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La Proteccion Judicial Como Derecho

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CURSO DERECHOS HUMANOS

Programa Regional de Apoyo a las Defensorías del Pueblo en Iberoamérica

La protección judicial como derecho


Autores: Ricardo García Manrique y Ana Ruiz Legazpi

SUMARIO: 1. Las distintas facetas del derecho a la protección judicial. 1.1. El


derecho de acceso a los tribunales. 1.2. El derecho a la resolución (también
llamado derecho al proceso) 1.3. El derecho a la ejecución. 2. El alcance del
control judicial y sus posibles excepciones. 3. La gratuidad de la justicia.

1. Las distintas facetas del derecho a la protección judicial

En la distribución de las tareas que corresponden a cada uno de los poderes


separados del Estado de Derecho al judicial le toca aplicar la ley haciéndola
cumplir a los ciudadanos y a las instituciones. Del buen funcionamiento del
poder judicial depende, por tanto, la salud del Estado de Derecho que, entre
otros indicativos, se mide por las condiciones (tanto formales como
materiales) en las que los ciudadanos podemos activar su funcionamiento,
acceder al a justicia, para obtener la protección de los derechos.

La protección judicial (en terminología de la Convención Americana, art. 25),


el derecho, en sentido amplio, a recurrir a los tribunales (en expresión
empleada por Convenio Europeo, art. 13) o la tutela judicial efectiva (a la que
alude la Constitución española, en su art. 24) son algunas de las diversas
formas de denominar una idea común: el derecho de los ciudadanos (y de la
administración pública) a acudir a la justicia (a la administración de justicia,
que en realidad es la administración del Derecho que imparten los órganos que
componen el poder judicial).

Para la Corte Interamericana, “el derecho de toda persona a un recurso


sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o
tribunales competentes que la ampare contra actos que violen sus derechos
‘constituye uno de los pilares básicos, no sólo de la Convención Americana,
sino del propio Estado de Derecho en una sociedad democrática en el sentido
de la Convención’1.

En abstracto, la idea es clara, pero definir los contornos de este derecho a


acudir a los tribunales, concebido además de como derecho humano como
pilar básico del Estado de Derecho no es tan nítida. Su alcance no es
fácilmente aprehensible.

Como punto de partida, podemos decir que el derecho se presta a


interpretaciones cada vez más extensivas, de manera que se nos presenta
como un derecho complejo o como un haz de derechos. Hemos de descartar,
por tanto, una interpretación restrictiva del mismo que lo redujese a una
1
Por todas, Caso del Tribunal Constitucional Vs. Perú. Sentencia de 31 de enero de 2001.

1
mera posibilidad ( f o r m a l m á s q u e a u t é n t i c a ) de dirigirse a jueces y
tribunales (una especie de versión jurisdiccional del derecho de
petición). La protección judicial de los derechos es algo más que,
simplemente, dirigirse a un juez o tribunal y ya está. La delimitación de su
contenido puede realizarse acudiendo al método teleológico, pensando en su
finalidad que, como es notorio, no es otra que asegurar el imperio de la ley y
garantizar la seguridad jurídica.

Doctrinalmente se han distinguido al menos tres derechos diferentes o,


mejor, tres vertientes diferentes de este derecho (que a su vez suponen
derechos con un contenido mínimo todos ellos). A efectos pedagógicos puede
ser útil pensar en el iter de un proceso para diferencias las tres dimensiones
que, sistematizándolas, componen el derecho a la protección judicial:

1. El derecho de acceso a los tribunales


2 . El derecho a la resolución del proceso
3 . El derecho a la ejecución

1.1. El derecho de acceso a los tribunales.


Se trata de la primera y más básica modalidad del derecho de acceso a la
justicia. Consiste en la posibilidad de dirigirse a un órgano jurisdiccional
solicitando su actuación. Supone la capacidad de accionar el funcionamiento
del sistema de justicia y comprende no sólo la acción de dirigirse al juez sino,
lo que es muy importante, implica la obligación por parte del juez o tribunal
de recibir la petición y responder a ella.

Lógicamente no se trata de que cualquier persona pueda acudir a cualquier


tribunal para promover cualquier causa y por cualquier motivo sino que hay
que cumplir con las exigencias o condiciones que impongan las reglas de
organización del sistema de justicia, propias de la racionalización que todo
sistema requiere para funcionar.

Así, hay que respetar las exigencias de legitimación activa (normalmente que
quien acude al tribunal será titular del derecho o tenga un interés legítimo o,
en otras palabras, que las normas jurídicas reconozcan su capacidad de instar
la acción de la justicia), de legitimación pasiva (que se dirigían contra quien
debe responder jurídicamente), de competencia (que se dirijan al órgano
judicial apropiado en función del asunto, del lugar), de forma (plazos y demás
formalidades), etc.

