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Skinner B F - Autobiografia Vol II - Como Se Forma Un Conductista

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Autobiografía II

Cómo se forma un conductista


Breviarios de Conducta humana, n.° 18
colección dirigida por
RAMON BAYES JUAN MASANA JOSE TORO
B. F. Skinner

AUTOBIOGRAFIA
Volumen II

COMO SE FORMA UN CONDUCTISTA

Barcelona, 1980
Traducido al castellano por
Roser Berdagué,
del original inglés
The Shaping of a Behaviorist
publicado por
Alfred A. Knopfrry, Inc.
Nueva York. U. S. A.
© 1979 by B. F. Skinner
© de la presente edición EDITORIAL FONTANELLA, S. A. Escorial, 50. Barcelona-24. 1980
Primera edición: mayo 1980
Cubierta: Colaboración editorial
Printed in Spaín-Impreso en España por Alfonso Impresores, S. A. Carreras Candi, 12-14. Barcelona
Depósito legal B. 15.399-1980 ISBN 84-244-0480-7 obra completa ISBN 84-244-0482-3 Volumen II
A Fred S. Keller
La Universidad de Harvard muestra un escasísimo interés, cuando lo muestra, por la vida privada de sus
alumnos. Esta postura quedó afirmada en un caso de ruindad moral ocurrido poco antes de que yo llegara, en
otoño de 1928, con objeto de cursar mis estudios de licenciatura. Por muy graves o muy sensacionalistas que
fueran las historias que relataban los periódicos, la Universidad no se declaraba responsable de los hechos; se
negaba en redondo a hacer las funciones de una madre.
Pronto advertiría que se mostraba igualmente despreocupada en relación con cuestiones mucho menos
importantes. Había dos pequeños dormitorios para uso de los licenciados, con sus corredores y habitaciones, al
igual que los que había conocido en el Hamilton College, cubiertos de perdurables ladrillos, y los únicos
espacios más de que podían disponer los licenciados debían localizarse en una lista ciclostilada de casas de
huéspedes que, generosamente, proporcionaba la Universidad.
Comencé probando fortuna en una atractiva casa de madera, enclavada en las proximidades del
cuadrángulo de Radcliffe. Pertenecía al territorio de la Facultad de Leyes y la mayoría de las habitaciones
estaban ya ocupadas. Me mostraron una habitación que había hecho las veces de almacén y que habían
habilitado. Tenía cabida para una sola persona, mientras que las demás estaban destinadas a dos. El número de
personas que debía utilizar el cuarto de baño era de lo más desalentador.
En una callejuela secundaria, a una cuadra de distancia de Harvard Square, estuve explorando una vieja y
deslucida casa, ocupada por dos familias, y en la que me recibió una vieja y deslucida patrona, que iba de un
lado para otro de la casa ataviada con bata y zapatillas y cuyos cabellos se escapaban en mechones por entre
unas cuantas horquillas desperdigadas. Estuvo mostrándome diversos cuartos, a uno y otro lado de la casa,
cruzando una puerta situada a este propósito. El problema del cuarto de baño quedaba resuelto con la
colocación de una jofaina en cada habitación, pero los suelos estaban desnudos y sin pintar y los únicos
muebles disponibles consistían en un viejo camastro o catre, una mesa y un par de sillas. (Por supuesto que
hubiera podido comprarme un sillón de haberlo querido.)
Pero al otro lado del mismo sector, en el 366 de Harvard Street, me sonrió la suerte. La señora Thomas, la
patrona, me trajo el recuerdo de mi tía Alt, y un hombre de más edad, que se encargaba de una parte de las
faenas más pesadas de la casa, hubiera podido muy bien ser mi tío Norm. La casa tenía aspecto de limpia e
incluso olía a limpio y, tanto en los corredores como en las escaleras, el suelo aparecía cubierto de alfombras.
Disponían de una habitación pequeña y bien iluminada, en el piso tercero, que me costaría $ 5.50 por semana y
nadie me puso ninguna objeción al proponer la utilización de una parrilla para las tostadas del desayuno o
bocadillos de queso para un remedo de cena los domingos. El cuarto de baño se encontraba en el segundo piso
y, por lo que pude entender, debería compartirlo únicamente con otras tres personas.
Envié a mi madre las dimensiones de la cama y me confeccionó una funda muy escueta y unos cuantos
cojines que le daban la apariencia de un sofá. Compré una lámpara en la cooperativa de Harvard y colgué de la
pared el autorretrato de Cézanne que había comprado en Village y dos reproducciones de Miguel Ángel que
me había traído de Roma. En la repisa de una inexistente chimenea comencé a formar una biblioteca, que inicié
con la Filosofía de Bertrand Russell, El conductismo de John B. Watson y Reflejos condicionados de I. P.
Pavlov: los libros que me había preparado, pensaba yo, para la carrera de Psicología.
Hacía ya años que había dejado de tocar el saxofón y, como por otra parte tampoco lo tenía por
instrumento adecuado para un psicólogo, decidí venderlo. Había planeado comprar un piano de segunda mano
pero, como la habitación era demasiado pequeña, opté por adquirir un fonógrafo portátil, marca Victrola.
Estaba provisto de caja metálica y la cuerda duraba bastante rato. El diafragma correspondía al nuevo modelo
«ortofónico», pero carecía de control de volumen y, la primera vez que lo probé en el primer piso, donde vivía
de momento mientras me estaban pintando la habitación del tercero, me entró el temor de molestar a los demás
huéspedes, por lo que puse el aparato sobre la cama y atiborré de ropa la abertura para atenuar un tanto el
volumen. En el tercer piso me encontraría más a gusto, puesto que la habitación estaba en un extremo y la
única vecina que tenía (bonita pero, como hube de descubrir muy pronto, sin intereses intelectuales y vigilada
muy de cerca por una hermana casada que también vivía en la casa) no ponía objeciones a la música con tal de
que sonara a horas razonables, aparte de que el programa que yo tenía entre manos me llevaría a la cama
mucho antes de las horas no razonables.
Mi conversión al vegetarianismo en Village me había conducido a la cocina francesa e italiana en mi
Grand Tour y, a dos cuadras de distancia de mi casa, encontré un pequeño restaurante donde podría comer.
Mi programa diario estaba cargado, aunque no era tan espartano como lo recordaría, casi cuarenta años
más tarde, cuando escribí:
«...entré en Harvard sometido al primer régimen disciplinario de mi vida. Durante la etapa del bachillerato
y de la escuela superior había cumplido con mis deberes, pero eran contadas las ocasiones en que había
trabajado de firme. Consciente de que estaba muy atrasado en aquel nuevo campo, me fijé un programa
riguroso al que me atuve por espacio de casi dos años. Me levantaría a las seis de la mañana, estudiaría hasta la
hora de desayunar, asistiría a las clases, iría a los laboratorios y bibliotecas, dejando sin programar no más de
quince minutos diarios, estudiaría hasta las nueve en punto de la noche y me acostaría. No fui nunca al cine ni
al teatro, rara vez a conciertos, apenas si salí alguna vez con nadie y no leí otra cosa que psicología y
fisiología.»
Estaba rememorando una actitud más que la vida que llevé realmente. En el barco que me traería de
Inglaterra, al final del verano, conocí a dos distinguidos personajes de Boston, el doctor Loring y su señora.
Les había contado que me disponía a ir a Harvard y tuvieron la amabilidad de invitarme a cenar. El doctor
Loring me condujo a su bella casa de Lincoln, donde pude echar mi primera ojeada a la vida de las clases
privilegiadas de Nueva Inglaterra. Después de cenar nos sentamos junto al fuego y les estuve hablando de mi
rutina diaria. Pude advertir que los sumía en el más profundo estupor al ponerles al corriente de mi dedicación
intensiva al estudio. El doctor Loring mostró una cierta alarma; ¿no necesitaría acaso un poco más de
descanso? Le aseguré que no.
Muy otra sería la vena en que escribiría a Percy Saun- ders, profesor de química del Hamilton College,
conocido de sus alumnos por el nombre de Stink . «El primer semestre voy a tomármelo con calma», le decía
entonces. «Después de enero espero haberme ambientado y resolver los enigmas del universo. Harvard está
bien. Se goza de una curiosa y temible libertad después de haber pasado por el Hamilton College o Scranton.»
No me faltaban los amigos ni tampoco el tiempo durante el cual departir con ellos. Raphael Miller, unos
pocos meses más joven que yo, había estado en el Susque- hanna High School un año después que yo, pero
había ido al Lafayette College y, como no había pasado por un entreacto de dos años como el mío, se
encontraba ahora más adelantado que yo y cursando el segundo año en la Harvard Medical School. Alguna que
otra noche habíamos salido juntos estando en Boston, para ir a comer almejas al vapor en Pieroni's, pero yo
solía verlo los domingos por la mañana, cuando recorría el camino hasta la habitación que tenía en Vanderbilt
Hall, o sea una distancia de unos seis quilómetros y medio. (En la entrada de Vanderbilt encontré la frase de
Pasteur que Bugsy Morrill había expuesto en su laboratorio de Hamilton: «En el campo de la observación, la
suerte sonríe únicamente a las mentes preparadas.» Sin embargo, en Vanderbilt la frase estaba en francés,
diferencia entre Hamilton y Harvard que pronto aprendería a considerar habitual.)
Ya en la escuela primaria llamaba «Doc» a Raphael. No sólo porque su padre era médico, sino porque él,
desde muy temprana edad, tenía planeado ser médico también. En Lafayette, un tal profesor Kunkel le había
puesto un cero en investigación biológica, cosa que lo había hecho decidir por la ciencia médica más que por la
práctica de la medicina, si bien todavía no sabía cuál iba a ser su campo de especialización. Se sentía
interesado en el cultivo de los tejidos, pero temía que aquello no fuera sino una trampa.
Yo seguía teniéndolo por un modelo a imitar. No era más religioso que yo, pero continuaba siendo un
hombre virtuoso. Cierto día le confesé que me sentía indignado conmigo mismo por dejarme impresionar tan
fácilmente a la vista de las piernas de una chica y me dejó boquiabierto al decirme, con una carcajada, que a él
tampoco lo dejaban indiferente. No obstante, él estaba comprometido con una novia desde la infancia y no
sabía ver otra mujer que ella.
También encontré a una muchacha, mucho más joven, que había conocido en Scranton y que cursaba el
primer año en Wellesley; un domingo la llevé al Boston Sym- phony para escuchar la Novena Sinfonía.
Cuando quise salir una segunda vez con ella, estaba en Dartmouth para asistir al Carnaval de invierno: una
categoría diferente de vida social para la que yo realmente no tenía tiempo.
Comenzaba todos los días haciendo marcha atrás, asistiendo a una clase de estudiantes no graduados. Me
habían admitido condicionalmente en alemán, que superé fácilmente pasando el curso introductorio «con una
calificación de C o superior». El curso corría a cargo del profesor A. H. (nosotros lo pronunciábamos Ah Ha, a
la manera alemana) Herrick, cuya sordera no corregían completamente los auriculares ni la caja del equipo
amplificador que tenía sobre la mesa, aparato que de vez en cuando soltaba un sonido estridente que no cesaba
hasta que todos nos poníamos a gesticular y captábamos la atención del profesor. La clase empezaba a las ocho
de la mañana y todos los días, a las nueve, volvía a mis estudios de psicología.
La psicología fue una de las últimas ciencias que dejó de llamarse a sí misma «filosofía natural», por lo
que en 1928 pasé a formar parte del «Departamento de Filosofía y Psicología». Se encontraba ubicado en el
Emerson Hall, un edificio elegante, bloque de ladrillo cubierto de hiedra, situado en el Harvard Yard. En
ocasión de su construcción, el presidente Eliot había elegido (había quien decía que con intención) la
inscripción siguiente: «¿Qué es el hombre, pues en él te interesas?» Si uno entraba por la puerta lateral, se daba
de manos a boca con una enorme estatua de bronce de Ralph Waldo Emerson, sentado y con un pie proyectado
hacia adelante, como si quisiera parecerse al Moisés del Vaticano y pretendiera que lo besaran sus devotos
fieles, si bien no había huellas de que así lo hicieran. La entrada principal conducía a una escalinata, en cuya
pared, como para recordar con añoranza la época dorada del departamento, colgaba un gran retrato con un
grupo formado por Josiah Royce, Jorge San- tayana y William James. (Se rumoreaba que Hugo Müns- terberg,
el psicólogo alemán que James había traído a Harvard, había sido eliminado de la pintura o no había figurado
en ella debido a sus actividades pro-germanas antes de la Gran Guerra.) Psicología tenía reservado el tercer
piso, junto con un espacio del ático que ocupaba la cuarta planta y que se destinaba a pequeños laboratorios.
El director del laboratorio de psicología, Edwin Gar- rigues Boring, se encontraba disfrutando del permiso del
año sabático cuando yo ingresé. Era un hombre de cuarenta y dos años, en extremo sencillo, que había llegado
a Harvard hacía seis años para llenar un vacío existente en la plantilla. Münsterberg había muerto y Robert
Yer- kes no había regresado después de su trabajo con los tests de inteligencia Alfa del ejército, realizado
durante la guerra. La Universidad había traído desde Inglaterra a William McDougall con objeto de reforzar el
departamento, si bien un año antes de que yo llegara éste se había trasladado a la Duke University, recién
fundada y dotada de copiosos fondos.
Las aspiraciones científicas de Boring eran modestas. Cuando era director de los laboratorios de psicología
experimental de la Clark University solía reunir a sus alumnos diplomados para discutir sus planes con ellos.
Una de las cosas que podía hacer un joven laborioso aunque no fuera particularmente creativo, acostumbraba a
decir, era escribir una historia de la psicología experimental. Al poco tiempo, sin embargo, dejó sorprendido a
todo el mundo al encargarse él mismo de esta tarea, a la que puso término durante aquel otoño sabático. Lo
recuerdo tal como lo conocí en la primavera de 1929, cuando lo vi en el departamento de talleres,
construyéndose una caja de madera donde albergar el manuscrito para expedirlo a los editores, la Century
Company. Pese a tratarse de la historia de una clase especial de psicología experimental, la obra obtuvo un
gran éxito.
Boring estaba estudiando ingeniería eléctrica en Cor- nell cuando tomó la decisión importante de seguir un
curso que daba entonces E. B. Titchener, psicólogo británico que continuaba una tradición iniciada por el
famoso Wil- helm Wundt, en Leipzig, Alemania. La psicología debía ser la ciencia de la vida mental, en la que
los elementos mentales obedecían unas leyes mentales. «Las clases de Titchener eran mágicas», escribiría más
tarde Boring, «tan convincentes que mis compañeros pedían cada día que volviera a hablar de lo que ya había
explicado.» Y él accedía. Cuando yo asistí a sus clases, veinticinco años después, todavía seguían
explicándonos las mismas cosas que había dicho Titchener.
Su deseo era tener un departamento como el de Titchener, pero en su camino se había interpuesto otro
colega suyo que tenía una opinión diferente de lo que era la psicología como ciencia. Leonard Troland había
llegado a Harvard en 1916, mucho antes que Boring. Estaba especializado en visión y había tenido un papel
importante en el invento del tecnicolor. Aunque sabía atraerse a los estudiantes graduados, no era hombre
capaz de tolerar una escuela rival, por lo que se erigiría en fuerza perturbadora en un depatamento concebido
según el modelo de Titche- ner. Un alumno de Torland, Eugene McCarthy, fue un prosélito apasionado en
aquel conflicto desarrollado entre paredes y que él contribuyó a acentuar y cuando, un año o dos más tarde,
Troland se despeñó de una montaña de California y encontró la muerte, Mac «supo» que se trataba de un
suicidio; Troland se había suicidado porque no le habían concedido la exclusiva en las tareas docentes.
Asistí a una primera reunión de un seminario dirigido por Troland. No entendí gran cosa de lo que dijo y,
aprovechando un momento de calma en la discusión, le pregunté por qué se utilizaba una cartulina con un
agujero hecho con una aguja, a manera de lente, para observar una cosa muy cerca del ojo. Me echó una
mirada de evidente menosprecio y a continuación dijo algo que, de momento, no entendí. Con todo, el sentido
de su frase era que se daba por sentado que en un curso avanzado todo el mundo sabría qué eran las pupilas
artificiales. Yo me había denunciado como simple aficionado y lo mejor que podía hacer era largarme. No
obstante, llené una solicitud para asistir al curso de iniciación que pensaba dar aquel año, si bien en la primera
clase lo encontré tan tremendamente aburrido como conferenciante que renuncié a mis propósitos.
Uno de los más jóvenes que frecuentaban el departamento era Carroll Pratt, un hombre alto y elegante, dotado
de una voz de maravillosa sonoridad. Era un individuo extraordinariamente inseguro. Me hubiera invitado a
cenar a su casa o a escuchar un cuarteto de cuerda como llevándome a participar en algo que únicamente podía
gustarme en el caso de no tener absolutamente ninguna otra cosa que hacer. Se mostraba igualmente inseguro
en el terreno de la psicología, acaso para contrarrestar aquel entusiasmo desbordante de Boring, al que se había
visto expuesto en Clark antes de que él y Boring llegaran a Harvard.
Daba un curso llamado «Psicología experimental: laboratorio cuantitativo», donde parecía que la cuestión
básica estribaba en determinar cómo podía decidir una persona cuál era la diferencia entre dos estímulos. No se
trataba de nada del otro mundo, ni tampoco se nos hacía creer que lo fuera. El texto era de Titchener (¿de quién
si no?) y nos servíamos de los métodos llamados psicofí- sicos: «estímulos constantes», «límites», «error
promedio», etcétera. Nosotros juzgábamos que los estímulos eran bastante toscos. El «fenómetro de caída»
producía unos sonidos cuya intensidad había que comparar; el aparato consistía en una bola, colocada en el
extremo de un brazo, que se movía hasta ir a dar contra un trozo de madera y la intensidad del sonido se
determinaba a través de la longitud del arco a lo largo del cual caía el brazo. Algunos de los instrumentos eran
de latón (William James había calificado desdeñosamente aquella labor de «psicología de los instrumentos de
latón») y el que más me gustaba de todos era un «variador Stern»: un silbido profundo, emitido mediante aire
comprimido, que Boring había conectado con todas las aulas. Era el Rolls-Royce de lo que yo había conocido
como Frisco Whistle en la época en que tocaba en una orquesta de jazz. (Boring había intentado perfeccionar el
variador Stern haciendo que el mecánico del departamento instalara unos cuantos cilindros de acero, la
longitud de los cuales tenía que garantizar unos tonos determinados cuando es golpeaban dichos cilindros con
unos martillos, igual que se hace con las barras de un xilofón). Cuando mi compañero y yo indicábamos algún
detalle controlado de manera defectuosa o algún fallo del aparato, Pratt contestaba: «Esto no tiene por qué
molestar al observador», frase que tomó carta de naturaleza entre nosotros y quedó institucionalizada como
chiste permanente.
John Gilbert Beebe-Center era otro joven colaborador del personal de Harvard. Era una de aquellas
personas que no necesitan trabajar para vivir, pero que disfrutaba colaborando en Harvard, si bien estaba
relegado a la categoría más baja como profesor hasta el día que tuviera que retirarse. Yo le tenía envidia,
porque se había educado en Europa y hablaba con soltura francés y alemán.
Boring era el responsable de la mayoría de investigaciones que llevaban a cabo los graduados. Uno de los
estudiantes estaba terminando una tesis sobre cómo estimaban las personas el peso de unas cajitas de pildoras
llenas de perdigones de plomo recubiertos de cera. Otro había optado por la cuestión de cómo podían
determinarse las propiedades de los estímulos sin compararlos con otros. Otro estaba por descubrir cómo podía
la gente juzgar la temperatura de las superficies colocando sobre las mismas las yemas de los dedos. Boring
tenía un archivo lleno de problemas de este tipo, siempre a punto para aquellos estudiantes decididos a poner
su granito de arena al conocimiento, «como una realización parcial de los requisitos para conseguir el título de
doctor en filosofía». Uno de mis compañeros, Dwight Chapman, constituía una excepción. Acababa de
regresar de una estancia de un año en Berlín, donde se había visto contaminado por la psicología de la Gestalt
por la que se había descarriado hasta el punto de ponerse a estudiar el Fenómeno Fi,i el «movimiento
aparente», responsable del cine.
Yo no me sentía totalmente al margen de esos gustos introspectivos. El campo de la psicología era algo
totalmente nuevo para mí y en muchos de sus aspectos me resultaba fascinante. Me interesé por un problema
sobre el cual había escrito el psicólogo de la Gestalt, Wolfgang Koh- ler. Si uno emite dos sonidos sucesivos y
pregunta a otra persona si tienen el mismo tono, la respuesta dependerá del tiempo que tarde en seguir el
segundo sonido al primero. Cuanto más rato tarde, más alto parecería el segundo sonido, como si el nivel del
primero hubiera descendido lentamente. Ideé una teoría para explicar esa «caída de niveau», pero la he
olvidado. Ni siquiera estoy seguro de contar hoy adecuadamente los hechos. Tal vez el segundo tono suene
más bajo o tal vez sea la intensidad y no el tono lo que cambia.
Todas estas cosas hubieran sido anatema para John B. Watson, al igual que para mí en mis momentos de
mayor sobriedad. Yo era un conductista y para mí el conductismo era la psicología. A mí me había convertido
al conductismo Bertrand Russell. En aquella magnífica revista, Dial, a la que estuve suscrito durante mi etapa
«literaria», Russell había hecho la crítica de El significado del significado, de C. K. Ogden y I. A. Richards.
Hacía referencia en ella a Watson y a sus teorías y al final decía: «Como se observará, los anteriores
comentarios están muy influidos por el doctor Watson, cuyo último libro, Conductismo, tengo por
extraordinariamente impresionante». Después de leer la crítica me compré Conductismo y, transcurrido un año
poco más o menos, la Filosofía de Russell.
Es evidente que Russell se interesó por el conductismo durante una época de su vida, porque su biógrafo,
Ronald W. Clark, dice que leía «libros conductistas» durante el tiempo que estuvo recluido en la cárcel de
Brixton, en 1917, acusado de pacifista. Sin embargo, dice Clark que Filosofía fue «concebido a toda velocidad,
con destino al mercado americano» y los historiadores de psicología o especialistas en las ideas de Russell le
prestaron escasísima atención. No obstante, comienza con una atenta declaración acerca de diversas cuestiones
epistemológicas, suscitadas por el conductismo, considerablemente más elaborada que ninguna de las que haya
podido exponer Watson. Los primeros capítulos llevan los títulos de «El hombre en su medio», «El proceso del
aprendizaje en los animales y en los niños», «El lenguaje», «La percepción considerada objetivamente», «La
memoria considerada objetivamente», «La inferencia como hábito» y «El conocimiento considerado desde el
punto de vista conductista». El tercio medio del libro constituye un refrito de las opiniones de Russell sobre la
naturaleza del mundo físico, por lo que abandoné la lectura al llegar a este punto. Por tanto, me perdí el último
tercio del libro, donde Russell se lanza a refutar la teoría conductista al ponerse a hablar del «hombre desde
dentro».
Mi primer año no estuvo desprovisto de brillantes hitos en el campo del comportamiento. Walter S.
Hunter, de la Clark University, venía desde Worcester una vez por semana para encargarse de un seminario
sobre conducta animal. Se había educado en Illinois y en Texas y había frecuentado la Universidad de Chicago
para el trabajo de licenciatura, donde se había puesto en contacto con la escuela funcional de psicología, al
igual que había hecho Watson. Se necesitaba un permiso del instructor para cursar el seminario. En la primera
reunión tendí a Hunter una tarjeta de permiso en blanco.
—«Bien... —dijo, acompañándose de una risita—, algo habrá que poner.»
Y me la devolvió. Obediente, la rellené con mi nombre y el título del curso, pero lo hice temblando. Había
cometido un error y Hunter no me perdería de vista.
En el seminario había como una docena de estudiantes. La mentalidad de los simios, de Kóhler, atraía nuestra
atención, pero Hunter nos remitió a estudios anteriores, la mayoría efectuados por americanos, en este mismo
campo. Robert Yerkes había estudiado las «respuestas ideacionales» en los simios superiores y el propio
Hunter tenía escritos acerca de los «procesos simbólicos». Se me asignó un trabajo sobre mandriles, pero lo
único que recuerdo del mismo es que hacía referencia a las «tuberosidades del isquión, de color rojo vivo»,
como si aquellas palabras formaran parte de mi vocabulario de todos los días.
El seminario se ocupaba de la clase de comportamiento que parecía ser algo más que unas respuestas a
unos estímulos. La tesis de Hunter se había centrado en la «reacción retardada». Deje que un perro hambriento
vea como usted coloca una porción de algo comestible debajo de un paño, de los cuales habrá tres, y hágalo
esperar un rato antes de dejar que lo localice. ¿Cuánto tiempo recordará debajo de qué paño está escondida la
comida? Si se deja en libertad de acción, resolverá el problema levantando el paño por un extremo, pero, si lo
forzamos a moverse de acá para allá, fracasará en su intento. Dicho en otras palabras, los perros no poseen
buenos «procesos simbólicos». Los monos y los niños se desenvuelven mejor.
Hunter estaba también interesado en los estudios de Watson acerca de cómo aprendían las ratas a recorrer
laberintos y había diseñado varios donde la única pista disponible era la propia conducta de la rata. (Un día nos
explicó cómo había inventado uno de tales laberintos. «Una noche me senté a trabajar con un trozo de alambre
y unos alicates», comenzó, y a continuación añadió con una risa irónica, como si fuera a describir un rasgo más
del comportamiento de los primates, « ¡así es cómo pienso! »). Era un maestro escéptico, siempre dispuesto a
hacerle a uno la zancadilla si empleaba términos mentalistas o conduc- tistas sin poner demasiada atención. Por
ejemplo, la imitación. ¿Es imitación cuando un animal hace lo que está haciendo otro? ¿Qué diremos entonces
del perro que persigue un conejo? ¿Imita el perro al conejo?
Hunter era editor de Psychological Abstraéis y buscaba gente que le resumiera artículos. Resumir, decía,
constituye un buen procedimiento para poner el nombre de uno ante el público interesado en la psicología.
Necesitaba extractos de artículos redactados en lenguas extranjeras y, fundándome en mi breve estancia en
Italia, me precipité a ofrecerme para resumirle algunos trabajos en italiano. Efectivamente, los artículos sobre
psicología, redactados en italiano, no ofrecían gran dificultad y pude resumir unos cuantos. Comencé también a
hojear algunas revistas científicas alemanas sobre biología y fisiología y a enviar resúmenes, o al menos
títulos, de todo lo relacionado con la psicología.
Hubo otro estudiante graduado que prestó su colaboración al estudio del comportamiento. Era un desertor
del campo de la literatura que en otro tiempo había escrito críticas de libros para Dial. Su nombre impreso bajo
los titulares, «Charles K. Trueblood», tenía un aire noble por no decir majestuoso, y precisamente ahora me lo
encontraba, de carne y hueso, en Emerson Hall, estudiando el comportamiento de las ratas en los laberintos.
Había ideado un laberinto que podía reducirse a un plano horizontal. Las ratas que realizaban recorridos
perfectos cuando el laberinto estaba colocado en una dirección cometían errores cuando estaba en dirección
contraria. ¿Eran sensibles al campo magnético terrestre?
El laberinto estaba en una sala del ala oeste del tercer piso y las ratas vivían en el cuarto piso, al que se
accedía a través de una escalera situada en el ala este. La primera vez que vi a Trueblood llevaba una chaqueta
blanca y zapatos de lona y estaba trasladando jaulas de ratas de un extremo a otro de la sala, como un cura que
llevase la hostia de un lado a otro, moviéndose exactamente de la misma manera todos los días para asegurarse
de que los estímulos espaciales se mantendrían constantes. Descubrió que no podía seguir exactamente el
mismo camino hasta el punto de partida cuando el laberinto estaba colocado del otro lado y dedujo entonces
que en esto estribaba el secreto. Cuando la jaula con los ratones estaba adosada al laberinto, de modo que una
rata partiera siempre del mismo punto de arranque, importaba poco la dirección en que estuviera el laberinto.
Charles y yo comenzamos a comer juntos en la Geor- gian Cafetería de Dunster Street. Ibamos temprano y
seguíamos una rutina rigurosa. Como si obedeciéramos un rito, echábamos la crema en el café así que nos la
daban en el mostrador, porque entonces estaba más caliente cuando lo tomábamos ya sentados a la mesa. A
Charles se le ocurrían cosas como ésta y después yo seguía siempre la pauta. Era diez años mayor que yo y
soltero, pero a veces hacía comentarios sobre la belleza o el atractivo físico de una mujer que conocíamos los
dos: la esposa de Carroll Pratt, Marjory. Conocía mucho mejor que yo la literatura americana y poseía todo un
arsenal de chistes. Nos divertíamos creando nuevos chistes en los que aparecieran personas que conociésemos
los dos.
Aunque Charles era un conductista consumado, era tímido, nada inclinado a defender en público sus puntos de
vista. Había otro estudiante graduado que suponía, para mí, una figura mucho más importante: Fred. S. Keller.
Delgado, levemente inclinado, tenía el pelo prematuramente gris y un bigotito negro. Se expresaba con gran
deferencia. Más que atacar o contradecir a su interlocutor, exploraba con suavidad lo que éste pudiera decir.
Sin embargo, no era fácil hacerlo apear de sus bien fundadas opiniones. Le gustaban los chistes y reía con
facilidad. Dedicaba parte del tiempo a dar clases en el Tufts College y durante aquel primer año apenas lo
vimos por el departamentó, pero asistía a los coloquios y adoptó la causa con- ductista de manera serena pero
efectiva.
Los coloquios estaban dirigidos por aquel sardónico seguidor de Troland que era Eugene McCarthy.
Hombre perpetuamente desilusionado, llegaba medio arrastrándose a la sala donde se celebraba el coloquio,
con un cigarrillo colgándole de la comisura de la boca, dejaba ruidosamente un enorme cenicero de vidrio
sobre un extremo de la larga mesa alrededor de la cual estábamos sentados y se deslizaba en una silla.
Adoptaba unas maneras propias de la clase media tirando a baja y su vocabulario estaba exento de cualquier
inhibición. Nosotros lo aceptábamos como modelo y tal vez éste fuese el motivo por el cual los coloquios
resultaban tan apasionantes. Pratt y Beebe-Center no faltaban nunca, al igual que a veces un nuevo profesor
ayudante, Henry Murray, que se había hecho cargo de la Clínica de Psicología de la calle Plympton al morir su
fundador, el psiquiatra Morton Prince. Eran jóvenes y con ellos se podía discutir de hombre a hombre. (La
única estudiante graduada de sexo femenino, una tal Miss Mitchell, apenas hablaba nunca.)
Escribí una carta a Murray que quizás sea un ejemplo extremo de la libertad de que disfrutúbamos en
nuestros intercambios. Murray había celebrado un coloquio acerca de su teoría sobre el «predominio» y vi en
él la oportunidad de hacer una demostración de las teorizaciones freu- dianas. Le dije que había ciertas cosas
relacionadas con su propia personalidad que yo consideraba debía conocer. Con la utilización que hacía del
término «regnancy»    revelaba que, siendo niño, había creído que en el acto sexual lo que penetraba en la
hembra era orina y que, inconscientemente, su mente seguía ahora pugnando por eliminar la p de
«pregnancy» . (Muchos años más tarde me diría que aquella carta era la más grosera de cuantas había recibido
en su vida.)
A principios de aquel otoño informaba a mis padres de lo siguiente:
«... hoy he asistido a un coloquio para psicólogos, que es más bien una reunión informal, donde todo aquel
que lo desee puede hablar sobre cualquier tema que venga al caso. La charla ha versado sobre un asunto que
me interesaba y, durante el resto de la tarde, dos o tres de los asistentes y yo hemos monopolizado el tiempo
disponible con una discusión detallada. He hecho un par o tres de observaciones agudas acerca de los posibles
errores que se dan en algunos experimentos que, al parecer, han sido de interés para cuantos han intervenido en
el coloquio. Al final, uno de los investigadores se ha levantado y se ha presentado.»
Seguro que yo sabía poquísimo acerca de lo que hablaba. No había hecho ningún curso de psicología a
nivel universitario y no hacía más que un mes que había iniciado el curso como estudiante graduado. Sea como
sea, aquel hombre al que yo me refería como «uno de los investigadores» era indudablemente Fred Keller, que
había intervenido para echarme una mano cuando yo andaba dando tumbos. No sé qué debió pensar de mí Fred
en aquella ocasión pero, al iniciarse el segundo período de estudios, me pidió mi colaboración para su clase en
Tufts.
Fue en gran medida gracias a Fred que logré resistirme a las tendencias mentalistas del departamento y
seguí siendo un conductista. Pese a todo, continué escribiendo notas que apenas hubieran podido calificarse de
conduc- tistas en cuanto al tono. Aquella ambivalencia mía en relación con la literatura durante aquel año
oscuro pasado en Scranton no había quedado del todo resuelta al pasar a ser oficialmente estudiante de
psicología. En mi cuaderno de notas seguían figurando breves «polémicas contra la literatura», pero también
largos pasajes acerca del significado, con abundantes ejemplos de cuño proustiano. Aún escribía cosas como:
«El perfume de la hierba pisoteada y el calor me traen el recuerdo de Chautauqua». Y registré un hecho curioso
acerca de mi comportamiento verbal dentro del estilo mentalista:
«Observo la experiencia frecuente de un cambio repentino de ritmo en mis pensamientos o lecturas.
Cuando era más joven era más frecuente. Por ejemplo, en la frase "Lo encontró solitario" la palabra quedaba
fragmentada en so- li-ta-rio, cada sílaba acentuada por igual, con una leve pausa titubeante entre ellas, cada
sílaba dominada por un zumbido sordo, dando la impresión de lapsos interminables o de grandes lagunas en el
tiempo. ¿Acaso el tiempo irreal del propio pensamiento venía a introducirse en el tiempo físico del ojo para
producir un efecto de relativa lentitud?»
Pero ya había términos conductistas, como «estímulo» y «reflejo», que comenzaban a hacer acto de
presencia:
«Cuando, en julio de 1928, volaba de Viena a Munich siguiendo el curso del río Danubio, estando a un
quilómetro y medio de altura y durante un buen trecho del mismo, sin darme cuenta del río ni en aquel
momento conocer su nombre, a los pocos minutos pasamos directamente sobre él y de pronto contemplé su
superficie desde arriba, casi verticalmente. Inmediatamente me vino a las mientes el recuerdo de unos cuantos
trozos de película fotográfica sin revelar con los que había estado jugando siendo niño... Así que tomé
conciencia del recuerdo, advertí que el color del río se salía de lo corriente y que constituía la exacta
reproducción del color de la película fotográfica... Tengo la seguridad lógica de que la peculiar tonalidad del
color era resultado del reflejo del cielo azul pálido sobre la corriente que, mirada desde diversos ángulos era,
exenta de reflejos, de un color parduzco claro, como de barro. Lo importante era la fuerza con que el recuerdo
apareció en la memoria. Era algo así como si la evocación de aquellos trozos de película hubiera penetrado en
mi cerebro disparada por un revólver. La relación existente entre estímulo y reflejo era realmente proporcional
a la relación entre apretar el gatillo y el poyectil que seguía a ese hecho.»
Otro episodio ocurrido durante el verano me condujo a una nota más conductista. Había volado en avión
desde Kruselas a París a muy escasa altura debido al mal tiempo y había estado observando diversas secuencias
de comportamiento animal.
«¿Se trata de reflejos heredados?
Dejemos volar un avión sobre el patio de una granja. Las gallinas, aunque posiblemente se trate de una
primera experiencia de este género en su vida, corren en busca de refugio. Un caballo asustado, aunque
desconociendo en qué dirección escapar, corre describiendo círculos o se queda pateando en el sitio, pero sin
desplazarse. Ni él ni sus antepasados conocieron nunca enemigos que vinieran del aire. No se produce una
reacción inteligible. Las gallinas, obedeciendo a lo que se ha llamado miedo instintivo al halcón, reaccionan
como si el avión fuera un halcón, pese a no serlo.»
El organismo cuyo comportamiento observé más de cerca fue el mío propio y pasaba de recuerdos
curiosos que conservaba en mi memoria a formas curiosas de comportarme, como si fuera una especie de
Proust conductista. Al observar que el sol daba por las mañanas en las corbatas que colgaban a un lado de la
cómoda de mi cuarto, las guardé en un armario para impedir que se descoloraran y descubrí que, muy a
menudo, cuando iba a buscar una corbata, acudía a la parte lateral de la cómoda. En cierta ocasión hice lo
mismo transcurridas varias semanas. Se trataba de un reflejo condicionado sometido a extinción.
Mi comportamiento verbal aportaba numerosos ejemplos:
«La imagen de la palabra Gutta Percha suscitó en mí la repetición en mi interior de "Con las leves alas del
amor salté esas paredes" . Quedé sorprendido ante aquella ocurrencia repentina y de momento no pude
descubrir ninguna relación, si bien después recordé que la palabra era en realidad "o" er perch'. Me acordaba
perfectamente de que cierta vez había rememorado el verso diciendo "o" er leap'. Mi olvido quizás quede
explicado por la extrañeza de la palabra, así como por su fuerza de sugestión al suscitar la asociación inversa.
Ese incidente, por muy insignificante que parezca, puede ser de gran valor para el descubrimiento del proceso
de asociación. En la mayor parte de las teorías supondría una molesta irregularidad.»
La mayor patre de esas notas estaban muy apartadas del conductismo y mucho más aún de la fisiología,
que yo consideraba debía explorar también. Pavlov era fisiólogo y, si yo quería reanudar su labor, debía
atender más de cerca este campo. Doc estaba suscrito a Quarterly Review of Biology y de un artículo de
William Morton Wheeler que aparecía en uno de sus números copié lo siguiente: «Si en lugar de brazos
tuviéramos dos conjuntos de apéndices, uno rudo y potente (las mandíbulas), otro delicado, sensible al tacto y a
la química, nos moveríamos por el mundo igual que hacen las hormigas... y probablemente hablaríamos de las
fresas como de olores blandos, cónicos y redondeados, de los cigarrillos como de olores más duros, lisos,
oblongos de un cierto tipo, etc.» En otro número, Curt Richter describía ciclos del comportamiento de las ratas
mientras comían, bebían y se movían de un lado a otro.
Me acerqué más a la fisiología en una nueva división del Departamento de Biología de Harvard. Sólo
hacía tres años que W. J. Crozier se había trasladado al mismo para ocupar el cargo de director. Había estado
trabajando a la manera tradicional en el campo de la biología hasta el momento de recibir el aguijonazo de una
nueva disciplina, la fisiología general, y ahora, como fiel creyente, apenas si conseguía refrenar el desprecio
que sentía por aquellos que no sabían ver la luz. Abarcaba en el grupo a los psicólogos y a los «fisiólogos de
órganos» procedentes de la facultad de Medicina. Su departamento estaba escondido en extrañas habitaciones
del sótano del Museo de Zoología comparada, de la calle Oxford. Aprovechaba el espacio palmo por palmo e
incluso ocupaba sectores de los corredores, por los que transitaban invariablemente los visitantes que querían
contemplar las famosas flores Blash- ka de cristal, expuestas en el piso superior. Las flores de cristal recibían
tantas maldiciones de labios de los fisiólogos que he de confesar que me gustaron muy poco cuando, años más
tarde, subí un día las escaleras para ir a contemplarlas.
Crozier era ambicioso. En los tableros de dibujo estaba el nuevo edificio destinado a biología y Crozier
insistía en que la fisiología debía tener un espacio reservado propio: librería propia, depósitos propios,
almacenes propios, sin contar las oficinas y laboratorios, propios también. La botánica y la zoología que se las
compusieran como pudieran. Estaba construyendo un imperio; en lugar de traer a científicos hechos y
derechos, con una fama bien cimentada, se dedicaba a preparar un equipo de jóvenes. Figuraban en el mismo
dos recientes doctores en filosofía, especializados en psicología, uno de los cuales, Hudson Hoa- gland,
enseñaba Fisiología general 5.
Daba exactamente el curso que yo andaba buscando. ¡El texto que se utilizaba era Recent Advanees in
Physio- logy (Últimos avances en fisiología), de Evans, y se estaban estudiando, en realidad, los reflejos
condicionados de Pavlov! También había remitido a la obra de Rudolph Magnus en relación con los reflejos
involucrados en la postura y la locomoción. Adquirí el Kórperstellung, de Magnus y, así que pude, comencé a
luchar con el alemán. Las ilustraciones eran estereoscópicas; para ver las posturas y movimientos inducidos
por diferentes formas de estimulación había que bizquear ligeramente, con lo que se juntaban los dos grabados.
Los reflejos de Pavlov, tanto condicionados como incondicionados, eran secreciones glandulares, pero aquí se
trataba de movimiento físico, algo mucho más próximo a lo que ordinariamente se llama comportamiento.
El curso también se ocupaba de los reflejos espinales. El profesor Alexander Forbes, de la Escuela de
Medicina, estaba trabajando en ese campo, y un antiguo fisiólogo de Harvard, John Fulton, acababa de publicar
un gran libro, llamado Contracción muscular y el control reflejo del movimiento. Compré Acción integrativa
del sistema nervioso, de Sherrington, y lo leí entusiasmado. Pese a hacer un cuarto de siglo que había sido
escrito, seguía aceptándose como válido. Cuando se secciona la médula espinal de un gato por la parte del
cuello (bajo los efectos de la anestesia total), las respuestas reflejas en el «animal espinal» resultante no están
enmascaradas por otros comportamientos. La descarga eléctrica en la pata, por ejemplo, provoca una flexión
característica de la pierna, cuyas propiedades estudió Sherrington. El tiempo comprendido entre el comienzo
de la descarga eléctrica y el comienzo de la flexión es la «latencia»; tras una sacudida intensa, la pata continúa
flexionándose durante un cierto tiempo como consecuencia de la «post-descarga»; un estímulo no provocará
una segunda respuesta durante una corta «fase refractaria»; sometidas a una repetida elicitación, las respuestas
irán atenuándose en virtud de la «fatiga refleja», etcétera. Estaba seguro: ¡era así como había que estudiar el
comportamiento!
El departamento incitaba a la investigación individual y los alumnos de Hoagland se ponían en contacto
con el personal docente, que se encargaba de asignar trabajos. A mí me tocó un profesor ayudante, que me
indicó que prosiguiese unas observaciones que él había iniciado en relación con lo que podía ser un reflejo
condicionado en una rana. El plan me sonaba a Pavlov, por lo que me encantó. Escribí a mis padres:
«Esto supondrá la construcción de numerosos aparatos, artilugios de adiestramiento muy precisos, así
como máquinas de registro. Para poner un ejemplo, tendré que medir el tiempo transcurrido entre el momento
en que una rana recibe una sacudida eléctrica y el momento que salta. Ese tiempo se medirá en milésimas de
segundo y deberé idear una larga serie de experimentos que se desarrollarán de manera mecánica y en los que
cada movimiento quedará registrado en tambores giratorios. Se registrará hasta la más mínima contracción de
la rana (que se encuentra siempre sobre una plancha desprovista de cualquier conexión, al objeto de conseguir
que la situación sea lo más próxima posible a la realidad). Existen grandes posibilidades, todas ellas resultado
de una obser- ación que hice de los caballos de polo y de un experimento accidental que se efectuó en ese
laboratorio.»
La «observación» se remontaba a mis tiempos en Greenwich Village. A mi amiga Stella le gustaban los
caballos y, cuando ella y su marido se establecieron en Hawai, acostumbraban a presenciar muchas partidas de
polo.
Su marido me había contado que, cierta vez, un caballo recibió un mazazo en la cabeza al girarla a la derecha
atraído por una escaramuza. A partir de aquel momento únicamente volvía la cabeza cuando se producían
escaramuzas a la izquierda. ¿Sería posible limitar el reflejo condicionado de la rana únicamente a un ojo o, a
ser posible, a un lado del cerebro?
Desgraciadamente no lo sabría nunca. Escribía a mis padres:
«Mi experimento ha resultado mucho más sencillo de lo que suponía, ya que ha terminando demostrando
que la observación... base de mi trabajo, no era científica. Ha resultado que no se trataba de un reflejo
condicionado sino de un umbral atenuado. No sé si lo entendéis. El profesor estaba un tanto confuso y el doctor
Hoagland, que me había encargado el trabajo, se ha divertido mucho. Ahora voy a probar suerte en otro
experimento. Puede tratarse de una cuestión de geotropismo en las hormigas o de tropismos en los paramecios
u otras formas inferiores. Os lo explicaré cuando ponga manos a la obra.»
Sería el geotropismo en las hormigas. T. Cunliffe Bar- nes, ayudante de fisiología, era un canadiense
excéntrico, un hombre joven que llegaba al departamento con cuello y corbata de pajarita. Me encargó la
investigación del comportamiento de una hormiga grande y negra llamada Aphaenogaster fulva. Fijé una hoja
le papel amarillo, inclinada sobre una superficie plana, según un ángulo medido con la máxima precisión.
Después, iluminándola con luz roja, situé una hormiga obrera cerca del centro de la hoja y, al trasladarse de un
sitio para otro, comencé a seguirla con un lápiz blando, que dejaba tras de sí una trayetcoria zigzagueante.
Había segmentos del recorrido completamente rectos y era posible medir las desviaciones. Al variar la
inclinación del plano, variaba el ángulo de los recorridos, mostrando el efecto de la gravedad en las patas de las
hormigas al moverse de un lado para otro. A medida que los días iban pasando, los recorridos mostraban
tendencia a ser más empinados y tratábamos de averiguar cuál era el motivo. Quitamos peso a la hormiga
eliminándole el abdomen (se las apañó sin él la mar de bien durante un cierto tiempo) o le añadimos peso
dándole una crisálida, que transportaba entre sus mandíbulas.
Mientras redactábamos el informe aprendí más sobre el comportamiento humano que sobre el de las
hormigas. Barnes tenía un pequeño despacho en Randall Cottage, un edificio de madera situado donde
actualmente se levanta el William James Hall. Conocía a un taxista que le traía una botella de whisky de
contrabando cuando se la encargaba por teléfono, botella que le era necesaria para su labor creadora. Escribía
con una caligrafía grandota e infantil y, a medida que las hojas de papel iban amontonándose a un lado de la
mesa y el nivel de la botella iba bajando al otro lado, el hombre iba sintiéndose más y más expansivo. No le
gustaban los canadienses, «pastores de ovejas» los llamaba él, ni tampoco, por extensión, los americanos en
general y, cuando el inglés le resultaba insuficiente para expresar su desprecio, pasaba al latín. Cierta vez,
mientras estaba hablando, sacó el pañuelo del bolsillo y se lo ató cuidadosamente alrededor del puño izquierdo.
Después me dijo:
—Skinner, ¿sabe usted qué hacemos los canadienses cuando nos emborrachamos? ¡Rompemos
VENTANAS!
Y dirigió el puño vendado contra un pequeño panel de vidrio de la ventana que tenía tras él. (Un amigo
que había practicado esta curiosa costumbre canadiense en el escaparate de una tienda de Boston se había
hecho unos cortes muy malos y padecía lo que entonces se llamaba envenenamiento de la sangre.) Pese a tales
digresiones, o tal vez gracias a ellas, terminamos nuestro trabajo, que fue aceptado para su publicación en el
Journal of General Psychology, en junio de 1929. Llevaba por título «El aumento progresivo de la respuesta
geotrópica de la hormiga Aphaenogaster» y constaba como publicación procedente del Laboratorio de
Fisiología general.
Mi vida diaria ampliaba sus horizontes. Asistí a algunas de las conferencias y coloquios anunciados en la
Harvard Gazette. Escribí a Percy Saunders acerca de una de ellas: «Esta tarde me he tenido a escuchar una
conferencia sobre la física de la música que se daba en el Laboratorio de Física. Después de oír dos frases y ver
un ademán, me he dado cuenta de que el conferenciante era tu hermano. Al preguntárselo, después de
terminada la conferencia, me ha replicado con un enfático "¡Sí!"».
Quizás fue por esto que no sospeché nada al recibir una invitación a una fiesta que daba el profesor
Saunders en honor de unos nuevos alumnos. Hubo refrescos y el profesor Saunders dedicó mucho tiempo a
hablar de música con uno de los alumnos que tocaba maravillosamente el piano. Sin embargo, resultó que a mí
me habían invitado por equivocación. La fiesta estaba dedicada a los nuevos estudiantes de física y era
evidente que alguno de los empleados de la oficina del decano había considerado «psych» demasiado cerca de
«phys» en el archivo *. Como no conocía a ninguno de los demás estudianes, la velada resultó aburridísima.
Descubrí los conciertos mensuales que la Boston Sym- phony Orchestra daba en el Sanders Theatre, de
Harvard. Había que hacer media hora de cola y, cuando abrían la taquilla, se pagaban veinticinco centavos por
un asiento de galería, exactamente encima del escenario; si uno se encontraba entre los primeros de la cola y
actuaba con rapidez, podía sentarse en primera fila y contemplar a Koussevitzky desde arriba mientras dirgía la
orquesta.
Compré discos nuevos para escucharlos en mi fonógrafo: la Sinfonía en Re Menor de César Franck, La
Novena de Beethoven y L'aprés-midi d'un faune, de Debussy —que Doc consideraba muy disonante—,
todos ellos abreviados para encajarlos en los discos de setenta y ocho
revoluciones. Me preocupaba por la conservación de los discos y solía usar agujas de
bambú que yo mismo afilaba con las herramientas apropiadas. También me preocupaba por la fidelidad y
recortaba unas arandelas que hacía con gomas de borrar y que colocaba sobre las agujas de bambú en la
creencia de que amortiguaban las vibraciones desagradables. El motor no era demasiado potente y el plato de
los discos muy pesado y, cuando se producía un «fortissimo», el disco reducía la velocidad y la aguja
comenzaba a recorrer un surco zigzagueante. En la Novena sinfonía de Beethoven, una parte de la Freude
bajaba de tono hasta tal punto que parecía que los cantantes abrigaran segundas intenciones con respecto a la
alegría.
Pasaba muchos ratos con los Pratt. Eran aficionados a la música y solían invitarme a compartir con ellos
una velada escuchando tríos o cuartetos de cuerda o piano. En cierta ocasión los acompañó Percy Saunders.
Carroll había realizado ciertos experimentos sobre la percepción de los intervalos musicales y estaba
escribiendo un libro titulado El significado de la Música, pero se mostraba inseguro con respecto a su obra y
yo raras veces le hablaba del trabajo que tenía entre manos. También Marjory estaba doctorada en psicología,
pero a la sazón estaba ocupada fundando una familia.
Comenzaron a gustarme sus hijas, Dana y Anita, y comunicaba a mis padres que «la pequeña se ha
aficionado tanto a mi persona que se pasa el día entero preguntando por "Phwed" y, si estoy en su casa, quiere
que yo le dé de comer, la vista, etc. (sobre todo etc.) y no quiere que nadie más la toque.» Fui a su casa en
Navidad para ver el árbol y tomé parte en la búsqueda del huevo el día de Pascua. Cuando Jean Gros exhibió
sus marionetas en el Brattle Theatre, llevé a Dana para que las viera. Después nos metimos en las bambalinas
para observarlas más de cerca, igual que hiciera dos años antes cuando, en Scranton, ayudé a Gros y a sus
colaboradores.
No desdeñé la posibilidad de intentar uno o dos experimentos. Los psicólogos de la Gestalt hablaban
mucho de «Cierre» y veían una figura incompleta como si fuera completa, como cuando no se observa
interrupción en un círculo abierto al dirigirle una rápida ojeada. Hice una serie de dibujos y, para satisfacción
mía, Anita, en lugar de ignorar lo que no figuraba en ellos me indicaba con el dedo el lugar dónde debería
estar. Si dejaba de dibujar uno de los palos de una valla o una rosa en una corona de rosas, la niña me indicaba
el hueco señalándolo con el dedo. Seguramente que los psicólogos de la Gestalt no se hubieran preocupado
demasiado por ello.
Escribía dos veces por semana a mi familia; la primera vez que olvidé escribir, encontré una nota clavada
en la puerta de mi habitación donde se me decía que llamara a mi madre. Mis padres no se consolaron nunca de
la repentina muerte de mi hermano y yo aceptaba de buen grado el pequeño sacrificio que suponía escribir
aquellas dos cartas por semana. Como nota curiosa diré que mi madre conservó muchas de ellas y que las tales
cartas muestran una gazmoñería y un humor tan retorcido que dudo que fueran del agrado de mis padres pese a
toda su devoción: «Hablando de finanzas, el otro día sufrí un gran revés al llegar vuestra carta con el limpia-
peines: faltaban dos centavos.»
El baúl de la ropa viajaba de aquí para allá igual que había sucedido durante mi estancia en Hamilton y mi
madre no sólo se ocupaba de hacer cosas para mi habitación sino que, encima, me compraba provisiones. Pese
a que yo subvenía a mi sustento con el dinero que me reportaba el Digest of Decisions of the Anthracite Board
of Conci- liation (Resumen de las decisiones de la Junta de Conciliación de la Antracita), mi padre
administraba mis finanzas y me enviaba cheques cuando los necesitaba. Cuando me comunicó que me tocaría
satisfacer el impuesto sobre la renta, protesté. El impuesto sobre la renta era la última cosa en la que hubiera
pensado nunca.
Mi padre, después de dimitir como asesor legal de la Compañía de Carbón Hudson, había iniciado un
trabajo en la práctica privada. Había convencido a un joven del departamento de seguros de la compañía para
que actuara como administrador de una Oficina de Indemnización que atendía a los obreros. Muchas empresas
explotadoras de carbón no contaban con un seguro para responder a las reclamaciones presentadas por los
obreros en ocasión de accidentes de trabajo y esos aseguradores autónomos necesitaban asesorarse siempre que
se ventilaba alguna discusión. Mi padre, como autor de la obra Ley de indemnización de los obreros de
Pennsylvania, único texto sobre esa cuestión, era un experto en la materia. Después de indagar sobre sus
compañeros en el campo del derecho, se había asegurado de que no se produciría ninguna violación de la ética
profesional en la organización de aquella asesoría, pero no estoy seguro de si más adelante tuvo que escuchar
ciertas críticas al respecto ni tampoco de que fuera totalmente inmune a las mismas.
A principios de 1929 escribía a mi madre sobre algo que me había comunicado por escrito con respecto a
la buena marcha del mercado de valores: «Todas tus inversiones me parecen estupendas. Espero tan sólo que
estéis preparados para las vacas flacas igual que para las gordas. Adelante y convertios en millonarios si ése es
vuestro deseo, pero mucho cuidado.» No me arrogo la predicción del desastre del mercado de valores que se
produjo aquel mismo año, puesto que en noviembre de 1928 había escrito: «Bien, teniendo a Hoover y a papá
como presidentes no podemos esperar otra cosa que no sea prosperidad.» Mi padre había sido elegido
presidente del Kiwanis Club y era lo mejor que hubiera podido ocurrirle. Aunque siempre había tenido un
puñado de amigos íntimos, para él nunca había sido tarea fácil caer bien a la gente y, puesto que se sentía bien
dispuesto hacia todo el mundo, se sentía continuamente decepcionado y frustrado. Al poco tiempo de instalarse
en Scranton había recibido una invitación para sumarse al Kiwanis Club y se había mantenido fiel al mismo,
por lo que ahora sus miembros lo nombraban presidente. «Bill» Skinner (tanto mi madre como los amigos que
tenía mi padre en Susquehanna siempre lo habían llamado «Will») se había convertido en persona querida por
todos. En su calidad de presidente del club, aparecía en las cenas anuales de los clubs Rotary y Lions, fue el
promotor de un nuevo estadio deportivo y de un aeropuerto y formó parte de un grupo de miembros destacados
de la comunidad, elegidos para explorar el futuro de la región de la antracita. Comenzaba, pues, a sentirse más
como un ciudadano de Scranton que como un emigrado de Susquehanna.
Fue igualmente el promotor de la carrera de una cantante local llamada Helen Sadowska. Kansas City
había enviado a Marian Talley al Metropolitan Opera, testigo de su fulgurante y breve carrera. ¿Por qué no iba
a tener Scranton también su lugar al sol? Mi padre llevó a Miss Sadowska a Nueva York para que se
entrevistara con Samuel Rothafel, más conocido por «Roxy». Roxy dijo que los nombres largos eran un
problema para los anuncios de los teatros, por lo que a partir de aquel momento la muchacha debería llamarse
Helen Sado. Les presentó a una profesora de canto, una tal «Madame» X, y se hizo lo necesario para instalar a
Miss Sado en Nueva York y para que estudiara e iniciara su carrera en la ópera. Más adelante Roxy informó a
mi padre de que todo funcionaba a las mil maravillas y de que Miss Sado tenía un «órgano magnífico». (Al
llegar la noticia a los periódicos de Scran- ton, la palabra «órgano» fue sustituida por «voz».)
Mi madre, por su parte, también prosperaba. Se había incorporado a DAR y seguía siendo secretaria de la
Guardería Diurna. Hacía demostraciones de máquinas registradoras de votos electorales en calidad de miembro
de la Federación de Clubs de Mujeres de Lackawanna y seguía útil en muchos otros aspectos.
Raphael Miller era un hipocondríaco en lo tocante a salud. Cuando llegué a Cambridge yo tenía un
furúnculo en la muñeca, lo que hizo sospechar a Miller que esto y unas débiles marcas que me aparecieron en
el brazo fueran indicio de una infección por estreptococos. Cuando expliqué que me despertaba todas las
mañanas con catarro —años más tarde descubriría que se trataba de una alergia provocada por las plumas de la
almohada—, me envió a que me viera un homeópata conocido suyo que vivía en Boston.
En aquel entonces estaba preocupado por su propia salud. Tenía lo que se conoce por síndrome del
estudiante de medicina: presentaba los síntomas de las enfermedades que estaba estudiando. A mediados de
aquel invierno tenía una afección cardíaca. Me explicó cuáles eran los diferentes signos que presentaba: algo
relacionado con la forma de las uñas, el hecho de que un baño caliente alterara su pulso de manera
desordenada, etcétera. Temía, además, que yo sufriera también del corazón porque, siendo niño, parece que
había tenido un breve brote de fiebre reumática. Comenzó a abandonarse a la depresión. Se hizo vegetariano.
Dejó las clases durante dos semanas y su padre vino a visitarlo.
Un domingo por la mañana fui caminando hasta la Facultad de Medicina y me encontré la puerta de su
cuarto cerrada con llave. Un estudiante que me tropecé en el pasillo me dijo que Doc se había levantado
aquella mañana convencido de que se encontraba seriamente enfermo y había ido a casa de un primo suyo que
vivía en West Quincy. Me dirigí a casa de éste en transporte público, con el que no estaba familiarizado y
encontré a Doc sumido en la más negra desesperación. Había despertado con un tobillo hinchado y estaba
plenamente seguro de que la causa era una embolia. La hinchazón había remitido, pero con tiempo por delante
otro trombo alcanzaría su corazón o su cerebro y daría cuenta de su vida.
Procuré animarle y, finalmente, conseguí llevármelo a mi habitación. Me di cuenta de que su deseo era ir a
su casa y que, si no lo hacía, era porque temía morirse por el camino y no quería provocar contratiempos. Al
ofrecerme a acompañarlo, aceptó de inmediato. Nos trasladaríamos a Nueva York aquella misma noche en
coche cama y llegaríamos a Susquehanna el mediodía del día siguiente. Fuimos a su habitación y comenzamos
a empaquetar algunas de sus cosas. Yo telefoné a mis padres y les pedí que fueran a buscarme a Susquehanna.
Debían ir acompañados de la novia de Doc, Dorothy Glidden, que vivía no lejos de Scranton.
Doc continuaba hablando como si le quedara poco tiempo de vida. Estaba preocupado sobre todo por su padre
que, años antes, había perdido a su esposa y a su hijo, y también por Dorothy. A la mañana siguiente, al
vestirse en el coche cama ya en Nueva York, se puso una camisa azul porque, según dijo, le daba un aire más
saludable y mejor color a la cara. En la estación de Jersey City, mientras aguardábamos el tren Erie para
Susquehanna, estuvimos hablando largo y tendido. A menudo habíamos hablado de nuestras carreras; la suya,
al decir de él, podía darse por terminada. Eran muchas las cosas que le hubiera gustado hacer. Me dijo que
tenía la plena seguridad de que a mí me aguardaban grandes cosas y quería que yo supiese que eso le alegraba.
Yo me negaba resueltamente a tomar en serio su enfermedad y le dije:
—«No te preocupes. Te dedicaré un libro y los dos seremos famosos.»
Por supuesto que hablaba en broma, pero él exclamó: —«¿De veras?» —y por vez primera, desde que lo
fuera a buscar a casa de su primo, se sonrió.
Mis padres, Dorothy y el padre de Doc nos esperaban en Susquehanna. Yo no había dicho a mis padres
que no habíamos telefoneado al doctor Miller, por lo que Dorothy, como era natural, lo había llamado para
saber más detalles. El médico había pasado las últimas dieciocho horas sabiendo tan sólo que su hijo se
encontraba seriamente enfermo y que iba camino de casa.
Doc me escribía todas las semanas. En una de sus cartas me decía que se encontraba mejor.
«En cierto aspecto, la depresión es mucho menor: a veces estoy muy decaído, pero son más las veces que
estoy animado. He ido a pie hasta el centro de la ciudad sin demasiado esfuerzo. Los síntomas siguen
subsistiendo, pero ha disminuido su intensidad.» Más adelante me escribiría:
«Me siento profundamente deprimido. Durante los últimos días he recaído, ha vuelto la antigua debilidad
y veo las cosas muy negras. Siento un gran malestar en el pecho y esto, por supuesto, no tiene nada de bueno...
