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Ulises Un Arquetipo de La Existencia Hum

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ULISES, UN ARQUETIPO DE LA EXISTENCIA HUMANA

JACINTO CHOZA Y PILAR CHOZA

ULISES, UN ARQUETIPO DE LA
EXISTENCIA HUMANA

T H É M ATA
SEVILLA • 2020
Título: Ulises, un arquetipo de la existencia humana.
Primera edición: 1996.
Segunda edición: 2020.

© Jacinto Choza y Pilar Choza.


© Editorial Thémata 2020.

Editorial thémata
C/ Antonio Susillo, 6. Valencina de la Concepción
41907 Sevilla, ESPAÑA
TIf: (34) 955 720 289
E–mail: editorial@themata.net
Web: www.themata.net
Diseño de cubierta: Editorial Thémata S.L.
Maquetación y Corrección: CCBG, JCh e IGA.

ISBN: 978-84-120032-1-5 DL: SE: 861-2019

Imprime: Ulzama (Navarra)


Impreso en España • Printed in Spain

Reservados todos los derechos exclusivos de edición para Editorial


Thémata. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que es-
tablece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes
indemnizaciones por daños y perjuicios a cualquier forma de repro-
ducción, distribución, comunicación pública y transformación, total o
parcial, de esta obra sin contar con la autorización escrita de los titula-
res del Copyright.
ÍNDICE
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN.........................................7
INTRODUCCIÓN ............................................................................ 9
PROLOGO ....................................................................................... 15
CAPÍTULO I. ATENEA Y LA BÚSQUEDA DEL PADRE ............ 21
1. La figura mitológica de Palas Atenea ................................... 21
1.1. Nacimiento de la diosa .............................................. 22
1.2. Genealogía .................................................................. 23
1.3. Hazañas de Palas Atenea ......................................... 24
1.4. Cualidades y atributos .............................................. 26
1.5. La figura de Palas Atenea en la Ilíada .................................. 29
2. La búsqueda del padre como retorno al origen.
La función de Atenea en la Orestíada ................................. 31
3. Papel de Atenea como inspiradora de Telémaco ..................... 34
4. Escenario de la Odisea. Atenea como protectora
de Ulises ...................................................................................37

CAPÍTULO II. LA MUJER, LOS DIOSES Y EL ARTE..................... 39


1. Ulises y las figuras femeninas de la Odisea ............................. 39
2. Calipso. La belleza de la diosa .................................................. 41
3. Las artes del mar............................................................................ 44
4. Nausicaa. La inocencia de la doncella ...................................... 48
5. Arete. La hospitalidad de la madre reina ................................ 54
6. Hazaña y relato. El arte del poeta ............................................ 59

CAPÍTULO III. LA CONDICIÓN HUMANA Y LOS MUNDOS


TRANSHUMANOS ................................................................................. 67
1. Polifemo. La animalidad prehumana ..................................... 70
2. Eolo. Las fuerzas cósmicas inhumanas ................................... 79
3. Circe. Los poderes máginos antihumanos ............................. 83
4. Descenso a los infiernos. El mundo de los muertos ............. 88
5. El canto de las sirenas ................................................................ 97

CAPÍTULO IV. LA LLEGADA. DESNATURALIZACIÓN Y LA FOR-


MALIZACIÓN DEL ÁMBITO SOCIOFAMILIAR.................................. 99
1. Regreso y alineación. La diosa y el hijo .................................. 100
2. El caos social. Esperanza y veracidad ..................................... 109
3. El «telos» social y la verdad intersubjetiva ............................ 117
4. Reconocimiento y legitimación. La identidad social ........... 121

CAPÍTULO V. VUELTA AL HOGAR Y LUCHA POR EL


RECONOCIMIENTO ................................................................................... 131
1. La llegada a casa. Desprecio y respeto .................................... 133
2. Acogida y protección sin reconocimiento .............................. 143
3. Fracturas del pasado e identificación ...................................... 150
4. Injusticia, duda, desesperación y diálogo .............................. 158

CAPÍTULO VI. RECONCILIACIÓN Y PAZ FINAL ............................ 165


1. Identificación mediante la repetición
pública de la hazaña ................................................................... 166
2. Venganza y reivindicación de lo propio ................................ 172
3. Ulises y Penélope. Reconocimiento conyugal ....................... 177
4. Reencuentro con el padre y reconocimiento. La
guerra y la paz finales ................................................................ 188
Bibliografía ..................................................................................................... 195
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La primera edición de Ulises, un arquetipo de la existencia humana se


publicó en 1996, y la introducción está fechada en Sevilla, en junio de
1995. Fue el resultado de una tarea realizada entre Jacinto Choza y Pilar
Choza, que duró varios años; un curso de doctorado y una tesis para
optar al grado de doctor, y que, al final, pudimos plasmar en un libro.
El interés del tema era responder a la cuestión de si lo que enton-
ces se veía como la descomposición y muerte del hombre, y que ahora
se entiende como la obsolescencia del sujeto moderno, podía remediar-
se de algún modo recurriendo a unas claves de la antropología clásica,
invocadas entonces sobre todo por el estructuralismo y el psicoanálisis,
pero desarrolladas en nuestros estudios según el punto de vista de una
onto-sociología fenomenológica.
La muerte del hombre se ve, finalizando ya la segunda década del
siglo XXI, como la muerte del protagonista de los grandes relatos, en
concreto, del gran relato de lo que se pensaba ser la historia universal,
y resultó ser el relato de un periodo de 2500 años, en el que se integran
las cuatro edades de la historia de occidente: Antigua, Media, Moderna
y Contemporánea.
Al final de la época histórica, de su versión oficial, y de los avatares
de su protagonista, “el hombre”, emerge una nueva conciencia humana
de lo humano, una nueva conciencia del hombre, no como protagonista
de la historia, sino como protagonista de su vida, cuyo sentido y diná-
mica deja de estar supeditado al de la historia.
Quizá uno de los mejores lugares para percibir esa nueva autocon-
ciencia de lo humano sean los museos del hombre y de las bellas artes
de la ciudad danesa de Aarhus, Capital Europea de la Cultura en 2017.
Los museos de bellas artes, y los museos del hombre, en todos los
países del mundo, están organizados según las edades de la historia,
como si eso ya desvelara el sentido de la existencia humana y permi-
tiera comprenderla. Los museos de Aarhus cuando ejerce de capital
europea de la cultura en 2017, están organizados según los ritos de paso
y las etapas de la vida humana: nacimiento, iniciación, emparejamiento
y reproducción, madurez, senectud, muerte y honras funerarias. Las
salas están dedicadas a esos temas, y por ese orden, según las diversas
culturas y épocas.
Esta organización de los museos da prioridad al sentido de la vida
humana sobre el sentido de la historia, y permite entender mejor el
sentido que tiene la existencia para el hombre. Puede desvelar las oca-
siones en que “la historia” se ha entendido y utilizado como ideología,
y no solo como una rama del saber y como una parte de los estudios de
humanidades.
El sentido que tiene una segunda edición de Ulises, un arquetipo de
la existencia humana ahora, en 2019, es facilitar el acceso a una nueva vi-
sión del hombre, depurada casi completamente de las adherencias que
tenía su concepción como “protagonista de la historia”.

Sevilla, 19 de marzo de 2019.


INTRODUCCIÓN

E n 1996 se conmemora el quincuagésimo aniversario de la Dialéctica


de la Ilustración, un libro con el que Adorno y Horkheimer hicieron
el disparo de salida del pensamiento posmoderno y la larga crítica a la
modernidad. Para ambos autores Ulises es el mito del hombre moder-
no, que empieza con el héroe homérico.
Ulises es paradigma de la modernidad porque a partir de él el uni-
verso y el hombre, lo humano y transhumano, la vida y la muerte que-
dan integrados en una unidad racional, es decir, en un relato, y además
en un relato que tiene una estructura lineal. A partir de entonces la vida
se mide con el patrón de la Odisea.
Unos años antes Carl Gustav Jung publica el ensayo ¿Quién es
Ulises?, en el que levanta acta del nacimiento de la subjetividad posmo-
derna. En su reflexión sobre la novela de James Joyce el psicoanalista
suizo comprueba que la vida diaria de un hombre común, tal y como es
dada en la propia conciencia y en sus alrededores, es una odisea, pero
no en el sentido de una secuencia racional con planteamiento, nudo y
desenlace, sino un caos en el que ni siquiera se mantiene la elemental
estructura enunciativa de sujeto, verbo y predicado.
El Ulises de Joyce es un ser, ciertamente humano, pero que vive
después de un período que ha durado casi tres mil años, en el que se ha
estructurado el tiempo según secuencias objetivas y planos articµlables,
y al término del cual esa estructuración salta. El tiempo se desformaliza
y eso significa que la existencia misma y la conciencia dejan de tener el
mobiliario que siempre habían tenido a disposición en los aposentos en
los que siempre habían entrado.
¿Dónde está el principio?, ¿qué es el desenlace?, ¿quién empezó?
Más aún, ¿dónde está el dónde?, ¿por qué no es obediente como an-
tes a su función señalizadora?, ¿qué es esta tremenda huelga de todos
los adverbios? Es lo más pavoroso que cabía imaginar, peor aún, no
cabía imaginarlo y por eso es pavoroso: Joyce merece la hoguera, la
guillotina, la silla eléctrica. Porque la práctica de matar al mensajero
produce el alivio de creer que los eventos no se han producido, y por-
que a veces el no reconocimiento de algo equivale a una condena de
inexistencia, que puede llegar a ser tan eficaz como una anulación efec-
tiva del acontecimiento mismo.
A costa de lo que sea hay que poner orden si no se puede mantener
el que hay. Porque así lo quieren los hombres, o porque así es como
funciona y procede el cosmos a través de la materia inerte, la viva y
la humana. A lo mejor no existe el sujeto, a lo mejor el verbo solo se
despliega atrapándolo todo en sus complejas organizaciones del tiem-
po y forzando una distribución de los acontecimientos. A lo mejor los
predicados se atraen y se repelen de manera que todos los relatos se
componen de fragmentos de una primera secuencia, de un relato pri-
mordial que saltó en pedazos, que se despeñó en una caída original. A
lo mejor no hay ningún relato que sea el primordial, a lo mejor sólo hay
elementos que se combinan de diversas maneras según los modelos
disponibles de ensamblaje.
Los cuentos se desglosan en unas decenas de episodios, que pue-
den componerse en una gama muy variada de relatos, y entonces el
tipo de personas y personajes resultantes se agrupan en relatos que va-
rían según el número de elementos tomados y según el orden en que
se integren. Así ocurre también con una existencia humana y con un
existente humano.
Puede ocurrir que el hombre sea un objeto inventado recientemen-
te, o al menos el hombre ilustrado, y puede suceder que no sea tan
reciente, que date de tres mil años atrás, de Homero y los primeros
filósofos griegos, pero que, en cualquier caso, ese hombre, ese objeto, se
encuentre en fase de extinción y esté siendo sustituido por otro de una
especie distinta, todavía no suficientemente objetivado.
Jung pensó algo parecido. Pensó que la psique emergente en la se-
gunda mitad del siglo tendría una estructura diversa de la psique cono-
cida por nosotros hasta ahora. Que sería generadora de una imaginería
distinta, con otras profundidades, otra dinámica y otro tipo de piruetas
y quiebros en sus saltos y correrías. Pero naturalmente no renunció a
pensarla, es decir, no renunció a pensar el sujeto humano, a convertir
lo en el objeto hombre, y a buscarle al nuevo modelo de psique una

– 12 –
analogía y una congruencia con el modelo patrón, ese que nos permite
reconocer a una psique como la de un semejante.
Porque el conocimiento es reconocimiento conocer es volver atrás,
volver al principio, buscar el origen. Hay que volver al origen porque
cuando uno se da cuenta de que ha empezado ya lleva mucho tiempo
de marcha. Cuando uno se apercibe de estar viviendo hace mucho que
salió fuera. A lo mejor no hace falta construir ningún relato, a lo mejor
para saber quién es uno y para saber que existe no hay que ordenar el
tiempo según la vida, ni la vida según episodios, ni los episodios según
el clímax dramático.
Las personas, como las cosas, se reconocen por donde se rompen,
se identifican por sus cicatrices. Los hombres se rompen por el origen,
y cuando van a buscarlo ya no está.
Volver al principio es buscar al padre. Así se inicia la Odisea. Saber
quién es uno y cómo empezó todo es buscar el comienzo. Pero normal-
mente el origen no se encuentra, o no se encuentra como origen, sino
como otro episodio del relato.
¿Es verdad que los dioses ayudan, o es más verdad que ayudan
las mujeres?, ¿o es quizá que las mujeres son diosas y saben del origen?
¿Es verdad que el origen es entrañable y acogedor, que espera, que con-
suela?, ¿es más verdad que lo entrañable y acogedor consuela porque
tiene sabor de origen y sabe por dónde llegar?, ¿o acaso las mujeres son
también hombres que vagan, fracturadas también por su principio?
¿Es verdad que el origen acogedor es un abismo, que si uno se en-
trega al gozo del consuelo se disuelve, o que realmente encuentra gra-
cias a eso las marcas por las que reconoce el lado de allá de la fractura?
Quizá para buscar el origen hay que empezar por crear el orden
del mundo, definir lo que es bestial e incivilizado, o contar cómo son los
monstruos de un solo ojo en la frente, cómo son las fuerzas que desba-
ratan las casas y las ciudades, y, sobre todo, contar cómo es el mundo
de los muertos, cómo es el más allá.
Vagar por la existencia tiene mucho de sorprendente. A veces se
encuentran compañeros de viaje, a veces alguna diosa, a veces otros
más vagabundos aún, que experimentan nostalgia de mundo habita-
ble, y que se reconocen como los que podrían convivir.

– 13 –
Quizá alguno vuelve al hogar, y sabe que ha llegado porque siente
que es reconocido por sus cicatrices, por los comienzos de sus ilusiones
y gozos.
En la historia de Ulises hay esos momentos. En la vida de los hom-
bres hay esas encrucijadas, esas bifurcaciones, esos enigmas. Quizá en
la de todos los hombres y en la de todas las mujeres, no importa cómo
sea de antigua su cultura, cómo de universal, de comprensiva y respe-
tuosa, porque ésos son los puntos en que la biografía, la cultura y lo
humano coinciden.
Si eso fuera verdad, entonces Ulises nos daría las claves de la exis-
tencia humana, y el Odiseo de Homero sería reconocible en una vida
vulgar e insignificante, en el día más gris, en uno de esos personajes de
Joyce como Leopold Bloom y Stephen Dedalus, como sería reconocible
en cualquier día de cualquiera de nosotros.
La Odisea de Homero se puede leer así, en el orden en que ha sido
escrita y se nos ha transmitido. No hace falta más para reconocemos, y
tampoco hace falta más para reconocerle la vigencia plural y universal
que tiene, aunque hay mucho más que decir, que estudiar y que pensar
sobre esa historia y sobre el modo en que se ha transmitido.
Tendríamos que agradecer mucho por las ayudas recibidas du-
rante el tiempo en que este trabajo fue realizado, y nombrar a muchas
personas que nos facilitaron la tarea con sugerencias, medios prácticos
y administrativos, y recursos de otro tipo. Ellas saben quiénes son.
Hay una clase de profesionales que no queremos dejar de mencio-
nar. Hace quince años era imposible hacer un trabajo así sin una docu-
mentación abundante en francés, in glés, alemán o italiano. No es que
eso haya dejado de ser muy importante. Pero hay que decir que gracias
al trabajo de muchos profesionales españoles, los clásicos griegos y lati-
nos están en su mayor parte disponibles en lengua castellana, lo mismo
que los filósofos, humanistas y científicos modernos.
Los académicos españoles no podemos permitimos el lujo de citar
solamente en español y en ediciones españolas, lujo que, por lo demás,
cuando se ha practicado en otros ámbitos ha conducido a una cierta
pobreza o a un particularismo a veces provinciano. Pero sí tenemos
la posibilidad y la necesidad de consultar ediciones españolas, y en el
caso de Homero, muy buenas. Por eso hace falta dar las gracias a los

– 14 –
filólogos, historiadores, filósofos y en general humanistas españoles y
a las editoriales españolas, por un trabajo tan amplio y de tanta calidad
como el que han hecho en estos últimos quince años.

Sevilla, junio de 1995.

– 15 –
– 16 –
PRÓLOGO

retendemos analizar la figura de un héroe mitológico, Ulises, como


P un arquetipo en el sentido que le da Carl Gustav Jung, es decir, no
como una imagen, sino como una directriz para la creación de símbolos
y para la acción. Un arquetipo es eso que lleva a algunas aves a cons-
truir nidos, según uno de los ejemplos que el propio Jung repite.
El nido apenas se representa imaginativamente, aunque se cons-
truye efectivamente. Un arquetipo es así el principio según el cual una
serie de capacidades y habilidades somáticas y psíquicas de un animal
encuentra expresión concreta, y el modo en que el animal en cuestión
expone y realiza parte de su existencia individual. En un ser humano,
las capacidades físicas y psíquicas se expresan frecuentemente a través
de la conciencia y el control voluntario de ellas, pero para eso antes tie-
ne que formarse la conciencia misma y también la voluntad, cosa que
no está dada en el recién nacido. Llegar a lo que llamamos uso de razón,
responsabilidad y madurez es algo que se logra mediante un proceso
de crecimiento natural, que está trenzado con procesos de aprendizaje
en el que juegan su protagonismo los enseñantes y cada sujeto singular.
La conciencia se va formando poco a poco mediante imágenes, ac-
ciones y palabras, y en ellas se va expresando ya lo que es la existencia
del hombre, y lo que va a ser o puede ser la de cada sujeto particular.
Por supuesto, esto todavía no tiene mucho que ver con la razón,
que es uno de los últimos factores que entra en escena, y que para ha-
cerlo necesita que ya esté preparado el escenario y los decorados. Cuan-
do empieza el «uso de razón» el niño sabe hablar, andar y fantasear. Ya
ha padecido mucha angustia, se ha extasiado mucho ante la magia, ha
llorado en desesperanza y desconsuelo muchas veces. Y todo eso le va
a seguir ocurriendo después de que ha llegado al uso de razón, pero
lo expresará de otra manera, le dará otros nombres y lo valorará con
parámetros más complejos.

– 17 –
Es posible que ese proceso tenga muchas analogías con el proce-
so por el cual los seres humanos inventaron las lenguas humanas, y
aprendieron a servirse de imágenes y símbolos para entenderse a ellos
mismos y al mundo. Es posible que tenga analogías con el proceso por
el cual la especie humana llegó al «uso de razón», y la razón misma
llegó a comparecer como un instrumento y un poder grandioso para
los hombres. Muchos estudiosos consideran que ése ha sido el legado
de Grecia al mundo posterior.
Algunos autores piensan que los poemas homéricos y, en concre-
to, la Odisea, en cuanto que marcan la llegada al «uso de razón», marcan
también el comienzo del período ilustrado de la humanidad occidental,
caracterizada por un despotismo de la racionalidad y una inhibición
de la inmensa riqueza vital del hombre. Ésa era la interpretación que
hacían Adorno y Horkheimer del mito de Ulises.
Desde el punto de vista de Jung, por supuesto que un exclusivis-
mo de la reflexión consciente, de la racionalidad humana, es también a
la larga, y a la corta, empobrecedor para el hombre y para la cultura. Lo
saludable, como lo virtuoso, es el término medio, el equilibrio entre las
fuerzas vitales y la razón, entre el inconsciente y la conciencia, entre lo
caótico y lo formado, que constituye, sin duda, la madurez.
Así lo creen también la mayoría de los filósofos y psicólogos. Aquí
pretendemos señalar los puntos en que ese equilibrio se hace máxima-
mente problemático, que son aquellos en que las fuerzas vitales del
hombre se abren paso hasta su conciencia, y a través de ella buscan
el modo de expresarse, de ejercerse, organizando un mundo exterior.
Se trata de indicar las encrucijadas de la existencia humana, donde el
hombre se gana o se pierde a sí mismo, siguiendo el primer gran relato
de la cultura griega, o uno de los primeros.
Las encrucijadas son experiencias arquetípicas, experiencias en las
que necesidades y capacidades innatas, fuerzas físicas y psíquicas de la
especie, de la naturaleza humana, encuentran expresión y realización y
así crean un universo cultural, en el cual se juega la individualidad y la
madurez de cuantos lo llevan a cabo.
Por supuesto que las etapas y los componentes de ese proceso
se pueden estudiar de un modo más concreto y más formal. La psico-
logía evolutiva puede subdividir las etapas de la infancia, juventud,
madurez y ancianidad en períodos más pequeños cuyas características
cabe aprender. Por supuesto que el análisis morfológico y el análisis
estructural pueden igualmente desglosar esas etapas y sus momentos
de transición en episodios singulares, y pueden descubrir las reglas se-
gún las cuales esos episodios se componen formando diversos tipos
de relatos. Tampoco aquí se pretende entrar en la discusión sobre el
número de los episodios, las reglas de su concatenación y las distintas
clases de relatos.
En la Odisea de Homero, puede encontrarse, unas veces sí y otras
no, una convergencia de las hipótesis del psicoanálisis, del estructu-
ralismo, y de la teoría crítica de la sociedad, sobre la consolidación de
la conciencia y del «uso de razón» en un momento bien determinado
de la historia de Occidente. Ello es así porque en la Odisea de Homero
parecen estar recogidas, por primera vez y en una secuencia unitaria,
las encrucijadas de la existencia humana, los momentos claves en los
que el hombre se expresa, se delimita, se autointerpreta, se comprende,
toma posesión de sí y busca en los demás el reconocimiento de su ser.
Por eso puede decirse que Ulises es un arquetipo de la existencia
humana. No sólo un arquetipo de las fases de la infancia, como lo son
los protagonistas de los cuentos infantiles. No sólo un arquetipo de las
fases de la juventud, la madurez y la ancianidad. Y no sólo un arqueti-
po del paso de la prehistoria a la historia, o de la naturaleza selvática y
prelingüística a la naturaleza civil y alfabetizada.
Ulises se puede considerar un arquetipo de la existencia humana
en todos esos sentidos porque él le da unidad y continuidad a una plu-
ralidad de experiencias de los seres humanos, entre las cuales figuran
las siguientes:

1. Salir de casa e irse lejos a ganarse la vida.


2. Olvidarse quién es uno y a dónde iba (comer la flor de loto).
3. Encontrarse con lo salvaje inhumano, con lo precivil y prelingüís-
tico (Polifemo).
4. Enfrentarse con unas fuerzas de la naturaleza que no se pueden
controlar.
5. Ser devorado por unos «semejantes» (los antropófagos lestrigo-
nes).

– 19 –
6. Quedar hechizado por una mujer que seduce y sojuzga (Circe).
7. Inquirir por el mundo de los muertos, el más allá y el futuro.
8. Recibir la ayuda de la mujer seductora.
9. Rechazar la seducción ‘(resistir el canto de las sirenas).
10. Encontrarse ante una alternativa insuperable (Escila y Caribdis).
11. Transgredir la prohibición y ser castigado, vivir un naufragio.
12. Ser socorrido por la joven que induce la nostalgia de lo bueno y de
lo propio.
13. Enfrentarse a la adversidad y al destino con la habilidad técnica y
profesional que se tiene.
14. Ser acogido en un ambiente benévolo, en un hogar ajeno.
15. Disfrutar de una paz donde poder recogerse sobre sí.
16. Contar uno su vida, a los demás y a sí mismo. La experiencia del
relato, de la poesía, de la sinceridad y de la verdad.
17. Volver al propio ambiente después de cambiar mucho, casi trans-
formado en otro.
18. Ser acogido sin ser recogido.
19. El encuentro con los hijos.
20. El reconocimiento entre los padres y los hijos.
21. No alcanzar el reconocimiento deseado en la propia casa.
22. Sentirse menospreciado en la propia casa.
23. Ser reconocido por las cicatrices.
24 .Ansiar la venganza y experimentar la soberanía de la conciencia.
25. Demostrar lo que se es mediante lo que se puede hacer y lo que se
tiene.
26. Luchar por la justicia, y recuperar lo propio.
27. El reconocimiento conyugal, y retomo celebrado con fiestas.
28. Encuentro con el padre y reconocimiento paterno. Retorno a la
vida ordinaria, al margen de la epopeya y de la historia.

Si estas experiencias corresponden con veintiocho encrucijadas de


la vida, y si la historia de Ulises se compone como unificación y conti-
nuidad de todas ellas, entonces se puede decir que Ulises es un arque-
tipo de la existencia humana .

– 20 –
CAPÍTULO I

ATENEA Y LA BÚSQUEDA DEL PADRE

1. La figura mitológica de Palas Atenea.

l análisis de la figura de Ulises como arquetipo de la existencia


E humana requiere un examen de los poemas homéricos y especial-
mente de la Odisea, pues aunque Ulises sea el héroe comparte su prota-
gonismo con otros personajes, y singularmente con Palas Atenea, que
puede considerarse también la protagonista principal de la «Telema-
quia», como se designa al conjunto de los cuatro primeros cantos de la
Odisea, y en los que Ulises sólo aparece como objeto de las preocupa-
ciones de los dioses.
La función de Palas Atenea como protectora de Ulises y como ins-
piradora de Telémaco se manifiesta en el análisis de su figura, análisis
que se puede desglosar en tres apartados. En primer lugar la exposi-
ción del nacimiento, la genealogía y los episodios más destacables de
su vida. En segundo lugar, un elenco de sus atributos con el correspon
diente simbolismo, y, finalmente, en tercer lugar, una breve exposición
del papel que desempeña en el primero de los dos poemas homéricos.
Como es sabido, la mitología griega tiene una pluralidad de
fuentes, de diversa procedencia geográfica e históri ca. Por otra
parte, de casi todas las figuras y episodios hay varias elabora-
ciones, de épocas distintas, que se mezclan unas con otras, en-
cadenándose, superponiéndose y contradiciéndose no pocas ve-
ces. Todo eso hace muy problemático, o más bien imposible,
trazar un esquema lineal y nítido de cualquier figura mitológica.

– 21 –
1.1 Nacimiento de la diosa.

Según la Teogonía de Hesiodo, el nacimiento de Palas Atenea tie-


ne lugar a partir de Zeus exclusivamente, mediante una especie de
partenogénesis de un varón. Encontrándose Zeus atacado de unos
fuertes dolores de cabeza, le pidió a Hefestos que le abriese el cráneo
con un hacha. Hefestos hizo tal y como se le había pedido y, tras el
golpe, surgió de la cabeza de Zeus Palas Atenea.1
Hay otras versiones del nacimiento de Palas, y una serie de cir-
cunstancias antecedentes y simultáneas a su nacimiento, que es conve-
niente consignar ahora, porque tienen un valor simbólico que permite
comprender mejor su comportamiento.
Según otra versión del mismo Hesiodo, la oceánida Metis conci-
bió a Palas Atenea de Zeus; pero éste, informado por una profecía de
que su hijo sería superior a él, se la tragó cuando estaba embarazada.
Completado el tiempo de la gestación, Zeus, aquejado de fuertes dolo-
res de cabeza, llamó a Hefestos para que se la golpeara con un hacha.
Así lo hizo y de su cabeza surgió Palas Atenea.2
Tras el prodigioso alumbramiento, Hera, la esposa de Zeus, siente
envidia de su superioridad, manifestada al tener un hijo solo, sin la
colaboración de ninguna mujer. Hera se siente impulsada a emularle,
y lleva a cabo la concepción, gestación y alumbramiento de Hefestos
sin ninguna intervención masculina ( Teogonía, vv. 928 ss.).
En ambos casos puede decirse que las partenogénesis no son ple-
nas o perfectas. En el primero, porque Zeus, en las versiones que se
han citado, no ha llegado a engendrar a Palas Atenea por sí solo, aun-
que sí a gestarla. En el segundo porque Hera, que sí ha engendrado y
gestado sola, por sí misma, da a luz un hijo defectuoso. La imaginación
mitológica griega no opera con la noción de autonomía y autarquía ab-
solutas que luego atribuyen a Dios algunos filósofos helenos. Tampoco
opera con la noción cristiana de una partenogénesis perfecta de Dios

1. Cf. Hesiodo, Teogonía , vv. 924, Alianza, Madnd, 1986, traducción de Adelaida y Mª
Ángeles Martín Sánchez, p. 54.

2 Sobre las distintas versiones del nacimiento de Palas Atenea, cf. Ruiz de
Elvira, Mitología clásica , Gredos, Madrid, 1988, p. 64.

– 22 –
por Dios, tal como se encuentra en las expresiones «Dios de Dios y
Luz de Luz» del Evangelio de San Juan.
Hay otra versión en la que sí aparece una partenogénesis per-
fecta por parte de Zeus en relación con Palas Atenea. Es la versión
que la propia diosa da de su concepción y nacimiento en la Ores-
tíada de Esquilo3, a la que se aludirá en se guida. Con todo, incluso
en este caso Zeus sigue necesitando el concurso ajeno, puesto que
solicita la ayuda de Hefestos para que le abra la cabeza. La concep-
ción y gestación serían aquí completamente autónomas, pero no el
alumbramiento.

1.2. Genealogía.

Cuenta Hesíodo que en el principio era el Caos y Gea (la tierra),


y Eros que todo lo entrelaza y unifica (Teogonía ,vv. 120-125). De Gea
nacieron Urano (el cielo) y el mar. Luego Gea, la tierra, se unió a su hijo
Urano, el cielo, y nacieron los Titanes. Cinco varones: Océano, Ceo,
Crio, Hiperión y Japeto. Y seis hembras: Tea, Rea, Temis, Mnemosine,
Febe y Tetis. Por último, parió al más joven y temible de los doce: Cro-
no (el tiempo).
Urano (el cielo) encerraba a sus hijos en el fondo de la tierra
conforme iban naciendo , y para poner remedio al encarcelamiento
de sus hijos, Gea le dio armas a Crono y le instigó a rebelarse contra
su padre. Crono mató (castró) a su padre, y arrojó los pedazos al
mar.
Así concibió la imaginación griega el pecado original, el parri-
cidio con el que se inicia la historia de los dioses y de los hombres ,
pues a resultas de este parricidio, Crono libe ró a sus hermanos los
Titanes4
Una vez constituido como soberano supremo del Cosmos, Crono

3. Cf. Esquilo, Euménides, cuadro II, en Tragedias completas , Cátedra, ed. de J. Alsina
Clota, Madrid , 1990, p. 4

4. Cf. Hesiodo, Teogonía , vv. 500-505. Cf. tamh1én M. Detienne y J P. Ver nant, Las
artimañas de la inteligencia La metis en la Grecia antigua , Taurus, Madrid. 1988, cap. II, « La
conquista del poder », pp. 57-97.

– 23 –
se une a su hermana la titánide Rea, compuesta de la misma masa te-
lúrica que su madre Gea, y genera un nuevo ciclo con nuevas estirpes.
Crono, el tiempo, es justamente aquel que todo lo devora. Pero
Rea, la tierra, la madre tierra, no soporta que el tiempo lo aniquile
todo. Por eso al nacer uno de sus hijos, Zeus, le da a su marido una
piedra envuelta en un lienzo blanco para que la devore, y entrega el
niño a Gea, su abuela, para que lo cuide y alimente en Creta (Teogonía,
w. 479 ss.).
De este modo, el alumbramiento de Zeus significa un retomo al
origen radical, ya que eso es lo que representa Gea en la interpretación
convencional de la cosmogonía de Hesiodo.
Según otras versiones, Zeus es abandonado en la isla de Creta,
donde la cabra Amaltea lo alimenta hasta que se hace un muchacho.
Una vez que llega a la edad adulta, se rebela contra su padre Crono y
consigue destronarlo.5

1.3. Hazañas de Palas de Atenea.

Los episodios de la vida de Atenea son muy numerosos, pero no


todos son igualmente relevantes. Nos interesan aquellos en que la dio-
sa ayuda a los héroes en determinadas hazañas, y especialmente en los
que inspira a los héroes en la aventura de buscar a su padre desapare-
cido. Se puede trazar, como marco de referencia, un conjunto formado
por seis de estos episodios.
En primer lugar, la diosa ayuda a su padre Zeus en la lucha que
éste sostiene contra los Titanes, y en la que resultan vencedores el pa-
dre y la hija (Teogonía, vv. 670 ss.).
La lucha de Zeus contra los Titanes se ha visto como una simbo-
lización de la lucha del espíritu contra el tiempo y contra las fuerzas
informes, y su victoria se ha interpretado como el triunfo del espíritu,
del intelecto, o de la razón sobre la dispersión temporal que todo lo
aniquila. El tiempo es lo que todo lo aniquila mientras que el espíritu
(Zeus) y la inteligencia (Palas Atenea) es lo que todo lo conserva y lo
mantiene unido.6

5. Cf. Hesiodo , Teogonía , vv. 492 ss.

– 24 –
En segundo lugar, la diosa ayuda al héroe civilizador por antono-
masia, Heracles. Hércules es el héroe que domestica las fuerzas salvajes
del cosmos para ponerlo a disposición del hombre, el que transforma lo
inhóspito en habitable. Para esto se requiere desde luego fuerza y valor,
que son las cualidades más destacables de Hércules, pero también se
requiere, y en no menor grado, inteligencia, que es justamente lo que en
este caso simboliza la asistencia de Palas Atenea al héroe.
En tercer lugar, la diosa ayuda a Perseo7 en su lucha contra Gorgo-
na (Medusa). La lucha termina cuando Medusa es degollada por Per-
seo, tras de lo cual Palas coloca su cabeza en el centro de la égida, el
escudo de Zeus. Medusa es el monstruo cuya mirada paraliza de terror
a los hombres, simboliza, según la interpretación de Sartre, la fuerza
del conocimiento humano que convierte en objeto, en algo inerte y sin
vida propia, al hombre.8
El triunfo de Palas Atenea sobre Medusa expresa así que el recurso
a la inteligencia del dios supremo es lo que le permite al hombre, al hé-
roe, triunfar sobre poderes que le superan y le degradan, que resultan
cosificantes o alienantes para él. En efecto, Perseo consigue derrotar a
Medusa sin mirarla a la cara para no quedar paralizado, observándola
en el espejo que Palas Atenea porta. Es el único modo en que el héroe
puede mirar al monstruo sin quedar aniquilado por él.
En cuarto lugar, la diosa ayuda a Belerofonte a domesticar a Pega-
so. La domesticación de Pegaso también se podría interpretar como el
modo en que la inteligencia del dios supremo reduce a un determinado
orden divino otras fuerzas o seres que son igualmente de naturaleza
divina o sobrehumana pero hostiles. Simboliza el modo en que una
fuerza o un ser sobrehumano, que no está de hecho referido a su princi-
pio, al origen de todas las cosas, al padre de los dioses y de los hombres,
es conducido y referido a su principio, ordenado según su autoridad.
En quinto lugar, socorre a Orestes y lo ratifica en su veneración al
padre. Finalmente, en sexto lugar, ayuda a Ulises a volver a Ítaca, y a su
hijo Telémaco a salir en busca de su padre.

6.Cf. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 1980,
pp. 440-445.
7.Cf. P. Diel, El simbolismo en la mitología griega, Labor, Madrid, 1991, p. 86.
8. Cf. J.-P. Sartre, El ser y la nada, Alianza, Madrid, 1984, pp. 281-330.

– 25 –
Del auxilio de Palas a Telémaco y a Ulises hablaremos más ade-
lante, y de su función en la Orestíada también. Ahora pasamos a los
atributos de Palas Atenea, es decir, a las cualidades que se ponen de
manifiesto en las gestas que ella ha realizado.

1.4. Cualidades y atributos.

Entre los diversos atributos que se asignan a la diosa, la inteligen-


cia pasa por ser el primordial, pero su examen es posible sólo a través
de los demás, en concreto, a través de aquellos tres donde se muestra
como sabiduría orientada a la acción eficaz.
El atributo más característico de Palas Atenea es la acción guerre-
ra, pero no cualquiera, sino la que está motivada por una causa justa.9
Su ira se enciende siempre a favor de la justicia, como pasión y volun-
tad de restituir a cada uno lo que le es propio, y que lleva consigo la
fuerza necesaria para hacerlo. Esta cualidad de la ira de Palas resalta en
contraste con Ares, otro dios guerrero. Si se analizan las guerras en las
que Ares interviene, se comprueba que son provocadas por el egoísmo,
la lujuria u otros vicios,10 guerras desencadenadas por una ira irracional
que sólo busca satisfacer un deseo también incontrolado. Ésa es pre-
cisamente la acusación de la diosa contra Ares ante Zeus. Una guerra
así, provocada por el egoísmo, por una ira ciega, no apunta a ningún
objetivo justo, y acaba con una destrucción sin sentido, en el caos. En
cambio, la ira de la indómita apunta a la justicia y se suele terminar con
la instauración del orden.
La justicia es la acción de la voluntad que implica tanto a la fuerza
como a la inteligencia. En este sentido es en el que Platón dice que hay
alianza entre la ira (thymós) y la razón, pero no entre la razón y el ansia
de placer (epithymía).
En segundo lugar, Palas Atenea tiene como atributo la producción
artística. Desde este punto de vista aparece como inteligencia técnica.
Atenea es diosa de las artes manuales, y de un modo particular de la

9. Así lo destaca Platón en algunos pasajes de la República. Cf. Buffiere, Les mythes
d’Homère et la perzsée grecque, Collection d’Études Anciennes, París, 1956, pp. 279-289.
10. Cf. Buffiere, op. cit., cap. I, «Dieux de folie et de passion. Ares», pp. 297-302.

– 26 –
técnica de tejer11. Hefestos también es una divinidad que desarrolla las
artes útiles, y particularmente la metalurgia, pero hay diferencia entre
ambas formas de artesanía. Palas es una diosa celeste, mientras Hefes-
tos es un dios terrestre, que vive en las entrañas de la tierra y se dedica
a la producción de objetos cortantes, bien armas, bien hierros, bien ara-
dos, todos los cuales pueden ser usados con fines guerreros.
Hefestos además es un dios defectuoso, feo, que se siente recha-
zado y despreciado como consecuencia de su deformidad física, y que
en ocasiones se muestra como un re sentido. En cambio, Palas es una
de las diosas más bellas del Olimpo. Las artes que Hefestos desarrolla
son también el conjunto de lo que puede considerarse «malas artes»
o artimañas, tanto en su trabajo como en su manera de actúar. Así se
manifiesta en la creación de Pandara (Teogonía ,vv. 570-580), momento
en el que Zeus recurre a Hefestos para que le ayude, y le transmita a la
nueva criatura la pericia en las malas artes.
La técnica de Palas, la textil, es más bien femenina, y se asocia a
tiempos de paz. Tiene una cierta relación simbólica con la creación y
la vida, particularmente con los aspectos de multiplicación, conserva-
ción y crecimiento. Es propio de la Sabiduría, no sólo unir contra la
dispersión sino también predestinar; en el plano cosmológico reunir
realidades de índole diferente y también crear, hacer salir de la pro-
pia sustancia, como hace la araña, que construye la tela sacándola de
sí misma. Es propio de la inteligencia unir lo diverso, tender hilos, y
así unificar cosas separadas a través de un elemento conductor para
transformar el caos en un conjunto ordenado.12 Concuerda bien con la
diosa Ulises, porque es un guerrero inteligente, un hábil artesano
en el oficio de la agricultura, de la madera, y en el manejo del arco.
Ulises conquista a su esposa venciendo en el concurso de tiro; y

11. El mundo griego distingue bien entre praxis y poiesis, entre acción ética-política
y producción técnica, pero dentro de este tipo de producción, no diferencia entre bellas
artes y oficios artesanales. Palas es diosa de las artes manuales, o sea de la artesanía y de
la técnica, y, de un modo particular, de la técnica de tejer. Cf. W. Jaeger, Paideia: los ideales
de la cultura griega, F.C.E., Madrid, 1990, libro IV, caps. 3 y 4.
12. CI. J. E Cirlot, Diccionario de símbolos, Labor, Barcelona, 1992, pp 428-429, M. Che-
valier, Diccionario de símbolos, Herder, Barcelona, 1988. Aracne se atrevió a rivalizar con
Palas Atenea. Sobre el mito de la rivalidad entre Aracne y Palas, cf. A.R. de Elvira, Mito-
logía clásica, Gredos, Madrid, 1988, p. 452.

– 27 –
consigue recuperarla convenciéndola de ser él mismo, tras veinte
años de ausencia, al narrarle cómo construyó el lecho nupcial (Odi-
sea , XXIII, 199 ss.).
El tercer atributo de Palas, la castidad, lo comparte con Hestia
y Artemisa. En el mundo romano la homóloga de Hestia, Vesta, y
sus sacerdotisas las vestales, adquieren en algunos períodos no-
table autoridad pública, pero en el mundo griego no es así. Como
Hestia no tiene mucha importancia y Artemisa es una diosa fría y
arisca que se dedica a la caza, es Palas la única en que ese atributo
se asocia a lo supremo. La castidad tiene en el mundo griego un
valor simbólico que queda ilustrado en el episodio de Palas y el
adivino Tiresias, y que Freud desarrolla profusamente en sus in-
terpretaciones.
Tiresias vio a Palas desnuda, saliendo del baño. La diosa en
castigo le dejó ciego, y para compensarle luego le concedió el don
de la adivinación. Ver a la sabiduría desnuda es como ver el ori-
gen de donde procede todo, el supremo misterio, cosa que no está
dada a los mortales. En este sentido, la historia de Edipo que Freud
interpreta es también ilustrativa de la imposibilidad de ver el ori-
gen. Edipo consigue asomarse a su principio, yace con su madre y
como castigo por eso se queda ciego.13 No se puede ver el origen
del que se procede, ni en el sentido físico ni en sentido intelectual
del término ver. A lo sumo se puede «adivinar». O bien, cuando
se ha llegado al límite de la capacidad humana de ver, se está en
condiciones de recibir de los dioses y compartir con ellos su visión,
su saber, se puede ejer cer la «adivinación».

13. J. P. Vernant y P. Vidal-Nanquet hacen una interpretación que desautoriza en


parte la de Freud; cf. Mito y tragedia en la Grecia antigua, Taurus, Madrid , vol. I, 1987; vol.
II, 1989.

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1.5. La figura de Palas Atenea en la Ilíada.

Palas Atenea tiene también un vivo protagonismo en la Ilíada. Está


junto con Hera manteniendo el peso del combate en favor de los grie-
gos, es decir, en favor de la causa justa.
La contienda arranca del momento en que la diosa de la discordia
arroja en el banquete, durante las bodas de Tetis y Peleo, una manzana
con la inscripción «para la más bella», y tres diosas del Olimpo entran
en disputa por su posesión: Hera, Atenea y Afrodita. Como no llegan
a un acuerdo, apelan a Zeus para que decida a quién iba dirigido el
fruto, pero el dios, lavándose las manos, delega en un mortal para que
lo haga, en Paris, hijo de Príamo, rey de Troya. Paris no quiere pronun-
ciarse pero Zeus le envía a Hermes con el mensaje de que no rehúya
la cuestión. Las diosas intentan ganarse la predilección de Paris, por
sus encantos personales y por el ofrecimiento de aquello que cada una
tiene como más propio. Así Hera le ofrece dominar el Asia, y Atenea
ser invencible en los combates. Afrodita, que no puede ofrecerle ni po-
der, ni fuerza, suelta los broches de su vestido y el dorado ceñidor,
mostrando toda su hermosura a la vista de Paris, y promete darle como
compañera a la más hermosa de las mortales, Elena, princesa griega
desposada con uno de los principales aqueos, Menelao. Paris entrega
la manzana a Afrodita, y desde entonces Hera y Palas odian a Príamo y
a su pueblo, por la injuria hecha a las diosas y por declarar vencedora
a la que le había ofrecido una liviandad tan funesta.14
La decisión de Paris, la elección de lo más placentero y no de lo
mejor, lleva a Hera y a Palas a defender la causa de los griegos, a in-
clinar la batalla a favor de éstos, y a ordenar la devolución de Helena
a su esposo, tras la muerte de los principales caudillos troyanos y de
la destrucción de la ciudad. Los troyanos son favorecidos a su vez por
Ares, Afrodita y Apolo.
Palas Atenea interviene, en primer lugar, en la disputa entre Aqui-
les y Agamenón, haciendo que la ira de Aquiles se desborde y pro-
metiéndole que obtendrá satisfacción más que abundante por el robo
de Criseida, su botín de guerra. Después, enviada por Hera, exhorta a

14. Cf. Homero, Ilíada , XXIV, 22-33, ed. de A. López Eire, Cátedra, Madrid, 1989.

– 29 –
Ulises para que reúna al ejército que se dispersa. Ella no favorece lo que
considera una cobardía, e incita a Ulises a luchar.
En otro momento, se transfigura en heraldo para que la multitud
de los soldados oiga a Ulises. Impone silencio para que el ejército pue-
da escuchar y deliberar, y provoca que uno de los troyanos, Pandara,
violando un pacto establecido, lance una flecha a Menelao, asegurán-
dose de que haga blanco para que la injusta violación de lo establecido
incite de nuevo a la lucha a griegos y troyanos.
Más adelante oye las súplicas de los caudillos griegos y los exhorta
para que combatan con más ardor, pero se niega, en cambio, a escuchar
las súplicas de las matronas troyanas. Envía una garza como presagio
favorable a Ulises para reconfortarlo y asegurarle éxito en la empresa,
y el héroe, agradecido, le ofrece los despojos de su presa, el guardián
troyano Dolon. En otra ocasión instila néctar y ambrosía en el pecho de
Aquiles para que no desfallezcan sus fuerzas, y después aún desvía la
lanza que Héctor le arroja y le salva la vida.
Por lo que se refiere a la obstrucción a los troyanos, Atenea pri-
mero acusa a su padre de querer librar a Héctor de la muerte en contra
del destino, y Zeus depone su interés por el troyano. Engaña a Héctor
acercándose a él bajo la apariencia de su hermano cuando va a luchar
contra Aquiles, para desaparecer después de modo que se sintiera des-
guarnecido.
Por lo que se refiere a sus relaciones con los dioses del Olimpo,
Palas está siempre junto a Hera, la esposa de Zeus. Su relación con ella
parece caracterizarse ante todo por el reconocimiento: Palas se mues-
tra habitualmente sumisa. Juntas se enfrentan a los designios de Zeus,
que ha prohibido a los olímpicos intervenir en la guerra, y cuando, en
contra de la prohibición, se dirigen al combate y las detiene Iris, Hera
rectifica inmediatamente y apremia a Palas a desistir. Vuelven al Olim-
po, y Zeus se queja, dolido más por la desobediencia de Atenea, inusual
en ella, que por la de Hera, a la que ya está acostumbrado (Ilíada, VIII,
407-410).
Por el contrario, su relación con Ares y Afrodita se caracteriza por
la enemistad. No sólo luchan en bandos contrarios simplemente, sino
que se enfrenta a Ares por irritarse de modo irracional, con lo que nun-
ca en sus guerras podrá tenerla de su parte. Y se enfrenta a Afrodita

– 30 –
por su frivolidad, que da motivo a frecuentes conflictos. Consigue au-
torización de Zeus para herir a ambos dioses, y a través de los héroes
griegos consigue hacerles daño. Esa enemistad, sin embargo, no le hace
olvidar su función de mediadora entre los dioses y los hombres, y así,
cuando Ares está dispuesto a enfrentarse al señor del Olimpo, Atenea
le detiene y logra apaciguarlo (Odisea, V, 30-35).
Por lo que se refiere a Zeus, Atenea es la niña de sus ojos. El padre
de los dioses y los hombres le sonríe benignamente, incluso cuando
ella intenta zaherirle. Le da algún consejo para que haga lo que está
deseando y no suele negarle nada. Así, cuando Palas se queja de que su
padre protege a Héctor, incluso contra el destino, Zeus accede a que el
destino se cumpla y a que ella actúe. Por eso le permite que hiera a Ares
y a Afrodita, porque sabe que es más fuerte que ellos, que es invencible
(Ilíada, XXI, 409-414).

2. La búsqueda del padre como retorno al origen.


Función de Atenea en la Orestíada.

La búsqueda del padre es una de las misiones que Palas tiene en-
comendadas.15 Cuando sus hermanos los dioses se alejan del omnipo-
tente Zeus, Atenea hace que se reconcilien. En la Orestíada se manifiesta
cómo Palas oficia de me diadora tanto entre dioses como entre mortales.
Aunque la trilogía de Orestes en la versión más elaborada, la de
Esquilo, es quizá doscientos años posterior a los poemas homéricos, su
contenido es anterior a éstos, y aparece de forma sustancialmente com-
pleta en el canto II de la Odisea . Es el relato con el que Néstor infunde
ánimos a Telémaco como hijo que lucha por el honor de su padre.
El argumento de la trilogía de Orestes es la vuelta de Agamenón
victorioso de Troya y su muerte a manos de su esposa.16
Esquilo cuenta que Agamenón, victorioso de la guerra de Troya
tras largos años de ausencia, es asesinado por Clitemnestra, que se

15. Cf. Savater, F., La tarea del héroe, Taurus, Madrid, 1986, cap. VIII, «Esplendor y
tarea del héroe» , pp 111-136.
16. Cf . Esquilo, Tragedias completas, ed. de J. Alsina Clota, Cátedra, Letras Univer-
sales, Madrid, 1983. I Agamenón, pp. 229-309; II Coéforas, pp. 313-367; III Euménides, pp.
373-426

– 31 –
ha unido a otro hombre, Egisto. Cuando Agamenón está tomando un
baño junto con Casandra, hija de Príamo traída como botín de guerra,
Clitemnestra les da muerte a ambos echándoles una red para inmovili-
zarlos (Agamenón, p. 295).
En la segunda obra de la trilogía ,Orestes, hijo de Agamenón y
Clitemnestra, desterrado por su madre y antes de que ella regrese de su
viaje, es incitado por Apolo a vengar la muerte de su padre.
El joven visita la tumba de su padre, y encuentra allí a su hermana
Electra, quien le indica cómo introducirse en el palacio para realizar
su propósito. Orestes, disfrazado, consigue acercarse a Egisto y le da
muerte; después llega junto a su madre, habla con ella, se da a conocer,
y le de clara abiertamente su propósito. Clitemnestra suplica piedad y
apela a su propia maternidad. Él se estremece y vacila, pero la mata y
venga a su padre.
En Euménides, última parte de la trilogía, Orestes se pu rifica de
su crimen en el santuario de Apolo, perseguido por las Erinias, diosas
vengadoras de los crímenes contra la sangre. Apolo le indica que acuda
como suplicante a la ciudad de Atenas y que allí se ponga bajo la pro-
tección de Palas, y así lo hace. Llega a Atenas, se postra a los pies de la
diosa de la sabiduría y ella, que vuelve de recibir los sacrificios inmola-
dos por los griegos, abre la causa.
Cuando repara en la presencia de las Erinias, al principio no las
distingue bien, y aunque por su aspecto no puede considerarlas divi-
nidades, sabe que no son mortales (la voz de la sangre no es, desde
luego, mortal). Teme que su duda puede ofenderlas, pero cuando se
identifican como las «Maldiciones», las reconoce, las acepta en su oficio
de vengadoras e inician el diálogo.
Después la diosa interroga al acusado sobre los impulsos que han
motivado el matricidio, para averiguar si provienen del propio Orestes
o son ajenos a él.
Orestes le refiere todos los sucesos y se declara culpable o, mejor
dicho, autor de todos los hechos que le imputan. Cuando Atenea cali-
bra la gravedad del asunto, y la dificultad para emitir una sentencia jus-
ta, nombra jueces para entender en los crímenes de sangre, los vincula
al recto cumplimiento de su función por la santidad de un juramento, y
los instituye como tribunal permanente.

