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Hojitas de Fe 451 A4 Color

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Dios es quien justifica 7.

Los Sacramentos

Entresacado del libro LA SANTA MISA,


de autor anónimo (siglo XIX),
INSTRUCCIONES PRELIMINARES, capítulo 2
(los títulos son nuestros)

El primer lazo que todo ser tiene con Dios es el que lo vincula al Creador co-
mo obra suya. Los animales, los astros, el cielo y la tierra, están unidos a Dios de
esta manera, y publican necesariamente su sabiduría, su bondad y su poder.
Y el segundo lazo que vincula libremente, no ya toda creatura, sino el corazón
del hombre con Dios, es la religión; pues el hombre tiene, más allá de las demás
creaturas, un corazón libre que ofrecer a Dios por medio de la oblación volunta-
ria de sus pensamientos y de su voluntad.
Estos sentimientos de fe y de obediencia, de adoración y de amor, de agrade-
cimiento por los beneficios recibidos y de arrepentimiento por el pecado, que se
elevan libremente del corazón del hombre, constituyen la religión en sí misma;
y la expresión de todos estos sentimientos forma el culto, ya que, así como toda
criatura inteligente ha de tener estos sentimientos de religión para con su Dios,
Padre y Señor, también ha de expresarlos en el culto divino a través de los me-
dios a su alcance.

1º El sacrificio como principal expresión


de la religión que se debe a Dios.
La expresión religiosa se manifiesta especialmente por el sacrificio, que ha de
ser esencialmente interior, porque Dios es espíritu y quiere ser adorado en espí-
ritu, de suerte que el corazón se ofrezca y se inmole a un mismo tiempo, siendo a
la vez el sacerdote y la víctima.
Pero el sacrificio debe ser también exterior, porque componiéndose el hombre
de un cuerpo y de un alma, debe rendirle igualmente homenaje con este cuerpo
que ha recibido de manos de su Creador, y dar pruebas evidentes de sus disposi-
ciones interiores hacia la Divina Majestad.
Hojitas de Fe nº 451 –2– LOS SACRAMENTOS

Por una parte, el sacrificio exterior del cuerpo, o de los bienes que ha puesto
la providencia a nuestra disposición, no es más que un signo sensible de la obla-
ción íntima de nosotros mismos, y sería un sacrificio vacío e inútil sin los senti-
mientos del alma, que le son tan esenciales; pero, por otra parte, atendida la íntima
unión del alma y el cuerpo, es imposible que el espíritu se impregne de adoración,
y el corazón de agradecimiento, sin que el cuerpo experimente cierto anonada-
miento ante Dios, y sin que ofrezca alguna señal visible de su gratitud y depen-
dencia. Esta es la razón por la que, en el estado de sociedad, jamás ha existido la
religión sin este sacrificio interior y exterior unidos en una misma acción pú-
blica, porque su objeto es reunir a los hombres en los testimonios que rinden a
Dios de su servidumbre y de su amor en nombre de la sociedad.

2º Noción y tipos de sacrificio.


Considerado, pues, el sacrificio en su sentido estricto, puede definirse como
la oblación exterior de una cosa sensible, hecha a Dios solo, por un ministro le-
gítimo, con destrucción, consumación o cambio de la misma, en reconocimiento
de su soberano dominio, y por los demás fines del sacrificio. Es decir, que un mi-
nistro legítimo, autorizado por el pueblo para con Dios y por Dios para con los
hombres, y que sirve de intermediario, hace a Dios, a quien se debe la adoración
de toda dependencia, la oblación, o el acto de renuncia al dominio o goce de tal o
cual cosa creada para nuestro uso, con destrucción, consumación o cambio de la
materia ofrecida, como la inmolación de un animal, la efusión de un licor, la eva-
poración de un perfume, para reconocer, atestiguar y publicar, por medio de esta
renuncia exterior, el dominio soberano de Dios, a quien pertenece la propiedad
real. Por esta destrucción o este cambio de la víctima reconocemos el derecho de
vida y muerte que tiene el Señor sobre nosotros, la muerte que hemos merecido
por el pecado, y la obligación de inmolarnos y dedicarnos enteramente a su amor
y a su servicio.
Este homenaje de perfecta dependencia es el fin primero de toda oblación,
que bajo este aspecto se llama sacrificio de adoración o de latría. Pero el sacrifi-
cio se ofrece también por otros fines secundarios y de gran utilidad: para dar gra-
cias a Dios por sus beneficios, para pedir el perdón de nuestras culpas, o para im-
plorar las gracias que necesitamos; y, bajo estos aspectos diversos, el sacrificio
puede ser eucarístico o de acción de gracias, propiciatorio e impetratorio.
Esta es la noción estricta y precisa del sacrificio; pero también suele darse este
nombre, en sentido amplio y por extensión, a las oraciones, a las limosnas, a la
obediencia, a las buenas obras, al dolor de corazón por los pecados, porque en
cierto sentido hacemos una oblación a Dios mediante todos estos actos de reli-
gión, y tal es el sentido en que hay que entender estas expresiones de la Escritura:
«Sacrificad al Señor un sacrificio de justicia» (Sal. 4 6); «inmolad a Dios un sacrificio
de alabanza y rendidle vuestros votos» (Sal. 49 14); «un corazón quebrantado por el
arrepentimiento es el sacrificio que agrada a Dios y que nunca desecha» (Sal. 50 19);
LOS SACRAMENTOS –3– Hojitas de Fe nº 451
«es un sacrificio saludable observar los mandamientos y apartarse de todo pecado»
(Eclo. 35 2); «la obediencia es mejor que las víctimas de los insensatos» (Ecli. 4 17);
«no olvidéis la limosna y la beneficencia, porque Dios se aplaca con estas hostias»
(Heb. 13 16).