Parece imposible que las cosas sean así, pero es verdad.»
Pero finalmente lo superó totalmente. «Desesperado», me escribía lo siguiente:
«Fui a ver al doctor Winters, de Binghamton, hombre muy experimentado y erudito en quien tengo una
gran fe. Me dijo que mi corazón "funcionaba como un reloj y que tenía cuerda para cincuenta años". La presión
de la sangre ha vuelto casi a la normalidad. Fui en una silla de ruedas hasta la puerta de su casa y subí las
escaleras hasta su consultorio casi sin aliento. Salí de su casa más fresco que una lechuga y me recorrí a pie
todo Binghamton. Esto ya ha sucedido más de una vez... Me he comprado un par de botas de caza y las estrené
para hacer una caminata de cinco quilómetros a campo traviesa. Hay muchos aspectos de curaciones
conseguidas por la fe religiosa y muchos milagros bíblicos y otras cosas del mismo género que ahora se me han
hecho comprensibles gracias a esta última experiencia mía.»
Los psicólogos consideraron que Crozier tenía demasiado mimados a sus alumnos y, cuando se
aproximaba el final de aquel período otoñal, él y Hoagland trataron de convencerme de que cambiara el tema
objeto de mis investigaciones. Quise explicárselo a mis padres:
«Habréis visto que la fisiología del sistema nervioso es prácticamente psicología y que las condiciones que
ofrece el Departamento de Fisiología son mucho mejores. Acaban de recibir una asignación de seis millones de
dólares y el año que viene van a construir un nuevo edificio que cuesta dos millones. Crozier es muy famoso y
en este momento el Departamento de Fisiología tiene muchísima más importancia que el de psicología.
Hoagland tiene un extraordinario interés en tenerme con él. Esto significaría no ya sólo que un doctorado en
filosofía procedente de fisiología sería mejor en sí, sino que tendría más posibilidades de incorporarme a un
laboratorio local contando con esta nueva dotación y posteriormente conseguir un cargo interesante que me
permitiera dedicarme exclusivamente a mis investigaciones. E incluso puede ocurrir que trabaje en el
Departamento de Fisiología y, sin embargo, pueda graduarme igualmente en psicología tal como había
planeado. Tengo que hablarlo con los jefes de ambos departamentos. Crozier ha estado muy amable conmigo y
parece que tiene interés en ayudarme. Es un primer espada en su campo y para mí sería una magnífica
oportunidad poder colaborar con un hombre tan influyente.»
En Harvard descubrí que la psicología no era lo que yo esperaba y que a mí me había gustado siempre la
biología. En el Hamilton College, las clases de Bugsy Morrill sobre la anatomía y la embriología de los gatos
habían sido de lo más interesante. La botánica y la zoología eran un verdadero rollo, con todos sus sistemas de
clasificación, pero en el Museo de Zoología Comparada las cosas funcionaban de una manera muy diferente.
El antiguo mentor de Crozier, George Herbert Parker, zoólogo, se encontraba realizando unos experimentos
acerca de la producción de dióxido de carbono a través de los nervios. (Parker estaba inmune a los ataques de
Crozier contra los fisiólogos de los órganos.) Fui testigo de un experimento en el que se servía de manera
ingeniosa del flexible cuerpo de una serpiente. Había practicado una larga sección en el nervio y, juntando los
extremos anterior y posterior de la serpiente hasta formar un gran bucle, encerraba el nervio en un tubo de
ensayo al tiempo que mantenía ambos extremos conectados con la serpiente. Gracias a la estimulación
repetida, el nervio desprendió suficiente dióxido de carbono para ser detectado mediante los métodos
disponibles en aquel entonces.
Afortunadamente, podía posponer la decisión. Me había comprometido a cubrir el programa de un año
completo, incluyendo en él un curso de verano con Crozier y, en cualquier caso, no haría ningún cambio antes
de junio. Entonces podría tener una idea más clara de lo que eran ambos campos.
La psicología no carecía de atractivos. Me había inscrito en un curso llamado «La psicología del
individuo», que daba por vez primera el profesor ayundante Murray. El texto era una historia clínica: El dios
de la locomotora, de William Ellery Leonard, profesor de Wisconsin, que había escrito una larga secuencia a
base de sonetos, pero que era más famoso por una fobia que padecía y que hacía mantenerlo cerca de su casa.
(Trueblood me dijo que los estudiantes de Wisconsin lo llamaban William Yellery Leonard». Su libro suponía
un intento de explicación de la fobia. Parece que, siendo niño, había sufrido una terrible impresión cuando,
mientras aguardaba en la estación, había quedado envuelto en el vapor ardiente despedido por una locomotora.
De vuelta a Susquehanna, estuve observando muy de cerca la locomotora más grande del mundo, llamada May
Shatt, y encontré muy poco convincente la explicación que daba Leonard. El análisis científico que hacía
Murray, en el que recurría a Freud y a Jung, tampoco me caía bien. Al final de la primera lección me dirigí a él
y le dije:
—Usted es un psicólogo literario.
Yo me encontraba en el punto álgido de mi rebelión contra la litertura y era la peor cosa que podía decirle,
pero la base científica de Muray era la embriología y, de hecho, en su vida había hecho un curso de psicología.
El que procedía de la literatura, en todo caso, era yo.
Tal vez esta inversión de los papeles explique por qué nos convertimos en grandes amigos y, por una u
otra razón, nos sentíamos bien estando juntos. El primer artículo que escribí para él podía haber marcado la
pauta. Nos había pedido que diéramos ejemplos autobiográficos de dos o tres principios psicológicos. Uno de
ellos era la «ambivalencia» y el ejemplo que di estaba relacionado con Stella en la época de Greenwich
Village. Cierto día que me encontraba solo en el apartamento, cansado de la relación que mantenía con ella,
decidí liberarme y poner las cosas en claro aquella misma noche. Sin embargo, cuando entré en el cuarto de
baño, al ver ciertas prendas interiores, negras y transparentes, secándose en la bañera, cambié de opinión.
A mí no me tentaba la psicología clínica como profesión, aunque ciertos sucesos de mi historia personal
hubieran podido llevarme por aquellos derroteros. En Hamilton me había inclinado por la psicología de la
anormalidad en ocasión de redactar un trabajo sobre la «bufonesca disposición» de Hamlet y mi primera
tentativa en el campo de la hipnosis —con Stella— había resultado impresionante. En Scranton había
estado enamorado durante un breve espacio de tiempo de una muchacha que me proporcionó una de estas
experiencias que pueden ser tan recompensadoras para el psicólogo clínico. La muchacha me había contado
una extraña historia acerca de un chico que vivía en su casa con la familia de ella. Pese a que ella lo tenía por
un muchacho atractivo, la desorientaba su comportamiento y, por alguna de las cosas que me contó, adiviné
que podía tratarse de un adicto a la heroína. Había oído decir que los heroinómanos evitaban el contacto con el
agua, por lo que le pregunté:
—¿Ha tomado algún baño desde que vive con vosotros?
Fue un tiro que dio en el blanco. Mi amiga me miró estupefacta; la sirvienta había dicho a su madre, entre
rubores, que las toallas del cuarto de baño usado por el joven estaban intactas. La muchacha aclaró con él lo
que yo había «demosarado» y el chico acabó confesando. Pese a todo, yo estaba plenamente decidido a ser un
psicólogo científico.
Al iniciarse el curso de primavera, Boring había regresado ya de su permiso sabático, y yo le brindé la
oportunidad de que hiciera de mí un psicólogo introspectivo. Daba cuatro cursos sistemáticos que dejaban
establecida la situación básica del departamento. Me había perdido el primero, debido al permiso sabático, pero
seguí el segundo, titulado «Teorías y sistemas psicológicos». La señora Boring, que también era doctora en
psicología, asistía a todas las clases y era evidente que venía haciéndolo desde el primer día que su marido
empezó a darlas. Seguramente era gracias a la ayuda que ella le prestaba que el curso estaba tan
cuidadosamente planificado y tan meticulosamente presentado, pero a mí no me entusiasmó ni poco ni mucho.
Apenas si me acuerdo de nada de lo que explicaba, en parte porque fui excusado de hacer el examen final y
porque, en consecuencia, no me esforcé en integrar las explicaciones.
En su contacto diario con los alumnos, Boring era un hombre de reacciones impredecibles. Era una bola de
sebo, pero se movía con agilidad. Siempre estaba riéndose y muchas veces no se sabía por qué motivo. ¿Era
por algo que había dicho él o por algo que había dicho uno? ¿O se reía, tal vez, porque intentaba disimular un
sentimiento de inseguridad? Se mostró sumamente paternal cuando me volvió a salir otro furúnculo —esta
vez en la nuca— y me vi obligado a acudir a la enfermería Stillman. ¿Estaba bajo
de defensas? Sin embargo, había ocasiones en que nos exigía una rígida disciplina.
En el tercer piso del Emerson Hall había una habitación con dos máquinas de calcular. La llave de la
habitación se encontraba colgada de un gran aro metálico en el depósito y uno de los pecados mortales que
podían cometerse en el departamento era dejar la puerta sin cerrar con llave. Un domingo por la mañana en que
estaba trabajando con una máquina, tuve que abandonar la habitación uno o dos minutos para acudir al cuarto
piso a dar unas pequeñas cantidades de alimento a unos ratones. No veía el motivo para no dejar abierta la
puerta de la habitación. Sin embargo, al volver a ella, todavía pude ver a Boring desapareciendo escaleras
abajo y yo, como era de suponer, quedé sin poder entrar en el cuarto, cerrado con llave. Había descubierto que
la puerta estaba abierta y adoptado la consiguiente medida disciplinaria. Mi chaqueta, con el billetero y las
llaves, habían quedado dentro de la habitación y difícilmente podría arreglarme sin ellas con un día de fiesta
por delante. Pese a ello, no me atrevía a presentarme ante Boring y confesarle que había sido yo el culpable de
que la puerta quedase abierta. Por fortuna, en el tercer piso del Emerson Hall, las ventanas tienen debajo un
amplio reborde saliente. Pude salir al exterior por la ventana del despacho del secretario del departamento,
arrastrarme a lo largo del reborde y penetrar en el interior de la habitación de cálculo, donde recuperé mis
pertenencias. La llave de aquella habitación no apareció por el depósito durante bastantes días.
La filosofía que había estudiado en el Hamilton College me había dejado frío, pero durante aquel año tan
negro que pasé en Serán ton volví a echarle una ojeada, especialmente a Bertrand Russell. ¿Qué tenía Harvard
que ofrecerme en materia de filosofía? ¿Eran tan apasionantes como los nuestros los coloquios de filosofía que
allí se celebran? El día que decidí descubrirlo los ánimos estaban muy excitados: el tema sometido a debate era
si un perfecto infinito podía crear o no un inperfecto finito. Yo sabía lo que habría contestado Russell, por lo
que me marché antes del final y ya no volví a poner los pies en ninguno de aquellos actos.
La gran figura del departamento era Alfred North Whitehead. Lo conocí en una recepción conjunta que
todos los años daba el profesor Hocking a los nuevos alumnos de filosofía y psicología. Recibí la invitación
habitual y me presenté a la hora convenida, que resultó excesivamente temprana. Al poco rato llegaba un
viejecito de calva reluciente y ojos hundidos que se dirigió derecho a mí con el aire más afable del mundo.
Llevaba un cuello tipo pajarita y corbata de lazo, tartamudeaba un poquito y hablaba con acento británico. Yo
lo tomé por un cura, quizás importado para atender una de las mejores iglesias de Boston. Me preguntó dónde
había estudiado y qué filosofía conocía. Le dije que mi profesor había sido eduardiano (queriendo con ello
decir que había sido discípulo de Jonathan Edwards), pero él se quedó confundido. ¿Me refería acaso a la edad
del profesor?
Me dijo que un psicólogo joven tenía la obligación de no perder de vista la filosofía y, acordándome de
Bertrand Russell, le dije que precisamente era lo contrario, que lo que necesitábamos nosotros era una
epistemología psicológica. Nuestra conversación siguió unos quince o veinte minutos más. Entretanto la sala
iba llenándose de gente, que se iba agrupando a nuestro alrededor y que interrumpía a mi nuevo amigo para
hacerle preguntas. Uno de los estudiantes, abriéndose paso hasta mí me comentó que quería estar lo más cerca
posible del profesor.
—¿Qué profesor? —pregunté yo.
—El profesor Whitehead —respondió.
En el curso de otra de aquellas ocasiones anuales, fue Whitehead el que pasó un mal momento. Había
accedido a dirigir unas palabras a los concurrentes y comenzó recordando la época dorada de la filosofía y la
psicología en Harvard cuando, según dijo él, los gigantes vivían en la tierra.
—Estaban James y Royce y Santayana y Boring...
Y acto seguido, con una mueca que indicaba el paroxismo de la repugnancia, escupió:
— ¡No! ¡Boring no!
Se escuchó un alud de sonoras carcajadas, entre ellas las perfectamente sinceras del propio Boring,
sentado en primera ñla. Había sido un desliz cruel y de mala ley. El hombre estaba contrariado por haberse
olvidado de un nombre: había querido decir Münsterberg.
Whitehead y un joven colega, Ralph Eaton, ofrecieron un curso aquella primavera titulado «La filosofía y
las ciencias» y como La ciencia y el mundo moderno, de Whitehead, había polarizado gran expectación, firmé
la inscripción. Todos los días Whitehead hablaba un ratito y después seguía Eaton, que terminaba la hora. Se
nos exigían trabajos y el primero que redacté obtuvo una C como calificación, insuficiente para un estudiante
graduado. He olvidado sobre qué versaba, pero es indudable que en el ensayo había huellas de conductismo.
Eaton explicó en clase qué criterio seguía para calificar los trabajos:
—Los leo y cuando encuentro una idea le pongo una A.
Entendí qué había que hacer y mis trabajos siguientes fueron calificados con A. Las ideas eran las que se
exponían en clase.
A veces el tartamudeo de Whitehead alcanzaba unos niveles terribles. Un día lo vi saludando a un
estudiante francés que acababa de llegar a Harvard para seguir un curso. Hablaban en uno de los pasillos del
Emerson. El profesor estaba desgranando una serie de observaciones propias con un estentóreo: «Bon», al
tiempo que describía con la cabeza un enorme arco. Iba a iniciar otro de sus «Bon», ya la barbilla levantada en
el aire, cuando de pronto Whitehead sufrió uno de sus bloqueos. La cabeza del muchacho se inclinó hacia
adelante en una serie de convulsas sacudidas y la palabra «Bon» quedó helada en sus labios. Un día, en clase,
me dediqué a anotar qué estaba a punto de decir Whitehead cada vez que se ponía a tartamudear y el resultado
fue de lo más curioso. Quedaba bloqueado siempre que se disponía a hablar de calificaciones o de su colega, el
profesor Eaton.
Dwight Chapman y yo habíamos firmado una solicitud para ingresar en un curso de investigación, dirigido
por Hunter, que planeaba estudiar el «insight    en las ardillas». La ardilla era capaz de servirse de las manos
casi tan bien como los chimpancés de Kóhler, por lo que nosotros propusimos intentar algunos experimentos,
referidos en La mentalidad de los monos. Hicimos, pues, un pedido de cuatro ardillas a un suministrador de
animales.
Mientras llegaban, me dediqué a experimentar con las ardillas del patio de Harvard. Había algunos árboles
recién plantados que tenían ramas al alcance de la mano. Les até unos cuantos trozos de cordel, de cada uno de
los cuales colgaba un cacahuete. Cuando el cacahuete no estaba muy lejos del tronco, la ardilla proyectaba
hacia el cacahuete todo su cuerpo hasta convertirlo en una especie de bandera, con las patas traseras
fuertemente agarradas al tronco. Pero si era imposible alcanzar el cacahuete de aquella manera, subía más
arriba en la misma rama y comenzaba a tirar del cordel, que acumulaba en gran cantidad en sus manos.
El suministrador envió cuatro ardillas jóvenes que, según dijo, había encontrado en un árbol cortado para
madera. Una murió al poco tiempo y, al hacerle la autopsia, encontré su estómago atiborrado de grano seco, es
decir, que los jugos gástricos habían quedado bloqueados debido a la captura o al transporte. Las otras tres se
adaptaron muy pronto y Dwight y yo pudimos ponenos a trabajar. Resultaba fácil conseguir que una ardilla
tirase de la cuerda con el cacahuete si éste estaba a su alcance, pero, ¿sabía qué cuerda conducía al cacahuete
cuando había varias entrecruzadas? Nosotros no éramos más que unos aficionados y, como todo el mundo en
aquella época, ignorábamos demasiadas cosas acerca de los supuestos procesos mentales de las ardillas.
Presentamos los trabajos y Hunter sugirió una publicación conjunta, pero como yo consideraba que la palabra
«insight» no era bastante respetable para un conductista, me negué. Dwight estaba terminando su tesis (en un
acto de prudencia había abandonado el Fenómeno Fi y ahora estaba trabajando sobre la atención) y perdió todo
el interés. Al final de aquella primavera, heredé las ardillas.
A mí no me impresionaban los experimentos realizados con monos por Yerkes y Kóhler y escribí una
breve escenificación de un documental cinematográfico donde me mofaba de ellos. Aparece un «científico»,
vestido con su bata blanca (las películas todavía eran mudas), que indica con el dedo los elementos esenciales
del experimento: una cesta que cuelga de una cuerda atada a una rama alta de un árbol, unas cajas que ha de
apilar el mono para coger la cesta y una banana. (Russell ya se había reído de Kohler por llamar a la banana «el
objetivo».) El científico coge la banana, apoya una escalera de mano en el árbol, se sube y coge la cesta. Pero
resbala, tiene que agarrarse a la cesta y se encuentra en el aire, suspendido de la cuerda. Pide entonces al mono
que coloque unas cuantas cajas debajo de él para poder bajar, pero el mono se niega mientras el científico no le
arroje la banana.
Quedé convencido de la elección de la psicología como profesión no sólo por las cosas que estaba
aprendiendo sino por el taller que teníamos en Emerson Hall. Cada departamento de psicología tenía su taller,
puesto que los investigadores se construían ellos mismos la mayor parte de las máquinas que necesitaban.
Recientemente había muerto un técnico muy anciano y muy válido, que había sido sustituido por un hombre
especializado en marcos para fotografías. Los estudiantes llevaban el taller sin control ninguno, cosa que para
mí resultaba de lo más interesante. En mi vida me había servido de otras herramientas que un destornillador,
una taladradora de mano, una sierra de mano y una broca, pero en el taller había una sierra circular, una prensa
taladradora, un torno e incluso una pequeña fresadora, desechada por el Departamento de Física.
Las únicas sierras circulares que había visto funcionar en toda mi vida eran las de los aserraderos, cortando
troncos enteros, o la de la carpintería de Erie, cuando cortaba enormes tableros, por lo que me sobresaltó
muchísimo ver a uno de los graduados poniendo en funcionamiento nuestra ruidosa sierra simplemente para
cortar una tira de madera de tres centímetros de anchura. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que yo
hiciera lo mismo y, con ayuda de otros graduados, aprendiera a inclinar la bancada de la sierra para cortar
bordes biselados, cambiara correas para variar la velocidad de la prensa taladradora y colocara un instrumento
cortante en el torno o en la fresadora según el ángulo que me interesase. Disponíamos de toda suerte de
existencias: estantes de latón, tornillos de madera y metálicos, tuercas, todo metido en latas de cigarrillos
Salisbury (Boring era un fumador empedernido), así como remaches, llaves para clavijas y espigas de latón y
de hierro, guardadas en envases que habían contenido pomada Cuticura o Resinol (el mecánico viejo padecía
psoriasis). Había cajas de cable de piano, con los que podían hacerse muelles para el torno, y anaqueles de
cuero, de lámina de latón y de acero.
El taller se convirtió en centro de mis actividades. Me había comprado una cafetera exprés y me fabriqué
un trípode para mantenerla sobre una lámpara de alcohol, empleando para ello tiras de latón martillado para
que el acabado resultase más atractivo, pero una o dos observaciones y alguna que otra mirada de soslayo de
mis compañeros me pusieron sobre aviso acerca del hecho de que el taller y las cosas que en él había eran para
fomentar los progresos de la psicología. Yo estaba dispuesto a hacerla progresar. Los modelos de barcos que
había construido en aquel año funesto que pasé en Scranton no había sido sino digresiones que me valieron
manifiestas críticas; ahora tenía buenas razones para fabricar objetos.
Una de las primeras cosas que hice fue una caja de apertura silenciosa. Cuando se coloca una rata detrás de
una puerta, en el punto inicial de un laberinto, y se abre aquélla para iniciar el experimento, a veces el ruido
distrae a la rata; que la apertura se realizase en silencio supondría una mejora. Hice una puerta de aluminio que
se levantaba silenciosamente, sin tocar el marco, al hinchar un pequeño muelle de goma. Dudo que el cambio
hubiera supuesto una diferencia en el estudio de los laberintos, pero al poco tiempo tuve ocasión de servirme
de él en un experimento similar donde sí tenía importancia.
Aunque quedé muy impresionado con los meticulosos estudios de Trueblood, no me gustaban los laberintos
como instrumentos científicos. El comportamiento del animal estaba constituido por demasiados «reflejos»
diferentes y había que analizarlos por separado. Decidí estudiar la parte inicial: la manera cómo entraba la rata
en el laberinto. Construí una caja de unos sesenta centímetros cuadrados, provista de dobles paredes de
Celotex. Dentro de la misma, y adosada a una de las paredes, puse una estructura parecida a un túnel, colocada
en la parte superior de un tramo de escaleras. (Parecía un Partenón simplificado.) Solté una rata de mi
silenciosa caja, colocada en la parte trasera del oscuro Partenón, desde donde podía pasar al espacio iluminado.
Tenía intención de estudiar cómo avanzaba escaleras abajo y cómo retrocedía sobre sus pasos cuando yo hacía
ruido. Aquello eran reflejos.
Observé la rata mientras atravesaba lo que yo creía una ventana practicable en un solo sentido y registré su
avance fuera del túnel y de nuevo dentro de él moviendo un brazo que a su vez movía un lápiz hacia adelante y
hacia atrás sobre una tira de papel. La rata esperaba en el túnel uno o dos minutos después que la había soltado,
atisbaba después, a menudo escrutando con aire sospechoso mi ventana practicable en un solo sentido y se
aventuraba, precavida, escaleras abajo. Un chasquido (procedente de un viejo receptor telegráfico) la enviaba
nuevamente al túnel, donde permanecía un rato. Los chasquidos siguientes iban siendo progresivamente menos
efectivos. Yo quería hacer una curva que reflejase este proceso de «adaptación».
Mientras salía del Partenón parecía como si la rata estuviera luchando con reflejos competitivos. Yo había
observado esta misma reacción en las ardillas de la Universidad. Cuando se ofrece una nuez a una ardilla, ésta
se acerca con un movimiento de vaivén. Al primer momento, el movimiento de acercarse es «prepotente» (una
palabra de Sherrington) sobre el de retirarse pero, a medida que la ardilla va aproximándose, el movimiento de
retirarse se convierte en prepotente sobre el de acercarse. Cuando la ardilla se ha retirado ya, entonces la
aproximación vuelve a predominar, y así sucesivamente.
Escribí unas cuantas notas muy «científicas» acerca de mi experimento:
«El metabolismo corporal del animal debería ser de tal naturaleza que lo llevase a la puerta
aproximadamente en medio minuto o en un minuto. No es de desear que lo hiciera en menos tiempo. Entonces
sonaría un chasquido. Si el animal desaparece, se puede emitir otros chasquidos según un determinado
intervalo. [De acuerdo con el proceso de adición de Sherrington, dos chasquidos lo mantendrían en el túnel
más tiempo que uno.]
Si estoy estudiando el cambio de sentido, debo presentar el estímulo tan pronto como se produce la
orientación positiva hacia fuera. Sin embargo, resulta difícil discernir el momento exacto en que esto ocurre;
interviene la postura accidental y la orientación. La aparición del animal en la puerta es un momento crítico
prematuro para escoger.»
Yo no poseía ningún tipo de conocimiento acerca de aquel «metabolismo corporal», por supuesto, y era
algo que tampoco yo podía variar y un año o dos más tarde evitaría aquella pseudo forma de fisiología; sin
embargo, mis observaciones parecían tener que ver con la adición y la adaptación. El único problema que
subsistía estribaba en encontrar una cantidad mensurable. ¿Qué haría con el trazado de aquellos movimientos
de vaivén?
Estaba cubriendo los pasos necesarios con sorprendente rapidez. Preparé y aprobé el examen de estadística
con sólo leerme de un tirón la Introduction of the Theory of Stadistics (Introducción a la Teoría de la
Estadística), de G. Udney Yule. Pasé el examen de alemán del departamento y pude así dejar atrás las clases de
Ah Ha. (Frank Pattie, el nuevo instructor encargado de calificar mi examen, dijo: «Ha aprobado el alemán,
pero ha cometido un asesinato impune.») Y pasé mis pruebas preliminares, si no como un asesinato impune, a
lo menos como una impune mutilación. Estaba previsto un examen de tres a cuatro horas para garantizar que el
alumno tenía un conocimiento amplio en psicología, y era muy evidente que yo no estaba preparado. Sólo
había hecho dos cursos de psicología, ninguno de los cuales cubría materia suficiente, y de los otros dos no
había llegado más que a la mitad. Obtuve una B- en el examen de Teoría, una B y una C en Psicología
experimental y una B— en Historia. Eran calificaciones sumamente justas, manifiestamente compensadas por
la A- conseguida en Psicología comparada (donde contaba la labor realizada con Hunter y Cro- zier).
No aprendería mucha psicología en Harvard. Puesto que había pasado las pruebas preliminares, no
necesitaba pasar las finales aquella primavera, por lo que dejé de interesarme por las clases. A partir de aquel
momento, salvo dos o tres excepciones, me limité a firmar la inscripción a cursos de investigación lo cual
sirvió para poca cosa más que para garantizar al contable que pensaba pagar la matrícula.
Al margen de las clases leí algunas cosas sobre psicología. A principios de aquel otoño, en la sala de
revistas de la Biblioteca Widener, cayó en mis manos un número del American Journal of Psychology y me lo
leí de cabo a rabo. No entendí gran cosa. Me daba la impresión de que debía existir un medio mejor de
descubrir cómo se desarrollaban las cosas en aquel campo. Más adelante, por motivos que no puedo recordar,
compré un ejemplor de Abilities of Man (Las aptitudes humanas), de Spearman y pasé dos o tres semanas
inmerso en su lectura. Aprendí todo cuanto había que saber sobre ecuaciones tetravalentes, pero mi contacto
con las pruebas de inteligencia y las diferencias individuales no llegó más lejos. No he aprendido nunca la
manera de leer la «literatura» que hay en psicología, por lo que dicha literatura ha quedado, en gran parte, sin
leer.
Aparte de esto, en los cursos de investigación, trabajaba sin orientación de nadie. Nadie sabía lo que estaba
haciendo hasta que me salía con algún trabajo personal, de lo más endeble. Lo más probable es que los
psicólogos se figurasen que Crozier y Hoagland me asesoraban y éstos pensaban que había alguien en la
sección de psicología que me vigilaba de cerca, pero la verdad era que hacía lo que me venía en gana.
En abril, el Departamento hizo las gestiones necesarias para que me concedieran una beca como Thayer
Fellow para el año siguiente, y afianzaron mi fidelidad a la psicología cediéndome una enorme sala que haría
las veces de despacho y laboratorio. Sus primeros habitantes fueron las ardillas, a las que dejé moverse por la
habitación a sus anchas. Desde las estanterías y los archivos saltaban sobre mis espaldas y, con efectos mucho
más espectaculares, sobre las espaldas de mis inarvertidos visitantes. Des- graciadamentes se volvieron
destructoras y comenzaron a roer mis libretas de apuntes para dedicarse después a roerme los nudillos y las
orejas, por lo que me mi obligado a confinarlas a una gran jaula para aves de corral. Incorporé una rueda
giratoria, a la clásica «jaula de ardillas», en la que giraban por turno durante gran parte de las horas diurnas.
En el cuarto de trastos viejos del laboratorio encontré un ventilador eléctrico abandonado. Lo coloqué
delante de la rueda giratoria y lo conecté con el eje de la misma por medio de una correa. Cuando corrían las
ardillas, giraban las aspas del ventilador y, cuanto más rápidamente corrían, más fuerte era la brisa que les daba
en la cara. La verosimilitud de la rueda giratoria como un camino infinitamente largo quedaba así mucho más
reforzada.
Mis esfuerzos por fragmentar la conducta en los laberintos y estudiar los reflejos por separado habían
dejado en mis manos una serie de datos que no me parecían susceptibles de ulterior análisis. Estaba ya
considerando que tal vez sería mejor volver al laberinto en su totalidad. La labor de Trueblood me había
impresionado y Tryon se había servido del laberinto para estudiar un asunto que a mí me interesaba: la
herencia del comportamiento. Había obtenido carnadas de ratas «listas» y de ratas «tontas» cruzando grupos de
las que habían obtenido una buena puntuación en el laberinto o, por otra parte, juntando las que habían
conseguido una calificación baja. Siguiendo el consejo de Crozier, adopté una política diferente. Comenzaría
por estirpes con padres consanguíneos y buscaría diferencias en su comportamiento; después las cruzaría y
vería qué ocurría. En el Bussey Institute me hice con cuatro linajes de ratas. Cada una era el resultado de
cruces de consanguinidad, hermano con hermana, por espacio de sesenta y cinco generaciones. Eran las
descendientes de las ratas que habían servido a William Castle para demostrar por vez primera las leyes
mendelianas de la herencia en los mamíferos. Había estado trabajando con el color del pelaje y estas ratas mías
eran de un hermoso color púrpura o tostado.
Así que las trasladé a mi nuevo laboratorio, comencé a ver otras razones para descartar el uso del
laberinto. Había muchas diferencias genéticas que influirían en la puntuación. Una estirpe era tan salvaje que
había que manejarla con pinzas, en cambio otra se podía coger tranquilamente con la mano. Una estirpe
hubiera saltado al exterior de colocarla en una caja sin tapadera, en cambio otra se hubiera quedado
indefinidamente en la caja. Hubiera podido construir todos los laberintos del mundo en los que siempre un
linaje «aprendería» más rápidamente que otro y, en cambio, no averiguar nada sobre la herencia del
aprendizaje.
Precisaba de otro tipo de comportamiento que pudiera medirse y mis ratas me brindaron una pista al tener
ratoncitos. En los movimientos de los ratones recién' nacidos me pareció observar los reflejos posturales que
aparecían en tres dimensiones en el Korperstelhmg, de Mag- ñus. Magnus, como Sherrington, había eliminado
algunas partes del sistema nervioso para simplificar sus sistemas reflejos; tal vez la naturaleza hubiera
realizado una operación similar para mí. En el cerebro de aquellos raton- cillos no se había eliminado nada,
pero quizás tuvieran en él sectores todavía por desarrollar. Decidí repetir algunos de los experimentos de
Magnus.
También traté de aprovecharme de algo que había aprendido en un curso de laboratorio sobre fisiología
general, durante el cual estuve registrando el latido del corazón extirpado de una tortuga, sometido a diferentes
temperaturas. Las crías de ratas no mantienen una temperatura normal, por lo que podía convertirlas en
animales de sangre caliente o de sangre fría simplemente calentando o enfriando el espacio donde vivían. Así
podría estudiar los coeficientes de temperatura de los procesos reflejos. Construí un gran armario de Celotex,
provisto de estufa y termostato. Podía observar a través de una ventana de cristal y acceder al interior mediante
unas mangas conectadas a agujeros. Todo aquello era muy científico pero desmañado, por lo que muy pronto
abandoné los coeficientes de temperatura y me puse a trabajar a la temperatura ambiente de la habitación.
Colgué las crías de rata suspendiéndolas por el vientre o con la cabeza y el rabo igualmente sujetos, dejando
tan sólo libres las piernas para que se movieran. Buscaba el reflejo de la flexión, de Sherrington, y también su
«empuje extensor»: una rigidez de la pierna cuando se empuja una pata contra el cuerpo. Pero los movimientos
eran demasiado sutiles para poder registrarlos de manera mecánica y carecía de cámara. Me decidí, pues, por
un método bastante parecido al de Sherrington, destinado al estudio de los reflejos espinales. Pegué un trozo de
tela gruesa a una plancha delgada de aluminio, aproximadamente del tamaño de una postal, que monté sobre
dos cables paralelos de acero. El departamento había contratado a un nuevo mecánico, Ralph Gerbrands, quien
hizo unos moldes para dos bloques de hierro fundido, sobre los que se extendían los cables. La plancha podía
moverse longitudinalmente hacia atrás y hacia adelante cuando se movían los cables y yo amplié el
movimiento con una palanca que dejaba un trazado en un quimógrafo.
El quimógrafo de Harvard había formado parte durante decenios del equipo de aparatos corrientes en el
departamento de fisiología. Un motor de relojería, al que se daba cuerda con una manivela, hacía girar un
tambor de aluminio de quince centímetros. Su velocidad estaba controlada por un conjunto de engranajes y
aspas de ventilador. Con un aspa pequeña que girara rápidamente, el tambor daba vueltas rápidas; con un aspa
grande y un conjunto diferente de engranajes una revolución podía durar varias horas. Se envolvió el tambor
con papel blanco brillante, que puse sobre la llama de queroseno, hasta conseguir que se ennegreciera con el
tizne. En el curso del experimento, un punto móvil hacía saltar el tizne y dejaba una línea blanca sobre el papel.
Después se pasaba el papel por un baño de barniz, que lo recubría con una fina capa, y se colgaba a secar.
Mejoré el sistema sirviéndome de hojas de gelatina clara en lugar de papel; podían ampliarse los registros
proyectándolos como si fueran diapositivas y yo podía sacar copias con el fotocalco azul empleado por los
arquitectos.
Colocaba una cría de rata en la plancha de aluminio y tiraba suavemente del rabo. Cuando la rata tiraba en
dirección contraria, la plancha respondía al temblor de sus músculos y en el quimógrafo aparecía una línea
sinuosa. Muy pronto descubriría otras formas de comportamiento más interesantes. Cuando se tiraba de una
cría de rata para atrás, daba un salto brusco hacia adelante, incluso sacrificando a veces algún trocito de la
tiernísima piel del rabo. A lo que parecía, tanto la plancha como el quimógrafo reproducían esos saltos con
notable exactitud, lo que me llenaba de satisfacción. Era lo que yo andaba buscando: el comportamiento reflejo
de un organismo intacto, registrado con una sensibilidad próxima a la del «miógrafo con cable de torsión» de
Sherrington.
Yo había ido a Harvard no porque me sintiera un converso, totalmente comprometido, a la psicología, sino
porque andaba huyendo de una intolerable alternativa. En mayo, desde aquel mundo bohemio de Greenwich
Vi- llage, había escrito a Percy Saunders: «Tengo la plena seguridad (esta noche) de sentirme suficientemente
interesado como para hacer algo en ese campo, si bien sólo voy a proyectarme dos o tres años en el futuro.» En
diciembre había ya podido hacerme una idea más exacta y, preso de gran excitación, había escrito:
«La situación en que actualmente me encuentro es excelente. Nunca había trabajado tanto como ahora,
pero lo hago con entera libertad: dedico el tiempo que quiero y elijo el campo que me parece. Casi me he
pasado a la fisiología, que encuentro fascinante. Con todo, mis intereses fundamentales se centran en el campo
de la psicología y probablemente seguiré en él de ahora en adelante, aunque fuese necesario trastocarlo todo
para adaptarlo a mis gustos.»
Ahora volvía a ser mayo y, pese a que no había trastocado las cosas, había comenzado a crear algo
insignificante pero que me provocaba una intolerable excitación. Todo cuanto tocaba me sugería cosas nuevas
y prometedoras que podían hacerse. Por las noches dormía bien, pero durante el día desplegaba una febril
actividad, por lo que comprendía que necesitaba algún tipo de desahogo.
Escribí a casa para que me enviaran el sombrero de paja trenzada y el jipijapa; pero tampoco me
condujeron a ningún esparcimiento social. Un amigo me aconsejó que frecuentara los baños de la Calle L, que
consistían en una playa pública, reservada únicamente a hombres, cerrada por dos altas paredes de maderos y
que se abría al puerto. Por diez centavos te daban una toalla y una pequeña pieza triangular de ropa, cosida a
tres cordones: raras veces se usaba el taparrabos. Había pistas para jugar a pelota y abundante arena para tomar
baños de sol. Yo me tumbaba y procuraba distenderme, pero todo era inútil. Estaba constantemente pensando
en mis ratas, dando vueltas en la cabeza a nuevas piezas de instrumentación y formulándome nuevas preguntas
que había que contestar. Perdí peso y el corazón empezó a saltarse algún que otro latido. Fui a ver a un médico
para que me hiciera un reconocimiento y me comunicó que no padecía ninguna lesión orgánica.
Doc seguía escribiéndome cartas en las que me hablaba de su recuperación y yo estaba ansioso de volverlo
a ver en otoño. Había ido a Nueva York y tomado un pasaje en un barco que iba al Báltico, desde donde
proyectaba pasar a Alemania al objeto de aprender el idioma antes de volver a la facultad de medicina, pero se
había quedado sin dinero y el primero de mayo se había trasladado al Lago Saranac para ponerse a trabajar en
el Trudeau Sanatorium. Estaba estudiando alemán y patología. Me instaba a que me trasladara junto a él:
«Mi bellísimo campamento se encuentra situado junto a un hermoso lago —la parte baja de
Saranac— en medio de un bosque que es casi selva virgen. Aquí puedes
traerte tus libros, encontrar paz y tranquilidad y también salud auténtica... Ven y hablaremos alemán. Tráete tus
animales si es preciso; el laboratorio tiene aquí un parque zoológico muy completo.»
A finales de junio me escribió:
«El lago ha estado especialmente incitante durante estos días de calor. Me las he arreglado para poder
nadar casi todos los días, cosa que, junto con otras ocupaciones, como cortar leña y demás obligaciones
generales del campamento, sirve para impedir que engorde demasiado... Considero que actualmentes estoy
llevando la vida ideal (para mí). Trabajo clínico constante, suficiente para aportarme buenos ingresos (análisis
de sangre, trabajo de tipo bacteriológico, etc.), y por la tarde tiempo para dedicarme a la investigación o al
estudio. Y lo que es mejor de todo: ¡la vida vuelve a ser muy interesante!»
A principios de aquel verano me trasladé a una habitación más grande que la señora Thomas tenía en el
segundo piso, en la que puse un piano vertical Masón y Hamlin, de segunda mano, que me compré. Estaba un
día sentado tocando al piano cuando me llamaron al teléfono. Era mi madre, que me anunciaba la muerte de
Raphael Miller. (Yo había estado interpretando el Preludio en sol-bemol mayor, de Scriabin y desde aquel día
no he podido nunca escucharlo ni tocarlo sin revivir aquel momento.) Doc y un amigo suyo habían salido de
noche a dar un paseo en un bote. El motor se paró y, al tratar de volver a ponerlo en marcha, el bote se dio la
vuelta. El amigo se agarró a la embarcación y pudo ser rescatado, pero Doc quiso nadar hasta la orilla. No se
encontró su cuerpo hasta pasados varios días. Según el informe del forense, no se había ahogado, puesto que en
sus pulmones no había agua. Muchos años después, la madrastra de Doc me diría que el padre de éste, que
había asistido a la autopsia, y había informado de que el corazón de Raphael era insólitamente grande. Después
de todo, su curación había sido un caso de fe.
Aun cuando Doc había sido siempre para mí algo así como una especie de modelo, de hecho jamás lo
emulé en gran medida. Poseíamos unos antecedentes similares y nos dedicábamos a campos similares. Cuando
me encontraba con él, me comportaba igual que él, pero en otros momentos no nos parecíamos demasiado. Era
importante para mí como buen amigo que tenía fe en lo que yo estaba haciendo, como también yo tenía fe en
él.
A principios de mi carrera tuve otro amigo que desempeñó en mi vida una función mucho más explícita.
Supe de la existencia de Cuthbert Daniel por su madre, a la que conocí en el S. S. Colombo en ocasión de mi
viaje a Europa. Me había dicho que su hijo estaba con su esposa, Ja- net, en Berlín, donde asistían a las clases
de Hans Reichen- bach (posiblemente con escaso aprovechamiento puesto que como Cuthbert me diría más
tarde: «Janet no entendía las matemáticas y yo no entendía el alemán»). Le escribí durante el invierno. No
recuerdo lo que le decía, pero mi carta provocó una respuesta que era, en cierto aspecto, un presagio de la
relación que posteriormente se establecería entre nosotros:
«Querido Fred:
Antes que nada, vamos a exponer las suposiciones. Supongo, pues, que eres simpático. ¿Tendrás paciencia
y palabras suficientes para explicarme de qué se trata? Tengo tu carta pero dice muchas cosas y no habla de tu
idea principal, ¿no es verdad? Tomemos, por ejemplo, el «concepto biológico de mente». Es un bonito juego
de palabras y me gustaría que me lo explicaras. Sería una buena aclaración que me dijeras si se trata de una
expresión tuya para indicar tu idea básica o si te refieres al mismo referente al que aluden los biólogos en
general cuando hablan de la mente.
En segundo lugar (pero véase la suposición, da oben). ¿Qué pasa con las matemáticas? Debes saber
bastante para saber que ni yo (ni, por otra parte, ningún otro estudiante de esta materia) empleamos la palabra
M - - para referirme a la «Introducción al cálculo» (¿no es eso?, lo es) de la misma manera que tampoco
empleo la palabra Pintura para referirme a la Mona Lisa. La situación de ambas cosas viene a ser la misma,
cada una en su matriz, es decir, una cosa famosa, famosa por lo maravillosa, contemplada por millones (fig.)
como encarnación de todo..., contemplada lo mismo de antes como algo que actúa a través de profundos
canales y, además, un poco misteriosa, en resumen, mierda, o, si eres religioso, completamente ajena a la
cuestión fundamental.
El estudio de las matemáticas es el estudio de las relaciones lógicas y de su expresión simbólica. Por
supuesto que entre los símbolos incluyo su más importante sub- grupo: las palabras. (No te estoy dando una
interpretación esotérica ni personal sino un sumario escueto de lo que debería conocer cualquier joven.) Espero
que no encuentres fatigosos los paréntesis. (No sé por qué los utilizo.)
He aquí por qué me gusta la frase «el conc. biol. de mente». Pregunta. ¿Te das cuenta (si te das cuenta,
estupendo) de cómo has cargado de sentido la palabra mente así que llegas a la palabra concepto? No digo que
pueda fragmentarse una frase de izquierda a derecha, pero este «concepto de mente» supone una elipsis de un
tipo que no es moco de pavo para gente seria como tú y como yo.
Vuelvo a hablar otra vez de ti y aquí no debo correr el riesgo de desorientarte, pero tengo que decir de
antemano que no voy a decir ¡Uf! si consideras a Schumann un desgraciado, pero veamos si tú escribes un
quinteto mejor. La cuestión es la siguiente, si estás estudiando cálculo (cosa que debería enseñarse en el
bachillerato junto con la mecanografía y la urbanidad), no te has metido muy de lleno en Whitehead. Me
refiero a los tres libros (Concepto de la naturaleza, Principios del conocimiento natural y sobre todo El
principio de la relatividad) y no a la Ciencia ni a M. W., Religión y..., o Simbolismo, donde considero, como
tú, que Withe... desviaría y, por tanto, desorienta.
En noveno y último lugar, aunque ya se ha hecho la proeza de talar hasta el tronco de la rama que a uno le
es propia, es más, se ha hecho a menudo, yo nunca he visto que este hecho fuera seguido de resultados
saludables ni tampoco de ninguna teoría sobre la manera de llegar a los mismos, pero devorar matemáticas me
parece a mí algo que se parece demasiado a esto y tu filosofía será una filosofía nueva si no emplea palabras,
oraciones ni relaciones lógicas en general, o sea, matemáticas.
Nunca he sabido clasificarme metafísicamente, probablemente porque conocí la palabra demasiado tarde
en la vida para usarla con soltura. De todos modos, te envío mis saludos y escríbeme cuando tengas tiempo o te
sientas pedagógico.
Daniel.»

En el margen escribía: «La descuidada erudición de una cervecería alemana es otra frase buena, ¿la usas a
menudo?» Lo de «Daniel» era también significativo. Su madre lo había llamado «Buddy»    y la segunda carta
venía firmada con una «B», pero a partir de entonces los dos usrmos «Cuthbert».
Y ahora él y Janet habían venido a Cambridge para que él pudiera trabajar con P. Bridgman en el
Departamento de Física. La primera vez que lo vi fue un día en que me lo encontré en mi cuarto al volver de
tomar un baño. Estaba de pie ante la estantería donde guardaba mis libros, comiendo una manzana que había
tomado de un cuenco que tenía sobre la mesa. Mi biblioteca había crecido y figuraban en ella cosas como
Space, time and deity (Espacio, tiempo y deidad), por S. Alexander y Chance, love and logic (Oportunidad,
amor y lógica), por C. S. Pierce (recomendado por Crozier por el capítulo titulado «La esencia cristalina del
hombre»).
—Bien, tienes todos los libros apropiados —dijo.
Con todo, según dijo, me faltaba The logic of modern physics (La lógica de la física moderna), de
Bridgman, obra de la que compré un ejemplar sin tardanza.
El Congreso Internacional de Fsiología se reunió en la Facultad de Medicina de Harvard en agosto de
1929, ¡y la arenga principal corrió a cargo de Ivan Petrovitch Pav- lov! En el Departamento de Fisiología de la
Facultad de Medicina conocí a Hallowell Davis, que hizo los trámites necesarios para que yo pudiera prestar
voluntariamente mis servicios en el congreso. Una de las tareas que se me encomendaron fue el
funcionamiento de un proyector de diapositivas, cosa que hice sin ningún fallo salvo cuando tuve que pasar las
diapositivas de un bioquímico, en las que aparecía poca cosa más que las letras C, O y H dispuestas según
diversos esquemas hexagonales. Hay cuatro maneras de colocar una diapositiva en un proyector y en todas
ellas la O y la H, y en dos de ellas la C, quedan igual. Conseguí colocar una de las diapositivas demanera
correcta únicamente al quinto intento, hecho que fue coronado con un aplauso.
Me encargué también de conducir a un grupo de visitantes a dar una vuelta por Boston, ciudad que yo
conocía poquísimo, y acerca de dicha visita escribí una carta a mis padres de una manera un tanto exagerada,
especialmente sobre mi competencia lingüística:
«He hablado en francés, alemán e italiano. No obstante, la regla que hay que observar tratándose de
lenguas extranjeras es la siguiente: hay que hablar en la propia lengua a menos que a uno le pidan que haga
otra cosa. Supone un insulto para un alemán, por ejemplo, que uno le hable en alemán, porque esto presupone
que él no entiende el inglés. Un francés y un alemán conversarán perfectamente hablando cada uno su propia
lengua. Por consiguiente, la conducta adecuada durante el trayecto en el autocar ha consistido en hablar en
inglés de manera pausada y clara y empleando el mayor número de palabras posible parecidas al alemán o al
francés. Por otra parte, los extranjeros hablaban en su propia lengua (que yo entiendo suficientemente) o en
mal inglés (más difícil de entender). Algunos mezclaban los dos idiomas, cosa que era aún peor. En ocasiones,
cuando había alguien que no me entendía, usaba la lengua de la persona en cuestión. Entonces generalmente
me entendía. Como podéis ver, ha sido un poco complicado.»
También presté mis servicios como guía personal a un fisiólogo alemán que quería visitar el nuevo
Laboratorio de la fatiga de L. J. Henderson, instalado en la Escuela Comercial de Harvard. Casi no hablaba
inglés pero, mientras contemplábamos a diversos sujetos agotando sus fuerzas en norias y en bicicletas
estáticas, me di cuenta de que el hombre estaba preparando un pequeño discurso:
—Tie...nen... mu...chos... méto...dos de fa...ti...ka... —me dijo con una amplia
sonrisa.
E indicándome con el dedo algunos de los folletos que le habían dado, se las arregló para hacerme saber
que quería pasar el resto del día en el Museo de Bellas Artes y lo acompañé allí.
Escuché el discurso presidencial de Pavlov (en alemán), pero no hice ningún esfuerzo para estrecharle la
mano. En cambio, conseguí su autógrafo. Había un fotógrafo que recogía pedidos de fotografías de Pavlov y
que le había pedido que escribiera su nombre en un trozo de papel para que la firma apareciera en las
fotografías. Yo le dije que compraría una foto si me daba el trozo de papel con la firma de Pavlov una vez ya
no lo necesitara; el hombre accedió y me lo envió.
Uno de los problemas del congreso era la vivisección. Había en Boston una activa asociación que
combatía la vivisección y la Facultad de Medicina de Harvard estaba muy interesada en no lastimarla. No
obstante, había algunos fisiólogos europeos que se saltaban todas las normas a la hora de presentar sus
demostraciones. Un grupo trajo a un perro y le extrajo un riñon sin anestesiar al animal, dejándolo al exterior
para que el público observara el funcionamiento. Vi también a Madame Lapicque, esposa y colega de un
famoso fisiólogo francés, cuya teoría sobre la «cronaxia» sería posteriormente objeto de interés por mi parte,
cómo despellejaba lentamente una rana viva, no anestesiada. Ésos eran los «bribones» objeto de los ataques de
Gcorge Bernard Shaw pero que, en el caso menor de Pavlov, habían sido defendidos por H. G. Wells en aquel
pasaje que me confirmaría en mi decisión de ser psicólogo.
Quedé impresionado al ver cómo los científicos hablaban lenguas que no eran la suya propia y decidí
poner remedio a mis deficiencias lingüísticas. Leía francés con relativa facilidad, pero no lo hablaba porque no
lo había vuelto a coger desde, la época en que me había dedicado a aprenderlo por mi cuenta. Había superado
con penas y trabajos el examen de alemán, por lo que me decidí a escribir a la casa Stechert, de Nueva York,
solicitándoles suscripciones a revistas alemanas. Me informaron sobre el precio de Tageblatt y me aconsejaron
Die Woche, pero yo decidí someterme a una inmersión más completa. El Korpcrstellung, de Magnus, era algo
así como un puente entre Sherrington y Pavlov. Sherrington había publicado en inglés, por supuesto, y Pavlov
había sido traducido. En un arrebato de celo cuya finalidad era completar el cuadro de una ciencia de la
conducta para lectores ingleses, escribí al editor alemán preguntándole si podía traducir el libro de Magnus.
Expuse la idea de Crozier y a Hallowell Davis y éstos escribieron cartas respaldando mi petición y dando,
imprudentemente, testimonio de mi competencia en la materia.
El editor contestó que la gestión apropiada debía consistir en localizar a un editor americano que hiciese
los trámites necesarios. Probé sin éxito con otros tres editores y, como el libro consta de más de setecientas
grandes páginas, me ahorré lo que hubiera sido un trabajo agotador. (Probablemente también me ahorré errores
comprometidos. Un estudiante graduado del departamente que, antes de que yo lo frecuentara, tradujo un texto
alemán, decía en él que se presentaban algunos experimentos de Hühner. Ya antes de la publicación se saludó
la aparición de aquel distinguido científico en el campo de la psicología. En realidad, los experimentos eran
«bei Hühner», es decir, «con gallinas») .
Aquel verano me inscribí a un curso de investigación que corría a cargo de Carroll Pratt. Éste no estaba
enterado de lo que yo estaba haciendo y yo, por mi parte, tampoco presenté ningún informe al respecto. Me
calificó con una A. Al terminar el curso, me presenté a Boring con una factura por comida de ratas y otros
pertrechos que había necesitado durante el verano. Subía 35 dólares y el hombre tuvo un susto, puesto que no
me había autorizado a hacer ningún gasto. Con todo, el susto no era exagerado, ya que se habían tomado más
decisiones en relación con la psicología animal. A principios de primavera, cierta vez que Boring pasó por la
puerta de mi laboratorio, tras husmear un poco exclamó:
— ¡Ratas asquerosas! —y se alejó a toda prisa.
Los filósofos de los pisos inferiores se comportaban más o menos como él. Había surgido el problema al
producirse la ampliación del departamento de psicología animal y estaban haciéndose planes para arreglar las
cosas. En Boylston Hall, en la parte sur del patio, se instalaría la nueva sección dedicada primordialmente al
estudio del comportamiento animal.
El espacio todavía no estaba disponible y, como se había cedido a otra persona mi despacho de Emerson,
me dispuse a trasladar mis ratas a otro lugar. Ahora contaba con una colonia de ratas mucho más numerosa que
al principio y, al trasladarlas a mi nuevo despacho, nacieron varias carnadas más. Luego siguió un infanticidio
masivo: me encontré todas las crías de ratas muertas de un par de diminutas heridas en el cogote. A veces las
ratas se comen a sus crías, presumiblemente a causa de deficiencias en la dieta, pero aquéllas habían
sucumbido a la excitación emocional producida por el cambio de domicilio. Las madres las habían cogido con
la boca como acostumbraran, aunque con excesiva brusquedad. Lamenté aquella pérdida, pero lo que más me
impresionó fue que todas las ratas se hubieran comportado exactamente de la misma manera.
En otoño me incribí a un curso con Crozier y a otro con Boring. El curso sobre Fisiología General que
hacía en el laboratorio y en el que me dedicaba a registrar el latido de un corazón extirpado a una tortuga (y
donde también seguí el crecimiento de semillas sumergidas en varias soluciones químicas) nada tenía que ver
con mis intereses, aunque a mí me impresionaba la «ciencia». El curso que daba Crozier se encontraba dentro
de mi línea. Llevaba por título «El análisis de la conducta». Crozier utilizaba «conducta» porque Watson y los
psicólogos habían mancillado la palabra «comportamiento». El curso era un muestrario de las diferentes
actividades que se llevaban a cabo en el departamento, incluso el trabajo de Arrhe- nius sobre los efectos de la
temperatura en los procesos biológicos, si bien hacía especial hincapié en el trabajo sobre tropismos que estaba
efectuando el propio Crozier.
Crozier reconocía la deuda contraída con Jacques Loeb, cuya obra titulada Comparative Psysiology of the
Brain and Comparative Psychology (Fisiología comparada del cerebro y psicología comparada) me había
mostrado Bugsy Morrill en Hamilton. Al igual que Loeb, Crozier se sentía fascinado ante cualquier
demostración de regularidad que pudiera producirse en el comportamiento animal. Póngase un foco de luz a un
lado de un insecto y, si el ambiente está sumido en la oscuridad, el insecto comenzará a desplazarse en círculo.
Coloqúese una cría de rata en una rampa y, al igual que mis hormigas obreras, comenzará a arrastrarse en
diagonal según un ángulo que dependerá de la inclinación de dicha rampa.
En cierta ocasión Crozier me explicó cómo se había convertido Loeb a la fisiología. Mientras visitaba el
laboratorio de un biólogo observó que algunas de las plantas que crecían en un acuario se orientaban hacia la
luz. Se lo indicó a su anfitrión y le comentó cómo aquel fenómeno demostraba el helio tropismo en las plantas.
— ¡Pero si esto no son plantas! —exclamó su anfitrión—. ¡Son animales!
Crozier sabía reproducir la excitación que embargó a Loeb: ¡movimiento forzado en los animales!
De Loeb se decía que, en su preocupación por el organismo como un todo, «despreció el sistema
nervioso», como hizo igualmente Crozier. Prescindió del sistema nervioso catalogándolo como uno de los
«órganos» estudiados en la Facultad de Medicina. La Fisiología General se ocupaba de las leyes cuantitativas
en conjunto. Era más una metodología que una materia, y cualquier dato era de utilidad siempre que se
estudiase con los métodos adecuados. No era demasiado importante a qué ángulo trepaba una rata por un plano
inclinado, sino la posibilidad de encontrar una relación funcional entre los dos ángulos. Poco importaba, en
realidad, que un lagarto o un insecto «se hiciese el muerto» cuando alguien le molestaba, sino que el tiempo
durante el cual presentaba una «inmovilidad tónica» variase con la temperatura y que pudiera aplicarse la
ecuación de Arrhenius. Lo que a mí me importaba era hacer hincapié en el método, puesto que yo había
encontrado mi campo y lo que buscaba era formas de ocuparme de él.
Con todo, no tomé los tropismos con demasiado empeño. Me acordaba del libro de Loeb y del tanque
atravesado por rayos oblicuos de luz donde los organismos que se decía «buscaban la luz» se encontraban
sumidos en la oscuridad. Me acuerdo de la lombriz de tierra, que entretejía una pantalla dentro de la cual
refugiarse al tiempo que aquella pantalla era destruida una y otra vez. Pero el medio estimulante que a mí me
interesaba rara vez podía describirse como un campo de fuerza ni comportarse simplemente como orientación
o movimiento. Yo no podía abandonar tan alegremente a Pavlov, a Magnus y a She- rrington. Con todo,
comencé a pensar en los reflejos como comportamiento en lugar de considerarlos, como Pavlov, «la actividad
de la corteza cerebral», o bien, como She- rrington, «la acción integradora del sistema nervioso».
Escribí para el curso de Crozier un trabajo criticando un artículo titulado «Forma de herencia de la
reacción, tiempo y grados de aprendizaje en los ratones». Era un mal experimento, pero no se merecía mi
severa denuncia.
La autora, Miss Vicari, se había servido de novecientos ratones, divididos en cuatro cepas. Cada ratón debía
aprender a encontrar su camino a través de un laberinto sencillo, girando a la derecha o a la izquierda en dos
puntos elegidos. La frecuencia con que lo recorría sin cometer ningún error, la frecuencia con que lo hacía
consecutivamente y la frecuencia con que lo recorría antes de hacer un trayecto correcto, se deía que
demostraban el «grado de aprendizaje». Yo señalaba entre otras cosas que las opciones correctas eran menos
que las que cabría esperar de la suerte. El tiempo transcurrido entre el momento en que se soltaba el ratón y su
entrada en la caja que contenía la comida, situada al final del laberinto, se llamaba «tiempo de reacción» y yo
atacaba aquella medición. Aludía desdeñosamente al hecho de que, en un trazado más antiguo del laberinto, los
animales «se enroscaban en un rincón y se ponían a dormir». Y argüía que cualquier diferencia entre los cepas
podía «atribuirse a tantos factores incidentales que mostrasen diferencias genéticas que apenas si era necesario
seguir discutiendo la cuestión». Sin embargo, seguía discutiéndola. El hecho de encontrarse en el laberinto,
perturbaba de diferente manera a las diferentes cepas. Uno de ellos tenía un equilibrio defectuoso y estaba
aquejado de sordera; otro era «ciego o casi ciego». ¿Tenía algo que ver algún aspecto del resultado con la
herencia del tiempo de reacción o con el aprendizaje?
Crozier, por desgracia mía, consideró que aquel trabajo merecía publicarse y lo envió al Journal of
General Psy- chology del que era editor asociado. Se volvió a decir que yo pertenecía al Laboratorio de
Fisiología General. Crozier se sentía orgulloso del número de artículos que salían de su departamento, pero
muy pronto yo estaría muy lejos de sentirme orgulloso de mi arrebato de mal humor.
Yo había firmado los dos artículos con el nombre de «B. F. Skinner». Me habían puesto de nombre B.
Frederic y ya en edad temprana comencé a luchar con aquella inicial relegada al ostracismo. A los diez años
publiqué un poema que firmé «B. F. Skinner» y firmé de la misma manera una carta que envié desde el
campamento a mis padres unos años más tarde. En el Hamilton College, John Hutchens tomó «Burrhus» de
una lista de clase y en mi pasaporte constaba «Burrhus F.». Hablé a Fred Keller de un poema publicado en el
periódico del College donde aparecíamos Hutch y yo y donde yo figuraba como Sir Burrhus de Beerus, y Fred,
divertido por el nombre, comenzó a llamarme Burrhus, pese a que todo el mundo seguía llamándome Fred.
Observé que, entre los nombres que aparecían en la Harvard Gazette, estaban los predicadores de la
Iglesia universitaria, que se distinguían por utilizar todos sus nombres: William Learoyd Sperry, Harry
Emerson Fos- dick, Henry Bradford Washburn. En Humanidades y Bellas Artes, solían utilizar el nombre y
una inicial. Pero los físicos, químicos, biólogos y matemáticos acostumbraban a usar únicamente iniciales y yo
quería ser de los suyos. Me firmaría, pues, «B. F. Skinner». (Muchos años más tarde, siempre que me
presentaban al público en Gran Bretaña, observaba de qué ingeniosos circunloquios se valían los presidentes
para evitar llamarme «B. F», alternativa corriente del vulgar «bloody fool» .)
Aunque no conservo ningún recuerdo del mismo, el curso que seguí con Boring durante aquella primavera
sobre «Sistemas y Teorías psicológicos» quizás fue interesante, pero el curso que dio aquel otoño sobre
«Percepción» fue simplemente lamentable. Estoy seguro de que el propio Boring a veces miraba hacia atrás y
consideraba su vasallaje a Titchener también con una gran dosis de pena. Dedicó tres clases completas a la
ilusión de Müller-Lyer, describiendo con todo detalle la labor de las diez personas (una de ellas Marjory Bates
Pratt) que habían tratado de descubrir por qué una raya parece más larga que otra si las ramas de los extremos
se abren hacia afuera en lugar de doblarse hacia adentro. Yo estaba sentado y escuchaba... escuchaba, sobre
todo, las campanadas del reloj de la iglesia católica. Daba los cuartos de hora a la manera de Westminster y
hacia mediados de curso se estropeó. Cada frase de cuatro tonos perdió su nota inicial y terminó con la nota
inicial de la frase siguiente.
