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Textos Seleccionados para Trabajar Con Tiempos Verbales en La Narración

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SELECCIÓN DE TEXTOS PARA TRABAJAR

TIEMPOS VERBALES EN LA NARRACIÓN

TEXTO 1
Fuente: El señor de los anillos J.R.R.Tolkien 1920 (fragmento)

En el fondo de la galería había un lago helado, lejos de toda luz, y en una isla
rocosa, en medio de las aguas, vivía Gollum. Era una pequeña y aborrecible
criatura; impulsaba un botecito con unos pies anchos y planos, acechando con
ojos pálidos y luminosos; metía los dedos largos en el agua, sacaba un pez
ciego, y se lo devoraba crudo. Se alimentaba de cualquier cosa viviente, aun
Orcos, si podía apresarlos y estrangularlos sin lucha. Era dueño de un tesoro
secreto que había llegado a él en pasadas edades, cuando todavía vivía a la luz:
un Anillo de oro que hacía invisible a quien lo usaba. Era lo único que amaba, su
«tesoro», y hablaba con él, aunque no lo llevaba consigo. Lo mantenía oculto y
a salvo en un agujero de la isla, excepto cuando cazaba o espiaba a los Orcos
de las minas.

TEXTO 2
Fuente: El Hobbit J.R.R.Tolkien 1920 (fragmento)

En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante,


con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin
nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con una
manilla de bronce dorada y brillante, justo en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo
cilíndrico, como un túnel: un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas de
madera y suelos enlosados y alfombrados, provisto de sillas barnizadas, y montones y
montones de perchas para sombreros y abrigos; el hobbit era aficionado a las visitas. El
túnel se extendía serpeando, y penetraba bastante, pero no directamente, en la ladera de
la colina —La Colina, como la llamaba toda la gente de muchas millas alrededor—, y
muchas puertecitas redondas se abrían en él, primero a un lado y luego al otro. Nada de
subir escaleras para el hobbit: dormitorios, cuartos de baño, bodegas, despensas (muchas),
armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa), cocinas. Comedores, se encontraban en
la misma planta, y en verdad en el mismo pasillo. Las mejores habitaciones estaban todas
a la izquierda de la puerta principal, pues eran las únicas que tenían ventanas, ventanas
redondas, profundamente excavadas, que miraban al jardín y los prados de más allá,
camino del río.
Este hobbit era un hobbit acomodado, y se apellidaba Bolsón. Los Bolsón habían
vivido en las cercanías de La Colina desde hacía muchísimo tiempo, y la gente los
consideraba muy respetables, no sólo porque casi todos eran ricos, sino también porque
nunca tenían ninguna aventura ni hacían algo inesperado: uno podía saber lo que diría un
Bolsón acerca de cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo.
Esta es la historia de cómo un Bolsón tuvo una aventura, y se encontró a sí mismo
haciendo y diciendo cosas por completo inesperadas. Podría haber perdido el respeto de
los vecinos, pero ganó... Bueno, ya veréis si al final ganó algo.

TEXTO 3
Fuente: Todos mis sueños, tuyos Sofía Olguín. (fragmento)
Narración simultánea

Corresponde al tiempo verbal presente y su nombre se debe a que la historia ocurre a medida
que el narrador la cuenta.

A veces me gustaría poder desconectarme. Tener un botoncito rojo en el cuello, como los
robots en las películas, y poder apagarme: no escuchar nada, no sentir nada, no ver nada. Sí,
Alexis... eso existe: se llama dormir. No. No se llama dormir. Se llama morir, que es apagarse
para siempre.

TEXTO 4
Fuente: Las ventajas de ser un marginado : Stephen Chbosky (fragmento)

Abrirá los ojos y lo verá metido hasta lo más profundo de las entrañas de la casa, que se lo
estará comiendo sin ninguna clase de apuro, sin ninguna clase de presión. Y luego morirá
en un charco inagotable de sangre espesa y viscosa debajo de ella».

TEXTO 5
Fuente: La Regenta (texto procedente de http://www.ribernet.es/personal/nleondz2/Literat.htm)
(fragmento)

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes
blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido
que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de
arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose,
como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.
Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban
en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo
sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales
temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y
había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para
años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo. Vetusta, la muy noble y leal
ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y
descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro,
que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral,
poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne,
era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir,
moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares
exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas
aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se
quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan
demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus
segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde
allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz
de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo
equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de
caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más
pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.

TEXTO 6
Fuente: Juan José Millás, El desorden de tu nombre (fragmento)

En el texto que leerás a continuación, fíjate en las marcas temporales y cómo el narrador
nos lleva del presente al pasado –viernes–, luego a un pasado más reciente –domingo– y
después a tres meses antes.

Eran las cinco de la tarde de un martes de finales de abril. Julio Orgaz había salido
de la consulta de su psicoanalista diez minutos antes; había atravesado Príncipe de
Vergara y ahora estaba en el parque de Berlín intentando negar con los movimientos
de su cuerpo la ansiedad que delataba su mirada.
El viernes anterior no había conseguido ver a Laura en el parque, y ello le había
producido una aguda sensación de desamparo que se prolongó a lo largo del
húmedo y reflexivo fin de semana que inmediatamente después se le había venido
encima. La magnitud del desamparo le había llevado a imaginar el infierno en que
podía convertirse su vida si esta ausencia llegara a prolongarse. Advirtió entonces
que durante la última época su existencia había girado en torno a un eje que
atravesaba la semana y cuyos puntos de apoyo eran los martes y los viernes.
El domingo había sonreído ante el café con leche cuando el término amor atravesó
su desorganizado pensamiento, estallando en un punto cercano a la congoja.
Cómo había crecido ese pensamiento y a expensas de qué zonas de su
personalidad, eran cuestiones que a Julio había preocupado no abordar, pese a su
antiguo hábito –reforzado en los últimos tiempos por el psicoanálisis– de analizar
todos aquellos movimientos que parecían actuar al margen de su voluntad. Recordó,
sin embargo, la primera vez que había visto a Laura, hacía ahora tres meses. Fue
un martes, blanqueado por el sol de media tarde, del pasado mes de febrero.
Como todos los martes y viernes desde hacía un par de meses, se había despedido
del doctor Rodó a las cinco menos diez. Cuando ya se dirigía a su despacho, le
invadió una sensación de plenitud corporal, de fuerza, que le había hecho valorar
de súbito la tonalidad de la tarde. Olía un poco a primavera. Entonces decidió
desechar la ruta habitual y atravesar el parque de Berlín, dando un pequeño rodeo,
para gozar de aquella íntima sensación de bienestar que la situación atmosférica
parecía compartir con él.

TEXTO 7
Fuente: La araña Nola Oviedo, 1980

La araña
Ya estaba oscuro cuando subí la escalera. Al entrar al cuarto encendí la luz y me desvestí
rápidamente. Estaba cansada. Había trabajado todo el día y mi cuerpo me pedía descanso.
Apagué la luz y me metí en la cama, subiéndome las cobijas hasta la nariz. Al moverme
para acomodarme mejor, sentí unas cosquillas en la cara y me quedé paralizada. ¿Sería
una araña? Sin querer me estremecí. No quería moverme. Traté de quedarme inmóvil,
casi sin respirar. Pero algo se movía. ¿Qué hacer? ¿Gritar? ¿Darme un golpe en la
cara? Por fin, desesperada, salté de la cama y encendí la luz. Me sacudí el camisón y el
cabello, pero no encontré nada. Apresuradamente me dirigí de nuevo a la cama. Quería
encontrarme el animal y matarlo antes de que se me escapara. Sacudí la sábana, luego las
cobijas y por último la almohada salieron flotando plumas y más plumas. Mi araña
imaginaria era una pluma.

TEXTO 8

Fuente: Crimen Perfecto


La bala perforó el cráneo, llenando el aire de muerte. Estaba convencido de la eficacia de su plan:
encarar a su víctima, liquidarla de un solo tiro y desaparecer. Un balazo y adiós. Le conocía bien,
para su desgracia. Llevaba una existencia suficientemente rutinaria para ser estudiada, pues,
aunque parecía un hombre no era más que un gusano, un insecto de comportamientos exactos y
constantes, pero no por ello menos repugnantes e inútiles. Conocía cada uno de sus actos: la salida
diaria al trabajo, la monotonía de la oficina y el retorno cada noche a su cuarto, al húmedo hoyo
donde vivía. Se había aprendido toda su rutina de memoria y la aprovecharía para destruirlo. Con
el tiempo pudo organizar sus movimientos y fundamentar su crimen. Una razón poderosa lo
justificaba: ese tipo estaba siempre ahí, donde fuera que estuviera él. Jamás lo abandonaba. Podía
incluso asegurar que el miserable disfrutaba abiertamente fastidiándolo con su sola existencia. Lo
veía siempre y nunca dejaba de encontrárselo, sin importar cambios de domicilio, de rutina o
destino. A donde fuera estaba aquel, siguiéndolo, haciendo de su sombra, actuando como si no lo
conociera, torturándolo con su pálida presencia. Estaba decidido: ese tipo insufrible debía morir,
y con él su patetismo. Su vulgaridad y mediocridad exigían ser erradicadas, ya no sólo como una
purgación, sino como un acto piadoso. Esa misma noche la presa sería ejecutada y él, el cazador,
podría finalmente descansar. Entró en la habitación y se refugió en la penumbra. En su mano
sostuvo el arma, cargada con una sola bala. Tan seguro estaba de su éxito que no se molestó en
desperdiciar municiones. Esperó largo rato a que el aspirante a cadáver ocupara su lugar y pensó
en la última imagen que aquél vería: el rostro largo y triste, el pelo al cero, la ropa gastada y
limpia. Nada memorable, pues lo importante era la eficacia de la operación. Ultimadamente, los
parásitos no tienen por qué exigir razones para su exterminio. Con que dejen de robar oxígeno es
suficiente. Tras la tensa espera, el sujeto por fin entró a escena. El asesino disparó sin dudar y la
bala penetró en el blanco, manchando las paredes de sangre y llenando de alivio al perpetrador:
quedó el trabajo limpiamente terminado mientras el sol entraba por la ventana, iluminando la
tragedia. Por la mañana encontraron el cadáver. Una sola bala atravesó la cabeza del joven
desgraciado. El informe policial tan sólo señaló que el suicida había cuidado todos los detalles
para no fallar.

TEXTO 9

Fuente: Mármol en polvo Alfonso Gumucio.

La plaga comenzó y terminó en el Palacio Temporal. Fue el día aquel de los fuegos
artificiales, cuando el Sargento Martínez, jefe de Cocina, bajó a la cava de vinos para
buscar una botella de Nuit St. Georges 1943. Andaba bastante falto de equilibrio luego
de haber descorchado y probado las catorce botellas preceden-tes, de manera que en el
pasillo del sótano oscuro iba rebotando entre las paredes de mármol. Fue entonces que, al
apoyar una mano a tientas, sintió que el muro se hundía esponjoso cual si se hubiera
reblandecido tanto como él a causa del vino.