Estas condiciones del ejercicio del derecho que para cada caso establezcan las
normas nacionales son, además, las razones que, caso de incumplirse, pueden
motivar el rechazo por parte del tribunal de la petición formulada. Dicho en
otras palabras, el derecho de acceso a la justicia se satisface incluso cuando la
petición de accionamiento del sistema se rechaza, no se admite, siempre que
se haga motivadamente. lo que, en virtud del principio de legalidad y de
prohibición de la arbitrariedad, sólo puede acontecer cuando la inadmisión
esté basada en razones jurídicas (ligadas al cumplimiento de estos requisitos
formales, de legitimación, de competencia jurisdiccional, etc). Volveremos
sobre este punto en el apartado 1.2.

2
No obstante, al tratarse de un derecho fundamental vincula a los jueces (y al
legislador que es quien suele regular tales condiciones) a través del principio
de favor libertatis o pro homine a sostener una interpretación de las mismas
guiada por el principio pro actione. En virtud de lo cual hay que interpretar las
normas procesales del modo más favorable posible a la admisión de la
petición de que se trate, con el fin de que el derecho sea vea satisfecho en
la mayor medida posible.

Dos típicos obstáculos al derecho de acceso a los tribunales son la insuficiente


dimensión del poder judicial y el coste excesivo de las actuaciones judiciales.
Para que el derecho no sea ilusorio, es necesario, primero, que el Estado
despliegue una adecuada política de planta judicial, de manera que el
número y distribución de los órganos jurisdiccionales permita tal acceso en
condiciones aceptables. De hecho, la protección judicial tiene como derecho
humano un componente prestacional indudable y esencial.

Segundo, el Estado que asume como auténtico objetivo de su existencia


democrática la realización de la igualdad real y efectiva ha de implementar un
sistema de justicia gratuita o costes procesales asumibles para impedir que
ningún individuo se vea impedido de acceder a los órganos del poder judicial
por razones económicas. A la justicia gratuita nos referiremos en el apartado
3.

Aunque no es este el lugar donde poder abordar algo que será tratado en el
Bloque 2 de las Asignaturas optativas: Derechos de los grupos, sí debemos al
menos citar una cuestión abierta al debate en relación con el acceso a la
justicia como derecho humano. Se trata de los derechos de los indígenas y de
reconocimiento de sus jurisdicciones especiales.

Tanto el Convenio sobre Pueblos Indígenas N° 169 de la Organización


Internacional del Trabajo (OIT) como la Declaración de las Naciones Unidas
sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas contiene sendas disposiciones
sobre el mantenimiento de sus “sistemas jurídicos” (recientemente, además,
Comisión Interamericana ha hecho un llamamiento a los Estados para que
respeten este derecho “reconocido en el derecho internacional de los
derechos humanos”2). Lo que, en opinión de la mayoría de los estudiosos, que
aquí compartimos, ha de articularse de manera coordinada con el acceso al
sistema jurídico general para evitar excepciones ilegítimas al derecho humano
de acceso a la justicia.

Tampoco podemos acabar este apartado sin mencionar la tendencia a arbitrar


mecanismos alternativos para la resolución de los conflictos (mediación,
arbitraje, conciliación, etc) como vía para acabar con el colapso del sistema
de justicia.

El fatigoso funcionamiento de la administración de justicia en casi todos los


países conocidos se debe en buena medida en el incremento de demanda que
sistemáticamente produce el avance de la democracia (a medida que somos

2
Conclusiones del 141 periodo de sesiones de la CIDH, marzo-abril 2011.

3
más conscientes de los derechos, más perdemos el miedo o la pereza que nos
pueda dar reivindicarlos). Lo que, como decimos, ha llevado a algunos países a
explorar vías de resolución de los conflictos alternativas a las contenciosas,
para evitar que los tribunales ante los que estos últimos se sustancian, se
colapsen. se puede pensar que hay asuntos que pueden ser resueltos de una
manera más rápida y ágil, y quizá eficaz, que acudiendo a un proceso que,
muy a menudo, puede resultar muy gravoso (lentor, caro, etc). El debate
desde luego está abierto en Europa (a instancias de la Unión Europea) y si bien
parece pacífico en asuntos civiles o mercantiles, incluso laborales o
administrativos, es más espinoso en temas penales (que se debate también con
algunas experiencias interesantes en países como Brasil).

Aquí compartimos esta visión, pero teniendo muy claro que, de nuevo, la clave
de su legitimidad está en la coordinación con el acceso a la justicia que como
derecho humano reconocen los tratados y las constituciones. Que los
mecanismos alternativos sean tales, alternativos, una opción más (si se quiere
con ventajas) pero no se podrán articular como una exclusión de la jurisdicción,
no pueden usarse como excusa para cercenar y limitar el acceso a la
jurisdicción en los términos que lo estamos analizando.

