Norberto Fuentes, Dulces Guerreros Cubanos - PDF Versión 1
Norberto Fuentes, Dulces Guerreros Cubanos - PDF Versión 1
Norberto Fuentes, Dulces Guerreros Cubanos - PDF Versión 1
«El enemigo de mis enemigos es mi enemigo» fue publicado con otro título y
ligeros cambios formales en The Washington Post , y «El otro», también con título
diferente y cambios, en Exito!
Las fotografías, y las cintas de video de las que se transfirieron algunas de las
fotografías, son de la colección del autor. Todos los derechos reservados.
CRONOLOGÍA ESENCIAL
1967
1975
1977
Noviembre. Tropas cubanas en Etiopía.
1978
1979
1985
1986
1987
13 de julio. Un poco antes de las 02:00 am de este día, Arnaldo Ochoa, Antonio
de la Guardia, Amado Padrón y Jorge Martínez han sido fusilados por un pelotón de
seis hombres al mando del coronel Luis Mesa en un potrero cercano a la base aérea
de Baracoa, al oeste de La Habana.
1990
Fidel Castro con Norberto Fuentes. Apenas cruzan palabras formales de saludo.
1993
1994
DOS ADVERTENCIAS
Los nombres de dos personas han sido cambiados con el fin de proteger sus
identidades y el lector habrá de conocerlas como Eva María Mariam y William
Ortiz. Figuras incidentales, a las que se les ha proporcionado una identificación de
cobertura. Todas las demás personas que aparecen en la historia están mencionadas
por sus nombres, y, con la lógica excepción de la nómina de los muertos, todas
estaban vivas en agosto de 1999. No tenemos personajes ni situaciones recreadas.
PREFACIO
N. F.
CAPÍTULO 1
El PRIMER DIA, AVISOS TEMPRANOS
Uno está escribiendo un libro patriótico y tiene esa clase de digresión. Luego
hay quienes dicen que uno ha participado en el proceso que marca el final de la
Revolución Cubana y debe suponerse que, de alguna manera, es un hecho afortunado
haber sido uno de sus protagonistas. Tienes a tus amigos rangers en la televisión
escenificando actos de contrición, y uno no se imagina cómo el acto de contrición de
unos matarifes pueda terminar con una revolución que ha acarreado trenes de sangre
y diezmado las familias y que ha cambiado hasta los ecosistemas de la isla, y
salinizado las tierras del sur y alterado para siempre el equilibrio de las mareas en
los canalizos del norte, amén de los hechos que Rodolfo Fernández —más bien
conocido como Rodolfo «Conaca» puede ilustrar, y es la situación de que en 1964
Rodolfo «Conaca» disparó la alarma del Pentágono y de los institutos
meteorológicos americanos cuando se percataron de que el clima cambiaba en el
Caribe. Un invento del Comandante en Jefe Fidel Castro ejecutado con prontitud por
uno de sus súbditos de mayor pericia: Rodolfo «Conaca», y consistente en unas
altísimas torres de chapas resistentes a altas temperaturas y sujetas a tierra con
vientos de cablería desde las que estaban inyectando al espacio fuego en llamaradas
a presión para provocar lluvia artificial. El Gobierno de los Estados Unidos de
América optó por enviar una misión de carácter científico para persuadir a los
cubanos de que desmontaran las torres.1 Después el Comandante advertiría al mundo
sobre el peligro potencial que significarían las armas climatológicas en manos de los
yanquis.
La Habana y nosotros.
—El Conejo —dice ella. Saca a flote otro mote de Alcibíades Hidalgo—. «El
Conejo» Ale. Te llama.
Mala cosa. Uno sabe. Uno tiene la experiencia. Nunca, en toda la historia de la
Revolución Cubana, se ha producido un anuncio agradable a través del teléfono
después de las 6 de la tarde. Los mecanismos de timbrado de unos viejos aparatos
Kellogs que unos treinta años después de instalados aún redimen en una cifra
próxima al 75 % el sistema de comunicaciones de la ciudad puede resultar en una
acción dramática. En este sentido, una postrera noticia aceptable no diurna —o así
nos lo hicieron creer— fue producida en la madrugada del 1.° de enero de 1959,
cuando los primeros entendidos comenzaron a hacer correr el rumor de que el
general Fulgencio Batista había abandonado la isla. La pasiva fiereza de esos
Kellogs con sus negros, pesados auriculares macizamente colgados en la larga
noche, y la angustia del amanecer, dominaban el escenario de la existencia. La
angustia del amanecer. El lapso entre la caída de la tarde y el levantamiento del sol,
el del juego de las luces, se convirtió en parte del proceso. Y la década del 80 fue la
que nos disolvió el concepto emocional del amanecer. La década y el arribo de
Ronald Reagan al poder. Apareció la palabra GAMS. Golpe Aéreo Masivo
Sorpresivo. Era el amanecer que todos íbamos a tener, el que nos esperaba. Un
amanecer oscurecido por la manta de aviones de la USAF cubriendo nuestro cielo.
Aunque desconozco por qué esperábamos el GAMS de las ciudades del Tercer Reich
y no bombardeos selectivos. Un GAMS clase Leipzig bombardeada por los aliados
en la Segunda Guerra Mundial y no un GAMS quirúrgico de bomba inteligente con
guía de radar buscando la tienda beduina de Khadafi. Los cubanos que lograban
levantarse al amanecer echaban un vistazo al cielo y podían sentirse afortunados de
que aún su familia no hubiese sido arrasada por las CBU de fragmentación.
—Aaaaale.
Pausa.
Énfasis.
Así que estaba ocurriendo algo realmente importante. Porque no era usual que
Alcibíades Hidalgo me llamara a esa hora, ya que nos veíamos todos los días.
Alcibíades era el jefe de despacho del general Raúl Castro, el segundo secretario del
Partido. Estamos hablando en todo caso de posiciones prominentes. Después de eso
se acababa el techo en el país. Por encima sólo quedaba Fidel Castro. Además,
éramos vecinos en el edificio de los generales. Había como un código entre él y yo.
«¿Estás ahí?» «¿Tenemos cafecito?» Bastaba para que nos viéramos de inmediato.
Sólo había que caminar unos 30 pasos entre una puerta y la otra. Pero este mensaje
traía las resonancias inconfundibles de los ultimátums.
Pero aquel día no venía en plan de ser educado, venía por la cuestión de mi
salvación. A salvarme. Era el mensaje que traía del Ministro de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias y hermano menor de Fidel Castro. Un tipo duro de ojos achinados
que le daban el adecuado carácter asiático. Raúl Castro Ruz.
Le pregunté a Alcibíades Hidalgo qué era lo que estaba pasando, si era que
estaba pasando algo, aunque era obvio que estaba pasando y ya yo había detectado el
chequeo, hacía rato. Una porción de semanas que se me estaban repitiendo Ladas por
el retrovisor.
—Norberto, siempre la soga rompe por lo más flojo. Y lo más flojo aquí eres
tú. Ni a Ochoa ni a Tony les va a pasar nada.
—No, no debe pasarles —dije yo—. Nada debe pasarles. Son huesos.
Demasiado huesos.
—Aunque parece que esta gente tiene problemas muy serios por delante.
Ochoa sobre todo —dijo Alcibíades.
Ochoa era uno de los dos primeros Héroes de la República de Cuba, una
especie de mariscal Georgii Zhukov criollo, un mulato despectivo, de voz lenta, pero
de muy buen tipo, que había hecho rodar sus tanques en el desierto de Ogadén y que
acababa de sumar a sus trofeos la expulsión de Angola del ejército sudafricano y que
—a semejanza de Zhukov, su modelo, que trazara las victorias soviéticas en el arco
del Kursk y en el Berlín de 1945—, era un maestro en el empleo de las fuerzas
blindadas, por lo que recibiera los elogios de la revistas Newsweek y Time en los
setenta, y Tony de la Guardia, un blanquito de auténtica procedencia aristocrática,
alrededor de quien se tejía la leyenda de la Dirección General de Operaciones
Especiales del Ministerio del Interior de la República de Cuba, la figura que
encabezaría sus tótems de combate, y que era en detrimento suyo describirlo como
un James Bond cubano —lo que en su momento hicieron Reuter y France Presse—
puesto que James Bond sería sólo un pálido reflejo británico de Tony, también
conocido como «el Siciliano», «Jimagua» o «Legendario».
—Raúl dijo que el Gordo era el culpable de que él y tú no se vieran con más
frecuencia —dijo Alcibíades—. De que la amistad se hubiera enfriado. Dijo que por
culpa de ese gordo comemierda ustedes dos se habían distanciado. Pero que ahora se
imponía la tarea de salvarte.
—Otra cosa —dijo Alcibíades—. Hay 200.000 dólares de los nicas que están
perdidos y se supone que Ochoa los tenga. ¿Qué tú sabes de eso?
—¿Cómo es la cosa?
—Ochoa —dijo Alcibíades—. 200.000 dólares de los nicas, que están perdidos,
y feriados por Ochoa. ¿Tú no sabes nada de eso?
Nicas eran los miembros del movimiento sandinista, de Nicaragua; feriarse era
robo.
Alcibíades insistió en que habían estado presentes sólo Raúl Castro, Carlos
Aldana y él. Por tal razón, esto que se me estaba informando, el único que lo sabía
—lo dominaba— fuera de ese círculo de tres, era yo.
Pregunté por Carlos Aldana, con el que yo estaba teniendo desavenencias desde
hacía una porción de semanas. Alcibíades Hidalgo me dijo que Carlos Aldana no
había abierto la boca en toda la descarga expositiva de Raúl Castro y que había
guardado un hermético silencio. Limitado a escuchar.
—Conspiración, Ale.
—Yo lo que te digo es que nosotros no hacemos nada en esa bronca. Eso es un
problema de ellos, de gente grande. Entre ellos.
Alcibíades Hidalgo había sido llamado último a una reunión del segundo
hombre del país con el entonces tercer hombre. Lleva más de tres horas de
transcurrida y en ella se mencionan dos pejes gordos y se indica suma de dinero no
localizada. De pronto Norberto debe ser salvado. Hasta esa misma tarde es el
escritor de confianza «del más alto nivel» y es en su casa donde este mismo segundo
hombre del país, Raúl Castro, va a emborracharse una vez por semana. Y el tercer
hombre, Carlos Aldana, se pone a mirar el techo mientras Raúl Castro expone el
mensaje a Norberto. Aldana, inmutable. ¿Aldana? ¿Inmutable? Carlos Aldana
Escalante que, pese a todas las desavenencias recientes, sigue llamando «brother» al
escritor que es, a su vez, el mismo ciudadano que fuera de sus funciones sociales
como «ingeniero de almas» —que tal fuera el designio otorgado por Stalin a los
literatos de su proyecto— ha contribuido a prolongar los retozos de Aldana con las
muchachas al proveerlo de ungüentos «Retardex» (o un nombre parecido, pero
siempre tan sugestivo) adquiridos en Panamá con divisas libremente convertibles, es
decir, dólares, de la oficina de operaciones encubiertas al mando del coronel Antonio
de la Guardia. Aldana miraba para el techo y todo ese rato ellos dos, segundo y
tercer hombres del país, hablando sin Alcibíades y luego lo llaman y Aldana no se
inmuta.
—Oye, Tony. Dime —dije yo—. De los libros de pintura que tú querías mandar
a pedir.
—Libros —dije yo—. Y te llamo ahora porque sólo te puedo ver mañana muy
temprano, antes de que lleves a María Elena para el trabajo. De esos libros que tú
querías, ¿todos son de pintura?
Todo era la primera vez que se lo decía, por lo que Antonio de la Guardia
comprendió perfectamente que tenía un mensaje importante para él. No sólo
importante, sino muy importante. Una importancia de, por lo menos, intensidad 2 por
la escala Brother. Así que al otro día hicimos —rumbo este— el recorrido hasta el
edificio de dos plantas que conocíamos regularmente como «la oficina de
Interconsult», una auténtica caja de zapatos amarilla, en la antigua barriada habanera
de El Vedado.
Antonio de la Guardia con su traje verde olivo sentado delante con su ayudante
—el capitán Jorge de Cárdenas— como chofer, y María Elena y yo sentados detrás.
Yo había dejado mi carro parqueado en la rampa de estacionamiento con capacidad
para dos coches de la casa de Tony en la calle 17, número 20606, en el Reparto
Siboney, una apartada barriada de la aristocracia criolla, llamada Biltmore antes de
la Revolución.
—Zeta Veintisiete se interesa por usted, Equis Dos —dijo el oficial de guardia.
Z-27 era el indicativo del ministro del Interior, el general de División José
Abrantes. En el cerrado círculo de los elegidos, la élite de los combatientes
revolucionarios, se permitía eliminar la zeta y llamarlo por un elíptico Veintisiete.
El Veintisiete.
Abrantes estaba localizando a Tony. Pero quería que lo llamara por teléfono.
Nada de radios. Eso significaba el mensaje de Z-27. Quería silencio radial. Estaba
eludiendo interferencias y/o escuchas a través del éter.
Dejamos atrás y por la derecha, en la acera del norte, las embajadas de México
y de la Santa Sede, con su habitual emplazamiento policial exterior en el que sólo
faltaban las alambradas, y la casa de modas para extranjeros La Maison, atrás y por
la izquierda, y nos acercamos a las embajadas de Canadá y Nicaragua, otra vez a la
derecha, acera norte, que con estas cinco instalaciones acababan las edificaciones en
estado óptimo de conservación a lo largo de 40 cuadras.
—Bueno, Tony —dije yo—. El carro de Arnaldo, el carro tuyo y el carro mío.
—¡Ay, Dios mío! —dijo Tony. Aún tenía los dos puños cerrados sobre la frente
y se había encorvado ligeramente hacia delante y cuando exclamó Ay, Dios mío por
tercera vez parecía que participaba de una danza sioux, o apache, o comanche, que
eran sus guerreros favoritos. Sobre todo los sioux, porque era la gente de Crazy
Horse y por el hecho de que habían despellejado al general Custer y porque Crazy
Horse y él medían más o menos los mismos 5 pies 8 pulgadas y porque Crazy Horse
era un tipo que se tomaba su tiempo como quedó históricamente demostrado antes
de la batalla de Little Big Horn cuando llamó a su brujo y se puso a invocar a los
muertos pese a la impaciencia de sus oficiales jóvenes.
Típica expresión cubana en estado puro. Una de las más típicas. Y muy vieja.
En realidad el símil es un bombín sobre el cual se han sentado, estrujándolo o
haciéndolo reventar. En este sentido la expresión se relaciona con las comedias
silentes y los cientos de gags en los que torpes personajes han aplastado los
bombines bajo la acción de sus posaderas.
—Seguro —dije.
—Ujum.
—Mm.
Tony asintió. Pero pudo ser un gesto maquinal. Yo no tenía la certeza de que
Tony estuviera al corriente del asunto. La misión fue un mensaje verbal de Raúl
Castro para Arnaldo Ochoa trasmitido por Alcibíades en Angola. Un mensaje
humillante, decirle a Ochoa que lo iba a patear.
—Pero hay que informarle a Arnaldo, de cualquier modo —dije—. Sobre todo
el asunto de los nicas, de las 200.000 cañas.
—Coño, Tony, no tengo la menor idea —dije yo—. Pero la importancia aquí no
es de dónde tú sacas, sino dónde metes.
—Vamos a hacer una cosa —dijo Tony—. Le voy a decir a Arnaldo que a
través de una fuente mía yo he sabido que hubo esta reunión de Raúl con Aldana y
Alcibíades o que, mejor dicho, que me ha llegado un rumor de los 200.000 de los
nicas, para que él me diga qué terreno estamos pisando y entonces que ya él sepa la
situación, y que se ponga a resguardo.
—No, ésa no camina, Tony. ¿De dónde tú vas a saber esta reunión?
—¿No te gusta?
Esa tarde fui a MC, los cuarteles maestres de la única verdadera organización
de operaciones encubiertas del país, una casa aislada en el reparto Siboney al oeste
de La Habana, cuyas puertas yo era el único civil que podía franquear y llegar hasta
el mismo buró del jefe de la unidad sin que nadie osara detenerme y mucho menos
saludarme sin una sonrisa, y donde siempre Antonio de la Guardia, desde el otro
lado del buró de medialuna color nogal, me recibía con un rostro iluminado y su
saludo de «Norbertus», dicho con la entonación específica requerida y elevando la
mirada por encima del borde superior de sus gafas de tenedor judío acomodadas en
la punta de la nariz, unas gafas que nunca salieron de la oficina —ni en un bolsillo.
Nuestro código— comprensible —prohibía llevar semejante artefacto de búho
burocrático a la calle. Afuera era el mundo de los Ray-Ban de cristales negros más
agresivos que los del general Douglas A. MacArthur de marcha y mandíbula firmes
mojándose en los remansos vencidos de Leyte— aquella playa de las Filipinas
recuperada. En ese sentido los Ray-Ban eran emblemáticos de nuestros rostros, y
junto con los Rolex enunciados desde las ventanillas de los Ladas, cumplían una
importante asignación. Eran los atributos, la investidura. Cumplían la importante
tarea del realce de nuestra dignidad, que —como toda legítima dignidad— es física.
La flor y nata de la fraternidad de los combatientes revolucionarios. Jóvenes aún, y
con una excelente alimentación y un riguroso entrenamiento diario en el gimnasio de
Tropas Especiales. Nuestra dignidad destacaba de esa manera al paso de nuestros
vehículos por las desoladas avenidas de la Primera República Socialista de América.
Levantaba la cabeza, con calma, para encontrarse con mi mirada, puesto que su
vista de relámpago —dirigida hacia la más ligera fluctuación de la puerta— ya había
registrado mi presencia.
Tony controlaba la puerta por la que habíamos salido, que él había dejado
abierta y se conectaba con el pasillo de su oficina. Yo quedaba de espaldas a esa
puerta y Tony observaba por encima de mi hombro izquierdo. Por su parte, él
quedaba de espaldas al grueso muro de borde de cemento desde el que se
contemplaba, abajo, la media docena de robustas matas de mango cuyas ramas ya
florecidas en abundancia sombreaban el jardín comprendido en el perímetro de MC.
Yo miraba por encima de su hombro derecho a través de los árboles y de la calle al
otro lado de la cerca de alambres tejidos del jardín de MC, hacia la casa que Ernest
Hemingway había utilizado como escenario para su cuento de 1938 «Nobody Ever
Dies». Un monumento desconocido pero posiblemente la única casa en este
territorio que haya servido nunca para ser utilizada como predio de una trama
literaria y que se hallaba al fondo de MC y que era la causa de mis ocasionales y
silenciosas estadías en esa terraza, yo solo, escapado de Tony y del mundo, con los
fantasmas y los designios secretos que, con toda seguridad, el viejo Hemingway
había dejado allí plantados para mí.
—Le voy a decir a Arnaldo que la fuente mía es nica. Que son los nicas los que
están preguntando por ese dinero. De ese modo no tengo que mencionar la reunión
de Raúl con Alcibíades y Aldana. No camino al viejo Ale. Pero el centro del
problema, la plata, queda establecido. ¿Cuánto tú dijiste que era? ¿Doscientos mil?
—¿De dónde Arnaldo habrá sacado ese dinero? ¿Para qué lo quiere?
—¿Y para qué lo quiere, Norber? ¿O dónde los metió? Desde hace unos días
me está pidiendo 100.000. Primero me pidió 200.000.
—Se tiene que estar tranquilo —dije. Otra vez por decir algo.
—¿Verdad?
Entonces hice girar el volante de mi Lada con el que yo, en vuelo rasante, solía
patrullar las calles de La Habana, y aborté la misión de caza libre —de las
muchachas que en las tardes en la ciudad de las columnas frente al Golfo ya están
bañadas y frescas y se disponen para el cine o la heladería, cuando no estamos en
época de exámenes—, y, siendo aproximadamente las 6:15 pm del martes 23 de
mayo de 1989, puse rumbo oeste, la casa de Tony. Él —como él mismo decía— se
recogía temprano. Un término de campesinos y de comadreos, que por esa misma
razón resultaba gracioso escucharlo de boca de un bravo como Tony, recogerse. Muy
difícil capturarlo en su oficina después de las 5. Y, en verdad —y pese al enunciado
sagrado de Emerson de que la coherencia es una característica de los espíritus
pequeños, que era una de las claves culturales de la élite del grupo, con un nivel
equivalente al de Never say die—, no era el momento para invitar muchachas al
salón interior del poderoso Lada y comenzar el asedio con una sesión de rock a todo
volumen desde el sistema cuadrofónico instalado, y aún me hallaba en el
procedimiento de hacer girar el volante cuando me percaté de que yo tampoco había
definido con exactitud entre quiénes escoger, entre ellos o Fidel. Después, muchos
meses y/o años después, me voy a sorprender haciéndome la misma pregunta, luego
de que ya no hay tiempo ni posibilidad y cuando no hay regreso —para nadie. Y es
así como, esa tarde, por tercera vez, tengo Tony. Encuentro cercano de primera
clase. Pero no se ven cambios en la mentalidad.
Él y yo solíamos «tocar base» —clásica frase beisbolera del grupo— dos o tres
veces al día. Si teníamos chequeo (calculaba) no se iba a registrar actividad
sospechosa.
—Norbertus.
Había insistido. Yo con mi tema. Por tercera vez. Pero comenzaba a ser asunto
aburrido, y había que cambiar la sintonía, urgente había que cambiarla. Se estaba
presentando una sola perspectiva de lo que estaba pasando. Mantener fuera a Ochoa.
Era la única variante que me estaba arrojando el análisis de la situación operativa.
Dejé pasar unas 22 horas, no obstante. Así que llegamos a las postrimerías del
miércoles 24 de mayo de 1989. Esa noche yo radicaba —como solía suceder
invariablemente— en mi campamento de arriba, la casa de mi tibia amante Eva
María Mariam, cuando levanté el teléfono hacia las 10 y media, y llamé al 3 65 04,
la casa del general de División Arnaldo Ochoa Sánchez, un modesto apartamento en
un edificio de tres plantas en el Nuevo Vedado, una barriada de clase media que
comenzó a urbanizarse después de la Segunda Guerra Mundial. Mayda, la mujer, me
dijo que Arnaldo estaba aún en el Estado Mayor. Besitos y despedida, y llamé al
Estado Mayor del Ejército Occidental; al teléfono directo de Ochoa. 63 00 97. Mi
pasatiempo habitual hacia las proximidades de esa hora era qué uso darle a Eva
María Mariam, ver qué se conseguía, cómo disponer de ella, cómo colocarla frente a
mí, arrodillada. Teléfono en mano, dejé mi mente flotar hacia tales rescoldos. Los
proyectos entusiasmaban tanto o más que el mismo hecho de tenerla desnuda sobre
la impoluta sábana blanca y proceder con cualquier clase de invento. Un buen
planeamiento, creativo, complicado, proporcionaba un nivel de excitación
anticipado. Acaecía elegir la parte de su cuerpo a someter y la manera en que debía
hacerlo, o cómo obligarla, cómo quebrar resistencias con las que cada noche ella
lograba ganar una independencia que me resultaban intolerables y yo indagando —
bendita y oportuna palabra para eludir el uso de hozando— en su piel y esperando
una apertura («...el fruto de dos suaves nalgas / que al abrirse dan paso a una
moneda»),3 que se abriera en su totalidad.
—Dígame usted.
—Arnaldo —dije.
—Oye, muchacho, cambio toda esa gloria por un plato de frijoles y por una
tortilla. Pero bien blandita. La tortilla.
Ahora reía. Con su risa burlona y despectiva, y dejando que pasaran las cosas
desde el olimpo de los dioses en que se hallaba firmemente instalado con todas sus
divisiones de tanques y los regimientos de cazadores kwanyamas.
—Aquí.
Los conceptos de campamentos de abajo y arriba para diferenciar las casas «de
la señora y la familia» de las casas de las novias (que era a su vez como se calificaba
a las amantes) eran de uso regular entre nosotros, como se sabe. El campamento de
abajo es el más desguarnecido, cerca de las vías de comunicación del enemigo, y el
de arriba es el de la montaña, oculto en los altos bosques, y es el santuario.
Empecé otro tema. Lo hice por corte. La voz fluye modulada hacia los tonos
graves.
—Oye, Arnaldo. La otra noche, cuando fuimos a comer... ¿te acuerdas que
había una amiga de Eva María que estaba también a la mesa?
—Compro.
—Dime —dijo.
—A las 2 —dijo.
—Recibido —dije.
—¿Seguro?
CAPÍTULO 3
ACOSTUMBRARSE AL K-J
Estaba vestido con la misma camisa de civil de cuadros azules que después va
a llevar en el juicio y el pantalón verde olivo de su uniforme de servicio. Y
estábamos en el cómodo estudio para escribir que supuestamente me había regalado
el más conveniente de todos los modelos de literato que yo pudiera agenciarme
(según la visión de las autoridades) y deidad extranjera más codiciada del país,
Gabriel García Márquez, pero que había pagado el Ministerio del Interior por orden
de José Abrantes. La costosa alfombra de color beige y el falso techo de paneles
también beige que pronto yo habría de identificar como zona enemiga —por ser
escondrijos ideales para los micrófonos— terminaban por atenuar la violenta luz
exterior procedente del cénit cubano que penetraba a través de los aún más costosos
cristales antirrefractarios de las ventanas, y la presencia de Ochoa allí y los ecos de
selva acompañantes inundaban el logrado ambiente de reposo. Yo le di mi silla
giratoria que él ocupó enseguida y me senté en una butaca en la esquina opuesta
debajo de mi galería particular de retratos con los líderes de la Revolución Cubana.
Arnaldo Ochoa, ya sentado, hizo girar la silla sobre su eje y quedó de espaldas al
monitor de la computadora Acer y extendió la pierna derecha y metió la mano en el
bolsillo y me dijo: «¿Tienes una caja de cigarros?» Le traje la caja de cigarros y él
sacó del bolsillo 3.000 dólares y me los dio, diciéndome: «¿Fue esto lo que me
pediste?» «Sí. Esto fue lo que te pedí», le dije, «quiero acabar de comprarle el carro
a Eva María. Con esto, completo». «Se lo pedí a mi amigo, el venezolano», me dijo.
El amigo era Luben Petkoff, que hacia 1967 había sido su compañero de guerrilla en
Sierra de Falcón cuando allí había unos ocho cubanos y que efectuaba una breve
visita a La Habana de 1989 a requerimiento —según tenía yo entendido— del propio
Ochoa. Tomé el dinero y él guardó la caja de cigarros en el mismo bolsillo y me
preguntó, con picardía: «¿Abulta igual?» Le dije que sí y él me dijo: «Es que tienes a
la Contrainteligencia allá abajo. Están chequeando todo lo que entra y sale de este
apartamento.»
Era un hombre alto, de barba escasa y un tupido pelo trigueño recortado con
severidad, y su mirada era rápida y abarcadora, y su habla era reposada, y de
períodos cortos y casi siempre formulados como preguntas y que regularmente se
acentuaban hacia el final con un «¿hum?» que denotaba su interés en obtener una
respuesta, puesto que era un habla casi siempre dirigida a indagar, no a enunciar, y
entraba Ochoa en un recinto y se sabía de inmediato que esa criatura con las altas
botas y el perfecto cuello varonil de atleta era un asociado de la muerte. Yo lo
percibía. Los cientos de miles de caballos de fuerza de las brigadas de tanques a la
ofensiva puestos en marcha y el rugido de la preparación artillera de los
lanzacohetes múltiples BM-21 lanzados en fragorosas y deslumbrantes oleadas de
lava y los golpes bajos y retumbones contra la tierra de los obuses 120 podían ser
materia residual, el espectro contenido en la presencia de un hombre. Éste.
Primero, el techo.
Apunté hacia arriba, y dando tres vueltas con el índice, como imitando el
carrete de una grabadora, en el gesto habitual de los cubanos para advertir sobre la
posible existencia de equipos de escucha, le dije a Arnaldo Ochoa: «Creo que lo
tengo sembrado», y añadí una expresión de fastidio. Después moví la mano derecha,
abriéndola y cerrándola, como la cabeza de un pato en el teatro de sombras, con lo
cual quería decir: «Quiero hablar contigo.» Él aprobó, con la sonrisa del viejo
guerrero acostumbrado a todos los avatares. Luego señalé hacia abajo, otra vez con
el índice, ya que debíamos salir de mi apartamento, a la calle, 13 plantas más abajo.
Aprobó con otra sonrisa y se levantó con su energía habitual. Entonces, antes de
abandonar la estancia, se detuvo delante de una de las fotografías en mi pared, y
mirando hacia Carlos Aldana, en el extremo de una de las risueñas imágenes, me
dijo: «Qué clase de mierda el tipo este, compadre. Y Fidel y Raúl lo saben.» Y
continuó, ahora señalando para los rostros de Fidel Castro y Raúl Castro, que se
identificaban como trofeos en casi todas las fotografías —en las que yo también
aparecía, desde luego, puesto que tal era el objetivo de la colección: exhibirme con
el liderazgo cubano. «Y qué sentido tan extraordinario de la justicia el de estos dos
hombres», dijo. «Siempre se encuentran con personajes como éste, y siempre agotan
toda la paciencia y los soportan durante mucho tiempo, y siempre los perdonan.»
—Sí. Claro. Y el portero allá abajo es guardia —dijo Arnaldo Ochoa—. Dalo
por seguro. El de la entrada del edificio.
Dije:
Ochoa no llegó a soltar uno de sus «hums» pero presionó sus labios, apretados
como un puño, hacia delante, como apuntando al vacío, y luego arqueó las comisuras
hacia abajo. Usual gesto despectivo del camarada.
K-J era el departamento encargado del chequeo visual. Chequeo visual era la
persecución física, implacable, por todas las vías. El gardeo.
De cualquier manera, sea cuales fueran las medidas que tomara, siempre tenía
la convicción de que me estaban oyendo. Siempre buscando el escondrijo del oficial
de «la técnica» que me apuntaba con el micrófono direccional o la minúscula cámara
con zoom. De esta época era mi broma de que debíamos movernos hacia todas partes
con un guante de pitcher, para cubrirnos la boca en nuestras conferencias e impedir
que nos leyeran los labios. Mi imagen favorita de la época era una recepción en el
Palacio de la Revolución, y frente a las dignidades extranjeras y cuerpo diplomático,
nosotros en todo el esplendor de nuestra arrogante elegancia, en trajes de tonos
oscuros y con el guante de las Grandes Ligas colgando al final del brazo.
Decidí pasar por alto sus observaciones, aunque había un cierto talante
impositivo en todo lo que acababa de decir. Me limité, ante el buen amigo, a
encogerme de hombros y a tratar de concentrar la mayor cantidad de ironía posible
en mi mirada, directa a sus ojos. Quería decirle: no me jodas, Arnaldo, que estamos
aquí porque yo te he llamado. Y porque yo tengo algo que decirte. Y soy yo el que
eligió este sitio. Y, sobre todo, no olvides que yo no soy tu subordinado. Los ojos de
hierro de Arnaldo Ochoa, sus intensos ojos negros de metal pavonado, no
pestañearon.
Unos días antes había hecho el mismo camino con Tony y con uno de sus
allegados, Amado Padrón; y después lo habría de hacer, a solas, con Amado Padrón.
Así que aquello se estaba convirtiendo aceleradamente en un área donde yo
celebraba conferencias clandestinas, un teatro de operaciones demasiado fácil de
localizar. Un TOM, que tal era la sigla de Teatro de Operaciones Militares y que yo
—desde que conocí su significado— abusaba de su uso para nombrar cualquier lugar
donde se produjera cualquier clase de actividad. Por otra parte, la fuerza de teatro
siempre me incluía a mí con otra persona más —si acaso, dos más. Había que mudar
el cabrón TOM.
Amado Padrón era el más cercano a Tony de todos sus oficiales subordinados.
Pero no nos mantuvimos estacionarios, nos movimos en esa ocasión. Caminamos
por la avenida en dirección contraria al tránsito, con Amadito denostando de Tony
todo el tiempo, e informándome que se hallaba decidido a recuperar unos tres
millones de dólares que le adeudaban agentes suyos establecidos en Miami. Tony se
mostraba temeroso de exigir el pago y Amado Padrón no se explicaba por qué su jefe
había perdido la espléndida capacidad ejecutiva de otros tiempos.
—Está jodida la cosa, socio —dijo Ochoa, con la habitual inflexión de fastidio
y sin referirse en verdad a nada en particular. Sólo una expresión. Entonces hubo un
cambio de intensidad en la mirada y hubo una trasmisión de algo que no era
despiadado, ni siquiera duro, sino de frialdad profesional, un procedimiento
operativo normal, usual, y de alguien que requería con rapidez una información. Era
el mismo hombre que en los bosques de medio mundo había interrogado de urgencia
a prisioneros que estaban muertos tres segundos después de soltar lo poco que
pudieran tener, con un disparo descerrajado casi siempre por el propio Ochoa, y a los
que les decía con ademán incluso compasivo, desembucha, hijo.
No repitió.
«¿Qué es lo que pasa?», me repetí yo como un eco rebotando entre las paredes
de mi propio cráneo.
Arnaldo Ochoa continuaba con un pie sobre el muro y con el codo apoyado
sobre la rodilla y con la barbilla apoyada sobre el puño cerrado de ese antebrazo
cuyo codo se apuntalaba en la rodilla.
Le dije:
—Mira, Arnaldo, todo esto se lo dije a Tony, hace tres o cuatro días, pero él
evidentemente no te ha dicho nada, y ya parece haberse olvidado del asunto.
Masculló algo como toda respuesta, y me pareció temible la gélida neutralidad
de su voz cuando creí entender que había dicho son unos pendejos, y era insolente y
despectivo sobre una persona que, de pronto, resultaba una abstracción, unos
mierdas, dijo, y ya no cabía la menor duda de que se estaba refiriendo a Tony. Pero
no mencionó el nombre. No mencionó ninguno. Era una especie de generalización en
la que empleaba el rigor de los peores epítetos criollos para clasificar a alguien que
nadie podía definir por la ausencia de su nombre y por el sabio y resuelto uso de la
tercera persona del plural en el sitio de la tercera del singular. E insistió, y era
decidido en su actitud ofensiva, y era hiriente, y nada de esto guardaba relación con
un mundo de bronca pero limpia camaradería y de gente junto a la cual uno había
estado dispuesto a morir y con la que había compartido desde las cucharas de un
mismo rancho hasta las mujeres en una misma cama, y no se detuvo hasta descubrir
la idea que más habría de angustiarme.
—No son amigos de nadie. No te creas que son amigos de nadie. No te lo vayas
a creer nunca.
Hice una larga introducción, y le expliqué que yo tenía algo que decirle, pero
que la persona que me lo había dicho era una persona débil y que hasta el presente
había actuado como mi amigo. Y que yo no creía justo hacerle ningún tipo de daño
aunque este daño se produjera en forma involuntaria, y que yo iba a relatarle todo tal
como me lo habían dicho a mí y de dónde había venido toda la información, y que no
iba a escamotearle siquiera el nombre de quien me lo había dicho. Pero que yo
necesitaba su compromiso de que no iba a pronunciar ese nombre ni a soltar esa
información.
Respondió como un niño, con una voz que repentinamente era muy dulce, pero
no dejando lugar a dudas de que la institución de granito llamada Arnaldo Ochoa
estaba garantizando con su palabra que no hablaría nunca.
Y dijo:
—No, no, no. Yo no soy un hombre que habla. Yo soy un hombre que no hablo.
No hablo nunca.
De pronto decidí que resultaba innecesaria la cantidad de veces que repitió no.
Concita mi atención ese hecho. Y entonces tuve todo el derecho de poner en duda la
integridad de Arnaldo Ochoa. En realidad, no tenía que repetir tantas veces no.
Pero ya estaba en el lomo del tigre. Cabalgando sobre ese espinazo. Entonces
eludí los sentimientos de confusión y agregué otro pequeño preámbulo a mi
descarga. Quería acabar aquello. Tenía que acabarlo de una vez. Loco por salir de
Ochoa y de toda esta desgracia.
—Mira —dije—, si algún día se te va la lengua y tú dices que esto te lo dije yo,
estoy dispuesto a pagar ese precio, pero lo que no puedes hacer nunca es mencionar
el nombre de Alcibíades Hidalgo y Basulto, que fue el que me contó esta historia.
Siguió asintiendo, ahora sin murmullos. Era perceptible sin embargo, bajo la
gruesa capa de su altanería —que habitualmente le servía para su trato con los
demás hombres—, que sus músculos comenzaban a tensarse, a la defensiva, Ochoa
ante situación desconocida y en situación de inquietud, una remota situación de
inquietud en Arnaldo, perceptible para mí como los destellos de la noche angolana
que uno cree descubrir en el altiplano y no acierta a saber si ha sido una luz o el
reflejo instantáneo de la luna sobre una hoja humedecida por el rocío y porque uno
sabe que la única forma de que exista una luz en la selva es en la mano de un hombre
que también se halla al acecho y también está tratando de ubicarte.
—Pero hay 200.000 dólares de los nicas que están perdidos, y Raúl dice que tú
los tienes, que tú los has enmarañado.
Arnaldo Ochoa bajó intuitivamente la pierna izquierda del muro de piedras. Yo
retrocedí. Quizá un paso. Los dos brazos de Arnaldo Ochoa se desplomaron a ambos
lados como si hubiese estado a un segundo de enfrentar el pelotón. Arnaldo Ochoa
quiso decir algo. Yo pensé que no me había entendido.
Fue como si a Ulises —Ulises, que sin las vestiduras de la mitología era un
tipo rudimentario y con una cultura inferior a la de cualquier campesino actual, y
que por eso podríamos compararlo sin formalismos traumáticos con Arnaldo— se le
hubiesen aflojado las piernas. Creo que soy el único hombre que tuvo la oportunidad
de ver a Arnaldo Ochoa palidecer y que los labios por un instante le temblaran, al
igual que su voz. Al héroe del Ogadén. De Sierra Falcón. De Angola. El hombre que
era la medida del valor para Fidel Castro.
—¿Qué tú dices?
—200.000 dólares, los nicas, Raúl dice que tú los tienes enmarañados.
—Estoy perdido.
—Estoy perdido...
Le pregunté:
Entonces me dijo:
«Va a empezar», pensé. «¿Pero cómo es posible que un hombre como éste se
deje llevar por ese rito de los bajos mundos?», pensé. «Ya viene, es el momento
cubano de la bravuconada. Performance clásico de mis compatriotas», me dije.
«Guapería», que es la palabra común utilizada por nosotros para describir la actitud.
«Ahora él va a empezar con una tanda de guapería.» Ciertamente, cuando los
cubanos de casi todas las estirpes se ven atrapados, comienzan a clamar por los
delincuentes que han tenido mejor suerte, es decir, los que han escapado a la justicia,
y que es una costumbre de españoles que en su origen fueron la población penal de la
que se vaciaron las cárceles de la península y que se establecieron en la isla luego de
pasar a cuchillo y descuartizado a toda la población aborigen —a los que en verdad
sólo había apenas que soplarlos para que se cayeran, minados de sífilis como estaban
y famélicos por una hambruna inexplicable en aquellos bosques y ríos y mares
pletóricos de frutas y aves y peces y en los que ellos preferían como manjares el
consumo de las mígalas, unas repulsivas arañas del tamaño y peso de un cangrejo,
negras, de ponzoñoso terciopelo, y de cualquier manera no era necesario embarrar el
filo de las espadas con tanta sangre enfermiza de aborigen, puesto que ninguna de
aquellas criaturas vivió más de 35 años—, y tal mezcla de españoles con las
camadas de esclavos que proveyeron la necesaría mano de obra para las plantaciones
pero procedentes de territorios donde el concepto de propiedad era aún difuso
cuando no inexistente, esas interminables, reverberantes planicies africanas donde
no se encuentra una sola cerca, un solo corral que delimite una posesión y nunca
puedes saber quién es dueño de la más simple de las gallinas, fue el mejunje, la
poción que esmaltó el desprecio por el resto de los seres humanos, y así —surgido
del perro de presa del imperio español y de la ignorancia aldeana africana acerca de
la hacienda ajena— la integración cubana se procuró la envidia como blasón de
conducta de todos los componentes étnicos de la nacionalidad, la envidia en todas
sus gradaciones. La misma actitud de Tony cuando se imaginaba su prisión e
hilvanaba su hipotética declaración a los interrogadores: «¿Qué no existía aquí que
ahora sí existe? No existía nada pero ahora existe algo. Y todo esto yo lo he creado.»
Era lo mismo. Aunque con otros recursos. Tony empleaba la elegancia de su
imaginación y por lo menos una palabra inusual para el lumpen: crear. No en balde
su procedencia aristocrática.
—Pero óyeme lo que te digo, óyeme bien. Aquí se están haciendo negocios de
muchos millones. Y tus amigos están fuera de todo. Ellos creen que están adentro.
Pero no lo están. Aquí la jugada es de altura, socio. Y es en el juego que había que
estar. Y yo sé quiénes lo están haciendo. Negocios de 900 y 1.000 millones. Mínimo.
Miró hacia su izquierda y comprobó que su chofer aguardaba, aún dentro del
carro. Ochoa me estaba apuntando con el índice.
Así fueron las cosas hacia esa fecha. Todo bajo control.
CAPÍTULO 4
LAS COSAS COMO SON
El automóvil del general Ochoa se había dirigido hacia el puente sobre el río
Almendares, que se distinguía fácilmente desde la altura donde yo estaba, en el
parqueo del edificio de los generales, y lo seguí con la mirada hasta más allá del
puente y no pude distinguir que viajara con cola. La calle frente a mí estaba ahora
vacía. Miré el reloj. Todavía no eran las tres y disponía de algún rato para la nueva
visita que esperaba. Otra más. Amado Padrón, el corpulento ayudante de Tony, me
había advertido desde la tarde anterior que William Ortiz se hallaba en La Habana en
una estadía de muy pocas horas y que yo debía verlo. Entre otras razones, advirtió
Amado, porque me había traído un Rolex GMT II, la pieza tras de la cual yo estaba
al acecho. También debía verlo porque William era una adquisición mía para el
Departamento MC y porque Amado me lo solicitaba, puesto que habían surgido «una
serie de desavenencias», lo que ellos llamaban «problemas de no-idoneidad», debido
a que William había derivado de ser un sólido y emprendedor comerciante y/o
empresario ducho en oscuras operaciones de exportación de mercancías hacia Cuba
al servicio de la DGI (la Dirección General de Inteligencia), a una especie de
intelectual inconforme. Yo trataba de equilibrar la situación y defender a William.
Era cierto, en definitiva, que había sido yo quien le solicitara a Tony que lo probara.
«Comercio de rescate.»
William Ortiz llegó con cierto retraso a la hora prevista pero fue algo para
agradecer porque me ayudó a hacer la transición del espectáculo con Ochoa y de la
angustiosa impresión que me había dejado, antes de perderse en su automóvil, al
verlo ingrávido y remoto y que también tartamudeara.
Con un t-shirt blanco, su aire deportivo, sus grandes zapatos y los jeans
gastados, William conservaba el porte adquirido en el montículo de los lanzadores
de la liga, y cuando llegó y tuvimos el fragoroso saludo de siempre, y William con
su blanca y limpia sonrisa lo fue respondiendo con el simple uso de un sustantivo —
mi nombre—, yo hice un sostenido esfuerzo para no trasmitirle mis preocupaciones.
—Norber.
—Norber.
Y miré una vez más a la calle y hacia el viejo puente habanero de cuatro sendas
sobre el Almendares, el fatigado y espeso Almendares, y yo estaba teniendo
entonces los primeros atisbos de un pensamiento filosófico profundo que como todo
pensamiento filosófico profundo iba a tener su forma acabada y definitiva cuando ya
no tuviera ninguna utilidad operativa pese a que estaba empleando toda la prosapia
zoológica de nuestro lenguaje habitual, siempre aferrada a reminiscencias de
hogueras que se ven a la distancia y montes ocultos por las brumas y vikingos y
cazadores del Yucón, y me voy a recordar en esa rampa de parqueo mientras el sol
cae a plomo y desde donde sé que pronto va a comenzar una tormenta y veo en el
horizonte sobre el puente del viejo río las agrupaciones de masas de nubes en forma
de yunque que son los cumulonimbos que se desplazan sobre los edificios
despintados de La Habana, las poderosas sombras negras de lento desplazamiento
sobre fachadas que por última vez recibieron pintura casi siempre amarilla en la
década de los cincuenta.
Así que dejé correr la vista abajo y hacia el este por el declive que seguía la
avenida desde la cima de la colina donde estaba construido mi edificio, hasta el
puente tendido sobre las aguas inanimadas del Almendares tributadas y corrompidas
hasta la última molécula de su composición por los ácidos y desperdicios de siglo y
medio de Revolución Industrial y la secuencia histórica de máquinas de vapor y
eléctricas de las fábricas en sus riberas vertidos hasta en el más inocente y escondido
de sus remansos, ya nunca más cristalinos, sólo pocetas de una materia pastosa y
amarillenta y con viejas y tumefactas hojas de malanga y gajos podridos y larvas de
mosquitos aedes-egipty.
