Textos Seleccionados para Trabajar Con Tiempos Verbales en La Narración
Textos Seleccionados para Trabajar Con Tiempos Verbales en La Narración
Textos Seleccionados para Trabajar Con Tiempos Verbales en La Narración
TEXTO 1
Fuente: El señor de los anillos J.R.R.Tolkien 1920 (fragmento)
En el fondo de la galería había un lago helado, lejos de toda luz, y en una isla
rocosa, en medio de las aguas, vivía Gollum. Era una pequeña y aborrecible
criatura; impulsaba un botecito con unos pies anchos y planos, acechando con
ojos pálidos y luminosos; metía los dedos largos en el agua, sacaba un pez
ciego, y se lo devoraba crudo. Se alimentaba de cualquier cosa viviente, aun
Orcos, si podía apresarlos y estrangularlos sin lucha. Era dueño de un tesoro
secreto que había llegado a él en pasadas edades, cuando todavía vivía a la luz:
un Anillo de oro que hacía invisible a quien lo usaba. Era lo único que amaba, su
«tesoro», y hablaba con él, aunque no lo llevaba consigo. Lo mantenía oculto y
a salvo en un agujero de la isla, excepto cuando cazaba o espiaba a los Orcos
de las minas.
TEXTO 2
Fuente: El Hobbit J.R.R.Tolkien 1920 (fragmento)
TEXTO 3
Fuente: Todos mis sueños, tuyos Sofía Olguín. (fragmento)
Narración simultánea
Corresponde al tiempo verbal presente y su nombre se debe a que la historia ocurre a medida
que el narrador la cuenta.
A veces me gustaría poder desconectarme. Tener un botoncito rojo en el cuello, como los
robots en las películas, y poder apagarme: no escuchar nada, no sentir nada, no ver nada. Sí,
Alexis... eso existe: se llama dormir. No. No se llama dormir. Se llama morir, que es apagarse
para siempre.
TEXTO 4
Fuente: Las ventajas de ser un marginado : Stephen Chbosky (fragmento)
Abrirá los ojos y lo verá metido hasta lo más profundo de las entrañas de la casa, que se lo
estará comiendo sin ninguna clase de apuro, sin ninguna clase de presión. Y luego morirá
en un charco inagotable de sangre espesa y viscosa debajo de ella».
TEXTO 5
Fuente: La Regenta (texto procedente de http://www.ribernet.es/personal/nleondz2/Literat.htm)
(fragmento)
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes
blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido
que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de
arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose,
como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.
Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban
en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo
sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales
temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y
había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para
años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo. Vetusta, la muy noble y leal
ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y
descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro,
que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral,
poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne,
era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir,
moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares
exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas
aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se
quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan
demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus
segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde
allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz
de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo
equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de
caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más
pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
TEXTO 6
Fuente: Juan José Millás, El desorden de tu nombre (fragmento)
En el texto que leerás a continuación, fíjate en las marcas temporales y cómo el narrador
nos lleva del presente al pasado –viernes–, luego a un pasado más reciente –domingo– y
después a tres meses antes.
Eran las cinco de la tarde de un martes de finales de abril. Julio Orgaz había salido
de la consulta de su psicoanalista diez minutos antes; había atravesado Príncipe de
Vergara y ahora estaba en el parque de Berlín intentando negar con los movimientos
de su cuerpo la ansiedad que delataba su mirada.
El viernes anterior no había conseguido ver a Laura en el parque, y ello le había
producido una aguda sensación de desamparo que se prolongó a lo largo del
húmedo y reflexivo fin de semana que inmediatamente después se le había venido
encima. La magnitud del desamparo le había llevado a imaginar el infierno en que
podía convertirse su vida si esta ausencia llegara a prolongarse. Advirtió entonces
que durante la última época su existencia había girado en torno a un eje que
atravesaba la semana y cuyos puntos de apoyo eran los martes y los viernes.
El domingo había sonreído ante el café con leche cuando el término amor atravesó
su desorganizado pensamiento, estallando en un punto cercano a la congoja.
Cómo había crecido ese pensamiento y a expensas de qué zonas de su
personalidad, eran cuestiones que a Julio había preocupado no abordar, pese a su
antiguo hábito –reforzado en los últimos tiempos por el psicoanálisis– de analizar
todos aquellos movimientos que parecían actuar al margen de su voluntad. Recordó,
sin embargo, la primera vez que había visto a Laura, hacía ahora tres meses. Fue
un martes, blanqueado por el sol de media tarde, del pasado mes de febrero.
Como todos los martes y viernes desde hacía un par de meses, se había despedido
del doctor Rodó a las cinco menos diez. Cuando ya se dirigía a su despacho, le
invadió una sensación de plenitud corporal, de fuerza, que le había hecho valorar
de súbito la tonalidad de la tarde. Olía un poco a primavera. Entonces decidió
desechar la ruta habitual y atravesar el parque de Berlín, dando un pequeño rodeo,
para gozar de aquella íntima sensación de bienestar que la situación atmosférica
parecía compartir con él.
TEXTO 7
Fuente: La araña Nola Oviedo, 1980
La araña
Ya estaba oscuro cuando subí la escalera. Al entrar al cuarto encendí la luz y me desvestí
rápidamente. Estaba cansada. Había trabajado todo el día y mi cuerpo me pedía descanso.
