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Norberto Fuentes, Dulces Guerreros Cubanos - PDF Versión 1

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¿Cómo debería aceptar un escritor mimado por el régimen autoritario, al que

ha servido con entusiasmo, que éste lo persiga como a un enemigo y lo engulla en


sus fauces? El testimonio del escritor cubano Norberto Fuentes, arrestado y
milagrosamente salvado de la muerte, es la historia de los hechos que en 1989
conmovieron Cu ba y el relato de la agonía que finalmente liquidó la ilusión
revolucionaria de los admirados héroes barbudos de la Sierra Maestra.Mientras los
vientos de la perestroika amenazan a las viejas castas soviéticas que gobiernan en
los países del Este de Europa, Fidel Castro refuerza el blindaje de su régimen
personal y desencadena la detención de los carismáticos líderes revolucionarios y
militares que, según sus letales sospechas, podrían sustituirle al frente del país. La
espectacular arbitrariedad del juicio estalinista que tiene lugar en La Habana evoca
los peores episodios de las terribles represiones políticas que Occidente creía haber
superado y acaba en los fusilamientos que impedirán la esperada evolución
democrática del régimen.
Este libro es parala fuerza de tareade Averill Park, Albany,DANA y William
Kennedy,
y para MIRIAM GÓMEZ y GUILLERMO CABRERA INFANTE,en gratitud,por su
amistad,nunca tan cercano Londres
y para NIURKA,siempre

Nota del autor

Los papeles, disquetes, tapes y fotografías localizados en La Habana y


enviados a las manos del autor en los Estados Unidos supusieron esfuerzo, cuando
no riesgo, y dependió —sobre todo— del baluarte fírme de la amistad. Gracias
especiales a «Santiago», «Niño» y «Rubia», activistas clandestinos en Cuba, por sus
distintos niveles de cooperación en ese sentido. El dispositivo cubano respondiendo.

«El enemigo de mis enemigos es mi enemigo» fue publicado con otro título y
ligeros cambios formales en The Washington Post , y «El otro», también con título
diferente y cambios, en Exito!

Las fotografías, y las cintas de video de las que se transfirieron algunas de las
fotografías, son de la colección del autor. Todos los derechos reservados.

CRONOLOGÍA ESENCIAL

1967

9 de octubre. Che Guevara muerto en Bolivia.

1975

10 de noviembre. Tropas regulares cubanas en Angola.

1977
Noviembre. Tropas cubanas en Etiopía.

1978

Marzo. Ochoa y el soviético Vasily Petrov derrotan al ejército somalo en el


Ogadén.

1979

19 de julio. Antonio de la Guardia victorioso sandinista entrando en Managua.

1985

Marzo. Gorbachov al poder en la URSS.

1986

Ochoa al frente de la Misión Militar cubana en Nicaragua.

Patricio de la Guardia al frente de Misión Especial del Ministerio del Interior


de Cuba en Angola.

1987

8 de noviembre. Ochoa recibe el mando de las tropas cubanas en Angola. 1989

9 de enero. Ochoa sustituido del mando cubano en Angola.

29 de abril. Patricio de la Guardia sustituido en Angola.

23 − 25 de mayo. Norberto Fuentes advierte a Tony de la Guardia y Arnaldo


Ochoa de la conspiración que se cierra sobre ellos.
12 de junio. Arresto de Arnaldo Ochoa a las 08:30 pm en el Ministerio de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias, y de los mellizos De la Guardia, con un intervalo
de minutos de separación, hacia la misma hora, en el Ministerio del Interior.

30 de junio. El Tribunal Militar Especial inicia sus sesiones.

9 de julio. Dicta sentencia el Tribunal Militar Especial. Pena capital para


Ochoa, Martínez, Tony y Amado Padrón. 30 años para Patricio de la Guardia y los
oficiales de MC Antonio Sánchez Lima, Eduardo Díaz Izquierdo, Alexis Lago
Arocha, Miguel Ruiz Poo y Rosa María Abierno Gobín. 25 años para Willye Pineda,
Gabriel Prendes y Leonel Estévez (los tres de MC).

13 de julio. Un poco antes de las 02:00 am de este día, Arnaldo Ochoa, Antonio
de la Guardia, Amado Padrón y Jorge Martínez han sido fusilados por un pelotón de
seis hombres al mando del coronel Luis Mesa en un potrero cercano a la base aérea
de Baracoa, al oeste de La Habana.

30 de julio. Llegan los primeros tanques y medios de combate de Angola.


Detenido Abrantes y lanzado en un calabozo de la Contrainteligencia Militar.

1990

2 de marzo. En el salón de actos de Casa de las Américas, último encuentro de

Fidel Castro con Norberto Fuentes. Apenas cruzan palabras formales de saludo.

1993

9 de octubre. Norberto Fuentes es capturado al intentar escapar de Cuba en una


balsa. 20 días más tarde es liberado gracias a un creciente movimiento de
solidaridad de escritores de todo el mundo.

1994

3 de agosto. Ante evidencias de planes para asesinarlo, Norberto Fuentes se


declara en huelga de hambre en su casa de La Habana.
5 de agosto. Se produce el llamado «Habanazo» o «Maleconazo» (por la
avenida del Malecón habanero), el primer alzamiento de la población de la capital
cubana contra Fidel Castro, que es reprimido con éxito en pocas horas. Como
consecuencia, comienza la llamada crisis de los balseros.

1 de septiembre. Fidel envía a Gabriel García Márquez como su emisario ante

Bill Clinton. La reunión es en la residencia de William Styron, en ese momento


presidente del PEN American Club. Dos gobernantes con premura por solucionar la
«crisis de los balseros», pero Fidel tiene que entregar una prenda: el escritor cubano
que lleva casi un mes en huelga de hambre.

2 de septiembre. Norberto Fuentes logra salir de Cuba con Gabriel Garcia


Márquez y en el avión ejecutivo que el presidente mexicano Salinas de Gortari —el
tercer gobernante involucrado en la crisis— pone a la disposición.

DOS ADVERTENCIAS

Los nombres de dos personas han sido cambiados con el fin de proteger sus
identidades y el lector habrá de conocerlas como Eva María Mariam y William
Ortiz. Figuras incidentales, a las que se les ha proporcionado una identificación de
cobertura. Todas las demás personas que aparecen en la historia están mencionadas
por sus nombres, y, con la lógica excepción de la nómina de los muertos, todas
estaban vivas en agosto de 1999. No tenemos personajes ni situaciones recreadas.

En una proporción cercana al 80 % del total, el libro está tributado por


información reservada o nunca antes escrita. El resto fue noticia.

PREFACIO

Si el 2 de septiembre de 1994 logré mi propósito, aterrizar en los Estados


Unidos —y ahí refugiarme y disponerme a la escritura—, fue debido a una enorme
presión internacional, liderada sobre todo por el PEN American Center, y al hecho
indudable de que Fidel Castro, a la hora de decidir si permitía mi salida de Cuba,
no calculó el verdadero alcance de mis conocimientos. Pasó por alto sus propias
directrices de que a toda costa se impidiera que yo saliera del país o que, aún
estando en Cuba, escribiera acerca de los controversiales acontecimientos del
verano de 1989, y que en su conjunto eran órdenes personales suyas relativas a mi
persona que se mantuvieron vigentes durante más de 5 años. La solemnidad está
fuera de lugar, desde luego, pero lo cierto es que yo soy hasta el momento el único
personaje del hardcore fidelista que ha escapado de las manos del Comandante.
Este libro —que se pudiera escribir, terminarlo, y por lo que pueda valer— es ahora
un triunfo que corresponde a muchas personas e instituciones. Pero debo citar aquí,
en sus páginas iniciales, a Horacio Maestre y a Luis García Guitart, los dos
cubanos amigos míos que perecieron mientras se empeñaban en localizarme «el
hierro» —un bote o una balsa— para que escapara. Estoy citando así mismo al
desaparecido James B. Lowell, un escritor norteamericano. James invirtió las
energías residuales de su enfermedad terminal en el esfuerzo de reclutar una
tripulación y agenciarse la goleta de su planeada operación anfibia de rescate estilo
Los perros de ¡a guerra, la fuerza de tarea «Lowell» comprometida en mi salvación.
Hubo estas personas y la decisión de abrirme una brecha en el muro de silencio.
Tuvo su precio. Hubo muerte y pesar por este libro.

N. F.

Virginia & Enero

No hay dolor mayorque recordar los tiempos felicesen el infortunio... Dante


PRIMERA PARTE
EL DOMINIO DE LA PUERTA

CAPÍTULO 1
El PRIMER DIA, AVISOS TEMPRANOS

Ésta es una historia sobre mí yendo demasiado lejos y de lo que encontré


cuando estaba solo y era vulnerable. Me alejé demasiado aún cuando la línea de la
costa había desaparecido de mi horizonte —como en la experiencia de Santiago el
viejo pescador de Cojímar en El viejo y el mar— y porque nunca la fábula de la
gacela y el león había significado mucho para mí. Ésta es también la historia del
pacto de silencio entre Fidel Castro y el coronel Antonio de la Guardia y de los
secretos que, con el transcurso del tiempo, Antonio de la Guardia había decidido
llevarse a la tumba y de una decisión posterior ajena a su voluntad y persona que ha
conducido a revelar esos secretos porque uno de nosotros, yo mismo, toma la actitud
de contarlo todo. Cosas que pasan. Esto ocurre en vísperas de un verano después de
que regresáramos de la guerra en Angola y de que se interrumpiera mi producción
literaria sobre las campañas cubanas en Africa porque me desembarcan medio
millón de dólares en la puerta de mi casa.

Uno está escribiendo un libro patriótico y tiene esa clase de digresión. Luego
hay quienes dicen que uno ha participado en el proceso que marca el final de la
Revolución Cubana y debe suponerse que, de alguna manera, es un hecho afortunado
haber sido uno de sus protagonistas. Tienes a tus amigos rangers en la televisión
escenificando actos de contrición, y uno no se imagina cómo el acto de contrición de
unos matarifes pueda terminar con una revolución que ha acarreado trenes de sangre
y diezmado las familias y que ha cambiado hasta los ecosistemas de la isla, y
salinizado las tierras del sur y alterado para siempre el equilibrio de las mareas en
los canalizos del norte, amén de los hechos que Rodolfo Fernández —más bien
conocido como Rodolfo «Conaca» puede ilustrar, y es la situación de que en 1964
Rodolfo «Conaca» disparó la alarma del Pentágono y de los institutos
meteorológicos americanos cuando se percataron de que el clima cambiaba en el
Caribe. Un invento del Comandante en Jefe Fidel Castro ejecutado con prontitud por
uno de sus súbditos de mayor pericia: Rodolfo «Conaca», y consistente en unas
altísimas torres de chapas resistentes a altas temperaturas y sujetas a tierra con
vientos de cablería desde las que estaban inyectando al espacio fuego en llamaradas
a presión para provocar lluvia artificial. El Gobierno de los Estados Unidos de
América optó por enviar una misión de carácter científico para persuadir a los
cubanos de que desmontaran las torres.1 Después el Comandante advertiría al mundo
sobre el peligro potencial que significarían las armas climatológicas en manos de los
yanquis.

La historia arranca ahora en el amable lecho que yo había mandado construir


en uno de los talleres de ebanistería de «la EMPROVA» —Empresa de Productos
Varios—, de exclusivo servicio para «los dirigentes» —la nomenclatura de alto
nivel— cubanos y por el que había pagado en especie con un par de zapatos
panameños de dos tonos al delincuente negro gordo administrador del taller. Yo
estoy percibiendo el sano olor de la piel de la muchacha que yace descubierta a mi
lado sobre esa cama cuando —como suele ocurrir en esta clase de episodios— un
teléfono va a sonar para segar la tranquilidad de la noche.

La Habana y nosotros.

Todo bajo control.


Los aspectos estaban cubiertos, decíamos. Los aspectos. Cubiertos en su
totalidad. Había un botín y había una mujer y había una bandera y había una ciudad y
estaban a la mano y todo bajo control, y el botín consistía en medio millón de
dólares y la mujer tenía unas nalgas tibias y acogedoras y la bandera se llamaba la
causa gloriosa de la Revolución Cubana y la ciudad, ustedes saben, era La Habana, y
uno estaba acogido entre las piernas del cuerpo desnudo de aquella mujer joven y
arrogante a la que uno obligaba a dormir, sedosa y callada, sin blumers (bragas) y
con su espalda contra el pecho agarrada con firmeza en un abrazo que terminaba con
la mano derecha tomando, toda la noche, su seno izquierdo, y con ese pezón que no
se apagaba hasta la alta madrugada endurecido entre las yemas de los dedos y
también con sus nalgas ciñéndose al más bravio de todos los músculos que —créanlo
o no— ha sabido responder bien en casi todas las contingencias, cuando se escuchó
el primer timbrazo. 11:20 de la noche. El ensueño concluye. Dos timbrazos más. Eva
María Mariam ha surgido de entre las sábanas y responde desnuda aunque con
licencia en invierno para protegerse con una vieja camiseta de guerrero.

—¿Como tú andas, Ale?

Alcibíades Hidalgo. «Ale» es uno de nuestros motes para identificar a


Alcibíades Hidalgo.

Sigue Eva María Mariam.

—¿Pasa algo? Te lo pongo. Bueno, Ale. Ya tú sabes.

Una fórmula de despedida. Se da por supuesto que el interlocutor sabe la


estima en que se le tiene.

Eva María me alarga el teléfono. Pero me desentiendo por un breve instante de


oficiales partidarios de alto nivel y de cualquier noticia de la que sea portador y que
tranquilamente puede llegar a desencadenar la guerra en el área del Caribe, porque
yo sigo la línea del brazo de Eva María Mariam hasta la axila pulcramente afeitada,
comestible diría (decido en ese instante que es comestible) y pienso que descendería
desde ahí con la punta de la lengua y desciendo con la mirada por la curvatura de un
músculo pectoral que sostiene con bondad uno de los dos tenues senos que, por lo
pronto, me pertenecen, e iría en persecución sostenida de ese pezón que comienza a
descongestionarse debido a una llamada que se origina en el Comité Central.

—El Conejo —dice ella. Saca a flote otro mote de Alcibíades Hidalgo—. «El
Conejo» Ale. Te llama.

Mala cosa. Uno sabe. Uno tiene la experiencia. Nunca, en toda la historia de la
Revolución Cubana, se ha producido un anuncio agradable a través del teléfono
después de las 6 de la tarde. Los mecanismos de timbrado de unos viejos aparatos
Kellogs que unos treinta años después de instalados aún redimen en una cifra
próxima al 75 % el sistema de comunicaciones de la ciudad puede resultar en una
acción dramática. En este sentido, una postrera noticia aceptable no diurna —o así
nos lo hicieron creer— fue producida en la madrugada del 1.° de enero de 1959,
cuando los primeros entendidos comenzaron a hacer correr el rumor de que el
general Fulgencio Batista había abandonado la isla. La pasiva fiereza de esos
Kellogs con sus negros, pesados auriculares macizamente colgados en la larga
noche, y la angustia del amanecer, dominaban el escenario de la existencia. La
angustia del amanecer. El lapso entre la caída de la tarde y el levantamiento del sol,
el del juego de las luces, se convirtió en parte del proceso. Y la década del 80 fue la
que nos disolvió el concepto emocional del amanecer. La década y el arribo de
Ronald Reagan al poder. Apareció la palabra GAMS. Golpe Aéreo Masivo
Sorpresivo. Era el amanecer que todos íbamos a tener, el que nos esperaba. Un
amanecer oscurecido por la manta de aviones de la USAF cubriendo nuestro cielo.
Aunque desconozco por qué esperábamos el GAMS de las ciudades del Tercer Reich
y no bombardeos selectivos. Un GAMS clase Leipzig bombardeada por los aliados
en la Segunda Guerra Mundial y no un GAMS quirúrgico de bomba inteligente con
guía de radar buscando la tienda beduina de Khadafi. Los cubanos que lograban
levantarse al amanecer echaban un vistazo al cielo y podían sentirse afortunados de
que aún su familia no hubiese sido arrasada por las CBU de fragmentación.

11:21 PM. 22 de mayo de 1989.

Estoy mirando la esfera lumínica de mi última adquisición en materia de


Rolex, que es un GMT II, con cristal de zafiro, y sé perfectamente que ésa es la hora
y que es el tiempo de que disponemos y de que hemos dispuesto, porque hay tres
cosas de las que puedo considerarme un especialista y ésa es una de ellas.
Especialista en primer grado en la novela Islas en el Golfo de Ernest Hemingway,
especialista en primer grado en todo el rock producido en los años cincuenta en los
Estados Unidos de América y especialista en primer grado en trazado de azimuts
entre tiempo dispuesto y destino a través de la esfera de un Rolex, que es algo
aprendido desde que tuve mi primera pieza de relojería submarina regalada por mi
padre el día de mi cumpleaños en 1965.

Aunque también, quizá en el futuro cercano, especialista en tener dos de todo.


Yo estaba en casa de Eva María Mariam, que entonces era mi amante, y por tal razón
era dos de ese conjunto de todas las cosas. Mi amante, y el resultado de una filosofía
—y del deseo. Ella misma habría de traicionarme dos veces y habría de venderme a
mis enemigos para que me encarcelaran y habría de colocarme como un bocado en el
objetivo de tres emboscadas y hasta se dispuso a regalarle mi hija más pequeña a un
oficial operativo de la Seguridad del Estado. Pero aún conservo en las palmas de mis
manos el dulce contacto de sus senos dulces y perfectos. La filosofía, que era la del
grupo, probablemente yo mismo la había instrumentado. La filosofía de tener dos de
cada cosa. Dos de cada una cosa que existiera sobre la faz de la tierra y de la que
fuera posible ser propietario. Dos de todo. Dos automóviles, dos mujeres, dos
pistolas, dos pasaportes. Dos, como mínimo. Se trataba en las condiciones del
socialismo real cubano de sostener una reserva. Yo hacía alardes de erudición y
citaba al profesor australiano V. Gordon Childe y decía que el hombre era él y su
equipo. (What Happened in History, edición revisada de 1954.) Era lo que el
respetable V. Gordon Childe decía en sus tratados. Desde luego, él hablaba de un
equipo. Yo, de dos. Nosotros, más que nadie probablemente, necesitábamos esos dos
equipos. Era algo que se requería. De lo único que no se podía tener dos de todo era
vida— y muy pronto lo íbamos a necesitar.

—Aaaale —dije yo.

El nombre pronunciado con la entonación alargada, que es la forma habitual de


nuestras presentaciones, seguido de alguna corta frase de encomio («la partiste» era
de uso regular) o de justa exaltación ante las virtudes del amigo («eres un loco»
resultaba adecuada).

—Aaaaale.

Pausa.

—Ale. Eres un loco, Ale.

Énfasis.

—El más loco del mundo, Ale.

Alcibíades Hidalgo necesitaba verme, venía para la casa. Ahora mismo.


Espérame. Ensueño concluido. Alcibíades Hidalgo llamó y dijo: «No te muevas de
ahí que voy para allá enseguida.» Serían las once y veintidós de la noche. A esa hora,
desde las oficinas del Comité Central hasta la casa de Eva María Mariam, en las
afueras de La Habana, en el coche soviético de Alcibíades Hidalgo —el Lada (sedán)
de cuatro puertas—, 20 minutos.
La situación era perfecta, y muy pocos en la historia habrían dispuesto de
orden semejante, y ni siquiera los héroes recurrentes del grupo —como Burt
Lancaster en el papel de pistolero en Veracruz o el corsario Henry Morgan—
alcanzaron a arañar estas posibilidades. Perfecto. El nivel de perfección provenía del
control, pero desde luego también del poder y de sus propiedades. Y en este orden de
cosas estaba el apartamento —en el llamado «edificio de los generales»— al que yo
daba uso de día y en el que tenía a Lourdes Curbelo (una rubia de ojos verdes que
cortaba el aliento, y simpática como carajo), la esposa de mi matrimonio
públicamente registrado y a la que había conquistado en una noche de lluvia de 1980
bajo los brazos de mármol extendidos del Cristo de La Habana, y a mi hija Rommy.
Éste es el recinto de que dispongo, en el último piso, el 13, encima de la flor y nata
de la casta militar cubana, del ministro de Justicia, Juan Escalona, y del jefe de todos
los sindicatos de la nación, Pedro Ross.

Así que estaba ocurriendo algo realmente importante. Porque no era usual que
Alcibíades Hidalgo me llamara a esa hora, ya que nos veíamos todos los días.
Alcibíades era el jefe de despacho del general Raúl Castro, el segundo secretario del
Partido. Estamos hablando en todo caso de posiciones prominentes. Después de eso
se acababa el techo en el país. Por encima sólo quedaba Fidel Castro. Además,
éramos vecinos en el edificio de los generales. Había como un código entre él y yo.
«¿Estás ahí?» «¿Tenemos cafecito?» Bastaba para que nos viéramos de inmediato.
Sólo había que caminar unos 30 pasos entre una puerta y la otra. Pero este mensaje
traía las resonancias inconfundibles de los ultimátums.

Él era un tipo pequeño y de barba al que llamábamos (lógicamente) «el


Pequeño» o (como resultado de una apreciación secreta en referencia a su hipotético
vigor y capacidad sexual) «Conejo Ale» y que debido a una confusión de los
palestinos había estado a punto de ser encerrado en una caja de caudales en el Líbano
cuando había estado allí como corresponsal de prensa y como consecuencia de ello
al que habían metido en la caja de caudales había sido al hermano del jefe de una de
las facciones rivales, y para el que Raúl Castro me había designado con el objeto de
que lo educara «en los avatares de la vida» y le diera «un poco de vitalidad», y aquel
pequeño que yo había recogido con un reloj Poljot de los almacenes moscovitas
Gum y una guayabera de producción nacional cubana Yumurí, de poliéster, estaba
devolviéndolo con unos Ray-Ban polarizados y un Rolex Explorer II con cristal de
zafiro y 13.000 dólares para gastos de bolsillo y convertido en un experto en páginas
centrales de Playboy, que era por donde yo había comenzado la educación,
enseñándole una playmate y le había dicho, camarada, mirad, vellos púbicos, y del
que Luis García Guitart —el abogado que luego asesinaron a puñaladas porque era
mi amigo y quería sacarme del país— me decía que se me había ido la mano en el
proceso de educación, lo corrompiste yo creo, Norber, decía, porque lo único que no
se puede hacer con un comunista es enseñarle la vida, Norber.

Pero aquel día no venía en plan de ser educado, venía por la cuestión de mi
salvación. A salvarme. Era el mensaje que traía del Ministro de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias y hermano menor de Fidel Castro. Un tipo duro de ojos achinados
que le daban el adecuado carácter asiático. Raúl Castro Ruz.

—Dice Raúl que hay que salvarte —dijo Alcibíades.

Nos sentamos en el patio de la casa, en aquella barriada de clase media


habanera de los años cincuenta, «Aldabó», Aldabó por el nombre del patriarca dueño
de los terrenos que alguna vez fueron pastos y bosques de mangos y palmas reales, la
provincia de los pasados siglos, y Alcibíades Hidalgo me dijo que había problema.
No en plural como la concordancia española debe exigir que se construya una frase
de este talante. Problema, en singular. Y que venía directamente de una reunión con
Raúl Castro y con otro personaje del máximo nivel, el mulato Carlos Aldana, en la
cual habían hablado de diversos temas pero que yo había ocupado una parte
importante de las exposiciones. Comprendido. He aquí el porqué había sido extraído
de las edificaciones del Comité Central el jefe de despacho de Raúl Castro hacia mi
área de dislocación en la profundidad, los predios de Eva María Mariam
—«campamento de arriba», le llamábamos a este tipo de escondites con mujer
dentro— esa noche vernal.

Resultaba convincente la expresión confundida de Alcibíades Hidalgo,


dramática, cuando trataba de describirme el inmenso cariño que tenía Raúl Castro
por mí.

—Tú no sabes, Norberto, como él te quiere —dijo Alcibíades—. Y cuánto. Con


el cariño que habla de ti. Y si no dijo cien veces que había que salvarte, no lo dijo
una. No sé cuántas veces lo dijo. Que había que salvarte. Por lo útil que tú puedes ser
para la Revolución.

Ya esta parte comenzó a preocuparme porque yo no sabía de qué había que


salvarme. El mensaje podía ser verdaderamente el comienzo de una gran
preocupación. Aunque podría entender que ellos quisieran ponerme a salvo del
huracán que se avecinaba. En ese caso sí había un mínimo de verdad en las
expresiones. Y rigurosamente cierta mi utilidad para la Revolución.

Le pregunté a Alcibíades Hidalgo qué era lo que estaba pasando, si era que
estaba pasando algo, aunque era obvio que estaba pasando y ya yo había detectado el
chequeo, hacía rato. Una porción de semanas que se me estaban repitiendo Ladas por
el retrovisor.

Todo el espíritu de la conversación de Alcibíades Hidalgo y el propósito de


Raúl Castro de salvarme se concentraba en que me apartara de «Tony», el coronel
Antonio de la Guardia, y de una amistad reciente sobre la que ya habían manifestado
su preocupación, que era el general de División Arnaldo Ochoa. Incluido estaba el
general de Brigada Patricio de la Guardia, hermano mellizo de Tony y que estaba a
punto de regresar de una larga misión en la República Popular de Angola.

—Norberto, siempre la soga rompe por lo más flojo. Y lo más flojo aquí eres
tú. Ni a Ochoa ni a Tony les va a pasar nada.

—No, no debe pasarles —dije yo—. Nada debe pasarles. Son huesos.
Demasiado huesos.

Jerga de guerreros cubanos. Hueso es un tipo duro, experto en el combate.

—Aunque parece que esta gente tiene problemas muy serios por delante.
Ochoa sobre todo —dijo Alcibíades.

Ochoa era uno de los dos primeros Héroes de la República de Cuba, una
especie de mariscal Georgii Zhukov criollo, un mulato despectivo, de voz lenta, pero
de muy buen tipo, que había hecho rodar sus tanques en el desierto de Ogadén y que
acababa de sumar a sus trofeos la expulsión de Angola del ejército sudafricano y que
—a semejanza de Zhukov, su modelo, que trazara las victorias soviéticas en el arco
del Kursk y en el Berlín de 1945—, era un maestro en el empleo de las fuerzas
blindadas, por lo que recibiera los elogios de la revistas Newsweek y Time en los
setenta, y Tony de la Guardia, un blanquito de auténtica procedencia aristocrática,
alrededor de quien se tejía la leyenda de la Dirección General de Operaciones
Especiales del Ministerio del Interior de la República de Cuba, la figura que
encabezaría sus tótems de combate, y que era en detrimento suyo describirlo como
un James Bond cubano —lo que en su momento hicieron Reuter y France Presse—
puesto que James Bond sería sólo un pálido reflejo británico de Tony, también
conocido como «el Siciliano», «Jimagua» o «Legendario».

—Raúl dijo que el Gordo era el culpable de que él y tú no se vieran con más
frecuencia —dijo Alcibíades—. De que la amistad se hubiera enfriado. Dijo que por
culpa de ese gordo comemierda ustedes dos se habían distanciado. Pero que ahora se
imponía la tarea de salvarte.

—¿Lo trató así? ¿Al Gordo?


Raúl Rivero Castañeda. El Gordo. El poeta. Yo se lo había presentado a Raúl
Castro en mi casa el 25 de julio de 1988 y le había dicho: «Mire, Ministro, éste es su
tocayo y es el más grande poeta del país. Olvídese de Nicolás Guillén y de los otros.
Es el mejor.» Después le había dicho al oído: «Pero muy peligroso cuando se
tropieza con una botella.» Luego, al oído del Gordo: «Gordo, ésta es la oportunidad
de tu vida. Controla los disparos.» «Sí. Yo sé. Yo sé», me decía el Gordo. Días más
tarde, estando yo en Ginebra, dedicado a buscar la paz para el África Austral como
miembro de la delegación cubana a las conversaciones cuatripartitas Angola-Cuba-
Sudáfrica-Estados Unidos, se había producido —aunque en territorio cubano— un
desaguisado con el Gordo como principal protagonista. El Gordo armado con una
botella de ron, y con pinta y media del preciado líquido ya ingerida, quiso acostarse
con las dos hijas del Ministro así como sodomizar al jefe de la escolta, un mulato
turbulento y de pocos humores, y por último con un tigre —que nadie sabía dónde
podría localizarse en las apacibles praderas nacionales, y que el Gordo, a voz en
cuello en la casa de verano del Ministro, exigía «para ser violado y pelado como una
naranja». El tigre.2

—Otra cosa —dijo Alcibíades—. Hay 200.000 dólares de los nicas que están
perdidos y se supone que Ochoa los tenga. ¿Qué tú sabes de eso?

—¿Cómo es la cosa?

—¿Tú sabes algo de eso?

Desde luego que no sabía nada.

—Parece que tienen problemas muy serios —dijo Alcibíades.

—¿Problemas? ¿Cómo problemas? ¿Qué clase de problemas pueden tener? —


pregunté yo.

—Ochoa —dijo Alcibíades—. 200.000 dólares de los nicas, que están perdidos,
y feriados por Ochoa. ¿Tú no sabes nada de eso?

Nicas eran los miembros del movimiento sandinista, de Nicaragua; feriarse era
robo.

Desde luego, carajo, que no sabía nada.

—No —dije yo—. No sé nada de eso.

—Porque falta ese dinero —dijo Alcibíades.


Pregunté si Raúl Castro lo había mandado con el recado, y si había venido sólo
por eso. Me dijo que no, pero sin convicción. Me dijo también que por supuesto esta
conversación era absolutamente privada y que la estábamos sosteniendo bajo su
absoluta responsabilidad. Y que él, si acaso, lo único que se había propuesto había
sido trasmitirme el afecto de Raúl Castro hacia mí, había necesitado trasmitirme ese
cariño, aparte de la conveniencia de advertirme que me separara de esa gente
(Ochoa, Tony), pero que el dato de los 200.000 dólares era absolutamente reservado.

De inmediato la poderosa computadora para el análisis de la conducta del


régimen castrista que es el cerebro de Norberto Fuentes procesó la información
suministrada y la discriminó y arrojó el resultado de que Raúl Castro había enviado
a Alcibíades con el mensaje urgente de que había una guillotina aceitándose para ser
usada sobre los cuellos de Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia pero que la
información de los 200.000 dólares, aunque no era para mi consumo, Alcibíades
decidió soltármela —no por indiscreción, aclaro, sino por la enorme confianza que
depositaba en mí.

Alcibíades insistió en que habían estado presentes sólo Raúl Castro, Carlos
Aldana y él. Por tal razón, esto que se me estaba informando, el único que lo sabía
—lo dominaba— fuera de ese círculo de tres, era yo.

Pregunté por Carlos Aldana, con el que yo estaba teniendo desavenencias desde
hacía una porción de semanas. Alcibíades Hidalgo me dijo que Carlos Aldana no
había abierto la boca en toda la descarga expositiva de Raúl Castro y que había
guardado un hermético silencio. Limitado a escuchar.

—Se limitó a escuchar —dijo Alcibíades.

—¿Aldana? ¿El mulato? ¿Sin abrir la boca? —dije yo.

—Como ausente. Así estaba el amigo. En otra galaxia —dijo Alcibíades.

—Conspiración, Ale.

No respondió. Pero se dispuso a aconsejar.

—Tremenda conspiración, Ale —dije yo.

—Yo lo que te digo es que nosotros no hacemos nada en esa bronca. Eso es un
problema de ellos, de gente grande. Entre ellos.

Alcibíades Hidalgo había sido llamado último a una reunión del segundo
hombre del país con el entonces tercer hombre. Lleva más de tres horas de
transcurrida y en ella se mencionan dos pejes gordos y se indica suma de dinero no
localizada. De pronto Norberto debe ser salvado. Hasta esa misma tarde es el
escritor de confianza «del más alto nivel» y es en su casa donde este mismo segundo
hombre del país, Raúl Castro, va a emborracharse una vez por semana. Y el tercer
hombre, Carlos Aldana, se pone a mirar el techo mientras Raúl Castro expone el
mensaje a Norberto. Aldana, inmutable. ¿Aldana? ¿Inmutable? Carlos Aldana
Escalante que, pese a todas las desavenencias recientes, sigue llamando «brother» al
escritor que es, a su vez, el mismo ciudadano que fuera de sus funciones sociales
como «ingeniero de almas» —que tal fuera el designio otorgado por Stalin a los
literatos de su proyecto— ha contribuido a prolongar los retozos de Aldana con las
muchachas al proveerlo de ungüentos «Retardex» (o un nombre parecido, pero
siempre tan sugestivo) adquiridos en Panamá con divisas libremente convertibles, es
decir, dólares, de la oficina de operaciones encubiertas al mando del coronel Antonio
de la Guardia. Aldana miraba para el techo y todo ese rato ellos dos, segundo y
tercer hombres del país, hablando sin Alcibíades y luego lo llaman y Aldana no se
inmuta.

—Tremenda conspiración, Ale. Te digo —dije yo.

Así que ése era el mensaje. Norberto Fuentes impuesto de la situación


operativa. Así que apenas Alcibíades Hidalgo se retiró, Norberto hizo con Antonio
de la Guardia lo mismo que Alcibíades había hecho con él. Teléfono que tú sabes.
Usar el teléfono. «Que tú sabes» es una expresión de cierto nivel intelectual
arraigada en los últimos años cubanos para definir situación o cosa que se alcanza
por obviedad. Medianoche del 22 de mayo de 1989. Como corresponde con tropas
experimentadas antes del combate, me situé frente al teléfono como en un staging
point de un solo hombre para establecer unas rápidas coordenadas. Había que
decirle, Tonisio, nada, compadre, que hoy, cuando estábamos hablando, se me olvidó
decirte una cosa. De los libros de pintura que tú querías mandar a pedir, y entonces
ahí añadir algo de libros y entonces ofrecer una explicación pero no una disculpa y
ahí mismo calzarle hora y lugar del rendez-vous. Bastaría con te llamo ahora porque
sólo te puedo ver mañana muy temprano, antes de que lleves a Mary para el trabajo.
Sí, serían cerca de las 12 de la noche, hora absolutamente inusitada para llamar a
alguien en Cuba. Marqué. Dos. Uno. Cinco. Dos. Cinco. Nueve. 21 52 59. Salió la
mujer, María Elena. Y le hablé con la voz más seca y autoritaria que pude, lo que era
absolutamente inusitado en mí. Y le dije: «Mary, necesito hablar con Tony. Es que
hoy estuvimos hablando de unas cosas y se me olvidó decirle lo más importante.»

Un error la explicación final agregada al mensaje.


—Norbertus —dijo Antonio de la Guardia.

Era una de las formas de llamarme y nuestra interpretación de cómo, a su vez,


los pueblos eslavos interpretaban la pronunciación en latín de un nombre de origen
teutón y que surgía de las bromas que se me hacían sobre la base de una esposa
búlgara que yo tuve, y cuya pronunciación de mi nombre siempre le había
presentado dificultades, y que además —para orgullo cultural del grupo— era el dios
de la guerra. Norberto.

—Tonisio, que hoy se me olvidó decirte una cosa —dije yo.

—La partiste, Norber —dijo Antonio de la Guardia.

Apenas habíamos cruzado unas palabras. Pero, suficiente.

—Eres un loco, Norber. El más loco del mundo.

La conversación se llenaba vertiginosamente de relaciones inconexas, como


lunares sobre una superficie de vainilla.

—Tonisio, nada —dije yo.

—Bueno —dijo Antonio de la Guardia.

—Oye, Tony. Dime —dije yo—. De los libros de pintura que tú querías mandar
a pedir.

—Libros —dijo Antonio de la Guardia.

—Libros —dije yo—. Y te llamo ahora porque sólo te puedo ver mañana muy
temprano, antes de que lleves a María Elena para el trabajo. De esos libros que tú
querías, ¿todos son de pintura?

—Ven. Mañana. Temprano. Yo me llevo a Mary como a las ocho —dijo


Antonio de la Guardia.

—Eres un loco, Tonisio. La estás partiendo.

—Sí. De pintura —dijo Antonio de la Guardia.

—Y como vas a tener libros.

Todo era la primera vez que se lo decía, por lo que Antonio de la Guardia
comprendió perfectamente que tenía un mensaje importante para él. No sólo
importante, sino muy importante. Una importancia de, por lo menos, intensidad 2 por
la escala Brother. Así que al otro día hicimos —rumbo este— el recorrido hasta el
edificio de dos plantas que conocíamos regularmente como «la oficina de
Interconsult», una auténtica caja de zapatos amarilla, en la antigua barriada habanera
de El Vedado.

Antonio de la Guardia con su traje verde olivo sentado delante con su ayudante
—el capitán Jorge de Cárdenas— como chofer, y María Elena y yo sentados detrás.
Yo había dejado mi carro parqueado en la rampa de estacionamiento con capacidad
para dos coches de la casa de Tony en la calle 17, número 20606, en el Reparto
Siboney, una apartada barriada de la aristocracia criolla, llamada Biltmore antes de
la Revolución.

Rodaba muy bien el Lada 2107 de Antonio de la Guardia, un auto primitivo, un


coche elemental como toda la producción soviética pero bien preparado por y para
nosotros. El 2107 de Tony tenía un motor de leva rápida de Niva 1600, cinco
velocidades en el piso y un carburador alemán Weber.

Y dejamos a María Elena. En Interconsult.

De regreso, rumbo a la oficina de Tony, tomamos por la Séptima Avenida, en


Miramar, de cuatro vías y escaso tráfico que iba abriéndose en bóveda bajo las
ramas de viejas ceibas plantadas 60 años atrás y me acomodé en el asiento trasero en
una posición por la cual me fue fácil distinguir en el retrovisor el lejano seguimiento
de que éramos objeto por un Lada de color beige, que se había intercambiado por
otro de color verde pálido.

—Equis Dos, Equis Sesenta —se oyó por la planta.

X-2 era el indicativo de Tony. X-60, el del oficial de guardia en su oficina.

—Equis Sesenta, Equis Dos —respondió Jorge de Cárdenas, tomando el


micrófono de la planta de radio japonesa, una Yaesu, instalada bajo la guantera pero
con el micrófono sostenido por un asa metálica frente a la palanca de cambios, de
modo que fuera fácilmente alcanzable por el chofer.

—Zeta Veintisiete se interesa por usted, Equis Dos —dijo el oficial de guardia.

Z-27 era el indicativo del ministro del Interior, el general de División José
Abrantes. En el cerrado círculo de los elegidos, la élite de los combatientes
revolucionarios, se permitía eliminar la zeta y llamarlo por un elíptico Veintisiete.
El Veintisiete.

—Quiere que usted le efectúe por la vía quinientos.

Vía 500 era el teléfono.

Abrantes estaba localizando a Tony. Pero quería que lo llamara por teléfono.
Nada de radios. Eso significaba el mensaje de Z-27. Quería silencio radial. Estaba
eludiendo interferencias y/o escuchas a través del éter.

Antonio de la Guardia extendió la mano izquierda hacia su ayudante y éste le


dejó el micrófono.

—Equis Sesenta, Equis Dos.

—Equis Dos, Equis Sesenta —respondió X-60.

—Equis Sesenta —dijo Antonio de la Guardia—, dígale a Zeta Veintisiete que


me dirijo hacia donde usted se encuentra.

Miró su reloj. Su viejo Rolex Oyster Perpetual Submariner garantizado para


mantener su imperturbable trabajo a 1.200 pies de profundidad.

—Y dígale que en 15 minutos le efectúo por vía quinientos —dijo.

Avanzamos por Séptima Avenida, que había sido concebida en su momento


para el precavido rodaje exigido a los negros o gallegos uniformados de azul prusia
y opacas gorras de viejos capitanes de navio encasquetadas en sus cabezas de
esclavos. Bueno, no esclavos exactamente, para mantenerme en los cánones
marxistas. Asalariados. A razón de 30 o 40 pesos mensuales —o 60 en situaciones
excepcionales de pilotos tan diestros que calificaban como equivalentes criollos del
héroe argentino entonces a la sombra y sufragio de la Maserati, Juan Manuel Fangio,
o del inglés a cargo de la Ferrari, Sterling Moss, aunque siempre a velocidad
reducida, ya que el lento manejar era sinónimo de señorío, de elegancia, como las
bandas blancas de las que estaban impuestos todos estos vehículos. Ellos conducían
los Packard, Cadillac y Lincoln pertenecientes a los dueños de esas casonas
señoriales abandonadas en 1960 y ahora al borde de la ruina cuyas fachadas se
desplazaban, no más de tres mansiones por cuadra, a ambos lados de nuestra ruta y
que vigilaban la ruta con el mismo inescrutable silencio con que las estatuas
megalíticas de la isla de Pascua vieron desaparecer sus civilizaciones. Pero una
avenida nunca concebida para que un capitán de Tropas Especiales guiara el coche
soviético de su jefe, un coronel de la misma fuerza, a una velocidad crucero de 110
kilómetros por hora, el carro enganchado en quinta y la pesada bota de paracaidista
aplastando el pedal de aceleración contra el piso y la planta trasmitiendo que Z-27
quiere hablar con X-2 por vía 500.

Dejamos atrás y por la derecha, en la acera del norte, las embajadas de México
y de la Santa Sede, con su habitual emplazamiento policial exterior en el que sólo
faltaban las alambradas, y la casa de modas para extranjeros La Maison, atrás y por
la izquierda, y nos acercamos a las embajadas de Canadá y Nicaragua, otra vez a la
derecha, acera norte, que con estas cinco instalaciones acababan las edificaciones en
estado óptimo de conservación a lo largo de 40 cuadras.

Seguimos. Séptima abajo.

A la altura de la calle 32, luego de hablar una tonelada de intrascendencias,


toqué en el hombro del ayudante de Tony, y le dije: «Para en la esquina.» Antonio de
la Guardia, un poco sorprendido me miró, y le dije: «Vamos a bajarnos.» Antonio de
la Guardia, con su actitud infantil habitual, miró el chofer que estaba esperando por
su orden, aprobó mi reclamo, y el carro se detuvo y nos bajamos. Inmediatamente lo
tomé por el brazo y le dije: «Mira a la derecha», y a unas cinco cuadras le enseñé el
carro color beige que estaba de nuevo en acción y que de inmediato entró en una
bocacalle, y le dije: «Tenemos chequeo.» Hizo un gesto y dijo: «Roger that.»
Pregunté: «Roger that?» Dijo que sí, que lo sospechaba. «También puede ser
paranoia», dije. Me dijo que sí que también podía ser. En los próximos 20 minutos
no vimos aparecer más ningún carro aunque yo presentía que seguíamos bajo
vigilancia. Le dije: «Tonisio, te tengo que poner una mala. Pero de esto no se puede
enterar nadie porque le va la cabeza al viejo Ale, que tú sabes que es un infeliz.»

Y le hice el cuento de la noche anterior.

Antonio de la Guardia se llevó los dos puños cerrados a la frente y dijo:

—¡Ay, Dios mío!

Se viró hacia mí y me preguntó:

—¿Tú crees que el carro de Arnaldo tenga técnica?

Técnica era micrófonos.

—Bueno, Tony —dije yo—. El carro de Arnaldo, el carro tuyo y el carro mío.

—¡Ay, Dios mío! —dijo Tony. Aún tenía los dos puños cerrados sobre la frente
y se había encorvado ligeramente hacia delante y cuando exclamó Ay, Dios mío por
tercera vez parecía que participaba de una danza sioux, o apache, o comanche, que
eran sus guerreros favoritos. Sobre todo los sioux, porque era la gente de Crazy
Horse y por el hecho de que habían despellejado al general Custer y porque Crazy
Horse y él medían más o menos los mismos 5 pies 8 pulgadas y porque Crazy Horse
era un tipo que se tomaba su tiempo como quedó históricamente demostrado antes
de la batalla de Little Big Horn cuando llamó a su brujo y se puso a invocar a los
muertos pese a la impaciencia de sus oficiales jóvenes.

Antonio de la Guardia Font. Un piel roja de piel blanca y estatura mediana y


uniforme verde olivo de servicio y una Heckler & Koch calibre 45 a la cintura
danzando junto a su mejor amigo bajo el sol de la mañana en la mañana en que su
mejor amigo le dijo que era hombre muerto.

—Con la cantidad de mierda que yo hablé ayer en ese carro —dijo.

—Ya tú sabes —dije yo.

Entonces se instaló en el complejo terreno del paralenguaje costumbrista


cubano, que en realidad Antonio de la Guardia sabía emplear con gracia y agudeza.

—Pusimos al Comandante como un bombín —dijo.

Típica expresión cubana en estado puro. Una de las más típicas. Y muy vieja.
En realidad el símil es un bombín sobre el cual se han sentado, estrujándolo o
haciéndolo reventar. En este sentido la expresión se relaciona con las comedias
silentes y los cientos de gags en los que torpes personajes han aplastado los
bombines bajo la acción de sus posaderas.

—Lo tienen que haber grabado. Todo.

—Seguro —dije.

—Tú sabes como Arnaldo se despacha últimamente con Fu Manchú —dijo


Tony—. Y yo le seguí la rima.

Despachar es hablar sin medirse. Seguir la rima es no contradecir. Pero,


peligroso estar identificando a Fidel Castro con el genio criminal de las historietas
de Sax Rohmer, el siniestro Dr. Fu.

—Bueno, Tony, ya eso está hecho. Y no podemos darle rewind a la cinta.


Ahora el problema es otro. El problema es cómo se lo decimos a Arnaldo, porque yo
no puedo denunciar a Alcibíades, y tú sabes que Arnaldo está en guerra con la gente
de Raúl.

Tony asintió. Jum.

—Desprecia a la gente de Raúl.

—Ujum.

—Está del carajo con esa gente.

—Mm.

—La ha cogido con ellos. Los desprecia.

Raúl era —ya saben— Raúl Castro.

—Y Ale le debe una a Arnaldo. Aquella misión.

Tony asintió. Pero pudo ser un gesto maquinal. Yo no tenía la certeza de que
Tony estuviera al corriente del asunto. La misión fue un mensaje verbal de Raúl
Castro para Arnaldo Ochoa trasmitido por Alcibíades en Angola. Un mensaje
humillante, decirle a Ochoa que lo iba a patear.

—Pero hay que informarle a Arnaldo, de cualquier modo —dije—. Sobre todo
el asunto de los nicas, de las 200.000 cañas.

Pesos. Billetaje. Cañas. Todo sinónimo de dinero. De dólares, en el mejor de


los casos.

—¿Y esos 200.000 dólares, Norber? ¿De dónde los sacó?

El drama entraba en estado de disolución. En 7 segundos. Era perceptible. Tony


comenzaba a liberar tensión.

—Coño, Tony, no tengo la menor idea —dije yo—. Pero la importancia aquí no
es de dónde tú sacas, sino dónde metes.

—Vamos a hacer una cosa —dijo Tony—. Le voy a decir a Arnaldo que a
través de una fuente mía yo he sabido que hubo esta reunión de Raúl con Aldana y
Alcibíades o que, mejor dicho, que me ha llegado un rumor de los 200.000 de los
nicas, para que él me diga qué terreno estamos pisando y entonces que ya él sepa la
situación, y que se ponga a resguardo.

—No, ésa no camina, Tony. ¿De dónde tú vas a saber esta reunión?

—¿No te gusta?

—No aprietes, Siciliano. La soga se rompe.

—Déjame pensar entonces. Déjame pensar.

Por una extraña suerte de los mecanismos de la personalidad de Antonio de la


Guardia, el impacto que le había producido saber que el propio Raúl Castro estaba
detrás de Ochoa y de él mismo, empezó a ser un asunto de intensidad decreciente y
supe de inmediato que se había decidido a mirar la situación de contingencia con una
serena felicidad, de la misma manera que había hecho caso omiso a mis reiteradas
advertencias de que teníamos chequeo hacía más de un mes. Ya él estaba contento y
risueño, otra vez. Despreocupado y limpio, como siempre. Aunque el rostro se le
volvió a ensombrecer de regreso al Lada, donde aguardaba el imperturbable y
macizo Jorge de Cárdenas.

Entonces le repetí a Antonio de la Guardia una de nuestras frases favoritas, que


seguro procedía de algún diálogo de algún filme perdido en nuestra memoria.
También seguro había sido el alisado producto de algún guionista ajeno por
completo a la experiencia de haberse visto dislocado él mismo en una trinchera a la
espera del ataque, el instante que nunca ha conocido, la experiencia del segundo
antes del chisporroteo inconfundible de las primeras ráfagas que te silban por la
cabeza mientras comienzas a morder la tierra y alertas el oído para descubrir a
tiempo el ulular de las granadas de mortero. Dije: «Bien, Tonisio, sólo los valientes
silban antes del combate.» Y él, primero, me repitió uno de nuestros lemas, el que
los griegos hubiesen eternizado en un friso y con el que hubiesen hecho temblar con
el ácido eterno de la envidia al mariconcillo de los viñedos y primero de las letras
universales, Homero, y enriquecido todos los sistemas filosóficos de la Hélade, de
haber tenido la suficiente astucia para que sus oráculos descubrieran la lengua
inglesa y anticipado a Edward G. Robinson.

—Never say die —dijo.

—Roger that —dije—. Comprendido. Alto y claro.

—Y nadie muere en la víspera —agregó Antonio de la Guardia.

—Roger that —dijo Norberto Fuentes—. Roger that.


CAPÍTULO 2
MENSAJES Y UN VERANO

Esa tarde fui a MC, los cuarteles maestres de la única verdadera organización
de operaciones encubiertas del país, una casa aislada en el reparto Siboney al oeste
de La Habana, cuyas puertas yo era el único civil que podía franquear y llegar hasta
el mismo buró del jefe de la unidad sin que nadie osara detenerme y mucho menos
saludarme sin una sonrisa, y donde siempre Antonio de la Guardia, desde el otro
lado del buró de medialuna color nogal, me recibía con un rostro iluminado y su
saludo de «Norbertus», dicho con la entonación específica requerida y elevando la
mirada por encima del borde superior de sus gafas de tenedor judío acomodadas en
la punta de la nariz, unas gafas que nunca salieron de la oficina —ni en un bolsillo.
Nuestro código— comprensible —prohibía llevar semejante artefacto de búho
burocrático a la calle. Afuera era el mundo de los Ray-Ban de cristales negros más
agresivos que los del general Douglas A. MacArthur de marcha y mandíbula firmes
mojándose en los remansos vencidos de Leyte— aquella playa de las Filipinas
recuperada. En ese sentido los Ray-Ban eran emblemáticos de nuestros rostros, y
junto con los Rolex enunciados desde las ventanillas de los Ladas, cumplían una
importante asignación. Eran los atributos, la investidura. Cumplían la importante
tarea del realce de nuestra dignidad, que —como toda legítima dignidad— es física.
La flor y nata de la fraternidad de los combatientes revolucionarios. Jóvenes aún, y
con una excelente alimentación y un riguroso entrenamiento diario en el gimnasio de
Tropas Especiales. Nuestra dignidad destacaba de esa manera al paso de nuestros
vehículos por las desoladas avenidas de la Primera República Socialista de América.

—Norbertus —dijo Antonio de la Guardia al observarme, yo aún con el pomo


de la puerta en la mano. Yo, como era usual, en jeans y camisa de mangas cortas, mi
pelo corto y un estómago aún plano en el que entonces se acomodaban sin problemas
los Levis de cintura 34, y fresco y animoso después de una tanda de dos horas en el
gimnasio de «Tropas» seguidos de 15 minutos de baño de vapor, para eliminar las
correspondientes y empecinadas toxinas, y enseguida una estadía larga y relajante
bajo una ducha de agua fresca y a presión, y pulcramente afeitado en el mismo sillón
del Ministro del Interior y con su mismo barbero, un estilista del bigote según su
propio mote, llamado Enrique, y levemente oloroso a colonia y muy bien almorzado
en el comedor del Alto Mando.

Me mantengo en el umbral, con la puerta entreabierta, y paneo* sobre el


escenario que, de todos, es el que se me ha hecho más cotidiano en los ochenta. El
escenario que era Antonio de la Guardia con pullover de camuflaje situado de pie
entre su silla giratoria y su buró y con veinte o treinta stickers repletos de notas
adheridos a la superficie del buró y los últimos ejemplares de Newsweek, de Soldier
of Fortune y de Motor Boating & Sailing debajo de su canana de cuero negro en la
que enganchaba un portamagazines y la cartuchera con la pistola de moda entonces,
la Heckler & Koch.

Tony se situaba frente a aquella superficie atestada de stickers, siempre


amarillos, como un estratega frente al mapa, con la misma delectación y serenidad.
Se suponía que cada sticker se refería a una misión, una tarea por cumplir, un
operativo, alguien que debía morir, o ser secuestrado, o las coordenadas de un
rendez-vous en alta mar con unos sicarios de la mafia, o el nombre de cobertura de
un enterramiento de armas en un playazo del Caribe.

Levantaba la cabeza, con calma, para encontrarse con mi mirada, puesto que su
vista de relámpago —dirigida hacia la más ligera fluctuación de la puerta— ya había
registrado mi presencia.

Había mucho movimiento de oficiales en el pasillo de acceso a la oficina de


Tony y yo no quería hablar allí y lo invité con un gesto de mi cabeza y salimos de su
oficina. Era la primera vez que yo tomaba medidas de seguridad en los predios de
MC. Fuimos a una terraza, junto a una puerta de madera que cerraba el paso hacia
uno de los almacenes más codiciados del país, el almacén de equipos
electrodomésticos de MC, y pregunté:

—Tony, ¿hablaste con Arnaldo, lo localizaste?

El pequeño almacén, en ese momento a mi izquierda, era una habitación


separada del cuerpo principal de la casa y se hallaba sólidamente tapiado por un
sistema triple de cerraduras y sus viejas ventanas habían sido clausuradas con tablas.
Ahora Tony y yo estábamos haciendo un eje en el centro de la terraza, sobre el piso
de losas rojas, y nuestras sombras, en dirección opuesta al almacén, se proyectaban
hacia el este, puesto que eran las tres de la tarde.

Tony controlaba la puerta por la que habíamos salido, que él había dejado
abierta y se conectaba con el pasillo de su oficina. Yo quedaba de espaldas a esa
puerta y Tony observaba por encima de mi hombro izquierdo. Por su parte, él
quedaba de espaldas al grueso muro de borde de cemento desde el que se
contemplaba, abajo, la media docena de robustas matas de mango cuyas ramas ya
florecidas en abundancia sombreaban el jardín comprendido en el perímetro de MC.
Yo miraba por encima de su hombro derecho a través de los árboles y de la calle al
otro lado de la cerca de alambres tejidos del jardín de MC, hacia la casa que Ernest
Hemingway había utilizado como escenario para su cuento de 1938 «Nobody Ever
Dies». Un monumento desconocido pero posiblemente la única casa en este
territorio que haya servido nunca para ser utilizada como predio de una trama
literaria y que se hallaba al fondo de MC y que era la causa de mis ocasionales y
silenciosas estadías en esa terraza, yo solo, escapado de Tony y del mundo, con los
fantasmas y los designios secretos que, con toda seguridad, el viejo Hemingway
había dejado allí plantados para mí.

Un sonriente Antonio de la Guardia me dijo que aún no había hablado con


Arnaldo Ochoa, pero que lo estaba localizando, y que hablarían. Pronto.

—Coño, Tony. Esto es importante, brother. Importante.

Y él asintió. Luego me contó cómo él había mejorado la leyenda de lo que le


iba decir a Arnaldo Ochoa. Y que no me preocupara y que dejara las cosas en sus
manos.

—Le voy a decir a Arnaldo que la fuente mía es nica. Que son los nicas los que
están preguntando por ese dinero. De ese modo no tengo que mencionar la reunión
de Raúl con Alcibíades y Aldana. No camino al viejo Ale. Pero el centro del
problema, la plata, queda establecido. ¿Cuánto tú dijiste que era? ¿Doscientos mil?

—Doscientos mil —dije.

Caminar era denunciar. Pero no era la expresión cubana al uso. La expresión


regular cubana al uso desde la época de la lucha contra la policía del dictador Batista
en los cincuenta era «echar pa’lante», que es una absoluta cubanización lexical de
echar por delante.

—¿De dónde Arnaldo habrá sacado ese dinero? ¿Para qué lo quiere?

—Imagínate. El Griego. Ese Griego es la trampa —dije.

Estaba empleando el mote con el que conocíamos a Ochoa. Más bien un


nombre de guerra, un indicativo de actividad clandestina, puesto que era de dominio
de sólo cuatro o cinco interesados.

—¿Y para qué lo quiere, Norber? ¿O dónde los metió? Desde hace unos días
me está pidiendo 100.000. Primero me pidió 200.000.

—Está loco. Pal carajo —dije. Por decir algo.


—Le voy a dar 50.000. ¿Tú crees que con eso se esté tranquilo? Norbertus,
estoy diciendo 50.000 dólares. Eso es dinero.

A estas alturas, yo había participado en algunos traslados. Bolsos playeros, de


vivos colores, repletos de divisas, nunca menos de 50.000 dólares, que yo trasladaba
a la oficina de Tony, o que él buscaba en mi casa.

—Se tiene que estar tranquilo —dije. Otra vez por decir algo.

—50.000 dólares. Eso es dinero.

—Claro que lo es —dije. Asintiendo.

Los dos estábamos asintiendo, y ahora había silencio.

—Ochoa informado y el viejo Ale puesto a salvo. ¿Copiaste?

Necesité unas fracciones de segundo para entender que habíamos regresado al


tema original.

—Ésa es buena, Tonisio.

—Tú no te preocupes. Y déjame maniobrar —dijo Tony.

—Ahora sí que la partiste. Es buena. Buena —dije.

—¿Verdad?

—Bárbaro, brother. Barbarísimo. La partiste —dije.

Estaba despidiéndome y supe desde entonces que Antonio de la Guardia había


decidido tratar el caso con la clase de atención que nosotros llamábamos «el piloto
automático puesto», que era un calificativo de mi cosecha, y ya sabía que no iba a
decirle nada a Arnaldo Ochoa y que había llevado a nivel cero la gravedad de la
situación.

El resto de la tarde estuve pensando sobre los riesgos de advertir a Arnaldo. O


los riesgos de no advertirle. Había cumplido con Tony, que era «mi hermano» —el
grado máximo de amistad que puede ofrecerse entre cubanos— y con el que estaba
machihembrado —las dos piezas de carpintería que ajustan indisolublemente
haciendo innecesario el uso de clavos o tornillos en la madera— y éramos «ambias»
y «ecobios» y «socitos» y «pangas» y estábamos «juramentados» y nos batíamos el
uno por el otro «en una cuarta de tierra» —todos los significados de amistad
estrecha procedentes de la lengua que las religiones afrocubanas cocinan en las
cárceles de la isla, y que de inmediato traspasa los muros y ejerce un efecto
hipnótico instantáneo en los barrios y de ahí para las tropas; la llamada «negrada» de
la población penal, de rateros a asesinos, emitiendo los parámetros nacionales de
lenguaje y hombría— y yo estaba asumiendo todos los riesgos de mi actitud. Así que
ahora le tocaba a Tony, pensaba, hacer lo mismo con Arnaldo. Tony era el indicado,
por su ascendencia sobre Arnaldo como viejo combatiente y porque Arnaldo había
entrado en el grupo a través del general Patricio, el hermano mellizo de Tony, que
aún se hallaba al frente de la misión del Ministerio del Interior en Angola, y en
definitiva yo había tenido mis encontronazos con Arnaldo, algunos amables e
inteligentes, otros insultantes, así que en última instancia no me correspondía
trasmitir la señal de aviso. El único problema era que quedaba un cabo suelto, que
podía quedar. Algo que yo no lograba precisar dónde se encontraba pero que era un
cabo suelto. Arnaldo Ochoa, un campesino arrogante procedente de Cauto Cristo,
una de las miserables aldeas del oriente cubano, muchas veces insolente, y
despectivo, y que realmente pertenecía al círculo más íntimo de Fidel Castro, uno de
los pocos hombres sobre la faz de esta tierra que se atrevía a tutearlo, y que me
resultaba impredecible y para el que yo no le encontraba respuesta cuando me
preguntaba dónde se colocaría si tuviera que escoger entre Fidel y nosotros.

Entonces hice girar el volante de mi Lada con el que yo, en vuelo rasante, solía
patrullar las calles de La Habana, y aborté la misión de caza libre —de las
muchachas que en las tardes en la ciudad de las columnas frente al Golfo ya están
bañadas y frescas y se disponen para el cine o la heladería, cuando no estamos en
época de exámenes—, y, siendo aproximadamente las 6:15 pm del martes 23 de
mayo de 1989, puse rumbo oeste, la casa de Tony. Él —como él mismo decía— se
recogía temprano. Un término de campesinos y de comadreos, que por esa misma
razón resultaba gracioso escucharlo de boca de un bravo como Tony, recogerse. Muy
difícil capturarlo en su oficina después de las 5. Y, en verdad —y pese al enunciado
sagrado de Emerson de que la coherencia es una característica de los espíritus
pequeños, que era una de las claves culturales de la élite del grupo, con un nivel
equivalente al de Never say die—, no era el momento para invitar muchachas al
salón interior del poderoso Lada y comenzar el asedio con una sesión de rock a todo
volumen desde el sistema cuadrofónico instalado, y aún me hallaba en el
procedimiento de hacer girar el volante cuando me percaté de que yo tampoco había
definido con exactitud entre quiénes escoger, entre ellos o Fidel. Después, muchos
meses y/o años después, me voy a sorprender haciéndome la misma pregunta, luego
de que ya no hay tiempo ni posibilidad y cuando no hay regreso —para nadie. Y es
así como, esa tarde, por tercera vez, tengo Tony. Encuentro cercano de primera
clase. Pero no se ven cambios en la mentalidad.

Él y yo solíamos «tocar base» —clásica frase beisbolera del grupo— dos o tres
veces al día. Si teníamos chequeo (calculaba) no se iba a registrar actividad
sospechosa.

Los perros estaban sueltos en el jardín de la casa del coronel Antonio de la


Guardia, protegidos por la cerca de alambre galvanizado de un metro de altura, y nos
habíamos desplazado hacia el jardín porque habíamos escuchado el movimiento
inquieto de los perros, que —nos pareció— estaban excitados, y caracoleaban entre
los setos verde y rojo escarlata de los Mar Pacífico (Hibiscus Rosa-sinesis) y
amarillo de los granos de oro (Thyrallis glauca) y hacían vibrar los gajos como un
nido de serpientes de cascabel y yo, llaves en mano, ya extraídas del jean, estaba a
punto de abordar mi automóvil luego de la sesión de razonamientos míos al fondo de
la casa, en la pérgola de las conspiraciones, y de mecánicos gestos de asentimiento
de Tony, con su cabeza, sí, Norbertus, sí, Norbertus, cuando comencé a comprender
algo, arduamente. Y en la noche, que comenzaba a cerrarse, era fácil distinguir a
Gringo, el pastor alemán blanco, que William Ortiz, uno de los principales «vínculos
útiles» —según el lenguaje de Inteligencia cubano— de Tony en el sur de la Florida
y que luego cayera en desgracia por desavenencias «de índole filosófica», le había
traído como ofrenda desde Miami y que era uno de los ocho cachorros resultantes
del apareamiento en 1987 de sus espléndidos ejemplares de pastores alemanes
blancos de Oklahoma, Nimbo, el pastor alemán blanco llamado Nimbo, por el que
William Ortiz pagó 700 dólares, y la dama blanca, Maya, por la que William Ortiz
desembolsó otros 450. Ambos, explicaba un orgulloso William Ortiz, habían sido
ordenados a Merry Fell Kennels, unos especialistas de Fort Lauderdale —
comprobantes de pago y pedigree mostrados por William Ortiz al coronel De la
Guardia con el objeto de realzar aún más el valor del regalo. Aunque toda clase de
papeles eran innecesarios en presencia de un perro con el majestuoso porte de
Gringo, al que seguía, en aquella sesión nocturna quizá de retozo— o (¡cuidado!)
quizá de alerta —, otro pastor alemán, Rocky, de pelambrera amarilla y con manchas
negras, un poco gordo, un poco viejo, que en su momento había aceptado de buen
talante y no carente de dignidad que situaran a Gringo bajo el mismo techo de sus
dominios. El viejo Rocky.

—Bueno, ranger. Creo que voy echando.

—Norbertus.

Había insistido. Yo con mi tema. Por tercera vez. Pero comenzaba a ser asunto
aburrido, y había que cambiar la sintonía, urgente había que cambiarla. Se estaba
presentando una sola perspectiva de lo que estaba pasando. Mantener fuera a Ochoa.
Era la única variante que me estaba arrojando el análisis de la situación operativa.

Los dos perros blancos.

Dejé pasar unas 22 horas, no obstante. Así que llegamos a las postrimerías del
miércoles 24 de mayo de 1989. Esa noche yo radicaba —como solía suceder
invariablemente— en mi campamento de arriba, la casa de mi tibia amante Eva
María Mariam, cuando levanté el teléfono hacia las 10 y media, y llamé al 3 65 04,
la casa del general de División Arnaldo Ochoa Sánchez, un modesto apartamento en
un edificio de tres plantas en el Nuevo Vedado, una barriada de clase media que
comenzó a urbanizarse después de la Segunda Guerra Mundial. Mayda, la mujer, me
dijo que Arnaldo estaba aún en el Estado Mayor. Besitos y despedida, y llamé al
Estado Mayor del Ejército Occidental; al teléfono directo de Ochoa. 63 00 97. Mi
pasatiempo habitual hacia las proximidades de esa hora era qué uso darle a Eva
María Mariam, ver qué se conseguía, cómo disponer de ella, cómo colocarla frente a
mí, arrodillada. Teléfono en mano, dejé mi mente flotar hacia tales rescoldos. Los
proyectos entusiasmaban tanto o más que el mismo hecho de tenerla desnuda sobre
la impoluta sábana blanca y proceder con cualquier clase de invento. Un buen
planeamiento, creativo, complicado, proporcionaba un nivel de excitación
anticipado. Acaecía elegir la parte de su cuerpo a someter y la manera en que debía
hacerlo, o cómo obligarla, cómo quebrar resistencias con las que cada noche ella
lograba ganar una independencia que me resultaban intolerables y yo indagando —
bendita y oportuna palabra para eludir el uso de hozando— en su piel y esperando
una apertura («...el fruto de dos suaves nalgas / que al abrirse dan paso a una
moneda»),3 que se abriera en su totalidad.

El teléfono. Alguien en la línea.

—Arnaldo —dije, ocluyendo y alargando la o final. Es decir, Arnaldooo.

—Dígame usted.

—Arnaldo —dije.

—Mi querido intelectual. ¿Porque tú eres intelectual, no?

—Oye, Arnaldo, ¿cómo tú andas?

—Aquí. Ando aquí. En el aburrimiento —dijo.


—¿Tú aburrido? ¿Un general tan glorioso?

—Oye, muchacho, cambio toda esa gloria por un plato de frijoles y por una
tortilla. Pero bien blandita. La tortilla.

—Bueno, la gloria, repartirla, es mi negocio. El tuyo es producirla. Entonces


déjame investirte de gloria. Anda.

Ahora reía. Con su risa burlona y despectiva, y dejando que pasaran las cosas
desde el olimpo de los dioses en que se hallaba firmemente instalado con todas sus
divisiones de tanques y los regimientos de cazadores kwanyamas.

—Oye, ¿dónde tú estás?

—En casa de Eva María.

—El campamento de abajo —dijo.

—Aquí.

Los conceptos de campamentos de abajo y arriba para diferenciar las casas «de
la señora y la familia» de las casas de las novias (que era a su vez como se calificaba
a las amantes) eran de uso regular entre nosotros, como se sabe. El campamento de
abajo es el más desguarnecido, cerca de las vías de comunicación del enemigo, y el
de arriba es el de la montaña, oculto en los altos bosques, y es el santuario.

Empecé otro tema. Lo hice por corte. La voz fluye modulada hacia los tonos
graves.

—Oye, Arnaldo. La otra noche, cuando fuimos a comer... ¿te acuerdas que
había una amiga de Eva María que estaba también a la mesa?

Esto había sido el 28 de abril y nos habíamos reunido en el Tocororo, uno de


los pocos restaurantes de dólares que había en La Habana de 1989, y al que teníamos
acceso. No me dejó continuar y dijo:

—Compro.

Me sorprendió la rapidez de su respuesta. Pensaba que iba a tardarse en


comprender que tenía un mensaje urgente para él. Todavía yo estaba pensando en
que él probablemente sí estuviera refiriéndose a la muchacha que había visto aquel
día a nuestra mesa, cuando la duda se disolvió, al decirme otra vez «compro», y
agregar: «mañana». A qué hora nos vemos. Y dónde.

—Dime —dijo.

—¿En mi casa? ¿A las 3? —dije.

—A las 2 —dijo.

—Recibido —dije.

—¿Seguro?

—Fuerte y claro. A las 14 horas. Mañana. En mi campamento de arriba.

—Espérate. Oye. ¿De qué color es tu carro, tú?

Las manipulaciones en la línea eran evidentes. Un cambio de tono procedente


ahora de la voz de Ochoa y la brusquedad de su pregunta era un indicativo de alarma
que yo debía recibir respecto a la intervención en la línea. Quería decir hay alguien
en la línea. Nos están oyendo. El tono de resignación en mi respuesta significaba que
también me había dado cuenta.

—Rojo amaranto —dije—. Rojo. Rojo.

CAPÍTULO 3
ACOSTUMBRARSE AL K-J

Estaba vestido con la misma camisa de civil de cuadros azules que después va
a llevar en el juicio y el pantalón verde olivo de su uniforme de servicio. Y
estábamos en el cómodo estudio para escribir que supuestamente me había regalado
el más conveniente de todos los modelos de literato que yo pudiera agenciarme
(según la visión de las autoridades) y deidad extranjera más codiciada del país,
Gabriel García Márquez, pero que había pagado el Ministerio del Interior por orden
de José Abrantes. La costosa alfombra de color beige y el falso techo de paneles
también beige que pronto yo habría de identificar como zona enemiga —por ser
escondrijos ideales para los micrófonos— terminaban por atenuar la violenta luz
exterior procedente del cénit cubano que penetraba a través de los aún más costosos
cristales antirrefractarios de las ventanas, y la presencia de Ochoa allí y los ecos de
selva acompañantes inundaban el logrado ambiente de reposo. Yo le di mi silla
giratoria que él ocupó enseguida y me senté en una butaca en la esquina opuesta
debajo de mi galería particular de retratos con los líderes de la Revolución Cubana.
Arnaldo Ochoa, ya sentado, hizo girar la silla sobre su eje y quedó de espaldas al
monitor de la computadora Acer y extendió la pierna derecha y metió la mano en el
bolsillo y me dijo: «¿Tienes una caja de cigarros?» Le traje la caja de cigarros y él
sacó del bolsillo 3.000 dólares y me los dio, diciéndome: «¿Fue esto lo que me
pediste?» «Sí. Esto fue lo que te pedí», le dije, «quiero acabar de comprarle el carro
a Eva María. Con esto, completo». «Se lo pedí a mi amigo, el venezolano», me dijo.
El amigo era Luben Petkoff, que hacia 1967 había sido su compañero de guerrilla en
Sierra de Falcón cuando allí había unos ocho cubanos y que efectuaba una breve
visita a La Habana de 1989 a requerimiento —según tenía yo entendido— del propio
Ochoa. Tomé el dinero y él guardó la caja de cigarros en el mismo bolsillo y me
preguntó, con picardía: «¿Abulta igual?» Le dije que sí y él me dijo: «Es que tienes a
la Contrainteligencia allá abajo. Están chequeando todo lo que entra y sale de este
apartamento.»

Yo había tomado las precauciones para garantizar que no hubiera


interrupciones y la primera precaución consistió en despedir temprano a la sirvienta,
Julia, que trabajaba para mí a medio tiempo y que era una cubana cincuentona,
blanca, que entregaba puntualmente minuciosos informes sobre todas las actividades
producidas bajo el techo de mi casa y que con el transcurso del tiempo yo di por
llamar «sargento Julia» o «camarada Mucama».

Ahora el rollo de billetes se hallaba de mi lado. Tenía el dinerillo. La segunda


plata que Ochoa me regalaba, puesto que me había suministrado una cantidad igual
en Angola, el 11 de enero de ese año. Otros 3.000 dólares, que me entregó a
escondidas mientras se celebraba una fiesta de generales cubanos en la «Casa
Número Uno», de Luanda, en realidad un convite de cerdo asado, arroz y cerveza,
todo en abundancia, y restringidos sus comensales a los nueve o diez generales, unas
cinco mujeres, y yo, que despidieron a Ochoa por el término de su misión
intemacionalista. Me dijo entonces que era «un sobrantico» de unos marfiles
vendidos en el Congo. No me especificó la procedencia del dinero conseguido con su
amigo venezolano Luben Petkoff.

Yo estaba contento al saber que la plata se hallaba en mi bolsillo, asegurada


allí. 300.000 (aprox.) remanentes de medio millón de dólares en un closet, otros
18.000 en una gaveta del archivo —debajo y entre los papeles de mis novelas en
progreso—, y estos 3.000 acabados de ingresar, frescos y crujientes, en el bolsillo
del jean. Entonces pensé que, a lo mejor, Ochoa no había interpretado mi mensaje y
creía que yo lo había llamado porque me apuraba la cuestión de ese dinero.

Está sentado en mi cómoda silla de trabajo y contempla mis estantes de libros


y sonríe con una tenue sonrisa y aprueba con una tenue aprobación y hace girar la
silla sobre su eje en un tenue movimiento de oscilación.

Me dedico a observarlo mientras él, en silencio, inspecciona el recinto, con la


misma dedicación e intenso escrutinio, ante mis libreros, o mis dos equipos
reproductores de discos compactos, o las lisas paredes forradas de tela, con que se
podría elevar la mirada en la Capilla Sixtina.

Era un hombre alto, de barba escasa y un tupido pelo trigueño recortado con
severidad, y su mirada era rápida y abarcadora, y su habla era reposada, y de
períodos cortos y casi siempre formulados como preguntas y que regularmente se
acentuaban hacia el final con un «¿hum?» que denotaba su interés en obtener una
respuesta, puesto que era un habla casi siempre dirigida a indagar, no a enunciar, y
entraba Ochoa en un recinto y se sabía de inmediato que esa criatura con las altas
botas y el perfecto cuello varonil de atleta era un asociado de la muerte. Yo lo
percibía. Los cientos de miles de caballos de fuerza de las brigadas de tanques a la
ofensiva puestos en marcha y el rugido de la preparación artillera de los
lanzacohetes múltiples BM-21 lanzados en fragorosas y deslumbrantes oleadas de
lava y los golpes bajos y retumbones contra la tierra de los obuses 120 podían ser
materia residual, el espectro contenido en la presencia de un hombre. Éste.

Ahora estudia la pantalla de mi computadora, que no he apagado, y en la que


tengo uno del centenar de borradores de mi libro angolano, y yo me hallo en la
situación en la que suelo encontrarme a cualquier hora del día en que se me localice,
o por la noche, o en la alta madrugada: yo frente a un párrafo del que no se logra
salir, estancado. Estancado ahí. Durante horas. El cursor mantiene su maquinal e
insensible latido a mitad de página esperando por la incorporación de nuevas
palabras en un episodio para mí crucial sobre una batalla que en noviembre de 1981
los cubanos se jugaron en la más remota provincia de Angola, Menongue, cuando se
vieron cercados por las fuerzas contrarrevolucionarias de Jonas Malheiro Savimbi, y
Ochoa asiente a la distancia de un metro, y como no lleva sus gafas, es suficiente
para que su miopía le impida detenerse a leer lo que hay en pantalla —la lujosa silla
de cuero negro de diseño italiano se ha ido distanciando de la computadora Acer
debido a los tensos aunque apenas perceptibles movimientos de Ochoa. Presumo que
está asintiendo por la presencia de un equipo cuyo empaque le es familiar. Un
monitor de computadora en el que no tiene que estar viendo palabras sino el barrido
de respuesta al haz de ondas hertzianas.

Hora de entrar en materia.

Primero, el techo.
Apunté hacia arriba, y dando tres vueltas con el índice, como imitando el
carrete de una grabadora, en el gesto habitual de los cubanos para advertir sobre la
posible existencia de equipos de escucha, le dije a Arnaldo Ochoa: «Creo que lo
tengo sembrado», y añadí una expresión de fastidio. Después moví la mano derecha,
abriéndola y cerrándola, como la cabeza de un pato en el teatro de sombras, con lo
cual quería decir: «Quiero hablar contigo.» Él aprobó, con la sonrisa del viejo
guerrero acostumbrado a todos los avatares. Luego señalé hacia abajo, otra vez con
el índice, ya que debíamos salir de mi apartamento, a la calle, 13 plantas más abajo.
Aprobó con otra sonrisa y se levantó con su energía habitual. Entonces, antes de
abandonar la estancia, se detuvo delante de una de las fotografías en mi pared, y
mirando hacia Carlos Aldana, en el extremo de una de las risueñas imágenes, me
dijo: «Qué clase de mierda el tipo este, compadre. Y Fidel y Raúl lo saben.» Y
continuó, ahora señalando para los rostros de Fidel Castro y Raúl Castro, que se
identificaban como trofeos en casi todas las fotografías —en las que yo también
aparecía, desde luego, puesto que tal era el objetivo de la colección: exhibirme con
el liderazgo cubano. «Y qué sentido tan extraordinario de la justicia el de estos dos
hombres», dijo. «Siempre se encuentran con personajes como éste, y siempre agotan
toda la paciencia y los soportan durante mucho tiempo, y siempre los perdonan.»

El mulato ideólogo del CC del PCC no se hubiera atrevido a decir que el


hombre del Ogadén era «un mierda». Pero decidí guardar silencio ante la referencia
sobre Carlos Aldana. Aldana había estado averiguando conmigo qué pensaban Ochoa
y otros militares sobre él, y me parecía lógico ese conflicto, un mal inevitable entre
intelectuales y halcones, en el que yo solía apoyar —desde un reticente y
aristocrático silencio— a Carlos Aldana, quizá animado por una intuitiva solidaridad
de clase.

Apenas salimos del apartamento, nos sentimos liberados de la carga de la


escucha. Pero mantuvimos una frecuencia mínima de volumen. Continuamos en una
especie de susurro, aunque quizá esté mal decirlo entre tipos tan fogueados. Susurro.

—El gardeo que nos tienen es a presión, Arnaldo —dije—. A presión.

—Sí. Claro. Y el portero allá abajo es guardia —dijo Arnaldo Ochoa—. Dalo
por seguro. El de la entrada del edificio.

—¿El muchachón? ¿El de la puerta? —dije.

—Sip —asintió Arnaldo Ochoa.

—Sí. El muchachón de la puerta —dije. Así que yo mismo me estaba


respondiendo.

—Ah, escritor —dijo Arnaldo Ochoa—. Tienes el cerco cerrado, escritor. De


verdad que te están gardeando. Pero al duro.

El término es la única contribución conocida del basketball al habla popular


cubana y siempre referida a una persecución policíaca sostenida.

—Humm —repitió Ochoa.

Tomamos el ascensor, uno de los dos, a la izquierda de mi apartamento, y cuya


presencia era el mayor defecto que se le podía señalar a un edificio en el que la
Dirección de Campamentos y Viviendas del Ministerio de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias había comprometido todo su orgullo y cuya producción, según
explicaban, había seguido los moldes «de una tecnología yugoslava». Pero la plata se
quedó corta para unos soñados ascensores Otis y hubo que conformarse con aquellos
artefactos soviéticos de latón verde en los que tres pasajeros resultaba un peso
excesivo, y descendimos las 13 plantas a la misma velocidad que un pañue

loblanco se hunde en el mar, o al menos dando tiempo suficiente para que


Ochoa escuchara mi comentario de cómo yo había visto, un mes antes, que me
instalaban la técnica de escucha en mi apartamento. Había sorprendido al jovencito
de la CIM (Contrainteligencia Militar) asignado para la tarea de tecnificarme el
techo mientras abría la puerta de la escalera de servicio procedente de la azotea, y
tuvimos un cruce de miradas y tomé cuenta del maletín que llevaba en su mano
derecha, de su sólido peso y de que el fondo de tres compartimientos abultaba como
la cabeza de un muerto. Era un maletín de cuero negro, el modelo usual de los
correos diplomáticos, aunque ya sin las esposas soldadas al asa, y la tapa de cuero se
veía bastante ajada, por lo que ésa debió ser la razón para que lo dieran de baja,
puesto que no ofrecía el debido lucimiento para viajar al extranjero, y me fue fácil
adivinar, por el ruido de metales y cristales estrujándose, que se hallaba repleto de
herramientas de electricista y rollos de cables, y él me reveló la naturaleza de su
misión con el sobresalto de su mirada y la perturbada manipulación del pomo de la
puerta y con el hecho inexplicable de estar a las 3 de la tarde en la última planta del
edificio de los generales procedente de la azotea.

Nadie en el vestíbulo del edificio de los generales. El portero acabado de


describir por Ochoa como «guardia», no se hallaba por los alrededores. Su escritorio
estaba vacío.

Alcanzamos la puerta y salimos a la calle, donde la sofocante tarde de La


Habana resplandecía, y miré hacia mi izquierda, a uno de los dos coches
estacionados en la restringida rampa de parqueo techado. A esa hora, habitualmente,
sólo se encontraba mi rutilante Lada 2107, de color rojo amaranto, con sus
inescrutables cristales negros, y los neumáticos

Firestone radiales y las llantas adaptadas de Dodge argentino, estacionado al


fondo. El chofer de Ochoa había parqueado en la primera valla, junto a la entrada, y
permanecía al timón del coche, y el motor de 1.600 cc y 4 cilindros de 79
milímetros, apagado, permanecía en un absoluto silencio. Era un Lada de color rojo
sangre; y con la cimbreante antena de la planta de radio sobre la tapa del maletero, y
con un chofer dentro. Limpio, atildado, demasiado diferente a todos los otros
choferes que en ese momento rendían servicio en Cuba, y su uniforme aparecía
impecable y sin sudarse desde la distancia de unos 30 metros en que lo pude
observar, a través del parabrisas, y no hallé explicación a su lozanía y a que no
transpirara con violencia en la cabina de un vehículo en el que la temperatura
promedio de Cuba suele elevar la atmósfera en su salón interior a 45 grados
centígrados; y la manera transparente y fría con que me devolvió la mirada y sus
ojos claros y limpios, y la posición hierática en que se mantenía tras el timón, no me
gustaron —nada. Siguiendo las normas de Seguridad Personal, había estacionado en
marcha atrás en la valla y se mantenía a la espera de su jefe, con el morro del Lada
apuntando hacia la calle, listo para una partida inmediata, y de ser posible, si lo
requería la situación, haciendo chillar los neumáticos sobre el pavimento para
espantar cualquier otro vehículo que se hallara en la vía.

Dije:

—Oye, Arnaldo, lo que te han puesto de chofer es el recluta más inteligente de


Cuba. Ese muchacho es muy inteligente, Arnaldo. Muy inteligente.

Ochoa no llegó a soltar uno de sus «hums» pero presionó sus labios, apretados
como un puño, hacia delante, como apuntando al vacío, y luego arqueó las comisuras
hacia abajo. Usual gesto despectivo del camarada.

—Y demasiado callado, Arnaldo —dije.

Inteligente tenía la ambivalencia de los dos significados capitales en nuestro


léxico: el tipo «al servicio de los servicios», es decir, la inteligencia o la
contrainteligencia, y el tipo despierto, que hace el uso más adecuado de los
productos de su cerebro.

Seguí con Arnaldo:


—Oye, Arnaldo, ¿tú crees que tú tengas técnica en el carro, además de los
informes que pasa el chofer?

Me dijo que sí, que todo aquello era habitual.

—Todo esto es habitual, escritor.

Caminamos por un pequeño sendero de piedras de cantería que se bifurcaba en


dirección opuesta hacia el parqueo, para alejarnos de su automóvil. El sendero,
cuesta abajo, conducía a la acera, y terminaba en unos siete escalones hechos de
iguales piedras blancas con veteaduras amarillentas. Dos muros de la piedra
cimentada corrían a ambos lados de los escalones, y contra estos muros se contenía
la tierra en la natural expansión orgánica del jardín. Yo iba delante, y me detuve, al
llegar al último escalón, y dije: «Aquí está bien», y él emitió un «¿Huhum?», y giré
el cuerpo en 180 grados, para colocarme frente a Ochoa, que ganó, por encima de mí,
la altura de una cabeza (teníamos una estatura similar; él estaba en los 6 pies, y yo
en los 5.11) y dejamos un escalón de por medio. Ochoa, ya detenido al borde del
muro de piedra de cantería, levantó el pie izquierdo, y lo apoyó allí. En aquella
posición de letra hache minúscula, dejaría transcurrir el inicio de mi conversación.
En un par de ocasiones dejó descansar el brazo sobre este muslo. Yo me retiré otro
paso y quedé en la acera, ahora en situación aún más baja que la necesaria en
cualquier interrogatorio de la vieja escuela, en la que el interrogador busca mostrar
su superioridad y su total dominio de la situación y, sobre todo, de los designios del
prisionero, desde una altura que también es física. De cualquier modo, la fortaleza
de aquella personalidad y su sólida complexión se acrecentaron para siempre en esta
visión de Arnaldo Ochoa —la última que tengo de él a la distancia de dos cuartas.

Miré hacia el techo de mi edificio, ahora en diagonal por mi izquierda, y en


escorzo —como en la pose de un orgullo extremo— buscando que alguna sombra se
delatara en los balcones o en la azotea. Nada arriba. Miré hacia las casas de los lados
y hacia los escasos autos que transitaban —con una frecuencia aproximada de 5 a 6
segundos entre cada uno— por la Avenida 47, ahora a mi espalda, y nada en esas
áreas. Verifiqué que no se hubiera estacionado en los alrededores ningún van
soviético, de los regularmente conocidos en La Habana como «guasabas», que era
una cubanización de la marca soviética Guaz, utilizados regularmente por las
empresas estatales para el traslado de mercancía, porque cuando se detectaba uno,
casi siempre grises y de cabina trasera cerrada, podía asegurarse quiénes los
tripulaban; o peor, pero más fácil de identificar para un ojo exquisitamente
adiestrado como el nuestro, una de las únicas dos camionetas blancas Mebosas —la
marca de escamoteo española para designar un equivalente de Mercedez Benz—
asignadas al Departamento K-J, con sus rótulos intercambiables de
enmascaramiento, uno del Ministerio de Comunicaciones, y el otro de la Empresa de
Servicios a Técnicos Extranjeros, CUBALSE. Pero el uso de estos dos equipos era
autorizado sólo para «casos superespeciales». Mas donde hubiese uno de esos van
grises o una de las dos Mebosas blancas, todo estaba grabado.

K-J era el departamento encargado del chequeo visual. Chequeo visual era la
persecución física, implacable, por todas las vías. El gardeo.

De cualquier manera, sea cuales fueran las medidas que tomara, siempre tenía
la convicción de que me estaban oyendo. Siempre buscando el escondrijo del oficial
de «la técnica» que me apuntaba con el micrófono direccional o la minúscula cámara
con zoom. De esta época era mi broma de que debíamos movernos hacia todas partes
con un guante de pitcher, para cubrirnos la boca en nuestras conferencias e impedir
que nos leyeran los labios. Mi imagen favorita de la época era una recepción en el
Palacio de la Revolución, y frente a las dignidades extranjeras y cuerpo diplomático,
nosotros en todo el esplendor de nuestra arrogante elegancia, en trajes de tonos
oscuros y con el guante de las Grandes Ligas colgando al final del brazo.

—Vamos a quedarnos aquí —dijo Ochoa—. Tú y yo caminando por ahí, vamos


a llamar demasiado la atención. No vale la pena. Así que vamos a quedarnos. Aquí.

Decidí pasar por alto sus observaciones, aunque había un cierto talante
impositivo en todo lo que acababa de decir. Me limité, ante el buen amigo, a
encogerme de hombros y a tratar de concentrar la mayor cantidad de ironía posible
en mi mirada, directa a sus ojos. Quería decirle: no me jodas, Arnaldo, que estamos
aquí porque yo te he llamado. Y porque yo tengo algo que decirte. Y soy yo el que
eligió este sitio. Y, sobre todo, no olvides que yo no soy tu subordinado. Los ojos de
hierro de Arnaldo Ochoa, sus intensos ojos negros de metal pavonado, no
pestañearon.

Unos días antes había hecho el mismo camino con Tony y con uno de sus
allegados, Amado Padrón; y después lo habría de hacer, a solas, con Amado Padrón.
Así que aquello se estaba convirtiendo aceleradamente en un área donde yo
celebraba conferencias clandestinas, un teatro de operaciones demasiado fácil de
localizar. Un TOM, que tal era la sigla de Teatro de Operaciones Militares y que yo
—desde que conocí su significado— abusaba de su uso para nombrar cualquier lugar
donde se produjera cualquier clase de actividad. Por otra parte, la fuerza de teatro
siempre me incluía a mí con otra persona más —si acaso, dos más. Había que mudar
el cabrón TOM.

Aquella tarde, con Amado Padrón, había comenzado a sentir el miedo en un


nivel explícito de severidad. Era inconfundible. La opresión en el estómago, el vacío
debajo del diafragma. Mi organismo en alarma porque se resiste a ingresar en un
terreno minado y, sobre todo, porque sigo adelante. Y después, si vuelvo a cruzar por
los mismos parajes, o sencillamente si recuerdo algún episodio, el mismo golpe
bajo, opresor, regresa al estómago y sirve para una comprensión que es sólo de mi
consumo y para nadie más: identificar dónde y cuándo tuve miedo, y es un efecto
que comienza a registrarse en tono bajo y lejano, y es el mismo miedo que se
presenta no como un recuerdo sino como un organismo vivo y como algo vegetal y
sostenido y sólido.

Amado Padrón era el más cercano a Tony de todos sus oficiales subordinados.
Pero no nos mantuvimos estacionarios, nos movimos en esa ocasión. Caminamos
por la avenida en dirección contraria al tránsito, con Amadito denostando de Tony
todo el tiempo, e informándome que se hallaba decidido a recuperar unos tres
millones de dólares que le adeudaban agentes suyos establecidos en Miami. Tony se
mostraba temeroso de exigir el pago y Amado Padrón no se explicaba por qué su jefe
había perdido la espléndida capacidad ejecutiva de otros tiempos.

Esto le daba continuidad a una de las situaciones de la primera reunión a nivel


de parqueo que tuvimos, pocos días antes: Tony con su uniforme de coronel, de un
verde olivo oscuro, y la gruesa faja.de cuero negro que sujetaba a su cadera derecha
la funda descubierta de la Heckler & Koch, recostado al maletero de mi Lada, y con
un maletín playero azul fosforescente al hombro izquierdo, en el que había 100.000
dólares que acababa de retirar de su escondrijo en mi apartamento, y levantando las
cejas en su más usual gesto de asombro porque Amadito, a su derecha y asimismo
apoyando sus posaderas sobre el maletero de mi Lada rojo amaranto, acababa de
decir que él era responsable de todas las cosas que se hubiesen hecho en MC aunque
no estuvieran autorizadas. Esta última parte, el «aunque no estuvieran autorizadas»,
fue la que disparó el sistema de alarma de Tony y tuvo su reflejo inmediato en el
gesto —las cejas pegadas al techo.

Se estaba calentando el lugar. Pero yo no acababa de descifrar desde qué


ventana desde las proximidades nos tenían cogidos.

—Está jodida la cosa, socio —dijo Ochoa, con la habitual inflexión de fastidio
y sin referirse en verdad a nada en particular. Sólo una expresión. Entonces hubo un
cambio de intensidad en la mirada y hubo una trasmisión de algo que no era
despiadado, ni siquiera duro, sino de frialdad profesional, un procedimiento
operativo normal, usual, y de alguien que requería con rapidez una información. Era
el mismo hombre que en los bosques de medio mundo había interrogado de urgencia
a prisioneros que estaban muertos tres segundos después de soltar lo poco que
pudieran tener, con un disparo descerrajado casi siempre por el propio Ochoa, y a los
que les decía con ademán incluso compasivo, desembucha, hijo.

—¿Qué es lo que pasa? —me preguntó.

No repitió.

«¿Qué es lo que pasa?», me repetí yo como un eco rebotando entre las paredes
de mi propio cráneo.

«¿Qué es lo que pasa?»

—Te lo voy a decir todo, Arnaldo —dije—. Te lo voy a decir todo.

Arnaldo Ochoa continuaba con un pie sobre el muro y con el codo apoyado
sobre la rodilla y con la barbilla apoyada sobre el puño cerrado de ese antebrazo
cuyo codo se apuntalaba en la rodilla.

—Tony no te ha dicho nada.

—No. No me ha dicho nada.

Yo estaba tratando de ser lo más nítido y explícito posible con mi información,


incluso a riesgo de destruir a una persona en demasía inocente, como era Alcibíades.
Uso estricto de «la norma Pascual» en consideración a Arnaldo Ochoa.

—Y es grave —dije—. El asunto. Y que Tony se haya olvidado.

Había decidido regirme por el procedimiento que yo mismo había dado en


bautizar «la norma Pascual» por el nombre del más decidido defensor de la teoría y
que era uno de los procedimientos de análisis y recepción de informes más alabados
por los integrantes del Alto Mando del Ministerio del Interior. Establecía que
cuando descubrieras una mentira, desecharas el informe completo. La manzana
podrida descalificaba la cesta. El general de División Pascual Martínez Gil era el
viceministro primero del Interior y uno de los personajes de mi fauna cercana. Por
su extraordinaria resolución, «la norma Pascual» servía para un producto perfecto.

Le dije:

—Mira, Arnaldo, todo esto se lo dije a Tony, hace tres o cuatro días, pero él
evidentemente no te ha dicho nada, y ya parece haberse olvidado del asunto.
Masculló algo como toda respuesta, y me pareció temible la gélida neutralidad
de su voz cuando creí entender que había dicho son unos pendejos, y era insolente y
despectivo sobre una persona que, de pronto, resultaba una abstracción, unos
mierdas, dijo, y ya no cabía la menor duda de que se estaba refiriendo a Tony. Pero
no mencionó el nombre. No mencionó ninguno. Era una especie de generalización en
la que empleaba el rigor de los peores epítetos criollos para clasificar a alguien que
nadie podía definir por la ausencia de su nombre y por el sabio y resuelto uso de la
tercera persona del plural en el sitio de la tercera del singular. E insistió, y era
decidido en su actitud ofensiva, y era hiriente, y nada de esto guardaba relación con
un mundo de bronca pero limpia camaradería y de gente junto a la cual uno había
estado dispuesto a morir y con la que había compartido desde las cucharas de un
mismo rancho hasta las mujeres en una misma cama, y no se detuvo hasta descubrir
la idea que más habría de angustiarme.

—No son amigos de nadie. No te creas que son amigos de nadie. No te lo vayas
a creer nunca.

Hice una larga introducción, y le expliqué que yo tenía algo que decirle, pero
que la persona que me lo había dicho era una persona débil y que hasta el presente
había actuado como mi amigo. Y que yo no creía justo hacerle ningún tipo de daño
aunque este daño se produjera en forma involuntaria, y que yo iba a relatarle todo tal
como me lo habían dicho a mí y de dónde había venido toda la información, y que no
iba a escamotearle siquiera el nombre de quien me lo había dicho. Pero que yo
necesitaba su compromiso de que no iba a pronunciar ese nombre ni a soltar esa
información.

Le dije además que la razón por la cual yo no había querido decírselo


personalmente en un principio era el temor a la reacción de él mismo, de Arnaldo
Ochoa, y que por tal razón había preferido enviar a Tony con el recado. Pero que
tomaba el riesgo de decírselo todo, como lo estaba haciendo en ese momento puesto
que evidentemente Tony estaba en otra galaxia.

—No, no —dijo Arnaldo Ochoa—. No, no, no.

Respondió como un niño, con una voz que repentinamente era muy dulce, pero
no dejando lugar a dudas de que la institución de granito llamada Arnaldo Ochoa
estaba garantizando con su palabra que no hablaría nunca.

Y dijo:
—No, no, no. Yo no soy un hombre que habla. Yo soy un hombre que no hablo.
No hablo nunca.

De pronto decidí que resultaba innecesaria la cantidad de veces que repitió no.
Concita mi atención ese hecho. Y entonces tuve todo el derecho de poner en duda la
integridad de Arnaldo Ochoa. En realidad, no tenía que repetir tantas veces no.

Pero ya estaba en el lomo del tigre. Cabalgando sobre ese espinazo. Entonces
eludí los sentimientos de confusión y agregué otro pequeño preámbulo a mi
descarga. Quería acabar aquello. Tenía que acabarlo de una vez. Loco por salir de
Ochoa y de toda esta desgracia.

—Mira —dije—, si algún día se te va la lengua y tú dices que esto te lo dije yo,
estoy dispuesto a pagar ese precio, pero lo que no puedes hacer nunca es mencionar
el nombre de Alcibíades Hidalgo y Basulto, que fue el que me contó esta historia.

Y se la conté. La historia. Alcibíades Hidalgo y Basulto con el recado de Raúl


Castro de que me apartara de él y de Tony, y mi convicción de que, en conjunto, eran
las señales de aviso temprano de la degollina. De nuestra degollina.

Y reservé la más preciada golosina para lo último, la pregunta principal:

—Arnaldo, a mí no me interesa, y me conoces bien, lo que tú hagas con el


dinero, o con las armas, o con lo que sea.

—Humm —asintió Ochoa. Su mirada era penetrante, inquisitiva.

—Como si te metes a tratante de blancas.

Siguió asintiendo, ahora sin murmullos. Era perceptible sin embargo, bajo la
gruesa capa de su altanería —que habitualmente le servía para su trato con los
demás hombres—, que sus músculos comenzaban a tensarse, a la defensiva, Ochoa
ante situación desconocida y en situación de inquietud, una remota situación de
inquietud en Arnaldo, perceptible para mí como los destellos de la noche angolana
que uno cree descubrir en el altiplano y no acierta a saber si ha sido una luz o el
reflejo instantáneo de la luna sobre una hoja humedecida por el rocío y porque uno
sabe que la única forma de que exista una luz en la selva es en la mano de un hombre
que también se halla al acecho y también está tratando de ubicarte.

—Pero hay 200.000 dólares de los nicas que están perdidos, y Raúl dice que tú
los tienes, que tú los has enmarañado.
Arnaldo Ochoa bajó intuitivamente la pierna izquierda del muro de piedras. Yo
retrocedí. Quizá un paso. Los dos brazos de Arnaldo Ochoa se desplomaron a ambos
lados como si hubiese estado a un segundo de enfrentar el pelotón. Arnaldo Ochoa
quiso decir algo. Yo pensé que no me había entendido.

Fue como si a Ulises —Ulises, que sin las vestiduras de la mitología era un
tipo rudimentario y con una cultura inferior a la de cualquier campesino actual, y
que por eso podríamos compararlo sin formalismos traumáticos con Arnaldo— se le
hubiesen aflojado las piernas. Creo que soy el único hombre que tuvo la oportunidad
de ver a Arnaldo Ochoa palidecer y que los labios por un instante le temblaran, al
igual que su voz. Al héroe del Ogadén. De Sierra Falcón. De Angola. El hombre que
era la medida del valor para Fidel Castro.

El hombre de piedra lo comprende todo.

—¿Qué tú dices?

—200.000 dólares, los nicas, Raúl dice que tú los tienes enmarañados.

Permítanme detenerme en este instante y reproducirlo con la mayor precisión


posible, puesto que es uno de los momentos más importantes de la historia de la
Revolución Cubana, que es el momento en que Arnaldo Ochoa sabe que se le ha
terminado la vida, que está cogido, y lo sabe porque yo se lo digo, y porque, además
de protagonista, soy el único testigo. Arnaldo con su camisa de cuadros azules y sus
botas militares y en jeans bajo el sol calcinante que en Cuba antecede a las
tormentas que ensombrecen el suelo y que se producen con el desfogue de los
cumulonimbos.

Y Arnaldo, a continuación, preguntando:

—¿Te dijeron eso?

Y los brazos desplomados.

Se recuperó a medias, aún con la vista en ninguna parte, y él mismo ausente, y


dijo algo que sólo se oye en las películas. Comentario de tonos fúnebres.

—Estoy perdido.

Yo quedé contemplando a aquel hombre que había soltado amarras y que


parecía haber abandonado el contacto con la tierra, y al que sería difícil ver sonreír
una vez más, y cuya habitual conducta, franco y bromista, el tipo campechano, era
historia pasada, y que de hecho no volví a ver más a no ser en los fragmentos de
videotape editados por la televisión cubana del juicio que estaba a punto de
celebrarse y del cual nosotros, desde luego, no teníamos idea, y que habrían de
trasmitirse en fecha próxima. La imagen se queda prendida, y nadie vio nada de esto
en la televisión ni en el juicio y ni siquiera las cámaras del K-J tuvieron oportunidad
de registrarlo. Fui espectador y testigo de cuando aquel hombre dijo, con voz
apagada, incluso triste: «Estoy perdido.» El único que estaba allí. Yo.

—Estoy perdido...

Le pregunté:

—Arnaldo, ¿qué pasa?

—¿Dónde tú dices que fue eso, quiénes estaban delante?

—Raúl, Aldana, y Alcibíades, en el Comité Central, el lunes. Menos de 72


horas.

Entonces me dijo:

—Yo no soy hombre de 200.000 dólares.

«Va a empezar», pensé. «¿Pero cómo es posible que un hombre como éste se
deje llevar por ese rito de los bajos mundos?», pensé. «Ya viene, es el momento
cubano de la bravuconada. Performance clásico de mis compatriotas», me dije.
«Guapería», que es la palabra común utilizada por nosotros para describir la actitud.
«Ahora él va a empezar con una tanda de guapería.» Ciertamente, cuando los
cubanos de casi todas las estirpes se ven atrapados, comienzan a clamar por los
delincuentes que han tenido mejor suerte, es decir, los que han escapado a la justicia,
y que es una costumbre de españoles que en su origen fueron la población penal de la
que se vaciaron las cárceles de la península y que se establecieron en la isla luego de
pasar a cuchillo y descuartizado a toda la población aborigen —a los que en verdad
sólo había apenas que soplarlos para que se cayeran, minados de sífilis como estaban
y famélicos por una hambruna inexplicable en aquellos bosques y ríos y mares
pletóricos de frutas y aves y peces y en los que ellos preferían como manjares el
consumo de las mígalas, unas repulsivas arañas del tamaño y peso de un cangrejo,
negras, de ponzoñoso terciopelo, y de cualquier manera no era necesario embarrar el
filo de las espadas con tanta sangre enfermiza de aborigen, puesto que ninguna de
aquellas criaturas vivió más de 35 años—, y tal mezcla de españoles con las
camadas de esclavos que proveyeron la necesaría mano de obra para las plantaciones
pero procedentes de territorios donde el concepto de propiedad era aún difuso
cuando no inexistente, esas interminables, reverberantes planicies africanas donde
no se encuentra una sola cerca, un solo corral que delimite una posesión y nunca
puedes saber quién es dueño de la más simple de las gallinas, fue el mejunje, la
poción que esmaltó el desprecio por el resto de los seres humanos, y así —surgido
del perro de presa del imperio español y de la ignorancia aldeana africana acerca de
la hacienda ajena— la integración cubana se procuró la envidia como blasón de
conducta de todos los componentes étnicos de la nacionalidad, la envidia en todas
sus gradaciones. La misma actitud de Tony cuando se imaginaba su prisión e
hilvanaba su hipotética declaración a los interrogadores: «¿Qué no existía aquí que
ahora sí existe? No existía nada pero ahora existe algo. Y todo esto yo lo he creado.»
Era lo mismo. Aunque con otros recursos. Tony empleaba la elegancia de su
imaginación y por lo menos una palabra inusual para el lumpen: crear. No en balde
su procedencia aristocrática.

—Esos 200.000 dólares —dijo Arnaldo—. Eso no es lo que cuenta aquí,


escritor. Y tampoco yo soy un hombre de 900.000 dólares. Ni de uno o dos
milloncitos de dólares. Yo soy un hombre de no menos de 900 millones de dólares.
Que ésos son los negocios que se están haciendo aquí. Todos esos negocios que
hacen tus amigos —una referencia a Tony y su gente— son cosas de muchachos,
negocios miserables.

Parecía recuperar el viejo aplomo.

Hombre muerto comprendiendo.

—Pero óyeme lo que te digo, óyeme bien. Aquí se están haciendo negocios de
muchos millones. Y tus amigos están fuera de todo. Ellos creen que están adentro.
Pero no lo están. Aquí la jugada es de altura, socio. Y es en el juego que había que
estar. Y yo sé quiénes lo están haciendo. Negocios de 900 y 1.000 millones. Mínimo.

Miró hacia su izquierda y comprobó que su chofer aguardaba, aún dentro del
carro. Ochoa me estaba apuntando con el índice.

—Los negocios que yo quiero hacer son de no menos de 900 millones de


dólares. Me tengo que ir.

No recibí ninguna expresión de gratitud, como yo esperaba, pero Arnaldo


tampoco iba a ser el mismo después de esta conversación. Ni durante el tiempo de
vida que se le había reservado.
Estuvimos caminando. Llevábamos un paso cansino. Como deshaciéndonos de
las armaduras después del combate.

La opresión se había mantenido mientras hablaba con Ochoa porque me daba


cuenta de que cada vez con mayor hondura y nivel de compromiso yo me hallaba
donde no me pertenecía. Nada que ver con aquello, y seguía. Arnaldo Ochoa entró en
su automóvil y me dijo adiós —¿o fue sólo un gesto suyo con la comisura derecha de
sus labios? Me estaba despidiendo de un hombre ingrávido, atontado. Ese hombre ya
estaba en otro mundo. Adiós. Pensé que no habría otras posibilidades de volvernos a
ver. Faltaba poco. No se volteó para despedirse, ni se sonrió. Adiós. Sólo el perfil,
que comenzó a desplazarse hacia delante, y los labios como murmurando.

Así fueron las cosas hacia esa fecha. Todo bajo control.

CAPÍTULO 4
LAS COSAS COMO SON

El automóvil del general Ochoa se había dirigido hacia el puente sobre el río
Almendares, que se distinguía fácilmente desde la altura donde yo estaba, en el
parqueo del edificio de los generales, y lo seguí con la mirada hasta más allá del
puente y no pude distinguir que viajara con cola. La calle frente a mí estaba ahora
vacía. Miré el reloj. Todavía no eran las tres y disponía de algún rato para la nueva
visita que esperaba. Otra más. Amado Padrón, el corpulento ayudante de Tony, me
había advertido desde la tarde anterior que William Ortiz se hallaba en La Habana en
una estadía de muy pocas horas y que yo debía verlo. Entre otras razones, advirtió
Amado, porque me había traído un Rolex GMT II, la pieza tras de la cual yo estaba
al acecho. También debía verlo porque William era una adquisición mía para el
Departamento MC y porque Amado me lo solicitaba, puesto que habían surgido «una
serie de desavenencias», lo que ellos llamaban «problemas de no-idoneidad», debido
a que William había derivado de ser un sólido y emprendedor comerciante y/o
empresario ducho en oscuras operaciones de exportación de mercancías hacia Cuba
al servicio de la DGI (la Dirección General de Inteligencia), a una especie de
intelectual inconforme. Yo trataba de equilibrar la situación y defender a William.
Era cierto, en definitiva, que había sido yo quien le solicitara a Tony que lo probara.

Un loco el tipo. Especializado en rompimiento de embargo yanqui.

«¿El tipo qué onda, Norber?», me había preguntado Tony.

«Bárbaro. Salvaje. Garantizado.»


«¿Le damos la patente, Norber?»

«Patente de corso con él.»

«¿Comercio de rescate, Norber?»

«Comercio de rescate.»

William Ortiz llegó con cierto retraso a la hora prevista pero fue algo para
agradecer porque me ayudó a hacer la transición del espectáculo con Ochoa y de la
angustiosa impresión que me había dejado, antes de perderse en su automóvil, al
verlo ingrávido y remoto y que también tartamudeara.

Con un t-shirt blanco, su aire deportivo, sus grandes zapatos y los jeans
gastados, William conservaba el porte adquirido en el montículo de los lanzadores
de la liga, y cuando llegó y tuvimos el fragoroso saludo de siempre, y William con
su blanca y limpia sonrisa lo fue respondiendo con el simple uso de un sustantivo —
mi nombre—, yo hice un sostenido esfuerzo para no trasmitirle mis preocupaciones.

—¿Qué pasa, campeón? ¿Contra quién jugamos hoy?

—¿Qué pasa, Norber?

—¿Cómo tienes ese brazo?

—Norber.

—¿Aguantas hasta el noveno?

—Norber.

Y miré una vez más a la calle y hacia el viejo puente habanero de cuatro sendas
sobre el Almendares, el fatigado y espeso Almendares, y yo estaba teniendo
entonces los primeros atisbos de un pensamiento filosófico profundo que como todo
pensamiento filosófico profundo iba a tener su forma acabada y definitiva cuando ya
no tuviera ninguna utilidad operativa pese a que estaba empleando toda la prosapia
zoológica de nuestro lenguaje habitual, siempre aferrada a reminiscencias de
hogueras que se ven a la distancia y montes ocultos por las brumas y vikingos y
cazadores del Yucón, y me voy a recordar en esa rampa de parqueo mientras el sol
cae a plomo y desde donde sé que pronto va a comenzar una tormenta y veo en el
horizonte sobre el puente del viejo río las agrupaciones de masas de nubes en forma
de yunque que son los cumulonimbos que se desplazan sobre los edificios
despintados de La Habana, las poderosas sombras negras de lento desplazamiento
sobre fachadas que por última vez recibieron pintura casi siempre amarilla en la
década de los cincuenta.

Así que dejé correr la vista abajo y hacia el este por el declive que seguía la
avenida desde la cima de la colina donde estaba construido mi edificio, hasta el
puente tendido sobre las aguas inanimadas del Almendares tributadas y corrompidas
hasta la última molécula de su composición por los ácidos y desperdicios de siglo y
medio de Revolución Industrial y la secuencia histórica de máquinas de vapor y
eléctricas de las fábricas en sus riberas vertidos hasta en el más inocente y escondido
de sus remansos, ya nunca más cristalinos, sólo pocetas de una materia pastosa y
amarillenta y con viejas y tumefactas hojas de malanga y gajos podridos y larvas de
mosquitos aedes-egipty.

El pensamiento filosófico profundo —que estaba bueno, estaba bonito, según


mi criterio de aquella tarde— era que los viejos búfalos (como nosotros) debían
saber descifrar los presagios que anuncia el tiempo.

Entre otras voces, así solíamos llamarnos, búfalos.

—¿Qué estás mirando?

Le dije que el carro, el carro de Ochoa, que ya no se distinguía.

Tiempo para algunas bromas con esto. Era un Lada de color rojo sangre, una
tonalidad menos distinguida que mi rojo amaranto pero más viva y que era conocida
como rojo chino, por las flameantes banderas del proletariado en la plaza de Tian An
Men un Primero de Mayo.

—Tú no sudas, campeón.

Sí. Sudaba.

—Si tú vieras al chofer de Ochoa.

—¿Ochoa? ¿El general?

—Lozano —dije—. El chofer más lozano del mundo.

Su lozanía y que no transpirara con violencia en la cabina de un vehículo en el


que la temperatura promedio de Cuba suele elevar la atmósfera en su salón interior a
45 grados centígrados; una caja de bacalao, según lo describíamos, con la pared de
fuego entre la pizarra y el motor, que es una tela de cebolla, acaparaban mi atención
de aquella tarde.

—¿Subimos? ¿Un cafecito, campeón? —dije.

William Ortiz era el clásico prospecto para las Grandes Ligas procedente de las
Ligas Menores cubanas; un tipazo de hombre —lo que en Cuba se llama un tipazo de
hombre, es decir, un tipo bien parecido—, velludo, y de brazos y pecho anchos y
sólidos y unas manos poderosas y una risa de trueno, pero una risa siempre de
matices dulces y espontánea, y resultaba aconsejable nunca salir con él de caza,
porque no te llevabas nada, ninguna niña se fijaba en ti, y que con su número 19 a la
espalda había logrado la desgracia de su padre, que había sido secretario de la
Cámara de Representantes de la República —las mismas, ambas, que habían sido
abolidas con la Revolución, Cámara de Representantes y República—, posición ésta
del padre de William en la Cámara que al parecer lo obligaba a vestir a cualquier
hora con un acartonado traje blanco, impoluto, y seco de almidón, y un sombrero de
pajilla y un lazo negro de pajarita y que al contemplar el contrato recién firmado
para pitchear con una sucursal de los Cardenales de San Luis que le puso ante los
ojos un ilusionado William, el viejo exclamara, dirigiéndose a su mujer: «Qué
mierda, Finita. ¡Mi hijo, pelotero!» Pero que al principio de la Revolución tal
documento le había permitido a William irse del país, del que se fue efectivamente
en 1961 con el solo recuerdo del chofer de su padre, que lo había llevado de putas
por primera vez, y del juego en los terrenos del central azucarero Hersey, al este de
La Habana, donde su padre se instaló, vestido de blanco impoluto, en las gradas, las
dos manos crispadas sobre el bastón.

Lo descubrió Joe Cambrias, en el Casino Español, de La Habana, donde


también jugó el gran Tony Pérez. Joe Cambrias tenía un excelente score como scout
dislocado en La Habana. Descubrió a Tony Pérez, a Jorge Taylor y a «Cookie»
Rojas, y puso en la carta de recomendación de William Ortiz: «He’s big, white,
throws right & bats left with power», que ese trozo de papel, ya gastado y
amarillento, doblado en dieciséis meticulosas partes, se conservaba 27 años después
en la billetera de William, como un talismán o una guía para la eternidad,
supersticioso como pueden serlo sólo los peloteros y los zapadores.

Luego William fue uno de los principales vínculos útiles de la DGI4 dispuestos
en Miami, y se le identificaba como «uno de los artesanos del diálogo con Cuba»;
inevitable que aquel «pichón» (hijo) de burgués criado en el aristocrático barrio del
Náutico, de La Habana, que comenzó su exilio en los Estados Unidos como
prospecto de pitcher para los Cardenales, terminara vociferando con un póster del
Che Guevara por los campus universitarios de los sesenta. Cuando regresó a Cuba,
en 1981, ya bajo el influjo de los oficiales reclutadores, alcanzó a ver al chofer de su
padre, pocas semanas antes de que muriera, y puso una flor ocasional en la vieja
tumba de su padre, que nunca lo llevó de putas pero que supo refulgir como un ídolo
de plata en las gradas del antiguo central Hersey una tarde gloriosa del campeonato
de la Triple A, y finalmente William derivó en diversas tareas de la DGI hasta que
llegó a dominar la corporación de viajes a Cuba más importante de todo el sur de la
Florida y hacerse millonario, todo perfecto hasta el 20 de mayo de 1985 en que
comenzaron las trasmisiones de Radio Martí, un programa de la USIA bendecido por
Ronald Reagan para reblandecer los cimientos «del régimen de La Habana», y el
mundo se vino abajo para William Ortiz, al que los propios cubanos le retiraron los
permisos y licencias para volar a Cuba como transportista, debido a que —le
explicaron a Ortiz y a sus iguales— «ustedes, que viven allá, no tuvieron la visión
suficiente, y no supieron detener el proyecto de Radio Martí». Por otra parte, su
arrogancia no le permitió mucho más, aparte de que en la DGI le dijeron que todo
estaba «jodido». Entonces William acudió a uno de sus mejores amigos —yo— que
a su vez hablé con Tony para recomendarlo.

Ahora estaba viviendo en una casucha de mala muerte, con techo de cartón
tabla, en sus ocasionales estancias en La Habana, en donde aterrizaba por breves
horas procedente de Miami a sostener etéreas entrevistas con Tony o con alguno de
sus subordinados para saber si se presentaba «alguna tarea consistente», y estaba en
desgracia con Amadito Padrón y con Tony.

William en baja. Pero al que era necesario imponer de la situación.

Los últimos negocios le habían salido mal, el asunto del «Caribean Express»
especialmente, un barco que estaba cargado «con una mercancía ahí» y que había
recalado en las costas cubanas, y desde Miami los dueños de la carga trasmitieron el
mensaje a través de William Ortiz, al que habían contactado por sus conocidos nexos
con La Habana, y estaban ofreciendo un rescate por su embarcación. William se
buscaba un millón. Primero fue sí. Incluso, la gente de la oficina de Tony le entregó
un juego de rutilantes fotografías en color 8" x 11" del barco amarrado al muelle de
la Marina Hemingway, al oeste de La Habana, y el mensaje de que la carga estaba
intacta. Entonces hubo una contraorden. Entonces fue no. El propio Fidel se
pronunció, dijo que no le gustaba la cosa. El general de División Pascual Martínez
Gil, en su despacho de viceministro primero del Ministerio del Interior, fue el
portador de la decisión del Comandante en Jefe, a las 15 horas del sábado 11 de
febrero de 1989.

«El jefe dio la contraorden», dijo Pascual, sonriente, suave. «Dice que no le
gusta la cosa.» Tony me había pedido que intercediera con Pascual en el asunto «del
Pelotero» —seudónimo de William Ortiz. Qué lío con el cabrón barquito. Y todavía
no había comenzado en todo su esplendor el montaje de esta historia. Típico
performance fídelista. Ahora se iban a poner a correrlo de una dársena para la otra,
pero no se decidía a venderlo o sacarle la carga fundida en las cuadernas bajo unas
sólidas capas de material plástico o acabar de hundirlo. Algo muy extraño. Pero, a la
altura de Cuba, surgía una tradición naval inédita: la de los cargueros abandonados,
apagados, al pairo. El primer barco fantasma, sin tripulación ni bandera, aparecido a
la deriva en la corriente del Golfo, fue uno abordado en los setenta por gente nuestra,
las bodegas atestadas de automóviles nuevos.

«¿Cuál es la carga, Tigre?», pregunté. «¿Cuál es esa carga?»

Me estaba poniendo a cubierto de una contramarcha probable de Fidel. Conocía


el efecto sobre el tablero de una jugada suya inesperada y más te vale no estar
desprevenido cuando eso pasa. De ahí mi escena sobre la carga y el asombro e
inocencia con que preguntaba sobre su naturaleza. Era algo establecido que había
aprendido del comportamiento cotidiano de mis amigos: nunca mencionar
determinados asuntos por su nombre exacto. ¿La carga, Norbertus?, decía Tony.
Sencillo, decía. ¿De dónde viene el barco? ¿No viene de Colombia? Pues si viene de
Colombia, sólo hay una carga que se puede traer de allá. Café.

Yo sabía. Pero saber no significa nunca en el régimen de conducta de la


Revolución Cubana que sueltes prenda. Sobre todo si el conocimiento ha sido
adquirido por intuición o por asociación de ideas y no porque te lo hayan dicho
directamente. Oigan mi consejo.

Pascual mantuvo su sonrisa. «Tigre» era el seudónimo de mayor empleo entre


sus amigos.

«Tigre, ¿tú estás consciente de que estamos condenando a muerte a este


hombre?»

«Las cosas son del carajo», rezongó, sin abandonar su sonrisa. Fue toda la
respuesta. Fue todo el argumento y todos los razonamientos con los que podíamos
armar a William Ortiz para que regresara a Miami con la historia de que los cubanos
lo habían pensado mejor y que el «Caribean Express» había sido incautado.

«¿Tú estás consciente de que cualquiera que sea la carga de esa mierda, ya se
había dicho que sí?»

No respuesta.

«¿Y que estamos abandonando a este hombre?»

No respuesta.

Es por esta época del guiso del Pelotero y el «Caribean Express» que comienzo
a buscar mis vías de escape. Guiso es la mejor forma que tuvimos los cubanos de la
última generación revolucionaria para llamar a los problemas complicados y que en
realidad no procede del término culinario del guisado que se prepara en ollas y al
fuego sino que procede de compactar el término desaguisado que es probable que a
su vez haya venido del guiso original que algún castizo cocinero con un enjambre de
hierbas y trozuelos de carne preparase alguna vez y haya exclamado al ver la
bullente entramadura por él cocinándose, ¡oh, vaya guisado que tendremos de
condumio!

Garantizar la retirada.

«Aldana», pienso.

El mulato Carlos Aldana. Es lo primero que pienso. Había algo que no


funcionaba en toda la historia, un chirrido en algún lado, un descenso brusco en el
reloj de la presión de aceite, y luego estabilización, y luego un ligero cabeceo de la
aguja, y luego, de nuevo, estabilización. Tenía que sondear la situación con Aldana.
Él debía saber. Pero yo tenía que hilar fino para no traicionar a Tony, más aún, para
que ni siquiera pareciera que lo estaba traicionando. Pero era algo que yo creía saber
hacer, y hacerlo muy bien. Yo sabía nadar en esas aguas.

De cualquier modo, era la segunda o la tercera vez que en los predios de «la
máxima dirección» revolucionaria estaba a punto de producirse, ante mis ojos, una
especie de aquelarre con el tráfico de drogas. Un guiso. Hablemos despacio. Eran
cosas de las cuales nunca tuve que enterarme y nunca nadie estuvo autorizado a
decirme. Pero escapa a todo control que una madrugada Raúl Castro se pase de
tragos en mi casa y hable. Hable muchísimo.

Una madrugada. Y diez madrugadas también.

Bueno, y que yo me sienta orgulloso de la situación que comienza a convertirse


en una costumbre del Segundo Secretario del Partido y Ministro de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias, y que es motivo de orgullo por una secuencia de razones.
Tres razones por lo menos. La primera es que Raúl Castro se encuentre en mi casa,
despachándose a sus anchas, como un primo cercano. La segunda es que esté
bebiendo a reventar —la cantidad de tragos en la que suele exceder la norma es
media docena de botellas de Royal Salute por madrugada de «combate etílico»
servidas con prestancia a la menor señal de sus cejas por uno de sus ayudantes, que
extraen botellas tras botellas del pesado maletero del Mercedes blindado, parqueado
en los bajos del edificio, y también extraen de ahí los vasos y el hielo, y para los
intermedios, la cafetera, el azúcar y el café. Y la tercera, que yo sea el depositario de
la confianza total de este icono inamovible del poder revolucionario en Cuba. Tanto,
que me está ofreciendo el reporte de algo que al principio yo entiendo como la
acción respetable y adecuada y justiciera de las autoridades cubanas al incautar
cuanto cargamento de cocaína o marihuana pase frente a sus costas y que
rápidamente comienzo a entender que es más bien un derecho de peaje lo que se está
cobrando, y que es una especie de norma lo que se ha establecido en la corriente del
Golfo y que los cubanos hacen cumplir puntualmente con su agresiva y eficaz
vigilancia de su enjambre de patrulleras rápidas Grifin provistas por la Unión
Soviética con el loable propósito de proteger la integridad territorial de la nación
cubana, y debo seguir en el proceso de entender aún muchas más cosas, y no sólo es
un derecho de peaje sino que hay compromisos con algunos amigos colombianos
para evitar que otros colombianos hagan una feliz travesía dentro de los límites de
las aguas territoriales cubanas que suelen ser ampliadas o estrechadas de acuerdo
con los intereses operativos.

