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008 El Depósito de La Fe

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El depósito de la Fe

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El error nunca se presenta en toda su desnuda crudeza, a fin de que no se le descubra. Antes bien
se viste elegantemente, para que los incautos crean que es más verdadero que la verdad misma.

Ireneo de Lión
Las muchas gentes que se convertían al cristianismo no venían a él carentes de todo
trasfondo. Al contrario, cada cual traía a él sus propias experiencias y sus propios conocimientos.
Esta variedad de trasfondos fue de gran valor para la iglesia, y en todo caso era señal de la
universalidad del evangelio. Pero, por otra parte, esta situación se prestaba para que algunos
comenzaran a ofrecer sus propias interpretaciones de la fe cristiana, y para que algunas de esas
interpretaciones fueran tales que amenazaran con tergiversar radicalmente esa fe. Este peligro era
tanto mayor por cuanto, según hemos dicho anteriormente, el espíritu de la época era
radicalmente sincretista. Lo que muchas gentes buscaban no era una doctrina única, sino un
sistema que de algún modo combinara todas las doctrinas, tomando un poco de cada una. Lo que
estaba en juego, por tanto, no era sencillamente tal o cual elemento del cristianismo, sino más
bien la cuestión fundamental de si la nueva fe tenía o no un mensaje único, y en qué sentido ese
mensaje era único.

El gnosticismo
De todas las diversas interpretaciones del cristianismo que aparecieron en el siglo
segundo, ninguna fue tan peligrosa, ni estuvo tan a punto de triunfar, como el gnosticismo. El
gnosticismo no fue un grupo u organización compacta que surgió frente a la iglesia, sino que fue
más bien todo un movimiento que existió tanto dentro del cristianismo como fuera de él, y que
dentro del cristianismo trataba de reinterpretar la fe en términos que resultaban inaceptables para
los demás cristianos. Como movimiento, el gnosticismo fue siempre amorfo, y por tanto resulta
imposible señalar hacia un jefe. Basilides, Valentín y otros fueron maestros gnósticos, cada cual
con sus doctrinas y sus discípulos. Pero el sincretismo del gnosticismo era tal que sus doctrinas y
escuelas se confundían, y en el día de hoy le resulta difícil al historiador distinguir entre ellas.
El término “gnosticismo” viene de la palabra griega “gnosis”, que quiere decir
“conocimiento”. Según los gnósticos, su doctrina era un conocimiento especial, reservado para
quienes poseían verdadero entendimiento. Además, parte de esa doctrina consistía en la clave
secreta mediante la cual se logra la salvación.
La salvación era la preocupación principal de los gnósticos. Sobre la base de muchas
doctrinas que circulaban en esa época, los gnósticos creían que todo lo que fuese materia era
necesariamente malo. El ser humano, según ellos, es un espíritu eterno que de algún modo ha
quedado encarcelado en este cuerpo. Puesto que el cuerpo es cárcel del espíritu, y puesto que nos
oculta nuestra verdadera naturaleza, el cuerpo es malo. El propósito último del gnóstico es
entonces escapar de este cuerpo y de este mundo material en el que estamos exiliados.
La imagen del exilio es fundamental para el gnosticismo. Este mundo no es nuestro
verdadero hogar. Aun más, este mundo, al igual que el cuerpo, es material, y no es sino una
cárcel para el espíritu y un obstáculo para la salvación.
¿Cómo explicar entonces el origen del mundo y del cuerpo? Los gnósticos afirman que
originalmente toda la realidad era espiritual. El ser supremo no tenía intención alguna de crear un
mundo material, sino sólo un mundo espiritual. Con ese propósito fueron creados varios seres
espirituales. Cada maestro gnóstico ofrecía una lista distinta de tales seres, y algunos llegaban
hasta 365 seres distintos. En todo caso, uno de estos seres espirituales, distante del ser supremo,
fue el causante de este mundo. Según algunos gnósticos, lo que sucedió fue que Sofía —o
Sabiduría, que así se llamaba aquel ser espiritual— quiso producir algo por sí sola, y el resultado
fue un “aborto”. Eso es nuestro mundo: un aborto del espíritu, y no una creación de Dios.