Tiempo para algunas bromas con esto. Era un Lada de color rojo sangre, una
tonalidad menos distinguida que mi rojo amaranto pero más viva y que era conocida
como rojo chino, por las flameantes banderas del proletariado en la plaza de Tian An
Men un Primero de Mayo.
Sí. Sudaba.
William Ortiz era el clásico prospecto para las Grandes Ligas procedente de las
Ligas Menores cubanas; un tipazo de hombre —lo que en Cuba se llama un tipazo de
hombre, es decir, un tipo bien parecido—, velludo, y de brazos y pecho anchos y
sólidos y unas manos poderosas y una risa de trueno, pero una risa siempre de
matices dulces y espontánea, y resultaba aconsejable nunca salir con él de caza,
porque no te llevabas nada, ninguna niña se fijaba en ti, y que con su número 19 a la
espalda había logrado la desgracia de su padre, que había sido secretario de la
Cámara de Representantes de la República —las mismas, ambas, que habían sido
abolidas con la Revolución, Cámara de Representantes y República—, posición ésta
del padre de William en la Cámara que al parecer lo obligaba a vestir a cualquier
hora con un acartonado traje blanco, impoluto, y seco de almidón, y un sombrero de
pajilla y un lazo negro de pajarita y que al contemplar el contrato recién firmado
para pitchear con una sucursal de los Cardenales de San Luis que le puso ante los
ojos un ilusionado William, el viejo exclamara, dirigiéndose a su mujer: «Qué
mierda, Finita. ¡Mi hijo, pelotero!» Pero que al principio de la Revolución tal
documento le había permitido a William irse del país, del que se fue efectivamente
en 1961 con el solo recuerdo del chofer de su padre, que lo había llevado de putas
por primera vez, y del juego en los terrenos del central azucarero Hersey, al este de
La Habana, donde su padre se instaló, vestido de blanco impoluto, en las gradas, las
dos manos crispadas sobre el bastón.
Luego William fue uno de los principales vínculos útiles de la DGI4 dispuestos
en Miami, y se le identificaba como «uno de los artesanos del diálogo con Cuba»;
inevitable que aquel «pichón» (hijo) de burgués criado en el aristocrático barrio del
Náutico, de La Habana, que comenzó su exilio en los Estados Unidos como
prospecto de pitcher para los Cardenales, terminara vociferando con un póster del
Che Guevara por los campus universitarios de los sesenta. Cuando regresó a Cuba,
en 1981, ya bajo el influjo de los oficiales reclutadores, alcanzó a ver al chofer de su
padre, pocas semanas antes de que muriera, y puso una flor ocasional en la vieja
tumba de su padre, que nunca lo llevó de putas pero que supo refulgir como un ídolo
de plata en las gradas del antiguo central Hersey una tarde gloriosa del campeonato
de la Triple A, y finalmente William derivó en diversas tareas de la DGI hasta que
llegó a dominar la corporación de viajes a Cuba más importante de todo el sur de la
Florida y hacerse millonario, todo perfecto hasta el 20 de mayo de 1985 en que
comenzaron las trasmisiones de Radio Martí, un programa de la USIA bendecido por
Ronald Reagan para reblandecer los cimientos «del régimen de La Habana», y el
mundo se vino abajo para William Ortiz, al que los propios cubanos le retiraron los
permisos y licencias para volar a Cuba como transportista, debido a que —le
explicaron a Ortiz y a sus iguales— «ustedes, que viven allá, no tuvieron la visión
suficiente, y no supieron detener el proyecto de Radio Martí». Por otra parte, su
arrogancia no le permitió mucho más, aparte de que en la DGI le dijeron que todo
estaba «jodido». Entonces William acudió a uno de sus mejores amigos —yo— que
a su vez hablé con Tony para recomendarlo.
Ahora estaba viviendo en una casucha de mala muerte, con techo de cartón
tabla, en sus ocasionales estancias en La Habana, en donde aterrizaba por breves
horas procedente de Miami a sostener etéreas entrevistas con Tony o con alguno de
sus subordinados para saber si se presentaba «alguna tarea consistente», y estaba en
desgracia con Amadito Padrón y con Tony.
Los últimos negocios le habían salido mal, el asunto del «Caribean Express»
especialmente, un barco que estaba cargado «con una mercancía ahí» y que había
recalado en las costas cubanas, y desde Miami los dueños de la carga trasmitieron el
mensaje a través de William Ortiz, al que habían contactado por sus conocidos nexos
con La Habana, y estaban ofreciendo un rescate por su embarcación. William se
buscaba un millón. Primero fue sí. Incluso, la gente de la oficina de Tony le entregó
un juego de rutilantes fotografías en color 8" x 11" del barco amarrado al muelle de
la Marina Hemingway, al oeste de La Habana, y el mensaje de que la carga estaba
intacta. Entonces hubo una contraorden. Entonces fue no. El propio Fidel se
pronunció, dijo que no le gustaba la cosa. El general de División Pascual Martínez
Gil, en su despacho de viceministro primero del Ministerio del Interior, fue el
portador de la decisión del Comandante en Jefe, a las 15 horas del sábado 11 de
febrero de 1989.
«El jefe dio la contraorden», dijo Pascual, sonriente, suave. «Dice que no le
gusta la cosa.» Tony me había pedido que intercediera con Pascual en el asunto «del
Pelotero» —seudónimo de William Ortiz. Qué lío con el cabrón barquito. Y todavía
no había comenzado en todo su esplendor el montaje de esta historia. Típico
performance fídelista. Ahora se iban a poner a correrlo de una dársena para la otra,
pero no se decidía a venderlo o sacarle la carga fundida en las cuadernas bajo unas
sólidas capas de material plástico o acabar de hundirlo. Algo muy extraño. Pero, a la
altura de Cuba, surgía una tradición naval inédita: la de los cargueros abandonados,
apagados, al pairo. El primer barco fantasma, sin tripulación ni bandera, aparecido a
la deriva en la corriente del Golfo, fue uno abordado en los setenta por gente nuestra,
las bodegas atestadas de automóviles nuevos.
«Las cosas son del carajo», rezongó, sin abandonar su sonrisa. Fue toda la
respuesta. Fue todo el argumento y todos los razonamientos con los que podíamos
armar a William Ortiz para que regresara a Miami con la historia de que los cubanos
lo habían pensado mejor y que el «Caribean Express» había sido incautado.
«¿Tú estás consciente de que cualquiera que sea la carga de esa mierda, ya se
había dicho que sí?»
No respuesta.
No respuesta.
Es por esta época del guiso del Pelotero y el «Caribean Express» que comienzo
a buscar mis vías de escape. Guiso es la mejor forma que tuvimos los cubanos de la
última generación revolucionaria para llamar a los problemas complicados y que en
realidad no procede del término culinario del guisado que se prepara en ollas y al
fuego sino que procede de compactar el término desaguisado que es probable que a
su vez haya venido del guiso original que algún castizo cocinero con un enjambre de
hierbas y trozuelos de carne preparase alguna vez y haya exclamado al ver la
bullente entramadura por él cocinándose, ¡oh, vaya guisado que tendremos de
condumio!
Garantizar la retirada.
«Aldana», pienso.
De cualquier modo, era la segunda o la tercera vez que en los predios de «la
máxima dirección» revolucionaria estaba a punto de producirse, ante mis ojos, una
especie de aquelarre con el tráfico de drogas. Un guiso. Hablemos despacio. Eran
cosas de las cuales nunca tuve que enterarme y nunca nadie estuvo autorizado a
decirme. Pero escapa a todo control que una madrugada Raúl Castro se pase de
tragos en mi casa y hable. Hable muchísimo.
«Fidel», dice Raúl, «Fidel dice que éste es un asunto que debe hacerse con
mucho cuidado, y con tacto».
«Fidel dice que, en definitiva, todas las guerras coloniales en Asia se hicieron
con el opio. Entonces nada más justo que los pueblos devolvamos la acción, como
venganza histórica.»
Raúl miraba con obstinación la jarra metálica en la que los trozos de hielo
flotaban a duras penas sobre la superficie dorada de una ración servida con
generosidad, hasta los dos tercios de la cacharra de campaña, del Royal Salute que
estábamos sometiendo a castigo esa madrugada. Raúl bebía su poción en el viejo
jarro del Segundo Frente Oriental «Frank País». Yo, en un vaso barrigón de cristal.
Había una dignidad sin embargo, algo que era respetable y para degustar con
lentitud, y era este revolucionario, el número Dos absoluto de la nomenclatura
dirigente cubana, que nunca podías acabar de llamar un alcohólico crónico —¡y más
te valía que ni siquiera lo pensaras!—, que se desprendía a llorar en abundancia a la
más ligera presión de un recuerdo o de algo que considerara una incomprensión, y al
que no podías acabar de llamar un asesino frío y despiadado —que lo era—,
mientras sostuviera el abollado jarrito de aluminio en el que había bebido casi 30
años antes el agua de los arroyos cristalinos de las serranías orientales donde él por
orden de su hermano y Comandante en Jefe, Fidel, había establecido —y liderado
con todo éxito— un principado guerrillero llamado Segundo Frente Oriental «Frank
País» y porque el hecho que mayor abundancia de lágrimas le convocaba era
cualquier referencia a la mortalidad cualquier día de un futuro indescifrable de ese
mismo hermano suyo y Comandante en Jefe, aunque éste era un potencial de tristeza
rápidamente aplacado por la descripción que gustaba hacer de la parcela que había
reservado para sí mismo en el cementerio de los guerrilleros del Segundo Frente,
donde allí descansaría como «un simple soldadito», y empinaba el jarro y se
saciaba, y por un rato sus negros ojos de párpados rajados brillaban como las pupilas
de los jaguares cuando son retratados a prima noche con rayos infrarrojos.
«Ah», suspira.
«Vamos a ver», dice Raúl, con tono resignado, quizá aburrido ante los
dictámenes conservadores del hermano —voz e ideas yéndose en fade.
Mira hacia el interior de su cacharrita de campaña.
«Lorenzo.»
El mayor de Servicios Médicos del MININT Antonio Pruna era el hombre que
se hallaba al frente del CIMEQ, un cirujano aún joven y de resuelta ejecutividad que
se ufanaba de contar entre sus pacientes al más célebre y buscado estafador del
mundo, Robert Vesco —a quien se podía ver con frecuencia en sus pulidos pasillos
de mármol seguido bajo la severa protección de un mastodonte cubano llamado
Junco— o el actor francés Alain Delon.
«Los checos», me dijo Antonio Pruna a principios de 1990 cuando todo este
relato en el que estamos enfrascados era todavía una historia caliente, por lo que me
lo dijo dando palmadas mientras caminábamos, la última vez, por uno de aquellos
pulimentados y solitarios y kilométricos y en penumbras pasillos de la clínica, tarde
en la noche. «Toda la droga la están negociando con los checos. Por ahí la están
sacando. Si a los yanquis se les ocurre nada más que hacer un sondeo en la escala de
uno de esos aviones del vuelo regular a Praga, la que se va a armar.»
«No se arma nada, Tony Pruna», decía yo. «No se arma nada.»
Esa inexcusable tendencia mía a considerar que todo se halla bajo control por
todo el mundo.
«Lo que sería bueno, Tony Pruna, es que un paquete de ésos se abriera en vuelo
y se esparciera hacia los conductos del aire acondicionado. Entonces sí que se arma,
Tony Pruna.»
Esa otra tendencia permanente mía a jugar bromas con casi todas las cosas que
puedan ocurrir o existir sobre la faz de la tierra y que muchos espíritus, digamos,
intolerantes, no aceptan.
No hubo balsa. Prima terminó sus días un poco después, cuando su hijo mayor,
un esquizofrénico de 20 años de edad, lo convirtió en uno de los blancos de un ritual
de puñaladas producido en su casa a medianoche y en el que también incluyó a la
mamá y a un hermanito adolescente, dos que lograron sobrevivir, y fue Fidel Castro
el que, después de mes y medio de agonía, determinó que lo desconectaran para que
Pruna muriera en paz, agregando siempre Fidel la orden de que la familia Pruna
siguiera recibiendo «el mismo tratamiento de dirigente que hasta ahora», es decir,
que les mantuvieran automóvil, chofer y salario intacto del difunto.
Tony me había preguntado hacia enero de 1989 si yo creía que William daría la
talla en Luanda. Lo que él quería, dijo, era hacerlo millonario y ésta era, advirtió, la
segunda vez que lo pretendía. Y yo lo había convencido de lo que él ya estaba
convencido, que William era el hombre indicado para la posición Luanda, puesto
que era ciudadano norteamericano con pasaporte y con un romanticismo incurable
que lo hacía leal a nosotros hasta la muerte, o por lo menos hasta un poco cerca de la
muerte, que era en última instancia todo lo que se requería para nuestro adélantado
en África. Y William había ido a Nueva York a liquidar unos negocios pequeños que
tenía en asociación con Havanatour —la empresa de viajes que era una pantalla de la
Inteligencia cubana— y cuyas magras utilidades le servían para pagar los impuestos,
y ahora estaba en La Habana por breves horas y parecía que eso —la división África
de los negocios de Antonio de la Guardia— estaba en el aire.
—Oye, brother —intervengo yo— ¿tú vas a seguir en el gao? Para caerte
ahorita.
Innecesario agregar una palabra más para dejar por sentado que quedábamos
citados en un rato —un par de horas era lo convencional— en su casa.
Regreso a mi amigo.
William Ortiz.
Tony le había dado todas las oportunidades, los chorros de plata, los yates para
que contrabandeara, y Amadito Padrón en su contra desde que comenzó a querer
tareas más riesgosas puesto que el comercio no le parecía una actitud digna de un
revolucionario y si Amadito no lo había sacado, era por mí, porque yo era una
especie de protector de aquel gigante con tan buena arrancada en la pelota
profesional pero que la pasión política por un universo ajeno e incomprensible
convirtió en un corsario al servicio de Cuba, transportando decodificadores de
televisión por cable y piezas de computadoras en una barcucha matriculada en Key
West, mientras suspiraba por un puesto destacado en la lucha de clases a nivel
internacional.
Antes de que se retire, le digo a William que tenemos chequeo y que necesito
me lo verifique. Más bien, que me ayude a verificarlo. Que me llame y me diga si
hay cualquier mercancía en la tienda de dólares de su hotel. La cantidad de dólares
del precio será la misma de los carros que lo sigan.
Al final William llamó y dijo que no había nada, la tienda estaba vacía. Yo
nunca sabré si me estaba diciendo la verdad.
Entonces, Amadito.
—Oye, tonton macute. Oye bien esto. Tenemos tremendo gardeo a presión.
También era una época que el pueblo vecino estaba de moda entre nosotros.
Había ocurrido que el oceanólogo francés Jacques Yves Cousteau se presentó en la
bahía habanera a bordo del buque de exploración científica Calipso y trajo consigo
su último documental sobre Haití, una pieza de cinematografía en verdad
sobrecogedora sobre el hambre de una nación y de mares vacíos y tierras deslavadas
y erosionadas hasta la roca e improductivas para siempre. Fidel estaba impresionado
con esa visión obtenida a través del casete entregado en sus propias manos por el
hombre que inventó la actividad subacuática y la impresión se había trasladado de
manera automática, o digamos natural, a los primeros escalones de su
nomenclatura.5
CAPÍTULO 5
HISTORIA DE LOS «O»
Amado Padrón se presentaba para tratar tres asuntos, los tres de su propia
cosecha. El primero en relación con la realidad que comenzaba a circundarnos y su
proposición de que yo viera a Gabriel García Márquez para solicitarle algún tipo de
ayuda, puesto que Amadito veía con reservas el futuro inmediato. Por supuesto, le
dije que sí. Y, por supuesto, me dispuse a no tratarle nunca el tema al colombiano.
Amado sencillamente estaba muy alterado, nada que ver con la sedición o con un
movimiento armado para deponer a Fidel Castro, pero estaba alterado, y de la
manera más rápida que la Seguridad se iba a enterar de la solicitud de protección a
García Márquez, o que estuviera listo para armar un escándalo internacional en caso
de cualquier eventualidad, era que yo hablara con él. Toda la casa de protocolo
número 6, que había sido designada a perpetuidad a García Márquez, estaba
sembrada de técnica —los dichosos micrófonos—, y García Márquez lo sabía. Me lo
comentó, en ocasiones.
—Está buena esa idea, Amadillo —dije—. Déjame ver cómo me empato con
Gabo. Déjame ver cómo se lo digo.
Aunque con lentitud, está cada vez más gordo y con carnes más blandas.
Éste es el material que dentro de 49 días va a ser fácil abatir para los seis
proyectiles de AK-47 con que lo van a servir, y después del estruendo de la descarga
y antes de que se apague ese estruendo se va a escuchar como palmadas sobre lona
tendida, el golpe de los proyectiles al hallar el pecho abombado de Amadito, y
Amado Padrón Trujillo, literalmente, se va a derrumbar como un saco de 100 libras
de azúcar que pierde el centro de gravedad, una caída de majestuosidad inhibida
debido al aflojamiento del volumen y con esta misma camisa blanca ennegrecida
repentinamente por un manto de sangre y botando humo.
—Oye, Norbertus, dime una cosa. Yo quiero saber si Eusebio es un caso tuyo.
—Sí, señor.
Era evidente que el personaje tenía sus días contados como oficial de MC. Se
le había asignado el nombre de guerra en consecuencia por su pasado de seminarista.
Yo lo había conocido en París en 1987. Él trabajaba allí en un negocio de
contratación de músicos cubanos para que actuaran por cantidades irrisorias en los
cafetuchos parisienses —una de las corporaciones del mayor del MININT Max
Marambio, de origen chileno, al que solíamos llamar por el sobrenombre
«Guatón»— aunque Eusebio siempre procurando establecer vínculos con la Iglesia.
Pero a finales del mismo año, tuvo que recoger los matules con toda premura y
regresar a La Habana. Eusebio decía que lo había «echado pa’lante» —denunciado
como oficial operativo de la DGI— el mayor Florentino Azpillaga, «el tránsfuga»,
que había desertado desde Praga y puesto rumbo a los Estados Unidos, y que por
motivo de la tal denuncia de Florentino Azpillaga, la CIA lo había querido liquidar
en París y lo habían tirado delante de un automóvil para que lo aplastara el tráfico de
los Campos Elíseos, y que, alegaba, había estado trabajando de lo mejor con Guatón
que lo había rescatado para el trabajo de Inteligencia contra la Iglesia, puesto que era
el tipo indicado porque tenía aquel pasado, de cuando fue el último seminarista de
Cuba después que la Iglesia entró en guerra con Fidel y estaba en el seminario de
Camagüey, una ciudad al este de la isla, y era el único y último seminarista hacia
1963, cuando fue llamado por los superiores, que le explicaron brevemente que el
seminario acababa de cerrar sus puertas, razón por la cual ya él no era seminarista, y
que le entregaban una moneda de 20 centavos para que pudiera traspasar con algún
recurso económico los portones coloniales del seminario, y que al ser traspasados lo
conducirían a la vida de ciudadano común, en Dios pero común, y que no había
hábitos para Eusebio, olvídese de eso, hijo mío.
Luego decía, orgulloso, que Seguridad del Estado era quien único se había
ocupado de él, por lo que se había puesto a su servicio, y entre otras tareas se
proponía hacer una imprenta para los curas, es decir, poner bajo control de la
Seguridad a través suyo la imprenta de la Iglesia Católica en Cuba, pero también
había fracasado en el empeño, porque Eusebio consideró que no había recibido la
comprensión necesaria del máximo dirigente del Partido para la atención a la esfera
religiosa, Luis Felipe Carneado, un habilidoso policía procedente de la vieja guardia
comunista que antes había ocupado la jefatura de la Agencia de Noticias Prensa
Latina y que era considerado a todos los niveles de la dirección cubana como un
genio en el tratamiento de los asuntos religiosos y que gozaba de igual prestigio ante
las autoridades eclesiásticas pero que, era evidente, no pasaba a Eusebio y no estaba
dispuesto a gastar en él las monedas designadas por el Partido para los asuntos
bilaterales con la Nunciatura.
—Hazlo polvo.
—No es tuyo.
—¿Como el Pelotero?
—Como el Pelotero.
—No.
CAPÍTULO 6
LOS UNO
Los viejos búfalos (como nosotros) saben (o deben saber) que el clima habla,
que el clima anuncia. Razonable cuestión de orgullo hubiese sido descubrir las
señales del tiempo, pues para algo se acumula esa cantidad de experiencia paciendo
y bufando en la pradera, y debió servir —al menos— para que nos diéramos cuenta
de los peligros que acechaban. Es esencial en el código de supervivencia. Otear el
horizonte. Creer en los presagios, confiar en ellos. El sofoco y la opresión
acompañantes de las condiciones meteorológicas que se cernieron sobre territorio
cubano en vísperas del verano de 1989, justificarían el aserto. El clima habla.
Demasiado sopor, demasiada opresión. Para entonces, toda la suerte del grupo está
sellada. Se han tomado las previsiones sobre cada uno de nosotros y, para empezar,
chequeo.
Es lo que estoy pensando después que William Ortiz se va, y le sigo dando
vueltas a la cosa en la cabeza hasta que llega Amadito, y mantuve esa letanía
mientras conducía rumbo a casa de Tony. «Vesco», me va a decir él dentro de poco.
No presentimos lo que nos pueda ocurrir, pues estamos sacando a flote toda la
historia posible, y esto es un síntoma. Creemos que la historia es un talismán y
estamos equivocados, que la historia personal nos respalda y es un error fatal, y yo
se lo digo a Tony.
—Oye, para lo único que sirve todo esto es para que nos hayan conocido.
—Y Musculito, tú.
—No, Tony. Significa que estamos hundidos hasta aquí en una conspiración.
Hasta aquí —insistí con la palma de mi mano derecha, plana y horizontal como un
cuchillo, a ras del cuello—. Y que Fidel va a ser eterno. No titubea. ¿Y si lo hizo
para que cogieran mansita a esa gente allá adentro?
José Luis era el coronel José Luis Padrón, uno de los mejores amigos de Tony.
Estuvo al frente de las relaciones con los Estados Unidos desde la época de Jimmy
Carter, hasta principio de los ochenta. Lingo —condensación veloz (aunque sin
perder su pesadez) de Lingote— era el seudónimo del coronel Carlos Blanco Sales,
reputado en el apagado susurro de los salones de la Seguridad cubana como el oficial
con más trampas puestas a la CIA que la CIA hubiera caído en ellas.
No puede pasarnos nada, Norber, decía Tony.
Pero nadie parece darse cuenta aunque seamos esas criaturas. Nadie percibe
que el sol se apaga. Puede decirse (y nunca van a perder la apuesta) que somos los
mejores en el negocio de cambiar la correlación de fuerzas, el mejor grupo, y que no
tenemos competencia en el área de las misiones especiales y que es muy difícil
localizar en toda la historia de la Revolución Cubana otro grupo de tarea con la
experiencia del nuestro, que es, en el conjunto de las cosas, lo que nos permite
reconocernos a nosotros mismos como búfalos viejos, viejos y sabichosos, muy
taimados, que tal parece que sólo nos preocupa tener el hocico aplastado contra la
tierra, como ventosas, absorbiendo nuestras hierbillas, cuando en verdad en lo que
estamos es a la espera del menor ruido, movimiento furtivo o centelleo metálico en
el horizonte, para armar la estampida.
No, no es fácil romper esos récords. Pero en el que uno de nuestros admirados
—pese a todas las diferencias de orden ideológico— rangers no dudaría en llamar
our troop finest hour, y nosotros en el despreciable castellano de ataduras culinarias
que nos ha sido legado la hora del cuajo, no tuvimos la capacidad de ver. Ninguno.
No nos hagan caso si alguno quiere demostrar lo contrario. Había que explicar —con
palabras de Tony y ciertos aportes míos— que erigimos una montaña de senos y de
nalgas y hundidos en los húmedos charquillos de fluidos vaginales particulares que
nos embriagaba, ninguno tuvo el tino de percibir un olor cercano, el de la pólvora.
El intelectual del grupo que —por supuesto— soy yo, Norberto Fuentes, pero
que no soy manso tampoco, con dos condecoraciones militares ganadas en combate,
se dedica a concebir una colección de obras literarias que lo llevarán sin duda hasta
el Nobel (es lo que piensa, seriamente) y no sabe aún si debe rechazarlo (para seguir
la rima de Sartre) o aceptarlo, y se está preguntando cómo lograr el suministro de los
equipamientos electrodomésticos que cada vez se requieren con mayor entusiasmo
en la casa de su mujer y de sus dos amantes. Pero es el único alertado sobre la
persecución, así que puede aceptar a regañadientes el calificativo de paranoico. En
realidad, puede ser que ellos tengan razón. Que sean innecesarias las precauciones.
El resumen probable de la situación es que la alarma procede sólo de la mentalidad
fantasiosa del intelectual del grupo. Estábamos diciendo que la situación se hallaba
bajo control, y estuvimos diciendo eso mientras Arnaldo Ochoa se limitaba a
mirarnos con su aire de superioridad y, a ratos, evidente desprecio, hasta que
Alcibíades se apareció con el extraño recado.
Y luego dice:
Aún con los perros retozando afuera, Tony no se siente cómodo en la pérgola y
quiere ir afuera para tener control de lo que pasa, dominar afuera, desde el jardín
exterior, el paisaje. La vieja lección, ley primigenia de las escuelas de inteligencia:
ten siempre el dominio de la puerta, de los accesos, de las entradas. Hago una
última, ligera referencia a Ochoa y me reservo la conversación que había sostenido
con él, apenas dos horas atrás. Yo no acabo de comprender que Tony le está
haciendo resistencia al cumplido con el mulato. Y como no lo comprendo, no me
percato de lo más sencillo del mundo y es que Tony está respondiendo a órdenes
estrictas. Y esas órdenes estrictas no pueden emanar de otra instancia que no sea
José Abrantes Fernández. Es la única persona que puede competir conmigo a nivel
emocional y político ante Antonio de la Guardia. Amado Padrón no cuenta para eso,
por el bajo nivel social del que procede, y pese a ser blanco y gordo, incluso buen
tipo de hombre blanco, lo tratamos con el cierto desdén racista que suele recibir en
la Revolución Cubana todo aquel que venga de las posiciones más bajas, los
plebeyos del comunismo.
Otro micrófono nos seguía perfectamente desde la casa de enfrente, que era de
un empleado del Ministerio de Educación, un tal Toledo, una especie de criado, que
residía en esa casa, que era donde Tony, con su fino olfato para las persecuciones,
me había querido siempre a mí como inquilino y como único vecino suyo; Tony
desesperaba porque me mudara «hacia esa posición», pero Raúl Castro, con su fino
olfato para la persecución, se había negado. Bien, allí estaba la brigada del K-J, que
siguió el encuentro de los «O», que es el código radial de los kajoteros con su
jefatura para identificar a los objetivos, pero después comenzó aquello a llenarse de
gente, hombres de Tony, y entonces tuvieron mucha actividad, y tenía la suficiente
cobertura del área, y resulta que uno de esos muchachos del control, al que de
inmediato me le hago familiar al otro lado de la calle, conoce por primera vez un
extraño y opresivo sentimiento de culpa, al descubrirme. «El Norber», se dice, la
sangre agolpada en las sienes.
Hacia las 8:00 pm, en su oficina de la calle 66, a unos 3 kilómetros de la casa
de Tony, Amado me entregó —para custodia temporal— su maletín de cuero color
beige. Abrió la tapa y me mostró el contenido, los relojes, los fajos de billetes,
algunas joyas. Cerró la tapa y me advirtió que la cerradura no tenía combinación.
«Espérate», me dijo. Estaba riendo con picardía. Abrió una gaveta de su buró.
«Mira», dijo. Era una fotografía Polaroid.
Una muchacha más bien robusta, pero de formas adecuadas (nada que ver con
las señoras de Rubens, por favor), alta, de pelo corto, de una piel rosada aunque de
color probablemente blanqueado por el efecto del flash, aparecía de pie, descalza,
con una cama de hotel aún arreglada a sus espaldas y sonriendo nerviosa, y sin atinar
dónde colocar sus brazos que colgaban inquietos a los lados mientras mostraba, con
toda seguridad por primera vez en su vida, y ante la incertidumbre eterna que puede
resultar de una fotografía, la desnudez de unos gruesos pezones en las puntas de
aquellas tetas de tamaño regular y la súbita oscuridad del buche de sus vellos
púbicos que se apiñaban bajo su abdomen y en los que yo creí descubrir, de soslayo,
el brillo de unas minúsculas gotas de rocío.
Voy, al final, de regreso hacia la casa de Eva María Mariam y voy preocupado
por lo que había visto en casa de Tony. El ambiente era de tropa en disolución y era
cada vez mayor mi convencimiento de que Tony iba a dejar fuera a Arnaldo. La
imagen, que se me va a quedar en la memoria como en stop motion, es el grupo
recostado a la cerca del jardín exterior de Tony, y las sombras, y Gringo
multiplicándose en sus nerviosos movimientos como reflejos de plata y la luna
ocultándose a tramos tras los islotes formados por los cúmulos estratos y Rocky no
visible y los automóviles parqueados en aquella acera y las hierbas de enfrente, de la
casa de enfrente, y el destello opaco en las ventanas y el sonido de sonajero entre los
setos, y en ese final, cuando yo salgo de la oficina de Amadito, lo que tengo atrás es
medio batallón de kajoteros.
CAPÍTULO 7
EL GRIEGO
Los tres están de pie, alrededor del buró, sobre el que yacen las dos hojas
mecanografiadas a un solo espacio del informe sobre mi llamada a Ochoa del
miércoles 24 de mayo y su visita al otro día, jueves 25 de los corrientes, a mi casa y
el señalamiento de que hablamos en los bajos del edificio en un área de escasa
saturación de técnica microfónica.
SEGUNDA PARTE
LA BANDA DE LOS DOS
CAPÍTULO 1
SIRVO A FIDEL
Estuvo al frente del contingente que salió para Chile en 1971 cuando
[Salvador] Allende fue elegido presidente, participando como jefe del Grupo de
Tropas Especiales que le aseguró la visita a Fidel en todo el norte de Chile. Quedó
responsabilizado por Fidel de que a Mario García Incháustegui, embajador de Cuba
en Chile, no le pasara nada durante su estancia como embajador. Tenía también la
responsabilidad de hacer el estudio militar de Santiago de Chile y de los planes de
introducción clandestina del armamento que se les entregaba a los partidos de la
Unidad Popular.
Fue el Jefe del primer grupo de oficiales de Tropas Especiales que salió para
Costa Rica para preparar las condiciones de garantizar el desembarco del armamento
necesario para abrir [en Nicaragua] el Frente Sur junto a[l comandante] Edén
Pastora. Organizó y ejecutó la toma del punto fronterizo de Peñas Blancas [entre
Nicaragua y Costa Rica], acción que le dio inicio a la guerra en Nicaragua. Siendo el
primer cubano en entrar a Managua y tomar la jefatura del Ejto. [Ejército] y la casa
de[l dictador acabado de deponer, Anastasio] Somoza.
Fue Jefe del destacamento de Tropas Especiales que partió para Jamaica a
finales de 1975 hasta que [su hermano] Patricio regresó de Angola en febrero de
1976, que lo relevó del mando, quedando él como segundo y asesor del jefe del Ejto.
Jamaicano Brigadier Green[?] y del Jefe de la CIM [contrainteligencia militar] Capt.
[capitán] Cari March[l]
Participó como Jefe del Grupo especial creado para secuestrar a[l exdictador
cubano] Fulgencio Batista, muriendo éste [Batista, de un infarto] la noche antes de
que se realizara la acción.8
Fue jefe de Información y de la sección Naval de la Dirección de Operaciones
Especiales hasta que fue trasladado a solicitud de[l coronel MININT] José Luis
Padrón como vicepresidente del CIMEQ [una de las corporaciones de pantalla
tuteladas por el Ministerio del Interior para operar con dólares] y jefe del Dpto.
[Departamento] MC de la Inteligencia.
Cumplió tareas encomendadas por Fidel como enlace con el FBI y el Dpto. de
Estado de los EE. UU. junto a [José Luis] Padrón.
Otro sin número [sic] de operaciones que es difícil recordar [y] que algún día si
tenemos suerte trataremos de escribir. Seguro que Papillón [«Mariposa», el
seudónimo de Henri Charriére, también título de su novela autobiográfica, Papillon)
se quedará chiquito. Será un best-seller.
***
Así que Tony creyó necesario hacia mayo/junio de 1987 que fuéramos
«situando en blanco y negro» los principales hitos de su «carrera como ranger». Los
objetivos finales nunca estuvieron claros. Pero de alguna manera quería establecer
su historia. Pero este planteamiento inicial no tuvo desarrollo. Sólo el dictado de
unas líneas. En una ocasión anterior, se había desatado la fiebre autobiográfica
porque en sus oídos aún no se apagaban los retumbos de una guerra. A su regreso de
Nicaragua, en 1979, me entregó un maletín ejecutivo de color beige que, dijo, se
hallaba repleto de documentos altamente sensibles de la campaña acabada de vencer
y que era la documentación con la que supuestamente se garantizaba la producción
de un thriller. Un maletín que estuvo dando tumbos durante años por mi casa, con
sus copias de cifrados, las notas de exploración de Tony mientras observaba la
guardia somocista del cuartel de Peñas Blancas, facturas de hoteles de Costa Rica y
Panamá, tarjetas de presentación de A. de la Guardia y M. Montañez como
exploradores submarinos de una supuesta compañía turística panameña, otras
tarjetas como cineastas y fotógrafos submarinos de los Estados Unidos y otras como
ingenieros de prospección submarina, mapas militares de la frontera Costa Rica-
Nicaragua y un casete de audio TDK de 90 minutos en el que se repetía hasta el
infinito la versión en español de «Chiquitica» interpretada por el grupo sueco Abba.
Pero decidió ahorrarse el caso de Musculito en esta primera visión. Tiene que
haberlo considerado excesivamente sensible y peligroso en la reflexión inicial, como
para sacarlo de los muros de su memoria. De eso no se podía hablar nunca, me
aclaraba Tony en los buenos tiempos, despatarrado en una de mis poltronas, allí, a
hablar y a reírse, con el único y exclusivo estímulo de los buenos cafés de la casa del
Brother. Conmigo. «¡Y mucho menos en un escrito!», exclamaba. Curioso que
eludiera también los vínculos con el caso de Vesco en Cuba. El párrafo de «Por
desobedecer órdenes de Fidel... fui relevado del mando de los cubanos...», es ahora
la pieza más preciosa del texto, puesto que reivindicaría una especie de rebeldía
latente contra Fidel desde una época anterior a la Causa Número 1. El diferendo
Tony/Fidel establecido desde aquella mañana de trabajo literario en la que Tony y yo
gastamos unas 500 palabras de la lengua castellana para ir llenando el proyecto que
yo di en llamar entonces (y hasta el olvido) Llamadme Antonio. El episodio de
marras quedó pendiente de aprobación para el futuro en aquella primera y única
sesión de dictado bajo mi techo. El uso indiscriminado de mayúsculas y/o
minúsculas así como los usos arbitrarios (o total olvido) de los signos de puntuación
requeridos por Antonio de la Guardia en el momentó del dictado se respetaban en
todos los casos. La tercera persona empleada en la versión original —y exigida
entonces por Tony, en la creencia de que eso era una conducta marxista, o al menos,
que le permitía eludir un exceso de personalismo— habría sido sustituida por la
procedente primera persona del singular en una versión avanzada, según mis planes
como autor del libro Llamadme Antonio.
CAPÍTULO 2
CONTEO REGRESÍVO COMENZANDO
El sábado fueron a buscar a William Ortiz pero nunca lo supimos. Era una de
las primeras acciones directas producidas por «La Comisión». El domingo llamaron
a Ochoa. Otra decisión ignorada por nosotros y tomada por los mismos hombres
alrededor de la misma mesa. La Comisión.
Una mulata vieja, en bata de casa, de piernas varicosas, que fuma —con mirada
ausente— un tabaco mal torcido, es la encargada de informar sobre William Ortiz a
los tres policías de civil que se aproximan, diríase que de puntillas, en el Lada azul
oscuro, con la planta abierta y el ruido de estática perfectamente audible, a su
casucha de pobre mujer cubana que por fin ha logrado casar a su hija con un
«potentado» —la mejor definición que ella encuentra para el señor que desde su
juventud vive en el extranjero y que se codea con la gente grande del gobierno.
—No, mijos.
—¿Que se fue?
—Sí, mijo. Él viene a veces. Pero después se va, mijo. Dice que ése es su
trabajo. Estar yéndose. A cada rato.
—Entonces, no lo sabe.
—¿De parte de quién le digo, mijos? Cuando venga, ¿de parte de quién le digo
que vinieron a buscarlo?
Pero la intensa arrancada del caso parecía haber amainado, y hasta cesado por
completo, para el viernes. Aunque había dos o tres cosas de las que no teníamos
conocimiento y que estaban caminando por el subsuelo, nuestro subsuelo, como
salamandras de fuego en la corriente subterránea, y que habían sido disparados desde
mi casa —los extraños negocios del Pelotero y Ochoa alertado.
Ah, implementación de los recuerdos. ¿La dulce memoria que rebobina los
acontecimientos y los devuelve cuando se requieren? ¿Destellos de intuición para
que te pongas en guardia? ¿O los argumentos de los que se derivan las pruebas
concluyentes de tu culpa?
08:00 pm.
Palacio de la Revolución.
Primero lanzó una larga diatriba contra el Ministerio del Interior y ese equipito
de los killers de Tony que estaba demostrando ser tan inepto, porque no acababan de
arrojar resultados. La lista priorizada de ejecuciones encabezada por Rafael del Pino,
el general de la aviación de combate cubana que desertó en 1987, seguida por Joñas
Malheiro Savimbi, el líder de las guerrillas angolanas que ofrecían resistencia a las
tropas cubanas, y por Esteban Ventura Novo, un antiguo coronel de la policía
batistiana residente en Miami, se mantenía incólume. Eran hombres muertos que
seguían caminando.
El próximo plan era una planta de televisión al estilo del canal Bravo del
sistema de televisión por cable de los Estados Unidos. Era un proyecto a mediano
plazo y quería que Tony lo tuviera en cuenta. Que se fuera sensibilizando con la
idea.
Muy delicado.
Él era una figura pública y esto lo inhibía de aparecerse como cualquier otro
cristiano —o ciudadano, mejor dicho—, en un hotel para alquilar una habitación y
consumar cualquiera de las conquistas amorosas que se pueden producir en el
trayecto diario del acontecer político. En fin, sin darle muchas vueltas a la cosa. ¿No
sería bueno que Tony le amueblara un apartamento, una especie de refugio secreto,
para el reposo del guerrero, y que le diera la llave y que nadie supiera que ése era su
santuario, y de ser posible que le habilitara un pequeño refrigerador con algunas
bebidas, y quizá algunos quesitos, y un televisor y una reproductora de casetes, y que
todo quedara como un secreto entre hermanos, estos hermanos que éramos nosotros,
Tony el Siciliano, Norber el Brother, y él, que era Charles —o también
eventualmente Karl, por emparentarlo de alguna manera con el viejo Marx—,
Charles el Jabao?
A esta altura del diálogo, el mulato no sabía que estaba a punto de convertirse
en el protagonista de secuencias interminables de fotografías pornográficas.
—Tú tienes toda la razón. Pero el problema es que ésos son los riesgos de
Tony. Los riesgos que la Revolución le ha pedido que asuma, tanto fuera del país, y
fuera de nuestras posiciones, como dentro de la Revolución. Nadie va a ser mejor
que él en esa tarea. Y por eso está ahí.
—¿Tú has visto alguna vez a los men?
—Son los lancheros, los que le traen las cosas a Tony desde Miami.
—¿Men?
—Sí. Es el nombre que se les ha puesto en MC. Porque ellos siempre te usan el
vocativo ése en inglés, al final de sus oraciones. Y les sirve también para exclamar.
¿Tú no los has visto en las películas? Igualito, Charles. Hablan igualito, men.
—No, no es lo que pasa con esa gente. Es lo que pueda pasar con Tony. Y yo
estoy muy preocupado, Carlos. Porque toda esa gente es marimba.
—Marimba.
Aldana levantó lentamente la mirada desde las dos manos que estuvo
contemplando mientras yo me explicaba y me miró desde algún lugar remoto de lo
que debían ser los vectores de lo que él, obviamente, consideraría que era su muy
superior inteligencia, y fue la misma mirada compasiva del omnipresente maestro
que cree adecuado perdonar al más tontito de sus discípulos. Y habló. Lentamente.
—Tiene que ser esa gente —siguió Aldana con un discurso que ya me era
innecesario escuchar porque había obtenido desde el primer intento la nota que yo
estaba buscando.
Habíamos cenado allí, en su inmenso despacho del Comité Central, lo cual era
frecuente entre nosotros. Entraba un camarero de bata blanca empujando su
carretilla de room-service y tendía un elegante mantel sobre la mesa redonda de
conferencias aledaña al buró de trabajo de Aldana que había sido la misma, exacta
oficina de Antonio Pérez Herrero, el anterior secretario ideológico del Partido, al
que Aldana le había serruchado el piso desde su posición como jefe de Despacho de
Raúl Castro, no sólo arrebatándole la posición, sino que había logrado que Pérez
Herrero terminara al frente de una brigada rastrojera de cubanos que talaban bosques
en las selvas de Mayombe, Angola, y al que virtualmente obligaron a que se llevara
a territorio tan desesperante e inhóspito a uno de sus hijos, que era un veinteañero
esquizofrénico, que terminó por supuesto suicidándose con la Makarof de su padre,
con un pequeño tiempo aún disponible para decirle al padre lo usual en los
esquizofrénicos suicidas a quienes la acción de la muerte regala esos últimos
segundos de aliento: Papá, no dejes que me muera, y luego Aldana sigue con su
obsesión y lo empuja aún más hacia el Oriente, hacia un deslucido puesto como
embajador en Etiopía.
Había un antecedente negativo que era cuando yo había echado al piso toda una
operación con Robert Vesco orientada por Fidel, y que había sido una actividad muy
prometedora. Aldana, entonces, fue el único que de alguna manera se percató de mi
sabotaje, porque me lo dijo. Aunque nunca pasó de ahí. La deuda está vigente.
Quiero decir, que dondequiera que él se encuentre ahora, y si tiene oportunidad de
leer esto, que sepa cuál es el estado de nuestras cuentas pendientes y que estoy
consciente de que le debo una.
—Tiene que ser con esos bandidos. No hay otra posibilidad para obtener
tecnología de punta. Búscame el yate de un millonario de Miami para ese trasiego, y
entonces elimina a los bandidos. Mientras tanto, hay que joderse con esos piratas.
¿Cómo tú dices que se llaman? Los men esos. Tiene que ser esa gente.
—Lo que me preocupa es que son marimberos —dije, con una sopesada
dulzura—. Eso es lo que me preocupa. La marimba.
Carlos Aldana Escalante, secretario ideológico del Comité Central del Partido
Comunista de Cuba y miembro efectivo de su Secretariado y a cargo también de su
secretaría de Relaciones Internacionales y aspirante a Ministro del Interior y
catalogado como «el tercer hombre del país» —es decir, sólo debajo de Fidel y Raúl
en la cadena de mando—, terminada su labor con la prótesis e instalada ésta de
nuevo en su cavidad bucal, me miró, sonriente, satisfecho y entonces se encogió de
hombros.
La situación era inalterable. Sólida. Era más que evidente. Tony no tenía
ninguna clase de problema.
Tony sonríe.
Etc.