«Fidel», dice Raúl, «Fidel dice que éste es un asunto que debe hacerse con
mucho cuidado, y con tacto».

«Fidel dice que, en definitiva, todas las guerras coloniales en Asia se hicieron
con el opio. Entonces nada más justo que los pueblos devolvamos la acción, como
venganza histórica.»

Raúl miraba con obstinación la jarra metálica en la que los trozos de hielo
flotaban a duras penas sobre la superficie dorada de una ración servida con
generosidad, hasta los dos tercios de la cacharra de campaña, del Royal Salute que
estábamos sometiendo a castigo esa madrugada. Raúl bebía su poción en el viejo
jarro del Segundo Frente Oriental «Frank País». Yo, en un vaso barrigón de cristal.
Había una dignidad sin embargo, algo que era respetable y para degustar con
lentitud, y era este revolucionario, el número Dos absoluto de la nomenclatura
dirigente cubana, que nunca podías acabar de llamar un alcohólico crónico —¡y más
te valía que ni siquiera lo pensaras!—, que se desprendía a llorar en abundancia a la
más ligera presión de un recuerdo o de algo que considerara una incomprensión, y al
que no podías acabar de llamar un asesino frío y despiadado —que lo era—,
mientras sostuviera el abollado jarrito de aluminio en el que había bebido casi 30
años antes el agua de los arroyos cristalinos de las serranías orientales donde él por
orden de su hermano y Comandante en Jefe, Fidel, había establecido —y liderado
con todo éxito— un principado guerrillero llamado Segundo Frente Oriental «Frank
País» y porque el hecho que mayor abundancia de lágrimas le convocaba era
cualquier referencia a la mortalidad cualquier día de un futuro indescifrable de ese
mismo hermano suyo y Comandante en Jefe, aunque éste era un potencial de tristeza
rápidamente aplacado por la descripción que gustaba hacer de la parcela que había
reservado para sí mismo en el cementerio de los guerrilleros del Segundo Frente,
donde allí descansaría como «un simple soldadito», y empinaba el jarro y se
saciaba, y por un rato sus negros ojos de párpados rajados brillaban como las pupilas
de los jaguares cuando son retratados a prima noche con rayos infrarrojos.

«Ah», suspira.

Yo asiento. Él debe saber que uno apoya de antemano cualquier


pronunciamiento.

«Ahí», dice Raúl, «ahí tenemos el equivalente a 1.000 millones de dólares en


cocaína pura almacenada en los laboratorios de CIMEQ. Fidel no quiere destruirla.
Yo quiero negociarla. Pero Fidel dice que no. Dice que debemos esperar. Porque dice
que no se puede emplear oficialmente y dice que nunca podemos estar vinculados a
ella. Por eso no se puede negociar. ¿Tú entiendes? Vamos a ver qué hacemos con
eso».

CIMEQ eran las siglas del Centro de Investigaciones Médico Quirúrgico, un


establecimiento hospitalario hecho para competir, por lo menos, con los Hermanos
Mayo, de Rochester, Minnesota, y que se hallaba bajo el padrinazgo del Ministerio
del Interior y cuyo principal proveedor de recursos (dinero, todo tipo de información
actualizada, medicamentos, equipos e instrumental), además de las habituales
«subestructuras» —llamadas así, subestructuras— de la DGI, era el coronel Antonio
de la Guardia a través del Departamento MC, siempre mercancía norteamericana
sacada como contrabando de la Florida y mucha información de las dos enormes
antenas parabólicas del sistema de recepción de satélites instaladas en un patio de
MC, o de operaciones de rastreo y espionaje telefónico sobre los bancos de datos
norteamericanos.

«Vamos a ver», dice Raúl, con tono resignado, quizá aburrido ante los
dictámenes conservadores del hermano —voz e ideas yéndose en fade.
Mira hacia el interior de su cacharrita de campaña.

«Lorenzo.»

Está llamando al ayudante, que permanece fuera de mi estudio. Debe apurarse


con la botella.

«Ah», suspira Raúl.

El mayor de Servicios Médicos del MININT Antonio Pruna era el hombre que
se hallaba al frente del CIMEQ, un cirujano aún joven y de resuelta ejecutividad que
se ufanaba de contar entre sus pacientes al más célebre y buscado estafador del
mundo, Robert Vesco —a quien se podía ver con frecuencia en sus pulidos pasillos
de mármol seguido bajo la severa protección de un mastodonte cubano llamado
Junco— o el actor francés Alain Delon.

«Los checos», me dijo Antonio Pruna a principios de 1990 cuando todo este
relato en el que estamos enfrascados era todavía una historia caliente, por lo que me
lo dijo dando palmadas mientras caminábamos, la última vez, por uno de aquellos
pulimentados y solitarios y kilométricos y en penumbras pasillos de la clínica, tarde
en la noche. «Toda la droga la están negociando con los checos. Por ahí la están
sacando. Si a los yanquis se les ocurre nada más que hacer un sondeo en la escala de
uno de esos aviones del vuelo regular a Praga, la que se va a armar.»

Las palmadas eran para interferir la capacidad de cualquier micrófono sobre


cuya área estuviéramos nosotros ingresando sin advertirlo. Supuestamente se logra
el mismo efecto de distorsión que con los intermitentes sobre el audio que puedan
captar los micrófonos dentro de los automóviles.

Para entonces, estábamos en los prolegómenos de una fuga en balsa. Pruna


estaría comisionado para las vituallas ligeras: comidas y medicina. Yo, la Zodiac y
el motor.

«No se arma nada, Tony Pruna», decía yo. «No se arma nada.»

Esa inexcusable tendencia mía a considerar que todo se halla bajo control por
todo el mundo.

«Lo que sería bueno, Tony Pruna, es que un paquete de ésos se abriera en vuelo
y se esparciera hacia los conductos del aire acondicionado. Entonces sí que se arma,
Tony Pruna.»
Esa otra tendencia permanente mía a jugar bromas con casi todas las cosas que
puedan ocurrir o existir sobre la faz de la tierra y que muchos espíritus, digamos,
intolerantes, no aceptan.

No hubo balsa. Prima terminó sus días un poco después, cuando su hijo mayor,
un esquizofrénico de 20 años de edad, lo convirtió en uno de los blancos de un ritual
de puñaladas producido en su casa a medianoche y en el que también incluyó a la
mamá y a un hermanito adolescente, dos que lograron sobrevivir, y fue Fidel Castro
el que, después de mes y medio de agonía, determinó que lo desconectaran para que
Pruna muriera en paz, agregando siempre Fidel la orden de que la familia Pruna
siguiera recibiendo «el mismo tratamiento de dirigente que hasta ahora», es decir,
que les mantuvieran automóvil, chofer y salario intacto del difunto.

Tenemos la conversación con William Ortiz, le digo la situación que se nos


presenta esa tarde, que es la última vez que lo veo, y le digo que Tony va a salir de
MC y que es un cambio para mejorarlo y que sería conveniente que lo saludara y que
creo que por fin él, William Ortiz, va a sacudirse de Amadito Padrón y de toda esa
morralla de subalternos de Tony. Además, existe el plan secreto de Tony, que ya está
hablado, que es meternos en Angola y hacerlo con ciertos ajustes con los
sudafricanos, y que es el verdadero plan y que es un plan maestro, y que la jugada es
con Ochoa y con Patricio y con el coronel FAPLA (Fuerzas Armadas Populares de
Liberación de Angola) José María, que es el ayudante del presidente angolano José
Eduardo, y con el mismo José Eduardo Dos Santos, el Camarada Presidente de
Angola. Pero, claro, nada de esta parte es pertinente que sea aún del conocimiento de
William, a quien sólo le he dicho que Tony quiere darle otra oportunidad, otra de
hacerlo millonario, y que esa oportunidad se llama Luanda, Angola. El enorme
consorcio de importación de ropa y electrodomésticos que cubriría el África Austral,
ahora que es un hecho el final de la guerra en Angola y la independencia de Namibia
y el levantamiento del embargo internacional contra Sudáfirica. Queremos ser de los
primeros en abrir la tienda en la región, y no tenemos que dirigirnos al lugar: ya
estamos allí.

Entonces pregunto si tiene dinero, y él se sonríe con cierta tristeza y yo meto la


mano en una gaveta del archivo y le doy, míos, de mi propiedad, doblados a la
mitad, 1.800 dólares, en 18 billetes de a cien. ¿Quieres más? Y me dice que sí, pero
que se los dé en un par de semanas porque viene con sus hijos de vacaciones. Le digo
que se los lleve ahora y que cuánto quiere, 3.000, 5.000, y me dice que eso es
suficiente, 3.000 será suficiente. Pero yo le digo que coja 5.000 y me dice que está
bien pero que sea cuando él regrese y yo le digo que ahora, que se los lleve ahora, y
él se niega y dice, hasta que venga.

África. El último negocio concebido había sido el de África, y yo era el que


quería a William allí, en lo que había bautizado como Afrika Korps y que era la
división comercial en la que Tony estaba trabajando hacía rato y que yo me había
percatado que en realidad era una zona de refugio que él preparaba fuera del control
cubano para poder zafar cuando se hiciera necesario y que en esas andanzas se
involucraban Arnaldo y Patricio.

Tony me había preguntado hacia enero de 1989 si yo creía que William daría la
talla en Luanda. Lo que él quería, dijo, era hacerlo millonario y ésta era, advirtió, la
segunda vez que lo pretendía. Y yo lo había convencido de lo que él ya estaba
convencido, que William era el hombre indicado para la posición Luanda, puesto
que era ciudadano norteamericano con pasaporte y con un romanticismo incurable
que lo hacía leal a nosotros hasta la muerte, o por lo menos hasta un poco cerca de la
muerte, que era en última instancia todo lo que se requería para nuestro adélantado
en África. Y William había ido a Nueva York a liquidar unos negocios pequeños que
tenía en asociación con Havanatour —la empresa de viajes que era una pantalla de la
Inteligencia cubana— y cuyas magras utilidades le servían para pagar los impuestos,
y ahora estaba en La Habana por breves horas y parecía que eso —la división África
de los negocios de Antonio de la Guardia— estaba en el aire.

Llamamos a Tony. Yo en una extensión.

—¿Qué dice el Pelotero?

—Cómo usted está, coronel Tony.

—Oye, Pelotero. Ahora sí que te necesito. ¿Cuándo tú piensas regresar?

—Se lo estaba diciendo aquí al Norber, coronel Tony, que en un par de


semanitas aterrizo de nuevo.

—Entonces ven preparado para ejecutar.

—Cómo no. Con mucho gusto. Gracias, coronel. Muchas gracias.

—Oye, brother —intervengo yo— ¿tú vas a seguir en el gao? Para caerte
ahorita.

En acción el lumpen que todos los cubanos llevamos dentro. Gao.


Lengua carcelaria, de la más baja estofa, de barrio marginal. Aunque tiene
todas las características de una transliteración del house inglés. Gao.

—Aquí me mantengo. Stand by en el gao —dijo Tony.

Innecesario agregar una palabra más para dejar por sentado que quedábamos
citados en un rato —un par de horas era lo convencional— en su casa.

Tres teléfonos colgados en La Habana y unos 3 minutos de grabación nueva en


los casetes de cintas audiofónicas del K-T, el servicio de espionaje telefónico.

Regreso a mi amigo.

William Ortiz.

Tony le había dado todas las oportunidades, los chorros de plata, los yates para
que contrabandeara, y Amadito Padrón en su contra desde que comenzó a querer
tareas más riesgosas puesto que el comercio no le parecía una actitud digna de un
revolucionario y si Amadito no lo había sacado, era por mí, porque yo era una
especie de protector de aquel gigante con tan buena arrancada en la pelota
profesional pero que la pasión política por un universo ajeno e incomprensible
convirtió en un corsario al servicio de Cuba, transportando decodificadores de
televisión por cable y piezas de computadoras en una barcucha matriculada en Key
West, mientras suspiraba por un puesto destacado en la lucha de clases a nivel
internacional.

Y ahora estábamos en ese invento. Inventando el Afrika Korps.

Esto sigue pasando el 25 de mayo. Jueves.

Antes de que se retire, le digo a William que tenemos chequeo y que necesito
me lo verifique. Más bien, que me ayude a verificarlo. Que me llame y me diga si
hay cualquier mercancía en la tienda de dólares de su hotel. La cantidad de dólares
del precio será la misma de los carros que lo sigan.

Yo calculaba el 2 de marzo como la fecha del inicio del chequeo. Es el día de


mi cumpleaños y Patricio de la Guardia me había preparado una ruidosa reunión con
todos los viejos amigos y todo había sido filmado supuestamente en secreto desde un
van parqueado sin rubores frente a la casa de Patricio pero ésta había sido una
operación independiente de contramedida de la Seguridad porque en realidad el
operativo que habría de conducirnos al abismo o al cadalso comenzó el 15 de marzo
por una orden que nosotros durante un tiempo pensamos que procedía directamente
del Comandante en Jefe Fidel Castro. Ese día en las oficinas del Departamento Uno
de la Dirección General de Contrainteligencia, conocido como «el Cháteau», por el
edificio del antiguo hotel donde se hallaban sus oficinas, habían sido cursadas las
disposiciones y a partir de ahí habíamos aparecido en las computadoras de
Inmigración y Extranjería. No podíamos salir del país, ni Tony, ni Amadito, ni
Arnaldo, ni yo.

Al final William llamó y dijo que no había nada, la tienda estaba vacía. Yo
nunca sabré si me estaba diciendo la verdad.

Entonces, Amadito.

Se presenta en mi casa. Amado Padrón Trujillo.

—Dime, tonton macute —digo.

Amado levanta las cejas en señal de preocupación. Luego, en gesto típico, se


ajusta la abotonadura de su camisa blanca de mangas cortas, para que parezca más
holgada frente al estómago, un estómago que en su caso ya es prominente, y dice:

—Oye, tonton macute. Oye bien esto. Tenemos tremendo gardeo a presión.

Los tontons-macoutes eran la facinerosa pero brutal guardia pretoriana del


extinto Papa Doc, de Haití. Se guardaba una gran distancia y nos diferenciábamos —
entre otras cosas— porque no practicábamos el vudú y porque todos teníamos grado
universitario. La concepción tonton macutiana era uno de nuestros juegos. Ser tonton
macute. Nos divertíamos. Desde el empacho de nuestros espléndidos uniformes de
poliéster verde olivo, esta tropa de blancos bien alimentados y en la que eran blancos
nacarados hasta sus numerosos mulatos y negros, con el poderoso armamento
individual de Brownies High Power canadienses de estreno y las Escorpiones
automáticas de procedencia checoslovaca y las botas Corcoram, resultaba divertida
la comparación con una turba de famélicos asesinos haitianos que dos siglos después
aún parecen purgar las culpas ante los ojos del mundo occidental por todos los
colonos galos que tuvieron a bien decapitar y previamente castraron y sus mujeres e
hijas que puntualmente violaron y por todo el ron de caña que se bebieron cuando
decidieron abandonar la esclavitud y sublevarse ante el asombro e incomprensión
incluso de sus congéneres libres fraternos e iguales que hacían la otra revolución en
París.

También era una época que el pueblo vecino estaba de moda entre nosotros.
Había ocurrido que el oceanólogo francés Jacques Yves Cousteau se presentó en la
bahía habanera a bordo del buque de exploración científica Calipso y trajo consigo
su último documental sobre Haití, una pieza de cinematografía en verdad
sobrecogedora sobre el hambre de una nación y de mares vacíos y tierras deslavadas
y erosionadas hasta la roca e improductivas para siempre. Fidel estaba impresionado
con esa visión obtenida a través del casete entregado en sus propias manos por el
hombre que inventó la actividad subacuática y la impresión se había trasladado de
manera automática, o digamos natural, a los primeros escalones de su
nomenclatura.5

—Oye, ¿qué coño es esto, tú? Pero... ¿y este gardeo?

Amadito Padrón se manifestaba en una extraña forma de alteración, contenida


quizá porque su conducta se veía acompañada también por un estado depresivo.

—Sí, señor. Nos tienen cercados —dije.

—Pero... ¿qué es esto, tú? ¿Por qué es esto?

CAPÍTULO 5
HISTORIA DE LOS «O»

Amado Padrón se presentaba para tratar tres asuntos, los tres de su propia
cosecha. El primero en relación con la realidad que comenzaba a circundarnos y su
proposición de que yo viera a Gabriel García Márquez para solicitarle algún tipo de
ayuda, puesto que Amadito veía con reservas el futuro inmediato. Por supuesto, le
dije que sí. Y, por supuesto, me dispuse a no tratarle nunca el tema al colombiano.
Amado sencillamente estaba muy alterado, nada que ver con la sedición o con un
movimiento armado para deponer a Fidel Castro, pero estaba alterado, y de la
manera más rápida que la Seguridad se iba a enterar de la solicitud de protección a
García Márquez, o que estuviera listo para armar un escándalo internacional en caso
de cualquier eventualidad, era que yo hablara con él. Toda la casa de protocolo
número 6, que había sido designada a perpetuidad a García Márquez, estaba
sembrada de técnica —los dichosos micrófonos—, y García Márquez lo sabía. Me lo
comentó, en ocasiones.

—Está buena esa idea, Amadillo —dije—. Déjame ver cómo me empato con
Gabo. Déjame ver cómo se lo digo.

Además, conmigo no se podía contar para hacer algo en MC a espaldas de


Tony, era un principio, y también estaba esa historia que Amadito no conocía pero
que Tony y yo sí dominábamos, entre los pocos en el mundo, y por la cual resultaba
del todo imposible el approach a García Márquez y era la historia que explicaba por
qué el célebre escritor se hallaba sometido al control de su también célebre amigo
Fidel Castro y era el expediente mediante el cual se le chantajeaba y era la historia
que Abrantes le había exigido a Tony que no se divulgara y que a su vez Tony me
había exigido a mí lo mismo.

—Oye, tonton macute, ¿tú estás haciendo ejercicio?

—Un poco, Norbertus, un poco —me responde Amado Padrón.

Aunque con lentitud, está cada vez más gordo y con carnes más blandas.

Está sudando copiosamente, aún en mi oficina refrigerada.

—Oye, porque se te ve más delgado, te estás afinando —le digo.

Éste es el material que dentro de 49 días va a ser fácil abatir para los seis
proyectiles de AK-47 con que lo van a servir, y después del estruendo de la descarga
y antes de que se apague ese estruendo se va a escuchar como palmadas sobre lona
tendida, el golpe de los proyectiles al hallar el pecho abombado de Amadito, y
Amado Padrón Trujillo, literalmente, se va a derrumbar como un saco de 100 libras
de azúcar que pierde el centro de gravedad, una caída de majestuosidad inhibida
debido al aflojamiento del volumen y con esta misma camisa blanca ennegrecida
repentinamente por un manto de sangre y botando humo.

Ahora suda. Se ajusta, en gesto típico, la abotonadura de la camisa sobre su


abdomen.

—Oye, Norbertus, dime una cosa. Yo quiero saber si Eusebio es un caso tuyo.

—¿El cura? ¿Eusebio Fernández?

—Sí, señor.

—¿Tú quieres saber si es un caso mío, como el Pelotero?

—Sí. Como el Pelotero.

—No —digo yo.


—¿Entonces me lo puedo echar?

Ah, guerra de Amadito contra Eusebio.

—Hazlo polvo —digo.

Era evidente que el personaje tenía sus días contados como oficial de MC. Se
le había asignado el nombre de guerra en consecuencia por su pasado de seminarista.
Yo lo había conocido en París en 1987. Él trabajaba allí en un negocio de
contratación de músicos cubanos para que actuaran por cantidades irrisorias en los
cafetuchos parisienses —una de las corporaciones del mayor del MININT Max
Marambio, de origen chileno, al que solíamos llamar por el sobrenombre
«Guatón»— aunque Eusebio siempre procurando establecer vínculos con la Iglesia.
Pero a finales del mismo año, tuvo que recoger los matules con toda premura y
regresar a La Habana. Eusebio decía que lo había «echado pa’lante» —denunciado
como oficial operativo de la DGI— el mayor Florentino Azpillaga, «el tránsfuga»,
que había desertado desde Praga y puesto rumbo a los Estados Unidos, y que por
motivo de la tal denuncia de Florentino Azpillaga, la CIA lo había querido liquidar
en París y lo habían tirado delante de un automóvil para que lo aplastara el tráfico de
los Campos Elíseos, y que, alegaba, había estado trabajando de lo mejor con Guatón
que lo había rescatado para el trabajo de Inteligencia contra la Iglesia, puesto que era
el tipo indicado porque tenía aquel pasado, de cuando fue el último seminarista de
Cuba después que la Iglesia entró en guerra con Fidel y estaba en el seminario de
Camagüey, una ciudad al este de la isla, y era el único y último seminarista hacia
1963, cuando fue llamado por los superiores, que le explicaron brevemente que el
seminario acababa de cerrar sus puertas, razón por la cual ya él no era seminarista, y
que le entregaban una moneda de 20 centavos para que pudiera traspasar con algún
recurso económico los portones coloniales del seminario, y que al ser traspasados lo
conducirían a la vida de ciudadano común, en Dios pero común, y que no había
hábitos para Eusebio, olvídese de eso, hijo mío.

Entonces le preguntó al primer individuo que se encontró en una parada de


ómnibus que si con aquella moneda, 20 centavos, podía ir a algún lado, por lo que
recibió la brutal respuesta ciudadana de váyase usted a joder a casa del carajo.

Luego decía, orgulloso, que Seguridad del Estado era quien único se había
ocupado de él, por lo que se había puesto a su servicio, y entre otras tareas se
proponía hacer una imprenta para los curas, es decir, poner bajo control de la
Seguridad a través suyo la imprenta de la Iglesia Católica en Cuba, pero también
había fracasado en el empeño, porque Eusebio consideró que no había recibido la
comprensión necesaria del máximo dirigente del Partido para la atención a la esfera
religiosa, Luis Felipe Carneado, un habilidoso policía procedente de la vieja guardia
comunista que antes había ocupado la jefatura de la Agencia de Noticias Prensa
Latina y que era considerado a todos los niveles de la dirección cubana como un
genio en el tratamiento de los asuntos religiosos y que gozaba de igual prestigio ante
las autoridades eclesiásticas pero que, era evidente, no pasaba a Eusebio y no estaba
dispuesto a gastar en él las monedas designadas por el Partido para los asuntos
bilaterales con la Nunciatura.

Entonces yo lo había conocido en París mientras cumplía un contrato para


Guatón, el que luego me había dicho que se habían prescindido de los servicios de
Eusebio, lo cual no era exactamente la historia de contraespionaje anterior y de
empujones de la CIA para ser aplastado por el voluminoso tráfico a la sombra del
Arco del Triunfo y que me había contado el propio Eusebio pero que de todas
maneras sirvió como argumento de base para que yo se lo dijera a Tony, ya que Tony
estaba enemistado con Guatón, y entre ellos dos, Tony y Guatón, les encantaba la
competencia y robarse oficiales y hacerse bastante daño pero un Guatón al que antes
yo le había preguntado si no tenía inconvenientes respecto al caso Eusebio, de que se
lo diera a Tony, y me había dicho que ninguno (por lo cual no me fue difícil intuir
entonces que Eusebio era una criatura problemática, bastaba con mirar la sonrisa y el
beneplácito con que Guatón lo dejaba partir, como si soltara un cáncer) y entonces
Eusebio, nombre de guerra «El Cura», no había requerido de mucho tiempo de
embrollos y de malos entendidos para ser un oficial caído en desgracia con Amado
Padrón, que era lo último que podía pasar en MC, una guerra con Amadito. Con el
único que le había fracasado una ofensiva, era conmigo. Y ya eso estaba en el
pasado. Estaba enterrado. Pero al que siempre le había agradecido que me
introdujera en los artificios y conocimiento de «I Want To Know What Love Is» de
Foreigner y que ahora me pregunta si Eusebio era mío y yo le digo:

—Hazlo polvo.

—No es tuyo.

—¿Como el Pelotero?

—Como el Pelotero.

—No.

Increíble que Amadito estuviera en eso. El mundo se derrumbaba alrededor y


él aún con ánimos para las guerras internas de «MC».
La tercera cosa fue que tenía un maletín que contenía tres Rolex de platino y
dos de oro macizo y un Omega también de oro y unos 30.000 dólares en efectivo y
otros 20.000 pesos cubanos. Quería saber si yo se lo podía guardar.

Hecho. No hay problema.

El maletín y el caso Eusebio.

Pasamos al asunto del chequeo, una conversación sobre el tema.

Se convirtió en una obsesión, en una presencia permanente aunque no siempre


divisible, o visible, a 70 metros de la espalda de uno, del maletero de tu carro, los
«kajoteros», como se llamaba a la gente del K-J, con todos sus disfraces, sus chapas
cambiables automáticamente desde la cabina del Lada, los pequeños artilugios que
sustituían sobre la marcha para disfrazar la presencia del Lada en el lapso de una
sola jornada de persecución, antenas, limpiaparabrisas, neblineros, ya que todos los
Ladas son iguales, y los yesos de brazos entablillados, las pelucas, espejuelos,
bigotes con el que se investían los kajoteros, siempre sobre la marcha, sostenida,
simétrica, incansable, detrás de ti. Pero uno sabía que estaban ahí. Aunque la calle
estuviera vacía, aunque uno no los detectara en régimen visual, uno sabía que
estaban ahí, y es algo que te queda para siempre, como una cicatriz. Es un
tratamiento intravenoso, te nutre el cuerpo, y no importa que 10 o 15 años después
estés en una ciudad extranjera, porque dondequiera que un carro se te repita por el
retrovisor, ya tú sabes cuál es la situación.

—A dondequiera que voy, ahí los tengo —dijo Amado.

—¿Tú estás seguro? ¿Seguro que son ellos?

—Son ellos —dijo Amado.

—¿Ya le hiciste la prueba del indicador?

La prueba del indicador era de mi invención. Yo le ponía el indicador a la


izquierda y giraba en esa dirección, acercándome a la izquierda, y los veía saltar
detrás de mí, ocultos tras los carros que pudieran dejar de por medio, y ya venían
repitiendo mi maniobra con el indicador puesto a la izquierda, y ahí mismo yo
giraba a la derecha y entonces ahí los embarcaba y ellos doblaban detrás de mí pero
con el indicador todavía puesto a la izquierda, casi siempre les fallaba eso, porque
yo era el que tenía la iniciativa. Tú siempre, cuando tienes chequeo, eres el que
tienes la iniciativa de los movimientos inesperados, para joder, para quemarlos y
ellos se desesperan mucho, porque ellos confunden una cosa con la otra, porque ellos
siempre a la larga te dicen que los profesionales, cuando descubren el chequeo, se
pasan con ficha para no evidenciar al propio chequeo que uno los ha descubierto y
poder mantener el papel de inocencia, pero como se trata en este caso de los
políticos, siempre los políticos se fajan contra el chequeo, porque es una forma,
quizá inicial, de rebelión, y entonces estos servicios omnipotentes y omnipresentes
creados precisamente sobre la base ideológica que son para luchar contra un
enemigo imperialista, etc., se quiebran cuando demuestran su verdadera naturaleza,
que es ponerse a perseguir a los ciudadanos de su propio país y lo que más ofende, a
los revolucionarios.

CAPÍTULO 6
LOS UNO

Los viejos búfalos (como nosotros) saben (o deben saber) que el clima habla,
que el clima anuncia. Razonable cuestión de orgullo hubiese sido descubrir las
señales del tiempo, pues para algo se acumula esa cantidad de experiencia paciendo
y bufando en la pradera, y debió servir —al menos— para que nos diéramos cuenta
de los peligros que acechaban. Es esencial en el código de supervivencia. Otear el
horizonte. Creer en los presagios, confiar en ellos. El sofoco y la opresión
acompañantes de las condiciones meteorológicas que se cernieron sobre territorio
cubano en vísperas del verano de 1989, justificarían el aserto. El clima habla.
Demasiado sopor, demasiada opresión. Para entonces, toda la suerte del grupo está
sellada. Se han tomado las previsiones sobre cada uno de nosotros y, para empezar,
chequeo.

Es lo que estoy pensando después que William Ortiz se va, y le sigo dando
vueltas a la cosa en la cabeza hasta que llega Amadito, y mantuve esa letanía
mientras conducía rumbo a casa de Tony. «Vesco», me va a decir él dentro de poco.
No presentimos lo que nos pueda ocurrir, pues estamos sacando a flote toda la
historia posible, y esto es un síntoma. Creemos que la historia es un talismán y
estamos equivocados, que la historia personal nos respalda y es un error fatal, y yo
se lo digo a Tony.

—Oye, para lo único que sirve todo esto es para que nos hayan conocido.

—Vesco, Norber —dice Tony, y luego dice:

—Y Musculito, tú.

Es una de las operaciones más sensibles.


Musculito era el seudónimo de Eugenio Rolando Martínez, uno de los cinco
plomeros de Watergate y un nombre legendario de la CIA en las infiltraciones
marítimas en Cuba de los sesenta y que había cautivado a Bill Moyers en 1976 para
la escena final de su documental The CIA’s Secret Army , que era el mejor producto
que se podía servir a Carter para decapitar a la CIA y acabar de liquidar el apoyo a
los cubanos de Miami. Musculito —aseguraba Tony— era en verdad un agente
cubano, y Tony me lo había confesado con gran misterio, y Musculito había estado
preguntando por Tony en Miami, porque Tony había sido el artífice de un traslado
clandestino de Musculito a La Habana desde Jamaica después que éste cumpliera la
condena por Watergate, puesto que Fidel lo quería ver. La operación había sido una
de las más audaces y Abrantes había recibido a Musculito y lo había llevado ante la
presencia del Comandante.

—Ésas son mentiras tuyas, Tony.

—Bueno. Tú sabes. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

—¿Un hombre nuestro en Watergate?

—En Watergate. En la CIA. Y en la Casa Blanca.

—¿Tú sabes lo que eso significa, Tony?

—Significa que estamos influyendo en política exterior.

—No, Tony. Significa que estamos hundidos hasta aquí en una conspiración.
Hasta aquí —insistí con la palma de mi mano derecha, plana y horizontal como un
cuchillo, a ras del cuello—. Y que Fidel va a ser eterno. No titubea. ¿Y si lo hizo
para que cogieran mansita a esa gente allá adentro?

—Yo lo exfiltré en balsa de una playa de Jamaica. José Luis y El Lingo


esperaban en uno de los yates de Fidel, «El Pájaro Azul», y Abrantes lo esperaba en
el muelle de Tropas Especiales, 6 donde lo recogió para llevárselo directo al
Comandante.

José Luis era el coronel José Luis Padrón, uno de los mejores amigos de Tony.
Estuvo al frente de las relaciones con los Estados Unidos desde la época de Jimmy
Carter, hasta principio de los ochenta. Lingo —condensación veloz (aunque sin
perder su pesadez) de Lingote— era el seudónimo del coronel Carlos Blanco Sales,
reputado en el apagado susurro de los salones de la Seguridad cubana como el oficial
con más trampas puestas a la CIA que la CIA hubiera caído en ellas.
No puede pasarnos nada, Norber, decía Tony.

Pero nadie parece darse cuenta aunque seamos esas criaturas. Nadie percibe
que el sol se apaga. Puede decirse (y nunca van a perder la apuesta) que somos los
mejores en el negocio de cambiar la correlación de fuerzas, el mejor grupo, y que no
tenemos competencia en el área de las misiones especiales y que es muy difícil
localizar en toda la historia de la Revolución Cubana otro grupo de tarea con la
experiencia del nuestro, que es, en el conjunto de las cosas, lo que nos permite
reconocernos a nosotros mismos como búfalos viejos, viejos y sabichosos, muy
taimados, que tal parece que sólo nos preocupa tener el hocico aplastado contra la
tierra, como ventosas, absorbiendo nuestras hierbillas, cuando en verdad en lo que
estamos es a la espera del menor ruido, movimiento furtivo o centelleo metálico en
el horizonte, para armar la estampida.

Tenga en cuenta los scores.

Dos de nosotros clasificamos entre la flor y la nata de los servicios especiales a


escala mundial, los hombres que hicimos posible que los propios Estados Unidos y
el MOSSAD israelí consideraran a la Inteligencia cubana como una organización de
respeto y verdaderamente profesional y que contribuimos decisivamente a superar la
paradoja del país pobre con política exterior de superpotencia basándonos en la
simple ecuación de tener a Fidel Castro gobernando y nosotros con luz verde para
meter de contrabando hombres en cualquier lugar del planeta donde se pudiera armar
o ya existiera un conflicto.

Un expediente acumulativo del conjunto de nuestras misiones cumplidas habla


de asesinatos, guerrillas en Venezuela, Nicaragua, Colombia, Santo Domingo,
Bolivia y El Salvador, el tutelaje cubano de Robert Vesco, establecimiento de
santuarios y centros secretos de entrenamiento internacionales para movimientos
guerrilleros, planes de voladura del canal de Panamá (planes aún vigentes, cuidado)
y voladura (efectuada) del Puente de Oro en El Salvador, sabotajes a puertos y
refinerías centroamericanas (Ilopango), guerras regulares y campañas de
contrainsurgencia en Angola (que incluyó el traslado más grande de un contingente
militar desde América hasta Africa en toda la historia, justa venganza, y
probablemente el mayor desplazamiento trasatlántico de tropas de la guerra fría,
comparable por números a Vietnam y Afganistán, con la salvedad de que salimos
invictos) y Nicaragua, traslado de unos mil millones de dólares de Beirut a La
Habana (que es la mayor fortuna nunca antes trasladada sobre el Atlántico como
tesoros físicos a no ser en dirección contraria por la Flota de Indias), exfíltración e
infiltración de importantes agentes de la CIA (entre jamaica o la Florida hacia o
desde La Habana, caso Musculito hasta donde uno sepa), lavados de cientos de
millones de dólares producidos por acciones de secuestros, reuniones y
negociaciones a nivel de la ONU, pactos con el Ejército Sudafricano, actuación de
combate en Vietnam, asaltos a embajadas, fusilamientos, batallas victoriosas en el
desierto de Ogadén, tráfico de armas, quiebra del equilibrio en el Chile de Salvador
Allende, intentos de controlar las rutas del narcotráfico, contactos con el zar de las
drogas, Pablo Escobar, y con el más peligroso terrorista del mundo, el venezolano
Carlos, entrenamientos del argentino Gomarán y del dominicano Caamaño,
enterramientos de armas en el Caribe, planes de contingencia que comprendían
hacerles la guerra a todos los objetivos políticos y militares norteamericanos en
Europa, América Latina, los Estados Unidos, planes de rendez-vous (encuentros en
alta mar), desembarcos de guerrillas, infiltraciones marítimas y aéreas, lanzamientos
aéreos de armamentos, el planeamiento exquisito, hasta sus últimos detalles, del
secuestro de Fulgencio Batista, el antiguo dictador cubano residente en Portugal,
trasiego de dinero, armas, mercancías y tecnología entre los Estados Unidos y Cuba.
En fin. El borde delantero de la Revolución Cubana. El expediente invencible. Ser
Dios.

No, no es fácil romper esos récords. Pero en el que uno de nuestros admirados
—pese a todas las diferencias de orden ideológico— rangers no dudaría en llamar
our troop finest hour, y nosotros en el despreciable castellano de ataduras culinarias
que nos ha sido legado la hora del cuajo, no tuvimos la capacidad de ver. Ninguno.
No nos hagan caso si alguno quiere demostrar lo contrario. Había que explicar —con
palabras de Tony y ciertos aportes míos— que erigimos una montaña de senos y de
nalgas y hundidos en los húmedos charquillos de fluidos vaginales particulares que
nos embriagaba, ninguno tuvo el tino de percibir un olor cercano, el de la pólvora.

El coronel Antonio de la Guardia cultiva orquídeas mientras están decidiendo


su suerte en palacio. Es el más imaginativo de todos nosotros, y el de mayor
preparación física e intelectual. El mejor. Pero él insiste en podar gajos y en estudiar
el incremento de oscuridad y humedad del único orquideario de propiedad privada
del país» que es ése suyo. Allí adentro, tijera en mano, deja vagar su mente y se
complace escuchando en forma continua un rosario de canciones del extinguido
cuarteto norteamericano de rock The Mamas and The Papas procedente de su
pequeño pero costoso reproductor de casetes. No hay forma de que tome conciencia
de que su cabeza está adquiriendo cada vez un precio más barato.

El general de brigada Patricio de la Guardia retozará en breve —está a punto de


regresar de Angola— con María Isabel Ferrer, su nueva esposa, sobre una cama de
aromáticas maderas de las selvas de Mayombe, aunque quizá sea entonces el único
que se percate de que algo raro ocurre al otro lado de la ventana de la casa contigua
con ese aparato de aire acondicionado que permanece encendido sin reposo en una
zona residencial del oeste habanero —Miramar—, habitualmente apacible, poblada
por profesionales y funcionarios gubernamentales de cierto nivel que suelen
observar con celo las normas de uso restringido de fluido eléctrico (se trata de
favorecer la campaña de ahorro de combustible promulgada por las máximas
instancias revolucionarias). Patricio de la Guardia es, en definitiva, el que nos ha
endilgado la categoría búfalo (nos ha bautizado a todos), y es en verdad uno de ellos,
un viejo búfalo —aunque muy bien acompañado de mozuela de carnes duras—, y
sabichoso, porque no acaba de aceptar la idea de ese aparato BK 1500 que los
vecinos nunca apagan. Demasiado el silencio tras esas persianas entornadas, piensa.
Demasiado tiempo esa máquina trabajando sin reposo.

El general de división Arnaldo Ochoa tampoco acepta, de inicio, las evidencias


de una persecución implacable. Se mantiene en el (para él) noble ejercicio de
llevarse a la cama, de dos en dos casi siempre, a todas las mujeres de La Habana que
tan fácilmente se le rinden, y saltar con prestancia de cualquier lecho en que se
encuentre hacia su puesto de mando en el Ejército Occidental donde se empeña
ahora en dos objetivos fundamentales, el de mantener la vitalidad de los cientos de
blindados que le están regresando —victoriosos, por cierto—, de la guerra que acaba
de librar en Angola, y que debe dislocar en las áreas de su reserva, y el plan de ceba
masiva acelerada de puercos y ganado vacuno con el que piensa elevar drásticamente
el consumo de proteína de su aguerrida tropa.

El intelectual del grupo que —por supuesto— soy yo, Norberto Fuentes, pero
que no soy manso tampoco, con dos condecoraciones militares ganadas en combate,
se dedica a concebir una colección de obras literarias que lo llevarán sin duda hasta
el Nobel (es lo que piensa, seriamente) y no sabe aún si debe rechazarlo (para seguir
la rima de Sartre) o aceptarlo, y se está preguntando cómo lograr el suministro de los
equipamientos electrodomésticos que cada vez se requieren con mayor entusiasmo
en la casa de su mujer y de sus dos amantes. Pero es el único alertado sobre la
persecución, así que puede aceptar a regañadientes el calificativo de paranoico. En
realidad, puede ser que ellos tengan razón. Que sean innecesarias las precauciones.
El resumen probable de la situación es que la alarma procede sólo de la mentalidad
fantasiosa del intelectual del grupo. Estábamos diciendo que la situación se hallaba
bajo control, y estuvimos diciendo eso mientras Arnaldo Ochoa se limitaba a
mirarnos con su aire de superioridad y, a ratos, evidente desprecio, hasta que
Alcibíades se apareció con el extraño recado.

Jueves, mayo 25.


05:15 PM.

La pérgola de las conspiraciones.

—Vesco —, dice Tony—, Robert Vesco.

Y luego dice:

—¿Y Musculito, tú?

Un personaje. Un peje gordo.

—El día que la historia del mundo cambió —le digo.

—Sí, señor —dice Tony.

—El día en que el pasado cambiará —digo.

—Sí, señor —dice Tony.

Es nuestro viejo código de referencia para el caso.

Operación Caribe. Tony y Musculito y Abrantes y Fidel y Nixon y Watergate


involucrados. Uh, mucho.

—No puede pasarnos nada, Norber —dice Tony.

De nuevo va a caer la tarde. Pronto el ocaso. De nuevo, Tony y yo.

Aún con los perros retozando afuera, Tony no se siente cómodo en la pérgola y
quiere ir afuera para tener control de lo que pasa, dominar afuera, desde el jardín
exterior, el paisaje. La vieja lección, ley primigenia de las escuelas de inteligencia:
ten siempre el dominio de la puerta, de los accesos, de las entradas. Hago una
última, ligera referencia a Ochoa y me reservo la conversación que había sostenido
con él, apenas dos horas atrás. Yo no acabo de comprender que Tony le está
haciendo resistencia al cumplido con el mulato. Y como no lo comprendo, no me
percato de lo más sencillo del mundo y es que Tony está respondiendo a órdenes
estrictas. Y esas órdenes estrictas no pueden emanar de otra instancia que no sea
José Abrantes Fernández. Es la única persona que puede competir conmigo a nivel
emocional y político ante Antonio de la Guardia. Amado Padrón no cuenta para eso,
por el bajo nivel social del que procede, y pese a ser blanco y gordo, incluso buen
tipo de hombre blanco, lo tratamos con el cierto desdén racista que suele recibir en
la Revolución Cubana todo aquel que venga de las posiciones más bajas, los
plebeyos del comunismo.

Rocky, el pastor color amarillo y negro, el viejito, marcha delante. Gringo lo


sigue.

—Gringo —dice Tony.

Gringo ha tenido la experiencia acuática puesto que no tiene ni ocho semanas


cuando en Key Largo le hacen abordar una lancha. William Ortiz esperó las 7
semanas para destetarlo, y en el camino Gringo conoció mal tiempo y los efectos de
la navegación en la corriente del Golfo a bordo de un buque desvencijado, y desde
que arriban a la Marina Hemingway, eran los únicos de su clase en Cuba y no podían
haber dado con mejor amo para que los alimentara y entendiera, un tipo en su género
que respondía a las mismas características de fortaleza sin musculaturas
exhibicionistas, resistente, ágil, frugal, y leales en su justo sentido, tampoco sin
exageraciones. Era una hermosa naturaleza viva la de Tony con sus jeans recortados
y su pullover de ejercicios y sus sandalias ortopédicas, o sus favoritas, las sandalias
Ho Chi Minh de mete-dedos pero de fabricación yanqui gracias a las factorías del
Dr. School; Tony avanzando en aquel jardín bajo el sol de la tarde luego de una
sesión de ejercicios con sus orquídeas y acompañado de aquellas dos bestias en su
silenciosa escolta y luego los paños y las orquídeas, y Tony convirtiéndoseme, de
repente, en un personaje de Nabokov y no de Forsyth.

Entramos en la parte mafiosa del diálogo, Tony me saca lo de Vesco, luego lo


de Musculito.

Yo creo saber lo que está pasando. Dónde comenzó a dibujarse la sombra de


las preocupaciones. Tony viene teniendo tropiezos desde que elude ajusticiar a
Rafael del Pino, que era el general de aviación que desertó a Key West en 1987 y
después se había mofado de lo que llamaba «toda aquella trova de Varadero del año
87» cuando Raúl Castro dictaba listas interminables de enemigos de la Revolución
que debían ser ajusticiados en el exterior y Raúl llamando a Carlos Aldana
preguntándole si no faltaba nadie en la lista y yo yendo con el mayor Carlos Cadelo
de un lado para otro de Varadero después de la publicación de dos de mis libros —
fue un año de alta productividad literaria del compañero Fuentes y Fidel repartiendo
uno de ellos porque estaba muy contento con su contenido porque había el relato de
un alzado contrarrevolucionario llamado Tondike que resistía un asedio de 11 días
de las tropas revolucionarias dentro de un cañaveral incendiado y aunque era un
contrarrevolucionario y «un negro asesino» (sic) desarrollaba una técnica de
resistencia al fuego dentro de un cañaveral consistente en hundirse en la tierra como
una serpiente y aguantar, y Fidel creía que los mandos militares de lucha irregular
debían entrar en conocimiento de mi crónica, que ésa era una de las razones que me
llevaba al recorrido porque Fidel me había pedido que le dedicara ese libro a una
porción de dirigentes, pero la razón de mayor ánimo que me llevaba de una
residencia veraniega de la cúpula dirigente a otra en aquel verano, sangriento al
menos en sus pronósticos, era acompañar al mayor Cadelo, que había sido el
verdadero artífice de la guerra en Angola motivo por el cual y producto seguramente
de las tensiones inherentes a tan difícil misión había contraído la lamentable
enfermedad de la impotencia transitoria y luego había desarrollado una porosidad
inusitada en el glande la cual lo obligaba a orinar como una regadera, pero con el
que me hallaba a gusto recorriendo las estaciones del reparto de mi libro entre los
dirigentes de veraneo en Varadero y participando yo del trasiego de listas que se
cursaba entre toda esa dirigencia cubana de 1987, en el convencimiento de que al
final serían entregadas tales listas al coronel Antonio de la Guardia que ya debía
estar preparado y en máxima disposición combativa e impuesto para dar inicio a las
operaciones de limpieza, razón por la cual Aldana, a principios de 1989, un año
después de los listados de Varadero, me reprochara que Tony no mataba nada, ni
Tony ni el MININT; todos estaban locos por muertos, y Aldana averiguando si era
que Tony se había negado a matar a Del Pino— tenían esa sospecha —y yo bastante
ofendido porque alguien pudiera poner en entredicho la capacidad ejecutiva de
ejecución de mi hermano Tony.

Pero él no entiende la situación. Menciona a Vesco y a Musculito como


escudo. Nada le puede pasar. Tiene lógica. Es un razonamiento. Estamos en el poder.
Estamos confiados, tranquilo, tú. ¡Tenemos el poder! No nos va a pasar nada, no
puede pasarnos, no podía ser, Norber. En ese momento Antonio de la Guardia es el
jefe del Departamento MC del Ministerio del Interior y es uno de los pocos hombres
con acceso a grandes cantidades de divisas —el uso le ha puesto el nombre de
moneda convertible— y tiene un grupo de hit men a su disposición» los killers.
Patricio de la Guardia está al frente de la misión del Ministerio del Interior en
Angola que es un país en guerra y es uno de los hombres que decide la situación del
África Austral, lo cual incluye un país como África del Sur que es un país con,
seguro, armas nucleares. Arnaldo Ochoa acaba de llegar de Angola precisamente, y
hasta diciembre era uno de los únicos dos héroes de la República de Cuba. Norberto
Fuentes era el escritor del grupo, con una vieja historia de disidente pero siempre
mantenido dentro de las fronteras de la Revolución y que había accedido al grupo
por sus características de aventurero. No en balde escribía un libro sobre
Hemingway cada vez que se le presentaba la oportunidad y se había apropiado del
personaje dentro de las fronteras cubanas. Y Fidel.

Tenemos a Fidel. Las acciones, las tareas revolucionarias.


Nos están escuchando.

Hay un back-up de toda la conversación final sobre Ochoa en la pérgola de las


conspiraciones, que se logra sin muchos ruidos parásitos pese a que nos hallábamos
al aire libre gracias a que nos hemos colocado para suerte de los kajoteros debajo de
la hojita de parra donde ellos mismos, los kajoteros, colocaron la técnica, y tienen el
material, puesto que todo ha sido grabado, pero de todas maneras los escuchas van
en blanco porque nunca hablamos nada en concreto.

Otro micrófono nos seguía perfectamente desde la casa de enfrente, que era de
un empleado del Ministerio de Educación, un tal Toledo, una especie de criado, que
residía en esa casa, que era donde Tony, con su fino olfato para las persecuciones,
me había querido siempre a mí como inquilino y como único vecino suyo; Tony
desesperaba porque me mudara «hacia esa posición», pero Raúl Castro, con su fino
olfato para la persecución, se había negado. Bien, allí estaba la brigada del K-J, que
siguió el encuentro de los «O», que es el código radial de los kajoteros con su
jefatura para identificar a los objetivos, pero después comenzó aquello a llenarse de
gente, hombres de Tony, y entonces tuvieron mucha actividad, y tenía la suficiente
cobertura del área, y resulta que uno de esos muchachos del control, al que de
inmediato me le hago familiar al otro lado de la calle, conoce por primera vez un
extraño y opresivo sentimiento de culpa, al descubrirme. «El Norber», se dice, la
sangre agolpada en las sienes.

Entonces llega Amadito Padrón y ninguno de los dos mencionamos que


acabamos de vernos, lo cual es un error porque no le permite a Tony actualizarse con
el comportamiento de su principal subordinado, pero yo estoy atrapado en la
contradicción aprendida desde muy temprano de que, entre hombres, no es aceptable
estar corriendo con chismes, y es así como hay un aspecto para el cual Tony no sabe
que debe prepararse, y Amado aprovecha un descuido de Tony con Gringo para
pedirme que tampoco informe a Tony lo del maletín que contenía tres Rolex de
platino y dos de oro macizo y un Omega también de oro y unos 30.000 dólares en
efectivo y otros 20.000 pesos cubanos, y llega Neo y llega Willy Pineda y hacen
bromas con el trabajo que se les ha terminado y llega Alex, y me dice que se ha
conseguido una reproductora de casetes Pioneer cuadrofónica para su Lada y hago
otro aparte con Amadito y digo que luego vamos a buscar el maletín.

Hacia las 8:00 pm, en su oficina de la calle 66, a unos 3 kilómetros de la casa
de Tony, Amado me entregó —para custodia temporal— su maletín de cuero color
beige. Abrió la tapa y me mostró el contenido, los relojes, los fajos de billetes,
algunas joyas. Cerró la tapa y me advirtió que la cerradura no tenía combinación.
«Espérate», me dijo. Estaba riendo con picardía. Abrió una gaveta de su buró.
«Mira», dijo. Era una fotografía Polaroid.

Una muchacha más bien robusta, pero de formas adecuadas (nada que ver con
las señoras de Rubens, por favor), alta, de pelo corto, de una piel rosada aunque de
color probablemente blanqueado por el efecto del flash, aparecía de pie, descalza,
con una cama de hotel aún arreglada a sus espaldas y sonriendo nerviosa, y sin atinar
dónde colocar sus brazos que colgaban inquietos a los lados mientras mostraba, con
toda seguridad por primera vez en su vida, y ante la incertidumbre eterna que puede
resultar de una fotografía, la desnudez de unos gruesos pezones en las puntas de
aquellas tetas de tamaño regular y la súbita oscuridad del buche de sus vellos
púbicos que se apiñaban bajo su abdomen y en los que yo creí descubrir, de soslayo,
el brillo de unas minúsculas gotas de rocío.

—Está buena, Amadito. Está buenísima —dije para complacer al amigo.


Sonrió, satisfecho.

Yo no la conocía pero hacía rato que Amado me hablaba de ella. Una


estudiante de medicina. Parecía apenada en la escena y que no le era fácil posar ante
la cámara barata de Amado Padrón.

—Qué jodedora, Amadito —dije—. Mira como se ríe.

Voy, al final, de regreso hacia la casa de Eva María Mariam y voy preocupado
por lo que había visto en casa de Tony. El ambiente era de tropa en disolución y era
cada vez mayor mi convencimiento de que Tony iba a dejar fuera a Arnaldo. La
imagen, que se me va a quedar en la memoria como en stop motion, es el grupo
recostado a la cerca del jardín exterior de Tony, y las sombras, y Gringo
multiplicándose en sus nerviosos movimientos como reflejos de plata y la luna
ocultándose a tramos tras los islotes formados por los cúmulos estratos y Rocky no
visible y los automóviles parqueados en aquella acera y las hierbas de enfrente, de la
casa de enfrente, y el destello opaco en las ventanas y el sonido de sonajero entre los
setos, y en ese final, cuando yo salgo de la oficina de Amadito, lo que tengo atrás es
medio batallón de kajoteros.

CAPÍTULO 7
EL GRIEGO

«¿Cómo es que le dicen?»

Raúl Castro está en su kilométrico despacho de las Fuerzas Armadas, con el


pedestal del globo terráqueo a la derecha y una mesa de conferencias clase Kremlin
frente a su buró negro de ministro.

«¿Cómo es que le dicen estos hijos de puta?»

Los hijos de puta somos nosotros. Es el calificativo que repentinamente se nos


ha endilgado. Aunque en realidad de quien único se está hablando ahora es de mí. Es
una especie de plural mayestático para referirse al viejo y leal compañero de hasta
hace apenas unos 11 segundos.

«Griego», responde el general de cuerpo Abelardo Colomé Ibarra. «Le dicen


Griego.»

Un subordinado de Colomé Ibarra, un hombre lechoso, de piel deslavada,


sonrisa reprimida y una cabellera rubia meticulosamente recortada y peinada, así
como de meticuloso afeitado, se pronuncia una vez más con su imperceptible sonrisa
de estar delante de los jefes máximos y ensayando ahora con mayor denuedo aún el
reforzamiento represivo sobre la sonrisa propia, dice:

«El Mando aún no ha podido establecer los orígenes, compañero Ministro.»

No lo tomen a broma. Él no sólo persigue nombretes. Con grados de teniente


coronel, ha ingresado al despacho junto a Colomé Ibarra, su jefe. Se llama Eduardo
Delgado Rodríguez y no lo conozco todavía, pero es el hombre encargado de
perseguirme y de acumular todas las informaciones que hagan posible que, en el
futuro cercano, me partan el cuello. Me persigue a mí y a Ochoa y a Tony y a
Amadito Padrón y a José Abrantes Fernández.

«El Griego», dice Raúl Castro.

Colomé Ibarra asiente.

Eduardo Delgado Izquierdo asiente.

El Griego. Excelente solución de nomenclatura producida por la imaginación


de Antonio de la Guardia para llamar al único general en la historia que es el
vencedor de dos campañas africanas consecutivas pero mulato. Un mestizo cubano
resulta el príncipe invicto de los desiertos africanos. La apreciación intelectual del
grupo está contenida en el nombre. Cuando un criollo de inequívoca cepa, un mulato
mujeriego criado entre las talanqueras cagadas de la tierra roja de los corrales de una
granja de ganado cebú al oriente de la isla de Cuba y que con el decursar de los años
y a las puertas de Jijiga donde en su reconquista tiene que dejar tendidos los
cadáveres de 3.000 bravos combatientes somalos, se gana el apelativo de la «Estrella
Roja del Ogadén», que es incluso una designación aceptada por el mando soviético
aliado, merece a su vez un nombre de cierta prosapia filosófica para un uso rápido,
fácil y adecuado entre sus más queridos amigos. El Griego.

«Me llama la atención ese nombre», dice Raúl Castro.

Los tres están de pie, alrededor del buró, sobre el que yacen las dos hojas
mecanografiadas a un solo espacio del informe sobre mi llamada a Ochoa del
miércoles 24 de mayo y su visita al otro día, jueves 25 de los corrientes, a mi casa y
el señalamiento de que hablamos en los bajos del edificio en un área de escasa
saturación de técnica microfónica.

SEGUNDA PARTE
LA BANDA DE LOS DOS

CAPÍTULO 1
SIRVO A FIDEL

La siguiente información procede de un borrador preparado en conjunto con


Tony y que de forma maquinal, inconsciente saqué del disco duro de la computadora
a prima noche de aquel domingo 28 de mayo. Era la relación con la que debíamos
comenzar la acumulación de material para un libro.7 La Acumulación Originaria de
los Brothers. Teníamos este plan, que era el número uno. El dos era un catálogo de
sus pinturas porque la presentación anterior era de Félix Beltrán, considerado en
Cuba hasta el momento de su deserción en México como una especie de Miguel
Ángel del diseño gráfico y que era lo mejor que podía conseguir Tony para el aval de
su obra pictórica pero al Félix poner pies en polvorosa en capital extranjera obligó a
Tony a recoger los 5.000 ejemplares aún olorosos a tinta fresca de su precioso
catálogo de pastas rojas y guardarlo en un closet, si bien tuvo el valor de no
destruirlo. El plan tres era una aventura (él quería decir una novela) como Islas en el
Golfo para que él la ilustrara. Pero un libro del tamaño de un Atlas y con sus marinas
impresas a color. El libro de Hemingway con su episodio de La Habana y la
persecución en la cayería del Norte de Camagüey de los submarinistas alemanes y el
tozudo protagonista hemingwayano que es Thomas Hudson, que era pintor y que era
guerrero, y con el cual nos podíamos identificar con satisfacción porque no se
trataba del viejo Santiago, desafortunado y lleno de huesos, y quejumbroso como las
cuadernas de un galeón, mezcla del Quijote en sus estadios filosóficos y de bebedor
de cerveza Hatuey. Islas en el Golfo y Thomas Hudson habían estado en el inicio de
nuestra amistad, el único ejemplar que circulaba en La Habana de 1971,
perteneciente a la biblioteca de la Unión de Escritores, y del que yo me había
apropiado y se lo presté a Tony y después logré recuperarlo y aún hoy anda dando
tropezones entre mis bártulos abandonados y mis libros.

(Lista de misiones del coronel Antonio de la Guardia según la primera


reconstrucción):

Tony fue el oficial más condecorado de Tropas Especiales y el que más


misiones cumplió. Las misiones consideradas como más importantes:

El lavado de casi 300 millones de dólares* resultado de los secuestros hechos


por los Montoneros [la agrupación terrorista argentina], lavado que se realizara en
Suiza entre los años 1974 y 1975 si la memoria no engaña [...] Esta operación fue
ordenada por Fidel, Mario Firmenichi [el terrorista argentino, líder de los
Montoneros] y Abrantes, participando con Tony [en la operación de lavado de
dinero], Max Marambio.

Traslado de miles de millones de dólares [probablemente sólo mil millones, o


una cantidad aproximada] en oro, joyas, piedras preciosas, etc. desde el Líbano para
Cuba producto de una operación que hiciera el Frente Democrático Palestino cuando
a mediados de los años setenta asaltaron una docena de bancos establecidos en el
Líbano. Joyas y piedras preciosas que se lavaron en Checoslovaquia a través del
Banco Nacional de Cuba y el banco checo.

Estuvo al frente del contingente que salió para Chile en 1971 cuando
[Salvador] Allende fue elegido presidente, participando como jefe del Grupo de
Tropas Especiales que le aseguró la visita a Fidel en todo el norte de Chile. Quedó
responsabilizado por Fidel de que a Mario García Incháustegui, embajador de Cuba
en Chile, no le pasara nada durante su estancia como embajador. Tenía también la
responsabilidad de hacer el estudio militar de Santiago de Chile y de los planes de
introducción clandestina del armamento que se les entregaba a los partidos de la
Unidad Popular.

Fue el Jefe del primer grupo de oficiales de Tropas Especiales que salió para
Costa Rica para preparar las condiciones de garantizar el desembarco del armamento
necesario para abrir [en Nicaragua] el Frente Sur junto a[l comandante] Edén
Pastora. Organizó y ejecutó la toma del punto fronterizo de Peñas Blancas [entre
Nicaragua y Costa Rica], acción que le dio inicio a la guerra en Nicaragua. Siendo el
primer cubano en entrar a Managua y tomar la jefatura del Ejto. [Ejército] y la casa
de[l dictador acabado de deponer, Anastasio] Somoza.

Por desobedecer órdenes de Fidel en cuanto a la distribución de armamento y


municiones entre las diferentes facciones que componían el Frente Sandinista fue
relevado del mando de los cubanos, quedando como asesor de Edén.

Fue Jefe del destacamento de Tropas Especiales que partió para Jamaica a
finales de 1975 hasta que [su hermano] Patricio regresó de Angola en febrero de
1976, que lo relevó del mando, quedando él como segundo y asesor del jefe del Ejto.
Jamaicano Brigadier Green[?] y del Jefe de la CIM [contrainteligencia militar] Capt.
[capitán] Cari March[l]

Fue jefe de la seguridad de Fidel en Jamaica cuando la visita de éste en 1978 ó


1979.

Organizó todas las primeras infiltraciones de armas en Salvador y Guatemala


durante los años 1981 y 1982 − 1983, además de otras operaciones de menor cuantía
en cayos de Belice para el EGP [Ejército Guerrillero de los Pobres, una agrupación
de Guatemala].

Participó como Jefe del Grupo especial creado para secuestrar a[l exdictador
cubano] Fulgencio Batista, muriendo éste [Batista, de un infarto] la noche antes de
que se realizara la acción.8
Fue jefe de Información y de la sección Naval de la Dirección de Operaciones
Especiales hasta que fue trasladado a solicitud de[l coronel MININT] José Luis
Padrón como vicepresidente del CIMEQ [una de las corporaciones de pantalla
tuteladas por el Ministerio del Interior para operar con dólares] y jefe del Dpto.
[Departamento] MC de la Inteligencia.

Cumplió tareas encomendadas por Fidel como enlace con el FBI y el Dpto. de
Estado de los EE. UU. junto a [José Luis] Padrón.

Otro sin número [sic] de operaciones que es difícil recordar [y] que algún día si
tenemos suerte trataremos de escribir. Seguro que Papillón [«Mariposa», el
seudónimo de Henri Charriére, también título de su novela autobiográfica, Papillon)
se quedará chiquito. Será un best-seller.

***

Así que Tony creyó necesario hacia mayo/junio de 1987 que fuéramos
«situando en blanco y negro» los principales hitos de su «carrera como ranger». Los
objetivos finales nunca estuvieron claros. Pero de alguna manera quería establecer
su historia. Pero este planteamiento inicial no tuvo desarrollo. Sólo el dictado de
unas líneas. En una ocasión anterior, se había desatado la fiebre autobiográfica
porque en sus oídos aún no se apagaban los retumbos de una guerra. A su regreso de
Nicaragua, en 1979, me entregó un maletín ejecutivo de color beige que, dijo, se
hallaba repleto de documentos altamente sensibles de la campaña acabada de vencer
y que era la documentación con la que supuestamente se garantizaba la producción
de un thriller. Un maletín que estuvo dando tumbos durante años por mi casa, con
sus copias de cifrados, las notas de exploración de Tony mientras observaba la
guardia somocista del cuartel de Peñas Blancas, facturas de hoteles de Costa Rica y
Panamá, tarjetas de presentación de A. de la Guardia y M. Montañez como
exploradores submarinos de una supuesta compañía turística panameña, otras
tarjetas como cineastas y fotógrafos submarinos de los Estados Unidos y otras como
ingenieros de prospección submarina, mapas militares de la frontera Costa Rica-
Nicaragua y un casete de audio TDK de 90 minutos en el que se repetía hasta el
infinito la versión en español de «Chiquitica» interpretada por el grupo sueco Abba.

Pero decidió ahorrarse el caso de Musculito en esta primera visión. Tiene que
haberlo considerado excesivamente sensible y peligroso en la reflexión inicial, como
para sacarlo de los muros de su memoria. De eso no se podía hablar nunca, me
aclaraba Tony en los buenos tiempos, despatarrado en una de mis poltronas, allí, a
hablar y a reírse, con el único y exclusivo estímulo de los buenos cafés de la casa del
Brother. Conmigo. «¡Y mucho menos en un escrito!», exclamaba. Curioso que
eludiera también los vínculos con el caso de Vesco en Cuba. El párrafo de «Por
desobedecer órdenes de Fidel... fui relevado del mando de los cubanos...», es ahora
la pieza más preciosa del texto, puesto que reivindicaría una especie de rebeldía
latente contra Fidel desde una época anterior a la Causa Número 1. El diferendo
Tony/Fidel establecido desde aquella mañana de trabajo literario en la que Tony y yo
gastamos unas 500 palabras de la lengua castellana para ir llenando el proyecto que
yo di en llamar entonces (y hasta el olvido) Llamadme Antonio. El episodio de
marras quedó pendiente de aprobación para el futuro en aquella primera y única
sesión de dictado bajo mi techo. El uso indiscriminado de mayúsculas y/o
minúsculas así como los usos arbitrarios (o total olvido) de los signos de puntuación
requeridos por Antonio de la Guardia en el momentó del dictado se respetaban en
todos los casos. La tercera persona empleada en la versión original —y exigida
entonces por Tony, en la creencia de que eso era una conducta marxista, o al menos,
que le permitía eludir un exceso de personalismo— habría sido sustituida por la
procedente primera persona del singular en una versión avanzada, según mis planes
como autor del libro Llamadme Antonio.

CAPÍTULO 2
CONTEO REGRESÍVO COMENZANDO

El sábado fueron a buscar a William Ortiz pero nunca lo supimos. Era una de
las primeras acciones directas producidas por «La Comisión». El domingo llamaron
a Ochoa. Otra decisión ignorada por nosotros y tomada por los mismos hombres
alrededor de la misma mesa. La Comisión.

Era lógico que al menos inicialmente no supiéramos de la existencia de tal


mecanismo puesto que había sido creado, precisamente, para disponer de nuestro
control. Era un enemigo invisible, intangible, la cosa hacia la que no contábamos
con ninguna posibilidad de defensa verdadera, y ninguna pista que nos permitiera
definirla, al menos ver sus contornos. Sólo la percepción. Aunque todavía una
percepción dormida.

Existía oficialmente desde el martes 23. Pero en realidad venían actuando


desde unas dos semanas antes, en una fecha que puede situarse —casi que con
absoluta certeza— entre el lunes 8 y miércoles 10 de mayo, y se estaba reuniendo en
el extenso despacho de Raúl Castro, en el cuarto piso del Ministerio de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias, que era un lugar que yo conocía muy bien y que se
hallaba dominado por una esfera de la tierra, del tamaño de un hombre, a un costado
del buró de robusta madera negra del Ministro, y en. la que tres cintas rojas trazaban,
desde atrás de los Urales, la trayectoria en línea recta que habrían de seguir en su
vuelo cósmico e imperturbable hasta Washington, Nueva York y Houston, los
cohetes balísticos intercontinentales que Moscú ordenaba lanzar. Los martillos del
golpe nuclear. Otras cuatro cintas, éstas de color azul, surgían en La Habana y
avanzaban hacia Angola, Nicaragua, Etiopía y Congo, que eran las regiones del
mundo donde Cuba tenía abiertos sus frentes y dislocadas (al menos en aquella, que
era mi época), sus principales misiones militares —léase «tropas», es decir, miles de
hombres armados, cohetería, blindados, aviación de combate, y hasta pequeños,
silenciosos cementerios con tumbas caleadas de un blanco deslavado y poroso.9

Una comisión dedicada a ir pisándonos los talones, mañana, tarde y noche, y


bajo cualquier condición del tiempo, es una señal que nos llega con retraso de
algunos días, y además, de cualquier manera, no se le presta gran importancia. El
conducto regular mío de este período, Alcibíades Hidalgo, comenta algo pero sin
muchos matices. Después, con mayor gravedad, el coronel Filiberto Castiñeiras,
«Felo», uno de los principales cargos del Ministerio del Interior —jefe de la
Ayudantía del Viceministro Primero—, con su aspecto de intelectual obligado a
ganarse la vida como boxeador, de anchas espaldas y un impertérrito silencio de
siglos, opta por —literalmente— jugarse la vida y hacerme llegar la información
que debe rebotar en Tony y Patricio, sus viejos camaradas de las guerras y de los
primeros tiempos de Tropas Especiales. De modo que ya es algo que mencionamos
el jueves 8 de junio, hacia las 11:00 am, aunque todavía en un marasmo de
vaguedades. Estoy persuadido de que es la primera y última vez que Antonio de la
Guardia Font, y quizá su hermano mellizo, Patricio, escucharon una referencia, y fue
en esa conversación, virtualmente clandestina, que tuvimos en mi casa —Janis
Joplin a todo volumen, como interferencia.

La observación permanente sobre las tres casas en que yo podía pernoctar, es


decir, donde tenía mi esposa o cualquiera de mis mujerci tas (había otra, además de
Eva María Mariam —después hablamos), y mis movimientos condujo a esas dos de
sus primeras acciones— una con William Ortiz, sin mayores consecuencias porque
el hombre ya no estaba en La Habana, y otra, mucho más complicada, con Arnaldo
Ochoa, que sí estaba. Pese a todo, desde entonces, la decisión de no tocarme era
firme, no inmiscuirme para nada en el proceso. Sólo trabajar la información que se
generaba en mi entorno, que podía —y solía— ser abundante. Fueron a buscar a
William Ortiz porque la conversación desde mi casa de él, Tony y yo despertó las
sospechas. Muchas sospechas sobre el Pelotero. (Digo sobre él, porque sobre
nosotros no hacía falta acumular una prueba más, casi que comenzaban a sobrar
elementos de inculpación, puesto que todas las sospechas del mundo ya nos caían
por oficio.)
Comenzaron a empatar. Empataron hechos con informes. Informes con datos
aislados. Datos aislados con recuerdos. Recuerdos con especulaciones.
Especulaciones con corazonadas. Corazonadas con hechos.

Apareció el expediente del «Caribean Express», aún amarrado a uno de los


muelles de la Marina Hemingway. William Ortiz era el hombre del negocio. Él lo
había traído de Miami. Con toda razón el Comandante había dado marcha atrás con
el asunto. Siempre le pareció que era una provocación, una trampa de los
americanos. Así que William Ortiz, conocido por el Pelotero, era el contacto. Al
menos había sido utilizado. Estaba por definir si a sabiendas o a ciegas. Vayan a
buscarlo. Y saquen ese barco de la Marina Hemingway. Llévenselo para el sur. Para
Pinar del Río. Escóndanlo por un puerto, por allá abajo.

Una mulata vieja, en bata de casa, de piernas varicosas, que fuma —con mirada
ausente— un tabaco mal torcido, es la encargada de informar sobre William Ortiz a
los tres policías de civil que se aproximan, diríase que de puntillas, en el Lada azul
oscuro, con la planta abierta y el ruido de estática perfectamente audible, a su
casucha de pobre mujer cubana que por fin ha logrado casar a su hija con un
«potentado» —la mejor definición que ella encuentra para el señor que desde su
juventud vive en el extranjero y que se codea con la gente grande del gobierno.

Ese cubano hace como dos días que regresó a Miami.

El automóvil, no identificado por ninguna clase de rótulo, se ha detenido a


menos de un pie del muro amarillo, con la boca del desagüe al nivel de la calle de la
que surge una manta de agua blanda y oscura, ya que hoy es el único día en el que las
ordenanzas sanitarias del país permiten verter hacia la calle el agua remanente de la
limpieza a fondo del interior de las casas y que es la acción que los cubanos de toda
edad, credo y raza conocen como baldear, desprendimiento lexical probable de este
uso sabático nacional de los baldes, y que es el muro en el que ella apoya sus gruesos
codos mientras chupa —más que filmar— con denuedo la barata panetela obtenida
por el sistema de racionamiento y que le ha costado la calderilla que es 15 centavos
de peso y que le hace halar el tabaco, en húmeda combustión, hacia sus labios con
desespero próximo a la frustración para mantener vivo el anillo de fuego que
consume, a duras penas, su aldaba.

—No, mijos.

—¿Que se fue?

—Sí, mijo. Él viene a veces. Pero después se va, mijo. Dice que ése es su
trabajo. Estar yéndose. A cada rato.

Es de un lento reaccionar la señora —«compañera», la han llamado los policías


— pero ella no necesita más celeridad para la conducción de las sencillas
problemáticas de su vida cotidiana. Con esa velocidad de reacción le es suficiente.
Además, desde que vio doblar el automóvil de estreno color azul oscuro por la
esquina, ella supo quiénes eran. Creyó que su acertada premonición era obra de los
santos del panteón Yoruba, que siempre la habían protegido con prestancia y sin
dobleces y que lo último con que la habían favorecido era arrimándole aquel hombre
poderoso y bueno a su hija y que ahora le avisaban con toda claridad que tenía a la
policía en el portal.

—¿Usted no sabe si él regresa, compañera?

—Ay, mijos. Eso es muy difícil. Yo no sabría decirles. Él lo mismo viene


mañana que dentro de un mes.

—Entonces, no lo sabe.

—No lo sé, mijos. No lo sé.

—Bien. Bien. Está bien. Bueno, compañera.

—¿De parte de quién le digo, mijos? Cuando venga, ¿de parte de quién le digo
que vinieron a buscarlo?

—Dígale que de unos compañeros. Dígale eso, compañera.

El Lada se retira bajo las miradas de los vecinos de la estrecha callejuela


llamada El Pasaje en el que unas cincuenta chabolas idénticas, de la acera izquierda,
se enfrentan, con sus fachadas hurañas y reticentes, a otras cincuenta chabolas
idénticas, de la acera derecha, y de todos los brocales de los muros manando, pesada,
el agua, y hay un Mercury Monterrey del 56, sedán de cuatro puertas, de techo
oxidado y sin su motor V-8 que extrajeron para una reparación capital que nunca
concluyó, con la tapa del capó abierta y sostenida por una tabla, que el Lada de la
policía política esquiva en su lenta retirada, por la derecha, y un Studebaker
Commander, año 51, verde acqua, que es una reproducción a escala de la visión que
los hombres tenían de los OVNIS cuando no se habían descubierto los yacimientos
de hielo en la Luna y nadie podía concebir que los argentinos y granjeros de Nuevo
México secuestrados por naves siderales no eran más que testigos bobos de
experimentos solapados del Pentágono que por supuesto nunca se creyeron en los
directorios de inteligencia militar del Kremlin, pero que es una pieza que sobrevive
a la memoria futurística de los hombres que crearon y diseñaron al gusto ignorante
de principios de los cincuenta cuando los OVNIS procedentes de la más remota
galaxia, los torpedos de la Segunda Guerra Mundial y este modelo de Studebaker
disponían de la misma aerodinámica, porque todavía anda, todavía se le pone la
llave y arranca, y que se encuentra a la izquierda, al final del pasaje y que es también
esquivado por el Lada de la policía política, con las bandas de rodamiento de sus
neumáticos siseando sobre los charcos del baldeo de todo un vecindario habanero, y
antes de ingresar, a la izquierda, en Avenida 26, lo último que deja ver, instalada en
medio del maletero, es su emblemática antena Yaesu, y así termina el
acontecimiento más grande de la historia para un segmento de La Habana con un
largo no mayor de 100 metros, que si lo recortáramos de la ciudad a su alrededor, el
lugar donde se acomodaría sin fricciones es las afueras de Nairobi, Kenya.

El asunto de Arnaldo es el domingo. Cae preso por primera vez. La


conversación entre él y yo en los bajos de mi edificio acelera los acontecimientos.
Los acelera para todo el mundo. Pero así no era como Fidel quería las cosas. Pero ya
Arnaldo sabe. No porque hayan podido grabarnos, puesto que les ganamos ese tanto.
Sino porque para Fidel —y Raúl también, por cierto— es innecesaria la grabación:
tienen cabal conciencia de que yo he alertado a Arnaldo Ochoa.

La información sobre este primer arresto no llega a nadie. Los corresponsales


extranjeros acreditados en La Habana, como siempre, están a la espera de la llamada
de cualquiera de los oficiales de la Seguridad del Estado que «los atiende» para que
les digan si hay una noticia, y dónde se encuentra ésta si la hubiese, y cómo
enfocarla. La plaza Habana, con sus sedosas mulatas que se pueden comprar tan
fáciles por el tiempo que dure la asignación e intercambiar, y desechar las viejas
para obtener las nuevas, y con los salarios que se cuadruplican cada mes en el
mercado negro y con las antiguas mansiones de la burguesía criolla que el Gobierno
les pone a su disposición, y con ese vértigo formidable que se obtiene de palpar la-
historia-sobre-la-marcha al asistir, un par de veces al año, a ocasionales
conferencias de prensa o de recepciones «en Palacio» en las que un mítico Fidel
Castro siempre a punto de enfrentarse en el holocausto imperecedero de una guerra
contra los Estados Unidos, está a la mano y hasta se retrata con uno, e, incluso —oh
elixir de los elixires— te promete una entrevista, es el escenario codiciado para que
te envíen y, por supuesto, después de instalado allí, es algo que no debe echarse por
la borda con una imprudencia de corresponsal advenedizo. Es decir, no publiques
nada que pueda ofender a los cubanos y te declaren persona non grata. Basta dejarse
guiar por los oficiales de Prensa Extranjera del MINREX (Ministerio de Relaciones
Exteriores). No fallan.

Y es así como, el lunes 29 de mayo de 1989, ningún corresponsal acreditado


tuvo conocimiento de que el general de División Arnaldo Ochoa Sánchez, Héroe de
la República de Cuba, que apenas cinco meses atrás regresaba de librar una guerra
victoriosa contra Suráfrica, había sido llamado a las 00:09 am del día anterior por el
general de Ejército Raúl Castro Ruz, ministro de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias y número dos del país, para arrestarlo y someterlo, él
personalmente, a interrogatorio. Al menos, no existe un solo cable despachado desde
La Habana para las centrales de las agencias con ese contenido. Se quedaron sin
saberlo en París, Londres, México, Moscú, Pekín, Madrid, Roma, Buenos Aires,
Tokio. Enmudecidas. Apagadas. Silencio radial de las respetables Reuter, AFP,
TASS, Xinjua, EFE, etc. Sin novedad en el frente para todas ellas. Y los pobrecitos
de AP y UPI en Ciudad México, regularmente pegados a los monitores y teletipos de
las trasmisiones de sus colegas desde La Habana para preparar sus refritos con
destino a Washington, Nueva York y Miami de la situación en territorio cubano, a
donde no se les permite aterrizar desde los sesenta, que también se quedan fuera del
juego. Las campanillas de los teletipos aún no doblan por Cuba.10

Comprensible no obstante que una veintena de corresponsales acreditados


(aunque al parecer sólo preocupados por incrementar sus ahorros con el muy
favorable cambio que obtienen en el mercado negro de La Habana pero nunca
movilizados por un atisbo de noticia para sus clientes, y pensar en una exclusiva,
mucho menos) no olfatearan la información de mayor relevancia producida en
treinta años por Fidel Castro y su revolución después de la victoria sobre Batista —
enero de 1959— o de la batalla de Playa Girón (Bahía de Cochinos) —abril de 1961
— (la crisis de octubre o de los misiles de 1962 tiene otros dos productores: Nikita
S. Jruschov y John F. Kennedy), si nosotros mismos nos hallábamos en un
inaceptable limbo —inaceptable para los cánones profesionales que supuestamente
nos acreditaban.

Pero la intensa arrancada del caso parecía haber amainado, y hasta cesado por
completo, para el viernes. Aunque había dos o tres cosas de las que no teníamos
conocimiento y que estaban caminando por el subsuelo, nuestro subsuelo, como
salamandras de fuego en la corriente subterránea, y que habían sido disparados desde
mi casa —los extraños negocios del Pelotero y Ochoa alertado.

Una tarde estaba Antonio de la Guardia en la puerta del Departamento MC y


estaba con Carlos Aldana y conmigo, y Carlos Aldana señaló hacia algún lugar del
calcinante firmamento —era el mediodía— y dijo cerrando uno de los ojos, para
protegerse de la luz solar, allá arriba tienes un satélite estacionario de la CIA,
vigilando todo lo que entra y sale de esta oficina. Eran los días orgullosos en los que
se suponía que el hipotético satélite de la CIA recogía imágenes de superagentes que
entraban y salían de MC y no en lo que después se describió como una extraña
sucursal de una casa de entrega a domicilio de exquisitos productos de importación
para altos dirigentes y los socios de Tony y el principal establecimiento de avanzada
de Pablo Escobar en el Golfo de México.

Antonio de la Guardia con chequeo del K —| y con balizas electrónicas debajo


del carro para facilitar su ubicación y seguimiento era algo impensado por el
momento.

Pero, a la hora de quemarlo, no será suficiente que Tony y su grupo resultaran


el arquetipo ideal de la concepción del mismo Fidel Castro de lo que debía ser cada
buró del MININT, específicamente de la DGI, donde una sola de esas oficinas es (o
era) capaz de reportarle a los Estados Unidos más daño que los cuatro enemigos
inveterados que cree tener ese país, y ésa era la concepción estratégica del
Comandante, la tarea asignada, una sola oficina del MININT, dice el Comandante,
tiene que saber y estar en capacidad de crearle más complicaciones y más mortandad
a los americanos (sic) que los cuatro fantasmas que ellos mismos enarbolan por la
televisión y en el Congreso, más que Irán, Irak, Libia y Corea. Más que los cuatro
juntos.

Ah, implementación de los recuerdos. ¿La dulce memoria que rebobina los
acontecimientos y los devuelve cuando se requieren? ¿Destellos de intuición para
que te pongas en guardia? ¿O los argumentos de los que se derivan las pruebas
concluyentes de tu culpa?

Lunes, abril 17.

08:00 pm.

Palacio de la Revolución.

La reunión es con Carlos Aldana, el secretario ideológico del Comité Central


del Partido Comunista de Cuba. Es un jabao de pelo malo, y portentoso bigote, y un
tipo muy simpático, y habilidoso para moverse en los entresijos del poder y que
muchas veces uno se engañaba creyéndolo como uno de los mejores amigos que se
tenía la dicha de conocer, y que gustaba firmar ciertos documentos bajo su clave de
guerra favorita, «El Jabao», y que —desde luego— estaba casado con una mujer
blanca y esbelta, de piel lechosa y cierto cansancio existencial.
Había dos o tres gestos que lo hacían ante mis ojos una excelente persona: los
cargamentos quincenales de películas pornográficas que le solicitaba a Tony a través
mío —«películas mexicanas» era la palabra clave para solicitárselas a William Ortiz
en Miami—, y especialmente porque era, después de Fidel, la única persona con la
que se podía hablar de literatura en el Secretariado del Partido, y el hecho de que él
se sintiera cómodo en mi presencia porque percibía que nunca significaría un peligro
para él, puesto que yo no aspiraba al poder, era el elemento definitivo. Si no quería
cargos, era suficiente para que mantuviéramos una excelente relación.

—Dime, Charles —dije.

—Brother —me dijo—. Hay un par de asuntos.

No era un par. Un poco más de dos.

Primero lanzó una larga diatriba contra el Ministerio del Interior y ese equipito
de los killers de Tony que estaba demostrando ser tan inepto, porque no acababan de
arrojar resultados. La lista priorizada de ejecuciones encabezada por Rafael del Pino,
el general de la aviación de combate cubana que desertó en 1987, seguida por Joñas
Malheiro Savimbi, el líder de las guerrillas angolanas que ofrecían resistencia a las
tropas cubanas, y por Esteban Ventura Novo, un antiguo coronel de la policía
batistiana residente en Miami, se mantenía incólume. Eran hombres muertos que
seguían caminando.

A continuación solicitó un mínimo de 450.000 dólares para organizar una


cadena de salas de video públicas. Tony, dijo, seguramente se sensibilizaría con el
proyecto.

El próximo plan era una planta de televisión al estilo del canal Bravo del
sistema de televisión por cable de los Estados Unidos. Era un proyecto a mediano
plazo y quería que Tony lo tuviera en cuenta. Que se fuera sensibilizando con la
idea.

Por último, un asunto personal.

Muy delicado.

Él era una figura pública y esto lo inhibía de aparecerse como cualquier otro
cristiano —o ciudadano, mejor dicho—, en un hotel para alquilar una habitación y
consumar cualquiera de las conquistas amorosas que se pueden producir en el
trayecto diario del acontecer político. En fin, sin darle muchas vueltas a la cosa. ¿No
sería bueno que Tony le amueblara un apartamento, una especie de refugio secreto,
para el reposo del guerrero, y que le diera la llave y que nadie supiera que ése era su
santuario, y de ser posible que le habilitara un pequeño refrigerador con algunas
bebidas, y quizá algunos quesitos, y un televisor y una reproductora de casetes, y que
todo quedara como un secreto entre hermanos, estos hermanos que éramos nosotros,
Tony el Siciliano, Norber el Brother, y él, que era Charles —o también
eventualmente Karl, por emparentarlo de alguna manera con el viejo Marx—,
Charles el Jabao?

—Claro, Charles. Te entiendo. Te copio claro y fuerte. Y no creo que sea


difícil. Déjame eso a mí. Mañana yo lo hablo con Tony.

El mulato nos las estaba poniendo en las manos, mansito. Un tibio


apartamentito equipado con todos los recursos occidentales para el retozo de Aldana
con unas muchachas, era más de lo que hubiéramos podido pedir para tener bajo
control al Secretario Ideológico del Partido y el hombre de más confianza entonces
de Raúl Castro y que se pasaba la vida en el Mercedes de Fidel.

A esta altura del diálogo, el mulato no sabía que estaba a punto de convertirse
en el protagonista de secuencias interminables de fotografías pornográficas.

Cambio de tema. Había que cogerlo en caliente.

—Coño, Charles, a propósito.

Su necesidad de dinero —cuantiosas cantidades de divisas— y de un


sinnúmero de gadgets, me venían de perilla para la exposición que me proponía
desarrollar. El asunto era que estaban involucrando a Tony, para suplir las
exigencias de todas las instancias del Gobierno y el Partido, con gente muy extraña
de Miami y, bien, yo había hablado con Tony varias veces en los últimos meses (lo
cual era rigurosamente cierto) para que le planteara a Abrantes su traslado.

Excelente abordaje de mi parte. De pronto Aldana veía cómo se quedaba sin


películas mexicanas, videoclubs, canal Bravo y apartamento.

Pero supo reponerse, después de hacer un mohín de disgusto, que fue


perceptible aún debajo de su espeso bigote, porque dijo:

—Tú tienes toda la razón. Pero el problema es que ésos son los riesgos de
Tony. Los riesgos que la Revolución le ha pedido que asuma, tanto fuera del país, y
fuera de nuestras posiciones, como dentro de la Revolución. Nadie va a ser mejor
que él en esa tarea. Y por eso está ahí.
—¿Tú has visto alguna vez a los men?

—¿Qué? ¿Qué cosa? ¿Los men? ¿Qué es eso?

—Son los lancheros, los que le traen las cosas a Tony desde Miami.

—¿Men?

—Sí. Es el nombre que se les ha puesto en MC. Porque ellos siempre te usan el
vocativo ése en inglés, al final de sus oraciones. Y les sirve también para exclamar.
¿Tú no los has visto en las películas? Igualito, Charles. Hablan igualito, men.

—¿Qué pasa con esa gente?

—No, no es lo que pasa con esa gente. Es lo que pueda pasar con Tony. Y yo
estoy muy preocupado, Carlos. Porque toda esa gente es marimba.

—Marimba.

—Marimba es marihuana, Carlos. Toda esa gente se dedica a la marimba. A la


droga. Entonces, cuando los viajes de su verdadero negocio está flojo, se ponen a
tirar la mercancía de Tony para acá. Tony se va a embarcar con esa gente.

Aldana levantó lentamente la mirada desde las dos manos que estuvo
contemplando mientras yo me explicaba y me miró desde algún lugar remoto de lo
que debían ser los vectores de lo que él, obviamente, consideraría que era su muy
superior inteligencia, y fue la misma mirada compasiva del omnipresente maestro
que cree adecuado perdonar al más tontito de sus discípulos. Y habló. Lentamente.

—Norberto, ¿y si no es con esos bandidos, con quién vamos a traer la


tecnología de punta que necesitamos? ¿Los millonarios que fondean sus yates en las
dársenas de Miami?

Oh, Tony no tiene ningún problema, pensé.

—Tiene que ser esa gente —siguió Aldana con un discurso que ya me era
innecesario escuchar porque había obtenido desde el primer intento la nota que yo
estaba buscando.

Tony no tenía problemas.

—No te metas en eso, Norberto.


Ningún problema el Siciliano.

Habíamos cenado allí, en su inmenso despacho del Comité Central, lo cual era
frecuente entre nosotros. Entraba un camarero de bata blanca empujando su
carretilla de room-service y tendía un elegante mantel sobre la mesa redonda de
conferencias aledaña al buró de trabajo de Aldana que había sido la misma, exacta
oficina de Antonio Pérez Herrero, el anterior secretario ideológico del Partido, al
que Aldana le había serruchado el piso desde su posición como jefe de Despacho de
Raúl Castro, no sólo arrebatándole la posición, sino que había logrado que Pérez
Herrero terminara al frente de una brigada rastrojera de cubanos que talaban bosques
en las selvas de Mayombe, Angola, y al que virtualmente obligaron a que se llevara
a territorio tan desesperante e inhóspito a uno de sus hijos, que era un veinteañero
esquizofrénico, que terminó por supuesto suicidándose con la Makarof de su padre,
con un pequeño tiempo aún disponible para decirle al padre lo usual en los
esquizofrénicos suicidas a quienes la acción de la muerte regala esos últimos
segundos de aliento: Papá, no dejes que me muera, y luego Aldana sigue con su
obsesión y lo empuja aún más hacia el Oriente, hacia un deslucido puesto como
embajador en Etiopía.

El camarero desplegaba servilletas, cubiertos, copas, levantaba las tapas de


plata y sacaba del hornillo portátil el asado de ternera, regaba la salsa de champiñón
a discreción y nos deseaba buen apetito. Pero según las normas lingüísticas cubanas:
«Que les aproveche, compañeros.»

Para la sobremesa hay café y tabaco y los temas ya mencionados, necesidad de


cometer algunos asesinatos, los videoclubs, una estación de televisión y un refugio
para los desfogues amorosos del dirigente partidario.

Después Aldana se dirige al servicio de su exclusivo uso, dentro del mismo


despacho, para una ceremonia íntima que conozco, por sus incansables repeticiones
ante mí. Cepillarse cuidadosamente los dientes con abundancia de pasta y espuma,
costumbre que él maneja con mano maestra para que apenas le salpique el espeso
bigote, y luego extraer el puente movible con el que suple toda la dentadura inferior
derecha perdida sin remedio en la época en que, evidentemente, no hacía uso de esta
costumbre. Del cepillado.

La prótesis es extraída con el objeto de ser sometida también a un cuidadoso


trabajo de pasta dentrífica y cepillo. Tiene la pequeña prótesis pero la próxima vez
que nos habríamos de sentar allí, yo sería una especie de reo y Aldana, en presencia
de Alcibíades Hidalgo y de un teniente coronel de la Contrainteligencia Militar,
estaría sometiéndome a la violencia de un interrogatorio.
de acero níquel en la mano izquierda y la pone en el lavabo bajo el efecto de un
poderoso chorro de agua cuando levanta la mirada del artilugio y me mira y dice:

—No te metas en eso, Norberto.

—No, yo no me meto —comienzo a murmurar. Y me pregunto exactamente lo


mismo: «¿Para qué coño yo tengo que meterme en nada de esto?» Y, para mi rápido
procesamiento: «¿Este mulato habrá percibido algún punto de ruptura mío con
Tony?» O lo que es peor: «Se va a creer que estoy apendejado.»

Había un antecedente negativo que era cuando yo había echado al piso toda una
operación con Robert Vesco orientada por Fidel, y que había sido una actividad muy
prometedora. Aldana, entonces, fue el único que de alguna manera se percató de mi
sabotaje, porque me lo dijo. Aunque nunca pasó de ahí. La deuda está vigente.
Quiero decir, que dondequiera que él se encuentre ahora, y si tiene oportunidad de
leer esto, que sepa cuál es el estado de nuestras cuentas pendientes y que estoy
consciente de que le debo una.

—Tiene que ser con esos bandidos. No hay otra posibilidad para obtener
tecnología de punta. Búscame el yate de un millonario de Miami para ese trasiego, y
entonces elimina a los bandidos. Mientras tanto, hay que joderse con esos piratas.
¿Cómo tú dices que se llaman? Los men esos. Tiene que ser esa gente.

Insistí, aunque en forma oblicua, en un aspecto, en el realmente escabroso.

—Lo que me preocupa es que son marimberos —dije, con una sopesada
dulzura—. Eso es lo que me preocupa. La marimba.

Carlos Aldana Escalante, secretario ideológico del Comité Central del Partido
Comunista de Cuba y miembro efectivo de su Secretariado y a cargo también de su
secretaría de Relaciones Internacionales y aspirante a Ministro del Interior y
catalogado como «el tercer hombre del país» —es decir, sólo debajo de Fidel y Raúl
en la cadena de mando—, terminada su labor con la prótesis e instalada ésta de
nuevo en su cavidad bucal, me miró, sonriente, satisfecho y entonces se encogió de
hombros.

Era toda su respuesta. Todo lo que tenía que decir.

Cambiamos el escenario de conversación entre el Secretario Ideológico del


Partido y el reconocido cronista de la Revolución hacia unos sofás dispuestos en
herradura alrededor de una mesa de mimbre cerca de la entrada del despacho.
Ninguno de los dos lo podíamos saber entonces,
En la estancia, desde la pared, dominaba un colorido cuadro de Tony, de
riachuelos, pescadores, campesinos, matas de plátanos y nubes moteadas y un cielo
azul pastel y un venado que escapa por una esquina. Yo había convencido a Tony de
que hiciera el regalo. Aldana también tenía cierto mérito porque una disposición
interna del Comité Central prohibía la colocación de adornos o fotografías que no
fueran considerados por la comisión encargada de esos menesteres. Era la segunda
violación de esta clase cometida por Aldana en sus años de Comité Central. Tenía un
retrato de José Martí, el prócer cubano del siglo pasado, en una zona no autorizada
de un panel frente a su buró.

Pero, en términos generales, se lograba un estupendo efecto de comodidad y


condiciones favorables de trabajo y para conciliábulos en todas las instancias del
Comité Central, el costoso mobiliario, los cuadros de los principales autores
cubanos, René Portocarrero, Tomás Sánchez, Wifredo Lam, Mendive, los libros bien
colocados en espaciosos estantes, y el televisor en el que se servía toda la
programación por cable de los Estados Unidos sobre una mesa satélite. Y era loable
que, con el deliberado propósito de controlar la adulonería de los funcionarios, se
prohibieran los retratos de Fidel bajo esos techos de las seis plantas del Palacio de la
Revolución. Y de paso, en el bando, se prescribiera cualquier otra clase de retratos
de jefes revolucionarios. Los únicos detalles políticos que podían a duras penas
localizarse eran, quizá, la pequeña réplica de un sputnik regalada por algún
«homólogo dirigente soviético» o un objeto de artesanía rusa o checa, una
matriushka, por ejemplo, que adquiría carácter político por su procedencia del
campo socialista.

La situación era inalterable. Sólida. Era más que evidente. Tony no tenía
ninguna clase de problema.

Ningún problema el Siciliano.

—Ningún problema, Siciliano —le contaba después.

—Humm —calculaba Tony.

Ése había sido el resultado de la reunión con Aldana. Cielo despejado. Al


menos para Tony. Tranquilo, tú. Quieto en base.

Entonces, procurando que Tony se divirtiera, me ponía a inventar un discurso


en el clásico estilo científico marxista, la tónica escolástica un tanto pedante en la
que Aldana caía con frecuencia, inevitable en un hombre de su extracción que de
pronto necesita todos los medios a su alcance para poder expresarse. Nada tonto el
compañero. No se dejen llevar por mis bromas. El anónimo cadete de dentadura
estropeada de una escuela de oficiales de infantería que sin ninguna advertencia ni
preparación previa se tropieza en el camino con libros de Mailer y Cela y con
películas de Scorsese (y menos mal, para su salud mental, que aún estaba lejos de
Camus) convertido en el tercer hombre del país.

Mi imitación de Aldana para consumo de Tony:

—Compañeros men: Éstas son condiciones que sólo se dan en determinados


estadios de la lucha de clases. Es lo que podríamos tratar de analizar bajo la luz de la
causalidad y la casualidad.

Tony sonríe.

Sigo con mi perorata.

—Tomemos, por ejemplo, compañeros marimberos, para explicar el fenómeno,


un huevo.

Etc.

Había un último tema. Larga sobremesa con Aldana. Un tema candente: las
emisiones de televisión para Cuba que la USIA intentaba emprender desde un viejo
globo cautivo de la Marina que habría de dislocarse en Cayo Cudjoe, en el extremo
sur de la Florida. Fidel estaba empeñado en bombardear la instalación y «tumbar el
zepelín, reventar ese globito» (sic) desde el que se elevarían las poderosas antenas
trasmisoras orientadas hacia la isla. Eso era en franco territorio de los Estados
Unidos. Viejo sueño del Comandante: que se le crearan «las condiciones propicias
para ser el primero» en producir un bombardeo bajo cielo yanqui y que «ellos sufran
en su propia casa lo mismo» que él en la Sierra Maestra cuando era sometido al
castigo de los B-26 batistianos. Los planes de contingencia estaban elaborados. Se
hablaba entonces del supuesto contenido de la trasmisión inaugural: unos tapes
tomados secretamente por la CIA de José Abrantes solazándose en la piscina de un
exclusivo hotel de Cancún en compañía de la princesa cubana de los ejercicios
aeróbicos por televisión: una chiquilla llamada Rebeca Martínez. La trasmisión por
satélite resultaba inadecuada para los patrocinadores norteamericanos pese a lo
expedita que ésta hubiese resultado. Ningún televisor de uso en Cuba, Krim-205
(transistorizado) y Rubín 216 (de bombillos), soviéticos, y Caribe (transistorizado)
cubano, disponía del artefacto para recibir señales de satélite. Aldana estuvo
haciéndome algunos dictados. Quería que yo elaborara un texto sobre los
presupuestos éticos que nos asistían para efectuar un raid de bombardeo en la
Florida. La base fundamental del argumento era la soberanía de Cuba en juego. Si
ellos introducían una señal televisiva en Cuba, estaban invadiendo nuestro territorio,
violando su soberanía. Tuve pregunta. Una inquietud: ¿Por qué no se asumía la
misma actitud con las emisoras de radio de Miami que eran habitualmente
escuchadas en La Habana como programación local? ¿El argumento Aldana?, que no
era lo mismo, puesto que nosotros también metíamos «señales de radio nuestras
allá», y la radio es algo de empleo universal y no conoce fronteras. Pero no la
imagen televisiva. Además, argumento de Aldana, no tenemos los medios para
meterles una imagen televisiva nuestra allá. Por lo pronto la única solución que
tenemos para ripostar «la invasión por imagen» es una oleada de Mig-23 atacando el
territorio de los Estados Unidos. Otra tarea que se me iba a encargar era apelar a los
buenos oficios de mis amigos «los escritores norteamericanos» para que hicieran
«causa común con nuestros reclamos». Apenas unos dos años después de esta
conversación, cuando Televisión Martí inició sus trasmisiones desde estudios en
Washington y Miami y las antenas repetidoras del viejo globo cautivo de la Marina
en Cayo Cudjoe se activaron, el Gobierno cubano logró interferir la imagen y hacerla
inservible mediante unos trasmisores colocados por perímetros en todas las
principales ciudades del país. No obstante, al final, la operación quirúrgica resultó
innecesaria.

Uno subía por la calle 270 y doblaba en la curva y ahí estaba la puerta
nicaragüense labrada que él se llevó del búnker de Somoza en Managua y conservó
para esta casa, la última que tuvo —y luego estaba la terraza con los dos columpios
sujetos al techo por pernos de hierros y estaba la pérgola de las conspiraciones y el
refugio uno. Y el coronel Antonio de la Guardia se encontraba allí cuando, a unos 14
kilómetros de distancia y en ausencia suya, fue juzgado sumariamente, juicios
secretos, una modalidad de los códigos de conducta de la Revolución Cubana nunca
mencionados.

Cuidaba de sus orquídeas y cantaba.

La luz del sol cae de plano sobre nosotros y vamos, rumbo al orquideario,
pisando la sombra que se protege bajo nuestros propios pasos y en todas partes, cada
vez que tenga un chance, vas a descubrir a Tony mirando hacia las vías de acceso.

La acción, por supuesto, está limitada al perímetro que alcanza su vista.


Dividido entre los dos poderes esenciales, la mafia y el Partido, el coronel
Antonio de la Guardia parecía estar en el aire y no darse cuenta que el próximo
proyecto de Fidel Castro, su jefe, era matarlo —al menos ése iba a ser su objetivo al
final— mientras escuchaba el agua servida electrónicamente caer sobre las hojas
moradas de sus orquídeas, de sus heléchos, de sus malangas, el mismo ruido que
escuchaban los dos «socitos» —Tony y yo— aquel 1.° de enero de 1987, en ese
orquideario, y él diciendo, sé mi amigo, luego de que yo le pidiera el relato de cómo
había liquidado a Aldo Vera en San Juan, Puerto Rico, y me dijo, tú tienes toda mi
confianza, y agregaba que la confianza no es pensar que el amigo va a actuar en los
límites que uno impone sino apoyarlo en todos sus momentos, los momentos de
debilidad —jodidos, dijo—, especialmente. Entonces le dije que quería hacer algo
por él y me había dicho, de nuevo, sé mi amigo, y yo le había respondido, no, si yo
soy tu amigo. Sé mi amigo, eso es todo. Luego le había preguntado, y qué tú piensas
de un tipo al que te mandan a matar, uno que te vas a echar, y Antonio de la Guardia
me dijo: que ya está muerto, y yo le dije, tú no me entiendes, yo lo que quiero saber
es lo que tú piensas de lo que tienes que hacer y qué piensas de ese hombre. Qué tú
piensas de él.

Que ya está muerto.

Aldo Vera, un infatigable contrarrevolucionario señalado como uno de los


responsables del estallido, por una bomba, de un avión de Cubana acabado de
despegar del aeropuerto de Barbados el 6 de octubre de 1976, que costó la vida de
sus 73 ocupantes, provocó que todas las miradas en el Gobierno cubano se posaran
en Tony, y no le quitaron la atención de arriba hasta que Tony se las agenció para
que un militante («el artillero») de Los Macheteros, el grupo revolucionario boricua,
desde el asiento trasero de una moto, acelerada a tope por otro («el conductor»),
desenfundara su Magnum y le vaciara el pecho a Aldo Vera con cinco impecables
disparos por la espalda, acción a plena luz del día en San Juan que luego Tony se
encargaría de reivindicar en La Habana como de la ejecución de su propia mano, y
no como uno de sus coordinadores.11

El agua en aspersión electrónica, cayendo sobre las hojas de las orquídeas y de


los helechos y de las malangas, es el sonido que estamos escuchando de nuevo en
este último domingo de mayo de 1989.

¿Pero entonces, qué es más fuerte, muchacho, el Partido o la mafia?

Sonríe.

Un tipo muy bonito, de buena piel, al que siempre ves pulcramente afeitado y
con su estómago plano —encomiable para un cincuentón— y la sólida musculatura
apenas perceptible bajo el uniforme de servicio o de su indumentaria de jeans y
camisas de cuadros, pero que se revela con vigor cuando lo ves en shorts y camiseta.

Sonríe, y tranquilo, aunque la tensión, de alguna manera, comienza a ser


tangible en el ambiente. Más para mí que para Tony. En un principio, creo que su
despreocupación obedece a la genética del más valiente, luego me voy por una
variante más adecuada a mi experiencia y personalidad: que él nunca estuvo
preparado para ser el perseguido.

Entonces creo entender. El estado de alerta máxima y la mirada rápida, felina,


de Tony, dirigida a todo su entorno, es su disciplina, su mirada de siempre, una
rutina. Es más el gesto mecánico de un Tony acostumbrado a desplazarse en el
extranjero. No la de un perseguido político en Cuba.

Pero es alguien a su vez que no comprende. Las palabras de Abrantes de que se


esté tranquilo, de que nada va a pasar, y la tradición sostenida de la Revolución
Cubana de nunca castigar a sus hombres con la muerte —dos o tres años de
ostracismo es, con regularidad, suficiente— acaban de perder toda validez. ¿Cómo
puede entender Tony, Abrantes, yo mismo y hasta Fidel Castro que por fin la
Revolución Cubana ha alcanzado su verdadero punto de no retorno?

Su adiestramiento. Eso también conspira contra él. Véanlo ese día del verano
de 1979, que él gusta tanto recordar. El entonces mayor de Tropas Especiales
Antonio de la Guardia llegaba a los accesos del cuartel somocista de Peñas Altas,
próximo a la frontera con Costa Rica, y observaba la guardia exterior y hacia donde
dirigía sus movimientos y la forma en que desplazaban su patrullaje y Antonio de la
Guardia, que en ese momento no era un mayor del MININT sino un voluntario
español llamado «Gustavo», iba pasando a una libretita de notas sus cálculos y
observaciones y lo que estaba observando era esa guardia exterior y, una vez más en
circunstancias semejantes, le asombraba como siempre el silencio del enemigo, y
concentrado en su objetivo no atinaba a distinguir el silencio de sus palabras, ni el
significado de todos sus gestos, del hombre que no entiende, no atina a aceptar que
está siendo observado, y Antonio de la Guardia sabía qué debía estudiar, determinar
como principio básico a través de la exploración y de sus prismáticos, el estudio de
la situación operativa del portón de acceso al cuartel somocista de Peñas Blancas, y
que era una disciplina que tenía sus diferencias entre los mundos militar y de
inteligencia. Tenía que medir al enemigo, sus fuerzas, los vecinos, las condiciones
meteorológicas y el terreno, hombres adentro, es decir, fuerzas con las que cuentan
ellos y las propias, vías de acceso, vías de escape, armamento, y él se viró hacia uno
de sus ayudantes cubanos, un tal «Salchicha», Fernando Fernández, y le dijo, no se
dan cuenta, nunca se dan cuenta cuando los van a madurar. Era su larga experiencia
en emboscadas y en golpes de mano. Una vez se lo había contado a su amigo
Norberto Fuentes en el orquideario, la emoción que sentía cuando preparaba estas
operaciones y cómo estaba violando aquella intimidad, y aquella violencia. Y este
recordar de la escena inicial de Por quién doblan las campanas es para decir que
nunca se dan cuenta. No lo supieron. En la primavera de 1989 no se daban cuenta.
Véanlo cómo se comporta, el concepto, con un enemigo anónimo y fugaz de Fidel
Castro, apenas una visión distorsionada por la lentilla de acercamiento de la mira
telescópica de un fusil belga. Fidel mata y luego tiene aquel debate por el relato del
Che de cómo él mata, apunta con el fusil en la noche de la primera emboscada del
Ejército Rebelde y el guardia que cae fulminado por el disparo del jefe de la
Revolución. Es el primer fogonazo y se congela en la historia de la literatura cubana
y Fidel Castro no se lo perdona nunca al argentino, que describa el episodio de él,
líder cubano como no ha habido otro, cuando le vuela la tapa de los sesos con un
disparo de su fusil para matar rinocerontes en marcha frontal al soldado que se
despoja del casco, al término de su breve pero excelente trabajo profesional de
puntería, la delectación y perfeccionamiento que se busca afinando la mirada para
colocar la cruz de fuego en el objetivo —la cabeza del infeliz—, antes de halar el
gatillo.12

Inconcebible, fuera de ajuste, que Tony no se diera cuenta al convertirse él


mismo en objetivo, inexperiencia de los observadores cuando les toca su turno. Para
eso hay que tener algo especial a flor de piel, que te avise, que te diga, chequeo, y
uno les pregunta si se han dado cuenta, y dicen, no, no se han dado cuenta, nunca se
dan cuenta.

Aunque no se trataba, en efecto, de que lo pudieran matar, porque era la


situación a la que se estuvo enfrentando desde los sesenta, sino de que no supiera
que la situación era distinta.

Bien, pues, lo último de la jornada fue preguntarle por las llamadas de los
últimos días de Abrantes, del 27, y Tony me dijo que lo estaba citando para una
reunión, que tenían algo que parlotear, querían saber cómo era el negocio de los
yates y Tony le dijo cómo era que lo hacían, traer los yates de Miami, y dijo que
toda esa gente del Alto Mando eran tremendos pendejos —su referencia principal
era el general de División Luis Barreiros Caramés, el jefe de la DGI, un joven blanco
y aburguesado, un rostro pálido—, y luego Tony la emprendía contra el general
Orlandito, el jefe de despacho de Abrantes, una especie de florecita delgada y adusta
y de gruesas gafas de intelectual con pocos fondos, a los que habían ascendido hacía
poco, y en el caso de Luis Barreiros, era uno al que yo había estropeado una
operación de adulonería con el ministro Raúl Castro, jodido completo, cuando el
único hijo varón de Raúl Castro, Alejandro, estuvo en peligro de perder el ojo
derecho porque en Angola se colocó muy cerca del disparo de un lanzacohetes
antitanque RPG-7 y lo alcanzó el rebufo, que le dio de lleno en la pupila y Abrantes
le dio la orden a Tony de que pusiera todas sus antenas parabólicas y todos los
sistemas de búsqueda en función de localizar la última y más refinada información
de la medicina occidental para salvarle la visión al muchacho, todo lo que se hallara
al respecto, todo eso, se decía, por la monería de estar mandando hijos a la guerra
para dar el ejemplo y cuando Tony tuvo disponible en pocas horas toda la
información necesaria, yo le dije, dásela tú mismo a Alcibíades y que el Conejo se la
dé a Raúl de parte tuya, y ésa era una que Barreiros no me perdonaba.

Eran habituales esas reuniones de Abrantes con Tony pero en esos días se
sucedieron con mayor frecuencia.

Tony me dijo que el Veintisiete lo había citado para una reunión. Había algo
que parlotear. Abrantes quería saber cómo era el negocio de los yates, y Tony le dijo
cómo era ese negocio, cómo era que lo hacían. Traer los yates de Miami. Traer. Era
uno de los temas recurrentes de aquel inicio del verano de 1989. Los yates traídos de
Miami. Y una de las situaciones recurrentes. Cada dos o tres días, una llamada
urgente del Z-27 para el coronel De la Guardia. El Ministro solicitaba que el Coronel
se presentara con la mayor brevedad en el Ministerio. Aunque había un evidente
formalismo en estas llamadas al coronel Antonio de la Guardia para que se
presentara en el despacho del Ministro puesto que Abrantes y Tony jugaban todas las
tardes en la cancha de Tropas Especiales una modalidad de squash llamada «front-
tenis cubano», una versión del juego en la que se usa pelota de tenis y medidas
diferentes a las del squash clásico, y constituían una pareja coordinada, Abrantes en
la posición de atrás, zaguero, en la que se desempeñaba notablemente, y Tony como
delantero y también con un empeño excelente. Zaguero. Extraña palabra.

Esos yates robados de sus marinas en Miami para que sus dueños cobraran el
seguro y Tony los comprara a los «transportistas» por la décima parte de su valor
real y lo vendiera a su vez por un precio razonable a las empresas estatales de
turismo cubanas, era lo que Tony llamaba negocios triangulares perfectos. El precio
«razonable» de Tony en estos casos era no menos de seis veces lo que él le pagaba a
sus diligentes ladrones de las marinas miamenses. Y ésas son las embarcaciones con
las que aún Cuba mantiene la lujosísima flota estatal de servicio turístico. Cambio
de canal. Faltaba algo. Una cuestión.

—¿Tú no has detectado el chequeo?

Se encoge de hombros. Sonríe. Otra vez sonriendo. Su maravillosa sonrisa en


el rostro apacible de un hombre irresponsable.

—¿Viste las orquídeas, Norbertus?

Antonio de la Guardia cultivaba orquídeas y el Comandante en Jefe Fidel


Castro dejaba vagar su cerebro por los vericuetos de un diseño. Cuidaba orquídeas
cuando fue juzgado en secreto. Del diseño a la muerte, Fidel montándose en la
oposición. Pero Tony no supo hasta mucho después que ya estaba enfardelado, como
decían los cubanos, y lo maravilloso de pasar del diseño a la acción material, todos
ellos pasándose la vida concibiendo las cosas. Fidel Castro dándole vueltas a su tubo
inhalador nasal de Vicks, y Tony regando flores, aunque el genio filosófico de todos
aquellos inventos y maldades, Fidel, tiene estas ideas y tiene su concepción
estratégica, siempre, del contragolpe, actuar a la riposta y nunca a la ofensiva,
óiganlo bien, siempre a la defensiva, que es el arte de un táctico genial y un
rastrojero estratega, siempre con cuatro o cinco posibles ganancias ante cada
situación, la misma enseñanza del narco es la de sus confrontaciones militares con
los Estados Unidos de América, que se las ha ganado todas, y siempre ha tenido a los
Estados Unidos de América al borde de la guerra y ha sabido cómo torearlo.

Así que el refugio se alzaba bajo paños negros en el patio de su casa y era el
sitio donde muy pocos tenían acceso y desde donde obviamente habría interés en
colocar todos los micrófonos de escucha, el refugio de las orquídeas. Éste era el
lugar donde se encontraba cuando fue proclamada su muerte. Estaba con sus
sandalias y su pullover y se escuchaba el sisear de las sifas de agua y canturreaba
alguna balada, que era el máximo estado de felicidad para este guerrero. Sus
orquídeas y heléchos trasplantados de Soroa y el siseo acompasado del agua y el
recuerdo de una canción. Pero siempre el silencio, y los oficiales de la escucha van a
grabar kilómetros de tape en los que sólo se escucha el agua siseando y un lejano
silbido o murmullo de Antonio. Pero la mayor parte del tiempo es el silencio y la
grabadora no registra sus cejas levantadas.

Estaba ante una dulce orquídea de las tantas de su lujurioso invernadero de 10


metros de largo por 5 de ancho y en el que también crecían helechos —algo inusual
en un cubano de su condición que había sido llamado un matarife. Estaba con su
habitual pullover de camuflaje, sin mangas, que alternaba en ocasiones con uno
también desmangado en el que la palabra playhouse impresa en gruesos caracteres
blancos sobre la tela cruzaba de hombro a hombro y en el que lucía un enorme 86 y
un short de gimnasta plateado y sandalias ortopédicas de madera y estaba en su
soliloquio habitual y levantando las cejas y echando agua aquí y allá y manteniendo
las orquídeas con suficiente humedad.
Era el patio en el que había una pérgola con una mesa de aluminio y sillas y la
pérgola era de columnas de hierro y tablas en el techo para que creciera a su
alrededor una enredadera de campanas y una mesa de cristal donde habitualmente
colocaba sus pies desnudos y ése era el lugar donde se podía originar una
conspiración y con un pequeño sofá de mimbre y cojines en el que se sentaban dos
con cierta dificultad pero que era donde a Tony le gustaba andar descalzo.

Tenía estas orquídeas de la casa de sus padres en Soroa y los helechos y había
colocado telas metálicas negras y telas tomadas de las casas de tabaco para atenuar
el golpe del sol cubano de plano y había organizado un excelente sistema de riego
con mangueritas que echaban agua espasmódicamente pero de esto sí no se podía
decir que la procedencia era Soroa. Luego habían venido las semillas extranjeras de
muchos de sus viajes en cumplimiento de misiones; siempre hacía o procuraba hacer
un alto para comprar semillas de orquídeas. Tenía el dinero para hacerlo puesto que
había caja abierta para las misiones especiales, y si no, se rastreaba en las viejas
mansiones señoriales que éste es un proceder de una muy sostenida y acendrada
costumbre de la Revolución Cubana y que uno de los subordinados de Antonio de la
Guardia —puesto que era el jefe de un grupo de comandos, o de rangers, como a él
le gustaba que se le reconociera—, Rolando Castañeda Izquierdo, alias «Roli»,
llamaba la recompensa del corsario y que en un inicio se componía de los robos que
le hicieron a la burguesía cubana.

Desde luego que era algo que tenía que ver con el mar y con los hombres de
mar y con la sangre española y de la que este grupo quizá fuera el último resultado
de esos mares, la última historia de piratería y corsarios y abordaje.

En cuanto a su propio patio, Tony había organizado un sistema de vigilancia


con el campesino del fondo de su casa, que se llamaba Rafael, y con el que —en un
mal momento, ya superado— se estuvo disputando una mata de plátanos, guerra por
unos racimos que colgaban de uno u otro lado y que exactamente un día antes de
«asesinarlo», puesto que Tony dijo que resolvía el problema, optó —para empezar—
por ofrecerle la máquina reproductora de videocasetes, el campesino Rafael que
vivía en una de las casas más desvencijadas de las abandonadas por la burguesía
criolla y al que, en vez de separarle la cabeza del torso con una ráfaga de UZI 9 mm
con silenciador, Antonio de la Guardia le había cubierto sus necesidades por los
próximos 50 años de equipos de video y televisores en colores.

—El Patrick ya llegó, Tony. ¿Ya tú lo viste, no?

—Pasó por aquí —dijo Tony—. Yo no estaba.


Ahora el semblante sí se le ensombrecía.

Problemas entre hermanos.

Patricio, concluida su misión de casi tres años en Angola, había regresado el


viernes. Su hermano mellizo y uno de sus dos mejores amigos, yo (el otro «mejor
amigo» era Ochoa), todavía estábamos —48 horas después— por darle un abrazo.

—Vamos a verlo mañana —dije, con toda la dulzura que me era posible.

Antonio de la Guardia asintió.

—Mañana —dijo.

Cambio de tema. Ligero rodamiento de la aguja en el dial.

—Oye, ¿y por fin cuándo vamos a casa de Gabo? EÍ tipo está esperando por el
cabrón cuadro.

Uno de esos trabajos primitivistas preciosos de Tony, al estilo de los artistas de


la comuna del archipiélago de Solentiname, aunque carente de toda tristeza y
acendrada derrota y de ese pulso y mirada aborigen de sus artistas, lo contrario en
Tony, donde todo se expresa con la alegría deportiva de sus coloridos pescadorcitos
que pescan por el placer de pescar los tornasolados pececillos que a su vez son
pescados por el placer de dejarse pescar de los briosos riachuelos que atraviesan la
tierra de labra donde los minuciosos y forniditos campesinos labran la generosa y
fértil tierra por la alegría de obtener los dorados y jugosos frutos que florecen por el
puro objetivo de florecer y que son lienzos en los que ni una sola espada española y
ni una sola incursión de depredadores mayas proyecta su sombra opresiva sobre los
contornos y donde los colores son expresión del juego que debió ser la vida.

Era un estilo trabajado por Tony desde mucho antes de su primera


contemplación del Gran Lago de Nicaragua o Cocibolca como veterano asesor de
Edén Pastora —el comandante «Cero» de los sandinistas—, y de que Fidel le
ordenara convertirse a la ciudadanía nicaragüense para ocupar en propiedad y con
todos los derechos legales la jefatura de los Ejércitos de Montaña.

Era uno de los cuadros que yo estaba negociando para que Tony se lo regalara a
Gabriel García Márquez con el objeto de que lo colgara en una de las desoladas
paredes de su casa habanera.13 Tenía dos propósitos, acercar a mis dos amigos con la
intención meditada de beneficiar a uno de ellos: a Tony. En La Habana primaveral
de 1989, si no podías conseguir la amistad de Fidel Castro, con la de García Márquez
podías ir tirando. De paso, convocaba la gratitud de Gabo hacia mí, su gracejo y
tenue reciprocidad, al comprobar el desvelo mío por atenderlo, preocupándome de
iluminar al menos una pared de la estancia que se le asignaba en la Revolución
Cubana, porque eso era lo que ocurría con los cuadros de Antonio de la Guardia, que
iluminaban y que eran la victoria del azul, y un ejército de frutas y de flores y de
manantiales y de guijarros lavados por el agua cristalina de los arroyos que brotan en
la montaña y de los soles que se multiplican como en un horizonte de Van Gogh,
pero soles buenos, apacibles, que surgen para la luz y no la locura, saciaban la
mirada de los elegidos que se asomaron a estos paisajes y hubiesen (como ocurrió,
en rigor) dulcificado aquella antigua casa de un fabricante de jabones desalojado de
Cuba y transmutada en una especie de fortín, aunque con las defensas dispuestas
hacia adentro, gracias a la habilidad de los ingenieros del K-J que habían colocado la
técnica microfónica y televisiva, porque una cosa era Gabo amigo del Comandante y
otra la vigilancia que siempre ha de tenerse con estos personajes.

Por último, quedaba el beneficio probable de una sonrisa aprobatoria del


Comandante al reparar en el cuadro y saber por boca del propio Gabo que yo me
ocupaba de hacerle más grata la estadía cubana. El Comandante debía saber que no
se hallaba solo en su empeño de cortejar a favor de la Revolución al Premio Nobel
de Literatura de 1982.

De cualquier manera debía ser cuidadoso para que Tony no se percatara en


profundidad de que yo estaba aceptando, de hecho, que Gabo era ya mucho más
relevante que él dentro de la Revolución, no herir su susceptibilidad, puesto que si
alguien había sido amigo y compañero y si a alguien le correspondía ese lugar al
lado de Fidel, no era este extranjero enfundado en su liqui-liqui de lujo y con un
«expediente de comprobación» abierto por la Seguridad cubana; su compañero de
batalla y de muy difíciles y muy jodidas situaciones de la Revolución, batallas
verdaderas quiero decir, con balas y el fuego flamígero de las trazadoras y
mordiendo los arrecifes, como cuando esperaban juntos los desembarcos de los
teams de infiltración CIA por las costas bajas y la noche impenetrable de Pinar del
Río, era Tony. Un bravo. Valiente entre los valientes. Mi hermano, cará.

Pero me las arreglaba para que Tony recibiera la impresión de que yo quería
introducirlo con Gabo como parte de una especie de conspiración «suave» en la que
íbamos a recoger información paralela sobre la conducta de Fidel y el entourage
latinoamericano de Gabo, que regularmente se hallaba revoloteando sobre La
Habana. No estaba mal como empeño aislado de inteligencia: obtener esa
información.

—Hay que ver al Gabo —dijo Tony a mi requerimiento de que le lleváramos


uno de sus cuadros.

Una de sus costumbres: soltar una oración afirmativa sobre algún asunto del
que probablemente no tuviese la más remota idea de su naturaleza. Una de las
variantes de la actitud que yo llamaba «el piloto automático».

—¿Y al Patrick? —pregunté.

—El Patrick —dijo.

Tony se detuvo.

Me miró en silencio. Una mirada ausente, emitida desde algún punto remoto,
inaccesible, de sus sistemas de alerta.

—¿Tú sigues con chequeo?

—Yep —dije.

El inglés cortante y duro de los oestes era la única lengua aceptable en nuestra
situación.

Innecesario añadir algo más.14

—¿Yep?

—Yep —dije.

—Estás hecho un caballo-dijo Tony —. Un caballón. Norbertus.

Muy importante estar hecho un caballo, mucho mejor un caballón, aunque la


sinecura de Tony estaba siendo trasmitida desde un cerebro, el suyo, que trabaja ya
por completo en el régimen de piloto automático severo.

—Tim McCoy —dijo, con absoluta propiedad del tema—. Estás hecho un Tim
MacCoy.

—Un caballón —acepté—. Un Tim McCoy. Un Hopalong Cassidy. Un Tarzán.