Pero —continúan los gnósticos — puesto que este mundo había sido creado por un ser
espiritual, siempre quedaron en él algunas “chispas” o “porciones” del espíritu. Esos elementos
espirituales son los que están encerrados dentro de los cuerpos humanos, y que es necesario
liberar.
A fin de lograr esa liberación, es necesario que venga un mensajero del reino espiritual.
La función de ese mensajero consiste ante todo en despertarnos de nuestro “sueño”. Nuestros
espíritus están “dormidos” dentro de nuestros cuerpos, dejándose llevar por los impulsos y las
pasiones del cuerpo, y es necesario que alguien venga desde fuera para despertarnos y
recordarnos quiénes somos, incitándonos así a luchar contra nuestro encarcelamiento. Además,
ese mensajero ha de darnos la información —gnosis— necesaria para nuestra liberación.
Necesitamos esa información, porque por encima de la tierra en que vivimos se encuentran las
esferas celestiales.
Cada una de ellas está gobernada por un poder maligno, cuya función consiste en
mantenernos prisioneros. Para llegar al reino puramente espiritual, tenemos que atravesar todas
esas esferas. Y el único modo de hacerlo es poseyendo el conocimiento secreto que ha de
abrirnos las puertas a cada paso, algo así como un santo y seña sin el cual el camino nos será
vedado. El mensajero celestial ha sido enviado entonces para comunicarnos ese conocimiento
secreto, sin el cual no hay salvación.
En el gnosticismo cristiano —también había gnósticos fuera del cristianismo— ese
mensajero es Cristo. Según los gnósticos cristianos, lo que Cristo ha hecho es venir a la tierra
para recordarnos nuestro origen celestial y para darnos el conocimiento secreto sin el cual no
podremos regresar a las moradas espirituales.
Puesto que Cristo es un mensajero celestial, y puesto que el cuerpo y la materia son
malos, la mayoría de los gnósticos cristianos pensaba que Cristo no podía haber tenido un cuerpo
como el nuestro. Algunos decían que su cuerpo era pura apariencia, una especie de fantasma que
parecía ser cuerpo físico por medios milagrosos. Otros decían que Jesús sí tenía cuerpo, pero que
ese cuerpo estaba hecho de una “materia espiritual” distinta de nuestros cuerpos. La mayoría
negaba el nacimiento de Jesús, pues tal nacimiento le habría colocado bajo el poder de este
mundo material. Todas estas doctrinas acerca del Salvador reciben el nombre de “docetismo”—
de una palabra griega que quiere decir “aparecer”—, pues lo que estas doctrinas implicaban, de
un modo u otro, era que el cuerpo de Jesús era una apariencia. Según los gnósticos, no todos los
seres humanos tienen espíritu. Algunos no son sino seres carnales que por tanto están
irremisiblemente condenados a la destrucción cuando este mundo físico sea destruido. En cuanto
a los espíritus encarcelados dentro de los “espirituales”, a la larga han de salvarse, porque su
naturaleza es espiritual y necesariamente han de volver al reino del espíritu.
En el entretanto, ¿cómo hemos de vivir aquí en esta vida? Ante esta pregunta, los
gnósticos respondían de dos modos distintos. La mayoría decía que, puesto que el cuerpo es la
cárcel del espíritu, lo que hay que hacer es castigar el cuerpo, para debilitar su poder sobre el
espíritu, y para que sus pasiones no nos arrastren. Otros en cambio sostenían que, puesto que el
espíritu es por naturaleza bueno, y nada puede destruirle, lo que debemos hacer es dar rienda
suelta al cuerpo y a sus pasiones. En consecuencia, mientras algunos gnósticos abogaban por un
ascetismo extremo, otros practicaban el libertinaje.
Durante todo el siglo segundo, el gnosticismo fue una amenaza seria para el cristianismo.
