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El Territorio Ausente (Versión Actualizada) PDF

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· ANTOLOGÍA DE VOCES MIGR ANTES DEL CARIBE ·

L A U R E N M E N D I N U E TA

JAIME MANRIQUE

EF R A Í N V IL L A N U E VA

L AUR A ESTR ADA

A SHANTI DINAH OROZCO

FA DIR DELGA DO

Aluvión, 2022
©2022, Aluvión
www.proyectoaluvion.com
Barranquilla – Colombia

E L T E R R ITO R IO AUS E N T E
I S B N : 9 7 8 -9 5 8 - 5 2 3 3 8 -8 - 1

Juliana Enciso, Tawny Moreno y Farides Lugo


Curaduría
Farides Lugo
Edición
Diana Castro
Diseño
David Murillo
Ilustración

Este libro digital fue posible gracias al proyecto Seis Voces Migrantes
del Caribe Colombiano, ganador de la Beca de Crítica Cultural y
Creativa 2021 del Ministerio de Cultura de Colombia.

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de
información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o
cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Contenido
Prólogo — 7
JU LIO P ENENREY NAVARRO

PA R T E 1 – P O E S Í A

EL ORIGEN
Cuerpo de astronomía — 13; Imágenes — 15; Tierra de nadie — 17; Nombrar
la infancia — 18; Mi ancestra — 19; Metamorfosis — 20; El país que ya no es
mío — 22; La noche que vigila a los perros — 23; Destino del Muntú — 26; Casa en
obras — 28; Algunos recuerdos de la casa — 30; Rituales — 31; Los hospitales están en
todas partes — 32; Rogativa — 34; Mi casa es oscura aunque — 35;
Los gritos adultos — 36; Refugio — 38

EL EJERCICIO DE NOMBRAR
Iniciación — 41; Desgarramiento — 43; Secuestraron el cosmos — 44; Lengua de
invocación — 45; Lo que en verdad pesa — 46; Ostras en mi lengua — 49

EXTRANJERÍAS
A Non-Fiction Poem — 51; Intento de retorno — 55; Irse es irse y quedarse es
quedarse — 56; Una mujer que conozco vuelve a su patria — 57; Amenaza de
aborto — 58; El extranjero — 60; El regreso — 62; Quedarse — 63;
El clima de las campanas — 64

EL ARTE DE CONTAR LAS HORAS


El llamado del tabaco — 66; Espera continua — 67; Miércoles — 68; Olor a café — 69;
El muelle de Puerto Colombia — 70; Viernes — 71; Encuentro — 72

DE VUELTA A LO ESENCIAL
Amor de interné — 74; Cachemira — 76; Soy — 77; Lunes — 78; Ser — 79
P A R T E 2 – N A R R A T I VA

Tomacorrientes inalámbricos | F R A G M E N T O D E N O V E L A |  —  82


EFRAÍN VILLANUEVA

La enfermedad | C U E N T O |   —   97
FADIR DELGADO

Adentro, todo. Afuera... nada | F R A G M E N T O D E D I A R I O P A N D É M I C O |  —  106


EFRAÍN VILLANUEVA

El día que Carmen Maura me besó | C U E N T O |   —   115


JAIME MANRIQUE

No es el agua que hierve | C U E N T O |   —   129


FADIR DELGADO

PA R T E 3 – C R Í T I C A

Aplazar el olvido en un poema: Lauren Mendinueta — 139


A. JULIANA ENCISO

El abrazo íntimo de Efraín Villanueva — 144


FARIDES LUGO

El desprecio de los Jaimes Manriques — 148


A. JULIANA ENCISO

Un techo amenaza con caerse:


Laura Estrada Márquez y su poética en descomposición — 153
TAWNY MORENO BALOCO

Sangre y palabra: Fadir Delgado — 157


FARIDES LUGO

Una lengua de selva: Ashanti Dinah y su crepitar de hojas secas — 161


TAWNY MORENO BALOCO

Fuentes — 166
Prólogo
J U L I O P E N E N R E Y N AVA R R O

Toda antología monitorea las pulsaciones del gusto literario de una


época o región. Estas son auténticos mapas de rastreo de la tradición
y de las dinámicas renovadoras de las letras y la cultura. La forma
antológica cumple así varias funciones: i) el ideal de divulgar la
cultura en todas sus manifestaciones; ii) participa en los procesos de
democratización literaria; iii) visibiliza determinadas obras (inéditas
o no) que resultan desconocidas para el público lector. Por último,
iv) toda antología trabaja a favor de la historia literaria. ¿Qué quiere
decir esto? Que todo grupo de textos antologizado es una ventana
de análisis que concentra valiosa información sobre el acontecer
literario de una región o periodo específico, el desarrollo de un
género, la fuerza renovadora de una generación o de un movimiento
literario en particular, y garantiza, al tiempo, el vislumbramiento de
las tendencias, subrepticias o declaradas, de una nación literaria.

Estos criterios los sigue El territorio ausente, antología de voces


migrantes del Caribe, merecedora de la beca de Crítica cultural
y creativa 2021 del Ministerio de Cultura. Esta antología híbrida,
de tema-autor(a)-género, tiene la particularidad de agrupar un

7
número considerable de poemas, cuentos y fragmentos de novelas
pertenecientes a narradores y poetas del Caribe colombiano
contemporáneo en condición de extranjería en diversas partes del
mundo. La selección tiene forma de tríptico: i) una primera parte
dedicada a la poesía, organizada siguiendo una línea temática que va
desde los orígenes hasta la vuelta a lo esencial de las cosas y el ser;
ii) la segunda parte se concentra en la narrativa, en los relatos cortos
y en fragmentos de historias de más largo aliento. A cargo de las
curadoras y antólogas, iii) la tercera parte completa las últimas piezas
de este armazón, introducidas a manera de textos críticos (muy del
tipo del ensayo personal y menos próximo al estudio académico),
donde se permiten analizar la obra de estos autores y autoras desde
su condición de migración y de migrantes literarios. De manera que,
acostumbradxs mayormente a las antologías de cuento y poesía de las
últimas décadas en la región, indispensables para pensar la evolución
de estos géneros y mapear el temple artístico de sus cultivadores,
veremos que El territorio ausente se concentra más en la figura del
autor(a) y menos en la del género, sin que este termine siendo pieza
decorativa. Interesa, particularmente, la raigambre mixta del autor(a)
migrante (el “allá-aquí”, el “dentro-fuera” del territorio) que determina
dos aspectos: i) la configuración poética de sus producciones artísticas;
y ii) el punto de enunciación y la distancia crítica, permitida por la
diáspora, desde los cuales repiensa el paisaje local.

Las voces aquí compiladas, antes de haberse visto afectadas por la


condición de extranjería, por la lengua foránea o la tempestad del
nuevo paisaje, se sintieron amarradas, primero, al territorio propio
y, después, al acto de escritura. Esta simple y aparentemente trivial
organización de los hechos posibilitó, con el tiempo, una curiosa
ambivalencia: la lejanía del autor(a) del territorio de origen, del Caribe,
de Barranquilla, y la fuerte presencia de este contexto, sin ya estar en
él, en sus narrativas y poéticas. Pero no es esta la única raíz de la que se
nutren estos proyectos. La poesía de Lauren Mendinueta está anclada

8
a la memoria de la infancia (casa, jardín, fotografías, álbum familiar,
pájaros) y al Caribe no idealizado, pero sí definido en su ausencia. En
Laura Estrada Márquez, poeta y feminista fanzinera, el lenguaje vuelve
a ser animal salvaje, no doméstico, capaz de renombrar las cosas y
desvestido de una antigua violencia naturalizada. Jaime Manrique
Ardila sigue siendo, tanto en su poesía como en su narrativa, ave mixta
(con referencias de “aquí” y de “allá”) o, como mejor lo expresa uno de
sus versos, “una invitación al éxtasis y a la muerte”. En cada historia de
Fadir Delgado Acosta hay un dragón de signo oculto tras la cotidianidad
del espacio y del objeto. Los poemas de Ashanti Dinah Orozco son un
telar cósmico vinculante, de ancestros presentes, de Orishas emisarios
de Olodumare y de la sangre-memoria negra caribeña. La escritura
de Efraín Villanueva, especialmente en Tomacorrientes inalámbricos
y en su diario pandémico, tiene un carácter contemplativo y el sentido
(de todo) explota desde el interior de las cosas y los personajes.

Ahora es tiempo de que el lector(a) pase a las siguientes páginas.

BARRANQUILLA , FEBRERO DE 2022.

9
PA R T E 1 – P O E S Í A
- POESÍA -

EL ORIGEN
CUERPO DE ASTRONOMÍA

Soy un ser esencialmente cósmico.


Todos los elementos de mi organismo
estuvieron en las entrañas de la creación
desde la edad geológica.

Hace millones de años


era polvo de hidrógeno
flotando como un hilo de humo,
orbitando sobre sí como un cordón umbilical,
danzando en espiral como un derviche
sobre el oscuro vacío del espacio.
De la sagrada turbulencia
el gas se condensó en orbes
y se volvió estrella
y empezó a brillar.

Entre átomos,
soy una constelación en miniatura.
Y mi cuerpo naciente,
aún tibio por las manos de Olodumare
late con el ruido que creó la vida.

Soy vestigio de fuego milenario:


contengo en mi célula primera
partículas
que concentran la esencia de todo lo que vibra y fluye.
Tengo redes de nebulosas en el corazón.
Soy una ecuación de sueño.

13
Por eso, cuando me preguntan:
¿De qué se compone el sistema planetario?
Respondo: “De nosotros mismos”.

ASHANTI DINAH OROZCO

14
IMÁGENES

He estado toda una tarde estudiando las fotos.


He acumulado tantas en mi vida—
Pero hay dos particularmente que me interesan.
Ambas son ahora color sepia, y no sé dónde
fueron tomadas y yo no estoy en ninguna de ellas.
La primera foto es una composición clásica
De nueve personas. Esta es la familia de mi madre.
Mis abuelos, dos tíos, cuatro tías
y una mujer que desconozco o he olvidado.
Las mujeres están sentadas en el suelo,
los hombres de pies detrás de ellas
excepto por mi tía Aura, quien con una mano
agarra a mi abuelo y con la otra
acaricia el hombro de mi tío.
Ya en esta foto de juventud —piel color caramelo,
ojos y cabellos oscuros, más hermosos sobre el sepia—
(vestida con traje de baño de dos piezas:
el equivalente de un bikini en los años cuarenta)
uno podría deducir su naturaleza intrépida.
Todos están en trajes de baño y la mayoría 
trata de sonreír de la mejor manera.
Yo no sé quién tomó esta foto, 
y escrutando estos rostros, trato de averiguar
qué pensaban ellos, qué esperaban de sus existencias.
Mi abuela, a pesar de sus doce hijos
(o tal vez a causa de ello), sonríe
de derecha a izquierda, como un girasol gigante.

15
Mi abuelo parece escrutar el infinito, hermoso
como un buey gris; y mi tía Emilia, con sus trenzas,
parece intuir la tristeza de la vida.
Estoy seguro de que para esa época yo no había nacido
pero aun si hubiera sido adulto,
¿podría ayudarlos con el conocimiento que ahora tengo
de sus vidas? ¿Podría haberlos prevenido de sus éxitos,
de sus fracasos— podría haber profetizado sus muertes?
De cuerpos esbeltos y sanos, 
los hombres con sus figuras de esgrimistas—
siento nostalgia al mirar esta foto.
¡Cuánta energía irradia de sus poses!
¿En qué momento dejaron de boxear con la vida?
¿En qué asalto se dieron por vencidos;
en cuál campanada intuyeron lo inmutable?
No hay nada que pueda hacer para sacarlos de esta foto,
ni para saber qué pensaban ellos en ese instante.
Este es mi pasado, estas mis raíces,
Pero al revisarlo en esta tarde lluviosa
¿por qué no logro organizarlo en una escena coherente?

JAIME MANRIQUE

16
TIERRA DE NADIE

Atrás quedaron el jardín y la casa,


ese territorio irremplazable,
ese país que ya no es mío,
mi única patria.
Los años poco fueron dejando:
un álbum familiar anclado en un imposible presente,
evidencias de una familia
que suele reunirse en fotografías y poemas.
Seis soledades, con sus seis soles,
que han de conocerse y desconocerse siempre.
Ahora que yo misma me he convertido en madre
el pasado me visita con la delicadeza de un látigo.
¿Dónde he de tender mi manta para recostarme a leer?
En mi pecho el corazón se abre y se cierra
como una flor espléndida en tierra de nadie

L AU R E N M E N D I N U E TA

17
NOMBRAR LA INFANCIA
Árbol de magnolias,
te conocí el día primero de mi infancia,
a lo lejos te confundes con la abuela, de cerca, eres el aparador
de donde ella sacaba el almíbar y las tazas.
MAROSA DI GIORGIO

Quiero darle un nombre nuevo a las cosas


para no cansarme de ellas.

Voy a llamar al dolor            cenicero,


a la calma                              maceta,
a los hogares                         peluches.

Qué tal si al ahora le llamamos             recuerdo,


a los sueños                                              cosas comunes,
a mi garganta         plot twist:

quiero llamar gotera a la ausencia


y sábana a la fragilidad.

Quiero encontrar refugio en lo mundano


y en la torpeza de los días.

No temblar
ante la voz del pasado.
Poder nombrar mi infancia
dándole un nombre nuevo a las cosas.

L AUR A ESTR ADA

18
MI ANCESTRA

Lleva siglos incendiando


la musgosa cerradura de mi cuerpo.
Su herencia vestida de caracoles
es pálpito entre mis venas.
Nuestras vidas se entrelazan
bajo el árbol sagrado de la ceiba.

Quienes la conocieron,
la recuerdan columpiándose en su mecedora de mimbre.
Tranquila, como si no la acechara el vértigo de la muerte
frente al alba.

Dicen que los gatos cazaban crepúsculos


de sus manos.

Dicen que en el malecón de sus ojos


se asomaban barcos oxidados.
Vieron al viento del sur
tallarle un mantra de Olokun.

Aún la ven correr


entre las grietas del reino de este mundo
con un pedazo de aurora entre los labios.

En el portón del viejo patio de mi infancia,


la han visto convertida en una extraña criatura
picoteando junto a los pollos.

ASHANTI DINAH OROZCO

19
METAMORFOSIS

Cuando era niño


en las tardes soñolientas
sofocantes del trópico,
en un escondrijo del colegio
pelabas y chupabas mamones,
royendo la dulce, carnosa pepa, 
recordando, aterrorizado,
las historias de adictos al fruto
quienes se habían asfixiado,
las semillas del mamón atrancadas en las tráqueas.
Cada mamón era entonces
una invitación al éxtasis y a la muerte
(las guindas y las ciruelas también te deleitaban
sin producir el arrobamiento del mamón).
Y cuando degustabas ciruelas, guanábanas, anones,
y el grano rubio de la mazorca,
fantaseabas que sus semillas, estacionadas en tus entrañas,
germinarían en el vientre,
enraizándose en tus intestinos,
hasta que troncos y ramas te brotaran de los orificios,
sus verdes hojas y tiernos tallos apetecidos
por mochuelos, turpiales y canarios;
las delicadas ramas cargadas de frutas,
hospedando las aves más cantarinas y exóticas,
hasta que un día el árbol y tú fueran uno,
y ya no tuvieras que asistir más al colegio
o temer a los pulposos mamones.

20
Ahora, cuando comes estas frutas
deleitándote con las semillas en tus encías,
aquel niño de ayer
te urge a que las devores
para que el milagro ocurra
metamorfoseándote en nido, rama, fruta.

JAIME MANRIQUE

21
EL PAÍS QUE YA NO ES MÍO

Breve descripción del país que fue mío:


primero estaba el jardín,
después estaba la casa y otra vez el jardín.
Y nosotros en el centro de todo,
mis padres, mis hermanos,
nuestros inocentes crímenes y yo.
La casa con sus muebles y libros
todo lo guardaba.
Y alargando la mano hacia nosotros
estaba el mundo
—solo mis padres parecían notarlo—.
De tarde en tarde,
para olvidar el canto de los pájaros en celo,
yo me recostaba sobre una manta y leía.
El brillo de esos cantos permanece.
La culpa que late en un costado del corazón,
permanece.
Jardín. Casa. Jardín.
Ese país ya no es mío.

L AU R E N M E N D I N U E TA

22
LA NOCHE QUE VIGILA A LOS PERROS

La abuela escucha el brillo de la leche cuando hierve


Ella tiende el agua en las cuerdas del patio
tiende la noche en las cuerdas del patio

La llevo de la mano hacia la tumba de su hijo


Ella me envía a buscar agua al pozo del cementerio

Agua
para las flores
Agua
para la niebla
Agua
para el hijo muerto

Aquí traigo el agua, abuela


Aquí tus zapatos
Aquí traigo tus ojos
Yo los encontré

Hay demasiado frío, abuela


Hay demasiado
infierno en los hospitales
Hay demasiadas
flores en los cementerios

Sé que buscas la luz en las manos de la gente


Sé que buscas la lluvia en las manos de la gente

23
Han abierto las puertas a los perros, abuela
pero nadie viene a abrir la tumba de tu hijo
Nadie viene a abrir tus ojos

Hay huertos de nieve, abuela


La gente sumerge la cara en montañas de hielo
Hay gente que ve la oscuridad a través de los cristales

Vamos a encender faroles en la orilla de la casa


Veamos cómo se hace la mañana en el ojo del fuego
Yo quiero ver, abuela

Mira que ya traje las flores


Mira que ya recogí el agua
Ya imaginé que era un caballo entrando por la puerta del cementerio
Ya tengo la noche vigilando a los perros para que no salten la verja
No la saltarán
No vendrán a lamer tus pies bajo la mecedora, abuela

Se acercan las mujeres que rezan en voz alta por las calles
Se acercan las mujeres que rezan en voz alta por las calles

Traen cruces en los pechos


Oraciones del rosario en los pechos
Veo pañuelos blancos
Muchos pañuelos blancos como si nacieran de sus bocas
Podrían también ser tigres blancos, abuela

24
Créeme

Quizás los tigres y las mujeres no existen


Quizás los tigres tienen una procesión en otro lugar
y lo sabes

Porque hay una procesión para los ciegos, dices

Pero no estás ciega, abuela

No te miento
Créeme

Solo tienes la luz enjaulada


Y nadie vino a abrir la puerta
Y nadie vino a abrir la puerta
Solo tienes la luz enjaulada

Y la luz se te rompió en los ojos.

FA DIR DELGA DO

25
DESTINO DEL MUNTÚ

A mi ventana se asoma agbeyamí, el pavo real, y me dice:

El destino está entretejido por la madeja del tiempo.


Estamos emparentados con los siete elementos:
Cielo nuestro abrigo
Aire nuestro pensamiento
Agua nuestra sangre
Fuego nuestra savia
Tierra nuestra raíz
Fauna nuestras venas
Flora nuestros sueños.

Y no olvides, Dinah, que anudamos la voz del corazón a las


constelaciones.

A mi puerta toca akuaaró, la codorniz, y me dice:

Hacemos parte de una familia astrológica, vegetal, animal


y humana
y estamos hermanados con los volcanes y las piedras…
Acompasamos nuestro aliento con la corriente de los
pájaros y el viento.
Respiramos en cada poro del alma, lo que los árboles
exhalan;
entrelazamos su fuerza y su intuición
en continua ida y vuelta,
en continua llegada y partida,
en continuo fluir recíproco.

26
Y no olvides, Dinah, que somos nudo forjado desde el inicio del círculo.

A mi cocina gorjea eyelé, la paloma, y me dice:

Y así como el útero cósmico,


llevamos dentro filamentos de órbitas planetarias
frecuencias de partículas y energías atómicas.
Somos continente y contenido.
Somos células, neuronas, hormonas,
somos alquimia, medicina y curación,
somos naturaleza infinita,
somos pasajeros del viaje, firmamento que camina…
Y la conciencia de nuestro cuerpo
está dividida por el horizonte.
Expresamos el día y la noche,
la luna y el sol con su ciclo y reflejo.

Y no olvides, Dinah, nuestro origen es terrestre,


pero nuestro destino es celestial.

ASHANTI DINAH OROZCO

27
CASA EN OBRAS
Del blanco sacudimos
los restos de pintura
tras los secretos
que nadie le preguntó a las paredes
si querían escuchar.
FÁT I M A V É L E Z G I R A L D O

Hay un techo que amenaza con caerse.


Cada día trae una nueva ilusión
en forma de baldosa afilada.

En los campos con puertas y ventanas


me entierro en un hueco con luz propia
y renazco como una piedra pulida a machetazos.

Las piscinas de barro hechas del dolor de otro,


recreadas también en fantasías de barro,
se abrazan.

Una mano abierta


y lo orgánico que nos une
esperan el sacrificio de mis paredes,

siempre

al borde

del derrumbe.

28
Debajo de esta escombrera
hay una pequeña cicatriz,
un corte,
un fragmento
de una casa dividida en hemisferios.

No es que no quiera verte,


pero cuando me estrujo las piernas
y me reclino al vacío,
la fantasía moribunda
de nuestro encuentro
cesa.

L AUR A ESTR ADA

29
ALGUNOS RECUERDOS DE LA CASA

Recuerdo la ventana verde espiando al mundo,


muy discreta y silenciosa
abierta o cerrada como un corazón.
Recuerdo la cocina y sus ritos crueles,
el pescuezo de una gallina en las manos de mi madre,
los cuchillos custodiando la mesa.
Recuerdo que entonces nada me unía a la casa,
ni un golpe demoledor
ni una alegría memorable,
nada.
¿Será por eso que hoy no puedo abandonarla?
En las fotos de esa época parezco muy joven y lo soy,
no sabía que la mano del mundo ya me había alcanzado
—sólo se es joven mientras podemos ignorarlo—.
Recuerdo la ventana verde
discreta y silenciosa.
El resto de la casa
habitaciones blancas repletas de gritos.

L AU R E N M E N D I N U E TA

30
RITUALES

En conjunción con el ambiente,


los muebles respiran
y simplemente
están
ahí.

La mesa donde caen los muertos


se sigue negando a hablar,
a contarnos su versión.
La huida fue silenciosa
porque no nos importó verte ir.

No fue para tanto


ver salir el alma del cuerpo,
no fue el rito que nos explicaron:
una despedida extravagante,
terremoto en vientre bajo.

Poco hace temblar esta casa


como la quietud de la espera.