Tim McCoy. Era uno de los héroes de los primeros western y nosotros lo
invocábamos en las postrimerías históricas del comunismo. Tony me estaba
llamando así para suavizar una conversación cada vez más críptica, como abriendo
una válvula para dejar escapar presión. Mucha la tensión ambiental.
Resultaba obligatorio y era parte del código que en nuestras conversaciones
corriera el aire fresco de las bromas y las coloridas expresiones que sabíamos
localizar muy bien en la compleja urdimbre de nuestras culturas, de las culturas de
sólo tres o cuatro de nosotros, pero que eran amplias y suficientes como para
abastecer a los que nos rodeaban y en las que se daba cabida a casi todos las lecturas
y/u objetos sobre los cuales hubiésemos establecido contacto visual probablemente
desde nuestras adolescencias de los años cincuenta habaneros y en la cual sin que se
produjera ninguna clase de estridencias ni de ruidos en el sistema podías ver a
Tarzán, con su cuchillo comando de degollar gorilas traidores a la cintura y su
coquetona trusita amarilla con pespuntes negros de piel de leopardo tapándole los
huevos, un Tarzán que se ha sentado a contemplar con su capacidad intelectual
intacta pese a las humedades y los siseos de la selva, un Van Gogh —que era, con
Hemingway, nuestro modelo supremo de artista, aunque conservando ambas orejas
—, o las tetitas morenas de cualquiera de las modelos de Gauguin, el colonizador,
Tarzán nuestro de cada día, que estaba viendo el Café de Noche de Vincent Van
Gogh y entiende el concepto a través del cual lo viera el propio pintor cuando le dijo
a su hermano Theo, creo que fue a Theo, que en mi cuadro Café de Noche he tratado
de decir que el café es un lugar donde uno puede arruinarse, volverse loco, cometer
un delito. En fin, he tratado —con contrastes de rosa tierno, de rojo sangre y heces
de vino, de dulces verdes Luis XV y Veronés contrastantes con los verde-amarillos y
los duros verde-azules, en una atmósfera de caldera infernal, de pálido azufre— de
expresar algo parecido a la potencia de las tinieblas de un matadero, ah, Café de Nuit
de Van Gogh, visto por Tarzán el Hombre Mono a través de la imaginación
disparada y sin consuelo de los dos o tres verdaderos aristócratas de las fuerzas
élites cubanas, la cultura diversificada que nos permitía decir, con absoluta
propiedad y dominio de conocimientos, que las tres grandes obras de la civilización
occidental, son (en orden cronológico): la Ilíada —, La Gioconda y Scarface, pero
todo menos tener que dispararse el Ulises de Joyce, y una pena (por ausente) que no
haya tinieblas en Cuba, y por los años que corrían entonces, tampoco mucho café.

CAPÍTULO 3
EL LEVE RUBOR DE TUS MEJILLAS
AL CONTACTO DE MI MANO SEGÚN LOS ARCHIVOS

La noche comenzaba a caer en La Habana como caen las noches en La Habana


cuando es el final de la primavera o el comienzo del verano y si una borrasca de
cúmulos potentes, hacia las cuatro de la tarde, ha limpiado la atmósfera. Caen
serenas, lentas, con la lentitud de una procesión, y el sol, en su eterna majestuosidad,
se oculta tras un borde nítidamente visible en el horizonte del mar frente a la ciudad
y que es una superficie imposible de abarcar de una sola mirada y en el que aún se
puede distinguir el movimiento de sus corrientes y los brincos de la espuma en los
sitios en que el agua plomiza de la superficie se agita y rompe.

Tenía tiempo. La indecisión por la cama en que habría de pernoctar se resolvió


a favor del campamento de arriba: mi apartamento en el piso 13 del edificio de los
generales. Apenas tenía conciencia de no estar actuando por el libro —y de estar
violando, de hecho, casi todos los preceptos de usos y costumbres del buen agente.
Nunca visitaba a Tony el fin de semana, y acababa de salir de su casa. Hacía meses
que no dormía en el edificio, y hacia allá me estaba dirigiendo. Pero al menos en
esto último hice bien. Fue una pequeña intuición que me dijo: ve para tu casa. Quería
trabajar un poco en mi libro angolano y donde único tenía una computadora era en el
edificio de los generales. Pero eso significaba enfrentar, al menos, la mirada
interrogadora de Lourdes— mi esposa, ¿se acuerdan? —al verme llegar a mi casa un
domingo por la noche.

Aunque aún no lo sabía, cualquier situación incómoda de un matrimonio en el


que aún no hay convicción ni consenso de disolución, iba a ser superada por las
expectativas creadas a partir de las 9, cuando Alcibíades se presentara en mi estudio,
acabado de llegar del Comité Central, y me dijera que hacía 20 minutos se había
tomado la decisión de sacar a Tony de la jefatura de MC.

Mala cosa esa decisión a estas horas de un domingo.

La noche y La Habana.

Hago desplazarse mi Lada 2107 color rojo amaranto a 80 kilómetros por hora
sobre el pavimento de la Quinta Avenida, de Miramar, mientras escucho un casete
que yo mismo he grabado del primer cidí de The Travelin Wylburys y que es la
música que me estoy proporcionando yo mismo como fondo para mis pensamientos
y para ver el escenario que se desplaza en mi entorno y entonces pensar en Tony y en
Gabo, y en mí y en Tony, y en Gabo otra vez, y sin saber aún que a Tony lo han
relevado —o están a punto de relevarlo— del mando y que Ochoa está preso.

Tomada la decisión de dirigirme al campamento de arriba.

Ni me entretengo en observar si tengo cola. Me cuento a mí mismo el chiste de


que cuando uno escucha la penúltima pieza de ese cidí, que es «Margarita», no queda
espacio bajo la bóveda craneana para la preocupación de contrachequearse.
La historia que explica por qué el célebre escritor Gabriel García Márquez se
halla sometido al control de su también célebre amigo Fidel Castro y que debía
ocultarse del conocimiento de Amado Padrón, para evitar todo ruido, es un episodio
lo suficientemente sórdido —de algunos de sus mejores amigos en Cuba
comprometidos en la búsqueda de información sobre lo que ellos llamaban «oscuros
deslices» del escritor colombiano» para que se decida eludirse del presente relato.
La orden «emanaba» del propio Comandante en Jefe. Quería saber en qué «vuelta»
estaba el hombre. El chileno Max Marambio, mejor conocido como «Guatón» que
había sido el jefe del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), la escolta a principios
de los setenta del posteriormente depuesto presidente chileno Salvador Allende, se
encargaba del «primer escalón de vigilancia». Marambio, al que Cuba le había
reciclado sus grados y lo había investido como mayor del MININT, informaba
acuciosamente sobre cualquiera de las actividades de García Márquez, aunque su
objetivo fundamental— según se la había asignado —era ilustrar sobre asuntos de
implicaciones eróticas. Esta información era seguida a su vez de cerca por el general
de División José Abrantes Fernández, ministro del Interior, que no confiaba un ápice
en la gestión como chivato de Guatón pero que tampoco le hacía saber que a través
de su todopoderosa organización de registro— todos los camareros, todos los
maleteros, todas las sirvientas, todos los carpeteros, de todas las instalaciones
hoteleras, que a su vez se hallaban saturadas de técnica, más todos los funcionarios
de los «sectores» ideológicos y culturales del país —estaba acumulando información
sobre García Márquez, el que a su vez, infeliz colombiano, consideraba a Abrantes
como su mejor amigo en Cuba, desconocedor de la opinión de Abrantes de que
García Márquez no era de confiar y que además tenía el coraje de escamotearle el
cúmulo de información completo al propio Fidel Castro, para hacer uso con
posterioridad de acuerdo con las conveniencias, siempre de acuerdo con las
conveniencias. «Pepe» Abrantes no estaba haciendo otra cosa que activar un
mecanismo y continuar acumulando kilómetros de tapes para los expedientes de
comprobación sobre personal extranjero.

Debe explicarse algo antes de continuar. Una salvedad.

Cuando se dice que el Gobierno cubano posee grabaciones de video y/o de


audio de todos los objetivos de su interés, se está diciendo enfáticamente que son
todos. Por oficio, García Márquez es grabado en cualesquiera de las instancias que
se localice y desde cualesquiera de los inmuebles posibles, pero en su caso, más que
por acumular información útil sobre el colombiano, por el placer del chisme, y
porque Fidel Castro es un insaciable consumidor de estas porquerías. No de la
imagen y mucho menos la imagen sexual, que él más bien tiende a rechazar, así
como cualquier otra reproducción de cualquier otro objetivo pero que sea obtenida a
través de una cámara, ya sea de cine, video o foto fija, así como el desnudo expuesto
sobre las tablas de un escenario, sino su necesidad de estar informado de todo lo que
le rodee, una apetencia carente de límites.

Está bien. Graben lo que puedan —la imagen (y, de ser posible, el sonido, el
sonido, ¡por Dios!, que lo importante es saber qué coño se está hablando).

En el caso de los diplomáticos norteamericanos agrupados bajo esa especie de


embajada encubierta (re)inaugurada el 1.° de septiembre de 1977, en épocas de
Jimmy Cárter, y denominada Sección de Intereses de los Estados Unidos de América
(SINA, para los profesionales y entendidos), ubicada en el mismo edificio que una
vez fue el de su auténtica embajada, la información actualizada y acumulada es
sorprendente. Para empezar, los distinguidos diplomáticos —y repetimos que todos
— , todos sin excepción, si fueron asignados para servir en Cuba con sus parejas,
deben saber que sobre ellos existen miles de horas de grabaciones de video,
desnudos y fornicando, el monto de duración de las grabaciones dependiendo de la
rapidez o de las maromas que hayan empleado en la realización de sus actos —y que
si fueron infieles, o son homosexuales, están cogidos. Si son homosexuales o
cometieron adulterio, por supuesto que ya se les tiraron y les enseñaron las
fotografías y ya ellos habrán elegido entre la lealtad a su país o pagar por el silencio.

CAPÍTULO 4
EN ESTADO LATENTE

(Esto es un instrumento de conocimiento de los instrumentos de conocimiento


al uso en la plaza.)

Los más sensibles videos se conservan en los archivos secretos de la


contrainteligencia cubana, en «Villa Marista» —como es conocida popularmente
desde los sesenta la sede principal de Seguridad del Estado, por haberse establecido
en las asépticas instalaciones de una escuela de la orden de los Hermanos Maristas.

«Villa» es un lugar sombrío y en silencio en una calle de dos vías, Camagüey,


al fondo de una vieja barriada del suroeste de La Habana, La Víbora, poblada por
descendientes de comerciantes españoles.

A la austeridad de una escuela católica al servicio de la pequeña burguesía


cubana y a sus cercas de barras negras de acero colado, sólo hubo que añadírsele las
torretas de vigilancia con reflectores, para limitar el acceso exterior. Adentro, para
la conservación de la documentación acumulada durante más de 30 años y que está
escrita en millones de papeles, o reproducida en toneladas de película o fotos, o
grabadas en cintas (audio o video), las obras han sido más costosas, enhebradas,
profundas. Se han ido cavando nuevos sótanos, naves subterráneas, pasadizos
secretos y se les ha equipado con sistemas de aire acondicionado —que en el léxico
de los últimos años ha derivado en ambientadores o reguladores de temperatura,
quizá para alejarlos de la concepción en extremo burguesa del confort, y porque
queda claro que, en este caso, sólo es para el uso de refrigerar películas.15

Los nichos blandos donde eventualmente han de ser colocadas las cargas de
explosivos que deben convertir en un inmenso cráter estas cuatro manzanas de
edificaciones y un terreno de pelota y otro de campo y pista, son inspeccionados con
regularidad para saber, con certeza, que ni un pedazo de papel del tamaño de un
confeti pueda caer en manos enemiga».

Nueva salvedad. Existen otros tributarios de los videotapes del K-J. Uno, los
sótanos del Ministerio del Interior, en la Plaza de la Revolución, donde se ha ganado
espacio para conservar los documentos y tapes que pierden vigencia en Villa
Marista. Un edificio a medio hacer por Batista cuando triunfó la Revolución en 1959
—originalmente destinado para una dependencia llamada Tribunal de Cuentas— y
reconocido por la prensa mundial desde fines de los sesenta por el retrato de Che
Guevara que ocupa los nueve pisos de su fachada pero del que fue necesario quemar
las poblaciones de ratas que anidaron entre sus cimientos en más de 20 bidones de
combustible de 55 galones llenos casi hasta los bordes de estos especímenes —entre
los muertos a palos o por envenenamiento o los capturados vivos y agarrados por la
cola y lanzados al brocal de fuego—, cuando el Ministerio del Interior ocupó la
instalación en 1966. Candela, durante semanas. Y aquellas masas de ratones
conmoviéndose como alimento parcial junto con la gasolina de las pardas fogatas. Y
la crepitación. Y los chirridos. Más de 20 bidones.

Dos, las bóvedas de cada dirección de la Contrainteligencia suelen conservar su


propia reserva de videos, más fotografías y microfilmes de sus casos —o de los
principales expedientes de su interés en el pasado pero que puedan adquirir vigencia,
casi siempre porque quedó algún cabo suelto, o porque se estime no procedente
cerrar el caso definitivamente.

Y tres, los videos que Fidel se lleva para su casa. Son muy pocos, en verdad.
No dispone de una gran videoteca de casos secretos de la Revolución Cubana, ni
puede decirse que sea un voyeurista —todo lo contrario. Pero hay determinadas
personas, determinadas situaciones, de las que él decide convertirse en su supremo
custodio. Cosas del interés del Comandante.
Falta por decir que el principal material que se acumula en Villa Marista es
(son), en realidad, los procesados, y no esas tonterías de papeles o cintas
magnetofónicas. Nombre exacto. La gente es aquí procesada. Y luego del
procesamiento, el paredón, o los largos años de cárcel. Material asimismo
destructible, o destinado a igual conversión en confeti, humo, disolución. Los
sólidos, anchos muros de concreto de los edificios de tres pisos de celdas tapiadas
incorporados por la Revolución a la obra original de los Hermanos Maristas,
construidos para evitar un asalto desde el exterior, obligarían en caso de
contingencia a meter racimos de granadas en las celdas para deshacerse de los
procesados. En caso de que la 82 División Aerotransportada se presente en la
vecindad, ya saben. Operación Flit.

Este andamiaje carcelario inexpugnable es fruto del exclusivo diseño de


arquitectos e ingenieros cubanos, sin que haya sido necesario nunca el asesoramiento
soviético. Mi amigo el general Boris, asesor principal del KGB, no tiene nada que
ver con el asunto. Por lo menos, en esto, es inocente.

Sobre el cliente principal del K-J:

El rechazo a la imagen como complemento de la información y su preferencia


por la elaboración cerebral de los datos, es el único rasgo femenino que pudiera
reconocerse en la personalidad de Fidel Castro. Muestra de una conducta árida, seca
y del convencimiento de algunos cofrades —no más de tres— de que nunca ha
estado enamorado. Establece una relación parecida entre el desnudo fémenino y la
muerte. Los fusilamientos apenas los ve. Si acaso los hace correr unos segundos por
la reproductora del comedor de su casa, al recibir el tape a la mañana siguiente de
las noches de fusilamiento, casete que se le coloca sobre la mesa junto con un
resumen de los principales cables internacionales, el parte diario de la Seguridad y el
desayuno. Cuando dispara, que es siempre a matar —los cuentos me los ha hecho él
a mí— mira el cadáver de soslayo, su único interés es comprobar que ha caído. Le
cedió a su hermano una mujer para que la desposara, a Vilma Espín, y dicen que en
s u performance entre las sábanas es de los peores en Occidente, «un mal palo del
carajo», según comentario de una legendaria modelo cubana de los cincuenta, Norka.
Estaban los guardias apostados detrás de las cortinas. Ella podía ver las botas tras los
paños. Cuando recibe los informes, regularmente pone de lado las fotografías, y
exige que se le cuente el escenario y atiende con fruición.16 Cuba, como debe
desprenderse de todo lo que aquí se dice, es uno de los países que dispone de más
información gráfica acumulada —e involuntaria, como se desprende también. Pero
no es algo que él se inhiba de ver, ni que lo abandone al solaz de los brutales
campesinos de su entourage de seguridad, ya que de vez en cuando se deja caer por
la pendiente de la tentación. Y no es que rechace— digamos que por cuestión moral
o de principios —, la imagen pornográfica, sino que se siente contrariado ante los
desnudos, por muy artísticos— y por tanto, respetables —que puedan ser. Carlos
Aldana se me quejaba de que Fidel hubiera mandado a sacar de las carteleras la obra
El lobo, el bosque y el hombre nuevo del escritor Senel Paz porque una de las
actrices ejecutaba un desnudo en escena, y porque Fidel le había jurado— la forma
más absoluta y terminante del compromiso —que mientras él estuviera vivo no iba a
permitir desnudos en Cuba. Todo esto para terminar poco después, en el ocaso de esa
vejez suya, en el acto de mandar a reunir en La Habana a oscuros personajes como
Alfredo Esquivel, «Chino», o Max Lesnick, «el Polaco», que fueron sus compañeros
de Universidad o de sus orígenes en el Partido Ortodoxo o en las bandas de los años
cuarenta y que fueron desplazados como enemigos a muerte hacia Miami en los
inicios de la Revolución, con el objeto de que le cuenten los viejos chismes de
alcoba, de 30 años atrás, de otros antiguos compañeros o amigos o conocidos. El
Fundador del Primer Estado Socialista de América a la escucha de las historias
galantes de unas criaturas que ahora son unos ancianos si no están difuntos,
divirtiéndose como sólo puede divertirse un hombre que perdió el contacto con el
resto de la humanidad en un punto del tiempo que ya ni él mismo sabe dónde estuvo.
El Chino Esquivel, de vuelta, pone a la venta en el restaurante de Miami más
concurrido por la contrarrevolución, el Versalles, de la calle 8, la caja de puros
Cohíba que Fidel acaba de autografiarle en el Palacio de la Revolución, en La
Habana. Pide 2.000 dólares en la primera audiencia. Nadie compra. Unos toques para
terminar aquí. El capitán Antonio Yibre Artiga, el ayudante personal de Fidel en la
Sierra Maestra cuando la lucha contra Batista (1957 − 1958), solía recordar con sus
amigos en los primeros días del triunfo revolucionario cómo su jefe se bajaba los
pantalones aún sin darle tiempo a que él abandonara la estancia en la que acababa de
hacer pasar a «Deborah»— nombre de guerra de Vilma Espín —la emisaria de los
luchadores clandestinos de Santiago de Cuba. Vilma / «Deborah» en la penumbra de
un refugio guerrillero de la Sierra Maestra y Yibre aún presente en esa habitación
camuflada de la Comandancia de La Plata y Fidel diciéndole al oído, mientras lo
empujaba suavemente afuera: «Ven ahorita, que esto es sacar y meter. Pero no te
vayas lejos, por si viene la aviación.» Cuando se escuchaba el ronronear lejano de
los B-26, había que ir acercándose a algún refugio. La aviación, por supuesto, era la
de Batista. Y si llegaban, era para bombardear. Repartiendo caramelos. 4 bombas de
500 libras por vuelo. Cargas frescas. Abastecidos aún sin problemas en la Base
Naval de Guantánamo. ¿El destino de Yibre? Estuvo propuesto en marzo del 59
como Ministro de Transportes, 3 meses después del triunfo de los rebeldes sobre
Batista, pero le pusieron bola negra— como llaman los cubanos a la acción de vetar.
Desde que llegaron los rebeldes a la capital, en enero del 59, se lo quitaron de al lado
a Fidel, y pasó por un tiempo a la Seguridad, y luego lo disolvieron en tiempo y
espacio, Yibre en el olvido. Pero puede ser aún consultado en Cuba, una insuperable
fuente de referencia, aunque siempre escamoteada a los historiadores. Vilma en
penumbras y Fidel dejando caer los pantalones y sacando a Yibre de la estancia
mientras le susurra que le avise si vienen los aviones y agregando: «Mantenme lejos
a Celia.» Celia. Celia Sánchez. El lirio de la Revolución. Como se sabe, una relación
cuasimatrimonial duradera de Fidel en la guerrilla fue Celia, mas ella no tenía nada
que ver con lo que se entiende regularmente como imagen sexual voluptuosa y/o
atractiva. Celia era una lesbiana dura y equívoca como alambre. Cuando, entre 1959
− 1960, hubo un momento en que algunos íntimos de la pareja guerrillera abogaron
por la consumación de un matrimonio oficial —pareciera un acto de justicia
histórica—, Fidel le echó la culpa al Partido. Fidel —fue lo que él dijo—, dadas las
circunstancias del momento, eran los inicios —al unísono— de la confrontación con
los Estados Unidos y de su larga y beneficiosa colaboración con la URSS, decidió
consultar con esa fuerza emergente a la que estaba abriéndole casi todas las
posiciones clave del poder revolucionario: los comunistas. Planteada la situación a
los compañeros del Secretariado del viejo Partido Socialista Popular, ellos se
opusieron a la celebración de tales nupcias por «el origen de clase pequeñoburgués»
de Celia, hija de un médico de medianos recursos de una villa del oriente cubano,
Manzanillo, hundida en el olvido que es el olvido de los siglos. Los compañeros del
Partido no lo consideran conveniente por ahora, Celia. Aunque sin osar una sola
referencia a un lesbianismo legendario de chica tozuda de andar al trote por las
llanuras del Cauto, fusta en mano, revólver a la cintura y dentadura quemada por los
mismos trabucos de Trinidad y Hermanos que fuman los macheteros de las colonias
cañeras. Es decir, empleando ese argumento de que «los compañeros del Partido» se
oponían a la boda, salió del apuro con Celia, a la que convirtió de paso en una
enfebrecida anticomunista, que era lo que él necesitaba para abrir con ella uno de sus
frentes distantes y para que fueran a confesársele y ponerse bajo su abrigo las
huestes derechistas remanentes que él quería mantener bajo control pero no
encarcelarlos y, por otro lado, desde luego, sin que hasta el día de hoy
probablemente ninguno de aquellos trasnochados y municipales capitanes del
proletariado cubano, hechos para el combate al socaire del general Batista, pero que
jamás le cogieron las señas al Comandante, supieran por qué Celia se convirtió en su
Flagelo. Concluyamos: Que Fidel tienda a rechazar la imagen obtenida por medios
mecánicos o electrónicos no es óbice para considerarlo como hombre de ideas
abstractas, todo lo contrario. Te va a ser muy difícil oírlo hablar de libertad o de
existencia o de lógica o de cosmogonía o de cualquier objeto o concepto que
signifique ocupar su pensamiento en ideas intangibles. No está para eso. Está para la
táctica. Para la batalla inmediata. Ahí sí que no lo puedes joder.
Así que el producto final, una grabación de video, puede aterrizar
eventualmente en la bandeja del desayuno del Comandante. Un casete del antiguo
formato Betamax que los cubanos, a escala de todo el país, han sido incapaces de
reemplazar por el VHS porque apostaron todos sus recursos desde finales de los
setenta al formato cuya superioridad proclamaba SONY.

Algo estalla casi siempre frente al lente, un cerebro, una vena del cuello,
cuando la cinta corre y nos trasmite el espectáculo, y si la cámara no está montada
en un trípode, la escena brinca en las manos del anónimo camarógrafo, hasta que se
recupera, porque enseguida se acostumbra —son profesionales— y reajusta el foco y
todo el desangramiento o el desplome que aguantan las sogas, se hace nítido en la
pantalla, que es entonces cuando entra en foco el jefe del pelotón que va a aplicar el
tiro de gracia en una cabeza que oscilará como un balón.

Ésas son «las noches».

Se producen con una regularidad trimestral en épocas normales, es decir,


cuando no hay mucha convulsión social o influjo de actividad contrarrevolucionaria
proveniente de Miami, que son las etapas de sobresalto del proceso que se producen
con una regularidad propia, muy elástica en términos de su medición en tiempo, casi
siempre por años, y en correspondencia con la situación de Fidel Castro y sus
relaciones internacionales. Por ejemplo, el episodio de la «flotilla de la libertad» que
llevó 125.000 cubanos del puerto de Mariel a Key West entre abril y septiembre de
1980, tuvo una secuela de asaltos a embajadas y sabotajes y la correspondiente
activación del paredón. Pero en este caso para ejecutar a «elementos claramente
definibles como contrarrevolucionarios». En las épocas normales, pues, se ejecutan
supuestamente sólo delincuentes comunes. El procedimiento es que Fidel, como
Presidente del Consejo de Estado, firme la sentencia y entonces se espera a que
tenga firmada tres o cuatro, para disponer de un paquete y entonces es cuando la
Fiscalía General de la República «coordina» con el Ministerio del Interior, y del
Ministerio del Interior llaman al coronel José Rodríguez, conocido como Teíto, el
jefe de la Brigada Especial de la Policía, y le dicen: «Prepara a los muchachos.
Mañana tienen función. Un paquete de cuatro.» La ejecución es en los fosos de la
vieja fortaleza española de La Cabaña, al este de la bahía habanera. Desde la colonia
hasta nuestros días, lo mismo con garrote vil que con sus sólidos paredones como
muros de contención de las andanadas de proyectiles y del eco de las descargas, es
difícil que ningún otro emplazamiento en América pueda reclamar igual récord de
sentencias complementadas. No tiene bandera. Por sus bóvedas de muerte han
pasado mulatos contrabandistas de hojas de tabaco, mercenarios de Lousiana,
patriotas y poetas criollos, espías del Tercer Reich, oficiales batistianos, agentes de
la CIA, negros asesinos del barrio habanero de Atarés, contrarrevolucionarios
confesos y sobre los que no ha existido ni una sola prueba pero que un Tribunal
Revolucionario condena a muerte por convicción —y toda esa pelambrera de
hombres que han constituido una parte de la aventura cubana, a veces valientes, a
veces orinados y defecados y anegados en lágrimas, y que pueden gritar Viva Cristo
Rey o clamar por la presencia de su madre, y que caen ovillados y boquean sobre la
hierba enrojecida cuando se corta la soga para pasarlos a las cajas. Ahora matan los
hombres de Teíto. Desde la derecha, el primero que aparece es Manolo, el jefe del
pelotón. Sigue uno al que le dicen el Ruso, después viene Manolo el Flaco y después
uno al que le dicen el Pinto, porque es de piel rojiza— lo que los cubanos llaman
colorado —, y entonces el que le dicen Charles Bronson, que es el de mayor estatura
y por el que se define la formación y sigue en la línea, a su izquierda, Roberto
Carreras, que venía de la Policía motorizada, y Francisquito (o Frank) el Fotógrafo.
Todos blancos, bien alimentados, bañados, vestidos de limpio, con esos uniformes
de camisas azules ceñidas a sus musculaturas envidiablemente definidas, y
manipulando con despreocupada destreza como juguetes en sus anchas manos los
AK-47 de asalto con los que, con sostenida y abrumadora frecuencia, le apuntan a un
negro que acaban de amarrar al poste y que no pronuncia una palabra mientras panea
con su mirada amarillenta, muy despacio, sobre el line-up de los límpidos blanquitos
que se lo van a echar, a servir completo, mientras él se babea, jadeando, y no puede
contener una emisión convulsiva y espumeante de saliva, el asesino de una vieja
cetrina y estúpida de un barrio llamado El Diezmero que se decía que escondía el
dinero en una cueva de alacranes debajo de una tabla del piso. Esta especie de guerra
civil no declarada, en la que suelen caer con harta frecuencia unos negros enormes y
una que otra libélula equivocada, ocasional, algún blanquito flacucho, avanzando
hacia el poste, porque en un rapto de celos emasculó con el filo de una lata y dejó
desangrar a su marido de galera, también tiene horas señaladas. Nueve de la noche.
En La Habana de hace dos siglos el puerto se cerraba por su estrecha boca con una
gruesa cadena que debía evitar el acceso de naves piratas y un puntual cañonazo
anunciaba la maniobra de encadenar la bahía que era la llave del Golfo y punto de
congregación de las Flotas que llevaban el oro recogido de América hacia España.
Las cadenas fueron retiradas desde el siglo pasado pero el disparo de una salva de
cañón a las nueve de la noche se mantiene como una de las tradiciones habaneras. La
salva proviene de un veterano Howitzer emplazado, precisamente, en uno de los
parapetos de La Cabaña. En las noches de fusilamiento de la Revolución Cubana, el
retumbo sirve para apagar, al menos, el bramido de una de las descargas. El capitán
Manolo, segundo de Teíto en la Brigada Especial y jefe habitual del pelotón, se
convirtió en un maestro de la sincronización con el primero de los fusilados. Al
unísono con el cañonazo, salía el muerto sin que nadie al pie de las murallas se
enterara.

Comienza la ceremonia. Ya he escogido la media docena de discos compactos.


La tanda es Gene Vincent, The Memphis Record y el Chuk Berry del concierto por su
60 Aniversario —con Keith Richards.

La cajetilla de cigarros negros Montecristo recién abierta, la fosforera y el


mismo cenicero de los últimos 15 años están colocados a la derecha. El sector
derecho a disposición de la fuma.

El néctar negro de los dioses blancos se organiza molecularmente, a fuego


lento, dentro de la cafetera. El aparato de aire acondicionado Toshiba de 2.5
toneladas tiene mis órdenes de que pasemos a la fase Groenlandia. Dejo la puerta
entreabierta para escuchar la cafetera. Lourdes, sombra inquisidora, es visible
cuando pasa un par de veces por el pasillo. No se decide a entrar.

Computadora despierta. Cursor blinqueando. Entonces, frotarse las manos y


aplaudir un par de veces y —siempre ocurre— querer uno morirse. Estaba en el
episodio de las campanas de Camacupa, un poblado de Angola en el que asistí a la
sustitución de un jefe de brigada de Lucha Contra Bandidos. El helicóptero estuvo
descendiendo en cerrados círculos sobre la pista de tierra roja y encharcada de
Camacupa. El teniente coronel Rafael Rosa Mompié, que era el asesor cubano, y el
primer teniente Marques da Silva, el nuevo jefe angolano de brigada, aguardaban por
nosotros y eran visibles a través de la escotilla. Era una visión que se empañaba
desde adentro del Mi-8 de los dos oficiales que esperaban con las manos en la
cintura. Habían traído un transportador blindado BTR-152 y los dos jeeps Gaz-69 de
cuatro puertas del Estado Mayor de la brigada. El BTR se mantendría en la pista,
para protección del Mi-8. El tañido se hizo perceptible. Y el campanario de ladrillos
fue visible en la bruma del altiplano, sobre los techos de las casas portuguesas de
Camacupa. El teniente coronel Rafael Rosa Mompié informa. Las campanas
llamaban porque «los kwachas» —combatientes de la fuerza enemiga UNITA—
habían secuestrado al cura de Camacupa. Hicimos bien en haber volado y no usar la
carretera Kuito Bié-Camacupa. Dos muchachos angolanos procedentes de Bié
acababan de contactar una mina con una moto Jawa. A uno le vació la mitad del
estómago, aún agonizaba; al otro, la mandíbula y una pierna. La mina era anticarro.
Raro, dijo el teniente coronel Rafael Rosa Mompié. Una moto no tiene peso
suficiente para activar un ingenio anticarro. A no ser, calculó, que la presión fuera
ejercida por la velocidad de la Jawa. El teniente coronel Rafael Rosa Mompié vestía
con su uniforme FAPLA y con un chaleco de combate sin mangas y con un AKM de
culatín plegable y con una ajustada pechera de magazines. Estaba sin afeitarse y sus
manos eran terrosas, y a uno no le pareció que fuera un hombre feliz.

Alguien tocando. La sombra de Lourdes pasa por el pasillo rumbo a la puerta


de entrada del apartamento.
—Tu amigo está ahí. Pasa —dice Lourdes.

El viejo Ale en el umbral del estudio. Acaban de destituir a Tony. Me apunta


con el índice, admonitorio, para decírmelo. Pasaba por su apartamento, para echarse
algo en el estómago, y de ahí seguir para Aldabó, hacia mi campamento de abajo,
cuando vio mi Lada en la valla de parqueo, que se hallaba contigua a la suya.
Alcibíades se deja caer, ligero, en una de las dos butacas italianas de cuero negro
dispuestas para mis amigos en una esquina. Tony fuera de MC. Era parte del
resultado de una reunión en el cuarto piso del MINFAR —el despacho de Raúl
Castro en el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Reunión toda la
tarde un domingo.

Los rostros eran sombríos, describió Alcibíades.

—¿Quiénes? —pregunté con un ademán.

Alcibíades empleó el mismo recurso para responder. Levantó el índice.

El uno, me dije. Fidel.

Luego levantó el anular sin engatillar el índice. El mismo símbolo de la


victoria en una de las manitas de Churchill, pero con otro significado.

El dos, me dije. Raúl.

Entonces aligeró la mano como soltando un puñado de arena. Quería decir que
el resto del personal no era de la misma ralea. Oficialitos de la Contrainteligencia y
personal de segunda categoría.

Asentí.

—Está malo el ambiente. Malo —dijo.

—¿Él ya lo sabe?

—¿Quién? ¿Tony?

—Sí.

—No lo creo —dijo.

—¿Tú quieres que le avise?


No respondió de inmediato.

—Alguien debe hacerlo —dijo.

Comencé las maniobras de apagar la computadora.

—Y es tu amigo —agregó Alcibíades.

Era una reflexión y no creo que en principio quisiera pronunciarla en voz alta.
Pero lo hizo —y con tonos sorpresivamente graves.

Entonces rectificó. Y el tono cambió de nuevo. Fue dulce y meditativo cuando


dijo:

—Es nuestro amigo. Nuestro.

Noche de fiesta. Jubileo total y absoluto de los amateurs del primer día.
Abandono de cualesquiera de las sacrosantas normas de hábitos y costumbres y
olvido rampante de las tácticas de chequeos y contrachequeos. Así que otra vez la
casa de Tony.

Puedo recordar sólo un par de ocasiones, un barbecue de langostas la noche de


un sábado, y otra ocasión parecida, algún domingo, en que yo hubiese efectuado allí
un aterrizaje nocturno en estos dos días tan vacíos de todo significado político. Por
otra parte, era usual, salvo en épocas de movilizaciones militares por anuncios de
inminentes ataques norteamericanos, que, en las tres décadas precedentes de la
Revolución, sábado y domingo fueran zonas muertas de la causa, un aproximado de
96 días del año, debido entre otras cosas a que no había donde meterse que no fuera
el sofá frente al aparato de televisión, por lo que se convertía en una especie de
sopor angustioso para las gentes que vivían en el constante procesar de la
Revolución y con la exigua programación de los únicos dos canales contribuyendo,
aunque en los últimos años se les veía ir a la playa con mayor frecuencia y en
correspondencia directa con el incremento en la venta de automóviles a particulares,
aunque también últimamente estaban en la onda al nivel máximo del Gobierno y del
Partido de volver a cerrar Santa María del Mar, la mejor playa del este habanero,
dejarla sólo para extranjeros, parecido a como estaba antes del triunfo de la
Revolución, sólo para ricos, cercada con alambradas, garitas policíacas y patrullaje
con perros para los negros. Como quiera que la guerra que inspiraba todos los
eslóganes revolucionarios en realidad no existía, esto creaba una especie de extraña
distensión con el convencimiento que se comenzaba a adquirir de que en ningún
campo verdadero de batalla se descansa los week-ends. Entonces, el invento del
sábado largo (de trabajo), y domingo de preparación para la defensa. Milicianos, a
marchar.

La laxitud, el sopor, la molicie, el aburrimiento subyacente en un país en


permanente pie de guerra, durante 30 años, contra un enemigo al final inexistente,
nunca se revelaba con mayor claridad que en el fin de semana, un enemigo que no
pensaba en ti, ni siquiera cuando le pellizcabas las costillas, a partírselas.

Levanté el teléfono.

—Yo estuve con él. Ahorita —dije.

Alcibíades señaló hacia sí mismo con el pulgar y luego hizo girar la cabeza
sobre el eje de su cuello, enfático Ale.

Que no le dijera a Tony que él estaba conmigo. Que ni lo mencionara.

—Déjame ver si no se ha ido de su casa —dije.

Tony no deja correr completo el primer timbrazo. Está al lado del teléfono.

—Ordene —dice.

La voz clara, definida, la voz con sus usuales timbres de ingenuidad, una voz
ausente de toda carga de desconfianza. El tipo entero.

—Dígame —insiste.

—Brother —digo.

Sólo tres palabras cruzadas entre él y yo. Ordene. Dígame. Brother. Me sobran
para comprender que ya Tony lo sabe todo.

CAPÍTULO 5
LA VISIÓN DEL IGUAL

Patricio de la Guardia establece las peripecias de su hermano. Este documento


fue escrito por él en prisión. Puede ofrecer para los neófitos de las operaciones
especiales un incomprensible aire de nostalgia. No porque se trate de un prisionero
deseoso de espacios abiertos sino porque está preso por los mismos episodios que
constituyen esta extraña forma del recuerdo, de la añoranza. Patricio comienza este
tipo de correspondencia dos meses después de que Tony y yo, el domingo 28 de
mayo, acordáramos verlo al día siguiente. Está preso y debe seguir estándolo por los
próximos 30 años. Casi todas estas cartas van dirigidas a Mario de la Guardia, un
tercer hermano de ellos, con el que habían cortado las relaciones desde 1960. Un
millonario de Atlanta, Georgia, según la descripción que les escuché (las pocas
veces que mereció una mención), y siempre como alguien remoto y extraño y
desventurado, a quien recordaban con la misma insensible piedad que a un muerto.
Sin embargo la carta escogida para esta sección no está dirigida a ningún miembro
de la prehistoria familiar, ninguno de esos rostros ya apenas reconocibles en la
periferia remota de la sangre, y a ninguno de los personajes de Miami o de cualquier
esquina del exilio cubano en los Estados Unidos, sino a su sobrino Antonio, el hijo
de Tony, desde luego. Carta rescatada porque resulta la más competente. Está
escogida por ofrecer una visión rápida y definitiva de los asuntos que nos ocupan,
que fue en su momento la subversión absoluta y arrolladora y en expansión de
América Latina y la injerencia en los Estados Unidos. Fácil entender que en el
presente material, él tiene otro objetivo, diferente al de cortejar al hermano prodigio,
que es el de ilustrar a su sobrino Antonio de los aleccionadores episodios —como
hombre disciplinado al servicio de Fidel, y laborioso y audaz— de su padre; y
además, va a desplegar información altamente sensible porque no piensa que su
mensaje llegue a rebasar las fronteras de la familia, no ya la isla. Así que no es
Patricio restableciendo contactos. Es él ilustrando.

[4 de marzo de 1991, Guanajay] Ahora [...] narro las operaciones en que


[Tony] participó, esto sin contar la compra de armas en los EUA durante la dictadura
de Batista [para suministrar a las fuerzas revolucionarias], la lucha contra bandidos
[operaciones de contrainsurgencia en el Escambray, región central de Cuba, a
principios de los sesenta], contra piratas [infiltraciones marítimas de la CIA, en los
sesenta], Playa Girón [la batalla perdida por la administración Kennedy y la CIA en
Bahía de Cochinos, en abril de 1961], etc. Comenzamos la primera actividad
operativa allá por el[los] año[s] 1963 − 1964 con el primer grupo de la Juventud
Comunista venezolana, que vino a entrenarse a Cuba en guerra irregular (guerrilla) y
lucha urbana, presidida por Tirso Pinto; eran unos 24 venezolanos a los que nos
sumamos Tony, Jorgito Puente y yo. En este grupo venían dos venezolanas, la
Valentina y la Negra. El grupo, después de un año de preparación regresó
clandestinamente a Venezuela y a nosotros tres nos suspendieron la salida [hacia
Venezuela] a última hora, para suerte nuestra, pues esta primera guerrilla fue
prácticamente aniquilada.
Después fuimos designados para organizar la primera unidad de Tropas Especiales,
en Seboruco, allá por San Diego, Pinar del Rio, con muchachos que seleccionamos
de entre los batallones de LCB [Lucha Contra Bandidos]. Este primer embrión de
Tropas Especiales se denominó Grupo de Operaciones Especiales (GOE), y [Tony]
era Jefe de Estado Mayor (segundo jefe). Y yo[,] Jefe de Operaciones y Preparación
Combativa. Estábamos subordinados a Ramiro Valdés [el entonces todopoderoso
ministro del Interior]. Allí estuvimos preparándonos hasta que llegó el primer
contingente que se preparaba para salir para el Congo-Brazzaville, con [el
comandante, hoy general de Brigada] Kindelán; allá iban Agapio, Coqui, Watusi y
demás negros [cubanos todos] que después estuvieron en Angola conmigo. Eso fue
allá por el año 1965. De ahí salimos para el Wajay [al suroeste de La Habana], al
Bon [apócope de batallón muy al uso en la Cuba de los sesenta] de Exploración del
EG (Estado Mayor General) y los soviéticos nos prepararon como paracaidistas en la
especialidad de diversionista [¿debe decir diversionismo?], eso allá por los años
1965 − 1966. En junio o julio del 66 después de regresar yo de los [Juegos]
Centroamericanos de Puerto Rico [a los que asiste como un supuesto «funcionario»
del instituto de deportes cubano, en realidad al frente de una pequeña tropa de
choque que, ante los ojos más cándidos, debía proteger a los atletas cubanos de
«cualquier provocación orquestada por elementos contrarrevolucionarios», pero
cuyo verdadero objetivo es evitar deserciones de la propia delegación], fuimos
subordinados a Abrantes [entonces el segundo en la cadena de mandos del
Ministerio del Interior], y el GOE fue desintegrado, quedando sólo una pequeña
compañía para cuidar los pozos de petróleo de Guanabo. Ramiro Valdés nos mandó a
presentarnos a Tony y a mí a Abrantes, y se nos planteó la tarea de sumarnos como
instructores de Preparación Combativa Especial a una nueva Unidad de Tropas
Especiales, que se iba a crear en Jaimanitas [al oeste de La Habana], compuesta por
hombres que no tenían experiencia operativa irregular de ningún tipo. Allí volvimos
para el Bon de Exploración del EG a pasar otro curso de paracaidismo de casi cinco
meses. Cuando salimos de allí me nombraron Jefe de Preparación Combativa e
Instructor, junto con Tony y [Antonio] Tenjido[;] entre los tres teníamos que
impartir clases de táctica irregular, demolición submarina, infiltración marítima y
aérea, paracaidismo, tiro, topografía y navegación. Éramos hombres orquesta, pues
la preparación de los oficiales y tropa era muy pobre. Nosotros no entendíamos por
qué se había desintegrado el GOE, en vez de haberlo utilizado aprovechando la
preparación y experiencia que tenían.

Después conocimos el porqué de aquella inconcebible decisión, y ésta se debió


a las pugnas internas entre Ramiro Valdés y Abrantes, teniendo ya Abrantes para esa
época el apoyo ilimitado de Fidel, y así fue perdiendo Ramiro su poder como
ministro del Interior, hasta que fuera sustituido en 1967 [por el comandante Sergio
del Valle]. Imagínate el trabajo que pasamos siendo hombres de Ramiro
subordinados a Abrantes, de jefes del GOE pasamos a ser instructores de una tropa
que no sabía ni tirar. Teniendo siempre la bota de Abrantes y sus cúmbilas
[asociados]17 puesta arriba de nosotros. Poco a poco y dando siempre el ejemplo, y
siendo siempre los mejores en todo lo que hacíamos, fuimos ascendiendo, como
decíamos, «a pinga y cojones», contra marea.

En 1966 se ejecuta la primera infiltración marítima en Venezuela, donde se


infiltra Arnaldo Ochoa al frente de un grupo de cubanos en Chichiribichi, operación
que casi fracasa por falta de preparación de los que tenían que maniobrar las
pequeñas Boston Whaler que se habían ocupado a los grupos contrarrevolucionarios
en años anteriores. Nosotros no participamos pues estábamos en aquellos primeros
meses tratando de darle alguna preparación a aquella tropa de incapaces y
preparando las condiciones para salir para el curso de paracaidismo.

En 1968 nos integran al grupo de guatemaltecos que dirigían Rolando Morán y


César Monte. Seguimos con la responsabilidad de la preparación especial de este
grupo, eran unos 24 guatemaltecos más Tony y yo, que éramos sus instructores; a
este grupo se le suma Newton Briones después de la muerte [en combate] de su
hermano en [la playa de] Machurucutu [Venezuela]. Con este grupo nos estuvimos
preparando hasta que en 1969 se decide entrarlos [en Guatemala] clandestinamente
[quiere decir, diseminados entre los puestos fronterizos y las aduanas de los
aeropuertos] y suspenden la operación de infiltración marítima.

En 1967 llega el grupo [venezolano] de Baltasar Ojeda y nos designan sus


instructores. Con ellos estamos hasta que los mueven para los Petis18 para pasar a
entrenar al grupo de [cubanos bajo el mando del comandante Raúl Menéndez]
Tomassevich, el cual se infiltra el 8 de mayo de[l] 67 por Machurucutu [Venezuela],
siendo la operación un fracaso, debido también a la falta de preparación de la balsa
[que debía dar apoyo de fuego al grupo de desembarco] de Briones. Debido a este
fracaso y al escándalo que se creó, se suspenden las operaciones del grupo de
Baltasar Ojeda, y es entonces que nos llega el grupo de guatemaltecos de Rolando
Morán, del cual te hablé más arriba. Con los guatemaltecos estuvimos todo el año 68
en la preparación de éstos.

En 1969 nos llega el grupo de sobrevivientes bolivianos [que habían


participado con el Che Guevara en su postrer aventura] con Inti [Peredo]; este grupo
estuvo preparándose con nosotros casi seis meses. Ya para esta fecha [Tony] era J’
[jefe de] Información de Tropas Especiales y en 1970 se le designa como J’ del
grupo responsable de secuestrar a[l ex dictador cubano, Fulgencio] Batista, pasa un
curso de [actividad] ilegal y sale para España a hacer el estudio de la situación
operativa, está varios meses preparando el operativo y ya cuando se va a ejecutar la
operación!,] Batista muere de un infarto la noche anterior al operativo. Regresa
[Tony] para Cuba en septiembre del 71 y sale para Chile con el primer grupo
operativo de Tropas Especiales, responsabilizado con la seguridad del embajador y
el estudio de las unidades militares chilenas y su situación operativa así como la
introducción clandestina de armamento. Cuando la visita de Fidel a Chile sale como
J’ del grupo operativo que tiene la responsabilidad de garantizarle la seguridad [a
Fidel) en el norte del país desde Stgo. de Chile hasta Iquique. Regresa a Cuba en
octubre del 72 y se le responsabiliza con planificar, organizar y ejecutar la
infiltración [en las costas de República Dominicana] de[l coronel Francisco]
Caamaño y su grupo, la cual realiza con éxito.19

[...] es posible que algunas fechas de aquí en adelante, o mejor dicho, desde el
año 1970 hasta la fecha en que nos meten presos [el 12 de junio de 1989] se me
confundan en tiempo, pero [Tony] cumplió tantas [misiones, tareas] y de manera tan
seguida, una detrás de las otras, que a mí también se me mezclan las fechas, pues yo
también estaba dando carreras de un lado para el otro, eran los años en que lo
veíamos todo con un romanticismo tan ingenuo, e incluso infantil, que unos años
atrás sentado con [Tony] en Luanda y recordando aquellos tiempos, nos parecía
increíble que nunca nos hubiéramos sentado a pensar con nuestras cabezas muchas
de las cosas que hacíamos. Veíamos a Fidel y sobre todo al Che, como seres
sobrenaturales. Por eso [...] digo que [se debe] leer mucho, leer a diferentes
pensadores y filósofos para que después [se puedan] hacer apreciaciones que salgan
de [la] cabeza [de cada cual] y no de la de un falso profeta, cosas que ni [Tony] ni yo
hicimos hasta pasados muchos años.

Después de regresar de la operación de Caamaño[, Tony] va a Chile varias


veces para trabajar con los compañeros del MIR, en la preparación de sus grupos
armados, esto lo hace junto a Miguel Enríquez, Pascal Allende, la Chica Verónica,
Mario Melo, etc. En 1974 − 1975 a él le dan la misión de ejecutar la limpieza de más
de cien millones de dólares que venían del secuestro de acaudalados argentinos,
operación que acababan de realizar los Montoneros al secuestrar, si mi memoria no
me traiciona, al dueño de los mataderos y frigoríficos, o sea, al Rey de la carne
fresca de Argentina. [Mario] Firmenich [«El Pepe», líder máximo de los
Montoneros] le pidió a Fidel que le ayudara a limpiar este dinero, depositándolo en
bancos suizos y de otros países, pues ellos habían tenido dificultades al hacerlo,
siéndole detenidos dos miembros de su organización en Suiza al tratar de depositar
cierta cantidad de este dinero. Con [Tony] participa el Guatón [Max Marambio, el
mayor del MININT de origen chileno], logrando después de pasar grandes sustos en
el Líbano y Suiza, depositar varios millones de dólares en diferentes bancos suizos
con la fachada de ser chilenos. [Otros pueden estar] más actualizados que yo en esta
operación pues creo que yo andaba dando tumbos por Vietnam por aquella época.
Sale de esta operación y entonces le dan la misión de hacer contacto con Naif
Hawatme y Abu Leila del Frente Democrático Palestino para ayudarlos a traer a
Cuba miles de lingotes de oro, piedras preciosas, joyas, piezas de museo, con un
valor de varios miles de millones de dólares, operación que realiza con éxito,
sacando el botín resultado del asalto a los bancos del Líbano cuando la gran revuelta
sucedida allí creo que en 1975, 76 ó 77 (estoy perdido en estas fechas ver a [nombre
sugerido por Patricio borrado en la presente edición]. Todo este botín se sacó del
Líbano para Siria y de allí para Cuba en valijas diplomáticas, en cientos de ellas.
Después todas las Joyas fueron lavadas en Checoslovaquia, al igual que las monedas
de oro y con valor numismático, operación que duró 5 o 6 años.20

En diciembre de 1975 parte con [el actual general de Brigada] Francis y [el
teniente coronel Michael Montañez] Maico para Jamaica con un destacamento de
150 hombres para apoyar al recién electo presidente Michael Manley. Va al frente
del destacamento y del grupo de asesores, que trabajaron en las fuerzas armadas
jamaicanas hasta que en febrero de 1976 llego yo de Angola y queda él como
segundo mío y se dedica él con Maico a asesorar la CIM (Contrainteligencia Militar)
jamaicana y hacer estudios de situación operativa desde la costa norte de Montego
Bay hasta Negrill, para futuras operaciones y para preparar las condiciones para la
visita de Fidel en 1978. Cuando esta visita[,] se le designa J’ del grupo de avanzada
y coordinación con las fuerzas armadas jamaicanas, tarea que realiza con éxito.

En 1976 ó 1977 es designado también para realizar la exfíltración desde


Jamaica para Cuba[,] y después volverlo a infiltrar en Jamaica a través de las
costas[,] de uno de los cubanos procesados en el caso Watergate con el que Fidel
quería entrevistarse, creo que éste tenía el seudónimo [sic] de Musculito [uno de los
cinco famosos plomeros de Watergate: Eugenio Rolando Martínez]. Maico [...]
podría ampliar muchísimo en esta operación tan delicada pues desde e! principio
estuvo al lado de [Tony]. Esta operación se hizo con todo éxito.

A partir de aquí Fidel empieza a darle a él y a[l entonces coronel y miembro


del Alto Mando del Ministerio del Interior, José Luis] Padrón tareas operativas con
las autoridades de EU, del Dpto. de Estado y del FBI. Esto hasta el año 1979, en que
se le nombra J’ del grupo operativo que salió para Costa Rica para organizar las
operaciones en el sur de Nicaragua. Van subordinados a él, Renán, Juanito, Pino y
Salchicha. Organiza, planifica y ejecuta la primera operación de envergadura en el
sur de Nicaragua con la toma de Peñas Blancas (creo que se llama así) con Edén
Pastora. Organiza y dirige toda la infiltración del armamento y municiones que
venían de Cuba, y es sustituido meses después por no hacerle caso a las indicaciones
que Fidel le enviaba en cuanto a la distribución de los envíos y el gasto de
municiones. Entra en Managua en la punta de la vanguardia de la columna y el resto
[...] lo puede contar [nombre sugerido por Patricio borrado en el momento de la
edición] que lo conoce más que yo, pues para esa fecha a mí me tenían atrabancado
[atrapado] en la Escuela Superior de Guerra. Regresa [Tony] a Cuba a fines de 1980,
ya yo soy J’ de las Tropas Especiales y él sigue [como] J’ Información y de las
Operaciones Especiales. Se decide que organice y que comience a ejecutar a la
mayor brevedad la infiltración de armamento en Salvador y Guatemala [para la
guerra que Cuba alentó en Centroamérica desde fines de los setenta], lo que hace
brillantemente, teniendo que viajar continuamente a Nicaragua.

Participamos juntos en el rescate de las cuatro monjas secuestradas en la


Embajada del Vaticano en Miramar. Asalta la Embajada como J’ del primer
subgrupo.

Cuando yo soy designado J’ del Estado Mayor Conjunto del MININT, él pide
traslado de Tropas o el retiro, pues ya estaba cansado o como otros comenzaba a
pensar con su cabeza, y [entonces] Padrón lo solicita para que trabaje con él en el
[debería decir la, por tratarse de una Corporación] CIMEQ como Vicepresidente.

Con esto [puede] ver[se] que [Tony]es un héroe y [...]

La acumulación Originaria de los Brothers. Nos cantábamos y nos


celebrábamos a nosotros mismos. Lo que antecede es Patricio. Puede sumarse como
el segundo fichero relativo al plan de escritura número uno acordado con su hermano
mellizo, el coronel Antonio de la Guardia. Habría que dar solución al problema de la
persona. El uso de la tercera persona como expresión razonable de modestia
revolucionaria debía mantenerse en el texto. Era el compromiso inicial con Tony. Al
menos, el borrador en tercera persona. De cualquier manera un grave problema,
prácticamente insoluble, era previsible para el futuro inmediato, y era la
imposibilidad conceptual de asumir un texto en tercera persona para un libro que
estaba siendo concebido bajo el título de Llamadme Antonio.

Aunque un documento preparado por Patricio sobre Tony se produce


naturalmente en tercera persona puesto que Tony no es otra cosa que eso en tales
páginas. El primer hombre que es la tercera persona.

A su vez, esa tercera voz que es él, Patricio, se funde como parte del viejo
documento que un día pareció redimir mi existencia como escritor, al menos delante
de ellos dos. Yo, el tercer mellizo. Yo, el más brother del mundo.

Como ya se ha descrito, el primero de estos documentos fue sacado de forma


maquinal, inconsciente, del disco duro de mi computadora a prima noche del
domingo 28 de mayo, cuando la críptica información que se estaba recibiendo y el
sólido nudo que se cerraba en el estómago, indicaban con certeza que Tony se
hallaba a un paso del abismo.

Sugerencia agregada. Debe sacarse el máximo provecho de la lectura de esta


carta de Patricio y la relación de unas cuantas de las misiones especiales cumplidas
por su hermano Antonio (y por él también), puesto que ese documento es único en su
clase en la historia de la Revolución Cubana. Junto con otras tres o cuatro de sus
cartas carcelarias del período 1991 − 1992, constituye un material sin precedentes
sobre las operaciones secretas cubanas. Saquen todo el provecho posible ya que, ni
siquiera produciéndose la eventualidad de la desaparición de Fidel Castro y la
captura de los archivos de Seguridad del Estado, van a encontrar una sola hoja
comprometedora. En primer lugar, porque él nunca ha dictado a ninguno de sus
secretarios una orden de ejecución o la autorización para un desembarco de
guerrillas o el secuestro de un diplomático yanqui en América Central. Esos papeles,
desde luego, no existen. Fidel Castro ha ganado sus batallas primordiales
secreteando al oído de sus Antonios de la Guardia.

Sólo sobrevive la documentación útil para comprometer a sus objetivos, es


decir, a los demás. Pero si se descubriese algún documento inconveniente, algún
papel o tape que reclame una explicación, si eso existiese, ya fue localizado y
extinguida hasta su última molécula en el fuego a presión de los incineradores.

Primero, la aventura, luego, este despliegue de ignominia, que es la prisión de


máxima seguridad de Guanajay (y, posteriormente, «La Condesa»), en la que Fidel
te manda guardar, y Guanajay con un destacamento en composición probable de una
compañía (10 vehículos) de transportadores blindados anfibios BTR-60PB, con sólo
uno de ellos visible en el área de entrada y con la misión, al menor amago de rescate
por fuerzas aerotransportadas o tropas de tierra, de barrer con Patricio y los otros 16
reclusos del «área especial», todos los cuales —es el supuesto— han sido reciclados
(involuntariamente, por lo pronto) como la más preciada golosina para la
contrarrevolución y los yanquis —si lograran hacerse de ellos. El supuesto es lo que
Fidel calcule, siempre adelantándose al enemigo y a lo que el enemigo pueda
concebir, siempre en ventaja, ganando un buen trecho de kilómetros y de semanas
con las medidas represivas que considere pertinentes. 10 vehículos BTR-60PB de
tracción en las ocho ruedas artillados cada uno con dos ametralladoras coaxiales, una
KPV de 14.5 mm— equivalente soviético de la calibre 50 yanqui —y otra PKT de
7.62 mm, no es juego eso. Esas trazadoras pasándote cerca del lomo y el retumbar de
su cadencia de fuego, no es juego.

El sorpresivo sonido electrónico de la torreta cónica artillada en bruscos giros


haciéndose escuchar en el espaciado día de cada seis semanas en que al prisionero se
le concede «visita familiar» se establece como parte de la misión asignada a los
cubanitos que tripulan estas formidables máquinas de guerra soviéticas: es la
advertencia, el mensaje de que Guanajay es una fortaleza inexpugnable, para que los
familiares de los presos lo rieguen luego por toda la ciudad. No sólo que ninguno de
los reclusos podrá salir vivo de allí, sino que nadie sobrevivirá al intento de
rescatarlos.

Patricio sediento, claro, de hallarse bajo el sol y con el salitre estallando contra
la proa y espumeando en un mar fuerza 4, lo cual sería razonable en un preso,
máxime uno de su calidad, que aún puede creer que habrá para él una segunda
oportunidad, y una tarde para saciar su destino, curarse con la dulce sal de la
aventura.

Pero el propósito no es hablar de un Patricio prisionero, ansioso del mar, que se


pudre inexplicablemente para él —no ducho aún en las artes del estalinismo tardío
—, en una cárcel de las que (de muchas maneras) ayudó a llenar apenas unos años
atrás. En la presente relación espacio-tiempo, hacia donde queremos avanzar (o
retroceder) es hacia la mejor parte de la historia, al recuerdo festivo de la aventura,
al momento en que estos aristócratas asimilados a la Revolución están en la plenitud
de su capacidad de riesgo y han encontrado una fuerza a la cual, por fin,
subordinarse, por fin la han hallado: Fidel Castro. Estos dos muchachos, enfants
terribles, malcriadísimos, de las academias militares para ricos —de las que en
Cuba había sólo dos (más otras tres, de clase media)— y que creyeron que la vida
era ese juego incansable de jimaguas hijos de la burguesía y que hubiesen dilapidado
alegremente, agotado en un santiamén la fortuna familiar se vieron, sin que nunca
antes lo hubiesen calculado, con tareas, y esto los llevó al conocimiento de una
experiencia totalmente desconocida bajo las bóvedas del Miramar Yatch Club: la de
sentir orgullo por ellos mismos, el legítimo orgullo de unos niños bien, herederos de
la aristocracia criolla que por primera vez logran algo con sus propias manos y el
disfrute anexo que se obtiene de hallarse en ese engranaje entre retórico y militar
que se prodiga intempestivamente a lo largo de la isla y que la sacude y que la llama
a despertar de un largo letargo en el que, en verdad, nunca ha estado, y ser
vanguardia y ser nachardi (jefe, en ruso, aunque cubanizada su pronunciación),
nachardi grande, de lo que en la redacción del Pravda no se hubiesen ruborizado por
calificar como el destacamento de acero del proletariado cubano, y ausentes, lejanos,
nunca recuperables ni como ecos de la memoria el lawn del Vedado Tenis o la
fastuosa casa de remos de aquel Miramar Yatch Club de sus ensueños, ahora tan
absurdos como ajenos y donde la baja intensidad de las acciones que reclamaban no
alcanza ni para levantar cuatro o cinco segundos de recuerdos. La blanca pelotita
saltando sobre la net.

No había letargo ninguno. Sólo que ése era el país y todo su futuro y todas sus
esperanzas. Esa mierda todavía, imagínense. Unos campesinos desharrapados
blandiendo sus machetes en los campos de corte de caña y los fastuosos hoteles de
La Habana y una planta de procesamiento de níquel cobalto y todo lo otro que se
gestaba allí como país en vías de desarrollo, apropiada, tranquilamente. Gracias a
que derrotamos a la contrarrevolución, y a la brigada de la CIA en Playa Girón, y
todo cualquier otro portador de una idea o proyecto de restauración republicana,
pudimos luego invadir África, o desplegar tanques en las alturas de Golán, y cambiar
para siempre el escenario de las montañas y de las ciudadelas de la política
latinoamericana, y lo hicimos con los mismos croupiers de los casinos y los mismos
macheteros y los mismos jefes de turno de las plantas de procesamiento de níquel
cobalto, sólo que a ese personal no se le dio tiempo de llegar a las manos de la mafia
o de la Frederick Snare Corporation o caer en los cañaverales y los hicimos artilleros
o conductores de tanques T-62 y pilotos de cazabombarderos Mig-23 y asesinos
profesionales dispuestos a volar la cabeza de cualquiera que el Alto Mando señalara.

Nos ahorramos tener que restablecer ese paraje que habría de ser como después
fue Formosa.

Pasión de un país que se embriaga de sí mismo, de su propia exaltación, de esa


isla larga, desdichada y pobre según Hemingway en el verano de sus balbuceos
existencialistas —Cuba en sus pupilas cansadas— y que alcanza sin ninguna
preparación previa el estatus de nación más favorecida de la historia contemporánea,
de casi la mitad final completa del siglo xx y que es el territorio donde los mellizos
se labran su reputación de ser sus mejores hombres.

En cuanto a la felicidad, tema elusivo, aténganse al pronunciamiento de una de


aquellas luminarias de la dialéctica, uno de esos señoritos filósofos que se daban en
Alemania por arrobas como limones bajo el sol, y con el bozo espumeante de la
buena cerveza de barrica, Hegel creo, de que los períodos de felicidad y prosperidad
y paz de los pueblos son las páginas en blanco de la Historia.

Desde luego que, si te hallaras amarrado al poste de ejecuciones y miraras


como se levantan las bocas de esos seis fusiles de asalto que te apuntan a la cabeza,
y al cuello y al pecho, dado que eres parte —en vivo y en directo— de una de esas
páginas nutridamente escritas del devenir humano y tienes aún capacidad mental
suficiente como para recordar la concepción hegeliana de la dialéctica histórica, es
entendible que pienses, como mínimo, que Hegel es un hijo de la gran puta y que lo
fue toda su vida, ese Jorge Guillermo Federico Hegel es maricón, pero si vas a
decirlo mientras te conducen al poste o cuando te están amarrando a la superficie
pegajosa de los restos de grasa y piel y sangre de los otros hombres que ya pasaron
por aquello, y la chamusquina del algodón crudo de sus uniformes nuevos de presos,
entregados sin equívocos el día antes para que tú sepas ya en el estadio que te hallas,
dilo bajito, para ti solo, no quiebres la disciplina ya establecida de años y años de
funcionamiento de los paredones en Cuba, que es gritar Viva Cristo Rey o un abajo
Fidel Castro (menos frecuente, y casi siempre tímido, como última manifestación de
los reos), porque si dices que Hegel es un hijo de puta, lo menos que va a ocurrir es
que detengan la ejecución para que desembuches quién es el Jeguel ése que tú dices
que te embarcó y que no aparece en ninguna de las actas del sumario, y óiganme lo
que les digo, cuando ya estás en ese trance, no se te ocurra demorarlo con nada
porque para lo único que sirve es para alargar una agonía sin soluciones, y acaben
esto, caballeros. No vale la pena, ni siquiera, entender lo que va a ocurrir cuando
esos seis hombres que te están encentrando la tabla del pecho en sus miras, escuchen
de su jefe la voz de fuego, que tú sí no vas a oír porque tampoco vas a escuchar el
bramido de la descarga y porque no habrá memoria en ti para registrarla, y el
corazón se te abomba e inflexiona, y una respiración descontrolada y pesada
antecede a algo que ya objetivamente carece de su existencia, de la tuya. Te fuiste.
Estás desconectado. Y no tienes idea del baboso rastro de tus sesos regados por
doquier ni de la viscosidad de la sangre que has derramado a tus pies.

«...en una cárcel de las que (de muchas maneras) ayudó a llenar... » La frase
queda olvidada en la urdimbre de un párrafo, y la idea colgada en la memoria y al
final pasa como buena, pero tal parecería que uno quiere eludir el bulto y no
comprometerse, y eso es lo que califica si uno abandona la frase y la deja sólo para
vestir a Patricio y sus episodios, que deviene una apreciación injusta por lograr algo
que parece adecuado desde el punto de vista de que subraya una paradoja, pero debe
decirse en primer lugar que el autor también estaba del lado de ese bando de los que
llenaban cárceles y que él ayudó a fabricar esa misma tenaza que efectivamente
después lo atrapó por su mismo cuello.

Aunque Patricio, en verdad, tiene su origen en las virtudes que se forjan en las
tropas de combate, por lo que es conveniente, acertado remedar la frase y explicar
por qué. El general Patricio viene de la Dirección General de Operaciones
Especiales, no del aparato represivo. Viene de unas auténticas fuerzas de élite, y en
el caso de los dos, Antonio y Patricio, los jimagüitas, ellos trasmiten a esas tropas
una cultura diferente, muy distinta a la de los campesinos de las regiones
montañosas de Cuba devenidos magníficos guerreros sobre el material rodante
soviético y que son unos obstinados comedores de carne de cerdo, los trozos como
guarnición de los llamados «buques», los platos soperos empantanados de arroz
blanco como montañas sobre las que se han escanciado pesados cazos de frijoles
negros, todo revuelto a conveniencia y bañado en grasa, e insaciables tomadores de
cerveza, que luego dormitan boquiabiertos, las cabezas en acomodo, recostadas a las
escotillas levantadas del T-62, y con las moscas rondándoles los gruesos dedos
grasosos, y la fuma sin apagar. Vikingo. Búfalos. Profetas. Ranger. Ballesta. Everest.
Mocasín. Stuka. Palabras que parecen nuevas, que nunca nadie las había utilizado
antes, pero que se escuchan cada vez con mayor propiedad y con todo aplomo en el
lenguaje de las tropas revolucionarias cubanas gracias a que Antonio o Patricio de la
Guardia las han pronunciado con todo el fervor de quienes atesoran un sistema de
identificación que es abstracto y silente hasta que aparece el objeto y la situación
que merecen ser nombrados en rigor. La misma experiencia de Cirilo y Metodio, si
es verdad que estos hermanos —supuestamente equipados con un hornillo, un ábaco,
dos barricas de vino y una rueda de queso de cabra— inventaron, refugiados en un
monasterio costero de Solun, el alfabeto eslavo. El mismo que trece siglos después
aparecerá estampado sobre el acero pavonado del selector de fuego de nuestros
flamígeros AK-47, ideales para el fuego de manguera: Avtomat kalashnikova
karabin.

Así que Patricio viene de las tropas y ésa es una oportunidad de que entre luz
en la espesura biográfica de esta criatura y una oportunidad de ser diferente. Bueno,
empezó su desempeño como jefe del Alto Mando del Ministerio del Interior
(MININT) trasladándose de urgencia a Bayamo, en la región oriental de la isla,
donde un cuatrero, un mulato sin camisa y descalzo y con el pantalón amarrado a la
cintura por una soga y los hombros bruñidos por el sol y la sangre reseca corriéndole
como capas de pintura hacia el ombligo, que acababan de arrestar en el momento
que le cercenaba el cuarto pemil a un torete vivo, pareció enloquecer en la misma
unidad de la Policía y enarbolando el ennegrecido machete con el que descuartizaba
las reses en las llanuras de Bayamo y que a nadie se le ocurrió arrebatarle, la
emprendió contra sus captores, partiendo clavículas y zajando pechos y abriendo
músculos como frutas de masa blanca pero instantáneo enrojecimiento y haciendo
saltar por los aires la mano del capitán que aún sostenía, sin que hubiese tenido
tiempo para amartillar, la Makarov de reglamento, y así escapó, en las estrechas
callejuelas coloniales de Bayamo, y sin soltar su machete, que blandía como una
bandera, y con su rastro de sangre en el aire —y hasta el día de hoy. Descuartizar
reses vivas y dejarlas desangrarse por los cuatro grandes boquetes era, en realidad,
un método iniciado en La Habana como una jugarreta de los cuatreros contra la
Policía Nacional Revolucionaria. «Gracia» le llaman los cubanos a ese tipo de broma
gruesa o regularmente inaceptable desde algún punto de vista. La gracia— mediante
la cual se comenzaba a mostrar un síndrome de desconcertante crueldad de los
cubanos, hasta entonces inédito —, la comenzaron los habaneros especialmente con
los costosísimos sementales canadienses importados por Fidel para sus planes de
desarrollo ganadero, y a los que solían dejar un cartel colgado del cuello que decía:
«Parado por gomas», es decir, un vehículo inutilizado por falta de los neumáticos. El
más importante y más pesado y más costoso y más publicitado de todos, un poderoso
ejemplar de semental llamado Rosafé Signet, que había sido trasladado en avión
desde Montreal en compañía de prestigiosos veterinarios cubanos, tuvo mejor suerte
puesto que conoció el sacrificio en una etapa anterior a la de los descuartizamientos
en vivo. Sencillamente, Rosafé Signet sucumbió producto de certera puñalada a su
voluminoso y rumiante miocardio y como producto de una romería de unas familias
campesinas a las que les sobraba el ron y la cerveza, pero les faltaba un poco de
carne para echar en las brasas y que vivían cerca del refrigerado establo con música
indirecta y crujiente pienso anegado con miel de torula. Establo en el cual no se
hallaba Rosafé Signet cuando apareció el guardia en su recorrido habitual. Fidel
estuvo impuesto de la situación al rato, el MININT inició la operación «Quebec» y
en menos de seis horas los perros rastreadores encontraban el enterramiento de
huesos. Parecía, a la caída del sol, el escenario de un descubrimiento arqueológico.
Unos huesos enormes, de sólido y todavía fresco calcio canadiense. Ocurrió en 1970.
Los alegres matarifes de aquel domingo de juerga todavía están presos. Fiscalía y
Seguridad del Estado estimaron que la pérdida sufrida por el Comandante en Jefe
debía hallar un equivalente de castigo a infligir en la persona de los perpetradores y
que el hecho de que fueran unos borrachínes no los iba a salvar ni de un solo día de
condena.

Y —no había concluido la huida el descuartizador de reses y desmembrador de


agentes del orden—, cuando el cuerpo de policías de Bayamo tuvo que sufrir, casi
que de inmediato, la otra embestida, la del general de Brigada Patricio de la Guardia,
despachado desde La Habana en vuelo de 3 horas de turborreactor Yak-40, un
Patricio que ingresó en el recinto policial, los brazos como un pulpo, arrancando las
charreteras de todos los que se encontraba a su paso e informándoles que estaban
degradados y expulsados deshonrosamente «de las filas del Ministerio». Los policías
argumentaban que no habían ultimado al hombre porque luego había que vérselas
con Fiscalía y no había forma de que Fiscalía aceptara explicaciones de detenidos
golpeados o muertos. «Pues conmigo» —el argumento Patricio— «no existe
explicación para no salir en defensa de un compañero por temor a enfrentar
cualquiera que sea la consecuencia».

Ése fue el inicio, un descuartizador de toros vivos.

Lo que se quiere decir es que ésas eran las dualidades del MININT y de sus
hombres, y que la contradicción insuperable entre reprimir y alcanzar el absoluto
revolucionario de una institución revolucionaria como el MININT se registraba con
mayor encono, fuerza, desgarramiento entre los viejos, avezados revolucionarios que
constituían sus filas, todos unos asesinos probados, todos por lo menos con un
muerto en su haber, pero todos necesitados de un porqué y hasta de un aplauso, un
porqué del tamaño de una montaña y que les bendijera, aunque fuera a posteriori, el
haber apretado el gatillo de la pistola con la que apuntaron a una nuca u oprimieron
un costillaje. En nombre del pueblo. En nombre de la Revolución.

***

Esperé a que Alcibíades se retirara de mi estudio para llamar de nuevo a Tony,


y con una voz de fastidio, a la que Tony por el contrario respondió con vivacidad y
calor, le dije que yo creía innecesario ir de nuevo a verlo. Pero Tony, cosa rara,
insistió.

—No. Llégate. Llégate —dijo.

Alarmante que Tony, un domingo por la noche, me dijera que fuera a verlo.

—¿Estás muy solo y muy triste? —dije, aunque sin enfatizar el tono de
pregunta de mi cuestionamiento. Un performance clásico en nuestra conducta ante la
posibilidad de escucha amiga.

—Muy solo y muy triste, Norbertus.

—Desesperado.

—El más desesperado del mundo, Norbertus.

Era una forma de nuestra habla particular, útil para intentar reconocer una
situación, en este caso saber con esa expresión melosa y apropiada de una novela
rosa, si mi presencia delante de él se tomaba insoslayable. Tomábamos en cuenta la
posibilidad de una intervención de escucha. Lo hacíamos siempre, incluso en épocas
de sin novedad en el frente y sólido asentamiento nuestro en el poder. En realidad, el
uso procedía de ese periodo idílico. Estábamos convencidos (y entrenados para ello)
de que la escucha no tenía nada que ver con la CIA, y lo asumíamos como un mal
menor e inevitable del proceso. Era parte del fuego amigo al que se nos sometía con
regularidad.

Mal menor e inevitable del proceso porque nuestra lucha era contra el país más
poderoso del mundo, el que disponía de recursos ilimitados para intentar destruirnos,
y no se podían escatimar esfuerzos en el control de la situación. ¿Entendieron?

—¿Y no te interrumpo un palito, brother?

—No me interrumpes nada. Ven para acá.

—¿Seguro que no?

—Ninguna interrupción. Ya eché todos los palitos que iba a echar este mes.

La expresión había sobrevivido por lo menos durante dos buenos siglos


cubanos aunque ya en las fronteras remotas de nuestras generaciones se había
dulcificado. Echar un palo significaba fornicar, aunque sin esas resonancias
cuasipecaminosas que se desprenden de una acción que se llame fornicar, mientras
que, en cambio, echar un palo era una expresión fuerte, vigorosa, inevitablemente
ofensiva y que procedía de la lengua de los esclavos cubanos que laboraban en las
calderas de vapor de los ingenios azucareros y que solían invitar a sus parejas a
echar un leño, un madero, en el cuarto de calderas, regularmente deshabitado y fuera
de la vista de curiosos y que nosotros, cubanitos descendientes de aquellas cuadrillas
de macheteros y de brutales capataces y de sacarócratas convertíamos, siglo y medio
mediante, y amorosamente, en un palito.21 Teníamos una ventaja a nuestro nivel
generacional: que se nos estaba permitido y era hasta gracioso y adecuado que
inquiriéramos, al menos entre buenos amigos, por el desenvolvimiento de sus
relaciones de alcoba —aunque siempre dentro de los márgenes protectores de las
entonaciones de una broma. Ni siquiera la generación anterior, la de nuestros padres,
de muchas mayores consideraciones por la respetabilidad y el señorío (por un
mayor, obvio apego al pasado), se arriesgaba a este uso del lenguaje entre sus
cofrades.

—Oh —dije al saber que no interrumpía ninguna de sus funciones maritales


del domingo. Hube de exagerar con ciertos aires operáticos la interjección Oh.
Resultaba obligatorio y era parte del código que el aire fresco de las bromas
definiera el statu quo de nuestras conversaciones.

—Oh —repitió Tony, sin mucho entusiasmo, como obligado.

—Entonces, ésta es una tarea para SuperNorbert —dije.

—La banda de los dos —dijo Tony, sorpresivamente—. Por algo somos la
banda de los dos.

No entendí en un principio.
La banda de los dos era la fórmula que Gabriel García Márquez había acuñado
para llamarnos.

—La banda de los dos —insistió.

Su tono ya era francamente fúnebre. El Sistema de Descifrado Rápido se


disparó entonces en mi cerebro, que de pronto se iluminó como una ciudad, y me
pasó de inmediato, de forma automática, a la fase de Alarma de Expectativa
Máxima.

Tony me estaba diciendo que era un problema de la incumbencia de los dos, o


que sólo se podía resolver mediante la actuación de los dos. Pero que, de cualquier
manera, era un asunto grave. Muy grave.

TERCERA PARTE
ALIARSE A LOS QUE PIERDEN

CAPÍTULO 1
SI VIVÍAN DECIDE POR TI

La noche anterior, después de la segunda conversación por teléfono con Tony,


me senté frente a la computadora y —no me pregunten por qué, ya que carezco de
respuesta racional— me puse a sacar todos los ficheros que yo mantenía en remojo
en el disco duro que consideré en ese momento innaccrochábles que era la
denominación procedente de las legendarias disputas entre Gertrude Stein y
Hemingway en el París de los años veinte para calificar un objeto inadecuado de
mostrar y que yo estaba utilizando esa noche para mi propio y secreto consumo y
que había cubanizado hasta el hueso al convertirla en la palabra inacrochable, sin
ninguna repetición de consonantes, y que cuando, además de inadecuado de mostrar,
era potencialmente peligroso, yo había decidido llamarle inacrochable con cojones.
Transferidos mis siete u ocho ficheros inacrochables y mis dos o tres ficheros
inacrochables con cojones en un par de disquetes gemelos, me los eché al bolsillo.
Entonces, en una hoja pequeña, de agenda, hice unas anotaciones bajo el
encabezamiento Operación 31/12/58.

El teléfono me detuvo cruzando el umbral y resignado a encontrarme con la


mirada inquisidora de Lourdes y con la carga de pena que yo iba a experimentar de
inmediato cuando el encuentro con esa mirada ocurriera. El teléfono otra vez. Tony.

—Oká. No vengas hoy. Nos vemos por la mañana.

—¿Paso a buscarte?

—¿Buscarme?

—Para ir a casa del Patrick.

—Ya el Patrick estuvo por aquí. Un minuto después de tú irte.


No respondo.

—Mejor nos vemos en su casa.

—En casa del Patrick.

—Como a las diez —dice.

—Como a las diez —digo.

—Mejor así —dice.

Eliminada visita a casa de Tony. Se mantiene la segunda parte del plan.


Dirigirme a casa de Juan Carlos Capote, el genio de las computadoras del
Departamento MC y una especie de protegido mío, uno de los pocos protegidos o
ahijados políticos de que he dispuesto en mi existencia, servicial y fuerte y cuyo
frecuente estado de irritabilidad me hacía tratarlo como una granada despojada de la
anilla y el hecho de que hubiese sido baterista de un grupo de rock semiclandestino
me lo convertían en el tipo de muchachón con el oficio que yo siempre quise para
mí. El mensaje era para él. (Sólo para sus ojos.)

Ficheros transferidos y mensaje anotado para Juan Carlos.

Todo previsto.

La operación recibía el nombre de una fecha significativa entre cubanos, el 31


de diciembre de 1958, último día de la tiranía de Fulgencio Batista y en el que se
produjo la desbandada de sus principales seguidores. Desbandada. Ésa era la palabra.
O no lo era. Una auténtica y desmoralizante desbandada sólo debía tener lugar en el
campo de ocurrencias del enemigo y no de la fuerza propia. Retirada Estratégica
Controlada era la clasificación a la que nos acogíamos.

Operación 31/12/58 JuanCa: estamos cogidos. Necesito: 1. Que vayas a


casa por la mañana a borrarme completo el disco duro 2. Que me saques de
MerBar todos los toners que puedas para el printer 3. Organizar retirada
Quería que Juan Carlos, de ser posible, me dejara ese disco duro liso y pulido como
una superficie de nácar. Él mismo me había metido los diablos en el cuerpo
hablándome de un tal Peter Norton que había registrado el disco duro de la
computadora de Oliver North y le había sacado todo lo que éste había pretendido
borrar con un programa del mismo Peter Norton que a su vez había inventado un
programa de restauración de ficheros borrados. MerBar era una de las empresas
comerciales creadas por Antonio de la Guardia y que era una de las sucursales
comerciales adscritas al Departamento MC y que era donde Tony concentraba todos
sus negocios de computadoras y —¡fundamental! (al menos para mí)— donde tenía
sus almacenes. Organizar la retirada significaba comprar papel, casetes de video y
de audio vírgenes, efectos de oficina, comida, cajas de Chivas Regal, latas de café y
cartones de cigarros de exportación. Todo por containers si fuera necesario. Tener
reservas para 100 años, mínimo.

No había problemas con el dinero. Una saca de nylon rojo en la que se hallaban
varios cientos de miles de dólares, depositada por mí mismo y por tal razón, para
mis estándares, a buen recaudo, en una tabla de un clóset de mi casa, respaldaba
cualquier necesidad.

Juan Carlos estaba avisado desde días antes de que las cosas se complicaban.

Contempló mis requerimientos anotados en la pequeña hoja y luego de que yo


hiciera el ademán con el índice de sellarme los labios y, gesto maquinal, mirar hacia
el techo, donde siempre suponíamos que estaban los micrófonos.

—No tenemos mucho tiempo, Juanea —dije.

Juan Carlos, rápido y de pocas palabras y terco como un raíl de línea de


ferrocarril del que han hecho un nudo, asintió, luego de soltar un breve «Ujum».

Le entregué los disquetes.

—Guarda esto por ahí. En lugares separados. Los dos tienen lo mismo.

Guardar quería decir esconder.

Detrás de Juan Carlos, procedente de las tres reducidas habitaciones del


estrecho apartamento, habían ido apareciendo en la penumbra de la sala, la mujer de
Juan Carlos, la mamá de Juan Carlos, y una muchacha de pelo negro, ensortijado,
cuyos últimos rizos flotaban sobre su nuca en ligero temblor, y una naricita
ligeramente respingada, y una mirada altanera y bulliciosa y una sonrisa que no
llegaba a ser maliciosa ni despectiva pero que era las dos cosas, además de
provocativa, y que era la hermana mayor de Juan Carlos. Mayor por unos meses y
sin que ninguno de los dos pasara de los 21 años.

Vivían.
Acordado el cumplimiento de la Operación 31/12/58, y no teniendo más que
tratar, Juan Carlos, en compañía de su mujer, se retira hacia su habitación. Su señora
madre ya ha desaparecido. Cierro la puerta tras de mí, sonriente, y de pronto
ligeramente excitado por una perspectiva que no estaba planeada para esa noche.
Titubeo un solo instante, contrariado, cuando recuerdo que en este apartamento, en
un tercer piso junto con otros 20 apartamentos frente al Malecón de La Habana, no
hay teléfono. Pero Vivian, en un gesto de auténtica camaradería y casi que ausente
de todo objetivo erótico, lo cual aumenta la carga emocional del procedimiento
porque establece en todas sus coordenadas que actúa con la naturalidad de que tú
eres mi hombre y yo soy tu mujer, mete la mano en el bolsillo izquierdo de mi
camisa, donde sabe que yo pongo mis cigarros, y saca la cajetilla, y luego busca la
fosforera en el bolsillo izquierdo del jean, con lo complicado que resulta maniobrar
dentro de los bolsillos de un Levis, sobre todo cuando lo registras desde enfrente.
Prende el cigarro, me coge de la mano y me conduce, como a un escolar, a su
habitación. Nuestra habitación. Yo sé por qué ella está actuando con esa
determinación y es porque yo he cerrado la puerta de acceso al apartamento. Así que
no existe para ella la menor duda de dónde yo he decidido pernoctar. Entre las
piernas de quién.

Juan Carlos se ha detenido frente a su habitación, en el angosto pasillo, una


mano en el pomo de la puerta. Hace caso omiso de la situación de aislamiento con el
mundo exterior que Vivian y yo hemos establecido, una especie de campana de
Faraday bajo techo a la que estamos acogidos.

—Yo no sé si nuestro amigo sabe que está muerto —dice.

—Pero no tenemos opción, Juanea —digo, la voz decidida y quizá hasta


autoritaria, debido a que existen oraciones que nunca pueden pronunciarse en tonos
ligeros—. Los socios, los brothers. Hay que joderse con ellos.

—Claro —acepta, desprovista la solitaria palabra de toda convicción.

—Estamos amarrados —digo—. Como los alpinistas.

—Sí —asiente. Creo percibir un dejo de compasión por mí. Es algo tan remoto
e inverificable como la apagada humillación que provoca.

Se lo van a fumar completo, dice.

Ese amanecer, después de Vivian, yo tuve un sueño en África.

CAPÍTULO 2
LOS INTERNACIONALISTAS

Más allá de la noche. Luanda.

Se escuchaban los disparos aislados, a veces largas, sostenidas ráfagas y


estábamos golpeando las reservas. Un botellón. Etiqueta negra. María Isabel Ferrer y
Eva María Mariam eran visibles a través de la puerta de cristal que separaba el
comedor —donde ellas dos chachareaban— de la terraza cerrada del penthouse,
donde Patricio y yo estábamos, con la botella infamante.

—Bueno el escochito, Patríck Encojonado. The good little scotch.

—Bueno, bueno que está, Norber One.

—Yeah. The good old little one.

—El etiquetón negro.

—Uh. Yeah. Etiquetón negro en el Africa negra.

—Mira el tipo, Norber. Mira como levanta el sombrerito. Caminando y con


monóculo el tipo.

El penthouse ocupaba el quinto piso de la Misión Especial del Ministerio del


Interior de la República de Cuba en Angola (MEMCA), y estaba destinado al jefe de
turno —y era donde yo, cada vez que aterrizaba en Luanda, me instalaba como
huésped ilustre porque el susodicho penthouse ya estaba designado como parte de mi
principado africano.

María Isabel y Eva María habían llenado de paños y frascos de pinturas de uña
y pozuelos de (creo) agua una esquina de la mesa y parecían dispuestas a probar
todas las tonalidades en las manos y los pies, pero con mayor detenimiento en los
pies, sobre los que trabajaban en forma alterna, atrayendo una pierna y colocando
sus plantas desnudas sobre un borde de la silla y apoyando la barbilla en la rodilla, y
entonces contemplando la curiosa y espesa obra lograda sobre la uña de, por
ejemplo, su pulgar y denegando o sometiendo a duda el resultado, y volviendo a
acometer la misma operación previo levantamiento de la capa de pintura, aún
húmeda y corriéndose, por la acción de un copo de algodón anegado en acetona.

Acabábamos de bañarnos, por turnos, y las dos muchachas llevaban sus batas
de casa, de algodón estampado, escotadas y sólo sostenidas por los tirantes sobre los
hombros, y en la frecuencia de sus movimientos, hacia delante, si tú estabas lo
suficientemente cerca, en el rango de los 2 a los 4 metros, y en el ángulo visual
adecuado (lo cual no era nuestra situación en ese momento porque había un tramo
largo de comedor y un cristal de por medio), podías ver cómo se mostraban sus
senos, enteros y furtivos, hasta la oscuridad de los pezones, y se veían completos
porque eran redondos y tenues y de fácil atisbo dada la holgura del escote de algodón
y sólo tenías que dejar la vista resbalar desde el borde dorado de sus hombros. Y
cuando ellas regresaban hacia atrás, con la pierna recogida, y si te ayudaba la suerte,
la visión era de los blumers hasta el elástico de la cintura y, en esporádica y obscena
revelación, unos matojillos de vellos púbicos que brotaban de las entrepiernas y
trataban de escapar del blumer, como por debajo de una cerca.

Desde luego, era el clásico festín de muchachas cubanas, pero del que sólo
podían tener conocimiento, abandonarse a la experiencia, en todo su esplendor,
cuando se hallaban en el exterior, aunque ese exterior significara cumplimiento de
misión en una ciudad abandonada por los rabiosos colonos portugueses y devastada
por la guerra pero con un suministro sostenido de Avon o de Christian Dior. La
elaboración de cosméticos no era el fuerte del bloque soviético, por cierto, y las
cubanas escapaban con suerte gracias a unas viejas fábricas de los mismos Avon o
de Revlon o de Chanel ocupadas por la Revolución, que se dieron a la tarea de soltar
a la calle unos productos de bastante regular calidad llamados Perla. Satisfacer la
demanda interna de pinturas de uña fue su tarea hasta que los estrategas del
comercio exterior cubano se percataron de que las ganancias, o al menos los
dividendos, serían mayores si se vendían en los ávidos mercados en orfandad de los
países socialistas. Azúcar, níquel y pinturas de uña a cambio de petróleo y
armamentos. Los antiguos centrales azucareros de la United Fruit o de capitalistas
criollos como Julio Lobo y la planta de procesamiento de níquel cobalto erigida por
la Frederick Snare Corporation en la bahía de Moa y los dulces, exquisitos
laboratorios habaneros de Chanel, todos con las calderas a punto de explotar,
trabajando para los países tributarios del CAME.22

«El trueque con las tribus eslavas», decíamos...

«Yo, azúcar. Tú, petróleo.»

«Un saco de azúcar. Dos barriles de petróleo.»

«¿Bien?»

«¿Jarochó?»
«Yo, pinturita de uñas. Tú, AK-47.»

«¿Jarochó? ¿Entender?»

Los productos: así le llaman las cubanas. Un espejo de mano y los productos,
tales los elementos que resultan imprescindibles en los rituales del maquillaje y la
manicura. De la acetona, en cambio, es innecesario hablar. La acetona se convirtió
en la mercancía deficitaria por excelencia. Desapareció de las tiendas cubanas en
diciembre de 1960. Y hasta el día de hoy. (La acetona, he aquí un elemento ideal
para preparar explosivos y altamente inflamable, argüían los expertos en cuestiones
de seguridad a nivel de corrillos callejeros. La guerra contra la acetona había
comenzado.)

El Patrick y yo íbamos a golpear la reserva del etiquetón negro por tercera o


cuarta vez y ya habíamos medido la distancia y sabíamos dónde estábamos, que era
dislocados en el staging point Patrick-Luanda, que acabábamos de bautizar de ese
modo y que era sólo para nosotros y para convocarnos antes de las batallas que nos
resultara conveniente aceptar y dónde nos hallábamos era a una noche de distancia
de Cuba, desde que levantabas la nariz y recogías el tren y el resto de los trapos al
final de la pista del Aeropuerto Internacional «José Martí», La Habana, y cruzabas
sobre la carretera de cuatro vías de acceso del aeropuerto y de las viejas casas
terrosas del pueblo llamado Rancho Boyeros y te despedías de los últimos Ladas
cubanos y los despintados ómnibus e iniciabas la solemne trepada, y seguíamos con
los cuentos, entonces con Tony, porque se decidía que fuera el protagonista favorito
de los últimos episodios, refrescada su imagen por los apuntes iniciales de
Llamadme Antonio que había trasladado a Luanda, y se escuchaba el eco que hacían
contra las paredes de la ciudad los últimos cargueros que aterrizarían esa noche en
Luanda mientras el asado de María Isabel Ferrer bullía en una bandeja del horno.
Las noches de Luanda cuando eres general.

Al otro día, desde los albores, lo que ibas a estar escuchando era el ronroneo
inconfundible y obstinado de los transportes de tropas de factura soviética AN-26,
llevando cubanos, con sus uniformes de camuflaje, sus escuetas mochilas y sus AK-
47, casi siempre de culatín plegable, y para los que era una obligación retirarles el
magazine antes de ingresar en la nave.

Las operaciones de Tony. El Twin.

El Patrick me estaba contando. Revisaba mi copia dura y comentaba.

«Coño, Patrick», yo decía. «Mira que hacemos cuentos.»


Eso fue una premonición. Decir eso fue un acto premonitorio. Pero no me
percaté de su validez porque aún no había aprendido la lección sagrada.

«Norber», decía el Patrick. «Es nuestra historia. ¿Qué otra cosa tenemos?»

La lección sagrada dice que el único sistema de la inteligencia humana cuyas


señales deben respetarse bajo cualquier condición del tiempo y de la existencia es el
que proviene de la intuición. Pero ésa es una disciplina de aprendizaje muy lenta y es
algo no accesible a todas las inteligencias y se requiere de muchas horas de vuelo
para que acabe de ser parte del equipo interactivo de la conducta, de su dialéctica, y
para eso tiene que habérsete secado la boca muchas veces sin comprender qué
estímulos externos están proporcionando, en un rango de emisión no detectable, no
comprensible, no capturable, las señales de peligro que han liberado los torrentes de
adrenalina y noradrenalina que bloquean la secreción glandular, y saberte ya, de
memoria, sin vacilar, y más que de memoria —que sea algo que te corra intravenoso
como plomo líquido— y que sea un estado de conciencia en alerta permanente, de
que nunca, antes de un combate, antes de que ordenen calar las bayonetas y sacar la
cabeza de las trincheras, le enseñes la foto de tus hijos a tu mejor amigo y le digas
que se ocupe de ellos en caso de que te pase algo, porque lo que estás haciendo, tú
mismo, con esa lástima repentina —lastimita, le llaman los cubanos— que le
profesas a los chamacos o a la mujer y, al final, a tu propia persona, es establecerte
en tus vísperas, y ése es el día en que una bala tiene tu nombre y te van a descontar.

Por aquel entonces estaba teniendo lugar esa premonición a la que yo habría de
bautizar —para exclusivo consumo de nosotros— Premonición «Mrachkovsky».

Era un personaje sacado de mis atiborrantes lecturas soviéticas.

Sergei Vitalievich Mrachkovsky.

Un bolchevique de la vieja guardia que Stalin le entregara a Andrei Vyshinsky,


su implacable fiscal, para que lo despedazara en uno de los famosos procesos de
Moscú, año 1938 según las actas. La Premonición «Mrachkovsky» es porque
Mrachkovsky, más que producir una frase autocrítica de primer nivel —«Debemos
tachar los servicios prestados en el pasado; el pasado ya no existe. Pero el presente
no puede ser tachado. Yo soy un contrarrevolucionario»— nos estaba advirtiendo.
Pero en vez de oírlo, yo lo puse a disposición de la conducta iconoclasta de los
mellizos y mía, que era también una fórmula de proyectar dureza y de protegernos.

«El más autocrítico del mundo, Patrick», yo decía. «Sergei Vitalievich


Mrachkovsky.»
«El más autocrítico», respondía Patricio.

Tenía que ver con el pasado. Con nuestro pasado, el que cada noche nos daba
por recrear si no se había producido ningún acontecimiento en el día que fuera digno
de comentar y que de inmediato se incorporaba como nuestro pasado más reciente.

El acontecimiento más recurrente, por cierto, estaba muy bueno. Uno bastante
nuevo y emocionante de verdad y que todo el mundo deseaba escuchar. Aunque ya
tenía más de un año, era el acontecimiento incorporado como pasado más reciente
que, por esa época, ocupó toda nuestra atención —y con mayor interés y recreación
desplegábamos. Fue el del sábado 5 de diciembre de 1987, cuando con el tren fijo
del carguero Casa de producción española, a bordo del cual nos hallábamos— el
Patrick, el coronel Miguel, el coronel Payret, el teniente coronel Maico, y otros tres
o cuatro intemacionalistas cubanos más —, arrastramos unos troncos de palma
cortados y apilados que se hallaban al final de los 250 metros de la pista de tierra de
N’Dalatando. Las palas del motor izquierdo se enredaron de inmediato en un
maniguazo, que peinamos después de golpear los troncos y en el momento que, de
todas maneras, despegamos, con el motor izquierdo ido y sin saber si aún
conservábamos el tren para el aterrizaje, dos horas después, en Luanda, que fue
cuando, a duras penas, logramos sobrevolar el peñón que se hallaba a medio
kilómetro de la pista. Con el único motor de que disponíamos y que dejaba escuchar
un angustioso silbido de metal en sus límites, exhausto, intentamos mantener la
trepada, obligados, como estábamos, a ganar altura, por lo menos irnos por encima
de los 2.500 metros, que era el alcance de los cohetes portátiles de conducción
térmica de que disponía la fuerza enemiga UNITA, cuando, con la proa aún
levantada, lo cual es una mala actitud para una máquina que no dispone de fuerzas
en reserva, tuvimos que enfrentarnos a la realidad objetiva de que teníamos un
cumulonimbo en formación exactamente arriba y delante de nosotros. El
acontecimiento aumentó nuestro pasado en forma considerable y además, para
ilustrarlo casi a la perfección, teníamos el tape, gracias a que Maico, el teniente
coronel Michael Montañez, con toda tranquilidad y sus habituales nervios de acero,
no abandonó su cámara mientras nuestro avión se proyectaba hacia el desastre y
mientras sostenía por el cinturón al navegante del Casa, un joven sargento angolano
que intentaba lanzarse al vacío. Maico puso un ojo en el visor y grabó el instante
antes de morirnos. Comenzábamos a contar por primera vez para el recuento de
nuestros recuerdos, con una grabación de video. La etiqueta, en el lomo del casete,
de puño y letra de Maico, aún dice: «N’Dalatando— Los rangers nunca mueren.»

Están riéndose.

Patricio mira a través del cristal, hacia el comedor, y sonríe, gozoso, de sólo
ver a María Isabel, su mujer, y a Eva María que ríen y yo también miro a través del
cristal y también sonrío, al igual que Patricio, de ver a Eva María, mi mujer, y a
María Isabel que ríen. Entonces contemplo a Patricio, enfundado en su opaco mono
Adidas de gimnasta, y él no va a saber que lo estoy observando y que disfruto de su
sonrisa y de su sosiego como nunca ninguna mujer podrá experimentarlo, porque no
hay nada de él de lo que quiera apropiarme o que desee o que pueda proporcionarme
ninguna clase de satisfacción física o material. Sólo saber que hemos compartido el
pan y la muerte y que él es el general Patricio y que, a solas, estamos extinguiendo el
contenido de una garrafa de scotch, y que me complace y colma mi vanidad (él no lo
sabe todavía) que se refiera a mí como Norber One y que soy su Brother y que le
traigo suerte.

Ése es el Norber One de esa noche en Luanda, un hombre de 44 años capaz de


entender, no sólo que Angola es su última guerra, sino que, también, es la última de
Fidel Castro. Pero incapaz de saber que Patricio es el último amigo que tendrá en su
vida, el último sobre el que existirían todos los derechos y todos los deberes y, a su
vez, como es también obligatorio y verdadero, ninguno de los derechos y ninguno de
los deberes, y al que le puedes exigir todo, porque para algo es tu amigo, y al que
nunca, desde luego, le exigirás nada, porque eso es lo último que se le hace a un
amigo, y esa noche, aislado de los sopores del África austral mediante el aire
acondicionado de una dependencia oficial cubana en el exterior, ni siquiera era capaz
de vislumbrar un futuro muy cercano en el que la soledad y el convertirse en un alma
inaccesible y remota sea la única compensación a no poder disponer, nunca más, de
los viejos camaradas.

CAPÍTULO 3
FUERA DE ÁFRICA

Se lo van a fumar completo, dice.

El resultado de toda una noche de sus reflexiones. Se los van a fumar, a todos
ustedes, completo, dice.

El plural de la nueva formulación de Juan Carlos no es humillante como se


podía percibir la de la noche anterior pero tiene otras resonancias en la conciencia,
más dispuesta a tirar las humillaciones en el almacén de los rápidos olvidos que a
obviar las señales de peligro. Es una condición de la supervivencia. Cuando el
pellejo está en juego, poco importa la larga lista que puedas haber acumulado de
situaciones ofensivas y de indignidades.
Pero hay datos circulando y uno debe apurarse a bajar las barreras.

—¿Tú crees eso, Juanca?

La pregunta hecha como al descuido.

Uno trata de mantener su empaque y el tono sereno aunque indagatorio cuando


en realidad lo que uno está es desesperado por huir, a como dé lugar y hacia donde
sea.

Juan Carlos está desenroscando una cafetera italiana de tres tazas. Y asiente, lo
cual es siempre una forma grave de decir sí.

—¿Tú crees? ¿De verdad?

Nuevo asentimiento.

Nuestros sistemas de alarma aún se resistían a despertarse pese a la masiva


influencia de estímulos que se estaban recibiendo desde el exterior.

Este grupo de viejos revolucionarios, de veteranos de guerrilla y maestros de


los servicios de Inteligencia se empeñaba en menospreciar lo que sabían, lo que se
les estaba informando y en desconectarse del comando de su intuición, pese a que,
desde afuera, todo indicaba que nos precipitábamos en una emboscada. Una
ingenuidad de origen abstracto abatía las llamas del conocimiento de unos cerebros
verdaderamente adiestrados para estos menesteres. Los profesionales que no
aterrizaban en ninguna parte del mundo sin una Brownie High Power de 9
milímetros enfundada en la costosísima cartuchera Bianchi, devenían unos primos
—la más baja estofa en la clasificación de los combatientes cubanos— que, para
comenzar, iniciaban su desarme unilateral cuando rechazaban la información que se
les suministraba, y que a esas alturas del juego entendían que debían ser como una
secta fatalista que se precipitaba hacia su designio de muerte e ignominia, nuestra
risueña levitación hacia el cadalso.

La cafetera lista. Ha sido cargada de café y el café, como es la costumbre


nacional, ha sido sólidamente apisonado en su embudo a pesar de las advertencias en
sentido contrario de todos los fabricantes de cafeteras italianas, que prescriben el
método. El artilugio ha vuelto a ser enroscado. Juan Carlos, con sus dos poderosas
manazas, en un inapelable movimiento de tranque, debe prácticamente haber
soldado las dos piezas que ahora constituyen el objeto de nuestra inconsciente
adoración y que permanece sentado sobre el fuego azulado del hornillo de gas.
—Lo van a descojonar por una razón —dice—. La razón más simple del
mundo.

Yo no me imagino qué razón puede ser esa que Juan Carlos cree vislumbrar.

—Yo no me imagino qué razón puede ser ésa —digo.

Estoy bajando las defensas. Quizá excesivamente ante el único discípulo


probable de mi existencia.

—Yo sé que no, yo sé que no te lo imaginas, porque no quieres perder.

Juan Carlos se está desarrollando. Está yendo mucho más allá de lo que yo
podía calcular y de lo que me hubiese gustado permitirle.

—El problema tuyo es ése, que no quieres perder. Pero el de Tony es que ya
tiene demasiadas cosas en las manos.

—Demasiadas cosas —repite.

Ya estaba entendiendo. Por eso las evidencias de emboscada se aceptan con


lentitud, con reticencia, y, puestas en balanza, las humillaciones gustan más.

Ah. Entendido.

Ya.

Lo que no puedes aceptar es la pérdida del poder. Juanea se anotaba un punto.

El gorgoteo. La cafetera vibra y hay una siseante emisión de vapor y los


efectos de una fuerza de empuje interna parecen meter el hombro, desde abajo, para
levantar la tapa niquelada.

La ceremonia de servir el café, al no ser presidida por una mujer, se resuelve


con rapidez y sin gracia, compactada por los movimientos de maniobra de Juan
Carlos.

—Tiene azúcar —dice. La taza, en una de sus manos y frente a mis ojos.

El despertar en aquel recinto era difícil siempre para mí, el descubrir


invariablemente a Juan Carlos, como si bloqueara la puerta de la habitación de
enfrente, el darme de bruces con él, cuando mi costumbre de compararlo con un oso
peludo podía adquirir el plomo absoluto de la verdad revelada, moreno, fuerte, ex
oficial del Ministerio del Interior y baterista de un grupo de rock y genio de las
computadoras de MC, era el oso inmenso de pelambrera negra que me clavaba su
mirada de piedra mientras yo cerraba la puerta detrás de la hermana, aún arrebujada
en una sábana y aún desnuda y aún abatida por una serena molicie mientras yo
cerraba esa puerta y la contemplación de uno de sus breves pies desnudos y la larga
pierna fuera de las sábanas era objeto de mi escrutinio ascendente hasta, desde
luego, llegar a las blancas y protuberantes nalgas y destapadas y siempre, en ella,
mostrándose en un gesto de apertura, de oferta, y yaciendo como yacía, sobre su
brazo izquierdo, la imagen se apagó, en cámara lenta, como una gota de agua que
atrajo sobre sí toda la luz de una mañana y que fue mostrada en una amplificación de
uno por diez mil.

Entonces yo —por mi propio bien, desde luego— tratando de suavizar la


situación y el Juanea, reconvenido él mismo, yéndose a la situación de hermano
menor, ayudará con alguna propuesta blanda, hacer ese café que ya ha hecho, o algo
por el estilo, y como si él me hubiese acabado de abrir la puerta de entrada de su
casa y yo no hubiese salido del cuarto de su joven y preciosa hermana, la frágil pieza
de porcelana —de obligado, cuidadoso trato— que yo venía de acabar de hollar, de
profanar sus vellos púbicos y gozar de cada uno de los milímetros de su piel, de
insistir en su culito con la lengua, con los dedos o con el resto del instrumental y de
haberme extasiado entre aquellos dulces anillos de su recto, de agarre perfecto, un
oscuro hoyuelo hundido entre dos nalgas que ya he descrito como protuberantes, y
cuya reticente elasticidad sometía a prueba mientras la asía firmemente, con mis dos
manos, por las caderas y mordisqueando su nuca, y era una muchacha de olores
primaverales y de vellos rubios y sedosos, vellos milimétricos que se electrificaban
aún dormida —pero sonriente, agradecida— cuando yo la acariciaba con la palma de
la mano.

«¿Hay cafecito, Juanca?», era la primera pregunta de rigor.

Primera respuesta, también de rigor:

«Vamos a ver.»

«¿Leche?»

«Vamos a ver.»

«¿Tú vas a ver?»

«Voy a ver.»
Juan Carlos y yo sabíamos hablar claro, ésa era la virtud, y un poco después de
la mañana del 28 de enero de 1989 —yo estaba acabado de llegar de lo que (hasta
ahora) es mi último viaje a Angola— en que había visto por primera vez la espalda
de Vivian, apenas vislumbrada al paso, debajo de su bata de casa, que al descender,
limpio y vaporoso el algodón estampado, se amontonaba sobre sus glúteos, de
blanquita cubana moldeada por ósmosis con negras esteatopigias, de esclavitud, que
se hicieron cubanas en las plantaciones de caña, y que fue la muchacha que me
colocó como una de sus prioridades existenciales desde que abrió la puerta y ofreció,
como era de rigor, café y comenzó a revolotear por mis alrededores, y dijo que
enseguida me llamaba a Juan Carlos y preguntó de inmediato si podíamos dejarla en
Primera Avenida y 18, en la escuela de idiomas donde trabajaba y que después, en el
camino, seguramente probando mis posibilidades, mencionó El Tocororo, el
restaurante más exclusivo de La Habana, y casi que se invitó ella misma, y luego de
que se apeara en su escuela y yo le dijera a Juan Carlos: «¿Qué pasa si me empato
con tu hermana?», tuve elementos para evaluar la situación.

Nada.

Loud and clear. La respuesta de Juan Carlos era previsible.

Nada.

Después hubo una reconsideración. Lo único que no quería era «una


mariconada», es decir, en términos redondamente cubanos, que no le hiciera un daño
de consideración a la muchacha, algo que en los códigos de conducta anteriores al
triunfo revolucionario se hubiese entendido rápidamente como desflorarla fuera del
matrimonio o dejarla embarazada, pero que a finales de la década de los ochenta se
convertía más bien en un ejercicio obligado de retórica, un sonido sin ninguna clase
de furia, vacío de todo significado.

Y otra cosa, se apresuró a decirme.

Más importante que nada. No quería verme lavando los blumers de su


hermana, tal y como un feliz y complacido marido anterior de ella solía hacer un par
de veces a la semana.

Estaba mejor esa cláusula. Era una advertencia sobre un temperamento.

Implacable pequeña maestra de inglés.

Por lo pronto, cuatro meses y un día después de aquella pregunta, estaba el


único representante de la familia Fuentes incorporado, como uno más, en los
alrededores de la tibia cocina, tomando su cafecito, en compañía de los cinco
miembros de la familia Capote, que ya se habían levantado. Conseguí que Vivian me
alcanzara un vaso de leche de la reserva familiar, luego de una ligera actuación que
solía repetirse.

—¿No tienes leche ahí?

—Déjame ver.

—Mira a ver, anda.

—Voy a ver.

—Yo no sé si hay —interviene Juan Carlos, a quien ya le había hecho la


solicitud.

Otro clásico performance del proceso. Si los cubanos no obtenemos una


negativa firme y concluyente a la primera solicitud, seguimos pidiendo. Los cubanos
—déjenme explicarles— hace como 30 años que no tenemos reparo en meter los
tenedores en un plato ajeno, y abrimos los refrigeradores, buscamos en los estantes,
también debajo de las camas y efectuamos la pesquisa completa de lo que queremos
obtener con toda naturalidad y entre amigos, y es algo que va más allá de la
promiscuidad en que vive un 90 % de la población desde los años sesenta, y algo
peor que la pérdida del sentido de la propiedad después de tantas nacionalizaciones,
intervenciones y socializaciones. Las relaciones sociales de producción han perdido
toda seriedad dado que el trabajo y sus resultados —tanto para el país como para sus
productores— carecen de valor real, viviéndose como se ha vivido gracias a los
suministros soviéticos y donde la amistad se ha convertido en el verdadero rasero o
regulador de cualquier actividad social, política y económica —esta última para
llamarle de alguna manera a la obtención de productos y medios de vida.23

La leche. Se hallaba a buen recaudo dentro de un habitualmente desolado


refrigerador, pero que en las últimas semanas comenzaba a animarse con las
pequeñas y multicolores raciones de carnes y quesos envasadas en los paquetes de
aluminio y plásticos y los panecillos envueltos en nylon procedentes de la comisaría
de Cubana de Aviación.

La ceremonia del café, esta vez sintetizada por Juan Carlos, y mi habitual
petición de un vaso de leche fría, se producía asiduamente —cuando yo pernoctaba
con los Capote— al pie de la cocina, que se hallaba detrás de un counter del
reducido apartamento.
—¿Qué más tenemos ahí? —le pregunté a Vivian, sujetándola por una muñeca
y en ademán— una broma, por supuesto —de retorcérsela.

—¿Dónde, muchacho? ¿Dónde?

Una Vivian sonriente y sin perder sus aplomos de fierecilla ingobernable,


enfundada en su elegante uniforme azul, hurgó en mis bolsillos, en busca de los
cigarrillos de exportación Montecristo. Permiso para encender cigarro, dijo con la
mano sobre una visera imaginaria y con tonos pretendidamente militares, lo que
aumentaba el nivel de picardía en todas sus acciones y la intensidad del desafío a
que siempre me estaba queriendo someter. Juan Carlos —y ocasionalmente su mamá
o su mujer— podían estar obligados, por la estrechez del lugar, a presenciar las
escenitas de esporádica luna de miel, pero se las arreglaban —no se sabe cómo en
aquellos escasos metros cuadrados— para no hacerse sentir y desaparecer de
inmediato.

Muchas veces pensé que la actitud de Juan Carlos, su «dejar pasar», así como
el permanente desafío de Vivian, eran atribuibles a una conducta generacional y que
era específica de Cuba. Que Juan Carlos aceptara que yo, su amigo más cercano,
tuviera a su hermana como la segunda amante de un escalafón de mujeres bajo mi
patronazgo y disfrute, y usufructo, nunca ha sido algo aclarado, aunque pueda pensar
que en última instancia fue la solución más inteligente adoptada por él con dos de
las cuatro únicas personas de su círculo cerrado de afectos y no queriendo perder a
ninguna de las dos, pero que no acababa de tragar que Vivian lo aceptara, no ya ser
amante oficial de un hombre casado, sino la segunda amante oficial de un hombre
casado y con otra amante oficial y que de alguna manera ya estaba reconocida
universalmente, al menos con ciertos derechos de antigüedad, sólo pude
explicármelo por el enorme deseo de lucha del que Vivian hacía gala y porque
realmente pensó alguna vez que podría doblegarme. El síndrome del marido anterior
lavándote los blumers y no tú los calzoncillos, a veces puede ser muy perjudicial en
el desenvolvimiento táctico estratégico de los sueños de rosa de una muchacha. Al
final, conmigo, tuvo que conformarse con explorarme —actividad a la cual se
dedicara con fruición— y decirle a las amigas que yo «hacía igual», es decir, que la
llevaba a la cama todas las noches «sin ningún tipo de problema» —una necesidad
apremiante de comparar la capacidad y resistencia sexual de un hombre en el inicio
de su edad madura que trabaja sobre su cuerpo joven y ávido, con los mocetones de
su experiencia habitual (aunque no tenían por qué saber que esto último se lograba,
entre otros, como resultado del habilidoso despliegue de tres o cuatro trucos), pero
se trataba también de comparar a los cotidianos ciudadanos de su entorno con un
hombre del poder, de esa reducida capilla cuya existencia las autoridades y el
Partido se empeñan siempre en negar, sobre todo ante las capas humildes y
trabajadoras del pueblo, pero que es la cofradía de la que se cree atisbar sus fugaces
y enigmáticos rostros desde los Ladas de caja quinta desplazando ondas subsónicas
de trayecto hacia un lugar que (no puede ser otro) debe ser el olimpo invisible y
nunca enteramente descrito de los elegidos.

Las piernas torneadas de Vivian, vestidas con pantimedias oscuras, le sentaban


muy bien, junto con su uniforme de aeromoza; y la palidez de su rostro se acentuaba
por la severidad del azul prusia del uniforme sobre el que, como en una danza de
siluetas, los brazos de auténtica porcelana blanca, y desnudos desde la media manga,
se movían —gracias probablemente a los contrastes de blanco sobre negro—, con
cierta majestuosidad, y yo contemplaba, en secreto conocimiento para mi solo
consumo, las pequeñas y elegantes manos con las que estuvo amasándome los
testículos toda la noche, incluso dormida, y con las que ahora se valía para manejar
los utensilios de su desayuno y dentro de dos horas, junto con estudiada sonrisa, para
los ademanes de dar la bienvenida a bordo y acomodar a los 162 pasajeros del vuelo
a Madrid. El pañuelo tricolor de cabeza colocado al descuido como una bufanda era
el atractivo detalle final de su presencia en este mundo aquella mañana.

El claxon abajo. Dos toques. Un automóvil negro, sin rótulo, pero perteneciente
a Cubana de Aviación, espera por ella. Es un Volga 24, el remedo soviético del
Mercedes Benz, y se asigna para recoger tripulaciones por toda La Habana. En breve
se producirá el descenso real, desde su apartamento, de Vivian, la muchacha que es
la envidia del barrio, porque obtuvo una plaza de aeromoza, gracias a su dominio
fluido del inglés, y porque es una de las pocas, en un perímetro de varios kilómetros
a la redonda, con una docena de pantimedias en la gaveta, y además porque «sale»
conmigo, es decir, paseamos juntos con frecuencia, y yo he sido identificado como
«un tipo que es ministro o comandante y que se cree que es Dios», es decir,
arrogante, poco dado a saludar al resto de los ciudadanos. En verdad, ella
desesperaba por un poco de aventura y sobre todo por pertenecer a algo diferente al
aula mal ventilada donde impartía sus clases sobre Shakespeare o Bacon y
adentrarse a como diera lugar en uno de los estamentos de la hipotética aristocracia
criolla, aunque fuese esa línea subalterna que es ser una aeromoza, y en la que se
había enrolado pese a mi oposición porque para algo era una licenciada en Lengua y
Literatura Inglesa y porque yo sabía todo lo que iba a ocurrir después, y de hecho ya
estaba ocurriendo, que era estarme hablando de los capitanes de los 111 − 62, sus
nuevos ídolos.

Aventura y poder, quizá una ilusión.

Pero resultaba una combinación imposible de soslayar para una cubanita


ansiosa de salirse de la tontería asfixiante en que, se daba cuenta, estaba condenada a
vivir en eternidad, y un tipo que pese a sus aires irónicos de intelectual, jamás se le
oye hablar de problemas existenciales y que ella ve a los duros de la Revolución
reverenciarle, y cómo le hacen gracias, y él se mueve con naturalidad y hasta
ganando distancia en el coto cerrado de la casta militar, y que entra y sale del país
como tomar agua, un tipo que va de los dominios de la muerte a los de la
inteligencia, y entonces a los del poder, y después a los del comercio, no está mal si
se te posa con la lengua entre las piernas y te sorbe el clítoris y a veces lo tienes de
uniforme de campaña, uno de esos atuendos de combate sorprendentes en su
atractivo, con mangas recogidas en gruesos dobleces sobre el codo, y broches
metálicos y el apellido en una banda sobre el bolsillo izquierdo de la chamarra, por
lo que existe casi que la obligación de enamorarse, sobre todo si la posibilidad más
próxima, otro intelectual que le había quedado cerca —es decir, con el que también
se había acostado—, pero diferente por un largo tramo si lo conocías, era un
cuarentón de apellido Rodríguez, flaco y dulzón, procedente de una familia de
pobres de solemnidad, profesionales del hambre, de una aldea en las proximidades
de La Habana pero que había saltado al estrellato internacional, gracias a una
excepcional producción de canciones políticas y que miles de mujeres, de Madrid a
Santiago de Chile, se extasiaban gritando su nombre, Silvio, Silvio, y coreaban sus
canciones en los estadios a lleno completo en los que se presentaba, y al que, por lo
menos dos generaciones de cubanas, habían decidido pasárselo por la vagina, y que
—¡desde luego!— se llevaba muchas más mujeres a la cama que cualquiera de
nosotros, infelices y comunes mortales, pero que no había manera de que hiciera
vibrar a ninguna pese a sus aires melancólicos de perro apaleado que aún no aprende
la lección de la fama y que cree necesario ser lo mismo modesto y humilde que un
monumento de irascible soberbia.

Juan Carlos y yo acompañamos a Su Alteza Serenísima en su descenso a tierra,


desde el cuarto piso, donde estaba el apartamento. El día empieza bien: con un
elevador que, milagrosamente, trabaja. Entonces llegamos a la planta baja y nos
aproximamos a la acera y yo miro hacia la zona de parqueo en busca de la segunda
buena noticia y poder respirar tranquilamente al cerciorarme de que mi Lada color
amaranto ha sobrevivido una noche más a la codicia de los cacos.

«Pe Cero, Veinticinco.»

Me estaban divisando. Acababan de divisarme. El carro 25, un Lada 1500 S,


color crema, era desde el que se me estaba divisando y era el «móvil» del que
disponían como avanzada de mi seguimiento porque no tenían punto de chequeo fijo
frente al edificio donde se hallaba el apartamento de los Capote, entre otras razones
porque yo apenas pernoctaba allí.
Las llamadas de alerta —para anunciar que el objetivo se halla en movimiento
— deben hacerse a la jefatura —«Punto Cero»—, desde el punto de chequeo —
regularmente ubicado frente a la residencia del objetivo y en la casa o apartamento
de uno de los «vínculos útiles» del K-J— y siempre por teléfono para evitar que los
puntos fijos de chequeo sean ubicados en el mapa por radiogoniometría, sobre todo
en el caso de los diplomáticos de los Estados Unidos de América, supuestamente
equipados con la última tecnología para rastrear con precisión «la cola» que no les
abandona por toda la ciudad y los centros desde donde se imparten las órdenes.
Aunque Fidel había decidido, por primera vez en la historia del K-J, que la Brigada 1
se desentendiera de los diplomáticos yanquis para volcarla por completo sobre
nosotros, comenzaban a registrarse algunas incompetencias. Una, por lo menos en
mi caso, era que podía dormir en cualquier cama y que carecía de un lugar de
trabajo. Así que se les hacía obligatorio avanzarme un carro al pie de cualquier
edificio, o en las cercanías de cualquier casa, donde se me ocurriera cobijarme, y
tenían que trasmitir por radio para darle a la jefatura las coordenadas de mi
seguimiento. La modalidad, necesariamente, tuvo que llamar la atención del team de
radiocontrainteligencia de la Sección de Intereses de los Estados Unidos de América
en La Habana. Como quiera que los cubanos estaban trasmitiendo todo por radio y
ellos, los gringos de la SINA, no acertaban a detectar su cola habitual y que la
situación se prolongara durante varias semanas, debe haberlos inclinado por la
variante operativa de que los cubanos empleaban métodos de chequeo desconocidos
y hasta el momento no detectables y no percatarse de que se estaba produciendo en
sus narices el cambio de política más dramático del proceso cubano y que era
merecedor de inmediato de una reconsideración de Inteligencia y diplomacia de los
Estados Unidos de América, porque había algo mucho más que simbólico en el
hecho de que Fidel hiciera virar la dirección de trabajo de la Brigada 1 del K-J,
sacándosela de encima al personal norteamericano destacado en Cuba y lanzándola,
como una jauría, sobre su propio dispositivo revolucionario. «Dejen tranquilos a
esos bobos de la SINA, que no aciertan una, y ocúpense de Ochoa.»

Excepto cuando yo aterrizaba en casa de Eva María Mariam, donde disponían


enfrente de un punto de chequeo fijo, en la casa de tejas rojas del coronel retirado de
las fuerzas blindadas, Diosmediante Ballester, al otro lado de la desolada calle
llamada Quintana, por la que transitaban más arañas que vehículos, o que hiciera
noche en mi propio apartamento, con micrófonos instalados hasta en los inodoros,
los kajoteros tenían que pasar la velada refugiados en sus vehículos o a la intemperie
y continuar desarrollando a mis expensas un rencor sórdido y un desprecio incurable
por los impredecibles lugares de mi vagar existencial, en los que yo pudiera dejarme
caer. Siempre molestos conmigo por las vueltas que —ellos decían— yo daba, y la
cantidad de gente que visitaba y las mujeres con las que me acostaba. Esto último,
desde luego, era el fundamento básico de su irritación, y vector permanente de
comentarios insultantes sobre mi persona.

«Indique, Veinticinco.»

«Cero Dos la Pluma.»

El Punto Cero solicita al carro 25 que informe la situación. El carro 25 informa


que el objetivo está en movimiento. 02 es el indicativo de en movimiento. La pluma
fue el indicativo con que estos hijos de puta me bautizaron. Fue una porción de lo
que, tiempo después, llegaría a mi conocimiento. En fin, que yo estaba en
movimiento, en realidad, que había salido del edificio y que ya estaba afuera.
Regularmente —repito— éstas son comunicaciones desde el punto de chequeo al
Punto Cero, pero en mi caso, aquella mañana, se habían visto obligados a sustituir el
punto de chequeo con el carro 25.

Arriba, en el apartamento, se quedaban la mujer y la madre de Juan Carlos. Me


despido de Vivian, y con un rápido beso en los labios y otro en la punta de la nariz,
hago como si la dejara escapar, y entonces vuelvo a atraerla hacia mí, y tomándola
autoritariamente por las caderas, para que tuviera bien presente todo el día laboral
quién fue —por lo menos anoche— su dueño, y para que me vieran desde el Volga
sus dos o tres compañeritas, que no pierden ni pie ni pisada de la escena, vuelvo a
besarla, ahora con mayor largura. Mi performance, desde luego, es también para
ellas. Para que vieran qué cuarentón más guapo y qué elegante con mis jeans Levi’s
y mi guayabera azul pálido, y mis Ray-Ban negros como un cuervo, y mi Rolex y
pulso de pelo de elefante en la misma muñeca, la izquierda, y la derecha sin ningún
adorno, y mi sonrisa tan jodedora y cómo manipulo a Vivian, a mi antojo. Miro, más
burlón que desafiante, hacia el Volga, y hay un rostro severo, que es el del chofer, y
las sonrisas de dos muchachas, y yo les digo a ustedes una cosa ahora, de toda mi
experiencia cubana, antes y después de mi paso por los salones del poder y del
conocimiento de todas las glorias de la Revolución, la experiencia más indeleble, la
que se me mantiene inalterable y que más aprecio, es la de esta época en que no
había una mujer que se me resistiera en La Habana y de las que yo disponía, cuando
quisiera.

Observo a Vivian, mientras apresura el paso hacia el Volga 24. Estoy


persuadido de que no va a mirar atrás, partiendo de la base de que las despedidas
pierden sentido para un personal de tripulación aérea.

