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Rivales Vi Keeland
Rivales Vi Keeland
Rivales Vi Keeland
Esperamos
que disfrutes de la lectura.
Vi Keeland
Traducción de Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego
Contenido
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos
Rivales
© Vi Keeland, 2020
© de la traducción, Yuliss M. Priego y Tamara Arteaga, 2022
© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2022
Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-84-17972-76-9
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Descubre una novela adictiva que destila tensión sexual, best seller del
USA Today
Anónimo
Capítulo 1
Sophia
—¡Espere!
La azafata de tierra estiró la cinta de nailon de un poste al otro y la
encajó con un clic para bloquear el acceso a la puerta. Alzó la mirada con el
ceño fruncido cuando me vio acercarme a ella a toda velocidad arrastrando
la maletita de mano. Había atravesado a la carrera la terminal A hasta llegar
a la C y ahora jadeaba como un fumador que se echa dos paquetes al día
entre pecho y espalda.
—Siento llegar tarde. ¿Puedo embarcar, por favor?
—La última llamada ha sido hace diez minutos.
—Mi vuelo de conexión ha llegado con retraso y he tenido que venir
corriendo desde la terminal internacional. Por favor, tengo que llegar a
Nueva York por la mañana y este es el último vuelo.
No parecía muy por la labor, pero yo estaba desesperada.
—Mire —empecé—, el mes pasado me dejó mi novio. Acabo de volver
de Londres y mañana a primera hora empiezo a trabajar con mi padre. Nos
llevamos a matar. Piensa que no estoy capacitada para el puesto, y
probablemente tenga razón, pero necesitaba marcharme de Londres. —
Niego con la cabeza—. Por favor, déjeme subir al avión. No puedo llegar
tarde el primer día.
El rostro de la mujer se suavizó.
—He conseguido llegar a ser encargada de esta aerolínea en menos de
dos años y, aun así, cada vez que veo a mi padre, no me pregunta por el
trabajo sino si ya he conocido a un hombre. Déjeme comprobar si las
puertas siguen abiertas.
Suspiré de alivio mientras ella se acercaba al mostrador y hacía una
llamada. Regresó y abrió la barrera.
—Déjeme ver su tarjeta de embarque.
—¡Es usted la mejor! Muchísimas gracias.
Escaneó el código de la pantalla de mi móvil y me lo devolvió con un
guiño.
—Demuéstrele a su padre que está muy equivocado.
Me precipité por el finger y embarqué. Mi asiento era el 3B, pero el
compartimento superior ya estaba lleno. La azafata de vuelo se aproximó
con cara de pocos amigos.
—¿Sabe si hay sitio en otro compartimento? —pregunté.
—Está todo lleno. Tendré que pedir a mis compañeros que le facturen la
maleta.
Miré a mi alrededor. Los pasajeros sentados no me quitaban el ojo de
encima, como si yo fuera la única culpable de que el avión no hubiese
despegado todavía. «Aunque, bueno… quizás sí que lo sea». Suspiré y me
obligué a sonreír.
—Maravilloso. Muchas gracias.
La azafata se llevó mi maleta y yo miré al asiento vacío junto al pasillo.
Juraría que había reservado el de la ventanilla. Volví a comprobar la tarjeta
de embarque y los números sobre los asientos, y me agaché para hablar con
la persona con quien iba a compartir el vuelo.
—Eh… disculpe. Creo que ese es mi sitio.
El hombre, inmerso en el Wall Street Journal, bajó el periódico. Torció
el gesto como si tuviera derecho a sentirse irritado cuando era él quien
había ocupado mi asiento. Me llevó unos cuantos segundos levantar la
mirada para discernir el resto de su cara. Pero en cuanto lo hice, se me
desencajó la mandíbula y el ladronzuelo curvó los labios en una sonrisilla
engreída.
Parpadeé varias veces con la esperanza de estar viendo un espejismo.
No.
Ahí seguía.
«Uf».
Negué con la cabeza.
—Será una broma, ¿no?
—Me alegro de verte, Fifi.
No. Ni hablar. Las últimas semanas ya habían sido lo suficientemente
horribles. Esto no podía estar pasando.
Weston Lockwood.
De todos los aviones y de todas las malditas personas que hay en el
mundo, ¿cómo había tenido la mala pata de acabar sentada junto a él?
Debía de tratarse de una broma de mal gusto.
Miré a los lados en busca de un asiento libre. Pero, por supuesto, no
había ninguno. La azafata que se había llevado mi maleta con tan pocas
ganas apareció de nuevo a mi lado, y ahora estaba incluso más inquieta.
—¿Tiene algún problema? Estamos esperando a que tome asiento para
alejarnos de la puerta de embarque.
—Sí. No puedo sentarme aquí. ¿Hay algún otro asiento libre?
La mujer colocó los brazos en jarras.
—Este es el único asiento disponible. Haga el favor de sentarse, señora.
—Pero…
—Voy a tener que llamar a seguridad si no toma asiento.
Desvié la mirada a Weston y el capullo tuvo la audacia de sonreír.
—Levántate. —Lo fulminé con la mirada—. Al menos quiero el asiento
en ventanilla que tengo reservado.
Weston miró a la azafata y le regaló una sonrisa deslumbrante.
—Lleva coladita por mis huesos desde primaria. Esta es su forma de
demostrarlo. —Guiñó un ojo mientras se ponía en pie y extendía el brazo
—. Quédate con el asiento.
Lo fulminé con tantísima intensidad que mis ojos se asemejaban a dos
rayitas negras.
—Quítate de en medio. —Traté de pasar junto a él sin que nos
rozáramos y ocupé mi asiento junto a la ventana. Resoplando, coloqué el
bolso bajo el asiento delantero y me abroché el cinturón.
Inmediatamente después, la azafata empezó a recitar por los altavoces
todas las medidas de seguridad y el avión se alejó de la terminal poco a
poco.
El capullo que estaba sentado a mi lado se inclinó hacia mí.
—Te veo bien, Fi. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Suspiré.
—Obviamente, no el suficiente, porque estás sentado a mi lado ahora
mismo.
Weston sonrió.
—Sigues fingiendo que no te intereso, ¿eh?
Puse los ojos en blanco.
—Ya veo que sigues soñando.
Por desgracia, cuando mis ojos regresaron a su posición habitual, no
pude evitar escrutar al hombre que me había pasado toda la vida
despreciando. Cómo no, el capullo se había vuelto incluso más guapo.
Weston Lockwood había sido guapísimo de adolescente. Eso era innegable.
Pero es que el hombre sentado a mi lado estaba como un auténtico tren.
Tenía una mandíbula cuadrada y masculina, una nariz afilada y románica y
unos ojos arrolladores, grandes y azules del color de un glaciar de Alaska.
Exhibía una piel bronceada y unas pequeñas patas de gallo alrededor de los
ojos que (a saber por qué) me resultaban de lo más sensuales. Lo que
parecía una barba de un día rodeaba sus labios y a su cabello oscuro
tampoco le habría venido mal un corte de pelo. Pero en vez de delatar una
apariencia descuidada, el estilo de Weston Lockwood gritaba «que te
jodan» al mundo corporativo de los peinados rectos y engominados. En
definitiva, no era mi tipo ideal. Y, aun así, mientras contemplaba a aquel
imbécil, me pregunté si alguna vez me había atraído alguien que se
correspondiera con mi tipo ideal.
Qué pena que fuera un capullo. «Y un Lockwood». Aunque esas dos
afirmaciones eran redundantes, porque ser un Lockwood te convertía
automáticamente en un capullo.
Me obligué a fijar la mirada en el asiento de delante, aunque sentía los
ojos de Weston en mi cara. Al final, me resultó tan difícil ignorarlo que
resoplé y me giré de nuevo hacia él.
—¿Te vas a pasar todo el vuelo mirándome o qué?
Su labio superior se crispó.
—Puede. Las vistas no están nada mal.
Negué con la cabeza.
—Duérmete. Tengo que trabajar. —Alargué el brazo bajo el asiento de
delante y saqué el bolso. Mi plan había sido investigar sobre el hotel The
Countess durante el vuelo. Pero enseguida me di cuenta de que no tenía el
portátil en el bolso. Lo había metido en el bolsillo exterior de la maleta de
mano, porque había supuesto que la llevaría conmigo en cabina. «Genial».
Ahora mi portátil estaba facturado en la bodega. ¿Qué posibilidades había
de que siguiera de una pieza cuando llegáramos, si es que seguía siquiera en
la maleta, claro está? ¿Y qué narices iba a hacer ahora en el avión para
pasar el rato? Eso sin mencionar que la reunión con los abogados del The
Countess era mañana por la mañana y no estaba ni de lejos preparada.
Ahora tendría que quedarme toda la noche despierta estudiando los
materiales cuando por fin llegara al hotel.
«Fantástico».
Fabuloso, vaya.
En vez de entrar en pánico, que sería mi típico modus operandi, decidí
dormir para recuperar el sueño del que me privaría esa noche. Así que cerré
los ojos e intenté descansar mientras el avión despegaba. Pero pensar en el
hombre sentado a mi lado me impedía relajarme.
Por Dios, no lo soportaba.
Mi familia odiaba a la suya.
Desde que tenía uso de razón, siempre habíamos sido los Hatfield y los
McCoy. El enfrentamiento de nuestras familias se remontaba a nuestros
abuelos. Aunque, durante la mayor parte de mi infancia, ambos habíamos
frecuentado los mismos círculos sociales. Weston y yo asistimos a los
mismos colegios privados, nos veíamos a menudo en galas benéficas o
eventos sociales y hasta teníamos amigos en común. Nuestras casas
familiares en el Upper West Side apenas estaban a unas cuantas manzanas.
Pero, al igual que nuestros padres y abuelos, manteníamos tanta distancia
entre nosotros como nos fuera posible.
Bueno, excepto aquella única vez.
Aquella noche en la que cometí un error gigantesco y horrible.
Por norma general, siempre fingía que no había pasado.
Por norma general…
Pero muy de vez en cuando…
Muy de higos a brevas…
Pensaba en ello.
No a menudo.
Pero cuando lo hacía…
«Olvídalo». Respiré hondo y desterré esos pensamientos de mi mente.
Era lo último en lo que tendría que estar pensando en este momento.
Pero ¿por qué estaba sentado a mi lado, a ver?
Por lo que tenía entendido, Weston vivía en Las Vegas. Se ocupaba de
los hoteles de su familia en toda el área sudoeste; aunque tampoco es que le
hubiera seguido la pista ni nada.
Pero, bueno, ¿qué posibilidades había de encontrármelo camino a
Nueva York? Habían pasado seis años desde la última vez que había estado
en la costa este. Y, aun así, aquí estábamos, sentados el uno junto al otro, en
el mismo vuelo, a la misma hora.
¡Ay!
«Mierda».
Abrí los ojos de golpe.
No podía ser.
Por favor, Dios mío. Que no fuera eso.
Me giré hacia Weston.
—Espera un momento. ¿Por qué vas a Nueva York?
Él sonrió.
—A ver si lo adivinas.
Seguía sin querer creérmelo, así que me aferré a la esperanza.
—¿Para… visitar a la familia?
Negó con la cabeza sin dejar de sonreír con arrogancia.
—¿Para hacer turismo?
—No.
Cerré los ojos y hundí los hombros.
—Tu familia te ha puesto al mando de la gestión del The Countess,
¿verdad?
Weston aguardó hasta que volví a abrir los ojos para asestarme el golpe
mortal.
—Parece que tendremos que seguir viéndonos después de este vuelo tan
corto.
Capítulo 2
Sophia
***
Para cuando dieron las ocho de esa misma tarde, ya estaba más que lista
para empezar a beber. Menudo día interminable.
—¿Puedo pedir comida aquí o tengo que coger mesa? —pregunté al
camarero del restaurante del hotel.
—Puede pedir en la barra. Voy a traerle la carta.
Se fue y tomé asiento en un taburete. Saqué un bloc de notas del bolso
gigante y empecé a anotar todo lo que mi padre me había dicho en los
últimos veinte minutos. Y lo de «decir» era un eufemismo. Más bien me
había gritado desde el momento en que había cogido el teléfono. Ni siquiera
me había saludado; había ido directo a la reprimenda, a berrear pregunta
tras pregunta. Si había hecho tal o cual cosa, pero sin darme la oportunidad
siquiera de intervenir.
Mi padre aborrecía que el abuelo me hubiese dejado la gestión del The
Countess. Seguro que habría preferido que mi hermanastro, Spencer, se
hubiera hecho cargo. No porque fuera competente (cuando se dona una
cantidad ingente de dinero a una universidad de la Ivy League, resulta que
milagrosamente dejan entrar a cualquiera), sino porque Spencer era su
títere.
Así que, cuando vi la llamada de Scarlett, dejé el bolígrafo en la barra
para tomarme un más que merecido descanso.
—¿No es la una de la mañana allí? —pregunté.
—Pues sí y estoy hecha una piltrafa.
Sonreí. Mi mejor amiga, Scarlett, era británica hasta los huesos y me
encantaban el acento y las palabras que usaba.
—No sabes la falta que me hacía escuchar hoy ese acento tuyo tan
terrible.
—¿Terrible? Hablo como la reina de Inglaterra, querida. Tú usas el
inglés de Queens, que es como un vecindario espantoso entre Manhattan y
Tall Island.
—Es Long Island, no Tall.
—Da igual.
Me reí.
—¿Cómo estás?
—Bueno, en el trabajo hemos contratado a una empleada nueva y creía
que podría sustituirte como mi única amiga. Pero fuimos a ver una peli el
fin de semana pasado y se puso unos leggings con los que se le marcaba
todo el tanga.
Sacudí la cabeza con una sonrisa.
—Ay, madre. Qué mal.
Scarlett trabajaba en el mundo de la moda y tenía tal carácter que hacía
que Anna Wintour pareciera tolerante.
—Admitámoslo, soy irreemplazable.
—Sí que lo eres. Y, dime, ¿te has aburrido ya de Nueva York y has
decidido volver a Londres?
Me reí.
—Apenas hace veintiséis horas que me he ido.
—¿Qué tal el trabajo nuevo?
—Pues el primer día he llegado tarde a una reunión con la abogada del
hotel porque el representante de la familia propietaria de la otra parte del
hotel me la ha jugado.
—Hablas de la familia del hombre que hace cincuenta años se tiraba a la
propietaria del hotel al mismo tiempo que tu abuelo, ¿no?
Solté una carcajada.
—Sí.
Aunque la situación era un pelín más complicada, no le faltaba razón.
Hacía cincuenta años, mi abuelo, August Sterling, abrió un hotel con sus
dos mejores amigos, Oliver Lockwood y Grace Copeland. La cosa es que
mi abuelo se enamoró de Grace y se comprometieron en Año Nuevo. El día
de la boda, Grace llegó al altar y le dijo a mi abuelo que no podía casarse
con él. También le confesó que estaba enamorada de Oliver Lockwood.
Amaba a ambos y se negaba a casarse con uno de ellos porque el
matrimonio implicaba entregar el corazón a un solo hombre y el suyo no le
pertenecía a una única persona.
Ambos hombres se pelearon por ella durante años, pero, al final,
ninguno consiguió arrebatarle al otro la otra mitad del corazón de Grace, así
que tomaron caminos distintos. Mientras que Grace se centró en conservar
un único hotel de lujo en lugar de abrir una cadena, mi abuelo y Oliver
Lockwood se convirtieron en rivales y pasaron el resto de sus vidas
construyendo imperios hoteleros e intentando superar al otro. Los tres
alcanzaron un éxito impresionante. Las familias Lockwood y Sterling se
convirtieron en las propietarias de los imperios hoteleros más grandes de
Estados Unidos. Y, a pesar de que Grace solo fue propietaria de uno, el que
abrieron entre los tres, The Countess, que contaba con unas vistas
maravillosas a Central Park, llegó a ser uno de los hoteles más reconocidos
del mundo. Rivalizaba con el Four Seasons y el Plaza.
Hacía tres semanas, Grace había fallecido tras una larga batalla contra el
cáncer y mi familia había descubierto que, sorprendentemente, la antigua
hotelera había legado el cuarenta y nueve por ciento del The Countess a mi
abuelo y otro porcentaje idéntico a Oliver Lockwood. El dos por ciento
restante había ido a parar a una organización benéfica, que subastaría ese
porcentaje a la familia mejor postora, lo que implicaría convertirse en el
poseedor del cincuenta y un por ciento de las acciones y, por tanto, en el
accionista mayoritario del hotel.
Grace Copeland no se casó nunca y me da la impresión de que su última
voluntad fue una especie de tragedia griega; supongo que a la gente de a pie
le parecería una locura legar un hotel que valía cientos de millones de
dólares a dos hombres con los que llevaba cincuenta años sin hablar.
—Tu familia está como una cabra —me dijo Scarlett—, pero eso ya lo
sabías, ¿no?
Me reí.
—La verdad es que sí.
Hablamos un poco más de su última cita y sobre dónde pensaba ir de
vacaciones antes de que lanzara un suspiro.
—La verdad es que te llamaba porque tengo noticias. ¿Dónde estás?
—En un hotel. Más bien en el The Countess, el hotel del que mi familia
posee ahora una parte. ¿Por?
—¿Tienes alcohol en la habitación?
Fruncí el ceño.
—Seguro, pero no estoy allí, sino en el bar de abajo. ¿Qué pasa?
—Vas a necesitarlo después de lo que tengo que contarte.
—¿Qué me vas a contar?
—Es sobre Liam.
Liam era mi ex, un dramaturgo del oeste de Londres. Habíamos roto
hacía un mes. Aunque sabía que era lo mejor, oír su nombre todavía me
dolía.
—¿Qué pasa con él?
—Lo he visto hoy.
—Vale.
—Metiéndole la lengua hasta la garganta a Marielle.
—¿Marielle? ¿Qué Marielle?
—Creo que solo conocemos a una.
«No puede ser verdad».
—¿Te refieres a mi prima Marielle?
—La misma. Menuda imbécil…
Me subió la bilis por la garganta. ¿Cómo había podido mi prima
hacerme algo así? Habíamos estrechado la relación mientras había vivido
en Londres.
—Eso no es lo peor.
—¿Hay algo peor?
—Le he preguntado a una amiga en común cuánto tiempo llevan
acostándose y me ha dicho que casi medio año.
Me entraron ganas de vomitar. Hacía unos tres o cuatro meses, cuando
las cosas con Liam habían empezado a torcerse, encontré una gabardina
Burberry roja en el asiento trasero de su coche y él me dijo que era de su
hermana. Por aquel entonces carecía de motivos para sospechar, pero era
cierto que Marielle tenía una gabardina roja.