Lo peor de todo era que yo debía pasar un examen final. En primavera me habían excusado de hacer
exámenes finales porque había pasado los preliminares, pero aquella exención había dejado de ser válida.
¿Cómo podía reproducir toda aquella sarta de tonterías que había estado escuchando? Había tomado apuntes
(no había otra cosa que hacer), pero no me imaginaba estudiándolos y, mucho menos, aprendiéndomelos de
memoria. En lugar de ello>, hice veinte frases mnemotécnicas, que representaban los veinte temas que cubría
el curso, formadas con los nombres de los psicólogos que habían trabajado en los mismos. Acudí al examen
final armado con aquellas frases. Unos días más tarde Boring me vio en el vestíbulo, me pidió que esperara un
momento y volvió a su despacho. Volvió a salir con una lista de calificaciones:
—Y he aquí que el nombre de Ben Adhem hizo todo el resto.
Escribí a mis padres informándoles:
«Solamente han dado otra A. Realmente no es una calificación justa porque he trabajado muy poco
durante el curso y conozco poco la materia. Pero no puedo evitar que me den una A incluso cuando no sé ni
una palabra.»
Ahora veía mucho más a Fred Keller. Él había abandonado su actividad como enseñante en Tufts y pasaba
todo el tiempo de que disponía en el departamento. Pese a que muy pronto estaríamos los dos exiliados en
Boyls- ton Hall, no teníamos intención de que este hecho disminuyese la presión que en el aspecto conductista
se ejercía en Emerson. Escribí a mis padres diciéndoles que hablaría en el coloquio sobre psicología acerca de
«Una fenomenología estímulo-respuesta».
«Me consideran el líder de cierta escuela que cuenta con unas teorías psicológicas propias y esto será una
brecha, para decirlo de alguna manera, en el campo enemigo, puesto que anunciará nuestra posición durante
ese año. En la facultad y entre los estudiantes graduados existen dos o tres "campos", según sea el sistema
especial dentro de la ciencia que sigue cada uno. Los conductistas, a los que represento, han adquirido una gran
fuerza en el curso de ese año, debido al nuevo laboratorio, y esa conferencia va a ser la primera plataforma que
anunciamos. Por supuesto que todo se desarrolla dentro de los mejores términos, pero provoca enconadas
discusiones.»
Poco después envié otro boletín:
«Bien, la conferencia que he dado ha sido un gran éxito. Duró hora y cuarto y la discusión provocada
después de la misma fue igualmente larga. El local era un hervidero de voces, todo el mundo quería exponer
sus ideas... que era exactamente lo que yo quería que sucediese. Esto significa que muchos de los nuevos que
van a venir este año se pasarán a nuestro "bando" y nos prestarán su apoyo tanto físico como moral al ponerse
a trabajar en cuestiones más relacionadas con las doctrinas que nosotros propugnamos que con las de los otros
bandos. El nombre de mi colega en nuestro bando es Keller. (Tiene una bicicleta exactamente como la mía.) Él
hablará la semana próxima y los dos esperamos que conseguiremos poner los puntos sobre las íes.»
Yo no desperdiciaba ocasión para mantener buenas relaciones con todo el mundo. Les escribí que «el
editor de la Saturday Review of Literature [que solía leer en Scran- ton], quiere que escriba una crítica sobre el
libro de Boring, jefe del Departamento de aquí en Harvard, que aparecerá más adelante». Se trataba de su
Historia de la Psicología Experimental y yo les había escrito para preguntarles si podía hacer la revisión. El
editor, Henry Seidel Canby, había accedido anteponiendo la condición de que yo no tuviera vínculos
personales con el autor. Les explicaba a mis padres: «Voy a hacer la revisión del libro, sobre todo para ayudar
a Boring a venderlo. Además, esto también me ayudará en la situación política del Departamento.» Escribí las
ochocientas palabras que me especificaba Canby y las mostré a Boring el cual, según yo explicaba a mis
padres, «ha dicho que era una crítica mejor que la que hubiera podido escribir él mismo y que sería un honor
para él que se publicase. Todo esto para estar en buenas relaciones con el jefe del departamento». La envié a su
destino, pero estoy convencido de que aquella crítica no llegó a publicarse nunca.
Aquel otoño seguí un curso sobre historia de la ciencia. Corría a cargo de L. J. Henderson, bioquímico que
había realizado una labor pionera en relación con la sangre y que había fundado el Laboratorio de Fatiga de la
Escuela Comercial de Harvard. (Más tarde me contaría que le había puesto aquel nombre porque consideraba
que, bajo el nombre de fatiga, podía colocarse casi cualquier cuestión imaginable.) Las clases que daba eran
ingeniosas, civilizadas y, frecuentemente, brillantes. Era francófilo y corrían rumores acerca de que tenía una
amante francesa, pero costaba imaginar enamorado a aquel hombre. Cedía, en cambio, a emociones menos
dignas de admirar, pero que él sabía mantener mejor bajo control. En cierta ocasión empleó la palabra
«maldito» para comentar algo de Aristóteles y después pasó varios minutos explicando por qué se había dejado
llevar de aquel modo.
Padecía úlceras y, varios años atrás, mientras se encontraba en un hospital de París recuperándose de una
crisis, su amigo William Morton Wheeler, le había regalado un ejemplar del Traité de sociologie générale, de
Pareto, libro que tendría una influencia sobre él que perduraría todo el resto de su vida. Poco después de iniciar
aquel curso que él daba, me compré un ejemplar de la obra, pero Pareto no era conductista y no podía servirme
de gran cosa.
Me tomé en serio la historia de la ciencia. Compré los volúmenes que había en existencia de la gran
Introduction to the History of Science (Introducción a la Historia de la Ciencia), de Sarton, me hice socio de la
History of Science Society y adquirí todos los números atrasados de Isis que pude encontrar en el mercado; Isis
era la revista de la sociedad. (Planeaba igualmente observar la historia de la ciencia como si estuviera por
desarrollar y, siguiendo a Francis Bacon excesivamente de cerca, considerar todo el conocimiento como mi
propio campo. El año siguiente, el famoso astrónomo William De Sitter dio en Boston las Lowell Lectures
sober «El Desarrollo de nuestra concepción de la estructura del universo» y yo desafié los rigores del
transporte público para poder escuchar la serie completa de conferencias.)
Finalmente se efectuó el traslado a Boylston Hall. El edificio había sido museo de anatomía comparada,
laboratorio de física, herbario y museo de mineralogía. (El famoso «mastodonte de New Jersey» se expuso
aquí por vez primera, con los huesos ensamblados de manera errónea.) El Departamento de Química había sido
su último inquilino, antes de trasladarse a un nuevo edificio de Oxford Street. Ahora se destinaba el mejor
espacio al Yenching Institute y se reservaba el último piso a la psicología animal. Para llegar al mismo había
que subir dos largos tramos de escaleras, pasar por un segundo piso que quedaba vacante y estaba ocupado
únicamente por los restos del depósito y los armarios dedicados a exposición.
Yo poseía un gran despacho que daba al patio. Al otro lado de la estancia muy pronto se construiría una
cámara insonorizada dentro de otra habitación más grande y, más allá, un gran espacio reservado para gatos, y
otro para mis ardillas. El taller era mucho más pequeño que el de Emerson y apto únicamente para trabajar la
madera o realizar toscos trabajos de metal, pero era cuanto me hacía falta.
El laboratorio Boulston estaba en manos de Morgan («Kelly») Upton, que se había graduado en el
departamento hacía un año, pero que iba a trasladarse a Fisiología General. Tenía un despacho y un laboratorio
en Boyls- ton y contaba con subvenciones de diversos organismos para estudiar «la integración nerviosa
central», pero casi nunca lo vi ocupado trabajando. Cuando estaba en el edificio solía pasar el tiempo
fabricando muebles, sirviéndose para ello de algunos paneles y puertas en buen estado que había dejado en el
segundo piso el departamento de química. Había algunas herramientas del taller, como la garlopa, que parecían
adquiridas con la idea exclusiva de construir muebles. De Kelly aprendí a raspar con piedra pómez y aceite de
linaza una superficie barnizada para conseguir un acabado presentable, aunque no duradero. Fred y yo, junto
con otro graduado más joven llamado Stavsky, disponíamos de Boylston Hall de manera casi exclusiva.
Escribí a mis padres para decirles que estaba «descubriendo tantas cosas nuevas que tendrá que pasar un
cierto tiempo antes de conseguir sistematizarlas para poder publicarlas... Esto no significa todavía que haya
hecho nada extraordinario, pero los resultados obtenidos hasta ahora están por encima del término medio.» (El
mercado de valores se hundía, por lo que yo añadí: «He visto esta mañana una cotización terrible para
Prudential, que espero se trate de una errata de imprenta. Si ha bajado realmente, ¿no se podrían comprar
algunos para hacer bajar mi promedio?») El problema que me afectaba no era que dispusiera de demasiados
datos sino que no supiera qué hacer con ellos. No me atraía nada un tratado sistemático sobre la postura y
locomoción de las crías de rata, una especie de Korperstellung en miniatura. Con todo, la plataforma vibratoria
me había proporcionado unos registros concretos sobre el «comportamiento de un organismo como un todo» y
consideraba que podía servirme de algún artilugio parecido con una rata adulta. Aquello supondría un progreso
sobre los trazados relativos a los movimientos de entrada y salida del Partenón.
Monté una tira de madera de abeto, de tres metros de longitud, sobre unos cables de acero muy tensados.
Tenía un movimiento hacia atrás y hacia adelante de la envergadura que permitían los muelles de los cables,
movimiento que estaba ampliado gracias a una palanca, que trazaba también una línea sobre gelatina ahumada.
(Tenía planeado servirme de un rayo de luz, que dejaría un trazado sobre una película fotográfica móvil.)
Gracias a un túnel de hierro galvanizado, colocado sobre aquella tira, ésta se convertía en una especie de
puente cubierto.
Soltaba una rata hambrienta de la caja insonorizada, situada a un extremo de la tira, y la inducía a
recorrerla hasta el otro extremo ofreciéndole comida. El quimógrafo registraba las presiones ejercidas sobre la
tira y, en el momento en que la rata se encontraba en la mitad del trayecto, emitía un chasquido (¡por supuesto,
calibrando perfectamente la sonoridad del mismo!) y registraba cómo se paraba la rata. Volvía a tratarse del
miógrafo con cable de torsión, de Sherrington, aplicado a un organismo que se movía libremente, en vez de
aplicarlo a un músculo o a una pierna. Planeaba medir los cambios de conducta a medida que la rata fuera
acostumbrándose gradualmente al ruido; tal vez conseguiría incluso que la rata se parara como respuesta a un
estímulo condicionado.
En una solicitud presentada para una beca de Harvard, acompañé unos trazados y especifiqué que
mostraban los impulsos hacia atrás de las cuatro patas de la rata mientras recorría la tira, haciendo constar que
había una pata predominante que «libraba una buena parte de la energía». Acompañaba también una curva que
presentaba una marcada desviación en dirección contraria cuando la rata llegaba a un paro repentino, así como
un conjunto de curvas hipotéticas que mostraban la posibilidad de que se produjese una «adaptación» cuando
la rata fuese acostumbrándose a oír el chasquido. El proyecto no era malo, pero la instrumentación era
defectuosa. Informaba de que la frecuencia del sustrato no superaba las cuarenta veces por segundo, lo cual
estaba solamente «ligeramente por encima de la máxima frecuencia de los pasos de una rata al correr». Aparte
de esto, la tira rebotaba ligeramente y no se habían eliminado del todo los movimientos verticales cuando me
decidí a sustituir los cables de sostén por unas láminas verticales de vidrio.
Una rata corre por un camino oscuro y encuentra comida al final del mismo, en una caja bien iluminada.
Coge algo de comida en la boca y vuelve al camino oscuro para comérsela. Vuelve de nuevo a la caja donde
está la comida, toma otro poco y regresa al camino. Cuando lo hace por tercera vez, se cierra una puerta tras
ella... Husmea la puerta, corre rápidamente dentro de la caja, hace varios intentos ante la puerta. Pasado un
momento, hace un examen final de la puerta, se da rápidamente la vuelta y se dirige al plato donde encuentra la
comida y come.
¿De qué modo podemos explicar el cambio abrupto que supone «esperar junto a la puerta», «tratar de
salir», etc., y la «decisión» de ponerse a comer en un lugar iluminado? La suposición antropomórfica inmediata
es que la rata ha llegado a la conclusión de que se encuentra atrapada, no puede regresar al túnel y que debe
hacer de tripas corazón y comer en aquel lugar. [Otra] explicación llamada objetiva e igualmente falsa es que el
cambio repentino constituye una de las características del «insight».
Seguía una larga exposición en la que yo me ocupaba de las «adaptaciones» y «prepotencias» cambiantes
en los reflejos conflictivos y terminaba:
«Cuando se interpone la puerta, la orientación refleja al territorio adaptado se ve interrumpida y tiene
como resultado una intensificación de la conducta de negativa frente a la caja de la comida. El reflejo de la
libertad [término de Pavlov] que resulta del hecho persistirá todo el tiempo que determine la condición del
animal. Si la caja de la comida se encuentra parcialmente adaptada, se desvanecerá rápidamente. En caso
contrario, debe continuar hasta que se produzca la adaptación o hasta que intervengan otros reflejos... Cuando
la caja de la comida se adapta, la orientación hacia el túnel oscuro se debilita y, como resultado de este hecho,
la puerta deja de ser un estímulo para la actividad de la libertad.»
Era un trabajo muy tergiversado y era evidente que aquel experimento no conducía a ninguna parte.
¿Dónde estaba el error? A mí me parecía que me comportaba como un científico, que mi laboratorio olía a
ciencia por el solo hecho de que los registros del quimógrafo, tendidos a secar, exhalaban un intenso olor a
alcohol desnaturalizado. Y encima, los trazados que presentaban los registros efectuados eran semejantes a los
registros en blanco y negro que había visto en artículos que versaban sobre la contracción muscular. Pero, ¿qué
haría con ellos? Pavlov podía cuantificar sus resultados contando gotas de saliva.
¿Cómo convertiría yo aquellas líneas sinuosas en magnitudes significativas?
Una noche encontré a Cynthia Ann Miller, el gran amor de mi segundo año en Hamilton, mientras hacía
cola para escuchar un concierto de la Boston Symphony en el San- ders Theatre. Se había graduado en
Radcliffe y seguía en Cambridge. Fue un encuentro de amistad, pero no estimulante bajo ningún aspecto, y no
hice ningún esfuerzo para volver a verla. En Cambridge no había conocido a nadie capaz de despertar en mí un
interés de tipo romántico. Por un lado había estado atareado recuperando terreno para compensar una
iniciación tardía en psicología. Por otro, tampoco era fácil trabar amistad con mujeres. Faltaban todavía
muchos años para que Harvard programase actos sociales que pudiesen llamarse mixtos.
Me mostraba, además, desconfiado por lo que respecta a contacto personales. Cuando descubría a una
estudiante de biología que me parecía atractiva —atractiva en parte, por supuesto,
porque debía tener un aire parecido al de mi madre cuando yo era niño— no sabía dirigirme a ella
sin más preámbulos y presentarme. En lugar de ello, previa una gratificación de cinco dólares, recurría los
servicios de una joven que había conocido a través de Fred Keller, que me presentaba a la muchacha en
cuestión. Al cabo de poco tiempo, informé a mis padres de lo siguiente: «El nombre de la muchacha es Grace
DeRoo, que es lo más próximo a Grace Burrhus que he podido encontrar. Es muy interesante, pero todavía no
he salido con ella.» Mis cartas se hicieron insoportablemente evasivas.
«Anoche Grace y yo cenamos juntos y, cuando llegué a casa, me olvidé de escribir. Esta noche también
cenamos juntos, por lo que debo darme prisa. Quería escribir el domingo, pero Grace y yo comimos juntos, o
sea que pensé poder escribir el domingo por la noche, pero también cenamos juntos. Todo lo que puedo deciros
de momento es que es una muchacha maravillosa... Estamos de acuerdo en todo, salvo en la teoría de la
transmisión nerviosa y en la cantidad apropiada de aceite de oliva para aliñar una ensalada. Somos casi
exactamente iguales. Incluso a los dos nos falta un diente, que es el mismo (el primer molar inferior derecho).
Ninguno de los dos hemos hecho ninguna temeridad de momento, porque uno y otro nos sentimos todavía un
tanto suspicaces en lo tocante a un comienzo tan repentino. No obstante, por lo que a mí respecta, sé que va a
ser duradero. Hasta el momento, no hace sino ciento noventa y tres horas y diez minutos que la conozco, así
que es demasiado pronto para plantearse la pregunta.»
Fui a pasar las Navidades en Scranton y, al regresar, fui a cenar con Grace y sus padres. Cenamos y
fuimos a bailar al Statler. Después, pasamos un final de semana en Peekskill, con una amiga de Grace y los
padres de aquélla y, de pronto, las cosas comenzaron a tomar mal cariz. La madre de la amiga era francesa y yo
le pedí que nos leyera algo en francés. Grace no entendía el francés y más tarde me dijo que yo había querido
deliberadamente dejarla al margen. Era indudable que aquello había constituido una falta de delicadeza por mi
parte, peor no cabía añadir nada más. Pese a todo, al poco tiempo escribía yo a mis padres:
«Ayer comí con Grace. Hemos decidido no casarnos. Aunque tenemos muchas cosas en común, existen
ciertas incompatibilidades de temperamento que nos preocupan. Somos demasiado iguales para que podamos
entendernos bien cuando estamos juntos demasiado tiempo. Así pues, todo ha terminado. Aun así, seguimos
siendo buenos amigos y seguimos viéndonos como antes.»
Aquel año no hubo otras mujeres en mi vida. En el ala opuesta del dúplex de la señora Thomas vivía una
atractiva mujer dotada de una bellísima voz. Compré algunas de las canciones que a ella le gustaban —
ciertas canciones de Rachmaninoff— y la acompañé al piano. Pero no le interesaba la
sexualidad, según me dijo, ni tan siquiera con su marido. Cuando una nieta de la señora Thomas, que estuvo
unos días de visita en al casa, me dijo que me había visto besando a una muchacha en mi cuarto, puede afirmar
sinceramente que no era verdad. Seguramente el protagonista culpable del hecho era un joven artista que vivía
en el primer piso y cuyos cabellos eran también de color castaño rojizo como los míos.
El problema relativo a la cuantiíicación de los datos se resolvió gracias a la casualidad. Yo solía sentarme
junto a uno de los extremos del tramo del recorrido, cerca del quimógrafo y de la caja que contenía la comida.
Una vez terminado cada uno de los trayectos, me levantaba y trasladaba la rata al otro extremo. Esto no
suponía tan sólo una molestia para mí sino que probablemente lo era también para la rata. Sería mejor que la
rata se alejase por sus propios medios de la caja de la comida, por lo que añadí un tramo de regreso a través del
cual el animal pudiese volver al otro extremo del trayecto. En mi cuaderno de notas hice la anotación siguiente:
«La desaparición de la comida podría ser el estímulo para iniciar un recorrido.»
Por desgracia, la rata no empezaba en seguida. En lugar de ello, como yo anotaba, «a veces explora la caja
del alimento, la olfatea, mordisquea los ángulos o se queda inmóvil husmeando el aire. El inicio de una nueva
carrera puede retrasarse entre cinco y diez minutos...» Comencé a medir los retrasos y a registrarlos en papel
cuadriculado. Sabía muy poco acerca de la confección de gráficos y, para representar el tiempo en ambos ejes,
medía las distancias horizontales y trazaba cuadrados sobre ellas. Lo curioso del caso era que los cuadrados
adyacentes eran iguales en tamaño. Anoté lo siguiente:
«Si el inicio del recorrido se encuentra determinado por la estimulación fortuita, cabría esperar que estos
retrasos estuviesen distribuidos según un orden accidental. En cambio, estamos ante un umbral variable (es
decir, algo en lo que intervienen dos reflejos), por lo que cabría esperar un cierto orden en la distribución de los
retrasos. Ese orden, dicho sea de paso, es el que aparece.»
Estuve reflexionando detenidamente acerca de aquella intervención de dos reflejos. «Debemos considerar
en primer lugar la situación de la caja con la comida como un estímulo adecuado para suscitar un recorrido...
El paso siguiente consiste en descubrir algún reflejo antagónico del recorrido que la caja con la comida pueda
evocar.» Me figuré que podía detectar dos, pero «mientras que en el curso de un experimento de horas persiste
el reflejo de correr (siempre que sea "reforzado"), el [comportamiento antagónico] deja de adaptarse». Los
retrasos deberían acortarse, pero en realidad se alargan. «Hay que tener en cuenta otro factor. La presencia de
un autocoide afecta la distribución anterior debilitando el reflejo del alimento y fortaleciendo [la conducta
antagónica].» El «autocoide» era una muestra de fisiología gratuita; existía una teoría aceptada del apetito en
que se atribuía a una hormona la inclinación a comer.
Cualquiera que fuera la explicación, lo que yo andaba buscando era un cambio sistemático en el retraso.
No había conseguido cuantificar aquellos trazos sinuosos, pero podía medir con ayuda de un cronómetro un
retraso en el inicio de un recorrido.
Si no me preocupaba ya una detención repentina como respuesta a un chasquido, podía prescindir de
aquella trayectoria de tres metros de recorrido. Saldría del paso con otro procedimiento mucho más sencillo y
en ello vi una posibilidad de ahorrar más trabajo. El camino de retorno me había simplificado enormemente las
cosas y, si ahora conseguía automatizar completamente el aparato, ni siquiera sería necesario que yo estuviera
presente cuando se realizase el experimento.
Construí una pista estrecha y rectangular, de un metro aproximadamente de longitud, montada como un
columpio; se inclinaba ligeramente cuando la rata la recorría de uno a otro extremo. Ideé un distribuidor
automático de comida perforando unos taladros en círculo en un disco de madera. En los agujeros se colocaban
porciones de comida y, cada vez que la rata recorría la pista, la inclinación hacía girar el disco y dejaba caer la
porción de alimento en un cuenco. Me hacía falta algo comestible que pudiera presentarse fácilmente a la rata y
fue entonces cuando descubrí que a las ratas les gustaba mucho la cebada perlada, fácil de encontrar en
cualquier comercio. La inclinación de la pista dejaba, además, una huella en el quimógrafo, y el tiempo entre
los recorridos era la distancia entre dos marcas. Empecé a observar una pauta regular. Al principio, cuando la
rata estaba hambrienta, actuaba con rapidez y empezaba un nuevo recorrido inmediatamente después de comer
la ración de cebada, pero, a medida que se saciaba, los períodos de tiempo entre los recorridos iban haciéndose
más largos y las marcas se iban distanciando.
Todavía me faltaba medir las distancias entre las marcas y reflejarlas en una gráfica, cuando una
característica accidental del aparato me ofreció un procedimiento mejor (¡y todavía más sencillo!). Había
encontrado el disco de madera, que había convertido en distribuidor automático de alimento, en una habitación
repleta de aparatos desechados. El disco tenía a un lado una especie de eje corto, parecido al eje de una rueda,
que yo no había eliminado. Se me ocurrió que, si arrollaba un hilo al eje, se iría desenrollando lentamente a
medida que girase el disco y que podría hacer descender un rotulador sobre el tambor del quimógrafo. Dicho
rotulador registraría una curva en vez de una hilera de marcas. Cuando la rata actuase con rapidez, el hilo se
desenrollaría velozmente, con lo que la línea sería empinada, pero cuando la rata aminorase la marcha, la curva
se haría más plana. Juzgando a través de la curva, podría estimar la velocidad a que actuaba la rata en un
momento dado cualquiera. Haciendo que el hilo se desenrollase en lugar de arrollarse, obtuve una curva
invertida, de acuerdo con la práctica normal, pero esto pudo corregirse fácilmente y, al cabo de poco tiempo,
obtenía lo que ahora son registros acumulativos de tipo corriente.
Durante el período de primavera, George Sarton, el gran especialista en la materia, se encargó del curso de
historia de la ciencia. No sólo era un erudito de más calidad que Henderson sino que, además, poseía un estilo
más humano. Acababa de publicar un librito titulado The His- tory of Science and the New Humanism (La
historia de la ciencia y el nuevo humanismo), del que adquirí un ejemplar. Estaba dedicado a «aquellas
extrañas gemelas May e Isis». May era la hija de Sarton, nacida el mismo año en que él fundó la revitsa Isis, y
yo soñaba en conocerla. Posteriormente la vi en una representación de El jardín de los cerezos, como sustituta
de Eva Le Gallienne, y muchos años más tarde le entregué un fragmento de una poesía que se me ocurrió una
mañana en el momento de despertarme:
Between the Is(is) And the May be
Falls the shadow of Unsartonty
En el prefacio a su Introducción escribió Sarton:
«Los santos de hoy no son necesariamente más santos que los de hace mil años; nuestros artistas no son
necesariamente más grandes que los de la antigua Grecia; es más probable que sean inferiores y, por supuesto,
nuestros científicos no son necesariamente más inteligentes que los de la antigüedad; sin embargo, una cosa es
cierta: sus conocimientos son a la vez más amplios y más exactos. La adquisición y sistematización del
conocimiento positivo es la única actividad humana verdaderamente acumulativa y progresiva. Nuestra
civilización es esencialmente diferente de las primitivas, porque nuestro conocimiento del mundo y de nosotros
mismos es más profundo, más exacto y más auténtico, porque hemos aprendido a ir desenmarañando
gradualmente las fuerzas de la naturaleza y porque nos las hemos ingeniado, con la estricta obediencia a las
leyes, para captarlas y desviarlas hacia la satisfacción de nuestras necesidades.»
Sarton estaba convencido de que el mundo también se estaba moviendo acumulativamente en la dirección
de un mejor orden moral y, al objeto de probarlo, describía el tormento público del loco Damiens, cuyo delito
había sido atacar al Rey de Francia con una navaja de bolsillo. Sarton exponía los pormenores en todo su
horror: la tarima levantada en la plaza pública, la muchedumbre, la familia real con sus hijos acomodada en un
balcón, plazas a ocupar en las ventanas vendidas a muy alto precio y, finalmente, los diferentes cuadros que
componían la tortura: la mano del condenado sumergida en un cuenco de azufre ardiente, la pausa para dejar
tiempo al torturado a recuperarse después de haberse desmayado y, para terminar, sus cuatro extremidades
atadas a sendos caballos para desgajarlas de su cuerpo.
—Señores —decía entonces Sarton—: hemos progresado.
(Un año y medio después, Hitler sería nombrado canciller de Alemania.)
Llevé a Cuthbert a escuchar a Sarton.
— ¡Qué placer! —exclamaría después—, escuchar a una persona que sabe de
qué habla.
El último día de aquel curso, cuando Sarton terminó de hablar, comenzamos a aplaudir. Recogió sus libros
y papeles y abandonó el aula y, después, el edificio. Por la ventana lo observamos mientras iba subiendo las
escaleras de la Biblioteca Widener y nosotros seguíamos aplaudiendo. Entre nosotros comentamos cuán grande
era aquel hombre.
Henderson y Sarton coincidían en la opinión de que es raro que, en la historia de la ciencia, irrumpa en el
mundo una idea creadora totalmente acabada. Los grandes descubrimientos científicos van desarrollándose
paso a paso. Hasta en la misma vida del científico tomado individualmente, sólo después de laboriosa y a veces
penosa historia queda, finalmente, establecido un punto. Escribí una nota al respecto en relación con mi propio
campo:
«No hay ninguna idea nueva que pueda aceptarse plenamente en seguida, como tampoco puede nacer de
pronto. La idea fundamental del descubrimiento de Harvey estribaba en demostrar que toda la sangre pasaba
del ventrículo derecho al ventrículo izquierdo a través de los pulmones y no a través del tabique intermedio.
Era algo difícil de descubrir, dado que la anatomía macroscópica apuntaba a otra cosa. No obstante, la revisión
que hacía Harvey del antiguo concepto iba precedida de la opinión de Servet y Colón con respecto a que una
parte de la sangre pasaba de esta manera. Una vez aceptada esta idea durante un período de tiempo necesario,
era posible la idea siguiente de que toda la sangre pasaba de este modo.
De la misma manera, es indudable que sería imposible aceptar la creencia de que toda la conducta es
refleja si no se hubiera aceptado anteriormente una fase preparatoria (que una parte de la conducta es refleja).»
El lento crecimiento de una doctrina científica era tranquilizador por dos razones: yo podría más
fácilmente imaginar ser un gran científico si no fueran necesarias grandes ideas y, puesto que los primeros
pasos de un descubrimiento son más sencillos, fueran más fáciles de interpretar como conducta refleja,
imputable a circunstancias de la vida del descubridor más que a algún proceso misterioso y creador de la
mente.
Si lo único que importaba era el ritmo según el cual una rata se procuraba porciones de alimento, podía
prescindir de aquella rampa inclinada. La rata podía limitarse simplemente a abrir la tapadera de un recipiente.
Pero yo seguí aspirando a tener un registro acumulativo y había que encontrar otro procedimiento para marcar
el quimó- grafo. Ralph Gerbrands me ayudó a construir un registrador donde un trinquete en un eje arrollaría el
hilo al marcador. Un contacto en la puerta que daba acceso al alimento ponía en funcionamiento un
electroimán que hacía girar un paso al trinquete cada vez que era retirada una porción de alimento.
Si las ratas debían procurarse todo su alimento a través del aparato, no podía continuar sirviéndome de
cebada perlada. En un libro que se ocupaba de la cría y cuidado de las ratas blancas encontré una fórmula de
una dieta equilibrada: trigo, maíz, semillas de lino y harina de huesos con una pizca de sal, todo ello cocido en
marmita doble. Después había que convertir aquel brebaje en bolas de tamaño uniforme. Consulté con un
boticario, que me mostró una máquina para fabricar pildoras. Se colocaba una cantidad de pasta espesa en
forma de cuerda sobre una plancha de latón acanalado y sobre la misma se ponía una plancha similar boca
abajo. Al mover la plancha superior hacia atrás y hacia adelante, la materia quedaba con vertida en pequeñas
bolas. Era un artilugio tan magnífico que me acordaría de él transcurridos muchos años, por haber sido algo
que yo había utilizado e incluso publicado una explicación acerca de la manera de utilizarlo; sin embargo,
cuando Ralph fabricó uno, el latón se torció ligeramente al batirlo. Hice un sucedáneo a base de hojas de afeitar
que, pasadas por encima de una cuerda hecha con aquella preparación, abrían unas muescas en ella de modo
que, al secarse, permitía cortarla en piezas cilindricas. El tipo de engrasador de pistola, utilizado para lubrificar
cojinetes en los automóviles, expulsaba cilindros de pasta apropiados y sirvió para acelerar la producción.
Fabriqué un recipiente para comida, provisto de un contacto eléctrico en la puerta, y lo instalé en una caja
de doble pared, además de otro recipiente similar para el agua, colocado a continuación. Mantenía una rata
privada de alimento durante veinticuatro horas y, después, le daba la ración diaria de comida del recipiente.
Las pildoras de alimento eran duras y tardaba algo en comerlas, por lo que una sesión completa duraba dos
horas. Al haber conseguido reducir la conducta a la apertura de la puerta, comencé a obtener resultados más
regulares. La rata comía rápidamente al principio pero, a medida que transcurría el tiempo, reducía la
velocidad. Las curvas acumulativas eran suaves.
Mostré algunas a Cuthbert Daniel y me dijo cómo probarlas para averiguar qué tipo de función había
provocado. Una vez reflejadas en papeles logarítmicos, las gráficas se convirtieron en líneas rectas. A finales
de marzo les escribía a mis padres:
«El mejor regalo de cumpleaños que he tenido ha sido unos resultados muy notables a partir de los datos
de mi experimento. Crozier está muy excitado. Se trata de una cuestión complicada y de alta matemática. En
pocas palabras: he demostrado que la frecuencia según la cual una rata toma alimento es, en el período de dos
horas, una función cuadrada al tiempo. Dicho en otras palabras, lo c ue hasta ahora se consideraba conducta
"libre" por parte de la rata se ha demostrado ahora que es algo tan sujeto a las leyes naturales como puede
estarlo, por ejemplo, el ritmo de sus pulsaciones.»
Crozier estaba verdaderamente excitado. Los procesos regulares del organismo como un todo constituían
el campo de la Fisiología General y yo había puesto de manifiesto un ejemplo que permitía reproducirse.
Pronto daría una conferencia en Rutger y, para hablar de ello en la misma, se llevó consigo una o dos
diapositivas de mis registros. Posteriormente escribía yo a mis padres que «lo que ha dicho Crozier sobre mí en
Rutgers ha desencadenado muchos comentarios». Les informaba igualmente de que casi todos los días recibía
notas suyas diciéndome qué cosas había que hacer y que me había pedido un par de artículos para antes del
verano.
Escribí un trabajo sobre el experimento, que titulé: «Sobre las condiciones de evocación de ciertos reflejos
en la alimentación». El título hacía alusión a mi posición teórica (yo estaba estudiando los reflejos en el
organismo como conjunto) y la primera frase del mismo no dejaba lugar a dudas: «La conducta de un
organismo intacto difiere de la actividad refleja de una "preparación" primor- dialmente en el número de sus
variables independientes.» Presenté registros de dos ratas, con curvas superpuestas para una función mecánica
y cinco registros de cada rata trazados sobre coordenadas logarítmicas. Boring y Crozier coincidieron en
cuanto a que el artículo debía publicarse, y Crozier lo pasó a G. H. Parker, quien lo envió a Procee- dings of
the National Academy of Sciences. Allí se recibió en abril y fue publicado en junio. (Yo había especificado mis
vínculos con la universidad como «Laboratorio de Psicología, Boylston Hall, Harvard University», pero el
editor me escribió diciendo que no publicaban domicilios y que quitarían lo de «Boylston Hall». Repliqué que
Boylston Hall era una rama especial del departamento —que excedía en mucho mi autoridad o los hechos
expuestos— y la dirección se publicó completa.
Yo seguía interesado en cuestiones generales y, cuando Crozier me pidió que hablara en el Coloquio de
Fisiología General, no lo hice para hablar sobre mis experimentos sino sobre «Adición y facilitación». Informé
a mis padres de que la charla «ha sido un gran éxito, ya que sólo la mitad de la gente sabía de qué hablaba. La
mitad enterada la ha considerado buena».
Al discutir los experimentos con los psicólogos lo hice de manera amplia. Fred y yo cabalgábamos en el
caballo de nuestros temas favoritos a temeraria velocidad y el Coloquio de Psicología estaba sobre ascuas. (En
él, además, no contaban las inhibiciones. Había un estudiante recién llegado de la Universidad de Kansas,
donde había estudiado con un psicólogo de la Gestalt llamado Wheeler. Presentó un trabajo de una hora y
cuarto de duración, tiempo durante el cual empleó cien veces como mínimo las palabras «estructura»,
«función», «parte» y «todo». Después, cuando la discusión estaba llegando a su término, dije que a mí me
parecía que la función de una parte prescindiendo del todo era la masturbación. Boring se levantó de un salto: «
¡Uf, si empieza a decir porquerías, me voy! », exclamó echándose a reír y abandonando la sala, cosa que
hicimos todos con notable alivio. Cuando aquella noche encontré a Boring en la recepción anual del profesor
Hoc- king, me dijo: «Skinner, tiene un umbral coloquial muy bajo.»)
Se había previsto que Troland daría un coloquio, pero cayó enfermo y Mac, sin que mediara apenas
tiempo para nada, me pidió que ocupara su puesto. El título puesto por Troland era «La localización de la
voluntad en el cerebro» y yo decidí conservarlo, salvo que yo debería preguntar qué podía encontrarse
localizado en el cerebro a guisa de voluntad. Al principio de una sesión experimental, una rata come
rápidamente pero, a medida que la frecuencia va bajando, se producen pausas entre las tomas del orden de uno
o dos minutos, durante las cuales la rata se mueve por la caja sin un determinado propósito. Llega un momento
en que «decide comer otra porción y quiere hacerlo» pero, ¿por qué es éste el momento oportuno para
continuar una curva suave? Es evidente que la voluntad no es libre y, si no lo es, ¿es preciso hablar de ella?
Magnus se había ocupado de los reflejos posturales que preparan al gato para abalanzarse sobre un ratón: «Lo
único que ha de hacer el gato es decidir: saltar o no saltar.» En mi experimento lo único que debía hacer la rata
era decidir: comer o no comer. Sin embargo, la decisión —por lo que a la rata respecta y posiblemente también
por lo que respecta al gato— estaba ya tomada por algún cambio fisiológico establecido.
Pese a que las curvas que había registrado eran sorprendentemente uniformes, había en ellas fallos
ocasionales. A veces una rata dejaba de comer incluso quince minutos seguidos. Pero, cuando volvía a hacerlo,
comía más rápidamente y acababa haciéndose con el mismo número de porciones que hubiera obtenido de no
haberse parado. Esta recuperación después de un retraso prolongado constituía otro proceso que merecía
estudio. Puse detrás de la puerta del recipiente un pequeño fuelle que podía hincharse para atrancar la puerta en
un momento determinado durante el curso de una sesión experimental. La rata dejaba de comer, por supuesto,
pero tan pronto como descubría que podía volver a abrir la puerta, comenzaba a comer con mayor rapidez y
mantenía el ritmo hasta que volvía a estar a la altura de lo previsto.
Estaba estudiando la conducta de comer, pero no me gustaba la palabra comer acompañando la de
conducta. La palabra «ingestión» implicaba digestión, que abarcaba un territorio más amplio. Eché mano de
los residuos de griego que había dejado en mí el Hamilton College y, en mi informe presentado al coloquio de
psicología, apunté la palabra «fago». Boring me escribía después: «Me gustaría evitar la expresión conducta de
comer. Tiene unas connotaciones humorísticas.» Toleró lo de «fago» y no le importó el temor que yo abrigaba
con respecto a que pudiera confundirse con «vago». Yo, por mi parte, seguí empleando la palabra «comer».
Estaba estudiando lo que Pavlov llamaría reflejos in- condicionados o, en el mejor de los casos, procesos
fisiológicos de la ingestión, pero lo que me interesaba era el aprendizaje. Correr por aquella pista rectangular
inclinada era algo que se aprendía pero, al igual que la conducta en un laberinto, estaba compuesto por
demasiados «reflejos». Empujar una puerta para abrirla también se aprendía, pero no era una muestra de
conducta fácil de estudiar. Necesitaba otra respuesta más sencilla.
Doblé un grueso cable dentro de una U cuadrada y lo monté como una palanca, para que la cruceta se
moviera arriba y abajo. Un muelle la mantenía levantada, pero una rata podía fácilmente presionarlo. Al
hacero, hacía bajar una aguja en un recipiente de mercurio y cerraba un circuito de un distribuidor automático
de comida y de un registrador acumulativo. La respuesta condicionada que yo me proponía estudiar era la de
«presionar la palanca».
Necesitaba otro distribuidor de comida, por lo que hice varios modelos. Uno era un disco con una
circunferencia de agujeros perforados junto al borde, impulsado por un electroimán. Otro consistía en un tubo
vertical de vidrio, con la longitud suficiente para que cupiesen en él las bolitas de comida, con una salida en la
parte más baja. Fue instalado uno de estos tubos, provisto de una palanca, en una caja de Celotex, de doble
pared. Descubrí que, cuando incorporaba la respuesta dada a la palanca a los «reflejos de comer» habituales, no
se modificaba la forma de la curva que reflejaba la ingestión.
Me llamó la atención el anuncio de un libro titulado Acción refleja, de Franklin Fearing, y compré un
ejemplar. Sentía curiosidad por ver qué hacía el autor en aquel sector que era mi campo. Saltaba a la vista, sin
embargo, que no compartía mi entusiasmo, puesto que la primera página presentaba una cita de C. J. Herrick
en la que decía que «... habría que dedicar especial atención a la inutilidad de intentar derivar la inteligencia, y
las facultades mentales superiores en general, de los reflejos, hábitos o cualquier otra forma de conducta fija o
determinada... El sistema nervioso es algo más que un conjunto de arcos reflejos, y la vida algo más que unas
reacciones a unos estímulos». Y la obra concluía con la opinión del propio autor con respecto a que, «pese a
que debemos proceder con la mayor precaución, cabe esperar por lo menos que se ha presentado la esterilidad
de la creencia que reduce la mente y la conducta a número y medida».
Esto era anatema, por lo que yo escribí una envenenada crítica acusando a Fearing de abrigar prejuicios.
Fearing había citado los trabajos de Sherrington, Magnus y Pavlov como los «más importantes para determinar
la tendencia de las teorías e investigaciones de este siglo», si bien había añadido también a Herrick y a Child.
Escribía yo a este propósito: «Si el lector está un tanto sorprendido al encontrar los nombres de Herrick y
Child, agrupados con los de Sherrington, Pavlov y Magnus en este aspecto concreto, no lo estará menos al
descubrir que, a lo que parece, el propio doctor Fearing no estima la obra de Child digna de una sola palabra y
únicamente se refiere a Herrick en relación con la teoría antimecanicista y otras materias no experimentales.»
Ataqué la erudición del autor: «Por desgracia se da una curiosa confusión con respecto a la cita de Descartes.»
Había estudiado la historia del reflejo en la Historia da la Fisiología, de Sir Michael Fos- ter, y había acudido
a la fuente primera al leer el Traite de l'homme, de Descartes. Fearing, sin citar la fuente, había utilizado ciertos
pasajes de la traducción de Descartes hecha por Foster y había descartado otros en favor de su propia
traducción «menos feliz y nuevamente inexacta».
Yo me sentía menos displicente en lo tocante a discutir las cuestiones básicas. Fearing había atacado el
«mito de la contracción de la rodilla como un simple reflejo espinal», pero yo señalaba que Sherrington había
dado testimonio repetido de la naturaleza conceptual del reflejo simple y que el propio Fearing había citado a
Watson a propósito de que «el arco reflejo no es sino una conveniente abstracción tanto en fisiología como en
conducta».
Según Fearing, un reflejo era involuntario, innato, pre- decible y uniforme, no condicionado por la
conciencia. Además, el término estaba «reservado para aquellos arcos neurales que no involucraban los
llamados centros superiores o corticales». Yo señalaba que, puesto que cuatro de estas condiciones excluían
unas partes del campo de la conducta, no era sorprendente que el reflejo pareciese inadecuado como
explicación. «La condición que pervive en la definición es la de predicibilidad y uniformidad», cosa que —
defendía yo— era realmente lo importante. Un reflejo era una «correlación»
observada entre estímulo y respuesta.
Mostré la crítica a Crozier, que atenuó una o dos frases (sospecho que intercaló «en este particular
aspecto» después de mi comentario sobre las contribuciones de Child y Herrcik) y añadió su nombre como co-
autor, dado que el artículo necesitaba más autoridad que mi crítica a Miss Vicari. Fue publicado
automáticamente en el Journal of General Psychology.
«Bajo la influencia de una pequeña incursión en el saxofón», según expliqué a mis padres, había comprado
aquella bicicleta cuya gemela poseía Fred y, al llegar la primavera, empezamos a explorar la campiña.
Empeoró la fiebre del heno que padecía y Marjory Pratt apuntó la idea de que posiblemente me liberaría de ella
si iba a Monhe- gan, una isla situada a una cierta distancia de la costa de Maine. Tomé el barco nocturno hasta
Rockland, un taxi hasta Thomaston y el barco correo río Georges abajo hasta la misma isla. Me hospedé en la
Island Inn, una enorme estructura de madera que dominaba el puerto. La estación acababa de empezar y había
pocos huéspedes. Hablé de mis cosas con dos de ellos. Warner Fyte, filósofo de Princeton, tenía una casa en la
isla y él y su mujer comían en el hotel. Llegó también un filósofo alemán, que permaneció en el hotel durante
breve tiempo. Consideró lo que yo hacía como una nueva exposición de Kant y me instó a suavizar la «ch» en
Mach. La fiebre del heno no mejoraba, pese a que otro de los huéspedes, una joven osteópata, quiso hacerme
un tratamiento consistente en presionarme el puente de la nariz.
Un día, mientras estaba sentado en el muelle, hice amistad con un joven, Bob Reid. Pasaba el verano en la
isla junto con su esposa, Edie, y una compañera de ésta de los tiempos del Smith College, que vivía con ellos.
Los cuatro pasamos muy buenos ratos juntos. Hicimos peligrosas escaladas por la cara este de la isla y bajamos
la mitad del Whitehead, escarpado pormontorio, sin ayuda de cuerdas ni de otra clase de equipo, mientras un
terrible oleaje azotaba las rocas que teníamos a nuestros pies.
Pasé otra parte de aquel verano en los laboratorios de Biología Marina de Woods Hole. A principios de
aquella primavera, Crozier me había llevado a visitar el lugar y en aquella ocasión había escrito a mi familia:
«Crozier me puede conseguir una plaza gratuita en el laboartorio (que sin él me costaría setenta y cinco
dólares) y la pensión será barata. ¡Estudiaré las langostas! Las langostas (y los cangrejos) tienen un tipo
particular de nervio en las pinzas. En los animales superiores no hay nada equivalente. Esto me ofrece la
posibilidad de investigar una condición especial (la inhibición), cuestión que ha venido preocupando a los
fisiólogos durante mucho tiempo.»
En efecto, había en las langostas algo muy especial. La estimulación de un determinado nervio hacía que
la pinza se abriera o se cerrara según la fuerza de la corriente. Desgraciadamente, aquella característica seguía
preocupando a los fisiólogos cuando regresé a Cambridge.
Más adelante, durante aquel verano, regresé a mi casa para pasar dos semanas y vi a mi amigo el doctor
Fulton. (Había vuelto a Boston en agosto de 1928 para convertirse en miembro del Colegio Americano de
Cirujanos, y Doc y yo habíamos asistido a tan insípido acto en el Symphony Hall.) Le hablé de mis
investigaciones en torno a la conducta de comer y le dije que alguien había observado que un niño que tomaba
leche de un biberón chupaba más aprisa cuando volvían a dárselo después de haberse producido un retraso. Me
dijo que en el hospital había un recién nacido que estaba bajo su cuidado y que podía comprobar aquella
cuestión probando con él si era mi deseo. Dispuse una abrazadera para sostener el biberón por encima de la
cabeza del niño mientras estaba tendido de espaldas y registré la velocidad con que lo bebía observando en qué
momento el espacio de aire llegaba a las graduaciones marcadas a un lado del biberón. Aquel otoño, al solicitar
una beca del National Research Council, especifiqué: «He obtenido esencialmente la misma curva con un niño
de nueve meses», si bien la expresión «esencialmente la misma» era un tanto exagerada. Como era lógico, el
niño sorbía más eficazmente cuando había más aire en el biberón y yo no tenía tiempo de construir una tetina y
un tubo que llevasen a un plato abierto, gracias a lo cual hubiera permanecido invariable la facilidad de
succión.
El viaje de Cambridge a Scranton era una desagradable pérdida de tiempo, pero tenía por un deber visitar a
mi familia y lo hacía dos o tres veces al año. Las cartas constituían también una carga que seguía aceptando.
Enviaba a mis padres todas las noticias agradables que caían en mis manos relaciondas con mis éxitos: lo que
decían de mis conferencias, la aceptación y publicación de mis artículos. No recuerdo ninguna alabanza
explícita como respuesta; se me dejaba creer que mis padres se sentían orgullosos de lo que hacía. Con todo,
debía protegerme contra la tendencia de mis padres a alardear. Cuando por vez primera les informé de que iba
a salir publicado uno de mis artículos, añadí: «Ahora no vayáis rápidamente a los periódicos con la noticia. Un
artículo "pueblerino" podría perjudicarme considerablemente si cayera en manos de las agencias de recortes y
volviese a Harvard o al Journal.»
Mi madre y mi padre no entendían gran cosa de lo que yo tenía entre manos y yo, por mi parte, tampoco
me esforzaba en explicárselo. Cuando, para llenar una página, describía mis experimentos, mi madre respondía
astutamente: «¿Y qué va a conseguirse si encuentras lo que andas buscando?». Cierta vez que estaba en mi
casa, mi padre me preguntó tímidamente: «¿Podrías describir tu trabajo en términos sencillos? ¿Qué es lo que
persigues?» Deduje por sus maneras que quería pedirme que diese una conferencia en el Kiwanis Club, y le
repliqué que no, que no podía describirlo. No dijo palabra. Pero más adelante supuse —y más adelante aún,
tuve la plena seguridad— que lo único que quería era que yo le explicase a él cuál era mi trabajo.
El libro de Franklin Fearing me llevó todavía más lejos en la historia de los reflejos. Puede decirse que
todo empezó accidentalmente. En los Jardines Reales de París y Versalles había unos autómatas que simulaban
seres vivos. Descartes describía uno de ellos en su Traité de l'homme. Si uno se acercaba a una Diana que
estaba tomando un baño, ésta se retiraba entre unos rosales y, si uno trataba de darle alcance, aparecía un
Neptuno amenazador, armado con su tridente. Las figuras se movían mediante pistones hidráulicos al pisar
unas planchas ocultas en el camino. (En la Biblioteca Widener encontré un tratado sobre esta materia, escrito
por un ingeniero de este período, Isaac de Caus.) El efecto era divertido, puesto que las figuras respondían al
mundo que tenían a su alrededor y, por consiguiente, parecían vivas, pero Descartes era algo más que
diveritdo. Se le ocurrió pensar que los nervios y músculos del cuerpo trabajaban del mismo modo y desarrolló
lo que era, en esencia, una teoría de la acción refleja.
Descubrí que, en la Biblioteca Médica de Boston, entonces en el Fenway, tenían una maravillosa colección
de textos originales. A menudo estaba casi desierta y el bibliotecario me prestó una gran ayuda. Comencé a
tratar los reflejos según el modelo de la Ciencia de la Mecánica de Ernst Mach, obra hacia la cual me había
atraído Hen- derson. En Sciencia tt méthode, de Henri Poincaré, y en Mach encontré versiones primitivas de lo
que comenzaba a llamarse operacionismo. Los filósofos del Círculo de Vie- na, todavía no dispersados por
Hitler, adoptaron una línea bastante similar a la que dieron el nombre de positivismo lógico, y Russell, que me
había introducido en el conduc- tismo, estaba influido por otro vienés, aunque renegado, Ludwig Wittgenstein.
Russell había dicho en alguna parte que, en fisiología, el término «reflejo» tenía la misma categoría que el
término «fuerza» en física, y yo sabía qué quería decir con ello porque había discutido la Lógica de la Física
Moderna, de P. W. Bridgman, con Cuthbert Daniel, que estaba trabajando con Bridgman.
Comencé a escribir un largo artículo titulado «El concepto del reflejo en la descripción de la conducta».
Revisé la labor experimental sobre los reflejos desde mediados del siglo diecisiete hasta Magnus y Pavlov.
Argüía, al igual que había hecho al hacer la crítica del libro de Fearing, que el hecho fundamental era
simplemente «la correlación observada de la actividad de un efector (esto es, la respuesta) con las fuerzas
observadas que afectaban a un receptor (esto es, el estímulo)».
«Las características negativas... que describen el reflejo como involuntario, innato, inconsciente o
restringido a patologías neurales especiales han procedido de presupuestos no científicos en relación con la
conducta de los organismos. Cuando Marshall Hall decapitó su famoso tritón, señaló muy acertadamente la
actividad refleja de las partes de aquel cuerpo sin cabeza, el hecho observado de que, inevitablemente, la
administración de unos estímulos específicos iba seguida de movimiento. Sin embargo, su suposición de que
en la cabeza del tritón había aprisionado la fuente de otra clase de movimiento estaba fuera de lugar y carecía
de base. El hecho que tenía ante él era una necesidad demostrable en el movimiento del cuerpo decapitado; el
hecho de dejar de observar necesidades similares en el movimiento del organismo intacto era un fallo de su
tiempo y de sus facultades.
A título experimental, pues, podemos definir un reflejo como una correlación observada entre un estímulo
y una respuesta. Cuando decimos, por ejemplo, que Robert Whytt descubrió el reflejo pupilar, no queremos
indicar que descubrió la contracción del iris ni el impacto de la luz en la retina, sino más bien que fue el
primero en establecer la relación necesaria entre estos dos hechos. Por lo que a la conducta se refiere, el reflejo
pupilar no es otra cosa que dicha relación.»
Yo no estaba seguro de la categoría científica de una «correlación» ni tampoco, como cabría especificar
mejor, de una relación funcional. Los estímulos y las respuestas poseían muchas dimensiones físicas diferentes
y no podían cuantificarse de un modo uniforme. Me fueron de una cierta ayuda las Higher Mathematics for
Students of Che- mestry and Physics (Matemáticas Superiores para estudiantes de química y física, de J. W.
Mellor, libro que Cro- zier había recomendado calurosamente:
«Aunque la presión del vapor acuoso en un recipiente cualquiera que contenga agua y vapor es una
función de la temperatura, no se conoce la forma real de la expresión o función que muestra esa relación... Así
pues, subsiste el concepto, aunque no es posible dar ninguna regla para calcular el valor de una función. En
tales casos únicamente es posible determinar el valor correspondiente de cada variable a través de la
observación y la medición reales.»
También Cuthbert consideraba que estaba pisando terreno firme: yo podía hablar de una relación funcional
sin especificar cantidades.
Mi artículo era en parte un ataque a las explicaciones mentalistas de la conducta. En el siglo xix, por
ejemplo, estaban los que defendían el «alma» de la médula espinal, los «Rückenmarkseele». Era también un
ataque contra el uso incorrecto de la fisiología. El arco reflejo era una estructura anatómica y la primitiva
investigación era principalmente una forma de localizar vías para cortar partes del organismo. Sherrington
había hecho más que esto al observar relaciones entre momentos de aparición y magnitudes de estímulo y
respuesta, pero las había llamado propiedades de la sinapsis, el punto de contacto entre las células nerviosas.
Yo argüía que él no había visto nunca una sinapsis en acción y que podían definirse operacional- mente las
propiedades haciendo referencia a la conducta y al medio sin mencionar el sistema nervioso.
Rechazaba la fisiología de Sherrington no porque, al igual que Jacques Loeb, «me molestara el sistema
nervioso», sino porque yo quería una ciencia de la conducta. Los antiguos estudiosos habían «dividido en
partes la conducta de un organismo por el método expeditivo de dividir el organismo», pero ahora había
llegado el momento de establecer la relación de la conducta del organismo intacto con el medio. Ciertos rasgos
(que yo llamaba leyes) de un reflejo implicaban «fuerza». Si un estímulo débil podía evocar una respuesta y si
la respuesta era poderosa y seguía inmediatamente, se decía que el reflejo era fuerte. Si era preciso un estímulo
fuerte y seguía únicamente una respuesta débil y, además, tardíamente, se decía que el reflejo era débil. Había
otras «leyes» que implicaban cambios de la fuerza. Cuando, por ejemplo, se evocaba repetidamente un reflejo
fuerte, se iba debilitando y se producía la «fatiga del reflejo».
Yo argüía que cabía formular de la misma manera otros cambios en la conducta del organismo intacto:
«El condicionamiento, la "emoción" y el "impulso", en lo tocante a conducta, deben considerarse
esencialmente cambios en la fuerza refleja y cabe esperar que su investigación cuantitativa lleve a la
determinación de leyes que describan el curso de tales cambios... Resulta difícil descubrir cualquier aspecto de
la conducta de los organismos que no pueda ser descrito mediante una ley de una u otra de dichas formas.»
Por supuesto que me guardaba en la manga un experimento que podía servir de ejemplo. Los cambios
ordenados en la fuerza del reflejo eran lo que había estado estudiando en mi trabajo en torno a la frecuencia de
la alimentación, con o sin el reflejo «precurrente» de presionar la palanca. La única dificultad era que la tasa de
respuesta —mi medida de la fuerza— no estaba en la lista de Sherrington.
En un reflejo auténtico, la tasa no constituía medida ninguna; estaba determinada por frecuencia de la
estimulación. No obstante, en mis experimentos era una medida sensible —básica incluso—, un hecho
particularmente claro gracias al uso que yo hacía de un registro acumulativo, en el que
de una sola ojeada podía ver cómo variaba de un momento a otro la tasa de respuesta. La tasa era también
particularmente apropiada en el análisis de la conducta, porque podía decirse que representaba la probabilidad
de que un organismo se comportase de una determinada manera en un determinado momento.
Fred y Connie Keller vivían en un apartamento en el número 2 de la calle Arlington. Había sido construido
en la época en que las familias tenían criadas para todo y tenía un sótano que daba a un patio trasero, con seis u
ocho pequeños dormitorios provistos de dos o tres cuartos de baño. Habían estado vacantes años enteros pero,
como consecuencia de la depresión, la administración se disponía a alquilarlos. Fred me avisó y conseguí uno
de los primeros. No estaban amueblados y carecían de servicios, pero eran baratos y me permitían ahorrar
dinero aunque debía comprar una cama turca, un colchón, una mesa de trabajo y una silla. En el taller de
Boylston Hall me hice una pequeña estantería para libros y me llevé la decimocuarta edición de la
Encyclopaedia Britannica, que acababa de adquirir, metida en la misma caja de madera dentro de la cual me la
habían expedido. Podía, además, guardar la bicicleta en el sótano. (A Fred se la habían robado por dejarla en la
calle, cerca de Boylston Hall.)
Consideré que me tenía merecida una butaca y los propietarios italianos de una tienda de tapicería próxima
a mi casa me convencieron de que les encargara una. Me llevaron en coche a una fábrica, donde elegí el
armazón.
que ellos se encargarían de tapizar con la tela que yo escogiese. Cuando regresábamos en coche, nos paró un
policía de tráfico, un corpulento irlandés. El conductor del coche lo había puesto en marcha en un cruce sin
aguardar la señal, ganándose con ello una multa. De nuevo en marcha, alguien advirtió que no habíamos
tomado el número del policía, requisito necesario para pagarla. Me pidieron que tuviera la amabilidad de
acercarme hasta el guardia y que tomara nota del número que ostentaba en la chaqueta. Como yo no aprobaba
las multas, y por otra parte tampoco había acabado de superar el temor que me infundían los policías, puse
reparos. Pero mis compañeros eran elocuentes. ¡Tenía muchísima importancia! Finalmente me rendí y me
acerqué tímidamente al agente, que había vuelto a la garita desde la cual dirigía el tráfico. No sé exactamente
qué le dije sobre que mis amigos no estaban demasiado familiarizados con las normas y el hombre me gritó:
 ¡Pues, entonces, mejor que no conduzcan!
Renuncié, pues, a mi propósito y ya me iba dejando incumplida mi misión cuando el policía me llamó y,
con una risita despectiva, me preguntó:
—¿Ha tomado el número?
¡Esto era demasiado! Me volví y le dije:
 ¡No! ¿Cuál es?
Y él me lo dijo. La butaca era cómoda, pero estuvo semanas enteras provocando respuestas autonómicas
desagradables.
Otra de aquellas habitaciones restauradas de la calle Arlington fue a parar a Marian Stevens, que había
sido alumna de Fred en el Jackson College (asociado a Tufts de la misma manera que Radcliffe lo estaba a
Harvard) y que ahora se había inscrito en Radcliffe para obtener su licenciatura en psicología. Su familia había
vivido en Need- ham por espacio de generaciones y ella hablaba con un purísimo acento de Nueva Inglaterra.
(Yo todavía pronunciaba «aunt» como «ant» y decía «Holey-oke» en vez de «Hol-yoke» y no había
incorporado el sonido z en «Quincy».) Era simpática y muy pronto comenzamos a investigar en Boylston Hall.
Yo tenía la convicción de que el concepto de reflejo abarcaba todo el campo de la psicología. Propuse
dividir la conducta en reflejos, imaginar unas medidas para su intensidad y, después, investigar los campos del
condicionamiento, el impulso y la emoción de cuyas variables la intensidad era una función. A mí me parecía
un proyecto adecuado para una tesis de licenciatura en filosofía, por lo que un día me fui a ver a Beebe-Center
y le dije lo que me proponía hacer. Me miró con fijeza un momento y a continuación me dijo:
—¿Quién te figuras que eres? ¿Helmholtz?
(De tratarse de otro campo, habría dicho: «¿Ein- stein?»)
Insistió en que tenía más cosas de las necesarias para hacer una tesis y que mejor que la presentase cuanto
antes.
Yo no estaba tan seguro. Hallowell Davis había dicho: «Recuerda que tu nombre sonará durante años
gracias al trabajo que ahora estás haciendo», y precisamente lo que ahora tenía entre manos pertenecía al tipo
de cosas por las cuales quería que mi nombre se conociera. No era el Nova Principia Orbis Terrarum que
había comenzado a escribir durante mis años de bachillerato, pero estaba dentro de la misma escala. No
obstante, tal vez Beebe-Center tuviera razón; lo mejor que podía hacer era obtener ahora el título. Más adelante
continuaría trabajando.
Beebe-Center estimó que mi trabajo sobre el concepto del reflejo, con algunos ejemplos tomados de mis
estudios sobre la ingestión, era suficiente para lo que yo quería, y así fue como me encontré una tesis en las
manos, escrita sin este propósito. Con todo, no la había hecho atolondradamente. Aquel trabajo era mi primera
investigación seria desde los tiempos en que abandoné la literatura y por otra parte tampoco había renunciado a
mis antiguas preocupaciones en relación con el estilo. Ahora que tenía algo que decir —o, al menos, así lo
creía— tendría que revisar con atención mi escrito. Me dicté unas normas:
«Evitar palabras, frases y oraciones modificativas, sobre todo las de sentido diminutivo: algo, más bien,
ligeramente, casi, un poco, pero, simplemente, un tanto.