– 32 –
De esta manera funda una morada permanente para el derecho,17
y unas leyes que proporcionarán a los hombres fundamento para emi-
tir sentencias justas.
Atenea abre el debate, y pide declaración de los hechos a las acu-
sadoras. Las Erinias interrogan a Orestes, que se reafirma en sus actos,
insistiendo en que actuó inspirado por Apolo. Se defiende acusando de
doble crimen a Clitemnestra, y aduce también en su defensa la prima-
cía que el padre tiene sobre la madre, y el hombre sobre la mujer.
Orestes considera delito más grave el hecho de que un hombre
muera a manos de una mujer (su esposa), que el que una mujer muera a
manos de un hombre (su hijo). Cuando apela al oráculo de Zeus, que le
impulsó a matar a su madre oye como réplica que el propio Zeus no es
imparcial, ya que también él se levantó contra su propio padre, Crono.
Entonces Apolo interviene para defender sobre todo y sobre todos
la supremacía de Zeus, cuyo poder llega a tanto que es capaz de romper
cadenas y leyes y de instaurar un nuevo orden. Después en favor de la
inocencia de Orestes, explica que la madre no es en realidad más que
una es pecie de recipiente, que custodia un germen, cuyo dueño y ges-
tor principal es el varón. La fuerza argumentativa de Apolo se apoya
además en el hecho de que un varón puede engendrar sin concurso de
mujer, como es el caso de la misma Atenea.
«Del hijo no es la madre engendradora, es nodriza tan sólo de la
siembra que en ella se sembró. Quien la fecunda ése es engendrador.
Ella, tan sólo -cual puede tierra extraña para extraños- conserva el bro-
te, a menos que los dioses la ajen. Y daré mis argumentos: puede haber
padre sin que exista madre, y muy cerca tenemos un testigo, la propia
hija de Zeus, rey del Olimpo. No fue gestada en las tinieblas de una ma-
terna entraña, mas ¿qué dios podría dar a luz a un retoño semejante?»
(Euménides, p. 407).
Oídos el acusado, las Erinias acusadoras, y Apolo de fensor, se
prepara la deliberación. Atenea pide a los jueces que depositen su voto
en la urna, a la par que decreta como establecimiento definitivo para el

17. «Y luego en un augusto tribunal lo tornaré, que dure para siempre», Euménides,
p. 398.

– 33 –
tribunal la colina de Ares, y comparando en su discurso la ley al agua
clara, y la violación de la justicia con el cieno.18
Una vez que los jueces han emitido su veredicto, corres ponde a la
diosa dictar el suyo. El escrutinio del sufragio arroja como resultado un
empate, pero la diosa lo dirime con su propio voto.19
Se declara en favor de la inocencia de Orestes por el mismo motivo
que ha dado Apolo: ella misma, la divinidad que representa la inteli-
gencia, el espíritu, no tuvo madre que le diera la vida, fue engendrada y
alumbrada por la cabeza de un varón, y su vida transcurre sin relación
alguna con los matrimonios.
Si alguien necesita imaginería para ilustrar la tesis de Derrida se-
gún la cual el etnocentrismo de occidente es falologo-centrismo, difícil-
mente encontraría mejor arsenal que la trilogía de Esquilo.
Después Atenea intenta calmar a las Erinias: es el mismo Zeus, el
poder supremo, quien ha absuelto a Orestes, porque cumplía con su
deber de hijo. Pero las diosas que claman por la venganza de la madre,
y que representan la voz de la sangre y de la tierra, amenazan con gran-
des males a la ciudad de Atenas: puesto que la venganza no se ha cum-
plido, y el crimen más horrendo ha quedado sin castigo, en adelante se
producirán tremendos daños. Atenea logra calmarlas, es decir, instaura
el nuevo régimen en que se concuerdan Zeus y la Moira, el orden fami-
liar y el orden civil, y convierte a las Erinias, diosas vengadoras de los
delitos familiares, en Euménides, diosas protectoras del orden civil, y
crea en Atenas un lugar para que se les rinda culto.

3. Papel de Atenea como inspiradora de Telémaco.

Atenea aparece como inspiradora y benefactora de Telémaco en


los cuatro primeros cantos de la Odisea, inspirados a su vez en una na-
rración más antigua, la Telemaquia,20 que cuenta las aventuras del hijo

18. «Si en un caudal viertes lodo y turbias corrientes, y ensucias el agua clara, no
tendrás agua potable», cf Esquilo, Euménides, p 409.
19. «Mi privilegio es votar la postrera. Y yo voy a votar en pro de Orestes»; cf. Eumé-
nides , p. 414.
20. Cf. Adrados y otros, Introducción a Homero, Labor, Barcelona, 1984, p. 32.

– 34 –
de Ulises. Veremos ahorala relación de Atenea con él, y después su
relación con el héroe central de la Odisea.
En los cuatro primeros cantos, Ulises no aparece más que raras
veces, al ser nombrado por su esposa, o por su hijo. Partió a la guerra
de Troya veinte años atrás, no ha regresado aún, y no tienen en su pa-
tria Ítaca noticias suyas, de modo que no saben siquiera si está vivo o
muerto. Su hijo Telémaco, un niño de pocos años cuando él partiera, ha
crecido, y es un joven inexperto. Su mujer, Penélope, vive aguardando
su regreso. Numerosos pretendientes se han instalado en las depen-
dencias del palacio, y aspiran a la mano de la reina, para dar así a Ítaca
un nuevo rey.
Penélope no quiere elegir a ninguno por esposo, por si llegan no-
ticias de Ulises, y va dando largas a los pretendientes con la famosa
estratagema del tejido. Promete decidirse cuando acabe de tejer el su-
dario para su suegro Laertes, en lo que trabaja durante el día, mientras
que, por las noches, en la soledad, desteje lo que sus manos han fabri
cado, y así va pasando el tiempo, mientras los pretendientes, abusan-
do de su hospitalidad, devoran la hacienda y dilapidan los bienes del
héroe ausente.
Telémaco vive esta situación angustiosamente, pero dada su corta
edad, sus pocas fuerzas y su inexperiencia, tiene que tragarse su or-
gullo, y tolerar que se mancille su honor, afrenten a su madre, a sus
criados y a él mismo. Tampoco sabe nada de su padre, no lo recuerda
y sólo lo conoce por lo que ha oído contar de él. Ésa es la situación del
muchacho cuando Palas se le aparece bajo la figura de Mentes, antiguo
huésped de su padre. El joven le acoge y le rinde los honores propios
de la hospitalidad, le refiere el comportamiento de los nobles en ausen-
cia del rey, y la diosa le reconforta y le profetiza su regreso. Le revela
el plan para expulsar a los pretendientes y le exhorta a la valentía: ha
llegado el momento de que realice por sí mismo hazañas que le hagan
digno hijo de su padre.
Después de reconocerla, el adolescente se prepara para llevar a
cabo su misión. Reúne en asamblea a los principales de Ítaca, les co-
munica su decisión de salir a por no ticias del rey, pide una nave con
marinos que le acompañen, y propone el plazo de un año para esta

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empresa. Si al volver confirma la muerte del rey, su madre celebrará
nuevas nupcias.
La asamblea se disuelve sin concederle lo solicitado, pero al menos
le reconoce el valor y la osadía requeridos para hablar ante un elevado
número de ancianos y principales, siendo tan joven. La primera expe-
riencia de fracaso le hace sentirse acobardado. El plan propuesto por
Palas no parece que pueda realizarse, pero la diosa, que no está ausen-
te, ejecuta el plan ella misma.
Manda a Telémaco que prepare provisiones, lo que el joven hace
con ayuda de la nodriza Euriclea, despensera del palacio, mientras que
ella, bajo la apariencia de Telémaco, consigue una nave y a los marine-
ros necesarios, y se hacen a la mar sin que los pretendientes, embriaga-
dos en el banquete, puedan advertirlo.
El canto III relata la travesía hacia Pilos, donde Telémaco vuelve a
sentirse impotente, por su juventud e inexperiencia, para interrogar a
Néstor, y donde la diosa le reconforta de nuevo: no es tanta su incapaci-
dad, está bien dotado, pues el cielo no le ha hecho premioso ni incapaz:
«Telémaco, unas palabras las concebirás en tu propia mente, y otras te
las infundirá la divinidad. Estoy seguro de que tú has nacido y te has
criado no sin la voluntad de los dioses» (Odisea, III, 28).
Finalmente el muchacho habla con Néstor. Le cuenta su proceden-
cia, la situación de Ítaca por la ausencia de su padre, y le manifiesta
su desesperación: no cree posible que regrese su padre, ni aunque los
dioses lo quisieran así. Atenea entonces le reconviene: a los dioses, si
ellos quieren, les es muy fácil socorrer a los mortales, incluso aunque
estén lejos, y ella en concreto tiene predilección por Ulises. Si ella tuvie-
se que elegir entre el destino de Ulises o el de Agamenón, preferiría con
mucho la suerte del primero, que volvió a su tierra tras sufrir muchas
penalidades, antes que la del segundo, a quien le tocó morir en su casa,
a manos de su esposa y el amante de ésta, aunque, no obstante, la muer-
te llega por igual a todos, sin que los dioses puedan evitarlo.
El canto IV relata la visita de Telémaco a Menelao, que le da noti-
cias de Ulises, y le refiere la suerte de Agamenón.
Atenea, por su parte, vuelve a Ítaca, donde Penélope, enterada de
la marcha de su hijo, está desconsolada, ahora más por esta ausencia
que por la de su propio marido. La diosa consuela en sueños a la ma-

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dre, asegurándole que es ella misma quien guía al joven y quien le está
hablando a ella en sueños.
Así está dispuesto el escenario donde van a transcurrir los aconte-
cimientos, y donde Atenea ejerce su acción protectora.

4. Escenario de la Odisea. Atenea como protectora de Ulises.

Al comienzo de la Odisea, Ulises aparece retenido en la isla Ogigia


por la ninfa Calipso, añorando volver a su patria. En lo más alto del
Olimpo, los dioses se han reunido en asamblea para deliberar sobre
el regreso del héroe, Atenea ha recordado a Zeus la suerte injusta que
sufre su protegido, y el padre de los dioses y los hombres a su vez se
lamenta de que los hombres culpen a los dioses cuando en realidad
sufren por sus propias acciones.
Atenea, diosa de la sabiduría y de la justicia, arguye en favor de su
héroe: apela a la justicia humana y divina y hace votos ante los olímpi-
cos para que ningún rey se acuerde de benevolencia y benignidad en la
tierra, si antes los dioses no le hacen justicia a Ulises. Pues si en el cielo
no hay lugar para la justicia, ¿por qué debería haberlo en la tierra?
El discurso constituye una proclamación en toda regla de que lo
que funda la justicia humana es la justicia divina, y de que, de no existir
ésta, se anula también toda justicia entre los hombres. Recuerda Palas
que Ulises es padre y rey, que es necesario que el destino se cumpla y
por tanto debe volver a Ítaca. La pretensión de la diosa es, como la del
último de los profetas de la Biblia judía, «volver el corazón de los pa-
dres a los hijos y el corazón de los hijos a los padres» (Malaquías, 3, 24).
En Ítaca esperan a Ulises su padre Laertes, su gente, su familia, su
pueblo, su origen. ¿Quién salva a Ulises de estar tanto tiempo perdido,
retenido en la dispersión, fuera de lo suyo, fuera de sí mismo? La diosa
de la sabiduría y de las artes, la que protege a Orestes y a Telémaco, la
que socorre a sus propios hermanos los otros dioses, cuando se alejan
de Zeus, pues ya sábe «la de claras pupilas qué penosa es la lucha con
su padre» (Ilíada, VIII, 407-408).

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CAPÍTULO II

LA MUJER, LOS DIOSES Y EL ARTE

1. Ulises y las figuras femeninas de la Odisea.

a Odisea empieza, como siglos más tarde lo hará la Divina comedia


L de Dante, con un hombre que se encuentra perdido en mitad del
camino de su vida. En el caso de Ulises, el hombre extraviado es recogi-
do por una mujer, hospedado y reconfortado por ella. A partir de ahí el
hombre es capaz de volver sobre sí y de recuperarse a sí mismo. El hilo
conductor de ese retomo, nostos, es el recuerdo, la nostalgia.
El análisis de la figura de Ulises como arquetipo de la existencia
humana nos lleva ahora, siguiendo linealmente la secuencia de los
cantos de la Odisea, a esclarecer algunas de las figuras femeninas que
aparecen en el poema y su relación con el héroe. Es en los cantos V-VI-
II, que contienen las aventuras de Odiseo narradas en tercera partir,
Poseidón desata una tempestad que le hace naufragar, llegando medio
muerto a la isla de los feacios, donde la muchacha le socorre. La tercera
de las figuras femeninas es Arete, reina de la isla feacia y madre de
Nausicaa. Ulises se acoge a ella como un suplicante para implorar su
ayuda y protección y la obtiene.
La mujer tiene significaciones simbólicas polivalentes y a veces
antagónicas. Simboliza la vida, la pasividad, la pasión inconsciente, la
sabiduría, la muerte, etc. En la clasificación de Jung aparecen cuatro ar-
quetipos de mujer: Eva, Helena, Atenea y María.1 Los seis que aparecen
en la Odisea no se pueden reducir a los cuatro que Jung analiza, aunque
el psicólogo tampoco pretende ser exhaustivo. Probablemente los seis

1 Jung desarrolla su teoría de estos cuatro arquetipos en La psicología de la transfe-


rencia, Barcelona, Paidós, 1983. Otros valores simbólicos de la mujer, que no se reducen a
los cuatro mencionados, se encuentran en Transformaciones y símbolos de la líbido, Buenos
Aires, 1952; Psicología y alquimia, y El yo y el inconsciente.

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tipos de este poema homérico son tam bién originarios e irreductibles
entre sí, y corresponden a seis cualidades y posibilidades que se rea-
lizan en la mujer, y que se abren para el hombre en el encuentro con
ellas.
Antes de analizar cada una de estas figuras femeninas y su rela-
ción con Ulises es preciso resumir brevemente los cantos menciona-
dos. El canto V empieza con la resolución de la asamblea de los dioses
en la que se acuerda el regreso del héroe solicitado por la diosa Ate-
nea, y el envío de Hermes para que comunique a la ninfa Calipso que
el destino no permite que le retenga por más tiempo. El héroe cons
truye una balsa y parte pero Poseidón levanta una tempestad como
venganza contra él porque cegó a su hijo Polifemo. La balsa es des-
truida por los vientos, y el tripulante, sufriendo el embate de la tem-
pestad, llega a nado a Esqueria, la isla de los feacios. En el canto VI,
Atenea inspira a la joven Nausicaa, hija del rey, para que marche a la
playa con sus doncellas a lavar sus vestidos. Es allí donde encuentra
al náufrago medio muerto y desnudo. Se compadece de él, le socorre
y le lleva a la ciudad. En el canto VII es aceptado como huésped por
Alcinoo y su mujer, la reina Arete, que le prometen ayuda para regre-
sar a su país. Ulises hace un relato de sus desventuras desde que salió
de la isla Ogigia has ta su naufragio y llegada a Esqueria. En el canto
VIII, Alcinoo, tras escuchar la narración, reúne a la asamblea con ob-
jeto de disponer la ayuda necesaria para que el recién llegado pueda
volver a su patria. En atención al huésped se celebra un banquete, en
el que el aeda Demodoco cuenta episodios de la guerra de Troya. Lue-
go se convoca una competición, y en su transcurso es provocado Uli-
ses, que interviene y vence a los feacios en diversas pruebas. El aeda
actúa de nuevo, canta los amores de Ares y Afrodita, y el episodio del
caballo de Troya. El huésped entonces se emociona y Alcinoo, que se
da cuenta, le pide que se identifique.
Si desde el punto de vista estilístico estos cuatro cantos se uni-
fican por constituir un relato en tercera persona, desde el punto de
vista temático aquí considerado su contenido es la relación del hom
bre (Odisea) con la mujer (con distintos tipos de mujer), su relación
con los dioses, y su relación con la naturaleza y los otros hombres, que

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se manifiesta tanto en el dominio técnico de las herramientas y armas
como en el de la palabra (el arte del «técnico» y el arte del poeta).
En mitad del camino de la vida de Odisea, esta isla de Esqueria
aparece como un maravilloso Edén, habitado por descendientes de los
dioses. Las condiciones del clima y su localización geográfica permite
a sus moradores dedicarse a una técnica, la de la navegación, en la que
han alcanzado la máxima pericia. Se trata de un pueblo pacífico, cuyas
mu jeres dominan la técnica propia de su sexo, la de tejer, y cuyo orden
social parece más bien la descripción de una utopía. Ese momento de
paz, en la mitad de la vida, es un momento propicio para hacer re-
cuento, para la reflexión, para relatar lo que se ha hecho, lo que se ha
padecido. Porque ya se han hecho y se han padecido cosas, y ya hay
algo que relatar.

2. Calipso. La belleza de la diosa.

En la asamblea de los dioses, Palas, además de apelar a la justicia


divina, recuerda que Ulises es padre y es rey, que se le debe permitir
cumplir su destino, ser lo que es, y que eso solamente se hará realidad
si vuelve a su país, a su reino. Pero a esto se opone Calipso, que le re-
tiene en Ogigia, impidiéndole retomar, mientras los pretendientes en
Ítaca quieren matar a su hijo y apoderarse de su mujer y su reino.
Parece aquí que dioses y destino son cosas diferentes, incluso
opuestas, y no resulta claro quién es superior. De momento se mues-
tran como distintos el uno del otro. Ya se verá, a lo largo de los diversos
episodios, qué se considera superior en la concepción homérica.2
Los dioses decretan que se cumpla su destino, pero lo hará sufrien-
do nuevos males y solo. ¿Cuál es la razón de esto? ¿No ha sufrido ya
bastante? No parece que haya otra razón sino que ése es el destino, que
ésa es la vida de los hombres, del hombre, y que así es mientras dura.
Hermes es el encargado de llevar la noticia a Calipso, y se dirige a
Ogigia. La ninfa durante varios años ha sido para Ulises descanso, refu-

2. Por lo que se refiere a la relación entre los dioses y el destino en Home ro, cf. F. R.
Adrados y otros, Introducción a Homero, Labor, Barcelona, vol. I, pp. 268-272. Cf. Martin P.
Nilsson, Historia de la religiosidad griega, Gredos, Madrid, 1970, cap. I.

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gio, tiempo para el goce y para la reflexión. Palas asegura que retiene en
su isla a Ulises por la fuerza. ¿Pero qué género de fuerza es ésa?, ¿qué
clase de poder tiene la mujer, este tipo de mujer, sobre el hombre?, y
¿qué le pasa a Ulises para no encontrarse bien allí?
Calipso podría asemejarse a la figura de Helena en la ti pología de
Jung, la mujer que moviliza el afecto por su hermosura y que protege
con su amor, pero también podría asimilarse sencillamente a la figura
jungiana de la ninfa.3
Hermes ha llegado a la isla y transmite su mensaje. Ulises en ese
momento lo que siente junto a Calipso es el desarraigo. «No se habían
secado sus ojos de llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regre-
so, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por
la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él la amara.
Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su
ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derra-
mando lágrimas» (Odisea, V, 151-159).
Ulises sabe que Penélope no es más hermosa que la ninfa, pero a
pesar de esto la prefiere. Quizá por tratarse de la mujer que es suya, de la
primacía de lo particular sobre lo universal, de una mujer y una casa en
ítaca, por encima de una mujer ideal, de una belleza inmortal. Por eso el
de alma grande («magnánimo» es uno de los epítetos que más frecuen-
temente le da Homero) llora con desconsuelo en una tierra donde mana
leche y miel y donde crecen los cipreses,4 es decir, en una tierra ideal,
que podría satisfacer todos los sueños y todos los deseos de cualquier
hombre en general, en abstracto, pero no los de ese hombre particular en
ese momento concreto.
Por otra parte, Calipso podría exhibir algún título para retener al
héroe. De entrada, los derechos que tiene la mujer sobre el hombre. «Yo
lo salvé, que Zeus le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo
en medio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus nobles
compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté
como amigo y lo alimenté y le prometí hacerlo inmortal y sin vejez para

3. La palabra griega nymphe significa «recién casada» y también «mu ñeca». Para Jung,
lo ninfático corresponde a los estadios bajos del proceso de individualización, y está rela-
cionado con las nociones de tentación, transitoriedad, multiplicidad y disolución.
4. El ciprés, en la Grecia clásica, es símbolo de la alegría y la vida, de la eternidad.

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siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar ni dejar
sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el
mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo no lo despediré de
cualquier manera, pues no tiene naves provistas de remos, ni compañe-
ros que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar» (Odisea, V, 130-142).
Hacerle inmortal quiere decir sacarle del tiempo, apartarle de la ve-
jez. ¿Cómo dejarle ahora vagar y sufrir de nuevo? Hermes contesta que
ése es su destino, el de todo hom bre: ser en el tiempo, alcanzar la vejez
y la muerte.5 Los hombres, los mortales necesitan la vejez, ése es su sino.
Tener un tiempo para la reflexión, cuando el de la acción ya se reduce o
ha pasado por completo. La reflexión es la dig nidad de la vejez humana,
el momento en que el hombre puede recogerse sobre sí mismo, y así es
considerado en Grecia el anciano, como una persona de gran dignidad
y valor.
La ninfa se queja ante el mensajero de los dioses de que le arrebaten
a Ulises, pues le produce gran dolor quedarse sin él. Desde el punto de
vista de Calipso, ella no es una mujer ideal, una belleza universal: es una
mujer concreta, puesto que puede sentir soledad.
Pero ha llegado el momento de la partida. Ulises no puede quedarse
en lo seguro, lo agradable. El hombre tiene más tiempo, más vida, no
puede quedarse resguardado en el seno materno, volver a ese refugio, y
no puede quedarse escondido en la mujer, que desde este punto de vista
simboliza el seno materno en general,6 sobre todo si tiene el alma grande
y dispone todavía de más «tiempo».
Ulises, después de haber estado allí varios años, desconfía de que
la ninfa le deje partir sin más. «Diosa, creo que andas cavilando algo
distinto de mi marcha [...] No, yo no subiría a una balsa mal que te pese,

5. El motivo del viajero errante que no puede morir encuentra en el mito de Ulises
una de sus expresiones arquetípicas, pero más propiamente en las leyendas medievale
s y románticas del judío errante y el buque fantasma. El viajar es una imagen del anhelo
nunca saciado, que en ninguna parte encuentra su objeto. Jung cree que ese objeto es la
madre perdida (Transformaciones y símbolos de la libido), pero otros autores lo interpretan
en el sentido de huida de la madre, de anhelo de salvación y trascendencia, o en otros
sentidos (M. Eliade, Imágenes y símbolos, Taurus, Barcelona, 1989).
6. En este sentido, la nostalgia del seno materno se ha interpretado también como
nostalgia del espíritu por la materia, y como nostalgia de la vida por la muerte (Mircea
Eliade, Imágenes y símbolos).

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si no aceptas jurarme con juramento, diosa, que no maquinarás contra
mí desgracia alguna» (Odisea, V, 172-179).
El hombre suspicaz y malicioso desconfía de la mujer. La diosa no
guarda rencor. Hace de la necesidad virtud y advierte al héroe que aún
le quedan muchos sufrimientos, tantos que de saberlo con exactitud no
se iría. «Si supieras cuánta tristeza te deparará el destino antes de que
arribes a tu patria, te quedarías aquí conmigo para guardar esta mo
rada y serías inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu espo-
sa, a la que continuamente deseas todos los días» (Odisea, V, 208-210).
Pero Ulises ya está resuelto y el destino se debe cumplir. Ha llegado la
despedida. «El sol se puso y llegó el crepúsculo. Así que se dirigieron
al interior de la cóncava cueva a consolarse con el amor en mutua com-
pañía» (Odisea, V, 227).
Ahora, entre Calipso y Ulises, el amor no lo es todo, es un consue-
lo. No lo es todo porque lo que es propio de Ulises está fuera de Calipso
y de su isla, porque hay más tiempo, y porque Ulises sigue teniendo
como cualidad característica la magnanimidad, la megalopsychía. Tiene
un alma grande, que alberga aún muchas empresas que realizar y por
eso mismo mucho que padecer, tiene que continuar su viaje.7
Además, por muy universal y absoluto que sea el amor, cuando se
trata del amor de un hombre particular, también es particular, limitado.
Quizá el amor que no deja nada fuera, que lo abarca todo, no es propio
de los mortales, sino algo más bien divino.

3. Las artes del mar.

Ulises, ayudado por la diosa se dispone a construir la nave que le


permitirá el regreso. Aparece aquí la dimensión del hombre como ar-
tesano, o lo que es equivalente, el sentido heroico de la artesanía, de la
técnica. Con la colaboración de Calipso, Ulises cortó «alisos, álamos
negros y abetos» bien secos «que podían flotar ligeros» (Odisea,V,
239-240); «los pulió diestramente y los enderezó con una plomada»

7. El simbolismo del viaje, que es particularmente rico, se interpreta también como


búsqueda de la verdad, de la paz, de la inmortalidad, en la indagación y el descubrimien-
to de un centro espiritual, y eso tanto si se trata de navegación, de la travesía de un río o
de la búsqueda de alguna isla.

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(Odisea, V, 246), «los perforó todos, los unió unos con otros y los
ajustó con clavos y junturas» (Odisea, V, 249). «Cuanto un hombre
buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de una
amplia nave de carga, así de grande hizo Odisea la balsa» (Odisea, V,
250-251). Después, «plantó postes», «los ajustó con vigas», «constru-
yó una cubierta rematándola con grandes tablas», «hizo un mástil
y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla».
Finalmente, «la cubrió con cañizos de mimbre» que la defendieran
contra el oleaje, y con la tela que Calipso le llevó para hacer velas, «él
las fabricó con habilidad», «ató en ellas cuerdas, cables y bolinas»
y con unas estacas echó la embarcación al mar (Odisea, V, 251-260).
Un héroe artesano es algo que no aparece en la Ilíada; no hay
ningún héroe en el primer poema homérico que lo sea por sus haza-
ñas en el campo de la técnica. 8 Sin duda el hecho de que un artesano
pueda ser un héroe supone que en la sociedad a la que pertenece,
el trabajo es un valor, al menos tan cotizable como la victoria en
la guerra o el éxito en la caza. Un valor que se admira, y por tanto
un factor que puede dar lugar a cierta jerarquía y orden social, un
principio formalizador de la sociedad. Pero no cualquier artesano
puede ser un héroe. Debe ser aquel que se emplea en determinadas
técnicas; quizá las de vanguardia en aquella sociedad, como era la
navegación en el siglo VIII a. C. en las aguas del Egeo.
La técnica es la actividad en la que el hombre se mide conti-
nuamente con el caos y con las fuerzas sobrehumanas, o sea con la
naturaleza desatada, pues eso es el caos, y con los dioses, pues a
ellos les compete el dominio de esas fuerzas en tanto que superan
a los humanos. La técnica se convierte así en una actividad propia
y específicamente humana, de manera que según la desarrollan los
hombres, así realizan su humanidad. Es un tipo originario de activi-
dad, una actividad arquetípica.
El destino de Ulises es lanzarse nuevamente al mar; como el des-
tino del hombre es aventurarse a lo desconocido y hacer frente a lo
que todavía no es y no tiene forma. El mar simboliza en el mundo
antiguo lo informe, lo caótico, lo máximamente tempestuoso y des-

8. Cf. F. R. Adrados, Introducción a Homero, cit., cap. XVI.

– 45 –
tructor.9 Así que Ulises vuelva, que el hombre cumpla su destino de
adentrarse en un futuro que aún no tiene forma y de protagonizar
una vida que aún no tiene redactado su argumento, no parece que
puedan impedirlo los elementos del caos, pero sí pueden estorbarlo
u obstaculizarlo.
Ulises parte de Ogigia. «Desplegó gozoso las velas» y fue «go-
bernando el timón con habilidad», mirando el firmamento y, particu-
larmente ,a la Osa, «pues le había ordenado Calipso, divina entre las
diosas, que navegase teniéndola a la mano izquierda» (Odisea, V, 269-
278). Tras diecisiete jornadas de travesía, Poseidón desata una tormen-
ta. Ulises, asustado, reflexiona en su corazón y su ánimo oscila entre
la duda y el miedo. No sabe si prefiere morir allí, en medio del mar,
sin fama ni una sepultura digna para su cuerpo, o seguir luchando,
alcanzar tierra, y esperar otro tipo de muerte.
Se trata de una reflexión frecuente entre los héroes griegos, a par-
tir del caso paradigmático de Aquiles. Si muere en el mar, Ulises y su
vida, su cuerpo y su historia, se disolverá en el caos, y de él no quedará
absolutamente nada, ni siquiera lo que podría quedar: el recuerdo.
«Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro
veces los dánaos que murieron en la vasta Troya por dar satisfacción a
los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi
destino el día en que tantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas
lanzas alrededor del Pélida muerto! Allí habría obtenido honores fú-
nebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado
que sea sorprendido por una triste muerte» (Odisea, V, 303-311). Si la
muerte del héroe, del hombre, no es acogida e integrada por la cultu-
ra, no es una muerte humana: es un acontecimiento físico. Por eso, la
sociedad que no integra la muerte se destruye. La muerte es el máximo
acto de terrorismo, porque desintegra la sociedad. Pero si la sociedad
la hace suya como un acontecimiento propio, entonces queda convertida
en un factor estabilizante del orden social.10

9. Cf. P. Diel, El simbolismo en la mitología griega, cit.


10 «Toda sociedad ha de convertir la muerte en un hecho social, de manera que la
muerte de los individuos suceda dentro de la sociedad y no al margen de ella.» Cf. J.
Vicente. El horror de morir. El valor de la muerte en la vida humana, Tibidabo, Barcelona,
I992, p. 114.

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La forma en que eso sucede con más frecuencia desde una perspecti-
va intercultural es dar sepultura. Por eso algunos autores piensan que dar
sepultura es el primer acto civilizador. Unir el mundo de los vivos con el
de los muertos supone el primer requisito para que la sociedad se consti-
tuya, convirtiéndose así en el primer punto de refe rencia de la cultura y
de la autoconciencia social.11
Siguiendo el hilo de la narración, nuestro héroe lucha en medio
del mar por salvar su vida de una muerte segura. Ahora aparecen en
su conjunción los tres factores antes mencionados: lo que los dioses
quieren y el destino de Ulises, la técnica de la navegación que el héroe
domina, y el mar desatado o el caos. El caos triunfa sobre la téchne a
menudo, pero el hombre algunas veces se salva del caos por ella. Solo
algunas veces, porque la conjunción entre esos tres factores, los dioses,
el caos, y la téchne, es problemática. Dominar la técnica y salvarse del
caos mediante ella es lo propio del héroe homérico: Ulises no es un
estoico que se inmola a la fortuna, porque, como otros héroes griegos,
cree que la fortuna ayuda a los audaces. Según esta creencia parece que
se articulan las dos voluntades, la divina y la humana, sin que ninguna
de las dos se anule12. Así, en medio del oleaje y abatido por la tem-
pestad, Ulises recibe una ayuda de la diosa Ino: «Toma, extiende este
velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando
alcances con tus manos la tierra firme, suéltalo en seguida y arrójalo al
ponto rojo como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos» (Odi-
sea,V, 347-350). La ayuda llega, pues, en forma de objeto mágico, de
un modo que es común en los ritos, mitos, relatos épicos, leyendas y
cuentos populares.13 Lo que permite cumplir la voluntad humana y
el designio divino es la ayuda sobrenatural, pero en el caso de Ulises,
la iniciativa propia sigue jugando un papel primordial. Después de
coger el velo que le dan, Ulises, que no se fía ni de los dioses, toma su
propia decisión y asume su responsabilidad: «¡Ay de mí! ¡No vaya a
ser que alguno de los inmortales urde contra mí una trampa, cuando

12. Cf. Martin P. Nilsson, Historia de la religiosidad griega, Gredos, Madrid, 1970, pp.
63-77. Cf. R. Adrados, Introducción a Homero, cit., p. 276.
13. El objeto mágico puede ser de varios tipos, como señala V. Propp, Las raíces histó-
ricas del cuento, cap. 5, II, y su recepción puede reiterarse según la construcción del relato
y su longitud de desarrollo, pero el hecho de recibirlo es constante.

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me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos
con mis propios ojos la tierra donde me dijo que tendría asilo. Más
bien, pues me parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan
unidos por las ligazones permaneceré aquí y aguantaré sufriendo ma-
les, pero una vez que las olas desencajen la balsa me pondré a nadar,
pues no se me alcanza previsión mejor» (Odisea, c. V, vv. 356-362).
Atenea, por su parte, se dispone también a socorrer a su prote-
gido. Calma los vientos y cuando ha conseguido llegar a tierra firme,
inspira al náufrago un profundo sueño reparador de las fuerzas, como
si los procesos naturales fuesen también un don divino. Así llega Uli-
ses a la isla de los feacios, donde es acogido por Nausicaa.

4. Nausicaa. La inocencia de la doncella

Mientras Nausicaa duerme dulcemente, Atenea se aparece en


sus sueños y en tono de reprensión le indica que se apresure a ir a la
playa a lavar la ropa, que no sea negligente ni perezosa. Palas preten-
de que encuentre al héroe en la arena, que le socorra y, a su vez, que
Ulises vea a la joven de hermosos ojos y abundante cabellera, pues si
la muchacha logra con su juventud e inocencia captar su atención, tal
vez despierte en él un nuevo amor a la vida, y le infunda nueva fuerza
para continuar y colmar su destino.
Está desnudo, cubierto de hojarasca, blanquecino de salitre y en
una playa desconocida, sin saber a dónde ha llegado ni quién habita
en aquellas tierras, si hombres salvajes e injustos o bien hospitalarios
y temerosos de los dioses. Siente miedo. Nausicaa se lo encuentra tal
como Atenea lo había previsto. La joven también duda si el náufrago
será salvaje o humano, y también tiene miedo, pero inspirada por la
diosa se compadece de él, y decide socorrerle, vestirlo e introducirlo en
la ciudad en secreto, para que llegue al palacio de sus padres y les pida
a ellos su protección.
Ulises se encuentra ahora con la inocencia de la mujer niña, la pro-
tagonista del canto V. La doncella, la mujer niña está tomada frecuen-
temente en la literatura como el símbolo de la inocencia y de la virtud,
de lo más puro y excelso que hay en el ser humano, como fuente de la
inspiración más sublime. En este sentido es en el que Jung caracteriza y

– 48 –
define a la mujer como el ánima, en contraposición al hombre en tanto
que animus. La cualidad de la inocencia se refiere a lo que está para
empezar: marca aquello que es un nuevo punto de partida. Esto es así
en la conciencia griega pero también en otras culturas, y se le opone
como contrario la culpa o el extravío. La inocencia se encuentra en la
mujer niña en cuanto que no se ha dado aún ningún extravío en ella.
Éste es el simbolismo de la «hija del rey», que se concede al héroe como
recompensa de sus hazañas y trabajos, y que está asociada al agua en
cuanto elemento primordial, al naufragio y a la purificación. Se trata de
una figura que se encuentra frecuentemente en todas las tradiciones.
La joven ha ido a la playa a lavar, tarea que, asignada a la mujer
en muchas culturas, tiene también fuerte contenido simbólico. Lavar
quiere decir limpiar y purificar, no sólo los vestidos sino también las
culpas y los delitos. En la cultura homérica se añade a esta tarea además
la de bañar al huésped, la de perfumar y la de embellecer, llenar de gra
cia y de gloria al héroe.
Nausicaa hace todo lo que la diosa le ha indicado en sueños. Ter-
minada la tarea, toma el sol y juega a la pelota con sus doncellas. Palas
prepara el encuentro con la joven como una gracia, como un don para
quien la vea. Con los gritos alegres de los juegos, Ulises, que duerme en
la playa, se despierta sobresaltado. «¡Ay de mí! ¿De qué clase de hom-
bres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y caren-
tes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad
hacia los dioses? Y es el caso que me rodea un griterío femenino como
de doncellas, de ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes,
las fuentes de los ríos y los prados cubiertos de hierba ¿O es que estoy
cerca de hombres dotados de voz articulada? Pero, ea, yo mismo voy a
comprobarlo e intentaré verlo» (Odisea, VI, 119-126).
No sabe si las voces que oye corresponden a seres de su misma na-
turaleza, seres humanos, o a seres de género diverso. Debe comprobar
si tienen la misma naturaleza y esa comprobación es un acto cultural.
La revalidación o el reconocimiento de la naturaleza, que permite un
tipo adecuado de comunicación, se hace en este caso mediante un acto
de apelación a los dioses, un acto religioso o un acto de culto, el cual se
toma como contraseña o prueba de civilización. Ser civilizado quiere
decir ser hospitalario y reconocer a los dioses.

– 49 –
Ulises, cubriéndose con unas ramas y con aspecto montaraz, apa-
reció ante las jóvenes. «Temblorosas se dispersan cada una por su lado
hacia las salientes riberas. Sola la hija de Alcinoo se quedó, pues Ate-
nea le infundió valor en su pecho y arrojó el miedo de sus miembros.
Y permaneció a pie firme frente a Odiseo. Éste dudó entre suplicar a la
muchacha de lindos ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos,
con dulces palabras, que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y
mientras esto cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces
palabras, no fuera que la doncella se irritara con él al abrazarle las ro-
dillas» (Odisea, VI, 138-147).
El náufrago, desnudo, tiene aspecto salvaje, y por eso a su vez las
jóvenes dudan también de si será o no humano. Más bien no dudan.
Huyen asustadas en una reacción tan inmediata como podría ser la de
ataque. Solamente Nausicaa, inspirada por la diosa, permanece ante
Odiseo. A veces la niña inocente, sin miedo o venciéndolo, se detie-
ne junto a la miseria de un vagabundo deshecho y se interesa por él.
Cualquier adulto se lo desaconsejaría, pero Nausicaa se queda. Quizá
porque la inocencia es inconsciencia del peligro e ignorancia del mal,
pero Homero explicita que es por inspiración divina. Es un modo de
explicar una de las formas en que la compasión triunfa sobre el miedo,
como uno de los sentimientos más propios de la mujer niña, de la «hija
del rey», y, desde luego, de Nausicaa.
Algunos autores han pensado que la compasión no es una actitud
ni una cualidad moral propia del mundo homérico,14 y que adquiere
auge con el cristianismo, pero otros han sostenido que es muy propia
tanto de Homero como de los grandes trágicos griegos. Quizá es cierto,
como sostiene M. van der Leeuw, que la imaginación religiosa griega y
la de toda la humanidad sabe lo que es la misericordia.15
Antes de nada, Ulises elogia su hermosura, que es una gracia, un
don, para quien la vea. «Yo te comparo a Artemis, la hija del gran Zeus,
en belleza, talle y distinción, y si eres uno de los mortales que habitan la
tierra, tres veces felices tu padre y tu venerable madre; tres veces felices

14. Las discusiones arrancan de la obra de F. Nietzsche El nacimiento de la tragedia,


Alianza, Madrid, 1981.
15. Cf. M. Van der Leeuw, Fenomenología de la religión, F.C.E., México, 1975, pp.
491-492

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también tus hermanos, pues bien seguro que el ánimo se les ensancha
por tu causa viendo entrar en el baile a tal retoño; y con mucho el más
feliz de todos en su corazón aquel que venciendo con sus presentes te
lleve a su casa» (Odisea, VI, 149-160).
Después declara que, al mirarla, «le atenaza el asombro», como
cuando junto al altar de Apolo en Delos vio por primera vez una palme-
ra, y quedó entusiasmado durante largo tiempo, contemplando cómo
«un árbol tan hermoso había crecido en la tierra» (Odisea, VI, 161-167).
Ulises cuenta a la joven el suceso del naufragio y le pide que le dé ropa
con que cubrirse, deseándole toda clase de bienes. «¡Que los dioses te
concedan cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una Casa, y
te otorguen también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más
bello y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan la casa
con el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría para el amigo,
y, sobre todo, ellos consiguen buena fama» (Odisea, c. VI, vv. 180-186).
Una vez que ha invocado a los dioses, suplica a Nausicaa que le
conceda el don de la hospitalidad. Nausicaa le contesta que ha acertado
a reconocer en él, como consecuencia de su invocación a los dioses,
nobleza y sensatez. Le advierte que si invoca a los dioses, debe aceptar
pacientemente todo lo que ellos le hayan asignado como destino.
Por su parte, ella le dará lo que los dioses prescriben, y a tal efecto,
reprende y da las oportunas órdenes a sus doncellas: «Deteneos, sier-
vas, ¿adónde huís por ver a este hombre? ¿Acaso creéis que es un ene-
migo? No existe viviente ni puede nacer hombre que llegue con ánimo
hostil al país de los feacios, pues somos muy queridos de los dioses y
habitamos lejos en el agitado ponto, los más apartados, y ningún otro
mortal tiene trato con nosotros.
«Pero éste ha llegado aquí como un desdichado después de andar
errante, y ahora es preciso atenderle. Que todos los huéspedes y men-
digos proceden de Zeus, y para ellos una dádiva pequeña es querida.
¡Vamos, dadle de comer y de beber y lavadlo en el río donde haya un
abrigo contra el viento» (Odisea, VI, 199-210).
Una vez que se ha establecido la comunidad de naturaleza en vir-
tud del reconocimiento y de la comunión en lo divino, tiene lugar la
compasión y el socorro.

– 51 –
Una hipótesis distinta que podría considerarse, pues también Ho-
mero da pie para ello, es que quizás hay otro elemento universalizante,
confirmador de la comunidad de naturaleza, que no es religioso sino
más bien ético, o bien ético y psicológico, afectivo, que es la simpatía
en el sentido de compasión, de misericordia pues no está claro si la
misericordia, la sympatheia, inmediatamente y de suyo, tiene un sentido
religioso.
Otro sentimiento en el que se expresa un reconocimiento recíproco
es la vergitenza. Ulises lo primero que percibe es que está desnudo,
se ve como un ser salvaje, como una fiera. Eso es lo que homologa al
hombre y al animal, el no usar vestido. Así el hombre desnudo está en
peores condiciones para ser reconocido por otros humanos como seme-
jante. Si se le reconoce como ser humano, es que se le reconoce como
personaje, con un nombre y una función social, por eso poner nombre a
un individuo equivale a vestirle. Pero nombrarle y vestirle es incluirle
o admitirle en la comunidad social. Es el vestido lo que hace al hombre
más diferenciado, porque el vestido expresa también la individuación
en el espacio y en el tiempo social. Ulises siente vergúenza de su des-
nudez ante la presencia de las jóvenes y pide a las siervas de Nausicaa
y a ésta que se retiren.
Así pues, la compasión y la vergúenza, desde el punto de vista de
Homero, no aparecen como sentimientos «naturales», sino más bien
«civilizados», o, más propiamente todavía, como aquello en virtud de
lo cual puede establecerse y se establece la comunidad civil, que tiene
como base el reconocimiento de la comunidad «natural».
Una vez limpio, Ulises se viste y se perfuma. Atenea le infunde
entonces una gracia, charis, para que aparezca con más hermosura físi-
ca. En el mundo homérico la hermosura física es algo de enorme valor,
pues es lo que hace a un hombre semejante a un dios. Esa cualidad, la
gracia, charis, en muchas religiones tiene el mismo significado de «ha-
cer semejante a un dios», también en el cristianismo.
Nausicaa queda admirada de esta hermosura, en términos seme-
jantes a como Ulises quedó prendado de ella. Se trata de una especie de
enamoramiento. «Escuchadme, siervas de blancos brazos, mientras os
hablo; no en contra de la voluntad de todos los dioses, los que poseen el
Olimpo, tiene trato este hombre con los feacios semejantes a los dioses.

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Es verdad que antes me pareció desagradable, pero ahora es semejante
a los dioses, los que poseen el amplio cielo. ¡Ojalá semejante varón fue-
ra llamado esposo mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con
nosotros!» (Odisea, c. VI, vv. 239-245).
Tal vez por la desproporción excesiva entre el don y el receptor, la
experiencia de la hermosura, del quedar prendado, es una experiencia
de felicidad que se considera una gracia, porque es algo que el hombre
no puede darse a sí mismo. Lo que el hombre puede darse a sí mismo
ya sabe lo que es y por eso no le coge de sorpresa.
Sucedido todo esto, preparan entre los dos la mejor manera de
entrar en la ciudad y llegar hasta el palacio de Alcinoo, padre de Nausi-
caa. La joven considera preferible que nadie les vea juntos, pues no está
bien para una doncella el ir entre hombres antes del día de sus nupcias,
ya que ocasionaría «comentarios amargos». «Así dirán, y para mí estas
palabras serán odiosas. Pero yo también me indignaría con otra que
hiciera cosas semejantes contra la voluntad de su padre y de su madre y
se uniera con hombres antes que celebre público matrimonio» (Odisea,
c. VI, vv. 284-287), En el mundo homérico, las nupcias aparecen de esta
manera como el principio formalizador de las relaciones sexuales para
una doncella de cierta alcurnia.
Después Nausicaa aconseja a Ulises que vaya al palacio de su
padre y que se abrace como un suplicante a las rodillas de su madre
la reina Arete pidiéndole ayuda para regresar a su casa y a su patria.
Dispuesto ya el plan, Ulises invoca a Atenea, su protectora, para que
le sean favorables los acontecimientos, y Palas le escucha, «pero no le
salió al encuentro, pues respetaba al hermano de su padre, [Poseidón,
padre de Polifemo] que mantenía su cólera violenta contra Odiseo, se-
mejante a un dios, hasta que llegara a su patria» (Odisea, VI, 330).
Esta vez, la sabiduría no se enfrenta al poder de lo informe. Palas
respeta y teme a Poseidón, hermano de Zeus, tal vez porque la sabidu-
ría no lo es todo, y no es lo absoluto. Tal vez porque el caos, el ser y la
vida vienen de más allá del saber, tal vez porque pertenecen al misterio

– 53 –
5. Arete. La hospitalidad de la madre reina

De los arquetipos de mujer que señala Jung, y que ya se han men-


cionado, la reina Arete se corresponde más bien, aunque no comple-
tamente, con el de Eva. Representa más exactamente a la madre reina,
y su figura y función en la Odisea ha sido uno de los puntos de apoyo
para el estudio y las tesis sobre el matriarcado preheroico.16
Ya en el canto VI Ulises ha dicho que la mayor dicha que le cabe
a un hombre es gobernar su casa en armonía con su mujer, sobre todo
porque, si logra eso, tiene mucha fama, que es lo máximo que en el
mundo homérico se puede tener.
El canto VII relata el encuentro de Ulises con una pareja de ese
tipo, su encuentro con una mujer que es madre, esposa y reina, que es
famosa y feliz. Una mujer que se encuentra en su plenitud y tiene po-
der, y está en condiciones de ejercer la compasión y la hospitalidad del
modo más poderoso, es decir, del modo más divino. De ese encuentro
resulta para el héroe, para el hombre, la dicha de su retorno efectivo, de
la plena recuperación de sí mismo y de lo suyo. Una vez que llegan a la
ciudad Ulises y Nausicaa, se separan como han acordado y él se dirige
al palacio de Alcinoo conducido por Atenea en figura de niña.
Hay en estos pasajes una descripción de la tierra, de los hombres
y las mujeres que la habitan y de las artes en que destacan, después se
describe el palacio y la figura de los soberanos, incluyendo la genealo-
gía de Arete, la reina, y su parentesco con Alcinoo, su marido.17 Descu-
bre Ulises a la reina en las salas del palacio y se abraza a sus rodillas
en actitud suplicante. Le cuenta sus desventuras, le pide hospitalidad
y apela a todo lo que ha sufrido como único mérito para ser atendido
y aceptado.

16. El punto de referencia más clásico en esta línea es el estudio de J. J. Bachofen,


Das Mutterech, de 1861. Hay traducción española parcial, El matriarcado. Una investigación
sobre la ginecocracia en el mundo antiguo según su naturaleza religiosa y jurídica, Akal, Madrid,
1987.
17. Se trata del tipo de relación en la que el incesto no tiene un sentido inmoral o
antirreligioso, sino, al contrario, el de subrayar y garantizar la indentidad divina y herói-
ca de la dinastía real.

