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Ulises Un Arquetipo de La Existencia Hum
Ulises Un Arquetipo de La Existencia Hum
Ulises Un Arquetipo de La Existencia Hum
ULISES, UN ARQUETIPO DE LA
EXISTENCIA HUMANA
T H É M ATA
SEVILLA • 2020
Título: Ulises, un arquetipo de la existencia humana.
Primera edición: 1996.
Segunda edición: 2020.
Editorial thémata
C/ Antonio Susillo, 6. Valencina de la Concepción
41907 Sevilla, ESPAÑA
TIf: (34) 955 720 289
E–mail: editorial@themata.net
Web: www.themata.net
Diseño de cubierta: Editorial Thémata S.L.
Maquetación y Corrección: CCBG, JCh e IGA.
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analogía y una congruencia con el modelo patrón, ese que nos permite
reconocer a una psique como la de un semejante.
Porque el conocimiento es reconocimiento conocer es volver atrás,
volver al principio, buscar el origen. Hay que volver al origen porque
cuando uno se da cuenta de que ha empezado ya lleva mucho tiempo
de marcha. Cuando uno se apercibe de estar viviendo hace mucho que
salió fuera. A lo mejor no hace falta construir ningún relato, a lo mejor
para saber quién es uno y para saber que existe no hay que ordenar el
tiempo según la vida, ni la vida según episodios, ni los episodios según
el clímax dramático.
Las personas, como las cosas, se reconocen por donde se rompen,
se identifican por sus cicatrices. Los hombres se rompen por el origen,
y cuando van a buscarlo ya no está.
Volver al principio es buscar al padre. Así se inicia la Odisea. Saber
quién es uno y cómo empezó todo es buscar el comienzo. Pero normal-
mente el origen no se encuentra, o no se encuentra como origen, sino
como otro episodio del relato.
¿Es verdad que los dioses ayudan, o es más verdad que ayudan
las mujeres?, ¿o es quizá que las mujeres son diosas y saben del origen?
¿Es verdad que el origen es entrañable y acogedor, que espera, que con-
suela?, ¿es más verdad que lo entrañable y acogedor consuela porque
tiene sabor de origen y sabe por dónde llegar?, ¿o acaso las mujeres son
también hombres que vagan, fracturadas también por su principio?
¿Es verdad que el origen acogedor es un abismo, que si uno se en-
trega al gozo del consuelo se disuelve, o que realmente encuentra gra-
cias a eso las marcas por las que reconoce el lado de allá de la fractura?
Quizá para buscar el origen hay que empezar por crear el orden
del mundo, definir lo que es bestial e incivilizado, o contar cómo son los
monstruos de un solo ojo en la frente, cómo son las fuerzas que desba-
ratan las casas y las ciudades, y, sobre todo, contar cómo es el mundo
de los muertos, cómo es el más allá.
Vagar por la existencia tiene mucho de sorprendente. A veces se
encuentran compañeros de viaje, a veces alguna diosa, a veces otros
más vagabundos aún, que experimentan nostalgia de mundo habita-
ble, y que se reconocen como los que podrían convivir.
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Quizá alguno vuelve al hogar, y sabe que ha llegado porque siente
que es reconocido por sus cicatrices, por los comienzos de sus ilusiones
y gozos.
En la historia de Ulises hay esos momentos. En la vida de los hom-
bres hay esas encrucijadas, esas bifurcaciones, esos enigmas. Quizá en
la de todos los hombres y en la de todas las mujeres, no importa cómo
sea de antigua su cultura, cómo de universal, de comprensiva y respe-
tuosa, porque ésos son los puntos en que la biografía, la cultura y lo
humano coinciden.
Si eso fuera verdad, entonces Ulises nos daría las claves de la exis-
tencia humana, y el Odiseo de Homero sería reconocible en una vida
vulgar e insignificante, en el día más gris, en uno de esos personajes de
Joyce como Leopold Bloom y Stephen Dedalus, como sería reconocible
en cualquier día de cualquiera de nosotros.
La Odisea de Homero se puede leer así, en el orden en que ha sido
escrita y se nos ha transmitido. No hace falta más para reconocemos, y
tampoco hace falta más para reconocerle la vigencia plural y universal
que tiene, aunque hay mucho más que decir, que estudiar y que pensar
sobre esa historia y sobre el modo en que se ha transmitido.
Tendríamos que agradecer mucho por las ayudas recibidas du-
rante el tiempo en que este trabajo fue realizado, y nombrar a muchas
personas que nos facilitaron la tarea con sugerencias, medios prácticos
y administrativos, y recursos de otro tipo. Ellas saben quiénes son.
Hay una clase de profesionales que no queremos dejar de mencio-
nar. Hace quince años era imposible hacer un trabajo así sin una docu-
mentación abundante en francés, in glés, alemán o italiano. No es que
eso haya dejado de ser muy importante. Pero hay que decir que gracias
al trabajo de muchos profesionales españoles, los clásicos griegos y lati-
nos están en su mayor parte disponibles en lengua castellana, lo mismo
que los filósofos, humanistas y científicos modernos.
Los académicos españoles no podemos permitimos el lujo de citar
solamente en español y en ediciones españolas, lujo que, por lo demás,
cuando se ha practicado en otros ámbitos ha conducido a una cierta
pobreza o a un particularismo a veces provinciano. Pero sí tenemos
la posibilidad y la necesidad de consultar ediciones españolas, y en el
caso de Homero, muy buenas. Por eso hace falta dar las gracias a los
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filólogos, historiadores, filósofos y en general humanistas españoles y
a las editoriales españolas, por un trabajo tan amplio y de tanta calidad
como el que han hecho en estos últimos quince años.
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PRÓLOGO
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Es posible que ese proceso tenga muchas analogías con el proce-
so por el cual los seres humanos inventaron las lenguas humanas, y
aprendieron a servirse de imágenes y símbolos para entenderse a ellos
mismos y al mundo. Es posible que tenga analogías con el proceso por
el cual la especie humana llegó al «uso de razón», y la razón misma
llegó a comparecer como un instrumento y un poder grandioso para
los hombres. Muchos estudiosos consideran que ése ha sido el legado
de Grecia al mundo posterior.
Algunos autores piensan que los poemas homéricos y, en concre-
to, la Odisea, en cuanto que marcan la llegada al «uso de razón», marcan
también el comienzo del período ilustrado de la humanidad occidental,
caracterizada por un despotismo de la racionalidad y una inhibición
de la inmensa riqueza vital del hombre. Ésa era la interpretación que
hacían Adorno y Horkheimer del mito de Ulises.
Desde el punto de vista de Jung, por supuesto que un exclusivis-
mo de la reflexión consciente, de la racionalidad humana, es también a
la larga, y a la corta, empobrecedor para el hombre y para la cultura. Lo
saludable, como lo virtuoso, es el término medio, el equilibrio entre las
fuerzas vitales y la razón, entre el inconsciente y la conciencia, entre lo
caótico y lo formado, que constituye, sin duda, la madurez.
Así lo creen también la mayoría de los filósofos y psicólogos. Aquí
pretendemos señalar los puntos en que ese equilibrio se hace máxima-
mente problemático, que son aquellos en que las fuerzas vitales del
hombre se abren paso hasta su conciencia, y a través de ella buscan
el modo de expresarse, de ejercerse, organizando un mundo exterior.
Se trata de indicar las encrucijadas de la existencia humana, donde el
hombre se gana o se pierde a sí mismo, siguiendo el primer gran relato
de la cultura griega, o uno de los primeros.
Las encrucijadas son experiencias arquetípicas, experiencias en las
que necesidades y capacidades innatas, fuerzas físicas y psíquicas de la
especie, de la naturaleza humana, encuentran expresión y realización y
así crean un universo cultural, en el cual se juega la individualidad y la
madurez de cuantos lo llevan a cabo.
Por supuesto que las etapas y los componentes de ese proceso
se pueden estudiar de un modo más concreto y más formal. La psico-
logía evolutiva puede subdividir las etapas de la infancia, juventud,
madurez y ancianidad en períodos más pequeños cuyas características
cabe aprender. Por supuesto que el análisis morfológico y el análisis
estructural pueden igualmente desglosar esas etapas y sus momentos
de transición en episodios singulares, y pueden descubrir las reglas se-
gún las cuales esos episodios se componen formando diversos tipos
de relatos. Tampoco aquí se pretende entrar en la discusión sobre el
número de los episodios, las reglas de su concatenación y las distintas
clases de relatos.
En la Odisea de Homero, puede encontrarse, unas veces sí y otras
no, una convergencia de las hipótesis del psicoanálisis, del estructu-
ralismo, y de la teoría crítica de la sociedad, sobre la consolidación de
la conciencia y del «uso de razón» en un momento bien determinado
de la historia de Occidente. Ello es así porque en la Odisea de Homero
parecen estar recogidas, por primera vez y en una secuencia unitaria,
las encrucijadas de la existencia humana, los momentos claves en los
que el hombre se expresa, se delimita, se autointerpreta, se comprende,
toma posesión de sí y busca en los demás el reconocimiento de su ser.
Por eso puede decirse que Ulises es un arquetipo de la existencia
humana. No sólo un arquetipo de las fases de la infancia, como lo son
los protagonistas de los cuentos infantiles. No sólo un arquetipo de las
fases de la juventud, la madurez y la ancianidad. Y no sólo un arqueti-
po del paso de la prehistoria a la historia, o de la naturaleza selvática y
prelingüística a la naturaleza civil y alfabetizada.
Ulises se puede considerar un arquetipo de la existencia humana
en todos esos sentidos porque él le da unidad y continuidad a una plu-
ralidad de experiencias de los seres humanos, entre las cuales figuran
las siguientes:
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6. Quedar hechizado por una mujer que seduce y sojuzga (Circe).
7. Inquirir por el mundo de los muertos, el más allá y el futuro.
8. Recibir la ayuda de la mujer seductora.
9. Rechazar la seducción ‘(resistir el canto de las sirenas).
10. Encontrarse ante una alternativa insuperable (Escila y Caribdis).
11. Transgredir la prohibición y ser castigado, vivir un naufragio.
12. Ser socorrido por la joven que induce la nostalgia de lo bueno y de
lo propio.
13. Enfrentarse a la adversidad y al destino con la habilidad técnica y
profesional que se tiene.
14. Ser acogido en un ambiente benévolo, en un hogar ajeno.
15. Disfrutar de una paz donde poder recogerse sobre sí.
16. Contar uno su vida, a los demás y a sí mismo. La experiencia del
relato, de la poesía, de la sinceridad y de la verdad.
17. Volver al propio ambiente después de cambiar mucho, casi trans-
formado en otro.
18. Ser acogido sin ser recogido.
19. El encuentro con los hijos.
20. El reconocimiento entre los padres y los hijos.
21. No alcanzar el reconocimiento deseado en la propia casa.
22. Sentirse menospreciado en la propia casa.
23. Ser reconocido por las cicatrices.
24 .Ansiar la venganza y experimentar la soberanía de la conciencia.
25. Demostrar lo que se es mediante lo que se puede hacer y lo que se
tiene.
26. Luchar por la justicia, y recuperar lo propio.
27. El reconocimiento conyugal, y retomo celebrado con fiestas.
28. Encuentro con el padre y reconocimiento paterno. Retorno a la
vida ordinaria, al margen de la epopeya y de la historia.
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CAPÍTULO I
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1.1 Nacimiento de la diosa.
1. Cf. Hesiodo, Teogonía , vv. 924, Alianza, Madnd, 1986, traducción de Adelaida y Mª
Ángeles Martín Sánchez, p. 54.
2 Sobre las distintas versiones del nacimiento de Palas Atenea, cf. Ruiz de
Elvira, Mitología clásica , Gredos, Madrid, 1988, p. 64.
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por Dios, tal como se encuentra en las expresiones «Dios de Dios y
Luz de Luz» del Evangelio de San Juan.
Hay otra versión en la que sí aparece una partenogénesis per-
fecta por parte de Zeus en relación con Palas Atenea. Es la versión
que la propia diosa da de su concepción y nacimiento en la Ores-
tíada de Esquilo3, a la que se aludirá en se guida. Con todo, incluso
en este caso Zeus sigue necesitando el concurso ajeno, puesto que
solicita la ayuda de Hefestos para que le abra la cabeza. La concep-
ción y gestación serían aquí completamente autónomas, pero no el
alumbramiento.
1.2. Genealogía.
3. Cf. Esquilo, Euménides, cuadro II, en Tragedias completas , Cátedra, ed. de J. Alsina
Clota, Madrid , 1990, p. 4
4. Cf. Hesiodo, Teogonía , vv. 500-505. Cf. tamh1én M. Detienne y J P. Ver nant, Las
artimañas de la inteligencia La metis en la Grecia antigua , Taurus, Madrid. 1988, cap. II, « La
conquista del poder », pp. 57-97.
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se une a su hermana la titánide Rea, compuesta de la misma masa te-
lúrica que su madre Gea, y genera un nuevo ciclo con nuevas estirpes.
Crono, el tiempo, es justamente aquel que todo lo devora. Pero
Rea, la tierra, la madre tierra, no soporta que el tiempo lo aniquile
todo. Por eso al nacer uno de sus hijos, Zeus, le da a su marido una
piedra envuelta en un lienzo blanco para que la devore, y entrega el
niño a Gea, su abuela, para que lo cuide y alimente en Creta (Teogonía,
w. 479 ss.).
De este modo, el alumbramiento de Zeus significa un retomo al
origen radical, ya que eso es lo que representa Gea en la interpretación
convencional de la cosmogonía de Hesiodo.
Según otras versiones, Zeus es abandonado en la isla de Creta,
donde la cabra Amaltea lo alimenta hasta que se hace un muchacho.
Una vez que llega a la edad adulta, se rebela contra su padre Crono y
consigue destronarlo.5
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En segundo lugar, la diosa ayuda al héroe civilizador por antono-
masia, Heracles. Hércules es el héroe que domestica las fuerzas salvajes
del cosmos para ponerlo a disposición del hombre, el que transforma lo
inhóspito en habitable. Para esto se requiere desde luego fuerza y valor,
que son las cualidades más destacables de Hércules, pero también se
requiere, y en no menor grado, inteligencia, que es justamente lo que en
este caso simboliza la asistencia de Palas Atenea al héroe.
En tercer lugar, la diosa ayuda a Perseo7 en su lucha contra Gorgo-
na (Medusa). La lucha termina cuando Medusa es degollada por Per-
seo, tras de lo cual Palas coloca su cabeza en el centro de la égida, el
escudo de Zeus. Medusa es el monstruo cuya mirada paraliza de terror
a los hombres, simboliza, según la interpretación de Sartre, la fuerza
del conocimiento humano que convierte en objeto, en algo inerte y sin
vida propia, al hombre.8
El triunfo de Palas Atenea sobre Medusa expresa así que el recurso
a la inteligencia del dios supremo es lo que le permite al hombre, al hé-
roe, triunfar sobre poderes que le superan y le degradan, que resultan
cosificantes o alienantes para él. En efecto, Perseo consigue derrotar a
Medusa sin mirarla a la cara para no quedar paralizado, observándola
en el espejo que Palas Atenea porta. Es el único modo en que el héroe
puede mirar al monstruo sin quedar aniquilado por él.
En cuarto lugar, la diosa ayuda a Belerofonte a domesticar a Pega-
so. La domesticación de Pegaso también se podría interpretar como el
modo en que la inteligencia del dios supremo reduce a un determinado
orden divino otras fuerzas o seres que son igualmente de naturaleza
divina o sobrehumana pero hostiles. Simboliza el modo en que una
fuerza o un ser sobrehumano, que no está de hecho referido a su princi-
pio, al origen de todas las cosas, al padre de los dioses y de los hombres,
es conducido y referido a su principio, ordenado según su autoridad.
En quinto lugar, socorre a Orestes y lo ratifica en su veneración al
padre. Finalmente, en sexto lugar, ayuda a Ulises a volver a Ítaca, y a su
hijo Telémaco a salir en busca de su padre.
6.Cf. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, 1980,
pp. 440-445.
7.Cf. P. Diel, El simbolismo en la mitología griega, Labor, Madrid, 1991, p. 86.
8. Cf. J.-P. Sartre, El ser y la nada, Alianza, Madrid, 1984, pp. 281-330.
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Del auxilio de Palas a Telémaco y a Ulises hablaremos más ade-
lante, y de su función en la Orestíada también. Ahora pasamos a los
atributos de Palas Atenea, es decir, a las cualidades que se ponen de
manifiesto en las gestas que ella ha realizado.
9. Así lo destaca Platón en algunos pasajes de la República. Cf. Buffiere, Les mythes
d’Homère et la perzsée grecque, Collection d’Études Anciennes, París, 1956, pp. 279-289.
10. Cf. Buffiere, op. cit., cap. I, «Dieux de folie et de passion. Ares», pp. 297-302.
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técnica de tejer11. Hefestos también es una divinidad que desarrolla las
artes útiles, y particularmente la metalurgia, pero hay diferencia entre
ambas formas de artesanía. Palas es una diosa celeste, mientras Hefes-
tos es un dios terrestre, que vive en las entrañas de la tierra y se dedica
a la producción de objetos cortantes, bien armas, bien hierros, bien ara-
dos, todos los cuales pueden ser usados con fines guerreros.
Hefestos además es un dios defectuoso, feo, que se siente recha-
zado y despreciado como consecuencia de su deformidad física, y que
en ocasiones se muestra como un re sentido. En cambio, Palas es una
de las diosas más bellas del Olimpo. Las artes que Hefestos desarrolla
son también el conjunto de lo que puede considerarse «malas artes»
o artimañas, tanto en su trabajo como en su manera de actúar. Así se
manifiesta en la creación de Pandara (Teogonía ,vv. 570-580), momento
en el que Zeus recurre a Hefestos para que le ayude, y le transmita a la
nueva criatura la pericia en las malas artes.
La técnica de Palas, la textil, es más bien femenina, y se asocia a
tiempos de paz. Tiene una cierta relación simbólica con la creación y
la vida, particularmente con los aspectos de multiplicación, conserva-
ción y crecimiento. Es propio de la Sabiduría, no sólo unir contra la
dispersión sino también predestinar; en el plano cosmológico reunir
realidades de índole diferente y también crear, hacer salir de la pro-
pia sustancia, como hace la araña, que construye la tela sacándola de
sí misma. Es propio de la inteligencia unir lo diverso, tender hilos, y
así unificar cosas separadas a través de un elemento conductor para
transformar el caos en un conjunto ordenado.12 Concuerda bien con la
diosa Ulises, porque es un guerrero inteligente, un hábil artesano
en el oficio de la agricultura, de la madera, y en el manejo del arco.
Ulises conquista a su esposa venciendo en el concurso de tiro; y
11. El mundo griego distingue bien entre praxis y poiesis, entre acción ética-política
y producción técnica, pero dentro de este tipo de producción, no diferencia entre bellas
artes y oficios artesanales. Palas es diosa de las artes manuales, o sea de la artesanía y de
la técnica, y, de un modo particular, de la técnica de tejer. Cf. W. Jaeger, Paideia: los ideales
de la cultura griega, F.C.E., Madrid, 1990, libro IV, caps. 3 y 4.
12. CI. J. E Cirlot, Diccionario de símbolos, Labor, Barcelona, 1992, pp 428-429, M. Che-
valier, Diccionario de símbolos, Herder, Barcelona, 1988. Aracne se atrevió a rivalizar con
Palas Atenea. Sobre el mito de la rivalidad entre Aracne y Palas, cf. A.R. de Elvira, Mito-
logía clásica, Gredos, Madrid, 1988, p. 452.
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consigue recuperarla convenciéndola de ser él mismo, tras veinte
años de ausencia, al narrarle cómo construyó el lecho nupcial (Odi-
sea , XXIII, 199 ss.).
El tercer atributo de Palas, la castidad, lo comparte con Hestia
y Artemisa. En el mundo romano la homóloga de Hestia, Vesta, y
sus sacerdotisas las vestales, adquieren en algunos períodos no-
table autoridad pública, pero en el mundo griego no es así. Como
Hestia no tiene mucha importancia y Artemisa es una diosa fría y
arisca que se dedica a la caza, es Palas la única en que ese atributo
se asocia a lo supremo. La castidad tiene en el mundo griego un
valor simbólico que queda ilustrado en el episodio de Palas y el
adivino Tiresias, y que Freud desarrolla profusamente en sus in-
terpretaciones.
Tiresias vio a Palas desnuda, saliendo del baño. La diosa en
castigo le dejó ciego, y para compensarle luego le concedió el don
de la adivinación. Ver a la sabiduría desnuda es como ver el ori-
gen de donde procede todo, el supremo misterio, cosa que no está
dada a los mortales. En este sentido, la historia de Edipo que Freud
interpreta es también ilustrativa de la imposibilidad de ver el ori-
gen. Edipo consigue asomarse a su principio, yace con su madre y
como castigo por eso se queda ciego.13 No se puede ver el origen
del que se procede, ni en el sentido físico ni en sentido intelectual
del término ver. A lo sumo se puede «adivinar». O bien, cuando
se ha llegado al límite de la capacidad humana de ver, se está en
condiciones de recibir de los dioses y compartir con ellos su visión,
su saber, se puede ejer cer la «adivinación».
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1.5. La figura de Palas Atenea en la Ilíada.
14. Cf. Homero, Ilíada , XXIV, 22-33, ed. de A. López Eire, Cátedra, Madrid, 1989.
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Ulises para que reúna al ejército que se dispersa. Ella no favorece lo que
considera una cobardía, e incita a Ulises a luchar.
En otro momento, se transfigura en heraldo para que la multitud
de los soldados oiga a Ulises. Impone silencio para que el ejército pue-
da escuchar y deliberar, y provoca que uno de los troyanos, Pandara,
violando un pacto establecido, lance una flecha a Menelao, asegurán-
dose de que haga blanco para que la injusta violación de lo establecido
incite de nuevo a la lucha a griegos y troyanos.
Más adelante oye las súplicas de los caudillos griegos y los exhorta
para que combatan con más ardor, pero se niega, en cambio, a escuchar
las súplicas de las matronas troyanas. Envía una garza como presagio
favorable a Ulises para reconfortarlo y asegurarle éxito en la empresa,
y el héroe, agradecido, le ofrece los despojos de su presa, el guardián
troyano Dolon. En otra ocasión instila néctar y ambrosía en el pecho de
Aquiles para que no desfallezcan sus fuerzas, y después aún desvía la
lanza que Héctor le arroja y le salva la vida.
Por lo que se refiere a la obstrucción a los troyanos, Atenea pri-
mero acusa a su padre de querer librar a Héctor de la muerte en contra
del destino, y Zeus depone su interés por el troyano. Engaña a Héctor
acercándose a él bajo la apariencia de su hermano cuando va a luchar
contra Aquiles, para desaparecer después de modo que se sintiera des-
guarnecido.
Por lo que se refiere a sus relaciones con los dioses del Olimpo,
Palas está siempre junto a Hera, la esposa de Zeus. Su relación con ella
parece caracterizarse ante todo por el reconocimiento: Palas se mues-
tra habitualmente sumisa. Juntas se enfrentan a los designios de Zeus,
que ha prohibido a los olímpicos intervenir en la guerra, y cuando, en
contra de la prohibición, se dirigen al combate y las detiene Iris, Hera
rectifica inmediatamente y apremia a Palas a desistir. Vuelven al Olim-
po, y Zeus se queja, dolido más por la desobediencia de Atenea, inusual
en ella, que por la de Hera, a la que ya está acostumbrado (Ilíada, VIII,
407-410).
Por el contrario, su relación con Ares y Afrodita se caracteriza por
la enemistad. No sólo luchan en bandos contrarios simplemente, sino
que se enfrenta a Ares por irritarse de modo irracional, con lo que nun-
ca en sus guerras podrá tenerla de su parte. Y se enfrenta a Afrodita
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por su frivolidad, que da motivo a frecuentes conflictos. Consigue au-
torización de Zeus para herir a ambos dioses, y a través de los héroes
griegos consigue hacerles daño. Esa enemistad, sin embargo, no le hace
olvidar su función de mediadora entre los dioses y los hombres, y así,
cuando Ares está dispuesto a enfrentarse al señor del Olimpo, Atenea
le detiene y logra apaciguarlo (Odisea, V, 30-35).
Por lo que se refiere a Zeus, Atenea es la niña de sus ojos. El padre
de los dioses y los hombres le sonríe benignamente, incluso cuando
ella intenta zaherirle. Le da algún consejo para que haga lo que está
deseando y no suele negarle nada. Así, cuando Palas se queja de que su
padre protege a Héctor, incluso contra el destino, Zeus accede a que el
destino se cumpla y a que ella actúe. Por eso le permite que hiera a Ares
y a Afrodita, porque sabe que es más fuerte que ellos, que es invencible
(Ilíada, XXI, 409-414).
La búsqueda del padre es una de las misiones que Palas tiene en-
comendadas.15 Cuando sus hermanos los dioses se alejan del omnipo-
tente Zeus, Atenea hace que se reconcilien. En la Orestíada se manifiesta
cómo Palas oficia de me diadora tanto entre dioses como entre mortales.
Aunque la trilogía de Orestes en la versión más elaborada, la de
Esquilo, es quizá doscientos años posterior a los poemas homéricos, su
contenido es anterior a éstos, y aparece de forma sustancialmente com-
pleta en el canto II de la Odisea . Es el relato con el que Néstor infunde
ánimos a Telémaco como hijo que lucha por el honor de su padre.
El argumento de la trilogía de Orestes es la vuelta de Agamenón
victorioso de Troya y su muerte a manos de su esposa.16
Esquilo cuenta que Agamenón, victorioso de la guerra de Troya
tras largos años de ausencia, es asesinado por Clitemnestra, que se
15. Cf. Savater, F., La tarea del héroe, Taurus, Madrid, 1986, cap. VIII, «Esplendor y
tarea del héroe» , pp 111-136.
16. Cf . Esquilo, Tragedias completas, ed. de J. Alsina Clota, Cátedra, Letras Univer-
sales, Madrid, 1983. I Agamenón, pp. 229-309; II Coéforas, pp. 313-367; III Euménides, pp.
373-426
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ha unido a otro hombre, Egisto. Cuando Agamenón está tomando un
baño junto con Casandra, hija de Príamo traída como botín de guerra,
Clitemnestra les da muerte a ambos echándoles una red para inmovili-
zarlos (Agamenón, p. 295).
En la segunda obra de la trilogía ,Orestes, hijo de Agamenón y
Clitemnestra, desterrado por su madre y antes de que ella regrese de su
viaje, es incitado por Apolo a vengar la muerte de su padre.
El joven visita la tumba de su padre, y encuentra allí a su hermana
Electra, quien le indica cómo introducirse en el palacio para realizar
su propósito. Orestes, disfrazado, consigue acercarse a Egisto y le da
muerte; después llega junto a su madre, habla con ella, se da a conocer,
y le de clara abiertamente su propósito. Clitemnestra suplica piedad y
apela a su propia maternidad. Él se estremece y vacila, pero la mata y
venga a su padre.
En Euménides, última parte de la trilogía, Orestes se pu rifica de
su crimen en el santuario de Apolo, perseguido por las Erinias, diosas
vengadoras de los crímenes contra la sangre. Apolo le indica que acuda
como suplicante a la ciudad de Atenas y que allí se ponga bajo la pro-
tección de Palas, y así lo hace. Llega a Atenas, se postra a los pies de la
diosa de la sabiduría y ella, que vuelve de recibir los sacrificios inmola-
dos por los griegos, abre la causa.
Cuando repara en la presencia de las Erinias, al principio no las
distingue bien, y aunque por su aspecto no puede considerarlas divi-
nidades, sabe que no son mortales (la voz de la sangre no es, desde
luego, mortal). Teme que su duda puede ofenderlas, pero cuando se
identifican como las «Maldiciones», las reconoce, las acepta en su oficio
de vengadoras e inician el diálogo.
Después la diosa interroga al acusado sobre los impulsos que han
motivado el matricidio, para averiguar si provienen del propio Orestes
o son ajenos a él.
Orestes le refiere todos los sucesos y se declara culpable o, mejor
dicho, autor de todos los hechos que le imputan. Cuando Atenea cali-
bra la gravedad del asunto, y la dificultad para emitir una sentencia jus-
ta, nombra jueces para entender en los crímenes de sangre, los vincula
al recto cumplimiento de su función por la santidad de un juramento, y
los instituye como tribunal permanente.
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De esta manera funda una morada permanente para el derecho,17
y unas leyes que proporcionarán a los hombres fundamento para emi-
tir sentencias justas.
Atenea abre el debate, y pide declaración de los hechos a las acu-
sadoras. Las Erinias interrogan a Orestes, que se reafirma en sus actos,
insistiendo en que actuó inspirado por Apolo. Se defiende acusando de
doble crimen a Clitemnestra, y aduce también en su defensa la prima-
cía que el padre tiene sobre la madre, y el hombre sobre la mujer.
Orestes considera delito más grave el hecho de que un hombre
muera a manos de una mujer (su esposa), que el que una mujer muera a
manos de un hombre (su hijo). Cuando apela al oráculo de Zeus, que le
impulsó a matar a su madre oye como réplica que el propio Zeus no es
imparcial, ya que también él se levantó contra su propio padre, Crono.
Entonces Apolo interviene para defender sobre todo y sobre todos
la supremacía de Zeus, cuyo poder llega a tanto que es capaz de romper
cadenas y leyes y de instaurar un nuevo orden. Después en favor de la
inocencia de Orestes, explica que la madre no es en realidad más que
una es pecie de recipiente, que custodia un germen, cuyo dueño y ges-
tor principal es el varón. La fuerza argumentativa de Apolo se apoya
además en el hecho de que un varón puede engendrar sin concurso de
mujer, como es el caso de la misma Atenea.
«Del hijo no es la madre engendradora, es nodriza tan sólo de la
siembra que en ella se sembró. Quien la fecunda ése es engendrador.
Ella, tan sólo -cual puede tierra extraña para extraños- conserva el bro-
te, a menos que los dioses la ajen. Y daré mis argumentos: puede haber
padre sin que exista madre, y muy cerca tenemos un testigo, la propia
hija de Zeus, rey del Olimpo. No fue gestada en las tinieblas de una ma-
terna entraña, mas ¿qué dios podría dar a luz a un retoño semejante?»