Había un último tema. Larga sobremesa con Aldana. Un tema candente: las
emisiones de televisión para Cuba que la USIA intentaba emprender desde un viejo
globo cautivo de la Marina que habría de dislocarse en Cayo Cudjoe, en el extremo
sur de la Florida. Fidel estaba empeñado en bombardear la instalación y «tumbar el
zepelín, reventar ese globito» (sic) desde el que se elevarían las poderosas antenas
trasmisoras orientadas hacia la isla. Eso era en franco territorio de los Estados
Unidos. Viejo sueño del Comandante: que se le crearan «las condiciones propicias
para ser el primero» en producir un bombardeo bajo cielo yanqui y que «ellos sufran
en su propia casa lo mismo» que él en la Sierra Maestra cuando era sometido al
castigo de los B-26 batistianos. Los planes de contingencia estaban elaborados. Se
hablaba entonces del supuesto contenido de la trasmisión inaugural: unos tapes
tomados secretamente por la CIA de José Abrantes solazándose en la piscina de un
exclusivo hotel de Cancún en compañía de la princesa cubana de los ejercicios
aeróbicos por televisión: una chiquilla llamada Rebeca Martínez. La trasmisión por
satélite resultaba inadecuada para los patrocinadores norteamericanos pese a lo
expedita que ésta hubiese resultado. Ningún televisor de uso en Cuba, Krim-205
(transistorizado) y Rubín 216 (de bombillos), soviéticos, y Caribe (transistorizado)
cubano, disponía del artefacto para recibir señales de satélite. Aldana estuvo
haciéndome algunos dictados. Quería que yo elaborara un texto sobre los
presupuestos éticos que nos asistían para efectuar un raid de bombardeo en la
Florida. La base fundamental del argumento era la soberanía de Cuba en juego. Si
ellos introducían una señal televisiva en Cuba, estaban invadiendo nuestro territorio,
violando su soberanía. Tuve pregunta. Una inquietud: ¿Por qué no se asumía la
misma actitud con las emisoras de radio de Miami que eran habitualmente
escuchadas en La Habana como programación local? ¿El argumento Aldana?, que no
era lo mismo, puesto que nosotros también metíamos «señales de radio nuestras
allá», y la radio es algo de empleo universal y no conoce fronteras. Pero no la
imagen televisiva. Además, argumento de Aldana, no tenemos los medios para
meterles una imagen televisiva nuestra allá. Por lo pronto la única solución que
tenemos para ripostar «la invasión por imagen» es una oleada de Mig-23 atacando el
territorio de los Estados Unidos. Otra tarea que se me iba a encargar era apelar a los
buenos oficios de mis amigos «los escritores norteamericanos» para que hicieran
«causa común con nuestros reclamos». Apenas unos dos años después de esta
conversación, cuando Televisión Martí inició sus trasmisiones desde estudios en
Washington y Miami y las antenas repetidoras del viejo globo cautivo de la Marina
en Cayo Cudjoe se activaron, el Gobierno cubano logró interferir la imagen y hacerla
inservible mediante unos trasmisores colocados por perímetros en todas las
principales ciudades del país. No obstante, al final, la operación quirúrgica resultó
innecesaria.
Uno subía por la calle 270 y doblaba en la curva y ahí estaba la puerta
nicaragüense labrada que él se llevó del búnker de Somoza en Managua y conservó
para esta casa, la última que tuvo —y luego estaba la terraza con los dos columpios
sujetos al techo por pernos de hierros y estaba la pérgola de las conspiraciones y el
refugio uno. Y el coronel Antonio de la Guardia se encontraba allí cuando, a unos 14
kilómetros de distancia y en ausencia suya, fue juzgado sumariamente, juicios
secretos, una modalidad de los códigos de conducta de la Revolución Cubana nunca
mencionados.
La luz del sol cae de plano sobre nosotros y vamos, rumbo al orquideario,
pisando la sombra que se protege bajo nuestros propios pasos y en todas partes, cada
vez que tenga un chance, vas a descubrir a Tony mirando hacia las vías de acceso.
Sonríe.
Un tipo muy bonito, de buena piel, al que siempre ves pulcramente afeitado y
con su estómago plano —encomiable para un cincuentón— y la sólida musculatura
apenas perceptible bajo el uniforme de servicio o de su indumentaria de jeans y
camisas de cuadros, pero que se revela con vigor cuando lo ves en shorts y camiseta.
Su adiestramiento. Eso también conspira contra él. Véanlo ese día del verano
de 1979, que él gusta tanto recordar. El entonces mayor de Tropas Especiales
Antonio de la Guardia llegaba a los accesos del cuartel somocista de Peñas Altas,
próximo a la frontera con Costa Rica, y observaba la guardia exterior y hacia donde
dirigía sus movimientos y la forma en que desplazaban su patrullaje y Antonio de la
Guardia, que en ese momento no era un mayor del MININT sino un voluntario
español llamado «Gustavo», iba pasando a una libretita de notas sus cálculos y
observaciones y lo que estaba observando era esa guardia exterior y, una vez más en
circunstancias semejantes, le asombraba como siempre el silencio del enemigo, y
concentrado en su objetivo no atinaba a distinguir el silencio de sus palabras, ni el
significado de todos sus gestos, del hombre que no entiende, no atina a aceptar que
está siendo observado, y Antonio de la Guardia sabía qué debía estudiar, determinar
como principio básico a través de la exploración y de sus prismáticos, el estudio de
la situación operativa del portón de acceso al cuartel somocista de Peñas Blancas, y
que era una disciplina que tenía sus diferencias entre los mundos militar y de
inteligencia. Tenía que medir al enemigo, sus fuerzas, los vecinos, las condiciones
meteorológicas y el terreno, hombres adentro, es decir, fuerzas con las que cuentan
ellos y las propias, vías de acceso, vías de escape, armamento, y él se viró hacia uno
de sus ayudantes cubanos, un tal «Salchicha», Fernando Fernández, y le dijo, no se
dan cuenta, nunca se dan cuenta cuando los van a madurar. Era su larga experiencia
en emboscadas y en golpes de mano. Una vez se lo había contado a su amigo
Norberto Fuentes en el orquideario, la emoción que sentía cuando preparaba estas
operaciones y cómo estaba violando aquella intimidad, y aquella violencia. Y este
recordar de la escena inicial de Por quién doblan las campanas es para decir que
nunca se dan cuenta. No lo supieron. En la primavera de 1989 no se daban cuenta.
Véanlo cómo se comporta, el concepto, con un enemigo anónimo y fugaz de Fidel
Castro, apenas una visión distorsionada por la lentilla de acercamiento de la mira
telescópica de un fusil belga. Fidel mata y luego tiene aquel debate por el relato del
Che de cómo él mata, apunta con el fusil en la noche de la primera emboscada del
Ejército Rebelde y el guardia que cae fulminado por el disparo del jefe de la
Revolución. Es el primer fogonazo y se congela en la historia de la literatura cubana
y Fidel Castro no se lo perdona nunca al argentino, que describa el episodio de él,
líder cubano como no ha habido otro, cuando le vuela la tapa de los sesos con un
disparo de su fusil para matar rinocerontes en marcha frontal al soldado que se
despoja del casco, al término de su breve pero excelente trabajo profesional de
puntería, la delectación y perfeccionamiento que se busca afinando la mirada para
colocar la cruz de fuego en el objetivo —la cabeza del infeliz—, antes de halar el
gatillo.12
Bien, pues, lo último de la jornada fue preguntarle por las llamadas de los
últimos días de Abrantes, del 27, y Tony me dijo que lo estaba citando para una
reunión, que tenían algo que parlotear, querían saber cómo era el negocio de los
yates y Tony le dijo cómo era que lo hacían, traer los yates de Miami, y dijo que
toda esa gente del Alto Mando eran tremendos pendejos —su referencia principal
era el general de División Luis Barreiros Caramés, el jefe de la DGI, un joven blanco
y aburguesado, un rostro pálido—, y luego Tony la emprendía contra el general
Orlandito, el jefe de despacho de Abrantes, una especie de florecita delgada y adusta
y de gruesas gafas de intelectual con pocos fondos, a los que habían ascendido hacía
poco, y en el caso de Luis Barreiros, era uno al que yo había estropeado una
operación de adulonería con el ministro Raúl Castro, jodido completo, cuando el
único hijo varón de Raúl Castro, Alejandro, estuvo en peligro de perder el ojo
derecho porque en Angola se colocó muy cerca del disparo de un lanzacohetes
antitanque RPG-7 y lo alcanzó el rebufo, que le dio de lleno en la pupila y Abrantes
le dio la orden a Tony de que pusiera todas sus antenas parabólicas y todos los
sistemas de búsqueda en función de localizar la última y más refinada información
de la medicina occidental para salvarle la visión al muchacho, todo lo que se hallara
al respecto, todo eso, se decía, por la monería de estar mandando hijos a la guerra
para dar el ejemplo y cuando Tony tuvo disponible en pocas horas toda la
información necesaria, yo le dije, dásela tú mismo a Alcibíades y que el Conejo se la
dé a Raúl de parte tuya, y ésa era una que Barreiros no me perdonaba.
Eran habituales esas reuniones de Abrantes con Tony pero en esos días se
sucedieron con mayor frecuencia.
Tony me dijo que el Veintisiete lo había citado para una reunión. Había algo
que parlotear. Abrantes quería saber cómo era el negocio de los yates, y Tony le dijo
cómo era ese negocio, cómo era que lo hacían. Traer los yates de Miami. Traer. Era
uno de los temas recurrentes de aquel inicio del verano de 1989. Los yates traídos de
Miami. Y una de las situaciones recurrentes. Cada dos o tres días, una llamada
urgente del Z-27 para el coronel De la Guardia. El Ministro solicitaba que el Coronel
se presentara con la mayor brevedad en el Ministerio. Aunque había un evidente
formalismo en estas llamadas al coronel Antonio de la Guardia para que se
presentara en el despacho del Ministro puesto que Abrantes y Tony jugaban todas las
tardes en la cancha de Tropas Especiales una modalidad de squash llamada «front-
tenis cubano», una versión del juego en la que se usa pelota de tenis y medidas
diferentes a las del squash clásico, y constituían una pareja coordinada, Abrantes en
la posición de atrás, zaguero, en la que se desempeñaba notablemente, y Tony como
delantero y también con un empeño excelente. Zaguero. Extraña palabra.
Esos yates robados de sus marinas en Miami para que sus dueños cobraran el
seguro y Tony los comprara a los «transportistas» por la décima parte de su valor
real y lo vendiera a su vez por un precio razonable a las empresas estatales de
turismo cubanas, era lo que Tony llamaba negocios triangulares perfectos. El precio
«razonable» de Tony en estos casos era no menos de seis veces lo que él le pagaba a
sus diligentes ladrones de las marinas miamenses. Y ésas son las embarcaciones con
las que aún Cuba mantiene la lujosísima flota estatal de servicio turístico. Cambio
de canal. Faltaba algo. Una cuestión.
Así que el refugio se alzaba bajo paños negros en el patio de su casa y era el
sitio donde muy pocos tenían acceso y desde donde obviamente habría interés en
colocar todos los micrófonos de escucha, el refugio de las orquídeas. Éste era el
lugar donde se encontraba cuando fue proclamada su muerte. Estaba con sus
sandalias y su pullover y se escuchaba el sisear de las sifas de agua y canturreaba
alguna balada, que era el máximo estado de felicidad para este guerrero. Sus
orquídeas y heléchos trasplantados de Soroa y el siseo acompasado del agua y el
recuerdo de una canción. Pero siempre el silencio, y los oficiales de la escucha van a
grabar kilómetros de tape en los que sólo se escucha el agua siseando y un lejano
silbido o murmullo de Antonio. Pero la mayor parte del tiempo es el silencio y la
grabadora no registra sus cejas levantadas.
Tenía estas orquídeas de la casa de sus padres en Soroa y los helechos y había
colocado telas metálicas negras y telas tomadas de las casas de tabaco para atenuar
el golpe del sol cubano de plano y había organizado un excelente sistema de riego
con mangueritas que echaban agua espasmódicamente pero de esto sí no se podía
decir que la procedencia era Soroa. Luego habían venido las semillas extranjeras de
muchos de sus viajes en cumplimiento de misiones; siempre hacía o procuraba hacer
un alto para comprar semillas de orquídeas. Tenía el dinero para hacerlo puesto que
había caja abierta para las misiones especiales, y si no, se rastreaba en las viejas
mansiones señoriales que éste es un proceder de una muy sostenida y acendrada
costumbre de la Revolución Cubana y que uno de los subordinados de Antonio de la
Guardia —puesto que era el jefe de un grupo de comandos, o de rangers, como a él
le gustaba que se le reconociera—, Rolando Castañeda Izquierdo, alias «Roli»,
llamaba la recompensa del corsario y que en un inicio se componía de los robos que
le hicieron a la burguesía cubana.
Desde luego que era algo que tenía que ver con el mar y con los hombres de
mar y con la sangre española y de la que este grupo quizá fuera el último resultado
de esos mares, la última historia de piratería y corsarios y abordaje.
—Vamos a verlo mañana —dije, con toda la dulzura que me era posible.
—Mañana —dijo.
—Oye, ¿y por fin cuándo vamos a casa de Gabo? EÍ tipo está esperando por el
cabrón cuadro.
Era uno de los cuadros que yo estaba negociando para que Tony se lo regalara a
Gabriel García Márquez con el objeto de que lo colgara en una de las desoladas
paredes de su casa habanera.13 Tenía dos propósitos, acercar a mis dos amigos con la
intención meditada de beneficiar a uno de ellos: a Tony. En La Habana primaveral
de 1989, si no podías conseguir la amistad de Fidel Castro, con la de García Márquez
podías ir tirando. De paso, convocaba la gratitud de Gabo hacia mí, su gracejo y
tenue reciprocidad, al comprobar el desvelo mío por atenderlo, preocupándome de
iluminar al menos una pared de la estancia que se le asignaba en la Revolución
Cubana, porque eso era lo que ocurría con los cuadros de Antonio de la Guardia, que
iluminaban y que eran la victoria del azul, y un ejército de frutas y de flores y de
manantiales y de guijarros lavados por el agua cristalina de los arroyos que brotan en
la montaña y de los soles que se multiplican como en un horizonte de Van Gogh,
pero soles buenos, apacibles, que surgen para la luz y no la locura, saciaban la
mirada de los elegidos que se asomaron a estos paisajes y hubiesen (como ocurrió,
en rigor) dulcificado aquella antigua casa de un fabricante de jabones desalojado de
Cuba y transmutada en una especie de fortín, aunque con las defensas dispuestas
hacia adentro, gracias a la habilidad de los ingenieros del K-J que habían colocado la
técnica microfónica y televisiva, porque una cosa era Gabo amigo del Comandante y
otra la vigilancia que siempre ha de tenerse con estos personajes.
Pero me las arreglaba para que Tony recibiera la impresión de que yo quería
introducirlo con Gabo como parte de una especie de conspiración «suave» en la que
íbamos a recoger información paralela sobre la conducta de Fidel y el entourage
latinoamericano de Gabo, que regularmente se hallaba revoloteando sobre La
Habana. No estaba mal como empeño aislado de inteligencia: obtener esa
información.
Una de sus costumbres: soltar una oración afirmativa sobre algún asunto del
que probablemente no tuviese la más remota idea de su naturaleza. Una de las
variantes de la actitud que yo llamaba «el piloto automático».
Tony se detuvo.
Me miró en silencio. Una mirada ausente, emitida desde algún punto remoto,
inaccesible, de sus sistemas de alerta.
—Yep —dije.
El inglés cortante y duro de los oestes era la única lengua aceptable en nuestra
situación.
—¿Yep?
—Yep —dije.
—Tim McCoy —dijo, con absoluta propiedad del tema—. Estás hecho un Tim
MacCoy.
Tim McCoy. Era uno de los héroes de los primeros western y nosotros lo
invocábamos en las postrimerías históricas del comunismo. Tony me estaba
llamando así para suavizar una conversación cada vez más críptica, como abriendo
una válvula para dejar escapar presión. Mucha la tensión ambiental.
Resultaba obligatorio y era parte del código que en nuestras conversaciones
corriera el aire fresco de las bromas y las coloridas expresiones que sabíamos
localizar muy bien en la compleja urdimbre de nuestras culturas, de las culturas de
sólo tres o cuatro de nosotros, pero que eran amplias y suficientes como para
abastecer a los que nos rodeaban y en las que se daba cabida a casi todos las lecturas
y/u objetos sobre los cuales hubiésemos establecido contacto visual probablemente
desde nuestras adolescencias de los años cincuenta habaneros y en la cual sin que se
produjera ninguna clase de estridencias ni de ruidos en el sistema podías ver a
Tarzán, con su cuchillo comando de degollar gorilas traidores a la cintura y su
coquetona trusita amarilla con pespuntes negros de piel de leopardo tapándole los
huevos, un Tarzán que se ha sentado a contemplar con su capacidad intelectual
intacta pese a las humedades y los siseos de la selva, un Van Gogh —que era, con
Hemingway, nuestro modelo supremo de artista, aunque conservando ambas orejas
—, o las tetitas morenas de cualquiera de las modelos de Gauguin, el colonizador,
Tarzán nuestro de cada día, que estaba viendo el Café de Noche de Vincent Van
Gogh y entiende el concepto a través del cual lo viera el propio pintor cuando le dijo
a su hermano Theo, creo que fue a Theo, que en mi cuadro Café de Noche he tratado
de decir que el café es un lugar donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer
un delito. En fin, he tratado —con contrastes de rosa tierno, de rojo sangre y heces
de vino, de dulces verdes Luis XV y Veronés contrastantes con los verde-amarillos y
los duros verde-azules, en una atmósfera de caldera infernal, de pálido azufre— de
expresar algo parecido a la potencia de las tinieblas de un matadero, ah, Café de Nuit
de Van Gogh, visto por Tarzán el Hombre Mono a través de la imaginación
disparada y sin consuelo de los dos o tres verdaderos aristócratas de las fuerzas
élites cubanas, la cultura diversificada que nos permitía decir, con absoluta
propiedad y dominio de conocimientos, que las tres grandes obras de la civilización
occidental, son (en orden cronológico): la Ilíada —, La Gioconda y Scarface, pero
todo menos tener que dispararse el Ulises de Joyce, y una pena (por ausente) que no
haya tinieblas en Cuba, y por los años que corrían entonces, tampoco mucho café.
CAPÍTULO 3
EL LEVE RUBOR DE TUS MEJILLAS
AL CONTACTO DE MI MANO SEGÚN LOS ARCHIVOS
La noche y La Habana.
Hago desplazarse mi Lada 2107 color rojo amaranto a 80 kilómetros por hora
sobre el pavimento de la Quinta Avenida, de Miramar, mientras escucho un casete
que yo mismo he grabado del primer cidí de The Travelin Wylburys y que es la
música que me estoy proporcionando yo mismo como fondo para mis pensamientos
y para ver el escenario que se desplaza en mi entorno y entonces pensar en Tony y en
Gabo, y en mí y en Tony, y en Gabo otra vez, y sin saber aún que a Tony lo han
relevado —o están a punto de relevarlo— del mando y que Ochoa está preso.
Está bien. Graben lo que puedan —la imagen (y, de ser posible, el sonido, el
sonido, ¡por Dios!, que lo importante es saber qué coño se está hablando).
CAPÍTULO 4
EN ESTADO LATENTE
Los nichos blandos donde eventualmente han de ser colocadas las cargas de
explosivos que deben convertir en un inmenso cráter estas cuatro manzanas de
edificaciones y un terreno de pelota y otro de campo y pista, son inspeccionados con
regularidad para saber, con certeza, que ni un pedazo de papel del tamaño de un
confeti pueda caer en manos enemiga».
Nueva salvedad. Existen otros tributarios de los videotapes del K-J. Uno, los
sótanos del Ministerio del Interior, en la Plaza de la Revolución, donde se ha ganado
espacio para conservar los documentos y tapes que pierden vigencia en Villa
Marista. Un edificio a medio hacer por Batista cuando triunfó la Revolución en 1959
—originalmente destinado para una dependencia llamada Tribunal de Cuentas— y
reconocido por la prensa mundial desde fines de los sesenta por el retrato de Che
Guevara que ocupa los nueve pisos de su fachada pero del que fue necesario quemar
las poblaciones de ratas que anidaron entre sus cimientos en más de 20 bidones de
combustible de 55 galones llenos casi hasta los bordes de estos especímenes —entre
los muertos a palos o por envenenamiento o los capturados vivos y agarrados por la
cola y lanzados al brocal de fuego—, cuando el Ministerio del Interior ocupó la
instalación en 1966. Candela, durante semanas. Y aquellas masas de ratones
conmoviéndose como alimento parcial junto con la gasolina de las pardas fogatas. Y
la crepitación. Y los chirridos. Más de 20 bidones.
Y tres, los videos que Fidel se lleva para su casa. Son muy pocos, en verdad.
No dispone de una gran videoteca de casos secretos de la Revolución Cubana, ni
puede decirse que sea un voyeurista —todo lo contrario. Pero hay determinadas
personas, determinadas situaciones, de las que él decide convertirse en su supremo
custodio. Cosas del interés del Comandante.
Falta por decir que el principal material que se acumula en Villa Marista es
(son), en realidad, los procesados, y no esas tonterías de papeles o cintas
magnetofónicas. Nombre exacto. La gente es aquí procesada. Y luego del
procesamiento, el paredón, o los largos años de cárcel. Material asimismo
destructible, o destinado a igual conversión en confeti, humo, disolución. Los
sólidos, anchos muros de concreto de los edificios de tres pisos de celdas tapiadas
incorporados por la Revolución a la obra original de los Hermanos Maristas,
construidos para evitar un asalto desde el exterior, obligarían en caso de
contingencia a meter racimos de granadas en las celdas para deshacerse de los
procesados. En caso de que la 82 División Aerotransportada se presente en la
vecindad, ya saben. Operación Flit.
Algo estalla casi siempre frente al lente, un cerebro, una vena del cuello,
cuando la cinta corre y nos trasmite el espectáculo, y si la cámara no está montada
en un trípode, la escena brinca en las manos del anónimo camarógrafo, hasta que se
recupera, porque enseguida se acostumbra —son profesionales— y reajusta el foco y
todo el desangramiento o el desplome que aguantan las sogas, se hace nítido en la
pantalla, que es entonces cuando entra en foco el jefe del pelotón que va a aplicar el
tiro de gracia en una cabeza que oscilará como un balón.
Entonces aligeró la mano como soltando un puñado de arena. Quería decir que
el resto del personal no era de la misma ralea. Oficialitos de la Contrainteligencia y
personal de segunda categoría.
Asentí.
—¿Él ya lo sabe?
—¿Quién? ¿Tony?
—Sí.
Era una reflexión y no creo que en principio quisiera pronunciarla en voz alta.
Pero lo hizo —y con tonos sorpresivamente graves.
Noche de fiesta. Jubileo total y absoluto de los amateurs del primer día.
Abandono de cualesquiera de las sacrosantas normas de hábitos y costumbres y
olvido rampante de las tácticas de chequeos y contrachequeos. Así que otra vez la
casa de Tony.
Levanté el teléfono.
Alcibíades señaló hacia sí mismo con el pulgar y luego hizo girar la cabeza
sobre el eje de su cuello, enfático Ale.
Tony no deja correr completo el primer timbrazo. Está al lado del teléfono.
—Ordene —dice.
La voz clara, definida, la voz con sus usuales timbres de ingenuidad, una voz
ausente de toda carga de desconfianza. El tipo entero.
—Dígame —insiste.
—Brother —digo.
Sólo tres palabras cruzadas entre él y yo. Ordene. Dígame. Brother. Me sobran
para comprender que ya Tony lo sabe todo.
CAPÍTULO 5
LA VISIÓN DEL IGUAL
[...] es posible que algunas fechas de aquí en adelante, o mejor dicho, desde el
año 1970 hasta la fecha en que nos meten presos [el 12 de junio de 1989] se me
confundan en tiempo, pero [Tony] cumplió tantas [misiones, tareas] y de manera tan
seguida, una detrás de las otras, que a mí también se me mezclan las fechas, pues yo
también estaba dando carreras de un lado para el otro, eran los años en que lo
veíamos todo con un romanticismo tan ingenuo, e incluso infantil, que unos años
atrás sentado con [Tony] en Luanda y recordando aquellos tiempos, nos parecía
increíble que nunca nos hubiéramos sentado a pensar con nuestras cabezas muchas
de las cosas que hacíamos. Veíamos a Fidel y sobre todo al Che, como seres
sobrenaturales. Por eso [...] digo que [se debe] leer mucho, leer a diferentes
pensadores y filósofos para que después [se puedan] hacer apreciaciones que salgan
de [la] cabeza [de cada cual] y no de la de un falso profeta, cosas que ni [Tony] ni yo
hicimos hasta pasados muchos años.
En diciembre de 1975 parte con [el actual general de Brigada] Francis y [el
teniente coronel Michael Montañez] Maico para Jamaica con un destacamento de
150 hombres para apoyar al recién electo presidente Michael Manley. Va al frente
del destacamento y del grupo de asesores, que trabajaron en las fuerzas armadas
jamaicanas hasta que en febrero de 1976 llego yo de Angola y queda él como
segundo mío y se dedica él con Maico a asesorar la CIM (Contrainteligencia Militar)
jamaicana y hacer estudios de situación operativa desde la costa norte de Montego
Bay hasta Negrill, para futuras operaciones y para preparar las condiciones para la
visita de Fidel en 1978. Cuando esta visita[,] se le designa J’ del grupo de avanzada
y coordinación con las fuerzas armadas jamaicanas, tarea que realiza con éxito.
Cuando yo soy designado J’ del Estado Mayor Conjunto del MININT, él pide
traslado de Tropas o el retiro, pues ya estaba cansado o como otros comenzaba a
pensar con su cabeza, y [entonces] Padrón lo solicita para que trabaje con él en el
[debería decir la, por tratarse de una Corporación] CIMEQ como Vicepresidente.
A su vez, esa tercera voz que es él, Patricio, se funde como parte del viejo
documento que un día pareció redimir mi existencia como escritor, al menos delante
de ellos dos. Yo, el tercer mellizo. Yo, el más brother del mundo.
Patricio sediento, claro, de hallarse bajo el sol y con el salitre estallando contra
la proa y espumeando en un mar fuerza 4, lo cual sería razonable en un preso,
máxime uno de su calidad, que aún puede creer que habrá para él una segunda
oportunidad, y una tarde para saciar su destino, curarse con la dulce sal de la
aventura.
No había letargo ninguno. Sólo que ése era el país y todo su futuro y todas sus
esperanzas. Esa mierda todavía, imagínense. Unos campesinos desharrapados
blandiendo sus machetes en los campos de corte de caña y los fastuosos hoteles de
La Habana y una planta de procesamiento de níquel cobalto y todo lo otro que se
gestaba allí como país en vías de desarrollo, apropiada, tranquilamente. Gracias a
que derrotamos a la contrarrevolución, y a la brigada de la CIA en Playa Girón, y
todo cualquier otro portador de una idea o proyecto de restauración republicana,
pudimos luego invadir África, o desplegar tanques en las alturas de Golán, y cambiar
para siempre el escenario de las montañas y de las ciudadelas de la política
latinoamericana, y lo hicimos con los mismos croupiers de los casinos y los mismos
macheteros y los mismos jefes de turno de las plantas de procesamiento de níquel
cobalto, sólo que a ese personal no se le dio tiempo de llegar a las manos de la mafia
o de la Frederick Snare Corporation o caer en los cañaverales y los hicimos artilleros
o conductores de tanques T-62 y pilotos de cazabombarderos Mig-23 y asesinos
profesionales dispuestos a volar la cabeza de cualquiera que el Alto Mando señalara.
Nos ahorramos tener que restablecer ese paraje que habría de ser como después
fue Formosa.
«...en una cárcel de las que (de muchas maneras) ayudó a llenar... » La frase
queda olvidada en la urdimbre de un párrafo, y la idea colgada en la memoria y al
final pasa como buena, pero tal parecería que uno quiere eludir el bulto y no
comprometerse, y eso es lo que califica si uno abandona la frase y la deja sólo para
vestir a Patricio y sus episodios, que deviene una apreciación injusta por lograr algo
que parece adecuado desde el punto de vista de que subraya una paradoja, pero debe
decirse en primer lugar que el autor también estaba del lado de ese bando de los que
llenaban cárceles y que él ayudó a fabricar esa misma tenaza que efectivamente
después lo atrapó por su mismo cuello.
Aunque Patricio, en verdad, tiene su origen en las virtudes que se forjan en las
tropas de combate, por lo que es conveniente, acertado remedar la frase y explicar
por qué. El general Patricio viene de la Dirección General de Operaciones
Especiales, no del aparato represivo. Viene de unas auténticas fuerzas de élite, y en
el caso de los dos, Antonio y Patricio, los jimagüitas, ellos trasmiten a esas tropas
una cultura diferente, muy distinta a la de los campesinos de las regiones
montañosas de Cuba devenidos magníficos guerreros sobre el material rodante
soviético y que son unos obstinados comedores de carne de cerdo, los trozos como
guarnición de los llamados «buques», los platos soperos empantanados de arroz
blanco como montañas sobre las que se han escanciado pesados cazos de frijoles
negros, todo revuelto a conveniencia y bañado en grasa, e insaciables tomadores de
cerveza, que luego dormitan boquiabiertos, las cabezas en acomodo, recostadas a las
escotillas levantadas del T-62, y con las moscas rondándoles los gruesos dedos
grasosos, y la fuma sin apagar. Vikingo. Búfalos. Profetas. Ranger. Ballesta. Everest.
Mocasín. Stuka. Palabras que parecen nuevas, que nunca nadie las había utilizado
antes, pero que se escuchan cada vez con mayor propiedad y con todo aplomo en el
lenguaje de las tropas revolucionarias cubanas gracias a que Antonio o Patricio de la
Guardia las han pronunciado con todo el fervor de quienes atesoran un sistema de
identificación que es abstracto y silente hasta que aparece el objeto y la situación
que merecen ser nombrados en rigor. La misma experiencia de Cirilo y Metodio, si
es verdad que estos hermanos —supuestamente equipados con un hornillo, un ábaco,
dos barricas de vino y una rueda de queso de cabra— inventaron, refugiados en un
monasterio costero de Solun, el alfabeto eslavo. El mismo que trece siglos después
aparecerá estampado sobre el acero pavonado del selector de fuego de nuestros
flamígeros AK-47, ideales para el fuego de manguera: Avtomat kalashnikova
karabin.
Así que Patricio viene de las tropas y ésa es una oportunidad de que entre luz
en la espesura biográfica de esta criatura y una oportunidad de ser diferente. Bueno,
empezó su desempeño como jefe del Alto Mando del Ministerio del Interior
(MININT) trasladándose de urgencia a Bayamo, en la región oriental de la isla,
donde un cuatrero, un mulato sin camisa y descalzo y con el pantalón amarrado a la
cintura por una soga y los hombros bruñidos por el sol y la sangre reseca corriéndole
como capas de pintura hacia el ombligo, que acababan de arrestar en el momento
que le cercenaba el cuarto pemil a un torete vivo, pareció enloquecer en la misma
unidad de la Policía y enarbolando el ennegrecido machete con el que descuartizaba
las reses en las llanuras de Bayamo y que a nadie se le ocurrió arrebatarle, la
emprendió contra sus captores, partiendo clavículas y zajando pechos y abriendo
músculos como frutas de masa blanca pero instantáneo enrojecimiento y haciendo
saltar por los aires la mano del capitán que aún sostenía, sin que hubiese tenido
tiempo para amartillar, la Makarov de reglamento, y así escapó, en las estrechas
callejuelas coloniales de Bayamo, y sin soltar su machete, que blandía como una
bandera, y con su rastro de sangre en el aire —y hasta el día de hoy. Descuartizar
reses vivas y dejarlas desangrarse por los cuatro grandes boquetes era, en realidad,
un método iniciado en La Habana como una jugarreta de los cuatreros contra la
Policía Nacional Revolucionaria. «Gracia» le llaman los cubanos a ese tipo de broma
gruesa o regularmente inaceptable desde algún punto de vista. La gracia— mediante
la cual se comenzaba a mostrar un síndrome de desconcertante crueldad de los
cubanos, hasta entonces inédito —, la comenzaron los habaneros especialmente con
los costosísimos sementales canadienses importados por Fidel para sus planes de
desarrollo ganadero, y a los que solían dejar un cartel colgado del cuello que decía:
«Parado por gomas», es decir, un vehículo inutilizado por falta de los neumáticos. El
más importante y más pesado y más costoso y más publicitado de todos, un poderoso
ejemplar de semental llamado Rosafé Signet, que había sido trasladado en avión
desde Montreal en compañía de prestigiosos veterinarios cubanos, tuvo mejor suerte
puesto que conoció el sacrificio en una etapa anterior a la de los descuartizamientos
en vivo. Sencillamente, Rosafé Signet sucumbió producto de certera puñalada a su
voluminoso y rumiante miocardio y como producto de una romería de unas familias
campesinas a las que les sobraba el ron y la cerveza, pero les faltaba un poco de
carne para echar en las brasas y que vivían cerca del refrigerado establo con música
indirecta y crujiente pienso anegado con miel de torula. Establo en el cual no se
hallaba Rosafé Signet cuando apareció el guardia en su recorrido habitual. Fidel
estuvo impuesto de la situación al rato, el MININT inició la operación «Quebec» y
en menos de seis horas los perros rastreadores encontraban el enterramiento de
huesos. Parecía, a la caída del sol, el escenario de un descubrimiento arqueológico.
Unos huesos enormes, de sólido y todavía fresco calcio canadiense. Ocurrió en 1970.
Los alegres matarifes de aquel domingo de juerga todavía están presos. Fiscalía y
Seguridad del Estado estimaron que la pérdida sufrida por el Comandante en Jefe
debía hallar un equivalente de castigo a infligir en la persona de los perpetradores y
que el hecho de que fueran unos borrachínes no los iba a salvar ni de un solo día de
condena.
Lo que se quiere decir es que ésas eran las dualidades del MININT y de sus
hombres, y que la contradicción insuperable entre reprimir y alcanzar el absoluto
revolucionario de una institución revolucionaria como el MININT se registraba con
mayor encono, fuerza, desgarramiento entre los viejos, avezados revolucionarios que
constituían sus filas, todos unos asesinos probados, todos por lo menos con un
muerto en su haber, pero todos necesitados de un porqué y hasta de un aplauso, un
porqué del tamaño de una montaña y que les bendijera, aunque fuera a posteriori, el
haber apretado el gatillo de la pistola con la que apuntaron a una nuca u oprimieron
un costillaje. En nombre del pueblo. En nombre de la Revolución.
***
Alarmante que Tony, un domingo por la noche, me dijera que fuera a verlo.
—¿Estás muy solo y muy triste? —dije, aunque sin enfatizar el tono de
pregunta de mi cuestionamiento. Un performance clásico en nuestra conducta ante la
posibilidad de escucha amiga.
—Desesperado.
Era una forma de nuestra habla particular, útil para intentar reconocer una
situación, en este caso saber con esa expresión melosa y apropiada de una novela
rosa, si mi presencia delante de él se tomaba insoslayable. Tomábamos en cuenta la
posibilidad de una intervención de escucha. Lo hacíamos siempre, incluso en épocas
de sin novedad en el frente y sólido asentamiento nuestro en el poder. En realidad, el
uso procedía de ese periodo idílico. Estábamos convencidos (y entrenados para ello)
de que la escucha no tenía nada que ver con la CIA, y lo asumíamos como un mal
menor e inevitable del proceso. Era parte del fuego amigo al que se nos sometía con
regularidad.
Mal menor e inevitable del proceso porque nuestra lucha era contra el país más
poderoso del mundo, el que disponía de recursos ilimitados para intentar destruirnos,
y no se podían escatimar esfuerzos en el control de la situación. ¿Entendieron?
—Ninguna interrupción. Ya eché todos los palitos que iba a echar este mes.
—La banda de los dos —dijo Tony, sorpresivamente—. Por algo somos la
banda de los dos.
No entendí en un principio.
La banda de los dos era la fórmula que Gabriel García Márquez había acuñado
para llamarnos.
TERCERA PARTE
ALIARSE A LOS QUE PIERDEN
CAPÍTULO 1
SI VIVÍAN DECIDE POR TI
—¿Paso a buscarte?
—¿Buscarme?
Todo previsto.
No había problemas con el dinero. Una saca de nylon rojo en la que se hallaban
varios cientos de miles de dólares, depositada por mí mismo y por tal razón, para
mis estándares, a buen recaudo, en una tabla de un clóset de mi casa, respaldaba
cualquier necesidad.
Juan Carlos estaba avisado desde días antes de que las cosas se complicaban.
—Guarda esto por ahí. En lugares separados. Los dos tienen lo mismo.
Vivían.
Acordado el cumplimiento de la Operación 31/12/58, y no teniendo más que
tratar, Juan Carlos, en compañía de su mujer, se retira hacia su habitación. Su señora
madre ya ha desaparecido. Cierro la puerta tras de mí, sonriente, y de pronto
ligeramente excitado por una perspectiva que no estaba planeada para esa noche.
Titubeo un solo instante, contrariado, cuando recuerdo que en este apartamento, en
un tercer piso junto con otros 20 apartamentos frente al Malecón de La Habana, no
hay teléfono. Pero Vivian, en un gesto de auténtica camaradería y casi que ausente
de todo objetivo erótico, lo cual aumenta la carga emocional del procedimiento
porque establece en todas sus coordenadas que actúa con la naturalidad de que tú
eres mi hombre y yo soy tu mujer, mete la mano en el bolsillo izquierdo de mi
camisa, donde sabe que yo pongo mis cigarros, y saca la cajetilla, y luego busca la
fosforera en el bolsillo izquierdo del jean, con lo complicado que resulta maniobrar
dentro de los bolsillos de un Levis, sobre todo cuando lo registras desde enfrente.
Prende el cigarro, me coge de la mano y me conduce, como a un escolar, a su
habitación. Nuestra habitación. Yo sé por qué ella está actuando con esa
determinación y es porque yo he cerrado la puerta de acceso al apartamento. Así que
no existe para ella la menor duda de dónde yo he decidido pernoctar. Entre las
piernas de quién.
—Sí —asiente. Creo percibir un dejo de compasión por mí. Es algo tan remoto
e inverificable como la apagada humillación que provoca.
CAPÍTULO 2
LOS INTERNACIONALISTAS
María Isabel y Eva María habían llenado de paños y frascos de pinturas de uña
y pozuelos de (creo) agua una esquina de la mesa y parecían dispuestas a probar
todas las tonalidades en las manos y los pies, pero con mayor detenimiento en los
pies, sobre los que trabajaban en forma alterna, atrayendo una pierna y colocando
sus plantas desnudas sobre un borde de la silla y apoyando la barbilla en la rodilla, y
entonces contemplando la curiosa y espesa obra lograda sobre la uña de, por
ejemplo, su pulgar y denegando o sometiendo a duda el resultado, y volviendo a
acometer la misma operación previo levantamiento de la capa de pintura, aún
húmeda y corriéndose, por la acción de un copo de algodón anegado en acetona.
Acabábamos de bañarnos, por turnos, y las dos muchachas llevaban sus batas
de casa, de algodón estampado, escotadas y sólo sostenidas por los tirantes sobre los
hombros, y en la frecuencia de sus movimientos, hacia delante, si tú estabas lo
suficientemente cerca, en el rango de los 2 a los 4 metros, y en el ángulo visual
adecuado (lo cual no era nuestra situación en ese momento porque había un tramo
largo de comedor y un cristal de por medio), podías ver cómo se mostraban sus
senos, enteros y furtivos, hasta la oscuridad de los pezones, y se veían completos
porque eran redondos y tenues y de fácil atisbo dada la holgura del escote de algodón
y sólo tenías que dejar la vista resbalar desde el borde dorado de sus hombros. Y
cuando ellas regresaban hacia atrás, con la pierna recogida, y si te ayudaba la suerte,
la visión era de los blumers hasta el elástico de la cintura y, en esporádica y obscena
revelación, unos matojillos de vellos púbicos que brotaban de las entrepiernas y
trataban de escapar del blumer, como por debajo de una cerca.
Desde luego, era el clásico festín de muchachas cubanas, pero del que sólo
podían tener conocimiento, abandonarse a la experiencia, en todo su esplendor,
cuando se hallaban en el exterior, aunque ese exterior significara cumplimiento de
misión en una ciudad abandonada por los rabiosos colonos portugueses y devastada
por la guerra pero con un suministro sostenido de Avon o de Christian Dior. La
elaboración de cosméticos no era el fuerte del bloque soviético, por cierto, y las
cubanas escapaban con suerte gracias a unas viejas fábricas de los mismos Avon o
de Revlon o de Chanel ocupadas por la Revolución, que se dieron a la tarea de soltar
a la calle unos productos de bastante regular calidad llamados Perla. Satisfacer la
demanda interna de pinturas de uña fue su tarea hasta que los estrategas del
comercio exterior cubano se percataron de que las ganancias, o al menos los
dividendos, serían mayores si se vendían en los ávidos mercados en orfandad de los
países socialistas. Azúcar, níquel y pinturas de uña a cambio de petróleo y
armamentos. Los antiguos centrales azucareros de la United Fruit o de capitalistas
criollos como Julio Lobo y la planta de procesamiento de níquel cobalto erigida por
la Frederick Snare Corporation en la bahía de Moa y los dulces, exquisitos
laboratorios habaneros de Chanel, todos con las calderas a punto de explotar,
trabajando para los países tributarios del CAME.22
«¿Bien?»
«¿Jarochó?»
«Yo, pinturita de uñas. Tú, AK-47.»
«¿Jarochó? ¿Entender?»
Los productos: así le llaman las cubanas. Un espejo de mano y los productos,
tales los elementos que resultan imprescindibles en los rituales del maquillaje y la
manicura. De la acetona, en cambio, es innecesario hablar. La acetona se convirtió
en la mercancía deficitaria por excelencia. Desapareció de las tiendas cubanas en
diciembre de 1960. Y hasta el día de hoy. (La acetona, he aquí un elemento ideal
para preparar explosivos y altamente inflamable, argüían los expertos en cuestiones
de seguridad a nivel de corrillos callejeros. La guerra contra la acetona había
comenzado.)
Al otro día, desde los albores, lo que ibas a estar escuchando era el ronroneo
inconfundible y obstinado de los transportes de tropas de factura soviética AN-26,
llevando cubanos, con sus uniformes de camuflaje, sus escuetas mochilas y sus AK-
47, casi siempre de culatín plegable, y para los que era una obligación retirarles el
magazine antes de ingresar en la nave.
«Norber», decía el Patrick. «Es nuestra historia. ¿Qué otra cosa tenemos?»
Por aquel entonces estaba teniendo lugar esa premonición a la que yo habría de
bautizar —para exclusivo consumo de nosotros— Premonición «Mrachkovsky».
Tenía que ver con el pasado. Con nuestro pasado, el que cada noche nos daba
por recrear si no se había producido ningún acontecimiento en el día que fuera digno
de comentar y que de inmediato se incorporaba como nuestro pasado más reciente.
El acontecimiento más recurrente, por cierto, estaba muy bueno. Uno bastante
nuevo y emocionante de verdad y que todo el mundo deseaba escuchar. Aunque ya
tenía más de un año, era el acontecimiento incorporado como pasado más reciente
que, por esa época, ocupó toda nuestra atención —y con mayor interés y recreación
desplegábamos. Fue el del sábado 5 de diciembre de 1987, cuando con el tren fijo
del carguero Casa de producción española, a bordo del cual nos hallábamos— el
Patrick, el coronel Miguel, el coronel Payret, el teniente coronel Maico, y otros tres
o cuatro intemacionalistas cubanos más —, arrastramos unos troncos de palma
cortados y apilados que se hallaban al final de los 250 metros de la pista de tierra de
N’Dalatando. Las palas del motor izquierdo se enredaron de inmediato en un
maniguazo, que peinamos después de golpear los troncos y en el momento que, de
todas maneras, despegamos, con el motor izquierdo ido y sin saber si aún
conservábamos el tren para el aterrizaje, dos horas después, en Luanda, que fue
cuando, a duras penas, logramos sobrevolar el peñón que se hallaba a medio
kilómetro de la pista. Con el único motor de que disponíamos y que dejaba escuchar
un angustioso silbido de metal en sus límites, exhausto, intentamos mantener la
trepada, obligados, como estábamos, a ganar altura, por lo menos irnos por encima
de los 2.500 metros, que era el alcance de los cohetes portátiles de conducción
térmica de que disponía la fuerza enemiga UNITA, cuando, con la proa aún
levantada, lo cual es una mala actitud para una máquina que no dispone de fuerzas
en reserva, tuvimos que enfrentarnos a la realidad objetiva de que teníamos un
cumulonimbo en formación exactamente arriba y delante de nosotros. El
acontecimiento aumentó nuestro pasado en forma considerable y además, para
ilustrarlo casi a la perfección, teníamos el tape, gracias a que Maico, el teniente
coronel Michael Montañez, con toda tranquilidad y sus habituales nervios de acero,
no abandonó su cámara mientras nuestro avión se proyectaba hacia el desastre y
mientras sostenía por el cinturón al navegante del Casa, un joven sargento angolano
que intentaba lanzarse al vacío. Maico puso un ojo en el visor y grabó el instante
antes de morirnos. Comenzábamos a contar por primera vez para el recuento de
nuestros recuerdos, con una grabación de video. La etiqueta, en el lomo del casete,
de puño y letra de Maico, aún dice: «N’Dalatando— Los rangers nunca mueren.»
Están riéndose.
Patricio mira a través del cristal, hacia el comedor, y sonríe, gozoso, de sólo
ver a María Isabel, su mujer, y a Eva María que ríen y yo también miro a través del
cristal y también sonrío, al igual que Patricio, de ver a Eva María, mi mujer, y a
María Isabel que ríen. Entonces contemplo a Patricio, enfundado en su opaco mono
Adidas de gimnasta, y él no va a saber que lo estoy observando y que disfruto de su
sonrisa y de su sosiego como nunca ninguna mujer podrá experimentarlo, porque no
hay nada de él de lo que quiera apropiarme o que desee o que pueda proporcionarme
ninguna clase de satisfacción física o material. Sólo saber que hemos compartido el
pan y la muerte y que él es el general Patricio y que, a solas, estamos extinguiendo el
contenido de una garrafa de scotch, y que me complace y colma mi vanidad (él no lo
sabe todavía) que se refiera a mí como Norber One y que soy su Brother y que le
traigo suerte.