– 54 –
«Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a
tu esposo, a tus rodillas, y ante estos tus invitados, después de sufrir mu-
chas desventuras. ¡Ojalá los dioses concedan a éstos vivir en la abundan-
cia; que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes de su hacienda y las
prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En cuanto a mí, proporcio-
nadme escolta para llegar rápidamente a mi patria. Pues ya hace tiempo
que padezco pesares lejos de los míos» (Odisea, c. VII, vv. 146-154).
Cabe preguntar si acaso los sufrimientos o el haber padecido mucho
son un mérito para algo. Anteriormente se ha aludido a la compasión
como una actitud espontánea e inmediata, y a su posible universalidad.
Tal vez sea un escándalo para cualquier ser humano el hecho de ver a un
semejante sufriendo, o incluso saber que alguien de su misma naturaleza
se encuentra en una situación terrible. Un motivo para la compasión, y
una explicación de ella, puede encontrarse en que, como enseñan buena
parte de los filósofos, el ser humano no está hecho para el sufrimiento y
las desgracias no son lo que le corresponden como lo que le es debido
de suyo. Está hecho para la felicidad, y si es la desgracia lo que le acon-
tece, entonces se puede suponer que algo va mal, en el ser humano en
particular, o en el ser en general, y debe ser reparado. Bien puede ser así,
pero el modo en que esto llega a la conciencia humana es tema de otros
estudios. Puede bastar ahora para dar razón de que haber sufrido mucho
es un título para recibir beneficios.
Ulises se levanta después de suplicar abrazado a las rodillas de Are-
te, y «se sentó entre las cenizas junto al fuego del hogar» (Odisea, VI, 152),
esto es, en el lugar que le corresponde al hombre que está triturado y des-
hecho. Las cenizas tienen ese contenido simbólico, que proviene, sobre
todo, de su carácter de residuo: es lo que queda después de la extinción
del fuego. En su traducción antropomórfica, la ceniza, el cadáver, es el
residuo del cuerpo después de que se ha apagado el fuego de la vida.
En general, la ceniza es símbolo de la nulidad y de la inconsistencia de
la vida humana, y, más en concreto, de su precariedad y transitoriedad.
Este simbolismo aparece en la tradición griega, en la judía, en la cristia-
na, en la hindú y en otras.18 En nuestra cultura queda una huella de ese

18. Cf. Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Crítica, Barcelona,
1983, pp 355-357.

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simbolismo en el cuento de «la cenicienta»: las cenizas del hogar son el
sitio donde se aparta lo que no es nada, donde está quien lo ha perdido
todo (quien ha perdido a su madre), y donde más brilla el resurgir que
tiene como principio una dádiva que se recibe. Sentarse sobre cenizas
es el modo en que un ser humano puede provocar la compasión de
otro. Y así sucede en este caso.
Uno de los nobles de la corte interviene en su favor: «Alcinoo, no
me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped permanezca sentado en
el suelo entre las cenizas del hogar [...] Ordena también a los heraldos
que mezclen vino para que hagamos libaciones a Zeus, el que goza con
el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes» (Odisea, VII, 159-163).
Alcinoo se inclina sobre el forastero para levantarlo de aquel lugar, y
tributarle los honores que le corresponden, que son sacrificios y la ayu-
da para volver a su patria. Por otra parte, si «fuera uno de los inmorta-
les que ha venido desde el cielo, algunas otras cosas nos preparan los
dioses, pues hasta ahora se nos han mostrado a las claras» (Odisea, VII,
200-201) y hay que estar preparado para lo que los dioses manifiesten,
como quiera que lo hagan.
El extranjero entonces da un primera información sobre su identi-
dad: «Alcinoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada
me asemejo a los inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente
ni en porte, sino a los mortales hombres; quien vosotros sepáis que ha
soportado más desventuras entre los hombres mortales, a éste podría
yo igualarme en pesares» (Odisea, VI, 209-212). El héroe se identifica
de forma negativa. No es un inmortal; se define por lo que no es. En el
mundo homérico frecuentemente se define a los hombres designándo-
les como «los mortales», esto equivale a decir los que saben que mori-
rán, los que aspiran a morir, o bien los que tienen principio y tendrán
una terminación. Esto es lo mismo que definir al hombre en términos
de argumento o de relato, con principio, desarrollo y final.
Pero aún hay una desgracia o sufrimiento mayor que el que refiere
Ulises a Alcinoo. Se trata sin duda del que acontece al Ulises de Joyce
que no suplica volver a casa porque para él no hay principio, desarrollo
y desenlace, para él no hay casa a la que volver, y quizá ni siquiera el

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don de la muerte.19 Mortal es el que aspira a morir en paz en su patria,
en sociedad, y después pasar al otro lado, a la sociedad de los muertos.
La reina pide al náufrago que diga quién es, pues ella misma ha re-
conocido la ropa que Nausicaa le entregó en la playa, y que lleva pues-
ta, como tejida por sus manos. Él prosigue diciendo de dónde viene.
Salió del lado de una mujer, Calipso, a la que describe brevemente, y
cuenta cómo esta ninfa le hizo promesas de inmortalidad. «Y no dejaba
de decir que me haría inmortal y libre de vejez para siempre. Pero no
logró llevar la persuasión al fondo de mi pecho» (Odisea, VII, 258). Des-
pués refiere cómo le recogió otra mujer, Nausicaa, y adorna el episodio
omitiendo algunos pormenores, en beneficio de la joven, y también en
el suyo propio. La prudencia en este caso aconseja dar primacía a la
reserva discreta antes que a la sinceridad infamante.
Una vez que ha terminado su relato, el rey Alcinoo le ofrece la hos-
pitalidad en su forma más completa, que incluye concederle «la mano
de su hija». «¡Zeus padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como eres y
pensando las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por esposa
y permaneciendo aquí pudiese llamarte mi yerno!; que yo te daría casa
y hacienda si permanecieras aquí de buen grado. Pero ninguno de los
feacios te retendrá contra tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a
Zeus» (Odisea, c. VII, vv. 311-314).
Arete a continuación ordena que se le disponga aposento en el pa-
lacio, y Alcinoo que se preparen los rituales propios de la hospitalidad.
Una vez que se ha aceptado como huésped, el extranjero se siente a
salvo. Este sentido salvador y sacro de la hospitalidad, aunque propio
del mundo griego, no es exclusivo de él.
Como se ha visto, en Grecia el extranjero es siempre «de Zeus». En
general, el extranjero es portador de «poder» y el «poder» es casi siem-
pre algo sagrado o sobrenatural. Cualquier extranjero es su portador,
pues se trata de una corriente sagrada que rompe de muchos modos y
surge por muchos puntos y el extranjero es uno de ellos.
Es un ser extraño, desconocido, y, por tanto, temible, por lo que
en latín y en otras lenguas la misma palabra, (hostis), designa a la vez

19. El caso de Ulises de Joyce es el del hombre en quien la subjetividad y los episo-
dios que la llenan flotan sueltos en la indiferencia.

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los dos conceptos de «enemigo» y «extranjero». En tanto que es una
fuerza que aparece en un espacio social ya organizado, pero donde no
hay sitio preparado para él, resulta un extraño. En cuanto elemento
con el que la sociedad no cuenta y que no puede manejar ni controlar,
es un potencial enemigo y por eso produce miedo. Su llegada siempre
altera en algo el lugar, y por eso para ir a su encuentro es necesario
revestirse también de un poder adecuado. Al poder extraño se le debe
hacer frente con otro poder sagrado, de ahí que el saludo en todas las
civilizaciones sea un acto religioso en el que se invoca el nombre de
Dios, bien para neutralizar el poder extraño, para hacerle frente o para
acogerlo con un poder superior. Puede decirse, pues, que la hospitali-
dad como la guerra es una acción religiosa, y al extranjero se le acoge y
se le hospeda, o se le ataca.
Si se le acoge favorablemente, para darle hospitalidad, se con-
vierte en huésped. Fuera del domicilio el extranjero está fuera de la
comunidad de la sangre, y necesita apoyo para vivir y para ser, para
seguir existiendo, puesto que no tiene ninguna propiedad, ninguna ju-
risdicción: ninguna costumbre, ninguna ley, ningún ámbito civilizado,
se está en lo no humano, en lo salvaje.
Una vez que se le recibe como huésped, el extranjero tiene que pa-
sar por unos ritos de agregación,20 que en el caso de Ulises y los feacios
son juegos, competiciones y ceremonias religiosas. Las culturas primi-
tivas tienen estos ritos generalmente divididos en tres grupos, a saber,
los ritos de espera, los ritos de margen y por último los ritos de agre-
gación, y la cultura homérica los tiene igualmente. A veces, los ritos de
agregación implican el intercambiar regalos, pues aceptar regalos es en
cierta manera quedar vinculados entre sí, como intercambiar sangre o
anillos.
Es también parte del rito que el extranjero se presente, que dé su
«nombre». El extranjero dice quién es, o bien se le impone un nombre y
se le asigna una función social, una esposa, una propiedad, etc., lo cual
le sitúa ya en las fratrias, castas, etc., de modo que en el plano cultural
se revalida la comunidad de naturaleza. En Esqueria el recién llegado
pasa por todo eso, y una vez que ha sido aceptado como huésped, el

20. Cf. A. van Gennep, Los ritos de paso, Taurus, Madrid, 1986, cap. III.

– 58 –
rey manda preparar un banquete y venir a un aedo para que amenice
la comida con sus relatos. Veamos ahora el papel y la consideración de
que gozan el poeta y sus relatos en el mundo heroico.

6. Hazaña y relato. El arte del poeta.

La temática de este canto VIII de la Odisea es diferente del resto.


Tras exponer la técnica de la construcción de naves y la de la navega-
ción, y las características de los edificios de la ciudad de Esqueria, le
toca el turno ahora a la técnica de la palabra, al arte del canto. Cantar,
recordar acontecimientos y narrarlos en alabanza y memoria de sus au-
tores, es algo que hace el hombre, quizá todos los hombres. Homero
expone ahora la técnica del poeta, la función de la poesía, y su conside-
ración social.
El extranjero está contento junto a los feacios, los más expertos
navegantes de su tiempo, gente pacífica que le ha acogido bien y se
dispone a agasajarle en un banquete, y su ánimo está sereno. Alcinoo
ha reunido en la mesa a los notables con objeto de preparar su regreso;
ha designado los navegantes que le repatriarán, y reclama la presencia
del poeta. «Llamad al divino aedo Demodoco, a quien la divinidad ha
otorgado el canto para deleitar siempre que su ánimo lo empuje a can-
tar» (Odisea, VIII, 43-44),
El aedo, pues, no canta cuando es preciso, como el constructor de
naves o el de casas, que ejercen su actividad cuando la ocasión o la ne-
cesidad lo requieren, sino que actúa «siempre que su ánimo lo empuja
a cantar». Puede tratarse de lo que luego se ha llamado inspiración del
artista y del intérprete. Homero no la entiende como una gracia divina
especial que llega en ese instante al aedo, como las que Atenea concede
a Ulises en muchos momentos. Más bien, el impulso viene de «su áni-
mo», y no de los dioses, aunque su ánimo esté particularmente dotado
por la divinidad. A Demodoco «la Musa le amó mucho y le había dado
a conocer el bien y el mal: le privó de los ojos pero le concedió el dulce
canto» (Odisea, VII, 62-63).
No es la primera vez que se habla del conocimiento del bien y del
mal, ni del sabio que está privado de vista. Ya cuando Atenea nace, se

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queda junto a su padre para hacerle saber el bien y el mal. Y también
Tiresias, el adivino, queda ciego y a cambio le es otorgada la sabiduría.
La relación entre ceguera y sabiduría se especifica como conoci-
miento del bien y del mal. La ceguera significa por una parte descono-
cer la realidad de las cosas, y también estar loco, pero por otra, el ciego
es el que ignora las apariencias engañosas del mundo y tiene el privile-
gio de conocer su realidad secreta, profunda y prohibida al común de
los mortales. Por eso, el ciego participa de lo divino y es el inspirado,
el poeta, el taumaturgo, el vidente, el adivino. Además, el poeta es el
amado por la Musa, y la Musa es la que concede el don de producir, de
expresar lo más maravilloso. No solamente es la que sabe, también es
la que crea, la que revela y hace crear.
Mnemosine, la Memoria, y Zeus, son quienes engendraron a las
Musas.21 Su historia está relacionada con la de Crono, dios del tiempo.
Mnemosine es una figura contraria a Crono. La memoria es aquello que
salva y rescata del tiempo, la que sabe lo que ha sucedido desde el prin-
cipio, y lo retiene todo. Es hija de Urano y Gea, y pertenece al grupo de
las Titánides. Zeus se unió a ella en Pieria durante nueve noches segui-
das, y al cabo del año le dio nueve hijas, que son las que aman al poeta,
por lo cual él es el inspirado, el adivino, el conocedor del bien y del mal.
Ese conocimiento es inaccesible a los demás hombres porque es
el conocimiento del origen, de lo que está antes del tiempo y antes del
empezar. Las Musas, las que saben acerca del origen, a veces conceden
a hombres ciegos o locos ese saber, o bien hacen que esos hombres sean
también originantes de algo. No pueden ver lo que ya ha empezado y
está en el tiempo, lo objetivo, pero pueden ver el principio, pueden si-
tuarse entre bastidores, en lo que queda por detrás una vez ya manado
el río del tiempo y de la vida. Lo que vemos es lo formado, porque eso
es lo visible, pero el saber del principio en tanto que originante no pue-
de consistir en un saber de lo formado, de lo visible. Por eso el principio
es lo misterioso, lo que está más allá de la forma, o antecede a ella.
Eso es lo que las Musas inspiran y revelan, y hay motivo para lla-
mar a eso conocimiento del bien y del mal. Se trata de algo oculto a los

21. Cf. Hesiodo, Teogonía, vv. 35 ss. Píndaro, Pítica III, vv 88 ss., y Nemea, III, 16, en
Obras completas, ed. de Emilio Suárez de la Torre, Cátedra, Madrid, 1988.

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mortales, del principio del que brota la acción, y desde el cual puede
decirse que una actividad es buena o mala, o sea, de eso que se llama
«libertad», ya sea la de los dioses o la de los hombres.
En líneas generales, decimos que algo es bueno o malo por su prin-
cipio o por su fin. Conocer el bien y el mal quiere decir conocer el prin-
cipio, y también el fin de las cosas, y eso lo conocen Mnemosine y sus
hijas las musas. Conocen el principio, como Zeus, y conocen el final, y
por eso pueden emitir juicios justos sobre los acontecimientos. El poeta,
a su vez, sabe esto gracias a una revelación de las musas, pero él no
emite juicios, sino que simplemente dice lo que ha sido, lo que fue y lo
que será. Al menos, eso parece ser lo que Homero piensa.
Ulises se emociona escuchando al poeta Demodoco (el que enseña
al pueblo) y el rey es el único que lo advierte, pero procura que nadie
se dé cuenta. Es un rasgo de tacto, elegancia y respeto. El dolor, la nos-
talgia y el llanto se refieren al pasado, pero también son una tensión
respecto al futuro y tienen relación con la estructura de la existencia
humana como relato, con principio, desarrollo y final. Alcinoo hace
una propuesta para aliviar a Ulises. «Salgamos y probemos toda clase
de juegos. Así también el huésped contará a los suyos al volver a casa
cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y
en la carrera» (Odisea, VIII, 100-102).
El juego y la competición deportiva era una forma de honrar a los
muertos, una forma de dar culto a los dioses y de asemejarse a ellos,
una manera de alcanzar la gloria, la inmortalidad. «No hay mayor glo-
ria para el hombre mientras vive que campear» (Odisea, c. VII, v. 148), y
en ello el hombre muestra que posee el atributo propio de los dioses, el
poder. Por otra parte, los juegos son lo más apto para consolar, y eso es
lo que pretende Alcinoo en esos momentos.
En el transcurso de los juegos, Euríalo, hijo de Alcinoo, invita al
extranjero a que participe, pero el héroe declina la invitación invocando
su cansancio y su tristeza. Entonces, Euríalo le reta poniendo en duda
su valía como varón y como guerrero, e insinuando su pertenencia a un
rango inferior. «No, huésped, no te asemejas a un varón entendido en
juegos, cuantos hay en abundancia entre los hombres, sino al que está
siempre en una nave de muchos bancos, a un comandante de marinos
mercantes que cuida de la carga y vigila las mercancías y las ganancias

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debidas al pillaje. No tienes traza de atleta» (Odisea, VIII, 159-164). Se
trata de un reto insoslayable en el que el otro queda implicado: se pone
en duda su identidad como varón y como guerrero, y esa identidad es
la que el extranjero necesita que sea reconocida, pues si no lo es tal vez
no recibirá la ayuda que ha solicitado. Tal vez no será digno de ella
si sus únicos valores son la hermosura física que han apreciado en él
Nausicaa y Arete, y la prudencia que Alcinoo percibió en sus respues-
tas. Se ve obligado a mostrar lo que es en lo que hace como atleta, pero
también en la respuesta verbal que da ante el reto. «¡Huésped! No has
hablado bien y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido
de igual modo a todos sus amables dones de hermosura, inteligencia
y elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero la divinidad
lo corona con la hermosura de la palabra y todos miran hacia él com-
placidos. Les habla con firmeza y con suavidad respetuosa y sobresale
entre los congregados, y lo contemplan como un dios cuando anda por
la ciudad. Otro, por el contrario, se parece a los inmortales en su porte,
pero no lo corona la gracia cuando habla» (Odisea, VIII, 168-176).
El extranjero declara que va a mostrar lo que vale como atleta.
Toma el disco y lo lanza más lejos que nadie. Atenea, adoptando forma
de hombre, pone la señal a su disco, para que se vea hasta dónde ha
alcanzado, y le vitorea por la marca conseguida. «Y se alegró el sufri-
dor, el divino Odiseo gozoso porque había visto en la competición un
compañero a su favor» (Odisea, VIII, 200).
Atenea esta vez no ayuda a Ulises para que venza, sino para ha-
cer notoria su acción, y para reforzarle el ánimo con la compañía. No
hace falta incrementarle su poder natural mediante un añadido impro-
pio porque ese incremento se produce espontáneamente si el hombre
encuentra «un compañero a su favor», un partidario. El ser humano
necesita que alguna vez alguien crea algo en él, y entonces sus fuerzas
físicas y su ánimo subjetivo crecen.
Finalmente las competiciones ponen de manifiesto la valía del ex-
tranjero como atleta, los concurrentes le ofrecen sus dones como debe
hacerse con los huéspedes, y el rey manda que Euríalo lo desagravie.
Así lo hacen todos.
Cuando le corresponde su turno, la joven Nausicaa no añade nada
a los presentes ofrecidos por los invitados y por sus propios padres,

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sino que le hace a Ulises una petición: «Salud, huésped, acuérdate de
mí cuando estés en tu patria, pues es a mí la primera a quien debes la
vida. Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo: Nausicaa, hija del
valeroso Alcinoo, que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el esposo
de Hera, volver a mi casa y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te
haré súplicas como a una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la
vida» (Odisea, VIII, 461-468).
En efecto, Ulises le debe la vida, y por eso le promete tenerla siem-
pre presente como a su principio, pues en eso consiste recordar. Recor-
dar se dice en diversas lenguas europeas llevar en el corazón, y olvidar,
echar fuera de él. Recordar es salvar algo del pasado, sin dejarlo esca-
par de sí. Eso es lo mismo que tenerlo como principio, incluso como
formando parte de la propia identidad. Nausicaa se puede considerar
principio de Ulises porque le ha salvado, pues si ella no le hubiese au-
xiliado él se habría extinguido. Por eso el héroe puede dirigirle preces
como a una diosa. Más aún cuando en la cultura heroica dirigir preces
es algo que se hace no sólo a los dioses, sino también a los hombres.
El extranjero vuelve a llorar emocionado, y Alcinoo se percata
nuevamente de ello, pero esta vez interrumpe al aedo para rogar al
huésped que se identifique. «Vamos, que se detenga para que gocemos
todos por igual, los que le damos hospitalidad y el huésped [...] Como
un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que goce de
sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú escondas en tu pensa-
miento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es hablar. Dime
tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás, los
que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres carece completa-
mente de nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han
nacido. [...] Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te
acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. [...]
»Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el
destino de los argivos, de los dánaos y de Ilión. ¿Es que ha perecido
ante Ilión algún pariente tuyo [...]? ¿O un noble amigo de sentimientos
agradables? Pues no es inferior a un hermano el amigo que tiene pensa-
mientos discretos» (Odisea, c. VIII, vv. 541-584).
El huésped se enternece. El rey ha llegado a su corazón, y le pide
que hable con sinceridad justa. Ahora la sinceridad es una deuda, algo

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que se le debe al anfitrión. El huésped debe al rey sinceridad porque le
ha aceptado tal como es, sin reservas. Sin saber nada de él le ha rendido
los mayores honores por el solo hecho de ser un suplicante, después le
ha tratado como merece un huésped. El rey sabe que el huésped quiere
regresar, y ya han decidido en la asamblea que le ayudarán, pero nece-
sitan saber cuál es su patria, adónde deben llevarle.
El extranjero ha evitado hasta este momento dar información inne-
cesaria, hasta no estar seguro de ser bien acogido, pero ahora no puede
tener dudas razonables. Después de que se ha identificado negativa-
mente ante las preguntas de Arete, y mediante sus hechos al participar
en los juegos, ahora se tiene que identificar mediante las palabras, y en
primer lugar diciendo su nombre. El ser del hombre viene dado prime-
ramente por las relaciones intersubjetivas, familiares: no hay nadie que
no tenga nombre una vez que ha nacido. En el mundo homérico, ade-
más, el nombre es también el alma de la cosa. Se le pregunta después
su tierra, su raza, su polis, pues todos estos factores constituyen al ser
humano no menos que su padre y su madre.
Alcinoo promete repatriarlo, aun a riesgo de que se cumpla una
antigua profecía que su padre Nausitoo le anunció acerca de un castigo
que les mandaría Poseidón por ayudar a un náufrago a volver: vaticinó
que una gran roca cerraría la entrada del puerto y que el barco se con-
vertiría en piedra. «Que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir,
como sea agradable a su ánimo» (Odisea, VIII, 570).
Después de preguntar por su nombre, sus padres y su patria, le
pregunta el rey por su historia personal: ¿qué te ha pasado? Todo eso,
y en ese orden, es lo que forma la identidad del extranjero. Lo que uno
padece forma parte de esa identidad. La verdad de uno mismo es el
relato de la propia vida, el argumento de la propia historia, si es que
queda un argumento, después de que lo que se intentaba ha sido tantas
veces desbaratado. La existencia humana tiene la estructura de un re-
lato, por eso la verdad de uno mismo aparece al relatar la propia vida,
y por eso se puede definir al hombre como el ser que cuenta historias.
También quiere Alcinoo saber si perdió algún pariente o amigo en
la guerra de Troya, y es ésa la causa de que derrame llanto abundante,
porque en la cultura homérica un amigo supone tanto como un herma-
no o pariente, como el caso de Aquiles y Patroclo y en muchos otros.

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Termina así el canto VIII. Ulises ha sido acogido, se le ha concedido la
hospitalidad y ayuda para volver a su tierra, y después se le pide que
se identifique por referencia a sus padres, a su patria, y a sus hazañas.
El héroe, después de que todos han oído hablar de él, en el relato del
episodio del caballo de Troya que hace Demodoco, considera que ha
llegado el momento favorable para darse a conocer, y pasa a hacerlo ya
en primera persona.

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CAPÍTULO III

LA CONDICIÓN HUMANA
Y LOS MUNDOS TRANSHUMANOS

E n los cantos noveno a duodécimo, Ulises narra a los feacios, en pri-


mera persona, la primera parte de su viaje, desde Troya hasta la
isla Ogigia, pues la segunda parte, de Ogigia a Esqueria, acaban de
conocerla. En este viaje el héroe entra en contacto con mundos y per-
sonajes no humanos, y que vamos a denominar «transhumanos». El
conjunto de estos relatos podría considerarse como la parte más ficticia
o fantástica de la Odisea, en contraposición a los demás cantos en que se
narran acontecimientos que calificaríamos como reales desde nuestra
perspectiva actual.1
Los seres humanos están continuamente en referencia a otros
mundos, además del mundo al que llaman propio de ellos. En cuanto
que nombran mundos habitados por otros seres y en cuanto que actúan
en relación con ellos, viven también en referencia a otros mundos. Es
lo que se suele denominar el universo de la cultura.2 Puede llamarse
«transhumano» a todo aquello que se comporta y funciona de un modo
distinto a como acostumbran a hacerlo los hombres. Todo lo que está
más allá de su modo de ser, allende sus límites.
Cuando el saber está muy elaborado y resulta muy firme para los
hombres, cuando ha cristalizado en formulaciones filosóficas y jurídi-

1. En nuestra cultura actual tiende a considerarse que es «real» lo que puede con-
trastarse con los métodos de la ciencia positiva convencional. Lo que no puede contras-
tarse así se denomina hipotético, ficticio, poético o místico. Evidentemente esta categori-
zación es ajena a la mente heroica. El término «transhumano» se ha elegido porque sirve
para designar lo que Homero considera no humano, y porque resulta aceptable para
nuestra cultura y nuestra categorización de lo «real», mientras que, por otra parte, no
prejuzga peyorativamente sobre lo que no es contrastable científicamente.
2. Por cultura entendemos aquí el conjunto de las entidades nombradas por un gru-
po social en un determinado momento.

– 67 –
cas, en correspondencia con una estabilidad política y social, qué es lo
humano y qué no lo es resulta muy cierto, y las fronteras de lo inhuma-
no aparecen muy claras. Pero cuando el saber y el poder establecidos
se desequilibran y entran en crisis, cuando el mundo en el que vive
el hombre se amplía y sus bordes anteriores se rompen, entonces las
fronteras que eran nítidas se difuminan. La definición que los hom-
bres tienen de sí mismos se torna problemática, y hay que encontrar
sus nuevos límites. Eso pasa actualmente, cuando en el contexto de la
ciencia y la técnica modernas, en la literatura y las artes el adjetivo «hu-
mano» designa unas ciertas cualidades morales y afectivas, que pueden
poseer los habitantes de otros planetas, algunos ordenadores, ciertos
ingenios robóticos, algunos vivientes obtenidos mediante procesos de
ingeniería genética, o humanoides fabricados con órganos desechados
por hombres. Algo similar ocurrió también en el tránsito del imperio
romano a la Europa moderna. Los hombres medievales convivían con
gnomos, magos, brujas, ogros, demonios, dragones, hadas, elfos, ar-
cángeles, etc., y se adentraban en unos mundos transhumanos que les
eran hostiles o amigables. Al definirlos aprendían cuáles eran los lími-
tes de lo humano. El mismo acontecimiento parece darse en el paso de
la Grecia heroica a la clásica. Así lo recogen las literaturas, y los mitos
correspondientes, aunque cada uno de ellos tenga sus puntos de vista
peculiares.
Se analizarán aquí las perspectivas contenidas en la Odisea, para
ver qué dicen de la condición humana. Ulises tiene conciencia de ser
solo un hombre, como le ha indicado anteriormente a los feacios, al
narrarles parte de sus hazañas. Ahora pasa a referirles los lugares y los
seres que ha encontrado en el país de los cicones, en el de los lotófagos,
en el de los cíclopes, etc. Se trata del descubrimiento griego de lo que
es y de lo que no es humano, y de la reflexión sobre eso. La Odisea es
verdaderamente una cartografía de lo humano, y aunque esa cartogra-
fía es inservible para nuestra cultura contemporánea, nuestra cultura,
que no está dispensada del esfuerzo de elaborar la suya propia, puede
aprender en el poema homérico lo costoso que puede resultar definir
los límites de lo humano.
Así pues, la unidad de estos cuatro cantos podría venir dada, ade-
más de por las cuestiones estilísticas que se han indicado, por el título

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propuesto para el capítulo, el de la condición humana y los mundos
transhumanos.
Su contenido en términos escuetamente descriptivos es el siguien-
te. En el canto noveno, Ulises, después de su marcha de Troya, llega al
país de los cicones, donde entabla una lucha de la que escapa la mayor
parte. Tras abandonar la tierra, un fuerte viento le envía al país donde
habitan los seres que se alimentan de loto, la flor del olvido. Después
atraca en la isla de los cíclopes, donde Polifemo devora a varios de sus
compañeros y de cuyo poder consiguen escapar después de dejarlo cie-
go.
En el canto décimo, llegan a la isla Eolia donde habita el dios de
los vientos. Acoge a Ulises hospitalariamente y le da un odre, donde
se contienen encerrados todos los vientos. Cuando Ulises, cansado, se
duerme, sus hombres queriendo repartirse el botín lo abren y se dis-
persan todos los vientos perdiendo el rumbo nuevamente. Llegan a la
isla de los lestrigones, gigantes antropófagos, donde pierden hombres
y naves. Desde allí van a la isla de Eea, donde habita Circe, una maga
que convierte a los compañeros de Ulises en cerdos. El héroe los libera
del hechizo con la ayuda de Hermes y, después de un año, consiguen
abandonar la isla.
Circe indica en el canto once a Ulises que, para regresar a su patria,
debe ir al Hades, al país de los muertos, para que el adivino Tiresias le
indique su destino. Se entrevista con muchas almas de hombres y mu-
jeres, héroes muertos, y con su propia madre, Anticlea. Tiresias le dice
que su destino es volver a Ítaca y vengarse de los pretendientes, pero
que debe sufrir antes grandes males.
Por último, en el canto doce, vuelve a la isla Eea y Circe le pone en
guardia de los peligros que debe sortear. Pasa por el país de las sirenas
cuyo canto atrae a los navegantes y les hace olvidar su destino, luego
por entre Escila y Caribdis, monstruos marinos que devoran a varios
de sus hombres. Después matan y se comen las vacas de Helios, y Zeus
desencadena una tempestad de la que se salva sólo Ulises, que es reco-
gido por Calipso en la isla Ogigia.

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1. Polifemo. La animalidad prehumana.

Una vez que Alcinoo ha formulado al héroe las preguntas sobre él,
se identifica, es decir, recuerda y relata. «Nada hay más agradable que
escuchar al aedo, tal como es, semejante a los dioses en su voz» (Odisea,
IX, 2-3). El tiempo y el espacio de la poesía es la gloria, como el de los
dioses, y ahí es donde el héroe da su respuesta verdadera. «Lo primero
que voy a decir es mi nombre para que lo conozcáis y para que yo des-
pués de escapar del día cruel continúe manteniendo con vosotros rela-
ciones de hospitalidad, aunque el palacio en que habito esté lejos. Soy
Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres por
toda clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo» (Odisea, IX, 15-20).
Ulises deja su nombre para que le recuerden, como Nauicaa había
pedido antes, lo que equivale a dejarse algo de sí mismo en Esqueria,
con lo cual el rito de agregación con el que se cierran las ceremonias de
la hospitalidad queda cumplido. Una parte de Ulises queda en la isla
como un símbolo de sí mismo, y él integrado entre los feacios como un
acontecimiento que pertenece ya al pasado de Esqueria.
Después de decir quién es su padre y cuál es su nombre declara
cuál es su patria, su tierra, Ítaca, dónde está situada, y por qué quiere
volver. «Yo, en verdad, no soy capaz de ver cosa alguna más dulce que
la tierra de uno. Y eso que me retuvo Calipso, divina entre las diosas, en
profunda cueva deseando que fuera su esposo, e igualmente me retuvo
en su palacio Circe, la hija de Eea, la engañosa, deseando que fuera su
esposo.
«Pero no persuadió a mi ánimo dentro de mi pecho, que no hay
nada más dulce que la tierra de uno y de sus padres, por muy rica que
sea la casa donde uno habita en tierra extranjera y lejos de los suyos»
(Odisea, IX, 28-37).
Una vez que la identificación nominal se ha completado, se pasa
al relato de los padecimientos, es decir, la Odisea, tras la mención de
la gran hazaña, a saber, la conquista de llión. De Troya llegó a Ismaro,
donde asedió y saqueó la ciudad de los cicones, y de la que por una
imprudencia en la retirada sufrieron un contraataque que les causó
algunas bajas. Tras nueve días de navegación, «arribamos a la tierra
de los lotófagos, los que comen flores de alimento». Allí el héroe se

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aprovisionó bien y envió exploradores, «para que fueran a indagar qué
clase de hombres, de los que se alimentan de trigo, había en esa región»
(Odisea, IX, 97-98).
Alimentarse de trigo es aquí un rasgo que sirve para definir a al-
gunas clases de los seres humanos. La clase de seres que se encuentran
no son definidos como humanos, pero tampoco como «los que comen
trigo», sino como «los que comen flores», y, en concreto, «loto». «Y mar-
charon en seguida y se encontraron con los lotófagos. Éstos no decidie-
ron matar a nuestros compañeros, sino que les dieron a comer loto, y
el que de ellos comía el dulce fruto del loto ya no quería volver a infor-
marnos ni regresar, sino que preferían quedarse allí con los lotófagos,
arrancando loto y olvidándose del regreso» (Odisea, IX, 91-95). Los que
se alimentan de la flor del olvido pueden ser humanos o no serlo, pero
los humanos que la toman reciben unos efectos que aquí aparecen con
su carga de simbolismo.
En el capítulo anterior, al analizar en el canto VIII la función del
poeta y la inspiración de las musas, hijas de Mnemosine, se han seña-
lado algunos aspectos del simbolismo del recuerdo y del conocimiento
del bien y del mal. Ahora corresponde ver algunos aspectos del simbo-
lismo del olvido. Los lotófagos se alimentan de una flor, el loto, o flor
del olvido, manjar máximamente agradable que hace olvidar a los que
lo toman quiénes son y, por tanto, adónde van.
El término «olvido», lethe, deriva del verbo lantháno, que significa
escapar del conocimiento, escapar a la vista, hacer olvidar algo a uno
y olvidar.3 La raíz de esta palabra aparece en el nombre del río Leteo,
río del olvido, y también en el adjetivo «letal», con el significado de «lo
que causa la muerte». El río Leteo es uno de los que rodea el Hades, el
país de los muertos, y beber las aguas del Leteo lleva a olvidar todo lo
que le ha sucedido a uno en su vida terrestre o bien en su existencia
preterrestre.4

3. Liddell & Scott, Greek-English Lexicon, Clarendon Press, Oxford, 1991 (voz lan-
tháno).
4. Por eso cuando las almas vuelven del Hades y se reencarnan para otra existencia
terrena beben de las aguas del Leteo y no recuerdan nada de sus existencias temporales
anteriores. Cf. Platón, República, X, 621. Cf. P. Grimal, Diccionario de mitología griega y ro-
mana, Paidós, Barcelona, 1990 (voz «Lete»)

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Según otra tradición, la personificación del olvido es la diosa Lete,
madre de las tres Gracias (Chárites), las que van siempre en el cortejo
de Afrodita o de Atenea, y tienen la virtud de hacerlo todo suave y
encantador. Son Agle, la brillante; Talía, la que hace florecer, y Eufro-
sine, la que alegra el corazón. Lo que alegra el corazón, lo que alegra, a
veces también tiene como efecto hacer olvidar, lo cual puede ser tam-
bién borrar la identidad propia. En este sentido, lo que produce el gozo
puede ser también letal. Ulises no toma la flor de loto, sino que envía a
unos exploradores, y cuando ve que no vuelven, toma fuertes medidas:
«Pero yo los conduje a la fuerza, aunque lloraban, y en las cóncavas
naves los arrastré y até bajo los bancos» (Odisea, IX, 98-99).
Después de esto llegan las naves a la isla de los cíclopes. Es una
especie de paraíso salvaje, si es que en la visión homérica puede existir
algo semejante, pues en la descripción que hace Homero de la isla lo
salvaje y lo paradisíaco tienden a oponerse. No es que no pueda encon-
trarse en Homero algo parecido a lo que hoy se considera un «paraíso
natural», pero eso sería más bien la isla de Calipso, y no la de Polifemo.
«Llegamos a la tierra de los cíclopes, los soberbios, los sin ley; los
que, obedientes a los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni
labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo y
cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus
se los hace crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes;
habitan las cumbres de elevadas montañas en profundas cuevas y cada
uno es legislador de sus hijos y esposas, y no se preocupan unos de
otros» (Odisea, IX, 105-113).
«Cíclope» significa literalmente kyk-lops, «ojo redondo», y el hecho de
que sólo poseyeran uno en medio de la frente se ha interpretado por algu-
nos autores, siguiendo a Wilamowitz, como carencia de conocimiento ra-
cional. «El cíclope Polifemo constituye, con su único ojo grande como una
rueda, un signo de la misma prehistoria: el ojo único recuerda a la nariz y a
la boca, más primitivos que la simetría de los ojos y de las orejas, que es lo
único que llega a proporcionar —a través de la unidad de dos percepcio-
nes convergentes— identificación, profundidad y objetividad.»5

5. T. W. Adorno y M. Horkheimer, Dialéctica del iluminismo, Sudamericana, Buenos


Aires, 1987, pp. 83-84.

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Los cíclopes no tienen leyes, es decir, artificios, que son señal de
civilización, de humanidad. No labran la tierra, o sea, no humanizan la
naturaleza vegetal: la tierra salvaje da ella sola trigo, cebada y vides. No
tienen rebaños, que es la domesticación o humanización de los anima-
les, el dominio y la utilización de ellos desde una instancia superior. No
conocen el ágora, no establecen diálogos o debates entre ellos, lo cual
indica que no tienen relaciones políticas, y por tanto que estos seres no
son humanos ni se han relacionado con los humanos.6 Nunca se han
asustado de los hombres.
Sus tierras son buenas pues si las cultivasen darían mucho fruto.
Tampoco tienen naves, ni viajan, sino que están aislados. Esta descrip-
ción nos remite a un estado de salvajismo cuya característica principal
parece ser la carencia de artes.7 Como cada cíclope gobierna a su mujer
y a sus hijos sin cuidado de los demás, existe entre ellos la familia, pero
no sociedad civil. Por ello se puede pensar que no son humanos, si se
toma como punto de referencia la definición que Aristóteles da en la
Política del hombre como el animal que habita en la polis. O bien, a la
inversa, se puede pensar que Aristóteles elabora su definición filosófica
de hombre a partir de esta tópica poética, si se toma a Homero como
primer punto de referencia.
Ulises decide explorar, con la misma duda que al llegar a Esqueria.
«Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave
y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber
quiénes son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los
forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses» (Odisea,
IX, 171-174). El héroe se aprovisionó bien, pues

«[...] barruntaba en mi espíritu prócer que me habría de encontrar con un


hombre dotado de ingente fortaleza, brutal, sin noción de justicia ni ley»
(Odisea, IX, 213-215).

El ánimo heroico es audaz, llevado a aproximarse a indagar (a sa-


ber), a correr riesgos. Y junto a la audacia, la magnanimidad, megalopsy-

6. Cf F.R. Adrados, Introducción a Homero, cit., vol. 1, p. 313.


7. Cf. M.I. Finley, El mundo de Odiseo, F.C.E., Madrid, 1991.

– 73 –
chía, alma grande, que se atreve a lo difícil. ¿Qué objetivo es el propio
de la audacia y de la grandeza de ánimo? Parece que esa grandeza y
audacia lleva por una parte a «la fuerza civilizadora» a actuar, como si
lo propio del espíritu humano fuera humanizar lo salvaje, medirlo todo
con el conocimiento, experimentarlo todo, domesticarlo todo. Todo lo
que de la naturaleza está vivido, probado, interpretado, se puede decir
y contar, y entonces es ya del espíritu. Acotar lo humano, ampliarlo, y
echar más allá y más lejos lo salvaje e incontrolado. Esto es lo que signi-
fica abrir paso a la civilización, que es comprender, ver, medir.
Ulises no quiere, como habría sido lo prudente y le aconsejan sus
compañeros, saquear la cueva del cíclope y huir, y no quiere porque
hay algo que constituye una exigencia humana irrenunciable: el reco-
nocimiento. «Pero yo no les hice caso —aunque hubiera sido más ven-
tajoso— para poder ver al monstruo y por si me daba los dones de la
hospitalidad» (Odisea, IX, 228-230).
Ser reconocido es el modo humano de existir, que se produce cada
vez que un ser humano se encuentra con otro. Como señala Savater,8
cada «otro» es para el ser humano un mundo, un ser desconocido e
ignoto, misterioso. Por eso es realmente cierto que el territorio que Uli-
ses, el hombre, necesita para vivir, o para ser, es el espacio domesticado
por otros, lo que equivale al espíritu o a la intimidad de otras personas.
Porque eso es ser reconocido: ser acogido por el otro y eso el hombre
lo necesita más que el pillaje. Ése parece ser también el sentir de Ulises.
El héroe se introduce en los espacios de Polifemo, en los dominios
del ogro, en territorios ignotos.9 El cíclope entra en su gruta y cierra
la entrada con una piedra enorme, como la naturaleza salvaje que se
cierra ciega sobre sí misma, con una fuerza que luego la inteligencia
del hombre, de Ulises, podrá usar. Polifemo ve a Ulises y sus hombres.
Empieza a preguntar y entablan un diálogo:

8. Cf. F Savater, La tarea del héroe, Taurus, Madrid, 1986, cap. V, «El corazón de la
ética: el reconocimiento».
9. Sobre el simbolismo del ogro, la gruta, el bosque, cf. Bruno Bettelheim, Psicoaná-
lisis de los cuentos de hadas, cit.

– 74 –
«¿Viajáis por negocio o quizá a la ventura,
como van los piratas del mar que navegan errantes
exponiendo su vida y llevando desgracia a los pueblos?»
(Odisea, IX, 253-255).

Les pregunta Polifemo si persiguen algún fin, si les guía algún «te-
los»,10 o si tal vez van errantes llevando desdichas a los hombres. Como
dando por supuesto que el hombre que no lleva ningún objetivo en su
marcha, ningún fin en su trayecto, no sólo es un mal en sí, sino que tam-
bién lo único que puede acarrear a los demás es muchos males. Como
si tener «telos» fuera equivalente al bien y carecer de él equivalente al
mal. La alternativa planteada es o «telos» o caos, el mal.
Ulises da una respuesta chocante para esa alternativa. Responde
que las dos cosas tienen un fin y andan errantes, pero ésa es la condi-
ción más característica y propia del hombre, por voluntad de los dioses.
«Somos aqueos, y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados
por toda clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por
otro rumbo, por otros caminos, aunque nos dirigimos de vuelta a casa.
Así quiso Zeus proyectarlo» (Odisea, IX, 259-262). La condición humana
no viene por tanto determinada por la alternativa que Polifemo plan-
tea. Hay «telos» pero no saben cómo alcanzarlo; vuelven a casa, pero
van por caminos que no conocen.
Después de intercambiar estas palabras, Ulises le ruega al cíclo-
pe que le dé hospitalidad, como a un suplicante, y lo hace apelando a
Zeus. En el reconocimiento entre los hombres, siempre hay en el mun-
do homérico una referencia o una apelación a la divinidad, como ya se
ha visto en el caso de Nausicaa y Arete. Pero la reacción del cíclope es
bien diferente. «Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me
ordenas temer o respetar a los dioses, pues los cíclopes no se cuidan de
Zeus, portador de la égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho
más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no
me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus» (Odisea, IX, 273-279).

10. «Telos» se entiende aquí como la predeterminación del fin antes de realizar la
acción. El afán de aventuras y la piratería tienen como «telos» también el reconocimiento,
como ya se ha indicado. Sobre los diversos sentidos de «telos» véase Werner Jaeger, Pai-
deia, los ideales de la cultura griega, F.C.E., Madrid, 1990, p. 278.
Puede entenderse esto como una declaración de ética autónoma,
pero también de ausencia de ética. Está dispuesto a perdonar a Ulises,
y lo hará no por temor a Zeus sino porque su alma así se lo ordena.
Seguir las órdenes de su alma puede ser seguir un impulso caprichoso
o seguir una ley moral.
Acto seguido el cíclope pregunta a Ulises por la nave en que ha
llegado, pero el héroe no cae en la trampa. «Así habló para probarme, y
a mí, que sé mucho, no me pasó esto desapercibido. Así que me dirigí
a él con palabras engañosas: la nave me la ha destrozado Poseidón, el
que conmueve la tierra; la ha lanzado contra los escollos en los confines
de vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y el viento la
arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la dolorosa
muerte» (Odisea, IX, 281-286).
¿Qué es lo que sabe Ulises? «Mucho.» Quizá que no es digno de
crédito un ser que no teme a los dioses, que no es fiable ni el extremo de
la insensatez ni el extremo de la autonomía. Esto es lo que hace a Ulises
desconfiar, y contestarle con un engaño.
El engaño es que son náufragos, que no tienen nave, que no existe
eso que constituye su única esperanza de salvación, y, por tanto, que el
cíclope no podrá destruirlo. Ulises le contesta con una trampa. Pues si
el cíclope descubre su punto de apoyo, puede anulárselo. La persona
astuta, prudente, desconfía siempre, no se apoya en el otro para ser,
para existir o ser reconocido, si no tiene suficiente confianza. Mostrar
una última reserva en el comportamiento con los demás es humano
porque el otro siempre es una incógnita, por eso no parece prudente
dar el paso a una entrega sin reservas.
Tras el engaño con el que Ulises contesta se produce el primer ata-
que. El cíclope se come a dos de sus compañeros. El símbolo del ser
devorado expresa, según Jung, el miedo a la devoración final que la
naturaleza, la tierra, hace de todo ser humano. Este temor y este destino
del hombre, de Ulises, también es expresado por el símbolo del hundi-
miento en el barro o en el pantano, o en otras figuras como la bruja que
come niños, el lobo, el ogro, el dragón, etc.1131

11. Cf. Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, cit.

– 76 –
Ulises reacciona con ira, deseo de venganza y desesperación, pero
refrena la cólera. Debe actuar con astucia, porque sabe que si lo mata no
podrá salir nunca de la cueva. Tiene que calcular, cosa también propia
de la condición humana. Sabe que la fuerza que los está destruyendo
es la que necesitan para la liberación; no pueden deshacerse del cíclope
sin que les mueva la piedra que cierra la entrada. Así la cólera deja paso
a la astucia calculadora, y ésta es seguida del proyecto.
El plan consta de dos partes. Una primera, que lleva a vengarse
por un procedimiento técnicamente decisivo, y una segunda, suplicar
la ayuda de los dioses. Ulises invoca a Atenea para que atienda sus rue-
gos, mientras organiza el plan para cegar al cíclope mientras duerme.
De ese modo puede mantener viva la fuerza salvaje que necesita para
abrir la puerta de la gruta, y puede someter esa autonomía incontro-
lada del cíclope al orden de sus propósitos. Restarle lo más posible el
campo de visión a una fuerza viva corresponde simbólicamente con el
hecho de que restar autonomía a un ser vivo supone restarle reflexión.
Regresa Polifemo a la gruta y devora a una segunda pareja de
compañeros. Después de su comida, Ulises le ofrece vino, cosa que pa-
rece no haber probado antes.
«Bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió
por segunda vez: “Dame más de buen grado y dime ya tu nombre para
que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues
también la donadora de vida, la Tierra, produce para los cíclopes vino
de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto es una
catarata de ambrosía y néctar.
»[...]
»Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir,
mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie
es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis
compañeros.”
»Así hablé y él me contestó con corazón cruel:
»A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los
otros antes. Éste será tu don de hospitalidad» (Odisea, IX, 355-370).
El héroe es nadie para el animal Polifemo, que vive en lo inme-
diato, y para el cual no existe el ámbito del arte, de lo inventado, de lo
artificial, de lo fingido. El héroe es nadie porque sabe que el cíclope no

– 77 –
puede y no está dispuesto a reconocerlo como alguien, lo que equivale
a respetarlo. Ser alguien, ser un quién acontece sólo cuando uno es reci-
bido, cuando otro alguien está dispuesto a recibirle siendo un poco de
uno mismo también, y aceptando lo que lleva de novedad e imprevisi-
bilidad. Por otra parte, Ulises sabe que ante Polifemo lo más que puede
ser es nadie, porque aunque le reconozca, ser reconocido por él no es
más que ser nadie. Ulises también quiere ser más, quiere ser más que
«nadie» ante un ser así.12
Cuando Polifemo duerme, cogen un mástil y se lo clavan en el
único ojo. La fuerza bruta, animal, se queda ciega. Ante los gritos del
cíclope, acuden los demás, que le preguntan qué le pasa llamándole
por su nombre, Polifemo. Contesta que Nadie le hace daño, y replican
los restantes cíclopes de las islas vecinas que si así es, no pueden ayu-
darle en nada, porque «es imposible escapar de la enfermedad del gran
Zeus», de la locura (manía), que acepte el dolor como designio de los
dioses y que invoque a su padre Poseidón.
Es la primera vez que aparece en el relato el nombre de Polifemo,
que quiere decir «muchos cantos», «muchas leyendas», «muchos dis-
cursos».13 Polifemo no es completamente asocial en cuanto que llama
a los demás cíclopes en su ayuda, pero lo es en cuanto que no logra
hacerles entender lo que le pasa. Los demás creen que está loco. Tras
este suceso, aprovechan Ulises y sus hombres el momento en que los
carneros salen de la gruta a pastar, para encaramarse en sus vientres y
escapar de allí, mientras Polifemo sólo palpa los lomos, sin poder ver
que se escapan agarrados por debajo.
Una vez fuera, Ulises sí dice a Polifemo su nombre verdadero, su
patria y su identidad, mientras se ríe en su corazón por haberle enga-
ñado, por escapar con vida y por sumar esta nueva hazaña a las ya
realizadas. Hacer una cosa, y el modo de hacerla, forman parte de la
identidad, la expresan. El hombre es astuto y magnánimo si se compor-
ta con astucia y magnanimidad. En este sentido, el hombre es lo que

12. El tema del Gigante malvado y el de Nadie parecen ser un tema folklórico uni-
versal. Cf. José Luis Calvo, «Estudio introductorio» a Homero, Odisea, Cátedra, Madrid,
1990.
13. Cf. Liddell & Scott, Greek-English Lexicon, Clarendon Press, Oxford, 1991 (voz
Polyphemos).

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hace.14 Polifemo recuerda entonces que un adivino le había advertido
que Ulises le privaría de la vista, «pero siempre esperé que llegara aquí
un hombre grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno
que es pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de
sujetarme con vino» (Odisea, IX, 513-515).
Invoca Polifemo irritado a su padre Poseidón y, maldiciendo, pide
al dios que le acontezca a su agresor la Odisea. Que le sea imposible
volver a su patria, que el mar (caos) le sea siempre hostil. Termina así el
canto noveno, y continúan en el décimo los avatares de Ulises, perdido
el rumbo como Polifemo había solicitado de Poseidón

2. Eolo. Las fuerzas cósmicas inhumanas.

El canto décimo se inicia con la llegada a la isla Eolia, donde habita


Eolo, dios de los vientos. La descripción que hace Homero del lugar
corresponde, al igual que la tierra del cíclope, a otro de los mundos
transhumanos. La de Polifemo era una tierra sin cultivar, pero no hos-
til, sino más bien una especie de naturaleza semisalvaje. Aquí se trata
de una isla rodeada de un impenetrable muro de bronce, obviamente
un lugar ideal, ficticio.
En cierto modo, el muro expresa la completa independencia, el
aislamiento respecto al exterior, de quienes lo habitan. Desde el punto
de vista social y cultural, la isla goza de una completa autarquía, tiene
todo lo preciso para autoabastecerse, y no necesita de nada ni de na-
die. Los muros de bronce albergan en su interior a Eolo, que ejerce su
dominio sobre el cosmos y sobre el caos celeste con poder soberano.
El viento, los vientos, son el aspecto activo del aire, que se considera
el primer elemento por su asimilación al hálito o soplo creador. Según
Jung, en su aspecto de máxima actividad, en cuanto huracán, aglutina
los cuatro elementos y tiene poder fecundador y renovador de la vida.
Con Eolo viven seis hijos y seis hijas, es decir, la autarquía implica un
régimen de matrimonios endogámicos.15

14. Desde el punto de vista ético puede decirse no que el obrar sigue al ser, sino
más bien a la inversa, que el ser (bueno o malo, astuto o ingenuo, etc.) sigue al obrar.
15. Cf. R. Adrados, Introducción a Homero, cit., t. Il, p. 367, y M. Finley, El mundo de
Odiseo, F C.E., Madrid, 4ª ed., 1991, p. 154.

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Este tipo de sociedad es propia y característica de un mundo he-
roico, antiguo, y no tanto de mundos urbanos, modernos, aunque la
endogamia no es perfecta y total en ningún caso. En Eolia, Ulises es
acogido hospitalariamente con los suyos. Aceptando esa hospitalidad
se demoran un mes en la isla y transcurrido ese tiempo Ulises pide
permiso para partir.
Cuando el anfitrión y el huésped se han comportado adecuada-
mente, se funden los dos seres humanos como dos fuerzas sagradas,
pues es Zeus el que protege la hospitalidad. Llega el momento de la
partida, y como es costumbre en el universo homérico, se produce entre
el huésped y el anfitrión el intercambio de regalos. Eolo ofrece a Ulises
un presente apropiado a su condición de navegante.16 Además del sig-
nificado y de la función que en la tarea del héroe tiene la entrega de un
objeto mágico por parte de un ser sobrenatural, este regalo también es
un don de sí por parte del dios, como una entrega de parte de él mismo.
Es un símbolo de la unidad sagrada que se ha establecido entre ambos
y que incluye también a los descendientes. Eolo entrega a Ulises un
odre que contiene todos los vientos, un poder cósmico máximo.
Se echan a la mar con todas las condiciones favorables, y al décimo
día «se nos mostró por fin la tierra patria y pudimos ver muy cerca gen-
te calentándose al fuego» (Odisea, X, 29-30). Ulises, cansado del viaje, se
duerme rendido. Sus compañeros discuten acerca del odre pensando
que contiene rico botín y que Ulises no desea compartirlo con ellos.
Como si en el espíritu de los hombres se desencadenaran la ambición y
la codicia cuando la astucia duerme.
«Desataron el odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mien-
tras que a mis compañeros los arrebataba un huracán y los llevó de
nuevo al ponto llorando lejos de su patria. Entonces desperté yo y me
puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para
perecer en el mar o soportaría en silencio y permanecería todavía entre
los vivientes» (Odisea, X, 47-53).