El acceso a los recursos


Una consecuencia lógica del derecho de acceso a los tribunales es el acceso a
los recursos, a acceder a un tribunal distinto (y superior).

Aunque es más exacto decir que el derecho a los recursos es un derecho a


acceder a ellos cuando así se establezca. En otras palabras, no es que no sea
un derecho absoluto (ningún derecho lo es) sino que ni siquiera es un derecho
tan amplio como el derecho de acceso a la justicia (en primera instancia).
Tanto el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos (art. 14.5.
PIDCP) como las Convenciones Americana y Europea de Derechos Humanos
(art. .2. h) y art. 2.1. del Protocolo Núm. 7 CEDH, respectivamente)
circunscriben el derecho a recurrir las decisiones jurisdiccionales en el orden
jurisdiccional penal.

En el resto de la jurisdicción, se entiende que, dentro de cada Estado,


e l legislador tiene la potestad de establecer en qué casos cabrá recurso y
qué casos no. Ahora bien, una vez existente la posibilidad legal de recurrir,
el derecho de acceso al recurso atrae para sí las garantías del derecho al a
protección judicial e impone que todas las garantías procesales sean
respetadas y que la capacidad de recurrir (de acceder al recurso) se
interprete, bajo la égida del principio pro actione, d e l a m a n e r a más
amplia posible (sin la traba de exigencias formales excesivas básicamente).

1.2. El derecho a la resolución del proceso

Con esta dimensión del derecho se garantiza que las solicitudes de los
individuos dirigidas a los órganos jurisdiccionales se sustancien y resuelvan
adecuadamente, esto es, con base en l as normas previamente establecidas
( garantía del imperio de la ley). Se trata de que el acceso a los jueces y
tribunales no sea sólo retórico exigiendo que estudien en asunto y, además, lo
4
resuelvan, poniendo fin a la contienda, conforme a Derecho.

En cuanto a su sustanciación se exigen algunas condiciones, que son lo que


en la cultura jurídica anglosajona, en este mundo muy extendida, se conoce
como due process of law. A ellas hacen referencia, por supuesto, tanto los
tratados internacionales de referencia (Pacto Internacional de Derechos Civiles
Políticos y Constitucionales; Convención Americana y Convención Europea)
como las constituciones de nuestros Estados. En la Constitución española, por
ejemplo, se diferencia entre la proclamación del derecho a la tutela judicial
efectiva (24. 1 CE) y el elenco de garantías judiciales que han de observarse
en proceso, que se especifican en otro apartado (art. 24. CE)

En pocas palabras, se trata de que el proceso cumpla con las garantías


judiciales de un juez independiente e imparcial, que se garantice la igualdad
de las partes, la adecuada defensa de cada una de ellas, la publicidad del
proceso, etc. Pero aunque las cautelas se repitan en las Constituciones y
tratados internacionales de los derechos humanos no es fácil identificar
unitariamente este derecho más allá de fórmulas abstractas como la de cuño
anglosajón. A efectos pedagógicos y para facilitar la comprensión de este
derecho que engloba muchísimas ramificaciones (derechos instrumentales)
enumeraremos algunos clásicos:

a) Derecho al juez natural ordinario predeterminado por la ley.

Esta garantía está enfocada a preservar la independencia e imparcialidad del


juez al exigir que el proceso se sustancie ante un juez que haya sido
establecido conforme a la ley de antemano. Si el juez ha de ser establecido
por una ley con sus exigencias de generalidad y ha de tener asignada la
atribución del poder de juzgar ese caso previamente, esto significa que se
proscriben los tribunales ad hoc o designado expresa (e interesadamente)
por el poder público de turno para la ocasión.

El órgano jurisdiccional encargado del proceso debe haberse creado antes


de que se solicitara su actuación y la atribución de poder de decidir
sobre caso que se le plantea ha de haber tenido lugar en virtud de
normas legales previas y no en virtud de decisión discrecional alguna.

La predeterminación legal es el requisito esencial de la legitimidad de órganos


judiciales que por la singularidad de la materia cuyo conocimiento tienen
atribuida pueden ser calificados de especiales sin constituir, como tales, una
jurisdicción especial (pues son jurisdicción ordinaria). Es el caso, por ejemplo,
de la Audiencia Nacional en España (que conoce de asuntos de terrorismo, entre
otros no menos significativos). STEDH Barberá, Messegué y Jabardo c. España, 6
de diciembre de 1988.

En la filosofía de estas ideas se inserta la interpretación restrictiva del alcance


de la jurisdicción militar característica de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos cuando, por ejemplo, insiste en que no puede aplicarse para juzgar las
violaciones de los derechos humanos cometidas por civiles. Caso Rosendo Cantú

5
y otra, de 31 de agosto de 2010 y Caso Cabrera García y Montiel Flores de 26 de
noviembre de 2012.

b) Derecho a utilizar medios de prueba.