Al día siguiente los empleados comentaron la huella de una palma de mano


impresa en el mármol con todos los detalles, incluyendo la línea de la vida quebra-da
mucho antes de tomar la curva de la longevidad. El Sargento Martínez no recor-daba nada
y el incidente pasó al olvido hasta que se reprodujo un mes más tarde y luego casi
cotidianamente, a plena luz del día y sin que mediaran botellas de vi-no. Los pilares de
mármol en el primer piso del palacio perdieron de pronto su per-sonalidad de hielo, los
muros se reblandecieron como cal mal fraguada y comenza-ran a desmoronarse al menor
contacto.

Los expertos llegados de Italia estaban a punto de atribuir el mal del mármol al
sofocante calor del trópico, que amenazaba con desmoronados a ellos, pero fue entonces
que, encerrados con un microscopio en la cámara frigorífica, encontraron en el polvo de
una vena de mármol los huevos de un gusano diminuto. Nada pudie-ran contra él. Todas
las mezclas de insecticida fueron inútiles y ni siquiera impidie-ran que el rumor se regara
por la capital y luego por la provincia, provocando gran regocijo popular y un motín en
la guarnición fronteriza.

El gusano multiplicado incesantemente continuó su prolífica labor. El mármol


local y el importado de Carrara cedían por igual cancerados por diminutas porosi-dades,
túneles comunicantes, inexpugnables laberintos microscópicos. No había no-che que no
se derrumbara un pilar con su silenciosa manera de polvo, inutilizando progresivamente
los lugares más ostentosos del Palacio Temporal. Más de una vez el Jefe de Guardia
sorprendió a los empleados y al propio Sargento Martínez derriban-do de un soplido los
pilares, al amparo de la oscuridad.

El día que el palacio entero se vino abajo lo hizo sin estrépito, como si la in-mensa
nube de polvo hubiese ahogado las vibraciones sonoras. Todo lo que se vio, desde lejos,
fue el hongo que se elevaba silencioso, transfigurándose progresi-vamente en un árbol un
paraguas, un arcoíris seco. Al asentarse un mes más tar-de, el polvo blancuzco resultó
tener un alto valor nutritivo como alimento balan-ceado para gallinas, quizás por el
mineral del mármol, quizás por la carne de los gusanos microscópicos, quizás por los
nutrientes del último dictador que allí de-sapareció con toda su descendencia.

TEXTO 10
Fuente: Informe para ciegos Ernesto Sábato (fragmento)

Las primeras investigaciones revelaron que el antiguo Mirador que servía de


dormitorio a Alejandra fue cerrado con llave desde dentro por la propia
Alejandra. Luego (aunque, lógicamente, no se puede precisar el lapso
transcurrido) mató a su padre de cuatro balazos con una pistola calibre 32.
Finalmente, echó nafta y prendió fuego. Esta tragedia, que sacudió a Buenos Aires
por el relieve de esa vieja familia argentina, pudo parecer al comienzo la
consecuencia de un repentino ataque de locura. Pero ahora un nuevo elemento
de juicio ha alterado ese primitivo esquema. Un extraño "Informe sobre ciegos",
que Fernando Vidal terminó de escribir la noche misma de su muerte, fue
descubierto en el departamento que, con nombre supuesto, ocupaba en Villa
Devoto. Es, de acuerdo con nuestras referencias, el manuscrito de un paranoico.
Pero no obstante se dice que de él es posible inferir ciertas interpretaciones que
echan luz sobre el crimen y hacen ceder la hipótesis del acto de locura ante una
hipótesis más tenebrosa. Si esa inferencia es correcta, también se explicaría por
qué Alejandra no se suicidó con una de las dos balas que restaban en la pistola,
optando por quemarse viva.

Texto 11

Basura
Basura, título original "Lixo", cuento de Luis Fernando Veríssimo, incluido en su libro de
crónicas y cuentos O Analista de Bagé e, posteriormente, antologado en O Novo Conto
Brasileiro por Malcolm Silverman (Rio de Janeiro, Nova Fronteira, 1985).

Se encuentran en el área de servicio. Cada uno con su bolsa de basura. Es la


primera vez que se hablan.
- Buenos días...
- Buenos días.
- La señora es del 610
- Y, el señor del 612
- Sí.
- Yo aún no lo conocía personalmente...
- De hecho...
- Disculpe mi atrevimiento, pero he visto su basura...
- ¿Mi qué?
- Su basura.
- Ah...
- Me he dado cuenta que nunca es mucha. Su familia debe ser pequeña...
- En realidad sólo soy yo.
- Mmmmmm. Me di cuenta también que usted usa mucha comida enlatada.
- Es que yo tengo que hacer mi propia comida. Y como no sé cocinar.
- Entiendo.
- Y usted también...
- Puede tutearme.
- También perdone mi atrevimiento, pero he visto algunos restos de comida en su basura.
Champiñones, cosas así...
- Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces
sobra...
- Usted... ¿Tú no tienes familia?
- Tengo, pero no son de aquí.
- Son de Espírito Santo.
- ¿Cómo lo sabe?
- Veo unos sobres en su basura. De Espírito Santo.
- Claro. Mi madre me escribe todas las semanas.
- ¿Ella es profesora?
- ¡Esto es increíble! ¿Cómo adivinó?
- Por la letra del sobre. Pensé que era letra de profesora.
- Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por su basura.
- Así es.
- Pero, el otro día tenía un sobre de telegrama arrugado.
- Así fue.
- ¿Malas noticias?
- Mi padre. Murió.
- Lo siento mucho.
- Él ya estaba viejito. Allá en el Sur. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
- ¿Fue por eso que volviste a fumar?
- ¿Cómo es que sabes?
- De un día para otro comenzaron a aparecer paquetes de cigarrillos arrugados en su basura.
- Es cierto. Pero conseguí dejarlo de nuevo.
- Yo, gracias a Dios, nunca fumé.
- Ya lo sé. Pero he visto unos vidriecitos de pastillas en su basura...
- Tranquilizantes. Fue una fase. Ya pasó.
- ¿Peleaste con tu pololo, no es verdad?
- ¿Eso, también lo descubriste en la basura?
- Primero el buqué de flores, con la tarjetita, tirado en la basura. Después, muchos pañuelitos
de papel.
- Es que lloré mucho, pero ya pasó.
- Pero incluso hoy vi unos pañuelitos...
- Es que estoy un poquito resfriada.
- Ah.
- Veo muchos crucigramas en tu basura.
- Claro. Sí. Bien. Me quedo solo en casa. No salgo mucho. Tú me entiendes.
- ¿Polola?
- No.
- Pero hace unos días tenías una fotografía de una mujer en tu basura. Parecía bonita.
- Estuve limpiando unos cajones. Cosa del pasado.
- No rasgaste la foto. Eso significa que, en el fondo, tú quieres que ella vuelva.
- ¡Tú estás analizando mi basura!
- No puedo negar que tu basura me interesó.
- Qué divertido. Cuando escudriñé tu basura, decidí que quería conocerte. Creo que fue la
poesía.
- ¡No! ¿Viste mis poemas?
- Vi y me gustaron mucho.
- Pero, ¡si son tan malos!
- Si tú creías que eran realmente malos, los habrías rasgado. Y sólo estaban doblados.
- Si yo supiera que los ibas a leer...
- Sólo no los guardé porque, al final, los estaría robando. Si bien que, no sé: ¿la basura de la
persona aún es propiedad de ella?
- Creo que no. Basura es de dominio público.
- Tienes razón. A través de la basura, lo particular se vuelve público. Lo que sobra de nuestra
vida privada se integra con las sobras de los demás. La basura es comunitaria. Es nuestra
parte más social. ¿Esto será así?
- Bueno, ahí estás yendo harto lejos con la basura. Creo que...
- Ayer, en tu basura...
- ¿Qué?
- ¿Me equivoqué o eran cáscaras de camarón?
- Acertaste. Compré unos camarones enormes y los descasqué.
- ¡Me encantan los camarones!
- Los descasqué, pero aún no los comí. Quien sabe, tal vez podamos...
- ¿Cenar juntos?
- Por qué no.
- No quiero darte trabajo.
- No es ningún trabajo.
- Pero vas a ensuciar tu cocina.
- Tonterías. En un instante limpio todo y pongo los restos en la basura.
- ¿En tu basura o en la mía?

TEXTO 12

El leve Pedro [Cuento - Texto completo.] Enrique Anderson Imbert

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de


Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer… Por suerte
el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma
provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias
semanas de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien, pero ¡no sé!, el cuerpo me parece… ausente. Estoy
como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de


los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a
hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba
minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era
la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar
limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la
manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo
ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la
marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era
extraordinario, pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en
cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un
tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de
su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura
de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte,
temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:

-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te


desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados
volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de
un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer
fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya
comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del
periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue
elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en
terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones
y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas,
caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez
necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil
fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las
sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago
aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?


-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con
la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué
espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo
lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y
vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo
el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.

Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro
y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó
un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en
suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para
siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

TEXTO 13

Ambrose Bierce
(Meigs County, Ohio, 1842 - Chihuahua, México, 1914)

ACEITE DE PERRO (1890)


(“Oil of Dog”)
[The Parenticide Club, II]
[El clan de los parricidas, II]
Originalmente publicado, como “The Oil of a Dog:
A Tragic Episode in the Life of an Eminent Educator,”
en The Oakland Tribune (11 de octubre de 1890);
The Collected Works of Ambrose Bierce, VOL. VIII
(New York & Washington: The Neale Publishing Company, 1911, pp. 163-170)

