delicadamente a que me
largue, advirtiéndome que si puedo largarme hoy, no lo deje para mañana.
—¡Qué finos!
—¿Sabe a quién nombran en mi lugar?
—No.
—A Bunsen.
—¡No!
—¡Sí!
El sheriff, abrumado, fue a sentarse en una silla que estaba a su espalda,
pero no se dio cuenta de que alguien acababa de retirarla al entrar con una
camilla y un muerto encima. Por poco, el sheriff se sienta sobre el difunto.
Lanzó un grito y una maldición, y luego pegó un brinco.
—¿Pero qué es esto?
—Las pruebas del delito, sheriff.
—¡Maldita sea, sacadlos de aquí!
—¿Y dónde están los ataúdes?
—¡Ya los hemos encargado! ¡Los traerán dentro de un par de horas!
¡Mientras tanto, podríais llevar esos muertos al almacén y dejarlos allí,
imbéciles!
—Como usted quiera, sheriff. Al almacén. ¿Los envolvemos o no?
—¡Fuera!
—Sí, sheriff.
Los muertos fueron sacados precipitadamente, mientras el juez emitía un
suspiro de desaliento.
—Ya ve.
—En esta ciudad no hay nada que tenga remedio. ¡La gente es imbécil!
¿Pero a quién ha dicho que iban a nombrar para sustituirle, juez? ¿A Bunsen?
—Justo.
—¡Si ese tío es una mula!
—Una mula rabiosa.
—¡En Oklahoma hizo ahorcar en un solo día a doce hombres!
—¿Y lo que hizo en Kansas City?
—¡He oído decir que en Kansas City quemó un saloon porque en el
interior se hacían trampas!
—¿Y en San Antonio?
—¡En San Antonio hizo volar con sacos de pólvora el edificio de un
rancho donde se había refugiado un asesino!
Los dos hombres alzaron a un tiempo los brazos, como si clamaran al
cielo por aquella designación que iba a sumir a la ciudad de Denver poco
menos que en un baño de sangre.
Al fin, el sheriff suspiró:
—Bueno, supongo que no se puede hacer nada.
—Nada absolutamente.
—¿Ni protestar ante el gobernador?
—Es el gobernador quien ha hecho la designación. Dice que esto es un
avispero de criminales y que hace falta mano dura.
—¡Pero no tanto!
—En fin, yo me largo. Al menos estaré lejos cuando en esta ciudad
empiecen las ejecuciones por un quítame allá esas pajas.
—Y yo tengo que quedarme, ¿no? ¡Pues soy capaz de dimitir!
—No puede, sheriff.
—¿Por qué no?
—Llegan los tres jinetes del Norte.
—¿Qué…?
—¿No los conoce? Tres fulanos que llegan desde el Canadá.
—Mucha gente viene de allí, sobre todo en invierno. En el Canadá uno se
pela de frío —gruñó el sheriff intentando animarse.
—Ésos son distintos.
—¿Sí?
—Van cometiendo crímenes por todos los lugares por donde pasan. Dejan
una estela de sangre, y lo peor es que nadie se atreve a enfrentarse a ellos.
—¿Ni el sheriff de cada condado?
—El sheriff de cada condado se pone los cinco primeros minutos.
—¿Y luego?
—Luego la diña.
El sheriff de Denver arqueó una ceja.
—¿Seguro?
—Seguro.
El sheriff fue a quitarse la estrella.
—Me largo con usted, juez.
—¿Es que tiene miedo?
—No. Es que me han dicho que en la diligencia, si van dos, hacen rebaja.
—Menos monsergas. ¡Usted se queda!
—De modo que, o tengo que enfrentarme a los tres jinetes esos que
vienen del Norte, o tengo que ver cómo el juez Bunsen apiola a media
ciudad, ¿no?
—Para eso cobra.
El sheriff volvió a dejarse caer hacia atrás, y ahora sí que encontró la silla.
—De modo que no puedo largarme con usted, ¿eh?
—Ni hablar.
—¿Y cuándo llegarán esos tres jinetes del Norte?
—¡Cualquiera sabe! Pero vienen hacia aquí. Seguro.
—¿Y cuándo llegará Bunsen?
—Dentro de tres días.
—Oiga, juez, tengo una idea.
—¿Cuál?
—Nos metemos en los ataúdes destinados para esos muertos y nos
largamos usted y yo.
—Me decepciona usted, sheriff. Veo que le abruma el miedo.
—¿Y si le dijera que me da más inquina el juez que esos tres criminales?
—Ése es asunto suyo. Allá usted.
—¿No tiene Bunsen ninguna virtud?
—Hombre, no sé qué decirle… Es bien parecido.
—¿Y simpático?
—El no. Pero tiene un hermano que lo es mucho.
—Con eso no arreglamos nada. También su hija de usted está imponente,
juez, y usted está hecho un carcamal.
—Mire, no se meta con mi familia.
—Yo, lo que quiero decirle, es que el hermano del juez Bunsen no va a
arreglar los líos del juez Bunsen.
—Claro que no. El hermano es un cara de piedra.
—¿Qué?
—Uno de esos tipos que preguntan quién se ha comido el pastel cuando
ellos mismos tienen los morros llenos de nata.
—Comprendo.
—Pero se distingue del juez Bunsen enseguida.
—Claro. Se distinguirán, supongo, en que uno hace apiolar a la gente y el
otro no.
—En algo más. El hermano no distingue los colores.
—¿Qué?
—Que confunde el rojo con el amarillo, y cosas así. No sé qué infiernos
le pasa en la vista.
—Bueno, ¿y a mí qué me importa eso?
—Sólo lo he dicho por calmarle. Para que vea que el juez Bunsen
también es un ser humano.
—Ah, ya.
—Y ahora hemos terminado de hablar. Yo me largo.
El juez tomó su maletín negro y se dirigió hacia la puerta, dedicando
hacia el despacho que iba a dejar, una mirada de hastío.
—Ahí se queda, sheriff.
—Oiga, no se largue tan aprisa. ¿Puedo saber al menos, qué es lo que
pretenden esos tres jinetes del Norte? Porque si lo único que quieren es
descansar y luego pasar de largo, yo se lo permito y en paz.
—No quieren eso, sheriff.
El de la estrella, que ya había empezado a concebir esperanzas, se arrugó
de repente.
—De modo que no…
—Van a quedarse aquí.
—¿Pero por qué? ¿Qué tiene Denver que no tengan otras grandes
ciudades de la ruta ganadera?
—Quieren apoderarse de un rancho.
—¿De cuál?
—Del de Katty Farrell.
—¿Por qué precisamente de ése?
—Porque aseguran que el padre de Katty se lo robó al padre de uno de
ellos. En fin, una vieja y sucia historia. Yo no pensaría en ello si no fuese
porque tengo la sensación de que Katty pronto va a estar muerta.
—Katty y yo.
—Allá usted. Suyo es el huevo. Cómaselo.
—¿No habrá modo de disuadir a esos tipos?
—Sí, uno.
—¡Dígamelo! ¡Le pago un whisky doble si me lo dice!
—En cuanto vean por aquí al juez Bunsen, se largarán como alma que
lleva el diablo. Hoy hemos ahorcado a dos maleantes, pero con el juez
Bunsen la cosa se hará al por mayor. Esos tipos se arrugarán en cuanto huelan
la ciudad de Denver.
—Dios le oiga.
—Espero que, sobre todo, le oiga a usted. Abur, sheriff.
—A… abur, juez.
—Cuando esté ante su tumba, siempre diré que fue usted un honesto
cumplidor de la Ley.
—Es un consuelo.
—Y le traeré flores. Abur dos veces.
El juez cerró la puerta a sus espaldas y se largó. Instantes después se le
oía pasar bajo la ventana mientras silbaba una cancioncilla.
CAPÍTULO II

Eran tres.
Los tres vestían de un modo muy parecido, con pantalones tejanos azules,
camisas negras o casi negras y pañuelos de un indefinible color que iba desde
el amarillo pajizo hasta el rojo. Sus sombreros habían sido blancos, pero
ahora tenían el mismo color del polvo de la llanura, y un cerco de sudor
señalaba su contorno.
Llevaban dos revólveres cada uno de ellos, un largo cuchillo y un rifle en
cada silla.
Sus nombres eran bien sencillos.
Jeremy.
Fulton.
York.
Venían del Norte, efectivamente, desde las heladas soledades del Canadá.
Habían atravesado la frontera meses antes, dirigiéndose al Sur sin prisa. Cada
vez que una población les gustaba, pasaban unos días en ella. Cada vez que
alguien les resultaba molesto, lo enviaban a un lugar donde ya no podía
molestar más.
No les importaba que se hablara de ellos, no temían que en los pasquines
fuera creciendo cada vez más la cifra que se leía debajo de sus cabezas.
Jeremy y Fulton eran rubios, pero York era moreno. Se les conocía
fácilmente a causa de esa particularidad. Dos rubios y un moreno que vestían
de modo muy parecido, eran como una señal de alarma.
Desde lo alto de la pequeña colina, miraron la ciudad que se extendía a
sus pies.
Jeremy extendió el brazo y susurró:
—Denver.
No hacía falta más palabras. Los tres sabían lo que aquello significaba.
Espolearon a sus monturas y descendieron a poca velocidad.
No podía decirse que Denver fuera entonces una ciudad bonita, pero era
bulliciosa y activa. Por todas partes se veían jinetes, tílburis tirados por
briosos caballos, damas elegantes y hombres con aspecto preocupado que
entraban y salían de los establecimientos bancarios. Había varios saloons, una
cárcel muy respetable y una iglesia. Todo daba la impresión de una ciudad en
pleno desarrollo, y que pronto se convertiría en la capital de un estado de
gran importancia.
Claro que eso a los recién llegados les importaba bien poco. Habían
viajado tanto que muchas veces no sabían bien en qué ciudad estaban.
De todos modos, no les pasó inadvertido el hecho de que allí se mascaba
la riqueza, y de ello dedujeron que los ranchos de las cercanías debían estar
bendecidos por todas las prosperidades.
Jeremy susurró:
—¿Qué notáis en la gente?
—Nos han reconocido.
—Sí… Yo diría que todos se apartan.
Fulton sonrió.
Tenía unos dientes bien formados, pero demasiado amarillos a causa de
su inveterada costumbre de mascar tabaco.
—No sé si es bueno eso de resultar tan conocidos, York.
—¿Es que crees que el sheriff va a venir a detenernos?
—No, pero sabrá bien pronto que estamos aquí.
—Mejor. Si se pone gallito, lo desplumamos.
Los tres lanzaron al unísono una carcajada.
Pasaban en aquel momento delante del saloon que estaba abarrotado de
público.
—¿Qué os parece si entramos ahí? Tengo sed.
—Ujú —gruñó Fulton.
Descabalgaron, amarraron sus caballos y entraron en el local con paso
lento y cadencioso.
Nadie pareció hacerles caso, lo que en el fondo les decepcionó bastante,
pero no hicieron ningún comentario. Había una mesa libre en un ángulo, y la
ocuparon inmediatamente.
Todas las mesas del contorno estaban ocupadas por gente que jugaba, al
parecer, con mucho entusiasmo. Podía decirse que en el saloon no había un
solo sitio, fuera del que ellos habían hallado.
Un mozo se acercó temblequeante.
—¿Qué van a tomar, ilustres caballeros?
—Whisky. Whisky en grandes cantidades para los tres.
—Enseguida, ilustres caballeros.
El mozo se alejó renqueando, y uno de los pistoleros, Jeremy, volvió la
cabeza hacia la izquierda.
—Diantre… —gruñó—. ¿No estaba ocupada esa mesa de ahí?
—Seguro…
—Pues ahora está vacía.
—No nos habremos fijado bien…
El mozo volvió con tres botellas.
—Aquí tienen, ilustres caballeros. Hay whisky hasta para sus caballos.
—¿Cuánto debemos?
—Un dólar por botella.
York depositó sobre la mesa un billete de cinco dólares.
—Enseguida les devuelvo el cambio, ilustres caballeros.
Cuando se alejaba, York miró hacia la derecha.
—¡Infiernos! ¡Ahora resulta que esta otra mesa también está vacía!
—¡La gente se está largando!
—No, no… Deben ser manías nuestras.
En aquel momento, el mozo volvió con los dos dólares de cambio.
—Tengan, ilustres caballeros.
—Quédate un dólar para ti —dijo Fulton.
—Gracias, señor. Le compraré unas muletas a mí mujer.
—¿Es que es coja?
—No, señor. Baila en el saloon.
Fulton por poco le atiza un puntapié.
—¡Lárgate de aquí! ¡Y como el whisky no sea bueno, ya puedes rezar por
tu alma!
El mozo volvió sobre sus pasos.
Y entonces, los tres hombres vieron, con asombro, que el saloon entero se
había quedado vacío.
No se veía un alma.
Ellos eran los únicos ocupantes del local, donde ya no quedaban ni los
naipes sobre las mesas.
Jeremy masculló:
—¡Todo el mundo se está escapando! ¡Son capaces de evacuar la ciudad!
—Eso indica que nos han reconocido.
—¿Y quién lo pone en duda? ¡Claro que nos han reconocido! ¡Ya
estamos acostumbrados! ¡Cuando nosotros llegamos a Chicago, la gente ya se
pone a correr en San Antonio de Texas, al otro lado del país!
—Bueno, eso no nos perjudica. Al contrario, nos ha permitido conseguir
muchas cosas sólo por el miedo que la gente nos tiene. Todo será más fácil
cuando Katty Farrell se entere de que estamos aquí.
Fulton bebió directamente de la botella un largo trago de whisky.
Sus compañeros le miraban.
—¿Cómo es el rancho de esa chica, Fulton?
—Fenomenal.
—¿Es cierto que su padre se lo robó al tuyo?
—Algo de eso hubo. Los dos se lo jugaron. Mi padre era el que hacía
trampas, pero perdió.
—Entonces no hubo robo.
—¿Quién dice que no lo hubo? Lógicamente, mi padre tenía que haber
ganado, y toda la vida dijo que aquello era un robo más grande que una
catedral. Desde entonces, me juré que ese rancho sería mío un día.
—Pero ahora la chica debe de ser la heredera. Seguro que su padre ha
muerto.
—¿Y eso a nosotros qué nos importa?
—¿Es que piensas convertirte en ranchero, Fulton?
—Ya hemos hablado otras veces de eso. ¡No pienso convertirme en
ranchero, claro que no! Pero si esa hacienda vale un millón, el millón será
para los tres una vez la hayamos vendido. La experiencia debía haberos
enseñado que es más fácil apoderarse de un rancho, que asaltar un Banco. Y
suele ser mucho más productivo.
Bebieron whisky silenciosamente, a grandes tragos, y luego miraron hacia
la barra.
Hasta el mozo que acababa de servirles se había largado. Ya no quedaba
nadie.
Nada se movía en el saloon, excepto la pianola que se deslizaba
silenciosamente hacia la puerta.
Los tres hombres tardaron un largo minuto en darse cuenta de que era el
dueño del saloon el que trataba de huir situándose debajo.
Jeremy, Fulton y York estaban tan asombrados que no acertaron a
reaccionar hasta que el mueble estuvo fuera del saloon.
Luego se oyó un fenomenal estrépito, seguido de roncas y estruendosas
maldiciones.
La pianola y su dueño acababan de caer del porche, rodando hasta el
centro de la calle.
York farfulló:
—Nunca había visto un caso igual. ¡Nadie se atreverá a entrar donde
estemos nosotros! ¡Nadie! ¡Somos los amos!
En aquel momento, los batientes del saloon fueron empujados desde
fuera, y un desconocido penetró en el local.
Era un tipo alto, fuerte, rubio, con las facciones lisas y ojos de asesino.
No parecía un pistolero, sin embargo.
Vestía como un gentleman. Su levita era inmaculada, y sus pantalones
parecían haber sido planchados muy recientemente. Llevaba bajo el brazo un
libro de espesas tapas negras, donde se leía, en letras grandes como puños:

«LA PENA DE MUERTE Y MÉTODOS PARA APLICARLA».