L AUR A ESTR ADA

31
LOS HOSPITALES ESTÁN
EN TODAS PARTES

Te diré:

Por las mañanas la gente arregla sus camas como si


tendieran las sábanas de un enfermo

La gente se pone gasas en la boca para no morir


y tú les has puesto gasas a los espejos

El agua nace de las ventanas


y no quieres decírselo a nadie para que nadie venga a romperlas
Porque hasta al agua le ordenarán retirarse y con un
pañuelo blanco la asfixiarán de alcohol

No pueden hacerlo

Temes que las moscas de la peste lleguen a sacarte el


animal que aún vive feliz en tus ojos

La gente lleva sogas en las manos


No quieren entrar al hospital
Saben que alguien los obligará a colgar las sogas del techo
Pero también tienes que saber:

los hospitales están en todas partes


nadie
puede
estar
afuera

32
Por eso hay gente condenada a dormir con sus muertos
Les prenden ventiladores en las orillas de las camas
Les abren los ojos y las bocas para llenárselas de hielo

Nadie habla de los que sobreviven

Por eso yo te digo:

No cierres los ojos


No reces a los santos
Rodéate de velas como si fueras un santo
Ponte gasas en la boca para no morir

Mira que los niños sacan caracoles debajo de las casas


dibujan hebras de cabellos en las paredes
y los pájaros comen los restos de comida que se pegan a las estufas

Te diré:

No puedes morir creyendo que la soledad es cerrar la puerta


para que no caigan en la cara las moscas de los enfermos
Eso no es la soledad

Vas a dormir y sientes que es la primera vez que dormirás


en un hospital
Pero tu casa no tiene el ruido de los quirófanos y sus cuchillos
Pero tu casa no tiene gente en sus corredores con los pechos llenos
de piedras

Protege el agua que nace de tus ventanas


Rodéate de velas como si fueras un santo
Ponte gasas en la boca para no morir

No puedes morir ahora.

FA DIR DELGA DO

33
ROGATIVA

Hoy una oración ocupa mi pensamiento.

Sacude mis ojos


y traza un presagio de los dioses:

¿Dónde están mis ancestros?

La pregunta se hace inmensa como la memoria


de las palabras
cuando recobran el cuerpo de los mitos.

Busco respuestas en las edades del pasado,


en las orillas de la luz,
en las sustancias del sueño,
en las estelas del silencio.

Busco a los maestros de lo oculto


en las cicatrices del tiempo
en los gritos de la carimba
en los volcanes entre mis manos.

ASHANTI DINAH OROZCO

34
MI CASA ES OSCURA AUNQUE

haga sol
en puntos álgidos de la mañana
me encuentro diciéndome a mí misma
que hoy voy a ser piedra rosa
extracto mineral o mármol despierto
a veces el proceso de reafirmación piedra se detiene
porque yo soy un animal que huye cuando se asusta
y sólo he conocido el sol
estando al borde del orgasmo junto a dos cuerpos tendidos
que creemos siempre muertos
vociferando en tempos de dos en dos
la luz
es
lo que haces de ella

L AUR A ESTR ADA

35
LOS GRITOS ADULTOS
Para Silvia Favaretto

Acontece que a veces es necesario recurrir al grito,


el alma se angustia y viene el cuerpo en su auxilio.
El cuerpo vaciado de palabras,
lleno de miedo,
ahíto de lamentaciones
terminará por gritar.
Rara vez el grito de un cuerpo es oído por otro cuerpo
—por eso aprendemos a gritar hacia dentro,
atesoramos nuestra desesperación,
renunciamos a gritar como niños perdidos,
crecemos—.

Los hospitales están repletos de gritos mudos


y los llamamos cáncer o artritis o depresión,
uno y mil nombres asustadores
y a veces definitivos.
Un cuerpo que grita solo desea ser escuchado por otro
cuerpo.

36
Cada uno con su necesidad del otro porque el yo no basta.
No tiene por qué bastar.

Pretendo gritar, gritar hasta perder la voz.


Volver a ser pequeña,
ir hacia atrás,
hasta los tiempos en los que solo podía expresarme con
llanto
y a nadie asombraban mis bramidos absurdos.
Ambiciono incluso ir más allá en el tiempo
hasta regresar a la edad definitiva y segura de la nada.

L AU R E N M E N D I N U E TA

37
REFUGIO
Like a tropical storm, I, too, may one day
become ‘better organized’.
LY D I A D AV I S

Exenta de poder
aliento a estos objetos a escucharme.
A establecer diálogos que desborden simpleza
sobre un cuerpo remordido
en una bolsa inundada de saliva.
Todo cayó y se expandió
como un gran vulgo de pequeños terremotos.

Me mantuve firme,
recostada en las flores de mi altar de muertos
para no doblegarme
ante lo único que siempre
he tenido seguro:

una luz que entre directa,


que no explote agujereada
en el centro de mi enfermedad,
en los residuos de mis manos.

38
Un espacio

en el que transitar segura

en el trayecto

de la cama

a la cocina.

L AUR A ESTR ADA

39
- POESÍA -

EL EJERCICIO
DE NOMBRAR
INICIACIÓN

IYAWORAJE

Traigo plegarias envueltas en mi turbante.


Hoy es un día de celebración
en mi cabildeo espiritual:

Yo imploré caminos fértiles,


y Eleggúa, mensajero de la encrucijada,
me pidió harina de maíz, yuca con mojo
y dulce de guayaba.

Yo pedí vencimiento,
y Oggún, el artesano de la manigua,
se crispó de verde monte
y cubrió las nervaduras de mi piel.

Yo pedí salud,
y Ochosi, el cazador de la morada de barro,
conjuró las raíces en el amanecer del bosque.
Abrigó con plumas la hierba de mi ombligo.

Yo pedí sabiduría,
y Obatalá, soberano de las velas blancas,
descendió su semblante de lirio
sobre la comarca de mis pensamientos.

41
Yo pedí fuerza,
y Aggayú, guardián del fuego,
inundó como un volcán
la corteza de mis músculos.

Yo invoqué a la justicia,
y Shangó, silbato del trueno,
estremeció el aire con una hoguera
encabritada en su pecho.

Yo pedí bienestar,
y Yemayá, la Madre de los peces,
enjuagó las arterias de mi útero
entre los pliegues invisibles del mar.

Yo pedí armonía,
y Oshún, reina de las aguas dulces,
peinó mis angustias en sus espejos de vapor.
Talló mi vientre con su mantra fluvial.

Yo pedí transformación,
y Oyá-Yansá, hacedora de lluvias,
agitada por la danza de los astros
lanzó soplidos que rizaron el pelo del viento.

En armonía con el cielo saludo a mis Orishas.


Doy gracias a los tejedores de sueños
en el pájaro de la esperanza.

Final e inicio de mi palabra.

ASHANTI DINAH OROZCO

42
DESGARRAMIENTO

Escribimos nuestro desgarramiento


como quien escribe su propio nombre al revés en la
                                          cama de un hospital.

FA DIR DELGA DO

43
SECUESTRARON EL COSMOS

L AUR A ESTR ADA

44
LENGUA DE INVOCACIÓN

Hilos de la palabra cantada


me convocan esta noche.

Se abren por los caminos


y me trazan su geometría de nostalgias.

Vuelan de la mano del tiempo


con un sonido aéreo
sobre el rumor de las hojas.
Se encienden en mi voz
y crecen como frutos en mi garganta.

Resonancias,
lenguas de mis ancestros,
hoy hablen por mí:
las invoco.

Derramen su marejada de sueños


sobre la vertiente de mis ríos.

Con las pulsaciones del viento


empujen el pregón de mis pasos.

Resonancias,
lenguas de mis ancestros,
resurjan de la savia como la semilla naciente
bajo el follaje de la tierra.

¡Fecunden el polen de mis días!

ASHANTI DINAH OROZCO

45
LO QUE EN VERDAD PESA

Lo que en verdad me pesa


nada pesa en la balanza:
tiene el amarillo de los canarios,
la ligereza de un aroma
y el filo de un hacha.
La vida prometía recompensas
y cumplió su promesa con penas.
Contra mi voluntad
me doblegué bajo su yugo,
sostuve su peso sobre mis hombros,
crecí.
Vivía sí,
pero sofocada y furiosa,
impotente y sola.
¿Cómo logré librarme de su peso infernal?
Una corriente de aire me había sometido
amarrándome al pasado.
No podía levantar la cabeza,
había olvidado ese gesto
de animal erguido.
Pesaba demasiado la cabeza sobre los hombros.
No sabía del futuro pero resistí.
Pensé que moriría bajo su peso,
pero resistí.
Adentro era la borrasca,
el hacha,
la cabeza mil veces cercenada,
la tumba que cavé con las uñas.

46
Afuera una brisa delicada,
una bandada de pájaros emigrando hacia el sur,
el aire tibio del Caribe
envolvente como un útero.
Mis días eran de blanco hielo,
mis noches
amarillo tormento.
Pero resistí.
Sobre los hombros
un pájaro ensangrentado.
Mi espalda se curvaba
bajo el peso de mis delitos,
y el verdugo cumplía solícito
su tarea macabra.
Con mis propias manos
aprendí a apartar el cabello,
a entregar el cuello con gesto delicado.
Mis manos besaron las manos del verdugo,
acariciaron su rostro,
palparon su sexo con amor.
Un día y una noche, uno tras otra:
mis delitos, mi verdugo, mi hacha.
¿Cómo pude resistirlo?
Pájaros decapitados.
¿Cómo logré liberarme
de su peso infernal?
Hachas inocentes.
Para recuperar la cabeza
fue preciso morir mil veces.
Abrazar mil veces a la muerte.
Un día, despacio,
como una hija inocente y cruel
la poesía brotó de mi herida

47
y me envolvió en su río de sangre.
Mis días y mis noches
ni blanco hielo ni amarillo tormento.
La poesía reemplazó con su hacha al verdugo,
en su altar purificó mis delitos,
sin vacilar
echó sobre mis hombros todo su peso
y en un milagro de contradicciones
aligeró mi carga.
Bajo su presencia imperiosa
he vuelto a mirar de frente.
Ahora lo sé: estoy viva porque resistí.
Escribo poesía para acostumbrarme a vivir.

L AU R E N M E N D I N U E TA

48
OSTRAS EN MI LENGUA

Me habita una niña vestida de blanco


y untada de trópico.
Desde otras vidas me acompaña con ternura.
Va y viene por mi cuerpo como por el aire.
Llevo su olor a cilantro, artemisa y verbena.

¡Y cómo sube un sabor a ostras en mi lengua!


Siento su brío en el litoral de mi alma;
el cauce de sus venas rondar mis brazos.

Yo misma la vi usar crayones para colorear


la pecera de mis pensamientos.
Sus pies narran una fábula bajo el agua.
Derrama palabras con tintas de calamar
sobre la página de mis sendas.

Soy su añoranza de retorno


a la comarca de un mar cimarrón.

Conversamos como si multiplicáramos


un solo canto.

A mano alzada, algunas veces, es ella quien


escribe mis poemas.
Habla con mi voz y yo con sus sílabas.

ASHANTI DINAH OROZCO

49
- POESÍA -

EXTRANJERÍAS
A NON-FICTION POEM

Una prestigiosa institución literaria


me invitó a leer mis poemas
en un centro comunitario
a un grupo de inmigrantes recién llegados.
Moscas hinchadas salían
de limpiar los excusados,
mi comité de recepción.

Los recién llegados


me esperaban
en un cuarto mal iluminado
que parecía un centro
de detención
en la frontera entre
la abundancia y la muerte.

Yo no había escrito un poema lleno de esperanza


para desenrollarlo como una alfombra
roja de bienvenida.
Yo no quería
decepcionar a estas almas cansadas
a ellos les habían prometido
un programa en el cual yo
era la atracción principal.

51
Había cientos de ellos
de las Américas,
de África, de Asia;
ellos no hablaban mi idioma
o el lenguaje
de su nueva casa.

Yo estaba decidido
a hacer mi papel
de poeta empático,
me dije a mí mismo
Walt Whitman abriría
sus brazos para recibir a
a estos niños huérfanos, madres solteras
a los enfermos y hambrientos
los perseguidos de la tierra.

Yo los entendía
yo había llegado a los Estados Unidos
muchos años antes
con mi madre
mi hermana y unas maletas
donde cargábamos nuestra historia.

Algo que no pude resistir me forzó


a confesar a este público
que en esos años yo había sido
un muchacho aterrorizado
que escondía su amor por los hombres
a todos excepto a su hermana
que era algunos años menor.

52
Yo los entendía
porque ellos venían
de un lugar conocido para mí
aunque yo nunca conocí
un hambre como la suya.

Entonces les leí un poema sobre mi madre


una mujer nacida al borde de una selva
descendiente de esclavos
que ella no conocía en absoluto.

Los inmigrantes me aplaudieron


muy corteses, yo me estaba comportando
como un maestro de ceremonia
recibiéndolos en su nueva casa
con la cual habían soñado todas sus vidas.

Sin embargo, mi poesía


no podía darles
lo que ellos más deseaban:
comida, techo,
un cuarto para descansar,
tal vez para dormir,
sin sentirse en peligro
de ser encarcelados, enjaulados,
heridos a balazos, dejados por muertos
en el desierto, sin agua
o una simple tumba.

Entonces un anciano, parte de un grupo,


se levantó y me dio las gracias.
Eran indios ecuatorianos
de la sierra, me explicó,

53
y habían caminado
por medio año hasta
los Estados Unidos, los ocho:
los viejos, los fuertes
los niños, el bebé.
El anciano se sentó.

Yo estaba listo
para ofrecerles a los inmigrantes
clichés que pudieran,
por unos cuantos segundos,
hacerlos olvidar el miedo y la oscuridad
que llevaban en sus huesos.

Una joven se levantó


después del patriarca y dijo:
“Jaime, somos ocho ahora,
pero antes éramos nueve.
Gracias por contarnos tu historia
Mi hermano Alejandro,
que salió de la selva con nosotros,
también era gay y estaba enfermo;
yo sé que tú entiendes
lo que quiero decir: él estaba muy débil
para caminar todo el camino con nosotros;
lo enterramos al lado de la carretera
en tierra Tolteca
pero ahora él está aquí con nosotros”.

JAIME MANRIQUE

54
INTENTO DE RETORNO

Yo era joven
e imaginaba por entonces realizar un viaje definitivo
sólo para intentar el retorno.
Qué grande era mi soberbia de esos días.
En los libros descubrí que mis viajes serían cortos
y aunque fueran largos nada nuevo encontraría en mi
destino.
No porque me quedara en casa no iba.
Al final me fui y no regresé.
Si no regresé tampoco me fui, es cierto.
Cada domingo las campanas tañían
para recordarnos la resurrección de la carne,
el penoso vacío de nuestro espíritu.
Las sábanas ondeaban en el patio
como las blancas lonas de impasibles navíos
y sin pretenderlo
eran un vestigio de la incómoda realidad.
La ruta del viaje estaba trazada.
Lo aprendimos demasiado tarde.

L AU R E N M E N D I N U E TA

55
IRSE ES IRSE Y
QUEDARSE ES QUEDARSE

El pacto
nos esquiva cuando empieza a ser.
Qué fugaz este encuentro
de masas color carne.
Este es mi misil plagado de voluntad:
ser un orificio enorme
en la punta de tu cabeza.

Cuando caigo,
digo: soy
un algo que cuelga,
una bestia
que entiende el olvido.

Cuánto cuesta existir


siendo un manglar de río.
Aquí
soy un trozo diminuto de lugar
esperando la unión de sus partes
henchidas de destierro.

L AUR A ESTR ADA

56
UNA MUJER QUE CONOZCO
VUELVE A SU PATRIA

Ella, después de muchos años,


vuelve a su patria.
Regresa a lo que ya no conoce.
Y enseguida,
al ver aquello que la recibe
siente, en alguna parte de lo que aún es suyo,
que lo amado mudó de lugar.
Detrás de la artificial frontera,
tras el muro hace poco caído,
no ve campos arrasados ni cadáveres,
sólo odio en las copas levantadas
para festejar el regreso de los valientes.

L AU R E N M E N D I N U E TA

57
AMENAZA DE ABORTO

Esta sangre que baja por mis piernas


no pueden ser tus manos
Esta sangre que baja por mis piernas
no puede ser tu cabeza
Esta sangre que baja por mis piernas
no puede ser tu boca

Espera que abran la puerta del hospital


Agárrate fuerte
Espera que me salga algún dios de las palabras
que la luz del quirófano incendie los ojos

Dime que hay una cuerda


Dime que la ves
Dime que ya la encontraste
No es hora de salir

                        Muchacho

Esta sangre no es tu cuerpo


Tienes que entenderlo
Es imposible
Las manos de tu madre no lograrán sostenerte
porque es imposible arrullar la sangre

Tienes que entenderlo

Si bajas te secarás como el musgo en las piedras


y mis manos no son piedras

58
Tienes que saberlo

Este no eres tú
No bajes
No golpees la puerta
Detente
Dejas algo importante
Olvidas
tu propio cuerpo.

FA DIR DELGA DO

59
EL EXTRANJERO

La noche cae sobre la plaza


cubierta con el polvo del desierto.
Estamos sentados bajo el árbol solitario
y sorbemos café
en tazas diminutas cargadas de azúcar.
Esta hora está
perfumada por el jazmín.
Millares de golondrinas vuelan
sobre nosotros como alfombras mágicas
en el cielo entintado de negro.
Los edificios en ruinas alrededor de la plaza
no son romanos, sino
estilo colonial francés, el idioma de los hombres
—en grupos de dos y tres— que alrededor nuestro
están sentados en sillas de hierro y mesas metálicas.

Esta es la hora del día cuando el Doctor Rieux


en la novela de Camus La Plaga
abre la puerta a su apartamento desierto.
Lejos de ahí su esposa está convaleciente.
Rieux va directo al baño y se lava
las manos que todo el día
han estado atendiendo a los moribundos de Orán.
Pero el doctor no puede quitarse
el olor a muerte que lleva encima.

60
Yo no vine a Orán buscando a Camus
quien es odiado aquí.
“Tal vez él estaba del lado equivocado de la historia, tal vez no”
estoy a punto de decirle
a mi acompañante cuando,
muy tenuemente al principio, puedo escuchar una voz,
no dirigida a nosotros,
sino a los cielos, una oración con música de flauta
que sale de la bocina colocada
en la punta dorada de la mezquita.
Acaso la oración canta la aparición de la estrella polar
en el cielo color vino tinto.
En cuatro días, mi madre
estará muerta.

JAIME MANRIQUE

61
EL REGRESO

Mi madre a los treinta


era una joven de ojos grandes,
agobiados,
cargados de urgencias que yo no comprendía.
Entonces nada me asustaba tanto
como la posible tiniebla de su abandono.
Por eso iba tras ella a todos lados,
como un bicho perseguía su luz.
El pueblo,
su campanario y las solteronas arcaicas,
danzarinas de las hogueras de San Juan,
nos parecían tan tristes
que ansiábamos irnos a otra parte.
Claro que todo estaba dispuesto
para obligarnos a permanecer allí.
Por eso mamá
leía para mí historias de otros mundos,
de ciudades lejanas pobladas de héroes y villanos,
o de animales que hablaban en nombre de la virtud y el
vicio.
Pero cuando llegaba la hora de la cena
ella volvía resignada a la cocina para preparar la mesa,
dejándome casi siempre con el libro en las manos.
Cómo podía saber ella,
pobrecita mamá,
que regresar de aquellos mundos
a mí me llevaría una vida.

L AU R E N M E N D I N U E TA

62
QUEDARSE

Después de todas las batallas


habituadas al sereno,
al polvo detrás del sofá,
a sillas altas,
mi cuerpo se convierte en patio
y las flores se instalan
en las entrañas del pensamiento.

Mis manos se mueven,


saludan a los edificios
que me reciben rígidos,
observándome
desde el cementerio
de lo cotidiano.

L AUR A ESTR ADA

63
EL CLIMA DE LAS CAMPANAS

No distingo un golpe del siguiente o el anterior,


y si escuché una campana en París
lo mismo la recuerdo como si fuera en Barranquilla.
¿Qué cosa distingue un aire de otro?
¿Qué sonido volará hasta lo que soy
para dar cuenta de lo que he sido?
Soy la mujer que más he detestado,
incapaz de hacerlo como lo merezco,
me detesto con tibieza.
Hay un repicar de nada contra nada,
un clima de campana en mi oído.

L AU R E N M E N D I N U E TA

64
- POESÍA -

EL ARTE DE CONTAR
LAS HORAS
EL LLAMADO DEL TABACO

Cuando anochece amaneciendo en mis ojos


invoco a los espíritus del agua.

Se abre el tiempo como un níspero maduro.

Les pido asciendan por las quebradas


y montes de este tabaco.

ASHANTI DINAH OROZCO

66
ESPERA CONTINUA

En verdad necesitaba volver


pero ¿a dónde volver
si seguía en casa
y no conocía de los viajes el fervor o la nostalgia?
El presente era una espera continua
y el porvenir estaba hecho de los viajes
que no realizaría.
Me acechaba el miedo de perderme.
La vida estaba por venir,
pero jamás llegaba.
Aprendió a no llegar a nuestra casa.

L AU R E N M E N D I N U E TA

67
MIÉRCOLES

No hay nada que contar


porque nada ocurre
no existe diferencia entre las horas
abundancia de nada
carencia de todo

No hay clímax al cual elevarse


esta planicie
que hoy nos contiene
sobre la que despertamos y dormimos
es la cúspide más alta posible

E F R A Í N V I L L A N U E VA

68
OLOR A CAFÉ

Será porque cada arruga de su rostro


es una vereda del destino.

O será porque a través de la vida


ha coleccionado calendarios,
galerías de tapiz familiar.

No sé por qué cuando boga el olor a café


por los amplios corredores de la casa,

mientras la nostalgia madura su túnica,


el silencio es el único lenguaje de mi abuela.

ASHANTI DINAH OROZCO

69
EL MUELLE DE PUERTO COLOMBIA
Para mi abuela Mercedes

En los ojos del corazón,


donde nada se desvanece,
guardo la imagen de grandes barcos
atracando en el muelle que se inclina hacia el mar.
¿Cómo es posible este milagro en mis días,
la aparición de navíos donde no queda más
que una ruina majestuosa?
En Puerto Colombia todo pasó ayer,
y hoy la memoria y todo su tiempo,
como el muelle en ruinas,
no sirven para nada.

L AU R E N M E N D I N U E TA

70
VIERNES

En los días de mayor angustia


quiero huir de mi cuerpo
la banda sonora apropiada se me resiste
busco derramar mis ojos
los tapono con virilidad hecha añicos
ansío liberar las ataduras de mi interior
añado más cuerdas al embrollo

Los días de mayor angustia son todos

E F R A Í N V I L L A N U E VA

71
ENCUENTRO

Lenguas de estrellas cantan en vilo


cuando la luna recorre caminos de anochecer.

Deslizan su danza sobre el follaje


marino de mi memoria

Lanzan un tropel de viento


por las sendas más rojas de mi corazón.

Con la intuición en mis ojos


sacudo la polvareda de la bruma,
separo el caparazón que amortaja mi cuerpo.

Con la esperanza de que me nazcan alas


cruzo las puertas ocultas del tiempo.

Voy presurosa al encuentro con mis dioses.