16. Para un navegante, el don de un odre donde se contienen todos los vientos, y
el poder de dominarlos o dirigirlos, es algo que asegura, como los objetos mágicos de los
cuentos, el buen final de la tarea del héroe.

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Ser arrastrado fuera del «telos», de la meta a la que se dirigía, equi-
vale a ser arrastrado lejos de lo más propio, fuera de sí mismo, que es lo
que se llama alienación, y que en ocasiones se siente como equiparable
a la muerte. Ulises, el «sufridor», el «paciente», escoge soportar la alie-
nación en silencio.
El viento les devuelve al lugar de donde salieron, Eolia. Ulises in-
tenta que Eolo les ayude de nuevo, pero en vano: «Márchate en seguida
de esta isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que no me es lícito
acoger ni despedir a un hombre que resulta odioso a los dioses felices.
¡Fuera!, ya que has llegado aquí odiado por los inmortales» (Odisea, X,
72-7).
Ulises ha cometido una transgresión en el ámbito de lo religioso.
No es propiamente una blasfemia, ni tampoco un sacrilegio. La trans-
gresión no ha sido dolosa, ni siquiera intencionada, pero ha sido. Ha
consistido en alienar el poder sagrado entregado por los dioses, como
don de sí, al hombre.17
Esto que aparece en el universo religioso de Homero es también
lo que surge en los mitos y relatos de otras culturas y en la Biblia. Es el
relato de la transgresión primera, que se atribuye, según los diversos
relatos, a la ambición, el deseo de saber, etc. La transgresión produce
una escisión, una ruptura insalvable entre el hombre y los dioses, entre
el hombre y Dios, entre el hombre y el paraíso, entre el hombre y su
casa. La escisión resulta insalvable porque el poder alienado es trans-
humano, y sus características no corresponden a los usos habituales
entre los seres humanos.
Lo transhumano que se llama lo sagrado puede y debe ser tratado
por el hombre sacralmente, y ése es el modo en que lo humano y lo sa-
grado están en armonía. Pero lo contrario, la disarmonía que produce
la alienación de ese poder sagrado provoca la ira de los dioses. El don
de sí que el dios le había hecho al hombre, a Ulises, ha sido traicionado,
prostituido. Lo que se donó ha sido tomado como no se donó, para lo
que no se donó.

17. La transgresión, frecuentemente de carácter fortuito, aparece como un episodio


constante y con no demasiadas variaciones en los cuentos, Cf. V. Propp, Morfología del
cuento, cit., cap. 3. Para la interpretación psicológica de la transgresión en los cuentos
maravillosos, cf. B. Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, cit., pp. 65 ss.

– 81 –
Ulises es abandonado a su suerte, ha perdido otra vez el rumbo.
El retorno se hace problemático. La siguiente escala de su viaje se pro-
duce en otro mundo extraño, la isla de los lestrigones, adornada con
un amplio puerto donde atracan sus naves tranquilamente. Sólo Ulises
desconfía, y no deja la suya en el puerto sino oculta entre unos escollos,
donde nadie pudiera verla. Exploran el lugar y aparece una joven. La
interrogan acerca del sitio. Resulta ser la hija del rey y conduce a Uli-
ses al palacio. Aparece allí una mujer gigante, alta como una montaña,
cuya imagen es descomunal. Parece tratarse de imágenes inversas a las
de Nausicaa y Arete, a quienes Ulises está relatando estos hechos.
Hasta ahora han aparecido los distintos valores simbólicos positi-
vos que la cultura heroica asigna a la mujer. Ahora empiezan a desfilar
los negativos, que ocurren más bien concentrados en esta tercera parte
de la Odisea. «Acercándose mis compañeros se dirigieron a ella y le pre-
guntaron quién era el rey y sobre quién reinaba. Y en seguida les mos-
tró el elevado palacio de su padre. Apenas habían entrado, encontraron
a la mujer del rey, grande como la cima de un monte, y se atemorizaron
ante ella. Hizo ésta venir en seguida del ágora al ínclito Antifantes, su
esposo, quien tramó la triste muerte para aquéllos. Así que agarró a
uno de mis compañeros y se lo preparó como almuerzo, pero los otros
dos se dieron a la fuga y llegaron a las naves» (Odisea, X, 109-117).
Ahora el simbolismo de la devoración no está referido directamen-
te a la tierra, a la madre naturaleza, como podía ocurrir en el caso de
Polifemo, sino a unos seres salvajes que no obstante tienen comunidad
política, pues Antifantes es rey y es llamado para que venga desde el
ágora. Como si existiera, al menos en la tipología homérica, una fase
intermedia entre el estado de naturaleza y el estado civil, que fuera un
estado civil salvaje.
Después los lestrigones atacaron, rompiendo las naves con gran-
des peñascos, y a los compañeros «ensartábanlos como si fueran peces
y se los llevaban como nauseabundo festín» (Odisea, X, 124).
Ulises y su tripulación, gracias a que habían atracado su nave fue-
ra del puerto (fuera del lugar común protegido y seguro), consiguieron
escapar. «Así que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas en
dirección al ponto, mientras que las demás naves se perdían allí todas
juntas. Continuamos navegando con el corazón acongojado, huyendo

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de la muerte gozosos, aunque habíamos perdido a los compañeros»
(Odisea, X, 131-135).
La siguiente escala la hacen en otra isla desconocida para ellos,
Eea, donde vive Circe, hija de «Helios, el que lleva la luz a los mortales,
y de Perses, la hija del Océano» (Odisea, X, 139). Ulises está perdido.
Averigua que está en una isla como la de Polifemo y la de los lestri-
gones, y consigue una pieza de caza lo bastante grande para llevar de
comer a sus compañeros. Después de reponer fuerzas, su actividad ex-
ploratoria se pone nuevamente en marcha, ordenando y disponiendo a
los hombres en dos grupos, uno de veintidós, al mando de Euriloco, y
otro con los restantes, bajo su dirección. Echan suertes, y corresponde a
Euriloco la expedición exploratoria.

3. Circe. Los poderes mágicos antihumanos.

Circe es hija del sol y de las aguas oceánicas. De los cuatro elemen-
tos, el aire y el fuego (símbolos masculinos) son los más activos y trans-
formantes, mientras que el agua y la tierra (símbolos femeninos) son los
más receptivos y moldeables, siendo la tierra el de mayor estabilidad.18
El fuego y el agua significan lo más fuerte, lo más incompatible, lo más
cambiante y lo más inasible. Ése es el poderío de la maga Circe.
Circe representa el poder femenino que opera entre bastidores so-
bre la naturaleza, y que tiene la capacidad de desnaturalizarla, es una
valencia simbólica de la mujer como antinaturaleza hostil o arbitraria
(como naturaleza que es libertad arbitraria). Es una mujer terrestre, no
por su origen, sino por su dominio sobre todo lo terrestre, lo sólido y
estable. Puede cambiar la condición de los animales salvajes, y así lo
perciben los exploradores aqueos. «La rodeaban lobos montaraces y
leones, a los que había hechizado dándoles brebajes maléficos, pero no
atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrede-
dor moviendo sus largas colas» (Odisea, X, 211-213).

18. Sobre el simbolismo de los cuatro elementos, además de los diccionarios de sím-
bolos citados, son clásicas las obras de G. Bachelard, Psicoanálisis del fuego (1938), El agua
y los sueños (1942) (F.C.E., México, 1978), El aire y los sueños (1943) (F.C.E, México, 1958), y
C. G. Jung, Psicología y alquimia (1943).

– 83 –
La bruja es la mujer que sabe dominar los procesos de gestación
de sus propios frutos, incluso cuando han concluido, mezclando y uti-
lizando sus ingredientes como hechizos. La mujer aquí simboliza la
materia, la vida inmediata pero no en cuanto inmediata, sino en cuanto
que mediatizable, instrumentalizable, la vida capaz de producir lo que
quiera y controlarlo reflexivamente. La bruja es poderosa porque cuan-
do la vida inmediata se hace reflexiva, entonces la naturaleza deja de
ser natural, y puede ser cualquier cosa.
Circe está tejiendo cuando llegan los hombres de Ulises. Tejer,
como ya se ha señalado, es un arte que la cultura griega asigna a la
mujer. La tela es lo que envuelve, acoge, arropa, atrapa y asfixia; lo que
se hace y se deshace. En la actividad de Circe no hay aparentemente
ninguna señal de sospecha ni recelo, y los hombres entran en el pala-
cio confiadamente. Sólo Euriloco se ha extrañado de que los leones y
los lobos, animales normalmente salvajes y fieros, aparezcan muy ami-
gables, o sea de que aparezcan amaestrados animales que según sus
costumbres no lo son. Eso no corresponde, pues, al mundo humano.
Aquello que domina sobre los seres salvajes no corresponde ni a la es-
pontaneidad de la naturaleza ni al arte del hombre o de la mujer.
Euriloco se queda fuera. Circe recibe amistosamente a los compa-
ñeros de Ulises, les da un brebaje y se convierten en cerdos, conservan-
do su voz y su pensamiento humanos. Sale Euriloco despavorido para
contárselo a Ulises que, rápidamente, se pone en marcha para ayudar
a sus amigos. Se trata obviamente de hacer frente a un poder transhu-
mano, y para poder hacerle frente necesita una ayuda superior. En esta
ocasión es Hermes.
Te voy a manifestar todos los propósitos malvados de Circe: te
preparará una poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá
hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te voy a
dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su
larga varita, saca de junto a tu muslo tu aguda espada y lánzate contra
ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a acos-
tarte con ella. No rechaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de
que suelte a tus compañeros y te acoja bien a ti. Pero debes ordenarla
que jure con el gran juramento de los dioses felices que no va a meditar

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contra ti maldad alguna ni te va a hacer cobarde y poco hombre cuando
te hayas desnudado» (Odisea, X, 290-301).19
Tiene poder sobre la vida el que la destruye, porque mata, y tam-
bién el que la suscita, porque engendra. Ulises, el hombre varón, tiene
una fuerza natural para engendrar, pero si la mujer bruja tiene pode-
res mágicos sobre la naturaleza, el varón humano necesita otros para
contrarrestarlos: no basta su poder natural.20 Asegurar y garantizar la
propia virilidad aquí equivale a garantizar la propia vida y la propia
identidad.21 Ulises sabe ya a qué atenerse respecto a esta mujer, que
domina como diosa y bruja los elementos de la naturaleza; sabe cómo
hacerle frente.
Todo ocurre como Hermes anunció. Circe le sale al paso e inten-
ta hechizarlo. El héroe le hace frente y Circe pregunta a Ulises por su
identidad, cosa que no ha hecho antes con ninguno de sus compañeros
que, por otra parte, tampoco se habían atrevido a hacerle frente. Por
eso Circe queda admirada. «¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes
tu ciudad y tus padres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no
has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes. Nadie,
ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que los ha bebido
y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un co-
razón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado
Odiseo, de quien me dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría
al volver de Troya en rápida, negra nave» (Odisea, X, 324-332).
La diosa le pide que suba a su lecho, que goce confiadamente con
ella. Pero confiar espontáneamente no lo hace Ulises nunca. No da su
confianza a nadie, ni a Polifemo, ni a los lestrigones. Ulises declara a
Circe que no podrá hacerlo mientras sus compañeros sigan hechizados,

19. El gran juramento de los dioses felices es el que hacen por la laguna Estigia, en
el Hades, como invocación a una divinidad ctónica. Cf. Hesiodo, Teogonía, vv. 400 ss.
20. El miedo a la castración, que elaboran las corrientes psicoanalíticas, encuentra
su expresión arquetípica en el mito de la «vagina dentata», presente en casi todas las
culturas y tradiciones históricas.
21. Cf. G. Marañón, Amiel, un estudio sobre la timidez, Espasa Calpe, Madrid, 1941.
Bataille afirma que «la acción erótica disuelve a los seres que se comprometen en ella y
revela su continuidad recordando la de las aguas tumultuosas». Para la relación entre
muerte y sexo cf. J. Vicente Arregui, El horror a morir, Tibidabo, Barcelona, 1992, cap. IV,
pp. 231 a 318.

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y mientras no le jure que no le mutilará. Circe jura y levanta el hechizo
devolviendo a los hombres a su ser y apariencia naturales, accediendo
entonces el héroe a su petición.
Ulises no se confía porque no quiere que, a él, de ánimo indomable
y humano a la vez, lo hechice y domestique como a sus hombres, por-
que esa domesticación es destrucción del hombre como varón y como
individuo singular. Más bien quiere lo contrario. Una vez que la diosa
ha reconocido en él su valor y su singularidad personal, sus compañe-
ros quedan homologados a Ulises como humanos, en su valor y en su
singularidad, ya que los demás significan «algo», mucho, para él. La
tarea salvadora del héroe queda así cumplida.22
Después de que ha devuelto la forma humana a sus hombres, Uli-
ses goza de cuanto la diosa le ofrece. La situación cambia a partir de ese
momento. Circe se emociona al ver a los compañeros de Ulises abra-
zarse felices, y les advierte para que escondan la nave y las armas. La
mujer reconoce y acepta a los hombres como son, y les ayuda para que
sigan siendo ellos.
Ulises entonces vuelve a comunicar los acontecimientos a sus
hombres que quedaron en la nave. «Con tu vuelta, hijo de los dioses,
nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos llegado a nuestra pa-
tria Ítaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros
» [...]
»Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y llevare-
mos hasta una gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apre-
suraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros compañeros comer
y beber en casa de Circe, pues tiene comida sin cuento» (Odisea, X, 419-
427).
Es grande la alegría y emoción que se produce cuando los hom-
bres reciben a su jefe, tan grande como si estuviesen de regreso en la
patria. Entre los humanos, la patria es el corazón del jefe que manda
bien y da a cada uno lo suyo.23 Pero Euriloco se opone a la propuesta

22. Sobre el modo de cumplirse la salvación mediante la actividad del héroe, cf. G.
van der Leeuw, Fenomenología de la religión, cit., pp. 93-105.
23. Patria tiene la misma raíz latina que padre. Los elementos constitutivos de la
patria resultan ser, en boca de Héctor, esposa, hijos, y tierras propias, oikos. Cf. Ilíada, c.
XV, vv. 496-499.

– 86 –
de Ulises y no quiere volver al palacio de Circe, pues ha visto con sus
propios ojos la transformación hecha anteriormente por Circe en sus
compañeros. «¿Por qué deseáis vuestro daño bajando a la casa de Circe,
que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones, para que custodiéis
por la fuerza su gran morada, como ya hizo el cíclope cuando nuestros
compañeros llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo? También
aquéllos perecieron por la insensatez de éste» (X, 431-438).
Ulises se encoleriza ante la oposición y duda si matarle, «aunque
era pariente mío cercano». Finalmente, van todos al palacio, donde se
abrazan y, llorando, se cuentan los sufrimientos pasados muy prolon-
gadamente. Por eso Circe, a quien Homero denomina ahora «la noble
diosa», recomienda descanso, alimento y olvido. «Hijo de Laertes, de
linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abundante llan-
to, pues también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto
lleno de peces y los daños que os han causado en tierra firme hombres
enemigos. Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed vuestro
vino hasta que recobréis las fuerzas que teníais el día que abandonas-
teis la tierra patria de la escarpada Ítaca; que ahora estáis agotados y
sin fuerzas, con el duro vagar siempre en vuestras mientes. Y vuestro
ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis sufrido mu-
cho» (Odisea, X, 455-465).
La propuesta de la diosa es aceptada, y se quedan en la isla por
un período que se prolonga hasta un año. Transcurrido ese tiempo en
las moradas de la diosa, los recuerdos surgen otra vez sobre el olvido,
y los hombres llaman la atención de su jefe. «Amigo, piensa ya en la
tierra patria, si es que tu destino es que te salves y llegues a tu bien
edificada morada y a tu tierra patria» (Odisea, X, 472-473). Ulises acude
a Circe para que cumpla lo prometido de ayudarles a volver, y la diosa
accede y les indica lo que deben hacer. «Hijo de Laertes, de linaje divi-
no, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más tiempo en mi palacio
contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje;
tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para
pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente
todavía está inalterada. Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido
Perséfone tener conciencia; que los demás revolotean como sombras»
(Odisea, X, 488-496).

– 87 –
En la concepción homérica, el alma, psyché, se separa del cuerpo
tras la muerte, y mantiene la forma del hombre pero ninguna de sus
cualidades. Pueden reanimarse con la sangre de los sacrificios, y hablar
entonces de su pasado, pero no del presente ni del futuro.24 El alma de
Tiresias es una excepción, pero Circe advierte a Ulises de que no per-
mita a ninguno de los muertos acercarse a la sangre antes de haber pre-
guntado a Tiresias. «Entonces llegará el adivino, caudillo de hombres,
que te señalará el viaje, la longitud del camino y el regreso, para que
marches sobre el ponto lleno de peces» (Odisea, X, 539-540).
Hacen todos los preparativos para la marcha y, poco antes de salir
Elpenor, uno de los hombres, que duerme en el borde de una terraza,
cae al despertarse y muere en el acto. Enseguida se hacen a la mar y la
diosa les despide.

4. Descenso a los infiernos. El mundo de los muertos.

El canto undécimo, llamado habitualmente Nekya, recoge el des-


censo de Ulises a los infiernos, al mundo de los muertos, motivo que se
encuentra en los mitos, el folklore y la literatura de casi todos los pue-
blos. Es una variante de las iniciaciones mediante el regressus ad uterum,
rito que consiste en la conversión simbólica en simiente o en embrión,
lo cual permite:

1. Empezar de nuevo la existencia con la suma intacta de las


posibilidades.
2. Sumergirse de nuevo en la sacralidad cósmica regida por la
Gran Madre.
3. Alcanzar un estado existencial superior, el del espíritu, o pre-
pararse para la participación en lo sagrado.
4. Fundar un modo de existencia completamente distinto, trascen-
dente, equiparable al de los dioses, o conseguir la liberación.

24. Cf. W. Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, F.C.E., Madrid, 1982,
caps. 1 y 2.

– 88 –
Se trata en todos los casos de ser sumergido o sepultado y nacer
una segunda vez; ésa es la forma más común de acceder a lo sagrado y
al espíritu.25
El descenso a los infiernos añade a los ritos iniciáticos de regres-
sus ad uterum algunas características distintivas. El héroe penetra en
el vientre de la Madre ctónica sin regresar al estado de embrión. Tal
empresa está revestida de una extrema dificultad que los héroes supe-
ran, y con ello alcanzan una inmortalidad y una sabiduría que no es de
índole humana sino, justamente, transhumana, y un beneficio que no
es solamente para ellos, sino también para la comunicación entre los
vivos y los muertos. Ése es, en concreto, uno de los valores simbólicos
de las Symplégades, que son las rocas móviles que impedían el paso en
el Bósforo, entre el Mediterráneo y el mar Negro, y que los Argonautas
afrontaron. Una vez que un navío ha cruzado entre ellas, las Symplé-
gades permanecen ya para siempre separadas e inmóviles. El tránsito
entre uno y otro mundo queda abierto para todos.
El Hades está habitado por las almas de los que han abandonado
esta vida. Viajar hasta allí es también conocer un mundo transhumano,
en concreto, el más allá que corresponde específicamente a lo humano.
El estudio del más allá muestra también el modo en que cada sociedad
coloniza culturalmente no sólo el mundo «natural», sino también cua-
lesquiera otros mundos.26
La muerte aparece en todas las culturas como algo natural, pero
también como algo que el hombre previene, afronta y traspasa. La ba-
rrera diferencial entre la muerte animal y la muerte humana está en esa
humanización, en esa colonización cultural del acontecimiento. Así la
muerte es asumida inmediatamente en el plano de la conciencia, deja
entonces de ser un fenómeno sólo natural, y el sistema cultural se hace
cargo de ella integrándola dentro de la vida social, lo cual es una ma-
nera de superar la muerte. Por eso Vico sostiene que lo primero que
permite calificar a una sociedad de humana se encuentra en el hecho de
que tengan sepulturas. Si una sociedad integra la muerte y da sepultura

25. Cf. M. Eliade, Iniciaciones místicas, Taurus, Madrid, 1989, p. 99.


26. Cf. J. Vicente Arregui, El horror de morir, cit, cap. II, 4 y 5.

– 89 –
a sus miembros, intenta superar con ello su propia limitación temporal,
su finitud.
La muerte se integra mediante los ritos de paso. El rito de paso de
la muerte es en todas las sociedades el más importante, y tiene por obje-
tivo establecer la continuidad y radicalidad de la sociedad. En efecto, al
quedar convertida en un fenómeno intrasocial, la muerte no destruye la
sociedad sino que la refuerza: convierte a los difuntos en antepasados,
los cuales constituyen el fundamento y el destino de los que forman la
actual sociedad de vivos.
El que no recibe los oportunos ritos funerarios no alcanza el es-
tatuto de antepasado y, por consiguiente, no se integra en la sociedad
de los muertos: es un extranjero o un ser errante, a perpetuidad. Al no
tener un puesto en ninguna sociedad, no alcanza descanso nunca. Si
no se le recibe en ninguna, ni de acá ni del más allá, es un peligro tanto
para la sociedad de los vivos como para la de los muertos, un alma en
pena. Un cadáver insepulto es un trozo de realidad poderosa, incon-
trolada, como una especie de asteroide metafísico. Pero un conjunto de
asteroides metafísicos no es, ni mucho menos, el Hades o el infierno,
donde los sufrimientos están jerarquizados y se sabe a qué correspon-
den y a qué atenerse en relación con ellos, sino algo bastante peor aún,
porque es el caos. El infierno, tal como aparece en la mitología y en la
literatura, no es el mal radical e impensable, y pertenece más bien al
cosmos, no al caos.
Ulises para llegar al Hades ha de ir al otro lado del Océano. Llega,
cumple todos los ritos que Circe le ha indicado, espolvorea harina, san-
gre de víctimas sacrificadas, invoca a los muertos, y después de esto,
acuden las almas en tropel. En Homero no parece haber una concep-
ción del infierno por un lado y del cielo o los Campos Elíseos por otra.
Sólo el Hades acoge por igual a todos los difuntos, como el Seol del
Antiguo Testamento.
En el Hades, las almas tienen unas características a las que ya se ha
aludido: son sombras a las que falta realidad; no conservan recuerdos
de su anterior vida, y por eso no pueden reconocer a nadie. En tercer

– 90 –
lugar, y dado que para llegar al Hades hay que atravesar el río Leteo, el
olvido, esas almas tampoco se reconocen a sí mismas.27
Después de cumplir los requisitos indicados por la diosa maga,
aparece la primera de estas sombras, Elpenor, el compañero muerto
en la terraza de la mansión de Circe, y que no ha recibido sepultura.
Reconoce a Ulises, pues no es propiamente un alma que esté en el Ha-
des, sino que no está en ninguna parte. De ahí su petición. «Te pido,
soberano, que te acuerdes de mí allí [en la isla de Eea], que no te alejes
dejándome sin llorar ni sepultar, no sea que me convierta para ti en una
maldición de los dioses. Antes bien, entiérrame con mis armas, todas
cuantas tenga y acumula para mí un túmulo sobre la ribera del canoso
mar —¡desgraciado de mí!— para que lo sepan también los venideros.
Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el que yo remaba
cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compañeros» (Odisea, XI,
71-78).
Ulises así lo promete. A continuación aparece la segunda figura, la
de Anticlea, madre de Ulises. Él no la deja acercarse a beber la sangre,
y llega la tercera sombra, la de Tiresias. El adivino sí reconoce al héroe,
pues es el único hombre al que la muerte no le arrebató el saber. Ulises
le deja beber la sangre, y una vez que ha entrado en comunión con los
vivos, habla. «Si dejas a éstas [las novillas de Helios que pacen en la isla
Trinacia] sin tocarlas y piensas en el regreso, llegaréis todavía a Ítaca,
aunque después de sufrir mucho; pero si les haces daño, entonces te
predigo la destrucción para tu nave y la de tus compañeros. Y tú mis-
mo, aunque escapes, volverás tarde y mal, en nave ajena, después de
perder a todos tus compañeros. Y encontrarás desgracias en tu casa: a
unos hombres insolentes que se comen tu comida, que pretenden a tu
divina esposa y le entregan regalos de esponsales.
«Pero, con todo, vengarás al volver las violencias de aquéllos. [...
Finalmente] te llegará la muerte librado del mar, una muerte muy sua-
ve que te consuma agotado bajo la suave vejez. Y los ciudadanos serán
felices a tu alrededor. Éstas son las verdades que te anuncio» (Odisea,
XI, 110-138).

27. Cf. M. Eliade, Iniciaciones místicas, Taurus, Madrid, 1989, p. 100.

– 91 –
Después pregunta Ulises cómo comunicarse con los muertos, pues
desea saber todo sobre ellos. Tiresias responde que aquellos a los que
deje beber la negra sangre le dirán cosas veraces, y que aquellos a los
que no permita beber se retirarán. Ulises quiere hablar en primer lugar
con su madre, pues de ella ha recibido la vida, y de ella quiere obtener
noticias de su padre, su esposa y su hijo. Después quiere indagar todo
sobre el Hades y sus moradores.
Ulises, el hombre, desea conocerlo todo, no sólo de esta vida sino
también de la otra. Por eso hay en la Odisea una teología del infierno.
No queda para el hombre ningún ámbito de la realidad inexplorado, ni
siquiera el límite mismo de la realidad. Odiseo quiere hablar con todas
las almas, conocer a cada una y conocer todas las vidas, llevar a cabo
una especie de juicio universal pero sin sentencia. Empieza ofreciendo
la copa a su madre. Anticlea, después de beber, recuerda, reconoce a
Ulises, como si la sangre, que simboliza aquí el principio de la vida,
fuese también el principio del recuerdo y del reconocimiento. Cuando
vuelve el recuerdo, se recupera lo que antes se había tenido y lo que se
había sido. Anticlea se sorprende cuando ve a su hijo. Sabe que lo que
hay entre Ulises y ella es el océano, entendiendo por ello la disolución
de todas las formas.
Una vez con su madre, que es para el héroe el punto de partida de
su existencia, símbolo de su «casa», Ulises expone confiadamente su
mayor dolor, que es la lejanía, la ausencia de hogar. Le pregunta por su
patria, su padre, su hijo y su mujer. Después, por el motivo de su muer-
te. «No me mató Artemis, la certera cazadora, en mi palacio, acercándo-
se con sus suaves dardos, ni me invadió enfermedad alguna de las que
suelen consumir el ánimo con la odiosa podredumbre de los miembros,
sino que mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y tu
bondad me privaron de mi dulce vida» (Odisea, XI, 199-203).
Intenta Ulises abrazarla, pero inútilmente.
«Madre mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo tomarte para
que, rodeándonos con nuestros brazos, ambos gocemos del frío llanto,
aunque sea en Hades? [...]» «¡Ay de mí, hijo mío [...] ésta es la condición
de los mortales cuando uno muere: los nervios ya no sujetan la carne
ni los huesos, que la fuerza poderosa del fuego ardiente los consume

– 92 –
tan pronto como el ánimo ha abandonado los blancos huesos, y el alma
anda revoloteando como un sueño» (Odisea, XI, 210-221).
Tras la conversación con su madre, sigue Ulises entrevistándose
con otras sombras que acuden a beber, madres, esposas e hijas de hé-
roes, que son nombradas e identificadas en función de ellos, como parte
de ellos. Con todas habla, a todas pregunta, de todas refiere su vida,
como si así recogiera una historia universal de las mujeres.
Se interrumpe aquí la narración con una pausa.28 Alcinoo y su mu-
jer Arete se sienten transportados oyendo el relato. «Odiseo, al mirarte
de ningún modo sospechamos que seas impostor y mentiroso como
muchos hombres dispersos por todas partes, a quienes alimenta la ne-
gra tierra, ensambladores de tales embustes que nadie podría compro-
barlos. Por el contrario, hay en ti una como belleza de palabras y buen
juicio, y nos has narrado sabiamente tu historia, como un aedo: todos
los tristes dolores de los argivos y los tuyos propios» (Odisea, XI, 363-
369).
Sienten que dice la verdad. Tienen, después de escucharle, una
especie de certeza sólida. El arte de hablar bien, la técnica de la palabra,
encierra una mayor nobleza que la de construir navíos o la de manejar
el arco, porque es el arte de persuadir, de hacer bella la verdad y la jus-
ticia, y eso es lo que conduce a las almas y las congrega.
Según Aristóteles, lo que provoca que unos hombres crean lo que
dice otro es el carácter del orador,29 su ethos, su modo de ser y de com-
portarse. El modo de ser se manifiesta en lo que se hace, y en el modo
en que se hace. Lo que uno es en el fondo se muestra en lo que aparece,
en una multitud de detalles accidentales. Si lo que alguien cuenta es lo
que le ha pasado y lo que ha hecho, el modo en que se lo cuenta a otro
es una buena manera de poner de relieve su ethos, sus sentimientos, sus
hábitos, sus cualidades, su ser. Por eso lo que dice manifiesta lo que él
es, y produce la certeza de que lo que dice es verdad. Por eso Alcinoo
y Arete sienten que Ulises no puede mentir, y no puede por su pres-

28. En lo que suelen llamar los comentaristas «Interludio», y que divide la Nekya en
dos partes con ciertos elementos simétricos.
29. Cf. Aristóteles, Retórica, libro I, cap. 2, 1.356 a 5-14.

– 93 –
tancia, por su don de palabra, y, en tercer lugar, porque habla como un
poeta.30
Alcinoo y Arete piden a Ulises que prosiga su narración y le pre-
guntan directamente por los héroes con los que habló en el Hades. Em-
pieza Ulises el relato de sus conversaciones con los héroes. El primero
que acude a beber la sangre es Agamenón. El gran caudillo le refiere
cómo Clitemnestra, su mujer, le dio muerte, a él, a Casandra, la hija
de Príamo que se trajo de Troya, y a otros de sus compañeros. La infa-
mia de Clitemnestra alcanza a todas las mujeres futuras, incluso a las
que sean virtuosas. La mujer ya es a partir de entonces un ser maldito,
especialmente las de la raza de Atreo, a la que pertenecen Helena y
Clitemnestra. «Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le re-
veles todas tus intenciones, las que tú te sepas bien, mas dile una cosa
y que la otra permanezca oculta. Aunque tú no, Odiseo, tú no tendrás
la perdición por causa de una mujer. Muy prudente es y concibe en su
mente buenas decisiones la hija de Icario, la prudente Penélope [...] Te
voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho: dirige la nave a tu
tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues ya no puede haber fe en
las mujeres» (Odisea, XI, 441-455).
Luego, el atrida Agamenón pide a Ulises noticias de su hijo Ores-
tes. Pero no puede proporcionárselas: no las tiene.
El segundo héroe que acude es Aquiles, asombrado de que Ulises
haya podido tramar y llevar a cabo una hazaña todavía mayor que to-
das las anteriores, la hazaña es viajar al Hades. «He venido—le expli-
ca— en busca de un vaticinio de Tiresias, por si me revelaba algún plan
para poder llegar a la escarpada Ítaca; que aún no he llegado cerca de
Acaya ni desembarcado en mi tierra, sino que tengo desgracias conti-
nuamente. En cambio, Aquiles, ningún hombre es más feliz que tú, ni
de los de antes ni de los que vengan; pues antes, cuando vivo, te hon-
rábamos los argivos igual que a los dioses, y ahora de nuevo imperas
poderosamente sobre los muertos aquí abajo. Conque no te entristezcas
de haber muerto, Aquiles.» Pero la respuesta de Aquiles es contunden-
te: «No intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar

30. Cf. W. Jaeger, Paideia, los ideales de la cultura griega, cit., pp. 48-66, «Sobre la mi-
sión de la poesía. Homero el educador».

– 94 –
sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera
gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres, de los muer-
tos» (Odisea, XI, 479-492).
La vida, aun la más vulgar, es preferible a la gloria y el honor de
un muerto, y a su preeminencia sobre los muertos, pero él mismo había
elegido ese destino. Pide Aquiles también noticias sobre su hijo Neop-
tolemo, y Ulises le cuenta que fue un gran guerrero, y que salió sano
y libre de Troya. Más tarde aparece Ayax, a quien Ulises derrotó en
la lucha por las armas de Aquiles. Pero la sombra de Ayax no quiere
acercarse. Ulises le llama, y Ayax, en su odio, se retira. Como si en el
Hades se conservase la memoria que es odio. Aparecen luego una serie
de héroes que padecen diversos castigos y tormentos. Tántalo, Sísifo,
Heracles. Y ahí el héroe da por finalizada su visita:
«También habría visto a hombres todavía más antiguos a quienes
mucho deseaba ver, a Teseo y Pirítoo, hijos gloriosos de los dioses, pero
se empezaron a congregar multitudes incontables de muertos con un
vocerío sobrenatural y se apoderó de mí el pálido terror, no fuera que
la ilustre Perséfone me enviara desde Hades la cabeza de la Gorgona,
el terrible monstruo» (Odisea, XI, 630-635). El héroe se repliega con sus
hombres en la nave, y abandonan el Hades llevados por el oleaje a tra-
vés del río Océano.
Como ya se ha dicho, en Homero, como en la Biblia judía, no hay
dualidad entre el Hades y los Campos Elíseos. Semejante dualidad co-
rresponde al Nuevo Testamento en la tradición judeo cristiana y, en la
tradición grecorromana, a un momento posterior a Homero. Pero el
poeta griego hace notar su influjo en las concepciones posteriores.
Los Campos Elíseos se perfilan después de Homero. En las obras
literarias, religiosas y filosóficas posteriores se va elaborando la contra-
posición entre los dos mundos ultraterrenos, conjugando las perspecti-
vas racionalistas con las existenciales.
Así, Virgilio presenta una concepción del Hades considerada más
completa que la de Homero, pues para él, el mundo de ultratumba se
encuentra dividido entre el Hades y los Campos Elíseos. Un hombre
puede ser salvado del mundo subterráneo, y habitar en los Campos Elí-
seos, en virtud del recuerdo que alguna otra alma guarda de él. No se
trata de inmortalidad como recuerdo, sino de un recuerdo que provoca

– 95 –
una inmortalidad personal real, o sea, salvación.31 Posteriormente San
Agustín, teniendo en cuenta a ambos poetas, elabora su cosmología y
teología del infierno,32 y teniendo presentes sus formulaciones, unos si-
glos más tarde, surge la elaboración filosófica y teológica de otro poeta,
Dante, quien, además de recoger los desarrollos teológicos cristianos,
algunos musulmanes, y la tradición humanística, hace una exposición
en primera persona, desde una perspectiva existencial. Es la misma
perspectiva que adopta en el terreno teológico otro poeta, San Juan de
la Cruz, que funde lo racional teológico con lo existencial.
Por último, otro poeta del siglo XX, Charles Péguy, hace un plan-
teamiento teológico existencial de la vida de ultratumba,33 en el que la
compasión por el dolor ajeno es, como en Homero, factor determinante.
Para Péguy, como para Dante, en las puertas del infierno no pueden no
estar las palabras:

«Me hizo el poder divino,


la suma sabiduría y el amor primero.
Dejad toda esperanza los que entráis aquí»
(Infierno, III, 5-6 y 9).

De este modo, en conclusión, Péguy, Dante, San Agustín y Virgilio


desarrollan y formulan según sus propios recursos, algo que el propio
Homero había sentido, a saber, que la inmortalidad del alma no es aje-
na a la intersubjetividad, y que ha de tener una estructura dialógica.34
Por el contrario, como el diálogo es la relación de libre acogimiento
entre los hombres, Dante coloca en el infierno las diversas maneras de
negar al otro, o de no entregarse, las formas de encerrarse en sí mismo
y de resolverse en nada, que no son muy diferentes de las que Homero
hace desfilar ante Ulises cuando el héroe contempla los suplicios de
Ticio, Sísifo, Tántalo y otros.

31. Cf. H. U. von Balthasar, Gloria, una estética teológica, tomo 3, cap. I, 5, «Dante.
Infierno. Entre diversas épocas». Ed. Encuentro, Madrid, 1986, pp. 92-110.
32 San Agustín dedica el libro XXI de La ciudad de Dios (t. II, BAC, Madrid, 1978) a
exponer su teología y cosmología del infierno.
33 Cf. H. U. von Balthasar, Gloria, t. III, cit., caps. 2, «Juan de la Cruz», y 7, «Péguy».
34. Cf. J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona, 1980, pp. 144-147.

– 96 –
5. El canto de las sirenas.

En el canto siguiente, el XII, refiere Ulises que, de regreso a las


moradas de Circe, lo primero en que se ocupa es en dar sepultura a su
amigo Elpenor, tal como éste le había pedido.
Circe sale a recibirles con palabras de consuelo y les proporciona
alimentos para reponer las fuerzas. Les indica los obstáculos que en-
contrarán en el camino de vuelta a Ítaca y les da instrucciones precisas
de cómo evitarlos.
El primero de todos es el de las Sirenas, que con sus dulces cantos
atraen a los navegantes y los hacen demorarse tiempo y tiempo hasta
que mueren, olvidados de quiénes son y de su camino. Aconseja Circe
que tape con cera los oídos de sus compañeros para que remen sin oír-
las, y que él, para escuchar su canto sin riesgos, se haga atar al mástil
del navío.
Las sirenas aparecen en el folklore de casi todos los pueblos ma-
rineros y son frecuentemente asimiladas a las lamias, representaciones
de lo inferior de la mujer, la avidez de sangre o el poder seductor de la
belleza, aunque también aparecen como espíritus benévolos. Adorno y
Horkheimer interpretan el pasaje de las sirenas como expresión de la
marginación y el sojuzgamiento de la mujer, en una socie dad de hege-
monía burguesa, de manera que su canto es lamento por la alienación
que ya ellas mismas padecen.35
El simbolismo de las sirenas tiene numerosas elaboraciones poste-
riores a Homero, quien señala como atributo propio de ellas la sabidu-
ría. «Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz
detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado
de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas,
sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas.
Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta
Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tie-
rra fecunda» (Odisea, XII, 185-192).

35. Cf. Adorno y Horkheimer, Dialéctica del iluminismo, Sudamericana, Buenos Ai-
res, 1987, pp. 61-101.

– 97 –
La nave pasa sin detenerse y se enfrenta luego al desfiladero flan-
queado por Escila y Caribdis, los monstruos marinos que impiden el
paso y devoran a los navegantes. Se reproduce aquí, con ligeras varian-
tes, el episodio y el simbolismo de las Symplégades, ya mencionado.
Ulises había preguntado a Circe si existía alguna manera de hacer fren-
te a los monstruos y evitar lo predicho sobre la muerte de alguno de
sus compañeros, pero la respuesta fue negativa. Circe le aseguró que su
enemigo no era humano, y que su enfrentamiento era contra una divi-
nidad: pero la más difícil y peligrosa de las pruebas resultaría ser la de
la isla donde pastaban las vacas del dios Helios, Circe les advirtió que si
sus compañeros comían las vacas del sol, no podría salvarse ninguno.
Lo más peligroso no es, por tanto, lo de apariencia más amenazante o
cruel, sino lo que parece más inofensivo.
Cuando llegan a la isla Trinacia, donde pastan las vacas del dios
Sol, Ulises les advierte que no deben comerlas y consigue el juramento
unánime de no tocarlas aunque arrecie el hambre. Se detienen allí en
espera de viento favorable y, tras varios días de estancia, mientras Uli-
ses se encuentra ausente, sus hombres, acuciados por el hambre, e insti-
gados por Euriloco, matan algunos de los animales y se los comen. Tras
regresar Ulises, se percata en seguida de lo sucedido y pide perdón a
los dioses y clemencia para sus hombres.
Días después sopla un viento favorable y se hacen a la mar, pero al
poco de navegar, envía Zeus una tormenta que les hace naufragar. To-
dos perecen a causa del sacrilegio cometido. Solamente Ulises agarrado
a un madero se mantiene a flote y es llevado por el oleaje nuevamente
contra los escollos de Escila y Caribdis. «Desde allí me dejé llevar du-
rante nueve días, y en la décima noche los dioses me impulsaron hasta
la isla de Ogigia, donde habitaba Calipso de lindas trenzas, la terrible
diosa dotada de voz que me entregó su amor y sus cuidados.
»Pero ¿para qué te voy a contar esto? Ya os lo he narrado ayer a ti
y a tu fuerte esposa en el palacio, y me resulta odioso volver a relatar lo
que he expuesto detalladamente» (Odisea, XII, 446-452).

– 98 –
CAPÍTULO IV

LA LLEGADA. DESNATURALIZACIÓN
Y FORMALIZACIÓN DEL ÁMBITO
SOCIOFAMILIAR

A partir de los cantos trece al dieciséis de la Odisea, el tiempo de la


narración es el presente, y el contenido de ella también. La llegada
de Ulises a Ítaca (a su tierra, pero todavía no a su casa) significa la con-
fluencia en un mismo lugar, o en un mismo escenario, y en un mismo
tiempo, de los diversos protagonistas de episodios acontecidos y narra-
dos en lugares y tiempos diferentes. El contenido de estos cantos puede
considerarse como unitario si se mira desde el punto de vista de la lle-
gada del héroe,1 que, antes de nada, quiere informarse o es informado
de la situación o del estado de cosas en su reino tras su prolongada
ausencia. Se trata, obviamente, de la situación familiar y político-social
de su casa y de su reino, pues cuando se anhela el regreso lo que se
busca es, más todavía que la propia tierra, la propia familia, la propia
«gente», si es cierto que para un ser humano lo importante no es tanto
«dónde» como «con quién», si es cierto que para una persona el «lugar»
adecuado para existir como tal es la intimidad o la compañía de otras
personas.
Como la situación en la que Ulises encuentra a Ítaca es la de una
desorganización completa en un proceso incontrolado de depaupera-
ción material y moral, la tarea que se le presenta como inmediata es la
de la reorganización, la cual aparece como mediada por la venganza,
es decir, requiere el ajusticiamiento de los pretendientes. Desde este
punto de vista, la unidad de estos cuatro cantos podría venir dada por
el título propuesto: «La llegada. Desnaturalización y formalización del

1. La llegada del héroe es la señalada como función n.º XX por V. Propp, Morfología
del cuento, p. 65, «El héroe regresa».

– 99 –
ámbito sociofamiliar». Su contenido, en términos escuetamente des-
criptivos, es el siguiente:
En el canto trece, los feacios llevan a Ulises a Ítaca. Poseidón, irri-
tado por eso contra ellos, convierte su nave en piedra cuando van a
entrar de regreso en su puerto. Atenea se aparece a Ulises y le acon-
seja que se disfrace de mendigo, que vaya a la cabaña del porquerizo
Eumeo y que espere a que ella haga volver a Telémaco de Esparta. El
canto catorce narra cómo Eumeo acoge a Ulises mendigo y le refiere la
situación del país. El «mendigo» hace un relato ficticio de sus aventuras
asegurando que sabe que Ulises vive y que volverá. Eumeo no le cree,
pero cuando al caer el día llegan los demás pastores sacrifica un cerdo
y ofrece la mejor porción al mendigo. El canto quince recoge la forma
en que Atenea hace regresar a Telémaco, que llega de Lacedemonia con
los regalos que le hacen Menelao y Helena, tras haberle vaticinado la
propia Helena el regreso de su padre y su venganza. Eumeo refiere a
Ulises mendigo la muerte de su madre y el lamentable estado de salud
de su padre Laertes. Telémaco desembarca en Ítaca y se encamina a la
cabaña de Eumeo.
Por último, a lo largo del canto dieciséis, Eumeo va a la ciudad
a notificar a Penélope que su hijo ha vuelto sano, escapando a la em-
boscada que le preparaban los pretendientes. Ulises recobra su aspecto
natural, Telémaco le reconoce y juntos planean la venganza contra los
pretendientes. Éstos, enterados de la vuelta de Telémaco, vuelven a de-
liberar para matarlo mientras Eumeo regresa a su cabaña.

1. Regreso y alienación. La diosa y el hijo.

El canto trece se inicia con la despedida que los feacios, y Alcinoo,


su rey, en nombre de todos ellos, hacen a Ulises. «Puesto que has lle-
gado hasta mi alta morada de bronce, no creo que errarás de nuevo ni
sufrirás otros males antes de tu retorno, pues demasiados padeciste ya»
(Odisea, XIII, 5-6).
Ya nos hemos encontrado en pasajes anteriores con el sentido re-
ligioso de la hospitalidad entre los griegos. Ahora en el caso de esta
despedida, se pueden advertir otros as pectos nuevos o profundizar en
algunos ya advertidos. En primer lugar, cabe señalar el modo en que

– 100 –
el anfitrión se siente obligado hacia su huésped. En tiempos recientes
ha sido E. Levinas quien más ha insistido en que la obligación ética
hacia el prójimo es un a priori de la relación intersubetiva. Puesto que te
conozco «debo» ocuparme de ti, de lo que necesitas. El reconocimiento
del otro en tanto que semejante, en tanto que prójimo, implica la cons-
titución inmediata de una comunión o una comunidad en virtud de la
cual la indigencia o las necesidades del otro se convierten en apelacio-
nes inmediatas a la conciencia propia.2
Quizá todo el mundo tenga experiencia en su vida ordinaria y co-
tidiana de encuentros con el «prójimo» que apelan a la propia concien-
cia y la «obligan», la ligan a lo que aparece enfrente en orden a subsanar
sus deficiencias.
La condición de posibilidad de esta experiencia es que en el reco-
nocimiento del otro se dé a la vez un reconocimiento de lo que le falta
como una carencia en cierto modo escandalosa, como una carencia que
atenta o menoscaba gravemente su realidad, como algo que es exigido
no por la conciencia o por la voluntad del otro (lo cual puede darse o
no), sino por su naturaleza. Podría pensarse que lo que a alguien le
falta por naturaleza le es debido también por naturaleza, o, si se quiere,
que le es debido «en justicia», si es que la justicia consiste en dar a cada
uno lo suyo. Pero en la descripción de esta vivencia, que parece ser
inmediata, lo que se muestra no es tanto la justicia como lo que podría
llamarse misericordia: algo que pertenece más al orden de la religión que
al de la ética, o, si se quiere, a ambos indiscerniblemente.
Pero esto es un problema, en cierto modo casi sólo académico,
muy propio de nuestra época, pero muy ajeno al mundo homérico en
el cual no se ha configurado todavía la disociación entre ética y reli-
gión característica de la historia moderna y contemporánea. Lo que en
último término fundamenta la hospitalidad griega es el hecho de que
los suplicantes y desposeídos de todo sean predilectos de Zeus, como

2. La obra más representativa y donde primera y más extensamente aparece este


punto de vista es E. Levinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Sa-
lamanca, 1977. Tanto en esta obra como en otras (Humanismo del otro hombre, Siglo XXI,
México, 1975, De otro modo que el ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca, 1987),
Levinas alude al Ulises de Homero como tipo del hombre racionalista que sale y retorna
a sí mismo, sin abrirse y llegar nunca al otro. Cf. op. cit., p. 70 y p. 280.

– 101 –
ya se ha visto. Por eso, la hospitalidad homérica es religiosa. Y corre-
lativamente, el huésped, que al ser despedido lleva consigo todos los
presentes con que le han obsequiado, considera también que se trata
de dones divinos, gratuitos, es decir, que se trata de una «gracia», lo
cual es propio de los dioses. Y así lo hace constar Ulises antes de partir:
«Cumplido está ya cuanto ansiaba mi alma; tengo guías y hermosos re-
galos: los dioses del cielo prosperármelos quieran» (Odisea, XIII, 38-46).
El viaje de retorno es realizado por Ulises en un estado en cierto
modo divino: «Y un dulce sueño se extendió por los párpados de Uli-
ses, invencible, agradabilísimo y semejante a la muerte»,3 mientras que
la nave «surcaba las aguas del mar, llevando en sí a un varón: cuyos
pensamientos igualaban a los de los dioses». El retorno durmiendo es
un descanso agradabilísimo parecido a la muerte. Pero este símil con-
cuerda, mejor que con el espíritu homérico, con el espíritu cristiano.
Que la muerte se considere como el descanso eterno es un lugar común,
y no propio de la cultura homérica ni de la cristiana, pero que ese «des-
canso eterno» sea felicidad parece más bien un rasgo poshomérico. La
muerte es el paso al Hades, y el Hades homérico, como el judaico, es un
mundo único de sombras, según se mostró en el análisis del canto once.
La muerte es descanso eterno «agradabilísimo» en las religiones misté-
ricas y en el cristianismo, así como en el universo filosófico de Platón,
muy influido precisamente por aquellas religiones.4
En segundo lugar, el estado casi divino de Ulises se caracteriza
por el hecho de que sus pensamientos «igualaban a los de los dioses».
Cabe preguntar si los igualaba por su universalidad, por su sabiduría
vivida, por su magnanimidad, por su felicidad, por algunas otras ca-
racterísticas o por todas ellas en conjunto. Y puede responderse que,
independientemente de que haya o no una distancia insalvable entre
lo humano y lo divino en el universo homérico, lo que sí parece claro
es que el espíritu humano se aproxima o se eleva a las dimensiones del

3. En la mitología griega, Sueño y Muerte, Hypnos y Thanatos, son dos hermanos


gemelos. También en la cultura hebrea, al menos a partir de los tiempos posteriores al
exilio, la muerte era comparable al sueño. Cf. Job, III, 13-15; III,17; Ecles , IX, 3; IX, 10. El
cristianismo ha tomado y elaborado la equiparación entre muerte y sueño.
4 Cf. Buffiere, Les mythes d’Homère et la pensée grecque, «Variations platoniciènnes sur
l’Hades et les Champs Elysées». Collection d’Études Anciennes, París, 1956, pp. 495-499..