Por lo visto, me quedé callada bastante rato.
—¿Sigues ahí? —preguntó Scarlett.
Lancé un suspiro profundo.
—Sí, sigo aquí.
—Lo siento, cariño. He pensado que deberías saberlo para que no le
pongas buena cara a esa zorra.
—Gracias por contármelo.
—Ya sabes que siempre estaré ahí.
Esbocé una sonrisa triste.
—Ya. Gracias, Scarlett.
—Pero también tengo una buena noticia.
No creía que nada pudiera animarme después de lo que me acababa de
contar.
—¿Cuál?
—He despedido a una de mis jefas editoriales. Me enteré de que se
había negado a escribir sobre ciertos diseñadores por temas raciales.
—¿Esa es la buena noticia?
—No. La buena noticia es que tenía un montón de cosas organizadas y
ahora voy a tener que trabajar una barbaridad para poder hacerlo todo.
—Creo que no has pillado el concepto de lo que significa una buena
noticia, Scarlett.
—¿No te he dicho que una de las cosas de las que me tendré que ocupar
es cubrir un desfile de moda en Nueva York dentro de dos semanas?
Sonreí.
—¡Vienes a Nueva York!
—Pues sí. Así que resérvame una habitación en ese hotel carísimo del
que tu abuelo es copropietario. Te mandaré un correo con las fechas.
Después de colgar, el camarero me trajo la carta.
—Póngame un cóctel de vodka con zumo de arándanos, por favor.
—Enseguida.
Cuando volvió para tomarme nota, pedí una ensalada sin pensármelo
siquiera. Sin embargo, antes de que se fuera, lo detuve.
—¡Espere! ¿Puedo cambiar el pedido?
—Claro, ¿qué quiere?
«A la mierda las calorías».
—Una hamburguesa con queso. Y beicon, si tiene. De acompañamiento,
ensalada de repollo. Y patatas fritas.
El camarero me sonrió.
—¿Un mal día?
Asentí.
—Y no deje de traerme copas.
Me bebí el vodka con zumo de arándanos como si nada. Sentada en la
barra, hojeando lo que mi padre me había dicho mientras pensaba en mi
prima Marielle tirándose a Liam a mis espaldas, empecé a cabrearme. Lo
primero que había sentido cuando Scarlett me lo había contado había sido
dolor, pero entre el primer vodka y el segundo, aquello pasó a convertirse
en rabia.
«Mi padre puede irse a la mierda».
«Trabajo para mi abuelo. Igual que él».
«Las extensiones de Marielle son horrorosas y tiene una voz nasal y de
pito».
«Que le den».
¿Y a Liam? «A él que le den todavía más». Había malgastado un año y
medio de mi vida con una copia barata de Arthur Miller con chaqueta de
punto. ¿Sabéis qué? Sus obras eran malas. Pretenciosas, igual que él.
Me trinqué un cuarto del segundo vodka de un trago. Al menos, las
cosas no podían empeorar más. Supongo que eso era lo bueno.
Aunque había hablado demasiado rápido.
Sí que podían ir a peor.
Y así fue.
Weston Lockwood plantó el culo en el taburete contiguo al mío.
—Vaya. Hola, Fifi.
***
Sophia
***
Sophia
***
Weston
Sophia
Sophia
Sam Bolton se encargaba de las obras para mi familia en Nueva York desde
que yo era pequeña, aunque no sabía que Construcciones Bolton ahora
fuera Bolton e Hijos. Travis, su hijo, se presentó y me estrechó la mano. Era
atractivo. Daba más el perfil de jefe refinado y pulcro que el de contratista
dispuesto a ensuciarse las manos, pero definitivamente no hacía daño a la
vista.
—Encantado —dijo—. No sabía que William tuviera una hija.
El comentario de Travis no iba con malicia, pero había dado justo donde
dolía.
—Eso es porque todavía alberga la esperanza de que entre en razón, me
ponga un delantal y me quede en casa, como deberíamos hacer las mujeres.
Travis sonrió.
—Espero que no le moleste que se lo diga, pero he trabajado con
Spencer, su hermano, y creo que también hacen delantales de su talla.
Travis me empezaba a caer bien.
—Es mi hermanastro, y estoy segura de que quemaría cualquier cosa
que intentara preparar en la cocina.
Si no me equivocaba, creí haber detectado esa mirada en los ojos de
Travis. Ya sabéis cuál, cuando a alguien le brillan los ojos porque le interesa
algo más que hacer negocios contigo, aunque se portó como un auténtico
caballero y no hizo nada inapropiado mientras le enseñaba la zona que
había que renovar. Travis había llegado temprano, así que, unos cuantos
minutos después, su padre vino con nosotros. También invité a Len, el jefe
de mantenimiento del hotel, quien dirigió la visita enseñando lo que ya se
había hecho y lo que todavía quedaba por terminar.
—¿Y qué pasó con el anterior contratista? —preguntó Travis.
—Por lo visto, surgieron múltiples problemas de inspección —explicó
Len—. La señora Copeland no estaba muy contenta con los continuos
retrasos, así que despidió al contratista con la intención de buscar a uno
nuevo. En un momento dado, me contó que le había hecho un abono en
cuenta al nuevo contratista, pero nunca llegaron a empezar nada.
«Genial. Nota metal: añadir “averiguar si al contratista se le pagó para
empezar el trabajo y luego se quitó de en medio” a mi lista de cosas por
hacer».
—Básicamente, todo se paralizó hace catorce meses, cuando la salud de
la señora Copeland empeoró.
—¿Y para cuándo decís que necesitáis que esté terminado? —preguntó
Sam Bolton.
—Para dentro de tres meses —respondí.
Travis elevó las cejas mientras su padre exhalaba un gran suspiro y
negaba con la cabeza.
—Tendríamos que trabajar las veinticuatro horas del día. Eso implicaría
pagar extras por nocturnidad, además de contratar a dos capataces que
trabajen horas extra y echen turnos de doce horas, y todos los demás
rendimientos que el sindicato nos exija.
—¿Pero sería posible? —pregunté—. Tenemos eventos reservados para
dentro de tres meses y no me gustaría tener que cancelarlos.
Sam miró en derredor rascándose la barbilla.
—Sí. Aunque no te voy a mentir, no me gusta trabajar así. No voy a
abaratar costes para poder terminar a tiempo. Muchas veces yo mismo
dependo de otros subcontratistas, así que siempre existe la posibilidad de
que algo se tuerza. —Asintió—. Pero sí, con todos esos extras, creo que
podríamos tenerlo listo en tres meses. Tendríamos que ir a Urbanismo para
ver qué problemas hubo en las últimas inspecciones y llevarnos hoy mismo
los planos, pero se puede intentar.
—¿Para cuándo podrías tener el presupuesto?
—En un par de días.
Suspiré.
—Vale. Pues quedamos en eso.
Weston apareció justo cuando ya estábamos acabando; más que un
poquitín tarde. Aun así, mantuve el tipo y hasta conseguí sonreír mientras
hacía las presentaciones. Sam y él empezaron a hablar de gente y trabajos
que ambos conocían. Le dije a Len, el de mantenimiento, que podía
marcharse, y entonces Travis y yo nos quedamos charlando.
—¿Eso que oigo es acento británico? —me preguntó.
No pensaba que tuviera acento, pero no era la primera persona que me
lo preguntaba. Solo había vivido seis años en Londres.
—Eres muy perspicaz. —Sonreí—. Nací y crecí en Nueva York, pero
estos últimos años he vivido en Londres. Al parecer, se me ha pegado sin
querer.
—¿Por qué te fuiste a Londres?
—Por trabajo. Tenemos hoteles allí y mi padre y yo nos llevamos mejor
cuando estamos en continentes distintos.
Sonrió.
—¿Y por qué has vuelto ahora?
—Por este hotel. Además, ya tocaba. Necesitaba un cambio de aires.
Travis asintió.
—Pero no para ponerte un delantal en la cintura, ¿no?
Me reí.
—Obviamente no.
Por el rabillo del ojo, pillé a Weston mirándonos. Era la segunda o
tercera vez en tan solo cinco minutos. Era evidente que estaba pendiente de
nuestra conversación.
En cuanto los Bolton se marcharon, Weston sacudió la cabeza.
—Esos dos no son aptos para el trabajo.
—¿Qué? ¿A qué viene eso? Me han dicho que podrían mandarme el
presupuesto en un par de días y que podrían cumplir con el cortísimo plazo
que tenemos. Mi familia lleva años colaborando con ellos. Son de plena
confianza. ¿Qué más podemos pedir a estas alturas?
—Es solo que no me terminan de encajar.
—¿Encajar? ¿A qué te refieres?
—No sé. Supongo que no me fío de ellos.
—¡Eso es absurdo!
—Pueden mandarnos su presupuesto, si quieren. Pero, si es con ellos,
yo no contaría con mi voto para encargarles el trabajo.
Puse los brazos en jarras.
—¿Y, según tú, quién es apto para este trabajo? No, espera a que lo
adivine, alguien de los tuyos, ¿verdad?
Weston se encogió de hombros.
—No es culpa mía que nosotros tengamos mejores contratistas.
—¿Mejores? ¿Cómo puedes saber si alguien es mejor que otro sin más
información?
—Tal vez, si prestaras más atención a lo que te rodea en vez de comerte
con los ojos al hijo del contratista, pensarías igual que yo.
Abrí los ojos como platos.
—Estarás de broma, ¿no?
Se encogió de hombros.
—El deseo es ciego.
—¡Está claro! ¿Por qué si no me habría acostado contigo?
La mirada de Weston se oscureció; sus pupilas absorbieron casi todo el
azul de sus iris. Sentí que me ardían las mejillas de rabia, y… joder,
también unas malditas mariposas en el estómago.
«¿Mi cuerpo se ha vuelto loco o qué?».
No había más explicación. Una capa de sudor frío me cubrió la frente y
mi cuerpo empezó a encenderse como un maldito árbol de navidad.
«¿Qué narices?».
¿En serio?
«No. Me niego».
Mientras mi cerebro trataba de desligarse de la estúpida reacción de mi
cuerpo, los ojos de Weston descendieron hasta mi escote. Me morí de la
vergüenza al descubrir que tenía los pezones tiesos. Ahí estaban los
traidores, enhiestos, marcándose a través de la blusa, como si saludaran al
muy capullo. Crucé los brazos sobre el pecho, pero ya era demasiado tarde.
Alcé la mirada y vi que Weston sonreía de forma pícara y descarada.
Respiré hondo antes de cerrar los ojos y contar hasta diez. Cuando los
volví a abrir, Weston seguía sonriendo con suficiencia, pero también había
arrugado el ceño.
—Si esperabas que fuera a desaparecer por arte de magia, siento
decepcionarte —dijo.
A punto estuve de responder: «Eso habría sido tener mucha suerte»,
pero, en cambio, logré esbozar una sonrisa deslumbrante.
Bueno, o eso había pretendido, pero por la cara que puso Weston, creo
que se pareció más a la mueca maníaca del Joker. Aun así, no me achanté.
Hablé entre dientes.
—¿Por qué dices eso? Si eres de muchísima ayuda. A ver cuándo nos
reunimos con tu contratista. Tengo ganas de conocerlo.
Como no sabía cuánto tiempo más podría aguantar sin perder los
papeles, le di la espalda y emprendí el camino hacia la puerta. Sin echar la
vista atrás, dije:
—Que tengas una buena tarde, Weston.
—Seguro que sí —exclamó—. Y no te olvides de la cena de esta noche,
Fifi.
Capítulo 8
Sophia
Sophia
***
***
Dos veces.
Suspiré y me alisé el pelo. Para ser un hombre a quien le flipaba que
llevara el pelo recogido, no vi que tuviera mucho problema en soltármelo
con rabia. A Weston le encantaba tirarme de él. Y por mucha rabia que me
diera, a mí me encantaban todos y cada uno de esos tirones. Aunque en
realidad esa era la parte que más odiaba. Durante los dos minutos que había
tardado en recolocarme la falda y desaparecer en el baño, el aire frío de la
racionalidad reemplazó la calidez de lo absurdo. En el calor del momento
nunca era suficiente. Era como si mis pulmones no pudieran recibir
suficiente aire cuando Weston se acercaba a mí con los ojos oscurecidos por
el deseo. Pero en cuanto se acababa, un torrente de oxígeno volvía a poner a
mi cerebro en funcionamiento.
Me apresuré a recoger mis pertenencias antes de que él saliera del
cuarto de baño, aunque, por poco, no lo conseguí. En el pasillo, cuando fui
a agarrar las maletas, Weston cubrió mi mano en el asa con la suya.
—Dame dos minutos y me voy.
Me giré.
—¿Me vas a ceder la suite?
Asintió.
—Solo tengo que recoger mis cosas.
Escudriñé su rostro.
—¿Seguro?
Weston sonrió.
—Si lo prefieres, a mí no me importa compartir.
Puse los ojos en blanco. Este comportamiento se parecía más al de las
versiones de Weston y Sophia con las que más cómoda me sentía.
—Recoge tus cosas.
Él sonrió y desapareció en el dormitorio, a la vez que yo regresaba al
salón. Unos minutos después, salió con la maleta con cremalleras en una
mano y la camisa de vestir en la otra. Dejó su equipaje en el suelo y levantó
los brazos para ponerse la camisa. Fue entonces cuando reparé por primera
vez en la enorme cicatriz que cubría uno de sus costados. Apenas se veía; la
línea era de un tono más claro que su piel bronceada. Antes, solo me había
podido fijar en sus músculos perfectos, que supongo que disimulaban
cualquier mínima imperfección que pudiera tener.
—¿Eso es de una operación o algo? —pregunté.
Weston frunció el ceño. Bajó la mirada y comenzó a abotonarse la
camisa.
—Sí.
Era evidente que no le apetecía hablar del tema, pero sentía curiosidad.
—¿Qué clase de operación?
—De riñón. Hace mucho tiempo.
—Ah. —Asentí.
Él recogió la maleta sin molestarse en terminar de abotonarse la camisa
o metérsela por dentro de los pantalones.
—Te he dejado algo en el dormitorio.
—¿El qué?
—Ya lo verás.
Weston parecía no saber cómo despedirse de mí. Al final, dijo:
—Sabes que me voy porque no soy tan bobo como para no pillar una
indirecta, y sé que no quieres que me quede después de follar, ¿verdad?
—Te lo agradezco.
—Y ya que estamos, me encanta tu culo, pero en un futuro no me
importaría mirarte a la cara mientras estoy dentro de ti. O hasta saborear
esos labios que tanto adoran gritarme. —Me guiñó un ojo—. Y morderlos
unas cuantas veces.
Suspiré y aparté la mirada.
—No puede haber una próxima vez, Weston. Tenemos que parar, de
verdad.
No me hizo falta levantar la mirada para saber que estaba sonriendo. Su
voz lo decía todo.
—Buenas noches, Fi.
Capítulo 10
Weston
***
Sophia
¿Quién eres?
¿Se había vuelto loco? No iba a ir a su habitación. ¿Para qué? ¿Para que
pudiera torturarme por haberme pillado? ¿Y cómo supo que lo estaba
siguiendo? Aunque me hubiera visto, yo podría haber tenido una cita en el
mismo edificio. Todo podría haber sido una mera coincidencia. Quizá
podría haber ido para una cita y ni siquiera reparar en su presencia en la
calle. ¿Tan grande tenía el ego que había supuesto que lo estaba siguiendo?
Sí, eso es lo que había sucedido. Y eso era lo que iba a decirle.
De hecho, cuantas más vueltas le daba, más me molestaba que ese
capullo arrogante pensara que lo había estado siguiendo. No tenía pruebas.
Como sentía una mezcla de rabia contenida y ansiedad, decidí darme un
baño relajante. Weston Lockwood era un maldito egocéntrico y no tenía
motivos para alterarme tanto por su culpa. Menudos huevos tenía para
ordenarme que fuera a su habitación.
Abrí el grifo de la bañera, me recogí el pelo en una coleta y me quité la
ropa mientras esta se llenaba. Un buen baño me haría olvidar toda la
estupidez de esta tarde.
El problema fue que, cuando me metí en el agua caliente, no me pude
relajar ni un ápice. Seguía refunfuñando sobre Weston. No solo era un
idiota engreído por pensar que lo había seguido, sino que ahora no dejaba
de darle vueltas al asunto. Decidí que también tenía unos huevazos enormes
por decirme todo lo que me había dicho ayer en el despacho. El tío había
supuesto muchas cosas que no eran verdad.
¿Qué se creía que iba a pasar? ¿Que me iba a presentar allí y a abrirme
de piernas porque estaba tan locamente enamorada de él que lo había tenido
que seguir?
Vaya, me apostaba lo que fuera a que eso era justo lo que pensaba.
Y eso solo hacía que me cabreara más.
Estaba tan cabreada que decidí ir hasta su habitación, y no para ponerle
el culo en la cara, sino para decirle cuatro cosas. Salí de golpe de la bañera
y salpiqué agua por todo el suelo. Me sequé y me puse unos vaqueros y una
camiseta. Cogí el móvil y la tarjeta de la habitación de la mesilla, pero ni
me molesté en mirar la hora. No me preocupaba lo más mínimo si llegaba
más tarde o más temprano.
En el ascensor, pulsé los botones en el panel y me dispuse a bajar hasta
la octava planta. La adrenalina me corría por las venas cuando levanté la
mano y golpeé con los nudillos en su puerta. Estaba tan al límite que
empecé a soltar improperios por la boca antes de que la puerta llegara a
abrirse del todo.
—Menudos huevazos tienes. ¿Cómo te atreves…?
«Mierda».
Ese hombre no era Weston.
Tenía el albornoz y las zapatillas puestos. Parecía tener setenta y pocos
años y las cejas canas fruncidas.
—¿Puedo ayudarla?
—Eh… Creo que me he equivocado de habitación. Estaba buscando a
Weston.
El hombre negó con la cabeza.
—Me parece que sí que se ha equivocado.
—Siento haberle molestado.
Se encogió de hombros.
—No se preocupe. Pero sea amable con el tal Weston cuando lo
encuentre. —Sonrió—. La mayoría de las veces los hombres hacemos las
cosas con la mejor de las intenciones. En ocasiones estamos demasiado
ciegos como para ver nada más allá de nosotros mismos.
Sonreí.
—Gracias. Y perdone otra vez.
En cuanto el hombre cerró la puerta, volví a comprobar el número de la
habitación. Sin duda, esa había sido la habitación de Weston cuando los dos
nos hospedábamos en esta planta. Estaba segura, porque la suya se
encontraba tan solo a dos puertas de la mía. Pero tal vez se había quedado
otra suite libre y él también se había mudado.