CAPÍTULO 3
FUERA DE ÁFRICA
El resultado de toda una noche de sus reflexiones. Se los van a fumar, a todos
ustedes, completo, dice.
Juan Carlos está desenroscando una cafetera italiana de tres tazas. Y asiente, lo
cual es siempre una forma grave de decir sí.
Nuevo asentimiento.
Yo no me imagino qué razón puede ser esa que Juan Carlos cree vislumbrar.
Juan Carlos se está desarrollando. Está yendo mucho más allá de lo que yo
podía calcular y de lo que me hubiese gustado permitirle.
—El problema tuyo es ése, que no quieres perder. Pero el de Tony es que ya
tiene demasiadas cosas en las manos.
Ah. Entendido.
Ya.
—Tiene azúcar —dice. La taza, en una de sus manos y frente a mis ojos.
«Vamos a ver.»
«¿Leche?»
«Vamos a ver.»
«Voy a ver.»
Juan Carlos y yo sabíamos hablar claro, ésa era la virtud, y un poco después de
la mañana del 28 de enero de 1989 —yo estaba acabado de llegar de lo que (hasta
ahora) es mi último viaje a Angola— en que había visto por primera vez la espalda
de Vivian, apenas vislumbrada al paso, debajo de su bata de casa, que al descender,
limpio y vaporoso el algodón estampado, se amontonaba sobre sus glúteos, de
blanquita cubana moldeada por ósmosis con negras esteatopigias, de esclavitud, que
se hicieron cubanas en las plantaciones de caña, y que fue la muchacha que me
colocó como una de sus prioridades existenciales desde que abrió la puerta y ofreció,
como era de rigor, café y comenzó a revolotear por mis alrededores, y dijo que
enseguida me llamaba a Juan Carlos y preguntó de inmediato si podíamos dejarla en
Primera Avenida y 18, en la escuela de idiomas donde trabajaba y que después, en el
camino, seguramente probando mis posibilidades, mencionó El Tocororo, el
restaurante más exclusivo de La Habana, y casi que se invitó ella misma, y luego de
que se apeara en su escuela y yo le dijera a Juan Carlos: «¿Qué pasa si me empato
con tu hermana?», tuve elementos para evaluar la situación.
Nada.
Nada.
—Déjame ver.
—Voy a ver.
La ceremonia del café, esta vez sintetizada por Juan Carlos, y mi habitual
petición de un vaso de leche fría, se producía asiduamente —cuando yo pernoctaba
con los Capote— al pie de la cocina, que se hallaba detrás de un counter del
reducido apartamento.
—¿Qué más tenemos ahí? —le pregunté a Vivian, sujetándola por una muñeca
y en ademán— una broma, por supuesto —de retorcérsela.
Muchas veces pensé que la actitud de Juan Carlos, su «dejar pasar», así como
el permanente desafío de Vivian, eran atribuibles a una conducta generacional y que
era específica de Cuba. Que Juan Carlos aceptara que yo, su amigo más cercano,
tuviera a su hermana como la segunda amante de un escalafón de mujeres bajo mi
patronazgo y disfrute, y usufructo, nunca ha sido algo aclarado, aunque pueda pensar
que en última instancia fue la solución más inteligente adoptada por él con dos de
las cuatro únicas personas de su círculo cerrado de afectos y no queriendo perder a
ninguna de las dos, pero que no acababa de tragar que Vivian lo aceptara, no ya ser
amante oficial de un hombre casado, sino la segunda amante oficial de un hombre
casado y con otra amante oficial y que de alguna manera ya estaba reconocida
universalmente, al menos con ciertos derechos de antigüedad, sólo pude
explicármelo por el enorme deseo de lucha del que Vivian hacía gala y porque
realmente pensó alguna vez que podría doblegarme. El síndrome del marido anterior
lavándote los blumers y no tú los calzoncillos, a veces puede ser muy perjudicial en
el desenvolvimiento táctico estratégico de los sueños de rosa de una muchacha. Al
final, conmigo, tuvo que conformarse con explorarme —actividad a la cual se
dedicara con fruición— y decirle a las amigas que yo «hacía igual», es decir, que la
llevaba a la cama todas las noches «sin ningún tipo de problema» —una necesidad
apremiante de comparar la capacidad y resistencia sexual de un hombre en el inicio
de su edad madura que trabaja sobre su cuerpo joven y ávido, con los mocetones de
su experiencia habitual (aunque no tenían por qué saber que esto último se lograba,
entre otros, como resultado del habilidoso despliegue de tres o cuatro trucos), pero
se trataba también de comparar a los cotidianos ciudadanos de su entorno con un
hombre del poder, de esa reducida capilla cuya existencia las autoridades y el
Partido se empeñan siempre en negar, sobre todo ante las capas humildes y
trabajadoras del pueblo, pero que es la cofradía de la que se cree atisbar sus fugaces
y enigmáticos rostros desde los Ladas de caja quinta desplazando ondas subsónicas
de trayecto hacia un lugar que (no puede ser otro) debe ser el olimpo invisible y
nunca enteramente descrito de los elegidos.
El claxon abajo. Dos toques. Un automóvil negro, sin rótulo, pero perteneciente
a Cubana de Aviación, espera por ella. Es un Volga 24, el remedo soviético del
Mercedes Benz, y se asigna para recoger tripulaciones por toda La Habana. En breve
se producirá el descenso real, desde su apartamento, de Vivian, la muchacha que es
la envidia del barrio, porque obtuvo una plaza de aeromoza, gracias a su dominio
fluido del inglés, y porque es una de las pocas, en un perímetro de varios kilómetros
a la redonda, con una docena de pantimedias en la gaveta, y además porque «sale»
conmigo, es decir, paseamos juntos con frecuencia, y yo he sido identificado como
«un tipo que es ministro o comandante y que se cree que es Dios», es decir,
arrogante, poco dado a saludar al resto de los ciudadanos. En verdad, ella
desesperaba por un poco de aventura y sobre todo por pertenecer a algo diferente al
aula mal ventilada donde impartía sus clases sobre Shakespeare o Bacon y
adentrarse a como diera lugar en uno de los estamentos de la hipotética aristocracia
criolla, aunque fuese esa línea subalterna que es ser una aeromoza, y en la que se
había enrolado pese a mi oposición porque para algo era una licenciada en Lengua y
Literatura Inglesa y porque yo sabía todo lo que iba a ocurrir después, y de hecho ya
estaba ocurriendo, que era estarme hablando de los capitanes de los 111 − 62, sus
nuevos ídolos.
«Indique, Veinticinco.»
Vivian se detiene antes de abrir la puerta, se toma todo su tiempo para girar el
rostro hacia mí y, en la palma abierta de la mano izquierda, que ha besado
fugazmente, soplar en la dirección en que yo me encuentro. Entonces, un velo de
nostalgia en anticipación, como el reconocimiento de un destino inexorable,
apareció de repente en su mirada, y, antes de volverse por completo y entrar en el
automóvil, trató de sonreírme y de ser dulce y de estar en frecuencia. En mi
frecuencia. Muchacha.
«Indique, Veinticinco.»
El Lada color crema del K-J está parqueado en la rampa de acceso de una
cafetería, clausurada hace muchos años, en los bajos de un edificio de tres plantas, a
unos 70 metros, en diagonal por mi izquierda.
—Vamos a casa del Patrick, brother —digo—. Que Tony nos está esperando.
Ah, por esto me pasé la noche recordando al Pat en Luanda.
«Indique, Veinticinco.»
055 es una persona ajena al caso. Del patio quiere decir que es cubano. Yo
caminando hacia mi autómovil en compañía de un cubano ajeno al caso.
Nos estamos instalando en el mejor Lada que nunca rodara por La Habana, aún
fresco en su interior y con el techo y los cristales bañados de rocío, por la noche al
descubierto, y uno sin obligación de usar los cintos de seguridad, porque esa ley
prosperó poco en Cuba. Arranca al palo, es decir, apenas Juan Carlos hace girar la
llave del encendido, pero no le dejo avanzar hasta que las agujas de la presión de
aceite no hayan caminado un poco en su reloj y la aguja de la temperatura del motor
no haya comenzado a cabecear. Es la actitud mínima que se requiere en los trópicos
para la explotación óptima de un Lada, de la que uno se había hecho un profesional.
Entonces me acomodo en mi asiento derecho, ventanilla abajo, y en un gesto de bien
estudiada ingenuidad, para cualquiera que me esté observando, arreglo a mi
conveniencia el espejo retrovisor y le digo a Juan Carlos que me lo deje.
—Déjame éste, Juanca —le digo sin apenas mover los labios.
«A todas las Cero Cuatro que tienen la Pluma: a la viva», trasmite el Punto
Cero. Todos los carros de mi chequeo en alerta.
«Veintisiete, Pecero.»
Como quiera que una brigada de chequeo regular se compone de tres carros y
como me han adelantado uno como punto de chequeo, sólo hay dos agazapados en
los alrededores para mí. De cualquier manera, el carro dislocado como punto de
chequeo cesa en esta actividad y se suma de inmediato a la persecución.
Yo estoy hablando todas las boberías que se puedan imaginar sobre Roy
Orbison, un cantante de la escuela legendaria y cuna del country-rock, la Sun Record
Company, de Memphis, Tennessee, que se acaba de morir, luego de que las cosas le
iban realmente bien por primera vez en su carrera y que hasta tenía a Bob Dylan y a
George Harrison a sus pies y que es uno de mis principales objetos de disertación
intelectual de las últimas semanas, desarrollar un homenaje permanente a Roy, pero
también con el objeto de que el Juanca se ilustrara con lo que había de verdad y de
permanente en la música desde el surgimiento del muchacho del rostro picado de
acné procedente de Túpelo, Mississippi, con su guitarra de cuatro dólares, el
superviviente por 42 años del parto de Gladys Presley de los mellizos muertos Jesse
Garon y Elvis Aaron. Yo disertando sobre rock para el Juanca, mientras el Punto
Cero recibe la comunicación del carro 27 de que me tiene visual, sin problema, y por
lo que los planchetistas del Punto Cero proceden a mover sobre la plancheta el
juguete imantado que simboliza mi Lada, al mismo tiempo que el carro 41 comunica
al Punto Cero que también tiene visual, sin problema a Solo, Cero Cuatro el Solo,
que es el indicativo con el que bautizan a Tony —solo de solitario, porque se halla
en las antípodas remotas de los mellizos—, y que se dirige desde el otro extremo de
la ciudad y, en dirección opuesta a la mía, hacia un punto en el este y el Punto Cero
le pide un comprendido.
«Cuarentiuno, Pecero.»
«Indique, Pecero.»
—Siguen pegados.
—Sí —digo— acaba de cambiarse por uno cremita, que dobló después de que
pasamos la calle 20.
Cuando tú ves que estás bajo control y que, al unísono, te están cerrando todas
las puertas, prepárate.
Es así como, entre los distintos objetivos que la Brigada 1 del K-J sigue en La
Habana esta mañana del lunes 29 de mayo de 1989, estoy yo, y por otra parte Tony
también, por otra troika similar, aunque en dirección contraria, hasta que los dos,
acercándonos desde ambos puntos de partida a la velocidad crucero aceptable en las
calles de La Habana de 65 a 70 kilómetros por hora, convergemos frente a la casa de
Patricio mientras nuestros jóvenes compañeros de la fuerza propia asignados en
forma escalada desde el 15 de marzo para perseguirnos implacablemente, pero con
órdenes terminantes de no dejarse descubrir, se verán obligados a permanecer fuera
de nuestro reino y de nuestros cuchicheos y pequeñas conspiraciones, porque nos
hemos detenido y porque ganamos la acera y un breve y legítimo espacio bajo el
cielo libre, mientras ellos merodearán por los alrededores, un mar de atontados
espermatozoides que han perdido la orientación, hormigas en bullidero, hasta que el
Punto Cero indique que alguien se baje y trate de acercarse a los objetivos,
caminando como un despreocupado transeúnte, para tratar de captar algo de lo que
se está hablando.
Parqueamos casi al unísono. Tony con este mulatico flaco, llamado Ariel, que
se ha agenciado de chofer, con su pullover suelto de smile! —el símbolo © de uso
internacional, estampado en amarillo en el pecho y espalda de la prenda, de un largo
hasta casi las rodillas y que hace de Tony el único alto oficial cubano que se
desplaza con chofer civil y decidido aspecto de cantante de rap, y el cual Tony, por
supuesto, tiene en una de sus nóminas fantasmas de sus empresas comerciales para
eludir que las pesadas estructuras burocrático-militares del país se lo saquen de al
lado.
Desde que nos apeamos se hizo más que palmaria la intensidad de la vigilancia
y persecución, la gente del K-J surgiendo de sus carros a media cuadra de distancia,
y las torpes posturas remedíales que asumen cuando les enfocas la mirada y se la
sostienes, y ellos se hacen los que buscan una dirección o se agachan para abrocharse
un zapato —por muy profesionales que sean en este tipo de actividad, tienen
tendencia a perder el control cuando tú los desafías.
La mujer del Patrick, María Isabel Ferrer, a quien sus padres llamaban
«Maricha», Patricio y sus amigos, «Cucusa», y yo, «Cucu», apareció frente a
nosotros, y tuvimos que demorarnos unos segundos con ella, por los saludos de
rigor.
Esa mañana Tony estaba con su uniforme verde olivo de mangas cortas y la
Glock 19 a la cintura —no era día para la Heckler & Koch, aparentemente—, y con
el pulso de pelo de elefante que había añadido a su atuendo. Con toda seguridad
hasta ese momento no podrías señalar a otro oficial en activo del Ministerio del
Interior o de las Fuerzas Armadas que se atreviera a llevar una prenda semejante.
Yo, por supuesto, llevaba el mío, que a diferencia de todos los demás, que eran muy
pocos de cualquier manera, quizá no más de una docena, que pudieran estar
circulando por el país, me lo había bendecido Arnaldo Ochoa, una tarde de juegos y
bromas en Luanda. Tony lo llevaba en la mano derecha, y el Rolex submarino en la
izquierda. Yo llevaba los dos en la izquierda. La manilla metálica del Explorer II o
del GMT cerrada con holgura, para que el reloj bailara en la muñeca, así como el
pulso de pelo de elefante, que por su propia naturaleza tiende a abrirse y que, por la
libertad en su diámetro interior, que yo le proporcionaba, siempre tendía a cruzar por
encima del reloj, en una u otra dirección del brazo.
—No, Norber. Tenía ganas de verte. Pero me puse a ver una película.
Tony asiente, con una sonrisa. Parece, incluso, a punto de sonrojarse. Pero no
logro determinar si su leve acceso de sonrojamiento se debe, lógico, a que no ha
podido escapar a la intensidad de la ternura con la que me he expresado, o, más
lógico aún, a que lo he reconocido como un irresponsable.
—Yo quiero sacar ese dinero de la casa, Tony. Mucha gente lo sabe.
—No hay que decirle que es una cantidad grande, puedo decirle que son unos
30.000 dólares, de nosotros, y que hay un poco para él. Cinco o seis mil, que le
podemos dar.
—Es más, Tony, vamos a decirle que tú no sabes nada. Que ha sido una idea
mía. Que esto es simplemente un negocio entre él y yo.
«Tony me pidió que te dijera esto, Ale», le había dicho al Jefe de Despacho del
Segundo Secretario del Partido. «Que tienes una tajada de 15.000 dólares para ti.
¿Qué tú crees?»
—¿Verdad, Norber?
El viejo sueño.
—Pero si no hay retiro, tú sabes que tú y yo somos la misma tropa. Por donde
quiera que vayas a salir tú, quiero salir yo.
Tony giró su cabeza y miró hacia atrás, y sonrió a su hermano mellizo, dulce y
picaro. Patricio me besó a mí primero. Patricio olía al sándalo de su colonia Drakal y
lucía fuerte y animoso y de alguna manera exaltado. Entonces se volvió hacia su
calmo hermano, reconociéndose una vez más desde los 50 años, 10 meses y 29 días
de su existencia en conjunto y de contemplarse como en un espejo y entonces los dos
hermanos se abrazaron, con un estrechón de soga. El Patrick me atrajo hacia ellos.
Los tres hermanos se abrazaron.
CAPÍTULO 4
EL OTRO
Tuve las primeras noticias sobre sus misiones y sobre su decisiva participación
en la política exterior de mi país (y de paso, en las de España y Panamá, y luego en
la de Francia) en mis conversaciones de 1981 con Antonio Pérez Herrero, que era el
Secretario Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba antes de
que Carlos Aldana le serruchara el piso y se le asignara un mejor empleo como
administrador de los bosques de Mayombe, Angola, en virtud del cual debió ser
despachado por una enorme boa constrictor o acribillado en una emboscada de las
guerrillas antigubernamentales y luego reasignado como embajador en Etiopía, locos
como estaban porque visitara las fronteras del conflicto etíope-eritreo y de ser
posible que una mina lo desapareciera. Una revolución siempre sedienta de mártires.
Pérez Herrero, desde luego, tenía un gran defecto como secretario ideológico:
discutía todas las órdenes emanadas de la primera instancia. Pero en 1981
conservaba su pequeña parcela de poder y dirigía uno de los tumultuosos procesos de
rehabilitación política de mi persona. Su expresión respecto a García Márquez en
aquellos almuercitos nuestros del Comité Central era de admiración aunque con un
cierto nivel de sospecha. «Un tipo valiente el Gabo este, el colombiano», me decía.
«Fidel le dice que vaya y le diga maricón a Felipe González y él va y se lo dice. Así
de fácil. Claro, lo que yo me pregunto es por qué lo hace. Que sepamos, no es
militante. No está obligado a cumplir las tareas.» Unos almuerzos de rehabilitación
aquellos en los que se sazonaban los postres con las menciones a Gabo, no sé si en el
intento de situarlo como ejemplo, un tipo leal, que lleva mensajes a través del
Atlántico y le dice maricón al presidente español pero que antes ha cruzado el Caribe
para aterrizar en Panamá y decirle maricón al general Torrijos.
«Pero ve para allá y dile que es un maricón. Que digo yo, que es un maricón. Y
que lo va a seguir siendo mientras no haga relaciones, que él me las prometió.»
Para determinar la fecha exacta de esta conversación de Fidel con Gabo basta
buscar en los periódicos el anuncio de la decisión panameña de restablecer
relaciones con Cuba. Fue una semana antes. El mensaje había dado resultado.
Torrijos se estaba batiendo contra los yanquis y estaba pidiendo tiempo para no
enrarecer su combate pero lo determinante para Fidel era que lo reconocieran y no
que los panameños nacionalizaran el canal.
Raro que el tipo se está batiendo contra los yanquis en lucha desigual y que lo
determinante para Fidel es que lo reconozcan, no que el tipo nacionalice el canal y
más raro aún, como conozco después, es que en ambos casos, al recibir el mensaje,
los dos tipos hayan palidecido —Torrijos primero y Felipe después. Pero Gabo era el
héroe diplomático del momento a principios de los ochenta. En el Comité Central no
se hablaba de otra cosa que de las exitosas misiones diplomáticas del colombiano.
Esto ocurrió antes de que decidieran desinflar su aventura como presidente de
Colombia.
Gabo insistía en postularse. Claro, debe haber comprendido que no era tan
difícil ser presidente. Tal era la clase magistral que estaba recibiendo de su mentor.
Bastaba con tildar de maricones a todos sus colegas. O que lo tildaran a uno. Pero La
Habana no veía con buenos ojos el proyecto presidenciable de Gabo. Luis Suárez, el
funcionario del Comité Central que «atendía» Colombia, me decía que había que
desinflar el globo a toda costa. «El día que invirtamos la figura de Gabo en un
proyecto, tiene que ser para ganar. Puede ser muy útil como mascarón de proa. Muy
útil.» Yo no entendía dos cosas. Por qué tanta preocupación con que fuera
presidente. Y por qué lo concebían sólo como mascarón de proa.
Bien, pues, el caso Felipe González. Muy sencillo. Es la época en que Felipe
hace algunas declaraciones en favor de unos prisioneros políticos cubanos que llevan
más de 20 años tras las rejas, y hay una campaña internacional por su liberación, y
los tipos ya están viejos y no significan un peligro para nadie y la imagen de la
Revolución puede mejorarse con su liberación. Se trata de un poeta cubano
semiparalítico, Armando Valladares, y de un fracasado guerrillero de origen gallego,
Eloy Gutiérrez Menoyo. Pero también se trata de una mala época con Fidel. Está en
la onda de las cárceles repletas. Y se indigna con Felipe. Es lo que le explica a Gabo.
Está indignado con Felipe porque mira cómo se porta Felipe después de todo lo que
he hecho por él. Felipe es un malagradecido. Además, se está metiendo en los
asuntos internos de Cuba. Lo mismo está ocurriendo con Mitterrand y con Régis
Debray. Se han sumado a la campañita contra Cuba. Entonces surge la nueva tarea.
Gabo, vete a Madrid.
—Y, oiga, Maestro, ¿es verdad que usted le dijo maricón a Felipe González, es
decir, que le llevó el recado, es decir, ehhh... que le dijo maricón de parte del
comandante?
—Oh, claro. Es verdad. Pero qué pendejada es ésa. ¿Quién te dijo eso?
—Tony Pérez.
Abrió los brazos para hacer el cuento. Luego entendí que estaba haciendo la
mímica del gesto de Felipe cuando recibió el mensaje. Felipe se había asombrado,
dijo Gabo. Se había asombrado y había abierto los brazos en señal de interrogación y
había palidecido. Gabo había sido textual: «Oye, Felipe, dice Fidel que tú eres un
maricón.» En su momento Torrijos también había palidecido. Aunque luego del
mensaje lead, venía el cuerpo de demandas. Con Torrijos, relaciones, rápidas y
plenas. Con Felipe, déjame a mí con mis presos. Mitterrand y Régis Debray eran otra
cosa. Fidel prefería dejarlos para una nueva ocasión. Además, qué mella les iba a
causar a aquellos franceses que les dijeran maricones. Para que el insulto te
movilice, se supone, necesitas un mínimo de componente español en las venas. Y si
es gallego, mucho mejor.
Por esa época yo desconocía que otro alto dignatario recibió uno de los
insultantes títulos fidelistas prodigados regularmente desde La Habana, pero en este
caso, proferido por el propio Fidel, en persona, en vivo y en directo él. El caso de
Nicolae Ceausescu la noche del sábado 27 de mayo de 1972 en los salones de su
palacio de Bucarest y en el transcurso de los cuatro días de paseos del Comandante
por su país en periplo por África y los países socialistas de Europa.
Cuando esta pantomima de equívocos que fue la política del campo socialista
se desarrollaba, Fidel creía que no le correspondía a Chauchesco el papel
protagónico con los americanos y ya antes había llenado las planas de Granma25 con
insultos a Mao Tse Tung por recibir a Nixon en el Palacio del Pueblo de Pekín y lo
había llamado el Gran Timonel recibiendo a Tigrito de Papel, esto en titulares
desplegados a toda plana y con los tipos que los impresores cubanos llaman «letra de
palo» debido a que, por su desmesura, no se encuentran revueltos entre los grasosos
muelles y tuercas de ya nadie sabe qué maquinaria y que aparecen cuando se escarba
en las viejas cajas de tabaco de los maestros linotipistas donde atesoran los
remanentes de posguerra (cualquiera de las guerras) de tipos Garamond o Román, y
como quiera que el Comandante ha entrado al taller (ahora de Granma) por primera
vez después de la crisis de octubre de 1962 (entonces de Revolución) cuando él
mismo compuso el titular de la nación ha amanecido en pie de guerra y oyó por
primera vez que cuando la gracia de la familia Garamond (nadie habló allí de
gracia), no era de tamaño suficiente ni alcanzaba para lanzar al mundo a la
deflagración nuclear, pues había que fabricar el tipo («los letrones», como describió
el Comandante, sosteniendo entre sus manos un peso invisible, como una robusta
vianda) y se impuso la fabricación y uso de la letra de palo, del mayor puntaje, a
todas éstas sin saber que son los peores aliados del mundo, que te dejan, como se
dice, colgado de la brocha y que a Ceausescu, al final, lo dejarán solo, pero que
aquella noche de sábado de 1972 era el omnipotente amiguito de Nixon y los
yacimientos de petróleo con las inversiones de diez mil millones de dólares en
maquinarias y plantas extraetoras y refinadoras colocadas encima aún no se habían
secado porque después que el petróleo se ha secado no será ya más la persona que es
ahora, el único dirigente de la Europa comunista que pone en crisis sus relaciones
con los soviéticos y orquestando su magnífica recepción de palacio en honor del
Robin Hood cubano cuando el mismo personaje lo encuadrilla. (Figura clásica del
lenguaje carcelario cubano. Aíslas a uno dentro de la galera con ayuda de cuatro o
cinco compinches y lo rodeas para molerlo a golpes o violarlo o, en el mejor de los
casos, asesinarle, y eso es encuadrillar. Tú sabes. La cuadrilla te encuadrilla.)
Muy distinto al Fidel que dos semanas después estaba en Moscú diciéndoles a
los personeros del Kremlin que él creía necesario hacerse una autocrítica por todo lo
que había hablado públicamente en contra de los soviéticos antes de la invasión a
Praga del 68. Pero los soviéticos le dijeron que él era una de las figuras más
destacadas del movimiento comunista internacional y que en esas instancias las
autocríticas estaban fuera de lugar y para lo único que servían era para dañar la
imagen de los máximos representantes del proletariado universal, lo cual fue
aceptado con todo beneplácito por la parte cubana, mas en un fugaz momento a solas
con Ochoa —y Ochoa me lo contó, muchos años después—, mientras desandaban
por Moscú, Fidel le dijo a su lugarteniente, coño, chico, me parece que estos
cabrones nos han templado. Es decir, lo jodieron.
«Chauchesco maricón.»
Era un cuento que Fidel gustaba hacer cuando regresó a La Habana.
Ah, pero aquellas hijas de los pueblos eslavos en la última provincia del
imperio romano, traductoras rumanas, como Rossana Podestá en 1956 como Helena
de Troya, producidas en serie, para servir de guardia pretoriana de Nicolae en su
único viaje al Caribe, no es que tradujeran los estoicos y acerados discursos del
protocolo comunista, o dejaran de hacerlo (nadie prestó nunca atención a los
discursos), era la miel, era la tersura, eran las pantorrillas, era Dios, que ellas eran
Dios como debe ser Dios, unas hembras dóciles y tímidas, y porque si ellas no eran
Dios, entonces dónde estaba Él, y qué eran esas criaturas sino ellas mismas el
paraíso —contenido en su piel, adentro— cuando se desplazan en cierto modo
torpes, sorprendidas de su propia voluptuosidad, como obligadas a llevar un gato
metido en un saco, y después que tú las veías, ya no te quedaba la menor duda de
cuál era tu destino, a cuál objetivo debías apostar todas las fichas de tu existencia, a
qué debías dedicar todas tus energías, que era convertirte en el implacable dictador
de Rumania, con tal de hacerte de ese séquito de traductoras, para que te entibiaran
tu dura cama de dictador omnisciente y de paso las verijas.
CUARTA PARTE
LA BANDA DE LOS DOS —ALERTA ROJA
CAPÍTULO 1
DONDE LA CASUALIDAD NO EXISTE NI SE PERDONA
Una casa de dos plantas al oeste de La Habana con una lujuriante selva de
matas trepadoras cubriendo sus paredes pero cuidadosamente podadas alrededor de
ventanas y puertas, y el alto muro exterior, clásico de las casonas de la burguesía
cubana aunque no precisamente en estas barriadas de la expansión habanera de fines
de los cincuenta, donde prevalecieron los abiertos jardines de corte impoluto que
descendían suavemente hasta la remota calle. Hacia el norte, a poco menos de dos
kilómetros, la costa. Aún es posible, desde estos jardines, la visión de algún albatros
o una pareja de gaviotas que arriesgan un viaje de exploración tierra adentro. La
brisa remanente de la noche domina sobre el terreno y hay leves capas de neblina en
disolución por el suave abatimiento de la brisa. El sol, en los próximos 15 minutos,
en su implacable ascenso desde el este, disolverá la neblina que disuelve la brisa.
Silencio.
El hombre que gobierna la estancia y que decide, quizá con excesiva pulcritud,
dónde va cada cosa, cada seto, cada mueble, dispone hoy de un día en apariencia
desahogado, sin mucho ajetreo (esperar una llamada hacia el mediodía y dedicar la
tarde al asunto, para él baladí, de inaugurar un hospital de maternidad llamado
«Julio Trigo» —uno de los mártires revolucionarios—, nada excesivo. Está a punto
de terminar su desayuno de frutas frescas, filete de pargo a la plancha y yogur de
búfala. Y aún está de pantuflas y con su larga bata de casa, con las que procura,
desde siempre, ocultar sus flacas pantorrillas, un molesto vector de complejos
físicos que nunca ha superado. Es una bata de casa morada, debajo de la cual lleva
además una camiseta blanca, de mangas, y, ocasionalmente, unos bastos calzoncillos
de algodón, también blancos. Aunque prefiere, desde luego, la libertad de evitar los
calzoncillos, incluso cuando tiene que vestirse para alguna ocasión importante.
Tiene, a su derecha, a una mujer —muy tiposa, dirían los cubanos—, ya en sus
40, con ropa regular de oficinista, no muy diferente de los vestidos que a esa hora
pueden llevar otras cubanas, sobre todo en la ciudad de La Habana, para concurrir a
sus empleos, aunque es ropa de marca, y es evidente que, por su propio porte físico,
y por las confecciones a las que tiene acceso, debe hacer grandes esfuerzos de
contención para no irse por encima de la media nacional.
La señora sostiene un tarro de miel pura de abeja, de la que, con una cucharilla
de té, ha tomado, y repletado, en el ahuecado de la diminuta pala de plata, el
producto que pesa ahora exactamente como una onza de oro y que es equivalente a la
espesura de una grávida gota rumbo al mantel si no se hallara contenida por el cazo,
y con la que pretende endulzar la poderosa ración de yogur de búfala mongola,
elaborado en la exclusividad de sus propios pastos y criaderos, a pocos kilómetros de
distancia, pero como aún no ha recibido autorización, ella mantiene la cucharilla en
el sopeso del aire, y entonces le pregunta, con solicitud y extremosa en los deseos de
servirle y de tener para con él hasta la más mínima atención, si quiere endulzar su
yogur. Utiliza el «viejo», tan habitual, tan expresivo, tan tibio, de casi todas las
mujeres cubanas hacia sus maridos, sin que para nombrarles de tal manera importe
la edad o el tiempo juntos. Viejo en este caso quiere decir que hay pertenencia y que
hay conocimiento absoluto, y se es viejo porque ha habido tiempo de reconocerse
hasta en el último poro y porque hay un fragmento de vida por el que se ha
transcurrido y en el que se han probado, y ése es el caso en que las cubanas llaman
viejos a sus maridos. El caso de hoy por la mañana, cuando ella le dice:
Ella es una mujer alta, y es altiva, y aún aparece en la escena con la cucharita
de miel en la mano, sostenida a mitad del camino entre los dos, y de la que comienza
a caer un afilado hilo de miel que aún no toca el mantel.
Alta y altiva, pero lo primero que llama la atención es su nariz, que es perfecta
para su tamaño y para ser la nariz de una mujer, y tiene los ojos claros como
corresponde al fenotipo de las mujeres que siempre hicieron virar el cuello del
hombre que hoy inaugura el hospital «Julio Trigo», y una abundante cabellera que
desde fines de los sesenta no es enjuagada sino con los más costosos champúes
europeos, y es de gestos moderados y suele llevar altas botas negras, muy costosas,
que la hacen parecer una amazona, lo cual es comprensible puesto que ella viene de
uno de los poblados rurales de las estribaciones de Sierra del Escambray, y su
comportamiento es reservado y en el eterno anonimato, y el haberla preñado con
cuatro muchachos y el haberla dispuesto a que sólo se ocupara de educarlos, hasta
que alcanzaron la Universidad, y todo ese tiempo ella sin fisuras de conducta y con
una obediencia carente de conflictos, es sin duda uno de los mayores logros
personales de este hombre que a las 08:16 am del lunes 29 de mayo de 1989 en su
residencia del reparto Mañanima, al oeste de La Habana, aún no se decide a aceptar
un sorbo de miel.
Muy pocas veces, en la intimidad de ambos, ella lo llama de otra manera que
no sea viejo, el de la vida atesorada en común, el viejo de los tesoros.
Ahora ella decide llamarlo por su primer nombre, sabiendo que ese uso del
apelativo, hecho además con un ligero —pero intencionado— cambio de tono, lo
hará reaccionar, primero con un rápido pestañazo, sucedido de una mirada de
consternación, para enseguida entender que no hay peligro y que está a solas, en la
medida que allí se pueda estar a solas, con su mujer, en el comedor de su casa.
La soledad, desde luego, está limitada a los pocos metros cuadrados de ese
comedor de mesa basta, gallega, dura y acogedora a la vez, en sus fuertes maderas,
de las caobas serranas, porque un ejército agazapado detrás de esas paredes,
permanece a la escucha y preparados para saltar, armas en mano, y rociando
granadas de gases paralizantes, al primer requerimiento de este comensal de bata
morada en la punta de la mesa.
CAPÍTULO 2
VISIÓN NO PERMITIDA DE UN PAISAJE
Faltan escasos segundos para que uno de los dos oficiales encargados de la
escolta, el coronel Cesáreo Rivero Crespo, un campesino blanco, de aspecto
bonachón, de 50 años largos, y, pese a ser un cincuentón, fuerte, macizo, y con la
agilidad de un peso completo que pelea esta noche para retener el título (de aspecto
bonachón pero presto a convertirse en un asesino tan despiadado como útil si
entiende que Fidel está en peligro); o el coronel José Delgado, «Joseíto», más bien
chaparro, también blanco y fuerte, como un torete (no hacen otra cosa que comer
carne y ejercitarse en el gimnasio, en el campo de obstáculos y en el campo de tiros,
con el propósito de estar aptos para la matanza), que traen el informe de lo que
llaman «situación operativa de la ruta» y una nueva camada de papeles, si es el caso,
o la hoja contentiva de un urgente, porque se haya producido alguna noticia
importante. Joseíto captará la importancia o gravedad verdadera «del matutino»
porque él sabe —aunque no con estas palabras— que el Comandante, a despecho de
todas las caracterizaciones de conducta que se le hacen allá afuera, deja de ser un
astuto comunicador para proyectar bajo su techo toda la fuerza de su personalidad,
de un temperamento tan explosivo como fácilmente deprimible.
Desplazándose, con lentitud, por los accesos pavimentados hacia las plazas de
partida, muellean con un movimiento de bisontes, apenas perceptiblemente y hasta
con gracia y con absoluto dominio de las fuerzas gravitacionales, obra de una
suspensión neumática que absorbe las desigualdades del terreno y equilibra su
propio peso, aunque imposibilitado de ocultar su presencia al oído de un verdadero
cazador o ranger o asesino experto, por muy ajustado que se encuentre ese motor y
lo bien que funcionen la suspensión por aire y todo el sistema de abajo —catalítico,
silencioso, resonante y vibrador— y por limpia que sea la emisión, porque cuando
todo ese tonelaje de volumen en silencio se concentra en aplastar una piedrecilla del
camino, una semilla, una hoja seca, y uno escucha la seca y fugaz quebradura, ya
sabe que después de esto —y de todas las cosas que existen sobre la tierra—, sólo
con el peso de una montaña se puede lograr tal efecto de pulverización.
El 560 SEL sale primero, para colocarse frente a la puerta de la casa, con el
empuje del brioso motor gasolinera de seis litros, y 12 cilindros en V, contenido a
duras penas por el sistema de frenos ABS, del mismo que se utiliza en la industria
aeronáutica. Un hombre llamado Castellano, que a veces responde por el mote de «el
Gallego», es el chofer de turno, y el favorito del Comandante. (Tiene otro, moreno,
de rostro afilado, ojos centelleantes, llamado «Angelito».) Ambos pertenecen a la
vieja guardia del Comandante. Pero el Gallego es el que le ofrece más confianza.
Silencioso, de pocos amigos, eficaz. Como los quiere el Comandante. Y ágil. De
respuestas muy rápidas con el timón. Fue uno de los que se opuso con vehemencia al
invento de conducirle de noche al Comandante con las luces apagadas, a 180
kilómetros por hora, incluso dentro de la ciudad, provisto de espejuelos infrarrojos.
Se mantuvo el hábito de mantener el carro del Comandante apagado en el centro de
la caravana, y guiarse por los indicadores traseros de un puntero o guía. Desde
principio de los setenta no volvieron a encenderse, como norma, las luces del coche
del jefe dentro de la caravana.
Mientras, los otros dos caballos, los modelos 500 SEL, con las ventanillas
bajas y el arsenal de sus tripulaciones a la vista —la boca de los inequívocos AKS-
74U de culatín plegable, con los que deben apuntar directamente al entrecejo de
cualquiera que pretenda acercarse, a pie o en coche, a la caravana, siendo ésta toda la
señal de aviso que están requeridos a desplegar para que te abran fuego—, se
encamina hacia la zona de parqueo, donde esperarán a que el Comandante abra el
portón blanco, eche una mirada abarcadora —como es su costumbre— hacia el
escenario que esa mañana le depara dentro de la zona amurallada frente a la casa, y
se introduzca en el coche. No volverá a ser visible hasta el arribo al punto de destino
puesto que las ventanillas, además del blindaje y la impenetrable opacidad del
grueso cristal, están separadas del exterior por cortinas, de un oscuro y sólido verde.
No debe dejarse al azar que por algún juego de luces se vislumbre dónde está situada
la cabeza del Comandante.
Saliendo el Comandante.
CAPÍTULO 3
EL CUADRANTE TÁCTICO, CUANDO TE ATRAPAN EN ÉL
Por esta vía nos llega la primera señal de aviso. Ésta es la forma en que nos
llega la información de que esa mañana Fidel, a la hora del desayuno, estuvo
revisando los informes que revelaban claramente los nexos de Ochoa con Tony y
Patricio. Porque Joseíto hace el comentario, en la primera parada en el sótano del
Palacio de la Revolución, y de alguna manera nos va a llegar. «Esa gente está en
candela», es el comentario. En la escolta hay personal de Tropas Especiales, amigos
nuestros. Y por ahí nos llega el dato. Es el conducto. Estamos en posesión de un
reporte de la situación bastante confiable tres días después. El miércoles 31 de
mayo.
Pero Joseíto cree ver dos vectores de conflicto cuando en verdad lo que se ha
producido es la clásica relación de causa y efecto. Joseíto dice que hay problemas
con nosotros porque conoce del informe que el Comandante estuvo revisando en el
desayuno, porque fue él mismo, Joseíto, quien se lo puso al lado de los cubiertos, y
había sido él mismo, Joseíto, el que lo había mandado a buscar al cuarto piso del
MINFAR. Estaba todo claro en el encabezamiento.
Cuando Joseíto dice que hay «un nuevo problema con los yanquis», no es capaz
de relacionarlo. No se hallaba entre sus posibilidades ver el asunto como un
conjunto. Fidel había aparecido en el umbral de su mansión, que algún ricachón
igual que él abandonara en 1959, antes de terminarse su construcción, y que fuera
rediseñada y terminada de construir hacia finales de los años sesenta (refugio para
golpe nuclear incluido), y realizó un primer comentario, quejumbroso y ya, de
inicio, machacón. Dijo: «Si alguien aquí va a tallar con los yanquis, ése voy a ser
yo.»
Claro que el problema era alejarnos del asunto, para poder maniobrar con
nosotros, pero sin nuestro consentimiento, y de ser posible sin nuestro conocimiento,
como unos cobayas en una caja de zapatos que alguien zarandea, y es de ese modo
que entramos en contacto —ahora como sus víctimas— con el encapsulado de la
justicia socialista, cuando no sabemos por qué nos van a partir los cojones, aunque
ya podemos ir sabiendo que tal es el objeto, partirnos, y que ahora, lo que les falta,
con vehemencia, es la causa, agenciarse de una de ellas, para endilgárnosla encima y
acusarnos de esto o de lo otro, y todo esto, en su conjunto, es lo que se llama la luz
larga del Comandante, es decir, que él ve lo que al común de los mortales, por su
insignificancia humana, les está vedado, y que en realidad no es otra cosa que el
dictado de su propia imaginación, y eso que él supuestamente ve —y por lo que te
fusilará dentro de unas pocas madrugadas— es algo que él piensa que puede pasar o
que tú puedes hacerle, porque cuando en justicia se actúa por anticipado, lo que estás
enfrentando en forma permanente es la factibilidad de poner la guillotina en manos
de un sicótico, por lo menos en el caso de Fidel, él está persuadido de que todo el
mundo quiere «echárselo».
Pero él sabe, él intuye, porque son muchos los informes que ha pedido y que le
están llegando, mucho en el sentido cubano de mucho, cuando la cosa trae ruido,
mucho ruido, y es algo que abarca tu atención y que te angustia y que te pone a
pensar, no importa que sólo sea el texto contenido en un par de hojas, aunque, para
hablar con propiedad, debe uno estar refiriéndose a más de un vector de esa
propiedad a la que estamos considerando como mucha. Dos informes como vectores
es convincente en los sistemas conceptuales de medida cubanos y califican
holgadamente como mucho informe, mucho ruido sobre nosotros que le estaba
llegando al Comandante, y máxime en este caso cuando eran más de dos «los
engomes» —nuestra forma más despectiva de llamar a los informes contra un
compañero, modalidad cubana de chivatería por escrito— aunque desde luego, se le
reportaba acuciosamente sobre asuntos que él mismo estaba levantando la paloma,
vociferando sobre operaciones que él mismo ordenó que se hicieran en el más
hermético silencio. Por lo menos pasaron informes sobre nosotros, para Fidel, a
través de la oficina de Alcibíades en el Comité Central; del general de División
Leopoldo Cintra Frías, «Polo», desde Angola; del despacho de Diocles Torralba, el
ministro de Transportes; pero sobre todo de la Contrainteligencia Militar (CIM) y la
agentura* de la Inteligencia cubana en Europa occidental. Un documentó unificado
es lo que puede desearse ahora, cuando la información comienza a ser abundante.
Raúl se encargará del asunto. El último viaje de Tony.
La misión hoy del Comando es dislocarse en los alrededores del hospital «Julio
Trigo».
De modo que el lunes 29 de mayo de 1989 no fue igual para todos los que
tuvimos algo que comprometer en el desarrollo de los acontecimientos. El
Comandante aún no se había instalado en su Mercedes Benz 560 SEL blindado
cuando Tony, Patricio y yo nos estábamos abrazando en una soleada acera de la calle
62 y mientras que Raúl y Furry le indicaban un puesto a Ochoa para que tomara
asiento en la larga mesa de conferencias frente al buró de Raúl en su oficina de la
cuarta planta, del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Sin duda que Raúl Castro ha sido amable. Una buena forma de comenzar una
conversación entre amigos. Entre viejos camaradas de la lucha en las montañas
contra una dictadura. Entre unos hombres que se han reconocido a sí mismos como
«piedras en el fango», que no existía un calificativo que les agradara más y en el que
creían verse retratados en el transcurso de su misión terrena y que servía para
encubrir en última instancia —bajo una aguerrida retórica de vanguardia— su
condición de asesinos por necesidad.
QUINTA PARTE
LA EXPEDICIÓN AFRICANA
CAPÍTULO 1
NO DEJES GANAR A TUS NEGROS
Raúl insiste.
«Así que estos hijos de puta le dicen Griego.»
Tiene ese informe sobre el buró y tiene al recién ascendido general de Cuerpo
Colomé Ibarra y al teniente coronel Delgado Izquierdo, que son los portadores del
mensaje, frente a él. Los tres, de pie, alrededor del buró.
«Yo creo que esto va a precipitar los acontecimientos. ¿Qué tú crees, Furry?»
«Vamos a hacer una cosa, Furry», dice Raúl. «Vamos a tener que llamar al
Negro. Tengo que consultarlo con Fidel. Pero ve creando las condiciones para el
lunes. Que el Negro no lo sepa todavía. Vamos a reunirnos aquí mismo. Pero ten
lista una casa de seguridad.»
Negro era el mote de uso exclusivo de Raúl para llamar a Ochoa, que no era
negro sino mestizo y que solía aceptar la denominación de buen talante, debido a que
éste era el mote con el que su Ministro lo designaba y puesto que Ochoa disponía de
la teoría según la cual el Ministro lo llamaba Negro porque el Ministro no tenía un
verdadero negro que fuera general y que era aceptable su deseo de tener uno por la
conveniencia política que esto implicaría. Mas, en la íntima potestad de nuestras
descargas, Ochoa —que además de mestizo era muy terco—, solía comenzar a negar
vigorosamente con la cabeza aún antes de que uno terminara de rebatirle el punto de
que el Ministro lo llamaba Negro porque el Ministro no tenía un verdadero negro
que fuera general, y se mantenía en su terca negativa aunque, y a pesar de que, uno le
recordara la existencia, para empezar, de Víctor Schueg Colás —el Negro Chué,
según la compactación lexical al uso—, que era general.