ME LLAMO BOFFER Bing. Mis respetables padres eran de clase muy


humilde: él fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto
a la iglesia del pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde
mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a
capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer
desaparecer los “restos” de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve
que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del
barrio estaban en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión
política, ya que los guardias que salían elegidos no eran de la oposición; era
sólo una cuestión de gusto, nada más. La actividad de mi padre era,
lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros
desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se
hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del
pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos
gustaban llamar Oil can. Y es que realmente el aceite de perro es una de las
más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no
estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban
que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven
sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.
Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado
indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que
afectaron tan profundamente mi futuro.
Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de
un huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía
vigilar atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias,
hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables
motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una puerta lateral del
edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré
rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había
ido a descansar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza
bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las paredes. El
aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba a la
superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el
pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi
regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban
apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo
mi corazón que la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi
querida madre, hubiera sido mortal.
Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había
dispuesto sabiamente para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de
la fábrica por miedo al guardia. “Seguro que si lo echo al caldero no pasará
nada —me dije—. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un
cachorro, y las pocas muertes que pueda ocasionar la administración de un
tipo de aceite diferente al incomparable Oil can no pueden ser importantes
en una población que crece con tanta rapidez”. En resumen, di mi primer
paso en el crimen y arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable.
Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose
las manos de satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite
nunca vista y que los médicos a los que había enviado las muestras así lo
afirmaban. Añadió que no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pues
los perros eran de las razas habituales y habían sido tratados como siempre.
Consideré mi deber dar una explicación y eso fue lo que hice, aunque de haber
previsto las consecuencias, me habría callado. Mis padres, tras lamentar
haber ignorado hasta entonces las ventajas que la fusión de sus respectivos
quehaceres suponía, pusieron manos a la obra para reparar tal error. Mi
madre trasladó su negocio a una de las alas del edificio de la fábrica y mis
obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a pedirme que me
deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había
decidido prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de
causarles más sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en
el nombre del aceite. Al encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar
una vida ociosa, me podría haber convertido en un chico perverso y disoluto,
pero no fue así. La santa influencia de mi querida madre siguió
protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y además mi
padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas personas
tan estimables tuvieran un final tan trágico!
Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se
entregó totalmente a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no
deseados, sino que se acercaba a las carreteras y caminos en busca de niños
más crecidos, e incluso adultos, a los que conseguía arrastrar con engaños
hasta la fábrica. Mi padre, encantado con la superior calidad del producto,
también se dedicaba con diligencia y celo a abastecer sus calderos. La
transformación de sus vecinos en aceite de perro llegó a ser, en pocas
palabras, la pasión de sus vidas; una codicia absorbente y arrolladora se
apoderó de sus almas y pasó a ocupar el lugar antes destinado a la esperanza
de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les inspiraba.
Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea
pública en la que se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El
presidente hizo saber que en lo sucesivo los ataques contra la población
hallarían una contundente respuesta. Mis pobres padres abandonaron la
reunión con el corazón partido, sumidos en la desesperación y creo que algo
desequilibrados. A pesar de ello, creí prudente no acompañarlos a la fábrica
aquella noche y preferí dormir fuera, en el establo.
Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar
a través de una ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía.
Los fuegos ardían vivamente, como si la cosecha del día siguiente fuera a ser
abundante. Uno de los enormes calderos hervía lentamente, con un
misterioso aire de contención, en espera de la hora propicia para desplegar
todas sus energías. La cama estaba vacía: mi padre se había levantado y, en
camisón, estaba haciendo un nudo en una soga. Por las miradas que lanzaba
hacia la puerta de la habitación de mi madre, adiviné lo que estaba tramando.
Mudo e inmóvil por el terror, no supe qué hacer para evitarlo. De pronto, la
puerta de la alcoba se abrió sin hacer el menor ruido y los dos, algo
sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en camisón y
blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja
estrecha.
Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única
oportunidad que la actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le
dejaban. Por un instante sus miradas encendidas se cruzaron e
inmediatamente saltaron el uno sobre el otro con una furia indescriptible.
Lucharon por toda la habitación como demonios: mi madre gritaba y
pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e intentaba
ahogarla con sus grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo tuve
la desgracia de contemplar aquella tragedia familiar, pero, por fin, después
de un forcejeo particularmente violento, los combatientes se separaron de
pronto.
El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en
contacto. Durante un momento mis progenitores se miraron de la forma más
hostil; entonces, mi pobre padre, malherido, al sentir la proximidad de la
muerte, dio un salto hacia delante y, sin prestar atención a la resistencia que
ofrecía, agarró a mi madre en brazos, la llevó hasta el caldero hirviente y,
sacando fuerzas de flaqueza, se precipitó con ella en su interior. En solo un
instante los dos desaparecieron y su aceite se unió al del comité de
ciudadanos que habían traído la citación para la asamblea del día anterior.
Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban
todas las puertas para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me
trasladé a la conocida ciudad de Otumwee, desde donde escribo estos
recuerdos con el corazón lleno de remordimiento por aquel acto insensato
que dio lugar a un desastre comercial tan espantoso.

TEXTO 14
Fuente: La Soga Silvina Ocampo

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del
tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la
chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que
servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva,
para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos.

Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga;
ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente, hizo una hamaca colgada de un
árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles,
después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente
una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la
cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito
las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía
cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga,
como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego,
poco a poco, obedientemente.

Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente
maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía:
“Toñito, no juegues con la soga.” La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa
o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió
más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi
opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se
demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire,
como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus
movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia
delante, para retorcerse mejor.

Si alguien le pedía: –Toñito, préstame la soga. El muchacho invariablemente contestaba:


–No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo
aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un
gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.

¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en
las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto
y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada
movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.

Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de


colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas. Una tarde
de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo
el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la
soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no
retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la
blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo
despeinado, enroscada junto a él, lo velaba

TEXTO 15
Fuente: Crimen perfecto Marco Denevi. De la serie Falsificaciones.

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los
días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La
mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos
clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y
que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la
platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se
introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar
y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar
ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del
crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado
por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la
mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la
tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche
la visitaría.

TEXTO 16
Fuente: EL ESPEJO CHINO anónimo.

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer


le pidió que no se olvidase de traerle un peine.

Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos


compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso,
en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero
¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo
primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.

Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró


en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón
de aquellas lágrimas.

La mujer le dio el espejo y le dijo:


-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.

La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:

-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.

TEXTO 17
Fuente: El discípulo y el maestro. Leyenda.

Relata un cuento zen que en un monasterio había un discípulo que desafiaba siempre a
su maestro. Cierta vez, ocultando a sus espaldas a un pájaro que sostenía en las manos,
el discípulo se paró desafiante ante el maestro y le preguntó: “Maestro, aquí detrás de mí
tengo un pájaro. Dígame usted que lo sabe todo: ¿está vivo o está muerto?”. (De tal modo,
si decía que el pájaro estaba vivo lo ahorcaba y si decía que estaba muerto abriría sus
manos y lo dejaría volar.)
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
El discípulo y el maestro
Relata un cuento zen que en un monasterio había un discípulo que desafiaba siempre a
su maestro. Cierta vez, ocultando a sus espaldas a un pájaro que sostenía en las manos,
el discípulo se paró desafiante ante el maestro y le preguntó: “Maestro, aquí detrás de mí
tengo un pájaro. Dígame usted que lo sabe todo: ¿está vivo o está muerto?”. (De tal modo,
si decía que el pájaro estaba vivo lo ahorcaba y si decía que estaba muerto abriría sus
manos y lo dejaría volar.)
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
El discípulo y el maestro
Relata un cuento zen que en un monasterio había un discípulo que desafiaba siempre a
su maestro. Cierta vez, ocultando a sus espaldas a un pájaro que sostenía en las manos,
el discípulo se paró desafiante ante el maestro y le preguntó: “Maestro, aquí detrás de mí
tengo un pájaro. Dígame usted que lo sabe todo: ¿está vivo o está muerto?”. (De tal modo,
si decía que el pájaro estaba vivo lo ahorcaba y si decía que estaba muerto abriría sus
manos y lo dejaría volar.)
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
TEXTO 18
Fuente: El anciano Gran Mago
El Gran Mago-un anciano de barba fosforescente-huía perseguido por pequeños magos. A un
lado estaban las montañas; al otro lado el mar. El Gran Mago trazó una raya en la arena para
detener a los pequeños magos que lo perseguían. Y cuando los pequeños magos llegaron a la raya
que el Gran Mago había trazado en la arena se detuvieron. No podían pasar. Entonces los
pequeños magos hicieron caballos de arena para saltar la raya y alcanzar al Gran Mago. Los
pequeños magos montaron los caballos y galopando entraron en el mar. Los caballos volvieron a
ser arena y se ahogaron los pequeños magos. El Gran Mago hizo un caballo de arena. Un hermoso
caballo. Lo montó y regresó mirando las montañas y el mar. Cuando el Gran Mago se apeó del
caballo, el caballo le preguntó:
-_ ¿Volveré a ser arena?
-_No _ respondió el Gran Mago.
El caballo sintió hambre y sed. Después se quedó dormido, parado sobre sus cuatro patas.

TEXTO 19
La casa encantada
[Cuento. Texto completo]
Anónimo europeo

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que
ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita
blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa,
que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca.
En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este
sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no
pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches
sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación
con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana.
De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la
derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.

-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole
alocadamente.

Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la


boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta
precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.

-Dígame -dijo ella-, ¿se vende esta casa?


-Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía,
frecuenta esta casa!

-Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?

-Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

TEXTO 20

Fuente: Mariposas de Kosh Por Antonio Di Benedetto.

Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas,
mariposas rojas. Veréis.

Yo veía a mi burro mascar margaritas y se me antojaba que esa placidez de


vida, esa serenidad de espíritu que le rebasaba los ojos era obra de las cándidas
flores. Un día quise comer, como él, una margarita. Tendí la mano y en ese
momento se posó en la flor una mariposa tan blanca como ella. Me dije: ¿por
qué no también?, y la llevé a los labios. Es preferible, puedo decirlo, verlas en el
aire. Tienen un sabor que es tanto de aceite como de yerbas rumiadas. Tal, por
lo menos, era el gusto de esa mariposa.

La segunda me dejó sólo un cosquilleo insípido en la garganta, pues se introdujo


ella misma, en un vuelo, presumí yo, suicida, en pos de los restos de la amada,
la deglutida por mí. La tercera, como la segunda (el segundo, debiera decir,
creo yo), aprovechó mi boca abierta, no ya por el sueño de la siesta sobre el
pasto, sino por mi modo un tanto estúpido de contemplar el trabajo de las
hormigas, las cuales, por fortuna, no vuelan, y las que lo hacen no vuelan alto.

La tercera, estoy persuadido, ha de haber llevado también propósitos suicidas,


como es propio del carácter romántico suponible en una mariposa. Puede
calcularse su amor por el segundo y asimismo pueden imaginarse sus poderes
de seducción, capaces, como lo fueron, de poner olvido respecto de la
primera, la única, debo aclarar, sumergida --muerta, además-- por mi culpa
directa. Puede aceptarse, igualmente, que la intimidad forzosa en mi interior ha
de haber facilitado los propósitos de la segunda de mis habitantes.

No puedo comprender, en cambio, por qué la pareja, tan nueva y tan dispuesta
a las locas acciones, como bien lo había probado, decidió permanecer
adentro, sin que yo le estorbase la salida, con mi boca abierta, a veces
involuntariamente, otras en forma deliberada. Pero, en desmedro del estómago
pobre y desabrido que me dio la naturaleza, he de declarar que no quisieron
vivir en él mucho tiempo. Se trasladaron al corazón, más reducido, quizás, pero
con las comodidades de un hogar moderno, por lo que está dividido en cuatro
departamentos o habitaciones, si así se prefiere nombrarlos. Esto, desde luego,
allanó inconvenientes cuando el matrimonio comenzó a rodearse de párvulos.
Allí han vivido, sin que en su condición de inquilinos gratuitos puedan quejarse
del dueño de casa, pues de hacerlo pecarían malamente de ingratitud.

Allí estuvieron ellas hasta que las hijas crecieron y, como vosotros comprenderéis,
desearon, con su inexperiencia, que hasta a las mariposas pone alas, volar más
allá. Más allá era fuera de mi corazón y de mi cuerpo.