(Euménides, p. 407).
Oídos el acusado, las Erinias acusadoras, y Apolo de fensor, se
prepara la deliberación. Atenea pide a los jueces que depositen su voto
en la urna, a la par que decreta como establecimiento definitivo para el
17. «Y luego en un augusto tribunal lo tornaré, que dure para siempre», Euménides,
p. 398.
– 33 –
tribunal la colina de Ares, y comparando en su discurso la ley al agua
clara, y la violación de la justicia con el cieno.18
Una vez que los jueces han emitido su veredicto, corres ponde a la
diosa dictar el suyo. El escrutinio del sufragio arroja como resultado un
empate, pero la diosa lo dirime con su propio voto.19
Se declara en favor de la inocencia de Orestes por el mismo motivo
que ha dado Apolo: ella misma, la divinidad que representa la inteli-
gencia, el espíritu, no tuvo madre que le diera la vida, fue engendrada y
alumbrada por la cabeza de un varón, y su vida transcurre sin relación
alguna con los matrimonios.
Si alguien necesita imaginería para ilustrar la tesis de Derrida se-
gún la cual el etnocentrismo de occidente es falologo-centrismo, difícil-
mente encontraría mejor arsenal que la trilogía de Esquilo.
Después Atenea intenta calmar a las Erinias: es el mismo Zeus, el
poder supremo, quien ha absuelto a Orestes, porque cumplía con su
deber de hijo. Pero las diosas que claman por la venganza de la madre,
y que representan la voz de la sangre y de la tierra, amenazan con gran-
des males a la ciudad de Atenas: puesto que la venganza no se ha cum-
plido, y el crimen más horrendo ha quedado sin castigo, en adelante se
producirán tremendos daños. Atenea logra calmarlas, es decir, instaura
el nuevo régimen en que se concuerdan Zeus y la Moira, el orden fami-
liar y el orden civil, y convierte a las Erinias, diosas vengadoras de los
delitos familiares, en Euménides, diosas protectoras del orden civil, y
crea en Atenas un lugar para que se les rinda culto.
18. «Si en un caudal viertes lodo y turbias corrientes, y ensucias el agua clara, no
tendrás agua potable», cf Esquilo, Euménides, p 409.
19. «Mi privilegio es votar la postrera. Y yo voy a votar en pro de Orestes»; cf. Eumé-
nides , p. 414.
20. Cf. Adrados y otros, Introducción a Homero, Labor, Barcelona, 1984, p. 32.
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de Ulises. Veremos ahorala relación de Atenea con él, y después su
relación con el héroe central de la Odisea.
En los cuatro primeros cantos, Ulises no aparece más que raras
veces, al ser nombrado por su esposa, o por su hijo. Partió a la guerra
de Troya veinte años atrás, no ha regresado aún, y no tienen en su pa-
tria Ítaca noticias suyas, de modo que no saben siquiera si está vivo o
muerto. Su hijo Telémaco, un niño de pocos años cuando él partiera, ha
crecido, y es un joven inexperto. Su mujer, Penélope, vive aguardando
su regreso. Numerosos pretendientes se han instalado en las depen-
dencias del palacio, y aspiran a la mano de la reina, para dar así a Ítaca
un nuevo rey.
Penélope no quiere elegir a ninguno por esposo, por si llegan no-
ticias de Ulises, y va dando largas a los pretendientes con la famosa
estratagema del tejido. Promete decidirse cuando acabe de tejer el su-
dario para su suegro Laertes, en lo que trabaja durante el día, mientras
que, por las noches, en la soledad, desteje lo que sus manos han fabri
cado, y así va pasando el tiempo, mientras los pretendientes, abusan-
do de su hospitalidad, devoran la hacienda y dilapidan los bienes del
héroe ausente.
Telémaco vive esta situación angustiosamente, pero dada su corta
edad, sus pocas fuerzas y su inexperiencia, tiene que tragarse su or-
gullo, y tolerar que se mancille su honor, afrenten a su madre, a sus
criados y a él mismo. Tampoco sabe nada de su padre, no lo recuerda
y sólo lo conoce por lo que ha oído contar de él. Ésa es la situación del
muchacho cuando Palas se le aparece bajo la figura de Mentes, antiguo
huésped de su padre. El joven le acoge y le rinde los honores propios
de la hospitalidad, le refiere el comportamiento de los nobles en ausen-
cia del rey, y la diosa le reconforta y le profetiza su regreso. Le revela
el plan para expulsar a los pretendientes y le exhorta a la valentía: ha
llegado el momento de que realice por sí mismo hazañas que le hagan
digno hijo de su padre.
Después de reconocerla, el adolescente se prepara para llevar a
cabo su misión. Reúne en asamblea a los principales de Ítaca, les co-
munica su decisión de salir a por no ticias del rey, pide una nave con
marinos que le acompañen, y propone el plazo de un año para esta
– 35 –
empresa. Si al volver confirma la muerte del rey, su madre celebrará
nuevas nupcias.
La asamblea se disuelve sin concederle lo solicitado, pero al menos
le reconoce el valor y la osadía requeridos para hablar ante un elevado
número de ancianos y principales, siendo tan joven. La primera expe-
riencia de fracaso le hace sentirse acobardado. El plan propuesto por
Palas no parece que pueda realizarse, pero la diosa, que no está ausen-
te, ejecuta el plan ella misma.
Manda a Telémaco que prepare provisiones, lo que el joven hace
con ayuda de la nodriza Euriclea, despensera del palacio, mientras que
ella, bajo la apariencia de Telémaco, consigue una nave y a los marine-
ros necesarios, y se hacen a la mar sin que los pretendientes, embriaga-
dos en el banquete, puedan advertirlo.
El canto III relata la travesía hacia Pilos, donde Telémaco vuelve a
sentirse impotente, por su juventud e inexperiencia, para interrogar a
Néstor, y donde la diosa le reconforta de nuevo: no es tanta su incapaci-
dad, está bien dotado, pues el cielo no le ha hecho premioso ni incapaz:
«Telémaco, unas palabras las concebirás en tu propia mente, y otras te
las infundirá la divinidad. Estoy seguro de que tú has nacido y te has
criado no sin la voluntad de los dioses» (Odisea, III, 28).
Finalmente el muchacho habla con Néstor. Le cuenta su proceden-
cia, la situación de Ítaca por la ausencia de su padre, y le manifiesta
su desesperación: no cree posible que regrese su padre, ni aunque los
dioses lo quisieran así. Atenea entonces le reconviene: a los dioses, si
ellos quieren, les es muy fácil socorrer a los mortales, incluso aunque
estén lejos, y ella en concreto tiene predilección por Ulises. Si ella tuvie-
se que elegir entre el destino de Ulises o el de Agamenón, preferiría con
mucho la suerte del primero, que volvió a su tierra tras sufrir muchas
penalidades, antes que la del segundo, a quien le tocó morir en su casa,
a manos de su esposa y el amante de ésta, aunque, no obstante, la muer-
te llega por igual a todos, sin que los dioses puedan evitarlo.
El canto IV relata la visita de Telémaco a Menelao, que le da noti-
cias de Ulises, y le refiere la suerte de Agamenón.
Atenea, por su parte, vuelve a Ítaca, donde Penélope, enterada de
la marcha de su hijo, está desconsolada, ahora más por esta ausencia
que por la de su propio marido. La diosa consuela en sueños a la ma-
– 36 –
dre, asegurándole que es ella misma quien guía al joven y quien le está
hablando a ella en sueños.
Así está dispuesto el escenario donde van a transcurrir los aconte-
cimientos, y donde Atenea ejerce su acción protectora.
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CAPÍTULO II
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tipos de este poema homérico son tam bién originarios e irreductibles
entre sí, y corresponden a seis cualidades y posibilidades que se rea-
lizan en la mujer, y que se abren para el hombre en el encuentro con
ellas.
Antes de analizar cada una de estas figuras femeninas y su rela-
ción con Ulises es preciso resumir brevemente los cantos menciona-
dos. El canto V empieza con la resolución de la asamblea de los dioses
en la que se acuerda el regreso del héroe solicitado por la diosa Ate-
nea, y el envío de Hermes para que comunique a la ninfa Calipso que
el destino no permite que le retenga por más tiempo. El héroe cons
truye una balsa y parte pero Poseidón levanta una tempestad como
venganza contra él porque cegó a su hijo Polifemo. La balsa es des-
truida por los vientos, y el tripulante, sufriendo el embate de la tem-
pestad, llega a nado a Esqueria, la isla de los feacios. En el canto VI,
Atenea inspira a la joven Nausicaa, hija del rey, para que marche a la
playa con sus doncellas a lavar sus vestidos. Es allí donde encuentra
al náufrago medio muerto y desnudo. Se compadece de él, le socorre
y le lleva a la ciudad. En el canto VII es aceptado como huésped por
Alcinoo y su mujer, la reina Arete, que le prometen ayuda para regre-
sar a su país. Ulises hace un relato de sus desventuras desde que salió
de la isla Ogigia has ta su naufragio y llegada a Esqueria. En el canto
VIII, Alcinoo, tras escuchar la narración, reúne a la asamblea con ob-
jeto de disponer la ayuda necesaria para que el recién llegado pueda
volver a su patria. En atención al huésped se celebra un banquete, en
el que el aeda Demodoco cuenta episodios de la guerra de Troya. Lue-
go se convoca una competición, y en su transcurso es provocado Uli-
ses, que interviene y vence a los feacios en diversas pruebas. El aeda
actúa de nuevo, canta los amores de Ares y Afrodita, y el episodio del
caballo de Troya. El huésped entonces se emociona y Alcinoo, que se
da cuenta, le pide que se identifique.
Si desde el punto de vista estilístico estos cuatro cantos se uni-
fican por constituir un relato en tercera persona, desde el punto de
vista temático aquí considerado su contenido es la relación del hom
bre (Odisea) con la mujer (con distintos tipos de mujer), su relación
con los dioses, y su relación con la naturaleza y los otros hombres, que
– 40 –
se manifiesta tanto en el dominio técnico de las herramientas y armas
como en el de la palabra (el arte del «técnico» y el arte del poeta).
En mitad del camino de la vida de Odisea, esta isla de Esqueria
aparece como un maravilloso Edén, habitado por descendientes de los
dioses. Las condiciones del clima y su localización geográfica permite
a sus moradores dedicarse a una técnica, la de la navegación, en la que
han alcanzado la máxima pericia. Se trata de un pueblo pacífico, cuyas
mu jeres dominan la técnica propia de su sexo, la de tejer, y cuyo orden
social parece más bien la descripción de una utopía. Ese momento de
paz, en la mitad de la vida, es un momento propicio para hacer re-
cuento, para la reflexión, para relatar lo que se ha hecho, lo que se ha
padecido. Porque ya se han hecho y se han padecido cosas, y ya hay
algo que relatar.
2. Por lo que se refiere a la relación entre los dioses y el destino en Home ro, cf. F. R.
Adrados y otros, Introducción a Homero, Labor, Barcelona, vol. I, pp. 268-272. Cf. Martin P.
Nilsson, Historia de la religiosidad griega, Gredos, Madrid, 1970, cap. I.
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gio, tiempo para el goce y para la reflexión. Palas asegura que retiene en
su isla a Ulises por la fuerza. ¿Pero qué género de fuerza es ésa?, ¿qué
clase de poder tiene la mujer, este tipo de mujer, sobre el hombre?, y
¿qué le pasa a Ulises para no encontrarse bien allí?
Calipso podría asemejarse a la figura de Helena en la ti pología de
Jung, la mujer que moviliza el afecto por su hermosura y que protege
con su amor, pero también podría asimilarse sencillamente a la figura
jungiana de la ninfa.3
Hermes ha llegado a la isla y transmite su mensaje. Ulises en ese
momento lo que siente junto a Calipso es el desarraigo. «No se habían
secado sus ojos de llanto, y su dulce vida se consumía añorando el regre-
so, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por
la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él la amara.
Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla desgarrando su
ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba al estéril mar derra-
mando lágrimas» (Odisea, V, 151-159).
Ulises sabe que Penélope no es más hermosa que la ninfa, pero a
pesar de esto la prefiere. Quizá por tratarse de la mujer que es suya, de la
primacía de lo particular sobre lo universal, de una mujer y una casa en
ítaca, por encima de una mujer ideal, de una belleza inmortal. Por eso el
de alma grande («magnánimo» es uno de los epítetos que más frecuen-
temente le da Homero) llora con desconsuelo en una tierra donde mana
leche y miel y donde crecen los cipreses,4 es decir, en una tierra ideal,
que podría satisfacer todos los sueños y todos los deseos de cualquier
hombre en general, en abstracto, pero no los de ese hombre particular en
ese momento concreto.
Por otra parte, Calipso podría exhibir algún título para retener al
héroe. De entrada, los derechos que tiene la mujer sobre el hombre. «Yo
lo salvé, que Zeus le destrozó la rápida nave arrojándole el brillante rayo
en medio del ponto rojo como el vino. Allí murieron todos sus nobles
compañeros, pero a él el viento y las olas lo acercaron aquí. Yo lo traté
como amigo y lo alimenté y le prometí hacerlo inmortal y sin vejez para
3. La palabra griega nymphe significa «recién casada» y también «mu ñeca». Para Jung,
lo ninfático corresponde a los estadios bajos del proceso de individualización, y está rela-
cionado con las nociones de tentación, transitoriedad, multiplicidad y disolución.
4. El ciprés, en la Grecia clásica, es símbolo de la alegría y la vida, de la eternidad.
– 42 –
siempre. Pero puesto que no es posible a ningún dios rebasar ni dejar
sin cumplir la voluntad de Zeus, el que lleva la égida, que se vaya por el
mar estéril si aquél lo impulsa y se lo manda. Mas yo no lo despediré de
cualquier manera, pues no tiene naves provistas de remos, ni compañe-
ros que lo acompañen sobre el ancho lomo del mar» (Odisea, V, 130-142).
Hacerle inmortal quiere decir sacarle del tiempo, apartarle de la ve-
jez. ¿Cómo dejarle ahora vagar y sufrir de nuevo? Hermes contesta que
ése es su destino, el de todo hom bre: ser en el tiempo, alcanzar la vejez
y la muerte.5 Los hombres, los mortales necesitan la vejez, ése es su sino.
Tener un tiempo para la reflexión, cuando el de la acción ya se reduce o
ha pasado por completo. La reflexión es la dig nidad de la vejez humana,
el momento en que el hombre puede recogerse sobre sí mismo, y así es
considerado en Grecia el anciano, como una persona de gran dignidad
y valor.
La ninfa se queja ante el mensajero de los dioses de que le arrebaten
a Ulises, pues le produce gran dolor quedarse sin él. Desde el punto de
vista de Calipso, ella no es una mujer ideal, una belleza universal: es una
mujer concreta, puesto que puede sentir soledad.
Pero ha llegado el momento de la partida. Ulises no puede quedarse
en lo seguro, lo agradable. El hombre tiene más tiempo, más vida, no
puede quedarse resguardado en el seno materno, volver a ese refugio, y
no puede quedarse escondido en la mujer, que desde este punto de vista
simboliza el seno materno en general,6 sobre todo si tiene el alma grande
y dispone todavía de más «tiempo».
Ulises, después de haber estado allí varios años, desconfía de que
la ninfa le deje partir sin más. «Diosa, creo que andas cavilando algo
distinto de mi marcha [...] No, yo no subiría a una balsa mal que te pese,
5. El motivo del viajero errante que no puede morir encuentra en el mito de Ulises
una de sus expresiones arquetípicas, pero más propiamente en las leyendas medievale
s y románticas del judío errante y el buque fantasma. El viajar es una imagen del anhelo
nunca saciado, que en ninguna parte encuentra su objeto. Jung cree que ese objeto es la
madre perdida (Transformaciones y símbolos de la libido), pero otros autores lo interpretan
en el sentido de huida de la madre, de anhelo de salvación y trascendencia, o en otros
sentidos (M. Eliade, Imágenes y símbolos, Taurus, Barcelona, 1989).
6. En este sentido, la nostalgia del seno materno se ha interpretado también como
nostalgia del espíritu por la materia, y como nostalgia de la vida por la muerte (Mircea
Eliade, Imágenes y símbolos).
– 43 –
si no aceptas jurarme con juramento, diosa, que no maquinarás contra
mí desgracia alguna» (Odisea, V, 172-179).
El hombre suspicaz y malicioso desconfía de la mujer. La diosa no
guarda rencor. Hace de la necesidad virtud y advierte al héroe que aún
le quedan muchos sufrimientos, tantos que de saberlo con exactitud no
se iría. «Si supieras cuánta tristeza te deparará el destino antes de que
arribes a tu patria, te quedarías aquí conmigo para guardar esta mo
rada y serías inmortal por más deseoso que estuvieras de ver a tu espo-
sa, a la que continuamente deseas todos los días» (Odisea, V, 208-210).
Pero Ulises ya está resuelto y el destino se debe cumplir. Ha llegado la
despedida. «El sol se puso y llegó el crepúsculo. Así que se dirigieron
al interior de la cóncava cueva a consolarse con el amor en mutua com-
pañía» (Odisea, V, 227).
Ahora, entre Calipso y Ulises, el amor no lo es todo, es un consue-
lo. No lo es todo porque lo que es propio de Ulises está fuera de Calipso
y de su isla, porque hay más tiempo, y porque Ulises sigue teniendo
como cualidad característica la magnanimidad, la megalopsychía. Tiene
un alma grande, que alberga aún muchas empresas que realizar y por
eso mismo mucho que padecer, tiene que continuar su viaje.7
Además, por muy universal y absoluto que sea el amor, cuando se
trata del amor de un hombre particular, también es particular, limitado.
Quizá el amor que no deja nada fuera, que lo abarca todo, no es propio
de los mortales, sino algo más bien divino.
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(Odisea, V, 246), «los perforó todos, los unió unos con otros y los
ajustó con clavos y junturas» (Odisea, V, 249). «Cuanto un hombre
buen conocedor del arte de construir redondearía el fondo de una
amplia nave de carga, así de grande hizo Odisea la balsa» (Odisea, V,
250-251). Después, «plantó postes», «los ajustó con vigas», «constru-
yó una cubierta rematándola con grandes tablas», «hizo un mástil
y una antena adaptada a él y construyó el timón para gobernarla».
Finalmente, «la cubrió con cañizos de mimbre» que la defendieran
contra el oleaje, y con la tela que Calipso le llevó para hacer velas, «él
las fabricó con habilidad», «ató en ellas cuerdas, cables y bolinas»
y con unas estacas echó la embarcación al mar (Odisea, V, 251-260).
Un héroe artesano es algo que no aparece en la Ilíada; no hay
ningún héroe en el primer poema homérico que lo sea por sus haza-
ñas en el campo de la técnica. 8 Sin duda el hecho de que un artesano
pueda ser un héroe supone que en la sociedad a la que pertenece,
el trabajo es un valor, al menos tan cotizable como la victoria en
la guerra o el éxito en la caza. Un valor que se admira, y por tanto
un factor que puede dar lugar a cierta jerarquía y orden social, un
principio formalizador de la sociedad. Pero no cualquier artesano
puede ser un héroe. Debe ser aquel que se emplea en determinadas
técnicas; quizá las de vanguardia en aquella sociedad, como era la
navegación en el siglo VIII a. C. en las aguas del Egeo.
La técnica es la actividad en la que el hombre se mide conti-
nuamente con el caos y con las fuerzas sobrehumanas, o sea con la
naturaleza desatada, pues eso es el caos, y con los dioses, pues a
ellos les compete el dominio de esas fuerzas en tanto que superan
a los humanos. La técnica se convierte así en una actividad propia
y específicamente humana, de manera que según la desarrollan los
hombres, así realizan su humanidad. Es un tipo originario de activi-
dad, una actividad arquetípica.
El destino de Ulises es lanzarse nuevamente al mar; como el des-
tino del hombre es aventurarse a lo desconocido y hacer frente a lo
que todavía no es y no tiene forma. El mar simboliza en el mundo
antiguo lo informe, lo caótico, lo máximamente tempestuoso y des-
– 45 –
tructor.9 Así que Ulises vuelva, que el hombre cumpla su destino de
adentrarse en un futuro que aún no tiene forma y de protagonizar
una vida que aún no tiene redactado su argumento, no parece que
puedan impedirlo los elementos del caos, pero sí pueden estorbarlo
u obstaculizarlo.
Ulises parte de Ogigia. «Desplegó gozoso las velas» y fue «go-
bernando el timón con habilidad», mirando el firmamento y, particu-
larmente ,a la Osa, «pues le había ordenado Calipso, divina entre las
diosas, que navegase teniéndola a la mano izquierda» (Odisea, V, 269-
278). Tras diecisiete jornadas de travesía, Poseidón desata una tormen-
ta. Ulises, asustado, reflexiona en su corazón y su ánimo oscila entre
la duda y el miedo. No sabe si prefiere morir allí, en medio del mar,
sin fama ni una sepultura digna para su cuerpo, o seguir luchando,
alcanzar tierra, y esperar otro tipo de muerte.
Se trata de una reflexión frecuente entre los héroes griegos, a par-
tir del caso paradigmático de Aquiles. Si muere en el mar, Ulises y su
vida, su cuerpo y su historia, se disolverá en el caos, y de él no quedará
absolutamente nada, ni siquiera lo que podría quedar: el recuerdo.
«Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro
veces los dánaos que murieron en la vasta Troya por dar satisfacción a
los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi
destino el día en que tantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas
lanzas alrededor del Pélida muerto! Allí habría obtenido honores fú-
nebres y los aqueos celebrarían mi gloria, pero ahora está determinado
que sea sorprendido por una triste muerte» (Odisea, V, 303-311). Si la
muerte del héroe, del hombre, no es acogida e integrada por la cultu-
ra, no es una muerte humana: es un acontecimiento físico. Por eso, la
sociedad que no integra la muerte se destruye. La muerte es el máximo
acto de terrorismo, porque desintegra la sociedad. Pero si la sociedad
la hace suya como un acontecimiento propio, entonces queda convertida
en un factor estabilizante del orden social.10
– 46 –
La forma en que eso sucede con más frecuencia desde una perspecti-
va intercultural es dar sepultura. Por eso algunos autores piensan que dar
sepultura es el primer acto civilizador. Unir el mundo de los vivos con el
de los muertos supone el primer requisito para que la sociedad se consti-
tuya, convirtiéndose así en el primer punto de refe rencia de la cultura y
de la autoconciencia social.11
Siguiendo el hilo de la narración, nuestro héroe lucha en medio
del mar por salvar su vida de una muerte segura. Ahora aparecen en
su conjunción los tres factores antes mencionados: lo que los dioses
quieren y el destino de Ulises, la técnica de la navegación que el héroe
domina, y el mar desatado o el caos. El caos triunfa sobre la téchne a
menudo, pero el hombre algunas veces se salva del caos por ella. Solo
algunas veces, porque la conjunción entre esos tres factores, los dioses,
el caos, y la téchne, es problemática. Dominar la técnica y salvarse del
caos mediante ella es lo propio del héroe homérico: Ulises no es un
estoico que se inmola a la fortuna, porque, como otros héroes griegos,
cree que la fortuna ayuda a los audaces. Según esta creencia parece que
se articulan las dos voluntades, la divina y la humana, sin que ninguna
de las dos se anule12. Así, en medio del oleaje y abatido por la tem-
pestad, Ulises recibe una ayuda de la diosa Ino: «Toma, extiende este
velo inmortal bajo tu pecho, y no temas padecer ni morir. Mas cuando
alcances con tus manos la tierra firme, suéltalo en seguida y arrójalo al
ponto rojo como el vino, muy lejos de tierra, y apártate lejos» (Odi-
sea,V, 347-350). La ayuda llega, pues, en forma de objeto mágico, de
un modo que es común en los ritos, mitos, relatos épicos, leyendas y
cuentos populares.13 Lo que permite cumplir la voluntad humana y
el designio divino es la ayuda sobrenatural, pero en el caso de Ulises,
la iniciativa propia sigue jugando un papel primordial. Después de
coger el velo que le dan, Ulises, que no se fía ni de los dioses, toma su
propia decisión y asume su responsabilidad: «¡Ay de mí! ¡No vaya a
ser que alguno de los inmortales urde contra mí una trampa, cuando
12. Cf. Martin P. Nilsson, Historia de la religiosidad griega, Gredos, Madrid, 1970, pp.
63-77. Cf. R. Adrados, Introducción a Homero, cit., p. 276.
13. El objeto mágico puede ser de varios tipos, como señala V. Propp, Las raíces histó-
ricas del cuento, cap. 5, II, y su recepción puede reiterarse según la construcción del relato
y su longitud de desarrollo, pero el hecho de recibirlo es constante.
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me ordena abandonar la balsa! Mas no obedeceré, que yo vi a lo lejos
con mis propios ojos la tierra donde me dijo que tendría asilo. Más
bien, pues me parece mejor, obraré así: mientras los maderos sigan
unidos por las ligazones permaneceré aquí y aguantaré sufriendo ma-
les, pero una vez que las olas desencajen la balsa me pondré a nadar,
pues no se me alcanza previsión mejor» (Odisea, c. V, vv. 356-362).
Atenea, por su parte, se dispone también a socorrer a su prote-
gido. Calma los vientos y cuando ha conseguido llegar a tierra firme,
inspira al náufrago un profundo sueño reparador de las fuerzas, como
si los procesos naturales fuesen también un don divino. Así llega Uli-
ses a la isla de los feacios, donde es acogido por Nausicaa.
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define a la mujer como el ánima, en contraposición al hombre en tanto
que animus. La cualidad de la inocencia se refiere a lo que está para
empezar: marca aquello que es un nuevo punto de partida. Esto es así
en la conciencia griega pero también en otras culturas, y se le opone
como contrario la culpa o el extravío. La inocencia se encuentra en la
mujer niña en cuanto que no se ha dado aún ningún extravío en ella.
Éste es el simbolismo de la «hija del rey», que se concede al héroe como
recompensa de sus hazañas y trabajos, y que está asociada al agua en
cuanto elemento primordial, al naufragio y a la purificación. Se trata de
una figura que se encuentra frecuentemente en todas las tradiciones.
La joven ha ido a la playa a lavar, tarea que, asignada a la mujer
en muchas culturas, tiene también fuerte contenido simbólico. Lavar
quiere decir limpiar y purificar, no sólo los vestidos sino también las
culpas y los delitos. En la cultura homérica se añade a esta tarea además
la de bañar al huésped, la de perfumar y la de embellecer, llenar de gra
cia y de gloria al héroe.
Nausicaa hace todo lo que la diosa le ha indicado en sueños. Ter-
minada la tarea, toma el sol y juega a la pelota con sus doncellas. Palas
prepara el encuentro con la joven como una gracia, como un don para
quien la vea. Con los gritos alegres de los juegos, Ulises, que duerme en
la playa, se despierta sobresaltado. «¡Ay de mí! ¿De qué clase de hom-
bres es la tierra a la que he llegado? ¿Son soberbios, salvajes y caren-
tes de justicia o amigos de los forasteros y con sentimientos de piedad
hacia los dioses? Y es el caso que me rodea un griterío femenino como
de doncellas, de ninfas que poseen las elevadas cimas de los montes,
las fuentes de los ríos y los prados cubiertos de hierba ¿O es que estoy
cerca de hombres dotados de voz articulada? Pero, ea, yo mismo voy a
comprobarlo e intentaré verlo» (Odisea, VI, 119-126).
No sabe si las voces que oye corresponden a seres de su misma na-
turaleza, seres humanos, o a seres de género diverso. Debe comprobar
si tienen la misma naturaleza y esa comprobación es un acto cultural.
La revalidación o el reconocimiento de la naturaleza, que permite un
tipo adecuado de comunicación, se hace en este caso mediante un acto
de apelación a los dioses, un acto religioso o un acto de culto, el cual se
toma como contraseña o prueba de civilización. Ser civilizado quiere
decir ser hospitalario y reconocer a los dioses.
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Ulises, cubriéndose con unas ramas y con aspecto montaraz, apa-
reció ante las jóvenes. «Temblorosas se dispersan cada una por su lado
hacia las salientes riberas. Sola la hija de Alcinoo se quedó, pues Ate-
nea le infundió valor en su pecho y arrojó el miedo de sus miembros.
Y permaneció a pie firme frente a Odiseo. Éste dudó entre suplicar a la
muchacha de lindos ojos abrazado a sus rodillas o pedirle desde lejos,
con dulces palabras, que le señalara su ciudad y le entregara ropas. Y
mientras esto cavilaba, le pareció mejor suplicar desde lejos con dulces
palabras, no fuera que la doncella se irritara con él al abrazarle las ro-
dillas» (Odisea, VI, 138-147).
El náufrago, desnudo, tiene aspecto salvaje, y por eso a su vez las
jóvenes dudan también de si será o no humano. Más bien no dudan.
Huyen asustadas en una reacción tan inmediata como podría ser la de
ataque. Solamente Nausicaa, inspirada por la diosa, permanece ante
Odiseo. A veces la niña inocente, sin miedo o venciéndolo, se detie-
ne junto a la miseria de un vagabundo deshecho y se interesa por él.
Cualquier adulto se lo desaconsejaría, pero Nausicaa se queda. Quizá
porque la inocencia es inconsciencia del peligro e ignorancia del mal,
pero Homero explicita que es por inspiración divina. Es un modo de
explicar una de las formas en que la compasión triunfa sobre el miedo,
como uno de los sentimientos más propios de la mujer niña, de la «hija
del rey», y, desde luego, de Nausicaa.
Algunos autores han pensado que la compasión no es una actitud
ni una cualidad moral propia del mundo homérico,14 y que adquiere
auge con el cristianismo, pero otros han sostenido que es muy propia
tanto de Homero como de los grandes trágicos griegos. Quizá es cierto,
como sostiene M. van der Leeuw, que la imaginación religiosa griega y
la de toda la humanidad sabe lo que es la misericordia.15
Antes de nada, Ulises elogia su hermosura, que es una gracia, un
don, para quien la vea. «Yo te comparo a Artemis, la hija del gran Zeus,
en belleza, talle y distinción, y si eres uno de los mortales que habitan la
tierra, tres veces felices tu padre y tu venerable madre; tres veces felices
– 50 –
también tus hermanos, pues bien seguro que el ánimo se les ensancha
por tu causa viendo entrar en el baile a tal retoño; y con mucho el más
feliz de todos en su corazón aquel que venciendo con sus presentes te
lleve a su casa» (Odisea, VI, 149-160).
