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13-Gordillo Gaston y Hirsch Silvia - Movilizaciones Indigenas en Argentina

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Movilizaciones indígenas e

identidades en disputa
en la Argentina

Gastón Gordillo y Silvia Hirsch


Compiladores
Movilizaciones indígenas e identidades en disputa en la Argentina / coordinado por Gastón
Gordillo y Silvia María Hirsch. - 1a ed. - Buenos Aires :
La Crujía, 2010.
296 p. ; 23x16 cm. - (Espacio público)

ISBN 978-987-601-118-1

1. Sociología de la Cultura. 2. Pueblos Originarios. I. Gordillo, Gastón, coord. II. Hirsch, Silvia
María, coord.
CDD 306

Primera edición: noviembre 2010


© La Crujía Ediciones
E-mail: editorial@lacrujialibros.com.ar
www.lacrujiaediciones.com.ar

Diseño de interior y de tapa: Ana Uranga

ISBN: 978-987-601-118-1
Impreso en Argentina
Movilizaciones indígenas e
identidades en disputa
en la Argentina

Gastón Gordillo y Silvia Hirsch


Compiladores

Esta publicación se realiza como parte de las actividades


del Programa en Antropología Social y Política
de FLACSO-Argentina
A la memoria
de Ana María Spadafora
Índice

Presentación........................................................................................................... 9

1. La presencia ausente: invisibilizaciones, políticas estatales y


emergencias indígenas en la Argentina
Gastón Gordillo y Silvia Hirsch.......................................................................... 15

2. Replanteos teóricos sobre las acciones indígenas de


reivindicación y protesta: aprendizajes desde las prácticas de
reclamo y organización mapuche-tehuelche en Chubut
Claudia Briones y Ana Ramos.......................................................................... 39

3. Los guaraníes de Misiones en la mirada de cronistas y


antropólogos
Ana María Gorosito Kramer............................................................................. 79

4. El monte en la ciudad: (des)localizando identidades


en un barrio toba
Ana Vivaldi........................................................................................................... 101

5. Representaciones culturales y lingüísticas en el resurgimiento


identitario de los tapietes
Florencia Ciccone y Silvia Hirsch..................................................................... 123
 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

6. Autenticidad, sospecha y autonomía: la recuperación de la


lengua y el reconocimiento del pueblo rankülche en La Pampa
Axel Lazzari . ........................................................................................................147

7. “Acompañando al pueblo huarpe”: luchas de representación


y control político en la institucionalización de las comunidades
huarpes de Guanacache, Mendoza
Diego Escolar........................................................................................................ 173

8. Deseando otro lugar: reterritorializaciones guaraníes


Gastón Gordillo..................................................................................................207

9. Rumbos y laberintos de la política étnica: organizaciones


unificadas y faccionalismos indígenas en la provincia de Formosa
(pilagá y toba)
Ana María Spadafora, Mariana Gómez y Marina Matarrese...............237

10. Subalternidad y ancestralidad colla: transformaciones


emblemáticas y nuevas articulaciones de lo indígena en Jujuy
Gabriela Karasik................................................................................................. 259

Sobre los autores.............................................................................................283


Presentación
Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

E ste libro analiza las diversas facetas históricas, culturales y políti-


cas de los campos de disputa que han configurado la experiencia de los
pueblos originarios de la Argentina. Centrado en estudios de caso que
cubren buena parte de la geografía del país y escritos por algunos de
los más reconocidos referentes de la antropología argentina, este libro
ofrece un panorama de la gran diversidad de experiencias, identidades,
prácticas y aspiraciones de los actores indígenas que en las últimas dé-
cadas han desafiado, y contribuido a erosionar, la vieja imagen de la
Argentina como nación “blanca” y “culturalmente homogénea”.

La idea de la presente compilación comenzó a gestarse con la pu-


blicación en inglés en 2003 de un número especial del Journal of Latin
American Anthropology, compilado por nosotros, sobre movilizaciones
indígenas en la Argentina. El presente volumen, no obstante, constituye
un proyecto más amplio y distinto del anterior. En primer lugar, hemos
incrementado el número de autores y estudios de caso con el objeto
de ofrecer un panorama más diverso sobre la multiplicidad de expe-
riencias indígenas en el país. Pero además, con la excepción del artícu-
lo que abre el libro (escrito por nosotros), los autores que participaron
en aquella publicación han preferido escribir nuevas contribuciones, lo
que hace de este libro un producto original y orientado a un público no
sólo académico sino también general.

Con el objeto de presentar los procesos históricos, sociales y políticos


que forman el trasfondo de todos los trabajos, el capítulo de nuestra au-
10 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

toría analiza la historia de las narrativas hegemónicas, políticas estata-


les y movilizaciones que han forjado “la cuestión indígena” en la Argen-
tina. Esta trabajo analiza cómo durante la mayor parte del siglo XX los
grupos indígenas constituyeron una suerte de presencia ausente en los
imaginarios nacionales, donde su invisibilización pública fue paralela a
intentos estatales por lidiar con su ineludible gravitación en varias re-
giones del país. Además, examinamos cómo este proceso comenzó a ser
subvertido en la década de 1990 con la emergencia de nuevas formas
de activismo que, además de centrarse en demandas de corte local, le
han dado una nueva presencia pública al componente indígena de la
nación.

El resto de los capítulos analizan estos campos de disputa desde


distintos ángulos y perspectivas. La lucha por la titularidad de la tierra
y el reconocimiento político encapsula buena parte de los conflictos
entre grupos indígenas y el Estado, y por ende es el foco de varios de
los trabajos. Claudia Briones y Ana Ramos proponen replantear la mi-
rada teórica de los estudios sobre movilizaciones indígenas, que suelen
centrarse en momentos “pico” de alta conflictividad y visibilidad pú-
blica y, por ende, dejan de lado hiatos, pausas y reposicionamientos de
larga duración que son menos visibles pero no menos importantes en
la constitución de acciones políticas. Briones y Ramos se centran en el
activismo mapuche-tehuelche en Chubut para sacar a la luz estas arti-
culaciones políticas y subjetivas a varios niveles: experiencias y afectos
personales, diferencias generacionales, luchas familiares y comunita-
rias por la tierra, prácticas de organizaciones políticas así como inter-
venciones estatales.

Gastón Gordillo, por su parte, realiza un análisis comparativo de


las demandas guaraníes por la tierra en la zona azucarera de Salta
y Jujuy, contraponiendo el reclamo en Hipólito Yrigoyen, Salta, con-
tra el ingenio San Martín del Tabacal por el lugar conocido como
“La Loma” con la movilización en Jujuy por la propiedad de tierras
fiscales cerca del pueblo de Vinalito. Gordillo examina ambas lu-
chas como procesos de reterritorialización, por los cuales actores
guaraníes urbanos han buscado desplazarse a lugares rurales y con
ello contrarrestar experiencias de desarraigo territorial así como
la acusación desde sectores de poder de que ellos no serían “indí-
genas argentinos” sino “bolivianos” sin derecho a la tierra. Por ello,
el autor analiza estas luchas guaraníes por espacios rurales en su
Presentación 11

entrelazamiento con disputas sobre nacionalidad, experiencias de


alienación urbana y memorias sobre el pasado agrario de sus an-
cestros.