Se trata de garantizar que los justiciables puedan demostrar la verdad


de sus alegaciones o la falsedad de las alegaciones de la parte contraria.

En materia de prueba, las legislaciones procesales estatales pueden variar


mucho, a s í como varía la regulación de la materia de unos a otros
procesos. Como regla general, se aprecia una progresiva ampliación de
las pruebas a las que se puede recurrir: los sistemas jurídicos
contemporáneos se han ido alejando poco a poco del sistema de “prueba
tasada”, esto es, de un sistema en el cual se limita el tipo de pruebas al que
se puede recurrir y en el cual se les otorga un valor predeterminado. La
tendencia es a que el órgano juzgador admita todas las pruebas que considere
pertinentes y a que, si rechaza alguna por impertinente, lo haga mediante
resolución motivada. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional español ha
declarado que, ante la duda, es preferible el exceso en la admisión y práctica
de las pruebas frente a actitudes más restrictivas.

A pesar de que la regla sigue siendo “quien acusa/demanda prueba” se


observa la tendencia a la inversión de la carga de la prueba en algunos
ámbitos como el de la igualdad o tratamiento antidiscriminatorio (el peso de
la prueba recae, bajo determinadas circunstancias, en quien es acusado de
discriminar) o, aunque en España, el laboral (donde la carga de la prueba de
la legalidad del despido venía recayendo en el empresario, al menos hasta la
última reforma laboral, de 2012, que, con la excusa de la crisis económica, ha
limado esta garantía). Lógicamente la eficacia de la presunción de inocencia
en el ámbito penal sitúa aquí un muro infranqueable pues, tratándose de una
acusación criminal, quien la formula deberá siempre probar la culpabilidad del
acusado, que es siempre inocente hasta que se demuestre fehacientemente lo
contrario.

Por otra parte, cabe recordar aquí que las pruebas obtenidas ilícitamente
mediando la violación de derechos fundamentales no deben surtir efecto,
incluso aunque tengan un valor probatorio decisivo, y deben ser
expulsadas del proceso. Es importante destacarlo porque importantes
derechos fundamentales pueden verse afectados por la búsqueda de pruebas
(así, junto con la libertad, el derecho a la intimidad, a la inviolabilidad del
domicilio o el secreto de las comunicaciones sobre los cuales se cierne el
peligro de la potencialidad lesiva que para ellos tiene el uso de las nuevas
tecnologías).

La influencia de la jurisprudencia norteamericana en el asunto de las pruebas


obtenidas vulnerando los derechos fundamentales (pruebas envenenadas o
contaminadas) es decisiva en toda la cultura jurídica occidental. La Corte
Suprema de los EEUU ha ido perfilando con los años lo que se conoce como
teoría del árbol envenado, con la que se fija el mapa de las pruebas que han
de quedar fuera del proceso y las que pueden salvarse porque su vicio es, de
alguna manera, subsanable (Caso Nardone vs. US, 302 US 379,1939).

6
c ) Derecho a la asistencia letrada (y de intérprete).

Siendo de especial trascendencia en el ámbito penal, se trata sin embargo


de un derecho de general aplicación a cualquier ámbito jurisdiccional. Su
base radica en la complejidad de los sistemas jurídicos, que hacen
necesaria la asistencia técnica profesional para evitar la indefensión o,
cuando menos, la desigualdad de las partes concurrentes. Este
derecho supone, por una parte, la protección de la relación entre
abogado y cliente, considerada particularmente íntima; y, por otra parte, la
garantía de que todo justiciable podrá disponer de un abogado, lo cual exige
un sistema de asistencia letrada gratuita al que después haremos referencia.

Tanto el art. 6. 3 c) del Convenio Europeo de Derechos Humanos como el art.


8. 2. d) y e) de la Convención Americana permiten la defensa personal por uno
mismo, incluso en las causas penales; si bien la interpretación que de esta
posibilidad de autodefensa ha sido, lógicamente, restrictiva pues, dada la
complejidad técnica de los procesos, una auténtica defensa sólo es posible con
expertos que conozcan las reglas, de modo que la autodefensa suele
circunscribirse a aquellos casos en los que el afectado es letrado.

La asistencia de intérprete es una garantía tanto de la defensa letrada como


del resto de garantías judiciales pues, sin comprender el proceso, no es posible
ejercer eficazmente el derecho a la tutela o a la protección judicial. El art. 8.2
a) de la Convención Americana, en sintonía con el art. 14.2 f del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que lo predican del ámbito penal,
ó el art. 6. 3 a) del Convenio Europeo que lo hace en términos más amplios. Se
trata en todo caso de una garantía material para que quien está incurso en un
proceso pueda defenderse y hacer valer en él las garantías, por lo que en
principio basta con que se le preste asistencia en una lengua que pueda
comprender (y no necesariamente la natal o la del país de procedencia…).

d ) Derecho a la publicidad del proceso.