Después declara que, al mirarla, «le atenaza el asombro», como
cuando junto al altar de Apolo en Delos vio por primera vez una palme-
ra, y quedó entusiasmado durante largo tiempo, contemplando cómo
«un árbol tan hermoso había crecido en la tierra» (Odisea, VI, 161-167).
Ulises cuenta a la joven el suceso del naufragio y le pide que le dé ropa
con que cubrirse, deseándole toda clase de bienes. «¡Que los dioses te
concedan cuantas cosas anhelas en tu corazón: un marido, una Casa, y
te otorguen también una feliz armonía! Seguro que no hay nada más
bello y mejor que cuando un hombre y una mujer gobiernan la casa
con el mismo parecer; pesar es para el enemigo y alegría para el amigo,
y, sobre todo, ellos consiguen buena fama» (Odisea, c. VI, vv. 180-186).
Una vez que ha invocado a los dioses, suplica a Nausicaa que le
conceda el don de la hospitalidad. Nausicaa le contesta que ha acertado
a reconocer en él, como consecuencia de su invocación a los dioses,
nobleza y sensatez. Le advierte que si invoca a los dioses, debe aceptar
pacientemente todo lo que ellos le hayan asignado como destino.
Por su parte, ella le dará lo que los dioses prescriben, y a tal efecto,
reprende y da las oportunas órdenes a sus doncellas: «Deteneos, sier-
vas, ¿adónde huís por ver a este hombre? ¿Acaso creéis que es un ene-
migo? No existe viviente ni puede nacer hombre que llegue con ánimo
hostil al país de los feacios, pues somos muy queridos de los dioses y
habitamos lejos en el agitado ponto, los más apartados, y ningún otro
mortal tiene trato con nosotros.
«Pero éste ha llegado aquí como un desdichado después de andar
errante, y ahora es preciso atenderle. Que todos los huéspedes y men-
digos proceden de Zeus, y para ellos una dádiva pequeña es querida.
¡Vamos, dadle de comer y de beber y lavadlo en el río donde haya un
abrigo contra el viento» (Odisea, VI, 199-210).
Una vez que se ha establecido la comunidad de naturaleza en vir-
tud del reconocimiento y de la comunión en lo divino, tiene lugar la
compasión y el socorro.
– 51 –
Una hipótesis distinta que podría considerarse, pues también Ho-
mero da pie para ello, es que quizás hay otro elemento universalizante,
confirmador de la comunidad de naturaleza, que no es religioso sino
más bien ético, o bien ético y psicológico, afectivo, que es la simpatía
en el sentido de compasión, de misericordia pues no está claro si la
misericordia, la sympatheia, inmediatamente y de suyo, tiene un sentido
religioso.
Otro sentimiento en el que se expresa un reconocimiento recíproco
es la vergitenza. Ulises lo primero que percibe es que está desnudo,
se ve como un ser salvaje, como una fiera. Eso es lo que homologa al
hombre y al animal, el no usar vestido. Así el hombre desnudo está en
peores condiciones para ser reconocido por otros humanos como seme-
jante. Si se le reconoce como ser humano, es que se le reconoce como
personaje, con un nombre y una función social, por eso poner nombre a
un individuo equivale a vestirle. Pero nombrarle y vestirle es incluirle
o admitirle en la comunidad social. Es el vestido lo que hace al hombre
más diferenciado, porque el vestido expresa también la individuación
en el espacio y en el tiempo social. Ulises siente vergúenza de su des-
nudez ante la presencia de las jóvenes y pide a las siervas de Nausicaa
y a ésta que se retiren.
Así pues, la compasión y la vergúenza, desde el punto de vista de
Homero, no aparecen como sentimientos «naturales», sino más bien
«civilizados», o, más propiamente todavía, como aquello en virtud de
lo cual puede establecerse y se establece la comunidad civil, que tiene
como base el reconocimiento de la comunidad «natural».
Una vez limpio, Ulises se viste y se perfuma. Atenea le infunde
entonces una gracia, charis, para que aparezca con más hermosura físi-
ca. En el mundo homérico la hermosura física es algo de enorme valor,
pues es lo que hace a un hombre semejante a un dios. Esa cualidad, la
gracia, charis, en muchas religiones tiene el mismo significado de «ha-
cer semejante a un dios», también en el cristianismo.
Nausicaa queda admirada de esta hermosura, en términos seme-
jantes a como Ulises quedó prendado de ella. Se trata de una especie de
enamoramiento. «Escuchadme, siervas de blancos brazos, mientras os
hablo; no en contra de la voluntad de todos los dioses, los que poseen el
Olimpo, tiene trato este hombre con los feacios semejantes a los dioses.
– 52 –
Es verdad que antes me pareció desagradable, pero ahora es semejante
a los dioses, los que poseen el amplio cielo. ¡Ojalá semejante varón fue-
ra llamado esposo mío habitando aquí y le cumpliera permanecer con
nosotros!» (Odisea, c. VI, vv. 239-245).
Tal vez por la desproporción excesiva entre el don y el receptor, la
experiencia de la hermosura, del quedar prendado, es una experiencia
de felicidad que se considera una gracia, porque es algo que el hombre
no puede darse a sí mismo. Lo que el hombre puede darse a sí mismo
ya sabe lo que es y por eso no le coge de sorpresa.
Sucedido todo esto, preparan entre los dos la mejor manera de
entrar en la ciudad y llegar hasta el palacio de Alcinoo, padre de Nausi-
caa. La joven considera preferible que nadie les vea juntos, pues no está
bien para una doncella el ir entre hombres antes del día de sus nupcias,
ya que ocasionaría «comentarios amargos». «Así dirán, y para mí estas
palabras serán odiosas. Pero yo también me indignaría con otra que
hiciera cosas semejantes contra la voluntad de su padre y de su madre y
se uniera con hombres antes que celebre público matrimonio» (Odisea,
c. VI, vv. 284-287), En el mundo homérico, las nupcias aparecen de esta
manera como el principio formalizador de las relaciones sexuales para
una doncella de cierta alcurnia.
Después Nausicaa aconseja a Ulises que vaya al palacio de su
padre y que se abrace como un suplicante a las rodillas de su madre
la reina Arete pidiéndole ayuda para regresar a su casa y a su patria.
Dispuesto ya el plan, Ulises invoca a Atenea, su protectora, para que
le sean favorables los acontecimientos, y Palas le escucha, «pero no le
salió al encuentro, pues respetaba al hermano de su padre, [Poseidón,
padre de Polifemo] que mantenía su cólera violenta contra Odiseo, se-
mejante a un dios, hasta que llegara a su patria» (Odisea, VI, 330).
Esta vez, la sabiduría no se enfrenta al poder de lo informe. Palas
respeta y teme a Poseidón, hermano de Zeus, tal vez porque la sabidu-
ría no lo es todo, y no es lo absoluto. Tal vez porque el caos, el ser y la
vida vienen de más allá del saber, tal vez porque pertenecen al misterio
– 53 –
5. Arete. La hospitalidad de la madre reina
– 54 –
«Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a
tu esposo, a tus rodillas, y ante estos tus invitados, después de sufrir mu-
chas desventuras. ¡Ojalá los dioses concedan a éstos vivir en la abundan-
cia; que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes de su hacienda y las
prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En cuanto a mí, proporcio-
nadme escolta para llegar rápidamente a mi patria. Pues ya hace tiempo
que padezco pesares lejos de los míos» (Odisea, c. VII, vv. 146-154).
Cabe preguntar si acaso los sufrimientos o el haber padecido mucho
son un mérito para algo. Anteriormente se ha aludido a la compasión
como una actitud espontánea e inmediata, y a su posible universalidad.
Tal vez sea un escándalo para cualquier ser humano el hecho de ver a un
semejante sufriendo, o incluso saber que alguien de su misma naturaleza
se encuentra en una situación terrible. Un motivo para la compasión, y
una explicación de ella, puede encontrarse en que, como enseñan buena
parte de los filósofos, el ser humano no está hecho para el sufrimiento y
las desgracias no son lo que le corresponden como lo que le es debido
de suyo. Está hecho para la felicidad, y si es la desgracia lo que le acon-
tece, entonces se puede suponer que algo va mal, en el ser humano en
particular, o en el ser en general, y debe ser reparado. Bien puede ser así,
pero el modo en que esto llega a la conciencia humana es tema de otros
estudios. Puede bastar ahora para dar razón de que haber sufrido mucho
es un título para recibir beneficios.
Ulises se levanta después de suplicar abrazado a las rodillas de Are-
te, y «se sentó entre las cenizas junto al fuego del hogar» (Odisea, VI, 152),
esto es, en el lugar que le corresponde al hombre que está triturado y des-
hecho. Las cenizas tienen ese contenido simbólico, que proviene, sobre
todo, de su carácter de residuo: es lo que queda después de la extinción
del fuego. En su traducción antropomórfica, la ceniza, el cadáver, es el
residuo del cuerpo después de que se ha apagado el fuego de la vida.
En general, la ceniza es símbolo de la nulidad y de la inconsistencia de
la vida humana, y, más en concreto, de su precariedad y transitoriedad.
Este simbolismo aparece en la tradición griega, en la judía, en la cristia-
na, en la hindú y en otras.18 En nuestra cultura queda una huella de ese
18. Cf. Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Crítica, Barcelona,
1983, pp 355-357.
– 55 –
simbolismo en el cuento de «la cenicienta»: las cenizas del hogar son el
sitio donde se aparta lo que no es nada, donde está quien lo ha perdido
todo (quien ha perdido a su madre), y donde más brilla el resurgir que
tiene como principio una dádiva que se recibe. Sentarse sobre cenizas
es el modo en que un ser humano puede provocar la compasión de
otro. Y así sucede en este caso.
Uno de los nobles de la corte interviene en su favor: «Alcinoo, no
me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped permanezca sentado en
el suelo entre las cenizas del hogar [...] Ordena también a los heraldos
que mezclen vino para que hagamos libaciones a Zeus, el que goza con
el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes» (Odisea, VII, 159-163).
Alcinoo se inclina sobre el forastero para levantarlo de aquel lugar, y
tributarle los honores que le corresponden, que son sacrificios y la ayu-
da para volver a su patria. Por otra parte, si «fuera uno de los inmorta-
les que ha venido desde el cielo, algunas otras cosas nos preparan los
dioses, pues hasta ahora se nos han mostrado a las claras» (Odisea, VII,
200-201) y hay que estar preparado para lo que los dioses manifiesten,
como quiera que lo hagan.
El extranjero entonces da un primera información sobre su identi-
dad: «Alcinoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada
me asemejo a los inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente
ni en porte, sino a los mortales hombres; quien vosotros sepáis que ha
soportado más desventuras entre los hombres mortales, a éste podría
yo igualarme en pesares» (Odisea, VI, 209-212). El héroe se identifica
de forma negativa. No es un inmortal; se define por lo que no es. En el
mundo homérico frecuentemente se define a los hombres designándo-
les como «los mortales», esto equivale a decir los que saben que mori-
rán, los que aspiran a morir, o bien los que tienen principio y tendrán
una terminación. Esto es lo mismo que definir al hombre en términos
de argumento o de relato, con principio, desarrollo y final.
Pero aún hay una desgracia o sufrimiento mayor que el que refiere
Ulises a Alcinoo. Se trata sin duda del que acontece al Ulises de Joyce
que no suplica volver a casa porque para él no hay principio, desarrollo
y desenlace, para él no hay casa a la que volver, y quizá ni siquiera el
– 56 –
don de la muerte.19 Mortal es el que aspira a morir en paz en su patria,
en sociedad, y después pasar al otro lado, a la sociedad de los muertos.
La reina pide al náufrago que diga quién es, pues ella misma ha re-
conocido la ropa que Nausicaa le entregó en la playa, y que lleva pues-
ta, como tejida por sus manos. Él prosigue diciendo de dónde viene.
Salió del lado de una mujer, Calipso, a la que describe brevemente, y
cuenta cómo esta ninfa le hizo promesas de inmortalidad. «Y no dejaba
de decir que me haría inmortal y libre de vejez para siempre. Pero no
logró llevar la persuasión al fondo de mi pecho» (Odisea, VII, 258). Des-
pués refiere cómo le recogió otra mujer, Nausicaa, y adorna el episodio
omitiendo algunos pormenores, en beneficio de la joven, y también en
el suyo propio. La prudencia en este caso aconseja dar primacía a la
reserva discreta antes que a la sinceridad infamante.
Una vez que ha terminado su relato, el rey Alcinoo le ofrece la hos-
pitalidad en su forma más completa, que incluye concederle «la mano
de su hija». «¡Zeus padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como eres y
pensando las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por esposa
y permaneciendo aquí pudiese llamarte mi yerno!; que yo te daría casa
y hacienda si permanecieras aquí de buen grado. Pero ninguno de los
feacios te retendrá contra tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a
Zeus» (Odisea, c. VII, vv. 311-314).
Arete a continuación ordena que se le disponga aposento en el pa-
lacio, y Alcinoo que se preparen los rituales propios de la hospitalidad.
Una vez que se ha aceptado como huésped, el extranjero se siente a
salvo. Este sentido salvador y sacro de la hospitalidad, aunque propio
del mundo griego, no es exclusivo de él.
Como se ha visto, en Grecia el extranjero es siempre «de Zeus». En
general, el extranjero es portador de «poder» y el «poder» es casi siem-
pre algo sagrado o sobrenatural. Cualquier extranjero es su portador,
pues se trata de una corriente sagrada que rompe de muchos modos y
surge por muchos puntos y el extranjero es uno de ellos.
Es un ser extraño, desconocido, y, por tanto, temible, por lo que
en latín y en otras lenguas la misma palabra, (hostis), designa a la vez
19. El caso de Ulises de Joyce es el del hombre en quien la subjetividad y los episo-
dios que la llenan flotan sueltos en la indiferencia.
– 57 –
los dos conceptos de «enemigo» y «extranjero». En tanto que es una
fuerza que aparece en un espacio social ya organizado, pero donde no
hay sitio preparado para él, resulta un extraño. En cuanto elemento
con el que la sociedad no cuenta y que no puede manejar ni controlar,
es un potencial enemigo y por eso produce miedo. Su llegada siempre
altera en algo el lugar, y por eso para ir a su encuentro es necesario
revestirse también de un poder adecuado. Al poder extraño se le debe
hacer frente con otro poder sagrado, de ahí que el saludo en todas las
civilizaciones sea un acto religioso en el que se invoca el nombre de
Dios, bien para neutralizar el poder extraño, para hacerle frente o para
acogerlo con un poder superior. Puede decirse, pues, que la hospitali-
dad como la guerra es una acción religiosa, y al extranjero se le acoge y
se le hospeda, o se le ataca.
Si se le acoge favorablemente, para darle hospitalidad, se con-
vierte en huésped. Fuera del domicilio el extranjero está fuera de la
comunidad de la sangre, y necesita apoyo para vivir y para ser, para
seguir existiendo, puesto que no tiene ninguna propiedad, ninguna ju-
risdicción: ninguna costumbre, ninguna ley, ningún ámbito civilizado,
se está en lo no humano, en lo salvaje.
Una vez que se le recibe como huésped, el extranjero tiene que pa-
sar por unos ritos de agregación,20 que en el caso de Ulises y los feacios
son juegos, competiciones y ceremonias religiosas. Las culturas primi-
tivas tienen estos ritos generalmente divididos en tres grupos, a saber,
los ritos de espera, los ritos de margen y por último los ritos de agre-
gación, y la cultura homérica los tiene igualmente. A veces, los ritos de
agregación implican el intercambiar regalos, pues aceptar regalos es en
cierta manera quedar vinculados entre sí, como intercambiar sangre o
anillos.
Es también parte del rito que el extranjero se presente, que dé su
«nombre». El extranjero dice quién es, o bien se le impone un nombre y
se le asigna una función social, una esposa, una propiedad, etc., lo cual
le sitúa ya en las fratrias, castas, etc., de modo que en el plano cultural
se revalida la comunidad de naturaleza. En Esqueria el recién llegado
pasa por todo eso, y una vez que ha sido aceptado como huésped, el
20. Cf. A. van Gennep, Los ritos de paso, Taurus, Madrid, 1986, cap. III.
– 58 –
rey manda preparar un banquete y venir a un aedo para que amenice
la comida con sus relatos. Veamos ahora el papel y la consideración de
que gozan el poeta y sus relatos en el mundo heroico.
– 59 –
queda junto a su padre para hacerle saber el bien y el mal. Y también
Tiresias, el adivino, queda ciego y a cambio le es otorgada la sabiduría.
La relación entre ceguera y sabiduría se especifica como conoci-
miento del bien y del mal. La ceguera significa por una parte descono-
cer la realidad de las cosas, y también estar loco, pero por otra, el ciego
es el que ignora las apariencias engañosas del mundo y tiene el privile-
gio de conocer su realidad secreta, profunda y prohibida al común de
los mortales. Por eso, el ciego participa de lo divino y es el inspirado,
el poeta, el taumaturgo, el vidente, el adivino. Además, el poeta es el
amado por la Musa, y la Musa es la que concede el don de producir, de
expresar lo más maravilloso. No solamente es la que sabe, también es
la que crea, la que revela y hace crear.
Mnemosine, la Memoria, y Zeus, son quienes engendraron a las
Musas.21 Su historia está relacionada con la de Crono, dios del tiempo.
Mnemosine es una figura contraria a Crono. La memoria es aquello que
salva y rescata del tiempo, la que sabe lo que ha sucedido desde el prin-
cipio, y lo retiene todo. Es hija de Urano y Gea, y pertenece al grupo de
las Titánides. Zeus se unió a ella en Pieria durante nueve noches segui-
das, y al cabo del año le dio nueve hijas, que son las que aman al poeta,
por lo cual él es el inspirado, el adivino, el conocedor del bien y del mal.
Ese conocimiento es inaccesible a los demás hombres porque es
el conocimiento del origen, de lo que está antes del tiempo y antes del
empezar. Las Musas, las que saben acerca del origen, a veces conceden
a hombres ciegos o locos ese saber, o bien hacen que esos hombres sean
también originantes de algo. No pueden ver lo que ya ha empezado y
está en el tiempo, lo objetivo, pero pueden ver el principio, pueden si-
tuarse entre bastidores, en lo que queda por detrás una vez ya manado
el río del tiempo y de la vida. Lo que vemos es lo formado, porque eso
es lo visible, pero el saber del principio en tanto que originante no pue-
de consistir en un saber de lo formado, de lo visible. Por eso el principio
es lo misterioso, lo que está más allá de la forma, o antecede a ella.
Eso es lo que las Musas inspiran y revelan, y hay motivo para lla-
mar a eso conocimiento del bien y del mal. Se trata de algo oculto a los
21. Cf. Hesiodo, Teogonía, vv. 35 ss. Píndaro, Pítica III, vv 88 ss., y Nemea, III, 16, en
Obras completas, ed. de Emilio Suárez de la Torre, Cátedra, Madrid, 1988.
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mortales, del principio del que brota la acción, y desde el cual puede
decirse que una actividad es buena o mala, o sea, de eso que se llama
«libertad», ya sea la de los dioses o la de los hombres.
En líneas generales, decimos que algo es bueno o malo por su prin-
cipio o por su fin. Conocer el bien y el mal quiere decir conocer el prin-
cipio, y también el fin de las cosas, y eso lo conocen Mnemosine y sus
hijas las musas. Conocen el principio, como Zeus, y conocen el final, y
por eso pueden emitir juicios justos sobre los acontecimientos. El poeta,
a su vez, sabe esto gracias a una revelación de las musas, pero él no
emite juicios, sino que simplemente dice lo que ha sido, lo que fue y lo
que será. Al menos, eso parece ser lo que Homero piensa.
Ulises se emociona escuchando al poeta Demodoco (el que enseña
al pueblo) y el rey es el único que lo advierte, pero procura que nadie
se dé cuenta. Es un rasgo de tacto, elegancia y respeto. El dolor, la nos-
talgia y el llanto se refieren al pasado, pero también son una tensión
respecto al futuro y tienen relación con la estructura de la existencia
humana como relato, con principio, desarrollo y final. Alcinoo hace
una propuesta para aliviar a Ulises. «Salgamos y probemos toda clase
de juegos. Así también el huésped contará a los suyos al volver a casa
cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y
en la carrera» (Odisea, VIII, 100-102).
El juego y la competición deportiva era una forma de honrar a los
muertos, una forma de dar culto a los dioses y de asemejarse a ellos,
una manera de alcanzar la gloria, la inmortalidad. «No hay mayor glo-
ria para el hombre mientras vive que campear» (Odisea, c. VII, v. 148), y
en ello el hombre muestra que posee el atributo propio de los dioses, el
poder. Por otra parte, los juegos son lo más apto para consolar, y eso es
lo que pretende Alcinoo en esos momentos.
En el transcurso de los juegos, Euríalo, hijo de Alcinoo, invita al
extranjero a que participe, pero el héroe declina la invitación invocando
su cansancio y su tristeza. Entonces, Euríalo le reta poniendo en duda
su valía como varón y como guerrero, e insinuando su pertenencia a un
rango inferior. «No, huésped, no te asemejas a un varón entendido en
juegos, cuantos hay en abundancia entre los hombres, sino al que está
siempre en una nave de muchos bancos, a un comandante de marinos
mercantes que cuida de la carga y vigila las mercancías y las ganancias
– 61 –
debidas al pillaje. No tienes traza de atleta» (Odisea, VIII, 159-164). Se
trata de un reto insoslayable en el que el otro queda implicado: se pone
en duda su identidad como varón y como guerrero, y esa identidad es
la que el extranjero necesita que sea reconocida, pues si no lo es tal vez
no recibirá la ayuda que ha solicitado. Tal vez no será digno de ella
si sus únicos valores son la hermosura física que han apreciado en él
Nausicaa y Arete, y la prudencia que Alcinoo percibió en sus respues-
tas. Se ve obligado a mostrar lo que es en lo que hace como atleta, pero
también en la respuesta verbal que da ante el reto. «¡Huésped! No has
hablado bien y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido
de igual modo a todos sus amables dones de hermosura, inteligencia
y elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero la divinidad
lo corona con la hermosura de la palabra y todos miran hacia él com-
placidos. Les habla con firmeza y con suavidad respetuosa y sobresale
entre los congregados, y lo contemplan como un dios cuando anda por
la ciudad. Otro, por el contrario, se parece a los inmortales en su porte,
pero no lo corona la gracia cuando habla» (Odisea, VIII, 168-176).
El extranjero declara que va a mostrar lo que vale como atleta.
Toma el disco y lo lanza más lejos que nadie. Atenea, adoptando forma
de hombre, pone la señal a su disco, para que se vea hasta dónde ha
alcanzado, y le vitorea por la marca conseguida. «Y se alegró el sufri-
dor, el divino Odiseo gozoso porque había visto en la competición un
compañero a su favor» (Odisea, VIII, 200).
Atenea esta vez no ayuda a Ulises para que venza, sino para ha-
cer notoria su acción, y para reforzarle el ánimo con la compañía. No
hace falta incrementarle su poder natural mediante un añadido impro-
pio porque ese incremento se produce espontáneamente si el hombre
encuentra «un compañero a su favor», un partidario. El ser humano
necesita que alguna vez alguien crea algo en él, y entonces sus fuerzas
físicas y su ánimo subjetivo crecen.
Finalmente las competiciones ponen de manifiesto la valía del ex-
tranjero como atleta, los concurrentes le ofrecen sus dones como debe
hacerse con los huéspedes, y el rey manda que Euríalo lo desagravie.
Así lo hacen todos.
Cuando le corresponde su turno, la joven Nausicaa no añade nada
a los presentes ofrecidos por los invitados y por sus propios padres,
– 62 –
sino que le hace a Ulises una petición: «Salud, huésped, acuérdate de
mí cuando estés en tu patria, pues es a mí la primera a quien debes la
vida. Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo: Nausicaa, hija del
valeroso Alcinoo, que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el esposo
de Hera, volver a mi casa y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te
haré súplicas como a una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la
vida» (Odisea, VIII, 461-468).
En efecto, Ulises le debe la vida, y por eso le promete tenerla siem-
pre presente como a su principio, pues en eso consiste recordar. Recor-
dar se dice en diversas lenguas europeas llevar en el corazón, y olvidar,
echar fuera de él. Recordar es salvar algo del pasado, sin dejarlo esca-
par de sí. Eso es lo mismo que tenerlo como principio, incluso como
formando parte de la propia identidad. Nausicaa se puede considerar
principio de Ulises porque le ha salvado, pues si ella no le hubiese au-
xiliado él se habría extinguido. Por eso el héroe puede dirigirle preces
como a una diosa. Más aún cuando en la cultura heroica dirigir preces
es algo que se hace no sólo a los dioses, sino también a los hombres.
El extranjero vuelve a llorar emocionado, y Alcinoo se percata
nuevamente de ello, pero esta vez interrumpe al aedo para rogar al
huésped que se identifique. «Vamos, que se detenga para que gocemos
todos por igual, los que le damos hospitalidad y el huésped [...] Como
un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que goce de
sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú escondas en tu pensa-
miento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es hablar. Dime
tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás, los
que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres carece completa-
mente de nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han
nacido. [...] Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te
acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. [...]
»Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el
destino de los argivos, de los dánaos y de Ilión. ¿Es que ha perecido
ante Ilión algún pariente tuyo [...]? ¿O un noble amigo de sentimientos
agradables? Pues no es inferior a un hermano el amigo que tiene pensa-
mientos discretos» (Odisea, c. VIII, vv. 541-584).
El huésped se enternece. El rey ha llegado a su corazón, y le pide
que hable con sinceridad justa. Ahora la sinceridad es una deuda, algo
– 63 –
que se le debe al anfitrión. El huésped debe al rey sinceridad porque le
ha aceptado tal como es, sin reservas. Sin saber nada de él le ha rendido
los mayores honores por el solo hecho de ser un suplicante, después le
ha tratado como merece un huésped. El rey sabe que el huésped quiere
regresar, y ya han decidido en la asamblea que le ayudarán, pero nece-
sitan saber cuál es su patria, adónde deben llevarle.
El extranjero ha evitado hasta este momento dar información inne-
cesaria, hasta no estar seguro de ser bien acogido, pero ahora no puede
tener dudas razonables. Después de que se ha identificado negativa-
mente ante las preguntas de Arete, y mediante sus hechos al participar
en los juegos, ahora se tiene que identificar mediante las palabras, y en
primer lugar diciendo su nombre. El ser del hombre viene dado prime-
ramente por las relaciones intersubjetivas, familiares: no hay nadie que
no tenga nombre una vez que ha nacido. En el mundo homérico, ade-
más, el nombre es también el alma de la cosa. Se le pregunta después
su tierra, su raza, su polis, pues todos estos factores constituyen al ser
humano no menos que su padre y su madre.
Alcinoo promete repatriarlo, aun a riesgo de que se cumpla una
antigua profecía que su padre Nausitoo le anunció acerca de un castigo
que les mandaría Poseidón por ayudar a un náufrago a volver: vaticinó
que una gran roca cerraría la entrada del puerto y que el barco se con-
vertiría en piedra. «Que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir,
como sea agradable a su ánimo» (Odisea, VIII, 570).
Después de preguntar por su nombre, sus padres y su patria, le
pregunta el rey por su historia personal: ¿qué te ha pasado? Todo eso,
y en ese orden, es lo que forma la identidad del extranjero. Lo que uno
padece forma parte de esa identidad. La verdad de uno mismo es el
relato de la propia vida, el argumento de la propia historia, si es que
queda un argumento, después de que lo que se intentaba ha sido tantas
veces desbaratado. La existencia humana tiene la estructura de un re-
lato, por eso la verdad de uno mismo aparece al relatar la propia vida,
y por eso se puede definir al hombre como el ser que cuenta historias.
También quiere Alcinoo saber si perdió algún pariente o amigo en
la guerra de Troya, y es ésa la causa de que derrame llanto abundante,
porque en la cultura homérica un amigo supone tanto como un herma-
no o pariente, como el caso de Aquiles y Patroclo y en muchos otros.
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Termina así el canto VIII. Ulises ha sido acogido, se le ha concedido la
hospitalidad y ayuda para volver a su tierra, y después se le pide que
se identifique por referencia a sus padres, a su patria, y a sus hazañas.
El héroe, después de que todos han oído hablar de él, en el relato del
episodio del caballo de Troya que hace Demodoco, considera que ha
llegado el momento favorable para darse a conocer, y pasa a hacerlo ya
en primera persona.
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CAPÍTULO III
LA CONDICIÓN HUMANA
Y LOS MUNDOS TRANSHUMANOS
1. En nuestra cultura actual tiende a considerarse que es «real» lo que puede con-
trastarse con los métodos de la ciencia positiva convencional. Lo que no puede contras-
tarse así se denomina hipotético, ficticio, poético o místico. Evidentemente esta categori-
zación es ajena a la mente heroica. El término «transhumano» se ha elegido porque sirve
para designar lo que Homero considera no humano, y porque resulta aceptable para
nuestra cultura y nuestra categorización de lo «real», mientras que, por otra parte, no
prejuzga peyorativamente sobre lo que no es contrastable científicamente.
2. Por cultura entendemos aquí el conjunto de las entidades nombradas por un gru-
po social en un determinado momento.