El trabajo de Ana María Spadafora, Mariana Gómez y Marina Mata-


rrese realiza un contrapunto entre el caso de los pilagá y los tobas del
oeste de la provincia de Formosa para analizar la relación entre formas
de organización política y programas de entregas de tierras. Por un lado,
las autoras analizan las dificultades que surgen cuando comunidades
indígenas son sometidas a procedimientos burocráticos basados en cri-
terios legales ajenos a ellas, sobre todo en relación a la distribución de
tierras por parte del Estado. Por otro lado, su trabajo muestra que mien-
tras los tobas del oeste de Formosa lograron constituir una organiza-
ción política unificada con una relativamente importante capacidad de
negociación, articulada en base a una red de contactos y relaciones con
ONGs, los intentos de dirigentes pilagá de crear una organización simi-
lar ha enfrentado importantes obstáculos y resistencias internas a las
comunidades pilagá, en parte debido a su mayor dispersión espacial y
a relaciones clientelares creadas por el gobierno provincial.

Los artículos de Florencia Ciccone y Silvia Hirsch sobre los tapietes


de Salta y el de Axel Lazzari sobre los rankülche de La Pampa se centran
en las dimensiones culturales y lingüísticas de nuevas formas de emer-
gencia indígena. Ambos artículos muestran cómo la lengua se trans-
forma en un espacio político que incluye tensiones en el proceso de su
enseñanza y en el establecimiento de consenso sobre los grafemas a ser
usados para escribirla. Ciccone y Hirsch analizan de qué manera la rela-
ciones transnacionales de los tapietes de Salta con grupos tapietes en
Bolivia y Paraguay han conducido a una revalorización de sus prácticas
culturales y lingüísticas y le han otorgado una mayor visibilidad a una
etnia que se encuentra en un contexto urbano (la ciudad de Tartagal)
y en una situación de fuertes presiones sociales, económicas y cultura-
les. El artículo de Axel Lazzari, por su parte, examina la implementación
de un “taller de lengua y cultura rankülche” para reflexionar sobre el
lugar que ha ocupado la lengua en las estrategias de reconocimiento
y emergencia del activismo rankülche. Lazzari analiza, en primer lugar,
los múltiples significados y motivaciones asociados a la recuperación
de la lengua por parte de dirigentes rankülche, lingüistas, antropólo-
gos, funcionarios gubernamentales y asistentes no-indígenas de los
talleres. Pero, además, el autor muestra cómo estos talleres han osci-
12 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

lado entre crear representaciones fetichizadas de la lengua rankülche


–como conjunto de “palabras sueltas”– y constituirse como espacio po-
lítico por el cual el movimiento rankülche ha buscado ganar visibilidad
pública en la provincia.

El trabajo de Diego Escolar analiza una faceta poco estudiada so-


bre los movimientos indígenas en la Argentina: los conflictos, disputas
y formas de dominación que existen al interior de ellos, centrándose
en las “once comunidades huarpes” de Guanacache, Mendoza. Escolar
muestra que a pesar de la narrativa de la “extinción de los huarpes”,
en esta región muchos pobladores rurales nunca perdieron prácticas,
identificaciones y memorias de corte indígena. Pero estas formas loca-
les de subjetividad huarpe fueron institucionalizadas y transformadas
en la década de 1990 por la influencia de activistas huarpes urbanos,
nuevas políticas estatales y sobre todo por el accionar de actores no-
indígenas, como un sacerdote católico y directores de escuelas. El autor
examina las relaciones de poder por las cuales estos últimos se conso-
lidaron como “representantes” de las comunidades de Guanacache así
como las resistencias y debates que dicha apropiación ha generado en-
tre pobladores huarpes.

El resto de los trabajos abordan facetas identitarias, espaciales y cor-


porales que no han estado necesariamente ligadas a organizaciones o
movimientos políticos pero que han sido igualmente parte de campos
de poder y disputa. El artículo de Ana Vivaldi analiza cómo personas to-
bas que viven en un barrio periurbano de la ciudad de Formosa hacen
uso de zonas de montes en tierras privadas circundantes, los significa-
dos que ellos asocian a dichos lugares y los conflictos que sus prácticas
han creado con agentes del Estado y empleados de estancias. Atraidos
a la ciudad por la aspiración de “progresar” y al mismo tiempo confina-
dos por el Estado a un barrio estigmatizado como “aborigen”, hombres y
mujeres tobas organizan partidas de cacería o de recolección de totoras
al monte no sólo por motivos económicos o siguiendo una “tradición
cultural”. Vivaldi muestra que estas prácticas también son parte de un
proyecto alternativo del uso del espacio que busca limitar formas de
disciplinamiento y control espacial.

En su trabajo, Gabriela Karasik analiza la estrecha relación existente


entre corporalidad, indumentaria y marcadores étnicos en las tierras
altas de Jujuy. La autora comienza examinando los distintos modos en
Presentación 13

que desde la colonia hasta fines del siglo XX, ciertos tipos de ropa y arre-
glos del pelo fueron utilizados para marcar la alteridad y subalternidad
de los campesinos indígenas. Karasik analiza cómo el reciente proce-
so de revitalización étnica en Jujuy ha reconfigurado estos parámetros,
transformando antiguas marcas corporales de estigmatización en mar-
cas de orgullo étnico “kolla”. La autora, no obstante, también advier-
te sobre las paradojas de estos nuevos posicionamientos, que pueden
reproducir imágenes exotizadas de una “andinidad” crecientemente
mercantilizada para el consumo del turismo nacional e internacional.

El debate en torno a la pre-existencia de pueblos originarios en al-


gunas partes del país, y si su presencia es posterior a la formación del
Estado-nación, ha sido en ocasiones utilizado para deslegitimar sus
reclamos políticos y legales. El artículo de Ana María Gorosito Kramer
analiza cómo los guaraníes de Misiones han sido representados y es-
tigmatizados en diversas fuentes históricas y etnográficas, y de qué
manera el uso e imposición de ciertos etnónimos sobre ellos ha tenido
implicancias políticas. La autora analiza cómo debates sobre el carác-
ter “nómade” o “cazador-recolector” de los mbyá, sobre si descienden
de grupos que no fueron reducidos en las misiones jesuíticas o si son
originarios del Paraguay, han sido utilizados desde sectores de poder
para excluirlos de sus derechos territoriales y patrimoniales. Asimismo,
Gorosito Kramer analiza cómo el actual uso de los términos “mbyá” o
“guaraní”, si bien intenta dar cuenta de la especificidad cultural de este
grupo, también engloba a grupos guaraníes de la provincia que se au-
todenominan de distinta manera.