Los tres pistoleros se miraron uno al otro, perplejos, sin saber qué postura
adoptar ante aquel extraño desconocido.
Al fin decidieron no hacerle caso, puesto que el recién llegado se había
sentado tranquilamente a una mesa y esperaba que le sirvieran, con lo cual,
desde luego, iba listo.
Fulton dijo en voz baja:
—Tengo un plan de acción para lo del rancho.
—¿Sí?
—Katty Farrell tendrá algunos hombres, pero hay que demostrarle desde
el principio, que toda resistencia es inútil. Hay que aterrorizarla.
—¿Y cómo?
—No será difícil atrapar a su capataz. Seguro que vendrá a la población
con frecuencia, por asuntos del rancho.
—¿Y qué?
—Lo ahorcaremos.
Fulton dijo aquellas palabras con voz tan fría y cortante como un cuchillo.
Hasta sus propios compañeros, acostumbrados a actuar siempre de aquel
modo, sintieron un leve estremecimiento.
—Un acto así, desafiando a todos los poderes de la ciudad, hundirá a los
que protegen a Katty Farrell. Seguro que, una semana más tarde, el rancho
cae en nuestras manos como una fruta madura.
—De acuerdo —masculló Jeremy.
Los tres volvieron a beber silenciosamente, como si ya estuviera todo
tratado entre ellos.
Y en realidad, era así.
Habituados a que la gente temblara ante sus métodos expeditivos, todas
sus actividades habían venido hasta ahora señaladas por el éxito.
No había razón para que las cosas marchasen ahora de distinto modo.
Cuando habían bebido la mitad de sus botellas, pero no antes, se dieron
cuenta de que aquel whisky era infernal y resolvieron dejarlo.
Con pasos perfectamente seguros, como si no hubieran trasegado una sola
gota de licor, se dirigieron hacia la puerta.
Cuando ya estaban en ella, los tres se volvieron a la vez, como poseídos
por un mismo pensamiento.
El fulano de la levita continuaba allí. Estaba leyendo el librote sobre las
aplicaciones de la pena de muerte, y parecía como si para él, aquella lectura
fuese la más embriagadora del mundo.
Jeremy, Fulton y York se acercaron a la vez.
Era el único tipo que no se había ido al verlos. Debía ser un fulano con
nervios fuertes como cables de acero.
York hizo:
—Ejem…
El de la levita levantó la cabeza.
Sus ojos de asesino hubieran helado el agua de una fuente en el mes de
agosto, pero no impresionaron para nada a un tipo como York.
—¿Es usted el camarero? —preguntó el de la levita.
—¿Tengo cara de eso?
—Tiene cara de algo peor, pero me lo callo.
Las cejas de Fulton se arquearon ligeramente, lo cual era en él un síntoma
de pronóstico mortal.
—¿No sabe que es usted muy gracioso, amigo? Uno lo ve y se monda.
—Es lo mismo que decía mi padre. Quizá por eso se fue a reírse al
Uruguay, y mi madre no le ha visto más el pelo.
—Pues puede que a usted no se lo vean tampoco, amigo, si le esperan en
alguna parte.
Sus dos compañeros le tocaron suavemente en un codo.
—Vámonos, Fulton. Primero a lo nuestro. Luego ya nos divertiremos un
poco, si es necesario. Deja que ese tipo engorde unas libras antes de
liquidarlo.
Fulton comprendió que, al fin y al cabo, el deseo de sus amigos era
razonable. Se encaminó hacia la puerta, dirigiendo una última mirada al tipo
de la levita.
—Agradezca el poder seguir sentado ahí, a que estos dos amigos son unos
santos —murmuró con voz suave—. ¿Pero puedo saber al menos a quién he
perdonado la vida?
El de la levita, dijo:
—Al juez Bunsen.
Y siguió leyendo tranquilamente su librote sobre la pena de muerte.
CAPÍTULO III

El sheriff de Denver estaba sentado tras su mesa, mascando un puro apagado,


cuando se lo dijeron:
—Acaban de llegar.
—¿Quiénes?
—¿Quiénes van a ser? Esos tres tipos que usted esperaba. Los tres jinetes
del Norte.
El sheriff, que estaba sentado en el borde de la silla, se movió un poco,
cayó, y quedó sentado en el suelo.
—¿Es que se ha caído de la impresión, sheriff?
—Ju —hizo el de la estrella—, ju.
Pero ni esa clase de risa le salía.
—¿Dónde están? —consiguió decir al fin, poniéndose en pie.
—La última vez que se les ha visto ha sido en el saloon de Turnes.
—¿Cómo son?
—Hace usted muchas preguntas, jefe.
—Es que quiero conocer sus medidas cuando les encargue los ataúdes. Je.
Unos ataúdes de lujo. Je, je. Almohadillas. Je, je, je.
—Pues ya los tiene usted en Denver. Lo que se dice listos para morir.
—Bueno, menos bromitas. No me has dicho aún cómo son.
—Verá. Son altos y fuertes. Dos rubios y uno moreno. Visten pantalones
tejanos azules, camisas casi negras y pañuelos rojos o casi rojos. Sus
sombreros están cubiertos de sudor. Sus revólveres, en cambio, están tan
brillantes que hielan la saliva.
—Bueno… Con esos datos no me confundiré. Voy a arreglármelas para
que esta situación acabe. Nombraré unos cuantos comisarios.
Y el sheriff salió de su oficina, dispuesto a enfrentarse a los tres jinetes
del Norte.
En este momento sabía que iba a morir, pero hay que decir, en su honor,
que no le importaba.
Jamás había sido un cobarde.
CAPÍTULO IV

Los cuatro hombres se hallaban alrededor del árbol formando un grupo


compacto que se dibujaba claramente a la luz del atardecer.
Dick susurró:
—¿Qué significa esto?
Se encontraban a unas quinientas yardas de los jinetes, que estaban en lo
alto de una suave colina. June, que iba a la grupa del caballo de Dick, levantó
la cabeza para ver mejor.
—No me gusta nada, Dick.
—A mí tampoco. Me gustaría saber qué hacen esos tres tipos alrededor de
un árbol. Ni que quisieran colgar a alguien…
—Y aunque estas tierras no pertenecen a nadie, están casi al límite del
rancho Farell.
Dick repitió pensativamente:
—Ni que quisieran colgar a alguien…
Y, en efecto, no se equivocaba. Aquellos tres tipos estaban allí para
ahorcar a un hombre, a quien habían traído prisionero a la grupa de uno de
los caballos. Dick creyó ver a aquella distancia el tremolar de una cuerda al
ser pasada por encima de una rama, y luego, los caballos se encabritaron
como si su jinete tratara de dominar los movimientos desesperados de un
hombre.
Dick clavó espuelas a su caballo.
—¡Aprieta, «Satán»!
Desgraciadamente, ya era tarde para evitar lo que sucedió a continuación.
El prisionero fue levantado por seis brazos a la vez, y se le ciñó el lazo,
dejándolo caer luego bruscamente. Su muerte no debió ser cómoda ni
demasiado rápida, porque estuvo balanceándose durante unos segundos,
mientras los jinetes se abrían en abanico para escapar. June lanzó un grito, y
Dick volvió a clavar espuelas en los flancos de su caballo.
Pero se dio cuenta de que ya no conseguiría atrapar a ninguno de los
asesinos. Su caballo se hallaba fatigado e iba cargado, además, con dos
personas. Tenía que ascender la colina mientras que los tres jinetes estaban ya
en lo alto de ella.
Extrajo su revólver derecho y apuntó.
—Puede que hayan colgado a un cuatrero —gritó June intentando
detenerte—. ¡Piensa que quizá ellos no sean, al fin y al cabo, unos asesinos!
—Si hubiesen colgado a un cuatrero, no escaparían ahora —dijo Dick—,
ni le administrarían justicia tan lejos de la ciudad.
Hizo un disparo, y el sombrero de uno de los fugitivos saltó por los aires,
aunque pudo recuperarlo, cosa que se vio claramente a aquella distancia. Pero
el jinete no cayó. Dick calculó que debía haberle rozado la cabeza solamente.
—¡El caballo ya no puede más! —rugió—. ¡Nunca conseguiré darles
alcance!
—Mejor. Son demasiados…
—¡Al diablo la prudencia de las mujeres! ¡Aún me quedan balas para
todos ellos!
De todos modos era evidente que ya no los alcanzaría. Los tres jinetes,
desde lo alto de la colina, le vieron avanzar e hicieron una descarga cerrada
con sus «Colt», sin apuntar demasiado. Las balas sacaron esquirlas de las
rocas junto a las patas del caballo de Dick, pero ninguna de ellas dio en el
blanco. Dick hizo fuego también, pero falló de nuevo a causa de los
movimientos imprecisos de su montura.
Los tres jinetes, después de ahorcar al hombre que ahora yacía colgado
del árbol, debieron considerar que su trabajo estaba terminado y no perdieron
más tiempo esperando al recién llegado. Una nueva descarga cerrada obligó a
June y a Dick a pegarse a los flancos del caballo. Luego, los asesinos
desaparecieron por el otro lado de la colina.
Cuando Dick llegó junto al árbol, los asesinos ya se encontraban a gran
distancia después de haber galopado cuesta abajo.
Comprendió que no podría alcanzarlos nunca con su fatigado caballo, y
resolvió olvidarlos por el momento, volviendo el rostro hacia el ahorcado.
Lo reconoció.
—Es extraño… —dijo.
—¿Es que lo habías visto antes? —preguntó June.
—¿Y tú?
—Yo sí que lo conozco porque lleva bastantes años establecido en la
población. Es el capataz del rancho Farrell.
—¿Puede ser ése el motivo por el que lo han asesinado?
—Es posible. En Denver, los hombres mueren por motivos mucho más
pequeños. Ser capataz de un gran rancho resulta peligroso aquí.
Dick hizo dar varias vuelcas a su caballo alrededor del árbol y examinó
las huellas que los cascos de los otros animales habían dejado allí. Eran
cascos con herraduras corrientes. Resultaba muy difícil encontrar una pista
por aquel lado.
Luego extrajo el revólver otra vez, hizo un solo disparo y segó
limpiamente la cuerda de la que colgaba el ahorcado.
Cuando acababa de realizar esta tarea, June susurró:
—Mira, alguien se acerca.
En efecto, dos jinetes se acercaban al galope, ascendiendo la colina por el
mismo lado que habían empleado los asesinos para escapar. Dick los miró
con atención. Eran el sheriff y su ayudante.
Cuando llegaron a lo alto del montículo, Dick les cortó el paso para
preguntar:
—¿Adónde va, sheriff?
—Al rancho de Katty Farrell. ¿Y usted quién es?
—Dick Leman, un agente de la Pinkerton. ¿Para qué va allí?
—No debería usted hacerme tantas preguntas, Dick Leman, pero le
contestaré. Voy al rancho de Katty Farrell para comunicarle que un grupo de
tres sospechosos ha llegado a la ciudad, y que debe estar prevenida. Tendrá
disgustos.
—¿Son acaso esos tres sospechosos unos tipos con los que se ha cruzado
usted hace unos momentos? —preguntó Dick.
—Sí, y he hecho apretar el galope a mí caballo, temiendo que vinieran del
rancho de Katty. Aunque he oído disparos, no me he atrevido a detenerlos
hasta saber alguna cosa con seguridad.
—Pues aquí tiene algo para ir empezando.
Dick se apartó, y entonces el sheriff y su ayudante pudieron ver en el
suelo el cadáver del capataz.
—¡Lo han ahorcado! —gimoteó el de la estrella.
—¿Es que no lo ve?
—No se trata de que no lo vea. Lo que ocurre es que no lo comprendo.
¿Por qué?
—Quizá intenten asustar a Katty Farrell, la dueña del rancho —apuntó
Dick.
—Pero ésta no era razón para que le maten. Al contrario, al conocer su
muerte, Katty tomará medidas enérgicas.
Después de decir esto, el sheriff se acarició la barbilla pensativamente.
—De todos modos, tiene que haber una explicación —añadió.
—Por supuesto —dijo Dick—, y yo me encargaré de encontrarla.
—Yo voy a encargarme de algo mucho más importante —dijo el sheriff.
—¿De qué?
—Esos tipos eran tres.
—Muy bien. Bonito número, ¿no?
—No hablo en broma, agente Pinkerton. Le prometo que levantaré en
segunda cuatro horcas en este mismo sitio.
—¿No dice que aquellos tipos eran sólo tres?
—Pero deben tener un jefe, y para él habrá la horca más alta de todas.
Dick no respondió. La deducción era perfectamente lógica. Tres asesinos
no llegan a una población para colgar a un hombre determinado sin que los
haya llamado alguien. ¿Pero y si eran tres tipos iguales, que obraban siempre
de común acuerdo?
Se hizo entre los hombres un expectante silencio, que Dick rompió al fin
para decir:
—¿Querrá dar sepultura a ese hombre, sheriff?
—Lo haré. Yo mismo me encargaré de llevarlo al cementerio de Denver.
Por cierto, ¿qué hacía usted aquí, Dick?
—Iba al rancho de Katty Farrell. Ella me contrató para protegerla.
—En efecto, ése no es lugar seguro después de lo que está sucediendo.
Me temo que alguien quiera asesinar a esta pobre muchacha. Pero ¿a qué iba
allí?
—A pedirle que concediera protección a June, haciéndola custodiar por
los mejores tiradores de su rancho. June es una muchacha desamparada a la
que he encontrado en mi ruta. Pero estoy pensando que el rancho de Katty
puede ser atacado de un momento a otro.
—No le falta razón, amigo.
—Volveremos a la ciudad, la alojaré en un hotel y procuraré vigilarla yo
mismo.
—Estoy causando demasiados conflictos —susurró June—. Mejor sería
que los Randall hubiesen acabado conmigo de una vez…
—Los Randall no volverán a molestarte en una temporada.
Dick Leman hizo un saludo al sheriff, picó espuelas y descendió
suavemente la colina en dirección a Denver. Ahora ya no tenía prisa.
—¿Por qué no me llevas al rancho de esa tal Katty como cabías pensado
al principio? —preguntó June acercando mucho su rostro al del hombre.
El suave aliento de la muchacha causó como un estremecimiento en la
piel del hombre, que sin embargo, no se volvió.
—Le he dicho al sheriff la verdad. El rancho de Katty Farrell puede ser
atacado en cualquier momento. Ella es demasiado poderosa en esta comarca,
y tiene ya muchos enemigos. Katty es una mujer ambiciosa que sólo vive
para su rancho. Los hombres le importan poco y las dificultades menos aún.
—Puede que los hombres le importen poco a ella, pero a ti, en cambio me
parece que te importan mucho las mujeres.
—Te equivocas, June —rió Dick Leman—. Ya me estoy volviendo
viejo…
Llegaban en aquel momento a la vista de las primeras casas de Denver,
las cuales habían pasado a ser en la penumbra como un conjunto de puntitos
luminosos.
—Puedo marcharme… —susurró ella a punto de llorar—. Puedo
marcharme de esta ciudad y no me veréis nunca más…
Dick se volvió un poco hacia ella.
—¿Qué te ocurre? ¿Estás asustada?
—¿Asustada? ¡Jamás llegarás a comprender lo que me sucede! ¡Los
Randall me persiguen desde que era una niña!
Enfilaba en aquel momento la recta de la calle Principal, y Dick decidió
no contestar a la muchacha.
Se detuvieron ante un hotel, el Royal, situado enfrente de aquél en que se
alojaba Dick. Éste pidió una habitación para la muchacha que tuviese ventana
a la calle.
—La dieciocho —dijo el dueño—. Es la mejor que tenemos, y
casualmente está vacía.
Entregó la llave a Dick, y éste acompañó a la muchacha a la habitación
designada.
—Quiero convencerme de que te veo desde la ventana de mi hotel —
explicó.
Introdujo la llave en la cerradura para abrir la puerta, una vez encontraron
la habitación número 18. El pasillo estaba sumido en la penumbra. Junto a
cada puerta parecía acurrucarse un hombre al acecho.
—Estoy intranquila —susurró June.
Dick hizo girar la llave en la cerradura, empujó la puerta y en aquel
momento una tempestad de plomo cayó sobre los dos.
Todo sucedió en una fantástica rapidez, igual que una extraña pesadilla.
Dick oyó el ruido de un martillo al alzarse mientras daba la vuelta a la
cerradura. Empujó brutalmente a June, mientras empujaba también la hoja de
madera, e hizo rodar a la muchacha por el suelo de tablas de la habitación.
A todo esto, los disparos habían empezado ya.
Una bala se le llevó a Dick cabellos de la cabeza, junto a la nuca. Otra le
pasó tan cerca de los labios, que le dejó en ellos como un sabor a sangre.
Dick en lugar de saltar al interior de su habitación, se arrojó al suelo del
corredor, mientras desenfundaba sus revólveres.
En la habitación hubiese estado seguro por el momento, pero nunca
habría logrado dar caza a su enemigo.
Entre las tinieblas del corredor, vio una figura agazapada, de la cual
brotaban los fogonazos. Era la figura de un hombre que debía haber entrado
por la ventana que había al fondo. Dick hizo tres disparos seguidos y aquella
figura dio un salto de costado.
Dick también cambió de posición.
Dos plomos mordieron a continuación el lugar donde antes había estado
su cabeza.
Disparó otra vez contra la figura agazapada, que en este momento
acababa de abrir la puerta de una de las habitaciones introduciéndose por el
hueco con la agilidad de un gato.
Dick dio un salto hacia adelante y se lanzó en su persecución. Se oyó
dentro del cuarto el grito de una mujer, sin duda una mujer joven sorprendida
en algún momento íntimo.
Luego el ruido de una ventana hecha astillas. El misterioso atacante había
saltado a la calle.
Se oyó la voz de June:
—¡No salgas, Dick! ¡Es una trampa!
Dick, a pesar de la advertencia, entró en la habitación dispuesto a saltar a
la calle desde la ventana.
Una mujer estaba en el centro de la pieza. La irrupción del primer hombre
la había sorprendido mientras se estaba cambiando de ropa. Cubierta a
medias por una sábana, empezó a gritar:
—¡Asesinos! ¡Farsantes! ¡Canallas!
Luego, en vista de que Dick no le dirigía una sola mirada, gritó:
—¡Idiotas! ¡Ni que tuvierais una estaca en cada ojo!
Dick se lanzó en tromba contra la ventana que el otro ya había roto
astillando los cristales. Pasó por ella como una exhalación, desplomándose
sobre la calle.
Comprendió entonces que June había tenido razón. Era una trampa, o por
lo menos, su enemigo había tomado más precauciones que él. Mientras
saltaba, las balas siluetearon su figura.
Tuvo tiempo de ver a un hombre que se revolcaba por tierra, abajo, y que
era sin duda el que acababa de saltar antes que él. Dos tipos más, de pie en el
centro de la calle, vomitaban plomo como unos condenados, por cuatro
revólveres a la vez.
Cayó entre los dos pistoleros, después de ser rozado por varias balas
disparadas de cualquier modo. Dio entonces una voltereta sobre el polvo y
quedó de rodillas, con el revólver engarfiado entre los dedos de su derecha.
El pistolero que estaba en este lado fue el primero en volverse hacia él,
mientras lanzaba una maldición.
Y también fue el primero en morir.
Una sola bala de Dick Leman le atravesó la cabeza entrando por la
mandíbula y esto fue suficiente.
Pero mientras Dick Leman disparaba contra su enemigo, no podía vigilar
al segundo.
Y fue el otro pistolero el que le apuntó fríamente al centro de la cabeza.
June, desde la ventana de su habitación del hotel, gritó con todas sus
fuerzas, advirtiendo a Dick. Y aunque éste se volvió con la rapidez del rayo,
supo que no llegaría a tiempo.
En efecto, el revólver de su enemigo le estaba apuntando al centro de la
cabeza.
Dick intentó disparar para que su adversario le acompañase en el Gran
Viaje. Pero antes de poder apretar el gatillo, parpadeó mientras de su garganta
partía una exclamación de asombro. La cabeza de su enemigo había saltado
hecha pedazos. Una bala, seguramente de «Winchester» pesado, acababa de
atravesarla. Dick fue a mirar en la dirección de donde había partido el
disparo, pero ya no tuvo tiempo.
Todo se volvió rojo para él, espantosamente rojo y negro.
CAPÍTULO V