Evitar concesiones gratuitas, especialmente cuando pretenden convencer. Véase Bergson.
Evitar las locuciones coloquiales. Obedecen a un viejo fetichismo.
Evitar superlativos. Perfectamente descrito. Gran cambio.
Utilizar más pronombres, concediendo crédito al lector para una mayor aportación de su parte.
Palabras y frases a evitar: todo tipo de, toda suerte de, una gran cantidad de, una enorme cantidad de, así
pues, en efecto, una considerable distancia, algunos (tanto en palabra aislada como combinada con otras), algo,
alguna cosa, etc., diremos, digamos, etc.
Emplear metáforas únicamente cuando así lo exige la idea y nunca para causar un efecto.
Evitar los signos de exclamación. Acaban deshinchándose.»
Mis intenciones eran buenas, pero en el trabajo todavía se detectan ciertos toques estilísticos. «Una
circunstancia de su desarrollo», «a pesar del uso histórico», «en lo tocante a satisfacción», «con respecto a» y
«en lo referente a» corresponden a términos que se salen del uso corriente que de ellos hago.
La segunda parte de mi tesis hacía referencia al hambre como impulso. Procedí hacia atrás, desde la
peristal- sis del aparato digestivo a engullir, masticar, coger el alimento que llegaba a la boca (cuya naturaleza
refleja había demostrado Magnus con un conejo «talámico») y aproximarse al alimento, último paso que
«suscitaba el problema básico de la variabilidad». ¿Cómo podemos llamar reflejo a tomar el alimento y
comerlo si es algo que no ocurre siempre cuando tenemos comida a nuestro alcance? La respuesta, en mi
opinión, estaba en la variabilidad. Si el cambio en la intensidad es ordenado, podemos «afirmar la necesidad de
la relación refleja», como afirmaba Sher- rington, a pesar de un cambio como la fatiga refleja.
En todas las tesis presentadas al departamento, «como parcial coronación de los requisitos necesarios para
conseguir el título de doctor en filosofía», quien decía la última palabra era Boring, y generalmente no se
limitaba a una sola palabra sino que decía bastantes más. Se decía que a veces insistía en tantas revisiones en el
caso de ciertas tesis que hubiera debido figurar también su nombre en ellas como co-autor. Era un estilista
puntilloso. (Años más tarde, cuando me incorporé al departamento, muchas veces lo vi abandonar la mesa del
comedor y regresar con el Webster's New International Dictionary para puntualizar una cuestión.) Además, se
atenía a un método lógico y científico de un gran rigor.
Como cabía esperar, la primera parte de mi tesis tenía forzosamente que verse envuelta en contratiempos.
Más de la mitad era de carácter histórico y en aquel entonces Boring era la autoridad reconocida en materia de
historia de la psicología. Otro aspecto de la misma era teoría, que también era su especialidad. Su informe
colmó mis esperanzas. Nada tenía que decir sobre mi estilo: «Sólo en raras ocasiones (menos de media docena
de veces) he tenido que detenerme por cuestiones estilísticas o casi gramaticales, que he pasado por alto
totalmente y sin comentario por tratarse de cosas demasiado triviales y opinables» (si bien más tarde, cuando
hube de defender mi tesis contra sus críticas, me echo en cara el estilo: «Soy de la opinión que a usted le
perjudica su versatilidad y su locuacidad, característica que, unida a su excelente estilo, imprime a las falacias
una gran sutileza»). No obstante, en relación con el tema central, consideraba que hacía un mal uso de la
historia:
«Está provocando una controversia al conservar la palabra reflejo y conferirle un sentido nuevo, más
amplio y relativamente extraño. Nadie hubiera supuesto que era ésta su intención al principio y tal vez usted no
esté de acuerdo. Quizá lo que me haría falta sería un párrafo introductorio que usted no presenta, pero a mí me
ha dado la impresión de que usted tiene una segunda intención, que está provocando simplemente una
controversia bajo el disfraz de una descripción fáctica, como solía hacer Titchener.»
 a continuación dos páginas mecanografiadas con un solo espacio interlineal:
«Me temo que está distorsionando la historia. (Es la misma crítica que hago a Titchener. Su método
consistía en montar un gran aparato donde parecía que consultaba a todas las autoridades —
generalmente modernas, no antiguas— y donde eliminaba a todos
aquellos que no casaban con él, para hacer como que encontraba al final lo que siempre había
andado buscando. Así conseguía sus propósitos: descargando la responsabilidad en otros.)»
 una página después:
«Usted da un sentido muy amplio, extraño, extravagante casi, a la palabra reflejo. La ha arrancado de su
significado restringido del arco-reflejo anatómico y la ha equiparado al concepto del hecho-como-correlación
relacional psicológica que tiene ya un término propio. ¿Para qué? Para distorsionar la palabra y despojarla de
un significádo perfectamente afianzado, necesita algo más que un artículo; necesita propaganda y necesita
tener una escuela. Y, en el caso de que lo consiguiera, no tendría sino un equivalente de la Gestalt, con toda
una epistemología especial detrás. Entonces la escuela de los reflejos de Skinner tendría un historia como la
tiene la escuela de la Gestalt de Kohler, y al final yo diría de usted lo mismo que digo de Kohler: "No es más
que cuestión de terminología, no hay nada nuevo".»
A continuación seguía un esquema donde Boring indicaba lo que yo debía decir, debajo del cual yo escribí
inmediatamente con lápiz: «Jamais de la vie!!! »
Volví a presentar la tesis prácticamente intacta, acompañada de una nota con un pareado del «Puente de
los suspiros», de Thomas Hood:
«Poseyendo su debilidad, su mala índole
 dejando pacientemente sus pecados a su Salvador.»
Boring volvió a aconsejar una revisión completa y envió un nuevo esquema. Debía abandonar totalmente
la historia y... como si fuera una idea tardía:
«Considero que tendría que seguir desarrollando cosas tales como:
Conciencia versus respuesta.
Correlación versus causa; y de ahí el problema de la continuidad, y de ahí el de la continuidad anatómica.
Ventajas y desventajas de la entidad versus la construcción hipotética de reflejo, en la sinapsis.
Relación del reflejo con las habituaciones; véase experimento de reacción, reflejo artificial.
Fenómenos que se han llamado instinto.
probablemente media docena de cosas más que todavía no se me han ocurrido porque no he escrito el trabajo.
Suyo, EGB.»
Viendo que yo seguía en mis trece, acabó por ceder y me escribió para decirme que había pedido al
director del departamento que nombrase un comité y añadía: «He hecho hincapié en que prescindieran de mí,
puesto que ya le he dicho a usted lo que pensaba». El director nombró a Pratt, Troland y Crozier. Encargué a
una mecanógrafa profesional que pasara el trabajo a máquina y lo llevé a Carrol Pratt, ya en su redacción
definitiva y bajo la forma de un conjunto de hojas metidas en una caja. Pratt, con mucho tacto, se atrevió a
decirme que, para mayor comodidad, me acercara a la Cooperativa y comprara una encuademación. Y así lo
hice.
El comité aprobó la tesis y se programaron dos exámenes. El primero cubriría «Conceptos
fundamentales», «Comportamiento animal» y «Psicología y sistema nervioso» y tendría como examinadores a
Boring, Crozier y Upton respectivamente. Tener a Boring como examinador de «Conceptos fundamentales»
era lo que más temía. Escribí a Percy Saunders:
«Este mes voy a intentar sacar el título. Surgirán muchos contratiempos, debido a que he tomado parte
activa en la oposición al departamento sobre varias cuestiones sistemáticas. Sea como sea, el resultado será de
lo más interesante... He pasado dos años y medio trabajando de firme y con gran provecho. Buenos resultados
experimentales y ciertas teorizaciones estimulantes... Como siempre (pero infinitamente más feliz)...
Fred.»
Con todo, yo no me sentía a gusto. Volví a leerme la Historia de Boring y uno o dos libros más dentro de
la tradición de Titchener. Gordon Allport se había incorporado al departamento y era indudable que asistiría a
los exámenes. ¿Qué me preguntaría? Y cuando Mac me llamó aparte y me comunicó que había oído que el
departamento estaba dispuesto a no aprobarme por haberme pasado al bando de Crozier, decidí darme por
vencido. Se hacía necesario un análisis operacional de términos psicológicos y, a mí entender, esto exigía algo
más que una aplicación más bien mecánica de unos cuantos principios. ¿Acaso no serviría mejor a la
psicología llevando a cabo este análisis que preparándome para una prueba doctoral? Formulé la pregunta a
Beebe-Center. ¿Querría excusarme el departamento de hacer un examen, salvo que se tratara de una prueba
muy rutinaria, si preparaba un análisis operacional de media docena de palabras clave tomadas de la psicología
subjetiva? Beebe-Center quedó tan sorprendido ante mi proposición que ni siquiera aguardé su respuesta.
A medida que se iba acercando el día del examen, pasaba más tiempo en mi cuarto de Arlington Street.
Solía poner insistentemente una vez y otro un disco de Marlene Dietrich en el que cantaba dos canciones de
Der Blaue Engel, película que había visto en el Fine Arts Theatre de Boston. Cierto día, en la bañera, me sentí
alarmado al no poder decir si la gota de agua que caía sobre el dedo gordo de mi pie era caliente o fría.
Los exámenes resultaron la cosa más fácil del mundo. Peleé con Boring sobre «Conceptos
fundamentales», pero Crozier y Upton no me dieron ningún quebradero de cabeza. Sólo una vez me sentí
preocupado: cuando Allport me preguntó: «Expóngame algunas de las objeciones al con- ductismo» y no se
me ocurrió ni una sola. En mi segundo examen en defensa de mi tesis, Crozier volvía a estar allí, y el ambiente
era cálido y grato. Me concedieron el título con carácter oficial a principios de junio, aunque ni por un
momento se me ocurrió asistir al acto. Finalmente me pidieron que pasara por el despacho del Decano para
recoger el diploma.
La parte teórica de mi tesis se publicó aquel mismo año bajo el título «El concepto de reflejo en la
descripción de la conducta». (En seguida se publicaron todos mis trabajos anteriores. La Clark University
patrocinaba varias revistas y Cari Marchison, el editor, aceptaba casi todo cuanto le presentaban una larga lista
de asociados, entre los que se contaba Crozier como uno de los más activos.) Envié una separata a mis padres,
acompañada de una carta donde les explicaba que «alma» (como en el alma de la médula espinal) era un
sinónimo más antiguo de «mente».
Pasados mis exámenes, había dejado de ser estudiante graduado, pero yo disponía de una beca Walker
para todo el año y sólo estábamos en enero. Por fortuna no hubo nadie que pusiera ninguna objeción en lo
tocante a seguir recibiendo envíos de dinero, como tampoco en lo tocante a seguir trabajando en Boylston Hall.
Esperaba poder conseguir ayuda para un año de postdoctorado. Los psicólogos podían recomendarme para una
beca Sheldon, pero el estipendio (1.500 dólares) debía gastarse en el extranjero. Yo quería continuar mis
investigaciones y Crozier me instaba a que solicitase una beca del National Research Council. No obtendría
respuesta hasta pasado un tiempo. Entre tanto Boring me escribía:
«Este asunto de Sheldon debe aclararse inmediatamente... El departamento considera que debe preguntarle
si piensa aceptar la beca Sheldon si no consigue la del N.R.C. en febrero. ¿Puede dar una respuesta en seguida
al respecto? No le pido una promesa en el sentido literal de la palabra, sino simplemente una predicción
formulada dentro de la más buena fe posible entre caballeros.»
Llegó la beca del National Research Council y Harvard me nombró Research Fellow en el campo de la
fisiología general para aquel año.
Seguía viéndome con los Daniel y una velada con ellos no siempre quería decir adentrarse en las
matemáticas. En casa de Carroll y Marjory Pratt seguíamos entregados a la música y a los buenos ratos con los
niños. Incluso me había atrevido a pedir a Marjory que tocáramos el piano a cuatro manos, aunque ella, como
pianista, al igual que Carrol, tenían un nivel muy diferente del mío. Un día, pasado mucho tiempo, me dijo que
aquélla había sido la petición más molesta que yo le había hecho en toda la vida.
También seguía viéndome con Hal y Pauline Davis. Tomé en préstamo una pequeña cámara del
departamento y filmé unas cuantas películas con los niños. Para los regalos de Navidad, aproveché el taller de
carpintería de Boylston Hall e hice dos marionetas. Eran dos Pinochos, de unos sesenta centímetros de altura,
de madera pino barnizada y totalmente articulados. Podían manipularse de manera realista, mediante controles
de tipo corriente. Aquellas marionetas se inclinaban, cogían una pelota, la lanzaban al aire y la golpeaban con
el pie. (Antes de regalarlas a los niños quise hacer una prueba con otra especie. En la sala de los animales había
una docena de gatos que vivían en un gran espacio rodeado de tela de alambre del mismo tipo de las que hay
en los gallineros. La tela de alambre llegaba hasta el techo, que estaba como mínimo a cuatro metros y medio
de altura. Cuando entré en la habitación con los dos Pinochos caminando a mi lado, todos los gatos saltaron al
alambre y se encaramaron por él hasta el techo. No sé si hubieran hecho lo mismo de haber entrado con dos
niños. Muchas veces me he preguntado qué punto de la filogenia de los gatos togué aquel día.)
Veía mucho a Fred fuera del laboratorio. Solíamos comer juntos en un pequeño restaurante cerca de
Massachusetts Avenue y a veces cenábamos también juntos en el Athens-Olympia de Boston, donde se podía
tomar una taza de vino tinto por un dólar en aquellos tiempos de la Prohibición. En el número 2 de Arlington
Street nos fabricábamos nuestra propia cerveza y, a título experimental, solíamos añadirle diferentes cantidades
de azúcar, meticulosamente controladas, antes de tapar y etiquetar las botellas.
Interpretábamos (¡y cantábamos también!) las canciones de Marlene Dietrich y escuchábamos discos para
aprender francés (Bonjour, Mme. Gobinet, comme il y a longtemps que je ne vous ai pas vuel).
Un día fuimos en bicicleta a Providence, Rhode Island —una distancia de unas
cincuenta millas— para visitar el Departamento de Psicología de la Brown
University. Al día siguiente, de regreso, nos sentíamos bastante cansados. Fred perdió el equilibrio al pisar el
borde de la carretera y faltó poco para que fuera a parar debajo de las ruedas de un coche que pasaba en aquel
momento. Tuvimos un susto enorme y, desde el punto de vista profesional, nos interesó comprobar que nos
revitalizábamos con la adrenalina que segregábamos.
Había obsequiado a mis ardillas con una jaula especial como recompensa por su encierro en una pequeña
cárcel y, al trasladarlas a un espacio más grande en Boylston Hall, trasladé también la jaula. Gracias a un
artículo de Curt Richter en Quarterly Review of Biology, me había enterado de que la actividad espontánea es
un asunto muy serio. Al brindarles acceso a una rueda de actividad, las ratas de Richter, al igual que mis
ardillas, daban todos los días innumerables vueltas a la rueda. Dado que, cuando se les brindaba libre acceso a
la comida, comían también varias veces al día, decidí comprobar si la actividad espontánea presentaba una
curva de saciedad.
No me gustaba la rueda de actividad de tipo corriente que había en el laboratorio. Era bastante pesada y,
cuando una rata dejaba de correr, seguía moviéndose para adelante y para atrás igual que un péndulo. Además,
era tan pequeña que la rata la bajaba con un par de patas y la subía con el otro. Construí, pues, una rueda
mucho más grande pero más ligera, a base de chapa de aluminio montada sobre aros de aluminio procedentes
de radios de bicicleta. Al rozar ligeramente un tambor de freno, la rata corría por una superficie casi plana y
podía detenerse sin balancearse. Cambiando la intensidad de la fricción, podía variar la velocidad a la que
corría. Las revoluciones de la rueda arrollaban un hilo a un registro acumulativo.
Una rata que podía correr a cualquier hora del día, lo hacía intermitentemente, tal como había informado
Rich- ter y, según yo ahora podía añadir, a una velocidad constante. Al alimentarla una sola vez al día y
acostumbrarse al programa, corría varias horas antes de comer y, prescindiendo de un breve período de
calentamiento, lo hacía a una velocidad constante. Sin embargo, cuando la dejé correr una sola vez al día, igual
que había hecho con la comida en el experimento anterior, la curva acumulativa presentó una disminución
bastante similar en la frecuencia. Parecía como si el hecho de correr espontáneamente obedeciera la misma ley
que comer. En un trabajo donde informaba de los resultados obtenidos, dejaba bien sentado que lo único que
me interesaba era el comportamiento: «No es preciso que vayamos más allá de una descripción cuantitativa...
de la fuerza como función de una variable independiente como el tiempo», y añadía: «La identificación de un
"correlato fisiológico", que varía del mismo modo, puede aportar unos datos suplementarios, pero no es
esencial por lo que respecta a la solución, en lo que a la descripción de la conducta se refiere».
Suponía un paso natural hacer que la comida fuera contingente del hecho de correr, lo que hice con ayuda
de Marian Stevens. Cada vez que la rata recorría dieciocho metros en la rueda caía una porción de comida en
un plato. La rata desplegaba su actividad desde el atardecer hasta el amanecer, recorriendo de una sola vez
alrededor de una milla, con períodos de descanso de veinte o treinta minutos. Lentamente fuimos aumentando
la distancia necesaria para ganarse una ración hasta que la rata comenzó a consumir más energía que la
ingerida con las raciones de comida. Perdía peso, pero seguía corriendo, en tiradas más cortas, con una
frecuencia total más baja, tanto durante el día como por la noche.
Un año o dos después, registré también algunas curvas de saciedad para la bebida. Cada vez que se ejercía
presión sobre una palanca, caía una gota de agua en una especie de cristal de reloj. Algunas de las curvas
tenían un aspecto parecido a las relacionadas con las actividades de correr y comer; la rata comenzaba con una
frecuencia de respuesta alta que después iba aminorando. Sin embargo, a veces ejercía la presión en la palanca
a una tasa bastante regular hasta llegar a la saciedad y entonces se paraba.
Aquel año se estaban haciendo también otros experimentos en Bolyston Hall. Kelly Upton se servía de un
reflejo condicionado para comprobar hasta qué punto perjudicaba al oído la exposición a un sonido muy fuerte
de un determinado tono. En un espacio del ático que no se utilizaba para nada, puso varios conejillos de Indias,
colocados cerca de un altavoz que emitía un sonido terriblemente estridente durante las veinticuatro horas del
día. Para que se renovara el aire, dejaba abierta una ventana, lo que hizo que los vecinos de Massachusetts
Avenue no se quejaran del perjuicio que pudiera reportar a sus oídos sino más bien a su paz espiritual.
Un alumno de Harry Murray llamado Dave Wheeler estaba estudiando el delito y el castigo. Dejaba que
una rata macho se acercara a una hembra en celo y, justo en el preciso momento en que iba a tener lugar la
cópula, se abría una trampilla y las dos ratas caían en un recipiente de agua helada. Era corriente que los
profesores dieran cuenta a la facultad de los estudios para la obtención del doctorado que dirigían y, al referir
Murray este experimento, Kittredge, el profesor de Literatura inglesa, con su barba blanca como la nieve, se
levantó y protestó:
— ¡Pero señores, esto no es ningún delito!
Realicé un experimento bastante casual con el llamado laberinto de doble alternancia. Consiste en un
plano con dos edificios adyacentes. Una rata corre por la calle que hay entre ellos, rodea dos esquinas del
edificio de mano izquierda y a continuación dos alrededor del edificio de mano derecha y finalmente recibe
una recompensa. Acostumbra a girar demasiado pronto a la derecha, seguramente porque el giro a la derecha es
recompensado al final. La secuencia corriente consiste en un giro a la izquierda y tres a la derecha. Dando por
sentado que una rata podía necesitar muchas pruebas, construí un laberinto que reforzaba automáticamente la
secuencia correcta. La rata conseguía toda la comida operando con el reloj. Desplegaba una gran actividad,
pero no aprendió nunca la pauta correcta.
Fred había elegido el laberinto de doble alternancia para su disertación doctoral, y se le ocurrió una idea
mejor. Iba a servirse de un laberinto muy largo, en el que la rata debería recorrer muchas distancias diferentes
antes de hacer la elección fundamental entre girar a la derecha o girar a la izquierda. En el segundo piso de
Boylston Hall había un almacén abandonado lo bastante grande para instalar en él un laberinto de nueve
metros.
Era un experimento arriesgado para una tesis doctoral. Para evitar influir una prueba con la estimulación
resultante de otra Fred consideró que lo mejor era hacer una sola prueba al día; por consiguiente, el
experimento duraría mucho tiempo. El descubrimiento de que las ratas no eran capaces de aprender aquel
laberinto no constituiría una gran contribución al conocimiento, y aquella primavera ya no se podría hacer nada
más como mérito para la obtención del título.
Por fin, las ratas de Fred comenzaron a hacer recorridos perfectos. Si no hubieran hecho más que uno, el
hecho hubiera podido ser resultado del azar, pero tres seguidos denotaban ya un cierto dominio. A medida que
iban suce- diéndose los recorridos correctos, iba intensificándose nuestro interés. Fred cogía una de sus ratas y
la llevaba al improvisado laboratorio que tenía en el segundo piso, mientras yo me quedaba aguardando el
resultado sentado en un escalón. Unos minutos más tarde él salía, me miraba y debía mover la cabeza
afirmativa o negativamente según el resultado. Después que una rata hubo hecho dos recorridos correctos, la
tensión al tercer día era ya casi insoportable, puesto que, de fallar entonces un recorrido, habría que empezar de
nuevo. Hubo muchos ademanes negativos, teñidos de desconsuelo, pero día llegó en que Fred, saliendo
triunfante de su laboratorio, levantó la cabeza e hizo un gesto afirmativo, acompañado de una amplia sonrisa.
¡Tres trayectos seguidos! Las ratas restantes acabaron también aprendiendo. Muy pronto, pues, obtendría el
título y se iría a Colgate a dar clases.
Aquella primavera Boring canceló su última conferencia de curso y dedicó la sesión a contestar a los
conduc- tistas. Fred y yo no éramos más que estudiantes graduados, pero habíamos mantenido enérgicamente
nuestra postura en el centro de la atención de Emerson Hall. Quizá lo hicimos no ya sólo porque nuestra causa
era justa sino porque trabajábamos bien juntos. En nuestros estilos había una diferencia complementaria. Fred
era un pensador cauto, tan escéptico en relación con sus propias ideas como en relación con las de los demás.
Hablaba con una gran calma, a veces como titubeando. Cierta vez le oí describir mi estilo de hacer las cosas,
tan diferente del suyo:
—Burrhus dice una cosa en su forma más extrema y después, si tiene que rebajar,
rebaja.
Pero en el conductismo había muchas cosas que yo no pensaba rebajar nunca. Gracias a Fred, yo era ahora
un conductista tan consumado que me sorprendía ver gente que yo admiraba utilizar términos mentalistas.
Cuando vino a Cambridge Percy Saunders, lo acompañé a Boylston Hall. Mientras observaba a una de mis
ardillas corriendo en su jaula, con una risita ahogada exclamó:
— ¡Le gusta!
Yo me quedé de una pieza.
Cierta vez que hablaba con Hallowell Davis sobre los anuncios que había en la acera de Burma Shave,
consistentes en versos humorísticos formando una serie de cinco o seis rótulos situados a la distancia suficiente
para poder ser leídos sin dificultad, los dos coincidimos en el hecho de que entrañaban una distracción
peligrosa.
—Retienen demasiado rato la atención —dijo Hal para desesperación mía.
La atención era una cosa que estaba demasiado próxima a la psicología de Titchener y Boring.
Yo mismo tenía problemas con mi manera de expresarme y procuraba enmendarme cuando me sorprendía
yendo a decir «mente» o «pensar», como el ateo que se sorprende escuchándose decir «¡Gracias a Dios!».
Comencé a escribir una nota: «Un hombre que fuma no siente deseo de fumar hasta...», y a continuación taché
«siente» y lo sustituí por «expresa», si bien no era aquella palabra la que había empezado a escribir. Tardé
mucho tiempo en comprender que, al hacer uso de las formas de expresión vernáculas, no era más traidor a la
ciencia que profesaba que el astrónomo que hace un comentario acerca de una hermosa puesta de sol sabiendo
perfectamente que el sol no se «pone».
Como el experimento de la rueda giratoria y mi infructuosa solución del problema de la doble alternancia
no me ocupaban tiempo alguno, dediqué una gran parte de aquel período a las cuestiones teóricas. Leí más
literatura sobre reflejos. Descubrí la biblioteca del Museo de Zoología Comparada y me dedicaba a revisar
sistemáticamente una serie de revistas, entre ellas el Journal of Physiology, en busca de material relevante,
tomando notas en fichas de 7.5 por 12.5 centímetros. Era indudable que mi tesis no había cubierto todos los
términos que necesitaban definiciones operacionales. «Inhibición» era uno y «facilitación», un término
recíproco, otro. Se empleaban con varios sentidos diferentes. ¿Cuáles eran los hechos reales? ¿Cabía
describirlos de otro modo? «Prepotencia» parecía referirse directamente a un efecto observado.
Si yo no hubiera oído hablar nunca de Pavlov, de Mag- nus ni de Sherrington, hubiera advertido que el
hecho básico en mi caso era la frecuencia según la cual un organismo se entregaba a un tipo particular de
conducta pero, debido a mi contacto con la teoría del reflejo, yo quería que la frecuencia fuera una medida de
la fuerza del reflejo. Cuando a finales de primavera escribí un trabajo ampliando la segunda parte de mi tesis,
lo titulé: «El impulso y la fuerza del reflejo», y me mantuve lo más cerca posible de Sherrington. «La fuerza de
un reflejo», decía allí, «viene dada por el valor de su umbral, la relación de los valores de su estímulo y su
respuesta, la duración de su latencia, la cantidad que representa la descarga posterior, etcétera.» Como no
pretendía incluir la frecuencia en el «etcétera», traté de enfocarlo aparte como producto integrado en las demás
medidas. Si cabía la posibilidad de considerar una respuesta como el estímulo de otra, la rapidez con que
pudiera seguir la otra dependería de su umbral y su latericia, así como de la respuesta posterior y de la fase
refractaria de la respuesta anterior. Pero la palanca era el estímulo, no la respuesta precedente. Apelaba
también a algo indefinido que «facilitaba una respuesta o le permitía superar "influencias inhibitorias"».
Afortunadamente, mi compromiso con el operacionis- mo salvó la cuestión básica del trabajo: un
organismo no estaba impulsado por el hambre ni por la sed. Un impulso no era una fuerza. Yo quería atenerme
a mis observaciones, de la misma manera que Bridgman había hecho con el concepto de fuerza en física. «El
problema del hambre se presenta... como una variación en la fuerza de ciertos reflejos, variación que
ordinariamente aparece como algo fortuito.» Podría resolverse encontrando una condición (una «tercera
variable» en la terminología de mi tesis) de la cual la variación fuera una función. En mi experimento, la
rapidez con que comiera un animal dependía del tiempo que hiciera que estaba comiendo.
El hecho de que el «impulso» parecía referirse a una cosa era un accidente verbal. El concepto no tenía
Utilidad experimental. «No hay nadie que ponga en tela de juicio que existen una condiciones fisiológicas
correlacionadas con todos los aspectos de la conducta» y era indudable que el actual resultado tenía
importancia fisiológica, aunque no se hubiera demostrado ninguna causa fisiológica de la variación en la
fuerza. Era significativo, añadía yo, lo siguiente: «Por supuesto que podría hacerse la misma crítica al concepto
de la fuerza del reflejo, si se toma el término por encima de la simple definición opera- cional que le hemos
dado.»
Aquel verano escribí un segundo trabajo donde informaba de que las ratas producían una curva similar al
presionar una palanca para poder recibir porciones de alimento. Nuevamente, aunque hablaba de tasa de
respuesta.
dije que «una tasa dada está determinada por la fase refractaria del reflejo que inicia la conducta».
Alguien me dijo que en Franconia, New Hampshire, no había ni un solo enfermo de fiebre del heno, por lo
que a principios de aquel verano quise pasar dos semanas en aquella localidad, hospedado en un pequeño hotel.
Todavía no se había iniciado la estación, por lo que yo era el único huésped. La esposa del propietario,
temerosa de que me sintiera solo, me atiborraba de comida. Cada noche encendía la chimenea del comedor
para mí solo. Había un viejo piano desafinado. No he sido nunca capaz de aprender música de memoria, pero
había dos o tres canciones populares que sabía tocar al piano y que interpretaba desesperadamente, una y otra
vez, como quien quiere enconar una llaga.
Me ocupaba en mil cosas diferentes. El propietario había instalado una pequeña pista de golf, cuyo césped
necesitaba agua. Junto a la pista corría un arroyuelo. Se me ocurrió aplicar una rueda hidráulica que, durante la
noche, dirigiría agua al césped. Pero de todos modos, no sometí la cuestión a la atención del propietario. El
matrimonio tenía un hijo de poco más de diez años que tenía un carácter melancólico. La madre me pidió que,
como psicólogo, le sugiriese una solución. Su marido poseía una aserradero no lejos del hotel y, acordándome
de tiempos pasados, le aconsejé que facilitaran al niño el material necesario para que pudiera construirse una
cabaña. La señora consideró que su marido estimaría que mi propuesta era una extravagancia.
Cierto día que me encontraba paseando entre dos postes de teléfono, a diferentes velocidades, pero con
pasos normales, me puse a cronometrar el tiempo y a contar los pasos. Elaboré una teoría donde la pierna
actuaba como péndulo. Otro día que el propietario me condujo al pie del Mt. Lafayette en coche, donde debía
volver a recogerme al cabo de unas pocas horas. Subí a la montaña y llegué a la cima en un período de tiempo
que, según hube de descubrir posteriormente, era casi un récord.
Sólo me había llevado dos libros, que leía lentamente y con auténtica fascinación. Uno era Mrs. Eddy, The
Bio- graphy of a Virginal Mind (Mrs. Eddy, la biografía de una mente virginal), de Edward F. Dakin. Era una
especie de confesión y, por añadidura, de una figura religiosa, pero me encontré de parte de aquella solitaria,
valiente y, finalmente, triunfante anciana. El otro era Identy and Rea- lity (Identidad y realidad), de Emile
Meyerson, que leí y llené de anotaciones marginales, sentado ante el fuego de la chimenea, que crepitaba en las
noches frías. No traté de seguir los esfuerzos de Meyerson para «vincular la identidad a la realidad», pero
encontré frases, oraciones y párrafos enteros útiles y tranquilizadores, no sólo como soporte de una ciencia de
la conducta sino también para demostrar «la naturaleza refleja de la actividad científica». En la naturaleza
había un orden. La ciencia, tal como decía Poincaré, era una norma de acción que resultaba eficaz. «Allí donde
nuestros antepasados no veían más que milagros, prescindiendo de la previsión, nosotros observamos más y
más el efecto de unas leyes exactas.»
La ciencia había dejado de atribuir causas mentales a hechos físicos y Meyerson, como ejemplo del viejo
principio, citaba la frase: «Es una extrañeza suponer que un cuerpo deja su posición sin buscar otra». Por
desgracia, él hubo de cometer el mismo error al hablar de conducta: «El perro, cuando le arrojo un trozo de
carne, la recoge en el aire; es porque conoce de antemano la trayectoria que seguirá ese cuerpo al caer. No hay
duda que a él, como a nosotros, esto se nos presenta como una forma de comportamiento peculiar del objeto en
determinadas circunstancias, es decir, como una ley. Goethe ha dicho: "En un principio era la acción".» La
acción (el comportamiento) sí, pero, ¿tenía acaso sentido decir que el perro recoge la carne en el aire porque
conoce la trayectoria que va a seguir si lo único que sabemos acerca de lo que él sabe es el hecho de que la
recoge? ¿No es quizá la conducta de recoger la carne lo que queremos indicar por «conocer»?
Cuando regresé de aquel solitario descanso, me encontré con que Edward C. Tolman estaba dando clases
en la escuela de verano de Harvard. La clase era pequeña y él la llevaba como un seminario. Asistí a todas las
reuniones como si me hubiera matriculado a ellas y hablé más de lo que me correspondía. Dos de sus antiguos
alumnos, Merle Elliott y Howard Gilhousen, se habían convertido últimamente en instructores en Harvard y
pasamos muchos ratos juntos. Estaba en prensa la obra Purposive Behavior in Animáis and Men (Conducta
propositiva en los animales y hombres), de Tolman, si bien éste no hacía ningún uso de la misma en clase, ni
nosotros hablábamos de la misma fuera de ella. No podía decirse lo mismo de mi tesis, también en prensa,
puesto que solíamos discutir largo y tendido sobre reflejos e impulsos. (Kurt Koffka, el psicólogo de la Gestalt,
daba también clases aquel verano; yo no lo vi más que una sola vez, escrutando a sus alumnos con mirada
hipnótica y terrible.)
Aquel verano un profesor de la Facultad de Derecho escribió a los «Señores Skinner», en Scranton,
preguntándoles dónde podía conseguir un ejemplar de mi Digest of Decissions of the Anthracite Board of
Conciliation (Re sumen de las decisiones de la Junta de conciliación de la antracita). No habían transcurrido
todavía cuatro años desde que me había quemado las cejas escribiéndolo.
John y Katherine Hutchens estaban pasando sus vacaciones en Provincetown y pasé unos días con ellos.
Nos tostamos al sol en las playas casi desiertas y un joven pescador portugués nos llevó a dar un paseo en su
barca un día de mar tempestuoso. Insinué a Hutch que podríamos escribir una obra de teatro sobre Mary Baker
Eddy, que terminase con su dramático enfrentamiento con la prensa después de que el New York World
denunciara que una amiga estaba sustituyéndola en la vida diaria y que ella se encontraba gravemente enferma
o muerta.
Aquel otoño, después de que Fred cambiara de domicilio, opté por renunciar a la habitación de sirvienta
que, una vez habilitada, había decidido ocupar, situada en el sótano del número 2 de Arlington Street. La beca
me había dotado de unos buenos ingresos, por lo que alquilé un apartamento con una sola habitación, provista
de una cama plegable, en el número 85 de Prescott Street y contraté a una asistenta que vendría a limpiar una
vez por semana. Compré batería de cocina y vajilla y comencé a prepararme yo mismo las cenas, que efectuaba
envolviendo las verduras en hojas de aluminio para cocerlas en un solo puchero sin mezclar sabores. Abandoné
la cerveza de fabricación casera y comencé a comprar toneles de zumo de uva procedentes de California.
(Venían acompañados de instrucciones bajo la forma de advertencias. «Precaución: Si se deja reposar en lugar
templado durante un mes aproximadamente y se desespuma de vez en cuando, puede adquirir grado
alcohólico.»)
El apartamento pagó unos dividendos a la psicología. Durante un cierto tiempo me interesé por el «color
paradójico». Me había fabricado un trompo Benham: -un disco blanco con arcos negros que, al girar,
presentaba franjas de colores muy tenues. Hice también una caja para demostrar la fusión binocular de los
colores; se miraba con un ojo a través de un vidrio rojizo y con el otro a través de otro verdoso y podía verse de
color blanco una superficie blanca. El suelo del cuarto de baño estaba cubierto de baldosas hexagonales
blancas; un día descubrí que, vistas con luz tenue, se presentaban teñidas de una leve coloración. No me era
posible identificar un determinado color para cada una en particular, pero no había duda que los colores
estaban allí: rojo tirando a morado, amarillo y azul verdoso.
Hice una plantilla para registrar el efecto. Como era difícil dibujar hexágonos, opté por trazar círculos
blancos muy apretados, con zonas negras interpuestas. Mostré la plantilla a Selig Hecht, un amigo de Crozier,
especialista en química de la visión. Habíamos estudiado su trabajo en relación con la respuesta dada a la luz
por el sifón de una almeja. Un día me lo encontré en uno de los oscuros pasillos del edificio de biología y le
mostré mis discos. Estuvo contemplándolos largo rato y, cuando empezaba a preocuparme, exclamó por fin:
— ¡Esto mismo!
Yo consideraba que contaba con la explicación plausible. En la retina hay tres o más elementos que
responden a diferentes longitudes de onda de la luz y, cuando vemos blanca la luz blanca, es porque excita una
determinada combinación. Cuando la iluminación es escasa, una baldosa excita solamente unos cuantos de los
elementos y entonces no es posible componer la combinación precisa para que dé el blanco. La combinación
real debe tomar el color del elemento dominante. (No puedo explicarme por qué motivo es toda la baldosa la
que adopta el color dado por los elementos distribuíaos sobre ella.)
Publiqué un artículo sobre el tema, del que mandé una separata a Don Purdy. antiguo alumno de Troland.
Me contestó lo siguiente: «Su descubrimiento de esta particularidad referente a los colores, según me han
dicho, fue detectada ya por un tal R. M. Ogden, de Cornell, que sin embargo no publicó nunca nada sobre el
asunto y que ahora seguramente se sentirá indignado».
El nuevo edificio de Biología tenía cinco pisos en forma de U poco cerrada, con una parte dedicada a
dormitoríos de la Divinity School en la parte inferior de la U. En las paredes de ladrillos había un friso con
figuras de animales y en la entrada principal se veían dos grandes rinocerontes de bronce montando guardia. El
edificio, sin embargo, tenía sus fallos. El contratista se había olvidado de impermeabilizar las paredes y, por
espacio de todo un año, el edificio estuvo retumbando con el traqueteo de los martillos neumáticos, que
perforaban el mortero colocado entre los ladrillos para incorporar la capa de impermeabilizante. Los ladrillos
de ceniza con que estaban forradas las salas saltaban en mil pedazos y todas las mañanas encontrábamos en el
suelo fragmentos en forma de cono, que eran retirados.
Pero ninguna de estas molestias empañaba la alegría de un departamento que había conseguido huir de los
sótanos del Museo de Zoología Comparada para ir al encuentro de espacios más dilatados. Yo no era más que
un investigador becado, pero tenía mi despacho en el segundo piso, además de un conjunto de salas en la planta
segunda del subsuelo, prácticamente a prueba de ruidos. Unos meses más tarde, al solicitar la renovación de mi
beca NRC, describía mi laboratorio:
«He construido cuatro equipos idénticos de aparatos, cada uno de los cuales se compone de lo siguiente:
(1) una pequeña caja insonorizada, confeccionada con fieltro y "Arborita", dentro de la cual hay (2) una caja de
problemas; (3) una jaula de apertura automática; (4) un depósito de comida; (5) un interruptor del circuito, que
elimina automáticamente los contactos superfluos que se producen en la caja de los problemas y (6) un
registra- dor de frecuencias. Los cuatro equipos están montados en una sala insonorizada de doble
compartimento. Tanto la sala como las cajas constan de la adecuada ventilación.»
El registrador de frecuencia comprendía un conjunto de cuatro tambores, impulsados por un motor
Telechron, una de las piezas más hermosas del equipo de Ralph y mucho más fiable que los viejos
quimógrafos.
El interruptor del circuito era una versión del que yo había utilizado para mantener abierto el circuito hasta
que la puerta que daba al recipiente de la comida hubiera permanecido cerrada como mínimo un segundo
(momento en que, presumiblemente, la rata estaba comiendo). Kelly Upton había apuntado que un cable
sumergido en un recipiente que contuviera mercurio produciría el mismo efecto, y el dibujo que figura en mi
primer informe referente a la presión de la palanca presenta uno. Yo seguí utilizando el interruptor del circuito
como salvaguarda inicial, «para evitar contactos superfluos ocasionados como consecuencia de la
inexperiencia de la rata en la manipulación de la palanca». Es indudable que hubo un efecto sobre mis primeros
resultados. Yo no registraba ni reforzaba una respuesta si ésta seguía a otra después de transcurridos uno o dos
segundos. El efecto no podía ser grande en experimentos relacionados con la ingestión o la presión de una
palanca cuando se reforzaban todas las respuestas, pero es posible que no se registrasen algunas de las
respuetas más rápidas habidas durante la extinción.
El nuevo modelo tuvo sus efectos sobre mi salud. Cuando la rata presionaba la palanca, comenzaba a girar
un pequeño disco horizontal y asomaba un cable por un recipiente de mercurio, que interrumpía el circuito
desde la palanca. Cuando el disco volvía a su posición de reposo, un segundo o dos después, volvía a obligar el
cable a introducirse en el mercurio. Kelly había sido testigo de estos contactos en metrónomos utilizados para
producir pulsaciones rítmicas, en las que el mercurio no se interponía seriamente con el movimiento del brazo.
Eran seguros porque la corriente era débil, pero en mi aparato, cada vez que el circuito se interrumpía, se
levantaba una pequeña nube de vapor y además, en algunos de los experimentos que realizaba, había cuatro
ratas que presionaban las palancas a una tasa muy alta.
Mientras realizaba el experimento, yo permanecía sentado a una distancia de medio metro
aproximadamente de este mecanismo tal vez letal y no hubo de pasar mucho tiempo antes de poder comprobar
que comenzaba a caerme el cabello. En Woods Hole había formado parte de una organización de
consumidores, una de cuyas publicaciones recomendaba hexilresorcina para la caída del cabello. Compré este
producto y realicé con él una prueba científica. Todas las mañanas me hacía un masaje del cuero cabelludo en
el lavabo y contaba minuciosamente el número de cabellos que me caían, debido a la debilitación que habían
ido experimentando durante la noche. Tracé una curva y, para desilusión mía, descubrí que la hexilresorcina no
conseguía ningún efecto. Por el contrario, la pérdida del cabello iba aumentando de manera alarmante.
Acudí a la consulta de un dermatólogo. Lo primero que me preguntó era si manipulaba productos
químicos, pero no se me ocurrió hablarle del mercurio. El hombre me recetó una loción bastante compleja, que
debería aplicarme al cabello cada vez que me lo lavase. Por curioso que parezca, la loción estaba compuesta de
bicloruro de mercurio. El pelo siguió cayéndoseme hasta que decidí cambiar el aparato por otros motivos.
En mis experimentos relacionados con la tasa de ingestión de alimento había incorporado la presión de una
palanca como un nuevo «reflejo inicial», si bien no había prestado demasiada atención a cómo aprendían mis
ratas a presionarla. No obstante, mi interés principal estribaba en el condicionamiento y ahora pensaba
abordarlo. Iba a aplicar las técnicas que había elaborado para el estudio de la ingestión de comida a un proceso
mucho más importante. Estaba recapitulando la historia del propio Pa- vlov, puesto que también él se había
dedicado a estudiar la ingestión antes de pasar a los reflejos condicionados.
Mi plan experimental no se diferenciaba de la famosa caja de problemas de Edward L. Thorndike. En una
serie de conferencias dadas en Harvard en la primavera de 1896, el filósofo y biólogo británico C. Lloyd
Morgan había expuesto de qué manera un perro conseguía abrir la puerta de una jaula para escapar de su
encierro y cómo una gallina golpeaba con el pico un punto concreto de una par- red para derribarla y escapar
de su jaula. Se dice que Thorndike asistió a dichas conferencias. En cualquier caso, comenzó a estudiar formas
similares de comportamiento. Metió un gato en una caja hecha de listones de madera, de la que podía escapar
levantando un pestillo. Descubrió que el gato conseguía escapar cada vez con mayor rapidez a medida que iba
descartando la conducta que no le daba resultado. Registrando el tiempo que tardaba en escapar en una serie de
intentos, trazó una «curva de aprendizaje». Llamó a este principio «Ley del efecto». Hablaba de «impresión»
de conducta satisfactoria, si bien sus curvas eran resultado de la «erradicación» de las conductas no
satisfactorias, por lo que los psicólogos comenzaron a llamar «aprendizaje por ensayo y error» a este proceso.
Yo había llegado a mi «caja de los problemas repetidos» (utilizaba el término tan sólo para la palanca y el
distribuidor automático, no para todo el aparato) por un camino diferente y que conducía a un resultado
diferente. Había aprendido de Pavlov la importancia que tenía controlar las condiciones, y hacía todos los
esfuerzos posibles para evitar molestar a la rata. La dejaba varias horas metida en la caja de Arborita, para que
se acostumbrase al nuevo ambiente, y hacía funcionar el distribuidor de comida hasta que la rata no se
sorprendía ya por el ruido y comía la porción de alimento así que se la facilitaba. Para darle tiempo a
recuperarse de la manipulación sufrida, la metía primero en la «caja de apertura automática» antes mencionada
y, sin hacer ruido, la soltaba mucho después de que la caja se hubiera cerrado. Lo hacía mientras la palanca
descansaba en su posición más baja y no podía moverse. Cuando, finalmente, la rata la encontró en una
posición ligeramente más alta y la presionó, por vez primera el suministro de comida dependió de la respuesta.
Como consecuencia de tan minuciosos preparativos, dos de las cuatro ratas de mi primer experimento
comenzaron a responder a una tasa alta tan pronto como el suministro de comida siguió a la primera respuesta.
En un trabajo sobre el experimento yo informaba de que «la mayor parte del cambio que nos ocupa se produce
prácticamente al instante de la primera aparición de la [secuencia respuesta —» alimento]». Verdad es que
una tercera rata no alcanzó una tasa alta más que después de una segunda respuesta y, la cuarta, sólo después
de una quinta, pero no eran excepciones serias. Yo no había conseguido eliminar los efectos posiblemente
perturbadores del primer movimiento de la palanca y cabía pensar también que ciertas presiones eran
incidentales de otros comportamientos (la rata podía tocar la palanca con su pesada cola, por ejemplo, mientras
exploraba el techo de la caja). Al controlar minuciosamente todas las condiciones que de mí dependían, había
eliminado casi todo el comportamiento infructuoso de la «curva de aprendizaje» de Thorndike antes de que se
produjese el condicionamiento. No había nada que erradicar. La respuesta eficiente no se limitaba a sobrevivir,
sino que quedaba reforzada. Lo mismo ocurría con la respuesta eficiente en el experimento de Thorn- dike,
pero no había evidencia de ello en su «curva de aprendizaje».
La rapidez con que cambiaba el comportamiento era sorprendente. Se decía que el récord más bajo
obtenido por Pavlov era de siete reforzamientos antes de dar una respuesta condicionada y se había criticado el
condicionamiento de Pavlov alegando que era excesivamente lento para explicar gran parte del aprendizaje en
la vida diaria. Mis ratas aprendieron a presionar la palanca en un intento y no era posible conseguir aprendizaje
más rápido que éste. (Observé con un cierto pesar que, como el cambio era tan rápido, no me era posible hacer
un registro de la curva de aprendizaje. Con todo, añadía: «No sería difícil retrasar el proceso efectuando algún
cambio apropiado en las condiciones».)
Los protocolos que conservo demuestran la existencia de ciertas dificultades en lo tocante a trabajar con
un nuevo procedimiento y un nuevo aparato. Cuando el «punzón no escribía», perdía un registro. La fricción
en la guía de deslizamiento que sostenía el rotulador imprimía un «efecto sinuoso en el registro». Una rata que,
por un circunstancia misteriosa, dejó comida sin consumir, «probablemente obtenía alimento de la caja vecina
o estaba enferma». Eran problemas que, por supuesto, había que resolver, pero no suscitaban ninguna duda en
lo tocante a mis resultados cuando las cosas funcionaban debidamente. A lo que parecía, yo había encontrado
un proceso de condicionamiento diferente del de Pavlov y mucho más parecido al aprendizaje tal como se
produce en la vida diaria.
Al poco tiempo escribía a Fred anunciándole que estaba en posesión de una nueva teoría del
condicionamiento. Él todavía no había examinado muy de cerca mis estudios y, en su primera carta desde
Colgate a principios de octubre, escribía:
«La única cosa que me ha sorprendido en tu grata e interesante carta ha sido lo que cuentas acerca de una
flamante teoría del aprendizaje. Aproximadamente dentro de una semana voy a trabajar en el reflejo
condicionado con mis setenta y tantos alumnos de [Psicología] Social y yo había llegado a la conclusión de que
podía exponerse toda la cuestión con el famoso principio y sin sanción de la superioridad, etc. También había
llegado a la conclusión de que la conducta del laberinto era la conducta del laberinto y nada más. Ahora
volveré a examinar toda la situación mientras espero recibir un borrador de tu teoría; así que apresúrate, no
quiero transformar "la cultura" y las "pautas de cultura" en reflejos condicionados, a menos que sea
deliberadamente.»
Yo repliqué:
«Sobre la nueva teoría del aprendizaje, no te preocupes. El principio del condicionamiento, para mí, sigue
siendo válido. Se trata simplemente de una interpretación de la curva de aprendizaje. Tiene, como mínimo, dos
puntos nuevos: (1) Da por sentado, aunque no necesariamente, que el acto del condicionamiento, dada una
respuesta invariable y un estímulo invariable, puede tener lugar completamente en una sola ocasión. Dicho en
otras palabras, la curva de aprendizaje no es una curva de condicionamiento. Esta cuestión es muy divertida,
porque deja boquiabiertos a los chicos más inteligentes. (2) Tiene en cuenta el hecho, machacado por Lashley,
los psicólogos de la Gestalt y otros, de que el estímulo presentado, pongamos por ejemplo, mediante una caja
de problemas varía considerablemente en dos ocasiones sucesivas. Una vez la rata lo ve con el ojo izquierdo,
otra con el derecho, etc. ¡Y todo esto, señoras y caballeros, sólo por diez centavos!»
Y en un extracto antiguo, donde daba cuenta de mi experimento, me atuve muy de cerca a la fórmula de
Pav- lov: «Los registros indican que un reflejo puede estar totalmente condicionado solamente después de una
ocasión en que los estímulos condicionados e incondicionados se presentan aproximadamente de manera
simultánea». Por supuesto que me refería a la palanca que «suscitaba» la respuesta y a la comida suministrada.
La primavera siguiente, al describir mi experimento en un coloquio, Boring me escribió para decirme que
consideraba mi informe «muy interesante y muy importante». Y proseguía en estos términos:
«Estoy terminando un librito que tiene medio capítulo que, a mi entender, presenta una teoría del
aprendizá^ sumamente parecida a la presentada por usted et^fffí^m?- les. Mi primer temor era que usted
pensase' de escucharlo a usted, yo me había idcy (áB¿9?iBy°ío3fiE89fe escrito, pero mi segunda idea fud^tíé frlfe?
aa toda la cuestión de raíz
cuaíitté rtfiífcfiP P'tíMféíaagrf jíQNféS la terminología está embtíSidíf dé'pgdSM <&esa€ I3fPp€iift& de
vista), porque forfauta,§&ki^á§^e®iafeRíla(5 6aBlÍy!ér- ma nervioso central, y porque llega a la llega porrfifif
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leyftW 3?.inoJ ^mM ,iwr>M nrra sb BisnBqrriOD na \ aisb -Brn 3b bebo Bf9tv snu na otnsrnKÍTfiqs nn no-
TBlmpÍB aup b8bd b I b Brnrxóiq Casita síMe-tS sb oiamírn bb Biab . v/( Jlal tiiticríiüiíraj-habíar ákl o
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Roth que había empezado a publicar el Ulises de Joyce sin autorización. Y ahora, después de tres años de
trabajar como psicólogo filisteo, volvía a leer novelas y poesía y de nuevo iba al teatro. Vi, entre otras obras,
una producción de Theatre Guild de Los hermanos Karamazov, con Edward G. Robinson en el papel de
Smerdiakov, y también El carro de las manzanas, de Bernard Shaw. Shaw acababa de publicar Aventuras de la
muchacha negra que buscaba a Dios, donde se burlaba de Pavlov. Es muy posible que hubiera leído el artículo
donde H. G. Wells planteaba una pregunta de tipo ético: Si en un muelle estuviera ahogándose Shaw a un lado
y Pavlov al otro y uno dispusiera tan sólo de un salvavidas, ¿a cuál de los dos se lo arrojaría? La decisión de
Wells de lanzárselo a Pavlov me confirmó en mi decisión de abandonar la literatura por la ciencia conductista.
El cine había comenzado a hablar; vi a Chaplin en Luces de la ciudad, con su utilización indecisa del sonido, y
A nous la liberté, de René Clair.
En otoño de 1931 vinieron a Cambridge Olivia Saun- ders y su compañera de Bryn Mawr, Mary Louise
White, que alquilaron un apartamento en una vieja casa de madera del número 52 de Brattle Street, próxima a
la casa donde se decía que había vivido el herrero de Longfellow. Via era la hija pequeña de Percy y Louise
Saunders, a la que yo había invitado al baile de final de estudios. Mary Lou era la hija de un importante
abogado de Philadelphia que había oído mentar a mi padre. Eran personajes de mi pasado y, al verlos, revivió
en mí el deseo de volver a la literatura.
Esto también reforzó mi interés por la música. Había vendido el viejo piano vertical Masón and Hamlin al
dejar la casa de la señora Thomas, pero lo encontraba a faltar, por lo que compré un mini-piano rojo de cinco
octavas para mi laboratorio de Boylston Hall. Como no parecía demasiado apropiado para el nuevo edificio de
Biología y tampoco podía tenerlo en Prescott Street, porque no tenía sitio para él, acabé también vendiéndolo.
Pero Via, y Mary Lou tenían un piano, que Via tocaba más o menos a mi mismo nivel. Fui a visitar el enorme
almacén de música de Theodore Schirmer en Boston y compré transcripciones a cuatro manos y nos pusimos a
atacar con brío algunas sinfonías de Haydn y Mozart. En casa de Fred, el tío de Via, escuché también cuartetos
de cuerda.
A través de Via y de Mary Lou conocí a James Agee, sénior en Harvard y editor de Advócate, la revista
estudiantil que venía publicando sus trabajos desde su primer curso en la universidad. Jim estaba enamorado de
las palabras. Cuando hablaba, utilizaba las manos para moldear las frases, como si hablar fuera un arte plástico.
La música también le gustaba y juntos pasamos muchas veladas con Via y Mary Lou en el apartamento de
éstas escuchando discos de Jim. La habitación tenía muy pocos muebles y solíamos tendernos en el suelo, a
oscuras, mientras escuchábamos música.
Pese a que Jim y yo solíamos hablar de literatura, rara vez hice mención de mi pasado literario, y seguí
guardando la carta de Robert Frost en mis archivos particulares. Teníamos gustos similares y a mí me gustaba
la obra de Jim. Un año o dos después, colocaría mi nombre entre los de aquéllos a los que dedicaba su primer
libro, Permit Me Voyage (Permitidme viajar) (entre Einstein y Walker Evans, cuyas fotografías aparecieron
más tarde en Let Us Now Praise Famous Men [Elogiemos a los hombres famosos], de Jim).
Jim también cantaba y aquel año la Boston Symphony dio la Misa en B Menor de Bach, con los coros de
Harvard y Radcliffe. Louise Saunders vino a Boston con motivo de esta ocasión. Jim debió llevarnos a un
ensayo, porque recuerdo a Koussevitzky acercándose a Matzenauer y dándole unas palmadas en la cabeza al
terminar un aria, cosa que no habría hecho de tratarse de una audición. Con todo, escuchamos también la
audición del domingo por la tarde y después Jim, Via, Louise, Mary Lou y yo cenamos en un restaurante chino,
situado a media manzana de distancia del Symphony Hall.
En casa de Via y de Mary Lou conocí también a I. A. Richards, con quien discutí largo y tendido sobre
lengua y literatura. Él era autor de una especie de ciencia de la crítica literaria, no totalmente conductista. Yo
había leído la recensión que había hecho Russell de The Meaning of Meaning (El significado del significado),
escrito por Ivor juntamente con C. K. Ogden, del que ahora adquirí un ejemplar. Hablamos también sobre la
nueva lengua internacional de Ogden, el Inglés Básico, e Ivor me pasó uno o dos de los libritos escritos en
Básico que se publicaban en aquel momento. También me dio un volumen de Psyche, periódico editado por
Ogden, que contenía una revisión de Igor del Meaning and change of Meaning (Significado y cambio del
significado), de Stern.
Antes de publicar mi experimento sobre el condicionamiento, renuncié a mi intento de servirme de la
fórmula de Pavlov. Yo hacía una distinción entre dos tipos de reflejo condicionado. En el Tipo I, como en el
experimento de Pavlov, se forma un nuevo reflejo. El perro, por ejemplo, segrega saliva como respuesta a un
sonido. En el Tipo II, al igual que en mi experimento, dos reflejos «se encadenan... y... permanecen
relacionados» (se presiona la palanca y se consume la ración). Pero yo me movía con cautela. Decía que, en
ambos tipos, lo importante estriba simplemente en el reforzamiento de «una relación cuantitativa de un
estímulo y una respuesta».
Pavlov estaba luchando con el mismo problema precisamente en la misma época. En noviembre de 1931,
dos filósofos polacos, Konorski y Miller, se habían trasladado a Leningrado para convencerlo de que debía
cambiar su teoría. Habían hecho algunos experimentos en los que un perro hambriento flexionaba la pata «para
conseguir comida», si bien habían dado previamente los pasos necesarios para suscitar la respuesta apropiada:
propinar un golpe a la pata del perro o doblarle manualmente la pata. Pavlov discutió la cuestión en su
seminario de los miércoles el 20 de abril de 1932: «Es preciso incorporar algo más a la doctrina de la actividad
nerviosa superior, algo que la identifique con los fenómenos de la vida mental... J. M. Konorski y S. Miller han
ampliado el uso de los reflejos motores condicionados, convirtiéndolos en estímulos condicionados en relación
con sustancias agradables o nocivas, de acuerdo con los diferentes esquemas del procedimiento experimental.»
Yo no estaba al corriente de lo que estaba haciéndose en Leningrado, aunque no me hubiera impresionado
demasiado esta manera de explicar las cosas.
En diciembre, Boring hizo un discurso en la reunión anual de la Asociación Americana para el Progreso de
la Ciencia. Se centró en el tema del contraataque al conduc- tismo y afirmó que «la psicología necesita
conservar, para servirse de ellas, tanto la conciencia como el sistema nervioso, puesto que debe contar con
ambas para sobrevivir». Y en esto se centraba en el ataque de Fred y mío contra la conciencia y en el hecho de
que yo descartara el sistema nervioso en la definición del reflejo.
Hasta aquí, pues, en cuanto a los viejos puntos de vista de Boring. Sus cuatro cursos sistemáticos en
realidad se habían centrado en Titchener, y Titchener, como decía ahora Boring, «dejaba el sistema nervioso y
el estímulo, en un acto de crueldad, entre las sombras de la fisiología». El conductismo era una reacción «muy
natural», pero iba demasiado lejos. «En teoría, es posible responder en relación con los animales, mediante
pruebas de discriminación o por observación de los reflejos condicionados [tal como habíamos insistido
infatigablemente Fred y yo] cualquiera de las preguntas sobre las facultades sensoriales o perceptivas
contestadas para los seres humano mediante el uso del método introspectivo», pero el procedimiento «es
terriblemente laborioso y tampoco se obtienen ninguna precisión ulterior como pago de los trabajos que
ulteriormente hay que tomarse».
Al publicarse el discurso en Science, en enero de 1932, bajo el título de «La fisiología de la conciencia»,
escribí a Fred: «¿Has visto el artículo de Boring en Science? Es eecandaloso. Probablemente se trata de la
confusión más sorprendente que nunca haya podido producirse en relación con el conductismo, incluso por
parte del propio Boring. "Sin la conciencia, no le queda al conductismo otra cosa que el sistema nervioso", Y
cosas como ésta. ¡Bien, ése es su estilo de estúpido hijo de perra!» (Fred también tenía sus opiniones violentas
en relación con algunos de nuestros contemporáneos, que no se veían en nada suavizadas por su pesado bagaje
como enseñante. En una de sus cartas había una postdata que rezaba así: «El caballero Dunlap es un maldito
imbécil: Woodworth no es más que un asno: Boring está ciego para muchas cosas, pero es un valor para la
ciencia como historiador; Pills- bury es de la misma calaña que Woodworth; tú y yo tenemos los datos que
cuentan, pero nuestro viejo amigo J. G. B-C es mejor organizador que tú y que yo. Y a propósito, sigo
pensando que Crozier es una especie de sabelotodo.»)
Boring desarrolló el tema de su discurso en un libro titulado The Physical dimensions of Consciousness
(Las dimensiones físicas de la conciencia), que yo estuve utilizando durante años como instrumento de propio
gobierno. Cada vez que sentía decaer mi interés por la labor que tenía entre manos o simplemente, cada vez
que me sentía cansado, unas páginas del libro de Boring me hacían el efecto de una docena de tazas de café.
Lo que más me sacaba de mis casillas era su negativa en cuanto a reconocer la posibilidad de una ciencia
de la conducta. Había escapado del mentalismo para ir a parar al sistema nervioso. Decía: «La introspección es
un método para observar ciertos hechos que se producen en el cerebro». La psicología era una ciencia más; los
psicólogos observaban «objetos mentales tales como sensaciones de la misma manera que otros observaban
moléculas». Había un punto en el que Freud y yo estábamos de acuerdo: el conductismo «debía su ismo a la
conciencia». Se había «conservado como psicología y como algo que no es fisiología... tratando
insistentemente de resolver los problemas que se habían originado como problemas introspectivos de la
psicología de la conciencia». Esto era un error. Watson y otros habían dedicado demasiado tiempo a dar una
explicación conductista de la vida mental. La cuestión a tratar era la conducta.