Los principales dirigentes de la iglesia se le opusieron tenazmente, porque veían en él una
negación de varias de las principales doctrinas cristianas: la creación, la encarnación, la
resurrección, etc. Más adelante veremos cómo la iglesia respondió ante esta amenaza. Pero antes
debemos prestar nuestra atención a otro maestro cuyas enseñanzas, parecidas al gnosticismo,
constituyeron también una amenaza para el “depósito de la fe”.

Marción
Marción era hijo del obispo de Sinope, en la región del Ponto. Allí había conocido la fe
cristiana. Pero al mismo tiempo Marción parece haber sentido dos fuertes antipatías: contra este
mundo material, y contra el judaísmo. Por lo tanto, su doctrina combina estos dos elementos.
Hacia el año 144, Marción fue a Roma, donde logró varios seguidores. Pero a la larga el resto de
los cristianos decidió que sus enseñanzas contradecían la fe, y Marción creó su propia iglesia,
que perduró por varios siglos.
Como ya hemos dicho, Marción pensaba que este mundo era malo, y que por tanto su
creador debía ser un dios, si no malo, al menos ignorante. En lugar de inventar toda una serie de
seres espirituales, al estilo de los gnósticos, lo que Marción propuso era mucho más sencillo.
Según él, el Dios del Nuevo Testamento y Padre de Jesucristo no es el mismo Jehová del
Antiguo Testamento. Hay un Dios supremo, que es el Padre de Jesucristo, y un ser inferior, que
es Jehová. Fue Jehová quien hizo este mundo. El propósito del Padre no era que hubiera un
mundo como éste, con todas sus imperfecciones, sino que hubiera un mundo puramente
espiritual. Pero Jehová, o bien por ignorancia o bien por maldad, hizo este mundo, y en él colocó
a la humanidad.
Esto quiere decir que el Antiguo Testamento es palabra de dios, pero no del Dios
supremo, sino de ese ser inferior llamado Jehová. Jehová es un dios celoso y arbitrario, que
escoge a un pueblo por encima de los demás, y que está constantemente llevando la cuenta de
quién le desobedece para tomar venganza. En una palabra, Jehová es un dios de justicia.
Frente a Jehová, y muy por encima de él —según Marción— está el Padre de los
cristianos. Este no es un Dios vengativo, sino que es todo amor. Este Dios no requiere cosa
alguna de nosotros, sino que nos lo da todo —inclusive la salvación—gratuitamente. Este Dios
no establece leyes, sino que nos invita a amarle. Este Dios, en fin, se ha compadecido de
nosotros, criaturas de Jehová, y ha enviado a su Hijo a salvarnos. Jesús no nació de María, puesto
que tal cosa le habría hecho súbdito de Jehová, sino que apareció repentinamente, como un
hombre maduro, en época del emperador Tiberio. Naturalmente, al final no habrá juicio alguno,
puesto que el Dios supremo es un ser absolutamente amoroso, que nos perdonará sin más.
Todo esto quería decir que Marción tenía que deshacerse del , que hasta entonces había
sido la parte principal de las escrituras cristianas. Si el Antiguo TestamentoAntiguo Testamento
era palabra de un ser inferior, no podía leerse en la iglesia, ni podía tampoco ser la base de la
enseñanza cristiana. Por tanto, Marción compiló una lista de libros que deberían ser, según él, las
escrituras cristianas. Estos libros eran el Evangelio de Lucas y las Epístolas de Pablo, puesto que
Marción pensaba que Pablo era el único entre los apóstoles que había comprendido
verdaderamente el mensaje de Jesús. Los demás eran demasiado judíos para entenderlo. ¿Qué
decir entonces de todas las citas del Antiguo Testamento que aparecen en Lucas y en las
epístolas paulinas? Naturalmente, tales citas no podían ser genuinas, y por tanto Marción llegó a
la conclusión de que habían sido incluidas en el texto sagrado por judaizantes que trataban de
adulterar el mensaje de Pablo y de Lucas.