El sheriff masculló:
—Saldrá de ésta, pero es un mal asunto para un hombre joven. Tardará
tiempo en reponerse.
—¿Lo ha dicho el médico?
—Sí.
El sheriff volvió la espalda, dejando de mirar a Dick, que estaba en una
cama del hotel Royal, inconsciente, y miró directamente al tipo que acababa
de hablarle.
El juez Bunsen, realmente, era un ejemplar digno de ser observado.
Alto, hercúleo, fuerte como un toro; tenía una sonrisa amable y cordial.
Pero tenía también uno ojos de asesino que tumbaban de espalda.
Fue el juez quien dijo:
—A ver, explíqueme lo que pasó, sheriff.
—Muy sencillo. Ese muchacho que está ahí al borde de diñarla, Dick
Leman, es un detective de la Agencia Pinkerton.
—Ya…
—Katty Farrell lo contrató a toda prisa para que la protegiera, al saber
que habían llegado esos tres jinetes del Norte. Daba la casualidad de que
Dick estaba trabajando en una cosa de escasa importancia a pocas millas de
aquí, por lo que pudo dejar el primer trabajo y ponerse enseguida a las
órdenes de Katty.
—Ya, ya.
—Cuando realizaba una primera exploración de los contornos, encontró a
una muchacha fugitiva. Lina chica descomunal que se llama June.
—Ya, ya, ya.
—Mire, juez, me está usted poniendo nervioso con tanto «ya, ya», cada
vez que yo cierro la boca.
—Es que yo digo «ya» cuando me entran ganas de ahorcar a alguien.
El sheriff tragó saliva bruscamente.
—Pues mejor que olvide esos deseos homicidas, juez. Por lo menos, no
me mire a mí mientras piense en hombres ahorcados. Me pone nervioso.
—Ya, ya, ya, ya.
Sintiendo que le temblaba la mandíbula, el sheriff siguió:
—Esa chica, June, está descomunal.
—Ya me lo ha dicho.
—Bueno, pues lo digo dos veces, porque de lo contrario, usted no se dará
cuenta de la clase de monumento que tenemos ahora en Denver. El caso es
que hay unos tipos, los Randall, que la persiguen.
—¿Con qué intenciones?
El sheriff se sonrojó.
—Imagíneselas usted, juez.
—¡Ya sé! ¡Piensan ahorcarla!
—¡Pero qué ahorcarla ni qué infiernos! ¡También es manía, juez! ¿Usted
cree que tipos grandes como castillos pueden perseguir a una mujer sólo para
eso?
—Bueno, a lo mejor, además, piensan descuartizarla. Antiguamente, la
pena de muerte se aplicaba así.
—¡Y dale con la pena de muerte! ¡Le he dicho que la chica está
fenomenal! ¿Imagina al fin para qué la querían esos tipos?
El juez, al fin, comprendió.
—Ya, ya, ya, ya, ya —dijo.
—Pero por lo visto no habían conseguido su propósito y estaban más
lejos que nunca de conseguirlo, cuando Dick la tomó bajo su protección.
Entonces pensaron asesinarlo y por eso se emboscaron junto a una de las
habitaciones del hotel. Eran los tres y un fulano al que contrataron para aquel
trabajo. Hubo el tiroteo y el lío que usted sabe, y Dick liquidó a uno de los
hermanos Randall. Los otros pudieron escapar, pero uno de ellos alcanzó a
rozar con una bala la cabeza de ese muchacho, y por poco lo deja más seco
que una momia. Menos mal que yo pude emplear el rifle a tiempo. Ya ve si
tenemos trabajo en la población, juez.
—Eso es lo que yo quería.
—Bueno, pues yo no. Pero hay una cosa que me tranquiliza.
—Esta fechoría, al menos, no la han cometido los tres jinetes del Norte.
—Los cuales, sin embargo, han ahorcado al capataz del rancho Farrell.
—Sólo para asustar a la dueña. A los pobrecillos no se les ha ocurrido
otra cosa.
—Desde luego. Otro día se les ocurrirá ahorcarle a usted, sheriff. ¿Y
dónde están ahora?
—Ni idea.
—¿Viven en la ciudad?
—¡Claro que no! ¡No se atreverán! ¡Yo represento aquí la Ley!
—¿Y si deciden hospedarse en Den ver, sheriff?
—Pues… en tal caso, dejaré de representar la Ley, juez.
Éste lanzó un gruñido.
—¡Vamos a ver! Estoy decidido a acabar con la situación por la vía
rápida. ¡Haré ahorcar a medio territorio, si es necesario! ¡No habrá árboles
suficientes en todo Colorado para sostener los cuerpos que penderán de ellos!
¡Un espeso olor a cadáver se extenderá por toda esta tierra! Los pocos
supervivientes tendrán que emigrar, los ríos se teñirán de sangre…
—¡Eh, pare juez!
—¿No me cree?
—Sí, pero estábamos hablando de los tres jinetes del Norte.
—Bueno, pues eso es lo que decía yo. ¡Haré ahorcar a quien sea para
acabar con ellos! ¿Usted los conoce?
—No.
—¿Cómo es posible? ¿No dice que se cruzó con ellos cuando usted
ascendía por la colina y ellos bajaban?
—Sí, pero no me fijé en sus caras, que es lo que ocurre a todo el mundo.
Sólo me di cuenta de que eran ellos, porque iban vestidos de un modo muy
peculiar, y porque eran dos rubios y un moreno.
—¿O sea, que, si se presentasen en Den ver, podría reconocerlos?
—¡Claro que sí!
—Bueno, pues ya es bastante.
El sheriff se pasó una mano por la mandíbula.
—¿Y qué debo hacer si los encuentro en Denver, juez?
—Detenerlos y traerlos a mí presencia, para que sean juzgados por la
autoridad legalmente constituida.
—¿A… los tres?
—Y debidamente esposados, para que no se insubordinen en el tribunal.
El sheriff, ahora, empezó a rascarse la barbilla con las dos manos.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso.
—Siento no poder rascarme la mandíbula con el pie, juez.
—¿Por qué?
—Porque sería lo último que me faltaría para convertirme en un mono.
El juez lanzó un gruñido:
—Bueno, detenga a esos hombres y tráigalos a mí presencia —decidió al
fin—. No es preciso hablar más. ¡Andando!
—¿Sabe que he querido reclutar una tropa de comisarios para que me
ayudasen a esa captura?
—Sí, claro. Lo supongo. Usted sólo no puede detener a tres asesinos que
disparan en cuanto ven la sombra de una estrella.
—¿Y sabe quién se ha presentado voluntariamente para ostentar la placa
de comisario? Sólo una persona.
—¿Quién?
—¡Mi mujer! Cree que eso de los tres jinetes del Norte es un cuento para
pasarme las noches fuera de casa.
—De todos modos, dele la placa —decidió el juez—. Seguro que, en
cuanto vean a su mujer, los tres jinetes huyen y no se les vuelve a ver más el
pelo.
—¡Cómo se ve que es usted soltero, juez! ¡Cómo se nota que no sabe lo
que son esas cosas!
—Sí, yo soy soltero, pero tengo familia muy molesta. Mi hermano, por
ejemplo, es un sujeto de alivio.
—Ya había oído hablar de él.
—Tiene una cara de acero blindado.
—Sí, ya me lo han dicho.
—Estafaría a su padre, si pudiese.
—Lo sé, lo sé. También me han dicho que no distingue los colores.
El juez arqueó una ceja.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Corre el rumor por ahí.
—¡Ejem! Sí que está la gente enterada de cosas…
—¿Y dónde para su hermano ahora, juez?
—En la cárcel. Le condené a cinco años.
El sheriff iba a gritar: «¡Qué bestia de tío!», pero se calló.
Vio que el juez iba hacia la puerta.
—Tengo que ir al Banco a recoger el importe de un préstamo que me
tienen concedido. Y ya lo sabe, sheriff. En cuanto aparezcan esos tres jinetes
por aquí… ¡me los empapela!
El sheriff sintió que la cabeza le daba vueltas, pero resolvió obedecer.
Si no era un héroe ahora, no lo sería en todos los días de su vida.
Salió él también a la calle, dispuesto a liquidar a todos los grupos de tres
hombres que se le pusieran delante de los ojos.
CAPÍTULO VI

Los dos hombres que en este momento paseaban por la calle Principal de la
floreciente y peligrosa ciudad, hubieran tenido que llamar por fuerza la
atención en cualquier parte.
Ambos eran altos, fuertes y con la piel agradablemente tostada por el sol.
Tendrían, como máximo, unos veintiocho años, o sea que estaban en muy
buena edad, según opinión de las mujeres, y además, iban irreprochablemente
vestidos, como dos auténticos caballeros.
Por encima de los chalecos de seda floreada, cruzaban gruesas cadenas
sosteniendo los relojes, y a cada movimiento, sus bolsillos sonaban
tenuemente, con un agradable ruidillo prometedor de monedas.
Cualquiera que los hubiese visto habría pensado inmediatamente: «He
aquí dos tipos con suerte. Deben tener los bolsillos repletos de oro y habrán
venido a Denver solo para divertirse, porque aquí están las mejores bailarinas
de todo el territorio».
Más de una jovencita habría suspirado al pasar junto a ellos, pensando:
«Uno de esos dos me convendría. Jóvenes, guapos, con dinero…»
Al pasar frente a los establecimientos, se daba el caso de que los dueños
salían a las puertas y los saludaban respetuosamente, señalando las
mercancías del interior.
—Tienen aspecto muy reflexivo, caballeros. Si desean comprar algo no
necesitan buscar más. Aquí está lo mejor de Denver.
Un armero les hizo la mejor propaganda también:
—No llevan ustedes revólveres, caballeros, y se exponen a serios
peligros. ¿Por qué no entran? Tengo aquí los mejores «Cok» de la ciudad.
Pero los dos hombres no hacían caso de aquellas sugerencias.
Eran como esos tipos con demasiado dinero en los bolsillos a quienes
todo les parece poco, y que no se dignan entrar en ninguna parte.
Pero si los que les envidiaban hubiesen podido oír su conversación, se
habrían quedado de piedra.
Porque los dos jóvenes reflexionaban sencillamente sobre cuál sería el
mejor procedimiento para ingresar en la cárcel.
—Te aseguro que no podemos seguir así —decía Len, uno de ellos—. El
invierno va a echarse encima, ya hay nieve en los puntos más bajos de las
Rocosas, y dentó de poco Denver quedará medio aislada. Empezará el
hambre, como es normal, para todos los que viven como nosotros. ¿Qué
haremos entonces? La cárcel es el único sitio donde uno está más o menos
abrigado y donde dan de comer todos los días.
—Muy bien, Len. Pero ¿cómo entras ahí justo para todo lo que dure el
invierno?
—Eso es lo difícil. Si cometemos una barbaridad demasiado grande, nos
ahorcan o nos encierran para muchos años.
Si lo que hacemos es una tontería, nos encierran durante una semana y
nos echan fuera justamente cuando empieza a nevar. Es muy difícil encontrar
el término medio.
Jim, el otro joven, se llevó una mano a la frente, dándose una palmada
que por poco le hace saltar el sombrero de copa.
—¡Pero qué idiotas somos, Len! ¿Por qué pensar tanto? Debemos ciento
cincuenta dólares en el hotel. Decimos que no tenemos un centavo y que no
podemos pagarles y seguro que nos meten en la cárcel.
—A propósito de esto, lamento comunicarte una mala noticia, Jim.
—¿Qué clase de mala noticia?
—Julia, la hija del dueño, se ha enamorado de ti.
—¿De… quién?
—De ti, imbécil, de Jim Mac Donald. Se ha enamorado como si fuese una
colegiala de dieciséis años.
—Bueno, ¿y qué? ¿Es que, acaso, porque me ama en silencio una mujer
llamada Julia, no voy a poder ir a la cárcel?
—No te he contado lo peor. No sabiendo cómo demostrar su cariño,
resulta que esta pobre muchacha ha puesto el «Recibí» en nuestra factura, y
esta mañana me ha pedido con voz muy emocionada que te dijera que no
debes ni un dólar.
—¡Diablo, pero eso es imposible!
—Me temo que ya sea una cosa irremediable.
—Muy bien, de todos modos, no hay por qué preocuparse. Cuando esta
noche llegue su padre de regreso del viaje, y encuentre a faltar los ciento
cincuenta dólares, decimos que los hemos robado nosotros.
—No podrás convencerle. Nos tiene por unos auténticos caballeros, y
además, Julia asegurará que los ha perdido. Lo único que podremos hacer,
porque no está bien seguir aprovechándonos de una situación así, es
marcharnos del hotel.
Y esto plantea todavía con más gravedad la pregunta: ¿Dónde diablos
pasamos el invierno?
Jim se acarició pensativamente la barbilla, como si todo aquello le
sumiera en un mar de confusiones.
—Desde que nuestras familias nos desheredaron rotundamente —dijo con
un suspiro—, hemos ido de tumbo en tumbo.
Len emitió una carcajada.
—Lo bueno fue el motivo por el cual nos desheredaron, ¿recuerdas?
Jim rió también.
—Tú tuviste la culpa. La idea de que nos desafiáramos a revólver, al fin y
al cabo fue tuya.
—Sí, pero tú fuiste el que, en una reunión, mientras jugábamos una
partida de cartas, empezaste a hablar mal de cierta dama llamada Elisa. Y yo
tuve que arrojarte el guante a la cara desafiándote a muerte, porque Elisa era
mi hermana.
—¡Imbécil! ¡Te equivocaste! ¡Era la mía!
—Fue divertido —dijo Jim—. No sabíamos que cada uno de nosotros
tenía una hermana llamada Elisa. Tú empezaste a criticar a la tuya, porque no
había querido hacerte un préstamo para jugar a los naipes, y yo creí que
conocías a mí hermana y que en mi presencia la estabas insultando. En el
desafío quedamos heridos los dos, y en nuestra maldita y puritana ciudad de
Boston, hubo un escándalo. La consecuencia fue que nos desheredaron
fulminantemente. Y fue entonces cuando nos enteramos de que habíamos
cometido un cómico error.
Len sacó su bolsa de tabaco, como si fuera a cargar la pipa, pero la bolsa
estaba vacía. Al guardarla, con un gesto de aburrimiento, tiró sin querer de la
cadena del reloj y ésta cayó al suelo. Pero al caer no produjo el sonido denso
y macizo del oro, sino el sonido hueco de latón abrillantado.
Además, a su extremo no había un reloj, sino una chapa de hierro.
Len recogió a toda prisa aquella prueba comprometedora, mirando a todas
partes por si alguien se había dado cuenta.
Afortunadamente, nadie había presenciado aquello.
—Lo curioso y triste es que nos habían enseñado en Boston unos oficios
muy bonitos —dijo Jim—. Yo era experto en joyas, y tú estabas a punto de
ser arquitecto. Unos oficios que podían servirnos de algo en Filadelfia y
Nueva York, pero no en el Oeste. ¡Y tanto tú como yo, queríamos llegar hasta
el borde de las Rocosas, para saber lo que era la libertad!
—Queríamos saber cómo era la libertad, y ahora resulta que estamos
haciendo esfuerzos para entrar en la cárcel.
—Lo mejor sería intentar llegar hasta Nueva York.
—¿Tú sabes lo que cuesta el viaje?
—No, pero lo imagino. Una porrada de dólares.
—¿Los tienes tú?
—Toda mi fortuna asciende a veinte centavos. Si ahora tuviera revólver,
no podría ni comprarme una bala.
—Al menos podíamos haber aprendido a jugar a los naipes. Hay mucha
gente que sólo con eso se hace rica aquí.
—¡Pero si no sabemos distinguir un repóker de un trío de sietes! ¡Si la
última vez que jugamos perdimos hasta la camisa!
—Podríamos intentarlo otra vez.
—¿Y qué apostaríamos? ¿La herencia de nuestro tío Jekyll, que fue el
único que no nos desheredó?
—No sé por qué dices «nuestro tío Jekyll» —cortó Jim—, si solamente es
tío tuyo.
—Recuerda que, cuando emprendimos esta nueva vida, acordamos poner
todas nuestras cosas en común, incluso a los odiados parientes. De modo que
tío Jekyll es tío de los dos, si no tienes inconveniente.
—Ninguno, hombre, ninguno, pero ahora hay que ingeniárselas para que
nos tengan en la cárcel, al menos los tres meses de invierno.
—Tengo una idea.
—¿Una idea tú? ¡Qué acontecimiento!
—¿No ves allí al sheriff?
—Sí, ¿y qué?
—Muy sencillo, voy y le atizo un tortazo, y luego tú lo echas del porche a
la calle. ¿Qué sucederá?
—Elemental: que nos meterá en la cárcel a los dos y nos tendrá allí tres
meses al menos. El sheriff es un tipo despistado, pero de malas pulgas. No
perdona a nadie.
—Pues creo que hemos dado con el procedimiento indicado. ¡Vamos allá!
Y los dos amigos, muy decididos, balanceando los brazos, se dirigieron
en línea recta hacia el sheriff.
Éste estaba quieto, dando rabiosas chupadas a una pipa que no quería tirar
y tenía un aspecto más enfurruñado que nunca.
Len se detuvo a unos cinco pasos de él.
Respiró con fuerza, tomó impulso y gritó:
—¡Allá voy sheriff! ¡Prepárese!
Saltó ágilmente los cinco pasos que le separaban del de la estrella y le
propinó un bofetón que resonó en toda la calle, haciéndole dar dos vueltas
sobre las tablas del porche.
En ese momento, viniendo desde la acera contraria, sonó un disparo y una
bala de rifle se clavó en la fachada de la más cercana casa, pero Len ni
siquiera le prestó atención.
Jim, que venía lanzado, levantó rapidísimamente al sheriff, que aún
rodaba sobre las tablas, y con las dos manos lo empujó como un tronco hasta
hacerlo rodar desde el porche al polvo de la calle.
Justo en ese instante, dos balas de rifle más se clavaron en las tablas del
porche.
Vieron que, en la acera contraria, un tipo con un «Winchester» se
disponía de nuevo a parapetarse tras la baranda, después de haber fallado los
tres disparos que acababa de hacer.
Al ver a aquel individuo, Len y Jim se quedaron con la boca abierta.
El sheriff, que era un tirador de categoría, se revolvió en el suelo, sacó su
«Colt» con un movimiento centelleante e hizo un solo disparo.
El del «Winchester» se quedó tieso, paralizado, y de pronto se empezó a
formar un botón rojo en el centro de su frente.
Lanzó un breve grito y cayó muerto.
Len dijo:
—Bueno, esto le habrá puesto de peor humor, aún. Seguro que nos
encierra.
Pero Jim gruñó:
—No sé por qué me parece que esto también nos ha salido mal.
Acababa de ver la cara radiante del sheriff, al levantarse, se había vuelto
hacia ellos.
—¡Genial! —gritó el representante de la Ley—. Nunca he visto una cosa
tan bien hecha y con tanta rapidez. Su maravillosa decisión me ha salvado la
vida. ¡Pero qué ojo tienen ustedes! ¿Cómo han podido ver que Kastell estaba
parapetado y que iba a acribillarme con su rifle?
Jim quiso reír, pero sólo le salió una risita de conejo.
—¡Huy! Si supiera usted la vista que tenemos, sheriff, se asombraría.
Donde ponemos el ojo, ponemos la plancha.
—Querrá decir la bala.
—Yo sé lo que me digo.
Len, quien no lo consideraba todo perdido, insistió:
—Pero de todos modos, usted tiene motivos para estar enfadado, sheriff:
Le hemos atizado muy fuerte.
—¡Qué cosas tienen ustedes! Lo que más me gusta es su buen humor,
amigos. ¿Creen que, si llegan a empujarme con un dedito, me hubieran
sacado tan velozmente de la línea de tiro? ¡Ni hablar! Hacía falta un sopapo
como el que me han dado, un sopapo que me hiciera rodar por el porche. No
saben ustedes lo traidorzuelo que era Kastell y lo bien que tiraba.
—Pero, verá, sheriff, nosotros…
—Sí, sí, ya sé lo que van a decirme, que no necesitan ninguna
recompensa en metálico porque son ricos. De acuerdo, yo mismo comprendo
que darles dinero sería casi una ofensa.
—Bueno, nosotros no nos ofendemos… —susurró Len—. ¡Si supiera!
Tenemos muy buen carácter.
—La modestia brilla en sus palabras —gritó el sheriff, contento al ver que
la gente iba apiñándose a su alrededor—. No les molestaré con una
recompensa en metálico, que sería lo adecuado para otras personas menos
distinguidas, pero sí les prometo que, ocurra lo que ocurra, ustedes no irán a
la cárcel, mientras permanezcan dentro de los límites de esta ciudad. ¡Es lo
menos que podemos hacer por dos auténticos caballeros!
Len y Jim sintieron que se les secaba la boca.
—Pero, sheriff, esto no es justo. Si nosotros cometemos un delito,
deberíamos pagar por él.
—Es ridículo pensar que personas como ustedes, que ni siquiera llevan
armas, pueden cometer un delito.
—Podríamos… ejem… podríamos entrar, por ejemplo, en el restaurante
de la señorita Rickett, que es el mejor de la ciudad, y después de comer,
negarnos a pagar la cuenta.
El sheriff lanzó una carcajada, que algunos de los testigos corearon
rápidamente.
—¿Que ustedes se negarían a pagar la cuenta? ¡Pero si Julia, la heredera
del hotel donde se hospedan, va asegurando por ahí que a ella han querido
pagarle anticipadamente! No digan tonterías, caballeros, ni hablen de cosas
que no pueden suceder.
—Todo es posible en el este mundo —dijo Jim, con una luz de esperanza
en los ojos.
—¡Pues bien —gritó el sheriff, lanzando otra carcajada—, si cometen un
delito tan idiota como ese del que están hablando, les meto en la cárcel sin
remisión y no vuelven a salir hasta la próxima primavera! ¡Ufff! ¡Qué
absurdo! ¡Pensar que ustedes puedan negarse a pagar una cuenta!
Len, casi con lágrimas de alegría en los ojos, musitó:
—Gracias, sheriff. ¡Qué bonita debe resultar la primavera, después de un
invierno metidos en la cárcel!
—¡Eso no lo sabrán ustedes nunca!
Y lanzando otra carcajada, hizo un alegre saludo con el brazo, antes de
dirigirse a la acera contraria, donde aún estaba el cadáver de Kastell, el que
había intentado asesinarle, sin que nadie le hubiera hecho maldito caso.
El sheriff no podía negar que Denver se estaba convirtiendo en una
ciudad divertida.
CAPÍTULO VII