En enero de 1932 presenté un informe al National Research Council sobre mi primer medio año como
becario y en él expuse mis planes para los trabajos que pensaba realizar en lo tocante a este nuevo tipo de
condicionamiento. ¿Cuál iba a ser el efecto de un breve retraso entre presionar la palanca y dispensar una
ración de comida al animal? ¿Conseguiría el mismo resultado con una respuesta que constituía un aspecto
mucho más o mucho menos corriente en la conducta de la rata que el hecho de presionar una palanca? ¿Qué
ocurriría con el nivel de un impulso y la clase de alimento utilizado en el experimento?
(Pero a mí me interesaba «el hambre y el apetito global- mente como aspectos de la conducta».)
Pavlov había estudiado un proceso que, en cierto sentido, era el reverso del condicionamiento y que se
producía más lentamente. Él lo llamaba «extinción». En mis primeras notas yo lo llamaba a veces
«adaptación», porque se parecía a la lenta desaparición de la respuesta no incon- dicionada a un sonido. La
primera curva de extinción que obtuve fue un resultado del azar. En un experimento sobre saciedad una rata
presionaba la palanca cuando se encasquilló el distribuidor automático de comida. Yo no estaba presente en
aquel momento y, al volver, me encontré con una magnífica curva. La rata había continuado presionando la
palanca, pese a no recibir ninguna ración de comida, al principio más rápida que de costumbre puesto que no
perdía tiempo comiendo, pero después, a medida que iba pasando el tiempo, cada vez más despacio. El registro
acumulativo tenía un aspecto ondulante, como consecuencia de una cierta oscilación entre las tasas altas y
bajas.
El cambio era más regular que la extinción de un reflejo salivar en el caso de Pavlov, cosa que a mí me
llenaba de excitación. Era un viernes por la tarde y en el laboratorio no había nadie con quien comentar el
hecho. Aquel final de semana crucé las calles con particular atención y procurando evitar cualquier riesgo
innecesario, no fuera a ser que aquel descubrimiento se perdiese con mi muerte.
En mi nuevo laboratorio recogí más curvas de extinción, todas más o menos con la misma forma
ondulante: las ratas al principio presionaban la palanca rápidamente y después iban aminorando el ritmo hasta
que dejaban de presionar. Resultaba que la extinción no era sino una inversión del condicionamiento; el reflejo
se había fortalecido cuando la respuesta iba seguida de alimento y se había debilitado cuando no se
suministraba comida. Aquí se presentaba otra diferencia entre mi resultado y el de Thorndike. ¿Qué hubiera
dicho Thorndike si el pestillo dejaba de abrir la puerta de la caja de problemas? ¿Eliminaría simplemente el
gato un error más y no haría nada o volverían los viejos errores y, en ese caso, por qué? A lo que parece,
Thorndike no se formuló nunca la pregunta ni intentó tampoco el experimento.
Tenía entonces cuatro procesos sometidos a una especie de control experimental: privación, saciedad,
condicionamiento y extinción. En cada caso la tasa de presionar la palanca variaba al variar yo algún aspecto
del ambiente. Sólo por la fuerza del reflejo no era posible decir qué había sucedido. En mi primer trabajo
escrito sobre condicionamiento, ya había señalado que «en lo tocante a la respuesta a la palanca, es imposible
distinguir entre una rata no hambrienta y condicionda y una rata hambrienta y no condicionada. En ambos
casos falta simplemente la respuesta. Además, entre estos dos extremos es imposible decir, basándose en una
sola observación, si hay que atribuir un determinado estado del reflejo (una fuerza observada) a un grado de
hambre o bien a un grado de condicionamiento». Sin embargo, si una ración de comida imprimía a una
respuesta toda su fuerza, «el grado de condicionamiento» no tenía ningún sentido. Era más pertinente «el grado
de extinción».
En una curva de extinción había algo más que una caída de la frecuencia de respuesta; había un número de
respuestas. El condicionamiento no se limitaba únicamente a aumentar la tasa, sino que almacenaba unas
respuestas que más tarde aparecerían sin necesidad de otro reforzamiento. Comencé a hablar de «resistencia a
la extinción» y, finalmente, de «reserva de reflejos» agotada en la extinción. Al principio me figuraba que la
reserva debía llegar a un nivel en que la rata «sabría» que, presionar la palanca, era un hecho que le reportaba
comida e intenté descubrirlo condicionando las respuestas varios días y extinguiéndolas después. Pero, cuando
volví a condicionarlas varios días y obtuve una segunda curva y después una tercera y después una cuarta, vi
que la extinción se producía cada vez con mayor rapidez. (Había de pasar algún tiempo antes de que pudiese
averiguar los motivos.)
Pasé, en cambio, a la resistencia a la extinción generada cuando una respuesta sola iba seguida de una
bolita de comida. Unas cuantas semanas atrás, hasta la misma posibilidad de medir el efecto de una ración de
comida me hubiera parecido remota, pero mi confianza era cada vez mayor. Primeramente puse a prueba un
nuevo sistema para adaptar la rata al aparato: me limitaba a dejarle comer su ración diaria varios días seguidos.
Durante una parte del tiempo la palanca estaba en su sitio y el animal podía presionarla, pero el hecho no iba
seguido de comida. Registré la tasa de las respuestas, es decir aquello que Fred llamaría más tarde «nivel
operante», y observé que podía presentarme problemas: «Si se ha dado ya la respuesta y el estímulo se ha
adaptado a ella, podría decirse casi que se ha producido la extinción antes de establecerse el condicionamiento.
Han sido demasiadas las veces que la rata ha presionado la palanca sin obtener alimento a cambio. Esto podría
contrarrestar el resultado de una sola respuestaalimento».
Si había extinción con anterioridad al condicionamiento, el experimento daba resultado a pesar de ello, puesto
que cuando yo dispensaba tres bolitas de comida después de una sola respuesta, seguía inmediatamente una
curva de extinción. Ésta presentaba aspecto ondulante y comprendía casi cincuenta respuestas. No sólo la rata
presionaba aprisa sino que se producía un almacenamiento de respuestas. Volví a realizar el experimento, esta
vez utilizando agua en lugar de comida. Cuando una rata sedienta se adaptaba a la caja y a los ruidos del
distribuidor de agua, una sola ración de agua dispensada después de una respuesta llevaba inmediatamente a un
curva de extinción.
(Cuando publiqué mis resultados sobre resistencia a la extinción hablé por vez primera de reforzar una
respuesta más que de condicionarla. Por supuesto que «reforzar» era un término de Pavlov —o mejor dicho de
su traductor— y suponía, además, una mejora. Allí donde el condicionamiento era, de hecho, un cambio
que se producía en la rata, el reforzamiento era la secuencia de hechos del ambiente que desencadenaban el
cambio. Aparte de esto, el reforzamiento acentuaba la consolidación.)
Proyecté un experimento para conseguir una medida mejor del efecto de un solo reforzamiento. En un
grupo de ratas reforzaría únicamente una respuesta antes de extinguirlas, en otro grupo reforzaría las tres
primeras respuestas; en otro más, las cinco primeras, y así sucesivamente. Pensaba que así podría «determinar
el efecto de 1 [reforzamiento] exactamente extrapolando a partir de 3, 5 y 7». Por fortuna no llegué a realizar el
experimento, puesto que en aquel entonces no hubiera hecho nada con los resultados. En una carta a Fred daba
cuenta de un procedimiento diferente:
«Estoy tratando de descubrir qué parte de extinción corresponde a una cantidad dada de condicionamiento,
y estoy haciendo lo siguiente. Las ratas se colocan en su sitio a las 9 de la mañana —no hay comida
en los comedores—, se extingue la respuesta a la palanca. Después, a las
9.15, pongo una bolita de comida en cada comedero. La rata la toma (el ruido al caer una bolita de comida
facilita una respuesta) y a continuación se extingue la parte l de recondicionamiento aportado por esta
respuesta "recompensada". A las 9,30 vuelve a hacerse lo mismo. Esto se repite día tras día. Muy pronto
comienza a aparecer una inhibición, que toma fragmentos de las curvas [de extinción]. Una clara interrupción,
seguida de una reconstitución... Ahora bien, cuando la curva total para ocho o diez días queda completamente
aplanada, es posible conseguir un número promedio de impulsos por intervalo de 15 segundos. Éstos se deben
al recondicionamiento de una sola bolita de comida.»
El experimento no obedece totalmente a consideraciones teóricas. Un viernes por la tarde me encontré con
pocas bolitas de comida a mano y mi intención no era pasarme parte del final de semana fabricando más. Si
reforzaba solamente una respuesta ocasional, las que tenía me bastarían para varios días.»
El sonido de la comida al caer en el tubo suponía una complicación inoportuna, que solucioné llenando de
bolitas de comida el distribuidor y desconectando el circuito de apertura. De esta manera podía reforzar una
sola respuesta sin estimular previamente a la rata, simplemente cerrando el circuito hasta obtener una
respuesta. Comencé una serie de experimentos con cuatro ratas en los que la presión de la palanca era
reforzada una vez cada tres, seis, nueve y doce minutos respectivamente. Informé de los resultados en una de
las reuniones de la Asociación Americana de Psicología, celebrada en septiembre de 1932 en la Universidad de
Cornell.
Me habían elegido miembro asociado hacía-'ífíSSl'cPá^fífl año, pero aquélla fue mi primera aparición, la
suerte reservada a todos los nov&t0s?f ^fo^ráfítafcW^Iá presentación de mi trabajo pS¡rar'eí'fitt6l r¡'ü<5lJ
úftimcnffiá>, cuando ya muchos de los ímiéjfofrrtifr>á?t&to&rí^mñn<S- B8 asi casas. Igual que
hablastfédíis'^efc do
rante los cursó®') ciM i gaticwiíM i tíB>'©i<&t'<>r{aj ^értíSB^iJ pPifaeÜí el discupsaj-en
ve2s4iasWi2qaetái©apa?edíá5yavto^éérfeaígfe ía Ffife^SiptíeíP 160
te al pronunciar una cualquiera y ya me permitía prescindir de las notas.
El extracto publicado decía en parte lo siguiente:
«El reflejo se ve alternativamente recondicionado y extinguido al dejar que la respuesta vaya seguida de la
distribución de comida únicamente a intervalos fijos. Las curvas separadas para la extinción se funden
entonces y el reflejo cobra una fuerza constante, que se mantiene sin modificaciones significativas durante
treinta horas experimentales. El valor de esta fuerza adquirida es una función del intervalo en que se
recondiciona el reflejo. A tasas más elevadas de evocación, es decir cuando los intervalos son más cortos, la
distribución de alimento acaba por inhibir el reflejo en una parte del intervalo siguiente, si bien se produce un
efecto compensador que deja sin variación el número total de respuestas por intervalo.»
Yo no lo sabía, pero Pavlov estaba experimentando con un género de recondicionamiento periódico al
mismo tiempo que yo y empleaba también el concepto de inhibición, al igual que el de excitación, para
explicar sus resultados, aun cuando eran muy diferentes de los míos. Uno de sus perros daba una respuesta
condicionada a un estímulo visual, «pese al hecho de ser reforzado únicamente cada cuatro veces que se
producía este hecho», si bien no sucedía lo mismo con todos los perros. El problema era que, «mientras se
repita tres veces la luz sin reforzamiento, se produce la extinción de la respuesta condicionada; no obstante, al
cuarto intento reforzado surge un conflicto: un choque violento entre la inhibición elaborada en el curso de las
pruebas de extinción y la excitación producida por el alimento». Los perros que no sabían resolver el problema
del reforzamiento intermitente carecían de «movilidad», término empleado por Pavlov para referirse a «la
facilidad con que el animal puede pasar de unos procesos excitatorios a otros inhibitorios y viceversa».
A veces yo llamaba a mi nuevo procedimiento «extinción repetitiva» y no «recondicionamiento
periódico». Hablaba también de «condicionamiento a un intervalo de tiempo», aunque no tenía la seguridad de
poder llamar estímulo a un intervalo de tiempo. En una nota escribí: «El tiempo es algo que interviene en todos
los estímulos, pero es preciso que en el tiempo actúe algo más».
A lo que parecía, obtenía en la extinción un cierto número de respuestas por cada respuesta que
condicionaba, pero esta «razón de la extinción» era en mucho inferior a aquel 50 : 1 observado al reforzar
únicamente una respuesta. Con todo, no estaba preocupado. Al recondicionamiento periódico seguía una curva
de extinción desusadamente grande que tal vez contuviera una acumulación de respuestas no utilizadas.
En aquel momento no estaba consciente de la importancia de estos resultados. Hasta entonces el estudio
del aprendizaje se había ocupado casi de manera exclusiva de la adquisición y el olvido, pero había tropezado
en mi camino con el mantenimiento en vigor de la conducta. Mis ratas adquirieron la respuesta de presionar la
palanca con una presteza casi embarazosa. A partir de aquel momento lo que yo buscaba era en qué
condiciones se mantenía en vigor.
Fred no estaba a gusto en su nuevo puesto. Escribía diciendo que añoraba Harvard: «... aunque cuando
estaba aquí no le daba importancia. Nuestro presidente (ex-pre- dicador bautista) es alérgico a los cigarrillos y
al ateísmo y lo mismo hay que decir de los demás capitostes de la facultad. A uno lo vigilan como un halcón,
no fuera a manifestar signos de radicalismo o ribetes de librepensador. Y en cuanto a tomar cerveza... pues...
tomar cerveza es tomar cerveza y todo cuanto lleva implícito una práctica tal. Yo, aunque están esperándome
en la capilla, todavía no la he pisado, y además fumo cuando me da la gana... y encima, sin sombra de
remordimiento. Y Connie lo mismo. ¡No sé qué será de nosotros!»
Yo también encontraba a faltar a Fred, pero de todos modos mis colegas de biología eran más interesantes
que los de Fred en Colgate. Crozier me llamaba todos los días a su despacho para mostrarme las nuevas
gráficas o ecuaciones, resultado del trabajo sobre geotropismo en las ratas que él y Gregory Pincups tenían
entre manos. Me pasaba separatas de Pavlov y de otros científicos, entre ellas una de Rachevsky, un físico,
sobre las similitudes entre la memoria y el proceso físico de la histéresis. Hizo circular algunos de mis trabajos
y otros de su departamento y yo recibí otros a cambio. Alfred Korzybsky me mandó copias a carbón de unas
páginas de un artículo sobre Ciencia y cordura. Al propio tiempo me mandaba un volante donde venía
anunciada la Biblioteca Internacional No-Aristotélica, que reunía más de sesenta volúmenes, de los cuales tan
sólo se publicó uno, obra del propio Korzybsky.
Crozier no intentó nunca atraerme a su campo, como tampoco pretendió nunca atribuirse nada de lo que yo
hacía. Cuando le presenté el manuscrito de mi primer trabajo como miembro de su departamento, al ver la nota
de agradecimiento, de tipo estándar, que figuraba al pie de la primera página («El autor quiere dar las gracias al
Profesor W. J. Crozier por su ayuda y consejo...»), cogió un lápiz azul y tachó la mención.
—Nosotros no cobramos tributo —me dijo.
Me hice amigo de un chino, un especialista en fisiología vegetal llamado Pei Sung Tang. Su padre era profesor
de la Universidad de Pekín. Al partir él para América, dos de los más grandes poetas chinos escribieron unos
poemas en rollos de seda azul en los que conmemoraban el acontecimiento. Jugábamos a ping-pong y solíamos
cenar juntos en un restaurante chino de Boston. Todavía no había nacido el tocadiscos automático, pero había
en el restaurante un piano mecánico y un violín, cuyas cuerdas a veces afinaba un camarero con mal oído,
activado por unos pequeños discos giratorios. Pei Sung pedía platos de cocina china auténtica y se aseguraba
de que estuvieran preparados como es debido. No siempre eran de mi gusto, sin embargo, puesto que yo
prefería encontrar disfrazado el sabor a pescado. Una vez le preparé en mi apartamento una cena americana de
tipo genuino.
Cuando nos conocimos más a fondo, me enteré de que estaba casado y que era padre de un niño
encantador. Su esposa, Violet, sabía guisar platos chinos y, gracias a ella, aprendí en qué lugares de Chinatown
de Boston podía comprarse cochino asado, queso de soja, ojos de dragón y otras exquisiteces del mismo tenor.
Súbitamente, quedó ciega y cuando, en 1933, Pei Sung regresó a la Wuhan University dejó a su mujer y al niño
bajo el cuidado de una mujer de más edad. Me pidió que de vez en cuando me ocupara de ellas y añadió:
—Sólo quería decirte una cosa: yo no creo en brujas, pero mi mujer sí.
Fui a ver a Violet y al pequeño una o dos veces y busqué inútilmente signos de brujería en la casa. Un día
encontré el apartamento desocupado y ya no hubo medio de volver a localizarlos.
Asistí a todos los coloquios de fisiología. Uno de ellos era una concienzuda evaluación de la existencia de
un rayo mitogenético, que el Webster's New International define como «un rayo ultravioleta que, según se
dice, es emitido por una célula fisiológicamente activa, que estimula la actividad mitótica de las células». El
conferenciante critió con una cierta aspereza aquellos experimentos, aun cuando tampoco estaba dispuesto a
descartarlos como totalmente inútiles. Aquel rayo mitogenético era la fuerza misteriosa que aparece de vez en
cuando en toda ciencia, aunque raras veces tan a menudo como en psicología. Un año o dos antes de que yo
llegara a Harvard, William McDougall, Boring y Hudson Hoagland participaron en un estudio de la famosa
médium de Boston, Marjorie.
Yo apenas sabía nada de las muchas cuestiones que se discutían en los coloquios, por lo que inicié otro
programa destinado a ponerme al corriente. Asistí a un curso de bioquímica que se adentraba en el trabajo de
Debye en torno a la estructura de las moléculas... incluso con excesivo detalle. También compré y leí,
asimilándolos totalmente, los dos volúmenes en que se dividía el texto de química física de Hugh Taylor. Me
gustó el concepto de sistema a la manera de Willard Gibb y no tardé en valorarlo al pensar en la conducta de
un organismo como un todo.
Seguía frecuentando la compañía de Hal, Pauline Davis y los hijos de ambos y de vez en cuando asistía a
una conferencia de las que se daban en el Departamento de Fisiología de la Facultad de Medicina. Una vez, en
otoño de 1931, escuché allí al gran fisiólogo del sistema nervioso Adrián. Fue presentado por el Profesor
Alexander For- bes, que había trabajado con él en Cambridge. Forbes dijo que siempre admiraría la gracia de
Adrián cuando admitía haberse equivocado, a lasque Adrián repuso que la susodicha gracia era resultado de la
enorme práctica que tenía en aquel aspecto. Era tal el ingenio que rebosaba todo aquello que hube de
preguntarme si no estaría preparado de antemano.
Mi madre seguía preocupada por su salud, lo que hizo que viniera a Boston para someterse a examen en la
Lahey Clinic. Se hospedó en un hotel cercano a la clínica y, como es lógico, pasamos juntos bastantes ratos.
Cierta vez, con mal reprimida sonrisa, me dijo que mi padre estaba celoso de las atenciones que ella me
dispensaba, cosa que se confirmó de manera inequívoca cuando regresó a Scranton. Mi madre comenzó a
contarle cómo había ido el viaje y, al pronunciar esta frase: «Frederic me ha colmado de atenciones», mi padre
la interrumpió y no quiso saber más.
Yo había afirmado en mi tesis que «todo movimiento de un organismo es respuesta a un estímulo», pero
no me encontraba solo en aquella creencia. En 1931, E. B. Holt, cuyo Freudian Wish (Deseo freudiano), yo
admiraba, publicaba Animal Drive and the Learning Process (Impulso animal y proceso de aprendizaje) y en él
insistía en que «en último análisis, todas las actividades de un organismo, incluso las realizaciones de tipo
mental superior, son reflejos». Sin embargo, yo comenzaba a abrigar ciertas dudas. No me parecía que la
estimulación, resultado de la palanca, suscitase el hecho de presionarla, de la misma manera que un golpe
suscitaba la flexión o un timbre la secreción de saliva. Los estímulos no tienen un inicio y un paro; no me era
posible desencadenarlos o eliminarlos; no podía verlos actuar. No tenía modo de saber si los mismos estímulos
actuaban en ocasiones diferentes. En la carta que había dirigido a Fred, donde le aclaraba mi nueva teoría, le
había especificado: «una respuesta invariable y un estímulo invariable», pero, ¿dónde encontrarlos?
Algunos experimentos funcionaban. Si mis ratas trabajaban en absoluta oscuridad, podía incorporar la
estimulación visual simplemente encendiendo la luz. Mi primer plan consistía en afirmar su importancia
reforzando la conducta cuando la luz estaba encendida y extinguiéndola a oscuras. Cuando estuviera a medio
camino de la extinción volvería a encender la luz. Afortunadamente, no hice el experimento porque, de haberlo
hecho, las ratas hubieran respondido más aprisa al encender la luz y, en aquella época, hubiera encontrado
ardua la explicación. En lugar de ello, me serví de la luz en un experimento más sencillo, sugerido como
consecuencia del «efecto facilitador» del ruido de una porción de comida al caer en el recipiente vacío del
distribuidor automático. Aquel ruido se parecía mucho más a los estímulos de Sherrington y Pavlov, puesto
que me era dado controlarlo; sabía cuándo actuaría.
Puse una luz pequeña en cada caja y la encendía al iniciar una nueva sesión de recondicionamiento
periódico. Reforzaba la primera respuesta y a continuación apagaba la luz. La rata seguía respondiendo a
oscuras, igual que había hecho anteriormente. Después de transcurridos cinco minutos, volvía a encender la
luz, reforzaba otra respuesta y la apagaba. Seguía de la misma manera durante toda la sesión, reforzando
periódicamente una respuesta con la luz encendida y dejando sin reforzar todas las demás respuestas habidas a
oscuras. (Mantuve esas contingencias simultáneamente con cuatro ratas, vigilando un reloj y haciendo
funcionar los interruptores cada vez que expiraban los intervalos.)
El resultado fue bastante claro. Las ratas dejaron gradualmente de presionar la palanca cuando estaban a
oscuras, como si yo hubiera dejado de reforzarlas totalmente, pero la presionaban al cabo de unos pocos
segundos, cuando se encendía la luz. Podía decirse que distinguían entre dos estímulos, iluminación y
oscuridad, respondiendo a uno pero no al otro. La luz pasaba a convertirse en estímulo discriminativo en lugar
de estímulo provocador de respuesta. Lo representé por S D, y SA para el estímulo presente cuando no era
reforzada una respuesta, utilizando la letra griega para representar la ausencia de la popie- dad representada
con la romana, tal como había hecho G. Udney Yale en su libro sobre estadística.
Informé también en Cornell de estos resultados; otra parte de mi resumen decía:
«Al establecer una discriminación, se incorpora a cada recondicionamiento un estímulo más, pero se omite
durante los períodos intermedios de extinción. Entonces la respuesta a la palanca-más-estímulo-extra queda
plenamente condicionada, en tanto que se extingue la respuesta dada únicamente a la palanca. La curva
obtenida experi- mentalmente en este cambio tiene las propiedades de la curva normal de extinción... Así pues,
los conceptos de condicionamiento y extinción dan una descripción adecuada de una discriminación de este
tipo.»
Dicho en otras palabras, no había encontrado un proceso de discriminación aislado.
Una año o dos más tarde publiqué un escrito para refrendar esta opinión, donde demostraba cómo podía
abolirse una discriminación. Cuando una rata respondía inmediatamente con la luz encendida, pero sólo
esporádicamente a oscuras, yo podía extinguir la respuesta dada cuando la luz estaba encendida (entonces
obtenía una curva regular de extinción, sumamente parecida a las curvas obtenidas cuando todas las respuestas
anteriores se habían reforzado) o bien podía suprimir la luz y volver al simple recondicionamiento periódico
(cuando la rata iba acelerando gradualmente hasta llegar a su antigua tasa periódica). Traté de aquellos nuevos
datos en otoño de 1933, cuando Hudson Hoagland, que había sido nombrado jefe del Departamento de
Biología de la Clark Uni- versity, me pidió que diera un coloquio. El título que le puse fue: «Otras propiedades
de la discriminación».
Tenía planeado otro experimento sobre discriminación, pero no pasó nunca del nivel de nota en la agenda:
«La generalización de Pavlov de una discriminación a otros reflejos podría probarse con 1/5
[recondicionamiento periódico cada cinco minutos] de la comida y bebida (días alternos), estableciendo
después una discriminación en una y viendo qué efecto tiene la "señal" en 1/5 de la tasa de la otra». Y añadía
significativamente: «Obsérvese el uso de 1/5 de la tasa para compensar la imposibilidad de utilizar las
dimensiones de una respuesta en reflejos del Tipo II». A Sherrington le bastaba con la amplitud de la flexión
que hacía la pierna del perro, como le bastaba a Pavlov la cantidad de saliva pero, si había que medir la presión
de una palanca, me serviría la tasa de respuesta.
Comencé a usar la actuación de la rata en el recondicionamiento periódico como línea de base que me
permitiría observar, por comparación, otros efectos. Había oído decir que las personas que trabajaban con
rayos X solían «estar nerviosas», por lo que decidí comprobar si unas fuertes cantidades de radiaciones X
alterarían la actuación de las ratas en el recondicionamiento periódico. Me procuré un tubo de rayos X de
fuerte intensidad, que instalé sin precaución ninguna en la habitación que tenía libre, la misma donde Pei Sung
y yo solíamos jugar a ping-pong. No tenía medio ninguno para medir con exactitud qué dosis dispensaba
diariamente a las ratas (y me dispensaba también a mí, situado furtivamente en un rincón de la habitación para
observar), pero es de presumir que fuera bastante grande. No encontré diferencia ninguna en los registros
obtenidos de mis ratas ni tampoco en su tasa de respuesta.
Mi punto de vista, según el cual la discriminación era simplemente un tipo de extinción, dejaba algo en el
aire. Por un lado, el proceso no parecía completo. Según yo anotaba en mi cuaderno: «Si no se da ninguna
señal, la respuesta acaba por surgir». (Esta palabra «acaba» era la apropiada, puesto que las respuestas que
quedaban sin explicación aparecían hacia el final de los intervalos que transcurrían a oscuras.) Yo sospechaba
de la existencia de un «efecto del intervalo de tiempo», pero era más probable que el hecho de reforzar durante
los períodos de luz reafirmase ligeramente la respuesta a oscuras, efecto que yo llamaba «inducción», tomando
en préstamo el término a Sherrington.
Tuve mejor prueba de la inducción (aunque en dirección contraria) en un experimento posterior con el que
buscaba la respuesta a una cuestión delicada: ¿se parecería la discriminación a la extinción si no se hubiesen
reforzado nunca las respuestas a oscuras? Adapté una rata al aparato y al distribuidor de comida manteniendo
encendida la luz y, al iniciarse una nueva sesión, reforcé una sola respuesta. A continuación apagué la luz. La
caja estaba ahora a oscuras por vez primera y, quizá por esta razón, la rata no respondió durante cinco minutos.
Al volver a encender la luz, volvió a responder. Nuevamente reforcé la respuesta y apagué la luz durante cinco
minutos. Seguí de la misma manera a lo largo de toda la sesión. Con la luz encendida, había respuesta y se
reforzaban; a oscuras, apenas había respuestas o no las había en absoluto. No se producía extinción, puesto que
no había nada que extinguir. La rata había aprendido la discriminación «sin cometer ningún error».
No sólo no se reforzaban respuestas a oscuros sino que era evidente que, no se producía inducción a partir
del reforzamiento cuando la luz estaba encendida. Sin embargo, era evidente que se producía inducción en la
otra dirección: la respuesta a la luz seguía siendo muy débil. En mis primeros experimentos las ratas
presionaban la palanca una vez transcurridos cuatro o cinco segundos a partir del momento en que se encendía
la luz; sin embargo, en este experimento el retraso promedio era de veinte segundos y, en el caso de una rata
concreta, llegó a cuarenta. Finalmente dos de las ocho ratas dejaron totalmente de responder.
Encender y apagar la luz eran, por supuesto, estímulos muy diferentes y, juzgados desde este ángulo, mis
experimentos no eran ortodoxos. La cuestión ortodoxa era saber si un organismo podía o no ver algo, por
ejemplo una luz muy tenue o la diferencia entre dos colores o dos esquemas. Yo no me interesaba en la
capacidad, sino en la función desempeñada por el estímulo. Estaba aclarándose el hecho de que la luz no
provocaba la respuesta del mismo modo que un golpecito dado en el tendón rotular provoca la flexión de la
pierna, como tampoco la palanca era simplemente una reunión de imágenes, olores y sensaciones táctiles con
este efecto. Por supuesto que la palanca estimulaba a la rata antes de dar y reforzar una respuesta, pero su
efecto estribaba en la probabilidad de que se produjese la susodicha presión de la palanca. Igual que en mi
tratamiento del impulso, estaba apartándome de la postura tradicional que consideraba el estímulo como un
aguijonazo. (Los psicólogos que colocaban el impulso en una «situación estimulante total» combinaban ambos
conceptos.) El orden temporal del estímulo y la respuesta parecían apuntar a una acción causal, pero no era la
acción de una fuerza.
Mi vida social se encontraba refrenada por una rutina en la que me había comprometido. Para mis ratas, y
a la larga también para mí, era conveniente que los experimentos se realizasen todos los días a la misma hora.
Los organismos inferiores no respetan el sábado, por lo que no era dado disfrutar de ningún fin de semana sin
perjuicio para mis experimentos. Pese a todo, al llegar la primavera, tomé un descanso y volví a Franconia.
Para celebrar mi retorno a la literatura, no leía otra cosa que novelas, entre ellas Oliver Twist y Richard
Feverel. Cuando ya me encontraba al final de mis vacaciones, recibí un telegrama de Cuthbert. Había pasado
un año en España junto con Janet. Me enviaba Du cheminement de la pensée, de Emile Meyerson,
encuadernado en la única tela resistente que le fue dado encontrar: un tejido hecho con crin de caballo,
utilizado por los sastres para dar cuerpo a las solapas. Estaban de vuelta y buscaban un lugar donde vivir.
Hubieran podido alojarse en la Cooper-Frost-Austin House, de la calle Linnaean, pero era demasiado grande.
¿No querría yo compartirla con ellos? Se decía que había sido construida en 1657 y, en realidad, en diciembre
de dicho año se había concedido el permiso para edificarla. Entre los detalles que la adornaban, según el cable
de Cuthbert, figuraba un «establo capaz para seis caballos». Mary Louise White añadió más detalles en una
carta: «Es la casa que estabas esperando. ¿Caballos dices? Tendrás sitio para un hipódromo y, además, un
bosque primitivo y además arbustos de lilas y además una casita para el perro que data de 1800 y además un
cartel en la puerta que invita a todas las Hijas de las Antigüedades a colarse en el interior».
Podría disfrutar de una sala de estar con una enorme chimenea, situada en el primer piso, y de un
dormitorio con una chimenea más pequeña y un pequeño cuarto de baño en el segundo, al que se accedía por
una escalera que debería compartir. Cuthbert se ocuparía de la caldera (aunque sería yo quien debería poner el
despertador para abrir el tiro a primera hora de la mañana). Podría usar la cocina si estaba libre, si bien yo
renunciaba ya a prepararme la cena y de hecho iba a usar poquísimo la cocina, que se encontraba al otro lado
del comedor, cuyo uso correspondía a los Daniel. Había mucho más espacio disponible que en Prescott Street y
tuve que pertrecharme con unas cuantas piezas más de mobiliario, que elegí entre el de segunda mano, sin
respeto ninguno por los visitantes, autorizados a ver la casa todos los jueves por la tarde. Una alfombra de
Kilim y un diván de bambú hubieran sido ciertamente una sorpresa para cualquier visitante que esperase
encontrar mobiliario primitivo americano, pero no hubo nadie que visitara la casa durante el tiempo que
permanecí en ella. Compré otro piano de segunda mano (en aquellos tiempos no era nada del otro jueves
adquirir un piano usado, porque los desvanes de todos los comercios de instrumentos musicales estaban
atiborrados de pianos por veinticinco o treinta dólares la pieza) y compré también media cuerda de leña (era
leña de castaño, procedente de los árboles que habían sucumbido a la plaga del segundo decenio del siglo,
ahora podrida y casi incombustible).
Una prueba de lo mal que desempeñaba mis funciones de amo de mi casa, junto con una muestra de las
expansiones que se tomaban mis relaciones personales, se hace patente en una carta que me escribió un nuevo
amigo cierto día que vino a visitarme; carta que yo encontré al regresar de unas vacaciones. (Los Daniel
estaban ausentes y en la parte de la casa que correspondía a éstos vivía el hermano de Janet, Robert
Goldwater.)
«Si buscas sobre la repisa de la chimenea de tu cuarto, junto a la botella azul situada a mano derecha y
entre los excrementos de ratones encontrarás una concha marina. Estaba en mi bolsillo y te la traje el viernes.
Como soy un perfecto imbécil, ni por asomo hubiera podido imaginar que no te encontraría. Así es que fui
a tu casa y hacía mucho sol y se estaba la mar de bien, pero todo aquello estaba muerto y el susto que me llevé
fue de muerte también. No me bebí tu vino ni leí tus cartas, pero lo miré todo, lo toqué todo, metí la nariz en
tus armarios y en la maleta de ropa sucia que tienes debajo de la cama [la caja de fibra que seguía viajando
entre Cambridge y Scranton], y nunca en la vida podré olvidar el corcho que flotaba dentro de la botella ni la
papelera sobre la mesa ni la caja de Oíd Golds sobre el taburete del piano, ni las duras bolas de alcanfor sobre
tu escritorio. Me corté las uñas con tus tijeras.
Me tumbé un buen rato en tus sábanas sucias y estuve pensando todo el tiempo: vendrá, al fin vendrá,
sabiendo más que bien que quien vendría sería Robert. Y finalmente me levanté de la cama y me fui a mi
casa.»
Los ratones eran uno de los problemas más insignificantes que tenía. Un gabán que una noche dejé
descuidadamente sobre el diván se quedó sin una parte del bolsillo antes de que amaneciera. Había dejado unos
cacahuetes en el bolsillo y un ratón se abrió paso hasta ellos por el camino equivocado. Los Daniel y sus
amigos estimaron que era el pago que me merecía por todo cuanto había hecho contra los ratones.
Al solicitar la renovación de la beca del National Research Council, especifiqué que quería trabajar
durante parte de la jornada en el Departamento de Fisiología de la Facultad de Medicina. Pensaba estudiar los
reflejos en animales parcialmente disecados, «al objeto de analizar más claramente mis observaciones en torno
al comportamiento de los organismos intactos». Lo haría con los Profesores Davis y Forbes.
Alexander Forbes, viejo bostoniano, vivía en Milton, en una gran finca familiar. Se había quedado sordo a
edad temprana y se servía de un aparato con el que solía jugar nerviosamente. Tenía el pelo gris, que llevaba
corto y peinado hacia adelante. Tal vez porque era frecuente que entendiese mal lo que le decía la gente —
con gran regocijo por parte de la gente—, era muy dado a contar
chistes, de los que tenía todo un arsenal, de tipo más bien escato- lógico, dentro de la tradición
médica. No llegaba nunca puntual a las citas. En el departamento circulaba la voz de que, de haber nacido un
cuarto de hora antes, hubiese llegado a la hora todo el resto de su vida.
Había trabajado en la Universidad de Cambridge al lado de algunos pioneros de la fisiología del sistema
nervioso: Keith Lucas, que murió en la guerra, y posteriormente Adrián. También él estudiaba la actividad
refleja y su laboratorio debía mucho a Sherrington. Fue allí donde vi por vez primera el miógrafo con cable de
torsión, aparato en que se conecta el músculo de la pata de un gato a una palanca, cuyo movimiento se registra
fotográficamente cuando se contrae el músculo. John Ful ton se había servido del miógrafo en aquellos
estudios de que da cuenta en su voluminosa obra Muscular Contraction and the Reflex Control of Movement y
algunos de entre nosotros experimentamos una cierta Schadenfreude a costa del artefacto. Cuando se contraía y
relajaba un músculo, en el momento en que se iniciaba la relajación surgía una marcada interrupción en el
registro. Fulton se había extendido generosamente en la misma; más tarde, sin embargo, se descubrió que era
resultado de la fricción en el cojinete del cable de torsión.
El Profesor Forbes me aconsejó que me hiciera cargo de un proyecto abandonado por un estudiante de
medicina que se había dedicado después a la consecución de la licenciatura. Tendría que desarrollar un bloque
espinal reversible. Sherrington había estudiado los reflejos cortando la médula espinal de un gato cerca del
cuello, para que los centros superiores del cerebro no impulsaran los miembros. Podría obtenerse el mismo
efecto enfriando un sector de la médula hasta que dejara de transmitir impulsos nerviosos. Entonces se
restablecería el funcionamiento normal simplemente elevando la temperatura. Era algo difícil de conseguir
sirviéndose de un animal intacto, pero podía lograrse utilizando una preparación descerebrada.
Con ayuda de otra investigadora becada, Elizabeth Lambert, me dispuse a aprender el uso de la guillotina
Sherrington. Anestesiamos profundamente a un gato y lo conectamos a una bomba de aire para establecer una
respiración artificial. Después, con una especie de guillotina que seccionaba el cráneo, cortamos la parte
delantera de la cabeza, por encima de la mandíbula. Seguíamos una curiosa práctica local y machacamos la
parte del cerebro que extrajimos, para que no «sufriera» cuando cesasen los efectos de la anestesia y de la
operación. (Cierto día que Lambert y yo nos encontrábamos trabajando con un gato, irrumpió en una visita
sorpresa un miembro de la Sociedad Bostoniana en pro de la Prevención de la Crueldad con los Animales.
Entró en el laboratorio acompañado del Profesor Cannon. Había terminado la descere- bración y teníamos al
gato cubierto con una toalla, debajo de una lámpara de calor, con la bomba de la respiración en
funcionamiento. El rabo del gato, que estaba al descubierto, colgaba fláccido por encima del borde de la mesa.
Mientras el visitante estaba observándolo todo, alguna causa irritativa desencadenó un «reflejo
pseudoafectivo» y el rabo comenzó a oscilar rápidamente. «Parece que le gusta», exclamó el visitante al
abandonar la sala en compañía del profesor Cannon.)
Con un trozo de tubería de cobre hice una envoltura que, colocada junto a la médula espinal, podía
enfriarse echando en su interior agua helada. La médula se ponía al descubierto cortando la espina dorsal ósea.
Había visto muchas veces esta operación en aquel año de triste recuerdo pasado en Scranton, época en que mi
amigo, el doctor Fulton, se empeñaba en despertar mi interés por la medicina. Un accidente corriente en las
minas de carbón era la fractura de columna, debido a que las mal sostenidas techumbres se derrumbaban sobre
los mineros y era frecuente que hubiese que poner al descubierto la médula espinal para reparar el daño. En
una carta a Percy Saunders le describía una de estas operaciones, no sin añadir a la descripción alguna que otra
morbosa reflexión:
«Me visto bata y gorro blancos, me sitúo junto a la mesa de operaciones y observo a mi amigo, el doctor,
mientras opera una fractura de espalda. Éter, un cuerpo que respira debajo de la tela blanca, una abertura
cuadrada que deja al descubierto un trozo de piel pintada con yodo. Un corte largo y lento, sangre que brota,
aparición de las vértebras en las que hurgan las pinzas, trozos de hueso igual que marfil que saltan, diez
centímetros de médula espinal ante nuestros ojos, como una cuerda deshilachada. Ahí tenemos unos gramos de
tejido, menos aún, completamente machacado, que equivale a decir una vida de parálisis total o, mejor aún, la
muerte. Mi amigo, el doctor, se detiene un momento para hacer un chiste. "¡Un curandero lo habría arreglado!"
Cose la carne. No hay esperanza.»
Tampoco la había para nuestro experimento. Eran demasiados los problemas que no podíamos resolver y
el Profesor Forbes, con mucho tacto, apuntó que nos cambiásemos a un proyecto diferente para así equilibrar el
año que yo pasaría allí.
Mientras estaba en la Facultad de Medicina no hubo nadie que se ocupara de mis ratas puesto que, cuidar
de una colonia en expansión, era una carga bastante pesada. Las instalaciones destinadas a estos animales
estaban en el último piso del edificio de Biología y yo tenía el laboratorio en una planta situada a dos pisos por
debajo del nivel del suelo, lo que suponía una gran distancia. Se me acurrió pensar que las ratas podían
ocuparse de sí mismas si les brindaba esta oportunidad. Compré unas cuantas latas del tamaño de una caja de
zapatos y recorté unas aberturas en los extremos, que pudieran utilizarse como puertas. Las monté como si
fueran apartamentos independientes, instalados a lo largo de un camino elevado y situé todo aquel complejo en
un recinto reducido y vallado, dentro del cual puse comida, agua y material propio para hacer un nido. Solté en
él unas dos docenas de ratas y aguardé a que se instalasen en sus viviendas particulares. Fue un completo
fracaso. En lugar de hacerse un nido para su uso particular, se amontonaron en dos o tres de aquellos
apartamentos y dejaron intacto el material para fabricarse un nido. Volví, pues, a las jaulas de alambre de uso
corriente, equipadas con botellas de agua y cestas de comida.
En mis experimentos precisaba de otros medios para cuidar de las ratas. Era práctica común, empleada
para mantener un determinado nivel de hambre, alimentar a una rata a base de una ración diaria después de
ocuparla en un experimento. Cuando la rata no estaba ocupada, se le daba la ración aproximadamente siempre
a la misma hora. Me era imposible seguir esta práctica si estaba en Facultad de Medicina, pero estimé que
podría resolver de otra manera aquel problema.
Parecía que mis ratas respondían más aprisa durante el recondicionamiento periódico cuando tenían más
hambre. Si utilizaba porciones de comida más grandes y las dejaba que consiguiesen todo el alimento
presionando una palanca cronométricamente y si hacía proporcional la cantidad de alimento que ingerían con
la rapidez según la cual presionaban la palanca, las mantendría en un estado de hambre casi constante. Así que
tuvieran más hambre, se pondrían a presionar más aprisa la palanca, obtendrían más alimento e irían teniendo
menos hambre; por otra parte, así que tuvieran menos hambre, se pondrían a responder más lentamente,
comerían menos y se sentirían menos hambrientas. Imaginé una máquina provista de un cuadrante que yo
pudiera fijar de modo que, en cualquier momento del día o de la noche, facilitara a una rata un determinado
estado de privación.
Para hacer corresponder la cantidad de alimento ingerido con la tasa de presión de la palanca, intenté un
nuevo programa de reforzamiento. Si el hecho de presionarla tenía como resultado una ración de comida cada
cinco minutos y si la rata presionaba a una tasa promedio de veinticinco veces en aquel lapso de tiempo, no
veía que supusiese una diferencia el hecho de reforzar simplemente cada veinticinco respuestas. La rata
seguiría recibiendo una bolita de comida cada cinco minutos. No obstante, si presionaba más aprisa la palanca,
obtendría las bolitas de comida más aprisa; si lo hacía más lentamente, las obtendría con menor frecuencia, lo
cual era precisamente lo que yo quería.
Puse a prueba el esquema con mi aparato habitual. Reforzaba una respuesta cada cinco minutos durante
unas cuantas horas y calculé las respuestas para cada reforzamiento. Después, comencé a reforzar así que la
rata llegaba al número previsto. En el curso de la primera sesión de una hora, una rata mantuvo una tasa
estable, ligeramente superior a la del día anterior, pero al día siguiente comenzó a acelerar hasta alcanzar una
tasa alta antes de una hora. Hubo más ratas que se comportaron igual.
Pero yo había pasado por alto un hecho importante. Si una rata respondía a un ritmo regular, como el tictac
de un reloj, en realidad no habría diferencia ninguna entre reforzar cada determinados minutos y reforzar cada
determinadas respuestas. Sin embargo, las respuestas tienden a reagruparse. Cuando el reloj es el que establece
un reforzamiento, como en el recondicionamiento periódico, es probable que la respuesta reforzada se
produzca después de una pausa y no entre respuestas agrupadas, ya que es más probable que el reloj cierre el
circuito durante una pausa. Sin embargo, cuando el que establece el reforzamiento es un contador, todas las
respuestas tienen la misma probabilidad de verse reforzadas y, como hay más respuestas en los grupos que en
los inicios de los grupos, los reforzamientos se producen más a menudo cuando la rata presiona rápidamente.
En el recondicionamiento periódico, los reforzamientos tienden a producirse cuando la tasa es relativamente
baja; en lo que más adelante llamaría programa de razón fija, los reforzamientos se dan cuando la tasa es
relativamente elevada. Un programa de razón fija produce unas respuestas rápidas.
El esquema que había ideado para el control de la privación no me daría resultado, por lo que volví a la
solución mecánica. Metía mis ratas experimentales en dos grandes jaulas donde pudieran roer galletas de perro,
que puse en unas cestas de alambre. Durante gran parte del tiempo, las cestas estaban cubiertas con una
tapadera, que era levantada por la acción de un motor aproximadamente una hora al día y cada día a la misma
hora.
Compartir el alquiler de la casa con los Daniel fue un placer para mí. Cuthbert había abandonado sus
planes en lo tocante a seguir una carrera musical y había vendido el órgano en el que interpretaba sin el menor
fallo varias fugas de Bach. Con todo, seguía interesado en la música y, juntos, exploramos las tiendas de las
calles Charles y Beacon, en Boston, en busca de instrumentos de teclas. Encontramos varios pianos de
principios del siglo xix, en perfectas condiciones y a precios muy razonables (y con razonables márgenes
también, como hubimos de descubrir cierta vez que un comerciante nos dejó solos en un gran almacén y
desciframos el precio de coste, expresado en letras, que anotaba en la etiqueta). Los pianos antiguos no tenían
un sonido muy agradable y no era posible encontrar clavicordios en el mercado. Así que resolvimos de otro
modo el problema. Yo conocía a un constructor de pianos de nombre Julios Wahl. Había trabajado para la
Chickering Company y, cuando esta compañía se marchó de Boston, Wahl abrió una tienda de reparaciones de
instrumentos musicales en Wellesley. Marian Stevens y yo solíamos ir a su casa, un pequeño chalet suizo junto
a un lago, para asistir a las kaffeeklatsches que organizaban los domingos por la tade. La señora Wahl servía
café y pasteles, Wahl tocaba la cítara y nosotros cantábamos interminables versos de «Schnitzelbank».
Wahl se había construido un clavicordio siguiendo el esquema de uno de Dolmetsch, constructor de
instrumentos inglés que había trabajo breve tiempo en la Chickering Company de Boston. No había podido
procurarse las cuerdas apropiadas y tuvo que utilizar cable de piano pero, aun así, el instrumento poseía un
sonido maravilloso y una gran flexibilidad al tacto. Le pedí cuánto me cobraría por uno y calculó que, si me
comprometía a adquirir un lote de diez, el precio sería de doscienctos cincuenta dólares. Encontré cinco o seis
amigos interesados pero, al final, no construyó más que dos, uno para Cuthbert y otro para mí, a trescientos
dólares cada uno.
Comenzó el trabajo en la primavera de 1933 y, al ver mi clavicordio en fase de construcción, escribí mi
nombre en el armazón, donde quedaría cubierto por la tabla de armonía (que debía incorporar un constructor de
violines llamado Hans Bubert). Cuthbert me dijo con aire de triunfo que él le había pedido a Wahl que firmara
con su nombre. El modelo de las teclas, puente y clavijas era de Dolmetsch, y la Dolmetsch Company
proporcionó igualmente los cables de latón. Wahl copió la caja del mío de un ejemplar del Museo de Bellas
Artes de Boston, fabricado en Dresde en 1759. Cuthbert escogió un diseño más sencillo.
Los Daniel tenían una especie de salón abierto. Acudían a cenar en él amigos interesantes, entre ellos John
Brooks Wheelwright y Sherry Mangan, poetas menores, y una novelista, Victoria Lincoln, que estaba
escribiendo una novela «á clef», February Hill, con una llave que encajaba tan perfectamente que, al
publicarse el libro, abandonó el estado. A menudo, después de cenar, me pedían que entrara y entonces solía
hablar de literatura con Sherry. Cuth- bert apoyaba mi postura, escasamente tradicional. Cierta vez Sherry, en
una crítica publicada en Poetry, escribía: «En cuanto a su importancia final, tal vez la crítica literaria más
fructífera hecha hasta ahora sea la de Frederick [sic] Skinner quien en los laboratorios de Harvard, sin pizca de
humor y desde un ángulo conductista, cría y condiciona sus ratas».
Los Daniel estaban extraordinariamente impresionados con Freud y compinches y, si alguna vez me he
tomado a Freud en serio, ha sido por su culpa. Siempre me sentí escéptico en este sentido, al igual que tantos
otros. Sherry me escribió cierta vez:
«Todavía se me encona la graduación y voy llenando el obús con que quiero defender las costas con puños
de puerta rotos y silogismos oxidados para hacerlo saltar por los aires... Pero tal vez me pondré en ridículo. En
cualquier caso, esto me forzará a recorrer toda la escuela del Libro de los sueños de Viena, para que no me
degraden por no cruzar mis guisantes ni puntear mis "culs"; y en esta cuestión te pediré consejo.»
Frecuentaban los Daniel algunos emigrados procedentes de Alemania, que despertaban en mí la conciencia
del escaso interés que me habían suscitado las cuestiones públicas. Los discursos de mi padre en favor del
Partido Republicano no habían hecho mella en mí y el curso liberal en materia de ciencia política que había
hecho en el Hamilton College, durante el cual nos suscribimos a la New Republic, no me había dejado una
huella permanente. Durante mis primeros años en Harvard no leí periódi- eos ni revistas y los únicos atisbos
que tuve de los asuntos públicos me los ofrecieron los documentales cinematográficos y uno o dos films rusos
que versaban sobre los placeres del trabajo y que había visto en el teatro de arte de Boston. No me
empadronaba ni iba a votar. Roosevelt ocupó su puesto casi sin que yo lo advirtiera.
Estando con los Daniel comencé a escuchar versiones de las cosas que estaban sucediendo en Alemania,
pero todas aquellas cuestiones no se me presentaban demasiado claras. Yo estaba contra Hitler, lo que me hacía
dar por sentado que estaba con Stalin. Un día que estaba llenando la pipa con tabaco Edgeworth, se me ocurrió
decir a Cuthbert que había leído en algunas parte que Stalin fumaba Edgeworth. Esperaba que le gustase verme
au courant de los asuntos internacionales, pero me dirigió una mirada glacial.
Sin embargo, había ciertos aspectos de la vida pública que no podían eludirse. De vez en cuando aparecía
en las calles un soldado de uniforme y una vez, en los documentales cinematográficos, vi a los veteranos
arrojar bolsas de agua desde las ventanas de un hotel durante su convención anual. Tampoco se podía estar al
margen de la política de Boston. El melifluo alcalde Curley era uno de los favoritos en los films documentales
y todo el mundo contaba anécdotas tanto relacionadas con él como con su automóvil. La Iglesia Católica
figuraba siempre en lugar visible. En los noticiarios había visto al cardenal O'Con- nell poniendo primeras
piedras de edificios, y a otras figuras de menor relieve impartiendo su bendición a la flota pesquera en
Gloucester. El cardenal aparecía con bastante regularidad en el edificio de la Cámara Legislativa, «en nombre
de la decencia», para respaldar proyectos de ley contrarios al control de natalidad y a la vivisección,
acompañado de Walter Cannon, de la Facultad de Medicina, de pie a su lado. Los periódicos de Boston
llevaban muchas noticias de tendencia católica y yo no los veía con tanta frecuencia como para no quedar
estupefacto ante un titular de deportes que leí en cierta ocasión y que decía: INMACULADA CONCEPCIÓN
DA UNA PALIZA A SANTA MARIA. Detestaba todas estas cosas, no sabía por qué. Cuando pasaba delante
de una iglesia, pensaba indefectiblemente cómo convertirla en laboratorio para experimentos conductistas.
Es difícil vivir en Nueva Inglaterra sin convertirse en nuevo inglés. Si leía un periódico, era el Boston
Evening Transcript, cuyos lectores, al decir de T. S. Eliot, «ondean al viento como un campo de trigo en
sazón». Todos los días pasaba ante la estatua de Ralph Waldo Emerson, en el primer piso del Emerson Hall, y
cuando unos amigos me llevaron a Concord, visité el estudio de Emerson, conservado por una sociedad
anticuaría. (En una habitación del piso superior había un bastidor de mimbre que se decía había servido de
cama a Thoreau.) Visité Alcott House y pasé por la de Hawthorne, lo que trajo a mi memoria aquel trabajo que
hice una vez sobre La letra escarlata, que me valió una calificación de HH de parte de Chubby Ristine, que era
la versión que se daba de la A en Hamilton.
Más adelante descubrí el estanque de Walden y empecé a ir a nadar en él, ya fuera con amigos que tenían
coche o en bicicleta. No nadábamos en el lugar donde más tarde se construiría una casa de baños, sino en la
caleta próxima al lugar donde se asentaba la cabaña de Thoreau. El fondo del estanque era cenagoso, lo que me
recordaba los paseos fluviales de Thoreau.
En diciembre de 1932 informé al National Research Council de haber confirmado mi descubrimiento
sobre que «el condicionamiento de un reflejo simple puede ser esencialmente completo con sólo una
evocación» y que también había descubierto una «mejor indicación de la dimensión del condicionamiento»: la
extinción que seguía al reforzamiento de una respuesta. Sin embargo, dije también que había dedicado la
mayor parte del tiempo al proceso de la discriminación y que había demostrado que era similar a la extinción.
También había estado estudiando la actividad espontánea y clasificando «una gran cantidad de material extraño
con vistas a una investigación más directa que haría posteriormente».
De hecho, mis experimentos habían dado resultado. Estaba obteniendo datos de una sola rata más
regulares y más reproducibles que los promedios de grandes grupos en laberintos y cajas de discriminación, y
había unos cuantos principios que, al parecer, cubrían un amplio campo. Ahora, a medio camino del segundo
año de aquella beca, comenzaba a mirar al futuro. Con un talante un tanto expansivo, empecé a trazar planes
para los segundos treinta años de mi vida:
«17 de noviembre de 1932.
PLAN DE CAMPAÑA PARA LOS AÑOS 30-60.
 Descripción experimental de la conducta. Continuar siguiendo las líneas actuales. Propiedades del
condicionamiento, extinción, impulsos, emociones, etc. No abandonar la fisiología del sistema nervioso
central. Publicar.
 Conductismo versus psicología. Defender siempre la metodología conductista. Definiciones
operacionales de todos los conceptos psicológicos. No publicar muchas cosas.
 Teorías del conocimiento (únicamente científicas). Definiciones de los conceptos en términos de
conducta. Una ciencia descriptiva de lo que ocurre cuando la gente piensa. Relacionar con la labor
experimental. Incluir una teoría del significado. Publicar al final.
 Teorías del conocimiento (no científicas). Crítica literaria. Teoría conductista de la creación. Publicar
muy tarde, en caso de publicar algo.
El orden que se sigue obedece a la importancia de cada cuestión, aunque los números 2 y 3 son
aproximadamente iguales en importancia. De todos modos, la mayor parte del tiempo debería dedicarse al
número 1.
Plan para los años sesenta (?)
(Imprevisible por el momento.)»
Los proyectos segundo y tercero arrancaban del enfoque que hacía Russell de la obra de Watson. El
conduc- tismo y la epistemología eran materias estrechamente relacionadas entre sí. El conductismo era una
teoría del conocimiento, y conocer y pensar eran formas de conducta. Yo había escrito «No publicar muchas
cosas» y «Publicar al final», pese a que tenía ya entre manos un trabajo que llevaba por títulos Sketch for an
Epistemology (Esbozo de una epistemología). Hay varias pruebas de lo que iba a ser aquella obra.
Era suscriptor fundador de dos nuevas revistas dedicadas al método científico: Erkenntnis, publicada en
Alemania y, un año o dos después, Philosophy of Science, publicada en América. La causalidad era un tema
que aparecía a menudo y yo lo tenía por claramente conductista. Escribí notas sobre observaciones que no se
diferenciaban de aquellas que el psicólogo belga Michotte publicaría más adelante en su libro sobre la
percepción de la causalidad. Yo describía, por ejemplo, qué sucedía cuando «se arrastra una brizna de paja por
la superficie de un líquido contenido en un recipiente poco profundo, sobre la cual flotan partículas de otras
materias»: «Se altera la capa superficial y las partículas se mueven en varias direcciones sin obedecer un plan
muy previsible. Sin embargo, si un objeto se mueve en dirección contraria a la esperada, su presencia es
detectada de inmediato y quizá se considere aquél un ser vivo. Es evidente que aprendemos muy fácilmente
cosas relacionadas con un movimiento complicado y quedamos sorprendidos ante un movimiento que se aparta
de la lógica.»
La vida como causa era algo que me intrigaba, porque estaba próxima a la Mente. En la Capilla Sixtina
había visto la «Creación de Adán», de Miguel Ángel, donde se ven los dedos de Adán y de Dios formar una
especie de distancia explosiva a través de la cual saltará la Vida y la Mente, mientras Adán se convierte en una
criatura viva, sensible, racional. En un coloquio sobre conductismo que di en Emerson Hall utilicé la fotografía
iluminada en colores que me había traído de Roma.
Fui testigo de una apelación a una causa psicológica cierta vez que compré unos cuantos fríjoles saltadores
para Dana Pratt en la tienda de objetos humorísticos Daddy and Jack, de Boston, y convertí algunos de ellos en
tortugas pegándolos a cuadros de papel, con las esquinas dobladas para abajo a modo de patas. Los coloqué
sobre un vidrio, por el que se movían cuando las alubias «saltaban». Cuando Dana vio que una iba tras otra al
alejarse ésta, dijo que la segunda tortuga estaba «asustada».
En mi Esbozo yo proyectaba una «descripción de la actividad de la ciencia completamente de acuerdo con
la conducta de los científicos... Examinar algunas de las afirmaciones de Whitehead con respecto a lo hecho
por la ciencia y llegar hasta ellas no según la conducta de la Ciencia sino de los científicos».
Yo había propuesto en mi tesis una definición opera- cional de un reflejo recurriendo a Bridgman, Mach y
Poin- caré. Era el Mach de The Science of Mechanics (La ciencia de la mecánica), no el de The analysis of
sensations (El análisis de las sesaciones), el Mach que había influido en Einstein al afirmar, como señala el
biógrafo de Eins- tein, Ronald W. Clark, «que habría que escribir de nuevo las leyes de Newton para darlas en
términos más comprensibles, por ejemplo sustituyendo en la ley de la inercia "relación con las estrellas fijas"
por "relación con el espacio absoluto"». Yo hablaba de algo menos global o universal, pero algo que seguía
siendo importante: sustituir afirmaciones sobre la conducta por afirmaciones sobre procesos mentales.
Había ya abordado aquel campo, aunque someramente, en el curso de aquella escaramuza de Franconia
con Emile Meyerson; otro libro que estaba leyendo con este mismo espíritu era el de C. I. Lewis, Mind and the
World Order (La mente y el orden del mundo), Marjory Pratt había dicho que Lewis, a quien yo veía de vez en
cuando en Emerson Hall, había cosechado un gran éxito con el libro, cosa que yo puse en entredicho, y más
especialmente cuando, al adquirir un ejemplar del mismo, vi que Lewis daba las gracias por la ayuda prestada a
su «amigo y colega, el profesor E. G. Boring». Me propuse escribir «un comentario al margen, ya fuera
estableciendo una postura en términos conductistas, ya haciendo una glosa sobre la importancia de la teoría
conductista». Me cansé a los seis capítulos, si bien la transcripción de las notas marginales que hice ocupa doce
páginas. A continuación doy unas cuantas muestras:
«¿Qué hace el organismo cuando decimos que pensamos?
El equivalente conductista de "dato sensorial" es estimulación sensorial, [pero esto] no tiene nada que ver
con un dato inmediato y no capitula en modo alguno ante una mente dicotomizada.
El "instinto" y la "voluntad" son susceptibles de descripción simplemente como cambios en la respuesta a
un estímulo dado. No son cosas que provocan cambios.
La variación en la fuerza es lo que entendemos por "interés".
El lenguaje, en su sentido más amplio, es pensamiento. "Nos entendemos" significa únicamente que
usamos el lenguaje de la misma manera. Es todo lo verificable. No hay necesidad de dar por sentados unos
significados comunes (subjetivos).»
Del Esquerha han sobrevivido unas cincuenta páginas. Describía el conductismo metodológico:
«Es... posible ser un conductista y reconocer la existencia de hechos conscientes... Podemos establecer una
distinción entre un mundo público y un mundo privado, el primero comunicable y en el cual todos los términos
se refieren, en último término, al acto de la comunicación entre personas (es decir, a la conducta) y el último
permanentemente vedado al tratamiento científico. Si la psicología ha de ser una ciencia (esto es, una ciencia
pública) ha de definir sus conceptos como si no se refirieran a un mundo privado...»
Con todo, yo prefería la postura del conductismo radical, donde se niega la existencia de entidades
subjetivas. Me proponía considerar los términos subjetivos «como construcciones verbales, como trampas de la
gramática en las que ha caído la raza humana en el desarrollo del lenguaje». No me preocupaba averiguar de
qué naturaleza era la materia que constituía la mente: «El argumento conductista no es el del materialista
ingenuo que afirma que "el pensamiento es una propiedad de la materia en movimiento", ni tampoco es la
afirmación de la identidad del pensamiento, o estados conscientes, con los estados materiales [cerebro]. (Cf.
Boring).» Tenía por erróneo hablar de conocimiento como una cosa que una mente poseía. «Pruébese el
método operacional de conocimiento. ¿Qué sabe hacer peculiarmente bien la mente humana?»