Fue la última visión de Vivian aquella mañana en que —aún no lo sabíamos,


desde luego— habían llamado del Ministerio de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias a Arnaldo Ochoa y comenzaba nuestra destrucción, en metódico
proceso.

Es decir, yo aún no había desembragado, al menos a nivel de la psique, de mi


concentración mental en el culo de Vivian en el momento y en las proximidades del
lugar del comienzo del fin de la Revolución Cubana.

Vivian se detiene antes de abrir la puerta, se toma todo su tiempo para girar el
rostro hacia mí y, en la palma abierta de la mano izquierda, que ha besado
fugazmente, soplar en la dirección en que yo me encuentro. Entonces, un velo de
nostalgia en anticipación, como el reconocimiento de un destino inexorable,
apareció de repente en su mirada, y, antes de volverse por completo y entrar en el
automóvil, trató de sonreírme y de ser dulce y de estar en frecuencia. En mi
frecuencia. Muchacha.

Hay un Lada, de color crema, desde el que somos perfectamente visibles.

«Punto Cero, Veinticinco.»

«Indique, Veinticinco.»

«Cero Tres la Pluma.»

03 quiere decir que el objetivo está caminando. Yo caminando hacia mi


automóvil.

Tienen mi fototabla, o un juego de fotografías independientes, con todos los


posibles ardides de lo que llaman «enmascaramiento», es decir, mis previsibles
disfraces o intentos de cambio de personalidad, bigotes y barbas postizos, pelucas,
espejuelos, y variaciones de mi rostro con pelo teñido, dibujados sobre una foto mía
que ha sido tomada como base, y una pequeña biografía, que hace hincapié en lo que
llaman «hábitos y costumbres» de —en este caso— mi conducta regular, que pueden
haber recolectado durante años, y los nombres, direcciones y teléfonos de las
personas que frecuento. Ellos a su vez, además de estar de civiles y armados con
pistolas Makarov, llevan dentro del carro una parafernalia de disfraces de rápido
cambio para actuar sobre una base igualmente mañosa del «enmascaramiento» —
aunque los disfraces a disposición de los kajoteros, es comprensible, sólo sean de la
cintura para arriba, porque es lo único visible en los carros—, como pelucas,
camisas de corte, colores y estilo diferentes, batas de cirujano o de barbero,
camisetas deportivas, bigotes, barbas, pelucas, moldes de yeso para aparentar brazos
entablillados, espejuelos y gorras, y las placas de matrícula de automóviles con
numeraciones de distintas series —de agarre por imán, que se instalan de un bofetón,
en un santiamén—, y cámaras fotográficas con teleobjetivo desde los años sesenta, y
a partir de 1987, con cámaras de video Sony, de 8 mm, casi siempre.

El Lada color crema del K-J está parqueado en la rampa de acceso de una
cafetería, clausurada hace muchos años, en los bajos de un edificio de tres plantas, a
unos 70 metros, en diagonal por mi izquierda.

Las llaves en manos del Juanca. Yo hacía siempre lo posible porque él


manejara.

—Vamos a casa del Patrick, brother —digo—. Que Tony nos está esperando.
Ah, por esto me pasé la noche recordando al Pat en Luanda.

«Punto Cero, Veinticinco.»

«Indique, Veinticinco.»

«La Pluma con un Cero Cincuenticinco. Del Patio.»

055 es una persona ajena al caso. Del patio quiere decir que es cubano. Yo
caminando hacia mi autómovil en compañía de un cubano ajeno al caso.

Nos estamos instalando en el mejor Lada que nunca rodara por La Habana, aún
fresco en su interior y con el techo y los cristales bañados de rocío, por la noche al
descubierto, y uno sin obligación de usar los cintos de seguridad, porque esa ley
prosperó poco en Cuba. Arranca al palo, es decir, apenas Juan Carlos hace girar la
llave del encendido, pero no le dejo avanzar hasta que las agujas de la presión de
aceite no hayan caminado un poco en su reloj y la aguja de la temperatura del motor
no haya comenzado a cabecear. Es la actitud mínima que se requiere en los trópicos
para la explotación óptima de un Lada, de la que uno se había hecho un profesional.
Entonces me acomodo en mi asiento derecho, ventanilla abajo, y en un gesto de bien
estudiada ingenuidad, para cualquiera que me esté observando, arreglo a mi
conveniencia el espejo retrovisor y le digo a Juan Carlos que me lo deje.

—Déjame éste, Juanca —le digo sin apenas mover los labios.

Mi gesto es rápido y perfecto y he garantizado una visión en profundidad hacia


mi retaguardia operativa. No tengo que denunciarme en el trayecto, moviendo y
buscando en el retrovisor del techo o por el de la puerta del chofer, si tenemos cola.
Un simple atisbo hacia la derecha, y me llevo todo el ruido que traigamos de
arrastre.

«Punto Cero, Veinticinco.»


«Indique, Veinticinco.»

«Cero Cuatro la Pluma.»

04 es el automóvil. Quiere decir que ya estamos instalados en el auto,


montados en el carro —según la lingua cubana. Hasta aquí— trasmisión de Cero
Cuatro la Pluma —, todo hubiese sido materia del punto de chequeo fijo y se hubiese
comunicado por teléfono al Punto Cero, que de inmediato hubiese pasado sus
órdenes por radio a los carros. Según la terminología de los kajoteros, desde que el
punto fijo— o el carro que suple su función —indica el objetivo en cero cuatro, el
Punto Cero toma el mando de las acciones automáticamente, el que organiza el
desplazamiento de sus carros— siempre numerados del 20 hacia arriba, para no
confundirlos con algunos indicativos o numeraciones de calle —y el que comienza a
marcar en planchetas, como control de tierra en los combates aéreos, o desde una
cabina de radar, el trayecto del objetivo.

«A todas las Cero Cuatro que tienen la Pluma: a la viva», trasmite el Punto
Cero. Todos los carros de mi chequeo en alerta.

«Veintisiete, Pecero.»

«Indique, Pecero», responde el carro 27.

«Veintisiete, tome el Dieciocho de la Pluma.»

Acaban de pasar el control de mi persecución al carro 27, ya que 18 es tomar el


control del objetivo.

Como quiera que una brigada de chequeo regular se compone de tres carros y
como me han adelantado uno como punto de chequeo, sólo hay dos agazapados en
los alrededores para mí. De cualquier manera, el carro dislocado como punto de
chequeo cesa en esta actividad y se suma de inmediato a la persecución.

«Veinticinco, Veintisiete. Dame una.»

El carro 27, que ha recibido la orden de iniciar mi seguimiento —o


«caminarme» o «llevarme», lingua kajotera—, le pregunta al carro 25, que acaba de
soltarme como punto de chequeo, cuál es el rumbo que yo he tomado. Es una
solicitud de orientación, porque aún no me ha divisado. Dame una quiere decir eso.
Dime por dónde cogió el tipo.

Yo estoy en el Lada 1 500-S, de mi propiedad, matrícula HO 3502, con el


compañero Juan Carlos Capote al timón, y hemos doblado a la derecha por la calle
de acceso a la Avenida del Puerto o Malecón, rumbo este, para avanzar unos 150
metros en esa dirección, hasta la Avenida de los Presidentes o Calle G, donde
procedemos a circunvalar la rotonda que se halla en el lugar y dirigirnos en
dirección por completo opuesta a la que traíamos, por la Avenida del Puerto, hacia el
oeste.

A la izquierda, edificios, todos construidos en los cincuenta y todos requeridos


de pintura y reparaciones. A la derecha, fundido sobre los arrecifes, el famoso muro
del malecón habanero, con su grueso, exagerado empaque militar y ocasionalmente
erosionado por el salitre; luego, la bóveda del cielo y el mar.

«Veintisiete, Veinticinco. La Pluma por Domingo a Chulo.»

Domingo es la Avenida del Puerto —o Malecón— y se designa Domingo


porque es la primera calle de La Habana a partir del mar, y Chulo —hacia donde me
dirijo— es la calle 12, de El Vedado, nombrada por uno de los significados por
aproximación del número 12 en la charada china, es decir, proxeneta (cuyo
verdadero número en este juego es el 13), y como quiera que nadie en Cuba llama así
a los proxenetas, sino chulos, ése es el nombre de cobertura empleado oficialmente
por los servicios de Contrainteligencia para llamar a la calle 12, una de las más
viejas y tranquilas avenidas de El Vedado, y una de las primeras con cuatro vías, y
que, comenzando en el Malecón, sube por las faldas de lo que fuera una empinada
colina y desemboca directamente en las arcadas de entrada del lugar donde todos los
cubanos ilustres, no importa cuán lejos hayan nacido, deben ser enterrados: el
cementerio de Colón, nombrado así, desde luego, porque fue el lugar escogido —
aunque finalmente no logrado— por España para la sepultura definitiva del Gran
Almirante de la Mar Océana.24

En fin, que Juan Carlos y yo nos movíamos en dirección oeste.

Yo estoy hablando todas las boberías que se puedan imaginar sobre Roy
Orbison, un cantante de la escuela legendaria y cuna del country-rock, la Sun Record
Company, de Memphis, Tennessee, que se acaba de morir, luego de que las cosas le
iban realmente bien por primera vez en su carrera y que hasta tenía a Bob Dylan y a
George Harrison a sus pies y que es uno de mis principales objetos de disertación
intelectual de las últimas semanas, desarrollar un homenaje permanente a Roy, pero
también con el objeto de que el Juanca se ilustrara con lo que había de verdad y de
permanente en la música desde el surgimiento del muchacho del rostro picado de
acné procedente de Túpelo, Mississippi, con su guitarra de cuatro dólares, el
superviviente por 42 años del parto de Gladys Presley de los mellizos muertos Jesse
Garon y Elvis Aaron. Yo disertando sobre rock para el Juanca, mientras el Punto
Cero recibe la comunicación del carro 27 de que me tiene visual, sin problema, y por
lo que los planchetistas del Punto Cero proceden a mover sobre la plancheta el
juguete imantado que simboliza mi Lada, al mismo tiempo que el carro 41 comunica
al Punto Cero que también tiene visual, sin problema a Solo, Cero Cuatro el Solo,
que es el indicativo con el que bautizan a Tony —solo de solitario, porque se halla
en las antípodas remotas de los mellizos—, y que se dirige desde el otro extremo de
la ciudad y, en dirección opuesta a la mía, hacia un punto en el este y el Punto Cero
le pide un comprendido.

«Cuarentiuno, Pecero.»

«Indique, Pecero.»

«Cero Cuarentiséis, Cuarentiuno. Dame una.»

046 es dame tu ubicación. Se suele integrar con el Dame una, que ya


conocemos, como si fuera un juego de cartas.

«Cero Seis a la Ochenticinco», responde el carro 41.

Tony se traslada por la Quinta Avenida a la altura de la calle 84, según el


simple método de aumentar un número cuando se trabaja por arriba (o rojo), y un
número menos cuando es por abajo (o azul).

Yo he abandonado Domingo y me he incorporado también a Cero Seis, la


Quinta Avenida, aunque manteniéndome en dirección oeste, cuando el Punto Cero le
ordena al carro 29 que tome el Dieciocho la Pluma, que asuma mi persecución,
estando yo a la altura de Quinta Avenida y calle 24, es decir, Cero Seis a la
Veinticinco, por lo que el carro 27 abandona automáticamente su presencia en mi
cola y busca una paralela, en donde ha de mantenerse en stand-by, esperando para
volverse a reincorporar, al igual que se encuentra el carro 25.

He terminado para Juan Carlos mi descripción de la cara de vieja matrona de


burdel tejano de Roy Orbison y de la Cruz de Hierro con la que él mismo se había
condecorado, como si fuera Rommel o el Kaiser Guillermo II, cuando le digo, sin
argumentación previa:

—Siguen pegados.

Juan Carlos procede como un veterano. No se le mueve un músculo de la cara


ni hace un solo movimiento con la cabeza para hacer un paneo de registro del
retrovisor del techo al de su puerta. Aunque es la hora de tránsito más animado en la
Quinta Avenida y traemos atrás los Mercedes y Volvos diplomáticos y un enjambre
de Ladas y Moskovichs de personal cubano y los inevitables Chevrolet
supervivientes de la década de los cincuenta, Juan Carlos es exacto al responderme.

—Un Ladita verde.

—Sí —digo— acaba de cambiarse por uno cremita, que dobló después de que
pasamos la calle 20.

—Pero no es japonés —dice.

—No —digo— no es japonés. Y eso es lo que me preocupa.

Ciertamente, si no querían anunciar su presencia con un chequeo japonés o


demostrativo, era porque no había interés de advertirnos nada ni de meternos miedo
para que nos pusiéramos a buen recaudo y no tener que usar la fuerza contra
nosotros. No, señor. El interés era otro. Pero no había que devanarse los sesos porque
no existían muchos otros. Más bien era el otro.

Estaba malo aquello. Uh. Bastante. Se estaba poniendo malo de verdad.

Cuando tú ves que estás bajo control y que, al unísono, te están cerrando todas
las puertas, prepárate.

—Se está poniendo malo esto, Juanca —digo.

Juanca asiente, apenas perceptible su gesto, mientras se concentra en conducir.

—Malo de verdad —insisto.

Es así como, entre los distintos objetivos que la Brigada 1 del K-J sigue en La
Habana esta mañana del lunes 29 de mayo de 1989, estoy yo, y por otra parte Tony
también, por otra troika similar, aunque en dirección contraria, hasta que los dos,
acercándonos desde ambos puntos de partida a la velocidad crucero aceptable en las
calles de La Habana de 65 a 70 kilómetros por hora, convergemos frente a la casa de
Patricio mientras nuestros jóvenes compañeros de la fuerza propia asignados en
forma escalada desde el 15 de marzo para perseguirnos implacablemente, pero con
órdenes terminantes de no dejarse descubrir, se verán obligados a permanecer fuera
de nuestro reino y de nuestros cuchicheos y pequeñas conspiraciones, porque nos
hemos detenido y porque ganamos la acera y un breve y legítimo espacio bajo el
cielo libre, mientras ellos merodearán por los alrededores, un mar de atontados
espermatozoides que han perdido la orientación, hormigas en bullidero, hasta que el
Punto Cero indique que alguien se baje y trate de acercarse a los objetivos,
caminando como un despreocupado transeúnte, para tratar de captar algo de lo que
se está hablando.

Parqueamos casi al unísono. Tony con este mulatico flaco, llamado Ariel, que
se ha agenciado de chofer, con su pullover suelto de smile! —el símbolo © de uso
internacional, estampado en amarillo en el pecho y espalda de la prenda, de un largo
hasta casi las rodillas y que hace de Tony el único alto oficial cubano que se
desplaza con chofer civil y decidido aspecto de cantante de rap, y el cual Tony, por
supuesto, tiene en una de sus nóminas fantasmas de sus empresas comerciales para
eludir que las pesadas estructuras burocrático-militares del país se lo saquen de al
lado.

Desde que nos apeamos se hizo más que palmaria la intensidad de la vigilancia
y persecución, la gente del K-J surgiendo de sus carros a media cuadra de distancia,
y las torpes posturas remedíales que asumen cuando les enfocas la mirada y se la
sostienes, y ellos se hacen los que buscan una dirección o se agachan para abrocharse
un zapato —por muy profesionales que sean en este tipo de actividad, tienen
tendencia a perder el control cuando tú los desafías.

En la acera frente a casa del Patrick, hay un entusiasmo —a escala reducida—


d e premiére en Hollywood. Los acólitos de los mellizos y algunos funcionarios
desorientados —mendigantes del poder— vienen a presentar sus respetos al general
Patricio, luego de tres años de misión intemacionalista. El rumor es que el hombre
viene para Tropas Especiales. Es decir, a hacerse cargo —como jefe— de esa unidad,
la única fuerza verdaderamente de élite del país. Otros lo designan como Delegado
de una provincia, quizá Matanzas o de la misma La Habana. Es uno de los
principales cargos que el Ministerio del Interior puede ofrecer. Delegado de
provincia. Pero de lo que nadie duda es que su candidatura para el Comité Central
del Partido está garantizada en el próximo congreso.

Una cerca de alambre trenzado en cuadros, separa la casa —que en realidad es


propiedad de los suegros de Patricio— de la acera; y hay un jardín de hierba
nítidamente recortada y las flores del verano, que son por lo regular las resistentes
flores para florecer en todas las estaciones como vicarias (Vinca rosea), en
combinaciones magenta y rosa, y flores de ángel (Angelonias) y pentas (Pentas
lanceolatas), y hay un jazmín trompeta (Tecomaria capensis) que comienza a trepar
por una de las columnas que sostiene el techo del portal, y hay colas de gallito
(Trimeza Cipura martinicensis) en los bordes de unos blancos canteros, en los que la
tierra, húmeda y removida, aún está por sembrar.
Las puertas de la cerca y de la casa abiertas como la Roma que aprecian sus
invasores; y Juan Carlos, todo discreción, se mantiene aparte cuando Tony se me
aproxima, y Tony, siempre educado y meloso, saluda a Juan Carlos antes de sumirse
en los aires conspirativos de la conversación conmigo, «Juan Quinquín», dice Tony,
«Coronel», dice Juan Carlos, sin salir del carro, y Ariel, más meloso que su jefe y
con mejor sonrisa que el símbolo estampado de su pullover, ha desaparecido de todo
el entorno y probablemente ya esté husmeando, metido de cabeza, en el refrigerador
de Patricio.

Adentro de la casa, a contraluz, recortados por la violencia de la claridad solar


procedente del patio, cuyas enormes puertas plegables de cuatro hojas también
estaban abiertas, se veía a Patricio, con sus jeans y su porte atlético, mientras
departía con media docena de hombres, algunos de uniforme, que le rodeaban, hasta
que yo retuve por un brazo a Tony, aún entrando en la casa, y le dije que debíamos
salir. Los pisos pulimentados y el césped brillante y tupido y las humeantes tazas de
café que aparecían con pronta solicitud en este festín de hombres que se expresaban
con anchas risotadas o con rápidos murmullos y que, por oficio, todos llevaban una
pistola bajo la camisa, era obra de una cincuentona, aún de combate, llamada Isabel.
Una mujer de origen campesino que había casado a su hija con una leyenda viva de
la Revolución Cubana pronto iba a tener oportunidad de mostrar su gratitud, en poco
menos de dos semanas.

La mujer del Patrick, María Isabel Ferrer, a quien sus padres llamaban
«Maricha», Patricio y sus amigos, «Cucusa», y yo, «Cucu», apareció frente a
nosotros, y tuvimos que demorarnos unos segundos con ella, por los saludos de
rigor.

Salimos, estamos afuera.

Esa mañana Tony estaba con su uniforme verde olivo de mangas cortas y la
Glock 19 a la cintura —no era día para la Heckler & Koch, aparentemente—, y con
el pulso de pelo de elefante que había añadido a su atuendo. Con toda seguridad
hasta ese momento no podrías señalar a otro oficial en activo del Ministerio del
Interior o de las Fuerzas Armadas que se atreviera a llevar una prenda semejante.
Yo, por supuesto, llevaba el mío, que a diferencia de todos los demás, que eran muy
pocos de cualquier manera, quizá no más de una docena, que pudieran estar
circulando por el país, me lo había bendecido Arnaldo Ochoa, una tarde de juegos y
bromas en Luanda. Tony lo llevaba en la mano derecha, y el Rolex submarino en la
izquierda. Yo llevaba los dos en la izquierda. La manilla metálica del Explorer II o
del GMT cerrada con holgura, para que el reloj bailara en la muñeca, así como el
pulso de pelo de elefante, que por su propia naturaleza tiende a abrirse y que, por la
libertad en su diámetro interior, que yo le proporcionaba, siempre tendía a cruzar por
encima del reloj, en una u otra dirección del brazo.

Algunos de los buscadores de gloria por ósmosis se mantenían en la acera, y


gente que no conocíamos, dos o tres muchachones, de presencia inconfundible —la
severidad de las miradas, el corte bajo del cabello, la firmeza del paso—, se hacían
demasiado evidentes en su propósito. Me detuve con Tony a la sombra de un árbol,
fuera —según mis cálculos— de la zona probable de influencia de los micrófonos
direccionales que ya se habrían instalado en el jardín del que acabábamos de
distanciarnos, pero sin saber que me estaba situando en la diagonal exacta de la
cámara de video dispuesta desde el día antes en la torreta con aspilleras de la
esquina, donde había una vieja estación de policía, aún en uso por la Revolución. El
diseño de la torreta —y de sus tres compañeras, una en cada esquina de la
edificación policíaca— parecía tomado de un juego de barajas, y no tenía otro valor
que no fuera ornamental. Un ornamento de 3 metros de altura y aires feudales legado
por Fulgencio Batista desde 1933 al bien comunal del pueblo cubano y empleado
desde el 28 de mayo de 1989 como lugar de asignación para una cámara de video del
K-J, con un poderoso zoom, montada por sujeción, desde arriba, a un eje de control a
distancia. Sólo que la saturación de visitantes y una exasperante inquietud de
movimiento del personal sobre el que se estaba trabajando —demasiados dados
saltando sobre el tablero— limitaba el tiempo para escoger los «O» y enfocarlos con
el lente y el micrófono, por lo que, sólo con ayuda de la casualidad, esa técnica no
recogió cuando yo le dije a Tony que cuál había sido la gravedad del asunto la noche
anterior. Ni siquiera nos grabaron el movimiento de los labios, para descifrar
después en Laboratorio o en Edición.

—No —dice—. No había nada grave.

—Ale me dijo que no lo sabías. Se presentó anoche a la casa. Estaba asustado.


Muy asustado.

—Enseguida fueron a decírmelo. Abrantes me lo mandó a decir.

—Yo pensé en algo grave.

—No, Norber. Tenía ganas de verte. Pero me puse a ver una película.

—Qué clase de irresponsable tú eres, muchacho —le digo.

Tony asiente, con una sonrisa. Parece, incluso, a punto de sonrojarse. Pero no
logro determinar si su leve acceso de sonrojamiento se debe, lógico, a que no ha
podido escapar a la intensidad de la ternura con la que me he expresado, o, más
lógico aún, a que lo he reconocido como un irresponsable.

Dentro de los prodigios semánticos de la Revolución Cubana y después de que


alcanzas el destilado último de la palabra irresponsable, te encuentras que no es
empleada como reproche, todo lo contrario, puesto que define a los valientes. Se
trata de alguien que no mide los riesgos, el famoso tipo que se pone a silbar antes del
combate y porque nunca antes dos contenidos en apariencia ajenos puestos uno
frente al otro se entienden como lo mismo: el irresponsable y el valiente.

—Así que la noche que te botan de MC, prendes el video y te pones a


contemplar una película. Un Alien, seguro. Tú estás loco, Tonisio.

Exacto. La noche en que se entera de su salida de MC, se acomoda en su casa,


abre el nylon de la caja de su entrega semanal de los videocasetes de estreno de
Omnivideo y se pone a ver a la australiana Sigoumey Weaver con su escopeta sideral
en cualquier número de la secuela de los babosos Aliens.

—Bueno, pero no ha habido problemas con el dinero —dice.

El medio millón de dólares que tengo bajo mi custodia.

Le digo que ninguno. Ningún problema.

Él iba a iniciar el regreso rumbo a casa de Patricio mientras yo comenzaba una


altanera observación sobre uno de los muchachones que, desde la acera de enfrente,
desesperaba por acercarse, cuando le dije a Tony:

—De eso quería decirte una cosa.

Tony detuvo su gesto, en seco. Desde el par de metros de distancia que ya


había ganado de vuelta a casa de Patricio, giró sobre sí mismo y me interrogó a esa
distancia, con su mirada y una carga de severidad en el ceño, una mirada en la que
sólo se expresaba angustia.

—No, no te preocupes, no pasa nada —dije.

Siguió un instante de silencio, de expectativa.

Entonces le dije que yo creía conveniente una maniobra. Que yo creía


conveniente meter a Alcibíades en el asunto de guardar el dinero.

Tony pareció descansarse, un poco.


—¿Tú crees, Norber?

—Yo quiero sacar ese dinero de la casa, Tony. Mucha gente lo sabe.

Y si no lo sabe, lo que tenemos atrás es tremendo gardeo. Así que yo no quiero


que vean esa plata si hacen un registro secreto en la casa.

Tony no estaba convencido de la idea.

—No hay que decirle que es una cantidad grande, puedo decirle que son unos
30.000 dólares, de nosotros, y que hay un poco para él. Cinco o seis mil, que le
podemos dar.

En realidad, mi conversación con Alcibíades ya había tenido lugar, y le había


dicho eso mismo, nunca una cantidad grande, pero sí que se trataba de unos 30.000
dólares nuestros y que había una tercera parte para él. Por supuesto, estuvo de
acuerdo. Me dijo, literalmente: «Ese dinero no se debe perder.»

—¿Tú sabes cuál es mi problema, Norber? —dijo Tony—, que yo no quiero


meter gente débil en esto.

Comprendí de inmediato que Tony no iba a ceder.

—Alcibíades va a hablar enseguida —dijo Tony.

Quería decir, en nuestro muy comprensible lenguaje, que si al viejo Ale lo


cogían preso, los bofetones habría que reservárselos para callarlo.

—¿Tú crees eso?

—Esto puede hacerle mucho daño. Él no es como nosotros. Enfrentemos esa


realidad. El Conejo no sirve para esto, Norber.

Estaba equivocado. Pero no disponía de la información personal que yo sí


manejaba y que me permitía creer que Alcibíades no sólo era duro, sino que podía
llegar a ser despiadado.

—Mira, Tony, yo hago lo que tú me digas. O lo que acordemos. Pero piénsalo.


Y después dame un voto de confianza. Concéntrate tú en lo tuyo, y déjame esto a mí.

Le expliqué que Alcibíades tenía la llave de un apartamento frente al suyo en el


que aún no vivía nadie y que Alcibíades lo utilizaba como almacén mientras tanto y
que yo podía pedirle la llave para guardar ahí la plata. Eran cuatro apartamentos en
el último piso del edificio de los generales, el de Ale, el mío, y los otros dos aún no
asignados (lenguaje oficial).

—¿Tú crees, Norber?

—Convencido y pico, Tonisio.

—Está bien, Norber.

Le dije algo que ya le había dicho, para su consumo, a Alcibíades.

—Es más, Tony, vamos a decirle que tú no sabes nada. Que ha sido una idea
mía. Que esto es simplemente un negocio entre él y yo.

«Tony me pidió que te dijera esto, Ale», le había dicho al Jefe de Despacho del
Segundo Secretario del Partido. «Que tienes una tajada de 15.000 dólares para ti.
¿Qué tú crees?»

«Que ese dinero no se debe perder.»

—Oká, Norbertus, como tú quieras. Pero no soy yo el que va a pensar en el


asunto. Vas a ser tú. Y acuérdate de lo que te dije. Ale es flojito.

—Nadie que haya sido tuberculoso y haya estado confinado en un sanatorio, es


flojito, Tony.

La información lo tomó por sorpresa, pero reaccionó con rapidez para


justipreciar mi argumento y saber si la condición de antiguo tuberculoso convertía a
alguien necesariamente en un kamikaze, y aún siguió sin convencerse, y aunque no
fue brusco ni despectivo ni incluso irreverente en su respuesta, todo el asunto se
reducía al terreno de su curiosidad, casi que del chisme:

—¿Verdad, Norber?

Aunque todavía me quedaba una enfermedad de Alcibíades en el arsenal,


decidí que sacarla a flote era inútil, quemar cartuchos por gusto.

De cualquier manera, para entonces, ya Alcibíades estaba impuesto de la parte


de la situación que yo había editado del conjunto de la realidad, y Alcibíades me
había entregado la llave del apartamento de enfrente y a las pocas horas le informaba
que el dinero estaba depositado allí pero que yo me iba a quedar con la llave, por si
se presentaba la eventualidad de que Tony necesitara moverlo con urgencia pero la
verdad fue que nunca lo saqué de mi casa. Bueno, yo lo que no quería era que me
fueran a joder a Rommy y preservar la mayor cantidad posible de dinero. Rommy,
de 7 años, era mi hija más pequeña (entonces), y resultado de mi matrimonio con
Lourdes Curbelo. De hecho, el dinero de Tony estaba a salvo y cada vez que quisiera,
se hallaba a la mano, pero estaba tomando mis precauciones, y no se trataba ahora de
otra cosa que protegerme de quien yo consideraba el animal más peligroso de este
grupo, Amadito Padrón.

Pasamos entonces al tema de la noche anterior, a su salida de MC.

—De aquí me voy a ver a Abrantes.

No parecía afligido ni excesivamente preocupado.

—Ale me lo dijo a mí. Y me pidió que te lo dijera. El Conejo. Pero ya tú lo


sabías, ¿no?

—La onda me llegó enseguida.

—Pero bueno, era algo que estábamos esperando, ¿no?

—Sí. Era algo que estábamos esperando.

—Está la historia de Santiago, el general —dije.

—Está esa historia —dijo Tony.

La historia de Santiago, el general, que se presentaba en MC con las ínfulas


distantes de los grandes dirigentes de la Historia y que esperaba a que Tony saliera
de su oficina, para correr a sentarse en su silla, y la gente desconocida que se estaba
introduciendo poco a poco en MC y la cantidad de veces que Clarito y que Manolito
Abad y que el Chino Figueredo y que Yoyi el Rubio y que todos los antiguos
compañeros de Tony —y todos ellos veteranos oficiales de Seguridad del Estado,
maestros de primera categoría en las Artes Conspirativas, le habían dicho que lo
iban a sustituir y que, además, tenía chequeo.

—Bueno, Brother, mira a ver si por fin te puedes retirar.

El viejo sueño.

—El botín está a salvo —dije—, así que podemos retirarnos.


Levantó las cejas en señal de admiración por el viejo sueño, que parecía
inconmensurable y eternamente elusivo.

—Pero si no hay retiro, tú sabes que tú y yo somos la misma tropa. Por donde
quiera que vayas a salir tú, quiero salir yo.

—Tú vas a ver, Norber.

—Estamos así, Tony, como este puño.

—Cerrados, Norber. Cerrados como una lata de leche —dijo.

—Mira a quién tienes ahí —dije.

Yo estaba observando, por encima de su hombro, como se nos acercaba,


sonriente, con unas medias botas de color beige, un jean ajustado y una holgada
camisa de cuadros azules, el general Patricio de la Guardia Font. Su rostro recordado
en el primer ciclo de sueño de la noche anterior, el Pat de mi sopor.

Tony giró su cabeza y miró hacia atrás, y sonrió a su hermano mellizo, dulce y
picaro. Patricio me besó a mí primero. Patricio olía al sándalo de su colonia Drakal y
lucía fuerte y animoso y de alguna manera exaltado. Entonces se volvió hacia su
calmo hermano, reconociéndose una vez más desde los 50 años, 10 meses y 29 días
de su existencia en conjunto y de contemplarse como en un espejo y entonces los dos
hermanos se abrazaron, con un estrechón de soga. El Patrick me atrajo hacia ellos.
Los tres hermanos se abrazaron.

El ambiente, fuera de ese montículo invencible que constituimos por unos


segundos, era jodidísimo allí, de algo que a todas luces se escapaba de las manos. El
regreso del ranger.

CAPÍTULO 4
EL OTRO

A principios de los ochenta Gabriel García Márquez ganó notoriedad


extraliteraria en Cuba. Mientras cumplía una misión asignada por el Comandante en
Jefe, había demostrado ser un tipo de coraje. Había reservado su asiento de primera
en Iberia y aterrizado en Madrid y se había dirigido a la Moncloa para decirle a
Felipe González que era maricón. Ajustemos la frase. Que Fidel mandaba a decirle
que él, Felipe, era un maricón. En eso se resumía la experiencia de García Márquez
que tanta admiración causaba al más alto nivel de la nomenclatura cubana. En
decirle al presidente español: «Oye, Felipe, dice Fidel que tú eres un maricón.»
Como quiera que la escasa celebridad que he logrado acumular en mi carrera ha sido
siempre extraliteraria, cualquier episodio de esta naturaleza me entusiasma y
rápidamente me pongo a observar cómo se las arreglan otros para que el mecanismo
extraliterario funcione. Es así como aprendo que el mecanismo de García Márquez
como héroe de la nomenclatura cubana comienza a vislumbrarse en la tercera década
revolucionaria, y el instrumento de que se sirve para el aumento de su gloria es la
transportación de un par de mensajes de idéntica naturaleza ante sendas dignidades
extranjeras. En efecto, no sólo a Felipe «lo tocan con limón», para decirlo en cubano.
Ornar Torrijos, el venerado general panameño, también tiene su cuota. También es
acusado. Y también es el Comandante el que manda el recado —el hombre es una
maldita fábrica de decirle maricón a todo el mundo, como podemos constatar. Y
allá, ufano y directo, García Márquez va disparado a investir del epíteto fidelista al
general Torrijos. Se produce un torrencial aguacero a la vera del canal cuando se
encuentra con su amigo y le informa: «Oiga, general, dice el Comandante que usted
es un maricón.» Una diferencia con el presidente González. Gabo no tuteaba al
general. Son cosas que debemos aprender en este territorio de la extraliteralidad.

Llegado al presente punto debo apresurarme en advertir al lector (¡una vez


más!) que todo lo que aquí se expone se ajusta estrictamente a la verdad. No hay
invento, por insólito que pueda parecerle la historia de un premio Nobel de
Literatura sirviendo como mensajero de un altanero Fidel Castro y prodigando entre
jefes de Estado su rabioso insulto. Hay testigos. Excepto Torrijos, está vivo y es
localizable el resto del personal involucrado en la historia. El expediente Gabo.

Tuve las primeras noticias sobre sus misiones y sobre su decisiva participación
en la política exterior de mi país (y de paso, en las de España y Panamá, y luego en
la de Francia) en mis conversaciones de 1981 con Antonio Pérez Herrero, que era el
Secretario Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba antes de
que Carlos Aldana le serruchara el piso y se le asignara un mejor empleo como
administrador de los bosques de Mayombe, Angola, en virtud del cual debió ser
despachado por una enorme boa constrictor o acribillado en una emboscada de las
guerrillas antigubernamentales y luego reasignado como embajador en Etiopía, locos
como estaban porque visitara las fronteras del conflicto etíope-eritreo y de ser
posible que una mina lo desapareciera. Una revolución siempre sedienta de mártires.
Pérez Herrero, desde luego, tenía un gran defecto como secretario ideológico:
discutía todas las órdenes emanadas de la primera instancia. Pero en 1981
conservaba su pequeña parcela de poder y dirigía uno de los tumultuosos procesos de
rehabilitación política de mi persona. Su expresión respecto a García Márquez en
aquellos almuercitos nuestros del Comité Central era de admiración aunque con un
cierto nivel de sospecha. «Un tipo valiente el Gabo este, el colombiano», me decía.
«Fidel le dice que vaya y le diga maricón a Felipe González y él va y se lo dice. Así
de fácil. Claro, lo que yo me pregunto es por qué lo hace. Que sepamos, no es
militante. No está obligado a cumplir las tareas.» Unos almuerzos de rehabilitación
aquellos en los que se sazonaban los postres con las menciones a Gabo, no sé si en el
intento de situarlo como ejemplo, un tipo leal, que lleva mensajes a través del
Atlántico y le dice maricón al presidente español pero que antes ha cruzado el Caribe
para aterrizar en Panamá y decirle maricón al general Torrijos.

El nuevo estilo diplomático desarrollado había tenido sus antecedentes (y sus


éxitos), como se ha dicho, con Torrijos. Fidel estaba disgustado porque Torrijos no
acababa de restablecer las relaciones con Cuba. Torrijos le había prometido que las
relaciones habrían de restablecerse con la mayor brevedad, pero que necesitaba su
ritmo, que no lo presionara. Entonces pasó el tiempo y seguían las relaciones en el
aire. Entonces Gabo fue a La Habana y trasladó parte de la emoción por la batalla
que libraba Torrijos por el canal y entonces Fidel preguntó por sus relaciones.
«Grabriel», dijo, «¿y cuándo son las relaciones con Cuba, cuándo vienen? Te voy a
decir lo que pasa, Grabriel. Lo que pasa es que todos ellos se olvidan de Cuba».

Nunca ha logrado pronunciar Gabriel a derechas y tampoco se ha decidido por


el más llano Gabo.

«Pero ve para allá y dile que es un maricón. Que digo yo, que es un maricón. Y
que lo va a seguir siendo mientras no haga relaciones, que él me las prometió.»

Para determinar la fecha exacta de esta conversación de Fidel con Gabo basta
buscar en los periódicos el anuncio de la decisión panameña de restablecer
relaciones con Cuba. Fue una semana antes. El mensaje había dado resultado.
Torrijos se estaba batiendo contra los yanquis y estaba pidiendo tiempo para no
enrarecer su combate pero lo determinante para Fidel era que lo reconocieran y no
que los panameños nacionalizaran el canal.

Raro que el tipo se está batiendo contra los yanquis en lucha desigual y que lo
determinante para Fidel es que lo reconozcan, no que el tipo nacionalice el canal y
más raro aún, como conozco después, es que en ambos casos, al recibir el mensaje,
los dos tipos hayan palidecido —Torrijos primero y Felipe después. Pero Gabo era el
héroe diplomático del momento a principios de los ochenta. En el Comité Central no
se hablaba de otra cosa que de las exitosas misiones diplomáticas del colombiano.
Esto ocurrió antes de que decidieran desinflar su aventura como presidente de
Colombia.

Gabo insistía en postularse. Claro, debe haber comprendido que no era tan
difícil ser presidente. Tal era la clase magistral que estaba recibiendo de su mentor.
Bastaba con tildar de maricones a todos sus colegas. O que lo tildaran a uno. Pero La
Habana no veía con buenos ojos el proyecto presidenciable de Gabo. Luis Suárez, el
funcionario del Comité Central que «atendía» Colombia, me decía que había que
desinflar el globo a toda costa. «El día que invirtamos la figura de Gabo en un
proyecto, tiene que ser para ganar. Puede ser muy útil como mascarón de proa. Muy
útil.» Yo no entendía dos cosas. Por qué tanta preocupación con que fuera
presidente. Y por qué lo concebían sólo como mascarón de proa.

Bonita la expresión. Mascarón de proa.

Bien, pues, el caso Felipe González. Muy sencillo. Es la época en que Felipe
hace algunas declaraciones en favor de unos prisioneros políticos cubanos que llevan
más de 20 años tras las rejas, y hay una campaña internacional por su liberación, y
los tipos ya están viejos y no significan un peligro para nadie y la imagen de la
Revolución puede mejorarse con su liberación. Se trata de un poeta cubano
semiparalítico, Armando Valladares, y de un fracasado guerrillero de origen gallego,
Eloy Gutiérrez Menoyo. Pero también se trata de una mala época con Fidel. Está en
la onda de las cárceles repletas. Y se indigna con Felipe. Es lo que le explica a Gabo.
Está indignado con Felipe porque mira cómo se porta Felipe después de todo lo que
he hecho por él. Felipe es un malagradecido. Además, se está metiendo en los
asuntos internos de Cuba. Lo mismo está ocurriendo con Mitterrand y con Régis
Debray. Se han sumado a la campañita contra Cuba. Entonces surge la nueva tarea.
Gabo, vete a Madrid.

Y dile a Felipe que es un maricón.

El propio Gabo me hizo el cuento. En 1983 había dos cubanos en Cartagena de


Indias bajo el protectorado de Gabo. La poderosa delegación política cubana
constituida por el poeta Eliseo Alberto, alias «Lichi» (que quizá se disponga a servir
ahora de testigo de mi cuento), y por mí. El programa era muy sencillo: visita a los
padres de Gabo, cena en un restaurante de la plaza vieja donde se encontraba la
mujer y el hombre más lindos del mundo y vuelta para Bogotá. Recuerdo aquella
casa de los padres de Gabo en Cartagena y las risotadas de Papa García y de Mamá
Márquez al saber que yo había contraído matrimonio cinco veces. Ahora la risa sería
acumulativa: tengo dos matrimonios más en mi haber. Siete en total. Esa noche nos
instalamos en el restaurante italiano del hombre y la mujer más lindos del mundo
que eran a su vez los corresponsales de The New York Times en Cartagena de Indias
y éramos (Lichi y yo, al menos) muy pobres y muy felices y Gabo nos cuidaba como
a dos hijos y él tenía las sienes plateadas y sonreía y el vino de ellos era bueno y mi
scotch era mejor y la mujer y el hombre más lindos del mundo atendían nuestra
mesa y entonces yo le pregunté a Gabo por la historia famosa.

—Y, oiga, Maestro, ¿es verdad que usted le dijo maricón a Felipe González, es
decir, que le llevó el recado, es decir, ehhh... que le dijo maricón de parte del
comandante?

—Oh, claro. Es verdad. Pero qué pendejada es ésa. ¿Quién te dijo eso?

—Tony Pérez.

Abrió los brazos para hacer el cuento. Luego entendí que estaba haciendo la
mímica del gesto de Felipe cuando recibió el mensaje. Felipe se había asombrado,
dijo Gabo. Se había asombrado y había abierto los brazos en señal de interrogación y
había palidecido. Gabo había sido textual: «Oye, Felipe, dice Fidel que tú eres un
maricón.» En su momento Torrijos también había palidecido. Aunque luego del
mensaje lead, venía el cuerpo de demandas. Con Torrijos, relaciones, rápidas y
plenas. Con Felipe, déjame a mí con mis presos. Mitterrand y Régis Debray eran otra
cosa. Fidel prefería dejarlos para una nueva ocasión. Además, qué mella les iba a
causar a aquellos franceses que les dijeran maricones. Para que el insulto te
movilice, se supone, necesitas un mínimo de componente español en las venas. Y si
es gallego, mucho mejor.

Una conmovedora boutade de Gabriel García Márquez es decir que él nunca


olvida un hito de su pasado. Que es el hijo del telegrafista de Aracataca. La
afirmación le sirve como carta de ciudadanía. Recuerda un pasado de pobreza. A
nivel del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, esto funcionaba muy bien.
Bueno, uno de los principales argumentos de Raúl Castro, el hermano del
Comandante y jefe del ejército, acerca de las virtudes de Gabriel García Márquez era
su antigua pobreza. «Un compañero de origen muy humilde.»

«Sí», me decía Raúl, «y le dijo maricón a Felipe González y a Omar Torrijos».

Por esa época yo desconocía que otro alto dignatario recibió uno de los
insultantes títulos fidelistas prodigados regularmente desde La Habana, pero en este
caso, proferido por el propio Fidel, en persona, en vivo y en directo él. El caso de
Nicolae Ceausescu la noche del sábado 27 de mayo de 1972 en los salones de su
palacio de Bucarest y en el transcurso de los cuatro días de paseos del Comandante
por su país en periplo por África y los países socialistas de Europa.

No le perdonaba a «Chauchesco» —en tal cosa fue convertido el nombre del


líder del hermano pueblo socialista— su acercamiento a Occidente y —en especial
— su recibimiento a Nixon en 1969 y su intento de establecer y dominar las
relaciones con los yanquis.

Cuando esta pantomima de equívocos que fue la política del campo socialista
se desarrollaba, Fidel creía que no le correspondía a Chauchesco el papel
protagónico con los americanos y ya antes había llenado las planas de Granma25 con
insultos a Mao Tse Tung por recibir a Nixon en el Palacio del Pueblo de Pekín y lo
había llamado el Gran Timonel recibiendo a Tigrito de Papel, esto en titulares
desplegados a toda plana y con los tipos que los impresores cubanos llaman «letra de
palo» debido a que, por su desmesura, no se encuentran revueltos entre los grasosos
muelles y tuercas de ya nadie sabe qué maquinaria y que aparecen cuando se escarba
en las viejas cajas de tabaco de los maestros linotipistas donde atesoran los
remanentes de posguerra (cualquiera de las guerras) de tipos Garamond o Román, y
como quiera que el Comandante ha entrado al taller (ahora de Granma) por primera
vez después de la crisis de octubre de 1962 (entonces de Revolución) cuando él
mismo compuso el titular de la nación ha amanecido en pie de guerra y oyó por
primera vez que cuando la gracia de la familia Garamond (nadie habló allí de
gracia), no era de tamaño suficiente ni alcanzaba para lanzar al mundo a la
deflagración nuclear, pues había que fabricar el tipo («los letrones», como describió
el Comandante, sosteniendo entre sus manos un peso invisible, como una robusta
vianda) y se impuso la fabricación y uso de la letra de palo, del mayor puntaje, a
todas éstas sin saber que son los peores aliados del mundo, que te dejan, como se
dice, colgado de la brocha y que a Ceausescu, al final, lo dejarán solo, pero que
aquella noche de sábado de 1972 era el omnipotente amiguito de Nixon y los
yacimientos de petróleo con las inversiones de diez mil millones de dólares en
maquinarias y plantas extraetoras y refinadoras colocadas encima aún no se habían
secado porque después que el petróleo se ha secado no será ya más la persona que es
ahora, el único dirigente de la Europa comunista que pone en crisis sus relaciones
con los soviéticos y orquestando su magnífica recepción de palacio en honor del
Robin Hood cubano cuando el mismo personaje lo encuadrilla. (Figura clásica del
lenguaje carcelario cubano. Aíslas a uno dentro de la galera con ayuda de cuatro o
cinco compinches y lo rodeas para molerlo a golpes o violarlo o, en el mejor de los
casos, asesinarle, y eso es encuadrillar. Tú sabes. La cuadrilla te encuadrilla.)

De pronto los cubanos, todos de 6 pies o más de estatura más el cubano


traductor de español-rumano, se deshacen de unos espantados personajes llamados
Ion Gheorghe y Emil Bodnaras e Ion Ionita y Bujor Almasan y George MaCovescu,
todos con investiduras socialistas y grandes medallas, que son enviados fuera del
salón con el resto del personal, camareros y músicos de la orquesta incluidos,26 y
dejan a solas al camarada presidente Ceausescu que comienza a palidecer cuando,
sin aún saber que el encuadrillamiento existe, se percata de que está perfecta y
brutalmente encuadrillado, en un círculo del que no se sale, en el que Arnaldo
Ochoa, Flavio Bravo y José Naranjo, «Pepín», le cierran el paso y Fidel hala por las
solapas a su traductor y se lo planta al lado por la derecha y con su largo y fino dedo
de Émile Zola en Yo acuso apuntándole al entrecejo de Chauchesco le dijo: «¿Nunca
nadie te ha dicho a ti que tú eres un maricón? Porque tú eres un maricón.»

Hora del traductor.

No sólo porque, hasta donde se tenga conocimiento de los procesos históricos,


ésta es la primera vez que un traductor oficial de Gobierno se ve sometido a
semejante trance, sino porque traducir apropiadamente que vuestra excelencia es un
maricón con toda la carga semántica de rencoroso insulto que esto tiene en español,
al menos entre cubanos, a un presidente de parte de otro, no es tarea fácil, máxime
cuando lo que quiere subrayarse no es que su excelencia guste de los favores de sus
conciudadanos del mismo sexo según apreciación de esta acá, la otra excelencia,
sino de que es un maricón. Maricón. ¿Entienden? Chauchesco maricón. Un
Chauchesco que sólo atinaba a asentir y sonreír tímidamente.

«¿Se lo dijiste, se lo dijiste?», preguntaba un airado Fidel que, mientras


clavaba su mirada en su anfitrión, zarandeaba por las solapas al traductor.

«Y dile, además, que nosotros sí que no creemos en Drácula ni un coño de su


madre.»

Muy distinto al Fidel que dos semanas después estaba en Moscú diciéndoles a
los personeros del Kremlin que él creía necesario hacerse una autocrítica por todo lo
que había hablado públicamente en contra de los soviéticos antes de la invasión a
Praga del 68. Pero los soviéticos le dijeron que él era una de las figuras más
destacadas del movimiento comunista internacional y que en esas instancias las
autocríticas estaban fuera de lugar y para lo único que servían era para dañar la
imagen de los máximos representantes del proletariado universal, lo cual fue
aceptado con todo beneplácito por la parte cubana, mas en un fugaz momento a solas
con Ochoa —y Ochoa me lo contó, muchos años después—, mientras desandaban
por Moscú, Fidel le dijo a su lugarteniente, coño, chico, me parece que estos
cabrones nos han templado. Es decir, lo jodieron.

«Chauchesco maricón.»
Era un cuento que Fidel gustaba hacer cuando regresó a La Habana.

Y después, cuando Nicolae Ceausescu fue a Cuba en los meses siguientes, se


llevó a su hijo, un niñito tirándole en la cara a su Ministro de Defensa la camisa
empapada de cerveza y sudor, y él yéndose de juerga con sus traductoras de rumano-
español, haciéndose los bravucones en Tierra Santa.

«Así que haciéndose el guapo en la tierra de los guapos», comentaba Fidel al


recibir los partes de cada uno de los movimientos de Chauchesco por sus predios
nacionales.
Evidente que no había entendido qué cosa era ser un maricón en términos
cubanos.

Ah, pero aquellas hijas de los pueblos eslavos en la última provincia del
imperio romano, traductoras rumanas, como Rossana Podestá en 1956 como Helena
de Troya, producidas en serie, para servir de guardia pretoriana de Nicolae en su
único viaje al Caribe, no es que tradujeran los estoicos y acerados discursos del
protocolo comunista, o dejaran de hacerlo (nadie prestó nunca atención a los
discursos), era la miel, era la tersura, eran las pantorrillas, era Dios, que ellas eran
Dios como debe ser Dios, unas hembras dóciles y tímidas, y porque si ellas no eran
Dios, entonces dónde estaba Él, y qué eran esas criaturas sino ellas mismas el
paraíso —contenido en su piel, adentro— cuando se desplazan en cierto modo
torpes, sorprendidas de su propia voluptuosidad, como obligadas a llevar un gato
metido en un saco, y después que tú las veías, ya no te quedaba la menor duda de
cuál era tu destino, a cuál objetivo debías apostar todas las fichas de tu existencia, a
qué debías dedicar todas tus energías, que era convertirte en el implacable dictador
de Rumania, con tal de hacerte de ese séquito de traductoras, para que te entibiaran
tu dura cama de dictador omnisciente y de paso las verijas.

También hay (al menos había en los ochenta) producción cinematográfica


secreta de las bacanales del dirigente del hermano país en sus celebraciones cubanas.
Las cámaras ocultas eran de película porque aún el video no era de uso corriente
para casi nadie en el mundo.

CUARTA PARTE
LA BANDA DE LOS DOS —ALERTA ROJA

CAPÍTULO 1
DONDE LA CASUALIDAD NO EXISTE NI SE PERDONA

Objeto de muerte. Es objeto de eso.

La información que se develará a continuación, aunque referida finalmente a


un solo hombre, es uno de los pocos secretos auténticos de la Guerra Fría —si no es
el último de ellos—, que ha conservado su tal categoría de secretividad, sin fisuras
en sus cápsulas de blindajes, firmes en sus contrafuertes, durante 40 años, y nunca
antes filtrado para su publicación, y que ha sido del exclusivo conocimiento y uso,
hasta ahora, de no más de 100 hombres. Es decir, el lector está abocado a una
verdadera experiencia de revelación. Es también una experiencia de contacto con la
astucia en sus niveles más altos de presión adrenalínica y con la intuición. Pero la
intuición en toda su capacidad de aclaración de los escenarios que están por
desplegarse en el remoto horizonte y que se van a desplegar en la exacta e
inconmovible situación en que han sido vislumbrados. Es decir, la del tipo que te
describe el acontecimiento que no ha tenido aún lugar y que, cuando ocurre, se
produce de la exacta forma que él te lo ha descrito.

Empecemos por el lunes 29 de mayo, la misma mañana en que Raúl Castro ha


citado al general de División Arnaldo Tomás Ochoa Sánchez al cuarto piso del
Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

Circa 08:15 AM.

Una casa de dos plantas al oeste de La Habana con una lujuriante selva de
matas trepadoras cubriendo sus paredes pero cuidadosamente podadas alrededor de
ventanas y puertas, y el alto muro exterior, clásico de las casonas de la burguesía
cubana aunque no precisamente en estas barriadas de la expansión habanera de fines
de los cincuenta, donde prevalecieron los abiertos jardines de corte impoluto que
descendían suavemente hasta la remota calle. Hacia el norte, a poco menos de dos
kilómetros, la costa. Aún es posible, desde estos jardines, la visión de algún albatros
o una pareja de gaviotas que arriesgan un viaje de exploración tierra adentro. La
brisa remanente de la noche domina sobre el terreno y hay leves capas de neblina en
disolución por el suave abatimiento de la brisa. El sol, en los próximos 15 minutos,
en su implacable ascenso desde el este, disolverá la neblina que disuelve la brisa.

El sistema automático de regadío por aspersión, que comenzará a trabajar a las


09:00, aumentará las posibilidades de refrescamiento del microclima. El siseo
regular del agua proyectada por las mariposas metálicas del sistema será lo único
que se escuche a partir de esa hora en toda la estancia a menos que los carros aún no
hayan salido.

Lugar silencioso y apartado para ser la residencia de un cubano.

Nada por los alrededores. La brisa y quizá un albatros.

Silencio.

El hombre que gobierna la estancia y que decide, quizá con excesiva pulcritud,
dónde va cada cosa, cada seto, cada mueble, dispone hoy de un día en apariencia
desahogado, sin mucho ajetreo (esperar una llamada hacia el mediodía y dedicar la
tarde al asunto, para él baladí, de inaugurar un hospital de maternidad llamado
«Julio Trigo» —uno de los mártires revolucionarios—, nada excesivo. Está a punto
de terminar su desayuno de frutas frescas, filete de pargo a la plancha y yogur de
búfala. Y aún está de pantuflas y con su larga bata de casa, con las que procura,
desde siempre, ocultar sus flacas pantorrillas, un molesto vector de complejos
físicos que nunca ha superado. Es una bata de casa morada, debajo de la cual lleva
además una camiseta blanca, de mangas, y, ocasionalmente, unos bastos calzoncillos
de algodón, también blancos. Aunque prefiere, desde luego, la libertad de evitar los
calzoncillos, incluso cuando tiene que vestirse para alguna ocasión importante.

Tiene, a su derecha, a una mujer —muy tiposa, dirían los cubanos—, ya en sus
40, con ropa regular de oficinista, no muy diferente de los vestidos que a esa hora
pueden llevar otras cubanas, sobre todo en la ciudad de La Habana, para concurrir a
sus empleos, aunque es ropa de marca, y es evidente que, por su propio porte físico,
y por las confecciones a las que tiene acceso, debe hacer grandes esfuerzos de
contención para no irse por encima de la media nacional.

La señora sostiene un tarro de miel pura de abeja, de la que, con una cucharilla
de té, ha tomado, y repletado, en el ahuecado de la diminuta pala de plata, el
producto que pesa ahora exactamente como una onza de oro y que es equivalente a la
espesura de una grávida gota rumbo al mantel si no se hallara contenida por el cazo,
y con la que pretende endulzar la poderosa ración de yogur de búfala mongola,
elaborado en la exclusividad de sus propios pastos y criaderos, a pocos kilómetros de
distancia, pero como aún no ha recibido autorización, ella mantiene la cucharilla en
el sopeso del aire, y entonces le pregunta, con solicitud y extremosa en los deseos de
servirle y de tener para con él hasta la más mínima atención, si quiere endulzar su
yogur. Utiliza el «viejo», tan habitual, tan expresivo, tan tibio, de casi todas las
mujeres cubanas hacia sus maridos, sin que para nombrarles de tal manera importe
la edad o el tiempo juntos. Viejo en este caso quiere decir que hay pertenencia y que
hay conocimiento absoluto, y se es viejo porque ha habido tiempo de reconocerse
hasta en el último poro y porque hay un fragmento de vida por el que se ha
transcurrido y en el que se han probado, y ése es el caso en que las cubanas llaman
viejos a sus maridos. El caso de hoy por la mañana, cuando ella le dice:

—Viejo, ¿quieres miel?

Él, distraído, con anticuados espejuelos de armadura plástica, y con sus


papeles. Pero hoy, a diferencia de otros días, necesita unos instantes para salir de su
ensimismamiento, y apartar la vista para sonreírle a su mujer y entonces tener que
decidir si un poquito, lo cual puede resolverse con un gesto de la mano, abriendo un
espacio entre el índice y el pulgar, para determinar a tientas la cantidad, o si no
quiere, ni siquiera, ese poquito.

Ella es una mujer alta, y es altiva, y aún aparece en la escena con la cucharita
de miel en la mano, sostenida a mitad del camino entre los dos, y de la que comienza
a caer un afilado hilo de miel que aún no toca el mantel.

Alta y altiva, pero lo primero que llama la atención es su nariz, que es perfecta
para su tamaño y para ser la nariz de una mujer, y tiene los ojos claros como
corresponde al fenotipo de las mujeres que siempre hicieron virar el cuello del
hombre que hoy inaugura el hospital «Julio Trigo», y una abundante cabellera que
desde fines de los sesenta no es enjuagada sino con los más costosos champúes
europeos, y es de gestos moderados y suele llevar altas botas negras, muy costosas,
que la hacen parecer una amazona, lo cual es comprensible puesto que ella viene de
uno de los poblados rurales de las estribaciones de Sierra del Escambray, y su
comportamiento es reservado y en el eterno anonimato, y el haberla preñado con
cuatro muchachos y el haberla dispuesto a que sólo se ocupara de educarlos, hasta
que alcanzaron la Universidad, y todo ese tiempo ella sin fisuras de conducta y con
una obediencia carente de conflictos, es sin duda uno de los mayores logros
personales de este hombre que a las 08:16 am del lunes 29 de mayo de 1989 en su
residencia del reparto Mañanima, al oeste de La Habana, aún no se decide a aceptar
un sorbo de miel.

Muy pocas veces, en la intimidad de ambos, ella lo llama de otra manera que
no sea viejo, el de la vida atesorada en común, el viejo de los tesoros.

Ahora ella decide llamarlo por su primer nombre, sabiendo que ese uso del
apelativo, hecho además con un ligero —pero intencionado— cambio de tono, lo
hará reaccionar, primero con un rápido pestañazo, sucedido de una mirada de
consternación, para enseguida entender que no hay peligro y que está a solas, en la
medida que allí se pueda estar a solas, con su mujer, en el comedor de su casa.

—Fidel —dice ella.

La soledad, desde luego, está limitada a los pocos metros cuadrados de ese
comedor de mesa basta, gallega, dura y acogedora a la vez, en sus fuertes maderas,
de las caobas serranas, porque un ejército agazapado detrás de esas paredes,
permanece a la escucha y preparados para saltar, armas en mano, y rociando
granadas de gases paralizantes, al primer requerimiento de este comensal de bata
morada en la punta de la mesa.

08:17 am en el reloj de la pared, frente a él.


Aún sin responderle a su mujer, deja los papeles sobre el mantel, y abandona el
desayuno por unos tres minutos. Se acerca a uno de los ventanales y observa el
jardín, al que parece dedicarle, por lo menos, dos de esos minutos, a la selva que
tiene ahí, a la vez tan cercana y tan ajena, dos minutos, a su observación, al manto
que cubre su casa de este a oeste —el sector del sol—, compuesto de la trepadora
más noble, el cordón de seda (Argyreia speciosa), floreciendo sólo puchas blancas y
creciendo tan rápidamente que no alcanza todo el espacio de que dispongas a su
alrededor, y de coposos y robustos granos de oro, un arbusto de mucho ramaje, que
crece a una altura de 3 a 5 pies, y de ipomeas blancas (Porana paniculata), que es
fuerte e inmune a los insectos y que están dispuestas en los aleros de las ventanas y
las puertas, para protegerles de los aguaceros, y del jazmín trompeta que se deja
crecer en los muros alrededor de las columnas y que es el manto de crecimiento
controlado que mantiene frescas y húmedas las paredes y que al afincarse con vigor
sobre el suelo y florecer sus flores y expresarse con su animado verdor de mata de
buena tierra resultan mejor que cualquier cobertor de camuflaje puesto que no
marchitan y no dibujan siluetas de islotes de hierba amarillenta y no exigen
reemplazo cada dos días, y con una profusión de casuarinas, un rumoroso bosque de
casuarinas, excelente como camuflaje en los períodos alternativos en que se retiran
las trepadoras, y de sólidas ceibas y coposos árboles de mango, ambas especies
trasplantadas, y las palmeras, en los alrededores, de modo que desde el aire, si no
traes un bombardero veterano como navegante o un buen censor de calor a tierra, no
puedes determinar en un primer pase que ahí está la casa y que no es tierra en
barbecho ni un pinar de crecimiento salvaje en las proximidades de una costa ni un
mangal abandonado.

—Oye, cuando me respondas ya no quedará miel en esta cucharita.

—¿Ummm? Sí, vieja —dice él, desde la ventana.

—¿Cuánto? —pregunta ella.

—Un poquito —responde él.

—Un poquito —repite ella, Dalia.

Dalia Soto del Valle.

Una pequeña cucharilla de plata con su remanente de la miel obtenida de los


culitos de las más esforzadas abejas cubanas es hundida en el poción de yogur de
búfalas mongolas que se asienta, servido, en la impoluta copa de cristal del
Comandante en Jefe.
—Un poquito nada más —dice él, Fidel.

Fidel Castro Ruz.

CAPÍTULO 2
VISIÓN NO PERMITIDA DE UN PAISAJE

Faltan escasos segundos para que uno de los dos oficiales encargados de la
escolta, el coronel Cesáreo Rivero Crespo, un campesino blanco, de aspecto
bonachón, de 50 años largos, y, pese a ser un cincuentón, fuerte, macizo, y con la
agilidad de un peso completo que pelea esta noche para retener el título (de aspecto
bonachón pero presto a convertirse en un asesino tan despiadado como útil si
entiende que Fidel está en peligro); o el coronel José Delgado, «Joseíto», más bien
chaparro, también blanco y fuerte, como un torete (no hacen otra cosa que comer
carne y ejercitarse en el gimnasio, en el campo de obstáculos y en el campo de tiros,
con el propósito de estar aptos para la matanza), que traen el informe de lo que
llaman «situación operativa de la ruta» y una nueva camada de papeles, si es el caso,
o la hoja contentiva de un urgente, porque se haya producido alguna noticia
importante. Joseíto captará la importancia o gravedad verdadera «del matutino»
porque él sabe —aunque no con estas palabras— que el Comandante, a despecho de
todas las caracterizaciones de conducta que se le hacen allá afuera, deja de ser un
astuto comunicador para proyectar bajo su techo toda la fuerza de su personalidad,
de un temperamento tan explosivo como fácilmente deprimible.

El matutino son los papeles que se le entregan con el desayuno. Documentos de


Gobierno y cables de noticias internacionales que prepara la guardia de su oficina
por la madrugada, con el material que esté llegando a esas horas y se considere de
importancia suficiente para que acompañe sus primeros alimentos, más el
«encapsulado», un par de hojas, de noticias nacionales preparado por la guardia del
Ministerio del Interior, y otras dos o tres hojas con el Parte Nacional de la Seguridad
del Estado.

Los carros, allá afuera, comienzan a moverse.

Todo parece agazapado. Es un recinto donde domina el silencio y en el que los


hombres y las cosas no son distinguibles ni de un primer ni de un segundo vistazo y
en el que, de cualquier modo, uno sabe, o presiente, que los hombres y las cosas se
mueven a partir de señales secretas y que sus acciones son ejecutadas con precisión
milimétrica.
Joseíto es el hombre.

—Con su permiso, Comandante —dirá, desde la puerta entreabierta de la


cocina.

Fidel, que ha regresado a la mesa, asiente a la solicitud de su guardaespaldas.


Es un gesto tan breve como significativo, porque él ha dejado de ser —como se diría
en el lenguaje cinematográfico— por corte, un marido que desayuna con su mujer,
para convertirse en el hombre que aún lleva las riendas del movimiento comunista
internacional y que ha recibido el mandato de quebrar la espina dorsal de los Estados
Unidos de América, el líder severo, distante y frío, el Comandante en Jefe.

Dalia entiende que, para ella, ha terminado el desayuno. Con sumisa


discreción, que ella pretende ocultar bajo la inocente mentira de que algún asunto la
reclama de repente en otro lugar de la casa, comienza su triste retirada. La de todos
los días. Con urgencia otro asunto. Pobre mujer.

Con su uniforme de servicio sin insignias, la pistola soviética Stechkin a la


cintura, y sin despojarse de la gorra reglamentaria, pese a hallarse bajo techo, el
coronel se sitúa por la derecha del Comandante, para entregarle la hoja con dos
párrafos mecanografiados de la situación operativa de la ruta e informarle que están
hechas las coordinaciones para recibir la llamada del «ministro Raúl» aunque ellos
se encuentren en el camino a la inauguración del hospital, es decir, empleando un
sistema soviético de codificación automática, que era efectivo tanto por teléfono
como por radio. Aunque un sistema de comunicaciones de reserva siempre se podía
tener a mano. Pero este sistema alternativo resultaba complicado y se eludía. Había
que tirar de los carros a la azotea del Edificio «A» del Ministerio del Interior, en la
Plaza de la Revolución, donde captaban la señal y de donde la «bajaban» a la cuarta
planta, la sede de la archisecreta Octava Dirección, también conocida como
«Cifras», que elaboraba el mensaje y lo tiraba a su vez a la cuarta planta del
Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. El síndrome se llamaba
«Oxford». Era el nombre del barco de comunicaciones que los americanos fondearon
a unas 3 millas frente al malecón habanero durante la década de los sesenta para
registrar con minuciosidad todo lo que los cubanos trasmitían al éter. De aquí que
las comunicaciones a través del hilo telefónico se hicieran tan preciadas para la
dirigencia cubana. Luego, cuando el «Oxford» fue retirado del horizonte, Fidel no se
dejó engañar (sic) y ordenó que se mantuvieran las mismas precauciones que se
tenían con el «Oxford» como parte del paisaje al norte de La Habana. «No quiere
decir que no están captando nuestras comunicaciones», tal fue la lógica fidelista.
«Quiere decir que lo hacen desde otro lado, desde la Florida o desde satélites, porque
su capacidad tecnológica se ha ensanchado.»
El coronel espera por los últimos detalles que, en breve, habrá de imponerle el
Comandante. Su actitud, mientras espera, es con dificultad reconocible como
marcial. Permanece de pie y se sujeta las dos manos debajo del abdomen y sabe
guardar silencio y ser paciente mientras espera por una reacción de su jefe, pero ahí
termina toda conexión visible con un edecán, amén de que su porte tampoco sirve de
soporte, bajo de estatura y ya con unas coronas de calvicie, viejo que se está
poniendo, aunque, si lo observas con detenimiento por un rato y tienes estamina
suficiente para aguantarle la mirada, incluso si te sonríe, sabrás que si te acercas
unos pasos más, tendrás que arreglártela con los últimos instantes de tu existencia, y
que esa mirada de pantera al acoso y que esa musculatura contenida en su cuerpo de
seis octavos, no tiene nada que ver con las ordenanzas tradicionales pero sí con el
único tipo de hombres que puede constituirse en la guardia pretoriana de Fidel
Castro, tipos compactados, de brazos velludos, de barbas cerradas y que nunca llegan
a terminar, con libertad, una sonrisa.

—Un rato —dice el Comandante.

Unos 15 minutos, calcula Joseíto.

—Vamos a la oficina. Esperamos allí la llamada de Raúl.

A Palacio, descifra Joseíto.

—¿Está bien? —dice Fidel. En realidad, no pregunta al coronel si ya tiene las


coordenadas. Quiere decir que ya ha terminado, por lo pronto, esta conversación.
¿Está bien?

—Correcto —dice Joseíto.

Con un exacto medimiento de cómo balancear su conducta entre la disciplina


militar y el servilismo de los criados, el coronel se dirige a la puerta de la cocina. El
exacto medimiento significa que no ha chocado los talones ni ha asumido la posición
de firmes para girar sobre su propio eje e iniciar el desplazamiento de retirada. Ha
aprobado con la cabeza y ha murmurado un «con su permiso» y eso ha sido
suficiente. Tampoco se trata de convertir la casa del Comandante en una suerte de
cuartel. Además de que son los pequeños y justificados lujos que se pueden permitir
unos pocos como Joseíto o Cesáreo, después de 30 años de trabajo con el
Comandante, bajo el mismo techo, en lo que se llama, más que obvia, ritualmente,
«la casa».

Desde un teléfono de magneto, colocado discretamente dentro de un estante de


la cocina, Joseíto pone la unidad en plena disposición de marcha.
Saliendo los carros de la exploración.

Desde la unidad de barracas y parqueo contiguos a la casa, a unos 150 metros


de distancia (e invisibles para el exterior por una barrera de frondosos árboles), una
flotilla de entreverados Mercedes (con personal de uniforme), Alfa-Romeo (algunos
de uniforme, otros de civil) y Lada (civil), mas todos con armas largas disponibles
en el piso, se posesionarán del tramo de la ciudad por el que habrá de desplazarse la
caravana del Comandante, ojo avizor a cualquier asunto que deba reportarse y que
signifique de inmediato cambiar hacia una de las rutas alternativas (y ya previstas)
de desplazamiento.

—Nosotros listos en tres minutos —dice Joseíto.

Los impetuosos morros negros de tres pesados y anchos Mercedes-Benz (un


560 SEL blindado y con cristales negros, también blindados, y dos modelos 500
SEL), parecen surgir repentinamente de entre la vegetación, en su ahora prudente
marcha desde los refugios de guardia y acercándose por las calles de acceso a sus
sitios establecidos de posición de partida.

En mañanas invernales y de lenta condensación de la neblina, es un extraño


escenario, húmedo, vegetal, de algo que sólo existía como posible en la imaginación,
de naves que aguardan al acecho, como depredadores, y que surgen a la vista, desde
las capas profundas de la tierra, como las cabezas de metal de unos quelonios,
quebrando la superficie de una playa, de la que emergen, con sus redondas cabezas
paleolíticas sobre las que se desmoronan los últimos grumos húmedos de ceniza.

Desplazándose, con lentitud, por los accesos pavimentados hacia las plazas de
partida, muellean con un movimiento de bisontes, apenas perceptiblemente y hasta
con gracia y con absoluto dominio de las fuerzas gravitacionales, obra de una
suspensión neumática que absorbe las desigualdades del terreno y equilibra su
propio peso, aunque imposibilitado de ocultar su presencia al oído de un verdadero
cazador o ranger o asesino experto, por muy ajustado que se encuentre ese motor y
lo bien que funcionen la suspensión por aire y todo el sistema de abajo —catalítico,
silencioso, resonante y vibrador— y por limpia que sea la emisión, porque cuando
todo ese tonelaje de volumen en silencio se concentra en aplastar una piedrecilla del
camino, una semilla, una hoja seca, y uno escucha la seca y fugaz quebradura, ya
sabe que después de esto —y de todas las cosas que existen sobre la tierra—, sólo
con el peso de una montaña se puede lograr tal efecto de pulverización.

El 560 SEL sale primero, para colocarse frente a la puerta de la casa, con el
empuje del brioso motor gasolinera de seis litros, y 12 cilindros en V, contenido a
duras penas por el sistema de frenos ABS, del mismo que se utiliza en la industria
aeronáutica. Un hombre llamado Castellano, que a veces responde por el mote de «el
Gallego», es el chofer de turno, y el favorito del Comandante. (Tiene otro, moreno,
de rostro afilado, ojos centelleantes, llamado «Angelito».) Ambos pertenecen a la
vieja guardia del Comandante. Pero el Gallego es el que le ofrece más confianza.
Silencioso, de pocos amigos, eficaz. Como los quiere el Comandante. Y ágil. De
respuestas muy rápidas con el timón. Fue uno de los que se opuso con vehemencia al
invento de conducirle de noche al Comandante con las luces apagadas, a 180
kilómetros por hora, incluso dentro de la ciudad, provisto de espejuelos infrarrojos.
Se mantuvo el hábito de mantener el carro del Comandante apagado en el centro de
la caravana, y guiarse por los indicadores traseros de un puntero o guía. Desde
principio de los setenta no volvieron a encenderse, como norma, las luces del coche
del jefe dentro de la caravana.

El primero que abre el portón blanco de la casa, y lo vuelve a cerrar de


inmediato, en espera de la aparición del Comandante, es el coronel Joseíto.

El Mercedes 560 SEL delante de él —«el caballo», como le pueden llamar en


ocasiones, con su legendario sistema de inyección directa SIS, que en esta clase de
modelos viene doblado, por si se presenta cualquier falla o emergencia, entre el dos
a trabajar automáticamente— no parecería estar con el motor encendido si no fuera
por el tenue sudor producido por el aire acondicionado en las ventanillas.

El Gallego hace una revisión de instrumentos, con las mañas de un piloto de


combate. Todas las agujas, en el lugar que tienen que estar. Los relojes de todos los
sistemas computarizados —el ABS, el SIS, la suspensión—, en orden. El Gallego se
mantiene a la espera, las manos sobre el timón. El coronel Joseíto se encargará de
abrirle al Comandante —para lo que se requiere de cierto esfuerzo, no crean. (¿Han
intentado alguna vez abrir con gesto ligero la portezuela de un Mercedes blindado?)
Luego Joseíto se sentará al lado del Gallego y le dirá hacia dónde deben dirigirse y
la ruta a seguir. No existe la posibilidad de que lo sepa antes. Tiene que estar el
Comandante en su asiento y Joseíto (o Cesáreo) haber esperado a que se acomode y
cerrado la puerta, y entonces Joseíto haberse sentado y cerrado su puerta, para que el
Gallego (o el chofer de turno) sepa el lugar a donde se dirigen. El destino.
«Andando», dirá Joseíto. Es lo primero que se dice.27

Mientras, los otros dos caballos, los modelos 500 SEL, con las ventanillas
bajas y el arsenal de sus tripulaciones a la vista —la boca de los inequívocos AKS-
74U de culatín plegable, con los que deben apuntar directamente al entrecejo de
cualquiera que pretenda acercarse, a pie o en coche, a la caravana, siendo ésta toda la
señal de aviso que están requeridos a desplegar para que te abran fuego—, se
encamina hacia la zona de parqueo, donde esperarán a que el Comandante abra el
portón blanco, eche una mirada abarcadora —como es su costumbre— hacia el
escenario que esa mañana le depara dentro de la zona amurallada frente a la casa, y
se introduzca en el coche. No volverá a ser visible hasta el arribo al punto de destino
puesto que las ventanillas, además del blindaje y la impenetrable opacidad del
grueso cristal, están separadas del exterior por cortinas, de un oscuro y sólido verde.
No debe dejarse al azar que por algún juego de luces se vislumbre dónde está situada
la cabeza del Comandante.

Bien, pues, dentro de 13 minutos tendremos el sol rumbo a la posición que


debe estar ocupando a las 12 meridiano, en el cénit, y ejerciendo su castigo de
verano sobre Cuba, duro sobre el lomo de la isla, y que los labriegos despojándose
de sus sombreros para abanicarse un poco del aire ya de por sí hirviente en el sofoco
de las colonias cañeras te enseñaron a denominar con propiedad el castigo del sol.

Los motores de la flotilla de Mercedes, aunque ajustados con excelencia y


trabajando en baja, y sus rodamientos sobre la calle pavimentada del acceso,
cubrirán el espasmódico siseo del sistema de distribución de agua, que se mantendrá
en sus funciones aspersivas hasta las 5 de la tarde, en el horario de verano, a menos
que llueva, y se desconecte, también automáticamente, por efectos de la lluvia sobre
los sensores del sistema.

Saliendo el Comandante.

CAPÍTULO 3
EL CUADRANTE TÁCTICO, CUANDO TE ATRAPAN EN ÉL

Esta mañana del lunes 29 de mayo, el Comandante está abstraído en algún


proceso de pensamiento, uno pero de máximo consumo de energía, y también, de
alguna manera, está molesto. Joseíto se percata de que el jefe está cavilando y que
tiene la máquina a todo vapor, por la vaguedad de sus órdenes o respuestas. Cuando
mira de soslayo los papeles que de inmediato pone a la izquierda de la copa
barrigona de la que ya han vaciado un abundante coctel de ostiones, Joseíto sabe que
son informes sobre Ochoa y Tony de la Guardia y que proceden de diferentes
oficinas del Gobierno, todas asociadas o bajo el control de Seguridad Personal o el
Buró de Atentados de la Contrainteligencia. Pero lo que percibe Joseíto con mayor
definición es la inquietud en los movimientos con que el Comandante ha hecho sus
desplazamientos bajo techo esta mañana, y la tensión visible de los músculos
faciales, sobre todo en la zona alta de los pómulos, y que el desenvolvimiento de
tales elucubraciones está imprimiendo sobresalto en el carácter de su jefe, una
totalidad de producto emocional que Joseíto llama estar «molesto». Preocupado
sobremanera, lógico. El coronel Joseíto sabe para qué clase de jornada debe
prepararse. Joseíto tendrá que bregar con un día huraño y frugal, de parlamentos
crípticos del Comandante y, lo peor, de dieta reducida, puesto que el Comandante
acostumbra ingerir pocos alimentos en el desarrollo de estas situaciones anímicas y,
como es de suponer, es un día (o dos o tres) de hambre, que la escolta en pleno debe
compartir. Él tiene que ser capaz de percibir, reconocer, antes que nadie tales
molestias, para de inmediato procurar hacer la vida lo más amable posible en todo el
perímetro cercano, no sólo por el bienestar del jefe, sino por el de él mismo, para
evitar que lo coja en alguna falta, y entonces tener que aguantar a pie fírme una
reprimenda muchas veces despiadada, debido a cualquier imperfección de su trabajo,
por lo que se apresura en darles a entender a sus subordinados más cercanos —las
tripulaciones de los Mercedes, o los también llamados carros del apoyo de fuego—
que el jefe «está hoy muy tenso», que está molesto, y que debe despejársele el
camino de tribulaciones y para que no comience a clamar por Mainé, el anterior jefe
de su grupo de Seguridad Personal, del que el mismo Fidel se deshizo (luego de una
bien montada operación de descrédito organizada por Abrantes, su Ministro del
Interior), pero la eficacia de cuyos servicios comenzó a añorar después, y a decir con
harta frecuencia, ante cualquier pequeño descalabro, que si Mainé estuviera aquí, las
cosas serían diferentes. El primero en ser advertido por Joseíto del estado de tensión,
es el chofer. El Gallego debe evitar, por Dios, cualquier bacheo improcedente —es
decir, que uno de los neumáticos caiga en uno de los tan frecuentes baches de las
calles habaneras. La gente de atrás— el apoyo de fuego: los carros dos y tres —,
también reciben su reprimenda con anticipación: un despliegue en exceso aparatoso
de los fusileros al desembarcar de los dos Mercedes antes de completar el frenaje
cuando arriben a cualquier lugar puede irritar al jefe, pero a su vez tienen que
proceder de modo que el jefe se sienta protegido, por lo que el éxito exige de un
enorme equilibrio en el despliegue de fuerza en sus alrededores. Ser visibles para
que se mantenga confiado y a su vez no ser estridentes. «No armar mucha bulla
tirando las puertas.»

Por esta vía nos llega la primera señal de aviso. Ésta es la forma en que nos
llega la información de que esa mañana Fidel, a la hora del desayuno, estuvo
revisando los informes que revelaban claramente los nexos de Ochoa con Tony y
Patricio. Porque Joseíto hace el comentario, en la primera parada en el sótano del
Palacio de la Revolución, y de alguna manera nos va a llegar. «Esa gente está en
candela», es el comentario. En la escolta hay personal de Tropas Especiales, amigos
nuestros. Y por ahí nos llega el dato. Es el conducto. Estamos en posesión de un
reporte de la situación bastante confiable tres días después. El miércoles 31 de
mayo.

Pero Joseíto cree ver dos vectores de conflicto cuando en verdad lo que se ha
producido es la clásica relación de causa y efecto. Joseíto dice que hay problemas
con nosotros porque conoce del informe que el Comandante estuvo revisando en el
desayuno, porque fue él mismo, Joseíto, quien se lo puso al lado de los cubiertos, y
había sido él mismo, Joseíto, el que lo había mandado a buscar al cuarto piso del
MINFAR. Estaba todo claro en el encabezamiento.

SOBRE: Vínculos del GD Arnaldo Tomás Ochoa Sánchez con el GB


MININT Patricio de la Guardia Font y el Crnel. MININT Tony de la Guardia en la
RPA.28
GD es general de División. GB es general de Brigada. Crnel. es coronel. RPA es
República Popular de Angola.

Cuando Joseíto dice que hay «un nuevo problema con los yanquis», no es capaz
de relacionarlo. No se hallaba entre sus posibilidades ver el asunto como un
conjunto. Fidel había aparecido en el umbral de su mansión, que algún ricachón
igual que él abandonara en 1959, antes de terminarse su construcción, y que fuera
rediseñada y terminada de construir hacia finales de los años sesenta (refugio para
golpe nuclear incluido), y realizó un primer comentario, quejumbroso y ya, de
inicio, machacón. Dijo: «Si alguien aquí va a tallar con los yanquis, ése voy a ser
yo.»

Ésta es la información que Tony ha recibido el miércoles antes de irnos a la


casa del Gabo. Que estamos en candela y que si alguien va a tallar (negociar) con
los yanquis es él, Fidel. El aviso llega a través de uno de los fusileros de Tropas
Especiales que Abrantes ha agregado en los últimos meses a la escolta del
Comandante. Tony no entiende.

—Tony —digo—, si el tipo está claro.

Claro no. Clarísimo. Allí, en la Revolución Cubana, todo termina y comienza


en los yanquis.

Pero significaba, definitivamente, que los días estaban contados para


nosotros...

—Entonces... —comenzó a decir Tony, con lentitud, porque apenas la idea


había surgido en su cerebro, un vislumbre de conocimiento contenido que
comenzaba a derramarse—. Entonces estamos hablando del abrazo con el enemigo.

—De eso mismo, brother. De eso mismo estamos hablando.

Claro que el problema era alejarnos del asunto, para poder maniobrar con
nosotros, pero sin nuestro consentimiento, y de ser posible sin nuestro conocimiento,
como unos cobayas en una caja de zapatos que alguien zarandea, y es de ese modo
que entramos en contacto —ahora como sus víctimas— con el encapsulado de la
justicia socialista, cuando no sabemos por qué nos van a partir los cojones, aunque
ya podemos ir sabiendo que tal es el objeto, partirnos, y que ahora, lo que les falta,
con vehemencia, es la causa, agenciarse de una de ellas, para endilgárnosla encima y
acusarnos de esto o de lo otro, y todo esto, en su conjunto, es lo que se llama la luz
larga del Comandante, es decir, que él ve lo que al común de los mortales, por su
insignificancia humana, les está vedado, y que en realidad no es otra cosa que el
dictado de su propia imaginación, y eso que él supuestamente ve —y por lo que te
fusilará dentro de unas pocas madrugadas— es algo que él piensa que puede pasar o
que tú puedes hacerle, porque cuando en justicia se actúa por anticipado, lo que estás
enfrentando en forma permanente es la factibilidad de poner la guillotina en manos
de un sicótico, por lo menos en el caso de Fidel, él está persuadido de que todo el
mundo quiere «echárselo».

Pero él sabe, él intuye, porque son muchos los informes que ha pedido y que le
están llegando, mucho en el sentido cubano de mucho, cuando la cosa trae ruido,
mucho ruido, y es algo que abarca tu atención y que te angustia y que te pone a
pensar, no importa que sólo sea el texto contenido en un par de hojas, aunque, para
hablar con propiedad, debe uno estar refiriéndose a más de un vector de esa
propiedad a la que estamos considerando como mucha. Dos informes como vectores
es convincente en los sistemas conceptuales de medida cubanos y califican
holgadamente como mucho informe, mucho ruido sobre nosotros que le estaba
llegando al Comandante, y máxime en este caso cuando eran más de dos «los
engomes» —nuestra forma más despectiva de llamar a los informes contra un
compañero, modalidad cubana de chivatería por escrito— aunque desde luego, se le
reportaba acuciosamente sobre asuntos que él mismo estaba levantando la paloma,
vociferando sobre operaciones que él mismo ordenó que se hicieran en el más
hermético silencio. Por lo menos pasaron informes sobre nosotros, para Fidel, a
través de la oficina de Alcibíades en el Comité Central; del general de División
Leopoldo Cintra Frías, «Polo», desde Angola; del despacho de Diocles Torralba, el
ministro de Transportes; pero sobre todo de la Contrainteligencia Militar (CIM) y la
agentura* de la Inteligencia cubana en Europa occidental. Un documentó unificado
es lo que puede desearse ahora, cuando la información comienza a ser abundante.
Raúl se encargará del asunto. El último viaje de Tony.

Entonces Fidel, en el umbral de su mansión, miró hacia el dispositivo, que lo


aguardaba, los Mercedes a punto de ponerse en marcha, tras él —apenas su carro
tomara la posición de vanguardia—, y ya sabiendo que desde el complejo de casas
del Comando de Seguridad Personal, también conocido como Grupo Operativo,
contiguo a las barracas de la guarnición, que son las instalaciones a 150 metros al
sureste de la mansión, el resto de la tropa estaba en marcha, y que el otro personal, el
de la guarnición, se mantendría en el lugar, desde luego, puesto que su misión es la
defensa de «la casa».

La misión hoy del Comando es dislocarse en los alrededores del hospital «Julio
Trigo».

Vestidos de civil, pero con walkie-talkies japoneses y armamento personal —


pistolas Makarov y ocasionalmente granadas de fragmentación y paralizantes (nada
más efectivo en la eventualidad de tener que rescatar al Comandante y abrir una
brecha en la multitud, que lanzar unos racimos de granadas contra ese «personal
civil», como si fuera un muro)—, los hombres de una compañía del Comando que ha
sido establecida desde temprano en una zona de compromiso, para confundirse
dentro del público que pueda haber en el lugar o sus vecindades y/o que pueda acudir
a los lugares de posible parada del Comandante. Otra sección, atletas de sólidos
uniformes de campaña verde olivo y empuñando los AK-47 de paracaidistas, ya se
halla sobre los GAZ-66A, los raudos camiones soviéticos, de nariz achatada, del
Comando, que hoy puede estar organizado en composición de batallón, puesto que el
Comandante va a desplazarse fuera de la Plaza de la Revolución e internarse en un
área de alta densidad poblacional, es decir, uno de los humildes y populosos barrios
del sureste de La Habana, y que es la sección que de inmediato se va a añadir en la
cola, a unos 2 kilómetros de distancia de los Mercedes, y que es su primera reserva
de combate, y que hoy tendrá un problema por delante cuando Joseíto les exija
despliegue sin estridencias: porque la mayor parte de los efectos de paralización
sobre el público siempre lo obtienen por el alarde de poder y armamentos y
musculaturas que ofrecen, como si fueran (que lo son, cuidado, no obvien ese dato)
una fuerza brutal y desmedida contenida apenas, por un hilo invisible, que es la
conmiseración del Comandante para con la ciudadanía, y que los aguanta de no
aplastar o deshacer entre sus fauces de acero a todas estas ancianitas o famélicos
jovencitos o aturdidos trabajadores que son apilados como ganado bajo la tribuna o
que por simple curiosidad se acercarán hacia al polo de irradiación de magnetismo
que ejerce este hombre, su líder cotidiano desde hace 30 largos años.
Joseíto captó el roñoso soliloquio de: «Si alguien aquí va a tallar con los
yanquis, ése voy a ser yo» mientras le mantenía abierta la portezuela trasera
izquierda del Mercedes al Comandante, para que acabara de entrar.

—Vá-mo-nos —dijo un Fidel altanero pero también pensativo y separando las


tres sílabas de la palabra como si cada una tuviera un peso específico.

De modo que el lunes 29 de mayo de 1989 no fue igual para todos los que
tuvimos algo que comprometer en el desarrollo de los acontecimientos. El
Comandante aún no se había instalado en su Mercedes Benz 560 SEL blindado
cuando Tony, Patricio y yo nos estábamos abrazando en una soleada acera de la calle
62 y mientras que Raúl y Furry le indicaban un puesto a Ochoa para que tomara
asiento en la larga mesa de conferencias frente al buró de Raúl en su oficina de la
cuarta planta, del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

«Negro, carajo», dice Raúl a modo de recibimiento.

Es una fórmula de afecto.

Sin duda que Raúl Castro ha sido amable. Una buena forma de comenzar una
conversación entre amigos. Entre viejos camaradas de la lucha en las montañas
contra una dictadura. Entre unos hombres que se han reconocido a sí mismos como
«piedras en el fango», que no existía un calificativo que les agradara más y en el que
creían verse retratados en el transcurso de su misión terrena y que servía para
encubrir en última instancia —bajo una aguerrida retórica de vanguardia— su
condición de asesinos por necesidad.

QUINTA PARTE
LA EXPEDICIÓN AFRICANA

CAPÍTULO 1
NO DEJES GANAR A TUS NEGROS

Raúl insiste.
«Así que estos hijos de puta le dicen Griego.»

De toda la masa de información que está llegándole sobre un grupo en el que se


incluyen algunos de los hombres de Cuba más peligrosos o más competentes o más
valientes o que con mayor bravura han cumplido sus misiones y para el cual está
planeando fusilar a unos diez de ellos (diez, no han leído mal), en el dato que Raúl
hace un obstinado anclaje es la insignificancia de llamar el Griego a Arnaldo Ochoa.
Tiene sobre el buró el informe de que yo he alertado a Ochoa sobre la persecución a
que estamos sometidos y que no existe transcripción exacta de los diálogos debido a
la no saturación de técnica microfónica en el sector escogido por nosotros para
conversar, lo cual significa, por otro lado, que estamos ya en fase, si no plenamente
conspirativa, en la preconspirativa, puesto que no estamos empleando lenguaje
abierto ni tampoco efecluamos diálogo en lugares bajo techo o cerrados. En efecto,
la primera señal de que un personal no se haya bajo los influjos conspirativos o
sediciosos, es su capacidad de emplear lenguaje abierto en lugar cerrado.

Tiene ese informe sobre el buró y tiene al recién ascendido general de Cuerpo
Colomé Ibarra y al teniente coronel Delgado Izquierdo, que son los portadores del
mensaje, frente a él. Los tres, de pie, alrededor del buró.

Abelardo Colomé Ibarra es el segundo hombre de las Fuerzas Armadas y jefe


de todos sus servicios de información (de «Inteligencia Militar» y/o
«Contrainteligencia Militar», como es obligatorio llamarle en Cuba, al menos dentro
de «los institutos armados») y es el único cubano con los grados de general de
Cuerpo, que es sólo superado por los techos de Raúl, general de Ejército, y de Fidel,
el Comandante en Jefe. Por su parte, Eduardo Delgado Izquierdo es el jefe del
Departamento Uno de la Contrainteligencia Militar, conocida como la CIM y pronto,
si logra al fin que fusilen a Ochoa, será protagonista de una carrera de ascensos
meteóricos.

Colomé Ibarra y Delgado Izquierdo esperando órdenes y en discreto estado


contemplativo del Ministro, ambos en posición de descansen, con las manos
cruzadas al frente, y el Ministro mirando hacia el informe, las manos en la cintura, y
la mente aún dislocada en el asunto de que estamos llamando Griego a uno de sus
generales, hasta que, como despertando de un letargo, sacudiéndose la cabeza sobre
el eje del cuello, dice:

«Yo creo que esto va a precipitar los acontecimientos. ¿Qué tú crees, Furry?»

Furry.29 El compañero Furry.


Ése es un mote generalizado y de buen tono para llamar a Colomé Ibarra,
aunque no fue, como muchos creen, un nombre surgido en los días de la guerrilla,
cuando casi era imprescindible que los combatientes revolucionarios respondieran a
un alias. Y no tiene significado en lengua castellana. No significa un carajo.

«Por lo menos Arnaldo ya sabe.»

«Está impuesto de la situación», dice Delgado Izquierdo.

Raúl lo observa, asintiendo.

«Es la apreciación nuestra», agrega Delgado Izquierdo.

El teniente coronel está superando la situación. El teniente coronel cree que ha


logrado escurrir el bulto y que ha vencido realmente el peligroso escollo. Había
olvidado, como era su invariable costumbre, deshacerse del Rolex GMT II que
llevaba en la muñeca y del que se había agenciado en el mercado negro nicaragüense
cuando fue enviado allí en 1986 con la misión de vigilar a Ochoa, entonces jefe de la
misión militar cubana en Managua. Se lo sacaba de la muñeca y lo sustituía por el
Poljot soviético de goma negra que para tal efecto llevaba en uno de sus bolsillos.
Era uno de los vergonzantes usuarios cubanos de Rolex. Un adusto y cuartelario
oficial intermedio —al que no le correspondía disfrutar del agradable peso en la
muñeca de esta máquina de navegantes— debe disponer siempre en sus bolsillos de
un Poljot intercambiable para presentarse ante su Ministro o ante el general de
Cuerpo y aunque el Ministro lleve un modelo Super Presidente Champagne de
macizo oro 18 que te puede dejar ciego momentáneamente si lo miras de frente
cuando le da el reflejo de una luz, y Furry con una pieza más común, de acero níquel,
aunque siempre un Rolex Quartz, pero suficiente para alguien que no tiene la menor
idea de lo que significa, incluso en términos filosóficos, llevar en la muñeca una
joya de esa naturaleza.

«Así que Arnaldo ya sabe en lo que estamos», dice Raúl.

Furry asiente. Eduardo asiente.

«¿Hoy es viernes?», pregunta Raúl.

«En efecto, compañero Ministro», responde Eduardo, que ha consultado el


cronógrafo de su reloj. «Viernes 26 de mayo.»

Raúl se ha percatado del gesto de contrariedad de su subordinado y la rapidez


con que ha bajado el brazo y cómo ha intentado ocultar su muñeca bajo el puño de la
guerrera.

«Vamos a hacer una cosa, Furry», dice Raúl. «Vamos a tener que llamar al
Negro. Tengo que consultarlo con Fidel. Pero ve creando las condiciones para el
lunes. Que el Negro no lo sepa todavía. Vamos a reunirnos aquí mismo. Pero ten
lista una casa de seguridad.»

Ha comenzado a hablar como si Eduardo no estuviera presente. Frente de


Eduardo perlada de sudor. Guerrera de Eduardo anegándose.

«Vamos a hacer eso», dice Raúl.

El uso abusivo de vamos en las ordenanzas de Raúl a Furry es imposible de


soslayar en la transcripción porque se trata del comportamiento de un lenguaje.

«Pero que el Negro no se entere.»

Negro era el mote de uso exclusivo de Raúl para llamar a Ochoa, que no era
negro sino mestizo y que solía aceptar la denominación de buen talante, debido a que
éste era el mote con el que su Ministro lo designaba y puesto que Ochoa disponía de
la teoría según la cual el Ministro lo llamaba Negro porque el Ministro no tenía un
verdadero negro que fuera general y que era aceptable su deseo de tener uno por la
conveniencia política que esto implicaría. Mas, en la íntima potestad de nuestras
descargas, Ochoa —que además de mestizo era muy terco—, solía comenzar a negar
vigorosamente con la cabeza aún antes de que uno terminara de rebatirle el punto de
que el Ministro lo llamaba Negro porque el Ministro no tenía un verdadero negro
que fuera general, y se mantenía en su terca negativa aunque, y a pesar de que, uno le
recordara la existencia, para empezar, de Víctor Schueg Colás —el Negro Chué,
según la compactación lexical al uso—, que era general.

Descarga era la ocasión en que dos o tres de nosotros, amigos del primer nivel
de abroquelamiento, que es la situación de amistad sin fisuras que también se
reconoce como ser «pangas» —la máxima lavadura y pulimentación del «partner»
de los oestes para poder emplearse en un habla castiza de uso corriente en Cuba— o
«ecobios» —los infalibles hermanos de la santería—, nos reuníamos para,
precisamente, soltar algunas ideas, es decir, conversar un poco de esto y de aquello.
Pero donde casi nunca había nada en la olla, nada a rociar con sal puesto que la sal
era las ideas. Y era el fuego. Y el alimento. Nada para echarse al estómago. Si acaso
un poco de ron peleón, que no es usual, a la hora de mencionarlo, decir que se echa
en el estómago sino al coleto.

Descarga sobre el Negro Chué.


Con el argumento de que el Negro Chué no era un negro que fuera general sino
un general que era negro, Ochoa respondía que:

—Pero el Negro Chué no es un negro que es general.

—¿Y qué cojones es eso, Arnaldo? —preguntaba uno.

—Eso es un general que es negro, que no es lo mismo que un negro que es


general.

Uno saca de la memoria, al voleo, todos los nombres que pueden extraerse de
negros cubanos que sean generales. Un esfuerzo mental para seguir en el debate.

Que parezca que vas a escribir el segundo tomo de Raíces, pero con personal
del patio.

—¿Y qué me dices de Kindelán? ¿Y Silvano Colás? ¿Y Moracén? ¿Y Calixto


García? ¿Y Francis?

—Ninguno de ésos es ni general ni negro.

—¿Y entonces qué cojones son, Arnaldo?

—Inventos, muchacho. Ésos son inventos.

En propiedad, lo que Ochoa se proponía con esta dase de bromas era ayudar a
esquivar el golpe de la cofradía de Furry sobre los abnegados y estoicos y esforzados
y valientes y dulces en su trato generales negros de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias, que habían llevado sobre sus hombros todo el peso de las campañas
guerrilleras cubanas en Africa desde 1965, primero porque se procuraba sólo enviar
negros a estas misiones bajo el argumento de que en caso de quedar alguno en el
campo de batalla y su cadáver fuese recuperado por el enemigo, no se pudiera
determinar su nacionalidad y se inculpara a Cuba de injerencia (el Mando cubano no
contemplaba la eventualidad de prisioneros negros cubanos); y era como la
inauguración de un lenguaje, de una nueva categoría de símbolos y la exploración de
una tierra inédita de la Historia. El país sin descubrir que Shakespeare creyó
descubrir en la muerte era, en verdad, los archipiélagos del regreso.

Los ejércitos del Tiempo volvían.

Negros cubanos de tropa que, a bordo de los legendarios Bristol Britannia 218
con escala técnica en Praga, donde muchos afortunados degustaron de su último
acceso a los remedos checos de las walkirias, pero tan rubias como las auténticas
mensajeras de Odín, diosecitas de categoría inferior de la mitología escandinava,
pero tan dispuestas —nuestras dulces chiquitas— como ellas —walkirias
escandinavas originales— a escanciar la cerveza y el hidromel en los vasos de los
guerreros, y tan productoras de mulatos con sangre aria, eslava, o magyar, como las
usuales cubanas que se encargaron del asunto durante los anteriores cinco siglos, y
procedentes de una La Habana de pancartas rojas y ametralladoras antiaéreas de
cuatro bocas en las avenidas de palmeras y lentos atardeceres, es el personal —los
negros inmensos nuestros— que ingresa en el continente al amparo del sigilo, casi
siempre a través de El Cairo; ejércitos de la noche y del clandestinaje, montados en
el combate por el eficiente aparato subversivo cubano, y que a despecho de cualquier
consideración política ulterior y del rencor que pueda provocar la presencia de Fidel
Castro en un escenario de resonancias épicas, es una moraleja edificante el
desembarco, armados hasta los dientes y con excelente entrenamiento, de los nietos
de aquellos a los que una vez, en dirección contraria, hacia el levante, se les hizo
cruzar el Atlántico como esclavos. Fidel en su escenario predilecto de los setenta, y
que volverá a retomar en 1987, y en el que —en realidad—, está deshaciéndose «de
un poco de negros» (sic) para maniobrar en favor de la conquista soviética de África
y sobre todo para alejar a los chinos de ese festín de países inmaduros y
desorientados que se están desgajando del mismo sistema colonial que escoge de
entre los más brutales sargentos de rastreo de sus fuerzas nativas o algún ocasional y
manipulable pastor de misión evangélica a sus primeros presidentes.

Cinco siglos de látigo y de interminables y sofocantes campos de caña para


cortar a machete y ahora estos negros otra vez teniendo que pagar un precio de
sangre y humillación por la pertenencia a la nacionalidad cubana y al final del
camino otro altivo y duro hijo de un colono español mandando.

De cualquier manera, al único guerrillero cubano que se capturó vivo en cerca


de 10 años de vivaqueo guerrillero entre La Habana y dos tercios del continente
africano, fue un blanquito, Pedro Rodríguez Peralta, que en Guinea-Bissau salió el
18 de noviembre de 1969 a cazar un mono, para la cena, cuando lo sorprendió una
patrulla portuguesa y se liaron a tiros, resultado del cual le arrancaron fragmentos
del codo y de masa muscular del brazo derecho luego de descerrajarle su AK-47 con
una ráfaga de proyectiles 5.56 mm de Galil, brazo atrofiado en el único combate de
que se tenga noticia en la Historia de que un Galil le gana a un AK-47, y no hubo
forma que pudiera reivindicar su pertenencia a ninguna de las tribus del área, por lo
que consideró aconsejable, desde el primer instante, decir que sí, que era cubano, y
capitán de sus Fuerzas Armadas, por más señas, y que se hallaba en la mejor
disposición de cooperar. Ése fue el resultado de Pedro con una apacible guerrilla
africana. Por comer mono.
Pedrito fue un invento, precisamente, de Furry. Viejos amigos de la lucha
contra Batista. Furry había abogado ante Fidel para que lo dejaran ir como instructor
de las guerrillas guineanas del PAIGC, de Amílcar Cabral, una tropita revolucionaria
que —dentro de las limitaciones de los movimientos africanos— se batía bastante
bien. No importaba que Pedrito fuera blanco. Nadie lo capturaría vivo. De eso Fidel
podía estar seguro.

PAIGC eran las siglas de Partido Africano para la Independencia de Guinea-


Bissau y Cabo Verde. Produjo un conflicto de relativa baja intensidad desde 1963.
Fundado el 09/19/56 por el ingeniero agrónomo Amílcar Cabral, la organización
alcanzó su mejor momento a partir de 1974, con el derrumbe en Portugal de la
dictadura de Salazar. Con sus típicas armaduras de aro metálico y su porte de
intelectual africano en París, que es un porte triste y de hambre de cinco días,
Amílcar Cabral fue un obstinado organizador político. Contribuyó con Agostinho
Neto a la creación en 1963 del MPLA (Movimiento Popular para la Liberación de
Angola), que junto PAIGC y el FRELIMO (Frente de Liberación de Mozambique) de
Samora Machel, fueron las tres organizaciones insurgentes de las colonias
portuguesas en África agraciadas por la colaboración cubaña, es decir, a las que se
les abrieron las puertas de sus centros de entrenamiento en lucha irregular y se les
proporcionó instructores en el terreno (el entonces capitán Rodríguez Peralta entre
ellos), armamentos y dinero. A Jonas Savimbi, el hombre de la UNITA (Unión
Nacional para la Independencia Total de Angola), los cubanos le dieron el esquinazo
porque el carismático líder umbundo tuvo la mala pata de vincularse al Che Guevara
desde el Congreso de la Unidad Africana de Dar Es-Salam de 1965. Esa amistad
naciente fue suficiente para que Fidel lo descontara de su lista de suministros, aparte
de ciertas sospechas que se alimentaron entre La Habana y el personal de
Inteligencia cubano dislocado en África sobre reuniones furtivas entre el argentino y
Savimbi y bromas de ellos dos a costa de las habilidades políticas de Fidel, casi
todas sostenidas entre Dar Es-Salam y El Cairo y a bordo del avión en que se
trasladaron a El Cairo, donde se sentaron juntos durante la travesía y cuchichearon
en francés hasta el aterrizaje. Hijo del caboverdiano Juvenal Cabral y de la guineana
Iva Pinhel, Amílcar Cabral tuvo la habilidad de cubrir bajo el manto organizativo del
PAIGC todo el espectro de la oposición al colonialismo portugués, tanto en Guinea-
Bissau como en Cabo Verde. Esto le permitió trasvasar hombres, recursos y
experiencias entre los dos países. Además, como quiera que nueve de las 15 islas que
constituyen Cabo Verde son inhabitables y con la presencia de actividad volcánica, y
que por tal razón cualquier proyecto de insurgencia armada está descalificado de
inicio, la guerrilla en el territorio de Guinea-Bissau les servía a los caboverdianos de
respaldo. Asesinado el 20 de enero de 1973, a Amílcar Cabral se le segó de este
modo la posibilidad de ver el ascenso de su partido al poder, partido que terminó por
ser establecido enteramente como caboverdiano, al modificarse su nombre en 1975,
como PAICV, al declararse la independencia en 1975, y convertirse además en el
único partido político legalizado: Buen inicio para una dictadura del proletariado a
la africana, dictadura instaurada en nombre de una clase en un territorio y época
donde no podías señalar ni a un solo individuo que hubiese sido obrero o que se le
hubiese esquilmado un centavo de plusvalía. De cualquier manera, en 1980, las
esperanzas de unión con Guinea-Bissau terminaron definitivamente cuando Joáo
Vieira tomó el poder allí mediante un golpe de Estado y arrestó al presidente Luis
Cabral —hermano de Arístides—, y que los caboverdianos entendieran que llegaba
el momento de hacer valer su independencia y aprovechar la separación de su
archipiélago con tierra firme. Pero ningún desempeño histórico tuvo tanta relevancia
para Fidel Castro como la presencia en la geografía de Cabo Verde de un
promontorio de tierra no cultivable llamado Isla Sal, y que hubiese caído
graciosamente en las manos de la dirigencia revolucionaria caboverdiana; esta
formidable instalación, base aérea de reserva de la OTAN, 500 kilómetros al oeste
de Senegal y próxima a las principales rutas hacia los mares del sur y el norte, y
considerada por la CIA como «importante estación de comunicaciones» e
«importante base de reabastecimiento de buques y aviones», una isla de poca monta,
83.5 millas cuadradas, pero en las puertas de África, y bajo esas brumas atlánticas
instaladas a perpetuidad sobre Sal, casi nunca visible hasta que desciendes por
debajo de un techo de nubes que se mantiene flotando a unos 300 metros sobre el
nivel del mar, y a la que Mussolini ya le había echado el ojo desde los años treinta y
donde recibió autorización del gobierno colonial portugués en 1939 para construir
con unos sencillos módulos prefabricados un aeropuerto de tránsito que serviciaría
sus vuelos de Europa y Suramérica, adquirió de súbito importancia estratégica en los
crecientes compromisos angolanos —y luego etíopes— de Fidel. Los sacrificios
(discapacitación de un brazo y 6 años de prisión) del coronel Rodríguez Peralta junto
a (y/o por) los combatientes del PAIGC fueron convenientemente utilizados por los
cubanos a partir de noviembre de 1975, cuando tuvieron que trasladar sus
contingentes de tropas hacia Angola y la posesión caboverdiana de Islas Sal era su
única posibilidad de reabastecimiento de sus aviones después de 9 horas de vuelo
desde Cuba.30 El autor conserva un abundante metraje de video de sus aterrizajes y
despegues en esta isla desolada y siempre oscurecida por un techo bajo de
desperdicios volcánicos y el recuerdo del Illushin-62 declarado en emergencia
mientras penetraba el brazo de una tormenta de arena que se desplazaba desde el
remoto Sahara y nosotros obligados a alcanzar la posición 16 45N, 22 550, que era
Sal —y era la tierra de nuestra salvación.

Sal.
A ver si pegábamos el tren en esa pista veterana de la OTAN.

[Este episodio de los cubanos en África comenzó a mediados de los sesenta,


con una camada de negros —casi todos habaneros— dirigida por blancos, al frente
de los cuales Fidel designó a un médico de escaso oficio, de aspecto más bien
rechoncho, al que después que mataron el mismo Fidel lo puso como ejemplo para
nuestros hijos. Dijo que nuestros hijos debían ser como él. Lo manda a matar y
cuando lo consigue dos años después —el 9 de octubre de 1967—, y de vuelta al
continente americano, porque en África se le escapó de las manos, Fidel nos suelta el
numerito del parecido que nuestros chamacos (los nuestros) debían guardar con el
tipo, un argentino poco amigo del aseo personal y al que no le gustaba la pelota y
que en Valle Grande, Bolivia, antes de serrucharle las muñecas para dejar las manos
en constancia, lo exhiben sobre un lavabo como un pescado descompuesto.

Enviado por Fidel al Alto Zaire, con el deliberado propósito de sacárselo de


arriba, deshacerse «del argentino», «Che» acumuló allí un desastre bélico —antesala
de su captura y muerte en Bolivia.

Uno de sus lugartenientes de la época de la guerra contra Batista, en la Cuba de


1958, el capitán Pablo Ribalta, un negro imponente, enorme, enarbolando en su
diestra unos poderosos habanos torcidos por él mismo, tabaquero de oficio, y la
pulcra y almidonada guayabera blanca cuando se hallaba de faena como embajador
en Tangayica, o mejor aún, en las grandes ocasiones, con sus sólidos trajes de dril
100 blanco, fue movido de los festejos diplomáticos en Dar Es-Salam, por órdenes
directas de Fidel, para también controlar las correrías del argentino. Con
anterioridad, en 1958, el capitán Ribalta había hecho la campaña dé la guerrilla
cubana junto al Che por instrucciones del viejo Partido Comunista, en el que
militaba, y ganó notoriedad en los pelotones de fusilamiento porque pateaba la
cabeza después del tiro de gracia como la mejor fórmula de reconocer si los
batistianos aún resollaban, ergo, estaban vivos y se ufanaba de lo que llamaba
«puntería de puntera», la precisión, el tino de su golpe con la bota. Nombrado
embajador en Dar Es-Salam hacia 1963, impuso allí la moda de los albos ropajes del
trópico cubano entre las más altas dignidades del país, los que se deshicieron de
inmediato de sus pesados atuendos de moños y vuelos multicolores, amén de que
Ribalta aprovechó los conocimientos de peluquería de su mujer para que ella le
hiciese el peinado a todas las señoras del Gobierno y del cuerpo diplomático
acreditado y de paso, a tonos con los ungüentos y los aceites y el paso del peine
caliente, sacarles toda la información disponible. Hasta que lo pusieron de nuevo en
la cola del Che. Esta vez mediante un cifrado del Comandante. Que se moviera al
lado opuesto del continente. «Fíjese que aquí no hay cercas.» Tal fue el leitmotiv
ideológico que abrumó al Che Guevara en todo el transcurso de su campaña del Alto
Zaire de 1965. Constaba de seis palabras en español. El negro Ribalta cada cierta
cantidad de kilómetros de marcha de guerrilla repitiendo lo mismo. «Fíjese que aquí
no hay cercas.» Eso quería decir claramente que si no había cercas, no había
propiedad. Si no había propiedad, desde luego, no había entonces latifundios. Y si no
había latifundios ni propiedad, entonces no había ningún campesino clamando por la
reforma agraria. Proferido por Ribalta, eso quería decir además que un viejo
comunista cubano que había mellado la puntera de sus botas contra los cráneos de
los batistianos, opinaba que el argentino estaba embarcado en una aventura que
terminaba en tumba. «Ni una sola veo. Fíjese que no hay ninguna.» Y si no había
requerimiento alguno por todos aquellos parajes de una reforma agraria, era
completamente innecesaria la presencia de un ejército revolucionario que se
propusiera como objetivo el reparto de las tierras entre los desposeídos y, como se
desprendía de la naturaleza de estas guerras revolucionarias, que los desposeídos le
alcanzaran algunas viandas a su paso por las labranzas.

Un tipo irascible, con muy poco umbral para el humor y al que, en efecto, no le
gustaba la pelota.

No le gustaba y si era necesario jugar algo, pues sólo se avenía por una partida
de ajedrez. Al Che le parecía absurdo y digno de la más severa crítica el entusiasmo
y el desgaste de energía que los cubanos dedicaban a querer aporrear una pequeña
artimaña esférica, y la primitiva afluencia de adrenalina a la que sucumbían
queriendo, procurando acertarle a la dichosa materia boluda, como una piedra
entizada con vendaje blanco. Tuvo pocos seguidores, sin embargo, en el intento de
ajedrezar al Ejército Rebelde, compuesto por tipos excesivamente rurales como para
entender: vean ustedes, lo que viene a ser el terreno en el béisbol es este cartoncillo
recortado y que suele guardarse doblado en dos hojas y cuadriculado como un
crucigrama y es el juego que debe transcurrir más bien o esencialmente en silencio,
silencioso, sin que puedas gritarle al umpire ni botar la pelota de un batazo por
encima del center field. No hay center field en el ajedrez y, además, tienes que
avisarle al adversario cuando lo tienes en jaque, porque eres un caballero, es un
juego de caballeros, y no hay uso ni chance para las señas secretas, cuando le
trasmites al corredor de primera que espere al toque de bola, tú entiendes, tú
tocándote los huevos y pasándote después tres veces un dedo por el sobaco quiere
decir que te robes la segunda apenas el pitcher inicie su lanzamiento, y ahí el Che,
chupando lentamente su pipa de filósofo ensimismado sobre unas piezas que no se
han movido en toda la tarde del tablero y sin saber nunca del sabor y la emisión de
materia desgastada y chupada y macerada entre el paladar y la lengua y del jugo
negro extraído a base de muela que uno suelta como una liberación del mundo,
cuando escupe un buen pedazo de espeso y húmedo andullo sobre el terreno y suena
como un sapo. (Plop.)

Después del fracaso del argentino, la decisión es sólo negros para África.
Cumplimos nuestros compromisos con el movimiento revolucionario y de liberación
nacional con negros de los barrios habaneros de La Lisa y del municipio de
Guanabacoa y de la provincia de Matanzas y con los viejos guerrilleros de la época
de la lucha contra Batista que nos queden en las plantillas de las Fuerzas Armadas.

Fue material social de desecho y algunos centenares menos de bocas que


alimentar, de negros revoltosos y comilones, que de este modo no era necesario
matar o enviar a las prisiones mientras de paso servían para mantener el fuego de la
presencia cubana ante un puñado de atrabiliarios líderes revolucionarios africanos
con estudios universitarios todos cursados en la Sorbona parisina o en la Universidad
de los Pueblos «Patricio Lumumba» de Moscú (preferiblemente en la primera, desde
luego). Pero hete aquí que, hacia 1975, las antiguas posesiones portuguesas de
ultramar fueron liberándose, y los combatientes negros cubanos, que habían venido
desde abajo —como humildes soldaditos—, hasta el generalato, eran los únicos que
figuraban en la nómina de veteranos compañeros de los líderes de los movimientos
revolucionarios africanos, que estaban alcanzando el poder. Y como quiera que ya
estábamos hablando de poder, la discusión era otra, y entonces aparecieron los Furry
y los suyos, gente de la misma pelambrera, locos por adueñarse del escenario y con
un criterio perfectamente definido de que una cosa era la guerra y otra la paz y de
que un personal que era bueno y maleable para el combate no era lo mismo para las
negociaciones y la diplomacia y los asuntos de gobierno y que, en fin, había que
sacudirse de esa turba de negros que en realidad, aunque resultara penoso admitirlo,
no estaba capacitada para las nuevas tareas.

Angola, Mozambique y Guinea-Bissau cayeron en el saco. Más por el propio


desgaste y caducidad del sistema colonial portugués que por la erosión que pudieran
haberle causado las guerrillas, usualmente dislocadas en aldeas de las lejanas
fronteras donde se asentaban para dejar pasar la abúlica existencia en igualdad de
condiciones económicas que las otras aldeas desperdigadas por el resto de las
planicies africanas, y cuya dinámica de combate era asaltar las fazendas de unos
infelices labriegos portugueses para los que no había tierra disponible en su propio
país, y a los que, por norma, decapitaban y castraban, bebés incluidos (no me jodan,
que he visto las fotografías), y a los que resultaba en extremo difícil que los
instructores cubanos llevaran a volar una línea de tren o asaltar un cuartelito del
ejército una vez cada dos años por lo menos.

Entonces se produce la liberación de Angola.


Entonces se produce en Angola la situación de que el nombrado jefe de los
cubanos, Abelardo Colomé Ibarra, y junto con él otros supuestos bravos
combatientes cubanos, consideran la retirada estratégica de ese país (aún sin
constituir del todo, por cierto, más que país lo que iba a ser liberado era un segmento
de territorio de 11 veces el tamaño de Cuba o dos veces el de Texas, en los que al
menos tres grupos tribales principales —umbundos, quimbundos y zairotas— se
desangrarían en los enconos de pugnas ancestrales), es decir, Furry «se apendeja por
completo», según versión ulterior de Arnaldo Ochoa. La gente de Tropas Especiales
aún vivaquea al oeste de La Habana, a unos 13.000 kilómetros de distancia, pero aún
no está en el aire a bordo de los Bristol Britannia 218 rumbo al África Austral, «los
traposos», que ésos son blancos y negros y verdes y rojos, pero ninguno pendejo, y
que dentro de pocos días lograrán detener el avance sudafricano por el sur y el de los
zairotas por el norte, y ahora estamos en Luanda, circa noviembre 8 de 1975, el
instante en que Furry descubre que está desguarnecido y que las fuerzas enemigas —
los sudafricanos por el Sur, los zairotas y el FLNA por el norte, la UNITA por el este
—, se reagrupaban sobre la misma Luanda, la dulce e iluminada capital angolana
sobre la que aún no habían dispuesto de tiempo para desabastecer y emporcar hasta
los cimientos y hacer astillas hasta la última vidriera, y todo el personal de Furry
aconsejándole al oído de que es menester abordar los aviones del regreso, mientras
haya chance, y Agostinho Neto, el camarada Presidente, dispuesto a ceder, para
empezar, el petróleo de Cabinda, y un montón de gente en plan de rápida
desmovilización cuando se alza la figura magnífica, revolucionaria, con sus gestos
parsimoniosos y el viejo y deslavado uniforme verde olivo increíblemente pulcro y
planchado por alguna mujercita de alguno de los kimbos cercanos y con su presencia
de viejo negro cubano sabio y su vientre protuberante y el labio inferior como una
raqueta de tenis y la calma sabiduría que remedaba la experiencia suprema de un
Yogi Berra cuando actúa de coach de primera en el Yankee Stadium, del general
Víctor Schueg Colás, «el Negro Chué», el príncipe de los combatientes
intemacionalistas cubanos, que se echa el AK-47 al hombro y convoca a todos sus
negros angolanos y les dice, epa, qué passa, primos. Tanta luta y tanto sufrimiento
do pobo. Nada pode ser em váo, primos. La luta continúa, primos. La victoria é
certa. Epa.

Hubo suficientes y nerviosos trámites entre Angola y La Habana para impedir


que llegaran las noticias de que Furry y los suyos eran blancos que habían palidecido
más allá de lo permitido y a partir de entonces se produjo la guerra mediante la cual
Schueg comenzaba a ser víctima del desalojo de todos los poderes y todas las glorias
y de burla contenida cada vez que en los corrillos del Ministerio de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias se hablaba de él. Raúl Castro se sumaba a las
insinuaciones, sin comprender sus orígenes, pero sobre una base preclara de racismo,
pero no del racismo que puede avenirse naturalmente a un ser de pedregosa
inferioridad como puede ser el hijo de un gallego de la quinta colada, sino del
racismo que destilaba con regocijo y abundantes cargas de humillación hacia todos
sus subordinados, sin que le importase tanto —a la hora de ejercerlo— el color como
la cantidad de estrellas en las charreteras; porque ni siquiera de eso se tenía una
absoluta certeza, de que se pudiera presentar como hijo del gallego Ángel Castro,
por el solo hecho de que el gallego Ángel Castro lo había reconocido como suyo,
puesto que ni siquiera eso estaba claro en los anales del juzgado cercano a la
hacienda paterna de Birán, en el oriente de Cuba, de que si «el Chino» Raulito era un
vástago de descendencia directa del viejo Ángel con la esforzada y laboriosa Lina
Ruz, o el bastardo del cabrón indiano jefe del puesto de la Guardia Rural, un tipo
cobrizo y achinado, al que llamaban, desde luego, «el Chino» Miraval, con Lina,
sonrosada campesina cubana.

Un día se lo dije a Arnaldo:

«Tú estás equivocado en una cosa, Arnaldo», dije, con aires quizá
excesivamente graves. «Si Raúl dice que tú eres negro, es porque tú eres lo más
parecido que hay a un blanco.»

«Verdad», dijo Arnaldo.

Aprobada mi observación.

Raúl había decidido no ver más negros que Ochoa en sus dominios de las
Fuerzas Armadas. Por lo menos eso era lo que expresaba. Ochoa era lo más cercano
a un negro que creía encontrar, y el hecho, en primera instancia, se registraba como
una batalla simpática a los ojos de Furry: le sacaba al Negro Chué, como potencial
enemigo, de los flancos. El Negro sabía la historia de Luanda y eso era materia
susceptible de ser acusación en cualquier momento.

Furry y Eduardo, en disposición de retirada, avanzan hacia la puerta del


despacho que se halla como a 30 metros de distancia del buró y Furry, pizpireto,
lleva su paso de soldadito de cuerdas y Eduardo lleva medias lunas grises de sudor
en los sobacos de su guerrera y la espalda anegada como si hubiese salido de darse
una ducha de completo uniforme y Furry echa una última mirada a su jefe, antes de
girar a la derecha, donde está la puerta, y le dice adiós con una sonrisa y Raúl, que
quedará a solas en su despacho, se está acomodando en su poltrona y poniendo los
pies enfundados en sus lujosos botines Florsheim de media caña sobre el buró y se
estira en la poltrona y arquea el cuello hasta que escucha el agradable traqueteo de
sus vértebras, liberando presión, y, con la vista mantenida en un punto del techo, se
pregunta en voz alta:

«¿Por qué estos hijos de puta le dirán Griego al Negro?»

Esa misma tarde, por teléfono, Raúl recibió la orden de Fidel de continuar con
el caso de Ochoa. Fidel aprobó la reunión del lunes.

Fidel y Raúl usaron lenguaje figurado, como es requerido.

Fidel le dijo a Raúl que tenían que verse antes pero que, además de Furry,
incluyera al general Ulises en la reunión. Raúl le preguntó si iban a hacerle juicio
secreto. Fidel respondió que no, por lo que Raúl comprendió que su pregunta llegaba
tarde, muy tarde. Ya Fidel lo había celebrado. Él a solas. Raúl tuvo un nuevo motivo
de agravio con su hermano y supo que, una vez más, su hermano le había arrebatado
la presea. De inmediato Fidel le dijo que tuviera lista una casa de seguridad. Está
contemplada, dijo Raúl. Su tono fue tajante y rápido pero Fidel no se dio por aludido
del tono. Sólo respondió que perfecto. Perfecto. Esa supuesta casa de seguridad
pedida a Furry por Raúl y a Raúl por Fidel era en verdad una casa de reclusión que
suele habilitarse para dirigentes que deben ser discretamente procesados hasta
completar alguna investigación y decidir qué se hace con ellos. Muy bueno, dijo
Fidel, que ya tuviera disponible la casa de seguridad. Perfecto.

CAPÍTULO 2
LO QUE PASA CUANDO LOS CUARTELES DE INVIERNO SE EXTINGUEN

¿Rudo sargento de a caballo en el árbol genealógico?