Así es como han empezado a aparecer estas mariposas teñidas en lo hondo de


mi corazón, que vosotros, equivocadamente, llamáis escupitajos de sangre.
Como véis, no lo son, siendo, puramente, mariposas rojas de mi roja sangre. Si,
en vez de volar, como debieran hacerlo por ser mariposas, caen pesadamente
al suelo, como los cuajarones que decís que son, es sólo porque nacieron y se
desarrollaron en la obscuridad y, por consiguiente, son ciegas, las pobrecitas.

TEXTO 21

Fuente: EL HOMBRE DE NIEVE Elsa Bornemann

Había una vez —en una humilde aldea


nórdica— dos mujeres que asombraban a
todos con sus delicadas tallas sobre
madera.
Una de las mujeres, viejita, muy viejita. Se
llamaba Gudelia y era una maravillosa
artesana.
La otra, joven, muy jovencita. Su nombre
era Romilda, le decían “Romi” y era una
excelente aprendiz de Gudelia.

Todas las semanas, las dos iban hasta el


bosque más cercano en busca de ramas y
pedazos de troncos para su trabajo. Pero
como el bosque más cercano quedaba del otro lado del río que limitaba el norte de la
aldea, debían cruzarlo en bote.
Cada domingo, Azariel —el botero— las trasladaba de ida al bosque y de vuelta a la
aldea, a cambio de una abundante ración de pastel de papas que ellas mismas
preparaban especialmente.
Un atardecer dominguero, mientras Gudelia y Romi se encontraban atando el material
que habían recolectado, se desató —de improviso— una fuerte tormenta de nieve.
Las dos corrieron —entonces— cargando los atados, en dirección a la orilla donde —
habitualmente— las esperaba el botero.
Azariel había construido allí una cabaña y era común que las mujeres tuvieran que
entrar para despertarlo, dormido como se quedaba —aguardándolas— después de tomar
unas cuantas copitas de ginebra.

Pero en esa oportunidad no lo encontraron; tan tarde llegaron a la cabaña… La tormenta


les había dificultado la marcha por el bosque.
A pesar de la nieve que bajaba biombos y de la correntada que agitaba las aguas, Romi
pudo ver que el bote del señor Azariel ya estaba amarrado del otro lado del río.

No les quedaba más remedio que buscar refugio en la cabaña y confiar en que las
condiciones del tiempo mejoraran pronto.
Se cobijaron —entonces— dentro de la cabaña.
El único cuarto del que constaba la construcción estaba helado. No había ningún
alimento, ni bebida, ni siquiera un brasero con el que aliviar el intenso frío.
Apenas un camastro y una botella con restos de ginebra.
Romi tuvo que insistir mucho para que la viejita usara el camastro.

Bondadosa como era Gudelia y tanto como quería a la niña, fue después de un rato de:
—Usted.
—No, usted.
—Insisto en que usted.
—Digo que usted.
—Usted.
que Romi consiguió convencerla de que fuera ella quien se acostara en ese precario
lecho.

Ya era noche total cuando la viejita se durmió, encogida y temblando de frío.


Echada a su lado —sobre el suelo y también temblando— Romi permanecía despierta
en la oscuridad. Le asustaba el silbido del viento y las uñas de la nieve, raspando la
ventana y la puerta de la cabaña.
Desde el río encrespado le llegaban —para colmo— las inquietantes voces del agua.
La muchacha sentía que se estaba congelando —tanto de frío como de miedo— pero —
finalmente— el cansancio pudo más y —también— se quedó dormida.
Pasada la medianoche y cuando la tormenta continuaba azotando la cabaña, Romi se
despertó, de repente.
Un leve roce —como de mano de nieve sobre su frente— la había traído de vuelta del
sueño.

Se inquietó: la puerta estaba entreabierta —a pesar de que ellas la habían cerrado bien—
y una misteriosa luminosidad le permitía ver —claramente— el interior de la
habitación.
Mejor no hubiera visto nada, porque lo que vio la llenó de espanto: un increíblemente
hermoso caballero (de belleza masculina, aclaremos), apenas un poco mayor que ella,
blanco desde los cabellos a los pies y vestido íntegramente de blanco, se reclinaba sobre
la viejita Gudelia y le soplaba a la cara con furia. Su aliento podía verse con nitidez. Era
como una cinta de humo —también blanco— desenrollándose de su boca.

Romi quiso gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Sin embargo, fue como si
hubiera gritado, porque el caballero cesó con sus soplidos y levantó el blanco rostro
hacia ella. Se le acercó hasta casi tocarla y la miraba con sus blanquísimos ojos de
alucinado cuando le dijo:
—Vine para soplarte con mi aliento, lo mismo que a la vieja. Pero eres tan dulce y tan
niña que siento un poco de pena por ti. Por eso, no voy a hacerte daño. Pero jamás
olvides que no deberás contarle a nadie lo que has visto esta noche, ni siquiera a tu
padre. Recuérdalo bien, Romi: Si alguna vez —dondequiera que te encuentres— se te
ocurre confiarle a alguien —quienquiera que sea— lo que hoy viste aquí, yo me voy a
enterar —de inmediato—, y —de inmediato— estaré a tu lado para que mueras en ese
preciso instante.

Romi seguía petrificada en el silencio de su pánico.


El caballero blanco le dedicó —entonces— una última y sostenida mirada blanca.
Enseguida, abandonó la cabaña cerrando la puerta tras de sí.
La tormenta pareció intensificarse cuando el níveo visitante se perdió en las sombras.
A través de la ventana, Romi ya no volvió a contemplar otra cosa que oscuridad.
Desesperada, gritó —varias veces— el nombre de Gudelia y tanteó hasta encontrarla.
Le tocó la cara, las manos, los pies: la piel de la viejita parecía de puro hielo. Estaba
muerta la pobre.

Romi se abrazó —entonces— a su cuerpo helado y lloró como sólo lo había hecho de
muy niña, al perder a su madre.
La tormenta acabó al amanecer. Cuando —poco después— Azariel —el botero— llegó
de nuevo a su cabaña, encontró a Romi sin sentido y aún abrazada al cadáver de
Gudelia.
La jovencita necesitó varias semanas para reponerse por completo. Su padre pensaba
que la muerte de Gudelia —su querida maestra— la había afectado demasiado.
Y sí, la había entristecido profundamente, pero lo que él no sabía era que su hija
también sentía el corazón herido por la visión que había tenido en la cabaña y de la que
no se atrevía a hablar con nadie.

Silenciosa y solitaria, Romi volvió —al tiempo— a su trabajo con la madera y —


también— al bosque a buscar material, como tantas veces lo había hecho con su
inolvidable Gudelia.
Pasaron cinco años. Una tarde, Romi volvía a su casa después de unas compras en el
centro de la aldea. De pronto —al doblar una esquina— tropezó con un muchacho que
caminaba en la dirección contraria. Durante algunos instantes, los dos se corrieron hacia
la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda y nuevamente hacia la derecha, coinci-
diendo en sus movimientos.
Así —tan sin proponérselo— ninguno dejaba pasar al otro.
Este brevísimo episodio los divirtió y ambos se pusieron a reír con ganas.

—Permítame presentarme, señorita. Ya que parece que vamos a quedarnos eternamente


en esta esquina: será mejor que sepamos quiénes somos, ¿no? —le dijo entonces el
joven, riéndose todavía—. Me llamo Olao. ¿Y usted?
—Romi.
Recién entonces observó ella el rostro del muchacho —de una asombrosa palidez
lunar— y —de una rápida ojeada— su apariencia.

No era de la aldea. Lo que sí era… extraordinariamente atractivo, hermoso podría


decirse, todo lo hermoso que un hombre puede ser para los ojos de una mujer…
—Estoy de paso por aquí. Voy camino al país vecino, donde me han dicho que
necesitan brazos para las cosechas. Soy huérfano de nacimiento —le contó más tarde,
mientras la acompañaba hasta su casa, de puro cortés—. Lamentablemente, no tengo
hermanos, ni primos, ni tíos… Ningún pariente.

Romi lo escuchaba fascinada. Era la primera vez en su vida que un muchacho le


llamaba la atención de ese modo.
—¿Me estaré enamorando? —pensaba— ¿Será esto el amor?
Y cuando él la despidió en la puerta de su casa y prometió quedarse un día más en la
aldea para poder verla —otra vez— a la mañana siguiente, Romi ya no tuvo dudas: sí,
ella estaba enamorada de Olao.

Pero tampoco tuvo dudas de que él también se había enamorado.


Esa noche, le contó todo a su padre y éste le dijo:
—Cuando ese joven venga mañana a despedirse de ti, quiero conocerlo, Romi. Mira,
hija, yo ya estoy viejo y no me gustaría morirme sin verte casada. Sufro al pensar que
puedas quedarte sola en el mundo… Por eso, si ese tal Olao me parece honrado y
trabajador, les daré mi autorización para la boda y…
—Pero… Hay un problema… Ya le conté que él no tiene empleo, padre.
—No me has dejado terminar la oración, hija. Decía que les daré mi autorización para la
boda… y trabajo a Olao, en mi molino.

Diez años después de esta conversación, Romi y Olao cumplieron diez felices años de
matrimonio.
Cuando el padre de ella murió, sus últimas palabras fueron de gran afecto para su hija y
de sincera alabanza para su yerno.

Todos en la aldea apreciaban a Olao y adoraban a los siete hijitos que había tenido con
Romi. Los siete eran parecidísimos ya a ella, ya al abuelo… pero todos con esa
sorprendente palidez lunar que sólo habían heredado de su papá.
A pesar de estimarlo a Olao, los hombres de la vecindad murmuraban —a veces entre
cerveza y cerveza— que ese extranjero debía de poseer el elixir de la juventud, porque
—mientras ellos envejecían— él se mantenía igualito al día en que había aparecido en la
aldea, diez años atrás.

Una noche, mientras los niños dormían y Romi daba los últimos toques a una nueva
talla a la luz de una lámpara; a la luz de otra y en la misma cocina, Olao arreglaba la
rotura de una bolsa.
La gruesa aguja iba y venía sobre el cuero.

Al rato, Romi descansó un instante y fijó su vista sobre el esposo. Un lejano recuerdo se
le superpuso —de golpe— sobre la imagen de Olao y —amorosamente— le dijo
entonces:
—¿Sabes una cosa, querido? Recién, al mirarte mientras estabas tan concentrado en tu
trabajo de compostura, con la luz de la lámpara haciéndote brillar el pelo y la barba, me
acordé de un suceso extraño y terrible…
Olao no abandonó su labor, pero se notaba que la escuchaba atentamente.

Romi prosiguió con el relato:


—Yo tenía trece años… Una noche de tormenta, conocí un joven tan atractivo, tan
hermoso, tan pálido como tú… Cuando te miré —recién— sentí que —en realidad—
eres idéntico a aquel muchacho…
Sin dejar de coser la bolsa, Olao le preguntó:
—¿Y dónde lo conociste, si puede saberse?
Entonces Romi le contó la espantosa historia vivida en aquella cabaña, del otro lado del
río. Concluyó su narración con estas palabras:
—Fue la única vez que vi a un joven tan seductor como tú… Claro que nunca estaré
segura de sí fue una pesadilla… o —si en verdad— estuvo conmigo un hombre de
nieve… un caballero de muerte… De todos modos, él sólo me produjo pavor… en tanto
que tú… Te amo, Olao… Te amo…

Como si le hubiera dado un súbito ataque de locura, Olao saltó de su silla al escuchar el
final de esta confesión, arrojando la bolsa al aire.