ASHANTI DINAH OROZCO

72
- POESÍA -

DE VUELTA A LO ESENCIAL
AMOR DE INTERNÉ

pasan 567 horas


y el hombre de la foto sigue acariciando a su perro
imaginando que es un gran chocho peludo
en sus manos
retoma la vida
se detiene
veloz el sonido
lo atrapa entre sus dedos
me toca los ojos con su suciedad
“cierra los ojos”
me dice
“no quiero que veas la feúra de mi alma despierta”
a mí
que he visitado museos en ruinas los días de fiesta
me toca fingir que duermo para no despertar al monstruo
de la infancia
el de los ojos bien abiertos
y las uñas afiladas
punzadas
en los brazos
mi boca como la casa que quiero
que quepa todo y chorree
naranja en boca blanca fruta en boca de otro

74
cuarto con más luz que este no se puede pedir
ni abrázame más fuerte por las noches
que me gusta que me duela
sólo un poco
que la dureza sea estrujo del amor en la espalda
pero es Tinder
el lugar de los corazones salvajes
y muertos
el refugio de las que aún visitamos la infancia
con la esperanza de no ser cuerpos amarillos por la radiación
polvo eléctrico
ni cielo rojo

L AUR A ESTR ADA

75
CACHEMIRA

Mohanad ahora    
tomaré la siesta
como hago con frecuencia
en las tardes
de mi vejez
y sueño
con árboles de jade
en tu pueblo
el deterioro tropical
los ríos manchados de nubes
donde el tigre sorbe
los reflejos
de las mezquitas resplandecientes
como soles hechos de oro
para saciar su sed.

En mis meditaciones, Mohanad


las yemas de mis dedos
trazan los caminos de la selva nocturna
de tu pelo
mi cuerpo sobre tu cuerpo
mis labios contra tus labios
semiabiertos
tu respiración y la mía
una sola.

JAIME MANRIQUE

76
SOY

mi propia fumadora pasiva


y recreo la vista
de este monte
de afectividades austeras
formadas en la escalera
de la casa en forma de cubo

a los vecinos
no los escucho comer
ni hablar
                             aun así
reconozco su presencia
                     entre esta soledad plástica

L AUR A ESTR ADA

77
LUNES

almorzamos en el balcón
Sabeth señala con su índice
a Hot Yoga Girl detrás de su ventana
mira lejos
pero no a nosotros

no parece estar feliz


advierte Sabeth
por qué habría de estarlo
le respondo
después de todo está viva

E F R A Í N V I L L A N U E VA

78
SER

L AUR A ESTR ADA

79
P A R T E 2 – N A R R A T I VA
Tomacorrientes inalámbricos
| FRAGMENTO DE NOVELA |

E F R A Í N V I L L A N U E VA

L A GR IETA

Una grieta en el andén.

En cuclillas, la recorro con mi mano derecha. El espacio vacío, antes


llenado por concreto, se engrandece a medida que mis dedos avanzan.
Donde termina la acera y comienza la carretera, la grieta es mucho
más visible. Giro sobre mis pies y la veo abrirse paso a través de la losa,
carcomer el asfalto con zigzagueante dedicación y partir el blanco de
la línea continua de la carretera. Ahí la grieta no es más.

O tal vez ahí empieza a ser.

Su única oportunidad de continuar extendiéndose ―desde la


acera o desde la línea continua, o desde ambos puntos― es que
su presencia sea ignorada por las escuadrillas de mantenimiento
que la ciudad envía a explorar las calles, todas ellas, en busca de
arreglos en preparación para el invierno. El andar de los peatones y
de las bicicletas y de los patines y de las patinetas sobre el andén, las
vibraciones de las líneas de la U-Bahn cercanas y el transitar de los
carros y camiones y ambulancias y carros de bomberos y buses y de

82
algunas pocas motos y de algunas pocas camionetas por la carretera
contribuirían al crecimiento de la grieta hasta convertirla en un
descomunal vacío cavernoso, alargándose por carreteras y andenes
aledaños, acercándose furtivamente ―la grieta, ahora convertida
en una red de grietas y cavidades subterráneas― a los pilares que
sostienen el icónico e inmenso estadio, a solo unos pocos metros de
donde estoy, y con un esfuerzo perseverante, auxiliado por la inercia,
crearía un hueco inmenso, cuan largo es el campo de juego, que
engulliría el sistema de drenaje, la tierra y la grama, pero también la
laca de las líneas, los jugadores y los técnicos y los asistentes de los
técnicos y el personal de seguridad y los fotógrafos de la prensa y los
jueces de línea, los avisos publicitarios de Huawei, de Evonik, de Real
y de Playstation, las porterías, los micrófonos de transmisión de la
televisión, los asientos de los equipos, las mallas y redes que separan
el campo de las tribunas, las cuatro pantallas esquineras que durante
años ofrecieron gloriosas repeticiones y finalmente las tribunas y
los espectadores, en un sobrecogedor espectáculo concéntrico que
terminaría en forma de una grieta gigante que algún día cobraría tanta
fama como el estadio al que reemplazó.

Regreso la mirada al nacimiento (¿o es el fin?) de la grieta en el andén.


Me arrodillo sin evitar pensar que recién ayer saqué de la secadora
estos pantalones, pero ya no hay vuelta atrás. De la cola de caballo
que arreglé desprevenida en la mañana escapa una hebra de cabello
que obstruye mi vista; la atrapo detrás de mi oreja. Me inclino hacia
adelante y la cámara que cuelga de mi cuello se balancea. La acerco
a mi rostro, la apunto hacia la grieta, espío por el visor sabiendo
que solo encontraré oscuridad, permanezco dos segundos en esta
posición antes de que mi mano derecha, que conoce el movimiento
de memoria, libere a la cámara del protector que custodia a su lente.
La grieta se presenta en el visor.

83
Con la escasa luz que la cámara logra capturar, la grieta se ve más
oscura de lo que es; el ángulo desde el que la observo falla en presentar
los detalles que la convierten en

una grieta diferente a cualquier otra; la distancia a la que me encuentro


afecta el foco y la hace ver borrosa. Da igual. Es la primera vez que el
lente capta a la grieta y las primeras veces representan ciegos saltos
de fe que se recuerdan sin importar cómo se presenten. Aprieto el
disparador y muevo la palanca de arrastre.

Me pongo de pie, doy pasos medidos alrededor de la grieta, me alejo


y me acerco, de tanto en tanto permanezco, cambio de posición (de
pie o de rodillas o en cuclillas) y miro a través del visor. Finalmente,
decido aplanarme boca abajo sobre el andén: entre mis rodillas y las
puntas de mis pies se dibuja un arco deformado; mi pelvis descansa
inesperadamente cómoda sobre la rudeza de la superficie; mis codos,
ligeramente protegidos por la tela de mi blusa, se erigen firmes e
inclinan mi torso hacia arriba. Soy solo un algo descansando bajo el
sol. Ajusto el obturador y el flash, me mantengo inmóvil durante dos
segundos, aprieto el disparador, muevo la palanca de arrastre.

Permanezco.

Un par de pies se detiene al borde del andén, justo donde la grieta


comienza (o termina). Visten medias grises de lana gruesa y están
empotrados en sandalias negras. Levanto la cabeza. Pertenecen a
una anciana de ojos cafés protegidos por lentes de un vidrio casi
inexistente, de pelo blanco y corto y arrugas faciales recién estrenadas.
Un hombre la acompaña: ojos azules, cabello también blanco, pero de
una apariencia más delicada que el de ella, sus cejas son de cobre. Con
una voz fuerte que no se empareja con el resto de su diminuto, pero
sólido cuerpo, me pide que por favor no me ofenda, antes de anunciar
que yo, una joven con un rostro tan hermoso debería estar del otro
lado de la cámara. Me levanto, sacudo la mugre de mis ropas, pero una

84
mancha de suciedad se niega a abandonar la blusa. Me sonrojo en
una mezcla entre halago y vergüenza. Agradezco el piropo, devuelvo
el protector sobre el lente y les propongo una foto.

Posan uno al lado del otro. Él viste un traje de un verde desahuciado


que, sin embargo, luce con delicada soltura. En su cabeza, un sombrero
de pana negro que me recuerda que la última vez que visité a Opa fue
hace seis meses y me reprocho. Ella, en un gesto que se me antoja como
una burla cariñosa dirigida hacia mí, sacude sus ropas: camisa azul
celeste, chaleco café oscuro y florida falda que cae hasta sus tobillos.
Enlaza sus manos y las deja descansar sobre su regazo, él la imita,
ninguno de los dos sonríe. Apunto la cámara hacia ellos, oscuridad en
el visor. Mi mano derecha quita el protector del lente: la mitad de sus
rostros aparece fuera de cuadro, permanezco, disparo, arrastro.

Para la segunda foto, la repetición de la pose y de las expresiones de la


primera le da a la pareja un toque de autenticidad, de no querer jugar
trucos con la cámara. Tal vez desconocen o deciden no hacer uso del
poder implícito que todo fotografiado tiene sobre el resultado de sus
retratos. Y entonces, en desconcierto, no sé cómo fotografiarlos. Si
tuviese habilidades de escritura, podría imaginarme quiénes son estos
ancianos, de dónde vienen, qué hacen, hace cuánto se conocieron y
cómo, si tuvieron hijos o si tienen nietos, de dónde venían antes de
tropezarse conmigo y hacía dónde se dirigían, podría aventurar un perfil
sicológico de ambos, inventarles peleas y reconciliaciones, definir sus
comidas favoritas y sus manías a la hora de ir a la cama, estaría en la
capacidad de afirmar a qué le tienen miedo e incluso crear para ellos
el futuro de sus últimos días. Pero con mi cámara, solo puedo rescatar
mi interpretación inexacta de un momento, de un marco, que esta vez
se ve debilitada por la actitud ¿pasiva? de mis modelos. Me muevo a la
izquierda, retrocedo un par de centímetros, ella nos sorprende a él y
a mí al besarlo en la mejilla. La palabra perseverancia se materializa
en mi mente y entonces ya tengo libertad para capturarlos. Ajusto

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mi cámara, los veo sonreír, disparo, arrastro. Él se desilusiona por no
poder ver sus imágenes inmediatamente, pero le entusiasma saber
que todavía existan cámaras de negativos. Él tiene una costosísima,
me asegura, fue lo único que le quedó después de la guerra.

SA L A DE ESPER A

El Consulado General de Colombia en Frankfurt está en un edificio


de arquitectura preguerra, en la esquina de la Fürstenbergerstraβe
con la Oberlindau. Sabeth conduce lento. Cree encontrar un lugar
para parquear entre un Mercedes dorado y un Opel negro, pero
se mantiene precavida, como esperando encontrar, camuflada, la
inmensa moto de Herr Müller. No esta vez. El lugar se ve diminuto,
pero debería ser suficiente.

Con la intención de asistir la maniobra de parqueo, Alirio abandona


el frescor del aire acondicionado del Suzuki negro. Un soplo pesado y
árido que lo golpea en la cara y el resplandor del sol que le lastima los
ojos lo obligan a refugiarse bajo la sombra de un roble que se le antoja
idéntico a un palo de matarratón. Pronto se da cuenta que su ayuda es
innecesaria y se dedica a admirar la agilidad con la que Sabeth ejecuta
la que, para él, parquear en paralelo, es una hazaña inconquistable.
La gracia con la que ella dirige el volante, la seriedad que ilumina su
rostro y los movimientos rápidos y calculados de sus ojos alternando
entre los retrovisores. Hay belleza en el espectáculo que es Sabeth. Una
belleza fuerte, que puede llegar a doler, a ser cruel. Alirio se ablanda,
se divide en las piezas que lo conforman. Observarla es un acto de
amor simple del que todavía no se aburre.

Caminan juntos. Sabeth lo toma de la mano y Alirio siente humedad


cálida en la unión que es la palma de su mano junto a la de él y sus

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dedos enlazados. Diez pasos más adelante, con un movimiento
sutil, Alirio reduce la conexión a un abrazo de sus meñiques que, sin
embargo, no ofrece un alivio considerable a los treinta y dos grados de
temperatura. El sol de diez de la mañana se siente como de mediodía.

Del tercer piso del edificio cuelga una bandera de Colombia. No ondea. A
primera vista, parece enredada con la asta, pero en realidad está sujeta
a ella con una cuerda, a propósito. El consulado comparte el edificio
con un consultorio odontológico. No sabe uno, dice Sabeth, qué es más
doloroso: una limpieza dental o una diligencia en oficina pública. Que
se rían de un chiste tan malo demuestra la necesidad de ambos de
sacudirse la fatiga de las tres horas de conducción en la Autobahn 45.

Un oficial consular los saluda con un apresurado Buenas mientras


atiende, detrás de un mostrador, a una madre y a su hija adolescente.
Ambas de piel morena y cabello negro inmanejablemente rizado ―¿o
rizadamente inmanejable?―, a pesar de las gomas con la que intentan
domesticarlo. Alirio devuelve el saludo con un gesto inconsciente, una
quimera entre sonrisa y la cara de quien da un pésame. Sabeth dice
Buenos días con el festivo acento que le sale al hablar en español.

El oficial les señala la sala de espera, un cuarto de dos por cuatro


metros. Unos cuantos afiches informativos de la Cancillería cuelgan
de las paredes, pero no son suficientes para desvanecer el ambiente
de sala de familia. Sofás y sillas de distintas formas, tamaños y estilos,
claramente no del mismo juego, como en una fiesta tumultuosa que
obliga a pedirlas prestadas a los vecinos. En un rincón, una mesita con
revistas en alemán y español. Las tres ventanas inmensas de la pared
del fondo están abiertas, pero muy poco logran refrescar la habitación.
Hoy la brisa decidió tomarse un descanso. Sabeth recuesta su cabeza
en el hombro de Alirio.

Un grupo, entre dieciocho y veinte años, conversa en alemán, sentados


en el sofá cercano a las ventanas. A su lado, en sillas de comedor, dos

87
mujeres rubias: una de alrededor de cincuenta años, habla en alemán;
la otra, de no más de treinta y cinco, acuna a un bebé. Alirio detalla
la redondez de sus tetas debajo de su blusa verde, reclina su cabeza
contra la pared y cierra los ojos. ¿Es tetona por naturaleza o su tamaño
es producto de la lactancia? Ser madre aumenta su femineidad y por
ello es mucho más atractiva, ¿no? ¿Qué tan lascivas son estas ideas? Un
niño de trece años, desgarbado, de cabello negro al ras, y piel morena
interrumpe, en español, la conversación de las rubias. La joven madre
mira al bebé, lo refresca con una revista y responde, en español, Sí,
pobrecito, hace mucho calor hoy.

La madre e hija de pelo rizado entran a la sala de espera, toman


asiento frente a Sabeth y Alirio. Detrás de ellas, el cónsul: zapatos
negros lustrados, pantalón gris de algodón, camisa blanca manga
larga, peinado cuidadoso hacia la izquierda. Pregunta, en español, con
un acento que Alirio identifica como del altiplano cundiboyacense,
si alguien desea un vaso de agua. Ja, danke, responden unos. Sí,
muchas gracias, otros.

El retiro del cónsul es seguido por la llegada de un joven. Sabeth mira


las sandalias negras y los pantalones cortos del recién llegado y le da
la impresión de que se equivocó de puerta en su camino al consultorio
odontológico. Sorpresivamente, saluda con un Buenos días y se
sienta al lado de Alirio. Buenas, responden unos, Morgen, otros. Sin
más, el chico rompe el hielo con la pareja de pelo rizado. La madre
es colombiana, vive en Alemania desde hace veinte años, tramita el
permiso para que su hija pueda viajar, sola, a Colombia como menor
de edad. El rubio es alemán, veintidós años, estudiante de medicina.
Hace un año estuvo en Cali, de vacaciones, y ahora quiere estudiar
de intercambio. La madre piropea su español, pero se burla de su
acentico raro. El cónsul reaparece con una sudorosa jarra de plástico
transparente, llena de agua y cubos de hielo deformados, y una pila de
vasos plásticos sobre una bandeja metálica. Gracias, danke schön.

88
En su celular, Sabeth lee las reacciones a la noticia que conmociona
Europa desde ayer: el Brexit es una realidad. La BBC reporta que,
después de los resultados de la votación, las dos búsquedas con
mayor tendencia en Inglaterra en Google fueron: “¿Qué es Brexit?” y
“¿Qué ocurrirá cuando el Reino Unido abandone la Unión Europea?”.
Guarda el celular, mira a su alrededor, sujeta la mano de Alirio, acerca
su boca al oído de él y le susurra las conversaciones en alemán que
ocurren en la sala.

La joven madre tramita el pasaporte colombiano para su bebé. Su


esposo es de Medellín y quieren visitar a su familia pronto. Los
adolescentes del sofá solicitan visa de estudiantes, aunque lo único
que saben de Medellín es lo que han visto en Narcos, la serie de Netflix
sobre Pablo Escobar. La joven madre les aclara que Medellín es la
segunda ciudad más grande de Colombia, más grande que Frankfurt,
no es ninguna aldea empotrada en la selva. En las ciudades principales
de Colombia, asegura, se vive como en cualquiera de Alemania. Eso sí,
admite, no son tan organizadas y claramente mucho más inseguras.
El estudiante de medicina interviene en la conversación, anunciando
que ayer el gobierno de Colombia firmó un acuerdo de paz con los
grupos guerrilleros.

―Sí, sí, sí ―responde, en español y con elevado entusiasmo la madre


de pelo rizado― ya venía siendo hora. ¡Magínese, esa guerra hace
tantos años!

Alirio descubre en la omisión de la primera “i” de “imagínese”, en la


“g” pronunciada como una deshidratada “j”, en el desparpajo que
acompaña a las sílabas de la oración, el acento de una coterránea. A
pesar de su aversión por entablar conversaciones con desconocidos,
Alirio abre los ojos por primera vez, interviene y aclara que solo se
firmó un punto del acuerdo, el relacionado con la dejación de armas.

―¿Entonces no se firmó la paz?

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―Todavía no, la negociación continúa ―responde antes de que
llamen su turno.

***

―Pero en la televisión muestran que en Colombia matan a la gente


por robar celulares ―dice uno de los muchachos.

―A un amigo que estuvo en Argentina, los argentinos le dijeron que


los colombianos son sucios y narcotraficantes ―afirma otro.

―Los colombianos piropean y les tiran besos a las mujeres en las


calles ―murmura la chica.

―¿Alguien los obliga a ir? ―pregunta la joven madre.

―No ―responden los tres al unísono.

―¿Entonces a qué van si no están seguros? ―sentencia con una


irritación leve, pero definitiva, y se silencia ese lado de la sala.

Desde que su acento español fue catalogado como raro, el estudiante


de medicina cambió la conversación a alemán, lo que le permite a
Sabeth no perderse de nada. La madre de pelo rizado le asegura que
tiene que ir a la costa y éste responde que sí, que ya estuvo en Cali.

―No, no, no. Eso no es La Costa. El Pacífico es otro cuento. En Colombia


“la costa” significa Caribe. Allí están las mejores playas, la mejor gente.
Tiene que ir, tiene que ir.

―¿Y usted por qué no viaja con su hija?

La madre de pelo rizado mira a la ventana y la fija en un punto más


allá, tal vez en las nubes que permanecen estáticas o en la copa de
algún árbol del Norbert-Wollheim-Platz, al otro lado de la calle.

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―No, yo por allá no puedo volver ―sentencia con dolor profundo y el
silencio cubre ahora a la sala por completo.

Todavía esperando, a Sabeth le aterra la posibilidad de que Alirio decida


volver a Colombia. Con Alirio, y por él, tiene visiones que nunca había
tenido antes. Son visiones borrosas, inciertas, sin nada en concreto,
pero en las que están juntos. Espera que el documento del consulado,
el último de la lista, le permita inscribirse en la universidad por un
año antes de que su visa de turista venza. Si se atreviera a preguntarle,
sabría que volver a Colombia no es ni siquiera el plan Z de Alirio. Para
él, el no alejarse lo suficiente de su vida pasada pondría en riesgo su
intención de empezar una nueva.

***

Los ojos de la oficial consular son cafés, bastante claros, pero parecen
negros por el brillo apagado que irradian. El intento de proyectar
una imagen más alegre con una blusa de colores chillones, un par
de pulseras doradas en cada muñeca, una sonrisa fabricada con
pintalabios y una colonia dulce, es un fracaso. Está sentada en una
silla ejecutiva azul, detrás de un amplio escritorio de madera en el que
solo hay un computador, una pantallita como la de los datáfonos de
los supermercados y una bandeja de papeles. Alirio le entrega una
declaración impresa, la oficial la lee con detenimiento, mira a Alirio
con curiosidad, vuelve a leer el papel por una segunda vez.

―¿Quién le pidió esto?

―En el Ausländerbehörde.

―¿Estás completamente seguro de que esto fue lo que te pidieron?

―Sí: una declaración notariada afirmando que soy quien mi pasaporte


dice que soy.

91
―¿Para la extensión de permiso de estadía?

―Sí.

―Eso es para que se dé cuenta que, en cuestiones de tramitología, los


colombianos estamos a años-luz de los alemanes.

La oficial regresa a la pantalla de su computador. Mientras digita en


su teclado, mientras revisa la cédula de Alirio, mientras le pide que
ponga el índice derecho y firme en la pantallita, mientras imprime y
sella la declaración, Alirio le habla con el mismo tono que heredó de
su padre para ocasiones similares. Un tono que invita a la intimidad
momentánea, a humanizar el vínculo funcionario-usuario. Su padre lo
usa por la empatía que siente hacia los empleados públicos, habiendo
sido él uno por treinta años. Alirio, en cambio, finge para recibir una
mejor atención. La voz de la oficial está tan apagada como sus ojos y
responde con desgano a las preguntas de Alirio. Revela que nació en
Mompox y Alirio pregunta si es verdad, como ha escuchado decir a
muchos, que es el pueblo de Colombia más parecido al Macondo de
García Márquez. Sin quitar los ojos de la pantalla, la oficial responde
que no lo ha leído y continúa contando que ha trabajado para la
Cancillería por veinte años en consulados de Estados Unidos, Brasil,
Francia. Donde más le ha gustado trabajar es en Brasil.

―¿Y Alemania qué le parece?

―Uno sabe que a donde sea que lo manden será temporal así que… ―
encoge los hombros.

La oficial firma la declaración, le entrega el documento a Alirio y se


despide con un Que tengas buen día. Alirio mira el documento por
unos segundos, satisfecho e incrédulo. Se levanta del asiento y da las
gracias.

92
―Mire el lado bueno, a usted por lo menos le pusieron aire
acondicionado, a los alemanes no les gusta usarlos ―dice Alirio.

―¿Y acaso qué es lo que le gusta a esta gente? ―responden la voz y los
ojos apagados.

DE E XTR A ÑOS Y E XTR A ÑA M IEN TOS

Los alemanes siembran cerveza.

Es en Thüringer, un Biergarten del centro de la ciudad, donde


María, amiga de infancia de Sabeth, celebra su cumpleaños número
veintisiete. Desde parlantes estratégicamente ubicados, Iggy Azalea
rapea los excesos de su vida de celebridad. Una mesa que es muchas
mesas alberga a veinte personas. Hay sudorosas botellas de cerveza
marrones y verdes, copas de vino rojo y blanco, un par de vino rosado.