Apagué la luz y me metí en la cama, subiéndome las cobijas hasta la nariz. Al moverme
para acomodarme mejor, sentí unas cosquillas en la cara y me quedé paralizada. ¿Sería
una araña? Sin querer me estremecí. No quería moverme. Traté de quedarme inmóvil,
casi sin respirar. Pero algo se movía. ¿Qué hacer? ¿Gritar? ¿Darme un golpe en la
cara? Por fin, desesperada, salté de la cama y encendí la luz. Me sacudí el camisón y el
cabello, pero no encontré nada. Apresuradamente me dirigí de nuevo a la cama. Quería
encontrarme el animal y matarlo antes de que se me escapara. Sacudí la sábana, luego las
cobijas y por último la almohada salieron flotando plumas y más plumas. Mi araña
imaginaria era una pluma.
TEXTO 8
TEXTO 9
La plaga comenzó y terminó en el Palacio Temporal. Fue el día aquel de los fuegos
artificiales, cuando el Sargento Martínez, jefe de Cocina, bajó a la cava de vinos para
buscar una botella de Nuit St. Georges 1943. Andaba bastante falto de equilibrio luego
de haber descorchado y probado las catorce botellas preceden-tes, de manera que en el
pasillo del sótano oscuro iba rebotando entre las paredes de mármol. Fue entonces que, al
apoyar una mano a tientas, sintió que el muro se hundía esponjoso cual si se hubiera
reblandecido tanto como él a causa del vino.
Los expertos llegados de Italia estaban a punto de atribuir el mal del mármol al
sofocante calor del trópico, que amenazaba con desmoronados a ellos, pero fue entonces
que, encerrados con un microscopio en la cámara frigorífica, encontraron en el polvo de
una vena de mármol los huevos de un gusano diminuto. Nada pudie-ran contra él. Todas
las mezclas de insecticida fueron inútiles y ni siquiera impidie-ran que el rumor se regara
por la capital y luego por la provincia, provocando gran regocijo popular y un motín en
la guarnición fronteriza.
El día que el palacio entero se vino abajo lo hizo sin estrépito, como si la in-mensa
nube de polvo hubiese ahogado las vibraciones sonoras. Todo lo que se vio, desde lejos,
fue el hongo que se elevaba silencioso, transfigurándose progresi-vamente en un árbol un
paraguas, un arcoíris seco. Al asentarse un mes más tar-de, el polvo blancuzco resultó
tener un alto valor nutritivo como alimento balan-ceado para gallinas, quizás por el
mineral del mármol, quizás por la carne de los gusanos microscópicos, quizás por los
nutrientes del último dictador que allí de-sapareció con toda su descendencia.
TEXTO 10
Fuente: Informe para ciegos Ernesto Sábato (fragmento)
Texto 11
Basura
Basura, título original "Lixo", cuento de Luis Fernando Veríssimo, incluido en su libro de
crónicas y cuentos O Analista de Bagé e, posteriormente, antologado en O Novo Conto
Brasileiro por Malcolm Silverman (Rio de Janeiro, Nova Fronteira, 1985).
TEXTO 12
-Oye -dijo a su mujer- me siento bien, pero ¡no sé!, el cuerpo me parece… ausente. Estoy
como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda
-Tal vez.
Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba
minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era
la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar
limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la
manzana alta.
-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo
ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la
marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era
extraordinario, pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en
cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un
tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de
su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.
Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura
de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte,
temblaba agarrado a un rollizo tronco.
-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados
volvieron a la casa.
-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de
un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer
fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.
-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya
comienza la ascensión.
Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del
periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue
elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en
terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones
y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas,
caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez
necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil
fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las
sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago
aeronauta.
Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con
la cara pegada al techo.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué
espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo
lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y
vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo
el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.
En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro
y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó
un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en
suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para
siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.
TEXTO 13
Ambrose Bierce
(Meigs County, Ohio, 1842 - Chihuahua, México, 1914)
TEXTO 14
Fuente: La Soga Silvina Ocampo
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del
tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la
chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que
servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva,
para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos.
Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga;
ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente, hizo una hamaca colgada de un
árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles,
después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente
una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la
cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito
las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía
cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga,
como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego,
poco a poco, obedientemente.
Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente
maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía:
“Toñito, no juegues con la soga.” La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa
o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió
más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi
opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se
demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire,
como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus
movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia
delante, para retorcerse mejor.
¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en
las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto
y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada
movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.
TEXTO 15
Fuente: Crimen perfecto Marco Denevi. De la serie Falsificaciones.
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los
días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La
mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos
clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y
que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la
platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se
introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar
y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar
ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del
crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado
por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la
mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la
tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche
la visitaría.
TEXTO 16
Fuente: EL ESPEJO CHINO anónimo.
TEXTO 17
Fuente: El discípulo y el maestro. Leyenda.
Relata un cuento zen que en un monasterio había un discípulo que desafiaba siempre a
su maestro. Cierta vez, ocultando a sus espaldas a un pájaro que sostenía en las manos,
el discípulo se paró desafiante ante el maestro y le preguntó: “Maestro, aquí detrás de mí
tengo un pájaro. Dígame usted que lo sabe todo: ¿está vivo o está muerto?”. (De tal modo,
si decía que el pájaro estaba vivo lo ahorcaba y si decía que estaba muerto abriría sus
manos y lo dejaría volar.)