Al igual que el gnosticismo —y quizás más— Marción y sus doctrinas representaron una
seria amenaza para el cristianismo del siglo segundo. También él negaba la creación, la
encarnación y la resurrección final. Pero aún más, Marción llegó a organizar su propia iglesia,
con sus obispos rivales de los de la otra iglesia, y por tanto sus enseñanzas tendían a perpetuarse.
Y la propaganda marcionita dentro del resto de la iglesia era impresionante, sobre todo porque
sus doctrinas parecían tan sencillas y lógicas.

La respuesta de la iglesia: el canon


Antes de Marción, no existía una lista de libros del Nuevo Testamento. Para los
cristianos, las “Escrituras” eran los libros sagrados de los judíos, por lo general en la versión
griega llamada “Septuaginta”. Además, se acostumbraba leer en las iglesias, alguno de los
Evangelios y cartas de los apóstoles, particularmente de Pablo. A nadie parece habérsele
ocurrido hacer una lista de los libros cristianos que deberían formar el “Nuevo Testamento”. En
consecuencia, en unas iglesias se leía un Evangelio y en otras otro. Y lo mismo sucedía con otros
libros. Pero ahora, ante el reto de Marción, la iglesia se vio obligada a compilar una lista o grupo
de libros sagrados. Tal lista no se hizo de modo formal —no hubo una reunión o concilio para
determinarla—sino que poco a poco se fue formando un consenso dentro de la iglesia. Algunos
libros que habían sido usados por algunas iglesias locales cayeron en desuso y no se incluyeron
en el Nuevo Testamento. Otros pronto lograron acogida general. Otros, en fin, fueron discutidos
por algún tiempo antes de ser generalmente aceptados.
Acerca del Antiguo Testamento, todos, excepto los gnósticos y los marcionitas,
concordaban en que debía formar parte de las Escrituras. Naturalmente, los cristianos estaban
conscientes de las dificultades señaladas por Marción. Pero no estaban dispuestos, por el solo
hecho de tales dificultades, a deshacerse de la relación histórica entre la iglesia e Israel. La fe
cristiana no era algo nuevo en el sentido de que Dios no hubiera estado preparando el camino
para su advenimiento. El Antiguo Testamento daba testimonio de esa preparación. El Dios que se
había revelado en él era el mismo Dios, a la vez amante y justo, que Jesucristo nos había
revelado. La fe cristiana era la consumación de la esperanza de Israel, y no una repentina
aparición del cielo.
En cuanto a lo que hoy llamamos el Nuevo Testamento, los libros que primero
encontraron acogida general fueron los Evangelios. Resulta interesante para nosotros hoy notar
que aquellos cristianos decidieron incluir en el Nuevo Testamento más de un Evangelio.
En fechas posteriores, algunos han tratado de ridiculizar el cristianismo señalando que
hay muchos detalles acerca de los cuales los Evangelios no concuerdan. Pero aquellos cristianos
del siglo segundo, que decidieron incluir todos estos evangelios en el canon o lista de libros
sagrados, no eran tontos. Ellos estaban conscientes de que los diversos Evangelios eran distintos.
Si no lo hubieran sabido, no habrían tenido razón alguna para incluir más de uno. Taciano, el
mismo a quien hemos citado en el capítulo anterior, compuso una compilación de los cuatro
Evangelios, pero su obra sólo halló acogida en la iglesia de Siria, donde fue utilizada por algún
tiempo. ¿Por qué entonces se incluyeron estos cuatro libros, cuando las diferencias entre ellos
podían prestarse a críticas y controversias?
La respuesta es que la iglesia estaba enfrentándose al reto de los gnósticos y de Marción.