El hombre que se había presentado en la ciudad como juez Bunsen entró en el


edificio del Banco Ganadero de Denver, y dio una fuerte palmada en la repisa
que había frente a la ventanilla del cajero.
A éste le bailaron los lentes que sostenía sobre su nariz y miró hacia el
recién llegado.
—¿Qué desea? ¡Oh, perdone, juez!
—¿Es que no me reconocía?
—Cualquiera conoce aquí al juez Bunsen, señor. Además, por cierto,
recibimos su carta.
—A propósito de ella quisiera hablar con el director.
—Enseguida, enseguida: ¡Desde luego! Enseguida.
Deshaciéndose en reverencias, el cajero fue hacia una mesa que había al
fondo, y en la cual repasaba un balance un tipo calvo, de unos sesenta años.
Al tipo por poco le crece el pelo de golpe al saber que el que estaba allí era el
mismísimo juez Bunsen.
—¡Caramba! ¿Y a qué espera para hacerle pasar? ¡Dígale que entre
enseguida en mi impresionante despacho, imbécil!
El impresionante despacho consistía en un cuartito donde los dos
hombres tuvieron que entrar casi de costado, porque de lo contrario, se
hubieran tenido que dejar los botones del traje en la puerta.
Eso sí, en la pared del fondo había una monumental caja de caudales cuyo
interior debía ofrecer un magnífico aspecto.
El director del Banco Ganadero cruzó las manos sobre la mesa y dijo a su
visitante:
—Vaya, vaya… ¿Qué le trae por aquí, juez? ¿A qué debemos el honor?
—Ustedes recibieron mi carta.
—¡Oh, por supuesto!
—Voy a instalarme en la ciudad, y eso origina gastos.
—Si lo sabré yo.
—En la carta decía que iba a necesitar un crédito de tres mil dólares y
ustedes me lo concedieron inmediatamente.
—Es un honor. Estamos aquí para lo que usted guste mandar, juez.
—Pues entonces deme un crédito de cuatro mil.
El director del Banco carraspeó y la papada se le movió dos veces, pero al
fin logró sonreír.
—Claro, juez, lo que usted pida. Usted es una persona solvente y
conocida en todas partes.
—Celebro que vea las cosas de este modo.
—¿Y cómo he de verlas? Los directores generales del Banco me
lincharían si supieran que he osado discutir mil dólares a una personalidad
como usted. Todos nuestros fondos están a su disposición. Otra cosa sería si
se tratase de su hermano, el cual me han dicho que tiene la cara más dura que
el parachoques de una locomotora.
—Oh, sí. Es el garbanzo negro de la familia.
—Afortunadamente un tipo así no se atreverá nunca a entrar en un Banco
honrado como éste.
—Desde luego que no.
—Voy a darle sus cuatro mil dólares, juez. ¿Cómo los quiere? ¿En
billetes grandes?
—Desde luego. Una persona de mi categoría no puede andar por ahí con
los bolsillos llenos de billetes pequeños.
El director del Banco extrajo del cajón central de su mesa ocho de
quinientos y luego extendió un recibo que puso a la firma de su visitante.
—Sírvase, señor juez.
Bunsen firmó y luego guardó los billetes. Dirigió una amable sonrisa al
director del Banco.
—Lleva usted un chaleco maravilloso, director. Ese gris floreado le sienta
maravillosamente.
—¿Cómo dice?
—Digo que ese gris floreado le sienta de rechupete. ¿Por qué se extraña?
¿No se lo habían dicho nunca?
—No, porque se da la casualidad de que este chaleco es verde.
Bunsen tragó saliva dos veces.
Luego intentó reír, pero le salió una risa de caballo.
—¡Qué barbaridad! ¿Cómo he podido confundirme en una cosa así? ¡Si
se ve a la legua que ese chaleco es rojo!
Al director del Banco se le movió ahora la papada cuatro o cinco veces
seguidas.
—Se equivoca usted nuevamente. No lo entiendo. Le he dicho ya que este
chaleco es verde.
—¡Verde! ¡Claro que sí! ¡Verde! Es que yo soy un bromista, ¿sabe? Me
gusta de vez en cuando desorientar a la gente con cosas así. En resumen, lo
que he querido decirle es que lleva usted un magnífico chaleco, digno del
elevadísimo cargo que ostenta.
El director runruneó satisfecho.
—Ojalá todo el mundo pensara como usted, juez. Los accionistas de la
compañía no me dan tanta importancia.
—Es que cuando uno tiene un empleado de alta categoría, no se da cuenta
de lo que vale hasta lo que pierde.
—¡Ojalá llegase usted a hablar algún día con el director general, señor
Bunsen!
—No tardaré en hacerlo, amigo mío, y entonces le pondré a usted, con
muchísimo gusto, en el lugar que merece.
—Le quedo muy agradecido, señor juez. Y ya sabe que estoy a su entera
disposición.
—Tomo buena nota de ello, señor director. Si mis gastos de instalación
en esta carísima ciudad de Denver resultan muy elevados, tendré mucho
gusto en solicitar de usted una nueva ampliación del préstamo.
—Y yo se lo concederé con muchísimo gusto. También, siempre que me
lo confirme el Consejo de Administración.
Ahora al que se le torció la boca fue a Bunsen, pero logró disimularlo
muy bien.
—Hasta pronto, señor director.
—Hasta pronto, señor juez. Pero, antes de marcharse, fírmeme, por favor,
este otro recibo. Acredita la cantidad que usted se lleva para el conforme de
caja.
—Con mucho gusto.
Bunsen estampó su firma, se aseguró bien de que llevaba el dinero en sus
bolsillos y salió del despacho pomposamente, como si acabaran de nombrarle
presidente de los Estados Unidos.
Fue al hotel y se instaló, pidiendo que le dieran la mejor habitación. Hasta
aquel momento había ocupado una pieza muy modesta en el propio edificio
del Juzgado, anexo a las instalaciones de la cárcel.
El hotelero tembló al ver a aquel tipo que había impuesto ya tantas penas
de muerte.
—Le daremos lo que usted desee, señor. Como si quiere todo el piso para
usted solo.
—Todo llegará, pero de momento me conformo con ser tratado a cuerpo
de rey.
—En tal caso, el señor quedará satisfecho. Pondremos el máximo interés
en servirle. ¿Quiere, por favor, subir al primer piso e instalarse en la
habitación de cortinas rojas?
Bunsen dijo que sí, pero lo primero que hizo fue meterse en una
habitación que tenía las cortinas verdes.
Dentro había una señora que se estaba desnudando, y el recién venido
tuvo que emprender una hábil retirada estratégica, perseguido por corsés de
ballenas, zapatos y otros objetos contundentes.
Al fin logró encontrar la habitación.
Se quitó la levita, probó la cama, y al notarla tan blanda y tan ancha, se
quedó dormido como un niño.
Soñó con que el director del Banco le nombraba cajero y le daba plena
libertad de acción en la caja fuerte.
Fue un sueño delicioso.
Desde un edificio cercano al hotel, situado casi exactamente frente al
mismo, tres hombres habían sido testigos de la llegada de Bunsen.
Aquellos hombres tenían tres nombres bien sencillos y fáciles de
recordar.
Jeremy.
Fulton.
York.
Los tres llevaban sus camisas de un color indefinible, sus pantalones
tejanos y sus sudados sombreros. Fuera de los sombreros, las demás prendas
estaban limpias, porque ellos mismos las habían lavado en el río aquella
mañana, secándolas rápidamente sobre unos matorrales, gracias al sol que
aquel día pesaba sobre las cercanías de la capital.
Momentáneamente se habían instalado en el piso superior de un almacén
que ocupaba un lugar privilegiado en la calle Principal de Denver. La parte
baja de aquel almacén estaba ocupada eternamente por cajones de
mercancías, y en ella había bastante movimiento. En cambio, la planta
superior sólo era empleada para guardar envases vacíos, y casi nadie entraba
nunca en ella. Era muy fácil ocultarse allí, y los tres pistoleros aprovechaban
el local para pasar las noches. Al amanecer saltaban por una ventana
empleada en la descarga de mercancías y merodeaban con sus caballos por la
comarca, siempre cerca del rancho de Katty Farrell. Alimentos los había a
montones en la planta inferior, y sólo necesitaban sacar algunas pequeñas
cantidades cada noche.
La situación hubiera podido prolongarse mucho tiempo, y los tres
hombres se sentían seguros allí. Pero por nada del mundo pensaban pasarse
ocultos en Denver toda la vida.
Jeremy gruñó:
—¿Habéis visto al juez?
En realidad era eso lo único que les preocupaba: La presencia en la
ciudad de un tipo tan implacable como el juez Bunsen.
—Sí —dijo Fulton—. Ha entrado en la ciudad como si fuera el rey, o
poco menos.
—¿Creéis que ese tipo condena a muerte a tanta gente como dicen?
—Tiene pinta de no detenerse ante nada.
—Tenemos mala suerte —gruñó York—, pero lo peor es lo que ha
ocurrido con el sheriff. Ahora podría estar muerto, y la ciudad prácticamente
no tendría Ley.
—Te refieres a lo de ese imbécil que quería apiolarle con su rifle,
¿verdad?
—Justo. Yo le conocía. Se llamaba Kastell.
—Estaba a matar con el sheriff porque éste le había tenido encerrado
varios meses.
—Pudo haberle liquidado. ¡Y aquellos dos tipos lo han impedido! ¡Nunca
he visto a dos fulanos moverse tan perfectamente para salvar a otro!
—Pues a mí —dijo Jeremy— me ha dado la sensación de que también
iban a cargarse al sheriff.
—¡No digas tonterías! ¡Le han salvado!
—Que lo han salvado, sea por la causa que fuere, es evidente. Y ahora
nuestra situación se ha complicado un poco.
—¿Por qué?
—La llegada del juez Bunsen ha reforzado la posición de la Ley —
recapituló Jeremy—. Al decir eso, quiero significar que una mujer como
Katty Farrell, que hasta hace poco debía sentirse desamparada, se sentirá
ahora mucho más segura. Nuestro trabajo será ahora más difícil y para
simplificarlo, propongo que hagamos dos cosas.
—¿Qué cosas? —preguntaron los otros.
—La primera, no llamar tanto la atención con unas ropas como las
nuestras, que conoce ya todo el mundo, y la segunda, preparar un atentado en
regla contra el juez Bunsen. Disponiendo de esta ventana y de buenos
revólveres, no será difícil.
—¿Cómo vamos a desprendernos de nuestras ropas? —preguntó Fulton.
Jeremy señaló el suelo, queriendo significar que lo que iba a decir se
refería al piso inferior.
—He descubierto abajo un pequeño armario —dijo.
—¿Un armario de qué?
—De ropa. Por lo visto, los dueños del almacén guardan trajes ahí abajo,
quizá para vestir de otro modo cuando se van de matute a echar una cana al
aire, sin que sus mujeres lo sepan. Hay al menos cinco trajes, pero tres de
ellos nos vienen bien.
—¿Crees que con eso correremos menos peligros mientras estemos en
Denver?
—Estoy seguro.
—Pues entonces, al anochecer nos cambiaremos —decidió Fulton—. Nos
convertiremos en unos caballeros por todo lo alto.
Siguieron observando por la ventana, pero ya el juez no volvió a salir del
hotel.
Ellos ignoraban que estaba soñando con los billetes guardados en la caja
fuerte.