Mientras aguardaba al ascensor de nuevo, decidí que en realidad era
mejor así. No tenía por qué desperdiciar mi tiempo y energía con Weston.
Lo mejor sería regresar a mi habitación. Cuando las puertas del ascensor se
abrieron, me encontré a Louis dentro.
—Hola. Te has quedado hasta muy tarde —comenté.
Louis sonrió.
—Sí, ya me iba.
Entré en el ascensor.
—Ah, bien.
—¿Te has confundido de planta? ¿Te has olvidado de que has cambiado
de habitación?
Negué con la cabeza.
—No, en realidad había quedado con Weston. Pero él también debe de
haberse mudado. Se habrá quedado otra suite libre. Sé que él también
quería una habitación más grande.
Louis asintió.
—Sí que se ha trasladado. Lo vi el otro día cuando bajó para cambiar la
llave. Pero no se ha movido a una suite, sino a otra habitación en esta
misma planta. Donde estabas tú antes.
—¿A la mía? —Arrugué la frente—. ¿Le habían dado la suya a otro
cliente o algo?
Louis negó con la cabeza.
—No que yo sepa. Simplemente pidió mudarse a la habitación que tú
habías dejado. Le dije que el servicio no había tenido tiempo de limpiarla
todavía, pero dijo que no pasaba nada, que él se ocupaba. Supuse que lo
sabías.
Las puertas del ascensor habían empezado a cerrarse, pero introduje la
mano en el último segundo y las detuve.
—Ay, es verdad. Se me había olvidado por completo. Lo siento, Louis,
he tenido un día muy largo. Voy a bajarme aquí entonces para hablar con él.
Buenas noches.
Confundida, recorrí el pasillo hasta llegar a mi antigua habitación. ¿Por
qué narices se había mudado aquí? La ira, que había empezado a disiparse,
regresó de golpe y con ganas.
Esta vez aporreé la puerta como si me fuera la vida en ello. Pam. Pam.
Pam.
Weston abrió la puerta con una sonrisilla engreída y se echó a un lado.
—Alguien está ansiosa —ronroneó.
—¿Por qué cojones estás en mi antigua habitación? —Pasé junto a él
dando zapatazos contra el suelo.
—Te pregunto algo mejor: ¿por qué me estabas siguiendo?
—¡No te estaba siguiendo, egocéntrico de mierda!
Weston engrandó la sonrisa.
—Claro.
—¡Que no! —Mi voz salió tan aguda que hasta desafiné un poquito.
—Siéntate, Sophia.
Hice caso omiso.
—¿Por qué estás en mi antigua habitación?
Weston se apoyó contra el escritorio y cruzó las piernas a la altura de los
tobillos.
—Te lo diré cuando tú me expliques por qué me estabas siguiendo.
—Que no te estaba siguiendo. Deliras si crees saber por qué hago o dejo
de hacer las cosas. Me encontraba en el mismo edificio que tú porque tenía
una cita. Y, ya que crees saberlo todo, tampoco me acosté contigo porque
me guste que me mangoneen.
El capullo engreído parecía pasárselo bomba. Se cruzó de brazos.
—¿No?
Yo también los crucé.
—No.
Nos quedamos mirándonos fijamente. Weston tenía un brillito especial
en los ojos, y casi vi los engranajes de su cabeza girar mientras librábamos
una batalla tácita para ver quién parpadeaba primero.
—Siéntate, Sophia.
—No.
Sonrió.
—¿Ves? Que te guste que yo tenga el control cuando nos acostamos no
significa que quieras que te mangonee siempre. Una cosa no equivale a la
otra. Te lo prometo, para mí no eres más débil porque te guste que te
dominen sexualmente.
—Que no me gusta.
Weston se separó del escritorio y caminó hacia mí. El aire en la estancia
empezó a crepitar. Por muy cabreada que estuviera, o quisiera estar, no
podía negar que me sentía atraída por él como nunca me había atraído
nadie. Por alguna razón, tenerlo tan cerca me hacía sentir a punto de
explotar.
Me agarró la cadera con una mano y me miró a los ojos. Aunque me
tenía bien sujeta, sabía, sin un ápice de duda, que, si le decía que me soltara,
lo haría. Nuestras interacciones eran un absoluto despropósito.
—Si te dijera que apartaras la mano ahora mismo, ¿qué harías?
Me miró fijamente a los ojos.
—La apartaría.
—Entonces, ¿cómo puedes decir que me gusta que me domines?
—Estás confundiendo dominio con control. Puedes querer que te
domine y aun así seguir manteniendo el control. De hecho, tú eres la que ha
tenido la voz cantante todas las veces que hemos estado juntos.
Me costaba aceptarlo y Weston me lo vio en la cara.
—No pienses en ello y déjate llevar, si es que lo disfrutas.
Aparté la mirada, pero enseguida volví a mantener contacto visual con
él. No sabía por qué me parecía tan importante, pero tenía que
preguntárselo.
—¿A dónde ibas hoy? ¿Qué hay en ese edificio?
Weston se quedó callado un momento.
—Voy a una psicóloga. Tiene el despacho en ese edificio.
Ah, vaya. Eso era lo último que había esperado que dijera.
Me contempló mientras procesaba su respuesta. Tras darme un minuto,
ladeó la cabeza.
—¿Alguna otra pregunta?
—No.
—Bien, entonces me toca. ¿Me estabas siguiendo?
¿Cómo iba a mentirle cuando él me acababa de confesar algo tan
personal?
Esbocé una sonrisa avergonzada.
—Sí.
—¿Por qué?
Lo medité. Mi respuesta salió junto a una carcajada.
—No tengo ni la menor idea. Te he visto en la calle cuando salía de la
tienda y simplemente te seguí.
Weston sonrió y me derretí un poquito por dentro.
—¿Dónde te has metido todo el día? —preguntó—. Te he buscado, pero
no estabas en el despacho. Ni siquiera he podido verte esta mañana mientras
pedías el café.
Sonreí de oreja a oreja.
—Me he escondido en mi habitación la mayor parte del día para no
tener que verte.
Una sonrisa gigantesca y sincera se extendió por el rostro de Weston.
Cualquiera pensaría que acababa de decirle lo excepcional que era en vez
de que había estado evitándolo todo el día.
De nuevo mantuvimos una pequeña competición de miradas, pero esta
vez Weston la apartó primero. Bajó las manos para desabrocharse el
cinturón. El sonido del metal fue directo a mi entrepierna.
—De rodillas, Sophia.
Ay, madre.
Colocó las manos en mis hombros y me dio un empujoncito para que
me arrodillara. Para mi absoluta indignación, lo hice. Me arrodillé y alargué
las manos hacia su cremallera.
—Eh, ¿Soph? —dijo Weston.
Alcé la mirada y él sonrió.
—Llevo un tiempo queriendo usar esta frase. «Triste es la ausencia y
tan dulce la mamada».
Capítulo 12
Weston
***
***
Sophia
***
Sophia
***
***
¿Recordáis la primera vez que volvisteis a casa después de salir con amigas
a los quince años y encontrasteis a vuestros padres despiertos en el salón?
No estabais seguras de si saludar con la mano como si nada e intentar salir
por patas o si eso mismo parecería sospechoso. Pero, si os sentabais en el
sofá, cabía la posibilidad de que vuestros padres oliesen el alcohol o
hablaseis arrastrando las palabras.
Bueno, aunque tuviera veintinueve años y Scarlett fuera mi mejor amiga
y no mis padres, me sentí exactamente igual al volver al restaurante.
Había estado en la lavandería más de una hora, así que ni siquiera sabía
si ella seguiría allí o no. Lo estaba, y me alivió ver que se encontraba sola.
Estaba de espaldas a mí, así que me arreglé el pelo y traté de actuar de
forma normal.
—Lo siento mucho, he tardado más de lo que pensaba.
Scarlett me hizo un gesto con la mano en señal de que no me
preocupara.
—Tranquila, nuestros amigos se han ido hace cinco minutos, así que he
estado bien acompañada.
Me senté a su lado y me relajé un poco. «Vale, puede que mamá y papá
no sospechen nada».
—Apuesto a que te mueres de hambre —dije.
—Me he… —La voz de Scarlett se fue apagando mientras me miraba, y
de repente abrió mucho los ojos—. Ay, Dios. ¡Te has tirado a Don
Testosterona!
Dudé si negarlo, pero sentí que empezaba a enrojecer.
Scarlett aplaudió.
—Casi voy a buscarte. Ese hombre tan guapo estaba cabreadísimo.
Ahora me alegro de no haberlo hecho, porque lo habría pillado dándole
muy buen uso a esa rabia.
Escondí la cara en las manos y negué con la cabeza.
—Creo que me he vuelto loca.
—Hombre, a mí tampoco me importaría perder la cabeza. Tu chico no
tendrá ningún otro amigo cabreado, ¿no? —Sonrió.
El camarero se acercó.
—¿Le pongo otro vodka con zumo de arándanos light, señorita
Sterling?
Estaba a punto de decir que sí. Una buena dosis de alcohol era justo lo
que necesitaba en ese momento, pero Scarlett se me adelantó.
Se inclinó y bajó la voz:
—Sean, cariño, ¿podrías traernos una botella del vino que estoy
bebiendo, una de vodka y otra de esos zumos de arándanos? Llevaba un
montón de tiempo sin ver a mi mejor amiga, y creo que a ambas nos
vendría bien ponernos el pijama y pedir al servicio de habitaciones.
Sean asintió y sonrió.
—Les ofrezco algo mejor. ¿Por qué no suben y les mando las botellas
arriba?
Scarlett se inclinó sobre la barra y le plantó un beso en la mejilla,
dejando la marca característica de su pintalabios rojo.
—Adoro América. Gracias, cariño.
Le di las gracias y saqué un billete de cincuenta.
—Mándalo todo a mi habitación.
—No hace falta —respondió él, y se encogió de hombros—. Los
caballeros han dejado la cuenta abierta para ustedes. Han dicho que nos
aseguremos de poner en su cuenta todas las bebidas y la comida que pidan.
Joder, ahora me sentía como una mierda. A pesar de eso, Scarlett y yo
subimos a nuestros dormitorios y ella se cambió. Llamó a la puerta un
cuarto de hora después, con un pijama de una pieza de Duck Dynasty.
Solté una carcajada mientras entraba.
—No sé cómo una tía que odia la televisión y siempre va vestida como
si acabase de salir de una pasarela puede estar tan obsesionada con esos
pijamas.
—Lo que te pasa es que tienes celos de lo bien que me queda —
respondió Scarlett mientras se acomodaba en el sofá.
El servicio de habitaciones había traído una bandeja con una botella de
vino, dos cocteleras llenas de bebidas frías, una botella de vodka Tito’s, otra
botella de zumo de arándanos light y un surtido de frutos secos, pretzeles,
queso y galletitas saladas.
Ella cogió un puñado de anacardos y se metió unos pocos en la boca
antes de servirnos una copa a cada una.
—Necesito que me repitas por qué no vives en uno de tus hoteles en
Londres, porque te juro que me podría acostumbrar a este servicio. Sobre
todo, si hay un maromo que se encarga de las cañerías del hotel y, ya de
paso, de las mías también.
Cogí la copa de la mesa y me senté en el sillón frente a ella. Tras doblar
las piernas, di un sorbo a la bebida.
—Créeme, suena más glamuroso de lo que es en realidad. Vivir en un
hotel enseguida se vuelve muy solitario.
—Pues tú no parecías muy solitaria cuando has entrado en el
restaurante. Va en serio, Soph, Liam solía quedarse en casa y no recuerdo
verte tan bien follada por ese muermo de tío.
Suspiré.
—Supongo que se debe a que el sexo con Liam nunca fue ni la mitad de
bueno que el que tengo con Weston.
Scarlett sonrió.
—Me alegro mucho por ti. Eso era justo lo que necesitabas.
Alcé una ceja.
—¿Tener una aventura con un enemigo acérrimo de la familia mientras
intentamos lograr la puja más alta para echarlos de la gerencia del hotel?
—¿Cómo que «tener una aventura»? Sé que eres estadounidense, pero
no octogenaria, así que un poco de respeto a lo que estás haciendo. Estás
follando, acostándote con alguien… Incluso acepto lo de fornicar. Y
segundo, eso es problema de tu abuelo, no tuyo, ¿no? ¿Ese Adonis cabreado
te ha hecho algo alguna vez? Aparte de darte orgasmos espectaculares, por
lo que intuyo.
—A ver, no… Pero… no nos caemos bien.
Scarlett dio un sorbo a su vino y me miró por encima de la copa.
—Caerse bien no es necesario para echar un buen polvo.
—Ya lo sé, pero…
Desde que Scarlett se había dado cuenta de lo que pasaba, no había
dejado de sonreír. Hasta ahora.
Puso la copa en la mesa y sacudió la cabeza.
—Estás empezando a sentir cosas por él, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—No… Para nada… A ver, no sé.
Scarlett suspiró.
—Las cosas serían más fáciles si no hubiese sentimientos de por medio.
Asentí.
—Ya lo he intentado, créeme. Así empezamos. No me caía bien en
absoluto; bueno, no es verdad. Algunas partes de él sí que me gustaban.
Todo era estrictamente físico. Cada vez que discutíamos, acabábamos
follando cabreados. Es la última persona con quien tendría una cita. Aparte
del hecho de que somos rivales y nuestras familias llevan medio siglo
enfrentadas, es un mujeriego, un arrogante, no está estable del todo y tiene
más bagaje emocional que yo.
—Bueno, tú llevas diez años eligiendo a hombres que pensabas que se
portarían bien contigo y mira lo que ha pasado.
Hice una mueca.
—Gracias.
—Por mucho que pensaras que Liam encajaba en tu perfil, yo siempre
he creído que era una babosa egoísta. Siempre que salíamos todos juntos era
cuando y donde él quería. Nunca te preguntaba qué querías tú. No te he
preguntado jamás por cosas de sexo, pero me atrevería a suponer que
tampoco era generoso en ese aspecto.
No se equivocaba. Al final, solo dedicaba más de tres minutos a los
preliminares en ocasiones especiales. Y que me hiciera sexo oral solo
pasaba en los cumpleaños o como regalo del día de San Valentín, aunque
sabía que esos orgasmos eran mejores que los demás. Yo trabajaba entre
semana y él los fines de semana, pero las únicas veces que salíamos por la
noche eran los días que él no tenía que madrugar, aunque yo sí.
—Ya me he dado cuenta de que Weston es más atento en el sexo. Se fija
en cosas y descubre qué es lo que me funciona. Liam tenía cierta rutina que
le funcionaba a él, y a veces a mí. Pero eso lo puedo atribuir a la
experiencia. No le he preguntado, pero estoy segura de que Weston ha
estado con más mujeres que Liam.
Scarlett señaló mi copa.
—¿Y eso del zumo de arándanos light?
—Es increíble y la diferencia ni se nota. —Se lo ofrecí—. ¿Quieres
probarlo?
Scarlett ladeó la cabeza.
—¿Ha comprado Liam alguna vez cosas que te gustaban a ti?
Sabía a qué se refería.
—Ha sido un gesto muy amable por parte de Weston, pero…
—Escucha, Soph. No conozco a ese tío, así que puede que me
equivoque. Pero me da la sensación de que, si lo piensas, verás que hay algo
más allá del hecho de que pida zumo de arándanos light para ti y se asegure
de que te corras antes que él. Y te digo lo mismo sobre Liam. Si echas la
vista atrás, no me cabe duda de que te darás cuenta de que en su lista de
prioridades ocupabas el segundo lugar, porque él siempre ha estado
primero.
Capítulo 15
Sophia
***
Esa noche me di cuenta de que había pasado muchísimo tiempo desde que
había ido por última vez a una discoteca. Me enfundé un par de vaqueros,
una blusa mona azul marino y unas cuñas con las que sabía que podría
bailar bien. Scarlett llamó a la puerta de mi habitación a las diez menos
cuarto.
—Creía que habíamos quedado abajo a las diez.
Me dio un buen repaso con la mirada y entró en mi suite con los brazos
llenos.
—Sí. Antes. Pero entonces caí en que te ibas a vestir así a menos que le
pusiera remedio.
Bajé la mirada a mi modelito.
—¿Qué tiene de malo lo que llevo?
Scarlett suspiró.
—Ayer te tiraste a un tío en la lavandería. No eres aburrida, pero sigues
vistiéndote como si lo fueras.
—Es una blusa cara. Y llevo vaqueros ajustados y tacones.
Ella hizo caso omiso y, en una mano, sostuvo en alto otra blusa
plateada, con brillitos, muy ligera y con escote, y, en la otra, un par de
tacones plateados, también con brillitos y con tiras.
—Este me gusta más —dijo—. Pero este otro… —Tiró las prendas
plateadas sobre la cama y sostuvo en alto un top de un verde muy vivo y
que se ataba al cuello en una mano y un par de taconazos negros, con los
que jamás podría andar en condiciones, en la otra—. Este te quedaría
fenomenal con tu pelo.
Sabía que discutir con Scarlett sería inútil si no le gustaba el modelito
que llevaba. Además, no podía negar que sus dos opciones eran mucho más
atrevidas que lo que yo me había puesto.
—Está bien. —Recogí las prendas plateadas de la cama, como si
ponérmelas fuera todo un sacrificio.
Pero en cuanto me miré en el espejo después de cambiarme, me di
cuenta de que mi amiga tenía razón. El otro conjunto no estaba mal, pero
este gritaba «noche loca en la discoteca». Y, si era completamente sincera,
me encantaba vestirme un poco más sexy.
Me giré en busca de la aprobación de Scarlett.
Ella se encogió de hombros.
—Si tuvieras pene, te follaría.
Me reí y enganché el brazo con el suyo antes de encaminarnos hacia la
puerta de mi suite.
—¿Sabes? Pensaba que te echaba de menos a ti, pero en realidad creo
que lo que añoraba era tu armario.
***
Weston había hecho mucho más que evitar que nos comiéramos la cola de
entrada. Cuando llegamos, teníamos una mesa acordonada en la zona VIP
de arriba con un cubo de champán esperándonos. La camarera anunció que
se ocuparía personalmente de nosotras esa noche y un empleado nos tendió
unas llaves para el baño especial VIP, que siempre estaba vacío.