– 102 –
espíritu divino cuando se dilata en amplitud (cantidad de experiencias
vividas), en profundidad (comprensión máxima de esas experiencias) y
en potencia operativa (magnanimidad y audacia para acciones que no
es propio de un mortal concebir y realizar).
Ulises realiza todo el viaje invadido por el sueño, y en ese estado
es desembarcado por los feacios y depositado en una arenosa playa de
Ítaca. Simbólicamente podría interpretarse este pasaje en el sentido de
que la vuelta a casa, o el retorno a sí mismo, al propio origen, siempre
acontece con un cierto grado de alienación, pues, en efecto, cuando se
llega se es otro distinto del que se era al salir. Y realmente, como se
irá viendo a lo largo de estos cuatro cantos, el entrelazamiento de este
sentido simbólico con el literal resulta ser de estimable fecundidad ex-
plicativa e interpretativa.
La vuelta de los feacios a su puerto, tras haber cumplido con su
costumbre de repatriar a los extranjeros, no acontece pacíficamente.
Ciertamente son un pueblo feliz, «que no conoce la guerra», y que sólo
tienen relaciones comerciales con los restantes pueblos, manteniéndose
al margen de las contiendas que ellos puedan mantener entre sí.5 Desde
un cierto punto de vista simbolizan la utopía de la neutralidad, una
utopía que entra en quiebra precisamente ahora, al prestar ayuda al
extranjero.
Ulises ha dejado ciego a Polifemo, hijo de Poseidón, y puesto que
no puede vengarse en la persona del héroe por que su hermano Zeus
no se lo permite, obtiene autorización del padre de los dioses y de los
hombres para vengarse al menos en los feacios. Poseidón, el que sacude
la tierra, es el Dios de los océanos, de la fuerza irreductible a forma y
a medida, y, desde este punto de vista, lo dionisiaco por excelencia, o
también, desde otra perspectiva, el mal (análogamente a como el mar
significa el mal en el Antiguo y en el Nuevo Testamento de la biblia
judeocristiana como quedó apuntado anteriormente). Pero en el uni-
verso homérico la fuerza irreductible a forma y a medida, el mal, no
es omnipotente, pues sin perder sus características presenta un cierto

5. Para ver el sentido exacto de las relaciones de intercambio, y no propiamente


comerciales, cf. Finley, El mundo de Odiseo, cit., pp. 79-83. Y también Adrados, Introduc-
ción a Homero, cit., «Comercio y piratería», vol. 2, p. 404, donde se señala que no existe
propiamente el comercio.

– 103 –
sometimiento a orden y medida, un cierto atenimiento a justicia, que
se manifiesta como reconocimiento a Zeus y como acatamiento de sus
designios. Según tales designios, Poseidón tiene derecho a la venganza,
que consiste en convertir en piedra la nave de los feacios cuando va a
entrar en su puerto.6
Parece como si la costumbre de repatriar a todos los hombres
errantes, de ayudar a todo el mundo, fuera incompatible con el ideal
de la neutralidad. Ayudar al desventurado Ulises no es neutralidad al-
guna: es enfrentamiento con Poseidón. Solamente los seres inertes, las
rocas, son neutrales, nunca los seres animados, los hombres. Y quizá es
éste uno de los posibles sentidos del vaticinio que se le había hecho a
Alcinoo, rey de los feacios, de que un dios convertiría en una montaña
de roca a una de sus naves a la entrada del puerto.
El relato vuelve a ocuparse del héroe que ha sido depositado en su
tierra en estado de alienación. Cuando despierta no reconoce el suelo
de su patria. En primer lugar se lamenta de su desdicha.

«Y a la vez despertábase Ulises divino


que dormía en su propio país tras larguísima ausencia;
pero no lo llegó a conocer, porque Palas Atenea,
la nacida de Zeus, le echó en derredor densa nube
para hacerle cambiar de figura y hablarle ella misma
de su plan, no le viesen su esposa o paisanos y amigos
sin haber castigado él aún las infamias de aquellos
pretendientes. Extraño por eso mostrósele todo
al señor de la tierra»
(Odisea, XIII, 187-195).

A continuación se angustia interrogándose por la tierra en la que


se encuentra y por el carácter que puedan tener sus habitantes, como
ha hecho antes, cada vez que llegaba a un territorio desconocido. Ulises
parece saber siempre quién es él, pero nunca dónde se encuentra.

«¡Ay de mí! ¿Qué mortales tendrán esta tierra a que llego?

6. Cf. M. Detienne, y J. P. Vernant, Las artimañas de la inteligencia, cit., pp. 220 ss.

– 104 –
¿Insolentes serán y crueles e injustos o al huésped
tratarán con amor y habrá en ellos temor de los dioses?
¿Hacia dónde camino con estas riquezas? ¿Por dónde
voy errante yo mismo?»
(Odisea, XIII, 200-204).

Pero aun en el caso de que para el hombre resultara siempre obvio


quién es él, en modo alguno eso es obvio para los demás, razón por la
cual no es siempre y en todo lugar inmediatamente acogido. Aparecer
como hombre no es aparecer como neutral siempre, sino, más frecuen-
temente, aparecer como amable o como temible. Por eso, Palas Atenea
le envolvió en una nube, a fin de que permaneciese ignorado hasta tan-
to que ella le aleccionara en toda cosa, para evitar que su mujer, sus
conciudadanos y sus amigos le reconociesen antes que hubiese castiga-
do la insolencia de los pretendientes.
Por lo que se refiere al reproche o a la queja de Ulises ante los Dio-
ses de que no han cumplido su promesa de repatriarle, Atenea, adop-
tando la figura de un joven pastor de ovejas, le hace saber que la tierra
en la que se encuentra es Ítaca, describiéndole sus montes, sus fuentes
y manantiales, sus bosques y sus ganados. Y entonces él reconoce su
suelo patrio.
Parece como si el hombre, aunque esté dotado de una excepcional
perspicacia, no fuera capaz de conocer o de reconocer por sí mismo lo
objetivo, lo que está enfrente, y necesitara la mediación de la comuni-
cación intersubjetiva, la palabra de otro ser humano que está experi-
mentando lo mismo y refiriéndolo desde su subjetividad, para poder
hacerse cargo de un modo cabal y adecuado de la realidad visible, de
la «objetividad», si se quiere. Por supuesto, esto es así para el recién
nacido, pero quizá también es verdad para cada nuevo «nacimiento»
en el que el hombre pasa, de ser otro, a ser sí mismo de un modo nuevo
y más profundo, para cada nuevo cambio suficientemente relevante en
su vida. Se requiere siempre la confirmación de otra subjetividad para
aceptar la nueva realidad objetiva, y quizá también para aceptar la pro-
pia identidad subjetiva y asentarse verdaderamente en ella. La cuestión
«quién soy» y la cuestión «dónde estoy» son en parte cada una función

– 105 –
de la otra, o cada una está mediada por la otra. La relación con el objeto
está mediada por otra subjetividad.
Desde este punto de vista, las preguntas «quién soy» y «dónde
estoy» son función de la cuestión «quién eres» y «quiénes sois» y de la
cuestión «dónde estás» y «donde estáis».
Así pues, Ulises está seguro de la tierra que pisa. Atenea en figura
de pastor se lo ha confirmado. Pero no está seguro del pastor y por eso
le miente, no se apoya en él. Palas deja entonces el aspecto de pastor y
se transforma en una hermosa mujer, más parecido a su verdadero ser,
a lo que ella es en verdad. Se ríe de Ulises y le acaricia la mano: risa y
caricia que expresan un sentimiento de orgullo por su protegido. Por
eso no le reprocha que mienta, pues parece ser que eso le divierte; lo
que sí le reprocha es que no la haya reconocido, que no se sienta seguro
en ella, ya que le protege y le ha dado muchas muestras de ello.

«¿Ni en tu patria siquiera


dejarás ese gusto de inventos y engaños que tienes
en el alma metido?, y ya baste, porque ambos sabemos
de artificios, que tú entre los hombres te llevas la palma
por tus tretas y argucias y yo entre los dioses famosa
soy por mente e ingenio; mas ¿no reconoces ya a Palas
Atenea, nacida de Zeus, que siempre a tu lado
en tus muchos trabajos te asisto y protejo y ha poco
el afecto te atraje de aquellos feacios?»
(Odisea, XIII, 295-301).

Palas cuenta a Ulises todo lo que le queda por sufrir, en concre-


to y en general, y le insta a que lo sufra en silencio. ¿Por qué?, ¿qué
motivo hay para soportar en silencio los dolores que le quedan?, ¿qué
está guardando el silencio? El motivo puede ser que, mientras no haya
un reconocimiento recíproco, adecuado, no puede haber seguridad, y
mientras no la hay, no es el momento de la verdad. Debe esperar a
que los suyos le reconozcan. En toda existencia humana hay un mo-
mento para el recelo, para mentir, para callar y para decir la verdad.
A un hombre solo, como está Ulises en esos momentos, le compete el
silencio. Se excusa ante la diosa, como avergonzado por no haberla re-

– 106 –
conocido y le da una explicación: hace tiempo que no la ha visto, como
si ella le tuviera abandonado desde que salió de Troya; han pasado ya
muchos años, y en ese tiempo ha estado vagando lleno de dolor, hasta
que los dioses le han librado de la maldición.

«Yo bien sé que me dabas favor cuando en Troya los hijos


de los dánaos hacíamos la guerra; después, desde el punto
en que al suelo vinieron las altas murallas de Príamo
y al salir en las naves un dios dispersó a los argivos,
nunca más volví a verte, ¡oh retoño de Zeus!, ni subida
te advertí en mi bajel a ahuyentar ningún mal de mi lado.
Así errante vagué, desgarrado en dolores mi pecho,
hasta el tiempo en que término a ello pusieron los dioses
cuando tú en el opimo país de los nobles feacios
me viniste a enseñar la ciudad con palabras de aliento»
(Odisea, XII, 314-323).

Ese vagar lleno de dolor produce una alteración de la propia sub-


jetividad, pues aunque uno sigue siendo el mismo lleno de dolor y sin
él, no es lo mismo; su sensibilidad cambia, y por eso cambia también la
relación de uno con las cosas y con las personas. Atenea da por buena
esta respuesta, pero insiste en que sufra en silencio, y, más en concreto,
en que no hable con Penélope, su mujer, hasta que no la haya probado.
¿Por qué insiste en que ha de probarla? Tal vez porque Penélope ha
dudado de lo que Atenea no dudó nunca, de que Ulises volvería.7
Pero también porque Penélope está en el mismo caso que Ulises. Ha
soportado el dolor durante mucho tiempo, y es la misma, pero no del
mismo modo.
Ulises y Penélope no son ahora lo mismo el uno para el otro. Hace
veinte años que se separaron, hace mucho tiempo, y son mutuamente
extranjeros. El tiempo les hace ajenos, produce entre ellos una aliena-
ción, que debe remediarse mediante un conocimiento que dé paso al
reconocimiento. Después de eso, ya puede luego cada uno sentirse se-

7. Con todo, no es ésa una duda reprochable a Penélope, pues la seguridad plena no
es propia de los humanos, sino de los dioses.

– 107 –
guro de nuevo en el otro. Sólo después de eso pueden ambos descansar
el uno en el otro, y entonces el silencio deja de ser lo adecuado, para
dejar paso al momento de la palabra y de la verdad. Esto es lo que
aconseja Palas Atenea.
Se ponen de acuerdo Ulises y la diosa sobre lo que conviene hacer.
Ambos planean como iguales, pero este planear como iguales no anula
la diferencia entre el hombre y los dioses. De este modo, aparece en
el mundo homérico un reconocimiento por parte de los dioses de la
dignidad y autonomía del hombre, como también lo hay en el Antiguo
Testamento. En el Antiguo Testamento también Moisés discute y pla-
nea con Dios la liberación de Israel.8
Ulises, además de las razones aducidas por Palas Atenea para que
pruebe a Penélope, encuentra otra razón distinta, a saber, el anteceden-
te de Agamenón, con quien había hablado en el Hades. Penélope podría
haberse comportado del mismo modo que Clitemnestra. Ni Atenea ni
Ulises saben en qué situación se encuentra ella. Probablemente no son
justos con la esposa del héroe, pero ninguno de los dos puede saberlo,
porque como no la conocen como es ahora, no pueden «dar a cada uno
lo suyo», lo que le corresponde. Por eso no saben cómo tratarla, porque
no pueden saber lo que es suyo, y no pueden ser justos con ella si no la
prueban antes. Palas transforma a Ulises en un anciano mendigo para
hacerle así irreconocible a los ojos de los demás, o sea, para que no pue-
dan reconocerlo. Le transforma para que no tenga un aspecto valeroso o
terrible, sino repelente o despreciable, lo menos valioso de todo. Ulises
va a ir así, de incógnito, a los suyos.9
Desde el punto de vista que se viene adoptando aquí puede suge-
rirse que esto es una experiencia arquetípica, de toda existencia huma-
na, que el hombre está alguna vez, o muchas veces, de incógnito ante
los demás y ante los suyos. En cierto modo se puede decir que todo ser
humano va de incógnito por la vida, en cuanto que, en último término,
la última verdad de cada ser humano está fuera del al cance del juicio
de los hombres.

8. Probablemente uno de los pasajes donde pueda apreciarse con más claridad este
tipo de relación entre el hombre y Dios sea Éxodo, 32, 28.
9. Este ir de incógnito coincide con la función n.º XXIII que señala Propp en Morfo-
logía del cuento, cit., cap. III, «El héroe llega de incógnito a su casa», p. 68

– 108 –
Atenea le dice a Ulises que vaya a la cabaña del porquerizo Eu-
meo, mientras ella va a buscar a Telémaco a Esparta, donde había ido a
indagar si su padre seguía vivo. Ulises le hace un reproche que parece
duro a la diosa: «¿Por qué no se lo dijiste, si conoces todo en tu interior?
¿Acaso para que también él sufriera penalidades vagando por el estéril
ponto mientras los demás consumen mi hacienda?» (Odisea, XIII, 415-
419).
Dios sabe pero no explica. Cuando explica da una razón compren-
sible. Ella, Atenea, había lanzado a Telémaco al viaje, porque Telémaco
tenía que salir de sí, salir de casa, para hacerse un renombre, para ser
otro, para ser más plena y radicalmente sí mismo, un hombre, con una
existencia humana, para ser alguien y hacerse también digno de su pa-
dre.10
Tras la llegada de Ulises, el canto catorce narra la situación en la
que se encuentra Ítaca, la identificación del héroe por el porquerizo, en
el juego de la veracidad y de la esperanza.

2. El caos social. Esperanza y veracidad

Al principio de este relato Ulises se dirige a la cabaña del porque-


rizo Eumeo, como Palas le ha indicado, y él le recibe:

«Pero, ¡ea!,
ven acá a la cabaña, ¡oh anciano! una vez que te sacies
de comer y beber a tu gusto, dirás de tu patria
y de aquellos trabajos v duelos que tienes sufridos»
(Odisea, XIV, 44-47).

Con estas palabras le ofrece su hospitalidad, la hospitalidad de un


criado, de un pobre. A menudo los pobres son los más hospitalarios, los
más dispuestos a compartir. Tal vez porque no tienen nada, y cuando
comparten no pierden nada. Tal vez porque cualquier hombre se siente

10. Como sucede en otras muchas narraciones, el ser impulsado a marcharse de


casa representa el tener que convertirse en uno mismo. La autorrealización requiere el
abandono del universo familiar. Cf. B. Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, cit.,
p. 112.

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en comunión con cualquier otro cuando están reducidos a la condición
de mera subsistencia, de mera «naturaleza». Tal vez sucede lo contrario
al ascender en la escala social. A medida que se sube hay más artificio,
más tipos de diferencias, y es más difícil sentirse en comunión y estarlo.
Si es así, puede decirse que la clase social funciona como una segunda
naturaleza, y que los tipos de segunda naturaleza son más complejos y
diversos a medida que hay más riqueza económica y cultural.
En la moral burguesa la relación positiva con el pobre no es aco-
gerlo en casa, sino la limosna. No es reconocerlo como igual y compartir
con él lo mismo que uno tiene, sino marcar la diferencia en el hecho del
dar. Por su parte, en la moral aristocrática, como es la aquí analizada,
la relación con el mendigo es doble. Por un lado, darle limosna, y, por
otro, acogerlo en la parte de la casa destinada a los de menor rango so-
cial, la de los criados y los pastores. Desde este punto de vista, tendría
sentido hablar de «lugares naturales» no solamente correspondientes a
los cuerpos materiales en el cosmos físico, sino también correspondien-
tes a los distintos tipos de hombres en la sociedad, y se podría hablar de
una sociología de los lugares naturales.
Por otra parte, parece que la existencia de un anciano mendigo
constituye un escándalo, una apelación a un cierto orden natural que se
ha vulnerado. ¿Por qué se supone que un anciano mendigo ha sufrido
males? Parece que ningún hombre debería ser anciano mendigo, pues-
to que eso duele a todos los demás seres humanos, pero si hay alguno
así, es que algo falla en las familias, en la polis, en la sociedad humana.
Por supuesto que falla algo. Es frecuente que haya ancianos mendigos,
es normal, pero no es «natural», no es «justo».
Ulises se informa por Eumeo de la situación en la que se encuentra
Ítaca. El caos que reina en el país desde que su rey marchó a la guerra
de Troya. Los que aspiran a apoderarse del reino y de la reina ocupan
el palacio esperando que ella acepte por esposo y rey a alguno de ellos.
Penélope no elige a ninguno, pero tampoco rechaza terminantemente
sus acosos: dilata interminablemente la espera. Asegura que cuando
acabe el sudario que teje para su suegro Laertes, eligirá marido para
dar un nuevo monarca al reino. Pero mientras tanto, los pretendientes
invaden el país, consumen sus bienes, comen de sus rebaños y beben
su vino.

– 110 –
Por eso precisamente, muchas veces una dilación es peor que
una negativa, porque impide un nuevo comienzo, un nuevo telos, una
nueva organización, en fin, una continuidad viva, dando lugar a una
continuidad mortecina, inerte. Si el principio, que era Ulises, desapare-
ce, también está desapareciendo el proyecto, la esperanza de alcanzar
unos fines, y los principios y medios para encauzar la sociedad hacia
ellos. No hay esperanza. El reino, la tierra y la mujer pueden ser consi-
derados como res derelicta, cosa abandonada. Si Penélope se decidiera
habría un nuevo principio o comienzo, por tanto un telos nuevo, un
matrimonio nuevo que se podría considerar como otro principio for-
malizador del ámbito sociofamiliar. Mantener en suspenso la actividad
es desnaturalizar la vida humana.
El caos social producido por los pretendientes es de tal grado que
clama al cielo.

«No complacen de cierto a los dioses las obras perversas


que ellos honran más bien la justicia y las buenas acciones;
aun los hombres sin freno y sin ley que se echan encima
de un ajeno país, donde Zeus les permite hacer presa,
cuando vuelven a casa, repletas sus naves, se sienten
de respeto invadidos y recio temor; pero éstos
bien seguros están»
(Odisea, XIV, 85-89).

Hasta los bárbaros cuando invaden y saquean vuelven a sus casas


con temor y pesar en el corazón por las injusticias que han cometido.
Los dioses no gustan estas acciones perversas, sino que aman la justicia.
Lo que es gusto y amor para los dioses es norma o deber para los hom-
bres. Es norma y deber para los hombres perversos, porque para los
hombres buenos es también gusto y amor, más bien que norma y deber,
pues parece que precisamente ser bueno consiste en eso. La heterono-
mía, el estar sujeto a normas incómodas que dan otros, y no a principios
que brotan del propio corazón, parece que es posible sólo por y para
los que no son buenos. Este planteamiento, que es una tesis de la
ética clásica, de la moderna y de la contemporánea, quizá es también

– 111 –
una tesis homérica. Para los hombres buenos nunca hay una ética
heterónoma.
Los pretendientes devoran inmoderadamente, y sin duelo (por
la supuesta muerte de Ulises), los bienes del reino. Así, el colmo
de la injusticia estriba en quemar, despilfarrar, en acciones que no
llevan a ninguna parte, una energía que tenía o podía tener un buen
destino, un telos adecuado.
Mientras Eumeo termina su relato, Ulises oye en silencio y si-
lenciosamente medita el exterminio de los pretendientes, encendido
por el afán de venganza y los celos. La venganza aquí tiene dos ob-
jetivos. Por un lado, recuperar los bienes materiales propios, y, por
otro, recuperar a su mujer. O sea, recuperar los bienes materiales
que son la expresión del sí mismo en el orden social, y luego la mu-
jer, que es un sí mismo mucho mas íntimo que los bienes materiales.
Terminada la narración, el mendigo Ulises afirma haber visto al
rey Ulises vivo, y que volverá pronto. Eumeo no le cree, y además
está seguro de que no convencerá con eso ni a Penélope, ni a Teléma-
co. Porque se trata de la noticia que trae un mendigo, alguien que no
es digno de ser creído. Los mendigos no pueden ser creídos porque
no son nadie. Carecen de «sí mismo social», no son conocidos y no
pueden ser reconocidos. Ser mendigo es como carecer de raíces, y
eso es carecer de sí mismo, carecer de fundamento. Cuando alguien
dice la verdad se le cree porque se le conoce y él se pone en lo que
dice, avala con su persona, con todo su ser, lo que dice con sus pala-
bras, y por eso es fiable, se le da crédito. Esto es válido no sólo para
el mundo homérico sino también para el mundo judío. «¿Quién se
fiará del ladrón ágil que salta de ciudad en ciudad? Así tampoco del
hombre que no tiene nido y se alberga donde la noche le sorprende»
(Eclesiástico, 36, 26-29).
Eumeo se lamenta de haber perdido a su señor,

«¡Oh mi huésped!, rehúyo el nombrarlo: en tal modo me amaba


en tal modo cuidaba de mí y, aun estando tan lejos
nunca habré de dejar de llamarlo mi dueño y mi amigo»
(Odisea, XIV, 145-147).

– 112 –
No es fácil encontrar otro señor tan bueno como él. Le compara
con un hermano mayor, con su propio padre. Como si fuese necesario
al hombre servir a un señor, ya sea su padre o su hermano. Como si
el señor al que se sirve representara, hiciera presente de otro modo,
el principio y el telos propio, pero fuera de uno, de manera que uno
lo pueda conocer y hacerlo propio, superando también así la hetero-
nomía.
¿Acaso servir es una necesidad, algo imprescindible? Quizá en la
medida en que servir es dar y recibir, que es precisamente lo que hace
Eumeo, quien vive feliz sirviendo, o sea, recibiendo y dando. Ulises
mendigo le jura al piariego que afirma la verdad sobre el regreso de
Ulises rey, y maldice al que miente acosado por la miseria. «Si no
vuelve tu soberano, como afirmo, ordena a las esclavas que me despe-
ñen desde una gran roca para que todo mendigo se guarde de mentir»
(Odisea, XIV, 398-400). Ulises reclama ahora para todos los mendigos
el derecho a ser creído, que es lo mismo que el derecho a ser alguien
en virtud de su palabra.
Se afirma así que un mendigo tiene derecho al honor, y puede
dar su palabra de honor. ¿Era así realmente? No parece que pueda
darse tal cosa entre los esclavos. El derecho y la moral se diversifican
al diversificarse los ámbitos sociales.11
A pesar de todo, Ulises mendigo no consigue que Eumeo le crea.
El piariego le pide que le diga quién es, o lo que es lo mismo, que le
cuente su vida, su historia.

«Mas, ¡oh anciano!, hora es ya de que cuentes tus propios pesares.


Dime, pues, sin engaño, que bien yo lo sepa ¿Quién eres?
¿De qué gente? ¿Cuál es tu ciudad? ¿Quiénes fueron tus padres?
¿En qué barco has llegado hasta aquí? ¿Cómo es que sus hombres
te trajeron hasta Ítaca? ¿En dónde decíanse nacidos?»
(Odisea, XIV, 185-190).

En el mundo homérico, cada vez que se le pide a alguien que se


identifique, que diga quién es, lo que se le pide es que relate su historia,

11. Cf. Adrados, Introducción a Homero, cit., vol. 2, pp. 381-382, «Los Mendigos».

– 113 –
que es una de las maneras en que Heidegger define al hombre, como el
ser que cuenta historias. Ulises se dispone a darle una narración falsa,
y, en algunos aspectos, verdadera. Le cuenta que es hijo ilegítimo de
Cástor Hilácida, de Creta, que no nació de una esposa legítima sino
adquirida para ser concubina.

«Me glorio de ser por linaje de Creta espaciosa


y nacido de un hombre bien rico. Más prole tenía;
de su esposa eran muchos los hijos que en casa nacieron
y tuvieron crianza; que a mí me engendró en una esclava,
su manceba, con todo tratábame igual que a los otros
el Hilácida Cástor, que así se nombraba mi padre...»
(Odisea, XIV, 199-204).

¿Qué es y cómo opera aquí esa legitimidad?, ¿qué supone la legiti-


midad en la unión conyugal y en la filiación?, ¿qué sentido tiene que el
derecho intervenga aquí para de terminar lo legítimo relacionándolo con
lo divino y con lo justo? El derecho al hacer esto introduce unas discrimi-
naciones y unas exigencias, que en un contexto cultural como el nuestro
pueden parecer injustas y excesivas. Pero en el mundo homérico, que no
es ilustrado y, mucho menos, posmoderno, el derecho surge y crea un
orden, formaliza el caos social, y confiere estabilidad a un cierto estado
de cosas. Con todo, un cierto grado de caos social es inevitable, porque es
imposible formalizar a la vez y bajo el mismo principio acontecimientos
sociales heterogéneos, como son los modos de unión sexual reales y los
modos de filiación reales. Lo que llamamos familia nuclear parece algo ya
formalizado en la época heroica, en la medida en que se habla de legitimi-
dad e ilegitimidad en un sentido que tiene analogía con sus equivalentes
jurídicos actuales. Pero el intento de poner orden en el caos social nunca
se logra del todo, pues el derecho resulta desbordado por la vida misma.
Ulises, después de decir cuál es su patria y quiénes son sus padres,
habla de sí mismo. Pondera sus cualidades. Ares y Atenea le concedieron
audacia e intrepidez, y por eso lo que más le gusta es luchar. Narra una se-
rie de sucesos, aventuras y combates en los que se ha manifestado su valor
y osadía, pero también relata otras historias que concuerdan con su aspec-
to de mendigo despreciable. Cuenta un relato falso de su vida, un episodio

– 114 –
en Egipto en el que aparece como un cobarde, y otro en que se presenta
como un hombre ingenuo al que engaña un fenicio astuto (Odisea, XIV,
240-360). Ulises hurta con esto sus propias cualidades, pues concuerda
más con su condición de mendigo el aparecer por un lado como cobarde
y por otro como ingenuo o confiado. Ésta es también la mejor manera de
ocultar la potencia de su cólera para poder planear más discretamente la
venganza. Esconde en una falsa apariencia de ser cobarde e ingenuo su
verdadero valor y astucia, que es de donde sacará la venganza. Y aparece
como corresponde a un mendigo, pues tal vez se es mendigo por ser co-
barde e ingenuo.
La historia que Ulises cuenta a Eumeo se parece a la verdadera. Pre-
tende con ella afirmar la vuelta de Ulises, con el mayor grado de credi-
bilidad que puede obtener un mendigo, porque hay veces en la vida del
hombre en que la apariencia falsa resulta el único camino viable hacia lo
verdadero, y si esto es así nos encontramos de nuevo con otra experiencia
arquetípica.
El objetivo primordial de la narración es hacer creer que Ulises vive,
pues sólo esto hará aumentar la esperanza de Eumeo, lo que constituye
la finalidad del relato falso. Hay por tanto una finalidad en el relato de
Ulises que todavía se tiene que alcanzar, y que se alcanza libremente y con
astucia. Si el relato manifestara las cosas tal cual son, el objetivo final, la
venganza, no se alcanzaría o se dificultaría. De este modo, si se dijera la
verdad de lo que se pretende, lo dicho sería verdad en la palabra, pero no
en la acción, pues la acción pretendida quedaría impedida, se haría impo-
sible. Además, el final de la historia relatada es estrictamente verdadero.
Ulises, en efecto, pide consejo a Zeus para ver cómo le convenía después
de tan larga ausencia entrar en su tierra de Ítaca, si pública o secretamente.
En términos de una ética de normas, de verdad o mentira, la cuestión
podría parecer irresoluble, mientras que en el plano de una ética de vir-
tudes puede haber una salida.12 La prudencia determina cuándo utilizar

12 La ética homérica parece más bien una ética de virtudes y de valores que de
normas, Cf. Adrados, Introducción a Homero. cit., vol. I, «Ética Homérica», pp. 291-308.
Cf .Finley, El mundo de Odiseo, cit., «Ética y valores». En términos de una ética de normas,
en el sentido de una ética en la cual hay acciones (p. ej., mentir) que no pueden realizarse
nunca, el asunto podría ser irresoluble. Cf. P. T. Geach, Las virtudes, Eunsa, Pamplona,
1993

– 115 –
el disfraz es un acto virtuoso, prudente, y cuándo lo es mostrar la verdad
abiertamente. Así es como parece resolverse el conflicto en la ética homé-
rica. Ulises consulta a Zeus si es mejor decir la verdad antes de hacerla,
o si es preferible primero tantear el terreno para saber dónde pisa, mirar
alrededor, con «circunspección», y luego ya ejecutar lo proyectado.
Eumeéo, con esta historia, se ha conmovido en su corazón, pero no se
ha convencido de que sea verdad.
En las relaciones intersubjetivas son muchas las variantes que influ-
yen en el reconocimiento, entre ellas conmover y persuadir. Conmover
es producir compasión, compadecerse, lo cual hace referencia al bien y al
mal y está estrechamente relacionado con la simpatía o la misericordia.
Persuadir es provocar la convicción, tiene que ver con creer, y está relacio-
nada con lo verdadero y lo falso, y con la fe.

«Y tú, anciano tan ducho en sufrir, pues un dios te condujo


hasta mí, no me vengas con falsas historias ni trates
de adularme: si yo te di amparo y te cuido, es tan sólo
por respeto de Zeus Hospital y piedad de ti mismo»
(Odisea, XIV, 386-389).

Esta disociación que se da en Eumeo entre conmoverse y creer es


una experiencia genuina de la existencia humana, arquetípica. Tal vez
la verdad del hombre requiere una determinación de esos dos planos,
el de lo bueno/malo y lo verdadero/falso, y su armonización. Compa-
decer y creer son dos actos o actitudes que pertenecen a esferas dis-
tintas, una a la del corazón y la otra a la del entendimiento. Tal como
plantea Homero la escena, parece que las dos actitudes se asientan
primero en el corazón, en la afectividad, en la medida en que ins-
pirar o no inspirar confianza, fiarse de alguien, no es algo que uno
pueda imperar o decidir voluntariamente.
Eumeo no cree lo que le dice Ulises porque como una vez «lo
engañó un etolio con sus palabras», tiene ya experiencia de haber
sido engañado en ese ámbito privilegiado para el engaño, en el de
la palabra. Las palabras son una duplicación controlada de uno mis-
mo, y, por eso, el medio que el hombre tiene para darse. Por eso en
la palabra se da de un modo más pleno la verdad y la mentira del

– 116 –
hombre, aunque también pueden darse en otros aspectos como en la
mímica o en el disfraz. Eumeo insiste en que, aunque le ha conmovi-
do el relato del mendigo y se ha llenado de misericordia, le socorrerá
no por creerle sino por compasión, por verle pobre e indigente, que
eso sí es verdad, pues considera más verdadero lo que ve que lo que
oye. Sin embargo, lo que ve es la miseria, que es precisamente lo
falso: un disfraz.
Entonces, desde una situación de superioridad, en la que Ulises
sabe más de Eumeo que a la inversa, intenta saber más de él y trata
de medir la generosidad de su corazón y su grado de lealtad. Cuan-
do llegan los rapaces, Eumeo asa un cerdo para alimentarse y ofrece
a Ulises mendigo la mejor parte del animal. Cuando se disponen a
dormir, vuelve a medir la generosidad del criado, en el episodio de
la manta, donde se muestra que Eumeo da prioridad al abrigo del
anciano recién llegado antes que al suyo propio (Odisea, XIV, 521).
Ulises se siente ahora completamente seguro en Eumeo y duerme
tranquilo. Entre ellos ha fraguado una relación de confianza que
permite a cada uno abandonarse en el otro. La relación se ha conso-
lidado en tres momentos. Primero, el reconocimiento. Segundo, la
expresión de la propia verdad, y, por último, el descanso.

3. El «telos» social y la verdad intersubjetiva.

El canto quince se puede tomar como caso tipo en el que la apari-


ción en el horizonte vital de una meta antes perseguida y luego extra-
viada, hace resurgir la esperanza de superar el caos presente, la inercia
de un durar sin ir a ninguna parte. También aquí se puede ver el mo-
mento tipo en que el hijo, habiendo salido fuera del ambiente familiar,
y habiendo obtenido algo en esa salida, puede volver siendo ya alguien
digno de su padre.
Mientras Ulises descansa, Atenea se dirige a Lacedemonia e insta
a Telémaco para que, lo antes posible, regrese a su patria.

«Ya su padre y hermanos la están impeliendo a que case


con Eurímaco: es éste el que da mayor don entre aquellos
pretendientes y aumenta sin duelo su oferta por ella.

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Mira bien, no se lleve en tu ausencia lo tuyo; bien sabes
cómo alienta y discurre mujer en el fondo del pecho;
busca siempre que medre la casa de aquel que la toma por esposa.
Olvidando del todo al antiguo marido
que murió, nada quiere saber de los hijos primeros»
(Odisea, XV, 16-23).

Telémaco debe volver antes de que su madre se case con Euríma-


co, el mejor de los pretendientes, porque si eso ocurre perderá su he-
rencia y sus bienes. Palas le explica que así es la «condición femenina».
Después le indica que confíe sus bienes a alguna de sus siervas, «hasta
que los dioses te den una esposa ilustre» (Odisea, XV, 27). La mujer es
considerada como la guardiana de las riquezas, la que atiende y cuida
la vida cotidiana, concreta, la más inmediata. También en otras socie-
dades, no sólo en la homérica, el hombre es tenido por el principio de
la ganancia, el que obtiene, y la mujer el principio de la riqueza, la que
conserva y genera el aumento.
Después Atenea le avisa de la emboscada que los pretendientes
le han preparado a su regreso. Por tanto, una vez que pise Ítaca debe
ir a la cabaña de Eumeo, el que guarda sus piaras, mientras envía a su
madre mensajeros para avisarle de que ha vuelto sano y salvo. Palas
planifica así el regreso para que el joven se reúna con su padre, que le
aguarda allí antes de encontrarse con su madre (Odisea, XV, 35-42). En
consecuencia, Telémaco expone a sus anfitriones, Menelao y Helena, su
deseo de partir. Tal y como lo requiere la hospitalidad heroica, Menelao
y su esposa respetan con delicadeza la decisión de partir que ha toma-
do su huésped. Porque, sin duda, forma parte de la hospitalidad, de la
esencia del «estar a gusto» en un sitio, el poder marcharse de él cuando
se quiera. Por eso declara Menelao que tan mal se comporta con un
huésped el que lo retiene si está deseoso de irse, como el que le obliga a
alejarse antes de que el huésped lo desee.
Los anfitriones se preparan para ofrecer presentes y dones a Telé-
maco. Estos regalos son los primeros que el joven obtiene. Desde el mo-
mento en que ha emprendido el viaje, ha salido de casa, ha adquirido
riqueza y vuelve con ganancias propias. Puede decirse que Telémaco es

– 118 –
ya «alguien», ha obtenido «riquezas» por sí mismo, y tiene algo por lo
que puede obtener reconocimiento por parte de los demás.
Helena fortalece aún más la esperanza del joven al interpretar un
augurio como señal de la vuelta de Ulises y de que llevará a cabo la
venganza.

«Escuchadme, que voy a explicarlo según que en mi alma


los eternos me inspiran y creo va a cumplirse: del modo
que esta ave ha venido del monte en que está su progenie
y su cuna y raptado a la oca criada en la casa,
tal Ulises, después de sufrir y de errar largamente,
volverá a su mansión a tomar la venganza, si acaso
no se encuentra ya en ella tejiendo ruinas a esos pretendientes»
(Odisea, XV, 172-179).

Tras los preparativos, Telémaco se dispone a partir. Una vez en el


puerto, mientras adereza las naves, se le acerca un hombre desterrado
de Argos, que había matado a otro (Odisea, XV, 272-273). Se identifica
como Teoclímeno, por el procedimiento heroico de contar su origen y
procedencia, sus trabajos y desventuras, y le suplica que lo acoja y lo
lleve con él. El suplicante va errante entre los hombres, pero también
pregunta a su vez al hijo de Ulises quién es, de qué tierra procede y
quiénes son sus padres. En su demanda, el suplicante pide que le diga
la verdad. Aparece de nuevo el problema de la veracidad, pero aho-
ra referido a Telémaco. Aunque Teoclímeno es un hombre errante, un
suplicante, necesita saber quién es Telémaco. Pregunta por la verdad
del joven laértida, le es indispensable saberlo, pues de eso depende el
poder apoyarse en él, confiar su vida y su futuro en el joven.
Mientras tanto en Ítaca, en la cabaña de Eumeo, Ulises mide de
nuevo el corazón de su criado. Declara que se irá a la ciudad para diri-
girse al palacio y quedarse allí como siervo entre los pretendientes. Eu-
meo le disuade de que haga tal locura, pues es su huésped, y sabe que
allí no le acogerán bien ni le tratarán con deferencia. Por eso le sugiere
que espere al menos hasta que llegue su joven amo de Lacedemonia

– 119 –
«Sigue, pues, con nosotros, que a nadie molesta tu estancia,
ni a mí mismo ni a estos que viven conmigo en el hato:
cuando vuelva a estas tierras el hijo de Ulises, él mismo
te dará otro vestido, una túnica nueva, una capa
y la ayuda también para ir al lugar que deseas»
(Odisea, XV, 325-329).

Después de esto, Ulises ya no necesita medir más. Ante esta cuida-


dosa protección siente que ha tocado fondo en el corazón de su criado,
sabe dónde tiene alguien en quien apoyarse, un lugar para quedarse
y se queda: en otra intimidad humana. Ahora sabe la verdad de ese
hombre para con él, y sabe que ha llegado. Y una vez que ha llegado,
Ulises mendigo puede reunirse consigo mismo en el corazón de Eumeo
y mediante la palabra de Eumeo. Ahora que le cree, Ulises pregunta
por su padre y por su madre.
Otra forma posible de acoger a una intimidad humana sería re-
cordarla y recordar con ella su pasado, pero previo a ese deleite está el
entrar en casa, comer y dormir, que es la mejor expresión de que se está
vivo, a pesar de todo.
Su madre murió de tristeza, y su padre, sin mujer, está ahora en-
tregado al horror de la vejez. Eumeo recuerda los favores que Anticlea
le dispensaba, y lamenta su pérdida. Él, en medio de todos esos infortu-
nios, ha trabajado, y por eso vive bien, es decir, come, bebe y socorre a
los suplicantes. «Los dioses felices están haciendo prosperar la labor de
la que me ocupo. De aquí como y bebo, e incluso doy a los necesitados»
(Odisea, XV, 271-272). Pero eso no impide que la descomposición de
la casa de Ulises le produzca una gran tristeza. Como Ulises mendigo
quiere saber de los padres de Eumeo, le pregunta por ellos, por lo que
éste relata su historia. Ulises se la pide, y él se la entrega. Pero aunque
padeció mucho, ahora contar eso es un goce. «Forastero, ya que me pre-
guntas esto e inquieres, escucha en silencio, goza y recuéstate a beber
vino. Interminables son estas noches: hay para dormir y para escuchar
complacido. No tienes por qué acostarte antes de tiempo, que el mucho
dormir es dañino. De los demás, si a alguien le impulsa el corazón, que
salga a acostarse [...]. Pero nosotros gocemos con nuestras tristes penas,
recordándolas mientras bebemos y comemos en mi cabaña, que tam-

– 120 –
bién un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y
mucho trajinado. Así que te voy a contar lo que me preguntas» (Odisea,
XV, 390-401).
Eumeo había padecido el máximo infortunio que le cabe a un
hombre: ser arrancado de su familia, de su padre y de su raza, y al refe-
rir todas sus desdichas, Ulises queda conmovido escuchando el relato.
Los dos se conmueven y gozan con la poesía, los dos experimentan
que el arte tiene una «gracia divina», una capacidad de transformar en
«grato» lo «desgraciado».
Entretanto Telémaco y sus hombres llegan de vuelta a Ítaca. Pero
Telémaco no puede alojar al suplicante Teoclímeno como huésped en
su casa, porque su casa está desarticulada, y por lo tanto no la controla,
lo que equivale a que no es suya realmente. No es de nadie. Por eso le
aconseja que se dirija a la casa de Eurímaco, el mejor de los pretendien-
tes. Teoclímeno entonces interpreta un augurio como favorable a la es-
tirpe de Ulises, lo que contribuye a fortalecer la esperanza de Telémaco.

4. Reconocimiento y legitimación. La identidad social

El tema del canto dieciséis es el encuentro. El padre y el hijo se


reconocen, se conocen como siendo cada uno del otro, perteneciente
al otro, y se disponen a tomar posesión de lo que es común de ambos,
la casa, el reino. Se disponen a la reivindicación de lo propio, a la ven-
ganza. Telémaco llega a la cabaña de Eumeo, que le recibe con grandes
muestras de alegría, pues es el sucesor, la esperanza de un nuevo co-
mienzo. Cuando Telémaco entra en la cabaña de Eumeo, Ulises mendi-
go y el fiel porquerizo se disponen a tomar un almuerzo. La alegría de
Eumeo es tan grande que le besa emocionado en la cabeza, en los ojos,
en las manos.

«Has llegado, Telémaco, al fin, dulce luz, no creía


ya volverte a ver más tras tu ida en la nave hacia Pilo;
pero ven, hijo amado, entra aquí. Pues acabas apenas
de llegar, goce yo de mirarte otra vez en tu casa.
Pocas veces de cierto te acercas a ver tus haciendas
y pastores: allá en la ciudad te estás siempre. ¿Te gusta

– 121 –
contemplar la reunión execrable de aquellos galanes?»
(Odisea, XVI, 23-29).13

La luz permite la actividad, que sin ella no puede ejercerse. Por eso
la luz es como el «sentido». En la acción el sentido real es el fin, el telos,
y en la dinámica social también. Telémaco es la última esperanza de
sentido para el reino, una esperanza subsidiaria, distinta a la de la vuel-
ta de Ulises, pues se trata de su sucesor legítimo. Eumeo es consciente
de esto, y el resto de la población también. El sucesor está legitimado
para ser un nuevo comienzo, aunque no está claro que él, Telémaco, lo
sea para sí mismo. Telémaco no tiene seguridad.

«Chache, bien está ya, que a tu encuentro he venido aquí ahora


para verte primero y, después, por saber de tu boca
si está aún en sus salas mi madre o algún otro hombre
ha casado con ella y el lecho de Ulises se encuentra
arrumbado y sin otro aderezo que telas de araña»
(Odisea, XVI, 31-35).

Pregunta así por lo que ha sucedido. Indaga si su madre se ha


casado o no mediante la metáfora de las arañas en el lecho nupcial, que
expresan mejor que nada la disolución social completa. Quiere saber
mediante ello si Penélope continúa en su casa, o alguien la ha hecho su
esposa. Si es así, el lecho de Ulises sería lugar para las inmundas arañas,
un lugar vacío y abandonado. El lecho que había sido construido por
Ulises y que fue el inicio de la vida conyugal, principio formalizador y
constituyente del ámbito familiar y social.
Telémaco es informado por Eumeo de que su madre continúa en la
casa y que, por tanto, sigue habiendo casa. Después repara en el mendi-
go huésped y pregunta quién es. Eumeo le responde, y se lo transfiere
a Telémaco para que lo acoja como a un suplicante. Pero Telémaco res-
ponde con dolor que no puede:

13. La luz puede entenderse como símbolo o como metáfora, sin que estén precisas
las fronteras que definen a cada una. La luz es el conocimiento. Simboliza constantemen-
te la vida, la salvación, la felicidad acordada por Dios mediante su palabra. Es el símbolo
patrístico del mundo celestial y de la eternidad

– 122 –
«¿Cómo voy a acoger en mi casa a este huésped?Yo mismo
soy muy joven aún y no puedo evitar con mis manos
que algún otro le venga de pronto a ofender»
(Odisea, XVI, 78-82).

Es muy joven, y no podrá reprimir por su propia mano a quien in-


tentara ultrajarle. Antes no sabía si tendría casa para acoger a nadie, si
Penélope se hubiese casado. Ahora sabe que tiene casa, pero no fuerza
para protegerle. Decide enviarle a donde su corazón desee ir; pero si
Eumeo lo consiente y el anciano mendigo acepta, propone que se quede
en la cabaña, va que en el palacio de Ulises estaría tan amenazado como
en la calle.
Telémaco tiene autoconciencia de no ser todavía principio forma-
lizador, organizador, pues no tiene fuerza. La forma y la energía parece
que se implican. No tiene casa y no puede proteger lo suyo. No tiene
fuerza para conservarlo y no tiene fuerza para constituirlo, si es que
la fuerza por la que se crea algo es la misma por la que se mantiene lo
creado.
Ulises, que ha estado callado hasta este momento, interviene en-
tonces, pues quiere probar el corazón de su hijo, saber cómo es. Quiere
saber qué hará ante esa situación y medir ese «no tengo fuerza», ese
«no puedo» de Telémaco. Pregunta cómo se ha producido la situación
y cómo permiten que continúe. Quiere ver si su hijo piensa como él, si
su corazón es como el suyo, si tiene miedo, si es débil o si lo permite sin
más. Porque él (Ulises) no es así.

«Si, al estar solo yo, me venciese su gran muchedumbre,


más quisiera morir de una vez en mis propios palacios
que mirar un día y otro por ellos tamaños ultrajes,
maltratados los huéspedes, hechas ludibrio las siervas
de esos hombres impúdicamente en mis salas hermosas,
consumidos los vinos, comido el manjar, todo ello
locamente y sin fin, en empeño que no se les cumple»
(Odisea, XVI, 105-111).

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Precisamente porque yo sin mi casa no soy yo, yo soy mi casa. Por
eso si la casa no puede mantenerse, uno mismo tampoco puede seguir
siendo. Por eso tiene que intentar hacerla y rehacerla. Es la única forma
en que un hombre, un ser espacial y temporal, puede vivir y morir. Y,
por eso mismo, es la forma en que moralmente debe hacerlo. Ésa es la
única forma digna para ser. Y si no lo consigue, más adecuado, lo más
justo, es que muera intentándolo. Quizá esto pueda proyectarse a la
totalidad del grupo social, pero no puede considerarse ahora.
Ulises quiere averiguar la actitud de su hijo respecto de esos prin-
cipios.

«Puntualmente, extranjero, te voy a decir cuanto ocurre.


No es que el pueblo por odio me trate como a un enemigo
ni de culpas de hermanos me puedo doler, cuya ayuda
nos anima a luchar por más dura que sea la contienda»
(Odisea, XVI, 113-116).

El joven describe la situación de Ítaca. La conducta de los preten-


dientes es censurable, pero el pueblo no está irritado contra Telémaco por
permitirlo. Por tanto, Telémaco no puede luchar «legítimamente» contra
ellos, porque no puede contar con la base, con un sentir común, con un
consenso que legitime su empresa. Lo que los pretendientes hacen es in-
justo, pero nadie lo puede evitar. Se trata de una sociedad coyunturalmen-
te permisiva. Su propia madre está dividida. «Ella no se niega a este odio-
so matrimonio ni es capaz de poner un término, así que los pretendientes
consumen mi casa y creo que pronto acabarán conmigo mismo. Pero en
verdad esto está en las rodillas de los dioses» (Odisea, XVI, 123-129).
Telémaco no tiene título para la acción bélica ni política. Hay un
vacío de poder. Por eso apela a los dioses esperando de ellos un nuevo
principio de orden. El joven habla desde la realidad que él es, pero Ulises
también habla desde la realidad que es Ulises. Telémaco pide a Eumeo que
comunique a Penélope que ha regresado, y el criado pregunta si no debe
comunicarlo también al abuelo, a Laertes, que «desde que tú marchaste a
Pilos con la nave, dicen que ya ni come ni bebe ni vigila la labor, sino que
permanece sentado entre llantos y se le seca la piel pegada a los huesos»
(Odisea, XVI, 142-145). Para el anciano rey, la posible pérdida del nieto es

– 124 –
la pérdida de toda esperanza posible, y ya lo único que le cabe es dejarse
morir. Cuando la familia y la sociedad están desmoronados, los amantes
de los valores morales, desconcertados, se repliegan sobre sí mismos es-
toicamente, se produce el vacío de poder y de autoridad, y se apela a los
dioses esperando de ellos un nuevo principio organizador del mundo. En
el plano psicológico individual, la pérdida de la esperanza se manifiesta
en la anulación de la agresividad en tanto que facultad humana dirigida a
la realización del orden justo. Es una actitud que los psicólogos relacionan
con la depresión, que aparece como una enfermedad del hombre contem-
poráneo, como una epidemia generalizada, que guarda alguna relación
con el desmoronamiento de un orden de cosas y con la anulación de la
esperanza.
Telémaco tiene conciencia de que él no es principio, pero sí esperanza
de principio. Así actúa. Le dice a Eumeo que vaya a comunicar su regreso
a su madre. «Marcha con la noticia y no andes con la noticia en busca de
Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre que envíe a escondidas a la despen-
sera y pronto, pues ésta se lo puede comunicar al anciano» (Odisea, XVI,
150-152).
Una vez que Eumeo se dirige a la ciudad para cumplir el encargo,
se quedan solos Ulises y su hijo. En la puerta surge Atenea, que adopta la
forma de una hermosa mujer. Eumeo no la reconoce, Telémaco tampoco.
Sí, en cambio, los perros, que no aullaron. Como si Homero sugiriese que
tal vez los animales perciben a los dioses. Ulises también la reconoció, y, a
una señal de ella, sale de la cabaña. Palas le devuelve entonces su natural
aspecto, pero más agraciado. Le añade «gracia», algo que compete sola-
mente y propiamente a los dioses, y que frecuentemente se describe como
algo que plenifica a la naturaleza.
Habla la diosa con el héroe, y le ordena que se comunique con su hijo
Telémaco, que ahora es también el momento de la verdad.

«¡Oh Laertíada, retoño de Zeus, Ulises mañero!


Hora es ya de que hables al hijo sin más ocultarte
y los dos caminéis a la noble ciudad a infligirles
la ruina y la muerte a esos hombres, y no habré yo misma
de tardar en unirme a vosotros, ansiosa de lucha»
(Odisea, XVI, 167-171).

– 125 –
Le dice así que preparen juntos el exterminio de los pretendientes,
pues también es el momento de la justicia. Y concluye explicando que
se aleja, pero que volverá, porque tiene deseos de luchar. Quiere unir
su fuerza a la verdad y a la justicia, pues siempre que ambas concurren
obtiene el consentimiento de Zeus su padre, y la lucha se lleva a cabo.
Palas cumple de esta forma otra vez la misión de conducir al hijo
hacia su padre, de reconciliarlos.
El héroe entra de nuevo en la cabaña, transformado en lo que es.
Telémaco piensa que es un dios, pero Ulises se manifiesta como su pa-
dre. Le dice «soy yo» O «yo soy», «soy tu padre», expresión muy propia
de un dios, y, en concreto, del Dios bíblico (cf. Éxodo, 2, 13). Expresión
propia también de un hombre, cuando el hombre se asemeja a un dios
máximamente, que es cuando la conciencia que tiene de sí mismo coin-
cide del todo con su realidad. Se produce así el reconocimiento entre el
padre y el hijo, que se abrazan llorando. Ulises se entrega confiadamen-
te por primera vez a «otro», y ocurre que no le reconoce. A pesar de eso
se entrega como algo suyo, «su padre».
Telémaco no le cree, porque nunca podrá un mortal «convertirse»
a su capricho.