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
El discípulo y el maestro
Relata un cuento zen que en un monasterio había un discípulo que desafiaba siempre a
su maestro. Cierta vez, ocultando a sus espaldas a un pájaro que sostenía en las manos,
el discípulo se paró desafiante ante el maestro y le preguntó: “Maestro, aquí detrás de mí
tengo un pájaro. Dígame usted que lo sabe todo: ¿está vivo o está muerto?”. (De tal modo,
si decía que el pájaro estaba vivo lo ahorcaba y si decía que estaba muerto abriría sus
manos y lo dejaría volar.)
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
El discípulo y el maestro
Relata un cuento zen que en un monasterio había un discípulo que desafiaba siempre a
su maestro. Cierta vez, ocultando a sus espaldas a un pájaro que sostenía en las manos,
el discípulo se paró desafiante ante el maestro y le preguntó: “Maestro, aquí detrás de mí
tengo un pájaro. Dígame usted que lo sabe todo: ¿está vivo o está muerto?”. (De tal modo,
si decía que el pájaro estaba vivo lo ahorcaba y si decía que estaba muerto abriría sus
manos y lo dejaría volar.)
El maestro lo miró a los ojos con respeto y compasión, respiró profundamente y con
mucho amor le respondió: “Eso depende de ti. ¡La solución…está en tus manos!”
TEXTO 18
Fuente: El anciano Gran Mago
El Gran Mago-un anciano de barba fosforescente-huía perseguido por pequeños magos. A un
lado estaban las montañas; al otro lado el mar. El Gran Mago trazó una raya en la arena para
detener a los pequeños magos que lo perseguían. Y cuando los pequeños magos llegaron a la raya
que el Gran Mago había trazado en la arena se detuvieron. No podían pasar. Entonces los
pequeños magos hicieron caballos de arena para saltar la raya y alcanzar al Gran Mago. Los
pequeños magos montaron los caballos y galopando entraron en el mar. Los caballos volvieron a
ser arena y se ahogaron los pequeños magos. El Gran Mago hizo un caballo de arena. Un hermoso
caballo. Lo montó y regresó mirando las montañas y el mar. Cuando el Gran Mago se apeó del
caballo, el caballo le preguntó:
-_ ¿Volveré a ser arena?
-_No _ respondió el Gran Mago.
El caballo sintió hambre y sed. Después se quedó dormido, parado sobre sus cuatro patas.
TEXTO 19
La casa encantada
[Cuento. Texto completo]
Anónimo europeo
Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que
ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita
blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa,
que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca.
En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este
sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no
pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches
sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación
con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana.
De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la
derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole
alocadamente.
TEXTO 20
Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas,
mariposas rojas. Veréis.
No puedo comprender, en cambio, por qué la pareja, tan nueva y tan dispuesta
a las locas acciones, como bien lo había probado, decidió permanecer
adentro, sin que yo le estorbase la salida, con mi boca abierta, a veces
involuntariamente, otras en forma deliberada. Pero, en desmedro del estómago
pobre y desabrido que me dio la naturaleza, he de declarar que no quisieron
vivir en él mucho tiempo. Se trasladaron al corazón, más reducido, quizás, pero
con las comodidades de un hogar moderno, por lo que está dividido en cuatro
departamentos o habitaciones, si así se prefiere nombrarlos. Esto, desde luego,
allanó inconvenientes cuando el matrimonio comenzó a rodearse de párvulos.
Allí han vivido, sin que en su condición de inquilinos gratuitos puedan quejarse
del dueño de casa, pues de hacerlo pecarían malamente de ingratitud.
Allí estuvieron ellas hasta que las hijas crecieron y, como vosotros comprenderéis,
desearon, con su inexperiencia, que hasta a las mariposas pone alas, volar más
allá. Más allá era fuera de mi corazón y de mi cuerpo.
TEXTO 21
No les quedaba más remedio que buscar refugio en la cabaña y confiar en que las
condiciones del tiempo mejoraran pronto.
Se cobijaron —entonces— dentro de la cabaña.
El único cuarto del que constaba la construcción estaba helado. No había ningún
alimento, ni bebida, ni siquiera un brasero con el que aliviar el intenso frío.
Apenas un camastro y una botella con restos de ginebra.
Romi tuvo que insistir mucho para que la viejita usara el camastro.
Bondadosa como era Gudelia y tanto como quería a la niña, fue después de un rato de:
—Usted.
—No, usted.
—Insisto en que usted.
—Digo que usted.
—Usted.
que Romi consiguió convencerla de que fuera ella quien se acostara en ese precario
lecho.
Se inquietó: la puerta estaba entreabierta —a pesar de que ellas la habían cerrado bien—
y una misteriosa luminosidad le permitía ver —claramente— el interior de la
habitación.
Mejor no hubiera visto nada, porque lo que vio la llenó de espanto: un increíblemente
hermoso caballero (de belleza masculina, aclaremos), apenas un poco mayor que ella,
blanco desde los cabellos a los pies y vestido íntegramente de blanco, se reclinaba sobre
la viejita Gudelia y le soplaba a la cara con furia. Su aliento podía verse con nitidez. Era
como una cinta de humo —también blanco— desenrollándose de su boca.