En aquel momento, otros dos hombres deambulaban preocupados por la


ciudad, sin saber qué decisión tomar.
No hace falta gastar demasiado papel para presentarlos de nuevo. Eran
Len y Jim, los dos caballeros ricachones con menos dinero que un mendigo
de las montañas Rocosas.
Precisamente Jim, con las manos en los bolsillos, estaba sumido en las
más amargas reflexiones.
—Esto no tiene remedio —decía.
—¿Por qué no buscamos empleo en un rancho?
—¿Y crees que en un rancho se puede trabajar sin tener experiencia?
¿Qué sabes tú de eso?
—Podemos aprender…
Jim pareció reconsiderar la cuestión.
Había pensado en ello muchas veces, pero siempre se encontraba en el
mismo obstáculo.
—No podemos pedir trabajo yendo vestidos de esta manera —decidió.
—¿Y por qué no compramos ropas sencillas?
—¿Con qué dinero?
—Podríamos pedir un préstamo a Julia, la hija del hotelero.
—¿Después de haber abonado ya nuestra cuenta? Ni lo pienses. Ello sería
como vivir de las mujeres, aparte de que ella ya empieza a ser un loro.
Siguieron caminando durante unos momentos, hasta que Len decidió,
haciendo un ampuloso gesto:
—Ya sé.
—¿Qué es lo que sabes, bendito de Dios?
—Podemos conseguir ropas más sencillas, y hacer que nos admitan en un
rancho, yendo a un determinado sitio.
—A una tienda para robarla, ¿no?
—No. Ya te enseñaré. Vamos.
Caminaron por la calle Principal, que poco antes había sido testigo de su
sensacional hazaña, al salvar al sheriff, y se detuvieron cerca del hotel.
Len señaló con el mentón, muy discretamente, el edificio que había casi
enfrente.
—¿Ves ese almacén?
—Sí. ¿Y qué?
—Seguro que los que hacen carga y descarga tienen ahí dentro ropa de
trabajo.
—¿Y la dejarán por la noche?
—Estoy convencido de ello.
—Entonces…
—Todo lo que tenemos que hacer, es entrar ahí y ponérnosla. Luego nos
presentaremos en un rancho que no esté ni muy cerca ni muy lejos, y nos
toman por unos vaqueros consumados.
—Pero esa gente se quedará sin ropa…
—Les dejaremos la nuestra. ¿Crees que saldrán perdiendo con el cambio?
—Realmente, es una solución bastante aceptable…
—Entonces, entramos al anochecer.
—Decidido.
Y cuando iban a alejarse de allí para no levantar sospechas, una voz dijo a
sus espalas:
—Oigan, amigos.
Los dos se volvieron a la vez, como un solo hombre.
CAPÍTULO VIII

Caso de tener revólveres, los hubieran sacado, porque aquella voz había
sonado de un modo muy poco tranquilizador, pero ni Len ni Jim disponían de
armas.
Al volverse, se encontraron con un tipo alto, más bien delgado, fuerte y
joven, pero con una cara de asesino que tumbaba de espaldas.
Lo curioso era que no tenía una cara patibularia, sino más bien elegante.
Pero la frialdad de sus ojos llegaba a helar la sangre en las venas de quien los
miraba mucho rato.
Jim se dio cuenta de que aquel tipo iba bien vestido y no llevaba armas
visibles, lo cual le tranquilizó.
—¿Qué quiere?
—Me he dirigido a ustedes porque son las únicas personas decentemente
vestidas que he visto en la calle Principal de esta cochina ciudad.
—Se nota que es usted un hombre de gusto.
—Deseo hablar con ustedes. ¿Quieren que entremos en ese saloon?
—No tenemos costumbre de beber con desconocidos… ni invitarles —se
apresuró a decir Len.
—Yo no soy un desconocido, o al menos no pienso serlo dentro de unos
minutos. ¿Qué inconveniente hay en que les invite a un trago?
—Uno —dijo Jim.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Que no bebemos sin comer antes algo. Nos sienta mal.
—Muy bien, en ese caso, les invitaré a comer algo. Tiene gracia. Son
ustedes un par de millonarios y hablan como si fuesen unos muertos de
hambre.
—Es que uno, en la vida, se lleva cada sorpresa que es como para caer
sentado —sentenció Jim.
—Bueno, pues pasemos, si no tienen inconveniente.
Los tres se adentraron en el saloon, donde imperaba un ambiente
magnífico, es decir, la gente bebía —y algunos comían— a más y mejor.
—¿Qué quieren ustedes?
—Dos buenas chuletas y dos buenas jarras de cerveza.
—¡Caray!
—Naturalmente, luego le invitaremos a usted —dijo Jim, temblando—.
Esto es sólo para entrar en ambiente.
—No, no… Tengo mucho gusto en ser yo el que pague, puesto que al fin
y al cabo voy a pedirles un favor. Se ve de sobras que son millonarios.
—En efecto —dijo Len, disciplente—, y nuestro tiempo es precioso.
Usted dirá…
—Necesito que me ayuden.
—¿A qué?
El desconocido no pudo decirlo, porque en aquel momento se presentó el
mozo y encargaron lo que deseaban.
Después de alejarse el mozo, los tres se inclinaron sobre la mesa, como
unos conspiradores.
—Creo que sólo en ustedes puedo confiar —cuchicheó el desconocido—.
Se nota a la legua que son unos caballeros.
—Desde luego. Tiene usted vista.
—Estoy en un apuro.
—¿Sí?
—Sólo unas personas sensatas y educadas como ustedes podrían
escucharme. Sé que si voy al sheriff no me creerá, y es muy capaz de
meterme en la cárcel.
—¿Por qué?
—Hay alguien en la ciudad que dice que soy yo.
—¡Caramba!
—¿Me han entendido?
—Ni jota.
—Sencillamente, tengo un hermano que tiene la cara más dura que los
huesos de un bisonte, y se ha presentado aquí diciendo que soy yo y
ocupando mi puesto. Ya ha hecho incluso una estafa al Banco, según acabo
de saber. ¡Y las que hará!
—¿Qué podemos hacer nosotros?
—Orientarme sobre cómo es la gente de esta ciudad y prepararme, en
todo caso, una entrevista con el sheriff.
—¿Pero, por qué? ¿Qué hemos de decir a ese fulano de la estrella?
¿Quién es usted?
Y el desconocido, inflando el pecho, declaró:
—Soy el auténtico juez Bunsen.
CAPÍTULO IX

Lo mismo Len que Jim quedaron un momento sin respiración, ante aquella
declaración inesperada, pero al fin Len pensó que, si ellos eran unos
embusteros, también podía serlo el tipo a quien tenían delante.
—¿Cómo sabremos que dice la verdad? —Gruñó—. ¿Cómo sabremos
que usted es verdaderamente el juez Bunsen?
—Llevo documentos.
Y puso sobre la mesa un nombramiento en papel sellado que acababa de
extraer de uno de sus bolsillos.
—Ese documento podría ser falso.
—¿Y mi cara? ¿También mi cara es falsa? ¿No basta mirarme para darse
cuenta de que soy un tipo con una mala uva que corta la respiración?
Len y Jim le miraron.
Y se dieron cuenta de que sí, de que si aquel tipo no había matado a
media humanidad, le faltaba muy poco.
—¿De modo que es el juez Bunsen? —preguntaron a la vez, un poco
temblorosos, porque pensaron que a lo mejor aquel tipo los condena a muerte
por no pagar el hotel.
—¡Justo! Acertaron.
—¿Y qué es lo que pretende?
—Desenmascarar al granuja de mi hermano, porque si no lo hago a
tiempo se va a meter en el bolsillo a media ciudad de Denver. Saqueará el
Banco, los almacenes y hasta los cepillos de limosnas de la iglesia.
—¿Y por qué no lo desenmascara de una vez? ¿Por qué no se presenta al
sheriff y le cuenta lo mismo que nos ha contado a nosotros?
—Porque mi hermano es un comediante de primera categoría, y el sheriff
es capaz de creerle a él y no a mí. Ya ven que mi nombramiento no lleva a
ninguna clase de retrato. En este caso yo iría a parar a la cárcel y mi propio
hermano sería capaz de condenarme a ocho años.
—¡Diantre! No diremos que no lo tenga bien merecido, en cierto modo.
¿Y qué piensa hacer?
—Ustedes me parecen los únicos caballeros que hay en esta maldita
ciudad.
—Eso ya nos lo ha dicho, aunque no sabe hasta qué punto ha metido la
pata, amigo. Bueno, ¿y qué?
—Quiero que me den alojamiento en su casa mientras me preparan una
entrevista con el sheriff, tanteando su opinión, para que yo me presente ante
él con menos riesgos. Mientras tanto, yo vigilaré al sinvergüenza de mi
hermano, que por cierto se ha alojado en el hotel dándose más importancia
que si fuera el presidente de los Estados Unidos.
Hizo una pausa y añadió:
—¿Cuál es su residencia, señores?
—¿Nuestra quéee…?
—Su palacio, su mansión… Quiero decir el lugar distinguido y señorial
en donde habitan.
Jim sintió que unas gotas de sudor helado empezaban a resbalar por su
frente. No se podía gastar bromas con un tipo como Bunsen, aunque de
momento estuviera en un apuro.
De pronto Len tuvo una inspiración. Señaló el almacén que se distinguía
desde las ventanas del saloon.
—Vivimos ahí, en el piso superior.
—¿En un almacén?
—Oh, por supuesto. El almacén es nuestro, y habitamos en el piso
superior, mientras nos adornan nuestra suntuosa mansión. Los pintores los
hemos hecho venir de Nueva York, los tapiceros de San Francisco, y hasta ha
llegado un fontanero de Filadelfia.
Bunsen se quedó boquiabierto.
—¿Tendrían inconveniente en que yo viviese con ustedes solo un par de
días, señores? —preguntó tímidamente.
—Oh, ninguno, salvo que…
—¿Qué?
Len había calculado que, si ahora ayudaban al juez, éste les ayudaría más
tarde, cuando se descubriese todo el pastel que habían estado armando con
sus deudas. Por eso dijo:
—Tendremos que vestir de otro modo, juez. Más sencillamente. Van a
venir a vernos dentro de un par de días unas señoritas.
—¿Sí?
—Probablemente nos casaremos con ellas.
—¿Sí? Vaya, lo siento. Digo… Les felicito.
—Como es natural, no queremos que se casen con nosotros sólo porque
somos millonarios.
—Deben querernos por nosotros mismos, deben creer que somos pobres
—dijo Jim, que ya empezaba a darse cuenta del juego de su compañero.
—Y por tanto, nos vestiremos muy sencillamente.
—Estoy de acuerdo —dijo el juez—. Me parece una excelente idea.
En aquel momento vieron por la ventana que los empleados del almacén
daban por terminado su trabajo y que sólo quedaba guardándolo un viejo
borrachín, que muchas veces no sabía si estaba en un almacén o a bordo de
un barco de cabotaje.
—Vamos —decidió Len.
Entraron en el almacén, en compañía del juez, dándose importancia.
Como iban tan bien vestidos y además el borrachín había oído hablar que
eran gente rica de la ciudad, no sólo les dejó pasar, sino que además les hizo
una reverencia.
Debió pensar que iban a comprar el almacén y a él le nombrarían jefe de
personal.
Acto seguido se largó del saloon a celebrarlo.
Los tres amigos, pues ya se les podía llamar así, subieron al piso superior,
donde, cosa que de ningún modo esperaban, encontraron en el suelo tres
jergones de paja.
¡Y tres equipos completos de vaquero, limpios y en buen uso!
Len farfulló al oído de Jim:
—¿Pero… pero quién habrá dejado eso ahí?
—Nuestra hada madrina.
—No digas animaladas, hombre.
—Bueno, las haya dejado quien las haya dejado, estas ropas están ahí y
nos vienen que ni pintadas. Nos las ponemos y mañana mismo podemos
buscar trabajo en un rancho.
El juez miró de reojo aquellas prendas.
—¿Yo también tengo que ponerme eso?
—Como usted quiera. No está obligado.
—Yo hago lo que mis amigos hacen. Si ustedes se visten de vaquero, yo
me visto de vaquero. Si se visten de vaca, yo me visto de vaca.
—Así se habla, amigo. Vamos a probarnos esto.
Las prendas les iban bien, porque debían corresponder a tres tipos (ellos
aún no sabían quiénes eran) que tenían sus mismas medidas. Incluso Len
observó:
—Tiene gracia. Somos dos rubios y uno moreno.
—Cierto. ¡Formamos un magnífico trío! —rió el juez, a quien la situación
debía parecerle divertidísima—. ¡Salgamos a la calle!
Salieron, y apenas habían puesto el pie en las tablas del porche… ¡cuando
el mundo entero pareció desplomarse sobre sus cabezas!
CAPÍTULO X

El sheriff acababa de ver a aquellos tres tipos saliendo del almacén más
importante de la calle Principal.
En el primer momento pensó que sufría una alucinación.
Luego estuvo a punto de lanzar un grito.
¡Iba a convertirse del golpe en el sheriff más famoso de todo Colorado!
Ni siquiera se dio cuenta de que aquellos tres tipos no llevaban armas.
¡Eran tres asesinos y estaban paseándose tranquilamente por las calles de su
propia ciudad!
O ajustaban cuentas ahora, o no las ajustarían nunca.
Se puso a lanzar plomo como un torbellino, pero como estaba tan
nervioso, por poco envía al valle de Josafat a siete señoras que iban a visitar
en procesión al pastor de almas. Otro plomo entró en la barbería y cortó
cabellos a un cliente, antes de que el barbero hubiese podido mover las
tijeras.
Los tres tipos que el sheriff tenía enfrente, se movieron con velocidad de
gamos. Ni uno solo estuvo en su sitio más de un par de segundos.
El juez atravesó la calle como un bólido, y entró en el hotel por una de las
ventanas.
Jim saltó hacia atrás y entró en la barbería, quedando sentado en las
rodillas de un cliente.
Len atravesó también la calle como un bólido, mientras el plomo aullaba
a su alrededor, y entró por la puerta de la única casa de modas que había en la
ciudad de Denver.
Aterrizó a los pies de una chica que estaba probándose un nuevo modelo
de corsé recién llegado de Baltimore.
La chica le atizó un puntapié con su zapato de alto tacón, pero Len ni
llegó a enterarse.
El panorama era tan interesante, que no se hubiera dado cuenta ni aun en
el caso de venírsele encima una locomotora.
La chica bramó:
—¿Qué hace aquí, sinvergüenza?
—Permita que me presente. Me llamo Len.
—¡Y yo me llamo Katty Farrell!
—Diablos, la del rancho.
—¿Qué rancho?
—He oído decir que tres individuos desalmados pretenden arrebatárselo.
¡Qué equivocados están, los pobres!
—¡Cierto! ¡No me lo arrebatarán nunca! ¡Están muy equivocados!
—No lo digo por eso.
—¿Por qué lo dice, entonces?
—Porque hace falta ser un rato imbécil para querer llevarse un rancho y
no querer llevarse a la ranchera.
Katty Farrell le atizó otro taconazo que por poco deja tuerto a Len.
Y eso sí que supo mal al muchacho. Porque para ver lo que estaba viendo
necesitaba los dos ojos.
—Cuente con mi protección, señorita Farrell.
—¡Y usted cuente con…!
Iba a propinarle un nuevo punterazo, éste al otro ojo, pero en aquel
momento se interrumpió porque acababa de entrar en el saloncito una
segunda muchacha.
Ésta también llevaba encima un corsé última creación y poca cosa más.
—¿Qué te parece, Katty? —empezó a decir.
De pronto lanzó un gritito y fue a alejarse, pero no pudo.
Alguien embistió con la cabeza contra la puerta e hizo saltar lo poco que
de ésta quedaba. Aquel alguien era Jim, a quien seguía persiguiendo un
huracán de plomo.
—¡Muchacho, estaba en la barbería, pero por poco me afeitan en seco!
¡Eh! ¿Qué es esto?
Acababa de ver a las dos mujeres y no podía creer que dos beldades
semejantes se pudieran encontrar allí, en el Oeste central, donde el único
artículo que las mujeres empleaban para embellecerse, era la pólvora.
De pronto, Katty gritó:
—¡Vamos, June!
Y la otra aulló:
—¡Vamos, Katty!
Las dos muchachas desaparecieron como una exhalación. Vistas y no
vistas. Jim y Len se quedaron boquiabiertos.
—¡Di… diablos!
En aquel momento un huracán de plomo penetró en la tienda, que era a la
vez casa de modas y corsetería, haciendo polvo los cristales. Los dos amigos
no encontraron sistema mejor que salir volando por el mismo sitio por donde
habían salido las muchachas.
Encontraron una ventana y saltaron por ella.
Sus pies se hundieron en la tierra blanda de un pequeño prado donde
había un pozo, una valla y un vejete que cargaba una pipa.
—¿Has visto a dos chicas, abuelo?
—Ujú.
—¿Y por dónde se han ido?
—Yo les he dicho que fueran a mí casa, pero por poco me rompen la
crisma. Una de ellas era Katty Farrell.
—¿Y qué?
—Tiene mucho carácter. Es una mujer que nunca se da por vencida. Le
juro que es la primera vez que la veo escapar.
—¿Y la otra chica? ¿Quién es la otra chica?
—Se llama June. Es nueva en la población.
—Pues yo creo que deberían haber declarado festivo el día en que llegó.
Bueno, iremos al rancho de Katty Farrell, ya que las cosas se han puesto de
esta manera. Ella no se negará a escucharnos, y a lo mejor hasta nos ayuda.
—Sí, yo creo que un buen puntapié nadie se lo quita, amigos —dijo el
vejete.
—¿Y esa June? ¿Por qué está aquí?
—La trajo un agente de la Pinkerton llamado Dick.
—¡Vaya! ¡Qué suerte tiene el tal Dick!
—No lo crea. A ella la persiguen unos fulanos llamados Randall. Ahora
son dos. La chica les parece guapa y piensan decírselo de cerca.
—¿Y Dick la ha tomado bajo su protección?
—Dick y Katty Farrell, puesto que la chica está viviendo en su rancho.
Dick, el de la Agencia Pinkerton, tiene por misión proteger a las dos, contra
los Randall y contra esos tres jinetes asesinos que han venido del Norte.
—Sí, también he oído hablar de esos tres jinetes —musitó Len.
Pero ni por asomo se le ocurrió pensar que, después del cambio de ropas,
pudieran haberles confundido con ellos.
A todo esto, el tiroteo seguía en la calle Principal. El sheriff debía creer
que la guerra entre el Norte y el Sur había estallado nuevamente.
—Vamos al rancho de Katty Farrell —decidió Jim.
Salieron a toda prisa y en las afueras de la población se encontraron con
el juez Bunsen, que también iba disparado con la velocidad de un obús.
—¿Qué ha pasado, muchachos? ¿Por qué nos bombardean?
—Lo primero que hay que saber es quién lo hace. Yo no he visto nada. Al
primer fogonazo me ha lanzado de cabeza contra lo que tenía más cerca.
—¡El que nos tiroteaba es el sheriff! —bramó Bunsen.
—¡No puede ser!
—¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡Y creo adivinar por qué lo hace!
—¿Por qué?
—¡Mi hermano debe haberle dado la orden de que nos cace vivos o
muertos! ¡Todo es culpa mía! ¡Yo les he comprometido a ustedes,
muchachos!
—Esto habrá que aclararlo —dijo Jim—, pero no ahora. Ahora
buscaremos pasar la noche en un sitio seguro.
—¿Cuál?
—El rancho de Katty Farrell.
—No sé quién es —gruñó el juez—, pero su nombre me gusta. ¡Vamos
allá!
Y los tres salieron disparados, corriendo como gamos, siguiendo una
senda, que por las huellas que presentaba, debía llevar al rancho más
importante de la comarca, que no era otro que el de Katty.
Estaban bien lejos de imaginar que allí les aguardaba otra violenta
sorpresa.