Felipe Miraval Miraval (dos veces el mismo apellido), «el Chino», terminaría
sus días hacia principios de 1986 como uno de los «ex militares» que extinguían
condena en la prisión Combinado del Este, a unos 15 kilómetros —en esa dirección,
el este— de La Habana, y mordisqueaban cualquier brizna de paja sacada de los
colchones o astilla de madera o un lápiz o el nervio de una mata arrancada al paso en
un fugaz tránsito por el patio, cualquier cosa que remedara un tabaco o un
mondadientes (estuvieron años sin que ni siquiera sus familiares pudieran
suministrarles la fuma). Había alcanzado los grados de coronel y se había destacado,
desde principios de los cincuenta, en La Habana, más bien en operativos policíacos
que en misiones militares, aunque era usual en Cuba que el Ejército supliera las
actividades habituales de policía, con todos sus miembros —no sólo los oficiales—
portando armas cortas y con la obligación de intervenir como agentes de la autoridad
ante cualquier delito o alteración del orden público, y la misma Guardia Rural —de
la que Miraval Miraval había surgido—, una especie de Real Policía Montada
criolla, era el servicio de policía de las zonas rurales del país, aunque bajo el mando
del Ejército y regido por una organización territorial de tipo militar, con puestos,
tenencias, capitanías, regimientos, etc. No había fronteras precisas en las funciones
pero Miraval Miraval fue capturado como criminal de guerra al triunfo de la
Revolución. Según se hiciera correr por algunas instancias, había un supuesto.
Supuestamente el haber sido el viejo sargento de la Guardia Rural del puesto de
Birán, movió los sentimientos de Raúl Castro para que se le perdonara de la pena de
muerte que se le impuso por su involucramiento en el asesinato de un político
llamado Pelayo Cuervo, ejecutado la noche del 13 de marzo de 1957 después del
fracasado asalto al Palacio Presidencial por un comando revolucionario que había
intentado «ajusticiar en su propia madriguera» a Batista. Mas había otro supuesto. O
conveniencia. Que no convenía un Miraval Miraval vivo y que pudiera echar a
perder en cualquier momento la pulcritud de la historia familiar de los Castro Ruz,
ahora que sus dos más insignes representantes, Fidel y Raúl, iban a convertirse en
iconos vivientes del país, y que por tal razón había que encontrarle una causa para
despacharlo. Encontraron la causa: Pelayo Cuervo. Para entonces, sin embargo,
habían cesado los fusilamientos debido al cada vez más elevado rating de
desaprobación internacional que el baño de sangre estaba reportando. Miraval
Miraval, desde su captura, compartió un fogueo hasta entonces sólo conocido (entre
los jerarcas de un régimen) por Rudolph Hess, Walter Frank y Erich Raeden:
pudrirse en una cárcel. Otro aporte singular de Fidel Castro y su proceso: que hasta
el triunfo de la Revolución Cubana, una experiencia histórica reservada para los más
altos oficiales nazis y confinada a Europa, es sacada de sus cauces y sometida, en
territorio del Nuevo Mundo, a los equilibrios de la igualdad. Un sargentón de la
Guardia Rural cubana, con el culo encallecido de dar montura por las guardarrayas
cañeras de Birán, con su fino bigotillo de actor de película mexicana y su vientre
cervecero, y jugador empedernido de gallos, se ve obligado a aprender entre los
muros de prisión a pasar más de la mitad alta de su vida en el mismo instante en que,
suponemos, Hess pone su monóculo de nazi octogenario en el área de alcance de su
exhalación, con objeto de aclararlo por influjos de una nubecilla de su propio vaho.
Desde luego que estos tres, entre los responsables del genocidio nazi, que fueron los
únicos en recibir condenas a cadena perpetua en Nuremberg (más 11 de sus
kamerads que no escaparon de la horca del patio de Spandau, y otros cuatro con
condenas de 10 a 20 años, y los tres absueltos) tuvieron el beneficio mínimo de un
juicio que duró 218 días. No es lo mismo un ejército alemán que uno cubano,
evidentemente. Es decir, no es lo mismo un genocida alemán para el que se requiere
un tribunal internacional constituido por las cuatro mayores potencias del mundo, si
es pertinente juzgarlo, que un esbirro criollo. El mensaje subliminal final que Fidel
pareció emitirnos es que nuestro pueblo produce muchos más criminales de guerra
por kilómetros cuadrados de territorio que cualquier otro en la tierra, si no cómo se
explica los centenares (o los miles, tranquilamente miles, ¿nunca sabremos la cifra
exacta?) de estos señores fusilados en enero de 1959 luego de, no siempre, la
pertinencia de algunos juicios contra reloj, más bien mítines políticos para
celebración de los vencedores, o que en la noche de 1987, cuando Rudolph Hess
decidiera suicidarse a los 93 años de edad, siendo el último de los condenados del
Tribunal de Nuremberg que poblara una celda en Spandau, aún quedaran en las
cárceles cubanas entre 400 y 500 oficiales batistianos que extinguían condenas
interminables como resultado de —14 años después de la caída de Berlín— haber
perdido una guerra. La rapidez expeditiva de los Tribunales Revolucionarios que
decidió la suerte de miles de oficiales batistianos, que en el mejor de los casos
sesionaban poco menos de un día y que terminaban contra la pared de un cementerio
de pueblo o en una zanja —que en muchas ocasiones era aún obra de un bulldozer,
para abrirla, mientras se desarrollaba, en el cuartel cercano, algunas de las sesiones
del juicio— y en donde se colocaba el reo para que, bajo el impulso de la descarga
de los garands de un pelotón dirigido casi siempre por el capitán del Ejército
Rebelde que acababa de actuar como jefe del Tribunal, cayera directamente sobre los
cadáveres de sus compañeros condenados en la sesión anterior y cubiertos apenas
por una paletada de tierra y por el zumbido y excitación de las moscas abocadas a la
dulzura de la carne muerta, fue un asunto aceptado finalmente por la opinión
pública. Era, seguramente, una expeditura merecida para un cuerpo de oficiales que
en una guerra de 2.500 bajas (como figura máxima aceptable), sumando los caídos
de ambos bandos, produjo no obstante 16.666. (6 % más criminales de guerra
prisioneros de por vida que los tres alemanes condenados a perpetuidad en
Nuremberg por su responsabilidad en una guerra de 40 millones de muertos.)31
Miraval Miraval, un viejito enfermo y con palabras apenas audibles y que venían,
como si ya estuvieran extinguidas, desde los últimos estímulos eléctricos de una
masa encefálica a punto de licuarse, ideas de una conciencia cada vez más remota, y
teniendo como única cosa que lamentar el no haber podido disfrutar nunca más,
desde enero de 1959, de un mondadientes y un tabaco al final de su almuerzo —
prender una buena aldaba, después del café, y darte palillo entre las muelas, «eso sí
era vida»—, y ahora con los finos labios temblorosos y rajados como cristal, fue uno
de los cerca de 500 militares de Batista que sobrevivieron a los fusilamientos, en
muchos casos masivos, que tuvieron lugar con el triunfo revolucionario. Esta tropa
derrotada y cautiva incluyó por lo menos a un general, Eulogio Cantillo, con el que
Fidel Castro planeaba una especie de golpe de Estado en diciembre de 1958, y que
fuera liberado hacia 1960. Fidel aún como jefe de guerrillas en la Sierra Maestra, y
Cantillo como jefe de las fuerzas del Ejército destacadas en la zona, conocieron el
primero de enero que Batista había huido y que ese golpe de Estado ya no tendría
lugar. Y treinta años después, hacia 1985, menos de dos centenares de pálidos
ancianos —el remanente de aquel medio millar de supervivientes de los paredones—
languidecían tras los barrotes del Combinado. Tenían un significado, pero nadie lo
escuchaba. Que una vez que levantas un arma contra Fidel Castro, no puedes
rendirla, nunca. Una postrera oportunidad de salir a pasear fuera del Combinado y a
mirar fugazmente hacia las calles de La Habana y recibir una soda y un tabaco como
premios fueron unas sesiones intensas de grabaciones y filmaciones organizadas por
el Ministerio del Interior para que contaran sus memorias «en cámara», un intento
revolucionario, que era el personal que se hallaba detrás de las cámaras, por
almacenar información histórica sobre las cosas desde el «otro lado» de sus batallas
contra Batista.32 Por su parte, Miraval Miraval negó enfáticamente —hasta el día de
su muerte en un camastro de la enfermería tras barrotes del Combinado,
probablemente en diciembre de 1985— ninguna vinculación suya con el asesinato de
Pelayo Cuervo. «Aunque les diría una cosa», advertía en tiempos mejores, «a
cualquiera que hubiéramos capturado esa noche, después del asalto a Palacio, no
hubiese visto la luz del sol más nunca». Sin embargo, cuando sus compañeros de
prisión lo abordaban con el tema inevitable de la paternidad de Raúl Castro —¿o
Raúl Miraval Ruz?—, probablemente como su única batalla de victoria indecisa
sobre la fuerza original de la Revolución, nunca negó. Sólo una sonrisa cómplice, un
gesto entre coqueto y socarrón. Y a veces, entre sus más cercanos socios, un guiño,
un gesto aprobatorio y el comentario nostálgico de «Tremenda vieja ésa».

¿Rudo sargento de a caballo en el árbol genealógico? Felipe Miraval Miraval


(dos veces el mismo apellido), que terminó sus días hacia principios de 1986 como
uno de los «ex militares» que extinguían condena en la prisión Combinado del Este,
a unos 15 kilómetros —en esa dirección, el este— de La Habana pudo hallarse
aviesamente atravesado —y de hecho se halla— en la cronología íntima de la
Revolución Cubana.

CAPÍTULO 3
HOMBRE GRANDE, ISLA PEQUEÑA

Años después (o años antes, según se contemple el punto de la narración en que


uno se encuentre) compartí algunos episodios de zona de guerra con el coronel Pedro
Rodríguez Peralta, el blanco a quien los nativos guineanos llamaban Hombre Grande
pese a su estatura con el objeto de honrar a través suyo a un mítico comandante
Castro que habitaba en su reino de las islas ignotas al otro lado del mar. Había
regresado a La Habana gracias a los militares comunistas portugueses que lo
liberaron y enviaron de vuelta, aunque eso sí, sin poder evitar que llevara su brazo
derecho en andas, como un fardo, uno eterno, que él solía acunar, como un bebé. No
comió mono pero tampoco cumplió la condena impuesta en Lisboa. En Cuba se le
perdonaron —«pasaron por alto»— las sesiones de declaraciones excesivas a sus
captores de noviembre de 1969 y se le dio un recibimiento de héroe. Mas una
pequeña inconveniencia, que su mujer lo había abandonado, debió ser resuelta, al
menos teóricamente, cuando se informó a través del aparato de circulación interna
—los «políticos», el remedo cubano de los comisarios políticos soviéticos— que
Pedrito no tendría mujer a su regreso pero que contaba con el amor de todo un
pueblo. En 1975, recibió sus flamantes grados de coronel del Ministerio del Interior,
se le nombró jefe de las Fuerzas de Guardafronteras (el todopoderoso Coast Guará
cubano) y en diciembre de ese año, durante la celebración del primer congreso del
Partido Comunista de Cuba, fue elegido miembro de su Comité Central, bajo una
sonora ovación. Fue el momento culminante de su carrera como héroe
revolucionario. Los problemas vinieron casi de inmediato, al inicio de ese
quinquenio. AI parecer, la consigna del amor de todo el pueblo fue asumida por
Pedrito como una posibilidad tangible, algo que, de hecho, debía armarse, debía ser
concretado, puesto que rápidamente constituyó unas formidables bacanales con unas
simpáticas muchachonas que si bien no eran todo el pueblo, eran por lo menos una
bulliciosa representación de éste, mucho más numeroso en apariencia y de presencia
notable por cuanto nuestro héroe no es un hombre de mucha estatura, si acaso unos 5
pies 6 pulgadas. Como es menester en Cuba revolucionaria, los informes llovieron y
fueron a dar, en primer lugar —y como también era menester en aquellos años— a
manos de José Abrantes y Fernández, el jefe de la Seguridad, que sabía discernir
—discriminar era la palabra al uso— con muy buen tino cuál información debía
alcanzar las finas manos del Comandante y cuál no. La decisión evidente de
Abrantes fue que el(los) informe(s) de(sobre) Pedrito llegaran. Porque la gloria
terminó de hoy para mañana. De modo que sus festines de desquite por los años de
prisión portuguesa concluyeron con un Fidel Castro que comenzó a denominarlo
como «este manco de mierda» durante algunos meses de 1978 y que lo sacara de la
jefatura de Guardafronteras y de su silla en el encumbrado Comité Central amén de
que se acabaran para siempre las ovaciones a su paso, aunque continuara cargando su
brazo como si fuera un párvulo. Así lo conocí, acunándose el ala, una tarde de lluvia
de marzo de 1982, en el portal de una casa portuguesa abandonada al borde de la
solitaria carretera de Menongue a Cuchi, en ese pueblo angolano llamado Menongue,
que estaba cercado por la UNITA, y a donde él acababa de llegar por aire, la única
vía posible, para iniciar su proceso de rehabilitación. Era uno de los primeros casos
en que la Revolución utilizaba cumplir misión en Angola como una especie de
Legión Extranjera o cruce del Jordán. «Periodista», me dijo. «Pedrito», le respondí.
Él sabía que yo era algo así como periodista —mucho más fácil de decir y de
entender que «escritor»— y yo sabía que él era Rodríguez Peralta, así que decidimos
desde el principio de nuestra amistad, ese primer día que nos vimos, ahorrarnos
todos los protocolos. Ni un usted ni un lento approach de conocimiento. Ya éramos
socios de toda confianza. Después participamos juntos en misiones de exploración
aérea, a bordo de los helicópteros soviéticos Mi-8 con tripulación cubana, cuando la
36 Brigada FAPLA, con una asesoría de 20 cubanos, fue diezmada por una
emboscada de la UNITA al sudeste de Menongue, en lo que llamábamos la
profundidad de la provincia de Cuando-Cubango. Yo disfrutaba de su compañía y, en
cierta medida, me infundía valor y confianza tener a mi lado un auténtico veterano
de África a la vez que sentía orgullo por sus pequeñas deferencias conmigo, a las que
yo respondía con delicados gestos de servicio, como si fuera la cosa más natural del
mundo tener un socio inutilizado, y le ayudaba a montar su AK-47 de culatín
plegable en el soporte de la ventanilla del helicóptero, o, en el momento oportuno,
tenerle abierta una lata de sardinas o de carne prensada, todo esto como si fuera mi
deber y como parte de mi misión de escritor enviado por la dirección revolucionaria
a ganarme la experiencia de Angola. «Periodista», me decía, con un gesto apenas
perceptible de aprobación. Era su máxima expresión de amistad y me era muy
agradable escuchárselo. Yo podía responderle, regularmente, con un «Pedrito», en el
mismo tono, al tenderle su lata de conserva, y los dos sentados en el piso del
helicóptero, y no en los sillines metálicos, como dos vaqueros alrededor de una
fogata, de regreso a casa —la base en Menongue— y con los cañones de los AK aún
humeantes y al rojo luego del reparto de caramelos —el pase de fuego y metralla
con 48 rockets desde las mazorcas de 24 en paralelo de los Mi-8 y de nuestro
ametrallamiento desde cualquiera de sus 8 escotillas de fuego— sobre una base
UNITA en las proximidades de Baixo-Longa, y luego estableciendo algún tipo de
farsa, para aliviar tensión, como si me quejara por el disgusto de tener los dedos
embarrados de grasa o alguna mermelada de las raciones militares. Tony no lo
quería. Esta animosidad no tenía nada que ver con la lealtad e identificación de Tony
con los intereses de Abrantes, que tampoco lo había querido, y que por tal razón lo
lanzó al fuego de la ira del Comandante. Una vez Tony se me quejó de que Pedrito le
había creado dificultades como jefe de Guardafronteras. Yo tuve a bien no
mencionarle las batallas compartidas en Angola. Pero a partir de esa declaración
tuve el cuidado de que no coincidieran bajo mi techo, aunque las relaciones con
Pedrito comenzaron a distanciarse, no por nada en especial, sino porque él andaba
por su rumbo y yo por el mío. Por razones muy diferentes entre sí, y después de este
proceso que nos ocupa, a partir de junio de 1989 no tuve más oportunidad de ver —
personalmente, quiero decir—, a Tony. En cambio, a Pedrito, tuve la posibilidad de
verlo una vez. Más bien, de que él me viera a mí. A mediados de noviembre de 1989
coincidimos en una intersección de bastante tránsito al oeste de La Habana, en una
barriada llamada Almendares, cerca de un estadio de béisbol conocido por los
habaneros como «La Tropical». La luz roja me detuvo, y él entró por mi izquierda,
en su Lada de color azul ministro, y también se detuvo. Yo, a su derecha, detenido,
en mi Lada rojo amaranto. Los dos con las ventanillas bajas puesto que en Cuba muy
pocos tienen aire acondicionado en el coche, lo cual incluso, de disponerse de uno,
es demostrativo de una actitud burguesa reprobable. La intensidad y la fijación y el
sostenimiento de su mirada, a menos de 3 metros de distancia, hizo que yo iniciara
un paneo leve de registro hacia las nueve, hacia él, aunque nunca con un movimiento
brusco o definitivo o claro, y siempre procurando controlar el gesto de los músculos
faciales. Con mi larga veteranía como objeto de persecuciones, sabía de antemano
que 1) cuando tú sientes que te están observando con atención, es porque te están
observando con atención, es decir, que te están midiendo para partirte, y que 2)
nunca debes reaccionar ante las señales de aviso o premonición con gestos tan
rápidos que luego no te permitan recoger cordel o que por la misma rapidez de tu
acción te sorprendas en el sector de fuego del enemigo; y como quiera que ocultaba
mis ojos tras los cristales oscuros de mis Ray-Ban, podía darme el lujo de hacer
pasar por desapercibidos los movimientos de mi mirada y las probables intenciones
que yo pudiera estar anidando. Él estaba de completo uniforme, verde olivo, de
campaña, y sabía que traía su Makarov a la cintura. Y me miraba firmemente y
como alarmado de verme suelto, en la calle, e intentaba incluso generar una cantidad
de odio evidente y que yo la percibiera, y cuando me di cuenta cabalmente de quién
era y de que un solo movimiento mío en falso podía provocar cualquier reacción de
su parte, me las arreglé para adoptar una posición de suavidad y de serenidad y de no
darme por aludido de su presencia y todo con absoluto distanciamiento y
trasmitiéndole telepáticamente la idea fija de que no lo había reconocido, de que no
me había percatado de su presencia, de manera que tampoco fuera a tomar mi
tranquilidad de espíritu como una burla hacia él, hacia lo que él representaba o la
investidura de su uniforme, y apenas me hicieron el cambio y tuve la verde delante y
como quiera que él estaba concentrado en la mitad inferior de mi perfil y en la
observación de la parte visible, desde su posición, de mi nuca, tiré la primera con
gesto maestro y clavé el pie en el pedal del acelerador de mi fiel y noble Lada 2107
color rojo amaranto con gomas radiales Michelin y amortiguadores Pirelli, de gas de
doble acción, y girando a la derecha en un maniobra sorpresiva e instantánea y
permitiendo que el carro que estaba detrás de mí, en su marcha normal hacia delante,
se le atravesara, abandoné la escena, e inmediatamente me desaparecí por la primera
bocacalle que encontré, otra vez a mi derecha, no sin antes observar por el retrovisor
cómo se había quedado mi viejo compañero de armas, bajo el semáforo, en un
ademán de tomar a la derecha y con el coche que se le había apagado al tener que
frenar abruptamente para no chocar con los dos o tres carros que le pasaron
zumbando por la vía que yo había dejado libre por la derecha. Una maniobra en
exceso hábil y rápida para que pudiera ser ejecutada por un minusválido de guerra y
menos para ganarle a un chofer de Lada 2107 tan experto como el apuesto señor, de
elegantes canas, Rolex en la muñeca y briosos Ray-Ban, que acababa de dejarlo —
como se dice— en la estacada.

CAPÍTULO 4
CóDIGO vs. ESTRATEGIA

Esto tiene que ver con el hecho de que la información no se reproduce, siendo
en cambio una facultad de la experiencia, y en cierta medida de los recuerdos, que sí
son capaces de reproducirse y autogenerarse —o, en especial, los recuerdos, de
recrearse. El rechazo de las oleadas originales del exilio cubano a las oleadas que les
siguieron, pisándoles los talones, sobre todo después de los acontecimientos
identificados como la flotilla de la libertad del Mariel, de 1980, es explicable. Estos
últimos participaron, hicieron la Revolución, al menos durante más tiempo que las
avanzadas contrarrevolucionarias de 1959 y el resto de los años sesenta, que cortaron
las fuentes de experiencia en fechas demasiado tempranas, para de inmediato
sumirse en el letargo de un exilio cada vez más prolongado, y que en las
proximidades de la vejez y el asentamiento de una incurable frustración, ven
aparecer de pronto esos rostros, desde el otro lado de la corriente del Golfo, y unos
30 años después de que los despojaran de sus propiedades y de que les fusilaran a sus
hijos o los dejaran pudrir en las galeras de La Cabaña o los campos de concentración
de Manacas o Kilo 7 y de que se acostaran con sus mujeres, y ahora investidos como
unos héroes, inescrutables y ruidosos, que vienen de regreso, con sus altas botas, y
que se sacuden del polvo de las batallas, y que han recibido la bendición de Muamar
El-Gadafi o le han arrebatado— en medio de una batalla en el Ogadén —el mando a
un general soviético de la estatura de Vasily Petrov, el jefe del frente asiático y
artífice de la guerra contra China, se presentan como los nuevos prototipos
contrarrevolucionarios. Pero son los que hicieron el proceso, los que conocen los
mecanismos y entre todos ellos se tratan de tú y contemplan aquel escenario de los
años sesenta cubanos como el inevitable paisaje después de la batalla y como sólo
pueden verlo los que vencieron y como nunca pueden verlo los que perdieron.
Ustedes se fueron mientras nosotros hacíamos la Revolución. Ahora nosotros somos
los que sabemos. Nosotros estábamos adentro. Desde adentro quisimos reformar el
proceso, los que quisimos hacerlo— porque no fuimos todos, en realidad, los que
tuvimos esas pretensiones reformistas. Tampoco estábamos en Miami ni en Union
City, New Jersey, cuando nos propusimos cambiar. Lo último que ustedes vieron al
salir de Cuba, fueron las ofensivas banderas rojas desplegadas en la torre de control
del Aeropuerto Internacional «José Martí», de Rancho Boyeros, como si aquello, de
repente, fuera Praga. En ese mismo instante cerraron la llave. Y se quedaron con una
información cada vez más inútil aunque cada vez atesorada con mayor fruición, y
aquella última imagen ya extinguiéndose fue su última visión de algo que ustedes
creen que fue la patria. Lo que nosotros estamos ofreciendo es la experiencia que
ustedes abandonaron desde su inicio. Al pie de la montaña, ustedes abandonaron el
empeño. Nosotros nos echamos la mochila a la espalda, respiramos fuerte y
comenzamos el ascenso. De ahí en adelante, fueron nuestros los dominios.33

Por eso, esta mañana, al filo de las 10:30, cuando Arnaldo Ochoa Sánchez, en
un acto tan simple como breve, decide escurrir el bulto de las preguntas que su jefe,
Raúl Castro le está haciendo, ninguno de ustedes, allá afuera, va a entender lo que ha
ocurrido, y van a servir al mundo cuantas interpretaciones se les ocurra, excepto una,
que es la única y verdadera. Esto es lo que va a dar combustible a la mayor cantidad
posible de versiones y análisis nunca antes producido en el área de Dade County.34

Se trata realmente de un problema de interpretación, de ajustes, de rispideces.

Miami y cubanólogos y politólogos de todo el mundo estarán viendo la


conspiración donde lo único que hay, en verdad, es un mulato cazurro que sólo hace
negar con la cabeza y que no es capaz de entender que —lengua cubana en toda su
intensidad— le están tirando un cabo, y que le están diciendo no queremos joderte.
Y eso es todo lo que pasó, señoras y señores. Lo sentimos mucho, es lamentable,
pero aquí todo lo que ha ocurrido es eso. El estratega que moviera los ejércitos en el
Ogadén y en el sudeste angolano no fue capaz de llegar a un arreglo. Prefirió el
silencio que establece el código. Los hombres no hablan. Cierto, no hablan cuando
enfrentan a la policía, pero lo hacen hasta por los codos cuando están entre sus
compañeros. Los compañeros no se guardan secretos. Y eso también es un código. Y
era algo que el mismo Ochoa exigía como un principio sagrado entre los suyos.
Además, ¿de qué coño tenía que callarse Ochoa si no era de él mismo? No se le
estaba exigiendo que denunciara a ninguno de sus compañeros. Compañeros que, por
otro lado, ya estaban soltando la lengua hacía rato, o estaban a punto de hacerlo. Su
ayudante, el capitán Jorge Martínez, llevaba más de una semana en posesión de la
Contrainteligencia Militar, y mañana, martes 30 de mayo, Patricio y Tony se
sentarán frente a Furry, en su despacho del Ministerio de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias, en una tarde en la que ya han hecho el tránsito espiritual hacia la
subordinación incondicional a las hordas de Raúl Castro, y van a cantar. Cantar de lo
lindo, como se dice. Se le han planteado tres asuntos básicos a Ochoa. Para ninguno
de los tres tenía respuesta, y él sabía que estaba cogido, atrapado. El primero (tirado
en la conversación como preparación artillera), sus —digamos— divertimientos
sexuales en Luanda, una zona de guerra, eran desde todo punto de vista reprobables.
El segundo, entrenar y armar al grupo del terrorista Enrique Gorriarán Merlo, «el
Pelao», para —a plena conciencia de Arnaldo— que orquestara el asalto al cuartel de
La Tablada, en las afueras de Buenos Aires en enero de 1989, fue un operativo no
autorizado y desmedido y hundió al liderazgo cubano en una controversia sórdida y
estúpida de dos frentes, con el Gobierno argentino y con el movimiento
revolucionario y la izquierda de ese país. Tercero —y más incomprensible de todos
—, su empeño en establecer contactos y negociar con los carteles de la droga
colombiana sin haber recibido jamás el mandato de que ejecutara en esa dirección.
Ochoa niega. No pronuncia una palabra. Niega. Y conduce a la muerte a sus
compañeros. Y éste es el meollo de todo el asunto que ustedes conocieron después
como la Causa Número 1 de 1989. Todo lo que acontece y es importante y válido se
encuentra aquí, en este párrafo, en sus 490 palabras.

De cualquier modo, hay algo vital y espléndido en la imagen de este hombre en


uniforme de servicio de los generales de las FAR el lunes 29 de mayo de 1989 hacia
las 10:30 de la mañana cuando, las pocas veces que lo hace, como rompiendo un
cerco con golpes repentinos e inesperados, se alza con la firmeza de su voz y la
estabilidad de sus gestos faciales, absolutamente bajo control, para decir, enfático,
cualquier frase elusiva pero cargada de intenciones

—No, no. Yo no sé de qué ustedes me están hablando. ¿Gorriarán? ¿«El


Pelao»? No. No recuerdo a nadie con ese nombre.35

Esto es desacato y es burla, pero también es suicidio.

—¿Argentino dicen ustedes?

...la vida del compañero Arnaldo Ochoa Sánchez es un vivo ejemplo de las
cualidades y los méritos por los cuales hombres del más humilde origen se han
convertido en dirigentes y jefes que cultivan auténticos rasgos de modestia y
sencillez y gozan de la admiración, el respeto y el cariño de las masas. —Fidel
Entonces (como se ha dicho) esa escena de Ochoa reunido con Raúl Castro, Furry y
Ulises Rosales en el cuarto piso del Ministerio de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (MINFAR) es lo que va a dar combustible histórico, material de
discernimiento, argumentos y carga a una cantidad de personal cubano exiliado en
Miami y, en una escala más seria, a cubanólogos y politólogos de todo el mundo.
Combustible fresco, argumentos nuevos y excitantes en la abulia floridiana de la
emigración mientras un flamenco de pálido rosa clavado con una sola pata en un
remanso costero sacude el cuello y un pez de plata coletea atrapado en el pico.

Están incapacitados para hacer política porque no pueden olvidar el pasado. No


saben cómo cargarlo. Dónde ponerlo. Cuando las humillaciones han sido tantas y
tantos los empujones y los gritos y —asimismo— los cientos de toneladas de carne
humana que se han podrido después de los paredones y las pequeñas industrias y las
fincas ocupadas, se hace difícil el discernimiento, la paz de espíritu, la frialdad, la
benevolencia, que te permita producir un poco de política inteligente. Fidel ha
cumplido cabalmente el apotegma estalinista de exacerbar las contradicciones, y
nadie en el país, absolutamente nadie, escapará del caldero de los tormentos en que
hemos sido puestos a hervir.

Y, en Miami, estarán viendo la conspiración de Ochoa y (según algunos


observadores) de sus seguidores, los oficiales jóvenes (¡¿?!), en la escena donde, en
principio, lo que tenemos es a un mulato jodedor, o un jodedor cubano (como mejor
les plazca), que niega tercamente con la cabeza haber metido en Angola más de una
mujer en la cama. Quizá sea difícil entender cabalmente el término jodedor por el
lector foráneo; es algo así como un personaje de la picaresca pero que mata. Es
decir, en la concepción revolucionaria, que difiere de la prerrevolucionaria en que
aquél era picaresca sin ambages, el jodedor (¿de nuevo tipo?) es un individuo con
sus características, fundamentalmente mujeriego, no le teme al combate con una
caja de 24 botellas de ron, se desempeña en un terreno de béisbol con habilidad y un
score decente pero que, además, sabe cumplir con gracia y determinación las tareas
que se le asignan por el Mando. Mata. Mata y sopla el humito del cañón, como
merengue que se despeja, y guarda el hierro, la fuca, la forifai (de calibre 45, en
inglés), el timbre —la pistola— debajo de la camisa, que es de mangas cortas, y
sigue su camino, silbando. Además, el jodedor clásico es un desclasado y un pobre
diablo que engaña y estafa para poder vivir. El jodedor revolucionario tiene otra
condición, porque es un hombre del poder, y por lo menos tiene una barraca donde
dormir y el plato de comida garantizado.

—Ese que dicen ahora sí creo haberlo oído mentar. ¿Pablo Escobar? Cómo no.
Escobar. ¿El presidente de Colombia?

En adversas y difíciles condiciones, el compañero Arnaldo Ochoa Sánchez ha


cumplido con singular espíritu de sacrificio varías misiones intemacionalistas,
dando muestras de su firmeza ideológica, valentía y talento al servicio de la causa de
la liberación nacional y el socialismo. Entre estas misiones figura su brillante
actuación como jefe de las tropas cubanas en Etiopía, que secundaron la resistencia y
el heroico combate de las fuerzas armadas y las masas etíopes contra la intervención
extranjera. —Fidel
—Eso que ustedes dicen, esas tortillas, no. Ustedes tienen una mala información.
¿En Luanda dicen ustedes? óiganme, yo creo de verdad que los están desinformando.
¿Tortillitas yo?
Un acto de lesbianismo. Tal la referencia a la tortilla. En este caso, un hombre
presencia el desarrollo de la cuestión.

...el otorgamiento del Título Honorífico de «Héroe de la República de Cuba»


y la Orden «Máximo Gómez» de Primer Grado al General de División Arnaldo
Ochoa... constituye un merecido reconocimiento a sus méritos y un estímulo para
todos los luchadores, cuadros, militantes revolucionarios, para todo nuestro pueblo
que ve sintetizadas sus propias virtudes de honestidad, desinterés, capacidad de
sacrificio, pureza, espíritu de superación y heroísmo en sus hijos más abnegados y
valerosos. —Fidel
Esa conspiración que nunca llegó a cuajar porque, en realidad, nunca existió, y esas
fiestas donde nos complotábamos y ese ambiente de nosotros exigiendo cambios,
que es por entero descartable que se haya producido en la forma que muchos quieren
verlo, va a generar no obstante, además de muchos artículos, y de sesudos libros
investigativos que siempre quisieron ver el fin del régimen y no lo que se estaba
organizando desde el inicio, que era una de las maniobras políticas usuales de Fidel
Castro y sobre la que tuvo un absoluto y férreo control en todo su desarrollo, va a
tener también, como contrapartida de las trasmisiones de sus videotapes por las
cadenas oficiales de televisión (las únicas en el país, desde luego), una película y un
volumen acompañante con la interpretación del exilio: 8-A La realidad invisible, de
Orlando Jiménez-Leal, en el que ambos, libro y película, evidencian demasiado que
fueron hechos por outsiders. En ese mismo sentido, el esfuerzo es muy meritorio,
porque se empeñan en entender algo que siempre se les escapa de las manos. Pasa lo
siguiente: que cuando finalmente creen tener a Ochoa del lado de acá, puesto que en
definitiva, entre otras cosas, ya está muerto, hay todavía espacio para un nuevo
desaguisado histórico, uno mayor y de más perniciosas consecuencias de aceptarse
toda la verdad, y es que estos presuntos héroes a duras penas asimilados por la
contrarrevolución continúan siendo de muchas maneras material maleable de la
Revolución, y se descubre con horror que siguen siendo unos revolucionarios en
cumplimiento de tareas y que siguen siendo sus enemigos y que estuvieron
aceptando las sanciones que se creyeron merecer y que, después de ciertos escarceos,
han llegado a acuerdos. Y que nunca hubo conspiración. No son, no fueron, no
serían, conspiradores. Aquí mismo se acabaron los héroes importados desde Cuba.

De inicio se le acepta y gusta, al menos en el interior de Cuba, porque es una


figura militar y no un comerciante de Miami y al final el problema es que con quien
está compitiendo es con Fidel. No es el ideal que buscamos, pero los líderes están
hechos de esa naturaleza.
En algo se va a coincidir —un punto de resumen del orgullo y de las
ambiciones nacionales—: en que Ochoa es un vencedor de las campañas cubanas en
África y un cierto éxtasis se apodera también de los cubanos de Miami ante la altiva
figura. Por un instante, todos olvidan sus muertos y el despojo de las propiedades, y
es jodido y es peligroso porque se trata de un momento de recóndita intimidad que
nadie logra confesar con entereza, y es el joven y proteínico militar, que por un
instante es un héroe cubano para todas las apetencias, y tres semanas más tarde, ante
los suspiros de todas las mujeres, putas y no, de La Habana y el asombro de la
población adulta probablemente completa, cuando Ochoa sea visto en la televisión
declarando hasta con un dejo de infinita dulzura que de alguna manera está ansioso
por enfrentar el pelotón de fusilamiento teniendo a Fidel en el pensamiento, en un
Miami secreto y nunca antes explorado, la parte más escarnecida y desolada del país
se estremece ante la compostura y serenidad de esta criatura, sangre de nuestra
sangre.

Es extraño, pero pocos se percatan de que la vara de medir sigue siendo Fidel
Castro. El caminar cansino del hombre que lo ha visto todo, el hablar lento y
puntuado con «humms» de interrogación es su hechura, esa entonación de los
campesinos de las provincias orientales para impartir conferencias en la Academia
Voroshilov, el ser ese tipo de cubano que conduce victoriosamente dos guerras y que
se ufana de dedicar su último pensamiento a Fidel, es su hechura. Eso es la
Revolución Cubana. Eso es Fidel Castro. No obstante, dentro de la misma hoguera
estallan y chisporrotean otras brasas.

Importante, crucial esa reunión del lunes 29 de mayo de 1989 en el cuarto piso
—inexcusable registrarla hasta la saciedad y en la que es menester entregarles todos
los elementos disponibles, para que no vuelen a ciegas— porque es el momento en
que un país acaba de morir y en el que otro nace, el instante que define, de un golpe,
todo el pasado y todo el futuro del alma de la nación. O Arnaldo seguía siendo el
meritorio soldado de la Revolución que había cumplido las más difíciles y
grandiosas tareas y que, motivado por su propia conducta, debía pasar a un discreto
segundo plano y fuera del ejército, al menos durante un tiempo, o miraba —como
miró—, paneando de izquierda a derecha, sobre los rostros de Ulises, de Furry y de
Raúl, que se hallaban en ese orden detrás del buró, y les decía —como dijo—, con
una voz ronca, glacial, y con el adecuado destello de desprecio y hasta de odio en sus
negras pupilas incandescentes, y asintiendo, muy levemente:

—Yo creo que ustedes se han equivocado de hombre.


SEXTA PARTE
KEY LARGO Y TAREA

CAPÍTULO 1
UNA ISLA EN SÍ MISMO

No era la primera vez que alguno de los más cercanos compañeros de Fidel
Castro intentara hacerse con el control de su escolta. Otros, nunca escaparon al
asombro.

Leoncito nunca escapó. Tampoco le dieron mucho tiempo.

Leoncito era el coronel Alberto León Lima, a quien conocí como jefe de
logística —un servicio que en las Fuerzas Armadas cubanas es llamado
«Retaguardia» y los funcionarios militares que le atienden «retaguardieros»— de las
avanzadas nuestras en Menongue, la capital provincial de Cuando-Cubango, que era
el territorio de Angola que los colonizadores portugueses llamaban Las tierras del
Fin del Mundo. Era el combatiente más atildado y limpio que se podía localizar en
los alrededores de aquella tropa cubana que como toda buena tropa cubana sólo
necesitaba de dos días de marcha de campaña para lucir los uniformes más
enfangados y las botas más macilentas y las barbas más cerradas y los dedos más
grasosos y las miradas más terrosas, todo lo cual no era otra cosa que la base
primigenia de las fuerzas de combate más tercamente indisciplinadas de la historia
contemporánea, siempre en la frontera de la insubordinación, pero que a su vez le
permitía granjearse las virtudes y provechos de la iniciativa individual. Leoncito no.
Él desentonaba por aposición, al revés de que hubiesen puesto a marchar con una
compañía de West Point el día de graduación a un guerrillero nuestro, con el AK-47
al hombro, agarrado por el cañón, como un bate de béisbol cuando te acercas a la
caja de bateo. En la pulcritud de aluminio de su uniforme, sin una sola arruga, ni una
sola maldita arruga, Leoncito sólo se permitía el lujo de que una media pulgada de
su pequeña regla de cálculo sobresaliera por encima de la solapa del bolsillo
izquierdo de su guerrera, donde también se alineaban, en el perfecto orden de mayor
a menor, tres bolígrafos de algunas de las casas comerciales europeas que vendían
vituallas al ejército angolano. La regla de cálculo y el pelo lacio perfectamente
recortado de Leoncito, en un corte al estilo de un ejecutivo y no como producto de
una barbería militar, nos recordaba una dimensión de la guerra, su cierto sesgo
comercial, que percibíamos como ajena a la gloria, y ciertamente desentonaba en los
bosques angolanos por los que nos desplazábamos a la máxima velocidad de 80
kilómetros por hora de nuestros transportadores blindados BTR-152 de factura
soviética y todos nosotros, aguerridos combatientes internacionalistas cubanos, con
los culos cerrados como puños, en su nivel máximo de apriete, a la espera de ser los
próximos en pisar una mina y ver la explosión de un estómago que libera el paquete
de tripas y pedazos de costillas y de la columna vertebral, despedidos más allá del
alcance de tus brazos cuando tratan de recoger algo que ya es inasible y que, sin
dolor de ninguna especie, sin sonido alguno de la tan esperada mina anticarro de
alivio por presión que acaba de agraciarte y que elevó un sonido bajo y seco que tú
nunca escuchaste, determina el instante en que todo acaba, con el grotesco brocal de
tus resbaladizas visceras como última visión que se tiene cuando eras de la
tripulación del BTR-152 y te mueres, a bordo de aquel beteerre que será una pieza de
metal mohosa y retorcida al borde de un camino menos de un año después y el paso
de una temporada de lluvia, noble máquina de guerra de la que ahora origina la alta
fogata de humo negro que los neumáticos y el combustible derramado remanente
alimentan y que marca el sitio exacto, a medio camino entre Menongue y Cuchi,
donde el paso del transportador, al caer en el vado donde ocultaron la mina, aliviase
el mecanismo de presión.

Leoncito fue el primer chofer que tuvo Fidel al principio de la Revolución. Su


presencia de ánimo y su orgullo procedía de poder demostrar su participación en tan
importante tarea, lo que lograba a plena satisfacción al extraer, de su crujiente
billetera de cuero, de color beige, un billete cubano de un peso, y mostrar la cara del
billete que ilustraba la entrada triunfal de la Columna Uno del Ejército Rebelde en
La Habana el 8 de enero de 1959.36 Leoncito señalaba una de las figuras del grabado
producido en Checoslovaquia en 1961 que recreaba la columna de guerrilleros
aclamada a su paso desfilando por una amplia avenida franqueada de acristalados
rascacielos supuestamente habaneros y vuelan los pañuelitos y las florecitas y las
banderitas y las aladas palomas de vuelo visiblemente estacionario en el minucioso
grabado en el que ni uno solo de sus participantes deja de sonreír mientras
contemplan arrobados a la figura hacia la que convergen, en el centro, con el índice
elevado hacia algún seguramente glorioso sitio entre el cénit y el horizonte, Fidel
Castro, montado sobre la torreta de su tanque, en el que también sobresale un en
cierto sentido fálico cañonete procedente de la torreta, Fidel Castro ni puerilmente
alegre y ni siquiera entusiasmado por el poder alcanzado, sino como corresponde
con los patriotas de los billetes de a peso, que miran, entre graves y serenos, el
futuro. Acaba de bajar de la Sierra Maestra, hace ocho días, y si mantiene la
costumbre de no usar calzoncillos y de que las medias se le gasten dentro de las
botas y si continúa espaciando las tardes de baño y con su diente frontal superior
muerto y en estado de oscurecimiento, el guerrillero recibe de cualquier modo los
beneficios históricos de un iluminador de la factoría checoslovaca de papel moneda:
no trasladar hacia la historia insondable el húmedo y acre aliento a tabaco que porta
el héroe y las estancas y perfectamente detectables desde 3 metros de distancia
emanaciones de toda la mierda corrida que se le empotra en la base de los testículos.

No hay churre en las alegorías que entona el papel moneda. La mugre parece
ser un departamento aislado y de poca aceptación incluso para los historiadores.
Tampoco la mugre en los cojones del Comandante iba a ser algo que su tan
codiciada televisión se atreviera a programar.37

—Ninguno de ustedes aparece en los billetes de a peso —decía un desafiante


Leoncito, aún pulcro y hasta probablemente lampiño, en su retadora declaración ante
un grupo de sus perplejos compañeros bajo el techo de uno de los almacenes la
Sección de Retaguardia de la Asesoría Cubana de Lucha Contra Bandidos en la
capital provincial Kuito-Bié, en el centro mismo de Angola, donde de vez en cuando
nos agenciábamos unas cervecitas Cuca, de producción nacional angolana, y que
nosotros nunca llamábamos Cuca a secas por su nombre oficial según el fabricante
de Cuca sino que la solicitábamos por la completa terminología Cuca du copo, con
el que repetíamos el eslogan comercial aún visible en las vallas de Luanda y de
algunos poblados, cuando se disipaba la metralla y los últimos cascotes de los
edificios se derrumbaban. Cuca du copo y nuestros pesados y silbantes camiones Zil-
130 avanzando cargados de tropa, nosotros, y municiones.

—Esta que está aquí —decía un hombre que de pronto adquiría, en un almacén
de raciones de combate, en el que predominaba el olor del betún de las botas
soviéticas y de pescado seco y tasajo, la enorme estatura de los patriotas que ilustran
y dan fe de solvencia en los billetes de toda la humanidad. Alberto León Lima era
igual en ese sentido que el George Washington de los dólares o el José Martí de
nuestros pesos republicanos.

—Éste soy yo. Este que está aquí. ¿Te fijaste?

El público del almacén asentía, en grave silencio, y hasta con cierto orgullo.
No todos los días hay motivo de orgullo, por lo que era formidable para tres o cuatro
tipejos de Retaguardia y un periodista —que tal era el público— disponer de tan
insignie compañía para liquidar una estiba de Cucas du copo. Teníamos esa fortuna,
y la fortuna de habernos robado las cervejas del almacén sueco del Alto
Comisionado de la Cruz Roja Internacional, en las proximidades del aeropuerto. No
habrá nunca una emisión de billetes con nuestras operaciones de secuestro de las
reservas de cerveza del Alto Comisionado.

Desde luego, no había debajo del personaje que Leoncito reclamaba como su
propia persona una cinta con una heráldica que dijera CORONEL ALBERTO LEÓN
LIMA, PRIMER CHOFER DEL COMANDANTE EN JEFE. En verdad era muy
difícil distinguirlo entre el grupo que constituía en fuga triangular, dominada por
Fidel (éste sí perfectamente reconocible), el centro de la escena. Pero Leoncito
afirmaba que una de aquellas cabecitas, del rebelde con el fusil en alto, era la suya.
El anacronismo de que el vehículo sobre el que se desplazaban fuera un tanque y no
el Wyllis del que Leoncito se ufanaba en ser un maestro de su conducción, quedaba
sobreseído por el silencio de nuestra parte. Buenos amigos. Ésa era la característica
fundamental no-leninista (y muy pronto sabremos que también no-fidelista) de la
Revolución Cubana. Sus hombres sabían ser buenos amigos. Casi era lo único que se
reclamaba. Ser buen amigo.

Estaba ahí. Era la figurita que reclamaba ser.

Leoncito en un estadio de felicidad que se desprendía de ser el timón del


Comandante en Jefe y que tuvo una duración, sin embargo, de pocas semanas, dada
su tendencia a expresarse en voz alta sobre un particular. No salía de su asombro de
ser el chofer de Fidel. Uno de los tantos muchachos de las estribaciones de la Sierra
Maestra que se habían sumado al Ejército Rebelde y que estaba a la mano cuando
Fidel mandó a buscar algún personal que supiera manejar los Wyllis para que lo
acompañara en su recorrido hasta La Habana.

«Y pensar que sea yo el que le está manejando a este hombre, caballeros», dijo
Leoncito un par de veces.

Fue escuchado. Y debidamente anotado.

«Que sea yo el que tenga esa responsabilidad», reiteró.

Escucha infalible. Anotación de rigor.

«Que su vida esté en mis manos.»

Suficiente.

No entendió que el mundo había cambiado. Que una palabra de muy poco uso
en Cuba, una palabra corta y áspera, que es rigor, ganaría espacio al conjuro de este
hombre al que él había servido a lo largo de 1.000 kilómetros de carretera —y al
cual continuaría sirviendo, hasta el final de sus días (de los de Leoncito, por
supuesto) pero ya nunca más teniéndolo en la intimidad del asiento derecho— y que
acababa de mandarle a decir a través de uno de los ayudantes que se presentara en
Managua (un campamento en las afueras de La Habana) y se incorporara en el
primer batallón de tanques, para que «ayudara allí a los compañeros en lo que se
pudiera».

Despachar a Leoncito fue uno de los orígenes de Seguridad Personal. Después


Fidel le dio cordel a la vieja dirigencia del Partido Socialista Popular (que era el
nombre adoptado por los comunistas cubanos para eludir la grave repercusión de
comunismo en sus estandartes). Les dijo que necesitaba hombres de toda la
confianza para la protección de los líderes revolucionarios. De esa promoción
surgieron los Joseítos y otros entonces jóvenes militantes que consagraron sus vidas
(literalmente las consagraron) a Fidel. El más astuto y valiente de todos ellos, que
rápidamente ocupó la jefatura de la escolta, fue Alfredo Gamonal, un duro auténtico,
con una oscura historia de dirigente sindical de una tienda habanera llamada La
Sortija y que ganara reputación de hombre decidido, como miembro de la tropa de
choque del Partido. Lo llamaban para algunas faenas «delicadas», a las que se iba
con unos trozos de cabillas envueltos en papel de periódico, en caso de que hubiese
que rajar algún cráneo. Joseíto, en cambio, tenía un origen menos aguerrido: era un
desempleado en un barrio marginal de La Habana, un barrio pobre llamado Arroyo
Naranjo —que está tirado entre las palmas y cruzado por un par de riachuelos, sucios
y viejos, al sureste de la capital— y que llegó al Partido a través de un primo suyo,
tabaquero de oficio, llamado Idelfonso Villa, al que llamaban «Pilla», el que ya era
comunista. Joseíto venía de un pueblo aún más lejano, hacia el suroeste, que se
llama Quemado de Güines, y era un muchacho chaparro —nunca hubo mucha
comida para que echara cuerpo—, y muy callado. Se las arreglaron para buscarle un
cuarto en la calle llamada San Agustín, esquina a Norte, y comenzó a colaborar «con
la juventud», es decir, con una organización llamada Juventud Socialista. Después se
consiguió un trabajito en una casona que llamaban «el Castillo del Holandés» y que
supuestamente había pertenecido a un patriota cubano de principios de siglo,
siempre de levita y leontina, llamado Juan Gualberto Gómez y donde vivía una
sobrina o una nieta de Juan Gualberto que estaba arrimada —es decir, en unión
consensúa!— con un mulato que fabricaba sandalias y ahí Joseíto comenzó a
trabajar. Después un joven escuálido pero nervudo, un ex boxeador llamado Carlos
Quíntela Rodríguez, que se ganaba la vida como vendedor ambulante de flores y
cuyo fugaz paso por las cuerdas (y la absoluta ausencia de dinero para una cirugía
reconstructiva) le dejó una nariz quebrada por tres partes y un infatigable
sentimiento de compasión por todos los hombres que caían, fue el encargado de
darle la primera de sus misiones en favor del comunismo: repartir unas octavillas en
contra de la invasión imperialista franco-británica del canal de Suez. Arroyo Naranjo
era la más activa de las barriadas bajo la atención de la agrupación juvenil del
Partido, y Quíntela era su Secretario General. Entonces triunfa la Revolución. Desde
mediados del año 1960, la dirección del Partido pide jóvenes para engrosar las filas
de la Seguridad del Estado. Gente de toda la confianza, que sólo podían proceder del
Partido. Quíntela y Pilla, que estaban embriagados en las actividades políticas y de
la toma del poder y reconociendo como un hecho el establecimiento del primer
poder socialista de América, miraron hacia Joseíto y dijeron, tenemos un candidato.
Un tipo callado y muy cerrado. Tiene que ser un buen policía. En efecto, en 1989
será uno de los pocos históricos en la Seguridad Personal de Fidel. Pero el mismo
Fidel les había hecho un cuento semejante a las otras dos principales organizaciones
revolucionarias de la lucha contra Batista, el Movimiento «26 de Julio» y el
Directorio Revolucionario. Dijo que necesitaba muchachos nuevos, frescos, para la
Seguridad del Estado. Primero, para la Seguridad del Estado, y después, de esa
vendimia, su verdadera y mucho más estricta selección. Su escolta. Había empezado
por algunos brutales pero obedientes campesinos de la Sierra Maestra, enrolados —
el efecto mosca en papel engomado— en medida que el Ejército Rebelde ampliaba
el territorio bajo su control, y del cual Cesáreo sería su mejor exponente 30 años
después, cuando sea el lento coronel, de sonrisa forzada, sonrisa que nadie le pide
pero que él considera como la mejor forma de comportamiento en un salón, y que es
la sombra silente pero inabordable que protege cualquier desplazamiento del
Comandante, el perro viejo, cansado, pero que se debe al único oficio que conoce, el
oficio de la lealtad. No hay noticias de nadie valioso, en estas filas de refinadísima
selección de guardaespaldas, proveniente del Movimiento «26 de Julio», aunque en
realidad —a fines de 1959— era una organización que sólo existía en el recuerdo de
algunos de sus integrantes y que se había desgastado en luchas intestinas y por
retener unas parcelas de poder que nadie parecía dispuesto a acreditarle. El
Directorio Revolucionario, sin embargo, produjo a José Abrantes, que es el mejor, y
que cree llegado su momento hacia 1963 cuando Alfredo Gamonal muere. Un
estruendoso accidente de tránsito en la época de los Oldsmobiles. Uno de los Olds
88, del lote de cincuenta adquirido en Nueva York en 1960, cuando Fidel se presentó
en la ONU por primera vez. Un tramo de carretera entre Bayamo y Contramaestre,
en el oriente del país. Una carretera vacía hacia la medianoche. Enrique Carreño al
timón. Es uno de los choferes de la segunda hornada de tripulaciones de Fidel en el
poder. Gamonal, a su derecha. Un carro que aparece de frente. Carreño inmutable
con la luz larga, y el carro que viene de frente que le pide varias veces que baje, pero
los potentes reflectores del carro usualmente colocado como guía de la caravana de
Fidel Castro no pestañean, y Carreño que hace caso omiso a la solicitud. Hay una
rastra apagada por la senda del Oldsmobile. Carreño viene a 140 kilómetros por hora
porque está aprovechando la fresca —que es como los choferes profesionales llaman
a esa hora en la Carretera Central de Cuba. Gamonal se había presentado en Santiago
de Cuba en preparación de una visita del Comandante. Gamonal explorando,
incansable. Este episodio es el origen de que sus compañeros contemplen la
posibilidad de manejar con infrarrojos. La rastra está apagada y detenida. Se averió
por la tarde y el chofer ha ido a Contramaestre, el pueblo cercano, a buscar ayuda. El
hombre que viene de frente, molesto porque no responden a sus insistentes
solicitudes de cambio de luces, decide castigar, a su manera, aunque nunca pensando
que va a matar a un hombre, y pone también la larga y ya no la va a quitar hasta que
le pase por al lado, unos instantes después de que supere por la izquierda un bulto
oscuro. De inmediato, antes de la explosión, una suerte de chasquido. (Es lo único
que recordará Enriquito Carreño, con apenas unos rasguños y un brazo fracturado.)
Una rastra de la Empresa de Acopio de Frutas y Vegetales debajo de la cual se
desliza el Oldsmobile. Pasarán unos cuatro días antes de que Gamonal termine su
agonía y muera, y otros tres días antes de que Fidel llame al periódico Noticias de
Hoy— conocido por todo el mundo en Cuba sólo como Hoy o el Hoy —, el reducto
del comunismo cubano chapado a la antigua y que aún entonces se le dejaba
publicar,38 y que con voz dolida hable con un atento Blas Roca, el antiguo invencible
e inconmovible (por algo se hacía llamar Blas Roca, ¿no?)39 líder del proletariado
cubano, y le diga que lo menos que puede hacer el periódico es publicar una
biografía del capitán Alfredo Gamonal. «¿Qué esperan ustedes para hacerlo? Por lo
menos publiquen una biografía de este hombre. Por lo menos eso.» Resultaba
extraño este Fidel que reclamaba un cuarto de página en el Hoy como supremo
homenaje al hombre en el que había depositado toda su confianza en los años más
duros de la Revolución— la batalla de Bahía de Cochinos y la Crisis de Octubre de
1962 incluidas —para que le cuidara, y como si ese obituario hubiera podido
alcanzar algún valor de permanencia, como si pudiera ofrecer alguna recompensa al
espíritu de un antiguo camorrista sindical de cabeza astillada por el impacto de un
Oldsmobile del año 1960 que se empotra debajo de la viga de contención de una
rastra Mak, o tan extraño como la misma amistad y sólida comunión afectiva que
establecieron estos dos hombres que no tenían que ver el uno con el otro, nada que
ver, el aún joven Fidel, que ahora podemos recordar en las fotografías cada vez más
gastadas de una batalla, gallardo, con sus grandes espejuelos de armadura plástica, y
sobresaliendo de la cintura para arriba desde la torreta del tanque T-34 al que ha
saltado desde un cañón autopropulsado SAU-100 y que avanzan en columna sobre
una playa del entorno ecológico de Bahía de Cochinos el 19 de abril de 1961, la
boina echada hacia atrás, la camisa abierta hasta la mitad del pecho, los bolsillos
cargados de papeles y tabacos, y respaldado, atrás, por un hombre delgado y de fino
bigotillo— cuidadosamente perfilado con las puntitas en curva de una tijerilla de
cutículas, el tipo de bigote en línea conocido en La Habana desde los años treinta
como «estilo y renovación» —, y con un rostro remotamente lombrosiano pero
suavizado por un aire de oficinista de bajo salario que ni siquiera el uniforme de
campaña logra revelarnos en toda su exacta dureza, Alfredo Gamonal, limpio y
atildado y con ese uniforme planchado y seriamente almidonado aún para usar en
estas condiciones de campaña. La biografía de Gamonal fue una de las últimas
miradas de Fidel hacia la vieja guardia, y estaba teñida de conmiseración. Fue la
segunda y última vez que solicitara un servicio de Blas y su periódico. La primera
había sido, exactamente, menos de un año antes, el 22 de noviembre de 1963. Fidel
se había presentado en el despacho del viejo Blas en busca de la vieja sabiduría.
Fidel decidió que aquel día no podía encontrar en toda la iglesia del comunismo
cubano alguien mejor que Blas, para ayudarlo a orientarse con respecto al crimen
perpetrado en Dallas, y por su convencimiento de que las culpas pronto habrían de
caer sobre él (lo cual estaba ocurriendo, en efecto, desde pocos minutos después de
que Lee Harvey Oswald— o los que fueran —apretara(n) el(los) gatillo(s)— y cómo
sacárselas de arriba si ésa fuese la acusación, y, sobre todo, averiguar si los
soviéticos estaban detrás de ese asesinato. ¿Quién había querido matar a Kennedy y
por qué? ¿Quién ganaba con esa muerte? ¿Y si esa regla de oro de los crímenes
políticos —el verdadero rostro del asesino aparece con el verdadero beneficiario del
asesinato— era aplicable en las actuales circunstancias? Nadie sabe aún que toda la
obra y todas las glorías posibles acumuladas por el Partido Socialista Popular, y toda
su herencia histórica y su legado de experiencia como conductor de las luchas y
anhelos de la clase obrera cubana, tuvieron su canto de cisne, definitivo y sin
regreso, hacia las 9:45 PM hora local de La Habana de ese fatídico día de noviembre,
cuando Blas Roca abrió su boca de gruesos labios de mulatón de las provincias
orientales, techado por un espeso y emblemático bigote, y dijo, con voz engolada,
pedagógico: «Vivó dice, Fidel, que ésa fue la viuda de Diem.» Raúl Valdés-Vivó era
la tercera persona presente en la reunión. Un cuarentón, enérgico, a quien se le
reconocía un historial de temeridades en la lucha contra la policía batistiana y que
fuera uno de los principales «cuadros juveniles» del Partido y que aquel día de la
muerte de Kennedy, era el subdirector de Hoy y se hallaba, como de costumbre, con
uniforme de milicias, botas y pistola, atuendo con el que había sustituido desde
hacía dos años su guayabera de hilo blanco y el pantalón suelto de verano. «Hombre,
claro, Fidel. ¿Por qué tienes que preocuparte tanto? Ésa es la loca esa. La viuda de
Diem. De Diem.» Se refería a Ngo Dinh Diem, el presidente sudvietnamita, que
también había sido asesinado poco antes, el 1.° de noviembre, y cuya viuda, una
especie de modelo parisina de ascendencia asiática siempre enfundada con su mono
satinado de paracaidista, el cuello protegido con la ruda bufanda de los ases de la
aviación, había culpado a Kennedy del asesinato y jurado vengarse. «¿Quién tú
dices, Blas?» «Madame Diem», aún tuvo la osadía de pronunciar Blas, aunque ya era
una voz apagada y como que en solicitud de disculpa.40 No se tiene noticia en el casi
medio siglo de existencia de la Revolución Cubana que Fidel Castro se haya sentado
delante del dirigente de una organización política —que además, de alguna manera
le era ajena— y que, humilde y atento, como un escolar, estuviera allí para pedirle
consejos.41 Mas Blas, el viejo zapatero procedente en los años veinte de una villa
costera llamada Manzanillo, tenía un destino, un lugar indefectible que ocupar en la
historia de su país. Colocarse siempre en batallas diferidas, batallas que, de haber
ocurrido, ocurrieron en el pasado. No puede ser de otra manera con los hombres de
la escuela ortodoxa, y máxime cuando se enfrentan a mentalidades tan rápidas y
exaltadas como la de Fidel Castro. Leal como pocos, Blas. Firme, obstinado y de voz
pausada, global, con cada una de sus palabras emitidas después de cierta meditación,
pero una voz que, a partir de la señora Diem, sirvió sólo para identificar a un tonto.
Blas Roca no tuvo siquiera —no ya la inteligencia— sino la habilidad de saberle
responder a Fidel y no ponerse a demostrar que sabía quiénes estaban detrás del
asesinato. No supo especular, angustiarse, creerse en los límites de todas las
pulsaciones humanas, situarse en la última de las barreras de polvo de asteroides de
los confines de la Historia. Y ése fue el momento de máxima soledad política en la
existencia de Fidel Castro y de desazón y de extraños augurios y cuando va a buscar
el alivio y el consejo y el pensamiento acertado que se supone se encuentra en
posesión de la vieja guardia partidaria, descubre, desconcertado que él también
estaba respondiendo a los eslóganes de infalible conducción histórica de la que se
autoproclamaba el Partido a través de sus instrumentos de propaganda, y
rápidamente extrae su lección, su moraleja esmaltada a fuego rápido esa noche en el
despacho que había pertenecido a «Pepín» Rivero cuando el hermoso edificio de seis
plantas color marfil, frente al Capitolio de La Habana, era la facilidad del
benemérito El Diario de la Marina, con el alto mural de Hipólito Hidalgo de
Caviedes que contaba en el espacio de dos paredes del vestíbulo los 125 años de
historia del periódico que había comenzado llamándose El Noticioso y Lucero.42 La
moraleja que obtuvo Fidel frente al mismo, imponente buró de caoba oscura detrás
del que don Pepín había reinado y sobre el que ahora Blas amontonaba octavillas y
sacudía las cenizas de su tabaco, no es que estuviera solo. Es que iba a estarlo para
siempre. Ya nadie lo puede acompañar. Y mientras que a John Fitzgerald Kennedy le
acaban de volar los sesos en Dallas, Fidel Castro ha alcanzado el punto de no retorno
en La Habana debido a que un hombre de pocas luces apoyado por la autosuficiencia
desmedida de ese pobre diablo de Valdés-Vivó, ha carecido de un poco de ambición.
Blas ha elegido por un alarde de conocimientos espúreos en vez de sumarse a la
tensión sicológica de consumo nuclear y al sistema de alerta máxima sobre el que
Fidel estaba navegando. Al no entender, junto con Fidel, el nivel crítico de la
situación, tal la ecuación que se estaba engranando evidentemente en su aparato
mental porque tal era la situación que él necesitaba, no descubrió, por tanto, que ese
disparo (o los disparos de Dallas) en realidad no estaban dirigidos a la cabeza de JFK
sino hacia el mismo Fidel y que por tanto la Revolución atravesaba un peligro
inminente y que hasta su propia extinción era palpable y que no se podía dejar de
lado la posible implicación del Kremlin en este escabroso asunto, ese Kremlin que
sigue respondiendo visceralmente a los estímulos del chovinismo de gran nación
(unos hijos de putas esos soviéticos, Fidel, de verdad, no hay que confiar en ellos, y
si quieres me llego por la embajada a ver qué les saco) y que, en fin, estaba claro que
la muerte de Kennedy constituía en realidad el prolegómeno de la conjura
internacional contra la Revolución Cubana y su abnegado pueblo, es decir, una nueva
conjura contra ti, Fidel, y que al no ver ese escenario y al no alimentarlo, Blas no
sólo cometía su suicidio político y de paso liquidaba a su esforzado y bravo Partido,
sino que se inhibía de entrar en una nueva dimensión de la experiencia ejecutiva
cubana, y amén de que se sacaba él mismo del mejor juego que nunca antes se había
jugado en el país, y que se cerraba la puerta que pudo conducirlo quizá algún día,
uno remoto e impredecible, en el que, entre risotadas y pequeños sorbos de coñac
Napoleón, se le permitiría percatarse de la probabilidad de altísimo porcentaje de
estar en presencia del verdadero autor intelectual del magnicidio de Dallas.

Una doctrina es básica para participar en el convite del Comandante, que es la


de hallarse en el ombligo del mundo, o ni siquiera lo intenten.

«Chene.»

Ése era el apodo de Joseíto, que fue una especie de zapatero remendón o
talabartero no colegiado de la casa de Juan Gualberto, cuando de la prosapia de una
familia presidenciable de principios de siglo sólo quedaba el techo de una casona
para albergar un tallercito de alpargatas. Chene. Joseíto. Fue (es) el último
comunista en la guardia del Comandante.

Desde luego, había otra dimensión para estar junto al hombre. La de los criados
que atienden el convite. Ésos no tienen que averiguar ni saber quién mata a los
presidentes americanos. Todo lo contrario: mientras menos se interesen en política,
mejor. La única política que tenían que saber es la del hambre pasada y que la
Revolución los alimenta y los calza y les da una casa y los pone a viajar por todo el
mundo y hace ingenieros o médicos de sus hijos. Es decir, pueden incrementar su
sentido político hasta el nivel en que sus necesidades han sido satisfechas. Es el caso
de Joseíto. No el de Carlos Quíntela, uno de los que lo eligiera para la posición.
Aunque venían de la misma hambre y de las mismas apetencias, cuando la
Revolución cubrió sus necesidades y se dispuso a hartarlos, encontraron el
desasosiego. Resultaron hombres frugales en ese sentido del plato de comida o del
techo que los cobija (o que debe cobijarlos). Por consiguiente, la política que
tuvieron y que fue armada de la experiencia de vivir en una cabaña sin agua
corriente de un barrio marginal cubano amalgamada con las sesiones de
adoctrinamiento de mala muerte que les daban los mensajeros del Partido y su cruda
propaganda estalinista, vasos comunicantes entre el estómago vacío y las octavillas,
y que se escanciaba tan dulce en los cerebros de estos muchachos de las fincas del
odio, y que era el marxismo de las afueras de La Habana, entre palmas, mosquitos y
lunas llenas, fue sólo un pivote para los más despiertos, para los que entendieron que
la frugalidad era una virtud, y que la poderosa industria tabacalera nacional permitía
a Cuba ser el país ideal para cubrir de humo de baratísimos pero excelentes
cigarrillos negros las paredes del estómago de nuestros luchadores, y permitir que
olvidaran la falta de potaje. De modo que una tarde de 1967, Carlos Quíntela
Rodríguez era ya un peatón, otra vez la infantería de los desplazados del poder,
cuando la caravana del Comandante, rauda y tensa, en tres jeeps soviéticos de cuatro
puertas, le pasó por al lado, exactamente en la intersección de Avenida de Rancho
Boyeros (que conduce al Aeropuerto Internacional «José Martí») y Avenida 26 (que
corre del norte al sureste de la ciudad y pasa frente a las puertas del viejo Zoológico
y de la llamada «Ciudad Deportiva») cuando uno de los tiradores del primer carro,
sacando medio pecho por encima de la portezuela y retirando amigablemente el
cañón de la UZI y ocultándolo por breves segundos de la vista del público en las
aceras, y elevando la mano del brazo derecho, que también había sido retirada del
gatillo, y haciendo un alegre y rápido semicírculo de saludo, gritó a su compañero, a
quien había reconocido de inmediato: «¡Quíntela! ¡Mi hermano!» El veterano
dirigente de la Juventud Socialista de Arroyo Naranjo aún no tendría 30 años aquella
tarde y —aunque ya estaba expulsado del Partido y la Seguridad lo tenía bajo
chequeo— reaccionó como un tiernecito abuelo, orgulloso y satisfecho, al saludo de
Chene y a su grito estentóreo desde atrás del asiento de Fidel, un Fidel que, para
buscar la persona aludida por su escolta, se vio obligado a girar la cabeza sobre su
hombro derecho, el ceño de antemano fruncido y la disposición inmediata a la
recriminación del hombre de su aparato por saludar a personas ajenas durante el
servicio.

«Ah, cará. Los muchachos no me olvidan», pensó Quíntela.

Lunes, mayo 29.

09:54 am.

Después que el convoy de los tres Mercedes cruzó la puerta de la villa


amurallada y uno de los dos combatientes de la última posta hizo el saludo militar
de rigor —uno sólo se encarga de los saludos y de todas las ceremonias necesarias;
el otro se mantiene atento a cuanta cosa acontece en los alrededores—, avanzaron
por el borde del antiguo campo de Golf del Country Club y se dirigieron a la Quinta
Avenida, que ya a esa hora, desde luego, estaba tomada por la Seguridad Personal —
un hombre en todas las bocacalles y nunca a menos de 100 metros uno de otro y
nunca colocados de manera que no puedan establecer contacto visual entre uno y
otro, algunos de civil y otros con atuendo militar o de la policía, pero todos armados
con pistolas Makarov, y todos portando sus pequeños walkie-talkies japoneses, y no
dejando ninguna zona ciega por cualquier accidente natural del terreno— léase un
arbusto coposo, o una curva de la avenida —y luego del paso de los «cazabombas»
en su trabajo de dos y tres veces al día desde 1973 como resultado del llamado
«síndrome de Carrero Blanco», el premier del gobierno franquista que fue volado
dentro de un Dodge Dart negro en pleno Madrid, y que es un acucioso trabajo de
rastreo a todo lo largo del trayecto reconocido por el lenguaje de Seguridad Personal
como «Vía Priorizada del Comandante en Jefe»43— porque lo único que no puedes
evitar en un Mercedes blindado es que una mina antitanque te reviente, te haga
estallar el cerebro, como una gaseosa, que es algo que uno aprende una tarde de
domingo de 1988 mientras pasea con Raúl Castro en su Mercedes 560 SEL, gemelo
del de su hermano, el Comandante, y dice, con ciertos aires de resignación, «mire,
profesor, lo único que los fabricantes no nos garantizan es una mina. Garantizan que
el Mercedes no se quiebre. Que vuelva a caer entero en la calle. Pero los pasajeros
no sobreviven. No hay ser humano que aguante el impacto». Que es cuando uno —la
misma persona a la que él llama Profesor, en ocasiones— indaga por los RPG-7. «¿Y
el RPG-7? ¿Aguanta eso?» «Se supone que resbalen, que se vayan por arriba.
Aguantan frontalmente los disparos de las armas modernas de infantería. Y se
supone que los proyectiles antitanques de lanzaderas portátiles resbalen sobre la
aerodinámica de su carrocería.» Tenía su acostumbrado vaso de Royal Salute en las
manos, agarrado con una servilleta blanca en la que se hallaba estampado el escudo
nacional de la República de Cuba, y Alcántara44 su chofer de tumo aquella tarde,
tenía instrucciones de conducir con lentitud, y a través de los cristales nevados
podíamos ver a los transeúntes que con miradas prudentes trataban de descubrir si el
personaje de la lenta caravana era Fidel, Fidel a esa velocidad inusual, y con cada
cambio de la aceleración del pesado Mercedes podías escuchar, un producto alegre,
el leve tintinear de los trozos de hielo dentro del vaso del Ministro, la velocidad de
marcha de un vehículo alemán blindado influyendo sobre unos cubitos de hielo
criollos que los sostiene la realeza del brebaje escocés, cuando insistí sobre el poder
de penetración de los RPG-7. Y dije: «Esos RPG-7 se atornillan en el acero que es
del carajo. Están hechos para penetrar los mejores blindajes occidentales.» Con
verdadera maestría, y sin angustia alguna, que no la tenía, Raúl Castro elevó su vaso
y se echó en la boca la mitad del contenido de su Royal Salute. «Un invento del
diablo, profesor», me dijo. «Un invento del diablo. Menos mal que ese diablo es
nuestro aliado.»

Levantar las tapas de todas las alcantarillas e inspección de cualquier obstáculo


que pueda ofrecer algún peligro, un árbol, una curva, y cada uno de las postas con
absoluta visibilidad entre sí, de modo que en su sector no se mueva ni una hoja y
listos a detener el tráfico de acceso en el momento que se acerque la caravana y,
sobre todo, no vacilar en hacer fuego sobre cualquier persona que por maldad
(conscientemente) o imprudencia (accidentalmente) pueda poner en peligro la vida
del Comandante en Jefe es parte del aseguramiento del plan de marcha para cada
desplazamiento del Comandante. A su vez, todos los semáforos desde el llamado
«intermitente de Jaimanitas» —a la altura de la calle 230, de donde suelen
desembocar los carros después que salen de la casa de Fidel— y a todo lo largo de la
Quinta Avenida, luego por Tercera (o la paralela, el Malecón) hasta Avenida de
Paseo, y de ahí hasta el Palacio de la Revolución,45 estaban bajo el control y mando
permanente de hombres de la Seguridad Personal de Fidel pero con uniformes de
policía.

Y así, estando solo en el salón trasero de su Mercedes 560 SEL blindado, con
las cortinas corridas, Fidel Castro se concentró en la lectura de los files de los
últimos viajes de Tony. El coronel Joseíto, delante, con el chofer, se mantenía
observándolo, de reojo, tanto para atender cualquier solicitud como para ir midiendo
su estado anímico, que —como se ha dicho—, se presagiaba borrascoso aquella
mañana, y el Mercedes con su imponente marcha de acorazado a una velocidad
crucero esta mañana de 70 kilómetros por hora, que en la estrechez de dos vías por
cada senda de Quinta Avenida, parecía mucha mayor velocidad. Aunque, de
cualquier modo, estaban en una vía expedita, porque el carro guía iba apartando con
señales de sirena o con los mismos escoltas que sacaban los brazos y/o el pecho y
apuntando a la cabeza, en algo más que una actitud intimidatoria, a cualquier
transeúnte sospechoso o chofer que hiciera el ademán de acercarse y ordenando
detener la marcha y que se arrimaran a la derecha a cualquier vehículo que
sobrepasaran.

El último viaje de Tony. «Humm». Es el tema de esos minuciosos expedientes


que provienen de tres o cuatro oficinas gubernamentales y que, para llegar a sus
manos, no han pasado siquiera por los mecanismos habituales de la Seguridad del
Estado sino por su propio equipo de la Seguridad Personal que en verdad es una
especie de Ministerio del Interior a escala y al que ciertamente es muy difícil que
escape nada, sobre todo porque trabaja con una especie de suerte de emisarios que se
presentan con sus lustrosos uniformes de campaña en las oficinas de los ministros y
dicen venir de parte de () —y ahí se callan, en hermético silencio, y señalan hacia
más arriba del techo, hacia la máxima altura, donde todo el mundo sabe que sólo
puede reinar una persona, un compañero, que es el urgido de ciertos datos— y que
obtienen de todas las instancias del Estado y del omnipresente aparato del Partido
toda la información, todos los documentos, todos los recuerdos, todos los rescoldos
y estadísticas y prospecciones posibles de los acontecimientos que sean requeridos
por () —y vuelta a señalar hacia el cielo. Además de que cuenta con su formidable y
ultramoderno sistema de automatización por computadoras desde el que— éste es el
sueño de sus ingenieros —pueden llegar pronto a controlar el resto de las
computadoras del país y que está asociado a cualquier otro sistema informático que
opere en la isla y, en especial, a los remanentes aún operativos del complejo
archisecreto (al menos hasta nuestros días) de información de Inteligencia asesorado
(¿o patrocinado?) por el KGB soviético, un aparato denominado DOSA
(Departamento de Organización y Sistemas Automatizados) y cuyas instalaciones,
todas soterradas, se encontraban hacia el oeste de La Habana, en las afueras de la
ciudad.

Proceden de acuerdo con las órdenes del Mando (indistintamente llamado


Seguridad Personal o «49», por la calle donde se encuentra la sede principal) y
vienen de los ministerios y a ver cuál es la vendimia que traen. ¿Parece ciencia
ficción, verdad? ¿Del tipo Bradbury en Fahrenheit 451? ¿O un fresco orwelliano o el
exagerado entramado represivo de un thriller de James Bond? Bueno, pregúntenle a
Ochoa o Tony, qué clase de fantasía fue ésa, cuando a Tony lo amarraron al palo, o a
Ochoa, que sólo lo pegaron, porque no quiso que lo amarraran, y las balas los
agarraron por el estómago y la bala que le descolgó la cabeza a Tony porque al
parecer le quebró la cervical.

Éste fue el equipo que completa la información requerida por Fidel para su
montaje.

Comienza a revisar las hojas, que va pasando con gesto desconfiado como si
esperara una trampa de cada palabra : —en la que él no puede caer y que él debe
eludir—, y la mirada, fiera, de alta velocidad, se desplaza con una ligera oscilación
de su cabeza sobre las líneas mecanografiadas y sólo es capaz, por breves instantes,
de producir una imagen de sosiego en el transcurso de su dura lectura, cuando debe
parecerse a su propio abuelo, al humedecer las yemas del pulgar y el índice con la
punta de la lengua, para proporcionarles una mayor superficie de agarre sobre las
hojas.

No espera mucho de la reunión de Raúl esa misma mañana. Están con Ochoa.
Tchh. No hay nada que esperar de esa reunión. Joseíto ha oído el chasquido de los
labios del Comandante y observa de reojo la situación en el salón trasero del
Mercedes. Reunión para la que Raúl lleva su agenda preparada, con los tres puntos
esenciales, ¿no? El «no» lo dice en voz alta. ¿No?, dice el Comandante. Son como
desperdicios de su soliloquio, que salen a flote. Joseíto eleva la mirada al retrovisor.
El Comandante continúa con sus expedientes sobre las piernas cruzadas. Tiene su
agenda que son las fiestecitas de relajo, Gorriarán y los vínculos con Pablo Escobar.
Están reunidos en ese momento.
Bah, no van a llegar a nada. Suspira. Qué mierda.

De nuevo es Tony en el que Fidel se ha interesado particularmente. Lo tiene


retratado aquí. Miren estos papeles. Todo febrero Tony dando brincos entre Europa
occidental y Africa subsahariana. Tony en Madrid negociando la venta de chatarra
de Cuba y Guinea para consumo de Luis Aregui, un potentado de la industria de
armamentos GAMESA, y negociando con el coronel Perote, de la Guardia Real, la
compra de cuatro helicópteros Sykorski para —supuestamente— el ejército
angolano. Tony en París negociando con Serge Varsano, el magnate de la casa
comercial francesa Sucres et Denrées (SUCDEN), número uno mundial del azúcar,
para interesarlo en inundar de alimentos el ávido mercado angolano, y coquetea con
monsieur Dutreau, el consejero económico de Mitterrand, con el propósito —entre
otros— de reclutar al arquitecto Ricardo Bofill y a un selecto grupo de inversionistas
para erigir un paraíso turístico en los islotes deshabitados del norte de Cuba.46 Tony
con los ministros de Guinea y con un enigmático personaje cubano llamado Cari
Valdés, reconocido en Marbella, España, como un potentado pero que tiene la mitad
del FBI detrás de él. Tony buscando cuatro naves Hércules C-130, de 20 millones de
dólares cada una, para los angolanos. Tony inventando con los guineanos y los
franceses —a solicitud de uno de sus principales ejecutivos, «el Flaco» Osmany
Cienfuegos— para inundar el mercado europeo de azúcar barata y crear un dumping
en el mercado. El viajecito de Tony . Cojones, había exclamado Fidel. (Ojos de
Joseíto enfocando el retrovisor.) Entre el 13 y el 15 de marzo pidió toda la
información disponible sobre el asunto. Él quería un cuadro detallado de este periplo
del coronel Antonio de la Guardia. Urgente. Así lo había dicho. Urgente.

La vía, sin problemas. La batería de los equipos de comunicaciones —las dos


plantas Yaesu, el teléfono móvil y dos walkie-talkies— permanece en aparente
quietud, pese a que no se ha ordenado silencio radial. Joseíto panea con su vista del
chofer al retrovisor y a la calle y a la batería de comunicaciones, y si tiene que
recibir por las plantas, ya las tiene en volumen mínimo, y si por el teléfono o los
walkie-talkies, se encajará los audífonos en el oído, y si debe responder, sólo lo hará
con voz queda, como en secreto, para no interrumpir las lecturas del Comandante.
Nuevo paneo, pero en dirección contraria. De la batería de comunicaciones (silencio)
a la calle (ningún transeúnte ni vehículo sospechoso) y al retrovisor (Comandante
ensimismado) y al chofer (perfil inmutable del Gallego).

Joseíto. Sus tribulaciones de hombre al servicio de una causa. Y aún con el


recuerdo fresco de la última condición por la que se atravesó en esa casa, que si
hubiese sido a bordo de un buque, habría podido compararse con enfrentar un mar
Fuerza 10, que es el mar de galerna, cuando el Comandante, probablemente —según
los récords— el 19 de febrero del año en curso, se despertó con unos sórdidos,
turbios humores, de puñetazos contenidos sobre la mesa e imprecaciones a media
voz, para su solo consumo, llevándose a su paso y haciendo añicos una lámpara de
mesa de la sala y un vaso, y levantando la mano para que nadie se le acercara, ni
mujer ni hijos ni jefe de escolta ni doctor Eugenio Zelman, su cirujano y médico de
cabecera, hasta que llegó Antonio Núñez Jiménez, su viejo compañero de los días
iniciales de la Revolución y uno de los pocos a los que daba acceso en su casa, pese a
los largos períodos en que suspendía o congelaba la amistad, y al que decidió, esa
mañana, tener como confesor de que había pasado la noche fumándose, con
verdadero gusto y fruición, un espléndido tabaco Cohíba, de tierna hoja y de
quemada tan pareja que parecía definida por un cuchillo y la espesura soberbia de las
bocanadas de humo retenidas entre el paladar y la garganta mientras conversaba de
cualquier cosa, ya no recordaba con quién, y le daba vueltas a su fuma sobre los
labios y se lo pasaba a la mano, agarrándolo con apenas tres dedos y punteando
partes de su discurso con la boquilla humedecida de aquel artificio maestro y de
finísimas venas que eran el resultado de todas las lluvias y de todos los soles y de
todas las tierras de la historia de una isla y que volvía a traer, una vez más, hacia los
labios que, como Jean-Paul Sartre lo viera una vez, se cerraban sobre el tabaco como
un puño. «¡Cómo yo mismo puedo traicionarme de esa manera!», exclamaba ante un
receptivo pero desconcertado Núñez Jiménez, a quien Fidel también, unos años
antes, sumara a su causa de abandonar la fuma y que si en alguna ocasión soñó con,
al menos, un tabaquito a hurtadillas, comprendió que esa mañana no era el momento
de confesarlo. «¿Desde cuándo nosotros no fumamos, Núñez?» Núñez comprendió,
una vez más en su vida de campañas junto al Comandante, que ése era algo más que
un nosotros mayestático. Podía ser él solo, él y su interlocutor, y el país completo.
«Nosotros dejamos el cigarro hace como nueve años», respondió Antonio Núñez
Jiménez, de guayabera blanca de hilo y mangas largas, pantalón beige, Rolex a la
muñeca y su antigua y luenga barba puramente simbólica de una guerrilla en la que,
en verdad, nunca estuvo. Sumarse una semana antes del triunfo de la Revolución a la
columna rebelde del Che en una ciudad del centro del país llamada Santa Clara no es
haber sido guerrillero. Logró que la barba se le cerrara como seis semanas después
de que los rebeldes llegaran a La Habana, como en febrero. «Le ronca los cojones
esto, Núñez. ¡Si tú ves con el gusto que yo me estaba echando ese tabaquito! Tú no
te lo puedes imaginar, Núñez. No te lo puedes imaginar.» La situación —de guerra
de Fidel contra él mismo, porque (sic) ¡no había sido capaz de controlar su propia
conducta dentro de un sueño suyo!—, tuvo por reflejo en ascuas a todo su entourage
todo el día, como pudieran corroborar el propio Núñez Jiménez, el coronel Joseíto,
el mayor Héctor Cuervo (alias «Fausto»), uno de los jefes de los Grupos Operativos
del anillo exterior de la escolta, y el coronel del MININT José Luis Padrón y el
chileno Max Marambio, ambos yernos de Núñez Jiménez por aquella fecha. Los
sueños tienen que doblegarse a la voluntad. Fue la última tesis.
Joseíto paneando. Cero problema. Él sería el primero en saber de cualquier
contratiempo en la vía o de «alguna señal» —quiere decir, alguna señal de
atentado— que sería suficiente, por mínima o poco lógica que pareciera, para
desviarse de la ruta y tomar una de las rutas alternativas previstas en los planes de
marcha. Y ordenar por una de las plantas o los walkie-talkies el estado de alerta
máxima a los fusileros de los carros de apoyo, que no es más —en realidad— que
una fórmula retórica, puesto que los fusileros viajan siempre con los cañones de las
UZI y de los AK-47 (y ahora de los AKS-74U) apuntando hacia las cabezas de los
transeúntes o choferes de los carros al paso, y fusiles cargados —la primera de las
30 balas 7.62 del magazine colocada en el directo, y el dedo sobre el gatillo,
tentándolo, y en selector de fuego en la posición de automático.

A menos de dos minutos del Palacio de la Revolución.

Joseíto toma uno de los walkie-talkies. Se comunica con la Posta número 7,


que es la entrada exclusiva del Comandante en Jefe a los sótanos de Palacio. Su
lenguaje en clave es prácticamente imposible de descifrar puesto que se cambia, en
ocasiones, hasta dos veces por día.

«Jordán Puño.»

«Puño Jordán.»

«Acepte a las 10, Puño. ¿Me estás mirando?»

«Recibido. Mirando efectivo.»

«Vía libre y corto.»

«Correcto..Vía libre y corta.»

El carro guía, aguantando su marcha, se corre hacia la izquierda, dejando una


senda libre en el centro para que el coche de Fidel se adelante y sea el primero que
ingrese en los sótanos de Palacio. El carro de apoyo, que, en cambio, venía detrás, ha
avanzado hasta colocarse por la derecha del vehículo del Comandante, para cubrirlo
por ese flanco, ya que la calle de acceso a estos sótanos del Palacio, que traza una
curva espaciosa, poco pronunciada, tiene cuatro sendas y no resultaría difícil
desplazarse por ellas a alta velocidad para intentar la intercepción del vehículo del
Comandante, por lo que el carro, al colocarse por su derecha, actúa como barricada
móvil. Unos placeres yermos, con algunas manchas de manigua intrincada y con
arbustos y filas de la larga hierba de guinea que crecía en los bordes de la acera
frente a las garitas de los accesos al sótano, fueron desmontados a nivel milimétrico
desde fines de los sesenta, cuando el Comandante dijo que esos montes no le
gustaban nada. Ahora la visibilidad es completa hasta los edificios más cercanos de
la vecindad, a más 300 metros de distancia y cuya totalidad de inquilinos se
compone de las llamadas personas de confianza de la Seguridad del Estado, y
cualquiera que se aproxime a pie por esos placeres de hierba recortada como si fuera
en los jardines del Palacio de Buckingham, está bajo control de la guardia operativa
de Palacio, y de noche con la ayuda de poderosos reflectores.

Desaparecidos los Mercedes en la boca de la puerta número 7, a la que ya, de


por sí, es prácticamente imposible llegar, porque ha sido diseñada como un laberinto
entre elevados montículos de hierba, que semejan colinas enanas y que tapian, desde
la calle, toda la visibilidad de la entrada del recinto, y que a su vez enmascaran los
muros de concreto armado de medio metro de ancho y 5 de altura que son los
parapetos de resguardo de esta senda de entrada, se presenta de nuevo el tumo de los
GAZ-66A, los veloces camiones soviéticos de nariz de bulldog, en el teatro de
operaciones de Seguridad Personal, que recogen la tropa distribuida a lo largo de
toda la vía.

Con ese personal sobre sus camiones, ya estamos en preparación del


desplazamiento y dislocación pertinente en la nueva área de vigilancia a la que se
dirigirá el Comandante. Si es un buen día y si la maquinaria está funcionando como
debe, los camiones levantan el personal y limpian la vía apenas 5 minutos después
de que el Comandante pase por los puntos, lo que permiten actuar con esa
disponibilidad de reserva para saturar la nueva posición.

El Comandante ya está en el recinto, se apea de su Mercedes, avanza hacia el


elevador, su elevador Otis del último modelo, americano, acabado de instalar, con
capacidad para 20 personas, iluminado como una mañana, que le espera con la
puerta abierta, mientras que en todo el perímetro exterior la Guarnición de Palacio
ha sido puesta en el estado de Máxima Disposición Combativa y se mantendrá así
mientras él se encuentre en el lugar, aunque se demore una semana. Y allá adentro,
en las dos alas del edificio y en el cuerpo central, sólo el Comandante y su escolta
estarán armados (fue una disposición posterior a que se produjeran un par de
incidentes desagradables en los sesenta y que acribillaran por lo menos a un
ingeniero agrícola). Y afuera, en la calle, a todo lo largo de la ruta por la que se ha
desplazado a la marcha estable de 70 kilómetros por hora, y en la que ni las hojas de
unos viejos y nudosos árboles de almendro de la barriada llamada El Vedado se han
atrevido a desprenderse por las sacudidas del viento, el nivel de tensión y de
opresivo silencio que ha dejado este despliegue de las sombras de la muerte, tardará
aún en diluirse.
Ésa es la cosa. La filosofía es inundar con un elevado grado de tensión las vías
por las que se transita. Aunque no se desdeña el uso de la velocidad y no detenerse
bajo ninguna circunstancia, para, de este modo, eludir convertirse en un blanco fijo,
el propósito principal es tener todo el entorno persuadido de antemano de que un
simple paso en falso se paga con la vida. Para haberlo logrado, durante casi 30 años,
fue necesaria una leyenda. Una leyenda que es muertos. Pena de muerte por
fusilamiento al que conciba un atentado y lo cojan. Ése es el destino de los
complotados y de los hombres de la CIA. Pero... ¿y los peatones? ¿Qué hacer con los
simples ciudadanos de a pie o los que tripulan unos achacosos y humeantes
Chevrolets de la llamada «época de la corneta» que puedan atravesarse en el
camino?47

Esto es serio, señores. Ésta es la primera vez que un gobernante cubano se


permite el lujo de abrir fuego sobre miembros indemnes de la población civil como
pura medida preventiva. A como dé lugar, mera precaución sin más base de
evidencias que un movimiento en falso de algún infeliz que, además, se ha puesto a
tiro, y el criterio relampagueante de un sicario de que se hace imprescindible abrir
fuego contra transeúntes o choferes desarmados que tuvieron la insuperable mala
suerte de encontrarse en el lugar equivocado a la hora equivocada, es decir,
atravesarse en el camino de Fidel Castro, y además hacer un gesto, cualquiera de
ellos, que se prestara a confusión. La práctica de fuego de «prevención» o de
«registro» —que es el término de los militares en sus manuales— y que sólo en muy
pocos casos se utiliza en los auténticos frentes de guerra sobre un sector de carretera
o paso obligado donde se tema que exista una emboscada y la exploración no pueda
discernir de la existencia de fuerzas enemigas y que yo recuerdo del mismo Angola
que no se nos permitía su empleo indiscriminado en caminos que realmente estaban
infestados de elementos kwachas —la UNITA de Savimbi— es una situación
prevista por Seguridad Personal. De modo que el fuego de registro o de prevención o
de exploración o de seguridad es una práctica autorizada e incluso, ante la menor
sospecha, que se exige de estos fusileros que acompañan al Comandante. El primer
teniente paracaidista de Tropas Especiales Guillermo Julio Cowley, «Willy», a quien
se le solía enviar a prestar el servicio llamado «de cooperación» en la seguridad del
Comandante, me contaba como, a veces, viajaban por Quinta Avenida con el
maniquí o con un doble del Comandante y se les exigía, de cualquier manera, que se
mostraran «agresivos». Fidel, de holgazán, arrellanado en su sofá, leyendo el último
best-séller internacional traído por Gabo o «echándose» un par de películas en el
televisor —¡nadie puede abrirle el celofán de las cajas de sus videos: hasta que él no
lo haga, aquí no se ven películas nuevas!— mientras los integrantes de un comando
de no menos de 16 hombres, todos fornidos y ácidos (una característica muy
apreciada entre los matarifes de la Seguridad cubana, que debe estar cercana a la del
hombre resuelto y de pocas palabras) y todos apuntándote con los fusiles a la cabeza,
pasean un maniquí por las calles de La Habana. (No desesperen por buscar o
identificar al famoso doble de Fidel; es cualquiera de los muchachos de la escolta
con una estatura parecida a sus 6 pies 2 pulgadas, al que sientan allá atrás, a darse el
gran paseo, pero con las cortinas corridas además de los cristales oscuros, para que
desde el exterior se vea si acaso sólo una sombra.) El mismo Willy Cowley una vez,
con otros dos o tres muchachos de Tropas, a bordo de un Fiat de producción polaca,
del modelo que por su reducido tamaño y aspecto ovalado los cubanos llaman
«sacapuntas» o «supositorio», intentaron aproximarse a la caravana de Fidel y no
hicieron caso a la señal de detenerse, y les abrieron fuego, y lo peor —según
supieron después— es que el personal del Comandante los reconoció, y dijeron, sí,
sí, esos muchachos son de Tropas, y se salvaron de milagro, porque les tiramos a
matar.

Otros han conocido el margen más estrecho de la suerte, unos infelices, los
hijos del pueblo. En 1965, en medio de un ciclón de poca intensidad en el occidente
de la isla, Fidel se encontraba recorriendo las zonas afectadas cerca de un río
llamado Cuyaguateje, cuando el Secretario de la Unión de Jóvenes Comunistas de
una localidad cercana perdió los frenos de su jeep Gaz de dos puertas mientras iba al
encuentro de su líder en el fondo de una pendiente y, entre los resbalones en el fango
y las cascadas de lluvia y los frenos jodidos no hubo forma de detenerse. Estaba
timoneando para no volcarse cuando una escuadra de la escolta del Comandante,
rodilla en tierra, le abrió fuego, a corta distancia, con sus seis bocas de las UZI
belgas.48 Otros cinco hombres, en acción clásica de protección, rodeaban a Fidel,
que se cubría de la lluvia con un grueso capote de lona del Ejército Soviético, y que
ya desde entonces, con la palidez de su piel y la cabeza cubierta por la capucha de su
rigurosa indumentaria, tenía la presencia que tiene la muerte en las películas de
Ingmar Bergman, con su rostro lombrosiano, de pómulos angulosos, y que gusta de
hacer uso de cierta dialéctica y que es estar preparado para ser asesinado en forma
permanente y acatar todas las vibraciones negativas de sus premoniciones y
disponerse a abrir fuego sin contemplaciones ante cualquier asalto de duda. Como
suele ocurrir, es decir, como es una costumbre si el fallecido estaba a favor de la
Revolución, esa noche no faltó la corona del Comandante en la funeraria del pueblito
y el envío de un emisario para saber qué podía hacer por los padres del muchacho. E
intentar una explicación de que la seguridad del Comandante creaba unos hombres
muy celosos de su deber y que podía considerarse que la pérdida de este joven valor,
casi un niño, ¿su hijo, no?, era la de un mártir más de la Patria caído, de alguna
manera, en la lucha contra el imperialismo yanqui y que como mártir sería venerado
por incontables generaciones futuras y ellos, como padres de un mártir, serían así
bendecidos y cubiertos de todos los cuidados necesarios por la agradecida Patria
Socialista.
Unos meses más tarde, en la misma sede del Comité Central del Partido
(mirándolo de frente, el ala derecha del Palacio), un ingeniero que había ido de
consultas a las oficinas de atención del sector agrícola, y que creyó adecuado
presentarse en las máximas instancias partidarias con su uniforme de campaña de las
Milicias Nacionales Revolucionarias (un animoso cuerpo de combate, al que se
ingresa voluntariamente), se sorprendió en grado sumo y se excitó y cayó en una
situación próxima al paroxismo al ver a Fidel en la amplitud de mármoles y
sosegadas luces del lobby del Palacio (por el que puede entrar un par de veces al año
con el propósito de «despistar» a cualquiera que le esté chequeando su «rutina») y
quiso correr a saludarlo, pero, quizá debido a su obesidad y a los rigores de su
atuendo militar, quizá las botas de media caña, quizá debido a los pantalones
bombachos, el caso es que dio un mal paso y se le cruzaron las piernas y resbaló y
cayó de bruces. Hasta ahí. Hasta esa parte el episodio incluso hubiese sido gracioso.
El problema es que el revólver que portaba se le desprendió de la cartuchera y se le
deslizó frente a las narices y él, lógicamente, hizo el intento, al menos el ademán, y
estando aún en el piso, de retener su revólver que, de lado, se desplazaba sobre la
superficie resbaladiza de granito negro pulido. La única seña particular
sobreviviente más de 36 años después es que se apellidaba «Rodríguez», el ingeniero
Rodríguez. Y que era un hombre corpulento, de unas 280 libras, calvo y mofletudo, y
que los rafagazos de las UZI en que lo hirvieron, que levantaron aquella masa a un
metro de altura, y que lo pegaron contra una pared ya embadurnada de espesa sangre
y tripas y con los plomos restallando con chispas y haciendo saltar los fragmentos de
mármol, se hicieron otra vez rodilla en tierra —rodilla en granito, en este caso—,
símbolo de un excelente entrenamiento para tiradores de rompimiento que son
preparados para responder —actuar— automáticamente.

Los diplomáticos tampoco escapan. Pregúntenle al Primer Secretario de la


Embajada de la República Federativa de Yugoslavia, que a fines de los años sesenta
no detuvo su coche en la cadena de la intersección de las calles 11 y 12 en El
Vedado, La Habana —había allí, todavía hay, literalmente una cadena de hierro
barnizada de negro tendida entre dos postes de concreto para cerrar el paso a los
vehículos que quisieran ingresar en ese sector de la calle 11—, y le levantaron la
tapa del cráneo con un barraje de fuego de AK-47. Fidel vivía allí. Era la segunda
residencia más o menos oficial que tenía en La Habana desde que tomara el poder en
enero del 59. Al yugoslavo le habían dicho en su Embajada que le llevara un mensaje
del presidente Josip Broz Tito «al premier Castro». Era un diplomático nuevo en La
Habana, que tenía el concepto de que las puertas se abrían y las barreras se alzaban
o, en su defecto, las cadenas se retiraban ante la presencia de su coche de placa
diplomática y que apenas era necesario aguantar un poco la velocidad... y continuar,
hacia dentro, la marcha. Estaba verderíto en la plaza. No basta con el escarnio
sexual, ni con acumular material de chantaje. También te rompen fuego.
Así pues Fidel escoltado por Joseíto y alguno de los muchachos sube en su
ascensor Otis hacia su escamoteado, enmascarado, escondido tercer piso de Palacio.
Mientras, el resto de la escolta sube en el Otis de carga, que corre en paralelo. El
despacho no fue instalado en la última planta, la cuarta, porque se dejó a la bondad
de otros servicios de oficina con el objeto estudiado de manera cabal y
perfectamente entendible de que sirviera como amortiguación y como un primer
nivel de contención en caso de bombardeo.

Los ascensores, no han leído mal, son Otis legítimos, americanos, de la última
línea, ya que uno de los supervivientes del ataque al Palacio de la Moneda de
Santiago de Chile, el Dr. Bartulín, es su representante en La Habana. Ustedes pueden
ver al Dr. Bartulín el 11 de septiembre de 1973, poco después del primer
intercambio de disparos con los golpistas de Pinochet. Tres o cuatro hombres
asomándose por una puerta de la Moneda. Bartulín está detrás de Salvador Allende,
y Allende —la última vez que lo verán vivo—, está con el chaleco antibalas y el AK-
47 que le obsequiara Fidel en días más felices y el casco de acero del Ejército
Nacional que no existe forma de que haga juego con sus gafas cuadradas de tenedor
de libros al que le quedan 21 minutos de vida. Bartulín, que era el médico de
Allende, logró salir de la ratonera en que se convirtió La Moneda y luego huyó a
México. Allí, supuestamente, fue el médico de cabecera de Gabriel García Márquez.
Pero —en sus paseos por La Habana como médico de Gabo— en algún momento
debe haber entendido que había un campo mucho más lucrativo en los miles de
elevadores Otis que permanecían sin serviciar en esta ciudad desde casi el triunfo de
la Revolución, y en los otros miles que aún no estaban allí y que, con toda seguridad,
habrían de estar pronto, y esos que estaban sin serviciar cada vez ofrecían un peor
aspecto, con sus pesas mugrosas y cansadas, y la grasa gorda filtrándose por las
paredes de las cabinas y los pisos hundidos y el reporte de que se estaban
desprendiendo de los cables y la explosión de los pasajeros al rebotar las cabinas
contra el piso o los que se quedaban trabados durante seis y siete horas hasta que
llegaban los bomberos o unos viejos mecánicos en edad de retiro desde el siglo
pasado o las puertas que se abrían sin que el elevador estuviera en el piso y los
pasajeros se precipitaban al vacío, o chocaban contra el elevador que subía o eran
aplastados abajo cuando el elevador llegaba. Bartulín vio el negocio. Desde luego la
firma Bartulín Otis no viola las leyes del embargo norteamericano que prohíben el
comercio con Cuba. Sus elevadores Otis no proceden directamente de los Estados
Unidos. Vienen de las subsidiarias europeas o mexicanas. Así tenemos en
determinadas instituciones del país máquinas Otis gringas que no violan el embargo
porque son máquinas gringas que viajaron primero a Europa. De cualquier manera se
le agradece su empeño al Dr. Bartulín por lo que pueda significar de ahorro del
sonido de escofina macerada por una sierra de cadena sobre titanio que emiten los
ascensores soviéticos.

Fidel sabe esto que cuento ahora. Carlos Aldana también. Y el coronel
Domingo Mainé, que era el jefe de la escolta del Comandante el 6 de noviembre de
1987. Ese día ellos tres visitaron el Centro de Microcirugía Ocular del afamado
profesor Svyatoslav Fedorov, en las afueras de Moscú. El último viaje de Fidel al
Moscú que era la capital de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Gorbachov lo había invitado a una conferencia internacional de partidos comunistas
y Fidel aprovechaba para conocer las facilidades del profesor Fedorov, donde se
especializaban en la corrección en serie de la miopía. Una fila de miopes sentados en
sillones como de dentistas eran sometidos al veloz tratamiento del profesor, que iba
de silla en silla como un campeón de ajedrez que acepta el reto de veinte
simultáneas en un juego de exhibición y al final, como Cristo, decretaba: «Tire sus
gafas. La miopía ha abandonado su vista.»

El ilustre visitante y sus tres acompañantes, Aldana, Mainé y el traductor Jesús


Renzolí, más el anfitrión Fedorov, vieron cerrarse, con ellos adentro, la puerta del
elevador de factura soviética del Centro de Microcirugía Ocular que les conduciría a
la planta superior donde asistirían a una sesión de desmiopización seriada y sintieron
como la pesada cabina iniciaba su trabajoso ascenso. Entonces se escuchó el sonido
de escofina macerada por una sierra de cadena sobre titanio que fue descrito
anteriormente... y se detuvo. El elevador se detuvo. La respuesta de pantera con
claustrofobia instantánea de Mainé fue abalanzarse sobre la juntura de las dos
puertas de corredera, abrirles una brecha con los dedos y hacer fuerza hacia los dos
lados, con las venas del cuello que se le querían reventar mientras, me contaba
Aldana después, Fidel le daba dulces palmadas en el lomo y lo animaba a calmarse,
diciéndole: «Quieto, quieto.

Quieto, Mainé», y el profesor Fedorov dictaminaba entre filosófico y aburrido:


«Normal, normal. Eto normal, tavariche» y halaba el codo de Renzolí exigiéndole
que le tradujera al Comandante: «Pirivodit, pirivodit», pedia, y Renzolí informaba:
«Dice él que normal. Dice eso. Que esto es normal.»

«Jarochó. Eto normal.»

«Quieto, Mainé. Quieto.»

«Eto normal. Pirivodit.»

«Dice acá que esto es lo más normal del mundo.»


«Mainé. Quieto, hombre.»

«Da. Da. Normal. ¿Ponimai? Eto normal.»

«Dice que si entendemos que esto es normal.»

Como es de suponerse, la República de Cuba dispondría de su propio Instituto


de Microcirugía Ocular en Serie apenas 6 meses después, el primero de su tipo en
operar fuera de la Unión Soviética. El 04/29/88 el profesor Svyatoslav Fedorov
aterrizaba en La Habana, invitado por el Comandante, para que asistiera a la
inauguración en un hospital llamado —en honor a un mártir revolucionario—
«Pando Ferrer». Pero Fedorov no captó nunca el objetivo del líder cubano al hacerlo
abordar un sinnúmero de elevadores de las instituciones habilitadas por Bartulín
Otis. El carácter eslavo no suele responder a ese tipo de chascarrillo diplomático.
Tampoco Fedorov supo nunca la tragedia que tres años después de su visita tuvo
lugar en este instituto cubano homólogo del suyo, cuando interrumpieron el servicio
eléctrico de la zona sin previo aviso al hospital en el transcurso de una sesión en
serie de microcirugía y dejaron ciegos (según mi información de entonces, en el
terreno) a cinco pacientes, quizá tres de ellos sólo de un solo ojo, y otros con
lesiones incurables en la córnea y el nervio óptico, y otros con sangramientos.

Por cierto que el representante de Otis Bartulín en La Habana había hecho lo


imposible por resolver la situación y equipar el edificio de los generales como Dios
manda, puesto que se sentía muy comprometido con los generales cubanos y era algo
de mi incumbencia puesto que —a lo mejor recuerdan— era donde yo vivía —¡y en
un piso 13! Era el único tipo disponible como solución, pero decía él que, bueno, qué
clase de moneda era ésa, los pfennigs, que era de circulación corriente en la
República Democrática Alemana, y el problema era que el MINFAR construía con
dinero soviético— o de su área de circulación —y por eso los clerings, una especie
de divisa interna de los países socialistas, resultaban importantes para comprar hasta
pantalones Levi’s cuando aparecían en algunas tiendas diplomáticas o los mercados
exclusivos «para técnicos extranjeros» o para cierto tipo de comidas enlatadas, pero
resultaban incompetentes para comprarte un Otis, y el tipo, Bartulín, vendía
elevadores Otis y luego le ponía de vez en cuando el estetoscopio a García Márquez,
y él hubiera parecido un boxeador si hubiese tenido más peso, pero como estaba
delgado, con su nariz quebrada y la barba cerrada, lo que perecía era un asesino, y
era el motivo de burlas de Carlos Aldana, sin que ni Gabo ni Bartulín, por supuesto,
se enteraran.
Ahora Fidel se desplaza por el laberinto de pasillos internos de Palacio. Los
arquitectos del Ministerio del Interior han alcanzado una maestría, quizá inédita en
el mundo, para horadar edificaciones como ésta y no molestar las fachadas, y son los
vericuetos forrados de sedoso, impoluto mármol blanco por los que Fidel —y su
guardia pretoriana, aún con los AKS-74U prestos para hacer fuego— avanza hacia su
oficina, en el sector más intrincado, inaccesible de (probablemente) el piso 3 del
antiguo Palacio de Justicia, donde se puede dar por sentado que no hay comando ni
SWAT team ni el mismo Otto Skorzeny con sus 90 fanáticos comandos arios del
Friedenthaler Jagdverbánde del rescate a Mussolini de su cautiverio en las montañas
del Gran Sasso que lo revivan que pueda llegar a esta oficina.

Los visitantes requieren de un guía que (ellos no lo saben) no sólo está armado
sino que les hace pasar por no menos de tres arcos de detección de armas y metales,
ocultos tras las molduras de las losas de mármol, antes de sentarlos en el gran salón
de espera, donde se les somete a la vigilancia de los micrófonos y las cámaras de
video ocultos, como cultura previa a la de ser conducidos al despacho del Presidente
del Consejo de Estado y de Ministros Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.

El caso es que los exteriores mantenían la misma arquitectura ante los ojos
ignorantes de los transeúntes y las denunciadas incursiones, a las alturas
estratosféricas, de los U-2 (en los años sesenta) y los SR-71 (en los años
posteriores), mientras la colmena adentro se revolvía, y ponían tabiques y
cambiaban falsos techos y tumbaban paredes por aquí y levantaban paredes por allá
y condenaban puertas para tapiarlas con paredes y derribaban paredes para franquear
puertas.

Esta pasión por establecer las sedes de su gobierno en unas especie de quesos
gruyeres tiene su explicación en lo que se llama «Síndrome de la barbería» y en el
hecho de que los edificios fueron construidos antes del triunfo de la Revolución y no
debe ser muy complicado para la CIA obtener los viejos planos o reconstruirlo sobre
información obtenida entre los contrarrevolucionarios de Miami y que no fueron
obras diseñadas como fortalezas para la Guerra Fría. Tómese de ejemplo la entrada
número 7 por la que sólo pueden ingresar al edificio los coches de la caravana del
Comandante, porque de intentarlo cualquier otro, va a recibir como primera señal de
contención una granizada de balas desde todos los sectores que mate a sus
ocupantes, y que en la concepción original del edificio como Palacio de Justicia era
uno de los niveles del amplio parqueo gratuito para visitantes.

El «Síndrome de la barbería», que en propiedad debía reconocerse como


moraleja o lección de la barbería, surgió el 26 de julio de 1953 cuando Fidel y un
centenar de sus seguidores asaltó el cuartel Moneada, de Santiago de Cuba, el
segundo campamento militar del país, con el objetivo táctico inicial de tomar la
armería del cuartel para reemplazar por verdaderas armas de guerra su pobre
equipamiento de pistolas y fusiles de caza mayormente y a partir de la posesión de
ese nuevo arsenal conminar a la rendición del Regimiento dislocado en el cuartel.
Todo perfecto hasta que Renato Guitart, el único de los muchachos que era oriundo
de Santiago de Cuba, dio una patada en la puerta que se le ordenó alcanzar y de
inmediato asegurarla a favor de la fuerza asaltante... para descubrir que la armería
había sido mudada pocos horas antes y que en su lugar se hallaba la barbería
regimental.

Fidel aprendió. Simple. Nunca estés donde el enemigo te necesita.

El Palacio de Justicia fue una de las obras en el paisaje de opulencia de la


capital cubana abandonadas a medio construir por Batista. El proyecto contemplaba
que fuera la sede del Tribunal Supremo, la Audiencia de La Habana, los juzgados de
Instrucción de la ciudad y algunas de sus salas correccionales. Es una edificación
monstruosa, sólida, como la justa devoción que debía la República a sus
instrumentos de ley, que ocupa casi un tercio de kilómetro de planta, con un cuerpo
central de cuatro pisos, y que se abre en dos alas, imponentes, a derecha e izquierda.
La Revolución entendió temprano que carecía del empuje y los recursos necesarios
para obras de esta magnitud. Pero no tendría que medrar. Lo fácil, lo adecuado, lo
expedito, era reconvertirlos. Edificios tan costosos o más que la Biblioteca de
Alejandría o el Templo de Luxor cuyos proyectos recibían la luz verde y florecían y
se elevaban como por arte de magia en La Habana de Batista apenas algunos
políticos se enteraban de cuánto llevaban en la jugada, se convirtieron ante los ojos
del mundo en los robustos símbolos del poder revolucionario cubano.

Con igual magnificencia y probable eficacia de un Rey Salomón diferido,


Fidel, colocándose frente al Palacio de Justicia, y con el objeto de cortar, del
siguiente modo, su pastel, resolvió: «Esto se llama, de hoy en adelante, Palacio de la
Revolución. A mi izquierda, el Gobierno. A mi derecha, el Partido. Este edificio de
enfrente, en el centro, es el mío.» Y como no tuvo nombre y como tampoco, por
razones de seguridad, podía identificarse como las oficinas de Fidel, el bloque
central comenzó a llamarse de modo genérico «Palacio».

El día que este hombre se muera y desande por estos desolados pasillos de
mármol blanco en los que no se ha escuchado otro percutir ni otro hollar más fuerte
e identificable que sus propios pasos comprenderá que con el objeto de haber
preservado su vida a ultranza no logró sino anticiparse a su propio conocimiento del
mismo, eterno escenario que se reserva para la muerte, en estas limpias catacumbas
de paredes cubiertas con mármol de la Isla de Pinos y dulcemente ventiladas por
climatizadores artificiales y tantos pasadizos que no llevan a ningún lado o que
regresan al mismo punto y las docenas de puertas atrás de las cuales sólo hay
paredes y las escaleras que ascienden a los pisos inferiores y los ascensores que
conducen a pisos con botones en la pizarra que no tienen sus números, botones
ciegos, y nadie en esos pasillos aunque sabes que estás siendo sometido a una
minuciosa vigilancia y que los tienes pegados a la nuca y los infinitos y estables
tubos de luz fría iluminando los reflejos pulimentados de su propia luz reflejada y
algún día él estará muerto realmente y caminaremos los pasillos por los que con toda
probabilidad nadie había cruzado después que las cuadrillas del Ministerio del
Interior ajustaron las lápidas de mármol y pulieron los pisos de granito y supimos
que el enemigo nunca llegó a tocar a nuestro Comandante.

Fidel en su despacho.

Entra por un cubículo en el que se encuentra la centralita telefónica y en el que


un guardia armado, regularmente con sólo una pistola, a la cintura, mantiene la
puerta abierta y, según el caso, con la vista clavada en el visitante. Esto quedará a la
derecha y espaldas de Fidel, aunque con la suficiente proximidad, no más de 2
metros, para no tener que alzar la voz al solicitar una comunicación o un poco de té,
que es lo único que suele tomar. Té de manzanilla, sin azúcar.

La escolta se ha disuelto a sus espaldas mientras él se aproxima al buró. Los


muchachos han ingresado en unas habitaciones de guarnición, que son como uno se
imagina los laboratorios de la NASA, de puertas forradas con fórmica blanca, donde
consumirán oestes y thrillers de las reproductoras de video de formato Beta
instaladas al efecto, en espera de la palmada que los vuelve a poner en Plena
Disposición de Marcha y por lo que nunca se desatan las botas ni se les permite el
lujo de separarse de sus fusiles, aunque sí deben cumplir rigurosamente la orden de
tenerlos en reposo, esto es, con la palanca del selector de fuego en la posición de
seguro.

Fidel, aún de pie, deposita los expedientes sobre el buró de caoba negra, la
exclusiva pieza de ebanistería moldeada de un tronco que se formó durante un siglo
en el firme de Sierra Maestra y que fue talado con el deliberado propósito de crear
este mueble emblemático desde el que, en efecto, se comanda la Revolución Cubana
y sus fuerzas en África y América Central y una porción considerable de la política
de los países del Tercer Mundo así como desde el que averigua la cantidad de veces
que la mujer de Núñez —su compinche para las confesiones de fumador renegado, el
capitán Antonio Núñez Jiménez—, una ahora rolliza Lupe Véliz en la cama de la
cuál también él se deslizó alguna vez, o ella en la de él, de visita habitual en la casa
de protocolo de Gabriel García Márquez, entra en la cocina y se zampa algún
alimento, dos bolas de helado, un pargo, la ensaladita sobrante de las vísperas.

(Uno de los choferes asignados por la Seguridad del Estado para trabajar en la
casa de Gabriel García Márquez, reportaba acuciosa y directamente él al
Comandante de las incursiones culinarias de Lupe Véliz. Fidel quería saber
exactamente la cantidad de veces que entraba en la cocina de los García Márquez y
lo que consumía. Y si cargaba con algo para la casa, o cualquier envoltorio o
paquetito que se echara en la cartera. Nuestro amigo, el confidente personal de Fidel
para «el caso Lupe» es un mulato alto, delgado, de establecida calvicie, y que se
llama Candevat. Él mismo —habíamos establecido una buena comunicación a nivel
de humildes combatientes revolucionarios—, me hacía los cuentos, divertido, del
desprecio expresado por el Comandante «hacia la Véliz», uno de esos inexplicables
rencores clasistas que ni siquiera una revolución supuestamente «obrera» logra
mitigar. El odio, en realidad, es siempre «a los de arriba». García Márquez y su
mujer Mercedes y Lupe Véliz y toda la empleomanía de esa casa saben a qué
Candevat me estoy refiriendo, y Fidel sabe perfectamente bien que es verdad lo que
estoy contando.)

Tiene cuatro teléfonos negros sobre el buró, a la izquierda. A través de esos


aparatos ha progresado la historia de la Revolución en sus últimos 20 años, a través
de ellos se han articulado sus argumentos, sus órdenes, sus citas, sus compromisos,
se ha ordenado matar, se han establecido campañas de difamación personal, se han
hecho composiciones de lugar, se ha maldecido e imprecado, se han conocido los
vaivenes del mercado azucarero mundial, se han recibido los partes de las
condiciones meteorológicas en el área del Caribe y se ha conversado con Leonid
Brezhnev y con Mijaíl Gorbachov y, pocos lo saben —y muchos menos lo creerán—,
se han dedicado repetidas noches a comunicarse con congresistas y senadores
norteamericanos —mientras más recalcitrantes en su contra, mejor— para, en
vehemente tono de «Saulio, Saulio, ¿por qué me persigues?», contarles su programa
revolucionario y sus anhelos de paz y prosperidad y de barrer con la injusticia en
suelo cubano. Noches enteras en ese jueguito. «Senador, con su permiso. Larga
distancia. Desde La Habana. Dice que es Fidel Castro. No. Ninguna broma. Fidel
Castro.»

En un par de ocasiones, estando yo al otro lado de ese buró y mientras


charlábamos sobre Hemingway o la campaña de contrainsurgencia del Escambray,
tuve oportunidad de disfrutar de la torpeza con que se desempeñaba al pulsar las
teclas de los teléfonos. Tiene unos dedos largos y finos, de uñas cuidadosamente
arregladas y probablemente esmaltadas como sólo se lo permitían los dones de la
mafia en La Habana de los años cincuenta, unos dedos sin duda delicados, diríase
que femeninos y más femeninos aún a la hora de recibir su llamada y oprimir el
botón de acceso a la línea que le indique su oficial de guardia. Da un golpecito sobre
la tecla, como picoteando, para no lastimarse las uñas que, extraña pretensión, han
sido limadas en forma puntiaguda.

«Esta mierda», me dijo una de esas veces, teléfono en mano.

En el cubículo contiguo, atendiendo la centralita, estaba Cesáreo, que me había


honrado con el beneficio de darme la espalda mientras yo hablaba con el
Comandante, por lo que deduje, una de dos, o que mi persona gozaba de la más
absoluta de todas las confianzas o que no se me tomaba como un peligro potencial.49

Esta mierda, yo debía saberlo, eran todos los teléfonos del mundo que
requerían pulsarse.

Había sido una noche animada en relación con el interés del Comandante de
que yo elevara mi nivel de admiración por él y que, así lo creí entender, también le
expresara un poco de sentimiento de solidaridad. Un sábado de febrero o marzo de
1984, Fidel me mostró su último trofeo: un enorme tabaco, como de un metro de
largo, colocado sobre una base de madera, enviado por el sindicato de una fábrica de
puros que acababa de ganar una emulación productiva. «¿Qué te parece? ¿Eh? Ganan
la emulación y me mandan este tabacón. Nobles que son.»

Había algo más que puerilidad en el diálogo. Algo que, me van a perdonar, era
no sólo perturbador sino que reclamaba compasión. Quizá nadie mejor que yo en
aquel momento para procesar toda la información que se estaba emitiendo y actuar
en consecuencia porque soy un escritor y porque aprendí arduamente la lección de
mi maestro Hemingway cuando dijo que un escritor tenía que acostumbrarse a su
soledad. Aquel hombre no era un escritor, era seguramente por naturaleza un asesino
tan despiadado como temperamental y no podía ser escritor porque carecía de una
verdadera capacidad de abstracción y porque su pensamiento no era parabólico y por
tanto no podía concebir moralejas amén de que en los próximos años, entre él y yo,
estableceríamos argumentos de sobra para convertirnos en enemigos a muerte —y a
muerte será, compañero— pero aquella noche probable de febrero, yo con mis
reglamentarios jeans y chaqueta Levi’s y él con sus investiduras eternas de la guerra
en la jungla, éramos dos seres equipados sólo con nuestras soledades, y como
navajos con sus tesoros de baratijas, no teníamos otros bienes para compartir, dos
náufragos que se intercambian saludos de desesperanza a lo lejos y en la vastedad
del océano y de inmediato, impulsados por corrientes contrarias y que no dominan,
siguen de largo, cada cual por su rumbo.
«Cojones, pero qué soledad la de este hombre», pensé.

Devolvió el trofeo con el tabaco al librero detrás de él y debe haber pensado


que su objetivo no había sido conquistado porque dio un sonoro suspiro, más bien un
respingo, como de caballo, y me dijo ¿qué hora tú tienes ahí?

Como si él no tuviera un reloj.

Claro, el problema era que yo estableciera desde mi hora, su próxima


arremetida.

«Las siete, Comandante.»

«Como las siete», dijo, reflexivo.

Evidentemente una hora aún temprana para el efecto que quería lograr, porque
en su estrategia verbal, a continuación, aumentó casi dos horas en progresión.

«Pues ahorita son como las nueve ¡y yo estoy aquí todavía, trabajando!»

Asintió, grave.

Volvió a su reflexión autoconmiserativa.

«Sábado por la noche y yo trabajando.»

Muy difícil responder a una declaración como ésta sin desbarrancarse en el


plano inclinado de la adulonería más absoluta —e innecesaria y rastrojera. Y sonsa.
Arrastrapanza. Tan difícil como ignorar la apetencia de un personaje de este calibre
que lo único que te está pidiendo, y que él quiere y que necesita, es que tú le sueltes
una sinecura, le digas que se está sacrificando por el pueblo y que no tiene hora ni
descanso en su entrega y que nada calma su dedicación total a la patria, en realidad,
a la humanidad entera.

«No, del carajo, Comandante», dije, casi como quien ofrece un pésame por la
muerte del padre, que es cuando, meditabundo, logré a plenitud, aunque casi
involuntariamente, la precisión enunciativa que requería el momento, cuando le dije:

«Nadie en el mundo creería esto.»

Oh, cómo le gustó esa frase.


En realidad yo estaba pensando que nadie en el mundo creería que yo estaba en
esa situación con Fidel Castro de no saber cómo agasajarlo por unos segundos y se
me escapó en voz alta la expresión.

«¿Verdad?», me dijo, con el rostro iluminado.

«Nadie», insistí, convencido.

«Un sábado por la tarde y yo aquí trabajando, mientras el pueblo se va por ahí,
de fiestas. De verdad que nadie lo creería.»

Fue, que recuerde, la segunda vez que salí airoso de una situación semejante.
Otra vez —y otra vez solos—, mientras me disertaba sobre las luchas gansteriles en
La Habana de su época universitaria, fines de los años cuarenta, la época conocida en
la Historia de Cuba como «los días del gatillo alegre», interrumpió su descarga para
decirme:

—Tengo hambre. Voy a pedir un té. Sin azúcar, por supuesto. ¿Tú quieres?

—No, Comandante —dije, con toda serenidad—. Me manda a pedir un café.


Con bastante azúcar.

Sí, tuvo un gesto de contrariedad, pero creo que esa noche fue cuando me lo
gané por completo, no porque yo haya tenido la osadía de contradecirlo, que debo
haber sido la única voz discordante en su existencia durante mucho tiempo antes y
mucho después, sino porque decidió en ese instante que tenía que hacer un sostenido
trabajo de persuasión conmigo para que aprendiera a mitigar el hambre con té de
manzanilla tibio sin azúcar.