La publicidad del proceso es también una garantía de la imparcialidad judicial


y, más ampliamente, es una garantía de todas las demás garantías. Un proceso
público, además, tiene el efecto beneficioso de acercar la impartición de
justicia al pueblo y, desde ese conocimiento, aumenta la confianza de los
justiciables en los jueces y tribunales, lo que a su vez redunda en un refuerzo
de la legitimidad de sus decisiones (especialmente importante en los países
donde el cuerpo electoral no interviene, salvo muy puntualmente, ni la
administración de justicia directamente ni en la elección de los jueces que la
administran en su nombre).

Como regla general, todo proceso, en cualquiera de sus fases, debe tener
carácter público. Esta regla, sin embargo, tiene excepciones, normalmente
vinculadas a la protección de los derechos (privacidad e integridad sobre todo)
de determinadas personas (menores, testigos o incluso víctimas) o diríamos de
determinados bienes (interés de la justicia o seguridad nacional), a las que con
aluden el art. 6.1 de la CEDH como el art. 8. 5 CADH. Nos referimos a la
7
publicidad de la audiencia (a la presencia en ella de periodistas y público),
pues en lo que afecta a las decisiones, el art. 14. 5 PIDCP exige que sean
públicas, y solo admite excepciones para los casos en que “el interés de
menores de edad exija lo contrario, o en las acusaciones referentes a pleitos
matrimoniales o a la tutela de menores”.

La excepción a la publicidad más relevante es la del llamado “secreto de


sumario”, especialmente delicada en la jurisdicción penal. Y ello porque
supone la ausencia total de publicidad durante algún tramo de la investigación,
afectando incluso a alguna de las partes. En principio se justifica en aras de la
efectividad del propio proceso, tal como está contemplado en las normas
internacionales de referencia que venimos mencionando. Se trata de una
decisión que puede adoptar el tribunal “cuando por circunstancias especiales
del asunto la publicidad pudiera perjudicar a los intereses de la justicia”, en
palabras del art. 14. 1 PIDCP. Como límite que es al derecho a la protección
judicial ha de interpretarse de la manera más restrictiva posible (esto es, del
modo en que menos perjudique al derecho) y de acuerdo con el principio de
proporcionalidad.

e ) Derecho a un proceso sin dilaciones indebidas.

Con razón suele decirse que una justicia tardía no es justicia. Una resolución
que se demora excesivamente en el tiempo no es capaz de resolver
eficazmente el problema que planteó quien entendió erosionados sus derechos.

Se trata de una garantía difícil de cifrar, porque es difícil valorar lo que debe
durar un proceso y cuando el tiempo empleado es, no ya excesivo, sino
constitutivo de una dilación indebida, ilegítima.

Hay algunos indicadores. Así puede decirse que este derecho previene de que el
proceso y su resolución se demoren o se prolonguen en el tiempo por la
pasividad del juez o de otras instancias que intervienen en la administración de
la justicia (policía judicial, ministerio público, secretarios judiciales, etc), a la
vez que se excluyen las dilaciones que son imputables a una de las partes en el
proceso (pensemos en quien recurre todo lo recurrible de un proceso con el
único objetivo de ganar tiempo). Junto con el comportamiento de las partes,
también sabemos que ha de tenerse en cuenta la complejidad mayor o menor
del asunto de que se trate (no es lo mismo un delito de bagatela que
desentrañar la actividad delictiva de una complicada organización criminal en
la que hay delito de blanqueo de capitales, tráfico de drogas, influencias, etc)
así como el número de personas incursas en él (no es lo mismo el primer caso,
en que sólo hay un inculpado que el otro, en el que puede haber múltiples,
algunos de ellos aforados, etc) u otras circunstancias (por ejemplo, cuando se
exige la realización de pruebas muy costosas y laboriosas, o la realización de
pruebas en otros países, con la complejidad del elemento internacional) 3.

3
La complejidad de la causa, el comportamiento del interesado y la actuación de las autoridades
competentes STEDH Selmouni c/ Francia, 2 de julio de 1999 ó STEDH González Doria Durán de
Quiroga c. España de 28 de octubre de 2003. Entre otras circunstancias que también deben valorase
está, por ejemplo, el interés que arriesga quien invoca la dilación indebida, su conducta procesal y la
de los órganos jurisdiccionales en relación con los medios disponibles

8
En todo caso, la lentitud de la justicia es percibida invariablemente como un
mal común por los ciudadanos de todos los países de nuestro entorno. Pero si
bien es cierto que el ritmo de los tribunales es habitualmente excesivamente
lento, y los medios materiales y personales son manifiestamente mejorables en
muchos casos, lo cierto es que el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas
se ha interpretado no como el derecho a que se cumplan los plazos
legalmente establecidos (que son superados con creces muy a menudo) sino
como el derecho a un proceso que no exceda la duración habitual de procesos
similares o del mismo tipo. Obsérvese, por lo demás, que los derechos
contenidos en el genérico derecho al proceso no siempre impulsan el
proceso en la misma dirección, esto es, pueden exigir actitudes distintas del
órgano juzgador: por ejemplo, una amplia efectividad del derecho a la prueba
incide en la rapidez con la que se desenvuelve el proceso.