Katty y June habían saltado sobre el tílburi de la primera, que se hallaba


estacionado en el recodo de la calle Principal. Para llegar hasta él no tuvieron
que tropezarse con nadie, pues pudieron seguir por la línea irregular que
formaban las partes posteriores de las casas.
Una vez allí, se pusieron sobre las rodillas las mantas de viaje que
siempre iban debajo del asiento del carruaje.
Katty excitó al caballo.
—¡Hala, «León», hala! ¡Aprisa!
La verdad era que no entendía aún lo sucedido, e instintivamente sentía
que el único sitio donde iba a encontrarse tranquila era en su propio rancho.
Pero cuando llegaron a sus inmediaciones, notó inmediatamente algo
extraño.
No se veía a nadie.
—¿Han salido los hombres para el rodeo? —preguntó June.
—Sí, pero debían haber quedado aquí, al menos, un par de ellos. No
comprendo cómo no se ve a nadie; hay orden de que, siempre que se acerque
alguien al rancho, sea quien fuere, salga a recibirle un vigilante con un rifle.
A pesar de estas palabras de Katty, la soledad y el silencio seguían siendo
absolutos.
—Algo me dice que deberíamos volver grupas —suspiró Katty—. Algo
me está aconsejando que vayamos a pedir ayuda a Denver…
—¿Vestidas así? —musitó June.
No, no podían volver a Denver vestidas poco más que con un corsé.
Aquellos dos imbéciles las habían sorprendido en el peor momento. Una
mujer desnuda está más desamparada que un hombre sin armas en medio de
una jauría de tigres, y ambas lo sabían.
No les quedaba más remedio que seguir adelante.
Dominadas por un sentimiento aprensivo que no querían confesar en voz
alta, las dos mujeres se apearon del carruaje junto a la gran puerta de las
cuadras. Tampoco se veía a nadie por allí.
June susurró:
—¿Y Dick? ¿No tenía que estar aquí Dick, ese detective de la agencia
Pinkerton?
—Desde luego… No comprendo para qué puede haberse ido. Después de
su herida estaba aquí para reposar. No puede llegar demasiado lejos…
Pero Dick, el detective que Katty había contratado para defender su
rancho y detener a sus enemigos, si era posible, no se había ido.
Por el contrario, estaba allí. Se había quedado allí para siempre.
Las dos muchachas lo vieron junto a la puerta de la cuadra, con las manos
crispadas a la altura del corazón, sobre una intensa mancha roja que
empapaba su camisa.
La sangre ya había dejado de brotar. Hacía al menos media hora que Dick
estaba muerto.
June ahogó un grito, llevándose ambas manos a la boca, mientras Katty
sentía que sus rodillas le fallaban y su rostro se volvía pálido como la cera.
Justamente aquel día, al estar sus hombres ocupados con el rodeo, no
quedaba nadie en el rancho. Y los salteadores fuesen quienes fueran, habían
sabido aprovechar aquella circunstancia.
Claro que Katty ya se imaginaba quiénes podían ser.
Por eso no se sorprendió al ver aparecer a aquellos hombres, por el
recodo del edificio principal del rancho.
Los tres jinetes del Norte vestían ahora elegantemente, como unos
auténticos caballeros, y llevaban revólveres en sus manos. Pero no fue eso lo
que más inquietó a Katty y a June.
Lo que las horrorizó fue que ahora ya no se trataba de tres, sino de cinco
hombres.
Porque los dos hermanos Randall se habían unido a ellos. Los dos
hermanos que jamás perdonaban a una mujer cuando la deseaban de verdad.
CAPÍTULO XI

¡Y ahora estaban solas en un rancho poblado únicamente por un puñado de


muertos! ¡Ahora no podían escapar!
June vio que las miradas de los Randall sólo se dirigían a ella, olvidando
por completo a Katty.
Jamás aquellos sádicos la habían visto tan hermosa. Jamás habían llegado
a soñar, en sus negros delirios, que la muchacha llegaría a aparecer ante ellos
tan bonita y tan deseable.
Aquellos delicados corsés no eran precisamente lo más adecuado para
calmar los instintos de los tipos que ahora tenían enfrente, y las muchachas se
dieron cuenta de ello.
Intentaron dar media vuelta y correr, pero ya era demasiado tarde.
¡Nunca podrían llegar hasta el tílburi que estaba junto a las cuadras!
¡Nunca podrían conseguir que el caballo arrancase antes de que aquellos
asesinos lo llenaran de plomo!
Los Randall lanzaron a la vez una carcajada.
Se movían como un solo hombre, como un solo muñeco mecánico…
¡construido para aniquilar y para matar!
Antes de que June se diera cuenta, ya la estaban abrazando. ¡Y sentía
sobre su piel el aliento miserable de sus bocas!
En cuanto a los tres jinetes llegados del Norte, no se habían movido
apenas.
Sus rostros seguían indescifrables, sus revólveres seguían apuntando a
Katty Farrell.
Fue Jeremy el único que abrió los labios para decir:
—Hemos dado buenos golpes a lo largo de nuestra vida, pero jamás
habíamos conseguido apoderarnos de un rancho entero. Esto nos va a
permitir retirarnos, Katty Farrell. Pero antes te retirarás tú, preciosa…
Los revólveres de los tres hombres se alzaron suavemente y a la vez,
como movidos por una sola mano.

El falso juez Bunsen, o sea el cara de piedra de su hermano, había


decidido ir a la cárcel, después de echarse en el hotel una magnífica siesta.
En la cárcel estaba el sheriff quien engrasaba rabiosamente su revólver.
Tenía cara de perro que se ha comido su propio collar, confundiéndolo con
una longaniza.
—¿Qué le pasa, sheriff?
—¿Qué me va a pasar? Que he tenido a tiro de revólver a esos tres
malditos jinetes del Norte y se me han escapado no sé todavía por dónde.
¿Pero por qué pregunta eso? ¿Quién es usted?
—Soy el juez Bunsen.
Al sheriff se le cayó el revólver al suelo, y allí se le disparó. Pero a pesar
de que un plomo se le llevó la mitad de la espuela, él no se dio cuenta.
Sus ojos miraban atónitos a aquel que tenía fama de ser el juez más
severo de todo el Oeste.
—Ca… caramba —gruñó.
—Quisiera ver a los presos.
—No me diga…
—Es ésa la obligación de un juez, ¿no?
—Bueno… ¡ejem! Le advierto que ninguno de ellos merece la condena a
muerte.
—Hum, hum… Ya lo veremos —dijo el falso juez con expresión adusta
—. Ya sabe que algunos delitos pueden juzgarse en este territorio sin
necesidad de jurado, ¿verdad?
—Bue… Bueno… Pero le advierto que no tengo aquí ninguna soga, juez.
Sintiéndolo mucho, no creo que pueda ahorcar a nadie.
—Eso se arregla fácilmente. ¡Se puede hacer una cuerda para ahorcar
incluso con una sábana!
Después de tan caritativa frase, el falso juez Bunsen abrió la puerta que
comunicaba con el departamento de las celdas y se encaró con los tres tipos
que estaban encerrados en ellas.
Los tres eran cuatreros, de modo que podían ser colgados sin grandes
requisitos. Eso lo sabía el sheriff, quien entró tras el juez arrastrando las botas
y sintiendo que la camisa no le tocaba la piel.
—¡Soy el juez Bunsen! —clamó, de buenas a primeras, el recién venido.
Los tres presos dieron a la vez un brinco.
—¡Yo quiero confesarme! —aulló el primero.
—¡Antes de que me cuelguen, tengo derecho a una última cena con
champaña y un cigarro habano! —gritó el segundo.
El tercero farfulló:
—¡Yo quiero escribir a mí madre una última carta!
El sheriff abrió los brazos con gestos de desaliento.
—¡Hijos míos, no puedo hacer nada por vosotros! ¡Ya veis quién acaba
de llegar a Den ver!
El falso juez Bunsen hizo un gesto como si se atusara un bigote que no
tenía.
—Vamos a ver, vamos a ver… —contempló al primero—. ¿Tú de qué
estás acusado, pedazo de carcamal?
—De robar caballos.
—¿Para qué?
—Para comérmelos si le parece, so bestia.
—Muy bien… ¡Asunto juzgado! —Se volvió hacia el segundo—. ¿Y tú?
—Yo he robado más manadas de carneros que muertos tiene usted sobre
su conciencia, juez.
—Pues entonces vas listo. De modo que confiesas tu delito, ¿eh? Vamos
a ver… ¿y tú? —Se volvió hacia el tercero—. ¿Por qué estás tú aquí,
angelito?
—Yo ayudaba a mí compañero.
—¿Al de los caballos o al de los carneros?
—Al de los carneros.
—Bueno, entonces es diferente. Los carneros son más pequeños y por lo
tanto, el delito es menor. ¿Queréis que os defienda un abogado o puedo dictar
ya sentencia?
—¿Para qué queremos un abogado, si nos va a condenar igual?
—Claro, claro… Veo que sois unos chicos razonables. Entonces vamos
allá. Quedáis condenados a…
Los tres presos contuvieron la respiración. El sheriff sentía que se le había
secado la saliva en la boca.
—… ¡Quedáis condenados a salir volando de la población! —gritó el
falso juez Bunsen—. ¡Ábrales enseguida la puerta, sheriff! ¡Y págueles
pasaje en la diligencia, no sea que a esos buenos muchachos se les ocurra
robar un caballo para largarse antes!
El sheriff tenía la boca abierta.
Se sentía tan asombrado, que en lugar de meter la llave por la cerradura,
por poco la mete por el ojo izquierdo de uno de los presos.
Cuando éstos salieron, juraron que votarían la candidatura del juez
Bunsen en las próximas elecciones para la presidencia de los Estados Unidos.
Pero se largaron volando de allí, no fuese que aquel tipo se arrepintiese.
Cuando el falso juez y el atolondrado sheriff quedaron solos, el de la
estrella farfulló:
—¿Usted es el terrible juez?
—No lo sabe bien, amigo. Mi severidad no tiene límites. Pienso cargarme
a media ciudad de Denver.
—¿Pues por qué no empieza por los tres jinetes del Norte?
—¿Tres jinetes del Norte? ¿Dónde están?
—Hace muy poco se encontraban en la población. Por poco los liquido
con mi infalible puntería.
—¿Y dónde cree que puedo encontrarlos ahora? ¡Ya tengo ganas de hacer
ahorcar a alguien!
—Pues… —el sheriff se dio una palmada en la frente—. ¡Diablos, se me
tenía que haber ocurrido antes! ¡Seguro que han ido al rancho de Katty
Farrell! ¡Querían eliminarla y apoderarse de sus tierras! ¡El mejor golpe que
esos tipos habrían dado en su vida!
—¿Pero cómo se concibe que alguien pueda apoderarse por las buenas de
un rancho en una ciudad como Denver?
—Pues, ¡muy sencillo! ¡Estoy seguro de que, antes de liquidarla, harán
firmar a Katty un documento de venta que luego nadie se atreverá a discutir!
¡Y por eso contrató a un polizonte de la Agencia Pinkerton llamado Dick!
El falso juez Bunsen se rascó parsimoniosamente la nariz, lo cual era en
él síntoma de que estaba muy pensativo.
Se iba dando cuenta de que quizá, si se presentaba en rancho Farrell y
decía a Katty que él iba a ofrecerle toda la protección de la Ley, a lo mejor
sacaba una tajada de dos o tres mil dólares.
Y ésa era una oportunidad que él no estaba dispuesto a perder. De modo
que le quitó el revólver al sheriff, se lo puso entre la camisa y el pantalón y
gritó, como si fuese a dirigir una carga de caballería:
—¡Adelante…!
—¿Voy con usted? —preguntó el de la estrella, quien aún no sabía qué
infiernos pensar.
—No, amigo, voy solo —dijo el falso juez—. Usted, con su infalible
puntería, debe quedarse en la ciudad de Denver guardando el orden y la Ley.
Si ve a los tres jinetes del Norte, dispare contra ellos con su infalible puntería,
pero cuide de no matar a algún transeúnte despistado que pase a cuatro millas
de allí. Yo me voy a proteger a esa muchacha, a esa tal Katty Farrell. Le
cobraré barato. ¡Abur!
Y salió de allí más aprisa que si le persiguiera una manada de bisontes.
CAPÍTULO XII