Frente a Sabeth y Alirio se sienta una pareja de novios. Él, un rubio


alto, con un corte de cabello que le recuerda a Alirio a los soldados de
las juventudes hitlerianas en películas de la Segunda Guerra Mundial.
Ella, una pelinegra bajita con pinta de cachaca. Los cuatro conforman
una de las varias conversaciones distribuidas a lo largo de la mesa.

Hablan, como el resto, en alemán.

Lo que para Alirio significa jugar al papel del sordo. Su cara curiosa
demuestra su esfuerzo por entender, pero solo alcanza a comprender
palabras sueltas que le ayudan a concebir la idea general de lo que
se discute. Los gestos de los rostros y las manos, la disposición de los
cuerpos y el tono de las voces de sus interlocutores le proporcionan el
resto de la información. El tema es el de moda: la crisis de refugiados y el
inusual tiroteo de hace solo unos días que llevó al país a sentirse parte

93
de una transmisión regular de las noticias estadounidenses. Alirio
percibe el optimismo de la conversación y quisiera tener las palabras
para decirles que la esperanza funciona mejor en dosis moderadas ―
como colombiano, sabe que siempre lo peor está por pasar.

Alirio también juega al papel del mudo. Arroja una que otra palabra o
preposición pobremente pronunciada o un verbo mal conjugado (en
tiempo presente, el único tiempo verbal que ha aprendido. Pero está
bien, no extraña el pasado y tampoco ha necesitado el futuro). Alirio
se percata de que cada vez que decide hablar en alemán no logra
decir lo que quiere decir, sino lo que el idioma quiere que diga. Sabeth
suele traducirle, pero a Alirio le reconforta el aislamiento en el que lo
sumerge el desconocimiento del idioma, excusa perfecta para evadir
la convención social de interactuar con otros.

El hitleriano fija su mirada en Sabeth. Tal vez demasiado, piensa Alirio.

A veces la conversación se rompe. Alguien de otro grupo le habla al


hitleriano o a su novia y Sabeth y Alirio aprovechan para hablar en inglés.
El hitleriano se desconecta con afán de su conversación secundaria,
regresa al grupo de los cuatros e interviene. En alemán. A Alirio le
exaspera este intento de exclusión, pero no demuestra ni un ápice
de malestar. Mantiene una mirada cordial que sostiene y endurece
sutilmente al dirigirla al hitleriano, quien devuelve el gesto, pero termina
rindiéndose a menos de dos segundos del concurso de miradas.

Con la satisfacción de la victoria, Alirio empina su Kronen con


moderación, tratando de no pensar en las ganas de ir al baño que
parecen acercarse. A su derecha, María habla con un tipo idéntico
a un comediante gringo cuyos chistes políticamente incorrectos y
crueles lo convirtieron en el preferido de Sabeth y de él (“New York
City, la ciudad más grande del mundo, no solo quiero grabar mi
programa en esta ciudad… también quiero enterrar a mis hijos aquí”).
Hay un brillante en la mirada de María hacia el Comediante que llama

94
la atención de Alirio. Es el reflejo de la luz de la lámpara que cuelga del
techo, pero también hay un no-sé-qué-no-sé-cuándo-no-sé-cómo
que evidencia atracción. Alirio podría equivocarse, tal vez discuten
las hemorroides insanables del Comediante. Pero a María la delata la
posición de su cuerpo inclinado hacia él, su pierna derecha cruzada
que roza la del Comediante. Alirio le susurra su teoría a Sabeth y ésta
afirma que justo estaba pensando lo mismo.

La posibilidad de entender conversaciones ajenas, más allá de


participar en ellas, es lo que impulsa a Alirio a aprender alemán. Pero el
proceso es lento y doloroso. Como en el español, los sustantivos tienen
géneros, pero sin rasgos que permitan distinguir a cuál pertenecen, lo
que obliga a memorizar que la mañana es masculina (der Morgen),
el amor es femenino (die Liebe) y la cerveza es neutral (das Bier); el
orden de las palabras puede cambiarse para enfatizar una parte de la
oración, pero siempre con el verbo en la segunda posición: “yo estoy
enfermo” (ich bin krank) tiene implicaciones diferentes a “hoy estoy
yo enfermo” (heute bin ich krank); verbos, como “recoger” (abholen)
que por razones desconocidas se parten al ser conjugados: “vengo
a recoger un paquete” (ich hole ein Packet ab); una diéresis que no
se limita a indicar que la “u” debe pronunciarse sino que le otorga
sonidos diferentes a la ä, a la ö y a la ü para los que las cuerdas vocales
de Alirio no están entrenadas y que le son tan indistinguibles como
las diferencias de pronunciación entre la V y la B del inglés.

Alirio aprecia el gesto de quienes le hablan en inglés, pero es un


recordatorio de la cobardía que le impide probar en público lo poco
que ha aprendido y de la frustración del reaprendizaje constante
al que se ve sometido por no ponerlo en práctica. Algunos pocos,
creyendo erróneamente que extraña hablar en su lengua materna,
han intentado hablarle en español. A quien extraña en realidad, pero
eso no se lo dice a nadie, es al Alirio que no es el Alirio que habla inglés
o balbucea alemán, es el Alirio que siempre cuenta chistes estúpidos,

95
en español, al Alirio que no logra mantenerse callado por un segundo,
al Alirio que siempre tiene una opinión para cualquier tema, al Alirio
que habla casi gritando y suena como si estuviera peleando, al Alirio
que habla con brazos y manos. Que alguien le hable en español es más
problemático para él: se convierte en el centro de atención, como si
hubiesen encendido un reflector sobre él, y termina convertido en el
inmigrante que no habla el idioma local, sino en una lengua exótica, y
le impone la necesidad de hablar despacio, de vocalizar y reemplazar
coloquialismos y regionalismos con palabras neutrales que él
jamás usaría. En inglés, por lo menos, ambos están en igualdad de
condiciones, ambos conversan en una lengua que no es su primaria,
da igual si alguien pronuncia mal o utiliza una palabra incorrecta.

Un hombre sorprende a María por detrás. Ella se voltea, lo reconoce,


se saludan, se abrazan, él la felicita. María mira a Alirio con una sonrisa
grande. Tengo una sorpresa para ti, le dice. Alirio evalúa al recién
llegado: estatura media, cabello negro liso y peinado a la derecha,
gafas para leer. Idéntico a cualquiera de los muchos españoles que
ha conocido. Sabe entonces cuál es la sorpresa de María. Pedro es
español, dice ella. Aquí tienes, continúa, a alguien para que puedas
hablar español el resto de la noche.

Pedro resulta ser de las Canarias, su padre de Murcia y su madre de


un pueblito alemán cercano a la frontera con Holanda. Está a punto de
casarse con Ida, su novia alemana. Ida está en Hamburgo, preparando
detalles para la boda. Pedro, Sabeth... Sabeth, Pedro. Alirio se presenta
y luego escapa al baño. A su regreso, Sabeth le sugiere acelerar sus
lecciones de alemán. Pedro, dice Sabeth, me advirtió que yo no debía
aprender español antes que tú alemán. Su padre lleva veinticinco
años aprendiendo, nunca se lo tomó en serio porque el español de su
madre es perfecto.

Alirio finge una sonrisa de agradecimiento a Pedro.

96
La enfermedad
| CUENTO |

FA DIR DELGA DO

***

Abre la boca y mueve la lengua de un lado a otro. Frunce los labios


cuando tocan la puerta.

—Ya es hora. Tienes que irte.

Ella da vueltas en la cama y grita. Se queja de un dolor de estómago, se


retuerce y encoge el cuerpo. La madre entra a la habitación y se sienta
a su costado izquierdo. Rafaela estira la mano y le toca la mejilla. Pide
con la mirada que haga algo por ella.

Rafaela no va a la escuela los jueves. Siempre encuentra la manera


de ausentarse, de dar la explicación precisa, la enfermedad acertada.
Esta vez el turno es para el dolor de estómago. Su madre le dice que la
ve mal; que es mejor que se quede en casa. Ella recoge las piernas y se
voltea de lado. Cuando escucha la puerta cerrarse, comienza a saltar
y se tapa la boca con las manos. Que no me vayan a descubrir. Una
enferma no debe gritar, dice.

Por la ventana entra el ruido de los carros. Se escucha el sonido de una


ambulancia. Rafaela corre a asomarse. Siempre le ha gustado verlas,
sobre todo en las noches cuando las luces titilan en los vidrios de la
ventana. Pero esta vez es de día. La luz de la sirena es consumida por

97
los rayos del sol. Le agrada ver a la gente, contar a los carros, ver el
perro de en frente que corre detrás de las motos que pasan, y les ladra,
hasta que desaparecen al doblar la esquina. Su madre no le dijo que
se quitara el uniforme del colegio, pero debe hacerlo. Qué extraño,
piensa. Eso es lo primero que le ordena cuando se enferma los jueves.

Va hacia el armario que se encuentra en un rincón de la habitación.


Abre las dos puertas y por un largo tiempo mueve la ropa con sus
manos: de derecha a izquierda; de izquierda a derecha. Cierra los ojos
y escoge al azar un vestido. Así le gusta vestirse, al azar. A veces se
pone combinaciones extrañas y no adecuadas para determinadas
ocasiones. Una vez eligió una blusa amarilla con una falda verde
fosforescente. Cuando bajó la escalera de la casa para ir al cumpleaños
de una prima, la madre la tomó del brazo y la llevó a la habitación. Puso
sobre la cama la ropa que debía usar.

Rafaela prefería esa imposición, antes que ponerse ella a pensar sobre
las vestimentas adecuadas. A veces el azar se salía con la suya: lograba
unas combinaciones precisas que su madre aplaudía y le celebraba
con una torta de zanahoria, para recompensarle el esfuerzo por haber
seleccionado bien la ropa. Ella se comía la torta en honor al azar.

Escoge del armario un vestido que tiene un tigre pintado en el centro.


Perfecto para mi dolor de estómago, dice. Se ve en el espejo, y se finge
a ella misma el dolor: arruga la frente y rechina los dientes. Luego
regresa a la ventana. Desea que jamás amanezca. Piensa en la escuela,
en sus puertas altas, en la pérgola del patio. Antes de ser un colegio, fue
un convento y una cárcel. Ella guarda el artículo de un periódico viejo
que habla sobre eso. No es que le moleste la escuela; solo le gustan
los jueves en casa. Ese día, aunque llueva, aunque haga sol, siempre
irradia una luz que tiñe las paredes.

98
Regresa a la cama. Escucha los pasos de su madre en el corredor.
Siente cómo limpia los adornos y cómo mueve las sillas. Quizás barre,
dice. Quizá lame las paredes para cerciorarse de la limpieza de la casa.

—Una casa que enferme tu lengua, lo enfermará todo —le recalca


siempre a Rafaela.

***

Este jueves finge un dolor de cabeza. Se pega muy fuerte con las manos
para sentir dolor. Se va a la cama y se aprieta la cabeza con la almohada
mientras estruja los dientes. Su madre entra a la habitación. Rafaela la
mira con esa mirada brillante que solo puede hacer los jueves.

— ¡Por Dios, niña! ¿Qué tienes?

Ve en los ojos de la madre lo que parece ser una telaraña. Estira las
manos para tocárselos.

—Es la catarata; solo la catarata —responde.

Cuando pronuncia esa palabra, Rafaela escucha el sonido del agua. Es


un bonito nombre para una enfermedad. Una vez pensó que podría
fingirla, y se echó en los ojos la nata del café con leche del desayuno.
Comenzó a frotárselos para que la nata se dispersara en los ojos, pero
lo único que consiguió fue irritárselos. No veía nada. Al moverse,
tumbó la lámpara de piso de la sala. Se tropezó con el mueble rojo
del corredor de la casa. Corrió hacia el baño y se frotó agua en la cara.
Cuando cayó la primera gota, sintió que la respiración volvía. Vio el
baño más luminoso que nunca y no se asustó con las muñecas de
trapo colgadas de las paredes.

Nunca ha entendido por qué su madre ha convertido el baño en una


especie de repisa para muñecas. Les tiene miedo. Por eso se baña con
los ojos cerrados. Cuando entra a él, nunca los abre. Pero esta vez lo

99
hizo, y sintió que ella era quien asustaba a las muñecas con sus ojos
irritados y natosos. Su madre, al verla, creyó que tenía conjuntivitis. Le
ordenó que se quedara en casa. Era jueves. No pudo fingir la catarata,
pero el azar le regaló una enfermedad nueva.

Aún mira a su madre con los mismos ojos


húmedos que tiene los jueves.

—Es raro, mamá.

—¿Que te enfermes todos los jueves?

—No. Eso que tienes en los ojos. Debe ser raro mirar así.

—Es la catarata. Solo eso.

Y con esa palabra, Rafaela cierra los ojos y duerme.

A la media hora se levanta y se dirige a la ventana. Los carros están


detenidos, los conductores pitan y se desesperan. Dicen palabras que le
han prohibido pronunciar. Las copia en una libreta de tapa dura, de color
gris. Escribe esas palabras y también los diálogos sueltos que escucha.
Escribe todo. Hasta cuenta el tiempo que se tardan las ambulancias para
vencer las filas de los carros embotellados en la calle.

Su madre entreabre la puerta y dice desde afuera:

—¿Cómo sigues?

El lunes siguiente realiza un examen de la escuela que debió hacer


el jueves pasado. Está sola en el salón de clases. Es raro ser la única
estudiante sentada en uno de los pupitres de color marrón. Son viejos.
Los pintan cada año antes de entrar a clase. Tienen un olor a pino
mojado. En el piso se ven las sombras de tres ventiladores con sus aspas
encurtidas que hacen un ruido exactamente cada cinco minutos.

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—¿Sabe cada cuánto los abanicos hacen ruido? —le pregunta a su
profesora mientras hace el examen.

La profesora Judith es de esas mujeres que se agarran los senos para


correr y huelen a talco de bebé. Ella le dice que se concentre; que si en
el examen no está esa pregunta, no le importa la respuesta.

Rafaela alza los ojos hacia los ventiladores, encoge los hombros y
continúa la evaluación. Eso de hacer sola los exámenes tiene su
encanto para ella. Cuando los realiza con sus compañeros no soporta
las miradas sobre su espalda, los cuchicheos y el correr de los papeles
sobre los pupitres. Esos pequeños sonidos sí que dan dolor de cabeza.
Una de las ventajas de no ir los jueves a clases es tener el privilegio de
hacer las evaluaciones sin compañía.

***

Se viste y arregla los cuadernos en su mochila. Sale de su cuarto y


camina como si llevara bultos de cementos amarrados a los tobillos.
Es el momento de fingir calambres en las piernas. Cuando está en la
cúspide de la escalera, se agarra del retrato de su abuelo muerto que
cuelga del lado izquierdo y se tambalea. Antes de seguir se persigna.
Su madre la observa desde la sala. Sube a ayudarla y la lleva a la cama.

—Tu día definitivamente no es el jueves. Llamaré al colegio.

Besa su frente y la cubre con sus manos. Luego va hacia la ventana y


mira por un momento la calle. Rafaela la observa desde la cama. Nota
que entreabre los ojos para mirar.

—¿Ves bien, madre? ¿Ves los carros?

—Es la catarata.

101
Cierra los ojos y se duerme con el sonido de aquella palabra. Al
levantarse, corre hacia la ventana y ve una pareja debajo del semáforo
de la esquina. El hombre le toma las manos a la mujer, y ella se las suelta
de manera violenta. Toma su libreta para escribir todo lo que dicen,
pero el ruido de los carros no la deja escuchar. Entonces, comienza
a inventarles un diálogo. Al rato, se cansa de escribir. El hombre y la
mujer aún discuten. Cierra la libreta y se concentra esta vez en el señor
de la correspondencia que llega a la casa ubicada en frente de la suya.

Nadie le abre. El señor introduce los sobres por debajo de la puerta.


La casa tiene un árbol en su terraza. Sus hojas pueden curar muchas
enfermedades. Eso se lo escuchó a su madre, cuando regresó una tarde
con un manojo de esas hojas para curarse la catarata. En las noches las
hierve en agua y empapa unos algodones y se los pone sobre los ojos.

El árbol tiene un tronco muy delgado, pero la frondosidad es tan


copiosa que da sombra a la terraza. Es tan vasta, que una vez ella vio
cómo unos ladrones que eran perseguidos por la policía se treparon
en él y se escondieron allí. Lo vio todo desde la ventana. Uno de los
policías que se cansó de buscar, decidió descansar bajo la sombra del
árbol, cuando de repente un reloj cayó de arriba. Él alzó la vista e hizo
un gesto en señal de incomprensión.

Recogió el reloj. Como si hubiera recordado la razón de su presencia


en el lugar, gritó: Aquí están. Aquí están. El policía con otros tres
compañeros les lanzaron piedras, y los vecinos se sumaron, hasta que
los ladrones cayeron del árbol.

Pensó en correr y avisarle a su madre, contarle que ella lo había visto


todo antes que los policías, pero recordó que ese jueves se había
inventado una fiebre. Eso sí que le había costado, pues aquella vez,
en plena madrugada, caminó en puntilla hacia la cocina. Permaneció
unas dos horas exponiendo sus brazos y su cara al fuego de la estufa.
Luego volvió a la cama. Su madre la encontró cubierta hasta el cuello,

102
arropada con una montaña de sábanas. Le tocó la cara caliente, y ella
misma, sacó los brazos para que se cerciorara más de su estado de
salud.

—Por Dios, niña, estás que hierves. Te voy a traer una infusión con las
hojas del árbol para ver si te curas… y tendré que llamar de nuevo al
colegio.

Rafaela recuerda aquello, mientras ve al mensajero de rodillas para


introducir los sobres por debajo de la puerta.

No debo hablar de enfermedades de otros días, piensa, pues luego


terminaré confundiéndome.

Igual que esa vez cuando su madre le preguntó cómo seguía, y ella le
dijo:

—Bien. Ya no tengo tantas ganas de vomitar.

— ¿Cómo así, estás vomitando? ¿Y el dolor de oído que tenías?

Hoy es la fecha de los calambres en las piernas.


Eso no lo debo olvidar, escribe.

***

Llegan unas tías a quedarse una temporada en la casa. Convierten el


lugar en una cueva de ruidos. Se ríen, tocan como locas el piano, o más
bien le dan golpes. Eso dice Rafaela. Corren por los pasillos y hablan
de los adornos; de lo bonito que es ese; de lo bonito que es el otro; que
dónde lo compraste; que yo tengo uno mejor.

Una de ellas baja las muñecas que están colgadas en las paredes del
baño para limpiarlas. Ese día su madre se enoja tanto, que la estadía
para ellas ya no fue tan cómoda y toman la decisión de marcharse.

103
Rafaela se queda inquieta y preocupada, pero no por lo del baño.
Para ella mejor que bajaran esas muñecas. Está intranquila porque
los ruidos de la visita no le permitieron pensar en la enfermedad del
próximo jueves.

—Deja de caminar de un lado para otro. ¿No tienes tareas que hacer?
—le dice su mamá al verla inquieta rondando la casa.

Golpea las paredes. Se sienta en el mueble rojo y se agarra la cara.


Durante la comida no dice una sola palabra. Solo mueve los pies
debajo de la mesa tan fuerte que su madre la obliga a detenerse con
una mirada directa.

Llega el jueves. No tiene ningún pretexto para no ir a la escuela. No


pudo resolver nada al respecto. Había pensado en repetir la excusa de
la fiebre; pero hacerlo es una opción muy peligrosa, muy susceptible
de ser descubierta. Esa enfermedad nunca le ha dado mucha
confianza. Además, tiene que levantarse casi en la madrugada para
poder simularla.

Entonces se le ocurre fingir la muerte. La muerte nunca la había


ensayado. Se puede fingir la enfermedad, ¿pero la muerte?

Rafaela sale a las siete de la mañana de la casa. Afuera los carros se


enfilan esperando el cambio de luz del semáforo. Cruza la calle y se
dirige al árbol de la casa del frente. La gente va de prisa, algunos se
acomodan sus trajes, otros no le quitan los ojos al semáforo mientras
pasan la calle. Un señor viene en sentido contrario con un montón de
hojas. Cree que debió tomarlas del árbol. Alguien debe tener cataratas
en su casa, murmura.

Ella saca del bolsillo de su falda un pañuelo y se limpia la cara. Son las
siete de la mañana, y ya el sol se hunde fuerte sobre la ciudad. Piensa

104
que el día será bien caluroso. Alguien le toca el hombro derecho y le
dice: Salúdame a tu madre.

Al llegar a la casa del frente, alza los ojos hacía la frondosidad del árbol,
respira profundo y comienza a treparlo. Se siente como los ladrones
que vio aquella vez. Avanza. Las ramas le rasgan las piernas y una
hormiga dorada le muerde el brazo izquierdo. Al intentar quitársela,
se resbala un poco. Del árbol, comienzan a caer unas cuantas hojas.
Rafaela se detiene un momento para verlas chocarse con el suelo.
Continúa. Trepa. La cara se le humedece por el calor. Siente un
cosquilleo cuando las gotas de sudor le recorren las mejillas. Llega por
fin arriba. Se oculta entre las ramas. Mira hacia abajo y ve al perro de
siempre correr detrás de una moto. El animal regresa, rasga el tronco
del árbol y le ladra. Rafaela vuelve a respirar hondo. Seca el sudor de
la frente con la palma de su mano. Abre los brazos y sonríe. Cierra los
ojos y se lanza desde lo alto.

Su madre desde la ventana la ve caer con los ojos entreabiertos. Ve


el cuerpo borroso de la hija como una hoja cuando se desprende del
árbol. Había subido muy temprano a la habitación de Rafaela para
decirle que no podría ir a la escuela, que debía acompañarla al hospital
porque la operarían de la catarata. Baja deprisa las escaleras. Cruza el
semáforo en verde y franquea los carros de la calle. El perro que ladra
a las motos lame la cara de su hija. Lo espanta.

Ve a Rafaela tendida sobre el cemento, con su uniforme de cuello azul,


camisa blanca y falda de cuadros.

—Tendré que llamar al colegio —dice— como todos los jueves.

105
Adentro, todo. Afuera... nada
| F R A G M E N TO D E D I A R I O PA N D É M I C O |

E F R A Í N V I L L A N U E VA

M A RTES

No es el idioma lo que ha unido a los alemanes.

Ni la creación del Imperio Alemán en 1871. Ni la República de Weimar


en 1918. Ni, por fortuna, el Tercer Reich de 1933. Ni la reunificación
de 1990. Mucho menos, para quienes solo son capaces de pensar en
estereotipos, sus salchichas o cervezas. Quizá sí, la ceguera colectiva
que les impide ver que la Bundesliga es un campeonato insignificante
y que las emociones que gastan en ella son energía perdida –tampoco
es esto a lo que me refiero. Lo que en verdad hace a un alemán alemán
es su lealtad a una multinacional sueca.

Äpplarö, Bråthult o Kvicksund, nombres de productos que en


cualquier otra geografía serían indescifrables, en Alemania son de
altísima recordación. Pregúntele a cualquier alemán sobre un Pax o
un Ivar y sabrá que se refiere a un closet y a una cómoda, aun si no
los tiene en su casa.