Creemos de interés destacar la reacción del legislador español a varias


condenas que le había impuesto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por
esta razón (STEDH Ruiz Mateos c España, de 23 de junio de 1993, STEDH Díaz
Aparicio c España de 14 de octubre de 2001 ó STEDH Soto Sánchez c España. De
25 de noviembre de 2003). En la última reforma del Código Penal, en 2010, se
introdujo como circunstancia atenuante de la responsabilidad penal las
dilaciones indebidas (atenúan la responsabilidad penal porque sirven para que
el juez precise la pena en los tramos bajos de la horquilla con que se estipulan
en la ley). Se habla al efecto dilación indebida y extraordinaria y se define, en
negativo, como aquella no atribuible al propio inculpado y que no guarde
proporción con la complejidad de la causa.

h) Garantías procesales penales.

Aunque las referencias al proceso penal hayan sido constantes, a la par que
lógicas, pues no nos podemos olvidar de que es allí donde se debaten las
cuestiones que afectan a la vida, la libertad, la integridad…hay que tener en
cuenta que todos los derechos anteriores rigen en todo el ámbito procesal.
En el proceso penal, además, rigen algunos derechos específicos vinculados,
precisamente, a las consecuencias que el ejercicio del ius puniendi del Estado
puede conllevar para la libertad de las personas.

En una lección de carácter general como esta no nos corresponde detenernos a


analizar en detalles estas garantías del proceso penal. A algunas de ellas,
como la presunción de inocencia, han sido traídas a colación en algún
momento, y en relación con otras, tales como el derecho a ser informado de la
acusación, el derecho a guardar silencio, a no declarar contra uno mismo y
a no declararse culpable ó derecho a un proceso en el que rija la oralidad y
la inmediación, nos conformamos aquí con mencionarlas remitiéndonos a los
arts. 14 PIDCP, art. 6 CEDH y art. 8 CADH y a respectivas sus concreciones
constitucionales.

9
En ese apartado, en fin, nos ocupábamos del llamado derecho a la resolución o
al proceso, al que definimos como la garantía de que las solicitudes de los
individuos dirigidas a los órganos jurisdiccionales se sustancien y resuelvan
adecuadamente, esto es, con base en l as normas previamente establecidas
( garantía del imperio de la ley). Hasta aquí hemos analizado la relativa a la
sustanciación.

Quedaría abordar el derecho propiamente dicho a obtener una resolución


que, aunque es más simple porque cuenta con menos ramificaciones, nos
reservamos para un estudio más detallado en el tema 5 de este mismo curso.
Ahora sólo adelantaremos que es la proyección de la prohibición del non
liquet, de la obligación del juez de resolver.

Lógicamente en un Estado de Derecho en que los poderes públicos, incluido el


poder judicial, actúan sometidos al principio de legalidad, las resoluciones han
de motivarse y, de no ser así, incurren en arbitrariedad. Esencialmente, el
juez debe para ello atenerse al sistema de fuentes establecido (nótese el
diferente valor del precedente según la influencia del common law) y debe
explicar de un modo comprensible las razones jurídicas en las que basa su
decisión.

Puede ser una resolución sobre el fondo pero también puede ser una
resolución que, tras un proceso preliminar, inadmite la solicitud pues, la
inadmisión es legítima (como ya dijimos en el apartado 1.1.) siempre, claro
está, que las causas de inadmisión estén estipuladas en la ley. El derecho a la
resolución no es un derecho a una resolución favorable, que nos dé la razón, o
que condene a la otra parte. No existe ni un derecho genérico a tener razón ni
un genérico derecho a la condena de otro.

1.3. El derecho a la ejecución


Es un derecho a la efectividad de la sentencia. A que lo declarado en la
resolución se cumpla. El Estado tiene a su disposición el monopolio del uso
legítimo de la fuerza y con ella a hacer cumplir las decisiones judiciales. De lo
contrario, las decisiones judiciales serían meramente declarativas o
testimoniales (su cumplimiento dependería de la voluntad de una de las
partes) y no habría auténtica justicia, pues cada uno se tomaría la suya por su
mano, en una organización social impropia de un Estado y, menos aún, de un
Estado de Derecho.