Romi quiso gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. Sin embargo, fue como si
hubiera gritado, porque el caballero cesó con sus soplidos y levantó el blanco rostro
hacia ella. Se le acercó hasta casi tocarla y la miraba con sus blanquísimos ojos de
alucinado cuando le dijo:
—Vine para soplarte con mi aliento, lo mismo que a la vieja. Pero eres tan dulce y tan
niña que siento un poco de pena por ti. Por eso, no voy a hacerte daño. Pero jamás
olvides que no deberás contarle a nadie lo que has visto esta noche, ni siquiera a tu
padre. Recuérdalo bien, Romi: Si alguna vez —dondequiera que te encuentres— se te
ocurre confiarle a alguien —quienquiera que sea— lo que hoy viste aquí, yo me voy a
enterar —de inmediato—, y —de inmediato— estaré a tu lado para que mueras en ese
preciso instante.
Romi se abrazó —entonces— a su cuerpo helado y lloró como sólo lo había hecho de
muy niña, al perder a su madre.
La tormenta acabó al amanecer. Cuando —poco después— Azariel —el botero— llegó
de nuevo a su cabaña, encontró a Romi sin sentido y aún abrazada al cadáver de
Gudelia.
La jovencita necesitó varias semanas para reponerse por completo. Su padre pensaba
que la muerte de Gudelia —su querida maestra— la había afectado demasiado.
Y sí, la había entristecido profundamente, pero lo que él no sabía era que su hija
también sentía el corazón herido por la visión que había tenido en la cabaña y de la que
no se atrevía a hablar con nadie.
Diez años después de esta conversación, Romi y Olao cumplieron diez felices años de
matrimonio.
Cuando el padre de ella murió, sus últimas palabras fueron de gran afecto para su hija y
de sincera alabanza para su yerno.
Todos en la aldea apreciaban a Olao y adoraban a los siete hijitos que había tenido con
Romi. Los siete eran parecidísimos ya a ella, ya al abuelo… pero todos con esa
sorprendente palidez lunar que sólo habían heredado de su papá.
A pesar de estimarlo a Olao, los hombres de la vecindad murmuraban —a veces entre
cerveza y cerveza— que ese extranjero debía de poseer el elixir de la juventud, porque
—mientras ellos envejecían— él se mantenía igualito al día en que había aparecido en la
aldea, diez años atrás.
Una noche, mientras los niños dormían y Romi daba los últimos toques a una nueva
talla a la luz de una lámpara; a la luz de otra y en la misma cocina, Olao arreglaba la
rotura de una bolsa.
La gruesa aguja iba y venía sobre el cuero.
Al rato, Romi descansó un instante y fijó su vista sobre el esposo. Un lejano recuerdo se
le superpuso —de golpe— sobre la imagen de Olao y —amorosamente— le dijo
entonces:
—¿Sabes una cosa, querido? Recién, al mirarte mientras estabas tan concentrado en tu
trabajo de compostura, con la luz de la lámpara haciéndote brillar el pelo y la barba, me
acordé de un suceso extraño y terrible…
Olao no abandonó su labor, pero se notaba que la escuchaba atentamente.
Como si le hubiera dado un súbito ataque de locura, Olao saltó de su silla al escuchar el
final de esta confesión, arrojando la bolsa al aire.
La miraba con ojos de alucinado y de su boca comenzaba a salir como una cinta de
humo blanco —que congelaba el aire al desenrollarse— cuando soltó a Romi —de
golpe— y se echó hacia atrás.
A medida que terminaba de hablar, la voz de Olao se iba afinando, afinando hasta no ser
sino un agudo silbido del viento. Su cuerpo —desde la cabeza a los pies— se tornó
blanco primero, de nieve después, de hielo enseguida hasta que —finalmente— se
derritió por completo y no fue más que una extendida mancha sobre el piso, una mancha
que se evaporó, desapareciendo en una espiral de humo blanco que congeló el aire a su
alrededor.
TEXTO 22
Fuente: El rey de las azoteas. Gabriel García Márquez.
1 Jebe – caucho
2 una perezosa – silla de playa
TEXTO 23
Una oscura noche de invierno, siete niños se habían agrupado en torno a una rejilla de
hierro en Mulberry Street. Vestidos con unos andrajos sucios, con las caras negras de
mugre, parecían fantasmas raquíticos, un aquelarre de pequeños duendes malévolos. Se
sentaban sobre la rejilla por turnos, durante un minuto más o menos, para absorber el
calor del vapor que salía de la caldera subterránea que calefaccionaba los cuarteles
generales de la policía de Nueva York. Cuando discutían a los gritos si correspondía
otorgarle más tiempo sobre la rejilla a una niña que llevaba en brazos a un bebé, antes de
llegar a una decisión, el debate fue ahogado por el tañido de todas las campanas de la
ciudad.
El Año de Gracia de 1881 había dado paso al Año de Gracia de 1882.