Se abalanzó sobre Romi —que lo contemplaba perpleja— y la empezó a sacudir de los


hombros, a la par que le gritaba con furia:
—¡Era yo! ¡Era yo, insensata! ¡Aquel hombre de nieve era yo! ¡y te dije —entonces—
que si alguna vez —dondequiera que te encontraras— se te ocurría contarle a alguien —
quienquiera que fuese— lo que allí habías visto, yo me iba a enterar —de inmediato— y
—de inmediato— estaría a tu lado para que murieses!

La miraba con ojos de alucinado y de su boca comenzaba a salir como una cinta de
humo blanco —que congelaba el aire al desenrollarse— cuando soltó a Romi —de
golpe— y se echó hacia atrás.

Impresionantes temblores agitaban su cuerpo y un viento helado invadió la cocina


mientras seguía gritándole a su esposa:
—¡No te mato ahora mismo porque tengo piedad de los siete niños! ¡Pero escucha bien
—insensata— cuida de ellos, cuida de mis hijos con todas tus energías y jamás reveles
su origen, porque si llego a encontrar el mínimo motivo de queja te juro que volveré —
de inmediato— para arrancarte la vida, con el más gélido de mis soplos!

A medida que terminaba de hablar, la voz de Olao se iba afinando, afinando hasta no ser
sino un agudo silbido del viento. Su cuerpo —desde la cabeza a los pies— se tornó
blanco primero, de nieve después, de hielo enseguida hasta que —finalmente— se
derritió por completo y no fue más que una extendida mancha sobre el piso, una mancha
que se evaporó, desapareciendo en una espiral de humo blanco que congeló el aire a su
alrededor.

Aterrorizada, Romi comprendió —entonces— que se había enamorado del hombre de


nieve, del blanco caballero helado… que se había casado con él, con el irresistible
Hermano Muerte.

TEXTO 22
Fuente: El rey de las azoteas. Gabriel García Márquez.

Emilio pasa el verano en las azoteas de su vecindario.


A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de
objetos destruidos.
Las azoteas eran los
recintos aéreos donde las
personas mayores
enviaban las cosas que no
servían para nada: se
encontraban allí sillas
cojas, colchones
despanzurrados,
maceteros rajados,
cocinas de carbón,
muchos otros objetos que
llevaban una vida
purgativa, a medio
camino entre el uso
póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la
potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del
abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió
su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con
que insuflaba vida a las pelotas de jebe1 reventadas, presidía la ejecución capital de los
maniquíes.
Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a
valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. En los linderos
de mi gobierno, sin embargo, había una zona inexplorada que siempre despertó mi
codicia. Varias veces había llegado hasta sus inmediaciones, pero una alta empalizada de
tablas puntiagudas me impedía seguir adelante. Yo no podía resignarme a que este
accidente natural pusiera un límite a mis planes de expansión.
Un día de verano decidí lanzarme al asalto de la tierra desconocida. Al principio sólo
distinguí una azotea cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero cuando me
disponía a saltar en esa tierra nueva, divisé a un hombre sentado en una perezosa. El
hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su hombro y sus ojos, sombreados por un
amplio sombrero de paja, estaban cerrados. Su rostro mostraba una barba descuidada,
crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos.
Probablemente hice algún ruido pues el hombre enderezó la cabeza y quedo mirándome
perplejo. El gesto que hizo con la mano lo interpreté como un signo de desalojo, y dando
un salto me alejé a la carrera.
Durante los días siguientes pasé el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas,
poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparándome para lo que yo imaginaba que sería
una guerra sangrienta. Me veía ya invadido por el hombre barbudo; saqueado, expulsado
al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tías
escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma más grande y en
vano pasé horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de vez en cuando,
el derrumbe de alguna cometa de papel.
En vista de ello decidí efectuar una salida para cerciorarme con qué clase de enemigo
tenía que vérmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algún fugitivo que pedía
tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me aventuré fuera de mi fortín y poco
a poco fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre, contorneé la valla
de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas apliqué el ojo y
observé: el hombre seguía en la perezosa, contemplando sus largas manos trasparentes o
lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el cielo, para seguir el paso de las nubes
viajeras.
Yo hubiera pasado toda la mañana allí, entregada con delicia al espionaje, si es que el
hombre, después de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el agujero.
‘Pasa,’ dijo haciéndome una seña con la mano. ‘Ya sé que estás allí. Vamos a conversar.’
El hombre me miraba sonriente. Sacando un pañuelo blanco del bolsillo – ¿era un signo
de paz? – se enjugó la frente.
‘Hace rato que estás allí,’ dijo. ‘Tengo un oído muy fino. Nada se me escapa… ¡Este
calor!’
‘¿Quién eres tú?’ le pregunté.
‘Yo soy el rey de la azotea,’ me respondió.
‘¡No puede ser!’ protesté. ‘El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son míos. Desde
que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine antes por aquí
fue porque estaba muy ocupado por otro sitio.’
‘No importa,’ dijo. ‘Tú serás el rey durante el día y yo durante la noche.’
‘No,’ respondí. ‘Yo también reinaré durante la noche. Tengo una linterna. Cuando todos
estén dormidos, caminaré por los techos.’
‘Está bien,’ me dijo. ‘¡Reinarás también por la noche! Te regalo las azoteas, pero
déjame al menos ser el rey de los gatos.’

1 Jebe – caucho
2 una perezosa – silla de playa

TEXTO 23

Fuente: PRÓLOGO A MEDIANOCHE. AGUJAS DORADAS. MICHAEL


MCDOWELL

Una oscura noche de invierno, siete niños se habían agrupado en torno a una rejilla de
hierro en Mulberry Street. Vestidos con unos andrajos sucios, con las caras negras de
mugre, parecían fantasmas raquíticos, un aquelarre de pequeños duendes malévolos. Se
sentaban sobre la rejilla por turnos, durante un minuto más o menos, para absorber el
calor del vapor que salía de la caldera subterránea que calefaccionaba los cuarteles
generales de la policía de Nueva York. Cuando discutían a los gritos si correspondía
otorgarle más tiempo sobre la rejilla a una niña que llevaba en brazos a un bebé, antes de
llegar a una decisión, el debate fue ahogado por el tañido de todas las campanas de la
ciudad.
El Año de Gracia de 1881 había dado paso al Año de Gracia de 1882.
No muy lejos de allí, en el subsuelo de un ruinoso edificio en Grand Street, había un bar
diminuto, tan insignificante que ni siquiera le habían puesto nombre, que vendía la
cerveza que otros bares del Bowery habían descartado la noche anterior, porque ya no
servía para sus clientes. El negro mudo que atendía el mostrador durante toda la noche
servía un líquido rancio en jarros de cerámica que jamás se lavaban. Hombres y mujeres
paupérrimos, derrotados, delincuentes y enfermos bebían sin quejarse, hasta que el
alcohol fermentado los volvía insensibles al frío de afuera y la miseria de adentro. En ese
sótano atestado, donde una pequeña estufa alimentada a carbón arrojaba un humo
asfixiante que no calentaba a nadie, los hombres despotricaban contra Dios, contra las
mujeres que los habían traicionado, contra los jueces que los habían encarcelado, contra
la máquina democrática que no los había dejado libres y contra todo lo que pudiera
aparecer en sus mentes afiebradas. Las mujeres, en su mayoría abotagadas por el alcohol,
se refugiaban en los rincones más oscuros o permanecían sentadas inmóviles en absoluto
silencio, las cabezas apoyadas contra las paredes, empapadas en un sudor frío. La compra
de dos cervezas en mal estado les otorgaba el discutible privilegio de permanecer hasta el
alba. Los niños harapientos peleaban bajo las mesas y el monito del organillero tísico
saltaba sin prejuicios de los brazos de los coléricos hombres a las rodillas de las letárgicas
mujeres y sumaba su cháchara estridente al ininteligible tumulto de voces.
Dos hombres de rostros taciturnos, que esa misma mañana habían salido de la cárcel de
Blackwell, jugaban a las cartas sentados en la vereda del bar. El único gesto de
reconocimiento que hicieron ante la llegada del Año Nuevo fue una imperceptible pausa
antes de mostrar los naipes grasientos, cuando las campanas de las iglesias empezaron a
repicar.

TEXTO 24
“La literatura está para traer paz a los perturbados y perturbar a los tranquilos”
Fuente: Conservas Samantha Schweblin.
Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que
Teresita se adelantará a nuestros planes. Voy a tener que
renunciar a la beca de estudios porque dentro de unos meses ya
no va a ser fácil seguir. Quizá no por Teresita, sino por pura
angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar.
Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín.
Todo organizado en la bandeja, limpio en la cocina, abastecido
en la alacena, como si la culpa, o qué sé yo qué cosa, lo
obligara a cumplir con lo que espero de él. Pero pierde sus
energías y no parece muy feliz: regresa tarde a casa, no me
hace compañía, le molesta hablar del tema.
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos *Observa el comportamiento de
compra algunos regalos y nos los entrega –la conozco bien– con algo de la madre y fíjate a qué cosas le da
más importancia.
tristeza. Dice: Mirá el papel de Manuel y fíjate
–Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines también que ella no tiene
de puro algodón… Esta es la toalla con capucha en piqué… –papá mira las nombre.
cosas que nos van regalando y asiente.
–Ay, no sé… –digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita. La verdad
es que no sé –le digo más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de
sabanitas de colores–, no sé –digo ya sin saber qué decir, y abrazo las
sábanas y me largo a llorar. Ella ha recibido una beca. Eso es
El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me una oportunidad.
miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo,
y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces llamo a Manuel y le
pido que se pare a mi lado. A él, en cambio, lo veo más flaco. Además, cada vez me habla
menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que
ya no me quiera, ni que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé que –como yo–
no tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que
hacer antes de su llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave y
cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por llamar a
cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué estoy comiendo, cómo me siento, y
todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las manos sobre
la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo entender cómo en un mundo
en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas, como alquilar un coche en
un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace
treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un asunto tan
trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente
no me resigno.
Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras,
con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de una comadrona y
hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a su manera presenta soluciones conformistas
o perversas que nada tienen que ver con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de
recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el
doctor* Weisman.
El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No tiene
secretaria, ni sala de espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos habitaciones.
Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café. Durante la conversación se
interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por nuestros padres, por nuestro
matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de nosotros. Contestamos todo
lo que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el escritorio,
parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el
éxito de sus investigaciones y lo que nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita
convencernos, y pasa a explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha
con atención, asiente, parece entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentación,
en el sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber que hablar con mamá y
papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto todo en
mi cuaderno, punto por punto.
–¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? –pregunto.
–Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien –dice Weisman.
Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del
Observá cómo ahora el
living, rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos
matrimonio vuelve a
lo más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el
unirse…
momento en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos
a nuestros padres y somos claros con ellos: el asunto está decidido, el
tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel
lo interrumpe:
–Tienen que hacer lo que les decimos –dice. Entiendo lo que siente: tomamos esto en
serio y esperamos lo mismo de los demás–, en la hora y al tiempo que corresponda.
Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se comprometen
a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco Tené en cuenta que las madres
más aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto aprenden a respirar
cada sesión de “respiración consciente”. La respiración consciente preparando el cuerpo para
es parte fundamental del tratamiento y es un método de relajación y cuando nazca su hijo…
concentración innovador, descubierto y enseñado por el mismo
Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto
con “el vientre húmedo de la tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces.
Prolongo los tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras
varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso al segundo
nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección de mis energías. Weisman
dice que eso va a tomarme algo más de tiempo, pero insiste en que el ejercicio está a mi
alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento en el que es posible
visualizar la velocidad a la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un
cosquilleo suave, que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies.
Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo, lentamente. La meta es
detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulación en sentido contrario.
Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas que
hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado, hablar sólo
lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple su parte con esmero, pero lo
conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y ¿Acaso
decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por ahora; no podemos Teresita
arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guion. venía a
Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que logro detener la separarlos?
energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que esforzarse un poco más.
Me aumenta la dosis de las pastillas. Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como
un poco menos. Siguiendo el primer punto de su lista, la madre de Manuel hace su mejor
esfuerzo y trata de, gradualmente –esto último es importante y se lo subrayamos repetidas
veces–, gradualmente, decía, ir haciendo menos llamados a casa y bajar la ansiedad por
hablar todo el tiempo sobre Teresita.