«Por razones históricas, la psicología tradicional se ha establecido en un sector bastante distante del campo
de la conducta... Al emprender, por ejemplo, el estudio de la conducta humana, una de las últimas cosas que
haríamos es estudiar aquellas sutiles distinciones que engloban los campos de la "visión" y la "audición"... Es
fácil entender la falta de simpatía que abrigan por el conductismo los especialistas en órganos terminales...
Pero, en cualquier caso, el estudio de los órganos terminales ha pasado a los fisiólogos... Para el conductista
practicante, cuyos intereses vienen determinados por el desarrollo lógico de su ciencia, las cuestiones típicas de
la psicología experimental no presentan una importancia acuciante.»
Me proponía ocuparme no sólo de cómo trabajan los científicos sino del porqué: «Una teoría del
conocimiento debería comprender también una teoría de la motivación, a fin de aportar una descripción
completa de los fenómenos. No ya sólo, ¿cómo piensan los científicos?, sino también, ¿en qué circunstancias
lo hacen?... ¿Tenemos realmente alguna convicción de la regularidad y orden de la naturaleza? (como dice
Meyerson). ¿Cuál es la definición operacional de convicción?»
Podría resolverse el viejo problema de poseer un conocimiento del conocimiento: «No se puede hablar de
hablar sin hablar, pero puede decirse algo sobre hablar que se refiera inclusivamente a su acto presente. Por
supuesto que no se cuestiona en última instancia si lo que se dice es cierto.»
La ciencia de la conducta aportaba un nuevo conjunto de conceptos para tratar cuestiones psicológicas. No
se trataba únicametne de «un nuevo vocabulario para cosas viejas. El astrólogo podría hacer una tal acusación
al astrónomo y el alquimista al químico. Se trataba de un vocabulario que daba mejor resultado. Establecía
orden y no desorden, simplicidad en vez de amontonar confusión (véase Ptolomeo)». Hice una lista de unos
cuantos términos para los que podrían encontrarse alternativas: «querer, buscar, desear, decidir, razonar,
frustración, ansiedad y libertad de acción».
En sus prácticas de laboratorio, así como en sus trabajos menos experimentales, el psicólogo experimental
usa ampliamente la conducta verbal:
«...ya se trate de las aseveraciones verbales emitidas por lo que se ha dado en llamar técnicamente el
"observador" o de la conducta no verbal manifestada en respuesta a situaciones que comprenden palabras, es
decir las "instrucciones" dadas por el experimentador. Nos sentimos naturalmente interesados en lo que se hace
con el uso del lenguaje en el tratamiento de esos datos. El psicólogo... no se limita simplemente a las palabras
como conducta, sino que se ocupa ampliamente de sus referentes, particularmente de los llamados referentes
subjetivos, como son sensaciones, significados, pugnas, emociones, etcétera. Va más allá de sus observaciones
inmediatas, abarcando en sus resultados experimentales los significados que para él tienen esas palabras y así
es cómo llega a lo que él considera la cuestión real de su ciencia.
No hay duda que el conductismo atravesó una fase en que se preferían las lecturas del quimógrafo a las
informaciones verbales, no por su mayor claridad y concreción habituales, sino porque eran "objetivas" y
"científicas". Sin embargo, como hemos visto ya, no hay ningún motivo por el que un conductista eluda lo que
normalmente se llama introspección, salvo cuando se escuda en la fiabilidad.»
Mi Esbozo apareció en su forma real cuando, en julio de 1933, escribí desde Monhegan a Fred: «Estoy
trabajando en un libro (cuya publicación no es segura) sobre el conductismo. Una reafirmación de la cuestión
básica... A mi manera de ver, se trata de una cuestión muy polémica. Trabajo en ella durante largos períodos de
tiempo, sin fatiga evidente. Me temo que se trata de una cuestión que sacaría a todo el mundo de sus casillas en
caso de publicarse.» No me cabía la menor duda en relación con su importancia y consideré la posibilidad de
hacerme con unos archivos a prueba de incendios, para guardar mis notas, cuando regresase a Cambridge.
Cuando renunciamos a los esfuerzos para bloquear reversiblemente la médula espinal, Elizabeth Lambert
y yo optamos por un experimento sobre la cronaxia de subordinación. El fisiólogo francés Lapicque había
presentado la teoría de que los impulsos nerviosos se abren camino en el sistema nervioso central, no ya tanto
siguiendo unas vías, sino buscando el emparejamiento de «cro- naxias». Apuntaba que los centros superiores
del cerebro cambiaban las cronaxias de los nervios que parten de la médula espinal y que era esto lo que
explicaba algunas de las propiedades de los reflejos espinales. (Para probar esa teoría Forbes quería un bloque
espinal reversible). Pero Lambert y yo, trabajando con ranas y gatos decere- brados, encontramos escasa
variación, o ninguna variación, cuando se separaba de los centros superiores un nervio de la pata. Nunca acabé
de entender qué nos llevábamos entre manos y el trabajo resultante fue escrito pri- mordialmente por Lambert
y Forbes.
Si algo saqué de la experiencia habida en la Facultad de Medicina, no fue fruto del trabajo realizado con
tanta inexperiencia, sino del contacto con el tipo de fisiología que, se decía, interesaba a mi campo. El Profesor
Forbes estaba tan próximo como a mí me era posible estar de la historia de la fisiología nerviosa y refleja, y un
hombre de menor talla en ese campo, Philip Bard, dio un coloquio sobre «el reflejo del paso», que me
confirmó en la decisión de evitar los «reflejos herborizadores». Hallowell Davis comenzó a trabajar en el
campo del oído poco tiempo después de que Wever y Bray hubieran descubierto que la frecuencia de un tono
emitido en la oreja de un gato podía captarse en los cambios eléctricos del nervio que iba al cerebro, y no tardó
mucho en pasar a considerar las «ondas cerebrales». Walter Cannon, el amable jefe del Departamento de
Fisiología, era famoso por su libro Bodily changes in Fear, Hunger, Pain and Rage (Cambios corporales en el
miedo, el hambre, el dolor y la ira), así como por una teoría de la emoción que difería de las teorías más
famosas de James y Lange. Vivía en Cambridge y yo pasaba por delante de su casa cada vez que iba a los
Laboratorios de Biología. En ella se había hospedado su amigo Pavlov, sobre quien Cannon contaba divertidas
anécdotas.
A mí me gustaba toda esta gente y estaba en condiciones de discutir los campos en que trabajaban con
conocimiento de causa por haber trabajado también en ellos, si bien no me habían aportado nada
particularmente útil en el análisis de la conducta. Por el contrario, había una limitación que estaba haciéndose
evidente. Desde los reflejos espinales a los cambios corporales provocados por el hambre y la emoción, los
fisiólogos hablaban de respuestas a estímulos; su medida era la magnitud de la respuesta. No estaban
interesados en las consecuencias de la conducta ni en el efecto que pudieran tener sobre la probabilidad de que
un organismo se comportase de una determinada manera en un determinado momento.
Al llegar la primavera acudí en busca de ayuda a un paraje muy distinto. Me leí el Treatise on Probability
(Tratado sobre la probabilidad), de John Maynard Keynes. Fue un sabroso ejercicio intelectual, aunque poco
tenía que ver con la probabilidad de que una rata apretase una palanca.
Al trazar el plan para una campaña que cubriría treinta años, hube de enfrentarme con un problema
inmediato. Necesitaba un empleo. Las concesiones de una beca del NRC para un tercer año se hacían «sólo en
casos muy excepcionales» y la Depresión estaba en su peor momento. Escribí a Hunter y me contestó: «Me
encantará hacer por usted todo cuanto esté en mi mano durante esta primavera pero, como bien sabe, este año
va a ser el peor en lo que respecta a situar gente en nuevos puestos de trabajo.» Me aconsejaba que escribiera a
Yerkes, en Yale, y que le preguntara acerca de «la posibilidad de trabajar en su Instituto a cambio de un salario
suficiente para subsistir y pedirle, en el caso de que allí no haya nada disponible, que lo recuerde por si
surgiera alguna plaza que no pudiera cubrir con la gente de que dispone. Puede decirle que soy yo quien le ha
indicado su nombre. Yo que usted, escribiría también a todos los psicólogos que conozca en el país sobre la
posibilidad de otras salidas. Los tiempos son difíciles y me figuro que estas cartas no serán mal interpretadas.»
También me sugería que me inscribiese en los organismos de colocación de profesores y «si quiere trabajar en
Hospitales de asistencia mental, le aconsejo que escriba a Carney Landis y también a David Shakow, éste es el
Worcester State Hospital. Es posible también que [Frederick] Wells tenga algún trabajo modesto en el
Psicopático de Boston que le evite morir de hambre.»
Carmichael, de la Universidad de Brown, escribió diciendo que «verdaderamente me siento muy
contrariado al ver qué escaso discernimiento tiene la Universidad de Harvard... me temo [sin embargo] que
deba contestarle que hemos ya cerrado los libros para el año próximo».
Tolman, de la Universidad de California, me escribió: «No sé qué daría por tener una plaza para usted,
pero de momento no habrán nuevos nombramientos, promociones, ni nada por el estilo. Aparte de que tenemos
unos siete doctores en filosofía, con el título flamante, antiguos y actuales, que también buscan trabajo y no lo
encuentran. No hay duda que la situación es espantosa y que corresponde a ustedes, los jóvenes intelectuales,
hacer la revolución económica. No le digo más... me acordaré de usted y rezaré.»
De repente, a principios de marzo, me llegó la noticia de que se estaba considerando la posibilidad de
concederme una beca particularmente cuantiosa. A. Lawrence Lowell, presidente de Harvard, y L. J.
Henderson, bioquímico, no estaban contentos con el programa del doctorado en filosofía de las universidades
americanas. Consideraban que contribuía en muy poco a promover un pensamiento original. Cuando
Whitehead vino a Harvard, se les unió en la discusión del problema. Whitehead había sido becario por el
Trinity Prize, de la Universidad de Cambridge, y no pasaría mucho tiempo antes de que los becarios del Trinity
Prize (y la Fundación Thiers de París, con la que tanto Henderson como Lowell estaban relacionados) apuntara
una solución. En 1926, Henderson y Whitehead, junto con John Livingston Lowes y Charles Curtis, miembro
de la junta rectora de la Universidad de Harvard, presentaron a Lowell un informe que comenzaba con la
mención de un hecho curioso: «La mitad de los agraciados con el Premio Nobel Británico, una quinta parte de
los miembros civiles de la Orden del Mérito y cuatro de los cinco profesores-investigadores Foulerton de la
Real Sociedad han sido becarios del Trinity College, de Cambridge. En la actualidad, todos los altos oficiales
de la Real Sociedad proceden de Trinity.»
Era evidente que aquello no obedecía al azar, pero, ¿cómo podía explicarse? Era indudable que la fama de
que gozaba Trinity atraía a los estudiantes más dotados y, como eran muchos los candidatos que competían por
las becas, existía un espíritu competitivo que, «por desgracia, estaba casi ausente en América». Con todo,
parece que lo importante era que los becarios se escogían entre los jóvenes (de cada siete había seis cuya edad
no superaba los veintisiete años). Por consiguiente, se elegían más por lo que prometían que por lo que habían
logrado y cuando se encontraban en la cima de sus facultades creadoras. Se les brindaba la oportunidad de
ejercitar aquellas facultades durante un período de seis años, libres de cuidados, en condiciones de vida
sumamente gratas, en compañía de otros estudiosos y con una ayuda total para investigar.
Se estableció un plan para una Sociedad de becarios de Harvard siguiendo el modelo de los becarios del
Trinity Prize. Lowell trató de encontrar ayuda, pero no hubo ninguna fundación que quisiera hacerse cargo de
la empresa. Intentó la maniobra de la donación combinada: si había una fundación que pusiera un millón, él
encontraría otro millón más (seguramente el dinero sería el suyo). Finalmente, cuando anunció que se retiraba
como presidente, Henderson y Whitehead le instaron a que la Sociedad de becarios fuera su última obra y fue
él quien aportó todo el dinero necesario, «pese a que ha sido casi cuanto tenía», como diría más tarde.
Henderson, Whitehead, Lowes y Charles Curtis serían «Sénior Fellows», con el decano de la Facultad de
Artes y Ciencias (Kenneth Murdock) y el presidente, ex officio. Cuando Conant fue nombrado presidente, se
convenció a Lowell para que fuera Sénior Fellow, ya que iba a ser el único vínculo que le quedaría con la
Universidad. Con el tiempo habría veinticuatro Júnior Fellows, pero durante aquel primer año sólo hubo seis.
Vivirían en el edificio de la Universidad —o fuera de él en caso de estar casados— y recibirían un
generoso estipendio y el apoyo necesario para sus investigaciones.
Hallowell Davis y Crozier, cada uno por su lado, me propusieron para una de estas becas para jóvenes y, el
i 8 de marzo recibía una carta del presidente Lowell: «Los Sénior Fellows, de la Sociedad de Becarios,
celebrarán una reunión el lunes, 20 de marzo, a las nueve de la noche, en mi casa, 17 Quincy Street, para
decidir posibles candidatos, por lo que le ruego se sirva acompañarnos.»
Su casa estaba en Harvard Yard. (Lowell se la había hecho construir a sus expensas después de abandonar la
antigua casa presidencial al otro lado de Quincy Street.) Me recibió una doncella en la puerta de la casa, que
me introdujo en el salón, lleno de pesados muebles de finales del período Victoriano, con pinturas encudradas
en gruesos marcos dorados y multitud de chucherías sobre las mesas. Me senté y esperé, escuchando voces a
distancia, procedentes de algún lugar donde seguramente se estaba haciendo la valoración de algún otro
candidato. Por fin entró Mr. Lowell, inclinándose cordialmente con aquella característica manera suya de
ladear el cuerpo, y me llevó a la sala contigua. Formando un amplio semicírculo frente a la chimenea estaban
sentados Henderson, Whitehead, John Livingston Lowes (cuya obra RoacL to Xanadu [Camino de Xanadu],
había provocado, años antes, tantas discusiones apasionadas en Bread Loaf, Vermont), Charles Curtis y
Kenneth Murdock. Era un jurado como para atemorizar a cualquiera, pero Henderson me reconoció como fiel
oyente de sus clases de historia de la ciencia, lo que hizo que la discusión se desarrollara en términos amistosos
y cordiales. Entramos a hablar de conductismo y Whitehead me estrechó a preguntas. Yo adopté una postura
monista; no podía decir de qué estaba hecho el mundo, pero estaba seguro de que estaba hecho de algo.
«Quiero que todos los huevos estén en una misma cesta», expliqué. Era una línea peligrosa. Henderson estaba
interesado en el método científico (había hecho un uso nuevo del monograma en su libro sobre la sangre) y
hablé con él sobre Mach, Poincaré y Bridgman.
Los nuevos beneficiarios no debían ser mayores de veinticuatro años. Pasados tres años serían nombrados
de nuevo, en caso de prolongarse la beca durante otro período. Si yo recibía el nombramiento, se estimaría que
cubría un segundo período, pero aun así, la edad límite sería de veintiocho años en el momento del
nombramiento. El día en que se sometió mi caso al comité era el día de mi cumpleaños: veintinueve años. No
obstante, tres semanas después recibía una nueva carta:
«La presente es para informarle que ha sido usted seleccionado por los Sénior Fellows como Júnior Prize
Fellow para los próximos tres años.
Congratulándome por la elección, quedo de usted.
suyo afectísimo, A. Lawrence Lowell.»
No sólo me había salvado del desastre sino que me encontraba en las manos lo que en aquellos tiempos era
la ayuda más generosa que podía recibir un investigador. Al poco tiempo recibía una carta del doctor Ronald
Ferry, director de la John Winthrop House: «La presente carta tiene por objeto consultarle sobre si le interesa
vivir en la Winthrop House, donde le hemos reservado una habitación y donde, por supuesto, podrá también
comer siguiendo las normas habituales en esos casos.» Escribí a Henderson, en su calidad de presidente de la
sociedad, preguntándole si podía mudarme a la Winthrop House el 1 de julio y me contestó autorizándome a
hacerlo. También le preguntaba si, durante aquel verano, podría gastar algún dinero en la adquisición de
equipo, para estar en condiciones de iniciar mi trabajo más pronto cuando llegase el otoño. Henderson consultó
con Lowell y se acordó que podía invertir doscientos dólares en este capítulo.
Aquella primavera decliné un honor menor al ser invitado a unirme a una sociedad que ostentaba una letra
griega en su nombre. En la invitación se decía que la sociedad «no tiene por norma escudarse en el secreto. Su
lema es un epítome de sus ideales y de sus fines: "Compañeros en la indagación entusiasta"». Es evidente que
la persona que la había escrito quería disociar aquella organización de las demás fraternidades universitarias
que tenían una letra griega en su nombre, pero aquellas referencias suyas al secreto y a los lemas renovaban en
mí desagradables recuerdos de los tiempos del Hamilton College, por lo que contesté diciendo que no «deseo
aceptar la elección en el momento presente». Por desgracia, se trataba de la prestigiosa y útil Sigma Xi Society,
asociación de hombres de ciencia. Cuando, quince años más tarde, volví a Harvard, todavía no habían olvidado
mi negativa.
Mis padres estaban rebosantes de satisfacción con mi elección para ocupar un puesto en la Sociedad de
Becarios, y me compraron un Ford descapotable. Era mi primer coche y supuso cambios sustanciales en mi
vida. Sospecho que mis padres acariciaban una idea concreta: yo había cumplido los veintinueve años y debía
casarme. El hecho de tener coche ampliaría mis posibilidades entre las candidatas elegibles.
Me comporté seguramente tal como ellos habían previsto: relacionándome con una universitaria de
Wellesley de nombre Martha Young. La había conocido en Monhe- gan, donde se encontraba visitando a la
hermana pequeña de Edie Reid. Me invitó a una fiesta que el presidente de Wellesley daba a los alumnos de su
curso. Llegué a su casa a primera hora y me la encontré preocupada por un problema: no tenían ningún
sombrero que casara con el vestido que pensaba ponerse para la fiesta. Fuimos a una tienda de Wellesley y me
indicó uno de los sombreros del escaparate. Le dije que podía hacerle uno igual. Compró un metro de una tela
blanca y rizada mientras yo compraba alambre y un tubo de cemento Duco. Salimos a las afueras de la ciudad
y le fabriqué el sombrero, que tuvo un gran éxito.
Hawthorne decía de Thoreau que hacía sentir culpables a sus amigos y, cuando tuve el coche, comprendí
qué quería decir. Ahora estaba en disposición de coger el coche e irme a Walden Pond para disfrutar de la vida
en el bosque, pero Thoreau había dicho que él iba andando desde el estanque hasta Cambridge antes de que su
vecino hubiera tenido tiempo de ganar el dinero para comprar un billete de tren. Quizás esto había dejado de
ser verdad, pero yo me sentía culpable. Compré un ejemplar de Walden para librar al coche de la maldición que
pesaba sobre él. Por lo general, yo soy rápido, y la rapidez, como decía Oscar Wilde, es el ladrón del tiempo.
Ahorré, pues, mucho tiempo que de otro modo hubiera robado leyendo al azar fragmentos del Walden.
Había en Harvard un tutor cuyo hermano aspiraba a ser pintor de retratos. Tenía la esperanza de hacer
algún día el de Whitehead, pero quería empezar por las estrellas de menor magnitud. Poco después de mi
elección como miembro de la Sociedad, mi amigo me insinuó que su hermano podría hacerme un retrato. El
precio era modesto y yo pensé que sería un regalo bien acogido por mis padres. Posé muchas horas y el retrato
acabó en un estadio bastante aceptable. El parecido era discutible, pero de todos modos lo envié a casa. Cuando
me escribieron mis padres, me comentaron que ponía en él cara de querer expulsar un hueso de cereza;
finalmente, un día lo hicieron pedazos y alegraron con él el fuego de la chimenea.
Via Saunders había regresado a Clinton (proyectaba casarse a no tardar con Jim Agee) y Mary Lou se
había mudado a una pensión distinguida de Boston, en Louis- burg Square, donde de vez en cuando nos
veíamos. Roose- velt había levantado la Prohibición y estábamos empezando a descubrir otras cosas que no
eran cerveza mala, tinto barato y ginebra de cuarto de baño. Una noche Mary Lou trajo una botella cuadrada y
oscura y me sirvió mi primera copa de Cointreau. Más tarde, cuando salíamos de mi casa para ir a alguna parte,
uno de los huéspedes —que algunos tenían por S. S. Van Diñe de incógnito— se topó con
nosotros en el vestíbulo y nos instó a que fuéramos a ver el film de Mae West, She Done Him Wrong.
Mary Lou y yo fuimos en coche a Clinton a pasar un final de semana con los Saunders. Esa vez no habría
cuartetos de cuerda, porque en la casa estaba Ivor Richards, nada amante de la música. Acababa de cumplir los
cuarenta años y se sentía bastante deprimido, pero estuvimos discutiendo ampliamente de conductismo. Pese a
estar de acuerdo conmigo, consideraba que no podía emplear términos conductistas con la gente para la cual
escribía. Yo le argumenté que era fatal servirse de otros términos.
El 1 de julio me trasladé a la F-35 Winthrop House. Disponía en ella de una gran sala de estar, con su
chimenea, un dormitorio combinado con un estudio y un cuarto de baño. Me llevé conmigo algunos de mis
muebles más cómodos y prácticos, además de una nueva radio cuya forma recordaba una ojiva gótica. El
clavicordio estaría terminado antes del final del otoño; era el instrumento ideal para un dormitorio, puesto que
no se oiría desde la habitación contigua.
Volví a Monhegan en coche, no en el barco nocturno de Bangor, siguiendo la antigua carretera 1 y
atravesando innumerables pueblecillos que festonean la dentada costa de Maine. En 1929 había descubierto en
Monhegan una pequeña hostería que llevaba el nombre de Trailing Yew y que estaba dirigida por Josephine
Davis, perteneciente a una familia isleña. Comer y dormir costaba entonces dos dólares cincuenta al día, la
comida era excelente y los huésperes vestían con gran comodidad. La isla todavía no estaba cubierta por abetos
y alisos y, desde el porche, se dominaba una vista magnífica, sobre todo por la noche.
No tardé en conocer a Marianne Chase. Su familia había sido de las primeras en ir a Monhegan —en
barco de vela— para pasar el verano. De niña había pasado los veranos en la isla y
conocía muy bien a los naturales isleños. Le gustaba nadar y, aunque el agua estaba terriblemente fría, yo
nadaba con ella y estimaba que también me gustaba. Marianne conocía todos los vericuetos de la isla, que
recorríamos pese a que muchos eran ya casi infranqueables. Sabía dónde encontrar la señal del Geo- detic
Survey, situada en el punto más alto, y desde qué lugar, exactamente en el momento en que el sol se ponía, se
divisaba el Monte Washington, situado a cien millas de distancia. Sabía dónde abundaban las fresas silvestres y
las frambuesas y en qué lugar, en la marea baja, se podía acceder a la laguna y llegar hasta aquella lengua de
tierra llamada Whitehead donde crecían bellísimas anémonas de mar. Joe Davis solía prepararnos comida para
llevárnosla y nos quedábamos el día entero en el otro extremo de la isla. Una vez, cerca de Burnthead,
desprendimos una gran piedra, la contemplamos caer rodando hasta el mar, que se extendía debajo de nosotros,
y la escuchamos retumbar mientras se despeñaba. Trailing Yew era famosa por la vegetación siempre verde
que la rodeaba; por las noches, tendidos en los parterres, estudiábamos el brillo de las estrellas.
Decidimos probar fortuna en la alfarería. Yo me llegué hasta Cambridge y compré setenta y cinco libras de
arci- lia de alfarero que trasladé a la isla, junto con la platina giratoria de un fonógrafo viejo. Detrás de la casita
donde vivía Marianne su padre tenía instalado un pequeño taller donde yo transformé la platina en rueda de
alfarero, disponiendo dos grandes piedras sobre un crucero a la manera de volante. Uno de los dos hacía girar
la rueda mientras el otro trabajaba la arcilla. Como no conocíamos la técnica, no llegamos a hacer nunca nada
que valiera la pena.
A principios de septiembre regresé a Cambridge, pero Marianne siguió en la isla, sola, cuando su familia
también se fue. De vuelta a la Winthrop House, todos los días, doce veces al día, iba a buscar la
correspondencia, pero las cartas no fueron muchas y apenas decían otra cosa que la vida en la isla era cada día
más rigurosa. Las paredes de la casa eran delgadas y no bastaban para calentarla la chimenea y la pequeña
estufa de queroseno. Habían cerrado el suministro de agua porque las tuberías que se tendía sobre la superficie
rocosa de la isla debían vaciarse por temor a que se helaran. El cubo de agua del pozo del vecino tenía una
costra de hielo que todas las mañanas era preciso romper. El viento soplaba cada día con más fuerza. «Stormy
weather» (Tiempo tempestuoso) era a la sazón una canción popular que comenzó a personificar para mí a
Marianne en más de un aspecto. Pensar en ella era doloroso; con todo, absorto en mi nueva vida, el dolor fue
mitigándose y acabé por olvidarme de ella. También dejé de escribir, igual que hizo ella, y así fue como
terminó aquella historia.
Al iniciarse el curso de otoño, yo no nadaba precisamente en la abundancia. Les escribía a mis padres:
«Todavía no me han pagado, pero espero que lo harán mañana. La mayor parte de la paga se irá en
desembolsos necesarios, por lo que voy a pasar otro mes en estado precario. Cincuenta dólares para el
clavicordio, veinticuatro dólares para el abono a los conciertos de la temporada, cinco o diez dólares para
remendar los estragos que han hecho las polillas en el traje que me compré el invierno pasado en Scranton. [En
aquella casa de Linnaeen Street, me habían atacado las polillas además de las ratas.] Tendré que adquirir
cortinas dentro de poco y comprar una o dos alfombras y hacer empapelar la casa. Si tenéis alguna alfombra
oriental pequeña (o grande) que no utilicéis, podríais mandármela.»
La vida en la Winthrop House era lujosa. En el comedor la comida era servida por doncellas y por una
maestra de ceremonias de trato encantador. El menú lo seleccionábamos en cartas impresas. La comida era
excelente y rica. En el Lampoon había un chiste en que se veía a un estudiante de Harvard conversando con un
amigo en una cafetería, que le escuchaba muy sorprendido: «¿Te figuras que me gusta estar tomando siempre
cordero?» Después de la cena solía tomar café con los tutores e instructores, sentados ante la chimenea en el
Salón de los Seniors. Tenía dinero para comprar instrumental y para libros. Y un coche. ¿Qué más podía pedir?
Pero tanta felicidad se truncó un día por culpa de un incidente provocado por el Boston American. La
fundación de la Sociedad de Becarios había despertado la atención del público, hecho que hizo que un día
viniera un periodista a entrevistar a los tres becarios que nos encontrábamos en Cambridge antes de iniciarse
aquel período. Nos vimos en el laboratorio; un fotógrafo me sacó una fotografía en el laboratorio y otra
mientras me disponía a ir a trabajar. Entrevistó a los demás en sus respectivos puestos de trabajo. Iba a la
búsqueda de originalidades y estuvo importunándonos e inquiriendo de nosotros sobre una absurda importancia
que pudiéramos sentir con motivo de la concesión de la beca. Nuestras fotografías aparecían distribuidas en la
página del periódico, debajo de un titular que rezaba: Tres miembros del círculo de supercerebros de Harvard,
de reciente creación, posan para la cámara. Una fotografía mía, sentado junto a un aparato, decía: Muchacho
de la región del carbón, calificado como supercerebro. Frederick Watkins estaba fotografiado sentado ante el
piano, interpretando «una alegre melodía después del nombramiento».
No podía haber nada más diametralmente opuesto al carácter de aquella Sociedad. Aquella noche la pasé
despierto, debatiéndome entre arrebatos de vergüenza. ¿Qué pensaría Henderson? ¿Y Lowell? Cierta vez había
visto a Lowell con el birrete y la toga, camino de casa después de la inauguración, indiferente a los fotógrafos
que intentaban fotografiarlo. En ningún momento se nos hizo ningún comentario sobre la indiscreción que
habíamos cometido, ni siquiera cuando, en la primavera siguiente, el periodista hurgó en sus notas y vendió
otro artículo al New York Times donde decía que Harvard había posado su mirada en nosotros y nos había
nombrado «becarios regulares». El Harvard Crimson reimprimió el artículo bajo el título de «Chicos
simpáticos».
A principios de septiembre recibí una nota de Henderson: «El 25 de septiembre, lunes, a las seis y media
de la tarde, se reunirá la Sociedad... Los salones de la Sociedad se encuentran en Eliot House, Entrada M. Se ha
acordado que no es preciso vestirse de etiqueta.»
La Eliot House había sido construida antes de que se fundara la Sociedad y en los planos, sin más
explicaciones, se habían proyectado dos salas cuya función ahora quedaba puesta de manifiesto. Nos reunimos
en nuestra primera cena de hermandad el lunes, 25 de septiembre de 1935. Envié a mis padres una
deslumbrante descripción de la misma:
«Creo que éste es el acontecimiento más importante de mi vida. Tenemos una Sala común, semejante a la
de un lujoso club y un comedor para nuestro uso exclusivo. Todo magníficamente decorado con bellos retratos,
etc. Los comensales éramos trece. Como indicación de los lugares donde debíamos sentarnos, había en la mesa
trece candelabros de plata, cada uno con el nombre correspondiente grabado. Cuando yo me vaya de la
Sociedad, me darán el mío. Henderson, presidente de la sociedad, estaba sentado a un extremo de la mesa, con
el Pres. Lowell a su derecha. El Pres. Conant (véase la revista American) estaba sentado al otro extremo y yo, a
su derecha. Murdock, decano de la Escuela de Graduados y la persona que todos considerábamos sería un día
el presidente de Harvard [era, o sería muy pronto, Decano de la Facultad de Artes y Ciencias, no de la Escuela
de Graduados], estaba sentado a mi derecha. La cena fue, sin duda alguna, la mejor de toda mi vida. Antes de
cenar hubo jerez y aperitivos, durante la cena cerveza holandesa de importación y, después, coñac y otros
licores. [La Prohibición no fue derogada hasta diciembre. Sospecho que el responsable de aquellos suministros
anticipados fue Charlie Curtis.]
Todos firmamos en los registros de la Sociedad. Yo firmé el primero entre los becarios jóvenes. Este
registro es un libro estupendamente encuadernado que sólo Dios sabe los nombres famosos que contendrá con
el paso del tiempo. Lowell copió en él una especie de credo para uso de los miembros de la sociedad.
La conversación fue de lo más interesante y estuvimos más de tres horas charlando. Un ambiente genial,
sumamente brillante. Los otros becarios jóvenes son agradables, pero todavía no nos conocemos a fondo. Estoy
llevando una especie de diario con las anécdotas que se cuentan en las reuniones y las principales
conversaciones. Todo es maravilloso y estoy verdaderamente impresionado.»
Aquel «diario» no tuvo más que una entrada, donde figuraban unos cuantos ejemplos de aquella
maravillosa conversación:
«El hecho de que fuéramos trece suscitó comentarios en torno a la superstición. Whitehead contó un caso
de una mujer que estuvo soñando en el número tres durante tres noches seguidas y que se hizo rica porque,
según ella contaba, había multiplicado 3 x 3 x 3 , o sea había obtenido el número 28, había jugado todo el
dinero que poseía en el número 28 y había ganado.
Lowell contó que un hombre (creo que su padre) había conocido a un granjero que decía que un número
impar de huevos daba mayor número de polluelos. "Por ejemplo —decía el granjero—, se obtienen
más gallinas con trece huevos que con doce." "¿Y con catorce? —le preguntó el padre de Lowell—.
¡Bueno! —repuso el granjero—, esto ya son más huevos..."
Hubo alguien que aconsejó que, de vez en cuando, deberíamos redactar un trabajo y leerlo a fin de dar a
conocer nuestros intereses profesionales y dar pie a discusiones. Henderson comentó que un francés le había
dicho que esta costumbre, tan corriente en Inglaterra y en América, sería intolerable en Francia. Whitehead
replicó que había una Sociedad Francesa, o un Dining Club, que estaba haciendo siempre diccionarios. Contó
que un amigo suyo le había insistido una vez para que visitara una sociedad de filósofos franceses y él estaba
seguro de que, cuando llegarían, estarían ocupados en la confección de un diccionario. Efectivamente, estaban
entregados a la labor de definir la palabra causación.
Mencioné a Richards hablando con Murdock, quien se mostró muy interesado en saber si estaba por estos
pagos y pasó la noticia a Lowes, al otro lado de la mesa. Lowes estaba en Cambridge el mismo año que
Richards estaba aquí y sólo se habían tratado unos momentos. Murdock insinuó a los concurrentes que
pidiésemos a Richards que cenara un día con nosotros. Fue aprobado por unanimidad pero, al volver a
considerar la cuestión, se estimó que nuestro primer invitado debía ser el director de la Eliot House. Aquello
probablemente eliminaría automáticamente a Richards, puesto que él se iba al cabo de dos semanas. [Garret]
Birkhoff, que había estado en Cambridge el año anterior, dijo que Richards era allí una de las figuras más
discutidas y más populares. [En la carta a mis padres, les había dicho: "Richards ha venido a Cambridge con su
esposa. Estuvieron en el laboratorio ayer por la mañana y sostuvieron una conversación tan agradable como
provechosa. Está sumamente interesado en mi libro sobre Epistemología y Conductismo que, dicho sea de
paso, va sobre ruedas. Me levanto todos los días a las seis y media de la mañana y trabajo una hora y media en
él, antes de tomar el desayuno."]
Conant habló principalmente sobre la necesidad de una educación clásica dentro del ámbito de la ciencia y
citó a [William] Arnold como ejemplo de mente deformada. Se extendió sobre un informe personal de Frie-
drich (?) en relación con las universidades alemanas, sumamente lastimoso. La tradición de las universidades
alemanas se encuentra, a lo que parece, abocada a un increíble y abrupto final, excesivamente definitivo para
que pueda recuperarse antes de muchos decenios. Esto me deprimió terriblemente, lo que me hacía observar,
temblando, aquella festiva y distinguida reunión donde se contaban aquellas anécdotas.»
Aquel credo que yo había mencionado anteriormente no era un credo sino una amonestación:
«Ha sido usted seleccionado como miembro de esta Sociedad por razón de sus condiciones personales, que
hacen esperar unos buenos frutos en el campo que haya usted elegido, así como por la promesa que usted
representa en cuanto a contribución importante al conocimiento y al pensamiento. Es una promesa que debe
cumplir en virtud de sus facultades intelectuales y morales.
Deberá practicar las virtudes propias de todo estudioso y evitar caer en las artimañas que también le son
propias. Será cortés con sus mayores, que exploraron el campo antes que usted para que pudiera partir del
punto en que ellos lo dejaron, y ayudará a sus sucesores a seguir avanzando gracias a los esfuerzos que usted
haya realizado. Su objetivo será el conocimiento y la sabiduría, no el brillo de la gloria. No aceptará los
méritos que correspondan a otro ni alimentará envidias contra aquel a quien más haya sonreído la fortuna.
Perseguirá no un objetivo próximo sino distante y no se satisfará en lo conseguido. Cuanto pueda lograr o
descubrir, deberá considerarlo un fragmento de una realidad más grande, que columbra también, desde su
respectivo enfoque, todo aquel que puede llamarse auténtico estudioso.
Al incorporarse a esta Sociedad de Becarios, deberá entregarse a la consecución de todos estos fines.»
En cierto aspecto no me gustaba Conant. Había oído ciertas habladurías sobre él. Una de ellas que, cuando
la Corporación de Harvard estaba considerando los candidatos a la presidencia, él había eliminado las
posibilidades del favorito de Mr. Lowell, Kenneth Murdock, y que aspiraba al puesto porque su labor sobre la
clorofila se encontraba en un punto muerto. En cualquier caso, su postura aquella noche tampoco me gustó.
Había pasado aquel verano en el extranjero preparándose para cubrir su primer año como presidente de
Harvard y visitando universidades inglesas, y parecía estar plenamente seguro de que sólo él sabía qué debía
ser una universidad. Cuando hablamos de Bill Arnold, uno de mis compañeros de Fisiología General, me
pareció igualmente seguro en cuanto a saber lo que debía ser un científico.
Hasta que murió, muchos años después, no supe lo mucho que me gustaba Henderson. Pese a ser más
famoso por sus trabajos en relación con la química de la sangre, había escrito un libro muy notable llamado
The fitness of the Environment (La idoneidad del ambiente), donde argumentaba que la vida, según nosotros la
conocemos, se encuentra altamente favorecida por el ambiente de la tierra. Uno de los ejemplos que
justificaban este aserto era el predominio del carbono en la atmósfera y la extraordinaria capacidad que poseía
el átomo de carbono para formar moléculas complejas. Otro ejemplo era el hecho de que el agua se contrajese
al enfriarse pero comenzase a dilatarse precisamente antes de helarse, puesto que esto significaba que los lagos
y los ríos se hielan de arriba abajo. De helarse de abajo arriba, en los climas fríos habrían sido difíciles, por no
decir imposibles, las formas primitivas de vida.
Henderson era a veces abrupto («Skinner —me dijo una vez—, es el comentario más
estúpido que me ha hecho usted en su vida»), pero las únicas cosas que lo sacaban de sus casillas eran las
relacionadas con el intelecto. Dejando aparte sus explosiones, era un hombre amable. Un día en que otro de los
becarios jóvenes, Willard Van Orman Quine, y yo nos negamos a guardar silencio ante sus maneras
autocráticas y lo atacamos, se hizo atrás inmediatamente. Era un francófilo empedernido. A mí me había dado
que pensar el rumor que le achacaba una amante francesa. En cierta ocasión, sin embargo, expresó lo absurdo
de algo que había hecho una persona diciendo: «Sería como esperar de un viejo que estuviese enamorado.»
Cuando, un año o dos después, un becario más joven, Henry Guerlac, me dijo que pensaba dimitir de la
Sociedad porque había dejado de interesarse en la bioquímica y quería dedicarse a la historia, lo acompañé a
ver a Henderson.
—No lo escogimos como bioquímico —le dijo él—, sino como hombre.
Henry siguió siendo becario y se convirtió en historiador.
Henderson no era hombre con quien uno pudiese hablar libremente. Pese a ello, cierta vez que Van Quine
y yo estábamos hablando con él, me atreví a llamar su atención sobre un posible trastocamiento fonético en la
traducción de Dostoyevsky hecha por Constance Garnett cuando habla de «farsa inculta». Henderson se rió de
muy buena gana, pero lo que a mí me satisfizo fue que Van me dijera después que había dado un paso adelante
en favor de unas mejores relaciones entre los becarios jóvenes y los seniors.
Henderson se parecía a Eduardo VII y, durante un tiempo, en los salones de la Sociedad, hubo un retrato
de Eduardo, donativo de alguna persona. Estaba muy en su sitio, puesto que Henderson poseía un curioso
sentido del humor por lo que respectaba a sí mismo. Incluso en los momentos de mayor ceremonia (salvo
cuando estaba dominado por la indignación), parecía siempre consciente de estar leyendo algo sumamente
divertido. A veces daba la impresión de alardear de sus propios errores. En cierta ocasión me mostró uno de
sus primeros trabajos, creo recordar que en alemán, donde describía un estado de la sangre que al cabo de poco
tiempo se llamaría acidosis. Decía en él que era improbable que se correspondiese con una alcalosis. Añadió,
indignado, que aquello era una estupidez. Al publicarse su famoso libro sobre la sangre, parece que cuando
abrió el primer ejemplar vio un diagrama y advirtió al momento que la sangre seguía una trayectoria errónea.
Había visto aquel diagrama infinidad de veces, tanto manuscrito como en las galeradas de imprenta, y le
intrigaba que aquel error se le hubiera hecho evidente precisamente cuando ya no tenía remedio. Una vez que
hablábamos sobre The Fitness of the Envi- ronment, dijo:'
—Mis colegas me han perdonado ya por haberlo escrito.
Poseía unas curiosas dotes de persuasión. Una noche comenzó a hablar de P. G. Wodehouse: un maestro
de la prosa, nos dijo. ¿No opinábamos igual? ¿Quién podía igualársele en el presente siglo? Harry Levin, que
entonces era uno de los becarios jóvenes, citó a Joyce. Sonaron también otros nombres. Henderson sugirió que
sometiésemos la cuestión a votación. Se pasó alrededor de la mesa una hoja de papel, en la cual cada uno de
nosotros iba escribiendo el nombre de su candidato y la doblaba después para que el siguiente no pudiera verlo.
Cuando se examinaron los votos resultó que, en opinión de los concurrentes, el maestro de la prosa de más talla
en el siglo veinte era P. G. Wodehouse.
Mr. Lowell había hecho una larga y brillante carrera como presidente de Harvard. Su predecesor, Mr.
Eliot, había sido más bien un elemento molesto, que ofrecía consejo en lo que debía hacer la universidad. Al
retirarse Lowell, puso fin a aquella pausa. Unos meses después de nuestro primer encuentro lo vi dirigirse a
Conant y, poniéndole una mano en la espalda, le oí decir:
— ¡Bien! ¿Cómo van las cosas?
Una vez dedicó casi toda una hora a analizar las respectivas estrategias de David y Goliat. David, el más
bajo, escogió —como era lógico suponer— un arma que pudiera ser utilizada a
distancia. Opinábamos todos que había cometido un error en el caso de Sacco y Vanzetti y una vez lo
oí referirse al mismo como «aquel asunto de Sacco..., Sacco... y el otro fulano».
John Livingston Lowes se había labrado fama de investigador estudiando los orígenes literarios de El viejo
marinero y de Kubla Khan, de Coleridge, y a la sazón trataba de hacer lo mismo en relación con otra obra de
Coleridge. De vez en cuando nos preguntaba si sabíamos dónde podía haber leído Coleridge una determinada
frase, pese a lo improbable que era que pudiéramos saberlo. Cuando en la conversación de una cena se
producía una pausa, se sacaba el reloj del bolsillo, lo miraba y decía: —Estoy comprobando una conocida
teoría. A saber: que las pausas se producían veinte minutos antes o después de cada hora. Hacía un esfuerzo
mecánico para interesarse en nuestro trabajo. Si citábamos un libro o un trabajo que él no hubiera leído,
anotaba cuidadosamente su nombre en un trocito de papel que a continuación introducía en su bolsillo. Pero no
pudo comprobarse nunca que volviera después a posar los ojos sobre aquellos trozos de papel.
Una noche estuvo cenando con nosotros Edwin Arling- ton Robinson. Junto con Henderson, se había
criado en Gardiner, Maine, y los dos conocían a Laura Richards, cuya sentimental obra Captain January me
había conmovido tanto siendo niño. Yo me senté junto a Robinson y lo acribillé a preguntas en relación con
sus hábitos de trabajo. Me contestó cada vez con monosílabos.
Charles Curtis era abogado y el único entre los Seniors que hablaba -con nosotros de hombre a hombre, no
sólo porque carecía de aquella imponente distinción que caracterizaba a los demás Seniors, sino porque era
bastante tartamudo y disfrazaba sus bloqueos bajo la apariencia de lapsos de la memoria, diciendo en tales
ocasiones con extfaordiñaria rapidez:
—¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama? Se interesaba por todos y por todo y supuso una gran
pérdida cuando, en el curso de mi tercer año, se le pidió que dimitiera de la junta rectora de la Universidad. El
motivo era que se había divorciado de su esposa, una dama de Boston, para casarse con una famosa escritora.
Éstas eran cosas que, en aquellos tiempos, no podían hacer quienes ocupaban puestos responsables en Harvard.
Los becarios jóvenes le regalamos con este motivo un ejemplar de la primera edición del Leviathan, de
Hobbes, y enviamos una airada carta al presidente Conant expresando nuestros sentimientos por causa de su
partida.
En los comienzos de la primavera de 1933 el Atlantic Monthly recibió un manuscrito que llevaba por título
La autobiografía de Atice B. Toklas. Dicho manuscrito fue a parar a la mesa de Mary Louise White, que
entonces formaba parte de la junta editorial. No tuvo necesidad de avanzar mucho en la lectura para reconocer
en él la mano de Gertrude Stein, sospechas que se confirmaron en el último párrafo: «Hace unas seis semanas
que Gertrude Stein me dijo: no me parece que vayas a escribir nunca esta autobiografía. ¿Sabes qué voy a
hacer? Voy a escribirla por ti. Voy a escribirla sencillamente como escribió Defoe la autobiografía de
Robinson Crusoe. Lo ha hecho y ahí está.»
Mary Lou fue la única que supo apreciar el chiste, puesto que cuando el Atlantic se lanzó a publicar
selecciones de la obra, lo fueron de «La autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein». Marianne y yo
habíamos leído dos o tres números del Atlantic aquel verano. En uno de ellos aparecía el pasaje siguiente, que
picó mi curiosidad:
«Ella formaba parte de un grupo compuesto de hombres procedentes de Harvard y de mujeres procedentes
de Radcliffe que vivían en una estrecha e interesante relación. Uno de ellos, un joven filósofo y matemático
que estaba investigando en el campo de la psicología, dejó en su vida una marcada huella. Juntos trabajaron en
una serie de experimentos de escritura automática bajo la dirección de Münsterberg. El resultado de aquellos
experimentos, que Gertrude Stein dejó escritos y que se publicaron en Harvard Psychological Review,
constituye el primer escrito impreso de la escritora. Su lectura es muy interesante porque ya se hace patente en
él aquel método estilístico que desarrollaría después en Tres vidas y The Making of Americans.»
Aquel otoño busqué el artículo. Era de León M. Solo- mons y Gertrude Stein y se titulaba «Automatismo
motor normal». Pretendía demostrar hasta dónde se manifiestan en un ser normal los elementos de una segunda
personalidad. Los autores trataban de disociar sus personalidades mediante un procedimiento artificial y, más
concretamente, a través de la escritura automática. Comenzaban escribiendo al tiempo que leían un libro, si
bien informaban de que la escritura automática espontánea resultaba extremadamente fácil después de un poco
de práctica: «Hemos adquirido un control tal sobre nuestros hábitos de atención que casi es innecesaria la
distracción mediante la lectura. Miss Stein acostumbraba a tener por distracción suficiente leer simplemente lo
que escribía su mano a tres o cuatro palabras de distancia del lápiz.» Los ejemplos que presentaba eran muy
semejantes al material que más adelante publicaría en Tender Buttons.
Una tarde visité a Mary Louise White (que se había mudado a un apartamento de Beacon Hill) y le hablé
del artículo. ¿Podía estar interesado el Atlantic en un artículo argumentando la cuestión de que Tender Buttons
estaba compuesto esencialmente de escritura automática? Ella consideró que sí y me puse a trabajar en el
mismo.
Pero había problemas. Yo admiraba Tres vidas, pese a su marcada preocupación por el gerundio, pero ¿qué
decir de Tender Buttons? En mi artículo llamaba a la obra «el fluir de la conciencia de una mujer sin pasado»,
si bien la postura vigente entonces era otra: que se trataba de la primera versión literaria de lo que estaba
sucediendo en las artes visuales. Gertrude Stein era el Picasso de la literatura. Debía tratar con delicadeza
igualmente la afirmación que se hacía en la Autobiografía referente a que «Gertrude Stein no tenía nunca
reacciones subconscientes ni tampoco era una escritora apta para la escritura automática». Apunté la
posibilidad de que, cuando había empezado a escribir Tender Buttons, había olvidado sus investigaciones.
Titulé el artículo «Gertrude Stein y la escritura automática» y lo llevé a Mary Lou. Ésta lo pasó a Ellery
Sedg- wick, el editor del Atlantic, y éste escribió para decir que le gustaba. En su opinión, era un «pequeño
clásico de la mesa de disección». (John Hutchens, que vio el artículo en París, debió estar en contacto
extrasensorial con Sedg- wick, porque escribió diciendo que hubiera debido ponerle por título: «Stein sobre la
mesa de disección.») Sedgwick añadía que «el curioso interés suscitado con motivo del serial de la Stein en el
Atlantic nos ofrece la posibilidad de hacernos precisamente con la audiencia que deseamos». No quería hacer
sino una sugerencia: «Había que armar el anzuelo con el título apropiado. El suyo deja la cuestión en el aire y,
por otra parte, insinúa una cierta pesadez que, después, no aparece en absoluto. Yo titularía el artículo: "¿Tenía
Gertrude Stein un secreto"? y no añadiría nada más.»
Apareció publicado en el número de enero de 1934. La montaña de la Sociedad de Becarios había estado
de parto y había parido un ratón. Pero se trataba de un ratón lleno de vida, que daría que hablar. Un artículo
editorial del New York Times lo calificó de «agudo y urbano», si bien defendió a Gertrude Stein. A. E.
Housman había dicho que «Aparta, oh, aparta estos labios» era «una estupidez pero... cautivadora poesía» y el
Times se mostró de acuerdo. «¿Acaso Mr. Skinner es sordo a la música o insensible a la magia?». (Mi padre
me envió un telegrama para asegurarse de que yo había visto el editorial.)
Tres meses más tarde Conrad Aiken, en un escrito para New Republic, no sólo se mostró de acuerdo
conmigo sino que fue todavía mucho más lejos. «Durante casi veinte años —decía en él— los críticos
doctos, los intelectuales de izquierdas y todos los maestros de las escuelas más sutiles no han explicado
asiduamente que en la obra de Miss Stein estábamos asistiendo a un osado, complejo y revolucionario
experimento en materia de estilo, pero también y siempre a un experimento conscientemente radical, cuyos
resultados iban a ser de incalculable importancia para la literatura inglesa.» Mi artículo, decía, «convierte esta
realidad en un chiste cruel».
Sherwood Anderson, en una colaboración en el American Spectator, defendía a Miss Stein: «Todo buen
escrito es, en un sentido, automático. Lo es y no lo es. Cuando escribo realmente, no haciendo lo que hago
ahora, que sopeso las palabras a medida que voy escribiendo y elaboro una argumentación, sino escribiendo de
verdad, lo escrito es siempre automático a medias.» Lewis Gannett, en el New York Herald Tribune, estaba de
acuerdo con Anderson.
Según un periodista del Boston Sunday Herald, Ger- trude Stein «prescindía de los últimos esfuerzos de
los hombres de ciencia para explicar su obra», que la tenían enteramente sin cuidado; si bien no fue esto
precisamente lo que escribió a Ellery Sedgwick:
«Muchísimas gracias por sus amables palabras y por el Atlantic con el artículo de Skinner sobre mi escrito.
No es tan automático como él cree. Si guarda algún secreto, está en el otro extremo. Creo que lo consigue a
través de una conciencia excesiva, pero de qué me serviría explicárselo si él es psicólogo y yo lo he sido
también.
Además, cuando no es demasiado serio, él es un buen psicólogo.»
Stella, la modelo que había conocido en Greenwich Village, vio mi artículo y me envió una nota. La
primera vez que fui a Nueva York tomamos unos cócteles en el Plaza, al otro lado de la calle de la casa
Bergdorf Goodman, donde ella trabajaba. Seguía siendo una belleza.
Durante mi primer año como becario conocí a Nedda. Estaba estudiando en Harvard para acceder al nivel
de graduado. Era cuatro o cinco años más joven que yo; nos gustamos inmediatamente y, después de salir una
o dos veces, hicimos el amor. Ella tenía un apartamento, donde solíamos pasar gran parte del tiempo.
Preparaba, además, unas comidas deliciosas. íbamos a los conciertos del Boston Symphony y una vez la llevé
al teatro (vimos Días sin fin, de O'Neill). Me enamoré locamente de ella, pero no conocía sus amigos ni tenía
tampoco demasiado en común con ellos. Después de dos o tres meses de relaciones llegamos a la conclusión de
que yo no formaba parte realmente de su círculo intelectual ni social. Una noche la llevé a cenar y me dijo que
debíamos romper. Estaba más o menos comprometida con un muchacho, enfermo crónico, y quería volver con
él.
Era una decisión sensata, pero me hizo mucho daño. Cuando nos dirigíamos a su apartamento, a la salida
del metro, advertí que yo caminaba con extrema lentitud. No era pose; me sentía impotente para andar más
aprisa. Durante una semana el dolor que sentí fue casi físico. Un día cogí un alambre, lo doblé y formé una N,
lo calenté en un quemador Bunsen y marqué con él mi brazo izquierdo. Aquella marca subsistió nítidamente
durante años. Cierta vez que la vio mi madre cuando me estaba cambiando la camisa, me preguntó:
—¿De dónde sale esta N?
Expliqué que era una quemadura accidental; ella no insistió en más indagaciones.
Probablemente a causa de la resonancia desencadenada con mi artículo, Mr. Sedgwick me pidió que fuera
a cenar a su casa de Beacon Hill un domingo por la noche. En la invitación especificaba: «Informal». Por
fortuna inquirí a Mary Lou White el significado de la palabra. Me dijo que me pusiera el traje de etiqueta.
Llegué a la hora en punto y encontré, entre otros invitados, a Katherine Mayo, cuya obra Mother India (Madre
India) era a la sazón un «best seller».
La cena estuvo magníficamente servida. Los caballeros se quedaron en la mesa fumando unos puros y
bebiendo coñac después de haberse retirado las señoras. Más tarde nos reunimos con ellas y Mr. Sedgwick nos
contó (sin que su señora diera muestras de haberlas oído innumerables veces) fascinantes historias en relación
con su trabajo como editor, entre ellas que Opel Whitely —que se arrogaba el privilegio de
ser hija del Delfín de Francia—• le había traído su diario, hecho pedazos por una hermana celosa,
y que habían dedicado un final de semana entero a montar las piezas, como si fuera un puzzle, en el ático de
Sedgwick. Sobre Miss Mayo, escribí en mi cuaderno de notas: «Diálogo brillante entre nosotros sobre el libre
albedrío.» Ella abogaba por la intencionalidad, mientras que yo defendía la casualidad; si Cesar Franck hubiera
dicho tan sólo una o dos palabras más a su esposa antes de salir de casa, no lo hubiera atropellado aquel
magnífico coche ni habría encontrado tampoco la muerte y ahora no tendríamos una sola sinfonía de Franck.
Hablamos también sobre la herencia en los rasgos del carácter, pero lo único que recuerdo al respecto es que
ella consideraba que ciertas conductas, como la del perro pastor, son innatas. Mi nota concluía con estas
palabras: «Ha estado amable y simpática, pese a no estar de acuerdo conmigo. Ha dicho que Dios se ocuparía
de mí.»
Al poco tiempo Mr. Sedgwick me escribía para pedirme si tenía algo para el Atlantic, pero en aquellos
momentos no tenía nada. Le respondí: «He estado trabajando en un estudio muy técnico sobre el uso de las
palabras y leyendo, al mismo tiempo, Seven Types of Ambiguity (Siete tipos de ambigüedad), de Empson. Es
un tema que me apasiona terriblemente y es muy posible que, hacia fines de este año, haya destilado alguna
cosa no técnica sobre el uso de las palabras o significados, y en ese caso quiera hablarle sobre el asunto.»
Estaba volviendo a la literatura, pero seguía reprimiendo mi participación en la misma. Cuando Robert
Frost vino a cenar a la Sociedad, Van Quine y yo departimos largamente con él.
—La ciencia no es sino una suerte de metáfora —dijo Frost, y nosotros
nos sentimos más o menos de acuerdo con él.
Con todo, yo no le recordé que ya nos conocíamos ni que él me había enviado una carta que, por espacio
de uno o dos años después de la universidad, me había apartado de la senda que seguía.
Pese a todo, aquella carta iba camino de publicarse. Yo había planeado que Nedda vendría conmigo a la
Brown University, donde había programado dar un coloquio y cenar después con el profesor Carmichael y su
esposa. En lugar de invitarla a ella, invité a Caroline Ford, sénior de Radcliffe, cuyo padre era profesor de Ética
social en Harvard y cuya madre era ex alumna de Cambridge. La tesis de Caroline, un estudio sobre Robert
Frost, iba a publicarse, lo que hizo que le pasara una copia fotostática de la carta que yo poseía. Ella la envió a
un amigo de la Biblioteca del Amherst College. Lawrence Thompson, que muchos años más tarde publicaría
una recopilación de las cartas de Frost, la vio en dicha biblioteca y sacó una copia.
Caroline tocaba el piano y los dos nos pusimos a trabajar en las transcripciones a cuatro manos, de Max
Reger, de los Conciertos de Brandeburgo.
Aun cuando apretar una palanca constituía una muestra sumamente simple de conducta, no era un reflejo.
A lo sumo podía decirse que la palanca y todo el aparato que la rodeaba evocaba la presión de aquélla, el ruido
del distribuidor de comida evocaba, a continuación, la aproximación al comedero, y el contacto y el olor de la
comida evocaban el acto de cogerla y comerla (paso éste, como observaba yo, «susceptible de un ulterior
análisis»). Era obvio que estaba ante una cadena de reflejos, que decidí tomar por separado. Fragmentaría la
cadena en diferentes puntos y extinguiría los segmentos.
Los resultados fueron magníficos. Cuando desconecté el distribuidor de la comida, de modo que la presión
de la palanca no fuera seguida por el ruido, desapareció el primer eslabón de la cadena en una curva de
extinción. Al volver a conectar el distribuidor, aunque vacío, para que la rata pudiese oír el ruido pero no
encontrase comida en el comedero, se restableció el segundo eslabón (pero no quedó reforzado) y obtuve otra
curva, ésta más amplia. Si iniciaba el experimento con ambos eslabones —dejando conectado el
distribuidor, pero vacío— se producía la extinción, pero cuando desconectaba el distribuidor
no se renovaba la respuesta. Tuve el mismo resultado después del recondicionamiento periódico, con la
salvedad de que las curvas de extinción fueron más suaves.
En la reunión anual de la Asociación Americana en favor del progreso de la ciencia, celebrada en
diciembre de 1933, el profesor Walter Miles pasó varias pruebas de papel y lápiz a todos cuantos sentían
curiosidad en relación con la propia personalidad. Las recogí todas y, un mes o dos después, supe que yo
poseía un criterio superior al noventa y cinco por ciento de los componentes del grupo, era más extrovertido
que el cincuenta y siete por ciento, y me incomodaba más fácilmente que el sesenta y cinco por ciento.
Aparecían otras manifestaciones de mi personalidad,, de tipo más pedestre, que eran menos tranquilizadoras.
Una joven que se dedicaba a pasar manuscritos a máquina y que me había hecho algunos trabajos me dijo que
yo tenía fama de engreído y que alguien le había dicho que le gustaría conocerme precisamente por ese rasgo
de mi carácter, como si yo fuera una especie de bicho raro. Me quedé de una pieza. La vanidad había sido el
problema de mi padre y las medidas que había tomado mi madre para contrarrestarla me habían alcanzado a mí
también. ¿Estaba aireando excesivamente mi nombramiento en la Sociedad? ¿Era acaso demasiado evidente la
fe que yo ponía en la importancia de mis investigaciones?
¿O tal vez tenía miedo de fracasar? Cada semana me ponía en contacto con media docena de hombres
mayores que yo, de lustre reconocido, y con otros cinco hombres de mi misma edad, seleccionados por el
probable lustre de que gozarían en un futuro. Si me refería con excesiva frecuencia a lo que había conseguido
hasta entonces, ¿no lo haría quizá simplemente porque quería mantener mi puesto en la competición? En una
nota que escribí por aquella época parecía estar preparando una coartada para el fracaso. Se titulaba: «¿Por qué
no hay una gran ciencia del comportamiento?», y comenzaba con estas palabras: «Comparados con los
Galileos, los Newtons y otros grandes hombres de otras ciencias, los psicólogos son científicos de segunda
categoría.» Sin embargo, habría que decir más bien que «los hombres que se han ocupado de cuestiones
psicológicas han conseguido resultados de segunda categoría». Esto podía indicar que «los únicos que abordan
ese campo son gentes de segunda categoría o bien que nunca rayan muy alto cuando se ocupan de este campo».
La primera alternativa «no es halagadora para los grandes: no eran cobardes conscientes, que optaban por las
cuestiones fáciles...».
«La simpleza de la psicología no es resultado de la simpleza de los psicólogos, sino de una materia que
convierte en simple a cualquiera... La pregunta es: ¿Por qu4 se ha hecho una labor tan poco brillante en el
campo de la psicología? No es explicación decir que los psicólogos están por debajo del calibre de otros
científicos. No puede decirse que la cuestión carece de importancia ni que pase inadvertida. No puede decirse
que ni un Galileo ni un Newton se formularan nunca preguntas relacionadas con la psicología... El campo es
endiablado.»
Además, yo presentaba unos síntomas de pronóstico médico. Hacía tiempo que la completa absorción en
mi trabajo que me había llevado a la playa de la Calle L se había amortiguado y el corazón ya no se saltaba
latidos, pero comencé a padecer problemas de indigestión que se prolongaban durante dos o tres semanas
seguidas. Todo me sentaba mal, incluso las comidas más sencillas. (Si padecí alguna úlcera, no dejó cicatrices.)
Era el tipo de síntomas que estaban comenzando a llamarse psicosomá- ticos, término que, como conductista,
deploraba profundamente.