– 67 –
cas, en correspondencia con una estabilidad política y social, qué es lo
humano y qué no lo es resulta muy cierto, y las fronteras de lo inhuma-
no aparecen muy claras. Pero cuando el saber y el poder establecidos
se desequilibran y entran en crisis, cuando el mundo en el que vive
el hombre se amplía y sus bordes anteriores se rompen, entonces las
fronteras que eran nítidas se difuminan. La definición que los hom-
bres tienen de sí mismos se torna problemática, y hay que encontrar
sus nuevos límites. Eso pasa actualmente, cuando en el contexto de la
ciencia y la técnica modernas, en la literatura y las artes el adjetivo «hu-
mano» designa unas ciertas cualidades morales y afectivas, que pueden
poseer los habitantes de otros planetas, algunos ordenadores, ciertos
ingenios robóticos, algunos vivientes obtenidos mediante procesos de
ingeniería genética, o humanoides fabricados con órganos desechados
por hombres. Algo similar ocurrió también en el tránsito del imperio
romano a la Europa moderna. Los hombres medievales convivían con
gnomos, magos, brujas, ogros, demonios, dragones, hadas, elfos, ar-
cángeles, etc., y se adentraban en unos mundos transhumanos que les
eran hostiles o amigables. Al definirlos aprendían cuáles eran los lími-
tes de lo humano. El mismo acontecimiento parece darse en el paso de
la Grecia heroica a la clásica. Así lo recogen las literaturas, y los mitos
correspondientes, aunque cada uno de ellos tenga sus puntos de vista
peculiares.
Se analizarán aquí las perspectivas contenidas en la Odisea, para
ver qué dicen de la condición humana. Ulises tiene conciencia de ser
solo un hombre, como le ha indicado anteriormente a los feacios, al
narrarles parte de sus hazañas. Ahora pasa a referirles los lugares y los
seres que ha encontrado en el país de los cicones, en el de los lotófagos,
en el de los cíclopes, etc. Se trata del descubrimiento griego de lo que
es y de lo que no es humano, y de la reflexión sobre eso. La Odisea es
verdaderamente una cartografía de lo humano, y aunque esa cartogra-
fía es inservible para nuestra cultura contemporánea, nuestra cultura,
que no está dispensada del esfuerzo de elaborar la suya propia, puede
aprender en el poema homérico lo costoso que puede resultar definir
los límites de lo humano.
Así pues, la unidad de estos cuatro cantos podría venir dada, ade-
más de por las cuestiones estilísticas que se han indicado, por el título
– 68 –
propuesto para el capítulo, el de la condición humana y los mundos
transhumanos.
Su contenido en términos escuetamente descriptivos es el siguien-
te. En el canto noveno, Ulises, después de su marcha de Troya, llega al
país de los cicones, donde entabla una lucha de la que escapa la mayor
parte. Tras abandonar la tierra, un fuerte viento le envía al país donde
habitan los seres que se alimentan de loto, la flor del olvido. Después
atraca en la isla de los cíclopes, donde Polifemo devora a varios de sus
compañeros y de cuyo poder consiguen escapar después de dejarlo cie-
go.
En el canto décimo, llegan a la isla Eolia donde habita el dios de
los vientos. Acoge a Ulises hospitalariamente y le da un odre, donde
se contienen encerrados todos los vientos. Cuando Ulises, cansado, se
duerme, sus hombres queriendo repartirse el botín lo abren y se dis-
persan todos los vientos perdiendo el rumbo nuevamente. Llegan a la
isla de los lestrigones, gigantes antropófagos, donde pierden hombres
y naves. Desde allí van a la isla de Eea, donde habita Circe, una maga
que convierte a los compañeros de Ulises en cerdos. El héroe los libera
del hechizo con la ayuda de Hermes y, después de un año, consiguen
abandonar la isla.
Circe indica en el canto once a Ulises que, para regresar a su patria,
debe ir al Hades, al país de los muertos, para que el adivino Tiresias le
indique su destino. Se entrevista con muchas almas de hombres y mu-
jeres, héroes muertos, y con su propia madre, Anticlea. Tiresias le dice
que su destino es volver a Ítaca y vengarse de los pretendientes, pero
que debe sufrir antes grandes males.
Por último, en el canto doce, vuelve a la isla Eea y Circe le pone en
guardia de los peligros que debe sortear. Pasa por el país de las sirenas
cuyo canto atrae a los navegantes y les hace olvidar su destino, luego
por entre Escila y Caribdis, monstruos marinos que devoran a varios
de sus hombres. Después matan y se comen las vacas de Helios, y Zeus
desencadena una tempestad de la que se salva sólo Ulises, que es reco-
gido por Calipso en la isla Ogigia.
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1. Polifemo. La animalidad prehumana.
Una vez que Alcinoo ha formulado al héroe las preguntas sobre él,
se identifica, es decir, recuerda y relata. «Nada hay más agradable que
escuchar al aedo, tal como es, semejante a los dioses en su voz» (Odisea,
IX, 2-3). El tiempo y el espacio de la poesía es la gloria, como el de los
dioses, y ahí es donde el héroe da su respuesta verdadera. «Lo primero
que voy a decir es mi nombre para que lo conozcáis y para que yo des-
pués de escapar del día cruel continúe manteniendo con vosotros rela-
ciones de hospitalidad, aunque el palacio en que habito esté lejos. Soy
Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los hombres por
toda clase de trampas, y mi fama llega hasta el cielo» (Odisea, IX, 15-20).
Ulises deja su nombre para que le recuerden, como Nauicaa había
pedido antes, lo que equivale a dejarse algo de sí mismo en Esqueria,
con lo cual el rito de agregación con el que se cierran las ceremonias de
la hospitalidad queda cumplido. Una parte de Ulises queda en la isla
como un símbolo de sí mismo, y él integrado entre los feacios como un
acontecimiento que pertenece ya al pasado de Esqueria.
Después de decir quién es su padre y cuál es su nombre declara
cuál es su patria, su tierra, Ítaca, dónde está situada, y por qué quiere
volver. «Yo, en verdad, no soy capaz de ver cosa alguna más dulce que
la tierra de uno. Y eso que me retuvo Calipso, divina entre las diosas, en
profunda cueva deseando que fuera su esposo, e igualmente me retuvo
en su palacio Circe, la hija de Eea, la engañosa, deseando que fuera su
esposo.
«Pero no persuadió a mi ánimo dentro de mi pecho, que no hay
nada más dulce que la tierra de uno y de sus padres, por muy rica que
sea la casa donde uno habita en tierra extranjera y lejos de los suyos»
(Odisea, IX, 28-37).
Una vez que la identificación nominal se ha completado, se pasa
al relato de los padecimientos, es decir, la Odisea, tras la mención de
la gran hazaña, a saber, la conquista de llión. De Troya llegó a Ismaro,
donde asedió y saqueó la ciudad de los cicones, y de la que por una
imprudencia en la retirada sufrieron un contraataque que les causó
algunas bajas. Tras nueve días de navegación, «arribamos a la tierra
de los lotófagos, los que comen flores de alimento». Allí el héroe se
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aprovisionó bien y envió exploradores, «para que fueran a indagar qué
clase de hombres, de los que se alimentan de trigo, había en esa región»
(Odisea, IX, 97-98).
Alimentarse de trigo es aquí un rasgo que sirve para definir a al-
gunas clases de los seres humanos. La clase de seres que se encuentran
no son definidos como humanos, pero tampoco como «los que comen
trigo», sino como «los que comen flores», y, en concreto, «loto». «Y mar-
charon en seguida y se encontraron con los lotófagos. Éstos no decidie-
ron matar a nuestros compañeros, sino que les dieron a comer loto, y
el que de ellos comía el dulce fruto del loto ya no quería volver a infor-
marnos ni regresar, sino que preferían quedarse allí con los lotófagos,
arrancando loto y olvidándose del regreso» (Odisea, IX, 91-95). Los que
se alimentan de la flor del olvido pueden ser humanos o no serlo, pero
los humanos que la toman reciben unos efectos que aquí aparecen con
su carga de simbolismo.
En el capítulo anterior, al analizar en el canto VIII la función del
poeta y la inspiración de las musas, hijas de Mnemosine, se han seña-
lado algunos aspectos del simbolismo del recuerdo y del conocimiento
del bien y del mal. Ahora corresponde ver algunos aspectos del simbo-
lismo del olvido. Los lotófagos se alimentan de una flor, el loto, o flor
del olvido, manjar máximamente agradable que hace olvidar a los que
lo toman quiénes son y, por tanto, adónde van.
El término «olvido», lethe, deriva del verbo lantháno, que significa
escapar del conocimiento, escapar a la vista, hacer olvidar algo a uno
y olvidar.3 La raíz de esta palabra aparece en el nombre del río Leteo,
río del olvido, y también en el adjetivo «letal», con el significado de «lo
que causa la muerte». El río Leteo es uno de los que rodea el Hades, el
país de los muertos, y beber las aguas del Leteo lleva a olvidar todo lo
que le ha sucedido a uno en su vida terrestre o bien en su existencia
preterrestre.4
3. Liddell & Scott, Greek-English Lexicon, Clarendon Press, Oxford, 1991 (voz lan-
tháno).
4. Por eso cuando las almas vuelven del Hades y se reencarnan para otra existencia
terrena beben de las aguas del Leteo y no recuerdan nada de sus existencias temporales
anteriores. Cf. Platón, República, X, 621. Cf. P. Grimal, Diccionario de mitología griega y ro-
mana, Paidós, Barcelona, 1990 (voz «Lete»)
– 71 –
Según otra tradición, la personificación del olvido es la diosa Lete,
madre de las tres Gracias (Chárites), las que van siempre en el cortejo
de Afrodita o de Atenea, y tienen la virtud de hacerlo todo suave y
encantador. Son Agle, la brillante; Talía, la que hace florecer, y Eufro-
sine, la que alegra el corazón. Lo que alegra el corazón, lo que alegra, a
veces también tiene como efecto hacer olvidar, lo cual puede ser tam-
bién borrar la identidad propia. En este sentido, lo que produce el gozo
puede ser también letal. Ulises no toma la flor de loto, sino que envía a
unos exploradores, y cuando ve que no vuelven, toma fuertes medidas:
«Pero yo los conduje a la fuerza, aunque lloraban, y en las cóncavas
naves los arrastré y até bajo los bancos» (Odisea, IX, 98-99).
Después de esto llegan las naves a la isla de los cíclopes. Es una
especie de paraíso salvaje, si es que en la visión homérica puede existir
algo semejante, pues en la descripción que hace Homero de la isla lo
salvaje y lo paradisíaco tienden a oponerse. No es que no pueda encon-
trarse en Homero algo parecido a lo que hoy se considera un «paraíso
natural», pero eso sería más bien la isla de Calipso, y no la de Polifemo.
«Llegamos a la tierra de los cíclopes, los soberbios, los sin ley; los
que, obedientes a los inmortales, no plantan con sus manos frutos ni
labran la tierra, sino que todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo y
cebada y viñas que producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus
se los hace crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes;
habitan las cumbres de elevadas montañas en profundas cuevas y cada
uno es legislador de sus hijos y esposas, y no se preocupan unos de
otros» (Odisea, IX, 105-113).
«Cíclope» significa literalmente kyk-lops, «ojo redondo», y el hecho de
que sólo poseyeran uno en medio de la frente se ha interpretado por algu-
nos autores, siguiendo a Wilamowitz, como carencia de conocimiento ra-
cional. «El cíclope Polifemo constituye, con su único ojo grande como una
rueda, un signo de la misma prehistoria: el ojo único recuerda a la nariz y a
la boca, más primitivos que la simetría de los ojos y de las orejas, que es lo
único que llega a proporcionar —a través de la unidad de dos percepcio-
nes convergentes— identificación, profundidad y objetividad.»5
– 72 –
Los cíclopes no tienen leyes, es decir, artificios, que son señal de
civilización, de humanidad. No labran la tierra, o sea, no humanizan la
naturaleza vegetal: la tierra salvaje da ella sola trigo, cebada y vides. No
tienen rebaños, que es la domesticación o humanización de los anima-
les, el dominio y la utilización de ellos desde una instancia superior. No
conocen el ágora, no establecen diálogos o debates entre ellos, lo cual
indica que no tienen relaciones políticas, y por tanto que estos seres no
son humanos ni se han relacionado con los humanos.6 Nunca se han
asustado de los hombres.
Sus tierras son buenas pues si las cultivasen darían mucho fruto.
Tampoco tienen naves, ni viajan, sino que están aislados. Esta descrip-
ción nos remite a un estado de salvajismo cuya característica principal
parece ser la carencia de artes.7 Como cada cíclope gobierna a su mujer
y a sus hijos sin cuidado de los demás, existe entre ellos la familia, pero
no sociedad civil. Por ello se puede pensar que no son humanos, si se
toma como punto de referencia la definición que Aristóteles da en la
Política del hombre como el animal que habita en la polis. O bien, a la
inversa, se puede pensar que Aristóteles elabora su definición filosófica
de hombre a partir de esta tópica poética, si se toma a Homero como
primer punto de referencia.
Ulises decide explorar, con la misma duda que al llegar a Esqueria.
«Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo con mi nave
y los que me acompañan voy a llegarme a esos hombres para saber
quiénes son, si soberbios, salvajes y carentes de justicia o amigos de los
forasteros y con sentimientos de piedad para con los dioses» (Odisea,
IX, 171-174). El héroe se aprovisionó bien, pues
– 73 –
chía, alma grande, que se atreve a lo difícil. ¿Qué objetivo es el propio
de la audacia y de la grandeza de ánimo? Parece que esa grandeza y
audacia lleva por una parte a «la fuerza civilizadora» a actuar, como si
lo propio del espíritu humano fuera humanizar lo salvaje, medirlo todo
con el conocimiento, experimentarlo todo, domesticarlo todo. Todo lo
que de la naturaleza está vivido, probado, interpretado, se puede decir
y contar, y entonces es ya del espíritu. Acotar lo humano, ampliarlo, y
echar más allá y más lejos lo salvaje e incontrolado. Esto es lo que signi-
fica abrir paso a la civilización, que es comprender, ver, medir.
Ulises no quiere, como habría sido lo prudente y le aconsejan sus
compañeros, saquear la cueva del cíclope y huir, y no quiere porque
hay algo que constituye una exigencia humana irrenunciable: el reco-
nocimiento. «Pero yo no les hice caso —aunque hubiera sido más ven-
tajoso— para poder ver al monstruo y por si me daba los dones de la
hospitalidad» (Odisea, IX, 228-230).
Ser reconocido es el modo humano de existir, que se produce cada
vez que un ser humano se encuentra con otro. Como señala Savater,8
cada «otro» es para el ser humano un mundo, un ser desconocido e
ignoto, misterioso. Por eso es realmente cierto que el territorio que Uli-
ses, el hombre, necesita para vivir, o para ser, es el espacio domesticado
por otros, lo que equivale al espíritu o a la intimidad de otras personas.
Porque eso es ser reconocido: ser acogido por el otro y eso el hombre
lo necesita más que el pillaje. Ése parece ser también el sentir de Ulises.
El héroe se introduce en los espacios de Polifemo, en los dominios
del ogro, en territorios ignotos.9 El cíclope entra en su gruta y cierra
la entrada con una piedra enorme, como la naturaleza salvaje que se
cierra ciega sobre sí misma, con una fuerza que luego la inteligencia
del hombre, de Ulises, podrá usar. Polifemo ve a Ulises y sus hombres.
Empieza a preguntar y entablan un diálogo:
8. Cf. F Savater, La tarea del héroe, Taurus, Madrid, 1986, cap. V, «El corazón de la
ética: el reconocimiento».
9. Sobre el simbolismo del ogro, la gruta, el bosque, cf. Bruno Bettelheim, Psicoaná-
lisis de los cuentos de hadas, cit.
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«¿Viajáis por negocio o quizá a la ventura,
como van los piratas del mar que navegan errantes
exponiendo su vida y llevando desgracia a los pueblos?»
(Odisea, IX, 253-255).
Les pregunta Polifemo si persiguen algún fin, si les guía algún «te-
los»,10 o si tal vez van errantes llevando desdichas a los hombres. Como
dando por supuesto que el hombre que no lleva ningún objetivo en su
marcha, ningún fin en su trayecto, no sólo es un mal en sí, sino que tam-
bién lo único que puede acarrear a los demás es muchos males. Como
si tener «telos» fuera equivalente al bien y carecer de él equivalente al
mal. La alternativa planteada es o «telos» o caos, el mal.
Ulises da una respuesta chocante para esa alternativa. Responde
que las dos cosas tienen un fin y andan errantes, pero ésa es la condi-
ción más característica y propia del hombre, por voluntad de los dioses.
«Somos aqueos, y hemos venido errantes desde Troya, zarandeados
por toda clase de vientos sobre el gran abismo del mar, desviados por
otro rumbo, por otros caminos, aunque nos dirigimos de vuelta a casa.
Así quiso Zeus proyectarlo» (Odisea, IX, 259-262). La condición humana
no viene por tanto determinada por la alternativa que Polifemo plan-
tea. Hay «telos» pero no saben cómo alcanzarlo; vuelven a casa, pero
van por caminos que no conocen.
Después de intercambiar estas palabras, Ulises le ruega al cíclo-
pe que le dé hospitalidad, como a un suplicante, y lo hace apelando a
Zeus. En el reconocimiento entre los hombres, siempre hay en el mun-
do homérico una referencia o una apelación a la divinidad, como ya se
ha visto en el caso de Nausicaa y Arete. Pero la reacción del cíclope es
bien diferente. «Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me
ordenas temer o respetar a los dioses, pues los cíclopes no se cuidan de
Zeus, portador de la égida, ni de los dioses felices. Pues somos mucho
más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros, si el ánimo no
me lo ordenara, por evitar la enemistad de Zeus» (Odisea, IX, 273-279).
10. «Telos» se entiende aquí como la predeterminación del fin antes de realizar la
acción. El afán de aventuras y la piratería tienen como «telos» también el reconocimiento,
como ya se ha indicado. Sobre los diversos sentidos de «telos» véase Werner Jaeger, Pai-
deia, los ideales de la cultura griega, F.C.E., Madrid, 1990, p. 278.
Puede entenderse esto como una declaración de ética autónoma,
pero también de ausencia de ética. Está dispuesto a perdonar a Ulises,
y lo hará no por temor a Zeus sino porque su alma así se lo ordena.
Seguir las órdenes de su alma puede ser seguir un impulso caprichoso
o seguir una ley moral.
Acto seguido el cíclope pregunta a Ulises por la nave en que ha
llegado, pero el héroe no cae en la trampa. «Así habló para probarme, y
a mí, que sé mucho, no me pasó esto desapercibido. Así que me dirigí
a él con palabras engañosas: la nave me la ha destrozado Poseidón, el
que conmueve la tierra; la ha lanzado contra los escollos en los confines
de vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y el viento la
arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con éstos de la dolorosa
muerte» (Odisea, IX, 281-286).
¿Qué es lo que sabe Ulises? «Mucho.» Quizá que no es digno de
crédito un ser que no teme a los dioses, que no es fiable ni el extremo de
la insensatez ni el extremo de la autonomía. Esto es lo que hace a Ulises
desconfiar, y contestarle con un engaño.
El engaño es que son náufragos, que no tienen nave, que no existe
eso que constituye su única esperanza de salvación, y, por tanto, que el
cíclope no podrá destruirlo. Ulises le contesta con una trampa. Pues si
el cíclope descubre su punto de apoyo, puede anulárselo. La persona
astuta, prudente, desconfía siempre, no se apoya en el otro para ser,
para existir o ser reconocido, si no tiene suficiente confianza. Mostrar
una última reserva en el comportamiento con los demás es humano
porque el otro siempre es una incógnita, por eso no parece prudente
dar el paso a una entrega sin reservas.
Tras el engaño con el que Ulises contesta se produce el primer ata-
que. El cíclope se come a dos de sus compañeros. El símbolo del ser
devorado expresa, según Jung, el miedo a la devoración final que la
naturaleza, la tierra, hace de todo ser humano. Este temor y este destino
del hombre, de Ulises, también es expresado por el símbolo del hundi-
miento en el barro o en el pantano, o en otras figuras como la bruja que
come niños, el lobo, el ogro, el dragón, etc.1131
– 76 –
Ulises reacciona con ira, deseo de venganza y desesperación, pero
refrena la cólera. Debe actuar con astucia, porque sabe que si lo mata no
podrá salir nunca de la cueva. Tiene que calcular, cosa también propia
de la condición humana. Sabe que la fuerza que los está destruyendo
es la que necesitan para la liberación; no pueden deshacerse del cíclope
sin que les mueva la piedra que cierra la entrada. Así la cólera deja paso
a la astucia calculadora, y ésta es seguida del proyecto.
El plan consta de dos partes. Una primera, que lleva a vengarse
por un procedimiento técnicamente decisivo, y una segunda, suplicar
la ayuda de los dioses. Ulises invoca a Atenea para que atienda sus rue-
gos, mientras organiza el plan para cegar al cíclope mientras duerme.
De ese modo puede mantener viva la fuerza salvaje que necesita para
abrir la puerta de la gruta, y puede someter esa autonomía incontro-
lada del cíclope al orden de sus propósitos. Restarle lo más posible el
campo de visión a una fuerza viva corresponde simbólicamente con el
hecho de que restar autonomía a un ser vivo supone restarle reflexión.
Regresa Polifemo a la gruta y devora a una segunda pareja de
compañeros. Después de su comida, Ulises le ofrece vino, cosa que pa-
rece no haber probado antes.
«Bebió y gozó terriblemente bebiendo la dulce bebida. Y me pidió
por segunda vez: “Dame más de buen grado y dime ya tu nombre para
que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas a alegrar. Pues
también la donadora de vida, la Tierra, produce para los cíclopes vino
de grandes uvas y la lluvia de Zeus se las hace crecer. Pero esto es una
catarata de ambrosía y néctar.
»[...]
»Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir,
mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie
es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis
compañeros.”
»Así hablé y él me contestó con corazón cruel:
»A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los
otros antes. Éste será tu don de hospitalidad» (Odisea, IX, 355-370).
El héroe es nadie para el animal Polifemo, que vive en lo inme-
diato, y para el cual no existe el ámbito del arte, de lo inventado, de lo
artificial, de lo fingido. El héroe es nadie porque sabe que el cíclope no
– 77 –
puede y no está dispuesto a reconocerlo como alguien, lo que equivale
a respetarlo. Ser alguien, ser un quién acontece sólo cuando uno es reci-
bido, cuando otro alguien está dispuesto a recibirle siendo un poco de
uno mismo también, y aceptando lo que lleva de novedad e imprevisi-
bilidad. Por otra parte, Ulises sabe que ante Polifemo lo más que puede
ser es nadie, porque aunque le reconozca, ser reconocido por él no es
más que ser nadie. Ulises también quiere ser más, quiere ser más que
«nadie» ante un ser así.12
Cuando Polifemo duerme, cogen un mástil y se lo clavan en el
único ojo. La fuerza bruta, animal, se queda ciega. Ante los gritos del
cíclope, acuden los demás, que le preguntan qué le pasa llamándole
por su nombre, Polifemo. Contesta que Nadie le hace daño, y replican
los restantes cíclopes de las islas vecinas que si así es, no pueden ayu-
darle en nada, porque «es imposible escapar de la enfermedad del gran
Zeus», de la locura (manía), que acepte el dolor como designio de los
dioses y que invoque a su padre Poseidón.
Es la primera vez que aparece en el relato el nombre de Polifemo,
que quiere decir «muchos cantos», «muchas leyendas», «muchos dis-
cursos».13 Polifemo no es completamente asocial en cuanto que llama
a los demás cíclopes en su ayuda, pero lo es en cuanto que no logra
hacerles entender lo que le pasa. Los demás creen que está loco. Tras
este suceso, aprovechan Ulises y sus hombres el momento en que los
carneros salen de la gruta a pastar, para encaramarse en sus vientres y
escapar de allí, mientras Polifemo sólo palpa los lomos, sin poder ver
que se escapan agarrados por debajo.
Una vez fuera, Ulises sí dice a Polifemo su nombre verdadero, su
patria y su identidad, mientras se ríe en su corazón por haberle enga-
ñado, por escapar con vida y por sumar esta nueva hazaña a las ya
realizadas. Hacer una cosa, y el modo de hacerla, forman parte de la
identidad, la expresan. El hombre es astuto y magnánimo si se compor-
ta con astucia y magnanimidad. En este sentido, el hombre es lo que
12. El tema del Gigante malvado y el de Nadie parecen ser un tema folklórico uni-
versal. Cf. José Luis Calvo, «Estudio introductorio» a Homero, Odisea, Cátedra, Madrid,
1990.
13. Cf. Liddell & Scott, Greek-English Lexicon, Clarendon Press, Oxford, 1991 (voz
Polyphemos).
– 78 –
hace.14 Polifemo recuerda entonces que un adivino le había advertido
que Ulises le privaría de la vista, «pero siempre esperé que llegara aquí
un hombre grande y bello, dotado de un gran vigor; sin embargo, uno
que es pequeño, de poca valía y débil me ha cegado el ojo después de
sujetarme con vino» (Odisea, IX, 513-515).
Invoca Polifemo irritado a su padre Poseidón y, maldiciendo, pide
al dios que le acontezca a su agresor la Odisea. Que le sea imposible
volver a su patria, que el mar (caos) le sea siempre hostil. Termina así el
canto noveno, y continúan en el décimo los avatares de Ulises, perdido
el rumbo como Polifemo había solicitado de Poseidón
14. Desde el punto de vista ético puede decirse no que el obrar sigue al ser, sino
más bien a la inversa, que el ser (bueno o malo, astuto o ingenuo, etc.) sigue al obrar.
15. Cf. R. Adrados, Introducción a Homero, cit., t. Il, p. 367, y M. Finley, El mundo de
Odiseo, F C.E., Madrid, 4ª ed., 1991, p. 154.
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Este tipo de sociedad es propia y característica de un mundo he-
roico, antiguo, y no tanto de mundos urbanos, modernos, aunque la
endogamia no es perfecta y total en ningún caso. En Eolia, Ulises es
acogido hospitalariamente con los suyos. Aceptando esa hospitalidad
se demoran un mes en la isla y transcurrido ese tiempo Ulises pide
permiso para partir.
Cuando el anfitrión y el huésped se han comportado adecuada-
mente, se funden los dos seres humanos como dos fuerzas sagradas,
pues es Zeus el que protege la hospitalidad. Llega el momento de la
partida, y como es costumbre en el universo homérico, se produce entre
el huésped y el anfitrión el intercambio de regalos. Eolo ofrece a Ulises
un presente apropiado a su condición de navegante.16 Además del sig-
nificado y de la función que en la tarea del héroe tiene la entrega de un
objeto mágico por parte de un ser sobrenatural, este regalo también es
un don de sí por parte del dios, como una entrega de parte de él mismo.
Es un símbolo de la unidad sagrada que se ha establecido entre ambos
y que incluye también a los descendientes. Eolo entrega a Ulises un
odre que contiene todos los vientos, un poder cósmico máximo.
Se echan a la mar con todas las condiciones favorables, y al décimo
día «se nos mostró por fin la tierra patria y pudimos ver muy cerca gen-
te calentándose al fuego» (Odisea, X, 29-30). Ulises, cansado del viaje, se
duerme rendido. Sus compañeros discuten acerca del odre pensando
que contiene rico botín y que Ulises no desea compartirlo con ellos.
Como si en el espíritu de los hombres se desencadenaran la ambición y
la codicia cuando la astucia duerme.
«Desataron el odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mien-
tras que a mis compañeros los arrebataba un huracán y los llevó de
nuevo al ponto llorando lejos de su patria. Entonces desperté yo y me
puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para
perecer en el mar o soportaría en silencio y permanecería todavía entre
los vivientes» (Odisea, X, 47-53).
16. Para un navegante, el don de un odre donde se contienen todos los vientos, y
el poder de dominarlos o dirigirlos, es algo que asegura, como los objetos mágicos de los
cuentos, el buen final de la tarea del héroe.
– 80 –
Ser arrastrado fuera del «telos», de la meta a la que se dirigía, equi-
vale a ser arrastrado lejos de lo más propio, fuera de sí mismo, que es lo
que se llama alienación, y que en ocasiones se siente como equiparable
a la muerte. Ulises, el «sufridor», el «paciente», escoge soportar la alie-
nación en silencio.
El viento les devuelve al lugar de donde salieron, Eolia. Ulises in-
tenta que Eolo les ayude de nuevo, pero en vano: «Márchate en seguida
de esta isla, tú, el más reprobable de los vivientes, que no me es lícito
acoger ni despedir a un hombre que resulta odioso a los dioses felices.
¡Fuera!, ya que has llegado aquí odiado por los inmortales» (Odisea, X,
72-7).
Ulises ha cometido una transgresión en el ámbito de lo religioso.
No es propiamente una blasfemia, ni tampoco un sacrilegio. La trans-
gresión no ha sido dolosa, ni siquiera intencionada, pero ha sido. Ha
consistido en alienar el poder sagrado entregado por los dioses, como
don de sí, al hombre.17
Esto que aparece en el universo religioso de Homero es también
lo que surge en los mitos y relatos de otras culturas y en la Biblia. Es el
relato de la transgresión primera, que se atribuye, según los diversos
relatos, a la ambición, el deseo de saber, etc. La transgresión produce
una escisión, una ruptura insalvable entre el hombre y los dioses, entre
el hombre y Dios, entre el hombre y el paraíso, entre el hombre y su
casa. La escisión resulta insalvable porque el poder alienado es trans-
humano, y sus características no corresponden a los usos habituales
entre los seres humanos.
Lo transhumano que se llama lo sagrado puede y debe ser tratado
por el hombre sacralmente, y ése es el modo en que lo humano y lo sa-
grado están en armonía. Pero lo contrario, la disarmonía que produce
la alienación de ese poder sagrado provoca la ira de los dioses. El don
de sí que el dios le había hecho al hombre, a Ulises, ha sido traicionado,
prostituido. Lo que se donó ha sido tomado como no se donó, para lo
que no se donó.
– 81 –
Ulises es abandonado a su suerte, ha perdido otra vez el rumbo.
El retorno se hace problemático. La siguiente escala de su viaje se pro-
duce en otro mundo extraño, la isla de los lestrigones, adornada con
un amplio puerto donde atracan sus naves tranquilamente. Sólo Ulises
desconfía, y no deja la suya en el puerto sino oculta entre unos escollos,
donde nadie pudiera verla. Exploran el lugar y aparece una joven. La
interrogan acerca del sitio. Resulta ser la hija del rey y conduce a Uli-
ses al palacio. Aparece allí una mujer gigante, alta como una montaña,
cuya imagen es descomunal. Parece tratarse de imágenes inversas a las
de Nausicaa y Arete, a quienes Ulises está relatando estos hechos.