Dejándose caer en su silla de diseño giratoria italiana, con todo el peso de un


hombre de 6 pies 2 pulgadas y unas 200 libras de peso enfundado en su uniforme
verde olivo de faena de tres piezas, pantalón bombacho, guerrera y chaqueta de
cuatro bolsillos con tapas, de costosísima gabardina española, con las únicas
insignias que —bordadas en las charreteras, tanto de la chaqueta como de la guerrera
— se permite llevar por su supuesta modestia, que es la estrella sobre rombo rojo y
negro de su grado de uso exclusivo por él de Comandante en Jefe a la que en
noviembre de 1974 añadió las ramas cruzadas de olivo y laurel en plata, y las botas
negras de mediacaña y cierre con zíper y la gorra que los cubanos llaman De Gaulle
y que en realidad, como el uniforme original completo de las FAR, procede de los
atuendos de campaña de la infantería de marina yanqui de los años cincuenta, Fidel
Castro toma posesión de su día de oficina como gobernante y levantando el brazo
derecho en escuadra, sosteniéndolo en un mismo nivel desde la axila al codo, y
apuntando con el índice a Joseíto, de pie, delante de la centralita, le dice: «Pepe.»

Quiere decir que le comunique de inmediato con el ministro del Interior,


general de División José Abrantes Fernández.

Cuando él se sienta en su silla italiana, lo que queda detrás es un colorido


cuadro de René Portocarrero. Habitualmente considerado como la prima donna de la
plástica cubana de este siglo, «Porto» escapó dos veces al escarnio, la humillación,
el trabajo forzado y la tortura —todo estas ofertas (¡y aun más!) en un solo paquete
de viaje; una, por ser pintor abstracto; y otra, por la misma característica del Greco
que moviera a la burla de Hemingway: que era maricón.50 Eludió dos veces la
pesada mano de Fidel Castro. Estaba reservada para ciudadanos de poca monta. La
pesada mano. En cambio, con un deslumbrante lienzo suyo se procuraba iluminar la
estancia de trabajo del Comandante.

Puede ser un tesoro. Uno auténtico. Si Portocarrero no produjo una serie de


cuadros con este mismo tema del que Fidel tiene uno dominando sobre su cabeza el
escenario de su despacho, que es la visión de La Habana y se titula La ciudad,
entonces ésta es la alabadísima pieza que comenzó su carrera de gloria (ante los ojos
del mismo Fidel) en la etapa revolucionaria, al ganarse el primer premio de la Bienal
de Sao Paulo (si mal no recuerdo) en 1963, y que le valió a «Porto», desde esa fecha,
que se obviaran sus pasiones homosexuales y su lealtad inconmovible para con su
matrimonio de toda la vida con un impertérrito y adocenado bugarrón (buscad en el
diccionario, y no se ofendan, que la palabra aparece en El Quijote pero allí como
«bujarrón») llamado Milián. El viejo René Portocarrero, con su dulce cara de morsa
buena, sólo avaricioso —además de Milián— para con sus pinceles y sus tubitos de
pastas alemanas de los que era espléndidamente abastecido por la dirección
revolucionaria y que lo hacían considerarse un niño mimado, de bastas sandalias de
cuero y vivir en las nubes, y al que Fidel cubrió con todas las condecoraciones
existentes y posibles del arsenal de la República socialista que tuvieran alguna
conexión con la cultura e incluso hasta con el abnegado trabajo de las masas
proletarias, nada de las aguerridas titularidades de los combates en las arenas de
Playa Girón o de las batallas intemacionalistas, oh, por Dios, nada de eso, por favor,
pero que costó también la reconstrucción completa de un pesado edificio habanero
llamado «Carreño», devenido en una inmunda cuartería desde los años cuarenta,
frente al Malecón y el rompiente de las olas y las nubes de salitre en invierno y un
sendero de luz lunar que se mantiene a flote sobre la superficie del mar desde el
horizonte hasta aquí, la costa de acerados arrecifes sobre los que se cimentó el muro,
en el verano, y que era el edificio del que «Porto» se negaba a emigrar. Su
confortable estudio salpicado de todas pastas y óleos posibles y cuadros aún
húmedos y las cerámicas en el horno y Milián estuvieron allí siempre.

En esa misma época de los honores y de convertir al pobre hombre en un


campeón del trabajo socialista, el Gobierno disponía de campos de concentración y
los llenaba con decenas de miles de desconcertados y abatidos muchachitos
condenados específicamente por ser homosexuales —un engendro denominado
Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), por medio del cual llamaban
a los homosexuales sirviéndose de los registros militares de las oficinas de identidad
y hacían las levas y los enviaban a los campos de concentración de una provincia
llamada Camagüey, a su vez desolada de mano de obra y pletórica de colonias de
caña de azúcar. Fíjense, campos de concentración no es aquí una figura metafórica
para denostar al castrismo; campo de concentración es un terreno cercado con
alambradas electrificadas y con torretas de vigilancia y reflectores y perros y en el
que se hacinan en sus barracas centenares de famélicos esclavos. En Camagüey sólo
faltaron los crematorios y cambiar la bandera cubana por la de la esvástica. Se daba
baqueta (una modalidad de la flagelación pero con el canto de una bayoneta de los
viejos Springfields del ejército de Batista), «piscina» (obligarte a nadar hasta el
desfallecimiento y, por consiguiente, hasta la posibilidad de ahogarte, en una poceta
de agua fangosa en la que no puedes alcanzar el borde porque te abren fuego),
enterrarte hasta el cuello al sol y sereno, amarrarte por las piernas y hundirte en un
excusado, y todas las linduras por el estilo que se apetezcan, teniendo como colofón
para los incorregibles, ingobernables, inadaptables, la celebración de un juicio con la
tropa formada en presencia de un primer teniente de los servicios jurídicos de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias, que rendía servicios itinerantes entre todos los
campos de la UMAP, un mulatico flaco y desdentado, de ojos saltones (ahora su
nombre se me escapa la memoria), que era el fiscal de unos juicios expeditos y de
pronunciamientos muy elementales, en los que este pigmeo sin dientes aportaba
siempre algunas notas de vibrante patriotismo pese a repetir, invariablemente, los
mismos gestos y los mismos llamados. Levantaba los brazos, como en una exaltada
sesión de espiritismo, y clamaba por los próceres de las guerras cubanas de
independencia del siglo pasado. Decía: «¡Marti! ¡Maceo! ¡Bajen aquí los dos! ¡Bajen
ahora! ¡Baja tú también, Máximo Gómez! ¡Y miren la afrenta que contra ustedes ha
cometido este muchacho! ¡Bajen, coño! ¡Bajen y miren esto!» Lo que debían ver y
de inmediato evaluar desde el punto de vista procesal nuestra inolvidable pléyade de
augustos fundadores de la nacionalidad, era la falta cometida por un indefenso y
espantado mariconcito habanero que iban a matar de inmediato, amarrado a un poste
de ejecuciones, en presencia de todo el campamento. Nunca se sabrá la cifra exacta
de personas fusiladas en los campos UMAP de Camagüey, nuestro querido GULAG
criollo. Fidel, con la disolución de los campos hacia 1966, debido a presiones
internacionales (desde luego, son las únicas presiones que entiende, para evitar que
se dañe su imagen de Robin Hood del Tercer Mundo), mandó quemar todos los
documentos que pudieran existir sobre el asunto. Pero antes de cerrarlos
definitivamente y despoblarlos del todo, mandó remozar algunos de ellos para
recorrerlos con Graham Greene, el novelista inglés, que había desembarcado en La
Habana. Greene era portador de una porción de esas presiones internacionales.
«¿Campos de trabajo forzado?», preguntó un asombrado Fidel Castro. «¿Aquí, en
nuestro país? ¿Dónde dicen que están? ¿En Camagüey? Pues mañana vamos a
Camagüey. Tú vienes conmigo, Graham.» Por los dos o tres campos por los que
pasaron y de los que habían sido desmontadas las alambradas y las torres de
vigilancia y devueltos los perros a los criaderos del Ministerio del Interior,
dominaba el olor de la pintura fresca y en ellos no retumbaba ni un solo decibelio de
los alaridos de los adolescentes que clamaron porque no los fusilaran. «De todas
maneras, me cierran esto y manden estos niños para sus casas. Se acabaron las
UMAP», decían un Fidel de manos en la cintura, grave, contrariado, absolutamente
sorprendido en su buena fe, mientras un complacido Graham Greene no se cansaba
de repetir— y violando así todas las normas de la sobriedad británica, y como el
árbitro de camisa blanca que en medio del ring le sostiene el brazo al campeón de
los pesos completos que acaba de ganar una nueva pelea —: «El señor Castro es el
hombre más grande del mundo.» Es un supuesto histórico que los únicos cubanos o
residentes en la isla llevados a la hoguera en Cuba por la Santa Inquisición fueron
debido al «pecado nefando»— «sodomitas», como era usual llamarles —, pero esto
es algo no comprobado a plenitud, y sólo se presume la existencia de unos pocos
casos y que las hogueras funcionaron sólo en Regla, una población marinera y pobre
frente a La Habana, en la costa este de su bahía.51 En la Edad Media europea la
sodomía era considerada como el peor de los crímenes contra la moral, y la
definición estándar para describirla era «abominable» e «inexplicable», y el castigo
usual era quemarlos vivos, o, en España, castración y apedreamiento hasta la muerte,
aunque el Tribunal restringía las ejecuciones a personas mayores de 25 años. 52 Tres
o cuatro siglos después, bajo un cielo surcado de satélites de comunicaciones y
habiendo convertido en una nimiedad volar de América a Europa en unas 7 horas, los
pocos datos disponibles de la UMAP mencionan 72 muertos por torturas y maltratos
(continúa sin conocerse la cantidad de ejecuciones), 180 suicidios y 507
hospitalizados para recibir tratamiento siquiátrico. Y ninguno de los cubanitos
fusilados por los pelotones de la UMAP llegaba a los 25 años de edad.53

(Al final, la astucia política resplandecía sobre el terreno de desastres que otros
abonaban, y la presencia de piezas sueltas como el gordito René Portocarrero en el
área de combate le daba la oportunidad a Fidel Castro de lucirse con una de sus
maniobras perfectas de obtención múltiple de propósitos. La intelectualidad europea
que aún forcejaba entre las garras del existencialismo que era un humanismo y su
necesidad imperiosa de experimentar algunas emociones fuertes de sacudida se
deslumbra naturalmente al saber que Fidel Castro, desde su bastión en la isla, abre
las puertas de una revolución comunista a la pintura abstracta. Mientras Nikita
Jruschov, entusiasta y con el gusto pueril de un ordeñador de vacas ucranianas,
acomete la estupidez banal de quemar los cuadros de la escuela abstracta que se
encuentra a su paso en una exhibición moscovita, a los que previamente ha
pisoteado, oh es maravilloso contemplar lo que hace Castro, Castro que además de
derrotar a Batista y a los americanos, dice que cada cual puede embarrar sus lienzos
como le plazca. Desde luego, bastaba comparar al pequeño comisario de sombrerito
de alas titiritantes y su traje cortado por el sastre de guardia de los almacenes GUM,
con la soberbia estatura del guerrillero de ascendencia gallega y con las dos pelotas
de sus enormes testículos perfectamente enmarcados en sus pantalones de campaña.
Una pena que los pintores abstractos se tengan que traicionar a sí mismos si se
proponen sintetizar la imagen de desbalance entre el salvaje, despiadado y ya un
poco achacoso y corto de tamaño y dientes de oro oso soviético y el joven émulo del
Padre Las Casas que se han ganado los pintores abstractos. Así que Fidel Castro se
echaba en un bolsillo a los intelectuales europeos a propósito de una defensa del arte
que, en definitiva, más le convenía. Que sea bien abstracto, por Dios. Mientras mas
abstracto mejor. ¿No existe también una escuela de literatura abstracta? ¿Que no
diga nada? Sería formidable. Lo menos que él quería era algo concreto, datos cifras
testimonios, ni siquiera realismo socialista. Nada de eso. Nada de realismo, por
favor.)

Una ciudad de Portocarrero no debe bajar de 20.000 dólares en Christie’s de


Nueva York. Su Paisaje de La Habana en rojo tiene que estar en los 100.000 dólares
puesto que Génesis (de 1967) —que sencillamente uno tiene que buscar la solución
para robárselo y esconderlo en una bóveda con la iluminación adecuada y luego
verlo en sesiones espaciadas, racionarse la contemplación de sus zonas perfectas de
pastas naranjas trabajadas a espátula, tenía un precio estimado de 70.000 dólares el
25 de noviembre de 1998—, no alcanza pese a todo a tener la intención narrativa y el
desbordamiento de tensiones y de iridiscencia y la inminente carga explosiva de ese
atardecer último que los cristales de la ciudad reflejan en Paisaje de La Habana en
rojo. Así que, si este cuadro colgado en el despacho de Fidel es La ciudad o el
primero de la serie, estamos hablando de una buena cantidad de dinero.

Fidel lo recibe a uno de pie, colocado detrás de su buró, y suele invitarlo a uno,
con un gesto de la mano derecha, a sentarse en una de las dos butacas en posición
convergente que tiene enfrente; al menos, eso ocurría conmigo. Si uno no es un
invitado extranjero o alguien al que es imperioso ofrecer una impresión formal de su
liderazgo, él puede encontrarse sin su emblemático zambrán,* del que se ha
despojado para aliviar la cintura mientras se dedica a sus labores de oficina, y esto le
da un aspecto sosegado y de intimidad hogareña y como si anduviera en pijama o
bata de casa. Atrás, el cuadro de la ciudad de Portocarrero es demasiado poderoso
como para que uno lo saque de la escena, pero, cosa extraña, cuando uno es admitido
en el espacio de límites rectangulares de este despacho, se descubre que, en su
presencia, teniéndolo delante, Fidel Castro es un paso obligado de la mente de uno, y
aunque tuvieras detrás Los girasoles de Van Gogh tú no ibas a desviar la mirada del
enfoque cuasihipnótico que tienes del hombre vivo y palpable y también inmortal, tú
lo sabes, que te,está invitando a tomar asiento en sus predios. Es la victoria total del
crimen sobre el genio.

Al él sentarse es más evidente el cuadro, que no queda a una altura excesiva,


colocado en un nicho del librero inmediatamente detrás. Uno está a su nivel —
dependiendo de la estatura, desde luego; yo (5 pies, 11 pulgadas) mido tres pulgadas
menos que el Comandante (6 pies, 2 pulgadas)— y comienza la plática y mientras se
desarrollan algunas ideas uno puede pasear la vista con cierta discreción desde Fidel
al Portocarrero y del Portocarrero, a la derecha de Fidel, a la puerta abierta —o
entreabierta, a veces— de la centralita y el rompehuesos de turno, con su uniforme
verde olivo satinado y la pistola Stechkin a la cintura —y uno con la convicción
plena de que desde algún sitio de esas nobles y reposadas paredes hay un tirador que
está observando y que uno tiene la frente en el centro de su punto de mira y que él
tiene el dedo en el gatillo.

A Fidel, por su parte, el escenario que se le ofrece, primero, es el de la


mecánica operativa, es decir, la gaveta del centro arriba con una Stechkin ya
amartillada, a continuación, enfrente, él (o los) interlocutor(es) y, por último, el
resto del despacho, al fondo.

Es un despacho de tibias maderas serranas que forran las paredes y que no es


ostentoso ni desproporcionado, de entre 15 y 20 metros de largo por entre 7 y 9
metros de ancho, y especialmente modesto si se compara con el de algunos de sus
subordinados, como el de su mismo hermano, Raúl, que siempre te parece estar
aterrizando en un portaaviones.
La pared, a la derecha de Fidel, está adornada con matas de arecas y otros
cuadros de pintores cubanos, entre los que recuerdo haber identificado únicamente la
pintura de un gallo de pelea de la serie de gallos de Mariano54 —y un episodio
primitivista de orichas y peces de Mendive; después hay la puerta de un servicio de
azulejos azules, con lavabos, toalleros, inodoro y ¡un videt!; y, por la pared de la
derecha, tres ventanas, de persianas de madera, colocadas a una altura que
imposibilita a los visitantes asomarse al otro lado, donde, los visitantes no lo saben,
sólo hay lugar para atisbar hacia un patio interior, y sigue un aparato de televisión
con su equipo adosado de videocinta (formato Betamax, en aquella época) de un
modelo corriente de la Sony, nada especialmente costoso, y una mesa baja, larga,
donde ustedes han visto desarrollarse un montón de sus entrevistas. Así pues, una
muestra de su ilimitada capacidad política y de maniobra y del alcance de sus largos
brazos, este despacho es el lugar donde él ha sentado desde terroristas palestinos
hasta suculentas periodistas y diplomáticos yanquis, guerrilleros de El Salvador y
dignatarios chipriotas, monjas del Brasil, Barbara Walters, Bill Moyers, Mijaíl
Gorvachov, Leonid Breznev, Arthur M. Schlesinger Jr., todos han puesto el culo en
esas butacas que él te ofrece con un ademán.

Y muchos, cuando regresan, informan a sus centros. ¡He estado en la cueva!


Esquema de la oficina de Fidel Castro, dibujado por el mayor panameño
Felipe Camargo

Otros, creen encontrar su salvación donde una vez pecaron. Creen que pueden
lograr su absolución describiendo con detalles este despacho de Fidel Castro a sus
interrogadores de la Inteligencia americana, y ni él ni su entusiasta interrogador por
supuesto (el nivel de los interrogatorios es táctico, solo táctico, como comprenderán)
saben que pierden miserablemente su tiempo. Nadie en Washington ni en Langley va
a apreciar su esfuerzo. Fidel sigue siendo su enemigo favorito, intocable. En su
débriefing (puede traducirse como informe exhaustivo a partir de un interrogatorio
implacable) del 15 de enero de 1990 conducido por la 470 Brigada de Inteligencia
militar de EUA, el ex mayor de las Fuerzas de Defensa de Panamá (acabadito de
capturar, el pobre) Felipe Camargo, entre largos y sostenidos sollozos y la enorme
preocupación de lo que el futuro podía depararle, desmenuzó los pormenores de
todas sus reuniones con Fidel Castro en este despacho, a las que asistía con otros
militares y funcionarios de alto rango de las delegaciones panameñas en el
transcurso del puente de armas e instructores cubanos a Panamá de 1987 − 1989. Al
final, Camargo dibuja un sketch del enclave y el oficial investigador anota a pluma
debajo de la transcripción mecanografiada del debriefing que lo ha confrontado con
otros panameños que estuvieron en esta oficina y lo pronuncian correcto; almost
pronounced accurate.55 Sí. Es accurate, y uno se indigna cuando lo ve, porque dice,
coño, mira cómo lo descubren, cómo lo denuncian, cómo lo exponen. Cómo hacen
un croquis casi perfecto del despacho del Comandante y se lo entregan a la
voracidad de su eterno enemigo.

Cuando Joseíto establezca la llamada con Abrantes, y garantice que el sistema


automático (un codificador soviético) esté activado —aunque sea una conversación
por cable y no al aire—, Fidel regresará al tema de los yates robados de la Florida.
Desecha por lo pronto el análisis y la investigación de los negocios europeos. Esto es
algo que conozco porque Abrantes se comunicó después con Tony. Y Tony, a las
pocas horas, o al otro día, me lo contó. Tony y yo nunca por teléfono, desde luego.

La dialéctica de Fidel, en estos casos, suele ser irritante.

Había algo que le preocupaba de las tareas asignadas a Tony en el área de la


Florida, pero resultaba indescifrable para Abrantes y para Tony. Como no acertaban
a encontrar el problema, se veían obligados a soportar a perpetuidad una letanía de
casi la misma pregunta.

«¿Entonces tú dices, Pepe, que los yates vienen de las marinas de Miami?»

«Sí, Fidel. Está ahí, en el informe.»

Abrantes era uno de los pocos hombres que nunca dejó de tutear a Fidel. Del
mismo modo que en un entorno donde sólo cabía la posibilidad de que todos los
súbditos lo trataran con la reverencia del «usted», Abrantes se las arreglaba para
continuar usando el simple «tú» de la segunda persona sin que jamás sonara como
una atribución indebida.
«¿Y entonces qué es lo que tiene Tony en Cayo Largo?»

«Nada, Fidel. Él no tiene nada. Allí no tiene nada. Lo que pasa es que está más
desguarnecido que Miami o Cayo Hueso. Entonces los lancheros prefieren salir de
Cayo Largo. Y allí tienen sus barcos. Menos vigilancia del Cosgar.»

La Guardia Costera norteamericana. El Coast Guard.

«¿De Cayo Largo?»

«Sí. De allí. Éstos son los lancheros que nos traen las mercancías. Eso también
está en el informe.»

«¿Y tú dices que vienen de Cayo Largo?»

«Sí. De Cayo Largo y de Maratón y de Sombrero.»

Maratón, donde se basifican clandestinamente hombres y embarcaciones, y


Sombrero, donde el viejo faro guía la navegación.

«¿Sombrero y Maratón?», pregunta Fidel.

«Cayo Sombrero. Cayo Largo. Y Cayo Maratón.»

Fidel, calcula Abrantes, «está armando su muñeco». Por lo tanto, tratar de


hilvanar los mismos hilos del Comandante es su objetivo.

Hoy en la tarde, al final de su sesión de raqueta y pelota en la cancha de Tropas


Especiales, la pareja regularmente ganadora Abrantes-Tony, hará un aparte,
protegiéndose con la sombra de una de las paredes de rebote de la cancha, que se
proyecta hacia el oeste. Allí es el conciliábulo. Están con sus camisetas descoloridas
y anegadas en sudor, y con toallas sobre los hombros, mientras sorben sus potes de
jugo de naranja a punto de congelación, respirando fuerte y repasan la historia.

Fidel tiene el asunto del «Caribean Express» desde principio de año. Bueno,
eso podía estar conectado con Cayo Largo.

Tenía los bombardeos de «café en granos», o «mercancía colombiana», a la


altura de Varadero, pero que se había demostrado que no eran los vínculos con Tony.

Si de cualquier manera se había decidido sacar a Tony de MC, era como


medida de protección —había sido el consejo de Fidel al oído de Abrantes, y
Abrantes había aceptado con la condición de ascender a Tony a general por el
cumplimiento «al cien por cien» de todas las misiones que se le habían asignado y
Fidel había respondido que sí, que lo ascendiera. Así que por aquí no hay problemas.

Estaba, por último, así... que fuera importante, el plan de secuestro del propio
Abrantes que estaban inventando unos johnnys medio locos de Miami. Un asunto de
la DEA.

El diminutivo de John es un equivalente cubano de yanqui. Al uso desde los 60


(apróx.). La condición de medio loco puede estar describiendo un grado de valentía y
por lo tanto reflejar un nivel de admiración. Estoy Estar Está medio loco es que uno
es medio suicida. Las siglas DEA denominan a la agencia antidrogas
norteamericanas, Drugs Enforcement Agency. Aunque, el plan de secuestro de
Abrantes había sido más bien ideado en el servicio de Aduanas —el Custom.

¿La falsificación de Marlboros?

¿El contrabando de habanos a través de México para Las Vegas?

¿El contrabando de armas?

¿De tecnología?

No. No es nada de eso. Pero Abrantes sabe, o al menos intuye, que por lo
pronto lo que Fidel está haciendo es ganar tiempo, y, si está ganando tiempo por este
sector, eso quiere decir que ya tiró sus carnadas por otro.

«La clave está en Cayo Largo, Tony», va a decir Abrantes.

«¿Cayo Largo? ¿Sólo en Cayo Largo?»

«Y en Maratón y en Sombrero.»

«¿Usted cree, chif?»

Jefe. Chief es jefe. Abrantes es jefe.

«Cayo Largo», dice Abrantes.

«Yo diría que es la Yuma, chif», dice Tony.

Procedente del clásico de Glenn Ford 3:10 to Yuma (1957) que las casas
distribuidoras latinoamericanas lo cambiaron por el título probablemente superior de
El tren de las 3:10 a Yuma , excelente en verdad, se convirtió hacia 1964 en la mejor
y más adecuada y extendida forma de llamar a los Estados Unidos de América. De
cualquier manera hubo una reacción tardía, de casi siete años, desde su estreno en
los cines de las barriadas habaneras y que recibiera la aprobación del gallinero, para
que se adaptara al lenguaje popular. Yuma. Prodigioso. Mucho mejor que yanqui o
que imperialismo.

Pero a Abrantes y Tony les falta el dato de que Ochoa está citado en el
MINFAR y, mucho más importante, que el desenlace de esa reunión es meterlo
preso. Les falta el dato de que Fidel está moviendo sus propias fichas en el exterior y
que está empleando a los propios hombres de Abrantes en su jugada. Si, días atrás,
Abrantes disfrutó al conocer que Fidel movía fichas en el MINFAR sin contar con su
hermano Raúl, ahora no sabe que le está ocurriendo lo mismo. Por otra parte,
mañana, martes 30, Patricio y Tony van a entrevistarse con Abelardo Colomé Ibarra,
el miserable de «Furry», y Abrantes no se va a enterar, por lo pronto (yo tampoco...
de inmediato), y Tony lo (nos) tendrá fuera del juego de esta reunión durante una
semana. No se lo dice. De Patricio no se puede esperar otra cosa. Patricio y Abrantes
son protagonistas de una de las tantas luchas intestinas del poder en Cuba, en la cual
los dos emplean casi los mismos argumentos para su litigio: abuso de poder,
amiguismo, oportunismo, etc... Pero —debe reconocerse—, Abrantes nunca ha
mencionado el asunto con Tony y nunca ha condicionado su formidable relación con
el Twin (Tony) por culpa del diferendo con el hermano. Staging point a la sombra de
la cancha de Tropas.

«Cayo Largo», reflexiona Abrantes. «Eso es lo que él menciona.» «La clave


está en la Yuma.»

«Ujum.»

«Está en la Yuma, chif», dice.

«Negro, carajo», dijo Raúl a modo de recibimiento.

Diez hombres a partir de las nueve de la mañana se dislocan en tres escenarios


diferentes para dirigirse, finalmente, hacia un mismo destino, un mismo final, una
situación irreversible en el abismo de su propia destrucción. Fidel con Joseíto y el
Gallego entrando en Palacio. Patricio, Tony y yo abrazados en una acera desnuda.
Raúl, Furry y Ulises con Arnaldo reunidos en el Ministerio de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (MINFAR).

Las 09:43 horas del 29 de mayo de 1989 según la precisión de las agujas de
siete lujosos Rolex —una joyería cuyo valor total no baja, ahora mismo, de 30.000
dólares— y de dos Poljot de producción reservada para las Tropas Especiales del
KGB (en las muñecas de Joseíto y el Gallego) y de la pantalla digital del Seiko de
caja y muñequera negra de Fidel.

Así que él entrando en Palacio y, a unos 10 kilómetros de distancia, hacia el


nornoroeste, Patricio, Tony y yo rompiendo el abrazo en el que nos mantuvimos
buen rato. Y, a menos de 200 metros al sur del mismo Palacio donde se halla el
despacho de Fidel, al otro lado de una avenida de palmeras y corredor permanente de
la brisa, en el imponente edificio de 20 pisos que fuera construido originalmente
como Alcaldía de La Habana por un muy habilidoso para los negocios a costa del
erario público y a favor de su bolsillo alcalde batistiano de La Habana, un personaje
de nariz picada de viruelas llamado Justo Luis del Pozo, y donde la Revolución
instalara la sede del MINFAR, en el cuarto piso de esa obra, Ochoa se debate entre
conciencia e inquisidores, unos impasibles y metódicos inquisidores que insisten en
decirle que son hermanos suyos. Las amables y nada forzadas sonrisas con que le
invitan a franquearse del todo parecen mucho más atractivas que la materia brumosa
e incomprensible que cocina su conciencia. El problema, según él mismo explicará
dentro de una semana a Patricio y a Tony, es que «supe desde entonces no que me
iban a matar, sino que estaba desesperado porque me mataran», y si no lo iban a
matar, yo sé que conoció algo mucho peor, que fue recóndito y obsesivo y que
comenzó a anudársele en el estómago y que actuaba desde ya, al unísono, como una
fuerza liberadora y como una venganza. Él no oía, ya no escuchaba nada de lo que se
le decía, y todo era remoto y cómico, muy cómico, con la justa comicidad que se
halla del otro lado de cualquier tragedia, y estos tres personajes ya nunca más serían
sus compañeros y ni siquiera contemplaba hacia ellos el famoso factor de la historia
en común, porque él, Arnaldo Tomás Ochoa Sánchez, acaba de desprenderse hasta de
esa historia, y al carajo. No pudiste vadear el río y ahora te hallas con el agua hasta
el cuello y a igual distancia de las dos riberas y luchando contra los torrentes y las
fuerzas encontradas de las aguas de las montañas y decides por fin soltar la mochila,
en la que se halla el total de tus posesiones en este mundo, pero que es el estorbo del
que te liberas y que tu espalda y tus hombros, aliviados, agradecen mientras echas
una última mirada al noble equipo de tantas batallas como parapeto y tantas noches
como almohada que, aún a flote, se pierde llevado por la corriente impetuosa. Al
carajo.

Furry dudaba de la capacidad de castigo hacia Ochoa del general de División


Ulises Rosales del Toro, jefe del Estado Mayor General, puesto que estos dos habían
participado juntos en la campaña insurgente que los cubanos produjeron en
Venezuela en 1967 —el fracasado foco guerrillero de Sierra Falcón— en el que
Ulises no sólo había sido subordinado de Ochoa y al que desde entonces había
adquirido la costumbre de llamarlo «Jefe» sino que, en un nivel mucho más
dramático y de comprensible compromiso, Ochoa se había echado al hombro a un
moribundo Ulises, herido luego de un combate, y con él a cuestas cruzó la selva
impenetrable durante semanas, hasta sacarlo a una zona de relativa seguridad, en las
estribaciones de la Sierra, y ponerlo en las manos del precario aparato de
Inteligencia, que a su vez logró enviarlo clandestinamente a La Habana (se entiende
que fue el periplo Caracas-Sao Paulo-París-Praga-La Habana, ruta clásica de la
sublevación cubana para exportación).

«Pero no podemos sacarlo ni alejarlo, Furry», dijo Raúl. «Fidel lo dijo. Que
estuviera Ulises.»

«Sí», corrobora Furry. «Es un interés del Comandante.»

Ochoa estaba frente a Raúl y Furry y había grandes lagunas de silencio. De


pronto Raúl se dirigía a Furry y le preguntaba:

«¿Dónde está Ulises?»

Furry sabe lo que significaba la pregunta porque Furry sabe que Raúl sabe
dónde está Ulises.

«Usted lo envió a la unidad radiotécnica del Potrerillo.»

Pelota devuelta a Raúl. Raúl copia.

«¿Yo?», pregunta Raúl.

«El SR-71», intenta explicar Furry.

Comienza a buscar una salida. De cualquier manera él ha comprendido que


perdió esta movida.

«¿Él no sabía que tenía que estar aquí a las nueve?»

Arnaldo, una presencia remota por lo pronto, como en una campana de


Faraday, aislado en su silencio, mueve los ojos entre uno y otro.

El mismo Furry.
«Bueno, Ministro, es que el SR-71...»

El mismo Raúl.

«Aquí es dónde tenía que estar», dice.

Furry perdió la movida y la oportunidad y sabe que la próxima orden de Raúl


es mandar a buscar inmediatamente a Ulises, si aún no ha despegado de Campo
Libertad, porque se le indicó que fuera en helicóptero, y si está en el aire, que
banqueen y regresen, y que se presente de inmediato.

En realidad, el argumento no estaba claro. No funcionaba con facilidad. El


envío del Jefe del Estado Mayor General hasta el picacho inhóspito de una montaña
para el registro de los hipotéticos últimos movimientos de los yanquis y su eventual
desarrollo en una maniobra no anunciada en las proximidades de Cuba, no alcanzaba
a pesar lo suficiente en la balanza como para eludir una orden de Fidel Castro.

Sin embargo los dos creadores de la mentira se intercambiaban datos al


respecto como si hubiesen estado en Homestead despidiendo el vuelo de
reconocimiento yanqui. Ochoa, ajeno en principio a la maniobra de alejamiento de
Ulises, no le prestaba mucha atención a los argumentos. Pero sí entendió al final de
qué se trataba. Tener a Ulises a 400 kilómetros de distancia. Y que era, en su origen,
idea de Furry. Al menos de esta exacta manera se lo explicó Ochoa a Patricio y Tony
de la Guardia cinco días después, cuando les hizo el cuento y cuando no cesaba de
repetir que él sí estaba dispuesto a enseñar cómo moría un hombre.

«Oye, Furry», dice Raúl, «manda a buscar a Ulises. Inmediatamente. Mira a


ver si aún no ha despegado de Libertad. ¿Le indicaste que fuera en helicóptero,
verdad? Oye, y si está en el aire, que banqueen y regresen. Lo quiero aquí de
inmediato.»

Algo escapaba a Furry, no obstante. Suele ocurrirle este tipo de estancamiento


porque se obstina en ganar una movidita en vez de abarcar, al menos con una mirada
amplia, el juego completo.

Por conocimiento de las partes, por los últimos cuentos de Arnaldo desde
fuentes amigas y por los minuciosos relatos que Alcibíades me trasmitía diferidos en
ocasiones por apenas dos horas con los hechos, yo sí estuve al corriente de todo.

Raúl mandaba a buscar de vuelta a Ulises para que Fidel no sospechara que lo
enviaba en realidad para ver si había sido detectado. Si sus operaciones coordinadas
de bombardeo de droga a la altura de Varadero habían sido detectadas. No sólo por
los yanquis. Sino también por los batallones radiotécnicos de la fuerza propia.

«Comandante», dice Joseíto a través de la puerta entreabierta de la centralita,


«Abrantes por la Tres».

Una señal intermitente le indica cuál teléfono debe usar.

«Oye, Pepe, hazme un favor. ¿Cómo es esto de Tony y los lancheros y Cayo
Largo? ¿Tú me oyes? Sí. ¿Cómo es todo eso?»

CAPÍTULO 2
EL ENEMIGO DE MIS ENEMIGOS ES MI ENEMIGO

The good old days were longgone. Pero a mediados de 1985 la situación de
Robert Vesco en La Habana comenzaba a estabilizarse. Fidel Castro aceptaba
públicamente su presencia en el país «a solicitud de algunos amigos» —una
referencia secreta al ex presidente de Costa Rica, José Figueras, y casi toda la plana
mayor de los sandinistas— mientras él planeaba inversiones en el sector azucarero y
de la industria de cigarrillos y manejaba algunos fondos en la compraventa de café,
amén de su evidente vínculo con la estación de lavado de dinero de Cayo Largo, al
sur de Cuba, y de lo que supuestamente se desprendiera del narcotráfico. Entonces
puso sus ojos en el olimpo de las letras.

Vesco concibió un libro —más bien una secuencia de ellos. Se propuso ser un
autor. Y planteó sus ambiciones a las autoridades cubanas, que se empeñaban en
darle un refugio tan seguro como complaciente, y él dijo que necesitaba un ghost-
writery o en última instancia un coautor. Un tipo dispuesto a hacer un cierto libro
que tenía en mente. Entonces— y quizá por decantación lógica —se dirigieron al
único escritor de corte «duro» disponible en el almacén: yo.

Yo mismo.

Tenía tarea.

Es así que mi conocimiento personal de Vesco comienza por una orden de


Fidel Castro. No necesariamente una orden de estricto cumplimiento puesto que al
final se eludió el compromiso. Creo que fue la primera vez que mi lealtad
revolucionaria no pudo homologarse una tarea. Puede llamarse solicitud.
El teléfono sonó en mi casa y Carlos Aldana hizo vibrar estas campanas de la
gloria de combate: «¿Cómo anda tu inglés, socio?», me dijo. «Tienes tarea. De parte
de Fidel. Ven. Ahora mismo.»

Carlos Aldana era el secretario ideológico del Partido y una estrella en ascenso
en el firmamento castrista. Y a donde yo tenía que dirigirme era a su oficina, en el
Comité Central, y ahora mismo era ahora mismo. La cosa querida por Fidel, sin
embargo, sonaba más interesante. Robert Vesco. En un principio me decepcioné
porque en aquellos días estaban batiéndose unos aires literarios al máximo nivel y
Fidel se hallaba en uno de esos períodos en que firma contratos editoriales y se
compromete en la escritura de sus memorias y a ratos me llamaba y charlábamos de
libros y de Hemingway y de los platos de cangrejos enchilados ingeridos por
Hemingway a bordo del «Pilar» y yo quería hacer la historia de la crisis de octubre y
estaba esperando su respuesta.

Robert Vesco. Es lo que me explicó Aldana cuando nos reunimos en su


despacho a las 9 de la noche de un día probable de septiembre de 1985, unos 20
minutos después de su llamada —¡yo era muy rápido en decir presente a las tareas!
Vesco quería hacer un libro y había planteado el asunto y Fidel le había dicho a
Aldana:

«Me parece que tenemos el hombre para ese libro.»

«Creo imaginarme en quién usted está pensando», dijo Aldana.

«Ese mismo», dijo Fidel.

«Norberto», dijo Aldana.

«Pregúntale primero cómo está su inglés», dijo Fidel. «Bueno, él está


familiarizado con los libros en inglés» —evidentemente una referencia a mi
Hemingway en Cuba, que escribí en español, por supuesto, el único idioma que creo
conocer con un cierto grado de aproximación, pero él se había hecho cargo de
algunos ejemplares de la edición norteamericana y los había distribuido alegremente
y sin escatimar satisfacción por contarme (a la vista de sus invitados) como uno de
sus seguidores.

«Me comunico con él», dijo Aldana.

«Correcto», dijo Fidel. «Pero dile esto a Norberto. Dile que hay un
razonamiento que es moral y es político. Porque no se trata sólo de aprovechar la
experiencia de Vesco. El problema es que hay que hacer todo lo que nos una contra
el enemigo.»

Era el eterno debate de la Revolución para sus intelectuales más preclaros —el
del equilibrio entre ética y algunas irregularidades de la maniobra política, y Fidel
sabía cómo manejarlo. Se trata, me insistió Aldana, de hacer todo lo que nos una
contra el enemigo. Métele mano.

Ah, preguntó en la despedida. ¿Seguro que tu inglés anda bien?

Así me dieron las señas de Vesco y se me proveyó de un guía —César


Carballo, vicepresidente de la corporación de cobertura CIMEC— y estuve en
posesión del sentido fidelista de la tarea. Todo lo que nos una contra el enemigo.

El hombre que era todo lo que nos unía contra el enemigo, resultó ser un
personaje de largos huesos y de anchas bermudas kaki y unas vistosas patillas, y
sandalias de cuero sin medias, y arrastraba la inefable compañía de los desconfiados
miembros de su combinado de seguridad y la sombra siempre presente de un
mastodonte cubano, Junco.

Traía dos de mis libros y me los mostró como para indicarme que estaba tras
mi rastro.

Tomé asiento en un sofá, frente a Vesco, en su casa de «La Coronela» —una


apartada barriada habanera. Me sirvieron algo, no recuerdo si café o scotch. Vesco
aceptaba sin contrariarse la presencia de Junco y César, que parecían familiarizados
con la situación. Mis equipos de detección y alerta se dispararon con una primera
evaluación desde que lo vi arribar a la estancia y vi sus pasos largos y cansinos y su
mirada abarcadora y rápida y me di cuenta de algo, de que ese hombre mataba y
asimismo me lo dije: «Este hombre mata.» La conversación transcurrió completa en
inglés— como era de esperarse.

Levantando el índice de su mano derecha que descansaba en los salientes de los


huesos de su rodilla, en gesto casi femenino, Vesco me preguntó:

«Usted sabe quién yo soy, por supuesto.»

«Sure.»

«Y algunas de las cosas que se dicen de mí.»

«Yeap.»
«WelL. no se trata ahora de explicar nada. No tengo ya deseos de dar
explicaciones. Lo que quiero hacer es algo práctico. Quiero un libro. Y necesito
quien sepa hacerlo. Tengo buenas referencias sobre usted. He estado haciendo mis
averiguaciones y ahora voy a leerlo» —señaló los dos libros sobre la mesa.

Pero necesitaba conocer mis condiciones y ver como adecuábamos mis propias
expectativas de escritor, si es que tenía alguna, porque no era lo que él deseaba
exactamente —que yo tuviera expectativas. Estaba pensando en un ghost-writer. Y
el dinero. ¿Cuánto quería?

«Look. Estoy aquí porque el Comandante en Jefe Fidel Castro me envió. Estoy
cumpliendo una tarea. Y la orientación que tengo es hacer todo aquello que sirva en
la lucha contra el enemigo. Así que no es un problema de dinero. Agradezco su
gentileza. Pero todas mis necesidades están cubiertas. Si quiere donar dinero a la
Revolución, it is up to you.»

El idioma tendría que resultarle tan incomprensible como el chino. Ni siquiera


chino. Pero podría asegurar que no era inglés. La primera línea, sin embargo, tenía
que haberla captado. Era un enviado del Comandante.

Aprobó con un gesto de la cabeza mi imbatible diatriba y quizá aceptara su


estoico contenido y entonces desarrolló su plan. No era un libro. Era un par de ellos.
En esta producción ampliada de dos obras como polos independientes radicaba —
precisamente— la luz de su proyecto.

«Muchas de estas historias proceden de gente que anda por ahí, libres, en el
mundo, y resulta que son personas tan complicadas como yo. Conozco mucha gente
—con muchas historias.»

Un primer libro consistiría en narraciones acerca de «toda esa serie de


personajes» con los que se había relacionado y de los que necesitaba dejar el trazo de
unos retratos inequívocos —«retratos adecuados»— pero con nombres alterados y de
tal suerte que los lectores profanos no los identificaran en esta parte, de modo que él
pudiera, luego de publicado su primer volumen, llamar a los personajes de los
retratos para exigirles ciertos requerimientos.

La mayoría, dijo Vesco, seguro accedería. «Acceder a mis requerimientos.


Podemos llamarle acceder a ciertas negociaciones.»

Claro, estarían los rebeldes. Los tontos de siempre. Bueno, éstos serían los
personajes que poblarían su segundo libro. Para entonces con sus verdaderos
nombres.
«Son muchos de los que en la actualidad me persiguen. O se niegan a
prestarme su colaboración. Y están hundidos, como yo, hasta el cuello.

Y me gustaría llamarles la atención. Decirles, ey, no los he olvidado.»

Tan sencillo como todo esto. Un cabrón chantaje. Echar a andar toda una
maquinaría de la Revolución Cubana para producir chantaje. El informe de mi
primera conversación con Vesco tuvo dos copias: una para Aldana y otra para el
general José Abrantes, el ministro del Interior, porque necesitaba alguien con
estamina suficiente y con un verdadero criterio de grupo para que me apoyara —
Aldana siempre resultaba flojito para contradecir al Comandante-y explicaba eso,
que se me estaba invitando a participar en una operación masiva de chantaje y que,
para mí, carecía de todo sentido identificar a la Revolución con Robert Vesco así
como que no entendía el propósito de quemar a un escritor revolucionario— y con
crédito suficiente en el extranjero —en una aventura de tan dudosos resultados. Que,
de cualquier manera, yo estaba a la disposición, etcétera.

Desde luego que logré congelar el proyecto del libro de amago y del libro de
segunda siega y apenas tuve una oportunidad regresé a Angola —un exilio regular de
los revolucionarios cubanos de la vieja ola: las guerras extranjeras—, para zafarme,
entre otras cosas, de la Tarea Vesco. Un personaje que pudo hacérsele familiar a los
transeúntes de la aún lujosa aunque demodée Quinta Avenida, de Miramar, cuando él
paseaba con su convoy de dos coches Lada atiborrados de escoltas uniformados —
hasta que unos años después, en junio de 1996, el mismo Fidel lo mande arrestar
porque llega el momento de reírle la gracia al hombre sentado en el Despacho Oval
de la Casa Blanca, William Clinton, y darle algo a cambio de un acuerdo migratorio
que le conviene.

Pude cometer un error, no obstante. Que la intolerancia política me impidiera


conocer a los personajes ocultos de la nómina de Robert Vesco para su servicio de
guadaña de vuelo rasante. Y además, realmente, le fallé a Fidel. Los prejuicios
pequeñoburgueses me detuvieron. Nunca alcanzaría la estatura de vencedor en todas
las pruebas de Fidel Castro, porque tenía talento e inteligencia suficiente y también
una buena capacidad de disimulo y engaño, y hasta mi poco de carisma, me
perdonan, pero había cosas ante las que me detenía.

Ahora tenemos al escritor de memorias Fidel Castro que firma un contrato con
Simón & Schuster para una renovada proyección de volúmenes de reminiscencias
políticas (cada cierta cantidad de años promete lo mismo a alguna editorial
diferente) mientras se toma su tiempo para gobernar al país con mano de hierro y
aprovecha una oportunidad que le parece conveniente ante la opinión pública
norteamericana para deshacerse de este objeto inservible que es Robert Vesco y si
las cosas salen bien se lo entrega a unas ansiosas y excitadas agencias federales y
obtiene otro triunfo de costo mínimo: la felicidad de muchos norteamericanos que,
quizá finalmente, comprendan el valor del objeto que se les entrega: un hombre para
matar o encarcelar. Los contribuyentes pagarán proceso, juicio, seguridad del reo, y
otros items.

Y que se vayan al diablo los viejos compromisos para poder establecer los
nuevos —a los que Fidel dará igual cumplimiento en el futuro. Mientras, el autor
Robert Vesco tendrá tiempo, en su celda de máxima seguridad, para escribir. Buenas
memorias.

SÉPTIMA PARTE
LOS RANGERS NUNCA MUERE

CAPÍTULO 1
LOS LUPANARES QUE NOS PERDIMOS

Hacia 1986, además del famoso videocasete sobre Haití, Cousteau se le mostró
muy preocupado a Fidel por el estado de absoluta putrefacción de casi todas las
bahías cubanas que había visitado, y si bien en Haití encontró unos mares desolados
y vacíos en el que no se veía ni el plancton en su acostumbrado y fosforescente
ascenso, las aguas cubanas —si se le podía llamar a eso agua— estaban
sobrecargadas de todos los desperdicios posibles, imaginables, altamente tóxicos,
ninguno de ellos agradable a la vista, dañinos para la especie humana y para todos
sus otros seres acompañantes sobre la faz de esta tierra y que era un agua que se
podía cortar con un cuchillo y las bandas mantenerse separadas y que era como una
pasta sombría y pesada que se pega a la costa, a unos arrecifes ennegrecidos y
muertos por los residuos de petróleo y combustible gastado y lapas de lenta
viscosidad. Las respuestas de Fidel a sus requerimientos de salvación oceanográfica,
fueron eludidas con posterioridad en el documental de la misma serie sobre Cuba,
cumpliendo así de esta manera con la embriagadora fascinación que el Comandante
ejerce con cuanto quejumbroso intelectual se siente a la diestra de su mesa de La
Habana o de la patana con bar y mesa rústica para 30 comensales que se mece
somnolienta en una pequeña pero bien guarnecida ensenada de Cayo Piedra, al fondo
de Bahía de Cochinos, adonde son invitados sólo los más selectos de los personajes
que Fidel Castro decida cortejar. Respuesta del Comandante al primer requerimiento
de Cousteau sobre el peligrosísimo nivel de contaminación en la bahía de La
Habana: «Tenemos una vaca lechera que produce 110 litros diarios de leche.»
Respuesta al segundo requerimiento de Cousteau en el que agrega que el mar
circundante de la isla afecta o preserva la salud de sus habitantes: «¿La vaquita? Se
llama Ubre Blanca.» Y al tercer y último intento de Cousteau con una voz que se va
en fade y en la que es difícil asegurar que la frase «Si usted pudiera hacer algo para
salvar esos mares...» haya sido terminada: «A mí me da pena con el pobre animalito.
Da leche y da leche y da leche, como si no hubiese más nada en este mundo que dar
leche», y señalando con su largo y fino dedo índice, de uña puntiaguda y
extrañamente esmaltada para un viejo guerrero, hacia el plato que tiene delante
Cousteau, hace la pregunta de cortesía y rigor: «¿Qué le parece esta langosta?
Pescada por mí mismo. Para usted. La ensarté en un cabezo de aguas cristalinas y
puras de nuestros mares territoriales. Langosta al chocolate. Una especialidad
nuestra.» Cabezo es la roca o escollo en el mar donde, al menos en las proximidades
de Cuba, se congrega una pesca formidable. El uso reservado por Fidel para halagar
con la pesca a visitantes extranjeros de cierta elevada dignidad comenzó a darle
resultados positivos —como pescador de vara y carrete a bordo de uno de los
primeros yates quitados a un burgués criollo— desde la visita a Cuba de otro
francés, Jean-Paul Sartre, en 1959, que lo consignó en su reportaje «Huracán sobre el
azúcar», el texto (sin duda) más envidiablemente bien hecho de los días iniciales de
la Revolución Cubana. Y, costumbre extendida con posterioridad —como
consumado cazador submarino—, a visitantes de cierto elevado nivel, como un
Arthur M. Schlesinger, Jr., o un presidente mexicano, o cualquiera de esos
congresistas yanquis, Alexander, Leland, que desesperan por hallarse al abrigo del
temible pescador con botas.

Por cierto que pocos meses después, al producirse su fallecimiento por


desgaste, la vaquita famosa del cuento fue disecada y colocada en una vitrina de la
sede del Instituto de Ciencias Animales y hoy es mostrada con la misma veneración
que se pudiera profesar si lo que se estuviera exhibiendo fuera la virgen de Fátima.
En su momento, el(la) cuadrúpedo(a) recibió todos los honores luctuosos de la
prensa cubana, que reportó el acontecimiento de su muerte con graves titulares.

Y por cierto que el cocinero personal de Fidel, también a cargo de los


apreparos (cubanismo de origen campesino por preparativo, usado con frecuencia
por Fidel quizá como broma) para que el Comandante salga airoso con los peces de
su captura dispuestos como los platos de su mesa cuando está cortejando a uno de
esos dignatarios extranjeros, es el viejo José María Álvarez, padre a su vez de la
sargento Emérita Álvarez, que fuera la secretaria ejecutiva de Tony de la Guardia en
MC y lo traicionara.

Los yates. Ahora.

Los dos yates favoritos de Fidel al triunfo de la Revolución, eran el «Martha»,


que había pertenecido a Batista y que lo había bautizado así por el nombre de su
mujer, Marta Fernández de Batista, y sobre todo el yate «Cristal», que se lo había
quitado (o le estaba echando el ojo para quitárselo) a Julio Blanco Herrera, el
magnate de las cervezas, dueño de la cervecería La Tropical. Una famosa fotografía
del inicio de la Revolución muestra a Fidel y al Che Guevara dedicados a la pesca de
agujas en los sillones de combate de un lujosísimo yate mientras surcan los mares
frente a la costa habanera, Fidel mordiendo un tabaco sin lumbre, apagado y a media
fuma, desarbolado por el viento y el salitre, y el Che despojado de su guerrera verde
olivo, el pecho lampiño y mostrando las por lo menos 20 libras que ha ganado en 16
meses y medio desde el triunfo de las armas rebeldes y simbólico de su estancia en
el poder como ministro-presidente del Banco Nacional de Cuba. Esa foto está
tomada a bordo del «Cristal», para ser exactos, hacia las 02:00 PM del 15 de mayo
de 1960. Pocos minutos después hubo argumento para otra fotografía legendaria:
Fidel Castro, con las manos atestadas por los tres trofeos obtenidos en el certamen
de pesca que se estaba celebrando —conquistó dos segundos lugares y el
campeonato individual— se halla junto a Ernest Hemingway, a quien acaba de
conocer y a quien no volverá a ver nunca más. Pero ya Fidel no está a bordo del
«Cristal», sino en el muelle del Havana Biltmore Yacth Club, uno de los cinco
clubes del litoral habanero para yatistas ricachones —el Big Five—, a cinco meses
de ser nacionalizados y convertidos en centros de preparación militar, y el Che ha
huido en uno de sus dos nuevos Chevrolet Impala 1960, sin columnas, el rojo marrón
con vestidura roja, o el rojo y blanco, con vestidura negra, que le ha regalado el
Comandante de las reservas de Vaillant Motors, una subsidiaria cubana de la
General Motor, recientemente ocupada. No le interesó el privilegio de estrechar la
mano del recio pescador y hombre de armas y cazador al pie del Kilimanjaro y de
pulcra barba blanca que en vela al amanecer ensaya los ritos sagrados del harakiri
con una Remington de cartuchos de calibre 16 apoyada en el paladar. Un prototipo
en ciernes del panteón de la iconografía comunista de procedencia argentina rechaza
la única posibilidad existente hasta el fondo último de los tiempos de tener enfrente,
y de escuchar su respiración, y de mirar en el cristal de sus ojos, y de palpar su
transpiración sobre la ligera camisa de guinga, y de volver a tomarle la mano, al
Dios de Bronce de la Literatura. Estaba en su propia onda, gauchesca, de hacer sus
propios escritos y leer sólo a Sartre y a Trotsky.
Regreso a Cousteau.

Cousteau nunca supo que Fidel estuvo preguntando si el francés este


representaba, pertenecía, era, también de las compañías francesas que querían
posesionarse de, saquear la, bahía de La Habana. Bueno, más bien de sus fondos. Era
una de las compañías de ese país que se proponía levantar los miles de toneladas y
de kilómetros cúbicos de capas de cieno y de miasmas y de escombros del fondo de
este bolsón de boca estrecha, del cual con toda lógica se calcula que puede haber
escapado muy poco de su violáceo contenido, ni el fango... ni el oro, depositados
durante siglos, desde la fundación de la ciudad en 1514 por el adelantado Diego
Velázquez —época maravillosa aquella (ya saben por qué era un comentario
obligado con Tony cada vez que refrescábamos la historia de los franceses
escarbadores que nunca lograron ni una sola inmersión de husmeo en la grave y lenta
espesura contenida en el puerto habanero de lo que fuera el agua de un mar), cuando
podías llegar a un manglar o a una pradera o a un arenal y decir: Me ponen aquí a
Nueva York — y que al cabo de unos años se convirtió en base para el retorno a
España de la célebre Flota de Indias y que por el auge alcanzado en todos los
órdenes —y la fama que alcanzó ese auge alcanzado— ocasionó el asedio de
corsarios y piratas, por lo que debió ser fortificada, gastos habaneros de los bolsillos
del rey, durante los siglos xvii y xviii, hasta que fue tomada por los ingleses en 1763.
Se trataba de limpiar de contaminación la bahía de La Habana, operación que sólo
podía sufragarse a un costosísimo precio, como para marear a todas las casas reales
europeas juntas, pero sin que los cubanos tuviesen que desembolsar un centavo. Los
operadores franceses estaban dispuestos a ofrecer sus servicios por una especie de
trueque; empleando lenguaje marino, pretendían que se les aceptara un comercio de
rescate. Si las viejas leyes de los mares establecen que los barcos abandonados en
alta mar pasan a ser propiedad de quien los capture, pues, monsieur Comandante,
esto es parecido. Sólo que los barcos, de haber sido abandonados, lo fueron hace
algunos siglos, y de haberse hundido, se hundieron en algún rescoldo del paisaje
interior de vuestro abrigado puerto del Mar Caribe, y casi siempre navegaban como
buques de membresía en la Flota de Indias y fondearon aquí —con sus bodegas
henchidas del oro de toda la América, aún como una presa fresca y bullente de
producción áurea de la Conquista— en una Habana con sus portentosos astilleros y
sus bosques de sólidas maderas, todas las arboledas a la mano, y las humeantes
tasajeras y los saladores de todas las carnes y los secadores de frutas y los
avinagradores de las coles y la excelente y promisoria mayor concentración por
kilómetro cuadrado de prostíbulos del Nuevo Mundo, una marinería tratada a
satisfacción cuando la flota se concentraba al amparo de los cañones de la plaza y, a
escala individual, de los brazos de las enamoradizas mulatas, putas a morirse, y sus
roñes de caña. Fidel entendió de inmediato. Apenas supo. ¿Qué dicen? ¿Que limpian
pero con el derecho a disponer de todo lo que se encuentren? ¡Eso es un segundo
saqueo de América! Diles que ni cojones, dijo Fidel. Se mantuvo, inamovible, en la
terquedad de esos términos que significa ni cojones, incluso después que los
franchutes estuvieran dispuestos a ceder un por ciento del valor de las extracciones.
Cinco siglos de mierda acumulada en el fondo de una bahía maloliente, incluida el
carenaje de la Flota de Indias, y una que otra de sus naves hundidas en puerto,
parecía suficiente para pagar la obra de higienización. Pero Fidel vio los tesoros y
los barcos hundidos. Los vio enseguida. Y dijo eso. Que ni cojones. Y abría los
brazos, en gesto de indignado asombro, esa clase de aleteo. ¡Se quieren llevar
nuestro patrimonio! Entonces dijo que había que guardarlo, aguantar el dragado
quería decir, para cuando hubiera recursos y la Patria pudiera emprender esa
conquista.

«Unos hijoeputas los franceses estos», decía.

Fue la época contra el imperialismo francés, que nunca tuvo una sólida base
anterior ni tampoco un progreso visible puesto que todo el níquel que se lograba
desviar de las ávidas manos —por ser considerado material estratégico y primordial
para la cohetería— de los soviéticos, iba a parar a muelles franceses, se le estaba
dando esa salida al níquel, muy buen precio. Podrán rebanar las montañas de Cuba y
vaciarlas de todos sus poderosos yacimientos niquelíferos pero el oro de hace cuatro
siglos que sacaron a lomo de llama desde las ciudades perdidas de los andes y
pusieron a bordo de las naves que se concentraban en La Habana, ése se pudre, se va
a pudrir ahí abajo.

EL NUEVO HERALD Miami, martes 2 de junio de 1998 DESECHOS SE


REDUCEN A MITAD EN BAHÍA HABANERA (EFE) La presencia de
hidrocarburos flotantes en la bahía de La Habana se ha reducido en un 50 por ciento
y ya pueden verse en sus aguas distintas especies marinas, aunque los especialistas
consideran que deben seguirse aplicando las medidas de saneamiento. La bahía,
una de las más contaminadas del Caribe, acumula unos 47 millones de metros
cúbicos de agua en una superficie de 5,2 kilómetros y recibe 270.000 metros cúbicos
diarios de agua dulce con una elevada cantidad de contaminantes. Más de 200
toneladas de petróleo y 60 metros cúbicos de desechos sólidos flotantes fueron
extraídos en 1997, según datos de la Unidad de Saneamiento Marítimo Portuario
(SAMARP). Esa empresa extrae un promedio diario de cuatro metros cúbicos de
los 20 que se depositan diariamente. El ingeniero Eduardo Normand, subdelegado
del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (CITMA), explicó que
«siguen muy altos los coliformes fecales (microorganismos excretados por el
hombre), lo que imposibilita cualquier tipo de contacto humano con las aguas de la
bahía». Una de las grandes fuentes contaminantes son los drenajes pluviales, a
cuyo sistema se han conectado indebidamente aguas fecales de procedencia
doméstica.
GRANMA La Habana, 1966 (el recorte no conserva la fecha) PRESERVANDO
PLAYAS Científicos y ecologistas han alertado sobre la magnitud de los procesos
erosivos que vienen dañando las zonas costeras en muchas partes del mundo.
Sectores costeros cubanos [no han escapado] a esta tendencia mundial. Estudios
desarrollados durante 10 años por el Instituto de Oceanología del Ministerio de
Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (CITMA), permitieron verificar que
Varadero (la paradisíaca playa a 100 kilómetros al este de La Habana) estaba
sometida a un fuerte proceso de erosión. En 1986 comenzó un programa destinado
a la recuperación. Entre 1987 y 1992 se depositaron alrededor de 700.000 metros
cúbicos de arena y aunque en los últimos 4 años esta labor ha estado interrumpida
por diversas razones objetivas [eufemismo habitual de la prensa cubana para
excusar la desorganización o la escasez de recursos, o de propósitos definidos, o de
mano de obra, o de falta de materiales, y toda la larga lista de desastres que suele
identificar a la economía cubana], es incuestionable la mejoría experimentada. El
doctor José Luis Juanes, jefe del grupo de Procesos Costeros del Instituto de
Oceanología, indicó que la erosión no está totalmente controlada. [Pero] Juanes
acotó que los volúmenes de arena suministrados fueron muy provechosos.
Yo, al timón. Tony, a mi derecha. El cuadro, precioso, que había elegido para García
Márquez, recostado en el asiento trasero. Tony, de completo uniforme. Le había
dado instrucciones a su chofer, el prototipo de rapero, Ariel Fernández, que lo
recogiera hacia las 2 de la tarde en «MerBar», una de las oficinas comerciales
subsidiarias del Departamento MC.

12 meridiano del miércoles 31 de mayo de 1989.

Éramos conquistadores y acabábamos de desembarcar en el remanso de una


playa para la que aún no había nombre y en la que hasta el arrullo de la brisa,
virginal y asustadizo, corría por primera vez entre la presencia de blancos y el
relincho de un caballo o el crujido metálico del cuero al desenvainar nuestras
espadas sajaban el tiempo en sus dos tenebrosas eternidades, una auténtica y
definitiva primera vez, desde el insondable, en su reversión, origen de las cosas,
producida con el relincho de unas bestias, y nuestras espadas, que, desde luego, eran
toledanas, desenvainadas para la misión primada de, rodillas en tierra y acero en
alto, bautizar el terreno, separado ya de entre todo lo que había sido conocido, y que
había sido apacible y solitario, y no visto y ni siquiera descrito y nunca alterado, de
las mercedes y los realengos y de su asiento en los registros.
—Está de pinga todo esto, Tonisio —dije.

Eso era hablar un poco de todo y mucho de nada. Es decir, ir tanteando hasta
encontrar una conversación con el socio. Pero siempre haciendo hincapié en la
conciencia que se tenía de que la situación estaba mala.

Tony fue a hacer el esfuerzo de girar el retrovisor hacia él porque había


entendido que yo le estaba advirtiendo de que teníamos cola. Se detuvo. Hizo un
gesto despectivo y se encogió de hombros y dijo:

—Ah. Que se vayan al carajo. ¿Qué tienes aquí?

Hice el gesto prohibido de los perseguidos por el chequeo visual: mover el


retrovisor en busca de una mayor amplitud de verificación, e incrementé el nivel de
efectos negativos, porque actué ostensiblemente.

—Sí. Están allá atrás. ¿Qué tengo ahí?

Tony estaba hurgando en el pequeño depósito plástico de casetes entre los dos
asientos.

—Deja el que está puesto-dije —. ¿Tú no has oído a los Travelin Wylburys?

Tony asintió.

Yo pasé a la cuarta velocidad de mi buen y noble Lada 2107 —de caja


mecánica, por supuesto—, antes de entrar en la Quinta Avenida, rumbo a casa de
García Márquez, y al regresar la mano derecha al timón, hice el amago de propinarle
un manotazo a Tony, y hacer que retirara su mano, que no acertaba a encender mi
reproductora Pioneer cuadrofónica, al tiempo de decirle, «no seas torpe, cojones», y
con un gesto maestro y perfectamente adiestrado, empujar yo el casete con el índice
en la boca de la reproductora, que de inmediato absorbió el casete.

—Tremenda lluvia —dijo Tony señalando hacia el cielo bajo el que nos
desplazábamos, cada vez más oscurecido.

—Sí, señor —dije.

El volumen estaba demasiado alto para el gusto de Tony, aunque era suya la
teoría de que la música era para oírse a reventar los tímpanos. Él mismo movió el
botón de ajuste de volumen.
Yo, con todo el recelo del mundo, observé su maniobra. Ese día no logró
romperme la reproductora.

Luego dije:

—Allá atrás viene esa gente. Vienen que se matan.

CAPÍTULO 2
¿QUE MOSCÚ NO CREE EN LÁGRIMAS?

Yuri Petrov tenía un destino político. Quizá no lo tuviera en perspectiva y


menos aún que habría de realizarse en un país diferente del que, el miércoles 18 de
enero de 1989, era su embajador en La Habana. Era en un país, el de su futuro, que
no le había pasado por la mente. No flamearía ninguna bandera roja en la cúpula de
ninguno de sus edificios de gobierno y hasta la palabra socialismo sería puesta bajo
ilimitado escrutinio.

Ese día, el compañero embajador de la hermana Unión de Repúblicas


Socialistas Soviéticas, cumplía 50 años de edad, y habría de ser servido con una
fiesta de sorpresa organizada por la alta dirigencia cubana, léase Fidel Castro, y no
bien avanzado el festejo, habría de ser servido también con una cruda lección de real
politik pero a la criolla, o al menos de cómo son las cosas cuando Fidel Castro cree
que su poder está en juego. La lección que le hubiese hecho falta al bueno de Mijaíl
Gorvachov.

Un propio, es decir un mensajero, un oficial del equipo de escolta del


Comandante, un blanco de 6 pies, 3 pulgadas de estatura y lustrosos bíceps
enunciados debajo de las mangas, y ancho cuello, armado con una pistola Browning
de 9 mm y con un ajustado uniforme de corte de campaña, semejante al de la
infantería de marina norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, pero
confeccionado con una exquisita tela de verde olivo satinado, le entregó la invitación
en su oficina de la Embajada.

«Trasmítale al Comandante en Jefe mi beneplácito y agradecimiento», dice


Yuri Petrov en su siseante español que se deslava a duras penas desde una cavidad
bucal preparada sólo para las suavidades y entonaciones de las lenguas eslavas y el
enchapado en oro de su dentadura y no para el rigor angular del español.

Complacencias y sinecuras diplomáticas aparte, ya para esa época Fidel ha


mandado a revisar a los soviéticos, orden trasmitida personalmente a su Ministro
del Interior: que revise a los soviéticos, que no los pierda de vista. Fidel permanece
en guardia porque está esperando la tan anunciada visita de Mijaíl Gorbachov a La
Habana —su Illushin-62 de Aeroflot aterrizará a las 05:55 hora local del 2 de abril
—, y ya para entonces todos los aires que soplan desde el este le parecen a Fidel en
exceso preocupantes, y de más está decir que hace años se han tomado todas las
precauciones con cualquier amago de Sindicato Solidaridad.

«Pepe, mira a ver qué están haciendo. Todos los soviéticos. Asesores militares
incluidos. Y los asesores tuyos también. Boris. Vigílame a Boris.

Y con quiénes se están reuniendo aquí. Con qué cubanos. No vaya a ser cosa
que empiece la jodedera con esta gente. Ocúpate, primero, de sus corresponsales.
Los de Pravda. Los de TASS. Y los de Izvestia.»

«¿Incluida técnica, Fidel?»

Micrófonos, cámaras.

«Todo, Pepe. No me jodas tú», respondió un molesto Comandante. «¿No te


estoy dando la orden de que los controles? Pues contrólalos con todo, Pepe.»

La reunión fue en el despacho de Fidel en el Consejo de Estado el 8 o el 9 de


octubre de 1987, después de una visita relámpago de Edward Shevardnadze, el
canciller soviético a La Habana, y de que Fidel, según el apropiado lenguaje
revolucionario cubano, le midiera él aceite al georgiano, en el transcurso de algunas
vueltas que dieron por la ciudad, y no le gustara nada lo que había visto.

Fidel también le dice que tenga cuidado con los asesores militares «para que
Raúl no se ponga celoso». Raúl Castro, su hermano, el ministro de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias (FAR). Los asesores militares soviéticos y algunos
vietnamitas se hallaban bajo el protectorado de las FAR y no del Ministerio del
Interior.

A «Pepe» —el general de División José Abrantes— no le molestaba la gestión


particularmente. Había tenido un desaguisado con su asesor principal del KGB, el
general Boris, un hombre pálido y no tan cadavérico como huesudo, y de pómulos
duros, y los ojos pequeños y de penetrantes iris negros y firmes como las cabezas
planas de clavos de acero pavonado que es de donde surgen las miradas de los
hombres cuyo negocio es el orden y disponer, en masa, de vidas y haciendas. Se
detectaban los primeros brotes de disidencia en Cuba y había reunión reducida del
Alto Mando, y el compañero general Boris había dicho: «Son postillas sociales.
Sometámoslos a sesiones de electrochoque.» Abrantes consideró el consejo como
una afrenta y entró en un inexplicable estado de sudoración, su ligera camisa verde
olivo de mangas cortas, se vio anegada de inmediato por una mancha oscura, y
balbuceó: «Pero ¿qué dice este hombre?», y comenzó a despojarse de su camisa,
delante del mismo Boris y los tres o cuatro generales —ya estos cubanos— del Alto
Mando que lo acompañaban, y se quedó en camiseta, también empapada, el sistema
vagal del Ministro del Interior de Cuba respondiendo a una exigencia represiva para
la que no estaba preparado, disparado más allá de cualquiera de sus niveles de
tolerancia. Y cuando Boris quiso abundar en su sugerencia —«La electricidad,
compañero general Abrantes, es siempre de suma utilidad. Pero nos oponemos al uso
indiscriminado de la silla eléctrica, como suele hacerse en los patios de nuestro
enemigo imperialista. Si proponemos los electrochoques, es porque resulta un
sistema más científico, porque no es terminal, sino profiláctico»— hubo que traerle
a Pepe un jarra de agua fría, de la que se sirvió, sin pestañear, tres vasos.

Boris debe haber considerado que era el momento oportuno para un


chascarrillo, que quizá haya sido el segundo o tercer chascarrillo que se permitiera
en su vida: «Compañero general Abrantes, no olvide usted que el socialismo es
poder soviético más electrificación.»

Nunca ha habido una explicación certera a este comportamiento de Abrantes


ante le sugerencia técnica del asesor soviético puesto que de una u otra manera en
Cuba se ha administrado el electrochoque como medida política disuasoria desde
finales de los sesenta —o principios de los setenta. Al menos el ingeniero agrónomo
Roberto Bahamondes fue castigado de ese modo en 1970 como respuesta a una carta
en la que describía los errores de un plan inventado por Fidel Castro en 1967 de
sembrar café en los alrededores de La Habana. Dos pabellones, el «Carbó Serviá» y
el «Castellanos» del hospital siquiátrico de La Habana han sido las instalaciones
utilizadas para estos menesteres.56

Pasaba también que Abrantes era hipocondriaco, el más hipocondriaco del


mundo, una hipocondría tan auténtica que solíamos decir que la había adquirido de
saber que tal enfermedad existía, una hipocondría que se alimentaba de ella misma,
y puede que se haya visto asimismo sometido a una sesión de electrochoque, es
decir, que haya experimentado sus efectos de sólo saber que otros semejantes los
habían experimentado, y nada de esto es broma y les cuento que a fines de 1986
estábamos en Argel en un hotel exclusivo de la presidencia argelina, viajando con
Fidel de regreso a La Habana después de la Cumbre de los No Alineados de Harare,
y mirábamos el Mediterráneo, al atardecer, a través de las paredes de cristal del
hotel, enclavado en una colina, cuando Abrantes ensartó una hoja de lechuga y se la
llevó a la boca, crujiente y húmeda, yo le dije: «Cuidado con las lechugas en África.
Están llenas de parásitos» y fue la primera vez que lo vi palidecer mortalmente y
enseguida adquirir una tonalidad gris y después verde y, arrastrando pesadamente su
silla de jeque, levantarse de la mesa presidencial, que era redonda y con otras once
sillas de jeque, y retirarse a toda velocidad del lugar, aún con media hoja de lechuga
colgándole de las comisuras, al tiempo que Fidel desatendía brevemente al
presidente argelino Chadli ben Djedid, para preguntar: «¿Qué le pasa a Pepe,
caballeros?»

Aunque lo cierto es que, a despecho del episodio sudorípero con el general


Boris, Abrantes obedecería con bastante desgano a las instrucciones recibidas. No se
conoce que haya circulado ningún informe de importancia sobre actividad soviética
hacia la oficina del Comandante en todo el período. Todo lo contrario. Pronto estuvo
claro que Pepe Abrantes había encontrado sus aliados en los soviéticos —«los
bolos», como dieron en llamarle los cubanos. Cosa que Fidel Castro iba a saberse al
dedillo desde un poco después de que lo llamara para ponerlo a perseguir a todos los
soviéticos desperdigados por la isla y, especialmente, después de que en diciembre
de 1987 Abrantes ocupara su turno ante el Buró Político para rendir informe sobre el
trabajo del Ministerio y dijera, en resumen, en opinión del Alto Mando del MININT
y de sus generales, que «era imprescindible y lo más saludable para la Revolución
Cubana que se ahondara los aspectos positivos de las relaciones con los soviéticos y
no los negativos». Nadie aplaude. Nadie asiente. Abrantes se ajusta sus gafas.
Observa a sus compañeros del Buró. Busca el rostro de Fidel. Una ligera sonrisa
parece congelada en ese rostro.

«Pasemos al próximo punto de la reunión», dice Fidel.

Abrantes no es miembro del Buró Político, no es uno de los trece. Así que,
concluido su informe, debe abandonar el salón.

Todavía, antes de cerrar la puerta tras él, tiene tiempo de escuchar a Fidel
cuando dice:

«¿Qué otra cosa tenemos por ahí para discutir?»

Fue en el Ranchón, un restaurante que estuvo reservado durante muchos años


para las actividades indicadas por «Palacio», es decir, Fidel. Ubicado en la zona de
seguridad conocida como El Laguito, fue el lugar escogido para celebrar el 50
cumpleaños de Petrov. Sonrisas y diplomacia y una torta enorme con las banderitas
entrecruzadas de la URSS y Cuba y 50 velitas que esperan por ser encendidas. El
ambiente es, en verdad, íntimo si se toma en cuenta que se trata de una veintena de
soviéticos y una cantidad igual de líderes y militares cubanos —la presencia descrita
como «Yuri Petrov con la plana mayor de la Embajada y el Buró Político cubano en
pleno». Fidel ya se encuentra en el salón cuando llega su hermano Raúl Castro.
Comienza la cena.

He aquí la versión a la que, en principio, tuvimos acceso no más de seis o siete


personas en todo el país, además de los que estuvieron presentes en el Ranchón, y
que, en mi caso, me fue trasmitida oralmente por Carlos Aldana, y con ciertos
segmentos sólo por señas y a las que añado algunas palabras obtenidas arduamente
con posterioridad.

El motivo de la discusión fue que Raúl Castro estaba abogando por un enfoque
más definido de la llamada «Rectificación» (una especie de perestroika suave
cubana, insistimos en el adjetivo suave). Primero cruzaron algunos argumentos y
después Fidel Castro interrumpió la discusión señalando que estaban en presencia de
extranjeros —estaba Yuri Petrov con la plana mayor de la Embajada y el BP (Buró
Político) en pleno.

Cuando la comida terminó y los invitados se retiraron, entonces retomaron la


discusión. En ese momento despidieron al resto de los invitados (los cubanos).
Carlos Aldana había llegado con algún retraso porque estaba discutiendo algo que
debía publicarse «en el periódico» Granma del día siguiente y que debía revisar con
Fidel Castro, por eso permaneció más tiempo. Ahí fue que Raúl Castro amenazó con
renunciar, o pedir su retiro. Se quedaron solos ellos dos y la escolta, y Raúl dijo:
«Renuncio.» Al final y sin ponerse de acuerdo optaron por marcharse antes de seguir
discutiendo.57

El cuento, cuando era fresco porque venía de la noche anterior y me lo contaba


Aldana, al que yo le había cedido el timón de mi coche para que lo condujera de
regreso de nuestros ejercicios en el gimnasio de Tropas Especiales —mientras su
chofer, Ramón, nos seguía con su Lada de chapa oficial y antena Yaesu sobre el
maletero—, era un cuento de matices más intensos y era emocionante y sombrío,
pese al escaso uso de las palabras.

Luego, por la noche, Alcibíades ampliaba.

«Raúl», había dicho Fidel, tratando de apaciguar a su hermano menor.

«Raúl», según esa versión nocturna revisada de Alcibíades.

«Raúl. Que estamos delante de extranjeros, Raúl.»


Raúl no cedía. Un peñasco irreductible.

Los avezados diplomáticos soviéticos sonreían como sumergidos en caldos de


absoluta ingenuidad y como si no entendieran una palabra de lo que acontecía frente
a ellos y que esa misma noche habrían de informar cabalmente a Centro Moscú.
Miraban al techo del Ranchón, sorbían sus tragos a la manera occidental y no se lo
echaban al gaznate como corresponde a los conquistadores de la taiga y carraspeaban
y sus sonrisas no parecían abandonarlos jamás.

Ochoa. La discusión había comenzado en realidad —y ésta es la versión


reconstruida en los días siguientes gracias a las informaciones proporcionadas en
subsiguientes sesiones de confesiones por Alcibíades y, especialmente, por Aldana
— porque apenas llegado Ochoa a La Habana el viernes 13 de enero, cumplida su
misión angolana, Fidel lo había nombrado al frente del Ejército Occidental sin que
hubieran seguido los procedimientos que Raúl había establecido para las Fuerzas
Armadas y que consideraba una obligación seguir, un entrenamiento especial de
jefes de ejércitos de unos seis meses de duración, además de que Fidel le había
estado moviendo la oficialidad en Angola, también sin consultar, y ése era el
hombre, sumamente irritable por femenino, que se había visto menospreciado e
ignorado y que al enterarse de estas decisiones luego de consumadas se presentó en
el Ranchón engalanado para el cumpleaños de Yuri Petrov y le espetó a Fidel Castro:

«Si tú vas a estar moviendo a mis oficiales sin tener siquiera la delicadeza de
informármelo, pues entonces yo sobro como Ministro de las Fuerzas Armadas. Yo
renuncio, Fidel.»

Y Fidel diciendo, en voz baja y con ciertos matices de amenaza: «Raúl, que
estamos delante de extranjeros.»

Extranjeros. Ahora eran extranjeros. Nuestros hermanos soviéticos.

«Renuncio», repetía.

«Los extranjeros, Raúl. Los extranjeros.»

Con las armas de quienes matábamos.

«Para que tú lo sepas, Fidel. Renuncio.»

Raúl no sabía que el vector que proporcionaba el más pesado y efectivo de sus
argumentos —el nombramiento de Ochoa como jefe del Ejército Occidental— podía
ya ser retirado de sus estandartes de indignación. En un gesto sin precedentes en toda
la historia de los altos mandos cubanos, Ochoa le había condicionado a Fidel su
aceptación a ocupar el cargo —que era la posición militar más importante del país
—, a que sostuvieran una discusión política seria (sic) sobre el futuro inmediato del
país. Había ocurrido uno o dos días antes y Ochoa se había suicidado. Su hipotético
aliado estratégico era en verdad este Raúl Castro que estaba clamando ante Fidel la
misma discusión política seria desde hacía meses, pero entendía a su vez que era
imprescindible que Fidel no nombrara al jefe del Ejército Occidental sin contar con
él, un ejército que, entre otros compromisos, tenía en sus manos la capital de la
República. Fidel, en su humillación no se lo había dicho a Raúl. Humillación y
descubrimiento, cuidado, porque a partir de entonces supo en qué posición estaba
Ochoa y lo descontó. Raúl, en su otra humillación, se lanzaba contra Fidel en un
ataque ciego y habitualmente histérico, aunque probablemente tuviese razón. No la
razón. Sino, razón. Ochoa, tonto, acababa de entrar por la puerta gloriosa y digna de
las huestes de los perdedores.

Así, pues, sacaron de allí a todo el mundo, a los soviéticos —su Excelencia el
Camarada Embajador incluido—, de la manera más diplomática posible, ustedes nos
van a dispensar el mal momento, pero ustedes están capacitados para entender la
pasión de unos revolucionarios abocados en las tareas, y si mostraran la enorme
generosidad y comprensión de retirarse del lugar, ponimai, ponimai, ¿ponimai?,
ponimai. Gracias, gracias. Gracias, camarada. Espasiva. Y a los cubanos, como
procede, un par de sonoras palmadas y arriba, caballeros, saliendo por esa puerta.

De la mejor manera diplomática que se pudiera y Petrov sin que perdiera la


sonrisa comprensiva de los hermanos mayores de la invencible Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, y tras él, en ñla rumbo a los Volga y Ladas de placas negras,
que identificaban en las calles de Cuba a los automóviles del personal soviético,
comenzadas todas por un sonoro 60, broquelado sobre la chapa y blanco, se acabó la
fiesta. KoHeu OHJIbMa.

En realidad, el escenario era mucho más triste y desolador para Fidel Castro de
lo que nadie aquel 18 de enero podía haber percibido. Los dos principales aliados
dentro de la Revolución, cada uno por su lado, Arnaldo Ochoa y José Abrantes,
estaban manifestando de manera cada vez más aguda su distanciamiento. Raúl no era
problema. Raúl era cuestión, al final, de darle dos gritos y quizá tres o cuatro
nalgadas. Pero a Ochoa, coño. A Ochoa lo quería precisamente como su bastión
dentro del Ejército. Y Pepe. Cojones, Pepe. Se había cansado de decirle que se
pusiera para (una forma de decir «no pierdas de vista a») los soviéticos.

Y a estas alturas todavía la Seguridad cubana ignoraba que Yuri Petrov había
sido la mano derecha de Yeltsin en aquella ciudad de quinta categoría donde lo
tenían congelado, Sverdlovsk, la antigua Yekaterinburg, donde los guardias rojos
fusilaron al zar Nicolás II con toda su familia y algunos de los criados en julio de
1918. Pero una vez más, como se demostrará de inmediato, el único que está
haciendo política, entre los cubanos, es Fidel Castro. Vean lo que hace a fines de
1987. Boris Yeltsin, que alcanzó una candidatura al Buró Político y del que fuera su
jefe en Moscú, tras fracasar en su lucha contra la corrupción en la capital soviética e
intentar impulsar algunas reformas, está en el punto más bajo de su carrera dentro
del Partido Comunista, asignado a un cargo administrativo de baja estofa, cuando
Fidel Castro aterriza en Vnukovo, el aeropuerto de Moscú reservado a los
dignatarios. Es uno de los invitados en la famosa reunión de trabajo de los partidos
comunistas y obreros de noviembre de 1987, y una de las pocas cosas que se le
ocurre hacer, aparte de conocer el Instituto de Microcirugía Ocular del profesor
Svyatoslav Fedorov, es visitar al pobre Boris Yeltsin, porque siempre había sido
muy amable y deferente con los cubanos. No sólo audaz, créanme, sino temerario.
Ese gesto, siendo un gobernante extranjero de visita en el país regente del
comunismo internacional, de ir a visitar a un «cuadro» sancionado, no tiene
antecedentes. También habla muy bien, desde luego, de su olfato político. Por otra
parte, los cubanos no demostraron la misma habilidad con Mijaíl Gorbachov.
Reciben como una verdadera sorpresa su nombramiento como Secretario General del
Partido en 1985. Raúl Castro cree recordar haberlo visto alguna vez. Sí. En algún
sitio del interior de la Unión Soviética. El calvito con la mancha de sangre. El
mismo, dice Raúl. ¿Dónde lo vimos? El coronel Palmarola, que se encarga de estos
menesteres, vira al revés incontables gavetas de papeles y fotografías de todos los
viajes a la Unión Soviética. Hasta que aparece. Stavropol. Sí, señor. Una de las
regiones autónomas. ¿En el Cáucaso soviético, no? Pues sí, aquí está. El Secretario
del Partido en Stavropol recibiendo con el pan y la sal de la bienvenida al compañero
Raúl, de visita casual a este remoto lugar, donde este camarada joven pero enérgico,
Misha, está obteniendo tan buenos resultados con sus reformas en la agricultura...

[Recorte sin fecha ni nombre de publicación] LOS JAMELGOS DE LA


POLITICA RUSA TUERCEN A LA IZQUIERDA Por Renfrey Clarke MOSCÚ
—Mirándolo desde 1990 y 1991, la sugerencia hubiera parecido absurda. Pero si lo
miramos de aquí a cinco años, los políticos que aspiran a las posiciones más
encumbradas no se proclamarán más como «demócratas» ni pronunciarán más
anatemas con todo lo que tenga que ver con el socialismo. En vez de eso, ellos
mismos se identificarán como socialistas. No menos de cuatro partidos
«socialistas» se han establecido en o alrededor del parlamento. Entre los campeones
del socialismo, se le dice a los rusos, se incluye [entre otros]... a este Yuri Petrov ,
industrial y cabeza del club político «Realista».
PERSPECTIVE Septiembre-Octubre 1994 El Aparato Presidencial: Cambios
Constantes Por Susan J. Cavan La reorganización del aparato [presidencial] de
Yeltsin se caracteriza incluso por la multiplicación del número de consejeros del
Presidente. [Entre ellos] Viktor Ilyushin [que] estuvo asociado al presidente
Yeltsin desde finales de los setenta en Sverdlovsk. Después de moverse de las
estructuras del Komsomol [la Unión de las Juventudes Comunistas de la Unión
Soviética] al comité regional del PCUS [Partido Comunista de la Unión Soviética],
Ilyushin ha trabajado constantemente con Yeltsin. Él, junto con Oleg Lobov, son los
incondicionales de la así llamada «Mafia de Sverdlovsk», cuya influencia sobre el
Presidente ha sido indagada frecuentemente. Se supone que ejerza una influencia
conservadora sobre el Presidente, alentándolo a traer de vuelta al aparato ejecutivo a
los viejos colegas de Sverdlovsk Yuri Skokov y Yuri Petrov.
PERSPECTIVE Marzo 1992 Post-USSR: el aparatachki Por Theodore Karasik
El presidente ruso Boris Yeltsin, a despecho de su renuncia a la ideología
comunista, sigue conduciéndose como un político comunista. Por ejemplo, sus
sustituciones en los pactos [políticos]... y alianzas edificadas desde su base hogareña
de Yekaterinburg (antiguo Sverdlovsk). Yuri Petrov, Gennadi Burbulis, Oleg Lobov,
y muchos otros de los funcionarios rusos siguen a Yeltsin desde Sverdlovsk, donde
lo sirvieron como leales aparatachkis partidarios.
ANALYTICA MOSCOW Marzo 18 − 24, 1995 El ex jefe del Gabinete
Presidencial, Yuri Petrov, que es actualmente la cabeza de la Corporación Estatal de
Inversiones y de un grupo político llamado «Club Realista», reveló que un nuevo
movimiento político llamado «Unión de Realistas» se habrá de establecer en un
futuro cercano. Petrov argumenta que el nuevo movimiento no debe ser visto como
un partido que busque la presidencia. Es independiente y se espera que encamine
nuevos objetivos políticos y nuevos métodos de acción política.Petrov dice que
mantiene estrechos contactos con el presidente Yeltsin. Él incluso discutió con
Yeltsin su idea de establecer una corporación estatal de inversiones como un
instrumento importante para manejar los procesos de inversiones durante la
transición a una economía de mercado cuando era jefe del Gabinete Presidencial.
Yeltsin apoyó la idea de Petrov, y poco después de que Petrov dejara el Gabinete
Presidencial para convertirse en la cabeza de la Corporación Estatal de Inversiones.
PERSPECTIVE Noviembre 1992 MAS RETOS PARA LOS DEMOCRATAS
RUSOS ENTREVISTA CON EL PADRE GLEB YAKUNIN Perspective: ¿Cuál es
su visión del papel del Consejo de la Seguridad del Estado...?[Padre Gleb Yakunin ]
El consejo posee demasiado poder real —aunque supuestamente sólo sea un órgano
consultivo. Se está convirtiendo en un cuerpo extraordinariamente efectivo y
poderoso... Miren a Yuri Petrov , la cabeza del aparato presidencial, que se está
metiendo en demasiadas cosas.Perspectiva ...¿En su opinión, Petrov tiene una
influencia excesiva en Yeltsin? ...una enorme influencia... Sucesor de Yeltsin [en
Sverdlovsk], luego sirvió en Cuba. Claramente gente como ésta a su alrededor
ejercen presiones en Yeltsin. Yeltsin habla con ellos todos los días, y es evidente que
han abonado un terreno propicio, y que esto tiene su impacto sicológico en él. El
peligro es que Yeltsin simplemente puede moverse a la derecha.

Un año muy jodido. Empieza con la bronca del Ranchón, luego Ochoa que no acepta
la designación y Fidel que se encuentra ante el mismo problema de Grecia primero y
Roma después cada vez que uno de sus generales vencía en cualquiera de las
guerritas de Africa y regresaba, aparte de darse cuenta de que Ochoa, fuera de su
alcance en Angola, ya ha conspirado con los soviéticos. Fidel, desde luego, tenía
conocimiento de la persecución montada por Raúl sobre Ochoa en Angola a través
de la CIM (Contrainteligencia Militar). Pero no le hizo mucho caso. Ochoa era su
hombre... mientras lo tuviera amarrado a lo cortito. Ahora, le resultaba complicado
mentalmente pedir esos informes angolanos de la CIM.

Jueguitos y conspiraciones de poco vuelo de los heroicos generales de las


guerras extranjeras para defenestrar a un tipo de las agallas de Fidel Castro. Tch tch.
Para empezar, siendo Julio César su verdadero héroe de cabecera, se hace confundir
con Alejandro Magno, y es el nombre de guerra que adopta en la lucha clandestina y
luego de guerrillas contra Batista, donde Fidel es Alejandro, y el nombre de base que
utiliza en todas sus variantes idiomáticas para sus hijos, Alex, Alexander, Alexis. 58
Así deja en la gente la sensación de bastante alivio que su paradigma es un líder
juvenil que va a morir joven en el transcurso de la empresa imposible de conquistar
el mundo, y no el tipo mañoso y conspirativo que entendió algo hace rato, algo quizá
turbio y desprovisto por oficio de los oropeles de la gloria: que el lugar donde se
obtienen las victorias más duraderas es en las sombras. Imagínense que el
treintañero líder de las huestes rebeldes de Sierra Maestra hubiese adoptado Julio
César como nombre de guerra. Grecia y sus adeudos con sus héroes de Esparta y las
Guerras Médicas, y Roma con el propio Julio César regresando de las Galias, y
Pompeyo y Escipión y Octavio, era el componente teórico de su adiestramiento de
supervivencia como jefe de una revolución. El componente práctico fue La Habana
de finales de los años cuarenta, él con una 45 en la cintura, bajo su pesado y poco
aseado traje cruzado de rayas grises y abotonadura de imitación de carey, abriéndose
paso y escapando ileso de entre tipos de un talante tan patibulario como Rolando
Masferrer («El Cojo»), Emilio Tro, Morín Dopico, Jesús González Carta («El
Extraño»), Policarpo Soler, Orlando León Lemus («El Colorao»), Billiken, el
comandante Mario Salabarría, Eufemio Fernández, etc. Un largo etc. Con un aún
más largo rastro de sangre.

Aldana conducía mi coche. Mientras nos acercábamos al edificio de los


generales, y agotado el tema del Ranchón, entraba en un asunto aún más escabroso.

—Estoy preocupado —dijo.

Ramón, el chofer de Aldana, se mantenía detrás de nosotros, en disciplinada


marcha de caravana, a unos 10 metros de distancia, en el Lada de chapa oficial de
Aldana.

El asunto aún más escabroso era el alcoholismo de Raúl Castro.

—Muy preocupado, brother —acentuó.

Miró, con verdadera angustia, hacia el techo de mi carro. Pero él no tenía


información de que me hubieran puesto técnica. Era probable, sin embargo, que el
suyo sí la tuviera, por lo que sentía que mi coche era más cómodo y seguro para
parlotear un rato. Desde luego, él estaba consciente de que, de tener técnica, era por
una cuestión de metodología regular, que se seguía habitualmente con todos los
dirigentes.

Con un gesto muy gráfico de su mano derecha me indicó que alimentara la


reproductora de casetes. Un poco de música, brother. Pon un poco de música. Y a un
nivel de volumen adecuado.

¿He dicho que acostumbrábamos tratarnos mutuamente de brothers?

—Ésa es la cosa —dijo, en aprobación del casete seleccionado.

The Travelin Wylburys. Mi grabación casera del disco compacto que era el
tesoro sagrado traído de mi último viaje a Nueva York, en diciembre, cuando
firmamos el tratado de paz del África austral en la sede de la ONU. Era un disco
compacto que había probado su ductilidad de combate y su disposición al fogueo
cuando, bajo el saco, instalado en mi reproductor portátil de discos compactos, lo
llevé al salón plenario donde se celebró la ceremonia y que me permitió escuchar a
Bob Dylan cantando un rock espléndido y de guitarras que ascienden en oleadas que
se llama «Margarita» a través de mis audífonos luego de que los cancilleres firmaran
los pergaminos de los Tratados y mientras los miembros de las delegaciones
presentes en la sala lo que estaban recibiendo mediante sus audífonos propiedad de
—y provistos en cada mesa por— la ONU, eran las traducciones monocordes,
mecánicas y de períodos cortos de las peroratas oficiales. Paz para África y
Margarita para Norberto.

—El Cuate está alcoholizado, brother —dijo Aldana.


Cuate era una fórmula, entre los íntimos, de llamar a Raúl Castro. El «Chino»
de los primeros años de la Revolución había caído en desuso.

Gesto de asentimiento y un rápido sí como respuesta mía.

—Sí.

De inmediato, Aldana se expresó con un tono de inequívoco desprecio, un


desprecio desnudo y duro.

—El problema no es que dos traguitos le basten para emborracharse —dijo.

Mucho más duro si se toma en cuenta que estaba dirigido contra Raúl Castro. Y
que precisamente Carlos Aldana era el más preciado de todos sus protegidos.

—Suficiente para que se le trabe la lengua y se ponga a llorar —dijo.

Bien, no era desprecio por Raúl, importante salvedad, sino por el absurdo
significado de su conducta y de que no fuese capaz de controlarse.

—Enseguida se pone a llorar.

Demasiados muertos en la conciencia, fue una idea de origen evidentemente


religioso que me asaltó. Pero no fue emitida hacia el mundo exterior. Podía
conservarla para mi propio y exclusivo consumo.

—Es verdad, compadre —dije.

—Y te monta ese espectáculo donde quiera que se encuentre.

La segunda idea, tan ingenua como descabellada, fue lanzada al ruedo.

—Oye, Carlos, ¿y por qué tú no hablas con Fidel?

La severidad del tema acabó por inhibir el uso de brother.

—¿Con Fidel?

—Alguien se lo tiene que decir.

—No —dijo—. Y te voy a explicar. Estos dos hermanos tienen una mecánica
muy especial de entendimiento. Y ninguno de los dos te aceptará jamás que le
traigas un recado de ese tipo.
—¿Entonces cómo se puede resolver el problema? Si tú no le pones el cascabel
al gato, yo no sé quién en este gobierno puede hacerlo.

—¿Y qué te hace pensar a ti que Fidel no lo sabe?

Sonrisa y silencio. No tengo más respuesta.

—De todas maneras, gracias por el elogio —dijo.

CAPÍTULO 3
EL VINO DE LA VIDA SE HA DERRAMADO

El casete de los Travelin Wylburys había sido retirado de la casetera por la


comprensión repentina de su incompetencia. Bien mirada la cosa, el Twin y el
Tercer Twin (que podía ser mi nombre circunstancial) éramos merecedores de la
cosa verdadera. Era necesario que Tony, a mi lado, se sintiera sosegado, tranquilo, y
que hiciera un buen viaje hasta casa de Gabriel García Márquez. Así que, al tacto,
saqué de su cajita rectangular la música qué podía resultar infalible en ese instante.
De verdad que lo hice al tacto. Yo sabía dónde encontrarle siempre y colocarlo con
certeza en la boca de alimentación de la reproductora y que no fallara. Nunca antes
se había cantado mejor una canción que «You Gave Me A Mountain» la noche del 14
de enero de 1983, hacia las 12:30 AM, en el Honolulu International Center Arena, de
Hawai. «El King», dijo Tony. Es preciso nombrarlo en inglés si nos vamos a referir
al King. Tony, en silencio, seguía la intensidad de la canción. ¿La música? Hay que
ser un príncipe que procede de otra galaxia y que mira hacia su propio pasado como
un himno de clamor nostálgico, resignado y de aguante, para poder cantar así.
«¿Quieres oírla otra vez?» Asiente. Desde luego que asiente. Y rebobinado especial
para el hermanito, y detenido a la perfección en el justo comienzo de la pieza. No
tengo memoria de que en ninguna otra ocasión —y sé ahora que será por la eternidad
de los siglos de los siglos— en que Tony y yo volvamos a estar juntos otra vez en un
auto por las calles de La Habana después de este mediodía en que los cumulonimbos
se precipitaban sobre la ciudad, oscureciendo sus paredes y suspendiendo la marcha
regular del tiempo. Pero, como siempre, cuando los escenarios son recuperados de la
memoria para ser contados, se convierten en escenarios y personajes en su estadio
perfecto. La misma calle de uso habitual llamada Quinta Avenida sobre la que
avanzan los mismos Tony y Norberto de sus conciliábulos habituales en el mismo
Lada de uno de los dos adquiere una fuerza deslumbrante cuando se cuenta que esos
hombres pueden tener sus días contados y que tienen chequeo y que se dirigen a casa
de Gabriel García Márquez mientras escuchan a Elvis Presley. Nacido en el calor del
desierto. Mi madre murió dándome la vida. Necesitado del amor de un padre.
Maldecido por la pérdida de su mujer. Busquen un escenario más complejo que éste,
de un hombre que va a morir y un escritor, con seguimiento policíaco los dos
mientras escuchan un lamento de vaqueros por las calles de La Habana. Tú sabes,
Señor, que estuve en prisión. Por algo que nunca hice. Ha sido una colina tras otra. Y
las he escalado todas una por una. De pronto, un Tony inédito, inédito por
desamparado, y embargado por una carga de tristeza y por las añoranzas del hombre
que reconoce el instante preciso en que ha comenzado a despedirse, en primer lugar
de él mismo, y que por tanto todo su entorno ha adquirido una dimensión definitiva,
como si no se recuperara del relampagueo enceguecedor que se produce al mirar el
sol de frente —«efecto de solarización» le llaman los fotógrafos—, y donde todas
las visiones, todos los tactos, todas las escuchas, adquieren un peso, como de plomo,
me mira, mientras yo llevo el timón del carro, se queda en esa posición, quizá
buscando la mejor fórmula para expresarse. Oh pero esta vez Señor tú me has dado
una montaña, yeah. Una montaña que tú sabes yo nunca podré escalar. Pero ésta no
es sólo una colina más. Tú me has dado una montaña esta vez.

Había un problema en el sistema de comunicaciones entre Tony y yo. El


problema de que él estaba convencido de que, además de ser los más brothers del
mundo, él era también una especie de héroe de uso particular mío. Yo sería su futuro
biógrafo (por decisión espontánea mía). Yo era el que escuchaba sus cuentos con
mayor fruición. Incluso, me los sabía casi todos de memoria, y de alguna manera,
mentalmente, los tenía clasificados. Y sabía perdonar, como un verdadero amigo,
sus pequeños deslices de alteración de una misma historia contada en épocas
diferentes. La situación, según podía contemplarse, era envidiable, puesto que no
todos los ciudadanos disponían de un héroe para su uso particular y lustre, sino que
era un héroe vivo y competente, y del que yo conocía la mayoría de sus cuentos y
que podía dar por seguro que nadie en La Habana tenía la mayor cantidad de sus
pinturas en su casa.

De modo que, cuando tú eres un héroe para el mejor de tus amigos, no es fácil
cruzar la barrera para confesarle que tienes miedo.

No se decidió.

—Coño, Norber —dijo.

Eso era un lamento. El lamento de mayor intensidad que él podía producir, al


menos en presencia mía.

El día anterior había ido con el Patrick a ver al miserable de Furry, en su


ostentosa oficina de segundo al mando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y
no me lo dice. Si su condición de héroe particular le impide confesarme que tiene
miedo, él sabe que la visita a Furry es, de muchas maneras, traición, y mucho más
inconfesable. El pobre. Estaba batiéndose en un mundo de tinieblas para el que no le
prepararon. Batiéndose por su vida. En ese caso, todos los recursos a emplear por su
parte eran válidos. Si yo había derrochado mi carrera como el cronista indiscutible
de la Revolución Cubana y mi estancia principesca en la cumbre de su poder por
decirles a él y a Arnaldo que tenían atrás a la jauría, era mi decisión, mi problema, y
si iba a esperar que me lo retribuyera en algún momento, no era éste el propicio para
que lo hicieran. Las deudas de los amigos que están siendo empujados rumbo al
patíbulo se condonan. Máxime cuando uno descubre su creencia de que la única
posibilidad de salvación la tienen en traicionar. En última instancia es lo que, a la
hora de la verdad, el socialismo real puede ofrecerte. Aceptemos con altivez, pues, y
más comprensivos que compasivos, de los hermanos, su traición.

Sólo esta línea de presentación de un informe sobre Robert Vesco, que sigue, y
luego explicamos.

SEPT. 19 [1985] DE: NF [Norberto Fuentes] ASUNTO: LIBRO RV


[Robert Vesco].Instrucciones recibidas: Contactar RV para una primera
conversación sobre su proyecto de escribir dos libros, uno de los cuales trataría
sobre su vida en el mundo de las finanzas como una respuesta de él a las múltiples
imputaciones que se le han hecho en la prensa occidental sobre estafa y turbios
manejos de los fondos de la IOS. Y un libro posterior que recogería su estancia en
Cuba y que tendría como propósito el agradecimiento a la hospitalidad recibida
aquí.Resultado de entrevista con RV: Confirmado su deseo de publicar dos libros
aunque con variantes de considerable importancia en relación con instrucciones
recibidas. RV propone hacer un primer libro de carácter novelesco en el cual se
utilizarían nombres ficticios y hechos adulterados y cuyos propósitos serían, según
su declaración textual: —Ganar dinero —Enviar millones de mensajes a lectores
interesados —Dar su versión de los hechos El segundo libro sería una versión
real de los hechos que sobre sus actividades financieras y políticas se han narrado en
el primer volumen, y donde aparecerían los nombres verdaderos de los que no hayan
respondido al llamado de alerta del primer libro. RV plantea que no le interesa «la
gloria literaria», aunque sí quiere autentificar de «alguna forma» su vinculación
directa con el texto de ambos libros. No tiene una clara idea de cómo lograr esto.
Nuestras opiniones: 1. Es necesario recibir orientación concreta de nuestros
objetivos en el proyecto. 2. El proyecto serviría a RV para chantajear y tratar de
neutralizar a ciertos círculos financieros y políticos comprometidos con él de alguna
forma. En este caso creo que el dinero es secundario. 3. Para RV no está claro el
papel nuestro [debe decir mío] como escritor. Ni en qué plano actuaríamos. 4. RV
se arroga el derecho de disponer del 100 % de las utilidades del proyecto: un 50 %
para sus hijos y el otro 50 % como donación suya a la clínica CIMEQ. Esto confirma
que no tiene una idea clara del papel a jugar por la parte cubana en el proyecto, ni lo
que le correspondería por el trabajo que aporte al mismo. 5. Un escritor con
prestigio revolucionario no debe aparecer como autor de un proyecto de dos libros
cuyo evidente propósito es el chantaje, a no ser que se le indique como tarea.
Proposiciones: RV constituye una fuente valiosa de información de carácter
político y financiero, [por lo que resulta obviamente] un objetivo de gran utilidad
para el trabajo de nuestra inteligencia, y el proyecto de realización de los libros
puede ser el pretexto más idóneo para obtener parte de esa rica información. 1.
Consideramos que el proyecto debe ser un libro escrito por un autor cubano, que
recoja los hechos de la vida de RV, sin lesionar sus intereses y propósitos, pero que
responda fundamentalmente a nuestros objetivos. Creemos que esto ofrecería mayor
rigor y respetabilidad ante los círculos políticos y financieros. 2. Este libro puede
estar escrito con nombres imaginarios o reales o con una combinación de ambos, de
acuerdo con los intereses nuestros y los de RV. 3. Este proyecto nos permitiría
maniobrar ante cualquier eventualidad que se pueda producir, ya que el libro
quedaría como un asunto entre el autor y RV, dejando a salvo el nombre de la
Revolución Cubana y sus dirigentes. Revolucionariamente, [fdo.]
Después de esto, el plan de Vesco quedaba suspendido en todo el territorio nacional.
Supe atacar el asunto justo por donde había que golpear para que no prosperara. La
ética seguía siendo un potencial de uso dentro de las filas revolucionarias, e incluso
Fidel en su solicitud para que yo agarrara la tarea necesitó esgrimir, aunque fuera
con dos brochazos, alguna argumentación válida y ésta fue que había que hacer todo
lo que nos uniera al enemigo. Bien, pero también el alma corrompida de Vesco era el
enemigo. Quedaba claro ese enfoque en mi informe. Aldana fue el único que no
quedó convencido del asunto. En cambio, cuando se lo pasó a Abrantes, éste dijo que
yo era «agudo». Y asintió con la cabeza.

—Es agudo el cabrón este.

Fidel nunca me hizo ningún comentario al respecto. Robert Vesco no


aparecería jamás como tema de las conversaciones que nos quedaban por desarrollar.

Aldana me comentaría después, estando a solas:

—¿Te apendejaste con Vesco? ¿O es que existe alguna razón?


Me conocía el cabrón ese.

—No, chico. Qué razón puede ser ésa —decía yo, encogiéndome de hombros.

La razón era Antonio de la Guardia Font. Yo sabía que estaba en crisis por
culpa de Robert Vesco y de un documental hipotéticamente clandestino que le había
hecho la cadena NBC en La Habana. Pero Fidel no estaba al corriente de mi amistad
con Tony. Un Tony al que le puse este mismo informe frente a sus ojos, antes de
enviarlo al Comité Central, y le dije:

—Mira a ver si estás de acuerdo.

Tony comprendió esa mañana no sólo que yo era su amigo sino que en su
defensa estaba dispuesto a jugarle una trastada a Fidel Castro. Creo que ése fue el
día y la circunstancia. El miércoles 18 de septiembre de 1985 hacia las 10 de la
mañana.

El día que fuimos los más amigos del mundo.

CAPÍTULO 4
UNA MATRIUSHKA ESCONDIDA EN UNA MATRIUSHKA QUE ESCONDE
OTRA MATRIUSHKA QUE

Tony y Patricio comenzaron a buscar a Furry desde el lunes por la tarde. La


idea era de Patricio. Pasaron por mi apartamento como a las 06:00 PM de ese día, y
me preguntaron por Furry. Mi poderoso vecino vivía dos pisos debajo de mi
apartamento, en una estancia fría y vacía, en la que su sala-comedor era dominada
por un aparatoso y viejo componente de música Motorola, con tocadiscos de plato,
doble casetera y radio y en el que todavía la reproductora de discos compactos no
había hecho su aparición, y que era un local, el apartamento, por el que desandaba
una anciana, amable y de paso lento, y de cartera colgada del antebrazo izquierdo y
la dulzura habitual de las mujeres que enviudaron muchos años atrás y que a uno le
da la impresión que hubo más placer que piedad en el gesto de cerrar para siempre
los ojos del marido y que aún no se adaptaba totalmente a los pisos de mármol y los
apartamentos en el onceno nivel. En otros tiempos, había sido la enérgica mujer que
enarbolaba un grueso cinturón de cuero con el que usualmente despellejaba la
escuálida espalda del Viceministro Primero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
cuando era niño, el niño que se jugaba a las cartas los centavitos de la merienda y al
que ella sorprendía, capturaba y desollaba.
Por fin localizan a su hombre gracias a la gestión de los subordinados de MC
Gustavo y Julio Machín, hijos del mártir revolucionario Gustavo Machín, «Tabo»,
que perdió la calavera con el Che en Bolivia, e incluso logran que Furry los invite el
martes a cenar —a los cinco, porque los Machín resultan incluidos.

No he podido determinar, hasta hoy, si esta cena fue en la oficina de Furry en


el MINFAR, o si se dirigieron al apartamento de Furry, dos pisos debajo del mío, en
el edificio de los generales. Pero los grabaron. Los casetes fueron incluidos como las
pruebas del fiscal en el juicio. Un juicio que, esa noche, aún no existe en la mente de
los principales encartados. Se avecina.

No obstante, la tarde anterior, cuando Tony y Patricio se me presentaron para


saber si yo como vecino tenía alguna noticia del paradero de Furry, y siendo en ese
momento dos mellizos De la Guardia totalmente desconocidos para todo aquel que
les hubiese conocido en las vísperas, fuera de control, los nervios a flor de piel,
sonrisas forzadas —¡y acompañados de sus respectivas mujeres, Marielena y María
Isabel!, como si ellas pudieran ofrecerles alguna protección—, Tony, antes de
despedirse, tuvo la delicadeza de hacer un aparte conmigo y mientras los otros
tomaban las sodas y el café que Lourdes —mi mujer «oficial», ¿recuerdan?— les
brindaba, decirme que al día siguiente se anunciaba su destitución como jefe de MC
y que si necesitaba sacar cosas de allí, que lo hiciera lo más temprano posible.

—¿O ya tú sacaste todo?

—Todo no. Pero mañana termino la razzia.

Estamos hablando de los toners necesarios para mi impresora láser Hewlett-


Packard que aún podían permanecer en el almacén de «MerBar», una de las
subsidiarias comerciales de MC creadas por Tony, y de los que me abastecí en
cantidades suficientes para que me duraran unos cuatro años. Lo que no resistió, por
cierto, fue una de las láminas plásticas de los rodillos del impresor, y sin la oficina
de Tony, imposible de conseguir en La Habana castigada por el embargo
norteamericano. Al final logré cambiar mi costosísimo equipo por un Okidata de
puntos.

Los hijos del mártir de Bolivia, «Tabito» y Julio Machín, son chivatos y están
entregando a Tony y a Patricio. Se hallan al servicio de Furry, pero no hay que
molestarse por eso. Patricio aspira a lo mismo. Al menos a un gesto comprensivo de
Furry. Y si no comprensivo, al menos compasivo. Y ha convencido a Tony de que le
lleve algún presente. Tony saca su más resplandeciente tesoro del almacén personal,
una pistola Desert Eagle Magnum, calibre 44, con cañón de 6 pulgadas, de ocho
tiros, que tiene un costo aproximado de 900 dólares y que uno de los lancheros que
transportan drogas a través de Cuba hacia los Estados Unidos lo acaba de traer de
Miami.59 Por lo demás, todo funciona como una cena de negocios, y son amables, y
la atmósfera es disipada, y se sirven vinos y algún asado, y Furry se abstiene de
mencionarles que el general de División Arnaldo Ochoa está preso, y Tabito y Julio
Machín juegan a la perfección sus papeles de jóvenes cuadros que tienen el
privilegio de asistir a una cena de esta relevancia, los supuestamente inexpertos
jóvenes que saben guardar silencio ante la conversación de los mayores, y que se las
arreglan hábilmente para pasar desapercibidos y que no son otra cosa que un par de
agentes de la nómina de Furry, y él los tiene sentados allí para que le sirvan de
testigos eventuales, además de que está grabando con micrófonos ocultos. Los dos
niños fueron el encargo de Ricardo Gustavo Machín Hoed de Beche —«Tabo o
Tabomachín»— a su hermano Tony «el Twin», antes de irse con el Che para Bolivia.
Coño, Twin, no me falles en eso, brother. Si me pasa algo, ocúpate de los
muchachos. Pero Gustavo Machín Gómez, «Tabito», es un muchacho con problemas
de personalidad, que es una de las formas de los altos dirigentes revolucionarios
cubanos de decir que tienen un hijo maricón; además de un deseo manifiesto y
reiterado —de «Tabito»— de morir por la causa (sic). Julio es otro asunto. Un
muchachón con otra «problemática». Y Furry no le ha dicho aún que su mujer le
engaña y que la CIM (Contrainteligencia Militar) tiene decenas si no cientos de
fotos que corroboran la consumación del hecho. (La infidelidad es uno de los temas
más espinosos que se puedan tratar con Furry desde el caso de la aeromoza que le
hizo conocer, en carne propia, la amargura de la experiencia.) Ochoa será
descreditado en breve ante los ojos de Julio Machín, cuando sea imprescindible
destruir esa imagen y hacerle clamar por venganza. Porque Arnaldo Ochoa es el
hombre que, montado sobre su mujer, la de Julio Machín, aparece invariablemente
en las fotografías producidas —y en custodia permanente— por la CIM. Un
estratega en suelo africano del nivel de Montgomery o de Rommel es convertido
involuntariamente y a sus espaldas, por el mismo aparato revolucionario que lo
cosechara y forjara, en una presencia obscena, ridicula, de una suerte de baratijas
pornográficas. Desde luego, no le enseñarán las fotos a Julio ni le dirán que lo sabían
desde hace tiempo. Siempre existirá «un amigo», es decir, otro agente como el
mismo, Julio, que se le acerque y le pase el recado, pero como informaciones y
sospechas combinadas de su obtención. Aliusha, otra hija de mártir, es una razón
adicional. En realidad es la verdadera razón. Más importante que todos los Machín
supervivientes juntos. Y fundamenta que todo quede dentro de los límites del más
estricto control. Aliusha, la esposa de Julio Machín, una médico cubana destacada en
Luanda, Angola (que es donde, en diciembre de 1987, Ochoa la atrapa, y le hace
crujir los huesos y las empellas, entre sus garras), una gordita más bien repulsiva, se
encarga, ella misma, de espetarle a todo el mundo, a la primera oportunidad, que es
la hija del Che Guevara, aunque por lo regular se abstiene de referirse a la madre. La
madre, que apenas ella menciona debido seguramente a que carece de toda fama
internacional, se llama Aleida March, y es una tiposa y arrestada trigueña criolla
procedente del Movimiento «26 de Julio» de Las Villas, en el centro de la isla, y que
se empata con el Che a bordo de un viejo jeep Willys militar modelo MB en un
pedregoso camino de Sierra del Escambray al final de la guerra contra Batista.
Aliusha tiene esta orientación vital. Su especialidad, en los salones a los que se hace
invitar o a los que entra dando codazos, es manifestar su parentesco con Che
Guevara. El Che Guevara que era el jefe de Gustavo Machín en las sierras
bolivianas, la última vez que el Che fue jefe de algo... y que Tabo Machín tuviera un
jefe, al menos en este mundo. Tabo había entrado en La Paz, Bolivia, con un
pasaporte falso ecuatoriano número 49836 a nombre de Alejandro Estrada Puig y se
le quedó Alejandro como nombre de guerra. Orlando Pantoja Tamayo —«Olo» u
«Olopantoja»— entró con otro pasaporte falso ecuatoriano, el número 49840. Estaba
a nombre de Antonio León Velasco y se le quedó Antonio como nombre de guerra. Y
como quiera que eran viejos compañeros de parrandas en La Habana, Tabo consideró
oportuno solicitarle a Olo el favor de que, si a él, Tabo, le pasaba algo, y él, Olo,
sobrevivía y lograba volver a Cuba, que velara si el Twin le estaba criando a los
hijos tal y como había prometido. No tuvo una tercera oportunidad de solicitarle a
otro «cúmbila» —amigo palo, socio del primer nivel— que vigilara si Olo cumplía
su promesa de vigilar a Tony para que cumpliera la suya. En efecto, a Tabo no se le
concedió ni la gracia de los moribundos que agonizan con cierta lentitud y tienen
tiempo de dictar sus últimos edictos antes de retirarse de esta trampa de mierda en
que lo meten a uno, la vida, ¿no?, ya que el comandante Machín —cuya principal
acción de guerra en la lucha clandestina contra Batista, fue ametrallar desde un carro
a toda velocidad una formación de indemnes policías del Servicio de Tránsito que
saludaban la bandera frente a su estación del barrio chino de La Habana y llevarse a
cinco de esos infelices de un solo rafagazo largo de Thompson—, y que los
soldaditos bolivianos bajo el mando del entonces mayor Mario Salinas Vargas le
dieron, en justicia histórica, del mismo caldo que es estar indemne cuando te
acribillan a balazos, el 31 de agosto de 1967. Vado del Yeso. Ese solo nombre tenía
que haberle despertado todas las sospechas. A todos. Empezando por «Vilo», que era
el jefe del grupo y tenía la misión ordenada por el Che de completar la exploración y
encontrarse con él. Vilo era el cubano Juan Vitalio Acuña, que se llamó «Joaquín»
en la aventura de Bolivia. Pero Vilo no manda siquiera hacer un reconocimiento en
la otra orilla del Masicuri, un par de hombres que pasaran primero y que les
señalaran que no había emboscada y que el resto de la gente podía cruzar. Poco le
queda por hacer a Tabo Machín después que se meta en el agua del Masicuri, al
norte de su confluencia con el Río Grande, y que el agua comience a llegarle a la
cintura y, elevando el fusil por encima de la cabeza, con los dos brazos, para
protegerlo del torrente, trate de ganar la otra orilla y entonces creer que el rumor del
agua se apaga y que ha visto un fogonazo. Lo próximo que ocurre y que tiene lugar
30 años después es que uno repasa las fotografías de esos ocho cadáveres de Vado
del Yeso, por lo menos cinco de ellos apilados sobre bancos de madera de la parte
vieja del hospital de Vallegrande, húmedos aún de las aguas, y aún indemnes, y con
los labios superiores recogiéndose sobre las encías, y la ropa acartonada por las
últimas emisiones de sudor que absorbieron y por una mugre terrosa y los coágulos
de sangre y mientras uno sabe que ninguno de los bolivianos que abrió fuego tuvo la
intención de vengar el atentado a los policías o acelerar el proceso de una
estratagema de Fidel Castro para sacarse de arriba al argentino y a una porción de
sus comandantes más belicosos. Ocho muertos y un prisionero y la famosa
muchacha colocada por el KGB en la cola del Che herida y pidiendo clemencia «a
grandes voces» pero rematada es la primera victoria del Ejército Boliviano contra el
foco insurgente de los cubanos. Tamara Bunke Bider. Ése era el nombre de la
muchacha reclutada por el KGB y que se llamaba Laura Gutiérrez Bauer de Martínez
cuando actuaba de enlace en La Paz o «Tania» en la guerrilla. Enlace en La Paz,
Bolivia, del Che —o del KGB— o de la DGI. El Che tiene que haberse vuelto loco
con ella porque era lo más argentino que se podía localizar en La Habana hacia 1962
(y que no fuera la Embajada, que estaba a punto de cerrarse), después de tres años de
Revolución; un tanto fuerte y no de carnes mórbidas o de curvaturas delineadas para
detener el tránsito, ni apetecibles, más bien una moza del tipo Komsomol, de las que
se destacaban en las acerías de los Urales o las grandes obras de choque soviéticas
de posguerra, pero no quiere decirse que fuera masculina, que lo era un tanto, sino
que su feminidad respondía a otras exigencias educacionales, y era sin discusión
ninguna una de las piezas más exóticas que hubiesen aterrizado en Cuba por
entonces, procedente de Alemania Oriental e hija de una fervorosa militante porteña
y un alemán y enviada por la Juventud Libre Alemana a estudiar en la primera
Facultad de Periodismo organizada por la Revolución en la Universidad de La
Habana, donde nunca se despojó de su uniforme de campaña de las milicias ni de la
pistola Makarov que llevaba a la cintura.60 Ernesto Guevara de la Serna, al que los
cubanos llamaban «Che» y que se hacía denominar «Ramón» en la guerrilla
boliviana, no podía dar crédito a la noticia de que la hubiesen barrido con la tercera
parte de sus fuerzas en medio de un río y sin ningún aseguramiento combativo.
Imperdonable en hombres de la veteranía de Vilo y de Tabo. Por su parte Olo tendría
bastante pocas oportunidades de regresar a La Habana y complementar los encargos
de los amigos. Se la zafaron en el mismo lugar y día que al Che. Escuelita de La
Higuera. 9 de octubre de 1967. Y por cierto que, poco antes de que los tumbaran a
los dos, y con el Che bajo los efectos, a la mitad o igual proporción, de un ataque de
asma y otro de histeria, y después de apuñalar por el lomo, montado sobre ella, la
muía que cabalgaba, el argentino puso pies en tierra y abofeteó a Olo, por alguna de
sus habituales indisciplinas. Una nimiedad, seguro. Por una sola vez en su vida Olo
Pantoja quiso no perder los estribos y mantener el control total de su compostura y
de inmediato supo que no lograría ninguna de las dos conductas y que nadie puede
ser sobrio cuando llora como un puñetero niño, por lo que se arregló un poco su
sucia y apestosa camisa y, con los dos ojos que una vez fueron de acero y que le
gustaba pensar que se congelaban en el vacío, miró al argentino y le dijo: «¿Por qué
tú me maltratas a mí? Tú me haces esto por la única razón posible. La única que te lo
permite. Porque soy cubano.» Llantos, histeria y mugre no suplieron a la Revolución
Boliviana propugnada por Che Guevara de las suficientes condiciones objetivas y
subjetivas que, según el marxismo, se requieren para echar a andar estos procesos,
razón por la cual para el 10 de octubre de 1967, Bolivia era territorio libre de
guerrilleros castrocomunistas. Pero —oh entuertos de la Historia magistralmente
elaborados por Fidel— Cuba se llevaba la mejor parte del pastel de esa derrota, junto
con la simpatía y las condolencias de casi toda la humanidad.61 Se habla, desde
luego, de la existencia de asesores militares norteamericanos en la lucha
antiguerrillera, pero la única cosa cierta es que las acciones fueron planeadas y
ejecutadas por oficiales y soldados bolivianos con pertrechos nada sofisticados. Fue
un ejército humilde y sin grandes pedestales el que derrotó a la guerrilla liderada por
un mito político. Eligió Bolivia pero antes pensó en Venezuela pero Douglas Bravo,
un comandante venezolano, no aceptó cederle el mando a un cubanoargentino; de
cualquier modo, la guerrilla se estaba derrumbando, como lo reconoció otro
comandante venezolano, Teodoro Petkoff.62 Allá Occidente, pues, con sus complejos
de culpa. Y en lo que respecta a Tony y su promesa a Tabo, el Twin no se vio
obligado a dedicarles mucho tiempo a ninguno de sus hijos, ni a Tabito ni a Julio
porque el mejor amigo de Tabo Machín y compañero suyo en el atentado a los
policías del Tránsito, el comandante Raúl Díaz Argüelles, se divorció de Mariana
Ramírez Corría, una bonita (entonces) y trigueña aspirante a locutora o actriz de
televisión y Raúl Díaz Argüelles, que unos 6 años después se convierte en el artífice
de las victorias iniciales de Cuba en Angola, se casó con la viuda de Tabo, una
muchacha llamada Chiqui Gómez, madre por supuesto de Tabito y de Julio. Es así
como los dos muchachos de Tabo crecieron, a la sombra benevolente del antiguo
compañero de su padre de ametrallamientos de policías del tránsito indemnes, amén
de recibir todos los cuidados y las atenciones que en aquellos años la Revolución
Cubana brindaba a los hijos de sus mártires. Nada en la personalidad de Raúl Díaz
Argüelles le permitía a los muchachos detectar al asesino despiadado que, desde el
bando de los revolucionarios, había asolado La Habana de los años cincuenta, hasta
que un día Tabito quiso tentar su suerte de niño finalmente huérfano y desvalido y,
al hombre que lo alimentaba y que lo vestía y que lo curaba y con el que jugaba, se
atrevió a llamarlo Papá. Díaz Argüelles no perdió la compostura. Pero miró al
muchacho con los correspondientes ojos de acero congelado. «Tu padre se llama
Gustavo Machín», le dijo. «Y le decían Tabo Machín. ¿Tú sabes eso? Tabo Machín
en La Habana. Así era como le decían.