Entrar a un hogar alemán es caminar sobre cualquier página del


grueso y colorido catálogo de IKEA. Los vasos son de IKEA, también

106
las vajillas y los mesones de las cocinas. Las decoraciones, las mesas
de exteriores de los jardines y balcones son de IKEA. Las camas y los
ganchos para colgar la ropa son de IKEA. Los sofás, las estanterías de
libros, los muebles de las pantallas de entretenimiento son de IKEA.
La cortina y las toallas de baño son de IKEA.

Para los alemanes, las visitas a IKEA son un paseo familiar. Cruzar
el umbral de uno de estos almacenes es adentrarse en una casa
descomunal en la que, para ir de la sala al baño, o del baño al estudio,
es necesario recorrer pasillos serpenteantes, confusos y hasta
desorientadores, pero en los que el cuerpo se desplaza con eficiencia
y coherencia y, entre más se avanza en ellos, mayor familiaridad
provoca en el visitante, quien pronto se encuentra refrescado, rendido
ante el flujo rítmico al que es desplazado no por sus pies, sino por la
fuerza de la cartografía cuidadosamente planeada por arquitectos y
mercadotécnicos. Los carritos de compra se colman de porta-cepillo
de dientes, de marcos para nuevas fotos, de cortinas programables,
de armarios y escritorios. Satisfechas las necesidades de adquisición,
los visitantes se forman en línea para pagar, primero, y luego para
saciarse de perros calientes, de Köttbullar, tradicionales albóndigas
suecas y de bebidas no alcohólicas sin fondo, al mejor estilo gringo.

El paseo, no obstante, puede tener final triste una vez se regresa a


casa. La mayoría de los productos de IKEA, desde un sofá hasta un
dispensador de jabón, se compran desarmados y requieren ser
ensamblados con un manual gráfico. Cuando estas instrucciones
mudas se tornan indescifrables, es posible que se inicie un intercambio
de comentarios condescendientes y pasivo-agresivos, en el mejor de
los casos, entre los miembros del equipo de ensamble.

Puede que esta fascinación esté cimentada en el hecho que la


multinacional sueca es lo más cercano a la realización de los principios
de diseño de la Bauhaus, la escuela de arte alemana creada por el
arquitecto Walter Gropius en 1919. A él le interesaba industrializar

107
productos cuyo diseño no solo fuese llamativo, sino que se adaptara
de la mejor manera a su función, y que fuesen también asequibles sin
sacrificar calidad o elegancia. Por supuesto, IKEA no es la Bauhaus,
no importa cuán fiel intente ser a los conceptos de Gropius. IKEA
también crea necesidades previamente inexistentes y muchos de sus
productos son rediseños de variaciones insignificantes.

Cerrada por la pandemia, IKEA volverá a abrir. El gobierno federal


ha iniciado el levantamiento de algunas medidas de confinamiento.
Se mantendrán las restricciones de distanciamiento social, como el
uso de tapabocas al interior de lugares públicos y la prohibición de
reuniones de más de dos personas, pero las escuelas y los salones
de belleza empezarán a abrir en dos semanas. Los festivales y otros
eventos públicos continuarán cancelados hasta finales de agosto, las
iglesias también. El gobierno federal se reunirá con los jefes de los
Länder cada quince días para ajustar las medidas de acuerdo con la
evolución de la pandemia.

Desde ayer los almacenes de menos de ochocientos metros cuadrados


volvieron a funcionar con la aplicación de restricciones sanitarias. El
gobierno de NRW, el estado en el que vivo, hizo una excepción a las
guías federales y permitió la apertura del coloso escandinavo, cuyas
sedes sobrepasan el área máxima –la economía es vida, parece ser el
mensaje. Desde mañana, podremos volver a IKEA para comprar velas
perfumadas, lámparas que son también parlantes inteligentes y el
cosito del cosito para reemplazar el cosito que se averió.

108
M IÉRCOL ES

¿Puedes venir y darme un abrazo?

El mensaje, dentro de una burbuja azul, ilumina el rincón superior


derecho de mi pantalla de trabajo. Acelero mis dedos. Entre más rápido
termine estas líneas, anticipo, más rápido podré acudir al llamado de
Sabeth. Es una pretensión tonta y lo sé mientras la ejecuto. La destreza
de las palabras no nace en las yemas, sino en una cueva que, en este
momento, grita con los ecos de su mensaje. Abandono mi teclado para
buscarla.

En su estudio, sobre la poltrona que me robó cuando nos mudamos a


este apartamento, Sprache und sein de Kübra Gümüşay, desatendido.
En la sala, una mosca tempranera flota alrededor de la lámpara del
techo. En nuestro comedor sin mesa de comedor, la estera de yoga de
Sabeth calentándose bajo el sol. En la cocina, el lavavajillas encendido
–su murmullo, ahora, se escucha a diario. En el balcón, el dúo de
palomas que espantamos cada vez que las vemos, pretendiendo
adiestrarlas para que entiendan que no son bienvenidas.

En nuestra habitación, Sabeth. En la cama, enroscada, sometida a sí


misma, a su cuerpo. Me acuesto detrás de ella. Me uno a ella. Con mis
brazos, primero. Con el resto de mi cuerpo, después. Finalmente, lo
que falta de mí, que no es carne, la estrecha. Es en ese instante en que
toda ella se agita y sus ojos se vacían.

Las estadísticas me tienen sin cuidado.

109
JU EV ES

Me he propuesto renunciar al güisqui


pero carezco de voluntad para dejar de comprarlo
o rechazar las botellas que Sabeth me obsequia

He decidido
entonces
asumir un enfoque diferente

Lo uso cada mañana


y varias veces durante el día
para limpiar mis lentes de prescripción

Una estrategia que prueba ser falible


no tiene la efectividad que le había atribuido
continúo leyendo el mundo con la misma óptica

110
V IER N ES

Los despertares pandémicos son el inicio de una resistencia diaria.

Al día mismo, que es también otra forma de nombrar la vida. Al


recogimiento de las horas, que equivale a la clausura de la vida.

Resistimos para no entrar en contacto con el virus –su lejanía es nuestra


salud. Pero no es una resistencia en su contra. Porque el virus no decidió
aniquilarnos. No es un enemigo. No estamos en guerra con él. El virus,
que no está vivo ni muerto, pero al mismo tiempo está vivo y está muerto,
no es un ente consciente, no toma decisiones sobre a quién infectar o
no, a quién matar o no, carece de una agenda oculta. El virus existe para
replicarse y multiplicarse infinitamente, es lo único que sabe hacer,
aunque no sepa que lo hace –una vez más, carece de consciencia– y solo
puede hacerlo entrando en los cuerpos de seres vivos.

El virus no fue enviado por la naturaleza para castigarnos. Es solo


un recordatorio de que somos, él y nosotros, parte de ella. De que
somos, él y nosotros, actores provisionales en una obra sin guiones y
sin dirección. De que somos, él y nosotros, solo un par de especies de
tantas otras en el planeta.

Lo que sí ha demostrado la presencia del virus es que nuestra forma de


vida, la aldea global que habitamos, está repleta de fallas estructurales.
Tal vez sea en ellas en las que debamos concentrarnos y no en asumir
una batalla contra un ser que se limita a seguir las instrucciones para
las cuales fue diseñado.

Ahora somos, el virus y nosotros, uno mismo. En cada despertar


descubrimos que estamos, él y nosotros, vivos y muertos
simultáneamente.

111
M IÉRCOL ES

Leo intranquilo.

Me recuesto a lo largo del sofá de mi estudio, un cojín debajo de mi


cabeza, el libro suspendido sobre mi rostro. Me recojo, me siento y me
encorvo, el libro descansando sobre mis piernas. Giro sobre mí mismo,
extiendo las piernas sobre el reposapiés, el libro suspendido frente a
mi rostro. Me pongo de pie, sostengo el libro con una mano, doy vueltas
por el estudio. Ídem, pero ahora leo en voz alta. Nunca el ‘no encuentro
componte’ de mi madre había tenido tanto sentido como ahora.

Desisto de mi intento por leer cuando reconozco que entiendo las


palabras no porque las lea, sino porque las he memorizado desde
pequeño y en ese momento se transfiguran en tentáculos negros,
como la brea, pero delgados, como cabellos. Mi estudio crece como el
gigante de un cuento de hadas, o más bien, como el árbol de fríjoles
mágicos y en este vasto espacio, que no puedo llenar con lo que soy,
me sé vulnerable y solo, aunque Sabeth está al otro lado de la pared, y
cuando la habitación parece que ha alcanzado su tamaño máximo, se
arroja elástica sobre mí y su contacto, su golpe, es un dolor que siento
físico, aunque sé que nada me ha golpeado en realidad, y me arrodillo

112
para reducir mi tamaño, pero también para pedir misericordia. Entre
mi escritorio y el ángulo de la pared hay un espacio diminuto en el que
apenas podría acomodar una pila de libros, pero es hasta allí a donde
me arrastro, en donde me encojo, me desvisto hasta que no soy nada,
solo huesos, y me desparramo mientras desesperados chorros de aire
caliente entran y salen de mi cuerpo y los tentáculos que antes eran
palabras se fusionan para convertirse en fantasmas que pueblan mis
ojos hasta que los sacian y no les queda otra que derramarse.

Sin fuerzas para consultar las cifras de hoy.

***

DOM I NGO

Al principio de la pandemia llamé a mis padres.

Los sé susceptibles a la desinformación que abunda en las redes


sociales y quería asegurarme de que entendieran la seriedad de la
pandemia y que no olvidaran cumplir las normas de protección.

Desde entonces he hablado con mi padre varias veces. No recuerdo


cuántas, pero sí muchas más de lo que estábamos habituados.
Intercambiamos impresiones sobre lo que ocurre en Colombia y en
Alemania. Hablamos con esperanza y cautela de las noticias sobre
los desarrollos de las vacunas, pero también especulamos sobre la
logística de inoculación una vez sea aprobada: qué países serán los

113
primeros en recibirla, quiénes serán los primeros ciudadanos a los
que se les aplique, cuánto costará.

El punto de quiebre, siempre hay uno en nuestras conversaciones, ocurre


cuando él insiste en desestimar la gravedad del virus y de la pandemia
porque la examina principalmente alrededor de la tasa de mortalidad.
En ese sentido, la gripa mata a setenta mil personas cada año, solo en
Alemania, y la ‘gripa española’ acabó con la vida de cincuenta millones
de personas, números que dejan muy mal parado a nuestro virus.

Insisto en recordarle que los muertos no son solo números. Son personas,
como él y como yo, que un día fueron al supermercado, olvidaron usar
el tapabocas apropiadamente o tocaron una superficie contaminada
y se frotaron los ojos antes de lavar sus manos. O siguieron todas las
recomendaciones y aun así se descubrieron infectados.

114
El día que Carmen Maura me besó
| CUENTO |

JAIME MANRIQUE

Iba de camino al Hotel Algonquin para tomar una copa con mi amigo
Luis, a quien no había visto desde hacía años. Eran las cuatro de la tarde
de un día de mediados de junio, y al mirar hacia arriba en el cañón
vertical formado por los edificios de Midtown Manhattan, pude ver
cómo una neblina lúgubre y plomiza, que amenazaba lluvia, cubría la
parte alta de los rascacielos. Al pasar frente a Sardi’s, mis ojos se fijaron
en una composición de grupo formada por tres hombres, cámaras de
televisión y una mujer. Lo cierto es que, al vivir en Times Square, estoy
acostumbrado a ver equipos de televisión rodando en mi vecindario a
todas horas. Sin embargo, que no hubiera ningún curioso merodeando
el rodaje hizo que aminorara el paso. Los cuatro miembros del equipo
tampoco eran estudiantes: se trataba de gente de mi edad. También
advertí que hablaban en castellano. Fue entonces cuando, para mi gran
asombro, la vi: “la divina” Carmen Maura, como solíamos llamarla con
mis amigos. La superestrella, la diva de Almodóvar, estaba filmando
un programa con aquellos tres hombres frente a Sardi’s. No es que no
esté acostumbrado a ver estrellas de cine de cuerpo presente. El Bar
O’Donnell, que está justo debajo de mi casa, se suele alquilar como
localización para películas. De hecho, justo la semana pasada, al llegar
a casa me topé con Al Pacino en aquel antro de mala muerte. Está
bien, me fascina el mundo de las estrellas; y soy el primero en admitir
que fue mi amor por las películas el que me trajo a los Estados Unidos.

115
Pero después de vivir diez años en la Octava Avenida con la calle 43, mi
sed de gloria está plenamente satisfecha.

Sin embargo, Carmen Maura era otra cosa. Se trataba de mi actriz


contemporánea preferida. Ansiaba cada oportunidad de verla en la
gran pantalla con la avidez de alguien cuya vida anodina necesita de
las emociones indirectas de las películas para sentirse plenamente
vivo. La había adorado como Tina, la actriz de teatro transexual en La
ley del deseo. Pero lo que la condujo a la inmortalidad en mi panteón
personal de seres divinos fue aquel momento en Mujeres al borde
de un ataque de nervios en el que, con una expresión impávida a lo
Buster Keaton, le pide a la muchacha de perfil cubista que sirva el
gazpacho cargado con somníferos a toda la gente que está en la salita.
Después de ver aquella película, me deleitaba imaginándome cargado
con un termo de gazpacho dispuesto a ofrecer una taza (y poner fuera
de circulación) a todas aquellas personas aburridas y detestables con
quienes me cruzaba en mi tediosa rutina.

Carmen estaba en la acera, bajo la marquesina del restaurante,


hablando por un micrófono, mientras el cámara encuadraba su rostro,
con el rótulo de Sardi’s sobre su cabeza.

Fascinado, me situé al lado de los cámaras, con la gran actriz frente a


mí, en diagonal: los tres formábamos un triángulo. Por un momento,
me imaginé que era yo quien dirigía aquella toma. Más aun, sentí
celos y algo de rencor por los técnicos que trabajaban con Carmen. Me
parecían vulgares, insubstanciales, indignos de encontrarse frente
al aura de aquella estrella. Me quedé allí, maravillado frente a ella,
pensando en las reacciones de mis amigos cuando compartiera esta
anécdota con ellos. Entonces, el equipo hizo una pausa en el rodaje;
me armé de valor ante el impulso de ir a hablar con ella. Me había
vestido con elegancia para mi cita con Luis en el Algonquin, y aquello
reforzó mi confianza. Llevaba lo que yo llamaba mis zapatos de golf,
una chaqueta blanca, una camisa hawaiana verde, y una gorra blanca

116
en la que se podía leer “Florida” junto a una imagen de dos guacamayos
besándose. Así pues, Carmen difícilmente me podría tomar por algún
vagabundo callejero.

Tomé dos pasos hacia ella y me quité las gafas de sol, para que pudiera
leer toda la emoción pintada en mi cara. Sonreí. Los ojos de Carmen
eran tan enormes, líquidos y pasionales que el resto del mundo dejó
de existir. Por un instante sentí que mi existencia se reducía a estar en
su campo visual. Me di cuenta de que, al verme, su cuerpo se tensó y
en su cara apareció una mueca de desconcierto que jamás había visto
en ninguna de sus películas. Carmen intercambió miradas con sus
hombres, que se pusieron en estado de alerta, dispuestos a defender
a su estrella ante cualquier peligro o amenaza.

–Carmen –me dirigí a ella en español–. Adoro tus películas. Me has


hecho extremadamente feliz y quería agradecértelo.

La amplia sonrisa que apareció en el rostro de la estrella me pilló


desprevenido. Sus hombres también sonrieron, y volvieron a centrarse
en preparar la cámara o en lo que fuera que estuvieran haciendo.

–Estamos filmando un programa para Televisión Española –dijo


Carmen. Llevaba una faldilla blanca, una blusa de seda color turquesa
y zapatillas rojas, y sus cabellos de Lulú tenían el mismo aspecto que
en Mujeres al borde de un ataque de nervios, quizá ahora algo más
largos. Llevaba los labios y las uñas pintados de un rojo intenso, y su
rostro estaba muy maquillado. Una finísima pelusa rubia le añadía
un toque felino a sus mejillas largas y elegantes–. Aquí recibió un
premio Mujeres al borde –me dijo mientras yo trataba de regresar a la
superficie terrestre.

Siguió un pequeño silencio, y los dos nos quedamos frente a frente,


a escasos centímetros el uno de la otra. Carmen te desarmaba con su
elegancia, su sencillez y su simpatía, pero no pude evitar sentir, de

117
repente, una cierta ansiedad. Decidí dar por finalizado el encuentro
antes de hacer algo estúpido o de aburrirla. Me pareció ridículo pedirle
un autógrafo, así que, como despedida, solté:

–Eres la actriz más grande del cine actual.

Pero aquello no me pareció suficiente: no lograba describir la


intensidad de mis emociones. Así que añadí:

–Eres la criatura más sublime que jamás haya pisado la faz de la tierra.

Cualquier reserva que Carmen podía tener se deshizo. Sus ojos


negros como el carbón, dos perlas enormes y llenas de sabiduría,
destellaron como diamantes.

–¡Ala! –exclamó. Aquella expresión no decía nada y lo decía todo.


Antes de darme cuenta de lo que iba a suceder, Carmen se deslizó
hacia mí, me agarró la barbilla y me besó en la mejilla, a la izquierda
de mis labios.

Hice una reverencia a la japonesa (¡Dios sabe por qué!) y salí corriendo
por la calle. En la esquina entre Broadway y la calle 44, me giré y vi
que Carmen y su equipo habían retomado la grabación. Mi corazón
quería salirse del pecho. Me sentía sin aire, casi hiperventilado. Sentí
una euforia extraña. Consciente de la sonrisa imbécil que debía llevar
clavada en el rostro, me puse las gafas de sol. Crucé la calle aunque el
semáforo estaba en rojo, y un taxi a toda pastilla por poco me atropella,
pero ya todo me daba igual: en aquel momento me hubiera sentado en
la silla eléctrica con una sonrisa en la cara. En la islilla que hay entre
Broadway y la Séptima Avenida, tuve que detenerme a pensar por un
momento para recordar adónde me dirigía y por qué. “Espera a que
Luis se entere”, pensé.

118
Mi amigo Luis es director de cine y un fanático de las películas; de
hecho, fue nuestro amor por el cine lo que nos juntó. Había hecho sus
estudios en los Estados Unidos, y de hecho se graduó en cine en Los
Ángeles. Nos habíamos conocido en Bogotá, a principios de la década
de 1970. En aquellos momentos me ganaba la vida como crítico de
cine y dando clases de historia del cine en la Cinemateca Colombiana.
Luis, que era rico y no tenía necesidad de trabajar, publicaba una
revista de cine y hacía documentales. Los dos éramos de izquierdas
(aunque ambos detestábamos la izquierda colombiana, estalinista
y pro-soviética). Juntos habíamos fumado montones de marihuana
de la sierra de Santa Marta, habíamos tomado quilos de setas, y no
era extraño que viéramos tres o cuatro películas al día. Éramos los
jóvenes rebeldes del cine colombiano; le habíamos declarado la
guerra a las generaciones anteriores de directores del país, a quienes
considerábamos unos mediocres aburguesados. Estoy hablando, en
otras palabras, de mi juventud. Más tarde, me fui a vivir a Europa, y
después me trasladé a Nueva York, donde en la actualidad me gano
la vida como profesor de universidad. Hoy en día, me persigue aquel
refrán argentino que dice: “De jóvenes tiran bombas; a los cuarenta, se
vuelven bomberos”. Luis, por su parte, se había quedado en Colombia,
donde continuaba haciendo documentales y largometrajes que se
distribuían en la América Latina pero que jamás habían llegado a los
Estados Unidos. Poco a poco, la vida nos había separado, y él ya nunca
me llamaba cuando venía a Nueva York. Pero aquella mañana, cuando
escuché su voz, los años que habían pasado se olvidaron de sopetón y
había aceptado con alegría su invitación a tomar algo en el Algonquin,
como en los viejos tiempos, cuando vestíamos con chaqueta y
corbata para poder entrar en el salón y observar a los críticos de cine,
directores y estrellas a las que idolatrábamos y que por aquel entonces
frecuentaban aquel lugar.

119
Cuando me encontraba a pocos metros de la marquesina del hotel
comenzaron a caer unas gotas enormes. Arranqué a correr para que
no se me mojaran la chaqueta y los zapatos.

La última vez que había estado en el Algonquin también había sido


para encontrarme con Luis. Sentí como si estuviera adentrándome
en un recuerdo del pasado. Quizá la alfombra roja era nueva, pero
el resto del lugar continuaba con el mismo aire turbio y el mismo
lujo pintoresco como lo recordaba. Le dije al camarero que estaba
esperando a un amigo para tomar algo. En el amplio salón apenas había
unos pocos clientes. Observé sus rostros para ver si Luis había llegado.
Sin duda, los tiempos habían cambiado: sentados a una mesa, un par
de chavales en pantalón corto y camiseta bebían cerveza mientras
masticaban cacahuetes. Ni rastro de Luis. Estaba a punto de pedir una
mesa cuando una mujer me saludó con la mano. Le devolví el saludo
por educación, y entonces la reconocí por su sonrisa: se trataba de
Luis, es decir, Luisa, como se hacía llamar cuando iba en drag. Había
olvidado mencionar que, aunque Luis es heterosexual y ha vivido con
su novia durante mucho tiempo, es un artista drag militante.

Sonrojado, le dije a mi camarero:

–Allí está mi acompañante.

Luisa me tendió la mano. Pensé que era inapropiado apretársela, así


que me incliné para besar aquellos largos dedos que parecían lápices
de porcelana.

–Pareces un turista americano en Disneylandia –Luisa dijo en inglés,


el idioma con el que nos comunicábamos en los Estados Unidos.

En ese sentido, éramos como los rusos del siglo XIX, que hablaban
francés entre ellos.

120
–A que no sabes a quién me acabo de encontrar
–dije mientras tomaba asiento.

–Déjame adivinar. Te brillan los ojos… ¿el fantasma de D. W. Griffith?

–Estás tan cerca de acertarlo como de llegar a la Luna –respondí,


mientras advertí que el camarero estaba frente a la mesa. Los dos
pedimos una coca cola, lo cual también era un signo de cuánto habían
cambiado los tiempos. Le conté mi encuentro con Carmen Maura.

–¿Estaba Almodóvar con ella? –preguntó Luisa mientras agarraba


un cacahuete.

–¡A quién le importa Almodóvar! –exclamé. Por supuesto, ni Luis


ni Luisa compartían el entusiasmo de mi encuentro. Recordaba
que ambos adoraban a los directores de cine, mientras que para
mí, la estrella lo era todo. Me sentí algo decepcionado. Pensaba que
encontrarme con Carmen Maura era la casualidad más alucinante
que podría haberme sucedido antes de ir a ver a mi viejo amigo.

Sacudí la cabeza, exasperado.

–Estaba grabando un programa con unos tipos para un canal español.