«No, no eres Ulises, mi padre, que un dios me alucina


para hacerme en seguida llorar con mayor desconsuelo.
No es posible que un hombre mortal con su mente maquine
tales cosas, a menos que alguna deidad se le acerque
y por sí lo convierta, de súbito, en joven o en viejo.
Tú, en efecto, eras viejo y llevabas astrosos vestidos;
ahora, en cambio, parecesme un dios de los campos celestes»
(Odisea, XVI, 194-200).

Convertirse se dice en griego metanoia. En nuestro lenguaje ordi-


nario, «conversión» tiene un sentido religioso y ético, pero en el mundo
homérico tiene también un sentido metafísico y estético. La frase de
Telémaco bien podría interpretarse en esos cuatro sentidos: metafísico,
ético, estético y religioso, porque el cambio se ha producido en esos
cuatre niveles, y ciertamente por efecto de un poder sobre natural. Por
eso Telémaco no reconoce a Ulises como propio cuando Ulises se pre-

– 126 –
senta como de él. Ulises saca al hijo de su estupefacción, de ese estar
fuera de sí. Si Telémaco no vuelve en sí, no puede reconocer al otro,
acogerle, pues si uno no está en sí no dispone de la propia intimidad, ni
para él ni para nadie.
Cuando alguien está alienado o cautivado por otro se siente mie-
do. Así sucede frecuentemente antes de un éxtasis. Pero la descripción
de Homero tiene más bien la estructura de una seducción que la de un
éxtasis. La seducción suele acontecer así: yo te declaro abiertamente
toda mi verdad (apariencia), deslumbrante e irresistible, para que tú
me entregues toda tu realidad.
Ulises, para sacar de ese estado a su hijo, apela a la intervención de
la diosa. La devastadora Atenea ha obrado ese prodigio, pues es fácil
a los dioses que habitan el ancho cielo glorificar a un hombre mortal
o convertirle en un miserable. De ahí los golpes de fortuna o las cura-
ciones y transformaciones personales.14 Finalmente Telémaco reconoce a su
padre. Como si el intermediario que une dos subjetividades humanas tuvie-
ra que ser una intervención divina. Como si se tratara de un reconocimiento
casi revelado, basado en la autoridad del que revela más que en la evidencia.
Telémaco se abraza a su padre llorando de alegría. Se trata de una
fusión intersubjetiva a través del dolor, el llanto y el gozo, más allá de las
palabras. En el llanto se manifiesta la impotencia de la persona para mante-
ner en orden y bajo control la unidad de su cuerpo y su alma, la integridad
psicosomática normal. La voluntad autoconsciente no la controla. Los dos
sistemas psicosomáticos se autonomizan con cierto grado de desorganiza-
ción. El caos de cada subjetividad es alojado plenamente por la otra, que es
la que lo causa y además lo alberga. Cada subjetividad provoca un caos en la
otra y le da plena acogida. Así parece ser el llanto de alegría que conmueve
a padre e hijo.
Telémaco es el que primero corta esta situación. Pregunta a su padre
cómo ha llegado y qué marinos le trajeron. Cuenta Ulises que fueron los fea-
cios, según su costumbre de repatriar a todos los hombres que llegan hasta
ellos, por lo que aparecen como los hombres que hacen el bien y la justicia

14. Cf. A. Ruiz de Elvira, Mitología clásica, Gredos, Madrid, 1988, cap. VII, «Meta-
morfosis», p. 444.

– 127 –
en tierra de nadie, en un espacio que no ocupan los estados ni los ordena-
mientos jurídicos.
Tras el reconocimiento Ulises y Telémaco planean la venganza: cuen-
tan los hombres y las fuerzas contra las que han de medirse. Los pretendien-
tes suman 108 hombres, y Telémaco teme que ellos dos solos no podrán
contra tantos.15 Pero Ulises sabe que tienen como aliados a la diosa Atenea,
la sabiduría práctica, y a Zeus, la omnipotencia, y eso es más que bastante.

«Pero escúchame bien otra cosa que quiero decirte:


cuando Atenea, la rica en consejo, lo inspire a mi mente,
yo te haré una señal de cabeza, tu obsérvala y marcha
al momento y recoge las armas de guerra de toda
nuestra casa, no dejes ni una»
(Odisea, XVI, 281-285).

Ulises da instrucciones a Telémaco y le pide que soporte con pa-


ciencia los ultrajes y sufrimientos que los pretendientes causarán a su
padre. Sabe que eso le va a ser muy costoso, pero debe soportarlos con
miras a la venganza, la restitución del orden. Después le da instruccio-
nes sobre las armas y pide que mantenga en secreto su identidad. «Si
eres en verdad de mi sangre, que nadie sepa que Ulises ha regresado,
ni Laertes, ni el porquero, ni ninguno de los criados, ni Penélope mis-
ma. Solos tú y yo exploraremos el espíritu de siervos y criados, a fin
de que sepamos quiénes de ellos nos honran y respetan en su corazón
y quiénes no cuidan de nosotros, y a ti te menosprecian» (Odisea, XVI,
299-306).
El héroe sabe que la lucha por el reconocimiento va a ser larga.
El reconocimiento por parte del hijo no ha sido fácil, ha requerido la
mediación de Atenea. Ahora necesita medir el corazón de los suyos y
ver si puede apoyarse en ellos para estar en casa, para vivir, para ser
Ulises. Por eso le pide al hijo: guárdame en ti secreto. Al decirte toda la
verdad de quien yo soy, y darte toda la realidad que yo soy, estoy com-

15. La desproporción es excesiva. Así suele suceder en los relatos maravillosos, y


así sucede con la función, n. XXV, «Se propone al héroe una tarea difícil», que señala V.
Propp, Morfología del cuento, cit., p. 69. Las tareas pueden ser muy variadas, ya sean prue-
bas de fuerza, de astucia, de valor, de paciencia, etc.

– 128 –
pletamente en tus manos. No me quites el protagonismo de ser yo. Le
pide que no le quite la posición de ser Ulises rey. Pero Ulises no siente
que está vendido en su hijo porque «ser yo» es algo que sólo puede ha-
cerlo en otros, en algunos otros muy concretos, y en cada «otro» según
modalidades diferentes. Así es arquetípicamente la existencia humana,
coexistencia, convivencia.
Todo el mundo en Ítaca se entera del regreso de Telémaco cuando
ven las naves. Penélope ya ha sido informada por Eumeo. Los preten-
dientes saben que sus intentos de darle muerte han fracasado y pro-
yectan un nuevo atentado, aunque Anfínomo se opone al plan. «Me-
ditemos una triste muerte para Telémaco aquí mismo y que no se nos
escape, pues no creo que mientras él viva consigamos cumplir nuestro
propósito, que él es hábil en sus resoluciones y el pueblo no nos apoya
del todo.
«Vamos, antes de que reúna a los aqueos en asamblea..., pues no
creo que se desentienda, sino que, rebosante de cólera, se pondrá en
pie para decir a todo el mundo que le hemos trenzado la muerte y no le
hemos alcanzado. Y el pueblo no aprobará estas malas acciones cuando
le escuche» (Odisea, XVI, 371-380). Aparece de esta manera cierta bús-
queda del consenso, del sensus comunis, de legitimación pública, como
nuevo principio de formalización del ámbito social, tanto por parte de
los pretendientes como por parte de Telémaco.
Anfínomo se opone al plan haciendo la consideración de que es
terrible acabar el linaje de los reyes. Es terrible pues en la sociedad he-
roica un linaje de reyes es un linaje divino. Atentar contra la vida y el
linaje del rey es como el parricidio original.

«No quisiera yo, amigos, matar a Telémaco; espanto


da de hacer una muerte en linaje real. Procuremos
ante todo saber cuáles son los designios divinos:
si lo aprueban las voces del máximo Zeus, por mi mano
yo esa muerte daré e instaré a los demás a ayudarme;
si los dioses rehúsan, a todos exhorto a dejarlo»
(Odisea, XVI, 400-405).

– 129 –
Ser principio, que es lo propio de los reyes de la época heroica es
casi divino, porque eso mismo es lo que hacen los dioses: ser principio.
El monarca es el principio de una polis, y eso es lo que le da la máxima
autoridad y dignidad, cosas ambas que corresponden a los dioses. Eso
es la legitimidad de una monarquía, que tiene autoridad si quien la hizo
nacer y crecer mantiene esa sociedad.
Penélope se entera de la conspiración de Antinoo contra su hijo, y le
acusa de traición, recordándole que su linaje sobrevive gracias a Ulises.

«¡Oh tú, Antinoo, soberbio urdidor de maldades! Te llaman


en la tierra itaquesa el primero entre todos los hombres
de tu edad en consejo y palabra, no lo eres de cierto.
¡Insensato! ¿Por qué maquinar a Telémaco muerte
y ruina y no honrar al que en súplica llega al amparo
del gran Zeus? Nefando es tramar desventuras a otros.
¿Es que ignoras quizás que tu padre llegó perseguido
por las turas aquí?»
(Odisea, XVI, 418-424).

Penélope acusa a Antinoo de traición. Traición es aquí como rom-


per unilateralmente, y sin que pueda saberse por anticipado, una en-
trega mutua ya establecida anteriormente, o una identificación de dos
según la cual el uno se apoya en el otro para ser. Eso es lo que ocurría
entre las estirpes amigas.
Eurímaco por su parte asegura a Penélope que velará por la vida
de Telémaco, intentando con ello tranquilizarla, pero maquinando tam-
bién a escondidas la muerte del joven. Eurímaco miente a la reina.
Mentir es aquí ofrecer al otro un apoyo para ser, sabiendo que no
hay tal apoyo. También se corresponde con abrir un espacio acogedor
en la intersubjetividad del grupo, sabiendo que tal espacio no es real.
En el caso de Eurímaco, mentir es la manera de intentar conseguir un
poder, o de ejercerlo. Otras veces mentir es la ausencia completa de po-
der. Cuando está determinada por el miedo, la mentira es ausencia de
poder, de poder mantenerse en lo dicho, lo prometido o lo hecho. Entre
las maquinaciones de los pretendientes, la mentira procede de algunos
de esos supuestos.

– 130 –
CAPÍTULO V

VUELTA AL HOGAR Y LUCHA


POR EL RECONOCIMIENTO

U na vez que Ulises ha llegado y se siente seguro en el cora-


zón de Eumeo y de Telémaco (a pesar de que Eumeo no le ha
reconocido aún como señor, sino como hombre, y Telémaco le ha
reconocido por mediación de la diosa Palas) sabe que no podrá ser
inmediatamente acogido y reconocido en su casa. Para ello tiene
que volver a hacer, ante los de su casa, todo el camino que durante
veinte años ha hecho solo. Sufrir amenazas, hambre, dolor, miedo
a la muerte y soledad. Poner en juego toda su astucia, paciencia
e ingenio otra vez. Tiene que hacer una cosa análoga a la que en
años anteriores hizo solo. Tiene que salvar la discontinuidad entre
el Ulises de hace veinte años y el actual, pues ninguna persona es
la misma veinte años después. Tampoco los «otros» son lo mismo.
Penélope debe igualmente salvar la discontinuidad entre la que era
hace veinte años y la que es ahora.
Probablemente esta relación entre Ulises y Penélope no es si-
métrica. Si Penélope, la casa y los criados son el sí mismo del hom-
bre, quizá hay en ella menos discontinuidad, quizá ella es más com-
pacta e inmediata para sí misma.1
La unidad de estos cuatro cantos del diecisiete al veinte puede
venir dada en el tema de la lucha por el reconocimiento. El argu-
mento unitario es el esfuerzo por «ser reconocido» o «ser acogi-
do», que registra variantes según las personas de que se trate, y
en el que hay también varias modalidades de desenlace. La lucha

1. Sobre la mujer como sí mismo del varón, cf. J. Choza, Antropología de la sexualidad,
Rialp, Madrid, 1991, cap. v. 3, «Sobre la asimetría de los sexos»; cf. G. Simmel, Sobre la
aventura, Península, Barcelona, 1988, pp. 56-108.

– 131 –
por el reconocimiento puede dar lugar a un acoger sin reconocer,
como al principio hace Penélope con Ulises. Puede dar lugar no a
un acoger, sino a un infamar, como hacen los pretendientes. En ter-
cer lugar, puede tener como resultado un acoger y reconocer, como
ocurre al final.
En el canto diecisiete se relata la llegada de Ulises a su casa y
el segundo reconocimiento, el de su perro Argo (el primer recono-
cimiento ha sido el de Telémaco en la cabaña). Hay, pues, un buen
recibimiento por parte de la naturaleza no humana. Es maltratado
por los extraños (por uno de los pretendientes). Es acogido, pero no
reconocido, por los propios (por Penélope).
En el canto dieciocho, Ulises es injuriado por los pretendientes
y por algunos de los criados de su casa, o sea, es despreciado por
propios y extraños, pero frente a eso, es más y mejor acogido por
los propios. A instancia de Telémaco, es protegido por Penélope
que le defiende y pone término a las vejaciones. Asimismo, Penélo-
pe decide acabar con el caos social en Ítaca y promete elegir esposo.
A lo largo del canto diecinueve se produce el reconocimiento
de Ulises por parte de los suyos. Es el tercer reconocimiento. Tiene
lugar el segundo encuentro de Ulises con Penélope, en el que Uli-
ses intenta insuflarle esperanza. Se da un acogimiento y confianza
recíproca entre los esposos. Euriclea, la nodriza, mientras le lava los
pies, le ve una cicatriz que le hizo un jabalí en una cacería siendo
muy joven. Después de pedirle que guarde silencio, Ulises se sienta
junto a Penélope. Ella le abre su corazón de manera que Ulises ve el
fondo. Penélope le confía al mendigo todos los dolores pasados, lo
que padece ahora y lo que teme; lo que va a hacer, cómo ha pensa-
do poner fin a todo mediante una competición para elegir marido,
y en qué va a consistir (la prueba del arco).
Por último, el canto veinte se inicia con varios presagios de
la venganza inminente. Hay desprecio de Ulises por parte de los
extraños y acogimiento y respeto por parte de los de la propia casa.
El cabrero Melantio quiere arrojar a Ulises del palacio, pero Filetio
el pastor se lo impide. Un augurio de Zeus es interpretado por los
pretendientes como poco favorable a su proyecto de acabar con Te-

– 132 –
lémaco, y deciden postergarlo. Siguen dedicados a los excesos de la
mesa y desprecian a Ulises mendigo.

1. La llegada a casa. Desprecio y respeto

En el canto diecisiete el tema central es el del reconocimiento.


Ulises es acogido por varias personas que ven en él un mendigo, y
despreciado por otras. Los seres con libertad, los hombres y los dio-
ses, le reciben con respeto o incluso con afecto, aunque para todos
ellos su apariencia es la misma, la de un mendigo que medra. Los
seres sin libertad, la naturaleza, lo acoge bien, y, uno de los seres
animados, el perro que le percibe, lo reconoce. Es reconocido por
parte del animal, y lo es distintamente por parte de los hombres.
Al iniciarse el canto, Telémaco va a ver a su madre.

«Chache, es tiempo que torne al palacio y mi madre me vea,


pues me doy a pensar que no habrá de ceder en su llanto
lastimero y cruel, sus sollozos y lágrimas, sino
cuando esté yo en persona a sus ojos»
(Odisea, XVII, 6-9).

Y a continuación ordena a Eumeo que lleve a Ulises a la ciudad


para que siga mendigando allí, pero que, al menos, lo haga a su
gusto. En la alternativa entre enraizamiento o libertad, Telémaco
elige para el mendigo lo segundo, una vez que ya conoce su iden-
tidad.

«Mas esto te encargo:


lleva allá a la ciudad tú también a ese pobre extranjero,
que mendigue el sustento por ella y le dé cada uno
lo que quiera, una copa o un pan: con mi carga de penas
yo no puedo atender a quienquiera que llegue. Y si el huésped
se mostrase enojado por ello, peor para él mismo,
que, de cierto, mi gusto es decir la verdad sin rebozo»
(Odisea, XVII, 9-15).

– 133 –
Ordena a Eumeo que lleve a Ulises mendigo a la ciudad, si
él quiere, para que pueda seguir mendigando libremente si así lo
desea. Lo más libre que un mendigo puede llegar a ser es mendi-
gar donde quiera, o donde tenga muchas posibilidades de elegir.
Y eso coincide con lo que quiere Ulises. Telémaco llega a su casa.
La nodriza, Euriclea, y Penélope, le reciben llorando, y pronuncian
las mismas palabras que antes Eumeo: «Telémaco, mi dulce luz.»
Para Penélope su hijo es lo que le permite ver algo. No le besa en
los ojos como hizo el piariego, sino que le pregunta sobre lo que ha
averiguado de su padre. Telémaco es esperanza para Penélope, no
en el sentido de que el hijo sea la continuidad de la estirpe, sino en
el sentido de que puede traerle alguna noticia sobre Ulises, que es
lo que ella quiere.
Telémaco sabe que su padre está ya allí, que está en ese mo-
mento encaminándose al palacio, y por eso se muestra con una
fuerza que no ha tenido hasta ahora. Ahora sabe que no es ya un
niño, ya ha medido sus fuerzas, ha corrido aventuras, riesgo, ha
escapado de la muerte, y se ha reunido con su principio, con su
padre. Con esa fuerza se muestra a su madre y se dirige a ella. «No
te abandones más al llanto.» Le pide que se perfume, que se ponga
sus vestidos mejores y que ofrezca sacrificios a los dioses. Eso es ya
esperanza, es dar el primer motivo para la esperanza de vengarse,
para la esperanza de justicia, que es la belleza de su figura (Odisea,
XVII, 48-50). La belleza da fuerzas, y también la fuerza da belleza.
Telémaco transmite a su madre el informe de Menelao y He-
lena: a Ulises lo vieron padeciendo crueles males en la isla Ogigia,
donde Calipso le retenía por la fuerza. A Penélope «le saltó el cora-
zón en su pecho», y entonces, Teoclimeno, el adivino recogido por
Telémaco, hace su intervención: «Te aseguro que Ulises ya está en
el país de sus padres» (Odisea, XVII, 150).
Estas palabras hacen que la reina se conmueva aún más, como
si eso hubiese tensado la cuerda de su esperanza. Teoclimeno apa-
rece para ella como la figura del «precursor», el que anuncia el
máximo bien tanto tiempo esperado. Ella le promete que si es así
conocerá su amistad, que le hará tantos regalos que todos le llama-
rán dichoso, bienaventurado.

– 134 –
Mientras los pretendientes continúan dedicados al juego y a
los placeres de la mesa, Ulises es conducido a la ciudad por Eumeo.
Por el camino, al llegar a una fuente, se encuentran a Melantio, el
cabrero, que llevaba las mejores cabras para el banquete de los pre-
tendientes. Se fija en el mendigo y le insulta groseramente.

«Razón es que el villano conduzca al villano, que siempre


junta un dios al igual con aquel que le iguala: ¿hacia dónde
llevas tú a semejante gorrón, oh gentil porquerizo,
a ese pobre asqueante, aguador de festines, que en tantas
portaladas sus lomos habrá de rozar aguardando
los mendrugos de pan, no calderas, de cierto, ni espadas?
Si quisieras cedérmelo a mí que guardase mi hato
y barriese el establo y llevase el ramón a los chivos,
llenaría sus muslos de carne y bebiera buen suero;
mas, pues sabe tan sólo de viles oficios, seguro
que rehúsa el trabajo»
(Odisea, XVII, 217-227).

En las palabras de Melantio aparecen juicios y actitudes que


revelan un sistema muy completo de esquemas valorativos. Des-
preciar a un miserable que conduce a otro miserable es una actitud
inmisericorde, contraria a la de Eumeo cuando recibió al mendigo,
y que es la que los dioses aprueban.2 Después insulta al mendigo,
al que llama voraz y vil carroña de los banquetes. El que ha pade-
cido el mal se convierte él mismo en un desecho que se alimenta de
desechos.
Luego, dirigiéndose a Eumeo, le pide que le ceda al mendigo
para que le limpie los establos. El que es vil puede y merece ser de-
dicado a lo más vil, que es el trabajo en general, y al trabajo más vil
en particular, y sólo sirve para hacer el mal. Como si por el hecho

2. Cf. Adrados, Introducción a Homero, cit., «Las gentes que no cumplen con los de-
beres de hospitalidad son siempre o seres monstruosos como los cíclopes y el rey Equeto
del Epiro, o gentes soberbias a la manera de Antinoo», p. 386.

– 135 –
de ser un mendigo, un desarraigado, fuese ya malvado. La carencia
de hogar y de patria se hace coincidir con el mal.3
Melantio acaba con el peor de los desprecios, asegurando que
preferiría mendigar antes que trabajar. Melantio afirma que si Uli-
ses entra en el palacio, le herirán a golpes, y para corroborar sus
palabras le da un golpe. Golpear a alguien, además de ser una ac-
ción real, también tiene un valor simbólico que puede o no ser al-
canzado efectivamente, y que es destruir o pulverizar la persona y
la dignidad del otro.
Ulises contiene su ira, tal vez ayudado por la idea de la ven-
ganza que espera. Eumeo en cambio transforma la suya en plega-
ria, pidiendo justicia a los dioses.

«Ninfas de esta fontana, nacidas de Zeus, si en un tiempo


os quemó el rey Ulises aquí pingijes muslos de chotos
o corderos cubiertos de grasa abundante, cumplidme
lo que voy a pedir: venga ya aquel varón, que lo traiga
algún dios; de una vez habrá él de bajarte esos humos
con que tú te paseas insolente corriendo sin tregua»
(Odisea, XVII, 240-245).

Ulises no tiene fuerza para hacer lo mismo, a pesar de que su


nombre etimológicamente está relacionado con la ira. (Odiseo signi-
fica, entre otras cosas, el que se encoleriza.) Melantio oye la súplica
de Eumeo a los dioses, niega que éste tenga derecho a la plegaria, y
pide su aniquilación a los poderes divinos.

«¡Ay de mí! ¿Qué se atreve a decir este pérfido perro?


Yo lo habré de llevar desde Ítaca a tierras lejanas
algún día en mi negro y seguro bajel: me valdrá una fortuna.
¡Ah, que no hiriera Apolo, el del arco de plata, en las salas
a Telémaco hoy mismo o cayera al furor de los mozos

3. «Tener vivienda es constituir la tópica primitiva de la existencia humana, descu-


brir la verdad del hombre y del cosmos, no tenerla es como no tener verdad propia.» Cf.
J. Choza, Manual de antropología filosófica, cit., p. 435.

– 136 –
como Ulises perdió en lejas tierras la luz del regreso!»
(Odisea, XVII, 247-253).

Ulises sufre aquí el desprecio de su criado más despreciable. El


desprecio es considerar al hombre como algo exterior, como expul-
sarlo a las tinieblas exteriores, y negarle el ínfimo grado de interio-
ridad, el mínimo requerido para hacer una plegaria. En este senti-
do, el desprecio es negar radicalmente a alguien como subjetividad.
Y probablemente eso es el fanatismo, negar un mínimo de libertad
y de verdad subjetiva en la conciencia ajena.
Cuando llegan a las puertas del palacio deliberan sobre el
modo más conveniente para entrar. Deciden que primero lo haga
Eumeo, quien teme por Ulises, pensando en los golpes que recibirá,
pero lo tranquiliza. Está acostumbrado a las heridas, y su ánimo
recibe los golpes con paciencia. Ya ha sufrido muchos males, pero
comprende la preocupación del criado y la agradece.
Ulises no era así, no era ése hace veinte años cuando salió de
Ítaca para la guerra de Troya. ¿Cómo reconocerlo ahora si ha cam-
biado tanto? Antes no había recibido golpes, no sabía lo que era la
paciencia, o tal vez sí lo sabía pero no era desde luego una cuali-
dad de su espíritu. ¿Cómo sabe ahora, y le asegura al piariego, que
podrá soportar las vejaciones? Lo sabe porque ya las ha soportado
muchas veces, ya sabe lo que puede soportar, cuáles son sus fuer-
zas. Ahora él es lo que su nombre, «Odiseo», significa, una sínte-
sis entre indignación, fuerza física, valor, paciencia y astucia. Todo
eso, pero antes no era así.
En la entrada de la casa encuentran a Argo, un perro que era
cachorro cuando partió, y que Ulises había adiestrado para la caza,
como fiel compañero. El animal le reconoce en el acto, aunque han
pasado casi veinte años y se encuentra viejo, y después de recono-
cer a su amo exhala su último suspiro y muere. Argo no necesita
de la mediación de ninguna diosa para reconocer a su amo, porque
cuando la naturaleza es pura naturaleza, sin mezcla de libertad,
como es el caso del perro, la piedad es instinto y no se equivoca.
El héroe, conteniendo sus lágrimas, pregunta al criado por el
perro.

– 137 –
«Cosa extraña es, Eumeo, que yazga tal perro en estiércol:
tiene hermosa figura en verdad, aunque no se me alcanza
si con ella también fue ligero en correr o tan sólo
de esa clase de canes de mesa que tienen los hombres
y los príncipes cuidan, pues suelen servirles de ornato»
(Odisea, XVII, 306-310).

El hecho de que el hombre se ocupe de un animal hace que el


animal sea más que lo que es, y tenga más dignidad añadida.

«Mas ahora su mal le ha vencido: su dueño halló muerte


por extraño país; las mujeres de él no se acuerdan
ni le cuidan, los siervos, si falta el poder de sus amos,
nada quieren hacer ni cumplir con lo justo, que Zeus
el tonante arrebata al varón la mitad de su fuerza
desde el día que en él hace presa la vil servidumbre»
(Odisea, XV, 318-324).

Homero establece una vinculación entre libertad, fuerza y jus-


ticia: los hombres, al serles arrebatada la libertad, pierden la fuerza
y las ganas para cumplir con lo que deben, pierden también el sen-
tido de la justicia.
Eumeo, como han convenido, entra en el palacio, se dirige rá-
pidamente hacia Telémaco y se sienta junto a él. A continuación en-
tra el mendigo, y dirigiéndose hacia un rincón, su «lugar natural»,
se aposenta allí.

«Al notarlo Telémaco, alzando una hogaza en sus manos


del precioso cestillo, tomó los pedazos de carne
que cupieron en ellas y, vuelto al porquero, le dijo:
“Ve a llevar esto al huésped y dile que luego dé vueltas
por la sala pidiendo uno a uno a los muchos galanes,
que no es bien demostrar cortedad quien precisa socorro»
(Odisea, XVII, 342-347).

– 138 –
Telémaco honra al huésped como es debido, le ofrece una hogaza
de pan por medio de Eumeo y le ordena que pida a todos los preten-
dientes, pues la vergüenza no conviene al que mendiga. La vergüenza
es la representación del propio deshonor, y eso es lo que le corresponde
a un mendigo aceptar.4
Eumeo transmite el mensaje:

«Tal habló. Fue el porquero una vez que escuchó su mandato


y llegándose a Ulises le dijo en aladas palabras:
“Éste es don de Telémaco, huésped, y manda que luego
des la vuelta a la sala pidiendo a esos mozos, pues dice
que no es bueno mostrar cortedad quien en súplica llega”»
(Odisea, XVII, 348-352).

Telémaco está haciendo su «comedia», pero Ulises en cambio no


tiene fuerza para hacer la suya. Entonces Palas Atenea le ayuda a hu-
millarse por un motivo que merece la pena, medir el corazón de cada
uno de los pretendientes.

«Los galanes gritaban por todo el recinto y Atenea,


acercándose a Ulises Laertíada, movióle a que fuera
recogiendo mendrugos de pan de los muchos galanes
y probase quién era entre ellos honrado o perverso.
¡Asimismo no había de librar de desgracia a ninguno!
Empezó por el lado derecho y pidió a cada hombre»
(Odisea, XVII, 359-365).

4. El deshonor no es una pasión éticamente neutra, sino buena, como una alerta roja
que se refiere a la propia dignidad, a la fama ante los demas y ante uno mismo. El honor
es aquello que hace que uno sea ceptado por uno mismo. El deshonor, lo contrario, lo que
hace que ni uno mismo se acepte. La verdad sobre uno mismo supone el estar reunido
con uno mismo. Cuando uno no es amable para sí mismo, debido a que se siente avergon-
zado, cuando una parte del sí mismo no puede aceptar a otra, entonces no hay unidad.
Esto sucede porque el yo se une consigo mismo en sus acciones, y se rompe también en
ellas, pero en las acciones en tanto que reconocidas por uno mismo y también por los
demás. Ser mendigo ante los demás es estar roto, y se trata de aceptar ante uno mismo
también esa apariencia que se tiene ante los demás.

– 139 –
Ulises pide ante cada uno de ellos, que le van haciendo preguntas
sobre quién es, de dónde viene, y cómo ha llegado. El cómo ha llegado
puede ser tomado desde dos puntos de vista: el de la procedencia, o
lugar geográfico, y también el cómo ha llegado a ser un sujeto men-
dicante, o sea desde el punto de vista biográfico. Hay por tanto cierta
apertura de los pretendientes hacia su pasado, hacia la subjetividad de
Ulises. Melantio, el cabrero, refiere que Eumeo le ha llevado hasta allí.

«Te conozco, piariego: ¿por qué a la ciudad te has traído


semejante varón? ¿No hay aquí vagabundos bastantes
y angustiosos mendigos que vengan a aguar los banquetes?»
(Odisea, XVII, 375-377).

Antinoo, uno de los principales, reprocha a Eumeo que lo haya


traído, pues un mendigo no se debe traer a casa. A la propia casa sólo
se traen hombres útiles. Nadie trae a un mendigo si no quiere entorpe-
cerse a sí mismo. Y en este caso, ¿Ulises va a ser útil o va a entorpecer
como una carga? ¿O es que a veces una carga es también útil?
No se puede, desde luego, no acoger a un mendigo. Por eso se
entiende el reproche de Eumeo a Antinoo, que no le da nada abso-
lutamente y además le injuria, mientras todos los demás le socorren.
Aparece así un orden ético religioso, incidiendo por encima del orden
doméstico normal, que unos reconocen y otros no.
Ulises le reprocha a Antinoo su proceder.

«Da tú, amigo, también; no te creo más vil que los otros,
antes bien el mejor, y aun pudiera igualársete a un rey.
Debes darme por eso más pan que ninguno y tu fama
tendría vo de llevar por la tierra sin fin, pues yo mismo
tuve casa en el mundo allá en tiempos»
(Odisea, XVII, 415-419).

Aparece aquí un reflejo, en el plano estético y sociológico, de la


concordancia entre las llamadas propiedades trascendentales del ente:
la vinculación casi necesaria entre la belleza y el bien, pues se espera
que los pensamientos tengan bondad en correspondencia con la her-

– 140 –
mosura del que los tiene. Los pensamientos tienen su sede en el cora-
zón, y por eso produce como cierto escándalo que no se dé esa corres-
pondencia, pues tendría que haberla.
Todos los pretendientes ven en la actuación de Antinoo algo im-
procedente y todos se lo reprochan. Además consideran, cosa frecuente
en el mundo griego, que un vagabundo puede ser uno de los dioses
disfrazado. Quien más lamenta esta acción negativa hacia un huésped
vagabundo es Penélope. Se siente dolida porque un huésped haya
sido despreciado en su mansión. ¿Es por cortesía? En nuestra cultura
la cortesía no pertenece al ámbito ético ni al religioso. Si en nuestra
casa algún huésped sufre alguna humillación, también nos sentimos
dolidos, pero no por motivos religiosos, pues nuestras reglas de corte-
sía son autónomas. En el mundo griego no parece que fuera así.
Penélope, ofendida por lo que han hecho al mendigo, y como
queriendo desagraviar, pide a Eumeo que lo conduzcan hasta ella.
Quiere preguntarle sobre su marido. Y aparecen ahora por primera
vez en la Odisea los sentimientos de Penélope acerca de los preten-
dientes en general y de Antinoo en particular.

«Quiera Apolo, el arquero glorioso, alcanzarte a ti mismo


de ese modo.»

Y Eurínoma, el ama, añade:

«¡Ojalá nuestros votos quedaran cumplidos! Ninguno de esos hombres


llegara a la Aurora de espléndido trono.»

La reina continúa:

«Bien odiosos son todos, ¡oh ama!, pues traman desdichas


pero Antinoo parece la muerte sombría: iba un huésped
infeliz dando vueltas allá por la sala y pidiendo
de esos hombres comida; movíale su propia indigencia.
Todos ellos le dieron, llenáronle el saco; él, en cambio,
le tiró un escabel y en la espalda le hirió junto al hombro»
(Odisea, XVII, 494-504).

– 141 –
Telémaco y la misma Palas dudaban, no sabían lo que pasaba
dentro de ella. Ahora habla y dice lo que siente. Eumeo le hace un
elogio del mendigo hablándole como un poeta, como le habló a Ulises
en su cabaña cuando le preguntó su pasado.

«¡Ojalá los argivos, oh reina, guardaran silencio!


Los relatos de aquél te hechizaran el alma: tres noches
lo retuve, tres días logré que pasara en mi hato,
pues conmigo el primero fue a dar cuando huyó de la nave»
(Odisea, XVII, 512-516).

Ésta es la tercera vez que Homero habla de qué es un poeta. Lo hace


como el mayor elogio que se pueda tributar a alguien, incluso aunque
el poeta sea un mendigo como Ulises en este momento. Un poeta es un
hombre instruido por los dioses para cantar con palabras los sucesos.
Como aquel ser que, una vez que se ha escuchado, ya no se quiere dejar
de escuchar nunca. Como mensajero o intermediario entre los dioses y
los hombres. Frecuentemente los poetas, y no sólo los del período ro-
mántico, tienen esa conciencia de mediadores entre la divinidad y los
hombres.5
La reina se lamenta de nuevo por la ruina de su casa, y expresa su
ansia desconsolada por el retorno de su esposo. Eumeo quiere conducir
al mendigo ante la reina, pero él propone esperar a la caída del sol para
celebrar la entrevista.

«Presto estoy a contar todo aquello que sé sin engaños


a la hija de Icario, discreta Penélope: cierto

5. En relación con esto, y en contraste con la naturalidad y sencillez de Homero,


Friedrich Heer considera como una característica del siglo XIX «la temeraria y heroica,
trágica y grandiosa, peligrosa y necesaria tentación de los poetas de anunciar de nuevo,
con nombres intactos, después y a pesar del fracaso de los teólogos de profesión, Dios, el
hombre y la naturaleza. En la función de mediadores, advertida sólo por íntima vocación,
no confirmada por ninguna ordenación consecratoria externa ni por ninguna autoridad
del viejo mundo europeo, en este hacer vicariamente las veces de profetas, de teólogos,
de sacerdotes, de liturgistas, residen el esplendor y la miseria de los poetas neoeuropeos,
desde William Blake, Holderlin y Leopardi, pasando por Rimbaud y Verlaine, hasta Ri-
lke, Valéry, Eliot y Benn»

– 142 –
que he sabido de aquél, y aun sufrimos las mismas desgracias;
pero temo a la gran multitud de esos malos galanes
cuya furia ha llegado a la bóveda férrea del cielo»
(Odisea, XVII, 560-565).

Penélope aprueba la propuesta del mendigo alabando su discre-


ción. Después Eumeo acude junto a Telémaco, y solicita permiso para
retirarse a su cabaña, dejando a Ulises en un rincón del palacio.

2. Acogida y protección sin reconocimiento

Ulises sabe todo lo que le falta aún para el reconocimiento, a pesar


de saber que ha llegado. Aún tiene que recorrer un largo camino, tiene
que mostrar otra vez en su casa todo lo que durante veinte años ha
hecho solo. Sufrimientos en soledad. Porque tiene que convencer a los
suyos de que él es el mismo que veinte años atrás se marchó a la guerra.
Cuando empieza a mendigar en su palacio, aparece en escena otro
mendigo, Iro, alto, ancho, que quiere arrojarle de sus posesiones, y que
además se siente alentado por los pretendientes.

«No más vino, arrojar quiso a Ulises del propio palacio


y, dejándose oír, a insultarle empezó de este modo:
“Deja, anciano, este umbral, no te saquen sin más de una pierna:
¿no estás viendo que todos me guiñan el ojo mandando
que te arrastre? Vergienza con todo me da a mí de hacerlo;
largo, pues, si no quieres trabarte de manos conmigo”»
(Odisea, XVIII, 8-13).

Se produce una rivalidad entre los mendigos por su territorio. Es


la lucha entre quienes no tienen nada, ni raíces, ni mujer, ni hijos, ni
casa, ni campos. Territorio entonces no significa «propiedad» como se
entiende en un estado de derecho, o en un estado de sociedad, sino
posesión u ocupación, como se ocupa un sitio en el estado de naturale-
za, como lo ocuparía un animal. Porque la ocupación de un sitio en un
estado de naturaleza o precivil no tiene como fundamento la voluntad
libre de todos, sino la fuerza de los hechos, que en este caso son la impe-

– 143 –
netrabilidad de la materia y el capricho de los señores. El fundamento
de que Iro mendigo ocupe un lugar que no puede ocupar otro mendigo
es quizá la voluntad común de los pretendientes de divertirse.
El héroe ha sido nuevamente insultado por Iro. Ahora no contiene
su ira, pues está ante otro de su misma condición, al menos en aparien-
cia. Iro le ha ultrajado. Su atrevimiento, su seguridad, está en que apa-
rentemente su fuerza física es mayor, pero no en la voluntad de ser sí
mismo por sí mismo, como un hombre libre. En cambio la voluntad de
Ulises es la de ser sí mismo como rey de Ítaca, la de recuperar lo suyo.
Esto da también fuerza, pero una fuerza diferente a la fortaleza física,
algo así como la fuerza de la legitimidad. Antinoo, que ha percibido la
situación, provoca la lucha.

«Nunca, amigos, tal cosa se vio en esta casa, ninguna


diversión como ésta que un dios nos procura ahora mismo.
Nuestro huésped e Iro se están entre sí provocando
a luchar cuerpo a cuerpo: azucémoslos luego a trabarse»
(Odisea, XVIII, 36-39).

Establece a continuación las reglas del juego. Formalizar la lucha,


juego o drama es establecer la victoria en términos de premio median-
te la voluntad común, reconocerle territorio y propiedad al mendigo.
Ulises sabe que el reconocimiento es ficticio, porque sabe que la vo-
luntad común es algo arbitrario y pide alguna garantía. Telémaco se la
ofrece por ser su huésped, y asegura que los demás la respetarán como
voluntad de todos. La garantía es la ley de la hospitalidad. Del estado
de naturaleza, en el que se encontraba frente a Polifemo, ha pasado al
estado de sociedad, de derecho, de civilización, a un ámbito en el que
tiene valor y vigencia la apelación a los dioses.
Ulises se prepara para la lucha y aparece su fortaleza física descri-
ta por primera vez. Atenea la aumenta y le añade gracia, ante lo cual
Iro teme y quiere huir, pero Antinoo se lo impide, amenazándole con
la mutilación y la deportación. El héroe entonces contiene su ira en la
lucha, se mide y no emplea toda su fuerza para que no se manifieste su
identidad en la pelea. No le conviene ahora que aparezca de momento
ninguna imagen de su nombre Odiseo, «el que se encoleriza».

– 144 –
Terminada la pelea, vuelve a vestirse de harapos y mansedumbre,
y va a ocupar nuevamente su rincón. Ahora los pretendientes le aco-
gen, reconocen que en otro tiempo sí «era alguien», y que «ha sufrido
males». Esto es ya uno de los momentos de la compasión, de la «sim-
patía», hacerse cargo de que «el otro» ha padecido y ha sufrido, ya
que nadie es mendigo por naturaleza.
Anfinomo, otro de los pretendientes se acerca con una cesta de
panes y una copa de oro, premios establecidos, y dice: «Sé feliz pa-
dre huésped de aquí en adelante/pues que tantas desdichas te cer-
can ahora.» Ulises se lo agradece en una digresión filosófica sobre la
contingencia de la fortuna y la primacía de la piedad.

«[...] Yo pude también ser dichoso en el mundo


mas me di a hacer locuras fiando en mi fuerza, en mis bríos,
en la ayuda y poder de mis padres y hermanos. Por ello
nunca debe un mortal practicar la injusticia; recoja
silencioso los dones que el cielo le dé; yo estoy viendo
a los jóvenes estos tramar insensatas empresas,
disipar el caudal e infamar a la esposa de un hombre
del que sé que no habrá de tardar en hallarse en su patria»
(Odisea, XVIII, 138-145).

Se trata de una consideración moral sobre la volubilidad de la


fortuna y la suerte, con referencia a lo caduco de la riqueza y la fuer-
za. La piedad es lo primero, pues es lo que hace a los hombres más
humanos: aquí está el fundamento del humanismo homérico.
Agradece a Anfinomo su actitud para con él, y le habla con el
corazón en la mano, cosa que hace por primera vez ante los preten-
dientes. Tal vez es una táctica, cuando le dice que ojalá esté en su
casa cuando empiece la lucha que de seguro entablará Ulises cuando
vuelva, o tal vez es como una sugerencia para intentar salvarle de la
venganza. Pero los dioses no tienen previsto conceder ese indulto.
Después de estos sucesos entra Penélope en acción, inspirada
por Atenea. Se encuentra en sus aposentos y decide que irá a hablar
a la sala.

– 145 –
«[...] Riendo
sin saber bien por qué, fue la reina a decirle a su ama:
“un capricho me viene, ¡oh Eurínoma!, nunca probado
de mostrarme a esos hombres por más que los odio; a mi hijo
un consejo también he de dar que será de provecho:
no andar más en unión de esos fatuos galanes que siempre
dicen buenas palabras y están meditando maldades”»
(Odisea, XVII, 162-168).
Hasta este momento Palas no se ha ocupado mucho de Penélope,
pero ahora lo hace. Decide incrementar su belleza «para que los cora-
zones de los pretendientes se transportaran», y «para que fuera más
honrada que nunca por su esposo y por su hijo».
Ésos son ciertamente los efectos de la belleza: transportar los co-
razones y atraer más honra de propios y extraños. También ésta es la
primera manifestación de la verdad de Penélope, y nuevamente la ma-
nifestación está mediada por los dioses.
Las sirvientas le insisten para que se bañe y se perfume, para que
se embellezca, antes de dirigirse a la sala, pues siempre anda con las
mejillas ajadas por el llanto. Ella no quiere. Esa apariencia no corres-
ponde a su realidad y tal vez considera que acicalarse sería mentir. Lo
que quiere es llorar, expresar la tristeza que siente desde que Ulises se
marchó, que fue cuando los dioses le arrebataron su esplendor.

«No me exhortes, ¡oh Eurínoma!, a eso, por más que me halles


afligida, a que lave mi cuerpo y lo unja. Los dioses,
que poseen el Olimpo acabaron con todo mi brillo,
aquel día que él marchaba de aquí con las cóncavas naves»
(Odisea, XVIII, 178-181).

Ser de Ulises y para Ulises era el fundamento de su esplendor, la


finalidad de su belleza. Y aunque la belleza no tiene que estar dotada
de finalidad, la mujer parece que sí, y la belleza de la mujer parece que,
por extensión, también. La belleza suya se la arrebataron los dioses. El
hecho de apagarse el esplendor es un proceso natural, una «ley de la
naturaleza», pero ella lo describe como algo que los dioses consienten,

– 146 –
comprenden o ponen, y, por eso, como si fuera resultado de una acción
de ellos.
Atenea le infunde sueño, para favorecerla con inmortales dones,
y un esplendor mayor del que tenía. La gracia que Palas regala es más
de lo que la naturaleza es. Hace más radiante la belleza femenina, como
antes había hecho con la masculina de Ulises. «Hizo que pareciera más
alta, más majestuosa, y la volvió más blanca que el marfil recién labra-
do» (Odisea, XVI, 195-196). Al despertarse, manifiesta su deseo de morir
tan dulcemente como se ha dormido,

«[...] para no consumir más mi vida


en la pena, añorando el valor y las prendas sin cuento
del esposo querido, pues era el mejor de los dánaos!»
(Odisea, XVIII, 203-205).

Homero expresa ahora la verdad del corazón de Penélope, sus


sentimientos. No parece que tenga conciencia de la gracia que Palas le
ha infundido ni de su embellecimiento, sino sólo de su pena. No abun-
dan en Homero las descripciones de narcisismo femenino, quizás ni
siquiera de coquetería. Para un ser humano, para una mujer, el sentido
de su vida forma parte de la vida, por eso si el sentido de su vida le es
amputado, entonces el propio ser se empobrece y se produce también
una depauperación de la belleza. Eso es lo que parece ocurrirle a Pe-
nélope, y de lo que ella parece tener conciencia. Por eso afirma que si
Ulises regresara, se volvería más hermosa y su honra se haría mayor.
Sin el sentido no está entera la vida, sin el fin no está completa la forma.
El fin, es la plenitud de la forma, como dice Platón. Careciendo de
finalidad apropiada, faltándole Ulises, Penélope se sabe tan sin acogi-
miento y sin protección como Ulises mismo se ha sentido antes, y como
Telémaco. Ella tiene conciencia de res derelicta, y por eso no toma pose-
sión de sí misma, de su belleza, por su voluntad.
Tras la gracia de la hermosura va a la sala donde todos están reu-
nidos. Su presencia tiene gran efecto.
Los pretendientes,

– 147 –
«por su encanto vencidos, sentían temblar las rodillas,
y anhelaba entre sí cada cual reposar junto a ella»
(Odisea, XVII, 212-213).

Penélope reprende a su hijo Telémaco por permitir que la hospita-


lidad se quebrante.

«Ya no tienen, Telémaco, en ti ni la mente ni el pecho


la firmeza de antes; de niño mostrabas más juicio.
Cuando ya eres mayor y has llegado a edad propia de hombre
quizás alguien mirando a tu talla y figura dijera
que has nacido de un noble varón, mas sería un forastero,
pues tu mente y tu pecho no son en verdad como deben.
Bien lo viene a mostrar lo que hoy mismo ha pasado en palacio:
¡tú dejar que en tal modo ultrajaran al huésped! ¿Qué habría
de ocurrir si al que llega a nosotros y en casa recibe
su hospedaje le viene algún mal por violencias sufridas?
Para ti la ignominia y el daño entre todas las gentes»
(Odisea, XVIII, 215-225).

Telémaco responde y declara contra los pretendientes ante todos


ellos, ahora que sabe y que puede. Tiene conciencia de su fuerza, y tiene
fuerza, ahora que su padre está allí, y los dioses con él. Los pretendien-
tes, por boca de Eurímaco, alaban la belleza de la reina, pero ella rechaza
el cumplido. Declara estar desposeída de su gracia y hermosura desde
que Ulises se fue, pero:

«si él viniendo otorgara a mi vida otra vez sus cuidados,


en más honra estuviera y sería para mí mejor todo»
(Odisea, XVIII, 254-255).

Penélope expone a continuación el consejo que Ulises le dio antes


de partir para llión, consejo que no sabemos si es verdadero o falso, ni si
ella lo declara ahora con una astucia inspirada por Atenea. Si Ulises no
volvía, ella debería elegir esposo y marcharse con él cuando Telémaco se

– 148 –
hiciera mayor. Está dispuesta ahora a hacerlo, y elegirá a uno, aunque
odia las bodas y a los pretendientes, porque no hay entre ellos nobleza ni
virtud, no merecen ser amados y no se les puede amar.6
No llevan además ninguna ofrenda y sólo rapiñan, no regalan sino
que roban, y a pesar de eso esperan ser correspondidos con amor. Pe-
nélope habla con astucia y con seguridad. Ulises, que la ha oído, se rego-
cija de que hable así, sabe que tiene esperanza (quiere hablar con él para
recibir noticias de su esposo), y que tiene astucia, pues hablando de ese
modo puede conseguir regalos de los pretendientes. A continuación se
vuelve a sus estancias seguida de las esclavas. Los pretendientes le en-
vían joyas, y ella se encierra mientras ellos siguen en su banquete.
Ulises es injuriado por una esclava, la amante de Eurímaco, y la
amenaza.

«Ahora mismo Telémaco, ¡oh perra!, va a oír cuanto acabas


de decirme, que te abra sin más en pedazos las carnes»
(Odisea, XVIII, 338-339).

Eurímaco se mofa de él, y le injuria. Ulises no puede contenerse,


por primera vez, y comete dos imprudencias. Primero declara sus cuali-
dades y después amenaza a Eurímaco. Pero a continuación retrocede a la
mansedumbre y se acoge a Anfínomo que, apelando a la ley de la hospi-
talidad, logra que nadie le ataque. Telémaco también contribuye a poner
orden y despide a los pretendientes para que vayan a dormir a sus casas.

«Deliráis, malhadados, y bien dejáis ver cuánto habéis


engullido y bebido: sin duda algún dios os excita.
Id a casa a dormir, pues tan buena comida habéis hecho,
cuando os venga en placer, que por mí no he de echar a nin guno»
(Odisea, XVIII, 406-409).
Anfínomo presiona en el mismo sentido:

6. Lo bello y lo bueno son dos gemelos, que el lenguaje corriente de los griegos
funden en unidad. Cf. W. Jaeger, Paideia, los ideales de la cultura griega, cit., p. 1759. Jaeger
hace referencia a Platón, Symposium, 211 b,e, y República, 589 a.

– 149 –
«No ultrajéis más al huésped, no sufra más daño ninguno
de los hombres que sirven en casa de Ulises divino,
mas haced que el copero nos vierta licor en las copas
y después de libar id a casa a dormir y dejemos
a ese huésped aquí en las estancias del prócer Ulises;
que Telémaco cuide de él: a su hogar ha venido»
(Odisea, XVIII, 416-420).

3. Fracturas del pasado e identificación

El canto diecinueve se inicia tras la retirada de los pretendientes.


Quedan en la estancia Ulises y Telémaco, que junto con Palas Atenea
proyectan la venganza. Ulises pide a su hijo que retire las armas allí
presentes, que las ponga en la alcoba nupcial y que lo haga con astucia.
La astucia del padre suple la falta de madurez del hijo, a quien aleccio-
na para hacer frente a las posibles preguntas de los pretendientes sobre
las armas desaparecidas. Debe explicar que lo ha hecho por el propio
beneficio de los galanes, pues estando tan a la mano puede que las uti-
licen en cualquier discordia.
Telémaco pide a la nodriza Euriclea que encierre a las mujeres
mientras él transporta las armas, «que están descuidadas porque aún
era yo un niño» (Odisea, XIX, 19-20).
Ahora Telémaco actúa con astucia. Quiere quitar testigos de en
medio y confía sólo en una de las sirvientas. Ahora es consciente de
sus fuerzas y por tanto puede y sabe actuar con prudencia, es decir,
con virtud. La acción humana requiere, para su plenitud como acción,
conocimiento del propio poder y de la propia razón, legitimidad.7
La nodriza se congratula de que el joven se haya convertido ya en
un hombre. Ulises y Telémaco transportan las armas mientras Atenea
les alumbra con una antorcha. El muchacho percibe un resplandor di-
vino en el palacio, el resplandor de la justicia inminente. La proximidad

7. La palabra latina fuerza, vir, es la raíz de la española virtud. La fuerza viene de la


justicia, y la justicia y la verdad dan fuerza. Eso no es así solamente en el plano psicológi-
co. También en el sociológico. Se trata de una realidad, con su estatuto metafísico propio,
que encuentra una de sus vías de expresión en el derecho.