Scarlett y yo le sacamos todo el partido posible. Nos bebimos el
champán mientras observábamos la pista de baile de abajo, en la que toda la
marabunta se movía al ritmo de la música que ponía el DJ. Entonces,
nosotras también bajamos. Una canción siguió a la otra, los cuerpos no
dejaban de apretarse a nuestro alrededor y mi corazón parecía estar latiendo
al mismo ritmo que la base musical. Después de una hora, tenía la nuca
sudada y pegajosa y el pelo adherido a la piel.
A lo largo de la noche, varios hombres trataron de bailar con nosotras,
pero nos lo estábamos pasando tan bien juntas que no teníamos intención de
conocer a nadie. La mayoría pilló la indirecta. Aunque, en un momento
dado, un tío muy guapo se acercó a Scarlett durante un cambio de canción y
le dijo algo que fui incapaz de oír. Fuera lo que fuese, la hizo reír, y luego
empezó a bailar con nosotras. A diferencia de otros hombres, que piensan
que si una mujer te sonríe en la pista de baile significa que tienen licencia
para manosearte a gusto, el tipo mantuvo una distancia considerable y, entre
los tres, formamos un pequeño círculo, aunque era evidente que el hombre
solo tenía ojos para Scarlett.
Un amigo suyo se unió a nosotras unos cuantos minutos después, y eso
llevó a que nos dividiéramos en dos parejas de baile. El tipo que estaba
conmigo no intentó meterme mano ni nada, así que he seguido bailando con
él. Cerré los ojos y me balanceé al ritmo de la música, pero posaron una
mano en mi cintura desde atrás y el momento se estropeó. Abrí los ojos de
golpe. Supuse que sería el tipo con el que había estado bailando, que se le
había soltado un poco la mano, pero el muchacho seguía frente a mí. Me di
la vuelta, preparada para decirle al capullo de turno que me quitara las
manos de encima, pero a medio camino de la primera palabra, me di cuenta
de que no se trataba de un capullo cualquiera. Era mi capullo.
Weston.
Apretó el agarre que tenía sobre mi cintura y se inclinó por encima de
mi hombro para hablar con el hombre con el que había estado bailando.
—Viene acompañada.
Fue un gesto de absoluta posesión, pero, no sé cómo, consiguió decir
aquello sin sonar antipático. El tipo me miró en busca de mi confirmación y
yo suspiré, pero asentí. Él desapareció educadamente y sin montar ninguna
escenita.
Me giré hacia Weston.
—¿Qué haces aquí?
Se encogió de hombros.
—Bailar. ¿Qué si no?
—¿Aquí? ¿De repente hoy te apetecía salir a bailar?
Sonrió.
—No. Me ha invitado Scarlett.
Busqué a mi amiga entre la multitud. Cuando nuestros ojos se
encontraron, la fulminé con la mirada. Ella me sonrió y contoneó los
dedos.
«Muy bonito, sí señor».
Weston aprovechó la oportunidad para deslizar las manos por mi cintura
otra vez. Pegó su torso firme contra mi espalda y empezó a mecerse. Se
inclinó sobre mi hombro y acercó la boca a mi oído antes de susurrar:
—Relájate y baila conmigo. Ya sabes que nuestros ritmos se
compenetran muy bien.
En realidad no tuve oportunidad de aceptar o no. Weston empezó a
guiarme desde atrás, tomando el control, igual que hacía cuando nos
acostábamos, como tanto me gustaba. Era un gustazo y nuestros cuerpos se
movían bien juntos. Así que, por una vez, no me molesté en tratar de
llevarle la contraria. Cerré los ojos. Weston deslizó una de sus manos de
forma posesiva por mi costado mientras nos movíamos, bajándola por las
costillas hasta llegar a las caderas y acariciarme el muslo. Yo levanté un
brazo y lo enganché detrás en su nuca, donde colocó la otra mano para que
no lo bajara.
Nos quedamos así durante varias canciones y, con el paso del tiempo, lo
sentí endurecerse contra mi espalda. El calor se arremolinó en mi interior y
me pregunté si el baño VIP estaría insonorizado.
Weston se inclinó y me volvió a hablar al oído.
—¿Quieres descansar un rato y beber algo?
Asentí. La música en la planta principal hacía que fuese prácticamente
imposible comunicarse a menos que hubiese una boca justo al lado de tu
oreja. Así que regresamos a la mesa VIP de arriba, donde podíamos
mantener una conversación.
La camarera vino justo cuando nos sentamos. Usó unas pinzas para
sacar unas toallitas faciales frías de una cesta y nos tendió una a cada uno.
Yo usé la mía para secarme la nuca, mientras que Weston se refrescaba la
cara. Las volvimos a dejar en la cesta y la camarera nos preguntó:
—¿Qué quieren de beber? ¿Más champán?
Sonreí.
—Yo sí. Gracias.
—Para mí agua, gracias.
Se me había olvidado por completo hasta ese momento que Weston no
bebía.
—Lo siento. No había caído.
Weston negó con la cabeza.
—No pasa nada. Yo soy el único que tiene que acordarse.
—¿No te resulta difícil estar en este ambiente?
Sacudió la cabeza.
—Durante los primeros seis meses evité los bares y las discotecas. Pero
ahora ya me dan igual. Al menos, cuando es temprano. Antes, cuando
bebía, me encantaba la multitud de las tres. Cuanto más tarde era, más
locuras ocurrían. Para mí, esa era la hora de las brujas. A veces no salía
hasta la una de la madrugada para poder estar pedo perdido a las tres y
preparado para la acción. Tiene gracia, la primera vez que estuve en un bar
sobrio sobre esa hora, me di cuenta de que la gente a la que consideraba
muy divertida en realidad solo era una panda de idiotas imbéciles.
—Antes los veías con los ojos del alcohol.
—Más bien con los de una destilería entera, pero sí.
Tenía tanto calor por haber estado bailando que me recogí el pelo en una
coleta con la mano y me abaniqué un poco para refrescarme la piel.
—¿Sigues teniendo calor?
—Estoy asada. —Bajé la mirada para consultar la hora en el móvil—.
Creo que Scarlett y yo hemos estado en la pista de baile casi dos horas.
Weston asintió.
—Sí.
Enarqué las cejas.
—¿Cómo lo sabes?
—Os he estado mirando desde aquí mínimo una hora. ¿No tienes una
goma en el bolso?
Negué con la cabeza.
—Ojalá.
La camarera regresó con mi champán y dejó en la mesa el agua de
Weston.
—¿Necesitan algo más?
Weston asintió.
—¿Cree que podría buscarnos una goma como la suya para que se haga
una coleta?
La chica sonrió.
—Claro. No hay problema.
—¿Y podría traernos otra toallita de esas, por favor?
—Enseguida.
En cuanto se marchó, Weston colocó un brazo sobre el respaldo del
reservado, a mi espalda, como si nada.
—Gracias. A mí ni se me habría ocurrido pedírselo.
—Aquí estoy para servirte. —Guiñó un ojo—. ¿Necesitas algo más?
Me reí.
—Ahora mismo no, pero ya te diré.
Cuando la camarera volvió con la goma y las toallitas frescas, Weston
me pidió un vaso de agua. Nos sentamos de cara a la pista de baile, pero mi
mente no estaba en la discoteca ni en la gente moviéndose al son de la
música. Estaba pensando en lo que Scarlett me había dicho sobre Weston
anoche; que se había dado cuenta de que él me había priorizado, mientras
que Liam nunca lo había hecho. Solo esta noche, Weston había conseguido
que entrásemos en la discoteca, se había asegurado de que nos tratasen
como a gente VIP, me había encontrado una goma para que no tuviera calor
y le había pedido a la camarera más toallitas y agua. Hasta nos había
vigilado desde lejos y había intervenido cuando dos tíos se habían puesto
más cariñosos de la cuenta. Weston tenía un lado muy protector. Parte de
esa faceta desembocaba en un comportamiento territorial y propio de los
machos alfa, pero no lo hacía a malas ni tampoco de forma desagradable.
En realidad, sus celos me parecían hasta sexys.
Weston se inclinó hacia adelante.
—¿Ya estás mejor?
Asentí.
—La goma ha sido clave.
Se acercó a mí y la mano que tenía extendida sobre el respaldo resbaló
hasta mi hombro. Me dio un breve empujoncito para que me echara contra
él, y eso hice. Nos habíamos visto desnudos muchas veces, pero este
sencillo arrumaco era más íntimo que todas esas otras ocasiones en las que
nos habíamos acostado. Weston me acarició el hombro desnudo, y yo sentí
que mi cuerpo se relajaba bajo su contacto. Me sentía muy bien, genial
incluso, y ladeé la cabeza hacia atrás para apoyarla contra su pecho.
Había estado observando la pista de baile, sin prestar atención a nada en
particular, cuando vi a Scarlett extender una mano al tío con el que había
estado bailando. Él se la estrechó y se inclinó para decirle algo. Unos
cuantos segundos después, la sonrisa de él se marchitó y se alejó con los
hombros hundidos. Scarlett levantó los brazos en el aire, cerró los ojos y,
feliz, empezó a bailar sola otra vez.
—¿Has visto eso? —preguntó Weston.
—Sí. Supongo que ya se ha cansado de él. —Me reí.
—Me cae bien. Siempre dice lo que se le pasa por la cabeza.
—Así es Scarlett. O bien la gente valora ese rasgo de ella y la adora, o
no.
—Supongo que no considera una pérdida a las personas que no lo
hacen.
—Pues no. Suele decir en broma que soy su única amiga y que lleva
buscándome una sustituta desde que me fui de Londres. Pero la gente
siempre hace cola para estar cerca de ella. El problema es que no deja entrar
a muchos en su círculo.
—Las dos parecéis tener mucho en común.
Asentí.
—Pensaba que echaría de menos muchas cosas de Londres, pero ella es
a quien realmente echo de menos.
—¿A Liam no?
Ni siquiera tuve que pensarme la respuesta. Desvié los ojos de la pista
de baile y miré a Weston.
—¿Qué Liam? —dije.
Weston sonrió y desvió la mirada hasta mis labios por un instante. La
música resonaba fuerte a nuestro alrededor; debía de haber varios cientos de
personas en la discoteca y, aun así, parecía que solo estuviéramos nosotros
dos. Weston siempre se las apañaba para hacerme sentir especial y atractiva
sin necesidad de palabras. Fijé la vista en su boca y, para variar, no me le di
más vueltas. Me incliné y pegué mis labios a los suyos. Él colocó una mano
en mi nuca y me devolvió el beso, pero no intentó enrollarse conmigo. En
cambio, compartimos un primer beso muy tierno. Después, él se separó.
—¿Has roto tu propia regla?
—Eh… que les den a las reglas.
Una sonrisa se extendió por su cara y su mirada se oscureció.
—Ah, ¿sí?
Asentí.
—Sí.
Me dio un apretón en la nuca y volvió a acercar mi rostro al suyo. El
segundo beso no fue tierno; Weston me besó hasta dejarme sin aliento.
Después, acercó la boca a mi oído.
—¿Y si mantenemos una de tus reglas? Tú te corres primero.
***
Eran pasadas las dos de la mañana cuando los tres regresamos al hotel.
Scarlett nos había mantenido entretenidos todo el camino de vuelta con las
peores frases para ligar que había oído esa noche, además de otras
memorables que había atesorado a lo largo de los años.
Weston pulsó el botón para llamar al ascensor y se apartó para que
nosotras entrásemos primero cuando se abrieron las puertas.
—¿Cuál es la tuya, Wes? —preguntó Scarlett.
Se encogió de hombros.
—Normalmente suelo decir… «alto».
Scarlett soltó una carcajada.
—Supongo que no te hace falta más con esa cara bonita que tienes.
Weston guiñó un ojo y ladeó la cabeza en mi dirección.
—Con ella ha funcionado.
Llevaba un rato delante del panel del ascensor a la derecha, pero se me
había olvidado pulsar los botones para nuestras plantas. Tras un minuto,
Weston se percató de que no nos movíamos.
—A lo mejor si le dices al ascensor adónde vamos, se moverá, Soph.
—Ostras. Sí. —Pulsé los tres botones y el ascensor empezó a subir.
La habitación de Scarlett estaba en la tercera planta, así que su parada
fue la primera.
—Gracias por esta noche tan fabulosa, Weston. Me lo he pasado pipa.
—De nada. Pero tengo la sensación de que te lo pasarías pipa en
cualquier sitio.
Scarlett y yo nos abrazamos, y luego el ascensor siguió subiendo hasta
su próxima parada. La habitación de Weston estaba en la octava planta. Las
puertas se abrieron, pero él no hizo amago de salir.
—¿Te vas a… bajar? —pregunté—. Esta es tu planta.
Weston sacudió la cabeza.
—No. Voy a bajarme en la tuya.
Capítulo 16
Weston
Sophia entró en la suite antes que yo y encendió la luz del pasillo. Cuando
llegó al salón, encendió la lamparita. La seguí y la apagué.
Normalmente me daba igual la luz. De hecho, era algo en lo que nunca
había pensado. Sin embargo, con la del pasillo ya la veía suficientemente
bien y no quería más distracciones.
—¿Te apetece agua o alguna otra cosa? —ofreció Sophia.
Negué con la cabeza e hice un gesto con el dedo para que se acercara.
—Otra cosa. Ven aquí.
Sophia se mordió el labio inferior y se acercó.
Tracé la línea de su cuello con el dedo.
—No sabes cuánto me gusta tu piel. Es tan suave, tan perfecta. Cuando
te veo coger el café todos los días, fantaseo con hincarle el diente. Quiero
chupar cada centímetro de tu cuerpo y dejarte marcas.
Soltó una risita nerviosa.
—Pero entonces dejará de ser perfecta, ¿no?
—La verdad es que lo único que la haría más perfecta sería marcarla
como mía.
Le acuné las mejillas y la atraje hacia mí. Ahora que por fin podía
besarla, no pensaba dejar de hacerlo. Esta mujer besaba de infarto. Se hacía
con mi lengua, me mordía el labio y me daba unos tironcitos que sentía
hasta en la polla. Pero lo que me dejaba KO del todo eran los gemidos que
emitía. El sonido viajaba entre nuestras bocas, envolvía mi corazón y lo
apretaba.
Agarré su trasero y la aupé. Sus piernas largas envolvieron mi cintura
mientras la llevaba al dormitorio. Jamás me había apetecido tanto la postura
del misionero como con esta mujer. Lo cierto era que jamás había deseado
tanto a una mujer como a Sophia en este momento. Me moría por tumbarla
en aquella cama grande y observarla llegar al orgasmo.
Ella hundió los dedos en mi pelo y tiró de él. Ambos seguíamos
vestidos, pero dadas las ganas, sabía que, si no iba más despacio, rompería
la única regla que le había dicho que íbamos a seguir cumpliendo, así que
me obligué a apartar la boca de la suya y romper el beso.
Ella negó con la cabeza mientras yo trataba de apartarme.
—No. Más.
Sonreí.
—Esta noche quiero tomarme mi tiempo.
Ella gimió y yo solté una carcajada a la par que la dejaba en el suelo.
Retrocedí varios pasos y dije:
—Quítate la blusa.
Nuestros ojos se encontraron y ella hizo un puchero.
—¿No podemos desnudarnos a la vez?
La desesperación que denotaba su voz me hizo sentir como el rey de la
jungla, pero, como se iba a entregar por completo a mí esta noche, quería
que le gustase. Habíamos follado mucho, aunque había sido meramente con
nuestros cuerpos. Esta noche subiríamos la apuesta.
Controlé las ganas y repetí la orden.
—Quítate la blusa, Sophia.
Logré no desviar la mirada de su rostro mientras se quitaba la prenda
plateada por los hombros y dejaba que cayera al suelo. Me cago en la puta,
no llevaba sujetador. No había nada que se interpusiera entre su piel y yo, y
sus pechos naturales y grandes formaban una curva de lo más sexy. Los
pezones, de un rosa oscuro, estaban duros, enhiestos. Se me hizo la boca
agua. Qué ganas tenía de mordérselos.
Alcé la barbilla y dije:
—Ahora los pantalones.
El ruido de la cremallera de los vaqueros resonó en la habitación. Se
suponía que este pequeño striptease me ayudaría a mantenerme bajo
control, pero estaba consiguiendo justo lo contrario. Estaba tan empalmado
que hasta empezaba a doler.
Sophia deslizó los vaqueros por sus piernas, increíblemente sexys y
tonificadas, y se los quitó. Se enderezó frente a mí con apenas un triangulito
de encaje cubriéndole la entrepierna. Joder, me encantaban sus curvas; su
cintura estrecha, la inclinación de sus caderas y esas piernas largas y suaves.
—Eres preciosa —dije con voz ronca.
Aunque estaba prácticamente desnuda delante de mí, pareció sonrojarse
por mis palabras.
—Gracias.
Mientras la tensión entre nosotros crecía, empecé a desnudarme y me
tomé mi tiempo. Dejé caer la camisa al suelo igual que ella y me quité los
pantalones. Los ojos de Sophia descendieron hasta el bulto en mis
calzoncillos, y estuve a punto de gruñir cuando se relamió.
—Joder, Soph, no me mires así.
Ella se mordió el labio inferior.
—¿Que no te mire cómo?
—Como si quisieras que te pusiera de rodillas y te agarrara del pelo
mientras me comes la polla.
Sus ojos titilaron y Sophie curvó los labios en una sonrisa malévola.
—Quítate los calzoncillos.
Joder.
Sacudí la cabeza.
—Ven aquí.
En cuanto pegó sus tetas calientes a mi pecho, perdí el último resquicio
de autocontrol. Hundí los dedos en su pelo y tiré para levantar su rostro
hacia mí.
A partir de entonces todo fue cuesta abajo. Sophia me bajó los
calzoncillos y hasta me arañó por las ganas que tenía de quitármelos; y yo
me metí uno de sus pezones entre los dientes y tiré hasta que aguantó la
respiración. Ella enroscó una pierna en torno a mi cintura y pegó un saltito
para subirse a mí, como si yo fuera un puto árbol o algo. Desapareció
cualquier atisbo de duda sobre si estaba lista o no. Estaba empapada y me
restregó su humedad mientras se frotaba contra mí.
—Te deseo —gimió.
Me senté en el borde de la cama con ella en el regazo. Le temblaban los
brazos mientras colocaba las manos en mi nuca y se alzaba lo suficiente
como para que me introdujera en ella. Sentí el calor de su sexo sobre la
punta de la polla, pero entonces se detuvo. No me había puesto condón.
Estaba a punto de hablar, pero Sophia se me adelantó.
—Estoy… tomándome la píldora. Y me hice un examen médico antes
de mudarme. No he estado con nadie desde entonces.
Y yo que pensaba que que me dejase besarla y verle la cara mientras me
introducía en ella sería el mejor regalo que podría darme. Esto… esto
suponía mucho más. Su confianza.