No muy lejos de allí, en el subsuelo de un ruinoso edificio en Grand Street, había un bar
diminuto, tan insignificante que ni siquiera le habían puesto nombre, que vendía la
cerveza que otros bares del Bowery habían descartado la noche anterior, porque ya no
servía para sus clientes. El negro mudo que atendía el mostrador durante toda la noche
servía un líquido rancio en jarros de cerámica que jamás se lavaban. Hombres y mujeres
paupérrimos, derrotados, delincuentes y enfermos bebían sin quejarse, hasta que el
alcohol fermentado los volvía insensibles al frío de afuera y la miseria de adentro. En ese
sótano atestado, donde una pequeña estufa alimentada a carbón arrojaba un humo
asfixiante que no calentaba a nadie, los hombres despotricaban contra Dios, contra las
mujeres que los habían traicionado, contra los jueces que los habían encarcelado, contra
la máquina democrática que no los había dejado libres y contra todo lo que pudiera
aparecer en sus mentes afiebradas. Las mujeres, en su mayoría abotagadas por el alcohol,
se refugiaban en los rincones más oscuros o permanecían sentadas inmóviles en absoluto
silencio, las cabezas apoyadas contra las paredes, empapadas en un sudor frío. La compra
de dos cervezas en mal estado les otorgaba el discutible privilegio de permanecer hasta el
alba. Los niños harapientos peleaban bajo las mesas y el monito del organillero tísico
saltaba sin prejuicios de los brazos de los coléricos hombres a las rodillas de las letárgicas
mujeres y sumaba su cháchara estridente al ininteligible tumulto de voces.
Dos hombres de rostros taciturnos, que esa misma mañana habían salido de la cárcel de
Blackwell, jugaban a las cartas sentados en la vereda del bar. El único gesto de
reconocimiento que hicieron ante la llegada del Año Nuevo fue una imperceptible pausa
antes de mostrar los naipes grasientos, cuando las campanas de las iglesias empezaron a
repicar.
TEXTO 24
“La literatura está para traer paz a los perturbados y perturbar a los tranquilos”
Fuente: Conservas Samantha Schweblin.
Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que
Teresita se adelantará a nuestros planes. Voy a tener que
renunciar a la beca de estudios porque dentro de unos meses ya
no va a ser fácil seguir. Quizá no por Teresita, sino por pura
angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar.
Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín.
Todo organizado en la bandeja, limpio en la cocina, abastecido
en la alacena, como si la culpa, o qué sé yo qué cosa, lo
obligara a cumplir con lo que espero de él. Pero pierde sus
energías y no parece muy feliz: regresa tarde a casa, no me
hace compañía, le molesta hablar del tema.
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos *Observa el comportamiento de
compra algunos regalos y nos los entrega –la conozco bien– con algo de la madre y fíjate a qué cosas le da
más importancia.
tristeza. Dice: Mirá el papel de Manuel y fíjate
–Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines también que ella no tiene
de puro algodón… Esta es la toalla con capucha en piqué… –papá mira las nombre.
cosas que nos van regalando y asiente.
–Ay, no sé… –digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita. La verdad
es que no sé –le digo más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de
sabanitas de colores–, no sé –digo ya sin saber qué decir, y abrazo las
sábanas y me largo a llorar. Ella ha recibido una beca. Eso es
El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me una oportunidad.
miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo,
y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces llamo a Manuel y le
pido que se pare a mi lado. A él, en cambio, lo veo más flaco. Además, cada vez me habla
menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que
ya no me quiera, ni que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé que –como yo–
no tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que
hacer antes de su llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave y
cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por llamar a
cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué estoy comiendo, cómo me siento, y
todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las manos sobre
la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo entender cómo en un mundo
en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas, como alquilar un coche en
un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace
treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un asunto tan
trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente
no me resigno.
Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras,
con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de una comadrona y
hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a su manera presenta soluciones conformistas
o perversas que nada tienen que ver con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de
recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el
doctor* Weisman.
El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No tiene
secretaria, ni sala de espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos habitaciones.
Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café. Durante la conversación se
interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por nuestros padres, por nuestro
matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de nosotros. Contestamos todo
lo que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el escritorio,
parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el
éxito de sus investigaciones y lo que nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita
convencernos, y pasa a explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha
con atención, asiente, parece entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentación,
en el sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber que hablar con mamá y
papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto todo en
mi cuaderno, punto por punto.
–¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? –pregunto.
–Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien –dice Weisman.
Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del
Observá cómo ahora el
living, rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos
matrimonio vuelve a
lo más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el
unirse…
momento en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos
a nuestros padres y somos claros con ellos: el asunto está decidido, el
tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel
lo interrumpe:
–Tienen que hacer lo que les decimos –dice. Entiendo lo que siente: tomamos esto en
serio y esperamos lo mismo de los demás–, en la hora y al tiempo que corresponda.
Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se comprometen
a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco Tené en cuenta que las madres
más aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto aprenden a respirar
cada sesión de “respiración consciente”. La respiración consciente preparando el cuerpo para
es parte fundamental del tratamiento y es un método de relajación y cuando nazca su hijo…
concentración innovador, descubierto y enseñado por el mismo
Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto
con “el vientre húmedo de la tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces.
Prolongo los tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras
varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso al segundo
nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección de mis energías. Weisman
dice que eso va a tomarme algo más de tiempo, pero insiste en que el ejercicio está a mi
alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento en el que es posible
visualizar la velocidad a la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un
cosquilleo suave, que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies.
Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo, lentamente. La meta es
detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulación en sentido contrario.
Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas que
hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado, hablar sólo
lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple su parte con esmero, pero lo
conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y ¿Acaso
decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por ahora; no podemos Teresita
arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guion. venía a
Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que logro detener la separarlos?
energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que esforzarse un poco más.
Me aumenta la dosis de las pastillas. Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como
un poco menos. Siguiendo el primer punto de su lista, la madre de Manuel hace su mejor
esfuerzo y trata de, gradualmente –esto último es importante y se lo subrayamos repetidas
veces–, gradualmente, decía, ir haciendo menos llamados a casa y bajar la ansiedad por
hablar todo el tiempo sobre Teresita.
TEXTO 25
Fuente: El desentierro de la Angelita Mariana Enríquez
Las excavaciones y la niña muerta se unieron para este cuento que escribí como
si me lo dictaran. No me gusta leer prosa en voz alta –
ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien
me pide que lo haga y yo accedo por buena educación,
suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente.
Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se
ríen de nerviosos. También es el favorito de los
adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí
no me sentí ensañada, pero ahora me doy cuenta de
que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los
pocos cuentos de fantasmas que haya escrito, y
Angelita es un fantasma bastante atípico, que se
esconde muy poco –un fantasma gore–.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía
excavatoria. ¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del
tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de metal y madera, no de
plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio color verde, con
los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o
pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía
haberlas sepultado. Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una
cucaracha, pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa, del otro unas muescas
formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida
porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro
de casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con
los puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde
manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que habían sido parte de una puerta vieja.
También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos. No me divertía
ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía
que, si picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los
anillos, no iba a poder reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del
fondo en una piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros
hasta la pileta del patio, donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos
de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber
enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en el
fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó
a arrancarse los pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho
bajo la mirada de papá: él admitía las “supersticiones” (así las llamaba) de la abuela
siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se
tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera
a la habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la
penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número
diez u once, mi abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les
prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto a los pocos meses de nacida,
entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con
flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón
para que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas
porque a la mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto
toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi bisabuela, que
se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios, y lo único que les
cobró fue unas empanadas.
–Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba
todas las noches, pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a
llorar sola, abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una
bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es que
nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que
la abuela ya estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor
le resultaba incómoda la conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió,
yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de
Balvanera, y me olvidé de la angelita.
La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a
medio pudrir y no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de
despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que era real grité y
lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos
para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando
salí de ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de
una manta vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia
afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de que era de día. Es raro ver un
muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando como en
una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar
los platos. La angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad
demandante. No me amedrentó. Con los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté.
No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado
y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con
restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la
tráquea a la vista.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla
con un nombre legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–
; así descubrí que no hablaba, pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela
decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que
desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o
negativamente no hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía
señalando, sino que no me dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba
atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando
yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se
sentaba al lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se
trataba de un pico de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el
trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí, esperando al lado de la cama
a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no quise atender los
mensajes ni abrirles la puerta, pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos
aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una
negra, me decían. Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga
Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y disgusto, se escapó y se
sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de
pasada y después se dio vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe
haber bajado la presión; o la señora que directamente salió corriendo y casi la atropella
el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba,
seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor
dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo
hacía con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita,
es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la cara, de las que se
usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve siente asco,
pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a
un bebé muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos
(y se murió sin nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré
juguetes para que se entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que
mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo
apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y
noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde
yo había encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo
las fotografías: un asco, dejó todas las otras manchadas de su piel podrida que se
desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente.
Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra,
que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano,
había un olor pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de
basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado.
Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza
caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y
finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de
distancia del estadio. Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los
dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo había pensado.
Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible
asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo.
Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja, debía estar mal
hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de natación de
plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda
la tierra para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita
vaya a saber dónde, los habían revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita,
y le dije que lo sentía mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba
no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en algún
lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría
haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella
y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora
estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y
como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15
y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban
dejando asomar los huesitos blancos.
TEXTO 26
Fuente: Para entrar al jardín - Juan José Arreola
Tome en sus brazos a la mujer amada y extiéndala con un rodillo sobre la cama, después
de amasarla perfectamente con besos y caricias. No deje parte alguna sin humedecer,
palpar ni olfatear. Colóquela en decúbito prono (ventral), para que no pueda meter las
manos y arañarlo. Incorpórese con ella cuando esté a punto de caramelo, cuidando de no
empalagarse. En el momento supremo, apriétele el pescuezo con las dos manos y toda la
energía restante.
Para facilitar la operación se recomienda
embestir de frente sobre la nuca para que no
pueda oírse un monosílabo. Suéltela y
sepárese de ella cuando el corazón haya
dejado de latir y no haya feas sospechas de
necrofilia. Colóquela ahora en decúbito
supino (dorsal) y compruebe el reflejo de
pupila. Por las dudas, ascúltela con el
estetoscopio que habrá pedido prestado a su
vecino, el estudiante de medicina. Ciérrele los
ojos, sáquela de la cama y déjela enfriar,
arrastrándola hasta el cuarto de baño. Si tiene
a mano un espejo, póngaselo sobre la cara y
no la vea más.