– 150 –
de la diosa es luz. Terminada la operación el padre manda al hijo a
dormir.

«Pero vete a acostar, que yo aquí quedaré, pues aún quiero


conversar con las siervas, probarlas, también con tu madre,
que entre llanto y lamentos me hará mil preguntas»
(Odisea, XIX, 44-46).

Sale Penélope de su alcoba, va a la sala y se sienta en su trono que


unas sirvientas colocan junto a la lumbre, mientras otras preparan la
cena. La muchacha Melanto, a la que la reina había cuidado con es-
pecial cariño, vuelve a injuriar al huésped, pero esta vez, en lugar de
airarse se mide y le hace a la joven una reconvención y una considera-
ción sobre la piedad y la contingencia de la dicha humana, igual que
anteriormente a Anfínomo.

«¿Por qué, oh loca mujer, te vuelves así con tal ira?


¿Porque sucio me ves y con ropa andrajosa y mendigo
por el pueblo? En verdad, la indigencia me obliga, que es ésa
la fatal condición de los pobres y errantes. [...]»
(Odisea, XIX, 71-74).

La reina reprende a Melanto y ordena que le preparen asiento al


forastero. Después le interroga. Quién es, de dónde viene, cuál es su
pueblo y quiénes sus padres. El ser del hombre es su trayecto. Su punto
de partida son sus raíces, y ése es su fundamento. Penélope se dispone
a escuchar y, con ello, a medir el carácter del orador, lo que significa
calibrar cuánto crédito merecen sus palabras, cuánta verdad puede ha-
ber en ellas y, por tanto, cuánta verdad puede haber en él. El mendigo
alaba a la reina. La compara a un rey que gobierna sobre un pueblo
colmado de venturas, pues la mayor gloria de un hombre consiste en
haber construido una ciudad en la que sus habitantes son felices. Hacer
felices a muchos hombres, darles una vida lo más apacible y plena que
se pueda.
Un rey merece gloria si, en primer lugar y ante todo, venera a los
dioses. La piedad, como ya se ha dicho, es el fundamento del humanis-

– 151 –
mo homérico. Merece gloria, en segundo lugar, si manda sobre gue-
rreros valerosos y administra justicia bien. La tercera causa de que la
merezca es que la tierra produzca frutos. Todo esto que expone Ulises
es lo que, durante siglos, será para los griegos el objetivo de la política:
la felicidad para los habitantes de la polis.
Después de comparar la gloria de Penélope con la de un gran rey,
pide a la reina que retire las preguntas formuladas sobre su persona.

«Así, pues, investiga de mí, que en tu casa me tienes;


deja a un lado, no obstante, mi cuna y mi patria, no vayan
a colmarme los tristes recuerdos el alma con nuevas
pesadumbres: mis duelos no tienen medida y no debo
en ajena morada entregarme a lamentos y lloros,
que es peor el penar donde quiera y sin pausa y alguna
de tus siervas pudiera irritárseme, acaso tú misma,
y dirán que es el peso del vino el que en llanto me anega»
(Odisea, XIX, 115-122).

Ulises pide a Penélope que retire las preguntas que se refieren di-
rectamente a su persona. Tal vez porque no quiere mentirle a su mujer,
tal vez por astucia, tal vez por las dos cosas. Ni quiere dejar al descu-
bierto prematuramente su identidad ni quiere llorar en sitio ajeno. Y la
reina retira la pregunta.
Pero en este momento, cuando el extranjero todavía no quiere de-
cir quién es, Penélope en cambio sí quiere abrirse ya, y brota su historia
completa y verdadera. Su belleza y fama de ahora no son nada en com-
paración con lo que fueron. No tiene conciencia de que Atenea se las
ha devuelto acrecentadas, pero sí repite que la vuelta de Ulises tendría
ese efecto.

«Si él viniendo otorgase a mi vida otra vez sus cuidados,


en más honra estuviera y sería para mí mejor todo»
(Odisea, XIX, 127-128).

De Ítaca y de otros lugares han acudido numerosos pretendientes


que intentan hacerla su esposa a despecho suyo, y la están arruinando.

– 152 –
Le invade la nostalgia. Tiene el corazón irremediablemente atrapado
en los sucesos de hace veinte años, anclado en el pasado, y no puede
ver hacia adelante, mirar hacia posibilidades nuevas que le abran vida
y futuro. Inventa engaños para remitir el futuro más allá, para estirar
el pasado hasta ahora y seguir viviendo en él. Así tramó la estratagema
del sudario para Laertes, y con eso logró engañar a los pretendientes
durante algunos años, tejiendo de día y destejiendo de noche.
Hacer sudarios y amortajar cadáveres, despedir a los hombres
cuando salen de esta vida, al igual que acogerlos cuando llegan, es algo
propio de las mujeres, y en eso a ellas se les respeta siempre el deseo
de cumplir con sus deberes, tratar con los misterios vedados a los hom-
bres. Pero la estratagema llega a su final cuando las sirvientas la descu-
bren y la delatan. A partir de ese momento no pudo evitar el proyecto
de las bodas. Ya no es capaz de inventar nuevos engaños y se queda sin
recursos. Tampoco puede extirpar el pasado y evitar el presente, y de
ahí la angustia. Está sitiada. Sus padres le insisten en que se case, su hijo
que ya es un hombre y puede gobernar la casa no soporta su indecisión.

«Y ahora ya ni me puedo negar a esas bodas ni alcanzo


a idear nueva traza; a casar me dan prisa mis padres
y mi hijo se irrita de ver que destrozan su hacienda.
Hombre es ya que bien puede regir su mansión como otro,
el que sea más capaz y a quien Zeus preste gloria. Mas ¡ea!,
dime tú de tu raza y país: no naciste, seguro,
de la piedra o la encina que cuentan antiguas historias»
(Odisea, XIX, 157-163).

Aquí interrumpe Penélope su historia y vuelve a preguntar al


mendigo por él mismo. No procederás de la encina o del roquedo, sino
de varón y mujer, no de un «estado de naturaleza», sino de un «estado
de sociedad», más en concreto, de un «estado de matrimonio». Esta vez
Ulises no se siente capaz de negarse. «Te diré lo que quieres» (XIX, 171),
o sea, la parte de verdad que ahora es oportuna: la que ella puede com-
prender, y tornará más viable lo que ella anhela, en lugar de tornarlo
inviable. Hace de nuevo un relato ficticio. Se dice venido de Creta, hijo
de Deucalión, de nombre Eton, y afirma que vio a Ulises cuando iba a

– 153 –
Troya. «Así dijo ensamblando plausibles mentiras» (Odisea, XIX, 203),
mientras Penélope llora, y él logra mantener reservada su compasión.

«Tal en lágrimas ella fundía sus mejillas llorando


a un esposo que estaba a su lado. Y Ulises entonces
al gemir de su esposa sintió compasión, mas sus ojos
mantuviéronse fijos: de cuerno diríanse o de hierro
sin ningún parpadeo, pues supo engañar a su llanto»
(Odisea, XIX, 208-212).

Ahora es Penélope la que somete a prueba la veracidad del men-


digo, pero se lo advierte directamente. Y entonces lanza las preguntas:
cómo iba vestido Ulises, cómo era su aspecto, cómo el de sus compañe-
ros. Todas las respuestas que da el mendigo corresponden a la verdad.
A la verdad de sus recuerdos, a la verdad de cómo eran Ulises y sus
compañeros veinte años antes. Corresponden con la idea que ella tie-
ne, pero esa idea no corresponde con la realidad actual de su esposo.
El mendigo la consuela con noticias recientes. El héroe perdió a
sus compañeros porque ellos mataron a los bueyes de Helios (noticia
verdadera). Está ahora en la isla de los feacios (¿noticia verdadera o
falsa?), y viene para Ítaca pero antes le ha enviado a él, al mendigo,
para que lo anuncie a los suyos (noticia verdadera). Ulises el mendigo
ha sido enviado como precursor de Ulises el rey, con objeto de prepa-
rar a los suyos para que lo reciban.
Y el mendigo, como el precursor bíblico, anuncia que el rey está
por llegar.
Si alguien es muy esperado, como en el caso de Agamenón, de
Ulises, como relata el Nuevo Testamento con la figura de Cristo, cuan-
do llega nadie cree que es él, aunque todo el mundo le espera. Eso es
propio de algunas expectativas humanas, y tal vez sucede así porque
lo que se espera mucho se prefigura demasiado en esa espera, se des-
figura, de manera que luego no cabe en el molde. Quien no prefigura
demasiado no se desilusiona, pero quizá también espera con poca fir-
meza. No se puede esperar con mucha fuerza sin prefigurar ninguna
forma.

– 154 –
Prosigue el mendigo su relato mezclando la verdad con la ficción.
El rey de los trespotes le enseñó los tesoros de Ulises (verdad), y fue a
consultar a los dioses si el héroe debía entrar en Ítaca pública o encu-
biertamente (verdad). Ulises regresará en los próximos días (verdad).

«¡Ojalá tu palabra se cumpla, oh mi huésped! Bien pronto


tal amor, tales dones hallaras de mí que quienquiera
que después te viniese a encontrar te tendría por dichoso,
más presiento en mi alma —será o no verdad— que ni Ulises
volverá a su mansión ni tú mismo hallarás quien ayude
tu partida, pues falta en palacio un señor como él era»
(Odisea, XIX, 309-314).

Penélope cree al mendigo, pero ya se ha desfondado. Incluso


duda de que Ulises haya existido. Ya no quedan jefes como él, que
puedan acoger a un huésped, obsequiarlo y repatriarlo. A continua-
ción ordena que le laven y le perfumen, como se hace con cualquier
huésped, para recibirlo en la mesa junto a su hijo. El extranjero le
asegura que él es tan desgraciado y desposeído como ella: su apa-
riencia es realmente verdadera, es «un mendigo verdaderamente».
Él es un conjunto de harapos y de dolor, y por tanto su apariencia
de mendigo expresa su verdadero ser. Por eso no consentirá que
nadie le lave los pies, a no ser alguna sirvienta:

«[...] de edad y discreta de entrañas


y que tenga sufridos los males que yo. Sólo a ésa
no le habré de impedir que se llegue a mis pies y los lave»
(Odisea, XIX, 346-348).

La reina se queda perpleja ante lo que oye: que el lugar psicoló-


gico y sociológico «natural» del extranjero, su lugar «existencial natu-
ral», es tal que le corresponde una mujer acabada y molida por los su-
frimientos, y no los cuidados regios, ni las vestiduras lujosas. Penélope
recurre a Euriclea:

– 155 –
«¡Ea! Levántate y ven para acá, mi discreta Euriclea,
a lavar a un varón de la edad de tu dueño; y sin duda
que así son a esta hora los pies y las manos de Ulises,
pues desgracia y pesar envejecen bien pronto a los hom bres»
(Odisea, XIX, 357-360).

Euriclea se dispone a hacerlo aunque sin fuerzas y agotada. Lava-


rá al huésped por afecto a Penélope, y por compasión, pues también
ella piensa que sus manos y pies son muy semejantes a las que tendría
su señor, que podría estar reducido a la condición de mendigo en al-
gún lugar y necesitar esa ayuda. Incluso insinúa que, de estar juntos,
podría confundírseles.

«Contestando a su vez dijo Ulises, el rico en ingenios:


“Bien lo puedes, ¡oh anciana!, decir, pues lo ha dicho quienquiera
que nos vio alguna vez a los dos, descubriendo, asimismo,
ese gran parecido entre ambos que notas tú ahora”»
(Odisea, XIX, 382-385).

Ulises se coloca en la penumbra de un rincón, temiendo que su


nodriza le reconozca cuando le toque, pues tiene en una pierna la cica-
triz de una herida que le hizo un jabalí cuando era muy joven. Recuer-
da entonces a su abuelo materno Autolico, el que le puso nombre. Se le
agolpan en la cabeza escenas de su infancia, el día de la cacería con sus
tíos y abuelo, cuando fue a cobrar los regalos que Autolico les te-
nía prometidos. Como él temía, efectivamente Euriclea toca con sus
propias manos la cicatriz y cae en la cuenta. Se produce entonces el
tercer reconocimiento.

«Al frotar con sus manos notóle esta mella la anciana,


conocióla en el tacto y soltó conmovida la pierna,
que cayendo de golpe en la tina y sonando en el bronce,
la volcó hacia adelante y el agua vertióse en la tierra.
La alegría y el dolor la tomaron a un tiempo. Sus ojos
se llenaron de llanto, la voz se perdió en su garganta,
mas a Ulises, al cabo, cogió del mentón y le dijo:

– 156 –
“Cierto tú eres Ulises, mi niño querido, y no supe
conocerte yo misma hasta haberte palpado las carnes”»
(Odisea, XIX, 467-475).

El tacto es aquí, como en el Antiguo y el Nuevo Testamento, cri-


terio de verdad. La identidad del hombre se establece por su cuerpo,
y la identificación y el reconocimiento por las fracturas, por las ci-
catrices. Al hombre se le reconoce por donde se ha roto. La realidad
original del hombre es indeterminación vacía, y por tanto apenas se
distinguen unos de otros. Es necesario dejar paso a las diferencias,
que aparecen porque nunca las personas se rompen por el mismo
sitio. El proceso de individualización viene dado por el conjunto de
las fracturas.8 Por eso en no pocas culturas, para reconocerse a lo
largo del tiempo era costumbre romper un objeto por la mitad, y así
sus portadores podían encajar un trozo con el otro. Eso es lo que los
griegos llamaron symbolon. Así se reconoce al ser humano, según
Jung, no sólo por las fracturas del cuerpo sino también por las del
alma.
Ulises se siente reconocido sin tenerlo él previsto, y poniéndole
la mano en el cuello a la nodriza, la amenaza con matarla si le descu-
bre. Ella promete silencio y colaboración, y él, ya adecentado, vuelve
a la conversación con la reina.
Penélope continúa abriéndole su corazón. La amargura puede
aliviarla con el trabajo, pero de noche, que no trabaja, no puede dor-
mir. Duda «si debo permanecer al lado de mi hijo, guardando con
cariño mis riquezas, mis criados y mi magnífica morada, respetando
el lecho de mi esposo y la opinión pública» o «si debo casarme».
Aparece nuevamente el sentir común, la moralidad pública y la jus-
ticia, como algo que ha quedado bajo la tutela de la reina, pero, pre-
cisamente por eso, como algo deficientemente tutelado. Penélope no
sabe cómo elegir entre la voluntad general y la suya individual, en-
tre el amor y el deber hacia su hijo y su pueblo, y el amor y el deber

8. Cf. M. L. von Franz, El proceso de individuación, en C. G. Jung, El hombre y sus


símbolos, cit., pp 157-228.

– 157 –
hacia su marido. También el rey, antes de partir, le aconsejó que se
casase cuando Telémaco fuese mayor si él no volvía.
Ha tenido un sueño: veinte gansos devorados por un águila,
que le habla con voz humana y le dice que es su esposo. El mendigo
afirma que es un presagio de su regreso, pero ella recela, pues no
todos los sueños se cumplen, y tiene miedo de hacerse ilusiones,
aunque tampoco puede evitarlas. Es la alternancia entre la esperan-
za y la desesperación.
Finalmente, le confía al mendigo que ha pensado hacer la prue-
ba del arco. Aquel de entre los pretendientes que logre tensarlo, lo
que sólo Ulises hacía, la conseguirá como esposa. El mendigo le ani-
ma a hacerlo.

«¡Oh mujer! No es posible entender ese sueño que has dicho


de manera distinta y Ulises por sí te ha explicado
lo que habrá de pasar: la ruina amenaza a esos hombres;
ni uno solo se habrá de escapar de la parca y la muerte»
(Odisea, XIX, 555-558).

Después la reina, seguida de sus sirvientas, se marcha a sus


estancias y queda solo en la sala el extranjero. Penélope llora en su
aposento hasta que la diosa Atenea extiende el dulce sueño por sus
párpados. Así acaba el canto diecinueve. El veinte contiene los pre-
parativos de la venganza inminente.

4. Injusticia, duda, desesperación y diálogo

En el canto veinte Homero pasa revista a cada intimidad per-


sonal antes de los acontecimientos del desenlace. Antes de que se
desencadene la lucha definitiva entre el bien y el mal se muestra el
corazón de Ulises, Penélope, Telémaco v los demás.
La venganza y la justicia finales tienen cierto carácter escato-
lógico, pues es el combate definitivo entre el bien y el mal, y el mo-
mento en que la referencia de cada hombre a los dioses se hace más
personal y más profunda. Aparece de forma más clara cómo es cada
uno. Ante la muerte, la conciencia queda cara a cara con la eternidad

– 158 –
y la divinidad. Ajustar las cuentas con Dios y recibir el premio o el
castigo correspondiente no solamente es el último punto en muchas
culturas; es también el último momento arquetípico de la existencia
humana.
Ulises está dispuesto a dormir en su rincón, pero no puede, se
lo impiden los planes de venganza, «y las mujeres, que desde mucho
tiempo se entregaban a los pretendientes, salían del palacio rien-
do...». Por eso «su corazón aullaba contra estos ultrajes, mas, gol-
peándose el torso, le reprimía con estas palabras:

“Calla ya, corazón, que otras cosas más duras sufriste


como el día que el cíclope, de fuerza sin par, devoraba
mis valientes amigos: tú allí te aguantaste y, al cabo,
con la muerte a la vista, mi ardid te sacó de la cueva”»
(Odisea, XX, 18-21).

Hay una diferencia entre el vínculo que tiene Ulises con sus
compañeros, y el que le liga a sus sirvientas, y una diferencia tal que
cuando el cíclope devora a sus compañeros, le inflige una afrenta
mayor que ahora los pretendientes cuando «devoran» a sus sirvien-
tas. Continúa sin dormir, pensando cómo podrá acabar con los pre-
tendientes él solo hasta que Palas, en forma de mujer, le reprocha su
preocupación.

«[...] ¿Por qué aquí de nuevo


te mantienes en vela, infeliz entre todos los hombres?
Esta casa es la tuya y en ella se encuentra tu esposa
y tu hijo, que es tal como muchos quisieran tenerlo»
(Odisea, XX, 32-35)

«Ya has llegado», le dice Atenea, pero Ulises sabe que todavía no
ha llegado, que tiene que hacer justicia él solo, y no sabe si podrá o
morirá en el intento. Tal vez con Atenea lo consiga y le pide la ayuda
y una señal del triunfo cierto. Duda de la diosa, y ella se lo reprocha,
pero lo comprende.

– 159 –
«¡Siempre igual! Cualquier hombre confíase a un amigo aunque sea
peor que él y mortal y mezquino de mente; yo, en cambio,
diosa soy que siempre te sigo velando a tu lado
en trabajos y afanes y habré de decir sin rebozo:
bien pudiera cercar a los dos medio ciento de escuadras
de mortales ansiando matarnos en lid, que tú habrías
de volverte arreando sus bueyes y recias ovejas.
Mas que el sueño te calme: penoso es pasar una noche
toda entera en cuidados. [...]»
(Odisea, XX, 45-52).

Hay una debilidad propia de la creencia religiosa, de la creencia


en la ayuda divina, frente a la creencia en la ayuda humana. Aunque
ésta sea más débil, proviene de un semejante palpable y visible, y por
eso conforta.
Penélope tampoco puede dormir. Llena de angustia, sueña que
Ulises estaba junto a ella, y suplica a Artemisa:

«[...] ¡Que así me aniquilen los dioses


que poseen las olimpias mansiones o hiera mi pecho
la crinada Artemisa, con tal que debajo de tierra
en la odiosa mansión halle a Ulises y no se me fuerce
a alegrar los sentidos de un hombre más vil! Bien de cierto
tolerable desgracia es pasar entre llantos los días
con el pecho angustiado si el sueño en las noches nos toma,
que una vez que nos cierra los ojos ahuyenta el recuerdo
de venturas y males»
(Odisea, XX, 78-86).

Se puede soportar cualquier cosa si por la noche se duerme, por


eso el insomnio es uno de los peores males, y el sueño algo divino. El
mal sin sueño es el infierno, donde el cuerpo no salva. El cuerpo, el sue-
ño, siempre concede una tregua, un descanso, que es salvación.

Ulises se despierta. Oye la voz de Penélope y pide a Zeus una señal.


«¡Padre Zeus! Si fue querer vuestro mi arribo a la patria

– 160 –
tras hacerme por tierra y por mar padecer tantos males,
dé señal una voz de los hombres que van despertando
en la casa y tú dame también otro signo allá fuera»
(Odisea, XX, 98-101).

El dios le concede dos señales. En el interior de la casa, la súplica


de una sirvienta, y fuera, un trueno en los cielos.

«Padre Zeus, que riges a dioses y a hombres, tu trueno


poderoso has dejado escuchar en el cielo estrellado
donde no hay una nube. Sin duda es señal para alguno,
mas concédeme a mí, ¡desdichada!, también lo que pido:
tengan hoy los galanes en estos palacios de Ulises
su postrero y supremo festín, que otra vez banqueteen,
mas la última ya, los que a mí me han deshecho los miem bros»
(Odisea, XX, 112-118).

En el exterior un trueno ha sonado sin que en el cielo se descubra


una sola nube. Después Ulises se duerme tranquilo.
Telémaco se levanta y pregunta a la nodriza si atendió bien al fo-
rastero. No se fía de su madre. Nuevamente se muestra duro con Pe-
nélope, y se lo manifiesta a la nodriza. No sabe que Euriclea ahora sabe,
y ella le pide que no sea tan severo, que tenga comprensión, eso que se
adquiere con la experiencia de los errores y que posee el anciano pero
desconoce el joven.
La nodriza ordena que se disponga todo para el banquete. Mien-
tras tanto, llega Eumeo con los animales y se interesa por el mendigo.
Llega igualmente Melantio, el cabrero, con el mismo cometido que Eu-
meo, y nuevamente insulta a Ulises, que no le contesta nada. Filetio, el
mayoral de los pastores, pregunta quién es el anciano, y, cuando le res-
ponden, reprocha a Zeus su crueldad para con algunos hombres. Ve en
el mendigo no ya a un dios disfrazado, sino incluso al mismo «Ulises».
Después da rienda suelta a su pesadumbre por tener que cuidar
las vacas de su señor mientras otros saquean sus bienes. Ha pensado en
huir con el ganado, pero no lo ha hecho por no abandonar a Telémaco,
y porque tal vez su señor vuelva algún día. Pero le resulta más duro

– 161 –
aún quedarse así, impotente. Tal vez debiera huir, y acogerse al amparo
de algún otro rey valeroso.
En esta oscilación, en la duda entre el exilio voluntario y el padeci-
miento voluntario, surge con su brillo la soberanía de la conciencia in-
dividual. Filetio ha pensado espontánea y voluntariamente en el exilio,
considerada como la peor de todas las penas en la cultura clásica, junto
con la de dejar insepultos a los muertos. Ambas tienen, por lo demás,
el mismo sentido, el obligar a una vida fuera de la comunidad, lo cual
dudosamente podría considerarse vida.9
Filetio prefiere el exilio a vivir en una sociedad injusta. Por eso
aparece como la primera expresión de la supremacía de la conciencia
individual sobre una situación social dada. Ulises expresa su simpatía
al mayoral de los pastores.

«Vaquerizo, pues no es tu apariencia de vil ni insensato


y he notado por mí la cordura que encierra tu alma,
te hablaré confirmando mis dichos con gran juramento:
por Zeus, pues, ante todo otro dios, por mi mesa de huésped
y el hogar del varón intachable en que vine a albergarme,
te aseguro que estando tú aquí llegará a casa Ulises
y verás con tus ojos, si quieres, la muerte de aquellos
pretendientes que en Ítaca ahora se dan por señores»
(Odisea, XX, 226-230).

Los pretendientes traman de nuevo la muerte de Telémaco, y se


da un nuevo presagio: un águila y una paloma aparecen en el cielo.
Anfínomo interpreta que no podrán matarlo.

9. Filetio vive, con varios siglos de antelación, la tragedia de Sócrates y la de Antí-


gona. Sócrates tiene que elegir entre exiliarse de la polis para escapar a la condena de los
jueces, o beber la cicuta y cumplir así con justicia la condena impuesta por las autoridades
legítimas. Antígona tiene que elegir entre dar sepultura al cuerpo de su hermano muer-
to, para cumplir los deberes de la piedad familiar, o dejarlo insepulto, para cumplir las
órdenes de la autoridad legítima de la ciudad tebana. Platón en su Apología de Sócrates, y
Sófocles en su Antígona, ya tenían este antecedente homérico.

– 162 –
Mientras hace los preparativos del banquete, Telémaco acomoda
al extranjero entre los hombres y pide a los galanes que se abstengan
de injuriarle.

«Toma asiento con estos varones y bebe ese vino,


que yo habré de evitar los insultos o golpes que intente
cualquier de ellos lanzar contra ti. No es del pueblo esta casa,
es de Ulises no más, para mí la adquirió; mas vosotros,
pretendientes, guardaos vuestras iras y basta de injurias,
contened vuestras manos, no surja el tumulto y la riña»
(Odisea, XX, 262-267).

Telémaco, hablando con autoridad y firmeza, gana terreno ante el


sentir común, gana legitimidad ante el pueblo. «Pero no quiso Atenea
que los pretendientes cesaran en sus ultrajes, a fin de que el corazón de
Ulises rebosara de cólera» y prosiguen las injurias. Ctesipo le tira una
pata de buey, que Ulises esquiva, y Telémaco le reprende: ya es fuerte,
y prefiere morir defendiendo su casa que asistir a su desmantelamien-
to. Además, tiene fuerza para decirlo, lo que significa que tiene ya el
ánimo de su padre.
Agelao, otro de ellos, le pide que insista a su madre para que elija
esposo, de manera que se acabe todo y los demás se marchen en paz.
Telémaco contesta que no forzará a su madre ni la echará de casa. Des-
pués Teoclímeno, el poeta adivino, predice los infortunios inminentes,
y se marcha del palacio.

«A la calle me iré, porque veo el desastre que viene


sobre todos vosotros, ninguno podrá desviarlo
ni rehuirlo entre tanto galán como en casa de Ulises
el divino insultáis a los hombres tramando maldades»
(Odisea, XX, 367-370).

No quiere presenciar los hechos ya inmediatos. De nuevo se pro-


duce un choque entre Telémaco y los pretendientes, y el joven logra
contenerse mirando a su padre, mientras Penélope lo escucha todo des-
de su sillón.

– 163 –
– 164 –
CAPÍTULO VI

RECONCILIACIÓN Y PAZ FINAL

L os cantos veintiuno a veinticuatro son los últimos de la Odisea. La


unidad del conjunto se expresa en el título propuesto: la reconcilia-
ción y la paz final.
En el canto veintiuno, Atenea ha inspirado a Penélope para que
realice la prueba del arco. La reina no puede ya dilatar más la espera, y
decide tomar como esposo a aquel que pueda hacer lo que hacía Ulises.
Ése será el más parecido a él. Uno a uno, van compitiendo todos los
pretendientes. En un momento del certamen sale el mendigo, dialoga
con el porquerizo y el boyero, se da a conocer, les muestra la cicatriz
como testimonio, y les pide ayuda para la venganza. Vuelve a la sala y
pide que le dejen probar a él. Se produce un momento de tensión, los
pretendientes se niegan; Penélope y Telémaco intervienen en su favor.
Melantio le da el arco y lanza la flecha que se clava en el blanco.
En el canto veintidós el héroe se quita los andrajos, Telémaco se
coloca junto a él, y empieza la lucha. El padre dispara las flechas, que
primero alcanzan a Antinoo, y luego a Eurímaco. El hijo va a por ar-
mas y escudos, y Melantio también, para los pretendientes. La lucha
se recrudece y termina con una matanza completa. Son perdonados
Medonte y Femio, gracias a la intercesión de Telémaco. Después Uli-
ses encarga a Euriclea que limpie la estancia. Las sirvientas leales son
indultadas, y las traidoras, ajusticiadas.
En el canto veintitrés, Eurínoma despierta a Penélope y le relata la
matanza de los pretendientes. Ella no puede creer que es Ulises, pero
baja a la sala, y se sienta con acti- tud distante ante el mendigo. Telé-
maco la reprende, y al ser advertido de un posible levantamiento del
pueblo, se retira. La reina pone a prueba al extranjero, que hace una
descripción detallada del lecho nupcial, y logra convencerla. Le pide
al huésped que le disculpe, y le expone su miedo a ser engañada. Se

– 165 –
acuestan y se relatan sus desventuras. A la mañana siguiente, Atenea
despierta a Ulises para que vaya a reunirse con su padre fuera de la
ciudad.
Por último, en el canto veinticuatro, llegan al Hades las almas de
los pretendientes guiadas por Hermes. Agamenón les sale al paso y les
pregunta cómo han muerto tal cantidad de jóvenes al mismo tiempo, y
Anfimedonte, antiguo huésped, se lo relata, ante lo cual alaba la fideli-
dad de Penélope en oposición a Clitemnestra. Ulises se dirige a la finca
de su padre y se da a conocer. Cuando Laertes pide una señal, el hijo le
relata varios sucesos de su infancia, y al fin se abrazan.
Por su parte, los familiares de los pretendientes marchan contra
Ulises para tomar venganza, y Atenea pide a Zeus que ponga orden y
concordia entre los dos bandos, a lo cual el omnipotente accede.

1. Identificación mediante la repetición pública de la hazaña.

Se produce ahora, públicamente, la manifestación de la identidad


del héroe mediante la repetición de la hazaña que solamente él pudo
llevar a cabo una vez, tensar el arco y lanzar la flecha de modo comple-
tamente certero.
Penélope, inspirada por la diosa, decide someter a esa prueba a los
pretendientes: les dará el arco de Ulises, y quien logre tensarlo y hacer
pasar una flecha por los ojos de las hachas, la desposará. Se casará con
aquel de entre los aspirantes que haga lo mismo que hacía Ulises, que
será quien más se le parezca, puesto que el hombre es lo que puede
hacer y lo que hace.

«Escuchad, pretendientes altivos que un día tras de otro


a comer y beber a esta casa venís, cuyo dueño
falta de ella hace ya tantos años, y no habéis podido
discurrir más razón para hacerlo que el solo deseo
de casaros conmigo y llevarme de esposa. Pues éste
se mostró como el premio en disputa, ¡oh donceles!, yo os voy
a poner por delante el gran arco de Ulises divino:
quien de todos cogiendo en sus manos el arco de Ulises
más de prisa lo curve y traspase las doce señales,

– 166 –
a ése habré de seguir alejándome de esta morada
de mi esposo, tan bella y tan rica de todos los bienes,
de la cual, bien seguro, tendré que acordarme hasta en sueños»
(Odisea, XXI, 67-79).

Lo que un hombre es se identifica por lo que hace. Un sujeto es lo


que puede y lo que hace. El que puede más y hace más, es más, y eso
donde se manifiesta más claramente es en la competición, en los certá-
menes y juegos, en un concurso público, ante la presencia de todos los
testigos.1 Penélope recoge el arco y las flechas para disponer la compe-
tición. Así es costumbre entre los griegos resolver algunas contiendas,
como ocurrió con el matrimonio de Helena, solicitada por numerosos
príncipes, y que fue tomada por el que venció en los juegos, según una
ocurrencia de Ulises, que también acudió a participar. Allí se compro-
metieron todos a aceptar al vencedor y a defender ese matrimonio, y
por eso fueron todos con Menelao a Troya.
Penélope no puede reprimir el llanto al tomar en sus manos las ar-
mas de su esposo. Tomando el arco de donde estaba colgado, se dirigió
a la estancia de los pretendientes, pero antes de entrar cubrió su rostro
con el velo y se hizo acompañar por sus criadas. Es lo que correspu 1de
a una mujer que se va a casar, al mostrarse en público, y más a ella, una
reina célebre ya por su discreción y virtudes. Una vez en la estancia,
echa en cara a los galanes su inutilidad por pasar el tiempo consumien-
do sus bienes sin hacer nada de provecho.
Aquí reaparece el cambio de mentalidad respecto al otro poema
homérico, la Ilíada, donde en ningún caso se muestra el trabajo como un
ideal heroico. En la Odisea, algo posterior, ningún noble es considerado
indigno por realizar trabajos varios, sean de tipo técnico, como los que
realiza Ulises, o de otro tipo, como los que Laertes lleva a cabo labrando
la tierra.
Eumeo toma el arco de las manos de su ama, y se emociona igual-
mente. Antinoo le indica que salga de la estancia si quiere seguir llo-

1. Sobre las formas primitivas, y en concreto, griegas, de organizar los procesos de


conocimiento cierto, cf. M. Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona,
1992, pp. 39 ss.

– 167 –
rando, y, una vez que todo está dispuesto, se preparan los competido-
res. Telémaco se lamenta de que su madre esté conforme con seguir al
ganador, alaba los méritos de la mujer por la que se lucha, y pide que
le dejen participar a él el primero de todos, de manera que si resulta
vencedor, Penélope permanecerá con él.

«Oh, desgracia, que Zeus el cronión me ha privado de seso:


De una parte mi madre querida, con ser tan discreta,
habla ya de seguir a otro hombre y dejar esta casa
y heme aquí disfrutando y riendo con mente de loco»
(Odisea, XXI, 103-105).

«Por mi parte quisiera intentarlo también y, si acaso


lo lograra tender y pasara las doce señales,
ahorraríame la pena de ver que mi madre partía
con un nuevo marido y quedárame en casa, ya hecho
a empuñar esas armas preciosas que usaba mi padre»
(Odisea, XXI, 113-117).

Cabe interpretar la actitud de Telémaco como motivada por los


celos, como si quisiera guardar a su madre y tenerla para sí, como si
con la victoria obtuviese un título legítimo para poseerla, a saber, el
derecho de conquista. Pero también puede entenderse que, conocien-
do la repulsión que Penélope siente por todos los que la pretenden, si
el joven vence, gana la libertad para su madre, y la posibilidad para
ella de quedarse en Ítaca.
Toma el arco, y todos los presentes se quedan asombrados por el
orden y la seguridad con que coloca las hachas en hilera, sin haber-
lo visto hacer antes. Sostiene el arco en sus manos e intenta tensarlo
por tres veces consecutivas, pero le falta fuerza, y habría seguido en
el intento si su padre no le hubiese hecho señas para que desistiera.
Vuelve a su sitio y se dirige a los demás competidores que lo van a
intentar, como queriendo justificar su fracaso. Es joven todavía, y eso
excusa su falta de fuerzas, su incapacidad para hacer frente a los que
ultrajan su casa.

– 168 –
El siguiente a quien toca el turno es Leodes. Lo intenta y después
de fracasar igual que Telémaco, vuelve a su sitio asegurando que nin-
guno va a poder lograrlo.

«[...] ¡Oh amigos!


No lo habré de tender en verdad; que algún otro lo coja.
A no pocos varones de pro va a dejar ese arco
sin respiro y sin vida: es mejor, y con mucho, estar muerto
que vivir tras perder aquel premio que siempre reunidos
nos mantuvo aquí mismo aguardando al pasar de los días.
Más de uno abrigó la esperanza y el ansia en su pecho
de casar con Penélope, esposa de Ulises, mas cuando
tome a prueba ese arco y conozca qué es ello, procure
conquistar con presentes nupciales a alguna de tantas
bien vestidas aqueas y tenga la reina de esposo
a aquel otro que ofrezca más dones o quiera el destino»
(Odisea, XXI, 151-162).

Leodes liquida la esperanza que les ha mantenido allí tanto tiempo


reunidos, por eso Antinoo le reprende diciéndole que ya que él no es
hábil, no considere igual al resto de los contendientes. Se suceden las
intervenciones pero es inútil, nadie puede tensar el arco. Ninguno pue-
de tener a Penélope como meta, porque ella no es el pasado de ninguno
de ellos, ni la identidad de ninguno, ni el sí mismo de ninguno. Por eso
no la pueden obtener. Penélope es de Ulises.
Ulises sale al atrio y localiza a Eumeo, el porquero, y a Filetio, el
boyero. Se manifiesta a ellos, pero no sin antes probarlos nuevamente.
A renglón seguido les dice quién es. «Yo soy», y les muestra la cicatriz.
Les pide ayuda para acabar con los pretendientes, y les promete cuatro
dones: mujer, casa, riquezas y fraternidad.

«Él en casa está ya, soy yo mismo: sufriendo mil males


he llegado el vigésimo año a la tierra paterna
y hete aquí que a vosotros no más de los siervos que tuve
deseosos hallé de que yo regresara; de todos
los demás a ninguno he oído pedir por mi vuelta.

– 169 –
Así, pues, os diré la verdad como habrá de cumplirse:
si algún dios por mi medio da muerte a los nobles galanes,
buscaré esposa a ambos, tendréis hatos propios y casa
muy cercana a la mía; seréis para mí en adelante
como amigos y hermanos del mismo Telémaco. Ahora
voy a daros la prueba palpable de aquello que os digo»
(Odisea, XXI, 207-217).

Muestra la cicatriz de su pierna, y rememora cómo se la había he-


cho en el monte Parnaso, en la caza del jabalí, con sus tíos, los hijos de
Autolico, su abuelo. La palabra es el medio para manifestar la verdad,
pero precisamente por eso también ella hace posible la mentira. Por eso
la palabra no es suficiente. Ulises lo sabe, y en consecuencia recurre a
otro tipo de identificación, la antigua herida.
Después de observar la cicatriz, se abrazan y se besan llorando,
y se habrían demorado si Ulises no hubiera reaccionado con urgencia
dándoles instrucciones para la venganza.

«Basta ya de sollozos y llanto —les dijo— no sea


que alguien salga y, al vernos, se vuelva a contarlo a los otros;
y hay que entrar uno a uno, no todos a un tiempo, yo mismo
el primero, vosotros después, y escuchad mi consigna.
Sé muy bien que ninguno entre tantos ilustres galanes
va a querer que me entreguen el arco y la aljaba: tú, empero,
noble Eumeo, atraviesa la sala y ponlo en mis manos.
Luego ve a las mujeres y diles que cierren las puertas
bien labradas que paso les dan al salón...»
(Odisea, XXI, 228-236).

Entran de nuevo en la sala con breves intervalos de tiempo para no


levantar sospechas. Entretanto, los pretendientes continúan la competi-
ción. Por el momento todos han fracasado. Tras cada intento vuelve el
vencido a su sitio, y dirige unas palabras a los demás.
Necesitan dar alguna explicación, justificarse porque después de
cada fracaso es necesario interpretarlo o elaborarlo, para integrarlo en
lo que cada uno es. También esto es una experiencia arquetípica. Cada

– 170 –
derrota o cada fracaso modifican lo que uno es en cierta manera, y lo
mismo ocurre con el triunfo, ninguno permanece el mismo después de
ellos, y tiene que intentar, en público, una nueva comprensión de sí
mismo, que ha de ser corroborada por los demás.
Antinoo, a la vista del fracaso de todos los anteriores, propone di-
latar la prueba para el día siguiente. Tal vez por cobardía, tal vez sim-
plemente por dar tiempo al tiempo. Continúan comiendo y bebiendo, y
una vez que todos están hartos, Ulises, en un acto provocativo, insolen-
te, impropio de un mendigo, propone intentarlo él.

«Escuchad, los que aquí pretendéis a la más noble reina,


lo que el alma en el pecho me impulsa a decir; y entre todos
hago a Eurímaco el ruego y a Antinoo, divino en figura,
ya que éste os acaba de dar el juicioso consejo
de cesar en el tiro y dejar lo demás a los dioses,
pues mañana uno de ellos dará la victoria a quien quiera.
Pero, ¡ea!, entregadme a mí el arco, que aquí ante vosotros
haga prueba de brazos y fuerzas y vea si conservo
la pujanza de antaño en mis miembros flexibles
o puso fin a todo mi vida errabunda y la falta de cuidos»
(Odisea, XXI, 275-284).

Provoca el asombro y la indignación de todos porque tal dispara-


te les ofende. Antinoo amenaza con mutilarle de la misma forma que
había amenazado antes a Iro, al cual envió después al rey Epeto a que
lo castrara. Penélope, la reina, interviene en ese momento a favor de su
huésped. Si el mendigo quiere, puede probar, ya que de ninguna mane-
ra pretende casarse con ella, ni ella consentirá tal disparate. El huésped
es fuerte, y si gana, lo premiará con túnica y vestido como trofeo.
Se dispone Eumeo a llevar el arco a Ulises, pero la voz de Antinoo
le retiene, se lo prohíbe. Telémaco a su vez, en tono imperativo de au-
toridad legítima, ordena que se lo entregue.

«Chache, sigue hacia allá con el arco o sabrás bien aprisa


que no es bueno hacer caso de todos: a ver si hasta el campo
te persigo a pedradas aun siendo más joven, que en bríos

– 171 –
bien te gano. ¡Ojalá de ese modo ganara en la fuerza
de los brazos a tantos galanes que llenan mis salas!
Si así fuera, bien pronto que a alguno forzara a marcharse
de mi hogar, pues me están entre ellos tramando desgracias»
(Odisea, XXI, 369-375).

La voz de mando tiene una especie de magia que vincula y obli-


ga. Tiene poder. Por qué obliga, a qué obliga y a quiénes es la pre-
gunta por el deber y la legitimidad, que plantea la cuestión ética y
metafísica en el plano de la convivencia ordinaria, en el plano en
que la describen la psicología y la sociología. Eumeo entrega el arco
al mendigo mientras uno de los galanes le amenaza. Su orgullo no
puede sufrir la competencia en un plano de igualdad con un ser tan
inferior a su condición como es la de un mendigo anciano.
El extranjero toma el arco. Sus manos muestran agilidad y des-
treza, tanta que tiemblan las rodillas de muchos de los presentes. En
ese momento Zeus desde el cielo envía una señal, un trueno se deja
oír con gran fuerza. El mendigo tensa el arco, dispara, y la flecha,
pasando por los ojos de las doce hachas, llega al blanco. Se vuelve
hacia Telémaco, que se ciñe la espada y en un instante se coloca jun-
to a su padre. La lucha ha comenzado.

2. Venganza y reivindicación de lo propio.

La venganza es la aniquilación de lo que impide la justicia, y,


por tanto, su reinstauración, que es lo que ahora realiza Ulises.
Ha llegado el momento largamente esperado. Cuando la justi-
cia se cumpla, podrá estar seguro de haber llegado, de haber recupe-
rado su casa, sus bienes, su patria, y seguro de poder conservarlos.
Ya no necesita contener más su cólera, puede dejarla suelta, pero
antes invoca la ayuda del dios Apolo, consciente de la dificultad de
su propósito. Dispara después, antes que a ningún otro, a Antinoo,
que cae muerto allí mismo.
Ninguno de los presentes se ha percatado aún de la identidad
del mendigo, y por eso, atónitos le amenazan con darle muerte. Las
miradas de los pretendientes se dirigen a las paredes donde colga-

– 172 –
ban las armas. No están, pero hasta ese instante en que las necesitan,
no han caído en la cuenta.
Para el héroe ha llegado el momento de la verdad, de decir
quién es, y también la hora de la justicia.

«¡Perros viles, que ya os figurabais que yo nunca habría


de volver de la tierra de Troya y estabais por eso
devorando mi casa, os llevabais al lecho a mis siervas
y a mi esposa asediabais estando yo en vida, sin miedo
de los dioses que habitan el cielo anchuroso o cuidado
de futuras venganzas por parte de hombres! Ya ahora
prisioneros a todos os tiene la muerte en sus lazos»
(Odisea, XXII, 35-41).

Está dispuesto a matar a todos. Matar es la única acción justa, lo


único que cabe. La venganza, «la vindicatio», es aquí un momento de la
justicia. Dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, lo que merece.
La aniquilación es lo que corresponde a cuantos violan la justicia de un
modo tan impío para con los dioses y tan inhumano para con los hom-
bres. Atenea acude en ayuda de su protegido, que ya ha abatido a unos
cuantos cuando Eurímaco invoca su misericordia.
Si es verdad que él es Ulises tiene derecho a reclamar lo suyo. To-
dos ellos han obrado injustamente, pero por incitación de Antinoo, que
yace en el suelo ya sin vida. Él es el culpable, y ha pagado. La venganza
ya se ha cumplido, y puede haber perdón para los demás, puede haber
misericordia. Están dispuestos a satisfacer con sus bienes todo lo que
le deben hasta que el alma de Ulises esté satisfecha; sufrirán sin quejas
su ira. Desean que les deje sus vidas. Pero las exigencias de la justicia
y la cólera lo impiden, y Eurímaco muere el siguiente atravesado por
otra flecha.
Al lado de Ulises luchan Telémaco y los dos criados. Han cerra-
do las puertas de la sala para que ninguno pueda escapar. Telémaco
advierte a su padre que necesitan más armas y escudos, y lanzas para
cuando se terminen las flechas. Telémaco sale a por ellas y vuelve con
escudos, yelmos y lanzas para los cuatro. Mientras, los pretendientes

– 173 –
intentan conseguir también armas, y la ayuda de Melantio, que conoce
bien la casa y les trae armas de la sala del tesoro.
Las piernas de Ulises tiemblan cuando advierte que los preten-
dientes aún con vida están armados y se lo dice a Telémaco. El joven,
que sospecha lo sucedido, descubre en ese momento al cabrero que
completa su tarea. Ulises ordena a Eumeo que lo siga y lo atraviese.

«Ahora vas a quedarte, Melantio, velando en la noche


y acostado en el lecho mullido que bien te mereces;
que la aurora de trono de oro, al salir de las ondas
del océano, te acuerde la hora en que llevas tus cabras
al palacio a abastar el festín de los nobles galanes»
(Odisea, XXII, 195-200).

La lucha se hace más encarnizada, pues los pretendientes estan


armados y son muy superiores en número. Atenea acude adoptando la
figura de Mentor y Ulises, que la reconoce, cobra ánimo y le pide que
le obtenga de nuevo los favores de antaño. Los pretendientes también
advierten la clase de ayuda que Ulises recibe, y le gritan que pagará
cara su intervención.

«Ten cuidado, Mentor, no te lleven los dichos de Ulises


a luchar con nosotros prestándole ayuda, que es éste
nuestro plan y tendrá, te aseguro, cabal cumplimiento:
una vez que acabemos con ellos, el padre y el hijo,
tú también serás muerto a su lado según lo que ahora
te propones hacer. Pagarás con tu propia cabeza.
Vuestras furias haremos cesar con el filo del bronce;
con los bienes de Ulises después reuniremos los tuyos
cuantos hay en los campos o tienes aquí; ni a tus hijos
dejaremos vivir en sus casas; tampoco a tu esposa
ni a tus hijas andar por las calles de Ítaca»
(Odisea, XXII, 213-223).

Atenea enardece a Ulises para que pelee con bravura, recordán-


dole sus hazañas ante los muros de Troya. El combate justiciero lo pro-

– 174 –
tagonizan juntamente la diosa y el hombre. La misma acción tiene dos
actores, y cada uno de ellos la ve y la entiende de modo diverso.
Los guerreros que quedan en la sala lanzan sus picas por si alcan-
zan el blanco, pero Atenea las desvía de su objetivo. Ulises y Telémaco,
ayudados por Eumeo y Filetio, responden al ataque y consiguen termi-
nar con sus contrincantes. Leodes, un superviviente, se acerca hasta las
rodillas de Ulises, y se acoge a él como suplicante, pero el héroe no le
perdona.

«A tus plantas estoy, noble Ulises; respeta mi vida,


ten piedad, que yo nunca a ninguna mujer en tu casa
dije o hice una ofensa: antes bien, a los otros galanes
procuré disuadir cada vez que intentaban tal cosa
sin lograr retraer de maldades sus manos. Por tales
desafueros aquí han alcanzado su negro destino.
Y ahora yo que su arúspice era, del todo inocente,
¿también voy a morir? ¿No tendrá el buen obrar recompensa?»
(Odisea, XXII, 312-319).

Aquí la justicia heroica aparece un tanto rígida. Es el rigor excesi-


vo y la cólera lo que hacen que Ulises desoiga a un suplicante. Femio,
el cantor, duda si hacer eso mismo, abrazarse a las rodillas de su amo, o
salir al patio sin ser visto, y opta por lo primero. En esta actitud le dice
a Ulises que él se ha visto obligado a cantar para amenizar a los galanes,
en contra de su voluntad. Telémaco intercede a su favor.

«Tente, padre, y aparta tu espada de un hombre sin culpa;


y aun habrá que salvar al heraldo Medonte, que estuvo
al cuidado de mí en nuestra casa cuando era yo niño,
si es que no lo han matado el porquero o Filetio o contigo
se topó cuando ciego de furia cruzabas la sala»
(Odisea, XXII, 356-360).

Es hombre sin culpa, y nadie debe mancharse matando a un ino-


cente, nadie debe cometer esa injusticia. Telémaco pide a su padre que
se abstenga también de matar a Medonte, y éste, al oír que solicitan su

– 175 –
indulto, sale de donde está escondido. Ulises sonríe e indulta a ambos.
Se ha consumado ya la venganza. Ninguno de los pretendientes queda
con vida. Se ha hecho justicia.
Deben hacerse ahora los ritos de la purificación: el héroe manda a
Telémaco a por Euriclea, que mantenía encerradas en las salas de arriba
a todas las sirvientas, cosa que el joven cumple.

«A ti digo, la dueña antañona que estás al cuidado


de las mozas que sirven aquí en nuestras casas, ¡alerta!
Ven acá, que mi padre te llama, pues tiene que hablarte»
(Odisea, XXII, 395-397).

Entra en la estancia Euriclea, ve a su amo cubierto de sangre, con


terror en los ojos y semejante a un león, los cadáveres de los pretendien-
tes por el suelo, y entonces una inmensa alegría la invade. Se da cuenta
de la magnitud de la hazaña llevada a cabo por su señor, y exulta de
gozo. Pero él la reprende.

«Goza dentro del pecho, ¡oh anciana!, mas tente y no grites,


que no es bueno ufanarse por muerte de hombres: el hado
de los dioses domólos y a un tiempo sus hechos crueles,
porque no respetaron jamás a varón en la tierra,
fuese noble o ruin, si por caso llegaba hasta ellos.
Por tamañas locuras cumplieron su triste destino.
Pero, ¡ea!, di tú de las siervas que tengo en mi casa,
cuáles me han deshonrado y qué otras quedaron sin culpa»
(Odisea, XXII, 411-419).

Quiere saber cuáles de sus criadas no han guardado lo que era


suyo y se han dado a los pretendientes, sin respetar ni a Penélope ni a
ella, y la nodriza le responde que son doce de las que se encuentran en
el palacio. Quiere avisar a Penélope, que duerme en sus habitaciones,
pero Ulises le pide que lo deje para después de completar la venganza.
Ordena a los criados y Telémaco que den muerte a las sirvientas traido-
ras y que traigan azufre para purificar la sala.

– 176 –
Telémaco apunta que las muchachas no merecen morir honrosa-
mente, por la espada, sino en la horca.

«No daré yo, en verdad, muerte noble de espada a estas siervas


que a mi madre y a mí nos tenían abrumados de oprobios
y pasaban sus noches al lado de aquellos galanes»
(Odisea, XXII, 462-464).