En definitiva, estos capítulos ilustran histórica y etnográficamente


la variedad de experiencias que definen las prácticas y subjetividades
indígenas en la Argentina a principios del siglo XXI; estos trabajos tam-
bién muestran que, a pesar de largas historias de dominación e invisi-
bilización, las prácticas políticas de estos grupos están contribuyendo a
redefinir los significados de la nacionalidad argentina.
La presencia ausente:
políticas estatales, invisibilizaciones y
emergencias indígenas en la Argentina
Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

L a consolidación del Estado-nación argentino a fines del siglo XIX inclu-


yó entre sus rasgos fundantes el intento de eliminar, silenciar o asimilar a
su población indígena. Las elites de aquella época definieron la idea mis-
ma de la nación Argentina en explícita tensión con lo que imaginaban
como su opuesto: “el desierto”, el término entonces usado para aludir a
los territorios de la Pampa, la Patagonia y el Gran Chaco donde grupos in-
dígenas resistían militarmente el avance del Estado. El que estas regiones
fueran vistas como “desiertos”, como lo han señalado varios autores, ex-
presa la dialéctica de civilización y barbarie que movilizó el surgimiento
de la nación, ya que lo que definía a aquellas geografías no era un paisaje
físico árido o la falta de poblaciones humanas sino la ausencia de con-
trol estatal, capitalismo y civilización (ver Halperín Donghi, 1982; Arengo,
1996; Wright, 1998). A principios del siglo XX, las grandes campañas mili-
tares a la Pampa-Patagonia y al Chaco, las expropiaciones de tierras que
alimentaron el surgimiento de un capitalismo agrario y la masiva inmi-
gración europea habían transformado al “desierto” en un Estado-nación
que parecía ser producto de la eliminación de la barbarie de su prehisto-
ria. Lo que este proyecto nacional no podía ver o admitir públicamente,
sin embargo, es que éste no podía sino seguir entrelazado con el sustrato
indígena que se había propuesto erradicar. Lo indígena se transformó, en
este sentido, en una suerte de ausencia que no dejó de estar presente en
las subjetividades nacionales a múltiples niveles.

Por un lado, el legado de la “conquista del desierto” confinó por mu-


cho tiempo a los grupos indígenas al trasfondo de los imaginarios na-
cionales. Esta situación contrastó con otros países de América Latina
como México, Perú o Brasil, donde los discursos que celebraban el com-
16 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

ponente indígena de la nación y la importancia de procesos de mesti-


zaje han sido parte central de sus ideologías nacionales (Bonfil Batalla,
1990; de la Cadena, 2000; Lauer, 1997). Por el contrario, en la Argentina
las narrativas dominantes por mucho tiempo recordaron a lo indígena
como una fuerza salvaje y destructiva –simbolizada en “los malones”–
que debió ser erradicada para dar luz a la nación; esta conmemoración
contribuyó, por ende, a relegar a lo indígena a un pasado violento. Esta
invisibilización fue tan profunda que el mismo concepto de “mestizo”,
tan significativo en otros países de América Latina (de la Cadena, 2000;
Knight, 1990; Gould, 1998; Hale, 1996), estuvo mayormente ausente en
los vocabularios oficiales y coloquiales de la Argentina (más allá que
nociones de mestizaje se filtraran en referencias a criollos, gauchos y
“cabecitas negras”). Durante décadas, los textos escolares enfatizaron la
“homogeneidad cultural” de la nación (leída en clave de europeidad) y
tenían un capítulo de forma sobre los indígenas que “solían” habitarla.
A lo sumo, se indicaba que descendientes de aquellos grupos sobrevi-
vían en algunos rincones del país.

Esta situación creó una invisibilización hegemónica de la cuestión


indígena en la Argentina que perduró durante décadas. Luego de las
campañas militares de fines del siglo XIX, sin embargo, los grupos indí-
genas no quedaron fuera de la óptica de las agencias estatales federa-
les y provinciales. Como lo han sostenido autores como Michel Foucault
(1977) o James Scott (1998), una faceta crucial del poder estatal es el po-
der hacer “visibles” a actores subalternos como sujetos controlables.
Pero en la Argentina, esta visualización estatal se construyó en tensión
con la paralela construcción de lo indígena como una presencia ausen-
te: una fuerza no-reconocida que no obstante estaba allí como punto
de referencia latente en relatos hegemónicos. Por ende, el énfasis en el
carácter “blanco” y “europeo” de la Argentina fue paralelo a recurrentes
ansiedades sobre la “indianidad” o salvajismo profundos del país. Ello
es claro en el hecho de que muchos argentinos de clase media temen
ser vistos como “indios” por norteamericanos y europeos (Joseph 2000),
en un gesto indirecto de reconocimiento de que lo indígena-mestizo
continúa siendo parte de la argentinidad. En otras palabras, la invisibi-
lización de los grupos indígenas no los borró por completo de los imagi-
narios nacionales sino que los transformó en una presencia no-visible,
latente y culturalmente constitutiva de formas hegemónicas de nacio-
nalidad (ver Ivy, 1995; Lazzari, 2003).
La presencia ausente 17

Este proceso ha tenido profundos efectos en las configuraciones socia-


les e identitarias indígenas. En este sentido, las luchas y demandas abo-
rígenes que han surgido con particular fuerza en las últimas décadas no
han sido intentos por levantar un velo hegemónico que cubría una reali-
dad separada de él. Estas prácticas políticas se han constituido en un diá-
logo crítico con las narrativas dominantes que moldearon a estos actores
como sujetos sociales; y constituyen además un intento de socavar la in-
visibilización no simplemente a través de hacerse visibles sino a través de
buscar obtener el reconocimiento de derechos por parte del Estado.

En este trabajo, analizamos históricamente este doble y tenso proceso


de invisibilización y emergencia con el objeto de presentar los procesos
históricos y políticos que forman el trasfondo del resto de los capítulos
que conforman este libro. En particular, examinamos la historia de las na-
rrativas hegemónicas, políticas estatales y luchas que construyeron a la
cuestión indígena en la Argentina, especialmente a lo largo del siglo XX y
principios del XXI. Ésta es una historia marcada por la gradual ruptura de
la invisibilización mencionada anteriormente y la emergencia de los gru-
pos indígenas como una activa fuerza social en la arena pública. Como
lo muestran los casos de México o Guatemala, la visibilidad pública de lo
indígena está lejos de garantizar la adquisición de derechos sociales, cul-
turales y políticos. Pero en la Argentina, debido a su particular historia, el
surgimiento de los grupos indígenas como una presencia reconocida, an-
tes que ausente, está teniendo importantes implicancias político-cultu-
rales, que exploramos hacia el final del capítulo. Antes de retrotraernos a
la historia, comenzaremos por presentar y discutir brevemente el mapeo
indígena de la Argentina de principios del siglo XXI.

El mapa indígena argentino:


taxonomías en transformación
¿Cuántos grupos indígenas existen hoy en día en la Argentina?
Antes de esbozar una respuesta, es importante resaltar que esta
pregunta implica dar por sentado que procesos socio-culturales
de gran complejidad y fluidez pueden ser ordenados en entidades
claramente separables y cuantificables. De hecho, las miradas es-
tatales y antropológicas sobre lo indígena en la Argentina estuvie-
ron por mucho tiempo guiadas por la lógica de ver a los grupos
18 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

étnicos –para usar la metáfora de Eric Wolf (1982)– como “bolas de


billar” con límites sólidos y bien delimitados, y por ende fácilmen-
te cuantificables. Sin embargo, la acelerada emergencia étnica que
está teniendo lugar en muchas partes del país ha socavado, y he-
cho obsoleta, viejas taxonomías. Marcadores étnicos asumidos por
mucho tiempo como desaparecidos –como “selknam”, “huarpe”,
“comechingón” o “charrúa”– han sido reapropiados por un núme-
ro creciente de colectivos sociales. Y grupos que antes eran subsu-
midos bajo un mismo término han comenzado a reclamar identi-
dades étnicas más localizadas, como es el caso de grupos andinos
vistos hasta hace poco como “kollas” y que hoy en día se auto-iden-
tifican como “ocloyas”, “omahuacas” o “atacamas”. Esta profusión
de indigeneidades emergentes está teniendo lugar en buena parte
de América Latina y el mundo (Li, 2000; Warren, 2001; French, 2004;
Tilley, 2005) y confirma, una vez más, el carácter dinámico e histó-
rico de todo posicionamiento identitario. A este dinamismo debe-
mos agregarle la gran dispersión espacial de grupos que solían ser
vistos como anclados de manera rígida en geografías acotadas. Ello
hace que la vieja correlación unívoca entre “culturas” y “lugares”
(ver Malkki, 1997; Gupta y Ferguson, 1997) se haga más problemáti-
ca que nunca, y que la mayor parte de los centros urbanos del país
contenga actualmente núcleos de gente indígena de las más diver-
sas regiones.