Descarga era la ocasión en que dos o tres de nosotros, amigos del primer nivel
de abroquelamiento, que es la situación de amistad sin fisuras que también se
reconoce como ser «pangas» —la máxima lavadura y pulimentación del «partner»
de los oestes para poder emplearse en un habla castiza de uso corriente en Cuba— o
«ecobios» —los infalibles hermanos de la santería—, nos reuníamos para,
precisamente, soltar algunas ideas, es decir, conversar un poco de esto y de aquello.
Pero donde casi nunca había nada en la olla, nada a rociar con sal puesto que la sal
era las ideas. Y era el fuego. Y el alimento. Nada para echarse al estómago. Si acaso
un poco de ron peleón, que no es usual, a la hora de mencionarlo, decir que se echa
en el estómago sino al coleto.
Uno saca de la memoria, al voleo, todos los nombres que pueden extraerse de
negros cubanos que sean generales. Un esfuerzo mental para seguir en el debate.
Que parezca que vas a escribir el segundo tomo de Raíces, pero con personal
del patio.
En propiedad, lo que Ochoa se proponía con esta dase de bromas era ayudar a
esquivar el golpe de la cofradía de Furry sobre los abnegados y estoicos y esforzados
y valientes y dulces en su trato generales negros de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias, que habían llevado sobre sus hombros todo el peso de las campañas
guerrilleras cubanas en Africa desde 1965, primero porque se procuraba sólo enviar
negros a estas misiones bajo el argumento de que en caso de quedar alguno en el
campo de batalla y su cadáver fuese recuperado por el enemigo, no se pudiera
determinar su nacionalidad y se inculpara a Cuba de injerencia (el Mando cubano no
contemplaba la eventualidad de prisioneros negros cubanos); y era como la
inauguración de un lenguaje, de una nueva categoría de símbolos y la exploración de
una tierra inédita de la Historia. El país sin descubrir que Shakespeare creyó
descubrir en la muerte era, en verdad, los archipiélagos del regreso.
Negros cubanos de tropa que, a bordo de los legendarios Bristol Britannia 218
con escala técnica en Praga, donde muchos afortunados degustaron de su último
acceso a los remedos checos de las walkirias, pero tan rubias como las auténticas
mensajeras de Odín, diosecitas de categoría inferior de la mitología escandinava,
pero tan dispuestas —nuestras dulces chiquitas— como ellas —walkirias
escandinavas originales— a escanciar la cerveza y el hidromel en los vasos de los
guerreros, y tan productoras de mulatos con sangre aria, eslava, o magyar, como las
usuales cubanas que se encargaron del asunto durante los anteriores cinco siglos, y
procedentes de una La Habana de pancartas rojas y ametralladoras antiaéreas de
cuatro bocas en las avenidas de palmeras y lentos atardeceres, es el personal —los
negros inmensos nuestros— que ingresa en el continente al amparo del sigilo, casi
siempre a través de El Cairo; ejércitos de la noche y del clandestinaje, montados en
el combate por el eficiente aparato subversivo cubano, y que a despecho de cualquier
consideración política ulterior y del rencor que pueda provocar la presencia de Fidel
Castro en un escenario de resonancias épicas, es una moraleja edificante el
desembarco, armados hasta los dientes y con excelente entrenamiento, de los nietos
de aquellos a los que una vez, en dirección contraria, hacia el levante, se les hizo
cruzar el Atlántico como esclavos. Fidel en su escenario predilecto de los setenta, y
que volverá a retomar en 1987, y en el que —en realidad—, está deshaciéndose «de
un poco de negros» (sic) para maniobrar en favor de la conquista soviética de África
y sobre todo para alejar a los chinos de ese festín de países inmaduros y
desorientados que se están desgajando del mismo sistema colonial que escoge de
entre los más brutales sargentos de rastreo de sus fuerzas nativas o algún ocasional y
manipulable pastor de misión evangélica a sus primeros presidentes.
Sal.
A ver si pegábamos el tren en esa pista veterana de la OTAN.
Un tipo irascible, con muy poco umbral para el humor y al que, en efecto, no le
gustaba la pelota.
No le gustaba y si era necesario jugar algo, pues sólo se avenía por una partida
de ajedrez. Al Che le parecía absurdo y digno de la más severa crítica el entusiasmo
y el desgaste de energía que los cubanos dedicaban a querer aporrear una pequeña
artimaña esférica, y la primitiva afluencia de adrenalina a la que sucumbían
queriendo, procurando acertarle a la dichosa materia boluda, como una piedra
entizada con vendaje blanco. Tuvo pocos seguidores, sin embargo, en el intento de
ajedrezar al Ejército Rebelde, compuesto por tipos excesivamente rurales como para
entender: vean ustedes, lo que viene a ser el terreno en el béisbol es este cartoncillo
recortado y que suele guardarse doblado en dos hojas y cuadriculado como un
crucigrama y es el juego que debe transcurrir más bien o esencialmente en silencio,
silencioso, sin que puedas gritarle al umpire ni botar la pelota de un batazo por
encima del center field. No hay center field en el ajedrez y, además, tienes que
avisarle al adversario cuando lo tienes en jaque, porque eres un caballero, es un
juego de caballeros, y no hay uso ni chance para las señas secretas, cuando le
trasmites al corredor de primera que espere al toque de bola, tú entiendes, tú
tocándote los huevos y pasándote después tres veces un dedo por el sobaco quiere
decir que te robes la segunda apenas el pitcher inicie su lanzamiento, y ahí el Che,
chupando lentamente su pipa de filósofo ensimismado sobre unas piezas que no se
han movido en toda la tarde del tablero y sin saber nunca del sabor y la emisión de
materia desgastada y chupada y macerada entre el paladar y la lengua y del jugo
negro extraído a base de muela que uno suelta como una liberación del mundo,
cuando escupe un buen pedazo de espeso y húmedo andullo sobre el terreno y suena
como un sapo. (Plop.)
Después del fracaso del argentino, la decisión es sólo negros para África.
Cumplimos nuestros compromisos con el movimiento revolucionario y de liberación
nacional con negros de los barrios habaneros de La Lisa y del municipio de
Guanabacoa y de la provincia de Matanzas y con los viejos guerrilleros de la época
de la lucha contra Batista que nos queden en las plantillas de las Fuerzas Armadas.
«Tú estás equivocado en una cosa, Arnaldo», dije, con aires quizá
excesivamente graves. «Si Raúl dice que tú eres negro, es porque tú eres lo más
parecido que hay a un blanco.»
Aprobada mi observación.
Raúl había decidido no ver más negros que Ochoa en sus dominios de las
Fuerzas Armadas. Por lo menos eso era lo que expresaba. Ochoa era lo más cercano
a un negro que creía encontrar, y el hecho, en primera instancia, se registraba como
una batalla simpática a los ojos de Furry: le sacaba al Negro Chué, como potencial
enemigo, de los flancos. El Negro sabía la historia de Luanda y eso era materia
susceptible de ser acusación en cualquier momento.
Esa misma tarde, por teléfono, Raúl recibió la orden de Fidel de continuar con
el caso de Ochoa. Fidel aprobó la reunión del lunes.
Fidel le dijo a Raúl que tenían que verse antes pero que, además de Furry,
incluyera al general Ulises en la reunión. Raúl le preguntó si iban a hacerle juicio
secreto. Fidel respondió que no, por lo que Raúl comprendió que su pregunta llegaba
tarde, muy tarde. Ya Fidel lo había celebrado. Él a solas. Raúl tuvo un nuevo motivo
de agravio con su hermano y supo que, una vez más, su hermano le había arrebatado
la presea. De inmediato Fidel le dijo que tuviera lista una casa de seguridad. Está
contemplada, dijo Raúl. Su tono fue tajante y rápido pero Fidel no se dio por aludido
del tono. Sólo respondió que perfecto. Perfecto. Esa supuesta casa de seguridad
pedida a Furry por Raúl y a Raúl por Fidel era en verdad una casa de reclusión que
suele habilitarse para dirigentes que deben ser discretamente procesados hasta
completar alguna investigación y decidir qué se hace con ellos. Muy bueno, dijo
Fidel, que ya tuviera disponible la casa de seguridad. Perfecto.
CAPÍTULO 2
LO QUE PASA CUANDO LOS CUARTELES DE INVIERNO SE EXTINGUEN
Felipe Miraval Miraval (dos veces el mismo apellido), «el Chino», terminaría
sus días hacia principios de 1986 como uno de los «ex militares» que extinguían
condena en la prisión Combinado del Este, a unos 15 kilómetros —en esa dirección,
el este— de La Habana, y mordisqueaban cualquier brizna de paja sacada de los
colchones o astilla de madera o un lápiz o el nervio de una mata arrancada al paso en
un fugaz tránsito por el patio, cualquier cosa que remedara un tabaco o un
mondadientes (estuvieron años sin que ni siquiera sus familiares pudieran
suministrarles la fuma). Había alcanzado los grados de coronel y se había destacado,
desde principios de los cincuenta, en La Habana, más bien en operativos policíacos
que en misiones militares, aunque era usual en Cuba que el Ejército supliera las
actividades habituales de policía, con todos sus miembros —no sólo los oficiales—
portando armas cortas y con la obligación de intervenir como agentes de la autoridad
ante cualquier delito o alteración del orden público, y la misma Guardia Rural —de
la que Miraval Miraval había surgido—, una especie de Real Policía Montada
criolla, era el servicio de policía de las zonas rurales del país, aunque bajo el mando
del Ejército y regido por una organización territorial de tipo militar, con puestos,
tenencias, capitanías, regimientos, etc. No había fronteras precisas en las funciones
pero Miraval Miraval fue capturado como criminal de guerra al triunfo de la
Revolución. Según se hiciera correr por algunas instancias, había un supuesto.
Supuestamente el haber sido el viejo sargento de la Guardia Rural del puesto de
Birán, movió los sentimientos de Raúl Castro para que se le perdonara de la pena de
muerte que se le impuso por su involucramiento en el asesinato de un político
llamado Pelayo Cuervo, ejecutado la noche del 13 de marzo de 1957 después del
fracasado asalto al Palacio Presidencial por un comando revolucionario que había
intentado «ajusticiar en su propia madriguera» a Batista. Mas había otro supuesto. O
conveniencia. Que no convenía un Miraval Miraval vivo y que pudiera echar a
perder en cualquier momento la pulcritud de la historia familiar de los Castro Ruz,
ahora que sus dos más insignes representantes, Fidel y Raúl, iban a convertirse en
iconos vivientes del país, y que por tal razón había que encontrarle una causa para
despacharlo. Encontraron la causa: Pelayo Cuervo. Para entonces, sin embargo,
habían cesado los fusilamientos debido al cada vez más elevado rating de
desaprobación internacional que el baño de sangre estaba reportando. Miraval
Miraval, desde su captura, compartió un fogueo hasta entonces sólo conocido (entre
los jerarcas de un régimen) por Rudolph Hess, Walter Frank y Erich Raeden:
pudrirse en una cárcel. Otro aporte singular de Fidel Castro y su proceso: que hasta
el triunfo de la Revolución Cubana, una experiencia histórica reservada para los más
altos oficiales nazis y confinada a Europa, es sacada de sus cauces y sometida, en
territorio del Nuevo Mundo, a los equilibrios de la igualdad. Un sargentón de la
Guardia Rural cubana, con el culo encallecido de dar montura por las guardarrayas
cañeras de Birán, con su fino bigotillo de actor de película mexicana y su vientre
cervecero, y jugador empedernido de gallos, se ve obligado a aprender entre los
muros de prisión a pasar más de la mitad alta de su vida en el mismo instante en que,
suponemos, Hess pone su monóculo de nazi octogenario en el área de alcance de su
exhalación, con objeto de aclararlo por influjos de una nubecilla de su propio vaho.
Desde luego que estos tres, entre los responsables del genocidio nazi, que fueron los
únicos en recibir condenas a cadena perpetua en Nuremberg (más 11 de sus
kamerads que no escaparon de la horca del patio de Spandau, y otros cuatro con
condenas de 10 a 20 años, y los tres absueltos) tuvieron el beneficio mínimo de un
juicio que duró 218 días. No es lo mismo un ejército alemán que uno cubano,
evidentemente. Es decir, no es lo mismo un genocida alemán para el que se requiere
un tribunal internacional constituido por las cuatro mayores potencias del mundo, si
es pertinente juzgarlo, que un esbirro criollo. El mensaje subliminal final que Fidel
pareció emitirnos es que nuestro pueblo produce muchos más criminales de guerra
por kilómetros cuadrados de territorio que cualquier otro en la tierra, si no cómo se
explica los centenares (o los miles, tranquilamente miles, ¿nunca sabremos la cifra
exacta?) de estos señores fusilados en enero de 1959 luego de, no siempre, la
pertinencia de algunos juicios contra reloj, más bien mítines políticos para
celebración de los vencedores, o que en la noche de 1987, cuando Rudolph Hess
decidiera suicidarse a los 93 años de edad, siendo el último de los condenados del
Tribunal de Nuremberg que poblara una celda en Spandau, aún quedaran en las
cárceles cubanas entre 400 y 500 oficiales batistianos que extinguían condenas
interminables como resultado de —14 años después de la caída de Berlín— haber
perdido una guerra. La rapidez expeditiva de los Tribunales Revolucionarios que
decidió la suerte de miles de oficiales batistianos, que en el mejor de los casos
sesionaban poco menos de un día y que terminaban contra la pared de un cementerio
de pueblo o en una zanja —que en muchas ocasiones era aún obra de un bulldozer,
para abrirla, mientras se desarrollaba, en el cuartel cercano, algunas de las sesiones
del juicio— y en donde se colocaba el reo para que, bajo el impulso de la descarga
de los garands de un pelotón dirigido casi siempre por el capitán del Ejército
Rebelde que acababa de actuar como jefe del Tribunal, cayera directamente sobre los
cadáveres de sus compañeros condenados en la sesión anterior y cubiertos apenas
por una paletada de tierra y por el zumbido y excitación de las moscas abocadas a la
dulzura de la carne muerta, fue un asunto aceptado finalmente por la opinión
pública. Era, seguramente, una expeditura merecida para un cuerpo de oficiales que
en una guerra de 2.500 bajas (como figura máxima aceptable), sumando los caídos
de ambos bandos, produjo no obstante 16.666. (6 % más criminales de guerra
prisioneros de por vida que los tres alemanes condenados a perpetuidad en
Nuremberg por su responsabilidad en una guerra de 40 millones de muertos.)31
Miraval Miraval, un viejito enfermo y con palabras apenas audibles y que venían,
como si ya estuvieran extinguidas, desde los últimos estímulos eléctricos de una
masa encefálica a punto de licuarse, ideas de una conciencia cada vez más remota, y
teniendo como única cosa que lamentar el no haber podido disfrutar nunca más,
desde enero de 1959, de un mondadientes y un tabaco al final de su almuerzo —
prender una buena aldaba, después del café, y darte palillo entre las muelas, «eso sí
era vida»—, y ahora con los finos labios temblorosos y rajados como cristal, fue uno
de los cerca de 500 militares de Batista que sobrevivieron a los fusilamientos, en
muchos casos masivos, que tuvieron lugar con el triunfo revolucionario. Esta tropa
derrotada y cautiva incluyó por lo menos a un general, Eulogio Cantillo, con el que
Fidel Castro planeaba una especie de golpe de Estado en diciembre de 1958, y que
fuera liberado hacia 1960. Fidel aún como jefe de guerrillas en la Sierra Maestra, y
Cantillo como jefe de las fuerzas del Ejército destacadas en la zona, conocieron el
primero de enero que Batista había huido y que ese golpe de Estado ya no tendría
lugar. Y treinta años después, hacia 1985, menos de dos centenares de pálidos
ancianos —el remanente de aquel medio millar de supervivientes de los paredones—
languidecían tras los barrotes del Combinado. Tenían un significado, pero nadie lo
escuchaba. Que una vez que levantas un arma contra Fidel Castro, no puedes
rendirla, nunca. Una postrera oportunidad de salir a pasear fuera del Combinado y a
mirar fugazmente hacia las calles de La Habana y recibir una soda y un tabaco como
premios fueron unas sesiones intensas de grabaciones y filmaciones organizadas por
el Ministerio del Interior para que contaran sus memorias «en cámara», un intento
revolucionario, que era el personal que se hallaba detrás de las cámaras, por
almacenar información histórica sobre las cosas desde el «otro lado» de sus batallas
contra Batista.32 Por su parte, Miraval Miraval negó enfáticamente —hasta el día de
su muerte en un camastro de la enfermería tras barrotes del Combinado,
probablemente en diciembre de 1985— ninguna vinculación suya con el asesinato de
Pelayo Cuervo. «Aunque les diría una cosa», advertía en tiempos mejores, «a
cualquiera que hubiéramos capturado esa noche, después del asalto a Palacio, no
hubiese visto la luz del sol más nunca». Sin embargo, cuando sus compañeros de
prisión lo abordaban con el tema inevitable de la paternidad de Raúl Castro —¿o
Raúl Miraval Ruz?—, probablemente como su única batalla de victoria indecisa
sobre la fuerza original de la Revolución, nunca negó. Sólo una sonrisa cómplice, un
gesto entre coqueto y socarrón. Y a veces, entre sus más cercanos socios, un guiño,
un gesto aprobatorio y el comentario nostálgico de «Tremenda vieja ésa».
CAPÍTULO 3
HOMBRE GRANDE, ISLA PEQUEÑA
CAPÍTULO 4
CóDIGO vs. ESTRATEGIA
Esto tiene que ver con el hecho de que la información no se reproduce, siendo
en cambio una facultad de la experiencia, y en cierta medida de los recuerdos, que sí
son capaces de reproducirse y autogenerarse —o, en especial, los recuerdos, de
recrearse. El rechazo de las oleadas originales del exilio cubano a las oleadas que les
siguieron, pisándoles los talones, sobre todo después de los acontecimientos
identificados como la flotilla de la libertad del Mariel, de 1980, es explicable. Estos
últimos participaron, hicieron la Revolución, al menos durante más tiempo que las
avanzadas contrarrevolucionarias de 1959 y el resto de los años sesenta, que cortaron
las fuentes de experiencia en fechas demasiado tempranas, para de inmediato
sumirse en el letargo de un exilio cada vez más prolongado, y que en las
proximidades de la vejez y el asentamiento de una incurable frustración, ven
aparecer de pronto esos rostros, desde el otro lado de la corriente del Golfo, y unos
30 años después de que los despojaran de sus propiedades y de que les fusilaran a sus
hijos o los dejaran pudrir en las galeras de La Cabaña o los campos de concentración
de Manacas o Kilo 7 y de que se acostaran con sus mujeres, y ahora investidos como
unos héroes, inescrutables y ruidosos, que vienen de regreso, con sus altas botas, y
que se sacuden del polvo de las batallas, y que han recibido la bendición de Muamar
El-Gadafi o le han arrebatado— en medio de una batalla en el Ogadén —el mando a
un general soviético de la estatura de Vasily Petrov, el jefe del frente asiático y
artífice de la guerra contra China, se presentan como los nuevos prototipos
contrarrevolucionarios. Pero son los que hicieron el proceso, los que conocen los
mecanismos y entre todos ellos se tratan de tú y contemplan aquel escenario de los
años sesenta cubanos como el inevitable paisaje después de la batalla y como sólo
pueden verlo los que vencieron y como nunca pueden verlo los que perdieron.
Ustedes se fueron mientras nosotros hacíamos la Revolución. Ahora nosotros somos
los que sabemos. Nosotros estábamos adentro. Desde adentro quisimos reformar el
proceso, los que quisimos hacerlo— porque no fuimos todos, en realidad, los que
tuvimos esas pretensiones reformistas. Tampoco estábamos en Miami ni en Union
City, New Jersey, cuando nos propusimos cambiar. Lo último que ustedes vieron al
salir de Cuba, fueron las ofensivas banderas rojas desplegadas en la torre de control
del Aeropuerto Internacional «José Martí», de Rancho Boyeros, como si aquello, de
repente, fuera Praga. En ese mismo instante cerraron la llave. Y se quedaron con una
información cada vez más inútil aunque cada vez atesorada con mayor fruición, y
aquella última imagen ya extinguiéndose fue su última visión de algo que ustedes
creen que fue la patria. Lo que nosotros estamos ofreciendo es la experiencia que
ustedes abandonaron desde su inicio. Al pie de la montaña, ustedes abandonaron el
empeño. Nosotros nos echamos la mochila a la espalda, respiramos fuerte y
comenzamos el ascenso. De ahí en adelante, fueron nuestros los dominios.33
Por eso, esta mañana, al filo de las 10:30, cuando Arnaldo Ochoa Sánchez, en
un acto tan simple como breve, decide escurrir el bulto de las preguntas que su jefe,
Raúl Castro le está haciendo, ninguno de ustedes, allá afuera, va a entender lo que ha
ocurrido, y van a servir al mundo cuantas interpretaciones se les ocurra, excepto una,
que es la única y verdadera. Esto es lo que va a dar combustible a la mayor cantidad
posible de versiones y análisis nunca antes producido en el área de Dade County.34
...la vida del compañero Arnaldo Ochoa Sánchez es un vivo ejemplo de las
cualidades y los méritos por los cuales hombres del más humilde origen se han
convertido en dirigentes y jefes que cultivan auténticos rasgos de modestia y
sencillez y gozan de la admiración, el respeto y el cariño de las masas. —Fidel
Entonces (como se ha dicho) esa escena de Ochoa reunido con Raúl Castro, Furry y
Ulises Rosales en el cuarto piso del Ministerio de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (MINFAR) es lo que va a dar combustible histórico, material de
discernimiento, argumentos y carga a una cantidad de personal cubano exiliado en
Miami y, en una escala más seria, a cubanólogos y politólogos de todo el mundo.
Combustible fresco, argumentos nuevos y excitantes en la abulia floridiana de la
emigración mientras un flamenco de pálido rosa clavado con una sola pata en un
remanso costero sacude el cuello y un pez de plata coletea atrapado en el pico.
—Ese que dicen ahora sí creo haberlo oído mentar. ¿Pablo Escobar? Cómo no.
Escobar. ¿El presidente de Colombia?
Es extraño, pero pocos se percatan de que la vara de medir sigue siendo Fidel
Castro. El caminar cansino del hombre que lo ha visto todo, el hablar lento y
puntuado con «humms» de interrogación es su hechura, esa entonación de los
campesinos de las provincias orientales para impartir conferencias en la Academia
Voroshilov, el ser ese tipo de cubano que conduce victoriosamente dos guerras y que
se ufana de dedicar su último pensamiento a Fidel, es su hechura. Eso es la
Revolución Cubana. Eso es Fidel Castro. No obstante, dentro de la misma hoguera
estallan y chisporrotean otras brasas.
Importante, crucial esa reunión del lunes 29 de mayo de 1989 en el cuarto piso
—inexcusable registrarla hasta la saciedad y en la que es menester entregarles todos
los elementos disponibles, para que no vuelen a ciegas— porque es el momento en
que un país acaba de morir y en el que otro nace, el instante que define, de un golpe,
todo el pasado y todo el futuro del alma de la nación. O Arnaldo seguía siendo el
meritorio soldado de la Revolución que había cumplido las más difíciles y
grandiosas tareas y que, motivado por su propia conducta, debía pasar a un discreto
segundo plano y fuera del ejército, al menos durante un tiempo, o miraba —como
miró—, paneando de izquierda a derecha, sobre los rostros de Ulises, de Furry y de
Raúl, que se hallaban en ese orden detrás del buró, y les decía —como dijo—, con
una voz ronca, glacial, y con el adecuado destello de desprecio y hasta de odio en sus
negras pupilas incandescentes, y asintiendo, muy levemente:
CAPÍTULO 1
UNA ISLA EN SÍ MISMO
No era la primera vez que alguno de los más cercanos compañeros de Fidel
Castro intentara hacerse con el control de su escolta. Otros, nunca escaparon al
asombro.
Leoncito era el coronel Alberto León Lima, a quien conocí como jefe de
logística —un servicio que en las Fuerzas Armadas cubanas es llamado
«Retaguardia» y los funcionarios militares que le atienden «retaguardieros»— de las
avanzadas nuestras en Menongue, la capital provincial de Cuando-Cubango, que era
el territorio de Angola que los colonizadores portugueses llamaban Las tierras del
Fin del Mundo. Era el combatiente más atildado y limpio que se podía localizar en
los alrededores de aquella tropa cubana que como toda buena tropa cubana sólo
necesitaba de dos días de marcha de campaña para lucir los uniformes más
enfangados y las botas más macilentas y las barbas más cerradas y los dedos más
grasosos y las miradas más terrosas, todo lo cual no era otra cosa que la base
primigenia de las fuerzas de combate más tercamente indisciplinadas de la historia
contemporánea, siempre en la frontera de la insubordinación, pero que a su vez le
permitía granjearse las virtudes y provechos de la iniciativa individual. Leoncito no.
Él desentonaba por aposición, al revés de que hubiesen puesto a marchar con una
compañía de West Point el día de graduación a un guerrillero nuestro, con el AK-47
al hombro, agarrado por el cañón, como un bate de béisbol cuando te acercas a la
caja de bateo. En la pulcritud de aluminio de su uniforme, sin una sola arruga, ni una
sola maldita arruga, Leoncito sólo se permitía el lujo de que una media pulgada de
su pequeña regla de cálculo sobresaliera por encima de la solapa del bolsillo
izquierdo de su guerrera, donde también se alineaban, en el perfecto orden de mayor
a menor, tres bolígrafos de algunas de las casas comerciales europeas que vendían
vituallas al ejército angolano. La regla de cálculo y el pelo lacio perfectamente
recortado de Leoncito, en un corte al estilo de un ejecutivo y no como producto de
una barbería militar, nos recordaba una dimensión de la guerra, su cierto sesgo
comercial, que percibíamos como ajena a la gloria, y ciertamente desentonaba en los
bosques angolanos por los que nos desplazábamos a la máxima velocidad de 80
kilómetros por hora de nuestros transportadores blindados BTR-152 de factura
soviética y todos nosotros, aguerridos combatientes internacionalistas cubanos, con
los culos cerrados como puños, en su nivel máximo de apriete, a la espera de ser los
próximos en pisar una mina y ver la explosión de un estómago que libera el paquete
de tripas y pedazos de costillas y de la columna vertebral, despedidos más allá del
alcance de tus brazos cuando tratan de recoger algo que ya es inasible y que, sin
dolor de ninguna especie, sin sonido alguno de la tan esperada mina anticarro de
alivio por presión que acaba de agraciarte y que elevó un sonido bajo y seco que tú
nunca escuchaste, determina el instante en que todo acaba, con el grotesco brocal de
tus resbaladizas visceras como última visión que se tiene cuando eras de la
tripulación del BTR-152 y te mueres, a bordo de aquel beteerre que será una pieza de
metal mohosa y retorcida al borde de un camino menos de un año después y el paso
de una temporada de lluvia, noble máquina de guerra de la que ahora origina la alta
fogata de humo negro que los neumáticos y el combustible derramado remanente
alimentan y que marca el sitio exacto, a medio camino entre Menongue y Cuchi,
donde el paso del transportador, al caer en el vado donde ocultaron la mina, aliviase
el mecanismo de presión.
No hay churre en las alegorías que entona el papel moneda. La mugre parece
ser un departamento aislado y de poca aceptación incluso para los historiadores.
Tampoco la mugre en los cojones del Comandante iba a ser algo que su tan
codiciada televisión se atreviera a programar.37
—Esta que está aquí —decía un hombre que de pronto adquiría, en un almacén
de raciones de combate, en el que predominaba el olor del betún de las botas
soviéticas y de pescado seco y tasajo, la enorme estatura de los patriotas que ilustran
y dan fe de solvencia en los billetes de toda la humanidad. Alberto León Lima era
igual en ese sentido que el George Washington de los dólares o el José Martí de
nuestros pesos republicanos.
El público del almacén asentía, en grave silencio, y hasta con cierto orgullo.
No todos los días hay motivo de orgullo, por lo que era formidable para tres o cuatro
tipejos de Retaguardia y un periodista —que tal era el público— disponer de tan
insignie compañía para liquidar una estiba de Cucas du copo. Teníamos esa fortuna,
y la fortuna de habernos robado las cervejas del almacén sueco del Alto
Comisionado de la Cruz Roja Internacional, en las proximidades del aeropuerto. No
habrá nunca una emisión de billetes con nuestras operaciones de secuestro de las
reservas de cerveza del Alto Comisionado.
Desde luego, no había debajo del personaje que Leoncito reclamaba como su
propia persona una cinta con una heráldica que dijera CORONEL ALBERTO LEÓN
LIMA, PRIMER CHOFER DEL COMANDANTE EN JEFE. En verdad era muy
difícil distinguirlo entre el grupo que constituía en fuga triangular, dominada por
Fidel (éste sí perfectamente reconocible), el centro de la escena. Pero Leoncito
afirmaba que una de aquellas cabecitas, del rebelde con el fusil en alto, era la suya.
El anacronismo de que el vehículo sobre el que se desplazaban fuera un tanque y no
el Wyllis del que Leoncito se ufanaba en ser un maestro de su conducción, quedaba
sobreseído por el silencio de nuestra parte. Buenos amigos. Ésa era la característica
fundamental no-leninista (y muy pronto sabremos que también no-fidelista) de la
Revolución Cubana. Sus hombres sabían ser buenos amigos. Casi era lo único que se
reclamaba. Ser buen amigo.
«Y pensar que sea yo el que le está manejando a este hombre, caballeros», dijo
Leoncito un par de veces.
Suficiente.
No entendió que el mundo había cambiado. Que una palabra de muy poco uso
en Cuba, una palabra corta y áspera, que es rigor, ganaría espacio al conjuro de este
hombre al que él había servido a lo largo de 1.000 kilómetros de carretera —y al
cual continuaría sirviendo, hasta el final de sus días (de los de Leoncito, por
supuesto) pero ya nunca más teniéndolo en la intimidad del asiento derecho— y que
acababa de mandarle a decir a través de uno de los ayudantes que se presentara en
Managua (un campamento en las afueras de La Habana) y se incorporara en el
primer batallón de tanques, para que «ayudara allí a los compañeros en lo que se
pudiera».
«Chene.»
Ése era el apodo de Joseíto, que fue una especie de zapatero remendón o
talabartero no colegiado de la casa de Juan Gualberto, cuando de la prosapia de una
familia presidenciable de principios de siglo sólo quedaba el techo de una casona
para albergar un tallercito de alpargatas. Chene. Joseíto. Fue (es) el último
comunista en la guardia del Comandante.
Desde luego, había otra dimensión para estar junto al hombre. La de los criados
que atienden el convite. Ésos no tienen que averiguar ni saber quién mata a los
presidentes americanos. Todo lo contrario: mientras menos se interesen en política,
mejor. La única política que tenían que saber es la del hambre pasada y que la
Revolución los alimenta y los calza y les da una casa y los pone a viajar por todo el
mundo y hace ingenieros o médicos de sus hijos. Es decir, pueden incrementar su
sentido político hasta el nivel en que sus necesidades han sido satisfechas. Es el caso
de Joseíto. No el de Carlos Quíntela, uno de los que lo eligiera para la posición.
Aunque venían de la misma hambre y de las mismas apetencias, cuando la
Revolución cubrió sus necesidades y se dispuso a hartarlos, encontraron el
desasosiego. Resultaron hombres frugales en ese sentido del plato de comida o del
techo que los cobija (o que debe cobijarlos). Por consiguiente, la política que
tuvieron y que fue armada de la experiencia de vivir en una cabaña sin agua
corriente de un barrio marginal cubano amalgamada con las sesiones de
adoctrinamiento de mala muerte que les daban los mensajeros del Partido y su cruda
propaganda estalinista, vasos comunicantes entre el estómago vacío y las octavillas,
y que se escanciaba tan dulce en los cerebros de estos muchachos de las fincas del
odio, y que era el marxismo de las afueras de La Habana, entre palmas, mosquitos y
lunas llenas, fue sólo un pivote para los más despiertos, para los que entendieron que
la frugalidad era una virtud, y que la poderosa industria tabacalera nacional permitía
a Cuba ser el país ideal para cubrir de humo de baratísimos pero excelentes
cigarrillos negros las paredes del estómago de nuestros luchadores, y permitir que
olvidaran la falta de potaje. De modo que una tarde de 1967, Carlos Quíntela
Rodríguez era ya un peatón, otra vez la infantería de los desplazados del poder,
cuando la caravana del Comandante, rauda y tensa, en tres jeeps soviéticos de cuatro
puertas, le pasó por al lado, exactamente en la intersección de Avenida de Rancho
Boyeros (que conduce al Aeropuerto Internacional «José Martí») y Avenida 26 (que
corre del norte al sureste de la ciudad y pasa frente a las puertas del viejo Zoológico
y de la llamada «Ciudad Deportiva») cuando uno de los tiradores del primer carro,
sacando medio pecho por encima de la portezuela y retirando amigablemente el
cañón de la UZI y ocultándolo por breves segundos de la vista del público en las
aceras, y elevando la mano del brazo derecho, que también había sido retirada del
gatillo, y haciendo un alegre y rápido semicírculo de saludo, gritó a su compañero, a
quien había reconocido de inmediato: «¡Quíntela! ¡Mi hermano!» El veterano
dirigente de la Juventud Socialista de Arroyo Naranjo aún no tendría 30 años aquella
tarde y —aunque ya estaba expulsado del Partido y la Seguridad lo tenía bajo
chequeo— reaccionó como un tiernecito abuelo, orgulloso y satisfecho, al saludo de
Chene y a su grito estentóreo desde atrás del asiento de Fidel, un Fidel que, para
buscar la persona aludida por su escolta, se vio obligado a girar la cabeza sobre su
hombro derecho, el ceño de antemano fruncido y la disposición inmediata a la
recriminación del hombre de su aparato por saludar a personas ajenas durante el
servicio.
09:54 am.
Y así, estando solo en el salón trasero de su Mercedes 560 SEL blindado, con
las cortinas corridas, Fidel Castro se concentró en la lectura de los files de los
últimos viajes de Tony. El coronel Joseíto, delante, con el chofer, se mantenía
observándolo, de reojo, tanto para atender cualquier solicitud como para ir midiendo
su estado anímico, que —como se ha dicho—, se presagiaba borrascoso aquella
mañana, y el Mercedes con su imponente marcha de acorazado a una velocidad
crucero esta mañana de 70 kilómetros por hora, que en la estrechez de dos vías por
cada senda de Quinta Avenida, parecía mucha mayor velocidad. Aunque, de
cualquier modo, estaban en una vía expedita, porque el carro guía iba apartando con
señales de sirena o con los mismos escoltas que sacaban los brazos y/o el pecho y
apuntando a la cabeza, en algo más que una actitud intimidatoria, a cualquier
transeúnte sospechoso o chofer que hiciera el ademán de acercarse y ordenando
detener la marcha y que se arrimaran a la derecha a cualquier vehículo que
sobrepasaran.
Éste fue el equipo que completa la información requerida por Fidel para su
montaje.
Comienza a revisar las hojas, que va pasando con gesto desconfiado como si
esperara una trampa de cada palabra : —en la que él no puede caer y que él debe
eludir—, y la mirada, fiera, de alta velocidad, se desplaza con una ligera oscilación
de su cabeza sobre las líneas mecanografiadas y sólo es capaz, por breves instantes,
de producir una imagen de sosiego en el transcurso de su dura lectura, cuando debe
parecerse a su propio abuelo, al humedecer las yemas del pulgar y el índice con la
punta de la lengua, para proporcionarles una mayor superficie de agarre sobre las
hojas.
No espera mucho de la reunión de Raúl esa misma mañana. Están con Ochoa.
Tchh. No hay nada que esperar de esa reunión. Joseíto ha oído el chasquido de los
labios del Comandante y observa de reojo la situación en el salón trasero del
Mercedes. Reunión para la que Raúl lleva su agenda preparada, con los tres puntos
esenciales, ¿no? El «no» lo dice en voz alta. ¿No?, dice el Comandante. Son como
desperdicios de su soliloquio, que salen a flote. Joseíto eleva la mirada al retrovisor.
El Comandante continúa con sus expedientes sobre las piernas cruzadas. Tiene su
agenda que son las fiestecitas de relajo, Gorriarán y los vínculos con Pablo Escobar.
Están reunidos en ese momento.
Bah, no van a llegar a nada. Suspira. Qué mierda.
«Jordán Puño.»
«Puño Jordán.»
Otros han conocido el margen más estrecho de la suerte, unos infelices, los
hijos del pueblo. En 1965, en medio de un ciclón de poca intensidad en el occidente
de la isla, Fidel se encontraba recorriendo las zonas afectadas cerca de un río
llamado Cuyaguateje, cuando el Secretario de la Unión de Jóvenes Comunistas de
una localidad cercana perdió los frenos de su jeep Gaz de dos puertas mientras iba al
encuentro de su líder en el fondo de una pendiente y, entre los resbalones en el fango
y las cascadas de lluvia y los frenos jodidos no hubo forma de detenerse. Estaba
timoneando para no volcarse cuando una escuadra de la escolta del Comandante,
rodilla en tierra, le abrió fuego, a corta distancia, con sus seis bocas de las UZI
belgas.48 Otros cinco hombres, en acción clásica de protección, rodeaban a Fidel,
que se cubría de la lluvia con un grueso capote de lona del Ejército Soviético, y que
ya desde entonces, con la palidez de su piel y la cabeza cubierta por la capucha de su
rigurosa indumentaria, tenía la presencia que tiene la muerte en las películas de
Ingmar Bergman, con su rostro lombrosiano, de pómulos angulosos, y que gusta de
hacer uso de cierta dialéctica y que es estar preparado para ser asesinado en forma
permanente y acatar todas las vibraciones negativas de sus premoniciones y
disponerse a abrir fuego sin contemplaciones ante cualquier asalto de duda. Como
suele ocurrir, es decir, como es una costumbre si el fallecido estaba a favor de la
Revolución, esa noche no faltó la corona del Comandante en la funeraria del pueblito
y el envío de un emisario para saber qué podía hacer por los padres del muchacho. E
intentar una explicación de que la seguridad del Comandante creaba unos hombres
muy celosos de su deber y que podía considerarse que la pérdida de este joven valor,
casi un niño, ¿su hijo, no?, era la de un mártir más de la Patria caído, de alguna
manera, en la lucha contra el imperialismo yanqui y que como mártir sería venerado
por incontables generaciones futuras y ellos, como padres de un mártir, serían así
bendecidos y cubiertos de todos los cuidados necesarios por la agradecida Patria
Socialista.
Unos meses más tarde, en la misma sede del Comité Central del Partido
(mirándolo de frente, el ala derecha del Palacio), un ingeniero que había ido de
consultas a las oficinas de atención del sector agrícola, y que creyó adecuado
presentarse en las máximas instancias partidarias con su uniforme de campaña de las
Milicias Nacionales Revolucionarias (un animoso cuerpo de combate, al que se
ingresa voluntariamente), se sorprendió en grado sumo y se excitó y cayó en una
situación próxima al paroxismo al ver a Fidel en la amplitud de mármoles y
sosegadas luces del lobby del Palacio (por el que puede entrar un par de veces al año
con el propósito de «despistar» a cualquiera que le esté chequeando su «rutina») y
quiso correr a saludarlo, pero, quizá debido a su obesidad y a los rigores de su
atuendo militar, quizá las botas de media caña, quizá debido a los pantalones
bombachos, el caso es que dio un mal paso y se le cruzaron las piernas y resbaló y
cayó de bruces. Hasta ahí. Hasta esa parte el episodio incluso hubiese sido gracioso.
El problema es que el revólver que portaba se le desprendió de la cartuchera y se le
deslizó frente a las narices y él, lógicamente, hizo el intento, al menos el ademán, y
estando aún en el piso, de retener su revólver que, de lado, se desplazaba sobre la
superficie resbaladiza de granito negro pulido. La única seña particular
sobreviviente más de 36 años después es que se apellidaba «Rodríguez», el ingeniero
Rodríguez. Y que era un hombre corpulento, de unas 280 libras, calvo y mofletudo, y
que los rafagazos de las UZI en que lo hirvieron, que levantaron aquella masa a un
metro de altura, y que lo pegaron contra una pared ya embadurnada de espesa sangre
y tripas y con los plomos restallando con chispas y haciendo saltar los fragmentos de
mármol, se hicieron otra vez rodilla en tierra —rodilla en granito, en este caso—,
símbolo de un excelente entrenamiento para tiradores de rompimiento que son
preparados para responder —actuar— automáticamente.
Los ascensores, no han leído mal, son Otis legítimos, americanos, de la última
línea, ya que uno de los supervivientes del ataque al Palacio de la Moneda de
Santiago de Chile, el Dr. Bartulín, es su representante en La Habana. Ustedes pueden
ver al Dr. Bartulín el 11 de septiembre de 1973, poco después del primer
intercambio de disparos con los golpistas de Pinochet. Tres o cuatro hombres
asomándose por una puerta de la Moneda. Bartulín está detrás de Salvador Allende,
y Allende —la última vez que lo verán vivo—, está con el chaleco antibalas y el AK-
47 que le obsequiara Fidel en días más felices y el casco de acero del Ejército
Nacional que no existe forma de que haga juego con sus gafas cuadradas de tenedor
de libros al que le quedan 21 minutos de vida. Bartulín, que era el médico de
Allende, logró salir de la ratonera en que se convirtió La Moneda y luego huyó a
México. Allí, supuestamente, fue el médico de cabecera de Gabriel García Márquez.
Pero —en sus paseos por La Habana como médico de Gabo— en algún momento
debe haber entendido que había un campo mucho más lucrativo en los miles de
elevadores Otis que permanecían sin serviciar en esta ciudad desde casi el triunfo de
la Revolución, y en los otros miles que aún no estaban allí y que, con toda seguridad,
habrían de estar pronto, y esos que estaban sin serviciar cada vez ofrecían un peor
aspecto, con sus pesas mugrosas y cansadas, y la grasa gorda filtrándose por las
paredes de las cabinas y los pisos hundidos y el reporte de que se estaban
desprendiendo de los cables y la explosión de los pasajeros al rebotar las cabinas
contra el piso o los que se quedaban trabados durante seis y siete horas hasta que
llegaban los bomberos o unos viejos mecánicos en edad de retiro desde el siglo
pasado o las puertas que se abrían sin que el elevador estuviera en el piso y los
pasajeros se precipitaban al vacío, o chocaban contra el elevador que subía o eran
aplastados abajo cuando el elevador llegaba. Bartulín vio el negocio. Desde luego la
firma Bartulín Otis no viola las leyes del embargo norteamericano que prohíben el
comercio con Cuba. Sus elevadores Otis no proceden directamente de los Estados
Unidos. Vienen de las subsidiarias europeas o mexicanas. Así tenemos en
determinadas instituciones del país máquinas Otis gringas que no violan el embargo
porque son máquinas gringas que viajaron primero a Europa. De cualquier manera se
le agradece su empeño al Dr. Bartulín por lo que pueda significar de ahorro del
sonido de escofina macerada por una sierra de cadena sobre titanio que emiten los
ascensores soviéticos.
Fidel sabe esto que cuento ahora. Carlos Aldana también. Y el coronel
Domingo Mainé, que era el jefe de la escolta del Comandante el 6 de noviembre de
1987. Ese día ellos tres visitaron el Centro de Microcirugía Ocular del afamado
profesor Svyatoslav Fedorov, en las afueras de Moscú. El último viaje de Fidel al
Moscú que era la capital de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Gorbachov lo había invitado a una conferencia internacional de partidos comunistas
y Fidel aprovechaba para conocer las facilidades del profesor Fedorov, donde se
especializaban en la corrección en serie de la miopía. Una fila de miopes sentados en
sillones como de dentistas eran sometidos al veloz tratamiento del profesor, que iba
de silla en silla como un campeón de ajedrez que acepta el reto de veinte
simultáneas en un juego de exhibición y al final, como Cristo, decretaba: «Tire sus
gafas. La miopía ha abandonado su vista.»
Los visitantes requieren de un guía que (ellos no lo saben) no sólo está armado
sino que les hace pasar por no menos de tres arcos de detección de armas y metales,
ocultos tras las molduras de las losas de mármol, antes de sentarlos en el gran salón
de espera, donde se les somete a la vigilancia de los micrófonos y las cámaras de
video ocultos, como cultura previa a la de ser conducidos al despacho del Presidente
del Consejo de Estado y de Ministros Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.
El caso es que los exteriores mantenían la misma arquitectura ante los ojos
ignorantes de los transeúntes y las denunciadas incursiones, a las alturas
estratosféricas, de los U-2 (en los años sesenta) y los SR-71 (en los años
posteriores), mientras la colmena adentro se revolvía, y ponían tabiques y
cambiaban falsos techos y tumbaban paredes por aquí y levantaban paredes por allá
y condenaban puertas para tapiarlas con paredes y derribaban paredes para franquear
puertas.