La miré a los ojos.
—Yo no tengo nada. Llevo años sin hacerlo sin condón y me hacen
pruebas con frecuencia.
Sophia asintió y se inclinó para besarme al tiempo que empezaba a
descender, pero yo no pensaba claudicar tan fácilmente. Ya la había dejado
tomar el control y cabalgarme tan despacio o rápido como quisiese, pero
esta noche necesitaba verla, así que mantuve su rostro a escasos centímetros
del mío. Aprecié la confusión en su mirada.
—Me apunto a hacerlo como quieras: rápido, lento, encima o debajo de
mí, pero quiero mirarte.
Sus ojos escrutaron los míos antes de asentir. A continuación, volvió a
elevarse y a descender sobre mí. Necesité todo mi autocontrol para no
sacudir las caderas y embestirla. Me había regalado tanto esta noche que
quería ser yo el que ahora le entregara algo que normalmente ejercía yo: el
control.
—Precioso. —Desvié la mirada hacia abajo y observé cómo mi polla se
introducía en ella poco a poco—. Es precioso, joder.
Me obsequió con una sonrisa dulce antes de cerrar los ojos. Entonces,
con un solo movimiento, se hundió hasta abajo, empalándome en ella hasta
que su trasero quedó completamente pegado a mi regazo.
—Madre de Dios —murmuré.
Sophia abrió los ojos. Puede que lo que voy a decir me convierta en el
tío más cursi del mundo, pero prometo que aquello me pareció toda una
experiencia religiosa. Tenía los ojos vidriosos a causa del deseo; la piel,
cremosa y radiante; y un rayo de luz iluminaba su cuerpo. Parecía un ángel
y, aunque estuviera encima, percibí algo en su mirada que me dio a entender
que se había rendido a mí.
—Yo… yo… —empezó a decir.
Sonreí.
—Lo sé, nena.
Empezamos a movernos a la vez. Sophia se mecía mientras yo la
embestía. Estaba tan ceñida que parecía que me tuviese agarrada la polla
con el puño.
—Weston —gimió—. Más…
Joder.
La alcé hasta que apenas tuve dentro la puntita. Entonces, de una vez, la
hice bajar de golpe.
Ella volvió a gemir.
Así que repetí el movimiento.
Otro gemido.
La levanté una vez más, pero en esta ocasión la embestí al mismo
tiempo que la desplazaba hacia abajo.
Ella gimió con más fuerza.
Nos movíamos y gruñíamos; nos acercábamos y nos alejábamos; me
introducía y salía de ella; hasta que llegó un momento en el que no pude
distinguir cuándo terminaba uno de sus gemidos y empezaba el siguiente.
Fue una canción preciosa.
Puso los ojos en blanco y sus músculos se ciñeron más a mí.
—Wes…
—Dime, nena. Dime.
—Por favor —gimió—. Por favor.
—Dime qué quieres.
Respondió tartamudeando.
—Có-córrete dentro. Ya.
No hacía falta que me lo dijera dos veces. Tras una última embestida,
me hundí bien adentro. Temblé, ensimismado en ella; en su olor, su sabor,
la forma en que gemía mi nombre mientras se corría en torno a mi polla;
con las uñas clavándoseme en la espalda; con sus tetas pegadas a mi pecho;
con su culo contra mis pelotas. Estaba total y completamente inmerso en el
momento… con esta mujer.
—Soph… —No pude aguantar más—. Soph… joder.
Tal vez se me escaparan algunas lágrimas al vaciarme en su interior. Fue
el orgasmo más maravilloso, increíble y fantástico de mi vida.
Al acabar, vi que Sophia estaba exhausta. Se dejó caer contra mí y
apoyó la cabeza en mi pecho mientras ambos tratábamos de recuperar el
aliento.
Por lo visto, mi polla se creía un volcán recién entrado en erupción,
porque tembló al terminar de expulsar la lava que quedaba en su interior.
Sophia me miró con una sonrisa que solo se podría catalogar como
delirante.
—¿Lo haces a propósito? Lo de que se mueva así.
Solté una carcajada.
—No, tiene vida propia.
Envolvió mi cuello con los brazos, me besó y suspiró.
—Ha estado bien.
Arqueé una ceja.
—¿Bien?
—Sí. ¿Cómo quieres que lo describa? Si ha estado bien, pues ha estado
bien.
Me llevé el puño al pecho y fingí que me habían dolido sus palabras.
—Me haces daño.
Ella se rio.
—¿Extraordinario te parece mejor?
—Un poco.
—¿Orgásmico te vale?
—Te vas acercando. Sigue.
—Épico. Ha sido épico.
—¿Y qué más?
—Fenomenal. Impresionante. Espectacular.
Me moví y me la quité de encima con cuidado. La acuné en mis brazos
y la aupé, lo que provocó que chillara de la sorpresa. Sin embargo, la
sonrisa en su rostro dejaba entrever que le había encantado.
—¿Qué haces? —preguntó con una risita.
La llevé hasta el respaldo de la cama y la tumbé antes de subirme
encima y abrirle las piernas con las rodillas.
—Voy a follarte hasta que se te quite de la cabeza eso de ser maja.
Ella respondió de nuevo riéndose.
—Puede que tardes, porque lo soy y mucho.
Sonreí.
—No pasa nada. Se me da bien. No sé si lo sabes, pero hay gente que
nace grande y consigue grandeza, y otros consiguen que les metan algo
grande.
Sophia soltó una carcajada.
—Estoy bastante segura de que Shakespeare decía que algunos nacen
grandes, otros consiguen grandeza y a otros la grandeza les queda grande.
Le guiñé el ojo.
—No nos pongamos quisquillosos.
Capítulo 17
Sophia
***
Weston
***
Tras llevar al señor Thorne al The Countess, me pasé una hora enseñándole
el hotel. Me alegré de no haber visto a Sophia. Estaba exhausto, así que lo
llevé a la cafetería del vestíbulo a por un café y nos sentamos en la misma
esquina que a menudo ocupaba por las mañanas mientras esperaba a que
Sophia bajase y pidiera el café.
El señor Thorne dio un sorbo a su té frío mientras contemplaba el gran
vestíbulo con una sonrisa.
—Este sitio es especial.
Asentí.
—Sí, no está mal.
Él negó con la cabeza.
—Mucho mejor que eso, chaval. Es mágico. ¿No lo sientes? —Señaló
los dos tramos de escaleras que conducían a la segunda planta por
direcciones distintas—. Ahí va el árbol. Hinqué la rodilla allí. Fue el día
más feliz de mi vida.
Sabía que no lo había pasado bien esos últimos años, pero me parecía
una locura que dijera que pedirle matrimonio a la que era ahora su exmujer
fuera el día más feliz de su vida.
—No te entiendo. Estás divorciado. Tú mismo me contaste que las
cosas no acabaron bien. ¿Cómo puede ser algo que acabó tan mal el día más
feliz de tu vida?
—Un día bueno con Eliza valía más que diez malos solo. Solo se vive
una vez, muchacho. Es probable que un día muera solo y sentado en esta
silla. Pero ¿sabes qué? Cuando me siento aquí me acuerdo de los buenos
tiempos, así que, aunque ahora esté solo, los recuerdos me hacen compañía.
Los recuerdos agridulces son mejores que el arrepentimiento.
Justo entonces vi por el rabillo del ojo que Sophia entraba por la puerta
giratoria con Scarlett. Llevaba una bolsa de una tienda, mientras que su
amiga cargaba por lo menos con seis. Se estaban riendo, y saber que había
tenido un buen día me hizo sonreír.
Las chicas ya iban por la mitad del vestíbulo cuando Sophia miró a su
alrededor. Era como si hubiese notado que alguien la observaba. Sus ojos se
fijaron en nosotros, llenos de sorpresa. Se inclinó hacia Scarlett para decirle
algo y, a continuación, se encaminaron hacia donde nos encontrábamos.
El señor Thorne, despistado, me dio un codazo.
—No mires, pero hay dos señoritas preciosas que vienen hacia aquí. Me
pido la de la izquierda.
Negué con la cabeza.
—Ni se te ocurra, viejo. Esa ya está pillada.
Mientras se aproximaban, Sophia esbozó una sonrisa entre curiosa y
divertida.
—Hola.
Señalé las bolsas de Scarlett con la barbilla.
—Me parece que vas a necesitar otra maleta para volver a casa.
—La tienda me va a mandar aquí el resto, no podía traerlo todo.
Sonreí y sacudí la cabeza.
—Va en serio —intervino Sophia—. Se lo van a traer. Ni siquiera sabía
que hacían esas cosas.
El señor Thorne carraspeó a mi lado.
—Perdón. Sophia, Scarlett, él es Walter Thorne.
Las mujeres le estrecharon la mano.
—Encantada de conocerlo, señor Thorne —dijo Scarlett.
—Por favor, llámenme Walter —respondió.
—¿Qué puñetas? —interrumpí—. ¿Yo te tengo que llamar señor Thorne
y a estas dos que acabas de conocer les das permiso para llamarte Walter?
—Si fueras tan guapo como ellas, dejaría que me llamases como
quisieras.
Puse los ojos en blanco.
—Eres de lo que no hay. Pues entonces, tal vez tengan que encargarse
ellas de comprarte los boletos a partir de ahora.
El señor Thorne le restó importancia con un gesto de la mano.
—Hay que dirigirse a un señor mayor de manera formal, al menos hasta
que te ganes el derecho a llamarlo por su nombre de pila.
No me había molestado hasta que dijo eso.
—¿Y yo todavía no me lo he ganado?
—No del todo.
Sophia soltó una carcajada.
—Por lo que veo, os conocéis desde hace tiempo.
—Demasiado —gruñí.
Él se inclinó hacia las chicas y bajó la voz.
—¿Sabéis en qué se parecen una camisa vieja y un hotel pobre?
—¿En qué?
—En que ninguno tiene botones.
Ambas se rieron, lo cual alentó al señor Thorne.
—En el ascensor de un hotel entran un señor y una señora. El hombre,
muy educado, le pregunta a qué planta se dirige y pulsa el botón, pero con
tan mala fortuna que, al retirar el brazo, le da un codazo a la señora en el
pecho derecho. El señor, todo colorado, se disculpa: «Señora, si tiene usted
el corazón tan tierno como su pecho, seguro que sabrá disculparme».
«Caballero… Si la tiene usted tan dura como el codo, estoy en la 307».
Las chicas volvieron a echarse a reír, y yo me froté la cara.
—Vale, creo que ya es hora de que nos vayamos. A partir de aquí solo
puede ir a peor.
Nos despedimos y el señor Thorne abrió los brazos para que Sophia lo
abrazara. Aunque intentó hablar en voz baja, oí lo que le dijo:
—No te des por vencida con él muy deprisa, ¿vale, cielo? —susurró—.
De vez en cuando se saca la cabeza del culo y con eso equilibra todo lo
demás.
Capítulo 19
Sophia
Tus labios saben casi tan bien como los que tienes entre las piernas.
Siento haberme ido tan de golpe. Te lo compensaré.
Sophia: Tenemos que hablar de un lío con una entrega. ¿Estás libre?
Weston: Estoy en Florida. ¿Es algo que podamos hablar por teléfono?
«¿Qué?»
***
Sophia
Weston
¿De quién había sido la brillante idea de salir a cenar al otro lado de la
ciudad, a un restaurante elegante con aperitivos, cena, postre y baile?
—Este restaurante es precioso. —Sophia echó un vistazo alrededor—.
¿Habías estado antes?
Negué con la cabeza.
—¿Te has recogido el pelo por mí?
—Lo haces mucho, ¿sabes?
—¿El qué?
—Te pregunto algo y, en vez de responderme, me haces otra pregunta
que no tiene absolutamente nada que ver.
—Supongo que a veces no puedo evitarlo cuando estoy contigo.
Ella sonrió.
—Sí, ha sido por ti.
Por un segundo me quedé aturullado. Había retrocedido a la pregunta
sobre el pelo.
—Gracias. Pero justo por eso tienes que entender que pase toda la noche
distraído.
Sophia estaba más guapa de lo normal. Llevaba un vestido rojo atado al
cuello con un escotazo de la hostia. El modo en que las tiras se anudaban
alrededor de su cuello destacaba esa clavícula suya que tanto me encantaba.
Desviaba los ojos más que si estuviera en un partido de tenis, pasando sin
parar de sus tetas a su cuello suculento.
Ya llevaba unos minutos con la carta en la mano, pero aún no había
leído ni una palabra. Así que, cuando el camarero se aproximó para
tomarnos nota, no sabía qué pedir.
—Yo tomaré la lubina en costra de pistachos, por favor —dijo Sophia.
Le tendí la carta al camarero.
—Lo mismo para mí.
Cuando este se alejó, Sophia dio un sorbo a su bebida con una sonrisilla.
—No tienes ni idea de lo que había en la carta, ¿verdad?
—No. Supongo que es una suerte que suelan gustarnos las mismas
cosas.
—¿Qué hay en esa cabecita tuya que te tiene tan ensimismado,
Lockwood?
—¿Estás segura de que quieres saber la respuesta?
Ella se rio, y una ola de calor me recorrió el pecho. Ya había salido con
mujeres que se reían por todo, pero Sophia no era de esas. Durante el día
llevaba ropa formal de trabajo y se esforzaba como la que más para que sus
dotes femeninas no ensombrecieran sus habilidades. Se reía durante las
comidas de negocios y se ponía taconazos altos, dos cosas que a mí se me
antojaban sexys de cojones. Pero cuando se ponía en modo cita, le pasaba
algo. Bajaba la guardia y toda esa feminidad acumulada salía a borbotones.
Así que, sí, me atraía la Sophia emprendedora. ¿Pero la que se relajaba en
una cita y se reía con libertad? Esa me dejaba absolutamente alelado.
—Segurísima —respondió.
Alargué el brazo hacia el agua y me tragué la mitad.
—Está bien. ¿Sabes lo mucho que me gusta tu cuello?
—Sí.
—Bueno, pues esta noche también tienes un escote bastante destacable,
así que mis ojos son incapaces de decidir a dónde mirar. Estás
despampanante, Soph.
Sonrió.
—Gracias. Pero he de admitir que me esperaba algo peor.
Me incliné hacia ella por encima de la mesa.
—No he terminado todavía. Mientras miro tus preciosas tetas y la piel
cremosa de tu pecho y de tu cuello, me imagino cómo quedaría mi semen
por ahí desparramado. Llevo un rato debatiéndome si una sola corrida sería
suficiente para cubrir todo lo que quiero o si tendría que hacerlo dos veces
para empaparte como es debido.
A Sophia se le desencajó la mandíbula y se rio nerviosa.
—Ay, madre…
Lo único que me gustaba más que la Sophia femenina de las citas era la
Sophia cachonda y boquiabierta. Coloqué dos dedos por debajo de su
barbilla y empujé su mandíbula suavemente.
—Me van a meter en la cárcel como no cierres esos preciosos labios que
tienes.
Por suerte para mí, el camarero volvió con nuestros aperitivos. Se pasó
unos minutos hablando de los postres con todo lujo de detalles, ya que
algunos se tenían que pedir con una hora de antelación. Me alegró que
Sophia pasara del soufflé, porque pretendía comerme el postre en privado.
En cuanto el hombre se marchó, fue el turno de Sophia de beberse parte
de su agua con hielo de golpe. Inmediatamente después de dejar el vaso
sobre la mesa, cogió el del cóctel que había pedido y apuró también la
mitad de la copa.
Me reí entre dientes.
—Me da un poquito de envidia que yo no pueda tomarme nada para
rebajar la tensión.
—Apuesto a que sí. Debes de ir palote todo el día con todo lo que se te
pasa por la cabeza.
Nos reímos, cosa que pareció aliviar la peligrosa tensión sexual de hacía
unos minutos.
—También te vestiste de rojo para el baile de graduación —apunté.
Ella arqueó las cejas.
—¿Sí? Ya ni siquiera me acuerdo de cómo era el vestido que llevaba.
Me eché hacia atrás en el asiento y cerré los ojos.
—Era palabra de honor. Un poquito más claro que el color que llevas
ahora. Tenía un cinturón brillante y plateado que parecía un lazo. —Dibujé
un círculo con el dedo índice—. Llevabas unas sandalias de tiras plateadas
que te envolvían los tobillos. Trataste de quitártelas cuando volvimos a tu
casa, pero te obligué a dejártelas puestas.
A Sophia se le iluminó la cara.
—Madre mía. ¡Es cierto! ¿Cómo narices te acuerdas de eso?
—Es imposible olvidar el vestido de una mujer a la que llevas echando
miradas furtivas la mitad de tu vida mientras te imaginas cómo sería cuando
por fin se lo quitaras.
—Tú… ¿me mirabas?
—Cada vez que podía. Pensaba que lo sabías. Aunque tu cara acaba de
dejar claro que no. Supongo que sí que fui sigiloso.
—Pues sí. Porque pensaba que me odiabas.
Sonreí con suficiencia.
—Y era verdad. Pero también quería follarte.
Se rio.
—Entonces las cosas no han cambiado mucho, ¿no?
—Qué va. Ahora mismo desearía poder odiarte. —Negué con la cabeza
—. Es imposible no que… —Me contuve—. Que no me caigas bien.
Sophia no pareció darse cuenta de mi error. O, si lo hizo, no dijo nada.
—Como estamos diciéndonos la verdad, admitiré que yo también te
miraba en el instituto. —Sonrió—. Puede que incluso desde el colegio.
—Estaba loco por una razón para pegarle al imbécil ese con el que
salías, antes incluso del baile de graduación.
—Bueno, alguien lo hizo. No sé si lo sabías, pero al parecer se metió en
una pelea justo después de que yo me fuera del baile y le rompieron la
nariz.
—Sí, lo sé. A mi familia le costó veinte de los grandes convencerlo para
que no presentara cargos.
Sophia abrió los ojos como platos.
—¿Fuiste tú? ¿Por qué nunca me has dicho nada?
Me encogí de hombros.
—No le di mayor importancia. El tipo se lo merecía. Además, tú y yo
tampoco éramos amigos ni nada.
—Supongo. —Sophia se quedó callada un momento. Pasó el dedo por
la condensación de su vaso de agua antes de volver a mirarme a los ojos—.
¿Y ahora sí?
—Dímelo tú, Soph.
Ella se tomó un instante antes de asentir.