Previamente habrá usted diluido en agua tres partes iguales de arena, grava (confitillo) y
cemento rápido, de preferencia blanco, dentro de un recipiente apropiado, batiendo el
todo hasta que forme una pasta espesa y homogénea. Si es preciso, pida el consejo de un
albañil experimentado. Tome un molde rectangular de esos que pueden adquirirse
fácilmente en el barrio, o improvise usted mismo una adobera con tablas de pino sin
cepillar, porque resulta más barato. Sea precavido y deje un margen de diez centímetros
de cada lado para que ella pueda caber holgadamente. Usted sabe las medidas de
memoria: tanto más cuanto de pies a cabeza, tanto menos cuanto de busto, cintura y
caderas. No hace falta la tapa.
Acuérdese de los vendajes, porque ahora va usted a momificarla sin embalsamamiento
previo. Use la banda ortopédica enyesada de cinco centímetros de ancho y conforme a las
instrucciones que vienen en el paquete humedézcala y empiece por la punta de los pies
siguiendo el método de la dieciochava o más bien décimo-octava dinastía faraónica,
procurando que el conjunto quede lo más apretado posible: la crisálida en su capullo
eterno que ya no podrá volar más que en su memoria, si usted puede permitirse ese lujo.
Cuando el yeso esté completamente seco, lije toda la superficie hasta que casi
desaparezcan los bordes superpuestos de las bandas. Dele una mano gruesa de sellador
instantáneo, con brocha de dos pulgadas, común y corriente. Después aplique con pistola
de aire, o en su defecto, con brocha de pelo de marta, varias manos de laca epóxica, que
es dura como el cristal. Una vez que ha secado, gracias a sus componentes, en cosa de
minutos, cerciórese de que no quede poro alguno al descubierto, de tela ni yeso. El todo
debe constituir una cápsula perfectamente hermética, donde no puedan entrar ni la
humedad ni las sales del cemento.
Llene ahora el molde hasta una tercera parte de su altura, más o menos, y póngase a
reposar un rato para que la masa repose también. Medite entonces sí puede acerca de lo
largo del amor y lo corto del olvido o viceversa. Cuando ella, usted y la pasta hayan
adquirido la suficiente firmeza, coloque el cuerpo dentro del molde con la mayor
exactitud. Una vez calculada la resistencia de los materiales empleados, vierta sobre ella
el resto del concreto fresco, después de agitarlo muy bien. (Aquí se recomienda
arrodillarse y modular una canción de cuna con trémolo bajo y profundo, o el salmo
penitencial que más sea de su agrado.)
Si es posible, hay que utilizar un vibrador eléctrico. Si no, plana y cuchara. Antes de que
ella desaparezca para siempre, usted puede, naturalmente, darle el último adiós. Sobre
todo, para comprobar que sus labios y sus ojos ya no le dicen nada, debidamente vendados
y amordazados como están.
Cuando el molde esté a punto de desbordarse, déjelo a la intemperie y váyase a dormir
bien abrigado por que tendrá que madrugar.
Al día siguiente y antes de salir el sol, cave una fosa al ras del suelo a la entrada del jardín,
justamente en el umbral, y ponga en ella el lingote de cemento, sirviéndose para el
traslado solitario de plataforma, cuerdas y rodillos. Con piedritas de río o teselas de
mosaico italiano, puede hacerse una verdadera obra de arte, según el gusto de cada quien:
la palabra Welcome es la más aconsejable, siempre que esté rodeada de flores y palomas
alusivas, para que todos la entiendan y la pisen al pasar.
Precaución: procure, en la medida de lo posible, que la policía no ponga los pies sobre
esta lapida amorosa hasta que la superficie esté completamente seca. Y si lo interrogan,
diga la verdad: Ella se fue de la casa en traje sastre, color beige y zapatos cafés. Llevaba
una cara de pocos amigos y aretes de brillantes...
en determinado tiempo
TEXTO 27
Fuente: Ropa usada. Pía Barros
TEXTO 28
El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a
violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado
izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el
goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que
buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos.
Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso,
pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos
se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno
de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una
de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano
acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita
desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro de la tarde. Pasa al
vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un
rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas
que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones.
¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo, pero ya no tiene importancia.
Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la
comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un
puñal clavado en el corazón.
ACTIVIDADES
1-Identifica al sujeto de la historia y el tiempo de verbo que se usó para contarla. Ahora imagina
la figura de un narrador contando la historia desde un determinado punto de vista. ¿Qué tipo de
narrador es? ¿Dónde crees que está ubicado para poder contar los hechos en ese tiempo? ¿Qué
efecto quiere causar sobre el lector al contar así la historia? ¿Por qué en el texto ya hay una oración
en pasado?
2-Pasa la historia a tiempo pasado como si el narrador contara el hecho luego de que sucedió.
Para esto tené en cuenta que hay acciones que empiezan y terminan y otras que permanecen en el
tiempo.
3 –En este nuevo texto subraya las acciones que hizo el personaje con un color y con otro las
demás.
De las acciones que subrayaste, ¿cuáles serían las principales y cuáles calificarías como
secundarias?
De acuerdo a tus conclusiones responde: ¿Se pueden sacar del texto las acciones principales?
¿Pueden sacarse las secundarias?
Fíjate qué cosas tenían en común las acciones que hizo el personaje y selecciona entre estas
opciones las respuestas que te parezcan correctas: están todas en el mismo tiempo- son acciones
principales- son acciones terminadas- se refieren a lo que hizo el personaje- no se pueden sacar
del texto- hacen avanzar la historia- son acciones secundarias- detienen la historia.