Hasta ahora han aparecido los distintos valores simbólicos positi-
vos que la cultura heroica asigna a la mujer. Ahora empiezan a desfilar
los negativos, que ocurren más bien concentrados en esta tercera parte
de la Odisea. «Acercándose mis compañeros se dirigieron a ella y le pre-
guntaron quién era el rey y sobre quién reinaba. Y en seguida les mos-
tró el elevado palacio de su padre. Apenas habían entrado, encontraron
a la mujer del rey, grande como la cima de un monte, y se atemorizaron
ante ella. Hizo ésta venir en seguida del ágora al ínclito Antifantes, su
esposo, quien tramó la triste muerte para aquéllos. Así que agarró a
uno de mis compañeros y se lo preparó como almuerzo, pero los otros
dos se dieron a la fuga y llegaron a las naves» (Odisea, X, 109-117).
Ahora el simbolismo de la devoración no está referido directamen-
te a la tierra, a la madre naturaleza, como podía ocurrir en el caso de
Polifemo, sino a unos seres salvajes que no obstante tienen comunidad
política, pues Antifantes es rey y es llamado para que venga desde el
ágora. Como si existiera, al menos en la tipología homérica, una fase
intermedia entre el estado de naturaleza y el estado civil, que fuera un
estado civil salvaje.
Después los lestrigones atacaron, rompiendo las naves con gran-
des peñascos, y a los compañeros «ensartábanlos como si fueran peces
y se los llevaban como nauseabundo festín» (Odisea, X, 124).
Ulises y su tripulación, gracias a que habían atracado su nave fue-
ra del puerto (fuera del lugar común protegido y seguro), consiguieron
escapar. «Así que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas en
dirección al ponto, mientras que las demás naves se perdían allí todas
juntas. Continuamos navegando con el corazón acongojado, huyendo
– 82 –
de la muerte gozosos, aunque habíamos perdido a los compañeros»
(Odisea, X, 131-135).
La siguiente escala la hacen en otra isla desconocida para ellos,
Eea, donde vive Circe, hija de «Helios, el que lleva la luz a los mortales,
y de Perses, la hija del Océano» (Odisea, X, 139). Ulises está perdido.
Averigua que está en una isla como la de Polifemo y la de los lestri-
gones, y consigue una pieza de caza lo bastante grande para llevar de
comer a sus compañeros. Después de reponer fuerzas, su actividad ex-
ploratoria se pone nuevamente en marcha, ordenando y disponiendo a
los hombres en dos grupos, uno de veintidós, al mando de Euriloco, y
otro con los restantes, bajo su dirección. Echan suertes, y corresponde a
Euriloco la expedición exploratoria.
Circe es hija del sol y de las aguas oceánicas. De los cuatro elemen-
tos, el aire y el fuego (símbolos masculinos) son los más activos y trans-
formantes, mientras que el agua y la tierra (símbolos femeninos) son los
más receptivos y moldeables, siendo la tierra el de mayor estabilidad.18
El fuego y el agua significan lo más fuerte, lo más incompatible, lo más
cambiante y lo más inasible. Ése es el poderío de la maga Circe.
Circe representa el poder femenino que opera entre bastidores so-
bre la naturaleza, y que tiene la capacidad de desnaturalizarla, es una
valencia simbólica de la mujer como antinaturaleza hostil o arbitraria
(como naturaleza que es libertad arbitraria). Es una mujer terrestre, no
por su origen, sino por su dominio sobre todo lo terrestre, lo sólido y
estable. Puede cambiar la condición de los animales salvajes, y así lo
perciben los exploradores aqueos. «La rodeaban lobos montaraces y
leones, a los que había hechizado dándoles brebajes maléficos, pero no
atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban alrede-
dor moviendo sus largas colas» (Odisea, X, 211-213).
18. Sobre el simbolismo de los cuatro elementos, además de los diccionarios de sím-
bolos citados, son clásicas las obras de G. Bachelard, Psicoanálisis del fuego (1938), El agua
y los sueños (1942) (F.C.E., México, 1978), El aire y los sueños (1943) (F.C.E, México, 1958), y
C. G. Jung, Psicología y alquimia (1943).
– 83 –
La bruja es la mujer que sabe dominar los procesos de gestación
de sus propios frutos, incluso cuando han concluido, mezclando y uti-
lizando sus ingredientes como hechizos. La mujer aquí simboliza la
materia, la vida inmediata pero no en cuanto inmediata, sino en cuanto
que mediatizable, instrumentalizable, la vida capaz de producir lo que
quiera y controlarlo reflexivamente. La bruja es poderosa porque cuan-
do la vida inmediata se hace reflexiva, entonces la naturaleza deja de
ser natural, y puede ser cualquier cosa.
Circe está tejiendo cuando llegan los hombres de Ulises. Tejer,
como ya se ha señalado, es un arte que la cultura griega asigna a la
mujer. La tela es lo que envuelve, acoge, arropa, atrapa y asfixia; lo que
se hace y se deshace. En la actividad de Circe no hay aparentemente
ninguna señal de sospecha ni recelo, y los hombres entran en el pala-
cio confiadamente. Sólo Euriloco se ha extrañado de que los leones y
los lobos, animales normalmente salvajes y fieros, aparezcan muy ami-
gables, o sea de que aparezcan amaestrados animales que según sus
costumbres no lo son. Eso no corresponde, pues, al mundo humano.
Aquello que domina sobre los seres salvajes no corresponde ni a la es-
pontaneidad de la naturaleza ni al arte del hombre o de la mujer.
Euriloco se queda fuera. Circe recibe amistosamente a los compa-
ñeros de Ulises, les da un brebaje y se convierten en cerdos, conservan-
do su voz y su pensamiento humanos. Sale Euriloco despavorido para
contárselo a Ulises que, rápidamente, se pone en marcha para ayudar
a sus amigos. Se trata obviamente de hacer frente a un poder transhu-
mano, y para poder hacerle frente necesita una ayuda superior. En esta
ocasión es Hermes.
Te voy a manifestar todos los propósitos malvados de Circe: te
preparará una poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá
hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te voy a
dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de conducirte con su
larga varita, saca de junto a tu muslo tu aguda espada y lánzate contra
ella como queriendo matarla. Entonces te invitará, por miedo, a acos-
tarte con ella. No rechaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de
que suelte a tus compañeros y te acoja bien a ti. Pero debes ordenarla
que jure con el gran juramento de los dioses felices que no va a meditar
– 84 –
contra ti maldad alguna ni te va a hacer cobarde y poco hombre cuando
te hayas desnudado» (Odisea, X, 290-301).19
Tiene poder sobre la vida el que la destruye, porque mata, y tam-
bién el que la suscita, porque engendra. Ulises, el hombre varón, tiene
una fuerza natural para engendrar, pero si la mujer bruja tiene pode-
res mágicos sobre la naturaleza, el varón humano necesita otros para
contrarrestarlos: no basta su poder natural.20 Asegurar y garantizar la
propia virilidad aquí equivale a garantizar la propia vida y la propia
identidad.21 Ulises sabe ya a qué atenerse respecto a esta mujer, que
domina como diosa y bruja los elementos de la naturaleza; sabe cómo
hacerle frente.
Todo ocurre como Hermes anunció. Circe le sale al paso e inten-
ta hechizarlo. El héroe le hace frente y Circe pregunta a Ulises por su
identidad, cosa que no ha hecho antes con ninguno de sus compañeros
que, por otra parte, tampoco se habían atrevido a hacerle frente. Por
eso Circe queda admirada. «¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes
tu ciudad y tus padres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no
has quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes. Nadie,
ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que los ha bebido
y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú tienes en el pecho un co-
razón imposible de hechizar. Así que seguro que eres el asendereado
Odiseo, de quien me dijo el de la varita de oro, el Argifonte que vendría
al volver de Troya en rápida, negra nave» (Odisea, X, 324-332).
La diosa le pide que suba a su lecho, que goce confiadamente con
ella. Pero confiar espontáneamente no lo hace Ulises nunca. No da su
confianza a nadie, ni a Polifemo, ni a los lestrigones. Ulises declara a
Circe que no podrá hacerlo mientras sus compañeros sigan hechizados,
19. El gran juramento de los dioses felices es el que hacen por la laguna Estigia, en
el Hades, como invocación a una divinidad ctónica. Cf. Hesiodo, Teogonía, vv. 400 ss.
20. El miedo a la castración, que elaboran las corrientes psicoanalíticas, encuentra
su expresión arquetípica en el mito de la «vagina dentata», presente en casi todas las
culturas y tradiciones históricas.
21. Cf. G. Marañón, Amiel, un estudio sobre la timidez, Espasa Calpe, Madrid, 1941.
Bataille afirma que «la acción erótica disuelve a los seres que se comprometen en ella y
revela su continuidad recordando la de las aguas tumultuosas». Para la relación entre
muerte y sexo cf. J. Vicente Arregui, El horror a morir, Tibidabo, Barcelona, 1992, cap. IV,
pp. 231 a 318.
– 85 –
y mientras no le jure que no le mutilará. Circe jura y levanta el hechizo
devolviendo a los hombres a su ser y apariencia naturales, accediendo
entonces el héroe a su petición.
Ulises no se confía porque no quiere que, a él, de ánimo indomable
y humano a la vez, lo hechice y domestique como a sus hombres, por-
que esa domesticación es destrucción del hombre como varón y como
individuo singular. Más bien quiere lo contrario. Una vez que la diosa
ha reconocido en él su valor y su singularidad personal, sus compañe-
ros quedan homologados a Ulises como humanos, en su valor y en su
singularidad, ya que los demás significan «algo», mucho, para él. La
tarea salvadora del héroe queda así cumplida.22
Después de que ha devuelto la forma humana a sus hombres, Uli-
ses goza de cuanto la diosa le ofrece. La situación cambia a partir de ese
momento. Circe se emociona al ver a los compañeros de Ulises abra-
zarse felices, y les advierte para que escondan la nave y las armas. La
mujer reconoce y acepta a los hombres como son, y les ayuda para que
sigan siendo ellos.
Ulises entonces vuelve a comunicar los acontecimientos a sus
hombres que quedaron en la nave. «Con tu vuelta, hijo de los dioses,
nos hemos alegrado lo mismo que si hubiéramos llegado a nuestra pa-
tria Ítaca. Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros
» [...]
»Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y llevare-
mos hasta una gruta nuestras posesiones y armas todas. Luego, apre-
suraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros compañeros comer
y beber en casa de Circe, pues tiene comida sin cuento» (Odisea, X, 419-
427).
Es grande la alegría y emoción que se produce cuando los hom-
bres reciben a su jefe, tan grande como si estuviesen de regreso en la
patria. Entre los humanos, la patria es el corazón del jefe que manda
bien y da a cada uno lo suyo.23 Pero Euriloco se opone a la propuesta
22. Sobre el modo de cumplirse la salvación mediante la actividad del héroe, cf. G.
van der Leeuw, Fenomenología de la religión, cit., pp. 93-105.
23. Patria tiene la misma raíz latina que padre. Los elementos constitutivos de la
patria resultan ser, en boca de Héctor, esposa, hijos, y tierras propias, oikos. Cf. Ilíada, c.
XV, vv. 496-499.
– 86 –
de Ulises y no quiere volver al palacio de Circe, pues ha visto con sus
propios ojos la transformación hecha anteriormente por Circe en sus
compañeros. «¿Por qué deseáis vuestro daño bajando a la casa de Circe,
que os convertirá a todos en cerdos, lobos o leones, para que custodiéis
por la fuerza su gran morada, como ya hizo el cíclope cuando nuestros
compañeros llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo? También
aquéllos perecieron por la insensatez de éste» (X, 431-438).
Ulises se encoleriza ante la oposición y duda si matarle, «aunque
era pariente mío cercano». Finalmente, van todos al palacio, donde se
abrazan y, llorando, se cuentan los sufrimientos pasados muy prolon-
gadamente. Por eso Circe, a quien Homero denomina ahora «la noble
diosa», recomienda descanso, alimento y olvido. «Hijo de Laertes, de
linaje divino, Odiseo rico en ardides, no excitéis más el abundante llan-
to, pues también yo conozco los trabajos que habéis sufrido en el ponto
lleno de peces y los daños que os han causado en tierra firme hombres
enemigos. Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed vuestro
vino hasta que recobréis las fuerzas que teníais el día que abandonas-
teis la tierra patria de la escarpada Ítaca; que ahora estáis agotados y
sin fuerzas, con el duro vagar siempre en vuestras mientes. Y vuestro
ánimo no se llena de pensamientos alegres, pues ya habéis sufrido mu-
cho» (Odisea, X, 455-465).
La propuesta de la diosa es aceptada, y se quedan en la isla por
un período que se prolonga hasta un año. Transcurrido ese tiempo en
las moradas de la diosa, los recuerdos surgen otra vez sobre el olvido,
y los hombres llaman la atención de su jefe. «Amigo, piensa ya en la
tierra patria, si es que tu destino es que te salves y llegues a tu bien
edificada morada y a tu tierra patria» (Odisea, X, 472-473). Ulises acude
a Circe para que cumpla lo prometido de ayudarles a volver, y la diosa
accede y les indica lo que deben hacer. «Hijo de Laertes, de linaje divi-
no, Odiseo rico en ardides, no permanezcáis más tiempo en mi palacio
contra vuestra voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje;
tienes que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para
pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego, cuya mente
todavía está inalterada. Pues sólo a éste, incluso muerto, ha concedido
Perséfone tener conciencia; que los demás revolotean como sombras»
(Odisea, X, 488-496).
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En la concepción homérica, el alma, psyché, se separa del cuerpo
tras la muerte, y mantiene la forma del hombre pero ninguna de sus
cualidades. Pueden reanimarse con la sangre de los sacrificios, y hablar
entonces de su pasado, pero no del presente ni del futuro.24 El alma de
Tiresias es una excepción, pero Circe advierte a Ulises de que no per-
mita a ninguno de los muertos acercarse a la sangre antes de haber pre-
guntado a Tiresias. «Entonces llegará el adivino, caudillo de hombres,
que te señalará el viaje, la longitud del camino y el regreso, para que
marches sobre el ponto lleno de peces» (Odisea, X, 539-540).
Hacen todos los preparativos para la marcha y, poco antes de salir
Elpenor, uno de los hombres, que duerme en el borde de una terraza,
cae al despertarse y muere en el acto. Enseguida se hacen a la mar y la
diosa les despide.
24. Cf. W. Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, F.C.E., Madrid, 1982,
caps. 1 y 2.
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Se trata en todos los casos de ser sumergido o sepultado y nacer
una segunda vez; ésa es la forma más común de acceder a lo sagrado y
al espíritu.25
El descenso a los infiernos añade a los ritos iniciáticos de regres-
sus ad uterum algunas características distintivas. El héroe penetra en
el vientre de la Madre ctónica sin regresar al estado de embrión. Tal
empresa está revestida de una extrema dificultad que los héroes supe-
ran, y con ello alcanzan una inmortalidad y una sabiduría que no es de
índole humana sino, justamente, transhumana, y un beneficio que no
es solamente para ellos, sino también para la comunicación entre los
vivos y los muertos. Ése es, en concreto, uno de los valores simbólicos
de las Symplégades, que son las rocas móviles que impedían el paso en
el Bósforo, entre el Mediterráneo y el mar Negro, y que los Argonautas
afrontaron. Una vez que un navío ha cruzado entre ellas, las Symplé-
gades permanecen ya para siempre separadas e inmóviles. El tránsito
entre uno y otro mundo queda abierto para todos.
El Hades está habitado por las almas de los que han abandonado
esta vida. Viajar hasta allí es también conocer un mundo transhumano,
en concreto, el más allá que corresponde específicamente a lo humano.
El estudio del más allá muestra también el modo en que cada sociedad
coloniza culturalmente no sólo el mundo «natural», sino también cua-
lesquiera otros mundos.26
La muerte aparece en todas las culturas como algo natural, pero
también como algo que el hombre previene, afronta y traspasa. La ba-
rrera diferencial entre la muerte animal y la muerte humana está en esa
humanización, en esa colonización cultural del acontecimiento. Así la
muerte es asumida inmediatamente en el plano de la conciencia, deja
entonces de ser un fenómeno sólo natural, y el sistema cultural se hace
cargo de ella integrándola dentro de la vida social, lo cual es una ma-
nera de superar la muerte. Por eso Vico sostiene que lo primero que
permite calificar a una sociedad de humana se encuentra en el hecho de
que tengan sepulturas. Si una sociedad integra la muerte y da sepultura
– 89 –
a sus miembros, intenta superar con ello su propia limitación temporal,
su finitud.
La muerte se integra mediante los ritos de paso. El rito de paso de
la muerte es en todas las sociedades el más importante, y tiene por obje-
tivo establecer la continuidad y radicalidad de la sociedad. En efecto, al
quedar convertida en un fenómeno intrasocial, la muerte no destruye la
sociedad sino que la refuerza: convierte a los difuntos en antepasados,
los cuales constituyen el fundamento y el destino de los que forman la
actual sociedad de vivos.
El que no recibe los oportunos ritos funerarios no alcanza el es-
tatuto de antepasado y, por consiguiente, no se integra en la sociedad
de los muertos: es un extranjero o un ser errante, a perpetuidad. Al no
tener un puesto en ninguna sociedad, no alcanza descanso nunca. Si
no se le recibe en ninguna, ni de acá ni del más allá, es un peligro tanto
para la sociedad de los vivos como para la de los muertos, un alma en
pena. Un cadáver insepulto es un trozo de realidad poderosa, incon-
trolada, como una especie de asteroide metafísico. Pero un conjunto de
asteroides metafísicos no es, ni mucho menos, el Hades o el infierno,
donde los sufrimientos están jerarquizados y se sabe a qué correspon-
den y a qué atenerse en relación con ellos, sino algo bastante peor aún,
porque es el caos. El infierno, tal como aparece en la mitología y en la
literatura, no es el mal radical e impensable, y pertenece más bien al
cosmos, no al caos.
Ulises para llegar al Hades ha de ir al otro lado del Océano. Llega,
cumple todos los ritos que Circe le ha indicado, espolvorea harina, san-
gre de víctimas sacrificadas, invoca a los muertos, y después de esto,
acuden las almas en tropel. En Homero no parece haber una concep-
ción del infierno por un lado y del cielo o los Campos Elíseos por otra.
Sólo el Hades acoge por igual a todos los difuntos, como el Seol del
Antiguo Testamento.
En el Hades, las almas tienen unas características a las que ya se ha
aludido: son sombras a las que falta realidad; no conservan recuerdos
de su anterior vida, y por eso no pueden reconocer a nadie. En tercer
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lugar, y dado que para llegar al Hades hay que atravesar el río Leteo, el
olvido, esas almas tampoco se reconocen a sí mismas.27
Después de cumplir los requisitos indicados por la diosa maga,
aparece la primera de estas sombras, Elpenor, el compañero muerto
en la terraza de la mansión de Circe, y que no ha recibido sepultura.
Reconoce a Ulises, pues no es propiamente un alma que esté en el Ha-
des, sino que no está en ninguna parte. De ahí su petición. «Te pido,
soberano, que te acuerdes de mí allí [en la isla de Eea], que no te alejes
dejándome sin llorar ni sepultar, no sea que me convierta para ti en una
maldición de los dioses. Antes bien, entiérrame con mis armas, todas
cuantas tenga y acumula para mí un túmulo sobre la ribera del canoso
mar —¡desgraciado de mí!— para que lo sepan también los venideros.
Cúmpleme esto y clava en mi tumba el remo con el que yo remaba
cuando estaba vivo, cuando estaba entre mis compañeros» (Odisea, XI,
71-78).
Ulises así lo promete. A continuación aparece la segunda figura, la
de Anticlea, madre de Ulises. Él no la deja acercarse a beber la sangre,
y llega la tercera sombra, la de Tiresias. El adivino sí reconoce al héroe,
pues es el único hombre al que la muerte no le arrebató el saber. Ulises
le deja beber la sangre, y una vez que ha entrado en comunión con los
vivos, habla. «Si dejas a éstas [las novillas de Helios que pacen en la isla
Trinacia] sin tocarlas y piensas en el regreso, llegaréis todavía a Ítaca,
aunque después de sufrir mucho; pero si les haces daño, entonces te
predigo la destrucción para tu nave y la de tus compañeros. Y tú mis-
mo, aunque escapes, volverás tarde y mal, en nave ajena, después de
perder a todos tus compañeros. Y encontrarás desgracias en tu casa: a
unos hombres insolentes que se comen tu comida, que pretenden a tu
divina esposa y le entregan regalos de esponsales.
«Pero, con todo, vengarás al volver las violencias de aquéllos. [...
Finalmente] te llegará la muerte librado del mar, una muerte muy sua-
ve que te consuma agotado bajo la suave vejez. Y los ciudadanos serán
felices a tu alrededor. Éstas son las verdades que te anuncio» (Odisea,
XI, 110-138).
– 91 –
Después pregunta Ulises cómo comunicarse con los muertos, pues
desea saber todo sobre ellos. Tiresias responde que aquellos a los que
deje beber la negra sangre le dirán cosas veraces, y que aquellos a los
que no permita beber se retirarán. Ulises quiere hablar en primer lugar
con su madre, pues de ella ha recibido la vida, y de ella quiere obtener
noticias de su padre, su esposa y su hijo. Después quiere indagar todo
sobre el Hades y sus moradores.
Ulises, el hombre, desea conocerlo todo, no sólo de esta vida sino
también de la otra. Por eso hay en la Odisea una teología del infierno.
No queda para el hombre ningún ámbito de la realidad inexplorado, ni
siquiera el límite mismo de la realidad. Odiseo quiere hablar con todas
las almas, conocer a cada una y conocer todas las vidas, llevar a cabo
una especie de juicio universal pero sin sentencia. Empieza ofreciendo
la copa a su madre. Anticlea, después de beber, recuerda, reconoce a
Ulises, como si la sangre, que simboliza aquí el principio de la vida,
fuese también el principio del recuerdo y del reconocimiento. Cuando
vuelve el recuerdo, se recupera lo que antes se había tenido y lo que se
había sido. Anticlea se sorprende cuando ve a su hijo. Sabe que lo que
hay entre Ulises y ella es el océano, entendiendo por ello la disolución
de todas las formas.
Una vez con su madre, que es para el héroe el punto de partida de
su existencia, símbolo de su «casa», Ulises expone confiadamente su
mayor dolor, que es la lejanía, la ausencia de hogar. Le pregunta por su
patria, su padre, su hijo y su mujer. Después, por el motivo de su muer-
te. «No me mató Artemis, la certera cazadora, en mi palacio, acercándo-
se con sus suaves dardos, ni me invadió enfermedad alguna de las que
suelen consumir el ánimo con la odiosa podredumbre de los miembros,
sino que mi nostalgia y mi preocupación por ti, brillante Odiseo, y tu
bondad me privaron de mi dulce vida» (Odisea, XI, 199-203).
Intenta Ulises abrazarla, pero inútilmente.
«Madre mía, ¿por qué no te quedas cuando deseo tomarte para
que, rodeándonos con nuestros brazos, ambos gocemos del frío llanto,
aunque sea en Hades? [...]» «¡Ay de mí, hijo mío [...] ésta es la condición
de los mortales cuando uno muere: los nervios ya no sujetan la carne
ni los huesos, que la fuerza poderosa del fuego ardiente los consume
– 92 –
tan pronto como el ánimo ha abandonado los blancos huesos, y el alma
anda revoloteando como un sueño» (Odisea, XI, 210-221).
Tras la conversación con su madre, sigue Ulises entrevistándose
con otras sombras que acuden a beber, madres, esposas e hijas de hé-
roes, que son nombradas e identificadas en función de ellos, como parte
de ellos. Con todas habla, a todas pregunta, de todas refiere su vida,
como si así recogiera una historia universal de las mujeres.
Se interrumpe aquí la narración con una pausa.28 Alcinoo y su mu-
jer Arete se sienten transportados oyendo el relato. «Odiseo, al mirarte
de ningún modo sospechamos que seas impostor y mentiroso como
muchos hombres dispersos por todas partes, a quienes alimenta la ne-
gra tierra, ensambladores de tales embustes que nadie podría compro-
barlos. Por el contrario, hay en ti una como belleza de palabras y buen
juicio, y nos has narrado sabiamente tu historia, como un aedo: todos
los tristes dolores de los argivos y los tuyos propios» (Odisea, XI, 363-
369).
Sienten que dice la verdad. Tienen, después de escucharle, una
especie de certeza sólida. El arte de hablar bien, la técnica de la palabra,
encierra una mayor nobleza que la de construir navíos o la de manejar
el arco, porque es el arte de persuadir, de hacer bella la verdad y la jus-
ticia, y eso es lo que conduce a las almas y las congrega.
Según Aristóteles, lo que provoca que unos hombres crean lo que
dice otro es el carácter del orador,29 su ethos, su modo de ser y de com-
portarse. El modo de ser se manifiesta en lo que se hace, y en el modo
en que se hace. Lo que uno es en el fondo se muestra en lo que aparece,
en una multitud de detalles accidentales. Si lo que alguien cuenta es lo
que le ha pasado y lo que ha hecho, el modo en que se lo cuenta a otro
es una buena manera de poner de relieve su ethos, sus sentimientos, sus
hábitos, sus cualidades, su ser. Por eso lo que dice manifiesta lo que él
es, y produce la certeza de que lo que dice es verdad. Por eso Alcinoo
y Arete sienten que Ulises no puede mentir, y no puede por su pres-
28. En lo que suelen llamar los comentaristas «Interludio», y que divide la Nekya en
dos partes con ciertos elementos simétricos.
29. Cf. Aristóteles, Retórica, libro I, cap. 2, 1.356 a 5-14.
– 93 –
tancia, por su don de palabra, y, en tercer lugar, porque habla como un
poeta.30
Alcinoo y Arete piden a Ulises que prosiga su narración y le pre-
guntan directamente por los héroes con los que habló en el Hades. Em-
pieza Ulises el relato de sus conversaciones con los héroes. El primero
que acude a beber la sangre es Agamenón. El gran caudillo le refiere
cómo Clitemnestra, su mujer, le dio muerte, a él, a Casandra, la hija
de Príamo que se trajo de Troya, y a otros de sus compañeros. La infa-
mia de Clitemnestra alcanza a todas las mujeres futuras, incluso a las
que sean virtuosas. La mujer ya es a partir de entonces un ser maldito,
especialmente las de la raza de Atreo, a la que pertenecen Helena y
Clitemnestra. «Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le re-
veles todas tus intenciones, las que tú te sepas bien, mas dile una cosa
y que la otra permanezca oculta. Aunque tú no, Odiseo, tú no tendrás
la perdición por causa de una mujer. Muy prudente es y concibe en su
mente buenas decisiones la hija de Icario, la prudente Penélope [...] Te
voy a decir otra cosa que has de poner en tu pecho: dirige la nave a tu
tierra patria a ocultas y no abiertamente, pues ya no puede haber fe en
las mujeres» (Odisea, XI, 441-455).
Luego, el atrida Agamenón pide a Ulises noticias de su hijo Ores-
tes. Pero no puede proporcionárselas: no las tiene.
El segundo héroe que acude es Aquiles, asombrado de que Ulises
haya podido tramar y llevar a cabo una hazaña todavía mayor que to-
das las anteriores, la hazaña es viajar al Hades. «He venido—le expli-
ca— en busca de un vaticinio de Tiresias, por si me revelaba algún plan
para poder llegar a la escarpada Ítaca; que aún no he llegado cerca de
Acaya ni desembarcado en mi tierra, sino que tengo desgracias conti-
nuamente. En cambio, Aquiles, ningún hombre es más feliz que tú, ni
de los de antes ni de los que vengan; pues antes, cuando vivo, te hon-
rábamos los argivos igual que a los dioses, y ahora de nuevo imperas
poderosamente sobre los muertos aquí abajo. Conque no te entristezcas
de haber muerto, Aquiles.» Pero la respuesta de Aquiles es contunden-
te: «No intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar
30. Cf. W. Jaeger, Paideia, los ideales de la cultura griega, cit., pp. 48-66, «Sobre la mi-
sión de la poesía. Homero el educador».
– 94 –
sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera
gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres, de los muer-
tos» (Odisea, XI, 479-492).
La vida, aun la más vulgar, es preferible a la gloria y el honor de
un muerto, y a su preeminencia sobre los muertos, pero él mismo había
elegido ese destino. Pide Aquiles también noticias sobre su hijo Neop-
tolemo, y Ulises le cuenta que fue un gran guerrero, y que salió sano
y libre de Troya. Más tarde aparece Ayax, a quien Ulises derrotó en
la lucha por las armas de Aquiles. Pero la sombra de Ayax no quiere
acercarse. Ulises le llama, y Ayax, en su odio, se retira. Como si en el
Hades se conservase la memoria que es odio. Aparecen luego una serie
de héroes que padecen diversos castigos y tormentos. Tántalo, Sísifo,
Heracles. Y ahí el héroe da por finalizada su visita:
«También habría visto a hombres todavía más antiguos a quienes
mucho deseaba ver, a Teseo y Pirítoo, hijos gloriosos de los dioses, pero
se empezaron a congregar multitudes incontables de muertos con un
vocerío sobrenatural y se apoderó de mí el pálido terror, no fuera que
la ilustre Perséfone me enviara desde Hades la cabeza de la Gorgona,
el terrible monstruo» (Odisea, XI, 630-635). El héroe se repliega con sus
hombres en la nave, y abandonan el Hades llevados por el oleaje a tra-
vés del río Océano.
Como ya se ha dicho, en Homero, como en la Biblia judía, no hay
dualidad entre el Hades y los Campos Elíseos. Semejante dualidad co-
rresponde al Nuevo Testamento en la tradición judeo cristiana y, en la
tradición grecorromana, a un momento posterior a Homero. Pero el
poeta griego hace notar su influjo en las concepciones posteriores.
