Míster Señor Brown
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Metáfora indisimulada y al mismo tiempo un fresco casi pictórico de los Estados Unidos de principios del siglo XXI, Míster Señor Brown es una novela que cuestiona los prejuicios y sobrentendidos del lector, retándole a cada paso. Profunda, culta, y de una esmerada arquitectura verbal en la que la elipsis juega un valor expresivo clave, la novela posee una trama cinematográfi ca que, como se aprecia según se avanza en la lectura, resulta imposible de trasladar a la pantalla, demostrando así la independencia y el valor de la novela literaria sobre otras formas de expresión artística.
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Míster Señor Brown - Francisco J. Tapiador
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1
Cuando me presentaron a míster Señor Brown no podía sospechar que iba a ser él quien fuera a pegarme dos tiros unos meses después. Me gustó nada más intercambiar dos frases la tarde que nos conocimos, en la librería Last de la calle 5. Su risa abierta y franca, sus modales delicados y la cortesía que ya destilaba desde el primer saludo daban acceso a una persona afable que se esmeraba en escuchar a su interlocutor, y con quien enseguida te sentías cómodo.
Recuerdo que aquel día vestía unos chinos crema y una camisa azul claro de manga larga remetida en el pantalón, a pesar del bochorno que envolvía una semana más el final del verano en Los Ángeles. Entre el tropel de bermudas, sandalias, camisas anchas medio abotonadas y general descuido indumentario del resto de los invitados al cóctel, su vestimenta, los náuticos y un corte de pelo cuidado y neto le daban un aspecto formal, lo que, al contrario que a otras personas, a él lo rejuvenecía. Nadie habría dicho que hacía tiempo que había pasado los cuarenta años.
Coincidimos en la fiesta de apertura del establecimiento. Hacía poco que el local había cambiado de dueño, y el nuevo arrendatario lo había remodelado de arriba abajo para el nuevo negocio. Antes había sido una tienda de flores y plantas, y después una ebanistería. Aún perduraba el olor a madera, y se adivinaba el serrín en los huecos de un entarimado antiguo y oscuro que los dueños decidieron mantener.
Me fijé en él en cuanto entré. De altura un poco superior a la media, y con un caminar seguro y acompasado, Brown destacaba enseguida. Recorría las secciones solo, encantado por la variedad de aquella biblioteca de volúmenes escogidos, acariciando los lomos con la punta de los dedos, cuando Auburn, el director, nada más verme, nos hizo a ambos una señal de apremio para que nos acercáramos.
—Norton —me dijo en perfecto inglés cuando llegamos a su altura—. Le presento al señor Brown.
—Encantado —dijo Brown estrechándome la mano con suavidad mientras inclinaba la cabeza hacia Auburn en un gesto de cortesía.
Faltaban aún varias semanas para que la formalidad de aquellos dos hombres diera lugar a un instinto homicida que iba a convertir mi estancia en el instituto en materia prima para varios titulares del Los Angeles Times.
La ocasión de aquel encuentro era precisamente la invitación que había cursado el consejo de administración del Times a Auburn con motivo de su cumpleaños.
No entendí bien el asunto, ni qué tenía que ver la inauguración de la librería con el periódico ni con Auburn, pero el caso es que cuando me llamó por teléfono para ofrecerme dar las clases de literatura inglesa en su instituto, me dijo que nos veríamos el sábado en aquel evento social, que allí estarían todos los profesores, y que de esta forma podría conocerlos en un ambiente distendido.
A pesar de la premura con la que nos había solicitado, Auburn no se prodigó. Tras la escueta presentación a Brown, y dedicándome apenas una breve mirada, me dijo:
—Bien, Dr. Norton.1 Ya sabe que le esperamos el próximo lunes mismo en el instituto. Le enviaré su contrato a su dirección postal —añadió como dándose importancia ante Brown—. Y ahora, si le parece, voy a realizar su presentación oficial al claustro.
Sin esperar respuesta, elevó la voz al mismo tiempo que su vasito de plástico, hizo un llamado a los profesores, y cuando estos se acercaron, ofreció un brindis de bienvenida mientras hacía un resumen de mi currículo.
Los profesores respondieron a aquella especie de acolada levantando sus vasos y sonriendo con una más que correcta indiferencia y, tras tomar un trago, volvieron a dispersarse para continuar con sus conversaciones.
Tan solo Brown, el míster Señor Brown que iba a cambiarme la vida unos meses después, tuvo la deferencia de quedarse para entrechocar con cuidado aquellos cutres vasos de plástico y cruzar conmigo unas palabras más allá de las frases convencionales de bienvenida.
Sujetando su Coca-Cola, deslizó elegante su otra mano en el bolsillo para conversar. Después de indagar sobre mi carrera, y con un interés que entonces me pareció genuino, me preguntó cuál era mi novela preferida.
Tras dudar, opté por Hawthorne y La letra. Asintió complacido, pero quiso saber sobre alguna más reciente; literatura actual. «Contraluz», respondí con malicia para retarlo, pero resultó que la conocía bien.