El segundo es, quizás, el mes de más cambios. Mi


cuerpo ya no está tan hinchado, y para sorpresa y
alegría de ambos, la panza empieza a disminuir. Este
cambio tan notable alerta un poco a nuestros padres.
Quizás es ahora cuando entienden, o intuyen, en qué
consiste el tratamiento. La madre de Manuel, sobre
todo, parece temer lo peor y, aunque se esfuerza por
mantenerse al margen y seguir su lista, siento su miedo
y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.
Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan
deprimida. Le cuento a Weisman mis progresos en la
respiración consciente. Él se entusiasma, parece que estoy a punto de lograr mi energía
inversa: tan pero tan cerca que sólo un velo me separa del objetivo.
Empieza el tercer mes, el anteúltimo. Es el mes en el que más protagonismo van a tener
nuestros padres; estamos ansiosos por ver que cumplan con su palabra y que todo salga a
la perfección, y lo hacen, y lo hacen bien, y estamos agradecidos. La madre de Manuel
llega a casa una tarde y reclama las sábanas de colores que había traído para Teresita.
Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho tiempo, me pide una bolsa
para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con bolsa, así que así se va, y nos guiña
un ojo. Después les toca a mis padres. También vienen por sus regalos, los reclaman uno
por uno: primero la toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón,
por último, el cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide acariciar
por última vez la panza. Me siento en el sillón, ella se sienta al lado mío, y habla con voz
suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice: “Esta es mi Teresita, cómo voy a extrañar a
mi Teresita”, y yo no digo nada, pero sé que, si hubiera podido, si no hubiera tenido que
limitarse a su lista, habría llorado.
Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la verdad es que
su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos reímos. La sensación es
todo lo contrario a lo que se siente al emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino
la de quedarse. Es como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las
mismas condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el ánimo. Hago
mi última visita a Weisman.
–Se acerca el momento –dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco de
conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda térmica, como
Weisman recomendó. Debo guardarlo en la heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua
es transparente pero espesa, como un frasco de almíbar incoloro.
Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al último nivel:
respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía que lo envuelve.
Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces todo se detiene. La energía parece
materializarse a mi alrededor y podría precisar el momento exacto en el que, poco a poco,
comienza a circular en sentido inverso. Es una sensación purificadora, rejuvenecedora,
como si el agua o el aire volviesen por sí mismas al sitio en el que alguna vez estuvieron
contenidas.
Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera, Manuel lo rodeó
con un círculo rojo cuando volvimos del
consultorio de Weisman por primera
vez. No sé cuándo sucederá, estoy
preocupada. Manuel está en casa. Estoy
recostada en la cama. Lo escucho
caminar de un lado a otro, intranquilo.
Me toco la panza. Es una panza normal,
una panza como la de cualquier mujer,
quiero decir que no es una panza de
embarazada. Al contrario, Weisman dice
que el tratamiento fue muy intenso:
estoy un poco anémica, y mucho más flaca que antes de que el asunto de Teresita
empezara.
Espero toda la mañana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero comer, ni salir,
ni hablar. Manuel se asoma cada tanto y pregunta cómo estoy. Imagino que mamá debe
estar trepándose por las paredes, pero saben que no pueden llamar ni pasar a verme.
Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez más fuerte,
como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero trato de incorporarme y no
puedo, no me había dado cuenta de lo mareada que estaba. Tengo que avisarle a Manuel
para que llame a Weisman. Logro levantarme, me siento mareada. Me dejo caer al piso y
espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente pero mi cabeza ya está
en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y lastimemos a Teresita.
Quizás ella sepa lo que está pasando, quizá todo esto esté muy mal. Manuel entra a la
habitación y corre hasta mí.
–Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… –le digo–, no quiero que...
Quiero decirle que me deje acá tirada, que no
importa, que corra a hablar con Weisman,
que todo salió mal. Pero no puedo hablar.
Me tiembla el cuerpo, no tengo control sobre
él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma
de las manos, me habla, pero no escucho lo
que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo
la boca. El parece reaccionar, me deja sola y
corre hacia la cocina. No demora más que
unos segundos: regresa con el vaso
desinfectado y el envase plástico que dice “Dr. Weisman”. Rompe la faja de seguridad
del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez siento ganas de vomitar,
pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez
más violentas que empiezan a dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad
de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar. Manuel me mira, no sabe
qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la garganta. Cierro la boca y
tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento algo pequeño, del tamaño de una almendra.
Lo acomodo sobre la lengua, es frágil. Sé lo que tengo que hacer, pero no puedo hacerlo.
Es una sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro a
Manuel, que parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará, pienso. Ella estará
bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me acerca el vaso de conservación, y
al fin, suavemente, la escupo.
*En español, la palabra “weisman” significa sabio.
*En español, Teresita, significa: milagrosa, cazadora, cosecha del verano.También relacionado con la diosa de la
fecundidad.

TEXTO 25
Fuente: El desentierro de la Angelita Mariana Enríquez

El cuento por su autor

“El desentierro de la angelita” viene de algunos pocos recuerdos obsesivos,


esos recuerdos-murmullo que, de tanto pensarlos, dejan de parecerse a lo que
realmente pasó. Mi abuela tuvo una hermana que murió antes de cumplir dos
años y que fue enterrada en el fondo de su casa. Esa niña muerta en el patio me
daba miedo. Si mi abuela contaba que la niña lloraba de noche, bajo la tierra, no
lo sé, al menos no lo sé con certeza; recuerdo que lo contaba, pero dudo de que
el recuerdo sea cierto. Esa niña nunca fue velada como angelita, eso es seguro.

A mí me gustaba cavar en el pequeño cuadrado de tierra del fondo de mi casa


en Lanús: encontraba vidrios y dados y huesos, sobre todo muchos huesos de
pollo –al menos eso me decían–. Es posible que haya desenterrado a una vieja
mascota de la familia o los huesos de los animales de mi abuelo, que
improvisaba zoológicos (llegó a tener un venado y un pavo real en la casa). De
todos los hallazgos, el que más recuerdo es una piedra negra parecida a un
escarabajo que tenía una cara tallada y conservé mucho tiempo. No sé cuándo
la perdí.

Las excavaciones y la niña muerta se unieron para este cuento que escribí como
si me lo dictaran. No me gusta leer prosa en voz alta –
ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien
me pide que lo haga y yo accedo por buena educación,
suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente.
Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se
ríen de nerviosos. También es el favorito de los
adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí
no me sentí ensañada, pero ahora me doy cuenta de
que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los
pocos cuentos de fantasmas que haya escrito, y
Angelita es un fantasma bastante atípico, que se
esconde muy poco –un fantasma gore–.

Supongo que “El desentierro de la angelita” es un


cuento sobre los fantasmas familiares y los muertos sin
tumba y los restos humanos sin nombre. Pero también
es un homenaje a los niños fantasma que alguna vez
me asustaron: Catherine Earn-shaw y su mano helada
en Cumbres borrascosas, Toshio con su boca abierta
en la película Ju-On, los niños que se esconden bajo la
capa del Fantasma de las Navidades Presentes de
Dickens (Ignorancia y Necesidad creo que se llaman,
“Ignorance” y “Want”), Tomás, el niño de la máscara
que oculta un rostro deforme en El orfanato de J. A.
Bayona y el terrible Gage de Cementerio de animales,
de Stephen King, rey de los niños muertos.
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas, cuando
el cielo se oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad,
todo el pico bajo tierra. Yo la seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia
por qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la palita en la mano, frunciendo la
nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o tormenta,
cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las
gotas y el viento –el techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su
serie favorita, Combate, no había quien pudiera sacarle una palabra porque estaba
perdidamente enamorada de Vic Morrow.

Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía
excavatoria. ¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del
tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de metal y madera, no de
plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio color verde, con
los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o
pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía
haberlas sepultado. Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una
cucaracha, pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa, del otro unas muescas
formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida
porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro
de casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con
los puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde
manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que habían sido parte de una puerta vieja.
También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos. No me divertía
ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía
que, si picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los
anillos, no iba a poder reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.

Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del
fondo en una piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros
hasta la pileta del patio, donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos
de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber
enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en el
fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.

Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó
a arrancarse los pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho
bajo la mirada de papá: él admitía las “supersticiones” (así las llamaba) de la abuela
siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se
tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera
a la habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la
penitencia.

Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número
diez u once, mi abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les
prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto a los pocos meses de nacida,
entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con
flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón
para que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas
porque a la mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto
toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi bisabuela, que
se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios, y lo único que les
cobró fue unas empanadas.

–¿Eso fue acá, abuela?

–No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!

–Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.

–Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba
todas las noches, pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a
llorar sola, abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una
bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es que
nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.

–¿Y acá llora la nena?

–Cuando llueve, nomás.

Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que
la abuela ya estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor
le resultaba incómoda la conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió,
yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de
Balvanera, y me olvidé de la angelita.

Hasta que apareció al lado de la cama, en mi departamento, diez años después,


llorando, una noche de tormenta.

La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a
medio pudrir y no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de
despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que era real grité y
lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos
para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando
salí de ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de
una manta vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia
afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de que era de día. Es raro ver un
muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando como en
una película de terror.

Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar
los platos. La angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad
demandante. No me amedrentó. Con los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté.
No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado
y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con
restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la
tráquea a la vista.

Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la hermana de mi abuela.