Los Campos Elíseos se perfilan después de Homero. En las obras
literarias, religiosas y filosóficas posteriores se va elaborando la contra-
posición entre los dos mundos ultraterrenos, conjugando las perspecti-
vas racionalistas con las existenciales.
Así, Virgilio presenta una concepción del Hades considerada más
completa que la de Homero, pues para él, el mundo de ultratumba se
encuentra dividido entre el Hades y los Campos Elíseos. Un hombre
puede ser salvado del mundo subterráneo, y habitar en los Campos Elí-
seos, en virtud del recuerdo que alguna otra alma guarda de él. No se
trata de inmortalidad como recuerdo, sino de un recuerdo que provoca
– 95 –
una inmortalidad personal real, o sea, salvación.31 Posteriormente San
Agustín, teniendo en cuenta a ambos poetas, elabora su cosmología y
teología del infierno,32 y teniendo presentes sus formulaciones, unos si-
glos más tarde, surge la elaboración filosófica y teológica de otro poeta,
Dante, quien, además de recoger los desarrollos teológicos cristianos,
algunos musulmanes, y la tradición humanística, hace una exposición
en primera persona, desde una perspectiva existencial. Es la misma
perspectiva que adopta en el terreno teológico otro poeta, San Juan de
la Cruz, que funde lo racional teológico con lo existencial.
Por último, otro poeta del siglo XX, Charles Péguy, hace un plan-
teamiento teológico existencial de la vida de ultratumba,33 en el que la
compasión por el dolor ajeno es, como en Homero, factor determinante.
Para Péguy, como para Dante, en las puertas del infierno no pueden no
estar las palabras:
31. Cf. H. U. von Balthasar, Gloria, una estética teológica, tomo 3, cap. I, 5, «Dante.
Infierno. Entre diversas épocas». Ed. Encuentro, Madrid, 1986, pp. 92-110.
32 San Agustín dedica el libro XXI de La ciudad de Dios (t. II, BAC, Madrid, 1978) a
exponer su teología y cosmología del infierno.
33 Cf. H. U. von Balthasar, Gloria, t. III, cit., caps. 2, «Juan de la Cruz», y 7, «Péguy».
34. Cf. J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona, 1980, pp. 144-147.
– 96 –
5. El canto de las sirenas.
35. Cf. Adorno y Horkheimer, Dialéctica del iluminismo, Sudamericana, Buenos Ai-
res, 1987, pp. 61-101.
– 97 –
La nave pasa sin detenerse y se enfrenta luego al desfiladero flan-
queado por Escila y Caribdis, los monstruos marinos que impiden el
paso y devoran a los navegantes. Se reproduce aquí, con ligeras varian-
tes, el episodio y el simbolismo de las Symplégades, ya mencionado.
Ulises había preguntado a Circe si existía alguna manera de hacer fren-
te a los monstruos y evitar lo predicho sobre la muerte de alguno de
sus compañeros, pero la respuesta fue negativa. Circe le aseguró que su
enemigo no era humano, y que su enfrentamiento era contra una divi-
nidad: pero la más difícil y peligrosa de las pruebas resultaría ser la de
la isla donde pastaban las vacas del dios Helios, Circe les advirtió que si
sus compañeros comían las vacas del sol, no podría salvarse ninguno.
Lo más peligroso no es, por tanto, lo de apariencia más amenazante o
cruel, sino lo que parece más inofensivo.
Cuando llegan a la isla Trinacia, donde pastan las vacas del dios
Sol, Ulises les advierte que no deben comerlas y consigue el juramento
unánime de no tocarlas aunque arrecie el hambre. Se detienen allí en
espera de viento favorable y, tras varios días de estancia, mientras Uli-
ses se encuentra ausente, sus hombres, acuciados por el hambre, e insti-
gados por Euriloco, matan algunos de los animales y se los comen. Tras
regresar Ulises, se percata en seguida de lo sucedido y pide perdón a
los dioses y clemencia para sus hombres.
Días después sopla un viento favorable y se hacen a la mar, pero al
poco de navegar, envía Zeus una tormenta que les hace naufragar. To-
dos perecen a causa del sacrilegio cometido. Solamente Ulises agarrado
a un madero se mantiene a flote y es llevado por el oleaje nuevamente
contra los escollos de Escila y Caribdis. «Desde allí me dejé llevar du-
rante nueve días, y en la décima noche los dioses me impulsaron hasta
la isla de Ogigia, donde habitaba Calipso de lindas trenzas, la terrible
diosa dotada de voz que me entregó su amor y sus cuidados.
»Pero ¿para qué te voy a contar esto? Ya os lo he narrado ayer a ti
y a tu fuerte esposa en el palacio, y me resulta odioso volver a relatar lo
que he expuesto detalladamente» (Odisea, XII, 446-452).
– 98 –
CAPÍTULO IV
LA LLEGADA. DESNATURALIZACIÓN
Y FORMALIZACIÓN DEL ÁMBITO
SOCIOFAMILIAR
1. La llegada del héroe es la señalada como función n.º XX por V. Propp, Morfología
del cuento, p. 65, «El héroe regresa».
– 99 –
ámbito sociofamiliar». Su contenido, en términos escuetamente des-
criptivos, es el siguiente:
En el canto trece, los feacios llevan a Ulises a Ítaca. Poseidón, irri-
tado por eso contra ellos, convierte su nave en piedra cuando van a
entrar de regreso en su puerto. Atenea se aparece a Ulises y le acon-
seja que se disfrace de mendigo, que vaya a la cabaña del porquerizo
Eumeo y que espere a que ella haga volver a Telémaco de Esparta. El
canto catorce narra cómo Eumeo acoge a Ulises mendigo y le refiere la
situación del país. El «mendigo» hace un relato ficticio de sus aventuras
asegurando que sabe que Ulises vive y que volverá. Eumeo no le cree,
pero cuando al caer el día llegan los demás pastores sacrifica un cerdo
y ofrece la mejor porción al mendigo. El canto quince recoge la forma
en que Atenea hace regresar a Telémaco, que llega de Lacedemonia con
los regalos que le hacen Menelao y Helena, tras haberle vaticinado la
propia Helena el regreso de su padre y su venganza. Eumeo refiere a
Ulises mendigo la muerte de su madre y el lamentable estado de salud
de su padre Laertes. Telémaco desembarca en Ítaca y se encamina a la
cabaña de Eumeo.
Por último, a lo largo del canto dieciséis, Eumeo va a la ciudad
a notificar a Penélope que su hijo ha vuelto sano, escapando a la em-
boscada que le preparaban los pretendientes. Ulises recobra su aspecto
natural, Telémaco le reconoce y juntos planean la venganza contra los
pretendientes. Éstos, enterados de la vuelta de Telémaco, vuelven a de-
liberar para matarlo mientras Eumeo regresa a su cabaña.
– 100 –
el anfitrión se siente obligado hacia su huésped. En tiempos recientes
ha sido E. Levinas quien más ha insistido en que la obligación ética
hacia el prójimo es un a priori de la relación intersubetiva. Puesto que te
conozco «debo» ocuparme de ti, de lo que necesitas. El reconocimiento
del otro en tanto que semejante, en tanto que prójimo, implica la cons-
titución inmediata de una comunión o una comunidad en virtud de la
cual la indigencia o las necesidades del otro se convierten en apelacio-
nes inmediatas a la conciencia propia.2
Quizá todo el mundo tenga experiencia en su vida ordinaria y co-
tidiana de encuentros con el «prójimo» que apelan a la propia concien-
cia y la «obligan», la ligan a lo que aparece enfrente en orden a subsanar
sus deficiencias.
La condición de posibilidad de esta experiencia es que en el reco-
nocimiento del otro se dé a la vez un reconocimiento de lo que le falta
como una carencia en cierto modo escandalosa, como una carencia que
atenta o menoscaba gravemente su realidad, como algo que es exigido
no por la conciencia o por la voluntad del otro (lo cual puede darse o
no), sino por su naturaleza. Podría pensarse que lo que a alguien le
falta por naturaleza le es debido también por naturaleza, o, si se quiere,
que le es debido «en justicia», si es que la justicia consiste en dar a cada
uno lo suyo. Pero en la descripción de esta vivencia, que parece ser
inmediata, lo que se muestra no es tanto la justicia como lo que podría
llamarse misericordia: algo que pertenece más al orden de la religión que
al de la ética, o, si se quiere, a ambos indiscerniblemente.
Pero esto es un problema, en cierto modo casi sólo académico,
muy propio de nuestra época, pero muy ajeno al mundo homérico en
el cual no se ha configurado todavía la disociación entre ética y reli-
gión característica de la historia moderna y contemporánea. Lo que en
último término fundamenta la hospitalidad griega es el hecho de que
los suplicantes y desposeídos de todo sean predilectos de Zeus, como
– 101 –
ya se ha visto. Por eso, la hospitalidad homérica es religiosa. Y corre-
lativamente, el huésped, que al ser despedido lleva consigo todos los
presentes con que le han obsequiado, considera también que se trata
de dones divinos, gratuitos, es decir, que se trata de una «gracia», lo
cual es propio de los dioses. Y así lo hace constar Ulises antes de partir:
«Cumplido está ya cuanto ansiaba mi alma; tengo guías y hermosos re-
galos: los dioses del cielo prosperármelos quieran» (Odisea, XIII, 38-46).
El viaje de retorno es realizado por Ulises en un estado en cierto
modo divino: «Y un dulce sueño se extendió por los párpados de Uli-
ses, invencible, agradabilísimo y semejante a la muerte»,3 mientras que
la nave «surcaba las aguas del mar, llevando en sí a un varón: cuyos
pensamientos igualaban a los de los dioses». El retorno durmiendo es
un descanso agradabilísimo parecido a la muerte. Pero este símil con-
cuerda, mejor que con el espíritu homérico, con el espíritu cristiano.
Que la muerte se considere como el descanso eterno es un lugar común,
y no propio de la cultura homérica ni de la cristiana, pero que ese «des-
canso eterno» sea felicidad parece más bien un rasgo poshomérico. La
muerte es el paso al Hades, y el Hades homérico, como el judaico, es un
mundo único de sombras, según se mostró en el análisis del canto once.
La muerte es descanso eterno «agradabilísimo» en las religiones misté-
ricas y en el cristianismo, así como en el universo filosófico de Platón,
muy influido precisamente por aquellas religiones.4
En segundo lugar, el estado casi divino de Ulises se caracteriza
por el hecho de que sus pensamientos «igualaban a los de los dioses».
Cabe preguntar si los igualaba por su universalidad, por su sabiduría
vivida, por su magnanimidad, por su felicidad, por algunas otras ca-
racterísticas o por todas ellas en conjunto. Y puede responderse que,
independientemente de que haya o no una distancia insalvable entre
lo humano y lo divino en el universo homérico, lo que sí parece claro
es que el espíritu humano se aproxima o se eleva a las dimensiones del
– 102 –
espíritu divino cuando se dilata en amplitud (cantidad de experiencias
vividas), en profundidad (comprensión máxima de esas experiencias) y
en potencia operativa (magnanimidad y audacia para acciones que no
es propio de un mortal concebir y realizar).
Ulises realiza todo el viaje invadido por el sueño, y en ese estado
es desembarcado por los feacios y depositado en una arenosa playa de
Ítaca. Simbólicamente podría interpretarse este pasaje en el sentido de
que la vuelta a casa, o el retorno a sí mismo, al propio origen, siempre
acontece con un cierto grado de alienación, pues, en efecto, cuando se
llega se es otro distinto del que se era al salir. Y realmente, como se
irá viendo a lo largo de estos cuatro cantos, el entrelazamiento de este
sentido simbólico con el literal resulta ser de estimable fecundidad ex-
plicativa e interpretativa.
La vuelta de los feacios a su puerto, tras haber cumplido con su
costumbre de repatriar a los extranjeros, no acontece pacíficamente.
Ciertamente son un pueblo feliz, «que no conoce la guerra», y que sólo
tienen relaciones comerciales con los restantes pueblos, manteniéndose
al margen de las contiendas que ellos puedan mantener entre sí.5 Desde
un cierto punto de vista simbolizan la utopía de la neutralidad, una
utopía que entra en quiebra precisamente ahora, al prestar ayuda al
extranjero.
Ulises ha dejado ciego a Polifemo, hijo de Poseidón, y puesto que
no puede vengarse en la persona del héroe por que su hermano Zeus
no se lo permite, obtiene autorización del padre de los dioses y de los
hombres para vengarse al menos en los feacios. Poseidón, el que sacude
la tierra, es el Dios de los océanos, de la fuerza irreductible a forma y
a medida, y, desde este punto de vista, lo dionisiaco por excelencia, o
también, desde otra perspectiva, el mal (análogamente a como el mar
significa el mal en el Antiguo y en el Nuevo Testamento de la biblia
judeocristiana como quedó apuntado anteriormente). Pero en el uni-
verso homérico la fuerza irreductible a forma y a medida, el mal, no
es omnipotente, pues sin perder sus características presenta un cierto
– 103 –
sometimiento a orden y medida, un cierto atenimiento a justicia, que
se manifiesta como reconocimiento a Zeus y como acatamiento de sus
designios. Según tales designios, Poseidón tiene derecho a la venganza,
que consiste en convertir en piedra la nave de los feacios cuando va a
entrar en su puerto.6
Parece como si la costumbre de repatriar a todos los hombres
errantes, de ayudar a todo el mundo, fuera incompatible con el ideal
de la neutralidad. Ayudar al desventurado Ulises no es neutralidad al-
guna: es enfrentamiento con Poseidón. Solamente los seres inertes, las
rocas, son neutrales, nunca los seres animados, los hombres. Y quizá es
éste uno de los posibles sentidos del vaticinio que se le había hecho a
Alcinoo, rey de los feacios, de que un dios convertiría en una montaña
de roca a una de sus naves a la entrada del puerto.
El relato vuelve a ocuparse del héroe que ha sido depositado en su
tierra en estado de alienación. Cuando despierta no reconoce el suelo
de su patria. En primer lugar se lamenta de su desdicha.
6. Cf. M. Detienne, y J. P. Vernant, Las artimañas de la inteligencia, cit., pp. 220 ss.
– 104 –
¿Insolentes serán y crueles e injustos o al huésped
tratarán con amor y habrá en ellos temor de los dioses?
¿Hacia dónde camino con estas riquezas? ¿Por dónde
voy errante yo mismo?»
(Odisea, XIII, 200-204).
– 105 –
de la otra, o cada una está mediada por la otra. La relación con el objeto
está mediada por otra subjetividad.
Desde este punto de vista, las preguntas «quién soy» y «dónde
estoy» son función de la cuestión «quién eres» y «quiénes sois» y de la
cuestión «dónde estás» y «donde estáis».
Así pues, Ulises está seguro de la tierra que pisa. Atenea en figura
de pastor se lo ha confirmado. Pero no está seguro del pastor y por eso
le miente, no se apoya en él. Palas deja entonces el aspecto de pastor y
se transforma en una hermosa mujer, más parecido a su verdadero ser,
a lo que ella es en verdad. Se ríe de Ulises y le acaricia la mano: risa y
caricia que expresan un sentimiento de orgullo por su protegido. Por
eso no le reprocha que mienta, pues parece ser que eso le divierte; lo
que sí le reprocha es que no la haya reconocido, que no se sienta seguro
en ella, ya que le protege y le ha dado muchas muestras de ello.
– 106 –
conocido y le da una explicación: hace tiempo que no la ha visto, como
si ella le tuviera abandonado desde que salió de Troya; han pasado ya
muchos años, y en ese tiempo ha estado vagando lleno de dolor, hasta
que los dioses le han librado de la maldición.
7. Con todo, no es ésa una duda reprochable a Penélope, pues la seguridad plena no
es propia de los humanos, sino de los dioses.
– 107 –
guro de nuevo en el otro. Sólo después de eso pueden ambos descansar
el uno en el otro, y entonces el silencio deja de ser lo adecuado, para
dejar paso al momento de la palabra y de la verdad. Esto es lo que
aconseja Palas Atenea.
Se ponen de acuerdo Ulises y la diosa sobre lo que conviene hacer.
Ambos planean como iguales, pero este planear como iguales no anula
la diferencia entre el hombre y los dioses. De este modo, aparece en
el mundo homérico un reconocimiento por parte de los dioses de la
dignidad y autonomía del hombre, como también lo hay en el Antiguo
Testamento. En el Antiguo Testamento también Moisés discute y pla-
nea con Dios la liberación de Israel.8
Ulises, además de las razones aducidas por Palas Atenea para que
pruebe a Penélope, encuentra otra razón distinta, a saber, el anteceden-
te de Agamenón, con quien había hablado en el Hades. Penélope podría
haberse comportado del mismo modo que Clitemnestra. Ni Atenea ni
Ulises saben en qué situación se encuentra ella. Probablemente no son
justos con la esposa del héroe, pero ninguno de los dos puede saberlo,
porque como no la conocen como es ahora, no pueden «dar a cada uno
lo suyo», lo que le corresponde. Por eso no saben cómo tratarla, porque
no pueden saber lo que es suyo, y no pueden ser justos con ella si no la
prueban antes. Palas transforma a Ulises en un anciano mendigo para
hacerle así irreconocible a los ojos de los demás, o sea, para que no pue-
dan reconocerlo. Le transforma para que no tenga un aspecto valeroso o
terrible, sino repelente o despreciable, lo menos valioso de todo. Ulises
va a ir así, de incógnito, a los suyos.9
Desde el punto de vista que se viene adoptando aquí puede suge-
rirse que esto es una experiencia arquetípica, de toda existencia huma-
na, que el hombre está alguna vez, o muchas veces, de incógnito ante
los demás y ante los suyos. En cierto modo se puede decir que todo ser
humano va de incógnito por la vida, en cuanto que, en último término,
la última verdad de cada ser humano está fuera del al cance del juicio
de los hombres.
8. Probablemente uno de los pasajes donde pueda apreciarse con más claridad este
tipo de relación entre el hombre y Dios sea Éxodo, 32, 28.
9. Este ir de incógnito coincide con la función n.º XXIII que señala Propp en Morfo-
logía del cuento, cit., cap. III, «El héroe llega de incógnito a su casa», p. 68
– 108 –
Atenea le dice a Ulises que vaya a la cabaña del porquerizo Eu-
meo, mientras ella va a buscar a Telémaco a Esparta, donde había ido a
indagar si su padre seguía vivo. Ulises le hace un reproche que parece
duro a la diosa: «¿Por qué no se lo dijiste, si conoces todo en tu interior?
¿Acaso para que también él sufriera penalidades vagando por el estéril
ponto mientras los demás consumen mi hacienda?» (Odisea, XIII, 415-
419).
Dios sabe pero no explica. Cuando explica da una razón compren-
sible. Ella, Atenea, había lanzado a Telémaco al viaje, porque Telémaco
tenía que salir de sí, salir de casa, para hacerse un renombre, para ser
otro, para ser más plena y radicalmente sí mismo, un hombre, con una
existencia humana, para ser alguien y hacerse también digno de su pa-
dre.10
Tras la llegada de Ulises, el canto catorce narra la situación en la
que se encuentra Ítaca, la identificación del héroe por el porquerizo, en
el juego de la veracidad y de la esperanza.
«Pero, ¡ea!,
ven acá a la cabaña, ¡oh anciano! una vez que te sacies
de comer y beber a tu gusto, dirás de tu patria
y de aquellos trabajos v duelos que tienes sufridos»
(Odisea, XIV, 44-47).
– 109 –
en comunión con cualquier otro cuando están reducidos a la condición
de mera subsistencia, de mera «naturaleza». Tal vez sucede lo contrario
al ascender en la escala social. A medida que se sube hay más artificio,
más tipos de diferencias, y es más difícil sentirse en comunión y estarlo.
Si es así, puede decirse que la clase social funciona como una segunda
naturaleza, y que los tipos de segunda naturaleza son más complejos y
diversos a medida que hay más riqueza económica y cultural.
En la moral burguesa la relación positiva con el pobre no es aco-
gerlo en casa, sino la limosna. No es reconocerlo como igual y compartir
con él lo mismo que uno tiene, sino marcar la diferencia en el hecho del
dar. Por su parte, en la moral aristocrática, como es la aquí analizada,
la relación con el mendigo es doble. Por un lado, darle limosna, y, por
otro, acogerlo en la parte de la casa destinada a los de menor rango so-
cial, la de los criados y los pastores. Desde este punto de vista, tendría
sentido hablar de «lugares naturales» no solamente correspondientes a
los cuerpos materiales en el cosmos físico, sino también correspondien-
tes a los distintos tipos de hombres en la sociedad, y se podría hablar de
una sociología de los lugares naturales.
Por otra parte, parece que la existencia de un anciano mendigo
constituye un escándalo, una apelación a un cierto orden natural que se
ha vulnerado. ¿Por qué se supone que un anciano mendigo ha sufrido
males? Parece que ningún hombre debería ser anciano mendigo, pues-
to que eso duele a todos los demás seres humanos, pero si hay alguno
así, es que algo falla en las familias, en la polis, en la sociedad humana.
Por supuesto que falla algo. Es frecuente que haya ancianos mendigos,
es normal, pero no es «natural», no es «justo».
Ulises se informa por Eumeo de la situación en la que se encuentra
Ítaca. El caos que reina en el país desde que su rey marchó a la guerra
de Troya. Los que aspiran a apoderarse del reino y de la reina ocupan
el palacio esperando que ella acepte por esposo y rey a alguno de ellos.
Penélope no elige a ninguno, pero tampoco rechaza terminantemente
sus acosos: dilata interminablemente la espera. Asegura que cuando
acabe el sudario que teje para su suegro Laertes, eligirá marido para
dar un nuevo monarca al reino. Pero mientras tanto, los pretendientes
invaden el país, consumen sus bienes, comen de sus rebaños y beben
su vino.
– 110 –
Por eso precisamente, muchas veces una dilación es peor que
una negativa, porque impide un nuevo comienzo, un nuevo telos, una
nueva organización, en fin, una continuidad viva, dando lugar a una
continuidad mortecina, inerte. Si el principio, que era Ulises, desapare-
ce, también está desapareciendo el proyecto, la esperanza de alcanzar
unos fines, y los principios y medios para encauzar la sociedad hacia
ellos. No hay esperanza. El reino, la tierra y la mujer pueden ser consi-
derados como res derelicta, cosa abandonada. Si Penélope se decidiera
habría un nuevo principio o comienzo, por tanto un telos nuevo, un
matrimonio nuevo que se podría considerar como otro principio for-
malizador del ámbito sociofamiliar. Mantener en suspenso la actividad
es desnaturalizar la vida humana.
El caos social producido por los pretendientes es de tal grado que
clama al cielo.
– 111 –
una tesis homérica. Para los hombres buenos nunca hay una ética
heterónoma.
Los pretendientes devoran inmoderadamente, y sin duelo (por
la supuesta muerte de Ulises), los bienes del reino. Así, el colmo
de la injusticia estriba en quemar, despilfarrar, en acciones que no
llevan a ninguna parte, una energía que tenía o podía tener un buen
destino, un telos adecuado.
Mientras Eumeo termina su relato, Ulises oye en silencio y si-
lenciosamente medita el exterminio de los pretendientes, encendido
por el afán de venganza y los celos. La venganza aquí tiene dos ob-
jetivos. Por un lado, recuperar los bienes materiales propios, y, por
otro, recuperar a su mujer. O sea, recuperar los bienes materiales
que son la expresión del sí mismo en el orden social, y luego la mu-
jer, que es un sí mismo mucho mas íntimo que los bienes materiales.
Terminada la narración, el mendigo Ulises afirma haber visto al
rey Ulises vivo, y que volverá pronto. Eumeo no le cree, y además
está seguro de que no convencerá con eso ni a Penélope, ni a Teléma-
co. Porque se trata de la noticia que trae un mendigo, alguien que no
es digno de ser creído. Los mendigos no pueden ser creídos porque
no son nadie. Carecen de «sí mismo social», no son conocidos y no
pueden ser reconocidos. Ser mendigo es como carecer de raíces, y
eso es carecer de sí mismo, carecer de fundamento. Cuando alguien
dice la verdad se le cree porque se le conoce y él se pone en lo que
dice, avala con su persona, con todo su ser, lo que dice con sus pala-
bras, y por eso es fiable, se le da crédito. Esto es válido no sólo para
el mundo homérico sino también para el mundo judío. «¿Quién se
fiará del ladrón ágil que salta de ciudad en ciudad? Así tampoco del
hombre que no tiene nido y se alberga donde la noche le sorprende»
(Eclesiástico, 36, 26-29).
Eumeo se lamenta de haber perdido a su señor,
– 112 –
No es fácil encontrar otro señor tan bueno como él. Le compara
con un hermano mayor, con su propio padre. Como si fuese necesario
al hombre servir a un señor, ya sea su padre o su hermano. Como si
el señor al que se sirve representara, hiciera presente de otro modo,
el principio y el telos propio, pero fuera de uno, de manera que uno
lo pueda conocer y hacerlo propio, superando también así la hetero-
nomía.
¿Acaso servir es una necesidad, algo imprescindible? Quizá en la
medida en que servir es dar y recibir, que es precisamente lo que hace
Eumeo, quien vive feliz sirviendo, o sea, recibiendo y dando. Ulises
mendigo le jura al piariego que afirma la verdad sobre el regreso de
Ulises rey, y maldice al que miente acosado por la miseria. «Si no
vuelve tu soberano, como afirmo, ordena a las esclavas que me despe-
ñen desde una gran roca para que todo mendigo se guarde de mentir»
(Odisea, XIV, 398-400). Ulises reclama ahora para todos los mendigos
el derecho a ser creído, que es lo mismo que el derecho a ser alguien
en virtud de su palabra.
Se afirma así que un mendigo tiene derecho al honor, y puede
dar su palabra de honor. ¿Era así realmente? No parece que pueda
darse tal cosa entre los esclavos. El derecho y la moral se diversifican
al diversificarse los ámbitos sociales.11
A pesar de todo, Ulises mendigo no consigue que Eumeo le crea.
El piariego le pide que le diga quién es, o lo que es lo mismo, que le
cuente su vida, su historia.
11. Cf. Adrados, Introducción a Homero, cit., vol. 2, pp. 381-382, «Los Mendigos».
– 113 –
que es una de las maneras en que Heidegger define al hombre, como el
ser que cuenta historias. Ulises se dispone a darle una narración falsa,
y, en algunos aspectos, verdadera. Le cuenta que es hijo ilegítimo de
Cástor Hilácida, de Creta, que no nació de una esposa legítima sino
adquirida para ser concubina.
– 114 –
en Egipto en el que aparece como un cobarde, y otro en que se presenta
como un hombre ingenuo al que engaña un fenicio astuto (Odisea, XIV,
240-360). Ulises hurta con esto sus propias cualidades, pues concuerda
más con su condición de mendigo el aparecer por un lado como cobarde
y por otro como ingenuo o confiado. Ésta es también la mejor manera de
ocultar la potencia de su cólera para poder planear más discretamente la
venganza. Esconde en una falsa apariencia de ser cobarde e ingenuo su
verdadero valor y astucia, que es de donde sacará la venganza. Y aparece
como corresponde a un mendigo, pues tal vez se es mendigo por ser co-
barde e ingenuo.
La historia que Ulises cuenta a Eumeo se parece a la verdadera. Pre-
tende con ella afirmar la vuelta de Ulises, con el mayor grado de credi-
bilidad que puede obtener un mendigo, porque hay veces en la vida del
hombre en que la apariencia falsa resulta el único camino viable hacia lo
verdadero, y si esto es así nos encontramos de nuevo con otra experiencia
arquetípica.
El objetivo primordial de la narración es hacer creer que Ulises vive,
pues sólo esto hará aumentar la esperanza de Eumeo, lo que constituye
la finalidad del relato falso. Hay por tanto una finalidad en el relato de
Ulises que todavía se tiene que alcanzar, y que se alcanza libremente y con
astucia. Si el relato manifestara las cosas tal cual son, el objetivo final, la
venganza, no se alcanzaría o se dificultaría. De este modo, si se dijera la
verdad de lo que se pretende, lo dicho sería verdad en la palabra, pero no
en la acción, pues la acción pretendida quedaría impedida, se haría impo-
sible. Además, el final de la historia relatada es estrictamente verdadero.
Ulises, en efecto, pide consejo a Zeus para ver cómo le convenía después
de tan larga ausencia entrar en su tierra de Ítaca, si pública o secretamente.
En términos de una ética de normas, de verdad o mentira, la cuestión
podría parecer irresoluble, mientras que en el plano de una ética de vir-
tudes puede haber una salida.12 La prudencia determina cuándo utilizar
12 La ética homérica parece más bien una ética de virtudes y de valores que de
normas, Cf. Adrados, Introducción a Homero. cit., vol. I, «Ética Homérica», pp. 291-308.
Cf .Finley, El mundo de Odiseo, cit., «Ética y valores». En términos de una ética de normas,
en el sentido de una ética en la cual hay acciones (p. ej., mentir) que no pueden realizarse
nunca, el asunto podría ser irresoluble. Cf. P. T. Geach, Las virtudes, Eunsa, Pamplona,
1993
– 115 –
el disfraz es un acto virtuoso, prudente, y cuándo lo es mostrar la verdad
abiertamente. Así es como parece resolverse el conflicto en la ética homé-
rica. Ulises consulta a Zeus si es mejor decir la verdad antes de hacerla,
o si es preferible primero tantear el terreno para saber dónde pisa, mirar
alrededor, con «circunspección», y luego ya ejecutar lo proyectado.
Eumeéo, con esta historia, se ha conmovido en su corazón, pero no se
ha convencido de que sea verdad.
En las relaciones intersubjetivas son muchas las variantes que influ-
yen en el reconocimiento, entre ellas conmover y persuadir. Conmover
es producir compasión, compadecerse, lo cual hace referencia al bien y al
mal y está estrechamente relacionado con la simpatía o la misericordia.
Persuadir es provocar la convicción, tiene que ver con creer, y está relacio-
nada con lo verdadero y lo falso, y con la fe.