Los gnósticos decían que el mensajero divino había dejado sus enseñanzas secretas en manos de
algún discípulo preferido, y así circulaban supuestos evangelios que pretendían contener esos
secretos. Uno de ellos, por ejemplo, es el Evangelio de Santo Tomás. Cada grupo gnóstico decía
tener su propio evangelio, y una tradición secreta que les unía con el Salvador. Frente a tales
pretensiones, la iglesia optó por mostrar que sus doctrinas tenían el apoyo, no de un evangelio
supuestamente escrito por tal o cual apóstol, sino de varios Evangelios. El hecho mismo de que
todos estos Evangelios diferían entre sí, pero al mismo tiempo concordaban en los elementos
fundamentales de la fe, era prueba de que las doctrinas de la iglesia no eran invención reciente,
sino que reflejaban las enseñanzas originales de Jesucristo. De igual modo, mientras Marción
pretendía que el Evangelio original era el de Lucas, al cual había que restarle cualquier influencia
judía, la iglesia respondía señalando hacia cuatro Evangelios, escritos cada uno desde un punto
de vista particular, pero opuestos todos a las enseñanzas de Marción. Frente a las tradiciones
secretas y las interpretaciones particulares de los diversos herejes, la iglesia apeló a la tradición
abierta, de todos, conocida, y a la multiplicidad del testimonio de los cuatro Evangelios.
Junto a los Evangelios, el libro de Hechos y las epístolas paulinas lograron aceptación
general desde fecha muy temprana. Otros libros, tales como el Apocalipsis, la Tercera Epístola
de Juan, y la Epístola de Judas, tardaron más tiempo en ser universalmente aceptados. Pero ya a
fines del siglo segundo la mayor parte del Nuevo Testamento había venido a formar parte de las
Escrituras de todas las iglesias cristianas: los cuatro Evangelios, Hechos y las epístolas paulinas.
La respuesta de la iglesia: el Credo
Otro de los modos en que la iglesia respondió al reto de los gnósticos y de Marción fue la
formulación de lo que nosotros hoy llamamos el “Credo de los Apóstoles”. Aunque más tarde
aparecieron leyendas y tradiciones en el sentido de que este credo había sido compuesto por los
apóstoles al comenzar la misión a los gentiles, el hecho es que los orígenes del Credo no se
remontan más allá de mediados del siglo segundo. Fue probablemente en Roma que primero
apareció la fórmula que, tras alguna elaboración, vino a ser nuestro Credo. En esa época se le
llamaba “símbolo de la fe”. La palabra “símbolo” no tenía entonces el sentido que tiene para
nosotros, sino que se refería más bien a un medio de reconocimiento. Por ejemplo, si dos
generales iban a separarse, tomaban una pieza de barro, la quebraban, y cada uno de ellos llevaba
consigo un pedazo. Si mas tarde uno de los generales quería enviarle un mensaje a su colega, le
daba su pedazo de barro al mensajero, que entonces podía identificarse porque su pedazo de
barro encajaba perfectamente con el que tenía el otro general. A tales medios de reconocimiento
se daba el nombre de “símbolos”. Luego, el “símbolo de la fe” era un medio para reconocer a
aquellos cristianos que sostenían la verdadera fe, en medio de todo el maremagno de doctrinas
que pretendían ser verdaderas.
Uno de los principales usos del “símbolo” era en el bautismo, cuando se le hacían al
candidato tres preguntas, en las que encontramos, en forma interrogatoria, palabras que nos
recuerdan nuestro Credo de hoy:
¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Cristo Jesús, el Hijo de Dios, que nació
del Espíritu Santo y de María la virgen, que fue crucificado bajo Poncio Pilato, y murió, y se
levantó de nuevo al tercer día, vivo de entre los muertos, y ascendió al cielo, y se sentó a la
diestra del Padre, y vendrá a juzgar a los vivos y los muertos? ¿Crees en el Espíritu Santo, la
santa iglesia, y la resurrección de la carne?