Seguía cerrando los ojos bien fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como
no funcionaba le caminé alrededor y vi, en la espalda, colgando de los restos
amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas de cartón
con plumas de gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido,
pensé y después me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la
cocina, que era mi tía abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía haber vivido
apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en términos de qué
era posible y qué no.

Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla
con un nombre legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–
; así descubrí que no hablaba, pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela
decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que
desenterré cuando era chica.

Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o
negativamente no hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía
señalando, sino que no me dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba
atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando
yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se
sentaba al lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se
trataba de un pico de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el
trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí, esperando al lado de la cama
a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no quise atender los
mensajes ni abrirles la puerta, pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos
aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una
negra, me decían. Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga
Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y disgusto, se escapó y se
sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.

Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de
pasada y después se dio vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe
haber bajado la presión; o la señora que directamente salió corriendo y casi la atropella
el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba,
seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor
dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo
hacía con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita,
es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la cara, de las que se
usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve siente asco,
pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a
un bebé muerto.

Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos
(y se murió sin nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré
juguetes para que se entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que
mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo
apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y
noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.

Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde
yo había encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo
las fotografías: un asco, dejó todas las otras manchadas de su piel podrida que se
desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente.
Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra,
que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.

La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda.


Ella no mira por la ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con
nada, le da a lo exterior la misma importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa
para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible que esté incómoda o si eso
significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que
le tuve miedo al principio, pero hace rato que no.

Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano,
había un olor pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de
basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado.
Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza
caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y
finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de
distancia del estadio. Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los
dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo había pensado.
Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña muerta.

Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible
asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo.
Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja, debía estar mal
hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de natación de
plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda
la tierra para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita
vaya a saber dónde, los habían revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita,
y le dije que lo sentía mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba
no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en algún
lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría
haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella
y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora
estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y
como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15
y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban
dejando asomar los huesitos blancos.

TEXTO 26
Fuente: Para entrar al jardín - Juan José Arreola

Tome en sus brazos a la mujer amada y extiéndala con un rodillo sobre la cama, después
de amasarla perfectamente con besos y caricias. No deje parte alguna sin humedecer,
palpar ni olfatear. Colóquela en decúbito prono (ventral), para que no pueda meter las
manos y arañarlo. Incorpórese con ella cuando esté a punto de caramelo, cuidando de no
empalagarse. En el momento supremo, apriétele el pescuezo con las dos manos y toda la
energía restante.
Para facilitar la operación se recomienda
embestir de frente sobre la nuca para que no
pueda oírse un monosílabo. Suéltela y
sepárese de ella cuando el corazón haya
dejado de latir y no haya feas sospechas de
necrofilia. Colóquela ahora en decúbito
supino (dorsal) y compruebe el reflejo de
pupila. Por las dudas, ascúltela con el
estetoscopio que habrá pedido prestado a su
vecino, el estudiante de medicina. Ciérrele los
ojos, sáquela de la cama y déjela enfriar,
arrastrándola hasta el cuarto de baño. Si tiene
a mano un espejo, póngaselo sobre la cara y
no la vea más.
Previamente habrá usted diluido en agua tres partes iguales de arena, grava (confitillo) y
cemento rápido, de preferencia blanco, dentro de un recipiente apropiado, batiendo el
todo hasta que forme una pasta espesa y homogénea. Si es preciso, pida el consejo de un
albañil experimentado. Tome un molde rectangular de esos que pueden adquirirse
fácilmente en el barrio, o improvise usted mismo una adobera con tablas de pino sin
cepillar, porque resulta más barato. Sea precavido y deje un margen de diez centímetros
de cada lado para que ella pueda caber holgadamente. Usted sabe las medidas de
memoria: tanto más cuanto de pies a cabeza, tanto menos cuanto de busto, cintura y
caderas. No hace falta la tapa.
Acuérdese de los vendajes, porque ahora va usted a momificarla sin embalsamamiento
previo. Use la banda ortopédica enyesada de cinco centímetros de ancho y conforme a las
instrucciones que vienen en el paquete humedézcala y empiece por la punta de los pies
siguiendo el método de la dieciochava o más bien décimo-octava dinastía faraónica,
procurando que el conjunto quede lo más apretado posible: la crisálida en su capullo
eterno que ya no podrá volar más que en su memoria, si usted puede permitirse ese lujo.
Cuando el yeso esté completamente seco, lije toda la superficie hasta que casi
desaparezcan los bordes superpuestos de las bandas. Dele una mano gruesa de sellador
instantáneo, con brocha de dos pulgadas, común y corriente. Después aplique con pistola
de aire, o en su defecto, con brocha de pelo de marta, varias manos de laca epóxica, que
es dura como el cristal. Una vez que ha secado, gracias a sus componentes, en cosa de
minutos, cerciórese de que no quede poro alguno al descubierto, de tela ni yeso. El todo
debe constituir una cápsula perfectamente hermética, donde no puedan entrar ni la
humedad ni las sales del cemento.
Llene ahora el molde hasta una tercera parte de su altura, más o menos, y póngase a
reposar un rato para que la masa repose también. Medite entonces sí puede acerca de lo
largo del amor y lo corto del olvido o viceversa. Cuando ella, usted y la pasta hayan
adquirido la suficiente firmeza, coloque el cuerpo dentro del molde con la mayor
exactitud. Una vez calculada la resistencia de los materiales empleados, vierta sobre ella
el resto del concreto fresco, después de agitarlo muy bien. (Aquí se recomienda
arrodillarse y modular una canción de cuna con trémolo bajo y profundo, o el salmo
penitencial que más sea de su agrado.)
Si es posible, hay que utilizar un vibrador eléctrico. Si no, plana y cuchara. Antes de que
ella desaparezca para siempre, usted puede, naturalmente, darle el último adiós. Sobre
todo, para comprobar que sus labios y sus ojos ya no le dicen nada, debidamente vendados
y amordazados como están.
Cuando el molde esté a punto de desbordarse, déjelo a la intemperie y váyase a dormir
bien abrigado por que tendrá que madrugar.
Al día siguiente y antes de salir el sol, cave una fosa al ras del suelo a la entrada del jardín,
justamente en el umbral, y ponga en ella el lingote de cemento, sirviéndose para el
traslado solitario de plataforma, cuerdas y rodillos. Con piedritas de río o teselas de
mosaico italiano, puede hacerse una verdadera obra de arte, según el gusto de cada quien:
la palabra Welcome es la más aconsejable, siempre que esté rodeada de flores y palomas
alusivas, para que todos la entiendan y la pisen al pasar.
Precaución: procure, en la medida de lo posible, que la policía no ponga los pies sobre
esta lapida amorosa hasta que la superficie esté completamente seca. Y si lo interrogan,
diga la verdad: Ella se fue de la casa en traje sastre, color beige y zapatos cafés. Llevaba
una cara de pocos amigos y aretes de brillantes...

TIEMPOS VERBALES DE LA NARRACIÓN


Pretérito perfecto simple: TIEMPO BASE. Es un tiempo de aspecto perfectivo,
es decir, que señala acciones que sucedieron en el pasado y que
concluyeron. Son acciones puntuales que empiezan y terminan para que
comiencen otras. REPRESENTA LAS ACCIONES PRINCIPALES Y ES EL
ENCARGADO DE HACER AVANZAR LA HISTORIA. LE OTORGA MOVIMIENTO.

CONTESTA A LA PREGUNTA ¿QUÉ PASÓ?

Ej: Ese día me desperté con mucho dolor de cabeza

Pretérito Imperfecto: es un tiempo en pasado de aspecto imperfectivo, ya


que señala cierta duración. Son acciones que empezaron en el pasado pero
que tienen una continuidad. Se utiliza para dar cuenta de acciones cotidianas
en el pasado que sucedieron más de una vez:

Ej. "Todos los días me levantaba a las siete de la mañana"


SE USA PARA HACER DESCRIPCIONES.

HACE DETENER LA HISTORIA Y LA PONE EN PAUSA.

SE LO RECONOCE PORQUE TERMINA EN ABA-ABAN-ÍA-ÍAN


Pretérito pluscuamperfecto: Es el pasado del pasado, ya que se refiere a
acciones remotas que sucedieron con anterioridad A lo que se está contando.

HACE ACLARACIONES. SE LO RECONOCE PORQUE ES UN VERBO COMPUESTO:

VERBO CONJUGADO + VERBOIDE TERMINADO EN ANDO-ENDO-ADO-IDO

Quiere decir que está gerundio participio

en determinado tiempo

Ej. El domingo jugamos al fútbol, pero antes habíamos entrenado durante


toda la semana.
BONUS
INFORMATIVO
MODO IMPERATIVO El
modo imperativo es uno de
los modos verbales utilizados
para expresar órdenes,
mandatos, o deseos.
Ejemplos de enunciados
imperativos
¡Tranquilízate! Ya están por
llegar tus padres
Recoge tus cosas y lárgate de
aquí
¡Calla! No tengo ganas de discutir contigo ahora
!Sentaos ahora! La película está por comenzar

Características del modo imperativo.


Las características de este modo verbal pueden resumirse de la siguiente
manera:
- Las órdenes solo pueden manifestarse cuando emisor y receptor coinciden en
el tiempo presente. El aspecto temporal siempre hará referencia a un tiempo
actual (Come tú, sentad vosotros), es imposible dar órdenes en un tiempo
pasado o futuro
- Conjugar en imperativo tiene el objetivo de producir una determinada reacción
en el oyente. Cuando una persona, Juan, por ejemplo, pide su hermana que
baje el volumen de la música: Dejad de fastidiar¡, lo que pretende Juan es que
lograr producir una determinada reacción en otros sujetos, específicamente,
que esas personas abandonen lo que están haciendo.
- Solo se conjugan en la segunda persona gramatical: segunda persona del
singular y del plural
Uso de enunciados imperativos en la publicidad
Luc Dupont, en su obra 1001 trucos publicitarios, habla del modo imperativo como una
estrategia positiva en los anuncios.
El citado autor señala que este modo verbal tiene la característica especial de poder
realizar sugerencias al oyente.

TEXTO 27
Fuente: Ropa usada. Pía Barros

Un hombre entra a la tienda. La chaqueta de cuero, gastada, sucia, atrapa su mirada de


inmediato. La dependienta musita un precio ridículo, como si quisiera regalársela. Sólo
porque tiene un orificio justo en el corazón. Sólo porque tras el cuero, el chiporro
blanco tiene una mancha rojiza que ningún detergente ha podido sacar. El hombre sale
feliz a la calle.
A pocos pasos, unos enmascarados disparan desde un callejón. Una bala hace un giro en
ciento ochenta grados de su destino original. Se diría que la bala tiene memoria. Se
desvía y avanza, gozosa, hasta la chaqueta. Ingresa, conocedora, en el orificio. El
hombre congela la sonrisa ante el impacto.
La dependienta, corre a desvestirlo y a colgar nuevamente la chaqueta en el perchero.
Lima sus uñas, distraída, aguardando.