Esta pasión por establecer las sedes de su gobierno en unas especie de quesos
gruyeres tiene su explicación en lo que se llama «Síndrome de la barbería» y en el
hecho de que los edificios fueron construidos antes del triunfo de la Revolución y no
debe ser muy complicado para la CIA obtener los viejos planos o reconstruirlo sobre
información obtenida entre los contrarrevolucionarios de Miami y que no fueron
obras diseñadas como fortalezas para la Guerra Fría. Tómese de ejemplo la entrada
número 7 por la que sólo pueden ingresar al edificio los coches de la caravana del
Comandante, porque de intentarlo cualquier otro, va a recibir como primera señal de
contención una granizada de balas desde todos los sectores que mate a sus
ocupantes, y que en la concepción original del edificio como Palacio de Justicia era
uno de los niveles del amplio parqueo gratuito para visitantes.
El día que este hombre se muera y desande por estos desolados pasillos de
mármol blanco en los que no se ha escuchado otro percutir ni otro hollar más fuerte
e identificable que sus propios pasos comprenderá que con el objeto de haber
preservado su vida a ultranza no logró sino anticiparse a su propio conocimiento del
mismo, eterno escenario que se reserva para la muerte, en estas limpias catacumbas
de paredes cubiertas con mármol de la Isla de Pinos y dulcemente ventiladas por
climatizadores artificiales y tantos pasadizos que no llevan a ningún lado o que
regresan al mismo punto y las docenas de puertas atrás de las cuales sólo hay
paredes y las escaleras que ascienden a los pisos inferiores y los ascensores que
conducen a pisos con botones en la pizarra que no tienen sus números, botones
ciegos, y nadie en esos pasillos aunque sabes que estás siendo sometido a una
minuciosa vigilancia y que los tienes pegados a la nuca y los infinitos y estables
tubos de luz fría iluminando los reflejos pulimentados de su propia luz reflejada y
algún día él estará muerto realmente y caminaremos los pasillos por los que con toda
probabilidad nadie había cruzado después que las cuadrillas del Ministerio del
Interior ajustaron las lápidas de mármol y pulieron los pisos de granito y supimos
que el enemigo nunca llegó a tocar a nuestro Comandante.
Fidel en su despacho.
Fidel, aún de pie, deposita los expedientes sobre el buró de caoba negra, la
exclusiva pieza de ebanistería moldeada de un tronco que se formó durante un siglo
en el firme de Sierra Maestra y que fue talado con el deliberado propósito de crear
este mueble emblemático desde el que, en efecto, se comanda la Revolución Cubana
y sus fuerzas en África y América Central y una porción considerable de la política
de los países del Tercer Mundo así como desde el que averigua la cantidad de veces
que la mujer de Núñez —su compinche para las confesiones de fumador renegado, el
capitán Antonio Núñez Jiménez—, una ahora rolliza Lupe Véliz en la cama de la
cuál también él se deslizó alguna vez, o ella en la de él, de visita habitual en la casa
de protocolo de Gabriel García Márquez, entra en la cocina y se zampa algún
alimento, dos bolas de helado, un pargo, la ensaladita sobrante de las vísperas.
(Uno de los choferes asignados por la Seguridad del Estado para trabajar en la
casa de Gabriel García Márquez, reportaba acuciosa y directamente él al
Comandante de las incursiones culinarias de Lupe Véliz. Fidel quería saber
exactamente la cantidad de veces que entraba en la cocina de los García Márquez y
lo que consumía. Y si cargaba con algo para la casa, o cualquier envoltorio o
paquetito que se echara en la cartera. Nuestro amigo, el confidente personal de Fidel
para «el caso Lupe» es un mulato alto, delgado, de establecida calvicie, y que se
llama Candevat. Él mismo —habíamos establecido una buena comunicación a nivel
de humildes combatientes revolucionarios—, me hacía los cuentos, divertido, del
desprecio expresado por el Comandante «hacia la Véliz», uno de esos inexplicables
rencores clasistas que ni siquiera una revolución supuestamente «obrera» logra
mitigar. El odio, en realidad, es siempre «a los de arriba». García Márquez y su
mujer Mercedes y Lupe Véliz y toda la empleomanía de esa casa saben a qué
Candevat me estoy refiriendo, y Fidel sabe perfectamente bien que es verdad lo que
estoy contando.)
Esta mierda, yo debía saberlo, eran todos los teléfonos del mundo que
requerían pulsarse.
Había sido una noche animada en relación con el interés del Comandante de
que yo elevara mi nivel de admiración por él y que, así lo creí entender, también le
expresara un poco de sentimiento de solidaridad. Un sábado de febrero o marzo de
1984, Fidel me mostró su último trofeo: un enorme tabaco, como de un metro de
largo, colocado sobre una base de madera, enviado por el sindicato de una fábrica de
puros que acababa de ganar una emulación productiva. «¿Qué te parece? ¿Eh? Ganan
la emulación y me mandan este tabacón. Nobles que son.»
Había algo más que puerilidad en el diálogo. Algo que, me van a perdonar, era
no sólo perturbador sino que reclamaba compasión. Quizá nadie mejor que yo en
aquel momento para procesar toda la información que se estaba emitiendo y actuar
en consecuencia porque soy un escritor y porque aprendí arduamente la lección de
mi maestro Hemingway cuando dijo que un escritor tenía que acostumbrarse a su
soledad. Aquel hombre no era un escritor, era seguramente por naturaleza un asesino
tan despiadado como temperamental y no podía ser escritor porque carecía de una
verdadera capacidad de abstracción y porque su pensamiento no era parabólico y por
tanto no podía concebir moralejas amén de que en los próximos años, entre él y yo,
estableceríamos argumentos de sobra para convertirnos en enemigos a muerte —y a
muerte será, compañero— pero aquella noche probable de febrero, yo con mis
reglamentarios jeans y chaqueta Levi’s y él con sus investiduras eternas de la guerra
en la jungla, éramos dos seres equipados sólo con nuestras soledades, y como
navajos con sus tesoros de baratijas, no teníamos otros bienes para compartir, dos
náufragos que se intercambian saludos de desesperanza a lo lejos y en la vastedad
del océano y de inmediato, impulsados por corrientes contrarias y que no dominan,
siguen de largo, cada cual por su rumbo.
«Cojones, pero qué soledad la de este hombre», pensé.
Evidentemente una hora aún temprana para el efecto que quería lograr, porque
en su estrategia verbal, a continuación, aumentó casi dos horas en progresión.
«Pues ahorita son como las nueve ¡y yo estoy aquí todavía, trabajando!»
Asintió, grave.
«No, del carajo, Comandante», dije, casi como quien ofrece un pésame por la
muerte del padre, que es cuando, meditabundo, logré a plenitud, aunque casi
involuntariamente, la precisión enunciativa que requería el momento, cuando le dije:
«Un sábado por la tarde y yo aquí trabajando, mientras el pueblo se va por ahí,
de fiestas. De verdad que nadie lo creería.»
Fue, que recuerde, la segunda vez que salí airoso de una situación semejante.
Otra vez —y otra vez solos—, mientras me disertaba sobre las luchas gansteriles en
La Habana de su época universitaria, fines de los años cuarenta, la época conocida en
la Historia de Cuba como «los días del gatillo alegre», interrumpió su descarga para
decirme:
—Tengo hambre. Voy a pedir un té. Sin azúcar, por supuesto. ¿Tú quieres?
Sí, tuvo un gesto de contrariedad, pero creo que esa noche fue cuando me lo
gané por completo, no porque yo haya tenido la osadía de contradecirlo, que debo
haber sido la única voz discordante en su existencia durante mucho tiempo antes y
mucho después, sino porque decidió en ese instante que tenía que hacer un sostenido
trabajo de persuasión conmigo para que aprendiera a mitigar el hambre con té de
manzanilla tibio sin azúcar.
(Al final, la astucia política resplandecía sobre el terreno de desastres que otros
abonaban, y la presencia de piezas sueltas como el gordito René Portocarrero en el
área de combate le daba la oportunidad a Fidel Castro de lucirse con una de sus
maniobras perfectas de obtención múltiple de propósitos. La intelectualidad europea
que aún forcejaba entre las garras del existencialismo que era un humanismo y su
necesidad imperiosa de experimentar algunas emociones fuertes de sacudida se
deslumbra naturalmente al saber que Fidel Castro, desde su bastión en la isla, abre
las puertas de una revolución comunista a la pintura abstracta. Mientras Nikita
Jruschov, entusiasta y con el gusto pueril de un ordeñador de vacas ucranianas,
acomete la estupidez banal de quemar los cuadros de la escuela abstracta que se
encuentra a su paso en una exhibición moscovita, a los que previamente ha
pisoteado, oh es maravilloso contemplar lo que hace Castro, Castro que además de
derrotar a Batista y a los americanos, dice que cada cual puede embarrar sus lienzos
como le plazca. Desde luego, bastaba comparar al pequeño comisario de sombrerito
de alas titiritantes y su traje cortado por el sastre de guardia de los almacenes GUM,
con la soberbia estatura del guerrillero de ascendencia gallega y con las dos pelotas
de sus enormes testículos perfectamente enmarcados en sus pantalones de campaña.
Una pena que los pintores abstractos se tengan que traicionar a sí mismos si se
proponen sintetizar la imagen de desbalance entre el salvaje, despiadado y ya un
poco achacoso y corto de tamaño y dientes de oro oso soviético y el joven émulo del
Padre Las Casas que se han ganado los pintores abstractos. Así que Fidel Castro se
echaba en un bolsillo a los intelectuales europeos a propósito de una defensa del arte
que, en definitiva, más le convenía. Que sea bien abstracto, por Dios. Mientras mas
abstracto mejor. ¿No existe también una escuela de literatura abstracta? ¿Que no
diga nada? Sería formidable. Lo menos que él quería era algo concreto, datos cifras
testimonios, ni siquiera realismo socialista. Nada de eso. Nada de realismo, por
favor.)
Fidel lo recibe a uno de pie, colocado detrás de su buró, y suele invitarlo a uno,
con un gesto de la mano derecha, a sentarse en una de las dos butacas en posición
convergente que tiene enfrente; al menos, eso ocurría conmigo. Si uno no es un
invitado extranjero o alguien al que es imperioso ofrecer una impresión formal de su
liderazgo, él puede encontrarse sin su emblemático zambrán,* del que se ha
despojado para aliviar la cintura mientras se dedica a sus labores de oficina, y esto le
da un aspecto sosegado y de intimidad hogareña y como si anduviera en pijama o
bata de casa. Atrás, el cuadro de la ciudad de Portocarrero es demasiado poderoso
como para que uno lo saque de la escena, pero, cosa extraña, cuando uno es admitido
en el espacio de límites rectangulares de este despacho, se descubre que, en su
presencia, teniéndolo delante, Fidel Castro es un paso obligado de la mente de uno, y
aunque tuvieras detrás Los girasoles de Van Gogh tú no ibas a desviar la mirada del
enfoque cuasihipnótico que tienes del hombre vivo y palpable y también inmortal, tú
lo sabes, que te,está invitando a tomar asiento en sus predios. Es la victoria total del
crimen sobre el genio.
Otros, creen encontrar su salvación donde una vez pecaron. Creen que pueden
lograr su absolución describiendo con detalles este despacho de Fidel Castro a sus
interrogadores de la Inteligencia americana, y ni él ni su entusiasta interrogador por
supuesto (el nivel de los interrogatorios es táctico, solo táctico, como comprenderán)
saben que pierden miserablemente su tiempo. Nadie en Washington ni en Langley va
a apreciar su esfuerzo. Fidel sigue siendo su enemigo favorito, intocable. En su
débriefing (puede traducirse como informe exhaustivo a partir de un interrogatorio
implacable) del 15 de enero de 1990 conducido por la 470 Brigada de Inteligencia
militar de EUA, el ex mayor de las Fuerzas de Defensa de Panamá (acabadito de
capturar, el pobre) Felipe Camargo, entre largos y sostenidos sollozos y la enorme
preocupación de lo que el futuro podía depararle, desmenuzó los pormenores de
todas sus reuniones con Fidel Castro en este despacho, a las que asistía con otros
militares y funcionarios de alto rango de las delegaciones panameñas en el
transcurso del puente de armas e instructores cubanos a Panamá de 1987 − 1989. Al
final, Camargo dibuja un sketch del enclave y el oficial investigador anota a pluma
debajo de la transcripción mecanografiada del debriefing que lo ha confrontado con
otros panameños que estuvieron en esta oficina y lo pronuncian correcto; almost
pronounced accurate.55 Sí. Es accurate, y uno se indigna cuando lo ve, porque dice,
coño, mira cómo lo descubren, cómo lo denuncian, cómo lo exponen. Cómo hacen
un croquis casi perfecto del despacho del Comandante y se lo entregan a la
voracidad de su eterno enemigo.
«¿Entonces tú dices, Pepe, que los yates vienen de las marinas de Miami?»
Abrantes era uno de los pocos hombres que nunca dejó de tutear a Fidel. Del
mismo modo que en un entorno donde sólo cabía la posibilidad de que todos los
súbditos lo trataran con la reverencia del «usted», Abrantes se las arreglaba para
continuar usando el simple «tú» de la segunda persona sin que jamás sonara como
una atribución indebida.
«¿Y entonces qué es lo que tiene Tony en Cayo Largo?»
«Nada, Fidel. Él no tiene nada. Allí no tiene nada. Lo que pasa es que está más
desguarnecido que Miami o Cayo Hueso. Entonces los lancheros prefieren salir de
Cayo Largo. Y allí tienen sus barcos. Menos vigilancia del Cosgar.»
«Sí. De allí. Éstos son los lancheros que nos traen las mercancías. Eso también
está en el informe.»
Fidel tiene el asunto del «Caribean Express» desde principio de año. Bueno,
eso podía estar conectado con Cayo Largo.
Estaba, por último, así... que fuera importante, el plan de secuestro del propio
Abrantes que estaban inventando unos johnnys medio locos de Miami. Un asunto de
la DEA.
¿De tecnología?
No. No es nada de eso. Pero Abrantes sabe, o al menos intuye, que por lo
pronto lo que Fidel está haciendo es ganar tiempo, y, si está ganando tiempo por este
sector, eso quiere decir que ya tiró sus carnadas por otro.
«Y en Maratón y en Sombrero.»
Procedente del clásico de Glenn Ford 3:10 to Yuma (1957) que las casas
distribuidoras latinoamericanas lo cambiaron por el título probablemente superior de
El tren de las 3:10 a Yuma , excelente en verdad, se convirtió hacia 1964 en la mejor
y más adecuada y extendida forma de llamar a los Estados Unidos de América. De
cualquier manera hubo una reacción tardía, de casi siete años, desde su estreno en
los cines de las barriadas habaneras y que recibiera la aprobación del gallinero, para
que se adaptara al lenguaje popular. Yuma. Prodigioso. Mucho mejor que yanqui o
que imperialismo.
Pero a Abrantes y Tony les falta el dato de que Ochoa está citado en el
MINFAR y, mucho más importante, que el desenlace de esa reunión es meterlo
preso. Les falta el dato de que Fidel está moviendo sus propias fichas en el exterior y
que está empleando a los propios hombres de Abrantes en su jugada. Si, días atrás,
Abrantes disfrutó al conocer que Fidel movía fichas en el MINFAR sin contar con su
hermano Raúl, ahora no sabe que le está ocurriendo lo mismo. Por otra parte,
mañana, martes 30, Patricio y Tony van a entrevistarse con Abelardo Colomé Ibarra,
el miserable de «Furry», y Abrantes no se va a enterar, por lo pronto (yo tampoco...
de inmediato), y Tony lo (nos) tendrá fuera del juego de esta reunión durante una
semana. No se lo dice. De Patricio no se puede esperar otra cosa. Patricio y Abrantes
son protagonistas de una de las tantas luchas intestinas del poder en Cuba, en la cual
los dos emplean casi los mismos argumentos para su litigio: abuso de poder,
amiguismo, oportunismo, etc... Pero —debe reconocerse—, Abrantes nunca ha
mencionado el asunto con Tony y nunca ha condicionado su formidable relación con
el Twin (Tony) por culpa del diferendo con el hermano. Staging point a la sombra de
la cancha de Tropas.
«Ujum.»
Las 09:43 horas del 29 de mayo de 1989 según la precisión de las agujas de
siete lujosos Rolex —una joyería cuyo valor total no baja, ahora mismo, de 30.000
dólares— y de dos Poljot de producción reservada para las Tropas Especiales del
KGB (en las muñecas de Joseíto y el Gallego) y de la pantalla digital del Seiko de
caja y muñequera negra de Fidel.
«Pero no podemos sacarlo ni alejarlo, Furry», dijo Raúl. «Fidel lo dijo. Que
estuviera Ulises.»
Furry sabe lo que significaba la pregunta porque Furry sabe que Raúl sabe
dónde está Ulises.
El mismo Furry.
«Bueno, Ministro, es que el SR-71...»
El mismo Raúl.
Por conocimiento de las partes, por los últimos cuentos de Arnaldo desde
fuentes amigas y por los minuciosos relatos que Alcibíades me trasmitía diferidos en
ocasiones por apenas dos horas con los hechos, yo sí estuve al corriente de todo.
Raúl mandaba a buscar de vuelta a Ulises para que Fidel no sospechara que lo
enviaba en realidad para ver si había sido detectado. Si sus operaciones coordinadas
de bombardeo de droga a la altura de Varadero habían sido detectadas. No sólo por
los yanquis. Sino también por los batallones radiotécnicos de la fuerza propia.
«Oye, Pepe, hazme un favor. ¿Cómo es esto de Tony y los lancheros y Cayo
Largo? ¿Tú me oyes? Sí. ¿Cómo es todo eso?»
CAPÍTULO 2
EL ENEMIGO DE MIS ENEMIGOS ES MI ENEMIGO
The good old days were longgone. Pero a mediados de 1985 la situación de
Robert Vesco en La Habana comenzaba a estabilizarse. Fidel Castro aceptaba
públicamente su presencia en el país «a solicitud de algunos amigos» —una
referencia secreta al ex presidente de Costa Rica, José Figueras, y casi toda la plana
mayor de los sandinistas— mientras él planeaba inversiones en el sector azucarero y
de la industria de cigarrillos y manejaba algunos fondos en la compraventa de café,
amén de su evidente vínculo con la estación de lavado de dinero de Cayo Largo, al
sur de Cuba, y de lo que supuestamente se desprendiera del narcotráfico. Entonces
puso sus ojos en el olimpo de las letras.
Vesco concibió un libro —más bien una secuencia de ellos. Se propuso ser un
autor. Y planteó sus ambiciones a las autoridades cubanas, que se empeñaban en
darle un refugio tan seguro como complaciente, y él dijo que necesitaba un ghost-
writery o en última instancia un coautor. Un tipo dispuesto a hacer un cierto libro
que tenía en mente. Entonces— y quizá por decantación lógica —se dirigieron al
único escritor de corte «duro» disponible en el almacén: yo.
Yo mismo.
Tenía tarea.
Carlos Aldana era el secretario ideológico del Partido y una estrella en ascenso
en el firmamento castrista. Y a donde yo tenía que dirigirme era a su oficina, en el
Comité Central, y ahora mismo era ahora mismo. La cosa querida por Fidel, sin
embargo, sonaba más interesante. Robert Vesco. En un principio me decepcioné
porque en aquellos días estaban batiéndose unos aires literarios al máximo nivel y
Fidel se hallaba en uno de esos períodos en que firma contratos editoriales y se
compromete en la escritura de sus memorias y a ratos me llamaba y charlábamos de
libros y de Hemingway y de los platos de cangrejos enchilados ingeridos por
Hemingway a bordo del «Pilar» y yo quería hacer la historia de la crisis de octubre y
estaba esperando su respuesta.
«Correcto», dijo Fidel. «Pero dile esto a Norberto. Dile que hay un
razonamiento que es moral y es político. Porque no se trata sólo de aprovechar la
experiencia de Vesco. El problema es que hay que hacer todo lo que nos una contra
el enemigo.»
Era el eterno debate de la Revolución para sus intelectuales más preclaros —el
del equilibrio entre ética y algunas irregularidades de la maniobra política, y Fidel
sabía cómo manejarlo. Se trata, me insistió Aldana, de hacer todo lo que nos una
contra el enemigo. Métele mano.
El hombre que era todo lo que nos unía contra el enemigo, resultó ser un
personaje de largos huesos y de anchas bermudas kaki y unas vistosas patillas, y
sandalias de cuero sin medias, y arrastraba la inefable compañía de los desconfiados
miembros de su combinado de seguridad y la sombra siempre presente de un
mastodonte cubano, Junco.
Traía dos de mis libros y me los mostró como para indicarme que estaba tras
mi rastro.
«Sure.»
«Yeap.»
«WelL. no se trata ahora de explicar nada. No tengo ya deseos de dar
explicaciones. Lo que quiero hacer es algo práctico. Quiero un libro. Y necesito
quien sepa hacerlo. Tengo buenas referencias sobre usted. He estado haciendo mis
averiguaciones y ahora voy a leerlo» —señaló los dos libros sobre la mesa.
Pero necesitaba conocer mis condiciones y ver como adecuábamos mis propias
expectativas de escritor, si es que tenía alguna, porque no era lo que él deseaba
exactamente —que yo tuviera expectativas. Estaba pensando en un ghost-writer. Y
el dinero. ¿Cuánto quería?
«Look. Estoy aquí porque el Comandante en Jefe Fidel Castro me envió. Estoy
cumpliendo una tarea. Y la orientación que tengo es hacer todo aquello que sirva en
la lucha contra el enemigo. Así que no es un problema de dinero. Agradezco su
gentileza. Pero todas mis necesidades están cubiertas. Si quiere donar dinero a la
Revolución, it is up to you.»
«Muchas de estas historias proceden de gente que anda por ahí, libres, en el
mundo, y resulta que son personas tan complicadas como yo. Conozco mucha gente
—con muchas historias.»
Claro, estarían los rebeldes. Los tontos de siempre. Bueno, éstos serían los
personajes que poblarían su segundo libro. Para entonces con sus verdaderos
nombres.
«Son muchos de los que en la actualidad me persiguen. O se niegan a
prestarme su colaboración. Y están hundidos, como yo, hasta el cuello.
Tan sencillo como todo esto. Un cabrón chantaje. Echar a andar toda una
maquinaría de la Revolución Cubana para producir chantaje. El informe de mi
primera conversación con Vesco tuvo dos copias: una para Aldana y otra para el
general José Abrantes, el ministro del Interior, porque necesitaba alguien con
estamina suficiente y con un verdadero criterio de grupo para que me apoyara —
Aldana siempre resultaba flojito para contradecir al Comandante-y explicaba eso,
que se me estaba invitando a participar en una operación masiva de chantaje y que,
para mí, carecía de todo sentido identificar a la Revolución con Robert Vesco así
como que no entendía el propósito de quemar a un escritor revolucionario— y con
crédito suficiente en el extranjero —en una aventura de tan dudosos resultados. Que,
de cualquier manera, yo estaba a la disposición, etcétera.
Desde luego que logré congelar el proyecto del libro de amago y del libro de
segunda siega y apenas tuve una oportunidad regresé a Angola —un exilio regular de
los revolucionarios cubanos de la vieja ola: las guerras extranjeras—, para zafarme,
entre otras cosas, de la Tarea Vesco. Un personaje que pudo hacérsele familiar a los
transeúntes de la aún lujosa aunque demodée Quinta Avenida, de Miramar, cuando él
paseaba con su convoy de dos coches Lada atiborrados de escoltas uniformados —
hasta que unos años después, en junio de 1996, el mismo Fidel lo mande arrestar
porque llega el momento de reírle la gracia al hombre sentado en el Despacho Oval
de la Casa Blanca, William Clinton, y darle algo a cambio de un acuerdo migratorio
que le conviene.
Ahora tenemos al escritor de memorias Fidel Castro que firma un contrato con
Simón & Schuster para una renovada proyección de volúmenes de reminiscencias
políticas (cada cierta cantidad de años promete lo mismo a alguna editorial
diferente) mientras se toma su tiempo para gobernar al país con mano de hierro y
aprovecha una oportunidad que le parece conveniente ante la opinión pública
norteamericana para deshacerse de este objeto inservible que es Robert Vesco y si
las cosas salen bien se lo entrega a unas ansiosas y excitadas agencias federales y
obtiene otro triunfo de costo mínimo: la felicidad de muchos norteamericanos que,
quizá finalmente, comprendan el valor del objeto que se les entrega: un hombre para
matar o encarcelar. Los contribuyentes pagarán proceso, juicio, seguridad del reo, y
otros items.
Y que se vayan al diablo los viejos compromisos para poder establecer los
nuevos —a los que Fidel dará igual cumplimiento en el futuro. Mientras, el autor
Robert Vesco tendrá tiempo, en su celda de máxima seguridad, para escribir. Buenas
memorias.
SÉPTIMA PARTE
LOS RANGERS NUNCA MUERE
CAPÍTULO 1
LOS LUPANARES QUE NOS PERDIMOS
Hacia 1986, además del famoso videocasete sobre Haití, Cousteau se le mostró
muy preocupado a Fidel por el estado de absoluta putrefacción de casi todas las
bahías cubanas que había visitado, y si bien en Haití encontró unos mares desolados
y vacíos en el que no se veía ni el plancton en su acostumbrado y fosforescente
ascenso, las aguas cubanas —si se le podía llamar a eso agua— estaban
sobrecargadas de todos los desperdicios posibles, imaginables, altamente tóxicos,
ninguno de ellos agradable a la vista, dañinos para la especie humana y para todos
sus otros seres acompañantes sobre la faz de esta tierra y que era un agua que se
podía cortar con un cuchillo y las bandas mantenerse separadas y que era como una
pasta sombría y pesada que se pega a la costa, a unos arrecifes ennegrecidos y
muertos por los residuos de petróleo y combustible gastado y lapas de lenta
viscosidad. Las respuestas de Fidel a sus requerimientos de salvación oceanográfica,
fueron eludidas con posterioridad en el documental de la misma serie sobre Cuba,
cumpliendo así de esta manera con la embriagadora fascinación que el Comandante
ejerce con cuanto quejumbroso intelectual se siente a la diestra de su mesa de La
Habana o de la patana con bar y mesa rústica para 30 comensales que se mece
somnolienta en una pequeña pero bien guarnecida ensenada de Cayo Piedra, al fondo
de Bahía de Cochinos, adonde son invitados sólo los más selectos de los personajes
que Fidel Castro decida cortejar. Respuesta del Comandante al primer requerimiento
de Cousteau sobre el peligrosísimo nivel de contaminación en la bahía de La
Habana: «Tenemos una vaca lechera que produce 110 litros diarios de leche.»
Respuesta al segundo requerimiento de Cousteau en el que agrega que el mar
circundante de la isla afecta o preserva la salud de sus habitantes: «¿La vaquita? Se
llama Ubre Blanca.» Y al tercer y último intento de Cousteau con una voz que se va
en fade y en la que es difícil asegurar que la frase «Si usted pudiera hacer algo para
salvar esos mares...» haya sido terminada: «A mí me da pena con el pobre animalito.
Da leche y da leche y da leche, como si no hubiese más nada en este mundo que dar
leche», y señalando con su largo y fino dedo índice, de uña puntiaguda y
extrañamente esmaltada para un viejo guerrero, hacia el plato que tiene delante
Cousteau, hace la pregunta de cortesía y rigor: «¿Qué le parece esta langosta?
Pescada por mí mismo. Para usted. La ensarté en un cabezo de aguas cristalinas y
puras de nuestros mares territoriales. Langosta al chocolate. Una especialidad
nuestra.» Cabezo es la roca o escollo en el mar donde, al menos en las proximidades
de Cuba, se congrega una pesca formidable. El uso reservado por Fidel para halagar
con la pesca a visitantes extranjeros de cierta elevada dignidad comenzó a darle
resultados positivos —como pescador de vara y carrete a bordo de uno de los
primeros yates quitados a un burgués criollo— desde la visita a Cuba de otro
francés, Jean-Paul Sartre, en 1959, que lo consignó en su reportaje «Huracán sobre el
azúcar», el texto (sin duda) más envidiablemente bien hecho de los días iniciales de
la Revolución Cubana. Y, costumbre extendida con posterioridad —como
consumado cazador submarino—, a visitantes de cierto elevado nivel, como un
Arthur M. Schlesinger, Jr., o un presidente mexicano, o cualquiera de esos
congresistas yanquis, Alexander, Leland, que desesperan por hallarse al abrigo del
temible pescador con botas.
Fue la época contra el imperialismo francés, que nunca tuvo una sólida base
anterior ni tampoco un progreso visible puesto que todo el níquel que se lograba
desviar de las ávidas manos —por ser considerado material estratégico y primordial
para la cohetería— de los soviéticos, iba a parar a muelles franceses, se le estaba
dando esa salida al níquel, muy buen precio. Podrán rebanar las montañas de Cuba y
vaciarlas de todos sus poderosos yacimientos niquelíferos pero el oro de hace cuatro
siglos que sacaron a lomo de llama desde las ciudades perdidas de los andes y
pusieron a bordo de las naves que se concentraban en La Habana, ése se pudre, se va
a pudrir ahí abajo.
Eso era hablar un poco de todo y mucho de nada. Es decir, ir tanteando hasta
encontrar una conversación con el socio. Pero siempre haciendo hincapié en la
conciencia que se tenía de que la situación estaba mala.
Tony estaba hurgando en el pequeño depósito plástico de casetes entre los dos
asientos.
—Deja el que está puesto-dije —. ¿Tú no has oído a los Travelin Wylburys?
Tony asintió.
—Tremenda lluvia —dijo Tony señalando hacia el cielo bajo el que nos
desplazábamos, cada vez más oscurecido.
El volumen estaba demasiado alto para el gusto de Tony, aunque era suya la
teoría de que la música era para oírse a reventar los tímpanos. Él mismo movió el
botón de ajuste de volumen.
Yo, con todo el recelo del mundo, observé su maniobra. Ese día no logró
romperme la reproductora.
Luego dije:
CAPÍTULO 2
¿QUE MOSCÚ NO CREE EN LÁGRIMAS?
«Pepe, mira a ver qué están haciendo. Todos los soviéticos. Asesores militares
incluidos. Y los asesores tuyos también. Boris. Vigílame a Boris.
Y con quiénes se están reuniendo aquí. Con qué cubanos. No vaya a ser cosa
que empiece la jodedera con esta gente. Ocúpate, primero, de sus corresponsales.
Los de Pravda. Los de TASS. Y los de Izvestia.»
Micrófonos, cámaras.
Fidel también le dice que tenga cuidado con los asesores militares «para que
Raúl no se ponga celoso». Raúl Castro, su hermano, el ministro de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias (FAR). Los asesores militares soviéticos y algunos
vietnamitas se hallaban bajo el protectorado de las FAR y no del Ministerio del
Interior.
Abrantes no es miembro del Buró Político, no es uno de los trece. Así que,
concluido su informe, debe abandonar el salón.
Todavía, antes de cerrar la puerta tras él, tiene tiempo de escuchar a Fidel
cuando dice:
El motivo de la discusión fue que Raúl Castro estaba abogando por un enfoque
más definido de la llamada «Rectificación» (una especie de perestroika suave
cubana, insistimos en el adjetivo suave). Primero cruzaron algunos argumentos y
después Fidel Castro interrumpió la discusión señalando que estaban en presencia de
extranjeros —estaba Yuri Petrov con la plana mayor de la Embajada y el BP (Buró
Político) en pleno.
«Si tú vas a estar moviendo a mis oficiales sin tener siquiera la delicadeza de
informármelo, pues entonces yo sobro como Ministro de las Fuerzas Armadas. Yo
renuncio, Fidel.»
Y Fidel diciendo, en voz baja y con ciertos matices de amenaza: «Raúl, que
estamos delante de extranjeros.»
«Renuncio», repetía.
Raúl no sabía que el vector que proporcionaba el más pesado y efectivo de sus
argumentos —el nombramiento de Ochoa como jefe del Ejército Occidental— podía
ya ser retirado de sus estandartes de indignación. En un gesto sin precedentes en toda
la historia de los altos mandos cubanos, Ochoa le había condicionado a Fidel su
aceptación a ocupar el cargo —que era la posición militar más importante del país
—, a que sostuvieran una discusión política seria (sic) sobre el futuro inmediato del
país. Había ocurrido uno o dos días antes y Ochoa se había suicidado. Su hipotético
aliado estratégico era en verdad este Raúl Castro que estaba clamando ante Fidel la
misma discusión política seria desde hacía meses, pero entendía a su vez que era
imprescindible que Fidel no nombrara al jefe del Ejército Occidental sin contar con
él, un ejército que, entre otros compromisos, tenía en sus manos la capital de la
República. Fidel, en su humillación no se lo había dicho a Raúl. Humillación y
descubrimiento, cuidado, porque a partir de entonces supo en qué posición estaba
Ochoa y lo descontó. Raúl, en su otra humillación, se lanzaba contra Fidel en un
ataque ciego y habitualmente histérico, aunque probablemente tuviese razón. No la
razón. Sino, razón. Ochoa, tonto, acababa de entrar por la puerta gloriosa y digna de
las huestes de los perdedores.
Así, pues, sacaron de allí a todo el mundo, a los soviéticos —su Excelencia el
Camarada Embajador incluido—, de la manera más diplomática posible, ustedes nos
van a dispensar el mal momento, pero ustedes están capacitados para entender la
pasión de unos revolucionarios abocados en las tareas, y si mostraran la enorme
generosidad y comprensión de retirarse del lugar, ponimai, ponimai, ¿ponimai?,
ponimai. Gracias, gracias. Gracias, camarada. Espasiva. Y a los cubanos, como
procede, un par de sonoras palmadas y arriba, caballeros, saliendo por esa puerta.
En realidad, el escenario era mucho más triste y desolador para Fidel Castro de
lo que nadie aquel 18 de enero podía haber percibido. Los dos principales aliados
dentro de la Revolución, cada uno por su lado, Arnaldo Ochoa y José Abrantes,
estaban manifestando de manera cada vez más aguda su distanciamiento. Raúl no era
problema. Raúl era cuestión, al final, de darle dos gritos y quizá tres o cuatro
nalgadas. Pero a Ochoa, coño. A Ochoa lo quería precisamente como su bastión
dentro del Ejército. Y Pepe. Cojones, Pepe. Se había cansado de decirle que se
pusiera para (una forma de decir «no pierdas de vista a») los soviéticos.
Y a estas alturas todavía la Seguridad cubana ignoraba que Yuri Petrov había
sido la mano derecha de Yeltsin en aquella ciudad de quinta categoría donde lo
tenían congelado, Sverdlovsk, la antigua Yekaterinburg, donde los guardias rojos
fusilaron al zar Nicolás II con toda su familia y algunos de los criados en julio de
1918. Pero una vez más, como se demostrará de inmediato, el único que está
haciendo política, entre los cubanos, es Fidel Castro. Vean lo que hace a fines de
1987. Boris Yeltsin, que alcanzó una candidatura al Buró Político y del que fuera su
jefe en Moscú, tras fracasar en su lucha contra la corrupción en la capital soviética e
intentar impulsar algunas reformas, está en el punto más bajo de su carrera dentro
del Partido Comunista, asignado a un cargo administrativo de baja estofa, cuando
Fidel Castro aterriza en Vnukovo, el aeropuerto de Moscú reservado a los
dignatarios. Es uno de los invitados en la famosa reunión de trabajo de los partidos
comunistas y obreros de noviembre de 1987, y una de las pocas cosas que se le
ocurre hacer, aparte de conocer el Instituto de Microcirugía Ocular del profesor
Svyatoslav Fedorov, es visitar al pobre Boris Yeltsin, porque siempre había sido
muy amable y deferente con los cubanos. No sólo audaz, créanme, sino temerario.
Ese gesto, siendo un gobernante extranjero de visita en el país regente del
comunismo internacional, de ir a visitar a un «cuadro» sancionado, no tiene
antecedentes. También habla muy bien, desde luego, de su olfato político. Por otra
parte, los cubanos no demostraron la misma habilidad con Mijaíl Gorbachov.
Reciben como una verdadera sorpresa su nombramiento como Secretario General del
Partido en 1985. Raúl Castro cree recordar haberlo visto alguna vez. Sí. En algún
sitio del interior de la Unión Soviética. El calvito con la mancha de sangre. El
mismo, dice Raúl. ¿Dónde lo vimos? El coronel Palmarola, que se encarga de estos
menesteres, vira al revés incontables gavetas de papeles y fotografías de todos los
viajes a la Unión Soviética. Hasta que aparece. Stavropol. Sí, señor. Una de las
regiones autónomas. ¿En el Cáucaso soviético, no? Pues sí, aquí está. El Secretario
del Partido en Stavropol recibiendo con el pan y la sal de la bienvenida al compañero
Raúl, de visita casual a este remoto lugar, donde este camarada joven pero enérgico,
Misha, está obteniendo tan buenos resultados con sus reformas en la agricultura...
Un año muy jodido. Empieza con la bronca del Ranchón, luego Ochoa que no acepta
la designación y Fidel que se encuentra ante el mismo problema de Grecia primero y
Roma después cada vez que uno de sus generales vencía en cualquiera de las
guerritas de Africa y regresaba, aparte de darse cuenta de que Ochoa, fuera de su
alcance en Angola, ya ha conspirado con los soviéticos. Fidel, desde luego, tenía
conocimiento de la persecución montada por Raúl sobre Ochoa en Angola a través
de la CIM (Contrainteligencia Militar). Pero no le hizo mucho caso. Ochoa era su
hombre... mientras lo tuviera amarrado a lo cortito. Ahora, le resultaba complicado
mentalmente pedir esos informes angolanos de la CIM.
The Travelin Wylburys. Mi grabación casera del disco compacto que era el
tesoro sagrado traído de mi último viaje a Nueva York, en diciembre, cuando
firmamos el tratado de paz del África austral en la sede de la ONU. Era un disco
compacto que había probado su ductilidad de combate y su disposición al fogueo
cuando, bajo el saco, instalado en mi reproductor portátil de discos compactos, lo
llevé al salón plenario donde se celebró la ceremonia y que me permitió escuchar a
Bob Dylan cantando un rock espléndido y de guitarras que ascienden en oleadas que
se llama «Margarita» a través de mis audífonos luego de que los cancilleres firmaran
los pergaminos de los Tratados y mientras los miembros de las delegaciones
presentes en la sala lo que estaban recibiendo mediante sus audífonos propiedad de
—y provistos en cada mesa por— la ONU, eran las traducciones monocordes,
mecánicas y de períodos cortos de las peroratas oficiales. Paz para África y
Margarita para Norberto.
—Sí.
Mucho más duro si se toma en cuenta que estaba dirigido contra Raúl Castro. Y
que precisamente Carlos Aldana era el más preciado de todos sus protegidos.
Bien, no era desprecio por Raúl, importante salvedad, sino por el absurdo
significado de su conducta y de que no fuese capaz de controlarse.
—¿Con Fidel?
—No —dijo—. Y te voy a explicar. Estos dos hermanos tienen una mecánica
muy especial de entendimiento. Y ninguno de los dos te aceptará jamás que le
traigas un recado de ese tipo.
—¿Entonces cómo se puede resolver el problema? Si tú no le pones el cascabel
al gato, yo no sé quién en este gobierno puede hacerlo.
CAPÍTULO 3
EL VINO DE LA VIDA SE HA DERRAMADO
De modo que, cuando tú eres un héroe para el mejor de tus amigos, no es fácil
cruzar la barrera para confesarle que tienes miedo.
No se decidió.
Sólo esta línea de presentación de un informe sobre Robert Vesco, que sigue, y
luego explicamos.
—No, chico. Qué razón puede ser ésa —decía yo, encogiéndome de hombros.
La razón era Antonio de la Guardia Font. Yo sabía que estaba en crisis por
culpa de Robert Vesco y de un documental hipotéticamente clandestino que le había
hecho la cadena NBC en La Habana. Pero Fidel no estaba al corriente de mi amistad
con Tony. Un Tony al que le puse este mismo informe frente a sus ojos, antes de
enviarlo al Comité Central, y le dije:
Tony comprendió esa mañana no sólo que yo era su amigo sino que en su
defensa estaba dispuesto a jugarle una trastada a Fidel Castro. Creo que ése fue el
día y la circunstancia. El miércoles 18 de septiembre de 1985 hacia las 10 de la
mañana.
CAPÍTULO 4
UNA MATRIUSHKA ESCONDIDA EN UNA MATRIUSHKA QUE ESCONDE
OTRA MATRIUSHKA QUE
Los hijos del mártir de Bolivia, «Tabito» y Julio Machín, son chivatos y están
entregando a Tony y a Patricio. Se hallan al servicio de Furry, pero no hay que
molestarse por eso. Patricio aspira a lo mismo. Al menos a un gesto comprensivo de
Furry. Y si no comprensivo, al menos compasivo. Y ha convencido a Tony de que le
lleve algún presente. Tony saca su más resplandeciente tesoro del almacén personal,
una pistola Desert Eagle Magnum, calibre 44, con cañón de 6 pulgadas, de ocho
tiros, que tiene un costo aproximado de 900 dólares y que uno de los lancheros que
transportan drogas a través de Cuba hacia los Estados Unidos lo acaba de traer de
Miami.59 Por lo demás, todo funciona como una cena de negocios, y son amables, y
la atmósfera es disipada, y se sirven vinos y algún asado, y Furry se abstiene de
mencionarles que el general de División Arnaldo Ochoa está preso, y Tabito y Julio
Machín juegan a la perfección sus papeles de jóvenes cuadros que tienen el
privilegio de asistir a una cena de esta relevancia, los supuestamente inexpertos
jóvenes que saben guardar silencio ante la conversación de los mayores, y que se las
arreglan hábilmente para pasar desapercibidos y que no son otra cosa que un par de
agentes de la nómina de Furry, y él los tiene sentados allí para que le sirvan de
testigos eventuales, además de que está grabando con micrófonos ocultos. Los dos
niños fueron el encargo de Ricardo Gustavo Machín Hoed de Beche —«Tabo o
Tabomachín»— a su hermano Tony «el Twin», antes de irse con el Che para Bolivia.
Coño, Twin, no me falles en eso, brother. Si me pasa algo, ocúpate de los
muchachos. Pero Gustavo Machín Gómez, «Tabito», es un muchacho con problemas
de personalidad, que es una de las formas de los altos dirigentes revolucionarios
cubanos de decir que tienen un hijo maricón; además de un deseo manifiesto y
reiterado —de «Tabito»— de morir por la causa (sic). Julio es otro asunto. Un
muchachón con otra «problemática». Y Furry no le ha dicho aún que su mujer le
engaña y que la CIM (Contrainteligencia Militar) tiene decenas si no cientos de
fotos que corroboran la consumación del hecho. (La infidelidad es uno de los temas
más espinosos que se puedan tratar con Furry desde el caso de la aeromoza que le
hizo conocer, en carne propia, la amargura de la experiencia.) Ochoa será
descreditado en breve ante los ojos de Julio Machín, cuando sea imprescindible
destruir esa imagen y hacerle clamar por venganza. Porque Arnaldo Ochoa es el
hombre que, montado sobre su mujer, la de Julio Machín, aparece invariablemente
en las fotografías producidas —y en custodia permanente— por la CIM. Un
estratega en suelo africano del nivel de Montgomery o de Rommel es convertido
involuntariamente y a sus espaldas, por el mismo aparato revolucionario que lo
cosechara y forjara, en una presencia obscena, ridicula, de una suerte de baratijas
pornográficas. Desde luego, no le enseñarán las fotos a Julio ni le dirán que lo sabían
desde hace tiempo. Siempre existirá «un amigo», es decir, otro agente como el
mismo, Julio, que se le acerque y le pase el recado, pero como informaciones y
sospechas combinadas de su obtención. Aliusha, otra hija de mártir, es una razón
adicional. En realidad es la verdadera razón. Más importante que todos los Machín
supervivientes juntos. Y fundamenta que todo quede dentro de los límites del más
estricto control. Aliusha, la esposa de Julio Machín, una médico cubana destacada en
Luanda, Angola (que es donde, en diciembre de 1987, Ochoa la atrapa, y le hace
crujir los huesos y las empellas, entre sus garras), una gordita más bien repulsiva, se
encarga, ella misma, de espetarle a todo el mundo, a la primera oportunidad, que es
la hija del Che Guevara, aunque por lo regular se abstiene de referirse a la madre. La
madre, que apenas ella menciona debido seguramente a que carece de toda fama
internacional, se llama Aleida March, y es una tiposa y arrestada trigueña criolla
procedente del Movimiento «26 de Julio» de Las Villas, en el centro de la isla, y que
se empata con el Che a bordo de un viejo jeep Willys militar modelo MB en un
pedregoso camino de Sierra del Escambray al final de la guerra contra Batista.