Este derecho incluye a su vez una faceta que se inserta en la seguridad


jurídica y, más ampliamente, en la cláusula definitoria del Estado de Derecho.
Conlleva el derecho, en fin, a que no se modifiquen las resoluciones cuando
sean definitivas (efecto de cosa juzgada).

El alcance del control jurisdiccional y sus posibles excepciones.

10
El principio del Estado de Derecho incluye significativamente la sumisión de la
actuación de todos los poderes a la ley. Los Estados que tratan de organizarse
con esta fórmula de separación y limitación del poder tienden a ampliar el
control jurisdiccional sobre la actuación de los poderes, pues idealmente toda
actividad pública debe estar sujeta a dicho control.

Las constituciones contemporáneas suelen incluir normas que reflejan esa


pretensión de control omnicomprensivo o que han sido interpretadas con este
sentido. Así, por ejemplo, la Constitución alemana de 1949 establece en su
artículo 19.4 que “toda persona cuyos derechos sean vulnerados por el poder
público podrá recurrir a la vía judicial”. También la Constitución española de
1978, en su artículo 24.1 dice que “todas las personas tienen derecho a
obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus
derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse
indefensión”. Que son equivalentes al art. 29 de la Constitució n
colombiana “El debido proceso se aplicará a toda clase de actuaciones
judiciales y administrativas” que citamos sólo a título de ejemplo de las otras
tantas cláusulas de otros tantos países latinoamericanos.

Sin embargo, hay dos tipos de actos públicos que pueden estar o han estado
sustraídos al control de los tribunales: los actos políticos y los actos de
regímenes anteriores.

Las controversias y tensiones que suscita el control (o la falta de él)


jurisdiccional de los actos de regímenes anteriores, de las dictaduras que se
sufrieron en muchos de nuestros países antes de que habláramos de
Democracia y Estado de Derecho, han sido ya analizadas en el Módulo I de esta
asignatura, por lo que nos remitimos a lo que allí se aprendió.

Hay que recordar, eso sí, que los actos legislativos (y los que dan lugar a los
tratados internacionales) también son actos del poder público (del poder
legislativo, de hecho), pero no necesariamente han de estar sometidos al
control judicial, entendido éste en sentido estricto. No lo están cuando el
control de su constitucionalidad corresponde a un órgano de control
constitucional concentrado (un tribunal o corte constitucional)
que no se considera integrado en el poder judicial.

Sin embargo, entendido el control jurisdiccional en sentido amplio, incluye


también el control concentrado de constitucionalidad, pues obvio es que
éste reúne las características propias del control jurisdiccional de legalidad
(en este caso, de legalidad constitucional). Otra cosa distinta sucede
cuando no se ha establecido un control de constitucionalidad. En este
caso, los actos legislativos sí quedan sustraídos al control jurisdiccional y,
así, el principio del Estado de Derecho queda mermado. Por eso ha llegado
a decirse que cuando no existe control constitucional, tampoco existe
Constitución, en el sentido de que ésta deja de ser una norma jurídica
genuina, deja de pertenecer al ordenamiento jurídico, para ser sólo una
norma política. El principio del Estado de Derecho favorece el
establecimiento de un control de constitucionalidad, sea éste difuso o
concentrado, como elemento indisociable de la normatividad de la
Constitución.

11
Cuando hablamos de actos políticos, sin embargo, no nos referimos a leyes. La
doctrina de los actos políticos se debe al Consejo de Estado francés. Con tal
doctrina, el Consejo de Estado pretendió sustraer la calificación de “acto
administrativo” a algunos actos del poder ejecutivo, aduciendo que, en
verdad, se trataba de actos políticos y no administrativos. Se sirvió de la no
siempre fácil tarea de identificación entre el Gobierno y la administración.
Ambos integran el poder ejecutivo pero uno, el Gobierno, lo impulsa, tiene el
indirizzo político (es político) y otro, la administración, es ejecutivo, la
ejecuta (es mas burocrático). Así, los actos políticos eran cualificados por el
móvil que llevaba a su ejecución: si era un móvil político, entonces el acto
dejaba de ser administrativo y pasaba a ser político y, como tal, sustraído
al control de la jurisdicción. Es fácil comprender que esto abría la vía de
la impunidad para buena parte de la actividad gubernativa, sobre todo
porque el concepto de “móvil político” es muy difuso. Hoy día la noción de
“acto político” se sigue manteniendo en Francia, aunque se ha reducido a
una lista tasada y muy reducida (relaciones internacionales, relaciones
interconstitucionales del ejecutivo con los demás poderes y medidas de
gracia y amnistía).