—Al pensar en un amigo, pienso en alguien en quien puedo confiar, a
quien respeto y con quien me lo paso bien. Así que, sí, creo que somos
amigos. ¿Sabes? Tiene gracia, pero pasé casi dos años con Liam y nunca
sentí que pudiera confiar en él. —Negué con la cabeza—. Una vez me di un
golpecito con el coche, pero el airbag saltó y me dejó un poco afectada.
Llamé a Liam con la esperanza de que viniera, pero me dijo que estaba en
mitad de una prueba de vestuario y que llamara a Scarlett.
Sacudí la cabeza.
—Menudo soplapollas.
Ella sonrió con tristeza.
—Pues sí. Los dos sois muy diferentes. No sé por qué, pero estoy
segura de que, si te llamara a ti en esa situación, habrías venido y te habría
dado igual lo que estuvieras haciendo en ese momento. Tienes un lado muy
protector.
Asentí.
—Habría ido por ti, Soph. Incluso en el instituto. No me malinterpretes,
me habría seguido metiendo contigo todo el tiempo, pero habría ido.
Sonrió.
—Entonces… eso nos convierte en ¿qué? ¿Amigos con derechos? Si
nuestras familias se enterasen, nos desheredarían.
—Que les jodan —exclamé.
—Vaya… ¿no te importa? —Alzó una ceja—. ¿Entonces tu familia sabe
que nos acostamos y que nos hemos hecho amigos?
Negué con la cabeza.
—No, pero esa es la razón principal por la que no hablo de mi vida
privada con ellos. Ni mi padre ni mi abuelo se han interesado por ella antes,
así que no espero que empiecen a hacerlo ahora, ni en un futuro cercano.
—¿Y eso te molesta? ¿Que no tengan interés en conocerte?
Me encogí de hombros.
—Antes sí. Pero durante muchísimos he intentado años que se fijasen
en mí, aunque sin éxito. Durante mucho tiempo pensé que estaba hecho de
veneno. Hace poco he empezado a entender que ese veneno procede de una
familia de víboras.
Sophia parecía muy vulnerable en ese momento. Extendió la mano
sobre la mesa y asintió como si me comprendiera. Y no ponía en duda que
así fuera… al menos un poquito. Aunque no creía que fuese plenamente
consciente de hasta dónde sería capaz de llegar mi familia.
Acepté su mano y bajé la mirada hasta nuestros dedos entrelazados. Me
quedé así un buen rato.
—¿Tienes planes para el fin de semana del Día del Trabajo?
Empezó a negar con la cabeza, pero luego se detuvo.
—Ostras… En realidad, sí. Normalmente voy a la gala benéfica del
Hospital Infantil ese fin de semana. De hecho, toda mi familia asiste. La
tuya también, ¿no?
Me incliné hacia delante y me acerqué su mano a los labios para darle
un beso en el dorso.
—Sí. ¿Quieres ir conmigo?
Parecía sorprendida.
—¿Me estás pidiendo que sea tu acompañante?
Asentí.
—Sí.
—¿Con toda tu familia allí?
—¿Por qué no? Tú imagínate sus caras.
Sophia se mordisqueó el labio inferior durante un minuto antes de que
se le iluminara la mirada.
—¡Vale!
Sonreí.
—Bien, entonces supongo que tengo una amiga y acompañante nueva
para la gala del Día del Trabajo. —Aparté la mano de la suya y cogí el
tenedor—. Y ahora come, por Dios, antes de que se te enfríe. Así podré
llevarte antes de vuelta al hotel y decorarte el cuello.
***
—¿Cómo van las cosas? —me preguntó la doctora Halpern. Dejó la
libretita en su regazo y colocó las manos encima.
—Bien.
—¿Has estado durmiendo bien?
Fruncí el ceño.
—Como siempre. ¿Por qué lo pregunta?
—Hoy pareces un poco cansado.
Ni siquiera traté de ocultar la sonrisilla.
—Me quedé despierto hasta tarde. Pero no se preocupe, no tiene que ir
corriendo a mi abuelo. No he estado bebiendo ni haciendo nada estúpido.
Bueno, supongo que eso estaba sujeto a debate. Mi familia sí que
opinaría que pasarme la noche entera follándome a Sophia Sterling era una
estupidez.
—Ya veo. ¿Entonces estás saliendo con alguien?
Dudaba sobre si hablar de Sophia con la doctora Halpern, aunque me
hubiera asegurado que nada de lo que mencionara en la sesión, excepto mi
estado emocional general, iría a parar a oídos de mi abuelo. La
confidencialidad entre médico y paciente no importaban nada cuando tus
recursos eran infinitos; aunque sí que quería resolver ciertas cosas.
—Sí, estoy saliendo con alguien.
—Háblame de ella.
Pensé en cómo describir a Sophia.
—Es inteligente, guapa, fuerte y leal. Básicamente, juega en una liga
muy superior a la mía.
—¿Crees que es demasiado buena para ti?
Sacudí la cabeza.
—No lo creo, lo sé. Es demasiado buena para mí.
—¿Por qué dices eso?
Me encogí de hombros.
—Porque sí.
—Retrocedamos un segundo. Has dicho que es inteligente. ¿Sientes que
eres inferior a ella en ese aspecto?
—No. En eso vamos a la par.
—Vale. Has dicho que es guapa. ¿Consideras que tú no lo eres?
Sabía que era atractivo. Los tiros no iban por ahí.
—Le ahorraré tiempo, doc. No estamos al mismo nivel en lo que a la
lealtad se refiere.
—¿Es porque tú tiendes a ser más libertino y ella no?
Teniendo a Sophia en mi cama, eso no era un problema.
—No, el sexo no tiene nada que ver.
—¿Entonces te refieres a que ella no podría confiar en ti para nada que
no sea físico?
Solté un profundo suspiro.
—No es que mi historial sea el mejor en ese aspecto. Además…,
digamos que las cosas entre nosotros no han empezado siendo sinceras
exactamente.
La doctora Halpern levantó la libreta y garabateó algo.
—¿A quién sientes que has decepcionado en tu vida?
Bufé.
—Probablemente sea más fácil preguntar a quién no.
Se quedó callada un momento y luego asintió.
—Vale. Supongamos que todo lo que me has dicho es cierto, aunque
estoy segura de que no lo es. ¿Por qué no puede ser esta mujer la primera
persona que vea de primera mano al nuevo Weston Lockwood?
—Las personas no cambian.
La doctora Halpern torció el gesto.
—Eso quiere decir que mi trabajo no sirve de nada, ¿no?
Me quedé en silencio.
La doctora Halpern se rio.
—Tienes modales, así que no has respondido a esa pregunta con
palabras. Te lo agradezco. Pero tu cara me lo ha dicho todo. Hay pocas
cosas por las que discutiría con un paciente, pero tener la capacidad de
cambiar es una de ellas. Todos podemos cambiar, Weston. Quizá el ADN no
cambie, pero la forma en que tratamos a las personas sí que puede hacerlo.
No siempre es fácil, pero el primer paso es aceptarlo… reconocer qué debe
cambiar y querer que las cosas sean distintas. Lo que tú creas que es cierto
o no sobre ti es casi inmaterial. Lo importante es lo que quieras que sea
cierto, y tienes que desear que las cosas cambien.
—No se ofenda, doc, pero eso suena al típico rollo que sueltan todos los
psicólogos. Si cambiar es tan sencillo, ¿por qué no lo hace todo el mundo?
Las cárceles están llenas de reincidentes. Estoy seguro de que la mayoría de
los tipos que roban en tiendas de ultramarinos no salen por la puerta el día
que quedan libres pensando: «Qué ganas tengo de robarle a alguien otra vez
y volver aquí».
—En eso te doy la razón. En ese caso, las cosas no son fáciles cuando
salen de prisión. Lo más probable es que carezcan de dinero y la vida que
tenían antes haya seguido adelante sin ellos. Nunca he dicho que cambiar
fuera fácil. Pero si sales a la calle a trabajar ocho horas al día, todos los
días, y estás dispuesto a aceptar un trabajo con el salario mínimo, la
mayoría de las personas tirarían para adelante y encontrarían comida y un
techo bajo el que vivir. El problema es que es mucho más difícil trabajar
cuarenta horas a la semana fregando suelos y platos que apuntar a alguien
con una pistola y robar miles de dólares de una caja registradora. Debes
ansiar cambiar en lo más hondo de ti para poder hacerlo realmente.
La doctora Halpern sacudió la cabeza.
—Creo que me he desviado del tema, pero el principio es el mismo.
Habrá situaciones en tu vida que te tentarán a ser desleal y, a veces, te
costará no caer en esas tentaciones. Y es cuestión de lo mucho que ansíes
eso que quieres y lo que estés dispuesto a sacrificar para conseguirlo.
Lo hacía parecer muy fácil. Tampoco es que yo en el pasado hubiese
tomado la decisión consciente de joderlo todo. De repente, buscaba un lugar
en el que quedarme y, por norma general, nunca me daba cuenta de adónde
iba hasta que ya me encontraba allí.
—No siempre soy consciente de mis malas decisiones antes de
tomarlas.
Asintió.
—Es comprensible. Pero hay unas cuantas cosas que sí que puedes
empezar a practicar y que te llevarán por el buen camino.
—¿Como cuáles?
—Para empezar, expresa tus sentimientos. Ya sean buenos o malos; trata
de abrirte. No mientas ni omitas nada que se te pase por la cabeza. Y, ojo,
eso es más fácil decirlo que hacerlo. Por ejemplo, ¿sabe esta mujer lo que
sientes por ella?
Sacudí la cabeza.
—Ni yo mismo sé lo que siento por ella.
La doctora Halpern sonrió.
—¿Seguro? A menudo nos decimos que no sabemos tal o cual cosa
porque la idea de nuestros verdaderos sentimientos nos aterra.
«Mierda». Me pasé una mano por el pelo. Tenía razón. Me estaba
enamorando de Sophia y no precisamente despacio. Iba a toda puta pastilla,
y eso me acojonaba vivo. Me llevó unos cuantos minutos asimilar ese hecho
aunque, en el fondo, siempre lo hubiese sabido. Me martilleaba la cabeza y
sentía la boca como el mismísimo desierto del Sáhara. Miré a la doctora
Halpern y descubrí que me había estado observando todo el tiempo que yo
había dedicado a cavilar.
Fruncí el ceño y dije:
—Vale. Tal vez no sea una charlatana, después de todo.
Ella se rio.
—Creo que hoy hemos tenido una sesión muy productiva, así que no
voy a presionarte para hablar de lo que sientes por esta mujer. Pero la
lealtad es bidireccional y siempre empieza con la sinceridad. Ahora que has
admitido lo que hay en tu corazón, quizás el siguiente paso sea compartirlo
con la persona que está en él.
Capítulo 22
Sophia
Los últimos días había estado ocupadísima. Mi padre había venido y los
asesores legales trabajaban doce horas al día, puesto que la fecha de la
presentación de la oferta se aproximaba a una velocidad alarmante. A veces
terminaba de trabajar a medianoche. E incluso cuando me iba, la luz en el
despacho de Weston seguía encendida. Aunque eso no le impedía venir a mi
cama cuando acababa.
Esa mañana me dio la impresión de que apenas habíamos conciliado el
sueño cuando llegó la hora de levantarnos otra vez. La luz matutina se
colaba por un hueco entre las cortinas y alumbraba el rostro de Weston.
Mientras lo contemplaba con la barbilla apoyada en el puño, él me
acariciaba el pelo.
—Tienes una llave de la habitación sobre el escritorio.
Weston se detuvo de golpe.
—¿Quieres darme una llave de la suite?
—Bueno, anoche me despertaste diez minutos después de que me
durmiera, así que he pensado que podrías entrar tú solito.
Él sonrió.
—Creo que acabas de darme permiso para metértela mientras duermes.
Le di un golpe en el pecho de forma juguetona.
—Me refería a entrar en la habitación, no en mí.
Weston apoyó todo su peso en un costado e hizo que los dos rodáramos
por la cama. Enseguida estuve boca arriba mientras él se cernía sobre mí.
Me apartó el pelo de la cara.
—Pero mi idea me gusta mucho más.
Sonreí.
—Ya me imagino. —Ambos seguíamos desnudos después de lo de
anoche, y lo sentí endurecerse contra mi muslo—. Mi padre tiene el vuelo
por la tarde, así que le he dicho que me reuniría con él abajo a las siete. Es
una pena, pero tengo que ducharme ya.
Weston se inclinó y me besó en el cuello.
—¿Hay algo que pueda hacer para convencerte de que llegues unos
minutos tarde?
Solté una carcajada.
—Contigo lo de unos minutos es una utopía.
—Lo dices como si fuera algo malo.
Negué con la cabeza.
—Claro que no, pero es precisamente la razón por la que echaré el
pestillo cuando me meta en la ducha.
Weston se enfurruñó. Estaba tan mono. Se tumbó boca arriba y suspiró,
frustrado.
—Vale. Vete. Pero ni se te ocurra echarme la culpa cuando salgas y te
encuentres mojado tu lado de la cama.
Arrugué la nariz y traté de envolverme en la sábana antes de
levantarme.
—¿Mi lado? ¿Y por qué no lo haces en el tuyo?
Tiró de la sábana que estaba intentando usar para cubrirme.
—Porque es culpa tuya que termine así. Si me dieses unos minutillos,
podría correrme donde debería: en tu interior.
Madre mía, si es que estaba coladita por él. Mira que era bruto, pero me
hacía sentir mariposas en el estómago al escucharlo decir esas cosas.
Menudo romántico, ¿eh? En fin, así eran las cosas.
Me agaché y lo besé.
—Mi padre se habrá marchado para el mediodía. ¿Y si quedamos aquí
para comer a la una y dejo que lo hagas donde quieras?
Los ojos de Weston se oscurecieron.
—¿Donde quiera?
Ay, madre. Era una promesa peligrosa, pero, a la mierda. Sonreí.
—Donde quieras. Buena suerte concentrándote mientras decides el
lugar exacto.
***
***
Sophia
***
***
***
***
Sophia
***
Para: Weston.Lockwood@LockwoodHospitality.com
De: Oil44@gmail.com
Oliver I. Lockwood.
Director ejecutivo de Lockwood Hospitality Group
Para: Oil44@gmail.com
De: Weston.Lockwood@LockwoodHospitality.com
Lo tengo. Estoy esperando a que termine para ver si cambian
algo.
Weston
***
***
—Bueno, bueno, mira a quién tenemos aquí. Ya casi va a empezar
Jeopardy! Ya que vas a interrumpirme el programa, ¿me has traído al
menos los rascas?
Que yo recordara, era la primera vez que me presentaba allí con las
manos vacías. Y, en realidad, no me había olvidado.
—Lo siento —le dije—, no quería pararme. La tienda al final de la
manzana a la que suelo ir vende cerveza.
El señor Thorne cogió el mando y apagó la tele.
—Siéntate, hijo.
No me dijo nada más, sino que esperó a que fuera yo el que le contara
qué pasaba. Sabía que esperaría pacientemente hasta que reorganizara mis
ideas, así que solté un suspiro y me pasé una mano por el pelo.
—No sé por dónde empezar.
—Entonces empieza por el principio.
Escondí el rostro entre mis manos.
—La he jodido.
—No pasa nada. Todos cometemos errores. Cada día es una nueva
oportunidad para empezar a estar sobrios.
Negué con la cabeza.
—No, no es eso. No he bebido nada. Cuando me he dado cuenta de que
iba por ese camino, he pedido un Uber y he venido directo aquí.
—Bueno, eso está bien. Para eso estamos los padrinos. Me alegro de
que sintieras que podías acudir a mí. Dime qué te pasa, entonces.
Solté el aire de los pulmones con dificultad.
—Te acuerdas de la mujer que te he mencionado varias veces, ¿no? La
que conociste el otro día en el The Countess.
Asintió.
—Sí, Sophia, la mujer que quiere pegarte en las pelotas la mitad del
tiempo y que es demasiado guapa para alguien tan feo como tú.
Esbocé una sonrisa cargada de tristeza.
—Sí, ella.
—¿Qué le pasa?
—Ahora estamos juntos. O, al menos, lo estábamos.
—Vale… ¿qué ha pasado para que cambien las cosas?
—He traicionado su confianza.
—¿La has engañado?
—No. Bueno, no de la manera que estás pensando.
—¿Entonces?
—Es una larga historia.
—Supongo que es una suerte que dispongas de un público entregado.
Ya sabes que no me funcionan las piernas y no puedo levantarme por muy
aburrida que sea tu historieta, ¿no?
Suspiré.
—Sí.
Aunque el señor Thorne ya conociera lo peor de mí, me avergonzaba
admitir lo que había hecho. Al menos, el resto de cosas horribles que había
hecho a lo largo de los años podía achacárselas al alcohol.
—Continúa —me alentó—. Créeme, sea lo que sea, yo he sido peor,
hijo. No voy a pensar menos de ti.
—Vale. —Respiré hondo y me preparé para empezar por el principio—.
Bueno, te conté que nuestras familias no se llevan bien. Nuestros abuelos se
pelearon por una mujer llamada Grace hace más de cincuenta años. Grace
murió hace unos meses y dejó el cuarenta y nueve por ciento del hotel a
cada uno de ellos.
El señor Thorne gruñó.
—Lo único que mi ex me dejó a mí fueron los papeles del divorcio.
Sonreí.
—La cosa es que mi abuelo odia al abuelo de Sophia. Y ya sabes en qué
términos estoy con él desde mi última cagada.
Asintió.
—Sí.
Tomé aire profundamente.
—Bueno, pues mi abuelo me llamó justo después de bajarme del avión
en el que también viajaba Sophia. Yo le mencioné quién se había sentado a
mi lado y él me atacó y me dijo que al final acabaría distraído con líos de
faldas. —Sacudí la cabeza—. Me dijo que me diera la vuelta y regresara en
el próximo vuelo. Que yo no era el indicado para el trabajo porque las
mujeres y el alcohol eran mi debilidad. Le respondí que se equivocaba, pero
él insistió en que enviaría a mi padre y entonces me colgó. Yo acababa de
salir de la zona de seguridad, así que me dispuse a tomar un poco el aire
antes de decidir qué hacer a continuación. Diez minutos después, mi abuelo
me volvió a llamar y me dijo que había cambiado de parecer y que tenía una
nueva estrategia. Como yo era un donjuán, quería que sedujera a Sophia y
me enterara de la cifra que iban a ofrecer los Sterling.
Los ojos del señor Thorne adoptaron el brillo oscuro de la decepción.
—¿Y tú accediste?
Cerré los ojos y bajé la cabeza antes de asentir.