Los hermanos Randall habían logrado derribar al suelo a June. Los dos
maniáticos estrujaban materialmente a la muchacha, ante los gritos de
impotencia de Katty y la sonrisa complacida de Jeremy, Fulton y York, a los
que la situación parecía divertir realmente.
De pronto, una bala silbó sobre sus cabezas.
Los tres se arrojaron inmediatamente a tierra, como un solo hombre,
mientras los hermanos Randall soltaban a su presa para extraer los revólveres
inmediatamente.
Vieron a tres individuos, vestidos de modo exactamente igual, que se
acercaban corriendo.
Jeremy, Fulton y York parpadearon asombrados, negándose a creer lo que
estaban viendo.
¡A aquella distancia hubieran jurado que los tres que se acercaban eran
ellos mismos!
Dos rubios y uno moreno, vestidos con sus ropas y empuñando cada uno
de ellos un revólver.
Aún no sabían que aquellos revólveres procedían de los cadáveres de los
empleados del rancho que ellos habían asesinado poco antes, dejándolos en
las cercanías.
A pesar de su asombro, comprendieron que aquél no era momento para
estarse parados, y por consiguiente, no perdieron un segundo. Extrajeron sus
armas y tiraron a matar.
Pero los tres recién venidos tampoco eran tontos. Pareció como si,
bruscamente, se los hubiera tragado la tierra. Se habían parapetado tras
algunos carros diseminados frente al rancho y desde allí enviaban fuego
graneado aunque no debían ir sobrados de municiones.
Los tres norteños no tuvieron más remedio que parapetarse también. Uno
de los Randall fue a imitarlos, y una bala le alcanzó en mitad de la cabeza.
Lanzó un rugido gutural, como el de un lobo herido, y pareció quedar
materialmente empotrado en una de las paredes del edificio desde la que fue
resbalando al suelo lentamente.
El juez Bunsen, que era el que le había acertado, sopló en el cañón de su
revólver.
—¡Sentencia cumplida! —bramó—. ¡A por otro!
Jim, entretanto, se había dado cuenta de que podían faltarles las
municiones, pues no llevaban más que los tambores de sus revólveres, y
decidió hacer algo. Desde su escondite, podía ver el cadáver de Dick,
parcialmente cubierto por la puerta de la cuadra. Fue hacia él en zigzag,
mientras sus compañeros hacían fuego para cubrirle.
Sus disparos eran tan certeros, que ninguno de los cuatro tipos que tenían
enfrente se atrevió a hacer un solo movimiento.
Jeremy, con el rostro pegado al suelo, farfulló a Fulton, que era el situado
más cerca:
—¿Crees que esos tipos son sólo tres?
—¿Por qué?
—No sé, vienen demasiado decididos…
—¿Quieres decir que…?
—Exactamente. O son unos chiflados, o están encargados de
entretenernos mientras unos amigos suyos nos acribillan por la espalda.
Aquél sólo pensamiento hizo que los cuatro hombres se estremecieran a
la vez, como si tuviesen un solo cuerpo.
—Hay que largarse de aquí.
—Cuanto antes.
—¿Adonde?
—De momento, a Denver. Luego, ya veremos.
York fue a disparar contra las dos muchachas antes de emprender la
retirada, pero lo mismo Katty que June habían podido penetrar en el rancho,
poniéndose a cubierto por el momento. Ninguno de los cuatro facinerosos se
atrevió a seguirlas.
Retrocediendo como gatos, sin dejar de disparar, lograron llegar a un
recodo del edificio, tras el que tenían sus caballos, y saltaron sobre ellos. En
aquel momento, notaron que sus enemigos dejaban de disparar.
Sin duda se acercaban corriendo para perseguirlos. No querían dejar
escapar su presa.
Esta idea les hizo convencerse más aún de que no eran perseguidos por
sólo tres hombres, sino por una auténtica patrulla. Picaron espuelas y salieron
al galope, como si sintieran sobre sus nucas el aliento del mismísimo diablo.
Y, en efecto, una especie de diablo era ahora el juez Bunsen, quien
después de haber despachado a un granuja con su primera bala, pensaba —y
deseaba— acabar con la Humanidad.
Penetró en las cuadras como un poseso, montó en el primer caballo que
pudo hallar y, puesto que iba vestido de vaquero, las ropas no le estorbaban y
no tuvo dificultad alguna para lanzarse a un rabioso galope.
Los cuatro hombres estaban a no demasiada distancia, y el juez calculó
que podría alcanzarlos.
Jamás había sentido tantos deseos de administrar justicia directa y rápida.
Jamás había sentido con tanta intensidad y tanto orgullo que él era el juez
supremo e inapelable de la ciudad de Denver.
Len, desde la esquina de la cuadra, bramó:
—¡No sea imbécil, juez! ¡Ellos son cuatro! ¡Son cuatro asesinos!
Pero Bunsen ya no le oía; y la verdad era que tampoco tenía el menor
interés en oírle.
Los cuatro jinetes se dieron cuenta de que les seguía un solo hombre.
Inmediatamente pensaron que los otros debían haberse quedado para ayudar a
las muchachas. Pensaron también que, puesto que era un solo hombre el que
los perseguía, allí no había ninguna encerrona.
Sin dejar de huir, porque se sentían más seguros en la ciudad de Denver
que en mitad de la llanura, hicieron que sus caballos aminoraran el galope.
De este modo su perseguidor pronto los tuvo a tiro, y naturalmente, estuvo
también a tiro de los revólveres de los fugitivos.
Jamás había visto a un hombre tan obstinado y tan poco prudente como
aquél. Iba a meterse él mismo en la boca del lobo.
De pronto, los cuatro jinetes se volvieron.
Sus ojos brillaban como llamas. Y en los cañones de sus revólveres
brillaron las llamas también.
El juez Bunsen lanzó un grito.
No fue al percibir el silbido de las balas, que habían salido ligeramente
desviadas, sino porque alguien saltó sobre él, como si acabara de brotar de la
tierra.
Hasta que rodó por el suelo no se dio cuenta el juez de que era su
hermano, el cual se había ocultado en unos matorrales contiguos a la senda.
Su intención era bien clara. Al arrojarle del caballo le había salvado la vida.
La segunda andanada de los cuatro asesinos salió también ligeramente tita.
El juez bramó:
—Pero ¿qué haces, imbécil?
—Salvarte la vida, carcamal.
—¿Tú a mí?
—Hasta un sinvergüenza puede servir para algo, ¿no?
Los cuatro jinetes se habían dado cuenta de la situación.
Volvían grupas, llevando en las manos sus revólveres humeantes.
El juez Bunsen se dio cuenta de que aquello era el final. Quiso morir de
pie.
—¡Aparta!
Pero su hermano no se lo consintió. Se puso delante.
—Tu vida es más necesaria que la mía, muchacho.
En aquel momento, desde el rancho, Jim también se había dado cuenta de
la situación, a pesar de la distancia y de ser casi de noche. No estaba
dispuesto a tolerar que se cometieran impunemente dos asesinatos más.
Ya no podía llegar hasta los jinetes, pero al menos podía intentar cazarlos
con el arma que llevaba entre las manos. Aquel arma la había encontrado en
el vestíbulo del rancho —donde por cierto estaba sin sentido un hombre al
que Len trataba de reanimar ahora— y era un «Winchester» de repetición
último modelo.
Disparó.
La bala se llevó el sombrero de la cabeza de Randall, que era el jinete
situado más cerca. La impresión fue tan brusca, que el asesino estuvo a punto
de perder el sentido. El juez y su hermano creyeron que eran atacados por la
espalda. Se separaron unas pulgadas, mientras los tres jinetes del Norte
disparaban a la vez contra el bulto que ambos formaban unos segundos antes.
El juez recibió el plomo en su pecho y su hermano quedó levemente
herido en una cadera. Los dos rodaron por el suelo, lanzando a la vez un seco
y breve grito.
Jim, desde el terreno del rancho, disparó otra vez. Los jinetes estaban a
unas seiscientas yardas. Logró llevarse por delante media oreja derecha de
Jeremy.
Éste aulló:
—¡Vamos! ¡Infiernos, larguémonos de aquí!
No volvieron a disparar contra los dos hombres caídos en el suelo, uno de
los cuales se desangraba velozmente.
El falso juez levantó la cabeza del auténtico, del verdadero juez Bunsen.
Hacía años, muchos años, que en sus ojos no brillaban las lágrimas, y sin
embargo, ahora lloraba como un niño. Sus dedos temblorosos se enredaron
entre los cabellos del moribundo.
—¡No debes morir! ¡Debieron matarme cien veces a mí! ¡Cien veces a
mí…!
El juez Bunsen sonrió benévolamente por primera vez en su vida. No
sabía bien por qué, pero se sentía lavado de sus culpas. Sentía como si ahora
todo fuera más sencillo, más humano, más limpio. Ahora se daba cuenta de
que la Ley, el único amor de su vida, no tenía quizá tanta importancia como
una mano amiga.
—Siempre… valiste… más… que yo —farfulló—. Celebro… ser yo
quien muera…
—No puedes decir eso… ¡No he sido más que un granuja! ¡Un granuja
toda mi vida!
—Pero fuiste generoso mientras yo fui mezquino. Muchacho… Ciérrame
los ojos tú… Hazlo tú por el amor de Dios… y que El me perdone.
Tuvo un último estremecimiento y quedó quieto, espantosamente quieto,
sobre el polvillo blanco de la llanura. Su hermano, llorando aún, le cerró los
ojos.
De pronto todo le parecía gris, oscuro siniestro. Le parecía como si la
vida, de entonces en adelante, ya no valiera la pena de ser vivida.
Una sombra alta se proyectó sobre su cabeza, recortada por la luna
naciente. Bunsen, el único que ahora quedaba vivo, alzó la cara.
Hasta entonces no se había dado cuenta de que un jinete había llegado
hasta allí. Aquel jinete era Jim, en cuya mano derecha relucía el
«Winchester» automático.
—Lo siento, muchacho —fue todo lo que pudo decir—. Tú eras su
hermano, ¿verdad?
—¡Ha muerto! ¡Ha muerto, cuando debieron terminar conmigo!
—Quizá tu hermano, en el fondo, deseara esa muerte. Su valentía le ha
lavado de todos los errores que en otro tiempo pudo cometer. Le daremos
sepultura entre los dos… —Descendió del caballo y pasó un brazo por los
hombros abatidos de Bunsen—. Trata de olvidar… Todo el que pisa el Oeste
está expuesto a esta especie de fin.
Bunsen se llevó una mano a los ojos. Sí, comprendía que tendría que
olvidar… Tendría que olvidar, pero eso iba a ser lo más difícil de su vida
entera.
—¿Qué ha ocurrido en el rancho? —Logró farfullar.
—Uno de los hombres que formaban ese grupo ha muerto. Tu hermano lo
eliminó de un balazo en la cabeza.
—¿Pero no se había hablado de los tres jinetes del Norte? ¿Cómo es que
luego fueron cinco?
—Se les unieron los Randall, dos auténticos maniáticos, que perseguían a
una muchacha llamada June. Ella está en el rancho también.
Mientras hablaban, los dos hombres iban caminando hacia los edificios
que se divisaban en la lejanía. Necesitaban herramientas para abrir la fosa del
juez Bunsen, y sólo allí podían hallarlas.
—Oí decir que habían contratado a un detective de la Pinkerton para
proteger el rancho —susurró el hermano del juez.
—Sí, pero ha muerto. Hemos encontrado su cadáver semioculto tras la
puerta de las cuadras. Los otros tres hombres que quedaban vigilando el
rancho habían sido asesinados también, uno de ellos por la espalda. Sólo
hemos encontrado a una persona con vida, aunque inconsciente.
—¿Quién?
—Un hermano de Katty Farrell.
—¿Tenía ella un hermano? Yo llevo muy poco tiempo en Denver, pero se
oían comentarios sobre ella en todos los rincones de la ciudad, por lo que no
me ha quedado más remedio que enterarme. Y se decía que Katty Farrell
vivía sola en el rancho.
—Cierto, su hermano vivía en San Francisco, pero vino a hacerle una
visita. Y el tipo eligió un momento tan afortunado, que por poco se lo cargan.
Le atizaron un culatazo y lo dejaron tendido. Sin duda creyeron que estaba
muerto, porque de lo contrario, lo hubiesen baleado como a los otros.
—¿Qué tal tipo es? —preguntó Bunsen, deseando ante todo olvidarse de
la muerte de su hermano.
—Un petimetre. No vale para nada. De esos tipos que creen que vestir
una buena levita es lo principal en un hombre. Claro que… —añadió con
pesadumbre—, hasta hace poco mi amigo Len y yo creíamos lo mismo. Es
ahora cuando hemos empezado a aprender de verdad lo que cuesta ser un
hombre.
Hizo un gesto, como si quisiera espantar sus pensamientos, y añadió:
—Voy a pedir a Katty y a June que vuelvan a Denver, pero nosotros
también vamos a ir allí. Esta cuestión se resolverá en la ciudad… a ser
posible esta misma noche.
—¿No les importa que vaya un sinvergüenza con ustedes? —preguntó
humildemente Bunsen.
—¿Qué clase de sinvergüenza?
—Uno que tiene que devolver cuatro mil dólares y a quien, por lo demás,
no le importa demasiado morir…
CAPÍTULO XIII