En España, por ejemplo, se asumió la noción del acto político, aunque


interpretada muy restrictivamente, incluso después de aprobarse la
Constitución, pero hoy en día ha desaparecido del ordenamiento jurídico.
Cualquier acto de cualquier autoridad (incluso del Gobierno: esto es, Consejo
de Ministros), verse sobre la materia que verse, está sujeto a control pues, los
espacios opacos son incompatibles con el Estado de Derecho.

3. La gratuidad de la
justicia.

Al hablar del derecho a la asistencia letrada (y en su caso de intérprete) ya


avanzamos que para que sea eficaz se requiere que haya un sistema de justicia
gratuita para quien no tiene los recursos que le permitan proveerse de
abogados. Radicalmente afirmamos que un Estad de Derecho sólo existe si
todos los ciudadanos tienen garantizado el acceso a la justicia y, como en la
mayoría de los sistemas jurídicos el acceso a la justicia no es gratuito, es
necesario un mecanismo de compensación que corrija las desigualdades en
este punto.

Es cierto que, también como regla general, los justiciables no cargan con el
coste total de la administración de justicia, puesto que ésta es considerada
como un servicio público y sufragada con cargo a los presupuestos del Estado.
Por tanto, e s m á s e x a c t o d e c i r que una parte del coste del servicio
corre a cargo del estado y otra parte a cargo de los justiciables. Esta
distribución del coste es variable según los sistemas, que suelen diferenciar
entre los costes fijos (salarios de jueces, magistrados, fiscales y personal
administrativo y las instalaciones judiciales y equipamiento de las mismas) y
los puntuales, en el sentido de que son los propios de cada proceso, que se
llaman gastos procesales o costas (honorarios abogados, práctica de las
pruebas, emisión de documentos) y suelen correr a cargo de las partes.

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Hay dos instituciones procesales que contemplan los diversos sistemas
jurídicos en relación con el pago de estos gastos: la condena en costas y la
asistencia jurídica gratuita, s o b r e l a q u e n o s v a m o s a c e n t r a r .

De la condena en costas sólo diremos que es la institución que pretende evitar


que quien tiene que recurrir a los tribunales en defensa de los derechos tenga,
encima, que pagar por ello. La condena en costas se establece normalmente
por el mismo juez o tribunal encargado del proceso y consiste en la obligación,
impuesta por el juez, de que quien ha perdido el litigio se encargue de todos
los gastos procesales, tanto los ocasionados por él mismo, como los de la parte
vencedora (para que ésta, que tenía la razón jurídica de su parte no sufra este
perjuicio). Las normas que regulan la condena en costas varían de unos a
otros sistemas, pero normalmente no es suficiente con resultar ganador en el
pleito para obtener la condena de la otra parte, sino que puede tener que
acreditarse temeridad procesal, manifiesta irrazonabilidad o ausencia de
dudas relevantes de hecho y de derecho.

Esta institución puede desanimar a los malintencionados pero no garantiza,


como es evidente, el acceso igualitario a la justicia.

De ello se encarga la institución de la asistencia letrada gratuita. Cuando se


habla de gratuidad de la justicia, o del beneficio o privilegio de pobreza,
se suele hacer referencia a los mecanismos que los sistemas jurídicos
prevén para garantizar que las personas carentes de recursos puedan intentar
la defensa procesal de sus derechos. A ella se remiten los principales
instrumentos internacionales (así el art. 14. 2 d) PIDCP, art. 8. 2 e) CADH y
art. 6. 3 c) CEDH) cuya filosofía, por lo demás incorporan todas nuestras
Constituciones, ampliándola, por lo demás, a la protección judicial de
cualquier derecho, y no sólo de los involucrados en el proceso penal, a la que
la circunscriben los textos mencionados.

A menudo en desarrollo de estos derechos constitucionales, las legislaciones


procesales regulan estos mecanismos. Ponemos el caso de la Constitución
española, que reconoce en su art. 119 que la justicia será gratuita cuando
así lo disponga la ley y, en todo caso, respecto de quienes acrediten
insuficiencia de recursos para litigar.

Podemos decir que el acceso a la justicia es auténticamente gratuito


cuando el sujeto que se beneficie del sistema establecido para ello no
tiene que incurrir en ningún coste financiero procesal, esto es, incluyendo
los honorarios de abogados y procuradores y el coste de cualesquiera
pruebas practicadas o de cualquier otro trámite procesal necesario. Sin
embargo, los sistemas de asistencia jurídica gratuita suelen resultar
insuficientes, primero porque son bastante restrictivos en cuanto a los
sujetos que pueden disfrutar de ellos y porque el hecho de disponer de un
abogado de oficio no garantiza la igualdad procesal desde el mismo momento
que no siempre permitir elegir al mejor experto.

En este punto situamos uno de los déficits funcionales de la mayor parte de


los Estados de Derecho conocidos en cuanto al acceso a la justicia que,
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como vemos, no es sino reflejo de una más genérica desigualdad social.

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