—En aquel momento solo pensaba en cómo lograr que me dejara
quedarme para demostrarle que no era un fracasado. Habría accedido a
cualquier cosa. Tras reflexionar, me di cuenta de que no me quedaba nada
más en la vida aparte del trabajo. Había perdido a Caroline, la mayoría de
mis amigos eran fiesteros y tenía que alejarme de ese ambiente. —Resoplé
—. Tú eres prácticamente el único amigo que tengo.
Él sacudió la cabeza.
—De todas las cosas de las que hemos hablado a lo largo de los años,
esa última tiene que ser la más triste. Pero ya llegaremos a eso.
Centrémonos en la zagala. Entonces, le dijiste a tu abuelo que lo harías, ¿y
después qué?
Me encogí de hombros.
—Después… me enamoré de ella.
—Entonces, ¿te acercaste a ella con la intención de seducirla y luego
eso cambió?
—Esa es la cosa. Aunque le dijera a mi abuelo que iba a acatar su orden,
en realidad nunca lo hice. Sophia y yo hemos tenido una extraña relación de
amor-odio desde el instituto, así que todas las veces que me metía con ella y
luego las cosas se calentaban no significaban que estuviese jugando con
ella. Era real. Siempre ha sido real, joder. Nada de lo que le haya dicho a
Sophia o haya hecho con ella ha tenido que ver con mi abuelo. —Hundí los
dedos en el pelo y tiré de los mechones—. Pero cada vez que me pregunta
si voy a poder conseguir la información de su oferta, yo le aseguro que sí.
—¿Y nunca tuviste la intención de obtener esa información de Sophia?
Sacudí la cabeza.
—Tenía pensado inventarme una cantidad un poquitín por debajo de la
nuestra y a volar. Si todo mi trabajo en el hotel había sido acertado,
entonces ganaríamos igualmente, y nadie tendría por qué saber nada.
—¿Y le has contado esto a Sophia?
—No me ha dado la oportunidad.
—Y ahora piensas que no se lo va a creer cuando por fin le cuentes la
verdad.
—Estoy segurísimo de que no. Vaya, incluso cuando te he contado la
historia a ti ha sonado a excusa de las malas.
El señor Thorne asintió.
—Odio admitirlo, pero tienes razón.
—Genial. —Hundí los hombros—. He venido aquí pensando que tú me
dirías algo distinto.
—Teniendo en cuenta que soy tu único amigo, opino que es mi trabajo
decirte las cosas como son. No necesitas que te dore la píldora. Lo que
necesitas es a un amigo con quien desahogarte, a quien contarle tus
problemas y que te ayude a resolverlos. Y, sobre todo, necesitas a alguien
que te recuerde que beber solo empeorará las cosas.
Levanté la mirada hasta él.
—Lo sé. Supongo que solo quería fingir por un ratito que podía haber
una salida fácil.
—Lo sé, hijo. Cuando nos pasa algo bueno, nuestro primer instinto es
beber para celebrar. Cuando ocurre algo malo, queremos beber para olvidar.
Y, cuando no pasa nada, bebemos para que algo ocurra. Por eso somos
alcohólicos. Pero no podemos ahogar las penas en alcohol, porque las muy
cabronas son nadadoras olímpicas.
Me obligué a sonreír.
—Gracias.
—Cuando quieras. Para eso estamos los mejores amigos. Pero no
esperes que te trence el pelo. Por cierto, llevo tiempo queriendo decirte que
ya va siendo hora de que vayas al peluquero.
Pasé la mayor parte de la noche junto al señor Thorne. No se nos
ocurrió ninguna manera fácil de salir del lío en el que me había metido,
pero no fue por falta de ganas. Por desgracia, no había modo fácil de salir
de esta. Solo esperaba que al menos hubiera alguno, fácil o no.
Capítulo 26
Sophia
Weston
***
Durante las siguientes cuarenta y ocho oras, visité al señor Thorne cuatro
veces. Era eso o beberme una botella de vodka. Ignoré las llamadas de mi
abuelo y tampoco me puse al día con Elizabeth Barton para conseguir la
información que necesitaba de ella. La única responsabilidad que no mandé
al garete fue la de lidiar con los Bolton. Ya habían mandado el presupuesto
y el plan de obra revisados, así que hablé con Travis sobre la posibilidad de
recortar en algunas cosas para mantener la oportunidad de terminar a
tiempo para el primer evento programado para el mes que viene. No es que
la obra me importara más que cualquier otra cosa, no, sino que Sophia
estaba vulnerable y no quería que pasara tiempo con un hombre que
mostraba interés en ella. Puede que me hubiese enamorado, pero seguía
siendo un cabrón egoísta.
Sophia y yo nos topábamos por los pasillos. Ella hacía lo que podía por
no cruzar miradas conmigo, mientras que yo hacía lo propio por no
arrodillarme frente a ella y suplicarle que me perdonara. Las horas pasaban
y la fecha límite para entregar nuestras ofertas se aproximaba. En menos de
veinticuatro horas, todo habría acabado. Uno de nosotros conseguiría la
victoria para su familia, mientras que el otro nunca superaría la vergüenza
de haber perdido. Pero lo más importante era que Sophia y yo ya no
tendríamos motivos para seguir en contacto. Uno de nosotros tendría que
abandonar el recinto y todo sería igual que en estos últimos doce años: nos
convertiríamos en personas que se veían muy de vez en cuando en algún
que otro evento social, sin necesidad de cruzar palabra alguna.
La noche previa al día en que teníamos que enviar la oferta no pude
dormir. Le había mandado la tasación final del hotel a mi abuelo, junto con
mi recomendación para la puja. Él me había respondido preguntándome si
estaba seguro de que nuestra oferta era superior a la de los Sterling. Le dije
que sí, aunque en realidad no tenía ni idea.
A las cuatro y media de la mañana, ya no soportaba seguir tumbado en
la cama, así que decidí salir a correr. Normalmente corría unos cinco
kilómetros, pero hoy corrí hasta que me ardieron las piernas, y luego
desanduve todo el camino de vuelta, deleitándome en la agonía que me
provocaba en el cuerpo cada paso que daba.
La cafetería del vestíbulo ya había abierto, así que pedí una botella de
agua y fui a sentarme en un rincón tranquilo donde Sophia y yo ya nos
habíamos sentado anteriormente. Un cuadro enorme de Grace Copeland
estaba colgado cerca y, por primera vez, me detuve a contemplarlo con
calma.
—Lo pintaron a partir de una foto que le sacaron en su quincuagésimo
cumpleaños —dijo una voz familiar.
Desvié la mirada y hallé a Louis, el gerente del hotel, admirando el
cuadro conmigo. Señaló el asiento junto al mío.
—¿Le importa que me siente?
—Para nada. Adelante.
Seguimos contemplando el cuadro en silencio, hasta que al final me
decidí a preguntarle:
—Estuvo con ella desde el principio, ¿verdad?
Louis asintió.
—Casi. Yo llevaba la recepción cuando este sitio no era más que un
edificio ruinoso. Cuando Grace compró las partes del señor Sterling y de su
abuelo tuvimos unos años difíciles, puesto que la situación económica era
inestable. Había semanas en las que no podíamos siquiera pagar a los
empleados, pero todos estábamos tan entregados a Grace que nos las
arreglábamos para sobrevivir.
Volví a mirar el cuadro. Grace Copeland había sido una mujer muy
guapa.
—¿Cómo es que nunca se casó después de romper el compromiso con
el viejo Sterling? No pudo ser por falta de oportunidades, seguro.
Louis negó con la cabeza.
—Tuvo un montón de pretendientes. Y hasta salió con alguno de ellos.
Pero creo que jamás se le curó el corazón roto. Aprendió a vivir con los
pedacitos y, a veces, hasta llegó a entregar uno o dos, pero opinaba que solo
podemos comprometernos con una persona cuando esa persona posee todo
nuestro corazón.
Miré a Louis otra vez.
—Está casado, ¿verdad?
Sonrió.
—Desde hace cuarenta y tres años. Algunas mañanas estoy deseando
salir de casa para poder descansar un poco de mi Agnes. Tiende a hablar
mucho, sobre todo de la vida de los demás. Pero, por las noches, siempre
estoy deseando volver con ella.
—¿Entonces cree que es verdad?
Él frunció el ceño.
—¿El qué?
—¿Cree que, si alguien se lleva el corazón de otra persona, no volverá a
ser capaz de amar igual?
Louis se quedó pensativo un momento.
—Creo que hay personas que permanecen en nuestros corazones para
siempre, incluso después de marcharse físicamente.
***
Sophia
***
Estaba frente a la puerta y el corazón me iba a mil por hora. Estas semanas
habían sido horribles. Me daba la sensación de que habían transcurrido a
paso de tortuga. Se suponía que hoy cruzaría la línea de meta, pero, en lugar
de eso, me veía de nuevo en el punto de partida.
Esta mañana tenía intención de firmar los documentos legales del The
Countess y oficializarlo todo antes de relajarme y meditar mis próximos
pasos. Le había dicho a mi abuelo que le daría una respuesta sobre lo de la
costa oeste mañana, así que tenía que tomar decisiones bastante
importantes. Después de los procedimientos del día anterior, había supuesto
que tendría las ideas más claras, pero me sentía más confusa que nunca y
necesitaba que el culpable me lo explicara a la cara.
Así que levanté el puño e inspiré hondo antes de llamar a la puerta de la
habitación de Weston. Habían pasado ocho días desde que lo había visto por
última vez en aquella sala de juntas. Su despacho había permanecido
cerrado y a oscuras y no se lo veía por el hotel. De ser otra persona, habría
pensado que se había marchado del edificio, pero lo conocía y, tras
consultar las reservas, comprobé que anoche aún seguía allí.
Respiré de forma entrecortada y me obligué a llamar a la puerta con los
nudillos. Mi corazón latía desbocado mientras aguardaba a que la puerta se
abriera, y sentía la cabeza embotada: llena de cosas que no podía olvidar.
Tenía tantas preguntas… Tras un par de minutos sin respuesta, volví a
llamar, esta vez más fuerte. Mientras esperaba, las puertas del ascensor al
final del pasillo se abrieron y un botones sacó un carro lleno de equipaje
encaminándose hacia mí. Me saludó bajándose el sombrero.
—Buenas tardes, señorita Sterling.
—Llámame Sophia, por favor.
—De acuerdo. —Introdujo la tarjeta en la ranura de la puerta a dos
habitaciones de distancia y metió dentro el equipaje. Al terminar, señaló la
puerta frente a la que estaba yo.
—¿Busca al señor Lockwood?
—Sí.
El botones sacudió la cabeza.
—Creo que ha dejado la habitación hace un rato. Lo he visto con el
equipaje en la recepción cuando he venido, a las nueve.
Sentí que se me paraba el corazón de golpe.
—Ah, vale.
Dado que ya no había razón para quedarme allí, dudé en si bajar a
recepción y confirmar lo que me había dicho el botones, pero no estaba
segura de poder contener las lágrimas si lo hacía. En lugar de eso, me dirigí
al ascensor y pulsé el botón de mi planta. Ya eran pasadas las doce, así que
técnicamente no estaría bebiendo por la mañana.
Tuve que hacer uso de toda la fuerza que tenía para caminar y salir del
ascensor, pero, cuando lo hice, me tambaleé.
Parpadeé varias veces.
—¿Weston?
Estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared junto a la puerta de
mi habitación, con la mirada gacha y el equipaje al lado. Al verme, se
levantó.
El pulso se me disparó.
—¿Qué… qué haces aquí?
Estaba incluso peor que la última vez que nos habíamos visto. Tenía
unas ojeras pronunciadas bajo los ojos enrojecidos y su tez morena se había
tornado amarillenta. Se había dejado barba, pero no estaba ni recortada ni
igualada. Parecía como si ni siquiera se hubiera preocupado de afeitarse. Y,
aun así, estaba guapísimo.
—¿Podemos hablar?
Aunque había ido a buscarlo, mi mecanismo de autodefensa me hizo
vacilar.
Él se percató y frunció el ceño.
—Por favor…
—Claro. —Asentí. Por el rabillo del ojo vi la cámara en la esquina del
pasillo—. Vamos dentro.
Mientras abría la puerta, me sentí hecha un manojo de nervios.
Necesitaba una copa como la que más y aquello me recordó algo. Me di la
vuelta y miré a Weston a los ojos enrojecidos.
—¿Has estado… bebiendo?
Él negó con la cabeza.
—No. Me cuesta conciliar el sueño.
Volví a asentir, dejé el portátil y el bolso en la mesita auxiliar antes de
sentarme en un extremo del sofá, al lado del sillón en el que suponía que
Weston se sentaría. Sin embargo, él no pilló la indirecta y se sentó en el
sofá, a mi lado.
Un minuto después, me cogió la mano.
—Te echo de menos. —Se le quebró la voz—. Te echo mucho de
menos.
Noté aquel familiar sabor salado en la garganta, pero ya no me
quedaban lágrimas que derramar.
Antes de que pudiera pensar siquiera en cómo responder, prosiguió:
—Siento haberte hecho daño y llevarte a dudar de lo mucho que me
importas.
Sacudí la cabeza y miré nuestras manos.
—Tengo miedo, Weston. Me da miedo creerte.
—Lo sé, pero, por favor, dame otra oportunidad para demostrarte que
puedo ser el hombre que te mereces. La he cagado. No volverá a pasar. Te
lo prometo, Soph.
Me quedé callada un buen rato tratando de poner en orden las dudas y
los sentimientos que se agolpaban en mi interior. Cuando por fin pude
centrarme un poco, lo miré.
—¿Por qué pujaste un dólar?
En su mirada vi que no esperaba que yo lo supiera.
—Mi familia no merecía quedarse a cargo del hotel. Después de lo que
mi abuelo le hizo al tuyo hace tantos años y lo que quería que yo te hiciera a
ti, no lo merecía. Había que hacer las cosas bien de una vez por todas.
—Me parece muy noble por tu parte, pero ¿qué pasará cuando tu abuelo
se entere?
Weston me miró a los ojos.
—Ya lo sabe. Fui a verlo para decírselo en persona el día después de
entregar la puja y que te informasen de la victoria.
Abrí mucho los ojos.
—¿Y cómo fue?
La comisura de sus labios se crispó.
—No muy bien.
—¿Te despidió?
Él negó con la cabeza.
—No hizo falta. Dimití.
—Madre mía, Weston, ¿por qué lo hiciste? ¿Para demostrarme tu
lealtad?
—No fue solo por eso. Tenía que hacerlo por mí mismo, Soph. Se veía
venir. Esto ha sido la gota que ha colmado el vaso. Me di cuenta de que mi
familia tuvo mucho que ver con mis problemas con el alcohol. Bebía
porque no me gustaba cómo era. Y aquello empezó por cómo me hacían
sentir. Me he pasado casi toda la vida intentando demostrar a mis padres y a
mi abuelo que soy más que una pieza de repuesto. Por fin me he dado
cuenta de que la única persona a quien tengo que demostrarle algo es a mí
mismo.
No sabía qué decir.
—Parece que has hecho un buen examen de conciencia esta semana.
—Así es.
—¿Y ahora qué vas a hacer? Como ya no tienes trabajo con los
Lockwood…
Él se encogió de hombros y esbozó una leve sonrisa burlona.
—Pues no lo sé. ¿Hay algún puesto libre en Sterling Hospitality?
Lo miré a los ojos. Me había hecho mucho daño, sí, pero me dolía más
estar lejos de él. ¿Me la estaría jugando si le daba otra oportunidad? Tal vez.
En esta vida no había nada seguro. Bueno, excepto que me sentiría fatal si
no me arriesgaba y no volvía a intentarlo con él. Weston se había lanzado
por un precipicio a lo loco y quizás, si yo también lo hacía, aprenderíamos a
volar juntos.
—Ahora que lo dices… —Inspiré hondo y me quedé oscilando en el
borde de aquel precipicio imaginario—. Hay un puesto en este hotel para el
que creo que serías perfecto.
Weston alzó una ceja.
—¿No me digas? ¿Cuál?
—Estarías por debajo de mí.
Sus ojos brillaron, esperanzados.
—¿Debajo de ti? No me importaría.
—Y tendrías que echar muchas horas.
Curvó la comisura de los labios muy ligeramente.
—No supone un problema, tengo bastante aguante.
Alcé un dedo y me di toquecitos en el labio, como si estuviera
valorándolo.
—La verdad es que no sé si serías el mejor candidato para el puesto.
Hay otros a los que también tengo que valorar. ¿Te importa que te dé una
respuesta más adelante?
—¿Otros candidatos… a estar debajo de ti?
No pude reprimir una sonrisilla engreída.
—Así es.
La chispa en los ojos de Weston se tornó una hoguera. Me tomó por
sorpresa cuando se inclinó hacia delante, pegó el hombro a mi pecho para
levantarme del sofá, al más puro estilo de los bomberos. Con un solo
movimiento me había levantado, me había puesto boca arriba y me había
tumbado en el sofá de golpe.
Weston se cernió sobre mí.
—Creo que tienes razón —respondió—. Puede que un puesto por
debajo de ti no encaje mucho conmigo. ¿Tienes algo por encima? Me gusta
demasiado ejercer el control y creo que en ese departamento me iría mejor.
Me reí.
—No, lo siento, ese departamento está lleno.
—Yo sí que te voy a llenar.
Joder, lo había echado muchísimo de menos. Le acuné la mejilla.
—Me da en la nariz que podrías hacer un buen trabajo. Deja que me lo
piense. Tal vez sí que pueda encontrarte el puesto perfecto.
—Yo ya sé cual es, preciosa. —Me apartó un mechón de pelo de la cara
—. Dentro de ti. Donde pertenezco. ¿Cómo solicito ese puesto?
Sonreí.
—Estoy casi segura de que ese puesto ya lo tiene, señor Lockwood. Se
coló dentro hace mucho tiempo, solo que a mí me daba demasiado miedo
admitirlo.
Weston me miró a los ojos fijamente.
—¿En serio?
Asentí.
—En serio.
—Te quiero, Soph. No te volveré a decepcionar.
Sonreí.
—Yo también te quiero, y mira que eres un quebradero de cabeza.
Weston rozó sus labios con los míos.
Sentí como si mi pecho por fin estuviese entero, aunque todavía me
picaba la curiosidad con un asunto.
—¿Qué habrías pujado realmente?
—¿Para el The Countess?
Asentí.
—Tasé el hotel por algo menos de cien millones, así que habría ofrecido
dos para el porcentaje minoritario. ¿Por?
Sonreí.
—Mi oferta fue dos millones cien mil. Habría ganado de todas formas.
Weston soltó una carcajada.
—¿Tanto te importa?