Y era el tipo más encojonado que yo conocí en mi vida. ¿Tú no sabes eso?
¿Tampoco lo sabes? Pues no se te ocurra más nunca, teniendo un padre como el que
tú tuviste, llamar Papá al primer pendejo que te encuentres. ¿Tú me estás oyendo?
Que no vuelva a ocurrir eso, Tabito.» La oportunidad de contribuir a la educación de
Tabito y Julio le llegó a Tony a fines de 1975 cuando el transportador blindado BTR-
152 de Díaz Argüelles, que era jefe de las primeras tropas intemacionalistas que
llegaban a Angola, cruzó sobre un campo minado por la fuerza propia y una esquirla
le llevó de cuajo una pierna y le cortó la vena femoral. Mañanita no se convirtió por
segunda vez en viuda de un combatiente intemacionalista cubano pero sus tres hijas
—Natasha, Virginia y Cecilia— con Díaz Argüelles sí conocieron el sacerdocio de
ser descendientes directas del oficial cubano de más alta graduación caído en suelo
extranjero (un sacerdocio que implica ser aplaudidas brevemente en cuanto acto de
reafirmación patriótica, de tan abominables como interminables discursos e
imposición de medallas y juras de banderas, se les ocurra inventar en el Partido o la
Dirección Política del Ejército) mientras que los dos muchachos de Tabo con Chiqui
Gómez —que sí acababa de alcanzar la situación del doble enviudamiento de mártir
intemacionalista—, conocieron de nuevo la misma orfandad, mientras que una de las
hijas de Díaz Argüelles con Mariana, dentro de muy poco una hermosa jovencita,
Natasha, tendrá la posibilidad en unos 14 años de mostrar del temple de los Díaz
Argüelles de que ella está hecha. No me la pierdan de vista. Se va a casar con José
Abrantes, que para entonces va a estar en una situación lamentable, jodida, y a quien
le va a parir una hija. Pero eso es la historia que tiene lugar en el futuro. Por lo
pronto lo que estamos barajando es que, rescatado por Tony del Instituto de
Relaciones Económicas Internacionales (en la que se le acusa de conducta
homosexual) y puesto por el propio Tony al frente de la oficina comercial de MC en
Panamá, Tabito pronto va a considerar que la mejor fórmula de agradecimiento para
con el viejo compañero de su padre es servírselo a sus adversarios de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias, encabezados por el general Furry, y bajo un alud de
informes sobre todas las operaciones panameñas de Tony. Julio, destacado en
Angola, ha venido haciendo lo mismo en relación con Patricio.

—Bueno, mellizos —dice Furry, con su copa en la mano—. Ustedes me dirán


en qué los puedo servir.

Furry sabe que le van a hablar de los negocios de Angola y que tratarán de
obtener toda la información posible sobre su situación personal. Pero Furry les va a
dar todo el cordel que sea necesario, puesto que ésas son las órdenes recibidas de
Raúl.

Con uniforme de servicio de mangas largas y sus imponentes y quizá un tanto


exageradas charreteras con sus nuevos grados de general de Cuerpo de Ejército,
Furry disfruta de su vino y se dispone a escuchar la plática de cualquiera de los
mellizos —como él les llama.

Un Abelardo Colomé Ibarra que era un hombre apuesto —e incluso


carismático— y con el que se podían utilizar pequeñas bromas y acercársele como
un amigo, hace años que ya no existe. Las luchas de rapiña por el ilusorio poder que
se pueda obtener bajo Fidel Castro, le mermaron carne y lo encorvaron y le
alargaron la quijada, y desde junio de 1989, cuando se le designe para el cargo, va a
ser un Ministro del Interior apagado pero con ataques de priapismo y obstinado en
recordar que pasó la mitad de su infancia en el techo de un excusado.

Ahora no. Ahora está degustando un Rioja y espera que uno de los dos mellizos
se decida a hablar.

CAPÍTULO 5
LA MUJER DEL TENIENTE CUBANO

La guerra era en el altiplano, pero en Luanda las noches podían ser dulces,
tibias. De cualquier manera las avanzadas de Savimbi, nuestro enemigo secundario
en el terreno, ya estaban en el parque de Kissama, a unos 30 kilómetros de Luanda.
Por lo menos las FAPLA estaban reportando encuentros con sus exploradores.

Pero los angolanos del Gobierno del MPLA, es decir, nuestros aliados, mejor
dicho, el bando al cual nosotros nos habíamos aliado, lo tomaban con su habitual
resignación y además lo expresaban en portugués, que es una de las lenguas más
dulces del universo, y que los negros de las tribus del antiguo reino de N’gola lo
aderezan con las tonalidades de su aún más sosegado, más fatalista, más lento, y a
veces imperceptible si no nulo, reaccionar.

Cuando perteneces a un pueblo que una mañana, de hace apenas un siglo y


medio, levantaron completo en peso para meter en las bodegas de los veleros y
venderlo, desperdigado, como caballos o como viandas,63 en un mercado más allá de
los mares insondables y para no regresar nunca más a la labra, al quimbo, a los
consejos del soba, que han quedado abandonados, como por el efecto de una plaga o
de lo que hoy sería una bomba de neutrones, y del silencio, no hay que esperar de
nuestros aliados angolanos los mismos sobresaltos mayores de un Hermann Góring o
algún que otro mando del Tercer Reich al conocer que el Ejército Soviético se
hallaba a las puertas de Berlín, y ni una quebradura en sus voces y ni siquiera la
angustia en la mirada cuando aceptan que las avanzadas de la fuerza guerrillera del
doctor Joñas Malheiro Savimbi están en el parque de Kissama, ese santuario de
especies salvajes tan mal atendido por la Revolución Angolana donde una vez los
portugueses dejaban vagar elefantes y leones, como su principal atracción turística.
Herr Hermann, el reichsmarschall, no descendía de los aldeanos que lograron
esconderse en la selva circundante, o de los dos o tres ancianos (estamos hablando
de los ancianos de ese meridiano y tiempo, que son los hombres de 30 años) que
esperaron, prudentes, antes de regresar a la aldea, y allí hallar el revoleteo de unas
gallinas olvidadas y unas ristras de pescados secos, tendidos aún al sol, y comenzar
de nuevo. ¿Comenzar de nuevo...? ¿Con qué hombres jóvenes para preñar a las
mujeres y disfrutar como dulces zánganos, a la sombra de los quimbos, de los frutos
que las mismas mujeres labran en la tierra? ¿Y con qué mujeres jóvenes para parir
las crianzas y trabajar la tierra para proveer a los hombres de sus alimentos y del
poroto que calienta sus gaznates de cazadores y que es el fruto de los frutos y de la
maceración y del fermento?

Una tarde de diciembre de 1987, yendo a ver al Presidente angolano, en una


formación de dos autos, con el general Patricio y el teniente coronel Michael
Montañez, y Ortiz, el chofer de Patricio, nos hallábamos en nuestro Volga negro con
rutilante antena, vestidos todos de camuflaje y con el carro de atrás, un Lada, con
cubanos como escolta, en dirección a Futungo de Belas, el antiguo balneario y zona
residencial de los potentados blancos de Angola y donde ahora el presidente
angolano tenía su residencia, y pasando las postas en el atardecer rojizo del África
austral, y con nosotros deteniéndonos, obligados a detenernos, y jugándonos una vez
más el pellejo, pese a que fuese gente nuestra, ante cada uno de aquellos nidos de
ametralladoras de la carretera que salía de Luanda y avanzaba hacia el sur, siempre
pegada a la costa, y que desde hacía más de 20 años ya nadie podía circular por ella
y que terminaba, se suponía, en Lubango y por la que el presidente José Eduardo,
cada vez que se veía obligado —en dirección contraria, se entiende; nunca al sur,
siempre al norte— a emplearla en el corto tramo de unos 7 kilómetros que separaba
Futungo de Belas del centro de Luanda, era con su Mercedes blindado rodeado de un
pelotón de motociclistas de la policía y liderada por una caravana de tres veloces
BRDM-2, los vehículos anfibios blindados de reconocimiento del Ejército Soviético,
con tripulación mixta cubanoangolana, en completo zafarrancho de combate, y
haciendo sonar unas estridentes y agudas sirenas que ya de por sí parecen tener el
poder de abrir los caminos, y derribar barricadas, y con tirador cubano negro, el aire
batiendo las orejeras de su gorro de comunicaciones, como el de los pilotos, con
laringófono y un largo y grueso tramo de cable desde el gorro hasta el interior de la
cabina. Emblemático este negro nuestro, con la mitad del pecho fuera de uno de los
dos puertos de fuego, justo delante de la torreta con su amenazante juego de
ametralladoras, una KPVT de 14.5 mm, y una PKT de 7.62 mm. Firme el hombre en
su posición de combate y ciertamente atractivo cuando con una mano oprime el
laringófono al cuello y comunica alguna observación.

Bueno, no seamos injustos. No es que José Eduardo se vea obligado a coger esa
carretera porque de hecho la coge todos los días, por lo menos una vez al día, hacia
las dos de la tarde. Además, no es cobarde. No es uno de esos presidentes africanos
de ojos tan implorantes como asustados de las novelas de Frederick Forsyth. Fue un
hombre elegido por los soviéticos desde que lo tuvieron estudiando entre 1963 −
1969 para titularlo como ingeniero de petróleo en el Instituto de Petróleo y Gas de
Bakú en Azerbayán, y donde se mantuvo después de 1969 para seguir «sus estudios
en comunicaciones». Reposado, elegante, muy buen mozo y al que casaron —
insistían los soviéticos— con una soviética, a la que nadie conocía. (Aunque la
última línea de una biografía oficial que circula en Luanda, reza: «José Eduardo dos
Santos está casado con la Primera Dama Ana Paula dos Santos. Juntos tienen dos
hijos.» Que era la mujer que los asesores cubanos de Seguridad Personal reportaban
como «efectiva en el quimbo».)64 Y tiene el beneficio del público, de los
transeúntes, de unos viandantes que nunca cuentan en las estadísticas, descalzos y de
sonrisas sin motivo alguno que las provoque y de mujeres que cargan pesadas cestas
y todos los niños mugrientros y famélicos y con ombligos que parecen tetos
plásticos, que ve en el despliegue de fuerza y el rugido de los vehículos de
reconocimiento y el ulular de las sirenas un poder necesario y que les satisface y
enorgullece. La sublimación africana por el látigo que le doblega.

Otro soberbio vehículo de combate participa del avance cotidiano del


Presidente al Palacio del Pueblo. Un transportador blindado anfibio BTR-60PB de
ocho ruedas corre delante del Mercedes de José Eduardo. Entonces van las motos y
el Mercedes. Finalmente, algunos Ladas, en el llamado «cierre» de las caravanas,
que protegen y evitan que nadie se aproxime al convoy por la retaguardia.

Todo el personal constituido, a la mitad, por combatientes cubanos y


angolanos, y los angolanos entrenados por los especialistas de Seguridad Personal,
los mismos de Fidel Castro, que tiene esa deferencia con «el compañero José
Eduardo». En este caso, se repite la ecuación de servicio de los escoltas y choferes
militares que se dislocan al lado de todos los dirigentes cubanos: son también sus
celadores. No hay una palabra que se pronuncie en la residencia de Futungo de Belas
o en las oficinas del Palácio do Povo o a bordo del Mercedes —o del Tu-154
presidencial (los cubanos también lo acompañan en sus periplos al extranjero)— que
no sea inmediata y minuciosamente informada al Mando Cubano.

Pero a través de la ventanilla del Mercedes y/o desde la refrigerada posición de


José Eduardo en Futungo de Belas, la perspectiva presidencial tiene que ser
diferente.

Uno se percata de ello desde antes de que aparezca su criado en la antesala del
despacho presidencial en Futungo. Porque una oleada de perfume Calvin Klein, con
el que seguramente se ha bañado, invade la antesala.

Después de esa oleada invasora de fragancia, él debe de surgir en cualquier


momento.

El chofer —Ortiz—, y los muchachos de nuestra escolta se han quedado afuera,


desde luego, y esperarán hasta que se termine esto. Probablemente ya todos estén
buscando la cocina de Seguridad Personal en Futungo, para tomar alguna soda o
café.

Cuando el criado se presenta ante los cubanos, tiene un impecable safari de


Pierre Cardin color blanco, en el que hacen juego hasta los mocasines, también
blancos. Uno se da cuenta de su poder porque no usa medias con sus mocasines, un
detalle en exceso deportivo y libre para que un mayordomo presidencial se lo
permita. Habla en un susurro, cortés y sonriente, pero en el que la exigencia de una
disciplina está presente y es inflexible. Además, odia a los cubanos. Tenemos la
información.

Saluda por orden. Toma entre sus dos manos la mano derecha de Patricio.

—¿Cómo está el general Patricio?

Patricio asiente con una sonrisa.

—¿Cómo está la mujer? ¿Cómo están los filhos?

Patricio no tiene sus hijos en Angola. El criado de cualquier manera no los


conoce.

Patricio asiente.

El criado repite la ceremonia con el teniente coronel Montañez y conmigo.


—¿Cómo está el compañero?

Uno asiente.

—¿Cómo esta la mujer?

Asiente.

—¿Cómo están los filhos?

Uno piensa sin embargo que el hombre no tiene por qué hablar en un susurro si
José Eduardo no está durmiendo, sino que, se supone, nos debía estar esperando y
había recibido la comunicación de que nos hallábamos en camino. El susurro, piensa
uno, es un maldito plan de coerción del hombre. Obligar a los cubanos a hablar en
murmullos. Menos mal, piensa uno, que tiene un expediente abierto de «anticubano»
por los asesores de Seguridad Personal. Su odio se agudiza y te hace considerar la
proximidad de un peligro real cuando lo observas a los ojos, a la mirada rápida y al
acecho, y que no está a la defensiva sino presta al ataque, y enseguida sientes la
selva y calculas que si tuviera los caninos más afilados venía de una de las sectas
antropófagas del norte y que si no, es de una tribu de cazadores kwanyamas. Pero no
tiene la estatura de los kwanyamas. El expediente de «anticubano» carece de toda
eficacia para mitigar la mirada en acechanza de un descendiente de los cazadores de
hombres.

Nos mantiene de pie.

—¿Qué les puedo brindar? ¿Un whisky?

Ah, menos mal. Eso significa que se nos va a proporcionar en breve una
generosa cantidad de Chivas Regal.

Nos da la espalda, en busca de una acrisolada mesa bar, provista de una


suculenta batería de botellas, y la correspondiente hielera y los vasos y las copas.

Ha ganado cierta distancia, unos pocos metros, para que uno de nosotros haga
el primer intento de descompresión ambiental.

—Qué mal me cae este negro —murmura el teniente coronel Montañez, que es
el mejor hombre que Patricio tiene en Angola.

Patricio hace un veloz gesto del índice sobre los labios. Ssst.
—Es un descarado —insiste el teniente coronel Montañez.

Patricio mira al techo, como si se hallara en el proceso de iniciar una


invocación al cielo.

La estancia, una antigua residencia de algún comerciante portugués, no ofrece


ningún rasgo que la distinga de una casa de la clase rica en Cuba antes del triunfo de
la Revolución, a no ser que recuerdes que es la guarida del jefe de uno de los países
más ricos del mundo y que allá afuera, en la calle de acceso, hay un pelotón de
tanques soviéticos T-62 tripulados por cubanos y que a menos de media hora de
camino, hacia el sur por la carretera de Lubango, ya hay avanzadas de las tropas
enemigas de Joñas Malheiro Savimbi y que en ese pedazo de sala amueblado con
espíritu bastante mediocre, se cocina de muchas maneras el capítulo penúltimo de
dos historias al final convergentes: la del comunismo y la de la Guerra Fría.

El hombre tiene dispuestos los tres vasos en fila y les ha dejado caer unos
cubitos de hielo cuando se percata, por un pasillo a la derecha, de que José Eduardo
ya se aproxima.

Abandona la tarea de barman y se dirige a nosotros para invitarnos a tomar


asiento.

—¿Pero... por qué no se sientan? Pónganse cómodos, camaradas. Yo no tengo


que ordenarles que se sienten, ¿verdad? General Patricio, usted sabe que ésta es la
casa de los camaradas cubanos.

Demasiado tarde.

El compañero Presidente, también bañado en perfume, pero esta vez un


costosísimo «Imperial» de Guerlain, escanciado a borbotones sobre su lustroso
cuerpo de negro rojizo —como rojiza era su mirada— y en las dispendiosas
cantidades que ni siquiera Ronald Reagan se hubiese permitido de su perfume
favorito y que sin duda por su fresca base de limón era el adecuado para el África
subsahariana, y con un traje negro, perfecto, y perfecta como sólo pueden ser las
telas —una estupenda gabardina inglesa— cuando se importan junto con el sastre
desde París en un vuelo charter para que mida y corte los trajes que Monsieur
Camarada Presidente llevará en la próxima temporada y con su camisa blanca de
seda y una corbata roja, avanza con paso suelto y rápido hasta colocarse frente a
nosotros.

José Eduardo reconoce a Patricio inmediatamente y a despecho de cualquier


cosa que piense su criado, es evidente que Patricio le resulta de su simpatía.
Avanza hacia Patricio con los brazos abiertos, pero se detiene porque Patricio,
aunque sin alardes ni estridencias ni las fanfarrias del desfile en la Plaza Roja de
Moscú, se ha puesto en posición de firmes, en la que ha sido una revisión de
compostura casi que imperceptible, ya que su físico erguido y la gallardía de sus
entrenamientos como paracaidista le permiten la rápida recomposición de su porte, y
llevándose la mano a la visera de su gorra de camuflaje con el estampado negro al
frente de su estrella y ramas de olivo del grado de General, le rinde el parte:

—Compañero presidente José Eduardo dos Santos, se presenta el general


Patricio de la Guardia, jefe de Misión del Ministerio del Interior cubano.

Patricio se ahorra algunas palabras para —es evidente— no alargar la


ceremonia de saludo, pero lo ha hecho en el tiempo preciso, y ahora también le
sonríe a José Eduardo y también le tiende los brazos. El efecto ha sido positivo en
todos los órdenes. El presidente se siente halagado y a su vez no ha tenido que
soportar una de esas interminables parafernalias de los militares.

Se cogen de las dos manos y se las estrechan al unísono y con vigor.

El consenso de los informes de Seguridad Personal es prisionero en su propio


palacio. Incapaces de penetrar en el espíritu y el pensamiento de los angolanos y en
el caso de José Eduardo, pese a toda la técnica microfónica y todos los hombres que
le despliegan a su alrededor, manifiestan su total fracaso cuando describen a un
hombre silencioso, apagado, ganado por una inexplicable melancolía. No ven al
hombre sitiado que hace del mutismo su único bastión defensivo.

Poco más sabemos por sus escoltas cubanos. Que tiene una vida muy retirada,
que es fiel a su mujer y que su madre vive en una casa modesta en las cercanías de la
playa y que José Eduardo la visita con frecuencia. Pero visitas secretas, sin
despliegue de vehículos de reconocimiento ni ulular de sirenas, a altas horas de la
noche y él entra solo al abrigo de su casa materna y el par de hombres que lo han
acompañado, vestidos de civil, dejan sus AK-47 en el coche y montan una guardia
discreta en la calle de acceso. Silencio radial. En el marco de la ventana, a contraluz,
dos siluetas. Más allá, en la playa cercana, el fragor del mar.

Patricio presenta a sus compañeros, a su izquierda:


—Éstos son mis compañeros.

Tiene sólo un año más de edad, uno sólo más que yo, y nunca estudió en
Occidente y nunca conoció de cerca el advenimiento de los grandes acontecimientos
culturales de este siglo como el rock o el establecimiento de la mafia en La Habana
y cuando yo organizaba uno de los primeros batallones de combate de estudiantes
habaneros para luchar a favor de Fidel Castro contra el imperialismo yanqui, él era
un estudiante de bajas perspectivas deambulando por los arrabales de Luanda, pero
ahora tiene el poder que yo nunca tendré, el poder real, el que si tú quieres lo
traduces en mujeres que calientan tu cama, y en alfombras rojas y disponer de
ejércitos y aviación y donde todos los secretos terminan y asimismo comienzan.
Nada te es secreto. Todo lo haces secreto.

Con un gesto, que es cálido e imperativo a la vez, nos indica que tomemos
asiento.

Pese a su contención, pese a su sobriedad, es carismático y es atractivo y uno


sabe casi de inmediato que es un hombre al que le gusta negociar, al que le gusta
hablar de negocios, algún viejo fenicio en sus genes.

El objetivo de la visita de Patricio es resumirle el estado en que se encuentra la


gestión de compra de cuatro aviones Hércules C 130 y el estado de la situación
operativa de la UNITA, que está a las puertas de Luanda.

Entonces es cuando el presidente Dos Santos retrocede tres pasos, con el objeto
de poder abarcar en el conjunto de un solo campo visual la presencia de sus tres
invitados cubanos, con botas, uniformes de camuflaje, cananas y pistolas al cinto, y
«Maico» —el teniente coronel Montañez— que traía además su cuchillo comando
MK-2 Camillius de marine yanqui degollador en Guadalcanal, y preguntar, con
auténtico asombro, no por burlarse ni por bromear, sino porque realmente quería
saberlo:

—Pero... ¿Y ustedes por qué están vestidos de esta manera, camaradas?


¿Dónde es la guerra?

Tony me lo decía antes de mi último viaje a Angola:

—Coño, Norber, dile a Patricio que aguante la mano. Con lo viejo que está.

Sigue la jodedera. Noches de Luanda a todo meter.


—Sí, señor, decía Tony.

—Qué jodedores —decía yo—. Ése es Arnaldo.

—Ahora resulta que Patricio ha descubierto la tortilla.

Referencia a las relaciones lesbianas que en Cuba se ofrecen como un plato


sexual exquisito. Un espectáculo digno de ser observado por los varones. El ideal es
llevarse a las mujeres en pareja y agotarlas entre ellas dos para luego uno dar las
acometidas finales. Los expertos saben —o al menos lo explican de esta manera—
que luego de que una mujer entra en contacto con la llamada tortilla pierde una parte
de su control, hay un desnudarse del alma que las hace probablemente insaciables a
partir de entonces. Tal es la experiencia con un por ciento de ciudadanas cubanas.
Crea una especie de dependencia al vacío. Pero es muy dañoso no regarlas de semen
al final puesto que las endurece en grado sumo y la piel se les hace resecona y
siempre recordando que el semen por su alto contenido de proteínas favorece a la
regeneración celular y la producción de orgasmos sin ningún elemento internado que
someter a los espasmos y visto en dirección opuesta, la vagina sin ningún elemento
de agarre de los espasmos de la carne, crea esa situación de desespero permanente.

—Ahora es que este cabrón la ha descubierto. Con lo viejo y lo pendejúo que


está. Qué comemierda —se quejó Tony.

(En el fondo conceptual de todas las cosas se trata de la conducta de tanta


prosperidad entre los cubanos de amarse los unos contra los otros. En eso hemos
venido a parar los habitantes de esta isla que con tanto juicio han querido
desentrañar Hugh Thomas y Ernest Hemingway y Sidney Pollack y hasta el sabio
alemán Humboldt —¡y la CIA por supuesto! Los cubanitos de Anais Nin, una
cubanita ella misma. Puede decirse que, de algún modo, la filosofía de conservación
a toda costa de la virginidad hasta la celebración de boda de los años cincuenta nos
llevó como en un plano inclinado a las tortillitas de los ochenta, porque el problema
es profanar, algo más que poseer. Ya no basta con volar el himen a una individua,
con desvirgarla, ya que esto sólo se puede lograr una vez con cada mujer, a menos
que se gasten una millonada en alumbre o se vuelvan a coser el himen, como aquella
gorda cincuentona que le dijo al capitán Eloy Paneque Blanco, «Bayamo», que ella
era virgen, porque lo suyo era que la desvirgaran. Se gastaba una fortuna en la
reparación del himen cada vez que fornicaba. Pero, si puedes ponerla a hacer tortilla,
dale. Había que hacer algo más. Siempre.)

Por esta época hacía rato que yo me había dejado de llamar el Tercer Jimagua
(sin relación con The Third Twin, la novela de Ken Follet). Porque para lograr un
calificativo adecuado, que expresara gráficamente la solidez de mi relación con los
mellizos De la Guardia, éste resultaba poco imaginativo y gracioso, sobre todo desde
que había descubierto en una carta a Tony del «Chino» Figueredo, bravo
combatiente de la lucha clandestina contra Batista y luego activo miembro de «La
Comuna», una especie de francmasonería de artistas que eran militares,
nombrándose de esa manera, Tercer Jimagua, y al darme cuenta de que podía ser una
aspiración habitual de los satélites de los mellizos, gente que podía sentirse
inclinada a estas descargas de aduladores (que no era el caso del «Chino» Figueredo,
hasta donde me fue perfectamente visible comprobar). Entonces el nombre genérico
de Banda de los Dos fue adoptado. Éramos la Banda de los Dos, que era el nombre
que nos había endilgado Gabriel García Márquez en cierta ocasión y hablaba de un
firme y estrecho vínculo de amistad. Pero bueno, lo digo para que se vea hasta dónde
era estrecha esa amistad, al nivel de considerarse mi adopción como Tercer Twin y
de que Tony se tomara la libertad conmigo de atacar con bastante dureza a su
hermano —cosa que, hasta donde yo conozca, no fue algo que ninguno de los dos se
permitiese con terceros.

Pero ni siquiera haciendo valer nuestra indiscutible y probada amistad —y esto


es algo que puede resultar pesado decirlo ahora—, no creí adecuado sumarme a los
insultos que estaba pronunciando Tony.

Yo voy a necesitar de unos nueve años y de distancia y de convertirme en un


renegado de la Revolución y de llegar al exilio y de repasar centenares de veces
estos recuerdos y cruzar la información con los documentos a mi alcance, para
entender que Tony estaba claro. Tenía toda la razón. Patricio era el eslabón más
débil.

Aunque después de esta conversación, de una manera un poco entendible, Tony


y yo comenzamos a distanciarnos, al menos por un tiempo (Tony cediendo a las
presiones de Abrantes, por un lado, y de Amadito Padrón, por otro, ya que yo no era
santo de la devoción de ninguno de los dos),65 luego nos volvimos a unir, y es una
época en la que estoy mucho más cerca de Patricio, que también aprovecha un par de
ocasiones para soltarme un par de bocadillos contra la incomprensible conducta
irresponsable de su hermano.

Sigo con Tony. Es decir, continúo narrando una conversación con el coronel De
la Guardia que debe haber ocurrido hacia principios de diciembre de 1988, en
vísperas de un viaje mío a Luanda.

Tony me está diciendo que va a dejar los negocios. Se refiere a las actividades
comerciales para las que, precisamente, lo nombraron como jefe del Departamento
MC.

Eran órdenes de Abrantes. Desinformar sobre sus operaciones comerciales.

Después, la arremetida contra Patricio.

Después (un después que podía ser una hora, un día o una semana más tarde),
Tony se arrepentía de haberme incluido en el grupo de los objetivos a desinformar y
se disponía a la confesión. Él consideraba que era muy explícito y que hacía gala de
una basta y abundante argumentación para explicarse.

Decía:

—No voy a dejar los negocios nada.

Cerrado el caso. Innecesaria una palabra más. Rápido campaneo (vistazo) de


Tony (que yo descubro en el retrovisor) para ver mi reacción, lo que en los
adiestramientos de Inteligencia se llama «Lenguaje Extraverbal» u otros califican
como «Lenguaje Corpóreo» y los más acuciosos como «Comunicación Extraverbal
Involuntaria». Yo apruebo con un gesto de la cabeza. Incluso hasta puedo levantar el
pulgar e inmediatamente decir que la está partiendo. Entonces el campaneo es mío, a
través del retrovisor, para saber si mi socio está satisfecho por la forma en que yo he
aceptado su amago de explicación consolidada de siete palabras.

—Bárbaro, salvaje, brother —digo—. La partiste completa.

Ya me ha «campaneado», ya lo he «campaneado». Nos hemos «campaneado»,


que no existe otra descripción más adecuada para formular que algo ha entrado en
fracciones de millonésimas de segando en el campo. En dependencia del objeto
descubierto se desprende la rapidez de las acciones y que las campanas llamen a
rebato, y esto queda descrito en el exacto, preciso, indiscutible instante en que se
produce el golpe del badajo contra el cobre interno de la panza. Campanear.

Es un adiestramiento. La mirada, presta a ubicar cada objeto en el campo


visual y saber discriminar en el exacto filo de un instante dónde se puede confiar y
dónde se puede emboscar el peligro, una capacidad de discernimiento visual que el
uso califica de «felina», esa rapidez que nosotros llamábamos «campanear» y que
parecía ser un requisito para aquellos que pertenecieran a la más alta magistratura
del país compuesta de estos condottieros en activo, hombres de armas todos, y que
—pueden darlo por seguro— en cada uno de ellos se encontraba alguien que había
matado por lo menos en dos o tres ocasiones y por extensión, desde luego, era la
troupe de mis amigos de esa etapa de mi existencia en los predios del poder. Pero los
dos personajes de mirada más rápida y de mayor atención al peligro y de capacidad
de intuición que he conocido, eran el mismo Fidel y después Tony. Fidel, más viejo,
más experimentado, más dado a la vida de salón, y con conocimientos histriónicos,
sabía mantener todos sus dispositivos de prevención en estado de alerta máxima sin
que nadie a su alrededor se percatara.

Los sermones antipatricio venían ocurriendo desde septiembre u octubre de


1988; Tony soltándome estas advertencias para que yo se las trasmitiera en Luanda a
Patricio. Después Tony torcía a hablar de «la actividad comercial», y esto me lo hizo
dos o tres veces, pero de cualquier manera que él dejara o redujera al mínimo
posible la tan agraviante «actividad comercial» se avenía perfectamente con mi
criterio de lo que debía ser la dirección del golpe principal de MC, cero comercio y
mucha política —que en su caso se traducía en muchos asesinatos. Hombre, uno
entiende que el trabajo de Inteligencia requiere del apoyo de una estructura
económica, y hasta donde yo sabía Tony era dueño de una línea de ómnibus y una
firma de arqueología y fotografía submarina en Centroamérica, una oficina
comercial en Panamá, la oficina comercial y tiendas de Luanda y tenía
representantes en México, Ghana y España. Mi tesis (totalmente acertada, y me
perdonan) era que la Revolución Cubana no tenía nada que ver con el dinero
mientras la URSS existiera y nos mantuviera. Allí lo único que interesaba era la
política, la aventura revolucionaria. («Allí» es Cuba.) Y uno se refería así a la
hipotética obligación intemacionalista de la URSS sin pensar ni por un instante que
aquello pudiera verdaderamente desaparecer. Era una gracia eterna de la que éramos
depositarios. Bueno, en definitiva era la más maravillosa ofrenda estratégica que
nunca hubiese caído— y tan graciosamente —en sus manos: un inmenso
portaaviones de 111.000 kilómetros cuadrados fondeado a 90 millas al sur frente a
las costas norteamericanas. Mirado de esa manera, no teníamos precio. Y la
vitalidad y la hermosura que le daba Fidel al liderazgo del comunismo a escala
internacional, tampoco había oro de Moscú con que sufragarlo. La portentosa ayuda
soviética. Ya íbamos por los 20 billones, una deuda de la que sólo se había pagado el
2 %. Así que yo le decía a Tony que se olvidara de tanta pasión comercial y se
dedicara a la función específica de los killers con la que había sido creado MC
originalmente: que se pusiera a matar enemigos de la Revolución en el exterior.
Ajusticiamientos era su tarea, a la que luego se sumó romper el bloqueo.

—Mata, mi hermano —decía yo en un híbrido de ruego y de entrenador


conminando al campeón en su esquina—. Tu tarea es ésa, Tony. Mata un poco de
hijoeputas y olvídate de estar trasegando con decodificadores de señales de
televisión.

Les voy a decir una cosa: si me hubiese hecho caso, Tony de la Guardia no
estaría donde está ahora. Aquél fue el otoño de sus crímenes y no lo supo
aprovechar.

Ésa es una verdad.

La segunda verdad es que nadie pasa a la historia por trasegar codificadores de


señales de televisión pero sí por matar.

Cuando tienes suficiente cultura política te das cuenta de que el crimen no


existe. Y participas tranquilamente del mecanismo. Eso no es endurecerte. Es
comprender.

No hay crimen, brother. Hay estadistas y soldados. Hay órdenes.

Lo único es que debes prepararte para un día ser tú mismo el objetivo de un


«contrato». Coño, brother, nada personal. Pero aquí dice, en este papel que obra en
los archivos del Partido, que tú estás dispuesto a dar la vida por la Revolución
cuando sea necesario. ¿Ésta no es tu firma? Pues bien, brother, el Comandante te
manda a decir que éste es el momento en que la Revolución lo cree necesario. Pero
que no te preocupes por tus hijos. La Revolución se ocupará de su educación. Y el
Comandante personalmente se encargará de que nunca les falte nada.

Lo que falta y que tiene lugar un ratito más tarde es un potrero, el helicóptero
Mi-8 en vuelo Hoover, una lectura de la decisión del Consejo de Estado de fusilarte,
una palmada en el hombro y un nos vemos.

Y ésa es la tercera verdad.

Pero había algo en lo que yo me equivocaba, la principal actividad comercial


de MC, el tráfico de drogas, era un asunto político, no económico. ¡Tenía que ver
con la independencia! —me había explicado meses antes Carlos Aldana, el
secretario ideológico del Partido, repitiendo algo que le acababa de escuchar
entonces a Raúl Castro. Claro, Raúl no refiriéndose a MC sino, en general, al
narcotráfico como vía de escape de los países latinoamericanos.

Aunque Tony y yo no hablamos sobre este asunto, el narcotráfico y su


participación en él, amplia y bastante francamente, hasta el domingo 30 de abril de
1989, dos días después de que me enviara al gordo Jorge de Cárdenas a mi casa con
más de medio millón de dólares en una saca plástica. Antes de esa fecha Tony
procuraba explicármelo de la mejor manera, aunque con pocos detalles. Me refiero a
él explicarme el punto de vista revolucionario del asunto.
—No todos los negocios son aborrecibles, Norbertus. No todos. Hay algunos
que es necesario hacerlos. Estamos obligados a trabajar en determinadas áreas y con
determinadas mercancías. Si no lo haces, no puedes entrar en la política
latinoamericana.

De todas maneras, llego a Angola y tengo el recado para Patricio.

—Te doy este recado porque Tony me pidió que te lo trasmitiera. Me lo ha


pedido otras veces pero yo no he querido hacerlo. Etc.

Etc.

Angola era una de las últimas batallas de la Guerra Fría, y yo la estaba


cubriendo de manera ejemplar, desde los más altos niveles, donde se tomaban las
decisiones hasta la tierra de los más miserables combates, incluyendo la experiencia
de perder un motor cuando se despega de N’Dalatando el sábado 5 de diciembre de
1987 o tomar el mando de una compañía de cubanos perdidos en la Sierra del
Candjival el 1.° de marzo de 1982, y bien provisto con una carabina AK-47 del Pacto
de Varsovia, que luego cuando veo en manos de los malos en alguno de los remakes
de James Bond me matan de envidia y de celos y de nostalgia. Fidel había sabido
aprovechar muy bien el inmovilismo norteamericano después de Vietnam y estaba
desarrollando su guerra y poniendo las trincheras de Cuba a 13.000 kilómetros de
distancia. Después de la crisis de octubre de 1962 había logrado desarrollar un
ejército sin competencia en América Latina y, realmente, si se excluía el uso de
armamento nuclear, capacitado para enfrentarse a las fuerzas armadas
norteamericanas —un crecimiento espectacular y a paso tan decidido que
evidentemente se escapó de las manos del Pentágono—, y casi todo soterrado o en
cuevas naturales, y de tal modo poderoso y con la posibilidad real de hacerles una
enorme mortandad a los invasores, que descartó la solución militar; y además Fidel
estaba entrenando a sus hombres en forma cuasipermanente en el combate real en
Angola y Etiopía. Había dejado la contrarrevolución externa e interna al Ministerio
del Interior —Miami y Cuba—, mientras engordaba su ejército y después lo
fogueaba en África. Luego de Angola vino Etiopía y en los últimos años estaban
amenazando seriamente con Sudáfrica. Recuerdo mi conversación con el jefe del
Estado Mayor cubano, el general de División Ulises Rosales del Toro, una tarde de
mediados de 1988 en El Cairo cuando salimos a estirar las piernas y le regalé un
pomo de colonia Drakal después de cenar en la casa del embajador cubano y él me
habló de nuclear a todas las fuerzas del continente en aquella guerra sagrada contra
el apartheid y me preguntó: «¿Tú crees que exista algún presidente del área que le
niegue a Fidel algunas divisiones para la guerra contra Sudáfrica?» «No» —dije—,
«desde luego que nadie se las niega». «En el momento que Fidel quiera, tiene en sus
manos, para empezar, 20 divisiones. Y no paramos hasta Ciudad del Cabo.» La
ayuda a los movimientos guerrilleros de los sesenta bajo el palio del Che Guevara
había servido sobre todo para influir decisivamente en los movimientos políticos
independentistas de África y en deshacerse de los más revoltosos de nuestros
hombres. Aunque, claro, en realidad Africa había pertenecido más al dominio de la
disputa chino-soviética que al de la confrontación con los yanquis, pero Fidel había
logrado convencer a medio mundo de que los yanquis estaban detrás de cada acción
en su contra en las costas africanas y a favor de los racistas blancos sudafricanos y,
en el mismo momento que si alguien desesperaba por sacudirse del apartheid eran
los americanos, él acababa de meter 998 tanques, 600 transportadores blindados y
1.600 piezas de artillería en Angola.

Tal era el fondo histórico sobre el que se desarrollaban mis aventuras africanas
de la parte alta de los ochenta y sobre las cuales debo aún algunos libros, que
permanecen por lo regular a medio terminar como los materiales rodantes y las
piezas de artillería que se abandonan en el campo de batalla, rotos, inutilizados, sin
combustible, sin municiones, pero que alguna vez fueron tripulados y bramaban y se
pensaba que con ellos sería trasladado al lugar que es la victoria. Es también el
escenario histórico sobre el que Arnaldo Ochoa suele bajarse los pantalones ante dos
—o tres o cuatro o cinco— simpáticas y divertidas puticas cubanas y, miembro en la
mano, como una batuta, tomar el mando de sus ejércitos de la noche.

Oh Dios, la fornicación nuestra de cada noche dánosla hoy.

Para hablarles claro, no se lo digo a Patricio de inmediato. Espero casi un mes


desde que aterrizo en Luanda para comunicarle a Patricio que en La Habana una
muchacha llamada Cristina Diéguez (él, Patricio, debe conocerla perfectamente
porque es novia de su hijo mayor) ha regado la especie de que vio salir desnuda de
un pasillo, en «un pase muy raro de un cuarto para otro» (sic) a la doctora Aliusha, la
robusta y enérgica hija del Che, a eso de las dos de la mañana y que no se percató de
su presencia en las penumbras del pasillo, y que salía del cuarto de Patricio y su
mujer hacia el cuarto de invitados en el que se hallaba Willy Cowley con la suya, es
decir, el teniente Guillermo Julio Cowley del Barrio y su correspondiente esposa, la
sargento paracaidista Aymée López.

No hay información precisa de qué hacía la compañera Cristina Diéguez de


centinela de los pasillos de la residencia en Luanda del general de Brigada Patricio
de la Guardia, jefe de la Misión del MININT.

—Espérate, espérate —le digo a mi hermano, el Patrick—. Espérate, que hay


más.

En realidad, ni siquiera empleo mi estancia de casi un mes en Luanda para


rendirle este comunicado. Espero a que regresemos juntos a La Habana —él en un
viaje de consultas, yo en mi último cruce del Atlántico como hombre de confianza
de Fidel—, y que estemos en el aburrido aeropuerto de Islas Sal, después de cinco
horas de vuelo desde Luanda, mientras la nave reposta. No era el mejor momento
para esta conversación porque nos hallábamos un poco sobreexcitados. Habíamos
entrado en una zona de turbulencias severas antes de Sal, que tuvo aleteando el
Illushin-62, y a Patricio, entre divertido y asustadizo, diciéndome «¡Esto es un
Stuka, Norber! ¡Un Stuka!» y yo respondiéndole «¡Un Stuka de bombardeo en
picado, Herr General! ¡Bombardeo en picado!» Pero había sido un mal trance,
aunque no en una escala dramática. Pero luego el capitán había abortado dos veces el
aterrizaje porque tenía las nubes arrastrándose sobre el piso.

Sal era la escala antes de las nueve horas del salto hacia La Habana, Sal un
mediodía de enero de 1989. El viejo aeropuerto de II Duce. Remozado por la OTAN.
Capturado por nosotros. A las puertas del África austral.

Falta lo de Enriquito.

—¿Trajiste una novia de Enriquito, no?

Sí.

Estaba autorizado en los protocolos militares de colaboración internacionalista


que los oficiales de mediana a mayor responsabilidad tuvieran a sus mujeres
consigo. Daba más estabilidad en su trabajo y un mejor aprovechamiento de las
estancias de los compañeros oficiales en el cumplimiento de sus misiones.

—¿Y botó a Enriquito porque decía que Enriquito tenía mal aliento?

Sí.

El teniente Enrique Folio era un muchacho dispuesto y sonriente, con una


estatura de basquebolista, y a la altura que tenía la cabeza uno no tenía por qué
enterarse de su halitosis y si era cierta o no la argumentación de la muchacha para
despedirlo. Parecía tener la dentadura sana y limpia. Al menos su sonrisa era un
tanto inocente y agradable a la vista. La acusación de ser un portador de mal aliento
no le impidió convertirse en el más condecorado de los combatientes del Ministerio
del Interior en Angola.

—¿Y todos se la pasaron por la piedra?

—¿Y la tuvieron, allí en Luanda, una tonga de meses?

La gordita, rubia, decididamente de empaque rubensiano pero con uniforme de


camuflaje, se llamaba Patricia de la Cruz. Era hija de un actor de la televisión del
subdesarrollo que se produjo en Cuba después del triunfo de la Revolución. Un tipo
enclenque, feúcho, llamado René de la Cruz, que se especializaba en el papel de un
pescador que es confidente de la Seguridad del Estado, eso en pantalla, y como
confidente de la vida real entre sus compañeros actores, eso fuera de cámara, y que
para ser un hombre enjuto de hombros y huesudo y enclenque, había producido una
hija rolliza, fuerte y que no se cansaba de fornicar. La madre era una pianista de
cabaret, salibosa y de poco éxito «en la vida» —ni siquiera el matrimonio con un
adefesio como René de la Cruz le había funcionado— y que insistía en vestirse como
si estuviéramos en los años cincuenta. Sandra Leonard. La madre de Patricia de la
Cruz. Sandra Leonard. Ella está entre los responsables del fusilamiento de cuatro
combatientes revolucionarios, incluidos Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia. Al
menos, fue una de las personas que entregó a Fidel Castro más evidencias útiles,
para argumentar el crimen. Decenas de cartas de Sandra Leonard a todas las
instancias del Partido y el Gobierno acusando a Ochoa y a Patricio de haberse
llevado a su hija para Angola por el mero objetivo de acostarse con ella y de
inducirla a participar en sus festines sexuales. Arnaldo y el Patrick tratantes de una
sola blanca.

—¿La mantuvieron en Luanda una tonga de meses después de la separación


con Enriquito?

—Eso es correcto.

—¿Y que no se les ocurrió darle un certificado de Cumplimiento de Misión


Intemacionalista y una medalla de Combatiente Intemacionalista de Segundo Grado?

En realidad, eran galardones importantes para conseguir buenos trabajos en La


Habana.

¿Chismes?

Sí, está bien. Son chismes. Pero, por este mismo chisme, fusilaron a cuatro
hombres, es decir, tuvieron un peso en el sistema de valores éticos y políticos de la
Revolución Cubana, tanto, que sirvieron como buenos, sirvieron como perfectamente
válidos, para pasar por las armas a un Héroe de la República de Cuba y al más
emblemático de los combatientes del Ministerio del Interior de Cuba.

Es verdad que esto deja un mal sabor, y luego uno oye en La Habana cómo la
gente habla de la mujer de Patricio, dos personas a las que uno respeta y con las que
ha coincidido en una zona de guerra, y uno oye los comentarios de cómo todo el
mundo se ha pasado a todo el mundo en Luanda. Cuando Patricio caiga preso, él
mismo dirá a sus hombres que «le den atención» a su mujer.

Pero recuerdo a Patricio dándole instrucciones a Enriquito Folio (y tengo la


escena grabada en videotape, en el sector militar del aeropuerto de Luanda, antes de
que Enrique aborde un An-26 rumbo al sector de combate de Cuito-Cuanavale) y no
puedo decir que no hubiese respeto. En realidad, los episodios de esta clase marcan,
y el responsable a plenitud —en el caso que nos ocupa— es Arnaldo Ochoa. La
información que yo tengo a través de amigos comunes es que hacia 1996 María
Isabel, la mujer de Patricio, es una figura de hielo y es una muchacha de mirada
ausente y vacía y de cabeza echada hacia un lado en la almohada mientras los
hombres brincan sobre ella, esforzándose por fornicar, dura como un palo, luego de
haberse acostado con todos los amigos de Patricio —menos conmigo, cuidado, y
creo que Michael Montañez, «Maico», tampoco—, y Willy Cowley hecho un
etcétera moral, un muchacho que era —a sí mismo él se llamaba— un «komsomol»
(se le adjudicaba de hecho a la Liga de las Juventudes Comunistas Soviéticas un
estupendo virtuosismo moral), valiente y decidido y convencido de su ideología.
Ochoa los jodió.

Pero a Ochoa lo habían jodido desde mucho antes, desde aquella vez de la
mulata con la que se había enfrascado en Cauto Embarcadero, la aldea a orillas del
río Cauto donde Ochoa se había criado, y que le había dicho, ven acá, mulato, que yo
te voy a enseñar lo que es bueno, y lo que le enseñó y que era bueno fue meterle una
segunda mujer en la cama. Una blanca. Su primera blanca.

Aymée López, la esposa de Willy Cowley, que con tanto entusiasmo y


devoción participaba de estos pasteles con el Héroe y que era blanca aunque con
algunos lejanos antepasados negros y chinos, solía hacerme reír en La Habana o
Luanda con estas historias de juventud del Griego. Una vez, cuando le dije: «Te estás
acostando con un asesino», me respondió: «Es que tiene muy buena pinga.»

No buscaba otro objetivo que bromear un rato con ella, que es una excelente
amiga, pero debe habérseme deteriorado en exceso la expresión porque se apresuró
en aclararme:
—Pero no te asustes que no la tiene más grande que nadie.

Como toda mujer cubana de cierta experiencia en el manejo de los hombres,


Aymée López sabía que lo único que un cubano no perdona, no admite, lo perturba
hasta lo indecible y lo tortura como el infierno a fuego lento es que le digan que
algún compatriota la tiene más grande.

No estaba queriendo decir Aymée que Ochoa la tuviera de un tamaño especial,


porque no la tenía, sino que era normal —¡menos mal, Dios, que era normal!— ; y
esto era algo que se le notaba en los gestos cuasifemeninos de sus manos de matar, y
en la suavidad de su voz. No era bueno por los tamaños sino por la intensidad (sic).

Y siempre te quedaba aquello de que te estás clavando un héroe de la


Revolución, un hombre que mata.

Las manos de Arnaldo Ochoa.

Él cumplió el ciclo completo de las revoluciones, desde matar traidores hasta


convertirse él mismo en traidor y tener que disponerse a morir. Él me había contado
—y por esto, cada vez que estaba a mi lado, miraba sus manos, y se me ocurría como
una obligación ese contemplar de sus dedos, y la forma en que los movía— cómo
había despachado algunos tráidores, lo que el llamaba traidores, en Sierra de Falcón,
en Venezuela, donde había estado en la guerrilla con los hermanos Petkoff. Cuando
se designaba el objetivo, Ochoa esperaba algún momento para caminar casualmente
a su lado, iniciar alguna conversación íntima y cariñosa (sic) y sin que un solo
músculo de su cara le delatara una rabia contenida, que muchos otros suelen tener
que hacer surgir para actuar como verdugos, y les decía, «ven acá», y le arrimaba la
cabeza y con la mano derecha ya había sacado la 45 que estaba amartillada y le había
hundido el pecho de un balazo en medio del corazón, limpio y rápido, como un buen
cirujano, aunque no siempre tan limpio porque muchos convulsionaban o emitían
espasmódicos buches de sangre que podían alcanzar a Ochoa si no extendía a tiempo
el brazo con el que abrazaba la víctima y la dejaba caer en el camino como un fardo.
La técnica la había aprendido al lado de Camilo Cienfuegos, un lugarteniente de
Fidel en la guerrilla de Sierra Maestra, cuando Ochoa estuvo en el pelotón de
vanguardia de la columna 8 «Antonio Maceo» y era el hombre que llevaba la
Beretta, con 300 tiros, y al que Camilo le decía, a ese chivato hay que darle «tafia».

Era la fiesta del pueblo como tenía que ser, todo esto era el lumpen alborotado
y sin contención, una camarilla reducida se había convertido en su aristocracia,
algunos se habían refinado, un Aldana, un Ochoa, habían corrido mundo, mientras
que el general de División Leopoldo Cintra Frías, «Polo», continuaba siendo el
campesino con mando de tropas. Pero Ochoa era un hombre distinguido, de porte, de
paso cansino, mientras Polo sólo sabía repetir un chascarrillo de su propia
ocurrencia: que en el equipo de supervivencia de los combatientes debía incluirse
vulva en lata. Mientras Ochoa se regocijaba repartiendo aretes más o menos costosos
—no eran baratijas, no— en las baterías antiaéreas de mujeres cubanas dislocadas en
el TOM Angola (había dos unidades de este tipo allí) que mandaba a comprar a los
mercados de Punta Negra, República del Congo, Polo, que entonces —como jefe de
la Agrupación de Tropas del Sur (ATS o Sur Agrupación)— estaba subordinado a
Ochoa, seguía con su tontería subdesarrollada y de grueso regusto de las vaginas
enlatadas.

Pero quizá no sea justo tratar por igual al conjunto de una tropa revolucionaria
y sobre todo a un hardcore, que en verdad es frugal y dedicado a su empeño de
trabajo. El grupo en los accesos de Fidel o los dos subgrupos fundamentales —el de
Raúl y el de Abrantes (o el Ministerio del Interior)— era la verdadera aristocracia, y
fíjense, una como ninguna otra se ha establecido jamás en Cuba, con esa cultura, con
ese sentido político, con ese poder y con ese reconocimiento internacional, y a la que
yo también accedí en los últimos años de mi existencia cubana, y cuando iba
entrando en esas, mis primeras vacaciones del sector prohibido de Varadero y veía a
Geraldine Chaplin o al pintor Guayasamín o a dos cosmonautas soviéticos o al hijo
de Fidel y me percataba de que había otro mundo y que yo, a la larga, no tendría
cabida en ninguno de los dos —como habría de ocurrir, en efecto—, puesto que el
año anterior había estado en otro sector de la misma playa en unas tiendas de
campaña para estudiantes universitarios, despellejado por el repelente de los
mosquitos, y todo lo cual hacía una suma que me llevaba a la vieja frase de Jean-
Paul Sartre de que uno no sabe lo que es la clase hasta que se da cuenta de que no
puede abandonarla.

Un mundo que uno despreciaba y del que me ponía a resguardo como pudiera,
el de unos verdaderos y finalmente ingenuos lumpen devenidos militares (casi
siempre tanquistas) que 20 y 30 años después celebraban aún su triunfo sobre la
burguesía, a la que habían desposeído, y el asentamiento del poder proletario, es
decir, el poder de ellos al que Fidel le endilgó ese apellido, Proletario, pero era una
fiesta reglamentada y de bebida por cuotas en la que era un auténtico y maravilloso
divertimiento estar lleno de grasa de puerco e ingerir la cerveza por cajas durante
una semana de jolgorio y luego un ruidoso dominó al otro lado del barrio
amurallado, de cubiertos de plata y de finos scotchs.

Una vez en el mismo Angola, en el invierno austral de 1982, mientras yo


ayudaba a una muchacha cubana a desabotonarse su camisa de camuflaje y dejar al
descubierto sus senos y el suave delineamiento de sus pulcras axilas, y seguir la
línea de luz que chisporroteaba sobre sus minúsculas gotas de sudor, hasta la punta
de los pezones, y mientras ella, como único gesto intuitivo de protección, se encogía
de hombros, le dije:

—Tu cuerpo es el hermoso paisaje que quería Malraux.

Sonrió, apenada.

—Me gusta que mi cuerpo sea un hermoso paisaje —la voz totalmente
quebrada.

Decidió reservarse que no conocía a Malraux.

Nunca he disfrutado tanto de la mujer de un prójimo. Nunca los conductos y el


sistema muscular han sido tan espasmódicos ni tan vibrantes, ni la carne a penetrar
ha tenido tanto agarre y ha sido tan espasmódicamente tibia y dulce y ha habido
tanto desasosiego y tanto asombro emitido desde el centro del cuerpo de una
muchacha y tanta cooperación.

El AK-47 estaba recostado a la puerta de mi habitación en la «Casa Número


Uno» de Luanda y después ella poniéndose sobre los blumers su crudo pantalón de
camuflaje.

Ella temblaba y yo ahora queriéndoles poder decir a los lectores que muy
magnánimamente rechacé la oportunidad. El general de División Menéndez
Tomassevich invitó a comer a una docena de oficiales jóvenes con una hoja de
servicios destacados en la Misión y en un primer viaje de los Lange Rover del Jefe
de la Misión, que entonces era Menéndez Tomassevich, trajeron algunas de las
esposas de los muchachones. No sólo no rechacé la oportunidad sino que hice muy
bien en aceptarla. Fue espléndido, cuando la conduje sin apenas pronunciar palabra
hacia la puerta de la habitación, donde sólo tenía mi camastro, mi fusil y mi
mochila.

Malraux decía que poseer a una hermosa mujer era como penetrar un paisaje.
El hermoso paisaje que me descubría esta muchacha eran uno vellos rubios, apenas
perceptibles que nacían bajo su ombligo y descendían en una fina línea hasta la
región púbica, una piel fresca y enjabonada un rato antes con generosidad, y
temblorosa, sin poder controlarse, y con miedo, y que se me entregaba atenida a un
poder que ella suponía que yo detentaba y que se me entregaba como se le entregan
las mujeres, no a los guerreros, sino a los conquistadores, y aquel animalito asustado
no sabía porque jamás habría de leerlo seguramente y porque luego, si regresaban
vivos de Angola, se dedicaría a parirle hijos a su teniente, pero que en aquel
momento era una mujer con unos huesitos que crujían como corteza de pan fresco, y
digo que jamás sabría porque jamás sabría interpretarlo con palabras porque
tampoco sabría que las cosas se interpretan con palabras, que estaba experimentando
el placer de la derrota que está en Las amistades peligrosas y que las sacudidas de
los violentos orgasmos que estaba experimentando eran el resultado de una situación
casi descriptible como violación como era esta penetración supuestamente forzada
pero que en verdad estaba autoinfligida y que le daba la libertad de no ser
responsable, de no haber acudido ella misma a la entrega, de no ser parte activa,
supuestamente, de su total y absoluta entrega, y dondequiera que se encuentre y si
alguna vez tiene contacto con esta memoria, debe aprender algo: que no ha olvidado
aquella tarde entre mis brazos y yo firmemente anclado entre sus piernas, no por mí,
sino porque dio rienda suelta a su sueño y que era cómplice única y guardando una
severa compostura militar delante de Menéndez Tomassevich, a quien todos
llamábamos «Tomás», y después de eso Tomás y yo fuimos a seis combates y
estuvimos en el cerco de Menongue y tiramos 3 tiros de AK-47 y me gané la medalla
de Combatiente Intemacionalista de Primer Grado —que sólo se otorga cuando
participas en acciones combativas y no te apendejas. No es para regalar a putas.
Años después, mientras me acercaba al lecho donde yacía habitualmente boca abajo
Eva María Mariam y yo me acercaba a sabiendas de que estaba desnuda y que sus
dos nalgas eran los dos promontorios que me aguardaban para calentarme en la
habitación climatizada, solía preguntarme— a tenor de mis apetencias sexuales y de
los planeamientos que elaboraba para acometer sobre el cuerpo de Eva María —si no
sería un tipo excesivamente cerebral.

Pero entendía por qué una porción de mis compañeros de las tropas
revolucionarias no podían recrearse en los conceptos del paisaje que enaltecía André
Malraux y era por la poca capacidad de empleo del pensamiento abstracto de mis
compañeros y porque el centro de dirección de sus vidas no radicaba en el cerebro
sino en las pingas —que es como se ha dado en denominar a los penes
definitivamente, en Cuba, a nivel nacional—, y que, lógico, es la parte del
organismo del cual obtienen mayores deducibles y porque tú no puedes salir de un
matorral de una montaña oriental donde te has fornicado gallinas, puercas y yeguas,
a acostarte con una mujer sedosa y perfumada y laxa y que te mordisquea el lóbulo
de la oreja y por eso tú entiendes la enorme tendencia a la bugarronería de los
cubanos procedentes del campo, que no es porque sean homosexuales en el sentido
que ellos mismos desprecian a morirse y matar, sino porque no disfrutan de la
belleza, porque no entra en sus cálculos, no la entienden, y lo que necesitan es el
lugar donde meter esa fana —palabreja de uso y origen absolutamente delincuencia!
y que significa literalmente los detritus que casi siempre por falta de higiene se
acumulan en la base del glande, pero que por extensión también sirve para designar
al pene— y de ahí que todos ellos desprecien una oportuna y aliviante sesión
masturbatoria para salir disparados al corral del patio buscando la puerca retozona
de ese harén del campo criollo que es la cochiquera. Vulva en lata de Polo. El caso
de Ochoa tenía algunas diferencias por aquella tipa que le había descubierto el
universo controvertido y desafiante del lesbianismo cuando le dijo ven acá, mulato,
que voy a enseñarte lo que es bueno. Pero a pesar de todo lo que me dijera Aymée,
cada mujer que se metiera esa pinga de Arnaldo Ochoa, o la pinguilla de Polo, estaba
compartiendo una verga que ya había pasado por los culos babosos de todas las
yeguas y chivas que despertaron la libido de estos héroes legendarios de las misiones
internacionalistas cubanas cuando eran unos mugrientos y absurdos adolescentes, si
es que en esas zonas del campo existe adolescencia.

CAPÍTULO 6
LA GUERRA QUE NUNCA TERMINA

Sobre ellos se gasta un aproximado de la tercera parte de la energía y los


dispositivos. La información sobre el personal yanqui que cumple misión en Cuba se
actualiza diariamente —y es acumulativa. Nunca se destruye.66 El razonamiento
elaborado por Fidel Castro sobre el particular es que uno nunca sabe cuándo puede
necesitar el video de un yanqui. Debe suponerse que en la grabación se haya
registrado al objetivo en alguna clase de episodio que, visto a la distancia y en frío,
le resulte incómodo, un lance de tipo sexual por lo regular. Pero tampoco se
destruyen o borran los tapes en los que se graban (de manera secreta, por supuesto)
las actividades cotidianas de este personal transitando por las calles, visitando
oficinas oficiales u otras sedes diplomáticas. Miles de kilómetros de tapes casi
equivalentes a los miles de kilómetros de calles, carreteras, pasillos, caminos que los
objetivos transitan a diario— con su cola del K-J, inseparable, firme, ineludible, tras
ellos —en el paraje cubano.

Todos esos rollizos, pensemos que sonrosados, culitos de ustedes, Sus


Excelencias, vibrantes de fruición y entusiasmo, entraron en el campo de los
costosísimos lentes Sony del K-J que se encuentran instalados en vuestras
habitaciones particulares y fueron estampados en los correspondientes tapes que
obran en los archivos. El laborioso trabajo de auscultamiento en las paredes
efectuados por los especialistas venidos de Washington o de Langley y sobre todo la
parte cuando comienzan a guardar sus equipos de detección en los maletines y dicen
«No bugs (micrófonos). The room is cleared», también han sido grabados para
archivar.
Mujeres diplomáticas (o de diplomáticos) norteamericanos destacados en la
misión de La Habana: ustedes ya han conocido el mismo dilema. Sólo los hombres
«no tienen problema» bajo los cánones de la cultura machista cubana, cuando se les
escapan a las esposas. Más bien, se les aplaude la condición.

Denominada —como se ha dicho— Sección de Intereses de los Estados Unidos


de América, ahí tienen el objetivo principal del K-J.

Ubicada en el mismo edificio erigido como reproducción a escala de la


emblemática sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, pero éste solazándose
frente a la que fuera la última frontera del mar, el robusto muro gris del Malecón
habanero, fundido sobre los 6 kilómetros de arrecife que enfrentan el Caribe y que
separa agua de tierra y ciudad de Golfo, inamovible, en espera del advenimiento de
una nueva era geológica, es el mismo edificio que ocupó el personal de la Embajada
hasta el 2 de enero de 1961, cuando los dos países vecinos rompieron relaciones (una
decisión de los Estados Unidos al otro día del virulento discurso de Fidel por el
segundo aniversario de la Revolución en el que a voz en cuello clamara por ese
desenlace —«¡Que se vayan! ¡Que se vayan!», gritaban al unísono, aplaudían,
espasmódicos, el líder revolucionario y su pueblo, ¿un millón de personas?, entre
ellas los hombres que componían los primeros cien batallones de combate de las
Milicias obreras de La Habana, mil hombres cada uno, y cada uno de esos batallones
con el poder de fuego de una división en la Segunda Guerra Mundial, y las primeras
baterías de cañones antitanques soviéticos y ametralladoras antiaéreas de cuatro
bocas checoslovacas que desfilaran en el continente americano en esa plaza que a
partir de la tarde de turbios resplandores en el horizonte y el bajo techo de nubes del
lluvioso invierno, adquiriría las mismas resonancias admonitorias de la Plaza Roja
de Moscú— tres meses y dos semanas antes de que a Fidel Castro lo sirvieran con la
operación de Bahía de Cochinos.

Desde luego, sería ingenuo tratar de preguntarle al mismo gobierno cubano


sobre la veracidad de esta conducta. Pero en 1998, en el exilio de Miami y Europa,
pueden ser localizados algunos veteranos del Ministerio del Interior y
específicamente del K-J que accederán gustosos a corroborar (e incluso ampliar
considerablemente) nuestra información: Filiberto Castiñeiras (ex coronel), Juan
Carlos Fernández (ex teniente del K-J), Raúl Fernández (ex mayor), Jorge de
Cárdenas (ex capitán), Carlos Gámez (ex teniente), no muchos en verdad, pero con
buena y sólida información (ya la CIA ha exprimido, en su momento, a estas ahora
mansas palomas caídas en sus manos después de 1989, y les ha pagado algunos
honorarios, aunque en el rango de la más severa modestia, nunca más de 500 dólares
—la época gloriosa y de despilfarras millonarios de la Guerra Fría ha quedado atrás,
tch, tch, ¡lástima!). Yo recomiendo al ex teniente Juan Carlos Fernández, localizable
ahora en los Estados Unidos. Pero cuando viajen a Cuba y observen el movimiento
de los Lada por el retrovisor, que les está pisando los talones, frenen de improviso y
abórdenlos. Verán palidecer a la tripulación, tartamudear, mientras se les pregunta
ingenuamente por una dirección que no se encuentra. Nada perturba más a los
kajoteros. Nada peor a saber que tú los has quemado. Que los quemes y que
comience a rodar la pregunta dentro de los carros y por la planta con la jefatura de
que si han sido detectados. Es humillante, e indigna sobremanera a sus jefes.

Éste es, pues, el equipo que nos cae arriba. La Brigada 1 del K-J, la de los
yanquis. Y empiezan el gardeo. Implacable. Como sólo ellos saben hacer. Y ser.

Gardeo. La palabra. Perfecta para su uso cubano. Está redondeada del término
guarding, que como toda expresión de éxito en Cuba y que sea duradera durante 30 o
40 años, es inglesa, pero que se adopta por su procedencia norteamericana —y que
en este caso hizo desaparecer al jugador en la posición del guarda para describir al
polizonte con los morros pegados al cogote de un objetivo.

¿Documentos? ¿Papeles? ¿Alguna clase de materia documental que respalden


la curiosidad de los researchers de la Academia? ¡Ustedes están bromeando, chicos!
Si eso es lo que se requiere, estamos todos descalificados antes de arrancar. ¡Si
somos el país que perdió su pasado! No ya la descripción del dispositivo de
seguridad y protección de Fidel Castro, sino que cualquier otra porción de las
referencias que respaldarían los pasajes de cualquier investigación histórica y hasta
literaria, si circuló escrita alguna vez, tuvo clasificación «R» (Restringido),
«Secreto», «Muy Secreto» o «Secreto de Estado», y seguramente se hallaba
protegida en sobre rotulado como «Secreto P» (Personal) sellado con lacre, de modo
que sólo podía ser abierto por el destinatario, los cuales debían seguir las
indicaciones de obligatoriedad «Devuélvase al Remitente», «Destrúyase Después de
Leído» o «No Para Archivar» y fue destruida, seguramente incinerada. Es decir, ayer
no existió. Y aunque en la práctica cubana no existan los mecanismos que sigan y
aseguren con eficiencia y acuciosidad el designio de destrucción, y que existan
penalidades para los infractores, que incluyen el fusilamiento, para ese curso que
debían (y deben) seguir la documentación clasificada, los dirigentes contaban
(cuentan) con la «Oficina Secreta», servida por dos o tres empleados de máxima
confianza, es decir, debidamente filtrados por Seguridad del Estado, y casi siempre
con un hornillo en el que la documentación resulta(ba) adecuadamente incinerada.
Es el destino infalible de la producción cubana: de papeles oficiales: seguir el curso
regulado de circulación a través de este sistema de las Oficinas Secretas, que se halla
en todos los ministerios y oficinas del Gobierno y del Partido. Sin lugar para la
Academia, hermanos. El verdadero fin de la historia, como nunca antes se concibiera
un fin de la historia tan definitivo como éste. Nada que la documente como historia
transcurrida. Sólo la memoria irrecuperable de unas criaturas que pueden reivindicar
el haber estado allí. O las cenizas mezcladas de los viejos papeles y microfilmes en
el fondo ennegrecido de los hornillos.67

Así que los afanosos combatientes de la Brigada 1 del K-J estaba en nuestra
cola el martes 23 de mayo, cuando hicimos —rumbo este— el recorrido hasta el
edificio de dos plantas que conocíamos regularmente como «la oficina de
Interconsult». Antonio de la Guardia con su traje verde olivo sentado delante con su
ayudante —el capitán Jorge de Cárdenas— como chofer, y María Elena y yo
sentados detrás. Dejamos a María Elena en Interconsult y de regreso, rumbo a la
oficina de Tony, tomamos por la Séptima Avenida, en Miramar, de cuatro vías y
escaso tráfico y que se abre en bóveda bajo las ramas de viejas ceibas, y antes de
entrar en materia con Tony y decirle que era hombre muerto, hablamos la usual
cantidad de intrascendencias —un par de toneladas.

Empecé por decir que yo no sabía que Maríelena trabajaba en Interconsult.

—Yo no sabía que Mary trabajaba en Interconsult —dije.

Se trataba de una oficina de abogados, teóricamente destinada a ofrecer


servicios a particulares extranjeros y los cubanos de Miami, puesto que sólo
aceptaba clientes con dólares, y que tenía en su haber —en el orden represivo— la
expulsión en 1985 de André Birucoff, el corresponsal de la Agencia Francesa de
Prensa en La Habana, que había firmado un despacho sobre el tema —hasta entonces
virgen, el tema— de las cubanas que se casaban con extranjeros para salir del país y
que había provocado una réplica en primera plana de Granma, el periódico oficial (y
único en existencia), diciendo que debido al tratamiento de prostitutas que Birucoff
había dado a las hijas del abnegado y estoico pueblo cubano, se le expulsaba sin
contemplaciones. (Por cierto que luego André Birucoff no tuvo a bien solicitar los
servicios de Interconsult para mediar legalmente en su engorrosa expulsión del país
como persona non grata.)

El edificio se hallaba en restauración —enseguida yo lo sabría— para disfrute


de otra firma paragubernamental, OmniVideo, donde María Elena Torralba, esta
mujer de Tony, parecía sentar plaza y donde trabajaba sólo un personal seleccionado
por Seguridad del Estado —en realidad, Interconsult, OmniVideo y demás empresas
similares eran siempre ramas de esa institución. Quería decir, para ser más exactos,
que eran empleos muy bien remunerados y en lugares tranquilos y seguros, muy
apacibles y alejados de las angustias de las turbamultas entregadas a las pasiones y
los esfuerzos de la participación revolucionaria, que se reservaban para las mujeres
y/o familiares muy cercanos de la reducida y selecta aristocracia gubernamental, en
especial, la vinculada a los altos mandos del Ministerio del Interior.

—No sabía eso —dije—, que Mary trabajaba en Interconsult.

Tony dijo que no. Interconsult cambió el nombre y se mudó. Tenía un nombre
flamante, «Consultoría Jurídica Internacional». Y tenía una casa recién restaurada,
en Tercera y 18, Miramar, frente a nuestro restaurante favorito, El Tocororo, en el
que (desde luego) sólo podías entrar si un buen rollo de dólares —nunca pesos— te
abultaba en el bolsillo. Miguel Ruiz Poo, que respondía al nombre de guerra de
«Alex» y fuera el administrador del Interconsult primario, era ahora el representante
de Tony en Panamá. «La única y auténtica empresa de contrabando de carne humana
viva», era una fórmula de broma entre los antiguos oficiales de Interconsult y se
refería al negocio establecido de visas y pasaportes y permisos de salida —siempre
desde Cuba hacia los Estados Unidos.

Mary seguía en OmniVideo. En una división de OmniVideo. En una especie de


videoclub para diplomáticos acreditados en La Habana y «personal cubano
autorizado a portar dólares», y con su casa matriz que se dedicaba alegremente a
tomar del espacio sideral toda la producción fílmica norteamericana y venderla en el
Caribe y América Central, México incluido, y que en su momento fuera objeto del
escrutinio del príncipe de las noticias trasmitidas por televisión. Ted Turner fue el
magnate norteamericano que exploró las instalaciones originales a principios de los
ochenta —una casa de una planta rodeada por antenas parabólicas en un apartado
barrio del oeste habanero y cercana al búnker de Fidel Castro (esto no lo supo nunca
Turner, que era amablemente guiado por una cohorte de raudos oficiales de
Seguridad del Estado bajo cualquier clase de cobertura diplomática), y Turner, para
orgullo de Fidel Castro (y según se cansó de revelar con posterioridad el mismo
Fidel), simpatizó con la idea. Desde luego que Turner tampoco supo nunca que la
proximidad con el búnker respondía al deseo de ahorrar gastos con el cable coaxial
subterráneo y cobertura metálica tendido entre ambos puntos— búnker y OmniVideo
—para que el Comandante dispusiera de señal de televisión por satélite en la sala del
hogar); y Fidel Castro hizo los comentarios de rigor con los hombres del personal
cercano. Ted Turner había dicho que causaba admiración lo que habían logrado los
cubanos. «Hacer creíble esto es un triunfo de los ingenieros cubanos y de su
ingenio», había sido el comentario de Turner según Fidel. Dice Ted Turner, decía un
halagado líder cubano, en aquellos días, que por lo que a él respecta nos hemos
ganado el derecho a piratearlo. Se agregaba al beneplácito de los comentarios
turnerianos que éste iba a donar una nueva antena parabólica a sus ingeniosos
amigos cubanos. La maravilla tecnológica y esfuerzo empresarial de esos cubanos
había sido instalar cuatro antenas parabólicas, apuntar a los satélites y grabar en una
línea de máquinas Betamax colocadas en serie todo lo que encontraran en el cielo
insondable. Luego, imprimían unos centenares de copias y las envasaban en unas
policromadas cajas impresas por el mismo personal que inundaba el mundo con la
incontrolable variedad de los apacibles sellos de correos cubanos de flora y fauna de
la isla y que produjeron tantos sellos y con tantos colores, desde que supieron que
había mercado para tal artículo, que terminaron por abaratarlos de tal manera que los
coleccionistas los pueden conseguir por libras, y que era el personal impresor
adscrito a la entidad llamada COPREF1L, que fue la solución semántica hallada para
sintetizar de algún modo el nombre Empresa de Producciones Filatélicas de la
Administración Postal de la República de Cuba y que pese al rigor de ese nombre
oficial completo poseía las máquinas de mayor resolución del país, lo que provocaba
a su vez una sólida y permanente vigilancia de Seguridad del Estado en el local para
evitar, en primera instancia, que «algún cabeza loca» (tal la expresión de Fidel
Castro) de entre los ingenieros y maestros de impresión de COPREFIL imprimiera
billetes falsos (se descubrieron dos intentos en desarrollo). El acabado final en el
lomo de las cajas era el símbolo de Copyright a favor de OmniVideo Corp. y la
solemne advertencia de que el tape sólo podía ser utilizado en exhibiciones caseras y
que cualquier exhibición o trasmisión pública podía ser objeto de la acción del FBI,
y la dirección postal de la compañía productora: OMNIVIDEO Corp. Santa Mónica.
California. O en otros casos, cuando creían que Santa Mónica se les estaba
quemando (?), era OmniVideo Corp. Palo Alto. CA.

Esa mañana, después de yo advertir a Tony de los peligros que nos acechaban,
él se concentró en unos negocios de armamentos que tenía y en «tirarle un cabo»
(ayudar) al capitán «Jesusito» en la actualización de unos planes de voladura del
canal de Panamá. Un viejo compañero de Tony de Tropas Especiales. Jesusito.

A menos que Tony se hubiese decidido a mentirme, el armamento pesado que


le encargaron buscar a mediados de 1988 era para el ejército de Sadam Hussein. Para
decirlo con los rigores que ameritan las circunstancias, el régimen de La Habana
ansiaba con hacerse de alguno de los petrodólares iraquíes mediante la venta de
armamentos. No creo que Tony me hubiese dicho mentira. Nunca, ni antes ni
después, he podido identificar una mierda de esa clase, y si alguien ha investigado
esa vidita, caballeros, y la ha revisado de punta a cabo y se la sabe de memoria, soy
yo. Me ocultó un par de cosas, ya al final, y bajo una enorme presión. Pero no
mentiras. Así que pueden dar por sentada la cosa.
El pedido incluía por lo menos tres baterías de lanzacohetes múltiples BM-21,
una de las joyas —en cualquiera de sus variantes— de la industria militar soviética,
pero que éstos, sus productores originales, estaban en veda para Hussein desde el
arribo al Kremlin de Gorbachov. La veda era para ciertas cantidades que pudieran
parecer excesivas o determinados tipos de armamentos, aunque la parte soviética
procuraba satisfacer las estipulaciones de los planes de entrega de acuerdo con los
convenios y protocolos firmados. En definitiva, la competencia francesa mantenía
inalterable su flujo. El pedido entregado a Tony por José Abrantes Fernández que a
su vez lo había recibido de Raúl Castro, al que se lo había entregado Fidel, todo con
el objeto de que no apareciera ningún dirigente conocido de la Revolución
involucrado, incluía cañones y/u obuses de 120 milímetros. Tony contento porque
significaba que él estaba arriba, que estaba en la onda. Mientras más jodida,
siniestra, terrible sonara la misión que le encargaban, más quería decir que estaba
apuntalado. Abrantes no le escondía bola, que era nuestra forma de decir que no
escamoteaba información. Es decir, no ocultar las bolas de la lotería portadoras del
número que te pueden hacer ganador. Fidel no podía aparecer en esto por el
equilibrio de los No Alineados y por su autoridad de líder tercermundista y porque
los iraníes estuvieron quejosos en la cumbre del Movimiento de los No Alineados
celebrada en Harare en 1986 por las armas químicas de Hussein y por la mortandad
que habían causado en su población civil y ya Fidel tenía bastantes problemas con
haber puesto a caminar a Sadam Hussein, es decir, el envío a Bagdad del doctor
Rodrigo Alvarez Cambras, un ortopédico que todo lo resolvía con su trabajo de
carpintería, había sacado a Hussein de una silla de ruedas, y había vencido sobre los
franceses y los mejores profesores del mundo, y desde entonces comenzaron a llover
los Mercedes para Álvarez Cambras, que Fidel lograba siempre que se convirtieran
en donaciones a la Revolución.

La eventualidad de que demoledoras acciones de sabotaje puedan ser


producidas por los cubanos no debe nunca tomarse a la ligera, puesto que acciones
de ese tipo ya han sido ejecutadas en fechas no muy lejanas, como la voladura del
Puente de Oro en El Salvador o de la refinería de Acajutla. Estudios de situación
operativa de las refinerías y los sistemas de compuertas del canal de Panamá, así
como estudios de comportamiento de los ríos de la costa este de los Estados Unidos
de América, concluidos hace mucho tiempo, se actualizan con regularidad y están
adjuntados a los protocolos de los planes de contingencia, y sólo hay que dar una
orden para poner en marcha todo ese mecanismo de destrucción. Fidel sólo tiene que
decir: «Procédase.» El viejo sueño de Adolf Hitler de convertir en un potaje
alsaciano el canal de Panamá y de paso inundar todas las costas de la cuenca del
Caribe hasta la misma Cuba por el repentino y brutal cambio del nivel de las mareas
es algo que Fidel podría perfectamente complementar. Está preparado para eso. Por
cierto, un dato curioso: algunos de los estudios de situación operativa han sido
sufragados por los mismos Estados Unidos de América, actuando como pueden
hacerlo frecuentemente con la bondad de los hermanos mayores. ¿Bondad? ¿O
ingenuidad imperdonable? Bueno, pues, les informamos a todos los oficiales de los
Estados Unidos de América encargados de los trabajos del famoso laboratorio
submarino en la vertiente Cousteau denominado Hydrolab efectuados en la isla de
Saint Croix en 1981, que tuvieron a bien invitar a un grupo de especialistas cubanos
y correr con todos los gastos «en el marco de la mejor buena voluntad del
entendimiento entre los dos países» para que aprendieran sobre corrientes marítimas
y experimentos con el preciado líquido llamado agua, eran el teniente coronel Julio
Hernández Socarrás, «Alí» —¡nada menos que el primer médico designado para
acompañar al Che Guevara en su campaña de Bolivia de 1967 y veterano de la
batalla anterior del argentino, en el Congo de 1965, y un tipo con tantas agallas que
el 11/16/65 fue capaz de enfrentarse al Che cuando éste lo mandó a una exploración
y viendo el poco entusiasmo de la población zairota ante la gestión revolucionaría
que ellos estaban emprendiendo, le dijo: «Va siendo hora de parar la saltadera de
lomas sin que esta gente nos ayude», explosión de irritabilidad que el Che consignó
con el vocablo revolucionario cubano de «explote» en su diario!— ; el mayor Jorge
Álvarez —¡y nada menos que el jefe de Operaciones Sicológicas de la DGOE!—, el
mayor Claudio Menéndez, «Honduras» y el teniente Guillermo Julio Cowley, todos
feroces combatientes de Tropas Especiales y tenían la misión de aprovechar la
invitación yanqui para efectuar su correspondiente estudio de la situación operativa.
Chequeen los nombres en los archivos. Aseguren la veracidad de mi información.

Esa misma mañana, según la precisa reconstrucción y establecimiento de los


hechos realizada posteriormente, el subteniente de la Brigada Especial de la Policía
Carlos Gámez, «Charlie Brown», era uno de los hombres que estaban buscando.

Charlie Brown fue el primer oficial de guardia de los días iniciales de MC:
francotirador de Tropas Especiales, uno de los tres únicos especialistas de esa
dependencia; egresado con calificación Excelente del Curso de Francotiradores 1981
− 1982 de la DGOE (nueve meses de instrucción y no menos de 200.000 disparos);
un verdadero artista en el uso del legendario fusil soviético de 7.62 mm. Dragunov
con la mira óptica PSO-1; es mencionado aquí —aparte de la misión para la que se
le estaba buscando— porque de muchas maneras imprimió al Departamento MC
algunas de sus características originales, un aire de frescura y de cierta
irresponsabilidad pero capaces de cualquier aventura. El coronel De la Guardia había
sabido elegirlo entre los jóvenes que flotaban en la barriada de Miramar, frente a su
casa, y del mismo modo había sabido prescindir de sus servicios hacia 1986 luego de
conocer que no sólo «se había pasado por la piedra», es decir, fornicado, con su
principal oficial del sexo femenino, la capitana Rosa María Abierno Gobín
(conocida posteriormente como «La Narcotraficanta»), y luego a Ivón (apellido no
disponible, conocida como Ivón Bombón), la compañera esposa de su favorito de la
corte, el mayor Amado Padrón Trujillo, sino que también habían sido dispuestas en
el conocimiento de los rigores de su pase por la piedra, una de las propias ex esposas
«del coronel», es decir, del mismo Tony, y, al parecer, una prima cercana o una tía o
una de sus hijas (nombres obviados piadosamente en la presente obra). Así que
Charlie Brown fue trasladado a la Brigada Especial de la Policía, para la lucha
frontal contra la delincuencia común (no política), donde se ganó el apelativo de
«Rambo Loco» luego de escenificar la más espectacular persecución nocturna de
automóviles que se recuerda en la historia del Socialismo Mundial, a 160 kilómetros
por hora sobre las casi siempre estrechas calles de La Habana, para perseguir a un
jovencito hijo del héroe de la Revolución Juan Almeida que había salido a probar el
carro del padre como si la macilenta calle 23 de El Vedado fuera Indianapolis y con
la mala fortuna de que Rambo Loco peinaba la zona en busca, más bien, de alguna
chica que quisiera yacer con él en el asiento trasero de su carro-patrullero Lada
1500-S con todos los chiclés de alta y tapa del block rebajada. En definitiva, uno
podía parquear su patrullero debajo de una de aquellas frondosas y oscuras y
apartadas arboledas de El Vedado, y disfrutar de la compañía de alguna ciudadana.
Es entonces cuando, como un joven venado macho llamando a reto al líder hasta
entonces indiscutible de la manada, un bólido cruzó frente a su morro en dirección
oeste y Charlie Brown comprendió de inmediato que aquella noche no había
desorden en el asiento trasero del Lada, que no había culito. Pero unos 27 minutos
más tarde, cuando al fin logró arrinconar al Lada enemigo contra una calle ciega del
reparto La Lisa, en la que una tupida manigua, un mar de hierba de Guinea, era lo
único que quedaba por delante, y unas apagadas cabañas de madera por los lados, y
Carlos Gámez se apeó con un portazo y con la intermitencia de las luces roja y azul
de las balizas barriendo el escenario y el eco de su propia sirena que aún le llegaba
de los callejones húmedos de estas pobres barriadas del oeste, le clavó el cañón del
AK-47 (¡todo esto es textual, señores!) en la frente al muchachito, le dijo: «Vamos a
regresar por donde vinimos pero a más velocidad. Ya entré en calor y lo que estoy es
loco por seguir persiguiendo.»

Es el personaje, alegre, valiente y con la necesaria y firme cuota de


irresponsabilidad que distingue a esta raza cubana, y al que el jefe de la Brigada
Especial, el coronel José Rodríguez —«Joseíto» o «Teíto»— manda que se presente
en su oficina. Allí le presenta a un personaje más bien flaco, como flacas pueden ser
las auras pero que Charlie Brown describe «como lo son después de la fiebre
tifoidea», y arrogante y severo y con un almidonado uniforme de campaña de
general de Brigada «lo cual ya es un demérito para empezar porque ¿cómo tú vas a
almidonar un uniforme de combate?». Joseíto se retira y deja a Charlie Brown en las
garras del desconocido general de Brigada.

—Yo soy el general Santiago y soy el sustituto del coronel Tony en emecé. ¿Tú
fuiste su oficial de guardia... tengo entendido?

Ah, piensa Charlie Brown. Tronaron al coronel.

—¿Fuiste el oficial de guardia?

Primera respuesta evasiva.

—No exactamente, general. Más bien atendiendo los teléfonos.

—Entonces sabes quién llamaba a Tony.

Claro que lo sabe. Desde Fidel Castro hasta Robert Vesco. Todos se pasaban la
vida llamando allí.

—¿Sabes quiénes llamaban, eh?

Ah, piensa. Pero yo no me voy a meter en esta bronca. No, señor.

Segunda respuesta evasiva.

—Bueno, sí. A las horas que yo estaba allí.

—¿Las horas?

No sólo respuesta evasiva a continuación sino que es una mentira del tamaño
del circo Ringlin, que en nuestro sistema habitual de medidas, era la cosa más
grande del mundo.

—Sí. Porque yo trabajaba por las madrugadas.

—Pero a esa hora...

Un rato después el general Santiago sabe, no sólo que tiene las manos vacías,
sino que, en lo que respecta a este hombre, las va a seguir teniendo.

El general Santiago acaba de retirarse de la sede de la Brigada Especial de la


Policía, debajo del puente sobre el río Almendares. El coronel Joseíto vuelve a tomar
posesión de su oficina. El subteniente Gámez lo está esperando, por lo que el coronel
Joseíto lo invita a tomar asiento.

Pero el subteniente Gámez no espera a que su jefe termine de acomodarse. Se


está quitando los galones de su charretera y se ha despojado de la canana con la
pistola y aún no ha colocado todo ese andamiaje sobre el buró cuando ya Joseíto
sabe exactamente lo que le va a decir. Le va a decir que le dé ahora mismo la baja
porque él no va a continuar en un MININT que acaba de convertirse en una mierda...

—Me das la baja ahora mismo, Joseíto. A mí no pueden estarme buscando para
fusilar a Antonio de la Guardia. ¿Tú crees que yo no me doy cuenta de las cosas?
Esto acaba de joderse. Y se acaba de joder porque ha dejado de ser un trabajo de
hombres.

Joseíto se deja caer lentamente en su silla giratoria y tiene la vista fija en el


rostro de Carlos Gámez, que tampoco pestañea, y que sabe perfectamente la
naturaleza de la respuesta de su jefe:

—Te voy a dar la baja por enfermedad. Porque si digo esto que tú me has
respondido, el próximo fusilado eres tú, Carlos Gámez. Espero que entiendas que tú
y yo jamás hemos tenido esta conversación.

—¿Qué conversación? —pregunta Carlos Gámez.

—Eso es lo que digo yo —afirma el coronel Joseíto—. ¿De qué conversación


estamos hablando?

—De ninguna, que yo sepa.

—Pero, además, tienes toda la razón —dice Joseíto, con cierto aire de
resignación—. Las putas han tomado el poder.

Entonces, Abrantes. La misma fecha. La misma hora. Mayo 23, 1989.

José Abrantes Fernández. General de División, Ministro del Interior; alias


«Pepe», «el Bebo», «la Avispa» o «el Veintisiete» (puesto que responde al código de
comunicaciones «Z-27»). Tiene una concepción estratégica: grabar y guardar. Tiene
el material en archivo, que es extraído en el momento necesario. Aparte de los
atributos del poder, es un hombre al parecer de una belleza física insoslayable.
Después oye tangos, o se apoltrona en una sala de proyección privada a repetir
oestes. Si algún amigo suyo no ha visto Shane el desconocido o Veracruz o El tren
de las 3:10 a Yuma, él se la puede contar desde los créditos. Frío y calculador, y
mata.

Está en su despacho y llama a su ayudante. El general Orlandito. Abrantes tiene


un ayudante que es general de Brigada.

—Orlandito, localiza a Tony. Urgente.

—Estamos en eso, Ministro.

Lo está localizando porque Fidel sigue apretando con el problema de los yates
robados en Miami. Abrantes raramente inquieto, preocupado. Nada que ver con su
regular conducta de acometividad, agresivo y trabajador, que le valió uno de sus
motes favoritos, aunque no se le permita el uso a cualquiera. Avispa. Llamado «la
Avispa» porque en la charada china al uso en Cuba desde tiempos inmemoriales, el
significado de 27 es el ponzoñoso insecto, agudo, casi siempre imperceptible hasta
el momento del ataque; un zumbido en línea, sus cuatro alas y el odio de azogue de
una gota de veneno inyectada a presión por el impacto final de un vuelo en picado de
la ávida criatura de la orden de los himenópteros disparada desde otra dimensión del
conocimiento y de la laboriosidad y provista de aguijón, y que es un nombre de
guerra que al propio Abrantes le parece adecuado, correcto, aunque la idea
combativa queda mejor empleada si en vez de decirse insecto se emplea el más
firme término (de viejas resonancias revolucionarias), de tábano. Atributos del poder
aparte, dicen las damas —más bien insisten—, de una belleza excepcional. Damas a
cuyos órganos él, en verdad, tiene poco acceso en profundidad debido a la errática
dolencia síquica de que padece, puesto que se declara como impotente. Tiene sus
momentos de elevación cultural, además de los oestes y las sesiones de tangos.
«Perecerán todas las cosas y sólo quedarán los muertos y la gloria de los muertos»,
es una línea de verso que él repite y que procede de Los cuentos escandinavos y que
era también un motivo recurrente de Adolf Hitler. Hizo una verdadera carrera de
gloria al lado de Fidel, primero desde su escolta. Puede verse en los ya viejos
metrajes de las películas de la batalla de Playa Girón (reconocida por los yanquis
como Bay of Pigs, más adecuado, en efecto, para nombrar el escenario de una
derrota) del 17 al 19 de abril de 1961, trigueño, juvenil, bonito de verdad, con una
metralleta checoslovaca T-23 al hombro y la boina verde echada hacia atrás, más
sobre la nuca que sobre la frente, y anteponiendo su pecho al de Fidel, mientras
avanzan entre mar y manglares y ambos emergiendo desde las escotillas en paralelo
y como tripulación de uno de los cañones autopropulsados SAU-100 de 35,1
toneladas de peso, esta auténtica fortaleza rodante con blindaje frontal de 75 − 100
milímetros que se desplaza a 55 millas por hora sobre su propia tormenta de arena y
salitre cuando obtiene para sus estandartes de combate la categoría histórica de
primero de los tanques del Ejército Rojo en mojar sus esteras en un remanso de las
aguas cálidas de una playa del Golfo de México, uno del total de 2.500 de estos
vehículos que por órdenes directas del camarada Stalin fueron producidos desde
septiembre de 1944 en la planta de tanques «Uralmash», de los Urales, y de los
cuales se despreservaron de la gruesa capa de grasa soviética bajo la cual se les
mantenía inanimados en el reposo de las reservas para la Tercera Guerra Mundial el
centenar que para noviembre de 1960 arribó entre las iniciales 28.000 toneladas de
equipamiento militar enviado a Cuba y de los que el Mando Soviético parece
determinado a conservar un remanente inextinguible de SAU-100, de modo que
veinte años después actuaban aún en Afganistán, y que es de las primeras de las
armas soviéticas que entran en combate en el continente americano, abandonado su
escenario natural de las estepas y de la eternidad de las nieves para, en un mediodía
al sopor del aire detenido y de los restos de miles de crustáceos que se quebrantan
como nueces y de las hojas de malangas y de mangles caídos como solapas sobre el
declive de un terreno que antes de sumirse bajo el mar no es definible su condición
de pantano, tierra firme o playa, servir para cañonear y terminar de hundir el buque
de abastecimiento «Houston» de la brigada invasora 2506 encallado a 700 metros de
distancia y señalándose a sí mismo con una negra columna de humo permanente
proveniente de las bodegas desde que tres días antes la aviación revolucionaria se
dedicara a rociarlo con rockets y fuego de calibre 50 y que ahora Fidel quiere
rematar, él personalmente dirigiendo el tiro. Durante sólo escasos segundos, se logra
ver en esa escena, libre del pecho para arriba, a Fidel, puesto que tiene delante a José
Abrantes Fernández, poniendo el suyo. Alerta, realmente hermosos los dos, Abrantes
cuidando a su líder, Fidel joven padre.

Pocos probablemente, a no ser quizá unos cuantos elegidos de la CIA, se


habrán dado cuenta del simbolismo de la imagen, aparte de Fidel y Abrantes en la
torreta, un cañón autopropulsado de la misma camada que marchó en indetenible
estampida —el rodillo aplastante del mariscal Zhukov— hasta Berlín y que el 30 de
abril de 1945 se postrara ante el Reichstag, para acabar de someterlo, es el que está
irguiendo su cañón de siempre, un D-303, de 100 milímetros, capaz de penetrar un
blindaje de 160 mm a 2.000 metros de distancia, después de hacer los disparos
finales de otra batalla, en las coordenadas de un playazo olvidado del Caribe pero
situado a 3 horas de vuelo en línea recta de Washington DC, y con su motor Diesel
V-2 − 34M, de 500 caballos de fuerza, ronroneando, sin apagarse, como para que
recordemos, con esta misma bestia despreservada apenas siete u ocho meses atrás,
como un monstruo prehistórico de la misma piel color pardo, al que se le devuelve la
vida con el combustible necesario para su autonomía de 310 kilómetros, que quizá
haya sido uno de aquellos SAU-100 de la exploración del 8.° Ejército de la Guardia
de Zhukov que primero husmearan frente al Reichstag, a 440 yardas del búnker del
Führer.

—Orlandito. Orlandito.

—Diga usted, Ministro.

—¿Todavía Tony no ha aparecido?

OCTAVA PARTE
LA ISLA LEJOS

CAPÍTULO 1
MUY DULCES CON LA MUERTE

Los asesinos que son unos melancólicos tienen mayor capacidad emocional
para oír que los van a matar que los hombres de una pieza, los tipos de piedra. Es la
experiencia de alguien que le avisó a dos de los hombres más temibles de Cuba que
la ejecución de ambos estaba a la vuelta de la esquina. Sí, un buen señor llamado
Norberto Fuentes tuvo la experiencia o vio desarrollarse la tesis. ¿Cómo se llamaban
aquellos tipitos de la Antigüedad, heraldos? [Del antiguo alto a. herrivalto (esta
palabrita tan encantadora en itálicas, no?): herrivalto de her, ejército, y walten,
cuidar.] m. Rey de armas.// Hist. Antiguamente los heraldos ejercían las funciones
propias del Estado Mayor en los ejércitos y eran, además, los parlamentarios . Etc.
De donde se desprende que podemos calificar con justicia a este amigo, el autor.
Bien, pues, él fue el heraldo de la muerte para Antonio de la Guardia, un coronel con
una carrera destacada en operaciones especiales (¿no se ha dicho?) que —entre otros
eventos e inventos— concibió (¡y ejecutó con todo éxito!) la toma de Managua y el
desmembramiento del Miami contrarrevolucionario de los setenta y a quien —en un
círculo muy cerrado— llamaban «el Siciliano», y para Arnaldo Ochoa, un general de
División que —entre otros episodios— había hecho rodar sus tanques en el Ogadén
(donde había doblegado al ejército somalo de Siad Barre) y el sureste angolano
(donde había llevado al ejército sudafricano a la alternativa de retirarse hacia
Namibia o perecer u obligarse a sacar el armamento atómico de sus hangares
secretos, si la existencia de esos artefactos no era un bluff para efectos de
propaganda) y a quien —en un círculo mucho más que cerrado— llamaban «el
Griego». Entre los dos podían haber suministrado los muertos de un cementerio. No
un cementerio de capital de provincia, claro. Pero sí uno de nivel municipal.
Emboscada, ajusticiamiento, secuestro, calibre, aeropuerto eran de su dominio,
palabras de uso común, monedas corrientes de su lenguaje y que significaban
habitualmente que como resultado de su aplicación dejaban un sanguinolento rastro
de visceras en el polvo. No es que los dos actuaran juntos. Pero cada cual por su
lado.

Asesinos. Quizá no les guste la palabra. Pero era Tony el que la empleaba
cuando hablaba de killers. Era el modo en que solían llamarse. Tony mismo. Ellos
mismos.

Antonio de la Guardia era el melancólico y pintaba. Eso era algo despreciable


para Arnaldo.

Tony olvidaba, Ochoa se deprimía.

Este domingo 11 de junio, mientras Tony se dirige con su cola a casa de


Patricio, él ha olvidado. No es el caso de Ochoa, que esa mañana mira hacia el techo
de la casa donde se halla, en una barriada habanera llamada Santos Suárez.

Una vez Tony se lo había contado a su amigo Norberto Fuentes y ya eso sí era
específico sobre esa emoción que sentía cuando preparaba estas operaciones y la
víctima nunca se percataba y era como sentir que estaba violando aquella intimidad,
y aquella violencia le reportaba emoción. Pero, por eso mismo, es inconcebible que
no se dieran cuenta cuando les toca su turno. Para eso hay que tener algo especial a
flor de piel y tener más experiencia como perseguido que como policía. El chequeo.
Y le pregunto si se han dado cuenta, y dice, no, no se han dado cuenta, nunca se han
dado cuenta.

...la verdad se hizo para no decirse. Ochoa, última cena en Luanda 6 DE


ENERO DE 1989
Antonio de la Guardia cultivaba orquídeas y después pintaba y el Comandante en
Jefe Fidel Castro dejaba enrumbar su cerebro por los vericuetos de un diseño. Así
que Antonio de la Guardia cuidaba orquídeas cuando fue juzgado en secreto. Del
diseño a la muerte. Pero Tony no supo hasta mucho después que ya estaba
enfardelado, como decían los cubanos. Ah, lo maravilloso de pasar del diseño a la
acción material, todos ellos pasándose la vida concibiendo las cosas. Fidel Castro
dándole vueltas a su tubito inhalador de Vick (para combatir los deseos de fumar) y
Tony regando orquídeas aunque el genio filosófico de todos aquellos inventos y
maldades, tiene estas ideas y tiene su concepción estratégica, siempre, del
contragolpe, actuar a la riposta y nunca a la ofensiva, nunca, siempre a la defensiva
que es el arte de un táctico genial y un rastrero estratega, y siempre con cuatro o
cinco posibles ganancias ante cada jodedera, la misma enseñanza del narco es la de
sus confrontaciones militares con los americanos, que se las ha ganado todas. Fidel
no es nadie sin el contragolpe.

Tony se ríe de la historia, quizá porque él inventó una parte de ella,


seguramente humedecida por su propia imaginación, pero luego decía: lo mejor que
podían hacer los turistas que iban a Saint Croix y a las otras islas, era salir zampando
de allí porque los planes de secuestro estaban activos. El consejo es que si existe el
diferendo, diez o quince años después de esta historia, y si Fidel Castro sigue en el
poder, que se retiren de las islas, porque los planes están oyendo la conversación.

—Tony, Tony.

—Norbertus.

—Muchacho, olvídate de Saint Croix y de minar los ríos de la Florida. La


guerra es aquí adentro. Y contra nosotros.

Estaba poniendo una casita y unos venaditos y unos botecitos con pescadores y
un riachuelo con peces buenos para comer y unas siembras y todo ese mundo idílico
y colorido y bucólico de su pintura primitiva que ya ha sido descrito cuando se
decidía su destino. En los últimos tiempos estaba agregando a la inocencia de su
pintura unos carteles como los que se veían en los portales de las casas al principio
de la Revolución que decían Viva Fidel o Patria o Muerte que eran las consignas
revolucionarias, loas al líder revolucionario, y esto había surgido en esta pintura a
requerimientos de uno de los amigos de Antonio de la Guardia y su principal cliente
de pinturas que era un escritor llamado Norberto Fuentes que era también medio
ranger y que había observado que la pintura de su amigo carecía de elementos
políticos y le había dicho, Tony, te falta contenido político y Tony había resuelto el
asunto del contenido político en su pintura con aquellos carteles con los que
seguramente, dijo, competía al mismo nivel del contenido político del Guernica de
Picasso. Vivía ignorante, se hallaba en óleos de inocencia, pese a lo que se estaba
decidiendo sobre su persona. Su condena tenía un monto respetable. El que estaba
concibiendo esto en el juicio secreto era un cerebro privilegiado. Pena capital.
Fusilamiento. Pero no era el único que estaba siendo juzgado. También estaban
tirando a la sartén a un general de División, a Arnaldo Ochoa, y a un general de
Brigada, Patricio de la Guardia, que era el hermano mellizo de Tony, y al ministro
del Interior, el general de División José Abrantes, y a algunos otros generales y
coroneles y a un escritor, of course, Norberto Fuentes. Pena de muerte para Antonio
de la Guardia y para Arnaldo Ochoa. Treinta años para Patricio de la Guardia *
Abrantes y Norberto no entran en el diseño por lo pronto. Las oportunidades que le
quedaban a Tony para escapar serían pocas a partir de entonces, aunque siempre
quedaban las posibilidades en un hombre de sus condiciones, de su entrenamiento.
Pero carecía de la información. Iba a carecer de ella durante un tiempo que le
resultaría vital. Los siete proyectiles de AK-47 que, eventualmente, habrían de
agarrarlo por el pecho y que lo elevarían como una manta eran incompatibles
entonces con la situación del grupo liderado por el propio Antonio de la Guardia. De
esto se podrían desprender algunas lecciones.

[arnaldo ochoa] ...la verdad se hizo para no decirse. ¿Tú no has oído decir eso
nunca, no? La verdad se hizo para no decirse. Por eso casi todas las historias y los
historiadores son mentira. [Norberto fuentes] El genial fue Carlos Marx, que
inventó el marxismo y después dijo que no era marxista. [arnaldo ochoa] ¿Y
después qué hizo? [NORBERTO FUENTES] Tomar cerveza. COMENTARIOS
DE SOBREMESA EN LUANDA EL 6 DE ENERO DE 1989 HACIA LAS 10:00
PM
Arnaldo Tomás Ochoa Sánchez. General de División FAR, ex jefe de la Décima
Dirección, Héroe de la República de Cuba, llamado «general de generales», alabado
por Time y Newsweek; maestro de las fuerzas blindadas; alias familiares «Nine» y
«Negro»; «Griego» en la oficina del coronel Antonio de la Guardia; «Miguel»,
nombre de guerra en la guerrilla venezolana de los años sesenta. Lleva una Beretta
con 300 tiros, que después cambia por una Thompson, cuando participa como uno de
los 28 miembros del pelotón de vanguardia de la columna guerrillera de Camilo
Cienfuegos que baja de la Sierra Maestra y comienza su avance hacia La Habana, en
paralelo con una columna bajo el mando del Che Guevara —ambas entre el verano y
otoño de 1958— y termina la invasión ascendido a teniente. Se destacó de inmediato
como uno de los líderes naturales de las fuerzas revolucionarias. Fue el único oficial
ascendido en 1963 al grado de comandante —el 08/11/63— ; y fue el jefe fundador
del Ejército de La Habana en diciembre de 1968, acabado de regresar, con un
fragmento de plomo de bala en el hígado, de las guerrillas de Sierra Falcón,
Venezuela.

Un mestizo cubano con sus brigadas blindadas y de infantería moto-


mecanizada de la campaña etíope de 1978 y los regimientos de la Sur Agrupación de
la campaña angolana de 1987 − 1988 resulta el príncipe invicto de los desiertos
africanos, en el Ogadén y en Namibe. Invicto al este y al sur de un continente donde
los desiertos están para forjar las virtudes de escasas leyendas y reconocerse en los
nombres. Acapara las fantasmagorías de nombres que nunca habrán de apagarse.
Nombran la guerra. El principado de Arnaldo Ochoa es los desiertos. Allí se
consagra, entre desdén y humor contenido, en el mismo suelo donde, al norte, se
batió el Grupo Panzer «África» bajo el mando del mariscal de campo Erwin Rommel
y donde Ornar Mukhtar y un puñado de unos pocos miles de musulmanes
organizados en unidades tribales opusieron sangrienta resistencia a los invasores
italianos, los infieles de las legiones del Duce Mussolini. Aunque ninguno con la
misma suerte de invencibilidad de Ochoa; puesto que Rommel el 9 de marzo de
1942 tuvo que dejar abandonados entre muertos y prisioneros a los 130.000 hombres
de lo que fue el Afrika Korps y después Grupo Panzer «África» y que era ya el
Grupo de Ejército «África» como rastro de su derrota en Medenine ante el Octavo
Ejército del mariscal de campo Sir Bernard Montgomery, y puesto que Ornar
Mukhtar tuvo que conocer el camino al tablado de la horca en septiembre de 1931
delante de una muchedumbre de 20.000 árabes reunidos como testigos del evento
luego de que perdiera su último baluarte en Al Kufrah vencido por fuerzas italianas
comandadas por el general Rudolfo Graziani y compuestas en su mayoría por
eritreos. En su caso, Ochoa y los 600 tanques y los 300 transportadores blindados —
incluido el bautismo de fuego para los nuevos transportadores blindados anfibios
soviéticos BMP— y los 18.000 efectivos de tropas cubanas frescas en composición
de tres brigadas de la campaña etíope de 1978, y los 520 tanques y 300
transportadores blindados y los 70.000 combatientes intemacionalistas cubanos en
composición de los seis regimientos de la Sur Agrupación de la campaña angolana
de 1987 − 1988, permanecen aún invictos en ese continente. Ninguno como Arnaldo
Tomás Ochoa Sánchez, el mulato tortillera y de pinga de tamaño cubano normal
nacido y criado en Cauto Embarcadero. Nadie le invoca por su nombre verdadero y
ganado como más ningún otro general de la historia que es Arnaldo de los Desiertos.
El principado de Arnaldo Ochoa es allí, entre las dunas y el espejismo de los oasis y
el viento seco que levanta los torbellinos de arena. Allí se consagra, entre desdén y
humor contenido. El Ogadén y Namibe.

Estamos en el último teatro de operaciones que permite el despliegue hasta


donde alcance la vista de los batallones de tanques y donde se produce la batalla que
el mando cubano va a reclamar justamente como la batalla de blindados más grande
desde el arco de Kursk. Y bajo el espejeante, el arenisco sol de febrero de 1978,
luego de sobrepasar las defensas somalíes y dejarlas enterradas en el Paso de Mardas
y con ese mismo andar cansino, indolente, de guapetón de barrio que se siguió
gastando, Arnaldo Ochoa, con sus altas botas y la corte de generales adjuntos y de
ayudantes y topógrafos y comunicadores e intérpretes y que incluía al asesor
principal soviético, el general Vasili Ivanovich Petrov, que incluía a su vez su corte
de generales adjuntos y de ayudantes y topógrafos y comunicadores e intérpretes, se
aproxima a la escotilla del transportador blindado BTR-152 desde el que dará la
orden de asalto final sobre Jijiga. «Vamos andando», va a ser su voz de mando. Son
las dos palabras, el verbo y el gerundio asociado, que pondrán en marcha las 60
toneladas de material que están dislocadas en el terreno y que operan 1.500 asesores
soviéticos y 17.000 intemacionalistas cubanos y que en este instante es recibida en
contención por los miles de hombres y dotaciones de hombres que esperan desde las
escotillas y desde las cabinas en las frecuencias en que sobre el bajo y dulce amárico
y sobre la también dulce lengua rusa se impone la aspereza castiza hablada con la
violenta rapidez de los cubanos y es la voz de mando que se irradia sobre el Ogadén
y sobre el suelo árido y ancestral donde ahora mismo se escucha, voz paternal, ahora
muy comedida, ya triste, de Arnaldo, que simplemente va a decir:

«Vamos andando.»

[ARNALDO OCHOA] Como están filmando aquí (en realidad, grabando con
una pequeña cámara de video-8], yo quiero decir dos o tres cosas para que quede
constancia. Él [Patricio de la Guardia] llegó hablando de algunas cositas que él oyó
decir [unos comentarios esparcidos en Luanda esa tarde sobre la probable sustitución
de Ochoa como jefe de la Misión Militar cubana]. Son mentiras. Pero como son
mentiras no tengo el valor de decirlas. Y si fueran verdad, ni las insinuaba. Porque la
verdad se hizo para no decirse. Las verdaderas. [Dirigiéndose al autor:] ¿Tú no has
oído decir eso nunca, no? La verdad se hizo para no decirse. Por eso casi todas las
historias y los historiadores son mentira, ni ellos mismos se lo creen mucho.

[Norberto fuentes] El genial fue Carlos Marx, que inventó el marxismo y


después dijo que no era marxista.

[ARNALDO OCHOA] ¿Y después qué hizo?

[NORBERTO FUENTES] Tomar cerveza. Unas jarras así...

COMENTARIOS DE SOBREMESA EN LA CASA DE LUANDA DEL


GENERAL PATRICIO DE LA GUARDIA EL VIERNES 6 DE ENERO DE 1989
HACIA LAS 10:00 PM TRANSCRITOS DE UNA GRABACION CASERA DE
VIDEO

No creo regresar nunca más a la pérgola de las conspiraciones ni al orquideario


de los paños negros hasta que una noche de 1991 respondo a una llamada de
Marielena y llego y le digo a Mary, coño, Mary, todo está como si Tony fuera a
entrar ahora por esa puerta, mira cómo has puesto todos sus cuadros, qué bonito,
Mary, y ella me dice que si yo me pongo bravo porque ella tiene una relación.
«¡Cómo voy a ponerme bravo por eso, Mary!», le digo. Entonces me dice que me lo
va a presentar de inmediato y entonces me saca de la habitación de Tony, de arriba
de la cama de Tony, donde estaba aspirando el aire acondicionado del aparato de dos
toneladas y media de Tony, a un inversionista español que se presenta como Javier
Ferreira y que de inmediato me invita a una soda y me suelta una diatriba sobre la
felicidad.

Entonces me tomo mi soda y escucho la diatriba gallega completa y me


dispongo a retirarme para —por supuesto— nunca más regresar.

Estoy avanzando hacia el sendero que conduce a la calle y sé que el K-J me


sigue grabando desde la casa de enfrente cuando se me aferra un extraño
presentimiento y me vuelvo hacia la puerta, donde aún Marielena se mantiene en
actitud de despedirme (el gallego inversionista ha regresado a la formidable
climatización del aparato Toshiba del cuarto) y le pregunto:

—Mary, ¿y dónde están los dos pastores blancos de Tony?

—¿Los dos? —pregunta ella.

—Los dos —digo yo.

—Era uno solo, Norber. Uno solo. Gringo.

—Yo veía siempre dos, Mary.

—Uno solo —asegura ella.

—¿Uno solo?

—Uno —dice—. Gringo.

CAPÍTULO 2
MERECERNOS SER EL ENEMIGO

Los ecos remanentes. Una conversación de Juanito Escalona,* con un amigo,


alguien que ha pedido que no se revele su nombre. Escalona es consciente de que se
halla delante de un periodista. Ha pedido que la conversación, aunque grabada, se
mantenga off the record hasta que él la revise. Luego olvida que existe una
grabación y también que él debe revisarla. Es para que yo proceda bajo mi absoluta
responsabilidad y discreción que años después se me entrega el tape. Bajo esas
condiciones. Escalona no está borracho hoy, está sobrio, y después sí tiene algunos
tragos encima. La grabadora está sobre la mesa y hay una tercera persona en la
habitación. Escalona es sardónico, sarcástico y es parte del baño de sangre que se
está dando el país completo. Él no debe intentar desmentir nunca este diálogo
transcrito, pues hay copias de la grabación —realizada en su oficina el 8 de
noviembre de 1991—, a buen recaudo.

La primera pregunta es sobre el bloqueo y las posibilidades de inversión para


norteamericanos y cubanoamericanos. Responde Juanito Escalona.

[General Juan Escalona] Están viendo que aquí hay más de 12 mil millones de
pesos invertidos en fábricas. Una tecnología mejor o peor... Un mercado virgen.
Porque, oye, cuando sale un comprador de nosotros... al mundo...

Inaudible. Parece decir: «Con petrodólares.»

[General Juan Escalona] Ése puede más que Rockefeller.

[Entrevistador] Sí, sí, sí.

[General Juan Escalona] Ése va a comprar...

[Entrevistador] Sí, sí, sí. Todo.

[General Juan Escalona] Diez mil toneladas de esto, que no hay capitalista en
el mundo que lo compre.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] ¿Tú te das cuenta? Va a comprar, eeeeh... Treinta mil
toneladas de... de... de... de la mierda esa que usan para fertilizar.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] No hay capitalista en el mundo que compre treinta mil
nada.

[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] Toneladas de nada.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] Entonces, un comprador nuestro, es un personaje


respetado. No es casual que a pesar de la deuda, a pesar de que no pagamos...

[Entrevistador] Mmm.

[General Juan Escalona] Estamos teniendo crédito... constantemente.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] En países de Europa. Aquí vino un grupo italiano


importante los otros días. Incluso, los representantes de la Fiat.

[Entrevistador] Mm.

[General Juan Escalona] A negociar. Y se les olvidó la deuda.

[Entrevistador] Pero, entonces... em... usted prevé... O sea, eh, es posible que
haya algún...

[General Juan Escalona] Yo lo que preveo es que, ah, que, si... si todo esto que
estamos haciendo ahora comienza a producir un resultado a mediano plazo, lo que va
a ser es imposible a los Estados Unidos pararle la mano a sus empresarios, que
sienten que esto que fue de ellos hasta ayer, se les va de las manos. Y que cuando
llegue, se lo cogieron los mexicanos, se lo cogieron los italianos...

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] ...Se lo cogieron los alemanes. Se lo cogió todo el


mundo. Y ellos se quedaron, mira, con una mano alante y otra atrás.

[Entrevistador] Pero no va a haber una... un aliciente especial para los


americanos o los cubanoamericanos...

[General Juan Escalona] No, porque ahora sería un sueño. Un latinoameri... [Se
interrumpe] Un cubanoamericano de esos que intente una inversión en Cuba, los
botan los americanos de allí para el carajo.

[Entrevistador] Sí.
[General Juan Escalona] Es decir, eh...

[Entrevistador] Aunque lo haga a través de América Latina.

[General Juan Escalona] Bueno, puede ser que esté... Tú sabes que el capital es
una cosa que se mueve, qué carajo, con... ¿Aquí no lavan miles de millones de
dólares todos los días en los bancos producto del narcotráfico?

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] ¿Quién puede saber que esos dólares que tú tienes en
un banco en Colombia o en Venezuela o en México, ahí no está el capital cubano?
Entonces... reportan sus utilidades, allá habrá cubanos... Pero ése no es nuestro
problema. Nuestro problema es que... el por ciento de nosotros, ganarlo. Y ganarlo
pronto [ríe].

[Entrevistador] Sí, sí.

[General Juan Escalona] ¿Te das cuenta? Es decir, oye, con toda esta situación
cubana, este año el turismo no ha disminuido. Se ha incrementado.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] Es decir, el único limitante que tiene el desarrollo del
turismo en Cuba es la capacidad de construcción, que no tenemos.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] Nosotros... Tenemos vendidos varias veces la


capacidad de turismo.

[Entrevistador] Hablando de narcotráfico, ¿leyó el artículo en el Herald sobre


el caso Abrantes?

[General Juan Escalona] Sí, qué cosa más absurda.

[Entrevistador] ¿Pero cierto?

[General Juan Escalona] ¿Eh?

[Entrevistador] ¿No fue cierto eso?

[General Juan Escalona] ¿Fue cierto? ¿Hicieron el plan?


[Entrevistador] Hicieron el plan.

[General Juan Escalona] ¿Para secuestrarlo?

[Entrevistador] Para hacerlo...

[General Juan Escalona] Bueno... nos hubiera evitado, pssst. Jum... jum... lo
que vino después. Jiiii... ¿Oíste? Pero Abrantes no, no se... No se...

[Entrevistador] No, ehhh, hubiese sido una locura pensar que el tipo iba a ir...

[General Juan Escalona] Pero... además, él no se vinculaba directamente.

[¡No se pierdan esto, por favor! Repitan la lectura del parlamento anterior:
Pero... además, él no se vinculaba directamente. Lo está diciendo el tipo.]

[Entrevistador] Por eso, por eso.

[General Juan Escalona] Hubieran cogido a Tony de la Guardia, hubieran


cogido a...

[Entrevistador] No, no, era absurdo pensar... Era... Después que hablé con usted
leí el libro, el juicio, y hay un pasaje no sé si suyo o de Raúl, donde hablan de que
esta gente se estaban tratando de escapar o que había posibilidades de que se
escapen, de que deserten. ¿Había algo en concreto?

[General Juan Escalona, parece decir] No sé.

Ahora entra una tercera voz no identificada:

[No identificado] Alguien, hay... Ah... Hay... Hay un momento en que, aunque
no hay ningún indicio, pero bueno como están tan comprometidos con el
narcotráfico... se piensa que es, incluso, posible pueda alguno desertar. Pero son
pensamientos.

[Entrevistador] Pero no es que, no es que hubieran detectado...

[General Juan Escalona] No era nada concreto.

Escalona dice algo inaudible. La voz no identificada responde:

[No identificado] No, no, no. Ahora yo no recuerdo... Alguien... Pero se... se
habló algo de eso. Yo no recuerdo ahora exactamente...
Regresa Escalona:

[General Juan Escalona] A mí también porque hace rato que no vuelvo a releer
el libro ese...

Regresa el periodista:

[Entrevistador] ¿Usted no recuerda que...

[General Juan Escalona] No, no...

[Entrevistador] Que...

[General Juan Escalona] Ni era ninguno de los objetivos de mi acusación...


estaba referido a eso.

[Entrevistador] No estaba.

[General Juan Escalona] Aquí al único que se cogió en posición de despegue


fue a Luis Orlando Domínguez.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona, palabra inaudible] ...un viajecito, un avioncito


[inaudible]... Él era el jefe de la Aeronáutica Civil...

[Entrevistador] Sí, sí.

[General Juan Escalona] Y tenía en su casa un maletín...

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] Con casi 300.000 dólares...

[Entrevistador] Y desde entonces, a propósito de esta historia de Abrantes, ¿no


descubrieron ningún otro infiltrado... americano?

[General Juan Escalona] Digo... Yo me separé de eso...

[Entrevistador] Claro, claro.

[General Juan Escalona] Yo no sé si el Ministerio del Interior ya pueda tener


alguna información adicional. Yo el único que conozco es el del piloto carajo este
que vino a Villa Clara.

[Entrevistador] Pero... El Chino.

[General Juan Escalona] Que era un oficial de la DEA.

[Entrevistador] Sí. El Chino.

[General Juan Escalona] Pero quiero que tú sepas que en la última reunión de
la [¿HOMLEA?] en Bolivia, es decir, el grupo de chifs [jefes] de la lucha contra la
droga, hubo posiciones cubanas muy fuertes y posiciones de conciliación. Es decir,
nosotros tenemos relaciones de trabajo con la... con el Servicio de Guardacostas... de
los Estados Unidos.

[Entrevistador] Sí, sí.

[General Juan Escalona] Todos los días.

[Entrevistador] Pero eso...

[General Juan Escalona] Eso donde se jode... Eso donde se jode es cuando sube
ya...

[Entrevistador] Claro, claro.

[General Juan Escalona] ...al Departamento de Estado.

[Entrevistador] Bueno, pero eso son los que habían planeado el secuestro de
Abrantes.

[General Juan Escalona] ¿Quiénes?

[Entrevistador] El... Los del Servicio de Guardacostas.

Escalona murmura.

[Entrevistador] Por lo menos en la oficina de Miami. ¿No?

[General Juan Escalona, murmura] Primero, nosotros estábamos convencidos


de que él no tocaba esa droga ni sabía de su existencia.

Voz no identificada, autoritario:


[No identificado] La Oficina de Inmigración en Miami.

El periodista:

[Entrevistador] No, no, no.

[General Juan Escalona] No, no.

[Entrevistador] Del Guardacostas.

[General Juan Escalona] ¿Del Guardacostas?

[Entrevistador] ¿Ustedes...?

La voz no identificada intenta interrumpir pero se calla.

[Entrevistador] ¿Ustedes están convencidos que hasta ahí no llegaba la cosa?

[General Juan Escalona] Nosotros de lo que estamos convencidos es de que él


era un descocado por... errr... por su plata... por su...

[Entrevistador] Sí, sí, sí.

[General Juan Escalona] Por su... errr... Tony... eh... Éste era un comemierda,
éste lo único que le interesaba era que yo le llevara dólares.

[Entrevistador] ¿No le preguntaba de dónde venía?

[General Juan Escalona] No, a veces preguntaba. Sí, ése es el negocio aquel
que yo te hablé de la mina de oro que tenemos en Ghana.

[Entrevistador] Cualquier cosa.

[General Juan Escalona] Y además nosotros le preguntamos a Tony fuerte.


Inclusive antes del fusilamiento.

[Entrevistador] Les dijo él que no sabía nada.

[General Juan Escalona] Que éste era un comemierda. Lo único que le gustaba
era recibir plata.

[Entrevistador] ¿Le... Le dijo algo a usted Ochoa, algo antes de que lo


fusilaran, porque usted estaba ahí, me dijo...?
[General Juan Escalona] Sí. Pero lo que dijo lo dijo en el juicio.

[Entrevistador] De ahí no... no cambió nada.

[General Juan Escalona] No cambió nada. Yo... Me encabronó los otros días la
noticia que se dio, creo que por Radio Martí. Una declaración de la... de la viuda de
Ochoa, que dice que a su marido lo fusilaron después de una larga conversación con
Raúl Castro.

[Entrevistador] ¿Después de una larga conversación con Raúl Castro?

[General Juan Escalona] Sí. Pero es que esa larga conversación con Raúl Castro
fue la última oportunidad que le dio Raúl Castro antes de meterlo preso. No antes de
fusilarlo. Porque había tantos indicios y tanto ruido alrededor de Ochoa, que con
Ochoa en la calle era muy difícil una investigación a fondo. Y Raúl lo sentó y le
dijo, Arnaldo, vamos a hablar.

[Entrevistador] Jum.

[General Juan Escalona] Dime todo. Coño, sé honrado conmigo. Sé...


[Entrevistador] Se dice hasta... en el juicio. Y él le dijo que no.

[General Juan Escalona] Y él negó, negó, negó. Pero ésa es la conversación a


que se refiere la viuda.

[Entrevistador] Jumm.

[General Juan Escalona] Pero, bueno, nosotros los... fuimos lo suficientemente


caballerosos...

Voz no identificada:

[No identificado] ¿Será verdad que esta mujer se haya expuesto a hablar esas
cosas?

[General Juan Escalona] Bueno, a ella la separaron del Partido, ella... la


separaron de... errr...

Voz no identificada:

[No identificado] Porque ella había mantenido una actitud más o menos...

[General Juan Escalona] No, no, si eso...

[Entrevistador] ...los principios...

[General Juan Escalona] No, no. Lo que nosotros... Acuérdate tú, que nosotros,
en la declaración ante el Tribunal de Honor, el único que no participó fue Patricio.

[Entrevistador] ¿Por qué no apareció?

[General Juan Escalona] Porque se pasó todo el tiempo hablando del relajo, de
las tortillas, de las siete mujeres en la piscina, con seis hombres, con las esposas de
ellos, madres de sus hijos. Y todo el tiempo fue hablando de eso. Que... fue además
obsesivo. Yo soy un corrompido, porque yo... naaaa. Y su esposa. Y la esposa de
Ochoa. Y la otra. Y la otra. Una piscina. Encuero todo el mundo. La orgía, la
jodedera. Ehh. Entonces, tomamos la decisión de no proyectar eso porque, porque...
err... porque... porque debajo de eso hay hijos.

[Entrevistador] Jumm.