– 116 –
hombre, aunque también pueden darse en otros aspectos como en la
mímica o en el disfraz. Eumeo insiste en que, aunque le ha conmovi-
do el relato del mendigo y se ha llenado de misericordia, le socorrerá
no por creerle sino por compasión, por verle pobre e indigente, que
eso sí es verdad, pues considera más verdadero lo que ve que lo que
oye. Sin embargo, lo que ve es la miseria, que es precisamente lo
falso: un disfraz.
Entonces, desde una situación de superioridad, en la que Ulises
sabe más de Eumeo que a la inversa, intenta saber más de él y trata
de medir la generosidad de su corazón y su grado de lealtad. Cuan-
do llegan los rapaces, Eumeo asa un cerdo para alimentarse y ofrece
a Ulises mendigo la mejor parte del animal. Cuando se disponen a
dormir, vuelve a medir la generosidad del criado, en el episodio de
la manta, donde se muestra que Eumeo da prioridad al abrigo del
anciano recién llegado antes que al suyo propio (Odisea, XIV, 521).
Ulises se siente ahora completamente seguro en Eumeo y duerme
tranquilo. Entre ellos ha fraguado una relación de confianza que
permite a cada uno abandonarse en el otro. La relación se ha conso-
lidado en tres momentos. Primero, el reconocimiento. Segundo, la
expresión de la propia verdad, y, por último, el descanso.
– 117 –
Mira bien, no se lleve en tu ausencia lo tuyo; bien sabes
cómo alienta y discurre mujer en el fondo del pecho;
busca siempre que medre la casa de aquel que la toma por esposa.
Olvidando del todo al antiguo marido
que murió, nada quiere saber de los hijos primeros»
(Odisea, XV, 16-23).
– 118 –
ya «alguien», ha obtenido «riquezas» por sí mismo, y tiene algo por lo
que puede obtener reconocimiento por parte de los demás.
Helena fortalece aún más la esperanza del joven al interpretar un
augurio como señal de la vuelta de Ulises y de que llevará a cabo la
venganza.
– 119 –
«Sigue, pues, con nosotros, que a nadie molesta tu estancia,
ni a mí mismo ni a estos que viven conmigo en el hato:
cuando vuelva a estas tierras el hijo de Ulises, él mismo
te dará otro vestido, una túnica nueva, una capa
y la ayuda también para ir al lugar que deseas»
(Odisea, XV, 325-329).
– 120 –
bién un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y
mucho trajinado. Así que te voy a contar lo que me preguntas» (Odisea,
XV, 390-401).
Eumeo había padecido el máximo infortunio que le cabe a un
hombre: ser arrancado de su familia, de su padre y de su raza, y al refe-
rir todas sus desdichas, Ulises queda conmovido escuchando el relato.
Los dos se conmueven y gozan con la poesía, los dos experimentan
que el arte tiene una «gracia divina», una capacidad de transformar en
«grato» lo «desgraciado».
Entretanto Telémaco y sus hombres llegan de vuelta a Ítaca. Pero
Telémaco no puede alojar al suplicante Teoclímeno como huésped en
su casa, porque su casa está desarticulada, y por lo tanto no la controla,
lo que equivale a que no es suya realmente. No es de nadie. Por eso le
aconseja que se dirija a la casa de Eurímaco, el mejor de los pretendien-
tes. Teoclímeno entonces interpreta un augurio como favorable a la es-
tirpe de Ulises, lo que contribuye a fortalecer la esperanza de Telémaco.
– 121 –
contemplar la reunión execrable de aquellos galanes?»
(Odisea, XVI, 23-29).13
La luz permite la actividad, que sin ella no puede ejercerse. Por eso
la luz es como el «sentido». En la acción el sentido real es el fin, el telos,
y en la dinámica social también. Telémaco es la última esperanza de
sentido para el reino, una esperanza subsidiaria, distinta a la de la vuel-
ta de Ulises, pues se trata de su sucesor legítimo. Eumeo es consciente
de esto, y el resto de la población también. El sucesor está legitimado
para ser un nuevo comienzo, aunque no está claro que él, Telémaco, lo
sea para sí mismo. Telémaco no tiene seguridad.
13. La luz puede entenderse como símbolo o como metáfora, sin que estén precisas
las fronteras que definen a cada una. La luz es el conocimiento. Simboliza constantemen-
te la vida, la salvación, la felicidad acordada por Dios mediante su palabra. Es el símbolo
patrístico del mundo celestial y de la eternidad
– 122 –
«¿Cómo voy a acoger en mi casa a este huésped?Yo mismo
soy muy joven aún y no puedo evitar con mis manos
que algún otro le venga de pronto a ofender»
(Odisea, XVI, 78-82).
– 123 –
Precisamente porque yo sin mi casa no soy yo, yo soy mi casa. Por
eso si la casa no puede mantenerse, uno mismo tampoco puede seguir
siendo. Por eso tiene que intentar hacerla y rehacerla. Es la única forma
en que un hombre, un ser espacial y temporal, puede vivir y morir. Y,
por eso mismo, es la forma en que moralmente debe hacerlo. Ésa es la
única forma digna para ser. Y si no lo consigue, más adecuado, lo más
justo, es que muera intentándolo. Quizá esto pueda proyectarse a la
totalidad del grupo social, pero no puede considerarse ahora.
Ulises quiere averiguar la actitud de su hijo respecto de esos prin-
cipios.
– 124 –
la pérdida de toda esperanza posible, y ya lo único que le cabe es dejarse
morir. Cuando la familia y la sociedad están desmoronados, los amantes
de los valores morales, desconcertados, se repliegan sobre sí mismos es-
toicamente, se produce el vacío de poder y de autoridad, y se apela a los
dioses esperando de ellos un nuevo principio organizador del mundo. En
el plano psicológico individual, la pérdida de la esperanza se manifiesta
en la anulación de la agresividad en tanto que facultad humana dirigida a
la realización del orden justo. Es una actitud que los psicólogos relacionan
con la depresión, que aparece como una enfermedad del hombre contem-
poráneo, como una epidemia generalizada, que guarda alguna relación
con el desmoronamiento de un orden de cosas y con la anulación de la
esperanza.
Telémaco tiene conciencia de que él no es principio, pero sí esperanza
de principio. Así actúa. Le dice a Eumeo que vaya a comunicar su regreso
a su madre. «Marcha con la noticia y no andes con la noticia en busca de
Laertes. Ahora bien, dirás a mi madre que envíe a escondidas a la despen-
sera y pronto, pues ésta se lo puede comunicar al anciano» (Odisea, XVI,
150-152).
Una vez que Eumeo se dirige a la ciudad para cumplir el encargo,
se quedan solos Ulises y su hijo. En la puerta surge Atenea, que adopta la
forma de una hermosa mujer. Eumeo no la reconoce, Telémaco tampoco.
Sí, en cambio, los perros, que no aullaron. Como si Homero sugiriese que
tal vez los animales perciben a los dioses. Ulises también la reconoció, y, a
una señal de ella, sale de la cabaña. Palas le devuelve entonces su natural
aspecto, pero más agraciado. Le añade «gracia», algo que compete sola-
mente y propiamente a los dioses, y que frecuentemente se describe como
algo que plenifica a la naturaleza.
Habla la diosa con el héroe, y le ordena que se comunique con su hijo
Telémaco, que ahora es también el momento de la verdad.
– 125 –
Le dice así que preparen juntos el exterminio de los pretendientes,
pues también es el momento de la justicia. Y concluye explicando que
se aleja, pero que volverá, porque tiene deseos de luchar. Quiere unir
su fuerza a la verdad y a la justicia, pues siempre que ambas concurren
obtiene el consentimiento de Zeus su padre, y la lucha se lleva a cabo.
Palas cumple de esta forma otra vez la misión de conducir al hijo
hacia su padre, de reconciliarlos.
El héroe entra de nuevo en la cabaña, transformado en lo que es.
Telémaco piensa que es un dios, pero Ulises se manifiesta como su pa-
dre. Le dice «soy yo» O «yo soy», «soy tu padre», expresión muy propia
de un dios, y, en concreto, del Dios bíblico (cf. Éxodo, 2, 13). Expresión
propia también de un hombre, cuando el hombre se asemeja a un dios
máximamente, que es cuando la conciencia que tiene de sí mismo coin-
cide del todo con su realidad. Se produce así el reconocimiento entre el
padre y el hijo, que se abrazan llorando. Ulises se entrega confiadamen-
te por primera vez a «otro», y ocurre que no le reconoce. A pesar de eso
se entrega como algo suyo, «su padre».
Telémaco no le cree, porque nunca podrá un mortal «convertirse»
a su capricho.
– 126 –
senta como de él. Ulises saca al hijo de su estupefacción, de ese estar
fuera de sí. Si Telémaco no vuelve en sí, no puede reconocer al otro,
acogerle, pues si uno no está en sí no dispone de la propia intimidad, ni
para él ni para nadie.
Cuando alguien está alienado o cautivado por otro se siente mie-
do. Así sucede frecuentemente antes de un éxtasis. Pero la descripción
de Homero tiene más bien la estructura de una seducción que la de un
éxtasis. La seducción suele acontecer así: yo te declaro abiertamente
toda mi verdad (apariencia), deslumbrante e irresistible, para que tú
me entregues toda tu realidad.
Ulises, para sacar de ese estado a su hijo, apela a la intervención de
la diosa. La devastadora Atenea ha obrado ese prodigio, pues es fácil
a los dioses que habitan el ancho cielo glorificar a un hombre mortal
o convertirle en un miserable. De ahí los golpes de fortuna o las cura-
ciones y transformaciones personales.14 Finalmente Telémaco reconoce a su
padre. Como si el intermediario que une dos subjetividades humanas tuvie-
ra que ser una intervención divina. Como si se tratara de un reconocimiento
casi revelado, basado en la autoridad del que revela más que en la evidencia.
Telémaco se abraza a su padre llorando de alegría. Se trata de una
fusión intersubjetiva a través del dolor, el llanto y el gozo, más allá de las
palabras. En el llanto se manifiesta la impotencia de la persona para mante-
ner en orden y bajo control la unidad de su cuerpo y su alma, la integridad
psicosomática normal. La voluntad autoconsciente no la controla. Los dos
sistemas psicosomáticos se autonomizan con cierto grado de desorganiza-
ción. El caos de cada subjetividad es alojado plenamente por la otra, que es
la que lo causa y además lo alberga. Cada subjetividad provoca un caos en la
otra y le da plena acogida. Así parece ser el llanto de alegría que conmueve
a padre e hijo.
Telémaco es el que primero corta esta situación. Pregunta a su padre
cómo ha llegado y qué marinos le trajeron. Cuenta Ulises que fueron los fea-
cios, según su costumbre de repatriar a todos los hombres que llegan hasta
ellos, por lo que aparecen como los hombres que hacen el bien y la justicia
14. Cf. A. Ruiz de Elvira, Mitología clásica, Gredos, Madrid, 1988, cap. VII, «Meta-
morfosis», p. 444.
– 127 –
en tierra de nadie, en un espacio que no ocupan los estados ni los ordena-
mientos jurídicos.
Tras el reconocimiento Ulises y Telémaco planean la venganza: cuen-
tan los hombres y las fuerzas contra las que han de medirse. Los pretendien-
tes suman 108 hombres, y Telémaco teme que ellos dos solos no podrán
contra tantos.15 Pero Ulises sabe que tienen como aliados a la diosa Atenea,
la sabiduría práctica, y a Zeus, la omnipotencia, y eso es más que bastante.
– 128 –
pletamente en tus manos. No me quites el protagonismo de ser yo. Le
pide que no le quite la posición de ser Ulises rey. Pero Ulises no siente
que está vendido en su hijo porque «ser yo» es algo que sólo puede ha-
cerlo en otros, en algunos otros muy concretos, y en cada «otro» según
modalidades diferentes. Así es arquetípicamente la existencia humana,
coexistencia, convivencia.
Todo el mundo en Ítaca se entera del regreso de Telémaco cuando
ven las naves. Penélope ya ha sido informada por Eumeo. Los preten-
dientes saben que sus intentos de darle muerte han fracasado y pro-
yectan un nuevo atentado, aunque Anfínomo se opone al plan. «Me-
ditemos una triste muerte para Telémaco aquí mismo y que no se nos
escape, pues no creo que mientras él viva consigamos cumplir nuestro
propósito, que él es hábil en sus resoluciones y el pueblo no nos apoya
del todo.
«Vamos, antes de que reúna a los aqueos en asamblea..., pues no
creo que se desentienda, sino que, rebosante de cólera, se pondrá en
pie para decir a todo el mundo que le hemos trenzado la muerte y no le
hemos alcanzado. Y el pueblo no aprobará estas malas acciones cuando
le escuche» (Odisea, XVI, 371-380). Aparece de esta manera cierta bús-
queda del consenso, del sensus comunis, de legitimación pública, como
nuevo principio de formalización del ámbito social, tanto por parte de
los pretendientes como por parte de Telémaco.
Anfínomo se opone al plan haciendo la consideración de que es
terrible acabar el linaje de los reyes. Es terrible pues en la sociedad he-
roica un linaje de reyes es un linaje divino. Atentar contra la vida y el
linaje del rey es como el parricidio original.
– 129 –
Ser principio, que es lo propio de los reyes de la época heroica es
casi divino, porque eso mismo es lo que hacen los dioses: ser principio.
El monarca es el principio de una polis, y eso es lo que le da la máxima
autoridad y dignidad, cosas ambas que corresponden a los dioses. Eso
es la legitimidad de una monarquía, que tiene autoridad si quien la hizo
nacer y crecer mantiene esa sociedad.
Penélope se entera de la conspiración de Antinoo contra su hijo, y le
acusa de traición, recordándole que su linaje sobrevive gracias a Ulises.
– 130 –
CAPÍTULO V
1. Sobre la mujer como sí mismo del varón, cf. J. Choza, Antropología de la sexualidad,
Rialp, Madrid, 1991, cap. v. 3, «Sobre la asimetría de los sexos»; cf. G. Simmel, Sobre la
aventura, Península, Barcelona, 1988, pp. 56-108.
– 131 –
por el reconocimiento puede dar lugar a un acoger sin reconocer,
como al principio hace Penélope con Ulises. Puede dar lugar no a
un acoger, sino a un infamar, como hacen los pretendientes. En ter-
cer lugar, puede tener como resultado un acoger y reconocer, como
ocurre al final.
En el canto diecisiete se relata la llegada de Ulises a su casa y
el segundo reconocimiento, el de su perro Argo (el primer recono-
cimiento ha sido el de Telémaco en la cabaña). Hay, pues, un buen
recibimiento por parte de la naturaleza no humana. Es maltratado
por los extraños (por uno de los pretendientes). Es acogido, pero no
reconocido, por los propios (por Penélope).
En el canto dieciocho, Ulises es injuriado por los pretendientes
y por algunos de los criados de su casa, o sea, es despreciado por
propios y extraños, pero frente a eso, es más y mejor acogido por
los propios. A instancia de Telémaco, es protegido por Penélope
que le defiende y pone término a las vejaciones. Asimismo, Penélo-
pe decide acabar con el caos social en Ítaca y promete elegir esposo.
A lo largo del canto diecinueve se produce el reconocimiento
de Ulises por parte de los suyos. Es el tercer reconocimiento. Tiene
lugar el segundo encuentro de Ulises con Penélope, en el que Uli-
ses intenta insuflarle esperanza. Se da un acogimiento y confianza
recíproca entre los esposos. Euriclea, la nodriza, mientras le lava los
pies, le ve una cicatriz que le hizo un jabalí en una cacería siendo
muy joven. Después de pedirle que guarde silencio, Ulises se sienta
junto a Penélope. Ella le abre su corazón de manera que Ulises ve el
fondo. Penélope le confía al mendigo todos los dolores pasados, lo
que padece ahora y lo que teme; lo que va a hacer, cómo ha pensa-
do poner fin a todo mediante una competición para elegir marido,
y en qué va a consistir (la prueba del arco).
Por último, el canto veinte se inicia con varios presagios de
la venganza inminente. Hay desprecio de Ulises por parte de los
extraños y acogimiento y respeto por parte de los de la propia casa.
El cabrero Melantio quiere arrojar a Ulises del palacio, pero Filetio
el pastor se lo impide. Un augurio de Zeus es interpretado por los
pretendientes como poco favorable a su proyecto de acabar con Te-
– 132 –
lémaco, y deciden postergarlo. Siguen dedicados a los excesos de la
mesa y desprecian a Ulises mendigo.
– 133 –
Ordena a Eumeo que lleve a Ulises mendigo a la ciudad, si
él quiere, para que pueda seguir mendigando libremente si así lo
desea. Lo más libre que un mendigo puede llegar a ser es mendi-
gar donde quiera, o donde tenga muchas posibilidades de elegir.
Y eso coincide con lo que quiere Ulises. Telémaco llega a su casa.
La nodriza, Euriclea, y Penélope, le reciben llorando, y pronuncian
las mismas palabras que antes Eumeo: «Telémaco, mi dulce luz.»
Para Penélope su hijo es lo que le permite ver algo. No le besa en
los ojos como hizo el piariego, sino que le pregunta sobre lo que ha
averiguado de su padre. Telémaco es esperanza para Penélope, no
en el sentido de que el hijo sea la continuidad de la estirpe, sino en
el sentido de que puede traerle alguna noticia sobre Ulises, que es
lo que ella quiere.
Telémaco sabe que su padre está ya allí, que está en ese mo-
mento encaminándose al palacio, y por eso se muestra con una
fuerza que no ha tenido hasta ahora. Ahora sabe que no es ya un
niño, ya ha medido sus fuerzas, ha corrido aventuras, riesgo, ha
escapado de la muerte, y se ha reunido con su principio, con su
padre. Con esa fuerza se muestra a su madre y se dirige a ella. «No
te abandones más al llanto.» Le pide que se perfume, que se ponga
sus vestidos mejores y que ofrezca sacrificios a los dioses. Eso es ya
esperanza, es dar el primer motivo para la esperanza de vengarse,
para la esperanza de justicia, que es la belleza de su figura (Odisea,
XVII, 48-50). La belleza da fuerzas, y también la fuerza da belleza.
Telémaco transmite a su madre el informe de Menelao y He-
lena: a Ulises lo vieron padeciendo crueles males en la isla Ogigia,
donde Calipso le retenía por la fuerza. A Penélope «le saltó el cora-
zón en su pecho», y entonces, Teoclimeno, el adivino recogido por
Telémaco, hace su intervención: «Te aseguro que Ulises ya está en
el país de sus padres» (Odisea, XVII, 150).
Estas palabras hacen que la reina se conmueva aún más, como
si eso hubiese tensado la cuerda de su esperanza. Teoclimeno apa-
rece para ella como la figura del «precursor», el que anuncia el
máximo bien tanto tiempo esperado. Ella le promete que si es así
conocerá su amistad, que le hará tantos regalos que todos le llama-
rán dichoso, bienaventurado.
– 134 –
Mientras los pretendientes continúan dedicados al juego y a
los placeres de la mesa, Ulises es conducido a la ciudad por Eumeo.
Por el camino, al llegar a una fuente, se encuentran a Melantio, el
cabrero, que llevaba las mejores cabras para el banquete de los pre-
tendientes. Se fija en el mendigo y le insulta groseramente.
2. Cf. Adrados, Introducción a Homero, cit., «Las gentes que no cumplen con los de-
beres de hospitalidad son siempre o seres monstruosos como los cíclopes y el rey Equeto
del Epiro, o gentes soberbias a la manera de Antinoo», p. 386.
– 135 –
de ser un mendigo, un desarraigado, fuese ya malvado. La carencia
de hogar y de patria se hace coincidir con el mal.3
Melantio acaba con el peor de los desprecios, asegurando que
preferiría mendigar antes que trabajar. Melantio afirma que si Uli-
ses entra en el palacio, le herirán a golpes, y para corroborar sus
palabras le da un golpe. Golpear a alguien, además de ser una ac-
ción real, también tiene un valor simbólico que puede o no ser al-
canzado efectivamente, y que es destruir o pulverizar la persona y
la dignidad del otro.
Ulises contiene su ira, tal vez ayudado por la idea de la ven-
ganza que espera. Eumeo en cambio transforma la suya en plega-
ria, pidiendo justicia a los dioses.
– 136 –
como Ulises perdió en lejas tierras la luz del regreso!»
(Odisea, XVII, 247-253).
– 137 –
«Cosa extraña es, Eumeo, que yazga tal perro en estiércol:
tiene hermosa figura en verdad, aunque no se me alcanza
si con ella también fue ligero en correr o tan sólo
de esa clase de canes de mesa que tienen los hombres
y los príncipes cuidan, pues suelen servirles de ornato»
(Odisea, XVII, 306-310).
– 138 –
Telémaco honra al huésped como es debido, le ofrece una hogaza
de pan por medio de Eumeo y le ordena que pida a todos los preten-
dientes, pues la vergüenza no conviene al que mendiga. La vergüenza
es la representación del propio deshonor, y eso es lo que le corresponde
a un mendigo aceptar.4
Eumeo transmite el mensaje:
4. El deshonor no es una pasión éticamente neutra, sino buena, como una alerta roja
que se refiere a la propia dignidad, a la fama ante los demas y ante uno mismo. El honor
es aquello que hace que uno sea ceptado por uno mismo. El deshonor, lo contrario, lo que
hace que ni uno mismo se acepte. La verdad sobre uno mismo supone el estar reunido
con uno mismo. Cuando uno no es amable para sí mismo, debido a que se siente avergon-
zado, cuando una parte del sí mismo no puede aceptar a otra, entonces no hay unidad.
Esto sucede porque el yo se une consigo mismo en sus acciones, y se rompe también en
ellas, pero en las acciones en tanto que reconocidas por uno mismo y también por los
demás. Ser mendigo ante los demás es estar roto, y se trata de aceptar ante uno mismo
también esa apariencia que se tiene ante los demás.
– 139 –
Ulises pide ante cada uno de ellos, que le van haciendo preguntas
sobre quién es, de dónde viene, y cómo ha llegado. El cómo ha llegado
puede ser tomado desde dos puntos de vista: el de la procedencia, o
lugar geográfico, y también el cómo ha llegado a ser un sujeto men-
dicante, o sea desde el punto de vista biográfico. Hay por tanto cierta
apertura de los pretendientes hacia su pasado, hacia la subjetividad de
Ulises. Melantio, el cabrero, refiere que Eumeo le ha llevado hasta allí.
«Da tú, amigo, también; no te creo más vil que los otros,
antes bien el mejor, y aun pudiera igualársete a un rey.
Debes darme por eso más pan que ninguno y tu fama
tendría vo de llevar por la tierra sin fin, pues yo mismo
tuve casa en el mundo allá en tiempos»
(Odisea, XVII, 415-419).
– 140 –
mosura del que los tiene. Los pensamientos tienen su sede en el cora-
zón, y por eso produce como cierto escándalo que no se dé esa corres-
pondencia, pues tendría que haberla.
Todos los pretendientes ven en la actuación de Antinoo algo im-
procedente y todos se lo reprochan. Además consideran, cosa frecuente
en el mundo griego, que un vagabundo puede ser uno de los dioses
disfrazado. Quien más lamenta esta acción negativa hacia un huésped
vagabundo es Penélope. Se siente dolida porque un huésped haya
sido despreciado en su mansión. ¿Es por cortesía? En nuestra cultura
la cortesía no pertenece al ámbito ético ni al religioso. Si en nuestra
casa algún huésped sufre alguna humillación, también nos sentimos
dolidos, pero no por motivos religiosos, pues nuestras reglas de corte-
sía son autónomas. En el mundo griego no parece que fuera así.
Penélope, ofendida por lo que han hecho al mendigo, y como
queriendo desagraviar, pide a Eumeo que lo conduzcan hasta ella.
Quiere preguntarle sobre su marido. Y aparecen ahora por primera
vez en la Odisea los sentimientos de Penélope acerca de los preten-
dientes en general y de Antinoo en particular.
La reina continúa:
– 141 –
Telémaco y la misma Palas dudaban, no sabían lo que pasaba
dentro de ella. Ahora habla y dice lo que siente. Eumeo le hace un
elogio del mendigo hablándole como un poeta, como le habló a Ulises
en su cabaña cuando le preguntó su pasado.
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que he sabido de aquél, y aun sufrimos las mismas desgracias;
pero temo a la gran multitud de esos malos galanes
cuya furia ha llegado a la bóveda férrea del cielo»
(Odisea, XVII, 560-565).
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netrabilidad de la materia y el capricho de los señores. El fundamento
de que Iro mendigo ocupe un lugar que no puede ocupar otro mendigo
es quizá la voluntad común de los pretendientes de divertirse.
El héroe ha sido nuevamente insultado por Iro. Ahora no contiene
su ira, pues está ante otro de su misma condición, al menos en aparien-
cia. Iro le ha ultrajado. Su atrevimiento, su seguridad, está en que apa-
rentemente su fuerza física es mayor, pero no en la voluntad de ser sí
mismo por sí mismo, como un hombre libre. En cambio la voluntad de
Ulises es la de ser sí mismo como rey de Ítaca, la de recuperar lo suyo.
Esto da también fuerza, pero una fuerza diferente a la fortaleza física,
algo así como la fuerza de la legitimidad. Antinoo, que ha percibido la
situación, provoca la lucha.
– 144 –
Terminada la pelea, vuelve a vestirse de harapos y mansedumbre,
y va a ocupar nuevamente su rincón. Ahora los pretendientes le aco-
gen, reconocen que en otro tiempo sí «era alguien», y que «ha sufrido
males». Esto es ya uno de los momentos de la compasión, de la «sim-
patía», hacerse cargo de que «el otro» ha padecido y ha sufrido, ya
que nadie es mendigo por naturaleza.
Anfinomo, otro de los pretendientes se acerca con una cesta de
panes y una copa de oro, premios establecidos, y dice: «Sé feliz pa-
dre huésped de aquí en adelante/pues que tantas desdichas te cer-
can ahora.» Ulises se lo agradece en una digresión filosófica sobre la
contingencia de la fortuna y la primacía de la piedad.
– 145 –
«[...] Riendo
sin saber bien por qué, fue la reina a decirle a su ama:
“un capricho me viene, ¡oh Eurínoma!, nunca probado
de mostrarme a esos hombres por más que los odio; a mi hijo
un consejo también he de dar que será de provecho:
no andar más en unión de esos fatuos galanes que siempre
dicen buenas palabras y están meditando maldades”»
(Odisea, XVII, 162-168).
Hasta este momento Palas no se ha ocupado mucho de Penélope,
pero ahora lo hace. Decide incrementar su belleza «para que los cora-
zones de los pretendientes se transportaran», y «para que fuera más
honrada que nunca por su esposo y por su hijo».
Ésos son ciertamente los efectos de la belleza: transportar los co-
razones y atraer más honra de propios y extraños. También ésta es la
primera manifestación de la verdad de Penélope, y nuevamente la ma-
nifestación está mediada por los dioses.
Las sirvientas le insisten para que se bañe y se perfume, para que
se embellezca, antes de dirigirse a la sala, pues siempre anda con las
mejillas ajadas por el llanto. Ella no quiere. Esa apariencia no corres-
ponde a su realidad y tal vez considera que acicalarse sería mentir. Lo
que quiere es llorar, expresar la tristeza que siente desde que Ulises se
marchó, que fue cuando los dioses le arrebataron su esplendor.
– 146 –
comprenden o ponen, y, por eso, como si fuera resultado de una acción
de ellos.
Atenea le infunde sueño, para favorecerla con inmortales dones,
y un esplendor mayor del que tenía. La gracia que Palas regala es más
de lo que la naturaleza es. Hace más radiante la belleza femenina, como
antes había hecho con la masculina de Ulises. «Hizo que pareciera más
alta, más majestuosa, y la volvió más blanca que el marfil recién labra-
do» (Odisea, XVI, 195-196). Al despertarse, manifiesta su deseo de morir
tan dulcemente como se ha dormido,
– 147 –
«por su encanto vencidos, sentían temblar las rodillas,
y anhelaba entre sí cada cual reposar junto a ella»
(Odisea, XVII, 212-213).
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hiciera mayor. Está dispuesta ahora a hacerlo, y elegirá a uno, aunque
odia las bodas y a los pretendientes, porque no hay entre ellos nobleza ni
virtud, no merecen ser amados y no se les puede amar.6
No llevan además ninguna ofrenda y sólo rapiñan, no regalan sino
que roban, y a pesar de eso esperan ser correspondidos con amor. Pe-
nélope habla con astucia y con seguridad. Ulises, que la ha oído, se rego-
cija de que hable así, sabe que tiene esperanza (quiere hablar con él para
recibir noticias de su esposo), y que tiene astucia, pues hablando de ese
modo puede conseguir regalos de los pretendientes. A continuación se
vuelve a sus estancias seguida de las esclavas. Los pretendientes le en-
vían joyas, y ella se encierra mientras ellos siguen en su banquete.
Ulises es injuriado por una esclava, la amante de Eurímaco, y la
amenaza.
6. Lo bello y lo bueno son dos gemelos, que el lenguaje corriente de los griegos
funden en unidad. Cf. W. Jaeger, Paideia, los ideales de la cultura griega, cit., p. 1759. Jaeger
hace referencia a Platón, Symposium, 211 b,e, y República, 589 a.
– 149 –
«No ultrajéis más al huésped, no sufra más daño ninguno
de los hombres que sirven en casa de Ulises divino,
mas haced que el copero nos vierta licor en las copas
y después de libar id a casa a dormir y dejemos
a ese huésped aquí en las estancias del prócer Ulises;
que Telémaco cuide de él: a su hogar ha venido»
(Odisea, XVIII, 416-420).
– 150 –
de la diosa es luz. Terminada la operación el padre manda al hijo a
dormir.
– 151 –
mo homérico. Merece gloria, en segundo lugar, si manda sobre gue-
rreros valerosos y administra justicia bien. La tercera causa de que la
merezca es que la tierra produzca frutos. Todo esto que expone Ulises
es lo que, durante siglos, será para los griegos el objetivo de la política:
la felicidad para los habitantes de la polis.
Después de comparar la gloria de Penélope con la de un gran rey,
pide a la reina que retire las preguntas formuladas sobre su persona.