Me sorprendió que él, que se había presentado como el profesor de ciencias ambientales, hubiera leído aquello, pero resultó que también era él quien daba las clases de español en el instituto. Lo había estudiado en Sevilla. Allí había conseguido el título oficial que lo facultaba para enseñar a extranjeros. Leía, pues, literatura, además de artículos científicos, y tanto en español como en inglés.
Brown era un tipo de complexión fuerte, que, sin embargo, decía no practicar ningún deporte. Cuando le pregunté por su secreto, afirmó mantenerse en forma sin más que caminar todos los días hasta el trabajo y yendo de excursión a la montaña algún que otro fin de semana. Tampoco frecuentaba o veía en televisión partidos o competiciones, algo que resultaba extravagante en California. De hecho, decía no tener televisión.
Por lo que entresaqué en los cinco minutos que tardaron en echarnos de la librería cuando se dio por acabada la fiesta, los días de diario no parecía hacer gran cosa aparte de leer, escuchar música y preparar sus clases con dedicación.
Descubrí así que míster Señor Brown, al igual que yo, tampoco encajaba en aquel ambiente en cuanto a costumbres o aficiones.
Pero si había algo que diferenciaba a Brown de mí y del resto de los habitantes de la ciudad, y de esto me di cuenta mucho más tarde, era que él era una persona solitaria.
2
El edificio me pareció menos imponente de lo que lo había imaginado. El Americas High School se protegía orgulloso tras las alambradas que lo separaban del resto del barrio, pero no destacaba por nada en particular. Bajo una enorme bandera que ondeaba en un mástil sobre el tejado, aquella mole de ladrillos rojos interrumpidos por pequeñas ventanas cuadradas de aluminio había crecido rápido desde las trece primeras aulas hasta la cincuentena de las que constaba en la actualidad.
Estuve a punto de perderme en el trayecto. Hice un largo viaje bajo la lluvia que me resultó agotador, dando vuelta tras vuelta en un trazado sin ningún hito que sirviese para orientarse, hasta que al fin encontré el camino, y girando por Ellis hacia Manhattan, aparqué en lo que llamaban la parte alta, el aparcamiento de los visitantes.
Me habían dicho que el primer día tenía que dejar allí el coche y recorrer un pequeño trecho hasta atravesar la garita de entrada de la parte trasera de las instalaciones. Después de hacer el papeleo, me darían una tarjeta electrónica para poder aparcar en el interior al día siguiente. Sin entender muy bien aquel trámite que consideré innecesario, pero dócil, hice como me indicaron y dejé mi viejo Chevy amarillo en la plaza 62.
Doblé la esquina y, pasando una garita en la que no había nadie, fui hasta la entrada subiendo una rampa lateral de pequeña pendiente para entrar en el edificio por una puerta de doble hoja que se abrió a mi paso.
Recorrí toda la parte de atrás buscando las oficinas de la dirección del centro. «Cuando entre en el Americas, gire siempre a la derecha», me había dicho Auburn.
El comentario me hizo recordar entonces a los laberintos, y no lo olvidé. Giré, pues, di toda la vuelta, y cuando llegué al recibidor me encontré en un ala a la que se abrían las estancias dedicadas a la administración, opuestas a los seminarios y salas comunes de los profesores.
La seguí, y así llegué hasta un pequeño despacho que luego supe que servía de antesala y recibidor a las habitaciones del director, que se diferenciaban del resto por su carpintería blanca. Lo ocupaban dos mujeres, cada una detrás de una mesa, hablando con una tercera que parecía estar de visita.
—Buenos días —dije presentándome—. Me llamo Norton.
—Ah, sí —dijo la mujer más próxima a la puerta—. Le esperábamos. Permítame que me presente. Mi nombre es Fox, señora Fox. Soy la secretaria del director. Ella es la señorita Pale —dijo señalando a la otra mesa—, nuestra asistente de docencia. Reporta ante el director y la junta de centro. Y esta señora que tiene delante es la señora Miracle, Mira para todos nosotros.
Las saludé inclinando la cabeza y repitiendo sus nombres, una a una. Mira se despidió entonces, como si aquel no fuera su lugar y solo hubiera estado allí perdiendo el tiempo, y salió mirándome con curiosidad.
—Mira se encarga de que todo funcione —aclaró la señora Fox cuando aquella se hubo marchado.
Sonreí sin saber muy bien qué decir.
—He preparado cierta documentación para usted —me dijo Fox—. Se la envío por correo electrónico ahora mismo. Mientras, aquí tiene su tarjeta electrónica personal. Con ella se accede al edificio y a su despacho, que es el 2.71, al lado de la biblioteca. Segundo piso, sección G. Puede utilizar el ascensor del recibidor; lo habrá visto cuando venía. Llevaba años estropeado, pero acaban de repararlo.
Le di las gracias y me quedé allí sin