Deseé cambiar de tema cuanto antes. Luisa masticaba su cacahuete,


con una paciencia infinita. No había nada afeminado en Luis cuando
iba en drag. Podía distinguir fácilmente a los travestis por su teatralidad
y su gestualidad ultrafemenina. Sin embargo, Luisa se comportaba
como Luis: reservada, parsimoniosa en sus gestos, y con una exquisita
elegancia de aristócrata. Vestía con unas botas de cocodrilo marrones,
una falda larga de color amarillo, un cinturón ancho y negro de piel
de serpiente alrededor de su estrecha cintura, y una blusa de manga
larga que se cerraba alrededor del cuello con un broche de plata de
la escuela dieciochesca de Quito. La cola de su cabello castaño era

121
larga y descendía hasta sus pechos postizos. A Luis le sentaba bien
su extremada delgadez, la delicadeza de sus rasgos y que tuviera
una complexión física maravillosamente fina. Sus ojos color de jade,
enmarcados por unas pestañas profusas y finas, eran irresistibles.
Luisa podría haber sido tomada por una estructuralista experta en
arte precolombino, o por una antropóloga del Amazonas, o por una
fotoperiodista en plena labor de inmortalizar las antiguas ciudades del
Yemen u otro lugar similar. Me llevó unos cuantos segundos recordar
las dinámicas de nuestra amistad: Luis y Luisa eran más pasivos,
oyentes que esperaban mis bromas para reírse. Por mi parte, yo era el
bufón de la corte.

Estaba claro que no iba a sacarle más jugo al encuentro con Carmen
Maura del que ya le había sacado. El camarero me rescató de la perorata
al servirnos las coca colas y preguntarnos si queríamos algo más. Se
fue, sin acabar de comprender nuestros hábitos de bebida.

En lugar de preguntar por nuestros amigos comunes allá en Colombia,


le interpelé con la pregunta más general que pude encontrar:

–¿Qué se cuenta por allí?

–No puedo regresar a Colombia –espetó Luisa con una punzada de


tristeza en la voz. Dio un sorbo a la coca cola para darme tiempo de
digerir la noticia–. Tuve que escapar del país a toda prisa. Estaba en
pleno rodaje de una película. ¡Desde luego, esta gente tiene el don de
la oportunidad!

Luisa agarró un enorme bolso de paja y sacó una pequeña caja de


madera. Parecía una de aquellas cajas que se utilizan para guardar la
guayaba envuelta en hojas de banano, aunque esta era de color negro.
Luisa puso la caja entre los dos vasos.

–Una caja de bocadillos. ¿Es para mí? –pregunté.

122
–No. Es para mí. Pero ábrela –me retó.

De repente, me pareció que aquella caja tenía algo tétrico. Sentí cierto
desasosiego.

–¿Qué es? ¿Una bomba?

Luisa picó mi curiosidad sin compasión, con su característico humor


gótico.

–Ni de lejos. Anda, ábrela.

–No, ábrela tú –dije, pensando que iba a gastarme una de sus bromas
pesadas.

–Está bien –accedió, descubriendo la tapa de la caja.

Dentro, había una réplica burda de Luisa. De repente, me di cuenta:


la caja representaba un pequeño ataúd, y el cuerpo de la muñequita
estaba salpicado con un líquido que parecía kétchup reseco.

–Es sangre de verdad –dijo Luisa, señalando al líquido.

–¿Y esto qué mierdas significa? –pregunté, horrorizado.

–¿Acaso te has vuelto tan gringo que ya no sabes lo que sucede en


Colombia? –Luisa inquirió.

–Leo los periódicos –respondí, encogiéndome de hombros–. Sé que


los grupos paramilitares están asesinando a miembros importantes
de la oposición. Más aun –continué con mi recital para demostrarle
a Luisa que seguía siendo un colombiano de pro–, sé que están
asesinando a simpatizantes de la izquierda y a los liberales que hablan
demasiado. Sigo en contacto con la actualidad –dije, buscando la
absolución. Aunque me parecía increíble imaginar que Luisa se hubiera

123
convertido en una militante de la izquierda. Si habíamos resistido a
la tentación allá a principios de los setenta, cuando la presión había
sido intensa, me negaba a aceptar que veinte años después Luisa
hubiera sucumbido, finalmente, al marxismo-leninismo. Por otra
parte, me habían contado que había colombianos capaces de pasarse
al socialismo tras recibir una llamada telefónica.

–Primero te llaman, y te dicen algo así como “Vimos a tu mujer ayer


en el supermercado”; o “Sabemos a qué horas tu hijo pequeño vuelve
de la escuela”. Ese es el primer aviso. Entonces, te envían un telegrama
en blanco. Y finalmente, recibes este pequeño ataúd, que significa
que tienes cuarenta y ocho horas para largarte de allí antes de que te
vengan a buscar –explicó.

Sentí una nausea.

–¿Puedo? –agarré la tapa de la caja y la tapé. Después, me bebí media coca


cola de un tirón. Miré a mi alrededor: Kathleen Turner estaba sentada
en la mesa más cercana a la nuestra, acompañada de un periodista
tan famoso como ella. No hace mucho, nos hubiéramos sentido
embriagados por la presencia de aquellas estrellas; nos hubiéramos
quedado allí, observándolas, imaginando su conversación, repasando
toda la información que conocíamos sobre ellas.

–¿Pero por qué te han enviado esta… cosa? ¿Te has afiliado al Partido?

–Espero no caer nunca tan bajo –Luisa esbozó una sonrisa de


superioridad.

–¿Entonces, por qué?

–Esos hijos de puta están cargados de moralina. Odian a los comunistas,


a los liberales, a los inconformistas y a los homosexuales.

–Pero tú no eres gay.

124
–Claro que no. Pero eso cuéntaselo a ellos. Trata de explicarles que me
visto en drag por… necesidades artísticas. Como hacía Duchamp. O
Chaplin.

–He escuchado que a Muammar Quaddafi le encanta ir en drag –dije,


y en seguida me di cuenta de lo inoportuna de mi observación.

Luisa sonrió.

–Ese lo hará por razones religiosas, vete a saber.

–¿Y qué piensas hacer?

–Me largo a España una temporada. Ya buscaré a Carmen Maura para


saludarla de tu parte cuando ande por Madrid –bromeó–. Sylvia y yo
nos encontraremos allí en unas semanas –añadió, refiriéndose a su
novia de toda la vida–. Ella se ha tenido que quedar para cerrar mis
asuntos. Esperaremos un año o dos, hasta que la situación se calme.
No creo que pueda vivir en el extranjero de manera permanente.
Colombia es mi casa.

Me puse a la defensiva.

–No puedes culparme de no vivir allí. Tengo la sensación de que


me hubiera convertido en uno de sus primeros objetivos, ¿no crees?
Prefiero ser un artista desahuciado que una reina asesinada.

Luisa lanzó un suspiro y luego dio un sorbo a su bebida.

–Pero háblame de ti. ¿Eres feliz? ¿Qué has hecho en todos estos años?

–Tendrás que esperar a que escriba mi autobiografía –bromeé. Más


seriamente, pensé: ¿de qué manera podía hacerle entender cómo era
mi vida actual? ¿Una vida tan diferente, tan ajena a la suya? Luisa podía
comprobar por sí misma hasta qué punto Nueva York se había convertido

125
en una capital tercermundista, como Bogotá. Y cómo los Estados Unidos
se habían vuelto una sociedad de clases, como Bogotá. ¿Pero cómo podía
contarle cuáles eran mis intereses hoy en día: el ejercicio; una dieta
vegetariana; abstinencia del sexo, la nicotina y la mayoría de substancias
estupefacientes? ¿Cómo podía explicarle que mis amigos actuales no
creían en la revolución, no pretendían cambiar el mundo, sino que
estaban metidos en la bioenergía, la reencarnación, el Zen, el budismo,
los círculos curativos, las reuniones cuáqueras, la santería, los estudios
de brujería, el neopaganismo y otros fenómenos New Age?

Pasamos a temas más triviales mientras apurábamos coca cola tras coca
cola. Cotilleamos sobre viejos conocidos y amigos en común, sobre la
industria cinematográfica en Colombia, nuestros enemigos del pasado,
y nuestras películas preferidas. Y finalmente, quedamos en que iríamos
a ver una película antes de que Luisa se marchara a España.

Eran pasadas las seis cuando salimos del Algonquin, que por aquel
entonces estaba repleto de todo tipo de personalidades artísticas y
pseudo-artísticas hablando de negocios.

Había parado de llover, y la lluvia había limpiado las capas de polvo y


papeles que se habían ido acumulando desde la última tormenta de
verano. La humedad opresiva también se había desvanecido, y el peor
tráfico de la terrible hora punta ya había pasado, de modo que, aunque
Manhattan palpitaba frente a los inminentes esplendores de la noche,
la atmósfera desprendía algo parecido a la serenidad. O quizá aquel
era mi propio estado de ánimo.

En la esquina de la Avenida de las Américas, paramos un taxi. Besé


a Luisa en las mejillas y le dije adiós mientras su taxi se perdía en
dirección al norte. Me sentía rejuvenecido. Me alegraba pensar
que el cariño con mi amiga seguía intacto, y que probablemente
continuaríamos viéndonos durante muchos, muchos años. Di una
vuelta sin rumbo por la ciudad, disfrutando el aire fresco y el brillo

126
rosáceo del cielo despejado sobre la metrópolis. El sol todavía debía
de brillar en algún lugar justo encima del Hudson, empujado hacia
poniente por la noche que se abría paso. Los edificios y rótulos
iluminados relucían como una aurora boreal ultramoderna. Al
pasar frente a Sardi’s, me fijé en su letrero verde esmeralda, y en
el buzón junto al cual me había quedado observando a Carmen, y
en la farola de al lado, que ahora emitía un haz de luz circular, entre
roja y dorada. Me disponía a continuar mi camino cuando, al otro
lado de la calle, me di cuenta de que Carmen y su equipo todavía
estaban grabando su programa. Me quedé inmóvil, consciente de la
calle que nos separaba, y de los coches que fluían por el asfalto, y de
los habitantes de Manhattan escurriéndose entre las calles, y de los
turistas impolutos frente a los teatros que se sucedían a lo largo de
la calle 42. Ninguna de aquellas personas parecía interesada en mi
Carmen. Era como si en la pantalla, esta mujer hubiera sido creada
para disfrute universal y, sin embargo, en las calles de Manhattan
solo yo era capaz de verla. También sabía que la magia del momento
en el que nos habíamos cruzado ya había pasado; que hubiera sido
desconsiderado volverla a interrumpir, o saludarla, o recordarle que
apenas un par de horas atrás me había besado. Como si quisiera
inmortalizar para siempre la imagen, cerré los ojos ante aquella
escena y retomé el camino a casa, sin volver a mirar atrás.

Atravesé la Octava Avenida. Al pasar frente a Paradise Alley, el palacio


del porno al lado del bar O’Donnell, la pandilla de adictos al crack
frente a la puerta de entrada de mi casa ya no me produjo la repulsión
habitual. Aquella noche los aceptaba como los espíritus malignos
que pueblan todo cuento de hadas. Sentí por ellos cierta pena. En
su mirada inerte y llena de rabia, percibía su falta de esperanza, y de
repente me parecieron tan malditos, tan trágicos como la gente a la
que asesinaban en mi país natal. La pareja que fumaba crack frente
a mi puerta se apartó con algo de reticencia mientras abría y saltaba
sobre el charco de orín que la lluvia no había conseguido limpiar.

127
Subí las escaleras de dos en dos, tomando aire, a la vez feliz y triste.
Nunca antes había tenido esta sensación de felicidad y de tristeza al
mismo tiempo. Tristeza por todo aquello que era triste en este ancho
y misterioso mundo por el que transitamos; y la inexplicable felicidad
producida por los destellos de oropel en los sueños glamurosos que
me habían llevado hasta América y por los cuales había tenido que
esperar muchos años antes de que, brevemente, con su fugacidad
desazonadora, se volvieran realidad.

TRADUCCIÓN: ISAÍAS FANLO

128
No es el agua que hierve
| CUENTO |

FA DIR DELGA DO

Hunde el cuchillo en el centro de la cebolla y sus manos se manchan


de sangre.

Tal vez porque era muy roja, piensa.

Ya no recuerda cuánto tiempo ha aferrado el cuchillo en su mano


izquierda. Lo hunde una vez más. Hay moscas que sobrevuelan el
lugar. Se le meten hasta en el cabello. Debe ser por la carne que dejé
podrir en el fregadero, dice en voz baja.

Se limpia con el antebrazo la malla de sudor que se le forma en la frente.


Toma un poco de agua, y la retiene por un momento en el centro de la
garganta. Cuando la traga, el agua se le reparte por dentro. Le recorre
el pecho y se le abre en las costillas.

Le duele la marca del mango del cuchillo en su mano izquierda. Levanta


una silla que se encuentra en el suelo. La lleva hasta la mesa del centro.
Hay un vaso de agua sin tomar. No sabe si es de ella. Se sienta. Abre las
piernas y una corriente de aire caliente le atraviesa la piel. Del bolsillo
de su falda saca un pintalabios rojo. Abre la boca y comienza a pasarlo
por sus labios, dientes y mejillas. El pintalabios queda cubierto de
sangre. Con la otra mano se toca la cara. Siente que le duele. Vuelve a
guardarlo, pero antes de hacerlo, lo huele. Es extraño el olor que le ha
dado la sangre. Lo aproxima a las fosas nasales y lo aspira por mucho

129
tiempo. El olor la adormece. La despierta un ruido de agua que hierve
en la estufa. Baja la olla y apaga el fuego. Abre las ventanas para que
las moscas se dispersen un poco. Se aleja de espalda y cierra la puerta
de la cocina como si cerrara un baúl.

Ve un racimo de conchas de caracoles colgado en el techo de la terraza.


Lo puso hace unas semanas para que se moviera con el viento, pero
desde hace tres días no hay nada de brisa en la ciudad.

Los candelabros que tanto le gustan se encuentran repartidos sobre


el piso de la sala; las ventanas están rotas y de un florero partido sale
un agua con olor a fango. Aun así, se inclina sobre el líquido y hunde
su dedo índice en el pequeño charco que forma. Luego abre las dos
palmas de las manos y las pone sobre el agua. Se limpia la sangre.
Recoge los tallos de las flores sin hojas que están repartidos por el
lugar: sobre el televisor, los sillones, muebles y las ventanas.

Los vidrios del espejo están esparcidos en el piso. Se le incrustan en


la planta de los pies. Siente que las esquirlas le hieren el cuerpo. Salta
del dolor pero no llora. Cae de espalda al suelo e intenta llevarse uno
de los pies a la boca para chuparse la sangre. Sabe que no lo logrará,
pero lo intenta.

Ve que en el marco del espejo quedan algunas puntas de vidrio.


Algunas que se resistieron a romperse, a caer con los golpes. La blusa
verde que lleva se ha machado con la sangre que le sale del pómulo
izquierdo. Se había olvidado del golpe, del fondo del agua, cuando él la
sumergió para que dijera algo que ya no recuerda.

El marco ahora encuadra la pared azul de la sala. Cree que se ve mejor


así. Se pregunta por qué él no lo habrá partido antes. Se levanta del
piso y se pone frente al marco e imagina que la pared la refleja. Observa
su cuerpo como un muro agujerado. No sabe si el cuello le suda o
es el cabello mojado que se lo ha humedecido. Tiene una sensación

130
de calor sobre su nuca, igual que la respiración de él cuando está
recriminándole, cuando va a abofetearla.

Empuña su mano y golpea la pared azul. Se sangra los nudillos y se los


chupa. Cree que tiene cierta relación con la sangre. De tanto sangrar
le gusta sentir ese sabor óxido en su lengua. Cree que es normal que
la sangre le recorra el cuerpo. Si no la ve por un día, ella misma se
provoca una herida para tenerla cerca. Igual que esa vez cuando se
hizo una herida en la palma de su mano con una lata de sardina: se
sentó en la terraza y se llevó la mano muy cerca a sus ojos y comenzó
a hablarle en voz baja como si estuviera diciéndole un secreto.

Levanta con sus manos la blusa y comienza a chuparla. Desde pequeña


tiene por costumbre chupar un trapo para dormir. Es una pañoleta
vieja de color marrón. Todavía la conserva. Está en el cofre donde
guarda sus joyas que no son más que retazos de telas de colores que
usa de acuerdo con la ropa que lleva. Algunas veces se mete al baño y
comienza a chupar el trapo. Se siente segura al hacerlo. Abre la llave
del baño, para que él crea que hace algo útil, como dice: lavar o limpiar
cualquier cosa. Se sienta en el piso y permanece allí con su trapo hasta
cuando los ronquidos de él abren las paredes.

Mientras chupa los bordes de su blusa, recuerda que él en una ocasión


la sorprendió mientras lo hacía. Le dijo que se parecía a Bilbao y se
alejó con su carcajada que lo hería todo, mientras se acomodaba la
camisa que hace un momento ella le había rasgado para defenderse.

Piensa en Bilbao. El loco que tiene como costumbre chupar piedras.


Él la conoce desde niña. La ayudaba a pasar la calle cuando iba sola
al colegio, hasta que su madre le prohibió recibir su ayuda. Ella,
obedeciéndola, jamás le volvió a aceptar la mano para cruzar entre
los carros. Bilbao lloraba como un niño y pataleaba cuando ella se
negaba. Él era inofensivo. Solo quería extender su mano para cruzar al

131
otro lado, ese mismo otro lado, a donde no pudo llevar a su hermano
menor una tarde en que salían del colegio.

Trata de recordar la historia de él. Tal vez terminaré de la misma forma,


piensa. Una vez le contaron que el hermano siempre se le trepaba a
Bilbao sobre los hombros de regreso de la escuela. Una tarde él tenía un
dolor de espalda por el golpe que un compañero de la escuela le asestó
en una pelea. De regreso a casa se quejó del dolor durante el camino.
Su hermano, en vista de que no contaba con la espalda de Bilbao, cruzó
con velocidad la calle, y quedó debajo de las llantas de un carro como si
hubiera sido tragado por una bestia. Desde ese día Bilbao no se movió
de allí. Su familia se lo llevaba a casa pero él siempre regresaba al mismo
punto. Hasta que se cansaron, hasta que todos se fueron muriendo y lo
dejaron sepultado junto con su hermano en esa misma calle.

Ella murmura:

—Yo no me parezco a Bilbao porque no tengo a nadie para cruzar al


otro lado, pero sí tengo un golpe parecido al que le dio el compañero
en la escuela.

A diferencia de él, piensa, no tiene un lugar en donde permanecer


y sepultarse viva. Por lo menos él tiene ese pedazo de calle, dice en
voz baja.

Deja de chuparse la blusa y escucha desde la sala el zumbido de las


moscas en la cocina. La casa tiene un olor de hierba quemada. No
solo su cuerpo está lleno de sangre, también las paredes. Hay una
macha roja sobre una foto vieja. No es sangre. Ella le pasa el dedo
índice para quitarla, pero no se borra. Levanta el portarretrato y le
pasa la lengua. La mancha aún está allí. Se resigna. No reconoce a
nadie de la foto. Hay muchas personas. Cree que ella debe estar allí,
pero no se identifica. De tantos golpes que ha recibido, su cara le ha
cambiado. No puede recordar cómo era antes. Arroja el portarretrato

132
con rabia al charco de agua que dejó el florero. Detrás de la puerta
de la cocina escucha ruidos como si un animal se arrastrara en el
suelo. Se caen las ollas y cree que se ha vuelto a caer la silla en donde
se había sentado hace un momento. Corre, y con fuerza, mueve un
estante de madera que tuvo algunos adornos, pero que también se
rompieron hace un tiempo. Con el estante sella la puerta de la cocina
para no dejar salir lo que está dentro.

Mueve la cabeza para sacudirse el cabello que aún está húmedo y se


limpia la cara con los antebrazos. Busca los zapatos que, recuerda, se
los tiró en la cara antes que él la tomara por la cabeza para ahogarla.

Encuentra uno debajo del sillón, y el otro, enredado entre una


montaña de ropa que estaba en el centro de la sala. Al ponérselo, los
pies se le hinchan más y le crecen las heridas que le provocaron los
vidrios del espejo.

Toma un blusón del nudo de ropa y se lo pone encima de la que lleva.


Es ancho y le cubre hasta la rodilla. Se apresura. Se le había olvidado
que la procesión de la iglesia pasará hoy por la puerta de su casa. No
sabe por qué es la procesión, pero siempre le ha gustado. Se siente
segura con esa gente que camina detrás de un monumento.

Vuelve a limpiarse la cara. Atraviesa la puerta. Se detiene por un


instante como si quisiera devolverse. Mueve de un lado a otro el dedo
índice de su mano derecha.

—No. No olvido nada —dice.

Se incorpora a la procesión. No sabe cómo muchos caminan con los


ojos cerrados mientras rezan. La gente canta muy fuerte para que el
ruido de los carros no le trague las voces. Desde lejos divisa los colores
del monumento que mueven de un lado a otro, hombres y mujeres
que se riñen por cargarlo. Le gustan las procesiones porque nadie

133
parece verla. El único que siempre corre a saludarla es el loco Bilbao;
pero esta vez, cuando la ve, no lo hace.

—Debo estar irreconocible para que no sepa quién soy. Ya ni si quiera


me tengo a mí misma. ¿Quién soy?

Los carros se detienen para que la procesión pase. Es como si le abrieran


paso a una ambulancia con una cantidad de heridos a bordo. Ir en una
procesión la hace sentir importante, porque las personas se apartan
para que ella pase. Ve que desde las ventanas de las casas aparecen y
desaparecen cabezas que se asoman para mirar la procesión; otros se
persignan y se arrodillan en las terrazas. Los hombres van erguidos.
No parecen percatarse del calor que forma collares de sudor bajo sus
axilas. Las mujeres no dejan de cantar y de ondear pañuelos blancos.
Ella alza la cara y los ve moverse en el aire. La procesión le forma otro
cielo sobre su cabeza.

Debe regresar pronto. Tiene que volver a la casa a recoger todo del
suelo. Observa a lo lejos la iglesia. Se detiene en el medio de la calle y
deja que la gente la sobrepase, hasta que se queda sola y las personas
de los carros le gritan para que se aparte. Ahora no la protege la
procesión, es ella y la calle.

Corre de repente. Pasa los lugares que hace un momento había


recorrido con la gente. Se da cuenta de que nadie se asoma por las
ventanas, no ve personas arrodilladas en las terrazas. El camino
regresó a su normalidad. Ella corre como si hubiera recordado quién
es. Sabe que olvidó algo. No es el agua que hervía. La bajó antes de
salir. Tampoco la puerta. Esa la cerró, sobre todo la de la cocina. Lleva
puesto los zapatos. No los olvidó igual que esa vez cuando él le arrojó
un candelabro en la espalda.

134
Ve la casa desde lejos. Nota que la luz de la sala está encendida. Ya
debe estar allí, piensa. Detiene el paso poco a poco y la respiración se
le corta. Se toca el pecho.