Ulises pide a Penélope que retire las preguntas que se refieren di-
rectamente a su persona. Tal vez porque no quiere mentirle a su mujer,
tal vez por astucia, tal vez por las dos cosas. Ni quiere dejar al descu-
bierto prematuramente su identidad ni quiere llorar en sitio ajeno. Y la
reina retira la pregunta.
Pero en este momento, cuando el extranjero todavía no quiere de-
cir quién es, Penélope en cambio sí quiere abrirse ya, y brota su historia
completa y verdadera. Su belleza y fama de ahora no son nada en com-
paración con lo que fueron. No tiene conciencia de que Atenea se las
ha devuelto acrecentadas, pero sí repite que la vuelta de Ulises tendría
ese efecto.
– 152 –
Le invade la nostalgia. Tiene el corazón irremediablemente atrapado
en los sucesos de hace veinte años, anclado en el pasado, y no puede
ver hacia adelante, mirar hacia posibilidades nuevas que le abran vida
y futuro. Inventa engaños para remitir el futuro más allá, para estirar
el pasado hasta ahora y seguir viviendo en él. Así tramó la estratagema
del sudario para Laertes, y con eso logró engañar a los pretendientes
durante algunos años, tejiendo de día y destejiendo de noche.
Hacer sudarios y amortajar cadáveres, despedir a los hombres
cuando salen de esta vida, al igual que acogerlos cuando llegan, es algo
propio de las mujeres, y en eso a ellas se les respeta siempre el deseo
de cumplir con sus deberes, tratar con los misterios vedados a los hom-
bres. Pero la estratagema llega a su final cuando las sirvientas la descu-
bren y la delatan. A partir de ese momento no pudo evitar el proyecto
de las bodas. Ya no es capaz de inventar nuevos engaños y se queda sin
recursos. Tampoco puede extirpar el pasado y evitar el presente, y de
ahí la angustia. Está sitiada. Sus padres le insisten en que se case, su hijo
que ya es un hombre y puede gobernar la casa no soporta su indecisión.
– 153 –
Troya. «Así dijo ensamblando plausibles mentiras» (Odisea, XIX, 203),
mientras Penélope llora, y él logra mantener reservada su compasión.
– 154 –
Prosigue el mendigo su relato mezclando la verdad con la ficción.
El rey de los trespotes le enseñó los tesoros de Ulises (verdad), y fue a
consultar a los dioses si el héroe debía entrar en Ítaca pública o encu-
biertamente (verdad). Ulises regresará en los próximos días (verdad).
– 155 –
«¡Ea! Levántate y ven para acá, mi discreta Euriclea,
a lavar a un varón de la edad de tu dueño; y sin duda
que así son a esta hora los pies y las manos de Ulises,
pues desgracia y pesar envejecen bien pronto a los hom bres»
(Odisea, XIX, 357-360).
– 156 –
“Cierto tú eres Ulises, mi niño querido, y no supe
conocerte yo misma hasta haberte palpado las carnes”»
(Odisea, XIX, 467-475).
– 157 –
hacia su marido. También el rey, antes de partir, le aconsejó que se
casase cuando Telémaco fuese mayor si él no volvía.
Ha tenido un sueño: veinte gansos devorados por un águila,
que le habla con voz humana y le dice que es su esposo. El mendigo
afirma que es un presagio de su regreso, pero ella recela, pues no
todos los sueños se cumplen, y tiene miedo de hacerse ilusiones,
aunque tampoco puede evitarlas. Es la alternancia entre la esperan-
za y la desesperación.
Finalmente, le confía al mendigo que ha pensado hacer la prue-
ba del arco. Aquel de entre los pretendientes que logre tensarlo, lo
que sólo Ulises hacía, la conseguirá como esposa. El mendigo le ani-
ma a hacerlo.
– 158 –
y la divinidad. Ajustar las cuentas con Dios y recibir el premio o el
castigo correspondiente no solamente es el último punto en muchas
culturas; es también el último momento arquetípico de la existencia
humana.
Ulises está dispuesto a dormir en su rincón, pero no puede, se
lo impiden los planes de venganza, «y las mujeres, que desde mucho
tiempo se entregaban a los pretendientes, salían del palacio rien-
do...». Por eso «su corazón aullaba contra estos ultrajes, mas, gol-
peándose el torso, le reprimía con estas palabras:
Hay una diferencia entre el vínculo que tiene Ulises con sus
compañeros, y el que le liga a sus sirvientas, y una diferencia tal que
cuando el cíclope devora a sus compañeros, le inflige una afrenta
mayor que ahora los pretendientes cuando «devoran» a sus sirvien-
tas. Continúa sin dormir, pensando cómo podrá acabar con los pre-
tendientes él solo hasta que Palas, en forma de mujer, le reprocha su
preocupación.
«Ya has llegado», le dice Atenea, pero Ulises sabe que todavía no
ha llegado, que tiene que hacer justicia él solo, y no sabe si podrá o
morirá en el intento. Tal vez con Atenea lo consiga y le pide la ayuda
y una señal del triunfo cierto. Duda de la diosa, y ella se lo reprocha,
pero lo comprende.
– 159 –
«¡Siempre igual! Cualquier hombre confíase a un amigo aunque sea
peor que él y mortal y mezquino de mente; yo, en cambio,
diosa soy que siempre te sigo velando a tu lado
en trabajos y afanes y habré de decir sin rebozo:
bien pudiera cercar a los dos medio ciento de escuadras
de mortales ansiando matarnos en lid, que tú habrías
de volverte arreando sus bueyes y recias ovejas.
Mas que el sueño te calme: penoso es pasar una noche
toda entera en cuidados. [...]»
(Odisea, XX, 45-52).
– 160 –
tras hacerme por tierra y por mar padecer tantos males,
dé señal una voz de los hombres que van despertando
en la casa y tú dame también otro signo allá fuera»
(Odisea, XX, 98-101).
– 161 –
aún quedarse así, impotente. Tal vez debiera huir, y acogerse al amparo
de algún otro rey valeroso.
En esta oscilación, en la duda entre el exilio voluntario y el padeci-
miento voluntario, surge con su brillo la soberanía de la conciencia in-
dividual. Filetio ha pensado espontánea y voluntariamente en el exilio,
considerada como la peor de todas las penas en la cultura clásica, junto
con la de dejar insepultos a los muertos. Ambas tienen, por lo demás,
el mismo sentido, el obligar a una vida fuera de la comunidad, lo cual
dudosamente podría considerarse vida.9
Filetio prefiere el exilio a vivir en una sociedad injusta. Por eso
aparece como la primera expresión de la supremacía de la conciencia
individual sobre una situación social dada. Ulises expresa su simpatía
al mayoral de los pastores.
– 162 –
Mientras hace los preparativos del banquete, Telémaco acomoda
al extranjero entre los hombres y pide a los galanes que se abstengan
de injuriarle.
– 163 –
– 164 –
CAPÍTULO VI
– 165 –
acuestan y se relatan sus desventuras. A la mañana siguiente, Atenea
despierta a Ulises para que vaya a reunirse con su padre fuera de la
ciudad.
Por último, en el canto veinticuatro, llegan al Hades las almas de
los pretendientes guiadas por Hermes. Agamenón les sale al paso y les
pregunta cómo han muerto tal cantidad de jóvenes al mismo tiempo, y
Anfimedonte, antiguo huésped, se lo relata, ante lo cual alaba la fideli-
dad de Penélope en oposición a Clitemnestra. Ulises se dirige a la finca
de su padre y se da a conocer. Cuando Laertes pide una señal, el hijo le
relata varios sucesos de su infancia, y al fin se abrazan.
Por su parte, los familiares de los pretendientes marchan contra
Ulises para tomar venganza, y Atenea pide a Zeus que ponga orden y
concordia entre los dos bandos, a lo cual el omnipotente accede.
– 166 –
a ése habré de seguir alejándome de esta morada
de mi esposo, tan bella y tan rica de todos los bienes,
de la cual, bien seguro, tendré que acordarme hasta en sueños»
(Odisea, XXI, 67-79).
– 167 –
rando, y, una vez que todo está dispuesto, se preparan los competido-
res. Telémaco se lamenta de que su madre esté conforme con seguir al
ganador, alaba los méritos de la mujer por la que se lucha, y pide que
le dejen participar a él el primero de todos, de manera que si resulta
vencedor, Penélope permanecerá con él.
– 168 –
El siguiente a quien toca el turno es Leodes. Lo intenta y después
de fracasar igual que Telémaco, vuelve a su sitio asegurando que nin-
guno va a poder lograrlo.
– 169 –
Así, pues, os diré la verdad como habrá de cumplirse:
si algún dios por mi medio da muerte a los nobles galanes,
buscaré esposa a ambos, tendréis hatos propios y casa
muy cercana a la mía; seréis para mí en adelante
como amigos y hermanos del mismo Telémaco. Ahora
voy a daros la prueba palpable de aquello que os digo»
(Odisea, XXI, 207-217).
– 170 –
derrota o cada fracaso modifican lo que uno es en cierta manera, y lo
mismo ocurre con el triunfo, ninguno permanece el mismo después de
ellos, y tiene que intentar, en público, una nueva comprensión de sí
mismo, que ha de ser corroborada por los demás.
Antinoo, a la vista del fracaso de todos los anteriores, propone di-
latar la prueba para el día siguiente. Tal vez por cobardía, tal vez sim-
plemente por dar tiempo al tiempo. Continúan comiendo y bebiendo, y
una vez que todos están hartos, Ulises, en un acto provocativo, insolen-
te, impropio de un mendigo, propone intentarlo él.
– 171 –
bien te gano. ¡Ojalá de ese modo ganara en la fuerza
de los brazos a tantos galanes que llenan mis salas!
Si así fuera, bien pronto que a alguno forzara a marcharse
de mi hogar, pues me están entre ellos tramando desgracias»
(Odisea, XXI, 369-375).
– 172 –
ban las armas. No están, pero hasta ese instante en que las necesitan,
no han caído en la cuenta.
Para el héroe ha llegado el momento de la verdad, de decir
quién es, y también la hora de la justicia.
– 173 –
intentan conseguir también armas, y la ayuda de Melantio, que conoce
bien la casa y les trae armas de la sala del tesoro.
Las piernas de Ulises tiemblan cuando advierte que los preten-
dientes aún con vida están armados y se lo dice a Telémaco. El joven,
que sospecha lo sucedido, descubre en ese momento al cabrero que
completa su tarea. Ulises ordena a Eumeo que lo siga y lo atraviese.
– 174 –
tagonizan juntamente la diosa y el hombre. La misma acción tiene dos
actores, y cada uno de ellos la ve y la entiende de modo diverso.
Los guerreros que quedan en la sala lanzan sus picas por si alcan-
zan el blanco, pero Atenea las desvía de su objetivo. Ulises y Telémaco,
ayudados por Eumeo y Filetio, responden al ataque y consiguen termi-
nar con sus contrincantes. Leodes, un superviviente, se acerca hasta las
rodillas de Ulises, y se acoge a él como suplicante, pero el héroe no le
perdona.
– 175 –
indulto, sale de donde está escondido. Ulises sonríe e indulta a ambos.
Se ha consumado ya la venganza. Ninguno de los pretendientes queda
con vida. Se ha hecho justicia.
Deben hacerse ahora los ritos de la purificación: el héroe manda a
Telémaco a por Euriclea, que mantenía encerradas en las salas de arriba
a todas las sirvientas, cosa que el joven cumple.
– 176 –
Telémaco apunta que las muchachas no merecen morir honrosa-
mente, por la espada, sino en la horca.
«¡Ay, buen ama! Los dioses, se ve, te han dejado sin juicio,
altos dioses que suelen hacer del más cuerdo un gran loco
y al mayor insensato meter en cordura: son ellos
los que te han trastornado, que bien asentada eras antes.
¿A qué viene el burlar a quien ya lleva en sí tantas penas?
¿Por decirme estas cosas me sacas del plácido sueño
que cerrando piadoso mis ojos me había subyugado?
Porque nunca he dormido tan bien desde el tiempo en que Ulises
– 177 –
se partió a la maldita Ilión que aun de nombre aborrezco.
Anda, pues, vete al punto allá abajo y estáte en la sala,
que si alguna otra sierva de casa me hubiera anunciado
estas cosas que tú me anunciastes robándome el sueño,
poco hubiese tardado en salir despedida en mi enojo
fuera de estos palacios. A ti la vejez te disculpa»
(Odisea, XXIII, 11-24).
– 178 –
mas vayamos con todo a mi hijo, vea yo con mis ojos
esos hombres que han muerto y a aquel que ha acabado con ellos»
(Odisea, XXIII, 81-84).
– 179 –
ni por un buen experto a no ser que algún dios en persona
con su solo querer trasladáralo a algún otro sitio.
Ningún hombre viviente y mortal ni en su edad más lozana
removido lo hubiera: tenía la labor de aquel lecho
su secreto y su marca y lo hice yo mismo y no otro”»
(Odisea, XXI, 183-189).
– 180 –
(Odisea, XXIII, 263-272).
– 181 –
diante el reconocimiento de los demás, y especialmente de Penélope:
sólo en ella se reúne Ulises consigo mismo porque sólo en ella alcanza
verdaderamente su identidad.
No se trata de que Ulises, el hombre (varón) sepa en todo momento
quién es él. Puede olvidarse de su casa y de los suyos por ingerir la «flor
del olvido», puede concentrarse en la satisfacción de las necesidades
inmediatas y ser convertido en cerdo, y puede ser seducido por el canto
de las sirenas y quedar destruido por aquello que le fascina. Se trata de
que, aunque mantenga su memoria de sí, su principio de identidad, ya
sea de modo continuo ya de modo intermitente, eso que ha hecho, que
ha vivido y que sabe de sí, ha de ser acogido, reconocido por la persona
o personas para quienes en último término ha sido hecho, es decir, por
la persona o personas a las que, ya desde el principio, pertenecía de un
modo muy particular la propia vida, a saber, la mujer y los hijos.
El único ámbito adecuado para la existencia de un ser personal es
la intimidad de otro ser personal, pero el único modo de entrar en ella
es el reconocimiento (que ha de ser siempre recíproco). No se trata de
que el hombre no pueda vivir solo en los términos en que Aristóteles lo
decía.3 Se trata de que no puede ser constituida una subjetividad como
una sola persona. Y por eso es por lo que el hombre no puede vivir solo.
Si él es el único que sabe de sí, no puede tener ninguna certeza de que
lo que sabe es real.4
Lo que Ulises sabe de sí no le pertenece a él solo porque él mismo
no se pertenece en exclusiva a sí mismo y tampoco se quiere en exclu-
siva para sí mismo. Por eso lo que él ha vivido es preciso que sea re-
validado por Penélope mediante el reconocimiento. Ulises sólo puede
existir como rey de Ítaca y destructor de Troya, y esposo de Penélope, si
le reconoce como tal la reina. Si no, podría vivir en Ítaca, pero no como
rey; podría vivir como un don nadie, es decir, completamente alienado.
3. «El que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia,
no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios», Aristóteles, Política, I, 2; 1235 a
27-29.
4. Para la crítica del conocimiento privado, del lenguaje privado y, en general, del
solipsismo, cf. E. Tugendhat, Autoconciencia y autodeterminación, F.C.E., México, 1993,
caps. 1 a 3.
– 182 –
Todo varón puede vivir como «rey» de su casa si le reconoce como
tal su «reina»; de otro modo puede vivir como un extraño, como un
huésped, etc., o, si insiste en sus pretensiones, puede ser destruido sim-
plemente, que fue la suerte de Agamenón. Agamenón era el vencedor
de Troya y el esposo de Clitemnestra, pero como Clitemnestra no le
reconoció cuando llegó a su casa, a partir de su llegada no fue nadie.
Ése fue el homicidio que perpetró la esposa.
Penélope, por el contrario, reconoció a Ulises, y con ello le salvó la
vida, pero de ese modo se salvó también a sí misma, pues su existencia
era inicialmente tan indeterminada y tan pobre como la de Ulises, y
también tenía que ser desplegada mediante su salir de sí. Pero el salir
de sí de Penélope es diferente del de Ulises, porque ella sale de sí no
abandonando su casa, sino quedándose en ella. Es el punto que perma-
nece constante, al menos espacialmente, y que por eso sirve de referen-
cia a Ulises: solamente se puede volver a lo que está, a lo que queda, a
lo que no desaparece.
Penélope sale de sí quedándose en su casa, y desarrollando en ella
unas actividades técnicas artesanales, económicas (en el sentido griego
de «economía doméstica»), educativas y políticas (gobierno domésti-
co), y defendiéndose del asedio de los pretendientes, que insisten para
que ella acceda a ser, con uno de ellos, el principio formalizador de
un nuevo ámbito sociofamiliar. Y en el desempeño de estas tareas se
ponen de manifiesto sus cualidades psicológicas, sus principios éticos
y sus creencias religiosas. Las actividades que desempeña Penélope no
son las mismas que las de Ulises. Las cualidades psicológicas que pone
de manifiesto y que constituyen su identidad, que la hacen ser la mujer
que es, son también diferentes. Y los principios éticos y las creencias
religiosas, aunque en parte sean las mismas que las de Ulises, pues per-
tenecen a su mismo universo ético-religioso, son vividas por ella según
su peculiar carácter y situación.
Los dos habían partido juntos desde cero, desde su nada biográfica
o desde su pobreza existencial, para constituir un ámbito sociofamiliar
en el que poder vivir ellos y en el que dar vida a otras personas. Es la
unidad de ambos lo que constituye el principio formalizador, la forma,
que da el ser a la nueva realidad sociofamiliar. Pero Ulises se ausenta
y Penélope sola no tiene suficiente eficiencia formalizadora. La casa, el
– 183 –
reino, se desformaliza, lo que significa que pierde su forma y que entra
en una deriva caótica.
El sufrimiento de la esposa proviene de que el esposo se ha au-
sentado y de que, por lo tanto, no es capaz de dominar el caos. Y la
duda que le asalta, después de mucho tiempo así, es la de si debe cons-
tituir con otro hombre otro nuevo principio formalizador que dé lu-
gar a otra nueva realidad sociofamiliar viable, estable. Empezar otra
vez, en otra parte, con otra persona, y renunciar al proyecto anterior,
o esperar y mantenerse en el empeño por consumar lo que empezaron
en la plenitud que le es propia. Por supuesto, Penélope podía haber
hecho lo primero, lo cual hubiera significado la cancelación definitiva
de la identidad de Ulises, cuyo fin hubiera sido entonces asimilable al
de Agamenón. Ulises no hubiera tenido dónde volver ni por quién ser
reconocido; no hubiera podido continuar siendo Ulises, se habría alie-
nado; hubiera tenido que aprender a ser otro, si es que podía. Pero es
que Penélope tampoco hubiera salvado la integridad, la identidad de
su vida. Ella no podía dejar de ser lo que ya había sido; le había pertene-
cido y le seguía perteneciendo la vida de Ulises y la de Telémaco. Podía
abandonar todo eso, pero la vida de ella que se había invertido en eso
seguiría invertida ahí. Para Penélope, empezarse ella sola en un nuevo
comienzo significaba una amputación de su vida, pero mantenerse en
la espera podía significar la inversión en baldío de cuanto le quedaba
de existencia.
Penélope opta por esperar a Ulises sin ninguna garantía de que
fuera a regresar. Invierte arriesgando toda su existencia a la inutilidad.
Y gracias a eso Ulises logra reunirse del todo consigo mismo y ella tam-
bién.
Ulises obtiene el reconocimiento por parte de Penélope, pero ello
les supone un gran esfuerzo a los dos. Ulises se ha realizado a sí mis-
mo ausente de Penélope, y vuelve a ella rico, cargado de botín, pero
con la condición de un mendigo. Y efectivamente, mendiga ante ella
el reconocimiento. A lo largo de su existencia no ha dudado nunca de
su realidad regia, pero al llegar ante Penélope disfrazado de mendigo
experimenta que realmente es un mendigo: que si ella no le reconoce
y no le acoge en su casa no tiene dónde depositar su botín, la riqueza
existencial que ha acumulado, lo que él ha llegado a ser y es.
– 184 –
Ulises sospecha que el reconocimiento y la acogida pueden ser
problemáticos. Él no tiene problema para reconocer a Penélope, porque
ella, la casa, es lo estable, lo permanente. Y ella tampoco tiene proble-
mas de autorreconocimiento: porque los familiares, los criados y los
pretendientes siempre la han reconocido como la reina, como el lugar
del comienzo y el eje de la preservación del ámbito sociofamiliar, y por-
que ella siempre les ha reconocido a todos como dependientes de su
función y de su entidad de reina. Por supuesto, durante los años de
ausencia de Ulises, Penélope ha cambiado, pero ella no ha cambiado
ausentándose de la familia, sino permaneciendo junto a ella. Por eso, el
único que no sabe cuánto ha cambiado y cómo es ahora es Ulises, que
sí se ausentó de ese ámbito de intimidades y se ha realizado fuera de él.
A Penélope los años de soledad y de incertidumbre sobre la vuelta
de Ulises, los años de esfuerzo por mantener una fidelidad que carece-
ría de sentido si el regreso no se produjera, los años de sufrimiento por
haberse ausentado el esposo amado, la han hecho desconfiada, recelosa
y en cierto modo dura respecto del objeto mismo de su esperanza. No
cree que sea realmente Ulises el que ha vuelto y ella tiene delante. Pero
es que esa desconfianza y dureza ha sido la única garantía de la fide-
lidad efectiva: aceptar como rey a un hombre que no fuera trealmente
Ulises hubiera significado la cancelación de su fidelidad. Penélope tie-
ne que probar al mendigo que le suplica; el reconocimiento no puede
ser gratuito.
El procedimiento que Ulises tiene para obtener el reconocimiento
es reproducir ante ella, verbalmente, todo lo que él ha hecho y ha vi-
vido ausente de ella, de forma que, en cierto modo, ella pueda vivirlo
también y por lo tanto incorporarlo a su vida. Pero no basta con eso. Lo
que ha vivido ausente de ella hay que conectarlo, con una continuidad
inequívoca, con lo que vivió estando y siendo junto a ella, cuando eran
los dos una sola carne, e incluso con lo que él vivió antes de unirse a
ella.
El episodio de la descripción del lecho nupcial constituye la prue-
ba de que, realmente, este hombre que mendiga el reconocimiento de
su esposa es el que fue con ella una sola carne. Ulises logra que se le
atribuya a él en exclusiva y en concreto un acto que, en abstracto, es
completamente general; y lo que le permite lograrlo es lo que hace po-
– 185 –
sible la unidad y la continuidad de la intimidad suya y la de Penélope
en referencia a la exterioridad, a saber, la memoria.
Por otra parte, el episodio de la cicatriz dejada por la herida que
un jabalí le causó durante su infancia constituye la prueba que permite
conectar, en continuidad inequívoca, lo que realmente es ahora el varón
mendigo con lo que fue cuando empezó su casa y con lo que fue antes
de empezarla. Al hombre se le reconoce y se le identifica por donde se
ha roto, especialmente si la fractura fue presenciada. Para esto están los
símbolos, y especialmente el antropou symbolon.
A Penélope le cuesta reconocer a Ulises porque la fractura produ-
cida en la unidad de ambos, al arrancarse, al ausentarse Ulises de ella,
no tiene los mismos bordes: el tiempo los modifica. Ulises ha crecido
mucho (se ha enriquecido existencialmente), y no puede depositar su
intimidad, ahora agrandada, en la intimidad inicial de Penélope porque
no cabe. Pero la intimidad de Penélope se ha dilatado también; el tiem-
po y los sufrimientos le han desgastado los bordes y le han producido
nuevas honduras. Por eso a Ulises le resulta extraña la dureza de ella (le
cuesta trabajo reconocerla), pero precisamente por eso ella puede ahora
acogerlo a él, reconocerlo. Ella también se ha enriquecido existencial-
mente. Cada uno tiene ahora suficiente experiencia de la soledad, del
sufrimiento, y es capaz de comprender el sufrimiento ajeno. Es decir,
ahora, y sólo ahora, es cuando realmente pueden hacerse compañía y
comunicarse, si cada uno transfiere al otro verbalmente su vida, por-
que ahora es cuando hay mucho que transferir y mucho que comuni-
car: dos enriquecimientos existenciales que se hacen recíprocos.
Penélope reconoce a Ulises y con ello salva su intimidad, su vida
y su cuerpo de la dispersión. Pero de ese modo se salva también a sí
misma, su intimidad, su vida y su cuerpo, de una inversión en nada,
de una referencia a un final que no acontece.
Carece de sentido cuestionar si resulta más arduo obtener el reco-
nocimiento mendigándolo u otorgarlo a quien lo mendiga, porque hay
demasiada heterogeneidad entre los dos polos de la relación (la asi-
metría resulta ahora muy patente). Lo que resulta claro es que no hay
riqueza actual en quien lo pretende hasta que lo ha obtenido, ni la hay
en quien lo otorga hasta que efectivamente lo hace: o se enriquecen en
la unidad de los dos o no se enriquece ninguno.
– 186 –
Si los mitos tienen un valor permanente por encima de todo tiem-
po y lugar, podría ser que las figuras de Ulises y Penélope expresaran
en términos de arquetipos la especificidad de lo masculino y lo feme-
nino en su condición de unidad matrimonial.
Platón, al final de la República, refiere por boca de Er, hijo de Ar-
menio, cómo las almas de los hombres y los héroes muertos, después
de juzgadas, eligen para reencarnarse el cuerpo y la vida de un hom-
bre o de un animal, en consonancia con el tipo de vida que han llevado
en su anterior encarnación. Así, Orfeo elige la vida de un cisne, Ayax
Telamonio la de un león, y Agamenón la de un águila. «Y ocurrió que,
última de todas por la suerte, iba a hacer su elección el alma de Uli-
ses y, dando de lado a su ambición con el recuerdo de sus anteriores
fatigas, buscaba, dando vueltas durante largo rato, la vida de un hom-
bre común y desocupado, y por fin la halló echada en cierto lugar y
olvidada por los otros, y una vez que la vio, dijo que lo mismo habría
hecho de haber salido (su alma) la primera (en el sorteo), y la escogió
con gozo.»5
Ulises elige para sí la vida de un hombre porque él es el hombre
y lo que quiere es ser precisamente un hombre. Por eso ya en vida re-
chazó la propuesta de la ninfa Calipso de hacerlo inmortal si se casaba
con ella: él era un mortal, casado con una mortal, y con quien tenía
que volver para ser siempre sí mismo era con Penélope. Pero ¿es que
acaso la vida que Ulises elige, la de un «hombre común y desocupado»
es diferente de la que antes había llevado? Por muy común que sea un
hombre, y precisamente por serlo, si es hombre, varón, desarrolla su
vida en actividades más o menos bélicas (la lucha por la vida, por ga-
narse el pan con el sudor de su frente), técnicas (laborales de cualquier
tipo) y políticas (de relaciones sociales), y eso tensado por el impulso
y el asedio erótico. Y en el ejercicio de esas actividades se ponen de
manifiesto y se configuran sus cualidades psicológicas, sus principios
éticos y sus creencias religiosas.
En una biografía así no falta la experiencia de la soledad y del su-
frimiento, y, en concreto, la experiencia de ausentarse de la intimidad
– 187 –
de la esposa, de salir de casa, de su pobreza existencial, de la pobreza
existencial de ambos. Pero también ésa es la experiencia de la esposa
más común, de Penélope: la de que el varón se ha ausentado de ella,
de su intimidad, y de que la ha dejado sola. Y tampoco falta en la bio-
grafía de un varón común, ni en la de una mujer común, la experiencia
de la lucha por el reconocimiento, ni la experiencia del gozo si el reco-
nocimiento llega a alcanzarse.
Se trata del proceso de individuación del hombre, de cada hom-
bre y de cada mujer, a través de unas experiencias comunes y origina-
rias, arquetípicas. Un proceso por el cual su energía vital pasa desde el
plano físico al plano psíquico, al de la conciencia y la responsabilidad
moral, a lo largo de su historia, de su biografía, y al término de la cual,
si es vivida de un modo sano, correcto, lo que hay es una madurez en
la armonía. Armonía del varón con la mujer, del hombre con la natura-
leza, de las aspiraciones heroicas con la existencia ordinaria y común.
Armonía que es reconciliación de lo ideal con lo que fácticamente hay,
que es la realidad de lo que ha realizado bien.
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deshonrosa y vil la de Agamenón, quien describe los honores que se le
tributaron al primero, propios de un inmortal:
– 189 –
pues corriendo la sala abatían movidos de furia
a los hombres a diestra y siniestra. Se alzaba un gemido
pavoroso al herir de cabezas y el suelo humeaba
todo en sangre. Tal fue, Agamenón, nuestro fin: olvidados
los cadáveres yacen aún en las salas de Ulises»
(Odisea, XXIV, 178-187).
– 190 –
huésped a un hombre de ese país, de noble linaje, que se decía hijo
de Laertes, y se intercambiaron los dones de la hospitalidad. Laertes
da rienda suelta a su llanto y le asegura que está en la tierra de la que
habla, donde mandan ahora hombres insolentes e injustos, mientras
que la persona que busca, su hijo, no vive. A continuación quiere
saber Laertes quién es él, de dónde viene, quiénes sus padres, y el
lugar donde ha dejado su nave.
El recién llegado contesta con una mentira, y después le dice
que a Ulises lo hospedó hacía cinco años. A partir de ese momento,
ninguno puede ya contenerse más: el anciano rompe a llorar amar-
gamente, y Ulises saltando hacia él lo abraza a la vez que le dice:
«Padre mío, heme aquí, soy tu hijo, aquel hijo que buscas,
que tras una veintena de años regreso a la patria;
mas retén ya tus llantos y corta tu flébil gemido
pues te habré de decir —darnos prisa debemos por ello—
que maté a todos esos donceles allá en nuestra casa
castigando su acerba insolencia y sus hechos infames»
(Odisea, XXIV, 321-326).
– 191 –
Al salir él del baño, suspenso mirábale el hijo;
parecíale en su aspecto algún dios inmortal...»
(Odisea, XXIV, 365-371).
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de sus hijos y hermanos; que vuelvan a amarse entre ellos
como antaño se amaban y abunden de paz y riquezas»
(Odisea, XXIV, 477-486).
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