Por ende, retomando la pregunta anterior, todo mapeo étnico debe


incluir la necesaria aclaración de que constituye un intento provisorio
de ordenar un campo en movimiento. Hecha esta salvedad, en la actua-
lidad podemos identificar en el país los principales conjuntos sociales
con una auto-identificación indígena, que aquí agrupamos según re-
giones geográficas:

• Gran Chaco y piedemonte andino (Formosa, Chaco, norte de San-


ta Fe, este de Salta y Jujuy): wichí, iyojwaja-chorote, nivaclé-chu-
lupí (familia lingüística mataco-mataguayo); toba-qom, mocoví,
pilagá (familia lingüística guaycurú); y guaraní, tapiete y chané
(familia lingüística tupí-guaraní).
• Región pampeana, Patagonia y Tierra del Fuego: mapuche, te-
huelche, rankülche y selknam.
• Cuyo y centro: huarpes en Mendoza y San Juan y comechingones
en Córdoba.
La presencia ausente 19

• Las tierras altas y valles del noroeste: kollas en Salta y Jujuy, oclo-
yas, atacamas y omahuacas en Jujuy, y diaguitas-calchaquíes en
Salta, Tucumán, Santiago del Estero, La Rioja, Catamarca y Santia-
go del Estero.
• Litoral y nordeste: charrúas en Entre Ríos y mbyá-guaraníes en
Misiones.

Es importante enfatizar que estos marcadores identitarios (“wichí”,


“toba” o “mapuche”) están lejos de representar colectivos homogéneos
y que existen importantes diferencias socio-culturales y políticas entre
distintos subgrupos que reconocen una misma auto-adscripción étnica.
Este mapeo, además, oscurece el que algunos de estos grupos mantie-
nen lazos con pares situados más allá de las fronteras argentinas, como
es el caso, por ejemplo, de los mapuche (con grupos afines en Chile) y los
guaraníes y tapietes (con pares en Bolivia y Paraguay).

Ahora bien, la pregunta sobre el número de grupos indígenas conlle-


va una pregunta adicional sobre el peso relativo de su población dentro
de la población total del país. En otras palabras: ¿cuántos argentinos
se reconocen como “indígenas”, “aborígenes” o miembros de “pueblos
originarios”? La cuantificación ya no de grupos sino de personas plan-
tea desafíos metodológicos similares a los señalados anteriormente.
Pero es de notar que el censo nacional de 2001 incluyó por primera vez
una pregunta sobre auto-identificación indígena, que fue luego com-
plementada por La Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas de
2004-2005. Ello condujo a una estimación de 600.000 personas que se
identifican como miembros o descendientes en primera generación de
pueblos originarios, lo que significa alrededor del 1,5% de una población
de más de 36 millones. Vale la pena señalar que la prolongada invisibi-
lización de los grupos indígenas en la Argentina no ha sido meramente
el producto de su reducido peso demográfico. Contradiciendo las imá-
genes sobre lo indígena a menudo asociadas a ambos países, en Brasil
la población indígena es en términos relativos mucho menor que en la
Argentina, pues constituye el 0,4% de una población total de 169 millo-
nes según el censo de 2000 (alrededor de 734.000 personas). Los pro-
cesos de invisibilización a los que hicimos alusión, en este sentido, nos

 De esta cifra, 457.000 personas se consideran indígenas y 143.000 “descendientes” de


primera generación. Fuente: http://www.indec.mecon.ar. Algunas organizaciones indíge-
nas estiman que la cifra sería superior y alcanzaría el millón de personas.
20 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

retrotraen a los procesos históricos que constituyeron al Estado-nación


argentino.

El asalto final al desierto


Lo que hoy en día es territorio argentino era una región relativa-
mente marginal dentro de las colonias españolas, y por mucho tiempo
Buenos Aires fue un puerto de poca relevancia conectado a los cen-
tros económico-políticos de Potosí y Lima a través de ciudades como
Córdoba, Tucumán y Salta y además ubicado no lejos de una frontera
sometida a frecuentes ataques indígenas. Tras las guerras de la in-
dependencia y el fin del período de guerras civiles, por ende, el sur-
gimiento de un Estado nacional unificado debió enfrentar el hecho
de que prácticamente la mitad del territorio nacional, “el desierto”,
estaba libre de una presencia estatal. El control de los Andes patagó-
nicos se volvió una prioridad debido a la competencia geopolítica con
Chile sobre la región. En 1879, culminando una serie de incursiones
comenzada años antes, el gobierno nacional lanzó la llamada “cam-
paña al desierto” al mando del General Julio A. Roca, que junto con
nuevas campañas en 1881 y 1885 aplastó la resistencia organizada de
grupos ranqueles y mapuche en la llanura pampeana, el río Negro y el
Neuquén. El Chaco, por su parte, había sido sometido a una creciente
presión militar desde la década de 1870. Y a fines de 1884, el Ministro
de Guerra Benjamín Victorica condujo una campaña militar en gran
escala que derrotó a los grupos tobas y mocovíes del Chaco austral y
oriental y aseguró el control de las márgenes del río Bermejo. En algu-
nas áreas del Chaco, sobre todo sobre el río Pilcomayo, expresiones es-
porádicas de resistencia armada persistieron durante varias décadas.
Pero las “campañas al desierto” de fines del siglo XIX desarticularon
la resistencia indígena organizada en Pampa-Patagonia y el Chaco. A
ello se le sumó la represión de rebeliones indígenas en la Puna (Bernal,
1984) así como el efecto devastador que la expansión de estancias ove-
jeras tuvo sobre los selknam y yámanas de Tierra del Fuego (Borrero,
1994; Vidal, 1999).

A principios del siglo XX, desde la óptica estatal “el problema in-
dígena” en territorio argentino había sido en buena medida resuelto
desde un punto de vista militar. A pesar de la masiva pérdida de vidas
humanas y la consiguiente desestructuración social que ello generó,
La presencia ausente 21

esta violencia no necesariamente implicó el “exterminio” de los gru-


pos indígenas, como lo han sostenido voces críticas de “las campañas
al desierto”. En las décadas siguientes, la visión del “exterminio” abrió
flancos de crítica entre sectores intelectuales y las clases medias, que
ya en las décadas de 1870 y 1880 habían cuestionado la violencia del
Ejército (Lenton, 1992; Lazzari, 1998). No obstante, la misma noción de
que el pasado indígena de la Argentina había sido borrado por com-
pleto se volvió parte de un discurso hegemónico, pues parecía confir-
mar que el país se había vuelto una “nación europea”. En otras pala-
bras, muchos de quienes en el siglo XX lamentaron la brutalidad de
las “campañas al desierto” también participaron del dispositivo de in-
visibilización, al reproducir la idea de que lo indígena ya no era parte
de la nación.