Aliusha tiene esta orientación vital. Su especialidad, en los salones a los que se hace
invitar o a los que entra dando codazos, es manifestar su parentesco con Che
Guevara. El Che Guevara que era el jefe de Gustavo Machín en las sierras
bolivianas, la última vez que el Che fue jefe de algo... y que Tabo Machín tuviera un
jefe, al menos en este mundo. Tabo había entrado en La Paz, Bolivia, con un
pasaporte falso ecuatoriano número 49836 a nombre de Alejandro Estrada Puig y se
le quedó Alejandro como nombre de guerra. Orlando Pantoja Tamayo —«Olo» u
«Olopantoja»— entró con otro pasaporte falso ecuatoriano, el número 49840. Estaba
a nombre de Antonio León Velasco y se le quedó Antonio como nombre de guerra. Y
como quiera que eran viejos compañeros de parrandas en La Habana, Tabo consideró
oportuno solicitarle a Olo el favor de que, si a él, Tabo, le pasaba algo, y él, Olo,
sobrevivía y lograba volver a Cuba, que velara si el Twin le estaba criando a los
hijos tal y como había prometido. No tuvo una tercera oportunidad de solicitarle a
otro «cúmbila» —amigo palo, socio del primer nivel— que vigilara si Olo cumplía
su promesa de vigilar a Tony para que cumpliera la suya. En efecto, a Tabo no se le
concedió ni la gracia de los moribundos que agonizan con cierta lentitud y tienen
tiempo de dictar sus últimos edictos antes de retirarse de esta trampa de mierda en
que lo meten a uno, la vida, ¿no?, ya que el comandante Machín —cuya principal
acción de guerra en la lucha clandestina contra Batista, fue ametrallar desde un carro
a toda velocidad una formación de indemnes policías del Servicio de Tránsito que
saludaban la bandera frente a su estación del barrio chino de La Habana y llevarse a
cinco de esos infelices de un solo rafagazo largo de Thompson—, y que los
soldaditos bolivianos bajo el mando del entonces mayor Mario Salinas Vargas le
dieron, en justicia histórica, del mismo caldo que es estar indemne cuando te
acribillan a balazos, el 31 de agosto de 1967. Vado del Yeso. Ese solo nombre tenía
que haberle despertado todas las sospechas. A todos. Empezando por «Vilo», que era
el jefe del grupo y tenía la misión ordenada por el Che de completar la exploración y
encontrarse con él. Vilo era el cubano Juan Vitalio Acuña, que se llamó «Joaquín»
en la aventura de Bolivia. Pero Vilo no manda siquiera hacer un reconocimiento en
la otra orilla del Masicuri, un par de hombres que pasaran primero y que les
señalaran que no había emboscada y que el resto de la gente podía cruzar. Poco le
queda por hacer a Tabo Machín después que se meta en el agua del Masicuri, al
norte de su confluencia con el Río Grande, y que el agua comience a llegarle a la
cintura y, elevando el fusil por encima de la cabeza, con los dos brazos, para
protegerlo del torrente, trate de ganar la otra orilla y entonces creer que el rumor del
agua se apaga y que ha visto un fogonazo. Lo próximo que ocurre y que tiene lugar
30 años después es que uno repasa las fotografías de esos ocho cadáveres de Vado
del Yeso, por lo menos cinco de ellos apilados sobre bancos de madera de la parte
vieja del hospital de Vallegrande, húmedos aún de las aguas, y aún indemnes, y con
los labios superiores recogiéndose sobre las encías, y la ropa acartonada por las
últimas emisiones de sudor que absorbieron y por una mugre terrosa y los coágulos
de sangre y mientras uno sabe que ninguno de los bolivianos que abrió fuego tuvo la
intención de vengar el atentado a los policías o acelerar el proceso de una
estratagema de Fidel Castro para sacarse de arriba al argentino y a una porción de
sus comandantes más belicosos. Ocho muertos y un prisionero y la famosa
muchacha colocada por el KGB en la cola del Che herida y pidiendo clemencia «a
grandes voces» pero rematada es la primera victoria del Ejército Boliviano contra el
foco insurgente de los cubanos. Tamara Bunke Bider. Ése era el nombre de la
muchacha reclutada por el KGB y que se llamaba Laura Gutiérrez Bauer de Martínez
cuando actuaba de enlace en La Paz o «Tania» en la guerrilla. Enlace en La Paz,
Bolivia, del Che —o del KGB— o de la DGI. El Che tiene que haberse vuelto loco
con ella porque era lo más argentino que se podía localizar en La Habana hacia 1962
(y que no fuera la Embajada, que estaba a punto de cerrarse), después de tres años de
Revolución; un tanto fuerte y no de carnes mórbidas o de curvaturas delineadas para
detener el tránsito, ni apetecibles, más bien una moza del tipo Komsomol, de las que
se destacaban en las acerías de los Urales o las grandes obras de choque soviéticas
de posguerra, pero no quiere decirse que fuera masculina, que lo era un tanto, sino
que su feminidad respondía a otras exigencias educacionales, y era sin discusión
ninguna una de las piezas más exóticas que hubiesen aterrizado en Cuba por
entonces, procedente de Alemania Oriental e hija de una fervorosa militante porteña
y un alemán y enviada por la Juventud Libre Alemana a estudiar en la primera
Facultad de Periodismo organizada por la Revolución en la Universidad de La
Habana, donde nunca se despojó de su uniforme de campaña de las milicias ni de la
pistola Makarov que llevaba a la cintura.60 Ernesto Guevara de la Serna, al que los
cubanos llamaban «Che» y que se hacía denominar «Ramón» en la guerrilla
boliviana, no podía dar crédito a la noticia de que la hubiesen barrido con la tercera
parte de sus fuerzas en medio de un río y sin ningún aseguramiento combativo.
Imperdonable en hombres de la veteranía de Vilo y de Tabo. Por su parte Olo tendría
bastante pocas oportunidades de regresar a La Habana y complementar los encargos
de los amigos. Se la zafaron en el mismo lugar y día que al Che. Escuelita de La
Higuera. 9 de octubre de 1967. Y por cierto que, poco antes de que los tumbaran a
los dos, y con el Che bajo los efectos, a la mitad o igual proporción, de un ataque de
asma y otro de histeria, y después de apuñalar por el lomo, montado sobre ella, la
muía que cabalgaba, el argentino puso pies en tierra y abofeteó a Olo, por alguna de
sus habituales indisciplinas. Una nimiedad, seguro. Por una sola vez en su vida Olo
Pantoja quiso no perder los estribos y mantener el control total de su compostura y
de inmediato supo que no lograría ninguna de las dos conductas y que nadie puede
ser sobrio cuando llora como un puñetero niño, por lo que se arregló un poco su
sucia y apestosa camisa y, con los dos ojos que una vez fueron de acero y que le
gustaba pensar que se congelaban en el vacío, miró al argentino y le dijo: «¿Por qué
tú me maltratas a mí? Tú me haces esto por la única razón posible. La única que te lo
permite. Porque soy cubano.» Llantos, histeria y mugre no suplieron a la Revolución
Boliviana propugnada por Che Guevara de las suficientes condiciones objetivas y
subjetivas que, según el marxismo, se requieren para echar a andar estos procesos,
razón por la cual para el 10 de octubre de 1967, Bolivia era territorio libre de
guerrilleros castrocomunistas. Pero —oh entuertos de la Historia magistralmente
elaborados por Fidel— Cuba se llevaba la mejor parte del pastel de esa derrota, junto
con la simpatía y las condolencias de casi toda la humanidad.61 Se habla, desde
luego, de la existencia de asesores militares norteamericanos en la lucha
antiguerrillera, pero la única cosa cierta es que las acciones fueron planeadas y
ejecutadas por oficiales y soldados bolivianos con pertrechos nada sofisticados. Fue
un ejército humilde y sin grandes pedestales el que derrotó a la guerrilla liderada por
un mito político. Eligió Bolivia pero antes pensó en Venezuela pero Douglas Bravo,
un comandante venezolano, no aceptó cederle el mando a un cubanoargentino; de
cualquier modo, la guerrilla se estaba derrumbando, como lo reconoció otro
comandante venezolano, Teodoro Petkoff.62 Allá Occidente, pues, con sus complejos
de culpa. Y en lo que respecta a Tony y su promesa a Tabo, el Twin no se vio
obligado a dedicarles mucho tiempo a ninguno de sus hijos, ni a Tabito ni a Julio
porque el mejor amigo de Tabo Machín y compañero suyo en el atentado a los
policías del Tránsito, el comandante Raúl Díaz Argüelles, se divorció de Mariana
Ramírez Corría, una bonita (entonces) y trigueña aspirante a locutora o actriz de
televisión y Raúl Díaz Argüelles, que unos 6 años después se convierte en el artífice
de las victorias iniciales de Cuba en Angola, se casó con la viuda de Tabo, una
muchacha llamada Chiqui Gómez, madre por supuesto de Tabito y de Julio. Es así
como los dos muchachos de Tabo crecieron, a la sombra benevolente del antiguo
compañero de su padre de ametrallamientos de policías del tránsito indemnes, amén
de recibir todos los cuidados y las atenciones que en aquellos años la Revolución
Cubana brindaba a los hijos de sus mártires. Nada en la personalidad de Raúl Díaz
Argüelles le permitía a los muchachos detectar al asesino despiadado que, desde el
bando de los revolucionarios, había asolado La Habana de los años cincuenta, hasta
que un día Tabito quiso tentar su suerte de niño finalmente huérfano y desvalido y,
al hombre que lo alimentaba y que lo vestía y que lo curaba y con el que jugaba, se
atrevió a llamarlo Papá. Díaz Argüelles no perdió la compostura. Pero miró al
muchacho con los correspondientes ojos de acero congelado. «Tu padre se llama
Gustavo Machín», le dijo. «Y le decían Tabo Machín. ¿Tú sabes eso? Tabo Machín
en La Habana. Así era como le decían.
Y era el tipo más encojonado que yo conocí en mi vida. ¿Tú no sabes eso?
¿Tampoco lo sabes? Pues no se te ocurra más nunca, teniendo un padre como el que
tú tuviste, llamar Papá al primer pendejo que te encuentres. ¿Tú me estás oyendo?
Que no vuelva a ocurrir eso, Tabito.» La oportunidad de contribuir a la educación de
Tabito y Julio le llegó a Tony a fines de 1975 cuando el transportador blindado BTR-
152 de Díaz Argüelles, que era jefe de las primeras tropas intemacionalistas que
llegaban a Angola, cruzó sobre un campo minado por la fuerza propia y una esquirla
le llevó de cuajo una pierna y le cortó la vena femoral. Mañanita no se convirtió por
segunda vez en viuda de un combatiente intemacionalista cubano pero sus tres hijas
—Natasha, Virginia y Cecilia— con Díaz Argüelles sí conocieron el sacerdocio de
ser descendientes directas del oficial cubano de más alta graduación caído en suelo
extranjero (un sacerdocio que implica ser aplaudidas brevemente en cuanto acto de
reafirmación patriótica, de tan abominables como interminables discursos e
imposición de medallas y juras de banderas, se les ocurra inventar en el Partido o la
Dirección Política del Ejército) mientras que los dos muchachos de Tabo con Chiqui
Gómez —que sí acababa de alcanzar la situación del doble enviudamiento de mártir
intemacionalista—, conocieron de nuevo la misma orfandad, mientras que una de las
hijas de Díaz Argüelles con Mariana, dentro de muy poco una hermosa jovencita,
Natasha, tendrá la posibilidad en unos 14 años de mostrar del temple de los Díaz
Argüelles de que ella está hecha. No me la pierdan de vista. Se va a casar con José
Abrantes, que para entonces va a estar en una situación lamentable, jodida, y a quien
le va a parir una hija. Pero eso es la historia que tiene lugar en el futuro. Por lo
pronto lo que estamos barajando es que, rescatado por Tony del Instituto de
Relaciones Económicas Internacionales (en la que se le acusa de conducta
homosexual) y puesto por el propio Tony al frente de la oficina comercial de MC en
Panamá, Tabito pronto va a considerar que la mejor fórmula de agradecimiento para
con el viejo compañero de su padre es servírselo a sus adversarios de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias, encabezados por el general Furry, y bajo un alud de
informes sobre todas las operaciones panameñas de Tony. Julio, destacado en
Angola, ha venido haciendo lo mismo en relación con Patricio.
Furry sabe que le van a hablar de los negocios de Angola y que tratarán de
obtener toda la información posible sobre su situación personal. Pero Furry les va a
dar todo el cordel que sea necesario, puesto que ésas son las órdenes recibidas de
Raúl.
Ahora no. Ahora está degustando un Rioja y espera que uno de los dos mellizos
se decida a hablar.
CAPÍTULO 5
LA MUJER DEL TENIENTE CUBANO
La guerra era en el altiplano, pero en Luanda las noches podían ser dulces,
tibias. De cualquier manera las avanzadas de Savimbi, nuestro enemigo secundario
en el terreno, ya estaban en el parque de Kissama, a unos 30 kilómetros de Luanda.
Por lo menos las FAPLA estaban reportando encuentros con sus exploradores.
Pero los angolanos del Gobierno del MPLA, es decir, nuestros aliados, mejor
dicho, el bando al cual nosotros nos habíamos aliado, lo tomaban con su habitual
resignación y además lo expresaban en portugués, que es una de las lenguas más
dulces del universo, y que los negros de las tribus del antiguo reino de N’gola lo
aderezan con las tonalidades de su aún más sosegado, más fatalista, más lento, y a
veces imperceptible si no nulo, reaccionar.
Bueno, no seamos injustos. No es que José Eduardo se vea obligado a coger esa
carretera porque de hecho la coge todos los días, por lo menos una vez al día, hacia
las dos de la tarde. Además, no es cobarde. No es uno de esos presidentes africanos
de ojos tan implorantes como asustados de las novelas de Frederick Forsyth. Fue un
hombre elegido por los soviéticos desde que lo tuvieron estudiando entre 1963 −
1969 para titularlo como ingeniero de petróleo en el Instituto de Petróleo y Gas de
Bakú en Azerbayán, y donde se mantuvo después de 1969 para seguir «sus estudios
en comunicaciones». Reposado, elegante, muy buen mozo y al que casaron —
insistían los soviéticos— con una soviética, a la que nadie conocía. (Aunque la
última línea de una biografía oficial que circula en Luanda, reza: «José Eduardo dos
Santos está casado con la Primera Dama Ana Paula dos Santos. Juntos tienen dos
hijos.» Que era la mujer que los asesores cubanos de Seguridad Personal reportaban
como «efectiva en el quimbo».)64 Y tiene el beneficio del público, de los
transeúntes, de unos viandantes que nunca cuentan en las estadísticas, descalzos y de
sonrisas sin motivo alguno que las provoque y de mujeres que cargan pesadas cestas
y todos los niños mugrientros y famélicos y con ombligos que parecen tetos
plásticos, que ve en el despliegue de fuerza y el rugido de los vehículos de
reconocimiento y el ulular de las sirenas un poder necesario y que les satisface y
enorgullece. La sublimación africana por el látigo que le doblega.
Uno se percata de ello desde antes de que aparezca su criado en la antesala del
despacho presidencial en Futungo. Porque una oleada de perfume Calvin Klein, con
el que seguramente se ha bañado, invade la antesala.
Saluda por orden. Toma entre sus dos manos la mano derecha de Patricio.
Patricio asiente.
Uno asiente.
Asiente.
Uno piensa sin embargo que el hombre no tiene por qué hablar en un susurro si
José Eduardo no está durmiendo, sino que, se supone, nos debía estar esperando y
había recibido la comunicación de que nos hallábamos en camino. El susurro, piensa
uno, es un maldito plan de coerción del hombre. Obligar a los cubanos a hablar en
murmullos. Menos mal, piensa uno, que tiene un expediente abierto de «anticubano»
por los asesores de Seguridad Personal. Su odio se agudiza y te hace considerar la
proximidad de un peligro real cuando lo observas a los ojos, a la mirada rápida y al
acecho, y que no está a la defensiva sino presta al ataque, y enseguida sientes la
selva y calculas que si tuviera los caninos más afilados venía de una de las sectas
antropófagas del norte y que si no, es de una tribu de cazadores kwanyamas. Pero no
tiene la estatura de los kwanyamas. El expediente de «anticubano» carece de toda
eficacia para mitigar la mirada en acechanza de un descendiente de los cazadores de
hombres.
Ah, menos mal. Eso significa que se nos va a proporcionar en breve una
generosa cantidad de Chivas Regal.
Ha ganado cierta distancia, unos pocos metros, para que uno de nosotros haga
el primer intento de descompresión ambiental.
—Qué mal me cae este negro —murmura el teniente coronel Montañez, que es
el mejor hombre que Patricio tiene en Angola.
Patricio hace un veloz gesto del índice sobre los labios. Ssst.
—Es un descarado —insiste el teniente coronel Montañez.
El hombre tiene dispuestos los tres vasos en fila y les ha dejado caer unos
cubitos de hielo cuando se percata, por un pasillo a la derecha, de que José Eduardo
ya se aproxima.
Demasiado tarde.
Poco más sabemos por sus escoltas cubanos. Que tiene una vida muy retirada,
que es fiel a su mujer y que su madre vive en una casa modesta en las cercanías de la
playa y que José Eduardo la visita con frecuencia. Pero visitas secretas, sin
despliegue de vehículos de reconocimiento ni ulular de sirenas, a altas horas de la
noche y él entra solo al abrigo de su casa materna y el par de hombres que lo han
acompañado, vestidos de civil, dejan sus AK-47 en el coche y montan una guardia
discreta en la calle de acceso. Silencio radial. En el marco de la ventana, a contraluz,
dos siluetas. Más allá, en la playa cercana, el fragor del mar.
Tiene sólo un año más de edad, uno sólo más que yo, y nunca estudió en
Occidente y nunca conoció de cerca el advenimiento de los grandes acontecimientos
culturales de este siglo como el rock o el establecimiento de la mafia en La Habana
y cuando yo organizaba uno de los primeros batallones de combate de estudiantes
habaneros para luchar a favor de Fidel Castro contra el imperialismo yanqui, él era
un estudiante de bajas perspectivas deambulando por los arrabales de Luanda, pero
ahora tiene el poder que yo nunca tendré, el poder real, el que si tú quieres lo
traduces en mujeres que calientan tu cama, y en alfombras rojas y disponer de
ejércitos y aviación y donde todos los secretos terminan y asimismo comienzan.
Nada te es secreto. Todo lo haces secreto.
Con un gesto, que es cálido e imperativo a la vez, nos indica que tomemos
asiento.
Entonces es cuando el presidente Dos Santos retrocede tres pasos, con el objeto
de poder abarcar en el conjunto de un solo campo visual la presencia de sus tres
invitados cubanos, con botas, uniformes de camuflaje, cananas y pistolas al cinto, y
«Maico» —el teniente coronel Montañez— que traía además su cuchillo comando
MK-2 Camillius de marine yanqui degollador en Guadalcanal, y preguntar, con
auténtico asombro, no por burlarse ni por bromear, sino porque realmente quería
saberlo:
—Coño, Norber, dile a Patricio que aguante la mano. Con lo viejo que está.
Por esta época hacía rato que yo me había dejado de llamar el Tercer Jimagua
(sin relación con The Third Twin, la novela de Ken Follet). Porque para lograr un
calificativo adecuado, que expresara gráficamente la solidez de mi relación con los
mellizos De la Guardia, éste resultaba poco imaginativo y gracioso, sobre todo desde
que había descubierto en una carta a Tony del «Chino» Figueredo, bravo
combatiente de la lucha clandestina contra Batista y luego activo miembro de «La
Comuna», una especie de francmasonería de artistas que eran militares,
nombrándose de esa manera, Tercer Jimagua, y al darme cuenta de que podía ser una
aspiración habitual de los satélites de los mellizos, gente que podía sentirse
inclinada a estas descargas de aduladores (que no era el caso del «Chino» Figueredo,
hasta donde me fue perfectamente visible comprobar). Entonces el nombre genérico
de Banda de los Dos fue adoptado. Éramos la Banda de los Dos, que era el nombre
que nos había endilgado Gabriel García Márquez en cierta ocasión y hablaba de un
firme y estrecho vínculo de amistad. Pero bueno, lo digo para que se vea hasta dónde
era estrecha esa amistad, al nivel de considerarse mi adopción como Tercer Twin y
de que Tony se tomara la libertad conmigo de atacar con bastante dureza a su
hermano —cosa que, hasta donde yo conozca, no fue algo que ninguno de los dos se
permitiese con terceros.
Sigo con Tony. Es decir, continúo narrando una conversación con el coronel De
la Guardia que debe haber ocurrido hacia principios de diciembre de 1988, en
vísperas de un viaje mío a Luanda.
Tony me está diciendo que va a dejar los negocios. Se refiere a las actividades
comerciales para las que, precisamente, lo nombraron como jefe del Departamento
MC.
Después (un después que podía ser una hora, un día o una semana más tarde),
Tony se arrepentía de haberme incluido en el grupo de los objetivos a desinformar y
se disponía a la confesión. Él consideraba que era muy explícito y que hacía gala de
una basta y abundante argumentación para explicarse.
Decía:
Les voy a decir una cosa: si me hubiese hecho caso, Tony de la Guardia no
estaría donde está ahora. Aquél fue el otoño de sus crímenes y no lo supo
aprovechar.
Lo que falta y que tiene lugar un ratito más tarde es un potrero, el helicóptero
Mi-8 en vuelo Hoover, una lectura de la decisión del Consejo de Estado de fusilarte,
una palmada en el hombro y un nos vemos.
Etc.
Tal era el fondo histórico sobre el que se desarrollaban mis aventuras africanas
de la parte alta de los ochenta y sobre las cuales debo aún algunos libros, que
permanecen por lo regular a medio terminar como los materiales rodantes y las
piezas de artillería que se abandonan en el campo de batalla, rotos, inutilizados, sin
combustible, sin municiones, pero que alguna vez fueron tripulados y bramaban y se
pensaba que con ellos sería trasladado al lugar que es la victoria. Es también el
escenario histórico sobre el que Arnaldo Ochoa suele bajarse los pantalones ante dos
—o tres o cuatro o cinco— simpáticas y divertidas puticas cubanas y, miembro en la
mano, como una batuta, tomar el mando de sus ejércitos de la noche.
Sal era la escala antes de las nueve horas del salto hacia La Habana, Sal un
mediodía de enero de 1989. El viejo aeropuerto de II Duce. Remozado por la OTAN.
Capturado por nosotros. A las puertas del África austral.
Falta lo de Enriquito.
Sí.
—¿Y botó a Enriquito porque decía que Enriquito tenía mal aliento?
Sí.
—Eso es correcto.
¿Chismes?
Sí, está bien. Son chismes. Pero, por este mismo chisme, fusilaron a cuatro
hombres, es decir, tuvieron un peso en el sistema de valores éticos y políticos de la
Revolución Cubana, tanto, que sirvieron como buenos, sirvieron como perfectamente
válidos, para pasar por las armas a un Héroe de la República de Cuba y al más
emblemático de los combatientes del Ministerio del Interior de Cuba.
Es verdad que esto deja un mal sabor, y luego uno oye en La Habana cómo la
gente habla de la mujer de Patricio, dos personas a las que uno respeta y con las que
ha coincidido en una zona de guerra, y uno oye los comentarios de cómo todo el
mundo se ha pasado a todo el mundo en Luanda. Cuando Patricio caiga preso, él
mismo dirá a sus hombres que «le den atención» a su mujer.
Pero a Ochoa lo habían jodido desde mucho antes, desde aquella vez de la
mulata con la que se había enfrascado en Cauto Embarcadero, la aldea a orillas del
río Cauto donde Ochoa se había criado, y que le había dicho, ven acá, mulato, que yo
te voy a enseñar lo que es bueno, y lo que le enseñó y que era bueno fue meterle una
segunda mujer en la cama. Una blanca. Su primera blanca.
No buscaba otro objetivo que bromear un rato con ella, que es una excelente
amiga, pero debe habérseme deteriorado en exceso la expresión porque se apresuró
en aclararme:
—Pero no te asustes que no la tiene más grande que nadie.
Era la fiesta del pueblo como tenía que ser, todo esto era el lumpen alborotado
y sin contención, una camarilla reducida se había convertido en su aristocracia,
algunos se habían refinado, un Aldana, un Ochoa, habían corrido mundo, mientras
que el general de División Leopoldo Cintra Frías, «Polo», continuaba siendo el
campesino con mando de tropas. Pero Ochoa era un hombre distinguido, de porte, de
paso cansino, mientras Polo sólo sabía repetir un chascarrillo de su propia
ocurrencia: que en el equipo de supervivencia de los combatientes debía incluirse
vulva en lata. Mientras Ochoa se regocijaba repartiendo aretes más o menos costosos
—no eran baratijas, no— en las baterías antiaéreas de mujeres cubanas dislocadas en
el TOM Angola (había dos unidades de este tipo allí) que mandaba a comprar a los
mercados de Punta Negra, República del Congo, Polo, que entonces —como jefe de
la Agrupación de Tropas del Sur (ATS o Sur Agrupación)— estaba subordinado a
Ochoa, seguía con su tontería subdesarrollada y de grueso regusto de las vaginas
enlatadas.
Pero quizá no sea justo tratar por igual al conjunto de una tropa revolucionaria
y sobre todo a un hardcore, que en verdad es frugal y dedicado a su empeño de
trabajo. El grupo en los accesos de Fidel o los dos subgrupos fundamentales —el de
Raúl y el de Abrantes (o el Ministerio del Interior)— era la verdadera aristocracia, y
fíjense, una como ninguna otra se ha establecido jamás en Cuba, con esa cultura, con
ese sentido político, con ese poder y con ese reconocimiento internacional, y a la que
yo también accedí en los últimos años de mi existencia cubana, y cuando iba
entrando en esas, mis primeras vacaciones del sector prohibido de Varadero y veía a
Geraldine Chaplin o al pintor Guayasamín o a dos cosmonautas soviéticos o al hijo
de Fidel y me percataba de que había otro mundo y que yo, a la larga, no tendría
cabida en ninguno de los dos —como habría de ocurrir, en efecto—, puesto que el
año anterior había estado en otro sector de la misma playa en unas tiendas de
campaña para estudiantes universitarios, despellejado por el repelente de los
mosquitos, y todo lo cual hacía una suma que me llevaba a la vieja frase de Jean-
Paul Sartre de que uno no sabe lo que es la clase hasta que se da cuenta de que no
puede abandonarla.
Un mundo que uno despreciaba y del que me ponía a resguardo como pudiera,
el de unos verdaderos y finalmente ingenuos lumpen devenidos militares (casi
siempre tanquistas) que 20 y 30 años después celebraban aún su triunfo sobre la
burguesía, a la que habían desposeído, y el asentamiento del poder proletario, es
decir, el poder de ellos al que Fidel le endilgó ese apellido, Proletario, pero era una
fiesta reglamentada y de bebida por cuotas en la que era un auténtico y maravilloso
divertimiento estar lleno de grasa de puerco e ingerir la cerveza por cajas durante
una semana de jolgorio y luego un ruidoso dominó al otro lado del barrio
amurallado, de cubiertos de plata y de finos scotchs.
Sonrió, apenada.
—Me gusta que mi cuerpo sea un hermoso paisaje —la voz totalmente
quebrada.
Ella temblaba y yo ahora queriéndoles poder decir a los lectores que muy
magnánimamente rechacé la oportunidad. El general de División Menéndez
Tomassevich invitó a comer a una docena de oficiales jóvenes con una hoja de
servicios destacados en la Misión y en un primer viaje de los Lange Rover del Jefe
de la Misión, que entonces era Menéndez Tomassevich, trajeron algunas de las
esposas de los muchachones. No sólo no rechacé la oportunidad sino que hice muy
bien en aceptarla. Fue espléndido, cuando la conduje sin apenas pronunciar palabra
hacia la puerta de la habitación, donde sólo tenía mi camastro, mi fusil y mi
mochila.
Malraux decía que poseer a una hermosa mujer era como penetrar un paisaje.
El hermoso paisaje que me descubría esta muchacha eran uno vellos rubios, apenas
perceptibles que nacían bajo su ombligo y descendían en una fina línea hasta la
región púbica, una piel fresca y enjabonada un rato antes con generosidad, y
temblorosa, sin poder controlarse, y con miedo, y que se me entregaba atenida a un
poder que ella suponía que yo detentaba y que se me entregaba como se le entregan
las mujeres, no a los guerreros, sino a los conquistadores, y aquel animalito asustado
no sabía porque jamás habría de leerlo seguramente y porque luego, si regresaban
vivos de Angola, se dedicaría a parirle hijos a su teniente, pero que en aquel
momento era una mujer con unos huesitos que crujían como corteza de pan fresco, y
digo que jamás sabría porque jamás sabría interpretarlo con palabras porque
tampoco sabría que las cosas se interpretan con palabras, que estaba experimentando
el placer de la derrota que está en Las amistades peligrosas y que las sacudidas de
los violentos orgasmos que estaba experimentando eran el resultado de una situación
casi descriptible como violación como era esta penetración supuestamente forzada
pero que en verdad estaba autoinfligida y que le daba la libertad de no ser
responsable, de no haber acudido ella misma a la entrega, de no ser parte activa,
supuestamente, de su total y absoluta entrega, y dondequiera que se encuentre y si
alguna vez tiene contacto con esta memoria, debe aprender algo: que no ha olvidado
aquella tarde entre mis brazos y yo firmemente anclado entre sus piernas, no por mí,
sino porque dio rienda suelta a su sueño y que era cómplice única y guardando una
severa compostura militar delante de Menéndez Tomassevich, a quien todos
llamábamos «Tomás», y después de eso Tomás y yo fuimos a seis combates y
estuvimos en el cerco de Menongue y tiramos 3 tiros de AK-47 y me gané la medalla
de Combatiente Intemacionalista de Primer Grado —que sólo se otorga cuando
participas en acciones combativas y no te apendejas. No es para regalar a putas.
Años después, mientras me acercaba al lecho donde yacía habitualmente boca abajo
Eva María Mariam y yo me acercaba a sabiendas de que estaba desnuda y que sus
dos nalgas eran los dos promontorios que me aguardaban para calentarme en la
habitación climatizada, solía preguntarme— a tenor de mis apetencias sexuales y de
los planeamientos que elaboraba para acometer sobre el cuerpo de Eva María —si no
sería un tipo excesivamente cerebral.
Pero entendía por qué una porción de mis compañeros de las tropas
revolucionarias no podían recrearse en los conceptos del paisaje que enaltecía André
Malraux y era por la poca capacidad de empleo del pensamiento abstracto de mis
compañeros y porque el centro de dirección de sus vidas no radicaba en el cerebro
sino en las pingas —que es como se ha dado en denominar a los penes
definitivamente, en Cuba, a nivel nacional—, y que, lógico, es la parte del
organismo del cual obtienen mayores deducibles y porque tú no puedes salir de un
matorral de una montaña oriental donde te has fornicado gallinas, puercas y yeguas,
a acostarte con una mujer sedosa y perfumada y laxa y que te mordisquea el lóbulo
de la oreja y por eso tú entiendes la enorme tendencia a la bugarronería de los
cubanos procedentes del campo, que no es porque sean homosexuales en el sentido
que ellos mismos desprecian a morirse y matar, sino porque no disfrutan de la
belleza, porque no entra en sus cálculos, no la entienden, y lo que necesitan es el
lugar donde meter esa fana —palabreja de uso y origen absolutamente delincuencia!
y que significa literalmente los detritus que casi siempre por falta de higiene se
acumulan en la base del glande, pero que por extensión también sirve para designar
al pene— y de ahí que todos ellos desprecien una oportuna y aliviante sesión
masturbatoria para salir disparados al corral del patio buscando la puerca retozona
de ese harén del campo criollo que es la cochiquera. Vulva en lata de Polo. El caso
de Ochoa tenía algunas diferencias por aquella tipa que le había descubierto el
universo controvertido y desafiante del lesbianismo cuando le dijo ven acá, mulato,
que voy a enseñarte lo que es bueno. Pero a pesar de todo lo que me dijera Aymée,
cada mujer que se metiera esa pinga de Arnaldo Ochoa, o la pinguilla de Polo, estaba
compartiendo una verga que ya había pasado por los culos babosos de todas las
yeguas y chivas que despertaron la libido de estos héroes legendarios de las misiones
internacionalistas cubanas cuando eran unos mugrientos y absurdos adolescentes, si
es que en esas zonas del campo existe adolescencia.
CAPÍTULO 6
LA GUERRA QUE NUNCA TERMINA
Éste es, pues, el equipo que nos cae arriba. La Brigada 1 del K-J, la de los
yanquis. Y empiezan el gardeo. Implacable. Como sólo ellos saben hacer. Y ser.
Gardeo. La palabra. Perfecta para su uso cubano. Está redondeada del término
guarding, que como toda expresión de éxito en Cuba y que sea duradera durante 30 o
40 años, es inglesa, pero que se adopta por su procedencia norteamericana —y que
en este caso hizo desaparecer al jugador en la posición del guarda para describir al
polizonte con los morros pegados al cogote de un objetivo.
Así que los afanosos combatientes de la Brigada 1 del K-J estaba en nuestra
cola el martes 23 de mayo, cuando hicimos —rumbo este— el recorrido hasta el
edificio de dos plantas que conocíamos regularmente como «la oficina de
Interconsult». Antonio de la Guardia con su traje verde olivo sentado delante con su
ayudante —el capitán Jorge de Cárdenas— como chofer, y María Elena y yo
sentados detrás. Dejamos a María Elena en Interconsult y de regreso, rumbo a la
oficina de Tony, tomamos por la Séptima Avenida, en Miramar, de cuatro vías y
escaso tráfico y que se abre en bóveda bajo las ramas de viejas ceibas, y antes de
entrar en materia con Tony y decirle que era hombre muerto, hablamos la usual
cantidad de intrascendencias —un par de toneladas.
Tony dijo que no. Interconsult cambió el nombre y se mudó. Tenía un nombre
flamante, «Consultoría Jurídica Internacional». Y tenía una casa recién restaurada,
en Tercera y 18, Miramar, frente a nuestro restaurante favorito, El Tocororo, en el
que (desde luego) sólo podías entrar si un buen rollo de dólares —nunca pesos— te
abultaba en el bolsillo. Miguel Ruiz Poo, que respondía al nombre de guerra de
«Alex» y fuera el administrador del Interconsult primario, era ahora el representante
de Tony en Panamá. «La única y auténtica empresa de contrabando de carne humana
viva», era una fórmula de broma entre los antiguos oficiales de Interconsult y se
refería al negocio establecido de visas y pasaportes y permisos de salida —siempre
desde Cuba hacia los Estados Unidos.
Esa mañana, después de yo advertir a Tony de los peligros que nos acechaban,
él se concentró en unos negocios de armamentos que tenía y en «tirarle un cabo»
(ayudar) al capitán «Jesusito» en la actualización de unos planes de voladura del
canal de Panamá. Un viejo compañero de Tony de Tropas Especiales. Jesusito.
Charlie Brown fue el primer oficial de guardia de los días iniciales de MC:
francotirador de Tropas Especiales, uno de los tres únicos especialistas de esa
dependencia; egresado con calificación Excelente del Curso de Francotiradores 1981
− 1982 de la DGOE (nueve meses de instrucción y no menos de 200.000 disparos);
un verdadero artista en el uso del legendario fusil soviético de 7.62 mm. Dragunov
con la mira óptica PSO-1; es mencionado aquí —aparte de la misión para la que se
le estaba buscando— porque de muchas maneras imprimió al Departamento MC
algunas de sus características originales, un aire de frescura y de cierta
irresponsabilidad pero capaces de cualquier aventura. El coronel De la Guardia había
sabido elegirlo entre los jóvenes que flotaban en la barriada de Miramar, frente a su
casa, y del mismo modo había sabido prescindir de sus servicios hacia 1986 luego de
conocer que no sólo «se había pasado por la piedra», es decir, fornicado, con su
principal oficial del sexo femenino, la capitana Rosa María Abierno Gobín
(conocida posteriormente como «La Narcotraficanta»), y luego a Ivón (apellido no
disponible, conocida como Ivón Bombón), la compañera esposa de su favorito de la
corte, el mayor Amado Padrón Trujillo, sino que también habían sido dispuestas en
el conocimiento de los rigores de su pase por la piedra, una de las propias ex esposas
«del coronel», es decir, del mismo Tony, y, al parecer, una prima cercana o una tía o
una de sus hijas (nombres obviados piadosamente en la presente obra). Así que
Charlie Brown fue trasladado a la Brigada Especial de la Policía, para la lucha
frontal contra la delincuencia común (no política), donde se ganó el apelativo de
«Rambo Loco» luego de escenificar la más espectacular persecución nocturna de
automóviles que se recuerda en la historia del Socialismo Mundial, a 160 kilómetros
por hora sobre las casi siempre estrechas calles de La Habana, para perseguir a un
jovencito hijo del héroe de la Revolución Juan Almeida que había salido a probar el
carro del padre como si la macilenta calle 23 de El Vedado fuera Indianapolis y con
la mala fortuna de que Rambo Loco peinaba la zona en busca, más bien, de alguna
chica que quisiera yacer con él en el asiento trasero de su carro-patrullero Lada
1500-S con todos los chiclés de alta y tapa del block rebajada. En definitiva, uno
podía parquear su patrullero debajo de una de aquellas frondosas y oscuras y
apartadas arboledas de El Vedado, y disfrutar de la compañía de alguna ciudadana.
Es entonces cuando, como un joven venado macho llamando a reto al líder hasta
entonces indiscutible de la manada, un bólido cruzó frente a su morro en dirección
oeste y Charlie Brown comprendió de inmediato que aquella noche no había
desorden en el asiento trasero del Lada, que no había culito. Pero unos 27 minutos
más tarde, cuando al fin logró arrinconar al Lada enemigo contra una calle ciega del
reparto La Lisa, en la que una tupida manigua, un mar de hierba de Guinea, era lo
único que quedaba por delante, y unas apagadas cabañas de madera por los lados, y
Carlos Gámez se apeó con un portazo y con la intermitencia de las luces roja y azul
de las balizas barriendo el escenario y el eco de su propia sirena que aún le llegaba
de los callejones húmedos de estas pobres barriadas del oeste, le clavó el cañón del
AK-47 (¡todo esto es textual, señores!) en la frente al muchachito, le dijo: «Vamos a
regresar por donde vinimos pero a más velocidad. Ya entré en calor y lo que estoy es
loco por seguir persiguiendo.»
—Yo soy el general Santiago y soy el sustituto del coronel Tony en emecé. ¿Tú
fuiste su oficial de guardia... tengo entendido?
Claro que lo sabe. Desde Fidel Castro hasta Robert Vesco. Todos se pasaban la
vida llamando allí.
—¿Las horas?
No sólo respuesta evasiva a continuación sino que es una mentira del tamaño
del circo Ringlin, que en nuestro sistema habitual de medidas, era la cosa más
grande del mundo.
Un rato después el general Santiago sabe, no sólo que tiene las manos vacías,
sino que, en lo que respecta a este hombre, las va a seguir teniendo.
—Me das la baja ahora mismo, Joseíto. A mí no pueden estarme buscando para
fusilar a Antonio de la Guardia. ¿Tú crees que yo no me doy cuenta de las cosas?
Esto acaba de joderse. Y se acaba de joder porque ha dejado de ser un trabajo de
hombres.
—Te voy a dar la baja por enfermedad. Porque si digo esto que tú me has
respondido, el próximo fusilado eres tú, Carlos Gámez. Espero que entiendas que tú
y yo jamás hemos tenido esta conversación.
—Pero, además, tienes toda la razón —dice Joseíto, con cierto aire de
resignación—. Las putas han tomado el poder.
Lo está localizando porque Fidel sigue apretando con el problema de los yates
robados en Miami. Abrantes raramente inquieto, preocupado. Nada que ver con su
regular conducta de acometividad, agresivo y trabajador, que le valió uno de sus
motes favoritos, aunque no se le permita el uso a cualquiera. Avispa. Llamado «la
Avispa» porque en la charada china al uso en Cuba desde tiempos inmemoriales, el
significado de 27 es el ponzoñoso insecto, agudo, casi siempre imperceptible hasta
el momento del ataque; un zumbido en línea, sus cuatro alas y el odio de azogue de
una gota de veneno inyectada a presión por el impacto final de un vuelo en picado de
la ávida criatura de la orden de los himenópteros disparada desde otra dimensión del
conocimiento y de la laboriosidad y provista de aguijón, y que es un nombre de
guerra que al propio Abrantes le parece adecuado, correcto, aunque la idea
combativa queda mejor empleada si en vez de decirse insecto se emplea el más
firme término (de viejas resonancias revolucionarias), de tábano. Atributos del poder
aparte, dicen las damas —más bien insisten—, de una belleza excepcional. Damas a
cuyos órganos él, en verdad, tiene poco acceso en profundidad debido a la errática
dolencia síquica de que padece, puesto que se declara como impotente. Tiene sus
momentos de elevación cultural, además de los oestes y las sesiones de tangos.
«Perecerán todas las cosas y sólo quedarán los muertos y la gloria de los muertos»,
es una línea de verso que él repite y que procede de Los cuentos escandinavos y que
era también un motivo recurrente de Adolf Hitler. Hizo una verdadera carrera de
gloria al lado de Fidel, primero desde su escolta. Puede verse en los ya viejos
metrajes de las películas de la batalla de Playa Girón (reconocida por los yanquis
como Bay of Pigs, más adecuado, en efecto, para nombrar el escenario de una
derrota) del 17 al 19 de abril de 1961, trigueño, juvenil, bonito de verdad, con una
metralleta checoslovaca T-23 al hombro y la boina verde echada hacia atrás, más
sobre la nuca que sobre la frente, y anteponiendo su pecho al de Fidel, mientras
avanzan entre mar y manglares y ambos emergiendo desde las escotillas en paralelo
y como tripulación de uno de los cañones autopropulsados SAU-100 de 35,1
toneladas de peso, esta auténtica fortaleza rodante con blindaje frontal de 75 − 100
milímetros que se desplaza a 55 millas por hora sobre su propia tormenta de arena y
salitre cuando obtiene para sus estandartes de combate la categoría histórica de
primero de los tanques del Ejército Rojo en mojar sus esteras en un remanso de las
aguas cálidas de una playa del Golfo de México, uno del total de 2.500 de estos
vehículos que por órdenes directas del camarada Stalin fueron producidos desde
septiembre de 1944 en la planta de tanques «Uralmash», de los Urales, y de los
cuales se despreservaron de la gruesa capa de grasa soviética bajo la cual se les
mantenía inanimados en el reposo de las reservas para la Tercera Guerra Mundial el
centenar que para noviembre de 1960 arribó entre las iniciales 28.000 toneladas de
equipamiento militar enviado a Cuba y de los que el Mando Soviético parece
determinado a conservar un remanente inextinguible de SAU-100, de modo que
veinte años después actuaban aún en Afganistán, y que es de las primeras de las
armas soviéticas que entran en combate en el continente americano, abandonado su
escenario natural de las estepas y de la eternidad de las nieves para, en un mediodía
al sopor del aire detenido y de los restos de miles de crustáceos que se quebrantan
como nueces y de las hojas de malangas y de mangles caídos como solapas sobre el
declive de un terreno que antes de sumirse bajo el mar no es definible su condición
de pantano, tierra firme o playa, servir para cañonear y terminar de hundir el buque
de abastecimiento «Houston» de la brigada invasora 2506 encallado a 700 metros de
distancia y señalándose a sí mismo con una negra columna de humo permanente
proveniente de las bodegas desde que tres días antes la aviación revolucionaria se
dedicara a rociarlo con rockets y fuego de calibre 50 y que ahora Fidel quiere
rematar, él personalmente dirigiendo el tiro. Durante sólo escasos segundos, se logra
ver en esa escena, libre del pecho para arriba, a Fidel, puesto que tiene delante a José
Abrantes Fernández, poniendo el suyo. Alerta, realmente hermosos los dos, Abrantes
cuidando a su líder, Fidel joven padre.
—Orlandito. Orlandito.
OCTAVA PARTE
LA ISLA LEJOS
CAPÍTULO 1
MUY DULCES CON LA MUERTE
Los asesinos que son unos melancólicos tienen mayor capacidad emocional
para oír que los van a matar que los hombres de una pieza, los tipos de piedra. Es la
experiencia de alguien que le avisó a dos de los hombres más temibles de Cuba que
la ejecución de ambos estaba a la vuelta de la esquina. Sí, un buen señor llamado
Norberto Fuentes tuvo la experiencia o vio desarrollarse la tesis. ¿Cómo se llamaban
aquellos tipitos de la Antigüedad, heraldos? [Del antiguo alto a. herrivalto (esta
palabrita tan encantadora en itálicas, no?): herrivalto de her, ejército, y walten,
cuidar.] m. Rey de armas.// Hist. Antiguamente los heraldos ejercían las funciones
propias del Estado Mayor en los ejércitos y eran, además, los parlamentarios . Etc.