Quedó decidido, cuando regresaron a Denver, ya vestidas las dos muchachas,


que Katty se pasearía con su hermano por la calle Principal de la ciudad, para
atraer a Jeremy, Fulton y York. Jim y Len estarían vigilando.
La muchacha y su hermano así lo hicieron.
Llegaban en ese instante al centro de la larga calle Principal. En los
porches de uno y otro lado había poco movimiento, lo que, si no hubiesen
sido novatos en cierto modo, en la población, les habría hecho suponer que
los paseantes, habían olido algo buscando disimuladamente refugio. Sólo
aquí y allá algunos tipos se apoyaban indolentemente en las columnas o
fingían estar amarrando a sus caballos. Pat, el hermano de Katty, volvió un
poco la cabeza.
—Ese tipo, Jim, va detrás de nosotros. Paseando, lentamente detrás de
nosotros como una sombra.
—Piensa protegerme, pero además, tal vez se ha enamorado seriamente
de mí —dijo la muchacha, sin que en su acento hubiese el menor tono de
burla—. Y, por cierto, es uno de los hombres más interesantes que he visto en
Denver.
—¡Cualquiera diría que tú también estás enamorada, Katty!
Era muy alto, bien constituido y más guapo de lo que suelen ser el
término medio de los hombres. Vestía, además, con cierta elegancia sus
ropas. Ese tipo, que no era otro sino el temible Jeremy, se acercó a ella, y sin
ninguna clase de preámbulos, le estampó un beso en la boca.
—¡Es usted…! —chilló Katty.
Pero el hombre volvió a tratar de besarla. Y en ese momento intervino
Jim, que caminaba a poca distancia.
Colocando las manos a la altura de los revólveres gritó:
—¡Suelte a esa mujer!
Jeremy la soltó. Era lo que esperaba. Había hecho aquello para que
aparecieran los hombres a los que pensaba matar.
—Eres demasiado insignificante para defender a una dama, Jim. Te
llamas así, ¿no?
—Lo sé. Toda mi vida no he sido más que un inútil presumido. Y por eso
no se perderá gran cosa si tienes suerte y eres tú el que me atraviesa de un
balazo. ¡Defiéndete!
Mientras hablaba, dio dos pasos hacia la izquierda a fin de situarse más
hacia el centro de la calle y evitar que Katty quedase en la línea de tiro. La
muchacha, asombrada por la rapidez de los acontecimientos, no se había
movido, pero, en cambio su hermano gateaba por el polvo al darse cuenta de
que aquello iba en serio buscando esquivar la posible trayectoria de las balas.
—Estamos a una distancia conveniente, Jeremy. ¡Saca!
Como Jeremy había supuesto, Jim no advirtió que aquello era una trampa,
y que varios enemigos le acechaban desde los cercanos porches. Para él sólo
existía Jeremy, que se había atrevido a besar a Katty.
—¡Al suelo, muchacho! ¡Al suelo! —gritó una voz.
La voz había partido de uno de los porches. Jim reconoció en ella a la de
Len, y se arrojó a tierra, mientras dos balas aullaban por encima de su cabeza.
Jeremy lanzó una maldición.
—¡Acribilladle!
La orden había sido dirigida al último de los Randall, el más próximo a
él. Éste bajó su «Colt» un poco, para hacer blanco seguro. Pero no llegó a
apretar el gatillo. Una bala disparada desde la izquierda le atravesó la cabeza.
¡La batalla que habían buscado los dos amigos acababa de empezar!
Jeremy era el que estaba en mejor situación para acabar con Jim, pero
ateniéndose al plan que habían preparado, corrió a buscar cobijo apenas la
calma de la noche se vio estremecida por el primer disparo. En pie, frente a
su enemigo, era un blanco demasiado seguro para éste, aunque le hiriera
mortalmente.
De todos modos y aun fracasada la sorpresa, la situación de Jim era en
extremo crítica, rozando lo desesperado. Se hallaba en el suelo, rodeado de
enemigos y sin tiempo material para llegar a los porches de los lados de la
calle, donde hubiera hallado un refugio más o menos seguro. Jim se dio
cuenta de esto y por ello pensó que lo mejor sería ponerse a rezar.
Pero su amigo Len estaba cerca. Y se le ocurrió hacer una cosa que no le
habían enseñado en la Universidad ni en ninguna otra parte.
La calle principal no era completamente llana, sino que tenía una
pendiente bastante pronunciada en aquel sector. Y Len vio que cerca de él
había una gran carreta afianzada por dos piedras.
Fue todo cuestión de segundos. Mientras disparaba contra los porches,
tratando de concentrar sobre él a toda costa la atención de sus enemigos,
saltaba hacia el carro y daba dos puntapiés a las piedras. Debido a la rapidez
de su actuación, él mismo tuvo que tenderse, colocándose entre las dos
ruedas, para no ser arrollado. Y el carromato, rugiendo y dando saltos, se
precipitó calle abajo.
En aquel momento, dos balas se habían estrellado en el polvo, junto a
Jim, y otra le había rozado una cadera. Estaba tan seguro de ir a morir, que
cuando vio el carro avanzando a velocidad vertiginosa hacia él, casi no pudo
creerlo.
Dueño de una agilidad endiablada, Jim no necesitó que nadie le dijese lo
que tenía que hacer. En el momento de pasar el carro sobre él, quedando su
cuerpo entre las ruedas, se sujetó a las ballestas. Jeremy lanzó un rugido.
—¡Acribilladle!
Pero ya era demasiado tarde para cazar a Jim, que volaba calle abajo
sujeto bajo el carro. Jeremy se quedó pensando dónde cuernos habían
enseñado a aquel tipo a ser tan endiabladamente ágil.
Pero la desaparición de Jim dejó a Len sólo en el lugar de la escena,
rodeado por tres pistoleros ansiosos de matar. Y la verdad es que Len nunca
había visto a tres pistoleros juntos ni siquiera en sueños. La cosa era como
para llamar a gritos a un confesor.
Completamente anonadados, Pat y su hermana eran mudos testigos de la
escena. Habían presenciado, en menos de medio minuto, cómo Jim estaba a
punto de morir, cómo se salvaba y cómo ahora seis revólveres se volvían
hacia su compañero. Katty Farrell, muda de horror, tuvo que apoyarse en el
brazo de su hermano. Pero la verdad, como su hermano también estaba a
punto de desmayarse, faltó poco para que ambos cayeran al suelo.
—¡Disparad, cobardes! —aulló Len. Con esto sólo perseguía darse
ánimos a sí mismo, pero además, amedrentó un poco a los pistoleros, quienes
no podían concebir cómo un solo hombre se atrevía a desafiarlos de aquella
manera. Más bien daba la impresión de que aquel tipo esperaba recibir ayuda
de alguna parte.
Len se lanzó al suelo, y medio protegido por unas pacas de paja, hizo
fuego. Uno de los pistoleros, herido, se dobló lentamente, tapando en parte la
visión a su compañero. Éste fue el instante que aprovechó Len para dar dos
vueltas sobre sí mismo y protegerse completamente tras las pacas.
Un verdadero huracán de plomo se abatió sobre ellas.
—¡No conseguiremos nada así! —aulló Jeremy—. ¡Es preciso
acorralarle!
Los tres pistoleros, incluso el herido, se diseminaron a ambos costados de
la calle. Y Len se dio cuenta de que podía abatir parcialmente a los que
fueran por su izquierda, pero no a los que lo hiciesen por su derecha, quienes
llegarían hasta su espalda fácilmente. Es más, dos de ellos ya se encontraban
situados en el mismo porche, y desde allí, disparaban contra él, silueteándolo
con sus balas. El otro cubría el campo.
Como no podía hacer otra cosa, decidió ignorarlo. Y se dedicó a disparar
contra los que trataban de rodearlo por su flanco izquierdo logrando alcanzar
a uno de los tres jinetes, dos estaban alcanzados, aunque al parecer,
levemente.
Pero su resistencia no podía durar mucho. Jeremy, el que estaba ileso,
gateó a lo largo del porche y consiguió llegar hasta a ocho pasos de Len. Lo
vio vuelto de espaldas, descuidado y sin posibilidad de repeler la agresión.
Sonrió siniestramente, mientras levantaba el revólver.
Apretó el gatillo y le brotó sangre del hombro.
Fue algo increíble.
No brotó sangre del hombro de Len, sino del hombre que pretendía
matarle.
El disparo había partido de una de las ventanas de la casa contigua. El
cristal de esa ventana se astilló completamente, y en el hueco apareció el
rostro de June.
Llevaba en la mano derecha un «Colt Frontier» de calibre pesado.
—¡Voy junto a ti, chico! —gritó.
Dio un ágil salto y se tendió junto a Len, disparando con su «Colt»,
apenas tomó contacto con las tablas. Otro de los pistoleros tuvo que doblarse,
rozado en una pierna. June dio entonces media vuelta y volvió a disparar
contra Fulton, que ya venía corriendo por el porche, con el revólver por
delante.
—Esto parece el sitio de Atlanta —dijo—. Yo estuve allí, ¿sabes?
—¡Pero, June! ¿Dónde aprendiste a disparar de esa manera?
—Yo… No había disparado nunca contra un hombre, ¿sabes? Nunca…
hasta hoy.
Temblaba su voz. Len le acarició los cabellos con la mano izquierda,
mientras con la derecha levantaba el revólver.
El porche en que estaban correspondía a dos grandes almacenes aislados
al resto de las casas que formaban la calle. Len pensó si dado lo precario de
su situación, convendría refugiarse. Tenía miedo por las dos mujeres.
—Empieza a retroceder, June —ordenó—. Yo te seguiré.
—¿Crees que no podremos resistir?
—Aquí es imposible. Acabarían con nosotros, porque son más expertos
en esta clase de lucha.
Ella, sobre sus rodillas, empezó a gatear hacia atrás. Len hizo otro disparo
y notó que se le habían acabado las municiones del cilindro. De un salto se
introdujo en el almacén y empezó a recargar su revólver.
Los tres pistoleros, aun estando dos de ellos heridos, se dieron cuenta de
que Len estaba recargando su arma y aprovecharon la pausa para tomar
posiciones.
Desde los nuevos lugares escogidos, acribillaban completamente la puerta
tras la que se cobijaban Len y la joven. Cuando Len trató de asomarse un
poco para disparar, y una bala trazó un segmento rojo en su mejilla, se dio
cuenta de que ahora estaba completamente perdidos. —Siento que tengas que
verte en esta situación, June— musitó—. Nunca debiste venir a una ciudad
como ésta.
—Me doy por satisfecha si he podido ayudarte —dijo June—. Es extraño
y un poco estúpido el modo como entablamos conocimiento, Len, pero cierto
es que he llegado a sentir por ti algo que no había sentido nunca.
Len sintió cómo los labios de la muchacha se posaban cálidamente en su
mejilla.
—Yo no soy… —empezó a decir, pero se detuvo al darse cuenta de que
aquél no era momento para explicaciones. No se tenía por un buen partido,
desde luego. ¿Pero para qué explicarlo ahora?
Todas las palabras sobraban si dentro de unos instantes iban a morir los
dos.
—Me has ayudado, June —añadió en voz baja, no obstante—. Mucho
más de lo que tú supones. Me has hecho aprender que la finura, la educación,
la cortesía y el bien vestir, no lo son todo en la vida, como yo pensaba antes
sino que un hombre debe tener ante todo sencillez y limpieza de corazón.
Lástima que ya no me quede tiempo para practicar lo que tú has logrado
enseñarme en unas pocas horas.
—¡Pero, Len, si tú nunca has vestido bien, ni has tenido…!
El la hizo callar, apretándole suavemente los labios contra los suyos. Y
las balas entretanto, restallaron contra la puerta, aullando como canes
rabiosos. Len sabía que sus enemigos se iban acercando cada vez más y que
no podía evitarlo.
La muchacha le había conocido vestido como un vaquero. No sabía que
antes fue un gentleman.
Entretanto, Jeremy pensó que sólo eran tres, y que no convenía que le
hiriesen a ningún otro de sus hombres. Por eso ideó un procedimiento mejor
que el de estrechar el cerco, e intentar al final un costoso asalto.
Sus ojillos se posaron en la figura de la asustada Katty.
—Métele un revólver entre las costillas a esa ninfa —ordenó secamente a
Fulton—. Les diremos a esos imbéciles que estamos dispuestos a acabar con
ella si no se rinden.
Katty vio cómo el pistolero avanzaba hacia ella. Supo leer en sus ojos la
brutalidad que latía en cada uno de sus deseos. Y tuvo miedo, más miedo del
que jamás había sentido en su vida.
Su hermano era incapaz de defenderla en aquel caso, y ella lo sabía bien.
Fulton la estrechó por la cintura. La orden de apresar a aquella mujer, era
la más agradable que le habían dado en su vida.
—Ven, nena. Me gustan las chicas como tú.
Y las chicas como Katty dejaron de importarle ya apenas pronunciadas
estas palabras. Porque la bala le atravesó el brazo cuando aún no había
acabado de ceñirse sobre la cintura de la muchacha.
Ella lanzó un grito de horror, y Jeremy, que lo había presenciado todo,
una imprecación. El hermano caradura, al que todos creían juez Bunsen,
acababa de aparecer en el porche frontero, encima de los almacenes donde
estaban situados su amigo Len y June. Se había dado buena prisa en ayudar a
Jim a despegarse del carro y llegar hasta allí. Y su actuación, ciertamente,
estaba resultando un prodigio de eficacia.
Jeremy disparó mientras la corpulenta figura de Bunsen se aplastaba
contra el techo. La bala, pese a la gran puntería de Jeremy, sólo consiguió
rozarle.
Y en aquel momento sucedió algo que iba a variar completamente la
escena. El sheriff llegó con los dos únicos agentes que estaban a su servicio.
Bunsen, desde lo alto del porche, respiró aliviado. Esto resolvía
favorablemente la situación y les libraba del terrible aprieto en que se
encontraba ahora. Los tres condenados jinetes venidos del Norte, no se
atreverían a enfrentarse al representante de la Ley, que venía ya acompañado
de dos hombres, teniendo en cuenta que otros enemigos estaban dispuestos a
intervenir, desde dentro del almacén y de lo alto del porche.
—¡Vaya, hemos salido bastante bien librados! —suspiró Bunsen,
levantando un poco la cabeza.
Pero si llega a moverse un poco más, se la atraviesan. Fue el mismo
sheriff quien disparó contra él.
¡El sheriff, quien, junto con sus dos agentes, se ponía abiertamente en
contra de la Ley!
Bunsen lanzó una imprecación que hubiese hecho enrojecer a cualquiera.
—¡Ese pedazo de avestruz nos sigue confundiendo al vernos de lejos!
Se dio cuenta de que la situación era trágica, pero no por eso había que
perder la serenidad. Ante todo era preciso evitar que Katty fuese empleada
como rehén.
Arriesgándolo todo, se levantó a medias, haciendo señas a Katty y a su
hermano para que corrieran a refugiarse en el almacén. Una bala le rozó la
oreja, haciéndole inclinarse de nuevo, pero ya Katty le había entendido y
corría en dirección al porche.
—¡Ese hombre es un salvaje! —chilló su hermano—. ¡Un salvaje!
Bunsen comprendió que no podría entrar en el almacén donde estaban
refugiados sus amigos si no era haciendo un agujero en el techo, y por eso se
decidió a buscar un sitio por donde éste estuviese medio podrido. No le fue
difícil encontrarlo, y se decidió a golpear enérgicamente con ambos puños,
para que las tablas cediesen.
—¡No dispares! —chilló desde arriba—. ¡Trataré de entrar! ¡Y ten
también en cuenta de que Katty se acerca! ¡Jim está hecho polvo después de
los batacazos recibidos en el carro, pero también llegará de un momento a
otro!
Sí, Katty se acercaba. Olvidando en aquellos momentos toda su selecta
educación de ranchera rica, rodaba entre las pacas de paja, desordenando sus
rubios cabellos y mostrando su ropa interior. Y su hermano estaba en estos
momentos dando vueltas sobre su panza, en las tablas del porche, buscando
librarse de las balas que silbaban a su alrededor.
Era tal el miedo que sentía que no se había dado cuenta de que un
proyectil le había agujereado la hombrera izquierda de su levita.
Mezclados con la paja, lograron al fin entrar. Varias balas les
acompañaron en sus tragicómicas volteretas, Pat, resoplando y gimiendo, se
puso en pie.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Por fin puedo respirar!
En ese momento, Bunsen acababa de comprobar desde arriba, que las
tablas cedían. De modo que no quiso perder más tiempo y, jugándose otra vez
la vida, se puso en pie de un fantástico salto, dejándose caer ya sobre las
tablas medio desprendidas. Éstas se vinieron abajo, y él con ellas. En violento
maremágnum, tablas y hombre cayeron de lleno sobre el pobre Pat, quien en
aquel momento repetía que al fin era posible respirar.
—¡Salvaje! —aulló al ver a Bunsen sentado en el suelo frente a él—.
¡Fiera corrupia! Hermana, ¿cómo has aceptado la ayuda de semejantes
caníbales?
—¡Pero son verdaderos hombres! —dijo inesperadamente Katty,
poniéndose en pie—. Hombres, ¿me entiendes? ¡Gracias a ellos he aprendido
que la nobleza vale más que una levita bien hecha! ¡Y creo que ésa es la
lección mejor que me han dado en mi vida!
En aquel momento, por el mismo hueco, cayó Jim. ¡Y Katty no perdió el
tiempo!
Acercándose a él, le besó apasionadamente en los labios. El joven se
quedó viendo visiones, luego se rascó la nuca y, por fin, por poco se
desmaya.
—¡Pero, Katty…! —musitó Pat, abriendo la boca en forma de «O».
—¡Ni Katty ni cuentos! ¡Quiero a este hombre y me casaré con él te guste
o no te guste! ¡Tiene virtudes que en las ciudades del Este no se han visto
jamás! ¡Y a su manera, es de lo más educado que he visto!
—¡Pero, Katty! —repitió Pat—. ¿Te atreves a casarte con un hombre que
ha volcado un techo sobre tu propio hermano?
—¡Sí, sí y sí! En el primer momento, él y sus amigos me parecieron unos
patanes pero luego he aprendido a ver lo que hay detrás de su coraza. ¡Y lo
que hay es el corazón más generoso del territorio de Colorado!
—El corazón más grande de Colorado es el de mi amigo Le… Le… —
tartamudeó Jim.
—¡Cállate, o aquí no va a casarse nadie! ¡La ventana!
Jim obedeció la orden de Len y saltó hacia aquel hueco, el mismo por el
que antes disparara June. Llegó justamente a tiempo para herir al sheriff, que
se disponía a atacarlos desde allí.
—¡Siento no tener treinta culatas para romperte treinta veces la frente,
animal!
De un culatazo lo dejó sin sentido.
Se resguardó bien en la ventana y siguió disparando. El lugarteniente del
sheriff, que se acercaba por un flanco, también cayó alcanzado, aunque en la
pantorrilla, porque Jim no tiró a matar.
—¡Sólo quedan tres enemigos! —gritó Jim—. ¡Y vamos a dejarlos fuera
de combate en tres minutos!
Pero el otro agente del sheriff que quedaba ileso, había decidido no
arriesgarse tanto. Se había encaramado al porche, y empleando el mismo
sistema que Bunsen, se iba arrastrando poco a poco hacia el agujero del techo
que había hecho el falso juez. Llegó a él cuando nadie se daba cuenta excepto
Pat Farrell, que estaba medio tumbado en el suelo y mirando hacia arriba.
—¡Mal educado! ¡Insolente! —chilló el mequetrefe.
El agente apuntó hacia él, y ésa fue su perdición. Porque Pat no estaba
armado y en cambio, Len, sí. Al joven le bastó dar una agilísima media vuelta
sobre el mismo suelo y disparar. La bala se clavó en una cadera de su
enemigo, que cayó pesadamente. Y como Pat no se había movido del sitio,
otra vez su panza recibió el batacazo de un hombre que caía desde el techo.
Empezó a gemir, a maldecir a Colorado y a prometer que si alguno de los
empleados que él tenía en San Francisco, era de allí, lo despediría
inmediatamente.
—¡Tierra de bribones! ¡País de sinvergüenzas! ¡Paraíso de los pistoleros!
¡Uf!
—Ahora son tres justos —proclamó Jim.
Y dicho esto salió, sin preocuparle el peligro. Cazó a uno de los tres
cuando avanzaba gateando por el centro de la calle. Y lo dejó quieto de un
balazo en la cabeza. Era Fulton.
York se había acercado demasiado a la puerta. Vio a Len, y Len le vio a
él. Dispararon los dos a la vez, y mientras el joven sentía que la bala le
arrancaba cabellos de su cabeza, el otro recibía el sordo impacto en el
hombro, que lo hacía caer hacia atrás.
Prácticamente, el problema que para la ciudad representaron los tres
jinetes del Norte, había terminado. Por primera vez en su vida, Jeremy sintió
lo que era la desesperación, y le pareció que aquella tierra a la que él pensaba
sacar todo su jugo, estaba dispuesta a tragarle.
Fue en ese momento cuando se oyó la voz de Jim.
—¡Vamos a daros una oportunidad, cobardes! ¡La oportunidad de morir
en lucha abierta!
York, herido dos veces, estaba situado cerca de Jeremy. Vio cómo
brillaban los ojos de éste.
—¿Qué quieres decir, perro?
—¡Vamos a salir para acabar de una vez! ¡Y yo os desafío a los dos en
duelo!
—Un momento —advirtió Len—. Yo también entro en el juego,
compadre. Bunsen no puede, porque está herido en la cadera.
—Tú te callas.
—O te ayudo o pido a Bunsen, al que todos creen juez, que mande
encarcelarte. Y no podrás salir de entre rejas hasta que el gobernador del
territorio haya informado convenientemente.
—Ya vuelves a emplear tus palabritas. ¡Diantre! ¡Pues si lo deseas,
seremos los dos!
—¡Aceptamos! —gritó Jeremy—. ¡Puedes salir!
—¡Colocaos en el centro de la calle!
—¡Sal tú primero!
—Trampa —sonrió Jim—. Trampa, hermanos. Pero yo haré que caigan
en ella. Tú, Len, sal por la puerta.
Len lo hizo. Jim saltó ágilmente por la ventana sintiendo que una bala le
acariciaba otra vez la oreja herida. Ni siquiera sintió dolor tanto fue su
indignación por la cobardía de que habían dado muestras sus dos enemigos.
No por esperar aquello resultaba más disculpable.
Y juró que aquella misma noche acabaría con los dos.
Pero Len, desde la puerta, tenía localizados a ambos traidores,
arrodillados muy cerca del porche. Pudo haberlos matado; no obstante,
disparó a sus rodillas y los hizo retroceder, de varios cómicos saltos, hacia el
centro de la calle. Ninguno de los dos se atrevió a emplear el revólver al ver
que Len les tenía encañonados.
—¡Vamos allá ratas! —aulló Len—. ¡Enfundad vuestros revólveres!
Pálidos de ira, los dos hombres obedecieron. No tenían otro remedio. Y lo
hicieron además, por cobardía, porque sabían que los dos amigos no iban a
disparar contra ellos mientras no tuviesen las armas en la mano.
—Parece que ahora no tendrías tantas agallas, Jeremy —dijo
burlonamente Len—. Estas hecho una birria.
El pistolero se mordió los labios con tanta fuerza que se hizo sangre en
ellos.
—Vamos a guardar nuestros revólveres —notificó Len—. Y nos
colocaremos también en el centro de la calle. La vida será de los dos más
rápidos. Hoy, amigos, habrá en esta ciudad un instructivo espectáculo.
Él fue el primero en enfundar el revólver, y Jim le imitó. Nunca había
defendido su vida como un pistolero más, y la sensación que todo esto le
producía era enervante y extraña. Pero era al mismo tiempo una sensación
hermosa. Se sentía más hombre, más completo y más entero que nunca. Un
hombre que sabía mantener con el revólver su palabra.
Katty y June contemplaban como hipnotizadas la escena. Por primera vez
se encontraban como dos mujeres iguales, viviendo los mismos peligros y
sintiendo en su corazón el mismo amor y las mismas emociones. Por primera
vez, algo entrañable, y que deshacía todas sus diferencias, nació entre las dos.
Ya no eran una ranchera rica y una fugitiva, sino dos mujeres que amaban
con toda la intensidad de su corazón.
Los cuatro se habían situado ya en el centro de la calle. Len estaba frente
a Jeremy, y Jim frente a York. A ambos lados, en los porches, rostros
ansiosos contemplaban la increíble escena.
—¡«Saca», Jeremy! —rugió Len.
—¡«Saca», York! —rugió Jim.
Y cuatro revólveres salieron a la luz. Fueron como cuatro relámpagos
seguidos de cuatro fogonazos. Los disparos hicieron estremecer la calle y
aullaron en el aire. Con los dientes apretados, rígidos los músculos de sus
brazos y sus cuellos, los cuatro hombres vomitaron muerte por los cañones de
sus revólveres. Pero la muerte no siempre llega al fin de su viaje.
Y Jeremy que esperaba ser el verdadero rey de la ciudad, cayó. Y York,
su pistolero inseparable, cayó también.
Y Bunsen, el falso juez de la ciudad, que lo contemplaba todo cayó tras
ellos, pero fue del susto.
—¡Diablos! —exclamó—. ¡Y yo que me quejaba de mis preocupaciones!
¡Si resulta que vivía mucho mejor que mi hermano!
EPÍLOGO

El sheriff de Denver quedó boquiabierto cuando supo que los hombres contra
quienes había disparado no eran los tres jinetes del Norte, y que además,
aquél a quien él consideraba como el juez Bunsen, había devuelto cuatro mil
dólares al director del Banco.
—¡O sea, que lo que yo ahora tendría que hacer sería detenerle! —bramó.
—No detenga a nadie, sheriff —pidió Jim.
—¿Por qué no?
—Porque Bunsen va a ser padrino de una doble boda.
—¡No me diga!
—Sí. Hemos descubierto que somos unos sentimentales. Yo me caso con
Katty Farrell, y mi amigo Len se casa con June.
—¡Ah! ¿Y cree que las cosas van a quedar así? ¿Qué va a pasar con mis
hombres, los que están heridos?
—Usted tuvo la culpa, sheriff, por meterse en líos sin preguntar antes.
Pero en todo caso, no se preocupe demasiado. Los invitamos también a la
boda; sus hombres tendrán un sitio de honor junto a la ventana por si quieren
saltar por ella cuando usted entre.
—¿Y por qué habían de saltar?
—¡Porque cualquiera se fía de usted, sheriff!
El de la estrella lanzó un gruñido, pero no pudo hacer gran cosa más.
Sabía que había metido ya la pata demasiadas veces.
—¿Cuándo es la boda? —se atrevió a preguntar, tras una pausa.
—Sólo dentro de un par de días. Pero antes hemos de regalar estas ropas a
alguien que las quiera. Precisamente hemos conocido a unos forasteros,
acabados de llegar a la ciudad a los que les vendrán estupendamente. Son tres
tipos que se dedican a comprar y vender ganado y siempre van juntos. Dos
rubios y un moreno.
El sheriff gritó:
—¡Noooo…!
Y cayó sin sentido a tierra.

FIN

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