Estos relatos, no obstante, no podían ser sino contradictorios, ya que


la presencia de los grupos recientemente derrotados guiaba políticas
de gobierno y la expansión de fronteras capitalistas. Como lo señalara
Nicolás Iñigo Carrera (1984), la violencia estatal se volvió una fuerza eco-
nómica ligada a la imposición de nuevas relaciones sociales. En las pri-
meras décadas del siglo XX, diversos grupos indígenas estaban siendo
integrados en economías regionales como trabajadores estacionales,
pequeños productores o como parte de una fuerza de trabajo proletari-
zada. En la llanura pampeana y la Patagonia, las expropiaciones de tie-
rras fueron particularmente masivas y muchos mapuches, tehuelches
y ranqueles se volvieron pastores de ovejas, agricultores o trabajadores
rurales (Balazote y Radovich, 1995; Curruinca y Roux, 1990; Lazzari, 2003;
Briones y Ramos, este volumen). En el norte del país, la expansión de
sectores agrícolas intensivos en mano de obra creó una gran demanda
de trabajadores indígenas, centrada en la producción algodonera en el
Chaco oriental y sobre todo en los ingenios azucareros de Salta y Jujuy,
que durante décadas reclutaron mano de obra indígena del Chaco así
como de los valles y tierras altas andinas (Gordillo, 2004, 2006, este vo-
lumen; Lagos, 1995; Mendoza, 2002; Rutledge, 1987; Trinchero y Maran-
ta, 1987; Trinchero, 2000). En muchas partes del país, esta integración
a economías más amplias estuvo entrelazada a la acción de agencias
estatales, que comenzaron a delinear los primeros rudimentos de las
políticas indigenistas en el país, en un contexto en el que las elites na-
cionales declamaban la consolidación de una nación civilizada y por
ende “sin indios”.
22 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

La formación de sujetos civilizados (1900s-1930s)


A fines del siglo XIX, agencias del Estado habían incentivado la pro-
letarización de grupos indígenas a través de confiscaciones de tierras o,
como en el Chaco occidental, la militarización del reclutamiento labo-
ral (Iñigo Carrera, 1984). Pero por varias décadas, el gobierno careció de
una política indigenista unificada institucionalmente. A nivel nacio-
nal, la primera institución a cargo de asuntos indígenas fue la Comi-
sión Honoraria de Reducciones de Indios, bajo la órbita del Ministerio
del Interior. Creada en 1916 y disuelta en 1946, esta comisión fue ideada
originalmente para administrar las reducciones indígenas de Napalpí
(Chaco) y Bartolomé de las Casas (Formosa) (Beck, 1994:127). La parale-
la invisibilización de la cuestión indígena en la Argentina contribuyó
a que esta institución y las que la siguieron tuvieran una baja visibili-
dad dentro de la órbita del Estado y fueran por mucho tiempo apéndi-
ces poco conocidos de burocracias más amplias (como veremos). Pero
lo que distinguió a la Comisión Honoraria fue su ambicioso intento de
transformar a los grupos indígenas en sujetos civilizados y por ende su
objetivo explícito de disolver su indigeneidad.

La mayoría de estos planes fueron puestos a la práctica en el Gran


Chaco, dada la alta demanda de mano de obra en la región y los fuertes
imaginarios de salvajismo asociados a esta geografía. Como lo anali-
zara Elena Arengo (1996) en el caso de Napalpí, los administradores de
esta reducción intentaron transformar la subjetividad de gente toba y
mocoví a través del incentivo de la agricultura, la disciplina laboral y
“hábitos de ahorro” (ver también Beck, 1994). Si bien la orden francisca-
na estaba entonces implementando planes similares en sus misiones
del Chaco (Teruel, 2005), estas reducciones representaron un intento de
lograr estos objetivos a través de una agenda secular y estatal. En 1924,
altos impuestos, restricciones sobre la movilidad indígena y la explota-
ción en las colonias algodoneras de la zona generaron un movimiento

 La primera actitud de las agencies estatales fue dar a los indígenas el estatuto de
“menores”, debido a la generalizada percepción de que ésos eran personas incapaces de
comprender los códigos legales de la sociedad nacional. A principios del siglo XX, ello creó
varias propuestas, que no prosperaron, para crear un “Patronato Nacional de Indios”, un
instituto para el tutelaje de grupos indígenas inspirado en los patronatos de la infancia
(Beck 1994:87; Lenton 1992:54-55).
 Esta comisión había existido desde 1912, pero en ese entonces era llamada Comisión
Financiera Honoraria.
La presencia ausente 23

milenarista entre la gente reducida en Napalpí. El robo de ganado y las


escaramuzas con los colonos se incrementaron y el 19 de julio de 1924
un gran contingente policial masacró a cientos de tobas y mocovíes, in-
cluyendo mujeres y niños (Cordeu y Siffredi, 1971; Miller, 1979).

La masacre de Napalpí, a pesar de su especificidad local, fue parte


de similares expresiones de violencia estatal entonces en auge en otros
lugares del país, como la represión de movimientos obreros en Buenos
Aires (en la “semana trágica”) y en Santa Cruz (“la Patagonia trágica”).
En parte respondiendo a estos conflictos, en 1927 el gobierno nacional
expandió los atributos de la Comisión Honoraria y la hizo supervisar las
condiciones laborales en los ingenios azucareros de Salta y Jujuy (Beck,
1994:100). Esta política de corte proteccionista, iniciada décadas antes
por el Departamento de Trabajo (Bialet Massé, 1973; Niklison, 1989, 1990),
respondía a un acuerdo notable –aun entre miembros de las elites– de
que los indígenas estaban siendo sometidos a condiciones de explota-
ción particularmente duras (Beck, 1994:88). Ello fue paralelo a debates en
el Congreso sobre si las personas indígenas debían ser reconocidas como
ciudadanos con plenos derechos, respondiendo a la disyuntiva planteada
por el aparentemente contradictorio concepto de “indio argentino” (Len-
ton, 1999:21-22; Lazzari, 2002; Gordillo, 2006, capítulo 7). Hacia la década
de 1930, estos debates sobre la ciudadanía no fueron resueltos y los in-
tentos de proteger los derechos de los trabajadores indígenas raramen-
te mejoraron sus condiciones de vida. Pero estos debates anticiparon los
conflictos y demandas que emergerían con particular fuerza en la déca-
da siguiente con el surgimiento del peronismo.