Al llegar a la puerta sabe lo que pasará. Él estará sobre el sofá. Al verla


entrar le gritará tres palabras. Luego notará que en su cara no hay un
lugar más para un golpe, y se irá a dormir resignado hasta cuando ese
lugar vuelva a existir.

Al abrir la puerta escucha las conchas de caracoles. Un viento ligero


atraviesa la terraza. Se detiene para retener ese sonido.

No lo ve en el sillón. Se toca la cabeza. Aún no sabe lo que tiene que


recordar. Hay un olor fétido en la casa. Es la carne del fregadero. Sí.
Es eso, piensa.

Camina deprisa hacia la cocina. Rueda el estante de madera con el


cual había sellado la puerta. Al hacerlo, rechina sobre el piso.

Las moscas se han ido, las estanterías y las alacenas están vacías.
Todo está sobre el piso y ella se abre paso entre platos rotos, sartenes
y cacerolas.

El olor persiste. Ve sobre la mesa del centro un vaso de agua que


jamás tomó. Estira el cuello. Al otro lado hay un cuerpo atravesado en
el suelo. Es él. Tiene un cuchillo hundido en la mitad de la frente.

Se detiene frente a él. Se arrodilla y lo observa por mucho tiempo. Al


cabo de un rato dice:

—Parece una cebolla.

135
PA R T E 3 – C R Í T I C A
Lauren
Mendinueta / PORTUGAL

Poeta, ensayista y traductora de portugués. Ha publicado once libros


de poesía editados en Colombia, México, España, Italia y Portugal. En
Colombia ha obtenido varios reconocimientos, entre los que destacan
el Premio del Festival de Poesía de Medellín, el Premio Nacional
de Ensayo y Crítica de Arte del Ministerio de Cultura y el Premio
Barranquilla Capital Americana de Cultura por su libro Una visita
al Museo de Historia Natural y otros poemas (Animal Sospechoso,
Barcelona, 2021). Así mismo, en España le han sido otorgados
los premios Martín García Ramos por La vocación suspendida y
el César Simón por Del tiempo, un paso. Es autora además de la
biografía Marie Curie, dos veces Nobel (2004) y Ensayos sobre arte
contemporáneo en Colombia 2010-2011 (2012). Actualmente reside
en Lisboa, donde desarrolla una intensa labor de divulgación de la
poesía latinoamericana.

138
Aplazar el olvido en un poema:
Lauren Mendinueta
A. JULIANA ENCISO

Esta vocación suspendida


a la que la mente, de la mano del oficio, me arrastró.
L A U R E N M E N D I N U E TA

No hay nada más colombiano que anhelar un hogar en un país


inherentemente roto. La necesidad heredada de hacer con los libros,
postales, sabores, fotos de la primera casa abandonada, reinos para
explicar a nuestros seres de dónde proviene nuestra manera de
reaccionar a un olor, a una frase. Ser colombiano es crecer con la
urgencia de irse para regresar a la historia personal bajo el filtro de la
remembranza. En ese sentido, no habría poesía más colombiana que
la de Lauren Mendinueta.

En los poemas seleccionados para esta antología, su escritura es una


relectura de una de las utopías nacionales: “Yo era joven/ e imaginaba
por entonces realizar un viaje definitivo/ sólo para intentar el retorno”.
La herida que su escritura expone es la ambivalencia entre el imperativo
de huir y la urgencia de permanecer, innata en muchos de nuestros
relatos colectivos sobre el buen vivir colombiano. En Mendinueta,
la insistencia de nombrar esta tensión es una analogía a la creencia
nacional del futuro como el mejor remedio a la desesperanza y
nuestra imposibilidad colectiva de reparar las causas del destierro y

139
la violencia primera. En pocas palabras los colombianos somos de esa
gente que se va sin partir. Tal como lo afirma en “Intento de retorno”:
“Si no regresé tampoco me fui, es cierto”.

Su escritura es un evento transitorio entre lo omitido y el decir que


deja el trauma de la inmigración. Sus poemas plasman la tensión entre
la piel en proceso de sanación y la tela cuando la lesión no ha sellado
del todo y hay en los músculos la sensación de aire entre los bordes
secos y las suturas. Es una migrante que vive en otra lengua, salta
del país de su infancia al del español para terminar en el poema. Sin
embargo, reconociendo “que ese país ya no es suyo”, que “regresa a lo
que no conoce”, vuelve al Caribe para darle nombre a las sensaciones
descritas en una estrofa. La voz regresa a los escenarios donde todo
se prometió y la historia se hizo ruinas con el fondo de la violencia
y los destrozos del salitre y el mar. En sus imágenes llegamos a una
memoria que sigue húmeda y, sin embargo, hay algo de esa tibieza del
trópico que invita a la conciliación con los afectos irresueltos.

No hablaré de su silencio, de su “economía de la metáfora” tal como


lo observa Jon Juristi. Tampoco sobre su mundo poético ensamblado
por imágenes finas como el polvo de los álbumes a los cuales se han
referido vehemente William Ospina, Héctor Abad Faciolince y Ramón
Cote Baraibar. Mencionaré más bien su disposición por aplazar el
olvido en su poética; la insistencia de volver a la casa de su infancia
con los cuartos llenos de gritos hace de su estética un camino hacia
el conocimiento a partir del dolor. Y cuando digo dolor recuerdo la
frase escuchada una y otra vez en las conversaciones con sabedores,
monjes zen, sanadoras ayurveda (también los ascetas de la tradición
mística española): quien escucha a su dolor encuentra las respuestas
a sus búsquedas y miedos vitales. En el trabajo de Mendinueta la
contemplación del dolor es una reflexión sobre el ser colombiano
caribeño modelado por el sol y la desesperanza heredada como el
amor al tamarindo.

140
Hace unos años nos daba mucha ilusión ser considerados uno de los
países más felices del mundo. En Barranquilla las paredes amarillas
eran motivo de orgullo porque éramos la ciudad más feliz, del segundo
país más feliz. Pero la felicidad tiene sus grietas. Ser feliz implica
olvidar el color de la voz personal y ajustarse, como quien se quita
un brazo, a una caja de cemento. La poeta nos recuerda que más allá
de la moldura sonriente del “cógela suave” hay dislocaciones, tejidos
rotos que no se han podido sanar y que siguen irresueltos, aunque
estén protegidos por el mito nacional de la familia extendida. Su guiño
consiste en regresar al mito de origen (casa, finca, jardín, cuarto), y
dejar espacios de pausa en sus poemas para que nuestras soledades
colectivas afloren.

Si hay algo de lo que su obra da cuenta es sobre el carácter desintegrado


de nuestra colectividad. Nuestra soledad natal, rodeados y rodeadas
de seres que duermen junto a nosotros bajo el mismo apellido y roen
sus odios privados en la mesa del comedor cada mañana —ya la habría
dicho Rojas Herazo en otra parte—. Como escribe en “Álbum familiar”:
“Los años poco fueron dejando: un álbum familiar anclado en un
imposible presente/ evidencias de una familia/ que suele reunirse en
fotografías y poemas./ Seis soledades, con sus seis soles, /que han de
conocerse y desconocerse siempre”. No hay colectividad perfecta en
su poesía. En su reticencia a la cicatriz de lo “feliz”, Lauren Mendinueta
nos permite tener una visión mucho más honda de las contradicciones
emocionales colombianas. Su terquedad de seguir nombrando álbumes
familiares, países, postales del Caribe de la infancia es un esfuerzo por
llegar al horror de donde surge nuestra obsesión por huir. En su poesía
podemos comprender el porqué de nuestra necesidad. La urgencia de
vivir a distancia y tomarnos fotos con abrigos y gorros de invierno para
decirle a los extraños que triunfamos: estamos convencidos de que para
amar mejor a los seres primeros de nuestra vida, pero en particular, al
material que compartimos con las trinitarias caribeñas, hay que irse
para finalmente nombrar y ser liberados y liberadas de la ira.

141
Como el verso del jamaiquino Ishion Hutchinson: “The beauty of the
trees stills her;/ she is stillness staring at the leaves”, la belleza de su
poesía migrante se sostiene en su capacidad de contemplar en sosiego
el filo que abrió su herida como prima, hija, hermana, madre del Caribe,
así como las capas de su gozo como observadora del mundo. Es este
reconocimiento contemplativo de lo particular lo que transforma su
trabajo en álbum emocional del Sur Global hispánico inmigrante y
en uno de los referentes más poderosos para todos los que tenemos
como patria una lengua de soles ardientes.

142
Efraín
Villanueva /ALEMANIA

Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros


Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla,
2017) y Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Concurso Nacional
de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander, 2018). Es MFA en
Escritura Creativa de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado
en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá. Sus trabajos,
en español e inglés, han sido publicados en diversas antologías y medios
como Granta en español (España); Arcadia, El Heraldo, Pacifista, Vice
(Colombia); Revista de la Universidad de México; Roads and Kingdoms,
Iowa City Little Village Magazine, Literal Magazine, Iowa Literaria (EE.
UU.); entre otros.

143
El abrazo íntimo
de Efraín Villanueva
FA RIDE S LUGO

Siempre es un reto como lectora extraer lo esencial de la escritura de


un autor, aquello que lo identifica de manera muy cercana y particular,
para ofrecerlo como interpretación, como lectura personal y acertada
a los otrxs. Cuando me esfuerzo por pensar cuál sería ese espíritu que
habita en la creación literaria de Efraín Villanueva, en cómo describir su
rostro a un futuro lector o lectora, me llega la imagen de una escritura
que te abraza en la oscuridad y cálida intimidad de una cama; pienso
en lo profundo y oculto del hogar, el espacio privado, ese que se aleja
del ruido, el movimiento y los destellos externos.

Después de leer su novela Tomacorrientes inalámbricos y su diario


pandémico Adentro, todo. Afuera… nada siento que ambas obras se
fusionan en mí, se complementan, cada una me muestra más de lo
mismo, pero sin repetirse. Y esto tiene que ver, tal vez, con el recurso de la
autoficción al que este escritor, sin duda, apela y a la construcción de un
universo sumamente rico que ha fundado su existencia en la abundancia
de detalles del habitar la cotidianidad sin mayores pretensiones. En
los dos libros los objetos comunes del día a día toman protagonismo:
el lavavajillas, una mesa, la cama, lo que testifica una habitación, un
estudio que presencia la mucha o poca productividad; una hamaca, un
colador de pasta; todo se muestra más cercano y cargado de sentido bajo
la persistente observación de sus narradores.

144
Efraín Villanueva afirma que su gran tema de escritura es la vida
misma, y se nota que entrega gran parte de su experiencia personal al
ejercicio de la autoficción para “escarbar la basura de lo personal” en
busca de esas pequeñas iluminaciones que tienen lugar bajo nuestro
techo y que mucho revelan de nuestra condición humana: un abrazo
silencioso de dos cuerpos en crisis tendidos en su cama, un ataque de
pánico en el estudio después de semanas de bloqueo escritural, una
pesadilla de viajes repetitivos y sin ningún destino que rebela que ya
estábamos perdidos mucho antes de la pandemia, etc.

Resulta profunda su descripción de las pequeñas acciones de personas


“normales” en su cotidianidad, porque su observación detallada de la
minucia encierra agudeza, logra revelarnos “algo” de nuestro propio
mundo personal. No necesita acudir a tramas elaboradoras, recovecos
y argumentos construidos para enganchar. La escritura de Villanueva
ha escogido el camino de la sencillez, la belleza de lo simple y honesto;
casi que la austeridad y con una estructura fragmentaria, que refuerza
esa sensación de estar siendo testigos de instantes vitales, abandona
toda pretensión de artificio y muestra, tal y como puede llegar a ser de
bueno o malo, el paso de las horas, la vida.

Aunque su reino creativo se funda en lo que ocurre en el espacio


privado, en el necesario encierro humano, no estamos frente a
una escritura claustrofóbica. Los narradores también observan en
ocasiones el afuera, casi siempre desde una mirada muy íntima,
como si transcribieran impresiones. Efraín V. sostuvo en varias
oportunidades que sus narradores se limitan “a observar, no a
juzgar”. Sin embargo, yo planteo que toda mirada, toda percepción
ya lleva implícito un filtro, un lugar desde donde se contempla, no
hay punto cero de la percepción. Y si miran en detalle esos eventos
que “simplemente se están observando” en sus páginas, creo que
los lectores también encontrarán que en su mayoría se trata de la
experiencia de un extranjero que posa su mirada sobre temas nada

145
inocentes: los diferentes perfiles de migrantes en una oficina consular
renovando documentos, el aislamiento de una persona que no domina
bien un nuevo idioma en eventos sociales, la amenaza xenófoba, el
comportamiento de los consumidores en las grandes plataformas
de ventas, el miedo y el absurdo que ha traído consigo la pandemia
por el COVID-19, al punto de celebrar fiestas donde los asistentes
solitarios bailan con tapabocas en círculos trazados en el piso. Cada
tema propuesto en este tipo de escenas “exteriores” nos despierta
de inmediato el sentido crítico y la aparente neutralidad con que se
narran hace que el hecho, el dato, el contexto explote en su propia
tensión ante nuestros ojos. Yo nunca dejé de sonreír mientras lo leía.

La materia que alimenta la escritura de Villanueva es inagotable.


Su obra nos es aterradoramente cercana. Su mundo cotidiano nos
envuelve de forma sutil, nos invita a pasar, nos deja ser testigos de
peleas entre parejas, nos despierta la pulsión voyerista y nos atrapa
entre el abrazo que hace vaciar los ojos a sus personajes. Escudriñar así
la vida, con esa profundidad de lupa, nos permitirá seguir disfrutando
de este autor para rato. Y qué bien que así sea.

146
Jaime Manrique
Ardila / EE. UU.

Poeta, narrador y ensayista, ha escrito su obra en español y


en inglés. Recibió el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote
Lamus en 1975 por su primer libro,  Los adoradores de la luna.
Ha publicado, tanto en español como en inglés, los libros  El
cadáver de papá  (1978; Seix Barral, 2019),  Notas de cine  (1979),  Oro
colombiano  (1983),  Luna latina en Manhattan  (1992),  Twilight at
the Equator (1997),  Maricones eminentes: Arenas, Lorca, Puig y
Yo (2000), Nuestras vidas son los ríos (2006; Seix Barral, 2019), El callejón
de Cervantes (2012) y Como esta tarde para siempre (Seix Barral, 2018).
Algunos de sus poemarios son  Mi noche con Federico García
Lorca (1995), Tarzán, mi cuerpo, Cristóbal Colón (2000) y El libro de los
muertos (poemas selectos 1973-2015). En 2000, recibió una beca de la
Fundación John Simon Guggenheim, y en 2007, Nuestras vidas son los
ríos recibió el International Latino Book Award a mejor novela histórica.
La versión original en inglés de  Como esta tarde para siempre  fue
publicada en 2019 por Akashic Books en Nueva York y fue finalista
del Lambda Book Award de 2020 como mejor novela gay del año.
Actualmente, Manrique es Distinguished Lecturer del City College de
Nueva York. Su obra ha sido traducida a quince idiomas.

147
El desprecio de los Jaimes Manriques
A. JULIANA ENCISO

Me recordaba a muchos de los colombianos que conozco, llenos de prejuicios y carentes


de compasión. Aunque tenía una apariencia inconfundible de indio guajiro, se refería a
los colombianos como “indios salvajes”.
J A I M E M A N R I Q U E ( E L OT R O J A I M E M A N R I Q U E )

La primera extranjería es la lucidez. Luego ser mujer, bilingüe,


trilingüe. Tener acento y un cuerpo que responden a distintas formas
de la luz según el lugar en el mundo. Crecer como un hijo bastardo y
homosexual. Ser de aquí y de allá sin reclamar posesión de un carácter
particular. La extranjería es observar un espacio físico —llámese mar
Caribe, jardín interior con trinitarias, Roosevelt Avenue, un salón
burrero de la vía 40— con la familiaridad del recuerdo y el recelo de la
memoria. Es desconfiar de los discursos del arraigo, de las versiones
únicas de la historia y reconocer que hay en cada orgullo nacional (sin
importar el país) la tentación a temer al otro porque su diferencia es el
límite de lo que no podemos comprender.

Sin embargo, en el caso colombiano explorado por Manrique en


su obra, nuestro pánico, la rabia está direccionada hacia nosotros
mismos. Somos el pueblo caníbal que se devora, se desprecia, se
inventa niveles de blancura para no reconocer al indio, al negro que
reverbera en nosotros cuando vemos a otro con la historia de nuestras
pesadillas familiares preguntándonos la hora. Somos un colectivo
al que le cuesta ser comunidad, en particular cuando estamos fuera
de Colombia y alguien nos pregunta con el tono grueso de la casa si
sabemos dónde se consigue Chocoramo.

148
La obra de Jaime Manrique dista de ser el trabajo de un colombiano
ilustre, o el de un exiliado tocado por el éxito en la industria editorial
norteamericana. Al contrario, su universo creativo es una búsqueda
del malestar como una forma de reflexionar sobre nuestros deseos y
miedos recurrentes, tomando como referente las pasiones humanas
en gran medida cultivadas alrededor de Colombia como país de
origen. No busca complacer ni suavizar el lenguaje para ajustarse
a la pretensión de lo bien dicho tan afín a las buenas costumbres y
los modos de una poesía que no desea estorbar. Leerlo nos lanza a
ese territorio agorafóbico de los escritores intimistas como Sharon
Olds, Albert Camus, Vivian Gornick y Emily Dickinson. Entre la ficción
de lo autobiográfico y la veracidad de los sentimientos intensos de
sus narradores, sus historias nos expulsan del lugar seguro de lo
moralmente “correcto” para obligarnos a recorrer las zonas más
difíciles del autorreconocimiento personal.

Como lectora le agradezco la ira, el asco, la indiferencia, el desprecio,


el clasismo, el fastidio de sus Jaimes Manriques, de sus Villalbas, de
sus pícaros. Igual que quienes hemos visto a nuestro violador en el
supermercado y sabemos que es una cara familiar de la infancia,
Manrique al cuestionar el pacto ficcional de la mentira y la verdad
en su técnica narrativa; al mezclar la metáfora de la monstruosidad
con la memoria personal de la historia nos plantea una experiencia
liberadora de lectura. Al arrancarnos el pudor de nuestro sufrimiento
colectivo, su obra nos abre un canal de contacto con nuestra vergüenza
nacional íntima que hace imposible la creación de tejidos colectivos
como país. Odiamos y desconfiamos de los colombianos porque no
podemos digerirnos por diez minutos en el teléfono siendo meramente
colombianos; sin pretender una historia diferente a la que nos figuró.

Maestro en la creación de escenas donde los personajes son descritos


en pocos rasgos —como sucede con el arte de la adjetivación de Carson
McCullers o Irvin Shaw en su narrativa— y, en el caso de su poesía,

149
la conciencia de la escena como un espacio para pulir plasticidad de
la lengua; es difícil decir que Manrique es un colombiano que solo
escribe en inglés o un poeta norteamericano que traduce al español. Su
literatura es un proyecto entre mundos: entre la costa Este y los palos
de mango y ciruela; entre la pasión por Melville y Blake y la devoción
por Luis Cernuda; la fascinación por la belleza árabe y la sabiduría del
Siglo de Oro español.

Manrique podría ser el gemelo transatlántico de Amin Maalouf


el “asesino” de identidades fijas y representables con las que los
académicos ganan sus becas y sus viajes internacionales. Frente a
su identidad fluida este escritor francés, cristiano de nacimiento,
hablante nativo de árabe nacido en el Líbano afirma: “Lo que me
hace ser yo, y no otro, es ese estar en los lindes entre dos países, de
dos o tres lenguas, entre varias tradiciones culturales. Eso es lo que
define mi identidad”. Manrique, como Maalouf, es un creador entre
linderos: es tanto el chico que bailaba mambo en Barranquilla con su
tía, el hombre que disfruta la precisión del inglés de Elizabeth Bishop,
como el observador del torso desnudo de un muchacho carioca en
algún lugar del que solo conocemos las coordenadas de su goce.
Precisamente es esa condición múltiple la que hace de su trabajo una
invitación a emanciparse de los rótulos e ingresar en la experiencia
fluida y transitoria de tener un yo relativo.

En Manrique la vida sucede como una imagen. Y las imágenes carentes


de fondo aterran porque conllevan a una experiencia honda del presente
donde no somos más que el ahora donde suceden los encuentros. En
el caso de lo colombiano —como sucede en el personaje de “El día que
Carmen Maura me besó”— el horror radica en que no hay nada que pueda
excusar nuestro cambio, el fastidio a los amigos que nos recuerdan
la vida en Colombia. En el presente vacío de las escenas de Manrique
no hay reparación que pueda excusarse en el pasado o la redención
geográfica en el futuro. Lo que nos conduce al leerlo a aceptar el amor

150
y el odio hacia la geografía primera que tenemos en lo profundo de los
huesos. En ese sentido, su escritura es la de un artista preocupado por la
sinceridad. Y su sinceridad es el obsequio de su escritura.

En épocas de provincialismos y fascismos que siguen llamando


a tomar partido por la cara única y “correcta” de la identidad, leer a
Manrique es un ejercicio liberador de esa imposición. Podemos en sus
narradores leer la cara fea con la que nos descubrimos cada mañana
como colombianos y en cierta forma intentar ser más compasivos
con ese otro que somos en la colectividad. Hay en sus cuentos un
espacio en blanco para aceptar nuestro pánico y ver que aún en
nuestra monstruosidad, esta vocación titánica de devorarnos, la vida
es bella porque —como dice su poema “El extranjero”—: “Millares de
golondrinas vuelan/ sobre nosotros como alfombras mágicas/ en el
cielo entintado”.

151
Laura Estrada
Márquez / E S PA Ñ A

Poeta, fanzinera, artista de collage y de otras artes visuales. Su poesía


gira en torno al cuerpo, la sexualidad, la migración y las identidades
fragmentadas. Se mudó a Sevilla (España) cuando tenía once años
y vivió dividida entre Colombia y España hasta 2011, cuando se
asentó definitivamente en la capital andaluza. En 2016 se graduó de
Humanidades en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Tiene
una plataforma artística de autoedición llamada “Se acabó mi yuca”,
desde la que publica fanzines con una visión DIY. En febrero de 2021
publicó su primer poemario, Patios interiores, con la editorial Graviola.
También publica esporádicamente en revistas literarias. Actualmente
es profesora de inglés en una escuela de idiomas en Sevilla. Fue
seleccionada como mujer migrante destacada por la Cancillería de
Colombia (2016), a raíz de los proyectos artísticos que lleva a cabo con
diferentes organismos internacionales.

152
Un techo amenaza con caerse:
Laura Estrada Márquez y su poética en
descomposición
TAW N Y M O R E N O B A L O C O

En la novela Estrella Madre (2020), del escritor barranquillero


Giuseppe Caputo, nos topamos con una torre en ruinas, descascarada,
en perpetua decadencia. Frente a ella, observamos un edificio en
construcción: día tras día, un grupo de obreros sueldan y martillan las
paredes de la nueva torre. En esta calle especular, una casa nace y la
otra se derrumba.