Hay muertes honrosas y muertes deshonrosas, que corresponden


al bien y al mal que se ha realizado en la vida, y, por tanto, a lo que cada
uno es cuando muere. Tanto por unas como por otras, tiene sentido la
purificación, los ritos que expresan que la muerte, aunque sea un cas-
tigo merecido, es algo que excede el poder humano tanto como el de
dar la vida.
Cumplidos los encargos, Melantio, que había sido apresado por
Eumeo cuando iba a traer armas para los pretendientes, es mutilado en
el patio y sus trozos arrojados como comida a los perros. Termina así
el canto veintidós con la aniquilación de los pretendientes y la toma de
posesión de la casa y los siervos. Lo siguiente es el reconocimiento de
Ulises por parte de Penélope.

3. Ulises y Penélope. Reconocimiento conyugal.

Después de haber cumplido con lo prescrito, el héroe manda a Eu-


riclea a avisar a Penélope, que continúa dormida. La criada despierta
gozosa a su ama y le refiere los acontecimientos, pero ella no la cree y
piensa que ha perdido el juicio.

«¡Ay, buen ama! Los dioses, se ve, te han dejado sin juicio,
altos dioses que suelen hacer del más cuerdo un gran loco
y al mayor insensato meter en cordura: son ellos
los que te han trastornado, que bien asentada eras antes.
¿A qué viene el burlar a quien ya lleva en sí tantas penas?
¿Por decirme estas cosas me sacas del plácido sueño
que cerrando piadoso mis ojos me había subyugado?
Porque nunca he dormido tan bien desde el tiempo en que Ulises

– 177 –
se partió a la maldita Ilión que aun de nombre aborrezco.
Anda, pues, vete al punto allá abajo y estáte en la sala,
que si alguna otra sierva de casa me hubiera anunciado
estas cosas que tú me anunciastes robándome el sueño,
poco hubiese tardado en salir despedida en mi enojo
fuera de estos palacios. A ti la vejez te disculpa»
(Odisea, XXIII, 11-24).

Es tal la insistencia de la criada que Penélope, sin dar mucho cré-


dito, pregunta cómo se ha llevado a cabo la venganza. Euriclea cuenta
lo que sabe, que no es mucho, pero tampoco importa: el asunto es que
ha visto a los muertos.

«La discreta Penélope entonces repuso a la vieja:


“Ama mía, no exultes aún con tal júbilo; sabes
con qué amor le veríamos llegar aquí todos, yo misma
más que nadie y conmigo aquel hijo que al mundo trajimos;
pero no es esa historia verdad según tú la refieres:
fue sin duda algún dios quien mató a los galanes, airado
por su odiosa insolencia y sus hechos infames, pues nunca
respetaron a un hombre entre tantos que pisan la tierra,
fuese noble o ruin, que por caso llegase hasta ellos.
Tal locura les trajo su mal, pero Ulises perdidos
tiene a un tiempo bien lejos de Acaya el regreso y la vida”»
(Odisea, XXIII, 58-68).

La anciana está completamente segura de su propio testimonio,


vio la cicatriz, la tocó, y no puede dudar de una señal tan segura. Como
no puede dudar Tomás, en el relato del Nuevo Testamento, después de
haber tocado con su mano la herida del costado de Cristo. Con todo,
Penélope no puede creerla, pues hay cosas para las que no sirve el tes-
timonio de otros.

«No es sencillo, ama mía querida, entender los designios


de los dioses eternos por más sabedor que se sea;

– 178 –
mas vayamos con todo a mi hijo, vea yo con mis ojos
esos hombres que han muerto y a aquel que ha acabado con ellos»
(Odisea, XXIII, 81-84).

Acude personalmente a la estancia para hablar con su hijo, se en-


cuentra frente a frente con el mendigo, y se queda parada y muda. Lue-
go se sienta, pero a distancia de él. Telémaco rompe el silencio, y le
reprocha a ella su dureza. La reina tiene sus motivos y su respuesta. Si
alguien es Ulises, ella sabrá reconocerlo, hay señales y acontecimientos
que sólo ellos saben. El héroe se sonríe. Aún le queda mucho por hacer
en el ámbito familiar, privado, y en el social, en la vida pública. Pide al
hijo que les deje solos, y que vaya preparando lo necesario para hacer
frente a las familias de los pretendientes, que clamarán venganza cuan-
do se enteren de la muerte de los suyos. Debe permitir a Penélope que
le someta a prueba.
Se quedan el mendigo vengador y la reina frente a frente: la astu-
cia de la mujer frente a la astucia del hombre. Otra vez la barrera del
silencio. El hombre la rompe reprochando a la mujer su dureza.

«No te entiendo, mujer. Los que habitan las casas olimpias


duro pecho te han dado entre todas las hembras: ¿qué otra
renunciara, oprimiendo su alma, a acercarse a un esposo
que ha llegado hasta ella sufriendo incontables dolores
y después de faltar veinte años regresa a su patria?
Mas prepara mi cama, Euriclea, que duerma aunque solo:
¡corazón como el hierro de duro se alberga en su pecho!»
(Odisea, XXIII, 166-172).

Penélope ordena que le hagan la cama a su esposo en su alcoba,


que coloquen el armazón y luego lo revistan de pieles y colchas, y de
ese modo pone a prueba al extranjero.

«[...] mas hete que Ulises


irritado le dijo a su esposa, la fiel y discreta:
“Oh mujer! Lo postrero que has dicho es lo más doloroso:
¿quién mi lecho cambió de lugar? No era cosa hacedera

– 179 –
ni por un buen experto a no ser que algún dios en persona
con su solo querer trasladáralo a algún otro sitio.
Ningún hombre viviente y mortal ni en su edad más lozana
removido lo hubiera: tenía la labor de aquel lecho
su secreto y su marca y lo hice yo mismo y no otro”»
(Odisea, XXI, 183-189).

Él mismo lo había construido fijo, sobre el tronco de un olivo situa-


do en un atrio. Mandó cubrir allí la sala para hacer su alcoba nupcial.
Él mismo terminó la labor con detalles de marfil, plata y oro sobre el
tálamo, de manera que difícilmente podía ser cambiado de sitio, a no
ser por el que lo construyó. La reina se estremece. El extranjero ha supe-
rado la prueba, es Ulises. Él, el hombre, es quien cumple la función de
construir la casa y el lecho, él es el principio del ámbito familiar.
Penélope llora y se abraza a su esposo, segura de que es él. Pide
perdón por su desconfianza, que se debe a que no quería ser engañada
por nadie. Sabe que muchos han maquinado perfidias, sabe que la in-
fidelidad de Helena llevó a la guerra a los troyanos, y ella ha luchado
y sufrido procurando que nadie la engañe. Se abrazan llorando y así
permanecen mucho tiempo. Ha llegado el momento de la verdad y de
deleitarse en el amor, y se cuentan sus aventuras, pues el deleite se re-
fiere al amor y a la palabra. Ulises le cuenta toda la verdad a Penélope,
se entrega del todo, con un cierto sentido escatológico, y le refiere los
males que le quedan por padecer según las palabras del adivino Tire-
sias. Penélope prefiere que se lo diga ahora, pues quiere estar a su lado.

«Pero Ulises, el rico en ingenios, le dijo en respuesta:


“¡Desdichada! ¿Por qué tal afán de saber e instigarme
a decirlo? Mas, bien, lo diré sin dejarme atrás nada,
aunque sé que no te ha de alegrar ni yo mismo tampoco
sienta en ello placer: me mandó recorrer los poblados
de los hombres mortales llevando en las manos un remo,
hasta hallar una gente ignorante del mar que gustado
nunca hubiera comida salada y que no conociese
ni las naves de flancos purpúreos ni el uso de remos
de expedito manejo que el barco convierte en sus alas”»

– 180 –
(Odisea, XXIII, 263-272).

El hombre, el anciano mendigo, el extranjero, relata todas sus


aventuras a la mujer, y ante ella va apareciendo quién es él realmente.
Ulises, el arquetipo de humano varón, es tal precisamente en referencia
al arquetipo de humana mujer, Penélope, y viceversa. Para cada uno la
existencia y la identidad propia sólo se concibe y se realiza en función
del otro, aunque esa respectividad recíproca no es en modo alguno si-
métrica, sino complementaria.
La existencia de Ulises, como toda existencia humana, consiste en
salir de sí, de su casa, de su familia, donde todavía no es nadie o no es
nada porque no ha hecho nada: no ha llevado a cabo acciones por las
que se le pueda calificar y en las que se hayan manifestado en el orden
existencial sus cualidades esenciales personales.2 Pero el «salir de sí» de
Ulises no tiene las mismas características que el de Penélope, aunque la
existencia de ambos tenga, en el momento inicial de su despliegue, la
misma indeterminación.
Ulises sale de sí abandonando su familia y su casa para recorrer el
mundo y medirlo con sus plantas, lo cual cumple realizando acciones
bélicas, técnicas, eróticas y diplomáticas en las que se ponen de mani-
fiesto y se prueban sus cualidades psicológicas, sus principios éticos y
sus creencias religiosas. La actividad del humano varón son la guerra,
la invención y la producción técnica, la relación erótica con la mujer que
le seduce, y la relación política hostil o amistosa con los hombres y hé-
roes con quienes se va encontrando. El objetivo que preside el conjunto
de sus actividades (vale decir, la finalidad de su existencia) es volver a
casa, a su familia, a Penélope, que es la fuente de su profunda nostalgia.
Ulises consigue su objetivo, y ello significa que su vida está «salvada»:
no queda como un conjunto de actividades dispersas y perdidas, sin
que nadie las recoja y les dé unidad y continuidad, sin que nadie se
beneficie de ella heredándola y haciéndola fructificar. Ulises alcanza
su objetivo y, de esa manera, consigue reunirse consigo mismo y per-
manecer cabe sí incluso más allá de su muerte. Pero lo alcanza sólo me-

2. Ahora se sigue la exposición de J. Choza en Antropología de la sexualidad, Rialp,


Madrid, 1991, pp. 116-122.

– 181 –
diante el reconocimiento de los demás, y especialmente de Penélope:
sólo en ella se reúne Ulises consigo mismo porque sólo en ella alcanza
verdaderamente su identidad.
No se trata de que Ulises, el hombre (varón) sepa en todo momento
quién es él. Puede olvidarse de su casa y de los suyos por ingerir la «flor
del olvido», puede concentrarse en la satisfacción de las necesidades
inmediatas y ser convertido en cerdo, y puede ser seducido por el canto
de las sirenas y quedar destruido por aquello que le fascina. Se trata de
que, aunque mantenga su memoria de sí, su principio de identidad, ya
sea de modo continuo ya de modo intermitente, eso que ha hecho, que
ha vivido y que sabe de sí, ha de ser acogido, reconocido por la persona
o personas para quienes en último término ha sido hecho, es decir, por
la persona o personas a las que, ya desde el principio, pertenecía de un
modo muy particular la propia vida, a saber, la mujer y los hijos.
El único ámbito adecuado para la existencia de un ser personal es
la intimidad de otro ser personal, pero el único modo de entrar en ella
es el reconocimiento (que ha de ser siempre recíproco). No se trata de
que el hombre no pueda vivir solo en los términos en que Aristóteles lo
decía.3 Se trata de que no puede ser constituida una subjetividad como
una sola persona. Y por eso es por lo que el hombre no puede vivir solo.
Si él es el único que sabe de sí, no puede tener ninguna certeza de que
lo que sabe es real.4
Lo que Ulises sabe de sí no le pertenece a él solo porque él mismo
no se pertenece en exclusiva a sí mismo y tampoco se quiere en exclu-
siva para sí mismo. Por eso lo que él ha vivido es preciso que sea re-
validado por Penélope mediante el reconocimiento. Ulises sólo puede
existir como rey de Ítaca y destructor de Troya, y esposo de Penélope, si
le reconoce como tal la reina. Si no, podría vivir en Ítaca, pero no como
rey; podría vivir como un don nadie, es decir, completamente alienado.

3. «El que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia,
no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios», Aristóteles, Política, I, 2; 1235 a
27-29.
4. Para la crítica del conocimiento privado, del lenguaje privado y, en general, del
solipsismo, cf. E. Tugendhat, Autoconciencia y autodeterminación, F.C.E., México, 1993,
caps. 1 a 3.

– 182 –
Todo varón puede vivir como «rey» de su casa si le reconoce como
tal su «reina»; de otro modo puede vivir como un extraño, como un
huésped, etc., o, si insiste en sus pretensiones, puede ser destruido sim-
plemente, que fue la suerte de Agamenón. Agamenón era el vencedor
de Troya y el esposo de Clitemnestra, pero como Clitemnestra no le
reconoció cuando llegó a su casa, a partir de su llegada no fue nadie.
Ése fue el homicidio que perpetró la esposa.
Penélope, por el contrario, reconoció a Ulises, y con ello le salvó la
vida, pero de ese modo se salvó también a sí misma, pues su existencia
era inicialmente tan indeterminada y tan pobre como la de Ulises, y
también tenía que ser desplegada mediante su salir de sí. Pero el salir
de sí de Penélope es diferente del de Ulises, porque ella sale de sí no
abandonando su casa, sino quedándose en ella. Es el punto que perma-
nece constante, al menos espacialmente, y que por eso sirve de referen-
cia a Ulises: solamente se puede volver a lo que está, a lo que queda, a
lo que no desaparece.
Penélope sale de sí quedándose en su casa, y desarrollando en ella
unas actividades técnicas artesanales, económicas (en el sentido griego
de «economía doméstica»), educativas y políticas (gobierno domésti-
co), y defendiéndose del asedio de los pretendientes, que insisten para
que ella acceda a ser, con uno de ellos, el principio formalizador de
un nuevo ámbito sociofamiliar. Y en el desempeño de estas tareas se
ponen de manifiesto sus cualidades psicológicas, sus principios éticos
y sus creencias religiosas. Las actividades que desempeña Penélope no
son las mismas que las de Ulises. Las cualidades psicológicas que pone
de manifiesto y que constituyen su identidad, que la hacen ser la mujer
que es, son también diferentes. Y los principios éticos y las creencias
religiosas, aunque en parte sean las mismas que las de Ulises, pues per-
tenecen a su mismo universo ético-religioso, son vividas por ella según
su peculiar carácter y situación.
Los dos habían partido juntos desde cero, desde su nada biográfica
o desde su pobreza existencial, para constituir un ámbito sociofamiliar
en el que poder vivir ellos y en el que dar vida a otras personas. Es la
unidad de ambos lo que constituye el principio formalizador, la forma,
que da el ser a la nueva realidad sociofamiliar. Pero Ulises se ausenta
y Penélope sola no tiene suficiente eficiencia formalizadora. La casa, el

– 183 –
reino, se desformaliza, lo que significa que pierde su forma y que entra
en una deriva caótica.
El sufrimiento de la esposa proviene de que el esposo se ha au-
sentado y de que, por lo tanto, no es capaz de dominar el caos. Y la
duda que le asalta, después de mucho tiempo así, es la de si debe cons-
tituir con otro hombre otro nuevo principio formalizador que dé lu-
gar a otra nueva realidad sociofamiliar viable, estable. Empezar otra
vez, en otra parte, con otra persona, y renunciar al proyecto anterior,
o esperar y mantenerse en el empeño por consumar lo que empezaron
en la plenitud que le es propia. Por supuesto, Penélope podía haber
hecho lo primero, lo cual hubiera significado la cancelación definitiva
de la identidad de Ulises, cuyo fin hubiera sido entonces asimilable al
de Agamenón. Ulises no hubiera tenido dónde volver ni por quién ser
reconocido; no hubiera podido continuar siendo Ulises, se habría alie-
nado; hubiera tenido que aprender a ser otro, si es que podía. Pero es
que Penélope tampoco hubiera salvado la integridad, la identidad de
su vida. Ella no podía dejar de ser lo que ya había sido; le había pertene-
cido y le seguía perteneciendo la vida de Ulises y la de Telémaco. Podía
abandonar todo eso, pero la vida de ella que se había invertido en eso
seguiría invertida ahí. Para Penélope, empezarse ella sola en un nuevo
comienzo significaba una amputación de su vida, pero mantenerse en
la espera podía significar la inversión en baldío de cuanto le quedaba
de existencia.
Penélope opta por esperar a Ulises sin ninguna garantía de que
fuera a regresar. Invierte arriesgando toda su existencia a la inutilidad.
Y gracias a eso Ulises logra reunirse del todo consigo mismo y ella tam-
bién.
Ulises obtiene el reconocimiento por parte de Penélope, pero ello
les supone un gran esfuerzo a los dos. Ulises se ha realizado a sí mis-
mo ausente de Penélope, y vuelve a ella rico, cargado de botín, pero
con la condición de un mendigo. Y efectivamente, mendiga ante ella
el reconocimiento. A lo largo de su existencia no ha dudado nunca de
su realidad regia, pero al llegar ante Penélope disfrazado de mendigo
experimenta que realmente es un mendigo: que si ella no le reconoce
y no le acoge en su casa no tiene dónde depositar su botín, la riqueza
existencial que ha acumulado, lo que él ha llegado a ser y es.

– 184 –
Ulises sospecha que el reconocimiento y la acogida pueden ser
problemáticos. Él no tiene problema para reconocer a Penélope, porque
ella, la casa, es lo estable, lo permanente. Y ella tampoco tiene proble-
mas de autorreconocimiento: porque los familiares, los criados y los
pretendientes siempre la han reconocido como la reina, como el lugar
del comienzo y el eje de la preservación del ámbito sociofamiliar, y por-
que ella siempre les ha reconocido a todos como dependientes de su
función y de su entidad de reina. Por supuesto, durante los años de
ausencia de Ulises, Penélope ha cambiado, pero ella no ha cambiado
ausentándose de la familia, sino permaneciendo junto a ella. Por eso, el
único que no sabe cuánto ha cambiado y cómo es ahora es Ulises, que
sí se ausentó de ese ámbito de intimidades y se ha realizado fuera de él.
A Penélope los años de soledad y de incertidumbre sobre la vuelta
de Ulises, los años de esfuerzo por mantener una fidelidad que carece-
ría de sentido si el regreso no se produjera, los años de sufrimiento por
haberse ausentado el esposo amado, la han hecho desconfiada, recelosa
y en cierto modo dura respecto del objeto mismo de su esperanza. No
cree que sea realmente Ulises el que ha vuelto y ella tiene delante. Pero
es que esa desconfianza y dureza ha sido la única garantía de la fide-
lidad efectiva: aceptar como rey a un hombre que no fuera trealmente
Ulises hubiera significado la cancelación de su fidelidad. Penélope tie-
ne que probar al mendigo que le suplica; el reconocimiento no puede
ser gratuito.
El procedimiento que Ulises tiene para obtener el reconocimiento
es reproducir ante ella, verbalmente, todo lo que él ha hecho y ha vi-
vido ausente de ella, de forma que, en cierto modo, ella pueda vivirlo
también y por lo tanto incorporarlo a su vida. Pero no basta con eso. Lo
que ha vivido ausente de ella hay que conectarlo, con una continuidad
inequívoca, con lo que vivió estando y siendo junto a ella, cuando eran
los dos una sola carne, e incluso con lo que él vivió antes de unirse a
ella.
El episodio de la descripción del lecho nupcial constituye la prue-
ba de que, realmente, este hombre que mendiga el reconocimiento de
su esposa es el que fue con ella una sola carne. Ulises logra que se le
atribuya a él en exclusiva y en concreto un acto que, en abstracto, es
completamente general; y lo que le permite lograrlo es lo que hace po-

– 185 –
sible la unidad y la continuidad de la intimidad suya y la de Penélope
en referencia a la exterioridad, a saber, la memoria.
Por otra parte, el episodio de la cicatriz dejada por la herida que
un jabalí le causó durante su infancia constituye la prueba que permite
conectar, en continuidad inequívoca, lo que realmente es ahora el varón
mendigo con lo que fue cuando empezó su casa y con lo que fue antes
de empezarla. Al hombre se le reconoce y se le identifica por donde se
ha roto, especialmente si la fractura fue presenciada. Para esto están los
símbolos, y especialmente el antropou symbolon.
A Penélope le cuesta reconocer a Ulises porque la fractura produ-
cida en la unidad de ambos, al arrancarse, al ausentarse Ulises de ella,
no tiene los mismos bordes: el tiempo los modifica. Ulises ha crecido
mucho (se ha enriquecido existencialmente), y no puede depositar su
intimidad, ahora agrandada, en la intimidad inicial de Penélope porque
no cabe. Pero la intimidad de Penélope se ha dilatado también; el tiem-
po y los sufrimientos le han desgastado los bordes y le han producido
nuevas honduras. Por eso a Ulises le resulta extraña la dureza de ella (le
cuesta trabajo reconocerla), pero precisamente por eso ella puede ahora
acogerlo a él, reconocerlo. Ella también se ha enriquecido existencial-
mente. Cada uno tiene ahora suficiente experiencia de la soledad, del
sufrimiento, y es capaz de comprender el sufrimiento ajeno. Es decir,
ahora, y sólo ahora, es cuando realmente pueden hacerse compañía y
comunicarse, si cada uno transfiere al otro verbalmente su vida, por-
que ahora es cuando hay mucho que transferir y mucho que comuni-
car: dos enriquecimientos existenciales que se hacen recíprocos.
Penélope reconoce a Ulises y con ello salva su intimidad, su vida
y su cuerpo de la dispersión. Pero de ese modo se salva también a sí
misma, su intimidad, su vida y su cuerpo, de una inversión en nada,
de una referencia a un final que no acontece.
Carece de sentido cuestionar si resulta más arduo obtener el reco-
nocimiento mendigándolo u otorgarlo a quien lo mendiga, porque hay
demasiada heterogeneidad entre los dos polos de la relación (la asi-
metría resulta ahora muy patente). Lo que resulta claro es que no hay
riqueza actual en quien lo pretende hasta que lo ha obtenido, ni la hay
en quien lo otorga hasta que efectivamente lo hace: o se enriquecen en
la unidad de los dos o no se enriquece ninguno.

– 186 –
Si los mitos tienen un valor permanente por encima de todo tiem-
po y lugar, podría ser que las figuras de Ulises y Penélope expresaran
en términos de arquetipos la especificidad de lo masculino y lo feme-
nino en su condición de unidad matrimonial.
Platón, al final de la República, refiere por boca de Er, hijo de Ar-
menio, cómo las almas de los hombres y los héroes muertos, después
de juzgadas, eligen para reencarnarse el cuerpo y la vida de un hom-
bre o de un animal, en consonancia con el tipo de vida que han llevado
en su anterior encarnación. Así, Orfeo elige la vida de un cisne, Ayax
Telamonio la de un león, y Agamenón la de un águila. «Y ocurrió que,
última de todas por la suerte, iba a hacer su elección el alma de Uli-
ses y, dando de lado a su ambición con el recuerdo de sus anteriores
fatigas, buscaba, dando vueltas durante largo rato, la vida de un hom-
bre común y desocupado, y por fin la halló echada en cierto lugar y
olvidada por los otros, y una vez que la vio, dijo que lo mismo habría
hecho de haber salido (su alma) la primera (en el sorteo), y la escogió
con gozo.»5
Ulises elige para sí la vida de un hombre porque él es el hombre
y lo que quiere es ser precisamente un hombre. Por eso ya en vida re-
chazó la propuesta de la ninfa Calipso de hacerlo inmortal si se casaba
con ella: él era un mortal, casado con una mortal, y con quien tenía
que volver para ser siempre sí mismo era con Penélope. Pero ¿es que
acaso la vida que Ulises elige, la de un «hombre común y desocupado»
es diferente de la que antes había llevado? Por muy común que sea un
hombre, y precisamente por serlo, si es hombre, varón, desarrolla su
vida en actividades más o menos bélicas (la lucha por la vida, por ga-
narse el pan con el sudor de su frente), técnicas (laborales de cualquier
tipo) y políticas (de relaciones sociales), y eso tensado por el impulso
y el asedio erótico. Y en el ejercicio de esas actividades se ponen de
manifiesto y se configuran sus cualidades psicológicas, sus principios
éticos y sus creencias religiosas.
En una biografía así no falta la experiencia de la soledad y del su-
frimiento, y, en concreto, la experiencia de ausentarse de la intimidad

5. Platón, República, 620 c-d, edición de J. M. Pavón y M. Fernández Galiano, Insti-


tuto de Estudios Políticos, Madrid, 1969.

– 187 –
de la esposa, de salir de casa, de su pobreza existencial, de la pobreza
existencial de ambos. Pero también ésa es la experiencia de la esposa
más común, de Penélope: la de que el varón se ha ausentado de ella,
de su intimidad, y de que la ha dejado sola. Y tampoco falta en la bio-
grafía de un varón común, ni en la de una mujer común, la experiencia
de la lucha por el reconocimiento, ni la experiencia del gozo si el reco-
nocimiento llega a alcanzarse.
Se trata del proceso de individuación del hombre, de cada hom-
bre y de cada mujer, a través de unas experiencias comunes y origina-
rias, arquetípicas. Un proceso por el cual su energía vital pasa desde el
plano físico al plano psíquico, al de la conciencia y la responsabilidad
moral, a lo largo de su historia, de su biografía, y al término de la cual,
si es vivida de un modo sano, correcto, lo que hay es una madurez en
la armonía. Armonía del varón con la mujer, del hombre con la natura-
leza, de las aspiraciones heroicas con la existencia ordinaria y común.
Armonía que es reconciliación de lo ideal con lo que fácticamente hay,
que es la realidad de lo que ha realizado bien.

4. Reencuentro con el padre y reconocimiento. La guerra y la paz finales.

El último canto comienza con la llegada al Hades de los preten-


dientes muertos, chillando como murciélagos (XXIV, 6), conducidos
por Hermes. En el mundo de los muertos está el alma de Aquiles, al
que acompaña un gran número de los que combatieron y murieron en
llión. Se acerca por detrás Agamenón, sumido en profunda tristeza, do-
liéndose por el tipo de muerte que le ha llevado hasta allí, y Aquiles se
compadece de él.

«¡Cuánto fuera mejor que, gozando el honor de tu reino,


alcanzaras tu sino y tu fin en los campos de Troya!
Los argivos en pleno te hubieran alzado una tumba
y un renombre glorioso le hubieras ganado a tu hijo:
¡en verdad te tocó perecer con la más triste muerte!»
(Odisea, XXIV, 30-34).
Desde el otro lado de la muerte aparece la honra de unos tipos de
muerte y la deshonra de otros. Es honrosa y meritoria la de Aquiles, es

– 188 –
deshonrosa y vil la de Agamenón, quien describe los honores que se le
tributaron al primero, propios de un inmortal:

«Nueve Musas cantando por turno con voz melodiosa


entonaron sus trenos: no vieras allá ni un argivo
con los ojos enjutos, que así penetraba aquel canto.
Diecisiete alboradas contamos los hombres mortales
y los dioses sin muerte llorando por ti noche y día.
La siguiente te dimos al fuego y, a un lado y a otro,
muchas pingúes ovejas matamos y bueyes rollizos.
Te abrasabas vestido de dios y aromado de ungúentos
y miel dulce; una tropa de próceres dánaos movíase
numerosa en alardes de infantes y carros en torno
de la pira en que ardías, y alzaban allá gran estruendo»
(Odisea, XXIV, 60-70).

Termina Agamenón de describir las pompas fúnebres que tributa-


ron a Aquiles y vuelve a sus lamentos por la terrible muerte que recibió
en su propio hogar, tramada por su mujer y su amante Egisto.
Hermes se acerca y Agamenón, que reconoce entre los nuevos
muertos a Anfimedonte, que le hospedó en su casa, y le pregunta in-
teresado por el destino que han sufrido, si han muerto a manos de un
dios o en lucha contra los hombres, si combatiendo por riquezas o por
la patria. Anfimedonte le hace un relato verídico de todo lo sucedido,
del tiempo que Ulises faltaba en Ítaca, del asedio de los pretendientes a
su mujer, del engaño de la tela de Penélope, del regreso en oculto, sin
que ninguno pudiera reconocerlo, ni siquiera los que eran más mayo-
res y le habían visto mejor, del disfraz de mendigo con el que llegó al
palacio y de la prueba del arco que urdió de acuerdo con su mujer, su
hijo, y dos fieles criados.

«Al momento se irguió en el umbral, echó al suelo las flechas,


formidable miró alrededor y flechó al noble Antinoo.
A otros muchos después alcanzó con saetas preñadas
de sollozos tirando de frente; hacinados caían
y bien claro se hizo que un dios ayudaba a los otros,

– 189 –
pues corriendo la sala abatían movidos de furia
a los hombres a diestra y siniestra. Se alzaba un gemido
pavoroso al herir de cabezas y el suelo humeaba
todo en sangre. Tal fue, Agamenón, nuestro fin: olvidados
los cadáveres yacen aún en las salas de Ulises»
(Odisea, XXIV, 178-187).

Agamenón se admira del relato, y, más que elogiar a Ulises, alaba


a Penélope, su fidelidad y astucia. Lo que ha hecho es digno de ad-
mirar, y por eso alcanzará fama para siempre. Pero la nefanda acción
de Clitemnestra, su esposa, alcanzará como castigo a todas las demás
mujeres.
No reconocer a alguien es mortal para ese alguien si es que tiene
que vivir en esa intimidad que se niega a otorgar el reconocimiento.
Penélope alcanza la gloria como mujer singular, para ella sola, pero
Clitemnestra la maldición para sí misma y para las demás mujeres.
Mientras tanto, en Ítaca, Ulises llega con su hijo y los siervos a
los campos donde estaba Laertes, su padre, al cuidado de una vieja
mujer siciliana. El encuentro con el padre, de aspecto miserable, es
también ahora el encuentro con la vejez.

«Una vez que lo vio el divinal pacientísimo Ulises


de vejez consumido y tomado de pena, ocultóse
bajo espeso peral y dejó que fluyese su llanto.
Acucióle después en su pecho y su alma el deseo
de llegarse a abrazar y besar a su padre, decirle
cada cosa y contarle su vuelta al país, mas dudaba
si debía preguntarle primero poniéndolo a prueba.
Meditando entre sí comprendió que mejor le sería
tantearlo, ante todo, con unas palabras punzantes
y, con esta intención, acercósele Ulises divino
mientras él cabizbajo, cavaba la tierra a una cepa»
(Odisea, XXIV, 232-242).

Ulises pregunta a Laertes por el campo, y luego quién es, a


quién sirve, y si es Ítaca la tierra que pisa, pues una vez tuvo de

– 190 –
huésped a un hombre de ese país, de noble linaje, que se decía hijo
de Laertes, y se intercambiaron los dones de la hospitalidad. Laertes
da rienda suelta a su llanto y le asegura que está en la tierra de la que
habla, donde mandan ahora hombres insolentes e injustos, mientras
que la persona que busca, su hijo, no vive. A continuación quiere
saber Laertes quién es él, de dónde viene, quiénes sus padres, y el
lugar donde ha dejado su nave.
El recién llegado contesta con una mentira, y después le dice
que a Ulises lo hospedó hacía cinco años. A partir de ese momento,
ninguno puede ya contenerse más: el anciano rompe a llorar amar-
gamente, y Ulises saltando hacia él lo abraza a la vez que le dice:

«Padre mío, heme aquí, soy tu hijo, aquel hijo que buscas,
que tras una veintena de años regreso a la patria;
mas retén ya tus llantos y corta tu flébil gemido
pues te habré de decir —darnos prisa debemos por ello—
que maté a todos esos donceles allá en nuestra casa
castigando su acerba insolencia y sus hechos infames»
(Odisea, XXIV, 321-326).

A Laertes le cuesta creerlo, pues antes ha dudado, al igual que


Penélope, de que Ulises hubiera existido alguna vez. Por eso le pide
señales. El último reconocimiento también cuesta esfuerzo. El héroe
tiene que entrar en una intimidad anciana, desesperanzada, dolorida y
exhausta. Y al entrar se produce el último reconocimiento. El hijo mues-
tra la cicatriz, le recuerda cómo se la hizo, y también los paseos de la
infancia, los frutales y el nombre de cada planta que le había enseñado.
Invoca el anciano a los dioses, pues si se ha hecho justicia sin duda es
que los dioses siguen existiendo.
Dentro de la casa, mientras se prepara el almuerzo, Laertes toma
un baño y Atenea le rejuvenece.
«Entretanto, al egregio Laertes la sierva
siciliana bañó en la mansión y le ungió con aceite,
una túnica hermosa ciñóle después y Atenea
acercándose a él infundió en el pastor de su puebo
más vigor y lo puso a la vista más recio y más alto.

– 191 –
Al salir él del baño, suspenso mirábale el hijo;
parecíale en su aspecto algún dios inmortal...»
(Odisea, XXIV, 365-371).

Atenea ha cumplido una vez más su misión en la búsqueda del


padre, y la tarea del hombre común, del héroe, ha culminado triun-
falmente. Entretanto en Ítaca, la gente, enterada de la muerte de los
pretendientes, se dirige a las puertas del palacio de Ulises al mando de
Eupites, padre de Antinoo, que les arenga para organizar una sedición.

«Gran traición, bien de cierto, este hombre tramó a los saqueos;


muchas fueron las gentes de pro que llevó en sus navíos,
mas perdió con los combos bajeles a toda su tropa
y al llegar aquí ahora mató a los mejores del pueblo
cefalén; pero antes que a Pilos se escape o a Elis
la divina, el país que poseen los bravos epeos,
a su encuentro salgamos. Si no, para siempre abatidos,
aun las gentes futuras vendrán a saber nuestra afrenta
de dejar de este modo a asesinos de hermanos e hijos
sin venganza»
(Odisea, XXIV, 426-435).

Medonte interviene en favor del rey, asegurando que un dios le


ayudó a acabar con los galanes, y Haliterses, un adivino, dice que es la
propia flaqueza de los habitantes la que ha producido tantos males, y
que nadie busque nueva desdicha. Con esto la mayoría se dispersa y en
el ancho cielo Palas interroga a su Padre si continuará la guerra inter-
minablemente o se dispone la paz.

«¿Por qué, oh hija, preguntas e inquieres de mí tales cosas?


¿No ideaste de cierto tú misma el ardid con que Ulises
regresando a su patria tomara venganza de aquéllos?
Obra, pues, como quieras, más yo te diré lo que es justo:
ya que así se vengó de esos mozos Ulises divino,
hagan paces juradas y él siga reinando por siempre.
Procuremos nosotros que olviden aquella matanza

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de sus hijos y hermanos; que vuelvan a amarse entre ellos
como antaño se amaban y abunden de paz y riquezas»
(Odisea, XXIV, 477-486).

Se prepara Palas para acudir nuevamente en ayuda de los Laérti-


das, que tras dar fin al almuerzo, salen a otear si se acercan los enemi-
gos. Al comprobar que vienen a atacarles se visten las armas y salen
a su encuentro al mando de Ulises, mientras Atenea, bajo aspecto de
Mentor, se suma a ellos. El padre y el hijo se emulan para que cada uno
muestre su fuerza. Atenea enardece al anciano Laertes, que dispara su
lanza contra el cabeza de los hombres de Ítaca que allí han acudido,
Eupites, que cayó en tierra.
Una vez que los enemigos se han dispersado, Palas persuade a
Ulises para que deponga su actitud belicosa.

«“¡Oh Laertíada, retoño de Zeus, Ulises mañero!


Tente ya, no prolongues la guerra que a nadie perdona,
no se irrite contigo el Cronión de la voz larga en ecos.”
»Así dijo Atenea, gozóse él de oírla, aquietóse
y ella, Palas, nacida del dios que la égida embraza,
para siempre jamás puso acuerdo en los bandos contrarios
simulando la voz de Mentor y su cuerpo y figura»
(Odisea, XXIV, 542-548).

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– 194 –
BIBLIOGRAFÍA

En la relación bibliográfica se recogen las ediciones de fuentes y


diccionarios utilizados, en español siempre que ha resultado posible.
En la relación de monografías se enumeran todas las que aparecen
en las notas a pie de página, y algunas otras que sin estar recogidas en
las notas proporcionan información útil y con alguna relevancia para
el tema estudiado.

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cera edición, Sevilla: Thémata, 2019

Conciencia y Afectividad (Aristóteles, Nietzsche, Freud). Pamplona. EU-


NSA. (2) 1991. Tercera edición, Sevilla: Thémata, 2019

Manual de Antropología Filosófica. Madrid. Rialp. 1988. Segunda edición:


Sevilla: Thémata, 2016.

La Realización del hombre en la cultura. Madrid. Rialp. 1990. Segunda edi-


ción, Sevilla: Thémata, 2019.

Antropología de la Sexualidad. Madrid. Rialp. 1991. Segunda edición: Se-


villa: Thémata, 2017.

Amor, Matrimonio y Escarmiento. Barcelona. Tibidabo Ediciones, S.A.


1991. Segunda edición: Sevilla: Thémata, 2017.

Al Otro Lado de la Muerte. las Elegías de Rilke. Pamplona. EUNSA. 1991.


Segunda edición: Sevilla: Thémata, 2019.

Los Otros Humanismos. Pamplona. EUN SA. 1994.

Ulises, un Arquetipo de la Existencia Humana. Barcelona. Ariel. 1996. Se-


gunda edición, Sevilla: Thémata, 2019.

– 201 –
San Agustín, Maestro de Humanismo. Sevilla. Fundación San Pablo An-
dalucía CEU, Servicio de Publicaciones. 1998.

Antropología Filosófica. las Representaciones de sí mismo. Madrid: Bibliote-


ca Nueva. 2002. Segunda edición, Sevilla: Thémata, 2019

Metamorfosis del cristianismo: Ensayo sobre la relación entre religión y cultu-


ra. Madrid: Biblioteca Nueva, 2003. Segunda edición: Sevilla: Thémata,
2018.

Heidegger: 2° Bachillerato. Pozuelo de Alarcón, Madrid. Editex. 2003.

Locura y Realidad: Lectura Psico-Antroplógica de el Quijote. Madrid, Espa-


ña. You & US, S.A. 2005.

Locura y Realidad. Lectura Psico-Antropológica del Quijote. Sevilla. Thema-


ta. 2006, (2), 2015.

La Danza de los Árboles. Sevilla, España. Themata. 2007.

Presencia Ausencia. Catálogo exposición de Melero. Alicante: Caja de Aho-


rros del Mediterráneo, 2007.

Historia cultural del humanismo. Sevilla-Madrid: Thémata-Plaza y Val-


dés, 2009.

Breve historia cultural de los mundos hispánicos. Sevilla-Madrid: Thémata-


Plaza y Valdés, 2010.

Historia de los sentimientos. Sevilla: Thémata, 2011.

Mutadismo. Catálogo exposición de Melero. Cartagena: Ayuntamiento de


Cartagena, 2011

Filosofía de la cultura. Sevilla: Thémata, 2013, (2) 2015.

– 202 –
Filosofía para Irene. Sevilla: Thémata, 2014.

Filosofía del arte y la comunicación. Teoría del interfaz. Sevilla: Thémata,


2015.

El culto originario: la religión paleolítica. Sevilla: Thémata, 2016.

La privatización del sexo. Sevilla: Thémata, 2016.

Philosophie für Irene. Sevilla: Thémata, 2017.

La moral originaria: la religión neolítica. Sevilla: Thémata, 2017.

La revelación originaria: la religión de la edad de los metales. Sevilla: Thé-


mata, 2018.

La oración originaria: la religión de la Antigüedad. Sevilla: Thémata, 2019.

Volúmenes Editados por Jacinto Choza

Identidad humana y fin del milenio. Sevilla: Thémata, 1999.

Infieles y barbaros en las Tres Culturas. Sevilla: Fondo Editorial de la Fun-


dación San Pablo Andalucía CEU. 2000.

Orden religioso y orden político en las tres culturas, Sevilla: Fondo Editorial
de la Fundación San Pablo Andalucía CEU. 2001.

La Antropología en el Cine (2 vols.) Madrid: Ediciones del Laberinto, 2001.

Sentimientos y Comportamiento. Murcia. Universidad Católica San An-


tonio. 2003.

Antropología y ética ante los retos de la biotecnología. Sevilla: Thémata,


2004.

– 203 –
Infierno y Paraíso. El más allá en las tres culturas. Madrid, Biblioteca Nue-
va. 2004.

Danza de oriente y danza de occidente. Sevilla: Thémata, 2006.

La Escisión de las Tres Culturas. Sevilla: Thémata, 2008.

Estado, Derecho y Religión en Oriente y Occidente. Sevilla-Madrid. Plaza


y Valdés. 2009.

La Idea de América en los Pensadores Occidentales. Sevilla-Madrid. Théma-


ta-Plaza y Valdes. 2009.

Pluralismo y Secularización. Madrid: Plaza y Valdés, 2009.

Narrativas fundacionales de américa Latina. Sevilla: Thémata, 2011.


Dios en las tres culturas. Sevilla: Thémata, 2012

La Intelección. Homenaje a Leonardo Polo, Sevilla: Thémata. Revista de fi-


losofía, nº 50, 2014.

Fibromialgia. Un diálogo terapéutico. Sevilla: Thémata, 2016.

Los ideales educativos de América Latina. Sevilla: Thémata, 2019.


Colecciones y títulos de Editorial Thémata

1.- Colección Pensamiento


Directores: Jacinto Choza, Juan José Padial, Francisco Rodríguez
Valls

Ensayos y estudios sobre ciencias y técnicas, ciencias naturales, ciencias


sociales y ciencias humanas. Investigaciones personales y de equipo,
memorias y, en general, toda aportación que contribuya a un mejor
conocimiento y una mejor comprensión del cosmos y de la historia.

1. La recomposición de la crisma. Guía para sobrevivir a los grandes ideales.


Satur Sangüesa

2. Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote. Juan José Are-


chederra y Jacinto Choza

3. Aristotelismo. Jesús de Garay

4. El nacimiento de la libertad. Jesús de Garay.

5. Historia cultural del humanismo. Jacinto Choza

6. Antropología y utopía. Francisco Rodríguez Valls.

7. Neurofilosofía: Perspectivas contemporáneas. Concepción Diosdado,


Francisco Rodríguez Valls, Juan Arana.

8. Breve historia cultural de los mundos hispánicos. La hispanidad como en-


cuentro de culturas. Jacinto Choza y Esteban Ponce-Ortíz
9. La nostalgia del pensar. Novalis y los orígenes del romanticismo alemán.
Alejandro Martín Navarro

10. Heráclito: naturaleza y complejidad. Gustavo Fernández Pérez

11. Habitación del vacío. Heidegger y el problema del espacio después del hu-
manismo. Rosario Bejarano Canterla

12. El principio antropológico de la ética. En diálogo con Zubiri. Urbano Fe-


rrer Santos

13. La ética de Edmund Husserl. Urbano Ferrer Santos y Sergio Sán-


chez-Migallón

14. Celosías del pensamiento. Jesús Portillo Fernández

15. Historia de los sentimientos. Jacinto Choza

16. ¿Cómo escriben los estudiantes universitarios en inglés? Claves lingüísti-


cas y de pensamiento. Rosa Muñoz Luna

17. Filosofía de la Cultura. Jacinto Choza

18. La herida y la súplica. Filosofía sobre el consuelo. Enrique Anrubia

19. Filosofía para Irene. Jacinto Choza

20. La llamada al testigo. Sobre el Libro de Job y El Proceso de Kafka. Jesús


Alonso Burgos

21. Filosofía del arte y la comunicación. Teoría del interfaz. Jacinto Choza

22. El sujeto emocional. La función de las emociones en la vida humana. Fran-


cisco Rodríguez Valls

23. Racionalidad política, virtudes públicas y diálogo intercultural. Jesús de


Garay y Jaime Araos (editores)

24. Antropologías positivas y antropología filosófica. Jacinto Choza

25. Clifford Geertz y el nacimiento de la antropología posmoderna. Jacobo


Negueruela.

26. Ensayo sobre la Ilíada. Bartolomé Segura.

27. La privatización del sexo. Jacinto Choza y José María González del
Valle

28. Manual de Antropología filosófica. Jacinto Choza

29. Antropología de la sexualidad. Jacinto Choza

30. Philosophie für Irene. Jacinto Choza

31. Amor, matrimonio y escarmiento. Jacinto Choza

32. El arte hecho vida. Reflexiones estéticas de Unamuno, d’Ors, Ortega y


Zambrano. Alfredo Esteve

33. Sebreli, la Ilustración argentina. José Manuel Sánchez López

34. La experiencia de la persona en el pensamiento de Edith Stein. Ananí


Gutiérrez Aguilar

35. Ulises, un arquetipo de la existencia humana. Jacinto Choza y Pilar Cho-


za

36. Antropología filosófica. Las representaciones del sí mismo. Jacinto Choza

37. La supresión del pudor y otros ensayos. Jacinto Choza

38. La realización del hombre en la cultura. Jacinto Choza


39. Conciencia y afectividad (Aristóteles, Nietzsche, Freud). Jacinto Choza

2.- Colección Problemas Culturales


Directores: Marta Betancurt, Jacinto Choza, Jesús de Garay y Juan
José Padial

Investigaciones y estudios sobre temas concretos de una cultura o de


un conjunto de culturas. Investigaciones y estudios transculturales e
interculturales. Con atención preferente a las tres grandes religiones
mediterráneas, y a las áreas de América y Asia oriental.

1. Danza de Oriente y danza de Occidente. Jacinto Choza y Jesús de Garay

2. La escisión de las tres culturas. Jacinto Choza y Jesús de Garay

3. Estado, derecho y religión en Oriente y Occidente. Jacinto Choza y Jesús


de Garay

4. La idea de América en los pensadores occidentales. Marta C. Betancur,


Jacinto Choza, Gustavo Muñoz

5. Retórica y religión en las tres culturas. Jesús de Garay y Alejandro Co-


lete

6. Narrativas fundacionales de América Latina. Marta C. Betancur, Jacinto


Choza, Gustavo Muñoz.

7. Dios en las tres culturas. Jacinto Choza, Jesús de Garay, Juan José Pa-
dial.

8. La independencia de América. Primer centenario y segundo centenario. Ja-


cinto Choza, Jesús Fernández Muñoz, Antonio de Diego y Juan José
Padial

9. Pensamiento y religión en las Tres Culturas. Miguel Ángel Asensio, Ab-


delmumin Aya y Juan José Padial
10. Humanismo Latinoamericano, Juan J. Padial, Victoria Sabino, Beatriz
Valenzuela (eds.)

11. Los ideales educativos de América Latina, J. Choza, K. Rodríguez Puer-


tas, E. Sierra.

3.- Colección Arte y Literatura


Directores: Francisco Rodríguez Valls, Miguel Nieto, Juan Carlos
Polo Zambruno, Ernesto Sierra y Alejandro Colete

Obras de creación literaria en general. Novela, relato, cuento, poesía,


teatro.
Guiones y textos para creaciones musicales, visuales, escénicas de di-
verso tipo, montajes, instalaciones y composiciones varias. Traduccio-
nes de textos literarios de los géneros mencionados.

1. La Danza de los árboles. Jacinto Choza

2. Cuentos e imágenes. Francisco Rodríguez Valls

3. El linaje del precursor y otros relatos. Francisco Rodríguez Valls

4. Filosofía y cine 1: Ritos. Alberto Ciria (ed.)

5. Cuentos completos. Oscar Wilde. Edición de Francisco Rodríguez Valls

6. Poemas del cielo y del suelo. Francisco Rodríguez Valls

7. II Certamen Literario Dos Hermanas Divertida. Ayuntamiento de Dos


Hermanas.

8. Al otro lado de la muerte. Las elegías de Rilke. Jacinto Choza

9. III Certamen Literario Dos Hermanas Divertida. Ayuntamiento de Dos


Hermanas.
10. Museu da Agua. Miguel Bastante

11. Museu da Electricidade. Miguel Bastante

4.- Colección Obras de Autor


Directores: Juan José Padial y Alberto Ciria

Obras de autores consagrados en la historia del pensamiento, del arte,


la ciencia y las humanidades. Obras anónimas de relevancia para una
cultura o un periodo histórico. Clásicos del pasado y de la actualidad
reciente.

1. Desarrollo como autodestrucción. Estudios sobre el problema fundamental


de Rousseau. Reinhard Lauth

2. ¿Qué significa hoy ser abrahamita? Reinhard Lauth

3. Metrópolis. Thea von Harbou

4. “He visto la verdad”. La filosofía de Dostoievski en una exposición sistemá-


tica. Reinhard Lauth

5. Lecciones sobre la filosofía del espíritu subjetivo. I. Introducciones. G.W.F.


Hegel. Edición de Juan José Padial y Alberto Ciria

6. La exigencia ética. K.E.Ch. Logstrup

7. Lecciones sobre la filosofía del espíritu subjetivo II. Antropología. G.W.F.


Hegel. Edición de Juan José Padial y Alberto Ciria

En preparación.

8. Lecciones sobre la filosofía del espíritu subjetivo. III. Fenomenología y Psico-


logía. G.W.F. Hegel. Edición de Juan José Padial y Alberto Ciria
5.- Colección Sabiduría y Religiones
Directores: José Antonio Antón Pacheco, Jacinto Choza y Jesús de Garay

Textos de carácter sapiencial de las diferentes culturas. Textos sagrados y so-


bre lo sagrado y textos religiosos de las diferentes confesiones de la historia
humana. Textos pertenecientes a confesiones y religiones institucionalizadas
del mundo.

1. El culto originario: La religión paleolítica. Jacinto Choza

2. La religión de la sociedad secular. Javier Álvarez Perea

3. La moral originaria: La religión neolítica. Jacinto Choza

4. Metamorfosis del cristianismo. Ensayo sobre la relación entre religión y cultura.


Jacinto Choza

5. La revelación originaria: La religión de la Edad de los Metales. Jacinto Choza

6. Rābi‘a de Basora. Maestra mística y poeta del amor. Ana Salto Sánchez del Corral

7. Vigencia de la cultura griega en el cristianismo. José María Garrido Luceño

8. Desarrollo doctrinal del cristianismo. José María Garrido Luceño

9. La oración originaria: La religión de la Antigüedad. Jacinto Choza

6.- Colección Estudios Thémata.


Directores: Jacinto Choza, Francisco Rodríguez Valls, Juan José Padial.

Trabajos de investigación personal y en equipo, específicos y genéricos,


instantáneos y prolongados, concluyentes y abiertos a ulteriores investigacio-
nes. Textos sobre estados de las cuestiones y formulaciones heurísticas.

1. La interculturalidad en diálogo. Estudios filosóficos. Sonia París e Irene Comins


(eds)
2. Humanismo global. Derecho, religión y género. Sonia París e Irene Comins (eds)

3. Fibromialgia. Un diálogo terapéutico. Ayme Barreda, Jacinto Choza, Ananí Gu-


tiérrez y Eduardo Riquelme (eds.)

4. Hombre y cultura. Estudios en homenaje a Jacinto Choza. Francisco Rodríguez


Valls y Juan J. Padial (eds.)

5. Leibniz en diálogo. Manuel Sánchez Rodríguez y Miguel Escribano Cabeza


(eds.)

6. Historiografías político-culturales rioplatenses. Jaime Peire, Arrigo Amadori y


Telma Liliana Chaile (eds.)
Este libro se terminó de imprimir
el día 16 de abril de
2020, festividad de
Santa Engracia.

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