El peronismo y la expansión inclusiva de la


argentinidad (1946-1955)
El ascenso al poder de Juan Domingo Perón y el fin de la previa hege-
monía conservadora marcaron un importante cambio en las políticas in-
digenistas oficiales. A nivel institucional, ello se expresó en que en 1943 la
vieja Comisión Honoraria de Reducciones de Indios pasó a formar parte
de la Secretaría de Trabajo y que en 1946 fue transformada en la Direc-
ción de Protección del Aborigen. Pero la nueva retórica populista e inclu-
siva del nuevo gobierno con respecto a los grupos indígenas fue también
producto de la creciente movilización de estos últimos, que socavaban
24 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

las predicciones de corte evolucionista sobre su pronta desaparición. El


ejemplo más destacable fue el llamado “malón de la paz” organizado en
1946 por campesinos kollas de Salta y Jujuy, quienes marcharon a pie has-
ta Buenos Aires en demanda de títulos de tierras (Tesler, 1989; Schwittay,
2003). Este movimiento fue uno de los primeros en la Argentina en ga-
nar una amplia visibilidad pública como protesta de carácter indígena-
campesino y tuvo además una importante dimensión espacial: era una
caminata desde las márgenes de la nación hacia su núcleo simbólico-po-
lítico. Y a diferencia de los malones del pasado, éste era un gesto de “paz”.
Desde un comienzo el gobierno peronista vio a esta protesta como una
molestia política y luego de ser recibidos por Perón, los participantes del
malón fueron encerrados en trenes y enviados de nuevo a Salta y Jujuy. El
“malón de la paz”, no obstante, marcó la primera fase del movimiento in-
digenista en la Argentina y en el futuro líderes de diversas agrupaciones
lo verían como el punto de partida de sus luchas (Carrasco, 1991:81).

A pesar de las contradicciones en las políticas indigenistas de Pe-


rón, sus dos primeros gobiernos incrementaron los derechos sociales
y políticos de los grupos indígenas. Éstos adquirieron por primera vez
derechos de ciudadanía y muchos de ellos recibieron documentos de
identidad, lo que les permitió votar por primera vez (Lenton, 1999:23). 
El “Estatuto del Peón”, por su parte, mejoró las condiciones laborales en
zonas rurales, incluyendo las de los trabajadores indígenas. En el no-
roeste, el gobierno abolió la renta en trabajo que ingenios como San
Martín del Tabacal imponían sobre el campesinado que vivía en tierras
de su propiedad y decretó además la expropiación de varias haciendas,
si bien varias de estas expropiaciones no fueron implementadas (Ru-
tledge, 1987; Schwittay, 2003). Estas políticas también implicaron que
varios dirigentes indígenas, en algunos casos por primera vez, pasaran
a ser parte de burocracias estatales (Serbín, 1981:413).

Al nivel de los imaginarios nacionales, el legado más importante del


peronismo fue sin duda el expandir la visión pública sobre el contenido
de la nación argentina. La retórica y política peronistas incluyeron den-
tro de la comunidad imaginada nacional a actores previamente margi-
nados como las mujeres (que ganaron el derecho al voto), los indígenas

 No obstante, la falta de una documentación masiva siguió afectando a muchos gru-


pos en varias partes del país, como por ejemplo el Chaco occidental (ver Gordillo, 2006,
capítulo 7).
La presencia ausente 25

(que obtuvieron derechos de ciudadanía) y los sectores criollo-mestizos


del interior del país que migraban en número creciente a Buenos Aires
(ver Lenton, 1999:19). El uso despectivo por parte de las clases medias y
elites porteñas del término racializado “cabecita negra” para referirse a
estos últimos, paradójicamente, fue paralelo a la continuidad del silen-
ciamiento en discursos oficiales del componente mestizo de la Argenti-
na. Pero las referencias a los “cabecitas negras” (al igual que en la actua-
lidad a “los negros”) eran una forma vívida, aunque velada, de recono-
cer lo indígena como una presencia ausente, en este caso a través de la
clara presencia de sangre indígena en buena parte de la población.

La reformulación modernista de “lo indígena”


El golpe militar de 1955 habría de transformar varias facetas de la políti-
ca indigenista estatal. Como resultado de la caída de Perón, la Dirección de
Protección del Aborigen fue cerrada y en las décadas siguientes, debido a
los frecuentes cambios de gobierno y a nuevos golpes militares, la jurisdic-
ción estatal sobre asuntos indígenas deambuló entre un número notable
de estructuras burocráticas: La Dirección Nacional de Asuntos Indígenas
(1958-1967), el Servicio Nacional de Asuntos Indígenas (1968), el Departa-
mento de Asuntos Indígenas (1969) y diferentes secretarías y direcciones
en las décadas de 1970 y 1980, lo que ilustra lo errático de las políticas indi-
genistas de entonces (Carrasco y Briones, 1996:26-30; Cloux, 1991).

Una de las políticas más significativas sobre la cuestión indígena en


la década de 1960 fue la realización del primer censo indígena nacional,
llevado a cabo entre 1966 y 1968. Este censo calculó que la población
indígena del país incluía en aquel entonces a unas 165.000 personas,
sobre una población total de 23 millones. Ésta fue una estimación con-
servadora, ya que el censo tuvo serias y conocidas deficiencias: fue reali-
zado en varias etapas a lo largo de un período prolongado y sólo cubrió
a comunidades rurales que estuvieran cerca de sus territorios pre-his-
pánicos e incluyeran marcadores como hablar un idioma nativo. Debido
a estos criterios, el censo excluyó a gente indígena que vivía en centros
urbanos o en asentamientos rurales pequeños y dispersos (Martínez
Sarasola, 1992:427-429; Urquía y Goldztein, 1999). Aun así, este censo
marcó un punto de inflexión en la política indigenista estatal; fue el
primer intento por hacer más visible, al menos de manera cuantitativa,
la presencia indígena en la Argentina.
26 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

Para ese entonces, era también claro que la población aborigen ar-
gentina, antes que ser la supervivencia de un pasado arcaico, era parte
indisoluble de los paisajes económicos, políticos y culturales de la na-
ción. En primer lugar, como parte de las migraciones rurales-urbanas
que involucraban a buena parte de la población del país, la presencia
indígena se había expandido a las grandes ciudades. En el norte de la
Patagonia, un número creciente de mapuche se estaba estableciendo
en las ciudades de Neuquén, Viedma y Bariloche (Balazote y Radovich,
1992:175). Debido a la crisis del sector algodonero, un gran número de
tobas de Chaco y Formosa se desplazó a barrios periurbanos de Rosa-
rio, Buenos Aires y La Plata (Bigot, Rodríguez y Vásquez, 1992; Tamagno,
1992, 2001; Vivaldi, ese volumen). De manera similar, en el Chaco occi-
dental muchos wichí se establecieron en los alrededores de Tartagal (de
la Cruz, 1989; Hirsch, 2000). Los grupos que seguían basados en zonas
rurales, por su parte, habían sido profundamente afectados por déca-
das de políticas estatales, la organización de formas productivas orienta-
das al mercado, el trabajo asalariado estacional y el empleo en el sector
público. La adopción de identidades cristianas, en la mayoría de los casos
con un fuerte componente sincrético, fue parte indisoluble de las nuevas
subjetividades creadas por estas experiencias. En los valles y tierras al-
tas del noroeste, el prolongado legado de la Iglesia Católica ha sido parti-
cularmente marcado, así como lo ha sido la influencia franciscana entre
los guaraníes del piedemonte andino. Pero en muchas zonas del país la
adopción de identidades cristianas estuvo ligado al accionar de iglesias
protestantes, como lo expresan por ejemplo el profundo impacto de la
Iglesia Anglicana sobre los grupos de los ríos Pilcomayo y Bermejo o el
de iglesias indígenas sincréticas de corte pentecostal en buena parte del
Gran Chaco (Miller, 1979; Wright, 1992, 1997).