[General Juan Escalona] Por... Tú no puedes decir ahora, a esos muchachitos,


tu mamá es una puta, que se metió en una piscina con seis hombres, que se templaba
[fornicaba con] al... al marido de la otra mientras tu papá se singaba a la mujer del
otro. Daría... Eeeh...

Voz no identificada:

[No identificado] Qué barbaridad.

[Entrevistador] Ummm... ¿Usted estaba con Fidel cuando vieron el videotape?

[General Juan Escalona] ¿Cuál de ellos?

[Entrevistador] El del fusilamiento.

[General Juan Escalona] No. Qué va.

[Entrevistador] No, porque alguien me dijo que... que Fidel dijo... murió como
un hombre.

[General Juan Escalona] No, es cierto que murió como un hombre.

[Entrevistador] ¿Pero dijo eso?

[General Juan Escalona] Él era guapo. Yo no sé si Fidel lo dijo. Yo sí lo pensé.

[Entrevistador] Pero él... [Probablemente el periodista: Se puso así, eh...]

[General Juan Escalona] No, no, el... no, el... ah. Qué va. Pidió autorización
para mandar el pelotón de fusilamiento.

[Entrevistador] ¿Como? ¿Para mandar?

[General Juan Escalona] Sí. Las voces de mando. Se le... se le [¿prohibió?]

[Entrevistador] ¿Y él dijo apunten, disparen, fuego?

[General Juan Escalona] No, no. Se le prohibió.

[Entrevistador] Ah, él pidió...

[General Juan Escalona] Porque ése es un honor que se le hace a un héroe. Pero
no un honor que se le hace a un narcotraficante.
[Entrevistador] ¿Pero por qué un héroe? ¿Por qué lo van a fusilar a un héroe?

[General Juan Escalona] No nosotros. Es una tradición latinoamericana.

[Entrevistador] Ah, no sabía eso.

[General Juan Escalona] Sí, sí. Aquí ha habido patriotas de la guerra de


independencia que han mandado sus propios... esto... en la lucha contra España, que
mandaron su propio pelotón que los fusilaba. Y era un gran gesto de hombría, de
esto, lo otro.

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] Pero cuando tú eres un renegado y un mierda,


degradado, y ya tú no eres general ni eres un carajo...

[Entrevistador] Sí.

[General Juan Escalona] Bueno, entonces... Nada, él lo que se paró allí.


[Entrevistador] ¿Y... Y el otro lloró, no?

[General Juan Escalona] ¿Quién?

[Entrevistador] El Tony.

[General Juan Escalona] No, el Tony no. El ayudante de Ochoa fue el que...

[Entrevistador] El del otro...

[General Juan Escalona] El chiquitico, el capitancito... [Entrevistador] Jum. ¿Y


Tony dijo algo?

[General Juan Escalona] No. No dijo nada.

[Entrevistador] No. No, porque alguien me había dicho que Fidel había dicho
eso cuando...

[General Juan Escalona] Puede ser...

[Entrevistador] Cuando...

[General Juan Escalona] Yo no estaba con Fidel cuando lo vio pero...


[inaudible]
[Entrevistador] Sí.

[No identificado] Oye, ¿tú le preguntaste al periodista si él puede tomar


bebidas alcohólicas?

[General Juan Escalona] Je, je.

[No identificado] A lo mejor es mahometano él.

[Entrevistador] No, jem, no se...

La grabación tiene un corte.

[General Juan Escalona] Eh, eh... Es una Cuba que se recupera de sus males.

CAPÍTULO 3
LA HABANA DESPUÉS QUE NIEVA EN MOSCÚ

El primer regalo de Tony fue una carabina Winchester 44, con más de 100 años
de antigüedad, sin municiones, que estuvo dando vueltas conmigo hasta la salida al
exilio.

Está a buen recaudo en La Habana.

Es la única parte remanente de mi historia que es tangible y que tiene un peso y


que existe físicamente fuera de mi alcance. Todo lo demás ha desaparecido hace
rato. No queda un solo papel, un solo microfilme, un solo diskette de computadora.

Si rompieron el acero, qué no han hecho del papel y del acetato.

Trozaban, rompían, quebraban, cortaban al soplete las carabinas Winchester y


las fundían, sacadas de los camiones del MININT, los arsenales de todas las guerras
cubanas que no hubiera comandado Fidel Castro o una parte del armamento de la
Segunda Guerra Mundial enviado a las guerrillas, fueron literalmente desaparecidos,
los Springfíeld, los Crag, los Máuser, fue la primera visión de un pasado que la
Revolución se empeñaba en borrar.

La quema mayor de papeles de la República fue por culpa de Ronald Reagan.


Entre 1981 y 1986 se produjo la gran quemazón de papeles en La Habana. Por la sola
presencia de Ronald Reagan en la Oficina Oval, las instalaciones de la Seguridad del
Estado cubana parecían los cuarteles de la NKGB el 28 de noviembre de 1941
cuando el Cuarto Grupo Panzer —una de las más curtidas agrupaciones de la
Wehrmacht comprometidas en la Operación «Tifón» para la captura de Moscú—
tuvo los efectivos de una de sus divisiones a 20 kilómetros de las torres del Kremlin,
y todo parecía a la mano, al menos eso se vislumbraba desde los binoculares Carl-
Seizz de los oficiales alemanes de la exploración: el desolado Moscú, en su noche
invernal y de muerte. El mismo Moscú hacia el que los cubanos, apenas 18 años
después, miraremos como la tierra de promisión y el que se nos ofrecerá como sólo
se entrega una casa a los hermanos, sin temor ni vacilaciones, y en el que hasta ese
instante de la historia si hubieses podido contar 100 cubanos que conocieran a 100
soviéticos, probablemente estuvieses exagerando, y que nos agarramos de la mano
con tal fuerza en la década prodigiosa de los sesenta —¿la desesperanza, la angustia
de dos pueblos al comprender que nunca más habrá epopeyas para llenar sus pechos?
— que juntos estuvimos a punto de llevar a la humanidad entera al holocausto
nuclear, y en el que, desde el 19 de octubre de 1941, se había declarado el estado de
sitio e iniciado la evacuación del Gobierno a Kuybishev. Hasta la noche del 4 de
diciembre, después de una pesada nevada, en que la temperatura de los accesos de la
ciudad descendió abruptamente a los −34 °C ( —29 °F), para volver a caer la noche
siguiente, el 5 de diciembre, a— 40 °C ( —40 °F).

¿Qué cubano de mi generación —si había nacido— supo entonces que un


hermano suyo, bajo las órdenes del mariscal Zhukov, se arrastraba sobre la nieve,
empuñando una tosca, brutal Ppsha, de doble gatillo como selector de fuego y 72
balas en el disco, y con su mono de combate blanco, mientras, arriba, la bóveda
celeste centelleaba bajo la ardiente luminiscencia de las trazadoras y un conjuro de
bengalas blancas y amarillas ascendían fugaces desde un horizonte cercano?

La orden (en Cuba) fue que no se guardaran papeles que el enemigo pudiera
ocupar después.68 Los asesores soviéticos del modernizado KGB dislocados en La
Habana no vieron con buenos ojos la frenética actividad de sus camaradas cubanos
iniciada a finales de 1981. Al parecer una consistente y valiosa documentación sobre
juegos operativos cubanos con los Estados Unidos y México (los principales
objetivos de la URSS en interés de su Inteligencia) les fue arrebatada delante de las
narices, e incinerada, en buena parte. Es de suponer que casi siempre, en estos casos,
se trataba de juegos operativos que habían caducado. Pero de cualquier manera,
según la óptica soviética, ésa era una clase de fruta que nunca secaba por completo y
que debía almacenarse en algunos lugares, frescos y seguros, por si se presentaba
una nueva oportunidad de sacarles más jugo, exprimirles, un poco más. No
alcanzaban a ver cuál era el paralelo con su Moscú de 1941.

En el Departamento de Organización y Sistemas Automatizados (DOSA), un


engendro informático a escala global facturado en La Habana bajo supervisión del
KGB, la principal oficialidad soviética de información nunca antes desembarcada en
América, contemplaba con escepticismo la frenética actividad cubana. Si tú eras de
los pocos elegidos cubanos que traspasaban esas puertas, podías ver a los soviéticos,
silenciosos, pálidos, cuando llegaban —ninguna semejanza con los grandes
bebedores de pecho amplio que asesoraban a las fuerzas blindadas o a los pilotos
veteranos de los Mig-15 de Corea, que eran unos toretes soviéticos de refulgentes
dentaduras de oro que reunieron las dos condiciones indispensables para tripular
aquellas máquinas (ser de estatura tan baja que facilitara embutirles en las cabinas y
poderosos brazos que les permitiera manejar el bastón de comando que en aquellos
modelos originales carecían de boosters y había que obligarlos a maniobrar a pulso
en condiciones de combate real) y cuyas risotadas, en los hangares de aluminio
corrugado abandonados por los yanquis en la base aérea de San Antonio de los
Baños, retumbaban como la invasión de los mongoles en la estepa, y se tragaban una
hogaza de pan negro escanciada de sal y maldecían la puñetera vida, como si se
hubiesen disparado en el cielo de la boca, y daban vivas a la Gran Madre Patria
después de echarse al coleto lo mismo un fogonazo de vodka que de ron que de
combustible de aviación— y que eran los mortecinos soviéticos de resignado aire
intelectual y como de esclavos blancos desembarcados directamente del Aeropuerto
Internacional «José Martí» (no muy lejano, unos 10 kilómetros de distancia) y
procedentes seguramente de unos soterrados semejantes de las afueras de Moscú, y a
los que —podías creerlo— si los sacabas repentinamente al mediodía cubano,
enceguecerían en serie, retorciéndose como ratas al sartén, los pobres empleados de
«los sistemas» del KGB, con la palidez enfermiza de Auschwitz y Dachau, y sus
movimientos apocados y cortos, como albinos de cuerda. Pero, desde luego, tenían
su isla en los tres pisos soterrados del DOSA, cubanos de una parte, soviéticos de
otra. Se vinculaban a través de sus terminales aunque estuviesen en un mismo piso, o
cercanos de cubículo a cubículo. El caso es que no toda la información se compartía
y supuestamente los soviéticos se encontraban allí para enfrentar cualquiera de las
eventualidades técnicas que pudieran presentarse con sus máquinas. Pero, desde
luego, también echaban leña a su fuego y ya que se encontraban en la cálida y
solidaria isla de la libertad, Kyóa, se obtenían algunos beneficios marginales, aunque
no de Kyóa precisamente, donde no había mucha información estratégica que
reportar al Kremlin, sino de esa inmensa —e indescifrable, para ellos— nación que
se hallaba enfrente, ancha y grande como el mundo entero, con el mismo Cabo
Cañaveral a menos de 500 kilómetros casi en línea recta desde los sótanos del
DOSA. El Big Brother soviético codo con codo al Big Brother cubano y a su vez
ambos vigilados por el BIG Big Brother a través del mecanismo de la infalible
Seguridad Personal que es el Big Brother que es el socio de la barba.
Entonces el hombrecito del desfondado bombín y del bastón y de los grandes
zapatones de payaso se acerca al podio desde el que tantas veces Fidel Castro
declarara la guerra a los Estados Unidos de América. La plaza, vacía, en absoluto
silencio. La ciudad ha sido abandonada por sus habitantes. Suaves ráfagas de viento
levantan el polvo y las hojas muertas y los papeles que se dispersan sobre el
perímetro asfaltado de la Plaza. Al fondo, en el edificio que fuera la sede del
Ministerio del Interior, los paneles de un enorme retrato del Che Guevara, de nueve
pisos de altura, se están desprendiendo y quedan colgados o se precipitan a los
abandonados jardines. Hay violáceos, ocasionales charcos de agua sobre el
pavimento, y más allá de las mustias palmeras y de las astas donde una vez
flamearon las banderas multicolores de los desfiles, está la ciudad, amarilla y
deslavada de los calcinantes veranos, y gris y ajena del largo otoño.

Y nuestro amigo, el hombrecito, ha extraído los cubiertos de su polvorienta


chaqueta de las quimeras y las candilejas —y salero y plato para las carnes y larga
servilleta para colgar de cuello, que no sabemos exactamente de dónde han salido—
y se apresta, digno y ceremonioso, a cenar. Todo dispuesto sobre el podio, y un viejo
y noble zapato, de punteras abiertas, ha sido hervido y es su alimento.

CAPÍTULO 4
RAZÓN DE LA FUERZA

Pocos días después de que lo condujeran ante Fidel Castro para que sostuvieran
aquella, su última entrevista, el ex coronel Antonio de la Guardia estaba amarrado al
poste de ejecuciones, y si llevaba los ojos vendados, era a solicitud propia (y si
además le amarraron las manos, fue también porque él lo pidió —«si no había
inconveniente»). José Abrantes cayó después. Apenas comenzaba a extinguir una
condena de 20 años cuando, en enero de 1991, le dieron lo que se llamaba en el argot
de uso reducido de las tropas élites «el ticket de una sola vía». Entonces el autor
comprendió cabalmente que no había producción del libro y que él mismo había
alcanzado la condición de efímero en el proceso.

Así que este libro no estaba destinado por las autoridades cubanas a ser escrito
y, por lo tanto, publicado. El autor tampoco contribuyó con su existencia. Fue
elusivo en ese sentido. En esta ocasión hizo caso omiso de sus varios juramentos
anteriores mediante los cuales se disponía a dar la vida por la Revolución cuando
fuera necesario.

Fidel Castro estuvo al corriente desde su inicio en 1989 de ese operativo que
debía preservarme en un inexpugnable silencio y cuyo objetivo final era previsible y
para el cual llegó a contar con la asistencia de una celebridad literaria tan importante
como Gabriel García Márquez y en el que se hacía indispensable mantenerme dentro
de Cuba bajo la situación de acoso llamada por el término procedente del basketball
como «gardeo a presión».

Mas no para todos se reservó la misma suerte, y por ello el sabor del triunfo
puede ser, en ocasiones, muy amargo. Tres personas perecieron, por lo menos una de
ellas asesinada, mientras me brindaban su ayuda para que pudiera salir de Cuba bajo
las sombras del clandestinaje —asesinado el abogado Luis García Guitart, y
seguramente asesinado el teniente Horacio Maestre; «Acho», Horacio, en esa
tenebrosa sala de hospital a la que su familia no tuvo acceso hasta que se hallaron en
condiciones de entregarle un cadáver después de los 21 días de una dolencia
inexplicable («muerte institucional provocada», le llaman).

Los dos actuaban con un grado bastante aceptable de inocencia, puesto que no
tenían ninguna otra vinculación con los hechos que no fuera su amistad conmigo.
Como quiera que no existen fórmulas convincentes para hacerles saber que existe
esta deuda de gratitud puesto que se encuentran fuera del área de combate y ya
aseguraron su propio perímetro y observan un régimen de silencio radial y puesto
que ambas situaciones son permanentes, uno sabe que se queda contenido en el
territorio de la retórica. Pero existe la situación de las cuentas pendientes con Fidel.
Es visceral, es sostenido. La sed de venganza, en verdad, se te aferra, inextinguible.
Una vez Poe quiso demostrar que las cosas podrían ser tan recónditas que se sirvió
de una imagen, de por sí inextricable: el polvo dentro de la roca. Absoluto e
insondable. Dentro de la roca. El libro está terminado y las manos se hallan libres.

CAPÍTULO 5
STOP MOTION

Arnaldo Ochoa fue arrestado al anochecer del 29 de mayo en la oficina del


Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Habían pasado cinco días de
nuestra conversación. Hacia las 11 de la mañana del sábado le dijeron que estaba
libre y que sería bien visto que cogiera su Land Rover y montara a la familia y se
fuera unos días a Holguín, su tierra natal en el oriente de la isla, y aprovechara el
camino para ver «las transformaciones de la Revolución». Apenas una veintena de
personas tuvo conocimiento de los seis días de Ochoa detenido. La noticia nunca
llegó a la prensa ni fue del conocimiento de nadie en el extranjero. El segundo
arresto tuvo lugar en la misma oficina del Ministro hacia las 8:20 PM del 12 de
junio. Antonio de la Guardia fue arrestado en la misma fecha y hora, pero en la
oficina del Viceministro Primero del Interior. Habían pasado veintiún días de que yo
advirtiera a Tony, y diecinueve de que advirtiera a Arnaldo. Quedaban algunas
posibilidades de que eludieran el paredón. Aunque eran vagas, muy vagas. Siempre
se estimó como un mal trance, verse fusilados.

Never say die.Averill Park, 17 de enero de 1995 —McLean, Virginia— El Doral,


Miami, 1999
NOTA FINAL

Como se ha advertido, sólo los nombres de dos personas —de relativa


importancia para este texto— han sido cambiados, el de una muchacha, Eva María
Mariam, y el de un viejo pelotero de Liga Amateur cubana, William Ortiz, pero
también se elude identificar a dos disidentes —y esto es ahora la primera vez que se
declara.

El Pelotero, que devino un contrabandista sin playa ni fortuna aunque en sus


tiempos mejores de veterano lanzador de muy indistintas banderas, como son (o
fueron) el KGB, la DGI (cubano) y la CIA, y de observación para, mínimo, otros dos
—el DSE (cubano) y el FBI-es un agente desactivado en la actualidad por todo el
mundo, abandonado a su suerte— al parecer para siempre. Y se ha dado a la fuga,
huye sabe Dios de qué crimen que —puedo asegurarlo— no ha cometido.

Los disidentes aún se hallan en activo en las aceras clandestinas de La Habana.

Contribuyamos —modestamente— a su seguridad, sacarlos de foco; a uno, de


la vendetta y su rosario de proyectiles; a los otros, de la ergástula castrista. William
Ortiz, en los Estados Unidos —o quién sabe dónde— al que van a asesinar —quién
sabe quién, no se sabe cuándo; y los disidentes, en Cuba, donde propugnan un
proyecto de desobediencia civil, pacífica tarea a la que se entregan, a la vez que
buscan «un poderoso fusil» con el objeto de Placerle volar» la cabeza del Presidente
del Consejo de Estado y de Ministros (y se refieren al asunto como a una caza de
elefantes o a la inconsciente diversión que podría derivarse de hacer reventar una
calabaza y no la testa de Fidel Castro).

Era susceptible de variarse el nombre de una mujer, una muchacha que conoció
la vida, el amor y la muerte, pero nunca se dio cuenta. El dios que es todo escritor
votó. Ocultamiento aceptado. De cualquier manera la relación con ella le hubiese
impedido al autor actuar con libertad, por el conocimiento milimétrico que de su
persona tuvo, de sus temperaturas, tacto, olores, sabor por zonas, metal de voz,
pliegues, enveses, y envases, y todas las otras suertes de partes y emisiones que esta
clase de aventuras pone en juego. Se requería de libertad absoluta para el libro y el
nombre de alguien con quien se ha tenido una relación carnal tan estrecha era un
vector de inhibición.

Las otras personas y sus familiares tienen cobertura, protegidas en el


anonimato. Personajes de importancia secundaria para el texto, cuya identidad real
carece de relevancia para los efectos de la historia, y su sola mención les acarrearía,
probablemente, enormes dificultades.

Con la excepción —lógica-de los que perecieron ante el pelotón de ejecución, o


envenenados, o en lo que se suele llamar <oscuras circunstancias»— en las que,
piensa uno, el cuchillo duele igual-o en los avatares de los combates, las demás
personas que aparecen en el libro —y que lo hacen con sus nombres verdaderos (o al
menos, con los nombres que nos fueron suministrados, o que ellos mismos nos
suministraron)— estaban vivas en marzo de 1999, cuando el original fue entregado
para su publicación —y podían ser localizadas regularmente, en Cuba o en los
Estados Unidos. Localizadlos. La Habana o Miami.

Tres precisiones: Modesto Arocha, Ramón Cernuda, Humberto León, Lesbia


Orta Varona, Adolfo Rivero y Waldo Valdés-Salvat accedieron a ser entrevistados
y/o contribuyeron a verificar la información, pero no aparecen mencionados en el
texto. Para la identificación de ciertas personas o lugares en las fotografías he sido
lo más meticuloso posible y he contado para la tarea con el personal del Ministerio
del Interior o del Departamento MC llegado a los Estados Unidos. La costumbre de
retratarse de Tony actúa ahora como una bendición. Tenemos abundante material
gracias a que él se solazaba haciéndose fotos. «Never say die» —la cita del lema del
grupo en el relato-era en inglés. El grupo acostumbraba decirlo en inglés. Una cosa
exacta se dijo antes en Key Largo, el viejo filme de 1948, de John Huston. Pero sólo
Antonio de la Guardia, Patricio de la Guardia y Norberto Fuentes podrían
reconocerlo.

UNA NOTA SOBRE (O PARA) LOS AMIGOS

Agradecimientos especiales:

—para Elena Amos Díaz-Verson por su amistad y sus consejos y la ayuda


proporcionada en mis primeros tiempos como exiliado en los Estados Unidos,
—para Dana y William Kennedy: autor y libro afortunados de recibir los
buenos influjos de los aires y de los bosques de su montaña,

—para Jorge Dávila Miguel, a quien, de muchas formas, debo mi vida,

—y para un notable amigo, uno nuevo, perfecto. Andrés Oppenheimer.

Un agradecimiento especial a Frank Calzón por su solidaridad.

19 salvas, como reclama el protocolo, en saludo de Miguel Ángel Sánchez y


Amalia Sánchez-Posé puesto que el libro se comenzó y se terminó virtualmente bajo
su protección y en el abrigo de su casa de Baldwing Harbour.

El libro está en deuda con el staff de un solo hombre. Brad Johnson.

Ah, Edna Rocío Johnson. Que Brad sea el staff de un solo hombre no quiere
decir que no tenga a Edna y que todos la adoremos, como se debe.

El autor ha expresado su gratitud por la contribución recibida en


conocimientos, documentos y uso de tiempo de numerosas personas. Pero quiere
hacer resaltar a Ricardo Boffil Pagés, presidente del Comité Cubano Pro Derechos
Humanos, por su apoyo sin límites y por su sincera amistad —y se extiende, desde
luego, a Yolanda Boffil.

Luis Domínguez fue simpático y tozudo como él solo, el mejor de los que se
encontraban en el camino.

Más gracias especiales: César Ariet, Santiago Aroca y Bernardette Pardo,


Antonio Benítez-Rojo e Hilda Benítez-Rojo, Roberto Bismarck, Carlos Gámez y
Noelvis, Octavio García, David Landau, Luca Marinelli, Carlos Quintela y Rosa
Berre, Jorge Rufinelli, Norberto Santana, José Vives.

Y para un grupo de otros notables amigos, ninguno nuevo, mas todos perfectos,
también: Alejandro Armengol y Sara Calvo, Dr. Pedro Bustelo, Juan Carlos Cabrera
e Ileana Sánchez, Godofiredo Granados, José Uzal.

Jorge de Cárdenas y María de Cárdenas, mencionados por aquí, casi al final,


porque son la familia. Los mejores tíos que Dios pueda proporcionar.

El poeta, en la reserva: Raúl Rivero. Pero vigilando, oteando el horizonte.


Nuestro hombre en La Habana. Al menos, el mío.
Alberto Batista apareció —como siempre-cuando todo parecía imposible,
perdido.

Como quiera que este libro es el bautismo de fuego de la amistad de Basilio


Baltasar con este autor, este autor y Basilio Baltasar no tienen por qué obviar que,
cuando menos, es un inicio de amistad aguerrido.

Guillermo Cabrera Infante estuvo al tanto de la productividad y de la moral de


combate y uno en adecuada reverencia levanta su sombrero —que en realidad es una
gorra azul prusia de los New York Yankees, que es la segunda gorra de esa especie
regalada por Bill Kennedy y que es un amuleto infalible y vector permanente de
buena suerte—, y dice, gracias, tú.

Y esa mención a una gorra de pelotero va más allá de cuestiones relacionadas


con cosas para escribir pero en vínculo absoluto con los agradecimientos. No existe
mejor instrumento para preservar la vida de balseros, combatir a Fidel Castro y
escribir, que una gorra de los New York Yankees, se los digo. Además son muy
vistosas, con las emblemáticas N e Y cruzadas sobre la visera y bordadas con hilo de
plata sobre fondo de azul ennegrecido. Es mi amuleto de uso extendido. Probada en
todas esas contingencias, balsas, escritura, guerra personal encarnizada e implacable
contra Fidel, y funciona.

Ivan Cañas y Roberto Koltum / cada cual por su lado / contribuy(eron)ó a la


restauración y conservación del material gráfico.

Mirta Ojito fue la principal reportera de El Nuevo Herald encargada de cubrir


las eventualidades de la Causa Número 1 de 1989 y proporcionó un set con todos sus
materiales.

Santiago Aroca hizo la primera revisión del texto, Bernardo Marqués la


segunda.

Gracias especiales a Carlos Licea de Varona por los transfers de imágenes de


video.

ACERCA DEL MATERIAL FOTOGRÁFICO

Eran imágenes caseras extraídas de la intimidad de un álbum familiar. Casi


con toda probabilidad nunca fueron tomadas para publicarse. Por otra parte,
algunas reproducciones han sido transferidas de grabaciones de video de hasta una
cuarta generación. El trasiego a través de diferentes instancias clandestinas dentro
de Cuba —y las copias realizadas no siempre con los equipos idóneos— fueron
inevitables para el rescate del material y su colocación en puertos seguros del
exterior. Asimismo una parte de las fotografías conoció los efectos del vivaqueo en
el clandestinaje. Estas fotos y los stills de video seleccionados poseen un eventual
interés como testimonio, y su probable valor histórico es el que ha prevalecido —
con ambas fuentes— para su inclusión en el presente libro. Si el aserto de que la
Historia es una sucesión de casualidades, nada más adecuado para redimir un
episodio de guerra que esta porción de fotografías y de stills nunca concebidos con
propósitos profesionales.

***

Presentadas ahora como parte de la documentación de Dulces guerreros


cubanos, las fotografías son reproducciones de las impresiones originales
recuperadas en La Habana por Jorge de Cárdenas, Filiberto Castiñeiras, Antonio de
la Guardia (hijo) o por el autor y que conservan en Estados Unidos. La posesión de
muchas de las fotografías no acredita necesariamente a los propietarios como
autores. Una considerable cantidad de nombres de los fotógrafos permanecen en el
anonimato puesto que suelen forman parte natural del equipo operativo.

Norberto Puentes —Dulces guerreros cubanos

¿Cómo debería aceptar un escritor mimado por el régimen autoritario, al que


ha servido con entusiasmo, que éste lo persiga como a un enemigo y lo engulla en
sus fauces? El testimonio del escritor cubano Norberto Fuentes, arrestado y
milagrosamente salvado de la muerte, es la historia de los hechos que en 1989
conmovieron a Cuba y el relato de la agonía que finalmente liquidó la ilusión
revolucionaria de los admirados héroes barbudos de la Sierra Maestra.

***

Mientras los vientos de la perestroika amenazan a las viejas castas soviéticas


que gobiernan en los países del Este de Europa, Fidel Castro refuerza el blindaje de
su régimen personal y desencadena la detención de los carismáticos líderes
revolucionarios y militares que, según sus letales sospechas, podrían sustituirle al
frente del país. La espectacular arbitrariedad del juicio estalinista que tiene lugar en
La Habana evoca los peores episodios de las terribles represiones políticas que
Occidente creía haber superado y acaba en los fusilamientos que impedirán la
esperada evolución democrática del régimen.

***

El estilo de Norberto Fuentes, tras una aparente impasibilidad funcional,


registra aquí minuciosamente los sórdidos idiotismos coloquiales del horror
cotidiano: a la disgregación moral que relata responde una trabazón técnica que
opera, muy eficazmente, como si la vida fuese una novela de espionaje cuya
explicación residiera a partes iguales en la vacuidad ética y en la ferocidad latente
dentró de un mundo de caníbales trajeados con uniforme de camuflaje
revolucionario.

Seix Barral Los Tres Mundos

The Norber One & Brothers

Filiberto Castiñeiras Giadanes, Jorge de Cárdenas Agostini, Antonio de la


Guardia Font, Patricio de la Guardia Font, Alcibíades Hidalgo Basulto, Raúl
Menéndez Tomassevich, Arnaldo Ochoa Sánchez y Raúl Rivero Castañeda. Tenemos
tarea. Partida antes del sol. Carguen municiones y raciones frías. Objetivo en la
profundidad. Sincronicen ¡os relojes.

Esto es fuerza combatiente. Los temibles. Los invictos. Vedla, contempladla


cualquier día antes del 12 de junio de 1989.

Buena tropa. No podía pedir una mejor. Con un poeta y tres generales, el poeta
que es Raúl Rivero, y los generales Patricio, Tomás (Menéndez Tomassevich) y
Arnaldo, y el mejor explorador del mundo, mejor comando y mejor ranger, Tony.

Andando.

FOTOS
GRUPO AÚN NO EN EXTINCIÓN EN NOVIEMBRE DE 1986. Desde la
izquierda, a una hora de vuelo de Luanda; el general José Abrantes (ministro del
Interior), el mayor Carlos Cadelo (uno de los adelantados cubanos en África), un
oficial de la escolta de Fidel; delante, Carlos Aldana (secretario ideológico del
Partido Comunista), Norberto Fuentes, el general Pascual Martínez Gil (viceministro
primero del Interior) y Fidel.
Betún de camuflaje, parcas y estupendos gorros de leñadores del Canadá, como
el que el teniente instructor paracaidista Antonio de la Guardia se está ajustando. El
Antonov calienta motores. En el aire a las 21. Saltando a las 21:10.
¿La Bohemia Inaccesible? Por lo pronto, esto es lo que tenemos en París: desde
la izquieda, José Odriozola, uno de los más activos «cuadros» de la inteligencia en
Europa Occidental; el coronel Antonio de la Guardia; Norberto Fuentes, un escritor
que es presentado a los traficantes de armas como «el legendario comandante
Andrés»; y el capitán Jorge de Cárdenas.

Costas de Jamaica y los claroscuros de una foto no autorizada por el mando. E1


embarque en camino. A estas horas Eugenio Rolando Martínez ya está siendo
conducido por el propio Abrantes a la solitaria casa operativa de Tropas Especiales
en las afueras de La Habana donde espera el Comandante. En la foto, Tony y
Michael Montañez a bordo de la balsa desde la que exfiltraron a Martínez.
Efectuaron el rendez-vous con el veloz Pájaro Azul el yate de travesía hasta los
muelles de Tropas Especiales.
El general de División Arnaldo Ochoa en la casa del Jefe de la Misión Militar
de Cuba en Angola —entonces su casa—, enero 1 de 1989.
Arnaldo Ochoa y Norberto Fuentes en Luanda, diciembre 31 de 1988.
El lugar y los comensales según los identificara Antonio de la Guardia: La casa
de campo, dice, es del coronel Perote. En realidad, es la hacienda del banquero
Mario Conde. Desde la derecha: «El Tigre» Ferrer, nuestro hombre en Madrid;
Perote, aceptado por Tony (al menos así Tony lo hace ver) como escolta de Franco y
después ataché del Rey Juan Carlos y que en lo relativo a la compra de armamentos
para los angolanos habrá de conducirlo hacia un hermano suyo —¡otro coronel
Perote!— que es una especie de homólogo español del propio Tony, jefe de los
grupos de operaciones especiales del Centro Superior de Información para la
Defensa —la inteligencia española—. Imposible de definir en esta sobremesa,
mientras disfruta de los habanos suministrados por «El Tigre» Ferrer, qué está
buscando Perote con los cubanos, si venderle helicópteros Sykorsky, o si obtener
información sobre los negocios de los etarras en La Habana para beneficio de su
hermano. De igual manera es indescifrable la jugada de Tony con Perote, a quien
atiende, tanto en La Habana como en Madrid, por órdenes directas del Alto Mando,
es decir, de Fidel Castro. Seguimos: en la cabecera, con gafas, Hacha (¿o Acha?), el
representante de Perote en La Habana, su hombre allí; de pie, alguien identificado
como «El dueño de Alitalia»; Tony de la Guardia; el ayudante Jorge de Cárdenas; y
alguien identificado como «Dueño de una sastrería». Un día de noviembre de 1988.

Norberto Fuentes, Lourdes Curbelo (mujer entonces de Norberto), Raúl Castro,


Carlos Aldana, Estrella Cobas y Estrella Fuentes. Madrugada del 31 de marzo de
1986 en la casa de las aludidas compañeras Estrella, madre y hermana menor del
compañero Norberto. El objeto de la burla de Raúl Castro se descubre rápidamente,
por el rostro del aludido, en la fotografía. El Segundo Secretario del Partido entiende
que su Secretario de Asuntos Ideológicos, Carlos Aldana, «es un mulato que se
duerme con demasiada frecuencia».

LA pluma y la espada, viejo sueño del poder. En comunión, bajo un mismo


techo, el ministro cubano de Defensa, Raúl Castro, el premio Nobel de Literatura,
Gabriel García Márquez, la mujer de García Márquez, Mercedes, y el compañero
escritor, NF. En la antesala del despacho del ministro. Para el círculo cerrado de los
conocedores, es el cuarto piso del Ministerio de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias. La Habana. Verano de 1987.
Nuestro hombre en Managua [Circa] julio 18, 1979. Las columnas sandinistas a
las puertas de la victoria. Edén Pastora aparece rodeado de fieles en los accesos de
Managua. De espaldas a la cámara, un supuesto combatiente intemacionalista
español conocido como «Gustavo». En realidad, es un teniente coronel de las Tropas
Especiales cubanas. Se llama Antonio de la Guardia y está atento a cada palabra del
comandante Pastora. Es la orden de Fidel: «Ten un ojo puesto en la guardia
somocista; el otro, en la plana mayor sandinista.»
Norberto Fuentes y Tony en Luanda, 1988.
(Arriba), El prisionero capturado en Massongue, y pronto a morir. Alférez
UNITA Agostinho José, Norberto Fuentes. (René David Osés).

(Abajo). El extranjero. Pálido guerrero venido desde muy lejos. Pero el


banquito está armado por el Pacto de Varsovia. Escritor, dice. Pero no habla de
literatura. Campo de recuperación de prisioneros UNITA, Ruito-Bié, Angola,
noviembre 1981. Norberto Fuentes con AK-47, interrogador de la Seguranza con
Marakov. (René David Osés).
Después del Zukhoi. Arnaldo me lleva a un hangar donde han develado un
avión biplaza de fuego a tierra, que los soviéticos se empeñan en vender a los
angolanos como el arma ideal para la lucha antiguerrillera. Está despojado de las
gruesas lonas en que se preservara y Arnaldo y yo estamos solos en el hangar y él
señala hacia el silencioso Zukhoi y me dice que tiene 10 años de retraso en relación
con cualquier similar de igual propósito fabricado en Occidente. Luego caminamos
por la soleada pista y Ochoa divisa un fotógrafo de la misión militar cubana y le
ordena que nos tome esta fotografía. Norberto, Arnaldo, circa 08/2/88. Aereopuerto
de Luanda, Angola.

Norberto Fuentes y el general de División Leopoldo Cintra Frías (Polo) en


Ruacaná, Namibia, mientras participan en las primeras conversaciones con los
sudafricanos.
Aeropuerto de Menongue, Angola, 14 de noviembre de 1981. Norberto Fuentes,
el general de División Raúl Menéndez Tomassevich «Tomás» y Nalti, su mujer.
(René David Osés)
(Arriba). Angola. En la «Línea Fidel Castro». Desde la izquierda, Jorge
Risquet, con barba, miembro del Buró Político cubano, José Abrantes y Norberto
Fuentes. Venimos de la Cumbre de los No Alineados, en Harare, y Fidel nos ha
mandado a recorrer el Sur de Angola para explicarles a los intemacionalistas
cubanos que la intención es quedarnos allí combatiendo hasta el fin del apartheid.

(Abajo). A bordo de uno de los AN-26 de la flota cubana en Angola. Esta noble
máquina, de dos turborreactores y alas en «T» (o sobre el fuselaje), es el caballo de
tiro de la guerra cubana en el África Austral. Volando entre Mocámedes y Lubango.
Los personajes somos, ahora, Carlos Lage, ayudante de Fidel Castro; Norberto
Fuentes, con espeso mostacho; y Patricio de la Guardia, el único realmente marcial.
Patricio en el área de dislocación en Funda, al norte de Luanda del Regimiento
Femenino de Artillería Antiaérea «Habana», 30 de diciembre de 1988.
Twins. Ellos mismos solicitan que se les llame así. Es una de las pequeñas
dulces bromas que aceptan con agrado. «Los tuins.» Los mellizos más célebres de
toda la historia de Cuba. Tienen una vida secreta y una leyenda que corre paralela
con la noche.

(Arriba y Abajo). Norberto Fuentes, Raúl Castro, Pascual Martínez. En el


estudio de NF, el 9 de febrero de 1988. Raúl instruye al viceministro Primero del
Ministerio del Interior para que se le provea de documentación falsa y
«enmascaramiento facial» al escritor, cuya participación en un negocio de compra
de armamentos para Angola ha sido aprobada.
Los príncipes de la diplomacia cubana. A fines de los años setenta, Fidel
Castro solía esperarlos al pie de la escalerilla del avión cuando regresaban de
Estados Unidos, luego de negociar con el State Department, el FBI o los líderes
moderados del exilio. Serenos, chistosos, de maneras reposadas, cincuentones en
excelentes condiciones físicas. Pero ninguno de los dos vacilaba en ejecutar con sus
propias manos a cualquiera que —en Miami, San Juan o Nueva York— se les
atravesara en el camino, lo cual ocurrió más de una vez. Un camino que era cumplir
las misiones de Fidel. Los atuendos deportivos y las suaves sonrisas completan el
escenario de los vacacionistas en esta cabaña de uso exclusivo de los dirigentes del
más alto nivel —o de invitados extranjeros de Fidel o Raúl Castro, como la actriz
Geraldine Chaplin o el pintor Guayasamín en Varadero, un resort turístico a 100
millas al este de La Habana—. Buenos amigos. Antonio de la Guardia, José Luis
Padrón. No saben que ésta es su última fotografía juntos. Circa, julio de 1988. Se
acabaron los veranos. (Jorge de Cárdenas.)

Luanda, 1.° de enero de 1989.


BUENA COMPAÑÍA. Raúl Castro, Norberto Fuentes y Fidel. Una noche de
parranda. La Habana, diciembre 15, 1986.
Antonio de la Guardia, el AKM 47 y su leyenda posible.

notes

Notas a pie de página

1 Quizá llegado a este punto, los meros párrafos introductorios, sea


conveniente recordarle al lector que todos los hechos que aparecen en el libro se
ajustan a la más estricta verdad. Los cambios climatológicos provocados pueden
haber influido en la percepción de Washington sobre los acontecimientos cubanos y
Fidel Castro. Los yanquis enviaron la misión y/o los mensajes y tendrán los
documentos.

La CONACA (todo en iniciales mayúsculas según la designación oficial) era la


Comisión Nacional de Acueductos y Alcantarillado creada al principio de la
Revolución, en 1959, de la cual Rodolfo Fernández fue uno de sus organizadores).

2 El autor cree conveniente insistir en que no hay ficción en la presente obra y


que se ha propuesto ser un esmerado y fiel cronista de la realidad. Pero resulta
oportuno declarar (y aclarar) desde aquí que la pretendida violación del jefe de la
escolta del Ministro, el coronel Brito, no tenía otro propósito para el poeta Rivero —
con una sólida y devastadora biografía de heterosexualidad— que burlarse del
rebufante personaje, del que tampoco se tiene ninguna noticia de homosexualidad.

«Es una infamia, estuviste aportando una infamia a la historia cubana de la


Seguridad Personal —tuve a bien comentarle entonces a Rivero—. Así que escolta y
niña.»

Pero uno quiere honrar desde aquí, con verdadera devoción, a las dos
muchachitas hijas de Raúl Castro, Deborah y Nilsa, que aceptaron con humor y
compasión las acometidas de nuestro Gordo y que no fue por boca de ellas que la
noticia llegó a donde no tenía que llegar, los oídos de su iracundo padre, que es
además el segundo dueño del país, el dragón de bolsillo sulfuroso y criminal a la
entrada de la cueva. Todo lo contrario, restaron importancia al asunto y durante los
años posteriores buscaron establecer lazos de amistad con el poeta.

3 Del verso «creacionista» de Gerardo Diego citado por Jaime Campmany en


ABC (Madrid).

4 Dirección General de Inteligencia, que en el juego del gato y el ratón de los


cubanos en relación con su policía política de turno, es un nombre de uso común en
los predios de Miami. La DGI gana preponderancia en Miami del mismo modo que
el DSE —Departamento de Seguridad del Estado—, es un nombre que dentro de
Cuba se pronuncia casi con veneración, en primer lugar por sus propios enemigos.
En Miami, donde supuestamente todos sus pobladores cubanos son enemigos de
estos servicios fidelistas, la DGI sustituye a la Seguridad en la atención del público.
Es evidente que al mudarse de ribera les toca otra institución para ser vigilados y
controlados.

5 «El hombre que inventó la actividad subacuática...» —el capitán Cousteau,


submarinista egregio gracias a su vez al invento de su más cercano colaborador y
amigo, Émile Gagnan, el verdadero creador del aqualung, o al menos el hombre que
aportó el uso del diafragma a la exploración submarina autónoma. El obsequio del
capitán Cousteau a Fidel Castro fue una cinta de video en formato Betamax (sistema
NTSC) de su producción de Haiti: L’eau de chagrín (Haiti— Water of Sorrow,
1986), de la serie A la Redecouverte du Monde (Rediscovery of the World), en el que
también se incluyó luego un episodio cubano, el de nosotros, Cuba, les eau du destín
(Cuba, Waters of Destiny). Un título (y una visión), de mucha mayor dignidad, por
cierto.

6 Ubicado en la misma sede de esta unidad de elite, al este de La Habana.


7 Tony con humor y visión suficiente para encontrar otro modelo literario
(aparte de Hemingway) y anticipar —en el párrafo final— que hay mercado para un
libro.

8 Según otra versión, el Jefe del Grupo de Tropas Especiales se llamaba


Manuel González Silverio, y además de él y Tony, el comando de secuestro estaba
integrado por unos personajes llamados Efrén Fernández Mantrana, Alejandro Ronda
Marrero y un oficial de la DGI conocido como «Alejandro».

9 Toda la información disponible en el libro parte de las únicas dos fuentes


posibles, una, mi propia experiencia como testigo o protagonista de los hechos, y
dos, los acontecimientos que me fueron revelados de primera mano por testigos o
protagonistas de situaciones que se desarrollaron en paralelo y que en todos los
casos llegó a mi conocimiento casi al unísono con su realización y como parte del
intercambio cotidiano normal de este tipo de noticias entre las pocas personas que
nos movíamos a este nivel, de por sí insuperable, de la llamada «dirigencia cubana».
Las fuentes que no hayan sido mi propia participación en los hechos, así como
cualquier otra referencia bibliográfica o documental que me haya servido como
ilustración —o más bien que ayuden al lector a localizar alguna explicación externa
a mi relato, ajena al autor— están declaradas dentro del mismo texto o en estas
mismas notas al final del libro. Pero siempre cuando es realmente importante llevar
hasta sus últimas consecuencias este asunto de revelar las fuentes aparte de uno
mismo. Desde luego que el procedimiento se convierte en una gestión puramente
formal, dado que es la referencia sobre la propia experiencia, la nota de la fuente
documental que me lleva al acontecimiento en el que yo me hallaba inmerso, un
sistema que es ilustrado por la famosa serpiente que se muerde su cola, una especie
de Rashomon vicioso. Así mismo el autor ha decidido no ampararse en el recurso de
Woodward y Bemstein, en All the President's Men, que por lo demás fiie aceptado
universalmente, de encubrir el nombre verdadero de su principal fuente de
información con el título de una película pornográfica de moda: Deep Throat. En
primer lugar, porque él se encuentra en el sitio de su principal informante. En
segundo, porque desde el principio se están revelando los nombres de todos sus Deep
Throats y los relevantes cargos que ocupaban (o aún ocupan) en el Gobierno cubano:
Fidel Castro, Raúl Castro, Carlos Aldana, Alcibíades Hidalgo, etc. Identificados sin
melindres, toda una escuadra de Deep Throats. Desde luego, uno siente mayor
comodidad cuando trabaja con informantes ya muertos, al no existir la posibilidad
de dañarles, o de resentirlos, al vincularlos con datos imposibles de soslayar.
Llegado a este punto, debo advertir que uno nunca pensó escribir sobre ciertos temas
a los cuales se le brindaba acceso en virtud de ser una persona de la máxima
confianza y que tampoco uno preguntaba sobre ningún tema que le pareciera
escabroso, tal era el código, y las personas que se hayan desenvuelto en un nivel tan
alto como es el primer nivel del gobierno de cualquier país, van a entenderme.
Tomar notas, hacer apuntes, estaba totalmente out of question. Pero tomé notas
después del proceso y en la actualidad dispongo de ellas. Yo las cargaba en un disco
flexible de computadora y trataba de que no pasaran por el disco duro de la fiel y
veterana Acer, con sus modestos 40 megas de memoria, traída (en los buenos
tiempos) de contrabando desde Miami por Antonio de la Guardia, y eran breves
párrafos en una clave personal, inventada sólo para mi consumo, hecha sobre la base
de referencias de mi infancia y de números de rock —Tony era siempre Tom Dooley
en mis episodios codificados. No obstante, destruí dos discos duros y eché una
porción de los pedazos al río Almendares desde un puente y otros al mar desde un
saliente de arrecifes al oeste de La Habana.

10 Algunos espíritus inquietos aún situados en La Habana, que han querido


reconstruir la historia en mi provecho, sostienen la tesis de que Ochoa estuvo preso
varias veces desde abril: Pero la información no es buena, y lo que tiene lugar es una
confusión: están confundiendo la secuencia de las indecisas reuniones de Raúl
Castro con Ochoa a fin de determinar si acababa de nombrarlo como jefe del
Ejército Occidental y no los arrestos propiamente dichos, que tuvieron lugar después
y que fueron dos, uno de los cuales permanece aún como «reservado» por el
Gobierno cubano y del que no se conoce una palabra en el extranjero e —incluso en
Cuba— fuera de los círculos más íntimos de Fidel y Raúl, o algún esporádico
personal interesado, como gente del grupo nuestro, y que —hasta donde alcanza mi
conocimiento— es en este libro la primera vez que se le menciona públicamente.
Pero ¿quizá deba dejarse el campo abierto en beneficio de la duda? Si lo que se
quiere es acumular información, acumulen. En una de mis entrevistas telefónicas
grabadas desde Miami (circa 12/97) con uno de mis contactos en La Habana (y
utilizando allí un teléfono supuestamente «limpio»), el ex primer teniente de Tropas
Especiales Guillermo Julio Cowley, «Wyllie», al lado del que me habrían de
capturar mientras intentábamos —¡una vez más!— fugarnos de Cuba en balsa unos 4
años después de este proceso (y que había sido uno de los oficiales más cercanos a
Ochoa, incluso al nivel de haber participado junto a él en una que otra sesión de sexo
en grupo), después de referirnos a la participación de Ochoa en la guerrilla
venezolana de mediados de los sesenta —en lenguaje figurado, por supuesto, ya que
nada garantiza en Cuba que un teléfono supuestamente «limpio», esté
verdaderamente «limpio»—, y luego de una pausa acentuada, para entrar en otro
tema, se escucha que digo lo siguiente:

[NF] ¿Tú sabias que él había estado detenido antes?

[Wyllie Cowley) SI.


[NF] Como una semanita.

|Cowley] Muchas veces.

[NF] ¿Sí?

|Cowley] Muchas veces.

[NF] ¿Muchas?

[Cowley] Sí.

[NF] ¿Más de una?

(Cowley] Sí. Más de una.

[NF] Fue una, la primera semana, ¿no? La semana anterior.

[Cowley] Eh, oye. Voy a... eh. Fue muchas veces.

[NF] Sí.

[Cowley] Anteriores, desde el principio de arto.

[NF] ¿Desde principios de año?

[Cowley] Sí.

[NF] ¿Pero en esas condiciones?

[Cowley] Bueno, realmente, en condiciones ya así, sí, después de abril.

[NF] ¿Después de abril?

[Cowley] Sí.

|NF] ¿Pero presón presón presón [una forma rápida de buscar la gradación de
Ochoa prisionero]?

[Cowley] Emm... Sí. Asimismo. Bueno sin las cammm... con características
más nobles, ¿no?

[NF] Sí.
[Cowley] ¿Me entiendes? Con una cara más linda.

[NF] O sea, ¿ésa no había sido la primera vez?

[Cowley] No.

[NF] ¿La de la... la semana anterior?

[Cowley] No.

Conservo la grabación. Material útil para escuchar el miedo. Un tipo como


Wyllie, tartamudeando, dando rodeos, como si estuviera revelando los
emplazamientos de misiles nucleares, y no hechos que han sido noticias y en los que
han participado, y por los que fue encarcelado y ha cumplido condena. La decisión
de corroborar ciertos detalles con viejos compañeros llegados al exilio o aún en
Cuba, es para cerrar brechas de duda. El margen de error puede ser del 1.5 % al 3 %,
lo cual al autor le parece más que razonable en una obra de esta especie. Pero sólo lo
concede como una posibilidad en extremo remota, puesto que se ha trabajado con la
ambición de tener menor porcentaje de error que el de los sistemas de navegación de
los Jumbo 747.

11 Tampoco Aldo Vera había sido, en verdad, una figura descollante en la


preparación del atentado al avión. Sí se le señalaba en Cuba como el hit man que
atentara contra la vida de Emilio Aragonés, el embajador cubano en Buenos Aires,
operativo que se llevó a cabo pero sin que lograran asesinar al entonces diplomático.
Muy peligroso Aldo Vera Serafín y bien conocido por los servicios cubanos, puesto
que había sido uno de los más audaces hombres de acción del Movimiento «26 de
Julio» en La Habana, la organización clandestina del movimiento revolucionario de
Fidel Castro en la época de la lucha contra Batista, a fines de los cincuenta. Pocos
hombres aguantaron la lucha clandestina en La Habana, y pocos sobrevivieron. Y el
avión de Barbados es un asunto complicado, y muy sucio, de Fidel Castro. De
cualquier manera, la hipotética ejecución de Aldo Vera a manos de Tony significó
para mi amigo la mayor cantidad de cubanas rendidas a sus pies y trasladadas de
inmediato hacia los dormitorios y la mayor cantidad de muestras de afecto y
temerosas reverencias apenas hacía acto de presencia en cualquiera de los salones
habaneros que todas las otras acciones de su carrera militar. Ninguno de los
macheteros le sacó tanto jugo a ese ajusticiamiento. (Aunque fue en verdad un
oficial de Tropas Especiales, el entonces mayor Israel Gómez Rodríguez, «Quero»,
el encargado de coordinar directamente con los macheteros.)

12 Fidel matando soldados. Ver descripción del Che Guevara en el quinto,


largo párrafo de «Combate de Arroyo del Infierno»: «Era mediodía cuando
observamos una figura humana en uno de los bohíos, pensamos en el primer
momento que había desobedecido la orden de no acercarse a las casas alguno de los
compañeros. Sin embargo, no era así; uno de los soldados de la dictadura era el
explorador del bohío. Aparecieron después hasta seis, y luego se fueron, quedando
tres a la vista; pudimos observar cómo el soldado de guardia, tras mirar a todos
lados, quitó unas hierbas, se las puso en las orejas en un intento de camuflage (sic), y
se sentó a la sombra tranquilamente sin aprensiones en su rostro claramente visible
en la mirilla telescópica. El disparo de Fidel, que abrió el fuego, lo fulminó pues
solamente alcanzó a dar un grito, algo así como “¡ay mi madre!” y cayó para no
levantarse. Se generalizó el tiroteo y cayeron los dos compañeros del infortunado
soldado.» La frialdad quirúrgica con que lo describe, el médico como literato —más
bien el guerrillero emboscado que fue médico como literato..., y la progresión
cinematográfica que obtiene, es encomiable. Son, con mucho, los relatos más cultos
en toda la historia de la Revolución Cubana. Por lo menos eso se le debe al
argentino. Pero, una observación: Lamentable que el Che, supuesto maestro de la
guerra de guerrillas aprendida en Cuba, no supiera descifrar el gesto del soldado que
quita unas hierbas para sostenerlas con las orejas. Se trata de una vieja costumbre de
los campesinos cubanos para refrescar luego de una ardua jornada bajo el sol. Se
acomete en la creencia— no carente de lógica —de que unos mazos de hierba
húmeda cerca del cerebro aplacan la sed y el sofoco. Es el mismo rito seguido por el
soldado, que primero busca una sombra, arranca unos macitos de hierba y cuyo
próximo gesto seguramente tronchado por el certero disparo del líder de la
Revolución, hubiese sido echar mano a su cantimplora. Para más guardias matados
por Fidel ver también «Combate de La Plata» y «El combate de El Uvero» (todos
son textos localizables en Pasajes de la guerra revolucionaria, su recuento sobre la
lucha de guerrillas en la Sierra Maestra de 1956 − 1958) y algunas de las crónicas—
de otros autores —sobre el fallido asalto por Fidel al cuartel Moneada de Santiago
de Cuba en 1953.

13 La famosa casa de protocolo número 6 que ocupa Gabo —«a perpetuidad»,


según los designios de Fidel Castro—, en realidad una soberbia mansión de una sola
planta, tiene su dueño(a) original en Mercedes Crusellas de Luis Santeiros, la nieta
del más poderoso magnate de la industria jabonera cubana, Ramón Crusellas.
Diversas gestiones de García Márquez de comprarle la casa al Gobierno cubano
fracasaron ante la voluntad de Fidel de otorgarle la casa gratuitamente —una
fórmula más de compromiso, como podemos damos cuenta. De su propio bolsillo
sólo se le ha permitido sufragar algunos muebles, alimentos, bebidas, ocasionales
tickets de avión y, parcialmente, la construcción de la piscina. Un lujo impensado
incluso para los capitanes de la industria del jabón y los dentífricos y asociado de
Procter 8c Gamble disponer de piscina propia en los cincuenta. No se conoce de
ninguna gestión de Gabo por pagarle su antigua propiedad a los Crusellas— «por
debajo de la mesa», como se dice —, inadvertido por el Comandante, como es
costumbre de muchos extranjeros agraciados con obsequios o concesiones de esta
clase (terrenos para construir una cadena de hoteles, plantas de procesamiento de
níquel-cobalto, etc.) efectuados por Fidel Castro. Aceptan el regalo, o la concesión,
pero garantizan a perpetuidad el futuro: pagándole a los dueños originales.

14 Sobre el tema persecuciones, kajoteros (y para ampliar el escenario hacia


otras latitudes), ver preferentemente: La confesión de Arthur London y toda la
variopinta producción de los perseguidos del estalinismo, desde los fundadores
Milovan Djilas y Arthur Koestler hasta Aleksandr I. Solzhenitsin, Milán Kundera y
los otros); en Cuba el mejor relato de clase acontecimientos-vividos-en-came-propia
e s La mala memoria (publicado en los Estados Unidos como Self-Portrait of the
Other) de Heberto Padilla, y desde luego, mi «Mentiras de mi libertad» (Nexos,
México, IX, 94), cuyo mayor mérito es haberse escrito dentro de Cuba y con los
mismos kajoteros emboscados afuera de la casa. Reinaldo Arenas y su Antes que
anochezca (Before Night Falls) es en verdad el cuento de un homosexual en la
periferia de la Revolución y su insaciable apetito por los varones y no un relato
magistral de persecución política y del conocimiento de la represión a todos los
niveles —como han querido mostrar los estudiosos del malogrado escritor que, por
otra parte, la desventurada pero homofóbica contrarrevolución cubana no acaba de
aceptar como un héroe literario. La documentación generada por el Comité Cubano
Pro Derechos Humanos desde la elaboración en 1978 de su La situación de los
derechos humanos en Cuba hasta la fecha, y sus 4.000 despachos y denuncias, un
esfuerzo realizado bajo el acoso permanente de las autoridades, es, por su contenido,
un material exhaustivo y escalofriante acerca del régimen represivo fídelista.

15 Aparte de la documentación que pueda acumularse en «Villa», cada buró o


sección de la Seguridad cubana conserva enormes, jugosos archivos propios,
relativos a sus áreas de responsabilidad.

16 Cuando yo, en febrero de 1984, le di a leer el original de mi Hemingway en


Cuba, se lo hice acompañar con una caja de más de 300 fotografías. Era un tesoro.
Todas las fotografías que yo había reunido de todas las gavetas y escondrijos del
propio Hemingway de su casa cubana, la Finca Vigía. Los originales de algunos de
los más grandes fotógrafos desde el invento de la fotografía. Robert Capa, Earl
Theisen, John Bryson, Lee Miller, Paul Radkai, Mark Kauffman, Lloyd Arnold, John
Einstead, Hans Malmberg, Yousof Karsh, Joris Ivens, John Femó. En menos de tres
días Fidel me llamó para devolverme el original con pequeñas y acuciosas notas. La
caja de fotografías permanecía intacta. Le pregunté si no había tenido tiempo de
echarle una ojeada. Ahí está Capa. El miliciano cayendo en Somosierra. Normandía.
Respondió con un rápido gesto de asentimiento o de entendimiento o de que me
había escuchado y entonces me preguntó por los cangrejos que Hemingway comía a
bordo del «Pilar». Él pretendía que yo supiera qué clase de cangrejos eran ésos.
Resultaría al final en una especie de graduación mía, antes sus ojos, como
hemingwayólogo cubano de primer grado. Yo quería hablarle a Fidel Castro de
Yousof Karsh y de Capa pero él sobreseía el tema mediante el recurso de sacarme de
paso con la pregunta adecuada para que no volviera a abrir la boca. Indagando si los
cangrejos que Hemingway se tragaba eran moros.

17 Se asume habitualmente la connotación religiosa del vocablo procedente de


una transliteración del creóle cocinado en Haití. Son los amigos que van juntos a la
«cumbancha» —la fiesta—, que a su vez halla su etimología en la más culta
expresión de «cumbite». Luego, con esa connotación ganada en la celebración de los
ritos de santería o similares, pasa a designar a los compinches de cualquier aventura
delincuencial. Termina por endulzar su concepción cuando alcanza a designar la
fraternidad que se establece entre los combatientes de las tropas revolucionarias.
Pero también va a implicar un cierto grado de adulonería con el jefe. Tiene su
lógica: no es loable someter a crítica las decisiones del que manda pero reparte las
mieles.

18 Campos secretos de entrenamiento en Sierra de los órganos, cercanos a un


abúlico pueblo llamado Candelaria (occidente de Cuba), de los que existían dos y
que en realidad eran conocidos como «Petis», que es el apócope de petiso, un
americanismo para igual designación que el petit galo: algo pequeño, en este caso
una persona pequeña, y empleado por el Che Guevara para apodar a un guerrillero
guatemalteco amigo suyo, Julio Roberto Cáceres Valle, muerto —hipotéticamente
en combate— hacia 1965 luego de infiltrarse en su país natal, una de las tantas
intentonas guerrilleras de la época. Debe saberse que por esos dos petits pasaron casi
todos los movimientos revolucionarios latinoamericanos de los sesenta y que habían
sido inaugurados precisamente por el Che, que ponderó las posibilidades de las
locaciones en la cordillera por su microclima y espesa vegetación cuando estableció
allí su jefatura en el transcurso de la crisis de los misiles, en octubre de 1962. Nos
apresuramos ahora en añadir la siguiente información. Por una cuestión de
precisión: había sido Fidel quien descubriera los atributos como santuario del lugar
en exploraciones anteriores y al inicio de la famosa crisis de los misiles le dijo al
Che que dislocara allí su puesto de mando para cubrir las eventualidades militares en
el extremo occidental de la isla y el país. Luego el Che lo convirtió en tierra santa de
las guerrillas. Es así que uno de los primeros soldaditos de la Revolución
Latinoamericana de esta entente Fidel Castro/Che Guevara, fue Julio Roberto, alias
«el Petiso», también llamado «el Patojo» por el Che. Era un compañero de andanzas
suyo desde la época (1954) de su participación en la Revolución de Arbenz en ese
país centroamericano. Luego quiso sumarlo a la expedición del yate «Granma» que
habría de llevar a Fidel Castro y otros 81 hombres desde México a Cuba. Pero Fidel
se opuso a aceptar otro extranjero. El Che resultaba suficiente y se le aceptaba por
ser médico. Un simpático, cálido homenaje del Che es «El Patojo» localizable en
cualquiera de las antologías de sus escritos y preferentemente como apéndice de su
Pasajes de ¡a guerra revolucionaria.

19 Querrá considerar como éxito la parte del operativo correspondiente a Tony,


es decir, la planificación de la maniobra del desembarco, y, si se hubiese producido
uno de los planes alternativos originales y Tony acompañaba a Caamaño, el otro
éxito hubiese sido su retomo a puerto seguro en Cuba. Porque este patriota
dominicano, el coronel Caamaño Deñó, fue puesto rápidamente fuera de combate (y
muerto, desde luego) en un lugar montañoso llamado Nizao, entre San José de Oca y
Constanza, el viernes 16 de febrero de 1973, pocos días después de desembarcado.
Tony fue llamado en los alrededores de esa fecha por Celia Sánchez, una especie de
deidad, entre revolucionaria y homosexual, y de secretaria ejecutiva de Fidel desde
las guerrillas de Sierra Maestra, con el encargo del propio Comandante de que se
dirigiera a las oficinas de Prensa Latina —la supuesta agencia de prensa
independiente ¡y hasta privada!, que debía competir con los clásicos
norteamericanos, Associated Press y United Press International, y que en verdad
sirvió de fachada para cuantiosas operaciones subversivas en América Latina, África
y el Medio Oriente— y tratara de identificar en las radiofotos que estaban llegando
allí si era cierto que el cadáver que exhibían las autoridades dominicanas era el del
coronel Caamaño. La presencia de Tony en la sala de redacción de la Agencia, él
abriéndose paso con sus ropas y arreos de guerrero consumado, las botas amarradas
con cordones de paracaídas, la gorra calada por la visera hasta el ceño y ligeramente
elevada por el cogote, mientras los redactores guardaban silencio ante el joven
hermoso, y hasta tierno, que venía de los dominios de la muerte, fue algo que el
Brother disfrutó. Endurecido y curado por la sal de la guerra pero consciente de ser
hermoso y que aquella tarde hizo, típico en él, un ligero gesto con la comisura de sus
labios, abajo y hacia atrás y ni un solo comentario cuando, de manos de un
tembloroso laboratorista de la agencia de noticias, tomó las fotografías y contempló
el cadáver del hombre que él mismo había planeado dejar en una playa a medio
camino de los poblados de Azua y Palmar de Oca y que desde un poco antes
determinara de inmediato que la revolución dominicana era un proceso inviable. Por
un acto de justicia histórica, o para ilustrar los mecanismos de una mentalidad muy
pragmática, digamos que Fidel Castro se opuso al desembarco y que lo discutió con
Caamaño en diversas ocasiones y con vehemencia. «No hay condiciones», dijo Fidel,
en la última ocasión y cuando estuvo persuadido de que, en realidad, aquello era una
despedida. Entonces, si ésa era la decisión, un último consejo. «Que no te vean.
Trata de ganar la montaña rápido y de crearte una base sólida con tus seguidores.
Hazte fuerte. Y sobre todo, en la primera etapa, procura que no te identifiquen.
Porque donde quiera que sepan quién tú eres, estás muerto.» El cadáver que Tony
miraba en la fotografía, era el rígido, ya dulzón despojo, con la frente aplastada por
un impacto de bala calibre 45, de un pobre diablo que se dejó ver e identificar por
todo el mundo porque prefirió que su pueblo supiera que el coronel Francisco
Caamaño Deñó había regresado. Protegido por la noche y una espesa neblina de
invierno en el Caribe, había desembarcado —en un punto denominado «Caracas» en
la carta que Tony le confeccionara— y en verdad llamado Playa Caracol por sus
habitantes, y atrás quedaban los meses de preparación en los playazos al sur de la
Sierra Maestra en Cuba y las jornadas en que Tony le había ayudado a ajustarse la
mochila y le había alcanzado el fusil AR-15 del que ya comenzaba a tejerse la
leyenda de que Caamaño había logrado disparar con él hasta el último tiro del
cargador (véanse: cables de la época de AFP, Reuter y EFE, todos europeos). El
brazo que va a entregar el fusil, se extiende fuerte y decidido hacia el pecho del
receptor, y queda extendido, el puño firme sosteniendo el arma, cuando el otro lo
atrapa, y sonríen, pero apenas porque el momento es grave, y son los gladiadores, y
son los redentores, quizá el mismo gesto viril y agresivo de un sargento de los
Marines entregando su primer fusil al soldado que va a entrenar pero sin que
alcancen el clímax de la ceremonia que antecedió al amanecer del primero de
febrero de 1973 —la fecha en que de verdad hubo desembarco—, de estas dos
criaturas abrazadas por última vez en la República de la noche.

20 Patricio está confundido. Aunque su hermano Tony estuvo en estrecho


contacto con los palestinos y visitó Beirut, sus actividades allí tuvieron «otro perfil»
—el militar y el de las operaciones encubiertas. El oficial principal cubano a cargo
de la operación de traslado del botín— de Beirut a La Habana —, fue el entonces
capitán Filiberto Castiñeiras Giadanes, «Felo».

21 Para la etimología de expresiones como «echar un palo» y otras


preciosidades de la terminología sexual cubana originadas en las diferentes fases
industriales de la producción azucarera en la isla, y al uso —al parecer permanente
— del habla popular criolla, ver: Manuel Moreno Fraginals: El ingenio. El complejo
económico-social cubano del azúcar, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana,
1983 (3 volúmenes); una especie de El capital hecho en Cuba, indispensable para
comprender la importancia del azúcar en el desarrollo de su economía y sociedad.

22 Siglas (en español) de Consejo de Ayuda Mutua Económica, una especie de


Mercado Común Europeo de escasa fortuna y menor efectividad que intentó regular
la producción e intercambio de acuerdo con la «división internacional del trabajo»
del bloque socialista europeo y del que Cuba fue, en verdad, un muy tardío y costoso
asociado. Esto no significa, desde luego, que el grueso del comercio exterior cubano
no se haya volcado hacia los países socialistas desde los primeros años del proceso
revolucionario, a partir de 1961 sobre todo.

23 En este sentido, que el lector cubano entrara en contacto (desde muy


temprano en los setenta) con la famosa novela de Mario Puzo, El padrino, y su
exaltación a ultranza de la amistad, sirvió de alguna manera para sustituir los
pesados preceptos marxistas sobre, por ejemplo, la plusvalía o las tres verdades
absolutas de la dialéctica materialista. El padrino fue adoptado como un verdadero
manual de conducta ciudadana y fue el sustituto providencial de textos clásicos de
los varones revolucionarios como El capital, de Marx, o su calificado reportaje El 18
brumario de Luis Bonaparte, o esa joyita de Lenin que es El Estado y la revolución,
y reemplazo natural del verdaderamente subyugante El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado, de Engels, que hubiese requerido —dada la hipnosis
que estos temas ejercían sobre él— de una urgente revisión de concepto y análisis
para asimilar las relaciones sociales de producción en la Cuba comunista de Fidel
Castro al canon cultural del materialismo histórico. Aunque de escasa circulación, a
veces semidandestina, de los primeros ejemplares publicados por Grijalbo en
España, el libro de Puzo, pasado de mano en mano, fue leído por miles de cubanos,
aun antes de que Francis Ford Coppola realizara la primera parte de su versión
cinematográfica y le hiciera llegar una copia a Fidel Castro en prenda de amistad y
con el propósito de que los cubanos pudieran «contratiparla» —es decir, el
procedimiento de hacer un negativo a partir de la copia en positivo (porque
supuestamente no se dispone de otra) y a partir de esa matriz en negativo, imprimir
todas las copias en positivo que se requieran— y poderla exhibir al público cubano,
que de otra manera —debido a regulaciones restrictivas del embargo de los Estados
Unidos de América— no hubiese tenido acceso al filme. Otras restricciones de la
misma ley impidieron que Coppola filmara en Cuba los episodios habaneros y de
Santiago de Cuba de la segunda parte, debiendo mudarse a Santo Domingo. La
primera edición cubana de El padrino fue publicada en 1980 por Ediciones Huracán.
Los 200.000 ejemplares desaparecieron de los estantes en menos de una semana.
Como es menester, tuvo un prólogo, que es un evidente mecanismo de defensa del
Gobierno ante obras que finalmente se decide a soltarle al público, pero levantando
—en sus páginas iniciales— un valladar de advertencias y el sistema usual de
precauciones. Aunque en este caso, gracias a su autor, Felipe Cunill, es útil por su
información complementaria de la novela. Según la exhaustiva investigación de este
autor, un comandante del Ejército Rebelde, Guillermo Jiménez, «Jimenito», que
había sido director de Combate, uno de los periódicos de los primeros años de la
Revolución, y que a la sazón era el subdirector del Banco Nacional de Cuba —por lo
que viajaba a Europa con facilidad—, fue la primera persona que introdujo en el país
un ejemplar de El padrino. Por cierto que fue el mismo ejemplar que Jimenito le
prestó a este autor en marzo de 1971 y que este autor nunca le devolvió. Debido a
que una considerable porción de los habitantes del país habían leído la novela, o al
menos visto la(s) pelicula(s), a principios de los ochenta, el autor cesó de
vanagloriarse de haber sido el segundo lector cubano de El padrino. El factor
determinante fue el brusco descenso en el nivel de exclusividad.

24 El error etimológico por parte de los camaradas de creación de cifras


secretas del K-J de llamar Lunes al Malecón fue subsanado hacia los años setenta. A
pesar de que fuera el día escogido por Dios para descansar al final de seis jornadas
de intensa labor, el primer día de la semana, según universal reconocimiento del
mundo moderno, es el domingo y no el lunes. Por otra parte, el número 12 en la
charada china, tiene el significado más simpatético de prostituta y no el de su
expoliadora pareja, los proxenetas. ¿Correcto?

25 Una especie de Pravda cubano, pero peor.

26 Por favor, chequeen con personal rumano de la época la veracidad de mi


historia. Ion Gheorghe y Emil Bodnaras e Ion Ionita y Bujor Almasan y George Ma-
Covescu eran altos cargos del Gobierno rumano y saben. Alguno debe estar vivo aún.

27 ¿Es necesario aclarar una vez más que la información dispensada en el libro
es precisa y ha sido verificada y que procede de una exhaustiva investigación? Si tal
es el caso, repitamos el argumento: el lector puede sentirse confiado sobre el origen
del material. Desde luego que en este caso, el de los anillos de acero y las murallas
de secretos que constituyen la seguridad de Fidel, no era mucho lo que podía
investigarse directamente y en la práctica debía esperarse a que la información
cayera de por sí sola o que uno supiera captarla mediante la observación cuando
viajaba con el entourage. Muy peligroso ponerte a preguntar. De ahí que en
ocasiones deba limitarse el lector a conocer personajes sólo por señas parciales,
como Gallego, Joseíto, Cesáreo. En cierto sentido suele ser una información un
tanto desequilibrada —tenías sólo un nombre o el seudónimo, pero sabías lo que
habían hecho (o hace) el hombre—, aunque lo que se obtenía de sólo ver la cima del
iceberg, al menos para mí en algunos episodios, era suficiente. Amén de que yo tuve
acceso no sólo a la punta del iceberg sino que me zambullí en más de una ocasión
para tener visión suficiente de la imponente masa que se ocultaba debajo de la
superficie. Donde le hubiese preguntado su apellido al coronel Joseíto, habría hecho
caer toda clase de sospechas sobre mí, y yo no estaba allí realmente para estar
averiguando el apellido del jefe de la Seguridad Personal ni para desmenuzar el
dispositivo (aunque después uno averiguará los pequeños detalles suplementarios,
los apellidos que una vez fueron —o hasta ahora son— secretos de Estado, o los
orígenes barrioteros y de pobreza absoluta de unos silenciosos y eficientes
luchadores revolucionarios que deben ocultarse del rastreo enemigo para que no sea
información útil que ablande las defensas del Comandante). Yo estaba para serle fiel
a Fidel Castro y servirle, y hacer una obra literaria al servicio de la Revolución. De
cualquier manera se desprendió este cúmulo de información —y no puedo decir
ahora que necesite serle fiel a Fidel Castro ni servirle, y mucho menos que deba
comprometer en su altar mi trabajo literario— ; en algún momento información
parásita, hoy adquiere para mí los matices de la revelación, por lo que vuelvo a
repetirle al lector que el escenario que con tanto gusto le estoy procurando
desplegarle ante los ojos, es una reproducción del que yo hube de reconocer primero
personalmente, el que hube de escudriñar, y del que recibí una considerable y valiosa
data. Hacemos la salvedad para que se entienda cabalmente por qué esos nombres
sin apellidos, esos apodos sin mayor explicación, puesto que debía escoger entre
saber cómo se llamaba este chofer, o aquel coronel, o el método por el que se
guiaban, y las medidas que emprendían, y el plan de chequeo de sus misiones. En
última instancia podemos dejar el rastreo de los nombres verdaderos a la Interpol.
Por último, advertir que una ganancia adicional es obtenible de la publicación de
estas relaciones: obligar al Comandante a cambiar todo el dispositivo una vez más.
Se trata de la experiencia nueva respecto a ese viejo y envilecido dictador y nuestra
relación, que probablemente lo empujemos a efectuar algunos cambios. Así que debe
ir pensando en retirar a Cesáreo. O a Joseíto. Aunque, difícil que a esa naranja se le
pueda extraer una gota más de jugo. Qué más pueden prever. Qué más van a
controlar. Les digo una cosa, lo que se gasta el país en cuidar al vejete, es triste,
humillante.

28 Estoy empleando la fórmula clásica de encabezamiento de los documentos


remitidos a la consideración del Comandante.

29 «No es nombre de guerra», declara el propio Colomé Ibarra. «Desconozco


qué relación tiene Abelardo con Furry. El problema es que mi hermana, cuando
chiquita, no sabía pronunciar Abelardo y me empezó a decir Furry. Y Furry se me
quedó para toda la vida.» (Luis Báez: Secreto de generales [una colección de
entrevistas al generalato cubano post-Ochoa], Editorial SI-MAR S.A., La Habana,
L989. La secuencia de 41 entrevistados suministra a la nación cubana la más
consistente y machacona producción que pueda obtenerse de todas las editoriales de
vanidades hasta el próximo siglo; la fatua plana mayor de los generales cubanos
dándose golpes en el ombligo mientras hacen gala de sus propias supuestas
heroicidades, es decir, como se han dedicado exitosamente a matar gente en medio
mundo, y por supuesto, en el que Arnaldo Ochoa no es mencionado ni en una sola de
sus 541 páginas de narrativa heroica bombeada a presión. Ni una sola vez,
compañeros generales.)

30 Un «mártir» —como llaman los cubanos a los caídos del bando


revolucionario— de Tropas Especiales, Edilberto Núñez, muerto a principios de los
setenta en un ataque de la aviación portuguesa mientras prestaba servicio con la
guerrilla del PAIGC, nunca ha sido celebrado en los panegíricos fúnebres de Fidel
Castro. Con toda probabilidad, ésta es su primera mención pública. Es extraño que se
le haya prestado más importancia al brazo atrofiado de Rodríguez Peralta que a la
vida de un mártir auténtico, su existencia entera cegada en suelo extranjero.

31 Otro proceso, gemelo al de Nuremberg, tuvo lugar entre el 04/03/46 y el


11/04/48 en el antiguo edificio del Ministerio del Ejército del Japón, en Tokio, para
juzgar como criminales de guerra a 28 líderes civiles y militares japoneses, de lo que
resultó siete sentencias de muerte, incluida la del general Hideki Tojo, y las que
fueron complementadas el 12/23/48. Por otro lado, de nuevo en Nuremberg, entre
noviembre del 46 y abril del 49, se decidió la suerte de unos 185 nazis más acusados
de crímenes de guerra, pero ahora nazis de poca monta. Estos procesos se dividieron
en una docena de casos, y de ellos se obtuvo que 24 nazis fueron invitados seguros
de la soga, se los cargaron en el patíbulo, otros 20 condenados a cadena perpetua y
87 a cortos términos de prisión. Del mismo modo gemelo, en el Pacífico Sur se
radicaron procesos de dase menor a unos 5.700 japoneses. Juicios en todos esos
islotes desde Australia hasta Japón, de los que unos (no existen las cifras exactas)
3.000 fueron condenados a términos de prisión y 920 a muerte y fueron ejecutados,
incluido el general Yamashita en un muy controversia] y probablemente
desbalanceado juicio en las Filipinas —como ven, ya aquí el factor racial si entrando
en juego; compárenlo con los números alemanes, ¿o es que los crímenes arios son
más permisibles que nuestros crímenes de pueblos mestizos o amarillos? La
situación en Cuba tuvo otros matices, menos ascéticos. ¿Matices? ¿Dije matices?
«Para agosto de 1959 la cifra oficial llegaba a 828 fusilamientos [...] y más de 5
[militares] sentenciados a prisión antes de que terminara el año» (ver: Andrés
Rivera: «Castro y los fusilamientos del 59», en El Nuevo Herald, 01/05/99).

32 Ya saben los estudiosos: cuando quieran hallar el origen de la resistencia y


la obstinación y absoluta concentración y dedicación con que Fidel se mantiene en el
poder 40 años después de haberlo capturado. Tiene un exhaustivo conocimiento de
causa y de efecto de lo que pasa con los vencidos y prisioneros a partir de los
códigos de tratamiento instaurados por él mismo al triunfo de la Revolución Cubana.
Que, de escapar del paredón, tienen que ser reducidos a una condición eterna: de
vencidos y prisioneros de por vida. Desde luego, no vayan a creer los reos
destinados, al fusilamiento que por el hecho de hacerlos pasar por ese mal momento
de que los ejecuten, en un episodio en el que casi siempre se les va a estar
revolcando con la muerte durante un buen rato antes de recibir la orden de que les
disparen, ya sea porque los pasean delante de sus propios ataúdes, aún vacíos, que
son angostos y de madera barnizada a la carrera, a los que se le ha recostado la tapa
y adentro de los cuales espera un sólido martillo y los clavos, o porque les peguen
las espaldas a unos postes embadurnados de la sangre de los compañeros anteriores,
o porque ven otros cadáveres, colocados en el área de proyección de las luces
frontales de la camioneta de Medicina Legal, que los ilumina, los va a liberar del
escarnio permanente de haber sido derrotados por Fidel Castro. Aunque en sus casos
se producirá por omisión: las leyes revolucionarias prohíben que sobre las tumbas de
los fusilados sean levantadas lápidas o inscripciones sobre la piedra con los nombres
de los ejecutados, y la colocación de flores u otras ofrendas de esa clase está
totalmente proscrita.

33 «El Mariel» fue el éxodo de 125.000 cubanos desde el puerto de ese


nombre, del oeste habanero, a Key West, Florida; la maniobra última de Fidel, de
159 días de duración, para acabar de desestabilizar el gobierno de Jimmy Cárter y
desvanecer las esperanzas que pudieran quedarle de solucionar el diferendo con
Cuba. Los coroneles del MININT José Luis Padrón y Antonio de la Guardia
«llevaban» desde mediados de los setenta las relaciones con los Estados Unidos de
América. «Llevar», en la lengua revolucionaria al uso, es la acción de atender o
conducir alguna tarea. Ellos, pues —como embajadores itinerantes—, y junto con
otro coronel de los servicios de inteligencia cubanos, Ramón Sánchez Parodi, que
ocupaba en Washington D.C. el cargo de jefe de la Sección de Intereses de Cuba,
¡levaban esas conversaciones y se cansaron de escuchar las proposiciones
norteamericanas de levantamiento del embargo e incluso hasta de la probable
retirada —e inmediata entrega a la soberanía de Cuba— de la base naval de
Guantánamo, un enclave militar de apenas 4 kilómetros cuadrados en el extremo
oriental de la isla obtenido por los yanquis en la época de la guerra contra España de
1898 y cuya reivindicación como parte del territorio cubano es uno de los inspirados
temas de la revolución de Fidel Castro. Pero nunca el olor del pastel que le
horneaban fue lo suficientemente atractivo para un Fidel Castro que solia esperar al
pie de la escalerilla del avión a sus briosos embajadores, enterarse de toda la historia
y comentar: «Vamos a ver qué hacemos. Déjenme a mi las decisiones.» Todo menos
entregar su recurso más valioso: el argumento antiimperialista. Asi, pues, cuando
unos excitados y exultantes, así de contentos, José Luis, Tony y Ramoncito Sánchez
Parodi le informaban al jefe de que veían ondeando pronto la bandera cubana en
Guantánamo, él apuraba la insurrección de Shaba, haciendo que unos 2.000 infelices
zairotas ya asentados como labradores en suelo angolano, cruzaran a la antigua
provincia de Katanga e iniciaran el ritual de un baño de sangre africano (y sin que
dejara ningún cabo suelto en el andamiaje de las relaciones internacionales, mientras
sus oficiales de Operaciones Especiales inducían y armaban al personal zairota que
habría de ser insurreccionado, sus embajadores activaban «los canales diplomáticos»
en ONU y Washington para hacer saber al State Department que Cuba disponía de
informes «dignos de todo crédito» acerca de «inquietud» entre las antiguas tropas
katangesas dislocadas en territorio de la República Popular de Angola); o le filtraba
a la CIA el dato de que una brigada de combate soviética estaba dislocada en Cuba,
una unidad a la que él, socarronamente, llamaba «Brigada de Estudio», y que se
hallaba en plena disposición combativa y que probablemente se estaban violando los
acuerdos Kennedy-Jruschov; o hacía que Ochoa lanzara su ofensiva de tanques en el
Ogadén; o —oh, Dios—, enviaba hacia las costas norteamericanos un contingente de
125 cubanos desde el puerto del Mariel y lograba el prodigio de que los barcos de la
invasión fueran puestos por los propios invadidos, es decir, los habitantes del sur de
la Florida.

34 Nombre del condado donde se encuentra la ciudad de Miami. Desde 1998,


Miami-Dade County.

35 Fue la tónica real de sus respuestas según la información disponible por el


autor.

36 La tarde de esa marcha, Fidel tuvo uno de sus primeros gestos cargados de
significado y esperanza. La marcha había sido lenta y (ahora entendemos que) bien
estudiada para este largo convoy de barbudos que recorriera más de mil kilómetros
desde Santiago de Cuba sobre tanquetas, jeeps y camiones capturados a las fuerzas
batistianas. Se marchaba de día y a través de la principal vía de enlace de ciudades
del país —la Carretera Central—, haciendo noche en las poblaciones rendidas a su
paso, y Fidel iba alternando de vehículos, entre un viejo tanque tripulado aún por
batistianos y un jeep Wyllis conducido por el entonces joven soldado «rebelde»
Alberto León Lima, «Leoncito». El gesto luminoso tuvo lugar al aproximarse la
caravana a la intersección de las Avenidas 31 y 41, justo frente al campamento
militar «Columbia» que era el objetivo final hacia donde se dirigía y donde
pronunciaría el primero de sus discursos sin respiro de más de seis horas. Eran los
últimos minutos de su paseo de gloria, en realidad menos de los días deseados para
que el pueblo se extasiara a su paso, pero el hecho de que otros grupos
revolucionarios y los mismos capitanes y comandantes de sus columnas ya
estuvieran instalándose en la capital del país, obligó a apresurar la marcha, de modo
que una conquista nacional avasalladora de más o menos doce días de compromiso,
se quedó en una semana. Entonces, un busto de él mismo. Allí, en una plazoleta de la
intersección de las Avenidas 31 y 41, le saludaba el busto de yeso aún fresco,
barbudo y con quepis, que acaba de ser instalado en un pedestal de ladrillos cubierto
con otras dos capas de yeso blanco. Fidel ordenó de inmediato a sus escoltas que
derribaran aquello que llamó «una afrenta». Después, insultado, estuvo refiriéndose
al hecho cada vez que se le presentaba la oportunidad en sus discursos inaugurales
de la Revolución Cubana. Incluso, firmó una ley que prohibía expresamente que se
erigieran estatuas en vida de ningún patriota y prohibiendo expresamente la
colocación de fotografías o retratos de ninguno de estos seres del personal de la
Revolución que se hallaba fuera de los rigores de los cementerios. El héroe
derribando sus propias estatuas, y después el decreto, crearon un entusiasmo. No
obstante, su presencia en los billetes de a peso en una escena representativa de esa
misma marcha triunfal en que derribara estatuas y su presencia asimismo en una de
las caras de los billetes de diez pesos —Fidel, el brazo en alto ahora como un látigo,
despachando uno de sus discursos ante la multitud que colma la Plaza de la
Revolución— es algo que él ha podido disfrutar en vida, de hecho, durante más de
tres décadas de esa vida, puesto que los billetes fueron emitidos en 1961. Pero,
además, ¿qué le importaba aquel cabezón de yeso que a duras penas se le parecía, si,
para empezar, tenía la televisión? ¿A quién le interesa una estatua cuando apareces
todas las horas que quieres hablando a través de una pantalla y después te haces
circular en, por lo menos, los billetes de dos denominaciones? Como él mismo
puede decir en la intimidad con algunos de sus viejos compañeros (hay que saberlo
traducir): ¿Para qué queríamos estatuas, con lo pesadas que son? La propaganda
revolucionaria requiere de vehículos mucho más rápidos y efectivos, y estar en todas
partes, ocupar todas las pantallas, ser la base del deletreo de los libros primeros de
lectura y que circule en los billetes para el pago de toda obligación contraída en el
territorio nacional.

37 Ni siquiera los yanquis escapan al embrujo del guerrillero que descubre el


potencial de comunicación política de la televisión 3 años antes que John Fitzgerald
Kennedy. El siguiente mensaje al Departamento de Estado desde La Habana no sólo
muestra admiración, sino (junto con un flujo de centenares de cifrados semejantes)
que su diplomacia de los primeros días de la Revolución estuvo limitada a
contemplar al líder rebelde en la televisión y que el acceso a ese nuevo gobierno
(que no sólo habría de cambiar el destino histórico de Cuba sino que habría de
afectar de modo permanente las relaciones internacionales de los Estados Unidos)
era nulo. Los procónsules del imperio veían la historia pasar... desde sus poltronas
frente a los televisores, sorbiendo sus cervezas. No existía acceso, sencillamente. No
había diálogo con el producto de los reportajes del The New York Times, ese señor de
los discursos virulentos, pero que fuese el mismo de los benevolentes informes del
período 1957 − 1958 de la estación CLA de La Habana. Un fragmento de uno de esos
informes de la Embajada americana en La Habana sobre una comparecencia de
«Castro» en la que se habló un poco de cada cosa, apenas seis semanas después del
triunfo rebelde: «El 19 de febrero de 1959, Fidel CASTRO hizo una aparición de
cuatro horas, de las 10:30 de la noche hasta las 2:30 de la madrugada inmediata, en
un programa de la televisión local llamado «Ante la Prensa» (traducido libremente
como... «Meet the Press»)... La televisión en Cuba tiene una pesada cobertura. Hay
cerca de 330.000 receptores, para una población total cercana a los 6.300 [en 1959,
desde luego]. Los programas pueden ser vistos en todo el país, que está conectado a
través de una red completa de estaciones de retransmisión. El programa en cuestión
es uno de los más populares, especialmente desde principio de año, al terminar la
censura [de Batista] y por las personas de gran interés público que aparecen en él.
Podemos asumir con seguridad que por lo menos un millón de personas, y
probablemente más, ven la mayoría del programa... El programa normalmente dura
de media a una hora, dependiendo del interés en el invitado y en el tema. En este
caso, Castro sólo acepta aparecer si dispone de tiempo ilimitado, y se echó cuatro
horas. Fue absolutamente al grano sobre cualquier tema que surgiera. Una variedad
de temas fueron debatidos, la mayoría traídos por él mismo. Bastantes funcionarios
de la Embajada [norteamericana], incluido el escritor [de este informe], vimos el
programa.» ¡Atención! Atención ahora. Esto es lo que las madres cubanas designan
como estar cayéndosele la baba a su hijo cuando reciben la primera señal de que el
ingenuo adolescente se ha enamorado por primera vez. No, no es espuma de cerveza
lo que brilla sedosamente en la barbilla de Sus Excelencias. Las itálicas son mías,
desde luego: «Para uso de los funcionarios de las oficinas interesadas del
Departamento, se añade una transcripción del programa suministrada por un servicio
local de radio y TV. Parece ser una versión exacta, tomada del tape.
Desafortunadamente, es incapaz de capturar la atmósfera del programa: Castro en
su habitual uniforme de faena arrugado, radiante de salud y de ilimitada energía,
inclinándose sobre la mesa mientras habla, ondeando brazos y manos, con su eterno
tabaco siempre a mano. Las palabras emanan en un torrente incesante. Parece
capaz de estar hablando para siempre y sobre cualquier asunto existente bajo la luz
del sol Es un orador dinámico, poderoso, con esa rara cualidad de ajustar y mover a
su audiencia sin que importe el contenido de sus palabras. Su lenguaje es
descuidado e informal. Habla con una tremenda vitalidad y rapidez.»

38 En su buena época, a finales de la Segunda Guerra Mundial y hasta


principios de los cincuenta, con su tan severo y eficaz formato copiado del The New
York Times, era uno de los más ilustres y bien informados periódicos cubanos. Entre
sus excelencias, desde luego, estaba el suplemento dominical de historietas a cuatro
colores, que se adquirían con todo beneplácito (de ambas partes) del King Features
Sindicate y otros productores de comics norteamericanos. El hombre de hierro —no
Stalin, el soviético, sino el americano, bueno, en realidad el kriptoniano—
Superman, llegaba entonces a los lectores cubanos gracias a Noticias de Hoy. El
diario fue clausurado por Batista después de su golpe de Estado del 10 de marzo de
1952, pero el Partido lo sustituyó por una hoja clandestina de circulación regular y
bastante eficiente llamada Carta Semanal. Sin embargo, el gris panfleto de la etapa
revolucionaria no encontró ya, nunca más, un tono ni una convicción. No basta con
que un Partido vuelva a la legalidad ni que su periódico recupere su nombre de los
combates callejeros para darle carta de ciudadanía en un contexto al que ya no se
pertenece. Apenas cinco años después de la clausura de todos los periódicos
independientes cubanos, Noticias de Hoy también sucumbía. Se sumaba, sin pena ni
gloria, al mismo designio de aquellos colosos del periodismo cubano que se
llamaron Información, El Mundo, El Diario de la Marina, Diario Nacional, El País,
Excelsior, Prensa Libre, Avance , y que desaparecieron, al parecer para siempre,
junto con sus capitanes.

39 Su verdadero nombre era Francisco Calderío.

40 Es seguro que desde esta misma reunión Fidel haya visto una vinculación de
propósitos entre Valdés-Vivó y el sudeste asiático. Pero, ni siquiera, Vietnam del
Norte. No. Lo entronizó con el sur, allá abajo, donde la guerra. ¿No se había referido
a Diem? Pues, unos tres años más tarde tenemos a Valdés-Vivó designado
¡embajador de Cuba ante el Gobierno Provisional de Vietnam del Sur! El único
embajador del mundo vivaqueando en las selvas y los arrozales del delta del Mekong
y vecindades. Y ni uniforme de milicias cubanas ni guayabera habanera. El mismo
pijama negro y las sandalias de metededos «Ho Chi-Minh» del resto del Vietcong.
Es fácil imaginar que con los puñados de arroz crudo sin sal atragantados bajo las
interminables lluvias y vientos de los monzones y, en posición fetal, ovillado en las
cuevas de ratas de los refugios antiaéreos, secudiéndose de arañas y serpientes, que
se desprendían de los techos bajo el efecto de las oleadas de bombardeos, Valdés-
Vivó haya tenido oportunidad de reparar alguna vez en aquella noche aciaga en que
le insinuara a Fidel que no le diera más la vuelta a la noria con el guiso de Kennedy,
a quien, por otra parte, él —Fidel— se había cansado de llamar «la gatica de María
Ramos», en alusión a un viejo refrán sobre las personas que eluden sus culpas —«la
gatica de María Ramos, tira la piedra y esconde la mano». Blas, sin embargo, se
permitió mantener el empaque. Como quiera que en cualquier momento iba a
necesitarse una constitución del país, porque no se podía seguir metiendo el cuento
de que la constitución cubana eran los discursos del Comandante, el mismo
Comandante optó por decirle a Blas que fuera escribiendo «ese mamotreto». Diez
años. La tarea le duró 10 años a Blas. Hasta que, por referéndum, se aprobó el
dichoso documento. Quedó de lo más bueno, decía Fidel. Comenzaba por un párrafo
de gratitud a la Unión Soviética. Era la tercera constitución de la historia de Cuba,
pero la primera de inspiración eslava. Bueno, muchos decían que era una
constitución búlgara. O que de ahí había sido la traducción.

41 José Soiís y Franco, «Pepe», que era el principal reportero de Noticias de


Hoy y que desde fecha temprana, en los sesenta, fue una de las primeras cabezas
visibles de la disidencia cubana, conoce el tema y estaba localizable en Miami en
1999. Asimismo, Rosa Berre y Carlos Quíntela, veteranos de la oficina de
corresponsales de Noticias de Hoy, estaban en Miami y podrían corroborar. Nicolás
Pérez Delgado, otro veterano del diario, también procedente de la disidencia, es
localizable en Costa Rica y conoce la historia. El propio autor trabajaba como
reportero especial del periódico en la época de los acontecimientos.

42 Podemos contabilizar las tres visitas de Fidel a las oficinas del Hoy, desde
que éste se instalara en el edificio despojado en mayo de 1960 a los propietarios del
El Diario de la Marina. Primera: en ocasión del nombramiento de Blas como
director del periódico (circa mayo 3 de 1961) y de, precisamente, la entrega del
edificio para que Hoy se instalara allí. Blas sustituía a otro veterano comunista,
Carlos Rafael Rodríguez, que ascendía al cargo de Presidente del Instituto Nacional
de Reforma Agraria. En la azotea del Diario, donde el antiguo dueño disponía de un
acogedor apartamento, un conjunto de no más de 30 personas reían de las
ocurrencias de un exaltado y feliz Comandante, pocas semanas después de su
victoria en Playa Girón, mientras, cosa extraña, se servían generosas y nevadas
copas de daiquirí. El joven y desgarbado reportero, de 18 años de edad y grandes
orejas y jeans en estado de combate permanente, que se halla un paso detrás del
Comandante y al que le parecen excelentes todos sus chascarrillos, es el autor.
Segunda: buscar orientación con Blas por el asesinato de Kennedy. Tercera: el 4 de
octubre de 1965, cuando saca a Blas de la dirección de Hoy y de paso disuelve el
periódico. El día anterior, en un discurso, anunciaba la creación de una nueva
«Dirección Nacional» del Partido, y los observadores notaron que Fidel había
ocupado el cargo de Secretario General que hasta ese momento había sido del mismo
Blas. Y, de paso, la organización obtuvo su definitivo y rotundo nombre: Partido
Comunista de Cuba. Si algún vestigio del Partido Socialista Popular había intentado
resistirse o aún prosperar, acaba de recibir el ucase de su extinción.

43 Pueden existir jomadas de «aflojamiento» de la tensión en la Vía Priorizada


del Comandante en Jefe. La jefatura de Segundad Personal se ufana de que «no
siempre se toman medidas extremas, depende de la situación operativa».

44 El autor advierte que existe una —para él inquietante— probabilidad de que


esté suministrando un nombre equivocado. No siempre su memoria de escritor
inmerso en los acontecimientos es infalible. Sí sabe que había un Alcántara en el
entourage cercano de Raúl Castro y que el nombre se le puede confundir ahora con
el de otro miembro de su escolta, un blanco de más de 6 pies, que llevaba un cuchillo
comando a la cintura y que no se destacaba porque supiera pronunciar un discurso
que fuera de duración muy larga, es decir, parco de palabras y cuchillo a la mano.

45 Éste es el conjunto de calles y avenidas que en propiedad se denomina «Vía


priorizada del Comandante en Jefe».

46 Al autor no le ha sido posible localizar en Francia a ninguna persona con


este apellido y menos que fuese tu economista a la sombra del presidente
Mitterrand. Pero es así como le fueron suministrados los santos y señas del
personaje reunido con Tony en el París de febrero de 1989 y que posteriormente —
hacia marzo o abril— viajara a Cuba acompañado de una nutrida delegación de
inversionistas interesados. Un candidato probable para clasificar como el «nuestro
hombre en París» de este episodio sería Henry Duffaut, el senador socialista, experto
en economía. Pero un nombre de fonética parecida (en especial para un oído
extranjero) y su especialización en economía, no es una evidencia. El autor agradece
al profesor Sandro Gandini, de Grenoble, su ardua sesión de rastreo.

47 Expresión popular puesta de moda a fines de los años setenta, cuando una
serie de películas y dibujos animados de largometraje exploraron el llamativo
escenario y época de La Habana, entre los años 1920 y 1930. Supuestamente, hacia
esa fecha, las trompetas se hicieron instrumentos imprescindibles de las orquestas de
salones de baile. Y como quiera que para el común de los cubanos la diferencia entre
trompeta y cometa debe ser nula... Según otros etimólogos, la expresión está anclada
en los finales del siglo pasado cuando las tropas insurrectas cubanas que luchaban
contra España recibían sus órdenes por toques de corneta. Pero el autor cree que está
referida a esa época, imprecisa, entre los años veinte y treinta. Es más, el autor está
persuadido de que la expresión surge del exitoso dibujo animado de largometraje
Vampiros en La Habana (1985, del realizador J. Padrón) que se escenifica en La
Habana de 1932 ó 1933 y cuyo héroe es un trompetista. Es así como Año de la
trompeta o época de la trompeta provee de antigüedad a cualquier asunto de que se
trate en una conversación y reemplazó en el uso del lenguaje popular otra expresión,
quizá inmejorable por su formidable nivel de compactación, que era «el año de la
bomba» —referencia al carruaje clásico de los bomberos de finales del siglo xa en el
que se transportaba la máquina de elevar agua (la bomba) y que era tirado por
caballos.

48 El grupo de la escolta cercana de Fidel —entre 10 y 16 hombres distribuidos


en los tres o cuatro carros de su caravana regular— estuvieron armados hasta
principios de los años ochenta con las legendarias metralletas UZI belgas de 9
milímetros, aparte de pistolas, y algunos AK-47. Aunque el personal de los grupos
operativos en las proximidades de sus desplazamientos suele estar armado sólo con
los AK-47 y el más moderno AKM. Fidel tiene a la mano un AK-47, «su AK-47», el
mismo que le regalaron los soviéticos hacia 1963. Durante muchos años, llevó
además una pistola Browning de 9 milímetros dentro de una cartuchera de cuero
negro, enganchada de una faja tejida verde olivo y sobre su cadera derecha. Pero
desde hace años y hasta el presente, ha cambiado la Browning por el arma
emblemática de los sargentos y paracaidistas soviéticos de los años sesenta, una
Stechkin de 20 tiros, la formidable APS (Avtomat Pistol Stechkin), que él prefiere
sobre la pistola belga porque carga siete balas más en cada magazine. Siete
municiones suplementarias en un combate cuerpo a cuerpo es un tema a considerar.
Tampoco la trae en una cartuchera. Se la lleva —en un pequeño maletín
«confeccionado al efecto»— el coronel José Delgado, presto a ponerla en sus manos
a la menor señal de peligro. La Stechkin cargada y cuatro magazines de repuesto,
100 tiros en total. En cuanto a las metralletas UZI de la escolta, éstas han sido
reemplazadas por los fabulosos fusiles cortos de asalto de AKS-74U, calibre 5,45,
que entraron en servido en 1979, diseñados por los soviéticos para sus tropas
especiales, fuerzas de desembarco aéreo, cuerpo de señales, ingenieros de combate,
tripulaciones de lanzaderas de cohetes y unidades antimotines y que, según los
fabricantes, es ideal para usar en áreas pobladas y fortificaciones de campaña.

49 Déjenme decirles en apoyo de mi propia, arrogante satisfacción que tengo


un acucioso conocimiento de lo siguiente: en las primeras líneas de mi «Retrato de
personalidad» de los expedientes que me abriera Seguridad del Estado desde los
años sesenta se me califica como «individuo peligroso» y sobre el que no se podía
tener confianza y que, entre los intelectuales cubanos, era «uno de los más si no el
más peligroso». Los argumentos básicos de mi peligrosidad eran: 1) mi procedencia
de dase: pequeña o mediana burguesía que se integra a la Revolución por convicción
y no por necesidades económicas, 2) mi carácter aventurero, que «lo mismo le da
dormir sobre una piedra que en un lujoso hotel» (sic) y 3) porque era sumamente
desaprensivo en cuanto a los lazos familiares, es decir, que no me consideraba
obligado a rendir culto ni obediencia a las estructuras hogareñas. Conocía esa
información desde los años setenta, desde una época en que mi expediente se
llamaba «Caso Condenados» por un libro disidente —Condenados de Condado—
que había escrito, y un viejo compañero me pasó la información (que años después
corroboré varias veces). Es decir, en este episodio de la oficina de Fidel, o Cesáreo
no disponía del expediente, o esas mismas carecterísticas les habían servido para
clasificarme como hombre de confianza. Aunque la decisión final siempre procede y
tiene que ver con el famoso ojo clínico de Fidel para los peligros. Con él (es decir,
yo) no hay problema, tiene que haber dicho. Yo lo jamo. Argot carcelario desde los
cincuenta. Es decir, que él me comía, más bien, que ya me había comido, ergo, que
me conocía el proceder por haber sido masticado.

50 Ver capítulo 17 de Death in the Aftemoon (Muerte en ¡a tarde).

51 Hacia fines de los años sesenta era uno de los objetos de ciertos estudios
comparativos de Reynaldo González sobre la represión homofóbica masiva de la
UMAP y las tres o cuatro probables víctimas del pecado nefando quemadas en las
hogueras de Regla del siglo xvii. Fueron estudios comparativos iniciados pero al
parecer nunca terminados. González quizá fuese, no obstante, el principal estudioso
de las peleas cubanas contra los maricones. Un veterano activista de agitación y
propaganda de la Unión de Jóvenes Comunistas en, precisamente Camagüey, y
pasado de bando como ardoroso activista a las filas del subterráneo movimiento gay
cubano, González es autor de la novela Miel sobre hojuelas (1967) y del libro
documental sobre la política de los años veinte cubanos La fiesta de los tiburones
(1972). Hacia mediados de los ochenta hizo un regreso a las filas de la mili tan da
marxista al convertirse en una especie de escríba asalariado de Carlos Rafael
Rodríguez, uno de los prindpales jerarcas del Partido.

52 Henry Kamen, The Spanish ínquisition. An Historical Revision. Weidenfeld


8c Nicolson, Londres, 1997. «En total», dice Kamen, «entre 1570 y 1630 los
inquisidores manejaron 543 casos [de sodomía] y ejecutaron a 102 personas».

53 No sólo homosexuales. Ver: Pablo Alfonso, Cuba, Castro y los Católicos,


Hispamerican Books, Miami, 1985, y Jorge Luis Romeu, «Las prisiones olvidadas»,
e n El Nuevo Herald, Miami, 6 de agosto de 1990. En realidad, la composición
principal de los jóvenes que fueron internados en esos campos, una cifra que oscila
entre 30.000 y 40.000, eran los seminaristas católicos y los ministros protestantes de
las iglesias del interior de la isla, jóvenes que tenían pasaporte y querían abandonar
el país, estudiantes «depurados» de las universidades por «incompatibilidad
ideológica», hijos de los campesinos que se negaban a integrarse en las cooperativas
y «personal urbano» que continuaba trabajando «por cuenta propia», es decir, eran
propietarios de un pequeño negocio. Pero el Gobierno hizo correr la especie para
explotar el acentuado sentimiento en verdad homofóbico de la población cubana (al
menos en esa época) y hacer simpática la idea de la UMAP —cosa que, no crean, se
logró en abundancia.

54 Mariano tuvo dos razones esenciales para animar los últimos años de su
vida: su designación como delegado de la Asamblea Nacional (el Parlamento
cubano, elegido a dedo siempre, el dedo del Comandante, por supuesto) y poblar su
pintura de gallos de pelea, fieros y multicolores y con el adolorido pico abierto. «Un
criadero de gallos que has hecho», solía bromearle el autor, «y con un cierto sesgo
contrarrevolucionario si se quiere». Se refería a que la prohibición de las peleas de
gallos fue una de las primeras medidas represivas de la Revolución contra los
campesinos. (¡Menos mal que dejaron el otro entretenimiento habitual de tierra
adentro: el dominó, y que no erradicaron el béisbol!) Pese a todo, unos criaderos
especiales de gallos de pelea sólo para ¡a exportación, aprovechando la fama cubana
en la crianza de estas especies, sólo comparable a la tradición del tabaco cubano, fue
encargada al «Comandante de la Revolución» Guillermo García Frías, que había sido
un «gallero» empedernido de la Sierra Maestra, donde era el propietario de algunos
«balluses», prostíbulos de mala muerte, y contrabandeaba cerveza y marihuana,
antes de sumarse al Ejército Rebelde. Tenía su negocio abierto aún y en plena
producción —el de los gallos, se entiende— en 1998, cerca de una localidad llamada
Managua, al sur de La Habana, y donde él, con el cuento de «templar el carácter de
las crías que han de exportarse», sigue celebrando unas monumentales sesiones de
pelea, a las que asisten sus viejos amigotes de la Sierra y uno que otro y muy
ocasional comprador de Curazao, Bermudas o Venezuela. Por cierto que luego de
suspendidos (hacia 1961) a nivel nacional todos los combates de gallos y cerradas
las vallas y los clubes gallísticos (las legislaciones de la República sólo admitían la
existencia de un club gallístico por municipio) donde éstos se celebraban, a Fidel y
otros de sus amigos del entorno más cercano les dio por asistir a peleas de perros —
que hasta donde se tiene noticia, nunca antes se habían conocido en el país— y que
las organizaba el entonces médico de cabecera de Fidel y especie de secretario
ejecutivo, el comandante René Vallejo, y para las que se empleaban perros de
combate del Ministerio del Interior, que se obtenían del cruce de pastor alemán con
chacal, un legítimo y plateado chacal de los montes Tatra que la Seguridad del
Estado checa donara a sus hermanos de armas cubanos.

55 La generosidad de Andrés Oppenheimer me permitió acceder a esta


documentación de inteligencia norteamericana. Y es innecesario glosarles esas 500
páginas de debriefings porque ya Oppenheimer lo hizo muy bien. Ver
fundamentalmente el capítulo «Exit Panama» de su Castro’s Final Hour.

56 El Comité Cubano Pro Derechos Humanos tiene documentados decenas de


estos casos, incluso con los nombres de los oficiales que han actuado a mitad de
camino entre el médico y el verdugo. Los doctores Picañol y Erreira, de una de las
unidades siquiátricas del Ministerio del Interior, parecen destacarse por sus
comportamientos abusivos, especie de doctores Mengüeles tropicales.

57 Los segmentos adicionales de descripción proceden de Jesús Renzolí —uno


de los testigos de la borrasca del Ranchón. Bastante críptica por cierto su
descripción, y sintética. «Hay dos ocasiones», cuenta. «Una es ésa del Ranchón.
Otra, a raíz de la reunión del BP de noviembre del 87, cuando el fenómeno llamado
de la indisciplina social. Que ahí también tuvieron una agarrada grande y Raúl le
dijo que renunciaba. Allí, en el saloncito de los recesos, del BP. ¿Quién tenía la
razón? La tenía Raúl. En ambos casos él la tenía. Raúl estaba diciendo cosas
razonables, cosas de plantar los pies en la tierra. El otro [Fidel] estaba con sus ideas
astronómicas.» Renzolí era el traductor de ruso al servicio de Raúl Castro, y es
todavía hoy una pieza clave en la historia de la participación cubana en la Guerra
Fría, puesto que acompañó a Raúl (y ocasionalmente a Fidel) en todos los periplos
de conversaciones y discusiones desde inicios de los ochenta con la más alta
jerarquía del Kremlin. En el momento de su deserción, 1991, Renzolí era Primer
Secretario de la Embajada de Cuba en Moscú, y lo habían mandado a llamar «para
consultas». No lo pensó mucho para cargar con su familia en su viejo Volga de
chapa diplomática y aprovechar el fin de semana para escapar por carretera a
Occidente.

58 Los hijos de Fidel con Dalia Soto del Valle son cinco, los tres mencionados
—Alex, Alexander, Alexis—, y los dos últimos, Antonio y Ángel.

59 El año anterior Tony le regaló un revólver Colt Python calibre 357


Magnum/38 Special, con cañón de 6 pulgadas, y con el agregado de uno de los
primeros apuntadores láser que entraban al país, a Raúl Castro. Y un año antes,
también con motivo de que cumplía años, Tony le regaló a Fidel una escopeta
Mossberg 590 Mariner, calibre 12, un hierro imponente, de 9 tiros, de culatas y
mazorca negras y con un cañón de 20 pulgadas, todo el metal tratado con
Marinecote, una capa de Teflón y níquel, construida especialmente para llevar a
bordo de embarcaciones o para usos costeros. Por mi parte, yo tuve el honor de ser la
última persona que obsequiara con un arma al coronel Antonio de la Guardia. Una
carabina AK-74, de culatín plegable, del primer lote de mil que llegara al Ministerio
del Interior cubano, y que en realidad era resultado de una primera situación
honorable, que era la de ser el único ciudadano cubano propietario de un AK-74. En
una noche de tragos en mi casa, y delante de Raúl Castro, había logrado arrebatarle
la promesa al general Pascual Martínez Gil de que me regalara uno de esos
ejemplares. Asimismo, y cada uno por su lado, Tony y Raúl Castro se me quedaron
debiendo el arma que nunca pude obtener. La prodigiosa pistola soviética Stechkin,
de 9 milímetros. Quizá sea incómoda para el gusto occidental, sobre todo por la gran
empuñadura, pero tiene un sólido cañón de 6 pulgadas y una mira milimétrica y
dispara, con bastante concentración, ráfagas de 20 balas, y la empuñadura viene
preparada para el enganche de un culatín de baquelita, que a su vez sirve de
cartuchera.

60 Tamara Bunke y el autor fueron condiscípulos de esa Facultad. Para el


autor, fue el primero de tres intentos por tener un grado universitario. Y si algo
debemos reconocerle y darle por ello un par de palmadas en la espalda, es por haber
abandonado y dirigirse a aprender periodismo en el mejor lugar posible de una
Revolución: donde quiera que se anunciaba (o intuyera, aun mejor) una batalla. Y en
ese breve tiempo de estudios a regañadientes, él fue uno de los mejores amigos de
Tamara Bunke, al menos en esa aula. Ella llegaba a la Escuela en una moto Berlín,
de la que evidentemente había sido provista por el KGB, para darle movilidad dentro
del país. Era una época de mucho trasiego y libertad de movimientos para los espías
soviéticos en La Habana, aunque eso mermó considerablemente a partir de la crisis
de los misiles de octubre de 1962. Una vez, con orgullo infantil, ella me dijo que «la
habían preparado desde pequeña para cumplir tareas»; y que había crecido en
Argentina. Con el paso de los años, claro, uno relaciona todas las cosas. Su pasión
juvenil (al menos su pasión juvenil manifiesta) eran las motos, y correrlas en las
nieves de estrechas callejuelas alemanas y hacerlas resbalar y proyectarse a alta
velocidad sobre acolchonados túmulos de nieve. Una vez me dijo que eso —y la
falta de crudeza del invierno cubano— era lo único que extrañaba de sus estancias en
la erre-de-a, que era la forma en que ya solíamos llamar a la República Democrática
Alemana. Por otra parte, es poco conocido —hasta hoy— que Tamara había sido
asimilada por una de las sociedades más consolidadas del ritual lésbico del país, de
Cuba, que es el de las grandes señoronas del periodismo y que tuvo relaciones con
dos de estas agresivas compañeras, Mirta Rodríguez Calderón y Angela Soto (que
también fueron condiscípulas del autor en aquella Facultad universitaria). Fue
precisamente Angela Soto, una bonita, talentosa y delicada mulata, la que introdujo
a Tamara en su círculo. No por gusto, tres años después de Vado del Yeso, y con la
muerte, emergieron las viejas amigas a la luz pública vinculando su nombre muy
discretamente al de Tamara. Al menos emergió Mirta Rodríguez Calderón. Es la
coautora —con Marta Rojas, también poderosa señora— de una especie de
fotonovela socialista, Tania, la guerrillera inolvidable (Instituto del Libro, La
Habana, 1970), que un viejo comunista, ya conocido por nosotros, Raúl Valdés-Vivó,
dio en llamar —quizá debido a una impertérrita formación marxista que le impedía
aceptar que, incluso para renovarles, los nuevos aires batieran, y que circularan en,
los preceptos de la lucha de clases— Tania la lesbiana, como el remedo de una de
las tiras gráficas de Crepax o de la serie DEATH. Por último, la otra coautora de
Tania, la guerrillera inolvidable , Marta Rojas, era la más reputada de las lesbianas
que se identificaban en La Habana de los sesenta, y la de mayor consolidación
afectiva reconocida con los círculos cercanos a Fidel Castro en la misma época y
hasta entrados los setenta y a la que se le suministraba un caudal interminable e
inagotable de material informativo sobre un mismo y único cuento, que era la acción
del asalto al cuartel Moncada comandada por Fidel Castro el 26 de julio de 1953,
tema del que ella misma se consideraba su cronista oficial (\¿?\).

61 El discurso de Fidel en las honras fúnebres del Che está considerado como
el inicio de la veneración universal del Che. Pocos saben, no obstante, que luego de
terminada esa dramática, desconsolada alocución, Fidel se dirigió al tabloncillo de
básket de la principal instalación deportiva del país, «la Ciudad Deportiva» —que
previamente, como corresponde, se hallaba bajo el control total de la Seguridad y
con el acceso bloqueado a toda la población y a cualquier posible curioso—, y
despojándose del uniforme de guerra con el que su gallarda imagen había sido
aprehendida a través de los lentes para consumo de la consternada humanidad
mientras llamaba al Che «un artista de la guerra de guerrillas» y advertía «a aquellos
que cantan victoria» por su muerte —su obligada, referencia a los Estados Unidos—
«que están equivocados. Están equivocados aquellos que crean que su muerte es la
derrota de sus ideas, la derrota de sus tácticas, la derrota de sus conceptos
guerrilleros...», y ataviándose con unos vistosos calzones plateados y una camiseta
profesional de basketbolista con un enorme 26 a la espalda, comenzó a jugar, un
partido tras otro, hasta altas horas de la madrugada, divertido y sudando en
abundancia para quemar energías sobrantes. Oscar Peña —que 20 años después se
convirtiera en uno de los dirigentes del movimiento disidente interno de Cuba (fue
uno de los vicepresidentes del Comité Cubano Pro Derechos Humanos)— era uno de
los muchachos que trabajaba en el lugar, y que la Seguridad permitía que presenciara
los partidos, no pudo ocultar su consternación cuando le dijeron que Fidel estaba en
el local y que había juego. José Llanusa Gobel, el presidente del Instituto, puso una
mano en el hombro de Peña y le dijo: «Él no hace esto por malo, Peñita. Lo hace
para liberar angustias. Ve. Ponte de árbitro.» En el equipo de Fidel, esa noche,
jugaron José M. Miyar Barruecos («Chomy» —su secretario— ), el mismo Llanusa
Gobel, el comandante Jorge Serguera Riverí —«Papito»—, Fabio Ruiz y Teodoro
Pérez —funcionarios del Instituto de Deportes— y «Risita» Quintero —entrenador
del equipo «Cuba». Los contrincantes eran los miembros del equipo «Cuba», que se
entrenaba para las olimpiadas, con sus muy precisas instrucciones de jugar con Fidel
al suave pero sin que él se percatara. Raúl Castro estaba en el público, y otras
personas, no más de cincuenta en total. El peor momento del trabajo de árbitro de
Oscar Peña, casi un adolescente, fue cantarle un foul a Fidel, por lo que el jefe de la
Revolución estuvo rebatiéndole un largo rato. Después la mano de Llanusa volvió a
posarse en el hombro del afligido Peña. «No te preocupes por eso. Él lo hace para
coger aire.» Peña estaba en Miami, exiliado, en 1999, y era localizable y podía dar
testimonio de este epílogo de las honras fúnebres del Che. Asimismo pueden
testimoniar los otros presentes, como Llanusa Gobel, y Baudilio Betancourt,
«Bibinito», que era el secretario del Partido en La Habana. Jorge García Bango,
«Yoyi», que con el transcurrir de los años se convertiría en uno de los segundos de
Tony en MC, estaba pero murió de cáncer hacia 1998, y a su chofer— «el Negro»
Dumois —(otro testigo) se lo mataron de un tiro de calibre 22 en la espalda en
agosto o septiembre de 1989. Pero los demás vivian en La Habana a principios de
1999 y podían ser interrogados al respecto. Sonriente, sudoroso y despiadado
comandante con pelota en la mano y escuelita de La Higuera en el fondo, un muy
remotamente atrás fondo. Y, según los indefectibles amigos researchers del
National Security Archive, el discurso fúnebre de Fidel de ese atardecer del 19 de
octubre de 1967 en la Plaza de la Revolución «contribuyó inconmensurablemente a
la creación del icono revolucionario en que Che Guevara se convertiría en los años
subsiguientes». Pobrecitos. Sobre todo por el hecho de proclamar Fidel que «si se
quiere saber cómo queremos que sean nuestros hijos...» y concluir que «debemos
decir, con todo nuestro pensamiento y corazón de revolucionarios: Queremos que
sean como el Che», nos teníamos que tragar la píldora lacrimógena. Era el tercer día
de duelo nacional en Cuba cuando Fidel habló. A la mañana siguiente su discurso fue
transcrito y distribuido por el Foreign Broadcast Information Service (FBIS), la
agencia de transcripciones de la CIA que graba y traduce noticias y trasmisiones de
televisión de todo el mundo.

62 Ver: Carlos Franqui, Vida, aventuras y desastres de un hombre llamado


Castro, Planeta, Barcelona, 1988.

63 Entre 6 y 8 esclavos por un caballo en el mercado de Senegambia de 1500 −


1510, o —en la misma fecha— por 20 ducados (promedio) en Sevilla, o por 25
manillas en Benin. Pero en 1440 se pagaba un caballo con 25 ó 30 esclavos en el
mismo Senegambia. Entre 1594 − 1595 el precio de un esclavo angolano alcanzó el
promedio de 75 − 80 pesos. En 1612 los esclavos angolanos en perfecto estado se
vendían en Brasil por 28.000 reales cada uno. En 1620 los esclavos de Guinea
costaban 270 − 315 pesos, y los de Angola 200. En 1800, esclavos en Cuba a $ 90. En
1807, esclavos de Costa da Mina son vendidos en Bahía a $ 100 cada uno, pero «los
menos favorecidos da Angola» a $ 80. En 1815, precios de los esclavos en
Mozambique sobre los $ 3 − 5, en Pongas sobre los $ 12, en Luanda sobre los $ 14 −
16. En 1852, esclavos en Cuba a $ 75. En 1859, esclavos cubanos a $700, esclavos
viejos y jóvenes a $ 300. En 1864, esclavos en Cuba a $ 1.250 —$ 1.500. (Ver: Hugh
Thomas, The Slave Trade. The Story of the Atlantic Slave Trade: 1440 − 1870,
Simón 8c Schuster, Nueva York, 1997.)

64 Quiere decir en una clave no exenta de humor cubano que era la mujer
presente en la casa presidencial. Quimbo designa igualmente la aldea o las reducidas
cabañas circulares y por lo regular de techo cónico de cañas, ramas o paja que a su
vez forman la aldea —o quimbo. En otras ocasiones, objeto del humor en las claves
de los rudos matarifes de la asesoría cubana, era el mismo presidente, al que podían
designar eventualmente como Soba o compañero Soba. Desde luego que se trata del
jefe en el lenguaje aldeano y el que casi siempre es elegido a la posición por ser el
de más edad, es decir, el de más conocimientos.

65 ¡A la vez que Amadito Padrón no lo era tampoco de Abrantes!

66 Estos documentos se mantuvieron deliberadamente a salvo de la


incineración a finales de 1981, cuando Fidel dio la orden a la Seguridad del Estado y
a la Inteligencia de hacer desaparecer hasta el último rastro de documentación
comprometedora que pudiera caer en manos enemigas. La apreciación cubana era
entonces que una invasión norteamericana era inevitable y próxima. Por documentos
comprometedores desde luego se entendían los que pudieran complicar a Fidel y a
sus más cercanos seguidores, y no a un personal tan ajeno como, por ejemplo, los
diplomáticos extranjeros destacados en La Habana capturados en algún tipo de
actividad licenciosa.

67 Las conversaciones gubernamentales o «partidarias» de Fidel Castro con


extranjeros pueden correr mejor suerte que el resto de la producción nacional de
documentos, puesto que son meticulosamente grabadas, transcritas y archivadas por
personal de su oficina. No todo alimenta y alegra el fuego de los hornillos.

68 Como ya se ha dicho, la documentación que en verdad comprometa sobre


todo directamente a Fidel Castro ha sido el motivo fundamental de desvelo del
personal encargado de las incineraciones.

69 Observación del panorama en un «barrido horizontal», como las cámaras de


cine o de TV sobre su eje.

70 Tony —y también su hermano Patricio, como veremos más adelante (p.


150)— exageraban. La cantidad exacta llevada por los Montoneros a La Habana fue
46 millones dólares. Durante todo el tiempo que ese dinero estuviera depositado en
Cuba, Fidel le garantizó a Firmenichi que recibiría un 10 por ciento de interés anual.

71 Según la terminología oficial del Ministerio del Interior cubano, un grupo


de sus agentes.

72 Procede del Sam Browne inglés. El nombre, del que se conoce su uso desde
1915 en los ejércitos británico y norteamericano, ha sido reciclado al castellano al
menos en un abundante uso por la terminología militar de los cubanos. Para su
indiscutible castellanización, le endilgaron la severidad de cobra armada para el
ataque de esa zeta inicial del suave nombre que una vez fuera Samuel pero que sus
adaptadores cubanos, pese a todo, van a seguir pronunciando como ese. Sir Samuel
James Browne, fallecido en 1901, era un oficial británico y la prenda con su nombre
es una faja de cuero que se ciñe sobre la guerrera de los uniformes y se sujeta por
una tira más ligera que cruza sobre el hombro derecho, siendo estas dos
características —factura de cuero y tira ligera sobre el hombro— de las que se
prescinde en el zambrán cubano, confeccionado regularmente de lona o tejido y en el
que suele alojarse una cartuchera con el arma corta y algunos portadores de
municiones.

73 Véase, en la Cronología esencial, cómo fueron condenados los otros


implicados.

74 Escalona, un comunista de la vieja guardia, ocupaba entonces el cargo de


ministro de Justicia. Nunca gozó de la simpatía de Fidel Castro, quien aprovechó el
entramado que diseñaba con la causa de Ochoa y su envío al paredón para nombrar
fiscal del proceso a Escalona. Sabía que en la incómoda posición, Escalona se
convertiría, ante los ojos de la población, en uno de los más odiados personeros del
Gobierno.

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