Al leer estas palabras, dos cosas resultan claras. La primera es que el texto que estamos
leyendo constituye el núcleo de lo que nosotros llamamos “Credo de los Apóstoles”. Tras
añadirle algunas otras frases, aquel antiguo “símbolo de la fe” vino a ser nuestro Credo. La otra
cosa que resulta clara es que este credo ha sido formado sobre la base de la fórmula trinitaria que
se empleaba en el bautismo. Puesto que el candidato era bautizado “en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo”, se procedía ahora, para probar su ortodoxia, a hacerle una serie de
preguntas acerca de su fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Pero si estudiamos más detenidamente el contenido de este credo nos percataremos de
que sus palabras llevan el propósito de rechazar las doctrinas de los gnósticos y, sobre todo, de
Marción. En primer lugar, el Padre recibe el título de “todopoderoso”. En el original griego esto
quiere decir mucho más que “omnipotente”. El término griego que aquí se emplea es
“pantokrator”, es decir, soberano o gobernador de todas las cosas. No hay realidad alguna que
quede fuera del alcance del poder de este Padre. No se trata, como pretenden Marción y los
gnósticos, de que haya dos realidades, una espiritual que sirve a Dios, y otra material que se le
opone. Este mundo, con toda su materialidad, es parte de la creación que Dios gobierna. Y lo
mismo ha de decirse acerca de nuestros cuerpos.
Si bien sobre el Padre sólo se dice que es “todopoderoso”, acerca del Hijo se dice mucho
más. Esto se debe a que era precisamente en su cristología que los gnósticos y Marción
contrastaban más radicalmente con la doctrina de la iglesia. Lo primero que el antiguo símbolo
de la fe nos dice acerca de Cristo Jesús es que es “Hijo de Dios”. Otras versiones antiguas dicen
“su Hijo”, como nuestro Credo actual. En todo caso, lo que se está subrayando aquí es que
Jesucristo es hijo, no de otro Dios, sino del mismo Padre todopoderoso a que se refiere la
primera cláusula. El nacimiento de “María la virgen” no está allí para subrayar el nacimiento
virginal —aunque, naturalmente, tal nacimiento se incluye— sino más bien para asegurar el
hecho de que Jesús nació, y no descendió del cielo ni apareció repentinamente como un hombre
ya maduro, según pretendían varios de los herejes.
De igual modo, la referencia a Poncio Pilato no tiene el propósito de culpar al procurador
romano por la crucifixión, sino más bien de darle una fecha concreta a lo que se está diciendo.
Para algunos de los gnósticos, Jesús no era un ser histórico, sino un mito o alegoría universal.
Por esa razón el Credo le pone fecha a la crucifixión: “bajo Poncio Pilato,’. De igual modo, para
refutar el docetismo de los herejes, el Credo subraya que Jesús” fue crucificado [... ] y murió, y
se levantó de nuevo al tercer día, vivo de entre los muertos, y ascendió al cielo, y se sentó a la
diestra del Padre". Por último, refiriéndose todavía a Jesucristo, el Credo afirma que “vendrá a
juzgar”. Aquí tenemos otra afirmación antimarcionita, puesto que Marción decía que el Dios y
Padre de Jesucristo era un ser totalmente amoroso, que no juzgaba ni condenaba.
En la cláusula referente al Espíritu Santo, aparecen dos frases, ambas dirigidas contra los
herejes. La primera es “la santa iglesia”. Como veremos en la próxima sección de este capítulo,
la amenaza de las herejías llevó a la iglesia a subrayar su autoridad cada vez más. La iglesia era
la que había recibido “el depósito de la fe”. La segunda frase es “la resurrección de la carne”.
Según hemos dicho más arriba, muchos de los herejes pretendían que el cuerpo y todas las cosas
físicas eran malas. Frente a tales opiniones, el antiguo credo romano —y también el nuestro—
afirma que la esperanza cristiana no consiste en una vida puramente espiritual, sino que incluye
la resurrección del cuerpo.