Me cuidaba bastante. Solía jugar a «squash» con un joven tutor de económicas, llamado Dan Smith, que
vivía en una «suite» situada encima de la mía. Éramos también fervientes aficionados al cine, y dos veces por
semana cenábamos en un vuelo y salíamos disparados hacia el teatro de la Universidad, en Harvard Square,
para llegar antes de las siete, hora en la que finalizaban las entradas de precio módico. La música continuaba
siendo para mí un esparcimiento grato que no siempre tomaba con demasiada seriedad. Un día, para una
representación de El secreto de Lady Audley en un salón de la Winthrop House, interpreté en el piano de la
casa la Obertura de poeta y aldeano, de Von Suppe, acompañado al violín por Henry Guerlac. Me costaba
mucho aprender música de memoria. Una vez dediqué todo el Día de acción de gracias a aprender el Preludio
en do menor, del libro del Clavicordio bien templado. Un mes después tan sólo podía interpretar unos
compases.
A menudo me sentía molesto por causa de «melodías que me rondaban la cabeza», pero encontré un
remedio conductista a este problema. Si, cuando surgía en mi recuerdo una de estas tonadillas molestas, me
pasaba a un tema de mi gusto, como por ejemplo el Andante de la Sonata n.° 19, Mozart, este pasaba a sustituir
la melodía, que se desvanecía. Solía también jugar con los estímulos visuales. Al despertarme por las mañanas,
todavía tendido en la cama, cerraba los ojos y me imaginaba el escritorio junto a mi cama, refulgente con la luz
de la mañana. Era frecuente que no estuviera totalmente seguro de si tenía abiertos o cerrados los ojos.
Persistía en mí una antigua manía. Beebe-Center una vez me pidió que fuera a su casa de Swampscott,
donde nos prepararíamos, nosotros mismos, una buena cena. Su esposa estaba ausente debido a negocios
(había heredado una empresa dedicada a la venta de especias), por lo que dispondríamos totalmente de la casa.
Compramos carne, dos botellas de vino y unas cebollas (yo me había ofrecido a preparar una sopa de cebolla)
y lo seguí en mi coche para poder regresar después por mi cuenta. Vivía en una gran casa de madera, de forma
irregular, con un gran porche, separada de la playa por una calle que, desgraciadamente, había pasado a ser
carretera. Nos preparamos una comida excelente. Una botella de vino era francesa, la otra americana. Antes de
abrirlas, las envolvimos en papel. Al catar el vino, los dos coincidimos en que uno era mejor que el otro: el
francés.
Todo fue muy agradable, pero al regresar conduciendo a una velocidad moderada, después de atravesar un
cruce, oí el pitido de un policía. Me detuve. Había sido atrapado por una de aquellas trampas de velocidad que
empleaban entonces las comunidades pequeñas para hacerse con unos ingresos. Me tomaron el nombre y la
dirección. Recibiría el requerimiento por correo.
Cuando al día siguiente conté a Beebe-Center lo ocurrido y le dije que cancelaba un viaje porque temía
que llegara la notificación en mi ausencia, él quitó importancia a la cosa y me propuso que fuéramos al puesto
de policía de Cambridge, en Harvard Square, y pagara la multa. Pero yo me negué. Cuando recibí el
requerimiento, fui en coche al tribunal de la ciudad, comparecí ante el juez y pagué la multa.
Estaba aclarándose mi distinción entre dos tipos de condicionamiento. En 1935 publiqué una descripción
más detallada bajo el título de «Dos tipos de reflejo condicionado y un pseudo-tipo». Al numerar los tipos,
confundí las cuestiones y, en un trabajo posterior, abandoné los números en favor del «Tipo S» para el caso de
Pavlov, donde el reforzador se asocia a un estímulo, y «Tipo R», para el caso en que se hace contingente a una
respuesta.
Dos años después, en la reunión anual de la Asociación Americana de Psicología, en el Dartmouth
College, tuvo lugar un simposio. El trabajo más importante era de Elmer Culler, quien trataba en él la flexión
de la pata de un perro de la misma manera que Pavlov había tratado la secreción salivar. Yo fui uno de los
participantes en la discusión y una parte de mis notas son del tenor siguiente: Hay dos tipos de
condicionamiento, «uno en que el estímulo reforzador está correlacionado con otro estímulo (el tipo de Pavlov
o Tipo S) y otro en que se correlaciona con una respuesta y que da lugar a una ley similar a la Ley del Efecto,
de Thorndike (Tipo R).» El ejemplo de Culler involucraba a los dos, «puesto que la terminación de un
estímulo, como una descarga eléctrica [a la pata del perro], puede actuar como un... reforzamiento en el Tipo
R... En los experimentos salivares de Pavlov no prevalecen unas condiciones similares.» Consideré un caso que
podía compararse con éste:
«Déjese que cese una descarga eléctrica suave y continua cuando el organismo emita una respuesta
arbitraria no provocada por la descarga eléctrica (por ejemplo, si la descarga eléctrica se aplica al rabo, déjese
que la respuesta sea levantar la pata delantera derecha). Después, mediante el condicionamiento del Tipo R, el
perro acaba levantando la pata así que se inicia la descarga eléctrica, al objeto de hacerla cesar. Si la descarga
eléctrica va precedida de un timbrazo, el organismo levantará la pata, dado que esta respuesta no va seguida de
la descarga eléctrica. En el ejemplo del Dr. Culler, el condicionamiento de este tipo se combina con el Tipo S.»
Lo que yo llamaba pseudo-reflejo era una relación entre una respuesta y un estímulo discriminativo.
Cuando yo encendía la luz y la rata apretaba la palanca, parecía que era la luz lo que «provocaba» la respuesta,
si bien la secuencia temporal era engañosa. Dado que, al reforzarse una respuesta, la luz había estado
encendida, ahora ésta hacía más probable que volviera a producirse una respuesta. Como dije a Fred, el
pseudo-reflejo «puede parecer un subterfugio a ojos de aquellos que hablan de "hábitos", pero a mi entender se
trata de una distinción importante».
Era obvio que yo estaba abandonando la psicología del estímulo-respuesta. El pseudo-reflejo era la cuña
que incorporaba una nueva formulación, según la cual una gran parte de la conducta de un organismo se
encontraba bajo el control de estímulos que sólo eran efectivos porque estaban correlacionados con
consecuencias reforzadoras. El control que ejercían era más sutil que el simple hecho de provocar una
respuesta y capaz de modulación en un terreno mucho más amplio.
Parecía como si un estímulo discriminativo fuera menos poderoso que un estímulo evocador, pero hacía ya
tiempo que el estímulo en la psicología del estímulo-respuesta había sucumbido a las elucubraciones teóricas.
Para apoyar el principio de «no hay respuesta sin estímulo» (según me lo expuso una vez Leonard Carmichael)
se habían incorporado varios estados internos a la «situación estimulante total». Sin embargo, dicha situación
no podía identificarse en cuanto a predicción ni producirse en cuanto a control. En cambio, el estímulo
discriminativo no sólo podía manipularse en cuanto a experimentación, sino que a menudo podía identificarse
plausiblemente en observaciones de campo.
Pese a que el programa a que estaba sometido y la dedicación que me exigía mi trabajo constituían para mí
una merma en el aspecto social, no estaba totalmente sin amigos. No siempre me era dado salir con alguien los
sábados por la noche llamándolo a las cinco y media de la tarde, pero a través de Van Quine conocí a Pietro
Pezzati, pintor retratista, cuya hermana, María, acababa de perder a su marido en un accidente de navegación.
María y yo nos pusimos a pintar. Cierta vez que hice un esbozo de un árbol en una pradera, María lo estimó
muy inglés.
Un día asistí a un cocktail donde un barítono de la Longy School iba a cantar. Como la persona que debía
acompañarlo al piano no hizo acto de presencia, me rogaron que improvisara como pudiera el
acompañamiento. Al terminar, le dije que lo envidiaba, puesto que yo no sabía cantar.
—Su voz es grata al oído, ¿cómo sabe que no canta bien? —me preguntó.
—Pues porque ni siquiera sé tararear una tonadilla —le expliqué.
Siguiendo sus consejos, me dejé caer por su estudio al cabo de uno o dos días y recorrí con la letra A toda
la la escala en varias direcciones mientras él me ayudaba al piano. Me explicó que no podía decirme si sería
tenor o barítono, pero que no había duda que podía cantar si tomaba lecciones. En la Winthrop House poco
podría practicar, pero utilizaría para ello la sala insonorizada. Sin embargo, el temor a que un visitante pudiera
encontrarme haciendo escalas en mi laboratorio, fue razón suficiente para hacerme desistir de mis propósitos.
Aquella primavera Mary Louise White y yo volvimos en coche a Clinton para pasar unos cuantos días en
compañía de los Saunders. Encontramos allí a Theodore Spen- cer, con quien tocamos a cuatro manos, como
habíamos hecho en Cambridge en ocasión de su concierto al piano. Estaba también la señora Winthrop
Chanler, con un enorme ramo de hojas de geranio dispuestas en pequeños ramilletes, cada uno con su perfume
distinto, obra de arte en el aspecto olfativo. A la señora Chanler le encantaba Italia y nos pidió, a Ted y a mí,
que leyéramos Dante en voz alta junto a ella. Nos turnamos para hacerlo. Yo, abstraído en la correcta
pronunciación del italiano, perdí el hilo del poema y terminó el turno dejando colgada una frase sin terminar.
Me había ya acostumbrado a vivir sin Nedda cuando un día me llamó y me preguntó si podía verme. Vino
a mi despacho y me entregó una carta del médico de su familia. En ella le decía: «Siento comunicarle que está
embarazada».
—¿Es mío? —le pregunté.
—No he estado con nadie más —me respondió.
Y a continuación me preguntó si estaba dispuesto a costear un aborto. Le dije que sí, pero le propuse que
se casara conmigo, tuviera al niño y que nos divorciásemos después. Me contestó que, por motivos que no me
podía explicar, no estaba en condiciones de hacerlo.
Una amiga que había tenido un aborto en Nueva York me dio el nombre de un médico de confianza. Lo
llamé por teléfono y fijamos la fecha. Nedda debía personarse en su consultorio por la mañana en ayunas. El
precio era trescientos dólares. Esto sucedía antes de la era de los antibióticos y, como uno de los peligros era la
infección, necesitaba cien dólares más para que Nedda pudiera pasar uno o dos días descansando en un hotel,
vigilándose la temperatura. En caso de que sobreviniera fiebre, debería ponerse en manos de un ginecólogo.
Venciendo un cierto encogimiento, acudí a una agencia de préstamos de Boston. ¿Querrían prestarme
cuatrocientos dólares? Les aseguré que se los devolvería muy pronto, pero el director se echó a reír y me dijo
que no había prisa ninguna, que ellos preferían tener el dinero en circulación, invertido en préstamos. Como las
condiciones me parecieron un tanto gravosas, decidí consultar con Dan Smith. Éste me prestó una parte del
dinero y Cuthbert me dejó el resto. Nedda fue a Nueva York con su prometido, abortó y al poco tiempo se
casaron.
Cuthbert me había comentado:
—¿No estás orgulloso de ser padre de un embrión de tres centímetros?
No obstante, más adelante supe que, de haberme sentido orgulloso por tal motivo, aquel orgullo hubiera
carecido de toda base. Existía un tercer hombre, tan apuesto como irresponsable, que se había interesado por
Nedda y que, después de romper ésta conmigo, tuvo un contacto con ella. No había tomado ninguna
precaución y, cuando la chica le comunicó que estaba encinta, él no quiso saber nada del asunto. Aquel hombre
se había mostrado irresponsable en un aspecto más y había referido la anécdota a otra muchacha, a través de
cuyo conducto me llegó a mí. Aquella noticia explicaba muchas cosas. Yo había tomado siempre precauciones
y no se había producido nunca ningún fallo. Ahora entendía por qué no quería casarse conmigo: no podía poner
en mis manos un hijo que no era mío. Yo amaba a Nedda y, de haber sabido la verdad, le hubiera dado
igualmente el dinero. Le escribí a Fred: «He estado locamente enamorado a mediados de este invierno. Me he
metido en un tremendo berenjenal. He salido con bien, pero alicaído. Actual estado: solterón empedernido.»
Aunque había identificado la privación y la saciedad como aquellas acciones que definían un impulso,
seguía hablando negligentemente de los impulsos como cosas. Cuando decía que se podía fortalecer un reflejo
aumentando el impulso del hambre, no quería decir sino privando de alimento al organismo. Parece que esta
operación se encontraba asociada a todas las consecuencias reforzadoras, de ahí que hubiera un número muy
grande de impulsos. Cuando lo dije en un coloquio de psicología, Boring escribió:
«El pasado miércoles resultó evidente que la libertad de que disfruta el reflejo por lo que respecta a la
fisiología le pemite ir ahora a todo tipo de lugares donde no podía ir el antiguo reflejo. No sólo puede tener uno
un reflejo de azúcar diferente de un reflejo de sal, sino también Un reflejo de aceituna rellena distinto de un
reflejo de anchoa. A mí esto me recuerda las dificultades con que tropieza el Conductismo. Primeramente el
estímulo sería algo así como energía radiante de una determinada frecuencia. Más tarde resultaría que una
abuela podría ser un estímulo diferente de una tía. Yo llego a la conclusión de que todavía somos ambas cosas,
Como siempre,
E. G. B.»
En mi respuesta yo no hablaba más que del problema del estímulo:
«Nosotros observamos un número muy grande de estímulos, para los cuales hay unas respuestas
ingestivas... Con todo, esto no es sino un hecho de la naturaleza, al que es preciso enfrentarse. Por mucho que
teoricemos... no lo eliminaremos. La simple recopilación de reflejos (la botanización de reflejos) es, para mí,
fútil y carece de todo interés. La cuestión que he querido puntualizar en el curso de los dos o tres años últimos
es que, en psicología (conductismo para mí), lo importante es examinar las propiedades de los reflejos típicos,
seleccionados de acuerdo con su conveniencia y, más especialmente, examinar aquellos fenómenos (se llamen
impulso, aprendizaje, etc.) que he demostrado pueden expresarse como cambios en el estado de tal reflejo, es
decir, cambios en la fuerza del reflejo. Por consiguiente, no simpatizo en absoluto con la falta de rigor que
supone que una abuela sea un estímulo, si bien debo confesar que todavía estoy intentando definir el uso
sistemático apropiado de este término, sobre todo allí donde el organismo intacto está sobre el tapete.»
En marzo de 1934 di un coloquio en la Brown Univer- sity sobre «Estudios en torno a la definición de
estímulo y respuesta» y desarrollé estas mismas cuestiones en un trabajo que presenté aquel verano, titulado
«La naturaleza genérica de los conceptos de estímulo y respuesta», única parte que se publicaría de mi Esbozo
para una Epistemología. Cuando escribí a Fred le dije que se trataba de «una cuestión muy importante» y que
yo contaba con «diversos motivos experimentales ulteriores para llegar a las conclusiones que llegaba».
Al tranquilizar a Fred en relación con mi teoría del aprendizaje, le dije que «en dos ocasiones sucesivas el
estímulo... varía considerablemente. Una vez la rata ve [la palanca] con el ojo izquierdo, otra con el ojo
derecho, etc.» Y algo parecido cabía afirmar en relación con la respuesta. Pese a que una rata aprieta una
palanca de una manera claramente estereotipada, no todos los ejemplos son exactamente iguales. Por
«estímulo» y «respuesta» tan sólo podemos significar clases de hechos. Esto es lo que quería decir al referirme
a su «naturaleza genérica».
El punto básico de mi trabajo era que, aun cuando nosotros, de una manera natural, simplificamos la
conducta que estudiamos, como hacían los fisiólogos del reflejo a través de medios quirúrgicos y como hacía
yo al controlar las condiciones en mi «caja de problemas», no era esencial la reproducibilidad completa. A
pesar de diferencias menores en los estímulos y en la topografía de la respuesta, aparecen unos cambios
ordenados. Aunque no sean iguales todos los ejemplos consistentes en apretar una palanca, es evidente que la
mayoría de ellos aportan la misma contribución a una razón de extinción o a una reserva de reflejos. Podemos
trabajar con ciertas propiedades definitorias del estímulo y de la respuesta más que con especificaciones
exactas y justificar la práctica con el orden de los procesos que entonces observamos o la regularidad de
nuestras curvas. De este modo respetamos y usamos las «líneas naturales de fractura según las cuales se
fragmentan realmente la conducta y el ambiente».
Yo seguía interesado en averiguar cuántas veces apretaba la rata una palanca por cada vez que, al
presionarla, se veía reforzada. Algunos experimentos exploratorios habían demostrado que el número era
inferior cuando la rata comía un poco antes de iniciarse la sesión. En la reunión anual de la Asociación
Americana de Psicología, celebrada en la Columbia University en septiembre de 1934, informé de que la
disminución de la tasa de respuesta era proporcional a la cantidad de alimento.
Era mi segunda aparición en una reunión y hube de enfrentarme con un problema que se iría agudizando a
medida que pasaran los años. Eran pocos los que habían oído hablar de mis procedimientos, por lo que debía
empezar explicando muchos pequeños detalles. Como disponía de poco tiempo, hablaba muy aprisa, por lo que
es lógico que el presidente de la sesión, Harvey Carr, que venía de un distante pasado, encontrase divertida mi
intervención.
Más adelante hice hincapié en un experimento para probar otro efecto de un cambio en el hambre o, como
anoté en mi cuaderno, la «razón Nc/Ne como f (hambre)». Había que condicionar intensamente a cuatro ratas,
es decir, recondicionarlas periódicamente durante un tiempo y, después, obtener curvas de extinción durante
muchos días. Dos de las ratas serían alimentadas, por ejemplo, con tres gramos de comida antes de cada sesión.
Predije que, aunque apretasen la palanca más lentamente, lo harían el mismo número de veces (siempre que se
tuviesen en cuenta, según yo observaba, cambios debidos al «olvido»).
En un trabajo redactado aquel invierno informé de curvas de extinción, obtenidas después de
reforzamiento continuo, que confirmaban el efecto predicho, por lo menos hasta seis gramos de comida
administrada antes de la sesión. Las ratas menos hambrientas acababan dando tantas respuestas como las más
hambrientas, si bien estas últimas las daban más pronto. Con todo, cuando reduje el hambre dándoles
previamente alimento solamente el primero de cuatro días de extinción, me contrarió descubrir que las
respuestas no emitidas aquel día no se recuperaban al llegar al final del cuarto. Envié a Fred unas cuantas
curvas teóricas, acompañadas de un comentario: «Observa que la falta de compensación significa que el efecto
de recondicionamiento depende del hambre».
Cierta vez, al visitar a mi familia en Scranton, me había entretenido fabricando un modelo hidráulico de
condicionamiento y extinción. Una «reserva refleja» de agua, colocada en un gran envase, caía a gotas dentro
de otro envase más pequeño. Éste estaba en equilibrio y, cuando el agua llegaba a un determinado nivel, se
inclinaba y volcaba su contenido. Cada vaciado representaba una respuesta. A medida que iba consumiéndose
la reserva del envase grande (como sucede en la extinción), el envase más pequeño se llenaba más lentamente
y las respuestas se hacían menos frecuentes. Ahora podía yo preguntar si un cambio del «impulso» modificaba
la cantidad del envase grande, la tasa del goteo o la cantidad que hacía que el envase pequeño se vaciase.
Pavlov había llamado extinción a una clase de inhibición, pero yo no veía motivos para hablar de fuerza
supre- sora. El condicionamiento fortalecía la conducta; la extinción, la debilitaba. Sin embargo, Pavlov
parecía contar con pruebas en que apoyarse, puesto que en el curso de la extinción a veces un estímulo
incidental provocaba una secreción salivar extra, como si el reflejo se hubiera «desinhibido». Cuando, en
marzo de 1932, Clark Hull visitó mi laboratorio, me aconsejó que incorporara un estímulo extraño durante el
proceso de formación de una curva de extinción. De ser real la desinhibición, la rata respondería más aprisa y
en el registro acumulativo se produciría una irregularidad. Pavlov quedaría justificado y mi teoría de la
extinción se vería envuelta en dificultades.
Inicié el experimento con un estímulo débil, tal como me había aconsejado Hull, y no se produjo ninguna
alteración de la curva de extinción. Fui probando cada vez con estímulos más fuertes sin conseguir ningún
efecto. Finalmente, abrí la caja, levanté la rata al aire, la sustituí y cerré la caja. La curva de extinción se
recuperó y siguió su curso. Escribí a Fred: «He probado mis curvas de extinción para la desinhibición y no he
obtenido ninguna, tal como esperaba que ocurriese, ¡a pesar de lo que decía Hull!» Informé a Hull del fallo y le
pedí un comentario que incorporaría a un trabajo que pensaba presentar para su publicación. Hull replicó: «A
pesar de los resultados negativos, no estoy totalmente convencido de que aquí no haya alguna cosa... Yo
mismo he obtenido algunos resultados que, sin ser absolutamente negativos, no son con- cluyentes del todo...
Mr. Miller, uno de nuestros estudiantes graduados, así como el Dr. Spence, sirviéndose de ratas moviéndose en
un laberinto, hace uno o dos años obtuvieron ciertos resultados que parecen marcadamente positivos.»
Hull me había venido a ver después de asistir a una reunión de la Sociedad de Psicólogos Experimentales,
en Harvard. Hablé a Fred de dicha reunión en relación con otra cuestión:
«Hace un par de meses que Boring tuvo que apechugar con un amargo trago. Aquí, en Emerson, hubo una
reunión de Psicólogos Experimentales. Se invitó a todos los jóvenes locales, salvo a Cenicienta Burrhus.
Algunos del grupo de Yale se interesaron por mi persona. Boring, abochornado hasta la médula, hubo de
confesar que yo no estaba presente. Ellos insistieron en que querían verme. Se puso en contacto conmigo, pues,
a última hora de la tarde. Así es que a la hora del té aparecí en Emerson Hall, vestido de cualquier manera. Uno
me ayudó a quitarme el abrigo, otro me recogió el sombrero (bueno... esto no es exacto, porque no llevaba
sombrero). Boring me cogió por el brazo y me presentó al público con estas palabras: "¡Bien, finalmente
hemos localizado a Skinner!" ¡Fue un gran momento, viejo! Hubieras tenido que estar allí para compartirlo.
Por lo menos podemos regodearnos en esta especie de victoria postuma. La verdad está abriéndose camino.
(Aplauso).»
En la misma carta, le decía: «B.-C. & Pratt se han pasado prácticamente al Conductismo. El último
conductista: Carnap, el lógico. B. C. y Pratt están seriamente preocupados. Como he tenido a Carnap en lista
tres años, vuelvo a tomarles la delantera.»
Alfred North Whitehead asistía regularmente a las cenas de la Sociedad de los lunes por la noche y
siempre se mostraba ávido de hablar con los jóvenes. Por desgracia, rara vez resultaban provechosas estas
conversaciones con él. Cuando la Sociedad se congregó por vez primera, él tenía ya setenta y dos años y
mostraba una tendencia a contar anécdotas ya sabidas. No obstante, hubo una noche en que él y yo nos
quedamos conversando en la mesa después que todos la habían abandonado y que el oporto había circulado por
ella. Años más tarde yo referiría la anécdota de la siguiente manera:
«Hablando, hablando fuimos a parar al conductismo, que entonces todavía era un "ismo" muy marcado y
del cual yo era ferviente seguidor. Era una oportunidad que yo no podía desaprovechar en bien de la causa, por
lo que empecé a exponerle con entusiasmo las principales argumentaciones en torno al conductismo. El
profesor Whitehead estaba igualmente entusiasmado, no ya para defender su propia posición, sino para tratar
de entender lo que yo exponía y (supongo) descubrir qué podía llevarme a decirlo. Finalmente pasamos a las
conclusiones. Él se mostró de acuerdo en lo tocante a que la ciencia pudiera explicar la conducta humana,
aunque haciendo excepción de la conducta verbal. Insistió en que aquí había algo más en juego. Puso fin a la
discusión con un reto cordial: "Explique mi conducta cuando, sentado aquí donde estoy, le digo: Sobre esta
mesa no cae ningún escorpión negro".»
El día siguiente por la mañana comencé a trazar el esquema de un libro sobre conducta verbal. Mi
competencia en este campo era limitada. En la universidad me había especializado en Lengua y Literatura
inglesas y, como materia secundaria, había estudiado lenguas románicas. Había publicado un artículo sobre
Gertrude Stein y había tratado de lengua y literatura con Ivor Richards y Jim Agee, y discutido el tema en casa
de Cuthbert y Janet Daniel (todavía no había visto el tributo a Sherry Mangan). Sin embargo, no sabía nada de
lingüística y, dejando aparte las estructuras de lenguas específicas, por aquel entonces no había mucha cosa
relevante. Otto Jespersen y Edward Sapir se contaban entre las figuras importantes, pero los dos eran
mentalistas. Una metáfora como «el pensamiento cabalgando por las crestas del lenguaje» bastaba para
sacarme de quicio.
Cuando expliqué a Fred que estaba escribiendo un libro sobre lenguaje, juzgado desde el ángulo
conductista, expliqué:
«Alguien tiene que hacerlo y parece que me ha correspondido a mí. Pero, ¡valiente materia! Casi todos los
lingüistas profesionales van descarriados desde el punto de vista psicológico y están empeñados, además, en
eludir todas las cuestiones que hagan referencia a la psicología. Por supuesto que no puede hacerse. Y los
psicólogos opinan casi lo mismo. Watson: "El campo es demasiado amplio para permitir todo tipo de
tratamiento, por sencillo que sea". DeLaguna: "El espacio no permite...", etc., etc. Bloomfield, el mejor
lingüista actual, ha pasado de Wundt en su primera edición (1915) al conductismo en su último período (1932).
No obstante, su versión de lo que sucede cuando se emplean las palabras resulta risible. [Bloomfield había
adquirido sus tendencias conductistas en la Ohio State University, donde A. P. Weiss, antiguo conductista
social, continuaba la tradición de George Her- bert Mead y la escuela funcional de psicología, centrada en
Chicago. Su texto, Language (El lenguaje), contenía un análisis simple de conducta verbal representada por la
acción de pedir Jill una manzana a Jack, si bien se trataba de algo extraordinariamente simplificado sobre lo
cual no volvía a insistir en el resto del libro.] No me he dedicado demasiado a tediosas lecturas en este campo y
en este momento tengo unos diez capítulos perfilados que me parecen bien. Me siento totalmente incapaz de
convencer a los lingüistas, pero el lenguaje es algo que forma parte de la conducta, una parte tremendamente
importante, y como conductistas debemos abordarla un día u otro. Lo que hago actualmente es aplicar los
conceptos con los que he estado trabajando experimentalmente en este campo no experimental (pero empírico).
Pese a que cuesta muchísimo avanzar en este terreno, hasta ahora los resultados obtenidos son buenos. Escribo
con tanta lentitud que dudo en predecir cuándo tendré acabado un borrador decente.»
En mi habitación de la Winthrop House, uní por medio de llaveros varias hojas grandes de cartulina y
conmencé a formular lo que yo llamaba conducta verbal. (No estaba seguro de que «verbal» fuera el abjetivo
apropiado y busqué otras alternativas en mi diccionario de griego. ¿Debería decir «frasal»? ¿O «fática», tal
vez? Ejercitando la faceta baconiana de mi comportamiento científico, comencé por clasificar «los reflejos
verbales». Tomé ejemplos de conducta de mis lecturas o del lenguaje oído, identifiqué lo que me pareció el
estímulo, la respuesta y la consecuencia reforzadora en cada caso, y los incorporé a un esquema clasificatorio
tosco y en continuo cambio. Un ejemplo podría componerse de un estímulo verbal y una respuesta no verbal,
otro de un estímulo no verbal y una respuesta verbal, otro más, de un estímulo verbal y una respuesta verbal.
Ocupaban un puesto la gramática y la sintaxis, especialmente los «modos», que se decía representaban las
«intenciones» de la persona que habla. Los deslices verbales, las transposiciones, los retruécanos y las
observaciones graciosas eran también objeto de atención.
(Una noche que fui a visitar a la esposa de un joven profesor, a la que conocía desde hacía muy poco
tiempo, recogí un buen ejemplo. El marido había estado en el extranjero por razón de sus estudios y, al regresar
a casa, confesó a su mujer que había pasado el verano con una joven a la que había conocido en el barco
durante el viaje de ida. Su esposa se molestó mucho más de lo que él esperaba y, de momento, estaban
separados. Ella tocaba el piano igual de bien, o de mal, que yo y me pidió si quería que ensayásemos a cuatro
manos. La noche que fui a visitarla llovía a cántaros y, al recibirme en la puerta de su casa, me dijo: «¡Vaya
noche para los marineros!»)
Hubo un momento en que me pareció que todo aquel material estaba por encima de mis posibilidades
(quizá Whitehead tuviera razón), pero después, poco a poco, las piezas fueron colocándose en su sitio. Van
Quine me brindó su colaboración, así como un alumno de Ivor Richards, Erics Trist, que estaba pasando un
año con Sapir en Yale. Vino a verme a la Winthrop House (donde yo seguía conservando todo el material
acumulado, para evitar que contaminase mi laboratorio) y pasamos juntos uno o dos días examinándolo.
Cuando dije a Henderson que estaba escribiendo un libro sobre conducta verbal, me advirtió que aquel
libro muy bien podía tenerme ocupado cinco años. En el curso de aquel verano me envió una postal desde
Italia: «Un lema para tu libro: "Car le mot, c'est le verbe, et le verbe,
c'est Dieu", Víctor Hugo.»
***

Había conocido en Monhegan una violoncelista de talento, Bettie Zabriskie, y al llegar el siguiente verano
tuve la osadía de invitarme a visitarla en Omaha. Fui en coche hasta aquella extraña tierra del Medio Oeste y
me detuve de camino para visitar la Feria Mundial de Chicago. En la avenida central de la misma bailaba Sally
Rand, pero lo único que puedo recordar de la feria es una presentación extraordinaria con la que se quería
demostrar la perfección de un producto comercial. En ella se veía aparecer un cojinete de bolas por un agujero,
caer a unos dos pies de distancia, percutir en una plancha de acero, rebotar formando un bellísimo arco, golpear
una segunda plancha y volver a rebotar para introducirse en otro agujero.
Bettie estaba mucho mejor dotada que yo para la música, pero tuvo la gentileza de dejar que la
acompañara en alguna de las piezas más sencillas de violoncelo; juntos, pasamos un buen rato con el órgano de
tubos de una gran iglesia donde su madre tocaba. Pese a que aquella semana el calor fue más fuerte que lo
habitual, guardo muy buen recuerdo de la visita y debo decir que seguramente abusé de la hospitalidad que me
dispensó.
A principios de los años treinta mis padres descubrieron el lugar de veraneo que habían estado buscando
toda su vida: el Hotel Belmont, de West Harwich, sobre el Cape Cod, con su gran estructura irregular de
madera, de color gris y blanco, y sus amplios pórticos asomados al océano. Había en las proximidades un
campo de golf y, enfrente mismo del hotel, un extenso campo de césped. El hotel tenía un anexo en la misma
playa, donde se podía comer, pero mis padres no nadaban ni eran tampoco aficionados a tomar el sol. El
comedor estaba presidido por un maestro de ceremonias sumamente cordial y la cocina era excelente. Mi
madre solía jugar al bridge y mi padre siempre encontraba alguien para jugar una partida de golf. El viaje
desde Scranton en el Packard no era agotador y solían quedarse en West Harwich un mes entero, período que
yo aprovechaba para visitarlos y quedarme unos días en su compañía. Una vez me llevé conmigo a Marian
Stevens.
Aunque mis padres no eran personas con ambiciones sociales (por otra parte, carecían de las habilidades
necesarias para esta faceta), les gustaba estar en compañía de la gente que les caía bien. Uno de los veranos se
vieron acaparados por un matrimonio de Boston, que supuso para ellos lo máximo a que podían aspirar en su
vida. La señora De Grote, una mujer encantadora, me dedicó una particular atención y se ofreció «a hacer por
mí, en Boston, todo cuanto estuviera en su mano», sin entrar en detalles acerca de lo que quería dar a entender
con aquella frase. El señor De Grote se dedicaba a los seguros y facilitó a mi padre tomar parte en partidas de
golf con gente importante, entre la que figuraba un antiguo gobernador de Massachusetts. La conversación
solía girar en torno al mercado de valores, a las rentas vitalicias y a los seguros. Yo no sé si mi padre sospechó
que De Grote planeaba que le suscribiese una renta vitalicia importante; en cualquier caso, aquel otoño, de
vuelta a Scranton, recibió una propuesta con todo tipo de detalles. Al rechazarla, De Grote le escribió una
airada carta donde le enumeraba todos los favores que le había dispensado y donde se quejaba de que hubiera
roto la promesa implícita de suscribir una renta vitalicia. Es muy posible que mi padre hubiera cometido este
error. Como el visitante de una subasta que levanta imprudentemente el dedo, tal vez diera a entender a De
Grote suposiciones que ni él mismo conocía. Nunca llegó a entender del todo ciertas convenciones sociales.
Por supuesto que toda su vida fue un republicano convencido. Tuve una buena muestra de sus puntos de
vista aquel año siniestro que viví en Scranton cierta vez que compré un número de New Masses. Mi amigo Joe
Vogel había escrito un artículo, que yo marqué y dejé, después, sobre la mesa de la biblioteca. Tal como
escribiría a Percy Saunders: «Casi me había olvidado del periódico cuando mi padre me lo trajo y me preguntó:
"Es tuya esta señal? ¿A esto le llamas tú un artículo?" Después se leyó todo el número y se atrincheró en su
convicción: "¡Vaya revistas que te compras!"».
En marzo de 1933, tres días después de la toma de posesión de Roosevelt, hizo un discurso en la Cámara
de Comercio de Scranton sobre «La tendencia de los tiempos». Worthington Scranton hizo la presentación.
Aquel era el público que todavía estaba en condiciones de cautivar. Uno de los periódicos informaba:
«El orgullo de Scranton resplandece, Serán ton suspira hondo, el espíritu de Scranton se dilata exultante al
presenciar el triunfo de la elocuencia, la cordura, el buen sentido, la profunda sabiduría y el sometimiento al
derecho, evidenciados en un discurso arropado en la elegancia, la fuerza y la grandeza de expresión. Al
principio se brindó al Sr. Skinner la buena acogida que se merece un orador en su ciudad natal. Al final, todo el
público congregado se puso espontáneamente de pie para tributarle el honor rendido a su maestría.»
Posiblemente aquel era el fruto de un periodista liberal e irónico, encargado por el director del periódico
de cantar las alabanzas del discurso, pero estaba en juego una cuestión en la que mi padre creía a pie juntillas:
«Hoy en día, todo cuanto se levanta entre la implantación completa del socialismo y el derecho a poseer, usar y
disfrutar de la propiedad y de los frutos de nuestra industria es la Constitución de los Estados Unidos.
Estaremos seguros en nuestras casas, en nuestros negocios y en nuestras propiedades mientras subsista este
documento.»
Dos años más tarde habló sobre la misma cuestión en el Kiwanis Club. «Hay una gran mayoría de
personas en este país», dijo, «que no piensan en lo que pueden dar a su patria, sino en lo que pueden sacarle.»
Esta vez los periódicos estuvieron duros. El Scranton Times, periódico democrático, publicó un artículo
editorial:
«El señor Skinner, debido a sus vínculos profesionales, o diríamos mejor, debido quizás al ambiente de los
negocios, cae de una manera natural en la categoría de defensor del antiguo orden. Prácticamente durante todo
el tiempo en que ha actuado en el estrado, lo ha hecho como abogado de empresa: asesor jurídico de compañías
de ferrocarril y de minas... No puede ponerse en el sitio del trabajador en paro, que no tiene alimento, ni ropa,
ni techo que dar a su familia porque el antiguo orden, del que el señor Skinner se muestra tan ardiente
defensor, se ha descompuesto.»
Es evidente que mi padre aprendió con la experiencia.
Dos años después volvería a hablar en el Kiwanis Club acerca de los cambios operados en la ley de
indemnizaciones a los obreros y esta vez aduló a los periódicos. Dijo en aquella ocasión: «Son progresistas y
de calidad, un orgullo para esta ciudad como lo serían para cualquier otra. Su influencia es grande. Tienen
oportunidad de educar al público y de orientar la opinión.» Con todo, no aprendía con rapidez suficiente. Al
decir de él, los jueces que merecían indemnización eran «en la gran mayoría de los casos durante los últimos
veinte años designados puramente por razones políticas. La experiencia previa, el bagaje en materia legal o
bien la capacidad de juicio no eran requisitos esenciales». Él estaría litigando causas ante estos jueces a lo
largo de muchos años.
En julio de 1934 escribí a Fred: «Emerson Hall está revuelto. Se ha dicho a todos los jóvenes, salvo a B-
Center & Allport, que busquen trabajo en otra parte. B. C. y Pratt están hartos del dimensionalismo de Boring.
El año que viene llega Kohler, prácticamente a instalarse sobre el cadáver de Boring y quemando las naves
para regresar a Alemania. Pese a todo, la Psicología de la Gestalt está muerta, como sabemos todos. K. llegará
con cinco años de retraso.»
Conant había instituido una política irreversible según la cual aquellos que seguramente no serían nunca
nombrados «sin límite de tiempo» (que era lo más parecido al cargo en propiedad que existía en Harvard) no
eran tampoco nombrados para ocupar los cargos inferiores. Escribí a Percy Saunders diciéndole que era ya
hora de que el Hamilton College contara con un psicólogo en su facultad y anunciándole que Carrol Pratt
estaba libre en aquel momento, pero era pronto aún para que el Hamilton diera tan drástico paso, por lo que
Carrol fue a parar al Rut- gers.
Después de ocupar la presidencia, Conant examinó el departamento y lo que vio en él no lo dejó nada
satisfecho. Inició inmediatamente la búsqueda del «psicólogo mejor del mundo», designación que al parecer
recayó en Karl Lashley. En otra carta a Fred, yo le escribía:
«Lashley ha sido paseado por todo Harvard durante esta semana y le han pedido que se quede (entre
nous). Boring está encantado porque con esto queda disipada definitivamente la amenaza de Kohler. Boring
dice que Lashley ha dicho que Watson tenía la esperanza de haber venido a Harvard antes de McDougall y el
hecho de que se lo sacudieran explica la acritud de J. B. con respecto a McD. ¡Vaya cotilleo! Boring está hecho
un lío con la buena disposición y admiración que siente Lashley con respecto a Watson. Se lo explica
atribuyéndolo a la personalidad de W.»
Harvard había ofrecido un puesto a Lashley en 1929, pero éste había preferido ir a Chicago. Conant le
hacía ahora una oferta a la que difícilmente podía negarse, si bien quiso ir primero a Nueva York a consultar
con Wat- son. El nombramiento apenas aportó diferencia. Se hizo un hueco a Lashley en los Laboratorios de
Biología, no en Emerson Hall, y cuando Boring describía más tarde cómo sabía mantener la cohesión de todo
el personal gracias a la comida colectiva, añadía: «Lashley tan sólo en raras ocasiones comía con nosotros.»
Yo acostumbraba a ver a Lashley a menudo en el taller de fabricación de aparatos del edificio de Biología
y una vez expliqué a Fred que me parecía «un tipo muy simpático». Sin embargo, era un hombre de genio y en
el departamento sucedían cosas que se lo desencadenaban fácilmente. Era enemigo rabioso del psicoanálisis y
decía que, no por el hecho de haber pasado por el psicoanálisis, tenía uno derecho a emitir un juicio con
respecto a él. La Clínica de Psicología, que funcionaba bajo las órdenes de Harry Murray, lo sacaba de quicio.
Carrol Pratt me escribió una vez diciéndome que «Lashley tuvo una rabieta por la cuestión de la Clínica y fue a
ver a Conant para presentarle una carta de dimisión. Conant lo apaciguó, le aumentó el sueldo, lo nombró
profesor-investigador de Neuropsicología y lo relevó de todas las responsabilidades relacionadas con la
enseñanza y la administración. Por consiguiente, en lo que al Departamento se refiere, Lashley es totalmente
ajeno al mismo, con lo que Boring recupera su función solitaria de autoridad exclusiva». Más adelante, Lashley
se trasladó al Laboratorio Yerkes, en Florida, desde donde venía dos semanas al año para hacer un cursillo Pro-
Seminario. Conant dejó perfectamente sentado que pensaba tardar mucho tiempo en hacer otros
nombramientos permanentes en el departamento de psicología.
Visité a Lashley cuando todavía estaba en los laboratorios de Biología y lo vi no sólo insatisfecho en
relación con Harvard sino insatisfecho también en relación con su propio trabajo.
—Me he equivocado de puerta —me dijo.
Me dijo también que le había gustado mi trabajo sobre el concepto del reflejo y supongo que, en un
aspecto, era compatible con su ataque del arco reflejo. Había intentado seguir un estímulo a través del sistema
nervioso hasta convertirse en respuesta entrenando ratas para que recorrieran laberintos y eliminando después
diferentes partes de sus cerebros. Al comprobar que seguían recorriendo los laberintos de la misma manera,
había llegado a la conclusión de que no había ninguna parte esencial. Daba la impresión de que el cerebro
trabajaba en bloque, conclusión que apoyaba la psicología de la Gestalt.
Hunter cayó en la cuenta de lo que sucedía: para aprenderse un laberinto, las ratas se servían de muchas
pistas, que Lashley no llegó a eliminar en ningún momento. Así se explicó Hunter en un coloquio en Harvard y
así se explicó después en una carta conmigo: «La visita me ha encantado y debo admitir que me ha gustado
sobremanera presentar la cara negativa de la teoría de Lashley porque sabía que el doctor Boring tenía una
cierta inclinación a quedarse con la cara positiva... Watson quería ver el manuscrito del mismo artículo. Esta
mañana lo ha devuelto, con un comentario donde dice que estima que tengo razón. Por tanto, ¡ya lo tenemos!»
En 1930 Lashley inventó un aparato mediante el cual las ratas aprendían a distinguir entre diferentes
esquemas visuales saltando contra aquellas puertas donde estaban impresos dichos esquemas. La puerta que
tenía impreso el esquema en cuestión se abría en el acto y la rata pasaba a un espacio de terreno firme, en tanto
que las puertas que no lo tenían impreso permanecían cerradas y entonces la rata caía dentro de una cesta. Por
lo que a mí se refería, lo que importaba no era que las ratas establecieran la diferencia sino por qué saltaban. Al
exponer este punto a Lashley, éste dijo con una carcajada:
—No hay nadie que confiese que pega a las ratas.
(En una ocasión, hubo una alternativa de las palizas que condujo a un curioso error. Un psicólogo
«descubrió» que, cuando se obligaba a las ratas a establecer discriminaciones difíciles desde una plataforma de
salto, las ratas se volvían neuróticas. El trabajo donde informaba del resultado fue presentado a una reunión de
la Asociación Americana en favor del Progreso de la Ciencia y obtuvo un premio especial. Con todo, si no
pegó a las ratas, se sirvió de un chorro de aire para obligarlas a saltar y el ruido del aire les produjo «crisis
audiogénicas» que se confundían fácilmente con reacciones de tipo neurótico.)
En la Ley del Efecto de Thorndike, o lo que yo llamaba condicionamiento del Tipo R, un reforzador no
cambia la respuesta particular a la que sigue. La respuesta ya está dada y no es posible modificarla. Lo que
hace simplemente el reforzamiento es aumentar la probabilidad de unas respuestas similares a aquella. Con
todo, para conseguir dicho efecto, debe superponerse a alguna huella de la respuesta anterior. ¿Cuánto tiempo
puede durar esta huella?
Construí un instrumento de adiestramiento donde el inicio de un intervalo estaba marcado por la presión
de la palanca y donde, al final del mismo, se dispensaba alimento. La presión durante el intervalo volvía a fijar
el cronometrador e impedía el reforzamiento después de un período de tiempo más breve. En el caso de ratas
recondicio- nadas de manera periódica, entre la presión de la palanca y el alimento intercalaban intervalos de
dos, cuatro, seis u ocho segundos. Las ratas apretaban la palanca y, en general, cuanto más largo era el retraso
más baja era la tasa de respuesta. Ls reducciones más considerables fueron del orden del 30 al 50 por ciento.
Un estímulo discriminativo controlaba la probabilidad de que se produjese una respuesta. ¿Podía tener otra
función como reforzador? Preparé una discriminación de la manera habitual, encendiendo periódicamente la
luz y reforzando la respuesta que seguía a continuación. Después aguardé a que se diera una respuesta a
oscuras antes de encender la luz (y reforzando la respuesta siguiente con alimento). La luz tenía el efecto de un
reforzador y la rata comenzó a apretar más rápidamente la palanca a oscuras.
Yo esperaba que la apretase tan aprisa como antes de que se estableciera la discriminación pero, cuando
suprimí la luz y volví a reforzar con alimento a oscuras, se produjo un aumento ulterior de la tasa de respuesta.
El estímulo discriminativo era un reforzador, pero no tan poderoso como el alimento que lo había convertido
en lo que era.
Mucho antes había ya descubierto que el ruido producido por el depósito de comida vacío actuaba como
reforzador condicionado. Se adaptaba una rata a la caja y al distribuidor de alimento procediendo como de
costumbre, pero la primera vez que el animal apretaba la palanca el distribuidor estaba vacío. Con todo, el
ruido por sí solo era ya reforzador y la rata comenzaba a apretar muy rápidamente formando una curva de
extinción. En otro experimento, el sonido del depósito vacío demostró ser un reforzador incluso cuando se
retrasaba.
Yo seguía trabajando en la conducta verbal. Henderson me instó a consultar Diversions of Purley, de John
Horne Tooke, publicado en 1876. Tooke era un rebelde político que patrocinó una suscripción en favor de las
viudas e hijos de los americanos «asesinados por los soldados británicos» en Lexington y Concord, hecho que
tuvo como consecuencia el que pasara un año en la cárcel. Era también un conductista primitivo. La
«composición de ideas» de Locke, al decir de él, no era otra cosa más que la «composición de palabras». (En
1826, uno de sus discípulos, John Barclay, publicaba A Sequel to the Diversions of Purley, primitiva
interpretación conductista de las palabras referentes al espíritu y a la mente.) Según Boswell, el doctor Johnson
decía de Tooke: «Deberían ponerlo en la picota y castigarlo con la mancha de la ignominia». Y el cardenal
Newman dijo: «A primera vista no parece que la gramática admita la perversión y, sin embargo, Horne Tooke
la convirtió en vehículo de su peculiar escepticismo». El libro estaba agotado, pero puse un anuncio y recibí
ofertas de varios libreros. Compré dos ejemplares, uno de los cuales regalé a Van Quine, con las palabras
Verbum sat.
Henderson me remitió también al Classical Dicíionary of the Vulgar Tongue (Diccionario clásico de la
lengua vulgar), de Grose, recopilación de la jerga de los ladrones, hombres de negocios y gente de baja estofa,
de donde saqué muchos ejemplos. Posteriormente me sugirió otro lema para mi libro, procedente de Brahma
de Emerson, que utilicé en un epílogo de la versión final: «Cuando me hacen volar, soy alas». En noviembre
había ya llegado a un punto que me permitió ofrecer un coloquio en la Clark Universiyt sobre «El lenguaje
como conducta».
En diciembre, Van Quine dio tres conferencias sobre Logische Syntax, de Carnap y, al finalizar la última,
él, David Prall y yo hablamos sobre la necesidad de una traducción inglesa de la obra. Prall accedió a
encargarse de ella si Van lo ayudaba y cablegrafiamos a Carnap, con quien Van había trabajo en Praga. Por
desgracia, C. K. Og- den había acordado publicar la traducción y se decía que la Condesa Zeppelin la estaba
preparando. Escribí a Ivor Richards por si podía persuadir a Ogden de que cambiara de traductores. Era
imposible.
En mi carta a Ivor me mostré bastante expansivo:
«He escrito gran parte de un libro sobre el lenguaje y no sé qué daría para tener una larga charla contigo y
hablarte de él. Comienzo con unas cuantas leyes simples de conducta, que trato como postulados y a partir de
las cuales deduzco suficientes casos para ocuparme de los datos lingüísticos corrientes. Todo ha funcionado
sorprendentemente bien. Me he adentrado en la semántica, por supuesto, y también me ha ido bien. He llegado
nada menos que hasta Empson (¡un buen trabajo!) y, más adelante, a la relación que se establece entre el
pensamiento y el lenguaje, donde interviene Carnap. Todo, naturalmente, en términos conductistas y de una
manera que me parece de una gratificadora simplicidad. Lo presenté a Eric Trist, que vino de Yale para dos
días de conferencias intensivas, para provecho mío y espero que para el suyo también. Volví a ver a Trist en
Yale, justo antes de Navidad, y comimos juntos y con Sapir [en Morey]. Sapir está muy versado en la tradición
(o, cuando menos, en su tradición), pero parece admitir la posibilidad de mi enfoque, que es todo lo que pido.
Me ha gustado mucho tu Mencius on the Mind. No he vuelto sobre él porque regalé mi ejemplar a un
amigo chino que se iba de América probablemente para siempre, pero espero poder servirme del libro en los
últimos estacaos de mi obra sobre el lenguaje. Es el mismo problema. Estos días me encuentro muy animado
viendo lo aprisa que se está perfilando la solución. Me gusta trabajar en una cosa tan importante como ésta.
Me adentré en el inglés básico con una cierta profundidad, pero volví a dejarlo. Es todo lo perfecto que
cabe esperar teniendo en cuenta lo que persigue, pero no es lo que persigo yo.»
En enero de 1935, escribí a Fred en términos todavía más expansivos:
«En este momento me ocupo de la afasia, en relación con el aspecto patológico del lenguaje. Todo va
sobre ruedas. Pero tendrías que ver a todos estos chicos haciéndose unos líos tremendos al querer describir la
afasia sirviéndose de la antigua terminología para las ideas, sensaciones, etc. Serán los últimos en cambiar,
¡estos clínicos! Espero que este verano habré terminado el libro sobre el lenguaje (¿durante mi luna de miel?).
He abandonado definitivamente el libro sobre el conductismo. Aparece un capítulo en el Gen. [1935], que se
ocupa del estímulo y la respuesta.»
La instrumentación de que me servía estaba haciéndose más compleja. Descubrí una pluma que escribía
con tinta roja sobre papel blanco y abandoné, aliviado, los tambores ahumados. Las plumas resultaban caras y
fabriqué sucedáneos de las mismas despuntando agujas hipo- dérmicas. Compré muelles y me fabriqué yo
mismo los relés, cortando estructuras y armaduras de planchas de hierro galvanizado, y los contactos con una
delgada laminilla de plata que obtenía machacando con un martillo una pieza de diez centavos. Hice un relé de
cierre mecánico donde se cerraba un circuito mediante un breve impulso y se mantenía cerrado con un pestillo
hasta que se abría cuando se cargaba de energía otro de los muelles. Que yo supiese, no había nadie que
hubiera hecho estas cosas antes que yo.
Cuando había pasado de reforzar una respuesta cada cinco minutos a reforzar lo que yo consideraba un
número equivalente de respuestas, la rata había empezado a presionar mucho más rápidamente. Era muy
posible que lo único que hiciese era aprovecharse de la nueva situación. ¿Por qué esperar cinco minutos
cuando podía apretar veinticinco veces la palanca y conseguir una bolita de comida cada treinta segundos? Sin
embargo, subsistía el hecho de que yo hubiera elegido el número veinticinco y no había razones para que no
escogiera otro diferente. Si la razón de la extinción era constante, un número mayor debería llevar a la
extinción mientras que un número más pequeño debía acumular una gran reserva de respuestas no emitidas.
Con todo, ¿era esto realmente lo que ocurría?
No podía servirme del antiguo aparato para descubrirlo, porque los interruptores del circuito provocarían
algún contratiempo. Siempre había trabajado con intervalos muy largos entre los reforzamientos y con ratas
sometidas a una privación bastante regular y que rara vez respondían más de seis u ocho veces por minuto,
pero no se registrarían con precisión unas tasas de respuesta superiores si se interrumpía el circuito después de
cada respuesta.
Construí cuatro aparatos no eléctricos, en los cuales la presión de la palanca hacía avanzar un trinquete
montado sobre un eje. Obedecía a una presión muy rápida. El eje arrollaba un hilo al registrador y hacía girar
un gran disco provisto de muescas. Sobre el disco se apoyaba un brazo que cerraba el circuito al distribuidor de
alimento cada vez que caía en una muesca. Sirviéndome de discos con un número diferente de muescas, podía
reforzar la decimosexta respuesta, la vigésimocuarta, la cuadragésimoocta- va, la nonagésimosexta o la
centesimononagésimosegunda.
Cuando hay cuatro ratas sometidas al mismo programa de reforzamiento periódico, deben permanecer
aisladas, puesto que la primera en recibir una bolita de alimento después de transcurrido un intervalo de tiempo
supondría un estímulo discriminativo para las demás. De todos modos, los reforzamientos que dependen de un
número de respuestas se producen en diferentes momentos y yo podía prescindir de cajas ventiladas y colocar
mis nuevos aparatos en mesas, dentro de una habitación tranquila, cada una con su propio quimógrafo.
Comencé por la razón más baja de respuestas a reforzamientos, pero vi que podía aumentar la velocidad.
Para estupefacción mía, las ratas al poco tiempo presionaban 192 veces por cada bolita de alimento. Y al
extinguir el comportamiento sirviéndome de discos sin muescas, las ratas que habían sido reforzadas según una
razón de 192 : 1 llegaron a presionar la palanca nada menos que 1.500 veces en menos de media hora.
Al informar del experimento en una reunión de la Asociación Americana de Psicología, en el Dartmouth
College, en 1936, hablé de «una razón experimentalmente fija en lugar de una razón de extinción adoptada por
el organismo»; con todo, el extracto que conservo muestra que yo seguía preocupado por la razón de extinción:
«Cuando la razón fija es superior a la razón de extinción, hay un aumento en la acumulación de respuestas
no evocadas y entonces aumenta la tasa de respuesta; cuando la razón fija es superior a la razón de extinción,
se produce una disminución y baja la tasa de respuesta. Con todo, en este último caso el organismo puede
desarrollar una discriminación temporal en virtud de la cual la razón de la extinción pasa de alrededor de 20 : 1
nada menos que a 200 : 1. [Redondeaba las cifras.] La tasa de respuestas entre reforzamientos sucesivos
muestra una aceleración regular que corresponde a un "gradiente temporal". El gradiente se produce con una
gran uniformidad. Las curvas de extinción que siguen al desarrollo de la discriminación temporal muestran
unas propiedades características, entre ellas un tramo inicial de actividad extraordinariamente intensa.»
Entendía por discriminación temporal el efecto de un programa de razón al reforzar respuestas
relativamente rápidas. Según mis notas, yo estaba ya planeando ciertos estudios en los que reforzaría
periódicamente una respuesta con tal de que ocurriera menos de dos segundos después de otra respuesta,
pasando después a exigir «tres a los cuatro segundos, después cuatro a los seis, etc.». Dicho en otras palabras,
reforzaría explícitamente erupciones de respuestas rápidas en vez de acceder a un programa de razón que las
seleccionase al azar. También consideré la posibilidad de que pudiera surgir un grupo de respuestas como
unidad de conducta.
En lo que a mí concernía, las diferencias entre conductismo, operacionismo y positivismo lógico no eran
sino menores. Mi tesis había sido un análisis operacional del reflejo (tomando la indicación de Bertrand
Russell) y la sugerencia que había hecho a Beebe-Center con respecto a que el departamento me permitirá
efectuar análisis similares de conceptos psicológicos básicos, en lugar de pasar un examen oral final, había sido
totalmente en serio. Yo había publicado una definición operacional de impulso y, en 1933, en una carta
dirigida a Boring, había incorporado detalles: decir del hambre que era una sensación, como hacían él y Walter
Cannon en la Facultad de Medicina, era un error. Las punzadas del hambre eran demasiado esporádicas para
explicar las curvas regulares de ingestión que yo había obtenido.
«Basándonos en la co-variación de las fuerzas de todos los reflejos en relación con la ingestión de
alimento, podemos conceptualizar algo y yo estimo que, en el aspecto histórico, este algo tiene tanto derecho al
nombre de hambre como puedan tenerlo las punzadas de hambre. Experi- mentálmente, como he dicho ya en
letra impresa, esta conceptualización tiene escasísimo valor, ya que todo cuanto podemos hacer es medir un
cambio cada vez. He aquí por qué la palabra hambre es para mí tan sólo conversacional, pese a que pueda ser
muy valiosa.»
En 1934 di un coloquio sobre operacionismo en Emerson Hall, si bien me serví de otro ejemplo. Boring
había publicado un importante artículo sobre teoría auditiva y, a principios de los años treinta, había puesto a
un estudiante graduado a trabajar en un nuevo instrumento, el oscilador electrónico, que producía unos tonos
mucho más precisos que las barras de acero que con tanta exactitud hacía girar nuestro viejo mecánico. Cuando
el estudiante cambió de parecer y pasó a la Facultad de Medicina, Boring puso el proyecto en manos de S.
Smith Stevens, recién llegado para realizar sus estudios como graduado después de haber trabajado como
misionero mormón en Bélgica.
Stevens y Boring formulaban ahora una curiosa pregunta: ¿Un tono podía ser intenso a la vez que alto? En
mi coloquio sobre operacionismo elegí, pues, el volumen tonal como ejemplo. ¿Cabía tratar científicamente el
volumen como dimensión de una sensación o bien había que considerar las instrucciones sobre la materia y las
respuestas verbales o no verbales resultantes?
En el mes de marzo siguiente, escribí a Fred:
«Anoche me invitaron al seminario nocturno de Boring para que contestara preguntas relacionadas con mi
trabajo publicado en el actual número del JGP (Journal General Psychology) acerca del E y la R. ["La
naturaleza genérica de los conceptos de estímulo y respuesta".] Terminó con una especie de alboroto en torno a
la importancia de la conducta y a la falta de importancia de la fisiología sensorial. En el último momento se
produjo algo así como un acuerdo prácticamente universal con nuestro punto de vista. Boring presentó un
breve resumen histórico acerca del porqué tendría que haber descontento en relación con la psicología
tradicional. De hecho está comenzando a ver claro en lo tocante a un interés en la condena per se. Stevens (la
actual estrella de Boring) acaba de abogar, en un coloquio, por la epistemología conductista. Así es que, ¡por
fin lo hemos conseguido!»
Más adelante, en 1935, escribiría a Stevens:
«Estoy muy impresionado con su trabajo sobre operacionismo... Constituye esencialmente lo que siempre
he considerado que representa el conductismo y lo que hubiera representado hace mucho tiempo si los
psicólogos (por ejemplo, Boring) no hubieran cerrado los ojos ante lo bueno que tiene el movimiento para
solazarse únicamente en sus imperfecciones.
Con todo, no estoy de acuerdo en que el "único objetivo" de la psicología sea probar y medir las facultades
discriminativas de los organismos. Aquí asoma el legado de Wundt y Fechner que hay en usted... Lo que
ocurre en una discriminación y aquellas propiedades que utilizan realmente los organismos para establecer
clases (conceptos, objetos) son cuestiones mucho más importantes que las propiedades que puedan utilizar o
hasta qué punto puedan utilizarlas. Tan sólo ampliando mucho el término podría abarcar en él la emoción y la
motivación. Esto también es un legado. No tiene que preocuparse del porqué contestan los observadores a las
preguntas que usted formula.
Mi impresión es la siguiente: todo esto está muy bien, pero pasemos a trabajar. Muchos entre nosotros
actualmente se han puesto de acuerdo en relación con estas cuestiones. El paso siguiente consiste en estar de
acuerdo en un armazón que sustente una ciencia. Si sigue usted apegado al campo sensorial, no va a resultar de
gran utilidad. La parte que dedica al uso del lenguaje está —como usted no ignora— plagada
de elipsis. Y éste no es sino un ejemplo del aspecto de la psicología que usted parece excluir de su único
objetivo. Como he dicho tantas veces que me sonroja ya repetirlo, si enfoca la conducta de un organismo como
objeto de estudio científico y se pone a trabajar, pasará mucho tiempo antes de que llegue al campo de la
capacidad discriminativa. Todos los problemas de la "asociación y la determinación" [nombre de uno de los
cursos sistemáticos de Boring] exigirían que se los tratara primeramente.
No abrigo la esperanza de que vaya a renunciar al punto de vista especial que, aun cuando determinado
por hechos históricos, constituye ahora naturalmente el centro de sus intereses. Pero sí que, a lo menos, admita
la posibilidad —diría la necesidad— de una orientación más general.
En cualquier caso, felicidades por esta exposición tan endiabladamente buena.»
**♦

Así que obtuve el título, Walter Hunter comenzó a tratarme como amigo y colega. Se mostraba más bien
cínico en relación con sus colegas. En cierta ocasión me dijo:
—Para tener éxito en el mundo de la psicología americana, basta con una pequeña idea.
Y medía el tamaño de dicha idea con el pulgar y el índice.
Cuando yo era todavía becario del NRC, me escribió para pedirme que aclarara «un escandaloso
chismorreo». Había oído que Crozier estaba ofendido con él porque no se había presentado a un coloquio que
debía ocuparse de tropismos y quería que Crozier supiera que no había recibido ninguna invitación.
Entre Hunter y Cari Murchison, otro miembro del departamento de Clark, existía una guerra declarada.
Murchison comunicó una vez por escrito que se había enterado de que yo era un simple miembro asociado de
la Asociación Americana de Psicología e inquiría si podía remediar aquella negligencia de Harvard y
proponerme como miembro con todos los derechos. Cuando se lo dijo a Hunter, soltó una risotada:
—Murchison aspira a ser nombrado presidente de la Asociación
Americana de Psicología —dijo—, y lo que quiere es que lo votes.
Cuando me invitaron a Clark para que diera un coloquio sobre lenguaje como conducta, Hunter me
escribió diciéndome que antes pasara por su casa a tomar una copa. Estaba solo y, mientras bebíamos, me dijo:
—Skinner, ¿te he dado alguna vez un mal consejo?