3º Fines del sacrificio


en el hombre inocente y en el hombre pecador.
El deber religioso del hombre, al salir de las manos del Creador, consistía en
rendirle un triple tributo:
1º Ante todo, el tributo de adoración como al Ser soberano, y en cuanto fuera
posible, un tributo de adoración eterna e infinita, como al Ser infinito y eterno.
2º Luego, el tributo de acción de gracias como a su Creador y Autor absoluto
de todos sus bienes; pues para que Dios se los conserve y aumente cada día con
nuevos beneficios, su vida debe ser una perpetua acción de gracias.
3º Finalmente, el tributo de súplica, implorando sus gracias y auxilios con
oración humilde, ferviente y perseverante.
Tales eran los ejercicios ordinarios del hombre en el estado de inocencia, y si
nuestro primer padre hubiese conservado para sí y sus descendientes la justicia
original, «los hombres –dice San Agustín–, que habrían estado sin mancha de
pecado, se habrían ofrecido a Dios como víctimas sin tacha» (CIUDAD DE DIOS,
lib. I. c. 26); esto es, el corazón del hombre hubiese sido el templo, el altar, la
víctima y el sacerdote de un sacrificio agradable al Señor.
Pero desde que el pecado nos despojó de los privilegios que Dios había otor-
gado al hombre, hubo que añadir a estas grandes obligaciones religiosas la de
aplacar la justicia divina irritada por nuestro orgullo y nuestra ingratitud, la de
conocer nuestra miseria más profundamente, y la continua dependencia de los
socorros del cielo en todas nuestras necesidades morales y temporales.
Así pues, después de la caída del hombre, los fines del sacrificio han pasado
a ser cuatro: la adoración, la acción de gracias, la remisión de las ofensas y la
oración que solicita la bendición de Dios.
En este estado de degradación y de miseria ya no podía el corazón humano
servir de altar y de víctima; incapaz de reparar el pecado a pesar de su penitencia,
había que pedir a la naturaleza un templo, o fundarlo, cuando hubiese orden para
ello; una piedra fría y sin adornos era menos indigna que este corazón de sostener
la hostia de propiciación; los débiles elementos de una vida material, la sangre
de animales salvajes, debían reemplazar exteriormente en el sacrificio a los pen-
samientos y afectos del hombre culpable, y sacar su valor y mérito de la gran
Víctima del mundo a quien representaban, y de la fe de los sacrificadores elevada
hasta la esperanza del Cordero de Dios. Holocausto transitorio de hostias inefi-
caces por sí mismas, recuerdo perpetuo de la impotencia y de la nulidad de los
hombres, «impuesto –dice San Pablo– hasta el tiempo fijado para el gran resta-
blecimiento» (Heb. 9 10), y abolido en la plenitud de los siglos, cuando apareció
Hojitas de Fe nº 451 –4– LOS SACRAMENTOS

Jesucristo ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio, dando al hombre el derecho de


unirse a Dios, no solamente con un corazón puro como en el día de la inocencia,
sino con un corazón redimido que presenta a todo un Dios como víctima de ado-
ración, de expiación y de acción de gracias.

4º Los sacrificios entre los Patriarcas.


Como consecuencia de esta degradación del hombre, que no podía ofrecer su
corazón en el altar sino uniéndolo a símbolos toscos e impotentes, hasta que vi-
niese el Cordero de Dios, «inmolado –en promesa y en figura– desde el origen
del mundo» (Apoc. 13 8), Abel ofrece lo más selecto de su ganado, Caín los frutos
de la tierra que cultiva; Noé, al salir del arca, aves y animales; Melquisedec, sa-
cerdote y rey de justicia y de paz, sacrifica al Señor pan y vino en el altar del Dios
de los combates, para distribuirlo a los soldados victoriosos; Abraham y los pa-
triarcas inmolan, allí donde Dios se les manifiesta, hostias solemnes en nombre
de las familias y de las tribus; y para mostrar de una vez hasta dónde va el derecho
de Dios en los sacrificios que exige de sus criaturas, y hasta dónde debía llegar un
día la misericordia divina, el Señor manda al padre de los creyentes inmolar a su
único hijo, bien que se contente con la obediencia del santo patriarca y acepte la
inmolación de un carnero en lugar de Isaac.

5º Los sacrificios entre los paganos.


Las generaciones que olvidaron el conocimiento de Dios, de su fe y de su cul-
to, para prostituir sus corazones a la idolatría, conservaron siempre y por todas
partes como un dogma primitivo la ofrenda de los sacrificios a la divinidad. Si los
hijos de los hombres pudieron engañarse sobre la unidad y la naturaleza de Dios,
no se engañaron sobre este punto de la religión; y si sus falsas divinidades exigían
víctimas con orgullo y profusión, era –dice San Agustín– porque el demonio sa-
bía que se debían ofrecer al verdadero Dios; y si las inmolaciones de los gentiles
fueron ridículas y bárbaras, fue porque era necesario acomodarlas a las extrava-
gancias y a los desórdenes de la teogonía pagana.
En la religión verdadera el sacrificio del hombre físico, tan frecuentemente re-
clamado por el paganismo, hubiera sido una consecuencia rigurosa de los dere-
chos de un Dios ofendido, cuya justicia no podía aplacarse ni siquiera por este
medio; y la idolatría, que había perdido la fe y la esperanza de su Redentor, tenía
razón en entender así los derechos del Ser supremo; pero en virtud de la muerte
del Hombre-Dios, «Cordero inmolado –como canta la Iglesia– para rescatar a
las ovejas», se contenta Dios con la inmolación del hombre moral y de sus pa-
siones, y la acepta misericordiosamente cuando va unida al sacrificio del Dios
encarnado.1
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