En resumen, el origen de nuestro Credo se halla en las luchas contra las herejías que
tuvieron lugar a mediados del siglo segundo. Naturalmente, el antiguo “símbolo de la fe” que
hemos citado más arriba no es exactamente igual a nuestro Credo de los Apóstoles, pues a través
de los siglos fueron añadiéndosele otras frases, hasta llegar a tener su forma presente. Pero la
discusión del desarrollo posterior del Credo nos llevaría fuera de los límites cronológicos del
presente capítulo.

La respuesta de la iglesia: La sucesión apostólica


En última instancia, sin embargo, el debate con los herejes se centraba en la cuestión de la
autoridad de la iglesia. Esto no se debía sencillamente a que fuera necesario que alguien
decidiera quién tenía razón, sino que se debía más bien al carácter mismo de lo que se debatía.
Los herejes decían que las verdaderas enseñanzas de Jesús habían sido pasadas a través de algún
apóstol, y que ellos eran los verdaderos depositarios de esas enseñanzas.
En el caso de los gnósticos, se trataba de una supuesta tradición secreta. Según ellos,
Jesús le había enseñado “la verdadera gnosis” a tal o cual apóstol, y éste a su vez se la había
hecho llegar a los gnósticos.
En el caso de Marción, se trataba de los escritos de Pablo, en los cuales, después de
expurgar toda referencia positiva al judaísmo, Marción creía encontrar el evangelio original.
Frente a los gnósticos y a Marción, el resto de la iglesia decía poseer el evangelio original y las
enseñanzas verdaderas de Jesús. Por tanto, lo que se debatía era en cierto sentido la autoridad de
la iglesia frente a las pretensiones de los herejes. En tales circunstancias, el argumento de la
sucesión apostólica cobró especial importancia. Lo que este argumento decía era sencillamente
que, si Jesús tenía alguna enseñanza secreta que comunicarles a sus discípulos, lo mas lógico
sería suponer que les confiaría tal enseñanza a los mismos apóstoles a quienes les confió la
dirección de la iglesia. Y, si tales apóstoles a su vez habían recibido algún secreto, sería de
esperarse que se lo transmitieran, no a algún extraño, sino a las mismas personas a quienes
confiaron la dirección de las iglesias que iban fundando. Por tanto, si hubiera tal enseñanza
secreta, esa enseñanza no se encontraría sino entre los discípulos directos de los apóstoles, y sus
sucesores.
Pero el hecho es que los jefes de las iglesias que en el día de hoy —es decir, en el siglo
segundo— pueden reclamar esa sucesión apostólica niegan unánimemente que haya habido tales
enseñanzas secretas. Por tanto, todo lo que pretenden los herejes al decir que poseen una
tradición secreta que es superior a la de la iglesia, es falso. A fin de darle fuerza a este
argumento, era necesario mostrar que los actuales obispos de las iglesias eran sucesores de los
apóstoles. Esto no era del todo difícil, por cuanto en varias de las más antiguas iglesias existían
listas de obispos que servían para unir el presente con el pasado apostólico. Roma, Antioquía,
Efeso y otras sedes episcopales poseían tales listas. Los historiadores dudan hoy acerca de la
exactitud de los datos que esas listas nos dan, pues al parecer en algunas iglesias —Roma entre
ellas— no hubo al principio obispos en el sentido moderno, sino que hubo un grupo de varios
oficiales que recibían unas veces el título de “obispos” y otras el de “ancianos”. Pero en todo
caso, sea a través de obispos o de otra clase de oficiales, el hecho es que la iglesia del siglo
segundo podía mostrar su conexión con los apóstoles.
¿Qué entonces de aquellas iglesias fundadas después del tiempo de los apóstoles y que no
podían reclamar para sí la misma sucesión? ¿No eran apostólicas? Sí lo eran, pues no se trataba
aquí de que todas las iglesias pudieran mostrar su conexión directa con los apóstoles, sino que se
trataba más bien de que todas concordaran en la fe, y que pudieran juntamente mostrar que esa fe
les había sido enseñada por los apóstoles.