TEXTO 28

TIEMPOS VERBALES. Las últimas miradas (Enrique Anderson Imbert)

El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a
violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado
izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el
goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que
buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos.
Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso,
pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos
se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno
de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una
de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano
acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita
desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro de la tarde. Pasa al
vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un
rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas
que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones.
¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo, pero ya no tiene importancia.
Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la
comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un
puñal clavado en el corazón.

ACTIVIDADES
1-Identifica al sujeto de la historia y el tiempo de verbo que se usó para contarla. Ahora imagina
la figura de un narrador contando la historia desde un determinado punto de vista. ¿Qué tipo de
narrador es? ¿Dónde crees que está ubicado para poder contar los hechos en ese tiempo? ¿Qué
efecto quiere causar sobre el lector al contar así la historia? ¿Por qué en el texto ya hay una oración
en pasado?
2-Pasa la historia a tiempo pasado como si el narrador contara el hecho luego de que sucedió.
Para esto tené en cuenta que hay acciones que empiezan y terminan y otras que permanecen en el
tiempo.
3 –En este nuevo texto subraya las acciones que hizo el personaje con un color y con otro las
demás.
De las acciones que subrayaste, ¿cuáles serían las principales y cuáles calificarías como
secundarias?
De acuerdo a tus conclusiones responde: ¿Se pueden sacar del texto las acciones principales?
¿Pueden sacarse las secundarias?
Fíjate qué cosas tenían en común las acciones que hizo el personaje y selecciona entre estas
opciones las respuestas que te parezcan correctas: están todas en el mismo tiempo- son acciones
principales- son acciones terminadas- se refieren a lo que hizo el personaje- no se pueden sacar
del texto- hacen avanzar la historia- son acciones secundarias- detienen la historia.
Fíjate ahora las acciones que sobraron. Elegí entre estas opciones las correctas: son acciones
secundarias- permanecen en el tiempo- se pueden sacar del texto y la historia no varía-hacen
avanzar la historia- detienen la historia.
4-El texto que sigue cuenta los momentos previos al asesinato. ¿Qué hechos que habían sucedido
en el texto de arriba se aclararon con la información que aportó el texto de abajo?

PRINCIPIO O INTRODUCCIÓN

Aquella mañana él se levantó más temprano que de costumbre, se dirigió al estudio a leer
uno de sus libros. Ella fue al comedor y desayunó sola, como de costumbre.
Cuando terminó fue al estudio, abrió la puerta y se lo encontró con la mirada perdida,
pensando en sus cosas, era como si no estuviese allí. Estaba cada vez más frío y distante. Ella
le preguntó si quería desayunar. Cuando él se percató de la presencia de su mujer, se levantó
de su asiento con brusquedad, se dirigió a la puerta y la apartó a ella de un empujón. Bajó
las escaleras con rapidez, cerró la puerta principal de un portazo y se dirigió al trabajo.
La mujer se sentía culpable, pero ¿por qué? Siempre estaban discutiendo, últimamente más
que nunca, sus celos cada vez eran más enfermizos.
A medio día escuchó la puerta, su marido había regresado del trabajo.
Ambos se sentaron en el comedor, uno enfrente del otro. Empezaron a discutir, ella le dijo
que ya no soportaba más la situación. Sacó la idea de la separación y sin nada más que decir
se dirigió escaleras arriba hacia el dormitorio.
A los pocos minutos él se presentó en la habitación, se dirigió hacia su mujer y le clavó un
puñal en el corazón.

5- Ahora que ya conoces la historia completa, transcribe las oraciones que te adelantaron cómo
iban a terminar las cosas.
6- ¿Qué cosas te quedaron sin poder entender en el primer texto antes de que se agregara la
información del segundo texto?
8-Escribe un resumen con todas las ideas que hayas podido sacar en claro explicando cómo se
comportan las acciones en un texto y qué función cumple cada una de ellas.

*ACTIVIDAD DE ESCRITURA

Principios para escribir textos


La mañana del 4 de octubre, Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual. Había
pasado una noche confusa, y hacia el amanecer creyó soñar que un mensajero con
antorcha se asomaba a la puerta para anunciarle que el día de la desgracia había llegado al
fin.

"El primer disparo impactó en la glotis, el segundo fue a parar a la cabeza. No hizo falta un
tercero porque Lucio cayó al agua sin vida, expulsando lo que una vez le proporcionó
oxígeno y nutrientes a cada una de sus miserables células. Y está mal que yo juzgue a la
gente, al fin y al cabo, soy un asesino a sueldo."

ACTIVIDAD: INTERTEXTUALIDAD. COMPARAR TEXTOS.

TIPO DE TEXTO: MITO GRIEGO. ORFEO Y EURÍDICE


Orfeo baja a los infiernos, en busca de Eurídice, su amada muerta. Las puertas de este
lugar están cerradas para los vivos. Orfeo busca la manera de agradar a los dioses y
convencerlos para que lo dejen entrar al inframundo; ejecuta la lira magistralmente y
canta con una dulzura tal que logra encantar a los dioses infernales Hades y Perséfone.
Ante tantas pruebas de amor, estos le dan permiso para llevarse otra vez a su amada al
reino de los vivos. Sólo le imponen una condición: Orfeo debe retornar a la luz del día,
seguido de su esposa, sin volverse a mirarla ni una sola vez. Él acepta y emprende el
camino. Cuando ha llegado casi a la luz del sol, lo asalta una terrible duda.¿Y si Perséfone
se ha burlado de él? ¿Lo sigue realmente Eurídice? Se da vuelta. Entonces Eurídice se
desvanece y muere por segunda vez. Orfeo trata de recuperarla nuevamente, pero esta
vez se le impide la entrada al mundo infernal. Desconsolado debe reintegrarse al mundo
de los humanos…
La Muerte Cuento moderno

El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a orillas del río.
Aunque los osos tenían buen sitio para acurrucarse y dormir, los ciervos se quejaban de
que hacía mucho frío y no había hierba abundante.
Kumokums alzó otra aldea lejos de allí y decidió pasar la mitad de año en cada una. Por
eso partió el año en dos, seis lunas de verano y seis de invierno, y la luna que quedaba
quedó destinada a las mudanzas.
De lo más feliz resultó la vida, alternada entre las dos aldeas, y se multiplicaron
asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a irse, y tan
numerosa se hizo la población que ya no había manera de alimentarla
Kumokums decidió, entonces, echar a los muertos. Él sabía el jefe del país de los
muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.
Poco después, murió la hijita de Kumokums. Murió y se fue del país de los modoc, tal
como su padre había ordenado.
Desesperado Kumokums consultó al puercoespín.
_Tú lo decidiste (opinó el puercoespín), y ahora debes sufrirlo como cualquiera.
Pero Kumokums viajó hacia el lejano país de los muertos y reclamó a su hija.
_Ahora tú hija es mía (dijo el gran esqueleto que mandaba allí). Ella no tiene carne ni
sangre. ¿Qué puede hacer ella en tu país?.
_Yo la quiero como sea (dijo Kumokums).
Largo rato meditó el jefe del país de los muertos.
_Llévatela (admitió). Y advirtió;
_ella caminará detrás de tí. Al acercarse al país de los vivos, la carne volverá a cubrir sus
huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado. ¿Me entiendes? Te doy
esta oportunidad.
Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas.
Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia atrás. Pero
cuando ya asomaban en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó las ganas y volvió
la cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.

ACTIVIDADES
1-Transforma este poema de verboides en un poema de verbos en tiempo futuro usando
como base la primera persona del singular.

Reír, cantar, volar, soñar,


Correr, llorar, amar, pintar,
Volver, sentir, respirar,
Vivir, ser, durar, regresar…una y mil veces.

2-Transformá los verboides de estas oraciones en verbos que estén en tiempo pasado.
a-Me habré despedido de todas las flores y los pájaros cuando llegue el mes de abril.
b-Él estará esperando al final de una constelación de estrellas.
c-Ella habría sujetado su mano con una fuerza extraña.
d-Estamos atravesando un año de sueños felices.
e-Quería volar con las alas del alma.

3-Una historia sin tiempo….


Un buen día, Alma, encuentra en su buzón una extraña carta, sin remitente y con un tono
amarillento bastante sospechoso. Como la mata la curiosidad, se atreve a abrir el sobre y
adentro encuentra una nota de un tal Erik pidiendo disculpas por faltar a una cita. Lo raro
de la carta no era eso sino la fecha. Arriba de todo en la parte derecha de la hoja decía:
Nueva York 14 de abril de 2030. Alma decide contestar la carta como queriendo hacer
un juego, la pone en el buzón, pero para su sorpresa antes de irse escucha un ruido que la
sobresalta; se da vuelta y ve que el buzón tiene la banderilla arriba…la carta ha sido
contestada.

A partir de esta idea te invito a que escribas una historia en la que el tiempo sea la
conexión entre Alma y Erik.
TEXTO PARA ANALIZAR

EL INCRÉDULO Y EL PERRO----TÍTULO (NOS ADELANTA EL TEMA)


PARATEXTO
Estaba el incrédulo leyendo una Antología de cuentos fantásticos
PUEDO que le había recomendado una amiga espiritista. Detestaba los
HACER MIS cuentos de ese estilo, las novelas policiales y hasta las novelas
HIPÓTESIS comunes. Insensible a la fantasía, le hastiaba todo lo que no fuera
relato de cosas realmente sucedidas, y hasta le molestaba que la
historia estuviese manchada por la leyenda. Aceptaba la poesía, sólo
porque en ella encontraba belleza de expresión y exaltación de los sentimientos y pasiones
humanas. También los temas religiosos, porque allí estaba infranqueable la barrera entre
lo natural y lo sobrenatural. Todo esto cavilaba, entre cuento y cuento. Sonreía escéptico
mientras leía y bostezó aburrido, tentado de arrojar el libro. Tenía un hermoso danés, que
echado al pie de la chimenea lo miraba con ojos humanos. Chisporroteaba el fuego al
arder la corteza de los leños, mientras llegaba desde afuera, el ruido del viento contenido
por los grandes ventanales del salón. Bebió un trago y dejó sobre la mesa el vaso en que
se había servido su tercer whisky; cargó lentamente la pipa, la encendió y echó una larga
bocanada. Después reanudó la lectura decidido a terminar el volumen. El perro empezó a
restregar la cabeza en sus piernas. Lo echó varias veces, pero el animal estaba cargoso y
empezó a molestarlo. Le dio, entonces, una patada en el hocico. El animal aulló, lo miró FINAL
con rencor, e irguiéndose después sobre sus patas traseras, le dio una bofetada y INESPERADO
arrancándolo del sillón se ubicó en su lugar y comenzó a hojear el libro. Primero creyó
que estaba borracho o atacado de "delirium tremens". Pero cuando se convenció de que
lo que estaba ocurriendo era real, se entregó sometido. Se echó al
suelo, junto al perro, y empezó a ladrar.

Bonifacio Lastra, El prestidigitador, Buenos Aires,. Librería Huemul. 1974----FUENTE


(NOS DICE QUIÉN ES EL AUTOR Y DE DÓNDE SE SACÓ EL
TEXTO) PARATEXTO
SELECCIÓN DE
TEXTOS
NARRATIVOS

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