En la década de 1960, estas experiencias estuvieron entrelazadas


con el surgimiento de crecientes formas de activismo político en varias
zonas del país.

Politización y represión (1966-1983)


La radicalización de las movilizaciones populares desencadenada
por la dictadura militar de 1966-1973 tuvo un profundo impacto sobre
las prácticas políticas indígenas. Sectores de la izquierda, el peronismo
y organizaciones guerrilleras comenzaron a reivindicar públicamente
La presencia ausente 27

“la causa indígena” como parte de su crítica al status quo, y el fermento


político-cultural de Buenos Aires incentivó el activismo de estudiantes
e intelectuales indígenas que vivían en esta ciudad. En 1970, ello llevó
a la creación en Buenos Aires de la “Comisión Coordinadora de Institu-
ciones Indígenas de la Argentina”. En 1971, grupos mapuche crearon la
“Confederación Indígena Neuquina” y el año siguiente grupos toba y
wichí fundaron la “Federación Indígena del Chaco”. En 1972, el “Primer
Parlamento Indígena Nacional” o Futa Traum realizado en Neuquén se
volvió un punto de inflexión en la politización del activismo indígena
(Serbín, 1981:422-423).

Algunas de estas organizaciones estaban divididas entre facciones


que priorizaban demandas étnico-culturales y aquellas centradas en
reivindicaciones político-económicas, una fractura que también expre-
saba tensiones entre líderes más conservadores insertos en las burocra-
cias provinciales y militantes de base (Serbín, 1981:420, 424). A principios
de la década de 1970, la militancia más radicalizada fue ganando pre-
ponderancia, en algunos casos incentivada por miembros de la Iglesia
Católica ligados a la teología de la liberación. En la provincia del Chaco,
por ejemplo, una cooperativa fundada por monjas en Nueva Pompeya
entre gente wichí llevó a una movilización que desafió el poder de co-
merciantes de la zona y a miembros del poder político provincial (Iñigo
Carrera, 1998; Serbín, 1981).

En 1975, el incremento de la represión estatal le propinó un severo


golpe a las organizaciones recién mencionadas, algunas de las cuales
fueron disueltas o cooptadas por gobiernos provinciales. Ese mismo
año, dirigentes urbanos en gran medida desconectados de comunida-
des rurales fundaron en Buenos Aires la “Asociación Indígena de la Re-
pública Argentina” (AIRA), una organización centrada en demandas de
corte cultural y étnico que se distanció de las formas más “politizadas”
de movilización (Serbín, 1981:430).

La dictadura militar de 1976-1983 no sólo acentuó profundamente


este contexto político adverso sino que además representó un intento
por parte del Estado de reconstituir la vieja visión hegemónica sobre
la barbarie indígena, entre ellas las de las “campañas al desierto”. En
1979, el gobierno militar conmemoró activamente el centenario de las
campañas militares a la Pampa y la Patagonia y celebró públicamen-
te la violencia civilizatoria contra “el malón”. En discursos oficiales, “el
28 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

indio” fue presentado, una vez más, como la fuerza salvaje que había
impedido el surgimiento de la nación. Esta conmemoración fue parte
del intento de las fuerzas armadas de posicionarse como herederas de
aquella violencia civilizatoria y legitimar la represión del disenso políti-
co, en un proceso en el que tanto “indios” como “subversivos” eran pre-
sentados como “elementos ajenos al ser nacional” (Viñas, 1982).

El fin de la dictadura militar en diciembre de 1983 abrió notables es-


pacios para el surgimiento de nuevas formas de militancia entre gru-
pos originarios. Y ello marcó el comienzo de lo que ha sido el período de
mayor movilización indígena en la historia argentina.

El fin del no-reconocimiento


A mediados de la década de 1980, dirigentes y militantes que ha-
bían participado en las organizaciones creadas a principios de la dé-
cada anterior comenzaron a demandar un nuevo marco legal para la
adquisición de derechos indígenas a nivel nacional. Ello fue claro en su
presión para la sanción por el Congreso Nacional de la “Ley Nacional
23.032 sobre Política Indígena y Apoyo a las Comunidades Indígenas”,
implementada en 1989. Esta ley contempló importantes derechos, en-
tre los que se destacan la necesidad de otorgarles a las comunidades
indígenas títulos de tierras y personería jurídica (ley 23.302, citada por
Carrasco, 2000:110).

Esta ley también creó a nivel nacional una institución unificada a


cargo del tema indígena: el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas
(INAI), como parte del entonces Ministerio de Salud y Acción Social. La
ley 23.302 fue el resultado, a nivel nacional, de cambios legales iniciados
previamente en varias provincias (Althabe et al., 1995). Leyes sobre dere-
chos indígenas fueron sancionadas en las provincias de Formosa (1984),
Salta (1986), Chaco (1987), Misiones (1987), Río Negro (1988), Chubut
(1991) y Santa Fe (1993) (de la Cruz, 1989; Carrasco y Briones, 1996:25).
Estas leyes representaron importantes avances, pero la mayoría de ellas

 Ver GELIND (2000:66-67) para un análisis de las limitaciones de esta ley.


 La “Ley Integral del Aborigen” de Formosa fue la primera de su tipo y una de las pocas
leyes provinciales que sentaron las bases para la entrega de títulos de tierras, además de
contemplar derechos educativos, sanitarios y culturales (de la Cruz y Mendoza 1988; Spada-
fora, Gómez y Matarrese, este volumen).
La presencia ausente 29

incluyó una tensión entre la declamación del “respeto” a las formas de


organización indígenas y la simultánea imposición de restricciones le-
gales a las cuales éstas debían adaptarse (de la Cruz y Mendoza, 1988;
Gelind, 2000:101; Spadafora, Gómez y Matarrese, este volumen).

En 1992, la campaña contra los festejos por el quinto centenario del


“descubrimiento de América” creó debates públicos que incrementaron
la visibilidad de estos grupos y de sus demandas, lo que facilitó la arti-
culación de nuevas luchas. Ello fue claro durante la reforma de la Cons-
titución Nacional en 1994, que galvanizó un notable nivel de militancia
indígena. En la Constitución de 1853, el estatus de los grupos indígenas
estaba incluido en el artículo 67, inciso 15, que establecía que uno de los
atributos del Congreso de la Nación era “promover relaciones pacíficas
con los indios y su conversión al catolicismo”. Ello implicaba, en otras pa-
labras, seguir ubicando a los indígenas fuera de la nación y del cristia-
nismo. En la Convención Constituyente realizada en 1994 en la ciudad de
Santa Fe, dirigentes y militantes indígenas y miembros de ONGs ejercie-
ron una efectiva presión sobre los convencionales para que incluyeran
referencias claras sobre los derechos indígenas. La siguiente declaración
fue incluida en el artículo 75, inciso 17 de la nueva Constitución, que esta-
bleció que entre las atribuciones del Congreso está:

Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas ar-


gentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una edu-
cación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus
comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que
tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficien-
tes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, trans-
misible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su partici-
pación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás in-
tereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente
estas atribuciones.