Le dije que no.
—Pues bien, te voy a dar uno bueno: ¡Cuidado con Murchison! —me dijo.
Probablemente adopté un aire de sorpresa.
—Te machacará los sesos —añadió.
Era algo más que un feudo personal. Murchison era un editor emprendedor, pero tenía poco de psicólogo.
Cuando la Universidad lo instó a que publicara alguna cosa propia, además de cosas ajenas, se las ingenió para
hacer un experimento destinado a «cuantificar» una relación social. Se soltaban dos gallos de pelea de modo
que se atacaran mutuamente. Según decía Murchison, el peso de cada ave, multiplicado por su velocidad, daba
la medida de su agresión en centímetros por gramo por segundo.
En marzo de 1935 escribí a Fred:
«El último número del J. G. Psych. me ha puesto enfermo. Voy a darme de baja de la revista tan pronto
como publique los artículos míos que están a punto de aparecer (4 en total). Murchison resulta repulsivo.
Retuvo por tres veces el número de enero (que acaba de aparecer), para revisar su artículo después de tres
seminarios en que lo hicieron pedazos. Hunter dice: "Esperemos que no esté tomando el pelo a todo el
laboratorio". Creo que es el primer artículo de Cari y lo demuestra. Ha cambiado el estilo de la revista para que
apareciera su nombre en la parte superior de cada página [a mano izquierda]. Anteriormente en ese sitio
figuraba el nombre de la revista. ¡Uf!»
A principios de octubre de 1934, Murchison me llamó por teléfono para pedirme si podía reunirme con él
y unas cuantas personas más para tratar de un asunto importante. Warren Weaver, de la Rockefeller
Foundation, le había pedido consejo sobre cómo invertir dinero durante los veinticinco años siguientes en favor
del progreso de las ciencias sociales. Fui en coche a la casa que Murchi- son tenía en Worcester un domingo
por la mañana, y me encontré a Leonard Carmichael y a Clarence Graham, que habían acudido desde
Providence, así como a Hudson Hoagland. Bebimos y comimos muy bien y dedicamos el día entero a discutir
el problema. Carmichael, Graham y yo estábamos de acuerdo en que la materia propia de las ciencias sociales
era la conducta, si bien Hoagland deseaba prestar más atención a la fisiología.
Murchison nos pidió que expusiéramos por escrito nuestros puntos de vista. En el informe final que
presentó a Weaver, la parte donde definía los problemas fundamentales procedía casi enteramente de mi
escrito. Debíamos elegir una unidad de conducta (Murchison suavizó «el reflejo» dejándolo en «variables
estímulos y respuesta y sus mutuas relaciones»), si bien debíamos tener la seguridad de que los ejemplos eran
típicos. La salivación, la flexión y el reflejo del párpado (las tres respuestas condicionadas, estudiadas más a
menudo por mis contemporáneos) no eran aspectos representativos de la conducta del organismo intacto. Los
parámetros a considerar debían buscarse en los campos del condicionamiento, el impulso y la emoción. Se
precisaba de «un lenguaje científico apto para ser utilizado en la descripción de la conducta».
Entre los campos a estudiar, puse en primer lugar la conducta verbal, si bien comprendía en ella la auto-
instrucción, la discriminación, «el pensamiento», la volición, la responsabilidad, los motivos sociales y
políticos, la emoción, el prejuicio, los trastornos funcionales y orgánicos, el psicoanálisis y la conducta
criminal.
Hoagland no se mostró de acuerdo y optó por escribir directamente a Weaver diciéndole que el futuro de
la psicología se fundaba en la fisiología y que la Rockefeller Foundation debía gastar el dinero teniendo en
cuenta aquella realidad. Nos leyó la carta y yo preparé una réplica que añadiría a nuestro informe, si bien
Murchison la omitió y comunicó a Weaver que yo enviaría un escrito aparte. En lugar de ello, escribí una carta
diciendo que no era mi intención «entrar personalmente en una controversia de este género». El hecho era que
me habían entrado sospechas en relación con aquel asunto. ¿Era verdad que Weaver se hubiera dirigido a
Murchison en solicitud de ayuda? En mi opinión, en el curso de una conversación amistosa, le había dirigido
una pregunta más o menos del siguiente tenor:
—¿Usted qué haría si se encontrara en mi sitio y quisiera ayudar a la psicología?
Para Murchison esto bastaba: la Rockefeller Foundation lo necesitaba.
Yo debía publicar mi trabajo sobre fisiología. Había explicado ya a Fred que uno de los capítulos del
«libro de conductismo» era «anti-fisiológico» y que estaba escribiéndolo nuevamente para darlo al British
Journal of Psycho- logy, si bien no llegué a presentarlo. En mi tesis había redefinido las propiedades de la
sinapsis de Sherrington como leyes de la conducta y no como propiedades del sistema nervioso. Me mofé
cuando Boring había intentado escapar al mentalismo para precipitarse en la fisiología, igual que había hecho
Lashley diez años antes cuando dijo:
—Intentaré demostrar que la afirmación "Soy consciente" no significa otra cosa que esto: "Dentro de
mí están desarrollándose estos procesos fisiológicos y estos otros".
Por lo que a mí tocaba, la fisiología de la conducta apenas si era más respetable que la fisiología de la
conciencia. Era un hecho que estaban ya comenzando a efectuarse algunas observaciones directas de la acción
nerviosa, incluso en el cerebro bajo la forma de Ritmo Berger —a los periódicos esto les encantaba: «Se
utiliza el cerebro como una batería para predecir el peor género de locura»—, pero la mayor parte
de «hechos» fisiológicos eran inferencias a partir de la conducta, no utilizables para explicar la conducta. En
Animal Drive and the Learning Process (Impulso animal y proceso de aprendizaje), E. B. Holt citaba al fatuo
candidato de Moliere, que explicó a los eruditos doctores que lo estaban examinando que el opio inducía al
sueño porque poseía una virtud soporífera. Sin embargo, el propio Holt estaba autorizado a explicar a sus
lectores que, en el condicionamiento, «si una vía aferente tiene ya una conexión con una vía motora de
descarga, entonces otra vía aferente, cuando es estimulada simultáneamente o casi simultáneamente con la
primera, tenderá a adquirir la vía motora de descarga», pese a no tener prueba ninguna de la conexión de dichas
vías.
El informe que envié a Murchison llegaba a la conclusión siguiente:
«La argumentación en contra de la fisiología estriba simplemente en que lograríamos mucho más en el
campo de la conducta si nos limitásemos a la conducta. Cuando nos libramos del engaño de que atacamos la
misma base al adentrarnos en la fisiología, entonces el joven que descubre algún hecho relacionado con la
conducta no acudirá inmediatamente a los «conceptos correlativos fisiológicos», sino que procederá al
descubrimiento de otros hechos de la conducta.»
No hacía sino revivir mi propia historia. Así que hube demostrado un cambio ordenado en la frecuencia de
comer con la ingestión, amigos míos que yo respetaba grandemente me instaron a ver si variaba de la misma
manera el azúcar en la sangre o las propiedades físicas o químicas del contenido gástrico. Y existía, además,
aquel «autocoide» o aquella hormona del hambre a la que yo mismo había apelado en una antigua nota. No
tenía objeción que oponer a las investigaciones fisiológicas, pero quería proseguir con el estudio de la
conducta. Cuando, un año más tarde, hablé en el coloquio de Crozier sobre «Algunas propiedades de la
conducta (¿o del sistema nervioso central?) de la rata blanca», no hubo nadie de cuantos me escucharon que
pudiera suponer que me estaba refiriendo al sistema nervioso.
Fred no había seguido muy de cerca mis investigaciones. Su tesis versaba sobre un tema tradicional y,
durante los primeros años que pasó en Colgate, él y sus alumnos siguieron trabajando en problemas estándar,
como la reacción retrasada y el control sensorial del laberinto. Pese a que, juntos, habíamos promovido el
conductismo, yo no discutía con él las cuestiones teóricas que surgían en mis trabajos. A comienzos de 1935
apareció: «Dos tipos de reflejo condicionado y un pseudo-tipo», y pasarían casi dos años antes de que yo
empezara a escribir para aclarar aquella cuestión.
No obstante, en enero de 1935, Fred me escribía como sigue: «¿Qué hay de aquellas cajas insonorizadas
tuyas? ¿Y de todos los demás artilugios? ¿Consigue Gerbrands hacer el trabajo con cifras razonables?» Hacía
tiempo que yo estaba pensando en una palanca y un distribuidor de alimento que no fueran eléctricos. En la
época en que Julius Wahl me estaba construyendo el clavicordio, había hablado con él sobre los
extraordinarios instrumentos utilizados por los constructores de pianos, tan maravillosamente sutiles a la vez
que tan dignos de confianza: ejes de madera, tiras y amortiguadores de cuero y soporte de fieltro. Pese a que mi
intención era seguir manteniéndome fiel al latón, consideré que podía construir una «caja de problemas»
totalmente mecánica siguiendo unas normas similares. Ralph pensó lo mismo y construyó una de acuerdo con
mis proyectos. Cuando fui a Colgate para participar en una reunión de la Asociación de Psicología del norte del
estado de Nueva York, llevé la caja a Fred.
Aquel año Fred estaba encargado de la reunión anual y me había invitado como principal orador.
Previamente me envió algunos detalles:
«Como nota sorpresa de los acontecimientos que van a desarrollarse pienso enviar una invitación al doctor
Kline y esposa (en Skidmore) para el banquete del viernes noche. Kline está volviéndose cada día más viejo y
más sordo y este año piensa retirarse de Skidmore para irse a vivir a una granja de Virginia de la que hace
mucho tiempo está enamorado. Es un tipo estupendo que se merece esta ovación. Moore (presidente de
Skidmore, psicólogo) ha prometido cancelar todos sus compromisos para dedicar a los Kline un saludo de
despedida de cinco a diez minutos de duración antes de que tú sueltes tu rollo. En la mesa del orador
(iluminada por Donald [Laird], si logra salirse con la suya) estarán, qué duda cabe, Moore; Cuiten (nuestro
presidente, para saludar a chicos y chicas); el doctor Kline y su esposa; "el famoso psicólogo de Harvard, B. F.
Skinner", como decían la semana pasada los periódicos de Nueva York; y tu afectísimo servidor. Habrá que
vestirse de etiqueta, o sea que no te olvides del smoking. Pero, por encima de todo, no te olvides de traer el
aparato.»
Mi contestación fue la siguiente:
«Procura que Donald elimine las luces y haz todo lo que puedas para impedir la publicidad. Está más que
claro que no pienso presentar ningún rayo cósmico ni tampoco ningún aparato que permita leer los
pensamientos por medio de la electricidad. El plan que me propongo presentar es el siguiente: distinguir entre
ciertos intereses dentro de la psicología, especialmente entre ciencia aplicada (y clínica) y ciencia pura.
Después, poner de relieve la necesidad de (1) rigor de definición, (2) pulcritud en la experimentación y (3), por
encima de todo, trabajo con individuos en un campo puro (no con dos docenas de ratas seleccionadas). Como
ejemplo de lo que pretendo, trazaré una docena de curvas de diferentes tipos y las describiré primeramente en
vernáculo, aportando todo un conjunto de teorías ideológicas, etc. Después seguiré insistiendo sobre lo mismo
(para que la gente se sienta a gusto) y lo formularé bajo el aspecto de reflejos. Objetivo: demostrar la
simplicidad de las hipótesis. Resumen: un alegato en favor del mantenimiento de una ciencia pura como base
de la tecnología (con unas cuantas palabras halagadoras para los clínicos) + unas cuantas curvas regulares pour
épater les buorgeousies [sic] ... [Contaba con algunas curvas de extinción sumamente regulares y lo dispuse
todo de manera que permaneciesen proyectadas en pantalla durante un buen rato].»
Los Laird ofrecieron una fiesta en su casa en la que abundaron los licores tanto como los chistes subidos
de tono. Después de la misma llevé a dar un paseo en mi coche a una joven psiquiatra, encantadora por más
señas, que procedía de Utica. Cuando volvimos, la señora Laird nos recibió en la puerta de su casa y me borró
del rostro los restos de carmín. Posteriormente escribiría a Fred: «Espero que no se notase demasiado mi
desaparición y que no molestase a nadie.»
Una rata podía apretar una palanca de muchas maneras diferentes y, pese a que las respuestas eran bastante
similares a medida que iba avanzando el experimento, subsistían diferencias que podían ser importantes.
Dejando aparte la cuestión de si las presiones contribuían de igual manera a una tasa de respuesta como una
medida de fuerza o bien a una reserva de respuestas no presentadas, subsistía la cuestión de cómo podría
cambiarse la forma o topografía.
Diseñé (y Ralph construyó) un aparato que no sólo registraba la fuerza con que la rata apretaba la palanca,
sino que seleccionaba ciertos valores para el reforzamiento. En marzo de 1935 informé a Fred de lo siguiente:
«Tengo bastante buen material sobre Discriminación de la Fuerza de la Respuesta. Presionar la palanca fácil o
difícilmente... etc.».
Normalmente, una rata apretaba la palanca con una fuerza que oscilaba en torno a un valor medio. Cuando
yo me limitaba a reforzar las respuestas que estaban por encima de un determinado valor, subía el valor medio.
Entonces aparecían respuestas todavía más enérgicas y podía seleccionar nuevos valores para su reforzamiento.
El valor medio subía todavía más y podía seleccionar nuevamente respuestas todavía más enérgicas.
Cuando volvía a reforzar prescindiendo de la fuerza, bajaba rápidamente el valor medio. Durante la
extinción, había unas cuantas presiones primeras particularmente fuertes, pero las presiones que las seguían
inmediatamente iban haciéndose más débiles. (También se debilitaban durante la extinción, incluso cuando no
había reforzado diferencialmente aunque, de todos modos, la palanca ordinaria selecciona respuestas
suficientemente fuertes para moverla.) Cuando seleccionaba una respuesta fuerte ocasional para el
reforzamiento periódico, la rata presionaba con más fuerza, pero no variaba su tasa de respuesta.
Las respuestas relativamente débiles eran difíciles de reforzar, porque su fuerza normal era ya baja, pero
una vez establecidas las respuestas fuertes, la fuerza bajaba rápidamente cuando yo exigía respuestas más
débiles.
Otra propiedad que podía reforzar diferencialmente era la duración del tiempo que la rata mantenía bajada
la palanca y, exigiéndole que la mantuviera baja cada vez más tiempo, conseguía alargar la duración a treinta
segundos. Pronto se hizo manifiesto que había dos respuestas conflictivas: apretar y mantener bajada la
palanca. De vez en cuando se producía una explosión de respuestas muy breves, como si la rata quisiera
«liberarse de un determinado número de presiones» antes de mantener baja la palanca el tiempo suficiente.
Además, la duración no disminuía durante la extinción, como ocurría con la fuerza; en lugar de ello, las ratas
solían mantener baja la palanca más tiempo a medida que se debilitaba la presión.
Las contingencias que especificaban las propiedades de un estímulo eran completamente diferentes de las
que especificaban las propiedades de una respuesta y comencé a distinguir la discriminación de estímulos y la
diferenciación de respuestas. (Por supuesto que era posible combinar las contingencias, como cuando se
reforzaban las respuestas fuertes a la luz y las respuestas débiles a oscuras.)

En 1934, la Clark University Press dio a luz una nueva edición de A Handbook of General Psychology
(Manual de psicología general), y yo me encargué de su recensión ex cathedra. Dejé sentado que la psicología
todavía no se había pasado totalmente a mi campo. Crozier seguía hablando de tropismos, concepto que no era
«extensible a la conducta más compleja del aprendizaje, la emoción, etcétera, y al propio tiempo... no lo
suficientemente simple como para ser de utilidad en el análisis de mecanismos parciales tales como los utilizados
en el mantenimiento de la postura». El profesor Cannon definía «el hambre y la sed como sensaciones», pero «no
se ocupa para nada de cómo el hambre y la sed "exigen insistentemente tomar alimento o beber agua o fluidos
acuosos" ni de cómo influyen en el estado de los reflejos condicionados basados en estos "impulsos"». El profesor
Hunter, «
en un capítulo dedicado a «Estudios experimentales del aprendizaje», «se limita al uso de los conceptos de
estímulo y respuesta y de hábito. Considero apropiado afirmar que el concepto de hábito no es una unidad
analítica conclu- yente». El capítulo del profesor Lashley sobre «Mecanismos nerviosos del aprendizaje» no
había sido revisado pero, puesto que su autor había llegado a la conclusión de que «es dudoso que sepamos
más cosas sobre los mecanismos [fisiológicos] del aprendizaje que Descartes cuando describió la abertura de
los poros de los nervios como resultado del paso de espíritus animales», era dudoso que ningún hecho reciente
pudiera «hacer tambalear una convicción tan profunda». Celebré la decisión de los editores en cuanto a situar
los capítulos sobre sensación y percepción al final del libro y no al principio como en tantos textos de
psicología. Sobre cada cuestión tenía algo que decir, a menudo elogiando el texto a base de censuras leves.
Quise dar un golpe bajo: «El capítulo sobre Chemoreception, del profesor Crozier, está prácticamente igual
salvo en el hecho de haberse retirado al profesor Parker como co-autor». La estrella de Crozier se había
eclipsado. A Conant no le gustó nunca y, tan pronto como fue nombrado presidente, la Fisiología general se
vio envuelta en problemas. Yo había escrito a Fred: «En el laboratorio ha habido una gran agitación que ha
tenido en vilo a todo el mundo. Pincus y Castle han vuelto a ser nombrados por puro milagro. Hay otros que
todavía están en el aire.» No pasaría mucho tiempo antes de que el gran imperio de Crozier quedara reducido a
su despacho y a su laboratorio. Con todo, yo le debía demasiado para aludir de este modo al viraje de su buena
estrella. En realidad, yo no sabía llevar con corrección mi escrito o el prestigio de mi beca.
A primeros de junio volví a Monhegan y, a los pocos días de haber llegado, escribí a Fred:
«Toda la gente de la isla ha ido a la iglesia, dejando para mí la noche y el oscuro océano. Me he propuesto
escribir durante un tiempo. Llegué el lunes y espero quedarme todo el verano. Hasta ahora he cumplido la
promesa de trabajar en el libro [sobre conducta verbal] durante seis horas al día. Esto supone unas quinientas
horas durante todo el verano... y, si con esto no lo acabo, ¡al diablo con él! A propósito, acabo de tener una
revelación: ¡qué bien se trabaja cuando uno se atiene al reloj! Tengo el tiempo calculado al minuto. El
resultado es que continúo en la brecha cuando, normalmente, estaría cansado para seguir. Me doy cuenta de
que me he tenido demasiadas contemplaciones. He dejado demasiadas cosas a merced de mi subconsciente.
»E1 libro va a ser bueno. Tengo la plena seguridad. Los lingüistas se mofarán de él —la mayoría de
ellos— y los psicólogos no van a leérselo. Pero el libro es bueno. Por debajo de lo que parece una enorme
complejidad (debido a que, realmente, es una novedad) existe una inmensa simplificación. Mucha más de la
que yo esperaba. Comienzo a preguntarme por qué me obstiné tanto en confiar en el estímulo y la respuesta.
Ahora estoy recibiendo el pago. Te debo mucho a ti, esto lo sé. Y es probable que los dos debamos bastante a
la obvia estupidez de la oposición.»
Fred me envió algunos resultados de los experimentos realizados con su nuevo aparato. Su primera rata
había aprendido a apretar la palanca prácticamente al instante, pese a no haberla condicionado previamente con
el ruido del depósito. Quedé sorprendido, pero complacido, y le escribí: «¡Bien por la rata número 1! ¿Las
demás hacen lo mismo?» A mediados de agosto le escribí: «Voy a tomarme una semana de vacaciones del
manuscrito, que me ha provocado un agotamiento cerebral terrible. No va todo lo aprisa que yo querría, pero
más de lo que esperaba en un principio. O sea que no puedo quejarme.»
A finales del verano había contabilizado seiscientas horas de trabajo. Ivor Richards había hablado a Ogden
de mi libro, quien dijo que le gustaría ver el manuscrito para la Biblioteca Internacional de Psicología,
Filosofía y Método Científico, pero todavía faltaba mucho para terminarlo.
El verano no se redujo sólo a trabajar. Acordándome de aquel libro sobre la vita monastica que había leído
durante el año de tinieblas que precedió a mi traslado a Harvard, inicié un pequeño jardín. También quise
poner a prueba mi habilidad en la pintura. Rockwell Kent había vivido muchos veranos en Monhegan y tenía
unas cuantas pinturas de la isla que eran famosas. Todavía seguían constituyendo una parte importante del
paisaje otros artistas menos celebrados y era corriente encontrar en los rocosos promontorios restos de alguna
paleta: azules, verdes, junto a los sienas de las algas marinas. Durante .el invierno había asistido a clases de
dibujo al natural. (Una de las modelos era una estudiante que se acababa de graduar con los máximos honores
en una de las mejores universidades femeninas. Había perdido interés por la vida y en aquella época se
dedicaba a las más extrañas ocupaciones para subvenir a sus necesidades. Yo le había proporcionado algún
trabajo como mecanógrafa pero, como era amiga de una muchacha cuya compañía yo frecuentaba en aquellos
momentos, no quise llevar nuestro trato hasta el nivel de una relación más íntima.) Yo me había preparado para
el verano adquiriendo pinturas al óleo, pinceles, telas y tensores, aparte de tablas. Me dedicaba a pintar temas
muy manidos: el faro, el edificio de la sirena de niebla y Cathedral Woods.
Marianne estaba ausente de la isla, pero hice otros amigos. Un día llegó al Trailing Yew, un hombre alto,
con barba, acompañado de sus encantadoras hijas, de unos diez y doce años de edad. Al principio se mostraba
un tanto distante y a mí me imponía un poco hasta que un día, ante el pórtico del hotel y a luz del atardecer, le
oí mencionar algo sobre La Physiologie du gout. Intervine para decirle que había leído a Brillat-Savarin y fue
como cuando dos espías se pasan el santo y seña.
Se llamaba Bill Sewell y sus padres se contaban entre los primeros artistas que habían veraneado en la isla.
Acababa de divorciarse y disfrutaba de la custodia de sus hijas durante el verano, que aprovechaba para
hacerles conocer la isla igual que la había conocido él siendo niño. Tocaba la guitarra, no como un virtuoso
pero sí para acompañar canciones populares. Yo, por mi parte, hice un pedido a Sears Roebuck para que me
enviaran una armónica cromática. Se sumó a la partida una muchacha, Eleanor Congdon, recién llegada al
hotel. Poseía una hermosa voz, pero era bastante tímida. Quise dedicarme a hacerla salir del cascarón y compré
un libro de canciones de Schumann, que ella cantaba mientras yo la acompañaba con el órgano del salón.
Construí toda una serie de cometas, entre ellas una inspirada en el autogiro, aeroplano de alas giratorias
que por aquel entonces gozaba de gran popularidad. La cometa giraba en el aire como un molino de viento.
Enviamos en dirección a Europa unas cuantas cometas malayas de pequeño tamaño, con unas cuantas piezas
transversales de madera atadas a unos pies de distancia cerca de los extremos de las cuerdas. Un día de viento
fuerte sólo hubo dos que permanecieran en el agua y pudimos ver la cometa mientras seguía a toda velocidad.
Cuando decayó el viento, cayeron más piezas al agua y aumentó la fuerza que mantenía la cometa en vuelo.
Construí también un artilugio que, unido a una cometa más grande, abría una bolsa de confetti cuando recibía
el golpe de un disco que el viento hacía subir por la cuerda.
La fiebre del heno que yo padecía iba de mal en peor. Un médico que estaba en el hotel me recetó
cigarrillos Lobelia. Mandé a buscar un buen surtido y, mientras trabajaba, mantenía la diminuta habitación
llena de humo. Posiblemente ejerció efectos psicodélicos sobre mí.
Aquel verano fue para mí una muestra de la grata combinación de intenso trabajo y placenteros
pasatiempos que me aguardaban en otoño, gracias a los fundadores de la Sociedad de Becarios. La «suite» que
disfrutaba en la Winthrop House me pareció más acogedora y ahora olía a trementina y a pintura al óleo.
Seguían siendo estimulantes las charlas con tutores y graduados durante las cenas y a la hora del café en el
Salón de los Séniors. Ken Galbraith se había mudado también a la Winthrop House y era uno de nuestros más
articulados colegas. Cada lunes por la noche teníamos un invitado distinguido a la cena de la Sociedad. Se
había instalado una bodega de excelente vino y alguien había regalado un carrito de plata que hacía circular
rápidamente el oporto alrededor de la mesa una vez terminada la cena. Figuraban entre los becarios jóvenes,
que eran ahora mayoría, Harry Levin, George Homans, Bright Wilson (yo actué de padrino en su boda) y John
Bardeen (que con el tiempo cosecharía dos Premios Nobel). Nuestras conversaciones, sin embargo, no siempre
versaban sobre temas eruditos. Una noche, después de que se fueran los Séniors, nos dedicamos a recopilar
refranes obscenos; alguien fue a buscar una máquina de escribir y reunimos más de cincuenta. También nos
ocupamos en componer otros nuevos a costa de nuestros colegas.
Pese a todas estas cosas, seguía trabajando de firme. Solía levantarme temprano, escribía hasta que se
abría el comedor donde desayunaba, me dirigía a pie al laboratorio y, en el curso de la mañana, realizaba mis
experimentos. Acostumbraba a comer con los compañeros en un restaurante de blancas baldosas situado en
Harvard Square y por la tarde regresaba a mi despacho, para trabajar en registros.
Una magnífica mañana de domingo fui al edificio de Biología y bajé al laboratorio del sótano. Coloqué a
las ratas en sus cajas y puse en funcionamiento el equipo de programación. Todavía seguía utilizando
interruptores de circuito y los impulsos de la fricción que se producían debajo de los cuatro discos emitían una
especie de pulsación rítmica: di-dah-di-di-dah, di-dah-di-di-dah. De repente, me oí decir: «Tú nunca saldrás,
tú nunca saldrás». Era evidente que el estímulo rítmico acababa de producir aquel efecto que Sherrington llama
adición. Una respuesta imitativa había unido sus fuerzas a una conducta latente que yo atribuía a un origen
bastante obvio: me encontraba prisionero en mi laboratorio en un día maravilloso.
Consideré que aquel efecto merecía estudio. Hacía unos pocos años que habían salido al mercado los
fonógrafos eléctricos y, a medida que se sucedían los avances técnicos, los antiguos motores de las platinas
giradiscos iban vendiéndose a precios cada vez más bajos. Ya me había servido de ellos anteriormente, pero
ahora quise transformar uno en un artilugio que produjera una ilimitada variedad de pautas rítmicas. Los ritmos
de los tambores de percusión, por ingeniosas que sean las improvisaciones a que obedezcan, siguen las
frecuencias naturales de brazos y palillos. Pero el instrumento que yo fabriqué conseguía sorprendentes
innovaciones, muchas de las cuales obtenían el efecto que yo andaba buscando. Después de prestar atención
durante unos segundos, uno acababa murmurando unas palabras que encajaban con la pauta rítmica escuchada.
Cuando estuvieron a verme Jim y Via Agee, que entonces vivían en Nueva York, Jim se mostró muy intrigado.
Aquello, precisamente, era lo que necesitaba un poeta novel que quisiera desencadenar una determinada
conducta verbal.
Había una mejora obvia: si el instrumento generaba tonos a la vez que chasquidos, crearía unas líneas
melódicas, algunas tal vez demasiado sutiles para poderlas captar compositores o instrumentistas humanos.
Pero se podía trabajar en otra mejora más asequible: podían sustituirse los chasqudios por sonidos lingüísticos.
En un libro de Sir Richard Paget, titulado Human Speech (Lenguaje humano), había leído que ciertos tubos de
órgano emitían sonidos vocálicos. Si la máquina rítmica que yo me había fabricado abría las válvulas de estos
tubos, entonces presentaría unos esquemas mucho más parecidos al lenguaje. Preguntando a la gente qué
quería yo hacer decir a los tubos, recogería muestras de lenguaje «significativas» en el sentido freudiano.
Aquellas muestras vendrían a ser algo así como manchas de tinta auditivas y evocarían una conducta verbal
latente muy marcada.
La empresa constructora de órganos que había fabricado los tubos de Paget no pudo darme ninguna
orientación. Acudí, pues, a la Aeolian-Skinner Organ Company, de Boston, y hablé con su director técnico, G.
Donald Harrison. Le enseñé el libro de Paget y me dijo que podía copiar los tubos, aunque no inmediatamente.
Decidí no esperar y volví al fonógrafo. F. C. Packard, profesor ayudante de Oratoria pública, que estaba
entonces registrando voces de estudiantes en discos de 78 revoluciones, se ofreció a venir en mi ayuda. Hice
unas listas de sonidos vocálicos organizados siguiendo diferentes esquemas. Los sonidos acentuados eran a, e,
i y o largas y ah y oo abiertas. Los combiné con un sonido átono, como la u de «up», para componer muestras
como «uh-Oh-Ah-uh» o «uh-uh-I-E-uh». Pronunciados en voz muy baja o con un sonido de fondo, sonaban
como cuando uno oye hablar a través de una pared. Diseñé un adminículo que, incorporado a mi fonógrafo
portátil, captase un esquema aislado y lo repitiese indefinidamente y Ralph me lo construyó en el taller del
departamento.
Hablé a Harry Murray, de la Clínica de Psicología, sobre mi experimento. Junto con un equipo de
asociados y de estudiantes graduados, él estaba trabajando en la apercepción temática, con la que parecía estar
relacionado el «sumador verbal», nombre que yo había dado a mi aparato. Harry me proporcionó una
habitación en la Clínica de Psicología y se encargó de contratar individuos. Descubrí que podía recoger más de
cien respuestas en una hora con sólo pedir a un individuo que escuchara una determinada pauta todo el tiempo
que deseara y me repitiera después lo que había entendido.
Lo que decía solía ser «significativo». Cuando mostré el aparato a uno de los psiquiatras de la clínica y lo
escuchó emitir los sonidos I-uh-uh-A-uh, dijo al momento:
—Ya sé qué dice. Dice: «Soy un traidor.» Y también sé por qué lo dice. Acabo de decir a una paciente
que puedo ayudarla y no lo veo nada claro.
Uno de los sujetos con los que trabajé, caracterizado por su carácter compulsivo, no oía más que órdenes y
críticas, emitidas por lo que un psicoanalista hubiera llamado un superego cruel. (Uno de los individuos oyó
frases en croata, idioma que él hablaba siendo niño, y como yo decía que sabía lo que decía la voz, no me
atreví a pedirle que deletrease sus respuestas.) Aparte del tema básico, había otras asociaciones internas.
Algunas respuestas parecían retruécanos u otros tipos de juegos de palabras. A veces una secuencia parecía
formar parte de un diálogo.
Escribí a Fred que, pese a que el sumador verbal era «resultado de unas deducciones teóricas del libro del
lenguaje», demostraba ser «un aparato para revelar los complejos».
«Se limita a repetir una y otra vez una serie de sonidos vocálicos hasta que el individuo acaba por entender
algo al escucharlos. Lo que lee el sujeto es, en realidad, lo que él tiene en su cabeza. En resumen, este
instrumento permite al subconsciente verbalizarse gracias a la adición de reflejos imitativos. Si continúa dando
tan buenos resultados como hasta ahora, dará qué hablar. Pasará a convertirse en aparato corriente para todo
psiquiatra clínico, puesto que reduce a una pequeñísima fracción de tiempo el requerido para localizar unos
complejos. Pienso probarlo con algunos chiflados del Hospital del Estado.»
Pero más adelante recuperé mi indiferencia científica. Le dije a Fred que mi trabajo «estaba provocando
muchísimos comentarios y es más o menos una de estas cosas tan del gusto de los psicólogos. Quant á moi, ga
m'est égah.
Más adelatne volví a escribirle: «El experimento del lenguaje sigue haciendo ruido. Espero sacar un
trabajo este mismo mes.» En el trabajo incluía algunos protocolos y un análisis de las frecuencias de las
palabras recogidas. Lo envié a Murchinson, que en aquellos momentos estaba poniendo en marcha una revista
en la que, si un artículo era aceptado, se publicaba inmediatamente y sólo más tarde se divulgaba entre los
suscriptores a través de los números trimestrales. En su respuesta, Fred me daba una pista: «A propósito, hay
un poeta inglés cuyo nombre es Auden o Audin, que ha experimentado con ciertas rimas (o ausencias de rima)
dentro de esta misma línea: gay-guy; house-horse. En fin, cosas que pueden o no ser poesía, pero que son un
buen ejemplo del campo que cubre tu sumador. Auden es "ganz modera", comunístico y Gertrude Steinístico,
pero a lo mejor te interesa... en caso de que no lo conozcas ya.»
Yo concedía mucho tiempo a la música. En Paine Hall de vez en cuando se escuchaban cuartetos de
cuerda y tanto en el Boston como en el Teatro Sanders escuché a la Boston Symphony. Vi una o dos óperas,
aunque no especialmente por su música. Helen Olheim, una amiga mía de las fiestas del Hamilton College,
cantaba en el Met y vino a Boston para interpretar el papel de Frederick en Mignon, papel masculino pero que
suele representar una contralto. (Me encontraba en su camerino cuando entró en él el director para recordarle,
evidentemente no por vez primera, que andase como un hombre.) Y un año o dos después, cuando la vi en el
papel de Micaela en Carmen, en Nueva York, consideré con satisfacción mis progresos como entendido. En
quince breves años había ascendido desde aquel palco del Met, en cuya delantera nos sentábamos mi hermano
y yo con nuestros trajes de «tweed» recién estrenados, hasta el camerino de una de las estrellas y cuando una
amiga de Helen abrió la puerta para decir: «¡Qué nochecita tiene Pinza! », supe que había llegado a la cúspide.
(Mi clarividencia como crítico musical se vio confirmada. Durante el año negro que pasé en Scranton, y en
una de las críticas que había escrito para un periódico, había elogiado un tenor llamado Theodore Jones. Como
dije entonces, era un cantante que igualmente podía «pasarse al campo del oratorio, como de la ópera o del
concierto, según cuál fuera su deseo». Cabría perdonarme por no haber mencionado el cine, puesto que por
aquel entonces todavía era mudo, pero Theodore Jones cambió después su nombre por el de Alian Jones y
ahora uno podía verlo y oírlo en el cine hablado.)
A finales de 1934 tuve, encuadernadas, todas las separatas de mis artículos, de las que envié ejemplares a
mis padres y a la biblioteca del Hamilton College. Tenía proyectado publicar un libro. Escribí a Fred: «He
realizado toda una larga serie de agotadores experimentos, de una manera seguida y desde el 1° de septiembre.
Pero tengo muchísimo material nuevo. Durante el mes de enero pienso darle forma junto con un esquema
general del libro experimental. Quiero publicarlo antes que el libro sobre el lenguaje por motivos estratégicos.
Harpers quiere ver los dos, pero a mí me parece que no están en su línea.» Un mes después escribía a Hull:
«Me parece que nunca dispondré de suficiente material para corroborar de una manera general el esquema del
conductismo que esbocé por vez primera en El concepto de reflejo (1931), pero espero recopilar todas mis
investigaciones dentro del presente año.» En abril dije a Fred: «El libro va muy bien. ¿Qué te parece si leyeras
el manuscrito en su forma final? "Tengo contraída una deuda de gratitud con mi antiguo colega el doctor F. S.
Keller...".» En mayo me interesaba por un experimento que Fred estaba realizando: «Podría utilizar para el
libro los resultados que obtengas. Dicho sea de paso, el libro está superando todos mis cálculos, en el sentido
de que van desapareciendo los problemas (con una nota de gratitud al pie dedicada a mi distinguido colega).»
Los fundadores de la Sociedad de Becarios debían saber que era positivo reclutar a jóvenes estudiantes para la
facultad de Harvard. Las universidades de todo el país enviarían algunas de sus mejores promesas y era muy
posible que, después de transcurridos unos cuantos años en Harvard, quisieran quedarse. Durante el segundo
año de disfrute de la beca, el decano Murdock escribió a los becarios jóvenes pidiéndoles que dieran
oportunidad a Harvard de considerar su caso antes de aceptar un puesto fuera. Desgraciadamente yo no me
encontraba en situación de responder a la petición, puesto que no había nadie que me hubiera hecho ninguna
oferta.
Como no la tuve tampoco un año después, a medida que se iba aproximando el final de la beca que
disfrutaba. No podían volver a dármela porque me habían elegido como si me encontrara ya en un segundo
período. La Depresión estaba en su peor momento y escaseaba el trabajo. Durante cinco años y medio que duró
el post-docto- rado había estado en libertad de seguir completamente mis intereses a mi propio ritmo. Había
vivido en un sitio confortable y había tenido ocasión de intercambiar ideas con otros colegas. No podía aspirar
a oportunidad mejor para abrirme camino como psicólogo, pero ahora debía pagar la cuenta. Los que
pertenecían a mi promoción —hombres como Hilgard, Marquis, Wendt y Graham
— se estaban abriendo camino hacia el escalafón académico, mientras yo todavía
andaba buscando a tientas el primer peldaño.
Mi «plan de campaña para los años treinta-sesenta» no hablaba de un puesto de trabajo. Si yo había
elegido aquel campo, no lo había hecho por su popularidad sino porque me interesaba realmente. No había
hecho ningún esfuerzo para relacionar mi labor con la de otros que trabajaban en el mismo campo que yo,
como otros no habían tenido motivos para relacionar su trabajo con el mío. Había publicado un gran número de
trabajos, pero no estaban dentro de la gran corriente de la psicología americana y casi nunca eran citados.
Aunque Lashley decía que le gustaba mi trabajo sobre el concepto del reflejo, no se había referido nunca a él
en letra impresa. Hunter me respaldaba desde el punto de vista profesional pero, en realidad, no entendía mis
investigaciones. No había nadie que realizase trabajo publicable con mis métodos (Fred comenzaba a trabajar
por aquel entonces) y la curva acumulativa seguía considerándose una curiosidad.
Poca ayuda podía esperar de Crozier. No era hombre al que uno se dirigiese cuando buscaba un psicólogo
y su posición también era inestable. El Departamento de Psicología me tenía por un desertor. Conant y yo nos
sentíamos mutuamente molestos y, por otra parte, el episodio de Lashley tampoco había propiciado el apoyo
del departamento. No es que mi precio en el mercado fuera inasequible para muchos, puesto que no tenía
precio ninguno, pero venía rodeado de una cierta fama y los departamentos con presupuestos a la escala de la
Depresión buscaban principiantes. Y encima, sobre mí pesaba el inconveniente casi insuperable de que carecía
de méritos escolares. Apenas sabía nada de psicología. Los cursos sistemáticos de Boring eran los vestigios de
una tradición moribunda. No había hecho en mi vida un curso de psicología social ni de psicología infantil.
Harry Murray no se había ocupado a fondo de la psicología anormal. Gordon Allport se había incorporado a la
facultad después de asistir yo a las clases que necesitaba y no había aprendido nada de él sobre la personalidad.
Hubiera podido aprender algo sobre pruebas de tipo mental trabajando con Freddie Wells, de la Facultad de
Medicina, o algo sobre educación y mediciones de tipo mental con Walter Dearbon y Phil Rulon (cuyos
laboratorios estaban en Emerson Hall), pero no me había adentrado por aquellos campos. Ni siquiera había
leído nunca un texto de psicología considerada como un todo. Incluso en la faceta de la psicología animal,
sabía poco acerca de los errores cometidos por las ratas en los laberintos o del número de opciones realizadas
antes de aprender una discriminación o de los procesos simbólicos o del discernimiento de los primates... y
tampoco tenía ningún interés en enterarme de aquellas cosas.
Escribí a Hull y éste me contestó que le disgustaba ver que Harvard no apreciaba «la espléndida labor que
has hecho». En el mismo correo que le había traído mi carta había recibido una petición del presidente de la
Northwestern University. Le solicitaban «un hombre fuerte» y les había escrito recomendándome. (Era
evidente que Yale, por aquel entonces, había situado ya a su promoción de estudiantes graduados.) Debía
enviar al presidente una colección de separatas de mis artículos, sin ninguna carta, y «esperar sentado». Esperé
sentado y más adelante informé a Fred: «He perdido el puesto de la Northwestern por falta de experiencia en la
enseñanza».
Fred me escribió apuntando otra posibilidad:
«El jueves pasado hablé con el grupo del seminario de [Floyd] Allport... en Syracuse midiendo bien las
palabras al hablar de tu persona. Necesitan indefectiblemente una persona que les organice un auténtico
laboratorio animal y que preste solidez al departamento... ¿Te importaría que escribiese a Thelin (el director de
Syracuse) o me entrevistase con él sobre la necesidad de que tengan una persona que les organice bien las
cosas? En realidad, el puesto no es malo, aun cuando la mayoría del personal me parece bastante gris.»
En la carta de respuesta a Fred, añadí una post-data: «El trabajo de Syracuse, cógelo tú, ¡chiflado!».
No tenía la sensación de que la profesión me debiera un puesto ni tampoco que hubiera que hacer nada con
un sistema en el cual no existía un lugar para mí. No me quejaba de mi suerte. Había llegado el momento en
que me hacía falta trabajo y lo único que debía hacer era seguir buscando. Estaba dispuesto a coger lo que
saliese.
Había tenido un primer contacto con el Hospital Estatal de Worcester, Massachusetts, y de pronto un día Paul
Huston, antiguo estudiante graduado, me escribió en 1932 para preguntarme si era posible aplicar mis métodos
a los seres humanos. Si hubiera dispuesto de los medios necesarios, habría repetido mis experimentos con ratas
a \as que se había inyectado sangre procedente de seres normales y de psicópatas pero, ¿podía hacerse también
con seres humanos?
David Shakow y Saúl Rosenzweig, que formaban también parte del personal de Worcester, estaban
interesados en mi trabajo y me pidieron que fuera al hospital para dar un coloquio sobre conductismo. Mi
habitación comunicaba con un departamento del hospital. Me dieron aos llaves: una para entrar en el edificio y
otra para encerrarme en la habitación por dentro, al objeto de aislarme de los pacientes. De regreso de una
fiesta en casa de los Shakow, ya tarde, penetré en el silencioso edificio. Descubrí entonces que me habían dado
una llave equivocada y que no podía cerrarme por dentro. Debía dormir expuesto a los posibles vagabundeos
de los psicópatas. Aquella noche tuve un sueño muy simple y que expresaba el cumplimiento de mis deseos:
era por la mañana temprano y yo estaba contando a mis amigos el divertido apuro que había pasado.
Tratamos de la posibilidad de realizar algunos experimentos análogos a los de la presión de la palanca,
pero con seres humanos, y encargamos a uno de los pacientes, un habilidoso carpintero —cuando
estaba de buenas—, que construyese la habitación apropiada para realizarlos.
Desgraciaoamente, se sumió en una profunda depresión cuando la habitación estaba a medio construir y los
experimentos no llegaron a realizarse nunca.
En 1936, Paul había abandonado el hospital, pero Dave y Saúl seguían en él, dispuestos a probar el
sumador verbal. Para evitar las implicaciones teóricas de la «adición», lo rebautizaron con el nombre de
«tautófono». (Boring tampoco tardaría en echarme en cara el neologismo: «¿Por qué llamar a aquella cosa tan
interesante un sumador verbal?») El «tautófono» podría utilizarse como una especie de prueba Rorschach
auditiva, con la ventaja de que el experimentador podría controlar fácilmente tanto el nivel de complejidad del
estímulo como el número de repeticiones. Elaboraron una clasificación de las respuestas para indicar cosas
como la sugestibilidad, la rigidez y la referencia humana. Y encontraron también respuestas «significativas».
Un paciente aquejado de complejo de inferioridad muy marcado oyó: «Eres un fracasado». Era algo
hipocondríaco y oyó: «Te han estropeado la bilis». Había estudiado para cura y oía muchas respuestas
religiosas, como «Una hora de fe», «Cada hora de fe» y «Padre O'Connor». Su problema se había centrado en
torno a la emancipación de la tutela de su madre y oyó también: «Obedécela».
Mi punto de vista con respecto a que la extinción no era otra cosa que el agotamiento de una reserva de
respuestas se encontraba amenazado por otro efecto que Pavlov había llamado «recuperación espontánea».
Cuando un reflejo condicionado experimenta extinción a lo largo de una serie de sesiones diarias, se produce
una secreción salivar más abundante al principio de cada nueva sesión, como si durante la noche el reflejo se
hubiera recuperado de la «inhibición». También mis ratas apretaban la palanca más rápidamente al principio de
cada sesión cuando se extinguía su conducta. Aconsejé a Fred que, si tenía algunas ratas que estuvieran
terminando un experimento en el cual no hubieran pasado por la extinción, debía someterlas a extinción
durante cuatro o cinco días, dejar las ratas aparte por espacio de unos cuantos meses, volverlas a situar al
mismo nivel de privación y seguir extinguiendo. «Si hay mucha recuperación espontánea, volverás a tener
curvas grandes. Sospecho que lo que Pavlov quiere indicar por recuperación completa es que la fuerza
momentánea vuelve a la normal. Es decir, que las nuevas curvas comenzarán aproximadamente con la misma
tasa de respuesta. Pero deberán bajar mucho más rápidamente...»
Fred realizó el experimeto, como también oti°o mucho más elaborado y en «el libro» me serví de sus
resultados.
En abril de 1936, cuando estaba terminándose el período de mi beca en calidad de Júnior, envié a Fred una
carta que tal vez constituya la muestra más evidente de mi postura tanto teórica como experimental, así como
de mi vida personal en aquel momento. Fred se proponía llevar a cabo un experimento detallado sobre el
impulso. Yo comenzaba de la manera siguiente:
«La primera sensación que tengo es de tipo general: no cuentas con el equipo necesario para hacer un
trabajo que te satisfaga. El viejo Calvin Stone se ocupa de lo mismo, Dios sabe con cuántas ratas, y aun así los
resultados que obtiene no son totalmente fiables. Se trata en gran parte de su método (la obstrucción de
Columbia), pero a mí me da la impresión de que éstos se cuentan entre los fenómenos más variables. Además,
tú luchas contra una enorme cantidad de trabajo médico escolar... Ultimamente he leído algo sobre el hambre y
los vínculos sexuales del ciclo estral, pero no recuerdo dónde. Me gustaría que este trabajo, además de tú, lo
hiciera un psicólogo. Yo no podría, a menos de contar con un fuerte respaldo monetario... La sensación que
tengo en este momento es que las curvas del hambre, tales como la frecuencia de comer durante la ingestión,
nos resultan útiles para controlar la motivación, pero que el problema básico es el condicionamiento y que, de
momento, sólo quiero saber lo necesario para mantener el comportamiento variable.
El único problema con que nos enfrentamos los con- ductistas es una clasificación de los tipos de impulsos
que, según ahora veo, se reduce a las clases de estímulos reforzantes que se tienen a mano. Los grupos
importantes de impulsos —hambre y sexualidad— son ejemplos muy destacados
y son peculiares en el aspecto de estar vinculados a reacciones
incondicionadas e internas. Sin embargo, la peculiar naturaleza del
condicionamiento del Tipo I (o, como lo llamo yo ahora, del Tipo R) es
que se supone que todo estímulo reforzante pertenece a un impulso...»
La argumentación que yo hacía era que, si se reforzaba con alimento la presión de una palanca, la
conducta sólo se controlaba posteriormente cambiando el nivel de privación de alimento. La palanca, como
estímulo discrimi- nativo, es importante (podemos eliminarla para impedir que se produzca la conducta), pero
el control que ejerce cuando está presente depende de la privación. Como ejemplo: un hombre fuma en pipa
debido a ciertas consecuencias reforzantes; ¿cómo podemos hacer más o menos probable que fume? Podemos
impedir que fume retirándole la pipa pero, si hay algún control cuando la tiene a su alcance, será a través de
alguna forma de saciedad o de privación. Tiene que haber un «impulso-de-fumar-en- pipa». Si no cambia la
probabilidad de fumar, si no podemos hacer nada para cambiarla, como yo apuntaba ya en mis primeros
trabajos sobre la fuerza del impulso y del reflejo, no hay ninguna necesidad de apelar a un impulso. Mi carta
proseguía en estos términos:
«He hecho unos cuantos cambios radicales en mi sistema, preparatorios para sacar un libro durante el
verano. Tengo dos tipos de comportamiento: operante y respondiente. Para el primero no hay estímulo
provocador (puede haber estímulos discriminativos). El operante es un reflejo castrado, sin estímulo. Está
controlado únicamente por el impulso. La presión de la palanca es un ejemplo. La palanca es un estímulo
discriminativo. Lo que equivale a decir que, en presencia de ciertos estímulos (de la palanca) ciertas respuestas
que llegan a su final serán reforzadas por la palanca de una manera táctil. La palanca es la ocasión en que la
respuesta que llega obtiene un efecto, pero no provoca la respuesta en el sentido corriente de provocar. La cosa
es completamente diferente de un respondiente (por ejemplo, el reflejo de la flexión o el reflejo condicionado
de Pavlov)...»
(Fred replicaba: «Quiero tener clara la idea operante y respondiente y te agradecería alguna explicación al
respecto así que puedas dármela.»)
«Si tienes deseos de sacar el máximo partido de tus aparatos, te recomiendo que te ocupes de ciertos
problemas relacionados con diferentes tipos de discriminación. Según veo ahora, éste es el problema más
importante. La distinción que yo hago entre dos tipos de reflejo condicionado no constituye sino un punto de
partida para perfilar las diferentes relaciones que pueden existir entre la conducta y el acto del reforzamiento.
Estoy particularmente interesado en el número de maneras cómo una conducta puede mostrar una relación
diferencial con el tiempo. El "juicio del tiempo" que hace Hoagland es de lo más elíptico. Existen como
mínimo una docena de modos según los cuales el paso del tiempo puede entrar como estímulo discriminador.
El campo está prácticamente virgen (no he pasado de la vulva) y es una labor que podría hacerse con pocas
ratas y —estoy plenamente seguro— con resultados concretos.
»Me encantaría que te interesaras por este aspecto de la cuestión. Puedes controlar perfectamente bien tu
impulso como para dedicarte a ello con toda calma y, además, es mucho más divertido y con más
probabilidades de conseguir resultados que te hagan famoso...
«Excusa el paternalismo de estas palabras. En realidad, no son lo que parecen.
»Te mandaré un trabajo que he escrito como respuesta a una pareja de polacos que discrepan en relación
con mis dos tipos.»
La «pareja de polacos» eran Konorski y Miller. Cuando yo distinguí primeramente entre dos tipos de
condicionamiento, no sabía que estaban tratando de que Pavlov cambiara su formulación en ese mismo sentido.
Me enteré del trabajo que estaban realizando cuando me enviaron un artículo que presentaban al Journal of
General Psycho- logy como respuesta a mis «Dos tipos de reflejo condicionado y un pseudo-tipo». También
enviaban un libro en polaco que habían publicado, al que habían incorporado notas marginales en francés para
explicar los gráficos y tablas. En un experimento típico, administraban una descarga eléctrica a la pata del
perro y le daban comida cuando flexionaba la pata. Finalmente la pata acababa fle- xionándose aunque no
recibiera la descarga eléctrica. La descarga eléctrica como estímulo provocador era parte esencial de su
fórmula.
En el mismo número se publicó mi respuesta. En ella yo argumentaba que los reflejos verdaderos rara vez
tienen el mismo tipo de consecuencias que conducían al Tipo R de condicionamiento. Si la flexión era una
consecuencia necesaria de una descarga eléctrica y el alimento una consecuencia necesaria de la flexión,
entonces el alimento era una consecuencia necesaria de la descarga eléctrica. En el laboratorio se podía
preparar una organización de este tipo, pero era muy raro que pudiera encontrarse en la naturaleza. Cuando se
adquiría una conducta a través del condicionamiento del Tipo R era raro poder identificar un estímulo
provocador en caso de poder identificarlo y ahora me era dado demostrar que los estímulos presentes antes de
dar una respuesta tenían una función diferente. La flexión no provocada de la pierna, que acababa por aparecer
en el experimento de Konorski y Miller, no era la respuesta refleja con que empezaban. En el mejor de los
casos, la descarga eléctrica era una manera de «manifestar la conducta» para que pudiera ser reforzada.
Los alumnos de Hull estaban haciendo aproximadamente lo mismo en sus «Cajas de Skinner modificadas»
cuando embadurnaban la palanca con algo comestible. Esta sustancia iba desapareciendo lentamente a medida
que avanzaba el experimento y la palanca se convertía en estímulo discriminativo en cuya presencia era muy
probable que se produjese la presión. En mi respuesta empleé por vez primera la palabra «operante» impresa,
dejando el término «respondiente» para el caso de Pavlov. Era el momento oportuno para abandonar el
«reflejo», pero yo me encontraba todavía bajo el control de la labor de Sher- rington, Magnus y Pavlov.
La cuestión de la función del estímulo presentaba un aspecto práctico. Konorski y Miller podían provocar
la respuesta que querían condicionar, pero yo debía esperar a que apareciera la mía. Parecían estar en mejor
situación que yo en lo que a cambiar la conducta se refería. Sin embargo, ¿podían encontrar estímulos para
todas las respuestas que podían querer condicionar? ¿Cómo se las arreglarían, por ejemplo, para apretar una
palanca? Además, ¿cuánto tiempo tendría yo que esperar para la conducta que podría querer condicionar?
Contesté esta pregunta en mi respuesta describiendo un proceso de «aproximación sucesiva»:
«... a partir de la conducta operante indiferenciada y a través de una aproximación sucesiva a una forma
final pueden generarse unas formas de respuesta elaboradas y peculiares... Puede suceder (aunque es
infrecuente) que una rata no apriete espontáneamente la palanca durante un período prolongado de
observación. Puede obtenerse la respuesta en su forma final basando el reforzamiento en los pasos siguientes
de una manera sucesiva: aproximación a un lado de la palanca, levantar la nariz en dirección a la palanca,
levantar la parte anterior del cuerpo en el aire, tocar la palanca con las patas y apretar la palanca hacia abajo.
Tan pronto como se ha condicionado un paso, se retira el reforzamiento y se hace contingente al siguiente. Con
un método similar puede conseguirse cualquier valor de una propiedad aislada de la respuesta.»
En realidad no recuerdo haber moldeado de esta manera la conducta de apretar la palanca, es decir,
siguiendo estos pasos explícitamente, pero estaba seguro de que podía conseguirse y era indudable que yo
había cambiado el «valor de una propiedad aislada» a través de una aproximación sucesiva a la consecución de
respuestas muy enérgicas.
Mi carta a Fred proseguía de esta manera: «No ha habido suerte en un experimento con el joven Delabarre
[Edward Delabarre, Jr.] tratando de condicionar nuestra respuesta pletismográfica según el Tipo R. Hemos
estado tratando de contraer el brazo para eliminar un estímulo nocivo. Un ángulo diferente en la cuestión de la
Voluntad, de Hudgins y Hunter.»
Konorski y Miller habían puesto objeciones a mi afirmación de que las respuestas del sistema nervioso
autonómico (características de los estados emocionales) podían condicionarse según el Tipo R. Decían que el
sistema nervioso autonómico no estaba bajo control voluntario. El alumno de Walter Hunter, Hudgins, había
enseñado a unos cuantos sujetos a contraer «voluntariamente» la pupila del ojo. La pronunciación de la
palabra: «¡Contrae! » iba acompañada de la proyección directa en el ojo de un haz de luz intensa. Gracias al
condicionamiento pavlo- viano, se provocaba la contracción en ausencia de la luz. Se decía que había por lo
menos uno de los sujetos con que había trabajado Hudgins que contraía la pupila simplemente al oír la palabra.
Sin embargo, la contracción seguía siendo «respondiente». Decir: « ¡Contrae! » era algo que se reforzaba
según el Tipo R y era operante.
Un pletismógrafo es una manga de metal que envuelve el antebrazo. Se llena de agua la manga y, cuando
se contraen o se dilatan los vasos sanguíneos del brazo, varía el volumen del mismo, con lo que entra o sale de
la manga una pequeña cantidad de agua, que mueve el brazo de un quimógrafo. Delabarre o yo nos pondríamos
esta manga y el otro encendería una luz o pondría en marcha un zumbador o bien la apagaría o desconectaría el
zumbador cuando variase el volumen: procedimiento que ahora se conoce por brofeedback. Descubrimos que
podíamos aumentar el volumen del brazo a petición, pero al poco tiempo advertimos que lo hacíamos
respirando cada vez más profundamente; era evidente que, llenando con más aire nuestros pulmones, hacíamos
que pasara más sangre del pecho a los brazos. Sin embargo, parecía que no estábamos en condiciones de
contraer el brazo a través de la presunta contracción de los vasos sanguíneos. Mi carta seguía en estos
términos:
«Se me ocurren muchas cosas sobre las cuales podría escribir, pero espero hablarte pronto sobre todas
ellas. Supongo que debo incorporar un informe personal. El asunto de Navidad está liquidado. [En diciembre
de 1935 había escrito: "Tengo puestos los ojos en una distinguida señora. Anoche cené con ella en Locke-
Ober's: ostras después de un cocktail bacardí, langosta Savannah acompañada de un sauterne dulzón, port-de-
salut con crackers y un cointreau. No sé si tendré o no éxito con ella, pero me tiene fascinado y juntos lo
pasamos magníficamente. Debo añadir que es viuda, tiene veintiocho años y dos hijos de corta edad... de los
que estoy igualmente enamorado. Que esto quede totalmente entre nous."] Desde entonces he salido a menudo
con una muchacha rusa, pero ahora estoy totalmente colado por una mezzo-soprano del Metropolitan Opera.
Esta mañana acabo de llegar de pasar un final de semana con ella. Como puedes ver... todavía no hay nada
permanente. Por lo que a ti respecta, espero que las cosas te vayan bien y te deseo toda la suerte de este
mundo.»
Tal como Fred había temido, Colgate fue demasiado para Connie, por lo que ésta había vuelto a
Cambridge. Aquella separación condujo a un divorcio. Fred entretanto se había enamorado de una muchacha
de Utica llamada Francés Scholl. Había sido educada en el catolicismo y aquello supuso muchos problemas
para los dos, pero Fred y Francés estaban planeando en aquellos momentos una luna de miel en Europa para el
siguiente verano. Mi carta continuaba:
«Harvard no me quiere aquí el próximo año, por lo que el generoso Garry Boring me ha recomendado a la
Universidad de la Y/M/C/A, de Springfield, Mass. La pasada semana me escribió para decirme que dos
universidades con plazas de 2500 dólares me habían rechazado debido a mi fama de "excelso", lo que quiere
decir que me va a costar mucho trabajo encontrar nada a menos que sea en los niveles muy altos. Esto no me
consuela en absoluto. Con todo, es posible que la reorganización de Brown-Clark dé oportunidad para alguna
cosa.»
Conocí al presidente de aquella «universidad Y/M/C/A» en un hotel de Boston, y hubiera podido
conseguir el puesto. Más adelante recibí una buena oferta de Illinois, pero entonces yo estaba negociando con
Minnesota. Walter Hunter estaba dando clases allí en la escuela de verano y sospecho que fue él quien
mencionó mi nombre a R. M. Elliott, Presidente del departamento. Cuando me enteré de que estaban
estudiando mi caso, pedí a Carmichael que les escribiera en mi favor y comuniqué a Boring que lo había
hecho. Varios años más tarde sabría que, contrariamente a la impresión que yo había producido a Fred, Boring
escribió en aquella ocasión una entusiasta carta en favor mío. Decía en ella que yo «tenía muchas ganas de
quedar bien y que era persona excepcionalmente bien dotada». Elliott me diría más adelante que aquella carta
había «conseguido su propósito». Así que me ofreció la plaza por 1800 dólares para una dedicación de nueve
meses, con la posibilidad de poder encontrar algún trabajo extra en la escuela de verano. Sus cartas eran
persuasivas y finalmente elevó la cantidad a 1960 dólares, lo que hizo que aceptase. Elliott escribió a Boring:
«Me encanta tener por fin en mi departamento a un doctor de filosofía procedente de Harvard.»
Harvard celebraba aquel año su tercer centenario y en la reunión que se hizo en el patio me encontré con
George Birkhoff, el matemático, que había sido nombrado decano de la Facultad de Artes y Ciencias y, con
este motivo, ex officio, becario Sénior. Él estaba al corriente de mi problema y, cuando le dije que había
encontrado una plaza en Minnesota, me dijo: « ¡Bien!, es bueno saber que irá a alguna parte.» Pero yo no
pensaba lo mismo. Esperaba con interés mi traslado a Minnesota. Las cartas de Elliott habían sido corteses e
inteligentes y la única visita que yo había hecho al Medio Oeste, a Omaha, había sido bastante agradable. Era
indudable que la vida sería muy diferente, pero era lógico que aquel lujo de que disfrutaba no durase siempre.
Era todavía pronto para decir si la Sociedad había tenido sobre mí el efecto que estaba destinada a tener,
si, además de la ayuda que me había prestado en mi trabajo, yo había podido beneficiarme del contacto con los
demás becarios, pero un año después, al escribir a Henderson sobre la publicación de mi libro, añadí unas
palabras expresando mi gratitud a la Sociedad. Su respuesta fue en el más puro estilo Pareto: «Personalmente,
es una gran satisfacción para mí que se exprese como lo hace en relación con la Sociedad, a pesar de su
religión y de su teología. Considero que un conductista puede ser tan sentimental como un tomista o un
idealista, puesto que las derivaciones de un tipo de residuos tienen escasa influencia sobre los residuos de otro
tipo.»

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