—Pues claro. Te habría ganado con todas las de la ley. Ahora me las
puedo dar de prepotente en vez de pensar que me has dejado ganar.
Él sonrió de nuevo.
—¿Te las vas a dar de prepotente?
—Cada vez que pueda.
—¿Sabes? Ahora estoy en modo suplicante, pero al final me acabaré
cansando de que me lo restriegues. No me gusta perder. Pero no pasa nada.
Eres la única con quien quiero pelear y arreglar las cosas. Veo un futuro
plagado de peleas y polvos.
Puse los ojos en blanco.
—Qué romántico eres.
—Pues sí, soy Don Romántico. Tienes una suerte…
Epílogo
Weston
—¡Pase!
La puerta de mi despacho se abrió y un rostro que no esperaba encontrar
me sonrió.
Louis Canter miró a su alrededor.
—Bueno, mírate, qué aspecto más rudo.
El mobiliario de mi despacho consistía en una triste mesa plegable, una
solitaria silla de metal y tres cartones de leche que había usado para
construir diferentes compartimentos para los archivos. Una solitaria
bombilla colgaba del techo con un cable largo y naranja. Conseguir que el
despacho estuviese presentable no estaba en lo alto de mi lista de
prioridades.
Me levanté y rodeé el escritorio para saludarlo. Mientras nos
estrechábamos la mano, le dije, bromeando:
—¿Qué, de visita por los barrios bajos? Ya sabes que la única vista al
parque en este hotel es la de la calle de enfrente, donde puedes pillar crack
barato, barato.
Se rio entre dientes.
—Las obras en el vestíbulo van bien. Me recuerda mucho a mis días
mozos cuando empecé a trabajar en el The Countess.
—No me preguntes por qué, pero no creo que Grace tuviera que pagar a
los vagabundos para que dejaran de mear en la entrada.
—Tal vez no. Pero el ambiente es el mismo. Ese alboroto cuando entras
por la puerta principal: los obreros tratando de dar los últimos retoques,
empleados nuevos correteando de aquí para allá para que todo esté a punto
para cuando lleguen los primeros huéspedes. Te das cuenta de que está a
punto de suceder algo especial.
Sonreí. Pensaba que solo yo lo notaba. Seis semanas después de que la
familia Sterling se hubiese hecho con el control del The Countess, iba de
camino a visitar al señor Thorne cuando me percaté de la señal de SE VENDE
en la ventana de un hotel cerrado. La agente inmobiliaria resultó estar
dentro, así que me detuve un momento. Mientras ella hablaba por el móvil,
yo eché un vistazo. El sitio estaba plagado de telarañas y completamente
abandonado. Pero el cartel que había encima de lo que solía ser el
mostrador de recepción me llamó la atención. «Hotel Caroline». En ese
momento, supe que mi vida estaba a punto de cambiar.
El edificio llevaba cinco años cerrado. Luego me enteré de que el hotel
había cerrado justo una semana después de que falleciera mi hermana. Yo
nunca había sido de los que creían en el destino, pero me gustaba pensar
que mi hermana me guio aquel día y que me mandó aquella señal porque ya
era hora de ponerme serio y echarle un par. Ahora mismo, este no era el
mejor de los barrios, pero era prometedor (lo único que me podía permitir)
y tenía fe en la zona. Y más importante aún, tenía fe en mí. Por fin.
Un mes después de entrar en el Hotel Caroline, un día que resultó
coincidir con mi trigésimo cumpleaños, entregué un cheque de casi cinco
millones de dólares a cambio de las escrituras de un hotel prácticamente en
ruinas. Fue la primera vez que toqué un solo centavo de la cuenta que me
abrió mi abuelo como compensación por ser un saco de órganos de repuesto
para mi hermana.
Como cortesía, aquella tarde llamé a mi abuelo y a mi padre para
decirles que yo me iba por mi cuenta. Ninguno de los dos había superado
todavía lo que había hecho con el The Countess. Pero en ese momento sentí
que debía decírselo.
Ninguno me deseó buena suerte. Tampoco intentaron decirme que
estaba cometiendo un error. Para ser sinceros, les importaba una mierda lo
que hiciera. Y eso sin mencionar que ninguno se acordó de que era mi
cumpleaños. «Hasta nunca. Cierre la puerta al salir».
Ese mismo día fui a ver a Sophia por la noche y celebré la libertad
exactamente como me gustaba: con una buena pelea con mi chica. Se había
enfadado porque no le había mencionado ninguno de mis planes hasta que
ya fue demasiado tarde. Había comprado un hotel destartalado y
básicamente me había despedido de mi familia sin haberle dicho ni mu.
Incluso a día de hoy sigo sin saber muy bien por qué lo hice. Quizás
tenía miedo de que intentara evitarlo o, tal vez, fuera algo que necesitaba
hacer solo. Sea como sea, no le hizo mucha gracia que la dejara de lado.
Aunque me acabó perdonando cuando le provoqué tres orgasmos.
—¿Y qué te trae por aquí, Louis? —pregunté—. ¿Sigue todo listo en el
The Countess para esta noche?
—Todo está perfecto. Los de mantenimiento empezaron a organizarlo
en cuanto Sophia se marchó al aeropuerto ayer. Estará todo preparado para
cuando llegues esta noche.
—Genial. Gracias.
Louis tenía una bolsita marrón de papel en la mano. Me la entregó.
—Puede que esto también te guste. Lo he encontrado en una de las cajas
que sacamos del almacén.
Arrugué el ceño.
—¿Qué es?
—Un regalo que le di a Grace en la Navidad de 1961. Me había
olvidado de él. Pero míralo. Pensé que iría como anillo al dedo para esta
noche.
Dentro de la bolsita de papel había un adorno de cristal envuelto en
papel de periódico antiguo. Al principio no sabía si venía a cuento, pero
cuando lo giré y leí lo que estaba pintado al otro lado, levanté la mirada.
—Me cago en la puta.
Louis sonrió.
—La vida es un círculo enorme, ¿verdad? A veces creemos haber
llegado al final, y luego reparamos en que solo hemos vuelto al punto de
partida. Buena suerte esta noche, hijo.
***
Sophia
Sonriendo, desde las escaleras mecánicas del aeropuerto vi cómo Weston
inspeccionaba la muchedumbre en mi busca. Aunque no fuera el hombre
más alto, destacaba. Desprendía magnetismo. Sí, era alto, misterioso y
guapo; eso por descontado. Pero no era eso lo que lo diferenciaba de los
demás, sino su manera de moverse: con los pies firmes en el suelo, la
barbilla bien alta y un brillo travieso en los ojos que combinaba con la
sonrisilla engreída que siempre parecía tener en los labios. Ahí estaba, en la
zona de recogida de equipajes, con un ramo de flores en la mano, y estaba
segura de que los corazones de algunas mujeres cercanas latían a toda
velocidad ante aquella escena.
En mitad de las escaleras, me divisó, y su sonrisilla se transformó de
golpe en otra de oreja a oreja. Llevábamos juntos más de año medio, y
había transcurrido casi uno entero desde que nos habíamos lanzado a vivir
juntos, pero aun así su sonrisa seductora seguía derritiéndome por dentro.
Se abrió camino a través de la zona de llegadas hacia las escaleras
mecánicas sin apartar la vista de mí ni un segundo.
—¿Qué haces aquí? —pregunté sonriendo mientras bajaba por las
escaleras.
Weston agarró mi maleta, me envolvió la cintura con un brazo y me
estrechó contra él.
—Me moría de ganas de verte.
Me besó como si no me hubiera visto en un mes entero, aunque había
salido para visitar a mi abuelo ayer por la mañana.
—Bueno, pues ha sido una sorpresa bonita. Gracias por recogerme.
Al salir del aeropuerto, me abroché el abrigo.
—Cómo se nota que ya no estoy en Florida.
—Sí, se supone que mañana nevará.
—¿Sííííí? Sería fabuloso. Espero que aguante para Navidad, así estará
todo blanco.
—Preciosa, si mañana nieva y sigue así durante dos semanas, no van a
ser unas navidades blancas, sino más bien grises y asquerosas.
Puse un puchero.
—No me arruines mi sueño porque odies las navidades.
—No las odio.
—Vale. ¿Entonces podemos decorar a mansalva el apartamento este fin
de semana?
—Sí, claro.
Sabía que estas fechas eran duras para Weston, porque decorar le
recordaba a Caroline. Pero este año yo quería hacer algo más que el
anterior, que había sido un poco triste.
Durante el trayecto a la ciudad, le conté a Weston cómo había ido el
viaje. Él me puso al día sobre el Hotel Caroline, que abriría sus puertas
justo después de Nochevieja. Como parecía de buen humor, pensé que sería
buena idea abordar otra conversación pendiente.
—Esto… mi abuela va a cumplir ochenta años el mes que viene. Mi
abuelo le va a organizar una fiesta sorpresa en Florida.
Weston me miró.
—Ah, ¿sí? Qué detalle.
—He pensado que a lo mejor podríamos ir.
—¿Los dos?
—Sí, los dos.
—Quieres que vaya a una fiesta con tu familia.
Asentí.
—Sí.
—¿Qué crees que dirá tu abuelo sobre eso?
—Ya se lo he mencionado y… está aceptándolo. —Era verdad. Bueno,
en parte. Al menos esta vez no había dicho «por encima de mi cadáver»
cuando le propuse que conociera al hombre con el que vivo. Me lo tomaba
como un avance.
Weston tamborileó los dedos en el volante.
—Si eso es lo que quieres, iré.
Abrí mucho los ojos.
—¿De verdad?
—Es importante para ti, ¿no?
—Sí. Sé que mi abuelo te adorará en cuanto te conozca.
Weston sacudió la cabeza.
—¿Por qué no bajamos el listón un poquito para evitar decepciones
después, nena?
Sonreí.
—Vale.
Después de atravesar el túnel, Weston giró a la derecha en vez de a la
izquierda.
—¿No vamos a casa?
—Tengo que parar en el The Countess primero.
—¿Y eso?
—Eh… Me equivoqué y me han entregado allí un paquete. Lo pedí con
tu cuenta de Prime y no me fijé en que la última dirección que aparecía era
la del hotel.
Bostecé.
—Estoy cansada. ¿Es importante? Puedo traértelo a casa mañana
cuando termine de trabajar.
—Sí que es importante.
—¿Qué es?
Se quedó en silencio un minuto.
—Nada que te interese. Con eso es suficiente.
Sonreí.
—Es mi regalo de Navidad, ¿verdad?
Nos detuvimos a una manzana del The Countess y Weston aparcó. Se
desabrochó el cinturón e hizo amago de bajarse del coche.
—Yo te espero aquí —le dije.
—No.
—¿A qué te refieres con «no»? ¿Por qué no puedo esperarte aquí?
Weston se pasó una mano por el pelo.
—Porque el paquete está en tu despacho, y yo no tengo la llave.
Rebusqué dentro del bolso, que había dejado en el suelo.
—Ah. Toma mis llaves.
Weston resopló.
—Tú ven conmigo y ya está.
—Pero estoy cansada.
—No tardaremos más de un minuto.
Ahora fui yo quien resopló.
—Está bien. Pero a veces eres un pesado de mucho cuidado, ¿lo sabías?
Él gruñó algo mientras bajaba del coche y luego corrió a abrirme la
puerta. Cuando me tomó de la mano para ayudarme a salir, noté que la tenía
sudada.
—No sabía que tu volante tuviera calefacción integrada.
—Y no tiene.
—Entonces, ¿por qué te sudan tanto las manos?
Weston torció el gesto y tiró de mí para que empezase a andar. En la
entrada del The Countess, le indicó al botones que no se preocupara con un
gesto desdeñoso de la mano, y me abrió la puerta él mismo. Se le había
agriado el humor en un santiamén.
Dentro, di cuatro o cinco pasos antes de detenerme. Parpadeé varias
veces, confundida.
—¿Qué… qué es esto?
—¿A ti qué te parece?
—A mí me parece el árbol de Navidad más grande que he visto nunca.
Weston me animó a que me acercara. Nos detuvimos a unos cuantos
pasos frente al gigantesco abeto balsámico y levanté la mirada. Era
inmenso, y lo habían colocado entre las dos escaleras curvas que conducían
a la primera planta. Casi tocaba el techo del primer piso. Debía de medir
unos diez metros y hacía que todo el vestíbulo oliera a Navidad.
—¿Te gusta? —me preguntó.
Sacudí la cabeza.
—Me encanta. ¡Es enorme!
Weston me guiñó un ojo y se inclinó hacia mí.
—Eso ya lo he oído antes.
Me reí.
—En serio, no puedo creer que hayas hecho esto.
Len, del departamento de mantenimiento, se nos aproximó. Tenía un
alargador en la mano y un enchufe en la otra. Miró a Weston.
—¿Preparado?
Weston asintió.
—Como nunca antes.
Len conectó los cables y el árbol se iluminó con luces blancas. Ni
siquiera iba a intentar adivinar cuántos miles de luces debía de haber por
toda su extensión. Unos cuantos segundos después, empezó a titilar. Era
absolutamente mágico. Y me había quedado tan ensimismada que ni
siquiera me percaté de que Weston se había movido. Pero, cuando lo hice,
el mundo pareció detenerse de golpe.
Todo pareció desaparecer salvo el hombre arrodillado frente a mí.
Me cubrí la boca con las manos y al instante los ojos se me anegaron en
lágrimas.
—¡Madre mía, Weston! ¡Y yo que no quería salir del coche!
Se rio entre dientes.
—Evidentemente, eso ha sido improvisado, pero muy acorde a nosotros,
¿no crees? Hemos tenido que discutir justo antes de enseñarte esto. No
seríamos nosotros si todo fueran sonrisas y rosas.
Negué con la cabeza.
—Tienes razón.
Weston respiró hondo y noté cómo su pecho se inflaba y deshinchaba.
Me tomó de la mano y por fin entendí por qué le sudaban. Mi chico
arrogante estaba nervioso. Me llevé la otra mano al pecho, justo encima de
mi corazón acelerado. «Él no es el único que está nervioso».
Weston carraspeó.
—Sophia Rose Sterling, antes de conocerte no tenía propósito alguno en
la vida. No mucho después de que entraras en ella, me di cuenta de que la
razón por la que iba sin rumbo era porque tú aún no me habías encontrado.
Mi propósito en la vida es quererte. En el fondo, lo he sabido desde el
momento en que pusimos un pie en este sitio. Aunque no lo entendí
entonces. Tardé un poco en comprender que el amor no tiene por qué tener
sentido; solo debe hacernos felices. Y tú lo haces. Tú me haces el hombre
más feliz del mundo, Soph. Más que nunca. Quiero pasar el resto de mi vida
peleándome contigo solo para hacer las paces después. Y quiero que el resto
de mi vida comience hoy. Así que, ¿me harás el honor de casarte conmigo,
porque… «no desearía en el mundo a otro compañero sino a ti»?
Las lágrimas caían como un torrente por mis mejillas. No sé por qué,
pero me arrodillé y pegué mi frente a la suya.
—¿Cómo puedo decirte que no cuando por fin has citado bien a
Shakespeare? ¡Sí! ¡Sí! Me casaré contigo.
Weston me puso en el dedo el diamante más bonito de corte cojín que
había visto nunca. Las numerosas luces que iluminaban el árbol sobre
nosotros palidecían en comparación con su brillo.
Muy fiel a su estilo, Weston me rodeó la nuca con una mano y apretó
antes de estrellar mis labios contra los suyos.
—Perfecto. Y ahora cállate y dame esa boca.
Me besó en mitad del vestíbulo, delante del grandísimo árbol de
Navidad, con ahínco e intensidad. Cuando por fin nos separamos para
respirar, oí a la gente aplaudir. Tardé unos cuantos segundos en caer en la
cuenta de que estaban aplaudiendo por nosotros. La gente no había perdido
detalle de la proposición. Enfoqué la vista a la vez que echaba un vistazo a
nuestro alrededor.
«¡Ay, madre! El señor Thorne está aquí».
«Y… esa…». Parpadeé varias veces.
—¿Esa es…?
Weston sonrió.
—Scarlett. Sí. La hice venir anoche para pedirle tu mano. Supuse que
no tendría tanta suerte con tu padre, y, de todas formas, valoras más su
opinión que la de él.
Seguíamos arrodillados en el suelo, así que Weston me ayudó a
ponerme en pie. Scarlett y el señor Thorne nos dieron la enhorabuena, al
igual que muchos otros empleados.
Levanté la vista hacia Weston, todavía sin creérmelo.
—No puedo creer que hayas preparado todo esto. ¿Recuerdas la historia
que te conté sobre la última vez que se puso el árbol en este vestíbulo?
—Sí —respondió—. Los tres decoraban el árbol juntos, justo en este
mismo lugar. Grace siempre albergó la esperanza de que nuestros abuelos
entraran en razón algún día y que todos pudieran ser amigos de nuevo y
volver a repetirlo. Pero eso nunca ocurrió, así que no volvió a poner el
árbol. Por eso lo he hecho. Nuestros abuelos son demasiado cabezotas como
para entrar en razón, pero creo que Grace Copeland se alegraría de ver que
los Sterling y los Lockwood por fin han enterrado el hacha de guerra.
Sonreí.
—Pues sí, seguro.
Weston hundió la mano en el bolsillo del abrigo.
—Ay, casi se me olvida. Ordené que colgaran las luces para que
estuviese bonito cuando lo vieras, pero vamos a decorarlo juntos. Igual que
hacían ellos. Hay unas veintitantas cajas llenas de adornos detrás del árbol.
Pero tienes que colgar este primero.
—¿Sí?
Desenvolvió una bola de cristal de un trozo de papel de periódico y me
la tendió.
—Louis se la regaló a Grace por Navidad y ayer la encontró en el
almacén. Si me quedaba alguna duda de que pedirte matrimonio delante de
este árbol era la mejor decisión, este adorno me confirmó que era cosa del
destino.
Bajé la mirada a la bolita de Navidad, que estaba personalizada, igual
que sucede con muchos otros adornos que se compran hoy en día. Había
tres figuritas pintadas en plata y cogidas de las manos, las dos de los
extremos ligeramente más grandes que la de en medio, y, por debajo,
rezaban sus apellidos:
Os quiero,
Vi
Sobre la autora
Vi Keeland es autora best seller del New York Times, el Wall Street Journal,
el Washington Post y el USA Today. Sus títulos se han traducido a más de
veinte idiomas. Vi reside en Nueva York con su marido y sus tres hijos,
donde vive su propio felices para siempre con el chico al que conoció
cuando solo tenía seis años.
Gracias por comprar este ebook. Esperamos
que hayas disfrutado de la lectura.