En fechas posteriores, la idea de la sucesión apostólica fue llevada mucho más lejos, y se
llegó a pensar que la ordenación de los ministros sólo era válida si tales ministros eran ordenados
por obispos que poseían la sucesión apostólica —es decir, que de algún modo podían mostrar
una línea ininterrumpida que se remontara hasta el tiempo de los apóstoles—. Pero en el siglo
segundo no se trataba de esto, sino sólo de la unidad de doctrina. De hecho, la mayoría de las
iglesias no podía reclamar para sí origen apostólico, pues había aparecido en lugares a donde el
cristianismo había llegado por medios desconocidos.
A la larga, algunas de las iglesias en las ciudades más importantes —como Alejandría y
Constantinopla— inventaron sus propias leyendas acerca de sus orígenes apostólicos. Pero por lo
pronto lo importante era sencillamente que todas las iglesias concordasen —frente a los
gnósticos y a Marción— en lo esencial de la fe, y que varias de ellas pudieran mostrar que su
propia doctrina era la que los apóstoles les habían enseñado.
Por otra parte, si vemos el origen de la idea de la sucesión apostólica dentro de su propio
contexto, veremos que no se trataba de limitar o circunscribir el derecho a pensar o a enseñar.
Frente a los herejes que decían tener una doctrina secreta que sólo ellos conocían, la iglesia
señalaba hacia su doctrina, abiertamente enseñada por todos desde la época de los apóstoles. Y
frente a las pretensiones de los herejes en el sentido de que sus enseñanzas se basaban sobre los
secretos de tal o cual apóstol, la iglesia apelaba a la doctrina universal de todos los apóstoles.
La iglesia católica antigua
Esto es lo que quería decir en sus orígenes la frase “iglesia católica”. La palabra
“católica” quiere decir “universal”; pero también quiere decir “según el todo”. En ambos
sentidos, frente a los herejes, la iglesia del siglo segundo comenzó a darse el título de “católica”.
Lo que esto quería decir era, en primer lugar, que se trataba de la iglesia universal. No era, como
en el caso de los gnósticos, algún pequeño grupo surgido en Roma o en Alejandría, que se
limitaba a unos pocos lugares. Era la iglesia que existía tanto en Roma como en Alejandría,
Antioquía, Cartago, y aun allende los confines del Imperio. Y, en lo esencial de su doctrina, esa
iglesia concordaba. Por otra parte, esa iglesia era también “católica” por cuanto predicaba y
enseñaba el evangelio “según el todo”.
Su visión no era parcial, como la de los gnósticos o la de Marción. Entre los gnósticos,
algunos decían poseer el Evangelio de Santo Tomás, mientras que otros decían conocer los
secretos revelados a Santiago o a alguno otro de los apóstoles. Marción creía que sólo Pablo
había interpretado el evangelio correctamente. Frente a tales visiones parciales, la iglesia opuso
su visión “católica”, es decir, su visión “según el todo”. No un solo Evangelio, sino cuatro, serían
la base de sus enseñanzas acerca de Jesucristo. Además de las epístolas de Pablo, su Nuevo
Testamento incluiría las de otros apóstoles. Y, en lugar de basar su autoridad sobre tal o cual
apóstol, la iglesia “según el todo” la basaría sobre todos los apóstoles.
Desde el punto de vista histórico, es importante comprender esto, puesto que muchos
interpretan mal el propósito de la iglesia al confeccionar el canon del Nuevo Testamento, o al
insistir en la sucesión apostólica. Cuando se hizo el canon, y cuando primero apareció la doctrina
de la sucesión apostólica, lo que se pretendía no era promover una actitud rígida, sino todo lo
contrario, es decir, responder a la rigidez de los herejes, cuyas doctrinas no eran “según el todo”.
La iglesia del siglo segundo estaba consciente de que esa multiplicidad de autoridades —cuatro
Evangelios, todos los apóstoles— podría traer dificultades en cuestiones de detalles, pues no
todas las autoridades concordaban en todo. Pero, aun a ese precio, la iglesia prefirió ser “según el
todo”, y rechazar la estrechez de los herejes.

***

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