Hace algunos meses terminé de leer Patios interiores (2021), obra de


la poeta colombiana Laura Estrada Márquez. Al cerrar el libro, aquella
imagen de Estrella Madre se me vino a la cabeza: una casa nace y la otra
se derrumba. Sin embargo, tuve la sensación de que en el poemario la
decadencia y la renovación coexistían en la misma casa.

Junto a las paredes

siempre

al borde

del derrumbe,

florecían las trinitarias y los coralitos.

153
Patios interiores es el primer libro publicado por Estrada, quien nació
en Barranquilla a principios de los años noventa y tuvo una infancia
marcada por las mudanzas y la migración. En su obra, las casas tienen
vida propia: respiran, crecen, se enferman, gritan y patean, al igual
que los objetos que las pueblan. Los poemas de Estrada Márquez
pueden ser leídos como puertas y ventanas a través de las cuales nos
adentramos en la intimidad de un hogar. Un hogar roto y maltrecho,
lleno de costras y heridas abiertas… pero suyo, a pesar de todo.

Con un lenguaje fresco y cargado de ritmo, la autora nos introduce en


los patios de su infancia y nos permite caminar entre los escombros
de su memoria. Poema a poema, vamos descubriendo los rincones
de esta morada. Y, al mismo tiempo, comprendemos que, tal como
afirmó Virgilio González Briceño, las raíces que la atan al Caribe son
tan fuertes como las alas que la llevan a atravesar océanos y ríos
hacia nuevos territorios. En este sentido, las preguntas alrededor del
pertenecer y la fluidez de las identidades operan como pilares en la
estructura de este edificio en construcción que es Patios interiores.

Otra escena que se posó ante mis ojos después de haber leído la obra
de Laura, corresponde a un poema de John Templanza Better, autor
caribeño. El poema se titula “Casa/Crimen”. En él, el protagonista
sale a la calle con su casa al hombro, con la intención de venderla al
mejor postor. Al poco tiempo, una multitud se trepa por su espalda y
se instala en el interior de la casa. Un crimen ha ocurrido allí dentro,
y ahora nadie quiere salir. Al hombre no le queda más remedio que
echar llave y seguir caminando con su casa a cuestas. Las metáforas
alrededor de la multiplicidad que nos habita y las analogías entre el
cuerpo y el hogar están presentes tanto en esta pieza de Better como
en toda la obra de Estrada Márquez.

El cuerpo como casa, como edificación en ruinas, es otra de las


obsesiones de esta autora. En Patios interiores y en los fanzines que
Laura ha publicado durante los últimos años, la sed y la voluminosidad

154
de los cuerpos demandan nuestra atención. Barrigas flácidas,
vaginas hambrientas, axilas húmedas, entrepiernas peludas, codos
resecos y cicatrices demasiado visibles. Toda la descomposición y
la belleza de la carne viva, de lo orgánico que nos une. En contra de
las representaciones que idealizan a los cuerpos femeninos, Estrada
Márquez se compromete con una poética de lo sucio y lo desencajado.
De allí el diálogo tan íntimo que Laura sostiene con la obra de Fátima
Vélez Giraldo, una autora colombiana que se ha caracterizado por
explorar poéticamente la decadencia y la fragilidad de los cuerpos.

Esta fragilidad también aparece en Patios interiores a la hora de


hablar sobre la tristeza, la angustia y el cansancio que con frecuencia
experimentamos bajo este sistema vertiginoso y neoliberal. Piezas
como “Arqueología del cuerpo” y “Perritos domésticos” pueden ser
leídas como radiografías de una época. En ellas, con mucho humor y
sagacidad, Laura plantea importantes preguntas sobre los crecientes
debates alrededor de la salud mental y la necesidad de construir
sociedades más lentas, más ajustadas a los tiempos orgánicos del
planeta que es nuestra casa.

El desamor, el erotismo intrafamiliar y todas las rupturas (afectivas,


culturales) que debemos experimentar a lo largo del doloroso proceso
de devenir “adultas”, también se encuentran presentes en la poesía
de Laura. Los textos que componen Patios interiores, al igual que los
poemas-collage que aparecen en sus fanzines, lanzan cuestionamientos
espinosos sobre los afectos, la amistad y la manera en que nuestras
relaciones familiares nos moldean y nos quiebran. Deseo que este
pequeño vistazo a la obra de una autora tan deslumbrante como oscura,
sea para ustedes, lectores y lectoras, un viaje hacia el interior de sus
propias casas y cuerpos. Uno en el que descubran por sí mismos que,
por más que las costras sanen y se caigan:

La piel sigue siendo abismo.

155
Fadir Delgado
Acosta / C O S TA R I C A

Es magister en Creación literaria. Premio Internacional de Poesía


Tiflos de España, 2021. Premio Internacional de Poesía Universidad
Nacional de Costa Rica, UNA Palabra, 2020. Premio Distrital de Poesía
de Barranquilla, 2017. Premio en Poesía del Concurso Internacional
de Literatura de la Universidad de Buenaventura de Colombia, 2014.
Premio Distrital de Barraquilla de Cuento, 2018. Mención especial del
Premio Internacional de Poesía de Puerto Rico, 2020. Finalista del VII
Premio Internacional de Poesía Jovellanos de España, 2020. Entre
sus libros se encuentran: La Casa de Hierro y El último gesto del pez
(Colombia); Lo que diga está lleno de polvo (Ecuador); Sangre seca en el
espejo, antología personal (Costa Rica); La tierra que se tragó el cuerpo,
antología personal y La temperatura exacta del miedo (España). Tiene
un libro de cuentos titulado: No es el agua que hierve. Su libro El último
gesto del pez fue traducido y publicado en francés por la editorial Encre
Vive de París en 2015.

156
Sangre y palabra: Fadir Delgado
FA RIDE S LUGO

Tuve que empezar este pequeño comentario crítico con una anécdota
personal, pero a veces los textos se empeñan en nacer de cierta
forma específica. Hace unos años mandé uno de mis cuentos para
posible publicación a El Heraldo. El editor cultural de ese entonces
me respondió que era un buen texto, pero que ellos le apostaban
a cuentos que “hicieran volar”, que no fuesen tan tristes. “Cola de
cerdo” salió poco después en Universo Centro de Medellín, ciudad
que sí se ha atrevido a narrar las tinieblas urbanas. Esto siempre lo
tengo presente porque en Barranquilla, mi ciudad, es el único lugar
donde me han rechazado un texto para publicación. Y más allá de la
anécdota personal, esto es apenas un ejemplo que muestra cómo el
medio influye y presiona para que unos temas sean públicos y otros,
no. Los gustos e intereses particulares pueden funcionar también
como censuras que invisibilizan ciertas narrativas.

A Fadir Delgado, por supuesto, no la considero una escritora


invisibilizada, en lo absoluto. Mucho antes de leerla ya tenía
referencias de ella por su gestión cultural incansable y de tradición
con Casa de Hierro. Era de esas autoras de las que no había tenido
tiempo de leer una palabra, pero en mi imaginario ya se había
posicionado como alguien que “debo leer y debe ser buena”. Sin
embargo, ahora que lo pienso, tampoco había escuchado hasta ese
momento un comentario concreto de alguien más sobre cualquiera
de sus textos. Por casualidad, un día me topé con su libro de cuentos

157
No es el agua que hierve en una casa de Barrio Abajo. De inmediato lo
pedí prestado y leí con mucha expectativa cada uno de sus cuentos.
Se sumaba, además, el interés que significa encontrar a otra mujer-
escritora-contemporánea que le apostara a la narrativa en la ciudad.
Como lectora de narrativa me fue mucho más fácil aproximarme a su
escritura desde allí, y no desde la poesía que era lo que Delgado venía
publicando antes de 2018. Concluí que ese libro de cuentos era una
joya escrita por alguien supremamente inteligente y talentosa. Pero,
para que mi anécdota personal cobre sentido en este texto, remato
compartiendo con ustedes que Fadir Delgado es una escritora que no
sucumbe ni satisface el gusto barranquillero. Y eso me alegra mucho.

No es el agua que hierve nos abre la puerta de casas clausuradas, llenas


de polvo y espejos. Sus historias son tenebrosas, sus protagonistas
habitan el mundo en estados alterados. Ellas mienten y matan. El
escritor Enrique Patiño describe esta antología como “un acto de
posesión hipnótica” y no pudo ser más acertado. Leer los cuentos
de Fadir Delgado fue confirmar una intuición literaria: aquí hay una
pluma respaldada por la disciplina que traza caminos asombrosos
para sí misma y para sus personajes.

No menos sorprendente para mí fue constatar que en su poesía


también se mantiene ese hechizo oscuro. Leer Escritura del precipicio,
su antología poética personal, significó constatar que Delgado es
una adoradora del mundo oculto y una escritora que ha enfrentado
fantasmas indecibles en su obra, una y otra vez, de manera obsesiva
aparecen los hospitales, la enfermedad, la sangre, la herida profunda
de la maternidad, los ritos religiosos del Caribe. Tanto la trama de
sus cuentos, sus imágenes poéticas y los objetos que pueblan su
universo literario giran alrededor del lado oscuro, sus espacios no
son complacientes, sus voces no son edificantes. Ahora, también
me causa asombro haber recibido varias referencias de lo gótico
tropical en la ciudad desde la plástica (por ejemplo, la artista María

158
Isabel Rueda) o desde la narrativa (John Templanza Better), pero no
haber tenido noticias de Fadir Delgado en esta misma línea. Sin el
deseo de etiquetarla como autora, propongo esta reflexión porque es
importante leer a las y los autores en su contexto, en diálogo con sus
líneas vecinas o hermanas, es decir, hacer la tarea de pensar la riqueza
de la intertextualidad.

En Circunfesiones el filósofo Jacques Derrida describe una imagen


muy diciente de lo que es la escritura para él: sangre. Sangre que va
directo de su brazo, de sus venas, a la página. Una noche, una callejuela
con un hilo de sangre que nos conduce a una fachada, una incitación
a asomarnos por la ventana y mirar las tinieblas y el polvo del interior
de esa casa, las sábanas que cubren los espejos y las telarañas en los
rincones; al fondo, una abuela ciega meciéndose compulsiva en su
mecedora… Esas son las imágenes que me despierta Fadir Delgado
con su obra, y yo agradezco profundamente siempre que encuentro
a una pluma que no le teme a explorar los laberintos escabrosos de
nuestro paso por este mundo. Y es que, en últimas, existen muchas
formas de “volar”.

159
Dinah Orozco
Herrera / EE. UU.

Conocida como Ashanti Dinah. Es activista, poeta y docente


afrocolombiana. Licenciada en Educación de la Universidad del
Atlántico. Magíster en Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro
y Cuervo.  Es doctorante de la Escuela Graduada de Artes y Ciencias
(GSAS) de Harvard University. Ha ganado varios premios, entre
ellos, se destacan: Mención de honor y segundo lugar en la Beca de
creación de obra inédita de una autora afrocolombiana, negra, raizal o
palenquera (2020) del Ministerio de Cultura; Premio-reconocimiento
“Día Internacional de la Mujer Afrolatina, Afrocaribeña y de la Diáspora”
(2019); Premio Benkos Biohó (2016) en la categoría de Etnoeducación
por su contribución como docente del Programa de Pedagogía
Infantil de la Universidad Distrital. Sus poemas han sido traducidos
al portugués, inglés y al búlgaro. Su poemario Las semillas del Muntú
(2019) fue publicado por Escarabajo Editorial, Editorial Abisinia y Nueva
York Poetry Press. Desde una perspectiva sociocrítica de la literatura,
estudios culturales y decoloniales sus investigaciones se han centrado
en indagar y analizar cómo algunas obras literarias de escritoras y
escritores afrolatinoamericanos tensionan el código institucional
y monológico de la lengua imperial, y contestan al racismo y otras
formas de opresión a partir de una suerte de cimarronaje estético.

160
Una lengua de selva:
Ashanti Dinah y su crepitar de hojas secas
TAW N Y M O R E N O B A L O C O

Ninguno me hará creer a mí,


nacido en la sabana,
que una pantera
se desviste de su pelaje
para disolver en el anonimato
toda huella de su piel.
G A B R I E L O K O U N DJ I

A finales de mayo de 2021, Juliana, Farides y yo comenzamos a


construir un proyecto cuyo propósito era visibilizar y hacer circular
las obras de autoras y autores caribeños que se encontraran fuera de
Colombia. Para formular la propuesta, necesitábamos encontrar un
concepto articulador, un elemento que fuese común a las estéticas
y apuestas de los autores que teníamos en mente. Nos dispusimos a
investigar y buscar antologías, entrevistas y textos críticos que, en el
pasado, hubiesen abordado las letras del Caribe colombiano bajo el
lente de la extranjería y el desarraigo. Uno de los documentos con los
que nos topamos era una entrevista trenzada que El Tiempo publicó
en 2004, titulada “Escritores en la diáspora”, y en la que figuras como
Julio Olaciregui, Freda Mosquera y el mismo Jaime Manrique hablaban
sobre sus experiencias como escritores migrantes. A partir de aquella
lectura, la palabra “diáspora” comenzó a orbitar frente a nuestros ojos.
Nos preguntábamos si habríamos encontrado ya nuestro concepto
articulador. Decidimos acogerlo de manera provisional, y comenzamos

161
a limitar la selección de nuestras autoras y autores, dándole prioridad
a aquellos cuyas obras dialogaran mejor con la noción de “diáspora
colombiana” que andábamos construyendo. Sin embargo, algo no
terminaba de encajar: mientras más leíamos sobre la historia y los
significados de aquella palabra, menos convencidas estábamos de
la posibilidad de afirmar la existencia de una “diáspora colombiana
de escritores”. Incluso, en aquella entrevista trenzada de El Tiempo
la mayoría de las autoras y autores se mostraban confundidos frente
al concepto. Al cabo de un par de semanas de intensas discusiones
y lecturas, decidimos dejar de utilizar la palabra “diáspora” como eje
central del proyecto, y terminamos optando por la “migración” como
elemento aglutinante.

Durante aquellas semanas de largas disquisiciones alrededor de


la palabra “diáspora”, nos topamos con el poemario de la escritora
afrocolombiana Ashanti Dinah, la única voz dentro de esta antología
cuya obra no fue escrita en el extranjero. Los poemas que componen
Las semillas del Muntú fueron paridos en el Caribe y germinaron a
partir de un proceso de búsqueda espiritual que la escritora comenzó
hace más de veinte años. Si bien Ashanti no era en propiedad una “voz
migrante”, en el sentido en que sí lo es Jaime Manrique o Laura Estrada,
ningún autor encajaba mejor que ella en la noción de “diáspora” que
tanto habíamos discutido. El título mismo del poemario arrancaba
con una imagen diaspórica: las semillas. Un salpicón de semillas que
se esparcía y se dispersaba a lo largo y ancho de las Américas para
fecundar la tierra negra. En nuestro proceso de reestructuración del
proyecto, y la consecuente adopción de “Voces Migrantes” como eje
articulador, estuvimos a punto de dejar la obra de Ashanti Dinah por
fuera de la selección. Por fortuna, al poco tiempo nos enteramos de
que Ashanti se había radicado hacía un par de meses en los Estados
Unidos, gracias a una beca que recibió para cursar estudios doctorales
de la Universidad de Harvard. Sus poemas seguían sin ser textos
gestados bajo la condición de “inmigrante”, pero la fuerza diaspórica

162
de su palabra y la coincidencia de su reciente tránsito hacia el Norte
nos hicieron sentir que podíamos darnos la licencia de incluir a esta
potente escritora en El territorio ausente. Al fin y al cabo, todas las
antologías y selecciones operan bajo un margen de “caprichosidad”.
Dicho todo esto: sumerjámonos en las aguas afroatlánticas de esta
joya de la literatura contemporánea.

Las semillas del Muntú es la primera parte de una trilogía que abraza
el legado del escritor Manuel Zapata Olivella, el Ekobio Mayor,
consignado en su gran epopeya negra Changó, el gran putas (1980). En
su ópera prima, Dinah Orozco Herrera se reconoce a sí misma como
“tataranieta del Muntú”, una filosofía que recoge la sabiduría y las
enseñanzas de los pueblos yoruba, congo bantú, y otras civilizaciones
del África Occidental. En palabras de Zapata Olivella, la “prédica mayor”
del Muntú “va dirigida a la enseñanza de los principios fundamentales
de convivencia” entre nuestra especie y el universo que la sostiene. Lo
humano se encuentra trenzado a lo animal, lo vegetal, lo mineral y lo
celestial, y entre todos estos elementos se teje una relación de íntima
familiaridad. Estos principios de humanidad africana son los que
Ashanti condensa en piezas como “Cuerpo de astronomía” y “Destino
del Muntú”, donde las figuras del nudo, la constelación y el cordón
umbilical son centrales.

Por otro lado, la estructura del libro, y el orden en el que van


apareciendo los textos, es coherente con las jerarquías espirituales
que se establecen bajo las premisas del Muntú. Los primeros poemas
narran el nacimiento orgásmico de la creación y nos invitan a recordar
que nuestros cuerpos son vestigios de fuego y de polvo milenario, en
ellos se concentra “la esencia de todo lo que vibra y fluye”, de todo lo
que fue, es y será.

Una vez presentados los pilares de su mitología fundacional, la autora


procede a rendir homenaje a los difuntos. Según ella misma me explicó
en algunas de nuestras conversaciones, en la cosmovisión del Muntú

163
los muertos siempre anteceden a los dioses y a los Orishas. En palabras
de Ashanti: “El muerto parió al santo”. Y este poemario puede ser leído
como un gran canto de alabanza a los ancestros, esos que hicieron
posible que hoy ella pueda transitar los caminos de la palabra.

Una de las piezas que más me conmovió se titula “Dualidad del tiempo”.
Allí la poeta desarrolla una profunda reflexión sobre la imposibilidad
de entender la vida y la muerte como contrarios irreconciliables. Entre
el cielo y la tierra, entre el adentro y el afuera, “no hay separación”,
nos dice. Considero que, en la escritura anudada de Las semillas del
Muntú, Dinah Orozco Herrera expone una epistemología que se rebela
en contra de las lógicas oposicionales de la razón occidental. Este
poemario es una celebración de la ciclicidad y la unidad orgánica del
mundo. Con cada palabra, la autora trastoca “la sintaxis colonial”, y nos
enseña que el día y la noche no son más que máscaras de un mismo
rostro, “extractos de una misma sangre”. En diálogo con el escritor
antillano Kamau Brathwaite, el poemario de Ashanti traza su propia
marealéctica, y el movimiento de vaivén de las olas, al igual que el de
las caderas al son de una cumbia, se entiende como representación
de los trazos circulares que marca el tiempo.

En su consagración como sacerdotisa yoruba, Dinah Orozco Herrera


renació como Ashanti, y fue designada “hija de Oggún”, un Orisha cuyo
símbolo principal es el machete, herramienta a través de la cual se abre
camino entre la vegetación de la selva. Mientras leía Las semillas del
Muntú, llegué a sentir que con esta obra la poeta estaba invitándome
a practicar una ética de la escucha. A lo largo del libro, Ashanti se
detiene con delicadeza a escuchar los susurros de las hojas, el crepitar
de los árboles y el viento, la melodía del agua y las abejas. Sabe que,
atendiendo a estas sinfonías de la selva, será capaz de escuchar a sus
ancestros, esos que “nunca mueren: sólo funden su rumor de aliento
con la tierra”.

164
Hace algunos años, el poeta nigeriano Wole Soyinka afirmó: “Un
tigre no proclama su tigritud. Simplemente salta sobre la presa”.
Con su escritura trenzada, Ashanti le responde a Soyinka desde
esta latitud, y está convencida de que, si hay tigritud, ella ostenta
orgullosa una panteritud caribeña, una ferocidad que no le tiene
miedo a sacar el machete y lanzarnos sus versos de rompesaragüey
directo a las venas.

165
Fuentes

L AU R EN M EN DI N U ETA

Los poemas seleccionados para esta antología pertenecen a los libros


Libre en la jaula (Lima lee, 2020) y Una visita al museo de historia natural
y otros poemas (Sílaba-Animal sospechoso, 2022). Las versiones de
los poemas: “Tierra de nadie”, “Los gritos adultos”, “El regreso” y “Lo
que en verdad pesa” corresponden al primero. “País que ya no es mío”,
“Algunos recuerdos de la casa”, “Intento de retorno”, “Espera continua”,
“El muelle de Puerto Colombia” y “Una mujer que conozco vuelve a su
patria” fueron tomados del libro de 2022.

JA I M E M A N R IQU E

Para esta antología contamos con versiones publicadas e inéditas


del trabajo de Manrique. “Metamorfosis” e “Imágenes” pertenecen al
libro My Night/ mi noche con Federico García Lorca (Painted Leaf Press,
1995). Los poemas “El extranjero”, “Cachemira”, “A Non-Fiction Poem”
son inéditos, así como la traducción de Isaías Fanlo del cuento “El
día que Carmen Maura me besó”. Agradecemos a Jaime Manrique y a
Isaías Fanlo su generosidad.

166
L AU R A ESTR A DA

Los poemas “Nombrar la infancia”, “Casa en obras”, “Irse es irse y


quedarse es quedarse”, “Rituales”, “Refugio” y “Quedarse” fueron
tomados del libro Patios interiores (Graviola, 2021). Los poemas “soy
mi propia fumadora pasiva”, “amor de interné” y “mi casa es oscura
aunque” aparecieron originalmente en el fanzine Don’t eat my flowers
(2018), publicado por la plataforma de autogestión Se acabó mi yuca.
Los poemas-collages “ser mancha ciudad fragmento” y “secuestraron
el cosmos” hacen parte del fanzine Ciudad Fragmento (2019), también
publicado por Se acabó mi yuca.

ASH A N TI DI NA H

Todos los poemas publicados en esta antología fueron tomados del


poemario Las semillas del Muntú, publicado en 2019 por Escarabajo
Editorial, Nueva York Poetry Press y Editorial Abisinia.

167
EFR A Í N V IL L A N U EVA

Los poemas que aparecen en la primera parte de esta antología


pertenecen al diario pandémico Adentro, todo. Afuera… nada, publicado
por Mackandal, 2022. Tomacorrientes inalámbricos fue publicado por
la editorial Collage, 2018.

FA DIR DELG A DO

Los poemas pertenecen a la antología personal Escritura del precipicio


publicada por la Universidad Externado de Colombia, 2021. Los dos
cuentos hacen parte del libro No es el agua que hierve, Collage, 2018.

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E S T E L I BRO S E T E RM INÓ DE EDITAR EN MARZ O DE 2 0 2 2 . CON
L AS E S PAL DAS Y M ENTES CANSADAS DESP UÉS DE DOS AÑOS
D E E N C I E RRO PAN D ÉMICO, P ERO CON LA PASIÓN INTACTA P OR
L OS P ROY E C TOS C U LTURALES E INFINITAS GANAS DE SEGUIR
C ON S T RU Y E N D O EN COLECTIVIDAD DESDE EL CARIBE.

GRACIAS POR LEERNOS.

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