De donde se desprende que podemos calificar con justicia a este amigo, el autor.
Bien, pues, él fue el heraldo de la muerte para Antonio de la Guardia, un coronel con
una carrera destacada en operaciones especiales (¿no se ha dicho?) que —entre otros
eventos e inventos— concibió (¡y ejecutó con todo éxito!) la toma de Managua y el
desmembramiento del Miami contrarrevolucionario de los setenta y a quien —en un
círculo muy cerrado— llamaban «el Siciliano», y para Arnaldo Ochoa, un general de
División que —entre otros episodios— había hecho rodar sus tanques en el Ogadén
(donde había doblegado al ejército somalo de Siad Barre) y el sureste angolano
(donde había llevado al ejército sudafricano a la alternativa de retirarse hacia
Namibia o perecer u obligarse a sacar el armamento atómico de sus hangares
secretos, si la existencia de esos artefactos no era un bluff para efectos de
propaganda) y a quien —en un círculo mucho más que cerrado— llamaban «el
Griego». Entre los dos podían haber suministrado los muertos de un cementerio. No
un cementerio de capital de provincia, claro. Pero sí uno de nivel municipal.
Emboscada, ajusticiamiento, secuestro, calibre, aeropuerto eran de su dominio,
palabras de uso común, monedas corrientes de su lenguaje y que significaban
habitualmente que como resultado de su aplicación dejaban un sanguinolento rastro
de visceras en el polvo. No es que los dos actuaran juntos. Pero cada cual por su
lado.
Asesinos. Quizá no les guste la palabra. Pero era Tony el que la empleaba
cuando hablaba de killers. Era el modo en que solían llamarse. Tony mismo. Ellos
mismos.
Una vez Tony se lo había contado a su amigo Norberto Fuentes y ya eso sí era
específico sobre esa emoción que sentía cuando preparaba estas operaciones y la
víctima nunca se percataba y era como sentir que estaba violando aquella intimidad,
y aquella violencia le reportaba emoción. Pero, por eso mismo, es inconcebible que
no se dieran cuenta cuando les toca su turno. Para eso hay que tener algo especial a
flor de piel y tener más experiencia como perseguido que como policía. El chequeo.
Y le pregunto si se han dado cuenta, y dice, no, no se han dado cuenta, nunca se han
dado cuenta.
—Tony, Tony.
—Norbertus.
Estaba poniendo una casita y unos venaditos y unos botecitos con pescadores y
un riachuelo con peces buenos para comer y unas siembras y todo ese mundo idílico
y colorido y bucólico de su pintura primitiva que ya ha sido descrito cuando se
decidía su destino. En los últimos tiempos estaba agregando a la inocencia de su
pintura unos carteles como los que se veían en los portales de las casas al principio
de la Revolución que decían Viva Fidel o Patria o Muerte que eran las consignas
revolucionarias, loas al líder revolucionario, y esto había surgido en esta pintura a
requerimientos de uno de los amigos de Antonio de la Guardia y su principal cliente
de pinturas que era un escritor llamado Norberto Fuentes que era también medio
ranger y que había observado que la pintura de su amigo carecía de elementos
políticos y le había dicho, Tony, te falta contenido político y Tony había resuelto el
asunto del contenido político en su pintura con aquellos carteles con los que
seguramente, dijo, competía al mismo nivel del contenido político del Guernica de
Picasso. Vivía ignorante, se hallaba en óleos de inocencia, pese a lo que se estaba
decidiendo sobre su persona. Su condena tenía un monto respetable. El que estaba
concibiendo esto en el juicio secreto era un cerebro privilegiado. Pena capital.
Fusilamiento. Pero no era el único que estaba siendo juzgado. También estaban
tirando a la sartén a un general de División, a Arnaldo Ochoa, y a un general de
Brigada, Patricio de la Guardia, que era el hermano mellizo de Tony, y al ministro
del Interior, el general de División José Abrantes, y a algunos otros generales y
coroneles y a un escritor, of course, Norberto Fuentes. Pena de muerte para Antonio
de la Guardia y para Arnaldo Ochoa. Treinta años para Patricio de la Guardia *
Abrantes y Norberto no entran en el diseño por lo pronto. Las oportunidades que le
quedaban a Tony para escapar serían pocas a partir de entonces, aunque siempre
quedaban las posibilidades en un hombre de sus condiciones, de su entrenamiento.
Pero carecía de la información. Iba a carecer de ella durante un tiempo que le
resultaría vital. Los siete proyectiles de AK-47 que, eventualmente, habrían de
agarrarlo por el pecho y que lo elevarían como una manta eran incompatibles
entonces con la situación del grupo liderado por el propio Antonio de la Guardia. De
esto se podrían desprender algunas lecciones.
[arnaldo ochoa] ...la verdad se hizo para no decirse. ¿Tú no has oído decir eso
nunca, no? La verdad se hizo para no decirse. Por eso casi todas las historias y los
historiadores son mentira. [Norberto fuentes] El genial fue Carlos Marx, que
inventó el marxismo y después dijo que no era marxista. [arnaldo ochoa] ¿Y
después qué hizo? [NORBERTO FUENTES] Tomar cerveza. COMENTARIOS
DE SOBREMESA EN LUANDA EL 6 DE ENERO DE 1989 HACIA LAS 10:00
PM
Arnaldo Tomás Ochoa Sánchez. General de División FAR, ex jefe de la Décima
Dirección, Héroe de la República de Cuba, llamado «general de generales», alabado
por Time y Newsweek; maestro de las fuerzas blindadas; alias familiares «Nine» y
«Negro»; «Griego» en la oficina del coronel Antonio de la Guardia; «Miguel»,
nombre de guerra en la guerrilla venezolana de los años sesenta. Lleva una Beretta
con 300 tiros, que después cambia por una Thompson, cuando participa como uno de
los 28 miembros del pelotón de vanguardia de la columna guerrillera de Camilo
Cienfuegos que baja de la Sierra Maestra y comienza su avance hacia La Habana, en
paralelo con una columna bajo el mando del Che Guevara —ambas entre el verano y
otoño de 1958— y termina la invasión ascendido a teniente. Se destacó de inmediato
como uno de los líderes naturales de las fuerzas revolucionarias. Fue el único oficial
ascendido en 1963 al grado de comandante —el 08/11/63— ; y fue el jefe fundador
del Ejército de La Habana en diciembre de 1968, acabado de regresar, con un
fragmento de plomo de bala en el hígado, de las guerrillas de Sierra Falcón,
Venezuela.
«Vamos andando.»
[ARNALDO OCHOA] Como están filmando aquí (en realidad, grabando con
una pequeña cámara de video-8], yo quiero decir dos o tres cosas para que quede
constancia. Él [Patricio de la Guardia] llegó hablando de algunas cositas que él oyó
decir [unos comentarios esparcidos en Luanda esa tarde sobre la probable sustitución
de Ochoa como jefe de la Misión Militar cubana]. Son mentiras. Pero como son
mentiras no tengo el valor de decirlas. Y si fueran verdad, ni las insinuaba. Porque la
verdad se hizo para no decirse. Las verdaderas. [Dirigiéndose al autor:] ¿Tú no has
oído decir eso nunca, no? La verdad se hizo para no decirse. Por eso casi todas las
historias y los historiadores son mentira, ni ellos mismos se lo creen mucho.
—¿Uno solo?
CAPÍTULO 2
MERECERNOS SER EL ENEMIGO
[General Juan Escalona] Están viendo que aquí hay más de 12 mil millones de
pesos invertidos en fábricas. Una tecnología mejor o peor... Un mercado virgen.
Porque, oye, cuando sale un comprador de nosotros... al mundo...
[General Juan Escalona] Diez mil toneladas de esto, que no hay capitalista en
el mundo que lo compre.
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] ¿Tú te das cuenta? Va a comprar, eeeeh... Treinta mil
toneladas de... de... de... de la mierda esa que usan para fertilizar.
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] No hay capitalista en el mundo que compre treinta mil
nada.
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] Toneladas de nada.
[Entrevistador] Sí.
[Entrevistador] Mmm.
[Entrevistador] Sí.
[Entrevistador] Mm.
[Entrevistador] Pero, entonces... em... usted prevé... O sea, eh, es posible que
haya algún...
[General Juan Escalona] Yo lo que preveo es que, ah, que, si... si todo esto que
estamos haciendo ahora comienza a producir un resultado a mediano plazo, lo que va
a ser es imposible a los Estados Unidos pararle la mano a sus empresarios, que
sienten que esto que fue de ellos hasta ayer, se les va de las manos. Y que cuando
llegue, se lo cogieron los mexicanos, se lo cogieron los italianos...
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] No, porque ahora sería un sueño. Un latinoameri... [Se
interrumpe] Un cubanoamericano de esos que intente una inversión en Cuba, los
botan los americanos de allí para el carajo.
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] Es decir, eh...
[General Juan Escalona] Bueno, puede ser que esté... Tú sabes que el capital es
una cosa que se mueve, qué carajo, con... ¿Aquí no lavan miles de millones de
dólares todos los días en los bancos producto del narcotráfico?
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] ¿Quién puede saber que esos dólares que tú tienes en
un banco en Colombia o en Venezuela o en México, ahí no está el capital cubano?
Entonces... reportan sus utilidades, allá habrá cubanos... Pero ése no es nuestro
problema. Nuestro problema es que... el por ciento de nosotros, ganarlo. Y ganarlo
pronto [ríe].
[General Juan Escalona] ¿Te das cuenta? Es decir, oye, con toda esta situación
cubana, este año el turismo no ha disminuido. Se ha incrementado.
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] Es decir, el único limitante que tiene el desarrollo del
turismo en Cuba es la capacidad de construcción, que no tenemos.
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] Bueno... nos hubiera evitado, pssst. Jum... jum... lo
que vino después. Jiiii... ¿Oíste? Pero Abrantes no, no se... No se...
[Entrevistador] No, ehhh, hubiese sido una locura pensar que el tipo iba a ir...
[¡No se pierdan esto, por favor! Repitan la lectura del parlamento anterior:
Pero... además, él no se vinculaba directamente. Lo está diciendo el tipo.]
[Entrevistador] No, no, era absurdo pensar... Era... Después que hablé con usted
leí el libro, el juicio, y hay un pasaje no sé si suyo o de Raúl, donde hablan de que
esta gente se estaban tratando de escapar o que había posibilidades de que se
escapen, de que deserten. ¿Había algo en concreto?
[No identificado] Alguien, hay... Ah... Hay... Hay un momento en que, aunque
no hay ningún indicio, pero bueno como están tan comprometidos con el
narcotráfico... se piensa que es, incluso, posible pueda alguno desertar. Pero son
pensamientos.
[No identificado] No, no, no. Ahora yo no recuerdo... Alguien... Pero se... se
habló algo de eso. Yo no recuerdo ahora exactamente...
Regresa Escalona:
[General Juan Escalona] A mí también porque hace rato que no vuelvo a releer
el libro ese...
Regresa el periodista:
[Entrevistador] Que...
[Entrevistador] No estaba.
[Entrevistador] Sí.
[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] Pero quiero que tú sepas que en la última reunión de
la [¿HOMLEA?] en Bolivia, es decir, el grupo de chifs [jefes] de la lucha contra la
droga, hubo posiciones cubanas muy fuertes y posiciones de conciliación. Es decir,
nosotros tenemos relaciones de trabajo con la... con el Servicio de Guardacostas... de
los Estados Unidos.
[General Juan Escalona] Eso donde se jode... Eso donde se jode es cuando sube
ya...
[Entrevistador] Bueno, pero eso son los que habían planeado el secuestro de
Abrantes.
Escalona murmura.
El periodista:
[Entrevistador] ¿Ustedes...?
[General Juan Escalona] Por su... errr... Tony... eh... Éste era un comemierda,
éste lo único que le interesaba era que yo le llevara dólares.
[General Juan Escalona] No, a veces preguntaba. Sí, ése es el negocio aquel
que yo te hablé de la mina de oro que tenemos en Ghana.
[General Juan Escalona] Que éste era un comemierda. Lo único que le gustaba
era recibir plata.
[General Juan Escalona] No cambió nada. Yo... Me encabronó los otros días la
noticia que se dio, creo que por Radio Martí. Una declaración de la... de la viuda de
Ochoa, que dice que a su marido lo fusilaron después de una larga conversación con
Raúl Castro.
[General Juan Escalona] Sí. Pero es que esa larga conversación con Raúl Castro
fue la última oportunidad que le dio Raúl Castro antes de meterlo preso. No antes de
fusilarlo. Porque había tantos indicios y tanto ruido alrededor de Ochoa, que con
Ochoa en la calle era muy difícil una investigación a fondo. Y Raúl lo sentó y le
dijo, Arnaldo, vamos a hablar.
[Entrevistador] Jum.
[Entrevistador] Jumm.
Voz no identificada:
[No identificado] ¿Será verdad que esta mujer se haya expuesto a hablar esas
cosas?
Voz no identificada:
[No identificado] Porque ella había mantenido una actitud más o menos...
[General Juan Escalona] No, no. Lo que nosotros... Acuérdate tú, que nosotros,
en la declaración ante el Tribunal de Honor, el único que no participó fue Patricio.
[General Juan Escalona] Porque se pasó todo el tiempo hablando del relajo, de
las tortillas, de las siete mujeres en la piscina, con seis hombres, con las esposas de
ellos, madres de sus hijos. Y todo el tiempo fue hablando de eso. Que... fue además
obsesivo. Yo soy un corrompido, porque yo... naaaa. Y su esposa. Y la esposa de
Ochoa. Y la otra. Y la otra. Una piscina. Encuero todo el mundo. La orgía, la
jodedera. Ehh. Entonces, tomamos la decisión de no proyectar eso porque, porque...
err... porque... porque debajo de eso hay hijos.
[Entrevistador] Jumm.
Voz no identificada:
[Entrevistador] No, porque alguien me dijo que... que Fidel dijo... murió como
un hombre.
[General Juan Escalona] No, no, el... no, el... ah. Qué va. Pidió autorización
para mandar el pelotón de fusilamiento.
[General Juan Escalona] Porque ése es un honor que se le hace a un héroe. Pero
no un honor que se le hace a un narcotraficante.
[Entrevistador] ¿Pero por qué un héroe? ¿Por qué lo van a fusilar a un héroe?
[Entrevistador] Sí.
[Entrevistador] Sí.
[Entrevistador] El Tony.
[General Juan Escalona] No, el Tony no. El ayudante de Ochoa fue el que...
[Entrevistador] No. No, porque alguien me había dicho que Fidel había dicho
eso cuando...
[Entrevistador] Cuando...
[General Juan Escalona] Eh, eh... Es una Cuba que se recupera de sus males.
CAPÍTULO 3
LA HABANA DESPUÉS QUE NIEVA EN MOSCÚ
El primer regalo de Tony fue una carabina Winchester 44, con más de 100 años
de antigüedad, sin municiones, que estuvo dando vueltas conmigo hasta la salida al
exilio.
La orden (en Cuba) fue que no se guardaran papeles que el enemigo pudiera
ocupar después.68 Los asesores soviéticos del modernizado KGB dislocados en La
Habana no vieron con buenos ojos la frenética actividad de sus camaradas cubanos
iniciada a finales de 1981. Al parecer una consistente y valiosa documentación sobre
juegos operativos cubanos con los Estados Unidos y México (los principales
objetivos de la URSS en interés de su Inteligencia) les fue arrebatada delante de las
narices, e incinerada, en buena parte. Es de suponer que casi siempre, en estos casos,
se trataba de juegos operativos que habían caducado. Pero de cualquier manera,
según la óptica soviética, ésa era una clase de fruta que nunca secaba por completo y
que debía almacenarse en algunos lugares, frescos y seguros, por si se presentaba
una nueva oportunidad de sacarles más jugo, exprimirles, un poco más. No
alcanzaban a ver cuál era el paralelo con su Moscú de 1941.
CAPÍTULO 4
RAZÓN DE LA FUERZA
Pocos días después de que lo condujeran ante Fidel Castro para que sostuvieran
aquella, su última entrevista, el ex coronel Antonio de la Guardia estaba amarrado al
poste de ejecuciones, y si llevaba los ojos vendados, era a solicitud propia (y si
además le amarraron las manos, fue también porque él lo pidió —«si no había
inconveniente»). José Abrantes cayó después. Apenas comenzaba a extinguir una
condena de 20 años cuando, en enero de 1991, le dieron lo que se llamaba en el argot
de uso reducido de las tropas élites «el ticket de una sola vía». Entonces el autor
comprendió cabalmente que no había producción del libro y que él mismo había
alcanzado la condición de efímero en el proceso.
Así que este libro no estaba destinado por las autoridades cubanas a ser escrito
y, por lo tanto, publicado. El autor tampoco contribuyó con su existencia. Fue
elusivo en ese sentido. En esta ocasión hizo caso omiso de sus varios juramentos
anteriores mediante los cuales se disponía a dar la vida por la Revolución cuando
fuera necesario.
Fidel Castro estuvo al corriente desde su inicio en 1989 de ese operativo que
debía preservarme en un inexpugnable silencio y cuyo objetivo final era previsible y
para el cual llegó a contar con la asistencia de una celebridad literaria tan importante
como Gabriel García Márquez y en el que se hacía indispensable mantenerme dentro
de Cuba bajo la situación de acoso llamada por el término procedente del basketball
como «gardeo a presión».
Mas no para todos se reservó la misma suerte, y por ello el sabor del triunfo
puede ser, en ocasiones, muy amargo. Tres personas perecieron, por lo menos una de
ellas asesinada, mientras me brindaban su ayuda para que pudiera salir de Cuba bajo
las sombras del clandestinaje —asesinado el abogado Luis García Guitart, y
seguramente asesinado el teniente Horacio Maestre; «Acho», Horacio, en esa
tenebrosa sala de hospital a la que su familia no tuvo acceso hasta que se hallaron en
condiciones de entregarle un cadáver después de los 21 días de una dolencia
inexplicable («muerte institucional provocada», le llaman).
Los dos actuaban con un grado bastante aceptable de inocencia, puesto que no
tenían ninguna otra vinculación con los hechos que no fuera su amistad conmigo.
Como quiera que no existen fórmulas convincentes para hacerles saber que existe
esta deuda de gratitud puesto que se encuentran fuera del área de combate y ya
aseguraron su propio perímetro y observan un régimen de silencio radial y puesto
que ambas situaciones son permanentes, uno sabe que se queda contenido en el
territorio de la retórica. Pero existe la situación de las cuentas pendientes con Fidel.
Es visceral, es sostenido. La sed de venganza, en verdad, se te aferra, inextinguible.
Una vez Poe quiso demostrar que las cosas podrían ser tan recónditas que se sirvió
de una imagen, de por sí inextricable: el polvo dentro de la roca. Absoluto e
insondable. Dentro de la roca. El libro está terminado y las manos se hallan libres.
CAPÍTULO 5
STOP MOTION
Era susceptible de variarse el nombre de una mujer, una muchacha que conoció
la vida, el amor y la muerte, pero nunca se dio cuenta. El dios que es todo escritor
votó. Ocultamiento aceptado. De cualquier manera la relación con ella le hubiese
impedido al autor actuar con libertad, por el conocimiento milimétrico que de su
persona tuvo, de sus temperaturas, tacto, olores, sabor por zonas, metal de voz,
pliegues, enveses, y envases, y todas las otras suertes de partes y emisiones que esta
clase de aventuras pone en juego. Se requería de libertad absoluta para el libro y el
nombre de alguien con quien se ha tenido una relación carnal tan estrecha era un
vector de inhibición.
Agradecimientos especiales:
Ah, Edna Rocío Johnson. Que Brad sea el staff de un solo hombre no quiere
decir que no tenga a Edna y que todos la adoremos, como se debe.
Luis Domínguez fue simpático y tozudo como él solo, el mejor de los que se
encontraban en el camino.
Y para un grupo de otros notables amigos, ninguno nuevo, mas todos perfectos,
también: Alejandro Armengol y Sara Calvo, Dr. Pedro Bustelo, Juan Carlos Cabrera
e Ileana Sánchez, Godofiredo Granados, José Uzal.
***
***
***
Buena tropa. No podía pedir una mejor. Con un poeta y tres generales, el poeta
que es Raúl Rivero, y los generales Patricio, Tomás (Menéndez Tomassevich) y
Arnaldo, y el mejor explorador del mundo, mejor comando y mejor ranger, Tony.
Andando.
FOTOS
GRUPO AÚN NO EN EXTINCIÓN EN NOVIEMBRE DE 1986. Desde la
izquierda, a una hora de vuelo de Luanda; el general José Abrantes (ministro del
Interior), el mayor Carlos Cadelo (uno de los adelantados cubanos en África), un
oficial de la escolta de Fidel; delante, Carlos Aldana (secretario ideológico del
Partido Comunista), Norberto Fuentes, el general Pascual Martínez Gil (viceministro
primero del Interior) y Fidel.
Betún de camuflaje, parcas y estupendos gorros de leñadores del Canadá, como
el que el teniente instructor paracaidista Antonio de la Guardia se está ajustando. El
Antonov calienta motores. En el aire a las 21. Saltando a las 21:10.
¿La Bohemia Inaccesible? Por lo pronto, esto es lo que tenemos en París: desde
la izquieda, José Odriozola, uno de los más activos «cuadros» de la inteligencia en
Europa Occidental; el coronel Antonio de la Guardia; Norberto Fuentes, un escritor
que es presentado a los traficantes de armas como «el legendario comandante
Andrés»; y el capitán Jorge de Cárdenas.
(Abajo). A bordo de uno de los AN-26 de la flota cubana en Angola. Esta noble
máquina, de dos turborreactores y alas en «T» (o sobre el fuselaje), es el caballo de
tiro de la guerra cubana en el África Austral. Volando entre Mocámedes y Lubango.
Los personajes somos, ahora, Carlos Lage, ayudante de Fidel Castro; Norberto
Fuentes, con espeso mostacho; y Patricio de la Guardia, el único realmente marcial.
Patricio en el área de dislocación en Funda, al norte de Luanda del Regimiento
Femenino de Artillería Antiaérea «Habana», 30 de diciembre de 1988.
Twins. Ellos mismos solicitan que se les llame así. Es una de las pequeñas
dulces bromas que aceptan con agrado. «Los tuins.» Los mellizos más célebres de
toda la historia de Cuba. Tienen una vida secreta y una leyenda que corre paralela
con la noche.
notes
Pero uno quiere honrar desde aquí, con verdadera devoción, a las dos
muchachitas hijas de Raúl Castro, Deborah y Nilsa, que aceptaron con humor y
compasión las acometidas de nuestro Gordo y que no fue por boca de ellas que la
noticia llegó a donde no tenía que llegar, los oídos de su iracundo padre, que es
además el segundo dueño del país, el dragón de bolsillo sulfuroso y criminal a la
entrada de la cueva. Todo lo contrario, restaron importancia al asunto y durante los
años posteriores buscaron establecer lazos de amistad con el poeta.
[NF] ¿Sí?
[NF] ¿Muchas?
[Cowley] Sí.
[NF] Sí.
[Cowley] Sí.
[Cowley] Sí.
|NF] ¿Pero presón presón presón [una forma rápida de buscar la gradación de
Ochoa prisionero]?
[Cowley] Emm... Sí. Asimismo. Bueno sin las cammm... con características
más nobles, ¿no?
[NF] Sí.
[Cowley] ¿Me entiendes? Con una cara más linda.
[Cowley] No.
[Cowley] No.
27 ¿Es necesario aclarar una vez más que la información dispensada en el libro
es precisa y ha sido verificada y que procede de una exhaustiva investigación? Si tal
es el caso, repitamos el argumento: el lector puede sentirse confiado sobre el origen
del material. Desde luego que en este caso, el de los anillos de acero y las murallas
de secretos que constituyen la seguridad de Fidel, no era mucho lo que podía
investigarse directamente y en la práctica debía esperarse a que la información
cayera de por sí sola o que uno supiera captarla mediante la observación cuando
viajaba con el entourage. Muy peligroso ponerte a preguntar. De ahí que en
ocasiones deba limitarse el lector a conocer personajes sólo por señas parciales,
como Gallego, Joseíto, Cesáreo. En cierto sentido suele ser una información un
tanto desequilibrada —tenías sólo un nombre o el seudónimo, pero sabías lo que
habían hecho (o hace) el hombre—, aunque lo que se obtenía de sólo ver la cima del
iceberg, al menos para mí en algunos episodios, era suficiente. Amén de que yo tuve
acceso no sólo a la punta del iceberg sino que me zambullí en más de una ocasión
para tener visión suficiente de la imponente masa que se ocultaba debajo de la
superficie. Donde le hubiese preguntado su apellido al coronel Joseíto, habría hecho
caer toda clase de sospechas sobre mí, y yo no estaba allí realmente para estar
averiguando el apellido del jefe de la Seguridad Personal ni para desmenuzar el
dispositivo (aunque después uno averiguará los pequeños detalles suplementarios,
los apellidos que una vez fueron —o hasta ahora son— secretos de Estado, o los
orígenes barrioteros y de pobreza absoluta de unos silenciosos y eficientes
luchadores revolucionarios que deben ocultarse del rastreo enemigo para que no sea
información útil que ablande las defensas del Comandante). Yo estaba para serle fiel
a Fidel Castro y servirle, y hacer una obra literaria al servicio de la Revolución. De
cualquier manera se desprendió este cúmulo de información —y no puedo decir
ahora que necesite serle fiel a Fidel Castro ni servirle, y mucho menos que deba
comprometer en su altar mi trabajo literario— ; en algún momento información
parásita, hoy adquiere para mí los matices de la revelación, por lo que vuelvo a
repetirle al lector que el escenario que con tanto gusto le estoy procurando
desplegarle ante los ojos, es una reproducción del que yo hube de reconocer primero
personalmente, el que hube de escudriñar, y del que recibí una considerable y valiosa
data. Hacemos la salvedad para que se entienda cabalmente por qué esos nombres
sin apellidos, esos apodos sin mayor explicación, puesto que debía escoger entre
saber cómo se llamaba este chofer, o aquel coronel, o el método por el que se
guiaban, y las medidas que emprendían, y el plan de chequeo de sus misiones. En
última instancia podemos dejar el rastreo de los nombres verdaderos a la Interpol.
Por último, advertir que una ganancia adicional es obtenible de la publicación de
estas relaciones: obligar al Comandante a cambiar todo el dispositivo una vez más.
Se trata de la experiencia nueva respecto a ese viejo y envilecido dictador y nuestra
relación, que probablemente lo empujemos a efectuar algunos cambios. Así que debe
ir pensando en retirar a Cesáreo. O a Joseíto. Aunque, difícil que a esa naranja se le
pueda extraer una gota más de jugo. Qué más pueden prever. Qué más van a
controlar. Les digo una cosa, lo que se gasta el país en cuidar al vejete, es triste,
humillante.
36 La tarde de esa marcha, Fidel tuvo uno de sus primeros gestos cargados de
significado y esperanza. La marcha había sido lenta y (ahora entendemos que) bien
estudiada para este largo convoy de barbudos que recorriera más de mil kilómetros
desde Santiago de Cuba sobre tanquetas, jeeps y camiones capturados a las fuerzas
batistianas. Se marchaba de día y a través de la principal vía de enlace de ciudades
del país —la Carretera Central—, haciendo noche en las poblaciones rendidas a su
paso, y Fidel iba alternando de vehículos, entre un viejo tanque tripulado aún por
batistianos y un jeep Wyllis conducido por el entonces joven soldado «rebelde»
Alberto León Lima, «Leoncito». El gesto luminoso tuvo lugar al aproximarse la
caravana a la intersección de las Avenidas 31 y 41, justo frente al campamento
militar «Columbia» que era el objetivo final hacia donde se dirigía y donde
pronunciaría el primero de sus discursos sin respiro de más de seis horas. Eran los
últimos minutos de su paseo de gloria, en realidad menos de los días deseados para
que el pueblo se extasiara a su paso, pero el hecho de que otros grupos
revolucionarios y los mismos capitanes y comandantes de sus columnas ya
estuvieran instalándose en la capital del país, obligó a apresurar la marcha, de modo
que una conquista nacional avasalladora de más o menos doce días de compromiso,
se quedó en una semana. Entonces, un busto de él mismo. Allí, en una plazoleta de la
intersección de las Avenidas 31 y 41, le saludaba el busto de yeso aún fresco,
barbudo y con quepis, que acaba de ser instalado en un pedestal de ladrillos cubierto
con otras dos capas de yeso blanco. Fidel ordenó de inmediato a sus escoltas que
derribaran aquello que llamó «una afrenta». Después, insultado, estuvo refiriéndose
al hecho cada vez que se le presentaba la oportunidad en sus discursos inaugurales
de la Revolución Cubana. Incluso, firmó una ley que prohibía expresamente que se
erigieran estatuas en vida de ningún patriota y prohibiendo expresamente la
colocación de fotografías o retratos de ninguno de estos seres del personal de la
Revolución que se hallaba fuera de los rigores de los cementerios. El héroe
derribando sus propias estatuas, y después el decreto, crearon un entusiasmo. No
obstante, su presencia en los billetes de a peso en una escena representativa de esa
misma marcha triunfal en que derribara estatuas y su presencia asimismo en una de
las caras de los billetes de diez pesos —Fidel, el brazo en alto ahora como un látigo,
despachando uno de sus discursos ante la multitud que colma la Plaza de la
Revolución— es algo que él ha podido disfrutar en vida, de hecho, durante más de
tres décadas de esa vida, puesto que los billetes fueron emitidos en 1961. Pero,
además, ¿qué le importaba aquel cabezón de yeso que a duras penas se le parecía, si,
para empezar, tenía la televisión? ¿A quién le interesa una estatua cuando apareces
todas las horas que quieres hablando a través de una pantalla y después te haces
circular en, por lo menos, los billetes de dos denominaciones? Como él mismo
puede decir en la intimidad con algunos de sus viejos compañeros (hay que saberlo
traducir): ¿Para qué queríamos estatuas, con lo pesadas que son? La propaganda
revolucionaria requiere de vehículos mucho más rápidos y efectivos, y estar en todas
partes, ocupar todas las pantallas, ser la base del deletreo de los libros primeros de
lectura y que circule en los billetes para el pago de toda obligación contraída en el
territorio nacional.
40 Es seguro que desde esta misma reunión Fidel haya visto una vinculación de
propósitos entre Valdés-Vivó y el sudeste asiático. Pero, ni siquiera, Vietnam del
Norte. No. Lo entronizó con el sur, allá abajo, donde la guerra. ¿No se había referido
a Diem? Pues, unos tres años más tarde tenemos a Valdés-Vivó designado
¡embajador de Cuba ante el Gobierno Provisional de Vietnam del Sur! El único
embajador del mundo vivaqueando en las selvas y los arrozales del delta del Mekong
y vecindades. Y ni uniforme de milicias cubanas ni guayabera habanera. El mismo
pijama negro y las sandalias de metededos «Ho Chi-Minh» del resto del Vietcong.
Es fácil imaginar que con los puñados de arroz crudo sin sal atragantados bajo las
interminables lluvias y vientos de los monzones y, en posición fetal, ovillado en las
cuevas de ratas de los refugios antiaéreos, secudiéndose de arañas y serpientes, que
se desprendían de los techos bajo el efecto de las oleadas de bombardeos, Valdés-
Vivó haya tenido oportunidad de reparar alguna vez en aquella noche aciaga en que
le insinuara a Fidel que no le diera más la vuelta a la noria con el guiso de Kennedy,
a quien, por otra parte, él —Fidel— se había cansado de llamar «la gatica de María
Ramos», en alusión a un viejo refrán sobre las personas que eluden sus culpas —«la
gatica de María Ramos, tira la piedra y esconde la mano». Blas, sin embargo, se
permitió mantener el empaque. Como quiera que en cualquier momento iba a
necesitarse una constitución del país, porque no se podía seguir metiendo el cuento
de que la constitución cubana eran los discursos del Comandante, el mismo
Comandante optó por decirle a Blas que fuera escribiendo «ese mamotreto». Diez
años. La tarea le duró 10 años a Blas. Hasta que, por referéndum, se aprobó el
dichoso documento. Quedó de lo más bueno, decía Fidel. Comenzaba por un párrafo
de gratitud a la Unión Soviética. Era la tercera constitución de la historia de Cuba,
pero la primera de inspiración eslava. Bueno, muchos decían que era una
constitución búlgara. O que de ahí había sido la traducción.
42 Podemos contabilizar las tres visitas de Fidel a las oficinas del Hoy, desde
que éste se instalara en el edificio despojado en mayo de 1960 a los propietarios del
El Diario de la Marina. Primera: en ocasión del nombramiento de Blas como
director del periódico (circa mayo 3 de 1961) y de, precisamente, la entrega del
edificio para que Hoy se instalara allí. Blas sustituía a otro veterano comunista,
Carlos Rafael Rodríguez, que ascendía al cargo de Presidente del Instituto Nacional
de Reforma Agraria. En la azotea del Diario, donde el antiguo dueño disponía de un
acogedor apartamento, un conjunto de no más de 30 personas reían de las
ocurrencias de un exaltado y feliz Comandante, pocas semanas después de su
victoria en Playa Girón, mientras, cosa extraña, se servían generosas y nevadas
copas de daiquirí. El joven y desgarbado reportero, de 18 años de edad y grandes
orejas y jeans en estado de combate permanente, que se halla un paso detrás del
Comandante y al que le parecen excelentes todos sus chascarrillos, es el autor.
Segunda: buscar orientación con Blas por el asesinato de Kennedy. Tercera: el 4 de
octubre de 1965, cuando saca a Blas de la dirección de Hoy y de paso disuelve el
periódico. El día anterior, en un discurso, anunciaba la creación de una nueva
«Dirección Nacional» del Partido, y los observadores notaron que Fidel había
ocupado el cargo de Secretario General que hasta ese momento había sido del mismo
Blas. Y, de paso, la organización obtuvo su definitivo y rotundo nombre: Partido
Comunista de Cuba. Si algún vestigio del Partido Socialista Popular había intentado
resistirse o aún prosperar, acaba de recibir el ucase de su extinción.
47 Expresión popular puesta de moda a fines de los años setenta, cuando una
serie de películas y dibujos animados de largometraje exploraron el llamativo
escenario y época de La Habana, entre los años 1920 y 1930. Supuestamente, hacia
esa fecha, las trompetas se hicieron instrumentos imprescindibles de las orquestas de
salones de baile. Y como quiera que para el común de los cubanos la diferencia entre
trompeta y cometa debe ser nula... Según otros etimólogos, la expresión está anclada
en los finales del siglo pasado cuando las tropas insurrectas cubanas que luchaban
contra España recibían sus órdenes por toques de corneta. Pero el autor cree que está
referida a esa época, imprecisa, entre los años veinte y treinta. Es más, el autor está
persuadido de que la expresión surge del exitoso dibujo animado de largometraje
Vampiros en La Habana (1985, del realizador J. Padrón) que se escenifica en La
Habana de 1932 ó 1933 y cuyo héroe es un trompetista. Es así como Año de la
trompeta o época de la trompeta provee de antigüedad a cualquier asunto de que se
trate en una conversación y reemplazó en el uso del lenguaje popular otra expresión,
quizá inmejorable por su formidable nivel de compactación, que era «el año de la
bomba» —referencia al carruaje clásico de los bomberos de finales del siglo xa en el
que se transportaba la máquina de elevar agua (la bomba) y que era tirado por
caballos.
51 Hacia fines de los años sesenta era uno de los objetos de ciertos estudios
comparativos de Reynaldo González sobre la represión homofóbica masiva de la
UMAP y las tres o cuatro probables víctimas del pecado nefando quemadas en las
hogueras de Regla del siglo xvii. Fueron estudios comparativos iniciados pero al
parecer nunca terminados. González quizá fuese, no obstante, el principal estudioso
de las peleas cubanas contra los maricones. Un veterano activista de agitación y
propaganda de la Unión de Jóvenes Comunistas en, precisamente Camagüey, y
pasado de bando como ardoroso activista a las filas del subterráneo movimiento gay
cubano, González es autor de la novela Miel sobre hojuelas (1967) y del libro
documental sobre la política de los años veinte cubanos La fiesta de los tiburones
(1972). Hacia mediados de los ochenta hizo un regreso a las filas de la mili tan da
marxista al convertirse en una especie de escríba asalariado de Carlos Rafael
Rodríguez, uno de los prindpales jerarcas del Partido.
54 Mariano tuvo dos razones esenciales para animar los últimos años de su
vida: su designación como delegado de la Asamblea Nacional (el Parlamento
cubano, elegido a dedo siempre, el dedo del Comandante, por supuesto) y poblar su
pintura de gallos de pelea, fieros y multicolores y con el adolorido pico abierto. «Un
criadero de gallos que has hecho», solía bromearle el autor, «y con un cierto sesgo
contrarrevolucionario si se quiere». Se refería a que la prohibición de las peleas de
gallos fue una de las primeras medidas represivas de la Revolución contra los
campesinos. (¡Menos mal que dejaron el otro entretenimiento habitual de tierra
adentro: el dominó, y que no erradicaron el béisbol!) Pese a todo, unos criaderos
especiales de gallos de pelea sólo para ¡a exportación, aprovechando la fama cubana
en la crianza de estas especies, sólo comparable a la tradición del tabaco cubano, fue
encargada al «Comandante de la Revolución» Guillermo García Frías, que había sido
un «gallero» empedernido de la Sierra Maestra, donde era el propietario de algunos
«balluses», prostíbulos de mala muerte, y contrabandeaba cerveza y marihuana,
antes de sumarse al Ejército Rebelde. Tenía su negocio abierto aún y en plena
producción —el de los gallos, se entiende— en 1998, cerca de una localidad llamada
Managua, al sur de La Habana, y donde él, con el cuento de «templar el carácter de
las crías que han de exportarse», sigue celebrando unas monumentales sesiones de
pelea, a las que asisten sus viejos amigotes de la Sierra y uno que otro y muy
ocasional comprador de Curazao, Bermudas o Venezuela. Por cierto que luego de
suspendidos (hacia 1961) a nivel nacional todos los combates de gallos y cerradas
las vallas y los clubes gallísticos (las legislaciones de la República sólo admitían la
existencia de un club gallístico por municipio) donde éstos se celebraban, a Fidel y
otros de sus amigos del entorno más cercano les dio por asistir a peleas de perros —
que hasta donde se tiene noticia, nunca antes se habían conocido en el país— y que
las organizaba el entonces médico de cabecera de Fidel y especie de secretario
ejecutivo, el comandante René Vallejo, y para las que se empleaban perros de
combate del Ministerio del Interior, que se obtenían del cruce de pastor alemán con
chacal, un legítimo y plateado chacal de los montes Tatra que la Seguridad del
Estado checa donara a sus hermanos de armas cubanos.
58 Los hijos de Fidel con Dalia Soto del Valle son cinco, los tres mencionados
—Alex, Alexander, Alexis—, y los dos últimos, Antonio y Ángel.
61 El discurso de Fidel en las honras fúnebres del Che está considerado como
el inicio de la veneración universal del Che. Pocos saben, no obstante, que luego de
terminada esa dramática, desconsolada alocución, Fidel se dirigió al tabloncillo de
básket de la principal instalación deportiva del país, «la Ciudad Deportiva» —que
previamente, como corresponde, se hallaba bajo el control total de la Seguridad y
con el acceso bloqueado a toda la población y a cualquier posible curioso—, y
despojándose del uniforme de guerra con el que su gallarda imagen había sido
aprehendida a través de los lentes para consumo de la consternada humanidad
mientras llamaba al Che «un artista de la guerra de guerrillas» y advertía «a aquellos
que cantan victoria» por su muerte —su obligada, referencia a los Estados Unidos—
«que están equivocados. Están equivocados aquellos que crean que su muerte es la
derrota de sus ideas, la derrota de sus tácticas, la derrota de sus conceptos
guerrilleros...», y ataviándose con unos vistosos calzones plateados y una camiseta
profesional de basketbolista con un enorme 26 a la espalda, comenzó a jugar, un
partido tras otro, hasta altas horas de la madrugada, divertido y sudando en
abundancia para quemar energías sobrantes. Oscar Peña —que 20 años después se
convirtiera en uno de los dirigentes del movimiento disidente interno de Cuba (fue
uno de los vicepresidentes del Comité Cubano Pro Derechos Humanos)— era uno de
los muchachos que trabajaba en el lugar, y que la Seguridad permitía que presenciara
los partidos, no pudo ocultar su consternación cuando le dijeron que Fidel estaba en
el local y que había juego. José Llanusa Gobel, el presidente del Instituto, puso una
mano en el hombro de Peña y le dijo: «Él no hace esto por malo, Peñita. Lo hace
para liberar angustias. Ve. Ponte de árbitro.» En el equipo de Fidel, esa noche,
jugaron José M. Miyar Barruecos («Chomy» —su secretario— ), el mismo Llanusa
Gobel, el comandante Jorge Serguera Riverí —«Papito»—, Fabio Ruiz y Teodoro
Pérez —funcionarios del Instituto de Deportes— y «Risita» Quintero —entrenador
del equipo «Cuba». Los contrincantes eran los miembros del equipo «Cuba», que se
entrenaba para las olimpiadas, con sus muy precisas instrucciones de jugar con Fidel
al suave pero sin que él se percatara. Raúl Castro estaba en el público, y otras
personas, no más de cincuenta en total. El peor momento del trabajo de árbitro de
Oscar Peña, casi un adolescente, fue cantarle un foul a Fidel, por lo que el jefe de la
Revolución estuvo rebatiéndole un largo rato. Después la mano de Llanusa volvió a
posarse en el hombro del afligido Peña. «No te preocupes por eso. Él lo hace para
coger aire.» Peña estaba en Miami, exiliado, en 1999, y era localizable y podía dar
testimonio de este epílogo de las honras fúnebres del Che. Asimismo pueden
testimoniar los otros presentes, como Llanusa Gobel, y Baudilio Betancourt,
«Bibinito», que era el secretario del Partido en La Habana. Jorge García Bango,
«Yoyi», que con el transcurrir de los años se convertiría en uno de los segundos de
Tony en MC, estaba pero murió de cáncer hacia 1998, y a su chofer— «el Negro»
Dumois —(otro testigo) se lo mataron de un tiro de calibre 22 en la espalda en
agosto o septiembre de 1989. Pero los demás vivian en La Habana a principios de
1999 y podían ser interrogados al respecto. Sonriente, sudoroso y despiadado
comandante con pelota en la mano y escuelita de La Higuera en el fondo, un muy
remotamente atrás fondo. Y, según los indefectibles amigos researchers del
National Security Archive, el discurso fúnebre de Fidel de ese atardecer del 19 de
octubre de 1967 en la Plaza de la Revolución «contribuyó inconmensurablemente a
la creación del icono revolucionario en que Che Guevara se convertiría en los años
subsiguientes». Pobrecitos. Sobre todo por el hecho de proclamar Fidel que «si se
quiere saber cómo queremos que sean nuestros hijos...» y concluir que «debemos
decir, con todo nuestro pensamiento y corazón de revolucionarios: Queremos que
sean como el Che», nos teníamos que tragar la píldora lacrimógena. Era el tercer día
de duelo nacional en Cuba cuando Fidel habló. A la mañana siguiente su discurso fue
transcrito y distribuido por el Foreign Broadcast Information Service (FBIS), la
agencia de transcripciones de la CIA que graba y traduce noticias y trasmisiones de
televisión de todo el mundo.
64 Quiere decir en una clave no exenta de humor cubano que era la mujer
presente en la casa presidencial. Quimbo designa igualmente la aldea o las reducidas
cabañas circulares y por lo regular de techo cónico de cañas, ramas o paja que a su
vez forman la aldea —o quimbo. En otras ocasiones, objeto del humor en las claves
de los rudos matarifes de la asesoría cubana, era el mismo presidente, al que podían
designar eventualmente como Soba o compañero Soba. Desde luego que se trata del
jefe en el lenguaje aldeano y el que casi siempre es elegido a la posición por ser el
de más edad, es decir, el de más conocimientos.
72 Procede del Sam Browne inglés. El nombre, del que se conoce su uso desde
1915 en los ejércitos británico y norteamericano, ha sido reciclado al castellano al
menos en un abundante uso por la terminología militar de los cubanos. Para su
indiscutible castellanización, le endilgaron la severidad de cobra armada para el
ataque de esa zeta inicial del suave nombre que una vez fuera Samuel pero que sus
adaptadores cubanos, pese a todo, van a seguir pronunciando como ese. Sir Samuel
James Browne, fallecido en 1901, era un oficial británico y la prenda con su nombre
es una faja de cuero que se ciñe sobre la guerrera de los uniformes y se sujeta por
una tira más ligera que cruza sobre el hombro derecho, siendo estas dos
características —factura de cuero y tira ligera sobre el hombro— de las que se
prescinde en el zambrán cubano, confeccionado regularmente de lona o tejido y en el
que suele alojarse una cartuchera con el arma corta y algunos portadores de
municiones.