Fíjate ahora las acciones que sobraron. Elegí entre estas opciones las correctas: son acciones
secundarias- permanecen en el tiempo- se pueden sacar del texto y la historia no varía-hacen
avanzar la historia- detienen la historia.
4-El texto que sigue cuenta los momentos previos al asesinato. ¿Qué hechos que habían sucedido
en el texto de arriba se aclararon con la información que aportó el texto de abajo?
PRINCIPIO O INTRODUCCIÓN
Aquella mañana él se levantó más temprano que de costumbre, se dirigió al estudio a leer
uno de sus libros. Ella fue al comedor y desayunó sola, como de costumbre.
Cuando terminó fue al estudio, abrió la puerta y se lo encontró con la mirada perdida,
pensando en sus cosas, era como si no estuviese allí. Estaba cada vez más frío y distante. Ella
le preguntó si quería desayunar. Cuando él se percató de la presencia de su mujer, se levantó
de su asiento con brusquedad, se dirigió a la puerta y la apartó a ella de un empujón. Bajó
las escaleras con rapidez, cerró la puerta principal de un portazo y se dirigió al trabajo.
La mujer se sentía culpable, pero ¿por qué? Siempre estaban discutiendo, últimamente más
que nunca, sus celos cada vez eran más enfermizos.
A medio día escuchó la puerta, su marido había regresado del trabajo.
Ambos se sentaron en el comedor, uno enfrente del otro. Empezaron a discutir, ella le dijo
que ya no soportaba más la situación. Sacó la idea de la separación y sin nada más que decir
se dirigió escaleras arriba hacia el dormitorio.
A los pocos minutos él se presentó en la habitación, se dirigió hacia su mujer y le clavó un
puñal en el corazón.
5- Ahora que ya conoces la historia completa, transcribe las oraciones que te adelantaron cómo
iban a terminar las cosas.
6- ¿Qué cosas te quedaron sin poder entender en el primer texto antes de que se agregara la
información del segundo texto?
8-Escribe un resumen con todas las ideas que hayas podido sacar en claro explicando cómo se
comportan las acciones en un texto y qué función cumple cada una de ellas.
*ACTIVIDAD DE ESCRITURA
"El primer disparo impactó en la glotis, el segundo fue a parar a la cabeza. No hizo falta un
tercero porque Lucio cayó al agua sin vida, expulsando lo que una vez le proporcionó
oxígeno y nutrientes a cada una de sus miserables células. Y está mal que yo juzgue a la
gente, al fin y al cabo, soy un asesino a sueldo."
El primero de los indios modoc, Kumokums, construyó una aldea a orillas del río.
Aunque los osos tenían buen sitio para acurrucarse y dormir, los ciervos se quejaban de
que hacía mucho frío y no había hierba abundante.
Kumokums alzó otra aldea lejos de allí y decidió pasar la mitad de año en cada una. Por
eso partió el año en dos, seis lunas de verano y seis de invierno, y la luna que quedaba
quedó destinada a las mudanzas.
De lo más feliz resultó la vida, alternada entre las dos aldeas, y se multiplicaron
asombrosamente los nacimientos; pero los que morían se negaban a irse, y tan
numerosa se hizo la población que ya no había manera de alimentarla
Kumokums decidió, entonces, echar a los muertos. Él sabía el jefe del país de los
muertos era un gran hombre y que no maltrataba a nadie.
Poco después, murió la hijita de Kumokums. Murió y se fue del país de los modoc, tal
como su padre había ordenado.
Desesperado Kumokums consultó al puercoespín.
_Tú lo decidiste (opinó el puercoespín), y ahora debes sufrirlo como cualquiera.
Pero Kumokums viajó hacia el lejano país de los muertos y reclamó a su hija.
_Ahora tú hija es mía (dijo el gran esqueleto que mandaba allí). Ella no tiene carne ni
sangre. ¿Qué puede hacer ella en tu país?.
_Yo la quiero como sea (dijo Kumokums).
Largo rato meditó el jefe del país de los muertos.
_Llévatela (admitió). Y advirtió;
_ella caminará detrás de tí. Al acercarse al país de los vivos, la carne volverá a cubrir sus
huesos. Pero tú no podrás darte vuelta hasta que hayas llegado. ¿Me entiendes? Te doy
esta oportunidad.
Kumokums emprendió la marcha. La hija caminaba a sus espaldas.
Cuatro veces le tocó la mano, cada vez más carnosa y cálida, y no miró hacia atrás. Pero
cuando ya asomaban en el horizonte, los verdes bosques, no aguantó las ganas y volvió
la cabeza. Un puñado de huesos se derrumbó ante sus ojos.
ACTIVIDADES
1-Transforma este poema de verboides en un poema de verbos en tiempo futuro usando
como base la primera persona del singular.
2-Transformá los verboides de estas oraciones en verbos que estén en tiempo pasado.
a-Me habré despedido de todas las flores y los pájaros cuando llegue el mes de abril.
b-Él estará esperando al final de una constelación de estrellas.
c-Ella habría sujetado su mano con una fuerza extraña.
d-Estamos atravesando un año de sueños felices.
e-Quería volar con las alas del alma.
A partir de esta idea te invito a que escribas una historia en la que el tiempo sea la
conexión entre Alma y Erik.
TEXTO PARA ANALIZAR