La inclusión de este inciso en la nueva constitución marcó una im-


portante victoria política. A ello debemos sumarle la aprobación en
1992 por parte del Congreso Nacional (por ley 24.071) del Convenio 169
de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), lo que implicó adap-
tar la legislación nacional al cuerpo de derechos económicos, políticos y
culturales reconocidos por dicha legislación internacional (dicho conve-
nio, no obstante, recién entró en vigencia en 2001). A partir de entonces,
tanto el Artículo 75 inciso 17 de la Constitución como el Convenio 169 de
30 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

la OIT han sido invocados repetidamente por dirigentes y activistas en


todo el país, lo que saca a la luz la importancia de estas instancias lega-
les como formas nacionales e internacionales de reconocimiento que
contribuyen a revertir décadas de invisibilización.

Estos avances en el plano legal fueron también, en buena medida, el


resultado del amplio abanico de luchas que en la década de 1990 se de-
sarrollaban en buena parte del país, muchas de las cuales involucraban
conflictos de tierras. Si bien no es posible aquí dar cuenta de todas ellas,
vale la pena mencionar algunas de las más importantes: la lucha ma-
puche en Pulmarí (Neuquén) por tierras en propiedad de una empresa
estatal, lo que involucró invasiones de tierras, marchas y acciones lega-
les por parte del Estado contra militantes mapuche (Carrasco y Briones,
1996:166-175); la movilización realizada entre 1993 y 1997 por los kollas de
San Andrés (Salta) por los títulos de sus tierras, que incluyeron manifes-
taciones en Buenos Aires fuertemente guiadas por la memoria del “ma-
lón de la paz” de 1946 (Schwittay, 2003); la lucha de la Asociación Lhaka
Honhat (Nuestra Tierra) en el Chaco salteño por las tierras de los lotes
fiscales 14 y 55, que incluyó en 1996 la toma durante 23 días del puente in-
ternacional entre Misión La Paz y Pozo Hondo (entonces en construcción)
y acciones legales ante la Comisión Interamericana de Derechos Huma-
nos y la OEA (Carrasco y Briones, 1996; Gordillo y Leguizamón, 2002);
la demanda de tobas de la provincia del Chaco por la demarcación de
150.000 hectáreas otorgadas por el Presidente Alverar en 1924 sobre el
río Bermejo pero que no habían sido mensuradas o transferidas, y que
llevó finalmente a la transferencia de títulos en 1999 (Carrasco y Brio-
nes, 1996:101-120; La Nación, 5-6-1999).

Es de resaltar que varias de estas movilizaciones han estado imbri-


cadas con el accionar de partidos políticos y relaciones de corte cliente-
lar, y que por ende muchas de ellas no han seguido objetivos meramente
étnicos sino que además han estado marcadas por identidades partida-
rias (Isla, 2002; Gordillo, 2009). Como parte de este proceso, se han dado
muchas instancias en que actores indígenas se han plegado a movimien-
tos políticos más amplios y forjado alianzas con sectores criollos, como es
por ejemplo el caso de la participación de tobas de Misión Tacaaglé en
el Movimiento Campesino de Formosa (Iñigo Carrera V., 2007).

Una dimensión notable de esta nueva oleada de militancia indíge-


na ha sido, como adelantáramos, la emergencia de colectivos que habían
La presencia ausente 31

supuestamente desaparecido. Ello ha involucrado a grupos en distintas


situaciones de invisibilidad. Durante la mayor parte del siglo XX, descen-
dientes de los llamados ranqueles de la provincia de La Pampa vivieron
como trabajadores rurales y pequeños productores relativamente indi-
ferenciados de otros pobladores rurales. Pero hacia fines de la década de
1980 muchos de ellos comenzaron a organizarse como actores políticos
reclamando una identidad “rankülche” (Lazzari, 2003, este volumen). De
acuerdo con la historiografía oficial, recurrentemente repetida en textos
escolares e históricos, los selknam (ona) de Tierra del Fuego habían sido
exterminados por epidemias y la violencia de los estancieros ovejeros a
principios del siglo XX. Hacia el año 2000, sin embargo, unas 300 perso-
nas se habían organizado como una “comunidad selknam”.

Los huarpes de San Juan y Mendoza son otro caso destacable de este
abanico de identidades étnicas emergentes, ya que incluyen a un grupo
considerado extinto desde la época colonial. En la década de 1990, poblado-
res rurales que antiguamente se veían como “descendiente de indios” co-
menzaron a reclamar, junto con activistas urbanos, una identidad definida
específicamente como “huarpe” (Escolar, 2007, este volumen).

La reemergencia de grupos dados por desaparecidos ha desatado


debates sobre su autenticidad, similares a los que han involucrado a
grupos en otros lugares de América Latina que carecen de marcadores
tradicionales de indigeneidad como idioma o rituales propios (Conklin,
1987; French, 2005; Muehlmann, 2008). La movilización de los huarpes
y los rankülche, por ejemplo, ha generado acusaciones de que son “in-
dios truchos” (Escolar, 2007; Lazzari, 2003). Críticas similares han involu-
crado a personas kollas que sólo hablan castellano (Karasik, 2006, este
volumen; Schwittay, 2003). Dirigentes de estos grupos han respondido
a estas acusaciones de distintas maneras, pero muchos de ellos han de-
safiado visiones esencialistas de identidad y han rechazado la noción de
que sólo quienes hablan un idioma propio, viven en zonas rurales o son
racialmente “puros” pueden ser considerados como “indígenas.”

Junto con estos debates sobre el carácter y los límites de la indige-


neidad, el incremento de las movilizaciones por la tierra en muchos lu-

 Estas personas rechazan nociones de pureza racial para definir su identidad y han cues-
tionado las cíclicas noticias sobre la muerte de “la última ona”. Como dijo uno de ellos: “Si
ella era la última ona, ¿Qué somos nosotros? ¿Se puede discriminar entre ser mitad ona o
un cuarto de ona?” (Clarín, 14-5-2000).
32 Gastón Gordillo y Silvia Hirsch

gares de la Argentina ha generado en los últimos años una marcada


reacción por parte de grupos de poder y medios de comunicación, que
han intentado deslegitimar estas luchas, sobre todo en la Patagonia
pero también en el noroeste, con argumentos de corte nacionalista que
acusan a grupos mapuche o guaraníes de no tener derechos a la tie-
rra por no ser “argentinos”, debido no a su ciudadanía sino a sus lazos
históricos con pares más allá de las fronteras nacionales (ver Briones,
2005; Gordillo, este volumen). Estos debates hablan a las claras de la
creciente visibilización pública de las luchas indígenas pero también
de las ansiedades y resistencias que ello genera entre sectores de poder,
que aún se aferran a la idea de que la argentinidad de alguna manera
excluye grupos originarios.

En definitiva, las movilizaciones y conquistas aquí analizadas han


hecho que los grupos indígenas hayan incrementado y fortalecido su
capacidad de controlar algunas de las fuerzas y decisiones que afectan
sus propias vidas. Y ello ha hecho que, a diferencia de lo que era el caso
sólo hace unas décadas atrás, el componente indígena de la Argentina
haya dejado de ser una presencia ausente y se haya constituido en un
aspecto ineludible del mosaico sociocultural nacional y de los debates
políticos que buscan definir sus alcances y límites.

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